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LA SEGUNDA GUERRA

MUNDIAL

— oOo —
Título Original:The Second World War
Traducción: Teófilo de Lozoya y Juan Rabaseda
© Antony Beevor, 2012
Ediciones de Pasado y Presente, S.L., 2012
ISBN: 978-84-939863-3-9
Para Michael Howard
INTRODUCCIÓN

En junio de 1944 un joven soldado asiático se rindió a un


grupo de paracaidistas americanos durante la invasión
aliada de Normandía. En un primer momento, sus captores
pensaron que era un japonés, pero en realidad se trataba de
un coreano. Se llamaba Yang Kyoungjong.
En 1938, a los dieciocho años, Yang Kyoungjong
había sido reclutado a la fuerza por los japoneses para
integrarse en su ejército de Kwantung en Manchuria. Un
año más tarde, fue hecho prisionero por el Ejército Rojo
en la batalla de Khalkhin-Gol y enviado a un campo de
trabajos forzados. Las autoridades militares soviéticas,
durante un período de crisis en 1942, lo obligaron, junto
con otros varios miles de prisioneros, a integrarse en sus
fuerzas. Posteriormente, a comienzos de 1943, fue hecho
prisionero durante la batalla de Kharkov, en Ucrania, por
las tropas nazis. En 1944, vistiendo uniforme alemán, fue
enviado a Francia para servir en un Ostbataillon que
supuestamente reforzaba el Muro Atlántico desde la
península de Cotentin, en la zona del interior próxima a la
Playa de Utah. Tras pasar una temporada en un campo de
prisioneros en Gran Bretaña, se trasladó a los Estados
Unidos, donde no diría nada de su pasado. Se estableció en
este país y falleció en Illinois en 1992.
En una guerra que acabó con la vida de más de sesenta
millones de personas y cuyo alcance fue mundial, Yang
Kyoungjong, veterano a su pesar de los ejércitos japonés,
soviético y alemán, fue, comparativamente, afortunado. No
obstante, el relato de su vida tal vez siga ofreciéndonos el
ejemplo más sorprendente de lo que fue la indefensión de
la mayoría de la gente corriente ante las que serían unas
fuerzas abrumadoras desde el punto de vista histórico.

Europa no estalló en guerra el 1 de septiembre de 1939.


Algunos historiadores hablan de una «guerra de treinta
años», de 1914 a 1945, en la que «la catástrofe original»
fue la Primera Guerra Mundial.1 Otros sostienen que la
«larga guerra», que empezó con el golpe de estado
bolchevique de 1917, se prolongó como una especie de
«guerra civil europea»2 hasta 1945, e incluso algunos
indican que esta no llegó a su fin hasta la caída del
comunismo en 1989.
La historia, sin embargo, nunca es una sucesión de
hechos inapelables y sistemáticos. Sir Michael Howard
sostiene convincentemente que el ataque de Hitler a
Francia y a Gran Bretaña por el oeste de Europa en 1940
fue, en muchos sentidos, una extensión de la Primera
Guerra Mundial. Gerhard Weinberg hace también hincapié
en que la guerra que empezó con la invasión de Polonia en
1939 fue el primer paso dado por Hitler para poder cumplir
su primer objetivo, el Lebensraum, esto es, conseguir
«espacio vital», en el este. Ni que decir tiene que está en lo
cierto, pero las revoluciones y las guerras civiles que
estallaron entre 1917 y 1939 introducen diversos factores
que complican el panorama. Por ejemplo, la izquierda ha
creído siempre firmemente que la Guerra Civil Española
marcó el comienzo de la Segunda Guerra Mundial,
mientras que la derecha afirma que representó el primer
enfrentamiento de una Tercera Guerra Mundial entre el
comunismo y la «civilización occidental». Del mismo
modo, los historiadores occidentales han solido pasar por
alto la guerra chino-japonesa de 1937-1945 y la manera en
la que esta quedó incluida en el marco de una guerra
mundial. Por otro lado, diversos historiadores asiáticos
sostienen que la Segunda Guerra Mundial comenzó en
1931 con la invasión de Manchuria por parte de los
japoneses.3
Podemos dar vueltas y vueltas alrededor de todos
estos argumentos, pero lo cierto es que la Segunda Guerra
Mundial fue claramente una amalgama de conflictos. En su
mayoría fueron conflictos entre naciones, pero la guerra
civil internacional existente entre la izquierda y la derecha
influyó en muchos de ellos e incluso fue su factor
dominante. Por lo tanto, es sumamente importante que,
desde la retrospectiva, observemos algunas de las
circunstancias que desencadenaron el conflicto más cruel y
destructivo que haya conocido la humanidad.

Fueron tan horribles las consecuencias de la Primera


Guerra Mundial que, al finalizar el conflicto, Francia y
Gran Bretaña, sus principales vencedoras en Europa, se
encontraban completamente exhaustas y tenían la firme
determinación de no repetir, costara lo que costara, aquella
terrible experiencia. Los estadounidenses, tras su
contribución vital a la derrota de la Alemania imperial,
querían desentenderse de lo que consideraban un Viejo
Mundo corrupto y depravado. Europa central, fragmentada
por las nuevas fronteras acordadas en Versalles, tenía que
afrontar la humillación y la penuria de la derrota. Con su
orgullo herido, los oficiales del ejército austrohúngaro
Kaiserlich und Königlich vivieron una especie de cuento
de la Cenicienta, pero sin final feliz: sus uniformes de
cuento de hadas fueron sustituidos por ropas raídas propias
de un desempleado. La amargura de tantos oficiales y
soldados alemanes ante la derrota se intensificaba aún más
al pensar que hasta julio de 1918 sus ejércitos no habían
sido derrotados, lo que hacía parecer el repentino colapso
de la nación totalmente inexplicable y siniestro. En su
opinión, todos los amotinamientos y revueltas vividos en
Alemania durante el otoño de 1918 que precipitaron la
abdicación del kaiser habían sido provocados por
bolcheviques judíos exclusivamente. Los agitadores de la
izquierda habían desempeñado ciertamente un papel en
todo ello, y en 1918-1919 los líderes revolucionarios
alemanes más destacados habían sido judíos, pero las
causas principales del descontento habían sido el
agotamiento causado por la guerra y el hambre. La
perniciosa teoría de la conspiración impulsada por la
derecha alemana —la «leyenda de la puñalada por la
espalda»— formaba parte de su tendencia inherente e
irracional a confundir causa y efecto.
La gran inflación de 1923-1924 vino a socavar la
seguridad y la rectitud de la burguesía germánica. La
amargura provocada por un sentimiento de vergüenza
nacional y personal dio paso a una ira irracional. Los
nacionalistas alemanes soñaban con que llegara el día en el
que poder vengar la humillación del Diktat de Versalles. El
nivel de vida fue mejorando en Alemania durante la segunda
mitad de los años veinte, principalmente gracias a los
cuantiosos préstamos realizados por los norteamericanos.
Pero la depresión que azotó al mundo tras el hundimiento
de la Bolsa de Wall Street en 1929 supuso para Alemania
un golpe aún más duro cuando Gran Bretaña y otros países
abandonaron el patrón oro en septiembre de 1931. El
temor a una nueva etapa de enorme inflación impulsó al
gobierno del canciller Brüning a seguir vinculando el valor
del marco alemán al precio del oro, lo que provocó una
sobrevaloración de esta moneda. Los Estados Unidos
habían cerrado el grifo del crédito, y la política de
proteccionismo cerró los mercados a las exportaciones
alemanas. Todo ello dio lugar a un desempleo masivo, lo
cual no hizo más que favorecer espectacularmente las
promesas demagógicas que apostaban por soluciones
radicales.
La crisis del capitalismo había acelerado la crisis de la
democracia liberal, que acabó perdiendo toda su
efectividad en muchos países europeos debido a la
fragmentación de la representación proporcional. Incapaz
de solucionar los grandes desórdenes civiles, la mayoría de
los sistemas parlamentarios, creados tras la caída de tres
imperios continentales en 1918, se vio engullida por esta
espiral. Y las minorías étnicas, que habían vivido
relativamente en paz con los antiguos regímenes
imperiales, comenzaron a verse amenazadas por doctrinas
que hablaban de pureza nacional.
El recuerdo reciente de la Revolución Rusa y de la
violenta destrucción provocada por otras guerras civiles en
Hungría, Finlandia, el litoral báltico y, de hecho, la propia
Alemania, favoreció enormemente el proceso de
polarización política. Con aquel ciclo de miedo y
hostilidad se corría el peligro de convertir la retórica
incendiaria en una profecía autorrealizada, como no
tardarían en demostrar los acontecimientos en España.
Cualquier alternativa maniquea apuesta por romper un
centrismo democrático basado en el compromiso. Y en esa
nueva época colectivista, las soluciones violentas parecían
sumamente heroicas a ojos de numerosos intelectuales,
tanto de la izquierda como de la derecha, y de los
resentidos veteranos de la Primera Guerra Mundial. Ante
aquel desastre financiero, el corporativismo estatal se
convirtió de repente en el orden moderno natural de buena
parte de Europa y en una respuesta al caos provocado por
las luchas de facciones.
En septiembre de 1930, el Partido Nacional Socialista
pasó del 2,5 por ciento de los votos a obtener el 18,3 por
ciento. La derecha conservadora de Alemania, con su poco
respeto por la democracia, acabó destruyendo la República
de Weimar, abriéndole a Hitler así las puertas de par en par.
Subestimando peligrosamente la implacabilidad de Hitler,
pensó poderlo utilizar como una marioneta populista para
defender su idea de Alemania. Pero, a diferencia de la
derecha alemana, el futuro dictador sabía perfectamente lo
que quería. El 30 de enero de 1933, Hitler fue nombrado
canciller e inmediatamente se puso manos a la obra para
acabar con cualquier oposición potencial.
Para las futuras víctimas de Alemania, la tragedia fue
que una parte importantísima de la población del país, harta
de tanto desorden y tanta desconsideración, estaba
dispuesta a seguir ciegamente al criminal más temerario
que haya conocido el mundo. Hitler consiguió despertar
sus peores instintos: el resentimiento, la intolerancia, la
arrogancia y el más peligroso de todos, el sentimiento de
superioridad racial. Independientemente de la poca o
mucha que quedara, la confianza en el Rechtsstaat, esto es,
en el estado de derecho, se vino abajo ante la insistencia de
Hitler en que el sistema judicial tenía que estar al servicio
del nuevo orden.4 Las instituciones públicas —los
tribunales, las universidades, el estado mayor y la prensa—
se sometieron a los dictados del nuevo régimen. Los
opositores se vieron irremediablemente aislados, y fueron
acusados de traicionar el nuevo concepto de Patria, no solo
por el propio régimen, sino también por todos aquellos que
le daban su apoyo. Sorprendentemente, a diferencia del
NKVD de Stalin, la efectividad de la Gestapo era escasa.
Casi todas sus detenciones respondían simplemente a las
denuncias de unos ciudadanos alemanes por otros.
El cuerpo de oficiales del ejército, que se había
jactado siempre de su tradición apolítica, también se dejó
seducir por la promesa de reforzar las fuerzas militares y
de un rearmamento a gran escala, aunque sintiera un
profundo desprecio por un pretendiente tan vulgar y
desaliñado. El oportunismo se alió con la cobardía ante la
amenaza de la nueva autoridad. En cierta ocasión, el
mismísimo Otto von Bismarck declaró que la valentía
moral era una virtud muy rara en Alemania, que cualquier
alemán perdía inmediatamente en el instante que se vestía
de uniforme.5 Como no es de extrañar, los nazis querían
conseguir que prácticamente todo el mundo se pusiera un
uniforme, empezando por los niños.
El mayor talento de Hitler consistía en saber
descubrir y explotar las debilidades de sus adversarios. La
izquierda alemana, marcadamente dividida entre el partido
comunista y los socialdemócratas, no había supuesto
ninguna amenaza real. Con gran facilidad, el dictador
alemán superó tácticamente a los conservadores que,
arrogantes e ingenuos, pensaban que podían controlarlo. En
cuanto logró consolidar su poder con una serie de estrictos
decretos y con encarcelamientos en masa, se centró en
poner fin a las limitaciones que suponía el tratado firmado
en Versalles. En 1935 volvió a entrar en vigor el servicio
militar obligatorio, los británicos aceptaron que Alemania
reforzara su poder naval y se constituyó oficialmente la
Luftwaffe. Ni Gran Bretaña ni Francia protestaron con
determinación ante aquel programa acelerado de
rearmamento.
En marzo de 1936 tropas alemanas volvieron a ocupar
Renania violando abiertamente, por primera vez, los
tratados de Versalles y de Locarno. Esta bofetada en toda
regla a Francia, que había controlado la región durante los
últimos diez años, provocó en Alemania que la figura del
Führer comenzara a ser venerada por toda la población en
general, incluso por muchos de aquellos que no lo habían
votado en las pasadas elecciones. Su apoyo y la débil
reacción anglo-francesa animaron a Hitler en su
determinación. Con gran astucia, Hitler había restaurado el
orgullo alemán, mientras su plan de rearmamento, mucho
más que su tan cacareado programa de obras públicas, ponía
freno al desempleo. Pero aquello tenía un precio, la
brutalidad de los nazis y la pérdida de libertad, precio que,
en opinión de la mayoría de los alemanes, merecía la pena
pagar.
Paso a paso, con la defensa a ultranza de su política,
Hitler fue seduciendo al pueblo alemán, que comenzó a
perder los valores humanos. Donde este hecho se hizo más
evidente fue en la persecución a la que se vio sometida la
población judía, que se desarrolló a rachas. A diferencia de
lo que generalmente se cree, solía estar más dirigida desde
el seno del partido nazi que desde las altas esferas. Las
apocalípticas arengas de Hitler contra los judíos no
significaban necesariamente que ya hubiera decidido llegar
a una «solución final» de aniquilación física. Simplemente
deseaba que los «camisas pardas» de la SA pudieran agredir
a los judíos, atacar sus tiendas y empresas y saquear sus
posesiones para así satisfacer una mezcla incoherente de
codicia, envidia y supuesto resentimiento. Llegado este
punto, la política nazi tuvo como objetivo desposeer a los
judíos de sus derechos civiles y de todas sus pertenencias,
para luego, con la humillación y el acoso, obligarlos a
abandonar Alemania. «Los judíos tienen que salir de
Alemania, sí, tienen que salir de toda Europa», comentó a
Goebbels el 30 de noviembre de 1937. «Esto costará un
tiempo, pero debe conseguirse y se conseguirá».6
En su obra Mein Kampf, mezcla de autobiografía y
manifiesto político publicada por primera vez en 1925,
Hitler había dejado bastante claro su plan de convertir
Alemania en la potencia hegemónica de Europa. En primer
lugar, llevaría a cabo la unificación de Alemania y Austria
y, a continuación, poblaría de alemanes los territorios que
fuera recuperando al otro lado de las fronteras del Reich.
«Los pueblos de una misma sangre deben compartir una
patria común», escribió. Solo cuando esto se cumpla, el
pueblo alemán tendrá la «justificación moral» de «tomar
posesión de tierras extranjeras. El arado sucederá entonces
a la espada; y de las lágrimas de la guerra brotará para las
generaciones venideras el pan de cada día».7
Su política de agresión quedaba perfectamente de
manifiesto en la primera página de Mein Kampf. Aunque
todas las parejas de alemanes que contraían matrimonio
debían adquirir un ejemplar de su libro, parece que pocas se
tomaron en serio sus belicosas predicciones. Preferían
creer sus últimas declaraciones, repetidas hasta la saciedad,
en las que manifestaba no desear la guerra. Y los osados
movimientos de Hitler ante la flaqueza británica y francesa
venían a confirmarles sus esperanzas de que el Führer
podría conseguir todo lo que quisiera sin que se
desencadenara un grave conflicto. No veían que la
sobrecalentada economía alemana y la firme determinación
de Hitler de hacer uso de la ventaja armamentística del país
hacían que la invasión de países vecinos se convirtiera en
un hecho mucho más que probable.
Hitler no pretendía simplemente recuperar los
territorios perdidos por Alemania con el Tratado de
Versalles. Consideraba una infamia limitarse a dar solo un
paso tan tímido como aquel. Hervía de impaciencia,
convencido de que no viviría lo suficiente para hacer
realidad su sueño de una supremacía alemana. Quería que
toda Europa central y todos los territorios de Rusia hasta el
Volga quedaran integrados en el Lebensraum alemán. Su
sueño de subyugar regiones del este había sido alimentado
por la breve ocupación alemana en 1918 de los estados
bálticos, parte de Bielorrusia, Ucrania y el sur de Rusia
hasta Rostov del Don. Esta expansión fue consecuencia del
Tratado de Brest-Litovsk, un Diktat de Alemania al
flamante régimen soviético. El «granero» de Ucrania tenía
un interés especial para Alemania, sobre todo tras la
hambruna vivida en este país durante la Primera Guerra
Mundial a causa del bloqueo británico. Hitler estaba
firmemente decidido a impedir que en Alemania volviera a
reinar una desmoralización como la de 1918, que dio paso
a la revolución y al hundimiento del país. Esta vez serían
otros los que pasarían hambre. Pero uno de los principales
objetivos de su proyecto del Lebensraum era apropiarse de
la producción petrolífera del este de Europa. El Reich se
veía obligado a importar, incluso en tiempos de paz,
alrededor del 85 por ciento del petróleo que consumía, lo
que se convertiría en el talón de Aquiles de Alemania
durante la guerra.
Parecía que la posesión de colonias en el este era la
mejor solución para que Alemania asegurara su autonomía,
pero las ambiciones de Hitler iban mucho más allá que las
de cualquier otro nacionalista. En línea con su pensamiento
social darwinista de que la existencia de una nación
dependía de la lucha por su hegemonía racial, Hitler
pretendía reducir drásticamente la población eslava
utilizando deliberadamente unos medios salvajes: el
hambre y la esclavización de los supervivientes,
convirtiéndolos en siervos.
Su decisión de intervenir en la Guerra Civil Española
en el verano de 1936 no fue una cuestión de oportunismo
como se ha indicado en numerosas ocasiones. Hitler tenía
la firme convicción de que una España bolchevique, junto
con un gobierno de izquierdas en Francia, supondría una
verdadera amenaza estratégica para Alemania por el oeste,
sobre todo en un momento en el que debía enfrentarse a la
Unión Soviética de Stalin por el este. Una vez más, supo
aprovecharse del pavor de las democracias a una guerra.
Los británicos temían que el conflicto español pudiera
derivar en otra conflagración europea, y el nuevo gobierno
francés del Frente Popular tenía miedo de actuar solo.
Todo ello permitió que los nacionales de Franco se
aseguraran la victoria final gracias al flagrante apoyo
militar de los alemanes, y que la Luftwaffe de Hermann
Göring pudiera poner a prueba sus flamantes aparatos y
experimentar nuevas tácticas. La Guerra Civil Española
también permitió un acercamiento de Hitler con Mussolini,
cuyo gobierno fascista colaboró con el envío de un cuerpo
de «voluntarios» italianos para luchar junto al ejército de
los nacionales españoles. Pero a Mussolini, a pesar de
todas sus bravatas y de sus pretensiones en el
Mediterráneo, le preocupaba seriamente la determinación
de Hitler en cambiar drásticamente el statu quo. El pueblo
italiano no estaba preparado, ni desde el punto de vista
militar ni desde el punto de vista psicológico, para una
guerra europea.

En su afán por obtener un aliado más para la futura guerra


con la Unión Soviética, Hitler estableció un pacto anti-
Comintern con Japón en noviembre de 1936. El imperio
nipón había comenzado su expansión colonial en Extremo
Oriente en la última década del siglo XIX. Aprovechando la
decadencia del régimen imperial chino, había entrado en
Manchuria, invadido Taiwán y ocupado Corea. Tras derrotar
a la Rusia zarista en la guerra de 1904-1905, se había
convertido en la principal potencia militar de la región. A
raíz del colapso de la Bolsa de Wall Street y de la
subsiguiente depresión mundial, en Japón había crecido un
sentimiento antioccidental. Y una clase dirigente cada vez
más nacionalista veía Manchuria y China de una manera
muy similar a cómo los nazis contemplaban la Unión
Soviética en sus planes: una vasta región con una población
a la que someter para cubrir las necesidades de las islas que
constituían el estado nipón.
Durante mucho tiempo, el conflicto chino-japonés ha
sido la pieza que faltaba en el rompecabezas de la Segunda
Guerra Mundial. Por haberse iniciado mucho antes del
estallido de la guerra en Europa, a menudo se ha tratado
como un asunto totalmente distinto, pese a haber sido
testigo del mayor despliegue de fuerzas terrestres
japonesas en Extremo Oriente, así como de la intervención
tanto de los Estados Unidos como de la Unión Soviética.
En septiembre de 1931, los militares japoneses
idearon el llamado «incidente de Mukden», en el que
dinamitaron un tramo de una línea férrea para justificar la
anexión de Manchuria a su país. Debido a la precaria
situación de su agricultura, querían convertir esta región en
una importante zona de producción de alimentos con los
que abastecer sus necesidades internas. La llamaron
Manchukuo y establecieron en ella un régimen títere, con
el emperador chino depuesto, Henry Pu Yi, como cabeza
visible. El gobierno civil de Tokio, que no era del agrado de
los militares, se vio obligado a apoyar al ejército. Y la
Sociedad de Naciones, con sede en Ginebra, rechazó las
peticiones chinas de sancionar a Japón. Grandes cantidades
de colonos japoneses, en su mayoría procedentes del
campo, comenzaron a llegar a la región para apropiarse de
las tierras con la complicidad del gobierno, cuyo plan era
conseguir que, en veinte años, se establecieran en la zona,
en calidad de colonos, «un millón de familias» de
campesinos nipones. Todos estos actos dejaron a Japón
aislado desde el punto de vista diplomático, pero el país se
sentía exultante por su triunfo. Esto marcó el inicio de una
progresión fatídica del expansionismo japonés y de la
influencia militar en el gobierno de Tokio.
Una nueva administración mucho más predadora y el
ejército de Kwantung en Manchuria extendieron su control
prácticamente hasta las puertas de Pekín (Beijing). El
gobierno del Kuomintang de Chiang Kai-shek, con sede en
Nanjing, se vio obligado a ordenar la retirada de sus
fuerzas. Chiang pretendía ser el heredero de Sun Yat-sen,
que había querido introducir en China una democracia de
estilo occidental, pero, en realidad, no era más que el
generalísimo de unos señores de la guerra.
Los militares japoneses comenzaron a dirigir su
mirada hacia el vecino soviético del norte y hacia las
regiones del Pacífico del sur. Evidentemente, en esta zona
sus objetivos eran las colonias de Gran Bretaña, Francia y
Holanda en el sudeste asiático, con los yacimientos
petrolíferos de las Indias Orientales Neerlandesas. De
repente, en China, el 7 de julio de 1937, los japoneses
dieron un paso adelante en aquella situación de calma tensa,
llevando a cabo un acto de provocación en el puente de
Marco Polo, a las afueras de Pekín. En Tokio, el ejército
imperial garantizó al emperador Hiro Hito que China podía
ser derrotada en pocos meses. Se enviaron refuerzos al
continente, iniciándose una campaña marcada por el horror,
impulsada en parte por la matanza de civiles japoneses
llevada a cabo por los chinos. El ejército imperial
reaccionó, dando rienda suelta a su furia. Pero la guerra
chino-japonesa no terminó con una rápida victoria nipona
como habían pronosticado los generales de Tokio. La
sorprendente violencia de los agresores sirvió para
estimular aún más la férrea resistencia de los agredidos.
Cuatro años después, Hitler ignoraría este hecho durante su
ataque a la Unión Soviética.
Algunos occidentales comenzaron a ver una gran
analogía entre la guerra chino-japonesa y la Guerra Civil
Española. Robert Capa, Ernest Hemingway, W. H. Auden,
Christopher Isherwood, el realizador cinematográfico Joris
Ivens y muchos periodistas visitaron China y expresaron
sus simpatías por la causa de este país. Varios izquierdistas,
algunos de los cuales se desplazaron hasta el cuartel
general de los chinos comunistas en Yan'an, apoyaron a
Mao Zedong, aunque Stalin respaldara a Chiang Kai-shek y
el Kuomintang. Pero ni el gobierno norteamericano ni el
británico estaban preparados para intervenir de manera
eficaz.

El gobierno de Neville Chamberlain, al igual que la mayoría


de la población británica, seguía estando dispuesto a
convivir con una Alemania rearmada y revitalizada. Muchos
conservadores consideraban a los nazis una especie de
baluarte contra el bolchevismo. Chamberlain, un antiguo
alcalde de Birmingham de rectitud trasnochada, cometió el
gran error de pensar que los demás estadistas compartían
valores similares a los suyos, así como el pavor a la guerra.
Había sido un ministro muy capaz y un eficiente canciller
del Exchequer, pero no sabía nada de política exterior ni de
asuntos de defensa. Con su camisa de cuello de puntas, su
bigote eduardiano y su eterno paraguas, demostró no saber
estar a la altura de su cargo en el momento de afrontar la
evidente implacabilidad del régimen nazi.
Otros, incluso muchos de los que expresaban sus
simpatías por la izquierda, también fueron reacios a
enfrentarse al régimen de Hitler, pues seguían estando
plenamente convencidos de que Alemania había recibido un
trato sumamente injusto en la conferencia de Versalles.
Además, les resultaba difícil poner objeciones a las
pretensiones de Hitler de anexionar al Reich, por
cuestiones étnicas, regiones fronterizas con Alemania,
como la de los Sudetes, en las que había población de
origen germánico. Lo que más horrorizaba a británicos y
franceses era la idea de que pudiera estallar otra guerra en
Europa. Permitir que la Alemania nazi se anexionara
Austria en marzo de 1938 no parecía un precio demasiado
elevado para salvaguardar la paz mundial, sobre todo porque
la mayoría de austríacos había votado en 1918 a favor del
Anschluss, o unión con Alemania, y veinte años después
celebraba el triunfo nazi. Las pretensiones austríacas al
final de la guerra de que ellos habían sido las primeras
víctimas de Hitler, eran completamente infundadas.
Más tarde, Hitler decidió que quería invadir
Checoslovaquia en octubre.8 Con ello pretendía asegurar el
bienestar de la población después de la recolección de las
cosechas por parte de los agricultores alemanes, pues los
ministros nazis temían que se produjera una crisis en el
suministro de alimentos de la nación. Sin embargo, para
exasperación de Hitler, Chamberlain y Daladier, durante las
negociaciones de Munich en septiembre, le concedieron
los Sudetes en la esperanza de mantener la paz. La actitud
de estos dos dirigentes dejaba a Hitler sin su guerra, aunque
al final le permitiera ocupar todo el país sin derramar una
gota de sangre. Chamberlain también cometió un grave
error al negarse a hablar con Stalin. Esta postura influyó en
la decisión del dictador soviético en agosto de aceptar que
se firmara el llamado Pacto Molotov-Ribbentrop. Como
creería más tarde Franklin D. Roosevelt que podía hacer
con Stalin, Chamberlain pensó, con absurda
autosuficiencia, que él solo podía convencer a Hitler de
que mantener buenas relaciones con los Aliados
occidentales iba en interés del dictador alemán.
Algunos historiadores sostienen que, si Gran Bretaña
y Francia hubieran estado dispuestas a entrar en guerra en
el otoño de 1938, los acontecimientos se habrían
desarrollado de manera muy distinta. Desde luego, es
probable que hubiera sido así desde un punto de vista
alemán. Pero lo cierto es que ni el pueblo británico ni el
francés estaban preparados psicológicamente para
comenzar una guerra, sobre todo porque no habían sido
informados correctamente de la situación por los políticos,
los diplomáticos y la prensa. Cualquiera que hubiera
intentado advertir de los peligros que implicaban los planes
de Hitler, como hizo Winston Churchill, habría sido
tachado simplemente de belicista.
No fue hasta noviembre cuando comenzaron a abrirse
los ojos y a comprobar la verdadera naturaleza del régimen
de Hitler. Tras el asesinato de un funcionario de la
embajada alemana en París por un joven judío de origen
polaco, los «camisas pardas» nazis se lanzaron a las calles,
dando inicio al pogromo alemán que conocemos con el
nombre de la noche de los cristales rotos, Kristallnacht,
por los destrozos que sufrieron las ventanas y los
aparadores de las tiendas. Aquel otoño, con la amenaza de
la guerra cerniéndose sobre Checoslovaquia, una «violenta
energía» comenzó a apoderarse del Partido Nazi. Los
«camisas pardas» de la SA prendieron fuego a las
sinagogas, agredieron y asesinaron a judíos y rompieron
los escaparates y los aparadores de sus tiendas, lo que
permitió que inmediatamente Göring lamentara el coste en
divisas extranjeras que suponía recomponer aquel destrozo
con vidrio importado de Bélgica.9
Muchos alemanes quedaron horrorizados ante esos
hechos, pero, en poco tiempo, la política nazi de
aislamiento de los judíos consiguió que la inmensa mayoría
de la población se mostrara indiferente a la suerte que
corrían sus conciudadanos. Y fue también una parte
importante de la población la que no tardó en dejarse llevar
por la tentación de apropiarse fácilmente de las posesiones
y los bienes incautados a los judíos y por lo que
representaba la «arianización» de sus negocios y empresas.
La manera en la que los nazis fueron enredando cada vez a
más ciudadanos alemanes en su trama criminal pone de
relieve su extraordinaria astucia.
La ocupación del resto de Checoslovaquia en marzo
de 1939 —una violación flagrante de la convención de
Munich— vino a demostrar que la pretensión de Hitler de
poner al amparo del Reich a las minorías étnicas alemanas
no era más que un pretexto para anexionarse territorios.
Ello obligó a Chamberlain a comprometerse con Polonia,
como señal de advertencia a Hitler ante otros posibles
proyectos de expansión del dictador.
Más tarde, el Führer se lamentaría de no haber
conseguido entrar en guerra en 1938 debido a que «los
británicos y los franceses aceptaron todas mis exigencias
en Munich».10 En la primavera de 1939 contó al ministro
de asuntos exteriores rumano lo impaciente que estaba,
utilizando los siguientes términos: «Ahora tengo cincuenta
años», dijo. «Prefiero entrar en guerra ahora que cuando
tenga cincuenta y cinco o sesenta».11 (En agosto expresó
este mismo pensamiento al embajador británico.12)
Así pues, Hitler reveló que pretendía cumplir su
objetivo de dominación europea en el arco de una vida, la
suya, que suponía que iba a ser corta. Su vanidad obsesiva le
impedía confiar en otra persona para llevar a cabo la misión
que se había impuesto. Se consideraba literalmente
insustituible, e incluso dijo a sus generales que el destino
del Reich dependía exclusivamente de él. El Partido Nazi y
todo su caótico sistema de gobierno nunca fueron
concebidos para ofrecer estabilidad o continuidad. Y la
retórica hitleriana del «Reich milenario» ponía de
manifiesto una significativa contradicción psicológica,
viniendo, como venía, de un soltero impenitente que por un
lado sentía la satisfacción perversa de poner fin a la
reproducción de sus genes, y por otro ocultaba una
fascinación insana por el suicidio.
El 30 de enero de 1939, con motivo del sexto
aniversario de su ascensión al poder, Hitler pronunció un
importante discurso ante los miembros del Reichstag. En
él incluía una «profecía» fatídica, una profecía que él y los
que lo siguieron en su «solución final» recordarían
compulsivamente. Declaró que los judíos se habían mofado
de su presagio de que iba a dirigir Alemania y de que
también iba a «poner solución al problema judío». Luego
dijo en tono vehemente: «Hoy voy a volver a ser profeta: si
la comunidad financiera judía internacional, dentro y fuera
de Europa, consigue conducir de nuevo a las naciones a una
guerra mundial, el resultado no será la bolchevización del
planeta y, por lo tanto, la victoria de los judíos, sino la
aniquilación de la raza judía en Europa».13 Esta vertiginosa
confusión de causa y efecto yacía en lo más profundo de la
obsesiva espiral de mentiras e imposturas con las que el
propio Hitler se llevaba a engaño.

Aunque Hitler estuviera preparado para la guerra y deseara


la guerra con Checoslovaquia, seguía sin entender por qué
la actitud de los británicos había cambiado tan de repente,
pasando del entreguismo a la resistencia. No había dejado
de lado su idea de atacar a Francia y Gran Bretaña más
tarde, pero en el momento que él decidiera. El plan nazi,
tras la dura lección aprendida durante la Primera Guerra
Mundial, contemplaba abordar aisladamente cada uno de
los conflictos para evitar combates en más de un frente a la
vez.
La sorpresa de Hitler ante la reacción británica fue
una muestra más de la falta de conocimientos históricos de
este autodidacta tiránico. Desde el siglo XVIII, la
intervención de Gran Bretaña en casi todas las crisis
europeas había respondido a un modelo, modelo que
explicaba perfectamente la nueva política del gobierno de
Chamberlain. El cambio de actitud no tenía nada que ver
con la ideología o el idealismo. Gran Bretaña no estaba
preparándose para detener el fascismo o el antisemitismo,
aunque este aspecto moral resultara útil más tarde para la
propaganda nacional. Las razones de aquel cambio de
postura había que buscarlas en su estrategia tradicional. La
invasión hostil de Checoslovaquia por parte de Alemania
ponía claramente de manifiesto la firme determinación de
Hitler de dominar Europa. Esto suponía una amenaza en
toda regla al statu quo, que ni siquiera una Gran Bretaña
debilitada y contraria a la guerra podía permitir. Hitler
también subestimó la ira de Chamberlain, que vio cómo
había sido completamente engañado en Munich. Duff
Cooper, que había presentado su dimisión como Primer
Lord del Almirantazgo por la traición cometida por su
gobierno con los checos, escribió que Chamberlain «nunca
conoció en Birmingham a alguien que se pareciera en lo
más mínimo a Adolf Hitler... Nadie en Birmingham había
roto nunca la palabra dada al alcalde».14
Quedaba terriblemente claro cuáles eran las
intenciones de Hitler. Y la sorpresa que supuso su pacto
con Stalin en agosto de 1939 no vino sino a confirmar que
Polonia era su siguiente víctima. «Las fronteras de los
estados», había escrito en Mein Kampf, «las crean los
hombres, y ellos mismos son los que las modifican». Visto
en retrospectiva, tal vez parezca que el ciclo de
resentimientos que comenzó tras la firma del Tratado de
Versalles hizo inevitable el estallido de otra guerra
mundial, pero lo cierto es que en la historia nada está
predestinado. Como consecuencia de la Primera Guerra
Mundial, buena parte de Europa quedó dividida por
fronteras inestables, y convertida en escenario de
innumerables tensiones. Pero no cabe la menor duda de que
fue Adolf Hitler el principal arquitecto de aquella segunda,
y mucho más terrible, conflagración, que se extendió por
todo el mundo para llevarse millones de vidas, y al final
incluso la suya propia. Y, sin embargo, en lo que resulta una
intrigante paradoja, el primer enfrentamiento armado de la
Segunda Guerra Mundial —aquel en el que Yang
Kyoungjong fue hecho prisionero por primera vez— se
desencadenó en Extremo Oriente.
1
EL ESTALLIDO DE LA
GUERRA
(junio-agosto de 1939)

El 1 de junio de 1939, Georgi Zhukov, un general de


caballería de corta estatura y robusto, recibió un mensaje
en el que se le requería que acudiera inmediatamente a
Moscú.1 La purga del Ejército Rojo iniciada por Stalin en
1937 seguía en marcha, por lo que Zhukov, que ya había
sido acusado en una ocasión, supuso que en aquellos
momentos había sido declarado «enemigo del pueblo» por
alguna denuncia. El siguiente paso consistía en meterlo en
la «picadora de carne» de Lavrenti Beria, como solía
decirse para indicar el sistema de interrogatorios que
seguía el NKVD.
En la paranoia que desató el «Gran Terror», los altos
oficiales fueron de los primeros en ser fusilados como
espías trotskistas-fascistas. Unos treinta mil fueron
detenidos. Entre los de mayor rango, muchos habían sido
ejecutados, y la mayoría torturados para obtener de ellos
ridículas confesiones. Zhukov, amigo de muchas de las
víctimas, tenía preparada una bolsa —con lo necesario para
pasar una temporada en prisión— desde que comenzara la
purga dos años atrás. Llevaba tiempo esperando aquel
momento, y escribió una carta de despedida a su esposa.
«Solo te pido una cosa», comenzaba diciendo. «No llores,
mantente fuerte, e intenta resistir con dignidad y honradez
esta amarga separación».2
Pero cuando el tren en el que viajaba llegó a Moscú al
día siguiente, Zhukov no fue detenido ni trasladado a la
Gran Lubyanka. Le indicaron que se dirigiera al Kremlin
para entrevistarse con el viejo camarada de Stalin del I
Ejército de Caballería de los tiempos de la guerra civil, el
mariscal Kliment Voroshilov, por aquel entonces
comisario del pueblo para la defensa. Durante la purga, este
soldado «mediocre, desconocido y de pocas luces»3 había
reforzado su posición, eliminando celosamente a otros
comandantes de talento. Más tarde, Nikita Khruschev lo
llamaría con una gran crudeza descriptiva «el saco de
mierda más grande del ejército».4
Zhukov se enteró de que tenía que volar hasta el
estado satélite soviético de Mongolia Exterior. Allí, debía
asumir el mando del LVII Cuerpo Especial, formado por
hombres del Ejército Rojo y de las fuerzas mongolas, para
infligir un golpe decisivo al Ejército Imperial de Japón.
Stalin estaba furioso porque, por lo visto, el comandante
local apenas había obtenido resultados positivos. Con la
amenaza de los nazis de una guerra en el oeste, quería
poner fin a los actos de provocación que llevaban a cabo
constantemente los japoneses desde su estado títere de
Manchukuo. La rivalidad existente entre Rusia y Japón se
remontaba a los tiempos de los zares, y era evidente que la
humillante derrota sufrida por la primera en 1905 no había
sido olvidada por el régimen soviético. Con Stalin, se había
reforzado enormemente su presencia militar en el este
asiático.
Las autoridades militares japonesas estaban
obsesionadas con la amenaza del bolchevismo. Y desde la
firma en noviembre de 1936 del pacto anti-Comintern
entre Alemania y Japón, habían aumentado en la frontera
mongola las tensiones existentes entre los destacamentos
fronterizos del Ejército Rojo y el ejército nipón de
Kwantung. La situación se había caldeado
considerablemente a raíz de una serie de choques
fronterizos en 1937, y de un importante enfrentamiento
armado en 1938, el llamado «incidente de Changkufeng»,
en el lago Khasán, a unos ciento quince kilómetros al
suroeste de Vladivostok.
Los japoneses también estaban furiosos porque la
Unión Soviética prestaba su apoyo al enemigo chino no
solo desde el punto de vista económico, sino también
bélico, con el envío de tanques T-26, numerosos asesores
militares y escuadrones aéreos formados por
«voluntarios». Los líderes del ejército de Kwantung se
veían cada vez más atados de pies y manos, sobre todo
después de que el emperador Hiro Hito se negara en agosto
de 1938 a permitir que se respondiera a los soviéticos de
manera contundente con un ataque masivo. Su arrogancia se
basaba en la creencia errónea de que la Unión Soviética se
quedaría de brazos cruzados. Pidieron carta blanca para
actuar como consideraran oportuno en cualquier incidente
fronterizo que pudiera producirse en un futuro. Pero lo que
en realidad les movía era un interés personal. Si se
mantenía vivo un conflicto menor con la Unión Soviética,
Tokio se vería obligado a aumentar el número de efectivos
del ejército de Kwantung, no a disminuirlo. Temían que, de
lo contrario, algunas de sus formaciones pudieran ser
trasladadas al sur para luchar contra los ejércitos
nacionalistas chinos de Chiang Kai-shek.5
Algunos miembros del estado mayor imperial en
Tokio veían con buenos ojos la postura beligerante de las
autoridades de Kwantung. Pero la Armada y los políticos
civiles estaban seriamente preocupados. Las presiones de
la Alemania nazi para que Japón considerara a la Unión
Soviética el principal enemigo los incomodaba sumamente.
No querían meterse en una guerra en el norte de China, en
las regiones que limitaban con Mongolia y Siberia. Esta
división de opiniones provocó la caída del gobierno del
príncipe Konoe Fumimaro. Pero cada vez era más evidente
que iba a estallar la guerra en Europa, y las discrepancias en
el gobierno y en los círculos militares no disminuyeron. El
ejército y los grupos de extrema derecha no dejaban de
hablar públicamente, a menudo exagerando los hechos, del
número cada vez mayor de enfrentamientos que tenían
lugar en las fronteras del norte. Y el ejército de Kwantung,
sin informar a Tokio, promulgó una orden en virtud de la
cual se permitía al comandante sobre el terreno llevar a
cabo la acción que considerara pertinente para castigar a
los posibles agresores. La orden en cuestión fue aprobada
con la llamada prerrogativa de «iniciativa sobre el
terreno»6, que autorizaba a los ejércitos el movimiento de
tropas por razones de seguridad dentro de su zona de
acción, sin tener que consultar con el estado mayor
imperial.
El incidente de Nomonhan, llamado más tarde en la
Unión Soviética la batalla de Khalkhin Gol por el río en el
que tuvo lugar, comenzó el 12 de mayo de 1939. Un
regimiento de la caballería mongola cruzó el Khalkhin Gol,
buscando pastos para sus peludas y pequeñas monturas en
las onduladas tierras de la vasta estepa. Adentrándose en la
zona, se alejaron unos veinticinco kilómetros del río que
los japoneses consideraban la frontera, hasta llegar a una
gran aldea, Nomonhan, donde la República Popular de
Mongolia situaba la línea fronteriza. Fuerzas manchúes del
ejército de Kwantung forzaron su retirada al río Khalkhin
Gol, pero luego los mongoles contraatacaron. Las
escaramuzas entre unos y otros continuaron durante dos
semanas. El Ejército Rojo envió tropas de refuerzo. El 28
de mayo soviéticos y mongoles destruyeron un contingente
japonés de doscientos hombres y varios vehículos
blindados bastante obsoletos. A mediados de junio, los
bombarderos de la aviación del Ejército Rojo atacaron
diversos objetivos mientras sus fuerzas terrestres
avanzaban hacia Nomonhan.
A partir de ese momento, los acontecimientos se
precipitaron. Las unidades del Ejército Rojo en la zona
recibieron refuerzos del distrito militar Trans-Baikal,
como había solicitado Zhukov a su llegada el 5 de junio. El
problema principal al que se enfrentaban las fuerzas
soviéticas era que tenían que operar a casi setecientos
kilómetros de distancia del centro ferroviario más próximo
al que llegaban los pertrechos y suministros, lo que
significaba un esfuerzo logístico inmenso, con camiones
desplazándose por unas pistas de tierra tan maltrechas que
para realizar un viaje de ida y vuelta tardaban cinco días.
Semejante dificultad indujo al menos a los japoneses a
subestimar la capacidad de combate de las fuerzas que iba
reuniendo Zhukov.
Enviaron la 23.ª División del teniente general
Komatsubara Michitaro y parte de la 7.ª a Nomonhan. El
ejército de Kwantung pidió mucha más presencia aérea para
apoyar a sus tropas. Esta solicitud generó preocupación en
Tokio. El estado mayor imperial mandó una orden
prohibiendo cualquier acto de represalia, y anunció que uno
de sus oficiales iba a desplazarse inmediatamente hasta allí
para analizar la situación e informar debidamente a Tokio.
Esta noticia hizo que los comandantes de Kwantung
decidieran completar la operación antes de que los
obligaran a interrumpirla. La mañana del 27 de junio,
enviaron varias escuadrillas aéreas para bombardear bases
soviéticas en Mongolia Exterior. En Tokio, el estado
mayor se puso hecho una furia y expidió una sucesión de
órdenes prohibiendo toda actividad aérea.
La noche del 1 de julio, aprovechando las horas de
oscuridad, los japoneses cruzaron el Khalkhin Gol y se
apoderaron de una colina estratégica, poniendo en peligro
el flanco soviético. Tras tres días de intenso combate, sin
embargo, Zhukov consiguió al final repelerlos y enviarlos
de vuelta al otro lado del río con la ayuda de sus tanques. A
continuación, ocupó parte de la margen derecha del
Khalkhin Gol y puso en marcha su gran operación de
engaño, la denominada por el Ejército Rojo maskirovka.
Mientras preparaba secretamente una gran ofensiva, Zhukov
simulaba que sus tropas creaban una línea defensiva
estática. Se enviaron mensajes mal codificados en los que
se pedía más y más material para la construcción de
búnkeres, con la ayuda de altavoces se difundía el ruido de
martinetes en funcionamiento, y se distribuyeron panfletos
titulados Lo que debe saber sobre defensa el soldado
soviético en cantidades ingentes para que algunos cayeran
en manos del enemigo. Mientras tanto, Zhukov iba
reuniendo y escondiendo tanques de refuerzo aprovechando
la oscuridad de la noche. Los conductores de los camiones
soviéticos acabaron exhaustos después de traer las reservas
de municiones necesarias para la ofensiva por las terribles
carreteras que separaban aquel lugar del centro ferroviario
al que llegaban los pertrechos.7
El 23 de julio, los japoneses lanzaron un nuevo ataque
frontal, pero no consiguieron romper las líneas soviéticas.
A raíz de sus problemas para abastecerse de pertrechos,
tuvieron que esperar algún tiempo antes de volver a estar
preparados para poder emprender un tercer ataque. Pero
ignoraban que para entonces las fuerzas de Zhukov habrían
aumentado hasta los cincuenta y ocho mil hombres, con
aproximadamente quinientos tanques y doscientos
cincuenta aparatos aéreos.
A las 05:45 del domingo 20 de agosto, Zhukov lanzó
su ataque sorpresa, al principio bombardeando con la
artillería durante tres horas, y luego con tanques y aviones,
así como con las fuerzas de infantería y de caballería. El
calor era asfixiante. Con unas temperaturas que superaban
los 40°, se cuenta que las ametralladoras y los cañones se
atascaban y que las polvaredas y las cortinas de humo que
levantaban las explosiones dejaron en tinieblas el campo de
batalla.8
Mientras la infantería soviética, que incluía tres
divisiones de fusileros y una brigada paracaidista, resistía
con firmeza en el centro, entreteniendo al grueso de las
fuerzas niponas, Zhukov envió a sus tres brigadas de
blindados y una división de caballería mongola desde una
posición más atrasada para que fueran rodeándolas. Entre
sus carros de combate, que a gran velocidad vadearon un
afluente del Khalkhin Gol, había varios T-26, modelo
utilizado en la Guerra Civil Española para ayudar a los
republicanos, y unos prototipos más rápidos de lo que
luego sería el T-34, el tanque medio más efectivo de la
Segunda Guerra Mundial. Los obsoletos tanques japoneses
no tuvieron ninguna oportunidad. Sus cañones no podían
disparar proyectiles perforadores de blindaje.
La infantería japonesa, pese a carecer de cañones
antitanque efectivos, combatió desesperadamente. El
teniente Sadakaji fue visto cargando contra un tanque
mientras blandía su espada samurai hasta que por fin cayó
abatido. Los soldados japoneses lucharon desde sus
trincheras blindadas, causando importantes bajas entre sus
atacantes, que en algunos casos trajeron tanques
lanzallamas para acabar con ellos. Zhukov parecía no
inmutarse por las pérdidas que sufría. Cuando el
comandante en jefe del Frente Trans-Baikal, que había
venido para observar el desarrollo de la batalla, sugirió la
conveniencia de detener la ofensiva, Zhukov respondió
lacónicamente a su superior. Si interrumpía los ataques y
luego volvía a lanzarlos, dijo, las pérdidas soviéticas se
multiplicarían por diez «por culpa de nuestra falta de
decisión».9
A pesar de la firme determinación de los japoneses de
no rendirse al enemigo, sus anticuadas tácticas y su
armamento obsoleto los condujeron a una derrota
humillante. Las fuerzas de Komatsubara fueron rodeadas y
prácticamente aniquiladas en lo que fue una prolongada
matanza en el curso de la cual se produjeron sesenta y una
mil bajas. En el Ejército Rojo, siete mil novecientos
setenta y cuatro hombres murieron en combate, y quince
mil doscientos cincuenta y uno resultaron heridos.10 La
mañana del 31 de agosto la batalla había concluido.
Mientras se libraba este combate, se firmaba en Moscú el
pacto nazi-soviético, y cuando llegó a su final, tropas
alemanas se concentraban cerca de las fronteras de
Polonia, listas para comenzar la guerra en Europa. Hasta
finales de septiembre fueron produciéndose
enfrentamientos aislados, pero en vista de lo que ocurría en
el mundo, Stalin decidió que era prudente acceder a las
peticiones japonesas de alto el fuego.
Zhukov, que poco antes se había dirigido a Moscú
pensando en su inminente detención, volvió entonces a la
capital para recibir de las manos de Stalin la estrella dorada
de Héroe de la Unión Soviética. Su primera victoria, un
magnífico acontecimiento en un momento horrible para el
Ejército Rojo, tuvo importantes consecuencias para todos.
Japón había sido sacudido hasta los cimientos por esta
inesperada derrota, que sirvió para enardecer el ánimo de
sus enemigos chinos, tanto el de los nacionalistas como el
de los comunistas. En Tokio, la facción que abogaba por
«golpear el norte» y por una guerra contra la Unión
Soviética, recibió un duro revés. Los partidarios de
«golpear el sur», encabezados por la Armada, vieron, pues,
reforzada su posición. Pocas semanas antes de la
Operación Barbarroja, en abril de 1941, y para
consternación de los alemanes, rusos y nipones firmarían
un pacto de no agresión. Así pues, la batalla de Khalkhin
Gol tuvo una importancia determinante en la posterior
decisión de Japón de dirigir sus fuerzas contra las colonias
francesas, holandesas y británicas del sudeste asiático, y
enfrentarse a la marina de los Estados Unidos en el
Pacífico. La negativa de Tokio de atacar a la Unión
Soviética en el invierno de 1941 tendría, pues, una gran
influencia en el drástico giro geopolítico que daría la
guerra, en lo concerniente tanto a Extremo Oriente como
al enfrentamiento a vida o muerte de Hitler con la Unión
Soviética.
La estrategia de Hitler durante los años anteriores al
estallido de la guerra había carecido de consistencia. Unas
veces el Führer había confiado en llegar a una alianza con
Gran Bretaña como paso previo a su objetivo final de atacar
a la Unión Soviética, para luego cambiar de idea y preferir
dejar inefectiva cualquier influencia de ese país en el
continente, lanzando un ataque preventivo contra Francia.
Para proteger su flanco oriental si por fin optaba por atacar
primero por el oeste, Hitler había obligado a su ministro de
asuntos exteriores, Joachim von Ribbentrop, a entrar en
conversaciones con Polonia para proponer una alianza. Los
polacos, perfectamente conscientes del peligro que
suponía cualquier provocación a Stalin, y sospechando
acertadamente que Hitler deseaba convertir su país en un
estado satélite, se mostraron sumamente cautelosos. Pero
el gobierno polaco había cometido un gravísimo error por
puro oportunismo. Cuando Alemania entró en los Sudetes
en 1938, sus fuerzas ocuparon la provincia checoslovaca de
Teschen, que Polonia venía reivindicando desde 1920 por
considerarla étnicamente polaca, y también avanzó su
frontera hasta los Cárpatos. Este movimiento irritó a los
soviéticos y alarmó a los gobiernos británico y francés. El
exceso de confianza de los polacos no hizo sino favorecer
los planes de Hitler. Al final quedó demostrado que la idea
de Polonia de que podía crearse un bloque centroeuropeo
para frenar la expansión de Alemania —la que llamaban una
«Tercera Europa»— no era más que una quimera.
El 8 de marzo de 1939, poco antes de que sus tropas
ocuparan Praga y el resto de Checoslovaquia, Hitler indicó
a sus generales que tenía la intención de aplastar a Polonia.
Sostenía que entonces Alemania podría aprovechar los
recursos polacos y extender su dominio hasta el sur de
Europa central. Había decidido asegurarse el control de
Polonia con la conquista, no con la diplomacia, antes de
lanzar un ataque por el oeste. También les habló de su
intención de acabar con la «democracia judía» de los
Estados Unidos.11
El 23 de marzo, Hitler invadió el distrito lituano de
Memel para anexionarlo a Prusia oriental. Decidió acelerar
su plan de guerra por el temor a un rápido rearme de Gran
Bretaña y Francia. No obstante, seguía sin tomarse en serio
las palabras pronunciadas por Chamberlain el 31 de marzo
en la Cámara de los Comunes, prometiendo su apoyo a
Polonia. El 3 de abril ordenó a sus generales que
planificaran la llamada operación «Caso Blanco», esto es,
un proyecto para invadir Polonia que tenía que estar
preparado a finales de agosto.
Chamberlain, cuyo visceral anticomunismo hacía que
fuera reacio a entenderse con Stalin, sobrestimó la
capacidad de los polacos y no supo crear a tiempo un
bloque defensivo para frenar a Hitler en Europa central y
los Balcanes. De hecho, en sus garantías a Polonia los
británicos excluían implícitamente a la Unión Soviética. El
gobierno de Chamberlain solo comenzó a reaccionar a esta
clara omisión cuando llegaron informes que hablaban de
negociaciones comerciales entre alemanes y soviéticos.
Stalin, que detestaba a los polacos, estaba muy preocupado
porque los gobiernos de Francia y Gran Bretaña no habían
conseguido poner coto a las ambiciones de Hitler. Por otro
lado, el hecho de que no lo hubieran invitado un año antes a
discutir el futuro de Checoslovaquia solo había servido
para aumentar su resentimiento. Además, sospechaba que
los británicos y los franceses solo querían meterlo en un
conflicto con Alemania para no verse ellos obligados a
recurrir a las armas. Como es de suponer, prefería que
fueran los estados capitalistas los que se enzarzaran en una
guerra de desgaste.
El 18 de abril, Stalin puso a prueba a los gobiernos de
Francia y Gran Bretaña, ofreciéndoles una alianza que
contemplaba la prestación de ayuda a cualquier país de
Europa central que se viera amenazado por una fuerza
agresora. Los británicos no sabían qué hacer. En un primer
momento, dejándose llevar por su instinto, tanto lord
Halifax, ministro de exteriores, como sir Alexander
Cadogan, su secretario permanente, consideraron la
démarche soviética una maniobra con fines «malévolos».12
Chamberlain temía que aceptar semejante propuesta solo
iba a servir para provocar a Hitler. De hecho, fue lo que
impulsó a Hitler a llegar a un acuerdo con el dictador
soviético. En cualquier caso, polacos y rumanos recelaban
de ese ofrecimiento. Temían, con razón, que la Unión
Soviética exigiera que el Ejército Rojo pudiera entrar en
sus territorios. Por su parte, los franceses, que desde antes
de la Primera Guerra Mundial ya veían en Rusia su aliado
natural contra Alemania, se mostraron mucho más
receptivos a la idea de una alianza con la Unión Soviética.
Y, dándose cuenta de que debían actuar conjuntamente con
Gran Bretaña, comenzaron a presionar a Londres para que
accediera a entablar negociaciones militares con Moscú.
A Stalin no le sorprendió la vacilante reacción de los
británicos, pues también tenía secretamente en su agenda
un plan de expansión de las fronteras soviéticas por el
oeste. Ya le había echado el ojo a la Besarabia rumana, a
Finlandia, a los estados bálticos y a Polonia oriental,
especialmente a los territorios de Bielorrusia y Ucrania
cedidos a Polonia tras su victoria de 1920. Los británicos,
reconociendo al final la conveniencia de un pacto con la
Unión Soviética, no comenzaron a entablar negociaciones
hasta finales de mayo. Sin embargo, Stalin sospechaba, no
exento de razón, que lo único que quería el gobierno
británico era ganar tiempo.
Al dictador soviético le sorprendió aún menos la
legación militar de franceses y británicos que el 5 de
agosto, a bordo de un lento vapor, partió rumbo a
Leningrado. El general Aimé Doumenc y el almirante sir
Reginald Plunkett-Ernle-Erle-Drax no tenían ningún poder
de decisión. Solo podían informar a París y a Londres. Su
misión, en cualquier caso, estaba condenada al fracaso por
otras razones. Doumenc y Drax se encontraron con un
problema insalvable: la insistencia de Stalin en que las
tropas del Ejército Rojo tuvieran derecho de paso por los
territorios de Polonia y Rumania. Era una exigencia con la
que ninguno de los dos países iba a transigir. Ambos
estados sentían una desconfianza visceral hacia todos los
comunistas, sobre todo a Stalin. El tiempo iba pasando
mientras las estériles negociaciones se prolongaban hasta
la segunda mitad de agosto, pero ni siquiera los franceses,
que querían desesperadamente alcanzar un acuerdo,
consiguieron convencer al gobierno de Polonia de que
cediera en ese punto. El comandante en jefe de las fuerzas
polacas, el mariscal Edward Śmigly-Rydz, dijo que «con
los alemanes corremos el peligro de perder nuestra
libertad, pero con los rusos perderíamos nuestra alma».13
Hitler, airado por la pretensión de británicos y
franceses de incluir a Rumania en un pacto defensivo
contra cualquier futura agresión de Alemania, decidió que
había llegado la hora de considerar seriamente dar un paso
impensable desde el punto de vista ideológico: firmar un
acuerdo con los soviéticos. El 2 de agosto, Ribbentrop
habló por primera vez de la idea de establecer un nuevo tipo
de relación con el representante soviético en Berlín. «No
hay ningún problema, desde el Báltico hasta el mar Negro»,
le dijo, «que no pueda ser resuelto entre nosotros dos».14
Ribbentrop no ocultó los planes alemanes de agredir
Polonia, insinuando que podían dividirse el botín. Al cabo
de dos días, el embajador alemán en Moscú comentó que
su país estaba dispuesto a considerar los estados bálticos
una zona bajo la esfera de influencia soviética. El 14 de
agosto, Ribbentrop planteó la idea de visitar Moscú para
comenzar las negociaciones. Molotov, el nuevo ministro
soviético de asuntos exteriores, expresó su preocupación
por el apoyo alemán a Japón, cuyas fuerzas seguían
combatiendo con el Ejército Rojo a uno y otro lado del
Khalkhin-Gol, poniendo, no obstante, de manifiesto la
predisposición soviética a seguir con las negociaciones,
especialmente en lo tocante a los estados bálticos.
Para Stalin, los beneficios parecían cada vez más
evidentes. En realidad, desde la firma del tratado de
Munich, no había dejado de considerar la posibilidad de
alcanzar un acuerdo con Hitler. En la primavera de 1939 se
dio un paso más en este sentido. El 3 de mayo, tropas del
NKVD rodearon el comisariado de asuntos exteriores.
«Purga a los judíos del ministerio», fue la orden de Stalin.
«Limpia bien la "sinagoga"».15 Maxim Litvinov, el veterano
diplomático soviético, fue sustituido como ministro de
asuntos exteriores por Vyacheslav Molotov, y diversos
judíos fueron detenidos.
Un acuerdo con Hitler permitiría a Stalin ocupar los
estados bálticos y Besarabia, por no hablar de Polonia
oriental si los alemanes invadían este país por el oeste. Y,
como sabía que el siguiente paso de Hitler iba a ser contra
Francia y Gran Bretaña, confiaba en que el poder alemán se
debilitara en lo que esperaba que se convirtiera en una
guerra sangrienta con el oeste capitalista. Ello le daría
tiempo para reconstruir su Ejército Rojo, debilitado y
desmoralizado en aquellos momentos por sus propias
purgas.
Para Hitler, un acuerdo con Stalin iba a permitirle
comenzar su guerra, primero contra Polonia, y luego contra
Francia y Gran Bretaña, incluso sin contar con aliados. El
llamado «Pacto de Acero» firmado con Italia el 22 de mayo
significaba muy poco, pues Mussolini no creía que su país
estuviera preparado para la guerra hasta 1943. Hitler, sin
embargo, seguía apostando por su corazonada de que Gran
Bretaña y Francia se acobardarían y no entrarían en guerra
cuando invadiera Polonia, por mucho que hubieran
garantizado lo contrario.

La propaganda de guerra de la Alemania nazi contra Polonia


se intensificó. Los polacos fueron convertidos en los
causantes de la invasión que estaba germinándose contra su
país. Y Hitler tomó todas las precauciones necesarias para
evitar cualquier tipo de negociación, pues esta vez no
estaba dispuesto a verse privado de una guerra por unas
concesiones acordadas en el último minuto.
Para arrastrar a la opinión pública alemana en aquella
empresa, no dudó en explotar el resentimiento de su pueblo
hacia Polonia por haberse quedado con Prusia occidental y
parte de Silesia tras el detestado acuerdo firmado en
Versalles. La Ciudad Libre de Danzig y el corredor polaco
que separaba Prusia oriental del resto del Reich fueron
utilizados como ejemplos de las injusticias cometidas por
el Tratado de Versalles. Pero el 23 de mayo, Hitler declaró
que la guerra que se avecinaba no era por la Ciudad Libre de
Danzig, sino por un Lebensraum en el este. Los informes
que hablaban de la opresión a la que se veían sometidos los
casi un millón de individuos de origen alemán de Polonia
fueron manipulados burdamente. No es de sorprender que
las constantes amenazas de Hitler a Polonia dieran lugar a
una serie de medidas discriminatorias contra esas personas,
y a finales de agosto unas setenta mil huyeron al Reich. Las
declaraciones de los polacos, acusando a los individuos de
origen alemán de participación en actos subversivos antes
de que estallara la guerra, eran, casi con absoluta seguridad,
falsas. En cualquier caso, la prensa alemana cada vez se
hacía más eco de noticias que hablaban de persecuciones
de las minorías alemanas en Polonia.
El 17 de agosto, durante unas maniobras del ejército
alemán a orillas del Elba, dos capitanes británicos de la
embajada, que habían sido invitados en calidad de
observadores, percibieron que los oficiales alemanes más
jóvenes se mostraban «muy confiados y seguros de que el
Ejército Alemán podía enfrentarse al mundo». 16 Sus
generales y altos funcionarios del ministerio de exteriores,
sin embargo, temían que la invasión de Polonia
desencadenara un conflicto armado en Europa. Hitler
seguía creyendo que los británicos al final no empuñarían
las armas. En cualquier caso, pensaba, la firma inminente
de un pacto con la Unión Soviética acabaría por tranquilizar
a aquellos generales a los que les asustaba la posibilidad de
que se desencadenara una guerra en dos frentes. Pero el 19
de agosto, por si los británicos y los franceses declaraban
la guerra, el Grossadmiral Raeder ordenó que los
acorazados de bolsillo Deutschland y Graf Spee, junto con
dieciséis submarinos, se echaran a la mar y pusieran rumbo
a aguas del Atlántico.17
El 21 de agosto, a las 11:30, el ministro de asuntos
exteriores alemán anunció desde la Wilhelmstrasse que se
había propuesto la firma de un pacto de no agresión nazi-
soviético. Cuando en el Berghof se recibió la noticia de
que Stalin estaba dispuesto a entablar negociaciones, se
cuenta que Hitler, cerrando el puño en señal de victoria, dio
un golpe en la mesa y exclamó ante los allí presentes: «¡Ya
son míos! ¡Ya son míos!». 18 «En las cafeterías los
alemanes demostraban su alegría, pues pensaban que
aquello significaba la paz», observaría un miembro del
personal de la embajada británica.19 Y el embajador, sir
Nevile Henderson, informó a Londres poco después en los
siguientes términos: «La primera impresión en Berlín fue
de gran alivio... Una vez más, se ha visto reafirmada la fe
del pueblo alemán en la capacidad de Herr Hitler para
alcanzar sus objetivos sin entrar en una guerra».20
La noticia conmocionó a los británicos; pero para los
franceses, que habían depositado muchas más esperanzas
en un pacto con su aliado tradicional, Rusia, fue una
verdadera bomba. Curiosamente, el generalísimo español,
Francisco Franco, y las autoridades japonesas fueron los
que quedaron más sorprendidos. Se sintieron traicionados,
pues nadie les había dicho que el instigador del pacto anti-
Comintern estaba deseando firmar en aquellos momentos
una alianza con Moscú. El gobierno de Tokio se vino abajo
al recibir la noticia, que, sin embargo, suponía un duro
revés para Chiang Kai-shek y los nacionalistas chinos.
El 23 de agosto, Ribbentrop realizó un vuelo histórico
a la capital soviética. Apenas quedaban unas pocas
cuestiones espinosas que aclarar en las negociaciones,
pues los dos regímenes totalitarios se habían dividido
Europa central en un protocolo secreto. Stalin exigió que
se le concediera toda Letonia, a lo que Ribbentrop accedió
tras consultarlo con Hitler por teléfono y recibir su
aprobación. Una vez firmados el pacto público de no
agresión y los protocolos secretos, Stalin propuso un
brindis por Hitler, y le dijo a Ribbentrop que era
perfectamente consciente del «gran amor que siente la
nación alemana por su Führer».
Aquel mismo día, en un último intento por evitar la
guerra, sir Nevile Henderson se había dirigido a
Berchtesgaden con una carta de Chamberlain. Pero Hitler
se limitó simplemente a culpar a los británicos de apoyar a
los polacos en su postura antialemana. Henderson, aunque
era un ferviente partidario de la política de apaciguamiento,
al final se convenció de que «el cabo de la pasada guerra
estaba sumamente ansioso por demostrar lo que era capaz
de hacer en la siguiente en calidad de generalísimo y
conquistador».21 Aquella misma noche, Hitler ordenó que
el ejército se preparara para invadir Polonia tres días
después.
A las 03:00 del 24 de agosto, la embajada británica en
Berlín recibió un telegrama de Londres con una
contraseña: «Raja». Los diplomáticos, algunos de ellos aún
en pijama, empezaron a quemar documentos secretos. A
mediodía, se comunicó a todos los súbditos británicos que
debían abandonar el país. El embajador, aunque apenas
había dormido tras su viaje a Berchtesgaden, jugó una
partida de bridge con miembros de su personal aquella
tarde.
Al día siguiente, Henderson volvió a entrevistarse con
Hitler, que ya había regresado a Berlín. El Führer se
ofreció a firmar un pacto con Gran Bretaña una vez
concluida la invasión de Polonia. Sin embargo, Henderson
lo exasperó cuando respondió que, para alcanzar un
acuerdo, Alemania debía desistir de su política de agresión
y marchar, además, de Checoslovaquia. De nuevo, Hitler
declaró que, si tenía que estallar una guerra, mejor que
fuera entonces y no cuando tuviera cincuenta y cinco o
sesenta años. Aquella noche, para verdadera sorpresa y
consternación de Hitler, fue firmado oficialmente el pacto
anglo-polaco.
En Berlín, los diplomáticos británicos se prepararon
para lo peor. «Habíamos trasladado todo nuestro equipaje
personal al salón de recepciones de la embajada»,
escribiría uno de ellos, «que ya empezaba a parecer la
estación Victoria tras la llegada de un tren procedente de
alguna de las ciudades portuarias».22 Las embajadas y los
consulados de Alemania en Gran Bretaña, Francia y Polonia
recibieron instrucciones exigiendo que se ordenara a todos
los ciudadanos alemanes que regresaran al Reich o se
trasladaran a un país neutral.
El sábado, 26 de agosto, el gobierno alemán canceló
las celebraciones con motivo del XXV aniversario de la
batalla de Tannenberg. Pero, en realidad, aquella ceremonia
había sido utilizada para camuflar una concentración masiva
de tropas en Prusia oriental. El viejo acorazado Schleswig-
Holstein había llegado a las costas de Danzig el día
anterior, supuestamente en visita de buena voluntad, pero
sin haber informado previamente de ella a las autoridades
polacas. Los depósitos del buque estaban llenos de bombas
con las que los alemanes iban a atacar las posiciones
polacas de la península de Westerplatte junto al estuario
del Vístula.
Aquel fin de semana los habitantes de Berlín
disfrutaban de un tiempo espléndido. En Grünewald, a
orillas del Wannsee, se concentraba un gran número de
nadadores y de personas tumbadas al sol, que parecían
ignorar la amenaza de una guerra, a pesar de que la radio ya
había anunciado la inminente introducción de las cartillas
de racionamiento. En la embajada británica, el personal
empezó a beber las últimas botellas de champagne que
quedaban en la bodega. Se había dado cuenta de que en las
calles había cada vez más soldados, muchos de ellos
calzados con botas nuevas de color amarillento que aún no
habían sido debidamente ennegrecidas con betún.
El inicio de la invasión había sido programado para
aquel día, pero Hitler, ante la resolución de Gran Bretaña y
de Francia de prestar apoyo a Polonia, había decidido la
noche anterior que se aplazara la acción. Seguía esperando
que los británicos dieran señales de vacilación. Sin
embargo, incomprensiblemente, una unidad de los
comandos de Brandenburgo, que no recibió a tiempo la
orden de aplazamiento de la operación, se había adentrado
en territorio polaco para ocupar un puente de importancia
vital.
Hitler, esperando aún poder responsabilizar a los
polacos de la invasión, hizo ver que estaba dispuesto a
entablar negociaciones tanto con Gran Bretaña como con
Francia, y también con Polonia. Y puso en escena una farsa:
no solo se negaba a exponer a las autoridades polacas los
puntos de las posibles conversaciones, sino que advertía
que no estaba dispuesto a recibir a ningún emisario de
Varsovia, fijando, además, un plazo límite, la medianoche
del 30 de agosto. También rechazaba la oferta de mediación
del gobierno de Mussolini. El 28 de agosto, ordenó de
nuevo que el ejército se preparara para comenzar la
invasión el 1 de septiembre por la mañana.
Ribbentrop, mientras tanto, se convirtió en una figura
ilocalizable tanto para el embajador polaco como para el
británico. Esta actitud concordaba con su postura habitual
de mantenerse apartado y observar el desarrollo de los
acontecimientos desde cierta distancia, ignorando a todos
los que lo rodeaban como si no fueran dignos de compartir
sus pensamientos. Al final, accedió a entrevistarse con
Henderson el 30 de agosto, a medianoche, justo cuando
expiraba el plazo para aceptar los términos de una paz que
nunca habían sido comunicados. Según el informe de
Henderson, Ribbentrop «elaboró un extenso documento
que me leyó en voz alta en alemán, o más bien que me
recitó atropelladamente, con un tono de máxima
irritación... Cuando terminó, le pedí, como era de esperar,
que me permitiera verlo. Herr von Ribbentrop se opuso
categóricamente, arrojó el documento sobre la mesa con
gesto de desprecio y dijo que ya había caducado porque no
había llegado a Berlín emisario alguno de Polonia antes de
que dieran las doce de la noche».23 Al día siguiente, Hitler
emitió la Directiva n° 1 para la llamada operación «Caso
Blanco», la invasión de Polonia, cuya puesta en marcha
había venido gestándose durante los últimos cinco meses.
En París, la noticia fue recibida con sombría
resignación, por el recuerdo del más de un millón de
muertos de la anterior guerra. En Gran Bretaña, aunque se
había anunciado la evacuación masiva de niños de la ciudad
de Londres para el i de septiembre, la mayoría de la
población seguía creyendo que todo aquello no era más que
una fanfarronada del líder nazi. Los polacos no pensaban lo
mismo, aunque en Varsovia no se vieran signos de pánico,
solo de determinación.
El último intento nazi de construir un casus belli sería
verdaderamente representativo de sus métodos. Ese acto de
propaganda negra había sido planificado y organizado por el
brazo derecho de Himmler, Reinhard Heydrich. Heydrich
había formado un grupo de élite, seleccionado
cuidadosamente entre los hombres de la SS de su mayor
confianza. Dicho grupo debía simular un ataque contra un
puesto aduanero alemán y contra la emisora de radio de la
localidad fronteriza de Gleiwitz; a continuación tenía que
transmitir un mensaje en polaco. Hombres de la SS se
encargarían de ejecutar a unos cuantos prisioneros del
campo de concentración de Sachsenhausen, previamente
drogados y vestidos con uniformes polacos, cuyos cuerpos
dejarían abandonados como testimonio del ataque. El 31 de
agosto, por la tarde, Heydrich telefoneó al oficial que había
dejado al mando del plan para ordenarle que diera la
contraseña que indicaba la puesta en marcha de la
operación: «¡Abuela fallecida!»24 Resulta
escalofriantemente simbólico que las primeras víctimas de
la Segunda Guerra Mundial en Europa fueran prisioneros de
un campo de concentración asesinados para escenificar una
burda farsa.
2
«LA DESTRUCCIÓN
TOTAL DE POLONIA»1
(septiembre-diciembre de
1939)

En las primeras horas del 1 de septiembre de 1939, las


fuerzas alemanas estaban listas para cruzar la frontera
polaca. Para todos sus efectivos, con la excepción de los
veteranos de la Primera Guerra Mundial, iba a ser la
primera experiencia en el campo de batalla. Como
cualquier soldado, la mayoría de esos hombres se
preguntaba en la soledad de la noche cuántas probabilidades
tenían de sobrevivir y si iban a salir indemnes de aquella
empresa. Mientras aguardaban la orden de encender
motores, el comandante de uno de los tanques que se
encontraban en la frontera de Silesia describió el
fantasmagórico paisaje que lo rodeaba en los siguientes
términos: «El bosque en tinieblas, la luna llena y una ligera
neblina conforman un escenario irreal».2
A las 04:45 se dispararon desde el mar, cerca de
Danzig, los primeros obuses. El Schleswig-Hotstein, un
veterano de la batalla de Jutlandia, se había trasladado
durante las últimas horas de la noche previas al alba a una
posición próxima a las costas de la península de
Westerplatte. Abrió fuego contra la fortaleza polaca con su
armamento principal de 280 mm. Una compañía de las
tropas de asalto de la Kriegsmarine, que había permanecido
escondida a bordo del Schleswig-Holstein, lanzó más tarde
un ataque en la costa, pero fue repelida con gran firmeza.
En la ciudad de Danzig, los voluntarios polacos se volcaron
en la defensa de las oficinas centrales de Correos situadas
en Heveliusplatz, pero poco pudieron hacer cuando las
tropas de asalto nazis, la SS y las fuerzas regulares
alemanas comenzaron a ocupar sigilosamente la ciudad.
Casi todos los supervivientes polacos fueron ejecutados
tras la batalla.
Las banderas nazis empezaron a ondear en los
edificios públicos, y las campanas de las iglesias a sonar,
mientras sacerdotes, profesores y maestros y otras figuras
destacadas de la ciudad eran detenidas junto a los judíos.3
En el vecino campo de concentración de Stutthof tuvieron
que acelerarse los trabajos para acomodar a los nuevos
prisioneros que iban llegando. Más tarde, ya en plena
guerra, Stutthof se convertiría en el principal centro de
suministro de cuerpos humanos para los experimentos del
Instituto Médico Anatómico de Danzig en los que se
procesaban cadáveres para la obtención de cuero y jabón.4
La decisión de Hitler de retrasar seis días la invasión
había supuesto para la Wehrmacht la oportunidad de
movilizar y desplegar otras veintiuna divisiones de
infantería y dos divisiones motorizadas más. En aquellos
momentos, el ejército alemán contaba con casi tres
millones de hombres, cuatrocientos mil caballos y
doscientos mil vehículos.5 Un millón y medio de efectivos
había sido trasladado a la frontera con Polonia, muchos de
ellos provistos exclusivamente de cartuchos de fogueo con
el pretexto de que iban a realizar ejercicios de maniobras.
Pero cualquier duda sobre su verdadera misión quedó
disipada cuando recibieron la orden de cargar sus armas
con balas reales.
No se procedió, en cambio, al despliegue de todas las
fuerzas polacas, pues los gobiernos británico y francés
habían advertido a Varsovia de que un llamamiento a las
armas prematuro habría dado a Hitler la excusa perfecta
para lanzar un ataque. Los polacos habían pospuesto la
orden de movilización general al 28 de agosto, pero luego,
al día siguiente, volvieron a cancelarla cuando los
embajadores de Francia y Gran Bretaña les instaron a
contener la acción en la esperanza de que, en el último
minuto, fructificaran las negociaciones diplomáticas. Al
final, la orden fue dada el 30 de agosto. Pero tantos
cambios habían dado lugar a una situación de verdadero
caos. Solo alrededor de un tercio de las tropas de
vanguardia polacas se encontraban en su puesto el 1 de
septiembre.
Su única esperanza era resistir hasta que los franceses
lanzaran en el oeste la ofensiva prometida. El general
Maurice Gamelin, el comandante en jefe francés, les había
garantizado el 19 de mayo que dicha ofensiva tendría lugar
con «el grueso de sus fuerzas»6 como máximo quince días
después de que su gobierno ordenara la movilización. Pero
los tiempos, al igual que la geografía, no favorecieron a los
polacos. Los alemanes no tardarían en alcanzar el corazón
de su país desde Prusia oriental por el norte, Pomerania y
Silesia por el oeste y la Eslovaquia bajo control nazi por el
sur. Desconocedor del protocolo secreto del pacto
Molotov-Ribbentrop, el gobierno polaco no puso empeño
en establecer una férrea defensa en la frontera oriental. La
idea de una doble invasión coordinada conjuntamente por
los gobiernos nazi y soviético seguía pareciendo una
paradoja política demasiado lejana.
A las 04:50 del 1 de septiembre, mientras esperaban
recibir la orden de ataque, las tropas alemanas pudieron oír
el rugido de los motores de los aparatos aéreos que se
acercaban por la retaguardia. Y cuando la nube de aviones
Stuka, Messerschmitt y Heinkel pasaba por encima de sus
cabezas, los soldados del Reich comenzaron a proferir
gritos de júbilo, sabedores de que la Luftwaffe se dirigía
hacia los aeródromos polacos para llevar a cabo un ataque
preventivo. Sus oficiales les habían informado de que los
polacos responderían con tácticas engañosas, utilizando
francotiradores civiles y prácticas de sabotaje.7 Se decía
que los judíos polacos eran «amigos de los bolcheviques y
germanófobos».8
El plan de la Wehrmacht consistía en invadir Polonia
simultáneamente desde el norte, desde el oeste y desde el
sur. Su avance debía ser «rápido e implacable», 9 utilizando
tanto columnas blindadas como aviones de la Luftwaffe
para coger por sorpresa a los polacos antes de que estos
pudieran establecer unas líneas defensivas adecuadas. Las
formaciones del Grupo de Ejércitos Norte atacarían desde
Pomerania y Prusia oriental. Su prioridad sería enlazar en
el corredor de Danzig y avanzar hacia Varsovia en dirección
sudeste. El Grupo de Ejércitos Sur, a las órdenes del
coronel general Gerd von Rundstedt, tenía que avanzar
rápidamente desde el sur de Silesia hacia Varsovia
formando un gran frente. El objetivo era que los dos grupos
de ejércitos cortaran el paso al grueso de las fuerzas
polacas que se encontraban al oeste del Vístula. El X
Ejército, situado en el centro de aquella hoz en el sur,
disponía del mayor número de formaciones motorizadas.
Por su derecha, el XIV Ejército avanzaría hacia Cracovia,
mientras tres divisiones de montaña, una división panzer,
una división motorizada y tres divisiones eslovacas
atacaban hacia el norte desde Eslovaquia, estado títere de
los alemanes.

En el centro de Berlín, la mañana de la invasión,


formaciones de guardias de la SS ocupaban a
Wilhelmstrasse y la Pariser Platz mientras Hitler se dirigía
desde la cancillería del Reich hasta la Ópera de Kroll,
donde el Reichstag celebraba sus sesiones tras el famoso
incendio de su sede. El Führer manifestó que sus
razonables peticiones a Polonia, aquellas que con tanta
cautela había evitado exponer al gobierno de Varsovia,
habían sido rechazadas. Ese «plan de paz de dieciséis
puntos» fue publicado aquel mismo día en un cínico intento
de demostrar que las autoridades polacas eran las únicas
responsables del conflicto. Para júbilo de todos los
presentes, anunció la recuperación de Danzig para el
Reich.10 El diplomático suizo Carl-Jakob Burckhardt, alto
comisionado de la Sociedad de Naciones para esta ciudad,
fue obligado a abandonarla de inmediato.
En Londres, una vez aclaradas ciertas dudas referentes
al modo en que se había desarrollado la invasión,
Chamberlain dio la orden de movilización general. Hacía
diez días que Gran Bretaña había dado los primeros pasos
con el fin de prepararse para la guerra. Chamberlain no
había querido ordenar una movilización total por miedo a
que ello provocara, como ocurrió en 1914, una reacción en
cadena en Europa. Las defensas antiaéreas y las de las
costas habían sido su principal prioridad. En cuanto se tuvo
noticia de la invasión alemana, su postura dio un giro de
ciento ochenta grados. En aquellos momentos nadie podía
creer que las declaraciones de Hitler habían sido simples
faroles. En el país y en la Cámara de los Comunes los
ánimos estaban mucho más exacerbados que un año atrás,
cuando la crisis de Munich. No obstante, el Gabinete y el
Foreign Office tardaron casi todo el día en redactar un
ultimátum dirigido a Hitler exigiendo que retirara sus
tropas de Polonia. Pero cuando ya estuvo terminado, el
documento en cuestión distaba mucho de parecer un
verdadero ultimátum, pues en él no se fijaba plazo alguno
para cumplir con lo requerido.
Al día siguiente de recibirse en el consejo de
ministros francés un informe de Robert Coulondre desde
Berlín, Daladier dio la orden de movilización general. «La
palabra guerra, propiamente dicha, no será pronunciada en
el curso de este Consejo», dijo uno de los asistentes al
mismo.11 Se hizo referencia a la guerra solo con
eufemismos. También se dictaron instrucciones para
proceder a la evacuación de niños en ambas capitales.
Todos suponían que las hostilidades comenzarían con
numerosas incursiones aéreas de los bombarderos
alemanes. Aquella misma noche se impuso un apagón
eléctrico general.
En París las noticias de la invasión habían provocado
una gran conmoción, pues durante los últimos días habían
aumentado las esperanzas de que pudiera evitarse el
estallido de un conflicto bélico en Europa. Georges
Bonnet, ministro de exteriores y el más firme partidario
del apaciguamiento, culpaba a los polacos por su «estúpida
y obstinada actitud».12 Continuaba queriendo recurrir a
Mussolini para que actuara como mediador con el fin de
llegar a otro acuerdo como el de Munich. Pero la
mobilisation genérale siguió adelante, con trenes llenos
de reservistas partiendo de la Gare de l'Est de París rumbo
a Metz y a Estrasburgo.
Como cabía esperar, en el gobierno polaco de
Varsovia se empezaba a temer que los Aliados volvieran a
tener miedo de enfrentarse a Hitler. Incluso algunos
políticos de Londres sospecharon, por la imprecisión de la
nota emitida y por la ausencia en ella de un plazo
determinado de tiempo, que Chamberlain quisiera intentar
rehuir su compromiso con Polonia. Pero lo cierto es que
Gran Bretaña y Francia estaban siguiendo las vías
diplomáticas convencionales, como si con ello estuvieran
marcando las diferencias con los partidarios de una
Blitzkrieg no declarada.
En Berlín, la noche del 1 de septiembre seguía siendo
atípicamente densa y calurosa. La luz de la luna iluminaba
las calles oscuras de la capital del Reich que en aquellos
momentos sufría un apagón eléctrico general por temor a
posibles incursiones aéreas de los polacos. También se
impuso otro tipo de apagón. Goebbels decretó una ley en
virtud de la cual quedaba terminantemente prohibido
escuchar emisiones radiofónicas extranjeras. Ribbentrop
se negó a recibir la visita conjunta de los embajadores
británico y francés, de modo que a las 21:20 Henderson
entregó la carta exigiendo la retirada inmediata de las
fuerzas alemanas que habían entrado en Polonia. Media
hora después Coulondre entregaba la versión francesa de
esta petición. Hitler, tal vez incitado por la poca
contundencia de dichas misivas, seguía estando convencido
de que, en el último momento, los gobiernos de ambos
emisarios se echarían atrás.
Al día siguiente, antes de trasladarse al hotel Adlon,
situado a la vuelta de la esquina, el personal de la embajada
británica se despidió de los alemanes que estaban a su
servicio. Dio la impresión de que las capitales de las tres
naciones entraban en una especie de limbo diplomático. En
Londres volvió a pensarse en una nueva posibilidad de
apaciguamiento, pero el retraso se debía a una petición del
gobierno francés, pues este necesitaba más tiempo para
movilizar a sus reservistas y proceder a la evacuación de
civiles. Los dos gobiernos estaban convencidos de la
necesidad de una actuación conjunta, pero Georges Bonnet
y sus aliados seguían esforzándose por posponer el funesto
momento. Por desgracia, Daladier, cuya falta de resolución
era notoria, permitía que Bonnet siguiera alentando la idea
de celebrar una conferencia internacional con el gobierno
fascista de Roma. Bonnet se puso en comunicación
telefónica con Londres para solicitar el apoyo inglés, pero
tanto lord Halifax, ministro de exteriores británico, como
Chamberlain, hicieron hincapié en que no había nada de qué
hablar mientras las tropas alemanas siguieran en territorio
polaco. Más tarde, Halifax también se puso en
comunicación telefónica con Ciano para despejar cualquier
posible duda en este sentido.
La frustración por no haber conseguido fijar un plazo
en el impreciso ultimátum había provocado una crisis de
gobierno en Londres a última hora de aquella tarde.
Chamberlain y Halifax explicaron que era necesario actuar
codo con codo con los franceses, lo que significaba que de
estos dependía la decisión final. Pero los escépticos, con
el respaldo de los jefes del estado mayor que se
encontraban presentes, rechazaron esta lógica. Su temor
era que, sin una iniciativa firme por parte de Gran Bretaña,
los franceses no dieran ningún paso. Había que fijar un
plazo de tiempo. Chamberlain estaba aún más
conmocionado por la manera en la que había sido recibido
en la Cámara de los Comunes hacía apenas tres horas. Los
argumentos que había esgrimido para justificar su tardanza
en declarar la guerra fueron escuchados con un silencio
hostil. Luego, cuando Arthur Greenwood, actuando como
líder del Partido Laborista, se levantó para responderle,
pudo oírse gritar incluso a algunos de los conservadores
más acérrimos, «¡Habla en nombre de Inglaterra!»
Greenwood dejó bien claro que Chamberlain tenía que dar
una respuesta a la Cámara a la mañana siguiente.
Aquella noche, mientras en Londres resonaban con
furia los truenos de una fuerte tormenta, Chamberlain y
Halifax se reunieron con el embajador francés, Charles
Corbin, en Downing Street. Se pusieron en comunicación
telefónica con París para hablar con Daladier y Bonnet. El
gobierno galo seguía insistiendo en que no se le pusiera
prisa, aunque Daladier ya hubiera recibido hacía unas pocas
horas el apoyo unánime de la Chambre des Députés para
entrar en guerra. (Sin embargo, la palabra «guerra»
propiamente dicha seguía evitándose supersticiosamente en
los círculos oficiales franceses. En su lugar se habían
utilizado durante los debates en el Palais Bourbon
eufemismos como las «obligations de la situation
Internationale».) Como Chamberlain, llegado este punto,
ya estaba plenamente convencido de que su gobierno iba a
caer al día siguiente si no se presentaba un ultimátum
rotundo, Daladier acabó por aceptar que la respuesta firme
de su país no podía ser objeto de más dilaciones. Dio su
promesa de que Francia también presentaría su ultimátum
al día siguiente. A continuación, Chamberlain reunió a los
miembros del Gabinete británico. Poco antes de la
medianoche quedó redactado y aprobado el ultimátum
definitivo. Sería presentado en Berlín al día siguiente, a las
09:00, por sir Nevile Henderson, y expiraría dos horas
después.

La mañana del domingo, 3 de septiembre, sir Nevile


Henderson cumplió al pie de la letra las instrucciones que
había recibido. Hitler, al que Ribbentrop había asegurado
una y otra vez que los británicos se echarían atrás en el
último momento, quedó petrificado. Cuando terminaron de
leerle el texto del ultimátum, se produjo un largo silencio.
Finalmente, el Führer, dirigiendo su mirada a Ribbentrop,
preguntó furioso: «¿Y ahora qué?»13 Ribbentrop, un tipo
arrogante y afectado, cuya propia suegra no había dudado en
describirle como «un tonto extremadamente peligroso»,14
llevaba tiempo garantizándole a Hitler que sabía
perfectamente cómo iban a reaccionar los británicos. En
aquellos momentos acababa de quedarse sin respuesta.
Cuando más tarde Coulondre entregó el ultimátum francés,
Göring, dirigiéndose al intérprete de Hitler, comentó:
«¡Que el cielo se apiade de nosotros si perdemos esta
guerra!».
Tras la tormenta de la noche anterior, Londres
amaneció con el cielo sereno y despejado. No había
llegado respuesta alguna de Berlín al ultimátum cuando el
Big Ben repicó once veces. Desde Berlín, Henderson
confirmó telefónicamente que tampoco tenía noticias. Uno
de los secretarios a su servicio detuvo el reloj de la
embajada cuando este marcaba las once, y en la tapa de
cristal que cubría su esfera pegó un papel en el que se decía
que el aparato no volvería a funcionar hasta que Hitler
hubiera sido derrotado.
A las 11:15, Chamberlain se dirigió por radio a la
nación desde la sala de reuniones del gabinete en el n°10
de Downing Street. En todo el país, hombres y mujeres se
pusieron en pie cuando al finalizar la transmisión sonó el
himno nacional. A muchos se les saltaron las lágrimas. El
primer ministro había hablado con sencillez y elocuencia,
pero gran parte de la población destacaría cuan triste y
cansado había parecido el tono de su voz. En cuanto
terminó de pronunciar su brevísimo discurso, saltaron las
sirenas que anunciaban la inminencia de un ataque aéreo. En
tropel, hombres y mujeres de todas las edades y condición
se dirigieron a sótanos y refugios, esperando que el cielo
se cubriera con la llegada de enjambres de aviones negros.
Pero se trataba de una falsa alarma, y no tardó en oírse la
señal de «todo despejado». Una reacción muy británica y
generalizada fue poner a calentar agua en una caldera para
preparar el té. Y en numerosísimos casos, sin embargo, la
reacción distó mucho de ser flemática, como demuestra un
informe de la organización Mass Observation. «De casi
todas las poblaciones de cierta importancia se dijo que
durante los primeros días de la guerra habían sido
bombardeadas hasta quedar en ruinas», comunicaba el
documento. «Centenares de individuos habían visto aviones
precipitándose en llamas».15
A los soldados que cruzaban la ciudad en los camiones
de tres toneladas del ejército se les podía oír entonar It's a
long way to Tipperary, canción que, a pesar de su alegre
música, recordaba a la gente los horrores de la Primera
Guerra Mundial. Londres estaba poniendo en marcha su
aparato de guerra. En Hyde Park, enfrente del cuartel de
Knightsbridge, las excavadoras a vapor comenzaron a
remover toneladas de tierra con las que habrían de
rellenarse los sacos que serían utilizados para proteger
edificios gubernamentales. La Guardia Real del palacio de
Buckingham había cambiado sus gorros de piel de oso y sus
casacas rojas por otra indumentaria. En aquellos momentos
llevaban cascos metálicos, trajes de faena y bayonetas
afiladas. Por todo Londres se veía cómo flotaban los
globos de barrera plateados que cambiaban por completo el
paisaje de la ciudad. En los característicos buzones de
correos de color rojo había parches de pintura amarilla
capaz de detectar gases venenosos. En las ventanas se
habían pegado tiras de papel adhesivo para minimizar el
peligro de las posibles roturas de cristales. La población de
la ciudad también cambió, con muchos más uniformes y
numerosos civiles que llevaban sus máscaras antigás en
cajas de cartón. Las estaciones ferroviarias se llenaron de
niños evacuados que llevaban colgadas de la ropa etiquetas
de identificación con su nombre y dirección, y muñecas de
trapo y ositos de peluche entre los brazos. Por la noche,
debido a la orden de apagón general, todo resultaba
completamente irreconocible. Solo unos pocos se
aventuraban a transitar muy cautelosamente con sus
vehículos con los faros medio tapados. Muchos se
limitaban simplemente a quedarse en casa a escuchar la
BBC por la radio con las cortinas corridas.16
Australia y Nueva Zelanda también declararon la
guerra a Alemania aquel mismo día. El gobierno británico
de la India hizo lo mismo, pero sin consultarlo con ningún
líder indio. Sudáfrica la declaró tres días más tarde,
después de un cambio de gobierno, y Canadá entró
oficialmente en guerra al cabo de una semana. Esa noche el
crucero británico Athenia fue hundido por el submarino
alemán U-30. De las ciento doce personas que perecieron
en el incidente, veintiocho eran de origen
norteamericano.17 Uno de los asuntos examinados a lo
largo de aquel día fue la decisión de Chamberlain,
escasamente entusiasta, de hacer entrar en el gobierno al
hombre que más crítico se había mostrado con él. El
regreso de Churchill al Almirantazgo hizo que el Primer
Lord del Mar comunicara a todos los buques de la Marina
Real: «¡Winston ha vuelto!».

En Berlín hubo muy pocas celebraciones cuando se dio la


noticia de que Gran Bretaña había declarado la guerra. Casi
todos los alemanes quedaron perplejos y abatidos. Habían
confiado en la extraordinaria racha de suerte de su Führer,
pensando que esta también le permitiría obtener una
victoria rotunda sobre Polonia sin que se desencadenara
ningún conflicto en Europa. Además, a pesar de todos los
intentos de prevaricación de Bonnet, el plazo que daba el
ultimátum francés (cuyo texto seguía evitando la palabra
maldita, «guerra») expiraba a las 17:00 horas. Aunque la
postura predominante en Francia era reconocer con
resignación que «il faut en finir» —«hay que acabar con
ello»—, parecía que la izquierda antimilitarista coincidía
con los derrotistas de derechas en no querer «morir por
Danzig». Y lo que resultaba más alarmante: algunos
oficiales franceses empezaban a convencerse de que los
británicos los habían empujado a la guerra. «Es para
ponernos ante el hecho consumado», escribió el general
Paul de Villelume, oficial de enlace en jefe con el
gobierno, «pues los ingleses tienen miedo de que nos
volvamos blandos».18 Nueve meses más tarde ejercería una
nefasta influencia derrotista en el siguiente primer
ministro de Francia, Paul Reynaud.
No obstante, la noticia de la doble declaración de
guerra produjo escenas de gran júbilo en las calles de
Varsovia. Desconocedora de las reticencias francesas, una
multitud de entusiasmados polacos se congregó frente a las
embajadas de los dos países. Los himnos nacionales de los
tres aliados sonaban constantemente por la radio. El
optimismo desmesurado convenció a muchos polacos de
que la prometida ofensiva francesa iba a cambiar
rápidamente el curso de la guerra a su favor.
En otras zonas del país se produjeron, sin embargo,
escenas mucho menos emotivas. Algunos polacos se
volvieron contra sus vecinos de origen alemán para
vengarse de la invasión. En medio del pánico, la rabia y el
caos provocados por aquella guerra repentina, la población
de origen alemán fue víctima de agresiones en diversas
localidades. En Bydgoszcz (Bromberg en alemán), el 3 de
septiembre, una serie de tiroteos efectuados de manera
aleatoria en las calles de la ciudad contra ciudadanos
polacos desencadenó una matanza en la que perdieron la
vida doscientas veintitrés personas de origen germano,
aunque la historia oficial alemana eleva esta cifra a mil.19
El número total de individuos de origen alemán asesinados
en Polonia varía según los cálculos, pues unos hablan de
dos mil y otros incluso de trece mil, pero lo más probable
es que fueran alrededor de seis mil. Más tarde, Goebbels
elevaría la cifra a cincuenta y ocho mil, en su intento por
justificar el programa alemán de limpieza racial
emprendido contra los polacos.

Aquel primer día de guerra en Europa, el IV Ejército


alemán que lanzaba un ataque desde Pomerania consiguió
por fin asegurar el corredor de Danzig en el punto en que
este más se ensanchaba. Prusia oriental quedó anexionada
al resto del Reich. Varios elementos de la avanzadilla del
IV Ejército también ocuparon una cabeza de puente en el
bajo Vístula.
El III Ejército, en su avance desde Prusia oriental,
marchó hacia el sureste, en dirección al río Narew, con la
intención de rodear Modlin y Varsovia. El Grupo de
Ejércitos Sur, por su parte, obligó a los ejércitos de Łódź y
de Cracovia a emprender la retirada, provocando un gran
número de bajas. La Luftwaffe, tras haber acabado con el
grueso de las fuerzas aéreas polacas, comenzó a
concentrarse en apoyar a sus tropas de tierra y a destruir
ciudades tras las líneas polacas con el fin de bloquear las
comunicaciones.
Los soldados alemanes no tardaron en expresar una
mezcla de horror y desdén por el estado de miseria que
presentaban las aldeas polacas por las que iban pasando. En
muchas de ellas parecía que no había ningún polaco, solo
judíos. Las describieron como lugares «terriblemente
sucios y culturalmente muy atrasados».20 El sentimiento de
desprecio de los soldados alemanes aumentó aún más
cuando vieron a «judíos orientales» con largas barbas y
vestidos con caftanes. Su aspecto físico, su «mirada
huidiza»21 y la manera «zalamera»22 con la que «se quitaban
respetuosamente el sombrero»23 parecían encajar mucho
mejor con las caricaturas de la propaganda nazi del
semanario Der Stürmer,24 obsesivamente antisemita, que
con los habitantes de origen judío perfectamente
integrados en la sociedad alemana que habían conocido en
el Reich. «Cualquiera que todavía no fuera un antisemita
radical», escribió un Gefreiter (cabo), «lo sería después de
ver esto».25 Los reclutas alemanes, no ya solo los
miembros de la SS, comenzaron a disfrutar maltratando a
los judíos, propinándoles palizas, cortando las barbas de los
ancianos, humillando, e incluso violando, a las mujeres
jóvenes (a pesar de las leyes de Nuremberg que prohibían
cualquier tipo de contacto sexual con judíos) y prendiendo
fuego a las sinagogas.
Lo que sobre todo recordaban los soldados eran las
advertencias que habían recibido acerca del peligro de
posibles sabotajes y de los disparos a traición de los
francotiradores. Cuando se oía un disparo aislado, solía
sospecharse de cualquier judío que anduviera por allí,
aunque fuera mucho más probable que se tratara de un
ataque de partisanos polacos. Al parecer, se produjeron
diversas matanzas después de que algún centinela, asustado,
abriera fuego, y se unieran al tiroteo el resto de sus
compañeros, llegando a veces a matarse unos a otros. Los
oficiales estaban sumamente preocupados por la falta de
rigor a la hora de abrir fuego, pero daba la impresión de que
eran incapaces de detener lo que denominaban una
Freischärlerpsychose26 esto es, un miedo obsesivo a
recibir un disparo de algún civil armado. (A veces lo
llamaban una Heckenschützenpsychose, esto es, la
obsesión de que alguien disparara contra ellos oculto tras
un seto.) Pero fueron pocos los oficiales que intervinieron
para detener los horribles actos de represalia que más tarde
se produjeron. Los soldados alemanes comenzarían a lanzar
granadas en los sótanos de las casas, que eran los lugares
en los que solían refugiarse las familias, no los partisanos.
En su opinión, semejantes prácticas no eran crímenes de
guerra, sino actos de legítima defensa.
La continua obsesión del ejército alemán con los
francotiradores dio lugar a un patrón sistemático de
ejecuciones sumarísimas y de quema de pueblos y aldeas.
Muy pocas unidades quisieron perder tiempo con
procedimientos legales. En su opinión, los polacos y los
judíos simplemente no merecían un trato tan exquisito.
Algunas formaciones destacaron más que otras en la
ejecución y el asesinato de civiles. Según parece, la guardia
personal armada del Führer, la SS Leibstandarte Adolf
Hitler, fue la peor. Sin embargo, en su mayoría las
matanzas fueron llevadas a cabo en la retaguardia por
Einsatzgruppen de la SS, por la Policía de Seguridad y por
la milicia del Volksdeutscher Selbstschutz (Autodefensa
del Pueblo Alemán), cuya sed de venganza era insaciable.
Las fuentes alemanas dicen que en el curso de los
cinco días de campaña fueron ejecutados más de dieciséis
mil civiles.27 La cifra real probablemente sea muy superior,
pues rondó los sesenta y cinco mil a finales de año. Unos
diez mil polacos y judíos fueron asesinados por las
milicias germanas en unas canteras cerca de Mniszek, y
otros ocho mil en un bosque próximo a Karlshof.28
También se prendió fuego a casas, y a veces a aldeas
enteras, a modo de represalia colectiva. En total, fueron
más de quinientos los pueblos y aldeas arrasados. En
algunos lugares, la línea del avance alemán quedaba
marcada por la noche por un resplandor rojizo en el
horizonte provocado por las aldeas y las granjas en llamas.
Los judíos, al igual que los polacos, no tardaron en
buscar escondites en los que refugiarse cuando llegaban las
tropas alemanas. Esta circunstancia aumentaba el
nerviosismo de los soldados, pues estaban convencidos de
que no solo eran observados desde las ventanas de los
sótanos y los tragaluces, sino que también les apuntaban
armas que no podían ver. A veces, da la impresión de que
muchos soldados quisieran destruir lo que consideraban
unas aldeas insalubres y hostiles para que la infección que a
su juicio estas suponían no lograra expandirse a la vecina
Alemania. Sin embargo, esta idea no impidió que se
dedicaran al saqueo en cuanto tenían la oportunidad: dinero,
ropa, joyas, alimentos, sábanas y mantas. Y en lo que cabría
calificar de una confusión más de causa y efecto: el odio
que encontraban a medida que avanzaban parecía en cierto
sentido justificar la propia invasión.

Aunque a menudo combatiera con desesperación y evidente


bravura y arrojo, el ejército polaco tenía dos graves
carencias: un armamento obsoleto y, sobre todo, falta de
aparatos de radio. La retirada de una formación no podía
ser comunicada a las que se encontraban a sus flancos, con
unas consecuencias desastrosas. El mariscal Śmigły-Rydz,
su comandante en jefe, ya se había convencido de que la
guerra estaba perdida. Incluso si los franceses lanzaban al
final la ofensiva prometida, esta llegaría demasiado tarde.
El 4 de septiembre, Hitler, cada vez más seguro de su
triunfo, dijo a Goebbels que no temía un ataque por el
oeste. Pronosticaba allí una Kartoffelkrieg,29 una «guerra
de la patata» estacionaria.
La antigua ciudad universitaria de Cracovia fue
ocupada el 6 de septiembre por el XIV Ejército, y el Grupo
de Ejércitos Sur de Rundstedt seguía implacablemente su
avance mientras los defensores de Polonia huían en
retirada. Pero al cabo de tres días, al alto mando del
ejército —el OKH, esto es, el Oberkommando des Heeres
— empezó a preocuparle la posibilidad de que los ejércitos
polacos trataran de evitar la operación de envolvimiento
planeada al oeste del Vístula. Dos cuerpos del Grupo de
Ejércitos Norte recibieron, pues, la orden de avanzar más
hacia el este, si era necesario hasta la línea del Bug, o más
allá de este río, para atrapar al enemigo en una segunda
línea.
Cerca de Danzig, los heroicos polacos encargados de
la defensa de las posiciones de Westerplatte, tras quedarse
sin municiones, se vieron obligados a deponer las armas el
7 de septiembre después de sufrir los constantes ataques de
los bombarderos Stuka y de las baterías del Schleswig-
Holstein. El viejo acorazado puso a continuación rumbo al
norte para participar en el ataque al puerto de Gdynia, que
cayó el 19 de septiembre.
En Polonia central, la resistencia había ido
endureciéndose a medida que los alemanes se aproximaban
a la capital. Una columna de la 4.ª División Panzer llegó a
las inmediaciones de la ciudad el 10 de septiembre, pero
fue obligada a emprender una veloz retirada. La firme
determinación de los polacos de pelear ferozmente por
Varsovia se puso en evidencia con la concentración en la
margen derecha del Vístula de su artillería, dispuesta a abrir
fuego contra su propia ciudad. El 11 de septiembre, la
Unión Soviética retiró a su embajador y a su personal
diplomático de Varsovia, pero los polacos seguían
ignorando la puñalada trapera que les preparaban por el
este.
En otros lugares, las operaciones de envolvimiento de
tropas polacas llevadas a cabo por los alemanes con la
ayuda de sus fuerzas mecanizadas ya habían comenzado a
producir cantidades ingentes de prisioneros. El 16 de
septiembre, los alemanes empezaron una gran batalla de
envolvimiento a unos ochenta kilómetros al este de
Varsovia, después de atrapar a dos ejércitos polacos en la
confluencia del río Bzura con el Vístula. Con los ataques
de la Luftwaffe allí donde se concentraban las tropas se
logró acabar con la férrea resistencia que ofrecían los
polacos. Fueron hechos prisioneros unos ciento veinte mil
hombres. Ante el poderío de los impecables aviones
Messerschmitt, poco pudo hacer la valiente fuerza aérea
polaca con sus apenas ciento cincuenta y nueve P-11, unos
aparatos obsoletos que, más que cazas, parecían
Lysanders.*

Pronto se esfumaron las pocas esperanzas que abrigaban


los polacos de ser salvados por una ofensiva aliada en el
oeste. El general Gamelin, con el apoyo del primer
ministro francés, Daladier, se negó a dar ningún paso hasta
que se hubiera desplegado la Fuerza Expedicionaria
Británica y se hubieran movilizado a todos sus reservistas.
También dijo que Francia necesitaba adquirir equipamiento
militar de Estados Unidos. En cualquier caso, la doctrina
militar francesa era fundamentalmente defensiva. Gamelin,
a pesar de su promesa a los polacos, quiso desentenderse
de la posibilidad de llevar a cabo una gran ofensiva,
convencido de que superar la barrera formada por el valle
del Rin y la línea defensiva alemana del Muro del Oeste era
una hazaña impracticable.
Los británicos apenas mostraron mayor agresividad en
su postura. El nombre que daban al Muro del Oeste era
«línea Sigfrido», en la que, según una jocosa y célebre
canción de los tiempos de la «guerra extraña», querían
colgar su colada. Los británicos consideraban que el
tiempo estaba de su parte, con la curiosa lógica de que la
mejor estrategia era el bloqueo de Alemania, estratagema
muy poco efectiva, pues era evidente que la Unión
Soviética habría podido ayudar a Hitler a conseguir todo lo
necesario para su industria de guerra.
Muchos británicos sentían vergüenza por la falta de
agresividad demostrada a la hora de ayudar a los polacos.
La RAF comenzó a sobrevolar territorio alemán, lanzando
panfletos de propaganda, lo que suscitó numerosos
comentarios en tono jocoso que hablaban del «Mein
Pamf»30 y de una «guerra de confeti». Una incursión aérea
de los bombarderos británicos contra la base naval alemana
de Wilhelmshaven efectuada el 4 de septiembre había
resultado humillantemente inefectiva. Grupos de
avanzadilla de la BEF, esto es, la Fuerza Expedicionaria
Británica, desembarcaron en Francia aquel mismo día, y a
lo largo de las cinco semanas siguientes un total de ciento
cincuenta y ocho mil efectivos cruzaría el canal. Pero hasta
diciembre no se produciría enfrentamiento alguno con las
fuerzas alemanas.
Lo único que hicieron prácticamente los franceses fue
avanzar unos pocos kilómetros en territorio alemán,
llegando a las inmediaciones de Saarbrücken. En un
principio, los alemanes temieron que se produjera un gran
ataque. Con el grueso de su ejército en Polonia, Hitler
estaba especialmente preocupado, pero la naturaleza tan
limitada de aquella ofensiva puso de manifiesto que se
trataba simplemente de un mero gesto simbólico. El OKW
(Oberkommando der Wehrmacht, esto es, Alto Mando de
la Wehrmacht) no tardó en recuperar la calma. No había
necesidad de proceder al traslado de tropas. Los franceses
y los británicos habían fracasado vergonzosamente en el
cumplimiento de sus obligaciones, sobre todo si se tenía
en cuenta que en el mes de julio los polacos ya les habían
entregado sus réplicas de la máquina de cifrado alemana
Enigma.
El 17 de septiembre, el martirio de Polonia quedó
sellado cuando las fuerzas soviéticas cruzaron su frontera
oriental en virtud del protocolo secreto firmado en Moscú
hacía apenas un mes. A los alemanes les sorprendió que no
lo hubieran hecho antes, pero Stalin había considerado que,
si atacaba demasiado pronto, los Aliados occidentales
probablemente se habrían visto en la obligación de declarar
la guerra también a la Unión Soviética. Los rusos
afirmaban, con lo que tal vez deberíamos calificar de
cinismo predecible, que las provocaciones de Polonia les
habían obligado a intervenir con el fin de proteger a las
minorías bielorrusas y ucranianas. Además, el Kremlin
sostenía que la Unión Soviética ya no tenía que responder
al tratado de no agresión firmado con Polonia porque el
gobierno de Varsovia había dejado de existir. En efecto, el
gobierno polaco había abandonado Varsovia aquella misma
mañana, pero simplemente para huir de allí antes de caer
presa de las fuerzas soviéticas. Sus ministros tuvieron que
dirigirse a toda prisa a la frontera rumana, antes de que el
camino quedara cortado por las unidades del Ejército Rojo
que avanzaban desde Kamenets Podolsk, en el suroeste de
Ucrania.
El embotellamiento de vehículos militares y de
automóviles civiles que se produjo en los puestos
fronterizos fue inmenso, pero al final aquella noche se
permitió el paso de los polacos derrotados. Antes de entrar
en Rumania, casi todos cogieron un puñado de tierra o una
piedra de su país. Muchos lloraban. Algunos optaron por
acabar con su vida. El pueblo rumano se mostró
comprensivo con los exiliados, pero su gobierno estaba
presionado por los alemanes, que exigía la repatriación de
los polacos. Los sobornos salvaron a la mayoría de ellos de
la detención y el internamiento, siempre y cuando el oficial
al mando no fuera un adepto del movimiento fascista
«Guardia de Hierro». Algunos lograron escapar en
pequeños grupos. Otros grupos más grandes, organizados
por las autoridades polacas en Bucarest, partieron en barco
de Constanza y otros puertos del mar Negro rumbo a
Francia. Varios huyeron por Hungría, Yugoslavia y Grecia,
y unos pocos, que toparían con muchas más dificultades, se
dirigieron a los estados bálticos para luego pasar a
Suecia.31

Siguiendo instrucciones de Hitler, el OKW emitió


inmediatamente una orden dirigida a las formaciones
alemanas presentes al otro lado del Bug para que se
prepararan para abandonar la zona. El acuerdo de estrecha
colaboración entre Berlín y Moscú garantizaba que la
retirada de los alemanes de la zona concedida a la Unión
Soviética en virtud del protocolo secreto estaría
coordinada con el avance de las formaciones del Ejército
Rojo.
El primer contacto entre las fuerzas de los dos países
de aquella efímera alianza tuvo lugar al norte de Brest-
Litovsk (la Brześć de los polacos). Y el 22 de septiembre,
la gran fortaleza de esta ciudad fue entregada al Ejército
Rojo con un ceremonioso desfile. Para desgracia de los
oficiales soviéticos vinculados con este episodio, aquel
contacto con oficiales alemanes los convertiría más tarde
en objetivo principal de las detenciones efectuadas por el
NKVD de Beria.
La resistencia polaca siguió activa; sus formaciones,
rodeadas, seguían intentando abrirse paso, y elementos
aislados de su ejército crearon grupos irregulares para
combatir en las zonas menos accesibles de los bosques, los
pantanos y las montañas. Las carreteras que conducían al
este estaban atascadas por el gran número de refugiados
que, con carros, vehículos maltrechos e incluso bicicletas,
trataba de escapar de las atrocidades de la guerra. «El
enemigo llegaba siempre por aire», escribió un joven
soldado polaco, «e incluso cuando volaba muy bajo, seguía
estando fuera del alcance de nuestros anticuados Mauser.
El espectáculo de la guerra no tardó en volverse monótono;
día tras día, veíamos las mismas escenas: civiles que
corrían para protegerse de las incursiones aéreas, convoyes
dispersados, camiones y carros en llamas. El olor que se
percibía en la carretera también era siempre el mismo. Era
el olor que desprendían los caballos muertos que nadie se
había preocupado de enterrar, un olor pestilente. Solo nos
movíamos de noche, y aprendimos a dormir mientras
marchábamos. Estaba prohibido fumar por temor a que la
luz de un cigarrillo hiciera caer sobre nosotros a la
todopoderosa Luftwaffe».32
Mientras tanto, Varsovia seguía siendo el bastión
principal de la resistencia polaca. Hitler deseaba
impacientemente que la capital de Polonia fuera sometida,
por lo que la Luftwaffe comenzó a realizar una serie de
bombardeos intensivos sobre la ciudad. En el aire encontró
muy poca oposición, y la capital polaca carecía de unas
defensas antiaéreas efectivas. El 20 de septiembre, los
alemanes se lanzaron sobre Varsovia y Modlin con
seiscientos veinte aviones. Y al día siguiente, Göring
ordenó que la Luftflotte 1 y la Luftflotte 4 organizaran
diversos ataques masivos. Los bombardeos se sucedieron
con gran intensidad —la Luftwaffe no dudó en utilizar
aviones de transporte Junker 52 para lanzar bombas
incendiarias— hasta que Varsovia se rindió el 1 de octubre.
El hedor que desprendían los cadáveres enterrados bajo los
escombros y los cuerpos abotagados de los caballos
inundaba las calles de la ciudad. Unos veinticinco mil
civiles y alrededor de seis mil soldados perecieron en el
curso de esas incursiones aéreas.
El 28 de septiembre, mientras Varsovia sufría los
ataques de la aviación alemana, Ribbentrop voló de nuevo a
Moscú para firmar un «tratado de amistad y de delimitación
de las fronteras» adicional con Stalin en el que se
contemplaban diversas alteraciones en la línea de
demarcación. En virtud de dicho tratado, la Unión Soviética
se quedaba con prácticamente toda Lituania, a cambio de
aumentar ligeramente la extensión de territorio polaco de
ocupación alemana. Los individuos de origen alemán que se
encontraran en el territorio ocupado por los soviéticos
serían trasladados a la zona nazi. El régimen de Stalin
también entregaba a las autoridades del Reich un número
considerable de comunistas alemanes y de oponentes
políticos. A continuación, ambos gobiernos hicieron un
llamamiento a la paz en Europa puesto que la «cuestión
polaca» había quedado resuelta.
No cabe duda de quién ganó más con los dos acuerdos
del pacto nazi-soviético. Alemania, amenazada con un
bloqueo naval por los británicos, ya podía obtener lo que
necesitara para seguir con la guerra. Aparte de todo lo que
suministraba la Unión Soviética, como, por ejemplo, grano,
petróleo y manganeso, el gobierno de Stalin también podía
actuar de conducto de otros productos, especialmente
caucho, que Alemania no podía comprar en otros países.
Coincidiendo con las conversaciones en Moscú, los
soviéticos empezaron a ejercer presión sobre los estados
bálticos. El 28 de septiembre impusieron a Estonia un
tratado de «ayuda mutua». A continuación, durante las dos
semanas siguientes, Letonia y Lituania fueron obligadas a
firmar un acuerdo similar. Por mucho que Stalin hubiera
garantizado personalmente que su soberanía iba a ser
respetada, lo cierto es que estos tres estados fueron
anexionados a la Unión Soviética a comienzos del verano
siguiente, y el NKVD procedió a la deportación de unos
veinticinco mil elementos considerados «indeseables».33
Aunque habían aceptado que Stalin se adueñara de los
estados bálticos e incluso de Besarabia, hasta entonces
región de Rumania, a los nazis les parecía no solo una
provocación, sino una amenaza en toda regla, las
pretensiones del líder soviético de controlar la costa del
mar Negro y la desembocadura del Danubio, que se
encontraba muy cerca de los yacimientos petrolíferos de
Ploesti.

Siguieron produciéndose acciones aisladas de la


resistencia polaca hasta bien entrado el mes de octubre,
pero con un número de fracasos impactante. Las pérdidas
sufridas por las fuerzas armadas polacas que combatían a
los alemanes fueron ingentes. Se calcula que murieron
setenta mil hombres, que ciento treinta y tres mil
resultaron heridos y que unos setecientos mil fueron
hechos prisioneros. Los alemanes tuvieron alrededor de
cuarenta y cuatro mil cuatrocientas bajas, de las cuales unas
once mil fueron mortales. La reducida fuerza aérea polaca
había sido aniquilada, pero la pérdida de quinientos sesenta
aviones de la Luftwaffe durante la campaña puede
calificarse de sorprendentemente cuantiosa. Los cálculos
disponibles de las bajas provocadas por la invasión
soviética son escalofriantes. Indican que en el Ejército
Rojo hubo novecientos noventa y seis muertos y dos mil
dos heridos, y que perdieron la vida cincuenta mil polacos,
sin precisar ninguna cifra relativa al número de sus heridos.
Semejante disparidad probablemente solo encuentre una
explicación en las ejecuciones que se llevaron a cabo, y es
muy posible que en dichos cálculos se hubieran computado
las víctimas de las matanzas perpetradas en la primavera
siguiente, incluida la del bosque de Katyn.34
Hitler no dio inmediatamente por muerto y enterrado
al estado polaco. Esperaba que en octubre los británicos y
los franceses se avinieran a llegar a un acuerdo. El hecho
de que los aliados no hubieran lanzado ninguna ofensiva en
el oeste para ayudar a los polacos le indujo a creer que los
británicos y, especialmente, los franceses no querían
seguir con la guerra. El 5 de octubre, tras presenciar un
desfile triunfal en Varsovia acompañado del general de
división Erwin Rommel, el Führer pronunció unas palabras
ante un grupo de periodistas extranjeros. «Caballeros»,
dijo. «Han podido contemplar las ruinas de Varsovia. Que
estas sirvan de advertencia a los estadistas de Londres y
París que aún piensan seguir con la guerra».35 Al día
siguiente, anunció en el Reichstag una «propuesta de paz».
Pero al final, cuando dicha propuesta fue rechazada por los
dos gobiernos aliados, y se hizo evidente que la Unión
Soviética tenía la firme determinación de erradicar de su
zona cualquier forma de manifestación de la identidad
polaca, Hitler decidió destruir completamente Polonia.
Bajo la ocupación alemana, se procedió a la partición
de Polonia, que quedó dividida del siguiente modo: por una
parte, los territorios del centro y el suroeste del país
administrados por el Generalgouvernement, o Gobierno
General, y por otra, las regiones que debían ser
anexionadas al Reich (Prusia occidental-Danzig y Prusia
oriental en el norte, la del Varta en el oeste y la Alta Silesia
en el sur). Con un programa intensivo de limpieza étnica se
empezó a vaciar estas últimas regiones «germanizadas».
Tenían que ser colonizadas por Volksdeutsche de los
estados bálticos, Rumania y otros lugares de los Balcanes.
Las ciudades polacas fueron rebautizadas. Poznan pasó a
ser Posen, capital del Gau del Varta. Łódź recibió el
nombre de Litzmannstadt, en honor de un general alemán
asesinado en las inmediaciones de esta localidad durante la
Primera Guerra Mundial.
La iglesia católica de Polonia, símbolo del
patriotismo del país, fue perseguida implacablemente,
sufriendo la detención y la deportación de muchos de sus
sacerdotes. En un intento de eliminar la cultura polaca y
destruir cualquier futuro liderazgo, se procedió al cierre de
escuelas y universidades. Únicamente iba a permitirse
impartir las enseñanzas más básicas; las enseñanzas que
solo podían satisfacer las necesidades de una clase servil.
Los profesores y el personal de la Universidad de Cracovia
fueron deportados en noviembre al campo de
concentración de Sachsenhausen. Los prisioneros políticos
polacos fueron enviados a un antiguo cuartel de caballería
en Oświęcim, que recibió el nombre de Auschwitz.
Los oficiales del Partido Nazi comenzaron la
selección del gran número de polacos que enviarían a
Alemania como mano de obra esclava, así como la de las
mujeres jóvenes que serían utilizadas como criadas. Hitler
comunicó al comandante en jefe del ejército, el general
Walther von Brauchitsch, que querían «esclavos baratos» y
limpiar de «chusma» el territorio alemán.36 Los niños
rubios que respondían a los ideales arios fueron enviados a
Alemania para ser adoptados. Sin embargo, Albert Förster,
Gauleiter de Prusia occidental-Danzig, provocó la ira de
los puristas nazis cuando permitió una reclasificación
masiva de polacos como individuos de etnia alemana. Por
humillante y ofensiva que pudiera resultar, lo cierto es que
aquella reconsideración de sus orígenes supuso para esos
polacos la única manera de evitar la deportación y la
pérdida de sus hogares. Los varones, sin embargo, no
tardarían en verse obligados a engrosar las filas de la
Wehrmacht.
El 4 de octubre Hitler decretó una amnistía general
para los soldados que habían matado a prisioneros y civiles.
Sus actos fueron atribuidos al «resentimiento provocado
por las atrocidades cometidas por los polacos». Muchos
oficiales sentían disgusto por lo que consideraban un
relajamiento de la disciplina militar. «Hemos visto y
presenciado escenas espeluznantes en las que los soldados
alemanes se dedican a saquear e incendiar las casas, a
asesinar y a robar sin pensar en lo que hacen», decía en una
carta el jefe de un batallón de artillería. «Hombres adultos
que, sin ser conscientes de sus actos ni preocuparse de lo
que hacen, contravienen las leyes y normas establecidas y
pisotean el honor del soldado alemán».37
El teniente general Johannes Blaskowitz, comandante
en jefe del VIII Ejército, protestó vehementemente por la
matanza de civiles llevada a cabo por la SS y sus auxiliares,
la Sicherheitspolizei (Policía de Seguridad) y el
Volksdeutscher Selbstschutz . Hitler, al escuchar su
informe, gritó hecho una furia, «no puede dirigirse una
guerra utilizando los criterios del Ejército de Salvación».38
Todas las demás objeciones que planteó el ejército
recibieron por respuesta comentarios igualmente
mordaces. No obstante, eran muchos los oficiales
alemanes que seguían creyendo que Polonia no merecía
existir. Prácticamente ninguno se opuso a la invasión
aduciendo razones morales. Como miembros del
Freikorps, tras la Primera Guerra Mundial, algunos de los
más veteranos habían participado en sangrientas
escaramuzas y duros enfrentamientos fronterizos con los
polacos, especialmente en la zona de Silesia.
La campaña polaca y los sucesos posteriores se
convirtieron, por varias razones, en un ensayo de la
subsiguiente Rassenkrieg (guerra de razas) de Hitler
contra la Unión Soviética. Unos cuarenta y cinco mil
individuos, entre polacos y judíos, murieron a manos de
soldados regulares de las fuerzas alemanas. Los
Einsatzgruppen de la SS ejecutaron con sus
ametralladoras a los internos de los sanatorios mentales.
Bajo el nombre secreto de «Operación Tannenberg», se
ordenó colocar uno de estos Einsatzgruppen en la
retaguardia de cada uno de los ejércitos, con el objetivo de
capturar, e incluso asesinar, a aristócratas, jueces,
periodistas prominentes, profesores y cualquier otro
individuo que en un futuro pudiera crear una forma de
liderazgo para el movimiento de resistencia polaco. El 19
de septiembre, Heydrich informó con bastante claridad al
general Franz Halder de que iba a llevarse a cabo «una
limpieza: judíos, intelectuales, sacerdotes y aristócratas».39
Al principio, aquellos actos de terror se realizaron de una
manera caótica, sobre todo los emprendidos por las
milicias formadas por elementos de la minoría de origen
germano, pero a finales de año comenzaron a ser más
coherentes y a estar mejor dirigidos.
Aunque Hitler nunca mostró vacilación alguna en su
odio a los judíos, el genocidio industrial que comenzó en
1942 no siempre había formado parte de sus planes. Se
regocijaba en su obsesivo antisemitismo, y estableció la
doctrina nazi de que había que «limpiar» Europa de
cualquier influencia judía. Pero antes de la guerra sus
planes no contemplaban llevar a cabo una sangrienta
aniquilación. Se concentraban en crear una opresión
insostenible que obligara a los judíos a emigrar.
La política nazi de la «cuestión judía» no había sido
siempre la misma. De hecho, el término «política» puede
inducir a error cuando se considera el desorden
institucional que reinaba en el Tercer Reich. La actitud
desdeñosa de Hitler ante todo lo relacionado con la
administración permitió una proliferación extraordinaria de
departamentos y ministerios en clara competencia. Esas
rivalidades, especialmente las existentes entre los
Gauleiter, la SS, los oficiales del Partido Nazi y el
ejército, dieron lugar a una sorprendente y ruinosa falta de
cohesión que se contradecía a todas luces con la imagen de
implacabilidad y eficacia del régimen. Simplemente por oír
un comentario casual del Führer, o por un intento de
adelantarse a sus deseos, los que competían por
congraciarse con él no dudarían en poner en marcha los
programas que creyeran convenientes, sin consultar con las
demás organizaciones interesadas.
El 21 de septiembre de 1939, Reinhard Heydrich
emitió una orden que establecía las «medidas preliminares»
para abordar la cuestión de los judíos de Polonia, cuyo
número —3,5 millones antes de la invasión— representaba
el 10 por ciento de la población, el porcentaje más alto de
Europa. En la zona soviética había alrededor de un millón y
medio, cifra que se vio aumentada por unos trescientos
cincuenta mil judíos que habían huido al este ante el avance
de las tropas alemanas. Heydrich ordenó que los que se
encontraran en territorio alemán tenían que ser
concentrados en grandes ciudades con buenos enlaces
ferroviarios. Se preveía un movimiento masivo de
población. El 30 de octubre, Himmler dio instrucciones
para que todos los judíos del Gau del Varta fueran
trasladados inmediatamente a los territorios administrados
por el Generalgouvernement. Sus casas debían ser
entregadas a colonos Volksdeutsche , que nunca habían
vivido dentro de las fronteras del Reich, y de cuyo alemán
solía decirse que resultaba incomprensible.
Hans Frank, el matón nazi corrupto y despótico que
desde el castillo real de Cracovia movía los hilos del
Gobierno General en su propio beneficio, se puso hecho
una furia cuando fue informado de que tenía que prepararse
para la llegada de varios cientos de miles de judíos y
polacos desplazados. No se había previsto plan alguno para
alojar y alimentar a las víctimas de aquella migración
forzosa, y nadie había pensado qué hacer con todas ellas.
En teoría, los judíos que estuvieran en buenas condiciones
físicas debían ser utilizados como mano de obra esclava.
Los demás serían confinados temporalmente en los guetos
de las grandes ciudades hasta que pudieran ser realojados.
En muchos casos, a los judíos encerrados en guetos sin
dinero y sin apenas alimentos, se les dejó morir de hambre
y de enfermedad. Aunque todavía no se tratara de un
programa de exterminio, lo cierto es que aquellas medidas
fueron un paso importante en esa dirección. Y como las
dificultades que planteaba el realojo de judíos en una
«colonia» todavía por determinar fueron muchas más de las
imaginadas, comenzó a considerarse seriamente la idea de
que acabar con ellos tal vez fuera más fácil que trasladarlos
de un lugar a otro.

Si bien los saqueos, las ejecuciones, los asesinatos y el


caos hacían que la vida fuera atroz en los territorios
ocupados por los nazis, en el lado soviético de la nueva
frontera interior la situación no resultaba mucho más
agradable para los polacos.
El odio que sentía Stalin por Polonia se remontaba a la
guerra polaco-soviética y a la derrota sufrida por el
Ejército Rojo en la batalla de Varsovia de 1920, el llamado
«Milagro en el Vístula» por los polacos. Stalin había sido
objeto de duras críticas por su implicación en una acción
de consecuencias funestas, a saber, la falta de apoyo del
Primer Ejército de Caballería a las fuerzas del mariscal M.
N. Tukhachevsky, al que en 1937 mandó ejecutar con
acusaciones falsas en lo que sería el comienzo de su purga
del Ejército Rojo. En los años treinta, en sus denuncias por
espionaje, el NKVD encontraría un chivo expiatorio en el
gran número de polacos que vivía en la Unión Soviética, en
su mayoría comunistas.
Nikolai Yezhov, jefe del NKVD durante el Gran
Terror, se obsesionó imaginando conspiraciones polacas.
En el NKVD se llevó a cabo una purga de polacos, los
cuales, en virtud de la Orden 00485 del 11 de agosto de
1937, fueron definidos implícitamente como enemigos del
estado.40 Cuando, tras los primeros veinte días de
detenciones, torturas y ejecuciones, Yezhov presentó su
informe, Stalin alabó el trabajo realizado: «¡Muy bien!
Sigue buscando y limpiando en este montón de basura
polaca. Elimínala por el bien de la Unión Soviética».41 En
la campaña contra los polacos que se puso en marcha en
tiempos del Gran Terror fueron detenidos por espionaje
ciento cuarenta y tres mil ochocientos diez individuos, y se
ejecutaron a ciento once mil noventa y uno. La probabilidad
de que un polaco fuera ejecutado durante este período
multiplicaba por cuarenta la de cualquier otro ciudadano
soviético.
En virtud del Tratado de Riga de 1921, que había
puesto fin a la guerra polaco-soviética, la victoriosa
Polonia se había anexionado algunos territorios del oeste
de Bielorrusia y de Ucrania, territorios que luego colonizó
con muchos de los legionarios del mariscal Józef
Pilsudski. Pero tras la invasión del Ejército Rojo en el
otoño de 1939, más de cinco millones de polacos se
encontraron bajo la dominación soviética, que por
definición consideraba contrarrevolucionaria cualquier
forma de patriotismo polaco. El NKVD procedió a la
detención de ciento nueve mil cuatrocientas personas, la
mayoría de las cuales fueron enviadas al gulag; ocho mil
quinientas trece fueron ejecutadas. Las autoridades
soviéticas actuaron con más saña contra todos los que
pudieran desempeñar algún papel en la preservación del
nacionalismo polaco, como, por ejemplo, terratenientes,
juristas, maestros, sacerdotes, periodistas, oficiales y
funcionarios. Fue una política deliberada de guerra de
clases y decapitación nacional. Polonia oriental, ocupada
por el Ejército Rojo, debía ser dividida y anexionada a la
Unión Soviética, convirtiéndose la región del norte en
parte de Bielorrusia, y la del sur en parte de Ucrania.
Las deportaciones en masa a Siberia o a Asia central
comenzaron el 10 de febrero de 1940. Los regimientos de
fusileros del NKVD se encargaron de la custodia de ciento
treinta y nueve mil setecientos noventa y cuatro polacos a
unas temperaturas inferiores a los —30°. A gritos y a
golpes de culata en las puertas de sus casas se
«comunicaba» su nuevo destino a las familias que habían
sido seleccionadas para la primera expedición. Los
hombres del Ejército Rojo y de las milicias ucranianas, a
las órdenes de un oficial del NKVD, irrumpían en sus
domicilios, apuntando con sus armas y profiriendo
amenazas. Se daba la vuelta a los colchones y se
inspeccionaban los armarios en busca, decían, de armas
ocultas. «Sois de la élite polaca», dijo el oficial del NKVD
a la familia Adamczyk. «Sois amos y señores polacos. Sois
enemigos del pueblo».42 Una de las fórmulas más
habituales del NKVD era: «El que ha sido polaco, es
siempre un kulak».43
A las familias apenas se les daba tiempo para
prepararse para el horrible viaje, viéndose obligadas a
abandonar sin más sus casas y sus granjas. En su mayoría,
quedaban paralizadas ante aquella perspectiva. Los varones,
ya fueran adultos o niños, eran obligados a arrodillarse de
cara a la pared, mientras las mujeres de la casa recogían a
toda prisa algunas de sus pertenencias, como, por ejemplo,
una máquina de coser para ganar algo de dinero allí donde
los enviaran,44 cacharros de cocina, ropa de cama,
fotografías familiares, una muñeca de trapo y libros de
texto. Algunos soldados soviéticos se avergonzaban
claramente de este tipo de misiones y, musitando, pedían
perdón. Unas pocas familias fueron autorizadas a ordeñar
su vaca antes de partir o a matar alguna gallina o un lechón
que les sirviera de alimento durante el viaje de tres
semanas en un vagón de ganado que les aguardaba.45 Tenían
que dejar atrás todas sus otras pertenencias. Había
comenzado la diáspora polaca.
3
DE LA «EXTRAÑA
GUERRA» A LA
«BLITZKRIEG»
(septiembre de 1939-marzo de
1940)

Cuando se hizo evidente que no iba a producirse


inmediatamente la llegada de bombarderos en masa para
arrasar Londres y París, comenzó a recuperarse la
normalidad en estas ciudades. En palabras de una famosa
cronista londinense, la guerra tenía «un carácter
curiosamente sonámbulo».1 Aparte del riesgo que se corría
de chocar contra una farola, el principal peligro que había
durante los apagones generales era que te atropellara un
automóvil. En Londres, durante los últimos cuatro meses
de 1939, más de dos mil peatones perdieron la vida en
accidentes de tráfico. La oscuridad total animaba a algunas
parejas jóvenes a tener relaciones sexuales de pie en las
entradas de las tiendas, deporte que no tardaría en
convertirse en uno de los temas favoritos de los chistes
que se contaban en los cabarets.2 Poco a poco, los cines y
teatros volvieron a abrir sus puertas. En Londres, los pubs
se llenaban de gente. En París, los cafés y restaurantes
estaban abarrotados de clientes, y Maurice Chevalier
cantaba el hit del momento, Paris sera toujours Paris.
Casi todos se habían olvidado de Polonia.
Mientras que por tierra y por aire la guerra
languidecía, por mar se intensificaba. Para los británicos,
había comenzado con una tragedia. El 10 de septiembre, el
submarino Tritón de la Marina Real hundió a otro
submarino inglés, el Oxley, pensando que se trataba de una
nave enemiga.3 El 14 de septiembre fue hundido el primer
submarino alemán por los destructores que escoltaban al
portaaviones británico Ark Royal. Pero el 17 de ese mismo
mes, el submarino U-39 consiguió hundir al obsoleto
portaaviones Courageous de la Marina Real. Apenas un
mes después, los británicos sufrieron un golpe mucho más
duro cuando el submarino alemán U-47 penetró las
defensas de Scapa Flow, en las islas Oreadas, y hundió al
acorazado Royal Oak. Aquel desastre supuso un auténtico
varapalo para la confianza de Gran Bretaña en su poderío
naval.
Mientras tanto, los dos acorazados de bolsillo
alemanes que navegaban por el Atlántico, el Deutschland y
el Admiral Graf Spee, habían recibido autorización para
empezar la guerra lo antes posible. Pero el 3 de octubre la
Kriegsmarine cometió un gravísimo error cuando el
Deutschland capturó un buque mercante de los Estados
Unidos como botín de guerra. Después de la brutal invasión
de Polonia, este episodio no hizo más que contribuir a que
la opinión pública norteamericana comenzara a mostrarse
contraria a la Ley de Neutralidad, que prohibía la venta de
armas a los beligerantes, y favorable a los Aliados, que
necesitaban comprarlas.
El 6 de octubre Hitler anunció en el Reichstag su
propuesta de paz a Gran Bretaña y Francia, dando por hecho
que ambas naciones aceptarían la ocupación alemana de
Polonia y Checoslovaquia. Al día siguiente, sin esperar
siquiera una respuesta, inició las conversaciones con los
comandantes en jefe de su ejército y el general de artillería
Halder para la preparación de una ofensiva en el oeste. El
OKH, esto es, el alto mando alemán, recibió la orden de
esbozar un plan, el llamado «Caso Amarillo», para lanzar un
ataque al cabo de cinco semanas. Pero los argumentos de
sus altos oficiales sobre las dificultades que entrañaban un
nuevo despliegue de tropas y la organización de los
suministros, y lo avanzado que estaba el año para
emprender una acción de tal envergadura, exasperaron al
Führer. Probablemente el 10 de octubre también se
sulfurara cuando por Berlín comenzó a correr
insistentemente el rumor de que los británicos se avenían a
los términos de la paz. Las celebraciones espontáneas tanto
en los mercados como en las Gasthäuser de la capital
acabaron en una profunda decepción cuando la
esperadísima alocución de Hitler por la radio dejó bien
claro que esos rumores no eran más que una quimérica
ilusión. Goebbels estaba hecho una furia, sobre todo por la
falta de entusiasmo por la guerra que todas aquellas
demostraciones de júbilo habían puesto de manifiesto.
El 5 de noviembre, Hitler aceptó entrevistarse con el
Generaloberst von Brauchitsch, comandante en jefe del
ejército. Brauchitsch, al que otros altos oficiales habían
pedido que se mantuviera firme en su postura de posponer
la invasión, aconsejó a Hitler que no subestimara a los
franceses. Debido a la falta de municiones y
equipamientos, el ejército necesitaba más tiempo para
estar preparado. Hitler lo interrumpió para expresar su
desprecio por los franceses. Entonces Brauchitsch intentó
explicar que el ejército alemán había dejado patente su falta
de disciplina y de preparación durante la campaña de
Polonia. Hitler explotó, instándole a que justificara sus
palabras con ejemplos. Brauchitsch, sumamente
desconcertado y aturdido, fue incapaz de recordar ni un
solo caso. Hitler despidió a su comandante en jefe —que
marchó de allí tembloroso y humillado— no sin antes
comentar con tono amenazador que conocía muy bien cuál
era «el espíritu de Zossen [el cuartel general del OKH] y
que estaba firmemente determinado a acabar con él».4
El Generaloberst Franz Halder, jefe de estado mayor
del ejército, que había jugado con la idea de dar un golpe
militar para derrocar a Hitler, comenzó a temer entonces
que aquel comentario de Hitler no era más que una clara
indicación de que la Gestapo estaba al corriente de sus
planes. Destruyó todo lo que pudiera incriminarle. Halder,
cuyo aspecto más bien recordaba el de un profesor alemán
decimonónico, con su pelo cortado a cepillo y sus
quevedos, sufriría en sus carnes la impaciencia de Hitler
con el conservadurismo del estado mayor.

Stalin, durante este período, no había perdido el tiempo, y


había sacado el máximo provecho de los acuerdos
Molotov-Ribbentrop. Inmediatamente después de
concluirse la ocupación soviética de Polonia oriental, el
Kremlin había comenzado a imponer tratados de «ayuda
mutua» a los estados bálticos. Y el 5 de octubre se solicitó
al gobierno finlandés el envío de una legación a Moscú.
Una semana más tarde, Stalin presentó a dicha legación una
lista de peticiones en lo que era el borrador de un nuevo
tratado. Estas demandas incluían el arriendo a la Unión
Soviética de la península de Hangö, la cesión a la Unión
Soviética de varias islas del golfo de Finlandia además de
una parte de la península de Rybachy próxima a Murmansk
y el puerto de Petsamo. En otro punto se insistía en que la
línea fronteriza que marcaba el istmo de Carelia por
encima de Leningrado fuera trasladada treinta y cinco
kilómetros más al norte. A cambio, los finlandeses
recibirían una parte prácticamente deshabitada de la Carelia
septentrional soviética.5
Las negociaciones en Moscú se prolongaron hasta el
13 de noviembre, sin alcanzarse acuerdo alguno. Stalin,
convencido de que los finlandeses carecían del apoyo
internacional y de la voluntad de luchar, decidió invadir el
país. Para ello buscó un pretexto muy poco convincente, a
saber, la existencia de un «gobierno en el exilio» —en
realidad, un gobierno títere— integrado por un puñado de
comunistas finlandeses que solicitaban la colaboración
fraternal de la Unión Soviética. Las fuerzas rusas
provocaron un incidente fronterizo cerca de Mainila, en
Carelia. Los finlandeses pidieron ayuda a Alemania, pero el
gobierno nazi se negó a prestarla y aconsejó que cedieran.
El 29 de noviembre la Unión Soviética rompió las
relaciones diplomáticas con Finlandia. Al día siguiente,
tropas del distrito militar de Leningrado se lanzaron sobre
diversas posiciones finesas, y los bombarderos del Ejército
Rojo atacaron Helsinki. Había estallado la Guerra de
Invierno. Los líderes soviéticos pensaron que aquella
campaña iba a ser un paseo militar, como lo había sido la
invasión de Polonia oriental. Voroshilov pretendía que
estuviera concluida a tiempo para las celebraciones del
sexagésimo aniversario de Stalin el 21 de diciembre.
Dmitri Shostakovich recibió la orden de componer una
pieza especial para la conmemoración del evento.
En Finlandia, el mariscal Cari Gustav Mannerheim,
antiguo oficial de la Guardia de Caballeros de Su Majestad
el Zar, y héroe de la guerra de independencia contra los
bolcheviques, aceptó de nuevo el cargo de comandante en
jefe del ejército. Las fuerzas finlandesas, con apenas ciento
cincuenta mil hombres, muchos de los cuales eran
reservistas y adolescentes, tenían que enfrentarse a un
Ejército Rojo con más de un millón de efectivos. Sus
defensas al otro lado del istmo de Carelia, en el suroeste
del lago Ladoga, llamadas línea Mannerheim, estaban
formadas principalmente de trincheras, búnkeres
construidos con troncos de árboles y unos cuantos puestos
fortificados de hormigón. A su favor, los bosques y los
pequeños lagos canalizaban cualquier línea de avance hacia
los campos que estratégicamente habían sembrado de
minas.
A pesar de la ayuda de la artillería pesada, el VII
Ejército soviético sufrió un desagradable y duro golpe. Sus
divisiones de infantería fueron recibidas cerca de la
frontera por grupos de soldados destacados y
francotiradores finlandeses que les obligaron a aminorar el
paso. Como no disponían de detectores de minas y no
habían recibido órdenes perentorias de seguir marchando
sin demora, los comandantes soviéticos se limitaron a
hacer avanzar a sus hombres por los campos de minas
cubiertos de nieve que se extendían frente a la línea
Mannerheim. Para los soldados del Ejército Rojo, a los que
se les había dicho que los finlandeses iban a recibirlos
como hermanos y liberadores de los capitalistas opresores,
la realidad de los combates comenzó a minar su moral
cuando se vieron obligados a marchar por los campos
cubiertos de nieve para alcanzar el bosque de abedules que
ocultaba una parte de la línea Mannerheim. Con sus
ametralladoras, los finlandeses, maestros en el camuflaje
de invierno, los hicieron caer como moscas.
En el extremo septentrional de Finlandia, las tropas
soviéticas atacaron desde Murmansk la zona minera y el
puerto de Petsamo, pero más al sur su intento de alcanzar
el golfo de Botnia, avanzando desde el este y cruzando el
centro de Finlandia, acabó en un desastre espectacular.
Stalin, asombrado de que los finlandeses no hubieran
presentado inmediatamente la rendición, ordenó a
Voroshilov que se les aplastara con la superioridad
numérica de las fuerzas soviéticas. Los comandantes del
Ejército Rojo, aterrorizados por las purgas y atados de pies
y manos por la rígida ortodoxia militar imperante, solo
podían enviar a más hombres a la muerte. Con unas
temperaturas de 40° bajo cero, los soldados soviéticos
carecían del equipamiento y de la preparación para una
guerra de invierno como aquella. Mientras intentaban
abrirse paso entre la espesa nieve, el color marrón de sus
abrigos contrastaba marcadamente con el blanco
inmaculado del paisaje. En medio de los lagos helados y
los bosques del centro y el norte de Finlandia, las columnas
soviéticas no tenían más remedio que tomar las pocas
carreteras que se abrían en las florestas, donde, a modo de
emboscada, sufrían ataques relámpago de las tropas de
montaña finesas provistas de esquís y subfusiles, así como
de granadas y cuchillos de caza con los que rematar a sus
víctimas.
Los finlandeses adoptaron lo que denominaban táctica
«taladora», que consistía en escindir las columnas
enemigas en varias partes, y luego cortarles todas las vías
de suministro para que murieran de hambre. Sus tropas de
montaña aparecían silenciosamente entre la niebla helada,
lanzaban granadas o bombas incendiarias contra la artillería
y los tanques soviéticos, y desaparecían con la misma
rapidez con la que habían llegado. Era una forma de guerra
de guerrillas para la que el Ejército Rojo no estaba
preparado. Los finlandeses prendieron fuego a sus granjas,
a sus establos y a sus graneros para impedir que las
columnas soviéticas encontraran un lugar en el que
cobijarse a medida que avanzaban. Minaron las carreteras y
colocaron trampas explosivas. Los que caían heridos en el
curso de un ataque morían congelados rápidamente. Los
soldados rusos comenzaron a llamar a las tropas de
montaña camufladas finlandesas belya smert, «muerte
blanca». La 163.ª División de Fusileros fue rodeada cerca
de Suomussalmi; a continuación, la 44.ª División de
Fusileros, que avanzaba en su ayuda, quedó seccionada tras
una serie de ataques, y sus hombres también cayeron
víctimas de aquellos fantasmas blancos que aparecían y se
esfumaban entre los árboles.
«A lo largo de cuatro millas», escribía la periodista
americana Virginia Cowles tras visitar más tarde el campo
de batalla, «la carretera y los bosques aparecían sembrados
de cadáveres de hombres y caballos; y de tanques averiados,
cocinas de campaña, camiones, armones, mapas, libros y
prendas de vestir. Los cuerpos inertes y helados como
madera petrificada tenían el color de la caoba. Algunos
cadáveres estaban apilados unos sobre otros como un
montón de basura, cubiertos únicamente por una
misericordiosa capa de nieve; otros se encontraban
recostados en los árboles en posturas grotescas, como
guiñapos. Todos se habían congelado en la misma posición
en la que habían caído o se habían acurrucado. Vi a uno
presionando con las manos una herida en el estómago; a
otro tratando de desabrocharse el cuello del abrigo».6
Una suerte similar corrió la 122.ª División de
Fusileros que avanzaba hacia el suroeste desde la península
de Kola en dirección a Kemijärvi, donde fue sorprendida y
aniquilada por las fuerzas del general K. M. Wallenius.
«¡Qué extraños eran los cadáveres que yacían en esta
carretera!», escribió el primer periodista extranjero que
tuvo la oportunidad de comprobar personalmente la
eficacia y la bravura de la resistencia finlandesa. «El frío
había congelado a los hombres en la misma posición en la
que habían caído. Además, había encogido ligeramente sus
cuerpos y sus rasgos, dándoles una apariencia artificial,
como si fueran de cera. Toda la carretera era como una
gran reproducción en cera del escenario de una batalla,
perfectamente representada... Costaba creer que aquellas
figuras habían sido personas de carne y hueso. Algunos
hombres seguían teniendo en las manos granadas, listas
para ser arrojadas. Uno estaba apoyado en la rueda de un
carro sosteniendo un pedazo de cable; otro estaba
colocando el cargador en su fusil».7
La condena internacional de la invasión provocó la
expulsión de la Unión Soviética de la Sociedad de
Naciones, en lo que habría de ser el último acto de dicho
organismo. El sentimiento popular en ciudades como
Londres y París fue de rabia e indignación; un sentimiento
más acentuado aún que cuando tuvo lugar el ataque a
Polonia. Alemania, aliada de Stalin, también se encontró en
una difícil posición. Si bien recibía una cantidad mayor de
suministros de la Unión Soviética, comenzó a temer por el
futuro de sus relaciones diplomáticas y comerciales con
los países escandinavos, especialmente con Suecia. Lo que
más preocupó a las autoridades nazis fueron los
llamamientos en Gran Bretaña y Francia que instaban al
envío inmediato de ayuda militar a Finlandia. Cualquier
presencia aliada en Escandinavia podía poner en peligro el
suministro a Alemania de hierro sueco, cuya excelente
calidad era esencial para las industrias de guerra del Reich.

En aquellos momentos, sin embargo, Hitler se mostró


tranquilo y confiado. Tenía el convencimiento de que la
providencia estaba de su lado, protegiéndolo para que
pudiera cumplir su gran misión. El 8 de noviembre
pronunció su discurso anual en la Bürgerbräukeller de
Munich, el mismo local desde el que había intentado dar un
golpe de estado en 1923, el fallido Putsch de la
Cervecería. A escondidas, Georg Elser, un carpintero, había
conseguido colocar explosivos en el interior de una
columna próxima al estrado. Pero, excepcionalmente,
Hitler decidió acortar su visita para regresar lo antes
posible a Berlín, y doce minutos después de su partida una
gran explosión destruyó parte del local, matando a varios
miembros de la «vieja guardia» del Partido Nazi. Según una
cronista de la época, la reacción a esta noticia en Londres
«puede resumirse en un comentario sereno y muy
británico, "Mala suerte", como si a un cazador se le hubiera
escapado el faisán».8 Con un optimismo a todas luces
equivocado, los británicos se consolaron pensando que era
simplemente cuestión de tiempo que los alemanes se
deshicieran de su espantoso régimen.
Elser fue detenido aquella misma noche, mientras
intentaba pasar a Suiza. Aunque era evidente que había
actuado en solitario, la propaganda nazi responsabilizó
inmediatamente a los servicios de espionaje británicos del
atentado contra la vida del Führer. Himmler encontró la
oportunidad perfecta para explotar esos vínculos ficticios.
Walter Schellenberg, un experto de los servicios de
inteligencia de la SS, ya estaba en contacto con dos
oficiales ingleses del SIS (Secret Intelligence Service), y
los había persuadido de que formaba parte de una
conspiración de la Wehrmacht contra Hitler. Al día
siguiente, los convenció para que volvieran a encontrarse
con él en la ciudad holandesa de Venlo, próxima a la
frontera con Alemania. Prometió que con él vendría un
general alemán antinazi. Sin embargo, una vez allí, los dos
oficiales británicos fueron rodeados y capturados por un
grupo de asalto de la SS. Esta unidad estaba dirigida por el
Sturmbannführer Alfred Naujocks, que a finales de agosto
había capitaneado el falso ataque a la emisora de radio de
Gleiwitz. No iba a ser la única operación secreta británica
que saldría desastrosamente mal en Holanda.
Este desastre se ocultó a la opinión pública británica,
que por fin pudo volver a sentirse orgullosa de su Marina
Real poco antes de que finalizara aquel mes. El 23 de
noviembre, el Rawalpindi, un crucero mercante armado
inglés, plantó cara a los cruceros de batalla alemanes
Gneisenau y Scharnhorst. En un arranque desesperado de
gran coraje, que, inevitablemente, fue comparado con el
arrojo de sir Richard Grenville cuando, a bordo del
Revenge, no dudó en atacar y capturar enormes galeones
españoles, los artilleros británicos combatieron hasta
morir. El Rawalpindi, en llamas de proa a popa, se hundió
con su bandera de combate enarbolada.
Poco después, el 13 de diciembre, frente a las costas
de Uruguay, la formación naval del comodoro Henry
Harwood, con los cruceros Ajax, Achules y Exeter, divisó
el acorazado de bolsillo alemán Admiral Graf Spee, que ya
había hundido nueve barcos. El capitán Hans Langsdorff, su
comandante, era muy respetado por el buen trato que
dispensaba a las tripulaciones de sus víctimas. Pero
Langsdorff, erróneamente, pensó que los navíos ingleses
eran simples destructores, por lo que no evitó la batalla
como debería haber hecho, por mucho que al final
destruyera la artillería de sus adversarios con los cañones
de 280 mm de su nave. El Exeter, convertido en el
principal objetivo del alemán, sufrió cuantiosos daños,
mientras que el Ajax y el Achules, de tripulación
neozelandesa, intentaron acercarse a la embarcación
enemiga hasta que esta estuviera al alcance de sus torpedos.
Aunque la formación británica sufría graves daños, el
Admiral Graf Spee, que también había sido alcanzado por
los proyectiles de los ingleses, interrumpió el combate y,
aprovechando la cortina de humo, puso rumbo al puerto de
Montevideo.
Durante los días siguientes, los británicos hicieron
creer a Langsdorff que su formación naval había recibido
numerosos refuerzos. Y el 17 de diciembre, tras ordenar el
desembarco de sus prisioneros y de la mayor parte de la
tripulación, Langsdorff condujo al Admiral Graf Spee
hasta el estuario del río de la Plata y lo dinamitó. Poco
después el capitán alemán se suicidó. Los británicos
celebraron esta victoria con júbilo, especialmente porque
había llegado en un momento en el que era necesario elevar
la moral. Hitler, temeroso de que el Deutschland corriera
la misma suerte, ordenó que se rebautizara a esta
embarcación con el nombre de Lützow. No quería que los
titulares de los periódicos de todo el mundo anunciaran que
un barco llamado «Alemania» había sido hundido. Los
símbolos tenían una importancia primordial para él, a
menudo excediendo en su imaginación la verdadera
realidad, como iba a quedar de manifiesto todavía con
mayor claridad cuando la guerra comenzara a serle
desfavorable.
Después de que el ministerio de propaganda de
Goebbels comunicara a bombo y platillo que el Reich se
había alzado con la victoria en la batalla del río de la Plata,
para los alemanes supuso una gran conmoción enterarse de
que el Admiral Graf Spee se había ido a pique. Las
autoridades nazis intentaron que la noticia no
ensombreciera sus «Navidades de guerra». Los
racionamientos se relajaron durante las festividades, y se
animó a la población a considerar la aplastante victoria
obtenida en Polonia. La mayoría se convenció de que la paz
no tardaría en llegar, pues tanto los Estados Unidos como
Alemania habían instado a los Aliados a aceptar la realidad
de la destrucción de Polonia.
Con sus noticiarios y documentales en los que
aparecían niños alrededor de un árbol de Navidad, el
ministerio de propaganda hizo un derroche empalagoso de
sentimentalismo alemán. Pero a muchas familias les
inquietaba un horrible rumor. Aunque oficialmente habían
sido informadas de que su hijo discapacitado o un pariente
anciano habían fallecido de «pulmonía» en la institución en
la que estaban internados, cada vez eran más los que
sospechaban que en realidad sus familiares habían sido
gaseados siguiendo un plan dirigido por la SS y miembros
de la profesión médica. La orden de Hitler de practicar la
eutanasia había sido firmada en octubre, pero se le dio
carácter retroactivo hasta la fecha de inicio de la guerra, el
i de septiembre, para ocultar las primeras matanzas de la
SS, cuyas víctimas habían sido unos dos mil internos en
manicomios polacos, algunos de ellos asesinados con la
camisa de fuerza puesta. La agresión encubierta de los
nazis a los «degenerados», a las «bocas inútiles» y a las
«vidas indignas de existir», representó el primer paso hacia
la exterminación deliberada de los que catalogaban como
«subhombres». Hitler había esperado a que estallara la
guerra para encubrir un programa de eugenesia llevado
hasta sus máximas consecuencias. En agosto de 1941
habían sido asesinados más de cien mil alemanes con
discapacidades mentales o físicas en virtud de dicho
programa. En Polonia estas matanzas continuaron, en la
mayoría de los casos disparando en la nuca de las víctimas,
aunque a veces estas eran encerradas en camiones en cuyo
interior se introducía un conducto conectado al tubo de
escape, y, por primera vez, en una cámara de gas
improvisada en Posen: un proceso al que quiso asistir
Himmler personalmente. Además de los discapacitados,
también fueron asesinados gitanos y prostitutas.9
Hitler, que había dejado de lado su pasión por el cine
durante la guerra, también renunció a las Navidades.
Aquellas vacaciones invernales las dedicó a realizar una
serie de visitas sorpresa, de las que se hicieron gran eco
todos los medios, a diversas unidades de la Wehrmacht y
de la SS, como, por ejemplo, el Regimiento de Infantería
Grossdeutschland, varios aeródromos y baterías antiaéreas
de la Luftwaffe, así como la División Leibstandarte Adolf
Hitler de la SS, que estaba descansando de su sanguinaria
campaña en Polonia. El día de Nochevieja se dirigió a la
nación en un discurso radiofónico. Tras anunciar un «nuevo
orden» en Europa, dijo: «Solo podremos hablar de paz
cuando hayamos ganado la guerra. El mundo capitalista
judío no sobrevivirá al siglo XX». No hizo referencia
alguna al «bolchevismo judío», pues hacía muy poco que
había felicitado a Stalin por su sexagésimo aniversario,
expresando, además, sus mejores deseos «de un próspero
futuro para las gentes de nuestra amiga, la Unión
Soviética». Stalin había contestado, diciendo que «la
amistad del pueblo alemán y el pueblo soviético, cimentada
con sangre, tiene infinitas razones para perpetuarse y
consolidarse». Aun teniendo en cuenta las grandes dosis de
hipocresía que exigía una relación tan anormal como
aquella, la expresión «cimentada con sangre», en clara
alusión al ataque a dos bandas a Polonia, constituía la
culminación de la desvergüenza, así como un presagio
funesto para el futuro.

Es harto improbable que Stalin estuviera de buen humor a


finales de ese año. Las fuerzas finlandesas habían avanzado,
entrando en territorio soviético. El dictador, que se había
visto obligado a aceptar la desastrosa actuación del
Ejército Rojo en la Guerra de Invierno, era en parte
culpable de la incompetencia de su camarada, el mariscal
Voroshilov. Había que poner fin a la humillación que había
sufrido el Ejército Rojo a los ojos del mundo, sobre todo
después de comprobar la alarmante y devastadora eficacia
de la táctica de la Blitzkrieg alemana durante la campaña de
Polonia.
Así pues, Stalin decidió poner el frente noroccidental
a las órdenes del comandante del ejército Semion
Konstantinovich Timoshenko. Al igual que Voroshilov,
Timoshenko era un veterano del Primer Ejército de
Caballería en el que Stalin había servido como comisario
durante la guerra civil rusa, pero al menos era un poco más
imaginativo que su camarada. Sus fuerzas fueron provistas
de armamento y equipamientos nuevos, como, por ejemplo,
fusiles de último modelo, trineos motorizados y tanques
pesados KV. En vez de ataques masivos de la infantería,
tratarían de aplastar las defensas finlandesas con la
artillería.
El 1 de febrero de 1940 dio inicio una nueva ofensiva
soviética contra la línea Mannerheim. Las fuerzas finesas
comenzaron a sucumbir ante la violencia del ataque. Al
cabo de cuatro días, su ministro de exteriores tuvo un
primer contacto con Mme. Aleksandra Kollontay,
embajadora soviética en Estocolmo. Los británicos, y
especialmente los franceses, querían mantener viva la
resistencia finlandesa. En consecuencia, entablaron
negociaciones con los gobiernos de Noruega y Suecia con
el fin de obtener la autorización de paso necesaria para que
una fuerza expedicionaria pudiera acudir en ayuda de
Finlandia. Los alemanes, alarmados, empezaron a estudiar
la posibilidad de enviar tropas a Escandinavia para prevenir
un desembarco aliado.
Los gobiernos de Gran Bretaña y Francia también
consideraron la posibilidad de ocupar la localidad noruega
de Narvik y la zona minera del norte de Suecia, con la
finalidad de interrumpir el suministro de hierro a Alemania.
Pero las autoridades suecas y noruegas temían verse
involucradas en aquella guerra, por lo que rechazaron la
petición de británicos y franceses de cruzar su territorio
para ayudar a los finlandeses.
El 29 de febrero, los finlandeses, sin esperanzas de
recibir ayuda internacional, decidieron llegar a un acuerdo
y aceptar las exigencias originales de la Unión Soviética, y
el 13 de marzo se firmó en Moscú un tratado. Los términos
del mismo fueron durísimos, pero podrían haber sido
mucho peores. Los finlandeses habían demostrado la
determinación con la que eran capaces de defender su
independencia; sin embargo, lo más importante era que
Stalin no quería seguir con una guerra que podía acabar en
un enfrentamiento contra los Aliados occidentales. El
dictador soviético también se vio obligado a reconocer que
la propaganda de la Comintern había sido absurda y
decepcionante, por lo que abandonó su idea de un gobierno
títere de comunistas finlandeses. Las bajas del Ejército
Rojo habían sido cuantiosas: ochenta y cuatro mil
novecientos noventa y cuatro hombres muertos o
desaparecidos, y doscientos cuarenta y ocho mil noventa
heridos o enfermos. Los finlandeses habían perdido
veinticinco mil efectivos.10
En lo concerniente a Polonia, sin embargo, Stalin
todavía no había saciado su sed de venganza. El 5 de marzo
de 1940, aprobó, con el beneplácito del Politburó, un plan
de Beria para asesinar a los oficiales y las personalidades
de Polonia que habían rechazado participar en los
programas comunistas de «reeducación». Todo ello
formaba parte de la política de Stalin dirigida a impedir que
en el futuro pudiera haber una Polonia independiente.
Desde diversas prisiones, sus veintiuna mil ochocientas
noventa y dos víctimas fueron trasladadas a cinco lugares
distintos. El más famoso es el bosque de Katyń, cerca de
Smolensk, en Bielorrusia. Cuando a estos individuos les
fue permitido escribir a casa, el NKVD se encargó de
tomar buena nota de las direcciones de sus familias, para
luego proceder a su detención. Sesenta mil seiscientas
sesenta y siete personas fueron deportadas a Kazajstán.
Poco después, más de sesenta y cinco mil judíos polacos,
que habían huido de la SS, pero rechazaron el pasaporte
soviético, también fueron deportados a Kazajstán y a
Siberia.

Mientras tanto, el gobierno francés intentaba continuar la


guerra lo más lejos posible de su territorio. Daladier,
exasperado por el apoyo de los comunistas franceses al
pacto nazi-soviético, pensó que los aliados podían debilitar
a Alemania lanzando un ataque al socio de Hitler. Su idea
consistía en bombardear los yacimientos petrolíferos
soviéticos en Bakú y en el Cáucaso, pero los británicos lo
convencieron de que, con una acción semejante, se corría
el peligro de que la Unión Soviética entrara en guerra del
lado de los alemanes. Más tarde Daladier presentaría su
dimisión, siendo sustituido el 20 de marzo por Paul
Reynaud.
El ejército francés, que en la Primera Guerra Mundial
había cargado con la mayor parte del esfuerzo aliado, era
considerado por muchos el más poderoso de Europa, y casi
nadie dudaba de que no fuera capaz de defender su propio
territorio. Pero los observadores más perspicaces no
estaban tan seguros de ello. Ya en marzo de 1935, el
mariscal M. N. Tukhachevsky había predicho que las
fuerzas francesas no serían capaces de frenar un ataque
alemán.11 En su opinión, el talón de Aquiles del ejército
galo era una lentitud excesiva para lograr reaccionar a
tiempo a una agresión. Esta falta de rapidez no solo se
debía a una mentalidad rígidamente defensiva, sino también
a la ausencia casi absoluta de comunicaciones por radio. En
cualquier caso, ya en 1938, los alemanes habían
conseguido descifrar los anticuados sistemas de
codificación franceses.
El presidente Roosevelt, que había seguido con
atención los comunicados enviados por su embajada en
París, también estaba al corriente de la debilidad francesa.
Las fuerzas aéreas comenzaban por aquel entonces a
sustituir sus obsoletos aparatos. El ejército, aunque fuera
uno de los más grandes del mundo, era anticuado y difícil
de articular, y su organización y estructura se basaba
demasiado en la línea Maginot, provocando su
anquilosamiento. Las gravísimas pérdidas sufridas en la
Primera Guerra Mundial, con sus cuatrocientas mil bajas
solo en la batalla de Verdún, eran la causa de su mentalidad
cuadriculada. Y como bien observarían muchos periodistas,
agregados militares y cronistas, el malestar político y
social reinante en el país, fruto de una sucesión de
escándalos y de gobiernos fracasados, pulverizaba
cualquier esperanza de unidad y de determinación ante una
crisis.
Roosevelt, con admirable clarividencia, se dio cuenta
de que la única esperanza que tenían la democracia y los
intereses a largo plazo de los Estados Unidos era que su
país apoyara a Gran Bretaña y a Francia en su lucha contra
la Alemania nazi. Finalmente, el 4 de noviembre de 1939,
después de recibir la aprobación del Congreso, fue
ratificada la nueva ley que permitía el suministro de bienes
y pertrechos a los países beligerantes, siempre y cuando el
comprador pagara en efectivo y se encargara del transporte
de lo adquirido (cash and carry). Esta primera derrota de
los aislacionistas permitió la compra de armas a las dos
potencias aliadas.

En Francia persistía el ambiente de irrealidad. Durante su


visita al frente, un corresponsal de Reuters preguntó a los
reclutas franceses por qué no disparaban a los soldados
alemanes que se ponían a tiro. Todos reaccionaron con cara
de asombro. «Ils ne sont pas méchants», respondió uno.
«Y si abrimos fuego, nos responderán con fuego». 12 Las
patrullas alemanas que vigilaban las líneas no tardarían en
descubrir la ineptitud y la falta de instinto agresivo de la
mayoría de las formaciones francesas. Y la propaganda nazi
seguiría difundiendo la idea de que los británicos estaban
utilizando a los franceses para que cargaran con el peso de
la guerra.
Aparte de algunos ejercicios en posiciones
defensivas, el ejército francés realizó muy pocas
operaciones de entrenamiento. Sus soldados se limitaban a
esperar. La inactividad dio paso al desánimo y a la
depresión, le cafard. A los políticos comenzaron a
llegarles informes que hablaban de borracheras, de
ausencias sin permiso y del aspecto desaliñado que
presentaban las tropas en público. «No podemos estar todo
el tiempo jugando a las cartas, bebiendo y escribiendo a
nuestras esposas», relataba un soldado. «Nos pasamos el
día echados en lechos de paja bostezando, sin ganas de
hacer nada. Cada vez nos lavamos menos, y ya no nos
afeitamos, y ni siquiera tenemos fuerza para barrer y
recoger la mesa después de comer. Además del
aburrimiento, reina la suciedad en la base».13
En su estación meteorológica militar, Jean-Paul
Sartre tuvo tiempo para escribir el primer volumen de
Chemins de la liberté y parte de L'Être et le néant. Aquel
invierno, escribiría, «todo consistía exclusivamente en
dormir, comer y no pasar frío. Y nada más». 14 El general
Édouard Ruby comentaría: «Cualquier ejercicio era
considerado una vejación, cualquier trabajo una fatiga. Tras
varios meses de inactividad, ya nadie creía en la guerra».15
Pero no todos los oficiales se mostraron indulgentes. El
coronel Charles de Gaulle, ferviente partidario de la
creación de divisiones blindadas como las del ejército
alemán, dijo, sin pelos en la lengua, que «la inercia es la
derrota».16 Pero los generales, con enojo y desdén,
hicieron caso omiso de sus advertencias.
Todo lo que hizo el alto mando francés para mantener
alta la moral fue organizar espectáculos de entretenimiento
en el frente con la colaboración de actores y cantantes
famosos, como, por ejemplo, Édith Piaf, Joséphine Baker,
Maurice Chevalier o Charles Trenet. Mientras tanto en
París, donde la clientela abarrotaba los restaurantes y las
salas de cabaret, la canción favorita era J'attendrai,
«Esperaré». Pero lo que resultaba más alarmante para la
causa aliada eran los derechistas que ocupaban cargos
influyentes y decían «Mejor Hitler que Blum», en clara
referencia al líder socialista del Frente Popular de 1936,
Léon Blum, que, además, era judío.
Georges Bonnet, el ferviente partidario de la política
de apaciguamiento que ocupaba el Quai d'Orsay, tenía un
sobrino que, antes de estallar la guerra, se había encargado
de canalizar el dinero entregado por los nazis para
patrocinar la propaganda antibritánica y antisemita en
Francia.17 El gran amigo del ministro de exteriores, Otto
Abetz, posteriormente embajador nazi en París durante la
Ocupación, estuvo muy implicado en el asunto, por lo que
fue expulsado del país. Incluso el nuevo primer ministro,
Paul Reynaud, incondicional partidario de la guerra contra
el nazismo, tenía una peligrosa debilidad. Su amante, la
condesa Hélène de Portes, «mujer cuyas duras facciones
rezumaban una extraordinaria vitalidad y una gran
seguridad»,18 consideraba que Francia no habría debido
cumplir nunca su promesa a Polonia.
Polonia, representada por un gobierno en el exilio, se
había establecido en Francia, con el general Vładysłav
Sikorski como primer ministro y comandante en jefe del
ejército de la nación. Desde su base en Angers, Sikorski
emprendió la tarea de reorganizar a las fuerzas armadas
polacas con los ochenta y cuatro mil hombres que habían
conseguido escapar, a través de Rumania principalmente,
tras la caída de su país. Mientras tanto, en su patria, había
comenzado a crearse la resistencia polaca, que, de hecho,
sería el movimiento que se organizaría más rápidamente en
un país ocupado. A mediados de 1940, solo en los
territorios del Gobierno General, el ejército clandestino
polaco contaba con unos cien mil efectivos.19 Polonia fue
uno de los poquísimos países del imperio nazi en el que el
colaboracionismo con el conquistador fue prácticamente
nulo.
Los franceses, sin embargo, estaban firmemente
decididos a no correr la misma suerte que Polonia. Pero la
mayoría de sus líderes y el grueso de la población no
acertaron a ver que aquella guerra no iba a ser igual que
otras contiendas anteriores. Los nazis nunca iban a darse
por satisfechos con el pago de una indemnización y la
cesión de una provincia o dos. Su objetivo era el
reordenamiento de Europa a su brutal imagen y semejanza.
4
EL DRAGÓN Y EL SOL
NACIENTE
(1937-1940)

Por mucho que conocieran el carácter implacable de su


enemigo, lo cierto es que los chinos no podían imaginar el
grado de crueldad con el que los japoneses iban a ser
capaces de actuar. El sufrimiento no era ninguna novedad
para las empobrecidas masas campesinas de China, que
también sabían muy bien lo que era el hambre provocado
por las inundaciones, por las épocas de sequía, por la
deforestación, por la erosión del suelo y por las
depredaciones de los ejércitos de los señores de la guerra.
Vivían en destartaladas casas de barro, y su existencia
estaba marcada por las enfermedades, la ignorancia, la
superstición y la explotación a la que estaban sometidas
por parte de los terratenientes, que se quedaban entre la
mitad y dos tercios de sus cosechas en concepto de
arrendamiento.
Los habitantes de las ciudades, incluidos muchos
intelectuales de izquierdas, solían considerar a las masas
campesinas poco más que bestias de carga sin rostro ni
personalidad. «Es simplemente inútil compadecerse de esta
gente», comentó un intérprete comunista a la intrépida
periodista y activista norteamericana Agnes Smedley. «Son
demasiados».1 La propia Smedley comparó la existencia de
aquellos individuos con la de «los siervos de la gleba de la
Edad Media».2 Vivían de pequeñísimas raciones de arroz,
mijo o calabaza, que cocían en calderos de hierro, su
posesión más preciada. Muchos andaban descalzos, incluso
en invierno, y en verano llevaban sombreros de paja cuando
trabajaban en los campos con la espalda doblada. Tenían
poca esperanza de vida, de modo que era relativamente raro
ver campesinas ancianas, arrugadas por el paso de los años,
obligadas por sus pies vendados a caminar dando pasitos
cortos. Muchos no habían visto nunca un automóvil o un
avión, ni siquiera una bombilla. Buena parte de las zonas
rurales de China aún estaban gobernadas por señores de la
guerra y terratenientes con poderes feudales.
La vida en las ciudades no era mejor para la gente
humilde, ni siquiera para la que tenía un trabajo. «En
Shanghai», escribió un periodista americano, «retirar todas
las mañanas los cuerpos inertes de los niños trabajadores
que yacen junto a las puertas de las fábricas se ha
convertido en una rutina».3 Los pobres también sufrían los
abusos de codiciosos burócratas y recaudadores de
impuestos. En Harbin, los mendigos solían pedir diciendo:
«¡Déme algo! ¡Déme algo! ¡Que la providencia se lo
premie con riquezas! ¡Que la providencia se lo premie con
un cargo oficial!» A veces, cambiaban la última frase:
«¡Que la providencia se lo premie con riquezas! ¡Que la
providencia se lo premie haciéndole general!»4 Hasta tal
punto su fatalismo formaba parte de su personalidad, que
costaba imaginar que pudiera producirse un verdadero
cambio social. La revolución de 1911, que había marcado
la caída de la dinastía Qing e instaurado la república de Sun
Yat-sen, había sido una revolución de la clase media urbana.
También lo fue al principio el movimiento nacionalista
chino, surgido para poner freno al evidente plan de Japón
de aprovecharse de la debilidad del país.
Wang Jingwei, que en 1924 se erigió en líder del
Kuomintang a la muerte de Sun Yat-sen, era el rival
principal del cada vez más encumbrado general Chiang Kai-
shek. Chiang, un tipo orgulloso y un poco paranoico, era
muy ambicioso y estaba decidido a convertirse en el gran
líder de China. De constitución delgada, calvo y con un
bigotito militar, Chiang era un político sumamente sagaz,
pero no siempre fue un buen general en jefe. Había estado
al frente de la academia militar de Whampoa, y sus
alumnos predilectos habían sido designados para ocupar
cargos de suma importancia. Sin embargo, debido a las
rivalidades y las luchas intestinas en el seno del Ejército
Nacional Revolucionario, y entre los diversos señores de la
guerra aliados, Chiang intentaba controlar a sus
formaciones desde la distancia, provocando a menudo
situaciones de confusión y, en consecuencia, lentitud en
sus acciones.
En 1932, el año siguiente al «incidente de Mukden» y
la invasión japonesa de Manchuria, los nipones enviaron
destacamentos navales a su concesión de Shanghai en una
actitud de clara beligerancia. Chiang vio que iba a tener
lugar un ataque mucho más contundente, y comenzó a
prepararse. El general Hans von Seeckt, antiguo
comandante en jefe del Reichswehr durante la República de
Weimar, que había llegado en mayo de 1933, ofreció su
asesoramiento para modernizar y profesionalizar los
ejércitos nacionalistas. Seeckt y su sucesor, el general
Alexander von Falkenhausen, abogaban por una guerra de
desgaste prolongada, por considerarla la única manera
posible para detener a unas fuerzas mucho mejor
preparadas como las del ejército imperial japonés. Sin
apenas relaciones comerciales con el extranjero, Chiang
decidió cambiar tungsteno chino por armamento alemán.
Chiang Kai-shek, aunque más tarde se convertiría en
un dictador militar y un reaccionario, era por aquel
entonces un modernizador infatigable y verdaderamente
idealista. Durante lo que pasaría a denominarse la década de
Nanjing (1928-1937), dirigió un programa de rápida
industrialización, de construcción de carreteras y de
modernización militar y agrícola. También quiso acabar
con el aislamiento psicológico y diplomático de China. Sin
embargo, como era perfectamente consciente de la
debilidad militar de su país, se mostró firmemente
decidido a evitar una guerra con Japón en la medida de lo
posible.
En 1935, ante la amenaza nipona, Stalin, a través de la
Comintern, dio instrucciones a los comunistas chinos para
que crearan un frente común con los nacionalistas. Era una
política que desagradaba en particular a Mao Zedong, que
en el mes de octubre de 1934, para evitar la destrucción de
su Ejército Rojo, se había visto obligado a emprender la
Larga Marcha a raíz de los ataques de Chiang contra las
fuerzas comunistas. De hecho, Mao, un hombre corpulento
y ambicioso con una curiosa voz aguda, era considerado un
disidente por el Kremlin porque opinaba que los intereses
de Stalin y los del Partido Comunista Chino no eran los
mismos. En consonancia con el pensamiento leninista,
creía que la guerra preparaba el terreno para la revolución
que habría de llevarlo al poder.
Moscú, por otro lado, no quería una guerra en
Extremo Oriente. Consideraba que los intereses de la
Unión Soviética eran mucho más importantes que una
victoria a largo plazo de los comunistas de China. Así pues,
la Comintern acusaba a Mao de carecer de una «perspectiva
internacionalista». Y Mao estaba a punto de cometer una
herejía cuando aducía que los principios marxistas-
leninistas de la primacía del proletariado de las ciudades no
podían aplicarse en China, donde el campesinado debía
constituir el grupo de vanguardia de la revolución. Abogaba
por emprender una guerra de guerrillas independiente y por
desarrollar redes de resistencia tras las líneas japonesas.
Chiang envió una legación para entrevistarse con los
comunistas. Quería que sus fuerzas se incorporaran al
ejército del Kuomintang. A cambio, permitiría que tuvieran
su propia región en el norte y dejaría de atacarlos. Mao
sospechaba que Chiang, con su política, lo único que
pretendía era aislarlos en una zona en la que serían
destruidos por los japoneses de Manchuria. Chiang, sin
embargo, sabía perfectamente que los comunistas nunca
iban a comprometerse o a colaborar a largo plazo con
ningún otro partido, que su único objetivo era hacerse con
todo el poder. «Los comunistas son una enfermedad del
corazón», diría en una ocasión. «Los japoneses, una
enfermedad de la piel».5
Mientras se enfrentaba al problema comunista en el
sur y en el centro de China, poco podía hacer Chiang para
frenar las incursiones y provocaciones japonesas en el
nordeste del país. El ejército de Kwantung en Manchukuo
discutía con Tokio, afirmando que no era el momento de
comprometerse con China. Su jefe de estado mayor, el
teniente general Tōjō Hideki, futuro primer ministro de
Japón, decía que prepararse para una guerra contra la Unión
Soviética sin destruir la «amenaza en nuestra retaguardia»,
esto es, el gobierno de Nanjing, era «querer meterse en
problemas».6
Al mismo tiempo, la política de Chang Kai-shek de
apaciguamiento ante la agresión japonesa provocaba un
descontento popular generalizado, que quedó patente en las
manifestaciones de protesta estudiantiles llevadas a cabo
en la capital. A finales de 1936, las fuerzas niponas
avanzaron hacia la provincia de Suiyuan, junto a la frontera
con Mongolia, con la intención de adueñarse de las minas
de carbón y de los depósitos de hierro de la región. Las
fuerzas nacionalistas reaccionaron y consiguieron repeler
el ataque. Este episodio vino a fortalecer la posición de
Chiang, que a partir de ese momento endureció sus
condiciones para la creación de un frente unido con los
comunistas. Estos, con la Alianza del Noroeste creada por
un grupo de señores de la guerra locales, atacaron a las
unidades nacionalistas por la retaguardia. Chiang deseaba
aplastar definitivamente a los comunistas mientras seguía
negociando con ellos. Pero a comienzos de diciembre
decidió trasladarse a Xi'an para aclarar las cosas con dos
jefes del ejército nacionalista, que querían crear un frente
de resistencia contra Japón y poner fin a la guerra civil con
los comunistas. Estos comandantes lo capturaron y lo
mantuvieron detenido durante dos semanas, hasta que
Chiang se avino a sus pretensiones. Los comunistas
exigieron que Chiang Kai-shek fuera procesado por un
tribunal del pueblo.
Pero Chiang fue liberado y pudo regresar a Nanjing,
tras haberse visto obligado a cambiar su política. Toda la
nación estalló de júbilo ante la perspectiva de aquella
unidad frente a las ambiciones japonesas. Y el 16 de
diciembre, Stalin, seriamente preocupado por el pacto anti-
Comintern de nazis y nipones, comenzó a presionar a Mao
y a Zhou Enlai, el camarada chino más sutil y diplomático,
para que hicieran frente común con los nacionalistas. El
líder soviético temía que si los comunistas chinos
provocaban conflictos en el norte, Chiang Kai-shek optara
por aliarse con los japoneses contra ellos. Y si Chiang
acababa siendo destituido, era muy probable que Wang
Jingwei, contrario a cualquier enfrentamiento con Japón,
asumiera el liderazgo del Kuomintang. Para asegurarse una
postura beligerante de los nacionalistas, Stalin no dudó en
hacerles creer que iba a prestarles su apoyo en una eventual
guerra contra Japón. Y siguió mostrándoles aquella
zanahoria, sin la más mínima intención de comprometer a
la Unión Soviética.
El Kuomintang y los comunistas todavía no habían
firmado acuerdo alguno cuando el 7 de julio de 1937, al
suroeste de Pekín, se produjo un enfrentamiento entre
tropas chinas y niponas en el puente de Marco Polo, que
marcó el comienzo de la fase más importante de la guerra
chino-japonesa. Todo el incidente no fue más que una
sórdida farsa que pone de manifiesto la aterradora
imprevisibilidad de los acontecimientos en un momento de
grandes tensiones. Un soldado japonés había desaparecido
durante unos ejercicios nocturnos. El comandante de su
compañía solicitó poder entrar en la llamada «ciudad de
Wanping» para buscarlo. Cuando se le denegó el acceso,
atacó la fortaleza, y las tropas chinas respondieron a la
agresión; mientras tanto, el soldado extraviado había
encontrado el camino para llegar a su cuartel. Pero lo
irónico del episodio no acabaría ahí: el estado mayor en
Tokio decidió por fin actuar y poner coto a sus fanáticos
oficiales en China, responsables de tantas provocaciones, y
Chiang recibió fuertes presiones de los suyos para no
volver a comprometerse.7
El generalísimo dudaba de la sinceridad de los
japoneses y convocó una conferencia de líderes chinos. Al
principio, los militares nipones estaban divididos. Su
ejército de Kwantung en Manchuria quería magnificar el
conflicto, pero el estado mayor en Tokio temía que el
Ejército Rojo reaccionara atacando la línea fronteriza del
norte. Apenas una semana antes, se había producido un
enfrentamiento junto al río Amur. Poco después, sin
embargo, los jefes del estado mayor japonés decidieron
declarar la guerra. Creían que China podía ser conquistada
rápidamente, antes de que estallara un conflicto de mayor
envergadura o con la Unión Soviética o con las potencias
occidentales. Como haría más tarde Hitler con la URSS,
los generales nipones cometieron un gravísimo error
cuando subestimaron sin más la ira de China y su firme
determinación a oponer resistencia. Y el Dragón no iba a
responder con la estrategia de impulsar una guerra de
desgaste.
Chiang Kai-shek, perfectamente consciente de las
deficiencias de su ejército y del carácter impredecible de
sus aliados del norte, conocía los graves peligros que
implicaba una guerra con Japón. Pero no tenía elección.
Los japoneses volvieron a presentar un ultimátum, que fue
rechazado por el gobierno de Nanjing, y el 26 de julio su
ejército atacó. Pekín cayó al cabo de tres días. Las fuerzas
nacionalistas y sus aliados tuvieron que replegarse,
ofreciendo resistencia solamente de manera esporádica,
mientras los japoneses avanzaban hacia el sur.
«De repente teníamos la guerra encima», escribió
Agnes Smedley, que desembarcó de un junco en la margen
izquierda del río Amarillo, en un «pueblo laberíntico y
fangoso llamado Fenglingtohkow. Esta pequeña localidad,
en la que esperábamos encontrar alojamiento para pasar la
noche, era una confusión de militares, paisanos, carros,
mulas, caballos y vendedores callejeros. Cuando subíamos
por los caminos llenos de lodo hacia la aldea, pudimos ver
a uno y otro lado una sucesión de soldados heridos que
yacían en el suelo. Cientos de ellos llevaban vendas sucias
y ensangrentadas, y algunos estaban inconscientes... No
había nadie con ellos, ni médicos, ni enfermeras, ni
acompañantes».8
A pesar de todos los esfuerzos de Chiang por
modernizar las fuerzas nacionalistas, estas, al igual que las
de los señores de la guerra aliados, no estaban ni mucho
menos entrenadas y equipadas como las divisiones
japonesas con las que tenían que enfrentarse. La infantería
vestía uniformes de algodón de color azul y gris en verano,
y en invierno los más afortunados disponían de una
chaqueta de algodón acolchada o del abrigo de pelo de
oveja del soldado mongol. Su calzado consistía en unos
zapatos de tela o en unas sandalias de paja. Aunque
resultaba silencioso cuando se movían con sigilo, no
protegía de las afiladas estacas punji de bambú, cubiertas
de excrementos para provocar infecciones, que los
japoneses solían utilizar para defender sus posiciones.
Los soldados chinos llevaban gorras de plato con
orejeras recogidas en la parte superior. No tenían cascos
metálicos, excepto los que quitaban a los soldados
japoneses muertos, y que luego lucían con orgullo. Muchos
vestían casacas enemigas, también de soldados muertos, lo
que provocaba numerosas confusiones en momentos de
crisis. Su trofeo más preciado era una pistola japonesa. De
hecho, solía ser más fácil para ellos conseguir municiones
para un arma nipona que para sus fusiles, que procedían de
distintos países y fabricantes. Las mayores deficiencias se
presentaban en sus servicios médicos, su artillería y sus
fuerzas aéreas.
Tanto en la batalla como lejos del escenario de los
combates, las tropas chinas eran dirigidas mediante toques
militares. Solo había comunicación sin cables entre los
principales cuarteles generales, pero incluso en estos
casos su fiabilidad era escasa. Además, los japoneses no
tenían dificultades para descifrar sus sistemas de
codificación, por lo que podían conocer fácilmente sus
órdenes y objetivos. El transporte militar chino se limitaba
a unos pocos camiones, y la mayoría de las unidades de
combate tenía que contentarse con sus mulas, maldecidas
una y otra vez con expresiones tradicionales, los ponis
mongoles y los carros con pesadas ruedas de madera
tirados por bueyes. Siempre había escasez de medios, lo
que comportaba que a menudo los soldados no recibieran
los alimentos necesarios. Y como su paga llegaba
prácticamente siempre con meses de retraso, cuando no
era sustraída por sus oficiales, la moral solía ser muy baja.
Pero no se puede poner en duda el valor y la determinación
de las tropas chinas en la batalla de Shanghai de aquel
verano.
Los orígenes y motivos que dieron lugar a este gran
choque son todavía materia de debate. La explicación
clásica es que Chiang, al abrir un nuevo frente en Shanghai
sin dejar de combatir en el norte y en el centro, pretendía
que las fuerzas japonesas tuvieran que dividirse, y evitar así
que pudieran concentrarse y obtener una rápida victoria.9
Siguiendo los consejos del general von Falkenhausen, esta
iba a ser su guerra de desgaste. Un ataque a Shanghai
también obligaría a los comunistas y a los otros ejércitos
aliados a comprometerse con su «Guerra de Resistencia»,
aunque siempre se corría el riesgo de que decidieran
retirarse antes de poner en peligro a sus fuerzas y su base
de poder. Con esta empresa también se aseguraba el apoyo
prometido por los soviéticos, a saber, el envío de asesores
militares y el suministro de cazas, tanques, artillería,
ametralladoras y vehículos. Todo ello se pagaría con la
exportación de materias primas a la Unión Soviética. La
otra explicación es, ciertamente, interesante. Stalin,
considerablemente alarmado por los éxitos japoneses en el
norte de China, era el único que realmente quería que la
lucha se trasladara al sur y lo más lejos posible de sus
fronteras orientales. Lo consiguió recurriendo al jefe
nacionalista regional, general Chang Ching-chong, quien
era un «durmiente» soviético. En diversas ocasiones Chang
había tratado de convencer a Chiang Kai-shek para que
lanzara un ataque preventivo contra la guarnición japonesa
de tres mil infantes de marina acantonada en Shanghai, pero
el generalísimo le dijo que no hiciera nada hasta recibir
órdenes específicas. Un ataque a Shanghai comportaba
riesgos muy altos. La ciudad solo estaba a 290 kilómetros
de Nanjing, y una eventual derrota junto a la boca del
Yangtsé habría podido conducir a un rápido avance japonés
sobre la capital y hacia el centro de China. El 9 de agosto,
Chang envió un grupo de soldados al aeropuerto de
Shanghai, donde abatieron a un teniente de la infantería de
marina japonesa y al soldado que lo acompañaba. Por
decisión exclusiva de Chang, mataron también a un
prisionero chino condenado a muerte para hacer creer que
los japoneses habían disparado primero. Estos, reacios
también a empezar una batalla en los alrededores de
Shanghai, al principio no reaccionaron, excepto para pedir
refuerzos. Chiang Kai-shek ordenó de nuevo a Chang que
no atacara.
El 13 de agosto, los barcos de guerra japoneses
comenzaron a abrir fuego contra las posiciones chinas en
Shanghai. A la mañana siguiente, dos divisiones
nacionalistas empezaron el asalto a la ciudad. También se
lanzó un ataque aéreo contra el buque insignia de la Tercera
Flota nipona, el viejo crucero acorazado Izumo, anclado
fuera del Bund (malecón) hacia el centro de la ciudad. Fue
un comienzo muy poco propicio. Las baterías antiaéreas de
la nave de guerra forzaron la retirada de los obsoletos
aviones chinos. Algunos proyectiles alcanzaron el
dispositivo portabombas de uno de ellos. Mientras este
aparato sobrevolaba la colonia internacional, su carga se
desprendió, cayendo sobre el Palace Hotel, situado en
Nanjing Road, y, a continuación, sobre otros lugares
atestados de refugiados civiles. En consecuencia, el avión
chino mató o hirió a unos mil trescientos de los suyos.10
Los dos bandos se enzarzaron en una lucha cada vez
más sangrienta que convirtió la batalla en el enfrentamiento
más prolongado y penoso de la guerra chino-japonesa. El
23 de agosto, los japoneses, tras enviar numerosos
refuerzos a Shanghai, desembarcaron en la zona costera del
norte para rodear las posiciones nacionalistas. Sus lanchas
de desembarco dejaron en tierra firme numerosos tanques.
Por otro lado, la marina nipona disponía de una artillería
sumamente efectiva, más aún teniendo en cuenta que las
divisiones nacionalistas carecían prácticamente de ella.
Los intentos nacionalistas de bloquear el Yangtsé también
fueron en vano, y sus reducidas fuerzas aéreas poco podían
hacer ante la supremacía de la aviación enemiga.11
A partir del 11 de septiembre, las fuerzas
nacionalistas, dirigidas por Falkenhausen, combatieron con
gran arrojo, a pesar de sus terribles pérdidas. Casi todas las
divisiones, especialmente las unidades de élite de Chiang,
perdieron a más de la mitad de sus efectivos, diez mil
jóvenes oficiales incluidos. Chiang, incapaz de decidir si
seguir luchando o retirarse, optó al final por enviar más
divisiones. Tomó aquella determinación coincidiendo con
una asamblea de la Sociedad de Naciones, en la esperanza
de atraer la atención internacional hacia su país.
En total, los japoneses llevaron al teatro de
operaciones en Shanghai a unos doscientos mil hombres,
más de los desplegados en el norte de China. La tercera
semana de septiembre, comenzaron a abrir brechas en las
defensas nacionalistas, forzando en octubre su retirada al
otro lado del río Suzhou, una línea de demarcación que
constituía un verdadero obstáculo a pesar de su aparente
insignificancia. Se dejó atrás un batallón encargado de la
defensa de un godown, o almacén, para dar la impresión de
que los nacionalistas seguían teniendo un bastión en
Shanghai. Este «batallón solitario» se convertiría en un gran
mito de la propaganda de la causa china.
A comienzos de noviembre, tras más combates
desesperados, los japoneses cruzaron el río Suzhou
utilizando botes de asalto y establecieron diversas cabezas
de puente. A continuación, con otro desembarco anfibio en
el sur, obligaron a los nacionalistas a emprender la retirada.
La disciplina y la moral, dos factores que habían sido de
gran ayuda durante los encarnizados enfrentamientos que se
habían saldado con innumerables pérdidas, se vinieron
abajo de repente. Los soldados comenzaron a abandonar
sus fusiles. Los bombarderos y cazas japoneses provocaban
el pánico entre los refugiados que, en su huida, caían y eran
pisoteados por el tropel de gente que seguía corriendo
despavorida. Durante los tres meses de combate en
Shanghai y sus alrededores, los japoneses sufrieron más de
cuarenta mil bajas. Los chinos superaron las ciento ochenta
y siete mil, un número de pérdidas que prácticamente
multiplicaba por cinco el de los enemigos.
En su precipitado avance, las divisiones japonesas
competían unas con otras por llegar antes a Nanjing,
incendiando las aldeas que iban encontrando a su paso. La
Armada Imperial nipona mandó remontar el Yangtsé con
dragaminas y cañoneras para bombardear la ciudad. El
gobierno nacionalista comenzó su traslado, remontando el
Yangtsé en barcos de vapor y en juncos en dirección a
Hankou, que se convertiría provisionalmente en su capital.
Más tarde lo sería Chongqing, ciudad situada en el alto
Yangtsé, en la provincia de Sichuan.
Chiang Kai-shek no sabía si resistir en Nanjing o
marchar de allí sin presentar batalla. La ciudad era
imposible de defender, pero abandonar un símbolo de tanta
importancia resultaba humillante. Sus generales no podían
estar de acuerdo. Al final, los dos bandos mostrarían su
lado más sombrío, con una mala defensa que simplemente
enfureció al agresor. Los comandantes japoneses planeaban
de hecho utilizar gas mostaza y bombas incendiarias contra
la capital si los combates llegaban a alcanzar la intensidad
que se había vivido en Shanghai.12
Aunque los chinos sabían que sus enemigos eran
implacables, no podían ni imaginar el grado de crueldad que
les aguardaba. El 13 de diciembre, las fuerzas chinas
evacuaron Nanjing, pero para acabar de repente rodeadas a
las afueras de la ciudad. Las tropas japonesas entraron en
Nanjing con la orden de matar a todos los prisioneros. Solo
una unidad de la 16.ª División asesinó a quince mil chinos,
y solo una compañía a otros mil trescientos.13 En su
informe a Berlín, un diplomático alemán contaba que
«además de ejecuciones en masa utilizando ametralladoras,
se recurrió a otros métodos más personales para acabar
con la vida de los detenidos, como, por ejemplo, rociar con
gasolina y prender fuego a la víctima».14 Los edificios de la
ciudad fueron saqueados e incendiados. Para escapar de la
matanza, de los abusos y violaciones y de la destrucción, la
población civil intentó refugiarse en la denominada «zona
internacional de seguridad».
La furia japonica conmocionó al mundo por sus
espeluznantes matanzas y violaciones masivas en venganza
por el encarnizamiento de los combates en Shanghai, algo
que el ejército japonés no esperaba de un pueblo como el
chino, al que tanto despreciaba. Las cifras relativas al
número de bajas civiles son muy dispares unas de otras.
Algunas fuentes chinas hablan de hasta trescientos mil
muertos, pero lo más probable es que fueran alrededor de
doscientos mil. Las autoridades militares niponas, en una
retahíla de mentiras absurdas, dijeron que se limitaron a
ejecutar a soldados chinos que se habían vestido de
paisano, y que su número apenas superó el millar. Las
escenas de la matanza eran dantescas, con calles y plazas
llenas de cadáveres en estado de descomposición,
mordidos muchos por perros semisalvajes. Todos los
estanques, todos los canales y todos los ríos estaban
contaminados con cuerpos putrefactos.
Los soldados japoneses se habían criado en una
sociedad militarista. Toda la aldea o vecindad, honrando
esos valores marciales, acostumbraba a salir a la calle a
despedir al recluta que partía para unirse al ejército. Por
esta razón, los soldados solían luchar por el honor de su
familia y de su comunidad, no por el emperador como
muchos occidentales creían. La fase básica de los
adiestramientos estaba concebida para destruir su
individualidad. Los reclutas eran objeto de constantes
insultos y golpes por parte de sus suboficiales, con el fin
de endurecerlos y provocarlos, en lo que podría calificarse
de una teoría de causa-efecto de la opresión, para
conseguir que dieran rienda suelta a su cólera ante los
soldados y civiles de un enemigo derrotado.15 Además, ya
en la escuela primaria, todos ellos habían sido adoctrinados
para creer que los chinos eran seres claramente inferiores
a la «raza divina» japonesa, «inferiores a los cerdos».16 En
un típico estudio de caso de las confesiones realizadas
después de la guerra, un soldado reconoció que, como se
había sentido horrorizado por las torturas infligidas
gratuitamente a un prisionero chino, pidió que le
permitieran encargarse del castigo para redimirse de la
falta cometida.17
En Nanjing, los soldados chinos heridos eran
asesinados a golpe de bayoneta allí donde se encontraban.
Los oficiales nipones obligaban a los prisioneros a
arrodillarse en fila, para luego decapitarlos uno a uno con
sus espadas de samurai. Sus soldados recibieron también la
orden de practicar con la bayoneta con miles de chinos que
eran atados a árboles. Los que se negaban eran golpeados
con severidad por sus suboficiales. El proceso de
deshumanización de las tropas desarrollado por el Ejército
Imperial de Japón aumentaba su grado de violencia en
cuanto estas dejaban su patria y llegaban a China. Un cabo
llamado Nakamura, que había sido reclutado contra su
voluntad, cuenta en su diario que obligaron a unos reclutas
novatos a presenciar cómo torturaban a cinco chinos hasta
matarlos. Los recién llegados estaban horrorizados, pero
Nakamura dice lo siguiente: «Todos los reclutas novatos
reaccionan igual, pero no tardarán en hacer lo mismo».18
Shimada Toshio, soldado raso, cuenta cómo fue su
«bautismo de sangre» tras unirse al 226.° Regimiento en
China. El prisionero chino había sido atado de manos y pies
a dos estacas, una a cada lado. Unos cincuenta reclutas
recién llegados formaron fila para practicar la bayoneta con
él. «Mis sentimientos debieron de paralizarse. No sentí
ninguna misericordia por él. Al final, empezó a
increparnos, gritando "¡Venga! ¡A qué esperáis!" No
atinábamos a clavarla en el lugar correcto. Por lo que
exclamaba "¡Daos prisa!", dando a entender que quería
morir lo antes posible». Shimada afirma que resultaba
difícil porque la bayoneta se clavaba en aquel desgraciado
«como [si él fuera de] tofu».19
John Rabe, el comerciante alemán representante de
Siemens que organizó la «zona internacional de seguridad»
en Nanjing y demostró su gran coraje y humanidad,
escribió en su diario: «Me siento totalmente confundido
ante la conducta de los japoneses. Por un lado, quieren que
se les reconozca y se les trate como una gran potencia a
nivel de las europeas, pero por otro, en estos momentos
demuestran una crueldad, una brutalidad y una bestialidad
que solo pueden compararse con las de las hordas de
Gengis Kan».20 Doce días más tarde anotaría el siguiente
comentario: «A cualquiera se le cortaría la respiración de
puro asco si viera una y otra vez cadáveres de mujeres con
estacas de bambú clavadas en la vagina. Ni las ancianas
septuagenarias se salvan de ser violadas».21
El espíritu de grupo del Ejército Imperial de Japón,
inculcado con castigos colectivos durante el período de
adiestramiento, también dio lugar a un orden de preferencia
entre los soldados. Los más veteranos organizaban
violaciones en grupo, con incluso treinta hombres por una
sola mujer, a la que solían asesinar cuando acababan con
ella. A los novatos no se les permitía participar en aquellos
actos brutales. Solo se les «invitaba» a unirse a la «fiesta»
cuando eran aceptados como parte del grupo.
A los soldados recién llegados tampoco se les
permitía visitar a las «mujeres de solaz» de los burdeles
militares. Estas mujeres eran adolescentes y jóvenes
casadas que habían sido detenidas en la calle o escogidas
por los jefes de las aldeas, los cuales debían proporcionar
un número determinado de ellas por orden del Kempeitai,
la temida policía militar. Tras la matanza y las violaciones
perpetradas en Nanjing, las autoridades militares niponas
exigieron la entrega de tres mil mujeres más «para uso y
disfrute del ejército».22 Solo en Xuzhou fueron capturadas
más de dos mil cuando se tomó esta ciudad en el mes de
noviembre.23 Además de las jóvenes forzadas a seguir ese
camino, los japoneses trasladaron a China a un gran número
de mujeres de su colonia de Corea. El comandante de un
batallón de la 37.ª División metió incluso en su cuartel a
tres esclavas chinas para su deleite personal. Para que
parecieran hombres, se les afeitó la cabeza en un intento de
encubrir su verdadera identidad.24
El objetivo de las autoridades militares era reducir los
casos de enfermedades venéreas y disminuir el número de
violaciones perpetradas públicamente por sus hombres,
pues semejantes actos podían provocar la aparición de
focos de resistencia entre la población. Preferían que unas
mujeres esclavas fueran violadas continuamente en la
clandestinidad de las «casas de solaz». Pero pronto se
reveló equivocada la idea de que el suministro de «mujeres
de solaz» contendría a los soldados japoneses de cometer
actos de violación. Los soldados preferían claramente
cometer de vez en cuando ese tipo de actos que hacer cola
en la «casa de solaz», y sus oficiales opinaban que las
violaciones eran beneficiosas para el espíritu marcial.25
En las pocas ocasiones en las que los japoneses se
vieron obligados a retirarse de un lugar, mataron a todas las
«mujeres de solaz» para vengarse de los chinos. Por
ejemplo, cuando la localidad de Suencheng, próxima a
Nanjing, fue recuperada temporalmente, unos soldados
chinos entraron en «un edificio en el que, después de que
los japoneses abandonaran el lugar, fueron hallados los
cadáveres desnudos de una docena de jóvenes chinas. En el
letrero colgado de la puerta que daba a la calle todavía
podía leerse: "Casa de Consuelo [Solaz] del Gran Ejército
Imperial"».26

En el norte de China los japoneses sufrieron algunos


reveses a manos de las tropas nacionalistas y de las fuerzas
semiguerrilleras comunistas del Octavo Ejército de Ruta,
que afirmaban que podían recorrer más de ciento diez
kilómetros en un solo día. Pero a finales de año, el ejército
de Kwantung controlaba las ciudades de las provincias de
Chahar y Suiyuan y el norte de la de Shanxi. Al sur de
Pekín, ocuparon con facilidad la provincia de Shandong y
su capital, en gran medida gracias a la cobardía del
comandante de la región, el general Han Fuju.
El general Han, que había huido en un avión,
llevándose consigo el contenido de las arcas locales y un
sarcófago de plata, fue detenido por los nacionalistas y
condenado a muerte. Fue obligado a arrodillarse, y, a
continuación, un camarada general lo ejecutó disparándole
en la cabeza. Esta especie de advertencia dirigida a todos
los comandantes fue muy bien recibida por los distintos
partidos y facciones, y contribuyó en gran medida a la
unidad de los chinos. Los japoneses estaban cada vez más
contrariados por la firme determinación de los chinos de
seguir con su férrea resistencia, por mucho que hubieran
perdido su capital y casi todas sus fuerzas aéreas. Y estaban
exasperados por la manera en la que los chinos conseguían
evitar aquel enfrentamiento decisivo que, tras la batalla de
Shanghai, habría podido acabar con ellos.
En enero de 1938, las fuerzas niponas comenzaron su
avance hacia el norte por la línea ferroviaria que iba de
Nanjing a Xuzhou, un importante centro de
comunicaciones de gran valor estratégico por sus
conexiones con un puerto de la costa este y por su
proximidad a la línea ferroviaria situada más al oeste. De
caer esta ciudad, corrían peligro los grandes centros
industriales de Wuhan y Hankou. En China, como en Rusia
durante la guerra civil, las líneas ferroviarias tenían
muchísima importancia para el traslado y el abastecimiento
de las tropas. Chiang Kai-shek, que desde siempre había
sabido que Xuzhou sería un objetivo fundamental si tenía
lugar la invasión japonesa, concentró en la región un
ejército de unos cuatrocientos mil hombres, formado por
divisiones nacionalistas y tropas de jefes locales aliados.
El generalísimo era perfectamente consciente de la
trascendencia de las próximas batallas. El conflicto chino
había atraído a numerosos periodistas extranjeros, y la
opinión pública internacional lo equiparaba con la Guerra
Civil Española. Varios escritores, fotógrafos y realizadores
cinematográficos que habían estado en España —Robert
Capa, Joris Ivens, W. H. Auden o Christopher Isherwood—
se encontraban allí para comprobar en primera persona y
registrar o grabar para el mundo la resistencia de China a la
invasión japonesa. La inminente defensa de Wuhan sería
comparada con la defensa de Madrid. Comenzaron a llegar
a China para prestar su ayuda a las fuerzas nacionalistas y
comunistas numerosos médicos que habían asistido a los
republicanos españoles heridos. El más famoso fue el
cirujano canadiense Norman Béthune, que murió en China a
causa de una gravísima infección.
Stalin también veía ciertos paralelismos con la Guerra
Civil Española, pero Chiang cometió un error al confiar en
las palabras de su representante en Moscú, que con un
exceso de optimismo creía que la Unión Soviética iba a
entrar en guerra con Japón. Mientras seguían los combates,
Chiang entabló negociaciones, a través del embajador
alemán, con los japoneses, en parte para forzar la
intervención de Stalin, pero las condiciones exigidas por
los invasores eran excesivamente duras. Stalin sabía que los
nacionalistas no podían aceptarlas.
En febrero, divisiones japonesas del II Ejército
cruzaron el río Amarillo desde el norte para rodear las
formaciones chinas. A finales de marzo, los invasores
habían entrado en la ciudad de Xuzhou donde los combates
encarnizados se prolongaron durante días. Los chinos
carecían de los medios necesarios para enfrentarse a los
tanques nipones, pero comenzó a llegar armamento
soviético, y pudo lanzarse con éxito una gran
contraofensiva en Taierzhuang, a unos sesenta kilómetros
al este. Los invasores enviaron inmediatamente refuerzos
de Japón y Manchuria. El 17 de mayo creyeron que tenían
atrapado el grueso de las divisiones chinas, pero,
separándose y formando pequeños grupos, unos doscientos
mil soldados nacionalistas lograron escapar de aquella
encrucijada. Al final, el 21 de mayo, cayó Xuzhou, donde
se hicieron unos treinta mil prisioneros.27
En julio, en el lago Jasan, tuvo lugar el primer gran
enfrentamiento fronterizo entre las fuerzas niponas y el
Ejército Rojo. Una vez más, los nacionalistas confiaron en
que la Unión Soviética entrara en guerra, pero sus
expectativas pronto se esfumaron. Stalin reconocía
tácitamente el control japonés de Manchuria. Hitler tenía
los ojos puestos en Checoslovaquia, y el dictador ruso
estaba sumamente preocupado por aquella amenaza
alemana en el oeste. No obstante, envió varios asesores
militares a los nacionalistas. Los primeros habían llegado
en junio, poco antes de la partida del general von
Falkenhausen y su equipo, que recibieron de Göring la
orden de regresar a Alemania.
A continuación, como temía Chiang, los japoneses
planearon el ataque a la ciudad industrial de Wuhan.
También decidieron establecer su gobierno títere chino.
Para detener el avance del enemigo hacia Wuhan, Chiang
Kai-shek mandó que se abrieran brechas en los diques del
río Amarillo, o, como se decía en la orden del alto mando,
que se utilizara «agua en vez de soldados».28 Esta política
de inundaciones supuso para el avance de los japoneses un
retraso de casi cinco meses, pero fue espeluznante la
destrucción y la muerte que provocó en un territorio de
más de setenta mil kilómetros cuadrados de extensión. No
había terrenos elevados en los que encontrar cobijo. Según
cálculos oficiales, ochocientas mil personas murieron
ahogadas, de varias enfermedades o de inanición, y hubo
más de seis millones de refugiados.
Cuando por fin la tierra estuvo suficientemente seca
para transitar por ella con sus vehículos, los japoneses
reiniciaron el avance hacia Wuhan, apoyados por las
fuerzas de la Armada Imperial que navegaban por el
Yangtsé, y por el XI Ejército que seguía el curso del río
por sus dos márgenes. El Yangtsé se convirtió en una ruta
fundamental de abastecimiento de sus tropas, inmune a los
ataques propios de una guerra de guerrillas.
Los nacionalistas habían recibido hasta entonces unos
quinientos aviones soviéticos y ciento cincuenta pilotos
«voluntarios» del Ejército Rojo, pero como estos
prestaban servicio solo durante tres meses, cuando
comenzaban a dominar la situación, ya tenían que irse.
Llegaron a prestar sus servicios conjuntamente entre
ciento cincuenta y doscientos de ellos, y en total fueron
unos dos mil los que volaron en China. Lograron organizar
con éxito una emboscada el 29 de abril de 1938, cuando
supusieron acertadamente que los japoneses iban a lanzar
una gran incursión contra Wuhan para celebrar el
aniversario del emperador Hiro Hito, pero, por lo general,
los pilotos de la Armada Imperial impusieron su
superioridad en el centro y en el sur de China. Los pilotos
chinos, a pesar de volar en aparatos poco apropiados, solían
realizar ataques espectaculares contra los navíos de guerra,
ataques que supusieron su propia destrucción.29
En julio, los japoneses bombardearon el puerto fluvial
de Jiujiang, casi con toda seguridad con la ayuda de unas
armas químicas que recibían eufemísticamente el nombre
de «humo especial». El 26 de julio, cuando cayó la ciudad,
el destacamento Namita llevó a cabo otra horrible matanza
de civiles. Pero en medio del intenso calor estival, el XI
Ejército se vio obligado a frenar su avance debido a la
férrea resistencia de las fuerzas chinas, y un gran número
de soldados japoneses sucumbió a la malaria y al cólera.
Este hecho permitió que los chinos tuvieran tiempo para
desmantelar diversas instalaciones industriales y enviarlas,
río arriba, a Chongqing. El 21 de octubre, tras llevar a cabo
una importante operación anfibia, el XXI Ejército japonés
capturó el gran puerto de Guangzhou (Cantón), situado en
la costa meridional. Cuatro días más tarde, la 6.ª División
del XI Ejército entraba en Wuhan mientras las fuerzas
chinas huían en retirada.
Chiang Kai-shek se lamentaba constantemente de lo
deficientes que eran sus colaboradores, los enlaces, los
servicios de inteligencia y las comunicaciones. Los
cuarteles generales de las divisiones, aunque se
encontraban en la retaguardia, preferían no estar en
contacto con el alto mando para no recibir órdenes de
ataque. Las defensas siempre carecían de profundidad,
limitándose a una simple línea de trincheras fácilmente
franqueable, y las reservas nunca eran desplegadas en el
lugar adecuado. Sin embargo, el desastre que estaba por
venir sería en gran medida culpa de Chiang.
Tras la caída de Wuhan, Changsha parecía la localidad
más vulnerable. La aviación japonesa la bombardeó el 8 de
noviembre. Al día siguiente, Chiang ordenó que se
dispusiera todo lo necesario para arrasar con fuego la
ciudad si los japoneses lograban entrar en ella. Puso de
ejemplo la destrucción de Moscú por parte de los rusos en
1812. Tres días después, comenzó a correr el falso rumor
de que los japoneses estaban a punto de llegar, y la
madrugada del 13 de noviembre se prendió fuego a la
ciudad. Changsha fue pasto de las llamas durante tres días.
Dos tercios de la ciudad, incluidos sus depósitos y
almacenes llenos de arroz y de trigo, quedaron totalmente
destruidos. Veinte mil personas, entre ellas todos los
soldados heridos, perdieron la vida, y doscientas mil se
quedaron sin casa.
A pesar de sus innumerables victorias, el Ejército
Imperial japonés distaba mucho de sentirse plenamente
satisfecho. Sus comandantes sabían que no habían
conseguido asestar un golpe definitivo. Sus líneas de
abastecimiento formaban una red demasiado extendida y
vulnerable. Y, además, eran perfectamente conscientes del
apoyo militar que los nacionalistas recibían de la Unión
Soviética, cuyos pilotos estaban abatiendo en aquellos
momentos muchos de sus aviones. Los japoneses se
preguntaban con gran inquietud qué estaba tramando Stalin.
Esta desazón los llevó a proponer en noviembre la retirada
general de sus fuerzas al norte, al otro lado de la Gran
Muralla, siempre y cuando los nacionalistas cambiaran de
gobierno, reconocieran los derechos de Japón sobre
Manchuria, permitieran al imperio nipón la explotación de
sus recursos y acordaran crear un frente común contra los
comunistas. El rival de Chiang, Wang Jingwei, marchó a
Indochina en diciembre y entabló contacto con las
autoridades japonesas en Shanghai. Como líder de los
partidarios del apaciguamiento del Kuomintang, se
consideraba el candidato idóneo para sustituir a Chiang.
Pero pocos políticos lo siguieron cuando decidió unirse al
enemigo. El poderoso llamamiento de Chiang a la
redención nacional ganó la batalla.
Los japoneses, después de abandonar la estrategia del
ataque violento para obtener una rápida victoria,
comenzaron a desarrollar un método mucho más cauto.
Ante la inminencia de la guerra en Europa, pensaban que no
tardarían en verse obligados a desplegar en otros frentes
parte de las numerosas fuerzas que tenían en China.
También creían —de manera harto absurda, considerando
las atrocidades cometidas por sus tropas— que podían
ganarse al pueblo chino. Así pues, aunque seguían
produciéndose innumerables bajas en las fuerzas
nacionalistas y la población civil —morirían unos veinte
millones de chinos antes de finalizar la guerra en 1945—,
los japoneses optaron por realizar operaciones de menor
envergadura, en su mayoría destinadas a acabar con los
grupos guerrilleros que actuaban en su retaguardia.
Los comunistas reclutaron a un gran número de
paisanos para sus milicias guerrilleras, como, por ejemplo,
el Nuevo Cuarto Ejército que operaba en el curso medio
del Yangtsé. Muchos de estos partisanos campesinos iban
armados exclusivamente de herramientas agrícolas o de
lanzas de bambú. Pero, siguiendo las decisiones tomadas en
el pleno del comité central de octubre de 1938, la política
de Mao era clara: las fuerzas comunistas no iban a luchar
contra los japoneses si no eran atacadas. Debían mantener
su potencial para conquistar territorio a los nacionalistas.
Mao dejó bien claro que Chiang Kai-shek era su oponente
último, su «enemigo número 1». Los japoneses realizaban
incursiones en las zonas rurales, sembrando el terror entre
la población local con sus matanzas y sus violaciones en
masa. Empezaban por matar a todos los varones jóvenes de
la aldea. «Los ataban juntos y les abrían la cabeza a golpes
de sable».30 Luego iban a por las mujeres. En septiembre de
1938 el cabo Nakamura haría la siguiente anotación en su
diario, hablando de una incursión a Lukuochen, localidad
situada al sur de Nanjing: «Ocupamos la aldea y
empezamos a buscar por todas las casas. Queríamos
capturar a las chicas más atractivas. La caza duró dos horas.
Niura mató a una de un tiro porque era virgen y fea, y la
habíamos despreciado todos».31 Las violaciones en masa de
Nanjing y las innumerables atrocidades cometidas por los
soldados del Ejército Imperial provocaron en la población
rural un patriótico sentimiento, mezcla de cólera y rabia,
inconcebible antes de la guerra, cuando Japón, e incluso
China como nación, eran conceptos prácticamente
desconocidos.

La siguiente batalla importante no tuvo lugar hasta marzo


de 1939, cuando los japoneses trasladaron un
numerosísimo contingente de tropas a la provincia de
Jiangxi para atacar su capital, Nanchang. Los chinos
resistieron con gran bravura, a pesar de que los japoneses
volvieron a utilizar gas venenoso. Los invasores se vieron
obligados a luchar casa por casa, y el 27 de marzo tomaron
la ciudad. Centenares de miles de refugiados comenzaron
su éxodo hacia el oeste, unos cargando sobre la espalda
pesados fardos con sus pertenencias, otros empujando las
carretillas de madera en las que habían colocado sus pocas
posesiones: mantas, herramientas, cacharros y cuencos.
Las mujeres tenían el cabello cubierto de polvo, y las más
ancianas apenas podían caminar con los pies vendados.
El generalísimo ordenó una contraofensiva para
reconquistar Nanchang. El ataque cogió a los japoneses por
sorpresa; los nacionalistas consiguieron poner pie en la
ciudad a finales de abril, pero el esfuerzo había sido
mucho. Chiang Kai-shek, que había amenazado con ejecutar
a los comandantes si no tomaban Nanchang, tuvo que
aceptar al final que sus fuerzas se retiraran.
Poco después de los enfrentamientos fronterizos a
orillas del Khalkhin Gol protagonizados por japoneses y
soviéticos en el mes de mayo —los mismos que llevaron a
Stalin a enviar a Zhukov a esta región en calidad de máxima
autoridad militar—, el jefe del grupo de asesores militares
que los soviéticos habían enviado a China instó a Chiang
Kai-shek a lanzar una gran contraofensiva para recuperar la
ciudad de Wuhan. Stalin engañaba a Chiang, haciéndole
creer que estaba a punto de alcanzar un acuerdo con los
británicos, cuando en realidad intentaba llegar a un pacto
con la Alemania nazi. Pero Chiang comenzó a dar largas,
pues sospechaba correctamente que lo único que quería
Stalin era liberar las regiones fronterizas soviéticas de la
presión de los combates. También le preocupaba que cada
vez fuera menor la influencia restrictiva que ejercía Stalin
sobre Mao. Los nacionalistas estaban asustados ante la
expansión comunista y la decisión de Mao de seguir una
línea independiente. Pero Chiang creía que Stalin prefería
mantener el Kuomintang en guerra contra Japón que
defender a su propio partido chino, por lo que incitaba a sus
fuerzas guerrilleras a adentrarse en zona comunista. Ello
daría lugar a numerosos enfrentamientos encarnizados, en
los que, según cálculos comunistas chinos, más de once
mil personas perdieron la vida.32
Aunque gran parte de Changsha había quedado arrasada
por el trágico incendio, los japoneses seguían queriendo
capturar la ciudad debido a su posición estratégica. No es
de extrañar que Changsha fuera considerada un objetivo
importante, pues estaba situada en la línea ferroviaria que
unía Cantón y Wuhan, ciudades que en aquellos momentos
estaban ocupadas por un numeroso contingente de tropas
niponas. La caída de Changsha dejaría aislados a los
nacionalistas en su reducto occidental de Sichuan. Los
japoneses lanzaron su ataque en agosto, el mismo mes en el
que sus camaradas del ejército de Kwantung combatían
contra las fuerzas del general Zhukov en las distantes
regiones del norte.
El 13 de septiembre, mientras las fuerzas alemanas se
adentraban en Polonia, los japoneses avanzaban hacia
Changsha con seis divisiones que sumaban un total de
ciento veinte mil hombres. El plan nacionalista consistía en
retirarse poco a poco al principio sin dejar de combatir,
para permitir que el enemigo realizara un avance rápido
hacia la ciudad, y luego sorprenderlo con una inesperada
contraofensiva en sus flancos. Chiang Kai-shek ya había
percibido la tendencia de los japoneses a desperdigarse. En
su afán por alcanzar mayor gloria, los generales nipones
rivalizaban unos con otros, por lo que prosiguieron su
avance sin tener en cuenta a las formaciones vecinas. El
programa de adiestramientos de tropas puesto en marcha
por Chang Kai-shek tras la pérdida de Wuhan funcionó, y la
emboscada fue un éxito. Los chinos afirmarían que los
japoneses habían acabado la batalla sufriendo cuarenta mil
bajas.

Aquel agosto, mientras Zhukov estaba obteniendo una


victoria en la batalla de Khalkhin Gol, la prioridad principal
de Stalin fue evitar que el conflicto con Japón se
extendiera en un momento en el que había empezado a
entablar en secreto negociaciones con Alemania. Pero el
anuncio del pacto nazi-soviético sacudió los cimientos del
gobierno japonés. Las autoridades niponas no podían creer
que su aliado alemán hubiera llegado a un acuerdo con el
demonio comunista. Al mismo tiempo, la reticencia de
Stalin a luchar contra Japón tras la victoria de Zhukov
supuso, como era lógico, un duro golpe para los
nacionalistas de China. El acuerdo de «cese de
hostilidades» en las fronteras de Mongolia y de Siberia
permitía que los japoneses concentraran sus fuerzas en los
combates contra los chinos sin tener que preocuparse por
la presencia a sus espaldas de los rusos en el norte.
Chiang Kai-shek temía que la Unión Soviética y Japón
llegaran a un acuerdo secreto para dividir China, como la
partición nazi-soviética de Polonia en septiembre. También
se alarmó cuando Stalin comenzó a recortar drásticamente
la ayuda militar a los nacionalistas. Y el estallido de la
guerra en Europa en septiembre suponía menos
posibilidades de ayuda por parte de británicos y franceses.
Para los nacionalistas, la falta de ayuda exterior se
convirtió en un problema cada vez más grave. La invasión
japonesa no solo representaba una amenaza militar. Por su
culpa se habían perdido cosechas y reservas de alimentos.
El bandidaje se convirtió en una práctica extendida, en la
que los desertores y los soldados rezagados, actuando en
grupos, campaban a sus anchas. Varios millones de
refugiados intentaban escapar dirigiéndose al oeste, aunque
solo fuera para poner a sus esposas e hijas a salvo de las
crueles tropas japonesas. El hacinamiento en las ciudades
provocaba epidemias de cólera. Con el éxodo de población,
la malaria se extendió a nuevas regiones. Y el tifus,
maldición de tropas y refugiados en huida, se convirtió en
una enfermedad endémica. Aunque se llevaron a cabo
grandes esfuerzos para mejorar los servicios sanitarios
chinos, tanto militares como civiles, lo cierto es que los
escasos médicos disponibles poco podían hacer para
ayudar a los refugiados, que padecían tina, sarna, tracoma y
todas las demás dolencias de la pobreza exacerbada por una
gravísima malnutrición.
Sin embargo, espoleados por su triunfo en Changsha,
los nacionalistas lanzaron una serie de contraataques en una
«ofensiva de invierno» a lo largo de toda China central.
Pretendían cortar las líneas de aprovisionamiento de las
guarniciones niponas más expuestas, obstruyendo el tráfico
fluvial en el Yangtsé e interrumpiendo las comunicaciones
ferroviarias. Pero en cuanto comenzaron los ataques de los
nacionalistas en noviembre, los japoneses invadieron la
provincia suroccidental de Guangxi con un desembarco
anfibio. El 24 de ese mismo mes, tomaron la ciudad de
Nanning, amenazando la línea ferroviaria que conducía a la
Indochina francesa. Las pocas tropas nacionalistas
presentes en la zona se vieron sorprendidas, emprendiendo
una rápida huida. Chiang Kai-shek envió inmediatamente
refuerzos, y los combates, que se prolongaron durante dos
meses, fueron sangrientos. Los japoneses afirmarían haber
matado a veinticinco mil chinos en una sola batalla. Otras
ofensivas niponas lanzadas más al norte supondrían para los
nacionalistas la pérdida de regiones importantes para su
aprovisionamiento de grano y de reclutas. Los japoneses
también hicieron acopio de bombarderos en China para
alcanzar con facilidad las regiones de la retaguardia
nacionalista y atacar su nueva capital, Chongqing. Los
comunistas, mientras tanto, negociaban secretamente con
los japoneses un pacto en China central, según el cual ellos
no atacarían los ferrocarriles si los japoneses se avenían a
no molestar a su Nuevo Cuarto Ejército en el campo.
La situación mundial era muy desfavorable para los
nacionalistas chinos, pues Stalin se había aliado con
Alemania y exigía a Chiang Kai-shek que se abstuviera de
entablar negociaciones con Gran Bretaña o Francia. El líder
soviético temía que los británicos intentaran, como los
chinos, obligarlo a entrar en una guerra con Japón. En
diciembre de 1939, durante la Guerra de Invierno contra
Finlandia, los nacionalistas se encontraron ante un
tremendo dilema cuando la Unión Soviética tuvo que
afrontar su expulsión de la Sociedad de Naciones por
aquella invasión. No querían provocar a Stalin, pero
tampoco podían utilizar su veto para salvarlo, pues habrían
enfurecido a las potencias occidentales. Al final, el
representante chino se abstuvo en la votación. Esto
provocó el enfado de Moscú, sin por otro lado satisfacer a
británicos y franceses. Los envíos soviéticos de material
militar cayeron drásticamente, y no volverían a ser los
mismos hasta un año después. Con el fin de presionar a
Stalin para que suavizara su postura, Chiang Kai-shek dejó
correr el rumor de que estaba dispuesto a negociar una paz
con Japón.
Sin embargo, la única esperanza que tenían en aquellos
momentos los nacionalistas eran cada vez más los Estados
Unidos, que habían comenzado a condenar la agresión
japonesa y a reforzar sus propias bases en el Pacífico. Pero
Chiang Kai-shek también debía afrontar dos conflictos
internos. El Partido Comunista de China, liderado por Mao,
se mostraba más firme y enérgico, declarando
implícitamente que iba a derrotar al Kuomintang cuando
finalizara la guerra chino-japonesa. Y el 30 de marzo de
1940, los nipones establecieron en Nanjing el «Gobierno
Nacional» del «Kuomintang Reformado» de Wang Jingwei,
a quien los verdaderos nacionalistas llamaban simplemente
«el traidor criminal».33 No obstante, les llenaba de
preocupación que el nuevo régimen pudiera ser reconocido
no solo por Alemania e Italia, únicos aliados europeos de
Japón, sino también por otras potencias extranjeras.
5
NORUEGA Y DINAMARCA
(enero-mayo de 1940)

En un principio, Hitler había pretendido que su ataque a los


Países Bajos y a Francia comenzara en noviembre de 1939,
en cuanto pudieran ser trasladadas las divisiones
desplegadas en Polonia. Sobre todo quería capturar
aeródromos y puertos en el Canal de la Mancha para
lanzarse contra Gran Bretaña, a la que consideraba su
enemigo más peligroso. Tenía muchísima prisa por obtener
una victoria decisiva en el oeste antes de que los Estados
Unidos estuvieran en posición de intervenir.
Los generales alemanes no veían con buenos ojos este
plan. En su opinión, la captura del ejército francés podía
conducir a un punto muerto parecido al de la Primera
Guerra Mundial. Alemania no disponía ni del combustible
ni de las materias primas necesarias para llevar a cabo una
campaña de tanta envergadura. Algunos altos oficiales
también eran reticentes a atacar países neutrales como
Holanda y Bélgica, pero todos esos escrúpulos morales —
como las pocas protestas que se dejaron oír por la matanza
de civiles polacos emprendida por la SS— fueron
rechazados enérgicamente por Hitler. El Führer se
enfureció aún más cuando le comunicaron que la
Wehrmacht corría el peligro de quedarse sin municiones,
sobre todo sin bombas, y sin carros de combate. Incluso
una breve campaña como la de Polonia había agotado sus
provisiones y puesto de relieve las deficiencias de los
tanques Mark I y Mark II.
Hitler achacó aquel fracaso al sistema de suministros
y abastecimiento del ejército, y al poco tiempo invitó al
Dr. Fritz Todt, su jefe de construcciones, a dirigir este
departamento. Y en una decisión característicamente suya,
decidió utilizar todas las reservas de materias primas «sin
tener en cuenta el futuro y en detrimento de los años de
guerra que estaban por venir».1 Podían ser recuperadas,
decía, en cuanto la Wehrmacht capturara las minas de
carbón y de hierro de Holanda, Bélgica, Francia y
Luxemburgo.2
En cualquier caso, a finales del otoño de 1939, las
nieblas y las brumas obligaron a Hitler a entender que la
Luftwaffe no podía proporcionar la ayuda vital necesaria
para llevar a cabo la empresa cuya fecha límite él había
fijado en el mes de noviembre. (Es muy tentador hacer
conjeturas de cómo habrían podido ir las cosas si Hitler
hubiera lanzado su ataque en noviembre en lugar de seis
meses después.) Fue entonces cuando el Führer ordenó que
se preparara un plan para atacar Holanda, país neutral, a
mediados de enero de 1940. Sorprendentemente, tanto los
holandeses como los belgas fueron advertidos de ello por
el ministerio de asuntos exteriores de Ciano en Roma. La
razón de este aviso hay que buscarla en el nerviosismo y el
enfado que provocó en muchos italianos, especialmente en
el ministro de asuntos exteriores de Mussolini, el conde
Ciano, el ímpetu bélico demostrado por los alemanes en
septiembre. Temían que su país se convirtiera en el primer
objetivo de los Aliados, y sufriera un ataque de los
británicos en el Mediterráneo. Además, el coronel Hans
Oster, un antinazi en el seno de la Abwehr (la inteligencia
militar alemana), filtró información al agregado militar de
Holanda en Berlín. Más tarde, el 10 de enero de 1940, un
avión de enlace alemán, que había perdido la orientación
debido a la intensa nubosidad, tuvo que hacer un aterrizaje
forzoso en suelo belga. El oficial de estado mayor de la
Luftwaffe que viajaba a bordo del aparato tenía una copia
del plan de atacar Holanda, e intentó quemarla, pero los
soldados belgas llegaron antes de que quedara
completamente destruida.
Curiosamente, este giro de los acontecimientos no
beneficiaría a los Aliados. Creyendo en la inminencia de
una invasión alemana, sus formaciones del nordeste de
Francia destinadas a la defensa de Bélgica se trasladaron
inmediatamente a la frontera, descartando así su propio
plan inicial. Hitler y el OKW se vieron obligados a
reconsiderar su estrategia. El nuevo proyecto se basaría en
la brillante idea del teniente general Erich von Manstein de
lanzar un ataque con divisiones panzer por las Ardenas, para
luego alcanzar la región del Canal, sorteando la retaguardia
de los ejércitos británico y francés en avance hacia
Bélgica. Aquella sucesión de aplazamientos inspiró un
falso sentimiento de seguridad en las fuerzas aliadas que
languidecían en la frontera francesa. Muchos soldados, e
incluso numerosos planificadores del Departamento de
Guerra británico, empezaron a creer que Hitler nunca haría
acopio del valor necesario para invadir Francia.
El gran almirante Raeder, a diferencia de los altos
oficiales del ejército, estaba totalmente de acuerdo con la
agresiva estrategia de Hitler. Fue incluso más allá, instando
al Führer a incluir en sus planes la invasión de Noruega para
proporcionar a la marina alemana un flanco desde el que
actuar contra los navíos británicos. Para ello utilizó el
argumento de que el puerto noruego de Narvik tenía que ser
capturado para garantizar el suministro de hierro sueco, tan
vital para las industrias de guerra alemanas. Había invitado a
Vidkun Quisling, líder noruego pronazi, a entrevistarse con
Hitler, logrando que aquel convenciera al Führer de la
importancia de una ocupación de Noruega por parte de
Alemania. La amenaza de una intervención de británicos y
franceses en Noruega, como parte de un plan de apoyo a
Finlandia, le preocupaba en grado sumo. Y si los británicos
establecían una presencia naval en el sur de Noruega,
podrían cortar el acceso al Báltico. Himmler también tenía
muchísimo interés en Escandinavia, pero como fuente de
los reclutamientos de su Waffen-SS. Sin embargo, los
intentos nazis de infiltrarse en los países escandinavos no
habían tenido el éxito esperado.
Los nazis desconocían que, en un principio, Churchill
había pretendido mucho más que simplemente sellar el
acceso al Báltico. El beligerante Primer Lord del Mar
había querido originalmente llevar la guerra al mismísimo
Báltico, enviando una flota a sus aguas, pero, por fortuna
para la Armada Real británica, la llamada Operación
Catherine fue descartada. Churchill también quiso
interrumpir el suministro de hierro sueco a Alemania desde
el puerto de Narvik, pero Chamberlain y el gabinete de
guerra se negaron rotundamente a violar la neutralidad
noruega.
Fue entonces cuando Churchill decidió asumir un
riesgo calculado. El 16 de febrero, el Cossack, un
destructor británico de la clase Tribal, interceptó en aguas
noruegas al buque de suministros del Graf Spee, el
Altmark, para liberar a los marineros de los navíos
mercantes británicos que llevaba a bordo el barco alemán
en calidad de prisioneros de guerra. «¡Ya ha llegado la
Armada!», el famoso grito con el que el grupo de abordaje
de marinos militares avisó de su presencia a sus
compatriotas encerrados en la bodega del barco, hizo
estallar de júbilo a una opinión pública inglesa que había
sufrido los inconvenientes de la guerra sin vivir plenamente
su dramatismo. En respuesta, la Kriegsmarine decidió
aumentar su presencia en el mar. Pero el 22 de febrero dos
destructores alemanes fueron atacados por aviones Heinkel
111 porque la Luftwaffe no había sido informada a tiempo
de que se encontraban en aquella zona. Los dos barcos de
guerra se fueron a pique tras ser alcanzados por las bombas
de sus fuerzas aéreas y chocar con unas minas.3
Poco tiempo después, los navíos de guerra alemanes
fueron obligados a regresar a puerto, aunque por razones
bien distintas. El 1 de marzo, Hitler dio orden de
prepararse para invadir Dinamarca y Noruega, operación
para la cual era imprescindible poder contar con todos los
buques de superficie disponibles. Su decisión de atacar
estos dos países alarmó tanto al ejército alemán como a la
Luftwaffe. Uno y otra consideraban que ya se enfrentaban a
una empresa suficientemente ardua y difícil con la invasión
de Francia. Una diversión de sus fuerzas a Noruega podía
resultar devastadora en aquellos momentos. Göring estaba
especialmente furioso, pero sobre todo porque habían
herido su orgullo. En su opinión, no había sido
debidamente consultado.
El 7 de marzo, Hitler firmó la orden. La situación
comenzaba a parecer cada vez más apremiante, pues los
informes de los vuelos de reconocimiento hablaban de que
la Armada Real británica estaba concentrando fuerzas en
Scapa Flow. Se suponía que aquello eran los preparativos
de un desembarco en la costa noruega. Pero, unos días más
tarde, la noticia de un acuerdo entre soviéticos y
finlandeses para poner fin a su conflicto produjo
sentimientos contradictorios en el alto mando alemán.
Incluso los planificadores de la Kriegsmarine, que durante
tanto tiempo habían insistido en la conveniencia de una
intervención en Noruega, empezaron a creer que la presión
había desaparecido, pues británicos y franceses ya no
tenían ninguna excusa para desembarcar en Escandinavia.
Pero Hitler y otros colaboradores suyos, como, por
ejemplo, el gran almirante Raeder, consideraron que los
preparativos estaban tan avanzados que había que seguir con
el plan de invasión. Además, una ocupación alemana sería
una manera efectiva de continuar presionando a los suecos
para que no interrumpieran el suministro de hierro. Y a
Hitler le agradaba la idea de una Alemania con bases
militares que pudieran vigilar atentamente la costa oriental
de Gran Bretaña y permitir el acceso al norte del Atlántico.
La invasión simultánea de Noruega (Operación
Weserübung Norte), con seis divisiones, y Dinamarca
(Operación Weserübung Sur), con dos divisiones y una
brigada de fusileros motorizada, quedó fijada para el 9 de
abril. Unos buques de transporte, escoltados por la
Kriegsmarine, desembarcarían a sus fuerzas en diversos
puntos, incluidas las ciudades de Narvik, Trondheim y
Bergen. El X Fliegerkorps de la Luftwaffe se encargaría de
lanzar paracaidistas y unidades aerotransportadas en otros
lugares, principalmente Oslo. Copenhague y otras siete
ciudades importantes danesas serían atacadas por tierra y
por mar. El OKW creía que estaba en una carrera por
Noruega en la que los británicos les pisaban los talones,
pero lo cierto es que les llevaban una cómoda ventaja.
Una vez firmado el pacto entre soviéticos y
finlandeses, Chamberlain, ignorando los planes de
Alemania, había cancelado el estado de emergencia para las
fuerzas expedicionarias anglo-francesas destinadas a
Noruega y Finlandia. Tomó esta decisión a pesar de los
consejos, en sentido contrario, del jefe del estado mayor
del imperio británico, general sir Edmund Ironside.
Angustiado por la idea de que la guerra pudiera extenderse
a los países neutrales de Escandinavia, Chamberlain tenía la
esperanza de que Alemania y la Unión Soviética enfriaran
sus relaciones. Pero era muy poco probable que la falta de
actuación de los aliados y la confianza en que podían hacer
la guerra siguiendo las normativas dictadas por la Sociedad
de Naciones lograran impresionar a alguien.
Daladier, que era todavía primer ministro de Francia,
abogó por seguir una estrategia mucho más contundente,
siempre y cuando no implicara convertir a su país en un
escenario de los combates. Incluso se mostró dispuesto a
correr el riesgo de entrar en guerra con la Unión Soviética
cuando propuso bombardear los yacimientos petrolíferos
de Bakú y el centro del Cáucaso, idea que horrorizó a
Chamberlain. También quiso ocupar la región minera de
Petsamo en el norte de Finlandia, próxima a la base naval
soviética de Murmansk. Además, defendió enérgicamente
el desembarco aliado en Noruega y el control absoluto del
mar del Norte para impedir que el hierro sueco llegara a
Alemania. Los británicos, sin embargo, sospecharon que lo
único que pretendía era trasladar la guerra a Escandinavia
para reducir las posibilidades de un ataque alemán contra
Francia. En parte, pensaban así porque Daladier se oponía
obstinadamente al plan británico de bloquear el tráfico
fluvial en el Rin con la colocación de minas. En cualquier
caso, Daladier se vería obligado a presentar su dimisión
como primer ministro el 20 de marzo. Paul Reynaud
asumió este cargo, y con el cambio de gobierno, Daladier
pasó a ocupar la cartera de Defensa.
Las constantes discusiones de los Aliados, en las que
cada uno intentaba imponer su propio plan de acción,
supusieron la pérdida de un tiempo precioso. Daladier
obligó a Reynaud a seguir oponiéndose al minado del Rin.
Los británicos accedieron a la propuesta francesa de minar
las aguas de la costa de Narvik, operación que se llevó a
cabo el 8 de abril. Churchill quería tener preparadas unas
fuerzas de desembarco, pues estaba seguro de la reacción
de los alemanes, pero Chamberlain, que no quería
precipitarse, se mantenía en sus trece.
Sin saberlo los británicos, una gran fuerza naval, con
soldados de infantería a bordo, ya había zarpado de
Wilhelmshaven el 7 de abril, rumbo a Trondheim y a
Narvik, en el norte de Noruega. A los cruceros de batalla
Gneisenau y Scharnhorst les acompañaban el crucero
pesado Admiral Hipper y catorce destructores. Otros
cuatro grupos navales se dirigían a puertos del sur de
Noruega.
Un avión británico avistó la principal fuerza
operacional a las órdenes del vicealmirante Lütjens. Los
bombarderos de la RAF lanzaron un ataque, pero sin
conseguir dañar al enemigo. La Home Fleet británica, o
Flota del Mar del Norte, a las órdenes de su almirante, sir
Charles Forbes, zarpó de Scapa Flow, pero estaba muy
lejos. La única fuerza naval en posición de interceptar al
enemigo era la que constituían el crucero de batalla inglés
Renown y su escolta de destructores, que en aquellos
momentos ayudaban en la colocación de minas frente a las
costas de Narvik. Uno de estos navíos, el Glowworm,
avistó un destructor alemán y fue tras él, pero Lütjens
envió al Hipper, que hundió al Glowworm embistiéndolo.
La Armada Real, decidida a concentrar sus fuerzas
para una gran batalla naval, ordenó el traspaso de tropas a
otros navíos de guerra listos para zarpar rumbo a Narvik y a
Trondheim. Pero la Flota del Mar del Norte no conseguía
interceptar la principal fuerza operacional enemiga. Este
hecho permitió que Lütjens pudiera enviar sus destructores
a Narvik, pero el 9 de abril, al amanecer, su escuadra naval
avistó el Renown, cuyos cañones de extraordinaria
precisión en alta mar causaron graves daños al Gneisenau y
al Scharnhorst, obligando a Lütjens a retirarse mientras se
procedía a la reparación urgente de sus barcos.
Los destructores alemanes, tras hundir dos pequeños
navíos de guerra noruegos, desembarcaron a sus tropas y
ocuparon Narvik. También el 9 de abril, el Hipper y sus
destructores desembarcaron a las tropas en Trondheim, y
otro contingente alemán entró en Bergen. Stavanger, por su
parte, fue tomada por fuerzas paracaidistas y dos batallones
de infantería aerotransportada. Oslo era un hueso mucho
más duro de roer, y la Kriegsmarine envió hacia la capital
el flamante crucero pesado Blücher y el acorazado de
bolsillo Lützow (el antiguo Deutschland). Las baterías
costeras y los torpedos noruegos hundieron el Blücher; el
Lützow tuvo que retirarse tras sufrir importantes daños.
La mañana siguiente, en Narvik, cinco destructores
británicos consiguieron entrar en los fiordos sin ser vistos.
Una fuerte nevada impidió que fueran localizados por los
submarinos alemanes que vigilaban aquellas aguas. En
consecuencia, sorprendieron a cinco destructores
alemanes que estaban repostando. Mandaron a pique dos de
ellos, pero luego fueron atacados por otros destructores
alemanes que se encontraban en unos fiordos vecinos. Dos
destructores de la Armada Real británica fueron hundidos,
y un tercero sufrió graves daños. Incapaces de salir de
aquella encrucijada, los demás buques ingleses tuvieron
que esperar hasta el 13 de abril a que el acorazado
Warspite y nueve destructores llegaran en su ayuda y los
rescataran tras acabar con todas las naves de guerra
alemanas que seguían en aquellas aguas.
En otras acciones que se desarrollaron a lo largo de la
costa, dos cruceros alemanes, el Königsberg y el
Karlsruhe, se fueron a pique; el primero bombardeado por
los aparatos aéreos Skua de un portaaviones británico, y el
segundo torpedeado por un submarino. El Lützow, que
como hemos indicado anteriormente sufrió graves daños,
tuvo que ser remolcado hasta Kiel. Pero este éxito parcial
de la Armada Real británica no impidió que a lo largo de
aquel mes fueran trasladados más de cien mil soldados
alemanes a Noruega.

La invasión de Dinamarca resultaría incluso más fácil para


Alemania. Los nazis consiguieron desembarcar tropas en
Copenhague antes de que saltara la alarma en las baterías
costeras danesas. El gobierno de este país escandinavo se
vio obligado a aceptar las condiciones impuestas por
Berlín. Los noruegos, sin embargo, nunca aceptaron la idea
de una «ocupación pacífica».4 El rey, que el 9 de abril
abandonó Oslo junto con el gobierno, ordenó la
movilización general. Aunque las fuerzas alemanas
capturaron muchas bases en una serie de ataques por
sorpresa, se vieron aisladas hasta la llegada de los
contingentes de refuerzo necesarios.
Debido a la decisión de la Armada Real británica de
desembarcar a las tropas el 9 de abril, los primeros
efectivos aliados no se echaron a la mar hasta dos días más
tarde. La impaciencia de Churchill, que constantemente
cambiaba de idea e interfería en las decisiones
operacionales para exasperación del general Ironside y de
la Armada Real, no contribuyó a mejorar la situación. Por
su parte, las tropas noruegas atacaron con gran arrojo a la
3.ª División de Montaña alemana. No obstante, como las
fuerzas nazis ya habían ocupado las ciudades de Narvik y
Trondheim, los desembarcos anglo-franceses tuvieron que
llevarse a cabo en sus flancos. Se consideró muy peligroso
emprender un ataque directo contra los puertos. No fue
hasta el 28 de abril cuando comenzaron a desembarcar los
primeros efectivos aliados, compuestos por tropas
británicas y dos batallones de la Legión Extranjera
francesa, apoyados por una brigada polaca. Capturaron
Narvik y consiguieron destruir el puerto, pero la
supremacía aérea de la Luftwaffe frustró la operación
aliada. En el curso del mes siguiente, el ataque alemán
contra los Países Bajos y Francia obligaría a los Aliados a
evacuar a sus tropas del flanco norte, forzando la rendición
de las fuerzas noruegas.
La familia real y el gobierno de Noruega pusieron
rumbo a Inglaterra para continuar la guerra desde allí. La
obsesión de Raeder por Noruega, que él mismo se había
encargado de contagiar a Hitler, se revelaría, sin embargo,
una bendición con sus pros, pero también con muchos
contras, para la Alemania nazi. A lo largo de toda la guerra,
el ejército nunca dejó de lamentarse de que la ocupación de
Noruega obligaba a mantener en este país un contingente de
tropas excesivo, que podía ser de mucha más ayuda en
otros frentes. Desde el punto de vista aliado, la campaña de
Noruega fue un desastre mucho mayor. Aunque la Armada
Real británica logró hundir la mitad de los destructores de
la Kriegsmarine, el conjunto de la operación fue el peor
ejemplo de una cooperación entre distintos cuerpos e
instituciones. Muchos altos oficiales también pensaron que
el entusiasmo mal dirigido de Churchill estaba influenciado
por un deseo secreto de borrar el recuerdo de su campaña
de los Dardanelos en la Primera Guerra Mundial. Como el
propio Churchill reconocería más tarde, él fue más
responsable del desastre ocurrido en Noruega que Neville
Chamberlain. Pero por una de esas crueles ironías de la
política, aquel revés supondría su nombramiento como
primer ministro en sustitución de Chamberlain.

En la frontera francesa, la «extraña guerra» —la «phoney


war» de los ingleses, la «drôle de guerre», que decían los
franceses, o, como la llamaban los alemanes, la
«Sitzkrieg»— duraba mucho más de lo que Hitler había
planeado. El Führer contemplaba con desprecio al ejército
francés, y estaba convencido de que la resistencia
holandesa no tardaría en desvanecerse. Todo lo que
necesitaba era un plan acertado que reemplazara el que los
belgas habían pasado a los Aliados.
Los altos oficiales más importantes no veían con
agrado el intrépido proyecto del general von Manstein, y
trataron de descartarlo. Pero Manstein, cuando por fin pudo
acceder a Hitler, defendió enérgicamente su idea de que
una invasión de Holanda y Bélgica obligaría a las fuerzas
británicas y francesas a dar un paso adelante y cruzar la
frontera franco-belga.5 Entonces podían ser rodeadas con
un ataque relámpago de las tropas alemanas que salieran de
las Ardenas y las que cruzaran el Mosa en dirección al
estuario del Somme y Boulogne. Hitler se aferró a este
plan, pues necesitaba dar un golpe contundente y decisivo.
Como era propio de él, más tarde afirmaría que aquella idea
era la que siempre había tenido en mente.
La Fuerza Expedicionaria Británica, con cuatro
divisiones, había tomado posiciones a lo largo de la
frontera con Bélgica en octubre de 1939. En mayo de 1940
había aumentado sus efectivos con una división acorazada y
diez divisiones de infantería, siempre a las órdenes del
general John Vereker, vizconde de Gort, conocido como
lord Gort, quien, a pesar de estar al mando de un número
tan considerable de fuerzas, debía acatar las órdenes del
comandante francés del frente del nordeste, el general
Alphonse Georges, y del general Maurice Gamelin,
comandante en jefe francés, cuya desconfianza resultaba
curiosa y notable. No había ningún mando conjunto aliado
como en la Primera Guerra Mundial.
El mayor problema al que tuvieron que enfrentarse
tanto Gort como Georges fue la obstinada negativa del
gobierno belga a poner en entredicho su neutralidad, pese a
estar perfectamente al corriente del plan alemán de invadir
su país. Gort y las formaciones francesas apostadas en la
frontera tenían, pues, que esperar a que los alemanes
atacaran Bélgica para poder dar un paso adelante. Los
holandeses, que habían conseguido mantenerse neutrales
durante la Primera Guerra Mundial, estaban aún más
decididos a no provocar a los alemanes haciendo planes
conjuntos con los franceses o con los belgas. Sin embargo,
confiaban en que las fuerzas aliadas acudieran en ayuda de
su pequeño ejército mal pertrechado cuando comenzaran
los combates. Consciente de sus limitaciones, el Gran
Ducado de Luxemburgo, aunque simpatizara con los
Aliados, sabía que solo podía cerrar sus fronteras e indicar
al invasor alemán que se estaba violando su neutralidad.
En la planificación de su estrategia, los franceses
cometieron otro error de gravísimas consecuencias. La
línea Maginot, que Francia consideraba inexpugnable, se
extendía solo desde la frontera con Suiza hasta el extremo
sur de la frontera con Bélgica al otro lado de las Ardenas.
Ni el estado mayor francés ni el británico imaginaron que
los alemanes se atreverían a cruzar esta región tan boscosa
para lanzar un ataque relámpago. Los belgas advirtieron a
los franceses de este peligro, pero el arrogante general
Gamelin descartó semejante posibilidad. Reynaud, que
llamaba a Gamelin «el filósofo sin sangre en las venas»,6
quería destituirlo, pero Daladier, como ministro de defensa
y de la guerra, insistió en mantenerlo en el cargo. A la hora
de tomar decisiones, la parálisis afectaba incluso a las
esferas más altas.
En Francia, apenas se ocultaba el escaso apoyo a la
guerra. Las declaraciones de Alemania, en el sentido de que
Gran Bretaña había obligado a los franceses a entrar en
guerra para que luego cargaran con el peso de los
combates, tenían un efecto realmente corrosivo. Incluso el
estado mayor francés, a las órdenes del general Gamelin,
mostraba poco entusiasmo. Y su gesto, absolutamente
inapropiado, de realizar en septiembre un avance limitado
hasta Saarbrücken había sonado prácticamente como un
insulto a los polacos.
La mentalidad defensiva de Francia repercutió en su
organización militar. En su mayoría, las unidades de
tanques francesas, aunque técnicamente no eran inferiores
a las alemanas, habían recibido un adiestramiento
insuficiente. Aparte de tres divisiones mecanizadas —se
creó a toda prisa una cuarta a las órdenes del coronel
Charles de Gaulle—, los franceses tenían sus carros de
combate repartidos entre las distintas formaciones de
infantería. Al igual que los británicos, carecían de
suficientes cañones antitanque efectivos —al de dos libras
británico solía llamársele «lanzaguisantes»—, y sus
comunicaciones por radio eran, como poco, primitivas. En
una guerra de movimientos, los teléfonos de campaña y los
terminales fijos iban a resultar de muy poca utilidad.
Las fuerzas aéreas francesas seguían encontrándose en
un estado lamentable. Durante la crisis de Checoslovaquia
de 1938, el general Vuillemin había escrito a Daladier para
advertirle de que la Luftwaffe iba a destruir con facilidad
todas sus escuadrillas. Desde entonces, apenas se habían
llevado a cabo unas cuantas mejoras. Por esta razón los
franceses confiaban en que la RAF asumiera la mayor parte
de las operaciones aéreas, pero el mariscal del Aire sir
Hugh Dowding, jefe del Mando de Cazas, era totalmente
reacio al despliegue de sus aparatos en Francia. Aducía que
su principal objetivo era la defensa del Reino Unido y que,
en cualquier caso, los aeródromos franceses carecían de
baterías antiaéreas eficaces. Además, ni la RAF ni las
fuerzas aéreas francesas se habían preparado para llevar a
cabo conjuntamente misiones de apoyo para su infantería.
Durante la campaña de Polonia, los Aliados no habían
aprendido esta lección, al igual que otras muchas, como,
por ejemplo, que la Luftwaffe estaba perfectamente
capacitada para lanzar implacables ataques preventivos
contra los aeródromos, o que el ejército alemán tenía un
talento especial para realizar ataques relámpago con sus
blindados con el fin de desorientar al enemigo.
Tras varios aplazamientos más, en parte debidos a la
campaña de Noruega y también a los desfavorables
pronósticos meteorológicos de los días inmediatamente
anteriores, se decidió por fin que había llegado el momento
de comenzar la invasión alemana en el oeste. El día «X» iba
a ser el viernes, 10 de mayo. Hitler, con su habitual falta de
modestia, predijo la «mayor victoria en la historia del
mundo».7
6
LA OFENSIVA EN EL
OESTE
(mayo de 1940)

El jueves, 9 de mayo, hizo un hermoso día primaveral en


prácticamente todo el norte de Europa. Un corresponsal de
guerra pudo ver cómo un grupo de soldados belgas
plantaban pensamientos alrededor de su cuartel.1 Corría el
rumor de un inminente ataque alemán, pues habían llegado
informes que hablaban de movimientos de tropas en
Hannover y del montaje de puentes de pontones cerca de la
frontera, informes de los que Bruselas no hacía ningún
caso. Al parecer, muchos pensaban que Hitler se disponía a
lanzar un ataque por el sur para ocupar los Balcanes, no por
el noroeste. En cualquier caso, pocos imaginaban que iba a
invadir de un plumazo cuatro países: Holanda, Bélgica,
Luxemburgo y Francia.
En París, la vida seguía siendo la misma de siempre.
Raras veces la capital se había visto tan bella. Los castaños
lucían la exuberancia de su follaje. Los cafés estaban
repletos de clientes. Sin ironía aparente, la canción
J'attendrai continuaba siendo el éxito del momento. El
hipódromo de Auteuil seguía con sus carreras de caballos,
y los salones del Ritz eran el punto de encuentro de
elegantes damas. Lo que resultaba más sorprendente eran
los numerosos oficiales y soldados que iban y venían por
las calles de la ciudad.2 Hacía poco que el general Gamelin
había vuelto a autorizar la concesión de permisos. Por una
curiosa coincidencia, Paul Reynaud, el primer ministro,
había presentado su dimisión aquella misma mañana al
presidente Lebrun, pues Daladier seguía negándose a
destituir al comandante en jefe de las fuerzas francesas.
En Gran Bretaña, los noticiarios de la BBC
informaron de que la noche anterior treinta y tres
parlamentarios conservadores habían votado en contra del
gobierno de Chamberlain en la Cámara de los Comunes tras
un debate sobre el fracaso en Noruega. La arenga de Leo
Amery atacando a Chamberlain tendría unas consecuencias
funestas para el primer ministro. Terminaba citando las
palabras pronunciadas por Cromwell a los miembros del
Parlamento Largo en 1653: «Y yo digo que os vayáis, que
nos dejéis en paz de una vez. En el nombre de Dios,
¡marchad!» En medio de la agitación de la cámara, con
gritos de «¡Marchad! ¡Marchad! ¡Marchad!», Chamberlain,
conmocionado, abandonó el lugar, tratando de ocultar sus
sentimientos.
A lo largo de aquel día tan soleado, los políticos de
Westminster y los clubes de St. James discutían acerca de
cuál era el siguiente paso que debía darse, unos de manera
acalorada, otros sin perder la compostura. ¿Quién iba a ser
el sucesor de Chamberlain? ¿Churchill? ¿O tal vez lord
Halifax, secretario de exteriores? Para la mayoría de los
conservadores, Edward Halifax era la elección más lógica.
Muchos de ellos seguían desconfiando de Churchill, al que
consideraban un disidente peligroso e incluso carente de
escrúpulos. No obstante, Chamberlain continuaba haciendo
lo posible por mantenerse en el cargo. Recurrió al Partido
Laborista, proponiendo una coalición, pero recibió una
brusca respuesta: ellos no estaban dispuestos a colaborar
con un gobierno presidido por él. Aquella misma tarde
Chamberlain se vio obligado a afrontar el hecho de que
debía presentar su dimisión. Fue así como Gran Bretaña se
encontró inmersa en un limbo político la víspera de la gran
ofensiva de Alemania por el oeste.
En Berlín, Hitler dictaba la proclamación que dirigiría
a los ejércitos del frente occidental al día siguiente. «La
batalla que hoy empieza determinará el destino de la nación
alemana para los próximos mil años», terminaba diciendo
en su arenga.3 A medida que iba acercándose la hora,
aumentaba su optimismo, sobre todo tras el éxito alcanzado
en la campaña de Noruega. Pronosticaba que Francia se
rendiría en apenas seis semanas. Pero lo que más le
entusiasmaba era el asalto con planeadores que había sido
programado para atacar la fortaleza de Eben-Emael,
próxima a la frontera holandesa. Su tren especial, el
Amerika, partió aquella misma tarde para trasladarlo a los
nuevos cuarteles generales del Führer, a los llamados
Felsennest o «nido de las rocas», en las boscosas montañas
de Eifel, cerca de las Ardenas. A las 21:00, todos los
cuerpos de ejército recibieron la contraseña esperada:
«Danzig». Los boletines meteorológicos habían
confirmado que al día siguiente habría muy buena
visibilidad para la Luftwaffe. Todo se había desarrollado
con tanto secretismo que, después de los innumerables
aplazamientos de la fecha de ataque, algunos oficiales no
estaban con sus regimientos cuando llegó la orden de
ponerse en marcha.
En el norte, por las dos márgenes del Rin, el XVIII
Ejército alemán estaba preparado para entrar en Holanda y
avanzar hacia Ámsterdam y Rotterdam. Una tercera fuerza
se dirigiría hacia la costa por el norte de Tilburg y Breda.
Más al sur se encontraba el VI Ejército del Generaloberst
Walther von Reichenau. Sus objetivos eran Amberes y
Bruselas. El Grupo de Ejércitos A del Generaloberst von
Rundstedt, con un total de cuarenta y cuatro divisiones,
contaba con el mayor número de carros blindados. El IV
Ejército del Generaloberst Günther von Kluge entraría en
Bélgica para avanzar hacia Charleroi y Dinant. La ofensiva
lanzada por todos estos ejércitos contra los Países Bajos
desde el este iba a atraer inmediatamente a las fuerzas
británicas y francesas hacia el norte para unirse a belgas y
holandeses. Llegado este punto, se pondría en marcha el
plan Sichelschnitt, o «golpe de hoz», de Manstein. El XII
Ejército del Generaloberst Wilhelm List avanzaría a través
del norte de Luxemburgo y las Ardenas belgas para cruzar
el río Mosa por el sur de Givet, cerca de Sedán, escenario
del gran desastre de Francia de 1870.
Una vez cruzado el Mosa, el grupo panzer, a las
órdenes del general de caballería Ewald von Kleist, se
dirigiría hacia Amiens, Abbeville y el estuario del Somme
en el Canal de la Mancha. Con este movimiento se
conseguiría aislar a la BEF, o Fuerza Expedicionaria
Británica, y al VII, I y IX Ejército francés. Mientras tanto,
el XVI Ejército alemán avanzaría por el sur de Luxemburgo
para proteger el flanco izquierdo de las fuerzas de Kleist,
pues este quedaba expuesto. El Grupo de Ejércitos C del
Generaloberst von Leeb, con otros dos ejércitos, se
encargaría de mantener la presión sobre la línea Maginot
por el sur con el fin de que los franceses no pudieran enviar
fuerzas al norte para rescatar a sus tropas atrapadas en
Flandes.
El Sichelschnitt, o «golpe de hoz», de Manstein, un
ataque envolvente por la izquierda, era, pues, la versión
opuesta del plan Schlieffen de 1914, un ataque envolvente
por la derecha, que los franceses creían que el enemigo iba
a utilizar una segunda vez. El almirante Wilhelm Canaris de
la Abwehr organizó una campaña de desinformación
sumamente efectiva, haciendo correr en Bélgica y en otros
lugares el rumor de que ese era precisamente el plan de los
alemanes. Manstein estaba convencido de que Gamelin iba
a enviar el grueso de sus fuerzas móviles a Bélgica, pues
estas se habían trasladado inmediatamente a la frontera
cuando, a raíz del accidente aéreo, cayeron en manos de los
aliados los documentos de los alemanes con su plan de
ataque. (Muchos altos oficiales aliados creerían más tarde
que aquel accidente aéreo había sido programado
astutamente por los alemanes, cuando en realidad se trató
de un verdadero accidente, como queda confirmado por la
reacción furibunda de Hitler al tener noticia del hecho.) En
cualquier caso, el plan de Manstein de atraer a los aliados
hacia Bélgica jugaba con otra obsesión de los franceses. El
general Gamelin, como la mayoría de sus compatriotas,
prefería que los combates se desarrollaran en territorio
belga en lugar del Flandes francés, región que durante la
Primera Guerra Mundial había sufrido una gran
devastación.
Hitler tuvo también mucho interés en que las fuerzas
especiales y las tropas aerotransportadas entraran en
acción. En octubre del año anterior había convocado al
teniente general Kurt Student a la Cancillería del Reich, y
le había ordenado que preparara una serie de unidades para
capturar los puentes más importantes del canal Alberto y la
principal fortaleza belga, Eben-Emael, utilizando grupos de
asalto en planeadores. Los comandos de élite
Brandenburgo vestidos con uniformes holandeses debían
asegurar los puentes, y otros disfrazados de turista habrían
de infiltrarse en Luxemburgo justo antes de que empezara
la ofensiva. Pero el principal ataque sorpresa se lanzaría
contra tres aeródromos de los alrededores de La Haya con
unidades de la 7, FallschirmjägerDivision (División
Paracaidista) y la 22, LuftlandeDivision (División de
Infantería Aerotransportada) a las órdenes del
Generalmajor conde Hans von Sponeck. Su objetivo era
capturar la capital holandesa y hacer prisioneros a los
miembros del gobierno y de la familia real.
Los alemanes habían producido muchísimo «ruido»
diversivo: corrían rumores de una concentración en
Holanda y Bélgica, de ataques directos a la línea Maginot e
incluso de la posibilidad de que optaran por rodear dicha
línea por el sur, violando la neutralidad de Suiza. Gamelin,
convencido de que el ataque alemán a Holanda y Bélgica
iba a ser la principal ofensiva enemiga, descuidó el sector
de los alrededores de las Ardenas, seguro de que sus
montañas sumamente boscosas resultaban «impenetrables».
Sin embargo, sus caminos y senderos tenían la anchura
suficiente para los tanques alemanes, y su dosel arbóreo
dominado por hayas, abetos y robles constituía el escondite
perfecto para el Panzergruppe von Kleist.
El Generaloberst von Rundstedt había recibido del
experto en fotografías de reconocimiento destinado a su
cuartel general la confirmación de que las posiciones
defensivas francesas que cubrían el Mosa no habían sido ni
mucho menos terminadas. A diferencia de la Luftwaffe, que
organizaba constantemente vuelos de reconocimiento por
las líneas aliadas, las fuerzas aéreas francesas se negaban a
sobrevolar territorio alemán. No obstante, el servicio de
inteligencia militar de Gamelin, el llamado Deuxième
Bureau, tenía una imagen sumamente precisa de cómo iba
a ser el orden de batalla alemán. Había localizado al grueso
de las divisiones panzer en Eifel, al otro lado de las
Ardenas, y también había descubierto que los alemanes
estaban interesados en las rutas que, desde Sedán, se
dirigían a Abbeville. El 30 de abril, el agregado militar
francés en Berna, advertido por los eficaces servicios de
espionaje suizos, informó al cuartel general de Gamelin de
que los alemanes iban a lanzar su ataque entre el 8 y el 10
de mayo, y de que Sedán estaría en el «eje principal» de su
avance.4
Sin embargo, Gamelin y otros altos oficiales
franceses se mantenían en sus trece, sin querer ver aquella
amenaza. «Francia no es Polonia», insistían. El general
Charles Huntziger, cuyo II Ejército era responsable del
sector de Sedán, contaba solo con tres divisiones de
tercera en esta zona del frente. Era perfectamente
consciente de lo mal preparados que estaban sus reservistas
y del poco entusiasmo que demostraban por el combate. Le
imploró a Gamelin que le enviara otras cuatro divisiones
porque las defensas no estaban preparadas, pero el
generalísimo francés se negó. Algunos relatos, sin
embargo, acusan a Huntziger de mostrar una actitud
complaciente, y dicen que el general André Corap, al
mando del IX Ejército, que se encontraba cerca de las
fuerzas de Huntziger, fue más consciente del peligro que se
corría.5 En cualquier caso, las posiciones de hormigón que
daban al Mosa, construidas por contratistas civiles, ni
siquiera disponían de aspilleras que miraran en la dirección
adecuada. Los campos de minas y las alambradas que hacían
de barrera eran totalmente inapropiados, y la propuesta de
bloquear con árboles talados el paso por los caminos y
senderos del bosque en la margen derecha del río fue
rechazada para no impedir un posible avance de la
caballería francesa.

En la madrugada del viernes, 10 de mayo, llegaron a


Bruselas noticias que hablaban de un ataque inminente. Por
toda la ciudad comenzaron a sonar los teléfonos. La policía
fue de hotel en hotel para pedir a los porteros de noche que
despertaran a todo el personal militar que estuviera alojado
en su establecimiento. Los oficiales, vistiéndose a toda
prisa, se lanzaron a las calles en busca de un taxi para
reunirse con su regimiento o llegar a su cuartel general. Al
amanecer, aparecieron los aviones de la Luftwaffe en el
cielo de la ciudad. Los cazas biplanos belgas despegaron
para interceptarlos, pero poco podían hacer con su
anticuada maquinaria. El fuego de las baterías antiaéreas
despertó a la población civil de Bruselas.
También de madrugada llegaron al cuartel general de
Gamelin noticias sobre el movimiento del enemigo, pero
apenas se les prestó atención, pensando que se trataba
simplemente de una nueva falsa alarma. El comandante en
jefe no fue despertado hasta las 06:30. Su Grand Quartier
General en la fortaleza medieval de Vincennes, en el
extremo este de París, se encontraba lejos del campo de
batalla, pero cerca del centro de poder. Gamelin era un
militar politizado, que había aprendido a conservar su
posición en el mundo bizantino de la Tercera República. A
diferencia de Maxime Weygand, el general derechista
acérrimo al que había sustituido en 1935, el deifico
Gamelin había evitado que se le tachara de
antirrepublicano.
Gamelin, al que se le atribuía la planificación de la
batalla del Marne en 1914 siendo un brillante y joven
oficial del estado mayor, en aquellos momentos era ya un
hombre de sesenta y ocho años, de pequeña estatura,
quisquilloso, vestido siempre con unos pantalones de
montar perfectamente confeccionados. Muchos destacaban
la sorprendente flojedad con la que estrechaba la mano.
Disfrutaba del ambiente elitista que se creaba con sus
oficiales favoritos del estado mayor, con los que compartía
intereses intelectuales y hablaba de arte, filosofía y
literatura como si juntos estuvieran representando una obra
de teatro francesa sumamente intelectual, alejados del
mundo real. Como no creía en las comunicaciones por
radio, y tampoco tenía una, las órdenes de prepararse para
entrar en Bélgica fueron transmitidas por teléfono. Aquella
mañana, el generalísimo francés estaba totalmente
convencido de que los alemanes estaban jugando a su favor.
Un oficial del estado mayor vio cómo tarareaba una marcha
militar mientras iba y venía por los pasillos del cuartel
general.
La noticia del ataque también había llegado a Londres.
Un ministro del gabinete acudió al Almirantazgo a las
06:00 para entrevistarse con Winston Churchill, al que
encontró fumando un puro mientras desayunaba huevos con
tocino. El futuro primer ministro estaba a la espera de
recibir noticias de la decisión de Chamberlain, quien, como
el rey y muchos líderes conservadores, quería que lord
Halifax lo sucediera si él tenía que dimitir. Pero Halifax,
que tenía un profundo sentido del servicio público, creyó
que Churchill podía ser un líder más apropiado en tiempos
de guerra, y rechazó el cargo. Además, Churchill había
hecho hincapié en que, como miembro de la Cámara de los
Lores, Halifax no podría dirigir eficazmente el gobierno
desde fuera de la Cámara de los Comunes. Aquel día, en
Gran Bretaña, el drama del cambio político eclipsó los
acontecimientos mucho más graves que estaban
produciéndose al otro lado del Canal de la Mancha.

El plan de Gamelin consistía en que el VII Ejército del


general Henri Giraud avanzara por la costa desde la
izquierda del frente, pasando por la región de Amberes,
para reunirse con el ejército holandés en las inmediaciones
de Breda. El hecho de incluir esta formación en su plan de
avance hacia los Países Bajos sería una de las causas
principales del desastre que estaba por venir, pues el VII
Ejército constituía su única fuerza de reserva en el
nordeste de Francia. Los holandeses habían confiado en
recibir más ayuda, una idea que pecaba claramente de
exceso de optimismo tras su negativa a coordinar la
estrategia a seguir y debido a la distancia que había con la
frontera francesa.
Según el llamado Plan D (por el río Dyle) de Gamelin,
un contingente belga formado por veintidós divisiones
defendería el río Dyle desde Amberes hasta Lovaina. La
Fuerza Expedicionaria de Gort, con sus nueve divisiones de
infantería y una división blindada, se colocaría a su derecha
para encargarse de la defensa del Dyle al este de Bruselas,
desde Lovaina hasta Wavre. En el flanco sur de la BEF, el I
Ejército francés del general Georges Blanchard se ocuparía
de la zona comprendida entre Wavre y Namur, mientras que
el IX Ejército del general Corap cubriría el río Mosa desde
el sur de Namur hasta el oeste de Sedán. Los alemanes
estaban perfectamente al corriente de todos los detalles,
pues habían podido descifrar el sistema de codificación
francés con suma facilidad.6
Gamelin había dado por hecho que las tropas belgas
encargadas de la defensa del canal Alberto desde Amberes
hasta Maastricht iban a poder frenar el avance alemán el
tiempo suficiente para que los aliados pudieran alcanzar las
que creían que eran unas posiciones defensivas
perfectamente preparadas. Sobre el papel, el plan Dyle
parecía un compromiso satisfactorio, pero al final no supo
pronosticar la velocidad, la implacabilidad y la diversión
que caracterizaron el conjunto de operaciones de la
Wehrmacht. Las lecciones de la campaña de Polonia
simplemente habían servido de muy poco.
Una vez más, la Luftwaffe lanzó al amanecer una serie
de ataques preventivos contra varios aeródromos de
Holanda, Bélgica y Francia. Los cazas Messerschmitt
abrieron fuego contra los aviones franceses aparcados. Los
pilotos polacos se escandalizaron ante «la desidia de los
franceses»7 y su falta de entusiasmo a la hora de
enfrentarse al enemigo. Los escuadrones de la RAF se
precipitaron a sus aparatos en cuanto recibieron la orden,
pero, una vez en el aire, no sabían qué rumbo tomar. Sin un
buen radar, el control de tierra poco podía ayudar. No
obstante, aquel día los Hurricane de la RAF consiguieron
abatir treinta bombarderos alemanes, aunque no tuvieron
que enfrentarse a ninguna escolta de cazas alemanes, y la
Luftwaffe no volvió a repetir semejante error.
Los pilotos más valientes fueron los de los obsoletos
bombarderos ligeros de un solo motor Fairey Battle cuya
misión fue atacar una columna alemana que avanzaba por
Luxemburgo. Lentos y pobremente armados, eran unos
aparatos peligrosamente vulnerables tanto al fuego de los
cazas como al de la artillería de tierra del enemigo. De un
total de treinta y dos, trece fueron abatidos, y el resto
sufrió diversos daños. Aquel día, los franceses perdieron
cincuenta y seis aviones de ochocientos setenta y nueve, y
la RAF cuarenta y nueve de trescientos ochenta y cuatro.
Las fuerzas aéreas holandesas perdieron la mitad de sus
aparatos en una sola mañana. Pero la batalla no fue solo
perjudicial para un bando. La Luftwaffe perdió ciento
veintiséis aviones, en su mayoría Junker 52 de transporte.8
La mayoría de las misiones de la Luftwaffe tuvieron
como objetivo Holanda, con la esperanza de conseguir que
este país abandonara rápidamente la contienda, pero
también para reforzar la impresión de que la gran
acometida llegaba por el norte. Todo ello formaba parte de
lo que más tarde Basil Liddell Hart denominaría la «táctica
de la muleta del torero» para atraer a las fuerzas móviles de
Gamelin y hacerles caer en la trampa.
En lo que puede calificarse como una innovación en el
arte de la guerra, los aviones de transporte Junker 52,
escoltados por cazas Messerschmitt, comenzaron a realizar
lanzamientos de tropas de asalto aerotransportadas. Su
misión principal, a saber, la captura de La Haya con
unidades de la 7. FallschirmjägerDivision y la 22,
Luftlande División, acabó, sin embargo, en un costoso
fracaso. Muchos de estos lentos aviones de transporte
fueron derribados mientras volaban a su destino, y ni
siquiera la mitad de ellos pudo alcanzar uno de los tres
aeródromos de la capital holandesa. Las unidades
holandesas respondieron a la ofensiva, causando numerosas
bajas entre los paracaidistas alemanes, y la familia real y el
gobierno lograron huir del país. Otros destacamentos de las
dos divisiones enemigas pudieron hacerse con el
aeródromo de Waalhaven, cerca de Rotterdam, así como
con varios puentes de importancia capital. Pero en el este,
las tropas holandesas reaccionaron con mucha rapidez y
volaron los puentes de los alrededores de Maastricht antes
de que los comandos alemanes, vestidos con uniformes
holandeses, pudieran capturarlos.
Se cuenta que en su Felsennest, Hitler lloró de alegría
cuando fue informado de que los aliados estaban
dirigiéndose a la trampa belga. Además, se sentía exultante
porque el grupo de asalto de Koch con sus planeadores
había logrado caer exactamente en el glacis de la fortaleza
de Eben-Emael, en la confluencia del Mosa y el canal
Alberto, resistiendo en el bastión hasta la llegada del VI
Ejército al día siguiente. Otros destacamentos paracaidistas
capturaron varios puentes del canal Alberto, y en poco
tiempo los alemanes pudieron abrir brechas en las primeras
líneas defensivas. Aunque había fallado la principal
operación aerotransportada contra La Haya, lo cierto es
que el lanzamiento de fuerzas paracaidistas en el interior de
Holanda había conseguido crear gran pánico y confusión.
Empezaron a correr rumores que hablaban del lanzamiento
de paracaidistas vestidos de monjas y de caramelos
envenenados para que los cogieran los niños, así como de
quintacolumnistas que hacían señales desde las ventanas de
los áticos: un fenómeno espeluznante que infectó Bélgica,
Francia y, más tarde, Gran Bretaña.

En Londres, el gabinete de guerra se reunió al menos en


tres ocasiones a lo largo de aquel día. En un principio,
Chamberlain pretendió permanecer en el cargo de primer
ministro, haciendo hincapié en que no convenía cambiar el
gobierno mientras siguiera librándose una batalla al otro
lado del Canal de la Mancha, pero cuando se confirmó que
el Partido Laborista no estaba dispuesto a apoyarlo, supo
que no le quedaba más remedio que presentar la dimisión.
Halifax volvió a rechazar el cargo, de modo que
Chamberlain tuvo que dirigirse al palacio de Buckingham
para comunicarle al rey Jorge que debía llamar a Churchill.
El monarca, triste y deprimido por la decisión de su amigo
Halifax, no tenía otra alternativa.
Una vez confirmado en el cargo, sin pérdida de tiempo
Churchill volvió a centrar su atención en la guerra y en el
avance de la BEF en territorio belga. Como avanzadilla de
reconocimiento, el 12.° Regimiento de Lanceros Reales
había sido el primero en ponerse en marcha a las 10:20 con
sus vehículos blindados. A lo largo del día les siguió la
mayor parte de las demás unidades británicas. La primera
columna de la 3.ª División fue detenida en la frontera por
un oficial belga desinformado que exigió ver la
«autorización para entrar en Bélgica».9 Un camión derribó
simplemente la barrera, dejando libre el paso. Casi todas
las carreteras que conducían a Bélgica se llenaron de
columnas de vehículos militares que se dirigían hacia el
norte, a la línea del río Dyle, a la que llegó el 12.° de
Lanceros a las 18:00 horas.
La concentración de las fuerzas de la Luftwaffe
primero en los ataques a los aeródromos y luego en el
asalto a Holanda supuso que, en su avance hacia Bélgica,
los ejércitos aliados se libraran al menos de sufrir
bombardeos aéreos. Por lo visto, los franceses fueron los
que más tardaron en reaccionar. 10 Muchas de sus
formaciones no se pusieron en marcha hasta última hora de
la tarde. Y con esta tardanza cometieron un grave error,
pues enseguida las carreteras se vieron bloqueadas por los
refugiados que venían en la dirección opuesta. Por otro
lado, su VII Ejército avanzó a toda prisa por la costa del
Canal hacia Amberes, pero cuando llegó al sur de Holanda
no tardó en sufrir los constantes bombardeos de las fuerzas
de la Luftwaffe concentradas en dicho país.
Los belgas salieron de bares y cafeterías para ofrecer
una jarra de cerveza a los soldados que, con el rostro
enrojecido por el calor, avanzaban en una jornada tan
calurosa como aquella. Un gesto que, aunque generoso, no
fue bien recibido por todos los oficiales y suboficiales.
Algunas unidades británicas cruzaron Bruselas al
anochecer. «Los belgas se echaron a la calle para darles la
bienvenida», contaba un observador, «y los soldados les
devolvían el saludo desde los camiones y los vehículos
blindados de transporte de tropas. Todos llevaban lilas: lilas
purpúreas en el casco, en el cañón del fusil o en el
portaequipo de combate. Sonreían y con la mano hacían
gestos levantando el pulgar; gestos que, al principio,
dejaron estupefactos a los belgas, pues para ellos tenían un
significado muy vulgar, aunque no tardaron en
identificarlos con un signo de seguridad y de confianza. Era
un espectáculo impresionante, un espectáculo conmovedor.
Esta máquina militar avanzaba con toda su potencia, eficaz
y silenciosamente, mientras la policía militar británica la
guiaba por los cruces de las calles, como si estuvieran
atravesando Londres en una hora punta».11

La gran batalla, sin embargo, se libraría en el sureste, en las


Ardenas, contra el Grupo de Ejércitos A de Rundstedt. Las
grandes columnas de vehículos de esta formación se
adentraron sigilosamente en sus bosques, cuya espesura
impedía que pudieran ser avistadas por la aviación aliada.
Un grupo de cazas Messerschmitt sobrevolaba la zona
dispuesto a atacar a los bombarderos y a los aviones de
reconocimiento enemigos. Los vehículos y los tanques que
se averiaban eran empujados fuera de la calzada. Se
observaba estrictamente el orden de marcha y, a pesar de
los temores de muchos oficiales de estado mayor, el
sistema funcionó mucho mejor de lo esperado. Todos los
vehículos del Panzergruppe von Kleist llevaban una
pequeña «K» de color blanco delante y atrás para indicar
que tenían prioridad absoluta. En cuanto aparecía uno de
ellos, la infantería y todos los demás vehículos de
transporte tenían que echarse a un lado para permitirle el
paso.
A las 04:30, el general de las Panzertruppen Heinz
Guderian, comandante del XIX Cuerpo, había acompañado
a la 1.ª División Panzer en su avance a Luxemburgo. Los
comandos de élite Brandenburgo ya se habían apoderado de
importantes puentes y cruces de carretera. Los gendarmes
luxemburgueses apenas tuvieron tiempo de indicar que la
Wehrmacht estaba violando la neutralidad de su país antes
de ser detenidos. El gran duque y su familia consiguieron
salir de su pequeño estado, sin que el enemigo los
reconociera.
Al norte, el XLI Panzerkorps avanzó siguiendo el
curso del Mosa hasta Monthermé, y más al norte, a su
derecha, el XV Cuerpo del general Hermann Hoth,
encabezado por la 7.ª División Panzer de Erwin Rommel,
se dirigió a Dinant. Sin embargo, para su consternación (y
para desconcierto de Kleist), varias divisiones panzer
tuvieron que interrumpir la marcha y retrasar su llegada
porque los zapadores belgas pertenecientes al regimiento
de Chasseurs ardennais habían volado varios puentes.
Al amanecer del 11 de mayo, la 7.ª División Panzer de
Rommel, con la 5.ª División Panzer detrás y a su derecha,
volvió a avanzar y llegó al río Ourthe. Las fuerzas
destacadas de la caballería francesa consiguieron volar el
puente a tiempo, pero luego se vio obligada a retirarse tras
un enérgico enfrentamiento con el enemigo. Los zapadores
alemanes no tardaron en construir un puente de pontones, y
pudo continuar el avance hacia el Mosa. Rommel se dio
cuenta de que en los combates entre su división y los
franceses, a los suyos les iba mucho mejor si abrían fuego
inmediatamente con todo lo que tuvieran a mano.
En el sur, el XLI Panzerkorps del teniente general
Georg-Hans Reinhardt, de camino a Bastogne y luego a
Monthermé, había tenido que interrumpir su avance
después de que parte de las fuerzas de Guderian se
encontraran con su vanguardia. El XIX Cuerpo de Guderian
vivió un momento de confusión, debido en cierta medida a
un cambio de órdenes. Pero también reinó cierta confusión
en la avanzadilla de la caballería francesa, formada por
unidades montadas y tanques ligeros. Aunque cada vez era
más evidente la implacabilidad con la que avanzaban los
alemanes hacia el Mosa, las fuerzas aéreas francesas no
realizaron ninguna salida. La RAF envió ocho Fairey Battle
más. Siete fueron destruidos, principalmente por la
artillería terrestre.
Los aviones aliados que atacaron los puentes de
Maastricht y del canal Alberto en el noroeste también
salieron mal parados. No obstante, sus misiones fueron
demasiado pocas y se llevaron a cabo demasiado tarde. El
XVIII Ejército alemán ya se había adentrado en territorio
holandés, donde las defensas flaqueaban. El VI Ejército de
Reichenau había cruzado el canal Alberto y dejado atrás
Lieja, mientras que otro cuerpo avanzaba hacia Amberes.
La Fuerza Expedicionaria Británica, que se había
situado a lo largo del Dyle, un río sumamente estrecho, y
las formaciones francesas que avanzaban hacia sus
posiciones no parecían un objetivo de la Luftwaffe. Este
hecho preocupaba a los oficiales más perspicaces, que
comenzaron a preguntarse si no estarían cayendo en una
trampa. Sin embargo, lo más inquietante en aquel momento
era la lentitud con la que se veía obligado a avanzar el I
Ejército francés, circunstancia que se había visto agravada
porque seguía aumentando el número de refugiados belgas
que ocupaban las carreteras. Y las escenas que se vivían en
las calles de Bruselas indicaban que aquel flujo no iba a
parar de crecer. «A pie, en coche o en carro, montados en
burro, en sillas de ruedas o subidos a una carretilla. Había
jóvenes en bicicleta, ancianos, ancianas, criaturas de todas
las edades, campesinas con pañuelos en la cabeza, subidas
en carretas cargadas de colchones, muebles y cacharros.
Una larga fila de monjas, con el rostro enrojecido y bañado
en sudor bajo la toca, levantaba una nube de polvo con sus
largos hábitos grises... Las estaciones de tren recordaban
las de Rusia durante la revolución, con gente durmiendo en
el suelo o acurrucada contra la pared, con mujeres
sujetando entre sus brazos a niños llorosos, con hombres
pálidos y exhaustos».12

El 12 de mayo, leyendo los periódicos de Londres o París,


daba la impresión de que había logrado detenerse el avance
alemán. El Sunday Chronicle decía en sus titulares:
«Desesperación en Berlín».13 Pero lo cierto es que las
fuerzas alemanas habían cruzado Holanda y alcanzado la
costa, y lo que quedaba del ejército de este país estaba
retirándose al triángulo formado por Amsterdam, Utrecht y
Rotterdam. Y el VII Ejército del general Giraud, que había
podido llegar al sur de Holanda, seguía sufriendo los
constantes ataques de la Luftwaffe.
En Bélgica, el cuerpo de caballería del general René
Prioux, avanzadilla del tan rezagado I Ejército, pudo
responder al ataque de las unidades panzer alemanas que
avanzaban en un amplísimo frente a lo largo del Dyle. Pero,
una vez más, las escuadrillas aéreas aliadas que intentaban
bombardear puentes y columnas fueron abatidas por los
cañones cuádruples de 20 mm de los grupos de artillería
antiaérea alemanes.
Para aparente resentimiento de las fuerzas alemanas
que se esforzaban por cruzar el Mosa, los noticiarios de las
emisoras de radio de Alemania hacían hincapié
exclusivamente en las batallas libradas en Holanda y en el
norte de Bélgica. Apenas se hablaba del ataque principal en
el sur. Esta estratagema formaba parte del plan de diversión
concebido para distraer la atención de los aliados de la
zona de Sedán y de Dinant. Gamelin seguía negándose a ver
la amenaza que se cernía sobre el alto Mosa, a pesar de las
numerosas advertencias en este sentido, pero el general
Alphonse Georges, comandante en jefe del frente del
noreste, un anciano militar de rostro triste muy admirado
por Churchill, intervino para dar prioridad aérea al sector
de Huntziger en las inmediaciones de Sedán. Georges,
odiado por Gamelin, no había logrado recuperarse
plenamente de las graves heridas sufridas en el pecho en
1934, en el atentado que se saldó con la vida del rey
Alejandro de Yugoslavia.
No contribuyó a mejorar las cosas la confusa cadena
de mandos del ejército francés, concebida principalmente
por Gamelin en su firme determinación de socavar la
posición de su ayudante. Pero incluso Georges reaccionó
demasiado tarde a la amenaza. Las unidades francesas que
se encontraban al noreste del Mosa fueron obligadas a
replegarse al otro lado del río, algunas en absoluto
desorden. La 1.ª División Panzer de Guderian entró en
Sedán sin apenas encontrar oposición. Las tropas francesas
en retirada pudieron volar al menos los puentes de la
ciudad, pero los cuerpos de zapadores alemanes ya habían
demostrado su pericia y rapidez en la construcción de
viaductos.
Aquella tarde, la 7.ª División Panzer de Rommel
también llegó al cauce del río Mosa en las inmediaciones
de Dinant. Aunque la retaguardia belga voló el puente
principal, los granaderos de la 5.ª División Panzer habían
descubierto una vieja presa en Houx. Ocultas por una densa
niebla, varias compañías cruzaron aquella noche el río y
establecieron una cabeza de puente. El IX Ejército de
Corap no consiguió trasladar a tiempo las tropas necesarias
para defender el sector.

El 13 de mayo, las fuerzas de Rommel trataron de cruzar el


Mosa por otros dos puntos, pero se vieron sorprendidas
por el fuego de algunos grupos de soldados regulares
franceses que disparaban desde óptimas posiciones.
Rommel acudió a estos pasos próximos a Dinant con su
vehículo de ocho ruedas blindado para estudiar la situación.
Como sus blindados no llevaban bombas de humo, ordenó a
sus hombres que prendieran fuego a unas casas
aprovechando que el viento soplaba en dirección a las
posiciones enemigas. A continuación, hizo traer tanques
más pesados Mark IV y mandó que abrieran fuego contra
las posiciones francesas al otro lado del río para cubrir el
paso de la infantería con sus pesados botes de asalto de
goma. «En cuanto se pusieron en el agua las primeras
embarcaciones, estalló un infierno», escribió un oficial del
batallón de reconocimiento de la 7.ª División Panzer. «Los
francotiradores y la artillería pesada comenzaron a
practicar su puntería con los hombres indefensos de los
botes. Con nuestros tanques y nuestra artillería intentamos
neutralizar al enemigo, pero estaba muy bien parapetado. Y
cesó el ataque de la infantería».14
Ese día marcó el comienzo de la leyenda de Rommel.
A ojos de sus soldados, estuvo prácticamente en todas
partes: subido en los tanques para dirigir el fuego, al lado
de los grupos de zapadores y en el agua cruzando el río por
su propio pie. Su energía y su arrojo hicieron que sus
hombres no se desanimaran en un momento en que el
ataque habría podido perder fácilmente intensidad. Llegado
un punto, asumió el mando de un batallón de infantería al
otro lado del Mosa cuando hicieron su aparición los
tanques franceses. Tal vez forme parte del mito, pero se
cuenta que Rommel ordenó a sus hombres, que carecían de
armamento antitanque, disparar bengalas contra los carros
armados. Las tripulaciones de los blindados franceses,
creyendo que se trataba de proyectiles perforadores,
optaron inmediatamente por retirarse. Los alemanes
sufrieron graves pérdidas, pero aquella noche Rommel
había conseguido establecer dos cabezas de puente, una en
Houx y otra en las inmediaciones de Dinant, en el
disputado paso donde había tenido lugar el duro
enfrentamiento. Sin perder tiempo, sus zapadores se
pusieron a construir puentes de pontones para que los
tanques pudieran atravesar el río.
Mientras se preparaba a uno y otro lado de Sedán para
cruzar el Mosa, Guderian mantuvo una fuerte discusión con
su superior, el Generaloberst von Kleist. Había decidido
arriesgarse, desobedeciendo sus instrucciones, y
convencido a la Luftwaffe de apoyar su plan con una
concentración masiva de aviones del II Cuerpo Aéreo y el
VIII Cuerpo Aéreo. Este último estaba a las órdenes del
Generalmajor Wolfram Freiherr von Richthofen, primo
del famoso «Barón Rojo» y antiguo comandante de la
Legión Cóndor responsable de la destrucción de Guernica.
Serían los Stuka de Richthofen los que, con sus ataques en
picado y el estridor de sus «trompetas de Jericó», causarían
estragos en la moral de las tropas francesas que defendían
el sector de Sedán.
Sorprendentemente, la artillería francesa, que tenía
ante sí una gran concentración de vehículos y soldados
alemanes hacia los que apuntar, había recibido la orden de
limitar los disparos para ahorrar munición. Su comandante
pensó que los alemanes tardarían dos días más en poder
cruzar el río con sus cañones de campaña. Aún no sabía que
los Stuka se habían convertido en la artillería volante de las
puntas de lanza blindadas, y los Stuka atacaron las
posiciones de sus cañones con notable precisión. Cuando
la ciudad de Sedán pareció convertirse en una hoguera
debido al incesante bombardeo, los alemanes se
precipitaron al río con sus pesados botes de asalto de goma
y comenzaron a remar enérgicamente. Sufrieron muchas
bajas, pero al final varios efectivos avanzados alcanzaron la
orilla opuesta y atacaron los búnkeres de hormigón con
lanzallamas y cargas explosivas de control remoto.
Cuando empezó a caer la noche, se propagó entre los
aterrados reservistas franceses el rumor de que estaban a
punto de quedarse completamente aislados porque los
tanques enemigos ya habían podido cruzar el río. Las
comunicaciones entre unidades y comandantes habían
quedado prácticamente bloqueadas, pues durante los
bombardeos las líneas de los teléfonos de campaña habían
sufrido graves daños. Los franceses empezaron a retirarse:
primero su artillería, y más tarde el propio comandante de
la división. Aquello se convirtió en un verdadero sauve-
qui-peut, «sálvese quien pueda». Los montones de
munición que habían guardado como un tesoro para otro día
cayeron en manos del enemigo sin que se disparara un solo
tiro. Los reservistas de más edad, los llamados
«cocodrilos», habían logrado sobrevivir a la Primera
Guerra Mundial y no tenían la más mínima intención de
morir en aquellos momentos en lo que consideraban un
combate injusto. Los panfletos del Partido Comunista
francés contra la guerra habían hecho mella en muchos de
ellos, pero más aún la propaganda alemana que afirmaba
que los británicos los habían metido en esa guerra. La
solemne promesa que en marzo había tenido que hacer
Reynaud al gobierno de Londres en el sentido de que
Francia nunca buscaría sola una paz con Alemania no hizo
más que aumentar sus sospechas.
Los generales franceses, cegados por su gran victoria
de 1918, se vieron superados por los acontecimientos.
Gamelin, durante su visita aquel día al cuartel general de
Georges, seguía pensando que el ataque principal iba a
llegar por Bélgica. No fue hasta el anochecer cuando se
enteró de que los alemanes habían cruzado el Mosa.
Ordenó entonces que el II Ejército de Huntziger organizara
una contraofensiva, pero este general ya había trasladado a
sus formaciones. Era demasiado tarde: solo podían
emprenderse ataques aislados.
En cualquier caso, Huntziger no había sabido
interpretar cuáles eran las verdaderas intenciones de
Guderian. Dio por hecho que con el ataque relámpago se
pretendía asestar un duro golpe en el sur para luego ir
rodeando la línea Maginot desde el otro lado de la frontera.
En consecuencia, reforzó el flanco derecho de sus tropas,
mientras Guderian avanzaba por su debilitada izquierda. La
caída de Sedán, con todas sus reminiscencias de la
rendición de Napoleón III, aterró a los comandantes
franceses. A primera hora de la mañana del día siguiente,
14 de mayo, el capitán André Beaufre, que acompañaba al
general Doumenc, llegó al cuartel general de Georges. «El
ambiente que se respiraba era como el de una casa en la que
acaba de morir uno de los miembros de la familia»,
escribiría más tarde. «¡En Sedán han abierto una brecha en
nuestro frente!», exclamó Georges desesperado ante los
recién llegados. «¡Se ha producido un desastre!». Y el
general, exhausto, se dejó caer en una silla y rompió a
llorar.15
Con tres cabezas de puente alemanas, una en los
alrededores de Sedán, otra a la altura de Dinant y la tercera,
más pequeña, entre una y otra ciudad, en las inmediaciones
de Monthermé, donde el XLI Panzerkorps de Reinhardt
comenzaba a recuperar el tiempo perdido tras un duro
combate, estaba a punto de abrirse una brecha de casi
ochenta kilómetros en el frente francés. De haber
reaccionado con mayor celeridad, los comandantes
franceses habrían tenido muchas probabilidades de
conseguir aplastar las puntas de lanza alemanas. En el
sector de Sedán, el general Pierre Lafontaine de la 55.ª
División ya había recibido dos regimientos de infantería
más y otros dos batallones de tanques ligeros, pero no dio
la orden de contraatacar hasta nueve horas después. Los
batallones de blindados también se vieron ralentizados por
los soldados de la 51.ª División que, en su huida,
bloqueaban las carreteras, así como por las deficientes
comunicaciones. Durante la noche, los alemanes no habían
querido perder tiempo trasladando más tanques al otro lado
del Mosa. Los carros de combate franceses entraron por
fin en acción a primera hora de la mañana, pero fueron
destruidos en su mayoría. Mientras tanto, la catástrofe
vivida por la 51.ª División había sembrado el pánico entre
las formaciones vecinas.
Aquella mañana, las fuerzas aéreas aliadas enviaron
ciento cincuenta y dos bombarderos y doscientos cincuenta
cazas para atacar los puentes de pontones que cruzaban el
Mosa. Pero resultaba muy difícil dar en el blanco en unos
objetivos tan pequeños, numerosas escuadrillas de cazas
Messerschmitt de la Luftwaffe sobrevolaban la zona y las
baterías antiaéreas alemanas abrían fuego constantemente
con gran precisión. El porcentaje de pérdidas de la RAF fue
el más elevado de su historia: de un total de setenta y un
bombarderos, cuarenta fueron derribados. Desesperados,
los franceses decidieron enviar algunos de sus obsoletos
bombarderos, que fueron destruidos. Georges ordenó el
avance de dos formaciones que aún no habían sido probadas
en el campo de batalla, a saber, una división blindada y una
división de infantería motorizada, a las órdenes del general
Jean Flavigny, avance que se vio retrasado por la falta de
combustible. Flavigny debía lanzar un ataque desde el sur
contra la cabeza de puente de Sedán, pues Georges, al igual
que Huntziger, pensaba que la principal amenaza se
encontraba a la derecha.
Intentó efectuarse otra contraofensiva por el norte,
contra la cabeza de puente de Rommel, con la 1.ª División
blindada. Pero, una vez más, los refugiados belgas que
colapsaban las carreteras, y la imposibilidad de los
camiones cisterna de abrirse paso entre la multitud,
supusieron una sucesión de retrasos que tendría
consecuencias nefastas. A la mañana siguiente, 15 de mayo,
la punta de lanza de Rommel sorprendió a los franceses
mientras repostaban sus tanques pesados B1. En medio del
caos comenzó una batalla, en la que las tripulaciones de los
blindados galos estaban en clara desventaja. Rommel dejó
que la 5.ª División Panzer continuara el combate, y siguió
avanzando. De haber estado preparados, los tanques
franceses habrían podido obtener una victoria importante.
Al final, aunque consiguió destruir casi un centenar de
tanques alemanes, la 1.ª División blindada francesa había
sido prácticamente aniquilada al finalizar el día, sobre todo
por la acción de los cañones antitanque alemanes.

Las fuerzas aliadas que se encontraban en los Países Bajos


aún eran poco conscientes de la amenaza que se cernía
sobre su retaguardia. El 13 de mayo, mientras se replegaba,
el Cuerpo de Caballería del general Prioux libró con arrojo
una batalla decisiva junto al río Dyle, donde estaba
posicionándose el resto del I Ejército de Blanchard.
Aunque los tanques Somua de Prioux estaban bien
blindados, las tácticas y la pericia de los artilleros
alemanes fueron superiores, y la ausencia de radios en los
tanques franceses se convirtió en un gravísimo
inconveniente. Tras perder prácticamente la mitad de sus
fuerzas en los duros enfrentamientos, el valiente Cuerpo de
Caballería de Prioux se vio obligado a emprender
definitivamente la retirada. Sus condiciones le impedían
lanzar un ataque por el sureste para cerrar la brecha abierta
en las Ardenas como pretendía Gamelin.
El VII Ejército francés comenzó a replegarse hacia
Amberes tras avanzar inútilmente hasta Breda para unirse a
las fuerzas holandesas que habían quedado aisladas. A pesar
de su falta de preparación y de armamento, las tropas
holandesas combatieron con arrojo contra la 9.ª División
Panzer que intentaba llegar a Rotterdam. El comandante del
XVIII Ejército alemán vivió aquella férrea resistencia con
frustración, pero al final, aquella noche, los tanques
alemanes consiguieron abrirse paso.
Al día siguiente, los holandeses negociaron la
rendición de Rotterdam, pero los alemanes no informaron
debidamente de este hecho a la Luftwaffe, que organizó una
gran incursión para bombardear la ciudad. Más de
ochocientos civiles perdieron la vida. El ministro de
asuntos exteriores holandés comunicó aquella noche que
habían perecido en el ataque treinta mil personas,
declaración que causó un gran estremecimiento tanto en
París como en Londres. En cualquier caso, el general Henri
Winkelman, comandante en jefe de las fuerzas holandesas,
decidió rendirse al XVIII Ejército alemán para evitar más
pérdidas humanas. Cuando recibió la noticia, Hitler ordenó
inmediatamente que se organizara una marcha triunfal por
las calles de Ámsterdam con unidades de la SS
Leibstandarte Adolf Hitler y de la 9.ª División Panzer.
Al dictador alemán le divirtió, y también le exasperó,
recibir un telegrama del kaiser Guillermo II, que seguía
exiliado en Holanda, en la ciudad de Apeldoorn. «Mi
Führer», decía. «Deseo expresarle mis felicitaciones, en la
esperanza de que, bajo su maravilloso liderazgo, sea
restaurada completamente la monarquía alemana». La idea
de que el soberano depuesto esperara de él que se pusiera a
jugar a ser Bismarck, «al que él mismo destituyó para
desgracia de Alemania», le llenaba de estupor. «¡Menudo
idiota!», comentó Hitler a Linge, su ayuda de cámara.16

El contraataque francés previsto para el 14 de mayo contra


el sector oriental de la posición avanzada de Sedán fue
aplazado primero y suspendido más tarde por el general
Flavigny, comandante en jefe del XXI Cuerpo. Este tomó la
desastrosa decisión de dividir las fuerzas de la 3.ª División
blindada simplemente para crear una línea defensiva entre
Chémery y Stonne. Huntziger seguía convencido de que los
alemanes se dirigían hacia el sur para rodear la línea
Maginot. En consecuencia, mandó que su ejército diera la
vuelta para bloquear el paso hacia el sur. Con esto lo único
que se consiguió fue dejar expedito el paso hacia el oeste.
El general von Kleist, cuando fue informado del envío
de refuerzos franceses, mandó a Guderian que se detuviera
hasta la llegada de más formaciones para proteger aquel
flanco. Tras una nueva y violenta discusión, Guderian
consiguió convencerlo de que podía seguir su avance con la
1.ª y la 2.ª División Panzer, siempre y cuando se enviaran la
10.ª División Panzer y el regimiento de infantería
Grossdeutschland, a las órdenes del conde von Schwerin,
contra la localidad de Stonne, situada en lo alto de una
estratégica colina. A primera hora del 15 de mayo, el
Grossdeutschland se lanzó al ataque sin esperar a la 10.ª
División Panzer. Las tripulaciones de los tanques de
Flavigny respondieron a la ofensiva, y la aldea cambió de
manos varias veces en el curso del día, sufriendo ambos
bandos importantes pérdidas. En las angostas calles de la
localidad, los cañones antitanque del Grossdeutschland
consiguieron al final imponerse a los tanques pesados B1
de los franceses, y llegaron los granaderos de la 10.ª
División Panzer para apoyar a los exhaustos soldados de
infantería alemanes. En las filas del Grossdeutschland
hubo ciento tres muertos y cuatrocientos cincuenta y nueve
heridos. Sería la pérdida más grave que iban a sufrir los
alemanes a lo largo de toda la campaña.
El general Corap empezó la operación de retirada de
su IX Ejército, pero esto dio lugar a una rápida
desintegración de las defensas y vino a abrir aún más la
brecha en el frente. Por el centro, el Panzerkorps de
Reinhardt no solo pudo alcanzar a los otros dos el 15 de
mayo, sino que su 6.ª División Panzer les sacó una gran
ventaja, cuando realizó un avance de sesenta kilómetros
hasta Montcornet que dejó partida en dos a la desdichada
2.ª División blindada de los franceses. Fue este duro golpe
en la retaguardia lo que convenció al general Robert
Touchon, que trataba de reunir un nuevo VI Ejército para
cerrar la brecha abierta en el frente, de que ya era
demasiado tarde. Así pues, el militar galo ordenó a sus
formaciones que se retiraran al sur del río Aisne. En
aquellos momentos apenas quedaban fuerzas francesas
entre los tanques alemanes y la costa del Canal de la
Mancha.
Guderian había recibido la orden de no avanzar hasta la
llegada de un número suficiente de divisiones de infantería
al otro lado del Mosa. A todos sus superiores —Kleist,
Rundstedt o Halder— les inquietaba muchísimo que la
punta de lanza alemana se extendiera en un frente
demasiado amplio y quedara expuesta a una contraofensiva
francesa desde el sur. Incluso a Hitler le preocupaba en
grado sumo esta posibilidad. Pero Guderian se dio cuenta
del caos reinante en las filas francesas. Ante él se abría una
oportunidad demasiado buena para dejarla escapar. Así
pues, la operación que ha sido descrita erróneamente como
una estrategia propia de la guerra relámpago (Blitzkrieg),
fue, en gran medida, improvisada sobre el terreno.
Las puntas de lanza alemanas comenzaron a avanzar a
toda prisa, encabezadas por sus batallones de
reconocimiento provistos de motocicletas con sidecar y
vehículos blindados de ocho ruedas. Capturaron puentes
que los franceses no habían tenido tiempo de volar. Las
exhaustas tripulaciones de sus carros de combate, vestidas
con su uniforme negro, presentaban un aspecto sucio y
desaliñado. Rommel apenas permitía que sus hombres de la
7.ª y la 5.ª División Panzer descansaran, o incluso que
perdieran tiempo reparando los vehículos. La mayoría de
los soldados se mantenían activos ingiriendo pastillas de
metanfetamina e imaginando una victoria abrumadora.
Todas las tropas francesas que encontraban a su paso
estaban tan aturdidas que se rendían inmediatamente. No
tenían más que decirles que bajaran los brazos y siguieran
caminando hacia adelante para que la infantería alemana que
venía más atrás se hiciera cargo de ellas.
El segundo grupo invasor que seguía a las divisiones
blindadas alemanas era la infantería motorizada. Alexander
Stahlberg, por entonces teniente de la 2.ª División de
Infantería (Motorizada), pero más tarde ayudante de campo
de Manstein, pudo ver «los despojos de un ejército francés
derrotado: vehículos acribillados a balazos, tanques
averiados e incendiados, cañones abandonados y una
sucesión de destrucción infinita».17 Los alemanes pasaban
por aldeas deshabitadas, y su temor de topar con un
enemigo de carne y hueso no era mayor que el que hubieran
podido experimentar durante las maniobras. Más atrás
venían los soldados de infantería de a pie, cuyas botas
echaban humo, pues los oficiales los obligaban a apretar el
paso para no quedar rezagados. «Marchar, marchar.
Siempre adelante, siempre al oeste», escribiría uno de
ellos en su diario.18 Hasta sus caballos estaban «muertos de
cansancio».
Si Hitler hubiera llevado adelante sus planes en el
otoño anterior, la invasión de Francia hubiera sido, casi con
certeza, un desastre. El éxito en Sedán supuso un verdadero
milagro para el ejército alemán, que andaba escaso de
municiones. La Luftwaffe disponía solo de bombas para
catorce días de combate. Además, sus formaciones
motorizadas y blindadas se habrían visto en una situación
sumamente delicada. Un año antes simplemente no existían
aún los tanques más pesados Mark III y Mark IV, que fueron
capaces de enfrentarse con éxito a los carros de combate
franceses y británicos. Y para adiestrar debidamente a sus
fuerzas, especialmente a los oficiales de un ejército que
había pasado de los cien mil a los cinco millones y medio
de efectivos, fue también de vital importancia poder contar
con unos meses más.19

El 14 de mayo, en Londres, ni siquiera el gabinete de


guerra podía imaginarse cuál era la verdadera situación al
oeste del Mosa. Por pura coincidencia, Anthony Edén,
secretario de estado de guerra, anunció aquel día la
creación de un nuevo cuerpo, el de Voluntarios Locales de
Defensa (bautizado al poco tiempo con el nombre de
Guardia Nacional). En menos de una semana, unos
doscientos cincuenta mil hombres solicitaron su ingreso
en él. Pero el gobierno de Churchill empezó a darse cuenta
de la magnitud de la crisis cuando aquella tarde, a última
hora, recibió un telegrama de París firmado por Reynaud.
El primer ministro francés solicitaba otros diez
escuadrones de cazas británicos para proteger a sus tropas
de los ataques de los Stuka. Reconocía que los alemanes
habían abierto una brecha al sur de Sedán y decía que, en su
opinión, las fuerzas enemigas avanzaban hacia París.
El general Ironside, jefe del estado mayor imperial,
dio la orden de enviar un oficial de enlace al cuartel general
de Gamelin o al de Georges. Apenas llegaban noticias del
frente, por lo que Ironside llegó a la conclusión de que
Reynaud «se había dejado llevar un poco por la histeria».20
Pero lo cierto es que el primer ministro francés no tardaría
en darse cuenta de que la situación era mucho más
catastrófica que lo que había temido en un primer
momento. Daladier, ministro de la guerra, acababa de
hablar con Gamelin, cuya tranquilidad y suficiencia se
habían visto trastocadas por un informe en el que se
comunicaba la desintegración del IX Ejército. En él
también se indicaba que el Panzerkorps de Reinhardt había
llegado a Montcornet. Aquella noche, a última hora,
Reynaud convocó una reunión con Daladier y el gobernador
militar de París en el ministerio del interior: si el enemigo
avanzaba hacia la capital francesa, tenían que trazar un plan
para mantener la ley y el orden, y evitar que cundiera el
pánico entre la población.
A las 07:30 de la mañana siguiente, una llamada
telefónica de Reynaud despertó a Churchill. «Hemos sido
derrotados», exclamó el francés. El primer ministro
británico, aún medio dormido, no pudo reaccionar
inmediatamente a aquella noticia. «Nos han vencido; hemos
perdido la batalla», recalcó Reynaud. «¿Seguro? No puede
haber ocurrido tan deprisa...», respondió Churchill. «Han
abierto una brecha en el frente cerca de Sedán; están
entrando masivamente con sus tanques y sus vehículos
blindados», replicó Reynaud, quien, según Roland de
Margerie, su asesor de asuntos exteriores, también añadió:
«El camino que conduce a París ha quedado despejado.
Envíennos todos los aviones y todas las tropas que
puedan».21
Churchilll decidió volar a París con la intención de
modificar la decisión de Reynaud, pero primero convocó
una reunión del gabinete de guerra para hablar sobre la
posibilidad de enviar otros diez escuadrones de cazas.
Tenía la firme determinación de hacer todo lo posible por
ayudar a los franceses. Pero el jefe del Estado Mayor del
Aire y del Mando de Caza de la RAF, el mariscal sir Hugh
Dowding, se opuso enérgicamente al envío de más aparatos
aéreos. Tras una acalorada discusión, se levantó de la silla,
fue hasta Churchill y le colocó delante un papel en el que
se especificaba el porcentaje de pérdidas posibles,
basándose en los percances ocurridos hasta entonces. En
menos de diez días no iba a quedar ni un Hurricane en
Francia o en Gran Bretaña. Aquello dejó estupefactos a los
miembros del gabinete, que, sin embargo, consideraron que
había que enviar otros cuatro escuadrones a Francia.
El gabinete de guerra tomó también otra decisión. El
Mando de Bombardeo debía participar por fin en la
ofensiva contra territorio alemán. Tenía que organizar una
incursión al Ruhr en represalia por el ataque a Rotterdam
de la Luftwaffe. Fueron pocos los aviones que dieron con
su objetivo, pero esta misión supondría el primer paso de
una campaña de bombardeos estratégicos.
Sumamente preocupado por la posible caída de
Francia, Churchill envió un telegrama al presidente
Roosevelt con la esperanza de causarle un gran sobresalto
que lo llevara a unirse a la causa aliada. «Como sin duda
sabrá, el panorama se ha oscurecido de un plumazo. Si es
necesario, continuaremos la guerra solos, no nos da miedo.
Pero confío en que sepa darse cuenta, Sr. Presidente, de
que la voz y la fuerza de los Estados Unidos perderán todo
su peso si permanecen reprimidas durante demasiado
tiempo. Con asombrosa rapidez, puede encontrarse con una
Europa completamente sometida y nazificada, y esta es una
carga que probablemente no podremos soportar».22
Roosevelt contestó con amabilidad y cortesía, pero sin
comprometerse a intervenir. Churchill redactó otra carta,
haciendo hincapié en la firme determinación de Gran
Bretaña de «perseverar hasta el final, independientemente
de cómo acabe la gran batalla que se libra en Francia», y,
una vez más, insistió en la necesidad de que los
norteamericanos prestaran inmediatamente su ayuda.
Como seguía viendo que Roosevelt no se daba cuenta
de lo dramática que era la situación, el 21 de mayo el
primer ministro escribió otro mensaje, que no supo si
enviar o no. Aunque insistía en que su gobierno nunca
aceptaría rendirse, planteaba otro peligro. «Si los
miembros del actual gobierno caen, y vienen otros a
parlamentar en medio de la ruina y el desastre, no puede
usted ignorar el hecho de que la única moneda de cambio
que les quedará para negociar con Alemania será la flota, y
si nuestro país fuera abandonado a su destino por los
Estados Unidos, nadie tendrá derecho a acusar de nada a los
responsables que en ese momento alcancen el mejor
acuerdo posible para los supervivientes. Perdóneme, Sr.
Presidente, por exponer esta posible pesadilla con tanta
claridad. Evidentemente, no puedo responder de lo que
hagan mis sucesores, que, si llega el caso, probablemente
se vean obligados por la desesperación y la impotencia a
doblegarse a la voluntad de Alemania».23
Al final, Churchill decidió enviar este telegrama, pero,
como observaría más tarde, su táctica del miedo, dando a
entender que los navíos de guerra de la Marina Real
británica podrían quedar en manos de los alemanes, y el
peligro que esto supondría para los Estados Unidos,
resultaría contraproducente. Su objetivo era socavar el
convencimiento que tenía Roosevelt de que Gran Bretaña
estaba decidida a librar sola aquella batalla, y el Presidente
planteó, junto con sus asesores, la posibilidad de trasladar
la Armada inglesa a Canadá. Llegó incluso a ponerse en
contacto con William Mackenzie King, primer ministro de
este país, para tratar del asunto. Unas semanas después,
este error de cálculo de Churchill tendría trágicas
consecuencias.

El 16 de mayo, Churchill voló por la tarde a París. Ignoraba


que Gamelin había telefoneado a Reynaud para decirle que
los alemanes tal vez llegaran a la capital aquella misma
noche. Estaban ya cerca de Laon, a menos de ciento veinte
kilómetros de distancia. El gobernador militar aconsejó la
evacuación inmediata de todos los miembros de la
administración. En los ministerios comenzaron a apilarse
en los patios montones de expedientes para prenderles
fuego, mientras los funcionarios iban tirando por las
ventanas todo tipo de documentos.
«El viento arremolinado», dice Roland de Margerie,
«se llevaba fragmentos y pedazos chamuscados de papel,
que no tardaron en inundar todo el barrio».24 También
cuenta que la amante de Reynaud, la derrotista condesa de
Portes, hizo un comentario sumamente cáustico acerca del
«idiota que ha dado esta orden». El jefe de servicio
contestó que había sido Reynaud en persona: «C'est le
Président du Conseil, Madame».25 Pero, en el último
momento, Reynaud decidió que el gobierno debía quedarse.
No fue una buena idea, porque había corrido la noticia. Los
parisinos, a los que se había ocultado la realidad del
desastre con una estricta censura de la prensa, enseguida
fueron presa del pánico. Había comenzado la grande fuite.
Una multitud de vehículos con montones de cajas apiladas
sobre la cubierta empezaron a cruzar París en dirección a la
Porte d'Orléans y la Porte d'Italie.
Churchill voló a París en su avión Flamingo
acompañado del general John Dill, nuevo jefe del estado
mayor imperial, y del general Hastings Ismay, secretario
del gabinete de guerra, y en cuanto aterrizó se dio cuenta de
que «la situación era muchísimo más grave que lo que nos
habíamos imaginado». En el Quai d'Orsay, los británicos se
reunieron con Reynaud, Daladier y Gamelin. El ambiente
era tan tenso que ni siquiera se sentaron. «Sus rostros
expresaban el más absoluto abatimiento», escribiría
posteriormente Churchill. Gamelin se colocó de pie junto
a un mapa que había en un caballete, y en el que aparecía
marcada la avanzada enemiga en Sedán, e intentó explicar la
situación.
«¿Dónde están las reservas estratégicas?», exclamó
Churchill, que inmediatamente volvió a formular la
pregunta en su peculiar francés. «Où est la masse de
manoeuvre?»
Gamelin se volvió hacia él y, «negando con la cabeza y
encogiéndose de hombros», contestó: «Aucune». Entonces
Churchill vio por las ventanas que subía una gran cantidad
de humo, y desde una de ellas también pudo ver a los
funcionarios del ministerio de exteriores que transportaban
montones de documentos en carretillas que luego volcaban
en unas grandes hogueras. Churchill no podía creer que el
plan de Gamelin no hubiera contemplado la necesidad de
reservar un contingente importante de tropas con el que
contraatacar si el enemigo lograba abrirse paso, rompiendo
la línea defensiva. Pero hubo otros dos hechos que también
le dejaron perplejo: su propio desconocimiento de cómo
estaban las cosas y la lamentable falta de coordinación
entre los dos países aliados.
Cuando preguntó a Gamelin por los preparativos para
lanzar un contraataque, el generalísimo francés solo pudo
encogerse de hombros. Su mirada lo decía todo. El ejército
francés estaba acabado. Su única esperanza era que Gran
Bretaña los salvara. Con discreción, Roland de Margerie le
comentó en voz baja a Churchill que las cosas estaban
mucho peor que lo que habían contado Daladier y Gamelin.
Y cuando añadió que tal vez tendrían que replegarse al río
Loira, o incluso seguir la guerra desde Casablanca, el
primer ministro británico lo miró «avec stupeur».26
Reynaud se interesó por los diez escuadrones de cazas
que había solicitado. Churchill, que aún tenía la advertencia
de Dowding zumbándole en los oídos, explicó que
desposeer a Gran Bretaña de sus defensas podría tener
desastrosas consecuencias. Recordó las terribles pérdidas
que había sufrido la RAF intentando bombardear los puntos
por los que los alemanes cruzaban el Mosa, y luego añadió
que cuatro escuadrones más estaban de camino, y que había
otros que realizaban misiones en Francia desde su base en
Gran Bretaña, pero su respuesta no satisfizo a los
franceses. A última hora de la tarde, el primer ministro
británico mandó un mensaje desde su embajada al gabinete
de guerra, pidiendo que se acordara el envío de otros seis
escuadrones. (Por cuestiones de seguridad, fue dictado en
indostaní por el general Ismay, y traducido por un oficial
del Ejército Indio en Londres). Cuando se obtuvo la
autorización poco antes de la medianoche, Churchill fue
inmediatamente a ver a Reynaud y a Daladier para
infundirles ánimo. El presidente francés lo recibió en batín
y zapatillas.
Al final, los nuevos escuadrones tuvieron que actuar
desde una base británica y volar cada día al otro lado del
Canal de la Mancha para entrar en combate. Debido al
avance de los alemanes, no había suficientes aeródromos
desde los que operar, y los pocos disponibles carecían de
las instalaciones necesarias para la reparación y el
mantenimiento de los aparatos. En total, durante la
precipitada retirada, hubo que abandonar ciento veinte
Hurricane con base al otro lado del Canal que habían
sufrido daños en misiones de combate. Los pilotos se
encontraban en un estado de absoluta extenuación. La
mayoría realizaba hasta cinco salidas en un solo día. Y
como los cazas franceses Morane y Dewoitine poco podían
hacer ante un Messerschmitt 109 alemán, los escuadrones
de los Hurricane británicos tuvieron que cargar con el peso
de una batalla muy desigual.
No paraban de llegar informes en los que se hablaba
de la desintegración del ejército francés y de su falta de
disciplina. Se intentó obligar a las unidades a resistir y a
combatir, para lo cual no se dudó en ejecutar a algunos
oficiales acusados de haber abandonado el mando. Las
tropas comenzaron a ver espías por todas partes.
Numerosos oficiales y soldados recibieron un tiro después
de que algún hombre asustado los confundiera con un
alemán vestido con uniforme aliado. El rumor de que los
alemanes disponían de armas secretas y de la existencia de
una «quinta columna» hizo que cundiera el pánico. Parecía
que la traición fuera la única manera de explicar una derrota
tan apabullante como aquella, con el grito desgarrador de
«Nous sommes trahis!»
La situación se hacía cada vez más caótica, debido
principalmente al gran número de refugiados que se
acumulaba en el noreste de Francia. Contando holandeses y
belgas, se calcula que aquel verano se echaron a las
carreteras unos ocho millones de individuos, hambrientos,
sedientos y exhaustos, los más ricos en sus vehículos, y el
resto en carros y carretas o empujando una bicicleta, un
cochecito o una carretilla cargados con sus pocas
pertenencias. «El espectáculo es patético», escribiría en su
diario el teniente general sir Alan Brooke, «con mujeres
que cojean porque tienen los pies lastimados, con niños
exhaustos por el viaje, pero que permanecen abrazados a
sus muñecos, y por todos los ancianos y los desgraciados
que avanzan a duras penas».27 La suerte que había corrido
Rotterdam causaba pavor a muchos. La inmensa mayoría de
la población de Lille abandonó la ciudad ante el avance
alemán. Aunque no hay pruebas de que la Luftwaffe diera
órdenes a sus pilotos de atacar las columnas de refugiados,
lo cierto es que varios miembros de las fuerzas aliadas
aseguraron haber sido testigos de este tipo de acciones. El
ejército francés, que había basado su estrategia en la
defensa estática, fue todavía más incapaz de reaccionar a lo
inesperado cuando las carreteras se vieron atestadas de
civiles aterrorizados.
7
LA CAÍDA DE FRANCIA
(mayo-junio de 1940)

Los alemanes difícilmente podían tener la moral más alta.


Las tripulaciones de los tanques, vestidas con sus
uniformes negros, saludaban con vítores a sus comandantes
cuando se cruzaban con ellos, mientras proseguían su
avance hacia el Canal de la Mancha a través de campos
desiertos. Repostaban sus vehículos en gasolineras
abandonadas y en los depósitos de combustible del ejército
francés. Todas sus líneas de abastecimiento estaban
desprotegidas. Su rápido avance se veía dificultado
principalmente por los vehículos averiados de los
franceses y las columnas de refugiados que bloqueaban las
carreteras.
Mientras los tanques de Kleist se dirigían a toda prisa
hacia la costa del Canal de la Mancha, a Hitler le
preocupaba muchísimo que los franceses pudieran atacar su
flanco desde el sur. Aunque era un tipo acostumbrado a
apostar fuerte, no podía creer la suerte que tenía. El
recuerdo de 1914, cuando un contraataque por el flanco
frustró la invasión de Francia, también perseguía a los
generales más veteranos. El Generaloberst von Rundstedt
era de la misma opinión que Hitler, por lo que el 16 de
mayo ordenó a Kleist que frenara el avance de sus
divisiones panzer para que la infantería pudiera alcanzarlas.
Sin embargo, el general Halder, que al final había apostado
por la audacia del plan de Manstein, le instó a seguir
avanzando. Kleist y Guderian volvieron a tener una fuerte
bronca al día siguiente, en el curso de la cual el primero
citó textualmente la orden de Hitler. Pero llegaron a un
acuerdo: «las formaciones de reconocimiento mejor
preparadas para presentar batalla» seguirían explorando el
terreno dirigiéndose hacia la costa, y el cuartel general del
XIX Cuerpo no se movería.1 Esto daba a Guderian la
oportunidad que iba buscando. A diferencia de Hitler, que
estaba encerrado en su Felsennest, sabía que los franceses
habían quedado paralizados ante la audacia de su
sorprendente ataque. Solo quedaban bolsas de resistencia
aisladas, en las que los restos de alguna división francesa
seguían combatiendo a pesar del desastre inminente.
Por pura casualidad, el mismo día en el que las
divisiones panzer se detuvieron (y se les brindó por fin la
oportunidad de descansar y de reparar las averías de sus
vehículos), los franceses contraatacaron por el sur. El
coronel Charles de Gaulle, el partidario más acérrimo de la
guerra de blindados de todo el ejército francés (hecho que
no le había granjeado precisamente la estima de aquellos
generales de más edad que no querían saber nada de las
comunicaciones por radio), acababa de recibir el mando de
la llamada 4.ª División blindada. Con su defensa apasionada
de la guerra mecanizada, De Gaulle se había ganado el
apodo de «coronel motores».2 Pero lo cierto es que su
flamante unidad acorazada estaba formada por una
colección mal surtida de batallones de carros de combate,
sin apenas apoyo de infantería y prácticamente sin
artillería.
El general Georges, tras entrevistarse con él, se
despidió diciéndole: «¡Adelante De Gaulle! He aquí para
usted, que durante tanto tiempo ha defendido las ideas que
el enemigo está poniendo en práctica, la oportunidad de
actuar».3 De Gaulle estaba ansioso por entrar en acción,
sobre todo después de haber tenido conocimiento de la
insolencia con la que las tripulaciones de los tanques
alemanes trataban a sus compatriotas. Cuando daban
órdenes a las tropas francesas que encontraban a su paso,
simplemente les indicaban que tiraran sus armas y que
marcharan hacia el este. Su grito de despedida, «No
tenemos tiempo de llevaros prisioneros»,4 ofendía en lo
más profundo el sentimiento patriótico de De Gaulle.
De Gaulle, desde Laon, decidió avanzar hacia el
noreste en dirección a Montcornet, importante punto de
intersección de varias carreteras, situado en la ruta de
abastecimiento de Guderian. Su acción cogió por sorpresa
al enemigo, y los franceses a punto estuvieron de capturar
el cuartel general de la 1.ª División Panzer. Pero los
alemanes reaccionaron con gran celeridad, defendiéndose
con unos pocos tanques que acababan de ser reparados y
con varias piezas de artillería autopropulsada. También
pidieron a la Luftwaffe que enviara apoyo aéreo. Y las
maltrechas fuerzas de De Gaulle, como carecían de
baterías antiaéreas y de cazas que las cubrieran, no tuvieron
más remedio que retirarse. Ni que decir tiene que aquel día
Guderian no informó de esta acción al cuartel general del
grupo de ejércitos de Rundstedt.

La BEF, que había conseguido repeler los ataques alemanes


en su sector del Dyle, quedó perpleja el 15 de mayo por la
tarde cuando se enteró por pura casualidad de que el
general Gastón Billotte, comandante en jefe del I Grupo de
Ejércitos, estaba organizando la retirada de sus efectivos al
río Escalda. Esto significaba abandonar Bruselas y
Amberes. Los generales belgas no tuvieron noticia de
aquella decisión hasta la mañana siguiente, y, por supuesto,
se pusieron hechos una furia por no haber sido advertidos
con anterioridad.
En el cuartel general de Billotte reinaba el
abatimiento y la depresión. Muchos oficiales no podían
contener las lágrimas. El jefe de estado mayor de Gort
quedó tan horrorizado por lo que le había comunicado el
oficial de enlace británico, que telefoneó al Departamento
de Guerra en Londres para advertir de que, tarde o
temprano, habría que proceder a la evacuación de la BEF.
Para los británicos, el 16 de mayo marcó el inicio de una
retirada lenta, pero progresiva, en la que no dejaron de
presentar batalla. Justo al sur de Bruselas, en unas colinas
próximas a Waterloo, las baterías de la Artillería Real
tomaron posiciones con sus cañones de 25 libras. En esta
ocasión sus armas apuntaban hacia Wavre, la misma
localidad desde la que los prusianos habían llegado en
ayuda de sus antepasados en 1815. Pero el 17 de mayo por
la noche, las tropas alemanas entraban en la capital belga.

Ese día Reynaud envió un mensaje al general Maxime


Weygand en Siria, pidiéndole que regresara
inmediatamente a Francia para asumir el mando supremo
del ejército. Había decidido prescindir de Gamelin, por
mucho que se opusiera Daladier. También quería efectuar
cambios en el gobierno. Georges Mandel, que había sido la
mano derecha de Clemenceau, y estaba firmemente
decidido a luchar hasta el final, sería ministro del interior.
El propio Reynaud asumiría la cartera de guerra, con su
protegido, Charles de Gaulle, que en aquellos momentos
ostentaba provisionalmente el rango de general, como
subsecretario de estado. En ese sentido, cualquier duda que
pudiera tener Reynaud se disipó cuando al día siguiente
André Maurois le comentó que, aunque estaban
combatiendo con arrojo, los británicos habían perdido
completamente la confianza en el ejército francés,
especialmente en sus altos oficiales.5
Sin embargo, Reynaud cometió también un grave
error, influenciado probablemente por su amante
capitulard, Hélène de Portes. Envió un legado a Madrid
con el objetivo de convencer a Philippe Pétain, por
entonces embajador francés en la España de Franco, para
que aceptara el cargo de viceprimer ministro. Como
vencedor de Verdún, el prestigioso mariscal estaba
envuelto en una aureola de heroicidad. Pero al igual que
Weygand, a sus ochenta y cuatro años le preocupaba más
una posible revolución y la consecuente desintegración del
ejército francés que la perspectiva de una humillante
derrota. Como buena parte de la derecha de su país, creía
que Francia había sido empujada injustamente a aquella
guerra por los británicos.

La mañana del 18 de mayo de 1940, justo ocho días


después del nombramiento de Churchill como primer
ministro, y mientras los alemanes amenazaban con dejar
rodeada a la Fuerza Expedicionaria Británica en el norte de
Francia, Randolph Churchill visitó a su padre en la Casa del
Almirantazgo. El primer ministro, que estaba afeitándose,
le dijo que leyera el periódico mientras terminaba. Pero de
repente exclamó: «¡Creo que ya sé cómo salir de esta!», y
siguió pasándose la navaja. Su hijo, asombrado, replicó:
«¿Quieres decir que podemos evitar la derrota?... ¿O que
podemos hundir a esos bastardos?»
Churchill dejó la navaja, se dio la vuelta y dijo: «Por
supuesto que digo que podemos hundirlos». «De acuerdo,
eso es también lo que más deseo, pero no sé cómo podrás
lograrlo», contestó Randolph.
Su padre se secó la cara y luego dijo con voz
contundente: «Arrastraré a los Estados Unidos a la
guerra».6
Por pura casualidad, aquel también fue el día en el que
el gobierno, a instancias de Halifax, decidió enviar a un
austero socialista, sir Stafford Cripps, a Moscú con el fin
de mejorar las relaciones con la Unión Soviética. Churchill
pensaba que Cripps no era una buena elección, basándose
en que Stalin odiaba a los socialistas prácticamente más
que a los conservadores. En su opinión un hombre tan
intelectual e idealista como Cripps no era la persona
adecuada para tratar con un individuo tan cínico, calculador,
tosco y receloso como Stalin. Sin embargo, la clarividencia
de Cripps sería muy superior a la del primer ministro en
muchos aspectos. Ya había pronosticado que la guerra
supondría el fin del imperio británico y que daría lugar a
importantísimos cambios sociales a su término.7

El 19 de mayo, el llamado «corredor de las divisiones


panzer» se extendía hasta el otro lado del Canal du Nord.
Tanto Guderian como Rommel tenían que dar un descanso
a sus tripulaciones, pero este último convenció al
comandante de su cuerpo de que aquella noche debía
avanzar hacia Arras.
Las fuerzas de la RAF en Francia se encontraban por
entonces completamente aisladas de los efectivos de tierra
británicos, por lo que se decidió el regreso a Inglaterra de
los sesenta y seis aviones Hurricane que quedaban en
Francia. Los franceses, como era de esperar, se sintieron
traicionados por este movimiento, pero la pérdida de
aeródromos y el agotamiento de los pilotos obligaban a
ello. La RAF ya había perdido una cuarta parte de sus cazas
en la batalla de Francia.
Ese día, mucho más al sur, el I Ejército del general
Erwin von Witzleben logró abrir una brecha en la línea
Maginot. Su intención era evitar que los franceses pudieran
trasladar tropas al norte contra el flanco sur del «corredor
panzer», aunque dicho flanco ya comenzara a estar
protegido por las divisiones de infantería alemanas, que
habían llegado hasta allí completamente exhaustas tras
marchar sin descanso.
El coronel De Gaulle lanzó aquel día una nueva
ofensiva con ciento cincuenta tanques para dirigirse hacia
el norte, a Crécy-sur-Serre. Había que obstaculizar
posibles ataques de los Stuka, y le habían prometido que
los cazas franceses iban a proporcionarle cobertura aérea,
pero por errores en las comunicaciones estos llegaron
demasiado tarde. De Gaulle tuvo que replegarse con los
restos de sus maltrechas fuerzas al otro lado del río Aisne.
La mala coordinación entre los ejércitos aliados
seguía siendo evidente, lo que levantó recelos en el sentido
de que la BEF probablemente ya estuviera preparándose
para proceder a la evacuación. El general Gort no
descartaba esta posibilidad, pero en aquellos momentos
tampoco había plan alguno que la contemplara. Lord Gort
no consiguió obtener ninguna respuesta clara del general
Billotte sobre la verdadera situación en el sur y el número
de reservas disponibles de los franceses. En Londres, el
general Ironside se entrevistó con el Almirantazgo para
saber el número de barcos pequeños con el que podía
contarse.
Aunque el pueblo británico desconocía la verdadera
gravedad de la situación, de repente comenzaron a correr
más rumores inquietantes:8 el rey y la reina habían decidido
enviar a las princesas Isabel y Margarita a Canadá; Italia ya
había entrado en guerra, y su ejército avanzaba hacia Suiza;
el enemigo había lanzado fuerzas paracaidistas; y a través
de sus programas radiofónicos desde Berlín, lord Haw-
Haw* enviaba mensajes secretos a los agentes alemanes en
Gran Bretaña.

Aquel domingo, el último día en el que Gamelin ostentaría


el mando del ejército de su país, el gobierno francés asistió
a una misa en Notre Dame para implorar la intervención
divina. William Bullitt, el francófilo embajador
estadounidense, no pudo contener las lágrimas a lo largo de
la ceremonia.
A su llegada de Siria, el general Weygand, un tipo de
corta estatura, enérgico, con un rostro muy arrugado y
expresión de zorro, insistió en que necesitaba dormir
después de un viaje tan largo. En muchos sentidos, la
elección de este monárquico como sustituto de Gamelin
resultaba cuando menos sorprendente, pues Weygand
detestaba a Reynaud, que era quien lo había nombrado. Pero
el primer ministro francés, desesperado, intentaba
agarrarse a los símbolos de una victoria nacional, como
Pétain y Weygand, quien, en calidad de ayudante del
mariscal Foch, había quedado asociado al triunfo final de
1918.
El lunes, 20 de mayo, el primer día de Weygand en su
nuevo cargo, la 1.ª División Panzer llegó a Amiens, que
durante la jornada anterior había sufrido un fuerte
bombardeo. Un batallón del Regimiento Real de Sussex, la
única fuerza aliada presente en la ciudad, fue aniquilado
mientras intentaba defenderla. Las fuerzas de Guderian
también se hicieron con una cabeza de puente en el
Somme, lo que las dejaba preparadas para la subsiguiente
fase de la batalla. Guderian envió entonces la 2.ª División
Panzer austríaca a Abbeville, localidad a la que sus hombres
llegaron aquella noche. Y unas pocas horas más tarde, uno
de sus batallones blindados alcanzó la costa. El
Sichelschnitt de Manstein había conseguido su objetivo.
Hitler apenas podía dar crédito a la noticia. En palabras del
Generalmajor Jodl, estaba «loco de alegría». Era tanta la
sorpresa que el OKH no podía ni decidir cuál era el
siguiente paso que había que dar.
En el lado norte del corredor, la 7.ª División Panzer
de Rommel había comenzado el avance hacia Arras, pero se
vio sorprendida por un batallón de la Guardia Galesa que le
cortó el paso. Aquella noche, el general Ironside llegó al
cuartel general de Gort con una orden de Churchill. El
primer ministro inglés quería que se abriera paso hasta el
otro lado del corredor para unirse en el sur con los
franceses. Pero Gort indicó que el grueso de sus divisiones
estaba defendiendo la línea del Escalda, y que en aquellos
momentos no podía retirar a sus hombres de allí. No
obstante, aunque ignoraba los planes de los franceses,
podría preparar un ataque contra Arras con dos divisiones.
Ironside se dirigió luego al cuartel general de Billotte.
El corpulento general británico encontró a su colega
francés en un estado de absoluto abatimiento. Sin dudarlo,
lo agarró por la casaca y le dio un par de sacudidas. Billotte
accedió al final a lanzar un ataque simultáneo con otras dos
divisiones. Gort era sumamente escéptico respecto a la
actuación de los franceses. Y no se equivocaba. El general
Rene Altmayer, que estaba al frente del V Cuerpo de
Francia y ordenó apoyar a los británicos, se limitaba
simplemente a sollozar en la cama, según cuenta un oficial
de enlace francés. Solo apareció para presentar batalla un
pequeño contingente perteneciente al admirable cuerpo de
caballería del general Prioux.
Con su contraofensiva en los alrededores de Arras, los
británicos pretendían ocupar al sur de la ciudad una
extensión de territorio suficiente para frenar la punta de
lanza de los blindados de Rommel. Sus fuerzas estaban
formadas, principalmente, por setenta y cuatro carros de
combate Matilda del 4.° y el 7.° Regimiento Real de
Tanques, dos batallones de la Infantería Ligera de Durham,
parte de los Fusileros de Northumberland y los vehículos
blindados del 12.° de Lanceros. Una vez más, no se
materializó ni el apoyo de la artillería ni la cobertura aérea
prometida para la operación. El propio Rommel fue testigo
de cómo sus soldados de infantería y de artillería tuvieron
que correr para salvar sus vidas. La recién llegada infantería
mecanizada de la SS Totenkopf fue presa del pánico. Sin
embargo, para frenar a los pesados Matilda británicos, el
célebre militar alemán hizo que entraran inmediatamente
en acción varias baterías antiaéreas y antitanque. Durante
los intensos tiroteos, él mismo estuvo a punto de morir,
pero el peligro que decidió correr, participando con arrojo
en el combate como un joven oficial cualquiera, fue lo que,
casi con toda probabilidad, salvó a los alemanes de un duro
revés.
La otra columna británica tuvo más éxito, a pesar de
perder la mayoría de sus carros de combate. Aunque los
proyectiles antitanque alemanes perforaban con éxito el
pesado blindaje de los Matilda, muchos de los tanques de
esta columna sucumbieron al final a los problemas
mecánicos tras infligir graves daños a los vehículos y a los
carros blindados de los alemanes. La contraofensiva,
aunque llevada a cabo con arrojo, simplemente careció de
la intensidad, o de la ayuda, necesaria para cumplir su
objetivo. La ausencia de los franceses (con la honrosa
excepción de la caballería de Prioux) en el campo de
batalla sirvió para convencer a los comandantes británicos
de que el ejército de Francia había perdido las ganas de
luchar. La alianza, para gran consternación de Churchill,
estaba en aquellos momentos condenada a deteriorarse, en
medio de los recelos y de las recriminaciones entre los
dos países. De hecho, los franceses lanzaron otra
contraofensiva en Cambrai, pero también en vano.9
Aquella mañana, el grueso de la BEF había sufrido
intensos ataques a orillas del Escalda, defendiéndose con
gran determinación del enemigo. Por esta acción se
concedieron dos Cruces Victoria. Los alemanes, que no
estaban dispuestos a perder tantos hombres en un segundo
asalto, decidieron bombardear a los británicos con la
artillería y los morteros. La posición aliada estaba a punto
de derrumbarse debido a la mala coordinación y a la falta
de entendimiento entre los altos oficiales cuando Weygand
convocó por la tarde una conferencia. Quería que los
británicos se replegaran para lanzar un ataque más
contundente al otro lado del corredor alemán y poder
avanzar hacia el Somme. Pero Gort, con el que había
costado mucho ponerse en contacto, llegó demasiado
tarde. Y el acuerdo de Weygand y el rey de los belgas,
Leopoldo III, de no mover de Bélgica a sus tropas resultó
catastrófico. A ello se sumó el fallecimiento del general
Billotte cuando su automóvil oficial se empotró contra un
camión lleno de refugiados. El general Weygand y varios
cronistas franceses indicarían más tarde que Gort había
evitado deliberadamente llegar a tiempo a la reunión en
Yprès porque ya estaba planeando en secreto la evacuación
de la BEF, pero no hay prueba alguna que corrobore esta
idea.
«El rostro de la guerra es horroroso», decía el 20 de
mayo en una carta a los suyos un soldado alemán de la
269.ª División de Infantería. «Pueblos y aldeas hechos
pedazos, tiendas saqueadas por doquier, objetos de valor
pisoteados por las botas, reses abandonadas, que
vagabundean de un lugar a otro, y perros desesperados que
furtivamente van de casa en casa... Vivimos como dioses en
Francia. Si necesitamos carne, se sacrifica una vaca de la
que solo se toman las mejores partes, y el resto se
descarta. Hay muchas cosas en abundancia: espárragos,
naranjas, lechugas, nueces, cacao, café, mantequilla, jamón,
chocolate, vino espumoso, vino, licores, cerveza, tabaco,
puros y cigarrillos, así como juegos completos de ropa
blanca. Como nuestro avance se realiza en largas marchas
por etapas, perdemos contacto con nuestras unidades. Con
el fusil en mano, irrumpimos en las casas para saciar el
hambre. Horrible, ¿no os parece? Pero uno se acostumbra a
todo. Gracias a Dios que en nuestra patria no se vive en
estas condiciones».10
«En las cunetas de las carreteras se amontonan los
tanques y los vehículos franceses averiados e incendiados,
formando largas hileras», contaba un cabo de artillería en
una carta dirigida a su esposa. «Entre ellos hay, por
supuesto, algunos que son alemanes, pero su número es
sorprendentemente escaso».11 Algunos soldados se
quejaban de la falta de actividad. «Aquí hay muchas,
muchísimas divisiones que no han disparado ni un solo
tiro», escribía un cabo de la 1.ª División de Infantería. «Y
en el frente, el enemigo huye. Franceses e ingleses,
adversarios nuestros por igual en esta guerra, se niegan a
plantarnos cara. En realidad, nuestros aviones dominan el
cielo. No hemos visto ni uno enemigo, solo a los nuestros.
Así que ya puedes imaginártelo. Posiciones como Amiens,
Laon, Chemin des Dames caen en pocas horas. Entre el 14
y el 18 se defendieron durante años».12
Las cartas que los soldados victoriosos enviaban a los
suyos no hablaban de las matanzas ocasionales de
prisioneros británicos y franceses, y a veces incluso de
civiles. Tampoco contaban las matanzas, más frecuentes, de
soldados capturados pertenecientes al ejército colonial
francés, especialmente de tirailleurs senegaleses, que
luchaban con gran arrojo para consternación y rabia de las
tropas alemanas más racistas. Eran ejecutados, a veces en
grupos de cincuenta e incluso de cien, por formaciones
alemanas como, por ejemplo, la SSTotenkopf , la 10.ª
División Panzer o el Regimiento Grossdeutschland. En
total, se calcula que en la batalla de Francia unos tres mil
soldados de las colonias fueron ejecutados sin más tras ser
capturados.13

En la retaguardia de las fuerzas aliadas, Boulogne era una


ciudad sumida en el caos. Había hombres de la guarnición
naval que estaban todo el día borrachos, y otros que se
dedicaban a destruir las baterías costeras. Dos batallones
británicos, uno de la Guardia Irlandesa y otro de la Guardia
Galesa, llegaron allí para defender la ciudad. El 22 de
mayo, mientras avanzaba hacia el norte, camino del puerto,
la 2.ª División Panzer sufrió una emboscada por parte de un
destacamento del 48.° Regimiento francés, formado
principalmente por personal del cuartel general, poco
familiarizado con el manejo de los cañones antitanque. Fue
una valiente defensa de Francia, en la que se puso
claramente de manifiesto una actitud muy distinta a la que
reinaba en Boulogne; sin embargo, en poco tiempo estos
hombres se vieron superados por el enemigo, y la 2.ª
División Panzer enseguida pudo reanudar su avance hacia el
objetivo.
Los dos batallones británicos que se encontraban en
Boulogne disponían de pocos cañones antitanque, y no
tardaron en retirarse al interior de la ciudad, para luego
recluirse en una zona más interna alrededor del puerto. El
23 de mayo, cuando resistir se convirtió en una misión
imposible, el personal de la retaguardia británica comenzó
a ser evacuado por los destructores de la Marina Real
inglesa. Estalló una gran batalla, en el curso de la cual los
buques de guerra británicos entraron en el puerto y
empezaron a atacar a los tanques alemanes con su
armamento principal. Pero el comandante francés, que
había recibido la orden de luchar hasta que no quedara ni un
solo soldado en pie, montó en cólera. Acusó a los
británicos de deserción, lo cual no hizo más que envenenar
las relaciones entre los dos aliados. Este hecho también
sirvió para convencer a Churchill de que había que defender
Calais a cualquier precio.
Calais, aunque había visto reforzadas sus defensas con
cuatro batallones y varios tanques más, tenía muy pocas
posibilidades de resistir, a pesar del aviso de que de allí no
se evacuaría a nadie «en nombre de la solidaridad entre
aliados».14 La 10.ª División Panzer solicitó el 25 de mayo
el envío de aviones Stuka y de la artillería pesada de
Guderian para comenzar a bombardear la vieja ciudad, en la
que se habían recluido sus últimos defensores. Al día
siguiente, Calais aún resistía, aunque las columnas de humo
que salían de la ciudad en llamas podían verse desde Dover.
Los soldados franceses pelearon hasta quedarse sin
municiones. El comandante naval francés decidió rendirse,
y a los británicos, que habían sufrido innumerables bajas,
no les quedó más remedio que hacer lo mismo. La defensa
de Calais, aunque condenada al fracaso, por lo menos había
conseguido ralentizar el avance por la costa hacia
Dunkerque de la 10.ª División Panzer.

En Gran Bretaña, la población civil seguía teniendo alta la


moral, en gran medida porque ignoraba la realidad que se
vivía al otro lado del Canal de la Mancha. Pero el 22 de
mayo, el comentario, supuestamente realizado por
Reynaud, de que «solo un milagro puede salvar a Francia»15
causó una gran inquietud. El país comenzó de repente a
despertar de una especie de letargo. La ley declarando el
estado de excepción tuvo una buena acogida general, así
como la detención de sir Oswald Mosley, líder de la Unión
Británica de Fascistas. Los encargados de elaborar los
estudios de Mass Observation indicaban que, en general, el
ánimo era más firme en aldeas y zonas rurales que en
grandes ciudades, y que las mujeres eran más pesimistas
que los varones. Las clases medias mostraban también más
inquietud que la clase trabajadora: «cuanto más blanca es la
camisa, menor es la confianza»,16 se decía. En efecto, el
porcentaje más elevado de derrotistas se daba entre los
ricos y las clases altas.
Muchos comenzaron a convencerse de que aquellos
horribles rumores, como, por ejemplo, que el general
Gamelin había sido ejecutado por traidor o que se había
suicidado, habían sido difundidos deliberadamente por una
«Quinta Columna». Pero Mass Observation comunicó al
ministerio de información que «por el momento todo
indica que quien hace correr la mayoría de los rumores son
individuos ociosos, asustados y recelosos».17

El 23 de mayo, el general Brooke escribía la siguiente


anotación en su diario: «¡Nada más que un milagro puede
salvar la BEF en estos momentos, y el final no puede estar
muy lejano!».18 Pero afortunadamente para la Fuerza
Expedicionaria Británica, la fallida contraofensiva en Arras
había conseguido que por lo menos los alemanes se
sintieran menos seguros. Rundstedt y Hitler insistieron en
que había que asegurar la zona antes de reanudar el avance.
Y la retención de la 10.ª División Panzer en Boulogne y
Calais supuso que Dunkerque no fuera capturada a espaldas
de la BEF.
El 23 de mayo, a última hora de la tarde, el
Generaloberst von Kluge mandó que las trece divisiones
alemanas se detuvieran junto a la que los británicos
denominaban «línea del Canal», al oeste de lo que estaba
convirtiéndose en la bolsa de Dunkerque. Con más de
cincuenta kilómetros de longitud, dicha línea se extendía
desde la costa hasta La Blassée, siguiendo el curso del río
Aa y su canal a su paso por Saint-Omer y Béthune. Los dos
Panzerkorps de Kleist necesitaban urgentemente reparar y
revisar sus vehículos. Su Panzergruppe ya había perdido la
mitad de sus fuerzas blindadas. En apenas tres semanas,
seiscientos tanques habían sido destruidos a manos del
enemigo, o sufrido graves problemas mecánicos. Este
número representaba más de una sexta parte de los carros
de combate alemanes presentes en todos los frentes.19
Hitler dio el visto bueno a esta orden al día siguiente,
pero la idea no fue suya, como a menudo se cree. El 24 de
mayo por la noche, el Generaloberst von Brauchitsch,
comandante en jefe del ejército alemán, con el respaldo de
Halder, dio la orden de seguir avanzando, pero Rundstedt,
apoyado por Hitler, insistió en que debía esperarse a que
llegara la infantería. Querían conservar sus fuerzas
blindadas para lanzar una ofensiva al otro lado del Somme y
del Aisne antes de que el grueso del ejército francés
tuviera la oportunidad de reorganizarse. Avanzar por los
canales y las tierras pantanosas de Flandes era, en su
opinión, correr un riesgo innecesario, sobre todo teniendo
en cuenta que Göring aseguraba que su Luftwaffe podía
frustrar cualquier intento de evacuación por parte de los
británicos. Aunque marchaban a un ritmo rápido, a las
divisiones de infantería alemanas les costaba dar alcance a
las formaciones blindadas. Resulta sumamente
sorprendente que la BEF y la mayoría de las unidades
francesas dispusieran de muchísimos más medios de
transporte motorizados que el ejército alemán, en el que
solo estaban totalmente motorizadas dieciséis divisiones
de un total de ciento cincuenta y siete. Todas estas otras
divisiones estaban obligadas a encomendarse a la tracción
animal, esto es, a los caballos, para mover su artillería, sus
pertrechos y sus equipos.20
Los británicos tuvieron otro golpe de suerte. Un
automóvil del estado mayor alemán sufrió una emboscada.
En el vehículo encontraron documentos que revelaban que
el siguiente ataque tendría lugar en el este, en las
inmediaciones de Yprès, en una zona situada entre las
fuerzas belgas y el flanco izquierdo de los británicos. El
teniente general Brooke, comandante del II Cuerpo,
convenció a Gort de que debía mover una de sus divisiones,
que estaba preparándose para lanzar una nueva
contraofensiva, para cubrir aquel hueco.
En Londres, al enterarse de que los franceses no
podían montar un ataque a través del Somme, Anthony Edén
indicó a lord Gort la noche del 25 de mayo que la seguridad
de la BEF debía ser la «consideración prioritaria».21 Así
pues, el general tenía que replegar a sus hombres hacia la
costa del Canal de la Mancha para proceder a la evacuación.
El gabinete de guerra, obligado por las circunstancias a
afrontar el hecho de que el ejército francés no podía
recuperarse de su trágico hundimiento, y viendo que Gran
Bretaña se veía abocada a seguir la guerra en solitario, tenía
que considerar las implicaciones de aquella nueva
situación. Lord Gort ya había advertido a Londres de que
era muy probable que la BEF perdiera todo su
equipamiento, y que personalmente dudaba que pudiera
evacuarse poco más que una pequeña parte de sus tropas.
Edén ignoraba que Reynaud, sintiéndose cada vez más
agraviado, había caído en una trampa del mariscal Pétain y
el general Weygand. Pétain había permanecido en contacto
con Pierre Laval, un político que detestaba a los británicos
y esperaba tener una oportunidad para sustituir a Reynaud.
Laval se había entrevistado con un diplomático italiano para
sondear la posibilidad de entablar negociaciones con Hitler
a través de Mussolini. Weygand, jefe supremo del ejército
francés, culpaba a los políticos de haber cometido un acto
de «imprudencia delictiva»22 en primer lugar por decidir
entrar en guerra. Apoyado por Pétain, exigía que Francia
retirara su promesa de no intentar por su cuenta llegar a un
acuerdo de paz con Alemania. Su prioridad era preservar el
ejército para mantener el orden. Reynaud accedió a viajar a
Londres al día siguiente para hablar de ello con el gobierno
británico.
La esperanza de Weygand de que podría convencer a
Mussolini y lograr que no entrara en guerra con la promesa
de cederle más colonias, y de que el Duce estaría en
disposición de negociar una paz, era un absoluto desatino.
Cuando Hitler declaró que se había alzado con la victoria,
Mussolini, dejando a un lado sus inseguridades, comunicó a
los alemanes y a su propio estado mayor que Italia iba a
entrar en guerra poco después del 5 de junio. Tanto él
como sus generales eran perfectamente conscientes de que
su país no podía emprender ninguna acción ofensiva eficaz.
Contemplaban, sin embargo, la posibilidad de lanzar un
ataque contra Malta, aunque luego llegaron a la conclusión
de que este no era necesario, pues podrían hacerse con la
isla en cuanto Gran Bretaña cayera. Se cuenta que, durante
los días siguientes, Mussolini comentó: «Esta vez
declararé la guerra, pero sin entrar en guerra».23 Las
víctimas principales de este desastroso intento de
equilibrismo serían sus ejércitos, deplorablemente mal
equipados. En cierta ocasión, Bismarck, haciendo gala de
su habitual perspicacia, dijo lacónicamente que Italia tenía
un gran apetito, pero mala dentadura.24 Su observación, para
desgracia de los italianos, se revelaría totalmente acertada
en la Segunda Guerra Mundial.

La mañana del domingo, 26 de mayo, mientras las tropas


británicas se replegaban hacia Dunkerque en medio de una
fuerte tormenta —«los truenos se confundían con el
estruendo de los bombardeos de la artillería»—,25 el
gabinete de guerra se reunía en Londres, ignorando cuáles
eran las verdaderas intenciones de Mussolini. Lord Halifax
planteó la posibilidad de que el gobierno considerara un
acercamiento al Duce para averiguar en qué términos Hitler
estaría dispuesto a aceptar una paz. El día anterior, por la
tarde, se había entrevistado incluso con el embajador
italiano para sondearlo en ese sentido. Estaba convencido
de que, sin la perspectiva de una ayuda de los americanos a
corto plazo, Gran Bretaña no era lo suficientemente fuerte
para resistir sola a Hitler.
Churchill contestó que la libertad y la independencia
de Gran Bretaña eran cuestiones primordiales. Recurrió a
un documento preparado por los jefes de estado mayor,
titulado «La estrategia británica ante una determinada
eventualidad»,26 una expresión eufemística para referirse a
la posible rendición de Francia. El documento en cuestión
contemplaba las repercusiones que tendría para Gran
Bretaña luchar en solitario. Algunos aspectos eran, como
quedaría demostrado por los acontecimientos,
increíblemente pesimistas. El informe daba por hecho que
se perdería prácticamente toda la BEF en Francia. El
Almirantazgo no esperaba poder salvar a más de unos
cuarenta y cinco mil hombres, y los jefes de estado mayor
temían que la Luftwaffe acabara destruyendo las fábricas de
aviones de las Midlands. Otras conjeturas eran
excesivamente optimistas: por ejemplo, los jefes de estado
mayor pronosticaban que la economía de guerra de
Alemania sufriría las consecuencias negativas derivadas de
una escasez de materias primas, una idea cuando menos
curiosa si tenemos en cuenta que Alemania iba a controlar
buena parte de Europa occidental y central. Pero la
conclusión principal a la que llegaba dicho informe era que
probablemente Gran Bretaña podría resistir con éxito a
cualquier intento de invasión, siempre y cuando la RAF y la
Armada Real conservaran todo su potencial. Esta era la
razón principal para adherirse a los argumentos de
Churchill en contra de la propuesta de Halifax.
Churchill acudió a la Casa del Almirantazgo para
almorzar con Reynaud, que acababa de llegar a Londres.
Por las palabras de Reynaud, resultaba evidente que el
optimismo con el que Weygand había visto la situación
hacía apenas dos días se había transformado en absoluto
derrotismo. Los franceses ya contemplaban la idea de
perder París. Reynaud dijo incluso que, aunque nunca iba a
firmar por su cuenta una paz, probablemente fuera
sustituido por alguien que sí lo haría. Ya había recibido
innumerables presiones para que instara a los británicos a
entregar Gibraltar y Suez a los italianos, «con el fin de
reducir proporcionalmente nuestra propia contribución».27
Cuando Churchill volvió a reunirse con el gabinete de
guerra e informó de esta conversación, Halifax puso de
nuevo sobre la mesa su propuesta de acercamiento al
gobierno italiano. Churchill tenía que jugar muy bien sus
cartas. Su posición no era lo bastante sólida, por lo que no
podía correr el riesgo de enfrentarse claramente a Halifax,
depositario de la confianza de muchísimos conservadores.
Por fortuna, Chamberlain comenzó a mostrarse favorable a
las tesis de Churchill, quien, al fin y al cabo, lo había
tratado con gran respeto y magnanimidad a pesar de su
anterior antagonismo.
Churchill sostenía que Gran Bretaña no debía quedar
vinculada a Francia si este país decidía firmar una paz. «No
podemos ser partícipes de una actitud semejante antes de
vernos involucrados en una guerra en toda regla».28 No
había que tomar decisión alguna hasta que no se supiera
claramente cuántos efectivos de la BEF podrían ser
rescatados. En cualquier caso, era evidente que, si
apostaban por firmar una paz, los términos que iba a
imponer Hitler impedirían a Gran Bretaña «completar
nuestro rearme». Suponía acertadamente que Hitler estaba
dispuesto a imponer a Francia unas condiciones mucho más
clementes que a Inglaterra. Pero el ministro de exteriores
no parecía dispuesto a abandonar la idea de negociar. «Si al
final conseguimos discutir los términos de una paz que no
postulen la destrucción de nuestra independencia, sería de
idiotas no aceptarlos». De nuevo, Churchill se vio obligado
a dar a entender que no descartaba la idea de un
acercamiento a los italianos, pero, en realidad, no era más
que una artimaña para ganar tiempo. Si el grueso de la BEF
era rescatado con éxito, su posición como primer ministro,
así como la de todo el país, saldría increíblemente
reforzada.
A última hora de la tarde, Anthony Edén, en su calidad
de secretario de estado para la guerra, envió un mensaje a
Gort confirmando que debía «dirigirse a la costa... junto
con los ejércitos francés y belga».29 Aquella misma noche,
el vicealmirante Bertram Ramsay recibió en Dover la orden
de poner en marcha la Operación Dinamo, esto es, la
evacuación por mar de la Fuerza Expedicionaria Británica.
Por desgracia, el mensaje enviado por Churchill a Weygand
confirmando la retirada de las tropas a los puertos
franceses del Canal de la Mancha no decía claramente que
se trataba de un plan de evacuación. Se pensó,
erróneamente, que en aquellas circunstancias no podía
haber margen de duda, que sobraban las palabras. Este
hecho tendría gravísimas repercusiones en la relación, cada
vez más deteriorada, de Gran Bretaña con Francia.

El alto de las divisiones blindadas alemanas había brindado


al estado mayor de Gort la oportunidad de preparar un
nuevo perímetro defensivo, basado en una línea de aldeas
fortificadas, mientras se replegaba el grueso de la BEF.
Pero los comandantes franceses en Flandes montaron en
cólera cuando descubrieron los planes de evacuación de los
británicos. Gort dio por hecho que Londres había
informado al general Weygand al mismo tiempo que él
había recibido la orden de dirigirse a la costa. Asimismo,
creía que los franceses habían recibido también
instrucciones de embarcar, y su sorpresa y disgusto fueron
enormes cuando se enteró de que no había sido así.
El 27 de mayo, el 2.° Batallón del Regimiento de
Gloucestershire y un batallón del Regimiento de Infantería
Ligera de Oxford y Buckinghamshire emprendieron la
defensa de Cassel al sur de Dunkerque. Diversos pelotones
ocuparon las casas rurales de la zona, resistiendo en
algunos casos hasta tres días a unas fuerzas enemigas muy
superiores. Más al sur, la 2.ª División británica, que había
sido trasladada allí para defender la línea del canal desde La
Bassée hasta Aire, sufrió una serie de intensos ataques.
Tras quedarse sin proyectiles antitanque, los soldados del
exhausto y diezmado 2.° Regimiento Real de Norfolk, se
vieron obligados a resistir recurriendo a granadas de mano
que tenían que arrojar contra las orugas de los tanques. Los
últimos efectivos del batallón fueron rodeados por la SS
Totenkopf y hechos prisioneros. Aquella noche, los
hombres de la SS mataron a noventa y siete de ellos.
Mientras tanto, en el sector belga, la 255.ª División
alemana, en un acto de represalia por las pérdidas sufridas
en las inmediaciones de la localidad de Vinkt, ejecutó a
setenta y ocho civiles, con el falso pretexto de que algunos
de ellos iban armados. Al día siguiente, un grupo de la SS
Leibstandarte, a las órdenes del Hauptsturmführer
Wilhelm Mohnke, asesinó en Wormhout a unos noventa
prisioneros ingleses, en su mayoría pertenecientes al
Regimiento Real de Fusileros de Warwickshire, que
también actuaban en la retaguardia. Casos como estos
explican que las sangrientas batallas libradas en Polonia
tuvieran tan poco eco en un frente supuestamente
civilizado como el occidental.
Al sur del Somme, la 1.ª División blindada británica
lanzó una contraofensiva en una cabeza de puente de los
alemanes. Como había ocurrido anteriormente, ni la
cobertura de la artillería francesa ni el apoyo aéreo se
materializaron, y el 10.° de Húsares y el regimiento de
caballería de los Queen's Bays perdieron sesenta y cinco
carros de combate, principalmente por la acción de los
cañones antitanque alemanes. La 4.ª División blindada de
De Gaulle lanzó en otra cabeza de puente enemiga próxima
a Abbeville otro contraataque más efectivo, que, sin
embargo, también fue repelido.30
En Londres, el gabinete de guerra volvió a reunirse
tres veces el 27 de mayo. La segunda de esas sesiones,
celebrada por la tarde, probablemente resumiera el
momento más crítico de la guerra, cuando los nazis podían
alzarse con la victoria. Fue entonces cuando quedó patente
el enfrentamiento que venía desarrollándose desde hacía
algún tiempo entre Halifax y Churchill. Halifax se mostró
aún más decidido a recurrir a la mediación de Mussolini
para averiguar en qué términos estaría dispuesto el Führer a
firmar un armisticio con Francia y Gran Bretaña. En su
opinión, cuanto más tiempo se dejara pasar, peores serían
los términos ofrecidos por los alemanes.
Churchill se opuso firmemente a cometer un acto de
semejante debilidad, e insistió en que había que seguir
combatiendo. «Incluso si nos derrotan», dijo, «no
estaremos peor de lo que podemos llegar a estar si ahora
abandonamos la lucha. Así pues, impidamos que nos
arrastren hacia el mismo abismo por el que Francia se
precipita». Se daba cuenta perfectamente de que si
comenzaban a entrar en negociaciones, luego no podrían
«dar marcha atrás» y revitalizar un espíritu de resistencia y
desafío entre la población. Contaba al menos con el apoyo
implícito de Clement Attlee y Arthur Greenwood, los dos
líderes laboristas, y de sir Archibald Sinclair, el líder
liberal. A Chamberlain también le convenció el argumento
esencial de Churchill. Durante esa tormentosa reunión,
Halifax no ocultó a Churchill que estaba dispuesto a
presentar la dimisión si se hacía caso omiso de sus puntos
de vista, pero más tarde el primer ministro consiguió
tranquilizarlo.
Aquella tarde se recibió otro duro golpe. Como el
enemigo había conseguido abrir una gran brecha en el
frente belga a orillas del Lys, el rey Leopoldo decidió que
había llegado el momento de capitular. Al día siguiente,
presentó la rendición incondicional de Bélgica al VI
Ejército alemán. El Generaloberst von Reichenau y su jefe
de estado mayor, el Generalleutnant Friedrich Paulus,
impusieron los términos de la paz en su cuartel general. La
siguiente rendición que negociaría Paulus iba a ser la suya
propia en Stalingrado apenas tres años después.
Aparentemente, el gobierno francés manifestó su
repulsa por la «traición» del rey Leopoldo, pero, en
realidad, se alegró de lo ocurrido. El siguiente comentario
de uno de los capitularás expresa claramente cómo se
vivió la noticia: «¡Por fin tenemos un chivo expiatorio!».31
A los británicos, sin embargo, apenas les sorprendió la
caída de Bélgica. Gort, siguiendo los consejos del general
Alan Brooke, había tomado sabiamente las debidas
precauciones, colocando a sus tropas detrás de las líneas
belgas para evitar que los alemanes pudieran abrirse paso
por el flanco oriental, por la zona comprendida entre Yprès
y Comines.
El general Weygand, que ya había sido informado
oficialmente de la decisión de los británicos de retirarse,
montó en cólera por aquella falta de franqueza. Por
desgracia, no cursó la orden de evacuación de sus unidades
hasta el día siguiente, por lo que las tropas francesas
llegaron a las playas bastante más tarde que las británicas.
El mariscal Pétain dijo que la falta de apoyo de los ingleses
obligaba a revisar el acuerdo firmado por Reynaud en
marzo en el sentido de que Francia no intentaría pactar con
el enemigo una paz por separado.
La tarde del 28 de mayo, el gabinete de guerra volvió a
reunirse, pero en esta ocasión —por petición expresa de
Churchill— en la Cámara de los Comunes. Halifax y
Churchill volvieron a enzarzarse en una fuerte discusión, en
la que el primer ministro se mostró mucho más contrario a
cualquier forma de negociación. Y si se levantaban y
abandonaban la sala, dijo, «veríamos cómo se esfumaría
todo el poder de decisión del que disponemos ahora».
En cuanto terminó la reunión del gabinete de guerra,
Churchill convocó una asamblea de todos los ministros.
Comentó que había considerado la posibilidad de negociar
con Hitler, pero que había llegado a la conclusión de que
las condiciones que impondrían los alemanes iban a reducir
a Gran Bretaña a un «estado esclavo»32 administrado por un
gobierno títere. El apoyo que le brindaron los ministros
difícilmente habría podido ser más categórico. Halifax
había sido superado tácticamente de una manera clara y
rotunda. Gran Bretaña iba a luchar hasta el final.
Como no quería agotar a las fuerzas blindadas que habían
sido desplegadas, Hitler limitó su avance a Dunkerque.
Debían detenerse en cuanto el puerto estuviera al alcance
de sus regimientos de artillería. El bombardeo de la ciudad
comenzó siendo muy intenso, pero no logró impedir el
desarrollo de la Operación Dinamo, esto es, la evacuación.
Los bombarderos de la Luftwaffe, que con frecuencia
seguían despegando de bases en Alemania, no dispusieron
de un apoyo efectivo por parte de los cazas, viéndose a
menudo interceptados por los escuadrones de Spitfire
aliados que emprendían el vuelo desde unos aeródromos
mucho más cercanos, como los de Kent.
Los desventurados soldados británicos que se
amontonaban en las playas y en la ciudad, a la espera de
poder embarcar, maldecían a la RAF, sin saber que en el
interior de la región los cazas ingleses libraban su propia
batalla en el cielo contra los bombarderos enemigos. Por
mucho que Göring se hubiera jactado de que iba a acabar
con los británicos, lo cierto es que la Luftwaffe causó un
número de bajas relativamente escaso en las fuerzas
aliadas. El efecto letal de bombas y obuses se vio
minimizado por la morbidez de las dunas de arena. En las
playas murieron más soldados aliados por culpa de las
ametralladoras que por culpa de las bombas.
Cuando, tras la llegada de su infantería, los alemanes
reiniciaron el avance, la férrea resistencia de las tropas
francesas y británicas había logrado impedir que el
enemigo rompiera la línea defensiva. Los pocos que
consiguieron escapar de los pueblos y aldeas de la zona
estaban exhaustos, famélicos, sedientos y, en muchos
casos, heridos. Hubo que dejar atrás a los que presentaban
un estado de mayor gravedad. Con aquel gran número de
alemanes rodeándolas, las fuerzas aliadas comenzaron una
retirada angustiosa, temiendo en todo momento dar de
bruces con un contingente enemigo.
La evacuación había comenzado el 19 de mayo, con el
rescate de heridos y de los primeros soldados de la
retaguardia, pero el grueso de la operación no empezó a
desarrollarse hasta la noche del 26 de mayo. Después de
que la BBC lanzara un llamamiento por radio, el
Almirantazgo se puso en contacto con los propietarios de
pequeñas embarcaciones —yates, barcas y lanchas motoras
— que se habían ofrecido voluntarios para colaborar en la
difícil empresa. Aunque en un primer momento se les dijo
que debían reunirse frente a las costas de Sheerness, más
tarde se les indicó que el lugar de encuentro sería frente a
las costas de Ramsgate. Fueron utilizadas unas seiscientas
de esas embarcaciones en el curso de la Operación
Dinamo, casi todas tripuladas por unos «marineros de fin
de semana», que se pusieron al servicio de más de
doscientos navíos de la Armada británica.
Dunkerque era fácil de identificar a gran distancia,
tanto desde el mar como desde el interior. Grandes
columnas de humo se elevaban hacia el cielo desde aquella
ciudad en llamas atacada por los bombarderos alemanes.
Las cisternas de combustible ardían rabiosamente, creando
infinidad de densas nubes negras. Todas las carreteras que
conducían a la ciudad estaban atestadas de vehículos
militares abandonados o destruidos.
Las relaciones entre los altos mandos de los dos
países aliados, especialmente las del estado mayor del
almirante Jean Abrial con sus colegas franceses, se
hicieron cada vez más tensas. No contribuyó precisamente
a mejorar la situación el hecho de que tropas francesas y
británicas se dedicaran al pillaje en la ciudad, culpándose
unas a otras de los delitos cometidos. Muchos hombres se
emborrachaban cuando intentaban calmar su sed ingiriendo
vino, cerveza y licores debido a la falta de agua potable.
Las playas y el puerto se llenaron de tropas que
formaban largas filas a la espera de poder embarcar. Cada
vez que la Luftwaffe atacaba, y se oían las sirenas de sus
Stuka que se lanzaban en picado «como una bandada de
enormes gaviotas infernales»,33 los hombres salían
corriendo y se desperdigaban para salvar la vida. El ruido
resultaba ensordecedor, con todos aquellos cañones
antiaéreos de los destructores que frente al rompeolas
disparaban contra los aviones enemigos. Después, cuando
volvía la calma, los soldados regresaban rápidamente para
no perder su lugar en la cola. Algunos sucumbían, víctimas
de aquel estrés. Poco se podía hacer por los que mostraban
signos evidentes de fatiga de combate.
Cuando caía la noche, los soldados aguardaban en el
mar, con el agua hasta las espaldas, mientras los botes
salvavidas y otras pequeñas embarcaciones iban llegando
hasta la playa para recogerlos. En su mayoría estaban tan
cansados y tenían tantas dificultades para moverse con sus
botas y sus trajes de combate completamente empapados,
que los marineros, profiriendo maldiciones, se veían
obligados a subirlos por la borda, agarrándolos por las
correas de sus equipos de combate.
En el curso de la Operación Dinamo, los hombres de
la Marina Real británica no sufrieron menos que las tropas
a las que tuvieron que rescatar. El 29 de mayo, cuando el
Reichsmarschall Göring, presionado por Hitler, lanzó un
gran ataque para impedir la evacuación, fueron hundidos o
seriamente dañados diez destructores, así como otras
muchas embarcaciones. Esta circunstancia obligó al
Almirantazgo a retirar de allí los grandes destructores de la
flota, de importancia vital para la defensa del sur de
Inglaterra. Pero emprendieron su viaje de regreso un día
más tarde, una vez concluida la fase más intensa de la
evacuación, llevándose consigo a unos mil soldados cada
uno.
Ese día también tuvo lugar una valiente acción
defensiva del perímetro del puerto por parte de los
hombres de la Guardia de Granaderos, de la Guardia de
Coldstream y del Regimiento Real de Berkshire de la 3.ª
División de Infantería, que, poniendo en riesgo su vida,
consiguieron repeler el ataque de los alemanes; un ataque
que, de haber sido coronado con éxito, habría puesto fin a
las operaciones de evacuación. Tropas francesas de la 68.ª
División siguieron resistiendo en el sector occidental y
suroccidental del perímetro de Dunkerque, pero lo cierto
es que las tensiones en la alianza franco-británica no
pararon de crecer.
Los franceses estaban convencidos de que los
británicos iban a dar prioridad a sus hombres, y hay que
decir que, en realidad, desde Londres llegaron
instrucciones cuando menos contradictorias en este
sentido. No fueron pocos los soldados franceses que, al
llegar a los puntos de embarque británicos, se encontraron
con que se les negaba el paso, lo cual, naturalmente, dio
lugar a escenas de gran violencia. Los soldados británicos,
que habían recibido la orden de dejar en tierra todas sus
pertenencias, montaban en cólera cuando veían aparecer a
los franceses cargados con bultos, y los echaban del muelle
empujándolos al agua. Hubo otro caso en el que fueron
tropas británicas las que asaltaron una nave destinada a los
franceses, mientras que los franceses que intentaban
subirse a un barco británico eran empujados al mar.
Ni siquiera el gran carisma del general de división
Harold Alexander pudo evitar que el general Robert
Fagalde, jefe del cuerpo XVI, y el almirante Abrial
montaran en cólera cuando les comunicó que había
recibido la orden de embarcar el mayor número posible de
británicos. Los franceses le enseñaron una carta de Gort en
la que se aseguraba que tres divisiones británicas se
quedarían para defender el perímetro. El almirante Abrial
amenazó incluso con cerrar el puerto de Dunkerque a las
tropas británicas.
La noticia de aquella grave discusión llegó a Londres
y a París, donde Churchill estaba entrevistándose con
Reynaud, Weygand y el almirante François Darlan.
Weygand reconoció que no podía esperarse que Dunkerque
resistiera indefinidamente. Churchill insistió en que la
evacuación debía continuar en términos de igualdad para
los dos países, pero en Londres no se compartía su
esperanza de conservar intacto el espíritu de la alianza. En
la capital inglesa, se consideraba tácitamente que, como era
harto probable la rendición de Francia, los británicos tenían
que velar por sus propios intereses. Las alianzas son
bastante complicadas en la victoria, pero en la derrota están
condenadas a originar las peores recriminaciones
imaginables.34
El 30 de mayo parecía que la mitad de la BEF iba a
quedarse en Francia. Pero al día siguiente, frente a las
costas de Dunkerque, apareció una gran flota compuesta
por navíos de la Marina Real británica y «pequeñas
embarcaciones»: destructores, minadores, yates, vapores
de ruedas, remolcadores, botes salvavidas, barcos de pesca
y embarcaciones de recreo. Muchos de esos barcos más
pequeños se dedicaron a transportar a los soldados desde
las playas hasta las naves más grandes. Uno de los yates
presentes, el Sundowner, era propiedad del capitán de
fragata C. H. Lightoller, el oficial que había sobrevivido al
naufragio del Titanic. El milagro de Dunkerque tuvo mucho
que ver con el estado de la mar, normalmente en calma
durante los días y las noches de aquella importantísima
operación.
A bordo de los destructores, los suboficiales de la
Marina Real daban a los exhaustos y hambrientos soldados
que habían sido rescatados tazas de chocolate caliente,
latas de carne de buey y pan. Pero con la Luftwaffe
aumentando el número de sus ataques cada vez que cesaba
la cobertura aérea de los cazas de la RAF, llegar a un barco
no era precisamente una empresa segura. Es muy difícil
olvidar la descripción de las horribles heridas sufridas
durante los ataques aéreos, así como los relatos que nos
hablan de los que morían ahogados cuando un barco se
hundía o de los que gritaban pidiendo auxilio y no recibían
respuesta. Peor fue lo que les tocó vivir a los heridos que
se quedaron atrás, en el perímetro de Dunkerque, donde los
médicos y el personal sanitario apenas podían hacer nada
para consolar a los moribundos o aliviarles el dolor.
Ni siquiera los que fueron evacuados pudieron mitigar
su sufrimiento al llegar a Dover. La evacuación en masa
había colapsado el sistema. Los trenes hospital los
repartieron por distintos centros a lo largo y ancho de todo
el país. Un soldado herido, recién llegado del horror de
Dunkerque, no pudo dar crédito a sus ojos cuando vio a
través de la ventanilla del tren a un grupo de hombres
vestidos de franela blanca jugando al cricket como si Gran
Bretaña nunca hubiera entrado en guerra. Bajo los
uniformes de campaña de muchos de los que presentaban
lesiones, cuando por fin pudieron ser atendidos
debidamente, se descubrió que en sus heridas asomaban los
gusanos, o que la gangrena obligaba a amputarles el
miembro afectado.
La mañana del 1 de junio, la retaguardia en Dunkerque,
de la que formaba parte la 1.ª Brigada de la Guardia, se vio
superada por una contundente ofensiva alemana en el canal
de Bergues-Furnes. Varios hombres, e incluso pelotones
enteros, cayeron durante el ataque, pero el arrojo
demostrado durante aquella penosa jornada supuso la
concesión de una Cruz Victoria y de otras diversas
condecoraciones. A partir de ese momento hubo que
cancelar las operaciones de evacuación durante el día
debido a las importantes pérdidas sufridas por la Marina
Real, y al hundimiento de un barco hospital y a las averías
de otro. La noche del 3 de junio llegaron a Inglaterra las
últimas naves de Dunkerque. En una lancha motora, antes
de abandonar definitivamente la zona, el general de división
Alexander recorrió arriba y abajo la zona de la playa y la del
puerto para comprobar que no quedaba ningún soldado.
Poco antes de la medianoche, el capitán Bill Tennant, el
oficial naval que lo acompañaba, consideró que ya podía
enviar un mensaje al almirante Ramsay en Dover para
comunicarle que se había concluido la operación.
En vez de los cuarenta y cinco mil soldados que el
Almirantazgo había confiado salvar, los buques de guerra de
la Marina Real británica y las diversas embarcaciones
particulares consiguieron evacuar a unos trescientos treinta
y ocho mil efectivos aliados, de los cuales ciento noventa y
tres mil eran británicos, y los demás franceses. Unos
ochenta mil hombres, en su mayoría franceses, quedaron
atrás debido a la confusión y a la lentitud de sus
comandantes en el momento de retirarlos.35 Durante la
campaña en Bélgica y el noreste de Francia, los británicos
perdieron unos sesenta y ocho mil hombres. Casi todos los
tanques y vehículos motorizados que les quedaban,
prácticamente toda su artillería y la inmensa mayoría de sus
pertrechos fueron destruidos. Las fuerzas polacas en
Francia también fueron evacuadas a Inglaterra; este hecho
hizo que Goebbels las llamara despectiva y
desdeñosamente «los turistas de Sikorski».36
Curiosamente, en Gran Bretaña hubo diversas
reacciones: por un lado, una sensación de miedo
exagerado; por otro, de gran alivio porque la BEF había
sido salvada. Al ministerio de información llegó a
preocuparle que el pueblo tuviera la moral «probablemente
demasiado alta».37 Y, sin embargo, la posibilidad de una
invasión parecía cada vez más real. Corrían rumores que
hablaban de paracaidistas alemanes disfrazados de monja.
Por lo visto, algunos creían incluso que en Alemania «se
reclutaban enfermos con trastornos mentales para crear un
cuerpo de suicidas», y que «los alemanes abrían túneles en
Suiza para llegar a Toulouse».38 La amenaza de una invasión
produjo inevitablemente un miedo irracional a la presencia
de extranjeros. Poco después de la evacuación de
Dunkerque, los sondeos de Mass Observation indicaban
también que las tropas francesas eran bien acogidas, pero
que la gente sentía un profundo rechazo por los refugiados
holandeses y belgas.

Los alemanes no tardaron en poner en marcha la siguiente


fase de su campaña. El 6 de junio, atacaron la línea del río
Somme y el río Aisne, aprovechando su gran superioridad
numérica y su supremacía aérea. Las divisiones francesas,
tras haberse recuperado de la conmoción inicial del
desastre que se les había venido encima, combatieron con
gran valentía, pero ya era demasiado tarde. Churchill,
advertido por Dowding de que no había suficientes cazas
para defender Gran Bretaña, se negó al envío de más
escuadrones al otro lado del Canal de la Mancha como
pedían los franceses. Aún había en el continente, al sur del
Somme, más de cien mil soldados británicos, entre ellos
los de la 51.ª División de Infantería (Highland), que no
tardó en quedar atrapada en Saint-Valéry, junto con la 41.ª
División francesa.
En un intento de que Francia siguiera en guerra,
Churchill decidió trasladar al continente otra fuerza
expedicionaria a las órdenes del general sir Alan Brooke.
Antes de su partida, Brooke advirtió a Edén que, si él se
daba cuenta del carácter diplomático de su misión y lo
aceptaba, el gobierno debía reconocer que esta no tenía
ninguna posibilidad de convertirse en un éxito militar.
Aunque algunas unidades francesas combatían con arrojo,
muchas otras habían comenzado a escabullirse y a engrosar
las columnas de refugiados. Se difundió el pánico con
rumores que hablaban del uso de gases venenosos y de
atrocidades cometidas por los alemanes.
Huyendo del enemigo, los que más avanzaban eran los
automóviles, en primer lugar los de los ricos, que parecían
estar bien preparados para aquella empresa. El hecho de
que pudieran adelantar a los demás les permitía acaparar los
suministros de combustible —un bien cada vez más escaso
— que encontraban en el camino. En segundo lugar estaban
los de la clase media, mucho más modestos, con colchones
atados sobre la cubierta, y el interior lleno de las
posesiones más preciadas de sus dueños, entre las que a
veces figuraba un perro, un gato o un canario en su jaula. Y
por último, las familias más pobres, que iban a pie y
utilizaban bicicletas, carretillas, caballos y cochecitos de
niño para transportar sus pertenencias. A menudo, con
embotellamientos de decenas y decenas de kilómetros,
estas no iban más lentas que las que viajaban en automóvil,
cuyo motor se recalentaba por el calor, y que se movían
apenas unos metros cada vez que avanzaban.
En su avance en medio del pánico hacia el suroeste,
estos ríos humanos formados por unos ocho millones de
personas no tardaron en comprobar que no solo era
imposible conseguir combustible, sino también alimentos.
El hecho de que en las ciudades sus habitantes se dedicaran
a comprar todo el pan y todas las verduras disponibles
generó inmediatamente una falta de compasión cada vez
mayor y un fuerte resentimiento hacia lo que empezaba a
considerarse una verdadera plaga de langostas. Y todo esto
a pesar del gran número de heridos que se habían producido
durante los constantes ataques lanzados por la aviación
alemana contra las carreteras atestadas de refugiados. Una
vez más, fueron las mujeres las que soportaron la carga de
aquel desastre y las que mejor supieron afrontar la difícil y
penosa situación con su sacrificio y su calma. Los hombres
eran los que lloraban desesperados.
El 10 de junio, pese a ser perfectamente consciente
de la inferioridad militar y de la escasez de recursos de su
país, Mussolini declaró la guerra a Francia y a Gran
Bretaña. Estaba firmemente decidido a no desaprovechar la
oportunidad de obtener un beneficio territorial antes de que
se llegara a una paz. Pero la ofensiva de los italianos en los
Alpes, de la que los alemanes no fueron informados,
resultó un desastre. Los franceses perdieron poco más de
doscientos hombres, pero en las filas italianas se
produjeron unas seis mil bajas, de las cuales más de dos
mil fueron casos graves de congelación.39

En una decisión que no hizo más que aumentar la


confusión, el gobierno francés se había trasladado al valle
del Loira, estableciendo sus distintos ministerios y
cuarteles generales en diversos castillos de la región. El 11
de junio, Churchill voló a Briare, a orillas del Loira, para
asistir a una reunión del Mando Supremo Aliado. Escoltado
por una escuadrilla de aviones Hurricane, aterrizó en un
aeródromo abandonado de la zona. Lo acompañaban el
general sir John Dill, en aquellos momentos jefe del estado
mayor, el general de división Hastings Ismay, el secretario
del gabinete de guerra y el general de división Edward
Spears, su representante personal ante el gobierno francés.
El grupo fue conducido al castillo de Muguet, por entonces
centro de operaciones temporal del general Weygand.
En el sombrío comedor aguardaba su llegada Paul
Reynaud, un hombre de baja estatura, con grandes cejas
pronunciadas y el rostro «hinchado por el cansancio».40
Reynaud estaba al borde de un ataque de nervios. Lo
acompañaban un malhumorado Weygand y el mariscal
Pétain. En un segundo término se encontraba el que en
aquellos momentos era subsecretario de guerra de su
gobierno, el general de brigada Charles de Gaulle, un
protegido de Pétain antes de que estallara la guerra. Spears
observaría que, a pesar de la cortesía con la que Reynaud
les dio la bienvenida, los miembros de la delegación
británica se sintieron como «los parientes pobres en un
funeral».41
Sin rodeos, Weygand pasó a describir lo catastrófica
que era la situación. Churchill, aunque vestía aquel día tan
caluroso un grueso traje negro, hizo todo lo que pudo para
demostrar gran ingenio y entusiasmo con su inimitable
mezcla de inglés y francés. No sabía que Weygand ya había
dado la orden de abandonar París en manos de los
alemanes, y abogaba por defender la capital francesa casa
por casa, y por emprender una guerra de guerrillas. Su
propuesta horrorizó a Weygand y también a Pétain, quien,
tras haber guardado un largo silencio, exclamó: «¡Esto
significaría la destrucción del país!».42 Su principal
preocupación era conservar un número suficiente de tropas
para sofocar cualquier desorden revolucionario. Estaban
obsesionados con la idea de que los comunistas pudieran
hacerse con el poder en un París abandonado.
En un intento de pasarles la patata caliente, Weygand
exigió más escuadrones de cazas de la RAF para evitar la
caída de Francia, sabiendo perfectamente que los británicos
tenían que rechazar su petición. Apenas unos días antes
había culpado de su derrota no a los generales, sino al
Frente Popular y a los maestros de escuela «que se han
negado a fomentar entre los niños el patriotismo y el
espíritu de sacrificio».43 Pétain pensaba de manera
parecida. «Este país», dijo a Spears, «ha sido corrompido
por la política».44 Probablemente lo más cierto sea que
Francia estaba tan profundamente dividida que era
inevitable que se multiplicaran las acusaciones de traición.
Churchill y su comitiva volaron de vuelta a Londres
sin abrigar vanas esperanzas, aunque había conseguido la
promesa de que Francia hablaría con ellos antes de firmar
un armisticio. Para Gran Bretaña, las cuestiones clave eran
el futuro de la flota francesa y saber si el gobierno de
Reynaud estaba dispuesto a seguir con la guerra desde el
norte de África francés. Pero Weygand y Pétain se oponían
rotundamente a esta idea, pues tenían la firme convicción
de que, en ausencia de un gobierno, Francia se sumiría en el
caos. Al día siguiente, 12 de junio, por la tarde, Weygand
exigió claramente que se firmara un armisticio durante una
sesión del consejo de ministros, un consejo del que él no
era miembro. Reynaud trató de recordarle que Hitler no era
un caballero a la vieja usanza como Guillermo I en 1871,
sino «un nouveau Gengis Khan». Este fue, sin embargo,
el último intento de Reynaud por mantener controlado a su
comandante en jefe.
París era una ciudad prácticamente desierta. Una
enorme columna de humo negro se elevaba hacia el cielo
desde la refinería de Standard Oil, que había sido
incendiada por petición del estado mayor francés y de la
embajada de los Estados Unidos para impedir que los
alemanes pudieran abastecerse de combustible. Las
relaciones entre Francia y los Estados Unidos eran
sumamente cordiales en 1940. El gobierno galo confiaba
tanto en el embajador norteamericano, William Bullitt, que
lo nombró alcalde de París para que negociara con el
enemigo la rendición de la capital. Cuando un grupo de
oficiales alemanes fue tiroteado cerca de la Porte Saint-
Denis, en el norte de la capital francesa, durante una tregua,
el Generaloberst Georg Küchler, comandante en jefe del
X Ejército, ordenó el bombardeo de la ciudad. Bullitt
intervino y logró salvar París de la destrucción.45
El 13 de junio, mientras los alemanes se preparaban
para entrar en París, Churchill volaba a Tours para celebrar
otra reunión. El primer ministro inglés vio confirmados sus
peores temores. A instancias de Weygand, Reynaud le
preguntó si Gran Bretaña estaría dispuesta a olvidar la
promesa de Francia de no pedir por su cuenta la paz. Solo
unos pocos, como, por ejemplo, Georges Mandel, ministro
del interior, y el joven general De Gaulle, estaban
firmemente decididos a seguir con la guerra a cualquier
precio. Reynaud, aunque compartía esta opinión, daba la
sensación, en palabras de Spears, de estar envuelto en las
vendas de los derrotistas y paralizado como una momia.
Cuando los franceses le expusieron su voluntad de
firmar la paz, Churchill comentó que comprendía su
postura. Los derrotistas tergiversaron sus palabras,
interpretando que daba su consentimiento, lo cual negó
acaloradamente. No estaba dispuesto a liberar a Francia de
su compromiso hasta que los británicos tuvieran las
suficientes garantías de que Alemania no podría apoderarse
nunca de la flota francesa. Si esta caía en manos del
enemigo sería muy probable que se coronara con éxito una
invasión de Gran Bretaña. Dijo que Reynaud debía hablar
con el presidente Roosevelt para tantear la posibilidad de
que los Estados Unidos ayudaran a Francia in extremis.
Cada día que Francia siguiera resistiendo iba a permitir que
Gran Bretaña se preparara mejor para un eventual ataque de
los alemanes.
Aquella noche se celebró un consejo de ministros en
el castillo de Cangé. Weygand, que continuaba insistiendo
en la necesidad de firmar un armisticio, dijo que los
comunistas se habían hecho con el poder en París, y que su
líder, Maurice Thorez, había ocupado el palacio del Elíseo.
Se trataba de una artimaña de lo más grotesco. Mandel
telefoneó inmediatamente al prefecto de la policía de la
capital, quien confirmó que aquello era absolutamente
falso. Aunque pudo silenciarse a Weygand, el mariscal
Pétain extrajo unas notas de su bolsillo y comenzó a
leerlas. No solo hizo hincapié en la necesidad de firmar el
armisticio, sino que rechazó la idea de que el gobierno
abandonara el país. «Permaneceré al lado del pueblo
francés para compartir su dolor y su sufrimiento».46 Pétain
había abandonado su silencio para revelar su intención de
ponerse al frente de Francia durante su servidumbre.
Reynaud, aunque contaba con el apoyo de un número
suficiente de ministros, así como del de los presidentes de
la Chambre des Députés y del Sénat, no tuvo el valor de
destituirlo. Se llegó a una solución de compromiso de
consecuencias dramáticas. Esperarían a conocer la
respuesta del presidente Roosevelt antes de tomar una
decisión definitiva en lo concerniente al armisticio. Al día
siguiente, el gobierno se trasladó a Burdeos en lo que sería
el último acto de aquella tragedia.

El general Brooke vio confirmados sus peores temores en


cuanto aterrizó en Cherburgo. Llegó al cuartel general de
Weygand, situado en los alrededores de Briare, a última
hora de la tarde del 13 de junio, cuando el generalísimo
francés se encontraba en el castillo de Cangé asistiendo a
la reunión del consejo de ministros. Brooke pudo
entrevistarse con él al día siguiente. A Weygand le
preocupaba más no acabar con gloria su carrera militar que
el desmoronamiento del ejército francés.47
Brooke telefoneó a Londres para aclarar que no estaba
de acuerdo con la orden recibida de utilizar la segunda BEF
para la defensa de un reducto en Bretaña, proyecto en el
que tanto Churchill como De Gaulle habían depositado
grandes esperanzas. El general Dill enseguida entendió el
mensaje. A partir de ese momento, iba a impedir el envío
de más refuerzos al país galo. Ambos acordaron que todas
las tropas británicas que seguían en el noroeste de Francia
debían retirarse a los puertos de Normandía y Bretaña para
proceder a su evacuación.
A su regreso a Londres, Churchill quedó horrorizado
por la noticia. Brooke, exasperado, tuvo que pasar media
hora colgado al teléfono para explicarle con claridad la
crudeza de la situación. El primer ministro hizo hincapié en
que Brooke había sido enviado a Francia para que los
franceses sintieran que los británicos estaban ayudándolos.
Brooke contestó que «era imposible que un cadáver
sintiera algo, y que el ejército francés estaba, en todos los
sentidos, muerto». Seguir con aquella empresa «solo
significaría perder a unos buenos soldados para nada».
Aunque se sintió muy ofendido cuando el primer ministro
le insinuó que carecía «de agallas», Brooke no cedió. Al
final, Churchill reconoció que no había otra salida.48
Los alemanes seguían perplejos ante la celeridad con
la que se rendían la mayoría de los soldados franceses.
«Fuimos los primeros en entrar en un determinado
pueblo», escribía un soldado de la 62.ª División de
Infantería, «y los soldados franceses se habían pasado dos
días sentados en los bares, esperando que los hiciéramos
prisioneros. Así es cómo era Francia, cómo era la tan
cacareada Grande Nation»49
El 16 de junio, el mariscal Pétain declaró que estaba
dispuesto a dimitir si el gobierno no entablaba
inmediatamente negociaciones para la firma de un
armisticio. Le convencieron de que esperara a que llegase
una respuesta de Londres. En su contestación a la llamada
de Reynaud, Roosevelt se había mostrado muy
comprensivo, pero sin prometer nada. Desde Londres, el
general De Gaulle leyó por teléfono una propuesta, según
parece sugerida en un primer momento por Jean Monnet,
considerado más tarde padre fundador del ideal europeo,
pero por entonces encargado de la compra de armamento.
Gran Bretaña y Francia debían formar un único estado con
un solo gabinete de guerra. Churchill estaba entusiasmado
con este plan, concebido para que Francia siguiera en pie
de guerra, y también Reynaud lo contemplaba con
esperanza. Pero en cuanto planteó esta posibilidad en el
consejo de ministros, la reacción de la mayoría fue de
desdén y de repulsa. Pétain lo calificó de «casamiento con
un cadáver», y otros manifestaron su temor de que «la
pérfida Albión» pretendiera de este modo apoderarse de su
país y de sus colonias en un momento de gran debilidad.
Reynaud, apenado y abatido, se reunió con el
presidente Lebrun y le presentó su dimisión. Estaba a punto
de sufrir una crisis nerviosa. Lebrun intentó convencerlo de
que siguiera en el cargo, pero el primer ministro francés
había perdido todas las esperanzas de poder oponerse a los
que pedían un armisticio. Recomendó incluso que el
mariscal Pétain fuera designado para formar un gobierno
que negociara la paz. Lebrun, aunque en esencia estaba del
lado de Reynaud, se sintió en la obligación de seguir sus
consejos. A las 23:00 horas, Pétain presidió un nuevo
consejo de ministros. La III República había llegado
definitivamente a su fin. Algunos historiadores sostienen,
no exentos de cierta razón por los argumentos que
exponen, que la muerte de la III República se debió a un
golpe militar perpetrado por Pétain, Weygand y el
almirante Darían, que el 11 de junio, durante la conferencia
de Briare, se decantó por los partidarios del armisticio. El
cometido de Darían era garantizar que la flota francesa no
pudiera ser utilizada para proceder a la evacuación del
gobierno y las tropas al norte de África donde continuar la
lucha.
Aquella noche De Gaulle había regresado a Burdeos a
bordo de un avión que puso Churchill a su disposición. A su
llegada, se enteró de que su jefe había presentado la
dimisión y de que él también había dejado de formar parte
del gobierno. En cualquier momento podía recibir órdenes
de Weygand que estaba obligado a cumplir. Manteniendo
un perfil bajo, cosa harto difícil con su altura y su
característico rostro, decidió entrevistarse con Reynaud
para comunicarle su intención de regresar a Inglaterra para
seguir desde allí con la lucha. Reynaud le entregó cien mil
francos de unos fondos secretos. Spears intentó convencer
a Georges Mandel de que se uniera a ellos, pero este
rechazó la oferta. Como judío, no quería que nadie pudiera
considerarlo un desertor, pero se equivocó al subestimar el
antisemitismo que comenzaba a aflorar en su país. Al final,
esta decisión le costaría la vida.
De Gaulle, su ayudante de campo y Spears partieron
de un aeródromo lleno de aviones averiados. Mientras
sobrevolaban las islas del Canal rumbo a Londres, Pétain
comunicaba al pueblo francés en un discurso radiofónico
su intención de firmar un armisticio. Habían muerto
noventa y dos mil franceses, y doscientos mil habían
resultado heridos. Casi dos millones de hombres habían
sido capturados como prisioneros de guerra. El ejército
francés, profundamente dividido en su seno, en parte
debido a la propaganda de los comunistas y de la extrema
derecha, había permitido que Alemania obtuviera una
victoria fácil, por no hablar del gran número de vehículos
motorizados que podrían utilizar en la invasión de la Unión
Soviética del año siguiente.
En Gran Bretaña, la opinión pública enmudeció
horrorizada cuando fue informada de la rendición de
Francia. Lo que implicaba esta noticia quedó bien claro
cuando el gobierno anunció que, a partir de ese momento,
las campanas de las iglesias solo podían sonar para dar la
señal de alarma que anuncia una invasión. En los panfletos
oficiales que distribuyeron casa por casa los carteros se
indicaba que, si llegaban los alemanes, nadie saliera de
casa. Si cundía el pánico y la gente comenzaba a emprender
la huida, atestando las carreteras, la Luftwaffe podría hacer
una verdadera escabechina.
Sin perder tiempo, el general Brooke organizó la
evacuación de los últimos soldados británicos de Francia.
Fue una suerte que actuara con tanta premura, pues el
anuncio de Pétain dejaba a sus hombres en una situación
bastante ingrata. La mañana del 17 de junio habían
abandonado el continente cincuenta y siete mil de los
ciento veinticuatro mil efectivos del ejército y la RAF
presentes en Francia. Se llevó a cabo un esfuerzo ingente
para evacuar de Saint-Nazaire, en Bretaña, al mayor número
posible de los que quedaban. Se calcula que más de seis mil
hombres, entre militares y civiles británicos, embarcaron
ese día en el transatlántico Lancastria de la compañía
Cunard. Durante un ataque de la aviación alemana, las
bombas enemigas mandaron la nave a pique, muriendo
probablemente más de tres mil quinientos de sus pasajeros,
muchos atrapados en su interior. Este incidente está
considerado el peor desastre naval de la historia británica.
A pesar de esta escalofriante tragedia, otros ciento noventa
y un mil soldados aliados lograron regresar a Inglaterra en
esta segunda evacuación.50
Churchill recibió a De Gaulle en Londres, ocultando
su decepción por la ausencia de Reynaud y de Mandel en
aquella comitiva francesa. El 18 de junio, al día siguiente
de su llegada, De Gaulle se dirigió al pueblo francés en una
alocución radiofónica que la BBC se encargó de transmitir
y de retransmitir. Ese día sería conmemorado en los años
venideros. (Por lo visto, el general francés no fue
consciente de que pronunciaba su discurso coincidiendo
con el 125 aniversario de la batalla de Waterloo.) Al
contrario del francófilo ministro de información, Duff
Cooper, el Foreign Office se oponía firmemente a que De
Gaulle se dirigiera por radio al pueblo de Francia. Temía
que semejante acción provocara las iras del gobierno de
Pétain en un momento delicado como aquel, en el que el
futuro de la flota francesa era tan incierto. Pero Cooper,
apoyado por Churchill y los miembros del gabinete, ordenó
a la BBC que procediera a su emisión.
Cuando se pidió a De Gaulle que dijera unas palabras
para comprobar el sonido, el general galo pronunció
simplemente el nombre que más le obsesionaba: «La
France». En esa célebre alocución, aunque en su momento
fue escuchada por muy pocos franceses, De Gaulle utilizó
el mundo de las emisiones radiofónicas para «izar la
bandera» de la Francia Libre, de la France combattante.
Aunque no podía lanzar un ataque directo contra la
administración de Pétain, hizo un claro y conmovedor
llamamiento a las armas —que más tarde sería reescrito y
mejorado— cuando dijo: «La France a perdu une
bataille! Mais la France n’a pas perdu la guerre!» En
cualquier caso, puso de manifiesto su notable percepción
del desarrollo de la guerra en el futuro. Aunque reconocía
que Francia había sido derrotada en un nuevo tipo de guerra
moderna y mecanizada, supo pronosticar que el poder
industrial de los Estados Unidos cambiaría el curso de la
que estaba convirtiéndose en una contienda de carácter
mundial. De esta manera, rechazaba implícitamente la idea
de los capitulards de que Gran Bretaña iba a ser derrotada
por Alemania en menos de tres semanas y que Hitler
dictaría los términos de la paz en Europa.
En el discurso «Este fue su gran momento»,
pronunciado aquel mismo día en la Cámara de los
Comunes, Churchill también hizo referencia a la necesidad
de que los Estados Unidos entraran en guerra al lado de los
que defendían la libertad. En efecto, la batalla de Francia
había terminado, pero la de Inglaterra estaba a punto de
comenzar.
8
LA OPERACIÓN LEÓN
MARINO Y LA BATALLA
DE INGLATERRA
(junio-noviembre de 1940)

El 18 de junio Hitler se entrevistó con Mussolini en


Munich para comunicarle los términos del armisticio de
Francia. No quería imponer unas condiciones punitivas, por
lo que no estaba dispuesto a permitir que Italia se adueñara
de la flota de ese país o de alguna de sus colonias, como
ansiaba el Duce. Ni siquiera iba a permitir una presencia
italiana en la ceremonia de la firma del armisticio. Japón,
por su parte, no perdió el tiempo y se dispuso a sacar el
máximo provecho de la derrota de Francia. Las autoridades
de Tokio advirtieron al gobierno de Pétain que tenía que
interrumpir inmediatamente el aprovisionamiento de las
fuerzas nacionalistas chinas desde Indochina. Se esperaba
que en cualquier momento Japón decidiera invadir esta
colonia francesa. El gobernador general francés de la
región cedió a las presiones y autorizó el estacionamiento
de tropas y aviones nipones en Tongking.
El 21 de junio concluyeron los preparativos para la
firma del armisticio. Hitler, que había soñado con ese
momento durante tanto tiempo, ordenó que el vagón de tren
del mariscal Foch en el que la delegación alemana había
firmado la rendición de su país en 1918 fuera trasladado
inmediatamente del museo en el que se encontraba al
bosque de Compiègne. Estaba a punto de vengar la
humillación que tanto le había obsesionado a lo largo de su
vida. Sentado en el interior del carruaje, aguardó, junto con
Ribbentrop, Rudolf Hess, Göring, Raeder, Brauchitsch y
Keitel, la llegada de la comitiva del general Huntziger. El
asistente de Hitler y miembro de la SS, Otto Günsche,
llevaba consigo una pistola por si los delegados franceses
intentaban atentar contra la vida del Führer. Mientras Keitel
leyó en voz alta los términos del armisticio, Hitler
permaneció en silencio. A continuación el Führer marchó
de allí, y más tarde telefoneó a Goebbels. «Se ha puesto fin
a la ignominia», escribiría Goebbels en su diario. «Es como
volver a nacer».1
A Huntziger se le informó de que la Wehrmacht iba a
ocupar la mitad septentrional de Francia y la zona de la
costa atlántica. Las otras dos quintas partes del país
quedarían en manos del gobierno de Pétain, al que se le
permitiría disponer de un ejército de cien mil hombres.
Francia tendría que pagar los costes de la ocupación, y para
ello se fijó una tasa de cambio entre el marco alemán y el
franco francés grotescamente ventajosa para el Reich. Por
su parte, Alemania no tocaría ni la flota ni las colonias
francesas. Como había supuesto Hitler, estos eran dos
puntos sobre los que ni siquiera Pétain y Weygand estaban
dispuestos a ceder. Lo que pretendía el Führer era separar a
los franceses de los británicos y asegurarse de que los
primeros no entregaran su Armada a sus antiguos aliados,
aunque la Kriegsmarine se había mostrado firmemente
decidida a echar mano de la flota francesa «para continuar
la guerra contra Gran Bretaña».2
Tras firmar los términos de la paz por orden de
Weygand, el general Huntziger quedó profundamente
desolado. «Si en tres meses Gran Bretaña no es obligada a
hincar la rodilla», se cuenta que exclamó, «seremos los
peores criminales de la historia».3 El armisticio fue oficial
a primera hora del 25 de junio. Hitler emitió un
comunicado proclamando la «victoria más grande de todos
los tiempos».4 En Alemania, para celebrarlo, las campanas
debían sonar durante una semana, y las banderas ondear a lo
largo de diez días. El 28 de junio, por la mañana, Hitler dio
una vuelta por París, acompañado por el escultor Arno
Breker y por los arquitectos Albert Speer y Hermann
Giesler. Irónicamente, fueron escoltados por el
Generalmajor Hans Speidel, que cuatro años más tarde
sería el principal conspirador en Francia contra el Führer.
París no impresionó a Hitler, para quien la nueva capital de
Alemania que estaba planeando iba a ser infinitamente más
espléndida. Tras esta breve visita, regresó a su cuartel
general en la Selva Negra, desde donde preparó su entrada
triunfal en Berlín y consideró hacer un llamamiento a Gran
Bretaña, invitándola a resignarse y aceptar la situación, en
un discurso que pensaba pronunciar en el Reichstag.
Sin embargo, Hitler estaba inquieto, pues veía con
preocupación el hecho de que la Unión Soviética se hubiera
anexionado el 28 de junio las regiones rumanas de
Besarabia y Bucovina septentrional. Las ambiciones de
Stalin en esta zona de Europa suponían una amenaza para
los intereses alemanes en el delta del Danubio y los
yacimientos petrolíferos de Ploestí. Tres días después, el
gobierno de Rumania renunció al pacto anglo-francés que
garantizaba sus fronteras, y envió emisarios a Berlín. El Eje
estaba a punto de hacerse con otro aliado.
Mientras tanto, Churchill, más dispuesto que nunca a
seguir con la lucha, había tomado una decisión. Ni que
decir tiene que se arrepentía profundamente del telegrama
que había enviado a Roosevelt el 21 de mayo, hablándole de
una posible derrota de Inglaterra con la consiguiente
pérdida de la Marina Real británica. En aquellos momentos
tenía que hacer un gesto que demostrara a los Estados
Unidos y al mundo entero que su país tenía la firme
intención de resistir. Y como seguía preocupándole
muchísimo la posibilidad de que la flota francesa acabara al
final en manos de Alemania, optó por poner toda la carne
en el asador. Sus mensajes al nuevo gobierno francés
instándole a trasladar sus barcos de guerra a puertos
británicos no habían tenido respuesta. Las promesas que le
había hecho el almirante Darían en ese sentido ya no
suponían ninguna garantía, sobre todo después de que este
se hubiera pasado en secreto al bando de los capitulards. Y
las que hacía Hitler en su propuesta de paz podían acabar de
un plumazo en el olvido, como había ocurrido
anteriormente. La flota francesa podía tener un valor
incalculable para los alemanes en una invasión de Gran
Bretaña, especialmente después de las innumerables
pérdidas sufridas por la Kriegsmarine frente a las costas de
Noruega. Y la entrada de Italia en la guerra podía suponer
un desafío al predominio de la Armada británica en el
Mediterráneo.
La neutralización de la poderosísima fuerza naval
francesa era una misión prácticamente imposible. «Se le ha
encomendado una de las tareas más difíciles y
desagradables que haya tenido que afrontar jamás un
almirante británico», dijo Churchill al almirante sir James
Somerville mientras su Fuerza H zarpaba de Gibraltar la
noche anterior. 5 Somerville, como casi todos los oficiales
de la Marina Real británica, era totalmente reacio al uso de
la fuerza contra una armada aliada con la que había
colaborado estrecha y amistosamente. Cuestionó las
órdenes recibidas de iniciar la «Operación Catapulta» en un
mensaje enviado al Almirantazgo que solo sirvió para que
le contestaran dándole una serie de instrucciones todavía
más concretas. Los franceses tenían las siguientes
alternativas: unirse a los británicos para seguir con la
guerra contra Alemania e Italia, poner rumbo a un puerto
británico, poner rumbo a un puerto francés de las Antillas,
como, por ejemplo, Martinica, poner rumbo a los Estados
Unidos, o barrenar ellos mismos sus naves —en menos de
seis horas— para mandarlas a pique. Si rechazaban todas
estas opciones, el almirante británico tenía «la orden del
gobierno de Su Graciosa Majestad de utilizar toda la fuerza
necesaria para impedir que los barcos [franceses] caigan en
manos de los alemanes o de los italianos».6
Poco antes del amanecer del miércoles, 3 de julio, los
británicos se pusieron en marcha. Los barcos de guerra
franceses anclados en los puertos del sur de Inglaterra
fueron tomados por grupos de asalto armados, sin que
apenas se produjeran bajas. En Alejandría, un sistema más
cortés, a saber, el bloqueo en el puerto de la escuadra
francesa, fue el elegido por el almirante sir Andrew
Cunningham. El episodio más trágico tendría lugar en el
norte de África, cerca de Oran, en el puerto francés de
Mers-el-Kébir, antigua base de los piratas de la costa
berberisca.
El destructor británico Foxhound apareció frente a
las costas de Mers-el-Kébir al amanecer. En cuanto se
levantó la bruma de la mañana, el capitán Cedric Holland,
emisario de Somerville, mandó un mensaje comunicando
que quería parlamentar. El almirante francés, Marcel
Gensoul, desde su buque insignia Dunkerque, estaba al
mando de los cruceros de batalla Strasbourg, Bretagne y
Provence, así como de una flotilla de veloces destructores.
Gensoul se negó a recibirlo, por lo que Holland tuvo que
iniciar una ardua tarea para entablar negociaciones a través
del oficial de artillería del Dunkerque al que conocía muy
bien.
Gensoul insistió en que la Armada francesa nunca
permitiría que sus barcos cayeran en manos de los
alemanes o de los italianos. Si los británicos persistían en
su amenaza, estaba dispuesto a ordenar que sus naves
respondieran con contundencia a cualquier agresión. Como
seguía negándose a recibir a Holland, el capitán británico le
envió un ultimátum especificando por escrito las distintas
alternativas por las que podían optar los franceses. La
posibilidad de poner rumbo a Martinica o a los Estados
Unidos, contemplada incluso por el almirante Darían, raras
veces aparece citada en los relatos franceses de este
incidente. Este hecho tal vez se deba a que Gensoul nunca
la mencionó en sus mensajes a Darían.
Fueron pasando las horas, y el calor se hacía cada vez
más asfixiante. Holland seguía intentando que Gensoul lo
recibiera, pero el almirante francés seguía negándose a
cambiar de opinión. Cada vez faltaba menos para que fueran
las 3 de la tarde, la hora límite del plazo dado. Somerville
ordenó que los aviones Swordfish del Ark Royal lanzaran
minas magnéticas en la entrada del puerto. Esperaba que
con ello Gensoul se convenciera de que la cosa iba muy en
serio. Al final, el almirante francés accedió a entrevistarse
personalmente con él, y se prorrogó el plazo: la nueva hora
límite sería las 17:30. Los franceses querían ganar tiempo,
pero Somerville, contrariado por aquella misión, decidió
correr el riesgo. En cuanto Holland subió a bordo del
Dunkerque, cuyo nombre reflejaba sin duda una
desafortunada coincidencia, se dio cuenta enseguida de que
los barcos franceses ya estaban preparados para la batalla,
pues incluso había remolcadores listos para conducir a los
cuatro acorazados fuera de los espigones.
Gensoul advirtió a Holland que cualquier disparo por
parte de los británicos sería «equivalente a una declaración
de guerra».7 Solo estaba dispuesto a barrenar sus barcos y
mandarlos a pique si los alemanes intentaban apoderarse de
ellos. Pero Somerville tenía muchas presiones del
Almirantazgo, que quería solucionar rápidamente aquella
cuestión, pues se habían interceptado mensajes que
hablaban de la inminente llegada de una escuadra de
cruceros franceses procedente de Argel. Así pues, decidió
enviar un mensaje a Gensoul, insistiendo en que, si no
aceptaba inmediatamente una de las alternativas propuestas,
se vería en la obligación de abrir fuego a las 17:30, según
lo estipulado. Holland tenía que abandonar rápidamente el
Dunkerque. Somerville esperó a que pasara casi otra media
hora más de lo acordado, con la esperanza de que los
franceses entraran en razón.
A las 17:54, los acorazados británicos Hood, Valiant
y Resolución abrieron fuego con sus cañones principales
de 15 pulgadas. No tardaron en dar en el blanco. El
Dunkerque y el Provence sufrieron importantes daños, y
el Bretagne estalló por los aires y zozobró.
Milagrosamente, otros barcos quedaron intactos, pero
Somerville ordenó el alto el fuego para dar a Gensoul otra
oportunidad. No se dio cuenta de que el Strasbourg y dos
de los destructores, aprovechando la densa humareda,
habían conseguido llegar a alta mar. Cuando un avión de
reconocimiento dio la alerta de aquella escapada al buque
insignia británico, Somerville creyó que se trataba de un
error, pues daba por hecho que las minas habrían
imposibilitado semejante empresa. Al final, el Hood y
varios aviones Swordfish y Skua del Ark Royal partieron en
persecución de las naves huidas, pero sus ataques
fracasaron cuando se vieron interceptados por unos cazas
franceses que habían despegado rápidamente desde el
aeródromo de Oran. Cuando esto ocurría, el sol ya
comenzaba a ocultarse rápidamente en el horizonte,
sumiendo cada vez más en la oscuridad la costa del norte de
África.
La carnicería que se produjo a bordo de los barcos
dañados en Mers-el-Kébir fue espeluznante, especialmente
la que sufrieron los hombres que se vieron atrapados en las
salas de máquinas. Muchos perecieron asfixiados por el
humo. En total, murieron mil doscientos noventa y siete
marineros franceses, y trescientos cincuenta resultaron
heridos. Casi todos los muertos pertenecían al Bretagne.
No es de extrañar que la Marina Real Británica considerara
la Operación Catapulta la misión más vergonzosa que se
había visto obligada a llevar a cabo. Y, sin embargo, esta
batalla unilateral tuvo unos efectos extraordinarios en todo
el mundo, pues demostró que Gran Bretaña estaba
preparada para seguir combatiendo con toda la
implacabilidad que fuera necesaria. Roosevelt, en
particular, se convenció de que los británicos no iban a
rendirse. Y en la Cámara de los Comunes, Churchill fue
aclamado por razones similares, y no porque hubiera un
sentimiento de rencor hacia los franceses por haber
preferido firmar el armisticio.
La profunda anglofobia del gobierno de Pétain, que
incluso había dejado petrificados a los diplomáticos
norteamericanos, se convirtió en verdadero odio visceral
después de lo de Mers-el-Kébir. Pero hasta Pétain y
Weygand se dieron cuenta de que declarar una guerra a
Gran Bretaña no iba a conducir a ninguna parte. Así pues, se
limitaron a romper relaciones diplomáticas con su antiguo
aliado. Ni que decir tiene que para Charles de Gaulle
aquellos días fueron una época terrible. De los marineros y
soldados franceses presentes en Gran Bretaña, muy pocos
se mostraron dispuestos a unirse a su nuevo ejército, que,
en un principio, contó solo con unos cuantos cientos de
hombres. Movidos por la nostalgia, en su mayoría pidieron
ser repatriados.

También Hitler se vio obligado a reflexionar sobre lo


ocurrido mientras se preparaba su gran entrada triunfal en
Berlín. Había estado considerando seriamente presentar un
«ofrecimiento de paz» a los británicos tras su regreso a la
capital, pero en aquellos momentos comenzaban a asaltarle
las dudas.
Casi todos los alemanes, después de haber temido que
en Flandes y en Champagne se produjera otra carnicería,
estaban exultantes de júbilo por la sorprendente victoria.
Tenían la convicción de que a partir de ese momento ya no
habría más guerra. Al igual que los capitularás franceses,
estaban seguros de que Gran Bretaña sería incapaz de
resistir sola y de que Churchill iba a ser depuesto por un
grupo de pacifistas. El sábado, 6 de julio, grupos de chicas
y niñas vestidas con el uniforme de la Liga de Muchachas
Alemanas (Bund Deutscher Mädel), la rama femenina de
las Juventudes Hitlerianas (Hitler-Jugend) cubrían de
flores la calle que iba desde la Anhalter Bahnhof, la
estación ferroviaria a la que iba a llegar el tren del Führer,
hasta la Cancillería. Un número ingente de personas había
comenzado a congregarse en la zona seis horas antes de
que Hitler hiciera su aparición. El clima de animación era
extraordinario, especialmente después del sorprendente
mutismo con el que Berlín recibió la noticia de la
ocupación de París por parte de las fuerzas alemanas.
Sobrepasaba con mucho incluso el fervor que inundó las
calles tras la anexión de Austria. Hasta los contrarios al
régimen se sintieron atrapados por el frenesí y la alegría de
la victoria. Un sentimiento que en aquellos momentos se
veía estimulado por el odio a Gran Bretaña, el único
obstáculo que quedaba para conseguir una Pax Germanica
en toda Europa.
En el triunfo de Hitler, a imitación de los que se
celebraban en la antigua Roma, solo faltaban los cautivos
encadenados y un esclavo diciéndole al oído que no
olvidara que seguía siendo un mortal. Aquella tarde brillaba
el sol, lo que de nuevo parecía confirmar el «milagro
climático del Führer» en las grandes celebraciones del
Tercer Reich. La calle que iba a recorrer la comitiva de
Mercedes de seis ruedas estaba atestada de «miles de
personas jubilosas que gritaban y lloraban emocionadas en
un estado de histeria».8 Cuando el automóvil de Hitler
llegó a la Cancillería, las voces agudas de las muchachas de
la BDM adulando al Führer se mezclaron con los gritos
atronadores de la multitud pidiendo a su líder que saliera al
balcón.9
Unos días después, Hitler tomó una decisión. Tras
considerar las posibles estrategias que podían seguirse con
Gran Bretaña y discutir sobre la invasión de este país con
los altos oficiales de su ejército, promulgó la «Directiva n.
°16 para los preparativos de una operación de desembarco
en Inglaterra». El primer plan de emergencia para una
invasión de Gran Bretaña, el llamado «Estudio Norte-
Oeste», había terminado de elaborarse en diciembre del
año anterior. 10 Sin embargo, antes incluso de que la
Kriegsmarine sufriera tantas pérdidas durante la campaña
de Noruega, el Grossadmiral Raeder había hecho hincapié
en que solo podía intentarse una invasión cuando la
superioridad aérea de la Luftwaffe fuera evidente. Por parte
del ejército, Halder instaba a recurrir a la invasión como
último recurso.
La Kriegsmarine se veía ante la ingente tarea de reunir
barcos y naves suficientes para trasladar una primera tanda
de cien mil hombres —con sus tanques, sus vehículos
motorizados y sus equipos— al otro lado del Canal de la
Mancha. También debía considerar otra cuestión: el
número de sus navíos de guerra era a todas luces inferior al
de la Marina Real británica. En un primer momento, el
OKH destinó a la invasión el VI, el IX y el XVI Ejército,
que se encontraban en la costa francesa del Canal, entre la
península de Cherburgo y Ostende. Más tarde, se decidió
que solo el IX y el XVI Ejército constituyeran el
contingente invasor que iba a desembarcar en la zona
situada entre Worthing y Folkestone.
Las riñas y disputas entre los cuerpos de las fuerzas
armadas por las grandes dificultades que entrañaba la
invasión hacían que cada vez pareciera menos probable que
pudiera ponerse en marcha una operación antes de la
llegada del otoño, con su inestable climatología. El único
sector de la administración nazi que parecía tomarse en
serio aquella aventura era el RHSA
(Reichssicherheitshauptamt) de Himmler, del que
formaba parte la Gestapo y el SD (Sicherheitsdienst). Su
departamento de contraespionaje, dirigido por Walter
Schellenberg, elaboró un estudio extraordinariamente
pormenorizado (y a veces curiosamente impreciso e
inexacto) sobre Gran Bretaña, con una «Lista especial de
búsqueda y captura» en la que aparecían los nombres de los
dos mil ochocientos veinte individuos a los que la Gestapo
pensaba detener una vez invadida Gran Bretaña.11
Hitler se mostraba cauteloso por otras razones. Le
preocupaba que una desintegración del imperio británico
pudiera poner las colonias inglesas en manos de los
Estados Unidos, Japón y la Unión Soviética. Así pues,
decidió seguir adelante con la Operación León Marino solo
si Göring, que acababa de ser ascendido al rango de
Reichsmarschall, conseguía con su Luftwaffe que Gran
Bretaña se hincara de rodillas. En consecuencia, el tema de
la invasión de Inglaterra no fue estudiado nunca con
urgencia por las instancias superiores de Alemania.
La Luftwaffe no estaba preparada para tamaña
empresa. Göring había creído que Gran Bretaña se vería
obligada a buscar una paz tras la caída de Francia, y sus
Luftflotten necesitaban tiempo para reequipar sus
escuadrones. Las pérdidas sufridas en los Países Bajos y en
Francia habían sido muy superiores a lo esperado. En total,
la Luftwaffe había perdido mil doscientos ochenta y cuatro
aviones, y la RAF novecientos treinta y uno. Asimismo, el
proceso de traslado de sus unidades de cazas y de
bombarderos a los aeródromos del norte de Francia duró
más de lo que se había imaginado en un primer momento.
Durante la primera mitad de julio, la Luftwaffe se limitó a
controlar la navegación en el Canal de la Mancha, el
estuario del Támesis y el mar del Norte. Fue lo que los
alemanes denominaron el Kanalkampf: una serie de
ataques, principalmente con bombarderos en picado Stuka y
con Schnellboote, o S-Boote (los buques torpederos que
los británicos llamaban E-boats), que cerraron
prácticamente el Canal a los convoyes británicos.
El 19 de julio, Hitler pronunció un largo discurso ante
varios miembros del Reichstag y sus generales, reunidos
con gran pompa en el Teatro de la Ópera de Kroll. Tras
saludar a los comandantes de su ejército y ensalzar los
grandes logros militares de Alemania, pasó a hablar de
Inglaterra, acusó a Churchill de belicista y lanzó un
«llamamiento a la razón»,12 que fue inmediatamente
rechazado por el gobierno británico. El Führer no había
sabido comprender que en aquellos momentos la posición
de Churchill se había convertido en el paradigma de la
determinación más tenaz.
La frustración de Hitler fue todavía mayor después del
triunfo obtenido en el vagón de su tren durante la firma del
armisticio en la Forêt de Compiègne y el espectacular
aumento del poderío alemán. La ocupación del norte y el
oeste de Francia por parte de la Wehrmacht permitía el
acceso por tierra a las materias primas de España y a las
bases navales de la costa atlántica. Alsacia, Lorena, el Gran
Ducado de Luxemburgo y la región de Eupen-Malmedy del
este de Bélgica fueron anexionados al Reich. Los italianos
controlaban parte del sureste francés, y el resto del sur y el
centro de Francia, la zona no ocupada, estaba en manos del
«Estado Francés» del mariscal Pétain, y su capital era la
ciudad balneario de Vichy.
El 10 de julio, una semana después del desastre de
Mers-el-Kébir, la Assemblée Nationale se reunió en el
Gran Casino de Vichy. Acordó conceder plenos poderes al
mariscal Pétain. De sus seiscientos cuarenta y nueve
miembros presentes, solo ochenta votaron en contra. La III
República había dejado de existir. L 'État Francais, que
supuestamente encarnaba los valores tradicionales de
Travail, Famille y Patrie, creó una asfixia moral y política
que se caracterizó por su elevado grado de xenofobia y
represión. Nunca reconocería que con su control de la
Francia no ocupada en beneficio de Alemania colaboraba
con el régimen nazi.
Francia tenía que pagar no solo los costes de su propia
ocupación, sino también una quinta parte de lo que se había
gastado hasta entonces Alemania en la guerra. Ni los
cálculos hinchados ni el tipo de cambio entre el marco
alemán y el franco francés que había fijado Berlín podían
ser cuestionados. Esta circunstancia supuso una cantidad
enorme de dinero extra para el ejército alemán de
ocupación. «Ahora hay muchas cosas que podemos
comprar con nuestro dinero», escribía un soldado, «de
modo que se gasta uno muchos pfennige, pero en las
tiendas se agota todo enseguida. Estamos en un pueblo
bastante grande».13 En los comercios de París se agotaban
todas las existencias sobre todo gracias a los oficiales de
permiso. Además, el gobierno nazi podía proveerse de las
reservas de materias primas que necesitaba para su
industria de guerra. Y un año después, el botín obtenido en
forma de armas, vehículos y caballos cubriría buena parte
de las necesidades de la Wehrmacht durante la invasión de
la Unión Soviética.
La industria francesa, por su parte, se reorganizó para
satisfacer las exigencias del conquistador, y la agricultura
francesa contribuyó a que los alemanes vivieran mejor que
nunca desde el fin de la Primera Guerra Mundial. La ración
diaria de los franceses, compuesta de carne, grasas y
azúcar, tuvo que ser reducida a prácticamente la mitad de la
de los alemanes, que veían en este hecho una justa venganza
por los años de hambre que habían tenido que soportar
después de la Primera Guerra Mundial. Mientras tanto, los
franceses debían consolarse pensando que, en cuanto Gran
Bretaña entrara en razón, el acuerdo de una paz general iba
a mejorar las condiciones de todos.

Después de lo de Dunkerque y de la capitulación de


Francia, los británicos estaban en un estado de shock
similar al que sufre un soldado herido cuando no siente
dolor alguno. Sabían perfectamente que la situación era
desesperada, por no decir catastrófica, con casi todos los
vehículos y las armas de su ejército abandonados al otro
lado del Canal de la Mancha. Y, sin embargo, gracias en
parte a las palabras de Churchill, afrontaban de buen grado
la crudeza de su destino. Comenzaban a confiar en que, por
muy mal que les hubiera ido al comienzo de la guerra, iban
a «ganar la batalla final», aunque nadie tenía ni la más
remota idea de cómo podían hacerlo. Muchos británicos,
entre ellos el propio rey, sintieron bastante alivio cuando
los franceses dejaron de ser sus aliados. El mariscal del
Aire Dowding afirmaría más tarde que, tras enterarse de la
rendición de Francia, se arrodilló y dio gracias a Dios por
no tener que seguir poniendo en peligro más cazas al otro
lado del Canal de la Mancha.14
Los británicos suponían que, después de conquistar
Francia, los alemanes iban a invadir inmediatamente su
país. El general sir Alan Brooke, responsable de la defensa
de la costa sur, estaba sumamente preocupado por la falta
de armas, de vehículos blindados y de unidades bien
adiestradas. Los jefes de estado mayor estaban
obsesionados con la amenaza que se cernía sobre las
instalaciones industriales del sector aeronáutico, de las que
tanto dependía la RAF para sustituir los aviones perdidos en
Francia. Sin embargo, el tiempo que tardó la Luftwaffe en
organizar su ataque a Gran Bretaña permitió que las fuerzas
aéreas británicas pudieran prepararse suficientemente.
Por aquel entonces, los británicos probablemente solo
dispusieran de unos setecientos cazas, pero los alemanes
subestimaron la capacidad de producción de su enemigo,
que llegó a duplicar la de la industria germánica, con la
fabricación de unos cuatrocientos setenta aviones al mes.
La Luftwaffe confiaba también en la clara superioridad de
sus aparatos y de sus pilotos. La RAF había perdido ciento
treinta y seis aviadores, unos muertos en combate y otros
hechos prisioneros en Francia. Por muchos aviadores de
otras nacionalidades que engrosaran sus filas, el número de
pilotos de las fuerzas aéreas británicas seguía siendo
escaso. Montaron tantas escuelas de aviación como les fue
posible, pero los pilotos recién graduados eran casi
siempre los primeros en caer derribados.
Los polacos constituían el principal contingente
extranjero, con más de ocho mil efectivos en las fuerzas
aéreas. Eran los únicos con experiencia en el combate,
pero su integración en la RAF fue muy lenta. Las
negociaciones con el general Sikorski, que quería una
aviación polaca independiente, habían sido bastante
complicadas. Pero cuando los primeros grupos de pilotos
pasaron a la Reserva de Voluntarios de la RAF,
inmediatamente pusieron de manifiesto su pericia. Los
aviadores británicos solían llamarlos los «locos polacos»,
por su intrepidez y su desprecio a la autoridad. Sus nuevos
camaradas no tardaron en demostrar claramente su
exasperación ante toda la burocracia de la RAF, aunque
reconocieran que esta estaba mucho mejor dirigida que la
fuerza aérea francesa.
La disciplina fue a menudo un verdadero problema, en
parte porque los pilotos polacos seguían enfadados con sus
propios comandantes por el estado en el que se
encontraban sus fuerzas aéreas cuando Alemania había
invadido su país en septiembre de 1939. Se habían
mostrado dispuestos a luchar contra la Luftwaffe con gran
arrojo, convencidos de que por muy lentos que fueran sus
cazas P-11, y por muy mal equipados que estuvieran, iban a
ganar la batalla con su pericia y su coraje. Sin embargo,
fueron vencidos por la superioridad numérica y técnica de
las escuadrillas alemanas. Esta amarga experiencia, por no
hablar de las atrocidades cometidas por Hitler y Stalin con
su país, había encendido en ellos un feroz deseo de
venganza, sobre todo en aquellos momentos en los que
tenían a su disposición unos cazas nuevos y modernos. Los
altos oficiales de la RAF no habrían podido estar más
equivocados cuando su arrogancia los llevó a pensar que
los polacos estaban «desmoralizados» por su derrota, y
querían entrenarlos para utilizarlos en las escuadrillas de
bombarderos.15
La actitud, la comida y las maneras características de
los británicos supusieron una verdadera conmoción para
los polacos. Pocos pudieron borrar de su memoria los
emparedados de pasta de pescado que les ofrecieron a su
llegada, y los horrores de la cocina británica no hizo más
que aumentar su nostalgia de la patria: desde el cordero
muy cocido con col, hasta las omnipresentes natillas (que
también sorprendían a los ciudadanos de la Francia Libre).
Sin embargo, la calurosa acogida que les dispensó la
mayoría de los británicos, con sus gritos de «¡Larga vida a
Polonia!», los dejó petrificados. Los pilotos polacos,
considerados héroes gallardos, enseguida se vieron
acosados por las jóvenes británicas que, haciendo gala por
primera vez de un elevado grado de libertad, no dudaban en
hacerles todo tipo de proposiciones. A diferencia de lo que
ocurría en el aire, el idioma no constituía un problema en
las salas de baile.
Al contrario de lo que pueda pensarse, la fama de
temerarios de los aviadores polacos no se reflejó en el
número de sus pérdidas. De hecho, su porcentaje de bajas
fue inferior al de los pilotos de la RAF, en parte gracias a
su experiencia, pero también porque sabían evitar mejor
que nadie las emboscadas de los cazas alemanes. Eran
claramente individualistas y se reían de algunas tácticas
obsoletas de la RAF como la de tres aviones volando en
formación cerrada en V simétrica de «victoria». Pasó
bastante tiempo, y tuvieron que producirse muchas bajas
innecesarias, antes de que la RAF comenzara a copiar el
sistema alemán aprendido durante la Guerra Civil Española,
el de formación en V asimétrica, o cuña de cuatro, que
recordaba la punta de los cuatro dedos de una mano, sin
contar el pulgar.
El 10 de julio había cuarenta pilotos polacos en los
escuadrones del Mando de Cazas, un número que aumentó
vertiginosamente cuando los que habían llegado de Francia
comenzaron a incorporarse tras obtener el correspondiente
diploma. En el momento más álgido de la batalla de
Inglaterra, más del 10 por ciento de los pilotos de caza
presentes en el sureste del país eran de nacionalidad
polaca. El 13 de julio se creó la primera escuadrilla polaca.
En menos de un mes el gobierno británico cedió a la
petición de Sikorski de disponer de una fuerza aérea
exclusivamente polaca, con sus propios cazas y con sus
propias escuadrillas de bombarderos, pero a las órdenes de
la RAF. Su unidad más famosa sería la Escuadrilla
Kosciuszko 303.

El 31 de julio, Hitler convocó a sus generales en el


Berghof, su residencia de montaña en las inmediaciones de
Berchtesgaden. Seguía sumamente perplejo por la negativa
británica de llegar a un acuerdo. Como parecía harto
improbable que los Estados Unidos entraran en guerra en
un futuro inmediato, empezó a pensar que Churchill
contaba con el apoyo de la Unión Soviética. Esta
circunstancia fue una de las principales razones de que
decidiera poner en marcha uno de sus proyectos de mayor
envergadura: la destrucción del «bolchevismo judío» en el
este. Pensaba que solo la derrota de la potencia soviética
mediante una gran invasión obligaría a Gran Bretaña a
deponer su actitud. Así pues, es evidente que la resolución
que tomó Churchill a finales de mayo de seguir en solitario
con la guerra no solo repercutió en el destino de las islas
británicas.
«Con Rusia aplastada», dijo Hitler a los comandantes
en jefe de sus ejércitos, «se desvanecerá la última
esperanza de Gran Bretaña. Entonces Alemania será dueña
de Europa y de los Balcanes».16 Esta vez, a diferencia de lo
ocurrido poco antes de la invasión de Francia, en lugar de
nerviosismo, sus generales mostraron una firme
disposición a comenzar tamaña empresa. Sin recibir
siquiera instrucciones directas de Hitler, Halder había
ordenado que los oficiales de estado mayor estudiaran los
planes de ataque.
En medio de la euforia por la derrota de Francia y por
la venganza de la humillación sufrida en Versalles, los
comandantes en jefe de la Werhrmacht se deshicieron en
elogios hacia su Führer, llamándolo «el primer soldado del
Reich»,17 el que iba a garantizar el futuro de Alemania para
siempre. Dos semanas más tarde, Hitler, que en privado se
mostraba sumamente cínico por la facilidad con la que
lograba sobornar a sus principales comandantes con
honores, medallas y regalos en metálico, hizo entrega de
doce bastones de mariscal de campo a los conquistadores
de Francia. Pero antes de concentrar su atención en la
campaña de la Unión Soviética, que, en su opinión, iba a ser
«un juego de niños»18 después de haber derrotado a
Francia, el Führer se sintió en la obligación de intentar un
acuerdo con Gran Bretaña para evitar una guerra en dos
frentes.
La directiva del OKW ordenaba que la Luftwaffe se
concentrara en la destrucción de la RAF, de «su
organización de apoyo terrestre, y [de] la industria
armamentística británica»,19 así como de los puertos y los
navíos de guerra ingleses. Göring pronosticó que lo
conseguiría en menos de un mes. Después de la victoria en
Francia, sus pilotos tenían la moral muy alta, conscientes
de su superioridad numérica. En Francia, la Luftwaffe
contaba con seiscientos cincuenta y seis cazas Me-109,
ciento sesenta y ocho cazas bimotores Me-110 setecientos
sesenta y nueve bombarderos —de los modelos Dornier,
Heinkel y Junker 88— y trescientos dieciséis bombarderos
en picado Stuka Ju 87. Dowding disponía solo de
quinientos cuatro aviones Hurricane y Spitfire.
Antes de lanzar el primer ataque a comienzos de
agosto, los dos Cuerpos Aéreos alemanes presentes en el
norte de Francia se dedicaron a sobrevolar los aeródromos
de la RAF en misión de reconocimiento. Sus incursiones
para explorar el terreno servían no solo para atacar las
estaciones de radar situadas en la costa, sino también para
que los pilotos británicos tuvieran constantemente que
despegar con sus cazas, provocando su extenuación antes
de que comenzara la batalla. Las estaciones de radar, en
combinación con el Cuerpo de Observación y un buen
sistema de comunicaciones entre los centros de mando,
permitían que la RAF no tuviera que malgastar horas de
vuelo en operaciones de patrullaje aéreo a lo largo del
Canal de la Mancha. Al menos en teoría, gracias a todo ello
las escuadrillas podían despegar con tiempo suficiente para
alcanzar la altitud necesaria, pero lo bastante tarde para
ahorrar combustible y poder mantenerse en el aire el
máximo tiempo posible. Afortunadamente para los
británicos, las torres de radar fueron un blanco difícil;
además, ni siquiera cuando sufrían daños costaba mucho
volver a ponerlas rápidamente en funcionamiento.
Excepto en las operaciones de evacuación de
Dunkerque, Dowding no había querido utilizar las
escuadrillas de aviones Spitfire durante los combates en
Francia. En aquellos momentos trataba de reservar sus
fuerzas, pues suponía lo que pretendían conseguir los
alemanes con su táctica. Por distante, reservado y triste que
pareciera tras la muerte de su esposa, lo cierto es que
sentía una verdadera devoción por sus «queridos
muchachos del cuerpo de cazas»20 y, a su vez, inspiraba en
ellos una gran lealtad. Sabía perfectamente a lo que iban a
enfrentarse sus hombres. Por otro lado, se aseguró de
contar con la persona mejor indicada para comandar el
Grupo 11, encargado de la defensa de Londres y del
sudeste de Inglaterra. El vicemariscal del Aire Keith Park
era un neozelandés que en la última gran guerra había
derribado veinte aviones alemanes. Como Dowding, estaba
siempre dispuesto a escuchar a sus pilotos, así como a
permitirles ignorar las tácticas rígidas y conservadoras de
la doctrina de preguerra y desarrollar las suyas propias.
En aquel verano crucial de 1940, el Mando de Cazas
parecía una fuerza aérea verdaderamente internacional. De
sus dos mil novecientos cuarenta hombres que prestaron
servicio durante la batalla de Inglaterra, solo dos mil
trescientos treinta y cuatro eran británicos. El resto estaba
formado por ciento cuarenta y cinco polacos, ciento
veintiséis neozelandeses, noventa y ocho canadienses,
ochenta y ocho checos, treinta y tres australianos,
veintinueve belgas, veinticinco sudafricanos, trece
franceses, once voluntarios estadounidenses, diez
irlandeses y unos cuantos más de otras nacionalidades.
El primer enfrentamiento importante tuvo lugar antes
de que comenzara oficialmente la ofensiva aérea nazi. El
24 de julio, el alemán Adolf Galland, al mando de una
fuerza de cuarenta cazas Me-109 y dieciocho bombarderos
Dornier 17, atacó un convoy en el estuario del Támesis.
Unos aviones Spitfire pertenecientes a tres escuadrillas
despegaron inmediatamente para contraatacar. Y aunque
solo lograron derribar dos aviones alemanes, en lugar de
los dieciséis que se dijo, Galland quedó desconcertado por
la determinación de aquel número tan inferior de aviadores
británicos. Tras regresar a la base, echó una dura
reprimenda a sus pilotos por sus reticencias a la hora de
atacar a los Spitfire y empezó a sospechar que la batalla que
estaba por venir no iba a ser una empresa tan fácil como
imaginaba el Reichsmarschall.
Con su rimbombancia habitual, los nazis bautizaron su
ofensiva con el nombre secreto de Adlerangriff, el
«Ataque del Águila», y el Adlertag, esto es, el «Día del
Águila», quedó fijado, tras varios aplazamientos, para el 13
de agosto. Después de una serie de confusiones
relacionadas con las predicciones meteorológicas, las
formaciones de bombarderos y cazas alemanas despegaron
por fin de sus bases. El grupo principal debía atacar la base
naval de Portsmouth, y los demás los aeródromos de la
RAF. A pesar de todos los informes obtenidos en misiones
de reconocimiento, los servicios de inteligencia de la
Luftwaffe se equivocaron. Los aviones alemanes atacaron
principalmente campos o bases satélites que no
pertenecían al Mando de Cazas. Cuando comenzó a
despejarse el cielo por la tarde, los radares de la costa sur
detectaron que se avecinaba a Southampton una fuerza de
aproximadamente trescientos aparatos. Despegaron
rápidamente ochenta cazas, un número difícil de imaginar
pocas semanas antes. La escuadrilla 609 consiguió meterse
en medio de un grupo de aviones Stuka y derribar seis de
ellos.
En total, los cazas de la RAF derribaron cuarenta y
siete aparatos enemigos, y perdieron trece. En la acción
murieron tres pilotos del bando británico, pero la aviación
alemana perdió ochenta y nueve, entre muertos y
capturados. A partir de entonces, el Canal de la Mancha
jugó a favor de la RAF. Durante la batalla de Francia,
cuando en el viaje de regreso a Inglaterra su avión sufría
daños o se averiaba, los pilotos británicos solían perecer
ahogados en el mar después de verse obligados a realizar un
amaraje forzoso. Pero en aquella nueva situación serían los
alemanes los que se enfrentarían a este peligro y además a
la certeza de que iban a ser capturados si tenían que saltar
en paracaídas en territorio inglés.
Göring, abatido y apesadumbrado por el desastroso
resultado del Adlertag, decidió lanzar una ofensiva más
contundente el 15 de agosto, para la cual partieron de
Noruega, Dinamarca y el norte de Francia un total de mil
setecientos noventa aviones, entre cazas y bombarderos.
Las formaciones de la Luftflotte 5 de Escandinavia
perdieron casi una quinta parte de sus fuerzas, y no
volvieron a participar en la batalla. La Luftwaffe llamaría a
aquel día «el jueves negro». Sin embargo, la RAF no lo
celebró con júbilo, pues sus pérdidas tampoco habían sido
pocas. Además, con su contundente superioridad numérica,
la Luftwaffe iba a seguir haciendo estragos. En sus ataques
constantes a los aeródromos también murieron o fueron
heridos mecánicos, ordenanzas e incluso conductores y
personal de organización de la Fuerza Aérea Auxiliar
Femenina. El 18 de agosto, la Escuadrilla 43 pudo vengarse
del enemigo, lanzando un ataque en picado contra un grupo
de aviones Stuka que bombardeaba una estación de radar.
Fue responsable de la destrucción de dieciocho de esos
predadores tan vulnerables antes de que se unieran a la
refriega los Me-109 que los escoltaban.

Los nuevos oficiales de aviación que llegaban como


refuerzo formulaban montones de preguntas a los que
habían entrado en acción. Su vida resultaba monótona y
rutinaria. Todos los días, antes de la salida del sol, los
ordenanzas los despertaban con una taza de té. A
continuación, desayunaban, y luego estaban por allí sin
hacer nada, mientras iba amaneciendo. Por desgracia para
el Mando de Cazas, las condiciones meteorológicas
durante buena parte de aquellos meses de agosto y
septiembre fueron ideales para la Luftwaffe, con un cielo
azul y despejado.
Lo peor era la espera. En esos momentos era cuando a
los pilotos se les resecaba la boca que se llenaba de ese
sabor metálico típico del miedo. Luego oían el odioso
sonido chirriante del teléfono de campaña, e
inmediatamente el grito de «¡Escuadrilla, a despegar!».
Entonces se dirigían a toda prisa a sus aparatos, y, mientras
corrían, los paracaídas rebotaban con pesadez en sus
espaldas. El personal de tierra acudía velozmente para
ayudarlos a subir a la cabina, donde se comprobaba que
todo funcionara a la perfección. Una vez encendidos los
motores Merlin de los aviones, se retiraban las cuñas que
frenaban las ruedas, y los pilotos conducían sus cazas a las
pistas y se preparaban para despegar. Había demasiadas
cosas en las que pensar para tener miedo, al menos en
aquellos momentos.21
Una vez en el aire, con los motores rugiendo mientras
iban ganando altitud, los pilotos novatos debían recordar
que no podían dejar de mirar a su alrededor. No tardaban en
darse cuenta de que los más veteranos no llevaban las
bufandas de seda simplemente por afectación. Girando
constantemente la cabeza hacia uno y otro lado, la piel del
cuello se irritaba debido al roce continuo con la camisa
que, siguiendo las ordenanzas, debía permanecer abrochada
hasta arriba con la corbata puesta. A los pilotos se les había
repetido hasta la saciedad que mantuvieran «los ojos bien
abiertos en todo momento». Suponiendo que lograran
sobrevivir a su primera misión —y varios no lo conseguían
—, regresaban a la base, donde, una vez más, se ponían a
esperar a que les llamaran para volver de nuevo a la acción.
Mientras el personal de tierra procedía al rearme de los
aviones y volvía a llenar los depósitos de combustible, los
pilotos tomaban algún emparedado de carne de ternera
enlatada y bebían tazas y tazas de té. Debido al cansancio,
muchos caían enseguida presa del sueño, echándose a
dormir en el suelo o en una tumbona.
Cuando volvían a elevarse con sus aparatos, los
controladores aéreos de la zona los dirigían hacia una
formación de «bandidos». El grito de «Tally ho !» por radio
significaba que había sido localizada una formación de
puntos negros. El piloto conectaba la mira reflectora, y
empezaba la tensión. La regla principal consistía en
controlar el miedo, pues, de lo contrario, se veían abocados
a una muerte segura.
La prioridad era destruir los bombarderos antes de que
el paraguas de los Me-109 pudiera intervenir. Cuando
varias escuadrillas habían sido «dirigidas» contra una
misma fuerza invasora, los veloces Spitfire se encargaban
de los cazas enemigos, y los Hurricane, algo más lentos, de
los bombarderos. En pocos segundos, en el cielo
comenzaba una escena de caos, en la que los pilotos se
lanzaban con sus aviones en picado y viraban bruscamente
una y otra vez, maniobrando con el fin de encontrar la
posición idónea para «taladrar» al enemigo con una rápida
descarga de proyectiles, sin olvidarse nunca de que también
había que mirar atrás. Si te concentrabas obsesivamente en
un solo objetivo, el enemigo tenía la oportunidad de
colocarse fácilmente detrás de ti sin que te dieras cuenta.
Algunos pilotos novatos, cuando eran alcanzados por
primera vez por los proyectiles enemigos, quedaban
paralizados. Si no conseguían salir de ese estado de
conmoción, estaban perdidos.
Si habían alcanzado el motor, el avión comenzaba a
perder una mezcla de gasolina y líquido anticongelante que
iba cubriendo el parabrisas. Lo más peligroso era que el
aparato empezara a arder. El calor podía convertir la cabina
en un receptáculo asfixiante y sofocante, pero cuando el
piloto lograba abrirla y liberarse de los arneses que lo
sujetaban, tenía que voltear el aparato para que nada le
impidiera dejarse caer. Muchos quedaban tan aturdidos y
desorientados después de esa experiencia, que tenían que
hacer un verdadero esfuerzo para recordar que había que
tirar de la anilla para abrir el paracaídas. Si tenían la
oportunidad de observar a su alrededor mientras
descendían, a menudo comprobaban que en el cielo, tan
lleno de aviones antes, de repente reinaba la calma, y que
estaban allí completamente solos.
Siempre y cuando no estuvieran sobrevolando el Canal
de la Mancha, los pilotos de la RAF sabían que al menos
iban a caer en territorio amigo. Los polacos y los checos
eran conscientes de que, a pesar de sus uniformes, cabía la
posibilidad de que gentes exaltadas, o incluso algún
miembro de la Guardia Nacional, los confundieran con
alemanes. Y hay testimonios que lo confirman. El
paracaídas de un piloto polaco, Czeslaw Tarkowski, quedó
atrapado en un árbol. «La gente vino hacia mí corriendo
empuñando horcas y estacas», recordaría más tarde». «Una
de esas personas, armada con una escopeta, gritaba, "Hände
hochr ("manos arriba"). "¡Anda y que te jodan!", repliqué en
el mejor inglés que pude. Los rostros hasta entonces tan
amenazadores enseguida se iluminaron con una sonrisa.
"¡Es uno de los nuestros!", exclamaron al unísono».22 Una
tarde, otro polaco aterrizó en los terrenos de un club de
tenis muy exclusivo. Fue registrado como invitado, le
dieron una raqueta, le prestaron el prescriptivo equipo de
color blanco para jugar y lo invitaron a unirse a la partida.
Cuando llegó un vehículo de la RAF a recogerlo, sus
adversarios estaban completamente exhaustos por la
contundente paliza que les había propinado.
Cualquier piloto honesto reconocía haber sentido «un
entusiasmo salvaje y primitivo» viendo caer un avión
enemigo después de haberlo alcanzado con sus disparos.23
Como los británicos habían ordenado no disparar a los
aviadores enemigos que saltaran en paracaídas, los pilotos
polacos solían pasar volando por encima de la campana de
este artilugio para crear un rebufo que lo hiciera precipitar
con consecuencias fatales para el paracaidista. Algunos
tenían un momento de conmiseración cuando se daban
cuenta de que en realidad iban a matar o a lisiar de por vida
a un ser humano, en lugar de limitarse a destruir un avión
enemigo.24
La combinación de cansancio y miedo daba lugar a
peligrosos estados de gran tensión. Muchos hombres
tenían pesadillas horribles todas las noches. Era
irremediable que algunos sufrieran fuertes bloqueos
emocionales y mentales. Prácticamente todos padecieron
en algún momento «una crisis nerviosa», aunque
conseguían hacerse fuertes y seguir adelante. A veces, sin
embargo, alguno regresaba del combate con el pretexto de
que tenía un problema con el motor. Cuando esto ocurría
más de una vez, se tomaba nota de ello. En el lenguaje
oficial de la RAF se atribuía a una «falta de carácter», y el
piloto en cuestión era transferido a otro lugar para
encomendarle otro tipo de trabajos de menor categoría.
La inmensa mayoría de los pilotos de caza británicos
ni siquiera había cumplido los veintidós años. Estos
muchachos no tuvieron más remedio que convertirse
rápidamente en adultos, por mucho que en el comedor
siguieran llamándose por el apodo y continuaran
vociferando como escolares para asombro de sus colegas
de otros países. Pero a medida que fueron intensificándose
los ataques de la Luftwaffe contra Inglaterra, con el
consiguiente aumento de bajas entre la población civil,
comenzó a arraigar en todos ellos un profundo sentimiento
de rabia y de indignación.

Los pilotos de los cazas alemanes también vivían


momentos de gran tensión y sufrían las consecuencias del
cansancio. Se veían obligados a operar desde unos
aeródromos con pistas irregulares, improvisados en la zona
del Paso de Calais, por lo que tenían bastantes accidentes.
El Me-109 era un magnífico avión para un piloto experto,
pero para el que llegaba directamente de la academia de
vuelo, sin horas de práctica, resultaba una bestia peligrosa,
difícil de dominar. A diferencia de Dowding, que hacía
rotar a sus escuadrillas para que pudieran descansar en un
lugar tranquilo, Göring no tenía piedad alguna de sus
aviadores, cuya moral empezaba a venirse abajo debido al
número cada vez mayor de bajas que estaban sufriendo. Las
escuadrillas de bombarderos se quejaban de que los Me-
109 siempre acababan volviendo a la base, dejándolos sin
protección. Esto ocurría simplemente porque los cazas no
llevaban las reservas de combustible necesarias para
sobrevolar Inglaterra durante más de treinta minutos, y este
tiempo se acortaba aún más si se veían obligados a entrar
en combate.
Por su parte, los pilotos de los cazas bimotores Me-
110 estaban consternados por su gran número de pérdidas,
y querían ser escoltados por los Me-109. Los aviadores
británicos con nervios de acero habían descubierto que la
mejor manera de enfrentarse a ellos era con un ataque
frontal. Así pues, tras la carnicería del 18 de agosto,
Göring, a regañadientes, no tuvo más remedio que
prescindir de los bombarderos en picado Stuka en las
grandes operaciones. No obstante, el Reichsmarschall,
alentado por las valoraciones increíblemente optimistas del
oficial al mando de sus servicios de inteligencia, estaba
convencido de que la RAF no tardaría en venirse abajo.
Ordenó que se intensificaran los ataques contra
aeródromos. Sus propios pilotos, sin embargo, empezaban
a deprimirse de tanto oír que la RAF estaba en las últimas,
cuando ellos debían enfrentarse a una feroz oposición cada
vez que hacían una salida.
Dowding ya había previsto esta guerra de desgaste, y
estaba muy preocupado por los importantes daños que
sufrían los aeródromos. Aunque la RAF derribaba
prácticamente a diario más aviones alemanes que los que
perdía, lo cierto es que partía de una base mucho más
reducida. Con el aumento impresionante que había
experimentado la producción de cazas se solucionó uno de
sus problemas, pero la pérdida de pilotos seguía siendo su
gran preocupación. Sus hombres estaban tan agotados que
se dormían mientras comían, e incluso en medio de una
conversación. Para reducir el número de bajas, las
escuadrillas de cazas recibieron la orden de no perseguir al
enemigo hasta el otro lado del Canal y de no responder al
ataque de las ametralladoras de pequeños grupos de aviones
alemanes.
El Mando de Cazas también se vio afectado por una
disputa por razones tácticas. En el norte de Londres, el
mariscal del Aire Trafford Leigh-Mallory, comandante en
jefe del Grupo 10, abogaba por aproximaciones en las que
participaran numerosas escuadrillas (formación en Big
Wing). Este tipo de formación había sido la favorita del
capitán Douglas Bader, un oficial de gran valentía, pero
sumamente obstinado, célebre por haber conseguido
reincorporarse a la aviación militar como piloto de caza
tras perder las dos piernas en el curso de un accidente
aéreo antes de la guerra. Pero Keith Park y Dowding
estaban muy insatisfechos con los resultados obtenidos
con ese nuevo tipo de formación. Cuando el Grupo 10
conseguía reunir en el aire las escuadrillas suficientes para
formar una Big Wing, normalmente los alemanes ya habían
desaparecido del horizonte.
La noche del 24 de agosto, una fuerza de más de un
centenar de bombarderos enemigos, tras pasar de largo ante
sus objetivos, dejó caer sus bombas por error sobre los
barrios del este y del centro de Londres. Este hecho hizo
que Churchill ordenara en represalia una serie de
bombardeos contra Alemania. Las consecuencias de todo
ello serían muy graves para los londinenses, pero también
contribuirían a que Göring tomara más tarde la funesta
decisión de que los aeródromos dejaran de ser objetivo de
las incursiones alemanas. Gracias a ello, el Mando de
Cazas de la RAF se libró de sufrir importantísimas pérdidas
en un momento decisivo de la batalla.
A instancias de Göring, los ataques alemanes se
intensificaron aún más a finales de agosto y durante la
primera semana de septiembre. En solo un día, el Mando de
Cazas perdió cuarenta aparatos, nueve de sus pilotos
perecieron, y dieciocho resultaron gravemente heridos.
Todos los aviadores británicos estaban sometidos a una
gran tensión, pero el hecho de que fueran conscientes de
que la batalla era literalmente un combate hasta las últimas
consecuencias, y de que el Mando de Cazas estaba
infligiendo importantísimas pérdidas a la Luftwaffe, los
hacía más fuertes.
La tarde del 7 de septiembre, mientras Göring
observaba toda la operación desde los acantilados del Paso
de Calais, la Luftwaffe comenzó un ataque masivo contra
Inglaterra con un millar de aviones. El Mando de Cazas
británico reunió once escuadrones de caza. Por toda la
región de Kent, los campesinos, las mujeres de la Sección
Femenina del ejército de Tierra dedicadas a labores
agrícolas y los aldeanos alzaban los ojos al cielo para ver
las estelas de vapor que dejaban los aviones mientras se
desarrollaba la batalla. Resultaba imposible distinguir a qué
bando pertenecían los cazas, pero cada vez que perdía altura
un bombardero dejando tras de sí una cola de humo negro,
se oían gritos de júbilo. La mayoría de las escuadrillas de
bombarderos se dirigía a los muelles de Londres. Era la
venganza de Hitler por los ataques llevados a cabo por el
Mando de Bombarderos británico contra Alemania. El
humo que desprendían las llamas provocadas por las
bombas incendiarias servía para conducir hasta su objetivo
a las escuadrillas que iban llegando. Londres, con más de
trescientos muertos y mil trescientos heridos, sufrió el
primero de una serie de contundentes ataques. Pero el
hecho de que Göring creyera que el Mando de Cazas estaba
acabado, y su decisión de convertir las ciudades en el
objetivo primordial de las incursiones aéreas alemanas,
principalmente las nocturnas, supondrían la derrota de la
Luftwaffe en la batalla.
Los británicos, sin embargo, seguían esperando que en
cualquier momento las campanas de las iglesias anunciaran
la llegada de un ejército invasor. El Mando de
Bombarderos seguía atacando las barcazas reunidas en
diversos puertos continentales del Canal de la Mancha.
Nadie conocía las dudas de Hitler. Si no se conseguía
acabar con la RAF a mediados de septiembre, se aplazaría
la Operación León Marino. Göring, que tanto se había
jactado de que lograría aplastar a la RAF, era perfectamente
consciente de que iba a convertirse en el único culpable si
fracasaba en su misión, por lo que ordenó que se llevara a
cabo otro gran ataque el domingo, 15 de septiembre.
Ese día, Churchill había decidido visitar el cuartel
general del Grupo 11 en Uxbridge, donde permanecería en
la sala de control acompañado de Park. Observaba con
sumo interés cómo la información transmitida por las
estaciones de radar y el Cuerpo Real de Vigilancia se
convertía en aviones de incursión alemanes en el panel de
control. A mediodía, Park, dejándose llevar por su instinto
que le decía que aquel era un momento decisivo, mandó
despegar veintitrés escuadrillas de cazas. Esta vez, se
advirtió reiteradamente a los pilotos de los Spitfire y de los
Hurricane de la necesidad de que ganaran altura. Y cuando
los cazas de escolta Me-109 tuvieron que regresar a la base
para repostar, los pilotos de los bombarderos alemanes se
vieron superados por los aviones de unas fuerzas aéreas que
les habían dicho que ya estaban acabadas.
Este patrón se fue repitiendo a lo largo de la tarde.
Para ello, Park solicitó refuerzos a los Grupos 10 y 12 del
oeste de Inglaterra. Al finalizar el día, la RAF había
destruido cincuenta y seis aparatos enemigos, y perdido
veintinueve cazas y doce hombres en la acción. Hubo más
ataques al cabo de unos días, pero ninguno fue de tanta
envergadura. Y, sin embargo, el 16 de septiembre, Göring,
persuadido por los optimistas informes del oficial en jefe
de sus servicios de inteligencia, pensaba que al Mando de
Cazas británico apenas le quedaban ciento setenta y siete
aviones.
El miedo a una posible invasión seguía vivo, pero lo
cierto es que el 19 de septiembre Hitler decidió aplazar la
Operación León Marino hasta nuevo aviso. La
Kriegsmarine y el OKH estaban mucho menos dispuestos a
lanzar una invasión en un momento en el que había quedado
patente la imposibilidad de la Luftwaffe de aplastar al
Mando de Cazas enemigo. La guerra en el oeste casi había
llegado a un punto muerto, y empezaban a percibirse claros
indicios de que el conflicto iba a alcanzar dimensiones
globales. El 27 de septiembre, los japoneses firmaron un
acuerdo trilateral en Berlín. Era evidente el desafío a los
Estados Unidos que este pacto implicaba. El presidente
Roosevelt convocó inmediatamente a sus asesores
militares para discutir sobre las posibles consecuencias de
semejante acto, y dos días después, Gran Bretaña volvió a
abrir la carretera de Birmania para hacer llegar a los
nacionalistas chinos material bélico. Hacía poco que los
japoneses se habían visto sorprendidos por los ataques
lanzados por fuerzas comunistas en el norte de China. La
guerra chino-japonesa estaba recobrando intensidad con
una nueva serie de encarnizados combates.
La batalla de Inglaterra parecía condenada a concluir a
finales de octubre, cuando la Luftwaffe se dedicó a realizar
bombardeos nocturnos sobre Londres y las industrias de
las Midlands. Si observamos los datos de agosto y
septiembre, los meses centrales de la batalla, vemos que la
RAF perdió setecientos veintitrés aparatos, y la Luftwaffe
más de dos mil. Buena parte de esta diferencia no se debió
a la «acción del enemigo», sino a «circunstancias
especiales», principalmente accidentes.25 En octubre la
RAF derribó doscientos seis aviones alemanes, entre cazas
y bombarderos, pero el número total de aparatos perdidos
por la Luftwaffe ese mes fue en realidad de trescientos
setenta y cinco.26
El Blitz contra Londres y otras ciudades continuó
durante todo el invierno. El 13 de noviembre, el Mando de
Bombarderos de la RAF atacó Berlín siguiendo
instrucciones de Churchill. El líder británico dio esta orden
porque el ministro de asuntos exteriores soviético,
Molotov, había llegado a la capital el día anterior para
negociar con las autoridades del Reich. A Stalin le
disgustaba la presencia de tropas germanas en Finlandia, así
como la influencia que pudieran ejercer los nazis en los
Balcanes. También quería que los alemanes le garantizaran
sus derechos de navegación por los Dardanelos para
alcanzar el Mediterráneo desde el mar Negro. Para muchos
resultó por lo menos curioso oír a una banda de músicos de
la Wehrmacht tocar la Internacional a la llegada de
Molotov a la Anhalter Bahnhof, que fue engalanada para la
ocasión con banderas rojas soviéticas.
Las reuniones, que no fueron precisamente un éxito,
solo sirvieron para aumentar las tensiones existentes entre
los dos países. Molotov exigió respuestas a una serie de
cuestiones muy concretas. Preguntó si seguía vigente el
pacto firmado por soviéticos y alemanes el año anterior.
Cuando Hitler respondió que por supuesto que seguía
vigente, el ministro ruso indicó que los nazis habían
establecido una estrecha relación con los enemigos de los
soviéticos, los finlandeses. Ribbentrop instó a los rusos a
dirigir sus ataques a regiones del sur, contra la India y la
zona del golfo Pérsico, y aprovecharse del fin del imperio
británico. Molotov no se tomó muy en serio la sugerencia
de que para ello la Unión Soviética debía unirse al pacto
trilateral firmado por los alemanes con Italia y Japón. Al
contrario de Ribbentrop, tampoco quiso compartir la
opinión de Hitler cuando este, en uno de sus
característicos monólogos, comenzó a explicarle que los
británicos estaban prácticamente acabados. De modo que,
cuando empezaron a sonar las sirenas que avisaban de un
ataque aéreo, y Molotov fue conducido al bunker de la
Wilhelmstrasse, el ministro de exteriores soviético no
pudo reprimirse y le espetó a su colega alemán: «Ustedes
dicen que Inglaterra está acabada. Entonces ¿por qué nos
encontramos aquí, sentados en este refugio antiaéreo?».27
Al día siguiente por la noche, la Luftwaffe lanzó un
ataque contra Coventry siguiendo un plan concebido con
anterioridad, por lo que no puede ser considerado un acto
de represalia. Con su incursión masiva, los alemanes
provocaron graves daños en doce fábricas de armamento, la
destrucción de la antigua catedral de la ciudad y la muerte
de trescientos ochenta civiles. Pero, a pesar de su campaña
de bombardeos nocturnos, no consiguieron hundir la moral
del pueblo británico, por mucho que a finales de año el
número de bajas de la población civil se elevara a veintitrés
mil muertos y treinta y dos mil heridos graves. Numerosos
ingleses se quejaban constantemente del ruido de las
sirenas, cuyos «prolongados alaridos propios de una
banshee»* como decía Churchill,28 fueron enseguida
reducidos para que la población pudiera conciliar el sueño
y descansar. «Las sirenas suenan aproximadamente a la
misma hora todas las noches, y en la entrada de los
refugios antiaéreos, en los barrios más humildes,
comienzan a formarse bastante pronto largas colas de
hombres y mujeres que llevan mantas, termos y niños en
brazos».29 En los escaparates de las tiendas destruidos por
el efecto de las bombas colgaban letreros que decían
«Seguimos teniendo abierto», y los inquilinos de las casas
destruidas en el este de Londres colocaban banderas
británicas hechas de papel en lo alto de los montones de
escombros que otrora habían sido los muros de sus
hogares.
«Peor que el tedio que envolvía nuestros días»,
escribía Peter Quennell, funcionario del ministerio de
información, «era la sordidez que caracterizaba nuestras
noches sin poder conciliar el sueño. Con frecuencia se nos
pedía que trabajáramos por turnos (un montón de horas en
un dormitorio subterráneo, en medio de un calor sofocante,
con el único abrigo de unas mantas de lana viejísimas);
muchos de los que no estaban en los sótanos solían
permanecer agazapados junto a las mesas en las que
acostumbrábamos a trabajar, o, cuando cesaban los
bombardeos, se ponían a dormir en el suelo, sabiendo que
en cualquier momento podía despertarles la llegada de un
mensajero del ministerio, que traía alguna noticia horrible
—como, por ejemplo, que una bomba había caído de lleno
en un refugio atestado de gente—, sobre la que debíamos
informar restando importancia al asunto. Es realmente
curioso cómo nos acostumbrábamos rápidamente a todo,
con qué facilidad nos adaptamos a una manera de vivir hasta
entonces desconocida y con qué frecuencia unas supuestas
necesidades se revelaban verdaderas banalidades».30
Aunque los londinenses soportaron mucho mejor de
lo esperado las adversidades en las estaciones de metro
«con el espíritu del Blitz», siguió habiendo, especialmente
entre las mujeres de fuera de la capital, un miedo irracional
a que llegaran de repente los paracaidistas alemanes. Cada
semana corrían nuevos rumores que hablaban de una
invasión inminente. Sin embargo, el 2 de octubre, la
Operación León Marino había sido aplazada hasta la
primavera siguiente. «León Marino» había desempeñado un
doble papel. La amenaza de una invasión alemana había
ayudado a Churchill a congregar el país y a mantenerlo
unido en previsión de una guerra que iba a ser larga. Pero
Hitler puso de manifiesto una gran astucia logrando que
siguiera viva la amenaza psicológica mucho tiempo después
de que descartara la idea de continuar con esa campaña. Fue
esta circunstancia la que llevó a los británicos a retener en
su país unas fuerzas defensivas mucho más numerosas de lo
necesario.
En Berlín, las autoridades nazis comenzaron a
resignarse a lo que ya parecía un hecho consumado: Gran
Bretaña difícilmente iba a ser doblegada con una campaña
de bombardeos. «Ahora prevalece la opinión», anotaba en
su diario el 17 de noviembre Ernst von Weizsäcker,
secretario de estado del ministerio de asuntos exteriores
alemán, «de que el hambre provocada por un bloqueo es la
mejor arma contra Gran Bretaña, en vez del humo con el
que se ha intentado obligar a los británicos a salir de su
escondite».31 La palabra «bloqueo» tenía connotaciones
emocionales de venganza en Alemania, obsesionada con los
recuerdos de la Primera Guerra Mundial y el bloqueo al
que fue sometida por la Marina Real. Ahora iban a pagar a
los ingleses con la misma moneda utilizando la guerra
submarina contra las islas Británicas.
9
REPERCUSIONES
(junio de 1940-febrero de
1941)

La caída de Francia en el verano de 1940 creó diversas


repercusiones, directas e indirectas, en todo el mundo.
Stalin estaba profundamente disgustado. Casi de la noche a
la mañana, se había esfumado su esperanza de que el poder
de Hitler se viera muy debilitado en una guerra de desgaste
contra Francia y Gran Bretaña. Alemania era en aquellos
momentos mucho más poderosa, tras capturar buena parte
de las armas y de los vehículos del ejército francés
completamente intactos.
Más al este, esta circunstancia supuso un duro golpe
para Chiang Kai-shek y los nacionalistas chinos, quienes,
tras perder Nanjing, habían trasladado sus centros
industriales a las provincias de Yunnan y Kwangsi, en el
suroeste del país, cerca de la frontera con la Indochina
francesa, creyendo que esa iba a ser la zona más segura con
acceso al mundo exterior. Pero el nuevo régimen de Vichy
del mariscal Pétain empezó a acceder a las exigencias de
Japón en el mes de julio, aceptando que se instalara en
Hanoi una misión militar nipona. El suministro de
pertrechos y provisiones a los nacionalistas a través de
Indochina quedó cortado.
Aquel verano de 1940, el avance del XI Ejército
japonés por el valle del Yangtsé supuso la división de las
fuerzas nacionalistas en dos zonas, provocándoles graves
pérdidas. El 12 de junio, la caída de Yichang, el principal
puerto fluvial, representó un duro golpe.1 También sirvió
para aislar la capital de los nacionalistas, Chongqing, y
permitir que la aviación de la Marina japonesa pudiera
atacar la ciudad con constantes incursiones aéreas. En esa
época del año no había niebla baja que dificultara la
visibilidad. Además de bombardear ciudades y aldeas a lo
largo del río, la aviación japonesa se dedicó a atacar los
vapores y juncos atestados de heridos y de refugiados que
intentaban huir remontando el río por las Tres Gargantas
del Yangtsé.
En la conversación que mantuvo con Agnes Smedley,
un médico de la Cruz Roja reconoció que de los cientos
cincuenta hospitales que había en el frente central, solo
cinco no habían desaparecido. «¿Y qué ocurre con los
heridos?», preguntó Smedley. «Calló, pero yo sabía la
respuesta». La muerte estaba por todas partes. «Cada día»,
añade esta periodista, «veíamos cuerpos abotagados de
seres humanos que flotaban bajando lentamente por el río
en sentido contrario al de los juncos, con los que chocaban
y cuyos barqueros se encargaban de apartar con largos
palos apuntados».2
Cuando Smedley llegó a Chongqing, en las montañas
de esta ciudad, desde cuyas cumbres se divisa la
confluencia de los ríos Yangtsé y Jualing, se vio
sorprendida por unas terribles explosiones, pero no eran de
bombas. Los ingenieros chinos estaban abriendo galerías
en aquellos montes para convertirlas en refugios
antiaéreos. Observó que durante su ausencia habían
cambiado muchas cosas, tanto para bien como para mal.
Aquella capital de provincia de doscientos mil habitantes
estaba alcanzando una población de un millón de personas.
El aumento de su número de cooperativas industriales era
un dato muy alentador, pero en el Kuomintang los
elementos más derechistas, que cada vez ganaban mayor
relevancia en el partido, consideraban criptocomunistas
esas instituciones. Habían sido mejorados los servicios
médicos del ejército, estableciendo clínicas gratuitas en
diversas zonas nacionalistas, pero, una vez más, los líderes
locales del Kuomintang pretendían controlar los servicios
sanitarios, probablemente para su propio enriquecimiento.
Lo más siniestro, sin embargo, era el ascenso al poder
del jefe de seguridad, el general Tai Li, de quien se decía
que ya contaba con un contingente de trescientos mil
hombres, entre uniformados y no. Su influencia era tan
desmesurada que algunos sospechaban incluso que
controlaba al propio generalísimo, Chiang Kai-shek. Tai Li
no solo acallaba las voces del disenso, sino que también
reprimía cualquier forma de libertad de expresión. Los
intelectuales chinos empezaban a huir a Hong Kong.
Incluso organizaciones totalmente inocuas, como la
Asociación de Mujeres Jóvenes Cristianas, fueron
clausuradas en ese ambiente de crisis.
Según Smedley, la población extranjera que residía en
Chongqing hablaba con desdén de los ejércitos chinos.
«Decían que China era incapaz de luchar; que sus generales
estaban corrompidos, que sus soldados eran culis
analfabetos o simplemente críos; que su pueblo era
ignorante; y que las curas que dispensaban a sus heridos
eran abominables. Algunas acusaciones eran ciertas, otras
falsas, pero casi todas se basaban en un desconocimiento
absoluto de las espantosas cargas bajo cuyo peso se
tambaleaba China».3 Ni europeos ni americanos supieron
comprender lo que estaba en juego, e hicieron muy poco
por ayudar. En lo referente a los servicios médicos, la
única contribución importante fue la que hicieron los
chinos expatriados residentes en la península de Malaca,
Java, los Estados Unidos y otros lugares del mundo. Su
generosidad fue considerable, y en 1941, los
conquistadores japoneses se encargaron de que pagaran por
ello.
Chiang Kai-shek había continuado con sus absurdas
negociaciones de paz, con la esperanza de presionar a
Stalin y conseguir que el apoyo militar de los soviéticos
recuperara sus niveles anteriores. Pero en julio de 1940 se
produjo un cambio de gobierno en Tokio, y el general Tōjō
Hideki pasó a ocupar el ministerio de la guerra. Las
negociaciones se interrumpieron. Tōjō quería dejar sin
suministros a los nacionalistas chinos con la firma de un
tratado más estricto con la Unión Soviética y el bloqueo de
todas sus demás vías de abastecimiento. En Tokio, los
líderes militares empezaban a concentrar su interés en el
sur del Pacífico y en el suroeste, en las colonias británicas,
francesas y holandesas del mar de la China Meridional.
Esas regiones podían suponer importantes provisiones de
arroz y la interrupción de exportaciones a los chinos
nacionalistas, pero lo que más ambicionaba Japón eran los
yacimientos petrolíferos de las Indias Orientales
Neerlandesas. Cualquier idea de compromiso con los
Estados Unidos que implicara su retirada de los territorios
del gigante asiático era impensable para el régimen de
Tokio, sobre todo tras haber perdido ya sesenta y dos mil
soldados en el «incidente de China».4
En la segunda mitad de 1940, el Partido Comunista
Chino, siguiendo instrucciones de Moscú, puso en marcha
en el norte su campaña «de los Cien Regimientos» con casi
cuatrocientos mil hombres.5 El objetivo era socavar las
negociaciones de Chang Kai-shek con los japoneses: no
sabían que habían quedado interrumpidas y que nunca
habían sido realmente serias. Los comunistas consiguieron
que en muchos lugares los nipones se vieran obligados a
retirarse, cortaron la línea ferroviaria que unía Pekín y
Hangkow, destruyeron varias minas de carbón e incluso
emprendieron diversos ataques contra Manchuria. Este gran
esfuerzo, en el que sus fuerzas utilizaron tácticas más
convencionales, supuso veintidós mil bajas, unas pérdidas
que en realidad no podían permitirse.

En Europa, Hitler demostraba un sorprendente grado de


lealtad a Mussolini, a menudo para desesperación de sus
generales. Sin embargo, el Duce, su antiguo mentor, hacía
todo lo posible por evitar convertirse en uno de sus
subordinados. El líder fascista quería dirigir «una guerra
paralela»,6 independiente de la de la Alemania nazi. Ya en
abril de 1939 no había comunicado a Hitler sus planes de
invadir Albania, comparando esa empresa con la ocupación
alemana de Checoslovaquia. Las autoridades nazis, por su
parte, eran reacias a compartir informaciones secretas con
los italianos. No obstante, un mes después de lo de Albania,
los alemanes quisieron firmar el «Pacto de Acero».
Como amantes imprudentes que intentan sacar
beneficio de una relación, los dos dirigentes se engañaban
el uno al otro, y los dos se sentían engañados. Hitler nunca
comunicó a Mussolini sus intenciones de aplastar a los
polacos, pero seguía esperando recibir el apoyo del italiano
en su lucha contra Francia y Gran Bretaña, y por su parte, el
líder fascista estaba convencido de que no iba a estallar un
conflicto general en Europa durante al menos otros dos
años. Su posterior negativa a entrar en guerra en septiembre
de 1939 en el bando alemán supuso una gran decepción
para Hitler. El Duce sabía perfectamente que su país no
estaba preparado, y sus excesivas demandas de
equipamiento militar como condición para prestar apoyo a
los nazis constituyeron su única excusa.
Mussolini, no obstante, estaba decidido a entrar en
guerra en un momento determinado para obtener más
colonias y para que Italia pareciera una gran potencia. En
consecuencia, cuando las dos grandes potencias coloniales,
Gran Bretaña y Francia, sufrieron la grave derrota de
comienzos del verano de 1940, no quiso desaprovechar la
oportunidad. La sorprendente rapidez con la que se
desarrolló la campaña de Alemania contra Francia, y la
creencia general de que Gran Bretaña acabaría claudicando
ante el poderío del Reich, lo tenían en un mar de dudas.
Alemania iba a dibujar un nuevo mapa de Europa, y era
prácticamente seguro que se convertiría en la potencia
dominante en los Balcanes, e Italia corría el peligro de
quedar al margen. Solo por esta razón, Mussolini quería
desesperadamente ver reconocido su derecho a participar
en las negociaciones de paz. Calculaba que unos pocos
miles de italianos muertos o heridos servirían para
comprarle la anhelada silla en la mesa de los acuerdos.
Por supuesto, el régimen nazi no se opuso a que Italia
entrara en guerra, por tarde que fuera. Equivocadamente,
Hitler había depositado muchas esperanzas en el potencial
bélico de su aliado. Todos sabemos que Mussolini se había
jactado de disponer de «ocho millones de bayonetas». En
realidad, apenas contaba con un millón setecientos mil
soldados, y muchos de ellos carecían de un fusil en el que
colocar la bayoneta. En Italia, la falta de recursos
económicos, de materias primas y de vehículos
motorizados era un problema acuciante. Para aumentar el
número de sus divisiones, Mussolini redujo la cantidad de
regimientos en cada una de ellas, que pasó de tres a dos. De
sus setenta y tres divisiones, solo diecinueve estaban
totalmente equipadas. De hecho, sus fuerzas militares eran
menores, y estaban peor pertrechadas, que las de la Italia de
1915, cuando este país entró en la Primera Guerra
Mundial.7
De manera muy poco inteligente, Hitler creyó a pies
juntillas los datos relativos al poderío militar italiano
elaborados por Mussolini. En su harto limitada visión
militar, condicionada por los mapas obsoletos que había en
sus cuarteles generales, una división de tropas era una
división, por muy mal pertrechadas o muy mal entrenadas
que estuvieran, o por muy pobre que fuera el número
verdadero de sus efectivos. El error de cálculo más grave
que cometió Mussolini fue creer, en el verano de 1940,
que la guerra estaba a punto de concluir cuando en realidad
apenas había comenzado. No se dio cuenta de que la vieja
retórica del Lebensraum de Hitler, que el Führer había
utilizado refiriéndose al este, iba a convertirse en un plan
muy concreto. El 10 de junio, Mussolini había declarado la
guerra a Gran Bretaña y a Francia. En su rimbombante
discurso pronunciado desde el balcón del Palazzo Venezia,
hinchó pecho y afirmó que «las jóvenes y fértiles
naciones» iban a aplastar a las agotadas democracias. Estas
palabras fueron recibidas con alborozo por sus leales
camisas negras, pero no alegraron precisamente a la
mayoría de los italianos.
A los alemanes no les inmutaba el hecho de que
Mussolini tratara de regocijarse en la imagen de gloria de
la Wehrmacht. En la Wilhelmstrasse, el secretario de
estado consideraba a su aliado del Eje «un payaso circense
que pide el aplauso del público cuando recoge la alfombra
después de la actuación del acróbata».8 Muchos más
comparaban la declaración de guerra del líder fascista a una
Francia derrotada con la acción de un «chacal» que intenta
hacerse con parte de la presa cazada por un león. El
oportunismo era, en efecto, vergonzoso, pero escondía
algo peor. Mussolini había convertido su país en cautivo y
víctima de sus propias ambiciones. Se daba cuenta de que
no podía evitar una alianza con el líder dominante, Hitler,
pero persistía en su idea de que Italia iba a ser capaz de
seguir una política independiente de expansión colonial
mientras el resto de Europa se veía envuelta en un conflicto
mucho más letal. La debilidad de Italia acabaría siendo un
desastre total para ella; y para Alemania, uno de sus
principales puntos vulnerables.

El 27 de septiembre de 1940 Alemania firmó el «Pacto


Tripartito» con Italia y Japón. Uno de los objetivos era
impedir que los Estados Unidos decidieran intervenir en la
guerra, que se encontraba en un impasse después de que
fracasaran los intentos de doblegar a Gran Bretaña. Cuando
el 4 de octubre se entrevistó con Mussolini en el paso del
Brennero, Hitler garantizó al Duce que ni Moscú ni
Washington habían reaccionado peligrosamente al anuncio
del pacto. Lo que él quería era una alianza continental
contra Gran Bretaña.
En un primer momento, Hitler no tenía ambiciones en
el Mediterráneo, pues consideraba esta región en la esfera
de influencia de Italia, pero poco después de la caída de
Francia se dio cuenta de que las cosas eran mucho más
complejas. Tenía que encontrar un equilibrio entre los
intereses enfrentados de Italia, el gobierno de Vichy y la
España de Franco. El general español deseaba recuperar
Gibraltar, pero también ambicionaba el Marruecos francés
y otros territorios de África. Sin embargo, Hitler no quería
provocar al Estado Francés de Pétain y sus leales fuerzas
en las posesiones coloniales de este país. Desde su punto
de vista, era mucho mejor que la Francia de Vichy siguiera
en su territorio y en sus colonias del norte de África una
política acorde con los intereses de Alemania mientras
durara la guerra. Cuando se alzara con la victoria, podría
ceder las colonias de Francia a Italia o a España. Sin
embargo, a pesar de su poder aparentemente ilimitado tras
la derrota de Francia en 1940, en octubre de ese año el
Führer fue incapaz de convencer a un hombre como Franco,
que tanto le debía, a su vasallo, el general Pétain, y a su
aliado, Mussolini, de que apoyaran su estrategia de crear un
bloqueo continental contra Gran Bretaña.

El 22 de octubre el tren blindado de Hitler, el


Führersonderzug «Amerika», tirado por dos locomotoras
en tándem, con sus dos Flakwagen, se detuvo en la
estación ferroviaria de Montoire-sur-le-Loir. Allí, Hitler
mantuvo una entrevista con el segundo de Pétain, Pierre
Laval, que quería que Alemania garantizara el status del
régimen de Vichy. Hitler le dio largas, pero intentó que
Vichy aceptara unirse a una coalición contra Gran Bretaña.
Los relucientes vagones blindados del tren especial de
Hitler continuaron viaje hacia la frontera española, a
Hendaya, donde el Führer se entrevistó con Franco al día
siguiente. El tren del «Caudillo» llegó con retraso debido
al decrépito estado de las líneas ferroviarias españolas, y
aquella larga espera no puso a Hitler precisamente de muy
buen humor. Los dos dictadores pasaron revista a una
guardia de honor de la escolta personal de Hitler, el
Führer-Begleit-Kommando, que formó en el andén. Los
soldados alemanes, vestidos con sus uniformes negros,
destacaban por su altura al paso del dictador español, bajito
y barrigón, en cuyo rostro apenas dejó de dibujarse una
sonrisa, entre complaciente y aduladora.
Cuando Hitler y Franco comenzaron a hablar, el
torrente de palabras del «Caudillo» impidió que Hitler
pudiera abrir la boca, situación a la que el alemán no estaba
acostumbrado. Franco recordó sus tiempos como
compañeros de armas durante la Guerra Civil Española,
dando las gracias al Führer por todo lo que había hecho, y
evocó la «alianza espiritual»9 que existía entre sus dos
países. Luego expresó su profundo pesar por no haber
podido entrar inmediatamente en la guerra en el bando
alemán debido a las precarias condiciones en las que se
encontraba España. Durante buena parte de las tres horas
que duró la reunión, Franco siguió hablando sin parar de su
vida y de sus experiencias, lo que provocaría que Hitler
dijera más tarde que prefería que le arrancaran tres o cuatro
dientes antes que verse obligado a mantener otra
conversación con el dictador español.10
Al final, Hitler logró intervenir, y dijo que Alemania
había ganado la guerra. Que Gran Bretaña solo resistía
porque esperaba que la Unión Soviética o los Estados
Unidos acudieran finalmente en su ayuda. Y que los
americanos iban a necesitar un año y medio o dos para
prepararse para una guerra. En su opinión, la única amenaza
que suponían los británicos era que consiguieran ocupar las
islas del Atlántico o, con la colaboración de De Gaulle,
incitar a la revuelta a las poblaciones de las colonias
francesas. Por estas razones, quería crear un «frente
amplio» contra Gran Bretaña.
Hitler quería Gibraltar, y Franco y sus generales
también, pero a los españoles no les agradaba la idea de que
fueran los alemanes los que dirigieran la operación para
recuperar el peñón. Además, Franco temía que los
británicos decidieran invadir las islas Canarias en
represalia. Sin embargo, había quedado sumamente
sorprendido por las inasumibles pretensiones de Alemania,
que exigía la cesión de una de las islas Canarias y poder
establecer bases militares en el Marruecos español. Hitler
también tenía mucho interés en las Azores y en las islas de
Cabo Verde. Las Azores no solo suponían que la
Kriegsmarine pudiera contar con una base naval en el
Atlántico. En el diario de guerra del OKW se escribiría
más tarde el siguiente comentario: «El Führer ve el valor
de las Azores en una doble dirección. Las quiere por si se
produce la intervención de los Estados Unidos y también
para los tiempos de paz». Hitler ya estaba soñando con una
nueva generación de «bombarderos con una autonomía de
vuelo de seis mil kilómetros» para atacar la costa oriental
de los Estados Unidos».11
Cuando Franco expuso que el Führer debía prometerle
la cesión del Marruecos francés y de Oran, antes incluso de
entrar en guerra, Hitler quedó sorprendido por la enorme
presunción del «Caudillo», por no decir algo peor. También
se cuenta que en otra ocasión se quejó de que la actitud de
Franco lo hizo sentir prácticamente «como un judío que
quiere traficar con las más sagradas posesiones».12 Más
tarde, ya en Alemania, en otro arrebato de cólera calificaría
a Franco de «canalla jesuíta».13
Aunque ideológicamente estaba más cerca de
Alemania, y su nuevo ministro de exteriores pro-nazi,
Ramón Serrano Suñer, quería entrar en la guerra, lo cierto
es que el gobierno de Franco temía provocar a Gran
Bretaña. La supervivencia de España dependía de las
importaciones, en parte de Gran Bretaña, pero sobre todo
de las de trigo y petróleo de los Estados Unidos. La
situación de España era terrible después de pasar por una
devastadora guerra civil. No era extraño ver a gente
desmayarse en medio de la calle debido a la malnutrición.
Los británicos, y luego los americanos, aplicaron una
política de apalancamiento financiero sumamente hábil,
pues sabían perfectamente que Alemania no estaba en
posición de compensar las importaciones. Así pues, cuando
quedó patente que Gran Bretaña no tenía intención alguna
de doblegarse ante Alemania, el gobierno de Franco, que en
aquellos momentos sufría una gran escasez de alimentos y
de combustible, tuvo que limitarse a expresar su apoyo al
Eje, con promesas de entrar en guerra en un futuro, pero
sin fijar una fecha. Sin embargo, esto no impidió que
Franco elucubrara con una «guerra paralela» propia, que
consistía en invadir Portugal, país tradicionalmente aliado
de Gran Bretaña. Por fortuna, este proyecto quedó en agua
de borrajas.

Tras la entrevista celebrada en Hendaya, el Sonderzug dio


media vuelta y se dirigió a Montoire, donde el mismísimo
Pétain esperaba a Hitler. Pétain recibió al Führer como a
un igual, gesto que no resultó precisamente del agrado de
Hitler. El viejo mariscal expresó sus deseos de que las
relaciones con Berlín se distinguieran por la estrecha
cooperación entre los dos países, pero su petición de que a
Francia les fueran garantizadas sus posesiones coloniales
fue bruscamente rechazada. Francia había comenzado una
guerra contra Alemania, replicó Hitler, y ahora debía pagar
un precio «territorial y material» por lo que había hecho.14
Pero el Führer, para quien Pétain resultaba mucho menos
exasperante que Franco, dejó una puerta abierta a esa
posibilidad. A pesar de todo, seguía queriendo que Vichy se
uniera a la alianza contra Gran Bretaña. Al final, sin
embargo, se daría cuenta de que no podía contar con los
países «latinos» para crear un bloque continental sólido.
Hitler tenía sentimientos encontrados respecto a la
idea de una estrategia periférica, consistente en continuar
la guerra contra Gran Bretaña en el Mediterráneo, una vez
vistas las escasas posibilidades de éxito que tenía el plan de
invasión del sur de Inglaterra. El Führer no dejaba de pensar
en lanzar sus fuerzas contra la Unión Soviética, pero las
dudas hicieron que aplazara su decisión. No obstante, a
comienzos de noviembre el OKW se puso a preparar un
plan de emergencia, llamado Operación Félix, para ocupar
Gibraltar y las islas del Atlántico.
En el otoño de 1940, Hitler tenía la esperanza de conseguir
el aislamiento de Gran Bretaña y de poder expulsar a la
Marina Real del Mediterráneo antes de embarcarse en la
idea que más le obsesionaba, la invasión de la Unión
Soviética. Además, empezaba a estar convencido de que la
manera más fácil de obligar a Gran Bretaña a cambiar de
postura era derrotando a la URSS. Para la Kriegsmarine
aquello resultó frustrante, pues se dio prioridad al ejército
de tierra y a la Luftwaffe en todo lo relacionado con el
armamento.
Evidentemente, Hitler estaba dispuesto a ayudar a los
italianos a lanzar un ataque contra Egipto y contra el canal
de Suez, pues esto no solo obligaría a los británicos a
permanecer en la zona, sino que pondría verdaderamente en
peligro sus comunicaciones con la India y Australasia. Los
italianos, sin embargo, por felices que estuvieran de recibir
apoyo de la Luftwaffe, no veían con buenos ojos la
presencia de tropas de tierra alemanas en su zona de
operaciones. Sabían perfectamente que los alemanes iban a
querer dirigirlo todo.
Hitler tenía un interés especial en los Balcanes, pues
constituían una base ideal para el flanco sur de las tropas
alemanas en su ansiada invasión de Rusia. Tras la ocupación
de Besarabia y el norte de Bukovina por parte de los rusos,
Hitler, que todavía no quería violar los acuerdos del pacto
nazi-soviético, había aconsejado al gobierno rumano que
«lo aceptara todo de momento».15 Decidió trasladar tropas
a Rumania para establecer en este país una misión militar
con el fin de asegurarse los yacimientos petrolíferos de
Ploesti. Lo que no quería el Führer era que Mussolini
provocara una sublevación en los Balcanes con un ataque a
Yugoslavia o a Grecia desde la Albania ocupada por los
italianos. Imprudentemente, confió en la inercia italiana.
Al principio, parecía que Mussolini iba a hacer poca
cosa. La Marina italiana, a pesar de haber manifestado
anteriormente su disposición a entrar inmediatamente en
acción, no se había hecho a la mar, excepto para escoltar
los convoyes que iban a Libia. Como no quería enfrentarse
con la flota británica del Mediterráneo, dejaba que fueran
las fuerzas aéreas las que se encargaran de bombardear
Malta. Y en Libia, el gobernador general, mariscal Italo
Balbo, permanecía inmóvil, insistiendo en que solo
ordenaría el avance contra los británicos en Egipto cuando
los alemanes invadieran Inglaterra.
En Egipto, los británicos no tardaron en darse de
cuenta de cuál era el verdadero potencial de su adversario.
A última hora de la tarde del 11 de junio, justo después de
que Mussolini declarara la guerra, el 11.° Regimiento de
Húsares se dirigió hacia el oeste en sus viejos vehículos
blindados Rolls-Royce y cruzó la frontera libia poco
después del anochecer. Sus objetivos eran Forte Maddalena
y Forte Capuzzo, las dos principales posiciones defensivas
que tenían los italianos en la frontera. Tras preparar
diversas emboscadas, hicieron setenta prisioneros.
Los italianos estaban furiosos. Nadie se había
molestado en avisarlos de que estaban en guerra. El 13 de
junio los dos fuertes fueron capturados y destruidos. En
otra emboscada que tendieron el 15 de junio en la carretera
que iba de Bardia a Tobruk, el 11.° de Húsares capturó a
cien soldados más. El botín obtenido incluía a un
rechoncho general italiano, con su automóvil oficial de la
casa Lancia, acompañado de una «amiga» en avanzado
estado de gestación, que, como cabe suponer, no era su
esposa.16 Este hecho provocó un gran escándalo en Italia.
Pero lo más importante para los británicos era que el
general llevaba consigo los planos en los que aparecían
indicadas todas las defensas de Bardia.
El mariscal Balbo duró poco en Libia. El 28 de junio,
las baterías antiaéreas italianas de Tobruk, en un exceso de
celo, derribaron su avión por error. Apenas una semana
después, su sucesor en el cargo, el mariscal Rodolfo
Graziani, recibía con espanto la orden de Mussolini de
comenzar el avance hacia Egipto el 15 de julio. El Duce
consideraba la marcha hacia Alejandría una «consecuencia
inevitable».17 Como era de esperar, Graziani hizo todo lo
posible por aplazar la operación, diciendo primero que no
podía lanzar un ataque en pleno verano, y luego que carecía
del equipamiento necesario.
En agosto el duque de Aosta, virrey del África
Oriental Italiana, había conseguido una fácil victoria en su
avance desde Abisinia por la Somalilandia británica,
obligando a los pocos defensores de la zona a retirarse al
otro lado del golfo de Adén. Pero el duque sabía
perfectamente que su situación iba a ser desesperada si el
mariscal Graziani no conseguía conquistar Egipto. Rodeado
al oeste por el Sudán anglo-egipcio y la Kenia británica, y
con la Marina Real inglesa controlando el mar Rojo y el
océano Indico, resultaba imposible la llegada de
provisiones hasta que no cayera Egipto.
Graziani seguía dando largas, y a Mussolini
comenzaba a agotársele la paciencia. Finalmente, el 13 de
septiembre, los italianos empezaron el avance. Con sus
cinco divisiones, tenían una notable superioridad numérica
frente a las tres divisiones formadas por efectivos ingleses
y de la Mancomunidad Británica de Naciones
(Commonwealth). Además, la 7.ª División Acorazada
británica, las «Ratas del Desierto», estaban pobremente
equipadas, pues solo disponían de setenta tanques en
funcionamiento.
Los italianos no supieron orientarse, e incluso se
perdieron antes de llegar a la frontera con Egipto. Como
era de esperar, las tropas británicas tuvieron que emprender
la retirada y, aunque no dejaron de combatir, se vieron
obligadas a abandonar Sidi Barrani, donde Graziani detuvo
el avance. Mussolini insistió en que debía continuar el
ataque por la carretera de la costa en dirección a Mersa
Matruh. Pero como los italianos estaban a punto de
empezar el asalto militar contra Grecia, las fuerzas de
Graziani no recibieron los pertrechos necesarios para
seguir avanzando.

Los alemanes ya le habían dicho en varias ocasiones a


Mussolini que se olvidara por el momento de Grecia. El 19
de septiembre, el Duce le había garantizado a Ribbentrop
que, antes de lanzar un ataque contra Grecia o contra
Yugoslavia, iba a conquistar Egipto. Daba la impresión de
que los italianos estaban de acuerdo con que el primer
objetivo debían ser los británicos. Pero al poco tiempo, el
8 de octubre, Mussolini se sintió ninguneado al enterarse
de que los alemanes estaban trasladando tropas a Rumania.
Su ministro de exteriores, el conde Ciano, había olvidado
decirle que Ribbentrop ya había informado de este hecho.
«Hitler sigue plantándome cara con hechos consumados»,
dijo el Duce a Ciano el 12 de octubre. «Pero esta vez voy a
pagarle con la misma moneda».18
Al día siguiente, Mussolini ordenó al Comando
Supremo de las fuerzas armadas que organizara
inmediatamente la invasión de Grecia desde la Albania
ocupada por Italia. Ninguno de sus altos oficiales, en
particular el jefe de las tropas en Albania, el general
Sebastiano Visconti Prasca, tuvo el coraje de advertir a
Mussolini de los enormes problemas logísticos
(transporte, aprovisionamiento, etc.) que tendría una
campaña en las montañas del Epiro en pleno invierno. Los
preparativos fueron caóticos. Buena parte de las fuerzas
armadas italianas estaban siendo desmovilizadas,
principalmente por razones económicas. Así pues, hubo
que volver a formar aquellas unidades con un número
escaso de efectivos. Para la operación eran necesarias
veinte divisiones, pero trasladar a la mayoría de ellas al
otro lado del Adriático requería tres meses. Mussolini
pretendía lanzar su ataque el 26 de octubre, esto es, en
menos de dos semanas.
Los alemanes se enteraron de todos esos preparativos,
pero creyeron que no iba a producirse ningún ataque contra
Grecia hasta que los italianos entraran en Egipto y
capturaran Mersa Matruh. Hitler estaba en su tren blindado,
de regreso de sus entrevistas con Franco y con Pétain,
cuando le fue comunicado que habían comenzado los
preparativos para una invasión de Grecia. En vez de seguir
viaje a Berlín, el Sonderzug dio media vuelta para dirigirse
hacia el sur, a Florencia, ciudad a la que, siguiendo
instrucciones del ministro de exteriores alemán, debía
acudir urgentemente Mussolini para encontrarse con el
Führer.
A primera hora de la mañana del 28 de octubre, poco
antes de entrevistarse con Mussolini, Hitler recibió la
noticia de que la invasión italiana de Grecia acababa de
empezar. El Führer se puso hecho una furia. Intuyó que el
Duce recelaba de la influencia alemana en los Balcanes y
pronosticó que los italianos se encontrarían con una
sorpresa muy desagradable. Lo que más temía era que
aquella acción provocara el traslado de tropas británicas a
Grecia, lo cual iba a permitir que los ingleses dispusieran
de una base desde la que emprender el bombardeo de los
yacimientos petrolíferos de Ploesti en Rumania. Además,
la irresponsabilidad de Mussolini podía incluso poner en
peligro la Operación Barbarroja. Sin embargo, Hitler ya
había dominado su enfado cuando el Sonderzug llego a
Florencia y se detuvo en el andén en el que Mussolini
aguardaba su llegada. Al final, durante la conversación que
mantuvieron en Palazzo Vecchio, los dos líderes apenas
tocaron el tema de la invasión de Grecia, excepto cuando
Hitler ofreció al Duce dos divisiones, una aerotransportada
y otra paracaidista, para impedir que los británicos pudieran
ocupar la isla de Creta.

A las 03:00 de aquella mañana, el embajador italiano en


Atenas había presentado al dictador griego, el general
Ioannis Metaxas, un ultimátum que expiraba al cabo de tres
horas. La respuesta de Metaxas fue simplemente un
rotundo «¡No!», pero, en realidad, el régimen fascista no
tenía el más mínimo interés en conocer su aceptación o su
rechazo: la invasión, con ciento cuarenta mil efectivos,
empezó dos horas y quince minutos más tarde.
En masa, las tropas italianas comenzaron su avance.
No llegaron muy lejos. Los dos últimos días había llovido
intensamente. Los torrentes y los ríos habían derribado
varios puentes, y los griegos, que estaban perfectamente al
corriente de aquel ataque —que había sido un secreto a
voces en Roma—, se habían encargado de volar los demás.
Y las carreteras sin asfaltar resultaron prácticamente
intransitables por la gran acumulación de barro.
Los griegos, que no sabían si también los búlgaros
iban a lanzar un ataque por el noreste, tuvieron que dejar
cuatro divisiones en Macedonia oriental y Tracia. Para
repeler el ataque de los italianos desde Albania,
establecieron una línea defensiva que, pasando por los
montes Grammos y siguiendo el curso del río Thyamis, iba
desde el lago Prespa, junto a la frontera con Yugoslavia,
hasta la zona de la costa situada frente al extremo
meridional de Corfú. Los helenos carecían de carros
blindados y de cañones antitanque. Tenían pocos aviones
modernos. Pero contaban con un valioso activo: la furia,
mundialmente conocida, de sus soldados, decididos a
repeler el ataque de los que llamaban, con desprecio,
macaronides.19 Incluso en la comunidad griega de
Alejandría se encendió el fervor patriótico. Unos catorce
mil hombres zarparon rumbo a Grecia para entrar en
combate, y la cantidad de dinero que se recogió en esa
ciudad para ayudar en la guerra superó el presupuesto de
defensa de todo Egipto.20
Los italianos reanudaron su ofensiva el 5 de
noviembre, pero solo consiguieron abrirse paso hasta la
costa y el norte de Konitsa, donde la División Julia de
alpinos avanzó unos veinte kilómetros. Sin embargo, esta
formación, una de las mejores de Italia, no recibió apoyo
suficiente y enseguida quedó prácticamente rodeada. Solo
una parte de sus efectivos logró escapar, y el general
Prasca ordenó que sus tropas tomaran posiciones
defensivas a lo largo de aquel frente de ciento cuarenta
kilómetros. Viéndose obligado a enviar contingentes de
refuerzo a Albania, el Comando Supremo en Roma tuvo que
aplazar el ataque a Egipto. Las declaraciones jactanciosas
de Mussolini en el sentido de que iba a invadir Grecia en
menos de quince días resultaron tan absurdas como
rimbombantes, aunque el Duce seguiría convencido de su
futura victoria. A Hitler no le sorprendió aquella
humillación a su aliado, pues ya había pronosticado que los
griegos iban a ser mejores soldados que los italianos. El
general Alexandros Papagos, jefe del estado mayor griego,
ya estaba llegando con sus propias fuerzas de reserva para
preparar una contraofensiva.
El orgullo de los italianos sufrió otro duro golpe la
noche del 11 de noviembre, cuando la Marina Real
británica atacó la base naval de Taranto con los aparatos
Fairey Swordfish del portaviones Illustrious y una escuadra
compuesta de cuatro cruceros y otros tantos destructores.
Tres acorazados italianos, el Littorio, el Cavour y el
Duilio fueron alcanzados por los torpedos, mientras que
los ingleses solo perdieron dos Swordfish. El Cavour se
fue a pique. Al almirante sir Andrew Cunningham,
comandante en jefe de la flota del Mediterráneo, no le
quedó la menor duda de que poco había que temer de la
marina italiana.
El 14 de noviembre, el general Papagos lanzó su
contraofensiva, seguro de su superioridad numérica en el
frente albanés mientras no llegaran tropas de refuerzo
italianas. Sus hombres, con gran coraje y arrojo, empezaron
a avanzar. A finales de año, los griegos habían conseguido
que el invasor tuviera que replegarse al otro lado de la
frontera, adentrándose entre cincuenta y setenta kilómetros
en el interior de Albania. La llegada de refuerzos italianos,
que supuso que las fuerzas del Duce contaran con un
contingente de cuatrocientos noventa mil efectivos en
suelo albanés, de poco sirvió. Cuando Hitler comenzó la
invasión de Grecia en el mes de abril del año siguiente,
unos cuarenta mil italianos habían perdido la vida en el
campo de batalla, y ciento catorce mil —entre heridos,
enfermos y víctimas de distintos grados de congelación—
habían engrosado su lista de bajas.21 Las aspiraciones de
Italia de erigirse en potencia mundial se habían visto
frustradas. Cualquier idea de llevar a cabo una «guerra
paralela» se había convertido en un proyecto irrealizable.
Mussolini ya no sería aliado de Hitler, sino un simple
subordinado.

La debilidad militar crónica de Italia volvió a ponerse


inmediatamente de manifiesto en Egipto. El general sir
Archibald Wavell, comandante en jefe en Oriente Medio,
encargado de velar por la defensa de esta región y por la del
norte y el este de África, tenía unas responsabilidades
verdaderamente abrumadoras. En un principio, había
contado con solo treinta y seis mil hombres en Egipto para
enfrentarse a los doscientos quince mil efectivos del
ejército italiano en Libia. En el sur, el duque de Aosta
estaba al mando de doscientos cincuenta mil hombres,
muchos de los cuales habían sido reclutados entre la
población local. No obstante, pronto comenzaron a llegar a
Egipto tropas de refuerzo —tanto británicas como de la
Commonwealth— para ponerse a las órdenes de Wavell.
Wavell, un hombre taciturno e inteligente, amante de
la poesía, no inspiraba la confianza de Churchill. Al
belicoso primer ministro británico le gustaban los tipos
beligerantes, especialmente en Oriente Medio, donde los
italianos eran sumamente vulnerables. Y Churchill ya
comenzaba a impacientarse. No quería darse cuenta de la
«pesadilla» que suponía para la intendencia una guerra en el
desierto. Wavell, temeroso de que el primer ministro
pudiera interferir en sus planes, no le dijo a Churchill que
ya estaba preparando un plan para contraatacar, la llamada
Operación Compass. Solo se lo comunicó a Anthony Edén
cuando este le solicitó el armamento que necesitaban
desesperadamente los británicos para poder ayudar a los
griegos. Según cuenta Churchill, cuando Edén regresó a
Londres y le informó del plan de Wavell, el primer
ministro, feliz, «ronroneó como seis gatos juntos».22
Inmediatamente instó a Wavell a lanzar su ataque a la mayor
brevedad posible, dándole como máximo un mes de plazo.
El comandante de la Fuerza del Desierto Occidental
era el teniente general Richard O'Connor. Enjuto y fuerte,
este decidido militar tenía a sus órdenes la 7.ª División
Acorazada y la 4.ª División India, que mandó desplegar a
unos cuarenta kilómetros al sur de la principal posición
italiana en Sidi Barrani. Un destacamento más reducido, la
llamada Fuerza Selby, ocupó desde Mersa Matruh la
carretera de la costa para avanzar hacia Sidi Barrani desde
el oeste. Varios navíos de la Marina Real navegaban cerca
del litoral, preparados para apoyar la operación con sus
cañones. O'Connor ya se había encargado de ocultar
depósitos de municiones y pertrechos en escondites
avanzados.
Como se sabía que los italianos disponían de
numerosos agentes en El Cairo, incluso en el círculo del
propio rey Faruk, resultaba muy difícil mantener toda
aquella operación en secreto. Así pues, para que todo el
mundo creyera que no estaba planeando nada, el general
Wavell, acompañado de su esposa e hijas, acudió a las
carreras de Gezira justo antes de que comenzara la batalla.
Aquella noche dio una fiesta en el club privado del
hipódromo.
Cuando a primera hora del 9 de diciembre se dio
inicio a la Operación Compass, los británicos pudieron
comprobar que habían logrado su objetivo de sorprender a
las fuerzas enemigas. En menos de treinta y seis horas, la
División India, con su punta de lanza formada por los carros
blindados Matilda del 7.° Regimiento Real de Tanques,
conquistó las principales posiciones italianas situadas en
las inmediaciones de Sidi Barrani. Un destacamento de la
7.ª División Acorazada se dirigió al noroeste para cortar la
carretera que unía Sidi Barrani y Buqbuq, mientras el
grueso de la formación se lanzaba al ataque contra la
División Catanzaro en los alrededores de Buqbuq. La 4.ª
División India capturó Sidi Barrani a última hora del 10 de
diciembre, y cuatro divisiones italianas presentes en la
zona se rindieron al día siguiente. Buqbuq también fue
capturada, y la División Catanzaro destruida.
Solo la División de Infantería Cirene, que se
encontraba a unos cuarenta kilómetros al sur, consiguió
escapar replegándose a toda prisa al paso montañoso de
Halfaya.
Las tropas de O'Connor habían obtenido una victoria
aplastante. Aunque habían sufrido seiscientas veinticuatro
bajas, habían capturado treinta y ocho mil trescientos
soldados enemigos, doscientos treinta y siete cañones y
setenta y tres carros de combate. O'Connor quería pasar
inmediatamente a la siguiente fase de la operación, pero
tuvo que esperar. Buena parte de la 4.ª División India fue
trasladada a Sudán para repeler el ataque de las fuerzas del
duque de Aosta en Abisinia. En sustitución de esos
hombres llegó una avanzadilla de la 6.ª División
Australiana, su 16.ª Brigada de Infantería.
El puerto libio de Bardia, situado junto a la frontera
con Egipto, era el objetivo principal. Siguiendo
instrucciones de Mussolini, el mariscal Graziani concentró
seis divisiones en sus alrededores. La infantería de
O'Connor atacó el 3 de enero de 1941, con el apoyo de sus
últimos Matilda. Tres días más tarde, los italianos se
rindieron a la 6.ª División Australiana, que hizo cuarenta y
cinco mil prisioneros y capturó cuatrocientos sesenta y
dos cañones de campaña y ciento veintinueve carros de
combate. El comandante italiano, el general Annibale
Bergonzoli, apodado «barba eléctrica» por el erizado pelo
que cubría su mentón, consiguió huir, dirigiéndose hacia el
oeste. En las filas de los atacantes hubo solo ciento treinta
muertos y trescientos veintiséis heridos.
Mientras tanto, la 7.ª División Acorazada había
comenzado el avance hacia Tobruk. Desde Bardia salieron
inmediatamente dos brigadas australianas para unirse al
asedio de esa ciudad. Tobruk también cayó, lo que supuso
para las fuerzas británicas la captura de otros veinticinco
mil prisioneros, doscientos ocho cañones, ochenta y siete
vehículos blindados y catorce prostitutas del ejército
italiano que fueron enviadas a un convento de Alejandría
donde languidecerían miserablemente durante el resto de la
guerra. O'Connor quedó desconcertado cuando se enteró de
que el ofrecimiento de fuerzas de tierra y de aviones a
Grecia por parte de Churchill ponía en grave peligro las
ulteriores fases de su ofensiva. Por fortuna, Metaxas
declinó la oferta. En su opinión, con el envío de un número
de divisiones inferior a nueve simplemente se corría el
peligro de provocar una intervención de los alemanes sin
esperanzas de poder repelerla.

El imperio italiano de África Oriental siguió


desmoronándose irremisiblemente. El 19 de enero, con la
4.ª División India en Sudán dispuesta a entrar, la fuerza del
general William Platt se lanzó contra el ejército del duque
de Aosta, aislado y mal pertrechado en Abisinia. Dos días
después, se produjo el regreso del emperador Haile
Selassie, que llegó acompañado del comandante Orde
Wingate para unirse a la liberación de su país. Y en el sur,
un contingente a las órdenes del general Alan Cunningham
lanzó un ataque desde Kenia. El ejército del príncipe
italiano, ahogado por la falta de provisiones, apenas pudo
oponer resistencia.

En Libia, O'Connor decidió poner el máximo empeño en


atrapar al grueso del ejército italiano concentrado en la
costa de Cirenaica. Con esta finalidad, envió a la 7.ª
División Acorazada al golfo de Sirte, al sur de Bengasi.
Pero esta formación disponía en aquellos momentos de
solo ciento cuarenta y cinco tanques en funcionamiento, y
la situación de los abastecimientos era desesperada, pues
las líneas de comunicación se extendían a lo largo de más
de mil trescientos kilómetros hasta la ciudad de El Cairo.
O'Connor ordenó que la división se detuviera cerca de un
bastión italiano en Mechili, al sur del macizo de Jebel
Akhdar. Pero poco después las patrullas de vehículos
blindados y los aviones de la RAF observaron indicios de
una gran retirada. El mariscal Graziani había comenzado la
evacuación de todas las tropas italianas presentes en
Cirenaica.
El 4 de febrero, comenzó muy en serio lo que los
regimientos de caballería llamarían «la carrera con
hándicap de Bengasi». Con el 11.° Regimiento de Húsares
al frente, la 7.ª División Acorazada avanzó por aquellos
inhóspitos territorios para atrapar a los hombres que
quedaban del X Ejército italiano antes de que lograran
escapar. La 6.ª División australiana, tras perseguir por la
costa a las fuerzas enemigas en retirada, entró en Bengasi
el 6 de febrero.
Cuando se enteró de que los italianos estaban
evacuando Bengasi, el general Michael Creagh de la 7.ª
División Acorazada ordenó que una columna avanzara para
acorralarlos en Beda Fomm. Este destacamento, el 11.° de
Húsares, el 2.° Batallón de la Brigada de Fusileros y tres
baterías de la Royal Horse Artillery alcanzaron la carretera
justo a tiempo. Ante unos veinte mil italianos desesperados
por escapar, temieron verse superados por tan gran número
de hombres. Pero cuando parecía que iban a quedar aislados
en la zona del interior, llegaron los tanques ligeros del 7.°
de Húsares. Los carros de combate británicos cargaron
contra el flanco izquierdo de los italianos en huida,
provocando el pánico y el caos. La intensidad de los
combates solo disminuyó cuando comenzó a caer la noche.
La batalla se reanudó al amanecer, con la llegada de
más tanques italianos. Pero la columna destacada de los
británicos también empezó a recibir refuerzos con la
aparición de los primeros escuadrones de la 7.ª División
Acorazada. En su afán por seguir adelante, más de ochenta
tanques italianos fueron destruidos. Mientras tanto, los
australianos que avanzaban desde Bengasi comenzaron a
ejercer más presión por la retaguardia. El 7 de febrero,
después de ver cómo se frustraba su último intento por
escapar, el general Bergonzoli se rindió al teniente coronel
John Combe del 11.° Regimiento de Húsares. Muerto el
general Tellera, «barba eléctrica» era el único alto oficial
del X Ejército que seguía vivo.
La vista no llegaba a alcanzar hasta dónde se extendía
aquel número ingente de soldados italianos que, exhaustos
y abatidos, permanecían sentados y acurrucados bajo la
intensa lluvia. Se cuenta que, cuando le preguntaron por
radio cuántos prisioneros habían hecho, uno de los
subalternos de Combe respondió, con la despreocupación y
el desparpajo propios de los soldados de caballería: «¡Oh!,
diría que varias hectáreas». Cinco días más tarde, llegó a
Trípoli el Generalleutnant Erwin Rommel, acompañado
por las tropas de avanzadilla de la formación que pasaría a
la historia con el nombre de Afrika Korps.
10
LA GUERRA DE LOS
BALCANES DE HITLER
(marzo-mayo de 1941)

Tras darse cuenta de que había fracasado en todos sus


intentos por derrotar a Gran Bretaña, Hitler decidió
concentrarse en el que era el objetivo principal de su
existencia. Pero antes de lanzarse a la invasión de la Unión
Soviética, estaba firmemente decidido a asegurar sus dos
flancos. Empezó negociaciones con Finlandia, pero lo más
importante era controlar los Balcanes en el sur. Los
yacimientos petrolíferos de Ploesti proporcionarían el
combustible necesario para sus divisiones panzer, y el
ejército rumano del mariscal Antonescu ofrecería
potencial humano. Como la Unión Soviética también
consideraba que el sureste de Europa pertenecía a su esfera
de influencia, el Führer era perfectamente consciente de
que debía actuar con muchísima precaución para no
provocar a Stalin antes de poner en marcha su plan.
Con su desastroso ataque contra Grecia, Mussolini
había conseguido precisamente lo que Hitler más temía:
una presencia militar británica en el sureste de Europa. En
abril de 1939 Gran Bretaña había garantizado su apoyo a
Grecia, y en virtud de ese compromiso el general Metaxas
había pedido ayuda. Los ingleses ofrecieron cazas —los
primeros escuadrones de la RAF llegaron a Grecia la
segunda semana de noviembre de 1940—, y un contingente
de tropas británicas desembarcó en Creta para encargarse
de la defensa de la isla y permitir que los soldados griegos
pasaran al frente albanés. Hitler se alarmó ante la
posibilidad de que los bombarderos británicos utilizaran
los aeródromos griegos para lanzar ataques contra los
yacimientos petrolíferos de Ploesti, y pidió al gobierno
búlgaro que estableciera inmediatamente puestos de
vigilancia a lo largo de su frontera. Sin embargo, Metaxas,
que no quería provocar a la Alemania nazi, insistió en que
no se bombardearan los pozos de Ploesti. Grecia podía
enfrentarse al ejército italiano, pero no a la Wehrmacht.
Hitler, no obstante, ya había comenzado a considerar
la posibilidad de invadir Grecia, en parte para poner fin a la
humillación sufrida por Italia, que repercutía negativamente
en el conjunto de las fuerzas del Eje, pero sobre todo para
proteger Rumania. El 12 de noviembre ordenó que el OKW
preparara un plan de invasión a través de Bulgaria con el fin
de asegurar la costa septentrional del Egeo. Dicho plan
recibió el nombre de Operación Marita. A la Luftwaffe y a
la Kriegsmarine no les costó convencer al Führer de incluir
en la campaña toda la Grecia continental.
La Operación Marita debía ser la culminación de la
Operación Félix, el ataque contra Gibraltar en la primavera
de 1941, y de la ocupación del noroeste de África con dos
divisiones. Movido por el temor de que las colonias
francesas acabaran abandonando al régimen de Vichy,
Hitler ordenó que se preparara un plan de emergencia para
poner en marcha la Operación Atila, esto es, la captura de
las posesiones y la flota de Francia. Estas acciones debían
ser llevadas a cabo de forma despiadada si se oponía la más
mínima resistencia.
Como Gibraltar era fundamental para la presencia de
los británicos en el Mediterráneo, Hitler pensó en enviar al
almirante Canaris, jefe de la Abwehr, a entrevistarse con
Franco. Su misión consistía en llegar a un acuerdo para que
las tropas alemanas pudieran transitar por las carreteras del
levante español en el mes de febrero. Pero pronto se vería
que la seguridad de Hitler en que Franco aceptara
finalmente entrar en la guerra al lado de las fuerzas del Eje
era demasiado optimista. El «Caudillo» dejó «bien claro
que solo entraría en la guerra cuando fuera inminente la
caída de Gran Bretaña».1 Hitler estaba decidido a no
abandonar este proyecto, pero frustrados temporalmente
sus planes en el Mediterráneo occidental, centró su
atención en el flanco sur para poner en marcha la
Operación Barbarroja.
El 5 de diciembre de 1940, Hitler puso de manifiesto su
intención de enviar únicamente dos grupos de la Luftwaffe
a Sicilia y al sur de Italia para atacar las fuerzas navales
británicas del Mediterráneo oriental. En aquellos
momentos, era contrario a la idea de trasladar tropas de
tierra a Libia para apoyar a los italianos. Sin embargo, la
segunda semana de enero de 1941, el éxito abrumador de
las tropas de O'Connor en su avance lo obligó a
replantearse la situación. Libia le importaba muy poco,
pero si Mussolini era derrocado como consecuencia de la
derrota, las fuerzas del Eje sufrirían un duro golpe que
daría nuevos ánimos a sus enemigos.
Se vio aumentada la presencia de la Luftwaffe en
Sicilia con la llegada de todos los efectivos del X
Fliegerkorps, y la 5.ª División Ligera recibió la orden de
prepararse para dirigirse al norte de África. Pero el 3 de
febrero saltó una alarma: era evidente que Tripolitania
también estaba en peligro. Hitler ordenó el traslado a la
zona de una formación que debía ponerse a las órdenes del
Generalleutnant Rommel, al que conocía muy bien por las
campañas de Polonia y Francia. La unidad recibiría el
nombre de Deutsches Afrika-Korps, y la operación se
llamaría Sonnenblume («Girasol»).
Mussolini no tuvo más remedio que acceder a que
Rommel asumiera el mando efectivo de las fuerzas
italianas. Rommel mantuvo una serie de entrevistas en
Roma el 10 de febrero, y dos días más tarde voló a Trípoli.
Enseguida descartó todos los planes italianos para la
defensa de la ciudad. Quería que el frente avanzara para
situarse cerca de Sirte hasta que sus tropas desembarcaran,
pero pronto se dio cuenta de que esa operación requería su
tiempo. La 5.ª División Ligera no estaría preparada para
entrar en acción hasta comienzos de abril.
En Sicilia, mientras tanto, el X Fliegerkorps
bombardeaba la isla de Malta, especialmente los
aeródromos y la base naval de La Valeta, y atacaba los
convoyes británicos que divisaba navegando por el
Mediterráneo. La Kriegsmarine también trató de convencer
a la marina italiana de que sus navíos abrieran fuego contra
la flota británica del Mediterráneo, pero hasta finales de
marzo de poco le sirvieron todos sus argumentos.

Durante los tres primeros meses de 1941 fueron


desarrollándose los preparativos para poner en marcha la
Operación Marita, esto es, la invasión de Grecia. Varias
formaciones del XII Ejército, a las órdenes del
Generalfeldmarschall Wilhelm List, cruzaron Hungría
hasta llegar a Rumania. Estos dos países tenían gobiernos
anticomunistas, y se habían convertido en aliados del Eje
tras unas enérgicas y efectivas negociaciones diplomáticas.
También había que ganarse a Bulgaria para que las fuerzas
alemanas pudieran cruzar su territorio. Stalin observaba
todos esos movimientos con mucho recelo. No le
convencían las reiteradas promesas nazis de que la
presencia alemana en la zona tenía como único objetivo
Gran Bretaña, pero poco podía hacer al respecto.
Los británicos, dándose cuenta perfectamente de la
concentración de tropas alemanas en la región del bajo
Danubio, decidieron actuar. Churchill, por razones de
credibilidad de su país, y con la esperanza de impresionar a
los estadounidenses, ordenó a Wavell que se olvidara de la
idea de avanzar hacia Tripolitania y enviara tres divisiones a
Grecia. Acababa de fallecer Metaxas, y el nuevo primer
ministro, Alexandros Koryzis, viendo claramente la
amenaza alemana, estaba dispuesto a aceptar cualquier
ayuda por pequeña que fuera. Ni Wavell ni el almirante
Cunningham creían que esa fuerza expedicionaria sería
capaz de detener el avance alemán, pero como Churchill
consideraba que estaba en juego el honor de Gran Bretaña,
y Edén estaba completamente convencido de que aquel era
el camino correcto, el 8 de marzo no tuvieron más remedio
que ceder y acatar las órdenes recibidas. De hecho, más de
la mitad de los cincuenta y ocho mil efectivos que se
trasladaron a Grecia para cumplir la promesa de ayuda de
los británicos eran australianos y neozelandeses. Eran las
formaciones que había disponibles más cerca de la zona,
aunque más tarde esta decisión daría lugar a un gran
resentimiento en las antípodas.
El comandante de la fuerza expedicionaria fue el
general sir Maitland Wilson, apodado «Jumbo» por su
físico robusto y su elevada estatura. Wilson no se hacía
falsas ilusiones con la batalla que le esperaba. Tras celebrar
una reunión con el ministro plenipotenciario británico en
Grecia, sir Michael Palairet, en la que este le expuso la
situación con una gran dosis de optimismo, a Maitland se le
oyó decir: «Bueno, no sé. Yo ya he pedido que preparen
mis mapas del Peloponeso».2 Esta región situada en el
extremo meridional de Grecia continental era el lugar del
que debían ser evacuadas sus tropas si se producía una
derrota. Los oficiales de rango superior creían que la
aventura en Grecia podía convertirse en «otra Noruega».
Por otra parte, los oficiales australianos y neozelandeses
más jóvenes extendían entusiasmados los mapas de los
Balcanes para estudiar posibles rutas de invasión a través de
Yugoslavia en dirección a Viena.
La Fuerza W de Wilson se preparó para repeler una
invasión alemana por Bulgaria. Tomó posiciones a lo largo
de la línea Aliakmon, que dibujaba una diagonal desde la
frontera yugoslava hasta la costa del Egeo, al norte del
monte Olimpo. La 2.ª División neozelandesa del general
Bernard Freyberg se situó a la derecha, y la 6.ª División
australiana a la izquierda, mientras que la 1.ª Brigada
Acorazada británica se colocó delante a modo de parapeto.
Los soldados aliados recordarían aquellas largas jornadas
de espera como idílicas. Aunque arreciaba el frío por las
noches, el tiempo era espléndido, las montañas estaban
cubiertas de flores silvestres y los aldeanos griegos no
habrían podido ser más generosos y amables.
Mientras las tropas británicas y las de la
Commonwealth presentes en Grecia esperaban la llegada
del invasor alemán, la Kriegsmarine insistía en que la
Armada italiana debía atacar la flota británica para distraer
su atención de los buques que trasladaban a los hombres de
Rommel al norte de África. Los italianos recibirían el
apoyo del X Fliegerkorps en el sur de Italia, y se les animó
a tomar represalias por el bombardeo de Genova por parte
de la Marina Real inglesa.
El 26 de marzo, la Armada italiana se hizo a la mar con
el acorazado Vittorio Véneto, seis cruceros pesados, dos
ligeros y trece destructores. Cunningham, que tuvo noticia
de esta amenaza gracias a una interceptación Ultra de un
mensaje de la Luftwaffe, decidió utilizar las naves
disponibles necesarias para enfrentarse a aquel enemigo: su
propia Fuerza A, con los acorazados Warspite, Valiant y
Barham, el portaaviones Formidable y nueve destructores,
así como la Fuerza B, con cuatro cruceros ligeros y otros
tantos destructores.
El 28 de marzo, un hidroavión del Vittorio Véneto
avistó los cruceros de la Fuerza B. La escuadra del
almirante Angelo Iachino salió tras ellos. El comandante
italiano ignoraba la presencia de naves de Cunningham al
este de Creta y al sur del cabo de Matapán. Del Formidable
despegaron aviones torpederos para atacar al Vittorio
Véneto, que al final logró escapar. Un segundo grupo aéreo
causó graves daños en el crucero pesado Pola, obligándolo
a detener sus motores. Otros barcos italianos recibieron la
orden de acudir en su ayuda, brindando así una nueva
oportunidad a los británicos. El intenso fuego de su
artillería mandó a pique tres cruceros pesados, incluido el
Pola, y dos destructores del enemigo. Aunque Cunningham
sintió una profunda decepción porque se le había escapado
de las manos el Vittorio Véneto, la batalla del cabo de
Matapán supondría una gran victoria psicológica para los
hombres de la Marina Real británica.
El asalto a Grecia de los alemanes estaba previsto que
comenzara en los primeros días de abril, pero,
inesperadamente, estalló una crisis en Yugoslavia. Hitler
había tratado de ganarse a este país, especialmente a su
regente, el príncipe Pablo, en el curso de la ofensiva
diplomática puesta en marcha para asegurarse el control de
los Balcanes antes de iniciar la Operación Barbarroja, esto
es, la invasión de la Unión Soviética. Pero entre la
población había comenzado a crecer un sentimiento de
hostilidad hacia los alemanes, debido en gran medida a las
continuas presiones por parte del gobierno nazi para
quedarse con todos sus recursos. En repetidas ocasiones,
Hitler había instado al gobierno de Belgrado a unirse al
Pacto Tripartito, y el 4 de marzo, el Führer y Ribbentrop
presionaron descaradamente al príncipe Pablo en este
sentido.
Las autoridades yugoslavas iban dando largas,
conscientes de la creciente oposición de su pueblo, pero
Berlín no cejaba en su empeño. Finalmente, el 25 de
marzo, el príncipe Pablo y varios representantes del
gobierno suscribieron el Pacto Tripartito en la ciudad de
Viena. Dos días más tarde, un grupo de oficiales serbios
dio un golpe de estado en Belgrado. El príncipe Pablo
firmó su renuncia a la regencia, y subió al trono el joven
rey Pedro II. La capital yugoslava se convirtió en un
escenario de manifestaciones contra Alemania, llegándose
incluso a atacar el coche del ministro plenipotenciario
germano. Hitler, según cuenta su intérprete, «clamó
venganza».3 Estaba convencido de que los británicos tenían
mucho que ver con aquel golpe. Mandó llamar
inmediatamente a Ribbentrop, que estaba entrevistándose
con el ministro de asuntos exteriores japonés, al que
acababa de proponer la conquista de Singapur por parte de
la Armada Imperial. Luego el Führer ordenó que el OK.W
preparara un plan de invasión. No habría previamente
ningún ultimátum ni ninguna declaración oficial de guerra.
La Luftwaffe simplemente debía atacar Belgrado lo antes
posible. La operación se llamaría Strafgericht, «Castigo».
Hitler consideró el golpe en Belgrado del 27 de
marzo una «prueba decisiva» de la «conspiración de los
belicistas anglosajones judíos y de los judíos que ostentan
el poder en los cuarteles generales bolcheviques de
Moscú».4 Incluso llegó a convencerse de que constituía un
verdadero ultraje, una infame violación del pacto germano-
soviético de amistad, que él mismo ya tenía planeado
romper.
Aunque las autoridades yugoslavas habían declarado
Belgrado «ciudad abierta», Strafgericht se puso en marcha
el domingo de Ramos, 6 de abril. Durante dos largos días,
la Cuarta Flota Aérea alemana se dedicó a bombardear la
ciudad. Es imposible precisar cuántos muertos hubo entre
la población civil. Los cálculos oscilan entre los mil
quinientos y los treinta mil, siendo lo más probable que el
número verdadero se sitúe a medio camino entre estas dos
cifras.5 El gobierno yugoslavo firmó inmediatamente un
pacto con la Unión Soviética, pero Stalin se abstuvo de
intervenir para no provocar a Hitler.
Mientras la Luftwaffe bombardeaba Belgrado con
quinientos aviones aquel domingo de Ramos, el ministro
plenipotenciario de Alemania en Atenas comunicaba al
primer ministro griego que fuerzas de la Wehrmacht
procederían a la invasión de su país debido a la presencia de
tropas británicas en el territorio. Koryzis respondió que
Grecia iba a defenderse. El 6 de abril, justo antes de que
amaneciera, el XII Ejército de List empezó una serie de
ataques simultáneos en el sur de Grecia y el oeste de
Yugoslavia. «A las 05:30 comienza la ofensiva contra
Yugoslavia», escribió en su diario un Gefreiter de la 11.ª
División Panzer. «Los carros blindados ya están avanzando.
La artillería ligera abre fuego, la artillería pesada entra en
acción. Aparecen los aviones de reconocimiento, luego
cuarenta Stukas bombardean las posiciones, el cuartel arde
en llamas... una imagen magnífica al amanecer».6
A primera hora de aquella misma mañana, el
comandante del VIII Cuerpo Aéreo, el general Wolfram
von Richthofen, célebre por su arrogancia, contemplaba el
ataque de la 5.ª División de Montaña en el paso de Rupel,
cerca de la frontera yugoslava, y observaba cómo sus
aviones entraban en acción. «En el puesto de mando a las
04:00», anotó en su diario. «Cuando comienza a clarear, la
artillería abre fuego. Potentes fuegos de artificio. Luego
las bombas. Me asalta la idea de si no estaremos tratando a
los griegos con demasiados honores».7 Pero la 5.ª División
de Montaña recibió una desagradable sorpresa cuando los
aviones de Richthofen comenzaron a bombardearla por
error. Por si fuera poco, los griegos demostraron mucha
más tenacidad que la que había imaginado el soberbio
general alemán.
El ejército yugoslavo, que fue movilizado a toda prisa
y carecía de cañones antitanque y de baterías antiaéreas,
poco podía hacer frente al poderío de la Luftwaffe y las
divisiones panzer. Los alemanes comprobaron que las
unidades serbias resistían con mayor determinación que las
de los croatas y los macedonios, que a menudo se rendían a
la menor oportunidad. Una columna de mil quinientos
prisioneros fue atacada por error por los bombarderos en
picado alemanes, matando a un «número espeluznante» de
ellos. «¡Así es la guerra!», comentaría Richthofen a
propósito del incidente.8
La invasión de Yugoslavia supuso un peligro añadido,
e inesperado, para la línea defensiva Aliakmon. Si, como
era de esperar, los alemanes entraban por el valle de
Monastir, próximo a Florina, las posiciones aliadas se
verían rápidamente rodeadas. En previsión de esta amenaza,
había que desplazar la línea Aliakmon para alejarla más de
la frontera.
Hitler quería aislar y destruir a la fuerza
expedicionaria aliada enviada a Grecia. Ignoraba que el
general Wilson contaba con una ventaja secreta. Por
primera vez, las interceptaciones Ultra podían proporcionar
información sobre los movimientos de la Wehrmacht a un
comandante en el campo de batalla. Sin embargo, tanto el
mando griego como el británico quedaron consternados
por la rapidez con la que se hundió el ejército yugoslavo,
que solo mató a ciento cincuenta y un alemanes en toda la
campaña.
Las fuerzas griegas encargadas de la defensa de la
línea Metaxas, situada cerca de la frontera con Bulgaria,
combatieron con gran arrojo, pero al final una parte del
XVIII Cuerpo de Montaña alemán consiguió abrir una
brecha en ese frente por el extremo suroriental de
Yugoslavia, dejando expedito el camino a Salónica. La
mañana del 9 de abril, Richthofen recibió la «sorprendente
noticia»9 de que la 2.ª División Panzer había llegado a las
inmediaciones de dicha ciudad. Pero los griegos siguieron
organizando contraofensivas cerca del paso de Rupel,
obligando a Richthofen, que ya había empezado a respetar
al enemigo, a desviar bombarderos para repelerlas.
Al sur de Vevi, la 1.ª Brigada Acorazada británica se
encontró el 11 de abril ante una parte de la SS
Leibstandarte Adolf Hitler. Gerry de Winton, comandante
del batallón de transmisiones, recordaría aquella escena en
el valle poco antes del anochecer «como un cuadro de lady
Butler, con la puesta del sol a la izquierda, los alemanes
atacando frontalmente, y a la derecha los artilleros
colocados en formación de combate con sus armones».10
Una interceptación Ultra reveló que la actitud de los
aliados hacía mella en el enemigo. «Cerca de Vevi
Schutzstaffel Adolf Hitler encuentra férrea resistencia». 11
Sin embargo, hubo pocas acciones como esa. Las unidades
aliadas comenzaron a retroceder, retirándose de un paso de
montaña a otro, con los alemanes pisándoles siempre los
talones. Las unidades griegas, que carecían de medios de
transporte motorizados, no podían replegarse al mismo
ritmo, de modo que se abrió en la línea defensiva del frente
albanés un gran hueco entre la Fuerza W y el Ejército del
Epiro heleno.
Las columnas en retirada no solo sufrían constantes
ataques de la aviación enemiga, sino que se veían obligadas
a abandonar y destruir los tanques —y otros vehículos—,
incapaces de avanzar por aquellos caminos pedregosos.
Poco pudo hacer la RAF, con sus escasas escuadrillas de
cazas Hurricane, ante la aplastante superioridad numérica
de los Messerschmitt de Richthofen. Y durante la retirada,
a sus hombres, que tenían que replegarse de un aeródromo
improvisado a otro, les asaltaba constantemente el
recuerdo de la caída de Francia. Los pilotos alemanes que
saltaban en paracaídas cuando su avión era derribado
corrían el peligro de sufrir las iras de los aldeanos griegos
sedientos de venganza.
El 17 de abril, los yugoslavos capitularon. Invadidos
por el norte desde territorio austriaco, desde Hungría,
desde Rumania y también desde Bulgaria por el ejército de
List, sus escasas y desperdigadas fuerzas apenas habían
podido reaccionar a la agresión. La 11.ª División Panzer
estaba muy satisfecha de sí misma. «En menos de cinco
días, siete divisiones enemigas destruidas», anotó un
Gefreiter en su diario, «una gran cantidad de material
bélico capturado, treinta mil hombres hechos prisioneros,
Belgrado obligada a rendirse. Ínfimas nuestras pérdidas».12
Un integrante de la SS Das Reich se hacía la siguiente
pregunta: «¿Acaso creían los serbios que, con un ejército
pobre en efectivos, anticuado y mal entrenado, tenían
alguna posibilidad frente a la Wehrmacht alemana? ¡Es
como si una lombriz de tierra pretendiera engullir una boa
constrictor!».13
A pesar de la fácil victoria, Hitler deseaba vengarse de
la población serbia, a la que seguía considerando el
elemento terrorista responsable de la Primera Guerra
Mundial y todos sus males. Había que dividir Yugoslavia,
entregando pedazos de su territorio a los aliados húngaros,
búlgaros e italianos. Croacia, bajo un régimen fascista, se
convirtió en protectorado de Italia, y Alemania ocupó
Serbia. La dureza con la que los nazis tratarían a los serbios
resultaría sumamente contraproducente, pues dio lugar a
una guerra de guerrillas absolutamente brutal e interfirió en
la explotación de los recursos del país.

En Grecia, la retirada de las fuerzas aliadas y los helenos,


mezclados con yugoslavos refugiados, produjo imágenes
alucinantes. Una vez, en medio de una larga columna
militar, pudo verse a un playboy de Belgrado, con sus
zapatos bicolor, en un Buick biplaza descapotable,
acompañado de su amante. Y en otra ocasión, un oficial
militar pensó por un momento que estaba soñando cuando
vio, «bajo la luz de la luna, a un escuadrón de lanceros
serbios con sus largas capas, avanzando como fantasmas de
los derrotados en guerras de antaño».14
Cuando el ejército griego (a la izquierda) y la Fuerza
W (a la derecha) perdieron contacto, el general Wilson
ordenó una retirada a la línea de las Termopilas. El
repliegue pudo llevarse a cabo gracias a la valiente defensa
del valle del Tempe, en el curso de la cual la 5.ª Brigada de
Nueva Zelanda consiguió detener el avance de la 2.ª
División Panzer y la 6.ª División de Montaña durante tres
días. Pero una interceptación Ultra informó de que los
alemanes habían conseguido abrirse paso por la costa del
Adriático, y se dirigían al golfo de Corinto.
Para las tropas aliadas resultó muy embarazoso tener
que volar puentes y líneas ferroviarias durante su retirada,
pero la población local nunca dejó de tratarlos con gran
cordialidad y mucha comprensión. Aunque sus perspectivas
ante la llegada de la fuerza invasora eran muy negras, los
popes ortodoxos continuaban bendiciendo los vehículos de
los soldados en retirada, y las mujeres les entregaban
flores y pan. Ignoraban el cruel destino que les aguardaba.
En apenas unos pocos meses, la hogaza de pan costaría dos
millones de dracmas, y durante el primer año de ocupación
murieron de hambre más de cuarenta mil griegos.15
El 19 de abril, al día siguiente de que se suicidara el
primer ministro griego, el general Wavell voló hasta
Atenas para hablar de la situación. Debido a la
incertidumbre del momento, sus oficiales de estado mayor
acudieron a la cita armados con sus revólveres
reglamentarios. La decisión de evacuar a todas las tropas de
Wilson se tomó a la mañana siguiente. Aquel día, los
últimos quince Hurricane derribaron ciento veinte aparatos
alemanes en el cielo de Atenas. En el cuartel general de la
legación británica y de la Misión Militar, con sede en el
Hotel Grande Bretagne, se empezó a quemar documentos,
entre otros los más importantes, los mensajes Ultra.
Cuando corrió la noticia de la orden de evacuación, la
población local no dejó de vitorear a las tropas aliadas en
retirada. «¡Mucha suerte, y volved!», gritaban los griegos.
«¡Regresad con la victoria!» Muchos oficiales y soldados
hacían un esfuerzo por contener el llanto cuando pensaban
que dejaban a toda aquella gente abandonada a su suerte.
Solo tenían una cosa en la cabeza: partir a toda prisa en
medio de tanto caos. Con una fuerte retaguardia de
australianos y neozelandeses para frenar a los alemanes, los
restos de la Fuerza W consiguieron abrirse paso hasta los
lugares desde donde debían ser evacuados: unos hasta
Rafina y Porto Rafti, en el sur de Atenas, otros hasta la
costa meridional del Peloponeso. Los alemanes estaban
decididos a no permitir que tuviera lugar otro «Dünkirchen
— Wunder», o «Milagro de Dunkerque».16
Aunque el general Papagos y el rey Jorge II de Grecia
querían continuar con los combates mientras la fuerza
aliada expedicionaria siguiera en el continente, los
comandantes del Ejército del Epiro, que luchaba contra los
italianos, decidieron rendirse a los alemanes. El 20 de
abril, el general Georgios Tsolakoglou empezó las
negociaciones con el Generalfeldmarschall List, pero
puso una condición: que el ejército griego no tuviera que
tratar con los italianos. List aceptó. Cuando se enteró de
ello, Mussolini, furibundo, se quejó a Hitler, quien, una vez
más, no quiso que se humillara a su aliado. El Führer envió
al Generalleutnant Alfred Jodl del OKW a la ceremonia
de la rendición —a la que asistieron los oficiales italianos
—, en vez de encomendar esta tarea a List, que montó en
cólera.
El entusiasmo que suscitó aquella fácil victoria queda
patente en las palabras de un oficial de artillería de la 11.ª
División Panzer, quien, el 22 de abril, en una carta dirigida
a su esposa decía: «Cuando veía al enemigo, disparaba
contra él, sintiendo siempre un placer salvaje y real en el
combate. Ha sido una guerra alegre... Estamos bronceados
y seguros de la victoria. Es maravilloso pertenecer a una
división como esta».17 En sus reflexiones, un capitán de la
73.ª División de Infantería alemana decía que la paz llegaría
incluso a los Balcanes con un Nuevo Orden Europeo «de
modo que nuestros hijos no volverán a vivir ninguna otra
guerra».18 Inmediatamente después de la entrada en Atenas
de las primeras unidades alemanas el día 26 de abril, en lo
alto de la Acrópolis fue izada una enorme bandera con la
esvástica roja.
Ese mismo día, al amanecer, varias unidades
paracaidistas alemanas cayeron sobre el lado sur del canal
de Corinto para tratar de impedir la retirada de los aliados.
En unos encarnizados combates, sufrieron importantes
pérdidas a manos de un grupo de neozelandeses con sus
cañones Bofors y de unos cuantos tanques ligeros del 4.°
Regimiento de Húsares. Además, fracasaron en su objetivo
principal, la captura del puente. Los dos oficiales zapadores
que habían preparado su demolición consiguieron volver a
rastras y lo volaron.
Mientras los alemanes celebraban su victoria en el
Ática, seguía llevándose a cabo a un ritmo desesperado la
evacuación de las fuerzas de Wilson. Se utilizaron todos
los medios disponibles. Los bombarderos ligeros
Blenheim y los hidroaviones Sunderland pudieron despegar
con varios efectivos amontonados en los compartimentos
de las bombas y en las torretas. Caiques, vapores
volanderos y todo tipo de embarcaciones disponibles
pusieron rumbo a Creta. La Marina Real envió seis
cruceros y diecinueve destructores para proceder de nuevo
a la evacuación de un ejército derrotado. Las carreteras que
llevaban a los puertos del sur del Peloponeso quedaron
bloqueadas por los vehículos militares que habían sido
saboteados precipitadamente. Al final, de los cincuenta y
ocho mil hombres enviados a Grecia, solo catorce mil
cayeron prisioneros de los alemanes. Otros dos mil
murieron o resultaron heridos en los combates. En
términos de potencial humano, la derrota habría podido ser
mucho peor, pero la pérdida de vehículos blindados, de
camiones, de armas y de equipamiento supuso un duro
varapalo, sobre todo en un momento en el que Rommel
estaba avanzando hacia Egipto.
Una vez asegurado su flanco sur, Hitler sintió un gran
alivio, aunque poco antes de que finalizara la guerra
atribuiría a esta campaña su retraso en poner en marcha la
Operación Barbarroja. En los últimos años, los
historiadores han estudiado las repercusiones que tuvo la
Operación Marita en la invasión de la Unión Soviética. En
su debate, la mayoría ha llegado a la conclusión de que
fueron mínimas. El aplazamiento de la Operación
Barbarroja de mayo a junio se atribuye normalmente a
otros factores, como, por ejemplo, al retraso en la
asignación de los medios de transporte motorizados,
principalmente los vehículos capturados al ejército francés
en 1940; a problemas relacionados con la distribución de
combustible; o a las intensas lluvias a finales de aquella
primavera que dificultaron la creación de aeródromos
avanzados para la Luftwaffe. Pero hay un hecho que casi
nadie pone en tela de juicio: la Operación Marita sirvió
para que Stalin se convenciera de que el ataque alemán en
el sur tenía por objetivo la captura del canal de Suez, no una
invasión de la Unión Soviética.19

Durante la travesía por el Egeo, los navíos que


transportaban a los soldados de la Fuerza W intentaron,
aunque no siempre con éxito, evitar los cazas y los
bombarderos en picado de Richthofen. Fueron hundidos
veintiséis, incluidos dos barcos hospital, y perecieron más
de dos mil hombres. Más de una tercera parte de ellos
murió cuando dos destructores de la Marina Real, el
Diamond y el Wryneck, quisieron salvar a los
supervivientes de un mercante holandés que había sido
hundido. Con sus sucesivos ataques, la aviación alemana
consiguió mandar a pique a las dos naves británicas.
Buena parte de las fuerzas evacuadas, unos veintisiete
mil hombres, desembarcó en el maravilloso puerto natural
de la bahía de Suda, en la costa septentrional de Creta, a
finales de abril. Los hombres, exhaustos, dejaban atrás las
naves y, caminando penosamente, buscaban refugio en los
olivares, donde recibían unas cuantas galletas duras y latas
de carne. Soldados rezagados, personal de intendencia,
unidades sin oficiales y civiles británicos se mezclaban en
aquel caos, sin saber dónde ir. Los efectivos de la división
neozelandesa de Freyberg desembarcaron en buen estado,
así como los de varios batallones australianos. Todos ellos
esperaban regresar a Egipto para seguir peleando contra
Rommel.

A comienzos de febrero el OKW había estudiado la


posibilidad de invadir Malta. Tanto el ejército alemán como
la Kriegsmarine apoyaban la idea, pues querían asegurar la
ruta de los convoyes que se dirigían a Libia. Pero Hitler
decidió que había que esperar, y posponer la operación
unos meses, hasta que la Unión Soviética fuera derrotada.
Era evidente que la presencia de los británicos en Malta
suponía un obstáculo para el suministro de provisiones y
pertrechos a las fuerzas del Eje en Libia, pero, en opinión
del Führer, las bases aliadas en Creta representaban un
peligro mucho mayor, pues podían ser utilizadas para llevar
a cabo incursiones aéreas contra los yacimientos
petrolíferos de Ploesti. Por razones similares, Hitler instó
a los italianos a que resistieran en sus islas del Dodecaneso
a cualquier precio. Además, la ocupación de Creta
supondría para Alemania una ventaja añadida. La isla podría
ser empleada por la Luftwaffe como base aérea desde la
que bombardear el puerto de Alejandría y el canal de Suez.
Antes incluso de la caída de Atenas, los oficiales de la
Luftwaffe ya habían empezado a estudiar la posibilidad de
asaltar la isla con sus fuerzas aerotransportadas. El general
Kurt Student, fundador de las fuerzas aerotransportadas
alemanas, era especialmente astuto. La Luftwaffe
consideraba que esa operación le devolvería el prestigio
perdido tras haber fracasado en la empresa de derrotar a la
RAF en la batalla de Inglaterra. Göring bendijo el proyecto
y el 21 de abril llevó a Student a entrevistarse con Hitler.
El general esbozó su plan de utilizar el XI Cuerpo Aéreo
para conquistar Creta, y luego realizar un lanzamiento de
tropas en Egipto, coincidiendo con la llegada del Afrika
Korps de Rommel. Hitler se mostró algo escéptico,
pronosticando importantes pérdidas. Rechazó
inmediatamente la segunda parte del plan de Student, pero
dio su aprobación a la invasión de Creta, con la condición
de que esta no supusiera tener que aplazar la Operación
Barbarroja. El plan de Student recibió el nombre secreto de
Operación Merkur, esto es, Mercurio.
Creta, como sabían perfectamente Wavell y el
almirante Cunningham, era difícil de defender. En la costa
septentrional de la isla se concentraba la mayoría de sus
puertos y aeródromos, lo cual los hacía extremadamente
vulnerables a los ataques lanzados por las fuerzas del Eje
desde sus aeródromos en el Dodecaneso. Un problema que
compartían los barcos encargados de abastecer la isla. A
finales de marzo, las interceptaciones Ultra habían
identificado la presencia en Bulgaria de parte del XI
Cuerpo Aéreo del general Student, incluida la 7.ª División
Paracaidista. A mediados de abril, otra interceptación
reveló que también habían sido trasladados a ese país
doscientos cincuenta aparatos de transporte. Era evidente
que se planeaba poner en marcha una gran operación
aerotransportada, en la que Creta parecía un objetivo harto
probable, especialmente si los alemanes pretendían utilizar
la isla como puente para llegar al canal de Suez. Durante la
primera semana de mayo, un gran número de
interceptaciones Ultra confirmó que Creta era
efectivamente el objetivo.
Ya en noviembre de 1940, cuando ocuparon la isla, los
estrategas británicos sabían que los alemanes solo podrían
capturar Creta con un asalto aerotransportado. El poderío
de la Marina Real en el Mediterráneo oriental y la falta de
barcos de guerra de las armadas del Eje descartaban un
ataque anfibio. El brigadier O. H. Tidbury, el primer
comandante en Creta, hizo un exhaustivo reconocimiento
de la isla, y localizó todos los puntos sobre los que los
alemanes podían realizar sus lanzamientos: los aeródromos
de Heraclión, Rétimno y Maleme, así como un valle en el
suroeste de La Canea. El 6 de mayo, una interceptación
Ultra confirmó que los aeropuertos de Maleme y
Heraclión iban a ser utilizados para el «desembarco aéreo
del resto del XI Fliegerkorps, incluidos el personal del
cuartel general y las unidades militares subordinadas»,20 y
como bases avanzadas para bombarderos en picado y cazas.

Aunque llevaban en Creta prácticamente seis meses, las


fuerzas británicas habían hecho muy poco por convertir la
isla en una fortaleza, como había pedido Churchill. Ello se
debió en parte a la inercia, en parte a la confusión de ideas
y en parte al hecho de que la isla no ocupara un puesto
destacado en la lista de prioridades de Wavell. Apenas
habían comenzado las obras para abrir una carretera que
condujera al sur, una zona mucho menos expuesta al ataque
enemigo, y la construcción de aeródromos había quedado
paralizada. Hasta la bahía de Suda, considerada por
Churchill un enclave que podía convertirse en una segunda
Scapa Flow para la armada, carecía de las instalaciones
necesarias.
El general Bernard Freyberg, comandante de la
División de Nueva Zelanda distinguido con la Cruz
Victoria, no llegó a Creta —a bordo del Ajax— hasta el 29
de abril. Siguiendo la costumbre, había esperado en Grecia
hasta el último momento para tener la seguridad de que
todos sus hombres hubieran sido evacuados. Hacía tiempo
que Churchill admiraba a Freyberg, un tipo corpulento y
robusto, por la valentía demostrada durante la funesta
campaña de Galípoli. El primer ministro británico solía
llamarlo «el gran San Bernardo». Al día siguiente de su
llegada, Freyberg fue invitado a entrevistarse con Wavell,
que llegó aquella misma mañana a Creta a bordo de un
bombardero Blenheim. Se reunieron en una villa situada en
la costa. Para consternación de Freyberg, Wavell le pidió
que se quedara en Creta con sus neozelandeses y dirigiera
la defensa de la isla. Asimismo, lo puso al corriente de los
informes de los servicios de inteligencia que hablaban de la
inminencia de un ataque alemán, que en aquellos momentos
se calculaba que lo pondrían en marcha entre «cinco y seis
mil efectivos aerotransportados, siendo probable además
un ataque por mar».21
Freyberg se deprimió aún más cuando se enteró de la
poca cobertura aérea que tendría a su disposición, pues
temía que la Marina Real fuera incapaz de proporcionar la
protección necesaria ante una «invasión
22
aerotransportada». Evidentemente, da la impresión de que
Freyberg no supo entender correctamente la situación
desde un principio. No podía imaginar que Creta fuera
capturada con un ataque de fuerzas aerotransportadas, por
lo que hacía más hincapié en una amenaza por mar. Wavell,
sin embargo, tenía las cosas perfectamente claras, como
demuestran sus mensajes a Londres: las fuerzas del Eje
simplemente carecían del poderío naval necesario para
asaltar la isla por mar. Esta confusión por parte de Freyberg
tuvo una influencia fundamental en la disposición original
de sus fuerzas y en su manera de dirigir la batalla en el
momento más crítico.
Las tropas aliadas presentes en la isla a las órdenes de
Freyberg serían conocidas como la Creforce. En el este, la
14.ª Brigada de Infantería británica y un batallón australiano
tenían encomendada la defensa del aeródromo de
Heraclión. Dos batallones de australianos y dos
regimientos griegos se encargaban de proteger el
aeródromo de Rétimno. Pero al oeste, en el aeródromo de
Maleme, principal objetivo de los alemanes, había solo un
batallón de neozelandeses. La razón de este escaso número
de fuerzas defensivas hay que buscarla en el
convencimiento de Freyberg de que iba a producirse un
asalto anfibio en la costa situada al oeste de La Canea. En
consecuencia, concentró el grueso de su división a lo largo
de esa franja, con el Regimiento Welch y un batallón
neozelandés como fuerzas de reserva. En el oeste de
Maleme no fue posicionada ninguna unidad.
El 6 de mayo, los servicios Ultra descifraron un
mensaje que ponía al descubierto el plan de los alemanes
de lanzar dos divisiones en paracaídas, esto es, más del
doble de hombres de lo que Wavell había indicado en un
principio. La noticia y los detalles de la operación pronto
se vieron confirmados, quedando perfectamente claro que
se trataba principalmente de un ataque con fuerzas
aerotransportadas. Por desgracia, la Dirección de
Inteligencia Militar en Londres había aumentado
erróneamente el número de reservas que debían ser
transportadas por mar el segundo día. Pero Freyberg fue
más allá, imaginando la posibilidad de «un desembarco con
tanques en las playas»,23 del que hasta entonces nadie había
hablado. Tras la batalla, el general admitiría que «por
nuestra parte, lo que más nos preocupaba eran los
desembarcos por mar, no el lanzamiento de tropas
aerotransportadas».24 Por otro lado, Churchill estaba
exultante porque las interceptaciones Ultra habían
permitido conocer los pormenores de la invasión alemana
con fuerzas paracaidistas. No era habitual que en una guerra
se conocieran los objetivos principales y la hora exacta de
un ataque enemigo. «Debe convertirse en una gran
oportunidad para acabar con la vida de las tropas
paracaidistas», diría en un mensaje a Wavell.25
Mientras que los Aliados jugaban con ventaja gracias a
la información interceptada, la inteligencia militar alemana
se reveló extraordinariamente inepta, tal vez debido a un
exceso de confianza tras la facilidad de las victorias
conseguidas. Un informe del 19 de mayo, el día antes de
que se lanzara el ataque, indicaba la presencia en la isla de
apenas cinco mil efectivos aliados, de los que solo
cuatrocientos se situaban en Heraclión. Las fotografías
tomadas en los vuelos de reconocimiento de los aviones
Dornier no habían conseguido localizar las posiciones
perfectamente camufladas de las tropas del imperio
británico. Y lo más sorprendente de todo: afirmaba que los
cretenses recibirían con alegría a los invasores alemanes.
Debido a una serie de retrasos en la llegada de
combustible para los aviones, la operación se aplazó del 17
al 20 de mayo. Los días previos al ataque, aumentó
espectacularmente el número de incursiones de los
bombarderos en picado y de los cazas de Richthofen. Su
principal objetivo fueron las posiciones de las baterías
antiaéreas. Los artilleros encargados del manejo de los
cañones Bofors vivieron unos días horribles, excepto los
del aeródromo de Heraclión, que recibieron la orden de
abandonar sus armas y hacer que pareciera que estas habían
sido destruidas. Astutamente, la 14.ª Brigada de Infantería
quería tenerlas preparadas para cuando llegaran los
paracaidistas. Freyberg, aunque sabía por las
interceptaciones Ultra que los alemanes no querían dañar
los aeródromos, pues su intención era poder utilizarlos
inmediatamente, no abrió socavones en las pistas para
inutilizarlas.

Cuando el 20 de mayo se dio la señal de alarma al


amanecer, el cielo estaba sereno y despejado. Iba a ser otro
día típicamente mediterráneo, cálido y soleado. Como de
costumbre, los ataques aéreos empezaron a las 06:00, y se
prolongaron durante una hora y media. Cuando acabaron,
los soldados comenzaron a abandonar las trincheras y se
reunieron para desayunar. Muchos pensaban que
probablemente la invasión con fuerzas aerotransportadas,
que les habían dicho que iba a tener lugar el pasado 17 de
mayo, no se materializaría. Freyberg, aunque sabía que
estaba programada para aquella misma mañana, había
decidido no comunicárselo a sus hombres.
Justo antes de las 08:00 pudo oírse un sonido distinto
de motor de avión. Los soldados cogieron sus fusiles y
regresaron corriendo a sus posiciones. En Maleme y en la
península de Akrotiri, cerca del cuartel general de
Freyberg, unos aparatos de curiosa silueta, con largas alas
apuntadas, volaban a baja altura, silbando sobre sus cabezas.
Alguien gritó, «¡Planeadores!» Los fusiles, los cañones y
las ametralladoras comenzaron a abrir fuego. En Maleme
fueron vistos cuarenta aparatos que, tras sobrevolar el
aeródromo, aterrizaron al otro lado del perímetro
occidental, en el cauce seco del río Tavronitis y más allá.
Varios planeadores se estrellaron, y algunos fueron
alcanzados por las baterías antiaéreas. Enseguida fue
evidente la imposibilidad de posicionar tropas al oeste de
Maleme. Los planeadores transportaban el 1 Batallón del
Fallschirmjäger-Sturm-Regiment, a las órdenes del
comandante Koch, el mismo que un año antes había
dirigido el asalto a la fortaleza belga de Eben-Emael. Poco
después, un ruido mucho más ensordecedor de motores
anunció la llegada del grueso de las tropas paracaidistas.
Para sorpresa de los oficiales más jóvenes del cuartel
general de la Creforce, Freyberg, después de escuchar
aquel ruido, siguió desayunando como si tal cosa. Se limitó
a levantar la vista y a exclamar: «¡Han llegado a la hora
exacta!».26 Su imperturbabilidad resultaba impresionante,
pero también preocupante, para algunos de los presentes.
Con la ayuda de los prismáticos, los oficiales de su estado
mayor observaban atentamente cómo las sucesivas oleadas
de aviones Junker soltaban a los paracaidistas alemanes, y
estallaba la batalla a lo largo de aquella franja costera.
Algunos de los más jóvenes se unieron a los grupos que
salieron a la caza de las tripulaciones de los planeadores
que se habían estrellado justo al norte de la cantera en la
que la Creforce tenía su cuartel general.
Los neozelandeses comenzaron a disparar con saña
contra los paracaidistas que iban saltando de los aviones.
Los oficiales les dijeron que apuntaran a sus botas para
tener en cuenta la velocidad de descenso y dar en el blanco.
En Maleme, otros dos batallones alemanes cayeron más
allá del Tavronitis. El 22.° Batallón de Nueva Zelanda,
responsable del aeródromo, había colocado únicamente una
compañía alrededor de aquellas instalaciones, y solo un
pelotón en el sector más vulnerable, el occidental. Justo al
sur del aeródromo se elevaba un promontorio rocoso
llamado Cota 107, donde el teniente coronel L. W.
Andrew, distinguido con la Cruz Victoria, había establecido
su puesto de mando. El comandante de la compañía que se
encontraba en el lado oeste de esa colina supo dirigir muy
bien los disparos de sus hombres, pero cuando sugirió que
también entraran en acción los dos cañones de la costa, le
respondieron que únicamente podían ser utilizados contra
objetivos navales. La obsesión de Freyberg con una
«invasión por mar» hizo que el general se negara a recurrir
a su artillería y a desplegar sus reservas. Pero para repeler
un asalto de fuerzas aerotransportadas, la táctica
fundamental consistía en lanzar inmediatamente una
contraofensiva, antes de que los paracaidistas enemigos
tuvieran la oportunidad de organizarse.
Muchos de los paracaidistas alemanes lanzados al
suroeste de La Canea, en lo que se denominaba el Valle de
la Prisión, fueron víctimas de una verdadera matanza, pues
cayeron en medio de unas posiciones aliadas
perfectamente camufladas. Un grupo aterrizó en el cuartel
general del 23.° Batallón. El oficial al mando mató a cinco
alemanes, y su ayudante, desde donde estaba sentado, a dos.
Desde todas direcciones se oían gritos de «¡Le he dado al
bastardo!». Debido a la violencia de los combates se
hicieron muy pocos prisioneros.
En su determinación de defender la isla, la mayor
fiereza la mostraron los propios cretenses. Ancianos,
mujeres y niños, utilizando escopetas y viejos fusiles, o
empuñando layas y cuchillos de cocina, salieron a los
campos para enfrentarse a los paracaidistas alemanes o para
atrapar a los que habían quedado enredados en los olivos. El
padre Stylianos Frantzeskakis, cuando se enteró de que
tropas alemanas invadían la isla, fue corriendo a la iglesia e
hizo sonar la campana. Cogió un fusil y condujo a sus
feligreses al norte de Paleokhora para repeler al enemigo.
Los alemanes, que sentían un odio prusiano por los
francotiradores, rasgaban las camisas y los vestidos de la
población civil para dejar sus hombros descubiertos. Si
alguien mostraba marcas de culatazos de fusil o guardaba
un cuchillo oculto entre la ropa, era ejecutado
inmediatamente allí mismo, ya fuera hombre o mujer, niño
o adulto.

La Creforce se veía limitada por las malas comunicaciones,


debidas a la falta de aparatos de radio, pues no se había
enviado ni uno desde Egipto en las tres semanas previas al
ataque. En consecuencia, los australianos en Rétimno y la
14.ª Brigada de Infantería británica en Heraclión no se
enteraron de que había comenzado la invasión en el oeste
de la isla hasta las 14:30 horas.
Por suerte para los británicos, los problemas que
tuvieron los alemanes para repostar combustible en los
aeródromos de Grecia habían retrasado la partida del 1.er
Regimiento Paracaidista del coronel Bruno Bräuer. Ello
supuso que el ataque preliminar con bombarderos en
picado y cazas Messerschmitt se produjera mucho antes de
que comenzaran a llegar los primeros aviones de transporte
Junker 52. Los cornetas dieron la señal de «alarma
general» justo antes de las 17:30. Los soldados se
precipitaron a sus posiciones perfectamente camufladas.
Los artilleros destinados al manejo de los cañones Bofors,
que una vez más habían evitado entrar en acción durante el
ataque aéreo, empezaron a apuntar con sus baterías al cielo,
dispuestos a disparar contra los pesados aviones de
transporte. Durante las dos horas siguientes lograrían
derribar quince de ellos.
Bräuer, confiando en los informes erróneos de los
servicios de inteligencia alemanes, había decidido extender
la zona de lanzamiento de sus tropas, y dispuso que el III
Batallón cayera al suroeste de Heraclión, que el II Batallón
aterrizara en el aeródromo situado al este de la ciudad, y
que el I Batallón saltara en los alrededores de la aldea de
Gournes, más al este todavía. Los hombres del II Batallón
del capitán Burckhardt fueron víctimas de una matanza. Los
escoceses del Regimiento Black Watch se pusieron a
disparar furiosamente contra ellos. Los pocos que lograron
sobrevivir fueron aplastados luego durante una
contraofensiva de un grupo de tanques Whippet del 3.°de
Húsares que atropellaba y disparaba a todo el que intentaba
huir.
El III Batallón del comandante Schulz, tras caer en
medio de los maizales y las viñas, logró conquistar
Heraclión, a pesar de la feroz defensa llevada a cabo por
tropas griegas y soldados no regulares cretenses en esta
antigua ciudad amurallada veneciana. El alcalde se rindió a
las fuerzas enemigas, aunque más tarde el Regimiento de
York y Lancaster y hombres del Regimiento de
Leicestershire contraatacaron, obligando a los
paracaidistas alemanes a retirarse. Al caer la noche, el
coronel Bräuer se dio cuenta de que su plan había sufrido
un vuelco espectacular e inesperado.

En Rétimno, entre Heraclión y La Canea, parte del 2.°


Regimiento Paracaidista del Oberst Alfred Sturm también
cayó en una trampa. El teniente coronel Ian Campbell había
ordenado que sus dos batallones australianos se dispersaran
por un terreno elevado desde el que se controlaba la
carretera de la costa y el aeródromo, colocando en medio a
las tropas griegas pobremente pertrechadas. Cuando
aparecieron los Junker volando en paralelo al mar, los
defensores comenzaron a abrir fuego. Siete aviones
cayeron derribados. Otros, queriendo escapar a toda prisa,
lanzaron a sus paracaidistas en el mar, donde varios
perecieron ahogados al no poderse liberar de los atalajes.
Algunos hombres cayeron sobre las rocas, resultando
heridos, y unos cuantos tuvieron un final terrible, muriendo
empalados al caer en un cañaveral. Los dos batallones
australianos lanzaron una contraofensiva. Los
supervivientes alemanes tuvieron que huir hacia el este,
donde tomaron posiciones en una fábrica de aceite de oliva.
Y otro grupo que fue lanzado cerca de Rétimno se retiró a
la aldea de Perivolia para defenderse del ataque de los
gendarmes cretenses y los soldados irregulares locales.

Cuando cayó la noche en Creta, las tropas de uno y otro


bando estaban exhaustas. Cesó el fuego. Los paracaidistas
alemanes se morían de sed. Su uniforme había sido
concebido para climas más fríos, y muchos de ellos sufrían
una grave deshidratación. Las fuerzas irregulares cretenses,
que les tendían emboscadas cerca de los pozos de agua, no
dejaron de acosarlos durante toda la noche. Un número
considerable de oficiales alemanes, entre otros el
comandante de la 7.ª División Paracaidista, perdió la vida
en la acción.
En Atenas enseguida corrió la noticia del desastre. El
general Student observaba fijamente el mapa gigante de la
isla que colgaba de una pared del salón de fiestas del Hotel
Grande Bretagne. Aunque su cuartel general no disponía
aún de cifras exactas, se sabía que las bajas habían sido
cuantiosas y que no se controlaba ninguno de los tres
aeródromos. Solo el de Maleme parecía que podía caer en
sus manos, pero el Sturm-Regiment estaba casi sin
municiones en el valle del Tavronitis. El cuartel general del
XII Ejército del Generalfeldmarschall List y el VIII
Cuerpo Aéreo de Richthofen estaban convencidos de que
había que abortar la Operación Mercurio, aunque ello
supusiera tener que abandonar a sus paracaidistas en la isla.
Un oficial prisionero admitiría incluso ante un comandante
australiano que «nosotros no reforzamos el fracaso».27
Mientras tanto, a las 22:00 horas, el general Freyberg
enviaba un mensaje a El Cairo para comunicar que, según
las últimas noticias recibidas, los tres aeródromos y los
dos puertos seguían en sus manos. Sin embargo, estaba muy
equivocado. En realidad, la situación en Maleme era muy
distinta. El batallón del coronel Andrew había luchado con
todas sus fuerza hasta la extenuación, pero se había hecho
caso omiso a todas sus peticiones para poder lanzar una
contraofensiva efectiva en el aeródromo. El superior de
Andrew, el general de brigada James Hargest,
probablemente influido por la obsesión de Freyberg de que
iba a producirse un ataque por mar, no envió la ayuda
solicitada. Cuando Andrew le dijo que se vería obligado a
retirarse si no recibía el apoyo necesario, Hargest replicó:
«Si tiene que hacerlo, hágalo». Así pues, Maleme y la Cota
107 fueron abandonados durante la noche.
El general Student, que no estaba dispuesto a ceder,
tomó una decisión sin comunicársela al
Generalfeldmarschall List. Mandó llamar al capitán
Kleye, su piloto más experto, y le pidió que hiciera un
aterrizaje de prueba en el aeródromo cretense al amanecer.
A su regreso, Kleye informó que no había sufrido ataques
directos. También fue enviado otro Junker con municiones
para el Sturm-Regiment, y para proceder a la evacuación de
algunos de los soldados heridos de esta unidad. Student
ordenó inmediatamente a la 5.ª División de Montaña del
Generalmajor Julius Ringel que se preparara para salir,
pero antes organizó la partida de todas las reservas
disponibles de la 7.ª División Paracaidista, a las órdenes
del coronel Hermann-Bernhard Ramcke, para que se
lanzaran en las inmediaciones de Maleme. Cuando ya se
tuvo el control del aeródromo, comenzaron a aterrizar a las
17:00 horas los primeros aviones de transporte de tropas
con parte del 100.° Regimiento de Montaña.

Freyberg, que seguía esperando la llegada de una flota


invasora, se negó a utilizar en una contraofensiva a sus
tropas de reserva, con la excepción del 20.° Batallón de
Nueva Zelanda. El Regimiento Welch, su unidad más
grande y mejor equipada, no debía moverse, pues aún temía
que se produjera «un ataque por mar en la zona de La
Canea».28 Y todo esto a pesar de que uno de los oficiales
de su estado mayor le hubiera comunicado que, según la
información capturada al enemigo, el «Convoy de
Embarcaciones Ligeras», con refuerzos y provisiones, se
dirigía a un lugar situado al oeste de Maleme, a unos veinte
kilómetros al oeste de La Canea.29 Freyberg también se
había negado a escuchar a los oficiales navales de rango
superior presentes en la isla que aseguraban que la Marina
Real era perfectamente capaz de enfrentarse a los pequeños
navíos que se dirigían hacia Creta por mar.
Al anochecer, cuando la Luftwaffe dejó de sobrevolar
las aguas del Egeo, tres fuerzas navales de la Marina Real
regresaron a toda prisa rodeando los dos extremos de la
isla. Gracias a la interceptación de unos mensajes,
conocían la ruta seguida por su presa. La Fuerza D, con tres
cruceros y cuatro destructores con radar, tendió una
emboscada a la flotilla de caiques escoltada por un
destructor ligero italiano. Los reflectores iluminaron el
objetivo, y empezó la matanza. Solo consiguió escapar un
caique que pudo alcanzar la costa.
Mientras veía cómo se desarrollaba esta acción naval
en el horizonte, Freyberg se dejaba llevar por el
entusiasmo. Uno de los oficiales de su estado mayor
recordaría la manera en la que se paseaba dando saltos de
alegría como un niño exaltado. Por los comentarios del
corpulento y robusto general, parece que, cuando todo
acabó, pensó que la isla ya estaba definitivamente a salvo.
Se acostó sintiendo un gran alivio, sin preguntar siquiera si
había habido algún progreso en la contraofensiva lanzada en
Maleme.
La hora prevista para el ataque era la 01:00 del 22 de
mayo, pero Freyberg había insistido en que el 20.° Batallón
no se moviera hasta que pudiera ser reemplazado por un
batallón australiano procedente de Georgioupolis. Como
carecían de medios de transporte suficientes, los
australianos llegaron con retraso, y en consecuencia el 20.°
Batallón no estuvo preparado para unirse a las tropas en
avance del 28.° Batallón (Maorí) hasta las 03:30. Se
perdieron unas horas de oscuridad preciosas. A pesar de su
arrojo —el teniente Charles Upham fue distinguido con
una de sus dos cruces Victoria por esta batalla—, los
atacantes poco pudieron hacer ante el poderío de los
paracaidistas y los batallones de montaña alemanes, que ya
contaban con refuerzos, por no hablar de los cazas
Messerschmitt que, después del amanecer, comenzaron a
disparar constantemente con sus ametralladoras contra
ellos. Los neozelandeses, exhaustos, tuvieron que retirarse
al caer la tarde. Furiosos y abatidos, no les quedaría más
remedio que contemplar cómo los aviones de transporte de
tropas Junker 52 aterrizaban uno tras otro en el aeródromo,
a un ritmo —aterrador e impresionante— de veinte
aparatos por hora. La isla estaba perdida.
Aquel día, la desgracia también persiguió a los Aliados
en el mar. Cunningham, decidido a acabar con el segundo
«Convoy de Embarcaciones Ligeras», cuya partida había
sido retrasada, envió la Fuerza C y la Fuerza A1 al Egeo a
plena luz del día. Cuando por fin divisaron el convoy,
provocaron algunos daños en las embarcaciones enemigas,
pero la intensidad de los ataques aéreos alemanes causó
daños mayores en el bando aliado. La Flota del
Mediterráneo perdió dos cruceros y un destructor. Dos
acorazados, dos cruceros y varios destructores quedaron
seriamente averiados. La Armada aún no había aprendido
una lección: la era de los acorazados ya era historia. Otros
dos destructores, el Kashmir y el Kelly de lord Louis
Mountbatten, fueron hundidos al día siguiente.
El 22 de mayo, por la noche, Freyberg decidió no
lanzar un último contraataque decisivo con los tres
batallones de su división que no habían entrado en combate.
Evidentemente, no quería ser recordado como el hombre
que perdió la División de Nueva Zelanda. Podemos
imaginar el enfado y la rabia que sintieron los australianos
en Rétimno y los hombres de la 14.ª Brigada de Infantería
británica, pues creían haber ganado sus batallas. Por los
caminos rocosos de las Lefka Ori, las Montañas Blancas,
comenzó una dramática retirada en toda regla. Sedientos,
exhaustos y con los pies doloridos, los miembros de la
Creforce se dirigieron al puerto de Sfakia, donde la Marina
Real volvía a hacer los preparativos necesarios para evacuar
a un ejército derrotado. La fuerza especial del general de
brigada Robert Laycock, que llegaba como unidad de
apoyo, desembarcó en la bahía de Suda solo para ser
informada de que había que abandonar la isla. Sin poder dar
crédito a sus ojos, los hombres de esta formación vieron
cómo se prendía fuego a los almacenes del puerto. Y a
Laycock no le hizo ni pizca de gracia que sus efectivos
tuvieran que crear una barrera en la retaguardia para impedir
el paso de las tropas de montaña de Ringel.
La Marina Real nunca se amedrentó, a pesar de las
graves pérdidas sufridas en aguas de Creta. La 14.ª Brigada
de Infantería fue evacuada por dos cruceros y seis
destructores, tras emprender brillantemente una retirada al
puerto de Heraclión la noche del 28 de mayo sin que el
enemigo se enterara. A los oficiales les vino a la cabeza el
entierro de sir John Moore en La Coruña, poema que la
mayoría de ellos había aprendido de memoria en sus años
de colegio. Pero parecía imposible que todo hubiera ido
tan bien. Ralentizados por un destructor averiado, los
barcos no habían pasado del canal oriental situado en el
extremo este de la isla cuando comenzó a salir el sol. Los
bombarderos en picado alemanes comenzaron a atacarlos.
Dos destructores fueron hundidos, y dos cruceros
sufrieron graves daños. La escuadra llegó con dificultad al
puerto de Alejandría con un número ingente de cadáveres a
bordo. Una quinta parte de los hombres de la 14.ª Brigada
murió en el mar, un porcentaje mucho mayor que el de los
caídos en los combates contra los paracaidistas alemanes.
Un gaitero del Regimiento Black Watch, iluminado por un
reflector, tocó una endecha. Muchos soldados lloraban
desconsoladamente. Para los alemanes, los daños
infligidos a la Marina Real durante la campaña de Creta
fueron su venganza por el hundimiento del Bismarck. En
Atenas, Richthofen y su invitado, el general Ferdinand
Schörner, celebraron la victoria brindando con champagne.
La evacuación de la costa meridional también
comenzó la noche del 28 de mayo, aunque en Rétimno los
australianos nunca recibirían la orden de retirarse. «El
enemigo sigue disparando», informaron a Grecia los
paracaidistas alemanes.30 Al final, solo cincuenta de ellos
conseguirían salir de allí cruzando las montañas, y no
serían evacuados por un submarino hasta varios meses
después.
En Sfakia reinaba el caos y la desorganización debido
principalmente al gran número de soldados que habían
llegado en desbandada sin nadie que los dirigiera. Los
neozelandeses, los australianos y efectivos del Cuerpo de
los Marines Reales, que se habían retirado en orden,
formaron un cordón para impedir que aquellos hombres se
lanzaran en tropel a las lanchas. Los últimos barcos
zarparon en la madrugada del 1 de junio, cuando estaban a
punto de llegar las tropas de montaña alemanas. La Marina
Real consiguió evacuar a dieciocho mil hombres, incluida
casi toda la División de Nueva Zelanda. Atrás tuvieron que
quedarse nueve mil, que fueron capturados por el enemigo.
Resulta fácil imaginar su resentimiento y amargura.
Solo el primer día, las tropas aliadas habían acabado con la
vida de mil ochocientos cincuenta y seis paracaidistas
alemanes. En total, las fuerzas de Student sufrieron unas
seis mil bajas, perdieron ciento cuarenta y seis aviones, y
otros ciento sesenta y cinco resultaron gravemente
dañados. A finales del verano de aquel año, durante la
invasión de la Unión Soviética, la Wehrmacht lamentaría
amargamente no poder contar con esos aviones de
transporte Junker 52. El VIII Cuerpo Aéreo de Richthofen
perdió otros sesenta aparatos. La batalla de Creta supuso el
golpe más duro sufrido por la Wehrmacht desde el inicio
de la guerra.31 Pero, a pesar de la férrea resistencia de los
Aliados, la batalla acabó convirtiéndose en una derrota
innecesaria y sangrante. Curiosamente, ambos bandos
sacaron lecciones muy diferentes del resultado de la
operación aerotransportada. Hitler se prometió no volver a
recurrir nunca a un lanzamiento similar, mientras que los
Aliados se animaron a desarrollar sus propias formaciones
de paracaidistas, que no siempre obtuvieron buenos
resultados más tarde, en el transcurso de la guerra.
11
ÁFRICA Y EL ATLÁNTICO
(febrero-junio de 1941)

El desvío de las fuerzas de Wavell a Grecia en la primavera


de 1941 no pudo llegar en peor momento. Era otro
ejemplo de la típica manía británica de desplegar recursos
insuficientes en demasiadas direcciones distintas a la vez.
Los ingleses, y sobre todo Churchill, parecían incapaces
por su propio carácter de ponerse a la altura del ejército
alemán y su talento para definir despiadadamente cuáles
eran sus prioridades.
La oportunidad que tuvieron los británicos de ganar la
guerra en el Norte de África en 1941 se perdió tan pronto
como sus fuerzas fueron retiradas para ser trasladadas a
Grecia y en cuanto Rommel desembarcó en Trípoli con
algunos elementos destacados del Afrika Korps. La
elección de Rommel por parte de Hitler no fue muy bien
acogida por los oficiales de mayor rango del OKH. Ellos
habrían preferido con mucho al Generalmajor barón Hans
von Funck, a quien se había encomendado la misión de
informar sobre la situación en Libia. Pero Hitler detestaba
a Funck, sobre todo porque había sido íntimo amigo del
Generaloberst barón Werner von Fritsch, al cual había
destituido como jefe del ejército en 1938.1
El hecho de que Rommel no fuera aristócrata era muy
del agrado del Führer. Rommel hablaba con un marcado
acento suabo y era una especie de aventurero. Sus
superiores del ejército y muchos contemporáneos suyos lo
consideraban un hombre arrogante ansioso de publicidad.
También desconfiaban de su forma de explotar la
admiración que sentían por él Hitler y Goebbels para
saltarse a la torera la cadena de mando. El aislamiento de la
campaña de África, como no tardaría en comprobar el
propio Rommel, le ofrecía una ocasión perfecta para hacer
caso omiso a las órdenes del OKH. Además, Rommel no se
hizo demasiado popular al sostener que, en vez de invadir
Grecia, lo que debería haber hecho Alemania era trasladar
esas fuerzas al Norte de África con el fin de apoderarse de
Oriente Medio y su petróleo.
Tras cambiar varias veces de opinión sobre la
importancia de Libia y la necesidad de enviar tropas al
Norte de África, Hitler consideraba ahora que era
fundamental impedir la caída del régimen de Mussolini.
Temía además que los británicos entraran en contacto con
la zona francesa del Norte de África y que el ejército de
Vichy, influido por el general Maxime Weygand, se uniera
a los británicos. Incluso después de la desastrosa
expedición a Dakar en septiembre del año anterior, cuando
las fuerzas de la Francia Libre y una escuadra de la armada
británica fueron repelidas por las tropas leales a Vichy,
Hitler siguió sobrevalorando la influencia que tenía en ese
momento el general Charles de Gaulle.
Cuando Rommel desembarcó en Trípoli el 12 de
febrero de 1941, iba acompañado por el asistente militar
en jefe de Hitler, el coronel Rudolf Schmundt. Este último
vio aumentada notablemente su autoridad sobre los
oficiales italianos y alemanes de mayor rango. El día antes,
los dos hombres habían quedado sorprendidos cuando el
comandante del X Fliegerkorps en Sicilia les dijo que los
generales italianos le habían suplicado que no bombardeara
Bengasi, pues muchos de ellos tenían bienes allí. Rommel
pidió a Schmundt que telefoneara inmediatamente a Hitler.
Pocas horas después, los bombarderos alemanes habían
despegado con destino a Bengasi.2
Rommel fue informado de la situación en Tripolitania
por un oficial de enlace alemán. Los italianos en retirada
habían arrojado en su mayoría las armas y habían requisado
camiones para escapar. El general Italo Gariboldi, el
sucesor de Graziani, se negó a mantener una línea
adelantada que hiciera frente a los británicos, en aquellos
momentos en El Agheila. Rommel decidió coger el toro
por los cuernos. Fueron enviadas por delante dos divisiones
italianas, y el 15 de febrero ordenó que desembarcaran los
primeros destacamentos alemanes, una unidad de
reconocimiento y un batallón de cañones de asalto que
debía seguirlo. Los vehículos todoterreno Kübelwagen
fueron camuflados como tanques en un intento de asustar a
los británicos y convencerlos de que no debían seguir
adelante.
A finales de mes, la llegada de más unidades de la 5.ª
División Ligera animó a Rommel a lanzar las primeras
escaramuzas contra los británicos. Solo a finales de marzo,
cuando Rommel tenía ya veinticinco mil soldados
alemanes en suelo africano, se consideró listo para
emprender el avance. Durante las seis semanas siguientes,
recibiría el resto de la 5.ª División Ligera y también a la
15.ª División Panzer, pero el frente estaba a setecientos
kilómetros de Trípoli. Rommel se enfrentaba a un
problema logístico gigantesco, del cual intentó no hacer
caso. Cuando las cosas se pusieran feas, culparía
instintivamente a la envidia que reinaba en la Wehrmacht de
privarle de los pertrechos necesarios. De hecho, las
dificultades solían aparecer cuando los transportes eran
hundidos en el mar de Libia por la RAF y la Marina Real
británica.
Rommel tampoco supo darse cuenta de que los
preparativos para la Operación Barbarroja hacían que la
campaña del Norte de África fuera adquiriendo los tintes de
una acción de importancia secundaria. Surgieron nuevos
problemas debido a la dependencia de los italianos. Su
ejército adolecía tradicionalmente de escasez de medios de
transporte motorizados. Su combustible era de tan poca
calidad que a menudo resultaba inadecuado para los
motores alemanes, y las raciones de comida del ejército
italiano eran notoriamente malas. Consistían habitualmente
en latas de carne que llevaban el sello AM
(Amministrazione Militare). Los soldados italianos decían
que dichas iniciales significaban «Arabo Morte» («Muerte
Árabe»), mientras que sus colegas alemanes las apodaban
«Alter Mann» («Viejo») o «Arsch Mussolini» («Culo de
Mussolini»).3
Rommel tuvo suerte de que la Fuerza del Desierto
Occidental fuera en esos momentos tan débil. La 7.ª
División Acorazada había sido retirada a El Cairo para
recomponerse, siendo sustituida por la 2.ª División
Acorazada, muy reducida y mal preparada, mientras que la
9.ª División Australiana, recién llegada, había reemplazado
a la 6.ª División Australiana, que había sido enviada a
Grecia. No obstante, las peticiones de refuerzos cursadas
por Rommel para avanzar hacia Egipto fueron rechazadas.
Le dijeron que ese mismo invierno, en cuanto fuera
derrotada la Unión Soviética, le enviarían un cuerpo Panzer.
Hasta entonces no debía llevar a cabo ningún intento de
ofensiva a gran escala.
Rommel no tardó en ignorar sus órdenes. Para mayor
escándalo del general Gariboldi, empezó a hacer avanzar a
la 5.ª División Ligera por Cirenaica aprovechando la
debilidad de las fuerzas aliadas. Uno de los mayores
errores de Wavell fue sustituir a O'Connor por el inexperto
teniente general Philip Neame. Wavell además infravaloró
la determinación de Rommel de proseguir directamente
con el avance. La temperatura a mediodía en el desierto
había alcanzado ya los cincuenta grados centígrados. Los
soldados que llevaban cascos de acero sufrían dolores de
cabeza insoportables, debido en gran parte a la
deshidratación.
El 3 de abril, Rommel decidió obligar a salir a las
fuerzas enemigas de la bolsa de Cirenaica. Mientras los
italianos de la División Brescia eran enviados a conquistar
Bengasi, que Neame evacuó deprisa y corriendo, Rommel
ordenó a la 5.ª División Ligera que cortara la carretera de la
costa a pocos kilómetros de Tobruk. El desastre pilló
desprevenidas a las fuerzas aliadas, y la propia Tobruk
quedó aislada. La 2.ª División Acorazada, ya de por sí débil,
perdió todos sus tanques en el curso de la retirada debido a
las averías y a la falta de combustible. El 8 de abril su
comandante, el general Gambier Parry, y los miembros de
su cuartel general fueron hechos prisioneros en Mechili
junto con la mayor parte de la 3.ª Brigada Motorizada India.
Ese mismo día, el general Neame, acompañado del general
O'Connor que se había desplazado para asesorarle, fue
capturado cuando el conductor de su coche se equivocó de
carretera.
Los alemanes se alegraron muchísimo al ver la
cantidad de reservas que encontraron en Mechili. Rommel
seleccionó un par de gafas de conductor de tanque de
fabricación británica, que se puso encima de su gorra y que
constituirían en adelante una especie de marca personal.
Decidió tomar Tobruk, tras convencerse de que los
británicos estaban preparándose para abandonarla, pero no
tardaría en descubrir que la 9.ª División Australiana no
estaba dispuesta ni mucho menos a cesar los combates.
Tobruk recibió refuerzos por el mar, de modo que el
general de división Leslie Morshead, pudo contar en total
con cuatro brigadas, junto con algunas unidades de artillería
y cañones antitanque bastante potentes. Morshead, hombre
enérgico, al que sus hombres apodaban «Ming el
Despiadado», reforzó a toda prisa las defensas de Tobruk.
La 9.ª División Australiana, aunque inexperta e
indisciplinada hasta el punto de hacer enrojecer de cólera a
los oficiales británicos, demostró ser una colección de
combatientes formidables.
La noche del 13 de abril Rommel inició el ataque
principal sobre Tobruk. No tenía ni la menor idea de lo bien
defendida que estaba la plaza. A pesar de ver repelido el
asalto y de sufrir fuertes pérdidas, lo intentó una y otra vez
para desesperación de sus oficiales, que pronto empezaron
a verlo como un comandante brutal. Habría sido el
momento ideal para un contraataque de los Aliados, pero,
gracias a una astuta labor de engaño por parte del enemigo,
británicos y australianos estaban convencidos de que las
fuerzas de Rommel eran mucho más numerosas de lo que
eran en realidad.
Las peticiones de refuerzos y de un mayor apoyo
aéreo enviadas por Rommel exasperaron al general Halder
y al OKH, sobre todo porque no había hecho caso de sus
advertencias de que no actuara más allá de donde le
permitían sus recursos. Incluso en aquellos momentos,
Rommel envió a algunas de sus unidades, pese a
encontrarse exhaustas, a la frontera de Egipto, que Wavell
defendió con la 22.ª Brigada de la Guardia hasta que
llegaron otras unidades procedentes de El Cairo. Rommel
destituyó al Generalmajor Johannes Streich, al mando de
la 5.ª División Ligera, por mostrar demasiado celo en
salvar la vida de sus soldados. El Generalmajor Heinrich
Kirchheim, que lo sustituyó, se sintió igualmente
disgustado con el estilo de mando ejercido por Rommel. A
finales de mes escribió al general Halder en los siguientes
términos: «Se pasa todo el día yendo de un lado para otro
entre sus tropas, que están diseminadas de mala manera,
ordenando asaltos y dispersando sus soldados».4
Tras recibir unos informes tan contradictorios acerca
de lo que sucedía en el Norte de África, el general Halder
decidió enviar allí al Generalleutnant Friedrich Paulus,
que había prestado servicio en el mismo regimiento de
infantería que Rommel durante la Primera Guerra Mundial.
Halder pensaba que Paulus era «tal vez el único hombre con
influencia personal suficiente para atajar a este militar que
ha enloquecido de mala manera».5 Paulus, oficial del
estado mayor sumamente meticuloso, no podía ser más
distinto de Rommel, agresivo militar de campaña. El único
parecido que tenían estaba en que ambos eran de cuna
relativamente humilde. La tarea de Paulus consistía en
convencer a Rommel de que no podía contar con el envío
de grandes refuerzos y en descubrir qué era lo que
pretendía hacer.
La respuesta fue que Rommel se negó a retirar las
unidades avanzadas que tenía en la frontera de Egipto, y que
con la 15.ª División Panzer que acababa de llegar intentó
atacar de nuevo Tobruk. Esta segunda ofensiva tuvo lugar el
30 de abril y fue rechazada por segunda vez con numerosas
pérdidas por parte de los atacantes, sobre todo de tanques.
Las fuerzas de Rommel sufrían además una gran escasez de
munición. Apelando a la autoridad que le había otorgado el
OKH, el 2 de mayo Paulus dio a Rommel la orden escrita
de no reanudar los ataques a menos que viera que el
enemigo se retiraba. Cuando regresó, comunicó a Halder
que «la clave del problema en el Norte de África» no era
Tobruk, sino el reabastecimiento del Afrika Korps y el
carácter de Rommel. Este se negaba sencillamente a
reconocer el enorme problema que representaba
transportar a través del Mediterráneo los pertrechos que
necesitaba y descargarlos en Trípoli.6
Wavell estaba preocupado tras las pérdidas sufridas en
Grecia y en Cirenaica por la falta de tanques para hacer
frente a la 15.ª División Panzer. Churchill organizó la
Operación Tigre, esto es el transporte a primeros de mayo
de casi trescientos carros de combate Crusader y más de
cincuenta Hurricane en un convoy a través del
Mediterráneo. Como parte del X Fliegerkorps seguía en
Sicilia, la operación representaba un peligro muy serio,
pero gracias a la mala visibilidad reinante solo fue hundida
una nave de transporte durante la travesía.
Lleno de impaciencia, Churchill presionó a Wavell
para que lanzara la ofensiva contra la frontera antes incluso
de que llegaran los nuevos tanques. Pero aunque la
Operación Brevity, al mando del general de brigada
«Strafer» Gott no empezó hasta el 15 de mayo, provocó un
rápido contraataque de Rommel por los flancos. Las tropas
indias y británicas fueron obligadas a retroceder y los
alemanes acabaron reconquistando el Paso de Halfaya. Una
vez que llegaron los nuevos tanques Crusader, Churchill
exigió de nuevo entrar en acción, que en este caso
respondía a otra ofensiva cuyo nombre en clave era
Operación Battleaxe. El primer ministro no quería ni oír
hablar de que hacían falta trabajos de reparación en muchos
de los tanques descargados ni de que la 7.ª División
Blindada necesitaba tiempo para que los tripulantes se
familiarizaran con el nuevo equipamiento.
Una vez más Wavell se vio abrumado por las
exigencias contradictorias de Londres. A primeros de abril,
había tomado el poder en Irak una facción proalemana,
alentada por la debilidad de los británicos en Oriente
Medio. Los jefes de estado mayor de Londres
recomendaron la intervención de Gran Bretaña. Churchill
se mostró inmediatamente de acuerdo y desembarcaron en
Basora tropas procedentes de la India. Rashid Alí al-
Gailani, líder del nuevo gobierno iraquí, pidió ayuda a
Alemania, pero no recibió respuesta debido a la confusión
reinante en Berlín. El 2 de mayo, se desencadenaron los
combates cuando el ejército iraquí puso sitio a la base
aérea británica de Habbaniyah, cerca de Fallujah. Cuatro
días después, el OKW decidió enviar a Mosul y a Kirkuk,
en el norte de Irak, cazas Messerschmitt 110 y
bombarderos Heinkel 111 a través de Siria, pero pronto
quedaron fuera de servicio. Mientras tanto, avanzaban hacia
Bagdad las fuerzas del Imperio Británico procedentes de la
India y Jordania. El 31 de mayo, el gobierno de Gailani no
tuvo más remedio que aceptar las exigencias británicas de
seguir permitiendo el paso de tropas a través de territorio
iraquí.
Aunque la crisis de Irak no supuso merma alguna para
sus fuerzas, Wavell recibió de Churchill la orden de invadir
Líbano y Siria, donde las fuerzas de la Francia de Vichy
habían ayudado a los alemanes en el desafortunado
despliegue de la Luftwaffe con destino a Mosul y Kirkuk.
Churchill temía equivocadamente que los alemanes
utilizaran Siria como base para atacar Palestina y Egipto. El
almirante Darlan, vicepresidente del gobierno de Pétain y
ministro de defensa, pidió a los alemanes que desistieran
en su empeño de realizar operaciones provocativas en la
región, al tiempo que enviaba refuerzos franceses a su
colonia para ofrecer resistencia a los británicos. El 21 de
mayo, el día después de la invasión de Creta, aterrizó en
Grecia un grupo de cazas de la Francia de Vichy que iban
camino de Siria. «Cada día», anotó en su diario Richthofen,
«se vuelve más rara esta guerra... y a nosotros nos toca
proporcionarles suministros y hacerles fiestas».7
La Operación Exporter, la invasión del Líbano y la
Siria de la Francia de Vichy, en la que participaron tropas
de la Francia Libre, dio comienzo el 8 de junio con un
avance hacia el norte desde Palestina a través del río Litani.
El comandante de las fuerzas de Vichy, el general Henri
Dentz, solicitó ayuda de la Luftwaffe, así como refuerzos
de otros contingentes de su gobierno destacados en el
Norte de África y en la propia Francia. Los alemanes
decidieron que no podían ofrecer cobertura aérea, pero
permitieron a las fuerzas francesas provistas de cañones
antitanque que atravesaran en tren la zona ocupada de los
Balcanes hasta Tesalónica, para continuar luego el viaje en
barco hasta Siria. Pero la presencia naval de los británicos
era demasiado fuerte y Turquía, que no deseaba verse
envuelta en el conflicto, se negó a conceder el derecho de
tránsito. El ejército francés de Levante no tardó en
comprender que estaba condenado, pero siguió decidido a
ofrecer una fiera resistencia. Los combates continuaron
hasta el 12 de julio. Tras la firma de un armisticio en Acre,
Siria fue declarada territorio bajo el control de la Francia
Libre.

La falta de entusiasmo de Wavell por la campaña de Siria y


su pesimismo en lo tocante a las perspectivas de la
Operación Battleaxe lo situaron en trayectoria de choque
con el primer ministro. La impaciencia de Churchill y su
absoluta falta de apreciación de la realidad de los
problemas al organizar dos ofensivas al mismo tiempo,
pusieron a Wavell al borde de la desesperación. El primer
ministro, excesivamente confiado a raíz del éxito de la
entrega de los tanques de la Operación Tigre, hizo caso
omiso a las advertencias de Wavell acerca de la efectividad
de los cañones antitanque de los alemanes. Ellos eran, más
que los blindados germanos, los que estaban destruyendo la
mayor parte de sus vehículos acorazados. El ejército
británico fue imperdonablemente lento a la hora de
desarrollar un arma comparable al temido cañón alemán de
88 mm. Sus «tirachinas» de dos libras eran inútiles. Y el
conservadurismo del ejército inglés impidió la adopción
del cañón antiaéreo de 3,7 pulgadas como arma antitanque.
El 15 de junio dio comienzo la Operación Battleaxe,
de forma similar a como empezara la Operación Brevity.
Aunque los británicos volvieron a capturar el Paso de
Halfaya y cosecharon algunos otros éxitos locales, no
tardaron en verse obligados a retroceder en cuanto
Rommel sacó todos sus panzers del envolvimiento al que
había sometido a Tobruk. Después de tres días de duros
combates, los británicos fueron rebasados por los flancos
una vez más y de nuevo tuvieron que retirarse a la llanura de
la costa, evitando quedar rodeados. El Afrika Korps sufrió
mayor número de bajas, pero los británicos perdieron
noventa y un carros blindados, en su mayoría por fuego de
cañones antitanque, mientras que los alemanes solo
perdieron una docena. La RAF perdió también durante los
combates muchos más aviones que la Luftwaffe. Los
soldados alemanes, exagerando considerablemente,
afirmaron haber destruido doscientos tanques británicos y
haber ganado la «mayor batalla de blindados de todos los
tiempos».8
El 21 de junio, Churchill sustituyó a Wavell por el
general sir Claude Auchinleck, universalmente conocido
como «The Auk» («el Alca»). Wavell, por su parte, pasó a
ocupar el puesto de Auchinleck como comandante en jefe
de la India. Poco después Hitler ascendió a Rommel a la
categoría de General der Panzertruppen y, para disgusto y
desesperación de Halder, le aseguró que gozaría de mayor
independencia todavía.
La irritación de Churchill con Wavell y con el
descorazonamiento de los líderes del ejército británico
vino precipitada por dos imperativos. Uno respondía a la
necesidad de llevar a cabo acciones agresivas para
mantener alta la moral en el interior y para evitar que el
país cayera en una inercia ominosa. Y el otro al afán de
impresionar a los Estados Unidos y al presidente
Roosevelt. El primer ministro necesitaba ante todo
contrarrestar la impresión, justificada en parte, de que los
británicos estaban aguardando a que los Estados Unidos
entraran en la guerra y salvaran la situación para ellos.
Para mayor alivio de Churchill, Roosevelt había sido
reelegido presidente en noviembre de 1940. El primer
ministro británico se animó todavía más cuando se enteró
del análisis estratégico elaborado aquel mismo mes por el
jefe de operaciones de la marina estadounidense. El «Plan
Dog», como fue denominado, condujo a las conversaciones
de los estados mayores norteamericano y británico de
finales de enero de 1941. Estas entrevistas, que tuvieron
lugar en Washington bajo el nombre clave de ABC-1,
duraron hasta el mes de marzo. Formaron la base de la
estrategia aliada cuando los Estados Unidos entraron en la
guerra. En ellas se acordó la política de «Alemania
primero» como principio básico. Esta tesis aceptaba que,
aunque hubiera una guerra en el Pacífico contra Japón, los
Estados Unidos se centrarían primero en la derrota de la
Alemania nazi, pues sin una participación en toda regla de
las fuerzas norteamericanas en el teatro de operaciones de
Europa los británicos eran a todas luces incapaces de ganar
la guerra solos. Y si la perdían, los Estados Unidos y su
comercio mundial se verían en serio peligro.
Roosevelt había reconocido la amenaza que suponía la
Alemania nazi antes incluso de los Acuerdos de Munich de
1938. Previendo la importancia de la fuerza aérea en la
guerra que se avecinaba, inició rápidamente un programa de
fabricación de quince mil aviones al año con destino a la
Fuerza Aérea del Ejército de los Estados Unidos. El
asistente del jefe del Estado Mayor del Ejército
norteamericano, el general George C. Marshall, estuvo
presente en la discusión en la que se debatió este asunto.
Aun mostrándose de acuerdo con el plan, recriminó al
presidente haber pasado por alto la necesidad de aumentar
el número ridículamente pequeño de sus fuerzas terrestres.
Con poco más de doscientos mil hombres, el ejército de
los Estados Unidos disponía solo de nueve divisiones con
pocos efectivos, apenas un diez por ciento del orden de
batalla del que disponía el ejército alemán. Roosevelt
quedó impresionado. Menos de un año después, apoyó el
nombramiento de Marshall como jefe del Estado Mayor,
que tuvo lugar el mismo día que Alemania invadió Polonia.9
Marshall era un hombre formalista de gran integridad
y un organizador extraordinario. Bajo su dirección, los
efectivos del ejército americano crecerían de los
doscientos mil a los ocho millones de hombres en el curso
de la guerra. Siempre dijo a Roosevelt exactamente lo que
pensaba y permaneció inmune a los encantos del
presidente. Su principal problema era que a menudo
Roosevelt no lo mantenía informado de las cuestiones que
estudiaba con otros y de las decisiones que tomaba con
ellos, especialmente con Winston Churchill.
Para Churchill, la relación con Roosevelt era con
diferencia el elemento más importante de la política
exterior británica. Dedicó dosis enormes de energía,
imaginación y a veces de la adulación más descarada para
ganarse la voluntad del presidente norteamericano y
conseguir lo que su país, prácticamente en la bancarrota,
necesitaba para sobrevivir. En una carta muy larga y
detallada de fecha 8 de diciembre de 1940, Churchill
solicitaba «un acto decisivo de no beligerancia
constructiva» para prolongar la resistencia británica. Ello
debía comportar el uso de los buques de guerra de la
marina estadounidense para defenderse de la amenaza de
los submarinos alemanes y de buques mercantes con una
capacidad equivalente a los tres millones de toneladas para
mantener la línea transatlántica de salvamento tras las
terribles pérdidas sufridas hasta ese momento (más de dos
millones de toneladas brutas). Solicitaba también el envío
de dos mil aviones al mes. «Y por último abordaré la
cuestión financiera», decía Churchill. Los créditos en
dólares de Gran Bretaña no tardarían en agotarse; de hecho
los encargos ya colocados o en negociación «superan
varias veces el total de los recursos en divisas de los que
aún dispone Gran Bretaña». No se había escrito nunca una
carta de súplica tan importante y solemne. Y fue redactada
casi exactamente un año antes de que los Estados Unidos
se vieran inmersos en la guerra.10
Roosevelt recibió la carta en el Caribe a bordo del
buque Tuscaloosa de la Marina de los Estados Unidos.
Reflexionó sobre su contenido y al día siguiente de su
regreso convocó una conferencia de prensa. El 17 de
diciembre, pronunció su famosa parábola, excesivamente
simplista, del hombre cuya casa está en llamas y pide a su
vecino que le preste su manguera. Era la forma en que
Roosevelt pretendía preparar a la opinión pública antes de
presentar en el Congreso la ley de Préstamo y Arriendo
(Lend-Lease). En la Cámara de los Comunes, Churchill la
recibió diciendo que era «el acto más desinteresado de la
historia de cualquier país».11 Pero en privado el gobierno
británico quedó sobrecogido por las duras condiciones que
llevaba aparejadas la Ley de Préstamo y Arriendo. Los
americanos exigían una auditoría de todos los activos que
poseía Gran Bretaña, e insistían en que no se daría ningún
subsidio hasta que no se hubieran utilizado y agotado todas
las reservas en oro y en divisas extranjeras. Se envió a
Ciudad del Cabo un buque de guerra estadounidense para
recoger el último cargamento de oro inglés almacenado
allí. Las empresas de propiedad británica existentes en los
Estados Unidos, y más concretamente Courtaulds, Shell y
Lever, tuvieron que ser vendidas a precio de ganga, y luego
vendidas de nuevo con la obtención de pingües beneficios.
Churchill atribuyó generosamente todas estas acciones a la
necesidad que tenía Roosevelt de acallar las críticas
antibritánicas lanzadas contra la Ley de Préstamo y
Arriendo, muchas de las cuales insistían en que ingleses y
franceses no habían pagado aún las deudas contraídas en la
Primera Guerra Mundial. Los británicos en general
infravaloraban la antipatía que sentían por ellos muchos
americanos, que los consideraban imperialistas, snobs y
expertos en el arte de hacer que otros combatieran en sus
guerras en vez de combatir ellos.
Pero Gran Bretaña se hallaba con el agua al cuello y
no estaba en condiciones de protestar. El resentimiento por
los términos del acuerdo duraría hasta los años de
posguerra, aunque solo fuera porque los pagos británicos
en metálico de cuatro mil millones y medio de dólares en
concepto de pedidos de armas en 1940 fueron los que
sacaron a los Estados Unidos de la depresión y
posibilitaron el boom económico que experimentaron
durante la guerra.12 A diferencia de los materiales de
primera calidad que llegarían después, los equipamientos
comprados en los momentos de desesperación de 1940 no
causaron muy buena impresión, y no supusieron un gran
cambio respecto a la situación anterior. Los cincuenta
destructores de la Primera Guerra Mundial suministrados a
cambio de las islas Vírgenes en septiembre de 1940
requirieron una cantidad enorme de trabajo para conseguir
que fueran navegables.
El 30 de diciembre, Roosevelt realizó una alocución
radiofónica al pueblo norteamericano en una «charla al
amor de la lumbre» en la que defendió el acuerdo.
«Debemos ser el gran arsenal de la Democracia», dijo. Y
así sería. La noche del 8 de marzo de 1941 fue aprobada en
el Senado la Ley de Préstamo y Arriendo. La nueva política
de firmeza de Roosevelt incluía la declaración de una zona
de seguridad panamericana en el Atlántico occidental, el
establecimiento de bases en Groenlandia y un plan para
sustituir a las tropas británicas en Islandia, hecho que
finalmente se produjo a comienzos del mes de julio. Los
buques de guerra británicos, empezando por el portaaviones
Illustrious, que a la sazón se hallaba averiado, podían ahora
ser reparados en puertos estadounidenses, y los pilotos de
la RAF empezaron a recibir instrucción en bases de la
Fuerza Aérea del ejército americano. Una de las novedades
más importantes fue que la marina norteamericana empezó
a realizar labores de escolta de los convoyes británicos
hasta Islandia.
El ministerio de asuntos exteriores alemán reaccionó
ante estos acontecimientos expresando sus esperanzas de
que Gran Bretaña fuera derrotada antes de que el
armamento norteamericano empezara a desempeñar un
papel significativo, situación que calculaba que se
produciría en 1942. Pero Hitler estaba demasiado
preocupado con la Operación Barbarroja para prestar
demasiada atención a esos detalles. Su principal motivo de
desazón en aquellos momentos era no provocar a los
americanos a entrar en la guerra antes de acabar con la
Unión Soviética. El Führer rechazó la solicitud del
Grossadmiral Raeder de que sus submarinos pudieran
operar en el Atlántico occidental hasta una zona situada a
tres millas de las aguas costeras norteamericanas.13

Churchill declaró más tarde que la amenaza de los


submarinos fue lo único que realmente llegó a asustarlo
durante la guerra. En un momento dado, consideró incluso
la posibilidad de volverse a apropiar los puertos del sur de
Irlanda, que era un país neutral, incluso por la fuerza, si
hubiera sido necesario. La Marina Real tenía una gran
escasez de barcos de escolta para los convoyes. Había
sufrido graves pérdidas durante la malhadada intervención
en Noruega, y además era preciso preservar los
destructores y mantenerlos listos para una eventual
invasión alemana. Durante el «follón de la costa este»,
cuando los submarinos alemanes atacaron la navegación
costera del mar del Norte, el capitán Ernst Kals, a bordo
del U-173, recibió la Cruz de Caballero por hundir nueve
barcos en dos semanas.
Desde el otoño de 1940, la flota de submarinos
alemanes había empezado por fin a infligir graves daños a
los buques aliados. Sus bases estaban en la costa adámica
de Francia y el problema del detonador de los torpedos,
que había dado al traste con las operaciones de los U-Boote
al comienzo de la guerra, por fin había sido resuelto. En el
mes de septiembre, los submarinos hundieron en una sola
semana veintisiete buques británicos, por un monto
equivalente a más de ciento sesenta mil toneladas. Estas
pérdidas resultan tanto más sorprendentes si se tiene en
cuenta el reducido número de submarinos que los alemanes
tenían en el mar. En febrero de 1941 el Grossadmiral
Raeder todavía no tenía operativos más que veintidós U-
Boote capaces de cruzar el océano. A pesar de sus
incesantes peticiones a Hitler, el programa de fabricación
de submarinos se convirtió en una prioridad secundaria
debido a la urgencia de los preparativos para la invasión de
la Unión Soviética.14 La armada alemana había puesto
inicialmente muchas de sus esperanzas en los acorazados
de bolsillo y en los buques mercantes armados. Aunque el
Graf Spee tuvo que ser echado a pique frente a las costas
de Montevideo, para júbilo de los británicos, el acorazado
de bolsillo Admiral Scheer cosechó todavía más éxitos en
el curso de sus operaciones. Durante un viaje que duró
ciento sesenta y un días a través del océano Atlántico y el
índico, esta nave fue responsable del hundimiento de más
de diecisiete embarcaciones. Pronto quedó patente, sin
embargo, que los submarinos eran mucho más eficaces en
proporción a su coste que los acorazados de bolsillo y
otros barcos corsarios de superficie, que hundían solo
naves de cincuenta y siete mil toneladas. Otto Kretschmer,
el capitán de U-Boot que más éxitos cosechó, hundió
treinta y siete navíos, equivalentes en total al doble del
tonelaje hundido por el Admiral Scheer. 15 Las fuerzas de
buques escolta de la Real Marina Británica empezaron a
incrementarse solo una vez que fueron reparados los
cincuenta destructores americanos viejos y cuando
empezaron a botarse corbetas nuevas en los astilleros
británicos.
El almirante Karl Dönitz, jefe del mando de
submarinos de la Kriegsmarine, veía su misión como una
«guerra de tonelajes»: sus U-Boote debían darse más prisa
en hundir barcos que la que pudieran darse los británicos en
construirlos. A mediados de octubre de 1940, Dönitz
desarrolló una táctica «en manada» (Rudeltaktik),
consistente en agrupar hasta una docena de submarinos en
cuanto era avistado un convoy, para empezar a hundir las
naves durante la noche. El resplandor de una embarcación
ardiendo iluminaba a las otras o recortaba su silueta en la
oscuridad. El primer ataque en manada fue lanzado contra
el Convoy SC-7 y supuso el hundimiento de diecisiete
barcos. Inmediatamente después, Günther Prien, el
comandante de submarinos que había hundido el Royal
Oak, de la Marina de Su Majestad, en Scapa Flow,
capitaneó un ataque en manada contra el Convoy HX-79,
procedente de Halifax. Con solo cuatro submarinos hundió
doce barcos de los cuarenta y nueve que componían la
expedición. En febrero de 1941, las pérdidas de los
Aliados volvieron a incrementarse. Solo en el mes de
marzo los barcos de escolta de la Marina Real lograron
vengarse hasta cierto punto hundiendo tres U-Boote, entre
ellos el U-47, capitaneado por Prien, y capturando el U-99
y a su capitán, Otto Kretschmer.
La introducción del submarino de gran alcance tipo IX
no tardó en aumentar de nuevo las pérdidas hasta el verano,
cuando las interceptaciones Ultra lograron marcar la
diferencia y llegó la ayuda de la marina estadounidense que
a partir del mes de septiembre escoltaría a los barcos que
atravesaban el Atlántico occidental. En esta época la labor
de interceptación de señales de Bletchley Park no solía dar
lugar directamente al hundimiento de los submarinos, pero
ayudaba en gran medida a los encargados de planificar los
convoyes proporcionándoles «rutas evasivas», lo que
comportaba apartarlos de las zonas donde se concentraban
las «manadas». Proporcionó también al Servicio de
Inteligencia Naval y al Mando Costero de la RAF una idea
más clara de los procesos operativos y de reabastecimiento
de la Kriegsmarine.
La batalla del Atlántico supuso una vida de monotonía
marítima frente a un trasfondo constante de temor. Los
más valientes entre los valientes fueron los tripulantes de
los petroleros, que sabían que navegaban a bordo de
bombas incendiarias gigantes. Ninguno de ellos, desde el
capitán hasta el más humilde marinero de cubierta, podía
dejar de preguntarse si estaban siendo acechados por los
submarinos y si iban a ser arrojados de su litera por la onda
expansiva producida como consecuencia de la explosión de
un torpedo. Solo los temporales y el mar embravecido
parecían reducir el peligro.
Llevaban una vida constantemente expuesta a la
humedad y al frío, cubiertos con abrigos y gorros de lona
encerada, y con pocas oportunidades de ponerse ropa seca.
A los vigías les dolían los ojos de tanto escrutar
desesperadamente el mar plomizo en busca de un
periscopio. Solo disfrutaban de descanso y de un poco de
comodidad cuando podían tomar una taza de chocolate
caliente y un bocadillo de carne enlatada. En los barcos de
escolta, en su mayoría destructores y corbetas, el
movimiento de las pantallas de radar, junto con el sonido
metálico del Asdic y los ecos del sonar, producía una
fascinación hipnótica y terrible. La tensión psicológica era
mayor incluso entre los marinos de la flota mercante
debido a que no podían responder al fuego si eran atacados.
Todos sabían que si el convoy era atacado por una manada y
se veían obligados a saltar al agua llena de petróleo después
de haber sido torpedeados, sus oportunidades de ser
rescatados eran mínimas. Si un barco se paraba a recoger a
los supervivientes se convertía en blanco fácil de cualquier
submarino. El alivio que suponía llegar al Mersey o al
Clyde en el viaje de vuelta transformaba por completo el
ambiente reinante a bordo de las embarcaciones.
Los tripulantes de los U-Boote alemanes llevaban una
vida todavía más incómoda. Los mamparos chorreaban de
vaho y el aire era pestilente debido al hedor producido por
la ropa húmeda y los cuerpos sin lavar. Pero en general la
moral reinante era alta en aquellos momentos de la guerra,
en los que ellos no cesaban de cosechar tantos éxitos y las
contramedidas británicas todavía estaban en fase de
desarrollo. La mayor parte del tiempo lo pasaban en la
superficie, lo cual servía para aumentar la velocidad y
ahorrar combustible. El mayor peligro lo representaban los
hidroaviones. En cuanto era avistado uno de estos aparatos,
sonaba la señal de alarma y el submarino ejecutaba una
inmersión inmediata, maniobra que tenían muy bien
aprendida. Pero hasta que no se instalaron radares en los
aviones, las oportunidades que había de localizar un
submarino siguieron siendo bastante remotas.
En abril de 1941, las pérdidas de los Aliados en
embarcaciones llegaron a las seiscientas ochenta y ocho
mil toneladas, pero estaban produciéndose algunas
novedades alentadoras. La cobertura aérea de los convoyes
se amplió, aunque seguía abierto el «hueco de
Groenlandia», la gran zona central del Atlántico Norte que
quedaba fuera del alcance de la Real Fuerza Aérea
Canadiense por un lado y del Mando Costero de la RAF por
otro. Frente a las costas de Noruega fue capturado un
arrastrero armado alemán, que llevaba a bordo dos
máquinas de codificación Enigma con los ajustes del mes
anterior. Y el 9 de mayo, el Bulldog, de la Marina de Su
Majestad, logró hacer salir por la fuerza a la superficie al
U-110, Un pelotón de abordaje armado se apoderó de sus
libros de códigos y de la máquina Enigma antes de que
pudieran ser destruidos. Otras embarcaciones capturadas,
entre ellas una estación meteorológica y un transporte,
también proporcionaron valiosas presas. Pero cuando los
convoyes aliados empezaron a escapar de las trampas
tendidas por los submarinos, y más tarde, cuando tres U-
Boote fueron víctimas de una emboscada frente a las costas
de Cabo Verde, Dönitz comenzó a sospechar que
probablemente sus códigos habían sido descifrados. La
seguridad de Enigma fue reforzada.
Aquel año en general había sido bastante duro para la
Marina Real. El 23 de mayo, al tiempo que aumentaban las
pérdidas en el Mediterráneo durante la batalla de Creta,
estalló el gran crucero de batalla Hood al ser alcanzado por
una sola bomba procedente del Bismarck en el Estrecho de
Dinamarca, entre Groenlandia e Islandia. El almirante
Günther Lütjens había navegado desde el mar Báltico a
bordo del Bismarck acompañado del crucero pesado Prinz
Eugen. La conmoción en Londres fue enorme. Y también
fue enorme el deseo de venganza. Más de cien navíos
participaron en la caza del Bismarck, entre ellos los
acorazados King George V y Rodney, y el portaaviones
Ark Royal.
El crucero Suffolk, que iba tras el barco alemán, le
perdió la pista, pero el 26 de mayo, cuando en la escuadra
de acorazados británicos empezaba a escasear el
combustible, un hidroavión Catalina avistó al Bismarck. Al
día siguiente, a pesar del mal tiempo, despegaron del Ark
Royal varios torpederos Swordfish. Dos torpedos
inutilizaron los timones del Bismarck, que se dirigía a la
seguridad del puerto de Brest. Lo único que podía hacer el
gran buque de guerra alemán era dar vueltas y más vueltas
en círculo. Esto permitió al King George V y al Rodney
acercarse para asestarle el golpe de gracia con andanadas
masivas disparadas con su principal armamento. El
almirante Lütjens envió un último mensaje: «Navío incapaz
de maniobrar. Lucharemos hasta la última bala. ¡Viva el
Führer!» Acudió también el crucero Dorsetshire, de la
Marina de Su Majestad, para acabar con él a golpes de
torpedo. Lütjens, que ordenó echar a pique el barco, murió
junto con sus dos mil doscientos hombres. Solo se
rescataron de las aguas ciento diez tripulantes.
12
BARBARROJA
(abril-septiembre de 1941)

En la primavera de 1941, mientras la invasión de


Yugoslavia por Hitler se veía rápidamente coronada por el
éxito, Stalin se decidía por seguir una política de cautela.
El 13 de abril, la Unión Soviética firmó con Japón un
«pacto de neutralidad» de un año, reconociendo a su
régimen títere de Manchukuo. Aquello era la culminación
de lo que Chiang Kai-shek había venido temiendo desde la
firma del Tratado Molotov-Ribbentrop. En 1940 el líder
nacionalista chino había intentado jugar un doble juego
ofreciendo proposiciones de paz a los japoneses. Esperaba
obligar de ese modo a la Unión Soviética a aumentar sus
niveles de apoyo —que últimamente habían disminuido
mucho— y sabotear de paso su acercamiento a Tokio. Pero
Chiang sabía también que un verdadero pacto con los
japoneses habría supuesto poner en manos de Mao y los
comunistas el liderazgo de las masas de China, pues el
acuerdo sería visto como un acto terrible de cobardía y de
traición.
Cuando Japón firmó el Pacto Tripartito en septiembre
de 1940, Chiang Kai-shek, al igual que Stalin, se dio cuenta
de que aumentaban las posibilidades de que los japoneses
se enfrentaran a los americanos y se sintió sumamente
aliviado ante semejante perspectiva.1 La supervivencia de
China estaba ahora en manos de los Estados Unidos, aunque
Chiang sospechaba que la Unión Soviética acabaría
formando parte también de una alianza antifascista. Preveía
que el mundo estaba a punto de polarizarse de una forma
más coherente. La partida de ajedrez tridimensional iba a
acabar siendo bidimensional.
Tanto el régimen soviético como el japonés, que se
detestaban mutuamente, querían asegurarse su puerta
trasera. En abril de 1941, tras firmar el pacto de neutralidad
soviético-nipón, Stalin se presentó personalmente en la
estación de ferrocarril de Yaroslavsky, en Moscú, para
despedir al ministro de asuntos exteriores japonés,
Matsuoko Yösuke, que seguía borracho después de
disfrutar de la generosa hospitalidad del líder soviético.2
Entre la multitud que se agolpaba en el andén, Stalin divisó
de repente al coronel Hans Krebs, el agregado militar
alemán (que sería el último jefe del estado mayor en
1945). Para mayor asombro del oficial germánico, Stalin le
dio una palmada en la espalda y dijo: «Debemos seguir
siendo amigos siempre, pase lo que pase». Su aspecto
crispado y enfermizo desmentía la afabilidad del dictador.
«Estoy convencido de ello», replicó Krebs, recuperándose
enseguida de su desconcierto. Evidentemente le costaba
trabajo creer que Stalin no se hubiera imaginado todavía
que Alemania se disponía a lanzar la invasión.3
Hitler estaba sumamente seguro de sí mismo. Había
decidido no hacer caso de las viejas advertencias de
Bismarck en contra de la invasión de Rusia y reconocía al
mismo tiempo los peligros que podía acarrear una guerra
en dos frentes. Justificaba su inveterada ambición de
aplastar el «bolchevismo judío» como la forma más segura
de obligar a Gran Bretaña a transigir. Una vez derrotada la
Unión Soviética, Japón estaría en condiciones de desviar la
atención de los Estados Unidos hacia el Pacífico y de
obligar a los americanos a apartar los ojos de Europa. Pero
el objetivo primordial de las autoridades nazis era
asegurarse el petróleo y los productos alimenticios de la
Unión Soviética, que a su juicio habrían de hacer invencible
a Alemania. Con el «Plan Hambre» (Hungerplan), ideado
por el Staatssekretär Herbert Backe, se suponía que la
incautación de la producción alimenticia soviética por
parte de la Wehrmacht daría lugar a la muerte de treinta
millones de personas, sobre todo en las ciudades.
Hitler, Göring y Himmler habían acogido con
entusiasmo el plan radical de Backe. Daba la impresión de
que podía ser una solución espectacular al problema cada
vez más acuciante del abastecimiento de comida y un arma
importantísima en su guerra ideológica contra el eslavismo
y el «bolchevismo judío». La Wehrmacht le dio también su
aprobación. La posibilidad de alimentar a sus tres millones
de hombres y a sus seiscientos mil caballos con los
recursos de la zona aliviaría muchísimo las dificultades de
abastecimiento a lo largo de unas distancias enormes con
un transporte ferroviario insuficiente. Es evidente que,
según esas mismas directrices, debía dejarse
sistemáticamente morir de hambre a los prisioneros de
guerra soviéticos. Así, pues, antes incluso de que se
dispararan los primeros tiros, la Wehrmacht se convirtió en
cómplice activo de una guerra genocida de aniquilación.4
El 4 de mayo, flanqueado por su lugarteniente Rudolf
Hess y por el Reichsmarschall Göring, Hitler pronunció un
discurso en el Reichstag. Afirmó que el estado nacional
socialista «durará mil años». Seis noches más tarde, Hess
despegó de Berlín en un Messerschmitt 110 sin avisar a
nadie. Voló a Escocia a la luz de la luna y se lanzó en
paracaídas, pero se rompió el tobillo al caer al suelo. Los
astrólogos lo habían convencido de que podría concluir un
tratado de paz con Gran Bretaña. Aunque estuviera
ligeramente perturbado, Hess sospechaba a todas luces, lo
mismo que Ribbentrop, que la invasión de la Unión
Soviética podía resultar desastrosa. Pero la misión de paz
que se había autoencomendado estaba condenada a
convertirse en un fracaso ignominioso.
Su llegada coincidió con una de las incursiones aéreas
más duras de la Blitzkrieg, Aquella noche la Luftwaffe,
aprovechando también la «luna del bombardero», atacó Hull
y Londres, causando daños en la Abadía de Westminster, la
Cámara de los Comunes, el Museo Británico, numerosos
hospitales, la City, la Torre de Londres y los muelles. Las
bombas provocaron dos mil doscientos grandes incendios.
Los ataques hicieron ascender el número total de bajas
civiles a los cuarenta mil muertos y los cuarenta y seis mil
heridos graves.
La extraña misión de Hess causó no poco disgusto en
Londres, consternación en Alemania y profunda
desconfianza en Moscú. El gobierno británico, sin
embargo, no supo manejar el asunto. Habría debido
anunciar directamente que Hitler había intentado presentar
una propuesta de paz, y que esta había sido rechazada sin
más. Lo cierto es que Stalin estaba convencido de que el
aparato de Hess había contado con la ayuda del Servicio
Secreto de Inteligencia británico. Hacía tiempo que venía
sospechando que Churchill pretendía soliviantar a Hitler
para que atacara la Unión Soviética. Ahora se preguntaba si
el primer ministro inglés, el antibolchevique por
antonomasia, no estaría conspirando con Alemania. Stalin
ya había desoído todas las advertencias procedentes de
Gran Bretaña acerca de los preparativos de los alemanes
para invadir la Unión Soviética calificándolas de
anglyiskaya provokatsiya, Incluso las informaciones
detalladas de sus propios servicios de inteligencia fueron
rechazadas airadamente, a menudo con el pretexto de que
los agentes destacados en el extranjero habían sido
corrompidos por las influencias foráneas.
Stalin siguió aceptando las seguridades de Hitler,
ofrecidas en una carta escrita a primeros de año, en el
sentido de que las tropas alemanas estaban siendo
trasladadas al este únicamente con el fin de ponerlas fuera
del alcance de los bombardeos británicos. El teniente
general Filipp Ivanovich Golikov, director del
departamento de inteligencia militar, el GRU, hombre
carente por completo de experiencia, estaba también
convencido de que Hitler no atacaría la Unión Soviética
hasta haber conquistado Gran Bretaña. Golikov se negó a
facilitar a Zhukov, jefe del estado mayor, y a Timoshenko,
que había reemplazado a Voroshilov en el cargo de
comisario de defensa, cualquiera de los informes de
inteligencia de su departamento acerca de las intenciones
de los alemanes. No obstante, los soviéticos eran
conscientes de la concentración de fuerzas de la
Wehrmacht y habían elaborado un plan de contingencias en
un documento de fecha 15 de mayo, en el que se analizaba
la posibilidad de llevar a cabo un ataque preventivo para
frustrar los preparativos alemanes. Además, Stalin había
accedido a una concentración de fuerzas como medida de
precaución, con el llamamiento a filas de ochocientos mil
reservistas y el despliegue de casi treinta divisiones a lo
largo de la frontera occidental del país.
Algunos historiadores revisionistas han intentado dar a
entender que todo respondía a un verdadero plan de atacar
Alemania, con el afán en cierto modo de justificar la
consiguiente invasión de Hitler. Pero lo cierto es que el
Ejército Rojo no estaba en el verano de 1941 en
condiciones de lanzar una ofensiva en serio, y en cualquier
caso la decisión de Hitler de invadir la URSS había sido
tomada bastante antes. Por otro lado, no cabe excluir la
posibilidad de que Stalin, alarmado por la rapidez con la
que había sido derrotada Francia, estuviera considerando la
posibilidad de llevar a cabo un ataque preventivo en el
invierno de 1941 o más probablemente en 1942, cuando el
Ejército Rojo estuviera mejor adiestrado y equipado.5
Cada vez llegaban más informes que confirmaban el
peligro de la invasión alemana. Stalin rechazó los
comunicados de Richard Sorge, su agente más eficaz,
desde la embajada alemana en Tokio. En Berlín, el agregado
militar soviético había descubierto que estaban siendo
desplegadas ciento cuarenta divisiones alemanas a lo largo
de la frontera de la URSS. La embajada soviética en Berlín
había conseguido incluso las pruebas de un diccionario
ruso de bolsillo que debía ser repartido entre los soldados
alemanes de modo que supieran decir «¡Manos arriba!»,
«¿Eres comunista?», «¡Voy a disparar!», o «¿Dónde está el
director de la granja colectiva?»
La advertencia más sorprendente llegó del embajador
alemán en Moscú, el conde Friedrich von der Schulenburg,
hombre de convicciones antinazis que sería ejecutado
posteriormente por su participación en la conjura del 20 de
julio de 1944 para asesinar a Hitler. Cuando comunicaron a
Stalin el aviso de von Schulenburg, el líder soviético
estalló en un arrebato de desconfianza: «¡La
desinformación ha llegado ya a nivel de los embajadores!»,
exclamó.6 No queriendo reconocer de ninguna manera la
situación, Stalin se convenció a sí mismo de que lo único
que pretendían los alemanes era presionarlo para que
hiciera más concesiones en la firma de un nuevo pacto.
Irónicamente, la sinceridad de von Schulenburg fue la
única excepción en el hábil juego de engaños desarrollado
por la diplomacia alemana. Incluso Ribbentrop, por el que
tanto desprecio sentía Stalin, jugó astutamente para
incrementar las sospechas que el dictador soviético
abrigaba sobre Churchill, de modo que las advertencias
británicas acerca de la Operación Barbarroja produjeran en
él la reacción contraria. También habían llegado a oídos de
Stalin los planes que tenían los Aliados de bombardear los
campos de petróleo de Bakú durante la guerra con
Finlandia. Y la ocupación de Besarabia por los soviéticos
en junio de 1940, que el rey Carol, persuadido por
Ribbentrop, había aceptado como un hecho consumado,
había acabado por echar a Rumania directamente en los
cínicos brazos de Hitler.
La política de apaciguamiento de Hitler seguida por
Stalin había continuado con un incremento sustancial de los
suministros con destino a Alemania de grano, combustible,
algodón, metales y caucho comprado en el Sudeste
Asiático, saltándose el bloqueo impuesto por Gran Bretaña.
Mientras estuvo en vigencia el Pacto Molotov-Ribbentrop,
la Unión Soviética llegó a proporcionar al Reich veintiséis
mil toneladas de cromo, ciento cuarenta mil toneladas de
manganeso y más de dos millones de toneladas de petróleo.
A pesar de recibir más de ochenta avisos claros de la
invasión —de hecho probablemente más de cien—, parece
que a Stalin le preocupaba más «el problema de la
seguridad a lo largo de nuestra frontera noroccidental», es
decir con las Repúblicas Bálticas. La noche del 14 de
junio, una semana antes de la invasión alemana, sesenta mil
estonios, treinta y cuatro mil letones, y treinta y ocho mil
lituanos fueron metidos a la fuerza en camiones de ganado
para su deportación a campos de concentración en puntos
alejados del interior de la URSS. Stalin siguió sin dejarse
convencer, cuando, durante la semana inmediatamente
anterior a la invasión, los barcos alemanes abandonaron
precipitadamente los puertos de la Unión Soviética y el
personal de la embajada en Moscú fue evacuado.7 «Esta es
una guerra de exterminio», había dicho Hitler a sus
generales el 30 de marzo. «Los mandos deben estar
dispuestos a sacrificar sus escrúpulos personales».8 La
única preocupación de los oficiales de alto rango era el
efecto sobre la disciplina. Sus instintos más viscerales —
antieslavos, anticomunistas y antisemitas— estaban en
línea con la ideología nazi, aunque a muchos de ellos no les
gustaran ni el partido ni sus burócratas. El hambre, se les
dijo, iba a ser un arma bélica, y se calculaba que unos
treinta millones de ciudadanos soviéticos morirían por
falta de alimentación. De esa forma sería eliminada una
parte considerable de la población, dejando un número
suficiente de individuos para que hicieran de esclavos en un
«Jardín del Edén» colonizado por los alemanes. El sueño
de Lebensraum que acariciaba Hitler parecía por fin casi al
alcance de la mano.
El 6 de junio se publicó la famosa «Orden de los
Comisarios», en la que se rechazaba específicamente el
respeto del derecho internacional. Esta y otras directivas
por el estilo exigían el fusilamiento de los politruks o
comisarios políticos soviéticos, los poseedores de carnet
del partido comunista, los saboteadores y los varones
judíos, considerados todos partisanos.
Durante la noche del 20 de junio, el OKW difundió la
palabra clave «Dortmund». En el diario de guerra se dice:
«Por medio de ella se ordena definitivamente el comienzo
de los ataques el día 22 de junio. La orden debe
transmitirse a los distintos Grupos de Ejército».9 Hitler,
alterado ante la proximidad del gran momento, se dispuso a
trasladarse a su nuevo cuartel general cerca de Rastenburg,
cuyo nombre en clave era la Wolfsschanze, o Guarida del
Lobo. Seguía convencido de que el Ejército Rojo y todo el
sistema soviético iban a venirse abajo. «Solo tenemos que
pegar una patada a la puerta y todo el edificio podrido se
hundirá», había dicho a sus altos mandos.
En privado los oficiales más serios destacados en las
fronteras orientales abrigaban no pocas dudas. Algunos
habían releído el relato del general Armand de Caulaincourt
acerca de la marcha de Napoleón sobre Moscú y su terrible
retirada. Los oficiales y los soldados más viejos que habían
combatido en Rusia durante la Primera Guerra Mundial
también se sentían incómodos. Pero la triunfal serie de
conquistas de la Wehrmacht —en Polonia, Escandinavia,
los Países Bajos, Francia y los Balcanes— tranquilizó a la
mayoría de los alemanes convenciéndoles de que sus
tropas eran invencibles. Los oficiales decían a sus hombres
que estaban «ante la mayor ofensiva que había existido
nunca».10 Había por lo menos tres millones de soldados
alemanes, que no tardarían en contar con el apoyo de los
ejércitos de Finlandia, Rumania, Hungría y finalmente
Italia, en su cruzada contra el bolchevismo.
En los bosques de pinos y abedules que ocultaban los
aparcamientos de vehículos, en las tiendas de los cuarteles
generales y de los regimientos de transmisiones, así como
en las de las unidades de combate, los oficiales informaban
a sus hombres. Muchos aseguraban que solo tardarían tres
o cuatro semanas en aplastar al Ejército Rojo. «Esta
mañana, a primera hora», escribía un soldado de una
división de montaña, «hemos salido, gracias a Dios, contra
nuestro enemigo mortal, el bolchevismo. Realmente
menudo peso me he quitado de encima. Por fin se ha
acabado esta incertidumbre, y ya sabemos lo que hay. Soy
sumamente optimista... Y creo que si nos apoderamos de
todo este país hasta los Urales junto con sus materias
primas, Europa podrá alimentarse sola, y luego que la
guerra por mar dure lo que quiera».11 Un suboficial de
transmisiones de la División de la SS Das Reich se
mostraba todavía más seguro. «Tengo el convencimiento de
que para la destrucción total de Rusia no se necesitará más
tiempo que en Francia, así que todavía podrían cumplirse
mis cálculos de estar ya de permiso en agosto».12
Hacia la medianoche de aquel día de verano, se
pusieron en marcha las primeras unidades para ocupar sus
posiciones de ataque, al tiempo que los últimos trenes
cargados con productos soviéticos seguían pasando ante
ellos camino de Alemania. Las oscuras siluetas de los
carros de combate en formación emitían nubes de gas por
los tubos de escape cada vez que se encendían sus motores.
Los regimientos de artillería retiraron las redes de
camuflaje de sus cañones para arrastrarlos cerca de las
pilas escondidas de bombas y situarlos en sus posiciones
de disparo. En la margen izquierda del río Bug, fueron
arrastrados hasta el borde legamoso del agua pesadas
embarcaciones de asalto de goma, mientras los hombres
hablaban en voz baja por si sus palabras llegaban a través de
la corriente a oídos de los guardias fronterizos del NKVD.
Frente a la gran fortaleza de Brest-Litovsk se había
derramado arena sobre las carreteras para que las botas
militares no hicieran ruido. Era una mañana fría y clara, y
los prados estaban cubiertos de rocío. Los pensamientos de
los hombres se dirigieron instintivamente hacia sus
esposas e hijos, hacia sus novias y sus padres, todos
despiertos a aquella hora en Alemania y felizmente
ignorantes de la grandiosa empresa que los aguardaba.
Durante la noche del 21 de junio, Stalin, en el
Kremlin, iba poniéndose cada vez más nervioso. El
vicedirector del NKVD acababa de comunicarle que aquel
mismo día se habían producido no menos de «treinta y
nueve incursiones aéreas sobre la frontera estatal de la
URSS».13 Cuando le hablaron de cierto desertor alemán, un
ex comunista que había cruzado las líneas para avisar del
ataque, Stalin ordenó inmediatamente que lo fusilaran por
ser culpable de desinformación. A lo más que se avino ante
sus generales, cada vez más angustiados, fue a poner las
baterías antiaéreas que rodeaban Moscú en estado de alerta
y a dictar una orden para los mandos militares de las zonas
fronterizas avisándoles de que estuvieran preparados, pero
que no respondieran al fuego. Stalin se aferraba a la idea de
que cualquier ataque que se produjera no podía ser obra de
Hitler. Tenía que ser una provokatsiya de los generales
alemanes.
Stalin se fue a acostar a una hora inusualmente
temprana en su dacha de las afueras de Moscú. Zhukov
llamó por teléfono a las 04.45 e insistió en que lo
despertaran. Había habido noticias de que se habían
producido un bombardeo alemán sobre la base naval
soviética de Sebastopol y otros ataques. Stalin permaneció
en silencio largo tiempo, respirando pesadamente, y a
continuación dijo a Zhukov que las tropas no debían
responder utilizando la artillería. Se dispuso a convocar una
reunión del Politburó.
Cuando este se reunió en el Kremlin a las 05.45,
Stalin siguió negándose a creer que Hitler supiera nada del
ataque. Molotov recibió el encargo de convocar a
Schulenburg, quien le comunicó que Alemania y la Unión
Soviética se hallaban en estado de guerra. Después de las
advertencias que había hecho pocas semanas antes, el
embajador encontró muy extraño el asombro que produjo
su declaración. Molotov, abatido, regresó a la reunión para
contárselo todo a Stalin. Cuando acabó de hablar, se adueñó
de la sala un silencio opresivo.
En las primeras horas del 22 de junio, por toda la franja de
Europa del este, desde el Báltico hasta el mar Negro,
decenas de miles de oficiales alemanes empezaron a mirar
sus relojes, que llevaban sincronizados, a la luz de las
linternas. Justo a la hora debida, oyeron motores de aviones
a sus espaldas. Los soldados, que estaban impacientes,
levantaron la vista hacia el cielo nocturno y vieron cómo
las compactas escuadrillas de la Luftwaffe avanzaban sobre
sus cabezas, volando hacia la luz del amanecer que iba
encendiéndose por el este a lo largo del vasto horizonte.
A las 03.15 según el horario alemán (una hora más en
Moscú), empezó un fuerte bombardeo de la artillería. De
ese modo, el primer día de la guerra germano-soviética, la
Wehrmacht aplastó con toda facilidad la línea defensiva de
la frontera a lo largo de un frente de mil ochocientos
kilómetros de extensión. Los guardias fronterizos fueron
fusilados estando todavía en paños menores y sus familias
perecieron en sus barracones, víctimas de la acción de la
artillería. «En el curso de la mañana», señalaba el diario de
guerra del OKW, «se refuerza la impresión de que la
sorpresa ha funcionado en todos los sectores». Los
cuarteles generales fueron informando uno tras otro de que
los puentes de su correspondiente sector habían sido
tomados intactos. En cuestión de horas, las principales
formaciones blindadas fueron apoderándose de los
depósitos de suministros soviéticos.14
El Ejército Rojo había sido cogido casi
completamente desprevenido. Durante los meses previos a
la invasión, el líder soviético lo había obligado a avanzar
más allá de la línea Stalin dentro de las viejas fronteras y a
establecer una defensa adelantada a lo largo de la nueva
frontera Molotov-Ribbentrop. No se había hecho lo
suficiente para preparar las nuevas posiciones, a pesar de
los vigorosos intentos realizados por Zhukov. Menos de la
mitad de los puntos fuertes disponían de armamento pesado
de algún tipo. Los regimientos de artillería estaban sin sus
tractores, que habían sido enviados a ayudar a recoger la
cosecha. Y la aviación soviética se encontraba en tierra,
con los aviones dispuestos en fila, presentando un blanco
perfecto para los ataques preventivos lanzados por la
Luftwaffe contra sesenta y seis aeródromos. Se ha dicho
que el primer día de la ofensiva fueron destruidos mil
ochocientos cazas y bombarderos soviéticos, en su
mayoría en tierra. La Luftwaffe perdió solo treinta y cinco
aparatos.
Incluso después de las campañas relámpago de Hitler
contra Polonia y Francia, el plan de defensa de los
soviéticos daba por supuesto que dispondrían de entre diez
y quince días antes de que el grueso de las fuerzas entrara
en acción. La negativa de Stalin a reaccionar y la actitud
despiadada de la Wehrmacht no les dejaron tiempo alguno.
Parte de los comandos Brandenburgo del Regimiento 800
había logrado infiltrarse antes de que diera comienzo el
ataque y otros habían sido lanzados en paracaídas sobre
puentes seguros y habían cortado las líneas telefónicas. En
el sur, también habían sido enviados nacionalistas
ucranianos para sembrar el caos y alentar la sublevación
contra los dominadores soviéticos. Como consecuencia de
todo ello, los mandos soviéticos no supieron lo que estaba
pasando y se vieron incapaces de dar órdenes y de
comunicarse con sus superiores.
Desde la frontera de Prusia oriental, el Grupo de
Ejércitos Norte del Generalfeldmarschall Wilhelm von
Leeb invadió las Repúblicas Bálticas y se dirigió a
Leningrado. Su avance contó con la ayuda inestimable de
los comandos Brandenburgo, vestidos con los uniformes
marrones de los soviéticos, que tomaron el doble puente
ferrocarril/ carretera sobre el río Duina el 26 de junio. El
LVI Panzer Korps del Generalleutnant von Manstein,
avanzando a razón de casi ochenta kilómetros diarios,
estaría a medio camino de su objetivo en solo cinco días.
Aquella «carrera impetuosa», escribiría más tarde von
Manstein, «era la realización del sueño de cualquier
comandante de una unidad de tanques».15
Al norte de los pantanos del Pripet, el Grupo de
Ejércitos Centro, al mando del Generalfeldmarschall
Fedor von Bock, avanzó rápidamente por Bielorrusia y no
tardó en librar una gran batalla de envolvimiento en torno a
Minsk con ayuda de los grupos de blindados de Guderian y
del Generaloberst Hermann Hoth. La única resistencia
fuerte que encontró fue la de la gran fortaleza de Brest-
Litovsk, en plena frontera. La 45.ª División de Infantería
austríaca sufrió muchísimas bajas, muchas más de las que
sufriera en toda la campaña de Francia, cuando sus grupos
de asalto intentaron hacer salir a los tenaces defensores de
la fortaleza con lanzallamas, gases lacrimógenos y
granadas. Los supervivientes, sufriendo una sed terrible y
sin suministros médicos de ningún tipo, combatieron
durante tres semanas hasta caer heridos o quedarse sin
munición. Pero cuando volvieron en 1945 de su estancia en
los campos de prisioneros de Alemania el increíble valor
que habían mostrado no los salvó del confinamiento en el
Gulag. Mientras tanto Stalin había decretado que la
rendición constituía un delito de traición a la Madre Patria.
La guardia de fronteras del NKVD también se batió
desesperadamente, cuando no fue cogida por sorpresa.
Pero con demasiada frecuencia los oficiales del Ejército
Rojo abandonaban a sus hombres y salían huyendo, presa
del pánico. Ante el caos de las comunicaciones, los
mandos quedaron paralizados o bien por falta de
instrucciones o bien por recibir órdenes de contraatacar
que no tenían relación alguna con la situación reinante
sobre el terreno. La purga del Ejército Rojo había hecho
que quedaran solo oficiales sin experiencia de mando al
frente de divisiones y de cuerpos enteros de ejército,
mientras que el miedo a las denuncias y a las detenciones
por parte del NKVD había acabado con todo tipo de
iniciativa. Era probable que hasta el comandante más
valeroso se pusiera a temblar y a sudar de miedo si de
repente aparecían en su cuartel general los agentes del
NKVD con sus galones verdes y su gorra de plato. El
contraste con el sistema de Auftragstaktik del ejército
alemán, consistente en asignar una tarea a mandos de
menor rango y confiar en que la realizaran lo mejor que les
pareciera, no podía ser mayor.
El Grupo de Ejércitos Sur, al mando del
Generalfeldmarschall Von Rundstedt, entró en Ucrania.
Rundstedt no tardó en contar con la ayuda de dos ejércitos
rumanos deseosos de recuperar Besarabia de los soviéticos
que se la habían quitado. Su dictador y general en jefe, el
mariscal Ion Antonescu, había asegurado a Hitler diez días
antes: «¡Por supuesto que estaré allí desde el primer
momento! Cuando se trate de actuar contra los eslavos,
puede usted contar siempre con Rumania».16

Tras redactar un discurso en el que hacía pública la


invasión, Stalin dijo a Molotov que lo leyera a medio día
por la radio soviética. El comunicado fue transmitido por
medio de megáfonos a las multitudes que se encontraban
en las calles. La aburrida voz del ministro de asuntos
exteriores acabó la lectura con la siguiente declaración:
«Nuestra causa es justa, el enemigo será aplastado, la
victoria será nuestra». A pesar de su tono inexpresivo, la
población en general se sintió ofendida por aquel ultraje
contra la Madre Patria. Inmediatamente se formaron
larguísimas colas en los centros de reclutamiento. Pero
también se formaron otras colas menos ordenadas, fruto
del pánico generalizado, para comprar comida enlatada y
productos alimenticios frescos, y para retirar dinero de los
bancos.
Se produjo también una extraña sensación de alivio,
porque aquel ataque a traición había liberado a la Unión
Soviética de su alianza antinatural con la Alemania nazi. El
joven físico Andrei Sakharov se encontró más tarde a una
tía suya en un refugio antiaéreo durante un ataque de la
Luftwaffe. La buena señora le dijo: «¡Por primera vez
desde hace varios años vuelvo a sentirme rusa!».17 También
en Berlín se sintieron emociones de alivio semejantes, que
se expresaban cuando la gente decía que por fin estaban
luchando contra «el verdadero enemigo».
Las alas de cazas de la aviación del Ejército Rojo,
compuestas de pilotos inexpertos y aparatos obsoletos,
tenían muy poco que hacer frente a la Luftwaffe. Los ases
de la aviación alemana no tardaron en obtener resultados
escandalosos, hasta tal punto que llamaban «infanticidio» a
la escabechina que hacían de sus enemigos, por lo fácil que
les resultaba acabar con ellos. Sus adversarios soviéticos
se sentían psicológicamente derrotados antes incluso de
enfrentarse al enemigo. Pero aunque muchos pilotos
intentaban no entrar en combate, pronto empezaron a
desarrollar un profundo deseo de venganza. Algunos de los
más valientes se limitaban a embestir a los aviones
alemanes en cuanto veían la ocasión, pues sabían que no
tenían muchas posibilidades de pegarse a su cola y
emprender su persecución hasta abatirlos.
El novelista y corresponsal de guerra Vasily
Grossman describe cómo esperó el regreso de los aviones
de un ala de cazas en un aeródromo situado cerca de
Gomel, en Bielorrusia. «Por fin, tras un afortunado ataque
contra una columna alemana, regresaron y aterrizaron los
cazas. El aparato de su comandante llevaba carne humana
pegada al radiador. Ello se debía a que el avión de apoyo
había chocado con un camión cargado de munición que
saltó por los aires en el momento mismo en que volaba
sobre él el aparato del oficial al mando. Poppe, que así se
llamaba este, intenta retirar el amasijo con ayuda de una
lima. Llaman a un médico que tras examinar atentamente la
masa sanguinolenta pronuncia su veredicto: "¡Carne aria!"
Todo el mundo se echa a reír. ¡Sí, estamos en una época
despiadada, una auténtica edad de hierro!»18
«El ruso es un adversario muy duro», escribía un
soldado alemán. «No tomamos casi ningún prisionero, sino
que los fusilamos a todos».19 A lo largo de la marcha, había
quienes disparaban por diversión contra la multitud de
prisioneros del Ejército Rojo que eran enviados a
campamentos improvisados, donde los dejaban morir de
hambre a la intemperie. Algunos oficiales alemanes se
mostraron horrorizados, pero a la mayoría les preocupaba
más la falta de disciplina.
En el bando soviético, el NKVD de Beria mató a los
internos de las cárceles que habían instalado cerca del
frente para que no pudieran salvarse gracias al avance de los
alemanes. En total fueron asesinados casi diez mil polacos.
Solo en la ciudad de Lwów, el NKVD mató a cerca de
cuatro mil personas. El hedor de los cadáveres en
descomposición en medio del calor de finales de junio
invadía toda la ciudad. Las matanzas del NKVD indujeron a
los nacionalistas ucranianos a iniciar una guerra de
guerrillas contra los ocupantes soviéticos. Enloquecidos
por el miedo y el odio, los agentes del NKVD asesinaron a
otros diez mil prisioneros en las zonas de Besarabia y de
las Repúblicas Bálticas, conquistadas el año anterior. Otros
presos fueron obligados a trasladarse al este a pie, y los
guardias del NKVD descerrajaban un tiro a todo aquel que
caía desfallecido.20
El 23 de junio, Stalin creó un cuartel general del mando
supremo, asignándole el nombre zarista de Stavka. Pocos
días después, se presentó en la comisaría de defensa
acompañado de Beria y Molotov. Allí encontraron a
Timoshenko y a Zhukov, que intentaban en vano poner un
poco de orden a lo largo de aquel frente inmenso. Minsk
acababa de caer. Stalin examinó los mapas de situación y
leyó unos cuantos informes. Quedó perplejo al ver que la
situación era todavía más desastrosa de lo que se había
temido. Cubrió de improperios a Timoshenko y a Zhukov,
que no se quedaron atrás al responderle. «Lenin fundó
nuestro estado», se oyó decir al Vozhd, «y nosotros nos lo
hemos cargado».21
El líder soviético desapareció en su dacha de
Kuntsevo, dejando a los demás miembros del Politburó
desconcertados. Algunos murmuraban que Molotov iba a
asumir el mando, pero todos estaban demasiado asustados
para hacer nada contra el dictador. El 30 de junio,
decidieron que había que crear un Comité Estatal de
Defensa con poderes absolutos. Se trasladaron a Kuntsevo
para entrevistarse con Stalin. Cuando llegaron, lo
encontraron ojeroso y cansado, convencido a todas luces
de que estaban allí para detenerlo. Preguntó a qué habían
venido. Cuando le explicaron que debía encargarse de
presidir aquel gabinete de guerra de emergencia, reveló su
sorpresa, pero accedió a asumir el mando. Ha llegado a
decirse que la marcha de Stalin del Kremlin fue una
estratagema en la más pura tradición de Iván el Terrible
para animar a cualquiera de los oponentes que pudiera tener
en el Politburó a dar la cara, y poder así aplastarlos luego
sin piedad, pero todo son puras especulaciones.
Stalin regresó al Kremlin al día siguiente, el 1 de
julio. Dos días más tarde, hizo su propia alocución
radiofónica al pueblo soviético. Sus instintos le ayudaron.
Sorprendió a sus oyentes dirigiéndose a ellos como
«Camaradas, ciudadanos, hermanos y hermanas». Ningún
dueño del Kremlin se había dirigido nunca a su pueblo en
unos términos tan familiares. Los invitaba a defender a la
Madre Patria utilizando una política de guerra total basada
en una estrategia de tierra quemada, y para ello evocaba la
Guerra Patriótica de Rusia contra Napoleón. Stalin sabía
que los pueblos soviéticos estarían más dispuestos a dar su
vida por su país que por la ideología comunista. Consciente
de que el patriotismo viene determinado por la guerra,
Stalin se dio cuenta de que la invasión lo reavivaría.
Tampoco ocultó en ningún momento la gravedad de la
situación, aunque no hizo nada por reconocer el papel que
él mismo había desempeñado en la catástrofe. Ordenó
también que se llevara a cabo una leva popular (narodnoye
opolcheniye), Se esperaba que aquellos batallones de
milicianos mal armados, verdadera carne de cañón,
ralentizaran el avance de las divisiones blindadas alemanas,
prácticamente solo con sus cuerpos.
Los terribles sufrimientos de los civiles que se vieran
atrapados en los combates no entraban en los cálculos de
Stalin. Los refugiados, conduciendo los rebaños de reses
de las granjas colectivas, intentaban en vano escapar antes
de que llegaran las divisiones blindadas. El 26 de junio, el
escritor Aleksandr Tvardovsky contempló un espectáculo
extraordinario por la ventanilla del vagón cuando el tren en
el que viajaba se detuvo en medio del campo en Ucrania.
«Todo el terreno estaba cubierto de personas tumbadas,
sentadas, formando un verdadero enjambre», escribió en su
diario. «Llevaban hatillos, mochilas, maletas, cochecitos de
niños y carretillas. Nunca había visto que la gente pudiera
llevar consigo una cantidad tan enorme de enseres al
abandonar sus casas precipitadamente. Probablemente
hubiera decenas de miles de personas en medio del
campo... El gentío se puso en pie, empezó a moverse,
avanzando hacia la vía, hacia el tren, y la emprendió a
golpes con las paredes de los vagones. Parecía capaz de
hacer descarrilar el convoy. El tren empezó a moverse...»22
Cientos, si no miles de personas murieron en los
bombardeos de las ciudades de Bielorrusia. Los
supervivientes no salieron mucho mejor librados en su
intento de escapar hacia el este. «Cuando Minsk empezó a
arder», comentaba un periodista, «los ciegos de un asilo de
inválidos se pusieron a andar por la carretera en una fila
larguísima, atados unos a otros con toallas». Ya había una
grandísima cantidad de huérfanos de guerra, niños cuyos
padres habían sido asesinados o que se habían perdido en
medio de la confusión. Sospechando que los alemanes
pudieran utilizar a alguno de ellos como espía, el NKVD
los trató sin compasión.23

Tras el asombroso éxito conseguido en Francia, las


formaciones blindadas avanzaron a toda velocidad
aprovechando las condiciones ideales del verano, dejando
que las divisiones de infantería las alcanzaran como
pudieran. A veces, cuando la avanzadilla de los tanques se
quedaba sin municiones, era preciso desviar algunos
Heinkel 111 para que les lanzaran pertrechos en paracaídas.
Aprovechando el buen tiempo, podían verse las líneas de
avance por el rastro de poblaciones quemadas, las nubes de
polvo levantadas por los vehículos con tracción de oruga, y
el ruido constante de la infantería al marchar y de su
artillería, arrastrada por caballos. Los artilleros montados
en los armones iban cubiertos de una pálida capa de polvo
que hacía que parecieran figuras de terracota, y sus lentos
animales de tiro resollaban con regularidad resignada. Más
de seiscientos mil caballos, reunidos a lo largo de toda
Europa, como sucediera con la Grande Armée de
Napoleón, formaron la base del transporte para el grueso
de la Wehrmacht durante la campaña. Los suministros de
raciones de comida, la munición e incluso las ambulancias
de campaña dependían de la tracción animal. De no ser por
las ingentes cantidades de medios de transporte
motorizados que el ejército francés dejó sin destruir antes
de firmar el armisticio —circunstancia que provocó una
cólera tremenda a Stalin—, la mecanización del ejército
alemán se habría limitado casi por completo a los cuatro
Panzergruppen.
Las dos grandes formaciones panzer del Grupo de
Ejércitos Centro habían salido airosas de su primera gran
maniobra de envolvimiento, atrapando a cuatro ejércitos
soviéticos, con cuatrocientos diecisiete mil hombres, en la
bolsa de Bialystok, al oeste de Minsk. El Panzerzgruppe 3
de Hoth, en el flanco norte de la pinza, y el Panzergruppe
2 de Guderian, al sur, se encontraron el 28 de junio. Los
bombarderos y los Stukas de la Segunda Luftflotte
machacaron entonces a las fuerzas del Ejército Rojo que
habían quedado atrapadas. Aquel avance significaba que el
Grupo de Ejércitos Centro había penetrado en el «puente
de tierra» situado entre el río Duina, que fluye en dirección
al Báltico, y el Dniéper, que corre hacia el mar Negro.
El general Dmitri Pavlov, que había estado al mando
de la brigada de tanques soviéticos que había participado en
la Guerra Civil Española y que ahora era el comandante en
jefe del desdichado Frente Occidental, fue sustituido por el
mariscal Timoshenko. (En el Ejército Rojo un frente era
una formación militar semejante a un grupo de ejércitos.)
Pavlov no tardó en ser detenido junto con otros oficiales
de alta graduación a su mando, sometido a juicio
sumarísimo y ejecutado por el NKVD. Varios altos
oficiales desesperados se suicidaron; uno de ellos se voló
la tapa de los sesos en presencia de Nikita Khrushchev, el
comisario responsable de Ucrania.
En el norte, el grupo de ejércitos de Leeb fue bastante
bien acogido en las Repúblicas Bálticas tras las oleadas de
represión llevadas a cabo por los soviéticos y las
deportaciones de la semana anterior. Algunos grupos
nacionalistas atacaron a los soviéticos en retirada y
tomaron varias ciudades. El 5.° Regimiento de Fusileros
del NKVD fue enviado a Riga a restaurar el orden, lo que
significó represalias inmediatas contra la población letona.
«Ante los cadáveres de nuestros camaradas caídos, el
personal del regimiento juró aplastar sin piedad a los
reptiles fascistas, y ese mismo día la burguesía de Riga
sintió nuestra venganza en su propia piel». Pero también
ellos se vieron obligados enseguida a replegarse por la
costa del Báltico.24
Al norte de Kaunas, en Lituania, una formación
mecanizada soviética sorprendió a los alemanes en su
avance con un contraataque, en el que usaron tanques
pesados KV. Los proyectiles de los panzer rebotaban ante
ellos y solo pudieron ser doblegados cuando se recurrió a
los cañones de 88 mm. El Frente Noroeste de los
soviéticos se retiró al interior de Estonia, acosado por
fuerzas nacionalistas improvisadas, con las que no contaban
ni el Ejército Rojo ni los alemanes. Casi antes de que estos
últimos iniciaran la invasión del país, empezaron a llevarse
a cabo sangrientos pogromos contra los judíos, que fueron
acusados de ponerse del lado de los bolcheviques.
El Grupo de Ejércitos Sur de Rundstedt fue menos
afortunado. El coronel general Mikhail Kirponos, al mando
del Frente Sudoeste, había sido avisado por la guardia de
fronteras del NKVD. Además disponía de fuerzas más
numerosas, pues allí era donde Timoshenko y Zhukov
esperaban que se produjera la principal ofensiva. Kirponos
recibió órdenes de lanzar un contraataque masivo con cinco
formaciones mecanizadas. La más potente de ellas, provista
de tanques KV y de los nuevos T-34, estaba al mando del
general de división Andrei Vlasov. Sin embargo, Kirponos
no fue capaz de desplegar sus fuerzas con eficacia, pues las
líneas telefónicas habían sido cortadas y sus formaciones
estaban muy dispersas a lo largo de un territorio demasiado
extenso.
El 26 de junio, el Panzergruppe 1 del general de
caballería von Kleist empezó a avanzar hacia Rovno, aunque
su objetivo final era Kiev. Kirponos ordenó actuar a cinco
de sus formaciones mecanizadas con resultados muy
desiguales. Los alemanes quedaron perplejos al ver que los
T-34 y los tanques pesados KV eran superiores a cualquiera
de los suyos, pero incluso el comisario del pueblo de
defensa se había percatado de que la artillería de los
tanques soviéticos era «inadecuada antes de que diera
comienzo la guerra», y el 22 de junio, de los catorce mil
tanques rusos «solo tres mil ochocientos estaban en
condiciones de combatir».25 El adiestramiento, la táctica,
las comunicaciones por radio y la rapidez de reacción del
ejército alemán y del personal de sus unidades blindadas
resultaron muy superiores. Además, contaban con un fuerte
apoyo de las escuadrillas de Stukas. El principal peligro era
su exceso de confianza. El general de división Konstantin
Rokossovski, antiguo oficial de caballería de origen
polaco, que luego se convertiría en uno de los comandantes
más importantes de la guerra, logró atraer a la 13 Panzer
División a una emboscada de artillería cuando sus propios
tanques, por lo demás obsoletos, ya habían sido
destrozados el día anterior.
En vista del pánico continuado y las deserciones en
masa de sus soldados, Kirponos introdujo «destacamentos
de bloqueo» para obligar a sus hombres a volver al
combate. Los descabellados rumores que corrían
provocaron el caos, como había sucedido en Francia. Pero
los contraataques soviéticos, aunque costosos y pocas
veces coronados por el éxito, lograron al menos retrasar el
avance de los alemanes. Por orden de Stalin, Nikita
Khrushchev ya había iniciado un esfuerzo ingente para
evacuar la maquinaria de las fábricas y talleres de Ucrania.
Este proceso, que fue llevado a cabo de manera implacable,
consiguió trasladar el grueso de la industria de esta
república hacia la retaguardia, a los Urales e incluso más
allá. Operaciones similares se llevaron a cabo a menor
escala en Bielorrusia y en otros lugares. En total, dos mil
quinientas noventa y tres unidades industriales fueron
cambiadas de lugar a lo largo del año. Ello permitiría
finalmente a la Unión Soviética volver a empezar la
producción de armamento fuera del alcance de los
bombarderos alemanes.
El Politburó había decidido también trasladar el
cadáver momificado de Lenin y las reservas de oro y los
tesoros zaristas con el mayor secreto de Moscú a Tiumen,
en la Siberia occidental. Un tren especial, con los
productos químicos y los científicos necesarios para
asegurar la conservación del cadáver, partió de la capital a
comienzos de julio, vigilado por tropas del NKVD.26
El 3 de julio, el general Halder anotó en su diario que
probablemente no fuera exagerado decir que la victoria en
la campaña rusa había sido obtenida en el plazo de dos
semanas. Reconocía, sin embargo, que la vastedad del país
y la resistencia continuada de la población mantendrían a
las fuerzas invasoras ocupadas «durante muchas más
semanas».27 En Alemania, un estudio de la SS sobre la
actitud de la población comunicaba que la gente apostaba
por cuánto tiempo iba a tardar en acabar la guerra. Algunos
estaban convencidos de que sus ejércitos estaban ya a unos
cien kilómetros de Moscú, pero Goebbels intentó acabar
con las especulaciones. No quería que la victoria se viera
empañada por la impresión de que había tardado en llegar
más de lo esperado.
La imponente inmensidad del territorio que había
invadido la Wehrmacht, con sus horizontes infinitos,
empezó a tener efecto sobre los Landser, nombre que
recibían los soldados rasos de la infantería alemana. Los
que procedían de las regiones alpinas eran los que más se
deprimían ante la monotonía de lo que parecía un océano
interminable de tierra. Las formaciones del frente no
tardarían en comprobar que, a diferencia de Francia, había
bolsas de soldados soviéticos que seguían luchando
después incluso de haber sido rebasadas. De repente abrían
fuego desde escondites ocultos en los inmensos campos de
grano y atacaban a los refuerzos y los cuarteles generales
que se dirigían al frente. Todos los que eran capturados
vivos eran fusilados de inmediato como si fueran
partisanos.
Muchos ciudadanos soviéticos sufrieron también las
consecuencias de ese exceso de optimismo. Algunos se
decían que el proletariado alemán iba a levantarse contra
sus dominadores nazis, ahora que atacaban «la Madre Patria
de los oprimidos». Y los que desplegaban sus mapas para
señalar los éxitos del Ejército Rojo enseguida tuvieron que
guardarlos cuando se puso de manifiesto cuánto había
avanzado la Wehrmacht dentro del territorio soviético.
El triunfalismo de los ejércitos alemanes, sin
embargo, empezó pronto a disminuir. Las grandes batallas
de envolvimiento, especialmente la de Smolensk, se
volvieron cada vez más duras. Las formaciones blindadas
llevaban a cabo sus maniobras de barrido casi sin dificultad,
pero disponían de un número insuficiente de
Panzergrenadiere para mantener cerrado el enorme
círculo frente a los ataques lanzados desde el interior y el
exterior de la bolsa. Muchos soldados soviéticos se
escapaban de la trampa antes de que les diera alcance la
infantería alemana, cuyos soldados se hallaban agotados,
con los pies doloridos después de tener que hacer marchas
forzadas de hasta cincuenta kilómetros al día con todo el
equipo encima. Y los soldados del Ejército Rojo que
quedaban atrapados no se rendían. Seguían luchando con un
valor desesperado, aunque a menudo fueran obligados a
hacerlo a punta de pistola por los comisarios políticos y
los oficiales. Incluso cuando se quedaban sin municiones,
aparecían verdaderos torrentes de hombres que avanzaban
dando alaridos, en un intento de romper el cordón de
seguridad. Algunos cargaban cogidos del brazo, mientras
las ametralladoras alemanas los abatían, con las armas
recalentadas debido al uso constante. Los gritos de los
heridos seguían resonando durante horas, crispando los
nervios de los soldados alemanes agotados.
El 9 de julio, cayó Vitebsk. Lo mismo que Minsk,
Smolensk, y luego Gomel y Chernigov, era un infierno de
casas de madera en llamas como consecuencia de los
ataques de la Luftwaffe con bombas incendiarias. Los
incendios eran tan graves que muchos soldados alemanes,
montados en vehículos, se veían obligados a dar media
vuelta. Fueron precisas treinta y dos divisiones alemanas
para reducir el Kessel o caldero de Smolensk (Kessel era la
forma que tenían los alemanes de denominar la maniobra
de envolvimiento). El Kesselschlacht o batalla-caldero
(batalla basada en la táctica de envolvimiento) de Smolensk
no concluyó hasta el 11 de agosto. Las fuerzas soviéticas
sufrieron trescientas mil «pérdidas irreparables», de
hombres que perdieron la vida o fueron hechos
prisioneros, junto con tres mil doscientos tanques y tres
mil cien cañones. Pero los contraataques soviéticos desde
el este ayudaron a escapar a más de cien mil hombres, y el
retraso que causaron al avance de los alemanes resultó
trascendental.
El novelista y corresponsal de guerra Vasily
Grossman visitó un hospital de campaña. «Había cerca de
novecientos heridos en un pequeño claro en medio de un
bosquecillo de álamos. Por doquier trapos manchados de
sangre, trozos de carne, gritos, gemidos sofocados,
centenares de miradas sombrías y doloridas. La joven
"doctora" pelirroja había perdido la voz. Se había pasado
toda la noche operando. Tenía la cara pálida, como si
estuviera a punto de desmayarse de un momento a otro». Le
dijo con una sonrisa que había operado a su amigo, el poeta
Iosef Utkin. «"Mientras le hacía una incisión, iba
recitándome poesías". Su voz era casi imperceptible, y para
hacerse entender se acompañaba de gestos. No cesaban de
llegar heridos. Todos estaban empapados en sangre y en
agua de lluvia».28

A pesar de sus formidables avances y de la erección de


postes para señalar la dirección de Moscú, el ejército
alemán del Ostfront había empezado a temer que al final la
victoria no se consiguiera ese mismo año. Los tres grupos
de ejércitos habían sufrido doscientas trece mil bajas.
Aquella cifra quizá representara solo una décima parte de
las pérdidas sufridas por los soviéticos, pero si continuaba
mucho tiempo la batalla de desgaste, a la Wehrmacht iba a
costarle mucho trabajo defender sus líneas de
aprovisionamiento exageradamente largas y derrotar al
resto de fuerzas soviéticas. La perspectiva de tener que
seguir combatiendo durante un invierno ruso resultaba
profundamente inquietante. Los alemanes no habían
conseguido acabar con el Ejército Rojo en la zona
occidental de la Unión Soviética, y ahora se abría ante ellos
la inmensidad del continente euroasiático. Un frente de mil
quinientos kilómetros de extensión aumentaba de repente
hasta los dos mil quinientos.
No tardó en comprobarse que el departamento de
inteligencia del ejército se había quedado lamentablemente
corto en sus cálculos de las fuerzas de las que disponía la
Unión Soviética. «Al estallar la guerra», escribía el general
Halder el 11 de agosto, «contamos con unas doscientas
divisiones enemigas. Ahora ya hemos computado
trescientas sesenta». El hecho de que una división soviética
fuera manifiestamente inferior por su potencia de combate
a una alemana no bastaba para tranquilizar a nadie. «Si
aplastamos a diez de ellas, los rusos sencillamente sacan
otras diez».29
Para los rusos, la idea de que los alemanes se hallaran
en el camino hacia Moscú que había seguido Napoleón
resultaba traumática. Sin embargo, la orden de Stalin de
organizar contraataques masivos hacia el oeste en
dirección a Smolensk surtió efecto, aunque su coste en
hombres y en equipamientos fuera terrible. Contribuyó a la
decisión de Hitler de mandar al Grupo de Ejércitos Centro
que siguiera manteniéndose a la defensiva, mientras el
Grupo de Ejércitos Norte avanzaba hacia Leningrado y el
Grupo de Ejércitos Sur marchaba hacia Kiev. El
Panzergruppe 3 fue desviado hacia Leningrado. Según el
Generalleutnant Alfred Jodl del estado mayor del OKW,
Hitler deseaba evitar los errores de Napoleón.
El Generalfeldmarschall von Bock quedó estupefacto
ante este cambio de prioridades, lo mismo que otros altos
mandos que habían dado por supuesto que Moscú, centro
de comunicaciones de la Unión Soviética, iba a seguir
siendo el principal objetivo. Pero varios generales creían
que, antes de avanzar sobre Moscú, debían ser eliminadas
las ingentes fuerzas soviéticas que defendían Kiev, para que
no atacaran su flanco sur.
El 29 de julio, Zhukov advirtió a Stalin que Kiev
estaba a punto de ser rodeada y le instó a que se abandonara
la capital de Ucrania. El Vozhd, que era como le llamaban,
replicó que no decía más que tonterías. Zhukov exigió ser
relevado de su cargo de jefe del estado mayor. Stalin lo
puso al mando del Frente de la Reserva, pero lo mantuvo
como miembro de la Stavka.
Al Panzergruppe 2 de Guderian se le asignó la tarea
de dar un giro inesperado hacia la derecha desde el saliente
de Roslavl y continuar cuatrocientos kilómetros hacia el
sur en dirección a Lokhvitsa. Allí, a doscientos kilómetros
al este de Kiev, debía encontrarse con el Panzergruppe 1
de Kleist, que había empezado a rodear la capital ucraniana
desde abajo. El avance de Guderian provocó el caos en el
bando soviético. Gomel, la última gran ciudad de
Bielorrusia, tuvo que ser abandonada precipitadamente.
Pero al Frente Sudoeste de Kirponos, reforzado por orden
de Stalin, no se le permitió todavía abandonar Kiev.
Vasily Grossman, que escapó al interior de Ucrania, a
duras penas logró evitar ser capturado por las divisiones
blindadas de Guderian en su marcha hacia el sur. En medio
de la confusión provocada por la invasión, algunos rusos
pensaron al principio que Guderian debía de estar de su
lado, pues su nombre sonaba a armenio. A diferencia de la
mayoría de corresponsales de guerra soviéticos, Grossman
se sintió profundamente conmovido por los sufrimientos
de la población civil. «Tanto si van camino de alguna parte,
como si están quietos, de pie delante de sus cercados, se
ponen a llorar en cuanto empiezan a hablar, y uno siente
también un deseo involuntario de echarse a llorar. ¡Cuánto
dolor!»30 Se burlaba de los clisés propagandísticos de los
otros periodistas, que lo más cerca que llegaban a estar del
frente era en el cuartel general de un ejército, y se
limitaban a utilizar fórmulas engañosas como por ejemplo:
«El odiado enemigo continúa con su cobarde avance».
El 10 de agosto el Grupo de Ejércitos Sur de
Rundstedt ya había capturado ciento siete mil prisioneros
cerca de Uman, en Ucrania. Stalin dictó una orden
condenando a muerte a los generales del Ejército Rojo que
se habían rendido. Subestimando la amenaza del ataque de
Guderian por el sur, Stalin siguió negándose a permitir a
Kirponos retirarse de la línea del Dniéper. La enorme presa
y la planta hidroeléctrica de Zaporozhye, el gran símbolo
del progreso soviético, fueron voladas en aras de la
estrategia de tierra quemada.
La evacuación de civiles, ganado y equipamiento
continuó con mayor urgencia incluso, según describía
Grossman. «Por la noche, el cielo se ponía rojo debido a
las decenas de incendios lejanos, y durante el día podía
verse una cortina gris de humo que se extendía a lo largo
del horizonte. Mujeres con niños en brazos, ancianos,
rebaños de ovejas, vacas y caballos de las granjas colectivas
hundiéndose en el polvo avanzaban hacia el este por
caminos rurales, en carretas y a pie. Los tractoristas
avanzaban en sus vehículos haciendo un ruido
ensordecedor. Trenes llenos de equipamientos industriales,
motores y calderas se dirigían hacia el este de día y de
noche».31
El 16 de septiembre, los Panzergruppen de Guderian
y de Kleist se encontraron en Lokhvitsa y cerraron el
cerco, atrapando en la pinza a más de setecientos mil
hombres. Kirponos, junto con numerosos oficiales de su
estado mayor y unos dos mil hombres, fue barrido en las
inmediaciones por la 3.ª División Panzer. El VI Ejército del
Generalfeldmarschall von Reichenau entró en Kiev,
convertida en un montón de ruinas debido a los fortísimos
bombardeos sufridos. La población civil que había quedado
en la ciudad estaba condenada a morir de hambre. Los
judíos tuvieron que hacer frente a una muerte más rápida a
manos de pelotones de fusilamiento. Más al sur, el XI
Ejército y el IV Ejército rumano se trasladaron a Odessa.
Los siguientes objetivos del Grupo de Ejércitos Sur serían
Crimea, con la gran base naval de Sebastopol, y Rostov del
Don, la puerta del Cáucaso.
El Kesselschlacht de Kiev fue la batalla de
envolvimiento más grande de la historia militar. La moral
de los alemanes volvió a levantarse. La conquista de Moscú
volvía a parecer posible. Para mayor alivio de Halder,
Hitler había vuelto a su primera idea. El 6 de septiembre,
dictó la Directiva N.°35, autorizando el avance sobre
Moscú. Y el 16 de septiembre, el día que se encontraron
los dos grupos panzer en Lokhvitsa, el
Generalfeldmarschall von Bock dictó las órdenes
preliminares de la Operación Tifón.
El grupo de ejércitos de Leeb, tras su rápido avance por las
Repúblicas Bálticas, había encontrado cada vez más
resistencia a medida que se acercaba a Leningrado. A
mediados de julio, un contraataque del teniente general
Nikolai Vatutin pilló a los alemanes por sorpresa en las
cercanías del lago limen. Incluso pese a la ayuda del
Panzergruppe 3 de Hoth, el avance de Leeb se había
ralentizado debido al escabroso terreno de bosques de
abedules, lagos y pantanos infestados de mosquitos que
tenía que atravesar. Medio millón de hombres y mujeres de
la ciudad amenazada fueron movilizados para levantar mil
kilómetros de parapetos y abrir seiscientos cuarenta y
cinco kilómetros de zanjas antitanques. El 8 de agosto,
Hitler ordenó a Leeb que rodeara Leningrado, mientras los
finlandeses reconquistaban el territorio perdido a uno y
otro lado del lago Ladoga. La Leva del Pueblo, narodnoye
opolcheniye, poco entrenada y mal armada, fue lanzada a
realizar ataques inútiles y sangrientos, condenada a hacer
literalmente de «carne de cañón». En total se habían
presentado voluntarios —o habían sido obligados a hacerlo
— más de ciento treinta y cinco mil ciudadanos de
Leningrado, desde obreros de las fábricas a profesores de
la universidad. No habían recibido adiestramiento, no
tenían asistencia médica, ni uniformes, ni medios de
transporte y de abastecimiento. Aunque más de la mitad
carecía de fusiles, se les ordenaba lanzar contraataques
contra las divisiones blindadas. Los hombres salían
huyendo en su mayoría aterrorizados al ver los tanques,
contra los cuales estaban completamente indefensos.
Aquella pérdida masiva de vidas humanas —quizá unas
setenta mil— fue trágicamente inútil, y no era ni mucho
menos seguro que su sacrificio sirviera ni siquiera para
retrasar a los alemanes y obligarlos a detenerse en la línea
del río Luga. El 34.° Ejército soviético fue hecho trizas.
Sus hombres huyeron a la desbandada; cuatro mil de ellos
fueron detenidos y acusados de deserción, y se sospechaba
que casi la mitad de los heridos se habían infligido ellos
mismos las heridas. Solo en un hospital cuatrocientos
sesenta de los mil pacientes que había en él tenían heridas
de bala en la mano izquierda o el brazo izquierdo.32 Tallinn,
la capital de Estonia, había quedado incomunicada debido al
avance de los alemanes, pero Stalin se negó a permitir la
evacuación por mar a Kronstadt, en el golfo de Finlandia,
de sus defensores soviéticos. Cuando quiso cambiar de
opinión, ya era demasiado tarde para llevar a cabo una
retirada ordenada. El 28 de agosto, los navíos de la Flota
del Báltico Bandera Roja que había en Tallinn embarcaron a
veintitrés mil ciudadanos soviéticos mientras las tropas
alemanas entraban en la ciudad. La flota improvisada, que
carecía de cobertura aérea, se hizo a la mar. Las minas
alemanas, las torpederas a motor finlandesas y la Luftwaffe
hundieron en total sesenta y cinco barcos, causando la
muerte de catorce mil personas. Aquel fue el mayor
desastre naval ruso de la historia, peor incluso que la
derrota sufrida en Tsushima en 1905.33
Al sur de Leningrado, los alemanes lograron cruzar la
línea férrea que iba a Moscú. El 1 de septiembre, su
artillería pesada tuvo la ciudad a tiro y empezó a
bombardearla. Camiones del ejército soviético llenos de
heridos y una última oleada de refugiados lograron entrar
en Leningrado: podían verse campesinos tirando de sus
carretas cargadas hasta los topes, otros llevando simples
hatillos y hasta un niño arrastrando contra su voluntad a una
cabra atada a una cuerda, mientras las aldeas que habían
dejado atrás eran pasto de las llamas.34
Stalin se ponía furioso con Andrei Zhdanov, el jefe del
partido comunista de Leningrado, y con Voroshilov, el
máximo responsable de la defensa de la ciudad, cada vez
que oía que las distintas poblaciones de la zona iban
cayendo una tras otra en manos de los alemanes,
empeñados en rodear por el sur la vieja capital. El dictador
insinuó que todo tenía que deberse a la acción de traidores.
«¿No te parece que alguien está abriendo deliberadamente
el camino a los alemanes?», comentó a Molotov, que había
ido a hacer una visita de reconocimiento a la ciudad. «La
inutilidad de los mandos de Leningrado es absolutamente
incomprensible». Pero en vez de llevar a Voroshilov o a
Zhdanov «ante un tribunal», se desató en la ciudad una
pequeña oleada de terror, como consecuencia de la redada
de sospechosos habituales llevada a cabo por el NKVD, a
menudo solo porque tenían apellidos que al oído parecían
extranjeros.35
El 7 de septiembre la 20.ª División de Infantería
Motorizada alemana avanzó hacia el norte desde Mga para
tomar las colinas de Sinyavino. Al día siguiente, gracias a
los refuerzos de una parte de la 12.ª División Panzer, llegó
a la ciudad de Shlisselburg, con su fortaleza zarista en el
extremo sudoeste del lago Ladoga, justo en la
desembocadura del Neva. Leningrado había quedado
completamente incomunicada por tierra. La única ruta
abierta que quedaba era a través del enorme lago.
Voroshilov y Zhdanov tardaron un día entero en reunir el
valor necesario para decir a Stalin que los alemanes habían
tomado Shlisselburg. Había dado comienzo el asedio de
Leningrado, el más largo y más despiadado de la historia
moderna.
Sin contar el medio millón de tropas que defendían la
ciudad, la población civil de Leningrado ascendía a más de
dos millones y medio de personas, cuatrocientas mil de
ellas niños. El cuartel general del Führer decidió que no
quería ocupar la ciudad. En vez de eso, los alemanes debían
bombardearla y aislarla para que la población muriera de
hambre y enfermedades. Una vez aplastada, Leningrado
sería demolida y toda la región debía ser entregada a
Finlandia.
Stalin ya había decidido que necesitaba un cambio de
mandos en Leningrado. Encargó a Zhukov ponerse al frente
de la plaza, confiando en su carácter implacable. Zhukov
salió de Moscú en cuanto recibió la orden. A su llegada, se
dirigió inmediatamente al comité militar en el Instituto
Smolny, donde afirmó que había encontrado a una pandilla
de derrotistas y borrachos. No tardó en ir todavía más lejos
que Stalin en su decisión de amenazar a las familias de los
soldados que se rindieran. Dictó la siguiente orden a los
mandos del frente de Leningrado: «Dejad bien claro a las
tropas que todos los familiares de los que se rindan al
enemigo serán fusilados, y que a ellos también se les
pegará un tiro en cuanto vuelvan de su cautiverio».36
Evidentemente Zhukov no se daba cuenta de que su
orden, si se cumplía al pie de la letra, habría supuesto la
ejecución del propio Stalin. El hijo del dictador soviético,
el teniente Yakov Djugashvili, había sido hecho prisionero
en el curso de una maniobra de envolvimiento. Stalin
declaró en privado que más le habría valido no haber
nacido. Los servicios de la propaganda nazi no tardaron en
hacer uso de su prisionero-trofeo. «Apareció un avión
alemán», escribió en su diario un soldado llamado Vasily
Churkin. «Era un día soleado y vimos caer del aparato un
montón enorme de octavillas. En ellas había la fotografía
del hijo de Stalin sostenido a un lado y a otro por unos
oficiales alemanes muy sonrientes. Pero todo aquello había
sido urdido por Goebbels y no sirvió de nada».37 La
crueldad de Stalin con su hijo no cesó hasta 1945, cuando
se supo que Yakov se había lanzado contra la alambrada del
campo de prisioneros en el que había sido recluido,
obligando a los guardias a acribillarlo a balazos.
Stalin no tuvo misericordia de la población civil. Al
enterarse de que los alemanes habían obligado a los
«ancianos, las mujeres y los niños» a actuar como escudos
humanos o como emisarios para intimar la rendición,
mandó una orden diciendo que debían ser abatidos a tiros.
«Mi respuesta es: Nada de sentimentalismos, Por el
contrario, aplastad al enemigo y a sus cómplices, enfermos
o sanos, por completo. La guerra es inexorable, y los que
muestran debilidad y permiten algún tipo de vacilación son
los primeros en sufrir la derrota».38 Un Gefreiter de la
269.ª División de Infantería escribía el 21 de septiembre:
«Huyen del asedio multitudes de civiles, y tiene uno que
cerrar los ojos para no ver su miseria. Incluso en el frente,
donde en este momento se producen tiroteos muy recios,
hay muchas mujeres y niños. En cuanto se oye el silbido de
una bomba que cae fatalmente cerca, salen corriendo en
busca de algún sitio en el que cubrirse. Resulta cómico y
nos reímos al verlo; pero la verdad es que es muy triste».39
Cuando los últimos rezagados, heridos y derrotados,
llegaban a la ciudad, las autoridades intentaban actuar con
mano dura; de ello se encargaban las tropas del NKVD,
siempre dispuestas a fusilar en el acto a cualquier desertor
o «derrotista». La paranoia estalinista se intensificó,
recibiendo el NKVD la orden de detener a veinticinco tipos
distintos de enemigos potenciales. La manía del espionaje
se apoderó de la ciudad, espoleada por rumores fantásticos,
consecuencia en gran medida de la poca información que
daban las autoridades soviéticas. Pero mientras que una
minoría de los habitantes de Leningrado esperaba en
secreto que el régimen estalinista cayera, no hay prueba
alguna de que actuara ninguna red organizada de agentes de
la inteligencia alemana o finlandesa.
Zhukov dio órdenes a la Flota Báltica de Kronstadt
para que desplegara sus cañones, ya fuera como baterías
flotantes o desmontándolos y trasladándolos a las colinas
de Pulkovo, a las afueras de Leningrado, para responder a
los ataques de la artillería enemiga y disparar contra sus
posiciones. De dirigir el fuego se encargaría el general de
artillería Nikolai Voronov desde la cúpula de la catedral de
San Isaac. La gran cúpula dorada, visible desde Finlandia, no
tardó en ser camuflada con pintura gris.
El 8 de septiembre, el día en que los alemanes
tomaron Shlisselburg, los bombarderos de la Luftwaffe
atacaron los depósitos de provisiones situados al sur de la
ciudad. «Se elevan espesas columnas de humo», escribió
Churkin en su diario, aterrado por las consecuencias que
pudiera tener aquello. «Los depósitos de provisiones
Badaevskiye están ardiendo. El fuego devora los
suministros de comida de toda la población de Leningrado
para los próximos seis meses».40 La decisión de no
dispersar los depósitos de productos alimenticios había
sido un error gravísimo. Iba a ser preciso reducir
drásticamente las raciones. Además, no se había hecho casi
nada por acumular leña para el invierno. Pero el mayor
error fue no evacuar a más civiles. Aparte de los
refugiados, habían sido enviados al este menos de medio
millón de habitantes de Leningrado antes de que la línea de
Moscú quedara cortada por el avance de los alemanes.
Quedaban en la ciudad más de dos millones y medio de
civiles.

Durante la segunda mitad de septiembre, los alemanes


lanzaron violentos ataques contra la vieja capital del
imperio acompañados de pesados bombardeos aéreos. Los
pilotos soviéticos, con sus aparatos obsoletos, se vieron
obligados de nuevo a embestir a los bombarderos
alemanes. Pero los defensores, gracias en buena parte al
apoyo de la artillería, lograron imponerse a los ataques
terrestres. La infantería de marina de la Flota del Báltico
Bandera Roja desempeñó un papel trascendental. Sus
integrantes llevaban la gorra de marinero de color azul
oscuro ladeada, mostrando un mechón de pelo por delante
como orgullosa marca de identificación.
El 24 de septiembre, el Generalfeldmarschall von
Leeb reconoció que carecía de la fuerza necesaria para
doblegar la ciudad. Ello coincidió con nuevas presiones por
parte de los altos mandos alemanes para que se reanudara el
avance sobre Moscú. El Panzergruppe de Hoth recibió la
orden de reintegrarse al Grupo de Ejércitos Centro. Con
ambos frentes a la defensiva y el invierno a punto de
echarse encima, con sus fortísimas heladas nocturnas, la
lucha se convirtió en una guerra de trincheras. A finales de
mes, el frente en el que tan reñidos combates se habían
visto quedó reducido a esporádicos duelos de artillería.
Las bajas soviéticas en el norte habían sido
espantosas, con doscientas catorce mil setenta y ocho
pérdidas irreparables. Eso representaba un tercio y medio
del total de las tropas desplegadas. Pero serían pocas
comparadas con la enormidad de muertes por hambre que
habrían de producirse. Aunque Leningrado se rindiera,
Hitler no tenía intención de ocupar la ciudad y menos aún
de dar de comer a sus habitantes. Deseaba que una y otros
desaparecieran por completo de la faz de la tierra.
13
«RASSENKRIEG»
(junio-septiembre de 1941)

Los soldados alemanes, que habían quedado horrorizados al


ver la miseria de las aldeas polacas en 1939, expresaron
una sensación de repugnancia todavía mayor ante el
territorio soviético. Desde las matanzas de prisioneros a
manos del NKVD hasta las primitivas condiciones de vida
de las granjas colectivas, el «paraíso soviético», como
solía llamarlo Goebbels con sarcástica mordacidad, venía a
corroborar todos los prejuicios que pudieran tener. El
ministro de propaganda nazi, con su ingenio diabólico, se
había dado cuenta de que el desprecio y el odio solos no
bastaban. La combinación de odio y miedo constituía la
forma más eficaz de inspirar la mentalidad de exterminio.
Todos sus epítetos —«asiáticos», «traicioneros»,
«bolcheviques judíos», «bestiales», «infrahumanos»— se
mezclaban para conseguir ese objetivo. La mayor parte de
los soldados estaban convencidos del argumento de Hitler
que aseguraba que los judíos eran los que habían empezado
la guerra.
La fascinación ancestral y fóbica que muchos
alemanes, si no la mayoría de ellos, sentían hacia los
eslavos del este se había visto reforzada naturalmente por
los informes acerca de las increíbles crueldades
perpetradas durante la revolución y la guerra civil en Rusia.
La propaganda nazi intentó explotar la noción de choque
cultural entre el orden alemán por un lado y el caos de los
bolcheviques, su sordidez y su ateísmo por otro. Pero, a
pesar de las similitudes superficiales existentes entre el
régimen nazi y el soviético, la línea divisoria que separaba a
los dos países ideológica y culturalmente era muy
profunda, desde los niveles más significativos hasta los
más triviales.
En el calor del verano, los motociclistas alemanes
recorrían a menudo las carreteras del país vestidos apenas
con pantalones cortos y gafas de sol. En Bielorrusia y en
Ucrania, las mujeres de más edad quedaban sorprendidas al
ver sus torsos desnudos. Y más sorprendidas todavía se
quedaban cuando veían que en las isbas los soldados
alemanes andaban desnudos a todas horas y acosaban a las
mujeres jóvenes. Aunque parece que se dieron
relativamente pocos casos de violación por parte de los
soldados alemanes alojados en las aldeas próximas a la
línea del frente, se produjeron muchos más en las zonas de
retaguardia, cuyas víctimas fueron especialmente jóvenes
judías.
El peor de los crímenes perpetrados, sin embargo, se
llevó a cabo con el beneplácito oficial de las autoridades.
Se organizaron redadas de mujeres jóvenes ucranianas,
bielorrusas y rusas para que trabajaran a la fuerza en
burdeles del ejército. Su condición servil las obligaba a
soportar la violación continuada de los soldados de
permiso. Si ofrecían resistencia, eran brutalmente
castigadas o incluso fusiladas. Aunque las relaciones
sexuales con los Untermenschen (seres infrahumanos)
constituían un delito según las leyes nazis, las autoridades
militares consideraban este sistema una solución
pragmática en aras de la disciplina y de la salud física de
sus soldados. Cuando menos, las mujeres podían ser
examinadas regularmente por los médicos de la
Wehrmacht para impedir la proliferación de enfermedades
infecciosas.
No obstante, los soldados alemanes podían sentir
también piedad de las mujeres soviéticas que quedaban en
la retaguardia y tenían que salir adelante sin hombres, sin
animales ni máquinas. «Puede verse incluso cómo dos
mujeres tiran de un arado improvisado, mientras una
tercera lo conduce. Hay verdaderas multitudes de mujeres
en las carreteras bajo la vigilancia de un hombre de la
Organisation Todt dedicadas a su reparación. Esa es su
obligación, y si no, el látigo se encarga de hacerlas
obedecer. Pero casi no hay ni una sola familia en la que el
marido siga vivo. La respuesta a la pregunta en el noventa
por ciento de los casos es siempre la misma: "¡Marido en
guerra muerto!" Es terrible. Las pérdidas en vidas humanas
sufridas por los rusos son realmente enormes».1
Muchos ciudadanos soviéticos, especialmente
ucranianos, no habían podido figurarse los horrores de la
ocupación alemana. En Ucrania, una numerosa proporción
de la población rural recibió al principio a las tropas
alemanas ofreciéndoles, como era tradicional, el pan y la
sal. Tras la colectivización forzosa de las granjas por orden
de Stalin y la terrible hambruna de 1932-1933 que, según
se calcula, causó la muerte de unos tres millones
trescientas mil personas, el odio hacia los comunistas
estaba muy extendido. Los ucranianos de más edad, que
eran más religiosos, se habían sentido atraídos por las
cruces negras que lucían los vehículos blindados de los
alemanes, en la convicción de que representaban una
cruzada contra el bolchevismo.2
Los oficiales de la Abwehr pensaban que, debido a la
enorme extensión de las zonas que había que conquistar, la
mejor estrategia de la Wehrmacht habría sido reclutar un
ejército ucraniano de un millón de hombres. La propuesta
fue rechazada por Hitler, que no quería que se entregaran
armas a los Untermenschen eslavos, pero sus deseos no
tardaron en ser ignorados tanto por el ejército como por la
SS, y ambos empezaron rápidamente a reclutar hombres. La
Organización de Nacionalistas Ucranianos, por otra parte,
cuyos miembros habían ayudado a los alemanes antes de la
invasión, fue suprimida. Berlín deseaba aplastar sus
esperanzas de crear una Ucrania independiente.
A pesar de todas las afirmaciones de la propaganda
soviética ensalzando sus éxitos industriales, los ucranianos
y muchos otros soviéticos quedaron boquiabiertos ante la
calidad y variedad de los equipamientos alemanes. Vasily
Grossman describe cómo los aldeanos se amontonaron
alrededor de un motociclista austríaco que había sido
capturado. «Todos admiran su abrigo de cuero largo, suave,
de color acero. Todos lo tocan, y mueven la cabeza en señal
de apreciación. Con ello quieren decir: "¿Quién diablos
puede combatir con una gente que lleva abrigos
semejantes? Sus aviones deben de ser tan buenos como sus
abrigos de cuero"».3
En las cartas enviadas a sus casas, los soldados
alemanes se quejaban de que había poco que saquear en la
Unión Soviética, excepto comida. Haciendo caso omiso de
los regalos recibidos a su llegada, se dedicaban a requisar
gansos, pollos y cabezas de ganado. Destruían las colmenas
para sacar la miel y no tenían en cuenta las quejas de sus
víctimas, que aseguraban que iban a quedarse sin nada para
pasar el invierno. Los Landser pensaban con melancolía en
la campaña de Francia con sus ricos botines. Además, a
diferencia de los franceses, los soldados del Ejército Rojo
seguían luchando y se negaban a reconocer que habían sido
derrotados.
Cualquier soldado alemán que mostrara compasión
por los sufrimientos de los prisioneros soviéticos era
objeto de burla por parte de sus compañeros. La inmensa
mayoría de ellos consideraba a los cientos de miles de
prisioneros poco más que alimañas. Las lamentables
condiciones de suciedad en las que se hallaban, como
consecuencia del trato recibido, no hacían más que reforzar
los prejuicios inspirados por la propaganda de los últimos
ocho años. De ese modo, las víctimas eran deshumanizadas
como si aquello fuera el cumplimiento de una profecía. Un
soldado encargado de la vigilancia de una columna de
prisioneros soviéticos escribía a su casa que estos comían
«hierba como si fueran ganado».4 Y cuando pasaban por
delante de un campo de patatas, «se tiran al suelo, cavan
con las uñas y se las comen crudas».5 A pesar de que el
elemento fundamental de la Operación Barbarroja según
los encargados de su planificación habían sido las batallas
de envolvimiento, las autoridades militares alemanas habían
hecho deliberadamente muy poco para prepararse para la
captura masiva de prisioneros. Cuantos más murieran por
abandono, menos bocas habría que alimentar.
Un prisionero de guerra francés describía la llegada de
un grupo de soldados soviéticos a un campo de la
Wehrmacht en territorio del Gobierno General en los
siguientes términos: «Los rusos llegaban en filas, de cinco
en cinco, cogidos del brazo, pues ninguno podía caminar
por sí solo; "esqueletos ambulantes" es la única descripción
que les habría cuadrado. El color de su rostro no era ni
siquiera amarillo, sino verdoso. Casi todos llevaban los
ojos semicerrados, como si no tuvieran fuerza para fijar la
vista en nada. Caían por filas, cinco hombres a la vez. Los
alemanes se precipitaban sobre ellos y los golpeaban con
las culatas de sus fusiles y con látigos».6
Posteriormente los oficiales alemanes intentaron
atribuir el trato dispensado a los tres millones de
prisioneros de guerra capturados en el mes de octubre a la
falta de tropas para vigilarlos y a la escasez de medios de
transporte para asegurar su alimentación. Sin embargo,
miles de prisioneros del Ejército Rojo murieron durante
las marchas forzadas simplemente porque la Wehrmacht no
quiso que ni sus vehículos ni sus trenes se «infectaran» con
la presencia de aquella masa de hombres «malolientes». No
habían sido preparados campos de prisioneros de ningún
tipo, de modo que decenas de millares de ellos fueron
amontonados como ganado a la intemperie en recintos
vallados con alambre de espino. Apenas se les daba de
comer y de beber. Todo ello formaba parte del Plan
Hambre diseñado por los nazis para exterminar a treinta
millones de ciudadanos soviéticos y acabar así con el
problema de «superpoblación» de los territorios ocupados.
Los heridos eran dejados al cuidado de los doctores del
Ejército Rojo, a quienes por lo demás se privaba de todo
tipo de suministros médicos. Cuando los guardias alemanes
arrojaban por encima de las alambradas cantidades
totalmente insuficientes de pan, se divertían mirando cómo
los hombres se peleaban por él. Solo en 1941 murieron de
hambre, de enfermedad o de exposición a la intemperie
más de dos millones de prisioneros soviéticos.
Las tropas soviéticas les pagaron con la misma
moneda, fusilando o matando a golpes de bayoneta a los
prisioneros alemanes, encolerizadas como consecuencia
de la impresión producida por la invasión y la crueldad de
los alemanes en la guerra. En cualquier caso, la
imposibilidad de alimentar y de vigilar a los cautivos en
medio del caos de la retirada hizo que probablemente
salvaran la vida muy pocos. Los altos mandos estaban
exasperados por la pérdida de «lenguas» a las que
interrogar con el fin de sacarles información.

La combinación de miedo y odio desempeñó también un


papel importante en la crueldad de la guerra contra los
partisanos. La doctrina militar tradicional de los alemanes
había fomentado desde antiguo la noción de escándalo ante
cualquier forma de guerra de guerrillas, mucho antes de
que el OKW diera instrucciones de fusilar a los comisarios
políticos y a los partisanos. Incluso antes de que Stalin
llamara a la insurrección detrás de las líneas alemanas en su
discurso del 3 de julio de 1941, la resistencia soviética
había dado ya comienzo espontáneamente entre algunos
grupos de soldados del Ejército Rojo rebasados por los
ocupantes. En los bosques y en los pantanos empezaron a
formarse partidas, engrosadas por muchos civiles que huían
de la persecución y la destrucción de sus aldeas.
Utilizando las técnicas de campaña y el camuflaje,
connaturales a gentes que habían pasado toda su vida en los
campos y los bosques, los partisanos soviéticos no
tardaron en convertirse en una amenaza mucho mayor de lo
que hubieran podido imaginarse los responsables de la
planificación de la Operación Barbarroja. A comienzos de
septiembre de 1941, solo en Ucrania sesenta y tres
destacamentos de partisanos integrados por un total de casi
cinco mil hombres y mujeres actuaban detrás de las líneas
alemanas.7 El NKVD planeaba también introducir otros
ochenta grupos, mientras que otros cuatrocientos treinta y
cuatro destacamentos se entrenaban para actuar como
unidades de apoyo en la retaguardia. En total había ya sobre
el terreno o estaban preparándose más de veinte mil
partisanos. Entre ellos había algunos especialmente bien
adiestrados que podían hacerse pasar por oficiales
alemanes. Vías férreas, materiales rodantes y locomotoras,
trenes militares, camiones de suministros, correos
motorizados, puentes, combustible, depósitos de
municiones y de productos alimenticios, líneas telefónicas
y telegráficas, aeródromos: todos ellos eran objetivos de
los partisanos. Utilizando radios lanzadas en paracaídas, los
destacamentos partisanos capitaneados por oficiales
pertenecientes principalmente a la guardia fronteriza del
NKVD transmitían informaciones a Moscú y recibían
órdenes de la capital.
Como no es de extrañar, la campaña partisana hizo que
la idea de colonización del «Jardín del Edén» que se le
había ocurrido a Hitler resultara mucho menos atractiva
para los potenciales colonos alemanes y Volksdeutsch a
los que se habían prometido tierras en él. Todo el plan del
Lebensraum en el este requería como primera providencia
zonas «limpias» y un campesinado absolutamente sumiso.
Como era de esperar, las represalias nazis se hicieron cada
vez más feroces. Las aldeas próximas a los ataques
perpetrados por los partisanos eran incendiadas y arrasadas.
Los rehenes eran ejecutados. Entre los castigos más
notables destacaba el ahorcamiento público de mujeres y
niñas acusadas de ayudar a los partisanos. Pero cuanto más
cruel era la reacción, mayor era la determinación a ofrecer
resistencia. En muchos casos, los líderes partisanos
soviéticos provocaron deliberadamente las represalias de
los alemanes para intensificar el odio contra el invasor.
Realmente era una «edad de hierro».8 En un bando y otro la
vida del individuo parecía haber perdido cualquier valor, y
especialmente a ojos de los alemanes cuando ese individuo
era judío.

Esencialmente el Holocausto tuvo dos partes —lo que


Vasily Grossman llamaría más tarde «la Shoah por medio
de las balas y la Shoah por medio del gas»—y el proceso
que en último término desembocó en el asesinato
industrializado de los campos de exterminio fue como
mínimo desigual.9 Hasta septiembre de 1939, los nazis
habían abrigado la esperanza de obligar a los judíos
alemanes, austríacos y checos a emigrar por medio de los
malos tratos, la humillación y la expropiación de sus
bienes. Una vez iniciada la guerra, este sistema resultaría
cada vez más difícil. Y la conquista de Polonia puso bajo su
jurisdicción a otro millón setecientos mil judíos.
En mayo de 1940, durante la invasión de Francia,
Himmler escribió un informe para Hitler titulado «Algunas
reflexiones sobre el trato de las poblaciones de raza
extranjera del este». Proponía filtrar a los habitantes de
Polonia de modo que los que fueran «racialmente valiosos»
pudieran ser germanizados, mientras que el resto de la
población debía ser convertida en mano de obra servil. En
cuanto a los judíos, decía: «Espero ver borrado por
completo el concepto mismo de judíos mediante la
posibilidad de una gran emigración a África o a alguna otra
colonia». En aquella época, Himmler consideraba el
genocidio —«el método bolchevique de exterminación
física»—algo «no alemán e imposible».10
La idea de Himmler de enviar a los judíos europeos
fuera de Europa se focalizó en la isla francesa de
Madagascar. (Adolf Eichmann, que todavía era un
funcionario de rango inferior, pensó en Palestina, que era
un mandato británico.) Reinhard Heydrich, el lugarteniente
de Himmler, sostenía también que el problema de los tres
millones setecientos cincuenta mil judíos que había por
entonces en el territorio alemán ocupado no podía
resolverse mediante la emigración, de modo que se
necesitaba una «solución territorial».11 El problema
radicaba en que, aunque la Francia de Vichy diera su
consentimiento, el «Madagaskar Projekt» no podía
funcionar debido a la superioridad naval de Gran Bretaña.
No obstante, la idea de la deportación de los judíos a una
reserva, donde quiera que estuviera situada, siguió siendo la
opción preferida.12
En marzo de 1941, cuando los ghettos de Polonia
estaban a rebosar, se pensó en la esterilización. Entonces,
al tiempo que se planeaba la Operación Barbarroja, los
jerarcas nazis tuvieron la idea de desplazar a los judíos de
Europa, junto con los treinta y un millones de eslavos, a
alguna zona en el interior de la Unión Soviética, una vez
conseguida la victoria. Eso sería cuando los ejércitos nazis
alcanzaran la línea Arcángel-Astracán, y la Luftwaffe
pudiera dedicarse al bombardeo de largo alcance de las
fábricas soviéticas de armamento y los centros de
comunicaciones que pudieran quedar en los Urales y aún
más allá. Para Hans Frank, el regente del Gobierno
General, la invasión auguraba la posibilidad de deportar a
todos los judíos que habían sido largados a su territorio.
Otros, entre ellos Heydrich, se concentraron en
problemas más inmediatos, particularmente en la
«pacificación» de los territorios conquistados. La idea de
«pacificación» que tenía Hitler estaba muy clara. «La mejor
forma en que puede tener lugar», decía Alfred Rosenberg,
ministro de los territorios del este, «es pegando un tiro a
todo aquel que nos mire mal». No había que procesar a los
soldados por delitos cometidos contra la población civil, a
menos que así lo exigieran taxativamente las necesidades
de disciplina.13
Los altos mandos del ejército, por entonces
subyugados por Hitler a raíz del triunfo sobre Francia del
que habían dudado abiertamente, no pusieron ninguna
objeción. Algunos abrazaron con entusiasmo la idea de
guerra de aniquilación, Vernichtungskrieg, Se había
disipado cualquier sentimiento de escándalo que pudiera
quedar ante las sangrientas acciones perpetradas por la SS
en Polonia. El Generalfeldmarschall von Brauchitsch, que
era el comandante en jefe, colaboró estrechamente con
Heydrich actuando de enlace entre el ejército y la SS
durante la Operación Barbarroja. El ejército alemán
abastecería a los Einsatzgruppen y cooperaría con ellos a
través del oficial de inteligencia de mayor rango de cada
cuartel general del ejército. De ese modo a nivel del alto
mando del ejército y de los estados mayores de mayor
rango nadie podría alegar que no sabía nada de sus
actividades.
La «Shoah por medio de las balas» suele recordarse
por las actividades de los tres mil hombres de los
Einsatzgruppen de la SS. En consecuencia, las matanzas
perpetradas por los once mil hombres integrados en los
veintiún batallones de la Ordnungspolizei, que actuaron
como segunda oleada en la retaguardia de los ejércitos en
avance, a menudo han sido pasadas por alto. Himmler
reunió asimismo una brigada de caballería de la SS y otras
dos brigadas Waffen-SS para que estuvieran en condiciones
de prestar ayuda. El comandante del 1.° Regimiento de
Caballería de la SS era Hermann Fegelein, que en 1944 se
casó con la hermana de Eva Braun y se convirtió así en
miembro del séquito del Führer. Himmler ordenó a su
caballería ejecutar a todos los varones judíos y conducir a
las mujeres a las ciénagas de los pantanos del Pripet. A
mediados de agosto de 1941, la brigada de caballería se
jactaba de haber matado a doscientos rusos en combate y
de haber fusilado a trece mil setecientos ochenta y ocho
civiles, en su mayoría judíos calificados de «saqueadores».
Cada uno de los tres grupos de ejércitos que
participaron en la invasión iba seguido de cerca por un
Einsatzgruppe, Más tarde se añadiría un cuarto grupo de
ejércitos por el sur, en la costa del mar Negro, por detrás
de los ejércitos rumanos y del XI Ejército. El personal de
los Einsatzgruppen era reclutado entre todas las secciones
del imperio de Himmler, incluidos la Waffen-SS, el
Sicherheitsdienst (SD), la Sicherheitspolizei (Sipo), la
Kriminalpolizei (Kripo), y la Ordnungspolizei. Cada
Einsatzgruppe, formado por unos ochocientos hombres,
constaba de dos Sonderkommandos que operaban en
estrecha colaboración por detrás de las tropas y de dos
Einsatzkommandos, un poco más atrás.14
Heydrich ordenó a los comandantes de los
Einsatzgruppen, pertenecientes a la élite intelectual de la
SS —la mayoría de ellos tenían el título de doctor— que
animaran a los grupos antisemitas locales a matar a los
judíos y los comunistas. Estas actividades eran
denominadas «labores de autolimpieza».15 Pero no debían
dar muestras de aprobación oficial por parte de las
autoridades alemanas, ni permitir que esos grupos creyeran
que sus actividades podían garantizarles alguna modalidad
de independencia. Los propios Einsatzgruppen tenían que
ejecutar a los jerarcas del partido comunista, a los
comisarios políticos, a los partisanos y saboteadores y a
«los judíos que ocupen cargos en la administración del
partido y del estado».16 Presumiblemente Heydrich
propuso también que podían y debían ir más allá de estas
categorías, siempre que les pareciera oportuno a la hora de
cumplir con su deber con una «dureza sin precedentes», por
ejemplo fusilando a todos los varones judíos en edad
militar. Pero parece que en esta época no se dio ninguna
indicación oficial que animara a asesinar a mujeres y niños
judíos.
El exterminio de varones judíos dio comienzo en
cuanto los ejércitos alemanes cruzaron la frontera
soviética el 22 de junio. Muchas de las primeras matanzas
fueron llevadas a cabo por antisemitas lituanos y
ucranianos, como había previsto Heydrich. En Ucrania
occidental, fueron ejecutados veinticuatro mil judíos. En
Kaunas fueron asesinados tres mil ochocientos. Los
soldados alemanes sometían a veces a los judíos a estrecha
vigilancia, y luego hacían redadas y torturaban a los
detenidos; a los rabinos les arrancaban la barba o se la
quemaban. Luego los mataban a golpes en medio de las
aclamaciones de la multitud. Los alemanes hicieron correr
la idea de que aquellos asesinatos eran actos de venganza
por las matanzas perpetradas por el NKVD antes de
retirarse. Los Einsatzgruppen y las unidades de la policía
empezaron también a hacer redadas de centenares e incluso
millares de judíos para después asesinarlos.
Las víctimas eran obligadas a cavar sus propias
tumbas, y si alguien no cavaba con la suficiente rapidez le
pegaban un tiro en el acto. Después tenían que quitarse la
ropa, en parte para que sus verdugos pudieran luego
repartírsela, pero en parte también para que comprobaran si
habían escondido en ella objetos de valor o dinero.
Obligadas a ponerse de rodillas al borde de la fosa, les
pegaban un tiro en la nuca, para que el cuerpo cayera hacia
delante directamente en la zanja. Otras unidades de la SS y
de la policía consideraban más limpio obligar al primer
grupo de víctimas a tumbarse en fila en el fondo de la gran
fosa y a continuación las ametrallaban allí mismo. Al
siguiente grupo lo obligaban entonces a tumbarse sobre los
cadáveres de los que ya habían sido ejecutados, las cabezas
de unos sobre los pies de los otros, y a continuación los
ametrallaban. Este sistema se llamaba el método «lata de
sardinas». En algunos casos, los judíos eran congregados
en una sinagoga, a la que luego se prendía fuego. Y al que
intentaba escapar lo acribillaban a balazos.17
Las continuas visitas de Himmler con el fin de dar
ánimos a sus hombres, sin mayor especificación,
contribuyeron a intensificar el proceso. El grupo de «los
judíos que ocupen cargos en la administración del partido y
del estado», que había constituido el primer objetivo,
inmediatamente se amplió a todos los varones judíos en
edad militar, y luego a todos los varones judíos,
independientemente de su edad. A finales de junio y
comienzos de julio, fueron principalmente los grupos
antisemitas locales los que se dedicaron a matar a mujeres
y niños judíos. Pero a finales de julio los Einsatzgruppen,
las brigadas Waffen-SS y las unidades de la policía también
se dedicaron a asesinar regularmente a mujeres y niños
judíos. Contaron con la ayuda, a pesar de las órdenes
expresas de Hitler en contra de armar a los eslavos, de unos
veintiséis batallones de policía reclutados entre la
población local, la mayoría atraídos por la posibilidad de
robar a sus víctimas.
Algunos soldados rasos alemanes e incluso personal
de la Luftwaffe participaron también en los asesinatos,
como descubrirían más tarde los miembros del 7.°
Departamento del NKVD en el curso de los interrogatorios
de los prisioneros alemanes. «Un piloto de la tercera
escuadrilla aérea confesó haber tomado parte en la
ejecución de un grupo de judíos en una aldea cerca de
Berdichev al comienzo de la guerra. Un Gefreiter del 765.°
Batallón de Ingenieros llamado Traxler fue testigo de
ejecuciones de judíos a manos de soldados de la SS cerca
de Rovno y Dubno. Cuando uno de esos soldados comentó
que había sido un espectáculo espantoso, un suboficial de
la misma unidad, de nombre Graff, dijo: "Los judíos son
cerdos y acabar con ellos es demostrar que eres una
persona civilizada"».18
Un día un cabo alemán de una unidad de transporte iba
por casualidad con el suboficial de intendencia de su
compañía y vio a un grupo de «hombres, mujeres y niños
con las manos atadas con alambre que eran conducidos por
la carretera por unos individuos de la SS». Se acercaron a
ver lo que pasaba. A las afueras de la aldea, vieron una zanja
de unos ciento cincuenta metros de largo por otros tres de
profundidad. Habían sido reunidos varios centenares de
judíos. Las víctimas fueron obligadas a tumbarse en la zanja
por filas para que un hombre de la SS situado a cada
extremo pudiera recorrer la fosa acribillándolas a balazos
con una metralleta capturada a los soviéticos. «Luego
obligaron a otro grupo a meterse en la zanja y a tumbarse
encima de los cadáveres. En ese momento una niña —debía
de tener unos doce años— se puso a gritar con voz chillona
y clara: "¡Dejadme vivir, no soy más que una niña!"
Agarraron a la pequeña y la arrojaron a la fosa. A
continuación dispararon».19
Algunos lograron librarse de aquellas matanzas. Como
es natural, quedaron completamente traumatizados por la
experiencia. En el extremo nordeste de Ucrania, Vasily
Grossman conoció a unos de esos afortunados. «Una chica,
una belleza judía que había logrado escapar de los
alemanes. Tiene en los ojos un brillo tremendo, como de
loca», escribió en su cuaderno de notas.20
Parece que los oficiales jóvenes de la Wehrmacht
consintieron el asesinato de niños judíos en mayor medida
que la generación de más edad, sobre todo porque creían
que, si no lo hacían, los que quedaran con vida volverían un
día para vengarse. En septiembre de 1944, fue grabada en
secreto una conversación entre el general de las
Panzertruppen Heinrich Eberbach y su hijo, que servía en
la Kriegsmarine, mientras estaban presos en Gran Bretaña.
«En mi opinión», decía el general Eberbach, «puede incluso
uno llegar a decir que el asesinato de esos millones o los
que sean de judíos fue necesario en interés de nuestro
pueblo. Pero matar a mujeres y niños no era necesario. Eso
es ir demasiado lejos». Su hijo contestó: «Bueno, si vas a
matar a los judíos, mata también a las mujeres y los niños;
o por lo menos a los niños. No hay necesidad de hacerlo
públicamente, pero ¿qué gano yo matando a los
mayores?».21
En general, las formaciones de primera línea no
participaron en las masacres, pero hubo excepciones
notables, especialmente la SS-Division Wiking, en Ucrania,
y algunas divisiones de infantería que tomaron parte en
matanzas como las de Brest-Litovsk. Aunque no cabe duda
de la estrecha colaboración entre la SS y los cuarteles
generales de los grupos de ejércitos, también es cierto que
los oficiales de mayor rango del ejército intentaron
distanciarse de lo que estaba pasando. Se dictaron órdenes
contra los miembros de la Wehrmacht que participaran en
asesinatos masivos o que fueran testigos de ellos, si bien
eran cada vez más los soldados fuera de servicio que
acudían a mirar lo que pasaba y a tomar fotografías de las
atrocidades. Algunos incluso se prestaban voluntarios a
sustituir a los verdugos cuando estos querían descansar un
poco.
Como en Lituania, Letonia y Bielorrusia, también en
Ucrania se generalizaron los asesinatos en masa, a menudo
con la ayuda de hombres del país reclutados como
auxiliares. El antisemitismo había aumentado mucho
durante la gran hambruna de Ucrania porque algunos
agentes soviéticos empezaron a propalar rumores de que
los judíos eran los principales causantes de la falta de
comida, para quitar la responsabilidad a las políticas de
colectivización y de exterminio de los kulaks impuestas
por Stalin. Se utilizaron también voluntarios ucranianos
para vigilar a los prisioneros del Ejército Rojo. «Son
hombres bien dispuestos y se comportan con mucha
camaradería», escribía un Gefreiter, «Suponen un alivio
considerable para nosotros».22
Tras las masacres perpetradas en Lwow y otras
ciudades, los ucranianos prestaron ayuda denunciando y
acorralando a las víctimas del Einsatzgruppe C en
Berdichev, donde había una de las concentraciones más
altas de judíos. Cuando las tropas alemanas entraron en la
ciudad, «los soldados gritaban desde sus camiones: "Jude
k a p u tt!", y agitaban los brazos», descubriría Vasily
Grossman más adelante. Fueron asesinados en sucesivas
tandas más de veinte mil judíos junto a la pista de
aterrizaje. Entre ellos estaba la madre de Grossman, que
pasó el resto de su vida atormentado por los sentimientos
de culpabilidad por no habérsela llevado consigo a Moscú
en el momento en que dio comienzo la invasión alemana.23
Una judía llamada Ida Belozovskaya describió la
escena que se produjo cuando los alemanes entraron en su
ciudad, situada cerca de Kiev, el 19 de septiembre. «La
gente, con las caras alegres, aduladoras, serviles, se habían
situado a ambos lados de la carretera y saludaban a sus
"liberadores". Ese día supe ya que nuestra vida estaba a
punto de acabarse, que nuestra ordalía estaba a punto de
comenzar. Habíamos caído todos en la ratonera. ¿Adónde
podía ir una? No había escapatoria». La gente denunciaba a
los judíos ante las autoridades alemanas no solo por
antisemitismo, sino también por miedo, como atestigua
Belozovskaya.24 Si alguien daba refugio a un judío y los
alemanes lo descubrían, mataban a toda su familia, de modo
que aunque uno simpatizara con los judíos y estuviera
dispuesto a darles de comer, no se atrevía a acogerlos en su
casa.
Si bien el ejército húngaro asociado al Grupo de
Ejércitos Sur de Rundstedt no participó en las matanzas
masivas, los rumanos que atacaron Odessa, ciudad en la que
había una numerosa población judía, cometieron unas
atrocidades espantosas. Ya en el verano de 1941 se dice
que las tropas rumanas habían matado a unos diez mil
judíos cuando recuperaron las zonas de Besarabia y
Bukovina ocupadas por los soviéticos. Hasta los oficiales
alemanes consideraban que la conducta de sus aliados era
caótica e innecesariamente sádica. En Odessa los rumanos
mataron a treinta y cinco mil personas.
El VI Ejército alemán, al mando del
Generalfeldmarschall von Reichenau, el nazi más
convencido de todos los altos mandos del ejército, incluía
entre sus fuerzas a la 1. SS Brigade. Una división de
seguridad del ejército, la Feldgendarmerie, y otras unidades
militares intervinieron también en los asesinatos masivos
sobre la marcha. El 27 de septiembre, poco después de la
toma de Kiev, Reichenau asistió a una reunión con el
comandante de la plaza y algunos oficiales de la SS
pertenecientes al Sonderkommando 42. Se acordó que el
comandante de la plaza pusiera carteles ordenando a los
judíos presentarse para su «evacuación»; tenían que llevar
consigo sus documentos de identidad, dinero, objetos de
valor y ropas de abrigo.
Las intenciones criminales de los nazis se vieron
favorecidas inesperadamente por un curioso efecto
colateral del Pacto Molotov-Ribbentrop. La censura
estalinista había ocultado cualquier indicio del virulento
antisemitismo de Hitler. En consecuencia, cuando los
judíos de Kiev recibieron la orden de presentarse para su
«reasentamiento», acudieron a la convocatoria ni más ni
menos que treinta y tres mil setecientos setenta y uno. El
VI Ejército, que prestaba ayuda con medios de transporte,
esperaba que comparecieran no más de siete mil. El SS
Sonderkommando tardó tres días en matarlos a todos en el
barranco de Babi-Yar, a las afueras de la ciudad.25
Ida Belozovskaya, que estaba casada con un gentil,
relató la concentración de los judíos de Kiev, entre los
cuales estaban algunos miembros de su familia. «El 28 de
septiembre, mi marido y su hermana rusa fueron a ver a mis
infortunados parientes que se disponían a emprender su
último viaje. Les pareció, y todos quisimos creerlo así, que
los bárbaros alemanes se limitarían a enviarlos lejos a
cualquier sitio, y durante varios días la gente siguió
acudiendo en grandes grupos en busca de su "salvación". No
había tiempo para atender a todo el mundo, y a la gente le
decían que volviera al día siguiente (los alemanes no se
mataban a trabajar). Y la gente seguía presentándose al día
siguiente, hasta que les llegaba el turno de irse de este
mundo».
Su marido ruso siguió uno de los convoyes hasta Babi-
Yar para enterarse de lo que estaba pasando. «Esto es lo
que vio a través de una pequeña rendija que había en la tapia,
considerablemente alta. La gente era separada, a los
hombres les decían que fueran por un lado, y a las mujeres
y los niños por otro. Iban todos desnudos (tenían que dejar
sus cosas en otro sitio), y entonces eran abatidos a tiros de
metralleta y de ametralladora. El estruendo del tiroteo
sofocaba los gritos y los lamentos».26
Se ha calculado que más de un millón y medio de
judíos soviéticos escaparon a los escuadrones de la muerte.
Pero la concentración de la mayoría de los judíos de la
URSS en las regiones occidentales, especialmente en las
ciudades y en las poblaciones de mayor tamaño, facilitó
mucho la labor de los Einsatzgruppen, A los mandos de
estas unidades les sorprendió gratamente también el hecho
de que sus compañeros del ejército mostraran tanto
espíritu de colaboración y a menudo incluso deseos de
prestarles ayuda. Se calcula que a finales de 1942, el
número total de judíos asesinados por los Einsatzgruppen
de la SS, la Ordnungspolizei, las unidades antipartisanas y
el propio ejército alemán era superior a un millón
trescientos cincuenta mil.

La «Shoah por medio del gas» tuvo también un desarrollo


desigual. Ya en 1935, Hitler había señalado que en cuanto
empezara la guerra iba a introducir un programa de
eutanasia. Los delincuentes psicóticos, los afectados de
«debilidad mental», los discapacitados y los niños con
defectos de nacimiento fueron incluidos todos en la
categoría nazi de «vidas indignas de ser vividas». El primer
caso de eutanasia fue llevado a cabo el 25 de julio de 1939
por el médico personal de Hitler, el doctor Karl Brandt, a
quien el Führer pidió que creara un comité asesor. Menos
de dos semanas antes de la invasión de Polonia, el ministro
del interior ordenó a los hospitales que notificaran todos
los casos de «nacimientos con deformidades». Más o
menos por esa misma época el proceso de notificación se
extendió a los adultos.27
Los primeros asesinatos de pacientes mentales, sin
embargo, tuvieron lugar en Polonia tres semanas después
de la invasión. Los infelices fueron fusilados en un bosque
cercano. Poco después se produjeron matanzas de otros
enfermos internados en manicomios. De esta manera
fueron asesinadas más de veinte mil personas. Luego
fueron fusilados los pacientes alemanes de Pomerania. Dos
de los hospitales que fueron vaciados de esta forma tan
expeditiva se convirtieron en cuarteles de la Waffen-SS. A
finales de noviembre, estaban ya en funcionamiento
cámaras de gas que utilizaban monóxido de carbono, y
Himmler asistió a una de esas matanzas en el mes de
diciembre. A comienzos de 1940, se habían hecho
experimentos utilizando camiones cerrados
herméticamente como cámaras de gas móviles. Este
sistema se consideró un éxito, porque reducía las
complicaciones del transporte de los pacientes. Al
encargado de su organización se le prometieron diez
Reichsmark por cabeza.
Dirigido desde Berlín, el sistema se amplió a todo el
Reich con el nombre de T4. A los padres de niños
disminuidos psíquicos, algunos de los cuales solo tenían
dificultades de aprendizaje, se les convencía de que sus
hijos iban a estar mejor atendidos en otra institución. Y
luego se les decía que los niños habían muerto de
neumonía. Unos setenta mil niños y adultos alemanes
habían sido asesinados en cámaras de gas en agosto de
1941. Esta cifra incluía ya a los judíos alemanes que
llevaran hospitalizados un tiempo significativo.
La enorme cantidad de víctimas y la poca fiabilidad de
los certificados de defunción impidieron que el programa
de eutanasia pudiera mantenerse en secreto. Hitler ordenó
que se detuviera ese mismo mes de agosto tras las
denuncias presentadas por algunos eclesiásticos,
encabezados por un obispo, el conde Clemens August von
Galen. Pero continuó practicándose una versión encubierta
del mismo, que al final de la guerra supuso el asesinato de
otras veinte mil personas. El personal que había intervenido
en el programa de eutanasia fue reclutado para los campos
de exterminio de Polonia oriental en 1942. Como han
subrayado varios historiadores, el programa de eutanasia
supuso no solo un ensayo de lo que luego sería la Solución
Final, sino que proporcionó también los fundamentos de su
ideal de sociedad racial y genéticamente pura.
Como Hitler no quiso plasmar nunca sobre papel sus
decisiones más controvertidas, los historiadores han
interpretado el lenguaje evasivo y a menudo eufemístico de
los documentos subsidiarios de formas muy distintas al
intentar evaluar el momento exacto en que se tomó la
decisión de emprender la Solución Final. Se ha convertido
en una tarea imposible, especialmente porque el tránsito
hacia el genocidio consistió en simples palabras de ánimo
desde lo alto, de las cuales no hay constancia escrita, y en
una serie de pasos y experimentos no coordinados llevados
a cabo sobre el terreno por diferentes grupos de asesinos.
Da la casualidad curiosamente de que este proceso refleja
la Auftragstaktik del ejército, según la cual una orden
general era traducida en acción por el correspondiente
oficial al mando sobre el terreno.
Algunos historiadores sostienen de manera harto
plausible que la decisión básica de avanzar directamente
hacia el genocidio tuvo lugar en julio o agosto de 1941,
cuando parecía que la Wehrmacht todavía tenía a su alcance
la consecución de una victoria rápida. Otros piensan que no
se tomó hasta el otoño, cuando el avance alemán en la
Unión Soviética se ralentizó de manera perceptible y fue
dando cada vez más la impresión de que la «solución
territorial» era impracticable. Algunos la sitúan incluso
más tarde, y proponen la segunda semana de diciembre,
cuando el ejército alemán se detuvo a las afueras de Moscú
y Hitler declaró la guerra a los Estados Unidos.
El hecho de que cada Einsatzgruppe interpretara su
misión de manera ligeramente distinta indica que no había
sido dada ninguna orden desde una instancia central. Solo a
partir del mes de agosto se convirtió en práctica
generalizada el genocidio total, con el asesinato incluso de
mujeres y niños judíos. También el 15 de agosto, Himmler
fue testigo por primera vez de la ejecución de cien judíos
cerca de Minsk, espectáculo organizado a petición suya por
el Einsatzgruppe B. Himmler no pudo soportar su
contemplación. Después, el Obergruppenführer Erich von
dem Bach-Zelewski subrayaría el detalle de que en aquella
ocasión solo habían fusilado a un centenar de personas.
«Fíjese en los ojos de los hombres de este comando», le
dijo Bach-Zelewski. «¡Qué profundamente conmovidos
están! Esos hombres están acabados para el resto de su
vida. ¿Qué clase de seguidores estamos criando? ¡Una
pandilla de neuróticos o de bestias!» El propio Bach-
Zelewski sufriría de pesadillas y de dolores de estómago,
lo que motivó su hospitalización por orden de Himmler
para que lo tratara el jefe médico de la SS.28
A continuación Himmler pronunció un discurso ante
sus hombres justificando su acción y señaló que Hitler
había dictado una orden para que todos los judíos de los
territorios del este fueran exterminados. Comparó su
trabajo con el de la liquidación de las chinches y las ratas.
Aquella tarde, discutió con Arthur Nebe, el comandante del
Einsatzgruppe, y con Bach-Zelewski las alternativas a los
fusilamientos. Nebe propuso un experimento con
explosivos, al que Himmler dio su aprobación. Resultó un
fracaso cruel, sucio y embarazoso. El siguiente paso fue el
uso de cámaras de gas ambulantes, que utilizaban el
monóxido de carbono proveniente del tubo de escape.
Himmler deseaba encontrar un sistema que resultara más
«humano» para los verdugos. Preocupado por su bienestar
espiritual, invitó a los altos mandos a organizar actos
sociales por las noches con la celebración de conciertos
improvisados. La mayoría de los asesinos, sin embargo,
prefería buscar el olvido bebiendo.
La intensificación de la matanza de judíos coincidió
también con el trato cada vez más brutal dispensado por la
Wehrmacht a los prisioneros de guerra soviéticos, que a
menudo eran incluso asesinados directamente. El 3 de
septiembre, se utilizó por primera vez en una prueba con
prisioneros soviéticos y polacos el insecticida Zyklon B,
desarrollado por el grupo de empresas químicas IG Farben.
Al mismo tiempo, los judíos procedentes de Alemania y de
Europa occidental deportados a territorios del este eran
asesinados cuando llegaban a su destino por agentes de
policía, que aseguraban que era la única forma de hacer
frente a la multitud de gente que les habían endosado. Los
oficiales de mayor graduación de los territorios del este
ocupados por los alemanes, el Reichskommissariat Ostland
(las Repúblicas Bálticas y parte de Bielorrusia), y el
Reichskommissariat Ukraine (Ucrania), no tenían ni idea
de cuál era la política a seguir. No se les haría saber hasta
la Conferencia de Wannsee en enero del año siguiente.
14
LA «GRAN ALIANZA»
(junio-diciembre de 1941)

Churchill fue célebre por su aluvión de ideas de cómo


había que continuar con la guerra. Uno de sus colegas
comentaría que el problema radicaba en que no sabía cuáles
eran las buenas. Pero Churchill no era solo un verdadero
zorro, en el sentido que indicaba Isaiah Berlín. También era
un erizo, con una gran idea desde un principio. Sola, Gran
Bretaña no tenía nada que hacer frente a la Alemania nazi.
El primer ministro era perfectamente consciente de que
necesitaba conseguir que los Estados Unidos entraran en
guerra, como había pronosticado a su hijo Randolph en
mayo de 1940.
Aunque siempre se mostró firme en sus propósitos,
Churchill no perdió tiempo a la hora de establecer una
alianza con el régimen bolchevique que tanto detestaba.
«No me desdiré de nada de lo que he dicho sobre él»,
declaró en un discurso transmitido por radio el 22 de junio
de 1941, tras tener noticia de la invasión de la Unión
Soviética por tropas alemanas. «Pero cualquier cosa que
dijera pierde valor ante el panorama que ahora se nos
presenta». Y más tarde diría a su secretario privado, John
Colville, que «si Hitler invadiera el infierno, yo, como
poco, haría un comentario favorable acerca del diablo en la
Cámara de los Comunes». Con su alocución de aquella
tarde, preparada con el embajador estadounidense, John G.
Winant, se comprometía a proporcionar a la Unión
Soviética «toda la ayuda técnica y económica que nos sea
posible».1 Sus palabras causaron buena impresión en Gran
Bretaña, en los Estados Unidos y en Moscú, aunque Stalin y
Molotov siguieran convencidos de que los británicos
continuaban ocultando la verdadera naturaleza de la misión
de Hess.
Dos días más tarde, Churchill ordenó a Stewart
Menzies, jefe de los servicios secretos de inteligencia, que
enviara los mensajes descifrados por Ultra al Kremlin.
Menzies le advirtió que aquello «sería un gravísimo
error».2 El Ejército Rojo no disponía de un buen sistema
criptográfico, y los alemanes podrían seguir la pista de los
códigos con mucha facilidad. Churchill estuvo de acuerdo,
pero más tarde se pasaría información secreta procedente
de Ultra, debidamente disimulada. Poco después se
negoció un acuerdo de cooperación militar entre los dos
países, aunque a aquellas alturas el gobierno británico no
confiaba en que el Ejército Rojo lograra sobrevivir al
ataque de los nazis.
Churchill se sintió aliviado por el desarrollo de los
acontecimientos en el Atlántico. El 7 de julio, Roosevelt
comunicó al Congreso que fuerzas estadounidenses habían
desembarcado en Islandia para reemplazar a las tropas
británicas y canadienses. El 26 de julio, los Estados Unidos
y Gran Bretaña llevaron a cabo una acción conjunta: la
congelación de los activos japoneses, en represalia por la
ocupación nipona de la Indochina francesa. Los japoneses
querían disponer de unas bases aéreas desde las que poder
atacar la carretera de Birmania, a través de la cual se hacían
llegar pertrechos y provisiones a las fuerzas nacionalistas
chinas. Roosevelt decidió apoyar a los nacionalistas de
Chiang Kai-shek, y una fuerza de pilotos americanos
mercenarios, los llamados «Tigres Voladores», fue
reclutada en los Estados Unidos para encomendarle la
defensa de la carretera de Birmania desde Mandalay. Sin
embargo, las cosas fueron realmente a peor cuando los
Estados Unidos y Gran Bretaña impusieron un duro
embargo a Japón, prohibiendo la venta de petróleo y otros
productos a este país. Los japoneses se encontraban en
aquellos momentos a tiro de piedra de Malaca, Tailandia y
los yacimientos petrolíferos de las Indias Orientales
Neerlandesas, territorios que parecían que iban a
convertirse en el siguiente objetivo de sus ataques. Y no
era de extrañar que Australia se sintiera también
amenazada.
Ningún pretendiente podría haberse preparado mejor
para el cortejo como Churchill en su primera entrevista en
tiempos de guerra, a comienzos de agosto, con el
presidente norteamericano. Por ambas partes se mantuvo
un efectivo secretismo. Churchill y sus acompañantes,
muchos de los cuales ignoraban a dónde iban, embarcaron
en el acorazado Prince of Wales, El primer ministro
llevaba consigo unos urogallos cazados antes de que se
levantara la veda con los que pretendía agasajar al
presidente, así como unos «huevos de oro» en forma de
mensajes descifrados por Ultra para impresionarlo. A
Harry Hopkins, amigo y consejero de Roosevelt que
viajaba con ellos, lo martilleaba a preguntas, pues quería
saber todo lo que pudiera contarle acerca del líder
americano. Churchill no tenía un buen recuerdo de su
primera entrevista con Roosevelt en 1918, cuando no
consiguió causar precisamente muy buena impresión al
futuro presidente.
Roosevelt, junto con sus jefes de estado mayor,
también había tenido que superar algunos problemas para
poder celebrar la entrevista. Con el fin de burlar a la prensa,
había zarpado en el yate presidencial, el Potomac, para
luego subir a bordo del crucero pesado Augusta, que el 6
de agosto, fuertemente escoltado por varios destructores,
puso rumbo a la bahía de Placentia, en la costa de
Terranova, lugar elegido para la reunión. Enseguida nació
un sentimiento de cordialidad entre los dos líderes, y la
celebración de un servicio religioso en la cubierta de popa
del Prince of Wales, cuidadosamente escenificada por
Churchill, causó un profundo impacto emocional. Sin
embargo, Roosevelt, por muy impresionado y encantado
que quedara con el primer ministro, seguía distante. Como
advertiría uno de sus biógrafos, poseía «un talento especial
para tratar a todas sus nuevas amistades como si se
conocieran de toda la vida, una capacidad para crear una
apariencia de confianza que explotaba inexorablemente».3
En interés de la concordia, se evitaron cuestiones
controvertidas, sobre todo las relacionadas con el
imperialismo británico que tanto desaprobaba Roosevelt.
La declaración conjunta firmada por los dos líderes el 12
de agosto, la Carta del Atlántico, prometía la
autodeterminación a un mundo liberado, con la excepción
implícita del mundo sometido al Imperio Británico y,
evidentemente, de la Unión Soviética.
Durante varios días las conversaciones abordaron
distintos y múltiples temas, desde el peligro de que España
se uniera al bando del Eje, hasta la amenaza que suponían
las ambiciones de Japón en el Pacífico. Para Churchill, los
frutos más importantes de aquella entrevista fueron que los
norteamericanos aceptaban proporcionar convoyes de
escolta al oeste de Islandia y bombarderos a Gran Bretaña y
que garantizaban toda la ayuda posible a la Unión Soviética
para que pudiera continuar la guerra. Sin embargo, en los
Estados Unidos Roosevelt debía enfrentarse a una
oposición generalizada a cualquier movimiento que
implicara entrar en guerra con la Alemania nazi. Mientras
regresaba de Terranova, se enteró de que la Cámara de
Representantes había aprobado la Ley del Servicio
Selectivo, que inauguraba el primer reclutamiento forzoso
en tiempos de paz, por solo un voto.
Los aislacionistas americanos se negaban a reconocer
que, con la invasión de la Unión Soviética por parte de los
nazis, la guerra estaba condenada a extenderse más allá de
los límites de Europa. El 25 de agosto, desde Irak, tropas
del Ejército Rojo y fuerzas británicas invadieron un país
neutral, Irán, para asegurarse su petróleo y una vía de
abastecimiento que fuera del golfo Pérsico al Cáucaso y a
Kazajstán. Durante el verano de 1941, en Gran Bretaña
aumentaron los temores de que Japón atacara sus colonias.
Siguiendo los consejos de Roosevelt, Churchill canceló un
ataque planeado por la Dirección de Operaciones
Especiales (SOE por sus siglas en inglés) contra un
mercante japonés, el Asaka Maru, que estaba cargando en
Europa los pertrechos y provisiones necesarios para
mantener activa la máquina de guerra nipona. Gran Bretaña
no podía aventurarse sola a entrar en guerra en el Pacífico
con Japón. Su principal prioridad debía ser asegurar su
posición en el norte de África y en el Mediterráneo. Hasta
que los Estados Unidos no entraran en guerra, Churchill y
sus jefes de estado mayor tendrían que limitarse a
garantizar la supervivencia de su país, creando una fuerza
aérea de bombarderos con la que atacar Alemania y
ayudando a los soviéticos a combatir a las tropas nazis.

Para Stalin, una campaña de intensos bombardeos contra


Alemania era una de las principales ayudas que esperaba
recibir de los Aliados, pues en el verano de 1941 la
Wehrmacht causaba unas pérdidas devastadoras al Ejército
Rojo. También pedía que se invadiera lo antes posible el
norte de Francia para aliviar el frente oriental. En una
reunión celebrada con sir Stafford Cripps cinco días
después de que los alemanes comenzaran la campaña de
Rusia, Molotov intentó que el embajador británico
especificara claramente la magnitud de la ayuda que
Churchill estaba dispuesto a proporcionar. Pero Cripps no
estaba en condiciones de concretar nada. Al cabo de dos
días, el ministro de exteriores soviético volvió a presionar
al embajador británico, instándole a que le diera una
respuesta, después de que se hubieran reunido en Londres
el ministro de abastos de Churchill, lord Beaverbrook, y el
embajador soviético en Inglaterra, Ivan Maisky. Por lo
visto, Beaverbrook, sin consultarlo con los jefes del estado
mayor británico, había hablado con Maisky sobre la
posibilidad de invadir Francia. A partir de aquel momento,
uno de los principales objetivos de la política exterior
soviética sería conseguir de los británicos una promesa en
firme en ese sentido. Los rusos sospechaban, no sin razón,
que los británicos se mostraban reticentes porque creían
que la Unión Soviética no sería capaz de resistir «más de
cinco o seis semanas».4
Un error de cálculo más grave por parte de los
soviéticos envenenó las relaciones de los dos países hasta
comienzos de 1944. Stalin, midiendo a los Aliados por su
propio rasero, esperaba que lanzaran una operación a través
del Canal de la Mancha, fuera cuales fueran las pérdidas y
las dificultades. La reticencia de Churchill a
comprometerse a llevar a cabo una invasión del noroeste de
Europa suscitaba en el líder soviético la sospecha de que
Gran Bretaña pretendía que el Ejército Rojo cargara con el
peso de la guerra. Había, por supuesto, mucho de cierto en
ello, así como mucha hipocresía por parte de los rusos,
pues el propio Stalin había abrigado la esperanza de que los
capitalistas occidentales y los alemanes nazis se enzarzaran
en una lucha a muerte en 1940. Sin embargo, el dictador
soviético no supo entender en absoluto las presiones a las
que se veían sometidos los gobiernos democráticos. Creía
erróneamente que Churchill y Roosevelt tenían un poder
absoluto en sus respectivos países. El hecho de que
hubieran de rendir cuentas de sus actos a la Cámara de los
Comunes o al Congreso, o que prestaran atención a la
prensa, era, en su opinión, una excusa patética. Para él era
inconcebible que Churchill pudiera verse realmente
obligado a dimitir si ponía en marcha una operación que
acabara saldándose con un número espectacular de bajas.
Después de pasarse décadas leyendo de manera
obsesiva, Stalin tampoco logró entender ni siquiera la
esencia de la estrategia tradicional británica de guerra
periférica, de la que ya hemos hablado. Gran Bretaña no era
una potencia continental. Seguía confiando en su poderío
naval y en coaliciones para mantener un equilibrio de poder
en Europa. Con la notable excepción de la Primera Guerra
Mundial, trataba de evitar su participación en una gran
confrontación por tierra hasta que ya se vislumbrara el final
de la guerra. Churchill tenía la firme determinación de
seguir este modelo, aunque sus aliados estadounidenses y
soviéticos fueran partidarios de la doctrina diametralmente
opuesta de afrontar un enfrentamiento masivo y rotundo lo
antes posible.
El 28 de julio, dos semanas después de la firma del
acuerdo anglo-soviético, Harry Hopkins llegó a Moscú en
misión de reconocimiento, siguiendo instrucciones de
Roosevelt. Tenía que averiguar qué necesitaba la Unión
Soviética para continuar la guerra, tanto a corto como a
largo plazo. Las autoridades soviéticas enseguida le
dedicaron toda su atención. Hopkins puso en tela de juicio
los informes siempre pesimistas del agregado militar
norteamericano en Moscú, que consideraba que el Ejército
Rojo no tardaría en caer. Pronto se convenció de que la
Unión Soviética iba a ser capaz de resistir.
La decisión de Roosevelt de ayudar a la Unión
Soviética no solo fue un acto de autenticidad, sino también
de generosidad. El programa de préstamo y arriendo a los
soviéticos tardó en ponerse en marcha, para exasperación
del presidente norteamericano, pero su envergadura sería
un factor decisivo en la victoria final de la URSS (un hecho
que aún hoy día muchos historiadores rusos se niegan a
reconocer). Aparte de acero de primera calidad, de cañones
antiaéreos, de aviones y de cantidades ingentes de
alimentos que sirvieron para salvar al pueblo ruso de la
hambruna en el invierno de 1942-1943, la mayor
aportación norteamericana fue dotar de movilidad al
Ejército Rojo. Sus espectaculares avances de los siguientes
años fueron posibles gracias exclusivamente a los jeeps y
camiones estadounidenses.
En cambio, la retórica de Churchill prometiendo
ayuda nunca se tradujo en hechos, en gran medida debido a
la precariedad económica de Gran Bretaña y a la obligación
de cubrir sus necesidades más básicas. Buena parte del
material proporcionado era obsoleto o poco apropiado.
Los abrigos del ejército británico resultaban inútiles en el
invierno ruso, las tachuelas y los revestimientos de hierro
de sus botas propiciaban la congelación de los pies, los
tanques Matilda eran claramente inferiores a los T-34
soviéticos, y los pilotos del Ejército Rojo se mostraban
muy críticos con el rendimiento de los Hurricane de
segunda mano recibidos y preguntaban por qué no habían
enviado en su lugar aviones Spitfire.
La primera conferencia importante celebrada entre los
Aliados occidentales y la Unión Soviética tuvo lugar en
Moscú a finales de septiembre, poco después de que lord
Beaverbrook y Averell Harriman, en representación de
Roosevelt, llegaran a Arkángel a bordo del crucero
Lincoln, Stalin los recibió en el Kremlin, e inmediatamente
comenzó a enumerar todo el equipamiento militar y los
vehículos que necesitaba la Unión Soviética. «El país que
pueda producir más motores será el que al final se alce con
la victoria», dijo.5 Luego sugirió a Beaverbrook que Gran
Bretaña también tendría que enviar tropas para ayudar en la
defensa de Ucrania, propuesta que evidentemente dejó
desconcertado al amigo y compinche de Churchill.
Stalin, incapaz de olvidarse por un momento del
asunto de Hess, comenzó a formular preguntas a
Beaverbrook acerca del ayudante de Hitler y de lo que este
había dicho tras llegar a Inglaterra. El líder soviético volvió
a sorprender a sus invitados cuando sugirió que debían
hablar sobre los acuerdos de posguerra. Quería que se
reconocieran las fronteras soviéticas de 1941, que incluían
los estados bálticos, Polonia oriental y Besarabia en la
URSS. Beaverbrook no quiso abordar un tema del que era
muy prematuro hablar, sobre todo en un momento como
aquel en el que los ejércitos alemanes se encontraban a
menos de cien kilómetros del lugar en el que estaban
sentados en el Kremlin. Aunque no lo sabía, lo cierto es
que el día anterior el II Ejército Acorazado de Guderian
había comenzado la primera fase de la Operación Tifón
contra Moscú.

Los diplomáticos británicos estaban exasperados e


indignados por las constantes pullas de Stalin, que no
paraba de decir que su país «se negaba a poner en marcha
operaciones militares activas contra la Alemania
hitleriana», mientras tropas británicas y de la
Commonwealth luchaban con arrojo en el norte de África.
Pero a ojos de los soviéticos, con la amenaza que suponían
los tres grupos de ejército alemanes que se habían
adentrado en su territorio, los combates en los alrededores
de Tobruk y la frontera libia eran simples escaramuzas.
Poco después de que Alemania se lanzara a la invasión
de la Unión Soviética, Rommel comenzó a planear un
nuevo ataque contra el puerto sitiado de Tobruk, convertido
en pieza fundamental de la guerra en el norte de África. Lo
necesitaba para abastecer a sus tropas y eliminar cualquier
amenaza en su retaguardia. Tobruk estaba en manos de la
70.ª División británica, que contaba con el refuerzo de una
brigada polaca y un batallón checo.
Durante el verano, con su brillante reflejo propio de
los espejismos bajo un cielo abrasador, había comenzado
en el desierto una especie de guerra de broma, con apenas
unos cuantos enfrentamientos aislados a lo largo de las
alambradas de la frontera libia. Las patrullas de
reconocimiento británicas y alemanas charlaban por radio
unas con otras, en cierta ocasión lamentando la llegada de
un nuevo oficial alemán que había obligado a sus hombres a
abrir fuego después de que se hubiera acordado tácitamente
no disparar. Para los soldados de infantería de uno y otro
bando la vida resultaba menos entretenida en aquellas
condiciones, pues disponían solo de un litro de agua al día
para beber y asearse. En sus trincheras tenían que aprender
a convivir con escorpiones, pulgas y las agresivas moscas
del desierto que cubrían todos los alimentos y todas las
partes desnudas del cuerpo. La disentería se convirtió en un
grave problema, especialmente en el bando alemán. Pero
incluso los defensores de Tobruk andaban escasos de agua
después de que los Stuka enemigos hubieran destruido la
planta desalinizadora. La propia ciudad estaba en ruinas tras
sufrir intensos bombardeos, y el puerto medio lleno de
barcos hundidos. Solo la determinación y el arrojo de la
Marina Real mantenían a las fuerzas aliadas abastecidas.
Los hombres de la brigada australiana se ponían a cambiar
su botín de guerra por cerveza con los suboficiales navales
en cuanto llegaba un barco.
Rommel tenía un problema mucho más grave para
abastecer a sus tropas a través del Mediterráneo. Entre
enero y finales de agosto de 1941, los británicos habían
hundido cincuenta y dos barcos de las fuerzas del Eje, y
dañado otros treinta y ocho.6 En septiembre, el submarino
Upholder de la Marina Real echó a pique dos grandes
naves de pasajeros que transportaban soldados de refuerzo.
(Los veteranos del Afrika Korps comenzaron a llamar el
Mediterráneo «la piscina alemana».)7 Fue entonces cuando
se hizo evidente que la decisión de las fuerzas del Eje de
posponer la conquista de Malta en 1940 había sido un
verdadero error. Ese mismo año, unos meses antes, la
Kriegsmarine había recibido especialmente con
consternación la noticia de que Hitler insistía en que las
fuerzas aerotransportadas fueran utilizadas para lanzar un
ataque contra Creta en lugar de Malta, pues el Führer temía
que los aliados pudieran realizar incursiones aéreas contra
los yacimientos petrolíferos de Ploesti. Desde entonces, la
estrategia de bombardear constantemente los aeródromos
de Malta y el Gran Puerto de La Valletta, en vez de invadir
directamente la isla, había resultado muy poco efectiva.
La interceptación de los sistemas de codificación de
la Armada italiana supuso para los británicos grandes
recompensas. El 9 de noviembre, la Fuerza K, que se
dirigía a Malta con dos destructores y los cruceros ligeros
Aurora y Penelope, avistó un convoy cuyo destino era
Trípoli. Aunque dicho convoy iba escoltado por dos
cruceros pesados y diez destructores, los navíos británicos
se lanzaron contra él por la noche con la ayuda de los
radares. En menos de treinta minutos, los tres buques de
guerra de la Marina Real echaron a pique los siete
mercantes y un destructor sin sufrir daño alguno. Los altos
mandos de la Kriegsmarine quedaron lívidos cuando se
enteraron de lo ocurrido y amenazaron con asumir el
control de las operaciones navales italianas. El Afrika
Korps adoptaría una postura paternalista similar ante sus
aliados. «A los italianos hay que tratarlos como a niños»,
decía en una carta a los suyos un teniente de la 15.ª
División Panzer. «No son buenos soldados, pero son los
mejores camaradas. Puedes conseguir de ellos todo lo que
quieras».8
Tras los numerosos aplazamientos del envío de unas
provisiones largamente esperadas, pero que nunca
llegarían, Rommel fijó el ataque contra Tobruk para el 21
de noviembre. Aunque no daba crédito a los informes
italianos que hablaban de que los británicos estaban a punto
de lanzar una gran ofensiva, decidió dejar la 21.ª División
Panzer a medio camino entre Tobruk y Bardia por si
ocurría algo. Este hecho probablemente lo dejara sin los
efectivos necesarios para atacar con éxito la ciudad de
Tobruk. En cualquier caso, el 18 de noviembre, tres días
antes de la fecha prevista por Rommel para asaltar el
importante puerto, la formación recientemente bautizada
como VIII Ejército británico, a las órdenes del teniente
general sir Alan Cunningham, cruzó la frontera libia,
poniendo en marcha la Operación Crusader. Tras avanzar de
noche bajo el estricto silencio de las radios, y permanecer
oculto durante el día bajo las tormentas de arena y las
tormentas eléctricas, el VIII Ejército consiguió coger al
enemigo por sorpresa.
En aquellos momentos el Afrika Korps estaba
compuesto por la 15.ª y la 21.ª División Panzer y otra
formación combinada que más tarde recibiría el nombre de
90.ª División Ligera y que incluía un regimiento de
infantería, cuyos efectivos eran principalmente veteranos
alemanes de la Legión Extranjera francesa. Sin embargo,
debido a la mala alimentación y a las enfermedades, al
Afrika Korps, un ejército formado en principio por
cuarenta y cinco mil efectivos, le faltaba once mil hombres
en sus unidades de vanguardia. La desastrosa gestión de sus
suministros afectaba también a sus divisiones acorazadas
que, con doscientos cuarenta y nueve carros, necesitaban
urgentemente la llegada de reemplazos. Los italianos tenían
desplegadas en la zona la División Acorazada Ariete y tres
divisiones semimotorizadas.
Los británicos, por su parte, estaban, por una vez, bien
pertrechados, con sus trescientos carros de combate
Cruiser y sus trescientos tanques ligeros americanos
Stuart, a los que llamaban «Honey», y con sus más de cien
carros blindados Matilda y Valentine. La Desert Air Force,
o Fuerza Aérea del Desierto (DAF por sus siglas en inglés),
contaba con quinientos cincuenta aviones utilizables para
enfrentarse a la Luftwaffe, que solo disponía de setenta y
seis aparatos. Ante una superioridad tan abrumadora,
Churchill confiaba en alzarse con una victoria largamente
anhelada, sobre todo porque necesitaba urgentemente un
éxito con el que calmar a Stalin. Sin embargo, aunque los
británicos estaban por fin bien pertrechados, sus armas eran
decididamente inferiores a las de los alemanes. Los nuevos
Stuart y los tanques Cruiser, con sus cañones de 40 mm, no
tenían nada que hacer ante los cañones alemanes de 88 mm,
«el largo brazo» del Afrika Korps, capaces de dejarlos
completamente inutilizados antes incluso de formar para
responder al fuego. Solo el cañón de campaña de 87,6 mm
británico conseguía unos resultados espectaculares, y los
comandantes habían aprendido por fin a utilizarlo en
terrenos despejados para repeler el ataque de los tanques
alemanes. Las fuerzas nazis lo llamaban «Ratsch-bum».
El plan de los británicos consistía en concentrar el
XXX Cuerpo, con el grueso de los vehículos blindados,
para atacar por el noroeste desde la frontera libia. Con
estas fuerzas se pretendía derrotar a las divisiones panzer
alemanas para luego avanzar hacia Tobruk y liberar la
ciudad del asedio. La 7.ª Brigada Acorazada debía ser la
punta de lanza de la 7.ª División Acorazada en su avance
hacia Sidi Rezegh, localidad situada en una escarpa, al
sureste del perímetro defensivo de Tobruk. Por la derecha,
el XIII Cuerpo debía encargarse de las posiciones alemanas
que se encontraban cerca de la costa, en la zona del paso de
Halfaya y Sollum. En principio, se suponía que el VIII
Ejército iba a aguardar a que Rommel comenzara su ataque
a Tobruk, pero Churchill se negó a autorizar al general
Auchinleck a esperar más tiempo.
La 7.ª Brigada Acorazada llegó a Sidi Rezegh, ocupó
el aeródromo y capturó diecinueve aviones antes de que los
alemanes pudieran reaccionar. Pero a su izquierda, la 22.ª
Brigada Acorazada fue atacada por sorpresa por la División
Ariete, y a su derecha, la 4.ª Brigada Acorazada dio de
bruces con efectivos de la 15.ª y la 21.ª División Panzer,
que avanzaban hacia el sur desde la Vía Balbia, la carretera
de la costa. Afortunadamente para los británicos, los
alemanes andaban escasos de combustible, cuyo consumo
era enorme en un terreno como aquel. Un oficial
neozelandés describiría el desierto de Libia como «una
gran llanura pelada y desnuda, salpicada de arbustos
espinosos, con hectáreas de estériles pedregales, franjas de
blanda arena y retorcidos uadis de escasa profundidad».9
También parecía cada vez más un vertedero de basura
militar, lleno de latas de comida, bidones de gasolina
vacíos y restos de vehículos incendiados.
El 21 de noviembre, el general Cunningham, llevado
por un exceso de optimismo, decidió romper el cerco de
Tobruk, aunque no hubiera comenzado la destrucción de la
fuerza panzer alemana. Su audacia tuvo gravísimas
consecuencias, tanto para los sitiados como para la 7.ª
Brigada Acorazada, uno de cuyos regimientos perdió tres
cuartas partes de sus tanques a manos de un batallón de
reconocimiento alemán perfectamente pertrechado de
cañones de 88 mm. La 7.ª Brigada Acorazada no tardaría en
ver amenazada su retaguardia por las dos formaciones
panzer, que al final, al caer la noche, dejaron reducido a
veintiocho el número de sus carros de combate.
Despreciando las pérdidas sufridas, Cunningham pasó
a la siguiente fase de la operación, ordenando el avance del
XIII Cuerpo hacia el norte, para que se colocara tras las
posiciones italianas que salpicaban la frontera. La acción
fue puesta en marcha con gran determinación por la
División de Nueva Zelanda del general Freyberg, y contó
con el apoyo de una brigada de tanques Matilda.
Cunningham también dispuso que se volviera a intentar
romper el cerco de Tobruk. Pero la 7.ª Brigada Acorazada,
atacada por los dos flancos en Sidi Rezegh, apenas contaba
en aquellos momentos con diez tanques. Y la 22.ª Brigada
Acorazada, que había llegado en su ayuda, disponía solo de
treinta y cuatro carros de combate. Así pues, estas dos
formaciones se vieron obligadas a retirarse hacia el sur
hasta alcanzar la posición defensiva de la 5.ª Brigada
Sudafricana. Rommel quería aplastarlas con sus divisiones
panzer por un lado y la División Ariete por otro.
El 23 de noviembre, que por ser el último domingo
antes de Adviento los alemanes celebraban su día de
difuntos, o Totensonntag, comenzó al sur de Sidi Rezegh
una batalla de envolvimiento contra la 5.ª Brigada
Sudafricana y los restos de las dos brigadas acorazadas
británicas. Fue una victoria pírrica para los alemanes. La
formación sudafricana quedó prácticamente aniquilada,
pero no sin antes conseguir, con el apoyo de la 7.ª Brigada
Acorazada, que los agresores pagaran un elevadísimo
precio por aquella acción. Los alemanes perdieron setenta
y dos tanques, que serían difíciles de sustituir, y a un gran
número de oficiales y suboficiales. En el este, La 7.ª
División India y los neozelandeses también libraron varias
batallas que resultaron provechosas, pues estos últimos
lograron capturar parte del estado mayor del Afrika Korps.
Como los británicos habían perdido tantísimos
tanques, Cunningham quiso que sus fuerzas se replegaran,
pero Auchinleck lo desautorizó. Le dijo a Cunningham que
continuara la operación al precio que fuera. Fue una
decisión valiente y acertada, como quedaría demostrado
por el desarrollo de los acontecimientos. A la mañana
siguiente, Rommel, ansioso por ver completada la
destrucción de la 7.ª División Acorazada y obligar al
enemigo a emprender una retirada general, se dejó llevar
por el afán de la victoria. En persona, condujo a la carrera a
su 21.ª División Panzer hasta la frontera, pensando que iba
a poder rodear a casi todos los efectivos del VIII Ejército.
Pero su decisión provocó un verdadero caos, con órdenes
contradictorias y comunicaciones deficientes. En el
camino, su vehículo de mando sufrió una avería, y Rommel
se encontró sin contacto por radio y atrapado en el lado
egipcio de la espesa alambrada que recorría la línea
fronteriza. Su insistencia en colocarse a la cabeza de las
tropas creó importantes problemas en aquella batalla tan
compleja.
El 26 de noviembre, Rommel recibió del cuartel
general del Afrika Korps la noticia de que la División de
Nueva Zelanda, con el apoyo de otra brigada acorazada de
tanques Valentine, había recuperado el aeródromo de Sidi
Rezegh en su avance hacía Tobruk. La 4.ª Brigada
neozelandesa también había capturado el de Kambut, lo que
significaba que la Luftwaffe se había quedado sin bases
aéreas avanzadas. Ese mismo día, un poco más tarde, la
guarnición de Tobruk conseguía unirse a las fuerzas de
Freyberg.
El precipitado avance de Rommel hacia la frontera
había sido una grave equivocación. Sus hombres se hallaban
exhaustos, y la 7.ª División Acorazada estaba rearmándose
con la mayoría de los doscientos tanques de reserva. Y el
27 de noviembre, cuando las tropas alemanas regresaban de
su inútil asalto, tuvieron que soportar los constantes
ataques de los cazas Hurricane de la Fuerza Aérea del
Desierto, que en aquellos momentos gozaba de
superioridad en el cielo.
Auchinleck decidió relevar a Cunningham, pues
consideraba que carecía de la suficiente agresividad, y
quien, en cualquier caso, estaba ya al borde de una crisis
nerviosa. Lo sustituyó por el general de división Neil
Ritchie. Ritchie renaudó el ataque por el oeste,
aprovechándose de la escasez de provisiones de Rommel.
Los italianos habían advertido una vez más a Rommel que
solo podía contar con la llegada de las municiones, las
raciones de comida y el combustible estrictamente
necesarios. Y, sin embargo, la Armada italiana volvió a
confiar en sus posibilidades cuando consiguió transportar
más provisiones y pertrechos de los previstos hasta
Bengasi. Se recurrió a los submarinos italianos para llevar a
Darna las municiones que se necesitaban con tanta
urgencia, y el crucero ligero Cadorna fue transformado en
un buque cisterna. La Kriegsmarine se vio de repente
gratamente sorprendida por los esfuerzos de su aliado.
El 2 de diciembre de 1941, Hitler dio instrucciones
para que inmediatamente se procediera al traslado de la II
Ala Aérea, que debía abandonar el frente oriental para
dirigirse a Sicilia y el norte de África. Estaba firmemente
decidido a apoyar a Rommel, y quedó horrorizado al
conocer la crítica situación de los suministros por culpa de
los ataques británicos contra los convoyes de las fuerzas
del Eje. Ordenó al almirante Raeder que enviara
veinticuatro submarinos al Mediterráneo. Raeder
comentaría en tono de queja que «el Führer está dispuesto a
abandonar prácticamente la guerra de los submarinos en el
Atlántico para solucionar los problemas que nos acosan en
el Mediterráneo».10 Hitler hizo caso omiso de los
argumentos de Raeder cuando este le expuso que la
mayoría de los barcos de transporte de las fuerzas del Eje
estaban siendo hundidos por la aviación y los submarinos
aliados, por lo que los Unterseeboote no eran la mejor
arma para proteger los convoyes de Rommel. Sin embargo,
al final, los sumergibles alemanes conseguirían infligir
graves daños a la Marina Real. En noviembre hundieron en
aguas del Mediterráneo el portaaviones británico Ark
Ro ya l, y poco después un acorazado, el Barham, Se
produjeron más incidentes, y la noche del 18 de diciembre
un grupo de buzos italianos, capitaneado por el príncipe
Borghese, penetró en el puerto de Alejandría para echar a
pique dos acorazados británicos, el Queen Elizabeth y el
Va lia n t, y un buque cisterna noruego. El almirante
Cunningham se quedó sin grandes barcos de guerra —los
llamados «buques capitales»— en el Mediterráneo. Este
episodio no habría podido producirse en un momento peor,
pues tuvo lugar ocho días después de que la aviación
japonesa hundiera el acorazado Prince of Wales y el
crucero de batalla Repulse frente a las costas de Malaca.
A pesar de la mejora experimentada por las fuerzas del
Eje en el Mediterráneo, la solicitud formulada por Rommel
el 6 de diciembre, pidiendo nuevos vehículos y armamento
y el envío de tropas de refuerzo, estaba condenada a ser
rechazada por el OKW y el OKH en un momento tan
crítico como aquel para el frente oriental. El 8 de
diciembre, Rommel levantó el sitio de Tobruk y empezó la
retirada a la línea de Gazala, situada a más de sesenta
kilómetros al oeste. Luego, durante el resto del mes de
diciembre y los primeros días de enero, abandonó
Cirenaica y se replegó a la línea desde la que había
empezado su acción el año anterior.
Los británicos celebraron el triunfo de la Operación
Crusader, pero fue un éxito temporal, debido
principalmente a la superioridad de sus fuerzas, y no desde
luego a la superioridad de su táctica. Su principal error
había sido no mantener unidas las brigadas acorazadas.
Habían perdido más de ochocientos tanques y trescientos
aviones. Y cuando el VIII Ejército llegó a la frontera de
Tripolitania, un año después de su victoria sobre los
italianos, ya estaba muy debilitado, con unas líneas de
abastecimiento excesivamente largas. En los vaivenes de la
campaña del norte de África, y ante las demandas urgentes
que llegaban de Extremo Oriente, las fuerzas del imperio
británico eran vulnerables y podían sufrir una nueva derrota
en 1942.

Antes incluso de que comenzara la guerra en Extremo


Oriente, el gobierno británico consideraba que ya tenía
muchos frentes abiertos. Luego, el 9 de diciembre, Stalin
presionó a Gran Bretaña para que declarara la guerra a
Finlandia, a Hungría y a Rumania, pues eran países aliados
de Alemania en el frente oriental. Pero el afán de Stalin por
lograr que sus nuevos aliados occidentales accedieran a
respetar sus exigencias fronterizas una vez acabada la
guerra, antes incluso de que hubiera comenzado la batalla
por Moscú, puede considerarse en parte un intento por
ocultar una contradicción vergonzosa. En las prisiones y
los campos de trabajo soviéticos seguía habiendo más de
doscientos mil soldados polacos capturados durante la
operación conjunta llevada a cabo por el dictador soviético
con la Alemania nazi. En aquellos momentos los polacos
eran aliados, y su gobierno en el exilio estaba reconocido
por Washington y Londres. Con firmeza y determinación,
los representantes del general Sikorski, respaldados por el
gobierno de Churchill, lograron convencer al reticente
régimen soviético de que el NKVD debía liberar a sus
prisioneros de guerra polacos para crear con ellos un nuevo
ejército.
A pesar de los constantes obstáculos que siguieron
poniendo los oficiales soviéticos, los polacos recién
liberados empezaron a unirse para formar unidades armadas
a las órdenes del general Wladyslaw Anders, que había
pasado los últimos veinte meses encerrado en la Gran
Lubyanka. A comienzos de diciembre, se pasó revista al
ejército de Anders cerca de Saratov, ciudad situada a orillas
del Volga. Fue un acontecimiento lleno de situaciones
irónicas, y marcado por el resentimiento, como atestigua el
escritor llya Ehrenburg. El general Sikorski llegó
acompañado de Andrei Vyshinsky. El famoso fiscal general
en las farsas judiciales del Gran Terror había sido elegido
por sus orígenes polacos. «Alzando su copa, brindó con
Sikorski, sin dejar de sonreír con afecto», cuenta
Ehrenburg. «Entre los polacos había muchos hombres con
la mirada seria, llena de resentimiento por lo que habían
pasado; algunos de ellos no pudieron reprimirse y
admitieron que nos odiaban... Sikorski y Vyshinsky se
llamaban «aliados» el uno al otro, pero detrás de sus
cordiales palabras podía percibirse claramente un
sentimiento de hostilidad».11 El odio y la desconfianza de
Stalin hacia los polacos no habían cambiado salvo en
apariencia, como demostraría el curso de los
acontecimientos.
15
LA BATALLA DE MOSCÚ
(septiembre-diciembre de
1941)

El 21 de julio de 1941, la Luftwaffe bombardeó la capital


soviética por primera vez. El joven médico Andrei
Sakharov, a la sazón detector de incendios en la
universidad, se pasaba casi todas las noches «en el tejado
vigilando mientras los reflectores y las balas trazadoras
iban y venían por el agitado cielo de Moscú».1 Pero, tras
las pérdidas sufridas en la batalla de Inglaterra, las
formaciones de bombarderos alemanes seguían estando
muy mermadas. Incapaces de infligir graves daños a la
ciudad, volvieron a dedicarse a realizar operaciones de
apoyo para las fuerzas terrestres.
Una vez que el Grupo de Ejércitos Centro tuvo que
detenerse para concentrar sus actividades sobre Leningrado
y Kiev, Hitler se dejó finalmente convencer y ordenó
lanzar una gran ofensiva contra Moscú. Sus generales
tenían opiniones encontradas. La gran maniobra de
envolvimiento al este de Kiev había vuelto a insuflar en
ellos una sensación de triunfo, pero la vastedad del
territorio, la extensión de sus líneas de comunicación y las
inesperadas dimensiones del Ejército Rojo los hacían
sentirse incómodos. Ahora eran pocos los que creían que la
victoria se consiguiera ese año. Temían que llegara el
invierno ruso, para el cual se hallaban espantosamente mal
preparados. Sus divisiones de infantería tenían escasez de
botas después de marchar centenares y centenares de
kilómetros, y se había hecho muy poco para abastecerlas de
ropas de abrigo, pues Hitler había prohibido todo tipo de
discusión al respecto. Las unidades blindadas sufrían una
grave escasez de tanques y motores de recambio, que
habían quedado dañados por el espeso polvo. Sin embargo,
para desesperación de sus altos mandos, Hitler se mostraba
reacio a proporcionarles reservas. La gran ofensiva contra
Moscú, la Operación Tifón, no estuvo lista hasta finales de
septiembre. Se había retrasado porque el 4.° Panzergruppe
del Generaloberst Erich Hoepner había quedado atrapado
en el punto muerto de la ofensiva contra Leningrado. El
Grupo de Ejércitos Centro del Generalfeldmarschall von
Bock sumaba un millón y medio de hombres, entre los
cuales había tres cuerpos blindados bastante debilitados. Se
enfrentaban al Frente de la Reserva del mariscal Semion
Budenny y al Frente de Briansk del coronel general Andrei
Yeremenko. El Frente del Oeste del coronel general Ivan
Konev formaba una segunda línea por detrás de los
ejércitos de Budenny. Doce de sus divisiones estaban
formadas por milicianos lamentablemente armados y faltos
de entrenamiento, muchos de ellos estudiantes y
profesores de la Universidad de Moscú. «La mayoría de los
milicianos llevaban abrigos y sombreros de paisano»,
escribía uno de ellos. Cuando desfilaban por las calles, los
transeúntes pensaban que eran partisanos a punto de ser
enviados a luchar a retaguardia de los alemanes.2
El 30 de septiembre, en medio de la niebla matutina
del otoño, dio comienzo la fase preliminar de la Operación
Tifón, cuando el 2.° Ejército Panzer de Guderian se lanzó
al ataque por el nordeste en dirección a la ciudad de Orel,
situada a más de trescientos kilómetros al sur de Moscú. El
cielo no tardó en aclarar, permitiendo que la Luftwaffe
despegara para prestar apoyo a las puntas de lanza
blindadas. El carácter repentino del ataque sembró el
pánico en las zonas rurales.
«Creía haber visto una retirada», escribió Vasily
Grossman en su cuaderno de notas, «pero no había visto
nunca nada como lo que estoy viendo ahora... ¡Un éxodo!
¡Un éxodo bíblico! Los vehículos avanzan en filas de a
ocho, y se oye el violento estruendo de decenas de
camiones que intentan sacar sus ruedas del barro todos a la
vez. Grandes rebaños de ovejas y vacas son conducidos a
través de los campos. Van seguidos de caravanas de
carretas tiradas por caballos, miles de carromatos
cubiertos de arpilleras de colores. Hay también multitudes
de personas a pie con sacos, hatillos, maletas... Cabezas de
niños, rubios y morenos, asoman por debajo de los toldos
improvisados que cubren las carretas, y también pueden
verse las barbas de los judíos ancianos, así como las
cabelleras morenas de las niñas y las mujeres judías. ¡Qué
silencio en sus ojos, qué dolor tan lúcido, qué sensación de
fatalidad, de catástrofe universal! Al atardecer, el sol sale
entre los múltiples estratos de nubes azules, negras y
grises. Sus rayos son larguísimos, y se extienden desde lo
alto del cielo hasta el suelo, como en los cuadros de Doré
que representan esas terribles escenas bíblicas en las que
las fuerzas celestiales golpean la Tierra».3
El 3 de octubre llegaron a Orel rumores de la rapidez
del avance enemigo, pero los altos mandos de la ciudad se
negaron a creer los informes y se limitaron a seguir
bebiendo. Desesperados por aquella funesta complacencia,
Grossman y sus compañeros emprendieron la marcha hacia
Briansk, temiendo que los tanques alemanes hicieran su
aparición de un momento a otro. Pero habían salido justo a
tiempo. La punta de lanza de Guderian entró en Orel a las
18:00 horas, y los primeros panzer se cruzaron con los
tranvías.
El día antes, el 2 de octubre, más al norte, también había
dado comienzo la primera fase de la Operación Tifón. Tras
un breve bombardeo y la creación de una cortina de humo,
el 3.er y el 4.° Panzergruppen se abrieron paso por la
fuerza a uno y otro extremo del Frente de la Reserva, al
mando del mariscal Budenny. Budenny, otro oficial de
caballería amigo de Stalin desde los tiempos de la guerra
civil, era un payaso con grandes bigotes y un borracho
incapaz de encontrar su propio cuartel general. El jefe de
estado mayor de Konev se encargó de lanzar el
contraataque del Frente del Oeste con tres divisiones y dos
brigadas de tanques, pero fueron rebasadas. Las
comunicaciones quedaron interrumpidas, y al cabo de seis
días los dos Panzergruppen habían rodeado a cinco
ejércitos de Budenny y se habían reunido en Viazma. Los
tanques alemanes se dedicaron a perseguir a los soldados
del Ejército Rojo, intentando aplastarlos bajo sus ruedas.
Aquello se convirtió en una especie de deporte.4
El Kremlin no tenía mucha información acerca del
caótico desastre que estaba teniendo lugar por el oeste.
Hasta el 5 de octubre la Stavka no recibió un informe de un
piloto de cazas que había avistado una columna de
vehículos blindados alemanes de veinte kilómetros de
longitud avanzando hacia Yukhnov. Nadie se atrevió a darle
crédito. Se enviaron otros dos vuelos de reconocimiento, y
los dos confirmaron el avistamiento, pero Beria siguió
amenazando con mandar a su comandante ante un tribunal
del NKVD acusado de «alarmista».5 Stalin, sin embargo,
reconoció el peligro. Convocó una reunión del Comité de
Defensa del Estado y envió a Leningrado un aviso a Zhukov
diciéndole que regresara de inmediato a Moscú.
Zhukov llegó el 7 de octubre. Luego diría que cuando
entró en el despacho de Stalin le oyó decir a Beria que
utilizara a sus agentes para ponerse en contacto con los
alemanes y estudiar las posibilidades de firmar la paz.
Stalin ordenó a Zhukov que se trasladara directamente al
cuartel general del Frente del Oeste y que le comunicara
desde allí cuál era la situación exacta. Zhukov no llegó
hasta después de anochecer y encontró a Konev y a los
oficiales de su estado mayor inclinados sobre un mapa a la
luz de las velas. Zhukov tuvo que llamar por teléfono a
Stalin para decirle que los alemanes habían rodeado a cinco
ejércitos de Budenny al oeste de Viazma. A primera hora
del 8 de octubre se enteró en el cuartel general del Frente
de la Reserva de que hacía dos días que nadie había visto a
Budenny.
Las condiciones reinantes dentro de las bolsas de
Viazma y Briansk eran indescriptibles. Stukas, cazas y
bombarderos atacaban a cualquier grupo que fuera lo
bastante grande para llamarles la atención, mientras que los
panzer y la artillería que rodeaban a las fuerzas atrapadas
disparaban constantemente contra ellas. Los cadáveres en
descomposición se apilaban unos encima de otros, los
soldados del Ejército Rojo, sedientos y medio muertos de
hambre, sacrificaban los caballos para comérselos,
mientras que los heridos morían sin que nadie los atendiera
en medio del caos. En total, habían quedado incomunicados
unos setecientos cincuenta mil hombres. Los que se
rendían recibían la orden de tirar las armas y marchar hacia
el oeste sin comida. «Los rusos son animales», escribía un
comandante alemán. «Por la expresión bestial de sus
rostros recuerdan a los negros de la campaña de Francia.
¡Qué chusma!»6

Cuando Grossman logró escapar de Orel el 3 de octubre


justo antes de que llegaran los alemanes, se dirigió al
cuartel general de Yeremenko, en el bosque de Briansk.
Durante toda la noche del 5 de octubre, Yeremenko esperó
recibir respuesta a su solicitud de retirada, pero no llegó la
autorización de Stalin. Durante las primeras horas del 6 de
octubre, dijeron a Grossman y a los corresponsales que lo
acompañaban que incluso los cuarteles generales del frente
estaban amenazados. Tenían que dirigirse lo más rápido que
pudieran a Tula antes de que los alemanes cortaran la
carretera. Yeremenko había recibido una herida en una
pierna y había estado a punto de ser capturado durante la
maniobra de envolvimiento del Frente de Briansk. Tras ser
evacuado en avión, tuvo más suerte que el general de
división Mikhail Petrov, oficial al mando del L Ejército,
que murió de gangrena en una cabaña de leñador perdida en
el bosque.
Grossman se sintió consternado ante el caos y el
miedo que contempló detrás de las líneas. En Belev, en la
carretera de Tula, hizo la siguiente anotación: «Circula un
montón de comentarios negativos, ridículos y a todas luces
generados por el pánico. De repente, se produce una
terrible tormenta de disparos. Resulta que alguien ha
encendido el alumbrado de las calles, y los soldados y los
oficiales han abierto fuego disparando con fusiles y
pistolas contra las farolas para apagar la luz. ¡Ojalá hubieran
disparado así contra los alemanes!»7
Sin embargo, no todas las formaciones soviéticas
combatieron mal. El 6 de octubre, el I Cuerpo de Fusileros
de la Guardia, al mando del general de división D. D.
Lelyushenko, apoyado por dos brigadas aerotransportadas y
la 4.ª Brigada de Tanques del coronel M. I. Katukov, lanzó
un contraataque contra la 4.ª División Panzer de Guderian
cerca de Mtsensk en una emboscada muy astuta. Katukov
ocultó sus T-34 en el bosque, permitiendo pasar al primer
regimiento acorazado. Luego, cuando los alemanes fueron
detenidos por la infantería de Lelyushenko, salieron sus
tanques de entre los árboles y atacaron. Debidamente
manejados, los T-34 eran superiores a los blindados Mark
IV, y la 4.ª División Panzer sufrió graves pérdidas.
Guderian quedó a todas luces confundido al descubrir que
el Ejército Rojo empezaba a aprender de sus errores y de la
táctica alemana.
Aquella noche se puso a nevar, pero la nieve se fundió
enseguida. La rasputitsa, la temporada de lluvia y barro,
había llegado justo a tiempo para ralentizar el avance
alemán. «No creo que nadie haya visto un lodazal tan
terrible», anotó Grossman. «Hay lluvia, nieve, granizo, un
pantano líquido, sin fondo, una pasta negra mezclada por
miles y miles de botas, ruedas y orugas. Y todo el mundo
está feliz otra vez. Los alemanes van a quedar
empantanados en nuestro maldito otoño».8 Pero aunque
con más lentitud, el avance hacia Moscú siguió adelante.
En la carretera Orel-Tula, Grossman no pudo resistir
la tentación y fue a visitar la finca de Tolstoi en Yasnaya
Polyana. Allí encontró a la nieta del escritor recogiendo la
casa y el museo para evacuarlo antes de que llegaran los
alemanes. Inmediatamente pensó en el pasaje de Guerra y
paz en el que el anciano príncipe Bolkonsky tiene que dejar
su casa de Lysye Gory al acercarse el ejército de
Napoleón. «La tumba de Tolstoi», garabateó en su
cuaderno. «Zumbido de cazas sobre ella, estruendo de
explosiones y la majestuosa calma del otoño. Es muy duro.
Pocas veces he sentido tanto dolor». El siguiente en visitar
el lugar después de su partida fue el general Guderian, que
convertiría la finca en su cuartel general para el avance
hacia Moscú.9

Solo unas cuantas divisiones soviéticas lograron escapar


del envolvimiento de Viazma en dirección al norte. La
bolsa de Briansk, bastante más pequeña, se convirtió en el
mayor desastre sufrido hasta el momento, siendo más de
setecientos mil los hombres muertos o capturados. Los
alemanes olían la victoria y la euforia se generalizó. El
camino hacia Moscú estaba muy mal defendido. La prensa
alemana no tardó en proclamar la victoria total, pero
aquellas afirmaciones hicieron que el ambicioso
Generalfeldmarschall von Bock se sintiera incómodo.
El 10 de octubre Stalin ordenó a Zhukov que asumiera
el mando del Frente del Oeste, que hasta entonces había
ostentado Konev, y de lo que quedaba del Frente de la
Reserva. Zhukov se las arregló para convencer a Stalin de
que había que conservar a Konev y no hacer de él un chivo
expiatorio. El Vozhd dijo a Zhukov que mantuviera la línea
en Mozhaisk, apenas a cien kilómetros de la capital, en la
carretera de Smolensk. Intuyendo la magnitud de la
catástrofe, el Kremlin ordenó que se construyera una nueva
línea de defensa, tarea que se encargó a un cuarto de millón
de civiles, en su mayoría mujeres, reclutados para abrir
trincheras y zanjas antitanque. Muchos de ellos murieron
ametrallados por los cazas alemanes mientras trabajaban.
La disciplina se volvió incluso más terrible, pues los
grupos de bloqueo del NKVD estaban dispuestos a pegar un
tiro a todo aquel que se retirara sin la orden pertinente.
«Utilizaban el miedo para vencer al miedo», explicaba un
agente del NKVD.10 Los Destacamentos Especiales del
NKVD (que en 1943 se convertirían en el SMERSh) se
dedicaban ya a interrogar a los oficiales y soldados que
habían escapado de las maniobras de envolvimiento.
Cualquiera que fuera clasificado como cobarde o
sospechoso de haber mantenido contacto con el enemigo
era fusilado o enviado a los shtrafroty (batallones de
castigo). Allí lo aguardaban las tareas más terribles, como
por ejemplo encabezar los ataques a través de los campos
de minas. Los delincuentes comunes del Gulag fueron
reclutados también como shtrafniks, y siguieron
comportándose como delincuentes. Incluso la ejecución
del jefe de una banda por un agente del NKVD que le pegó
un tiro en la sien tuvo unos efectos solo temporales sobre
sus seguidores.11
Otras secciones del NKVD se trasladaron a los
hospitales de campaña para investigar posibles casos de
autolesiones. Ejecutaban inmediatamente a los llamados
«heridos aposta» o «zocatos», es decir aquellos que se
pegaban un tiro en la mano izquierda en un intento ingenuo
de librarse de la obligación de combatir. Un oficial médico
polaco integrado en el Ejército Rojo reconocería más tarde
haber amputado las manos a los chicos jóvenes que
intentaban ese tipo de tretas con el único fin de librarlos
del pelotón de fusilamiento. Los prisioneros del NKVD
naturalmente salían peor librados. Beria mandó ejecutar a
ciento cincuenta y siete presos, entre ellos a la hermana de
Trotsky. De otros se ocuparon los guardianes de las
cárceles, que arrojaban granadas de mano al interior de sus
celdas. Solo a finales de mes, cuando Stalin dijo a Beria
que sus teorías de la conspiración eran «basura», se detuvo
la «picadora».12
La deportación de trescientos setenta y cinco mil
alemanes del Volga a Siberia y Kazajstán, que había dado
comienzo en septiembre, se aceleró para incluir en ella a
las personas de origen alemán que residían en Moscú.
Comenzaron también los preparativos para volar el metro y
los principales edificios de la capital. Fue minada incluso
la dacha de Stalin. Los pelotones de asesinos y
saboteadores del NKVD se trasladaron a los pisos francos
estratégicamente distribuidos por la ciudad, con el
propósito de emprender una guerra de guerrillas contra los
ocupantes alemanes. El cuerpo diplomático de los distintos
países recibió instrucciones para trasladarse a Kuibyshev
del Volga, ciudad que ya había sido destinada a convertirse
en capital provisional del gobierno. También se avisó a las
principales compañías teatrales de Moscú, símbolos de la
cultura soviética, de que evacuaran la capital. El propio
Stalin estaba indeciso y no sabía si quedarse en el Kremlin
o abandonarlo.
El 14 de octubre, mientras por el sur una parte del II
Ejército Blindado de Guderian rodeaba la ciudad de Tula,
defendida con fiereza, la 1.ª División Panzer tomaba
Kalinin, al norte de Moscú, apoderándose del puente sobre
el alto Volga y cortando la línea férrea Moscú-Leningrado.
En el centro, la División SS Das Reich y la 10.ª División
Panzer llegaron al escenario de la batalla napoleónica de
Borodino, a solo ciento diez kilómetros de la capital. Allí
se enfrentaron a una lucha feroz contra un contingente
reforzado por los nuevos lanzacohetes Katiusha y dos
regimientos de fusileros siberianos, precursores de
muchas otras divisiones, cuyo despliegue alrededor de
Moscú pilló a los alemanes por sorpresa.
Richard Sorge, el principal agente soviético en Tokio,
había descubierto que los japoneses planeaban dar un golpe
al sur del Pacífico contra los americanos. Stalin no
confiaba del todo en Sorge, aunque había acertado en lo
concerniente a la Operación Barbarroja, pero sus
informaciones fueron confirmadas por unos mensajes
interceptados. La reducción de la amenaza contra la URSS
en el Extremo Oriente permitió al dictador soviético
empezar a traer más divisiones al oeste del país a través del
Transiberiano. La victoria de Zhukov en Khalkhin Gol
desempeñó un papel trascendental en el importante giro
estratégico que dieron los japoneses.
Los alemanes habían subestimado el efecto que
pudieran tener sobre su avance la lluvia y la nieve, capaces
de convertir los caminos en cenagales de fango espeso y
negro. Los suministros de combustible, municiones y
raciones de comida no podían seguir adelante, y el avance
tuvo que detenerse. También se vio retrasado por la
resistencia de los soldados que seguían atrapados en la
maniobra de envolvimiento, impidiendo a los invasores
liberar tropas para poder seguir avanzando hacia Moscú. El
general de aviación Wolfram von Richthofen voló a baja
altura sobre lo que quedaba de la bolsa de Viazma y se fijó
en los montones de cadáveres y los vehículos y cañones
destruidos.
El Ejército Rojo contó también con la ayuda de las
interferencias de Hitler. En Kalinin, la 1.ª División Panzer,
dispuesta a lanzarse al ataque hacia el sur, en dirección a
Moscú, recibió repentinamente la orden de avanzar en
dirección contraria junto al IX Ejército para intentar llevar
a cabo otra maniobra de envolvimiento con el Grupo de
Ejércitos Norte. Hitler y el OKW no tenían la menor idea
de cuáles eran las condiciones en las que combatían sus
tropas, pero la Siegeseuphorie o euforia de victoria del
cuartel general del Führer hizo que se pusiera fin a la
concentración de fuerzas contra Moscú.
Stalin y el Comité de Defensa del Estado decidieron el 15
de octubre evacuar el gobierno a Kuibyshev. Se dijo a los
funcionarios que dejaran sus despachos y se montaran en
una larga fila de camiones que los llevarían a la Estación de
Ferrocarril de Kazan. Otros tuvieron la misma idea. «Los
directores de muchas fábricas metieron a sus familias en
camiones y las sacaron de la capital y ahí empezó todo. La
población civil se puso a saquear las tiendas. Yendo por la
calle, podían verse por doquier las caras enrojecidas,
achispadas, de personas cargadas con ristras de salchichas y
rulos de tejidos bajo el brazo. Sucedían cosas que habrían
sido impensables solo dos días antes. Por la calle se oía
decir que Stalin y el gobierno habían huido de Moscú».13
El pánico y los actos de pillaje se vieron estimulados
por los rumores de que los alemanes estaban ya a las
puertas. Los funcionarios, espantados, destruyeron sus
carnets del partido comunista, acto que muchos de ellos
tendrían que lamentar más tarde, cuando el NKVD
restaurara el orden, pues serían acusados de derrotismo
criminal. La mañana del 16 de octubre, Aleksei Kosygin
entró en el palacio del Sovnarkom, el Consejo de
Comisarios del Pueblo, del que era vicepresidente.
Encontró el edificio abierto y abandonado, con muchos
documentos secretos tirados por el suelo. Los teléfonos
sonaban en los despachos vacíos. Suponiendo que eran
llamadas de personas que intentaban saber si el gobierno se
había ido o no, respondió a una de ellas. Un funcionario le
preguntó si Moscú iba a rendirse.
Por las calles la policía había desaparecido. Como le
ocurriera a Europa occidental un año antes, Moscú sufría
una psicosis de invasión de paracaidistas enemigos. Natalya
Gesse, obligada a caminar ayudándose de muletas como
consecuencia de una operación, se vio «rodeada de una
pandilla de individuos que sospechaban que se había roto
las piernas lanzándose en paracaídas desde un avión».14
Muchos de los que se entregaban al saqueo iban borrachos,
y justificaban sus actos diciendo que más valía llevarse lo
que pudieran antes de que lo hicieran los alemanes. Las
multitudes aterrorizadas que se amontonaban en las
estaciones intentando asaltar los trenes que aún podían salir
fueron descritas como «remolinos humanos», en los cuales
los niños eran arrancados de los brazos de sus madres.15
«Lo que pasaba en la Estación de Kazan va más allá de
cualquier posible descripción», escribió Ilya Ehrenburg.16
Las cosas iban un poquito mejor en las estaciones de
Moscú de donde salían trenes hacia el oeste, y en las que
habían sido soltados de mala manera cientos de soldados
heridos, sin que nadie se ocupara de ellos, en camillas
dispuestas en los andenes. Entre ellas iban y venían mujeres
buscando desesperadamente a un hijo, a un marido, a un
novio.
Al salir de la fortaleza del Kremlin, a Stalin le chocó
la visión que apareció ante sus ojos. Se declaró el estado de
sitio y regimientos de fusileros del NKVD empezaron a
recorrer la ciudad para limpiar las calles, disparando a los
saqueadores y a los desertores en cuanto los veían. El
orden fue restaurado de manera brutal. Stalin decidió
entonces quedarse en la capital, y su decisión fue dada a
conocer por radio. Fue un momento crítico, y el efecto que
tuvo la noticia fue considerable. Los ánimos dieron un
vuelco de ciento ochenta grados, y el pánico masivo se
convirtió en determinación generalizada de defender la
ciudad a toda costa. Fue un fenómeno similar al cambio de
sentimientos que se había producido durante la defensa de
Madrid cinco años antes.
Subrayando la necesidad de guardar el secreto, Stalin
dijo al Comité de Defensa del Estado que las celebraciones
del aniversario de la Revolución Bolchevique debían seguir
adelante. Algunos miembros del Comité quedaron
sorprendidos, pero reconocieron que probablemente valía
la pena correr el riesgo de hacer una demostración ante el
país y ante el mundo en general de que Moscú no iba a
rendirse nunca. La «víspera de la Revolución», Stalin
pronunció en el gran vestíbulo de la estación de metro de
Mayakovsky, ricamente engalanado para la ocasión, un
discurso que fue retransmitido por radio a todo el país. En
él evocó a los grandes héroes de la historia de Rusia, de
filiación no precisamente proletaria, Aleksandr Nevsky,
Dmitri Donskoy, Suvorov y Kutuzov. «Los invasores
alemanes quieren una guerra de exterminio. ¡Pues muy
bien, la tendrán!».17
Aquella fue la curiosa reaparición de Stalin ante la
conciencia del pueblo soviético, tras varios meses de
intentar que nadie lo asociara con los desastres de la
retirada. «He estado mirando los archivos de algunos
periódicos viejos de los meses de julio a noviembre de
1941», escribiría Ilya Ehrenburg muchos años más tarde.
«El nombre de Stalin no es mencionado prácticamente
nunca».18
El líder estaba ahora inextricablemente unido a la
valerosa defensa de la capital. Y al día siguiente, 7 de
noviembre, desde lo alto del mausoleo de Lenin en la Plaza
Roja, en aquellos momentos vacío, Stalin recibió el saludo
de las tropas, mientras los interminables escuadrones de
refuerzos desfilaban ante él bajo la nieve, dispuestos a girar
hacia el noroeste y continuar la marcha con destino al
frente. Stalin había previsto astutamente el efecto que
podía tener aquel golpe de escena, y se encargó que fuera
filmado para los noticiarios cinematográficos nacionales y
extranjeros.
Durante la semana siguiente cayeron unas heladas
terribles, y el 15 de noviembre se reanudó el avance de los
alemanes. Pronto quedó patente para Zhukov que su
principal línea de ataque iba a situarse en el sector de
Volokolamsk, donde el XVI Ejército de Rokossovsky se
vio obligado a emprender la retirada sin dejar de combatir.
Zhukov se hallaba sometido a una presión enorme y perdió
los estribos con Rokossovsky. El contraste entre los dos
hombres no podía ser mayor, aunque los dos pertenecían al
arma de caballería. Zhukov era una especie de torbellino
achaparrado, lleno de energía y crueldad, mientras que
Rokossovsky, alto y elegante, era tranquilo y pragmático.
Rokossovsky, perteneciente a una familia de la pequeña
nobleza polaca, había sido encarcelado al final de la purga
del Ejército Rojo. Tuvo que ponerse nueve dientes de acero
para sustituir los que le arrancaron a golpes cuando estuvo
en la «cinta transportadora», la larga serie de sesiones de
interrogatorios a la que fue sometido. Stalin había
ordenado su liberación, pero de vez en cuando se encargaba
de recordarle que no era más que una concesión transitoria.
Un solo error y sería entregado de nuevo a los brutales
esbirros de Beria.
El 17 de noviembre, Stalin firmó una orden diciendo
que las tropas regulares y partisanas debían «destruir y
reducir a cenizas» todos los edificios situados en la zona
de combate y fuera de ella, para impedir que los alemanes
tuvieran dónde refugiarse ante la inminente llegada de las
heladas.19 En ningún momento se tuvo en cuenta la suerte
que pudiera correr la población civil. Los sufrimientos de
los soldados, especialmente los heridos abandonados de
cualquier manera en los andenes de las estaciones de
ferrocarril, fueron también terribles. «Las estaciones
estaban cubiertas de excrementos humanos y de soldados
heridos con vendajes sanguinolentos», escribía un oficial
del Ejército Rojo.20
A finales de noviembre, el III Ejército Acorazado
(Panzerarmee) alemán estaba a cuarenta kilómetros de
Moscú por el noroeste. Una de sus principales unidades se
había apoderado incluso de una cabeza de puente al otro
lado del Canal Moscú-Volga. Mientras tanto, el IV Ejército
Panzer llegaba a un punto situado a dieciséis kilómetros de
Moscú por el oeste, tras hacer retroceder al XVI Ejército
de Rokossovsky. Se dice que un motociclista del
Regimiento SS Deutschland entró incluso en la ciudad
aprovechando la espesa niebla y fue abatido a tiros por una
patrulla del NKVD cerca de la estación de Bielorrusia.21
Otras unidades alemanes podían divisar las cúpulas
bulbosas del Kremlin con sus potentes gemelos de
campaña. Los alemanes habían estado combatiendo
desesperadamente, conscientes de que no tardaría en
abatirse sobre ellos toda la fuerza del invierno ruso. Pero
sus tropas estaban exhaustas y muchos soldados sufrían ya
episodios de congelación.
Las obras de defensa en los accesos a Moscú habían
continuado a un ritmo frenético. «Erizos» de acero hechos
de trozos de vigas unidos entre sí a modo de gigantescos
abrojos actuaban como barreras antitanque. El NKVD había
organizado «batallones destructores» para enfrentarse a los
paracaidistas o combatir los actos de sabotaje lanzados
contra algunas fábricas de importancia crucial, y como
última línea de defensa. A cada hombre se le entregaba un
fusil, diez cartuchos y unas cuantas granadas.22 Temeroso
de que Moscú quedara rodeada por el norte, Stalin ordenó a
Zhukov que preparara una serie de contraataques. Pero
primero tenía que reforzar los ejércitos situados al
noroeste de la capital, que eran machacados por el III y el
IV Ejército Panzer.

La situación parecía crítica también al sur del país. El


grupo de ejércitos de Rundstedt se había asegurado ya la
región minera e industrial de la cuenca del Donets a
mediados de octubre, cuando los rumanos tomaron
finalmente Odessa. En Crimea el XI Ejército de Manstein
había puesto sitio a la gran base naval de Sebastopol. El I
Ejército Panzer avanzaba con rapidez hacia el Cáucaso,
dejando tras de sí a la infantería. Y el 21 de noviembre la
1.ª División Panzer SS Leibstandarte Adolf Hitler, al
mando del Brigadeführer Sepp Dietrich, a quien
Richthofen llamaba «el viejo caballo de batalla», había
tomado Rostov, a la entrada del Cáucaso, y se había hecho
con una cabeza de puente al otro lado del Don.23 Hitler
estaba exultante. Los campos petrolíferos situados más al
sur parecían al alcance de su mano. Pero la punta de lanza
acorazada de Kleist se veía desbordada y su flanco
izquierdo estaba guardado solo por tropas húngaras
deficientemente armadas. El mariscal Timoshenko
aprovechó la ocasión y lanzó un contraataque a través del
río Don, que se había helado.
Rundstedt, dándose cuenta de que era imposible llevar
a cabo un avance con todas sus fuerzas en el Cáucaso antes
de la próxima primavera, replegó sus fuerzas a la línea del
río Mius, que desemboca en el mar de Azov, al oeste de
Taganrog. Hitler reaccionó ante esta primera retirada del
ejército alemán durante la guerra con una mezcla de cólera
e incredulidad. Ordenó que la retirada fuera detenida de
inmediato. Rundstedt presentó su dimisión, que fue
aceptada ipso facto, El 3 de diciembre, Hitler voló hasta el
cuartel general del Grupo de Ejércitos Sur en Poltava,
donde en otro tiempo había sido derrotado definitivamente
un invasor anterior, Carlos XII de Suecia. Al día siguiente
el Führer hizo público el nombramiento del
Generalfeldmarschall von Reichenau, un nazi convencido,
al que Rundstedt describía en términos despectivos
diciendo que era un bruto que andaba corriendo «de un lado
a otro medio desnudo cuando hacía ejercicio».24
Hitler se quedó desconcertado cuando se enteró de
que Sepp Dietrich, al mando de la División SS
Leibstandarte, estaba de acuerdo con la decisión de
Rundstedt. Y Reichenau, que había asegurado a Hitler que
no se replegaría, enseguida siguió adelante con la retirada,
presentándola ante el cuartel general del Führer como un
hecho consumado. Obligado a dar su brazo a torcer, Hitler
compensó entonces a Rundstedt por su destitución con un
regalo de cumpleaños de doscientos setenta y cinco mil
marcos del Reich. El Führer comentaría a menudo con
cinismo lo fácil que resultaba sobornar a sus generales con
dinero, o mediante la concesión de bienes inmuebles y
condecoraciones.

Leningrado se había salvado de la aniquilación en parte


debido a la autoridad implacable de Zhukov y a la
determinación de sus tropas, pero sobre todo por la
decisión de los alemanes de concentrarse en Moscú. A
partir de ese momento, el Grupo de Ejércitos Norte se
convertiría en el pariente pobre del Frente Oriental, sin
recibir refuerzos prácticamente nunca y siempre con el
temor de verse despojado de unidades destinadas a reforzar
las formaciones desplegadas en el centro y en el sur del
país. Este descuido de los alemanes fue superado incluso
por los soviéticos, pues Stalin quiso en varias ocasiones
despojar a Leningrado de sus tropas para que acudieran en
ayuda de Moscú. El dictador soviético no tenía muchas
consideraciones por la que veía como una ciudad de
intelectuales, que despreciaban a los moscovitas y sentían
una sospechosa afinidad con la Europa occidental. Resulta
difícil afirmar hasta qué punto consideró en serio la
posibilidad de abandonar la vieja capital imperial a su
suerte, pero está bastante claro que durante el otoño y el
invierno le preocupó mucho más conservar las fuerzas del
Frente de Leningrado que la ciudad, por no hablar de sus
habitantes.
Los intentos soviéticos de romper las maniobras de
envolvimiento desde fuera por medio del LIV Ejército no
lograron desalojar a los alemanes de la ribera meridional
del lago Ladoga. Pero al menos los defensores
consiguieron retener el istmo que une la ciudad y el lago,
aunque ello se debiera en parte a la cautela de los
finlandeses, que no se atrevieron a avanzar sobre un
territorio que ya era soviético antes de 1939.
El asedio acabó ajustándose a un patrón, marcado por
los bombardeos regulares de la ciudad a horas
determinadas. Las bajas civiles aumentaron, pero sobre
todo a causa del hambre. Leningrado era de hecho una isla.
La única conexión posible con el «continente» era a través
del lago Ladoga o por vía aérea. Unos dos millones
ochocientos mil civiles quedaron atrapados y, debido a la
presencia de otro medio millón de soldados, las
autoridades se vieron obligadas a suministrar comida a tres
millones trescientas mil personas. La distribución de
alimentos era sorprendentemente desigual en una sociedad
que se suponía igualitaria. Los funcionarios del partido se
aseguraban de que sus familias y sus parientes próximos no
sufrieran penalidades, y los que controlaban los
abastecimientos, empezando por las panaderías y los
comedores, se aprovechaban descaradamente de su
posición. A menudo era preciso recurrir al soborno para
obtener incluso las raciones básicas.
De hecho la comida era poder, tanto para el individuo
corrupto como para el estado soviético, que llevaba largo
tiempo acostumbrado a imponer la sumisión o a vengarse
de las categorías menos favorecidas del pueblo. Los
trabajadores de la industria, los niños y los soldados
recibían una ración completa, pero otros, como por
ejemplo las mujeres casadas que no trabajaban y los
adolescentes, recibían solo una ración llamada de
«dependiente». Sus cartillas de racionamiento recibían el
nombre de smertnik, esto es «cartillas de la muerte».25
Según la postura típicamente soviética ante la jerarquía,
eran considerados «bocas inútiles», mientras que los
jerarcas del partido recibían raciones suplementarias para
ayudarles a tomar decisiones en aras del bien común.
«Nuestra situación en materia de provisiones es muy
mala», anotaba Vasily Churkin a finales de octubre, cuando
defendía la línea en las cercanías de Shlisselburg, a orillas
del lago Ladoga. «Nos dan trescientos gramos de pan,
negro como la tierra, y una sopa aguada. Alimentamos a
nuestros caballos con retoños de abedul, que no tienen ni
una sola hoja, y los pobres animales van muriendo uno tras
otro. Los habitantes de Beryozovka y nuestros soldados no
han dejado más que los huesos de un caballo que cayó
muerto. Cortan tajadas de carne y las cuecen».26
Los soldados salieron mucho mejor librados que la
población civil, y los que tenían familia en la ciudad
aguardaban la llegada del invierno cada vez con más
angustia. Empezaron a circular historias terribles de
canibalismo. Churkin señalaba que «nuestro cabo
Andronov, un tipo alto, ancho de espaldas, lleno de energía,
cometió un error por el que pagó con la vida. El jefe de
abastos lo mandó a Leningrado en un vehículo con no sé
qué pretexto. En aquel momento en Leningrado estaban
más muertos de hambre que nosotros, y la mayoría de
nosotros tenía familia en la ciudad. El vehículo de
Andronov fue obligado a detenerse a medio camino. En el
vehículo encontraron latas de comida, carne y cereales, que
habíamos guardado de nuestras escasas raciones [para
mandársela a nuestros familiares]. El tribunal condenó a
Andronov y a su jefe a muerte. Su mujer estaba en
Leningrado con un niño pequeño. La gente dice que su
vecino se comió al niño y que la mujer se volvió loca».27
La ciudad hambrienta necesitaba la llegada del frío
para que la capa de hielo del lago Ladoga fuera lo bastante
fuerte como para aguantar el peso de los camiones que
trajeran víveres por el «camino de hielo». Durante la
primera semana de diciembre se asumieron muchos
riesgos. «Vi un camión Polutorka», escribe Churkin,
«cuyas ruedas traseras se habían hundido en el hielo. Iba
cargado de sacos de harina que todavía estaban secos... La
cabina sobresalía, pues las ruedas delanteras estaban
apoyadas en el hielo. Pasé junto a una docena de camiones
Polutorka cargados de harina que se había congelado con el
hielo. Eran los pioneros de la "Ruta de la Vida". En los
camiones no había nadie».28 Los habitantes de Leningrado
tendrían que esperar un poco más a que llegaran las
reservas ya almacenadas. En la localidad de Kabona, situada
junto al lago, Churkin vio que «junto a la orilla,
extendiéndose a lo largo de tantos kilómetros que no se
veía dónde acababa, había una cantidad enorme de sacos y
cajas con productos alimenticios preparados para ser
enviados a través del hielo a Leningrado, donde el hambre
hacía estragos».29
A primeros de diciembre, muchos altos mandos del Grupo
de Ejércitos Centro se dieron cuenta de que sus tropas,
exhaustas y congeladas de frío, no podrían tomar Moscú.
En vista de que sus fuerzas estaban extenuadas, habrían
querido replegarlas a una línea que fuera defendible, pero
semejantes argumentos habían sido rechazados ya por el
general Halder, obedeciendo las instrucciones del cuartel
general del Führer. Algunos empezaron a pensar en 1812 y
en la terrible retirada del ejército de Napoleón. Ni siquiera
ahora que se había helado el barro había mejorado la
situación de los suministros de víveres. Con la temperatura
descendiendo por debajo de los veinte grados centígrados
bajo cero, y a menudo con visibilidad nula, la Luftwaffe se
veía obligada a permanecer en tierra la mayor parte del
tiempo. Del mismo modo que el personal de tierra de los
aeródromos, las tropas motorizadas se veían obligadas a
encender hogueras debajo de los motores de sus vehículos
antes de poder arrancarlos. Las ametralladoras y los fusiles
se congelaban y se ponían duros como piedras porque la
Wehrmacht no tenía el lubrificante adecuado para la guerra
de invierno, y las radios dejaban de funcionar debido a las
temperaturas extremas que se alcanzaban.
Los caballos de tiro utilizados por la artillería y los
medios de transporte que habían traído de Europa
occidental no estaban acostumbrados al frío y carecían de
forraje. El pan llegaba congelado, duro como una piedra.
Los soldados tenían que cortarlo con sierras y metérselo
en los bolsillos de los pantalones antes de poder
comérselo. Los Landser, extenuados, no podían cavar
trincheras en aquel terreno duro como el acero sin
calentarlo primero encendiendo grandes hogueras. Habían
llegado pocos repuestos para sus botas, que se les caían a
pedazos después de tanto caminar. Había también escasez
de guantes como es debido. Las bajas por congelación
superaban el número de los heridos en el campo de batalla.
Los oficiales se quejaban de que sus soldados habían
empezado a parecerse a los campesinos rusos, pues habían
robado las ropas de invierno de la población civil, a veces
obligándola a punta de pistola a entregarles sus botas.
Mujeres, niños y ancianos eran obligados a salir a la
nieve de sus cabañas de madera o isbas, cuyo pavimento no
dudaban en destrozar los soldados en busca de sus reservas
de patatas. Habría sido menos cruel matar a sus víctimas
que obligarlas a morir de hambre o de frío, medio
despojadas de sus vestiduras, durante el que sería el
invierno más crudo en muchos años. Las condiciones en las
que vivían los prisioneros soviéticos eran aún peores.
Morían a millares de agotamiento por las marchas forzadas
que debían hacer hacia el oeste a través de la nieve, de
hambre o de enfermedad, principalmente tifus. Algunos se
vieron obligados a practicar el canibalismo debido al
inhumano estado de degradación y sufrimientos al que se
habían visto reducidos. Cada mañana, sus guardianes les
obligaban a correr unos pocos centenares de metros
mientras les golpeaban. Al que caía al suelo lo mataban
inmediatamente de un tiro. La crueldad se había vuelto
adictiva en aquellos individuos que tenían poder absoluto
sobre unos seres a los que se les había enseñado a
despreciar y odiar.

El 1 de diciembre Moscú estuvo por fin al alcance de la


artillería pesada alemana. Ese día el IV Ejército del
Generalfeldmarschall von Kluge inició el asalto definitivo
de la ciudad desde el oeste. El viento helado producía
ventisqueros enormes y los soldados quedaban agotados
cuando intentaban caminar entre ellos. Pero gracias a la
cortina de fuego creada por sorpresa por la artillería y un
poco de apoyo aéreo de la Luftwaffe, el XX Cuerpo logró
romper las defensas del XXXIII Ejército ruso y alcanzar la
carretera Minsk-Moscú. También se vio amenazada la
retaguardia del V Ejército soviético, situado en las
inmediaciones. Zhukov reaccionó inmediatamente y envió
hacia allí todos los refuerzos que pudo reunir, incluida la
32.ª División de Fusileros de Siberia.
A última hora del 4 de diciembre, la posición del
Ejército Rojo fue restaurada. La infantería alemana se vino
abajo debido al agotamiento y al frío. La temperatura había
descendido por debajo de los treinta grados bajo cero. «No
puedo describirte lo que esto significa», escribía ese día a
su familia un cabo de la 23.ª División de Infantería.
«Primero este frío espantoso, la ventisca, los pies
completamente empapados —las botas no se nos secan
nunca y no nos permiten quitárnoslas— y en segundo lugar
la prueba de nervios a la que nos someten los rusos».30
Kluge y Bock sabían que habían fracasado. Intentaron
consolarse con la idea de que también el Ejército Rojo
debía de estar en las últimas, como Hitler había insistido
tantas veces. No podían estar más equivocados. Durante los
últimos seis días, Zhukov y la Stavka habían estado
preparando el contraataque.
Con líderes como Zhukov, Rokossovsky, Lelyushenko
y Konev, una nueva profesionalidad estaba empezando a
surtir efecto. Aquello ya no era la esclerótica organización
de junio, en la que los mandos, aterrorizados por la
posibilidad de ser detenidos por el NKVD, no se atrevían a
mostrar la más mínima iniciativa. También habían sido
abandonadas las rígidas formaciones de ese período. Ahora
un ejército soviético constaba de poco más de cuatro
divisiones. Por lo pronto, el nivel de mando
correspondiente al cuerpo de ejército había sido eliminado
para mejorar el control.
Habían sido formados otros once ejércitos detrás de
las líneas. Algunos incluían batallones de esquiadores y
divisiones siberianas, muy bien entrenadas, equipadas
adecuadamente para la guerra en invierno, con chaquetas
acolchadas y trajes blancos de camuflaje. El nuevo tanque
T-34, con sus orugas anchas, podía maniobrar en la nieve y
el hielo mucho mejor que los panzer germanos. Y a
diferencia del equipamiento de los alemanes, las armas y
los vehículos de los soviéticos tenían los lubrificantes
adecuados para resistir las bajas temperaturas. Las
escuadrillas de aviación del Ejército Rojo se habían
reunido en aeródromos situados en los alrededores de
Moscú. Con sus cazas Yak y su avión Shturmovik,
especializado en ataque de objetivos en tierra, alcanzarían
de momento la superioridad aérea, mientras la mayoría de
los aparatos de la Luftwaffe permanecían congelados en
tierra.
El plan de Zhukov, aprobado por Stalin, tenía por
objeto eliminar las dos avanzadillas alemanas a uno y otro
lado de Moscú. La principal de ellas, simada al noroeste,
estaba formada por el IV Ejército y el III y IV Ejército
Panzer, que se hallaban completamente exhaustos. La
situada al sur, al este de Tula, estaba formada por el II
Ejército Panzer de Guderian. Pero este, dándose cuenta del
peligro, había empezado a replegar parte de sus unidades
adelantadas.
A las tres de la madrugada del viernes 5 de diciembre,
el Frente Kalinin de Konev, que acababa de ser formado, se
lanzó contra la avanzadilla principal con el XXIX y el
XXXI Ejército, atacando a través del Volga helado. Al día
siguiente, avanzaron hacia el oeste el I Ejército de Choque
y el XXX Ejército. Luego Zhukov envió otros tres
ejércitos, entre ellos el XVI Ejército reforzado de
Rokossovsky y el XX de Vlasov, contra el flanco sur.
Pretendía así dejar aislados al III y al IV Ejército Panzer. En
cuanto se abrió un hueco, el II Cuerpo de Guardias de
Caballería del general Lev Dovator arremetió para provocar
el caos entre la retaguardia alemana. Los robustos caballos
cosacos podían moverse entre la nieve, de un metro de
profundidad, y enseguida alcanzaron a la infantería alemana
que a duras penas intentaba retirarse por aquel terreno
impracticable.
Al sur, el L Ejército atacó el flanco norte del II
Ejército Panzer de Guderian desde Tula, mientras que el X
avanzaba desde el nordeste. El I Cuerpo de Guardias de
Caballería de Pavel Belov, reforzado con tanques,
arremetió contra la retaguardia alemana. Guderian se movió
con rapidez y logró sacar de la trampa a la mayoría de sus
fuerzas. Pero no pudo restaurar la línea, como esperaba,
porque entonces el Frente Sudoeste ruso envió al XIII
Ejército y a un grupo operacional contra su II Ejército por
el flanco sur. Guderian tuvo que replegarse otros ochenta
kilómetros. Esta maniobra dejó abierto un gran hueco entre
él y el IV Ejército, situado a su izquierda.
El Ejército Rojo seguía estando escaso de tanques y
de piezas de artillería, pero gracias a los nuevos ejércitos
estaba cerca de alcanzar el número de hombres de que
disponían los alemanes en el frente de Moscú. Su principal
ventaja era el factor sorpresa. Los alemanes habían
descartado por completo los informes de los pilotos de la
Luftwaffe que hablaban de movimientos de grandes
formaciones militares detrás de las líneas. Además,
tampoco tenían reservas. Y con los duros combates que
estaban librándose al sudeste de Leningrado y la retirada
del Grupo de Ejércitos Sur a la línea del Mius, Bock no
podía contar con recibir refuerzos por los flancos. La
sensación de precariedad llegó a notarla incluso un
Obergefreiter de abastecimientos de la 31.ª División de
Infantería. «No sé qué es lo que pasa. Sencillamente tiene
uno la extraña sensación de que esta gigantesca Rusia es
demasiado para nuestras fuerzas».31
El 7 de diciembre, la batalla contra la principal
avanzadilla marchaba viento en popa. Parecía que los
soviéticos iban a alcanzar su objetivo de atrapar al III
Ejército Panzer y parte del IV. Pero el avance era lento,
para mayor frustración de Zhukov. Sus ejércitos se veían
retrasados al intentar eliminar todos los puestos
fortificados del enemigo, defendidos por Kampfgruppen
(grupos de combate) improvisados. Dos días después,
Zhukov ordenó a sus mandos que detuvieran los ataques
frontales y se limitaran a dejar atrás los focos de
resistencia para penetrar a fondo en la retaguardia alemana.
El 8 de diciembre, un soldado alemán escribía en su
diario: «¿Tendremos que salir huyendo? Pues que Dios nos
proteja».32 Todos sabían lo que eso podía significar en los
campos nevados. La retirada a lo largo del frente vendría
marcada por una sucesión de aldeas en llamas, incendiadas
por los soldados mientras intentaban replegarse avanzando
a duras penas en medio de la nieve, que alcanzaba una altura
enorme. La ruta estaba plagada de vehículos abandonados
por falta de combustible, caballos muertos de agotamiento
e incluso heridos dejados atrás en medio de la nieve. Los
soldados, hambrientos, cortaban trozos de carne congelada
de los lomos de los caballos para comérsela.
Los batallones de esquiadores siberianos surgían de
repente de las brumas heladas para hostigar y acosar al
enemigo. Con una satisfacción siniestra, se percataban del
equipamiento totalmente inadecuado de los enemigos,
obligados a protegerse del frío con los mitones y los
mantones que arrebataban a las viejas de sus hombros o que
obtenían cuando saqueaban las aldeas. «Las heladas fueron
excepcionalmente fuertes», escribió Ehrenburg, «pero los
siberianos del Ejército Rojo protestaban: "A ver si viene
una helada de verdad, que acabe con ellos de una vez"».33
Su venganza fue espantosa, después de lo que habían
oído contar del trato dispensado por los alemanes a los
prisioneros y a la población civil. Prácticamente sin que la
Luftwaffe los molestara, los regimientos de cazas y de
Shturmovik del Ejército Rojo hostigaban las interminables
columnas de tropas en retirada, cuya negra silueta se
destacaba sobre la nieve. Grupos de atacantes del Cuerpo
de Guardias de Caballería de Belov y Dovator se internaban
en la retaguardia, arremetiendo contra los depósitos y las
baterías de artillería con los sables desenvainados. Los
partisanos asaltaban las líneas de abastecimiento, a veces
uniéndose a la caballería. Y Zhukov decidió lanzar en
paracaídas al IV Cuerpo Aerotransportado por detrás de las
líneas alemanas. Las tropas soviéticas no tuvieron piedad
de la infantería alemana, medio congelada e infestada de
piojos.
En los hospitales de campaña alemanes había que
amputar cada vez más miembros congelados, pues los
casos de congelación mal tratados desembocaban en
gangrena. Con las temperaturas por debajo de los treinta
bajo cero, la sangre de las heridas se congelaba de
inmediato, y muchos soldados tenían problemas
intestinales como consecuencia de tener que dormir en el
suelo helado. Casi todos sufrían de diarrea, problema
todavía más desagradable en aquellas circunstancias. Los
que no podían moverse por sí solos estaban condenados.
«Muchos heridos se pegan un tiro», anotó un soldado en su
diario.34
Además las armas congeladas a menudo no
funcionaban. Los tanques tenían que ser abandonados por
falta de combustible. Se generalizó entre los soldados el
temor a quedar aislados. Cada vez eran más los oficiales y
los soldados que lamentaban el trato que habían dispensado
a los prisioneros de guerra soviéticos. Sin embargo, a pesar
del recuerdo constante del desastre de 1812 y del temor de
que la Wehrmacht estuviera maldita, como la Grande
Armée de Napoleón, la retirada no degeneró en una
desbandada. El ejército alemán, especialmente cuando
estaba al borde del desastre, a menudo sorprendía a sus
enemigos por la forma en que se defendía. Algunos
Kampfgruppen improvisados, formados a punta de pistola
por la Feldgendarmerie, que hacía redadas entre los
rezagados de las unidades en retirada y capitaneados por
determinados oficiales y suboficiales, lograron resistir.
Estaban constituidos por una mezcla de soldados de
infantería y zapadores, provistos de armas heterogéneas,
como piezas de artillería antiaérea o cañones
autopropulsados. El 16 de diciembre, un grupo que había
logrado atravesar una bolsa de envolvimiento, pudo llegar
finalmente hasta las líneas alemanas. «Hay una enorme
cantidad de ataques de nervios», señalaba en su diario un
hombre. «Nuestro oficial llora».35
Al principio Hitler reaccionó con incredulidad ante la
noticia de la ofensiva soviética, pues él solo se había
convencido de que los informes acerca de los nuevos
ejércitos eran un farol. No podía entender de dónde habían
salido. Humillado por el giro totalmente inesperado que
habían dado los acontecimientos bélicos después de todas
las declaraciones de victoria sobre el Untermensch eslavo
que se habían hecho últimamente, estaba furioso y
desconcertado. Instintivamente, recayó en su creencia
visceral de que la voluntad acabaría por triunfar. El hecho
de que sus hombres carecieran de ropa adecuada, de
municiones, de raciones de comida y de combustible para
sus vehículos blindados resultaba casi irrelevante para él.
Obsesionado con la retirada de Napoleón en 1812, estaba
decidido a desafiar una eventual repetición de la historia.
Ordenó a sus tropas que aguantaran aunque no fueran
capaces de cavar posiciones defensivas en aquel terreno
duro como la piedra.
Con toda la atención de Moscú fija en la gran lucha
que estaba desarrollándose al oeste de la capital, la noticia
del ataque de los japoneses a Pearl Harbor no causó
demasiada sensación. Pero sí que causó un impacto
considerable en la ciudad de Kuibyshev, donde habían sido
trasladados todos los corresponsales extranjeros (siempre
sometidos a la férrea orden de la censura soviética de
fechar todos sus artículos en Moscú). Ilya Ehrenburg
observaba con humor que «los americanos del Grand Hotel
se liaron a golpes con los periodistas japoneses». Para
americanos y japoneses, aquello era un insignificante
principio.36
16
PEARL HARBOR
(septiembre de 1941-abril de
1942)

El 6 de diciembre de 1941, justo cuando comenzaba la


contraofensiva soviética en los alrededores de Moscú, los
criptoanalistas de la Marina estadounidense descodificaron
un mensaje enviado desde Tokio al embajador nipón en
Washington. Aunque faltaba la parte final, el contenido era
sumamente claro. «Significa la guerra», dijo Roosevelt a
Harry Hopkins, que se encontraba en el despacho oval
cuando llegó esta información aquella tarde.1 El presidente
se había limitado a enviar un mensaje personal al
emperador Hiro Hito, instando a su país a retirarse del
conflicto armado.
Más tarde, en el Departamento de Guerra, el jefe de
los servicios de inteligencia entregó las interceptaciones al
general de brigada Leonard Gerow, de la División de
Operaciones Bélicas, con la orden de que se diera aviso a
las bases del Pacífico. Pero Gerow decidió no hacer nada.
«Creo que ya han recibido suficientes comunicados», se
cuenta que dijo.2 Su comentario se debía al hecho de que
tanto a la Marina de los Estados Unidos como al cuartel
general de su ejército en el Pacífico se les había informado
el 27 de noviembre de la inminencia de la guerra. Este
comunicado de los servicios de inteligencia también estaba
basado en interceptaciones de mensajes diplomáticos
japoneses, realizadas por los especialistas del proyecto
«Magic».
Curiosamente, o tal vez significativamente, del
Kremlin no llegó aviso alguno, a pesar del deseo de
Roosevelt de ayudar a la Unión Soviética. Solo podemos
especular cuáles fueron las razones que llevaron a Stalin a
adoptar esa postura, pero lo cierto es que, antes de que se
librara la batalla por Moscú, el líder soviético se negó a
informar a los servicios de inteligencia de Richard Sorge
de que los japoneses estaban planeando un ataque sorpresa
contra las fuerzas americanas del Pacífico. Sin embargo,
una de las coincidencias más sorprendentes que se
produjeron en la Segunda Guerra Mundial fue que el
presidente Roosevelt tomara la decisión de seguir adelante
con el proyecto de investigación para obtener un arma
atómica el 6 de diciembre, un día antes de que los
japoneses lanzaran su ataque contra los Estados Unidos.3
La primera semana de septiembre, los líderes
militares nipones habían obligado al emperador Hiro Hito a
aceptar su decisión de entrar en guerra. La única protesta
del soberano consistió en la lectura de un poema a favor de
la paz que había escrito su abuelo. Pero su posición, en
calidad de comandante en jefe de las fuerzas armadas, fue
extremadamente ambivalente. Su oposición a la guerra no
se basaba en razones morales, sino simplemente en el
temor de salir derrotado. Los militaristas más extremistas,
en su mayoría jóvenes oficiales de rango intermedio,
creían que su país tenía la misión divina de forjar un
imperio en virtud de lo que denominaban eufemísticamente
la «Gran Esfera de Co-Prosperidad de Asia Oriental», o de
lo que ya en 1934 había llamado el perspicaz embajador
norteamericano en Tokio una «pax japonica». En
noviembre de 1941, este diplomático tenía buenas razones
para temer que el aparato militar nipón estuviera dispuesto
a llevar a su país a un «harakiri nacional».4
El afán expansionista del Imperio Japonés había dado
lugar a una serie de prioridades que entraban en conflicto
unas con otras: la guerra china en el centro, el temor a la
amenaza que suponía por el norte la odiada Unión Soviética
y la oportunidad en el sur de apoderarse de las colonias
francesas, holandesas y británicas. El ministro de asuntos
exteriores, Matsuoka Yosuke, había establecido un pacto
de neutralidad de su país con la URSS en abril de 1941,
poco antes de que Hitler comenzara la invasión. Cuando los
ejércitos alemanes comenzaron a avanzar rápidamente
hacia el este, Matsuoka, dando un giro de 180º a su política
exterior, instó a lanzar un ataque en el norte contra la
retaguardia soviética. Pero los altos oficiales del Ejército
Imperial se opusieron a esta idea. Recordaban la derrota
sufrida a manos de Zhukov en agosto de 1939, y la mayoría
prefirió terminar primero la guerra en China.
La ocupación de la Indochina francesa en 1940 se
había realizado principalmente con el objetivo de cortar los
suministros a los ejércitos nacionalistas de Chiang Kai-
shek, aunque al final fuera un paso determinante hacia la
estrategia de «atacar por el sur», defendida principalmente
por la Armada imperial nipona. Indochina representaba la
base perfecta desde la que capturar los yacimientos
petrolíferos de las Indias Orientales Neerlandesas. Y a raíz
del embargo impuesto a Japón por los Estados Unidos y
Gran Bretaña en respuesta a la ocupación de Indochina, el
comandante en jefe de la Flota Imperial, el almirante
Yamamoto Isoroku, había sido informado de que sus barcos
se iban a quedar sin combustible en menos de un año. Los
militaristas nipones consideraban que su país debía seguir
adelante y apoderarse de todos los recursos posibles con el
fin de cubrir sus necesidades. Dar un paso atrás suponía una
verdadera deshonra.
El ministro de la guerra, el general Tojo Hideki, se
daba cuenta de que lanzar un ataque contra un país tan
poderoso desde el punto de vista industrial como los
Estados Unidos constituía una apuesta sumamente
arriesgada. Y Yamamoto, que también temía las
consecuencias de una guerra prolongada con los Estados
Unidos, consideraba que para alcanzar la victoria había que
golpear primero al enemigo con un gran ataque masivo.
«Durante los primeros seis o doce meses de guerra contra
los Estados Unidos y Gran Bretaña, causaré estragos en
todos sus flancos y conquistaré una victoria tras otra»,
pronosticó con bastante precisión. «Después... no tengo
esperanzas de ganar».5
Los líderes militares habían aceptado aparentemente
la idea del emperador y del primer ministro, el príncipe
Konoe Fumimaro, de buscar una solución diplomática con
los Estados Unidos, pero nunca estuvieron dispuestos a
llegar a un acuerdo que implicara concesiones
significativas. El ejército imperial se oponía rotundamente
a retirarse de territorio chino. Aunque en muchos casos
fueran pesimistas en lo concerniente a sus perspectivas,
especialmente si la guerra se alargaba, lo cierto es que los
jefes militares japoneses preferían correr el riesgo de
cometer un «suicidio nacional» antes de vivir lo que
consideraban una vergonzosa deshonra.
Roosevelt se había convencido de que seguir una línea
firme era la mejor política, aunque en aquellos momentos
no quisiera entrar en guerra. Tanto el general Marshall
como el almirante Harold R. Stark, jefes respectivamente
del estado mayor del ejército y del estado mayor de la
marina, le habían advertido claramente que los Estados
Unidos no estaban aún lo suficientemente preparados. Pero
su secretario de guerra, Cordell Hull, mientras negociaba
con un enviado japonés, montó en cólera cuando el 25 de
noviembre se enteró de que un enorme convoy de buques
de guerra y barcos de transporte de tropas estaba cruzando
el mar de China Meridional. Reaccionó formulando una
serie de demandas que en Tokio fueron consideradas
prácticamente un ultimátum.
El documento de los «Diez Puntos» de Hull insistía,
entre otras cosas, en que los japoneses debían retirarse de
Indochina y China, y renunciar expresamente al Pacto
Tripartito con Alemania. Esta firme postura era también
fruto de las peticiones de los nacionalistas chinos y los
británicos. Solo una renuncia inmediata y completa de los
Estados Unidos y Gran Bretaña a sus pretensiones habría
podido evitar el conflicto en aquellos momentos. Pero
semejante signo de debilidad occidental probablemente
hubiera animado a los japoneses a lanzar su ataque frontal.
La intransigencia de Hull sirvió para que los líderes
militares nipones se convencieran de que los preparativos
que habían realizado para la guerra estaban justificados.
Cualquier retraso solo iba a servir para debilitarlos, y un
aplazamiento de la guerra dejaría reducido Japón, como
había anunciado Tojo durante la importantísima
conferencia celebrada el 5 de noviembre, a «nación de
tercera clase».6 En cualquier caso, la flota de portaaviones
de Yamamoto acababa de zarpar de las islas Kuriles, en el
norte del Pacífico, y Pearl Harbor era su objetivo. La hora
«cero» ya había sido fijada: las 08:00 del 8 de diciembre,
hora de Tokio.

Con su plan, los japoneses pretendían asegurar un


perímetro alrededor del oeste del Pacífico y el mar de
China Meridional. Cinco ejércitos serían los encargados de
capturar los cinco objetivos principales. Por el sur, el XXV
Ejército atacaría la península de Malaca para conquistar la
base naval británica de Singapur. En el sur de China, el
XXIII Ejército ocuparía Hong Kong. El XIV Ejército
desembarcaría en Filipinas, donde tenía su cuartel general
Douglas MacArthur, comandante en jefe y procónsul de los
Estados Unidos. El XV Ejército invadiría Tailandia y el sur
de Birmania. Y el XVI Ejército se ocuparía de las Indias
Orientales Neerlandesas (la actual Indonesia), con sus
yacimientos petrolíferos tan vitales para el esfuerzo de
guerra nipón. Ante las persistentes dudas de sus colegas de
la Armada Imperial, el almirante Yamamoto insistió en que
para garantizar el éxito de alguna de estas operaciones,
especialmente el ataque a Filipinas, primero debía enviar
sus portaaviones a destruir la flota estadounidense.
Los pilotos de la Armada de Yamamoto habían estado
preparándose varios meses, practicando ataques con
torpedos y bombas. La información secreta de los
objetivos contra los que debían actuar la proporcionaba el
cónsul general japonés en Honolulú, que había observado
los movimientos de los buques de guerra americanos. Las
naves estadounidenses se encontraban siempre en el puerto
durante el fin de semana. El ataque preventivo quedó fijado
para poco después del amanecer del domingo, 8 de
diciembre, que en Washington sería aún el 7 de diciembre.
El 26 de noviembre, al alba, la flota de portaaviones, con el
Agaki como buque insignia, zarpó de las islas Kuriles, en el
norte del Pacífico, bajo el estricto silencio de sus radios.
En Hawai, el almirante Husband E. Kimmel,
comandante en jefe de la Flota del Pacífico, había
mostrado su gran preocupación por el hecho de que sus
servicios de inteligencia desconocieran la posición de los
portaaviones de la Primera y la Segunda Flota japonesa.
«¿Quieres decir», replicó el 2 de diciembre, cuando se le
informó de ello, «que podrían estar rodeando Diamond
Head [cerca de la entrada a Pearl Harbor] y no lo sabríais?»
Pero ni siquiera Kimmel podía imaginarse que se produjera
un ataque contra Hawai, allí en medio del Pacífico. Al igual
que el estado mayor de la marina y el del ejército de tierra
en Washington, creía que lo más probable era que los
japoneses lanzaran un ataque en la zona del mar de China
Meridional, contra Malaca, Tailandia o Filipinas. Así pues,
la rutina propia de los tiempos de paz no se había visto
alterada en Hawai, donde los oficiales, con sus blancos
uniformes tropicales, y los marineros seguían esperando
ansiosos la llegada del fin de semana para poder beber
tranquilos unas cervezas y relajarse en la playa de Waikiki
en compañía de muchachas nativas. Cuando era fin de
semana, muchos barcos quedaban vacíos de hombres,
apenas con la tripulación indispensable para su custodia.

A las 06:05 del domingo, 8 de diciembre de 1941, una luz


verde dio la señal en la cubierta de vuelo del Akagi, Los
pilotos se ajustaron en la frente el hachimaki, la banda
blanca con el símbolo rojo del sol naciente, que indicaba su
promesa de que estaban dispuestos a morir por el
emperador. Cada vez que uno de ellos despegaba, el
personal de cubierta profería un grito característico,
«¡Banzai!». A pesar del incremento del mar de fondo, desde
los seis portaaviones de aquella fuerza naval partió una
primera oleada de ciento ochenta y tres aparatos aéreos,
incluidos cazas Zero, bombarderos Nakajima, aviones
torpederos y bombarderos en picado Aichi. La isla de Oahu
se encontraba a trescientos setenta kilómetros al sur.
Los aviones sobrevolaron en círculo la flota naval para
poner rumbo, en perfecta formación, hacia su objetivo.
Como iban por encima de las nubes cuando estaba
amaneciendo, resultaba difícil comprobar cualquier
desviación de la ruta prevista, por lo que el jefe de los
bombarderos, el comandante Fuchida Mitsuo, decidió
sintonizar la emisora de radio estadounidense de Honolulú.
Transmitía música de baile. A continuación activó la
búsqueda por dirección de radio. Corrigió cinco grados el
rumbo. La transmisión musical se vio interrumpida por un
boletín meteorológico. El comandante nipón sintió un gran
alivio al escuchar que la visibilidad sobre la isla estaba
mejorando, pues se abrían claros entre las nubes.
Una hora y media después de su despegue, los
primeros pilotos divisaron el extremo septentrional de la
isla. El avión de reconocimiento que los había precedido
informó que los americanos parecían no haber advertido su
presencia. Fuchida disparó desde su cabina una bengala
«dragón negro» para indicar que podían seguir con el plan
de lanzar un ataque sorpresa. El avión de reconocimiento
comunicó entonces la presencia en el puerto de diez
acorazados, un crucero pesado y diez cruceros ligeros.
Cuando los divisó en Pearl Harbor, Fuchida observó con la
ayuda de los prismáticos los lugares exactos donde estaban
anclados estos barcos. A las 07:49 dio la orden de atacar,
transmitiendo a continuación a la flota de portaaviones
japonesa un mensaje: «¡Tora, tora, tora!». La palabra que
significa «tigre» y que indicaba que se había conseguido
coger al enemigo totalmente desprevenido.
Dos grupos de bombarderos en picado, con un total de
cincuenta y tres aparatos, se dirigieron a atacar los tres
aeródromos de las inmediaciones. Por tandas, los aviones
torpederos comenzaron a descender para lanzarse contra
los siete grandes buques de guerra anclados en Battleship
Row. La emisora de radio de Honolulú seguía
transmitiendo música. Fuchida empezó a ver cómo se
elevaban hacia el cielo junto a los acorazados grandes
columnas de agua provocadas por las primeras explosiones.
Ordenó a su piloto que ladeara el aparato para indicar a sus
diez escuadrones que empezaran a bombardear en línea.
«Una espléndida formación»,7 comentaría. Pero en cuanto
comenzaron el ataque, las baterías antiaéreas americanas
abrieron fuego. Las explosiones formaron grandes nubes
grises de humo alrededor de los aparatos, haciendo que los
pilotos perdieran el control de sus aviones. Los primeros
torpedos alcanzaron el acorazado Oklahoma, que
lentamente fue girando hasta tocar con su superestructura
el fondo. Más de cuatrocientos hombres perdieron la vida
atrapados bajo su casco volcado.
Mientras su avión se aproximaba al Nevada, que se
encontraba a unos tres mil metros, Fuchida observaba con
sorpresa la celeridad con la que respondían los americanos.
En aquellos momentos se arrepentía de haber ordenado un
ataque en línea. Y mientras comprobaba las dificultades que
tenían sus aviones, una gran explosión hizo volar por los
aires el Andona, matando a más de mil de sus hombres. La
gran humareda negra que se formó era tan densa que
muchos aparatos nipones soltaban las bombas cuando ya
habían pasado sus objetivos y tenían que volver para
intentarlo una segunda vez.
Parte de la fuerza aérea de bombarderos y cazas de
Fuchida había abandonado la formación para atacar las
instalaciones del Cuerpo Aéreo del Ejército de los Estados
Unidos en Wheeler Field y Hickan Field y la base aérea de
la Marina norteamericana en Ford Island. El personal de
tierra y los pilotos estaban desayunando cuando se produjo
el ataque. El primero en reaccionar en Hickan Field fue un
capellán del ejército, que estaba preparando en aquellos
momentos el altar para celebrar una misa al aire libre.
Cogió una ametralladora que había por allí, la colocó
encima de su altar y empezó a abrir fuego contra los
aviones enemigos que descendían en picado. Pero en los
dos aeródromos los aviones perfectamente alineados junto
a las pistas fueron un blanco fácil para los pilotos
japoneses.
Prácticamente una hora después de que los primeros
aviadores japoneses divisaran sus objetivos, llegó a la isla
una nueva oleada de aparatos nipones. Su misión, sin
embargo, se vería complicada por la densa humareda y por
la intensidad de los disparos con los que iban a ser
recibidos por los defensores. Contra ellos abrirían fuego
incluso los cañones navales de 127 mm. Se cuenta que
algunos de sus proyectiles alcanzaron la ciudad de
Honolulú, provocando la muerte de civiles.
El cielo, de repente, quedó vacío. Los pilotos
japoneses habían regresado al norte para aterrizar en sus
portaaviones, que ya estaban preparándose para el viaje de
vuelta. Además de los acorazados Arizona y Oklahoma, la
Marina estadounidense había perdido dos destructores en
Pearl Harbor. Otros tres acorazados se habían ido a pique,
o habían quedado inutilizados, aunque luego fueron
reparados. Tres más sufrieron graves daños. El Cuerpo
Aéreo del Ejército y la Armada perdieron ciento ochenta y
ocho aviones, y otros ciento cincuenta y nueve quedaron
averiados. En total murieron dos mil trescientos treinta y
cinco hombres en servicio, y mil ciento cuarenta y tres
sufrieron heridas de diversa entidad. Solo consiguió
destruirse veintinueve aparatos japoneses; pero la Armada
Imperial también perdió un sumergible que navegaba en
aguas del océano y cinco minisubmarinos, que
aparentemente actuaban como elementos de diversión.
A pesar de la gran conmoción que supuso el ataque,
fueron muchos los marineros y los trabajadores hawaianos
de los astilleros que no dudaron en saltar al agua para
sumergirse y salvar a los que habían caído de los barcos. La
mayoría de los hombres heridos en el puerto quedaron
cubiertos de grasa y de petróleo, y hubo que limpiarles la
piel con paños de algodón. Se formaron pequeños grupos
que, con la ayuda de equipos de oxicorte para cortar los
mamparos e incluso el casco de los barcos, fueron al
rescate de los camaradas que habían quedado atrapados en
las naves. El puerto quedó convertido en un desolador
escenario de buques de guerra dañados envueltos en negras
humaredas, de grúas retorcidas formando un caótico
amasijo de hierros junto a los muelles y de instalaciones y
edificios acribillados a balazos. Se tardaría dos semanas en
sofocar el último incendio. La cólera y la rabia se
convirtieron en el motor de los que se encargaron de
restablecer el poderío de la Flota del Pacífico de los
Estados Unidos. Pero había un hecho que les servía de
consuelo: en el momento del ataque ninguno de sus
portaaviones se encontraba en el puerto. Y estos
portaaviones serían su único medio de respuesta en un tipo
de guerra naval que había experimentado una
transformación radical y definitiva.

Pearl Harbor no fue, ni mucho menos, el único objetivo. En


la isla de Formosa (Taiwán) bombarderos de la Flota
Imperial habían esperado a que llegara la hora de despegar
para atacar los aeródromos americanos de Filipinas, pero
una niebla intensa había imposibilitado su salida.
El general MacArthur se había despertado en su suite
de un hotel de Manila con la noticia del ataque a Pearl
Harbor. Inmediatamente convocó una reunión de su estado
mayor en la sede de su cuartel general. El general de
división Lewis Brereton, jefe de la Fuera Aérea de Extremo
Oriente, pidió permiso para lanzar sus Fortalezas Voladoras
B-17 contra los aeródromos de Formosa. Pero MacArthur
vaciló. Había sido informado de que los bombarderos
japoneses que tenían su base en esta isla no tenían
suficiente autonomía de vuelo para atacar Filipinas.
Brereton no lo tenía tan claro, por lo que decidió que sus
B-17 alzaran el vuelo, escoltados por cazas, para que
eventualmente no se vieran atrapados en tierra. MacArthur
autorizó al final que se realizara un vuelo de
reconocimiento en Formosa para bombardear al día
siguiente la isla. Brereton ordenó que sus bombarderos
regresaran a Clark Field, a unos noventa kilómetros de
distancia de Manila, para repostar, y que los cazas
aterrizaran en su base próxima a Iba, en el noroeste.8
A las 12:20, hora local, mientras las tripulaciones
almorzaban, aparecieron en el cielo los incursores
japoneses. No podían dar crédito a sus ojos cuando vieron
que sus objetivos estaban perfectamente alineados para
ellos. En total consiguieron destruir dieciocho
bombarderos B-17 y cincuenta y tres cazas P-40. La mitad
de la Fuerza Aérea de Extremo Oriente había sido destruida
el primer día. Los americanos no habían recibido aviso
alguno porque su equipo de radar aún no había sido
instalado. Otros bombarderos japoneses atacaron la capital,
Manila. La población civil de Filipinas no sabía qué hacer
ni dónde buscar amparo. Un infante de marina americano
vio cómo algunas «mujeres se agazapaban bajo las acacias
del parque. Unas cuantas de ellas habían abierto sus
paraguas para intentar protegerse un poco más».9
La isla de Wake (o isla de San Francisco), a mitad de
camino entre Hawai y las islas Marianas, se convirtió en
otro objetivo de la aviación japonesa el 8 de diciembre,
pero esta vez los americanos estaban preparados para
recibirla. El comandante James Devereux, que estaba al
frente de los cuatrocientos veintisiete infantes de marina
estadounidenses presentes en la isla, había ordenado a su
corneta que diera el toque de llamada a las armas en cuanto
tuvo noticia del ataque a Pearl Harbor. Cuatro pilotos de
infantería de marina en sus Grumman Wildcat lograron
abatir seis cazas Zero después de que los otros ocho
Grumman Wildcat quedaran destruidos o averiados en
tierra. El 11 de diciembre aparecieron frente a la costa
buques de guerra japoneses para proceder al desembarco de
tropas, pero los cañones de 127 mm de la infantería de
marina estadounidense hundieron dos destructores y
alcanzaron el crucero Yubari, La fuerza nipona se retiró sin
intentar siquiera desembarcar a sus hombres.
Aunque satisfechos de su extraordinaria hazaña, los
soldados norteamericanos de Wake sabían perfectamente
que los japoneses regresarían con un número mucho mayor
de efectivos. El 23 de diciembre, una fuerza mucho más
imponente hizo su aparición, esta vez a bordo de dos
portaaviones y seis cruceros. Los infantes de marina
estadounidenses respondieron al ataque con gran coraje, en
clara desventaja de uno contra cinco, sufriendo intensos
bombardeos de la aviación y la artillería naval nipona.
Aunque infligieron graves pérdidas al enemigo, al final no
tuvieron más remedio que rendirse para evitar una matanza
entre la población civil de la isla.
El 10 de diciembre, cinco mil cuatrocientos infantes
de marina japoneses desembarcaron en Guam, en las islas
Marianas, a unos dos mil quinientos kilómetros al este de
Manila. Con sus escasos pertrechos, la reducida guarnición
militar americana poco pudo hacer.

En Hong Kong y en Malaca los británicos habían estado


esperando la llegada de los japoneses desde finales de
noviembre. Malaca era un preciado trofeo, con sus minas
de estaño y sus inmensos cauchales. El gobernador, sir
Shenton Thomas, había descrito la región calificándola de
«el arsenal de dólares del Imperio».10 Así pues, no es de
extrañar que Malaca tuviera prácticamente la misma
prioridad que los yacimientos petrolíferos de las Indias
Orientales Neerlandesas para los japoneses. El 1 de
diciembre se declaró el estado de excepción en Singapur,
pero los británicos todavía no se habían preparado
debidamente. Las autoridades coloniales temían que una
reacción extrema y exagerada provocara tumultos entre la
población nativa.
La sorprendente complacencia de la sociedad colonial
había dado lugar a una equivocada actitud de absoluta
superioridad basada en la arrogancia. Se subestimaba al
agresor, entre otras razones porque se consideraba que los
soldados japoneses carecían de amplitud de miras y eran,
por naturaleza, inferiores a las tropas occidentales. Pero,
en realidad, eran inconmensurablemente más duros, y se
les había lavado el cerebro con la idea de que no había
gloria mayor que dar la vida por el emperador. Sus
comandantes, convencidos de la superioridad racial de su
pueblo y del derecho de Japón a gobernar todo Extremo
Oriente, eran insensibles a una contradicción fundamental:
se suponía que su guerra pretendía liberar la región de la
tiranía occidental.
La Marina Real disponía de una base naval grande y
moderna en el extremo nororiental de la isla de Singapur.
Potentes baterías costeras defendían la zona, preparadas
para impedir cualquier ataque anfibio, pero este magnífico
complejo, que había sido sufragado por la Armada inglesa
con buena parte de su presupuesto, estaba prácticamente
vacío. En un principio la idea había sido que, si estallaba
una guerra, se enviara hasta allí una flota desde Gran
Bretaña. Pero debido a las operaciones navales en el
Atlántico y en el Mediterráneo, y a la necesidad de
proteger los convoyes que se dirigían a Murmansk con
suministros y pertrechos para los rusos, los británicos no
tenían ninguna flota de combate en Extremo Oriente. El
compromiso de Churchill de ayudar a la Unión Soviética
supuso, además, que el Mando de Extremo Oriente
careciera de aviones y tanques modernos, así como de
otros muchos equipamientos diversos. El único modelo de
caza disponible, el Brewster Buffalo, llamado el «barril de
cerveza volador» por su forma de tonel y por su lento y
complicado manejo, no tenía nada que hacer frente al Zero
japonés.
El comandante británico en Malaca era el teniente
general Arthur Percival, un tipo de elevada estatura,
delgado, con un bigote típicamente militar que no
conseguía ocultar sus dientes de conejo y su débil mentón.
Aunque se había ganado la fama, probablemente
inmerecida, de despiadado por su actitud con los
prisioneros del IRA durante el conflicto de Irlanda del
Norte, tenía la obstinación característica de los individuos
pusilánimes cuando se veía obligado a tratar con
comandantes subordinados. El teniente general sir Lewis
Heath, comandante del III Cuerpo Indio, no sentía respeto
alguno por Percival. Además, estaba resentido porque lo
habían promovido, pasando por encima de él. Y las
relaciones entre los diversos jefes del ejército de tierra y
de la RAF, así como las que estos mantenían con el
tempestuoso y paranoico comandante australiano, el
general de división Henry Gordon Bennett, distaban mucho
de ser amistosas. En teoría, Percival estaba al frente de
unos noventa mil hombres, pero no llegaban a sesenta mil
los que eran tropas de vanguardia. Casi ninguno de ellos
tenía experiencia en las junglas, y los batallones indios y
los voluntarios locales no habían recibido prácticamente
preparación alguna. En Tokio eran perfectamente
conscientes del penoso estado de las defensas británicas.
Los tres mil japoneses que por entonces residían en
Malaca habían estado pasando información secreta a las
autoridades de su país a través del consulado general de
Japón en Singapur.
El 2 de diciembre, una escuadra de la Marina Real,
comandada por el diminuto almirante sir Thomas Phillips,
llegó a Singapur. Estaba formada por un acorazado
moderno, el Prince of Wales, un viejo crucero de batalla,
el Repulse, y cuatro destructores. Su punto más débil era
que carecía de cobertura aérea porque el portaaviones
Indomitable, con sus cuarenta y cinco Hurricane, estaba
siendo reparado. Pero este hecho parecía no preocupar a
los británicos de Singapur. No creían que los japoneses se
atrevieran a emprender la invasión de Malaca en aquellos
momentos, con unos buques de guerra británicos tan
poderosos anclados en la zona. El general Percival, por su
parte, se negaba a construir unas líneas defensivas,
aduciendo que ello mermaría el espíritu ofensivo de sus
hombres.
El sábado, 6 de diciembre, un bombardero de las
Reales Fuerzas Aéreas Australianas, con base en Kota
Bahru, en el extremo nororiental de Malaca, divisó barcos
de transporte japoneses escoltados por buques de guerra.
Habían zarpado de la isla de Hainan, situada frente a la
costa meridional de China, y debían unirse a dos convoyes
procedentes de Indonesia. Esta fuerza naval, que volvería a
dividirse, estaba dirigiéndose a dos puertos del sur de
Tailandia, Patani y Singora, en el istmo de Kra, y a la base
aérea de Kota Bahru. Desde el istmo de Kra, el XXV
Ejército del general Yamashita Tomoyuki atacaría por el
noroeste, en dirección al sur de Birmania, y por el sur para
adentrarse en Malaca.
Los británicos habían desarrollado un plan, la
Operación Matador, que consistía en avanzar hacia el sur de
Tailandia y entretener allí a los japoneses. Pero el gobierno
tailandés, rindiéndose a lo inevitable, y con la esperanza de
recuperar territorio en el noroeste de Camboya, ya se había
sometido prácticamente a la hegemonía japonesa. El jefe
del Aire, el mariscal sir Robert Brooke-Popham, antiguo
comandante en jefe en Extremo Oriente, no lograba
decidirse: dudaba si poner o no en marcha la Operación
Matador. A Brooke-Popham lo llamaban «Pop-off» por su
tendencia a dormirse en las reuniones. El general Heath
estaba hecho una furia por aquella falta de decisión, pues
sus tropas indias permanecían a la espera de avanzar hacia
Tailandia cuando deberían estar dirigiéndose a Jitra, hacia
el noroeste, para preparar allí posiciones defensivas.
Estaban cada vez más desmoralizadas, empapadas hasta los
huesos bajo las intensas lluvias propias de la estación de
los monzones.
Finalmente, a primera hora del 8 de diciembre, llegó a
Singapur la noticia de que los japoneses estaban
desembarcando para atacar Kota Bahru. A las 04:30,
mientras los comandantes en jefe y el gobernador
permanecían reunidos, los bombarderos japoneses
realizaron su primera incursión contra Singapur. La ciudad
era aún un derroche de luces aquí y allá. El almirante
Phillips, aunque era perfectamente consciente de que
carecía de la cobertura aérea necesaria, decidió trasladar su
escuadra a la costa este de Malaca para atacar a la flota
invasora nipona.
En Kota Bahru, las únicas explosiones que habían podido
oírse eran las de algunas minas de la playa, que habían sido
detonadas por perros salvajes o por el impacto de algún
coco que había caído sobre ellas. Un poco más hacia el
interior, la 8.ª Brigada había concentrado un batallón
alrededor del aeródromo, pero las playas estaban vigiladas
solo por dos batallones que cubrían una franja de más de
cincuenta kilómetros de longitud.
El asalto de los japoneses había empezado alrededor
de la medianoche del 7 de diciembre; en realidad,
aproximadamente una hora antes del inicio del ataque a
Pearl Harbor, aunque se suponía que ambos tenían que
haberse producido de manera simultánea. El mar suele
estar alterado en la estación de los monzones, pero este
hecho no impidió que los japoneses alcanzaran la costa.
Los pelotones de la infantería india consiguieron acabar
con la vida de un número considerable de enemigos, pero
los hombres que los formaban estaban muy dispersos, y la
visibilidad bajo la intensa lluvia era muy limitada.
En la deficiente pista de despegue, los pilotos
australianos subieron precipitadamente a sus diez
bombarderos utilizables y atacaron los buques de
transporte de tropas nipones que se hallaban frente a la
costa, destruyendo uno de ellos, causando daños en otro y
hundiendo varias lanchas de desembarco. Pero después del
amanecer, el aeródromo de Kota Bahru y otros que
salpicaban la zona del litoral empezaron a sufrir intensos
ataques de cazas Zero japoneses, procedentes de la
Indochina francesa. Al final del día, los escuadrones
británicos y australianos de Malaca habían quedado
reducidos a apenas cincuenta aviones. El despliegue de
tropas para proteger los aeródromos ordenado por Percival
enseguida se reveló un gravísimo error. Y la falta de
decisión de Brooke-Popham en lo referente a la Operación
Matador supuso que en poco tiempo las fuerzas aéreas
niponas estuvieran operando desde las bases del sur de
Tailandia. El general Heath, para enojo de Percival, empezó
al día siguiente la retirada de sus tropas de la región del
noreste.

El presidente Roosevelt, tras su célebre declaración en la


que calificó el 7 de diciembre de «día que siempre será
recordado como una fecha infame», mandó un mensaje a
Churchill para informarle de la declaración de guerra
aprobada por el Senado y la Cámara de Representantes de
los Estados Unidos. «Hoy todos nosotros estamos en el
mismo barco con usted y el pueblo del Imperio, un barco
que no puede ser hundido, ni lo será». Su metáfora acabaría
siendo muy poco afortunada, pues en aquellos momentos el
Prime of Wales y el Repulse estaban preparados para
zarpar de la base naval escoltados por diez destructores.
Cuando partía, el almirante Phillips fue avisado de que no
contara con recibir cobertura aérea de los cazas y de que
los bombarderos japoneses ya disponían de bases en el sur
de Tailandia. Pero Phillip, fiel a las arraigadas tradiciones
de la Armada inglesa, consideró que era impensable dar
marcha atrás.
La Fuerza Z de Phillips no fue avistada por los
hidroaviones japoneses hasta última hora de la tarde del 9
de diciembre. Como no encontró ningún barco de
transporte de tropas y ningún navío de guerra enemigos, el
almirante británico decidió dar media vuelta aquella misma
noche y regresar a Singapur. Pero a primera hora del 10 de
diciembre se recibió en su buque insignia un mensaje que
hablaba de otro desembarco en Kuantan, ciudad costera que
se encontraba en su ruta.
En los barcos de guerra de la Fuerza Z de la Marina
Real los hombres recibieron la orden de acudir
inmediatamente a sus puestos de combate tras desayunar
con rapidez unos emparedados de jamón y confitura. Los
artilleros, con sus protectores ignífugos, sus cascos
metálicos, sus gafas especiales y sus guantes de asbesto
prepararon los cañones automáticos de 40 mm, los
llamados «pom-pom». «El Prince of Wales ofrecía un
magnífico espectáculo», escribió un observador a bordo
del Repulse, «Las blancas crestas de las olas golpeaban
suavemente su escarpada proa. Las olas la rodeaban
formando un encaje de espuma, luego volvían a erizarse y
chocaban de nuevo contra ella. Subía y bajaba, oscilando
con tanta regularidad que observarlo resultaba hipnótico. La
brisa fresca hacía que su pabellón blanco, en vez de ondear,
se mantuviera desplegado y rígido como una tabla. De
repente, anticipándome a los hechos, fui presa de un
arrebato de emoción, pues me lo imaginé, junto con el
resto de la fuerza naval, dirigiéndose contra los convoyes
de las lanchas de desembarco enemigas y sus buques de
guerra de escolta».11
En realidad, el mensaje que hablaba de un desembarco
en Kuantan se equivocaba. Esta pérdida de tiempo, y el
retraso que supuso para el regreso de las naves, tendría
fatales consecuencias. Aquella misma mañana, un poco más
tarde, fue avistado un avión de reconocimiento japonés. A
las 11:15, el Prince of Wales abrió fuego contra una
escuadrilla aérea enemiga. Unos minutos después apareció
en el cielo otro grupo de aviones, esta vez torpederos. Los
cañones «pom-pom» de los dos barcos entraron en acción.
Los artilleros los apodaban Chicago pianos, Las luminosas
balas trazadoras salían disparadas, dibujando con pequeñas
ondulaciones un largo arco, hacía su objetivo. Pero
mientras los artilleros seguían concentrados en los aviones
torpederos, nadie percibió la presencia de bombarderos a
una altitud mucho mayor. El Repulse fue alcanzado por una
bomba que atravesó el hangar. Por aquel gran agujero
comenzó a salir humo, pero todos siguieron concentrando
su atención en los aviones enemigos. Cuando los artilleros
derribaban alguno de los aparatos que volaban más bajo,
estallaba en el barco un grito de júbilo: «¡Pato al agua!».
Pero, de repente, sonó una corneta para advertir de un
peligro mucho más inminente, y en el buque se oyó la
temida señal: «¡Fuego a bordo!». Las grandes mangueras
contra incendios comenzaron a actuar en aquel agujero que
humeaba una densa nube negra, pero poco pudieron hacer.
La siguiente oleada de aviones se concentró en atacar
al Prince of Wales, Un torpedo alcanzó su popa,
provocando que se elevara hacia el cielo «una gran
columna» de agua y humo. El magnífico buque empezó a
escorar a babor. «Parecía imposible que aquellos aviones
de apariencia ligera pudieran hacerle eso», escribiría el
mismo observador que se encontraba a bordo del Repulse,
sin poder creer todavía que la era de los acorazados había
acabado definitivamente. Aunque el portaaviones
Indomitable los hubiera acompañado, es harto improbable
que sus aviones hubiesen bastado para repeler los
contundentes ataques de los japoneses.
Con su timón y sus motores averiados, el Prince of
Wales ya estaba condenado cuando apareció en el cielo
otra escuadrilla de aviones torpederos. Los artilleros del
Repulse hicieron todo lo posible por impedir el ataque,
pero otros tres torpedos alcanzaron el buque. El gran
acorazado escoraba cada vez más peligrosamente. Era
obvio que estaba a punto de irse a pique. A continuación fue
el Repulse el alcanzado por dos torpedos, uno después del
otro. Se dio la orden de abandonar el barco, pero no cundió
el pánico. Algunos marineros tuvieron tiempo incluso de
fumar un último cigarrillo mientras hacían cola. Cuando les
llegaba el turno, tomaban aire, contenían la respiración y
saltaban al mar, cuyas aguas aparecían cubiertas de una
densa y negra capa de petróleo.
Churchill, que desde sus tiempos como Primer Lord
del Almirantazgo se había vanagloriado de los grandes
buques de la Marina Real, quedó atónito cuando se enteró
del desastre ocurrido. La tragedia tuvo para él unas
connotaciones más personales, pues el Prince of Wales era
la nave que había utilizado para desplazarse hasta
Groenlandia en agosto. En aquellos momentos, la Armada
Imperial de Japón no tenía rival en el Pacífico. Hitler se
alegró inmensamente de aquella noticia. Era un buen
augurio para su declaración de guerra a los Estados Unidos,
anunciada el 11 de diciembre.
El Führer había sabido desde siempre que, tarde o
temprano, tendría que enfrentarse a los norteamericanos, y
en aquellos momentos consideraba que, con su pequeño
ejército de tierra y una grave crisis en el Pacífico, no
serían capaces de desempeñar un papel decisivo en Europa
al menos durante unos dos años. Quien más apoyaba esta
idea era el almirante Dönitz, que quería practicar la
Rudeltaktik enviando sus submarinos en manada contra los
buques americanos. Con una guerra submarina total podría
conseguirse doblegar a Gran Bretaña.
El anuncio de Hitler en el Reichstag hizo que los
representantes nazis se levantaran de los asientos para
aplaudir sus palabras llenos de júbilo. Veían en los Estados
Unidos a la gran potencia judía del oeste. Pero los oficiales
alemanes, que seguían combatiendo desesperadamente en
el frente oriental, no supieron qué pensar cuando se
enteraron de la noticia. Los más sutiles e intuitivos se
daban cuenta de que aquella guerra a escala mundial, con
los Estados Unidos, el Imperio Británico y la Unión
Soviética aliados contra ellos, iba a ser imposible de ganar.
La heroica defensa de Moscú, que obligó a las tropas
alemanas a retroceder, y la entrada de los Estados Unidos
en la guerra hicieron que aquel mes de diciembre de 1941
supusiera un importante punto de inflexión de naturaleza
geopolítica. A partir de entonces, Alemania sería incapaz
de alzarse claramente con la victoria en la Segunda Guerra
Mundial, por mucho que siguiera conservando la capacidad
y el poder de infligir unos daños terribles y de sembrar
muerte y desesperación.
El 16 de diciembre, el Generalfeldmarschall von
Bock, que padecía un tipo de enfermedad psicosomática,
informó a Hitler que tenía que decidir si el Grupo de
Ejércitos Centro debía resistir y luchar o emprender la
retirada. Las dos posibilidades ponían en peligro la
supervivencia de este contingente. Era evidente que, ante
aquel fracaso, el mariscal quería ser retirado del mando, y
unos días después fue sustituido por Kluge, que en un
principio estaba de acuerdo con la decisión de Hitler de
seguir peleando. Brauchitsch, comandante en jefe del
ejército, también fue destituido por su pesimismo. Hitler
no tardó en encontrarle un sustituto: aprovechó la
circunstancia para nombrarse él mismo comandante en
jefe. Otros altos oficiales también fueron relegados de sus
cargos, pero la de Guderian, todo un símbolo del ímpetu
ofensivo, fue la destitución que más entristeció a los
militares alemanes. En todo momento, Guderian se había
negado rotundamente a conservar posiciones a cualquier
precio, desafiando las órdenes recibidas. La sabiduría o la
locura de la decisión de Hitler de resistir obstinadamente
ha sido durante mucho tiempo objeto de numerosos
debates. ¿Evitó una catástrofe como la de 1812, o provocó
unas pérdidas enormes e innecesarias?
El 24 de diciembre, los soldados alemanes, lejos de
sus hogares, sintieron la necesidad de celebrar la Navidad,
aunque fuera en unas circunstancias realmente abyectas.
Fue fácil encontrar un abeto, que decoraron con estrellas
hechas con el papel de plata de las cajetillas de cigarrillos.
Hubo algún caso en el que fueron los propios campesinos
rusos quienes les dieron algunas velas. Instalados en aldeas
que aún no habían sido pasto de las llamas, y acurrucados
juntos para darse calor unos a otros, se intercambiaron
patéticos presentes y cantaron «Stille Nacht, heilige
Nacht». Aunque se sintieran afortunados por seguir con
vida después de ver caer a tantos de sus camaradas, un
abrumador sentimiento de soledad los embargaba al
recordar a sus familias.
Solo unos pocos se dieron cuenta de la paradoja de
aquel sentimentalismo alemán en medio de una guerra
cruel que ellos mismos habían desencadenado. El día de
Navidad, el campo de prisioneros de guerra que se
encontraba a las afueras de Kaluga fue evacuado mientras
los termómetros seguían indicando temperaturas por
debajo de los treinta grados bajo cero. Muchos de los
prisioneros soviéticos, algunos de los cuales se habían
visto obligados a practicar el canibalismo, caían exhaustos
en medio de la nieve, siendo ejecutados inmediatamente de
un tiro. Tal vez no deba de sorprendernos tanto que los
soldados soviéticos se vengaran matando a los alemanes
heridos abandonados en la retirada, al menos en un caso
vertiendo sobre ellos barriles de gasolina capturados, y
luego prendiéndoles fuego.
Nadie era más consciente que Stalin del giro
espectacular que había experimentado la situación mundial.
Pero la impaciencia del dictador soviético por vengarse de
los alemanes y por aprovechar las oportunidades que
brindaba su retirada hizo que exigiera una empresa colosal:
el lanzamiento de una ofensiva general a lo largo de todo el
frente, o lo que es lo mismo, una serie de operaciones para
las que el Ejército Rojo carecía de los vehículos, la
artillería, los pertrechos, las provisiones y, sobre todo, el
entrenamiento necesarios. Zhukov se horrorizó, por mucho
que hasta entonces las operaciones militares hubieran
salido mejor de lo esperado. Los planes increíblemente
ambiciosos de la Stavka contemplaban la destrucción del
Grupo de Ejércitos Centro y del Grupo de Ejércitos Norte,
así como un ataque masivo y contundente para recuperar
Ucrania.
Tras tantísimos meses de sufrimiento, el ánimo del
pueblo ruso también comenzó a cambiar, pasando en poco
tiempo del pesimismo a un exceso de optimismo. «En
primavera lo habremos logrado», decían muchos. Pero, al
igual que a su líder, les aguardaban aún muchas sorpresas y
malas noticias.
La colonia británica de Hong Kong, que había mantenido
una forma de neutralidad durante los últimos cuatro años de
la guerra chino-japonesa que había estallado en el norte,
constituía un claro objetivo. Aparte de su riqueza, había
sido una de las principales vías de abastecimiento de las
fuerzas nacionalistas. Como en Singapur, la comunidad
japonesa había proporcionado a Tokio información
detallada de sus defensas y sus puntos flacos. Durante los
últimos dos años las autoridades niponas habían estado
elaborando un plan para invadirla. También se había
organizado una quinta columna, formada en su mayoría por
miembros de organizaciones criminales como las Tríadas,
previamente sobornados con gran generosidad.
La comunidad británica, tras tantos años de asfixiante
supremacía, ignoraba si los chinos de Hong Kong, los
refugiados de la provincia de Kwantung en el norte, los
indios, o incluso los euroasiáticos iban a mantenerse
leales. En consecuencia, apenas hizo nada para informarlos
de la situación y se abstuvo de armarlos para resistir a los
japoneses. Antes bien, decidió confiar esa misión a los
doce mil soldados pertenecientes al Imperio Británico y a
los voluntarios del Cuerpo de Defensa de Hong Kong, en
su mayoría europeos. Los nacionalistas de Chiang Kai-shek
se ofrecieron para colaborar en la defensa de la colonia,
pero los británicos declinaron taxativamente su propuesta
de ayuda. Sabían que Chiang ambicionaba recuperar Hong
Kong para China. Curiosamente, los oficiales ingleses iban
a mantener unas relaciones mucho más cordiales con los
partisanos comunistas chinos, y más tarde les
proporcionarían armas y explosivos, hecho que dejó
perplejos a los nacionalistas. Tanto los comunistas como
los nacionalistas sospechaban que los británicos preferían
perder Hong Kong en beneficio de los japoneses y no de
los chinos.
Desde un punto de vista estrictamente militar,
Churchill lo tenía muy claro: si los japoneses invadían, no
había, en su opinión, «la más remota posibilidad de
conservar o salvar Hong Kong».12 Pero tras numerosas
presiones por parte de los americanos, al final decidió
reforzar la colonia en una muestra de solidaridad con las
islas Filipinas, sobre las que también se cernía la amenaza
nipona. El 15 de noviembre, llegaron dos mil soldados
canadienses para aumentar las defensas de la guarnición.
Aunque carecían de experiencia, enseguida se dieron
cuenta del destino que les aguardaba si el ejército japonés
atacaba. El plan aliado de defender la colonia al menos
durante noventa días para que las fuerzas navales
americanas de Pearl Harbor tuvieran tiempo de llegar en su
ayuda no les convencía.
El 8 de diciembre, mientras las tropas japonesas
avanzaban para ocupar Shanghai, la aviación japonesa atacó
el aeródromo de Kai Tak y destruyó los cinco aparatos
aéreos que había en la colonia. Una división del XXIII
Ejército del teniente general Sakai Takashi cruzó el río
Sham Chun, que marcaba la frontera de los Nuevos
Territorios. Cogió por sorpresa al comandante británico, el
general de división C. M. Maltby, y a sus hombres, quienes,
tras volar unos puentes, tuvieron que retirarse rápidamente
hasta una línea defensiva denominada Gin Drinkers, al otro
lado del istmo de los Nuevos Territorios. Los japoneses,
camuflados y con equipos ligeros, pudieron avanzar en
silencio y con celeridad por el territorio, gracias también a
su calzado de suela de goma, mientras que los defensores
tenían que moverse por aquella zona de montañas rocosas
con pesadas botas de tachuelas metálicas y su equipamiento
completo de combate. Miembros de las Tríadas y
partidarios del gobierno títere chino de Wang Jingwei
guiaron a las tropas japonesas hasta el otro lado de la línea
defensiva. Maltby había desplegado solo una cuarta parte de
sus fuerzas en los Nuevos Territorios. La mayoría de sus
efectivos seguían en la isla de Hong Kong, listos para
repeler un ataque por mar que nunca se produciría.13
La población china de Hong Kong consideraba que
aquella no era su guerra. Las raciones de alimentos y los
refugios antiaéreos preparados por las autoridades
coloniales resultaban totalmente insuficientes para ella.
Los que trabajaban de chófer para el ejército se esfumaron,
abandonando sus vehículos. La policía china y el personal
de los servicios de protección antiaérea simplemente se
desprendían de sus uniformes y marchaban a sus casas. Y lo
mismo ocurría en los hoteles y en los domicilios privados,
de donde trabajadores y criados desaparecían. Los
quintacolumnistas se dedicaban a robar todo el arroz en los
campos de refugiados llenos de los que huían de la guerra
en China, provocando el caos. Enseguida comenzaron a
producirse tumultos y actos de pillaje, instigados por las
Tríadas. Un individuo izó una gran bandera japonesa en lo
alto del hotel Península, cerca del muelle de Kowloon.
Este hecho hizo que cundiera el pánico entre algunos
soldados canadienses, que pensaron que el enemigo los
había rebasado. El 11 de diciembre, al mediodía, el general
Maltby se dio cuenta de que su única alternativa era retirar
a todos sus hombres al otro lado del puerto, a la isla de
Hong Kong. Este hecho provocó una gran confusión
cuando las barcas para el traslado de las tropas se vieron
asaltadas por la multitud.
La noticia del hundimiento del Prince of Wales y del
Repulse fue la confirmación de que no cabía la esperanza
de que una fuerza naval de la Marina de Su Majestad llegara
en ayuda de la colonia. La propia isla se encontraba también
en un estado de gran agitación debido a los incesantes
bombardeos de la artillería y la aviación japonesas. Los
actos de sabotaje por parte de quintacolumnistas no hacían
más que aumentar la histeria generalizada. La policía
británica comenzó a localizar y a congregar a los japoneses
residentes en la isla y a detener a los saboteadores, varios
de los cuales fueron ejecutados inmediatamente. La crisis
obligó a los ingleses a recurrir al representante de Chiang
Kai-shek en Hong Kong, un heroico hombre de mar que ya
había perdido una pierna, el almirante Chan Chak. La red de
vigilantes que estaba al servicio de este legado nacionalista
empezó a colaborar con los británicos para intentar
restaurar el orden y combatir a las Tríadas, que estaban
preparando una matanza de europeos.
El método más efectivo era el soborno. Los líderes de
las Tríadas aceptaron celebrar una reunión en el hotel
Cecil. Sus exigencias fueron exorbitantes, pero al final se
llegó a un acuerdo. En poco tiempo, los vigilantes del
almirante Chan Chak, actuando bajo el inocuo nombre de
una institución, la Leal y Honesta Asociación Caritativa,
aumentaron de número hasta llegar a los quince mil, de los
cuales un millar estaban destinados a la Sección Especial.
Enseguida empezó una guerra encubierta contra los
partidarios de Wang Jingwei. La mayoría de los capturados
eran asesinados en callejones. Los británicos comenzaron a
apreciar al almirante chino, cuyas prácticas, aunque
dudosas, los habían salvado de una difícil situación, y al
final accedieron a recibir ayuda de los ejércitos
nacionalistas.
Con los rumores que hablaban de mayor estabilidad, y
con el orden prácticamente restablecido, entre la población
de la isla asediada mejoraron los ánimos. Pero Maltby, que
no sabía en qué lugar convenía concentrar a sus tropas para
repeler una invasión, no reforzó el destacamento que se
encontraba en el extremo noreste de la isla. En la oscuridad
de la noche, un grupo de cuatro japoneses cruzó a la otra
orilla nadando para efectuar un reconocimiento de esa
zona. Al día siguiente, 18 de diciembre, también bajo el
amparo de la noche, siete mil quinientos soldados
japoneses pasaron a la otra orilla, utilizando todas las
embarcaciones que pudieron encontrar, por pequeñas o
frágiles que fueran. La 38.ª División, una vez establecida,
no intentó avanzar por la costa hacia Victoria, como
esperaba Maltby. Antes bien, se abrió paso hacia el interior
montañoso, obligando a los dos batallones canadienses a
retroceder, para dividir en dos la isla. En poco tiempo,
tanto Stanley como Victoria se quedarían sin electricidad y
sin agua, y buena parte de la población china comenzaría a
pasar verdadero hambre.
El general Maltby había convencido al nuevo
gobernador, sir Mark Young, de que era inútil seguir
resistiendo. Young envió un mensaje a Londres el 21 de
diciembre, solicitando permiso para negociar con el
comandante japonés. A través del Almirantazgo, Churchill
respondió que «una rendición es impensable. Hay que
luchar por cada palmo de la isla y resistir al enemigo con
absoluta determinación. Cada día que consiga mantener su
oposición, usted estará ayudando a la causa aliada en todo
el mundo».14 Young, por lo visto, se sintió sumamente
consternado solo de pensar en convertirse en «el primer
hombre en perder una colonia británica después de lo de
Cornwallis en York-town»,15y siguió con la lucha.
Aunque hubo algunos gestos heroicos, lo cierto es que
la moral de los desventurados defensores estaba por los
suelos. Los soldados indios, especialmente los Rajputs que
tantas bajas habían sufrido, atravesaban un momento muy
crítico desde el punto de vista anímico. Su espíritu bélico
también se había visto afectado por la propaganda japonesa
que constantemente los instaba a desertar, aduciendo que la
derrota del Imperio Británico supondría la libertad para la
India. Casi todos los policías Sikh habían desertado. Su
resentimiento hacia los británicos fue alimentado con
recuerdos de la matanza de Amritsar de 1919.
Con los graves incendios, y ante la falta de agua
potable, que ya se había convertido en un problema
sanitario, la comunidad británica, principalmente las
mujeres, empezó a presionar a Maltby y al gobernador,
exigiendo que se pusiera fin a los combates. Young no daba
su brazo a torcer, pero la tarde del día de Navidad, después
de que los japoneses intensificaran los bombardeos,
Maltby insistió en que era imposible seguir resistiendo.
Esa noche, a bordo de una lancha motora, los dos fueron
conducidos por oficiales japoneses al otro lado del puerto
para presentar su rendición a la luz de unas velas al general
Sakai en el hotel Península. El almirante Chan Chak, junto
con varios oficiales británicos, escapó en una lancha
torpedera aquella misma noche, para unirse a las fuerzas
nacionalistas del continente.
Durante las veinticuatro horas siguientes, las Tríadas
se dedicaron a saquear la colonia, especialmente las casas
de los británicos de Victoria Peak. Aunque el general Sakai
dio la orden de tratar con consideración al enemigo, lo
cierto es que los intensos combates habían enardecido a
sus hombres. Hubo varios casos de asesinato de personal
médico y heridos, ajusticiados unas veces a golpe de
bayoneta, y otras ahorcados o decapitados. Sin embargo,
fueron relativamente pocos los casos de violación de
mujeres europeas, y cuando los hubo, los agresores fueron
severamente castigados, lo que contrastó
sorprendentemente con la aterradora actuación del ejército
imperial nipón durante la guerra en el continente. De
hecho, los europeos fueron tratados, por lo general, con
cierto respeto, como si con ello los japoneses quisieran
demostrar que eran igual de civilizados que los
occidentales. En cambio, en lo que cabría calificar de una
perversa contradicción de la propaganda nipona, que
afirmaba que Japón había emprendido una guerra para
liberar Asia de la dominación de los blancos, los oficiales
del ejército imperial no se preocuparon de impedir que sus
hombres violaran a las mujeres chinas de Hong Kong. Se
calcula que más de diez mil fueron víctimas de violaciones
en grupo, y que varios centenares de civiles fueron
asesinados durante la «fiesta» celebrada después de la
batalla.16

El ejército del general Yamashita, que había conseguido


establecerse en la península de Malaca, aunque inferior en
número, contaba con el apoyo de una división acorazada y
disfrutaba de superioridad aérea. Los soldados indios, la
mayoría de los cuales no había visto un tanque en su vida,
estaban aterrorizados. Además, la jungla y la oscuridad
fantasmagórica de las plantaciones de caucho los
atemorizaba. Pero la táctica más efectiva de los japoneses
consistía en avanzar hacia el sur por las carreteras del
litoral oriental y occidental, con sus tanques a la cabeza.
Cuando topaban con un control de carretera o una
barricada, su infantería esquivaba a los defensores, o los
rebasaba infiltrándose en la jungla o en los arrozales. A la
rapidez del avance japonés contribuyeron las tropas en
bicicleta, que a menudo alcanzaban a los defensores en
retirada.
En su avance hacia el sur por el este y por el oeste de
la península de Malaca, los soldados de Yamashita, con la
piel curtida en los campos de batalla, empujaron aquella
mezcla de unidades británicas, indias, australianas y
malayas hasta el extremo meridional de Johore. Hubo
varias acciones en las que algunas de estas unidades
combatieron con arrojo, infligiendo graves pérdidas al
enemigo. Pero lo cierto es que las retiradas fueron unas
empresas agotadoras y desmoralizantes, pues las fuerzas
aliadas no solo tuvieron que enfrentarse al poderío de los
tanques japoneses, sino también sufrir los constantes
ataques de los cazas Zero.
El general Percival seguía rechazando la idea de
establecer una línea defensiva en Johore porque
consideraba que semejante medida repercutiría
negativamente en la moral de sus hombres. Esta ausencia
de posiciones bien preparadas acabaría siendo desastrosa
para la defensa de Singapur. No obstante, la 8.ª División
australiana en concreto consiguió detener a la Guardia
Imperial japonesa y provocar el caos entre sus hombres
con emboscadas.
Para reforzar las defensas de Singapur también se
envió a la zona una flota de aviones Hurricane, los cuales,
sin embargo, se revelaron inferiores a los Zero. Tras dos
semanas de intensos combates en Johore, las fuerzas
aliadas no tuvieron más remedio que retirarse a la isla de
Singapur. La carretera que cruzaba el estrecho de Johore
fue volada más tarde, el 31 de enero de 1942, justo después
de la llegada, al son de las gaitas, de los soldados de
infantería del batallón escocés de Argyll y Sutherland. Se
cuenta que los japoneses decapitaron a unos doscientos
soldados australianos e indios que tuvieron que ser
abandonados porque no podían moverse debido a las graves
heridas sufridas.
En el hotel Raffles seguían celebrándose cenas con
baile casi todas las noches, pues se pensaba que continuar
con las actividades habituales del establecimiento podía
servir para mantener alta la moral. Pero a los oficiales que
acababan de combatir en la península de Malaca aquellas
fiestas les recordaban la orquesta del Titanic interpretando
piezas musicales poco antes del hundimiento del
transatlántico. Buena parte de la ciudad estaba en ruinas
debido a los constantes bombardeos de los japoneses.
Muchas familias europeas habían empezado a marcharse,
unas a Java en hidroavión, y otras a Ceilán, aprovechando el
viaje de regreso de los barcos de transporte de tropas que
acababan de traer refuerzos. Los varones adultos, padres y
esposos, se habían alistado en su mayoría en unidades de
voluntarios. En un alarde de valentía, algunas mujeres
decidieron quedarse para colaborar como enfermeras, a
pesar de ser conscientes del peligro que podían correr
cuando los japoneses entraran en la ciudad.
A la vulnerabilidad propia de una isla como Singapur,
situada a lo largo del estrecho de Jahore, se sumó, para
empeorar las cosas, la certeza de Percival de que el ataque
japonés iba a tener lugar en el noreste. Esta idea era fruto
de una extraña convicción: en su opinión, el objetivo a
defender era la base naval de la zona, que, por cierto, ya
había sido destruida. Ignoró las instrucciones dadas por el
general Wavell, en aquellos momentos comandante en jefe
de la región, de reforzar el sector noroeste de la isla que,
con sus manglares y sus ensenadas, era el más difícil de
defender.
La 8.ª División australiana, encargada de dicho sector,
se dio cuenta inmediatamente del peligro. No contaba con
zonas despejadas en las que poder abrir fuego con eficacia,
ni con la protección de minas y alambradas, elementos que
en su mayoría habían sido destinados al sector nororiental.
Sus batallones habían sido reforzados con tropas recién
llegadas, que, sin embargo, apenas sabían manejar el fusil.
El general Gordon Bennett, aunque era perfectamente
consciente de que Percival cometía un terrible error, no
dijo prácticamente nada y simplemente se retiró a su
cuartel general.
El 7 de febrero la artillería japonesa abrió por primera
vez fuego contra Singapur, que estaba cubierta por una
enorme y densa nube de humo negro procedente del
depósito de combustible de la base naval bombardeado la
noche anterior. Al día siguiente, a modo de diversión, se
intensificaron los ataques en el flanco nororiental. Este
hecho sirvió para convencer aún más a Percival de que ese
era el sector por el que el enemigo iba a lanzar su gran
ataque.
Yamashita observaba el desarrollo de los
acontecimientos desde una torre del palacio del sultán de
Johore que daba al angosto estrecho. Ya había decidido
utilizar hasta el último proyectil de la artillería antes de
que, con la ayuda de botes y barcazas, sus tropas cruzaran
aquella noche a la zona de manglares simada en el extremo
noroeste de la costa de Singapur. Las ametralladoras
Vickers produjeron numerosas bajas en las filas del
agresor, pero los tres mil soldados australianos que
defendían ese sector se vieron rápidamente superados por
los efectivos de los dieciséis batallones de Yamashita, que
aparecieron en tropel. Con su bombardeo masivo, los
japoneses habían cortado las líneas de los teléfonos de
campaña, por lo que la artillería de apoyo tardó un tiempo
en reaccionar, y el cuartel general de la 8.ª División
ignoraba lo que estaba ocurriendo. Ni siquiera llegaron a
verse las bengalas disparadas al cielo por la vanguardia
australiana con sus pistolas Very.
El 9 de febrero, al amanecer, habían desembarcado
unos veinte mil soldados japoneses. Percival, sin embargo,
siguió desplegando sus tropas prácticamente según lo
previsto, enviando solo otros dos batallones, bastante mal
equipados, para frenar el avance enemigo. También autorizó
la retirada a Sumatra del último escuadrón de cazas
Hurricane. En medio de tanta confusión, rápidamente se
verían frustradas sus esperanzas de crear una línea
defensiva a la desesperada en el noroeste de la ciudad de
Singapur. Los japoneses habían desembarcado tanques, que
no tardaron en aplastar las barricadas que encontraron a su
paso. Por orden del gobernador, el personal del
departamento del Tesoro empezó a quemar todo el papel
moneda del que se disponía. En el puerto se arrojaban
vehículos al agua para impedir que cayeran en manos
enemigas, aunque la mayoría formaban en las calles de la
ciudad amasijos de chatarra quemada. Singapur,
bombardeada y en llamas, apestaba por culpa de los
cadáveres en descomposición, y los hospitales estaban
llenos de heridos y de muertos. La evacuación de las
mujeres, incluidas las enfermeras, se había llevado a cabo
con gran celeridad aprovechando la partida de los últimos
barcos, varios de los cuales fueron bombardeados. Cuando
lograron alcanzar la costa, algunos de los supervivientes
fueron pasados a la bayoneta o acribillados a balazos por
las patrullas japonesas. En su huida, los otros barcos se
encontraron con una flotilla de buques de guerra nipones.
Percival, que había recibido de Churchill y Wavell la
orden de luchar hasta el final, recibía constantes presiones
de sus comandantes subordinados para que se rindiera con
el fin de evitar pérdidas mayores. Envió un mensaje a
Wavell, que se mostró firme en su decisión de seguir
combatiendo calle por calle. Pero la ciudad estaba
quedándose sin agua potable, debido a que la red de
suministros había quedado destruida por los bombardeos
japoneses. Las tropas niponas atacaron el hospital militar
de Alexandra y pasaron a la bayoneta a los enfermos y al
personal sanitario. Un hombre que yacía anestesiado sobre
la mesa de operaciones fue salvajemente acuchillado.
Al final, el domingo 15 de febrero, el general Percival
presentó la rendición al general Yamashita. El general
Bennett, tras ordenar a sus hombres que depusieran las
armas y se quedaran dónde estaban, se esfumó. Con un
grupo de soldados, alcanzó a nado un sampán, y luego, tras
sobornar al capitán de un junco chino, llegó a Sumatra. Una
vez en Australia, declaró que había huido de Singapur para
compartir con sus camaradas las experiencias vividas
durante los combates con los japoneses, pero no es de
extrañar que los soldados que había dejado atrás sintieran
un amargo resentimiento hacia su persona.
Las recriminaciones que se hicieron a Percival, al
gobernador Shenton Thomas, a Bennett, a Brooke-Popham,
a Wavell y a varios otros altos cargos a raíz de ese
humillante desastre fueron tremendas. «Ahora estamos
pagando un alto precio», escribió en su diario el general sir
Alan Brooke, que había sucedido a sir John Dill como jefe
del estado mayor imperial, «por no haber querido abonar la
prima de un seguro esencial para la seguridad de un
Imperio».17 No obstante, aunque la organización y la
dirección de la campaña de Malaca habían sido deplorables,
lo cierto es que Singapur no habría podido convertirse
nunca en una fortaleza inexpugnable con los japoneses
controlando los cielos y los mares de la zona. En cualquier
caso, había en la isla, además de los soldados, más de un
millón de civiles que en poco tiempo habrían muerto de
hambre.
El 19 de febrero, la aviación japonesa atacó el puerto
de Darwin, al norte de Australia, hundiendo ocho barcos y
matando a doscientos cuarenta civiles. El gobierno
australiano recibió la noticia con enfado, y también con
espanto. Su país, con las mejores divisiones de su ejército
aún en Oriente Medio, estaba expuesto al ataque del
enemigo. Los australianos no habían comenzado a darse
cuenta de lo vulnerables que eran hasta noviembre del año
anterior, cuando un crucero de su Armada, el Sydney, fue
hundido frente a las costas del país mientras trataba de
interceptar a un barco pirata alemán perfectamente armado,
el Kormoran, que navegaba con bandera holandesa. Durante
el largo y acalorado debate que se abrió para aclarar este
episodio, con dos investigaciones gubernamentales en
quince años, fueron muchos los que llegaron a la
conclusión de que el barco pirata alemán no estaba solo. En
su opinión, el Sydney fue alcanzado por los torpedos de un
submarino japonés que estuvo operando con el Kormoran
dieciocho días antes del ataque a Pearl Harbor.18
El enfado de los australianos por el fracaso de los
británicos en la defensa de Malaca estaba justificado, pero
lo cierto es que el país había invertido muy poco en
defensa. Y, curiosamente, fue sobre todo la ferocidad de
las críticas de Australia lo que impulsó a Churchill a enviar
más refuerzos a Singapur, la mayoría de los cuales cayeron
en manos de los japoneses.

Sumatra, que por aquel entonces formaba parte de las Indias


Orientales Neerlandesas, es una isla que se extiende a lo
largo del estrecho de Malaca, al otro lado de Singapur, y
los japoneses no tardaron en continuar su campaña de
conquistas en esta zona del sudeste asiático. El 14 de
febrero de 1942, un día antes de que Percival presentara la
rendición, fueron lanzados paracaidistas japoneses en
Palembang con el fin de asegurar los yacimientos
petrolíferos de los alrededores y las refinerías propiedad
de Dutch Shell. Una flota nipona de barcos de transporte de
tropas, escoltada por un portaaviones, seis cruceros y once
destructores, se plantó frente a las costas de la isla.
Otra isla, Java, se convirtió en el siguiente objetivo.
La batalla del mar de Java decidiría el futuro de la zona. El
27 de febrero, una fuerza aliada formada por seis
destructores y diversos cruceros holandeses,
norteamericanos, australianos y británicos atacó dos
convoyes japoneses, escoltados por tres cruceros pesados
y catorce destructores. Durante las treinta y seis horas
siguientes, los barcos aliados fueron bombardeados y
torpedeados severamente. Fue un enfrentamiento valiente,
pero condenado al fracaso desde el primer momento. El 9
de marzo Batavia (la actual Yakarta) y el resto de las Indias
Orientales Neerlandesas ya se habían rendido al enemigo.

Para los altos mandos militares japoneses en China,


Birmania era el objetivo más importante. Ocupar este país
era la mejor manera de cortar los suministros a los
ejércitos nacionalistas de Chiang Kai-shek y de defender
con eficacia todo el flanco occidental del sudeste asiático.
El cuartel general imperial había planeado en un principio
invadir solo el sur de Birmania, pero este proyecto
enseguida cambió con el ímpetu del avance de sus tropas.
La batalla por Birmania había comenzado el 23 de
diciembre de 1941, cuando los bombarderos japoneses
atacaron Rangún. Las diversas incursiones aéreas
posteriores provocaron que sus habitantes abandonaran en
estampida la ciudad en busca de refugio. Los aliados solo
disponían de dos escuadrillas de cazas, una de aviones
Brewster Buffalo de la RAF y otra de aviones P-40 Curtiss
Warhawk pilotados por los voluntarios de los Tigres
Voladores. Poco después llegaron otras tres escuadrillas,
esta vez de cazas Hurricane, procedentes de Malaca.
El 18 de enero de 1942, el XV Ejército del general
Iida Shojiro lanzó un ataque por la frontera tailandesa. El
general John Smyth, comandante de la 17.ª División India
condecorado con la Cruz Victoria, quería crear con sus
tropas una barrera a lo largo del río Sittang para cortar el
paso al enemigo. Pero Wavell ordenó avanzar hacia el
sudeste, hasta la frontera con Tailandia, para ralentizar todo
lo posible el avance japonés, pues necesitaba más tiempo
para reforzar las defensas de Rangún. La suya fue una
decisión desastrosa, pues dejó la defensa de todo el sur de
Birmania exclusivamente en manos de una división mal
pertrechada que ya no disponía de todos sus efectivos.
El 9 de febrero la política japonesa dio un giro radical.
«La fiebre de la victoria» llevó al cuartel general imperial a
creer que también podían ocupar buena parte de Birmania y
cortar así las principales rutas de abastecimiento de los
nacionalistas chinos. Poco tiempo después, Smyth se vio
obligado, como ya había pronosticado, a retroceder hasta el
río Sittang, lo que en aquellos momentos significó tener
que emprender la retirada de sus tropas durante la noche
del 21 de febrero por un estrecho puente ferroviario. Un
camión quedó atascado, y el avance de toda la columna se
vio interrumpido durante tres largas horas. Cuando
amaneció, buena parte de la división seguía en la margen
derecha del río —cuyas aguas bajaban a gran velocidad—,
totalmente expuesta al ataque del enemigo. Una fuerza
japonesa amenazaba con capturar el puente y perseguir a
los aliados. El segundo al mando de Smyth se sintió en la
obligación de volarlo. Ni siquiera la mitad de la división
había podido cruzar el río. Lo que vendría después sería la
retirada a Rangún en medio del caos.
La capital birmana había estado defendida por los
Tigres Voladores y la RAF, que habían conseguido que los
japoneses optaran por emprender bombardeos nocturnos.
En consecuencia, habían llegado al puerto de Rangún tropas
de refuerzo, incluida la 7.ª División Acorazada con sus
carros ligeros Stuart. Pero la capital estaba prácticamente
perdida, por lo que se decidió proceder al traslado de
depósitos y almacenes al norte antes de abandonar
definitivamente la ciudad. En el zoológico, el personal de
mantenimiento liberó a todos los animales, incluidos los
más peligrosos, lo que sembró el pánico en las calles. La
capital quedó medio desierta. En aquel ambiente, el
gobernador sir Reginald Dorman-Smith y su ayudante
jugaron una última partida de billar tras beberse las últimas
botellas de vino de la bodega. Luego, para impedir que los
japoneses se apropiaran de los retratos de los gobernadores
anteriores, lanzaron las bolas del billar contra estos
cuadros.
El general sir Harold Alexander, nombrado
comandante en jefe de Birmania, voló a Rangún antes de la
llegada de los japoneses. El 7 de marzo, ordenó que se
destruyeran los depósitos de combustible de la compañía
Burma Oil, situados en las afueras de la ciudad, y que el
resto de las fuerzas británicas se retirara al norte.
Afortunadamente para ellas, los japoneses no lograron
efectuar una gran emboscada al día siguiente, y estas tropas
consiguieron escapar. Su plan consistía en crear una nueva
línea defensiva en el norte junto con la 1.ª División
Birmana de Keren, formada por miembros de las tribus
locales que odiaban a muerte a los japoneses, y cincuenta
mil soldados nacionalistas de Chiang Kai-shek a las
órdenes del comandante americano en China, el general de
división Joseph Stilwell. «Vinegar Joe», como se apodaba
este alto oficial estadounidense, era un anglófobo
acérrimo. Afirmaba, de manera poco convincente, que
Alexander se había quedado «pasmado de verme a MÍ —a
mí, un maldito americano— al mando de tropas chinas.
"¡Extraordinario!", exclamó [el inglés], mirándome de
arriba abajo como si acabara de aparecer de debajo de las
piedras».19
Los japoneses, tras ocupar Rangún y su puerto,
pudieron reforzar su ejército rápidamente. La aviación
nipona, que ya operaba desde aeródromos del interior de
Birmania, consiguió destruir casi todos los cazas de la RAF
y de los Tigres Voladores que quedaban en una base aérea
simada más al norte.
A finales de marzo, las fuerzas chinas sufrieron un
duro revés, y el que en aquellos momentos consumía el
Cuerpo Birmano, a las órdenes del teniente general
William Slim, se vio obligado a emprender rápidamente la
retirada para no quedar rodeado. Chiang Kai-shek acusó a
los británicos de no haber sabido mantener sus posiciones
defensivas. Era evidente que no lo habían conseguido, pues
las comunicaciones entre los dos ejércitos eran poco
efectivas, por no decir caóticas, en parte porque los chinos
carecían de mapas de la zona, y no podían leer los
topónimos que aparecían en los que les habían
proporcionado los británicos. El desastre se consumó
cuando Stilwell insistió en lanzar una contraofensiva,
acción que los ejércitos chinos eran incapaces de
emprender.
Stilwell rechazó el plan de Chiang Kai-shek de
defender Mandalay, calificándolo de demasiado pasivo. Sin
informar a los británicos, envió dos divisiones chinas a
atacar el sur, y se negó a autorizar que la 200.ª División se
retirara de Tounggu. Los japoneses aprovecharon
inmediatamente la dispersión de estas formaciones y
consiguieron rebasarlas y llegar a Lashio, al nordeste de
Mandalay, superando así las posiciones de los británicos.
Stilwell, que no quería reconocer su responsabilidad en el
desastre, señaló a las fuerzas chinas, a las que acusó de
haberse negado con un empecinamiento estúpido a atacar,
perdiéndose así la oportunidad de obtener una importante
victoria. Los británicos se mostraron bastante más
agradecidos con el empeño demostrado por los chinos, y
tan furiosos con Stilwell como Chiang Kai-shek.
El 5 de abril, un poderoso contingente japonés llegó al
golfo de Bengala para atacar la base naval británica de
Colombo. El almirante sir James Somerville consiguió
sacar de allí casi todos sus barcos a tiempo, pero los daños
infligidos por el enemigo fueron muy cuantiosos. A
comienzos de mayo, los japoneses habían capturado
Mandalay e incluso habían entrado en China por la carretera
de Birmania, obligando a parte de las fuerzas nacionalistas
de la zona a retirarse a la provincia de Yunnan. En Birmania,
sin embargo, fueron los miembros de la gran comunidad de
origen indio que residía en Birmania —compuesta, entre
otros, por pequeños comerciantes y sus familias, poco
habituados a las dificultades y a la adversidad— los que
más padecieron en aquella retirada hacia el norte. Sufrieron
agresiones y robos por parte de los birmanos, que sentían
por ellos un odio visceral. El resto de las tropas aliadas
tuvo que retirarse hacia la frontera india, tras sufrir unas
treinta mil bajas. La ocupación japonesa del sudeste
asiático parecía haber llegado a su término.
17
CHINA Y LAS FILIPINAS
(noviembre de 1941-abril de
1942)

El año 1941 había comenzado con mejores perspectivas


para los nacionalistas chinos. El XI Ejército japonés estaba
tan disperso que no podía concentrarse para lanzar una
ofensiva eficaz. Al sur del río Yangtsé, y a orillas del Jin,
los nacionalistas consiguieron incluso dar un duro golpe a
la 33.ª y a la 34.ª División, causando unas quince mil bajas
en las filas japonesas. Y Chiang Kai-shek, en un
movimiento perfectamente calculado, había obligado al
Nuevo Cuarto Ejército de las guerrillas comunistas a
abandonar su sector en el sur del Yangtsé para trasladarse al
norte del río Amarillo. Por lo visto, aunque se llegó a un
acuerdo para llevar a cabo este repliegue de fuerzas, Mao
se encargó de romper este pacto. Se produjo un
encarnizado enfrentamiento cuando las tropas comunistas,
mal dirigidas deliberadamente por Mao, tropezaron con
fuerzas nacionalistas. Como es de suponer, el relato de los
acontecimientos es muy distinto, dependiendo de quién lo
cuenta. De lo que no cabe la menor duda es que este
episodio hizo que fuera más difícil evitar la guerra civil que
más tarde estalló. Los representantes soviéticos se
limitaron a expresar su preocupación por el hecho de que
nacionalistas y comunistas se dedicaran a combatir unos
contra otros cuando debían estar repeliendo la agresión
japonesa. Pero, en el mundo en general, los partidos
comunistas extranjeros utilizaron el incidente como
propaganda para poner de manifiesto que los nacionalistas
eran siempre los hostigadores.1
El generalísimo, por su parte, se sentía ultrajado por la
actitud de los soviéticos, que intentaban ejercer cada vez
más control en el extremo noroccidental de la provincia de
Sinkiang que limitaba con Mongolia, la URSS y la India. En
dicha zona, en colaboración con el señor de la guerra local,
Sheng Shih-tsai, la Unión Soviética había construido bases
y fábricas, instalado una guarnición militar y comenzado la
búsqueda de minas de estaño y yacimientos de petróleo. En
un campo secreto también se adiestraban cuadros para el
Partido Comunista Chino, cada vez más influyente en la
provincia. El propio Sheng Shih-tsai había solicitado su
ingreso en este partido político. Su petición recibió el veto
de Stalin, pero luego este caudillo fue aceptado en el
Partido Comunista de la URSS. Como Sinkiang era un
enclave esencial para los suministros y el comercio con la
Unión Soviética, los nacionalistas se encontraban con las
manos atadas. Chiang Kai-shek solo podía aguardar
pacientemente a que llegaran tiempos mejores para
recuperar el control de lo que se había convertido en un
feudo de los rusos.
A pesar de todas estas tensiones, el envío de
suministros soviéticos había vuelto a comenzar, al menos
por el momento, sobre todo porque Stalin temía que los
japoneses se convirtieran de nuevo en una clara amenaza
para sus intereses en Extremo Oriente. En una batalla por la
provincia meridional de Hunan, los nacionalistas utilizaron,
una vez más, su táctica de emprender la retirada para lanzar
a continuación un contraataque. Solo en el sur de Shensi
consiguieron los japoneses realizar un avance significativo
y ocupar una valiosa región agrícola de la que los
nacionalistas dependían para abastecerse de alimentos y
para proporcionar nuevos reclutas a su ejército. Este
episodio coincidió con su aplastante victoria en la batalla
de Zhongyuan, que Chiang Kai-shek calificaría de «el
hecho más vergonzoso en la historia de la guerra contra
Japón».2
Ernest Hemingway y su nueva esposa, Martha
Gellhorn, estaban viajando por China en esos días, y la
miseria y la sordidez que los rodeaba hicieron mella
incluso en la intrépida Gellhorn. «China me ha curado: no
quiero emprender más viajes», escribió a su madre. «Es
angustioso observar la realidad de la vida en Oriente, y un
horror compartirla». La suciedad, los olores, las ratas y las
chinches tuvieron su efecto. En Chungking, capital
nacionalista, que Hemingway nos describe como «gris,
amorfa, enfangada, un montón de tediosos edificios de
cemento y de míseras barracas», la pareja almorzó con
Chiang Kai-shek y su mujer, y más tarde les dijeron que era
un gran honor que el generalísimo los hubiera recibido sin
llevar puesta la dentadura postiza.
Al líder nacionalista no le habría complacido saber
que Gellhorn había quedado gratamente sorprendida por el
representante comunista en Chungking, Chou En-lai.
Hemingway, por su parte, puso de manifiesto que había
dejado de ver a los comunistas con aquella complacencia
de su época en España. Era perfectamente consciente de la
eficacia de su propaganda y de cómo partidarios de su
ideología, como Edgar Snow, habían conseguido convencer
a los lectores estadounidenses de que las fuerzas de Mao
combatían con ahínco mientras los corruptos nacionalistas
no hacían prácticamente nada, cuando, en realidad, era todo
lo contrario.3
Era cierto que había corrupción en la China
nacionalista, pero esta no se daba en todos los ejércitos ni
entre todos los oficiales. Algunos oficiales de estado
mayor del XV Ejército, acostumbrados a las viejas usanzas,
solían utilizar los camiones militares para traer opio de
Szechuan y venderlo en el valle del Yangtsé, pero no todos
los oficiales nacionalistas seguían estas prácticas propias
de la tradición de los señores de la guerra. Aunque algunos
se dedicaban descaradamente a robar y vender las raciones
de comida de sus propios soldados, otros, de mentalidad
más moderna y liberal, se rascaban los bolsillos y
compraban con su dinero suministros médicos para sus
hombres. Y los comunistas no fueron mejores. Su
producción y venta de opio fue concebida para crear una
reserva de fondos que más tarde les permitiera combatir a
los nacionalistas. En 1943, el embajador soviético calculó
que los comunistas habían vendido cuarenta y cuatro mil
setecientos sesenta kilos de opio, por un valor de sesenta
millones de dólares de la época.4
La invasión de la Unión Soviética en junio de 1941
por parte de la Alemania nazi tenía dos vertientes desde el
punto de vista nacionalista. En el aspecto positivo,
significaba que Stalin ya no podía permitirse el lujo de
mostrarse tan firme en su idea de controlar la provincia de
Sinkiang. Y, sobre todo, venía a delimitar claramente quién
era quién en la Segunda Guerra Mundial, colocando a Gran
Bretaña, a los Estados Unidos y a la Unión Soviética en un
mismo bando frente a Alemania y a Japón. En el aspecto
negativo, significaba que Stalin intentaría evitar por todos
los medios un enfrentamiento abierto con Japón. El
dictador soviético, temiendo una concentración de fuerzas
niponas en el norte, pidió a los comunistas chinos que
lanzaran un gran ataque con sus guerrillas, pero, aunque en
un principio pareció aceptar la propuesta, al final Mao no
hizo nada. La única ofensiva comunista, la Operación de los
Cien Regimientos, se había producido el verano anterior.
La campaña había enfurecido a Mao, pues había repercutido
en beneficio de los nacionalistas en un momento malo para
ellos, y, aunque se consiguió infligir graves daños en las
líneas ferroviarias y en las minas, el número de bajas en las
filas comunistas había sido elevadísimo.
A pesar de que las fuerzas comunistas volvieron a
adoptar una postura prácticamente neutral a lo largo de
1941, el comandante japonés, el general Okamura Yasuji,
en un ejemplo de contrainsurgencia, lanzó sus salvajes
ofensivas de los «tres todos»5 —«matarlos a todos,
quemarlo todo y destruirlo todo»— contra las regiones
controladas por los comunistas. Cuando no eran
asesinados, los varones jóvenes eran capturados para
trabajar como mano de obra esclava. El hambre también se
utilizó como arma. Los japoneses quemaban todas las
cosechas que no podían aprovechar. Se calcula que la
población de las regiones controladas por los comunistas
pasó de cuarenta y cuatro millones a apenas veinticinco en
este período.6
Para sorpresa y consternación de Moscú, Mao ordenó
la retirada de muchas de sus fuerzas, y dividió aquellas que
seguían tras las líneas japonesas. En opinión de los
soviéticos, fue un acto de traición contra el
«internacionalismo proletario»,7 que obligaba a los
comunistas de todo el mundo a realizar cualquier tipo de
sacrificio por la «Madre Patria de los oprimidos». Stalin
tuvo entonces la absoluta certeza de que Mao estaba más
interesado en arrebatar territorio a los nacionalistas que en
combatir a los japoneses. Además, Mao intentaba por todos
los medios reducir la influencia soviética en el seno del
Partido Comunista Chino.
Aunque Stalin había firmado en el mes de abril un
pacto de no agresión con Japón, interrumpiendo a
continuación el envío de material bélico a los
nacionalistas, seguía proporcionándoles asesoramiento
militar. En aquellos momentos el principal asesor era el
general Vasily Chuikov, que más tarde comandaría el LXII
Ejército en la defensa de Stalingrado. En total, unos mil
quinientos oficiales del Ejército Rojo habían prestado sus
servicios en China, donde pudieron adquirir más
experiencia y probar nuevas armas como habían hecho en
España durante la guerra civil.8
Los británicos también proporcionaron armas y
adiestramiento a los destacamentos de guerrilleros chinos.
Todo ello fue organizado por el departamento de la
Dirección de Operaciones Especiales en Hong Kong, pero
como sus oficiales comenzaron a armar a grupos
comunistas de la zona del río Dong (río Este), Chiang
exigió que se interrumpiera el proyecto. Los Estados
Unidos, por su parte, también habían empezado a
proporcionar ayuda. Dicha ayuda se materializó en la
creación del Grupo de Voluntarios Americanos, los
llamados Tigres Voladores, a las órdenes de un oficial
retirado de las fuerzas aéreas estadounidenses, Claire
Chennault, asesor de aviación de Chiang Kai-shek. Esta
formación disponía de un centenar de cazas Curtiss P-40,
cuya base se encontraba en Birmania con la finalidad de
proteger las carreteras que conducían al suroeste de China.
Sin embargo, a no ser que el piloto utilizara tácticas
especiales, poco podían hacer estos aparatos frente a los
poderosos Mitsubishi Zero japoneses.
En la propia China, y especialmente en la ciudad de
Chungking, los pilotos de las pequeñas fuerzas aéreas
nacionalistas hacían lo que podían para romper las
formaciones de bombarderos japoneses. En diciembre de
1938, el cuartel general imperial se había visto obligado a
reconocer que las tácticas de los nacionalistas chinos
habían destruido cualquier posibilidad de obtener una
rápida victoria. De modo que decidió recurrir a los
bombardeos estratégicos, con la esperanza de acabar con la
determinación china de oponer resistencia. Todos los
centros industriales fueron atacados, pero el objetivo
principal fue la capital de los nacionalistas, que fue víctima
de constantes incursiones aéreas en las que se lanzaron
explosivos detonantes y bombas incendiarias. Los
japoneses adoptaron la estrategia de emprender múltiples
ataques de breve duración para mantener la ciudad
constantemente en alerta y agotar sus defensas aéreas. Los
historiadores chinos hablan del «Gran Bombardeo de
Chungking», cuya fase más intensa se prolongó desde
enero de 1939 hasta diciembre de 1941, cuando la aviación
de la Armada nipona tuvo que trasladarse al teatro de
operaciones del Pacífico. Más de quince mil civiles chinos
perdieron la vida, y unos veinte mil sufrieron heridas de
gravedad.9
El 18 de septiembre de 1941, el XI Ejército japonés
lanzó con cuatro divisiones una nueva ofensiva contra otra
ciudad importantísima desde el punto de vista estratégico:
Changsha. Las fuerzas chinas tuvieron que replegarse en
medio de cruentos combates. Como siempre, los heridos
fueron los que salieron peor parados durante la retirada. Un
médico chino de Trinidad, en las Antillas, describió una
escena, por desgracia habitual: «Había en la carretera una
ambulancia de la Cruz Roja rodeada de cientos de heridos
que permanecían de pie o echados en el suelo. Estaba llena,
y los heridos más leves se habían subido al techo del
vehículo. Algunos se habían amontonado incluso en el
asiento del chófer. El conductor estaba de pie ante ellos,
con los brazos alzados, suplicando desesperadamente. No
era una escena insólita. Los heridos solían echarse en
medio de la carretera para impedir que los camiones
marcharan dejándolos atrás».10
Durante este nuevo intento de rodear Changsha, los
japoneses sufrieron por una vez más bajas que las que
infligieron. La combinación de operaciones
convencionales con tácticas casi guerrilleras por parte de
los nacionalistas estaba dando sus frutos. El plan había sido
trazado por el general Chuikov. Sin embargo, como en
ocasiones anteriores, los chinos contraatacaron justo
cuando el enemigo entraba en la ciudad. Fuentes niponas
afirmaron que sus fuerzas se habían replegado simplemente
porque seguían órdenes del cuartel general imperial, pero
los chinos proclamaron a los cuatro vientos que habían
obtenido una importante victoria.
Por otro lado, los chinos habían enviado un gran
contingente contra Ichang, puerto fluvial estratégico a
orillas del Yangtsé, para tratar de recuperarlo. El 10 de
octubre estuvieron a punto de acabar con la 13.ª División
nipona que defendía la ciudad. «La situación de la división
era tan desesperada que el estado mayor se preparó para
prender fuego a las banderas de la formación, destruir los
documentos secretos y suicidarse». Pero la unidad fue
salvada en el último minuto por la 39.ª División que acudió
en su rescate.11
Tanto los ejércitos nacionalistas y sus aliados, los
señores de la guerra locales, como los comunistas chinos
emprendieron deliberadamente una larga campaña de gran
envergadura desde el punto de vista geográfico, evitando el
lanzamiento de grandes ofensivas. A veces, los
nacionalistas y, especialmente, los comunistas pactaron
treguas con los japoneses en zonas determinadas. El
ejército imperial nipón, por su parte, utilizó China como
campo de entrenamiento para sus nuevas formaciones. Y
aunque la resistencia continuada de China a la ocupación
japonesa no alteró el resultado de la guerra en Extremo
Oriente, sí tuvo una serie de consecuencias indirectas
realmente importantes.
Incluso cuando los japoneses empezaron su guerra
generalizada en el Pacífico en diciembre de 1941, su
Ejército Expedicionario Chino seguía contando con unos
seiscientos ochenta mil efectivos. Esta cifra multiplicaba
por cuatro el número total de fuerzas terrestres niponas
utilizadas para atacar las posesiones británicas, holandesas
y estadounidenses. Además, como han señalado diversos
historiadores, el dinero y los recursos que desde 1937
venían destinándose a la guerra chino-japonesa habrían
podido ser utilizados con mayor provecho en la
preparación de la guerra del Pacífico, en concreto en la
construcción de más portaaviones. Sin embargo, la
consecuencia más importante de la resistencia china fue
que consiguió, en combinación con la victoria obtenida por
los soviéticos en Khalkhin Gol, que los japoneses se
negaran a atacar Siberia cuando el Ejército Rojo atravesaba
su momento más crítico en el otoño y comienzos del
invierno de 1941. Es muy probable que el desarrollo de la
Segunda Guerra Mundial hubiera sido distinto de haberse
lanzado ese ataque.
En febrero de 1942, el general Marshall nombró al
general de división Joseph Stilwell comandante de las
fuerzas estadounidenses en China y Birmania. Stilwell
había sido agregado militar en Nanjing con el gobierno
nacionalista cuando, en 1937, empezó la «Guerra de
Resistencia» contra Japón. Así pues, no es de extrañar que
en Washington se le considerara todo un experto en lo
tocante a China. Pero «Vinegar Joe» Stilwell pensaba de
los oficiales chinos que eran unos individuos perezosos,
hipócritas, complicados, inescrutables, sin disciplina
militar, corruptos e incluso estúpidos. Su visión se
correspondía en gran medida a la idea decimonónica de que
China era «el gran enfermo de Asia». 12 Al parecer, no sabía
comprender las dificultades reales a las que se enfrentaba
el régimen de Chiang Kai-shek, especialmente las
relacionadas con los problemas de abastecimiento de
alimentos, que habían forzado la retirada de un gran número
de tropas a regiones agrícolas más ricas simplemente para
evitar su deserción por hambre.
La comida, como Stilwell se negaba a reconocer,
estaba condenada a convertirse en la principal
preocupación de los nacionalistas, especialmente después
de que sus territorios se vieran invadidos por una marea de
refugiados —más de cincuenta millones— que huía de la
crueldad de los japoneses. Tras una serie de malas
cosechas, y de perder importantes regiones agrícolas en
beneficio del enemigo, los precios de los alimentos
experimentaron una escalada vertiginosa. Los campesinos y
los refugiados comenzaron a morir de hambre, e incluso
los oficiales de rango medio tuvieron dificultades para
alimentar a sus familias. Para el gobierno era
prácticamente imposible impedir que los especuladores y
algunos funcionarios y oficiales se dedicaran a almacenar
grano y arroz para venderlo más tarde y obtener jugosos
beneficios, aunque parte de los alimentos se pudriera en
los depósitos. La corrupción que Stilwell tanto condenaba
era muy difícil de combatir.
La solución que adoptaron los nacionalistas fue
obligar a los campesinos a pagar sus tributos en especie,
pero esta medida cargaba sobre sus espaldas el peso de
tener que alimentar unos ejércitos enormes, en un
momento en el que esos mismos campesinos también eran
reclutados masivamente para prestar servicio militar. En
poco tiempo el hambre reinó en muchas regiones. En
consecuencia, se hicieron más difíciles los reclutamientos,
obligando a los oficiales encargados de esta tarea a recurrir
a la fuerza, ignorando cualquier tipo de exención.13 Las
raciones de comida no paraban de reducirse, y al término
de la guerra, debido a la inflación, la paga mensual de un
soldado no daba ni para comprar dos coles. Una sociedad
agraria dispersa, saqueada y vapuleada, en la que habían
quedado interrumpidas las comunicaciones, estaba
condenada a que le resultara prácticamente imposible
poder afrontar una guerra moderna.14 A los comunistas les
fue mejor en sus regiones menos pobladas, sobre todo
porque impusieron duros controles en todos los ámbitos.
También demostraron mayor previsión con su manera de
utilizar la mano de obra, pues incluso obligaron a sus tropas
a colaborar en la cosecha de los campos. Los ejércitos
comunistas también crearon sus propios centros agrícolas
para el abastecimiento de los soldados. De este modo se
ganaban el apoyo de más campesinos que los nacionalistas.
Pero su gran ventaja fue que, en comparación, no se vieron
tan hostigados como los nacionalistas, contra los que los
japoneses concentraron sus fuerzas.
Marshall había elegido también a Stilwell porque era
un general totalmente comprometido con la doctrina
militar norteamericana, que hacía hincapié en la
importancia de la ofensiva. Pero los nacionalistas y los
ejércitos de sus aliados simplemente no estaban en
posición de emprender operaciones efectivas. Carecían de
medios de transporte para concentrar sus fuerzas, carecían
de apoyo aéreo y carecían de carros blindados. Por todas
estas razones, Chiang Kai-shek se había dado cuenta, antes
incluso de que estallara el conflicto armado, de que la
única posibilidad que tenían de sobrevivir era llevando a
cabo una lenta y larga guerra de desgaste. El generalísimo,
un hombre realista que conocía su país y las limitaciones
de sus ejércitos mucho mejor que Stilwell, tuvo que
soportar repetidas veces recriminaciones por su falta de
«espíritu ofensivo».15 Stilwell lo calificaba con desprecio y
desdén de «militar de tres al cuarto». Chiang, subestimando
el enfado de la opinión pública americana con Japón, se
equivocaba al temer que los Estados Unidos acabaran
haciendo las paces con Tokio y lo abandonaran a su suerte.
Y como necesitaba desesperadamente su ayuda, pensaba
que no había más remedio que aguantar a ese aliado tan
irrespetuoso.
Stilwell también compartía con Marshall y sus
acólitos la sospecha de que los británicos estaban
interesados exclusivamente en recuperar su imperio, y que
para conseguirlo estaban dispuestos a manipular el apoyo
de los Estados Unidos. Sin embargo, nadie compartía su
opinión de que China era el mejor lugar para derrotar a los
japoneses. Esta idea chocaba con la estrategia de
Washington de alentar a Chiang Kai-shek a entretener el
mayor número de fuerzas niponas posible mientras los
Estados Unidos recuperaban su hegemonía en el Pacífico.
Marshall se opuso firmemente a la solicitud de Stilwell de
enviar a China un contingente americano que actuara como
punta de lanza en el combate.
Ese mismo convencimiento de la importancia de la
guerra en China llevó a Stilwell, sin embargo, a concentrar
su atención en Birmania con el fin de asegurar las vías de
abastecimiento de los nacionalistas. Los británicos, por su
parte, veían en las fuerzas de Chiang Kai-shek un
instrumento para defender la India, que más tarde podía
serles útil como aliado para recuperar dos posesiones
imperiales perdidas: Birmania y Malaca. Hong Kong era un
asunto mucho más complejo, como bien sabían, pues
Chiang pretendía anexionarla a China.
A pesar de ser en parte responsable del desastre de
Birmania, Stilwell aparecía como un héroe en la prensa
americana, que desconocía por completo lo que estaba
ocurriendo en China. Hasta 1941, los nacionalistas habían
sabido conducir bien la guerra, consiguiendo equilibrar las
necesidades de la economía rural con el reclutamiento
anual de unos dos millones de hombres y su alimentación.
Pero con su ofensiva desde el sur de Shensi, en el curso de
la cual capturaron un enclave vital de comunicaciones,
Ichang, a orillas del Yangtsé, los japoneses dejaron al
grueso de las fuerzas nacionalistas aislado de su centro de
abastecimiento de alimentos en Szechuan.
Chiang Kai-shek quedó consternado cuando Stilwell,
después del repliegue de tropas en Birmania, se retiró a la
India en 1942 con dos de sus mejores divisiones.
Sospechaba, con razón, que el general americano estaba
tratando de crear un mando independiente, pero lo aceptó
con tal de que esas formaciones no cayeran bajo el control
de los británicos. Dichas divisiones, la 22.ª y la 38.ª, fueron
reequipadas con material del programa norteamericano de
Préstamo y Arriendo destinado a los nacionalistas chinos;
material que había ido acumulándose porque no podía
llegar a los ejércitos de Chiang debido a que la carretera de
Birmania había caído en manos del enemigo. El envío de
suministros solo podía realizarse, pero en pequeñas
cantidades, en aviones de transporte que tenían que
sobrevolar lo que los pilotos llamaban la «Joroba» del
Himalaya. De las ayudas destinadas a los nacionalistas, una
gran parte no salió de los almacenes de los Estados Unidos,
y otra fue entregada a los británicos. Inevitablemente, el
control de Stilwell sobre los suministros proporcionados
por el programa de Préstamo y Arriendo de los Estados
Unidos provocaba tensiones y recelos en sus relaciones
con el generalísimo, cuyo jefe de estado mayor se suponía
que era él mismo. Stilwell estaba firmemente convencido
de que, como responsable de la distribución de las ayudas,
debía utilizarlas como medio de presión para obligar a
Chiang a hacer lo que se le ordenara.
La guerra del Pacífico, con sus grandes operaciones
navales y con las intervenciones de la aviación en apoyo de
los desembarcos anfibios, fue muy distinta de la que se
desarrolló en China continental. En las Filipinas, el general
MacArthur no había movido el grueso de sus tropas cuando
los japoneses, el 10 de diciembre de 1941, desembarcaron
pequeños contingentes en el extremo septentrional de
Luzón, principal isla del archipiélago. Dio por supuesto
acertadamente que se trataba de una serie de ataques de
diversión con el fin de obligarle a dividir sus fuerzas. Dos
días después, tuvo lugar otro desembarco de los japoneses
en una península del sureste de Luzón. El gran ataque no se
produjo hasta el 22 de diciembre, cuando cuarenta y tres
mil efectivos del XIV Ejército nipón desembarcaron en
unas playas situadas a unos doscientos kilómetros al norte
de Manila.
Los dos desembarcos principales pusieron de
manifiesto que la intención del ejército imperial japonés
era atacar la capital filipina con un movimiento de pinza. En
teoría MacArthur estaba al frente de una fuerza de ciento
treinta mil hombres, pero en su inmensa mayoría
pertenecían a unidades de reserva locales. En realidad, solo
disponía de unos treinta y un mil soldados americanos y
filipinos en los que sabía que podía confiar. Las puntas de
lanza blindadas de las resistentes fuerzas japonesas,
curtidas en el campo de batalla, no tardaron en obligar a los
hombres de MacArthur a retirarse hacia la bahía de Manila.
El general americano puso en marcha el plan de
contingencia previsto, el «Naranja».16 Este consistía en
retirar a sus tropas al interior de la península de Bataán, en
el lado oeste de la bahía de Manila, y resistir allí. Desde la
isla de Corregidor, situada frente a la costa de la gran
ensenada, se podía controlar el paso de naves con las
baterías costeras y defender el extremo suroriental de la
península de cincuenta kilómetros de longitud.
Como no disponía de suficientes medios de transporte
militares para trasladar a sus tropas del sur, MacArthur
requisó los pintorescos autobuses multicolores de la
ciudad de Manila. A última hora de la tarde del 24 de
diciembre, acompañado por el presidente Manuel Quezón y
su gobierno, el general americano abandonó la capital a
bordo de un barco de vapor para instalar su cuartel general
en «la Roca», esto es, la isla-fortaleza de Corregidor. Se
prendió fuego a las grandes cisternas de combustible y a
los almacenes de los alrededores de Manila y de los
astilleros navales, lo que hizo que gigantescas columnas de
humo negro se elevaran hacia el cielo.
La retirada a Bataán de los quince mil efectivos
americanos y los sesenta y cinco mil filipinos, así como la
creación de la primera línea defensiva a lo largo del río
Pampanga, no fue tarea fácil. Muchos reservistas filipinos
se habían esfumado y habían vuelto a sus casas, pero otros
se dirigieron a las montañas para seguir una guerra de
guerrillas contra el invasor. Al otro lado de la bahía, frente
a la costa de Bataán, los japoneses entraban en Manila el 2
de enero de 1942. El problema principal de MacArthur era
tener que alimentar a los ochenta mil soldados y a los
veintiséis mil refugiados presentes en la península en un
momento en el que la Marina nipona bloqueaba totalmente
la zona y controlaba el cielo.
Los ataques japoneses comenzaron el 9 de enero. Las
fuerzas de MacArthur que defendían el cuello de la
península de Bataán estaban divididas en el centro por el
monte Natib. La densa jungla y los barrancos del lado
occidental de la península y los pantanos del sector
oriental, bañado por las aguas de la bahía de Manila,
constituían, cada uno a su manera, un terreno infernal. La
malaria y el dengue hacían estragos entre los hombres de
MacArthur, que disponían de muy poca quinina y carecían
de otros medicamentos esenciales. Muchos estaban
sumamente debilitados por culpa de la disentería, «los
rápidos del Yangtsé» como decía la infantería de marina
americana. El principal error cometido por MacArthur fue
dispersar sus provisiones en lugar de concentrarlas en
Bataán y en Corregidor.
Después de dos semanas de combates encarnizados, el
22 de enero los japoneses lograron abrirse paso hasta
llegar al centro montañoso de la península, obligando a las
tropas de MacArthur a replegarse tras otra línea defensiva
situada mucho más al sur. Los soldados aliados, con los
uniformes hechos jirones, y con el cuerpo cubierto de
llagas por culpa de la jungla y los pantanos, estaban
exhaustos y muy debilitados. Pero en el extremo
suroccidental de la península se cernía una nueva amenaza:
cuatro desembarcos anfibios japoneses. Con muchísima
dificultad, las tropas de MacArthur consiguieron contener
el avance de estas fuerzas enemigas, aunque a costa de un
gran número de bajas en uno y otro bando.
La férrea resistencia de los soldados americanos y
filipinos había sido tan efectiva y había provocado tantas
pérdidas a los japoneses que a mediados de febrero el
teniente general Homma Masaharu decidió que sus tropas
se replegaran, cediendo un poco de terreno, para que
descansaran mientras llegaban los refuerzos. Aunque esta
acción subió la moral de los Aliados, que aprovecharon la
ocasión para mejorar sus defensas, lo cierto es que el
elevado índice de enfermedades y el hecho de saber que
nadie iba a acudir en su ayuda no tardaron en tener sus
efectos. Muchos de los «Batalladores Bastardos de
Bataán»,17 como se llamaban a sí mismos, se sintieron
amargados y decepcionados cuando MacArthur, desde la
seguridad de los túneles de cemento armado de la isla de
Corregidor, los exhortó a realizar un esfuerzo más.
Comenzaron a llamarlo Dugout Doug [«Douglas el
Atrincherado»]. MacArthur quería quedarse en las Filipinas,
pero recibió directamente de Roosevelt la orden de
dirigirse a Australia para preparar la contraofensiva. El 12
de marzo, acompañado de su familia y del personal de su
estado mayor, partió en una flotilla de cuatro lanchas de
torpederas PT.
Los que quedaron atrás, a las órdenes del general de
división Jonathan Wainwright, eran perfectamente
conscientes de que no tenían ninguna esperanza. Debido a
la inanición y a las enfermedades, ni siquiera una cuarta
parte de ellos estaba en condiciones de luchar. Las tropas
del general Homma, por otro lado, habían sido reforzadas
con veintiún mil efectivos, con bombarderos y con
artillería. El 3 de abril, los japoneses atacaron de nuevo con
una furia inusitada. La línea defensiva fue destruida, y el 9
de abril las tropas de Bataán, comandadas por el general de
división Edward King Jr., se rindieron al enemigo. Por su
parte, Wainwright seguía resistiendo en Corregidor, pero
«la Roca» fue pulverizada con continuos bombardeos y por
el fuego incesante de la artillería naval y terrestre. La
noche del 5 de mayo, tropas japonesas desembarcaron en la
isla, y al día siguiente, Wainwright, desolado, no tuvo más
remedio que presentar la rendición de sus trece mil
hombres. Pero lo que no sabían los defensores de Bataán y
de Corregidor es que su agonía aún no había terminado.
18
GUERRA EN TODO EL
MUNDO
(diciembre de 1941-enero de
1942)

Aunque la guerra contra Alemania y la guerra contra Japón


se desarrollaron como dos conflictos distintos, lo cierto es
que influyó la una en la otra mucho más de lo que pueda
parecer a primera vista. La victoria soviética en Khalkhin
Gol en agosto de 1939 no solo contribuyó a la decisión de
los japoneses de atacar por el sur, y de meter así a los
Estados Unidos en la guerra, sino que permitió también que
Stalin pudiera trasladar sus divisiones siberianas hacia el
oeste para frustrar el intento de Hitler de conquistar
Moscú.
El pacto nazi-soviético, que había supuesto un gran
golpe emocional para Japón, afectó también a sus
planteamientos estratégicos. Esta situación no se vio
favorecida desde luego por la sorprendente falta de
coordinación entre Alemania y el Imperio del Sol
Naciente, que concluyó su pacto de neutralidad con Stalin
apenas dos meses antes de que Hitler lanzara su invasión de
la Unión Soviética. En Tokio se impuso la facción del
«golpe en el sur», no solo sobre los que deseaban la guerra
contra la Unión Soviética, sino también frente a los
miembros del Ejército Imperial que pretendían poner
primero fin a la guerra en China. En cualquier caso, el
pacto de neutralidad entre la URSS y Japón supuso que los
Estados Unidos se convirtieran en el principal proveedor
de los nacionalistas chinos. Chiang Kai-shek intentó
todavía persuadir al presidente Roosevelt de que presionara
a Stalin para que se uniera a la guerra contra Japón, pero se
negó a regatear con la Ley de Préstamo y Arriendo. Y
Stalin se mostró inflexible en la idea de que el Ejército
Rojo solo podía responsabilizarse de un frente a la vez.
El enorme aumento del apoyo de Roosevelt a Chiang
Kai-shek en 1941 enfureció a Tokio, pero fue la decisión
adoptada por Washington de imponer el embargo de
petróleo lo que los nipones consideraron una especie de
declaración de guerra. El hecho de que esta medida fuera
tomada en respuesta a la ocupación de Indochina por los
japoneses y como advertencia para que no invadieran otros
países no afectó a la versión que estos tenían de la lógica,
basada en el orgullo nacional.
Debido a su creencia en la supremacía de su imperio,
los militaristas japoneses, al igual que los nazis, se vieron
impelidos a confundir la causa y el efecto. Como acaso
fuera previsible, les irritó sobremanera la Carta del
Atlántico suscrita por Roosevelt y Churchill, que vieron
como un intento de imponer la versión angloamericana de
democracia a todo el mundo. Habrían podido
perfectamente sacar a colación la paradoja del Imperio
Británico, que promovía la autodeterminación, pero su idea
de liberación imperial por medio de la Esfera de
Coprosperidad de la Gran Asia Oriental era mucho más
opresiva. De hecho, su nuevo orden asiático era
curiosamente similar a la versión alemana, y el trato que
dispensaban a los chinos era análogo a la actitud adoptada
por los nazis ante los Untermenschen eslavos.
Japón no se habría atrevido nunca a atacar a los
Estados Unidos si Hitler no hubiera iniciado la guerra en
Europa y en el Atlántico. Una guerra en dos océanos
ofrecía una ocasión única de actuar contra el poderío naval
de los Estados Unidos y del Imperio Británico. Fue por eso
por lo que en noviembre de 1941 los japoneses intentaron
que la Alemania nazi les garantizara que declararía la guerra
a los Estados Unidos en cuanto ellos atacaran Pearl Harbor.
Ribbentrop, resentido sin duda todavía por el rechazo de
los japoneses a la petición que les hiciera en el mes de
julio de avanzar sobre Vladivostok y Siberia, se mostró al
principio evasivo. «Roosevelt es un fanático», dijo, «así
que es imposible prever lo que va a hacer».1 El general
Oshima Hiroshi, embajador de Japón, preguntó secamente
qué pensaba hacer Alemania.
«Si Japón se viera envuelto en una guerra contra los
Estados Unidos», se vio obligado a responder Ribbentrop,
«Alemania se uniría inmediatamente a la guerra, por
supuesto. No cabe la más mínima posibilidad de que
Alemania firme una paz por separado con los Estados
Unidos en tales circunstancias: el Führer está decidido
respecto a ese punto».
Los japoneses no habían hablado de sus planes a las
autoridades de Berlín, así que la noticia del ataque sobre
Pearl Harbor llegó, según Goebbels, «como un rayo caído
del cielo».2 Hitler recibió la información con enorme
alegría. Los japoneses iban a mantener ocupados a los
americanos, pensaba, y la guerra en el Pacífico reduciría
sin duda los suministros enviados a la Unión Soviética y
Gran Bretaña. Calculaba que los Estados Unidos estaban
obligados a entrar en guerra contra Alemania en un futuro
próximo, pero no estarían en condiciones de intervenir en
Europa hasta 1943 como muy pronto. No estaba al
corriente de la política de «Alemania primero» acordada
por los jefes de estado mayor americanos e ingleses.
El 11 de diciembre de 1941, el encargado de negocios
norteamericano en Berlín fue convocado a la
Wilhelmstrasse, donde Ribbentrop le leyó el texto de la
declaración de guerra de la Alemania nazi a los Estados
Unidos. A última hora de la tarde, entre aclamaciones de
«Sieg heil!» por parte de los miembros del partido, el
propio Hitler anunció en el Reichstag que Alemania e Italia
estaban en guerra con los norteamericanos, al lado de
Japón, en virtud del Pacto Tripartito. En realidad el Pacto
Tripartito era una alianza de defensa mutua. Alemania no
estaba obligada ni mucho menos a ayudar a los japoneses si
ellos eran los agresores.
En un momento en el que las tropas alemanas se
hallaban en plena retirada del frente de Moscú, la
declaración de guerra de Hitler contra los Estados Unidos
parece un tanto precipitada, por no decir más. Aquella
decisión apestaba a orgullo desmesurado, especialmente
cuando Ribbentrop (probablemente rememorando las
palabras de Hitler), afirmó en tono grandilocuente: «Una
gran potencia no deja que le declaren la guerra. La declara
ella».3 Pero Hitler ni siquiera había consultado al OKW ni
a los principales mandos militares del cuartel general del
Führer, como por ejemplo los generales Alfred Jodl y
Walter Warlimont. Estos se alarmaron ante la falta de
cálculo que comportaba aquella decisión, especialmente
porque Hitler había sostenido el verano anterior que no
quería entrar en guerra con los americanos hasta no haber
aplastado al Ejército Rojo.
De un plumazo, la estrategia de autojustificación de
Hitler, según la cual una victoria sobre la Unión Soviética
habría obligado a Gran Bretaña a salir definitivamente de la
guerra, daba un giro de ciento ochenta grados. En realidad
ahora Alemania iba a enfrentarse a una guerra en dos
frentes. Los generales estaban desconcertados ante aquella
evidente ignorancia del poderío industrial de Estados
Unidos. Y la población alemana en general empezó a temer
que el conflicto se dilatara años. (Resulta sorprendente
constatar cuántos alemanes llegaron a convencerse al
término de la guerra de que habían sido los Estados Unidos
los que habían declarado la guerra a Alemania, y no al
revés.)
Los soldados del Frente Oriental se enteraron de la
noticia, decididos a verla desde la mejor perspectiva
posible. «El mismo 11 de diciembre pudimos escuchar el
discurso del Führer, acontecimiento absolutamente
singular», escribía un soldado de la 2.ª División Panzer,
jactándose de que habían llegado a estar a doce kilómetros
del Kremlin. «Ahora ha estallado la verdadera guerra
mundial. Tenía que llegar».4
El elemento clave del pensamiento de Hitler radicaba
en la guerra por mar. La agresiva política de «abrir fuego a
las primeras de cambio» preconizada por Roosevelt, que
ordenaba a los buques de guerra estadounidenses atacar a
los submarinos alemanes donde los encontraran, y la
decisión de proveer de escoltas a los convoyes desde el
oeste de Islandia había hecho que la batalla del Atlántico se
decantara a favor de los Aliados. El Grossadmiral Raeder
había venido presionando a Hitler para que permitiera a sus
manadas de lobos submarinos responder al fuego. Hitler
había compartido la frustración del almirante, pero hasta
que los japoneses no obligaron a la Marina de los Estados
Unidos a permanecer en el Pacífico y accedieron
formalmente a no buscar una paz por separado con los
americanos, no se había atrevido a dar ningún paso. Ahora
el Atlántico occidental y toda la línea costera
norteamericana podían convertirse en zona militar sin
restricciones en la «guerra de torpedos». En opinión de
Hitler, aquella circunstancia podía proporcionar al fin y al
cabo otra forma de obligar a Gran Bretaña a doblegarse,
antes incluso que la conquista de la Unión Soviética.
El contraalmirante Karl Dönitz, comandante en jefe de
la flota de submarinos, había pedido a Hitler en septiembre
de 1941 que le avisara lo antes posible de la declaración de
guerra contra los Estados Unidos. Necesitaba tiempo para
preparar a sus manadas y conseguir que estuvieran en
condiciones de arremeter despiadadamente contra los
barcos americanos a lo largo de la costa oeste de su país
mientras todavía estaban desprevenidos. Pero a la hora de la
verdad la repentina decisión de Hitler se produjo en un
momento en el que no había submarinos alemanes
disponibles en la zona.5
La obsesión antisemita de Hitler lo había convencido
de que los Estados Unidos eran básicamente un país
nórdico dominado por partidarios de la guerra de origen
judío, y ese era un motivo más de que resultara inevitable el
enfrentamiento entre su Nuevo Orden en Europa y los
americanos. Pero no supo apreciar que el ataque contra
Pearl Harbor logró unir a los norteamericanos con unos
lazos mucho más fuertes que los que él hubiera podido
forjar. El lobby aislacionista que proclamaba el slogan
«América primero» fue silenciado por completo, y la
declaración de guerra de Hitler acabó definitivamente por
hacerle el juego a Roosevelt. Sin ella, el presidente no
habría podido contar con el Congreso para seguir adelante
con su «guerra no declarada» en el Adámico.
Aquella segunda semana de diciembre de 1941 fue sin
duda alguna el momento decisivo de la guerra. A pesar de
las horribles noticias procedentes de Hong Kong y de
Malaca, Churchill sabía por fin que Gran Bretaña no podría
ser derrotada nunca. Tras conocer la noticia de Pearl
Harbor, Churchill dijo que «se fue a la cama y durmió el
sueño de los salvados y los agradecidos».6 El retroceso de
los ejércitos alemanes ante Moscú demostraba además que
era muy improbable que Hitler obtuviera la victoria allí
sobre su adversario más terrible por tierra. Se produjo
además un alivio temporal en la batalla del Atlántico, e
incluso las noticias que llegaban del Norte de África eran
por una vez alentadoras, pues la ofensiva de la Operación
Crusader de Auchinleck supuso la expulsión de Rommel de
Cirenaica. Así, pues, Churchill volvió a embarcarse rumbo
al Nuevo Mundo con un entusiasmo enorme, esta vez en el
acorazado Duke of York , de la Marina de Su Majestad,
hermano gemelo del Prince of Wales . La serie de
reuniones que mantendría con Roosevelt y los jefes de
estado mayor norteamericanos recibió el nombre clave de
Conferencia Arcadia.
Mientras cruzaba el Atlántico, Churchill elaboró sus
conjeturas acerca de la forma de organizar la guerra en el
futuro a partir de un fermento básico de ideas. Dichas
ideas, debatidas con sus jefes de estado mayor, fueron
perfiladas hasta acabar formando el plan estratégico
británico. No debía hacerse ningún intento de desembarco
en el norte de Europa hasta que la industria alemana,
especialmente la producción de aviones, hubiera sido
reducida al máximo mediante duros bombardeos, campaña
a la que pretendían que se uniera la fuerza aérea
estadounidense. Las fuerzas angloamericanas debían
desembarcar en el Norte de África en 1942 para contribuir
a la derrota de Rommel y asegurarse el Mediterráneo.
Luego en 1943 podían efectuarse desembarcos en Sicilia e
Italia, o en otros lugares de la costa del norte de Europa.
Churchill reconocía asimismo que los americanos debían
contraatacar a los japoneses con portaaviones.7
Después de realizar una travesía bastante dura debido
al mal estado de la mar, el Duke of York llegó por fin a los
Estados Unidos el 22 de diciembre. Churchill fue recibido
por Roosevelt y alojado en la Casa Blanca, donde acabó
resultando un huésped agotador a lo largo de las siguientes
tres semanas. El, sin embargo, se encontraba en su
elemento y recibió una acogida apoteósica cuando
pronunció su discurso ante el Congreso. Aquellos dos
líderes no podían ser más distintos. Roosevelt era
indudablemente un gran hombre, pero, aunque desplegaba
un encanto irresistible y producía una impresión artificial
de intimidad, en el fondo era bastante vanidoso, frío y
calculador.
Churchill, por su parte, era apasionado, expansivo,
sentimental y voluble. Sus famosas depresiones, a las que
él llamaba el «perro negro», casi nos hablan de una
modalidad de trastorno bipolar. La mayor diferencia entre
uno y otro radicaba en sus respectivas actitudes ante el
imperio. Churchill estaba orgulloso de descender del gran
duque de Marlborough y seguía siendo un imperialista a la
vieja usanza. Roosevelt consideraba semejantes actitudes
no solo anticuadas, sino también profundamente
equivocadas. El presidente norteamericano estaba además
convencido de que despreciaba la Realpolitik, aunque en
todo momento estuviera dispuesto a obligar a los países
más pequeños a plegarse a su voluntad. Anthony Edén, que
en aquellos momentos era de nuevo secretario del Foreign
Office, no tardaría en observar con ironía a propósito de las
dificultades de la relación triangular con la Unión Soviética
que «la política norteamericana es de una moralidad
exagerada, al menos en lo que concierne a los intereses de
los demás».8
Los jefes de estado mayor norteamericanos
aseguraron a la delegación británica que su opción política
seguía siendo la de «Alemania primero». Semejante
decisión vino determinada también por el problema de la
escasez de barcos. Debido a las enormes distancias que
había que salvar, cada navío podía hacer solo tres viajes de
ida y vuelta al año hasta el teatro de operaciones del
Pacífico. Pero la falta de embarcaciones significaba
también que la acumulación de fuerzas norteamericanas en
Gran Bretaña con vistas a una invasión a través del Canal de
la Mancha iba a tardar más de lo imaginado. Este problema
no empezaría a resolverse hasta que se pusiera en marcha el
programa de construcción de barcos, los «buques Liberty»,
cuya finalidad era la producción masiva de naves de
transporte de tropas.
Con su entrada en la guerra, los Estados Unidos
estaban a punto de convertirse en algo más que «el gran
arsenal de la democracia». Ya había dado comienzo el
«Programa Victoria», sugerido en un principio por Jean
Monnet, uno de los pocos franceses a los que la
administración norteamericana respetaba sinceramente.
Desarrollando un plan destinado a incrementar las fuerzas
estadounidenses hasta más de ocho millones de hombres, y
haciendo unos cálculos muy generosos del armamento, los
aviones, los tanques, las municiones y los barcos que se
necesitaban para derrotar a Alemania y Japón, la industria
americana empezó a volcarse en una producción de guerra
total. El presupuesto ascendía a los ciento cincuenta mil
millones de libras esterlinas. La munificencia militar sería
asombrosa. Como comentaba un general, «el ejército
americano no resuelve sus problemas, los hace trizas».9
En octubre también había sido aprobado el plan de
Préstamo y Arriendo a la Unión Soviética. Además, se
proporcionaron cinco millones de dólares en suministros
médicos a través de la Cruz Roja americana. Roosevelt
insistió en la necesidad de enviar suministros a la Unión
Soviética. Churchill, por su parte, había alimentado las
sospechas de Stalin haciendo exageradas promesas de
ayuda que luego no cumplía. El 11 de marzo de 1942,
Roosevelt dijo a Henry Morgenthau, su secretario del
tesoro, que «todas las promesas que los ingleses han hecho
a los rusos las han incumplido... El único motivo de que
nosotros nos llevemos tan bien con los rusos es que hasta
la fecha hemos mantenido nuestras promesas».10 El
presidente escribió a Churchill en los siguientes términos:
«Sé que no le importará que le diga con una franqueza
brutal que creo que personalmente puedo manejar a Stalin
mejor que su Foreign Office o que mi Departamento de
Estado. Stalin odia las agallas que tienen todos sus hombres
más destacados. Piensa que yo le gusto más, y espero que
siga siendo así».11 La confianza más bien arrogante y
exagerada de Roosevelt en su influencia sobre Stalin se
convertiría en algo muy peligroso, especialmente al final
de la guerra.
Stalin pretendía que Gran Bretaña reconociera los
presuntos derechos de la Unión Soviética sobre el este de
Polonia y las Repúblicas Bálticas, ocupadas a raíz del Pacto
Molotov-Ribbentrop, y presionaba a Anthony Edén para que
diera su beneplácito. Al principio los británicos se habían
negado a discutir aquella flagrante contradicción en la
importancia que daba la Carta del Atlántico en la
autodeterminación. Pero Churchill, temeroso de que Stalin
intentara firmar una paz por separado con Hitler, planteó a
Roosevelt la posibilidad de que quizá debieran dar su
conformidad al plan. Roosevelt rechazó de plano la
propuesta. Fue entonces, paradójicamente, Roosevelt el
que provocó la mayor desconfianza de Stalin haciendo una
promesa irrealizable. En abril de 1942, sin haber estudiado
previamente el asunto, ofreció al líder soviético la
posibilidad de abrir un Segundo Frente a lo largo de ese
mismo año.
Al general Marshall le preocupaba mucho que
Churchill tuviera un acceso tan directo al presidente en la
Casa Blanca, sabedor de la tendencia de Roosevelt a
formular la política a seguir a espaldas de sus propios jefes
de estado mayor. Mayor espanto sintió incluso cuando más
tarde, en junio de 1942, durante otra visita de Churchill,
descubrió que el presidente había dado su conformidad al
plan propuesto por el primer ministro británico de realizar
desembarcos en el norte de África, la Operación Gymnast,
que muchos altos mandos del ejército norteamericano
veían como una simple estratagema de los británicos para
salvar su imperio.
Churchill regresó exultante de los Estados Unidos,
pero muy pronto, agotado y enfermo, se sentiría abrumado
ante una nueva serie de desastres. La noche del 11 de
febrero de 1942 y durante todo el día siguiente, los
cruceros de batalla alemanes Scharnhorst y Gneisenau,
junto con el crucero pesado Prinz Eugen, llevaron a cabo
la «irrupción en el Canal de la Mancha», desde Brest hasta
las aguas de su propio país, aprovechando la mala
visibilidad. Los numerosos ataques llevados a cabo durante
la travesía por los bombarderos de la RAF y los torpederos
de la Marina Real fracasaron. El país quedó desconcertado
y airado. El clima de derrotismo se impuso incluso en
muchos ambientes. Poco después, el 15 de febrero, se
rendía Singapur. La humillación de Gran Bretaña parecía
completa. Churchill, el venerado líder de guerra, se veía en
aquellos momentos atacado por todos los frentes, por la
prensa, en el Parlamento y por el gobierno de Australia.
Para empeorar las cosas, empezaron a organizarse grandes
concentraciones y manifestaciones exigiendo la creación
de «Un Segundo Frente Ya» con el fin de ayudar a la Unión
Soviética, la única operación ofensiva que Churchill no
podía ni quería emprender.
Pero en aquellos momentos la mayor amenaza no
tenía nada que ver con los fracasos militares británicos. La
Kriegsmarine acababa de cambiar el mecanismo de Enigma
añadiendo un rotor más. En Bletchley Park no eran capaces
de descifrar ni una sola transmisión. Las manadas de
Dönitz, desplegadas en su totalidad por el Atlántico Norte y
a lo largo de la costa de Norteamérica, empezaron a infligir
una cantidad de pérdidas que respondía plenamente a los
mejores sueños de Hitler. En 1942 fueron hundidos en
total mil setecientos sesenta y nueve barcos aliados y
noventa neutrales. Tras la euforia inicial de Churchill por la
entrada de los Estados Unidos en la guerra, Gran Bretaña se
enfrentaba al hambre y la ruina si se perdía la batalla del
Atlántico. No es de extrañar que, con todos los problemas
y las humillaciones que se le venían encima, envidiara el
éxito cosechado por Stalin repeliendo a los alemanes a las
puertas de Moscú.
El gran éxito obtenido por el Ejército Rojo en la batalla de
Moscú en el mes de diciembre no tardó en verse socavado
por el propio Stalin. La noche del 5 de enero de 1942 el
líder soviético convocó una reunión de la Stavka y del
Comité de Defensa del Estado en el Kremlin. El dictador
tenía una sed infinita de venganza y se había convencido a sí
mismo de que había llegado el momento de llevar a cabo
una ofensiva general. Los alemanes estaban sumidos en el
caos. No se habían preparado para el invierno y no estarían
en condiciones de repeler un gran ataque hasta que llegara
la primavera. Mientras iba y venía por su despacho, dando
lentas chupadas a su pipa, insistía en su plan de lanzar
maniobras de envolvimiento masivas: el Frente Central
debía llevarlas a cabo en Moscú, pero también había que
hacerlo al norte, en los alrededores de Leningrado, con el
fin de romper el asedio, y en el sur, contra el ejército de
Manstein, en Crimea y en la Cuenca del Donets, para poder
así reconquistar Kharkov.
Zhukov, a quien nadie había dicho nada de las órdenes
de Stalin a la Stavka, estaba horrorizado. En una entrevista
con el dictador sostuvo que la ofensiva debía concentrarse
en el «Eje occidental», en las cercanías de Moscú. El
Ejército Rojo carecía de reservas y suministros
suficientes, especialmente de munición para llevar a cabo
un avance general. Después de la batalla de Moscú, los
ejércitos participantes en la operación habían sufrido
graves pérdidas y estaban agotados. Stalin escuchó
atentamente, pero no hizo caso de las advertencias de
Zhukov. «¡Cumple lo que se te ha mandado!», dijo. La
reunión había concluido. Solo más tarde descubriría
Zhukov que había estado perdiendo el tiempo hablando. A
sus espaldas ya habían sido dadas órdenes detalladas a los
mandos del frente.12
El ejército alemán estaba efectivamente muy
maltrecho y sufría toda clase de penalidades. Sus soldados,
víctimas de la congelación, vestidos con ropas robadas aquí
y allá a los campesinos, con la barba descuidada, la nariz
pelada y las mejillas quemadas por el frío, resultaban
irreconocibles: nadie habría podido ver en ellos a los
mismos que habían avanzado hacia el este el verano
anterior cantando marchas militares. Las tropas alemanas
seguían la costumbre local de cortar las piernas de los
muertos para arrojarlas al fuego y poder así quitarles las
botas. Ni siquiera envolver el calzado con tela bastaba para
protegerse de la congelación durante las guardias. Los
miembros congelados, si no eran tratados inmediatamente,
se gangrenaban enseguida y tenían que ser cortados. Los
cirujanos militares de los hospitales de campaña,
abrumados por el elevado número de bajas, se limitaban a
arrojar al exterior las manos y las piernas amputadas, que
se amontonaban en la nieve.
Pero sus adversarios subestimaron siempre la
capacidad que tenía el ejército alemán de recuperarse de
los desastres. La disciplina, que había estado a punto de
venirse abajo, había sido restaurada rápidamente. Durante
su caótica retirada, los oficiales habían improvisado
Kampfgruppen de infantería, formados por unos cuantos
cañones de asalto, algunos zapadores y unos cuantos carros
blindados. Y la primera semana de enero, por insistencia de
Hitler, las aldeas se habían convertido en verdaderos
fortines. Cuando el suelo congelado estaba demasiado duro
para cavar trincheras, se utilizaban explosivos o bombas
para abrir cráteres, o se construían fosos de mortero y
posiciones de tiro detrás de simples montones de nieve y
hielo reforzados con troncos. Los soldados alemanes se
veían obligados a veces a retirar la nieve utilizando la culata
de sus fusiles a modo de palas. Todavía no habían recibido
ropas de invierno. Abrigaban la esperanza de despojar a los
enemigos muertos de sus chaquetas acolchadas antes de
que se congelaran y se convirtieran en una masa sólida,
pero la dureza de las heladas hacía que pocas veces se les
presentara la ocasión. La disentería, de la que sufrían casi
todos los soldados, suponía una doble desventura, pues
obligaba a los hombres a bajarse los pantalones con
aquellas temperaturas. Y comer nieve con el fin de
rehidratarse normalmente no hacía más que empeorar las
cosas.
El XVI Ejército de Rokossovsky y el XX Ejército del
general Andrei Vlasov atacaron al norte de Moscú y,
cuando se abrió un hueco, el II Cuerpo de Guardias de
Caballería, con el apoyo de varios batallones de tanques y
esquiadores, lograron colarse en él. Pero, como había
advertido Zhukov, los alemanes ya no estaban
desorganizados. Las fuerzas soviéticas no tardaron en
descubrir que, en vez de rodear a los alemanes, fueron ellos
mismos los que quedaron aislados. Algunas formaciones
alemanas fueron rebasadas, pero resistieron y lucharon,
recibiendo suministros por el aire. El Kessel más grande
estaba formado por seis divisiones alemanas rodeadas en
las inmediaciones de Demyansk, en la carretera de
Leningrado a Novgorod.
Más al noroeste, el Frente Volkhov del general Kirill
Meretskov intentó de nuevo romper el asedio de
Leningrado, utilizando el LIV Ejército y el II Ejército de
Choque. Stalin lo intimidó para que lanzara un ataque
prematuro, con formaciones poco entrenadas y unidades de
artillería cuyos cañones carecían de visor, hasta que el
general Voronov le llevó una remesa en avión. El II
Ejército de Choque avanzó cruzando el río Volkhov y
penetró rápidamente en la retaguardia de los alemanes,
amenazando con dejar incomunicado su XVIII Ejército.
Pero el avance soviético se vio ralentizado por los
contraataques alemanes y las duras condiciones del
invierno. «Con el fin de abrirse paso a través de la nieve,
que era altísima, tuvieron que formar columnas en filas de
quince. Los hombres de la primera fila avanzaban pisando la
nieve, que en algunos lugares les llegaba a la cintura. Al
cabo de diez minutos la primera fila se retiraba y ocupaba
una posición al final de la columna. Las dificultades de
movimiento aumentaban porque de vez en cuando se
encontraban con tramos de cieno medio congelado y con
arroyos cubiertos de una capa de hielo demasiado fina».
Con los pies empapados y helados, los rusos sufrieron
numerosas bajas por congelación. Los caballos, mal
alimentados, estaban exhaustos, de modo que los propios
hombres se veían obligados a cargar con la munición y los
pertrechos.13
Stalin envió al general Vlasov, que tan elogiado había
sido últimamente por el papel desempeñado en la defensa
de Moscú, para que asumiera el mando. Le prometieron
refuerzos y suministros, pero no llegaron hasta que era
demasiado tarde. Las municiones se las lanzaron en
paracaídas, pero la mayoría de ellas cayó detrás de las
líneas alemanas. El ejército de Vlasov no tardó en quedar
completamente aislado en los pantanos helados y los
bosques de abedules. Meretskov avisó a Stalin del desastre
que se les venía encima. Poco después de que llegaran la
primavera y el deshielo, el II Ejército de Choque
prácticamente había dejado de existir. Se perdieron unos
sesenta mil hombres. Solo se salvaron trece mil. Vlasov,
acorralado, fue capturado finalmente en el mes de julio.
Los alemanes no tardaron en convencerlo de que formara
un Ejército Ruso de Liberación, la ROA. La mayoría de los
hombres que se presentaron voluntarios para ingresar en él
lo hicieron simplemente para no morir de hambre en los
campos de prisioneros de guerra. La reacción de Stalin ante
la traición de Vlasov puso de manifiesto las engañosas
obsesiones de los tiempos del Gran Terror y de las purgas
del Ejército Rojo. «¿Cómo se nos escapó antes de la
guerra?», preguntó a Beria y a Molotov.14
Los emisarios de Stalin, entre los que se contaba el
siniestro e incompetente comisario del pueblo Lev
Mekhlis, se limitaban a hostigar a los mandos, echándoles
la culpa de cualquier deficiencia, aunque la falta de
pertrechos y de vehículos no fuera achacable a ellos. Nadie
se atrevía a hablar a Stalin del caos provocado por sus
planes ridículamente ambiciosos, que llegaban incluso a
pretender reconquistar Smolensk. Los refuerzos alemanes
traídos de Francia fueron puestos de inmediato a combatir,
todavía sin equipos de invierno, mientras que muchas
divisiones soviéticas habían quedado reducidas a poco más
de dos mil hombres cada una.
El intento de llevar a cabo una gran maniobra de
envolvimiento en torno a Vyazma fracasó. Zhukov incluso
lanzó a parte del IV Cuerpo Aerotransportado detrás de las
líneas alemanas, pero la Luftwaffe contraatacó sus
aeródromos en los alrededores de Kaluga, bien conocidos
por los alemanes, pues acababan de abandonarlos. Por todo
el Frente Oriental, desde Leningrado hasta el mar Negro,
las posiciones fortificadas alemanas lograron evitar que se
produjeran grandes avances. En Crimea, Manstein
consiguió frustrar una invasión anfibia de la península de
Kerch, mediante la cual los soviéticos pretendían obligarle
a romper el asedio de Sebastopol.
La mayor crisis se produjo en Rzhev, donde el IX
Ejército alemán corría el riesgo de verse rodeado. El
general Walther Model, que se había convertido en uno de
los favoritos del Führer por su energía despiadada, fue
enviado para asumir el mando. Model hizo gala no solo de
un gran coraje físico, sino también, en otras ocasiones, de
un gran coraje moral por la forma en que se enfrentó a
Hitler. Inmediatamente lanzó un contraataque que pilló
desprevenidas a las fuerzas soviéticas. Logró así
restablecer la línea del frente y atrapar al XXIX Ejército
ruso. Pero los soldados del Ejército Rojo que habían sido
rodeados, enterados de la suerte que los aguardaba si eran
hechos prisioneros por las tropas de Model, lucharon hasta
el final.
Otro favorito de Hitler, el Generalfeldmarschall von
Reichenau, que había sido nombrado comandante en jefe
del Grupo de Ejércitos Sur después de la destitución de
Rundstedt, había pasado a engrosar el número de bajas por
razones bien distintas. El 12 de enero había ido a dar su
paseo matutino por las inmediaciones de su cuartel general
en Poltava. A la hora del almuerzo se sintió mal y se
desplomó víctima de un ataque al corazón. Hitler ordenó
inmediatamente que fuera trasladado en avión para ser
tratado en Alemania, pero el mariscal murió cuando iba de
camino. Poco antes de su muerte, von Reichenau, cuyo VI
Ejército había ayudado al Sonderkommando de la SS en la
matanza de Babi Yar, había convencido al Führer de que
nombrara a su jefe de estado mayor, el Generalleutnant
Friedrich Paulus, para que se hiciera cargo del VI Ejército.
Los alemanes lograron asimismo reaprovisionar a las
tropas que estaban rodeadas en Demyansk, Kholm y Belyi.
La gran bolsa de Demyansk pudo salir adelante gracias a la
misión que llevaban a cabo diariamente más de cien aviones
de transporte Junker 52. Este éxito tendría consecuencias
muy serias al cabo de un año, cuando Göring asegurara a
Hitler que podía mantener al VI Ejército de Paulus atrapado
en los alrededores de Stalingrado. Pero aunque las tropas
alemanas rodeadas en Demyansk recibieran comida
suficiente para seguir combatiendo, la población civil rusa
que había quedado dentro del Kessel pereció de hambre sin
que nadie se ocupara de ella.
En torno a Kursk, las fuerzas de Timoshenko
consiguieron que los alemanes se replegaran en medio de
combates a la desesperada. Los campos de batalla quedaron
convertidos en una especie de tableau mort helado. Un
oficial del Ejército Rojo llamado Leonid Rabichev se
encontró con «una chica muy guapa, una telefonista que
había permanecido escondida en el bosque desde que
llegaron los alemanes. Quería unirse al ejército. Le dije
que se subiera al carro». Un poco más adelante,
«contemplé un espectáculo horrible. Había un espacio
enorme que se extendía hasta la línea del horizonte lleno de
tanques de los nuestros y de los alemanes. Entre medias
había millares de hombres, sentados, de pie o a gatas, rusos
y alemanes, completamente congelados, duros como una
piedra. Algunos estaban recostados en otros, otros estaban
abrazados. Unos se apoyaban en su fusil, otros sujetaban en
sus manos una metralleta. A muchos les habían cortado las
piernas. Las amputaciones habían sido obra de nuestros
soldados de infantería, incapaces de quitar las botas a los
cadáveres congelados de los alemanes, de modo que les
habían cortado las piernas para calentarlas luego en los
refugios. Grishechkin [su ordenanza] registró los bolsillos
de los soldados congelados y encontró dos encendedores y
varios paquetes de cigarrillos. La chica miraba todo aquello
con indiferencia. Lo había visto muchas otras veces, pero
yo estaba horrorizado. Había tanques que habían intentado
chocar con otros o embestirlos y habían quedado de pie
sobre la trasera después de la colisión. Era horrible pensar
en los heridos, tanto en los nuestros como en los alemanes,
que habían muerto por congelación. El frente había
avanzado y nadie se había acordado de enterrar a aquellos
hombres».15
Los sufrimientos de la población civil fueron aún
mayores. La gente quedó atrapada entre la crueldad de los
alemanes y la de su propio Ejército Rojo y los partisanos,
que habían recibido de Stalin la orden de destruir cualquier
edificio que los alemanes pudieran utilizar como refugio.
En todas las zonas recién liberadas, las tropas del NKVD
arrestaban a los campesinos que pudieran haber colaborado
con los alemanes. Durante el mes de enero fueron
detenidas casi mil cuatrocientas personas, aunque resultaba
muy difícil definir la línea divisoria entre supervivencia y
colaboración. En su avance, las tropas soviéticas iban
encontrándose horcas y los aldeanos les contaban otros
ejemplos de atrocidades cometidas por los alemanes, pero
en algunos casos, los soldados invasores habían sido
clementes. A los aldeanos les convenía en estos casos
guardar silencio, para no ser acusados de traición a la
Madre Patria.16
Las esperanzas a todas luces vanas de Stalin,
convencido de que la Wehrmacht estaba a punto de correr
la misma suerte que la Grande Armée de Napoleón, no
fueron abandonadas hasta abril, momento en el que las
bajas soviéticas ascendían ya a más de tres millones de
soldados, la mitad de ellos muertos o desaparecidos.17
Como la principal prioridad de los medios de transporte
era el movimiento de tropas y los suministros militares, la
población de Moscú estaba a punto de morir de hambre. Se
desarrolló un mercado negro de prendas de vestir y de
calzado que se cambiaban por patatas. La gente de más edad
recordaba los años del hambre de la guerra civil. Los niños
sufrían raquitismo. No había combustible ni leña para las
estufas, de modo que las tuberías del suministro de agua y
las cloacas se congelaban. Cien mil mujeres y niños fueron
enviados a los bosques de las inmediaciones a cortar leña.
La electricidad escaseaba, y se producían numerosos
cortes de suministro. Aquel año murió de tuberculosis el
doble de personas que el año anterior, y en general el
índice de mortalidad se triplicó. Se temía que estallara una
epidemia de tifus, pero los denodados esfuerzos de las
autoridades sanitarias de la ciudad lo impidieron.18
Las condiciones por las que atravesó Leningrado
durante su asedio fueron inmensamente peores. La
artillería alemana bombardeaba la ciudad regularmente
cuatro veces al día. Pero las defensas aguantaban,
principalmente gracias a los cañones de la marina, tanto
aquellos que habían sido desmontados de los barcos como
los que permanecían a bordo de la Flota del Báltico en la
base naval de Kronstadt o atracados en el Neva. La llave de
la supervivencia de la ciudad estaba ahora más que nunca en
aquella pequeña tabla de salvación.
Las autoridades soviéticas realizaron denodados
esfuerzos, aunque a menudo ineficaces, por mantener vivo
el frágil lazo que unía la ciudad con el este. Con los
alemanes instalados en la ribera sur del lago Ladoga, la
única ruta que quedaba era el «camino de hielo». El hielo
no fue lo bastante espeso para soportar el peso de los
medios de transporte a motor o de tracción animal hasta
pasada la tercera semana de noviembre, cuando solo
quedaban en la ciudad víveres para dos días. El gran peligro
era que se produjera un deshielo repentino.
Por el este, los alemanes tomaron Tikhvin el 8 de
noviembre de 1941. Esto obligó a los soviéticos a
construir un «camino de troncos» hecho de abedules
talados que iba hacia el norte cruzando los bosques. Varios
millares de personas condenadas a realizar trabajos
forzados —campesinos, prisioneros del Gulag y tropas de
la retaguardia— murieron mientras llevaban a cabo la tarea,
y sus cadáveres fueron arrojados al barro acumulado debajo
del sendero de troncos. Todo aquel sacrificio resultó
prácticamente inútil, pues las tropas de Meretskov, con
ayuda de algunos destacamentos de partisanos de la
retaguardia alemana, volvieron a tomar Tikhvin el 9 de
diciembre, tres días después de que fuera concluido el
camino de troncos. Pudo reabrirse de ese modo la estación
de origen y final de la línea férrea, reduciéndose así
enormemente la duración del viaje hasta el extremo
sudoriental del lago Ladoga.19
El tráfico de doble sentido a través del lago helado,
que llevaba maquinaria fabril de la ciudad en dirección este
y víveres en dirección oeste, supuso un logro
extraordinario. El camino sobre el lago helado era
defendido de los ataques de las tropas de esquiadores
alemanes con puestos de ametralladoras y baterías
antiaéreas en fortines construidos sobre el hielo. Contaban
con igloos para que se refugiaran los soldados del Ejército
Rojo. Los soviéticos habían construido también
aerotrineos provistos de motores de avión, con hélices en
la parte trasera, como una versión invernal de los
planeadores usados en los pantanos. Se instalaron centros
médicos y puntos de control con el correspondiente
personal para dirigir el tráfico a través del hielo. Pero la
atención prestada a la población civil de Leningrado que
había sido evacuada se caracterizó a menudo por una
incompetencia y una falta de imaginación brutal. Incluso el
NKVD se lamentó del «trato irresponsable y despiadado»
que se les dispensó y de las condiciones «inhumanas»
reinantes en los trenes. No se hizo nada para ayudar a los
que llegaban vivos al «continente». Su supervivencia
dependía de que tuvieran familiares o amigos que los
ayudaran proveyéndoles de comida y refugio.20
Incluso después de la reconquista de Tikhvin, los
habitantes de Leningrado estaban tan débiles a
consecuencia del hambre que muchos se caían en medio de
las calles heladas mientras buscaban inútilmente
combustible o comida. Las cartillas de racionamiento eran
robadas de inmediato. Cuando una persona salía de la
panadería, siempre había alguien dispuesto a quitarle el pan.
Nada destruye la moralidad más elemental con tanta rapidez
como el hambre. Cuando moría alguien, su familia ocultaba
el cadáver en la vivienda helada para poder seguir
reclamando su ración de comida.
Pero, pese a los temores de las autoridades, se
produjeron pocos intentos de asaltar y saquear las
panaderías. Solo los jerarcas del partido y los que estaban
más cerca de la cadena de abastecimientos, los
distribuidores y los dependientes de las tiendas, habrían
tenido fuerza suficiente. La gente del montón, los que no
trabajaban en las fábricas y por lo tanto no tenían acceso
privilegiado a comedores subvencionados, era muy
improbable que pudieran sobrevivir. Empezaban a tener
aspecto avejentado con tanta rapidez que ni siquiera los
parientes próximos eran capaces de reconocerlos. La gente
se comió primero los cuervos, las palomas y las gaviotas;
luego los gatos y los perros (incluso los famosos perros de
los experimentos de Pavlov fueron consumidos en el
Instituto de Fisiología), y por último las ratas.
Casi todos los que tenían que ir andando a trabajar o a
ponerse a la cola para conseguir la comida tenían que
pararse a descansar a los pocos metros, pues estaban
demasiado débiles debido a la falta de alimento. Los
trineos de los niños eran usados para transportar leña. No
tardarían en ser utilizados para transportar a la fosa común
los cadáveres, que la gente llamaba «momias», pues iban
envueltos en sudarios hechos de papel o de jirones de tela.
No podía desperdiciarse la madera de los ataúdes. Había
que guardarla para calentar a los que seguían vivos.
De los dos millones doscientos ochenta mil
habitantes que tenía la ciudad en diciembre de 1941,
quinientos catorce mil fueron evacuados al «continente» en
primavera, y seiscientos veinte mil murieron. Para la gente
de más edad, el asedio supuso la segunda gran hambruna
que soportaba, pues la primera dio comienzo en 1918 con
la guerra civil. Muchos observaron que una persona
presentía su muerte unas cuarenta y ocho horas antes de
que se produjera. Con las últimas fuerzas que les quedaban,
muchos avisaban a sus puestos de trabajo diciendo que no
iban a volver y pidiendo a sus jefes que cuidaran de su
familia.
Leningrado, que estaba muy orgullosa de su herencia
cultural, convirtió el Hotel Astoria en hospital de
escritores y artistas. Allí les suministraban vitaminas por
medio de una bebida hecha a base de hojas de pino
machacadas. También se hicieron intentos de atender a los
huérfanos. «Ya ni siquiera parecían niños», decía un
director de escuela. «Guardaban un extraño silencio, con
una especie de mirada reconcentrada en los ojos». Pero en
algunas instituciones el personal de las cocinas
escamoteaba la comida de las despensas para alimentar a su
propia familia, y dejaba que los niños se murieran de
hambre.21
Las autoridades de la ciudad no habían almacenado
leña antes de que diera comienzo el asedio, de modo que la
mayoría de la gente tenía que intentar mantenerse caliente
quemando libros, o los muebles o las puertas de la vivienda
en las viejas estufas ventrudas. Las antiguas construcciones
de madera fueron desmanteladas para suministrar
combustible a los edificios públicos. En enero de 1942, la
temperatura de Leningrado cayó a veces por debajo de los
cuarenta grados bajo cero. Mucha gente se acostaba con el
único fin de mantener el calor corporal, pero este se
esfumaba rápidamente. La muerte por inanición llegaba en
silencio y de forma anónima. Se pasaba de vivir a medias a
no vivir. «No sabe usted lo que era aquello», le contó una
mujer poco después a un periodista británico. «Por la calle
caminaba una pisando cadáveres, y lo mismo al subir las
escaleras. Sencillamente dejaba una de darse cuenta».22
La mayor parte de la gente moría de una mezcla de
inanición y frío. La hipotermia y la tensión, mezcladas con
el hambre, alteraban tanto el metabolismo que la gente no
podía absorber ni siquiera las pocas calorías que consumía.
En teoría, los soldados tenían garantizada una ración de
comida mucho más abundante que la de la población civil,
pero en muchos casos esas raciones no llegaban nunca. Los
oficiales las robaban y se las quedaban para ellos y para sus
familias.23
«Las personas se vuelven animales ante nuestros
propios ojos», anotó una mujer en su diario.24 Algunos se
volvían locos como consecuencia del hambre. Los
historiadores soviéticos han intentado hacer creer que no
se produjeron casos de canibalismo, pero las fuentes orales
y los archivos indican lo contrario. Unos dos mil
individuos fueron detenidos por el «uso de carne humana
como alimento» durante el asedio, ochocientos ochenta y
seis de ellos durante el primer invierno de 1941-1942. La
«necrofagia» es el consumo de la carne de una persona
muerta. Y en efecto hubo quienes robaron cuerpos del
depósito de cadáveres o de las fosas comunes. Fuera de
Leningrado, varios soldados y oficiales recurrieron a la
necrofagia e incluso llegaron a comerse los miembros
amputados que se tiraban en los hospitales de campaña.25
La «antropofagia», que es algo más raro, comporta el
asesinato deliberado de un individuo con la finalidad de
comérselo. No es de extrañar que los padres retuvieran a
sus hijos en casa por miedo a lo que pudiera pasarles. Se
decía que la carne de los niños, seguida de la de las mujeres
jóvenes, era la más tierna. Aunque eran frecuentes las
historias de bandas que vendían carne humana picada en
forma de kotlyeta o albóndigas, casi todos los casos de
canibalismo tuvieron lugar dentro del hogar o en las casas
de pisos, obra de padres enloquecidos que se comían a sus
propios hijos, o de vecinos que se apoderaban de ellos.
Algunos soldados hambrientos de la 56.ª División de
Fusileros del LV Ejército tendieron una emboscada a los
encargados del transporte de las raciones de comida, los
mataron, les quitaron los alimentos que llevaban,
enterraron los cadáveres en la nieve y volvieron luego para
comérselos poco a poco.26
No obstante, aunque el hambre hizo que saliera lo
peor de cada individuo, hubo ejemplos de altruismo y de
autosacrificio con los vecinos y con personas
absolutamente extrañas. Parece que los hijos tuvieron
mayores índices de supervivencia que sus padres,
presumiblemente porque los adultos daban a los pequeños
parte de sus propias raciones de comida. Las mujeres
solían sobrevivir más tiempo que los hombres, pero a
menudo después se derrumbaban. Se enfrentaron también al
terrible dilema de ceder a los ruegos de sus hijos o de
comer lo suficiente para conservar las fuerzas con el fin de
cuidar de su familia. El índice de natalidad se vino abajo, en
parte debido a la malnutrición extrema, que provocaba que
las mujeres perdieran la menstruación y que los hombres
se volvieran estériles, pero también porque la mayoría de
los varones estaban en el frente.
Los soldados del Ejército Rojo y de la infantería de
marina que había en Leningrado estaban seguros de que los
alemanes no entrarían nunca en la ciudad. Tenían el
convencimiento de que el principal motivo de que los nazis
perseveraran en el asedio era que deseaban mantener a los
finlandeses en la guerra. Los habitantes de Leningrado
estaban irritados con los Aliados occidentales, que eran
reacios a considerar a Finlandia un país enemigo. No
podían aceptar el hecho de que la agresión de Stalin contra
Finlandia en 1939 había sido totalmente no provocada. El
odio al enemigo fue fomentado en todo momento por los
servicios de propaganda del Ejército Rojo. Había carteles
que mostraban a un niño de mirada brutal, con una aldea en
llamas al fondo, que exclamaba: «Papa, ubei nemtsa!»
(«¡Papá, mata al alemán!»).27

La ofensiva general de Stalin no fue la única que trajo


consigo el nuevo año, 1942. El 21 de enero, el
Generaloberst Rommel pilló por sorpresa a los británicos
en el Norte de África. Desde que la situación de los
suministros había mostrado los primeros síntomas de
mejora, el ambicioso Rommel había empezado a planear
otro ataque. El envío de refuerzos al teatro de operaciones
del Mediterráneo había dependido de que la Unión
Soviética fuera conquistada rápidamente, pero el fracaso de
la Operación Tifón contra Moscú no lo arredró. Cuando el
5 de enero llegó a Trípoli un convoy con cincuenta y cinco
panzer, así como varios carros armados y cañones
antitanque, su determinación de dar un contragolpe se
intensificó mientras gozó de una ventaja temporal.
El VIII Ejército estaba en un estado lamentable. La 7.ª
División Acorazada, que en aquellos momentos estaba
recuperándose en El Cairo, había sido reemplazada por la
1.ª División Acorazada, carente de experiencia. Otras
formaciones veteranas, incluidas las australianas, habían
sido trasladadas al Extremo Oriente. Los alemanes
conocían muy bien el esquema organizativo de los
británicos gracias a la interceptación de los informes del
agregado militar norteamericano en El Cairo, cuyo código
habían descifrado fácilmente. Pero Rommel, que abrigaba
la idea fija de invadir Egipto y Oriente Medio, no informó
de lo que planeaba ni al Comando Supremo italiano ni al
OKW. Sus soldados, sin embargo, estaban en su mayoría
entusiasmados ante la idea de volver a atacar. Un integrante
de la 15.ª División Panzer escribía a su casa el 23 de enero
diciendo: «¡Una vez más estamos avanzando a la
Rommel!»28
Cuando este se lanzó al contraataque en Cirenaica el
21 de enero, hizo caso omiso de todas las órdenes que le
instaban a no seguir adelante. Una columna avanzó por la
carretera de la costa hacia Bengasi, mientras las dos
divisiones panzer se desviaron hacia el interior del país.
Los blindados encontraron la marcha muy dificultosa, pero
en cinco días de combates los británicos llegaron a perder
cerca de doscientos cincuenta vehículos blindados. Hitler
estaba entusiasmado y ascendió a Rommel al rango de
General der Panzertruppen. El desventurado general
Ritchie, ascendido acaso a su puesto con demasiada
ligereza, había supuesto que se trataba de una simple
incursión, pero enseguida se dio cuenta de que su 1.ª
División Acorazada corría el riesgo de ser víctima de una
maniobra de envolvimiento. Por fortuna para los ingleses,
las excesivas ambiciones de Rommel y la lentitud del
avance de sus dos divisiones blindadas permitieron al
grueso de las fuerzas británicas escapar a tiempo. Ritchie
las replegó a la línea Gazala, abandonando casi toda
Cirenaica. Las tropas de Rommel, agotadas y carentes de
combustible, ni siquiera se molestaron en no quedar atrás.
Sabían que podrían acabar con ellas más adelante.
Los soldados alemanes enviados como refuerzos a la
ribera sur del Mediterráneo estaban entusiasmados y
orgullos de unirse al «pequeño Afrika Korps» en el
desierto.29 Un suboficial médico manifestaba la buena
impresión que le causaba «la labor colonizadora de los
italianos» en Trípoli. «Las fuerzas navales italianas que
escoltaron nuestro convoy eran también muy gallardas»,
decía en su carta a la familia.30Pero casi todas esas
primeras impresiones serían efímeras. En el desierto de
Libia, los soldados se encontrarían «siempre el mismo
paisaje, arena y piedras».31 La guerra en el norte de África
era «totalmente distinta de la de Rusia, por ejemplo»,
subrayaba.32 Pero ellos también sentían nostalgia cuando
oían a alguien tocar la armónica por la noche a la luz de las
estrellas y se ponían a pensar en la primavera y la
posibilidad de regresar a Alemania.
19
LA CONFERENCIA DE
WANNSEE Y EL
ARCHIPIÉLAGO SS
(julio de 1941-enero de 1943)

El lugarteniente de Heinrich Himmler era el enérgico SS


Obergruppenführer Reinhard Heydrich. Dirigía la Jefatura
de Seguridad del Reich (RSHA,
Reichssicherheitshauptamt), que administraba el
floreciente imperio de la SS. Se rumoreaba que por las
venas de Heydrich, hombre alto, siempre impecable,
aficionado a tocar el violín, y antisemita, corría más de una
gota de sangre judía, circunstancia que, al parecer, no hacía
más que intensificar su odio.
El verano de 1941, Heydrich estaba muy irritado por
la forma chapucera e improvisada en que venía tratándose la
«cuestión judía», y por la falta de un programa centralizado.
Aparte de las matanzas de judíos llevadas a cabo por los
responsables de la seguridad en los territorios orientales,
algunos sátrapas de la SS empezaron a experimentar
modalidades de exterminio a escala industrial. En el
Warthegau (Distrito del Varía), se llevaron a cabo algunos
experimentos poco satisfactorios, introduciendo gases de
combustión en el interior de camiones herméticamente
cerrados. En el Gobierno General, el SS Polizeiführer
Odilo Globocnick empezó a construir un campo de
exterminio en Belzec, cerca de Lublin. Himmler, mientras
tanto, estaba impaciente por resolver los problemas de
tensión psicológica que sufrían los Einsatzgruppen como
consecuencia de su trabajo.
Heydrich había ordenado a Adolf Eichmann la
redacción de una autorización que fue debidamente firmada
por Göring el 31 de julio. El documento en cuestión
ordenaba a Heydrich «emprender, por medio de la
emigración o la evacuación, una solución de la cuestión
judía», y le encargaba «adoptar todos los preparativos
necesarios desde el punto de vista organizativo, práctico y
material para una solución global de la cuestión judía en el
área de influencia alemana en Europa».1 Aproximadamente
un mes más tarde Eichmann fue convocado al despacho de
Heydrich, donde se le comunicó que Himmler había
recibido instrucciones de Hitler para proceder a la
«aniquilación física de los judíos».2 Aunque a los jerarcas
nazis les gustaba tomar de vez en cuando el nombre del
Führer en vano con el fin de promover sus propias
políticas, en este caso sería impensable que Himmler o
Heydrich se hubieran atrevido a hacerlo tratándose de una
cuestión tan importante como aquella.
Otras ideas expresadas anteriormente, según las
cuales la aniquilación total de los judíos solo tendría lugar
una vez conseguida la victoria, habían sido olvidadas. Por
primera vez se percibía una ansiedad implícita de que no
había que perder las oportunidades presentadas por la
guerra en el este. También en Alemania y en los países
ocupados, incluidas Serbia y Francia, aumentó la presión
para que los judíos fueran enviados al este de Europa. En
París, la SS ordenó a la policía francesa la localización y
detención de judíos franceses y extranjeros; la operación
dio comienzo el 10 de mayo de 1941 y supuso la captura
de cuatro mil trescientas veintitrés personas.
El 18 de septiembre, una orden de Himmler exponía
con toda claridad que en adelante los ghettos serían usados
como campos de «almacenamiento». En los ghettos
polacos habían muerto de hambre y de enfermedad más de
medio millón de judíos, pero se pensó que aquel sistema
comportaba un proceso demasiado lento. Ulteriores
discusiones pusieron de manifiesto que el plan consistía en
meter a todos los judíos en campos de concentración. Pero
incluso en un estado totalitario había que superar ciertos
problemas legales, como por ejemplo la forma de tratar el
caso de los judíos que poseían pasaportes extranjeros, o lo
que había que hacer con los que estaban casados con arios.
El 29 de noviembre de 1941, Heydrich envió una
invitación a los oficiales y funcionarios de alto rango del
Ostministerium y de otros ministerios y organismos
oficiales para discutir una política común con él y con los
representantes del RSHA. La reunión iba a tener lugar el 9
de diciembre, pero en el último momento se pospuso. El
gran contraataque del mariscal Zhukov había sido lanzado el
5 de diciembre, y dos días después los japoneses atacaron
Pearl Harbor. Se necesitaba tiempo para evaluar las
implicaciones de aquellos sucesos tan trascendentales y
por si fuera poco el 11 de diciembre Hitler efectuó en el
Reichstag su declaración de guerra a los Estados Unidos.
Al día siguiente, el Führer convocó a los líderes del partido
nazi a una reunión en la Cancillería del Reich. En ella hizo
alusión a su profecía del 30 de enero de 1939, en la que
aseguraba que si se producía una guerra mundial, «los
causantes de ese sangriento conflicto tendrán que pagar por
él con sus vidas».3
Con la declaración de guerra de Hitler y los ataques
japoneses en Extremo Oriente, la contienda se convirtió en
un conflicto verdaderamente global. Según la lógica
distorsionada de Hitler, los judíos tenían que pagar por sus
culpas. «El Führer está decidido a hacer tabla rasa», anotó
Goebbels en su diario el 12 de diciembre. «Profetizó a los
judíos que si otra vez provocaban una guerra mundial,
conocerían su propio exterminio. No era ninguna frase
retórica. La guerra mundial ha llegado, y el exterminio de
los judíos debe ser la consecuencia necesaria. La cuestión
debe contemplarse sin sentimentalismos de ningún tipo».4
Menos de una semana después, Hitler celebró una
reunión con Himmler para discutir la «cuestión judía».
Pero a pesar del ambiente exaltado, casi febril, cada vez
que Hitler se refería a la predicción que había hecho antes
del comienzo de la guerra, afirmando que los judíos se
acarrearían su propio exterminio, parece que todavía no
había tomado una decisión irrevocable acerca de una
«Solución Final». A pesar de sus apocalípticas diatribas
contra los judíos, parece curiosamente que era reacio a
enterarse de los detalles de las matanzas en masa, del
mismo modo que rehuía cualquier imagen de los
sufrimientos padecidos en el combate o a consecuencia de
los bombardeos. Su deseo de mantener la violencia como
algo abstracto constituía una paradoja psicológica muy
significativa en un individuo que hizo más que casi
cualquier otra personalidad de la historia por fomentarla.
Después de los retrasos sufridos, la conferencia de
Heydrich se celebró por fin el 20 de enero de 1942, en las
oficinas que tenía el RSHA en una gran villa en la isla de
Wannsee, al sudoeste de Berlín. El SS Obergruppenführer
Heydrich presidió la reunión, y el SS
Obersturmbannführer Eichmann se encargó de tomar nota
de todo. Aparte de otros miembros del RSHA, los
concurrentes eran en su mayoría representantes de alto
rango de los territorios ocupados y de la Cancillería del
Reich, y cuatro Staatssekretäre, es decir los funcionarios
de mayor rango de los principales ministerios. Entre ellos
estaba el Dr. Roland Freisler, del ministerio de justicia,
que más tarde se haría famoso por su actuación como fiscal
de los participantes en la conspiración de julio de 1944. El
ministerio de asuntos exteriores estaba representado por el
subsecretario de estado Martin Luther, tocayo de otro
antisemita mucho más famoso e influyente. Luther llegó
con un memorándum cuidadosamente preparado titulado
«Peticiones e Ideas del Ministerio de Asuntos Exteriores
con respecto a la proyectada Solución Final de la Cuestión
Judía en Europa».5 Más de la mitad de los presentes
ostentaban el título de doctor y una minoría significativa
eran juristas.
Heydrich empezó exponiendo sus poderes para la
preparación de la Solución Final sobre todos los territorios
y sobre todos los cargos oficiales. Presentó unas
estadísticas acerca de las comunidades judías de toda
Europa, incluidos los judíos británicos, que debían ser
«evacuados al este». Su número —según sus cálculos,
ascendía a once millones— debía primero ser reducido
paulatinamente por medio del trabajo duro, y luego los
supervivientes serían «tratados en consecuencia». Los
judíos de más edad y los que hubieran combatido por el
Káiser debían ser enviados al campo «adecentado» de
Theresienstadt en Bohemia.
Luther, en nombre del ministerio de asuntos
exteriores, pidió cautela y una demora en la detención de
los judíos de países como Dinamarca y Noruega, donde las
medidas de este tipo podrían provocar una reacción
internacional. Se dedicó luego mucho tiempo a discutir la
compleja cuestión de las personas que eran de ascendencia
judía solo en parte —los llamados Mischlinge— y de las
que tenían un cónyuge ario. Como acaso habría sido
previsible, el representante del Gobierno General insistió
en que sus judíos fueran los primeros a los que se aplicaran
las medidas. Por último, mientras tomaban una copa de
coñac después del almuerzo, los participantes en la reunión
discutieron los diversos métodos que se tenían a mano para
la consecución del objetivo. Las actas de la reunión, sin
embargo, siguen conteniendo los eufemismos habituales,
como «evacuación» y «reasentamiento».
Una cosa, sin embargo, estaba clara para todos los
participantes. Todas las ideas de «solución territorial»
habían quedado en nada. Con la errática ofensiva general de
Stalin tras la batalla de Moscú, en los territorios soviéticos
ocupados no había ninguna zona apropiada en la que soltar a
los judíos para que murieran de hambre. En aquellos
momentos parecía que la única solución segura era la
matanza industrializada.
La impaciencia por abordar aquella tarea se apoderó
de la administración nazi, en Berlín y especialmente en el
feudo de Frank, el Gobierno General. El Gauleiter Arthur
Greiser quería eliminar a los treinta y cinco mil polacos
que padecían tuberculosis en el Distrito del Varta. Los
juristas de la SS discutieron incluso la posibilidad de matar
a los prisioneros alemanes y de otras nacionalidades que
tuvieran la desgracia de parecer «abortos del infierno».6 En
la «Shoah por medio de las balas», «los verdugos se
encargaron [de encontrar] a las víctimas en el territorio de
la URSS ocupada», pero en la «Shoah por medio del gas»,
«las víctimas fueron llevadas a sus verdugos».7 Este
proceso empezó a llevarse a cabo en primer lugar en los
campos de exterminio de Chelmno (Kulmhof), donde se
usaron camiones de gas, y continuaron en Bełżec,
Treblinka, Sobibór, y finalmente en Auschwitz-Birkenau a
partir del verano.
Se creó un formidable aparato administrativo para que
se ocupara de los judíos que todavía no habían muerto en
los ghettos o que no habían sido fusilados. Eichmann,
responsable de la detención de todas las poblaciones judías
fuera de Polonia, trabajó en estrecha colaboración con el
Gruppenführer Heinrich Müller, el director de la Gestapo.
Eichmann, que era también amante del violín, jugaba al
ajedrez con Müller una vez a la semana mientras meditaban
sobre la inmensa labor que se traían entre manos. El
elemento más básico de la operación era el transporte.
La planificación y los horarios tenían una importancia
trascendental. La Reichsbahn («Ferrocarriles del Reich»),
que tenía un millón cuatrocientos mil empleados, era la
organización más numerosa de Alemania después de la
Wehrmacht, y obtendría de todo aquello unos beneficios
enormes. Los judíos eran transportados en vagones de
mercancías o de ganado por el mismo precio pagado por
los viajeros con billete solo de ida que usaban vagones de
pasajeros. A los viajes de los guardias de la
Ordnungspolizei se aplicaba la tarifa de ida y vuelta. La
Gestapo sacó el dinero para sufragar todos estos gastos de
fondos judíos. Pero la obsesión ideológica de Hitler,
Himmler y Heydrich a menudo chocaba frontalmente con
la forma de dirigir la guerra que pretendían ganar. La
Wehrmacht empezó a quejarse de la eliminación de
obreros cualificados judíos en la industria del armamento y
del enorme desvío de medios de transporte ferroviario, tan
necesarios por otra parte para el reabastecimiento del
frente oriental, que suponía la operación.
A los líderes de la comunidad judía les dijeron que
organizaran el control de su «traslado», con la amenaza de
que si no lo hacían, la SA o la SS lo harían por ellos. Todos
sabían lo que aquello significaba en términos de
quebraderos de cabeza. Estaban obligados también a
confeccionar las listas para los «transportes». Los que eran
enviados al Ostland (Territorio del Este) eran fusilados en
cuanto llegaban, principalmente a Minsk, Kaunas y Riga. La
mayoría, dependiendo del punto de partida, eran
despachados de inmediato a los campos de exterminio. Los
judíos de más edad y los «privilegiados» enviados a
Theresienstadt no sabían que su condena a muerte había
quedado en suspenso.
A los hombres de la Ordnungspolizei y de la Gestapo
empleados en las tareas de desalojo de los ghettos se les
daba una ración de brandy. A los auxiliares ucranianos no. A
los judíos que intentaban esconderse o escapar se les
pegaba un tiro en el acto. Y lo mismo les pasaba a los
ancianos que no eran capaces de trasladarse hasta los
medios de transporte asignados sin recibir ayuda. La
inmensa mayoría montaba en los vagones de ferrocarril
aceptando aparentemente su destino. Pero unos pocos
lograron escapar de los trenes y esconderse en los
bosques. Algunos recibieron ayuda de los polacos y otros
consiguieron unirse a los grupos partisanos.

Los campos de concentración nazis habían sido creados


poco después de que Hitler se hiciera con el poder en
1933. Himmler organizó uno de los primeros para los
presos políticos en Dachau, al norte de Munich, y
enseguida se encargó de la administración de todos esos
campos. Los guardianes procedían de los
Totenkopfverbände («Unidades de la Calavera»), cuyo
nombre procedía de la insignia con la calavera que llevaban.
En 1940, cuando las dimensiones de la red de campos
aumentaron exponencialmente a raíz de la conquista de
Polonia, el Obergruppenführer Oswald Pohl creó su
propio subimperio dentro de la SS, convirtiendo los
campos de trabajo en un medio de obtener beneficios. Pohl
se convirtió también en una figura clave en el desarrollo
del sistema de campos de concentración.
Aunque en septiembre de 1941 se habían hecho
pruebas con Zyklon B en Auschwitz, el primer campo de
exterminio con cámaras de gas propiamente dichas fue
construido bajo la dirección de Pohl en Bełżec. Las obras
dieron comienzo en noviembre de 1941, dos meses antes
de la conferencia de Wannsee. Enseguida empezaron los
preparativos para la creación de otros. La labor de los
campos de exterminio contó con la ayuda suministrada por
la experiencia de los individuos que habían participado en
el programa de eutanasia bajo la dirección de la Cancillería
del Reich.
Algunos han sostenido que el método de producción
en cadena utilizado en los campos de exterminio fue fruto
de la influencia de Henry Ford, que a su vez sacó la idea del
sistema empleado en los mataderos de Chicago. Ford, que
había sido un antisemita feroz desde 1920, era
respetadísimo por Hitler y otros jerarcas nazis. Es posible
incluso que contribuyera a financiar el partido nazi, pero
nadie ha conseguido obtener pruebas documentales de ello.
En cualquier caso, su libro The International Jew fue
publicado en Alemania con el título de Der ewige Jude
(«El judío eterno»), y tuvo mucha influencia en los círculos
nazis. Hitler tenía un retrato de Ford colgado en la pared de
su despacho de Munich, y en 1938 le concedió la Gran
Cruz de la Orden del Águila Alemana. Pero no hay pruebas
reales de que las técnicas de producción en cadena de Ford
fueran copiadas en los campos de exterminio.8
A finales de 1942, casi cuatro millones de judíos
originarios de Europa occidental y central así como de la
Unión Soviética serían asesinados en los campos de
exterminio, junto con cuarenta mil gitanos. La
participación activa de la Wehrmacht, de funcionarios de
casi todos los ministerios, y de una gran parte de la
industria y de la red de transportes extendería la
responsabilidad de lo ocurrido hasta un punto que la
sociedad alemana tardó mucho en reconocer durante la
posguerra.
El régimen nazi hizo todo cuanto pudo por mantener
en secreto el proceso de exterminio, pero lo cierto es que
intervinieron en él varias decenas de millares de personas.
Hablando ante varios oficiales de alto rango de la SS en
octubre de 1943, Himmler dijo que era una «página
gloriosa de nuestra historia que nunca se ha escrito ni
nunca se escribirá».9 Enseguida empezaron a circular
rumores, especialmente a partir de las fotografías de
ejecuciones masivas de judíos tomadas por los soldados en
la Unión Soviética. Al principio, la mayoría de la población
civil no podía creer que los judíos fueran asesinados en
cadena en las cámaras de gas. Pero fueron tantos los
alemanes implicados en los diversos aspectos de la
Solución Final, y tantos los que sacaron provecho de la
confiscación de los bienes de los judíos, de sus negocios y
apartamentos, que no tardó en haber una gran minoría de
alemanes al corriente de lo que estaba sucediendo.
Aunque la gente sintiera cierto grado de compasión
por los judíos cuando fueron obligados a ponerse la
estrella amarilla, cuando dieron comienzo las
deportaciones los hebreos se convirtieron en no personas a
ojos de sus conciudadanos. Los alemanes prefirieron no
fijarse demasiado en la suerte que pudieran correr. Ello se
debió, como llegarían a creer más tarde, a que ignoraban lo
que estaba pasando, cuando lo que se acerca más a la verdad
es que se lo negaron a sí mismos. Como ha dicho Ian
Kershaw: «El camino hacia Auschwitz se construyó con
odio, pero se pavimentó con indiferencia».10
La población civil de Alemania, por otra parte, no
tenía mucha idea de los infames experimentos médicos
llevados a cabo en Auschwitz por el doctor Josef Mengele
y sus colegas. Incluso hoy día, los que realizaron los
médicos de la SS en Dachau con presos políticos rusos,
polacos, gitanos, checos, yugoslavos, holandeses y
alemanes son relativamente poco conocidos. Más de doce
mil de ellos murieron, en su mayoría en medio de grandes
sufrimientos, como resultado de experimentos y la práctica
de operaciones y amputaciones. Entre las víctimas hay que
contar a las personas a las que se inocularon enfermedades,
pero también a las que fueron sometidas, a petición de la
Luftwaffe, a extremos de presión alta y baja, sumergidas en
agua helada para estudiar lo que podía pasar a las
tripulaciones de los aviones abatidos sobre el mar, o a las
que fueron alimentadas a la fuerza con agua salada o
sometidas a punciones hepáticas experimentales. Además,
los prisioneros de guerra de los depósitos de cadáveres
eran obligados por personal de la SS a desprender y
manipular la piel de los cuerpos que fueran de buena
calidad (siempre y cuando no fueran alemanes) «para
utilizarlas en la fabricación de sillas y pantalones de
montar, guantes, zapatillas de andar por casa y bolsos de
señora».11
En el Instituto Médico de Anatomía de Danzig, el
profesor Rudolf Spanner había mandado matar a «polacos,
rusos y uzbecos» en el vecino campo de concentración de
Stutthof para poder llevar a cabo experimentos sobre el
reciclado de sus cadáveres con vista a la fabricación de
jabón y cuero.12 Que un médico tuviera semejante
mentalidad va más allá de nuestra capacidad de
comprensión, pero, como dijo, traumatizado, Vasily
Grossman tras describir los horrores de Treblinka, «la
obligación del escritor es contar esta terrible verdad, y la
obligación civil del lector es conocerla».13

A pesar de la progresiva industrialización de la Solución


Final, la «Shoah por medio de las balas» siguió adelante
tanto en el Reichskomissariat Ostland como en el
Reichskomissariat Ukraine. Incluso los judíos que habían
sido perdonados de momento por ser obreros
especializados fueron detenidos y asesinados. Durante los
primeros meses de la primavera y el verano de 1942, los
Einsatzgruppen de la SS y los nueve regimientos de la
Ordnungspolizei rivalizaron entre sí por la eliminación de
todos los judíos existentes en sus respectivas zonas por
medio de Grossaktionen, En julio, un oficial pagador
alemán decía en una carta a sus familiares: «En Bereza-
Kartuska, donde hice la pausa de mediodía, justo el día
antes habían sido fusilados unos mil trescientos judíos.
Fueron llevados a una hoya a las afueras de la localidad.
Una vez allí, hombres, mujeres y niños fueron obligados a
desnudarse del todo y los liquidaron pegándoles un tiro en
la nuca. Sus ropas fueron desinfectadas para que pudieran
volver a utilizarse. Tengo el convencimiento de que si la
guerra dura mucho más tiempo habrá que fabricar
salchichas con los judíos y servírselas a los prisioneros de
guerra rusos o a los obreros cualificados judíos».14
Los ghettos fueron cercados uno tras otro. Algunos
hombres de negocios judíos intentaron sobrevivir
recurriendo al soborno. «Las jóvenes judías que querían
salvar la vida ofrecían su cuerpo a los policías. Por regla
general, las mujeres eran usadas por la noche y asesinadas
por la mañana».15 La policía y sus ayudantes actuaban a
primera hora de la mañana o justo antes de amanecer, a la
luz de sus linternas o de faros. Muchos judíos intentaban
esconderse bajo el pavimento, pero los asesinos arrojaban
granadas de mano debajo de las casuchas. En algunos casos
los edificios eran incendiados.
Los detenidos en las redadas eran llevados a las fosas
donde se llevaban a cabo las ejecuciones; allí les mandaban
quitarse la ropa antes de que les pegaran un tiro al borde del
hoyo o los obligaban a tumbarse en su interior según el
método de la «lata de sardinas». Una y otra vez, los
asesinos quedaban asombrados por la sumisión de los
judíos. Muchos de sus verdugos estaban borrachos y no
lograban acabar con sus víctimas. Hubo bastantes que
fueron enterrados vivos. Y algunos lograron incluso salir
de la tumba por sus propios medios.
No todos mostraron una actitud sumisa. Los «judíos
del bosque» que se libraron de las redadas y detenciones se
unieron a los grupos de partisanos soviéticos o formaron
sus propias bandas, especialmente en Bielorrusia. Las
batidas contra los partisanos al mando de Bach-Zelewski
continuaron hasta la primavera de 1944. En Lwów y el
resto de Galicia, la policía de seguridad alemana y la
Hilfspolizei ucraniana, los llamados Hipos, siguieron
adelante con las matanzas. Los intentos de formar grupos
de resistencia en los ghettos no tuvieron mucho éxito hasta
la desesperada sublevación del de Varsovia en enero de
1943. Se produjeron también intentos de resistencia en los
ghettos de Lwów y Białystok, pero no alcanzaron las
proporciones ni la determinación del de la capital.
Los judíos que en un principio se habían mostrado
contrarios a la resistencia acabaron finalmente por
descubrir la verdad. Los alemanes los querían a todos
muertos. Tras la deportación de más de trescientas mil
personas en 1942, los judíos del ghetto de Varsovia
quedaron reducidos a unos setenta mil. La mayoría de ellos
eran jóvenes y relativamente fuertes. A los viejos y a los
enfermos ya se los habían llevado. Los diferentes grupos
políticos judíos, bundistas, comunistas y sionistas,
acordaron responder a los ataques. Empezaron matando a
los colaboracionistas y a continuación prepararon
posiciones defensivas comunicadas con las alcantarillas.
Las armas y los explosivos los consiguieron del Ejército
Nacional o Armia Krajowa, leal al gobierno en el exilio, y
también de la resistencia comunista polaca, la Guardia del
Pueblo. Unos cuantos centenares de pistolas y revólveres
fueron comprados a ciudadanos de Varsovia que los habían
guardado desafiando el peligro de ser ejecutados si eran
encontrados en su posesión. En enero de 1943, se produjo
el primer enfrentamiento armado cuando los alemanes
detuvieron a seis mil quinientos judíos para su deportación.
Lleno de cólera, Himmler ordenó que fuera destruido
el ghetto de Varsovia en su totalidad. Pero hasta el 19 de
abril no tuvo lugar el principal intento de asaltar el barrio.
Las tropas de las Waffen-SS entraron por el extremo norte,
donde los prisioneros eran cargados en vagones de ganado
aparcados en las vías muertas. Los atacantes tuvieron que
retirarse poco después con sus heridos tras sufrir un
intenso tiroteo y perder el único vehículo blindado que
poseían a consecuencia del estallido de un cóctel Molotov.
Himmler quedó espantado al enterarse de que el ataque
ordenado por él había sido repelido y destituyó al oficial al
mando. A partir de ese momento, la SS atacaría haciendo
incursiones con pequeños grupos en distintos lugares.16
Tras una defensa desesperada de las fábricas, que los
alemanes incendiaron utilizando lanzallamas, los
defensores judíos se retiraron a las alcantarillas, de las
cuales salían de vez en cuando para atacar por la espalda a
las tropas alemanas. La SS inundó las cloacas con la
intención de que murieran ahogados, pero los combatientes
judíos lograron evitar el agua o desviarla. Otros se
apoderaron de un gran edificio utilizado por una empresa
de armamentos y lo defendieron hasta el final. El
Brigadeführer Jürgen Stroop ordenó a sus hombres
prender fuego al edificio. Cuando los judíos se arrojaban al
vacío desde los pisos superiores, los soldados de la SS se
reían llamándolos «paracaidistas» e intentaban matarlos a
balazos antes de que cayeran al suelo.
Después de la guerra, cuando estaba encarcelado,
parece que Stroop seguía entusiasmado con los combates
librados, que describió a su compañero de celda. «El
escándalo era monstruoso», dijo. «Casas ardiendo, humo,
llamas, chispas flotando en el aire, plumas de almohadas
revoloteando, el hedor de los cuerpos chamuscados, el
estruendo de los cañones, el estallido de las granadas, el
resplandor del fuego, los judíos saltando por las ventanas
de las casas en llamas con sus mujeres y sus hijos».
Reconocía, sin embargo, que el «valor combativo» de los
judíos lo había pillado totalmente por sorpresa, y también a
sus hombres.17
La férrea resistencia continuó durante casi todo un
mes hasta el 16 de mayo. En los combates murieron
millares de personas, y siete mil de los cincuenta y seis mil
sesenta y cinco prisioneros fueron ejecutados de
inmediato. Los demás fueron enviados a Treblinka para ser
gaseados o a los batallones de trabajos forzados para
matarlos de cansancio. El ghetto fue arrasado. Vasily
Grossman, que entró en Varsovia con el Ejército Rojo en
enero de 1945, describe la escena en los siguientes
términos: «Una marea de piedras y ladrillos aplastados, un
mar de ladrillos. No hay ni una sola pared intacta. La ira de
la bestia fue terrible».18
20
LA OCUPACIÓN
JAPONESA Y LA BATALLA
DE MIDWAY
(febrero-junio de 1942)

En un principio, los japoneses habían querido que la


ocupación de Hong Kong se desarrollara de manera
sosegada y con contención, pero enseguida comenzó a
caracterizarse por una gran violencia y descontrol.
Mientras que el sufrimiento de los europeos fue
relativamente poco, la población local fue víctima de
continuadas violaciones y asesinatos por parte de soldados
japoneses ebrios de alcohol, cuya actitud no hizo más que
poner claramente de manifiesto la hipocresía de aquel
eslogan suyo que proclamaba lo de «Asia para los
asiáticos». Los nipones mostraron algo de respeto por sus
colegas imperialistas, los británicos, pero ninguno por
otras etnias asiáticas, especialmente la china. Se cuenta que
un alto oficial ordenó la ejecución de los nueve soldados
acusados de haber violado a unas enfermeras británicas del
hospital de Happy Valley. Pero nada se hizo por reprimir
las crueles violaciones de las que eran víctima las mujeres
chinas.1
Prácticamente no se ponían restricciones al saqueo y
a los abusos que cometían tanto los soldados japoneses
como los miembros de las Tríadas y los partidarios del
gobierno títere de Nanjing de Wai Jingwei, que eran
utilizados como policía no regular. A cambio de sus
servicios, las autoridades militares permitían a las Tríadas
que montaran antros de juego. También campaban a sus
anchas otras bandas criminales de menor envergadura. Los
japoneses trataron de ganarse a la comunidad india,
fomentando el odio a los británicos y otorgando a sus
miembros privilegios, como, por ejemplo, mejores
raciones de alimentos. Reclutaron para la policía a
individuos de los clanes Sikh y Rajput, a los que incluso
armaron. Esta política de «divide y vencerás» para enfrentar
a indios con chinos siguió practicándose hasta finales de
1942, cuando se enfriaron las relaciones de Japón y la Liga
para la Independencia de la India en Singapur, y las
autoridades niponas desposeyeron de sus privilegios a los
indios, que, de la noche a la mañana, se encontraron
viviendo en unas condiciones mucho más precarias que
bajo los británicos. Sometidos al régimen brutal del
Kempeitai, esto es, la policía militar nipona, los chinos de
Hong Kong, miembros de Tríadas incluidos, no tardaron en
empezar a sentir nostalgia de la dominación británica.
El nuevo gobernador japonés intentó ganarse a los
euroasiáticos y a las familias más prominentes de
comerciantes chinos con la finalidad de reactivar la
economía del puerto. Al mismo tiempo, los altos oficiales
nipones, entusiasmados por el contenido de almacenes y
depósitos, desarrollaron un método más sistemático de
saqueo, en parte para su beneficio personal, pero también
para engordar el botín de guerra que había que enviar a
Tokio. Como en muchos otros lugares ocupados por
fuerzas japonesas, la situación comenzó a hacerse cada vez
más confusa debido a las rivalidades existentes entre la
marina y el ejército de tierra. Este último quería convertir
Hong Kong en una base desde la que continuar la guerra
contra los nacionalistas de Chiang Kai-shek, mientras que
la primera pretendía utilizar su puerto para expandirse hacia
el sur.
Shanghai, ocupada con rapidez por los japoneses el 8
de diciembre, se encontraba nominalmente bajo la
jurisdicción del gobierno títere de Nanjing, presidido por
Wang Jingwei. En la ciudad portuaria de los grandes
negocios, la corrupción escandalosa, la prostitución y las
salas de baile, la situación se deterioró drásticamente para
los europeos que quedaban, para la comunidad de rusos
blancos y, especialmente, para los pobres chinos. Una
epidemia de cólera acabó con miles de ellos, era difícil
encontrar alimentos y el mercado negro iba viento en popa.
Todo, y casi todo el mundo, estaba a la venta. Shanghai
era la capital del espionaje de Extremo Oriente. La Abwehr
y la Gestapo espiaban a los japoneses, que a su vez espiaban
a los alemanes. La desconfianza de los nipones hacia su
aliado había aumentado vertiginosamente después de que en
octubre de 1941 capturaran a un espía comunista alemán
llamado Richard Sorge. Pero las fuerzas de ocupación
japonesas padecían una enfermedad: sus grandes rivalidades
internas. No hay saña mayor que la de dos servicios
secretos que compiten entre sí.2

El 17 de febrero de 1942, en Singapur, el Kempeitai se


dedicó a detener a los miembros de la comunidad china del
estrecho. Debían recibir un duro castigo por haber prestado
ayuda a los nacionalistas de Chiang Kai-shek. El general
Yamashita decretó que tenían que entregar la cantidad de
cincuenta millones de dólares como «donativo para la
expiación del agravio».3 Cualquier varón entre los doce y
los cincuenta años podía ser ejecutado. Muchos hombres
fueron atados y conducidos a la playa de Changi, donde
murieron acribillados por las ametralladoras. El Kempeitai
reconocería haber ejecutado a más de seis mil individuos,
acusados de «antijaponeses», pero la cifra real fue muy
superior, sobre todo si tenemos en cuenta las ejecuciones
que se llevaron a cabo en el continente. Los que fueron
asesinados bajo esta acusación eran supuestamente
comunistas o antiguos servidores de los británicos. Los
japoneses tampoco tuvieron piedad de los que llevaban
tatuajes, pues daban por hecho que pertenecían a alguna
organización criminal.
Las provisiones de alambre de espino, que los
británicos habrían debido utilizar para la creación de sus
defensas, fueron empleadas para cercar el cuartel de
Changi en el que permanecían encerrados los prisioneros
de guerra aliados. Estos hombres fueron obligados a
formar en las calles en el curso de un desfile de la victoria
en honor del general Yamashita, al que ya se le llamaba «el
Tigre de Malaca». El hotel Raffles fue convertido en burdel
para entretenimiento de los altos oficiales. Las mujeres de
solaz que tenían que servir allí habían sido traídas a la
fuerza desde Corea o eran hermosas jóvenes chinas
capturadas en las calles de la ciudad.
Casi todos los civiles de origen europeo fueron
encerrados en la cárcel de Changi, los varones en una
sección y las mujeres en otra. Dos mil personas se vieron
obligadas a instalarse en un espacio concebido para
seiscientos individuos. El soborno era el único método que
tenían los prisioneros para conseguir más comida o
adquirir medicinas. El arroz blanco que recibían apenas
tenía valor nutricional, y no tardaron en aparecer
numerosos casos de beriberi entre los prisioneros de
guerra estadounidenses y australianos, cada vez más
demacrados. Entre sus guardias había coreanos y Sikhs
antibritánicos, que habían desertado durante el combate y
luego se habían presentado voluntarios para servir en el
bando japonés. El amargo recuerdo de la matanza de
Amritsar hacía que estos indios disfrutaran humillando y
vejando a sus antiguos señores. Algunos seguían la
costumbre japonesa de abofetearlos en la cara si no se
inclinaban a su paso, y unos cuantos llegaron incluso a
actuar en los pelotones de ejecución. En la ciudad de
Singapur, por otro lado, los saqueadores y los ladrones eran
decapitados, y sus cabezas exhibidas en estacas como en la
Edad Media. En Extremo Oriente, ser enterrado sin alguna
parte del cuerpo era considerado el peor destino posible de
cualquier individuo.
Muchos malayos se habían creído la propaganda
nipona que afirmaba que el ejército imperial iba a traerles
la liberación, y salieron a las calles a recibir a las tropas
invasoras, agitando banderitas con el sol naciente. No
tardaron en darse cuenta de su equivocación. Enseguida
llegaron oportunistas y estafadores de Japón, dispuestos a
emprender todo tipo de negocios de dudosa legalidad:
clubes nocturnos, tráfico de drogas, prostitución y casas de
juego.
En las Indias Orientales Neerlandesas, las autoridades
militares niponas se pusieron hechas una furia cuando
descubrieron que la mayoría de las instalaciones
petrolíferas habían sido destruidas antes de presentar la
rendición. Los holandeses y otros europeos se convirtieron
en las víctimas de sus terribles actos de represalia. En
Borneo y en Java, casi todos los varones blancos de la
población civil fueron fusilados o decapitados, y muchas de
sus esposas e hijas salvajemente violadas. Tanto las
holandesas como las javanesas fueron obligadas a prestar
sus servicios en las casas de solaz, en las que les asignaban
diariamente «un grupo de veinte reclutas por la mañana, dos
suboficiales por la tarde y los oficiales superiores por la
noche».4 Si alguna de estas muchachas forzadas a
prostituirse intentaba escapar o no cooperaba como se
esperaba, era brutalmente castigada, y se tomaban
represalias contra sus padres o su familia. En total, se
calcula que el ejército imperial japonés reclutó a unas cien
mil adolescentes y jóvenes para convertirlas en esclavas
sexuales. Un gran número de ellas eran muchachas de
origen coreano, que fueron enviadas a las guarniciones
militares japonesas del Pacífico y de la zona del mar de
China Meridional, pero también las malayas, las chinas de
Singapur, las filipinas y las javanesas, entre otras de
diversas nacionalidades, fueron capturadas por el
Kempeitai y se vieron condenadas a compartir tan trágico
destino. La política de utilizar a las mujeres de los países
conquistados para el disfrute de sus soldados recibió
claramente la aprobación de las más altas instancias del
gobierno japonés.
Un joven nacionalista indonesio llamado Achmed
Sukarno prestó sus servicios a las autoridades militares
japonesas como propagandista y asesor, con la esperanza
de que estas concedieran la independencia a la antigua
colonia holandesa. Al término de la guerra, en vez de ser
acusado de colaboracionista, se convirtió en el primer
presidente de Indonesia, a pesar de que decenas de miles de
compatriotas suyos habían padecido inanición. Se cree que
alrededor de cinco millones de personas murieron durante
la guerra en el sudeste asiático, víctimas de la ocupación
japonesa.5 Al menos un millón eran vietnamitas. Se obligó
a cultivar en los arrozales otros productos distintos
destinados a los japoneses, y se requisaba el arroz y el
grano para fabricar alcohol para combustible.
Los partidos políticos fueron prohibidos. Se impuso
la censura, acabando con la libertad de prensa. La
Kempeitai utilizaba sus técnicas de tortura, atroces y
crueles, para vengarse de cualquier acto subversivo e
incluso como represalia ante la más mínima sospecha de
actitud «antijaponesa». En un programa de «japonización»,
la lengua y el calendario nipones fueron impuestos en
varios lugares. Los países ocupados vieron cómo sus
cosechas y sus materias primas eran saqueadas, y se
alcanzó una tasa tan elevada de desempleo que, al poco
tiempo, la «Esfera de coprosperidad del este de Asia»
comenzó a recibir el nombre de «esfera de copobreza». La
divisa de la ocupación japonesa era considerada una
especie de broma de mal gusto en medio de aquella
inflación galopante.
Al principio, en Birmania, muchos nativos recibieron
con agrado a los japoneses, pues esperaban que con ellos
llegara la ansiada independencia. No obstante, las tribus del
norte del país, de etnia distinta, siguieron leales a los
británicos. Los japoneses reunieron un contingente de casi
treinta mil efectivos para servir en su Ejército Nacional
Birmano, pero trataban a esos hombres como inferiores.
Hasta los oficiales de raza birmana estaban obligados a
saludar al más ínfimo de los reclutas nipones. Los
japoneses también reclutaron unos siete mil indios entre
los capturados en Malaca y Singapur para el Ejército
Nacional Indio, que, supuestamente, iba a ser utilizado para
liberar su país del régimen colonial británico.
Los prisioneros de guerra británicos y australianos de
Singapur fueron trasladados al norte para trabajar en el
infame ferrocarril de Birmania, por muy enfermos, débiles
y demacrados que estuvieran. Padecían malaria, beriberi,
disentería, difteria, dengue y pelagra. No disponían de
medicinas ni de material médico alguno, y la septicemia
afectaba rápidamente todo su organismo por culpa de las
heridas que se producían cuando despejaban la jungla de
maleza. Tenían que inclinarse no solo ante los oficiales,
sino también ante cualquier soldado. Eran humillados
constantemente: recibían bofetadas en la cara, que a veces
los suboficiales o los oficiales cruzaban con el filo de su
espada. Los actos de insubordinación o de subversión se
castigaban con una de las torturas preferidas de los
nipones: tras obligar al prisionero a ingerir agua, hasta
llenarlo a reventar, los guardias lo sacaban al exterior, lo
tendían en el suelo con las extremidades extendidas y
entonces comenzaban a saltar encima de su estómago. El
prisionero que intentaba escapar y era capturado solía ser
decapitado en presencia del resto de sus compañeros.
Los guardias japoneses gritaban «¡Rápido, rápido!» a
sus exhaustas víctimas mientras las golpeaban para que no
dejaran de trabajar. Hambrientos, sedientos, con el cuerpo
lleno de picaduras de todo tipo de insectos, los prisioneros
de guerra realizaban sus labores prácticamente desnudos en
medio de un calor horrible. Por culpa de la deshidratación,
muchos perdían el sentido y caían al suelo. En total pereció
una tercera parte de los cuarenta y seis mil prisioneros de
guerra aliados, pero fueron mucho peores las condiciones
en las que se veían obligados a vivir los ciento cincuenta
mil nativos capturados como mano de obra esclava, de los
cuales la mitad perdió la vida.
En la Indochina francesa, las fuerzas de ocupación
apenas suavizaron sus métodos tras el primer pacto firmado
con el almirante Darlan en Vichy el 29 de julio de 1941.
Un segundo acuerdo para la defensa de Indochina fue
ratificado en diciembre por el gobernador general, el
almirante Jean Decoux, en virtud del cual el gobierno de
Vichy seguiría controlando las colonias hasta marzo de
1945. La principal diferencia era que, como Indochina
había sido separada definitivamente de Francia, la región
quedaba incluida en la esfera económica del imperio nipón.
Algunos grupos nacionalistas apoyaban a los japoneses, con
la esperanza de obtener la independencia de Francia, pero
el comandante nipón garantizó la continuidad del régimen
colonial francés. Roosevelt, por su parte, estaba
firmemente decidido a impedir que Indochina fuera
devuelta a Francia al término de la guerra.6

El 9 de abril de 1942, justo antes de presentar la rendición


de las fuerzas americanas y filipinas presentes en la
península de Bataán, el general de división Edward King Jr.
preguntó al coronel Nakayama Motoo si sus hombres iban
a recibir un trato digno. Nakayama respondió que ellos no
eran unos salvajes. Pero los oficiales japoneses no se
habían imaginado que iban a capturar un número tan elevado
de prisioneros en Bataán. Adoctrinados desde el mismo día
en que se habían unido al ejército en la creencia del código
Bushido de que un soldado nunca capitula, consideraban
que todos los enemigos que se rendían no eran
merecedores de respeto alguno. Sin embargo, en lo que
cabría calificar de flagrante paradoja, sentían mucho más
odio por los enemigos que se habían defendido con gran
ferocidad.
De los setenta y seis mil americanos y filipinos, al
menos seis mil estaban demasiado enfermos, o habían
sufrido heridas demasiado graves, para caminar. Sucios,
demacrados y exhaustos tras haber combatido durante tanto
tiempo sin poder ingerir alimentos suficientes, unos
setenta mil hombres fueron obligados a caminar más de
cien kilómetros hasta el Campo O'Donnell. La «marcha de
la muerte de Bataán» fue una de las contradicciones de las
grotescas garantías ofrecidas por Nakayama. Golpeados y
desprovistos de todas sus pertenencias, torturados con el
hambre y la sed, obligados a golpe de bayoneta a seguir
avanzando, los prisioneros fueron sometidos
deliberadamente, y a modo de represalia, a actos vejatorios
de gran crueldad. Durante aquellas jornadas de pesadilla
que se sucedieron, fueron pocos los guardias que les
permitían descansar o tumbarse a la sombra de algún árbol.
Más de siete mil soldados americanos y filipinos
procedentes de Bataán perecieron en aquellas condiciones.
Unos cuatrocientos oficiales y suboficiales filipinos de la
91.ª División murieron asesinados a golpe de espada
durante una matanza que se produjo en Batanga el 12 de
abril.7 Sesenta y tres mil salvaron el pescuezo y llegaron al
campo de prisioneros, donde cada día caerían cientos de
ellos. También dos mil supervivientes de Corregidor
perecieron de hambre o de enfermedad en los dos primeros
meses de su cautiverio.

Las sucesivas rendiciones de los aliados, así como las


humillaciones y los reveses que constantemente recibían,
suscitaban el desprecio de los nacionalistas chinos, que ya
llevaban resistiendo cuatro años a unas fuerzas japonesas
de mucha más envergadura. Los británicos se habían negado
a solicitar su ayuda para la defensa de Hong Kong, y
tampoco habían querido armar a los chinos y permitir que
opusieran resistencia, pues consideraban que todo ello
podría repercutir negativamente en sus reivindicaciones
sobre la colonia si al final se conseguía derrotar a los
japoneses. En cualquier caso, el gobierno de Chiang Kai-
shek en Chungking se oponía firmemente a una presencia
extranjera en los denominados «puertos del tratado». La
administración del presidente Roosevelt simpatizaba
muchísimo con aquella postura anticolonialista, y la
opinión pública norteamericana apoyaba la idea de que los
Estados Unidos no debían ayudar a británicos, franceses y
holandeses a recuperar sus posesiones de Extremo Oriente.
Se consideraba que en la guerra contra Japón el
fracaso de los británicos se debía a su actitud y su
mentalidad colonialista. Pero, por tentadora que pudiera
resultar esta explicación por aquel entonces, lo cierto es
que distaba mucho de la realidad, sobre todo en unos
momentos en los que el esfuerzo de guerra de Gran
Bretaña debía concentrarse principalmente a miles de
kilómetros al oeste. En la primera mitad de 1942, el
gobierno inglés estuvo a punto de ceder a las presiones de
Washington y de Chungking que exigían su renuncia a Hong
Kong, pero posteriormente, ese mismo año, Londres se
mostraría dispuesta a abordar este tema solo una vez
concluida la guerra. Los nacionalistas, convencidos de que
sus fuerzas ocuparían antes la ciudad, dejaron de presionar.
Chiang Kai-shek consideraba que, como Gran Bretaña
había dejado de ser una gran potencia en Extremo Oriente,
la China nacionalista estaba llamada a sustituirla. Roosevelt
contemplaba la idea con agrado, pero era consciente de que
Stalin no estaría dispuesto a aceptar que China se uniera a
los «Tres Grandes». 8 Y Chiang, tan realista como de
costumbre, sabía que, independientemente de lo que
pensara de los británicos, iba a necesitar el apoyo de
Churchill, lo que en parte explica su flexibilidad ante el
aplazamiento de las discusiones sobre Hong Kong. Por
otro lado, el hecho de que en el sur de China, junto al río
del Este, y en los Nuevos Territorios de Hong Kong, la
Dirección de Operaciones Especiales de Gran Bretaña
colaborara con las guerrillas comunistas chinas enfurecía a
los nacionalistas. Los comunistas ayudaban a los
prisioneros de guerra británicos que escapaban de la
colonia. Un grupo de fugitivos fue agasajado con un
banquete alrededor de una hoguera, en el que no faltó la
carne de ganso ni el vino de arroz, durante el cual un oficial
enseñó a los guerrilleros comunistas a cantar The British
Grenadiers y The Eton Boating Song.9
En la India, las relaciones entre los británicos y el
Partido del Congreso, que quería la independencia del país,
se habían deteriorado muchísimo. Lord Linlithgow, el
virrey, era un individuo arrogante e inepto, tanto desde el
punto de vista político como económico. En 1939, ni
siquiera se había dignado consultar a los líderes de ese
partido y obtener su apoyo para la guerra. La actitud de
Churchill, con sus ideas decimonónicas del imperio y el
Raj, no fue mucho mejor. Obligado contra su voluntad a
enviar una misión a la India presidida por sir Stafford
Cripps, el político al que más aborrecía, Churchill
detestaba la idea de conceder a la India el estatus de
«dominio» al término de la guerra. Gandhi haría famosa su
descripción de la propuesta cuando la calificó de «cheque
posdatado», y los líderes del Congreso la recibieron con
apatía. El 8 de agosto de 1942, a instancias de Gandhi, el
Congreso hizo un llamamiento oficial a los británicos, a
los que exigía «abandonar la India» de una vez por todas,
pero manteniendo sus tropas en el país para defenderlo de
los japoneses. A la mañana siguiente, las autoridades
británicas detuvieron a sus líderes, dando lugar a una serie
de manifestaciones de protesta y de tumultos, que se
saldaron con un millar de muertos y cien mil detenidos.
Aquellos disturbios no hicieron más que reafirmar a
Churchill en sus prejuicios: los indios eran ingratos y
traicioneros.
Cuando Birmania cayó en manos de los japoneses en
la primavera de 1942, las provisiones de arroz de la India
cayeron un 15 por ciento. Los precios se dispararon. En su
afán de lucro, comerciantes y mercaderes comenzaron a
almacenar grandes cantidades de alimento para que los
precios subieran aún más, dando lugar a una espiral
inflacionaria. Los pobres simplemente no podían pagar los
alimentos. El gobierno de Nueva Delhi no hizo nada para
controlar el pujante mercado negro. Se limitó a traspasar
esta responsabilidad a las administraciones regionales que
reaccionaron con un «malsano proteccionismo
provincial».10 Las que tenían excedentes, como, por
ejemplo, la de Madras, se negaban a venderlos a las que
sufrían una grave escasez de grano.
Bengala fue la que se llevó la peor parte en aquella
situación cada vez más calamitosa. Al menos, un millón y
medio de personas perecieron como consecuencia directa
de la hambruna, que comenzó a finales de 1942 y se
prolongó a lo largo de todo el año siguiente. Se calcula que
un número similar murió tras contraer alguna enfermedad
—cólera, malaria o viruela— porque su organismo se había
quedado sin defensas debido a la desnutrición. Churchill,
furioso con los indios, se negó a interferir en el plan de
envío de ayudas. Solo cuando el mariscal Wavell fue
nombrado virrey en septiembre de 1943, el gobierno de la
India empezó a tomar cartas en el asunto, encomendando a
las tropas la distribución de las reservas de alimentos. Con
estas medidas, Wavell no hizo sino granjearse aún más la
enemistad de Churchill. Este episodio es probablemente el
más vergonzoso y escandaloso de la historia del Raj
británico. Además, echó completamente por tierra aquella
tesis imperialista de que el dominio británico protegía de
los ricos a los pobres de la India.

El ataque japonés a Pearl Harbor habría podido ser mucho


peor para los americanos, pues fueron sus acorazados, y no
sus portaaviones, los que estaban en el puerto aquel
fatídico fin de semana. El almirante Yamamoto, el alto
oficial japonés más avezado, no se había jubilado después
del ataque precisamente por esa razón.
En Washington, la incertidumbre reinaba en las
oficinas de la sede de la Marina. Las ganas de responder
con contundencia a la agresión no eran pocas, pero la Flota
del Pacífico, tras los graves daños sufridos, debía actuar
con precaución. El almirante Ernest J. King, que acababa de
ser nombrado comandante en jefe de la Flota de los
Estados Unidos, era célebre por su irascibilidad. Estaba
muy enfadado porque los británicos habían persuadido al
general Marshall y a Roosevelt de la conveniencia de la
política de «primero Alemania», lo que implicaba que en el
teatro del Pacífico tuviera que adoptarse una postura
simplemente defensiva. Los oficiales británicos
consideraban que King era un anglófobo acérrimo, pero sus
colegas norteamericanos les garantizaban que el almirante
carecía de prejuicios. Simplemente detestaba a todo el
mundo.
En Washington, el estado mayor de la Marina decidió
que era demasiado peligroso enviar una flota de
portaaviones en ayuda de las islas Wake. Los comandantes
de esta fuerza naval recibieron con amargura la noticia,
pero es prácticamente seguro que se trataba de la mejor
decisión que podía adoptarse en aquellas circunstancias. A
finales de diciembre de 1941, el almirante Chester W.
Nimitz llegó a Pearl Harbor para asumir el mando de la
Flota del Pacífico. El desdichado almirante Kimmel seguía
en su puesto, a la espera de que le comunicaran cuál iba a
ser su destino. Sin embargo, sus colegas lo trataron con
gran comprensión. En las altas jerarquías de la Marina
estadounidense apenas había rivalidades y tampoco se
producían importantes enfrentamientos fruto del choque
entre individuos con un gran ego. La de Nimitz era una
buena elección. Natural de Texas, descendiente de una
familia noble alemana venida a menos, este almirante de
pelo canoso se expresaba con voz suave y decisión, y era
capaz de hacerse valer con gran autoridad. No es de
extrañar que inspirara una gran lealtad y mucha confianza,
unas virtudes particularmente útiles en un momento en el
que Washington aún no había desarrollado un proyecto
claro para afrontar la guerra en el Pacífico.
En Washington, sin embargo, sí se seguía insistiendo
en poner en marcha una incursión contra Tokio que sirviera
para levantar la moral americana. Debía ser dirigida por el
teniente coronel James Doolittle, del Cuerpo Aéreo del
ejército, con bombarderos medios B-25 que iban a
despegar por primera vez de un portaaviones. El 8 de abril
de 1942, a las órdenes del vicealmirante William F.
Halsey, zarparon los portaaviones Enterprise y Hornet.
Halsey se alegraba de tener la oportunidad de devolver el
golpe al enemigo, pero Nimitz tenía serias dudas de aquella
operación en la que iban a sacrificarse tantos bombarderos
en una acción con unas consecuencias probablemente muy
limitadas. También le preocupaba disponer de un número
de fuerzas suficientes con las que poder responder a la
siguiente ofensiva nipona, que se esperaba que fuera a
producirse en una zona próxima a las islas Salomón y
Nueva Guinea, esto es, en la región del sudeste del
Pacífico que estaba bajo el mando del general MacArthur.
El comandante Joseph Rochefort, jefe de los
servicios de criptoanalisis de Pearl Harbor, había ayudado a
descifrar el sistema de códigos naval de los japoneses en
1940. Oficial poco convencional, que solía calzar pantuflas
enfundado en un elegante batín de color rojo, Rochefort no
había sido capaz de advertir del ataque a Pearl Harbor
debido al estricto silencio de las radios de la flota
japonesa. Afortunadamente para la marina norteamericana,
sí había conseguido descodificar en aquellos días un
mensaje que revelaba que los japoneses planeaban
desembarcar en mayo en el extremo suroriental de Nueva
Guinea para capturar el aeródromo de Port Moresby. Esta
acción permitiría que sus fuerzas aéreas controlaran el mar
del Coral y pudieran atacar libremente los territorios del
norte de Australia.
En el Pacífico, con sus largas distancias, repostar en
medio del mar constituía un verdadero reto para los dos
bandos. Cada fuerza operacional de los Estados Unidos
compuesta de dos portaaviones y las naves de escolta debía
zarpar acompañada de al menos un buque cisterna, que se
convertía siempre en el primer objetivo de los submarinos
japoneses. Pero, a medida que fue avanzando la guerra, los
sumergibles de los Estados Unidos se convirtieron en el
método más rentable de destruir los cargueros y los buques
cisterna nipones. Este esfuerzo, en el que los submarinos
estadounidenses fueron responsables del hundimiento del
55 por ciento de las naves japonesas destruidas, tuvo unas
consecuencias devastadoras en el suministro de
combustible y pertrechos a fuerzas navales y terrestres.11
Halsey, tras lanzar el ataque contra Tokio, se convirtió
a su regreso en el candidato idóneo para dirigir aquella
primera contraofensiva importante. El 30 de abril de 1942
partió al frente de la Fuerza Operacional 16. Sin embargo,
como temía Nimitz, la Fuerza Operacional 17, comandada
por el vicealmirante Frank J. Fletcher, que ya estaba
actuando en el mar del Coral, sería la que tendría que
afrontar la mayoría de los combates antes de la llegada de
Halsey.
El 3 de mayo, una fuerza japonesa desembarcó en
Tulagi, en las islas Salomón. Los comandantes nipones
estaban absolutamente seguros de que lograrían derrotar a
cualquier fuerza naval americana que navegara por aguas del
mar del Coral, al sur de Nueva Guinea y las islas Salomón.
Fletcher, con el apoyo de buques de guerra australianos y
neozelandeses, puso rumbo hacia el noroeste en cuanto
supo que otra fuerza enemiga se dirigía a Port Moresby, en
Nueva Guinea. Al poco tiempo reinaba la confusión en
ambos bandos, pero los aviones del Lexington avistaron al
portaaviones japonés Shohu y lo hundieron. Por su parte,
los pilotos japoneses, pensando que habían dado con la
fuerza naval norteamericana, hundieron un destructor y un
buque cisterna.
El 8 de mayo, americanos y japoneses se enzarzaron
en un intenso combate desde sus respectivos portaaviones.
Los aviones del Yorktown causaron al Shokaku daños
suficientes para que no pudieran despegar más aparatos de
su cubierta, y los japoneses alcanzaron al Lexington y al
Yorktown. Incapaces de proteger su flota invasora, los
comandantes nipones decidieron retirarse de Port
Moresby, para gran consternación del almirante
Yamamoto. Pero el Lexington, que había parecido que iba a
poder mantenerse a flote, empezó a hundirse debido a las
explosiones provocadas por la pérdida de combustible.
La batalla del mar del Coral constituyó un éxito
parcial para los norteamericanos, pues evitó un desembarco
enemigo. Sin embargo, para los japoneses fue una prueba
más de su capacidad de infligir «duros reveses».12 En
cualquier caso, en el bando americano daría lugar a
importantes reflexiones acerca de los defectos técnicos de
sus aparatos aéreos y su armamento, la mayoría de los
cuales todavía no se habrían resuelto cuando tendría lugar
el siguiente enfrentamiento.
El almirante Yamamoto, perfectamente consciente de
la capacidad de los Estados Unidos de construir
portaaviones con mayor rapidez que Japón, esperaba tener
tiempo de dar un golpe definitivo antes de que su flota
perdiera la iniciativa. Un ataque a la base americana en las
islas Midway obligaría a los portaaviones estadounidenses
a enzarzarse en una batalla. Tras la llamada «incursión
Doolittle» contra Japón, las voces críticas que desde la
sede del estado mayor de la marina en Tokio se oponían a
su idea habían cambiado de repente de opinión. Los
mensajes interceptados y analizados por el comandante
Rochefort y sus colegas ponían de manifiesto que los
japoneses estaban dispuestos a dirigirse al oeste y al norte
para lanzar un gran ataque contra las islas Midway, lo cual
parecía indicar que pretendían establecer una base desde la
que atacar Pearl Harbor. En Washington, el estado mayor
de la marina rechazó esta idea, pero Nimitz ordenó que
todos los barcos disponibles se concentraran en Pearl
Harbor lo antes posible.
El 26 de mayo, cuando el grueso de la flota invasora
japonesa zarpó de Saipán, en las islas Marianas, ya no hubo
duda de cuál era su destino. Rochefort había preparado una
trampa: envió un mensaje sin codificar en el que se decía
claramente que Midway estaba quedándose sin agua. El 20
de mayo, un mensaje japonés se hacía eco de la noticia,
utilizando las letras «AF» para indicar «Midway». Como en
comunicaciones anteriores se había empleado este mismo
código para indicar el objetivo principal, para Nimitz ya no
había ninguna duda de cuál era el plan general de
Yamamoto. Esto impidió que cayera en la trampa que iban a
tenderle y pudiera aprovecharse de ella. Halsey, enfermo y
debilitado para asumir el mando, tuvo que ser ingresado en
un hospital, por lo que Nimitz decidió que fuera el
contraalmirante Raymond Spruance, un fanático del
mantenimiento físico, quien estuviera al frente de la Fuerza
Operacional 16.
El 28 de mayo, Spruance partió de Pearl Harbor con
los portaaviones Enterprise y Hornet y una escolta
formada por dos cruceros y seis destructores. Fletcher, que
iba a estar al frente de toda la operación, partió dos días
después con dos cruceros, seis destructores y el Yorktown ,
que había sido reparado con asombrosa rapidez. Los buques
de guerra estadounidenses zarparon justo a tiempo. Con la
intención de tenderles una emboscada, el enemigo formó
una línea de submarinos entre Hawai y las islas Midway
pocas horas después de que las dos fuerzas operacionales
cruzaran aquellas aguas.
Spruance y Fletcher se enfrentaban a unas fuerzas
formidables. La Armada Imperial de Japón tenía cuatro
flotas en el mar, con once acorazados, ocho portaaviones,
veintitrés cruceros, sesenta y cinco destructores y veinte
submarinos. Tres fuerzas operacionales se dirigían a las
islas Midway y una a las Aleutianas, situadas al sur del mar
de Bering, a unos tres mil doscientos kilómetros al norte.
Los japoneses creían que los americanos «desconocían
nuestros planes».13
El 3 de junio, los aviones del aeródromo de Midway
fueron los primeros en divisar barcos enemigos
aproximándose por el suroeste. Al día siguiente, los
japoneses lanzaron su primer ataque contra las islas. Los
bombarderos de las Fuerzas Aéreas del Ejército de los
Estados Unidos y los bombarderos en picado de la Marina
americana de la base de Midway respondieron a la agresión.
Sufrieron cuantiosas pérdidas y fallaron numerosos
objetivos, lo que no hizo sino aumentar la autosuficiencia
de los nipones. El almirante Nagumo Chuichi, comandante
de la fuerza operacional nipona, ignoraba todavía la
presencia en la zona de portaaviones norteamericanos.
Pero Yamamoto, tras recibir un comunicado de Tokio
informando del aumento del tráfico de mensajes en Pearl
Harbor, ya sospechaba que probablemente los buques
enemigos estuvieran navegando por aquellas aguas, pero no
quiso romper el silencio de las radios.
Para los jóvenes aviadores americanos que
sobrevolaban la aparente inmensidad azul del océano
Pacífico, la perspectiva de una gran batalla era tan
emocionante como aterradora. Muchos de ellos acababan
de salir de la academia de vuelo y carecían de la
experiencia de sus adversarios. Sin embargo, esos jóvenes
de tez bronceada, y rebosantes de entusiasmo, demostraban
un arrojo y una valentía sorprendentes. Bastante peligroso
resultaba ya para los pilotos caer derribados en alta mar,
pero ser recogidos por un barco japonés suponía casi con
toda seguridad morir decapitados.
El caza Zero japonés era superior al amazacotado
Grumman F4F Wildcat, que, sin embargo, podía soportar
graves daños si era alcanzado por el enemigo, pues disponía
de un fuerte blindaje y de depósitos de combustible
autosellantes. A no ser que fueran escoltados por cazas, los
aviones torpederos y los bombarderos en picado
americanos poco podían hacer ante el poderío del Zero
japonés. El obsoleto torpedero Douglas TBD Devastator
era lento y sus torpedos presentaban graves deficiencias, de
modo que atacar un barco de guerra nipón suponía
prácticamente una misión suicida para su piloto. El
bombardero en picado Douglas SBD Dauntless, por su
parte, era mucho más efectivo, especialmente en caída casi
vertical, como pronto quedaría demostrado.
Un hidroavión Catalina divisó la flota de portaaviones
japonesa e informó de su posición. Fletcher ordenó a
Spruance que se le uniera con su aviación para lanzar un
ataque. La fuerza operacional de Spruance se dirigió a su
encuentro a toda velocidad. Sus objetivos se hallaban al
límite del alcance de sus aviones torpederos, pero merecía
la pena correr aquel riesgo si se conseguía atrapar a los
portaaviones enemigos antes de que sus aparatos aéreos
pudieran despegar. Debido a una confusión, los aviones
torpederos Devastator fueron los primeros en llegar, pero
sin cobertura de los cazas. Fueron destruidos por los Zero
de los japoneses, que creyeron que habían obtenido una
victoria. Sin embargo, pronto descubrirían que se habían
adelantado a los acontecimientos.
«La tripulación del barco recibió con vítores a los
pilotos que regresaban, dándoles palmadas en el hombro y
diciéndoles palabras de ánimo», escribió el comandante de
aviación naval, Fuchida Mitsuo, a bordo del Akagi. Los
aviones fueron rearmados, y del hangar otros fueron
trasladados a la cubierta de vuelo, todo ello para preparar
un ataque contra los portaaviones americanos. El almirante
Nagumo decidió entonces esperar hasta que se hubiera
procedido al rearme de los aviones torpederos con bombas
para atacar objetivos terrestres con el fin de realizar una
nueva incursión contra las islas Midway. Algunos
historiadores sostienen que esta operación supuso una
pérdida de tiempo decisiva, y que, al final, no sirvió para
nada. Otros indican que era una práctica habitual no
emprender un ataque hasta que todos los aviones estuvieran
listos para actuar conjuntamente.14
«A las 10:20, el almirante Nagumo dio la orden de
despegar en cuanto todos estuvieran preparados», sigue
contando Fuchida. «En la cubierta de vuelo del Akagi,
todos los aviones estaban en posición, calentando motores.
El gran navío empezó a girar siguiendo la dirección del
viento. En menos de cinco minutos despegarían todos los
aviones... A las 10:24, desde el puente se dio la orden por
el tubo acústico de comenzar los despegues. El oficial hizo
la señal con una bandera blanca, y el primer caza Zero
empezó a coger velocidad y salió volando de la cubierta. En
aquel instante, un vigía gritó, «¡Bombarderos Hell-diver a la
vista!» Alcé la mirada y vi tres aviones negros enemigos
descendiendo en picado hacia nuestro barco. Algunas de
nuestras ametralladoras pudieron disparar varias ráfagas de
tiros contra ellos, pero ya era demasiado tarde. La
barriguda silueta de los bombarderos en picado Dauntless
americanos se hacía cada vez más grande, y de repente una
serie de objetos negros comenzaron a desprenderse
amenazadoramente de sus alas».
Los bombarderos en picado Dauntless del Enterprise
y del buque insignia de Fletcher, el Yorktown , habían
conseguido ocultarse en medio de las nubes a tres mil
metros de altitud, de modo que el efecto sorpresa fue
absoluto, y la cubierta de vuelo del Akagi se transformó en
el objetivo perfecto. Los aviones japoneses, llenos de
combustible y perfectamente armados, comenzaron a saltar
por los aires uno tras otro. Una bomba abrió un gran
agujero en la cubierta de vuelo, y otra estalló en el elevador
utilizado para subir los aparatos aéreos del hangar situado
debajo. Ni una ni otra habría bastado para hundir el barco,
pero la explosión de los aviones, con sus bombas y los
torpedos apilados cerca de ellos, convirtió el Akagi en un
casco en llamas. El retrato del emperador que había a bordo
del Akagi fue trasladado a toda prisa a un destructor.
Muy cerca, unas grandes nubes negras de humo
anunciaron que el Kaga también había sido herido de
muerte. Los bombarderos en picado americanos alcanzaron
a continuación el Soryu. Una fuga de combustible provocó
un verdadero infierno. Las municiones y las bombas
comenzaron a estallar. De repente, una gran explosión
arrojó al agua a los hombres que había en cubierta. «En
cuanto estallaron los incendios a bordo del barco», cuenta
el almirante Nagumo, «el capitán, Yanagimoto Ryusaku,
apareció en la torre de comunicaciones situada a babor del
puente. Desde allí, asumió el mando y rogó a sus hombres
que se pusieran a resguardo. No permitiría que ninguno de
ellos se acercara a él. Las llamas lo rodeaban, pero se negó
a abandonar su puesto. Mientras gritaba una y otra vez
"¡Banzai!" como un verdadero héroe, se lo llevó la
muerte».15
Poco después, el Yorktown fue atacado por los
bombarderos torpederos japoneses. Sus aparatos aéreos
fueron desviados a los portaaviones de Spruance, donde
pudieron sustituir a los que se habían perdido. Más tarde,
en otra incursión, los aviones del Enterprise alcanzaron el
Hyriu, que también se fue a pique. «A las 23:50»,
informaba el almirante Nagumo, «el capitán Kaki Torneo y
el contraalmirante Yamaguchi Tamon, comandante de
escuadrillas, comunicaron un mensaje a la tripulación. Sus
palabras fueron recibidas con demostraciones de
reverencia y respeto hacia la persona del emperador y con
gritos de "Banzai", y a continuación se procedió a arriar la
bandera de combate y la bandera del mando. A las 00:15,
todos los hombres recibieron la orden de abandonar el
barco, se retiró el retrato del emperador, y se organizó el
traslado de la tripulación a los destructores Kaiagumo y
Makigumo. El traslado del retrato y del personal concluyó
a las 01:30. Tras terminar las operaciones de traslado solo
quedaban a bordo de la nave el contraalmirante y el capitán.
Agitaron sus gorras, despidiéndose de sus hombres, y con
absoluta compostura unieron su destino al de su nave».16
Yamamoto, que aún no se había enterado de la trágica
situación de sus portaaviones, ordenó más ataques. No es
difícil imaginar cuál fue su reacción cuando le dieron la
noticia. Inmediatamente, dio instrucciones para que su
enorme flota de diez acorazados, incluido el Yamato , el
buque de guerra más grande, y dos cruceros de escolta,
junto con una gran escuadra de cruceros y destructores de
escolta, se dirigieran a la zona a toda velocidad. Spruance,
consciente del poderío de las fuerzas de Yamamoto,
cambió de ruta por la noche, poniendo rumbo a las Midway
para poder contar con la cobertura de los aviones
estacionados en el aeródromo de las islas. Al día siguiente,
sus bombarderos en picado consiguieron hundir un crucero
e infligir graves daños a otro. Pero el 6 de junio, mientras
estaba llevándose a cabo una operación de salvamento, el
Yorktown, maltrecho, fue alcanzado por los torpedos de un
submarino japonés, y se hundió a la mañana siguiente.
Con cuatro portaaviones y un crucero de los japoneses
hundidos, además de un acorazado gravemente dañado, por
no hablar de los doscientos cincuenta aviones destruidos, y
todo ello a cambio de perder solo un portaaviones, la
batalla de Midway constituyó para los americanos una
victoria decisiva que, sin lugar a dudas, marcó un punto de
inflexión en la guerra del Pacífico. Con ella se esfumó
cualquier esperanza que pudiera abrigar Yamamoto de
acabar con la Flota del Pacífico de los Estados Unidos.
Pero como Nimitz reconoció en su informe, «de no haber
dispuesto de la información relativa a los movimientos de
los japoneses, y de habernos cogido el enemigo con las
fuerzas operacionales de portaaviones dispersas,
posiblemente en lugares tan alejados como el mar del
Coral, la batalla de Midway habría acabado de manera muy
distinta».17
21
DERROTA EN EL
DESIERTO
(marzo-septiembre de 1942)

Tras la humillante retirada de Cirenaica en enero-febrero


de 1942, el mito de Rommel, que Goebbels se había
encargado de propagar con tanto fervor, comenzó a ser
difundido también por los británicos. La leyenda del
«Zorro del Desierto» fue un torpe intento, por parte de los
ingleses, de explicar sus propios fracasos. Hitler estaba
sorprendido y satisfecho de la veneración que suscitaba su
héroe. Confirmaba su idea de que los británicos, tras las
numerosas derrotas sufridas en Extremo Oriente, estaban a
punto de venirse abajo.
Sin embargo, el Führer estaba dispuesto a poner freno
a su general favorito para apaciguar a los italianos. La
posición de Mussolini se veía amenazada por una oposición
cada vez mayor del Comando Supremo, cuyos miembros
consideraban que el Duce parecía una marioneta de Hitler.
Y se habían sentido ofendidos por la arrogancia y las
exigencias perentorias de Rommel, por no hablar de sus
constantes quejas por no proporcionar y proteger los
convoyes de suministros necesarios. Además, Halder y el
OKH seguían oponiéndose firmemente a enviar refuerzos a
Rommel. En su opinión, solo podía ocuparse el canal de
Suez después de invadir el Cáucaso. La prioridad del frente
oriental continuaría siendo un poderoso argumento
mientras preparaban su gran ofensiva en el sur de Rusia.
Únicamente la Kriegsmarine, que quería acabar primero
con Gran Bretaña, apoyaba la postura de Rommel.
Por su parte, Malta atravesaba un momento muy
crítico. La Luftwaffe había bombardeado de nuevo los
aeródromos de la isla y su puerto principal, La Valeta. En
marzo habían sido hundidos los cinco barcos de un convoy,
y tanto las tropas como la población civil se enfrentaban al
hambre. Pero en mayo, el envió de una escuadrilla de
refuerzo, compuesta de sesenta Spitfire que habían
despegado del portaaviones americano Wasp, y la llegada
de un minador con provisiones salvaron a la isla. El
Generalfeldmarschall Albert Kesselring, comandante en
jefe del Mediterráneo, había planificado la invasión
aerotransportada de Malta, la llamada Operación Hércules,
pero se vería obligado a posponerla. No solo por las dudas
que tenía Hitler de su éxito, sino también porque se
necesitaba el X Cuerpo Aéreo en el este. Además, los
italianos exigían constantemente apoyo antes incluso de
entrar en acción.
Rommel volvió a hacer caso omiso de las órdenes
recibidas e, ignorando sus problemas de abastecimiento,
empezó a mover el Ejército Panzer África hacia la línea
Gazala. «La guerra aquí no tiene nada que ver con el horror,
con aquella indescriptible miseria de la campaña de Rusia»,
escribía en una carta en abril un suboficial. «No hay aldeas
ni pueblos destruidos o arrasados». El mismo día, en otra
carta dirigida a su madre contaba lo siguiente: «Los
ingleses de aquí se lo toman todo de una manera mucho
más deportiva... Hacia una victoria decisiva». Aunque los
hombres de Rommel también sufrían los enjambres de
moscas y el calor sofocante que resecaba el pan, esperaban
obtener tarde o temprano una victoria en «la gran ofensiva
contra Rusia; entonces los ingleses serán aplastados aquí
por los dos flancos».1 Soñaban con llegar a El Cairo.
De repente, el OKW comenzó a contemplar con
agrado la idea de Rommel: el sueño de conquistar Egipto y
el canal de Suez. Hitler empezaba a temer que el apoyo de
los norteamericanos llegara antes de lo que había
imaginado. Tampoco podía descartarse un ataque a través
del Canal de la Mancha. Si Rommel lograba aniquilar el
VIII Ejército, pensaba el Führer, la moral de los británicos
se hundiría. Además, los japoneses ya habían avisado de que
solo avanzarían hacia el oeste, al océano índico, si los
alemanes ocupaban el canal de Suez.
La primera fase de la invasión de Egipto por las
fuerzas de Rommel, la llamada Operación Teseo, consistía
en rebasar la línea defensiva de los británicos. Dicha línea,
formada por una sucesión de fortificaciones, se extendía
desde Gazala, en la costa, a unos ochenta kilómetros al
oeste de Tobruk, hasta Bir Hakeim, un puesto avanzado del
sur, situado en el desierto, defendido por la 1.ª Brigada de
la Francia Libre del general Marie-Pierre Koenig. Había
siete fortificaciones, cada una de ellas defendida por una
brigada de infantería, con artillería, alambradas y campos
de minas que se extendían entre las distintas
fortificaciones. En la retaguardia, Ritchie había desplegado
sus formaciones acorazadas, listas para lanzar una
contraofensiva. Rommel intentó entonces capturar Tobruk.
La conquista de este puerto era esencial para garantizar los
suministros de las tropas y ahorrarse los catorce días que
tardarían sus camiones Opel Blitz en llegar de Trípoli y
regresar a esta ciudad.
La Operación Teseo no habría debido coger por
sorpresa a los británicos, pues desde Bletchley habían sido
transmitidos al cuartel general de Oriente Medio los
mensajes enemigos interceptados y descodificados
pertinentemente por Ultra. Pero la cadena de mandos era
reacia a pasar información, excepto para decir que era
probable que en mayo se produjera un ataque, posiblemente
en forma de gancho, por el sur. El ataque en cuestión
comenzó el 26 de mayo con un movimiento de distracción,
a saber, el avance de divisiones de infantería italianas hacia
la mitad norte de la línea defensiva. En el sur, la División
Motorizada Trieste y la División Acorazada Ariete, junto
con las tres divisiones panzer alemanas, se adentraron en el
desierto. Una tormenta de arena ocultó sus diez mil
vehículos a los ojos de los británicos. Luego, durante la
noche, la principal fuerza de ataque de Rommel rebasó la
línea Gazala por el sur.
Rommel dirigió sus divisiones en un rápido
movimiento envolvente, aprovechando la luz de la luna
cuando dejó de soplar el jamasin, el viento del este. Antes
del amanecer, estaban en sus posiciones, listas para el
ataque. A unos treinta kilómetros al nordeste de Bir
Hakeim, la 15.ª División Panzer chocó con la 4.ª Brigada
Acorazada, infligiendo graves pérdidas al 3er Regimiento
Real de Tanques y al 8.° de Húsares. Poco después, ochenta
carros blindados británicos lanzaron una contraofensiva,
siendo su objetivo la 21.ª División Panzer. El VIII Ejército
contaba en aquellos momentos con ciento sesenta y siete
tanques Grant americanos. Estos carros de combate eran
unos vehículos pesados, increíblemente altos y con poca
maniobrabilidad cuando debían abrir fuego, pero sus
cañones de 75 mm eran mucho más efectivos que los de 40
mm, los deplorables «dos libras», de los Crusader.
Por otro lado, al sureste de Bir Hakeim, la 3.ª Brigada
Motorizada India fue atacada a las 06:30 del 27 de mayo.
Su comandante informó por radio que estaban
enfrentándose a «toda una división acorazada de los
malditos alemanes»,2 cuando, en realidad, se trataba de la
División Ariete italiana. Los soldados indios provocaron
graves daños en cincuenta y dos carros blindados
enemigos, pero, una vez destruidos todos sus cañones
antitanque, se vieron rápidamente superados.
La brigada de la Francia Libre de Koenig, en su
posición igualmente aislada en Bir Hakeim, sabía lo que les
esperaba después de haber oído durante toda la noche el
sonido de motores de tanque procedente del desierto. Por
la mañana, una patrulla confirmó que el enemigo se
encontraba detrás de ella, impidiendo el acceso a sus
depósitos de provisiones. La fuerza de Koenig, unos cuatro
mil hombres, incluía media brigada de la Legión Extranjera,
dos batallones de tropas coloniales e infantería de marina.
También contaba con su propia artillería de apoyo: un total
de cincuenta y cuatro cañones de campaña franceses de 75
mm y Bofors. Como en las demás fortificaciones, su
primera línea defensiva la formaban campos de minas y
alambradas.3
Los tanques de la División Ariete se lanzaron
entonces contra esta fortificación en un ataque masivo. Los
artilleros franceses inutilizaron treinta y dos de ellos. Solo
seis tanques italianos consiguieron abrirse paso por el
campo de minas y las alambradas, pero los legionarios
franceses los destruyeron cuando se pusieron a su alcance.
Algunos de ellos se subieron incluso a los carros blindados
italianos para disparar por las aberturas y las rendijas. El
ataque no estuvo apoyado por fuerzas de infantería, y los
franceses repelieron con gran coraje la oleada de asaltos,
provocando graves pérdidas al enemigo y capturando a
noventa y uno de sus hombres, entre ellos el comandante
de un regimiento. También se produjeron escaramuzas con
la 90.ª División Ligera alemana. «Por primera vez desde
junio de 1940», escribiría más tarde el general De Gaulle,
lleno de orgullo, «franceses y alemanes han reemprendido
el combate».4
En el nordeste, el resto de la 90.ª División Ligera
atacó a la 7.ª Brigada Motorizada, obligando a los
británicos a retirarse ante aquella superioridad numérica. A
continuación, sus unidades arrasaron el cuartel general de
la 7.ª División Acorazada, incautándose de varios depósitos
de provisiones. Aunque el avance de la 90.ª División Ligera
era veloz, el de las dos divisiones panzer de Rommel hacia
el norte, al aeródromo de El Adem —escenario de duros
combates un año antes—, se vio obstaculizado por una
serie de contraataques y por el fuego incesante de la
artillería.
El plan soñado por Rommel no había tenido el éxito
esperado. Sus fuerzas se encontraban en una posición
vulnerable, entre las fortificaciones de la línea Gazala y las
formaciones blindadas de los británicos situadas al oeste.
Además, Rommel había confiado en una rápida aniquilación
de los franceses de Bir Hakeim, que seguían resistiendo.
Estaba sumamente preocupado por el desarrollo de los
acontecimientos, y muchos de sus oficiales comenzaban a
pensar que la ofensiva había sido un fracaso. Para que nada
de todo aquello pudiera manchar la reputación del
Panzerarmee Afrika, su jefe de estado mayor llegó a
sugerir que se comunicara al OKW que la operación se
había puesto en marcha simplemente para medir las fuerzas
del enemigo. Pero, en realidad, no había nada que temer.
Una vez más, los británicos no supieron concentrar los
tanques suficientes para responder con eficacia a la
agresión.
Rommel quería avanzar rápidamente hacia el norte,
hasta alcanzar la carretera de la costa y destruir la línea
defensiva de los británicos en la zona con el fin de
restablecer cuanto antes una vía de suministros con Trípoli.
Pero a partir del 28 de mayo los combates comenzaron a
ser caóticos en los territorios situados en el centro de la
línea Gazala. Las divisiones de Rommel sufrían escasez de
combustible y de municiones, pero, como en otras
ocasiones, la lentitud de los comandantes británicos a la
hora de aprovechar una ventaja considerable repercutió en
beneficio del mariscal alemán. Ritchie quería lanzar un
gran ataque nocturno, pero los comandantes de su cuerpo y
de sus divisiones le dijeron que necesitaban más tiempo.
Creían que los alemanes estaban atrapados; no sabían que
las tropas del Eje habían conseguido abrirse paso a través
del campo de minas situado al oeste y que empezaban a
recibir pertrechos y provisiones. Sin embargo, este
corredor se encontraba bastante cerca de la fortificación
defendida por la 150.ª Brigada, cuyos batallones del
Regimiento de Yorkshire enseguida se convirtieron en un
grave problema para Rommel.
En la «Guarida del Lobo» de Prusia oriental, Hitler no
dirigía su atención hacia el norte de África. Tras visitar a
Rommel, su consejero de la Luftwaffe, Nicolaus von
Below, se encontró a su regreso con una «situación muy
desagradable».5 El 27 de mayo, Reinhard Heydrich había
sido atacado en Praga por unos jóvenes checos equipados
por la Dirección de Operaciones Especiales británica.
Heydrich seguía con vida, pero moriría antes de una semana
debido a una grave infección producida por las heridas. Y el
30 de mayo, por la noche, la RAF lanzó su primera
incursión aérea contra Colonia con un millar de
bombarderos. Hitler montó en cólera, y todas sus iras
estaban dirigidas especialmente hacia Göring.
A partir del 31 de mayo, durante los duros combates
en lo que los británicos denominaron «El Caldero»
(Cauldron) y los alemanes Kessel, Rommel lanzó sus
fuerzas contra la posición de la 150.ª Brigada. El ataque,
con tanques, artillería y aviones Stuka, fue de enormes
proporciones. La brigada luchó hasta el final con gran
coraje, ganándose la admiración de los alemanes. Pero con
su terca negativa a lanzar una gran contraofensiva desde el
oeste con todas sus fuerzas, los comandantes británicos
dieron uno de los peores ejemplos de liderazgo militar en
la guerra. Rommel ordenó a continuación que la 90.ª
División Ligera y la División Trieste se encargaran de
aniquilar a los franceses de Bir Hakeim, para poder
empezar a romper la línea Gazala desde el sur.
El 3 de junio, los hombres de Koenig repelieron el
ataque de aquella fuerza abrumadora. Los británicos
enviaron tropas de refuerzo, que, sin embargo, se
encontraron con la 21.ª División Panzer, viéndose
obligadas a emprender la retirada. No se hizo nada más para
ayudar a la guarnición francesa, en parte porque el
contraataque lanzado más al norte el 5 de junio fracasó por
culpa de la incompetencia y la falta de determinación de
los comandantes de las formaciones, reacios a poner en
peligro sus tanques por miedo a los cañones de 88 mm
alemanes. No obstante, llegaron algunos pertrechos y
provisiones. La RAF dio todo el apoyo que pudo,
colaborando en la repulsión de ataques y enfrentándose a
los Stuka y los Heinkel enemigos. Las tropas coloniales
francesas acababan inmediatamente con la vida de cualquier
piloto alemán que se lanzaba en paracaídas. Los hombres de
Koenig, que en medio del calor intenso y el polvo pasaban
hambre y sed, cavaron trincheras más profundas, pues
esperaban que se produjera un ataque mucho más
contundente. Sabían que, resistiendo, serían de gran ayuda
para el VIII Ejército en retirada.
Exasperado por la tenacidad de las fuerzas defensivas
francesas, Rommel decidió asumir personalmente el
mando de la operación. El 8 de junio, la artillería y los
aviones Stuka de los alemanes comenzaron a bombardear
de nuevo la posición. Uno de los proyectiles acabó con la
vida de diecisiete heridos que se encontraban en un puesto
de primeros auxilios. Los defensores no dejaron de
combatir con gran determinación. Un oficial pudo ver
cómo el único superviviente de un grupo de artilleros, un
legionario que acababa de perder una de sus manos por
culpa de una explosión, recargaba el cañón de 75 mm y
colocaba el proyectil sirviéndose de su muñón
ensangrentado. El 10 de junio las defensas francesas fueron
rebasadas. Los defensores de la posición de Bir Hakeim se
habían quedado sin municiones.
Aquella noche, la 7.ª División Acorazada británica, la
única formación que habría podido salvarlos, emprendió la
retirada. Koenig recibió la orden de replegarse. En la
oscuridad, condujo a la mayoría de sus hombres al otro
lado del perímetro de ataque alemán, pasando inadvertidos
al principio, y luego bajo el fuego intenso del enemigo.
Con él iba su valiente chófer y amante, la inglesa Susan
Travers, que más tarde sería nombrada suboficial de la
Legión Extranjera francesa. Rommel recibió de Hitler la
orden de ejecutar a todos los legionarios que fueran
capturados, así como a los franceses, que debían ser
tratados como insurgentes, a los alemanes antifascistas y a
los ciudadanos de cualquier nación ocupada por los nazis.
Sin embargo, hay que señalar a favor del mariscal alemán
que se aseguró de que todos los capturados fueran tratados
como cualquier prisionero de guerra.
Cuando el general De Gaulle recibió de sir Alan
Brooke, jefe del estado mayor imperial, la noticia de que
Koenig había conseguido escapar con casi todos sus
hombres y había alcanzado las líneas británicas, se sintió
invadido por unos sentimientos tan intensos que tuvo que
encerrarse solo en una habitación. «¡Oh, el corazón
palpitando de emoción, sollozos de orgullo, lágrimas de
alegría!», escribiría más tarde en sus memorias. Supo que
aquel momento marcaba «el comienzo del resurgir de
Francia».6
Más al norte, continuaba la batalla del Kessel, con las
brigadas británicas e indias resistiendo obstinadamente en
sus posiciones defensivas. Sin embargo, el VIII Ejército
seguía siendo incapaz de lanzar una contraofensiva efectiva.
El 11 de junio, justo después de la caída de Bir Hakeim,
Rommel ordenó a sus tres divisiones alemanas la
destrucción de las últimas posiciones de los británicos,
incluida la fortificación «Knightsbridge» defendida por la
201.ª Brigada de la Guardia y la 4.ª Brigada Acorazada. A
continuación, debían capturar la llamada Via Balbia. Ello
dio lugar a una retirada repentina de tropas el 14 de junio,
cuando los sudafricanos y la 50.ª División que se hallaban
cerca de la costa recibieron la orden de replegarse a la
frontera egipcia para no quedar aislados. Empezó así una
retirada general, caótica y precipitada.
Tobruk quedó indefensa, y la infantería italiana avanzó
para rodear la ciudad desde el este. Rommel envió sus
divisiones alemanas, pero la 21.ª Panzer sufrió en el
camino graves pérdidas debido a los ataques de los
Hurricane y los cazabombarderos P-40 Kittyhawk de la
RAF. La Fuerza Aérea del Desierto (DAF por sus siglas en
inglés) del vicemariscal del Aire Arthur Coningham
mejoraba día a día sus técnicas de ataque, y sin su apoyo el
VIII Ejército habría podido tener un trágico final.
Churchill envió un mensaje a Auchinleck ordenándole
que se defendiera Tobruk al precio que fuera. Pero la
ciudad no disponía de tropas y cañones suficientes, y
muchas de las minas colocadas para su defensa habían sido
utilizadas para reforzar la línea Gazala. El 17 de junio,
Rommel comenzó su ataque con un movimiento de
distracción contra un sector del perímetro defensivo,
mientras preparaba en secreto lanzarse sobre otro punto.
A diferencia de los australianos, que habían resistido
empecinadamente en Tobruk un año antes, la 2.ª División
Sudafricana, a las órdenes del general Hendrik Klopper,
carecía de experiencia. En cualquier caso, el almirante
Cunningham sabía perfectamente que no disponía de barcos
para abastecer Tobruk de pertrechos y provisiones durante
otro asedio. La guarnición de treinta y tres mil soldados
contaba también con otras dos brigadas de infantería y una
brigada acorazada, cuyos obsoletos tanques ponían de
manifiesto sus limitaciones.
El 20 de junio, al amanecer, Kesselring lanzó contra la
ciudad todas las escuadrillas de cazas Stuka y de
bombarderos disponibles en el Mediterráneo, apoyadas por
escuadrones de las fuerzas aéreas italianas, la Regia
Aeronáutica. A la acción se sumó la artillería terrestre, con
sus intensos bombardeos, mientras unos batallones de
zapadores alemanes abrían un camino a través de los
campos de minas. La 11.ª Brigada India quedó
conmocionada por aquel ataque sin precedente, y a las
08:30 horas los primeros carros de combate alemanes
abrían una brecha en el perímetro defensivo exterior. En
solo un día, mientras se elevaban hacia el cielo grandes
columnas de humo de la ciudad en llamas, los alemanes
avanzaron hasta alcanzar el puerto, dividiendo en dos la
línea defensiva de veinte kilómetros de longitud de la
fortaleza. Fue una victoria sumamente rápida que provocó
gran desconcierto entre los Aliados.
El general Klopper se rindió a la mañana siguiente,
antes de que pudieran destruirse las instalaciones
portuarias y muchos de los almacenes de provisiones.
Cuatro mil toneladas de combustible cayeron en manos de
Rommel, el mejor regalo que habría podido imaginar el
mariscal. Sus hambrientos soldados, con los uniformes
prácticamente hechos jirones, contemplaban eufóricos el
botín. «Tenemos chocolate, latas de leche, hortalizas en
conserva y cajas de galletas», escribía un Unteroffizier en
una carta dirigida a los suyos. «Tenemos muchísimos
vehículos y grandes cantidades de armamento de los
británicos. ¡Qué sensación da ponerse camisas y calcetines
ingleses!». Los soldados italianos no pudieron disfrutar de
todos aquellos dividendos. El mismo Unteroffizier
reconocía que «ellos lo tienen peor, con menos agua y
menos comida, una paga inferior y sin nuestro
equipamiento».7
Mussolini intentó que la captura de Tobruk fuera
considerada una victoria italiana, de modo que para aclarar
las cosas, Hitler ascendió a Rommel, a sus cuarenta y
nueve años, al rango de Generalfeldmarschall. Este
ascenso provocó celos y resentimiento entre los altos
oficiales de la Wehrmacht, hecho que sin duda llenó de
satisfacción al Führer. La victoria, que coincidía con el
primer aniversario de la Operación Barbarroja, llenó a
Hitler de júbilo, pues estaba convencido de que el Imperio
Británico ya había comenzado un proceso de
desintegración, como él mismo había afirmado. Y en una
semana se pondría en marcha la Operación Azul en el sur
de Rusia para conquistar el Cáucaso. El Tercer Reich, una
vez más, parecía invencible.

Aquel día de junio, Churchill se encontraba en la Casa


Blanca con Roosevelt cuando llegó un ayudante que le pasó
una hoja de papel al presidente. FDR leyó su contenido y a
continuación mostró el escrito al primer ministro.
Churchill no podía dar crédito a sus ojos, y una sensación
de náusea lo embargó. Inmediatamente, pidió al general
Ismay que hablara con Londres para averiguar si era verdad
que Tobruk había caído. A su regreso, Ismay le confirmó
que la noticia era cierta. La humillación, en un momento
como aquel, no habría podido ser mayor. Churchill
escribiría más tarde: «La derrota es una cosa, la desgracia
otra bien distinta».8
Roosevelt, en una demostración de sus instintos más
generosos, preguntó inmediatamente qué podía hacer para
ayudar. Churchill solicitó todos los nuevos tanques
Sherman de los que pudieran desprenderse los Estados
Unidos. Cuatro días después, los jefes de estado mayor
americanos acordaron el envío de trescientos Sherman y de
un centenar de cañones autopropulsados de 150 mm. Fue
un acto de verdadera magnanimidad, sobre todo si tenemos
en cuenta que esos carros de combate estaban destinados a
unas formaciones del ejército norteamericano que habían
esperado durante mucho tiempo poder cambiar sus
obsoletos vehículos blindados.
Profundamente deprimido y conmocionado, Churchill
tuvo que enfrentarse a su regreso a una moción de censura
en la Cámara de los Comunes. Culpó de casi todas las
desgracias a Auchinleck. Y no fue justo, pues el gran error
de Auk había sido nombrar a Ritchie. La evidente falta de
comandantes competentes y decididos entre las altas
jerarquías militares de Gran Bretaña tuvo claramente una
influencia terrible en la actuación del ejército del país.
Brooke atribuía este problema al hecho de que los mejores
oficiales jóvenes británicos habían perecido en el curso de
la Primera Guerra Mundial.
Otro hándicap igualmente grave era el desastroso y
caduco sistema de aprovisionamiento de armas. A
diferencia de la RAF, que había recurrido a los diseñadores
e ingenieros de mayor talento en una época en la que la
aviación experimentaba un gran florecimiento y levantaba
pasiones, el ejército se resignaba a aceptar armas ya
obsoletas que seguía produciendo en masa, en vez de volver
a las mesas de dibujo. Era una especie de círculo vicioso,
que había empezado con la pérdida de gran parte de su
equipamiento en Dunkerque y la necesidad de reemplazar
rápidamente el armamento, y al que no se había puesto fin.
Algunos de los nuevos cañones antitanque de seis
libras habían sido utilizados con eficacia en los combates
de Gazala, pero enviar tanques mal diseñados con cañones
de dos libras contra los Panzer IV, y especialmente contra
los cañones de 88 mm, era como enviar cazas biplanos
Gloster Gladiator contra los flamantes Messerschmitt 109
alemanes. No podemos más que admirar el coraje de las
tripulaciones que entraban en acción sabiendo
perfectamente que manejaban unos vehículos
prácticamente ineficaces, excepto cuando atacaban a la
infantería. Los británicos no fabricarían un tanque
verdaderamente potente en el combate, el Comet, hasta
poco antes de que finalizara la guerra.
El único consuelo que tenía Churchill tras su viaje a
los Estados Unidos era haber conseguido convencer a
Roosevelt de que accediera a invadir el norte de África
francés. El general Marshall y los demás jefes de estado
mayor americanos se habían opuesto tenazmente a
emprender la Operación «Gymnast», bautizada
posteriormente como Operación Torch. Los temores de
Marshall de que Churchill pudiera acceder a Roosevelt
cuando no estuvieran presentes los consejeros militares
del presidente estaban perfectamente justificados.
Sospechaba, con razón, que Gran Bretaña quería preservar
su posición en Oriente Medio. Pero lo que preocupaba a
Churchill era que si Inglaterra perdía Egipto, y los
alemanes conseguían que sus tropas invasoras en el
Cáucaso se unieran a las que avanzaban a las órdenes de
Rommel, no solo podía perderse el canal de Suez, sino
también los yacimientos petrolíferos de la región. Además,
semejante mapa de la situación podría impulsar a los
japoneses a extender sus operaciones al oeste del océano
índico.
Churchill tenía otra razón que coincidía con el
pensamiento de Roosevelt. Como que en aquellos
momentos era inviable comenzar una invasión en el norte
de Francia debido a la falta de superioridad aérea y a la
escasez de naves de transporte y de lanchas de desembarco,
no había otra región en la que los estadounidenses pudieran
desplegar a sus tropas para enfrentarse a los alemanes. Y el
primer ministro sabía que el almirante King, al igual que la
opinión pública americana, deseaba dejar de lado la
estrategia de «Alemania primero» para concentrarse en la
guerra en el Pacífico. Incluso Brooke tenía muchas dudas
en lo tocante a los desembarcos en el norte de África, pero
Churchill acabaría teniendo razón, aunque por motivos muy
distintos a los que había esgrimido. El ejército de los
Estados Unidos necesitaba adquirir experiencia de combate
antes de poder enfrentarse a la Wehrmacht en grandes
batallas en Europa continental. Y los aliados tenían que
conocer los peligros derivados de una operación anfibia
antes de intentar una invasión al otro lado del Canal de la
Mancha.

Kesselring insistía en conquistar primero Malta, pero


Rommel se mostraba inflexible. Debía contar con el apoyo
de la Luftwaffe para poder destruir el VIII Ejército antes de
que este tuviera la oportunidad de reorganizarse. Hitler
apoyaba a Rommel, aduciendo que la conquista de Egipto
convertiría Malta en una isla irrelevante. Pero los dos
ignoraron el hecho de que, mientras la Luftwaffe utilizaba
sus aviones para dar cobertura a las tropas de Rommel en
los combates de Gazala, Malta había sido reforzada. Una
vez más, corrían peligro las líneas de abastecimiento a lo
largo y ancho del Mediterráneo, y la captura de Tobruk, con
su puerto, no había resuelto el gran problema logístico de
la guerra del desierto como Rommel había esperado. En lo
que se denominaba el efecto «goma elástica» de esas
campañas, las líneas de abastecimiento sumamente
extendidas resultaban desastrosas, pues repercutían en
detrimento de los atacantes, impidiendo su avance.
Antes incluso de la caída de Tobruk, Rommel ya había
ordenado el avance por la carretera de la costa hacia Egipto
de la 90.ª División Ligera. Y el 23 de junio también fueron
enviadas las dos divisiones panzer contra el VIII Ejército.
Mientras tanto, Auchinleck destituyó a Ritchie y asumió
personalmente el mando. Sagazmente, anuló la orden de
detenerse en Mersa Matruh, mandando que todas las
formaciones se retiraran lo antes posible a El Alamein, una
pequeña localidad, con estación ferroviaria, situada cerca
de la costa. Entre El Alamein y la Depresión de Qattara al
sur, con sus marismas y sus arenas movedizas, pretendía
establecer su línea defensiva, pues sabía con certeza que
Rommel no lo tendría tan fácil como en Gazala para
rebasarla.
La moral del VIII Ejército no podía ser peor. A pesar
de la decisión de Auchinleck de retirarse a El Alamein, la
orden anterior de Ritchie había dejado a los hombres de la
10.ª División India defendiendo Mersa Matruh. La
formación se vio sorprendida por el veloz avance de las
unidades enemigas, que rodearon la ciudad, dejando cortada
la carretera de la costa. Parte del X Cuerpo logró abrirse
paso, pero a costa de perder más de siete mil de sus
hombres, que cayeron prisioneros. Más al sur, la División
de Nueva Zelanda consiguió cruzar las líneas de la 21.ª
División Panzer llevando a cabo un cruel ataque nocturno
en el que se mató a heridos, personal sanitario y
combatientes indistintamente, acción que los alemanes
calificaron de verdadero crimen de guerra.
Rommel seguía estando convencido de que tenía
atrapado al VIII Ejército, y podía emprender el avance hacia
Oriente Medio. Mussolini estaba tan seguro del éxito de la
operación, que se dirigió a la ciudad portuaria de Derna,
llevando consigo un espléndido caballo gris que estaba
dispuesto a montar durante el desfile de la victoria en la
capital egipcia. En El Cairo reinaba el caos y la confusión
en todas las oficinas del cuartel general de Oriente Medio
y en todos los despachos de la embajada británica, para
diversión o para consternación de la inmensa mayoría de
los egipcios. A las puertas de los bancos comenzaron a
formarse largas colas. El 1 de julio, de los jardines de los
edificios oficiales empezaron a elevarse hacia el cielo
columnas de humo. Unas nubes densas que salían de las
hogueras en las que se quemaban los documentos, y que
provocaron una nevada de papeles secretos medio
chamuscados por toda la ciudad. Los vendedores callejeros
los recogían para hacer cucuruchos para sus cacahuetes, y
aquel día pasó a llamarse «miércoles de ceniza». Los
miembros de la comunidad europea empezaron a abandonar
la ciudad en sus automóviles, con los colchones atados en
lo alto del vehículo, dando lugar a escenas que recordaban
lo ocurrido en París dos años atrás.
La «espantada», como la llamaron, había comenzado
en Alejandría, cuando el vicealmirante sir Henry Harwood,
que acababa de sustituir a Cunningham, ordenó el traslado
de la flota británica a otros puertos del Levante. Corrieron
rumores de que los alemanes llegarían en menos de
veinticuatro horas y que en cualquier momento podía
producirse una invasión por tropas aerotransportadas. Los
dueños de las tiendas egipcias enseguida prepararon
retratos de Hitler y de Mussolini para colgarlos en sus
establecimientos. Otros fueron aún más allá. Los oficiales
nacionalistas, que creían que la llegada de los alemanes
supondría su independencia de los británicos, comenzaron
a prepararse para una sublevación. Uno de dichos oficiales
llamado Anwar Sadat, más tarde presidente del país,
compró todas las botellas vacías que pudo encontrar —unas
diez mil— para preparar cócteles Molotov.
Para los miembros de la comunidad judía, la
perspectiva era aterradora, y aunque las autoridades
británicas les dieron prioridad en los trenes que iban a
Palestina, la administración palestina les negó los visados.
El miedo de los judíos no era en absoluto injustificado. En
Atenas, un Einsatzkommando de la SS estaba a la espera de
comenzar su misión en Egipto, y más tarde en Palestina si
seguía la racha de victorias de Rommel.9
Las deserciones en el ejército británico del Nilo,
como lo llamaba Churchill, aumentaron espectacularmente,
reduciendo el número de efectivos presentes en la ciudad y
en la zona del Delta a unos veinticinco mil. Los oficiales
británicos sentían esa necesidad, propia de los momentos
difíciles, de bromear ante el inminente desastre. Como
siempre se habían quejado por la lentitud del servicio en el
hotel Shepheard, decían ocurrencias como: «Espera a que
Rommel llegue al Shepheard. Eso sí que lo detendrá».
Incluso corrió el rumor de que Rommel ya había llamado a
ese establecimiento para reservar una habitación. Ni que
decir tiene que la radio alemana se dedicó, por su parte, a
difundir un mensaje destinado a las mujeres de Alejandría:
«¡Sacad vuestros vestidos de fiesta! ¡Estamos de camino!»
Pero el triunfalismo de las fuerzas del Eje era prematuro.
Aunque los alemanes habían interceptado mensajes
británicos relativos a tácticas, Auchinleck conocía
perfectamente los planes de Rommel gracias a la
información proporcionada por Ultra. A primera hora del i
de julio, el Afrika Korps, junto con las dos divisiones
panzer, comenzó un ataque de distracción al sur de la línea
Alamein. El verdadero objetivo de Rommel estaba más al
norte, pero en su impaciencia por dar alcance al VIII
Ejército, el mariscal alemán había decidido prescindir de
cualquier misión de reconocimiento. Fue un gran error, al
que además se sumó una tormenta de arena. La 90.ª
División Ligera intentó un ataque contra la fortificación de
El Alamein, pero se vio sorprendida por el fuego incesante
de la artillería. Poco después, la 21.ª División Panzer
avanzó hacia una de las fortificaciones centrales, defendida
por la 18.ª Brigada India. Logró hacerse con ella, pero tras
perder una tercera parte de sus tanques, muchos de ellos
por la acción de los cazabombarderos de la RAF.
La Fuerza Aérea del Desierto de Coningham siguió
realizando constantemente ataques. Sus pilotos
mantuvieron un ritmo de salidas incluso mayor que durante
la batalla de Inglaterra. Con tripulaciones de diversas
procedencias, esta fuerza aérea contaba también con los
hombres del Groupe de Chasse Alsace de la Francia Libre,
armados con una combinación de aviones.10 Coningham
necesitaba desesperadamente aparatos Spitfire para
enfrentarse a los cazas Messerschmitt del enemigo, pero el
Ministerio del Aire en Londres era reacio a desprenderse
de ellos porque los consideraba imprescindibles para la
defensa del territorio nacional. La Fuerza Aérea del
Desierto tenía en aquellos momentos la ayuda de un grupo
de bombarderos pesados americanos B-24 Liberator, que
se dedicaba a atacar buques del Eje y los puertos de
Bengasi, Tobruk y Mersa Matruh. La Fuerza Aérea de
Oriente Medio del ejército de los Estados Unidos
comenzaba a concentrarse, a las órdenes del general de
división Lewis H. Brereton, formando grupos de cazas y de
bombardeo. Por primera vez, fuerzas americanas y
británicas empezaban a actuar codo con codo.
Los alemanes empezaron a ver cómo iban
ennegreciéndose sus expectativas de obtener una victoria
fácil. Auchinleck contraatacaba con grupos de gran
movilidad y concentraba su artillería con óptimos
resultados. Y la División de Nueva Zelanda había vuelto a
superarse, tras aprovechar una magnífica oportunidad para
lanzar un ataque sorpresa contra la División Ariete,
obligándola a emprender una retirada desordenada. La
noche del 3 de julio Rommel ordenó que la Panzerarmee
Afrika se preparara para una operación defensiva. La
formación tenía menos de cincuenta tanques en
condiciones para el combate. Apenas le quedaban
municiones y combustible, y sus hombres estaban
exhaustos. Simplemente no podía afrontar una batalla de
constantes y duros bombardeos.
Las rocas, los pedregales y la arena de la línea
Alamein también constituían un terreno inhóspito para los
hombres del VIII Ejército, martirizados por las nubes de
moscas agresivas que los rodeaban y por las tormentas de
arena desatadas por fuertes vientos, así como por el
enervante calor del desierto. Los tanques se convertían
literalmente en verdaderos hornos bajo aquel sol abrasador.
Por la noche, los soldados se envolvían el cuerpo con una
tela aislante para protegerse de los escorpiones. Padecían
disentería, propagada por las moscas, y fagedenas
tropicales, que también atraían a esos voraces insectos. Y
cuando intentaban ingerir el picadillo de carne enlatada o
las galletas que molían para preparar unas gachas con la
consistencia del yeso, era difícil que no tragaran unas
cuantas pocas en el proceso. Su único consuelo era tomar
un té, aunque el agua utilizada para prepararlo tuviera un
sabor realmente vomitivo. No es de sorprender que los
soldados solieran recordar las comidas y las comodidades
de su casa. Un fusilero comentaría con sus camaradas que
«en cuanto llegara a casa, iba a pasar el tiempo tomando
helados de chocolate, sentado en la taza del váter, y
disfrutando del lujo de tirar de una cadena».11
El VIII Ejército también estaba demasiado exhausto
para aprovechar la oportunidad de contraatacar. Prefería
concentrarse en reforzar su posición a lo largo de la línea
defensiva, con una brigada australiana que, con sus
efectivos más frescos, había sido enviada a la cresta
Ruweisat, en el norte de la línea. Rommel volvió a atacar el
10 de julio. Pero al norte, la 9.ª División Australiana, con
el apoyo de una brigada acorazada, se lanzó contra los
italianos cerca de El Alamein, obligándolos a huir en
estampida. Esta acción tuvo su recompensa: la captura de la
unidad de intercepción de señales del mismísimo Rommel,
un revés que dejaría al mariscal completamente
desinformado de los movimientos enemigos en un
momento en el que los alemanes ya no podían descifrar el
sistema de codificación americano. El agregado militar de
los Estados Unidos, Bonner Fellers, que, sin saberlo, se
había convertido en la principal fuente de información
secreta para los alemanes, había dejado su cargo a finales
de junio.
Durante buena parte de julio, los dos bandos lanzaron
ataques y contraataques, en lo que podría definirse como
una versión militar del juego de piedra, papel o tijeras.
Rommel estaba furibundo por la actuación de la mayoría de
las formaciones italianas, lo que daba lugar a duras
discusiones entre los aliados del Eje. Se vio obligado
incluso a dividir algunas de sus unidades para introducir
«ballenas de corsé» en algunas divisiones italianas con el
fin de darles mayor solidez y rigidez en la batalla. Y sus
airadas protestas por la falta de suministros resultaron, una
vez más, inútiles, pues la RAF y la Marina Real británica
volvían a infligir importantes pérdidas en los convoyes y
las instalaciones portuarias de las fuerzas del Eje. Su
esperanza de que la captura de Tobruk y Mersa Matruh
pusiera definitivamente fin a sus problemas se esfumaría
cruel y repentinamente. La noche del 26 de julio, una
unidad del Servicio Especial Aéreo (SAS por sus siglas en
inglés), desplazándose en sus jeeps, atacó un aeródromo
próximo a Fuka, destruyendo treinta y siete aviones, la
mayoría de ellos Junker 52 de transporte. Este acto
elevaría a ochenta y seis el número de aviones destruidos
por dicha formación a lo largo de ese mes.
Hay que saber valorar los logros de Auchinleck. Este
comandante británico consiguió, como mínimo, salvar del
desastre a un VIII Ejército sumamente debilitado y
exhausto, y estabilizó la línea defensiva sin dejar de infligir
graves pérdidas a las fuerzas enemigas. Churchill
contemplaba las cosas bajo un prisma muy distinto. Solo
veía las oportunidades perdidas, negándose a reconocer el
agotamiento de las tropas y la escandalosa inferioridad de
los vehículos blindados británicos.

El primer ministro, acompañado del general sir Alan


Brooke, llegó a El Cairo el 3 de agosto, haciendo un alto en
su viaje a Moscú para informar a Stalin de que se aplazaba
lo del segundo frente. Los británicos pensaban que habían
conseguido eludir dar una respuesta a los americanos en lo
concerniente a la puesta en marcha de la Operación
Almádena, un ataque a través del Canal de la Mancha para
invadir la península de Cotentin, al que los aliados se habían
comprometido con Molotov sin calcular realmente los
peligros. Pero en la segunda semana de julio, hubo señales
de rebelión entre los jefes de estado mayor americanos y
el secretario de guerra, Henry L. Stimson. Convencidos de
que los británicos se oponían en secreto a cualquier
invasión del norte de Francia, abogaron por abandonar la
política de «Alemania primero» para concentrarse en la
guerra del Pacífico.
El 14 de julio, Roosevelt, invocando su cargo de
comandante en jefe, se adelantó a ellos y los sorprendió.
Enviar tropas para ocupar islas desconocidas del Pacífico
era precisamente lo que los alemanes esperaban que
hicieran, escribió a Marshall, y «no tendrá efecto alguno en
la situación mundial ni este año ni el siguiente».12 Y,
además, era evidente que no ayudaría a Rusia ni a Oriente
Medio. Hoy todavía seguimos sin saber si todo esto fue una
invención por parte de Marshall para forzar a los británicos
a comprometerse con el plan de emprender una invasión al
otro lado del Canal de la Mancha. Pero lo cierto es que
Marshall y el almirante King volvieron a la carga aquel
mismo mes, unos días más tarde, cuando visitaron a
Churchill en Chequers e intentaron hablar de nuevo de
Almádena. Los británicos siguieron mostrándose
inflexibles: semejante operación resultaría un verdadero
desastre y no serviría para ayudar al Ejército Rojo.
En privado, Harry Hopkins, que se encontraba también
en Londres, apoyaba a los británicos, pues sabía
perfectamente que Roosevelt quería ver tropas americanas
en acción en el norte de África. Marshall, viéndose al final
obligado a adoptar la mejor decisión posible en lo que
consideraba una equivocación, envió a Londres a uno de sus
mejores jefes de estado mayor, el general de división
Dwight D. Eisenhower, para comenzar a planificar los
desembarcos en el norte de África, con la idea de asumir
todo el mando.
Antes de reanudar su viaje a la Unión Soviética,
Churchill quería resolver de una vez por todas los
problemas estructurales de mando en Oriente Medio.
Auchinleck le dijo que no era conveniente lanzar otro
ataque antes de mediados de septiembre, por lo que el
primer ministro decidió sustituirlo por el general sir
Harold Alexander. También eligió al teniente general
«Strafer» Gott, comandante en jefe del XIII Cuerpo, para
asumir el mando del VIII Ejército. Aunque había sido uno
de los mejores comandantes del desierto, Gott estaba
agotado y desmoralizado por aquel entonces. Brooke
prefería para ese puesto al teniente general Bernard
Montgomery, pero Churchill se mostraba inflexible. La
situación se resolvió con la muerte de Gott, cuando su
avión fue derribado por un caza Messerschmitt. Y
Montgomery acabó asumiendo el mando.
Montgomery se jactaba de ser distinto del alto oficial
típico del ejército británico. Y este enjuto y fuerte general
de baja estatura y de nariz aguileña difícilmente habría
podido contrastar más con el modesto, aristocrático e
impecable Alexander. Monty también se vestía de manera
característica, pues prefería los pullovers sin forma y los
pantalones de pana, a los que más tarde añadió una boina
negra del Regimiento Real de Tanques que se convertiría
en su signo distintivo. No obstante, era un militar
conservador que creía en la elaboración minuciosa de
informes por parte del estado mayor y en el despliegue de
divisiones, no en los grupos de combate informales que
habían ido desarrollándose en la campaña del desierto. A
pesar de tener una voz bastante aguda y pronunciar mal la
«erre», no sentía el menor empacho en actuar siempre de
cara a la galería, ya fuera en sus alocuciones a los soldados
o en sus declaraciones a los periodistas. No bebía alcohol
ni fumaba, era egocéntrico, ambicioso e implacable, y su
autosuficiencia rayaba a veces en la vanidad. Pero esa fe en
sí mismo, que era capaz de aplicar en todo lo que se
proponía, era fundamental para su misión: convertir el
maltrecho VIII Ejército en una formación segura de su
victoria. Los comandantes debían «tener la sartén por el
mango», y había que acabar con los «dolores de tripa» y
con los cuestionamientos de las órdenes.
La situación que Montgomery heredó en agosto de
1942 no era ni mucho menos tan catastrófica como la
pintaría él mismo más tarde. Las divisiones alemanas e
italianas a las órdenes de Rommel habían sufrido
muchísimo durante los combates del mes de julio. Pero no
es de extrañar que Montgomery quedara estupefacto al
comprobar la actitud derrotista de muchos altos oficiales
del estado mayor, aunque se equivocó deduciendo que
Auchinleck compartía la opinión de esos militares. El fallo
de Auchinleck fue no saber darse cuenta de ese estado de
ánimo que reinaba entre los «puercos con gabardina»,
como llamaban los oficiales del frente a los que residían en
el cuartel general de Oriente Medio de la ciudad de El
Cairo. Montgomery anunció a los hombres del VIII
Ejército que había ordenado quemar todos los planes
previstos para la retirada. Y con una dosis considerable de
efectismo teatral, consiguió levantarles la moral e
insuflarles mayor confianza en sí mismos, visitándolos con
frecuencia y poniendo en marcha programas de
entrenamiento. Aquella impresión de que estaba
produciéndose un cambio espectacular funcionó a las mil
maravillas, aunque Montgomery se atribuyera una serie de
innovaciones que, en realidad, habían comenzado bajo el
mandato de Auchinleck.
Montgomery no tenía la más mínima intención de
lanzar una ofensiva prematura, por mucho que esa misma
precaución hubiera sido la razón principal de la destitución
de Auchinleck. Pero fue mucho más inteligente que su
antecesor en la manera de enfrentarse al primer ministro.
De hecho, su plan preveía lanzar el ataque en una fecha
posterior a la prevista por Auchinleck a mediados de
septiembre. Estaba firmemente decidido a reorganizar su
ejército hasta que alcanzara un poderío tan abrumador que
la victoria estuviera prácticamente garantizada. En este
sentido, es indudable que su actuación fue la correcta, pues
Gran Bretaña no podía asumir un nuevo y estrepitoso
fracaso.
Rommel había recibido los refuerzos de la 164.ª
División y de una brigada de paracaidistas, pero era
consciente de que en aquellos momentos su posición era
peor que precaria. Sus hombres estaban demasiado débiles
para seguir soportando una batalla de desgaste contra las
fuerzas aliadas de la línea Alamein. Así pues, prefería
retirarse para obligar a los británicos a salir de sus
posiciones, y forzarlos a enzarzarse en una batalla de
movimientos en la que sus tropas acorazadas jugarían con
ventaja. Seguía teniendo escasez de vehículos motorizados
y de combustible, pues la RAF y la Marina Real hundían,
uno tras otro, los buques que transportaban los pertrechos y
suministros. Víctima del estrés y de la frustración,
criticaba con rabia, y utilizando términos duros y
contundentes, la actuación de las tropas italianas, aunque
algunas de estas formaciones, especialmente la División
Folgore, combatieran con arrojo.
En la segunda quincena de agosto, los papeles se
invirtieron cuando Mussolini y Kesselring comenzaron a
apremiar a Rommel para que lanzara su ofensiva lo antes
posible, mientras este último se mostraba reacio y
pesimista. El 30 de agosto, percibiendo que estaba
condenado tanto si lo hacía como si no, Rommel decidió
dar un gancho de derecha contra el sector sur de la línea
defensiva del VIII Ejército, para, con un movimiento
envolvente, atacar por la cordillera de Alam Halfa. Sabía
que el principal peligro que corría era quedarse sin
combustible, pero Kesselring le había asegurado que las
cisternas ya se encontraban en el puerto, y que
inmediatamente se procedería al envío de los suministros.
Montgomery, que conocía los planes de Rommel
gracias a los mensajes interceptados y descifrados por
Ultra, dispuso que sus formaciones acorazadas se
prepararan para repeler el ataque, más o menos en la misma
posición que había calculado Auchinleck. Rommel disponía
de poquísima información de las misiones de
reconocimiento y de los servicios de inteligencia. Su
estado mayor había subestimado la extensión de los
campos de minas que había que atravesar en el sur, y
tampoco supo valorar las consecuencias de las acciones de
la Fuerza Aérea del Desierto en la batalla que estaba por
venir. Cuando sus dos divisiones panzer se vieron obligadas
a cruzar por los campos de minas, los escuadrones de
bombarderos y cazabombarderos de Coningham empezaron
a atacarlas implacablemente por la noche con la ayuda de
bengalas. Los carros de combate alemanes, formando
largas y apretadas filas a lo largo de estrechos corredores,
se convirtieron en objetivos relativamente fáciles de
alcanzar. El Afrika Korps y la División Acorazada Littorio
no consiguieron pasar hasta la mañana siguiente, siendo
entonces cuando pudo acelerarse el avance hacia el norte,
en dirección a la cordillera de Alam Halfa. Se animó a
Rommel a seguir adelante, y Kesselring envió sus aviones
Stuka a atacar las posiciones defensivas que aguardaban la
llegada de los alemanes. Pero estos aparatos, lentos y
vulnerables, fueron arrollados por las escuadrillas de la
Fuerza Aérea del Desierto.
La cordillera estaba bien defendida, lo que obligó a
detenerse a las divisiones panzer. Rommel esperaba que el
i de septiembre se produjera un contraataque masivo, pero
Montgomery, que no quería poner en peligro a sus
formaciones acorazadas en nuevas cargas de caballería,
ordenó que casi todas permanecieran en sus posiciones,
ocultas, pero sin perder de vista lo que ocurría a su
alrededor. Solo se lanzó una contraofensiva. Fue entonces
cuando Rommel recibió la peor noticia posible. Las
cisternas que esperaba, y con las que contaba, habían sido
atacadas con unas consecuencias desastrosas. Una vez más,
las interceptaciones de Ultra habían permitido a los
británicos localizarlas.
La posición de Rommel no era nada envidiable: sus
divisiones panzer se encontraban aisladas en campo abierto,
entre la línea Alamein por el oeste, y las fuerzas blindadas
británicas por el este y por el sur, siendo además
constantemente atacadas por la Fuerza Aérea del Desierto.
El 5 de septiembre, Rommel ordenó la retirada. Aparte de
un absurdo contraataque lanzado por el XXX Cuerpo en el
sur, Montgomery no supo aprovechar la oportunidad que se
le ofreció de dar un duro revés al enemigo. Pero el hecho
de repeler la embestida del Afrika Korps, junto con los
daños infligidos al Eje por la Fuerza Aérea del Desierto,
supusieron un importante acicate para levantar la moral del
VIII Ejército.
Rommel había podido rescatar al grueso de sus
fuerzas, pero sabía perfectamente que la marcha de la
guerra en el norte de África había cambiado
irremediablemente en su contra, aunque aún ignorara una
amenaza que se cernía sobre su retaguardia, esto es, el plan
que ya estaba preparando Eisenhower.
22
OPERACIÓN AZUL: SE
RELANZA BARBARROJA
(mayo-agosto de 1942)

Cuando las nieves empezaron a fundirse en la primavera de


1942, salieron a la luz los horrores ocultos de los
combates del invierno. Los prisioneros soviéticos tuvieron
que ponerse a trabajar enterrando los cadáveres de sus
camaradas muertos durante la ofensiva de invierno. «Ahora
que hace bastante calor durante el día», decía un soldado
alemán en una carta a su familia escrita en un papel
encontrado en el bolsillo de un comisario muerto, «los
cadáveres empiezan a oler mal, de modo que ya es hora de
enterrarlos».1 Un soldado de la 88.ª División de Infantería
escribía que, en una aldea tomada recientemente, al
producirse el deshielo, «aparecieron debajo de la nieve
alrededor de ochenta soldados alemanes de un batallón de
reconocimiento con las extremidades amputadas y los
cráneos aplastados. La mayor parte de ellos habían sido
además quemados».2
Pero una vez que los abedules recuperaron su follaje y
el sol empezó a secar las tierras encharcadas, la moral de
los oficiales alemanes experimentó una recuperación
extraordinaria. Era como si el terrible invierno hubiera sido
solo un mal sueño y ahora volviera a empezar para ellos la
racha de las victorias. Las divisiones panzer habían sido
pertrechadas de nuevo, los refuerzos habían sido
absorbidos en las distintas unidades, y los depósitos de
municiones preparados para la ofensiva de verano. El
Regimiento de Infantería Grossdeutschland que había
quedado reducido a la mínima expresión durante el desastre
del invierno había sido ampliado y convertido en una
división motorizada, provisto de dos batallones blindados y
cañones de asalto. Las divisiones Waffen-SS fueron
mejoradas y ascendidas a formaciones panzer, pero muchas
otras divisiones corrientes no recibieron más que
reemplazos.3 Las tensiones entre la SS y el ejército
aumentaron. El oficial al mando de un batallón de la 294.ª
División de Infantería hablaba en su diario de «la gran
alarma que sentimos todos por el poder y la importancia de
la SS... En Alemania ya se dice que en cuanto el ejército
vuelva a casa con la victoria, la SS lo desarmará en la
frontera».4
A muchos soldados a los que había sido concedida la
medalla de la campaña de invierno no les daba ni frío ni
calor recibirla. La llamaban la «Orden de la Carne
Congelada». A finales de enero, habían llegado nuevas
órdenes para los hombres que habían recibido permiso para
ir a visitar a su familia. «Está usted bajo jurisdicción
militar», se les recordaba, «y todavía está usted sujeto a
eventuales castigos. No hable de armas ni de tácticas ni de
las bajas sufridas. No hable de raciones de mala calidad ni
de injusticias. El servicio de inteligencia del enemigo está
dispuesto a aprovechar cualquier cosa que diga».5
El cinismo de las tropas se intensificó tras la llegada
—cuando ya era demasiado tarde— de ropa de invierno de
paisano, equipos de esquí y abrigos de pieles femeninos,
donados a raíz del llamamiento hecho por Goebbels con el
fin de proporcionar prendas de abrigo para los soldados del
Frente Oriental. El olor de las bolas de naftalina y las
imágenes de las casas de las que provenían no hicieron sino
ahondar en los soldados la sensación de que habían sido
abandonados en un planeta distinto del suyo, un planeta en
el que reinaban la suciedad y los piojos. La simple vastedad
de la Unión Soviética resultaba inquietante y deprimente.
El capitán de la 294.ª División mencionado anteriormente
hablaba de «infinitos campos sin cultivar y sin bosques,
solo unos cuantos árboles aquí y allá. Unas pocas personas,
sucias, cubiertas de harapos, estaban junto a las vías del
ferrocarril con rostro indiferente».6
Stalin seguía esperando que la Wehrmacht lanzara otro
ataque contra Moscú, pero Hitler tenía unos planes muy
distintos. Consciente de que la supervivencia de Alemania
en la guerra dependía del abastecimiento de comida y
especialmente de combustible, pretendía consolidar su
dominio sobre Ucrania y apoderarse de los campos
petrolíferos del Cáucaso. Sería Stalin el primero que
tropezara en esta danza macabra militar, y Hitler el que
acabara dando unos pasos que iban más allá de sus
posibilidades con consecuencias catastróficas. Por el
momento, sin embargo, todo parecía ir a pedir de boca para
el Führer.
El 7 de mayo, el XI Ejército de Manstein contraatacó
en Crimea a las fuerzas soviéticas que intentaban salir de la
península de Kerch. Haciendo avanzar sus panzer por el
flanco, las rodeó. Muchos soldados combatieron
valerosamente y fueron enterrados en sus trincheras por
los tanques alemanes, que daban vueltas y giraban a su
alrededor para que la tierra los cubriera. El desastre que se
desencadenó durante los diez días siguientes —obra casi en
su totalidad del comisario del pueblo favorito de Stalin,
Lev Mekhlis— dio lugar a la pérdida de ciento setenta y
seis mil hombres, cuatrocientos aviones, trescientos
cuarenta y siete tanques y cuatro mil cañones. Mekhlis
intentó echar la culpa a los soldados, especialmente a los
azeríes, pero las terribles pérdidas sufridas sembraron un
odio profundísimo en el Cáucaso. Mekhlis fue destituido,
pero Stalin no tardó en encontrarle otro destino.7
Según las versiones alemanas, los soldados
originarios de Asia central eran los que más probabilidades
tenían de desertar. «Han recibido una instrucción
precipitada y deficiente, y los han mandado a primera línea
del frente. Dicen que los rusos van detrás de ellos
obligándolos a avanzar. Cruzaron el río durante la noche.
Caminaban con el barro y el agua llegándoles hasta las
rodillas y nos miraban con ojos brillantes. Solo podían
sentirse libres en nuestras cárceles. Los rusos toman cada
vez más medidas para evitar las deserciones y los
abandonos del campo de batalla. Ahora tienen las llamadas
compañías de guardia, que solo tienen una misión: impedir
que sus unidades se replieguen. Por mala que sea una cosa
así, todas las conclusiones acerca de la desmoralización
del Ejército Rojo son ciertas».8
No tardaría en producirse un desastre más grande que
el de Kerch. El mariscal Timoshenko, apoyado por Nikita
Khrushchev, había propuesto en marzo que el ejército del
Frente del Sudoeste y el ejército del Frente del Sur
hicieran fracasar cualquier ofensiva contra Moscú que
pudiera llevarse a cabo lanzando un ataque en forma de
pinza contra Kharkov. Se suponía que aquella maniobra
habría coincidido con la acometida lanzada desde la
península de Kerch para prestar ayuda a la guarnición
acorralada de Sebastopol.
La Stavka no tenía prácticamente ni idea de la
fortaleza de los alemanes, habiendo dado por supuesto que
sus propias fuerzas seguían enfrentándose a las maltrechas
unidades del invierno. La inteligencia militar soviética no
había sido capaz de detectar el enorme incremento de
fuerzas experimentado por el Grupo de Ejércitos Sur,
aunque muchas de las tropas trasladadas a él estaban
compuestas por formaciones rumanas, húngaras e italianas,
todas deficientemente armadas y pertrechadas. El
relanzamiento de la Operación Barbarroja ordenado por
Hitler recibiría el nombre de Fall Blau (Operación Azul).
Los alemanes estaban al tanto de los preparativos de
ofensiva de Timoshenko, aunque esta se produjera antes de
lo que esperaban. Ellos, por su parte, planeaban llevar a
cabo un ataque al sur de Kharkov para aislar el saliente de
Barvenkovo, que el Ejército Rojo había logrado meter
durante la ofensiva de enero. Este plan recibió el nombre
de Operación Fridericus y constituyó la fase preparatoria
de la Operación Azul.
El 12 de mayo, cinco días después del ataque fallido
lanzado desde la península de Kerch, dio comienzo la
ofensiva de Timoshenko. La pinza sur de su ataque logró
abrirse paso a través de una división de seguridad débil y
solo el primer día logró avanzar quince kilómetros. Los
soldados soviéticos quedaron atónitos ante las pruebas de
opulencia de los alemanes que encontraron en las
posiciones capturadas, con lujos tales como chocolate,
latas de sardinas y de carne, pan blanco, coñac y cigarrillos.
Pero las bajas que sufrieron fueron muy numerosas. «Fue
terrible», escribió Yuri Vladimirov, integrante de una
batería antiaérea, «pasar ante los hombres gravemente
heridos que morían desangrados y que pedían socorro, unos
a gritos y otros en silencio, sin que nosotros pudiéramos
hacer nada».9
El sector norte de la ofensiva estaba mal coordinado y
fue blanco de ataques constantes de la Luftwaffe.
«Avanzamos desde Volchansk hacia Kharkov y pudimos
divisar las chimeneas de la famosa fábrica de tractores»,
escribió un soldado del XXVIII Ejército. «La aviación
alemana no nos dejaría en paz en ningún momento, y nos
bombardeó incesantemente desde las tres de la mañana
hasta el anochecer con una pausa para el almuerzo de dos
horas. Todo fue destruido por las bombas». Reinaba una
gran confusión entre los mandos y no había municiones.
«Incluso el tribunal militar tuvo que ponerse a luchar»,
añade el soldado citado.10
Timoshenko se dio cuenta de que había pillado a los
alemanes preparando su propia ofensiva, pero no pudo
sospechar que estaba a punto de caer en una trampa. El
Generalleutnant Paulus, oficial de estado mayor de gran
talento, aunque no había comandado nunca una formación,
quedó desconcertado ante la violencia del ataque de
Timoshenko contra su VI Ejército. Dieciséis de sus
batallones fueron vapuleados en los combates librados bajo
las intensas lluvias primaverales. Pero el
Generalfeldmarschall von Bock vio la ocasión de
conseguir una gran victoria. Convenció a Hitler de que el
Primer Ejército Panzer de Kleist podía avanzar desde el sur
para dejar a las fuerzas de Timoshenko incomunicadas en el
saliente de Barvenkovo. Hitler cogió la idea al vuelo y se la
llamó suya. El 17 de mayo, Kleist lanzó el ataque justo
antes del amanecer.
Timoshenko llamó por teléfono a Moscú para pedir
refuerzos, pero todavía no se había percatado del peligro
que representaba su posición. Finalmente, la noche del 20
de mayo convenció a Khrushchev de que telefoneara a
Stalin para solicitar la cancelación de la ofensiva.
Khrushchev pidió que le pusieran con la dacha de Kuntsevo.
Stalin dijo a Georgi Malenkov, el secretario del Comité
Central, que contestara él. Khrushchev exigió hablar con el
propio Stalin. El dictador se negó a ponerse y dijo a
Malenkov que se enterara de lo que quería. Cuando escuchó
cuál era el motivo de la llamada gritó que «las órdenes
militares están para cumplirlas» y mandó a Malenkov que
pusiera fin a la conferencia. Se dice que el odio de
Khrushchev por Stalin data de aquel momento y que este
suceso desembocó en la apasionada denuncia que hizo del
dictador en la XX Conferencia del partido comunista de
1956.11
Pasaron otros dos días antes de que Stalin permitiera
dejar sin efecto la ofensiva, pero para entonces el grueso
del VI y del LVII Ejército soviético había sido rodeado. Las
tropas cercadas hicieron desesperados intentos de romper
el embolsamiento, cargando incluso cogidos de los brazos,
y la matanza fue terrible. Los cadáveres se amontonaron en
oleadas sucesivas delante de las posiciones alemanas. El
cielo se había aclarado, permitiendo a la Luftwaffe gozar de
una perfecta visibilidad. «Nuestros pilotos trabajan día y
noche a centenares», escribía un soldado de la 389.ª
División de Infantería. «Todo el horizonte está envuelto en
humo».12 A pesar de la dureza de los combates, Yuri
Vladimirov pudo escuchar el canto de una alondra en aquel
día despejado y caluroso. Pero justo en ese momento oyó
gritar: «¡Los tanques! ¡Llegan los tanques!» y salió
corriendo a esconderse en una trinchera.13
El final estaba cerca. Para evitar su ejecución
inmediata, los comisarios políticos se quitaban los
uniformes que los caracterizaban y se ponían los de los
soldados del Ejército Rojo muertos. Se afeitaban también
la cabeza para parecerse más a los soldados rasos. Al
rendirse, los hombres clavaban en el suelo sus rifles con la
bayoneta calada. «Parecía un bosque mágico después de un
gran incendio en el que todos los árboles hubieran perdido
las hojas», escribía Vladimir. Comido por los piojos y
sucio como estaba, pensó en el suicidio, consciente de lo
que le esperaba, pero dejó que lo detuvieran. Buscando
entre las máscaras de gas y los cascos abandonados,
recogieron a los heridos y los transportaron en camillas
improvisadas hechas con impermeables. Los soldados
alemanes ordenaron a aquellos hombres hambrientos y
extenuados ponerse en marcha, obligándolos a caminar en
filas de a cinco.14
Fueron hechos prisioneros unos doscientos cuarenta
mil hombres, y se capturaron dos mil cañones de campaña
y el grueso de los tanques desplegados. El comandante en
jefe de un ejército y muchos otros oficiales se suicidaron.
Kleist observó después de la batalla que eran tantos los
cadáveres de hombres y caballos que obstruían la zona, que
su vehículo oficial se las vio y se las deseó para poder
pasar.
Esta segunda batalla de Kharkov supuso un golpe
terrible para la moral de la Unión Soviética. Khrushchev y
Timoshenko estaban seguros de que iban a ser ejecutados.
Aunque habían sido amigos, empezaron a acusarse uno a
otro, y Khrushchev sufrió, al parecer, un ataque de nervios.
Como era habitual en él, Stalin se limitó a humillar a
Khrushchev vaciando sobre su calva la ceniza de su pipa y
diciendo que los romanos tenían por costumbre que el
comandante que perdía una batalla derramara ceniza sobre
su cabeza en señal de penitencia.
Los alemanes no cabían en sí de gozo, pero la victoria
produjo un peligroso efecto sobre ellos. Paulus, que había
querido retirarse en las primeras fases de la batalla, quedó
impresionado ante la que él consideraba magistral
perspicacia de Hitler al ordenarle que resistiera mientras
Kleist se disponía a asestar el golpe fatal. Paulus era un
apasionado del orden y sentía un profundísimo respeto por
la cadena de mando. Estas cualidades, unidas a su renovada
admiración por Hitler, ejercerían una influencia
determinante en el momento crítico que se presentaría seis
meses después en Stalingrado.

A pesar del peligro que en aquellos momentos amenazaba


la propia supervivencia de la Unión Soviética, Stalin seguía
preocupado por el diseño de las fronteras después de la
guerra. Los norteamericanos y los británicos rechazaban
sus exigencias de que reconocieran las fronteras soviéticas
de junio de 1941, dentro de las cuales se incluían las
Repúblicas Bálticas y el este de Polonia. Pero en la
primavera de 1942 Churchill se lo pensó mejor. Consideró
la posibilidad de acceder a sus reclamaciones como un
incentivo para que siguiera en la guerra, a pesar de que ello
suponía una flagrante violación de la Carta del Atlántico,
que garantizaba el derecho de autodeterminación. Tanto
Roosevelt como su secretario de estado, Summer Welles,
se negaron, llenos de indignación, a respaldar la propuesta
de Churchill. Pero más adelante sería Churchill el que se
opusiera al proyecto imperial de Stalin y Roosevelt el que
lo aceptara.
Las relaciones entre los Aliados occidentales y Stalin
estaban condenadas a verse en todo momento lastradas por
las sospechas. Especialmente Churchill le había prometido
suministrar más pertrechos militares de los que Gran
Bretaña podía ofrecer. Y la desastrosa promesa que hizo el
presidente norteamericano a Molotov en mayo,
asegurándole que se lanzaría un Segundo Frente antes de
finales de año, contribuyó más que nada a envenenar las
relaciones de la Gran Alianza. Sus tendencias paranoides
convencieron a Stalin de que lo único que querían los
países capitalistas era que la Unión Soviética se debilitara
mientras ellos esperaban.
Como buen manipulador, Roosevelt había dicho a
Molotov, a través de Harry Hopkins, que estaba a favor de
abrir un Segundo Frente en 1942, pero que sus generales
estaban en contra de la idea. Parece que Roosevelt estaba
dispuesto a decir cualquier cosa con tal de mantener a la
Unión Soviética en la guerra, fueran cuales fueran las
consecuencias. Y cuando quedó patente que los Aliados no
tenían ninguna intención de lanzar una invasión del norte de
Francia aquel año, Stalin sintió que lo habían engañado.
Churchill tuvo que soportar el mayor peso del
resentimiento de Stalin por las promesas incumplidas.
Aunque tanto él como Roosevelt habían sido muy
imprudentes, Stalin se negaba a reconocer las verdaderas
dificultades existentes. Las pérdidas sufridas por los
convoyes del Ártico con destino a Murmansk no entraron
nunca en sus cálculos. Los convoyes PQ, que empezaron a
zarpar de Islandia rumbo a Murmansk en septiembre de
1941, tuvieron que enfrentarse a peligros espantosos. En
invierno, los barcos quedaban cubiertos de hielo y el mar
era muy traicionero, pero en verano, debido a la brevedad
de las noches, eran vulnerables a los ataques de los aviones
alemanes, que despegaban de sus bases en el norte de
Noruega, y a la amenaza constante de los submarinos. En el
mes de marzo, una cuarta parte de los buques del Convoy
PQ 13 fueron hundidos. Churchill obligó al Almirantazgo a
enviar el Convoy PQ 16 en mayo, aunque ello supusiera
que solo la mitad de los barcos llegaran a su destino. No
desconocía las consecuencias políticas que habría tenido
cancelar su envío. En realidad, solo seis de los treinta y
seis barcos se fueron a pique.
El siguiente convoy, el PQ 17, el más grande de los
que fueron enviados a la Unión Soviética, se convirtió en
uno de los mayores desastres navales de la guerra. Los
servicios de inteligencia se equivocaron y dieron a
entender que el acorazado alemán Tirpitz, junto con el
Admiral Hipper y el Admiral Scheer, habían salido de
Trondheim para interceptar el convoy. Ello indujo al
Primer Lord del Mar, el almirante sir Dudley Pound, a
ordenar el 4 de julio al convoy que se dispersara. Fue una
decisión catastrófica. En total veinticuatro de los treinta y
nueve buques que lo componían fueron hundidos por la
aviación y los submarinos, con unas pérdidas de casi cien
mil toneladas en tanques, aviones y vehículos. Después de
la pérdida de Tobruk en el norte de África, y de los avances
de los alemanes en el Cáucaso, los británicos empezaron a
pensar que al final acabarían por perder la guerra. El
resultado fue que se suspendió el envío de convoyes
durante todo el verano, para mayor disgusto de Stalin.

Una vez destruidas las fuerzas soviéticas en la península de


Kerch, Manstein dirigió a su XI Ejército contra el puerto y
la fortaleza de Sebastopol. El ataque masivo de la artillería
y los bombardeos aéreos con Stukas no lograron desalojar
a los defensores, que combatían desde cuevas y túneles
excavados en la roca. En un momento determinado, se dice
que los alemanes utilizaron armas químicas para hacerlos
salir, pero este detalle no es ni mucho menos seguro. La
Luftwaffe estaba decidida a enfrentarse a los ataques de
hostigamiento de los bombarderos del Ejército Rojo.
«Ahora vamos a enseñarles a esos rusos», decía un
Obergefreiter en una carta, «qué significa jugar con
Alemania».15
Los partisanos soviéticos acosaban a los alemanes por
la retaguardia, y un grupo llegó a volar la única vía férrea
que atravesaba el istmo de Perekop. Hubo que recurrir a los
tártaros de Crimea, de convicciones profundamente
antisoviéticas, para que ayudaran a acabar con ellos.
Manstein trajo un monstruoso cañón de asedio de 800 mm
montado en vagones de ferrocarril para aplastar las ruinas
de la gran fortaleza. «Solo puedo decir que esto ya no es
una guerra», escribió un soldado encargado de realizar
tareas de reconocimiento en su motocicleta, «sino la
destrucción de dos visiones distintas del mundo».16
La táctica más eficaz de Manstein fue lanzar un ataque
sorpresa en lanchas de asalto a través de la bahía de
Severnaya, flanqueando la primera línea de defensa. Los
soldados y los marineros de la Flota del Mar Negro
siguieron combatiendo. Los comisarios políticos
convocaron reuniones para decirles que se les había dado la
orden de resistir y morir. Las baterías antiaéreas fueron
convertidas en baterías antitanque, pero los cañones fueron
estallando uno tras otro y quedaron inutilizados. «Los
estallidos se mezclaban unos con otros formando una sola
explosión ininterrumpida», anotó un soldado de infantería
de marina. «Las detonaciones ya no podían distinguirse
unas de otras. El bombardeo empezó a primera hora de la
mañana y acabó a última hora de la noche. Los estallidos de
las bombas y los obuses enterraban a los hombres y
teníamos que desenterrarlos para que siguieran luchando.
Nuestros operadores y radiotelegrafistas murieron todos.
No tardó en ser alcanzado nuestro último cañón antiaéreo.
Nos encargamos de la "defensa de infantería" aprovechando
los cráteres abiertos por las bombas».
«Los alemanes nos obligaron a replegarnos hacia el
mar y tuvimos que utilizar una soga para llegar al fondo de
los acantilados. Como sabían que estábamos allí, los
alemanes lanzaron al abismo los cadáveres de nuestros
camaradas muertos en combate, así como barriles de brea
ardiendo y granadas. La situación era desesperada. Decidí
que lo mejor era marcharnos siguiendo por la orilla del mar
hasta Balaklava y cruzar a nado la bahía durante la noche y
escapar a los montes. Organicé un grupo de infantería de
marina. Pero no conseguimos hacer más de un kilómetro».
Fueron todos capturados.17
La batalla de Sebastopol se prolongó desde el 2 de
junio hasta el 9 de julio, y las pérdidas de los alemanes
también fueron muy grandes. «Perdí a muchos camaradas a
mi lado», decía en una carta un suboficial cuando acabaron
los combates. «En una ocasión en medio de la batalla me
puse a llorar como un niño por uno de ellos».18Cuando por
fin concluyó todo, Hitler, entusiasmado, ascendió a
Manstein a mariscal de campo. Quería que Sebastopol se
convirtiera en la gran base naval alemana en el mar Negro y
en capital de una Crimea totalmente germanizada. Pero el
enorme esfuerzo realizado para tomar Sebastopol, como
observó el propio Manstein, redujo las fuerzas disponibles
para la Operación Azul en un momento muy crítico.

Stalin recibió un detallado aviso de la inminente ofensiva


alemana en el sur de Rusia gracias a un golpe de suerte,
pero lo rechazó tachándolo de mera desinformación, del
mismo modo que no había hecho caso de los informes de
los servicios de inteligencia el año anterior con ocasión de
la Operación Barbarroja. El 19 de junio, fue abatido detrás
de las líneas soviéticas el avión Fieseler Storch en el que
viajaba el comandante Joachim Reichel, oficial de estado
mayor alemán con los planes de la Operación Azul. Pero
Stalin, convencido de que el principal ataque alemán tenía
como objetivo Moscú, decidió que los documentos eran
falsos. Hitler se puso furioso cuando le informaron de
aquel desastre de los servicios de inteligencia y destituyó a
toda la unidad de Reichel y a los mandos de la división.
Pero ya habían comenzado los ataques preliminares para
asegurar la línea de salida de la primera fase de la
operación al este del río Donets.
El 28 de junio, el II Ejército y el IV Ejército Panzer de
Hoth atacaron por el este en dirección a Voronezh, en la
cuenca alta del Don. La Stavka envió dos cuerpos de
tanques, pero debido a las malas comunicaciones por radio
se apiñaron todos en una posición al descubierto y
sufrieron graves daños debido a los ataques de los Stukas.
Convencido finalmente de que los alemanes no se dirigían
a Moscú, Stalin ordenó que había que conservar Voronezh a
toda costa.
Hider interfirió entonces en los planes de la
Operación Azul. Originalmente debía constar de tres fases.
La primera era la captura de Voronezh. La siguiente debía
de consistir en una maniobra de envolvimiento a cargo del
VI Ejército de Paulus, que debía cercar a las fuerzas
soviéticas en la gran curva del río Don, para luego avanzar
hacia Stalingrado con el fin de proteger el flanco izquierdo.
En aquellos momentos la idea no era necesariamente
conquistar la ciudad, sino llegar hasta ella o «al menos
tenerla al alcance efectivo de nuestras armas pesadas», de
modo que no pudiera ser utilizada como centro de
comunicaciones ni de armamento.19Solo entonces el IV
Ejército Panzer giraría en dirección al sur para unirse al
Grupo de Ejércitos A del Generalfeldmarschall List en su
ataque contra el Cáucaso. Pero la impaciencia de Hitler lo
indujo a decidir que un solo cuerpo panzer bastaba para
poner fin a la batalla de Voronezh. El resto del ejército
acorazado de Hoth debía dirigirse al sur. Sin embargo, el
cuerpo que se quedó en Voronezh carecía de fuerza
suficiente para superar la feroz defensa de la ciudad. El
Ejército Rojo demostró con cuánta obstinación podía
combatir en la lucha callejera cuando los alemanes perdían
la ventaja de las maniobras blindadas con el respaldo de su
superioridad aérea.
Hitler hizo caso omiso de las preocupaciones de sus
generales y al principio dio la impresión de que la
Operación Azul seguía adelante triunfalmente. Los
ejércitos alemanes avanzaban a gran velocidad, para
satisfacción de los altos mandos de las unidades panzer. En
el calor del verano, el terreno estaba seco y la marcha iba
viento en popa en dirección al sudeste. «Hasta donde
alcanza la vista», decía un corresponsal de guerra,
«vehículos blindados y camiones semiorugas avanzan por la
estepa. Los banderines ondean en el aire deslumbrante del
atardecer».20 Un día llegó a registrarse una temperatura de
«53º al sol».21 Su única frustración era que andaban escasos
de vehículos y que a menudo tenían que detenerse debido a
la falta de costumbre.
En su afán de ralentizar el avance de los alemanes, la
aviación soviética lanzaba bombas incendiarias por la noche
con el fin de calcinar la estepa. No obstante, los alemanes
siguieron adelante. Los tanques del Ejército Rojo se
atrincheraron y se camuflaron, pero enseguida fueron
rebasados y destruidos. Los soldados de infantería
soviéticos, escondidos en los tresnales de grano, intentaban
contraatacar, pero los blindados simplemente los
aplastaban bajo sus orugas. Las tropas panzer se detenían en
las aldeas de casitas encaladas y tejados de paja, que
saqueaban en busca de huevos, leche, miel y aves de corral.
Los cosacos antibolcheviques que habían recibido con
alegría la llegada de los alemanes vieron su hospitalidad
vergonzosamente defraudada. «Para la población local
llegamos como libertadores», escribía con amargura un
Obergefreiter. «Y de lo que los liberamos fue de su última
cosecha de grano, de sus legumbres, de sus oleaginosas,
etcétera».22
El 14 de julio, las fuerzas de los Grupos de Ejércitos
A y B se encontraron en Millerovo, pero las grandes
maniobras de envolvimiento que Hitler esperaba que se
produjeran no estaban teniendo lugar. Cierto realismo había
logrado abrirse paso en la forma de pensar de la Stavka tras
la experiencia de la bolsa de Barvenkovo. Los mandos
soviéticos replegaron sus ejércitos antes de que fueran
rodeados. En consecuencia, el plan de Hitler de cercar y
destruir a los ejércitos soviéticos al oeste del Don no pudo
hacerse realidad.
Rostov del Don, la puerta de acceso al Cáucaso, cayó
el 23 de julio. Hitler ordenó inmediatamente que el XVII
Ejército tomara Batum, mientras que el I y el IV Ejército
Panzer se dirigían hacia los campos petrolíferos de Maikop
y hacia Grozny, la capital de Chechenia. «Si no tomamos
Maikop y Grozny», había dicho el Führer a sus generales,
«tendré que poner fin a la guerra».23 Stalin, azorado al
comprobar que sus predicciones de una nueva ofensiva
contra Moscú se habían equivocado por completo y
dándose cuenta de que el Ejército Rojo carecía de fuerzas
suficientes en el Cáucaso, envió a Lavrenti Beria al sur para
sembrar el pánico entre sus generales.
Paulus recibió entonces la orden de conquistar
Stalingrado con el VI Ejército, mientras que la protección
de su flanco izquierdo, a lo largo del Don, era confiada al
IV Ejército rumano. Sus divisiones de infantería llevaban
marchando dieciséis días sin descansar. Y el XXIV Cuerpo
Panzer de Hoth, que había avanzado a toda velocidad en
dirección al sur, hacia el Cáucaso, se vio obligado a dar
media vuelta para prestar ayuda en el ataque contra
Stalingrado. Manstein se quedó de piedra cuando le dijeron
que su XI Ejército, que acababa de conquistar Crimea, iba a
ser enviado al norte para lanzar una nueva ofensiva en el
frente de Leningrado. Una vez más Hitler no concentró sus
fuerzas en el preciso momento en el que intentaba
conquistar una vastísima extensión de territorio.
El 28 de julio Stalin publicó su Orden N.° 227,
titulada «Ni shagu nazad» —«Ni un paso atrás»—,
elaborada por el coronel general Aleksandr Vasilevsky.
«Los derrotistas que siembran el pánico y los cobardes
deben de ser liquidados en el acto. La mentalidad de
retirada debe ser eliminada por completo. Los
comandantes del ejército que han permitido el abandono
voluntario de las posiciones deben ser destituidos y
enviados ante un tribunal militar que les hará un juicio
sumarísimo».24En todos los ejércitos debían crearse
grupos de bloqueo, encargados de pegar un tiro a los que se
retiraran. Ese mismo mes los batallones de castigo fueron
reforzados con treinta mil prisioneros del Gulag de hasta
cuarenta años de edad, independientemente de lo débiles y
mal alimentados que estuvieran.25 Aquel año murieron
trescientos cincuenta y dos mil quinientos sesenta
prisioneros del Gulag, un cuarto del total de su población.
La brutalidad de la Orden N.° 227 dio lugar a
escandalosas injusticias cada vez que los generales
impacientes se sentían obligados a buscar chivos
expiatorios. El comandante de una división ordenó a un
coronel cuyo regimiento había avanzado con demasiada
lentitud que fusilara a alguien. «Esto no es una reunión del
sindicato», dijo el general. «Esto es la guerra». El coronel
eligió al teniente Aleksandr Obodov, al mando de la
compañía de morteros y muy admirado por los soldados. El
comisario político del regimiento y un capitán del
Destacamento Especial del NKVD detuvieron a Obodov.
«Camarada comisario, siempre he sido un buen hombre»,
dijo el teniente, incapaz de dar crédito a lo que estaba
pasándole. «Los dos oficiales encargados de arrestarlo
estaban fuera de sí y se pusieron nerviosos, así que
empezaron a pegarle tiros», anotaría un amigo de Obodov.
«Sasha intentaba espantar las balas como si fueran moscas.
Tras la tercera descarga cayó al suelo».26
Antes de que el VI Ejército de Paulus llegara a la gran
curva del río Don, Stalin ya había creado un Frente de
Stalingrado y había puesto la ciudad en pie de guerra. Si los
alemanes cruzaban el Volga, el país quedaría dividido en
dos. La línea de abastecimientos angloamericana a través
de Persia se veía amenazada, justo cuando los británicos
habían cancelado el envío de nuevos convoyes al norte de
Rusia. Las mujeres e incluso las chicas jóvenes fueron
obligadas a cavar zanjas antitanque y a levantar bermas para
proteger los depósitos de petróleo situados a orillas del
Volga. La 10.ª División de Fusileros del NKVD había
llegado para controlar los pasos del Volga e imponer la
disciplina en una ciudad cada vez más dominada por el
pánico. Stalingrado se veía en aquellos momentos
amenazada por el VI Ejército de Paulus en la curva del Don
y por el IV Ejército Panzer de Hoth, que de repente había
sido enviado al norte por Hitler para acelerar la conquista
de la ciudad.
Al amanecer del 21 de agosto, la infantería del LI
Cuerpo cruzó el Don en lanchas de asalto. Se aseguró una
cabeza de puente, se construyeron puentes de barcazas a
través del río, y la tarde siguiente la 16.ª División Panzer
del Generalleutnant Hans Hube empezó a cruzarlos. Justo
con las primeras luces del día 23, el batallón de cabeza de
Hube, al mando del coronel conde Hyazinth Strachwitz,
avanzó en dirección al este y a Stalingrado, situada a solo
sesenta y cinco kilómetros más allá. La estepa del Don, una
inmensa franja de hierba calcinada, era dura como una roca.
Solo las balkas o barrancos ralentizaban su precipitado
avance. Pero el cuartel general de Hube se detuvo
repentinamente, tras recibir un mensaje por radio.
Aguardaron con los motores apagados; entonces apareció
un Fieseler Storch, que aterrizó junto al vehículo de mando
de Hube. El general barón Wolfram von Richthofen,
comandante de la IV Luftflotte, hombre brutal, que llevaba
siempre la cabeza rapada, fue a su encuentro dando grandes
zancadas. Dijo a Hube que por orden del cuartel general del
Führer toda su flota se disponía a atacar Stalingrado.
«¡Aproveche nuestra ayuda hoy!», dijo a Hube. «Tendrá el
apoyo de mil doscientos aviones. Mañana no puedo
prometerle nada». Unas horas más tarde, los tripulantes de
los tanques alemanes saludaron entusiasmados a sus
aviones cuando vieron los apretados escuadrones de
Heinkel 111, Junker 88 y Stukas volando sobre sus cabezas
hacia Stalingrado.27
El domingo 23 de agosto de 1942 fue un día que los
habitantes de Stalingrado no olvidarían nunca. Ajena a la
proximidad de las fuerzas alemanas, la población civil
merendaba tranquilamente al sol en el Mamaev Kurgan, el
gran túmulo funerario tártaro que dominaba el centro de la
ciudad y se extendía a lo largo de más de treinta kilómetros
siguiendo la curva que hace la margen derecha (occidental)
del Volga. Los altavoces colocados en las calles
anunciaron el peligro de ataques aéreos, pero la gente no
echó a correr en busca de refugio hasta que las baterías
antiaéreas abrieron fuego.
La aviación de Richthofen lanzó un bombardeo de
saturación sobre la ciudad en oleadas sucesivas. «A última
hora de la tarde», escribió en su diario el general, «dio
comienzo mi gran asalto sobre Stalingrado, de dos días de
duración, con el resultado de buenos incendios desde el
primer momento».28 Los depósitos de petróleo fueron
alcanzados, creando verdaderas bolas de fuego y luego
gigantescas columnas de humo negro visibles a más de
ciento cincuenta kilómetros de distancia. Mil toneladas de
bombas convencionales e incendiarias convirtieron la
ciudad en un infierno. Los altos edificios de apartamentos,
orgullo de Stalingrado, fueron destruidos y aplastados. Fue
el ataque aéreo más concentrado de toda la guerra en el
este de Europa. La llegada de refugiados había hecho
aumentar la población hasta los casi seiscientos mil
habitantes, cuarenta mil de los cuales se calcula que
perdieron la vida en los dos primeros días a consecuencia
de los bombardeos aéreos.
La 16.ª División Panzer de Hube saludó agitando los
brazos y vitoreó a los aviones cuando volvieron y los
Stukas respondieron haciendo sonar las sirenas. A última
hora de la tarde, el batallón acorazado de Strachwitz se
aproximaba al Volga, justo al norte de la ciudad. Pero
entonces fue blanco de las baterías antiaéreas formadas por
cañones de 37 mm, que habitualmente se utilizaban para
desempeñar funciones en tierra. Las jóvenes que
manipulaban los cañones, muchas de ellas estudiantes,
siguieron luchando hasta que cayeron muertas. Los mandos
de las unidades panzer se sintieron desconcertados e
incómodos cuando descubrieron el sexo de las
combatientes.
Los alemanes habían ido directamente desde el Don
hasta el Volga en un solo día, lo cual parecía toda una
proeza. Habían llegado a lo que consideraban la frontera de
Asia y de paso, en último término, al objetivo final de
Hitler, la línea Arcángel-Astracán. Muchos pensaron que la
guerra estaba prácticamente acabada. Se tomaron
fotografías unos a otros posando como vencedores encima
de los tanques y sacaron instantáneas de las columnas de
humo que se elevaban desde Stalingrado. Un as de la
Luftwaffe y su piloto de apoyo, al ver los panzer a sus pies,
ejecutaron algunas acrobacias para celebrar la victoria.
Un oficial de alta graduación, situándose en lo alto de
su panzer en la orilla derecha del Volga, se puso a echar un
vistazo con sus gemelos al otro lado del río.
«Contemplábamos la inmensa estepa en dirección a Asia y
me sentí abrumado», recordaría más tarde. «Pero luego no
pude pensar en ello durante un buen rato, pues tuvimos que
lanzar un ataque contra otra batería antiaérea que había
abierto fuego sobre nosotros».29 La valentía de las jóvenes
combatientes se hizo legendaria. «Esa fue la primera página
de la defensa de Stalingrado», escribió Vasily Grossman,
que escuchó relatos de primera mano acerca de su
actuación muy poco después.

En aquel verano de crisis para la Gran Alianza, Churchill


decidió que debía visitar a Stalin y explicarle, cara a cara,
los motivos de la suspensión del envío de convoyes y por
qué era imposible de momento organizar un Segundo
Frente. Además estaba siendo objeto de fuertes críticas en
su propio país, tras la caída de Tobruk y las graves pérdidas
sufridas en la batalla del Atlántico. El primer ministro, por
tanto, no tenía el mejor estado de ánimo para una serie de
agotadoras reuniones con Stalin.
Churchill voló desde El Cairo vía Teherán y llegó a
Moscú el 12 de agosto. El intérprete de Stalin observó al
mandatario británico mientras pasaba revista a la guardia de
honor con la barbilla levantada, mirando «atentamente a
cada soldado como si quisiera calibrar el valor de los
combatientes soviéticos».30 Era la primera vez que aquel
antibolchevique recalcitrante ponía los pies en su país. Iba
en compañía de Averell Harriman, que representaría a
Roosevelt en las conversaciones, pero tuvo que meterse él
solo en el primer coche con el adusto Molotov.
Churchill y Harriman fueron conducidos aquella
misma tarde al sombrío y austero apartamento de Stalin en
el Kremlin. El primer ministro británico preguntó por la
situación militar. Con ello no venía más que a hacer el
juego a Stalin, que describió cuidadosamente los
peligrosísimos acontecimientos que estaban
desarrollándose en el sur justo antes de que Churchill
tuviera que explicar por qué era preciso posponer la
creación del Segundo Frente.
El primer ministro empezó explicando el gran
incremento de fuerzas experimentado en el Reino Unido.
Luego habló de la ofensiva de bombardeos estratégicos con
los ataques masivos sobre Lübeck y Colonia, sabiendo que
satisfarían la sed de venganza del dictador soviético.
Churchill intentó convencerlo de que los contingentes
alemanes en Francia eran demasiado fuertes para lanzar una
operación a través del Canal de la Mancha antes de 1943.
Stalin protestó enérgicamente, y «discutió las cifras
aportadas por Churchill acerca del volumen de las fuerzas
alemanas en Europa Occidental». Dijo en tono despectivo
que «quien no está dispuesto a correr riesgos no podrá
nunca ganar una guerra».
Con la esperanza de calmar la cólera del dictador,
Churchill esbozó entonces los planes de desembarco en el
norte de África, que estaba intentando convencer a
Roosevelt de que aceptara a pesar del parecer contrario del
general Marshall. Cogió una hoja de papel y dibujó un
cocodrilo para ilustrar su idea de que debían atacar el
«vientre blando» de la bestia. Pero Stalin no quedó
satisfecho con aquel sucedáneo del Segundo Frente. Y
cuando el primer ministro mencionó la posibilidad de
llevar a cabo una invasión de los Balcanes, Stalin tuvo
inmediatamente la sensación de que el verdadero propósito
de semejante estrategia era impedir la ocupación de la zona
por el Ejército Rojo. No obstante, la reunión acabó en un
clima mejor del que había esperado el mandatario
británico.
Al día siguiente, sin embargo, la dura condena que
hizo el dictador soviético de la perfidia de los Aliados y la
terca repetición de todas esas acusaciones por parte de
Molotov, irritaron y deprimieron tanto a Churchill que
Harriman tuvo que pasar varias horas intentando animarlo.
El 14 de agosto, el primer ministro inglés se mostró
dispuesto a romper las negociaciones y a no asistir al
banquete preparado en su honor aquella misma noche. El
embajador de Su Majestad, Sir Archibald Clark Kerr,
hombre simpático y excéntrico, logró hacerle cambiar de
idea. Pero Churchill insistió en asistir a la cena con su
«traje de sirena», una especie de mono de trabajo que Clark
Kerr comparaba con el pelele de un niño pequeño, mientras
que todos los funcionarios y generales soviéticos llevarían
sus uniformes de gala.
La cena en el magnífico Salón de Catalina duró hasta
más allá de la medianoche y constó de diecinueve platos en
medio de constantes brindis, casi todos iniciados por
Stalin, que no dudó en dar la vuelta a la mesa una y otra vez
para chocar su copa con todos los comensales. «Tiene en la
cara una expresión desagradablemente fría, astuta, muerta»,
anotó el general sir Alan Brooke en su diario, «y siempre
que lo miro me lo imagino enviando a la muerte a las
personas sin tan siquiera pestañear. Por otra parte no cabe
duda de que tiene una inteligencia rápida y que realmente
domina los conceptos esenciales de la guerra»31
Al día siguiente Clark Kerr tuvo que utilizar de nuevo
todo su encanto y toda su capacidad de persuasión.
Churchill estaba furioso por las acusaciones de cobardía
vertidas por los soviéticos contra los británicos. Pero una
vez concluida la entrevista, Stalin lo invitó de nuevo a cenar
en su despacho. La atmósfera cambió enseguida, relajada
por el alcohol y la visita inesperada de Svetlana, la hija
pequeña del dictador. Stalin se mostró amistoso, haciendo
chistes sobre unos y otros, y de repente Churchill vio al
tirano soviético bajo un prisma completamente nuevo. Se
convenció a sí mismo de que había convertido a Stalin en
un amigo, y al día siguiente abandonó Moscú lleno de
júbilo por el éxito obtenido. Churchill, para quien los
sentimientos eran a menudo más verdaderos que los
hechos, no supo ver que Stalin se las apañaba incluso mejor
que Roosevelt a la hora de manipular a la gente.
En Inglaterra le aguardaban otra vez malas noticias. El
19 de agosto, el cuartel general de operaciones
combinadas, al mando de lord Louis Mountbatten, había
organizado un gran ataque contra Dieppe, en la costa del
norte de Francia. La Operación Jubileo fue lanzada con
poco más de seis mil hombres, en su mayoría canadienses.
Entre ellos había también algunas tropas de la Francia Libre
y un batallón de los Rangers del Ejército de los Estados
Unidos. A primera hora de la mañana, la fuerza de asalto
este se encontró con un convoy alemán, que dio aviso del
ataque a la Wehrmacht. Fueron hundidos un destructor y
treinta y tres lanchas de desembarco. Todos los tanques que
consiguieron llegar a tierra fueron destruidos y la
infantería canadiense quedó acorralada en la playa debido a
la fortaleza de las defensas y a las alambradas.
El ataque, que costó más de cuatro mil bajas, supuso
una lección muy dura, aunque por lo demás previsible.
Convenció a los Aliados de que los puertos bien
defendidos no podían ser conquistados desde el mar, de
que los desembarcos debían ir precedidos de bombardeos
aéreos y navales masivos y, lo que era más importante, de
que la invasión del norte de Francia no podría emprenderse
antes de 1944. Una vez más, Stalin se pondría furioso por
el retraso del único Segundo Frente que él consideraba
válido. No obstante, el desastre tuvo también una gran
ventaja. Hitler pensó que lo que no tardaría en denominar
su Muro Atlántico era virtualmente inexpugnable, y que las
fuerzas alemanas desplegadas en Francia podían frustrar
con facilidad cualquier invasión.
En la Unión Soviética, las noticias de la batalla de
Dieppe avivaron las esperanzas de que fuera a lanzarse el
Segundo Frente, pero el optimismo se convirtió muy
pronto en amarga decepción. La operación fue considerada
una mera añagaza para acallar a la opinión pública. El
Segundo Frente se convirtió en un arma de doble filo para
la propaganda soviética: por un lado en un símbolo de las
esperanzas de la población en general, y por otro en un
modo de avergonzar a los británicos y a los americanos.
Los soldados del Ejército Rojo mostraban una actitud más
cínica. Cuando se disponían a abrir los botes de Spam (la
carne de cerdo enlatada que ellos llamaban tushonka, esto
es carne estofada) del programa de Préstamo y Arriendo
norteamericano, decían: «Vamos a abrir el Segundo
Frente».32

A diferencia de sus camaradas del sur de Rusia, la moral de


las tropas alemanas de la zona de Leningrado no estaba
demasiado alta. El hecho de que no lograran estrangular a la
«primera ciudad del bolchevismo» resultaba muy doloroso.
La dureza del invierno había sido sustituida por las
molestias de los pantanos y los enjambres de mosquitos.
Los defensores soviéticos, por su parte, daban las
gracias por haber sobrevivido a la hambruna de aquel
terrible invierno, que había causado la muerte de casi un
millón de personas. Se hicieron grandes esfuerzos para
limpiar la ciudad y eliminar la basura acumulada, que
amenazaba con provocar epidemias. La población fue
obligada a ponerse a trabajar plantando coles hasta en el
pedazo de terreno más pequeño que hubiera, empezando
por el Campo de Marte. El soviet de Leningrado se jactaba
de que en la primavera de 1942 se habían plantado en la
ciudad y sus alrededores doce mil quinientas hectáreas de
terreno dedicadas al cultivo de verduras. Para evitar una
nueva hambruna el próximo invierno, se reanudó la
evacuación de civiles a través del lago Ladoga, y más de
medio millón de personas abandonaron la ciudad, para ser
sustituidas por tropas de refuerzo. Los preparativos
incluían también el almacenamiento de víveres y la
construcción de un oleoducto por el fondo del lago
Ladoga.
El 9 de agosto, en un gran golpe de escena destinado a
elevar la moral, se tocó en la ciudad la Séptima Sinfonía de
Shostakovich, «Leningrado», que fue retransmitida por
radio a todo el mundo. La artillería alemana intentó
interrumpir su interpretación, pero el fuego de las
contrabaterías soviéticas redujo su eficacia al mínimo, para
alegría de la población.33 Esta se sintió también muy
aliviada por el hecho de que los incansables ataques de la
Luftwaffe contra los barcos que surcaban el lago Ladoga
disminuyeran debido a la destrucción de ciento sesenta
aviones alemanes.
Los servicios de inteligencia soviéticos sabían que los
alemanes al mando del Generalfeldmarschall von
Manstein, con su XI Ejército, que estaba recién llegado, se
disponían a lanzar un gran asalto. En una operación cuyo
nombre en clave era Nordlicht, Hitler ordenó a Manstein
arrasar la ciudad y unirse a los finlandeses. Para frustrar el
ataque, Stalin ordenó al Frente de Leningrado y al de
Volkhov hacer un nuevo intento de aplastar a la avanzadilla
alemana, que estaba ya en la ribera meridional del lago
Ladoga, y romper así el asedio. Aquella acción recibiría el
nombre de Ofensiva Sinyavino, y dio comienzo el 19 de
agosto.
Un soldado joven del Ejército Rojo describió su
primer ataque al amanecer en una carta a sus familiares. «El
aire se llenó del fragor, el zumbido y el silbido de la
metralla, el suelo temblaba, el humo envolvía el campo de
batalla. Avanzamos arrastrándonos sin parar. Adelante,
siempre adelante, y si no, la muerte. Un trozo de metralla
me cortó el labio, la sangre cubría mi rostro, caían sobre
nosotros infinitos trozos de metralla, como si fueran
granizo, quemándonos las manos. Nuestra ametralladora ya
estaba funcionando, el fuego se intensificaba, no podía uno
levantar la cabeza. Una trinchera poco profunda era la única
protección de la metralla con la que contábamos.
Intentábamos avanzar lo más deprisa que podíamos para
salir cuanto antes de la zona de fuego. La aviación empezó
a tronar sobre nuestras cabezas. Enseguida dio comienzo el
bombardeo. No puedo recordar cuánto tiempo duró aquel
infierno. Corrió el rumor de que habían aparecido los
vehículos blindados alemanes. El pánico se adueñó de
nosotros, pero resultó que los dichos vehículos eran
nuestros tanques que destruían las alambradas. Enseguida
llegamos a ellas y nos encontramos con un tiroteo
espantoso. Fue allí donde vi por primera vez a un hombre
muerto; yacía sin cabeza junto a la zanja que nos cortaba el
paso. Solo entonces se me ocurrió la idea de que a mí
también podían matarme. Saltamos por encima del
muerto».
«Dejamos atrás aquella refriega infernal. Ante
nosotros teníamos una trinchera antitanque. Allí al lado, en
alguna parte, tableteaban las ametralladoras. Salimos
corriendo, agachándonos todavía más. Se produjeron dos o
tres explosiones. "¡Deprisa, están tirando granadas!", gritó
Puchkov. Corrimos todavía a mayor velocidad. Dos
muertos, armados con sendas ametralladoras, apoyados
contra un tronco, como si intentaran pasar por encima de él
a gatas, nos cortaban el paso. Salimos de la trinchera,
corrimos por un trecho llano y saltamos a otra [trinchera].
En el fondo había un oficial alemán muerto, con la cara
hundida en el barro. Todo estaba vacío y en silencio. Nunca
olvidaré aquel larguísimo corredor de tierra, con una sola
pared iluminada por el sol. Las balas silbaban por doquier.
No sabíamos dónde estaban los alemanes, los teníamos a
nuestra espalda y delante de nosotros. Uno de los que
ocupaban el nido de ametralladoras se levantó de un salto
para mirar, pero fue abatido de inmediato por un
francotirador. Cayó sentado, como si estuviera absorto en
sus pensamientos, con la cabeza inclinada sobre el
pecho».34
Las pérdidas soviéticas fueron altísimas —ciento
catorce mil bajas, entre ellas cuarenta mil muertos—, pero
para mayor indignación de Hitler aquel ataque preventivo
arruinó por completo la operación de Manstein.

Obsesionado todavía con los pozos de petróleo del


Cáucaso y con la ciudad que llevaba el nombre de Stalin,
Hitler estaba seguro de que «los rusos estaban acabados»,
aunque se hubieran hecho muchos menos prisioneros de
los esperados.35Instalado en su nuevo cuartel general, cuyo
nombre en clave era Werwolf, a las afueras de Vinnitsa, en
Ucrania, pudo sentir en sus propias carnes el tormento de
las moscas y los mosquitos y estaba cada vez más
impaciente debido al calor agobiante. El Führer empezó a
aferrarse a los símbolos de la victoria, más que a la realidad
militar. El 12 de agosto había dicho al embajador italiano
que la batalla de Stalingrado iba a decidir el resultado de la
guerra.36 El 21 de agosto, las tropas de montaña alemanas
escalaron el monte Elbrus, de cinco mil seiscientos metros
de altura, la montaña más elevada del Cáucaso, para izar la
«bandera de guerra del Reich». Tres días después la noticia
de que la vanguardia de blindados de Paulus había llegado al
Volga levantó todavía más los ánimos del Führer. Pero el
31 de agosto montó en cólera cuando el
Generalfeldmarschall List, comandante en jefe del Grupo
de Ejércitos A en el Cáucaso, le dijo que sus tropas estaban
al límite de sus fuerzas y que se enfrentaban a una
resistencia mayor de la esperada. Desconfiando de List,
ordenó lanzar un ataque contra Astracán y conquistar la
ribera occidental del mar Caspio. Sencillamente se negaba
a aceptar que sus fuerzas eran inadecuadas para la tarea y
tenían escasez de combustible, municiones, víveres y
pertrechos.
Por otra parte, en Stalingrado los soldados alemanes
seguían siendo sumamente optimistas. Pensaban que la
ciudad no tardaría en caer en sus manos y que entonces
podrían volver a casa. «Además no estableceremos
nuestros cuarteles de invierno en Rusia», decía en una carta
a sus familiares un soldado de la 389.ª División de
Infantería, «pues la ropa de invierno destinada a nuestra
división ha sido devuelta. Queridos míos, podremos volver
a vernos, si Dios quiere, este año».37«Esperemos que la
operación no dure demasiado», comentaba
despreocupadamente un motociclista de una unidad de
reconocimiento de la 16.ª División Panzer tras apuntar de
paso que las mujeres soldado soviéticas que habían
capturado eran tan feas que no podía uno ni mirarlas a la
cara.38
El cuartel general del VI Ejército estaba cada vez más
angustiado por la longitud de sus líneas de
aprovisionamiento, que se extendían más allá del río Don a
lo largo de centenares de kilómetros. Las noches, anotó
Richthofen en su diario, se habían vuelto de repente «muy
frescas».39El invierno no tardaría en llegar. A los oficiales
de estado mayor les preocupaba también la debilidad de los
ejércitos rumanos, italianos y húngaros que guardaban a sus
espaldas la margen derecha del Don. Habían retrocedido en
varios lugares como consecuencia de los contraataques
lanzados por el Ejército Rojo con el fin de capturar cabezas
de puente al otro lado del río, que más tarde desempeñarían
un papel trascendental.
Los oficiales de los servicios de inteligencia
soviéticos estaban reuniendo ya todo el material que podían
acerca de aquellos aliados de los nazis. Muchos soldados
italianos habían sido obligados a ir al frente contra su
voluntad, a algunos los habían llevado incluso
«encadenados». Según descubrieron los rusos, los oficiales
rumanos habían prometido a sus soldados que les «darían
tierras en Transilvania y Ucrania después de la
guerra».40Sin embargo, los soldados cobraban un salario de
miseria, de solo sesenta lei al mes, y sus raciones de
comida consistían en medio plato de sopa caliente al día y
trescientos o cuatrocientos gramos de pan. Odiaban a los
miembros de la Guardia de Hierro que había entre ellos,
pues solían hacer labores de espionaje. La desmoralización
del III y IV Ejército rumano fue cuidadosamente registrada
en Moscú.41
Los destinos de los frentes de Stalingrado, el Cáucaso
y Egipto estaban estrechamente ligados entre sí. La
Wehrmacht, realmente desbordada por la magnitud de la
tarea asignada y dependiente en exceso de unos aliados
demasiado débiles, estaba condenada a perder su gran
ventaja del Bewegunsgkrieg, la guerra de movimientos de
maniobra.
Esa época había pasado, porque los alemanes habían
perdido finalmente la iniciativa. El cuartel general del
Führer, como el de Rommel en el norte de África, ya no
podía esperar lo imposible de unas tropas agotadas y de
unas líneas de abastecimiento insostenibles. Hitler había
empezado a sospechar que había alcanzado el punto de
máxima expansión del Tercer Reich. Y estaba más decidido
que nunca a no permitir que ninguno de sus generales se
retirara.
23
LA CONTRAOFENSIVA EN
EL PACÍFICO
(julio de 1942-enero de 1943)

Cuando en julio de 1942 se decidió posponer el plan de


invasión por el Canal de la Mancha para desembarcar en el
norte de África francés, el almirante King aprovechó la
ocasión para reforzar el Pacífico. Pretendía que, en la
medida de lo posible, la guerra contra Japón estuviera
controlada por la Marina americana, utilizando el Cuerpo
de Infantería de Marina para poner en marcha operaciones
anfibias. El ejército de los Estados Unidos, por su parte,
planeaba el envío a la zona de unos trescientos mil
soldados, la mayoría de los cuales se pondrían a las
órdenes del general Douglas MacArthur, con su cuartel
general para el suroeste del Pacífico en Australia. King no
compartía la admiración que la opinión pública de su país
sentía por MacArthur, de hecho, lo detestaba. Incluso el
antiguo protegido de MacArthur, el general Eisenhower,
lamentaba que MacArthur hubiera evacuado las Filipinas.
MacArthur se había erigido en una especie de virrey
militar, con una corte de oficiales de estado mayor,
serviles y aduladores, los llamados «la pandilla de Bataán».
A diferencia del sencillo y modesto almirante Nimitz, el
duro y apuesto MacArthur era todo un maestro de las
relaciones públicas al que le gustaba ser fotografiado
fumando su característica pipa mientras observaba el
horizonte del Pacífico. No prestaba atención a los deseos
de sus dirigentes políticos, que eran los demócratas.
Despreciaba a Roosevelt, y en 1944 consideró seriamente
la posibilidad de presentarse a las elecciones
presidenciales y competir con él. Los líderes republicanos
querían que MacArthur, fanático derechista, fuera
nombrado comandante supremo de las fuerzas de la marina
y del ejército de tierra. La idea de que un general tan
autocrático pudiera interferir en la estrategia naval
horrorizaba al almirante King.
A instancias de Roosevelt, Extremo Oriente había sido
dividido en dos zonas de incumbencia. Los británicos se
encargarían de China-Birmania-India, o CBI, aunque China
fuera esencialmente un interés americano. Los
estadounidenses controlarían las operaciones en el
Pacífico y el mar de China Meridional, y garantizarían la
defensa de Australia y Nueva Zelanda. Los dos gobiernos
de estas dos antiguas colonias británicas no veían con
agrado una distribución en la que ellos poco podían decidir
desde el punto de vista estratégico, pues el estado mayor
conjunto en Washington no tenía la más mínima intención
de complicar sus operaciones con la obligación de
consultarlas con países aliados. En abril de 1942, ese
estado mayor había creado un Consejo de Guerra del
Pacífico, integrado por representantes de los países
interesados, pero era un órgano que solo servía para que los
chinos, los holandeses, los australianos y otros pudieran
«desahogarse»,1 y nada más.
Australia constituía el principal objetivo de la defensa
aliada desde el mes de enero, cuando los japoneses
capturaron Rabaul, en Nueva Bretaña, y convirtieron esta
localidad en una de sus principales bases navales y aéreas.
Ello suponía una amenaza para las rutas de navegación que
unían Australia con los Estados Unidos. Todos coincidían
en que era necesario actuar, pero entonces estalló una
estúpida discusión sobre si las operaciones en aquella zona
estaban bajo el mando de MacArthur o del almirante
Nimitz, comandante en jefe del Pacífico o CINCPAC por
sus siglas en inglés. Tras los desaguisados ocurridos
durante la batalla del mar del Coral, los japoneses optaron
por aplazar su siguiente operación, la captura de Port
Moresby, en la costa meridional de Papúa Nueva Guinea,
prevista para mayo. Sin embargo, sí tomaron más al este el
puerto de Tulagi, en las islas Salomón. Rabaul era el
objetivo principal de los americanos, y MacArthur quería
atacarla de inmediato, pero antes de intentar reconquistarla,
la Marina de los Estados Unidos insistió en la necesidad de
asegurar primero las islas meridionales del archipiélago de
las Salomón. La última cosa que quería Nimitz era que
MacArthur lanzara la 1.ª División de Infantería de Marina
contra Rabaul y que pusiera en peligro sus portaaviones en
aguas controladas por la aviación japonesa.
Desde las islas en las que permanecían ocultos, los
efectivos grupos de vigilancia costera australianos, los
coastwatchers, informaron por radio que los japoneses
estaban construyendo un aeródromo en Guadalcanal, en el
extremo suroriental de las islas Salomón. Pero a última
hora de la tarde del 21 de julio, mientras los americanos se
preparaban para invadir Tulagi y Guadalcanal con la 1.ª
División de Infantería de Marina, y MacArthur trasladaba su
cuartel general de Melbourne a Brisbane, llegó la noticia
de que los japoneses habían desembarcado un contingente
de dieciséis mil hombres en Buna, en la costa del norte de
Papúa. Era evidente que tenían la intención de capturar Port
Moresby, localidad situada en la costa sur, para convertirla
en la base desde la que atacar Australia.
Los japoneses enseguida establecieron una cabeza de
puente, y a continuación comenzaron a avanzar por el
angosto camino de Kokoda. Este tortuoso sendero
atravesaba la espesa jungla y cruzaba zigzagueando la
cordillera de Owen Stanley, cuyos montes alcanzan los
cuatro mil metros de altitud. Aunque muy inferiores en
número, los defensores australianos lucharon con bravura
desde su retaguardia, ralentizando el avance nipón. En la
humedad extrema propia de las pluviselvas tropicales, los
dos bandos sufrieron los estragos de enfermedades como
la disentería, el tifus, la malaria y el dengue. Las boscosas
laderas de las montañas eran tan empinadas que los
soldados tenían las piernas y las rodillas doloridas, y al
mismo tiempo les parecía que eran de gelatina.
En medio del hedor de una vegetación viscosa y
putrefacta, los uniformes se desgarraban, la piel se
infectaba por las picaduras de los insectos, y en uno y otro
bando se medio morían de hambre debido a las dificultades
para hacer llegar las provisiones. Los lanzamientos de
víveres para los australianos caían lejos de los objetivos, y
solo pudo recuperarse unos pocos contenedores. Los dos
bandos utilizaban nativos papúes como porteadores,
encargados de transportar las provisiones y los pertrechos,
o como camilleros para el traslado de los heridos. Era un
trabajo agotador en aquellas laderas empinadas y fangosas
de las montañas de la cordillera. Los diez mil papúes que
ayudaban a los australianos recibieron, en general, un trato
digno, pero los que fueron obligados a trabajar para los
japoneses no corrieron la misma suerte.
Los combates fueron despiadados. Los soldados
japoneses, con clavos en las botas, se ocultaban entre las
ramas de los árboles para disparar a los australianos por la
espalda. Muchos se hacían el muerto y se escondían entre
los cadáveres de sus compañeros hasta que tenían la
oportunidad de pegarle un tiro al enemigo por la espalda.
Los soldados australianos enseguida aprendieron a
atravesar con la bayoneta todos los cuerpos de los caídos
para asegurarse de que estuvieran bien muertos. También
aprendieron a disfrutar contaminando toda la comida que se
veían obligados a abandonar en su retirada: con las
bayonetas rompían las latas y esparcían los alimentos en el
barro. Sabían que los japoneses estaban mucho más
desesperados que ellos y se comerían cualquier cosa sin
considerar las posibles consecuencias gástricas.
MacArthur, cuya falta de información resultaba
escandalosa, estaba convencido de que los australianos
superaban en número a los japoneses, y que simplemente
no estaban bien preparados para el combate. De hecho, los
soldados australianos, con el apoyo de zapadores del
ejército americano, consiguieron agotar al enemigo
durante los meses siguientes, a pesar de encontrarse en
unas condiciones horribles, impidiéndole la entrada a Port
Moresby. Otra fuerza australiana más poderosa frustraría,
mientras tanto, un desembarco de los japoneses en la bahía
de Milne, en el extremo oriental de Papúa.
El 6 de agosto, escudados por las nubes y la intensa lluvia,
los ochenta y dos barcos de la Fuerza Operacional 61
avistaron las islas de Guadalcanal y Tulagi. Los diecinueve
mil marines americanos comenzaron a comprobar sus
armas, a afilar sus bayonetas y a limpiar sus fusiles. No
había tiempo ni para payasadas ni para bromas. Al día
siguiente, al amanecer, mientras los marines, cargados con
sus equipos, bajaban por las redes hasta las lanchas de
desembarco, los cañones de sus buques escolta abrieron
fuego. Sobrevolando sus cabezas, los aparatos aéreos de
los portaaviones se dirigieron a bombardear las posiciones
japonesas. Las lanchas de desembarco enseguida
alcanzaron las playas, y los marines saltaron de ellas,
dispersándose entre los cocoteros. La flota de invasión
estadounidense había logrado sorprender al enemigo en
Guadalcanal y en Tulagi. Los japoneses no esperaban que
los americanos contraatacaran con tanta celeridad tras las
derrotas sufridas.
Los combates fueron especialmente encarnizados en
Tulagi, pero al día siguiente, poco antes de anochecer, la 1.ª
División de Infantería de Marina, reforzada, había
asegurado las dos islas. Al vicealmirante Fletcher, oficial al
mando de la fuerza operacional naval encargada de la
invasión, le preocupaba que sus tres portaaviones pudieran
ser atacados por aparatos aéreos de los aeródromos o
incluso de los portaaviones del enemigo. Para enfado y
consternación del contraalmirante Richmond K. Turner,
comandante de la fuerza anfibia, Fletcher insistió en
regresar a casa con sus portaaviones y sus buques escolta
en menos de cuarenta y ocho horas. Turner consideró la
decisión de Fletcher una especie de deserción ante la
aparición de las fuerzas enemigas.
A primera hora del 9 de agosto, la fuerza de apoyo de
Turner se vio sorprendida por una imponente escuadra de
cruceros japoneses que había zarpado de Rabaul. La
Armada Imperial nipona sabía que jugaba con ventaja en las
acciones nocturnas. El crucero australiano Canberra, tres
cruceros estadounidenses y un destructor fueron hundidos
en apenas media hora. En total perecieron mil veintitrés
marineros australianos y americanos. Por fortuna para los
Aliados, el vicealmirante Mikawa Gunichi, temiendo que al
amanecer lanzaran un ataque aéreo desde los portaaviones
americanos, que por entonces ya se encontraban muy lejos,
decidió regresar a Rabaul. Turner siguió desembarcando
más equipamiento de los marines en Guadalcanal, y luego
tuvo que sacar inmediatamente de allí sus barcos, pues
había perdido demasiados buques escolta.
Los marines, perfectamente conscientes de su
delicada situación, enseguida ocuparon y arreglaron el
aeródromo japonés, que rebautizaron con el nombre de
«Campo Henderson». Estaba situado junto a la costa, al
norte de Guadalcanal, y rodeado de cocoteros. Todos los
días, a primera hora de la tarde, el enemigo bombardeaba.
Los marines decían que era «la hora de Tojo». Y los
cruceros y destructores japoneses que navegaban por el que
fue denominado «Estrecho del Fondo de Hierro» por los
barcos que habían sido hundidos en sus aguas, abrieron
fuego contra el aeródromo en numerosas ocasiones. El 15
de agosto, la marina norteamericana consiguió hacer llegar
combustible y bombas para los aviones que iban a operar
desde el aeródromo. Cinco días después, llegaron al campo
de aviación diecinueve cazas Wildcat y doce bombarderos
en picado que despegaron de un portaaviones. El general de
división Alexander A. Vandegrift, comandante de la 1.ª
División de Infantería de Marina, reconocería que le
saltaron las lágrimas de alegría, y de alivio, cuando estos
aparatos aterrizaron sanos y salvos. Esta fuerza aérea
recibió el nombre de «Fuerza Aérea Cactus» (CAF por sus
siglas en inglés), pues «Cactus» era el nombre en clave que
habían utilizado los aliados para referirse a Guadalcanal.
Las noches esperando que se produjera el inevitable
contraataque japonés fueron lo peor. Un ruido repentino, ya
fuera producido por uno de los enormes cangrejos de
tierra, un jabalí entre la maleza, un ave o un coco que
cayera sobre la arena, bastaba para que los centinelas se
asustaran y empezaran a abrir fuego en la oscuridad. Los
hombres pasaban el día reforzando las defensas, aunque
buena parte del material siguiera a bordo de las naves de
transporte que el almirante Turner se había visto obligado a
retirar tras la partida de Fletcher y la desastrosa batalla del
Estrecho del Fondo de Hierro.
Por fortuna para los marines, los japoneses habían
subestimado de manera lamentable su potencial. Durante la
noche del 18 de agosto, unos destructores japoneses
procedentes de Rabaul desembarcaron el 28.0Regimiento, a
las órdenes del coronel Ichiki Kiyono, en un punto situado
a unos treinta kilómetros al este del Campo Henderson. En
cuanto Vandegrift fue informado del desembarco por las
patrullas de reconocimiento, ordenó que se defendiera la
línea del río Ilu. La noche del 21 de agosto, el coronel
Ichiki mandó a sus hombres, unos mil soldados, que
atacaran a través de un manglar. Los marines los aguardaban
al otro lado del río.
Bajo la fatal luz verde de las bengalas, aniquilaron a
los japoneses con ametralladoras y cañones antitanque que
disparaban metralla. «La fiebre se apoderó de nosotros»,
escribiría un marine hablando de su sed de sangre. Solo
unos pocos pudieron abrirse paso, pero enseguida fueron
abatidos. Los marines lanzaron un ataque por los flancos
con un batallón de reserva. «Algunos japoneses se tiraban al
canal y se alejaban a nado del bosque de los horrores»,
sigue contando el mismo marine. «Parecían leminos. No
podían dar media vuelta. Sus cabezas parecían bolas de
corcho flotando en el horizonte. Los marines, tendidos
sobre la arena, disparaban a sus cabezas».2 De los mil
soldados japoneses, más de ochocientos perecieron. Los
marines cazadores de recuerdos buscaban entre los
cadáveres infestados de moscas cualquier cosa que luego
pudieran vender o intercambiar. Uno de ellos, apodado
«Souvenirs», fue de cadáver en cadáver con unos alicates.
Les abría la boca y arrancaba los dientes de oro. Enseguida
aparecieron los cocodrilos, que se dieron un verdadero
festín. Con sentimientos mezclados, los marines,
agazapados en sus trincheras, oían en la oscuridad cómo
aquellos animales devoraban los cuerpos. El coronel Ichiki,
que sobrevivió al ataque, se suicidó siguiendo el ritual
japonés del seppuku, el desentrañamiento.
El 23 de agosto, los nipones enviaron otra fuerza de
desembarco, esta vez fuertemente escoltada por la Flota
Combinada. Su acción dio lugar a la batalla de las Salomón
Orientales. Los portaaviones del almirante Fletcher
recibieron la orden de regresar a la zona. Sus aparatos
aéreos atacaron y hundieron un portaaviones ligero, el
Ryujo, buque escolta de una escuadra de cruceros que
bombardeaba Campo Henderson, pero Fletcher ignoraba
que otros dos portaaviones de mayores dimensiones, el
Zuikaku y el Shokaku, navegaban también por aquellas
aguas. Los japoneses lanzaron su aviación contra la fuerza
operacional de Fletcher, dañando el portaaviones
Enterprise, pero perdieron noventa aviones, y los
americanos solo veinte. Entonces se retiraron los
portaaviones de uno y otro bando, pero los pilotos de
infantería de marina de Campo Henderson, con la ayuda de
unos bombarderos pesados B-17 Fortress, lograron
alcanzar a la fuerza invasora, destruyendo el barco principal
de transporte de tropas, hundiendo un destructor y dañando
seriamente el buque insignia del contraalmirante Tanaka
Raizo, el Jintsu.
Con la Fuerza Aérea Cactus controlando los accesos
por mar durante el día, los japoneses solo podían hacer
llegar refuerzos durante las horas nocturnas. Debido a la
pérdida de aviones, los americanos también tenían que
desembarcar a sus tropas de reemplazo al anochecer. Los
obsoletos cazas Wildcat de los marines no eran
comparables con los Zero, pero, de todos modos,
consiguieron derribar un número impresionante de aviones
enemigos. En tierra, los marines de Vandegrift vivían en
unas condiciones durísimas en sus trincheras lindantes con
la jungla o en los espesos cocotales. Bombardeados
constantemente por aire y por mar, también se enzarzaban
en encarnizados y largos combates con grupos de
japoneses. Y todas las noches un bombardero, al que
llamaban «Charlie la lavadora», sobrevolaba la zona
produciendo un fuerte zumbido que les impedía conciliar el
sueño. Los japoneses, que iban escasos de munición,
trataban de conseguir que los marines revelaran sus
posiciones por la noche, haciendo ruido con un par de
cañas de bambú para que pareciera el disparo de un fusil.
Entonces, aprovechando la oscuridad, se aproximaban
arrastrándose, saltaban dentro de las trincheras y
empezaban a golpear en todas direcciones con un machete,
y luego salían corriendo de allí con la esperanza de que en
medio de la confusión los supervivientes acabaran
matándose los unos a los otros.
Difícilmente podían mitigar el hambre con las
provisiones de arroz infestado de gusanos que habían
arrebatado a los japoneses. Pero los peores enemigos eran
las fiebres tropicales, la disentería y la putrefacción de la
carne provocada por las úlceras tropicales en un clima tan
húmedo. El valor era una moneda que a veces se agotaba.
En cierta ocasión, unos cuantos hombres se derrumbaron
bajo el intenso bombardeo, para consternación y vergüenza
de sus camaradas. «Todo el mundo miró a otro lado»,
escribiría el mismo soldado de infantería de marina,
antiguo articulista deportivo, «como haría un millonario
ante el horripilante espectáculo de un miembro de su club
pidiendo prestados cinco dólares al camarero».3
A finales de agosto, aprovechando la oscuridad de la
noche, el almirante Tanaka logró desembarcar un
contingente de seis mil hombres a las órdenes del general
de división Kawaguchi Kiyotake. Este despliegue de tropas
en Guadalcanal en lugar de Papúa supuso un cierto alivio
para los australianos que defendían Port Moresby. El
grueso de las fuerzas desembarcó en el mismo lugar en el
que lo había hecho el regimiento de Ichiki, y el resto lo
hizo al oeste del aeródromo Henderson. Kawaguchi era
prácticamente tan arrogante y carente de imaginación como
Ichiki. Sin enviar ninguna patrulla en misión de
reconocimiento para explorar la zona, decidió lanzar un
ataque desde el sur de Campo Henderson.
En cuanto se puso en marcha, una tropa de incursión
atacó su base y destruyó su artillería y sus radios; los
marines se dedicaron luego a orinar en las provisiones de
alimentos de los japoneses. La fuerza de Kawaguchi,
ignorando el ataque, se adentró en la jungla, perdiéndose en
varias ocasiones. Finalmente, el 15 de septiembre, a última
hora de la tarde, Kawaguchi empezó a atacar por la pequeña
cresta situada al sur de Campo Henderson. Los marines,
conscientes de que las fuerzas navales americanas no
podrían acudir en su ayuda porque el enemigo había
recibido refuerzos en Rabaul, se temían lo peor. Si se veían
superados, no tendrían más remedio que salir corriendo
hacia las montañas y emprender allí una guerra de
guerrillas. Y la escasez de comida ya empezaba a ser muy
alarmante.
La batalla de la cresta Edson, o de la «maldita cresta»,
supuso para los marines la pérdida de una quinta parte de
sus efectivos, pero los japoneses acabaron perdiendo más
de la mitad de sus hombres. Kawaguchi tuvo que aceptar la
derrota cuando sus otras fuerzas se vieron también
superadas. Los supervivientes se retiraron a las colinas,
donde, junto con las tropas del ataque frustrado de Ichiki,
se murieron literalmente de hambre mientras sus
uniformes iban pudriéndose. Entre las fuerzas japonesas,
Guadalcanal se ganaría el nombre de «la isla del hambre».
El almirante Yamamoto se puso hecho una furia
cuando tuvo noticia del desastre. Había que vengar
semejante ultraje a la bandera japonesa, por lo que de todas
direcciones comenzaron a llegar fuerzas para concentrarse
y aplastar a los defensores americanos. El almirante Turner
regresó con su fuerza operacional para desembarcar el 18
de septiembre nuevas tropas de refuerzo, el 7.° Regimiento
de Infantería de Marina, pero el portaaviones Wasp fue
alcanzado y hundido por un submarino japonés.
El 9 de octubre, una fuerza nipona mucho más grande,
a las órdenes del teniente general Hyakutake Haruyoshi,
fue desembarcada en la isla. Pero dos días después, por la
noche, Turner llegó de nuevo para desembarcar el 164.°
Regimiento de la llamada División Americal. Primero tenía
en mente otro plan: tender una emboscada a lo que los
marines denominaban el «Tokio Express», los buques de
guerra japoneses encargados del traslado de tropas y
provisiones a la isla de Guadalcanal. En esa ocasión la
fuerza naval nipona estaba formada por tres cruceros
pesados y ocho destructores. En medio del caos provocado
por aquella acción nocturna, la llamada batalla del cabo
Esperanza, los japoneses perdieron un crucero pesado y un
destructor, y otro de sus cruceros pesados sufrió graves
daños. Solo un crucero americano fue alcanzado de lleno
por la artillería nipona. Aquello levantó la moral de los
estadounidenses, y la flota de Turner pudo desembarcar a
los hombres del 164.° Regimiento de Infantería y todos los
pertrechos y provisiones sin sufrir el menor percance. Los
marines se dirigieron a la playa para robar algunos equipos
de «los perros» y hacer cambalaches con los marineros,
utilizando los trofeos arrebatados a los japoneses muertos.
Una espada de samurai fue intercambiada por tres docenas
de tabletas de chocolate Hershey de tamaño grande. Con
una bandera con la «albóndiga», esto es, el sol naciente, se
consiguió una docena.4
Durante las dos noches siguientes, los acorazados
japoneses que navegaban por las aguas del Estrecho del
Fondo de Hierro bombardearon el aeródromo, destruyendo
prácticamente la mitad de los aparatos de la Fuerza Aérea
Cactus e inutilizando la pista de despegue, que no volvió a
estar en funcionamiento hasta una semana después. Pero
estaba construyéndose una segunda pista, y la llegada de
refuerzos había supuesto un gran alivio. La mejor noticia
que recibió Vandegrift fue el nombramiento del
vicealmirante Halsey como comandante en jefe del Teatro
de Operaciones del Pacífico. Halsey, perfectamente
consciente de que Guadalcanal se había convertido en un
tour de force entre Japón y los Estados Unidos, estaba
dispuesto a cancelar otras operaciones con el fin de
concentrar el mayor número de fuerzas posible allí donde
fuera más necesario. Roosevelt coincidía plenamente con
su idea.
Comenzó la estación de lluvias, y con las tormentas se
llenaban de agua las trincheras y los pozos de tirador. Los
hombres, barbudos, temblaban, calados de agua hasta los
huesos durante días y días. La principal prioridad era
mantener secas las municiones. La fuerza de Vandegrift
consiguió repeler los ataques del general Hyakutake, que
eran tan intensos o más que los sufridos anteriormente.
Con la ayuda del machete, los marines habían despejado el
terreno de maleza y de cisca para crear campos de tiro
delante de sus trincheras. Pero la lucha por Guadalcanal fue
convirtiéndose cada vez más en una mêlée naval. Una serie
de enfrentamientos entre finales de octubre y finales de
noviembre constituyó una verdadera guerra de desgaste en
alta mar. Al principio, las pérdidas de los americanos
fueron superiores, pero a mediados de noviembre, durante
tres días de intensos combates en los que se fueron a pique
dos cruceros ligeros y siete destructores estadounidenses,
los japoneses perdieron dos acorazados, un crucero
pesado, tres destructores y siete barcos de transporte de
tropas en los que perecieron seis mil efectivos de refuerzo
destinados al general Hyakutake. A comienzos de
diciembre, la marina estadounidense controlaba los
accesos a la isla.
En la segunda semana de diciembre, la exhausta 1.ª
División de Infantería de Marina fue evacuada para que
pudiera descansar en Melbourne, donde recibió una
calurosa bienvenida por parte de un gran número de jóvenes
mujeres y una Mención Presidencial de Unidad [Militar]
(PUC por sus siglas en inglés). Fue sustituida por la 2.ª
División de Infantería de Marina, la División Americal y la
25.ª División de Infantería, formaciones comandadas bajo
el nombre de XIV Cuerpo por el general de división
Alexander M. Patch. Durante los dos meses siguientes, tras
unos encarnizados combates por hacerse con el monte
Austen, al sur de Campo Henderson, los destructores
japoneses del último «Tokio Express» evacuaron a los
trece mil hombres que quedaban en la isla de aquella fuerza
de Hyakutake formada originariamente por treinta y seis
mil efectivos. Unos quince mil de ellos habían muerto de
hambre. Los japoneses ya hablaban de Guadalcanal como
de «la isla de la muerte». Para los americanos, Guadalcanal
sería su primer trampolín en el Pacífico para llegar a
Tokio.
Lo ocurrido en Guadalcanal permitió también una
defensa efectiva de Port Moresby por parte de los
australianos. Los japoneses, incapaces de reforzar y de
abastecer a sus tropas, ordenaron que se retiraran a Buna, a
la misma costa al norte de Papúa en la que habían
desembarcado. Los australianos disfrutaban por fin de una
superioridad numérica tras la llegada de Oriente Medio de
su 7.ª División. Para los hambrientos y enfermos nipones,
con sus botas y uniformes destrozados, la retirada por la
selva tropical de montaña fue una experiencia horrible.
Muchos no sobrevivieron. En su avance, los australianos
descubrieron que los japoneses habían tenido que comer
incluso carne humana.
Sin embargo, cuando los australianos y los americanos
de la 32.ª División de Infantería atacaron la cabeza de
puente de Gona y Buna, comprobaron que su misión no
estaba ni mucho menos exenta de graves peligros. Los
soldados japoneses habían construido brillantemente
diversos búnkeres camuflados en la jungla, utilizando los
gruesos troncos de los cocoteros que los ponían a salvo de
las balas de las ametralladoras. El 21 de noviembre,
después de que el general MacArthur ordenara a la 32.ª
División de Infantería que había que «capturar Buna hoy a
cualquier precio»,5 los soldados de esa formación
sufrieron las consecuencias de su mandato. Carecían de
armamento pesado, tenían escasez de comida y, además,
eran constantemente bombardeados por sus propias fuerzas
aéreas. Difícilmente habrían podido tener la moral más
baja.
La 7.ª División Australiana, encargada de atacar Gona,
también vivió una experiencia igualmente desgarradora. El
30 de noviembre, por la noche, parte de la 32.ª consiguió
infiltrarse en las posiciones japonesas, moviéndose a
rastras entre la rígida cisca de tallo largo y apuntado. Pero
la batalla por Buna y Gona seguía adelante debido a la
férrea y desesperada resistencia de los japoneses. Solo la
llegada de unos tanques ligeros y de más piezas de artillería
para destruir los búnkeres nipones permitió por fin que los
Aliados pudieran abrirse paso y avanzar. Cuando los
australianos consiguieron tomar Gona el 9 de diciembre,
comprobaron que los japoneses habían amontonado
alrededor de sus posiciones los cadáveres putrefactos de
sus soldados a modo de sacos de arena.
En enero de 1943, la 32.ª División y los australianos
lograron por fin aplastar los últimos focos de resistencia
de la región de Buna. Los defensores japoneses habían
estado alimentándose de hierbas y raíces silvestres.
Muchos habían perecido, víctimas de la disentería
amebiana y la malaria provocadas por la malnutrición, y los
pocos que fueron hechos prisioneros presentaban graves
síntomas de inanición. MacArthur se atribuyó una «victoria
aplastante»,6 una victoria que había tardado tanto tiempo en
producirse debido, diría luego el general, a la «parsimonia»
de los comandantes australianos. Pero tanto la batalla de
Guadalcanal como la de Papúa, que coincidieron en el
tiempo con la campaña de Stalingrado, pero bajo unas
condiciones climáticas muy distintas, supusieron el fin del
mito de la invencibilidad de los japoneses. Representaron
un verdadero punto de inflexión en la guerra del Pacífico,
aunque fuera la batalla naval de Midway la realmente
importante desde el punto de vista estratégico.

En Birmania, por otro lado, era inimaginable que se


produjera un punto de inflexión tras la retirada, a lo largo
de mil ochocientos kilómetros, a Assam. Para las tropas
aliadas obligadas a refugiarse en la India, la guerra en
Europa habría podido desarrollarse en otro planeta, por
mucho que les afectara directamente, pues implicaba para
ellas la llegada de menos refuerzos, de menos cobertura
aérea y de menos provisiones y pertrechos de los
solicitados. Churchill reconocía que el teatro de
operaciones de Birmania no era fundamental en la guerra
contra Japón, por mucho que fuera esencial para reabrir la
carretera que conducía a China. Solo estaba interesado en
reconquistar el país para vengar la humillante derrota
sufrida y recuperar para Gran Bretaña un prestigio que en
aquellos momentos se veía seriamente empañado.
El mariscal de campo Wavell, consciente de que sus
tropas no podían estar demasiado tiempo de brazos
cruzados, decidió lanzar una ofensiva, pero con
limitaciones, para reconquistar la península de Mayu, en el
golfo de Bengala, y la isla de Akyab, situada frente a la
costa, a unos ochenta kilómetros al sur de la frontera. La
primera ofensiva en Arakan tuvo lugar en un terreno de
«empinadas colinas boscosas, de arrozales y pantanos».7
Los manglares y las pequeñas ensenadas dificultaban
enormemente el paso por buena parte de la franja costera.
Esa operación fue considerada una especie de ataque
preventivo para impedir cualquier intento de invasión de la
India por parte de los japoneses. El plan era que la 14.ª
División India avanzara desde Cox's Bazaar hasta la
península de Mayu, mientras la 6.ª Brigada de Infantería
desembarcaba en la desembocadura del río Mayu para
tomar Akyab con su aeródromo nipón. Al final, no pudo
disponerse de lanchas de desembarco debido a la puesta en
marcha de la Operación Torch y a las necesidades de los
americanos en las islas Salomón. El general Noel Irwin,
comandante del Ejército Oriental, se había negado a utilizar
el XV Cuerpo de Slim por unas desavenencias personales
surgidas en 1940, cuando este último destituyó a un amigo
de Irwin en Sudán. Irwin reaccionó con muy malos modos,
y cuando Slim se lamentó de ello, respondió: «No puedo
ser maleducado. Soy tu superior».8
El avance por la costa se vio bloqueado por fuerzas
japonesas entre Maungdaw y Buthidaung, y las fuertes e
intensas lluvias hicieron extremadamente difícil cualquier
movimiento. Luego, en diciembre, el contingente japonés,
muy inferior en número, se retiró. La 14.ª División India
prosiguió el avance, tanto por la península de Mayu, como
por la margen derecha del río Mayu, en dirección a
Rathedaung. Pero los japoneses habían enviado tropas de
refuerzo que bloquearon el paso por la península a la altura
de Donbaik y contraatacaron en las inmediaciones de
Rathedaung.
Como les ocurrió a los americanos y a los
australianos en otros escenarios, los batallones indios
presentes en la península, pese a recibir los refuerzos de la
6.ª Brigada británica, sufrieron cuantiosas pérdidas debido
a la acción de las tropas japonesas que operaban desde una
serie de búnkeres perfectamente camuflados en los
alrededores de Donbaik. En marzo de 1943, un ataque
relámpago de los nipones a través del río Mayu puso en
peligro su retaguardia, obligando a los británicos a
emprender la retirada. Una formación de la 55.ª División
japonesa logró incluso capturar el cuartel general de la 6.ª
Brigada y a su comandante. Al final, los soldados británicos
e indios, completamente exhaustos, y muchos de ellos
enfermos de malaria, tuvieron que retirarse y regresar a la
India. El número de sus bajas, unas tres mil, fue el doble
del de las japonesas. El general Stilwell declararía
despectivamente que los británicos eran tan reacios a
luchar contra los japoneses como los nacionalistas chinos
de Chiang Kai-shek.

El 17 de enero de 1943, Gran Bretaña y los Estados Unidos


renunciaron oficialmente a todos los derechos a las
concesiones internacionales, que habían sido impuestas a
China en virtud de los «tratados desiguales», firmados tras
las Guerras del Opio y la Rebelión Bóxer. Este acuerdo,
aceptado a regañadientes por los británicos, fue adoptado
para que China siguiera en la guerra mientras se llevaba a
cabo la principal ofensiva contra Japón en el teatro de
operaciones del Pacífico. La llamada «incursión de
Doolittle», emprendida contra Tokio en abril de 1942
desde el portaaviones estadounidense Hornet, y en la que
los pilotos supervivientes tuvieron que aterrizar en la costa
de China, había dado lugar a una ofensiva japonesa en el
curso de la cual fue arrasada una ciudad, y destruida una
base aérea nacionalista.
Stilwell, tal vez influido por su parte de
responsabilidad en el desastre que había derivado en la
pérdida de Mandalay, comenzó a obsesionarse con
reconquistar Birmania. Su plan a largo plazo, una vez
recuperado el paso por la carretera de Birmania, era
rearmar y reciclar las fuerzas de Chiang Kai-shek para
derrotar a los japoneses en China. El 7 de diciembre de
1942, el general Marshall decidió desde Washington que
los Estados Unidos solo estaban interesados en
reconquistar Birmania para reabrir una vía de
abastecimiento, no para reforzar los ejércitos de Chiang
Kai-shek. Su único deseo era «aumentar rápidamente el
número de operaciones aéreas fuera de China».9
Marshall estaba impresionado por los informes de los
antiguos Tigres Voladores de Chennault, convertidos en la
XIV Fuerza Aérea de los Estados Unidos después de lo de
Pearl Harbor. «Los bombardeos, con poquísimas bajas
americanas», añadía, «ya han causado cuantiosos daños si
tenemos en cuenta el número de aviones que han
participado». Chennault, en una carta personal dirigida a
Roosevelt, había afirmado que podía acabar con la fuerza
aérea japonesa en China, atacar las rutas de abastecimiento
de Japón en el mar de China Meridional e incluso lanzar
incursiones contra la mismísima ciudad de Tokio.
Chennault estaba convencido de que era «capaz de
conseguir la caída de Japón»,10 del mismo modo que el
mariscal del Aire sir Arthur Harris creía en Gran Bretaña
que el Mando de Bombarderos podía, por sí solo, derrotar a
Alemania. Aunque en Washington no convenció tanto
exceso de optimismo, lo cierto es que una campaña aérea
con base en China parecía una propuesta mucho más
esperanzadora que la idea de Stilwell de reciclar
posteriormente los ejércitos de Chiang Kai-shek. Stilwell
se sintió ofendido al verse ninguneado, e inició un
enfrentamiento con Chennault. En enero de 1943, Marshall
tuvo que escribirle una carta en tono severo, instándolo a
colaborar con Chennault, pero no sirvió de nada.
Ese choque de personalidades no hizo sino contribuir
a la falta de una estrategia coherente en el Pacífico; una
falta de estrategia que se debía principalmente a la
obsesión personal de MacArthur con las Filipinas y a su
firme determinación de cumplir su promesa: «Regresaré».
No dejaba de insistir en la necesidad de lanzar una ofensiva
en Nueva Guinea para expulsar a las fuerzas japonesas que
quedaban en la zona y poder luego preparar la invasión de
las Filipinas. Con su manera brillante de manipular a la
prensa, MacArthur logró convencer a la opinión pública
norteamericana de que su gran deber moral era liberar a su
aliado semicolonial de los horrores de la ocupación
japonesa.
Con un plan mucho más práctico, la Marina de los
Estados Unidos quería avanzar, archipiélago por
archipiélago, hacia Japón, cortando los suministros de
todas sus remotas guarniciones y fuerzas de ocupación.
Incapaces de llegar a un acuerdo con MacArthur y salir de
ese punto muerto, los jefes del estado mayor conjunto se
comprometieron a desarrollar una política llamada «de dos
ejes» que debía tener en cuenta las dos ideas a la vez. Solo
los Estados Unidos, con su extraordinaria producción de
barcos y aviones, eran capaces de coronar con éxito una
empresa con semejante dispersión de fuerzas.
El poderío cada vez mayor de los Estados Unidos en
el Pacífico no sirvió de ayuda a los chinos nacionalistas, y
la política de dos ejes hizo que enviarles recursos pasara a
ocupar uno de los últimos puestos en la lista de prioridades
de los americanos. Por otro lado, el cambio significativo
que experimentó el curso de la guerra a finales de 1942,
especialmente en Guadalcanal, obligó a Tokio a cancelar su
plan de poner en marcha la ofensiva Gogó, en la que el
Ejército Expedicionario de China debía avanzar hasta
Szechuan y acabar con el gobierno nacionalista de
Chungking.
24
STALINGRADO
(agosto-septiembre de 1942)

Stalin se puso furioso cuando se enteró de que las fuerzas


soviéticas habían sido obligadas a retroceder a las afueras
de Stalingrado. «¿Qué es lo que les pasa?», gritó por
teléfono al general Aleksandr Vasilevsky, al cual había
enviado a la zona para que informara a la Stavka. «¿Acaso
no se dan cuenta de que eso es una catástrofe no solo para
Stalingrado? ¡Perderíamos también nuestra principal vía
fluvial y nuestro petróleo!»1 Además de las fuerzas de
Paulus que amenazaban la ciudad por el norte, los dos
cuerpos panzer de Hoth avanzaban rápidamente por el sur.
Vasily Grossman, el primer corresponsal en llegar a la
ciudad machacada por la Luftwaffe, estaba tan alarmado
como el que más. «Esta guerra en la frontera de Kazajstán,
en la cuenca baja del Volga, le da a uno la terrible
sensación de un cuchillo clavado muy hondo». Mientras
inspeccionaba los edificios bombardeados con las ventanas
vacías y los tranvías carbonizados en medio de las calles,
comparaba las ruinas de la ciudad con «Pompeya, víctima
de la catástrofe en un día en el que todo estaba en auge».2
El 25 de agosto de 1942, se declaró el estado de sitio
en Stalingrado. La 10.ª División de Fusileros del NKVD
organizó «batallones destructores» de trabajadores,
hombres y mujeres, de la Fábrica de Munición Barrikady,
de las Acererías Octubre Rojo, y de la Fábrica de Tractores
Dzerzhinsky. Escasamente armados, fueron enviados a
combatir contra la 16.ª División Panzer con los resultados
previsibles. Grupos de bloqueo de militantes del
Komsomol (Juventudes Comunistas), provistos de armas
automáticas, fueron situados tras ellos para impedir
cualquier posible retirada. Al noroeste de la ciudad, el I
Ejército de Guardias recibió la orden de atacar el flanco
del XIV Cuerpo Panzer del general Gustav von
Wietersheim, que se hallaba a la espera de refuerzos y
pertrechos. El plan consistía en unirse al LXII Ejército, que
estaba siendo obligado a replegarse al interior de la ciudad,
pero los panzer, con el apoyo de la aviación de Richthofen,
los hicieron retroceder durante la primera semana de
septiembre.
La Luftwaffe continuó machacando la ciudad en
ruinas. Bombardeó y ametralló los transbordadores, los
vapores de ruedas y las pequeñas barcazas que intentaban
evacuar a la población civil de la margen derecha del Volga
a la izquierda. Hitler, obcecado con la aniquilación del
enemigo bolchevique, promulgó una nueva disposición el 2
de septiembre. «El Führer ordena que, en el momento de la
entrada en ella, sea eliminada toda la población masculina
de la ciudad, pues Stalingrado, con su población de un
millón de habitantes, comunistas convencidos, es
particularmente peligrosa».3
Los sentimientos de los soldados alemanes eran muy
variados, como ponen de manifiesto las cartas enviadas a
sus familias. Algunos se mostraban exultantes ante la
proximidad de la victoria, pero otros se quejaban de que, a
diferencia de lo que ocurría en Francia, no había nada que
comprar para mandar a casa. Sus esposas les pedían pieles,
especialmente de astracán. «Por favor, mándame un regalo
de Rusia, cualquier cosa, no me importa lo que sea»,
reclamaba la mujer de uno de ellos.4 Con los bombardeos
de la RAF, las noticias procedentes de Alemania no eran
demasiado alentadoras. Los parientes se quejaban del
aumento de las movilizaciones. «¿Cuándo va a acabarse
toda esta Sckweinerei?», decía una carta recibida por el
soldado Müller. «No tardarán en ser enviados al campo de
batalla los muchachos de dieciséis años». Y su novia le
decía que ya no iba al Kino, pues le resultaba «demasiado
triste ver los noticiarios cinematográficos con las últimas
informaciones sobre el Frente».5
Al anochecer del 7 de septiembre, aunque el avance
hacia Stalingrado parecía un éxito, Hitler tuvo un ataque de
furia como no se le había visto nunca. El general Alfred
Jodl acababa de regresar al Cuartel General del Führer en
Vinnitsa de una visita al Generalfeldmarschall List,
comandante en jefe del Grupo de Ejércitos A en el
Cáucaso. Cuando Hitler se quejó de que List no hubiera
conseguido hacer lo que se le había ordenado, Jodl replicó
que List había hecho lo que le habían dicho que hiciera.
Hitler gritó: «¡Eso es mentira!», y salió violentamente de la
habitación. A continuación dio instrucciones para que los
estenógrafos copiaran todas y cada una de las palabras que
se dijeran en la conferencia sobre la situación vigente que
se celebraba a diario.6
El general Warlimont, del estado mayor del OKW,
quedó sorprendido por el espectacular cambio que, según
pudo constatar, se había producido en el ambiente cuando
regresó después de una breve ausencia. Hitler lo saludó con
una «larga mirada de violento odio». Más tarde el general
afirmaría que pensó: «Este hombre se ha puesto en
evidencia; se ha dado cuenta de que su juego fatal se ha
acabado».7 Otros miembros del estado mayor de Hitler
pensaban también que se había encerrado en sí mismo. Ya
no comía con los miembros de su estado mayor ni los
saludaba dándoles la mano. Parecía desconfiar de todo el
mundo. Apenas dos semanas después el Führer destituyó al
general Halder como jefe del estado mayor general.
La ocupación de territorios por parte del Tercer Reich
había llegado al máximo. Sus fuerzas se extendían desde el
Volga hasta la costa atlántica de Francia, y desde el Cabo
Norte hasta el Sahara. Pero en aquellos momentos Hitler
estaba obsesionado con la captura de Stalingrado,
principalmente porque llevaba el nombre de Stalin. Beria
decía refiriéndose a la batalla en torno a la ciudad que era
«una confrontación entre carneros», pues se había
convertido en una cuestión de prestigio para los dos
líderes.8 Sobre todo Hitler se aferraba a la idea de alcanzar
una victoria simbólica en Stalingrado, para compensar el
inminente fracaso de su intento de conquistar los campos
petrolíferos del Cáucaso. De hecho la Wehrmacht había
alcanzado el «punto culminante», en el que su ofensiva se
había quedado sin fuelle y ya no era capaz de rechazar
ulteriores ataques.
Pero a los angustiados ojos del mundo exterior, no
había nada que pareciera capaz de detener el avance alemán
por Oriente Medio simultáneamente desde el Cáucaso y
desde el norte de África. La embajada norteamericana en
Moscú esperaba que se produjera de un momento a otro el
colapso de la Unión Soviética. En aquel año de desastres
para los Aliados casi nadie se dio cuenta de que la
Wehrmacht había llevado a cabo una excesiva dispersión de
sus fuerzas que podía resultar muy peligrosa. Y tampoco
casi nadie supo apreciar la resolución de contraatacar
mostrada por el Ejército Rojo acorralado.
Mientras el LXII Ejército se replegaba hacia las afueras de
la ciudad, el general Yeremenko, al mando del Frente de
Stalingrado, y Khrushchev, su comisario político en jefe,
convocaron al general Vasily Chuikov a su nuevo cuartel
general en la orilla izquierda del Volga. Chuikov debía
ponerse al mando del LXII Ejército en Stalingrado.
«Camarada Chuikov», dijo Khrushchev, «¿cómo
interpretas la labor que se te ha encomendado?»
«Defenderemos la ciudad o moriremos en el intento»,
contestó Chuikov. Yeremenko y Khrushchev afirmaron que
lo había entendido muy bien.9
Chuikov, que tenía una cara de rasgos marcados
típicamente rusa y una espesa mata de pelo rizado, se
reveló un líder despiadado, dispuesto a golpear o a pegar un
tiro a cualquier oficial que no cumpliera con su deber. En
aquel clima de caos y pánico, era casi con toda seguridad el
mejor hombre para una tarea como aquella. En Stalingrado
no se necesitaba un genio estratégico: solo la inteligencia
de un campesino y una determinación despiadada. La 29.ª
División Motorizada alemana había llegado al Volga, por el
extremo sur de la ciudad, aislando al LXII Ejército de su
vecino, el LXIV, al mando del general Mikhail Shumilov.
Chuikov sabía que tenía que aguantar, desgastando a los
alemanes, sin tener en cuenta las bajas que se pudieran
sufrir. «El tiempo es sangre», como diría más tarde con una
claridad brutal.10
Para poner freno a los intentos de las tropas de
escapar cruzando el Volga, cada vez más numerosos,
Chuikov ordenó al coronel Sarayan, al mando de la 10.ª
División de Fusileros del NKVD, que situara piquetes en
todos los pasos del río para matar a tiros a los desertores.
Sabía que la moral de la gente estaba viniéndose abajo.
Incluso un comisario político había anotado
imprudentemente en su diario el siguiente comentario:
«Nadie cree que Stalingrado vaya a aguantar. Me parece que
no vamos a vencer nunca».11 Sarayan, sin embargo, se sintió
ofendido cuando Chuikov le dijo que desplegara al resto de
sus tropas para ponerlas a combatir a sus órdenes. El
NKVD no aceptaba de buen grado que ningún oficial del
ejército asumiera el control de sus hombres, pero Chuikov
sabía que podía soportar cualquier amenaza. No tenía nada
que perder. Su ejército había quedado reducido a veinte mil
hombres, con menos de sesenta tanques, muchos de ellos
inmovilizados, de modo que habían sido arrastrados hasta
las posiciones de fuego para ser protegidos en las
trincheras.
Chuikov ya había tenido la impresión de que a las
tropas alemanas no les gustaban los combates cuerpo a
cuerpo, de modo que su intención era mantener sus líneas
lo más cerca posible del enemigo. Esa proximidad habría
impedido también que actuaran los bombarderos de la
Luftwaffe, por temor a alcanzar a sus propios hombres.
Pero quizá la mayor ventaja que tenía era el destrozo que
los enemigos habían causado ya en la ciudad. El paisaje de
ruinas que los bombardeos de Richthofen habían creado
proporcionaría el campo de batalla en el que se batirían sus
hombres. Chuikov tomó además la decisión adecuada
manteniendo su artillería pesada y de medio calibre en la
margen izquierda del Volga, con el fin de disparar sobre las
concentraciones de tropas alemanas cuando formaran para
lanzar sus ataques.
La primera gran acometida de los nazis dio comienzo
el 13 de septiembre, al día siguiente de que Hitler obligara
a Paulus a fijar una fecha para la captura de la ciudad.
Paulus, que tenía un tic nervioso y padecía disentería
crónica, calculaba que sus tropas tomarían la plaza en
veinticuatro días. Los oficiales alemanes habían animado a
sus hombres con la idea de que iban a llegar a las orillas del
Volga rápidamente efectuando una gran carga. Las
escuadrillas de la Luftwaffe de Richthofen ya habían
comenzado el bombardeo, sobre todo con aviones Stuka
zumbando sobre su objetivo. «Sobre nuestras cabezas pasó
una multitud de Stukas», escribía en una carta un Gefreiter
de la 389.ª División de Infantería, «y después de que
atacaran, no podía uno creer que hubiera quedado vivo ni un
ratón». Nubes de polvo blanquecino procedente de los
ladrillos pulverizados se mezclaban con el humo de los
edificios y los depósitos de petróleo en llamas.12
Sin protección alguna en su cuartel general del
Mamaev Kurgan, Chuikov había perdido el contacto con los
mandos de sus divisiones, pues los bombardeos habían
cortado las líneas telefónicas. Se vio obligado a llevarse a
su estado mayor arrastrándose a toda prisa por el suelo
hasta un bunker excavado en la roca que llegaba hasta la
orilla misma del río Tsaritsa. Aunque la mayor parte de los
ataques alemanes habían sido frenados por la feroz
resistencia que se les opuso, la 71.ª División de Infantería
logró penetrar hasta el centro mismo de la ciudad.
Yeremenko se enfrentó a la tarea nada envidiable de tener
que informar por teléfono de lo sucedido a Stalin, que se
encontraba en medio de una reunión con Zhukov y
Vasilevsky. El dictador ordenó inmediatamente que la 13.ª
División de Guardias, al mando del general Aleksandr
Rodimtsev, héroe de la Guerra Civil Española, cruzara el
Volga para unirse a los combates en la ciudad.
Dos regimientos de fusileros del NKVD de Sarayev
lograron frenar a la 71.ª División de Infantería durante el
14 de septiembre e incluso llegaron a reconquistar la
estación central del ferrocarril. Esto dio apenas tiempo a
que los guardias de Rodimtsev empezaran a cruzar el río
esa misma noche, en una flotilla heterogénea de barcas de
remo, pinazas, lanchas cañoneras y gabarras. Fue una
travesía larga y terrible en medio del fuego de la artillería,
pues en Stalingrado el Volga alcanzaba los mil trescientos
metros de anchura. Cuando los hombres de las primeras
barcas se aproximaron a la margen derecha del río,
pudieron ver la silueta de los soldados de infantería
alemanes recortándose sobre la luz de los edificios en
llamas situados por encima de ellos cerca de la orilla. Los
primeros soldados soviéticos que desembarcaron se
lanzaron directamente al ataque en la empinada pendiente
que formaba la margen del río, sin tiempo siquiera de armar
las bayonetas en sus fusiles. Cuando se unieron a los
fusileros del NKVD situados a su izquierda, obligaron a los
alemanes a replegarse. A medida que iban desembarcando
más batallones, fueron avanzando a brazo partido hacia la
línea férrea, al pie del Mamaev Kurgan, donde se
desencadenó una cruenta lucha por dominar la cumbre,
situada a ciento dos metros de altura. Si los alemanes la
tomaban, podrían controlar todas las travesías del río con
su artillería. La colina sería vapuleada por las bombas
durante tres meses, y los cadáveres serían enterrados y
desenterrados una y otra vez en los escombros.
Como es natural muchos fusileros del NKVD
lanzados a primera línea de combate se vinieron abajo
debido a la tensión. El Destacamento Oficial comunicó que
«la unidad de bloqueo del LXII Ejército arrestó entre el 13
y el 15 de septiembre a mil doscientos dieciocho soldados
y oficiales, de los cuales fueron ejecutados veintiuno, diez
fueron encarcelados y otros fueron devueltos a sus
unidades. La mayoría de las tropas arrestadas pertenecía a
la 10.ª División del NKVD».13
«Stalingrado parece un cementerio o un basurero»,
escribió en su diario un soldado del Ejército Rojo. «La
ciudad entera y la zona circundante están negras, como si
las hubieran pintado con hollín».14 Los uniformes de un
bando y otro apenas podían distinguirse al quedar
impregnados de suciedad y cubiertos por la polvareda
levantada por los escombros. Y la mayor parte de los días
el humo y el polvo eran tan espesos que no se podía ver el
sol. El hedor de los cuerpos en descomposición
abandonados en medio de las ruinas se mezclaba con el de
los excrementos y el hierro calcinado. Al menos cincuenta
mil civiles (un informe del NKVD habla de doscientos mil)
no habían podido cruzar el Volga, o no se lo habían
permitido, pues en aquellos momentos se daba prioridad a
la evacuación de los heridos. La gente se hacinaba, muerta
de hambre y de sed, en los sótanos de los edificios en
ruinas mientras la batalla se desarrollaba sobre sus cabezas
y el suelo temblaba con las explosiones.
La vida era mucho peor para los que habían quedado
atrapados detrás de las líneas alemanas. «Desde los
primeros días de la ocupación», informaría más tarde el
Destacamento Especial del NKVD, «los alemanes
empezaron a liquidar a los judíos que habían quedado en la
ciudad, así como a los comunistas, a los miembros del
Komsomol y a las personas sospechosas de ser partisanos.
Fueron sobre todo la Feldgendarmerie y la policía auxiliar
de Ucrania las que se encargaron de la búsqueda y la
detención indiscriminada de judíos. Los traidores
existentes entre la población local también desempeñaron
un papel significativo. Para localizar y asesinar a los judíos,
registraban las viviendas, los sótanos, los escondites y los
refugios subterráneos. De la búsqueda de comunistas y de
miembros del Komsomol se encargaba la Geheime
Feldpolizei, que contó con la ayuda activa de los traidores a
la Madre Patria..., Hubo también violaciones salvajes de
mujeres soviéticas por parte de los alemanes».15
Muchos soldados rusos no fueron capaces de aguantar
la tensión del combate. Durante la batalla de Stalingrado
fueron ejecutados por cobardía o deserción unos trece mil
hombres en total. Los detenidos eran obligados a
desnudarse antes de ser fusilados, para que su uniforme
pudiera ser utilizado de nuevo sin llevar agujeros de bala,
que habrían resultado desalentadores. Los soldados hacían
alusión a los prisioneros que recibían sus «nueve gramos»
de plomo, la última ración que les daba el estado
soviético.16 Los que hacían la vista gorda con los
camaradas que intentaban desertar también eran detenidos.
El 8 de octubre el Frente de Stalingrado comunicaba a
Moscú que tras la imposición de una férrea disciplina «el
clima derrotista ha sido eliminado casi del todo, y el
número de incidentes traicioneros va disminuyendo».17
Los comisarios políticos se sentían particularmente
molestos por los rumores que corrían acerca de que los
alemanes permitían irse a casa a los desertores rusos que
se pasaban a ellos. La falta de instrucción política,
informaba a Moscú un comisario político de alto rango,
«es explotada por agentes alemanes que llevan a cabo su
labor de corrupción, intentando convencer a los soldados
más inestables de que deserten, especialmente a aquellos
cuyas familias han quedado en los territorios ocupados
temporalmente por los alemanes».18
Parece que los más vulnerables eran los ucranianos,
que sentían nostalgia de su tierra, muchos de ellos
refugiados que huían del avance de los alemanes y a los que
habían puesto un uniforme para mandarlos directamente al
frente, de modo que no tenían noticia alguna de la suerte
que habían corrido sus familiares y sus casas.
El departamento político habría podido precisar que
solo el cincuenta y dos por ciento de los soldados del LXII
Ejército era de nacionalidad rusa, como prueba del carácter
multinacional de la Unión Soviética. Y ni siquiera esta cifra
tiene en cuenta el fuerte contingente siberiano. Más de un
tercio de los hombres de Chuikov eran ucranianos. El
equilibrio se conseguía contando a los kazajos, los
bielorrusos, los judíos (jurídicamente definidos como no
rusos), los tártaros, los uzbecos y los azerbaiyanos. Se
esperaba demasiado de la leva masiva llevada a cabo en Asia
central, cuyos integrantes nunca se habían enfrentado a la
tecnología militar moderna. «Les cuesta trabajo entender
las cosas», comunicaba un teniente ruso puesto al mando
de un pelotón de metralletas, «y resulta muy difícil trabajar
con ellos».19 La mayoría llegaba sin haber recibido
instrucción alguna y sus sargentos y oficiales tenían que
enseñarles a utilizar una ametralladora.
«Cuando fuimos trasladados a la segunda línea debido
a las enormes pérdidas sufridas», anotó un soldado tártaro
de Crimea, «recibimos refuerzos: uzbecos y tayikos, que
seguían llevando sus gorras típicas, incluso en el frente.
Los alemanes nos decían en ruso a través de la megafonía:
"¿De dónde habéis sacado a esos animales?"»20
La propaganda dirigida a los soldados fue brutal, pero
probablemente eficaz. Una imagen aparecida en el
periódico del Frente de Stalingrado mostraba a una chica
asustada con las piernas y brazos atados. «¿Qué dirías si tu
amada fuera atada así por los fascistas?», rezaba el letrero
correspondiente. «Primero la violarán con la mayor
desvergüenza, y luego la arrojarán debajo de un tanque.
¡Avanza, guerrero! ¡Dispara al enemigo! ¡Tu obligación es
impedir al violador que abuse de tu novia!»21 Creían
apasionadamente en el slogan propagandístico que decía:
«¡Para los defensores de Stalingrado no hay tierra al otro
lado del Volga!»22
A comienzos de septiembre, a los soldados alemanes
les dijeron sus oficiales que Stalingrado caería pronto y
que eso supondría el fin de la guerra en el frente oriental, o
al menos la oportunidad de obtener un permiso para ir a
casa. El círculo en torno a Stalingrado se cerró cuando las
tropas del IV Ejército Panzer se unieron con el VI Ejército
de Paulus. Todos sabían que la gente en Alemania aguardaba
la llegada de noticias de la victoria. La aparición de la 13.ª
División de Fusileros de la Guardia y la incapacidad de los
alemanes de apoderarse de los atracaderos del centro de la
ciudad fueron consideradas meros reveses temporales.
«Desde ayer», decía en una carta a su familia un integrante
de la 29.ª División de Infantería Motorizada, «la bandera
del Tercer Reich ondea sobre el centro de la ciudad. El
centro y la zona de la estación están en manos alemanas.
No podéis imaginaros cómo recibimos la noticia».23 Por el
flanco izquierdo, los ataques soviéticos desde el norte
fueron repelidos, aunque con un elevado número de bajas.
La 16.ª División Panzer había situado sus tanques en una
ladera resguardada, de modo que destruía todos los
vehículos blindados soviéticos que aparecían por la cima de
la colina. La victoria parecía inevitable, pero con las
primeras heladas empezaron a surgir dudas en la mente de
algunos.
A última hora de la tarde del 16 de septiembre, el
secretario de Stalin entró en su despacho silenciosamente
y puso sobre la mesa del dictador la copia de un
comunicado de radio alemán que había sido interceptado.
Se afirmaba en él que Stalingrado había sido tomada y que
Rusia había quedado dividida en dos. Stalin se acercó a la
ventana y miró al exterior. A continuación llamó por
teléfono a la Stavka. Ordenó que enviaran un comunicado
por radio a Yeremenko y a Khrushchev exigiéndoles que
dijeran exactamente la verdad sobre la situación existente.
Pero de hecho la crisis inmediata ya había pasado. Chuikov
había empezado a traer nuevos refuerzos a través del río
para reemplazar las terribles pérdidas sufridas. La artillería
soviética, concentrada en la margen izquierda del río, era
cada vez más experta en frustrar los ataques alemanes. Y el
VIII Ejército Aéreo empezaba a mandar que despegaran
cada vez más aviones para enfrentarse a la Luftwaffe,
aunque a sus tripulantes seguía faltándoles seguridad en sí
mismos. «Nuestros pilotos creen que cuando despegan ya
son cadáveres», reconocía el comandante de un caza. «De
ahí es de donde vienen las bajas».24
La táctica de Chuikov consistía en no hacer caso de
las órdenes del Frente de Stalingrado, que le establecía la
necesidad de lanzar grandes contraataques. Sabía que no
podía permitirse las bajas que aquello comportaba. Por el
contrario, se decantó por el sistema de «rompeolas»,
utilizando como plazas fuertes casas bien guarnecidas y
cañones antitanques ocultos entre las ruinas con el fin de
fragmentar los ataques alemanes. Acuñó la expresión
«academia de lucha calle por calle de Stalingrado»,
mediante la cual designaba los asaltos nocturnos llevados a
cabo por patrullas de combate de hombres armados con
ametralladoras, granadas, cuchillos e incluso palas afiladas,
que atacaban a través de los sótanos y las alcantarillas.
Los combates se producirían de día y de noche, planta
por planta, en las distintas manzanas de casas en ruinas, con
grupos de enemigos situados en diferentes pisos,
disparando y lanzando granadas a través de los agujeros
abiertos por las bombas. «Una ametralladora es muy útil en
la lucha casa por casa», anotó un soldado. «Los alemanes a
menudo nos tiraban granadas y nosotros por nuestra parte
les tirábamos granadas a ellos. De hecho en varias
ocasiones cogí una granada de los alemanes y se la devolví;
las bombas estallaban incluso antes de caer al suelo. Mi
sección recibió la orden de defender una casa, y de hecho
estábamos todos en el tejado. Los alemanes llegaron a los
bajos y al primer piso, y abrimos fuego contra ellos».25
El reabastecimiento de municiones se convirtió en un
problema desesperante. «La munición que nos traen
durante la noche no es recogida a tiempo por los
representantes del mando del LXII Ejército», informaba el
Destacamento Especial del NKVD. «Es descargada a la
orilla del río y a menudo estalla como consecuencia del
fuego enemigo durante el día. Los heridos no se evacúan
hasta la caída de la noche. Los hombres que sufren heridas
graves no reciben ayuda alguna. Mueren y sus cadáveres no
son recogidos. Los vehículos pasan por encima de ellos.
No hay médicos. Los heridos reciben ayuda de las mujeres
del lugar».26 Aunque sobrevivieran a la travesía del Volga y
llegaran a algún hospital de campaña, sus perspectivas
distaban mucho de ser alentadoras. Las amputaciones se
llevaban a cabo a toda prisa. Muchos heridos eran
evacuados en trenes hospital a Tashkent. Un soldado apuntó
que en la sala en la que fue colocado con otros catorce
soldados de Stalingrado, solo cinco hombres conservaban
«todas sus extremidades».27
Los alemanes, desconcertados por haber perdido las
ventajas de maniobra de las que gozaban, denominaron
aquella nueva forma de combate Rattenkrieg o guerra de
ratas. Sus mandos, horrorizados por la tremenda ferocidad
de semejante lucha, en la que sus bajas alcanzaban unas
cotas elevadísimas, pensaron que estaban obligándolos a
recurrir a las viejas tácticas de la Primera Guerra Mundial.
Intentaron responder con grupos de asalto, pero a sus
soldados no les gustaba combatir de noche. Y los
centinelas, asustados ante la idea de que los siberianos se
presentaran sigilosamente para cogerlos prisioneros y
convertirlos en «lenguas» de interrogatorio, eran presa del
pánico en cuanto se producía algún ruido, por pequeño que
fuera, y empezaban a disparar. El gasto del VI Ejército en
munición superaría solo en el mes de septiembre los
veinticinco millones de cartuchos. «Los alemanes
combaten sin escatimar la munición», informaba el
Destacamento Especial a Beria en su despacho de Moscú.
«Son capaces de abrir fuego con cañones de campaña
contra un solo hombre, mientras que nosotros asignamos a
cada ametralladora una cinta y gracias».28 Pero los
soldados alemanes también escribían a sus familias
quejándose de la escasez de las raciones y del hambre que
pasaban. «No podéis imaginaros lo que estoy pasando
aquí», decía uno de ellos. «El otro día había unos perros
corriendo por aquí y disparé contra uno, pero resultó que al
que di estaba muy flaco».29
Se utilizaron también otros medios para desgastar a
los alemanes e impedir que pudieran descansar. El 588.°
Regimiento de Bombarderos Nocturnos se especializó en
volar por la noche con sus obsoletos biplanos P0-2 sobre
las líneas alemanas apagando los motores cuando iniciaban
su ataque. El fantasmal silbido que producían resultaba
siniestro. Todos sus pilotos, caracterizados por su
extraordinario valor, eran mujeres jóvenes. No tardaron en
ser bautizadas como las «Brujas de la Noche», primero por
los alemanes y luego por sus propios compatriotas.
Durante el día los encargados de ejercer presión
psicológica eran los grupos de francotiradores. Al
principio, la actividad de los tiradores era esporádica y
estuvo mal planificada. Pero los mandos de las divisiones
soviéticas se dieron cuenta rápidamente de su importancia
a la hora de inspirar miedo al enemigo y para levantar la
moral de sus propios hombres. La actividad del
francotirador se convirtió casi en un culto debido a la
influencia de los comisarios políticos, y por consiguiente
debemos tener mucha cautela ante las numerosas
afirmaciones stajanovistas que se hacen acerca de sus
logros, especialmente cuando la propaganda convertía a los
ases de la puntería en algo casi comparable a los astros del
fútbol actual. El francotirador más famoso de Stalingrado,
Vasily Zaitsev, que no era el que más puntería tenía,
probablemente fuera elevado al estrellato por pertenecer a
la 284.ª División de Fusileros de Siberia del coronel
Nikolai Batyuk, formación que contaba con el favor de
Chuikov. El general en jefe del ejército sentía envidia de la
publicidad concedida a la 13.ª División de Fusileros de la
Guardia de Rodimtsev, así que el francotirador estrella de
esta unidad, Anatoly Chekhov, recibió menos atención.
El terreno resquebrajado de la ciudad en ruinas y la
proximidad de las primeras líneas eran ideales. Los
tiradores podían esconderse casi en cualquier sitio. Un
edificio alto ofrecía un campo de tiro mucho mayor, pero
en cambio escapar de él resultaba mucho más peligroso.
Vasily Grossman, el corresponsal del que más se fiaban los
soldados, obtuvo incluso permiso para acompañar a
Chekhov, un chico de apenas diecinueve años, en una de sus
expediciones. Chekhov, que tenía un carácter callado e
introvertido, contó a Grossman sus experiencias en una
serie de largas entrevistas. Describía en ellas cómo escogía
a sus víctimas por su uniforme. Los oficiales constituían un
objetivo prioritario, especialmente los observadores de
artillería. Y también los soldados encargados de acarrear
agua cuando los soldados alemanes sufrían más a causa de
la sed. Existen incluso informes de que los francotiradores
tenían orden de disparar contra los niños rusos hambrientos
a los que los soldados alemanes sobornaban con
mendrugos de pan para que les llenaran las cantimploras en
el Volga. Y los francotiradores soviéticos no tenían desde
luego el menor reparo en pegar un tiro a cualquier mujer
rusa que vieran en compañía de los alemanes.
Como si de una excursión de pesca se tratara,
Chekhov ocupaba una posición cuidadosamente escogida
antes del amanecer para estar listo «al rayar el alba». Desde
que mató a su primera víctima, buscaba los tiros en la
cabeza y contemplaba con satisfacción el chorro de sangre
que producían. «Vi una cosa negra salir de su cabeza, cayó
al suelo..., Cuando disparo, la cabeza se echa
inmediatamente hacia atrás, o hacia un lado, [la víctima]
deja caer cualquier cosa que lleve en las manos y se
desploma... ¡No bebían nunca agua del Volga!»30
El diario de un suboficial alemán de la 297.ª División
de Infantería capturado al sur de Stalingrado ponía de
manifiesto el efecto desmoralizador que tenían los
francotiradores incluso fuera de las ruinas de la ciudad. El
5 de septiembre el Unteroffizier en cuestión escribía: «El
soldado que nos traía el desayuno fue abatido por un
francotirador justo cuando estaba a punto de saltar a nuestra
trinchera». Cinco días después anotaba: «He estado
últimamente en la retaguardia y no soy capaz de describir
lo bien que se estaba allí. Puede uno caminar erguido sin
temor de ser alcanzado por un francotirador. Me lavé la
cara por primera vez en trece días». Y al volver al frente
escribía: «Los francotiradores no nos dan tregua. ¡Tienen
una puntería de la hostia!»31
La mentalidad stajanovista estaba profundamente
enraizada en el Ejército Rojo y los oficiales se sentían
obligados a hinchar la magnitud de los sucesos o incluso a
inventárselos, tal como explicaba un teniente bisoño.
«Había que mandar cada mañana y cada tarde un informe
sobre las bajas causadas al enemigo y sobre el heroísmo de
los hombres del regimiento. Tenía que llevar los informes
yo mismo porque había sido nombrado oficial de enlace,
pues a nuestra batería no le quedaban cañones... Una
mañana, solo por curiosidad, leí un documento marcado
como "SECRETO" que había enviado el oficial al mando de
un regimiento. Decía que las tropas de su regimiento
habían repelido el ataque del enemigo y habían causado
daños a dos tanques, habían silenciado cuatro baterías y
habían matado a una docena de soldados y oficiales de
Hitler con fuego de artillería, de fusil y de ametralladora.
Pero yo sabía perfectamente que los alemanes habían
pasado todo el día sin hacer nada en sus trincheras y que
nuestros cañones de 75 mm no habían disparado ni un solo
obús. En realidad no puedo decir que me sorprendiera
semejante informe. En aquellos momentos ya estábamos
acostumbrados a seguir el ejemplo del Sovinform [agencia
de noticias oficial]».32
Los soldados del Ejército Rojo no solo se veían
obligados a sufrir el tormento del miedo, el hambre y los
piojos, a los que denominaban «francotiradores», sino que
además padecían la angustia de no tener qué fumar. Algunos
se arriesgaban incluso a sufrir severos castigos por utilizar
su documento de identidad para liarse un cigarrillo si por
ventura les quedaba un poco de tabaco tipo makhorka. Y
cuando estaban realmente desesperados, se fumaban el
relleno de algodón de sus guerreras acolchadas. Todos
echaban de menos su ración de cien gramos diarios de
vodka, pero los cabos del servicio de abastos robaban una
parte de las asignaciones y rellenaban el resto con agua.
Siempre que tenían ocasión, los soldados cambiaban con la
población civil pertrechos o prendas de ropas por
samogonka o licor destilado ¿legalmente.33
En Stalingrado, las más valientes entre los valientes
eran las jóvenes auxiliares de enfermería, que salían
constantemente en medio del fuego graneado a recoger a
los heridos y llevarlos, aunque fuera a rastras, detrás de las
líneas. A veces respondían al fuego de los alemanes. Con
camillas no había ni que contar, así que la auxiliar o bien se
escabullía colocándose debajo del herido y arrastrándose
cargándolo sobre su espalda, o bien lo envolvía en una lona
o en un capote y tiraba de él. Los heridos eran llevados
luego a algún embarcadero para su evacuación al otro lado
del anchuroso río, donde tenían que aguantar los embates
de la artillería, las ametralladoras y los ataques aéreos. A
menudo eran tantos que quedaban desatendidos durante
horas, a veces incluso días. Los servicios médicos no daban
abasto. Y en los hospitales de campaña, que carecían de
bancos de sangre, las enfermeras y los médicos se ofrecían
voluntarios para hacer transfusiones de brazo a brazo. «Si
no lo hacen así, los soldados morirán», comunicaba el
Frente de Stalingrado a Moscú. Muchos se desmayaban por
haber donado demasiada sangre.34
En su momento más crítico, durante la batalla de
Stalingrado se produjo un cambio de poder dentro del
propio Ejército Rojo. El 9 de octubre, el Decreto N.° 307
anunció «la introducción de una estructura de mando
unificada en el Ejército Rojo y la eliminación del puesto de
comisario».35 Los mandos militares que habían sufrido las
intromisiones de los comisarios políticos estaban
exultantes. Aquella medida fue un elemento fundamental
para el ulterior resurgimiento de un cuerpo de oficiales
profesionales. Los comisarios políticos, por su parte,
quedaron horrorizados al comprobar que los mandos
militares dejaban de hacerles caso. El departamento
político del Frente de Stalingrado deploraba la «actitud
absolutamente incorrecta» que se puso de manifiesto. Se
notificaron numerosos ejemplos a Moscú. Un comisario
comunicaba que «el departamento político es considerado
un apéndice innecesario».36
El servicio de inteligencia militar soviético y el
NKVD se alarmaron también cuando, a raíz de los
interrogatorios de los prisioneros, se descubrió que un
gran número de soldados suyos capturados por los
alemanes trabajaban para el enemigo realizando diversas
funciones.37 «En algunos puntos del frente», comunicaba a
Moscú el departamento político del Frente de Stalingrado,
«ha habido casos de antiguos rusos que se han puesto el
uniforme del Ejército Rojo y han penetrado en nuestras
posiciones con el fin de realizar labores de
reconocimiento y de capturar a oficiales y prisioneros para
su interrogatorio».38 Pero nunca pudieron imaginarse que
había más de treinta mil de ellos adscritos solo al VI
Ejército. Hasta que no acabó la batalla no descubrieron a
través de los interrogatorios el volumen de los que había ni
la forma que tenía de funcionar el sistema.
«Los rusos que hay en el ejército alemán pueden
dividirse en tres categorías», dijo un prisionero al oficial
del NKVD encargado de interrogarlo. «En primer lugar los
soldados movilizados por las tropas alemanas, los llamados
pelotones de cosacos [combatientes], adscritos a las
divisiones alemanas. En segundo lugar los Hilfsfreiwillige
[llamados «Hiwis»], contingente formado por la población
local y los prisioneros rusos que se presentaban
voluntarios, así como por los soldados del Ejército Rojo
que desertaban para unirse a los alemanes. Los miembros
de esta categoría visten el uniforme alemán y tienen grados
y distintivos. Comen lo mismo que los soldados alemanes
y están adscritos a regimientos alemanes. En tercer lugar,
están los prisioneros rusos que realizan labores sórdidas,
como las cocinas, las cuadras, etcétera. Estas tres
categorías reciben tratos distintos, reservándose
naturalmente el mejor de ellos a los voluntarios».39

En octubre de 1942, Stalin se enfrentaba además a otros


problemas. Chiang Kai-shek y las autoridades del
Kuomintang en Chungking estaban interesados en explotar
las debilidades que sufrían los soviéticos en aquellos
momentos, en los que los ejércitos alemanes amenazaban
los pozos de petróleo del Cáucaso. Durante varios años
Stalin había ido intensificando el control soviético sobre la
remota provincia noroccidental de Sinkiang, con sus minas
y sus importantes pozos de petróleo de Dushanzi. Con
exquisita diplomacia, Chiang empezó a reafirmar la
soberanía de la China Nacionalista sobre la provincia.
Obligó a los soviéticos a retirar sus tropas y a devolver las
empresas mineras y de fabricación de aviones que habían
creado. Pero además intentó obtener ayuda norteamericana,
y los soviéticos acabaron retirándose a regañadientes.
Stalin no podía arriesgarse a enemistarse con Roosevelt. El
hábil manejo de la situación de que hizo gala Chiang Kai-
shek evitó que la Unión Soviética se apoderara de Sinkiang,
de la misma manera que ya controlaba Mongolia Exterior.
La retirada de los soviéticos supuso también un importante
revés para los comunistas chinos de la provincia. No
volverían a ella hasta 1949, cuando el Ejército Popular de
Liberación de Mao la conquistara casi al final de la guerra
civil.40

Los implacables ataques de los alemanes en Stalingrado se


reanudaron con una fuerza aún mayor durante el mes de
octubre. «Comenzó un feroz bombardeo de la artillería
cuando estábamos preparando el desayuno», escribía un
soldado soviético. «La cocina en la que estábamos reunidos
se llenó de repente de un humo maloliente. Nuestras
escudillas de caldo de mijo aguado se llenaron de yeso.
Nos olvidamos inmediatamente de nuestra sopa. Fuera
alguien gritó: "¡Tanques!" Aquel alarido se abrió paso sobre
el estruendo de las explosiones, de las paredes que se
venían abajo y de los terribles gritos que daba no sé
quién».41
Aunque el LXII Ejército había sido obligado a
replegarse peligrosamente cerca de la orilla del Volga,
continuó librando una terrible batalla de desgaste en las
fábricas en ruinas de la parte norte de la ciudad. El Frente
de Stalingrado informó de que sus tropas mostraban un
«verdadero heroísmo de masas».42 Dicho heroísmo, sin
embargo, contó en buena parte con la ayuda del enorme
incremento del fuego de la artillería soviética situada al
otro lado del Volga, que frustró los ataques de los
alemanes.
Durante la primera semana de noviembre, el Frente de
Stalingrado experimentó un cambio notable. «En los dos
últimos días», señalaba un informe a Moscú enviado el 6 de
noviembre, «el enemigo ha estado cambiando de táctica.
Probablemente debido a las ingentes pérdidas sufridas
durante las últimas tres semanas, ha dejado de utilizar
grandes formaciones».43 A lo largo de tres semanas de
potentes y costosísimos ataques, los alemanes no habían
sido capaces de avanzar más de «cincuenta metros al día»
por término medio. Los rusos identificaban la nueva táctica
alemana de «reconocimiento en fuerza en busca de los
puntos débiles existentes entre nuestros regimientos».
Pero aquellos nuevos «ataques repentinos» no tuvieron más
éxito que los anteriores. La moral de los soldados
soviéticos estaba mejorando. «A veces pienso en las
palabras de Nekrasov, cuando decía que el pueblo ruso es
capaz de soportar todo lo que Dios pueda mandarle»,
escribía un soldado. «Aquí en el ejército puede uno
imaginarse con toda facilidad que no hay fuerza en la tierra
capaz de acabar con nuestra fuerza rusa».44
La moral de los alemanes, por su parte, sufrió mucho.
«Resulta imposible describir lo que está pasando aquí»,
decía en una carta a su familia un cabo alemán. «En
Stalingrado todo aquel que todavía tiene cabeza y manos,
tanto hombres como mujeres, sigue luchando».45 Otro
reconocía que «estos perros [soviéticos] pelean como
leones».46 Y un tercero decía incluso a sus familiares:
«Cuanto antes esté bajo tierra, menos sufriré. A menudo
pensamos que los rusos deberían capitular, pero esta gente
sin educación es demasiado estúpida para entenderlo».47
Comidos de piojos, debilitados por la escasez de las
raciones de comida y vulnerables a múltiples
enfermedades, la más habitual de las cuales era la
disentería, su único consuelo era pensar en los cuarteles de
invierno y esperar la llegada de las Navidades.
Hitler exigió una acometida final para apoderarse de la
margen derecha del Volga antes de que llegaran las nieves.
El 8 de noviembre, se jactó en un discurso ante la «Vieja
Guardia» nazi (los Alte Kämpfer), pronunciado en la
Bürgerbräukeller de Munich, de que la ciudad estaba
prácticamente tomada. «El tiempo no tiene importancia»,
afirmó. Muchos oficiales del VI Ejército escucharon con
incredulidad sus palabras, retransmitidas por Radio
Berlín.48 La Panzerarmee Afrika de Rommel estaba en
retirada y las fuerzas aliadas acababan de desembarcar en la
costa del norte de África. Era un ejemplo de aquella funesta
bravuconería que tendría unas consecuencias tan desastrosa
sobre la suerte de los alemanes, especialmente los
integrantes del VI Ejército. Simplemente por orgullo,
Hitler sería incapaz de permitir que se llevara a cabo una
retirada estratégica.
A continuación se produjo una serie de decisiones
precipitadas. El cuartel general del Führer ordenó que la
mayoría de los ciento cincuenta mil caballos de transporte
y que la artillería que el VI Ejército tenía a su servicio,
fueran enviados a la retaguardia, a varios centenares de
kilómetros de distancia. Ya no habría que enviar enormes
cantidades de forraje a primera línea, ahorrándose así
mucho en transporte. Esta medida privó completamente de
movilidad a las divisiones no motorizadas, aunque lo que tal
vez pretendiera Hitler fuera conjurar toda posibilidad de
retirada. Su orden más desastrosa fue mandar a Paulus que
enviara casi todas sus fuerzas blindadas a la batalla «final»
por Stalingrado, incluso a los conductores de tanque de
reserva, para ser utilizadas como infantería. Paulus
obedeció la orden. De haber estado en su lugar, es casi
seguro que Rommel no habría hecho caso de ella.
El 9 de noviembre, el día después de que Hitler
pronunciara su discurso, llegó el invierno a Stalingrado. La
temperatura descendió de repente a menos dieciocho
grados centígrados, lo que hacía la travesía del Volga
todavía más peligrosa. «Los témpanos de hielo chocan unos
con otros ruidosamente y se rompen», escribía Grossman,
impresionado por aquel sonido fantasmal.49 El
reabastecimiento y la evacuación de los heridos se hicieron
casi imposibles. Los mandos de la artillería alemana,
conscientes del problema al que se enfrentaba el enemigo,
concentraron todavía más el fuego en los puntos utilizados
para cruzar el río. El 11 de noviembre, empezaron la
ofensiva grupos de combate de seis divisiones alemanas,
apoyados por otros cuatro batallones de zapadores.
Chuikov lanzó varios contraataques esa misma noche.
En sus memorias Chuikov afirma que no tenía la
menor idea de lo que planeaba la Stavka, pero eso es falso.
Como revela un informe enviado a Moscú, sabía que en
aquellos momentos debía mantener ocupado luchando en la
ciudad al mayor número posible de fuerzas alemanas, de
modo que el VI Ejército no pudiera reforzar sus flancos,
que eran más vulnerables.
Los mandos y los oficiales del estado mayor alemán
hacía tiempo que conocían la debilidad de sus flancos. Por
la izquierda su retaguardia a lo largo del Don era defendida
por el III Ejército rumano, y del sector situado al sur se
encargaba el IV Ejército de esta misma nacionalidad.
Ninguna de estas formaciones estaba bien armada, sus
hombres estaban desmoralizados y no tenían cañones
antitanque. Hitler había hecho oídos sordos a todas las
advertencias, asegurando que el Ejército Rojo estaba dando
las últimas boqueadas y que era incapaz de lanzar una
ofensiva eficaz. Se negó además a aceptar los cálculos
acerca de la producción soviética de tanques. El
rendimiento de los trabajadores y trabajadoras de la Unión
Soviética en las fábricas improvisadas y sin calefacción
montadas en los Urales, había más que cuadruplicado de
hecho la producción de la industria alemana.

Los generales Zhukov y Vasilevsky habían sido conscientes


de la gran oportunidad que se les presentaba desde el 12 de
septiembre, cuando parecía que Stalingrado estaba a punto
de caer. A Chuikov se le habían suministrado refuerzos
suficientes para defender la ciudad, pero no más. De hecho
el LXII Ejército había sido puesto como cebo en una
trampa enorme. Durante todas las terribles batallas del
otoño, la Stavka había estado acumulando sus reservas y
formando nuevos ejércitos, especialmente unidades de
tanques, y desplegando baterías de lanzacohetes Katiusha.
Las autoridades soviéticas habían descubierto lo eficaz que
era esta nueva arma a la hora de aterrorizar al enemigo. El
soldado Waldemar Sommer, de la 371.ª División de
Infantería dijo al oficial del NKVD que lo interrogó: «Si el
Katiusha canta un par de veces más, lo único que quedará de
nosotros serán nuestros botones de hierro».50
Stalin, por lo general tan impaciente, había escuchado
por fin los argumentos de sus generales. Estos le habían
convencido de que necesitaban tiempo y de que machacar
el flanco norte del VI Ejército desde el exterior era inútil.
Lo que el Ejército Rojo necesitaba era una gigantesca
maniobra de envolvimiento con grandes formaciones de
tanques desde mucho más atrás, por el oeste a lo largo del
Don y desde el sur de Stalingrado. Al dictador no le
molestaba lo más mínimo que ello supusiera una vuelta a la
doctrina de las «operaciones en profundidad» defendidas
por el mariscal Mikhail Tukhachevsky, declaradas heréticas
tras su ejecución durante las purgas. La perspectiva de una
venganza masiva abrió la mente de Stalin a este osado plan
que «cambiaría decisivamente la situación estratégica en el
sur».51 La ofensiva debía llamarse Operación Urano.
Desde mediados de septiembre, Zhukov y Vasilevsky
habían estado reuniendo nuevos ejércitos y los habían
adiestrado enviándolos durante breves períodos a
diferentes sectores del frente. Este sistema tenía la ventaja
añadida de confundir a los servicios de inteligencia
alemanes, que empezaban a esperar que se produjera una
gran ofensiva contra el Grupo de Ejércitos Centro. Fueron
puestas en práctica las medidas de decepción —
maskirovka— con lanchas de asalto desplegadas en el Don
en las inmediaciones de Voronezh, donde no estaba
previsto llevar a cabo ningún ataque, mientras que se
ordenó a las tropas cavar a la vista de todo el mundo
posiciones defensivas en los sectores en los que estaba
previsto lanzar la ofensiva. En cambio, las sospechas
alemanas de que iba a tener lugar una gran ofensiva contra
el saliente de Rzhev, al oeste de Moscú, estaban bien
fundadas.
Los servicios de inteligencia militar soviéticos habían
acumulado numerosos informes alentadores acerca del
estado del III y IV Ejército rumano. Los interrogatorios
pusieron de manifiesto el odio que reinaba entre los
reclutas contra el mariscal Antonescu, que había «vendido
la Patria a los alemanes».52 El jornal de un soldado no daba
«apenas para comprar un litro de leche».53 Los oficiales
eran «muy groseros con los soldados y a menudo les
pegan». Se producían muchos casos de autolesiones, a
pesar de las prédicas de los oficiales que aseguraban que
aquellos actos constituían «un pecado contra la Patria y
contra Dios». Las tropas alemanas los insultaban a menudo,
lo que daba lugar a peleas, y los soldados rumanos llegaron
a matar a un oficial alemán que había fusilado a dos
camaradas suyos. El oficial soviético encargado de los
interrogatorios llegaba a la conclusión de que las fuerzas
rumanas se hallaban en un «estado de moral política muy
bajo».54 Los interrogatorios de prisioneros llevados a cabo
por el NKVD pusieron asimismo de manifiesto que los
soldados del Tercer Reich habían «violado a todas las
mujeres de las aldeas situadas al sudoeste de
Stalingrado».55
En el Frente Kalinin y en el Frente del Oeste, la Stavka
planeaba también el lanzamiento de la Operación Marte
contra el IX Ejército alemán. El principal objetivo era
asegurarse de que ni una sola división pudiera ser
«trasladada desde el sector central del frente al sector
sur».56 Aunque Zhukov era responsable de la supervisión de
esta operación como representante de la Stavka, dedicó
mucho más tiempo a planificar la Operación Urano que la
Operación Marte. Zhukov pasó los primeros diecinueve
días en Moscú, solo ocho y medio en el sector Kalinin del
frente, y ni más ni menos que cincuenta y dos en el eje de
Stalingrado. Solo esta circunstancia indica que Marte fue
una operación secundaria, a pesar de que en ella se
desplegaran seis ejércitos.57
A juicio de los especialistas en la historia militar de
Rusia, el factor que demuestra de manera concluyente que
la Operación Marte fue una maniobra de diversión y no,
como ha sostenido David Glantz, una operación de la
misma categoría que la otra, es la asignación de munición
de artillería.58 Según el general del ejército M. A. Gareev,
de la Asociación Rusa de Historiadores de la Segunda
Guerra Mundial, la ofensiva Urano recibió «entre 2,5 y 4,5
cargas de munición [por cañón] en Stalingrado, frente a las
menos de una asignadas en la Operación Marte».59 Este
sorprendente desequilibrio nos habla de un curioso
desprecio de la vida humana por parte de la Stavka, que
estaba dispuesta a enviar a seis ejércitos al combate con un
apoyo insuficiente de la artillería con el único fin de
mantener ocupado al Grupo de Ejércitos Centro durante la
maniobra de envolvimiento de Stalingrado.
Según un superespía, el general Pavel Sudoplatov, esa
actitud despiadada fue absolutamente cínica. Cuenta cómo
los detalles de la inminente Ofensiva de Rzhev fueron
comunicados deliberadamente a los alemanes. La
Administración de Misiones Especiales del NKVD y los
servicios de inteligencia militar del GRU habían preparado
conjuntamente la Operación Monasterio, consistente en
una infiltración en la Abwehr alemana. Aleksandr
Demyanov, nieto del caudillo de los cosacos de Kubán,
había recibido del NKVD la orden de dejarse reclutar por la
Abwehr. El Generalmajor Reinhard Gehlen, jefe de los
servicios de inteligencia alemanes para el frente oriental,
le dio el nombre clave de Max y llegó a decir que era su
mejor agente y que había organizado una excelente red de
espías. Pero la organización clandestina de simpatizantes
anticomunistas de Demyanov estaba controlada
completamente por el NKVD. Max hizo «defección» y
cruzó las líneas en esquís durante el caos del contraataque
soviético de diciembre de 1941. Como los alemanes ya lo
habían identificado como probable agente en tiempos del
pacto nazi-soviético, y además su familia era bien conocida
en los círculos de los emigrados Blancos, Gehlen no dudó
en confiar ciegamente en él. Max se lanzó entonces en
paracaídas detrás de las líneas del Ejército Rojo en febrero
de 1942 y no tardó en empezar a transmitir por radio
informaciones plausibles, pero inexactas, proporcionadas
por los miembros del NKVD que lo controlaban.
A primeros de noviembre ya estaban bastante
avanzados los preparativos para la Operación Urano en las
proximidades de Stalingrado y el ataque diversivo de la
Operación Marte, cerca de Rzhev. Max recibió entonces la
orden de dar a los alemanes detalles sobre Marte. «La
ofensiva anunciada por Max en el frente del centro cerca de
Rzhev», escribe el general Sudoplatov, jefe de la
Administración de Misiones Especiales, «fue planificada
por Stalin y Zhukov para distraer a los alemanes y
obligarlos a desplazar sus esfuerzos de Stalingrado. La
desinformación pasada por Aleksandr fue mantenida en
secreto incluso para el general Zhukov, y a mí me la
comunicó personalmente el general Fedor Fedorovich
Kuznetsov, del GRU, en un sobre lacrado... Zhukov, que no
sabía que este juego de desinformación estaba jugándose a
sus expensas, pagó un alto precio con la pérdida de miles
de hombres a su mando».60
Ilya Ehrenburg fue uno de los pocos escritores que
visitó las zonas de combate. «Una parte de un pequeño
bosque situado a las afueras [de Rzhev] se había convertido
en un verdadero campo de batalla; los árboles, destrozados
por el estallido de las bombas y de las minas, parecían
postes plantados al azar. Las trincheras parecían surcar el
suelo, como si fueran cicatrices y los parapetos
sobresalían, a modo de ampollas, en el terreno. El hoyo
abierto por una bomba se confundía con el de la siguiente...
El profundo fragor de los cañones y el feroz ladrido de los
morteros eran ensordecedores, y luego, de repente, durante
un pequeño respiro de dos o tres minutos, podía oírse el
tableteo de las ametralladoras... En los hospitales de
campaña se hacían transfusiones de sangre, se amputaban
brazos y piernas».61 El Ejército Rojo había sufrido
muchísimas bajas, setenta mil trescientos setenta y cuatro
muertos y ciento cuarenta y cinco mil trescientos heridos,
un trágico sacrificio masivo que fue mantenido en secreto
durante casi sesenta años.62

Para la gran operación de envolvimiento contra el VI


Ejército, Zhukov reconoció personalmente los sectores de
ataque a orillas del Don, mientras que Vasilevsky visitaba
los ejércitos desplegados al sur de Stalingrado. Vasilevsky
ordenó allí un avance limitado justo hasta un poco más allá
de la línea de las salinas, con el fin de tener un punto de
partida mejor. El secreto tenía una importancia
trascendental. Ni siquiera se habló del plan a los altos
mandos del ejército. La población civil que se encontraba
detrás de la línea del frente fue evacuada. Sus aldeas iban a
necesitarse para ocultar las tropas que iban a ser traídas por
la noche. El camuflaje soviético era bueno, pero no lo
suficiente para ocultar la concentración de tantas
formaciones. Ese punto, sin embargo, no era decisivo.
Mientras que los oficiales de estado mayor del VI Ejército
y del Grupo de Ejércitos B esperaban una especie de ataque
contra el sector defendido por los rumanos al noroeste con
el fin de cortar la línea férrea de Stalingrado, nunca se
imaginaron que fuera a producirse un intento de maniobra
de envolvimiento en toda regla. Los ineficaces ataques
contra su flanco norte cerca de Stalingrado los habían
convencido de que el Ejército Rojo era incapaz de lanzar un
golpe mortal. A lo más que estaba dispuesto Hitler era a
destinar al XLVIII Cuerpo Panzer como reserva detrás del
III Ejército rumano. Este Cuerpo Panzer, por lo demás
sumamente débil, estaba formado por la 1.ª División
Acorazada rumana, dotada de tanques obsoletos, la 14.ª
División Panzer, muy mermada a raíz de los combates por
Stalingrado, y la 22.ª División Panzer, cuyos vehículos
llevaban inmovilizados tanto tiempo debido a la falta de
combustible, que los ratones se habían escondido en ellos
para refugiarse del frío y se habían comido los cables.
Como consecuencia de la escasez de medios de
transporte, la Operación Urano tuvo que ser pospuesta
hasta el 19 de noviembre. La paciencia de Stalin fue puesta
duramente a prueba. Con más de un millón de hombres en
posición, le horrorizaba la idea de que los alemanes
descubrieran lo que estaba pasando. Desde el norte del
Don, el V Ejército de Tanques, el IV Cuerpo de Tanques,
dos cuerpos de caballería y otras divisiones de fusileros,
cruzaron las líneas por la noche para dirigirse a las cabezas
de puente. Al sur de Stalingrado, dos cuerpos mecanizados,
un cuerpo de caballería y algunas formaciones de apoyo
cruzaron el Volga en la oscuridad, en una empresa
peligrosísima, en medio de los témpanos de hielo que
bajaban por el río.
Durante la noche del 18-19 de noviembre, los
zapadores soviéticos de las cabezas de puente del Don
avanzaron arrastrándose entre la nieve con uniformes de
camuflaje blancos para limpiar los campos de minas. En
medio de la espesa niebla helada pasaron inadvertidos a los
centinelas rumanos. A las 07:30, hora de Moscú, varios
regimientos de obuses, artillería, morteros y lanzacohetes
Katiusha abrieron fuego simultáneamente. A pesar del
bombardeo, que hizo temblar el suelo a cincuenta
kilómetros a la redonda, los soldados rumanos resistieron
con mayor tenacidad de lo que habían esperado los
oficiales de enlace alemanes. En cuanto los tanques fueron
lanzados al ataque, apisonando las alambradas bajo su peso,
dio comienzo el avance soviético, con los T-34 y la
caballería aproximándose a toda velocidad por los campos
nevados. Las divisiones de infantería alemanas, pilladas al
descubierto, se vieron de pronto intentando rechazar las
cargas de la caballería «como si estuviéramos en 1870»,
decía en una carta un oficial.63
El cuartel general del VI Ejército se sintió alarmado, y
con razón, pero se le dijo que el XLVIII Cuerpo Panzer
avanzaba ya dispuesto a frenar la incursión. No obstante, las
interferencias del cuartel general del Führer y los cambios
de órdenes provocaron una gran confusión. La 22.ª
División Panzer había quedado prácticamente inmovilizada,
pues la electricidad de la mayoría de sus tanques no había
sido reparada todavía, de modo que el contraataque del
Generalleutnant Ferdinand Heim se convirtió en un caos y
fracasó. Cuando Hitler se enteró, dijo que había que fusilar
a Heim.
Cuando Paulus quiso empezar a reaccionar era
demasiado tarde. A sus divisiones de infantería les faltaban
los caballos y por lo tanto carecían de movilidad. Sus
formaciones acorazadas seguían empantanadas en la propia
Stalingrado, y no pudieron retirarse con rapidez debido a
los ataques lanzados por el general Chuikov con el fin de
impedírselo. Cuando finalmente tuvieron las manos libres,
las tropas panzer recibieron la orden de trasladarse al oeste
para unirse al XI Cuerpo del Generalleutnant Karl
Strecker con el fin de bloquear la gran incursión que había
tenido lugar muy lejos de allí, en su retaguardia. Pero eso
suponía que el flanco sur, a cargo del IV Ejército rumano,
se quedaba solo con la 29.ª División Motorizada como
reserva.
El 20 de noviembre, el general Yeremenko dio la
orden de que comenzara el ataque por el sur. Encabezados
por dos cuerpos mecanizados y un cuerpo de caballería, el
LXIV Ejército, el LVII y el LI empezaron a avanzar. Había
llegado el momento de la venganza, y la moral de las tropas
estaba altísima. Los soldados heridos se negaron a ser
evacuados a la retaguardia. «No voy a irme», dijo un
integrante de la 45.ª División de Fusileros. «Quiero atacar
al lado de mis camaradas».64 Los soldados rumanos se
rindieron en gran cantidad, y muchos fueron fusilados en el
acto.
Al no contar con la ayuda de vuelos de
reconocimiento en aquel momento trascendental, el cuartel
general del VI Ejército no pudo comprender cuál era el
plan de los soviéticos. Este consistía en que las dos
ofensivas coincidieran en la zona de Kalach del Don, tras
rodear a todo el VI Ejército. La mañana del 21 de
noviembre, en su cuartel general de Golubinsky, a veinte
kilómetros al norte de Kalach, Paulus y su estado mayor
seguían sin tener idea del peligro. Pero a medida que fue
avanzando la jornada y a la vista de los alarmantes informes
que llegaban acerca del avance de las puntas de lanza
soviéticas, se dieron cuenta de la catástrofe que se les
venía encima. No había unidades disponibles para detener al
enemigo y su propio cuartel general se veía amenazado. Se
quemaron los archivos rápidamente, y los aviones de
reconocimiento averiados situados en las pistas de
aterrizaje fueron destruidos. Aquella tarde el cuartel
general del Führer transmitió la siguiente orden de Hitler:
«VI Ejército resista a pesar del peligro momentáneo de
envolvimiento».65 El destino de la formación más grande
de toda la Wehrmacht estaba a punto de ser decidido.
Kalach, con su puente sobre el Don, estaba prácticamente
indefensa.
El oficial al mando de la 19.ª Brigada de tanques
soviética se enteró gracias a una mujer de la localidad de
que los tanques alemanes siempre se acercaban al puente
con las luces encendidas. Por consiguiente puso al frente
de su columna dos panzer capturados, y ordenó a los
conductores de todos los demás tanques que apagaran las
luces y se dirigieran al puente de Kalach antes de que la
unidad improvisada de defensores y el personal de las
baterías antiaéreas de la Luftwaffe se percataran de lo que
sucedía.
Al día siguiente, el domingo 22 de noviembre, las dos
puntas de lanza soviéticas se dirigieron una al encuentro de
otra, guiándose por medio de bengalas verdes, hasta que se
encontraron en medio de la estepa helada. Los soldados se
abrazaron como osos, compartiendo las salchichas y el
vodka para celebrar el suceso. Para los alemanes daba la
casualidad de que aquel día era el Totensonntag , el
domingo en que conmemoraban a los difuntos. «No sé
cómo va a acabar todo esto», decía en una carta a su esposa
el Generalleutnant barón Eccard von Gablenz, comandante
en jefe de la 384.ª División de Infantería. «Todo esto me
resulta muy difícil, porque debería intentar inspirar a mis
subordinados una fe inconmovible en la victoria».66
25
EL ALAMEIN Y LA
OPERACIÓN TORCH
(octubre-noviembre de 1942)

En octubre de 1942, mientras Zhukov y Vasilevsky


preparaban su gran maniobra de envolvimiento del VI
Ejército en Stalingrado, Rommel se encontraba en
Alemania de baja por enfermedad. Había tenido graves
problemas de estrés, con la presión sanguínea por los
suelos y complicaciones intestinales. Había fracasado en
su último intento de romper las líneas del VIII Ejército en
la batalla de Alam Halfa. Muchos de sus hombres también
estaban enfermos, además de sufrir una importante escasez
de alimentos, combustible y municiones. Tras ver rotos sus
sueños de conquistar Egipto y Oriente Medio, Rommel se
negaba a aceptar cualquier responsabilidad por aquel
desastre. Seguía convencido de que el
Generalfeldmarschall Kesselring había cortado
deliberadamente el envío de suministros al Panzerarmee
Afrika por una simple cuestión de celos.
La situación del Panzerarmee Afrika era realmente
muy delicada. Los italianos en la retaguardia y la Luftwaffe
estaban almacenando el grueso de las provisiones y
pertrechos para ellos. La moral de los alemanes estaba por
los suelos. Gracias a las interceptaciones de Ultra, los
bombardeos y los ataques de los submarinos aliados
echaron a pique todavía más barcos de carga enemigos en
octubre. La desconfianza que suscitaban en Hitler sus
«aliados anglófilos» lo convenció de «que los buques de
transporte alemanes han sido traicionados por los italianos
en beneficio de los ingleses».1 No se le ocurrió la
posibilidad de que los Aliados estuvieran rompiendo el
sistema de codificación alemán de las máquinas «Enigma».
El General der Panzertruppe Georg Stumme, que
había sido juzgado por un tribunal militar por haber
extraviado documentación relacionada con la Operación
Azul, se puso al frente del ejército en ausencia de Rommel,
y el teniente general Wilhelm von Thoma asumió el mando
del Afrika Korps. Ni Hitler ni el OKW creían que los
británicos iban a atacar antes de la primavera del año
siguiente, y, por lo tanto, pensaban que el Panzerarmee
Afrika todavía tenía una oportunidad de abrirse paso a
través de las líneas enemigas y alcanzar el delta del Nilo.
Rommel y Stumme eran más realistas. Sabían que poco
podían hacer ante el poderío aéreo de los aliados y los
ataques de la Marina Real británica contra sus convoyes de
provisiones.
Rommel se sintió sumamente consternado por la
autosuficiencia que vio en Berlín cuando recibió su bastón
de mariscal de campo. Göring hablaba con desprecio de los
aviones aliados, diciendo: «Los americanos solo son
capaces de fabricar cuchillas de afeitar». «Herr
Reicksmarschall», contestó Rommel, «ya me gustaría a mí
que tuviéramos esas cuchillas».2 Hitler prometió enviar
cuarenta tanques pesados Tiger y unas cuantas unidades de
lanzacohetes Nebelwerfer de varios cañones, como si ello
bastara para cubrir sobradamente la escasez de recursos del
mariscal.
El OKW descartó la idea de un probable desembarco
aliado en el norte de África en un futuro inmediato. Solo
los italianos se tomaron en serio la amenaza. Prepararon
planes de contingencia para ocupar el Túnez francés,
proyecto al que los alemanes se opusieron por temor a la
reacción de las fuerzas francesas del gobierno de Vichy. En
realidad, la planificación de la Operación Torch aliada
estaba mucho más avanzada de lo que imaginaban incluso
los italianos. A comienzos de septiembre, los dolores de
cabeza de Eisenhower empezaron a desaparecer a medida
que fueron resolviéndose los desacuerdos transatlánticos.
Iban a llevarse a cabo desembarcos simultáneos en
Casablanca, en la costa del Atlántico, y en Oran y Argel, en
la costa del Mediterráneo. Pero los problemas de
abastecimiento, debido a la confusión y a la falta de barcos,
constituían una pesadilla para su jefe de estado mayor, el
general de división Walter Bedell Smith. Buena parte de las
tropas que cruzaron el Atlántico llegó a su destino sin
armas ni equipamiento, por lo que se retrasaron las
operaciones de entrenamiento anfibio.
En el frente diplomático, tanto el gobierno americano
como el británico comenzaron a garantizar al gobierno de
Franco que no tenían intención alguna de violar la soberanía
española ni en el norte de África ni en el continente
europeo. Fue un paso que hubo que dar para acallar los
rumores alemanes de que los aliados planeaban ocupar las
islas Canarias. Por fortuna, el pragmático general
Francisco Gómez-Jordana Sousa, conde de Jordana, volvía
a ocupar la cartera de exteriores después de que Franco
hubiera destituido del cargo a su cuñado, el ambicioso y
pronazi Ramón Serrano Súñer. Gómez-Jordana, un hombre
de corta estatura y edad avanzada, quería mantener a España
al margen de la guerra por todos los medios, y su
nombramiento en septiembre supuso un gran alivio para los
aliados.

Stumme, aunque no disponía de información precisa en ese


sentido, estaba seguro de que Montgomery preparaba una
gran ofensiva. Aumentó las salidas de las patrullas y
aceleró la colocación de casi medio millón de minas en los
llamados «jardines del diablo», situados frente a las
posiciones del Panzerarmee Afrika. Siguiendo los consejos
de Rommel, reforzó las formaciones italianas con unidades
alemanas, y dividió en dos el Afrika Korps, enviando la 15.ª
División Panzer al sector norte del frente, y la 21.ª
División Panzer al sur.
El general Alexander actuaba como paraguas,
protegiendo a Montgomery de un impaciente Churchill.
Montgomery necesitaba tiempo para adiestrar a sus nuevas
fuerzas, especialmente a los hombres del X Cuerpo
Acorazado del teniente general Herbert Lumsden, al que
llamaba con orgullo y un exceso de optimismo «mi corps
de chasse». Los Sherman recién llegados estaban siendo
preparados para aumentar el número de tanques del VIII
Ejército a más de un millar. Lumsden, un extravagante
soldado de caballería que había ganado incluso el Grand
National, no era precisamente muy del agrado de
Montgomery, pero sí de Alexander.
El plan de Montgomery, la Operación Lightfoot,
consistía en lanzar el ataque principal contra el sector
norte, que, además, era el mejor defendido. Daba por hecho
que la acción cogería a los alemanes por sorpresa. El X
Cuerpo de Lumsden debía aprovechar la embestida después
de que el XXX Cuerpo hubiera cruzado los campos de
minas situados al sur de la carretera de la costa. Con la
ayuda de un sofisticado plan de diversión para engañar al
enemigo, todo un truco que debía ejecutar el comandante
Jasper Maskelyne, ilusionista de profesión, Montgomery
esperaba persuadir a los alemanes de que la gran ofensiva
iba a tener lugar en el sur, para que decidieran trasladar a
sus fuerzas a ese sector. Maskelyne colocó cientos de
falsos vehículos e incluso una falsa tubería de agua en
dicho sector sur. Se aumentaron las comunicaciones por
radio en la zona con trasmisiones de mensajes previamente
grabados. Para indicar un gran movimiento en el sector se
utilizaron camiones que, arrastrando pesadas cadenas,
levantaban densas polvaredas. Y para dar crédito a esta fase
fundamental de la estratagema de Montgomery, el XIII
Cuerpo del teniente general Brian Horrocks lanzaría una
ofensiva, seguido de la 7.ª División Acorazada y con el
apoyo de un tercio de su artillería. En el extremo izquierdo
de la línea Alamein, las tropas de la Francia Libre de
Koenig atacarían la posición italiana de Qaaret el
Himeimat, un sólido reducto lindante con la depresión de
Qattara, pero carecían de apoyo suficiente para lanzarse
contra un objetivo tan difícil.
El 19 de octubre, la Fuerza Aérea del Desierto y los
americanos comenzaron a bombardear intensamente los
aeródromos de la Luftwaffe. Cuatro días después, el 23 de
octubre, la artillería de Montgomery comenzó a abrir fuego
a las 20:40 contra las posiciones de las fuerzas del Eje. El
suelo temblaba por la violencia de las ondas expansivas, y
los destellos de los cañonazos iluminaban todo el
horizonte nocturno. Desde la distancia, parecía una
descarga de relámpagos. Los bombarderos aliados atacaron
las posiciones de las tropas de reserva y zonas de la
retaguardia. El general Stumme, temiendo agotar sus
municiones, ordenó a su propia artillería que no
respondiera a la agresión.
Desde el anochecer, mientras en el cielo la luna
reemplazaba poco a poco al sol, los zapadores habían
comenzado a avanzar lentamente, localizando entre la arena
con la ayuda de la bayoneta las minas y sacándolas para
crear unos corredores que iban marcando con cinta blanca
y lámparas de aceite. A las 22:00 horas, el XXX Cuerpo
empezó a avanzar por esos corredores con cuatro
divisiones —la 51.ª de Infantería (Highland), la 9.ª
Australiana, la 1.ª Sudafricana y la 2.ª de Nueva Zelanda—,
cada una de ellas apoyada por al menos un regimiento
blindado. Precedidos por el sonido de sus gaitas, los
hombres de la recién creada 51.ª División de Infantería
(Highland) marchaban con las bayonetas caladas, pues
habían oído que el frío acero era lo que más temían los
soldados italianos. Las bajas de la infantería fueron
relativamente pocas, pero, para enojo de Montgomery, los
tanques del X Cuerpo de Lumsden se confundieron en los
campos de minas. Ese retraso supuso que al amanecer se
vieran sometidos al fuego intenso del enemigo.
El general Stumme quiso ver por sí mismo el
desarrollo de los acontecimientos en el frente, pero
cuando su vehículo se puso a tiro de los aliados, el
conductor partió a toda velocidad, sin darse cuenta de que
Stumme había salido del automóvil. Stumme falleció de un
ataque al corazón, y su cuerpo no fue encontrado hasta el
día siguiente. Cuando el general von Thoma se enteró de la
noticia y asumió el mando, se mostró reacio a lanzar una
gran contraofensiva, pues no se atrevía a gastar las reservas
de combustible de sus fuerzas sin que hubieran llegado más
suministros. Pero el 25 de octubre, la 15.ª División Panzer
en el norte y la 21.ª División Panzer en el sur respondieron
con éxito al ataque aliado.
El plan magistral de Montgomery no estaba saliendo
como se esperaba. Los alemanes no habían mordido el
anzuelo, y no habían enviado fuerzas al sur para repeler el
ataque de diversión del XIII Cuerpo. Por otro lado, en el
norte, los campos de minas alemanes y la resistencia de las
fuerzas del Eje habían supuesto un obstáculo mucho mayor
de lo esperado. Montgomery señalaba injustamente a la
10.ª División Acorazada como culpable del fiasco,
acusándola incluso de cobardía, cuando, en realidad estaba
siendo utilizada muy mal. Los prejuicios de Montgomery
acerca del uso de la caballería no le permitían sacar el
mayor provecho de sus formaciones blindadas.
Tras enterarse de la ofensiva británica y del
fallecimiento de Stumme, Rommel ordenó que un avión lo
llevara de vuelta a África, vía Roma. Llegó a su cuartel
general el 25 de octubre al anochecer, después de haber
sido informado en la capital italiana de que la precaria
situación de las reservas de combustible era peor que nunca
debido a las acciones de la Marina Real y las fuerzas aéreas
aliadas.
El ataque de los británicos se vio entonces favorecido
por la captura por parte de los australianos de dos oficiales
alemanes que tenían en su poder una serie de mapas
minuciosamente detallados de sus campos de minas. Por la
noche, los australianos tomaron un cerro fundamental, que
lograron conservar al día siguiente tras repeler diversos y
violentos contraataques. Con la concentración de las
formaciones del XXX Cuerpo y el X Cuerpo, la presión
contra el Panzerarmee Afrika en el norte empezó a ser
insufrible. A continuación, Rommel se enteró de que el
buque cisterna que esperaba con tanta ansia también había
sido hundido. Fue entonces cuando advirtió al OKW de
que, sin apenas combustible y municiones, iba a resultarle
muy difícil seguir combatiendo. En aquellos momentos ya
era evidente que Montgomery estaba concentrando el
grueso de sus fuerzas en el norte, por lo que Rommel
decidió reforzar ese sector enviando allí la 21.ª División
Panzer. Sin el combustible necesario para que sus tanques
blindados pudieran retirarse para librar una batalla de
movimientos en campo abierto, se encontraba atado de pies
y manos, obligado a afrontar una competición de
resistencia que no podía ganar. Más de la mitad de sus
carros de combate habían sido destruidos, unos por el
fuego de los cañones antitanque de seis libras, otros
durante los ataques de la aviación aliada. El nuevo cañón de
40 mm de los cazas Bell P-39 Airacobra de los americanos
se convirtió en una de las armas más efectivas contra los
tanques.
Montgomery, viéndose obligado a cambiar su plan
debido a la férrea resistencia encontrada, preparó una nueva
ofensiva mientras los australianos cargaban con el peso de
los constantes contraataques. A primera hora del 2 de
noviembre se puso en marcha la Operación Supercharge,
con otro contundente bombardeo acompañado de ataques
aéreos. Montgomery lanzó la 9.ª Brigada Acorazada contra
los cañones antitanque atrincherados del enemigo. Le
advirtieron que aquello era una acción suicida, pero
contestó que había que hacerlo. El ataque acabó como la
«cabalgada al infierno» de Balaklava, y la brigada fue
prácticamente aniquilada. La División de Nueva Zelanda de
Freyberg avanzó hacia el norte, más allá de la cresta de
Kidney, y se vio frenada por los contraataques de las dos
divisiones panzer. Conservar la cabeza de puente sería, sin
embargo, el último esfuerzo del Panzerarmee.
Montgomery estaba ganando por fin la batalla de desgaste.
Rommel dio la orden de retirarse a Fuka, aunque sabía
que las tropas no motorizadas, en su mayoría italianas, iban
a verse rápidamente superadas. Muchos soldados alemanes
se apropiaron de camiones italianos a punta de pistola,
produciéndose horribles escenas. Aquella noche Rommel
envió un mensaje al OKW exponiendo la situación y
explicando las razones de su retirada. Debido a un
malentendido por parte de un oficial del estado mayor,
Hitler no recibió dicho mensaje hasta la mañana siguiente.
Sospechando que se trataba de una conspiración para que
no pudiera contraordenar la retirada de Rommel, el Führer
montó en cólera, y en su cuartel general se produjeron
escenas de histeria y nerviosismo. La derrota de Rommel
supuso un gran varapalo y una verdadera conmoción por lo
inesperada, pues en aquellos momentos el foco de
preocupación de Hitler era Stalingrado y el Cáucaso. El
dictador alemán había confiado tanto en la capacidad de
Rommel como comandante que nunca había imaginado que
pudiera sufrir semejante revés.
El 3 de noviembre, poco después de mediodía, el
Führer envió a Rommel la siguiente orden: «En su actual
situación, no puede haber otro pensamiento que no sea el
de resistir con firmeza, sin retroceder ni un paso, y enviar
todas las armas y todos los soldados disponibles al campo
de batalla». Prometía apoyo de la Luftwaffe, provisiones y
pertrechos, y acababa diciendo: «No sería la primera vez en
la historia que la férrea determinación prevalece sobre los
batallones más poderosos del enemigo. Solo hay una
alternativa que pueda proponer a sus tropas: vencer o
morir».3
Rommel quedó desconcertado y perplejo por la locura
y la insensatez de la orden. Pero la tendencia de Hitler a
recurrir a todo tipo de mentiras para engañarse y no
reconocer la realidad de una derrota volvería a manifestarse
muy pronto, con el general Paulus en la estepa del Don, al
oeste de Stalingrado. Rommel, a pesar de su gran instinto
militar, se sintió en la obligación de obedecer. Dio la orden
de interrumpir la retirada. Solo a las divisiones italianas se
les mandó dirigirse al noroeste. Esto permitió que el XIII
Cuerpo de Horrocks avanzara el 4 de noviembre sin
encontrar oposición. Más al norte, el X Cuerpo rompió las
líneas enemigas, capturando el cuartel general del Afrika
Korps y al general Von Thoma, que se rindió al 10.° de
Húsares.
Contando con el apoyo de Kesselring, Rommel
ordenó una retirada general. Informó a Hitler de que el
repliegue de tropas solo sería hasta la línea Fuka, pero fue
hasta el otro extremo de Libia. El hecho de que el resto del
Panzerarmee lograra escapar se debió exclusivamente a la
lentitud de Montgomery en reaccionar y a su prudencia
excesiva. Tras alcanzar la victoria, no quería correr peligros
que pudieran entrañar algún revés. Se ha sostenido en
diversas ocasiones que el hecho de que no lograra cazar a
Rommel durante la retirada provocó la desastrosa decisión
de Hitler de enviar más tropas al norte de África, todas las
cuales serían al final capturadas. Pero difícilmente
podemos atribuirlo al talento de Montgomery como
general, pues una idea semejante no figuró nunca en su plan
magistral.
La victoria en la batalla de El Alamein no fue fruto de
ninguna genialidad táctica ni estratégica. La decisión de
Montgomery de atacar el sector más fuerte de las líneas
alemanas era, como mínimo, cuestionable. Sus tropas de
infantería y sus unidades blindadas combatieron sin duda
con gran arrojo, y a ello contribuyó evidentemente que el
general británico supiera levantar la moral del VIII Ejército.
Pero, por lo demás, la batalla fue ganada gracias a la
extraordinaria aportación de la Artillería Real británica y de
la Fuerza Aérea del Desierto, con su implacable
destrucción de los aviones de la Luftwaffe y de los tanques
y líneas de abastecimiento de los alemanes, y a las
acciones de la Marina Real y la aviación aliada, que
supieron cortar las líneas de sustento de las fuerzas del Eje
en el Mediterráneo.
El 7 de noviembre, cuando Hitler se dirigía a Munich para
pronunciar su discurso ante la vieja guardia del Partido
Nazi, su tren especial se detuvo en Turingia. Un mensaje de
la Wilhelmstrasse informaba de la inminencia de un
desembarco aliado en el norte de África. Inmediatamente,
el Führer dio la orden de defender Túnez a cualquier
precio. Pero cuando le comunicaron que la Luftwaffe poco
podría hacer a tanta distancia de sus bases, montó en cólera
y maldijo a Göring. Todos aquellos rumores
contradictorios de los últimos meses sobre las intenciones
de los Aliados, y la obsesión del Führer con conquistar
definitivamente Stalingrado, habían dado lugar a que el
OKW no estuviera preparado para un nuevo frente. La gran
incógnita era cómo iba a reaccionar el régimen de Vichy
ante una invasión aliada de sus colonias del norte de África.
Ribbentrop se unió a la comitiva en Bamberg, y ya en
el tren instó a Hitler a que le permitiera intentar negociar
con Stalin a través del embajador soviético en Estocolmo.
Hitler se negó rotundamente. La idea de entablar
negociaciones en un momento de debilidad estaba fuera de
toda discusión. Obstinado, el Führer siguió insistiendo en
su discurso de que la caída de Stalingrado era inminente, y
se mostró firmemente determinado a continuar con el
combate hasta alcanzar la victoria final.4 Su orgullo le
impedía considerar una opción distinta. Ignoró la derrota de
Rommel y nunca habló de los desembarcos aliados en el
norte de África, prefiriendo recordar su predicción de que
al final todos los judíos serían aniquilados. Pero incluso
Goebbels se daba cuenta de que se encontraban «en un
punto de inflexión de la guerra».5 Aparte de los nazis más
leales y fanáticos, la mayoría de los alemanes empezaba a
percibir que la victoria estaba en aquellos momentos más
lejos que nunca, como pondrían de manifiesto los informes
sobre la moral de la población civil elaborados por el
servicio de inteligencia de la SS, el Sicherheitsdienst.
Pocos compartían la idea de Göring de que los americanos
solo eran capaces de producir cuchillas de afeitar. La
intensidad de los bombardeos aliados contra sus ciudades
demostraba una superioridad material cada vez mayor.
Para Eisenhower y sus planificadores, la reacción de
la Francia de Vichy y la del régimen de Franco en España
fueron también una cuestión clave. Eisenhower, con su
ingenuidad política, enseguida se vio metido en un campo
de minas de la política francesa. Roosevelt no quería tener
que entenderse con el general De Gaulle, y presionó a
Churchill para que no informara a los franceses de lo que
estaba preparándose. La relación de Churchill con De
Gaulle se había visto aún más deteriorada debido a las
sospechas francesas de que los británicos codiciaban Siria
y Líbano, y Churchill sabía que el militar galo se pondría
hecho una furia si se le mantenía al margen de la operación.
Además, De Gaulle nunca aceptaría que, para evitar duros
enfrentamientos, los aliados decidieran llegar a un acuerdo
con las autoridades de Vichy en el norte de África. Pero
Churchill se guardaba un as en la manga con el que
pretendía pacificar al orgulloso general.
La Marina Real británica, incapaz de olvidar que había
sido la aviación japonesa que utilizaba los aeródromos del
gobierno de Vichy en Indochina la que había hundido el
Prince of Wales y el Repulse, seguía estando preocupada
por la colonia francesa de Madagascar, situada paralela a
las rutas que seguían sus convoyes frente a las costas del
sureste africano. Pocas semanas después de que se
produjera el gran desastre en aguas de Malaca, se
encomendó a una fuerza de desembarco la puesta en
marcha de la Operación Ironclad (la captura del puerto
principal de Madagascar, Diego Suárez, situado en el
extremo norte de la isla). En un principio, tanto el general
Brooke en Londres como Wavell en Extremo Oriente se
habían opuesto al plan, sobre todo en un momento en el que
se cernían tantas amenazas sobre otros muchos lugares.
Más tarde, a comienzos de marzo de 1942, las
interceptaciones americanas de las comunicaciones
japonesas sacaron a la luz que Berlín insistía a Tokio en la
necesidad de intervenir en el oeste del océano índico y
atacar los cargueros británicos que bordeaban el sur de
África para llevar provisiones y pertrechos a Egipto. El 12
de marzo, el gabinete de guerra dio por fin su visto bueno a
la Operación Ironclad.
A comienzos de mayo, una fuerza británica zarpó de
Sudáfrica y atacó el puerto de Diego Suárez. Los soldados
de infantería de marina encargados de la misión
desembarcaron de noche, en el más puro estilo nelsoniano.
Y hasta allí llegó la operación, pues se daba por hecho que
se llegaría a una entente con las autoridades del régimen de
Vichy en la capital de la isla, Tananarive. Pero el 30 de
mayo un minisubmarino japonés disparó sus torpedos
contra el acorazado británico Ramillies, anclado en el
puerto de Diego Suárez. La flotilla de sumergibles
japoneses siguió con el ataque y hundió veintitrés buques
cargados de provisiones y pertrechos para el VIII Ejército.
Este episodio constituyó la única ayuda directa que
recibieron durante la guerra los alemanes de su aliado
japonés.
A regañadientes, Churchill se dejó convencer por el
mariscal de campo Smuts de que los japoneses podían
establecer bases en otros puertos de Madagascar
controlados por Vichy, y autorizó emprender la conquista
de toda la isla. También pensó que podría ser una manera de
contentar a De Gaulle, que había querido capturar
Madagascar con las fuerzas de la Francia Libre, y que luego
se había puesto hecho una furia al enterarse de que los
británicos planeaban entablar negociaciones con las
autoridades del régimen de Vichy en la isla. Una vez
ocupada en su totalidad, Madagascar podría ser entregada al
general De Gaulle. Esto se logró por fin el 5 de noviembre,
tras una guerra de guerrillas emprendida en vano por el
gobernador leal a la Francia de Vichy, Armand Annet. 6 Una
semana antes de la rendición de Annet, en un alarde de
amabilidad, Churchill había preguntado a De Gaulle a quién
le gustaría nombrar gobernador de Madagascar. De Gaulle
sospechaba que los Aliados estaban preparando un
desembarco en el norte de África, pero de haberse enterado
de todas las negociaciones entabladas por los americanos
con los generales de Vichy para poner en marcha la
Operación Torch, probablemente habría abandonado la sala
dando un portazo.
Robert Murphy, antiguo agregado comercial
americano en la Francia de Vichy, y en aquellos momentos
representante de Roosevelt en el norte de África francés,
también estaba convencido de que había que mantener a De
Gaulle al margen de todo. La mayoría de los oficiales del
ejército colonial francés seguía viendo a De Gaulle
prácticamente como un traidor al servicio de los ingleses.
Necesitaban confiar en un líder de su agrado. El general
Henri Giraud era un valiente oficial de elevada estatura e
imponente bigote, pero que no se caracterizaba por su
inteligencia. De Gaulle lo llamaba «el soldadito de plomo».
Giraud, tras ser capturado en 1940 estando al frente del VII
Ejército francés, había logrado escapar de la fortaleza de
Königstein, en Sajorna, en la que había sido encarcelado. A
continuación, había buscado refugio en Vichy, donde Pierre
Laval, primer ministro de Pétain, había querido entregarlo a
los alemanes, a lo que el Maréchal se negó.
Murphy consideraba que Giraud era quien mejor podía
servir a los intereses de los Aliados, pero Giraud tenía sus
propias ideas. Insistía en que debía ser el comandante en
jefe de la Operación Torch, y exigía que los Aliados
desembarcaran no solo en el norte de África, sino también
en Francia. Por otro lado, no quería que participaran los
británicos, pues el ataque de la Marina Real contra la flota
francesa en Mers-el-Kébir no había sido ni olvidado ni
perdonado. Giraud era también muy amigo del general
Charles Mast, uno de los principales comandantes de las
fuerzas francesas del norte de África. Murphy, que había
establecido una red de contactos con oficiales y altos
oficiales, organizó una entrevista secreta entre el general
Mast y sus compañeros conspiradores con el segundo de
Eisenhower, el teniente general Mark Clark.
El 21 de octubre, por la noche, Clark desembarcó de
un submarino británico, el Seraph, cerca de Argel, con una
escolta de comandos. Su misión principal era convencer a
Mast de que las fuerzas americanas iban a ser tan
numerosas que los franceses no se atreverían a oponer
resistencia. Clark afirmó que iban a desembarcar más de
medio millón de hombres, cuando el contingente solo
contaba con ciento doce mil efectivos. Mast le advirtió
que, aunque podían ser vencidos por tierra y por aire, por
mar la marina francesa resistiría con determinación. Otros
oficiales galos proporcionaron a Clark valiosa información
secreta acerca de la disposición de sus tropas y de sus
defensas. Temiendo ser descubierto por la gendarmería
local, que había sido avisada del desembarco de unos
contrabandistas, Clark regresó precipitadamente al
submarino al día siguiente por la noche, aunque de una
manera muy poco decorosa: sin sus pantalones. Al margen
de esta pequeña humillación, lo cierto es que su peligrosa
misión fue en gran medida todo un éxito.
El submarino Seraph, esta vez pretendiendo ser
norteamericano, fue enviado a la Costa Azul a recoger a
Giraud para luego trasladarlo a Gibraltar, donde lo esperaba
Eisenhower. Los agentes de los servicios secretos del Eje
y los pilotos de los vuelos de reconocimiento informaron
de la presencia cada vez mayor de barcos en Gibraltar. Por
fortuna para los Aliados, los servicios de inteligencia
alemanes pensaron que los buques tenían como objetivo
reforzar la isla de Malta o desembarcar fuerzas en Libia
para cortarle la retirada a Rommel. Los submarinos
alemanes que navegaban por aguas del Mediterráneo
recibieron, pues, la orden de concentrarse frente a las
costas de Libia, esto es, muy al este del lugar elegido por
los aliados para el desembarco de sus tropas. El enemigo
también barajó la posibilidad de que los Aliados
pretendieran ocupar Dakar, en la costa occidental de
África, para establecer una base naval que les fuera de
utilidad en la batalla del Atlántico.
Los americanos habían tenido conocimiento, a través
de Murphy, de que el almirante Darlan se planteaba la
posibilidad de colaborar. El almirante estadounidense
William D. Leahy, antiguo embajador del gobierno de
Roosevelt en la Francia de Vichy, consideraba a Darlan un
oportunista muy peligroso. El hecho de que Darlan
detestara a Laval, que lo había sustituido como segundo de
Pétain, no constituía garantía alguna de su fiabilidad. No
obstante, incluso Churchill estaba dispuesto a entablar
negociaciones con ese acérrimo anglófobo, si con ello se
conseguía que la flota francesa en Toulon se pasara al
bando aliado. Eisenhower prefería la opción de Giraud,
pero cuando este llegó a Gibraltar, volvió a exigir que se le
nombrara comandante en jefe de las fuerzas aliadas. Raras
veces una operación militar se había visto tan complicada
por una serie de rivalidades y antagonismos políticos y
personales.
El 4 de noviembre, justo cuatro días antes del
desembarco, Darlan, que había estado visitando las colonias
francesas de África, tomó un avión que lo condujo a Argel.
Acababa de enterarse de que su hijo, un teniente de la
marina afectado de polio, había experimentado un grave
empeoramiento de su enfermedad. Darlan no sabía que la
flota aliada se había echado a la mar; tenía la intención de
regresar a Vichy en cuanto mejorara el estado de salud de
su hijo. La Fuerza Operacional Occidental, formada por
treinta y cinco mil soldados a las órdenes del general de
división George S. Patton, ya había zarpado de Hampton
Roads, rumbo a Casablanca. Las otras dos fuerzas
operacionales que habían partido de Inglaterra se dirigían a
Oran y a Argel, en el Mediterráneo. Los barcos del
conjunto de la expedición estaban escoltados por
trescientos buques de guerra a las órdenes del almirante
Cunningham, que estaba encantado de volver a navegar por
aguas del Mediterráneo.
El 7 de noviembre, a última hora de la tarde, Darlan
estaba cenando en Villa des Oliviers, la residencia del
general Alphonse Juin, comandante en jefe de Argel. Juin
había sustituido a Weygand, en aquellos momentos
encarcelado en la fortaleza de Königstein, ocupando el
lugar de Giraud, pues Hitler temía que se pasara al bando
aliado. Poco antes de que finalizara, la velada se vio
interrumpida por la llegada del jefe naval en Argel, que se
presentó de repente para informar de que era muy probable
que al final el destino de los barcos aliados no fuera
precisamente Malta. Todo parecía indicar que se dirigían a
Argel y a Oran para proceder al desembarco de tropas.
Darlan descartó esa posibilidad y marchó de allí para poder
dormir un poco antes de coger su avión a primera hora de la
mañana. A eso de la medianoche, Murphy escuchó en el
noticiario en francés transmitido por la BBC la palabra
clave que confirmaba que iba a procederse al desembarco
de las tropas. Envió a los soldados no regulares franceses
que había reclutado conjuntamente con el general Mast a
ocupar las instalaciones y los cuarteles generales más
importantes.
A primera hora del 8 de noviembre, Murphy se dirigió
a la Villa des Oliviers e hizo que despertaran a Juin. Le
informó de los desembarcos. Al principio, Juin quedó
mudo de asombro. Luego dijo que primero debía hablar con
su superior, el almirante Darlan, que seguía en Argel.
Murphy comprendió que no le quedaba más remedio que
entrevistarse con Darlan, y envió su Buick para que trajera a
la villa al almirante francés.
Darlan llegó echando humo. Este alto oficial de la
marina francesa, de corta estatura, robusto y empedernido
fumador de pipa, pronto fue apodado «Popeye» por los
americanos, que encontraban muy graciosas las plataformas
de sus zapatos. El odio que profesaba a los británicos venía
de antaño en su familia, pues su bisabuelo había muerto en
la batalla de Trafalgar. Pero también era un tipo práctico
que no tenía problemas para cambiar de chaqueta. Justo
después del armisticio de 1940, el veterano político
francés Edouard Herriot había dicho de él, «este almirante
sabe nadar y guardar la ropa»,7 cuando, tras prometer a los
británicos su total adhesión, se unió en secreto a los
capitulards.
Mientras Murphy intentaba tranquilizar a Darlan y
convencerlo de que cualquier resistencia a los
desembarcos iba a ser en vano, se presentó en la villa un
grupo de soldados no regulares de Mast que se llevó a
Darlan y a Juin prisioneros. Luego llegó una brigada de
gendarmes a liberarlos y a detener a los insurgentes y a
Murphy. Murphy esperaba que para entonces las tropas
americanas ya estuvieran allí, pero habían desembarcado
por error más lejos del objetivo fijado.
Sin embargo, un desastre mucho peor estaba a punto
de producirse. El plan británico de tomar los puertos de
Argel y Oran por sorpresa acabaría en fracaso, provocando
un gran número de bajas y, consecuentemente, la ira de los
americanos. Las baterías costeras y los buques franceses
bombardearon dos destructores de la Marina Real, que
enarbolaban la bandera de los Estados Unidos, cuando
intentaban introducir en el puerto los grupos de
desembarco americanos, como habían hecho en Diego
Suárez. Una operación aerotransportada para capturar los
aeródromos de Oran, en la que solo participaba un batallón
paracaidista americano, también acabó en fracaso. Parecía
que la Operación Torch, convertida en una grotesca farsa,
se iba a pique.
A pesar de la petición de Roosevelt de informar de los
planes a las autoridades de la Francia Libre, Churchill había
pedido al general Ismay que llamara al general Pierre
Billotte, jefe del estado mayor de De Gaulle, para
advertirle de la invasión poco antes de que las tropas
comenzaran a desembarcar. Pero Billotte decidió no
despertar a De Gaulle, que se había acostado muy pronto.
Cuando De Gaulle se enteró de la noticia a la mañana
siguiente, se puso hecho una furia. «Espero que los de
Vichy los arrojen al mar», exclamó subiéndose por las
paredes. «¡Así no se consigue Francia! ¡Es un allanamiento
de morada!».8 Pero después de almorzar con Churchill, el
efecto balsámico que tenía el primer ministro había
logrado calmarlo. Aquella noche pronunció un discurso por
radio apoyando sin fisuras la operación aliada.
Solo cuando llegaron en gran número las tropas
americanas, con un retraso de varias horas debido a los
caóticos desembarcos, cambió Darlan de actitud. Pidió
entrevistarse con el comandante de la 34.ª División de
Infantería para negociar un alto el fuego, y se acordó el
cese de hostilidades en Argel. Los soldados franceses
regresarían a sus cuarteles sin entregar las armas.
Llegado este punto, comenzaron a aumentar las
sospechas de Hitler acerca de la fiabilidad como aliado del
régimen de Vichy. Haber roto relaciones diplomáticas con
los Estados Unidos no era prueba suficiente de su lealtad,
como tampoco lo era el hecho de que Pierre Laval hubiera
autorizado a las fuerzas del Eje a utilizar los aeródromos
franceses de Túnez. El 9 de noviembre, Laval fue
convocado a Munich, donde, para poner a prueba su
adhesión a la causa alemana, se le exigió que su gobierno
declarara la guerra a los Aliados. Tanto para Laval, como
para el resto de la administración de Vichy, aquella
petición suponía ir demasiado lejos.
Darlan, mientras tanto, no llevaría el alto el fuego a
Casablanca ni a Oran, donde siguieron los combates.
Necesitaba saber qué se cocía en Munich y en Francia. La
confusión aumentó con la llegada a Argel del general
Giraud, seguida de la del general Mark Clark, que sugería
que había que prepararse para descartar a Giraud y tratar
con Darlan. Por fortuna, Giraud aceptó a Darlan como su
superior y no armó ningún escándalo. Pero Eisenhower, de
vuelta en los húmedos túneles del peñón de Gibraltar, solo
disponía de unos pocos informes bastante confusos para
valorar los posibles progresos. No había llegado ninguna
noticia del general Patton sobre los desembarcos de
Casablanca. Presa del nerviosismo y la agitación,
Eisenhower, sin parar de fumar sus cigarrillos Camel,
rezaba para que todo se desarrollara según lo previsto.
En Munich, Hitler, acompañado del conde Ciano,
ministro de exteriores de Mussolini, recibió a Laval,
exigiéndole que tropas francesas aseguraran los puertos y
aeródromos de Túnez para facilitar la llegada de las fuerzas
del Eje. Después de la puñalada trapera de Mussolini en
1940, el resentimiento de Francia hacia Italia era tan
intenso que Laval dudó de la conveniencia de permitir que
tropas italianas pisaran territorio francés. Pero indicó que
se doblegaría a un ultimátum de Alemania, siempre y
cuando el mariscal Pétain pudiera realizar una protesta
formal.
A la mañana siguiente, 10 de noviembre, Darlan se
presentó en el hotel Saint-Georges de Argel, en el que
Clark había instalado su cuartel general. Las maneras poco
diplomáticas de Clark no encajaron con una personalidad
como la de Darlan, quien hizo hincapié en la superioridad
de su rango. Clark amenazó incluso con imponer un
gobierno militar aliado en todo el norte de África francés.
Darlan contuvo su genio, pues era consciente de que tenía
que ganar tiempo. No podía ordenar el alto el fuego que
con tanta insistencia exigía Clark hasta que Hitler mandara
la entrada de tropas en la zona desmilitarizada de Francia,
rompiendo así los acuerdos del armisticio de 1940.
Eisenhower, tras saber por Clark que las negociaciones se
encontraban en un punto muerto, explotó: «¡Santo Dios!
¡Lo que necesito aquí es a un maldito verdugo que sepa
hacer bien su trabajo!».9 Por fin Oran fue asegurado aquel
día por la 1.ª División de Infantería americana, aunque a
costa de sufrir trescientas bajas, pero en Marruecos fuerzas
francesas seguían oponiendo resistencia a las tropas de
Patton, incluso después de que hubieran perdido casi todos
sus buques de guerra frente a la costa de Casablanca
durante una encarnizada batalla.
Al día siguiente, a primera hora de la mañana, Hitler
anunció que tropas alemanas iban a ocupar el sur y el
sureste de Francia en el curso de la Operación Antón.
Seguiría reconociendo al gobierno de Pétain, pero en
aquellos momentos la reputación del mariscal estaba en
entredicho. Muchos de sus partidarios pensaban que Pétain
tenía que haber escapado al norte de África para unirse a
los Aliados. Hitler también dio la orden de que los Pirineos
fueran ocupados por tropas alemanas. El gobierno de
Franco temía que el Führer exigiera el paso de su ejército
por territorio español para atacar Gibraltar, y en un consejo
de ministros celebrado en Madrid el 13 de noviembre se
decretó una movilización parcial.
Con la entrada de tropas alemanas en la Francia no
ocupada, Darlan ya podía esgrimir que Pétain era
prisionero de Hitler. Así pues, ordenó el alto el fuego en
todo el norte de África francés. Pero no pudo entregar la
flota francesa de Toulon a los Aliados, como esperaba
Churchill. El comandante de la región, el contraalmirante
Jean de Laborde, que detestaba a Darlan y temía que sus
marineros y oficiales quisieran unirse a los odiosos
anglosajones, siguió leal a Vichy. Confiando en los
oficiales de la Kriegsmarine, que le aseguraron que las
tropas alemanas no iban a intentar capturar sus barcos
anclados en el puerto de Toulon, Laborde decidió no
moverse. Pero la llegada de formaciones blindadas de la SS
y el descontento cada vez mayor de sus hombres lo
llevaron a cambiar de postura. Cuando las fuerzas alemanas
entraron en el puerto, el contraalmirante ordenó barrenar
los barcos. Casi un centenar de naves fueron hundidas o
voladas con explosivos.
La Operación Torch se había saldado con dos mil
doscientas veinticinco bajas aliadas, de las cuales
aproximadamente la mitad correspondían a hombres caídos
en acción, y los franceses perdieron unos tres mil
soldados. Como reconocería tanto Patton como Clark, fue
lamentable el caos que se produjo durante los
desembarcos. De haber estado combatiendo contra el
ejército alemán en vez de contra unas tropas coloniales
francesas mal pertrechadas, los Aliados habrían sufrido una
verdadera escabechina. Con desdén, los oficiales británicos
enseguida hicieron comentarios burlones con expresiones
como «¡Qué verde era nuestro aliado!»,10 inspirándose en
la célebre película ¡Qué verde era mi valle!, pero lo cierto
es que resultaba muy doloroso leer en los memorándums
elaborados posteriormente los informes que hablaban de la
falta de organización y de la caótica logística. Sobre todo
demostraba que la idea de Marshall de emprender primero
la invasión de Francia habría conducido a una catástrofe.
Independientemente de cuáles fueran las verdaderas
razones que llevaron a Churchill y al general Brooke a
obligar a los americanos a invadir el norte de África, la
decisión fue a todas luces la acertada. El ejército de los
Estados Unidos tenía mucho que aprender antes de poder
enfrentarse a la Wehrmacht en el norte de Europa, o
incluso en Túnez.
A veces la moral de las tropas es cambiante, pudiendo
pasar sorprendentemente del más absoluto abatimiento a un
estado de gran exultación y júbilo. La facilidad con la que
se obtuvo la victoria en Marruecos y Argelia provocó un
optimismo injustificado. Animados por el vino de la región
que compraban a buen precio, los soldados americanos
creyeron que ya eran unos verdaderos veteranos curtidos en
el combate. Los que habían podido ver cómo los obsoletos
tanques Renault de los franceses se detenían ante sus
nuevas bazookas, gritaban: «¡Que vengan los panzer!».11
Incluso el mismísimo Eisenhower le diría a Roosevelt que
esperaba tomar Trípoli a finales de enero.
26
EL SUR DE RUSIA Y
TÚNEZ
(noviembre de 1942-febrero de
1943)

La noticia de la maniobra de envolvimiento de los


soviéticos corrió rápidamente entre el VI Ejército a lo
largo de la estepa helada del Don. El 21 de noviembre de
1942, Paulus y su jefe de estado mayor abandonaron su
cuartel general de Golubinsky en los dos aviones ligeros
Fieseler Storch que quedaban y se trasladaron a Nizhne-
Chirskaya, localidad situada fuera del Kessel. Allí
celebraron al día siguiente una reunión con el general Hoth
del IV Ejército Panzer con el fin de analizar la situación y
discutir la manera de mantener una línea segura con el
Grupo de Ejércitos B. Pero al enterarse de dónde estaba
Paulus, Hitler lo acusó de abandonar a sus tropas y le
ordenó que regresara para reunirse con su estado mayor en
Gumrak, a quince kilómetros al oeste de Stalingrado.
Paulus se sintió profundamente ofendido por esta calumnia
y Hoth no tuvo más remedio que calmarlo.
Los dos altos mandos estudiaron la orden de Hitler
que instaba al VI Ejército a resistir pese al peligro
«momentáneo de envolvimiento».1 Suponiendo que Hitler
no tardaría en volver a entrar en razón, acordaron que, para
poder romper el cerco, el VI Ejército necesitaba con
urgencia ser reabastecido de combustible y municiones por
vía aérea. Pero el oficial al mando del VIII Fliegerkorps les
advirtió que la Luftwaffe sencillamente no tenía suficientes
aparatos de transporte para abastecer a todo un ejército.
Como sus formaciones blindadas estaban sin combustible y
sus divisiones de infantería se habían quedado sin sus
caballos, Paulus se dio cuenta de que el VI Ejército tendría
que abandonar toda su artillería, por no hablar de los
heridos, si quería escapar del cerco. Su jefe de estado
mayor, el Generalleutnant Arthur Schmidt, «hombre
corpulento, con cuello de toro, ojos pequeños y labios
finos»,2 observó que «iba a ser un final napoleónico».3
Paulus, que había estudiado muy detalladamente la campaña
de 1812, estaba aterrado ante semejante perspectiva. En
plena reunión llegó el Generalmajor Wolfgang Pickert, al
mando de la 9.ª División Antiaérea de la Luftwaffe. Dijo
que se disponía a retirar su unidad inmediatamente.
También él era consciente de que no cabía esperar en
ningún momento que la Luftwaffe pudiera abastecer al VI
Ejército por el aire.
Hitler no tenía ninguna intención de permitir que sus
tropas se retiraran de Stalingrado. Había invertido
demasiado en la toma de la ciudad y se jugaba su propia
reputación, especialmente a raíz de las baladronadas
pronunciadas apenas dos semanas antes en el discurso de
Munich, de modo que no podía soportar la idea de una
retirada. Ordenó al Generalfeldmarschall von Manstein
abandonar el frente del norte y formar un nuevo Grupo de
Ejércitos del Don para romper el cerco y liberar al VI
Ejército. Al enterarse de lo que pretendía hacer Hitler,
Göring convocó a sus oficiales de transporte más
veteranos. Aunque el VI Ejército necesitaba setecientas
toneladas de pertrechos diarios, Göring preguntó a sus
oficiales si podrían suministrar quinientas. Su respuesta fue
que el máximo absoluto sería de trescientas cincuenta, y
eso solo durante un breve período de tiempo. Con la
esperanza de congraciarse con Hitler, Göring aseguró
entonces al cuartel general del Führer que la Luftwaffe iba
a poder reabastecer al VI Ejército. Esta falsa promesa
marcó el fatídico destino de Paulus y de sus tropas. El 24
de noviembre, Hitler ordenó a la «Fortaleza Stalingrado» y
su frente del Volga que resistiera «fueran cuales fuesen las
circunstancias».4
En total el Ejército Rojo había rodeado a unos
doscientos noventa mil hombres en el Kessel de
Stalingrado, cifra que incluía a más de diez mil rumanos y a
más de treinta mil Hiwis rusos empleados como tropas
auxiliares.5 Hitler prohibió que la noticia se diera a
conocer en Alemania. Los comunicados del OKW
tergiversaron deliberadamente la verdadera situación, pero
enseguida empezaron a correr rumores por todo el país.
Hitler pretendía echar la culpa del triunfo soviético a
cualquiera menos a sí mismo. En la Wolfsschanze, en
Prusia oriental, se produjo un violento altercado con el
mariscal Antonescu, cuando el Führer intentó achacar la
responsabilidad del desastre a los ejércitos rumanos que
guardaban los flancos. Antonescu recordó airadamente que
los alemanes se habían negado a suministrar a sus hombres
artillería antiaérea adecuada, y que todas sus advertencias
acerca de la inminencia de la ofensiva habían sido desoídas.
Lo que no sabía era que en aquellos momentos el VI
Ejército se negaba a suministrar raciones de comida a sus
soldados. Los oficiales alemanes decían: «Es inútil dar de
comer a los rumanos, porque van a rendirse igual».6
Las tropas del VI Ejército, aisladas al oeste del Don,
habían conseguido replegarse justo a tiempo para unirse al
grueso de las fuerzas. El Kessel de Stalingrado adoptó la
forma de un cráneo aplastado, cuya frente era la ciudad y el
resto defendía un perímetro externo de sesenta por
cuarenta kilómetros en la estepa del Don. Los soldados
alemanes lo llamaban cínicamente «la fortaleza sin tejado».
Las raciones, que ya eran insuficientes antes incluso de que
se produjera el cerco, fueron reducidas drásticamente. Los
hombres quedaban agotados cavando trincheras en el
terreno helado. En la estepa desnuda, había muy poca
madera para cubrir los refugios de tierra. Los oficiales
intentaban fortalecer la determinación de los soldados con
el siguiente argumento: «Incluso la muerte es preferible a
una cárcel rusa, así que debemos resistir hasta el final. La
Patria no podrá olvidarnos».7
La maniobra de envolvimiento de los soviéticos
condujo a la recuperación de grandes áreas de territorio
ocupado. La llegada de las tropas del Ejército Rojo fue
recibida con lágrimas de alegría por la población civil,
hambrienta y víctima de toda clase de abusos y saqueos,
pero detrás de ellas vino el NKVD para detener a
cualquiera que resultara sospechoso de colaboración. El
cuartel general del Don lanzó una serie de ataques durante
la primera semana de diciembre con la esperanza de
romper el cerco, pero su departamento de inteligencia
había infravalorado burdamente el número de tropas que
tenía rodeadas. El jefe de inteligencia del general
Rokossovsky pensaba que habían atrapado a ochenta y seis
mil hombres, no a doscientos noventa mil.
Los oficiales soviéticos tampoco podían imaginarse
cuan decididos estaban los alemanes a resistir. La promesa
del Führer de que sus tropas iban a ser relevadas fue
aceptada como una verdad tan cierta como el evangelio,
especialmente por los soldados más jóvenes que habían
crecido bajo la férula del nacionalsocialismo. «Lo peor ha
pasado», decía un soldado de la 376.ª División en una carta
a su familia dando muestras de un optimismo ingenuo.
«Todos esperamos estar fuera del Kessel antes de
Navidades... Una vez que llegue a su fin esta maniobra de
envolvimiento, la guerra de Rusia habrá acabado».8 Los
oficiales del servicio de abastecimientos, que habían
recortado las raciones entre una tercera parte y la mitad de
la cantidad normal, eran más realistas. La escasez de
forraje significaba que los pocos caballos que quedaban
iban a tener que ser sacrificados.
Según los cálculos del oficial superior de intendencia
del VI Ejército, iban a necesitarse un mínimo de
trescientos vuelos al día, pero durante la primera semana
del puente aéreo se llevaron a cabo menos de treinta vuelos
diarios por término medio. En cualquier caso, una
proporción considerable del tonelaje suministrado era
combustible de avión para el viaje de vuelta. Göring
tampoco había tenido en cuenta el hecho de que los
aeródromos existentes dentro del Kessel estaban al alcance
de la artillería pesada soviética, mientras que los cazas y las
baterías antiaéreas enemigas creaban un peligro constante.
En un solo día se perdieron veintidós aparatos de transporte
debido a la acción del enemigo y a los accidentes. Y a los
pocos días el tiempo empeoró de tal modo que casi no
pudo llegar ni un solo avión. Richthofen telefoneó una y
otra vez al Generaloberst Hans Jeschonnek, jefe de estado
mayor de la Luftwaffe, para decirle que todo el plan de
reabastecimiento por vía aérea estaba condenado al fracaso.
Nadie pudo ponerse en contacto con Göring porque se
había retirado al Hotel Ritz de París.
Durante este período, Stalin había puesto a la Stavka a
elaborar unos planes más ambiciosos. Tras el éxito de la
Operación Urano, pretendía dejar incomunicado al resto
del Grupo de Ejércitos del Don y atrapar al I Ejército
Panzer y al XVII Ejército en el Cáucaso. La Operación
Saturno debía consistir en un gran ataque del Frente del
Sudoeste y del Frente de Voronezh, pasando por encima del
VIII Ejército italiano, en dirección a la cuenca baja del
Don, en la zona en la que el río desemboca en el mar de
Azov. Pero Zhukov y Vasilevsky coincidieron en que, como
probablemente Manstein intentaría liberar al VI Ejército
atacando por el nordeste desde Kotelnikovo al mismo
tiempo, convenía restringir el plan a un ataque contra el
flanco izquierdo de la retaguardia del Grupo de Ejércitos
del Don. La misión fue rebautizada con el nombre de
Operación Pequeño Saturno.
En efecto, Manstein planeaba hacer lo que los dos
generales rusos se imaginaban. El avance desde
Kotelnikovo era prácticamente la única vía que le quedaba.
Su ofensiva recibió el nombre clave de Operación
Tormenta de Invierno (Unternehmen Wintergewitter).
Hitler pretendía simplemente reforzar el VI Ejército, para
poder mantener su «piedra angular» del Volga lista para
ulteriores operaciones a lo largo de 1943. Manstein, sin
embargo, estaba preparando en secreto una segunda
operación bautizada Trueno (Donnerschlag), con el fin de
sacar de la trampa al VI Ejército y con la esperanza de que
Hitler entrara en razón.
El 12 de diciembre, lo que quedaba del IV Ejército
Panzer de Hoth inició su ataque por el norte. Había sido
reforzado con la 6.ª División Acorazada, llegada de Francia,
y un batallón de los nuevos tanques Tiger. Los soldados del
VI Ejército situados en el extremo sur del Kessel
escucharon la cortina de fuego inicial a cien kilómetros de
distancia y empezó a propagarse el rumor: «der Manstein
kommt». La promesa de Hitler estaba a punto de cumplirse,
se decían unos a otros. No sabían que el Führer no tenía la
menor intención de permitir que se retiraran.
El ataque de Hoth se produjo antes de lo que
esperaban los altos mandos soviéticos. Vasilevsky temía
por el LVII Ejército que estaba en camino, pero
Rokossovsky y Stalin se negaron a modificar sus órdenes.
Finalmente Stalin consintió y ordenó el desvío del II
Ejército de Guardias del general Rodion Malinovsky. El
retraso no fue tan grave como habría podido ser, porque un
deshielo repentino acompañado de lluvias torrenciales hizo
que los tanques de Hoth quedaran atascados mientras
libraban una dura batalla junto al río Myshkova, a menos de
sesenta kilómetros de los bordes del Kessel. Manstein
esperaba que Paulus tomara la iniciativa y empezara a
avanzar hacia el sur, haciendo caso omiso de las órdenes de
Hitler. Pero Paulus era demasiado obediente a la cadena de
mandos y no se habría movido nunca sin una orden directa
del propio Manstein. En cualquier caso, sus tropas estaban
demasiado hambrientas para llegar demasiado lejos y sus
blindados no tenían suficiente combustible.
Stalin dio su consentimiento a la versión modificada
de la Operación Saturno, el Pequeño Saturno, y ordenó que
diera comienzo en tres días. El 16 de diciembre, el I y el III
Ejército de Guardias y el VI Ejército atacaron el frente
italiano, cuya defensa era muy débil. La actitud de los
italianos ante la guerra contra la Unión Soviética era muy
distinta de la de los alemanes. A los oficiales italianos les
sorprendió la actitud racista de los alemanes frente a los
eslavos, y cuando reemplazaron a las unidades de la
Wehrmacht se esforzaron mucho más que estas en dar de
comer a los prisioneros rusos empleados en tareas
durísimas. Asimismo hicieron amistad con los aldeanos de
la zona, a los que los alemanes habían despojado de su
comida y de sus ropas.
Las mejores formaciones italianas eran las cuatro
divisiones integradas en el Cuerpo de Ejército de Alpinos,
la Tridentina, la Julia, la de Cuneo y la de Vicenza. A
diferencia de la infantería ordinaria italiana, los alpinos
estaban habituados a durísimas condiciones invernales,
pero su equipamiento era muy deficiente. Se vieron
obligados a fabricar calzado nuevo con los neumáticos de
los vehículos soviéticos destruidos. Carecían de armas
antitanque, sus fusiles databan de 1891, y sus
ametralladoras, al no estar diseñadas para soportar aquellas
condiciones propias del Ártico, a menudo se congelaban.
Sus vehículos, todavía con la pintura de camuflaje del
desierto, tampoco funcionaban a aquellas temperaturas
extremas, que a veces descendían por debajo de los treinta
grados centígrados negativos. Y sus mulas, incapaces de
moverse con una nieve tan alta, murieron de agotamiento,
por falta de forraje, o de frío. Muchos hombres sufrieron
episodios de congelación y, al igual que los alemanes,
intentaron suplir sus deficiencias quitando las chaquetas
acolchadas y las botas de fieltro o valenki a los soldados
del Ejército Rojo muertos. Las raciones de minestrone y
de pan llegaban congeladas. Incluso las raciones de vino se
solidificaban por el camino. Los soldados y los oficiales
italianos odiaban y despreciaban al régimen fascista, que
los había mandado a aquella guerra tan mal preparados.
Ante el ataque en oleadas de las divisiones del
Ejército Rojo lanzando su grito de guerra: «¡Hurra!
¡Hurra!», muchas formaciones del VIII Ejército italiano
resistieron con una determinación mucho mayor de la
esperada. Pero al estar mal armadas y carecer de reservas,
sus defensas no tardaron en precipitarse en el caos. Las
tropas italianas, agotadas y debilitadas por la disentería, se
retiraron en largas columnas a través de la nieve como si
fueran refugiados, con el cuerpo y la cabeza envueltos en
mantas. El Cuerpo de Ejército de Alpinos, por su parte,
resistió, reforzando el flanco del II Ejército húngaro a su
izquierda.
Las brigadas de tanques soviéticas se desplegaron en
abanico por la retaguardia, y las amplias orugas de los T-34
avanzaron sobre la nieve recién caída. Un repentino
descenso de las temperaturas supuso que el terreno se
endureciera de nuevo. Los depósitos de pertrechos y los
enlaces ferroviarios, atestados de buenos trenes fueron
tomados con total impunidad. Como la 17.ª División
Panzer había sido trasladada para ayudar en el ataque de
Hoth, las zonas de la retaguardia del Grupo de Ejércitos del
Don habían quedado sin reservas.
El mayor peligro para el VI Ejército se produjo
cuando el 24.° Cuerpo de Carros invadió el aeródromo
situado cerca de Tatsinskaya, que era la principal base de
transporte aéreo para abastecer al Kessel. El General der
Flieger Martin Fiebig ordenó a las tripulaciones de sus
Junker 52 que despegaran y se dirigieran a Novocherkassk
cuando los tanques llegaban ya a los límites del aeródromo.
Empezaron a despegar en hilera mientras los tanques abrían
fuego. Algunos estallaron convertidos en auténticas bolas
de fuego, y un tanque embistió a un avión cuando este
rodaba por la pista para situarse en posición de despegue.
En total lograron salvarse ciento ocho Junker 52, pero la
Luftwaffe perdió setenta y dos aparatos, casi el diez por
ciento de la totalidad de su flota de aviones de transporte.
Los únicos aeródromos capaces de abastecer Stalingrado
que quedaban se hallaban mucho más lejos.
La operación Pequeño Saturno obligó a Manstein a
replantearse toda su estrategia. Ahora no solo no cabía ni
pensar en prestar ayuda al VI Ejército, sino que además
pronto tendría también que retirarse del Cáucaso. Manstein
no tuvo valor o si se quiere no tuvo la sangre fría necesaria
para decir a Paulus cuál era la situación verdaderamente
desesperada a la que se enfrentaba su ejército. Algunos
oficiales tenían una idea muy clara de lo que les esperaba.
«No volveremos a ver nuestra patria», decía un capellán de
la 305.ª División de Infantería, «nunca saldremos de este
embrollo».9 Los oficiales de inteligencia soviéticos, sin
embargo, pudieron comprobar que los prisioneros
alemanes seguían negando la posibilidad de su derrota y los
encontraron en un estado de confusión lógica al respecto.
«Tenemos que creer que Alemania ganará la guerra», decía
un copiloto de un Ju 52 de la Luftwaffe abatido en la ruta
de Stalingrado. «Si no, ¿de qué sirve seguir con esto?»10Un
soldado reflejaba la misma obstinación: «Si perdemos la
guerra, no tenemos ninguna esperanza».11 En Stalingrado no
tenían ni idea de que en aquellos momentos los territorios
de Alemania en el norte de África estaban a punto de ser
estrangulados por un lado y por otro.

El principal objetivo de la Operación Torch era ocupar la


Tunicia francesa antes de que el Eje trasladara allí sus
tropas, pero los alemanes reaccionaron con una rapidez
pasmosa. El 9 de noviembre por la mañana, antes de que
Argel y Oran pudieran ser tomadas, aterrizaron los
primeros cazas alemanes. Al día siguiente llegaron en
aviones grupos de avanzada formados por soldados de
infantería y paracaidistas. El oficial francés al mando de la
plaza, actuando todavía a las órdenes del gobierno de Vichy,
se abstuvo de protestar por esta infracción de las
condiciones del Armisticio de 1940.
Hitler no tenía la menor intención de permitir que los
Aliados dispusieran de una base para la invasión del sur de
Europa, ofensiva que sabía que habría supuesto la salida de
Italia de la guerra. Lo que él pretendía era un reforzamiento
masivo del norte de África, incluso en aquellos momentos
tan críticos para el frente oriental. De ese modo, a pesar
del escepticismo de Stalin y de las manifestaciones
masivas celebradas en Londres para exigir un «Segundo
Frente Ya», el teatro de operaciones del norte de África se
revelaría mucho más eficaz que el malogrado plan de
invadir Francia en 1942. Y el puente aéreo a través del
Mediterráneo mantuvo ocupada a toda una flota de aviones
de transporte Junker 52, que habrían podido ser usados para
abastecer al VI Ejército.
El avance de los Aliados por el este en dirección a
Túnez estuvo muy mal organizado y casi careció por
completo de planificación. El I Ejército británico, reducido
a la mínima expresión, al mando de un escocés sombrío, el
teniente general Kenneth Anderson, fue reforzado con
varias unidades acorazadas americanas y algunos batallones
de la infantería francesa. Aun admitiendo las reducidas
dimensiones de sus fuerzas, que sumaban poco más que un
cuerpo de ejército, Anderson cometió el error de dividirlas
en cuatro líneas de avance. No tenía ni idea de que el 25 de
noviembre el Eje ya había desplegado veinticinco mil
hombres en la zona.
El único verdadero éxito del I Ejército se produjo
precisamente ese día, cuando la Blade Force, formada por
el 1.er Batallón del 1.er Regimiento Acorazado de los
Estados Unidos y el 17.°/ 21.° Regimiento de Lanceros del
ejército inglés, avanzaron hacia Túnez desde el oeste. Los
tanques americanos Stuart dieron de manos a boca con un
aeródromo avanzado de la Luftwaffe cerca de Djedeïda. En
un ataque parecido a una incursión del SAS, los tripulantes
de los tanques cruzaron la pista disparando contra los
Junker 52, los Messerschmitt y los Stuka allí estacionados.
Destruyeron más de veinte aparatos. Este ataque sembró el
pánico entre el enemigo y convenció al Generalleutnant
Walther Nehring, que había estado al mando del Afrika
Korps con Rommel, de que debía replegarse a su perímetro
defensivo. Pero el ataque contra el aeródromo no hizo
demasiada mella en la superioridad aérea de los alemanes.
Por otra parte, unos paracaidistas alemanes y algunas
fuerzas de otro tipo tendieron una emboscada a las
columnas principalmente británicas, causando muchas
bajas. El 2.° Batallón de los Fusileros de Lancashire perdió
en Madjez a ciento cuarenta y cuatro hombres en un solo
ataque contra un batallón de paracaidistas, respaldado por
cañones de 88 mm y algunos panzer. Para empeorar las
cosas, la aviación americana se equivocó y ametralló a sus
propias tropas terrestres. Estas empezaron a abrir fuego
contra cualquier avión que vieran haciendo bueno el slogan:
«If it flies — it dies» («Si vuela, muere»). La llegada de la
10.ª División Panzer y unos pocos nuevos carros Tiger
supuso el 3 de diciembre un severo castigo para las tropas
de Anderson, al obligarlas a retirarse tras sufrir numerosas
pérdidas. Fue una lucha desigual contra un adversario
mucho más competente y mejor armado.
Eisenhower se sintió aliviado al llegar a Argel tras
pasar varias semanas en los húmedos túneles del Peñón de
Gibraltar. Pero en vez de poder concentrarse en la apurada
campaña de Túnez, se vio envuelto en los espinosos
problemas del abastecimiento y de la política francesa. Los
oficiales franceses con su «enfermizo sentido del honor»
distraían constantemente a Eisenhower. 12 El general
norteamericano esperaba que los Aliados hubieran llegado
a un compromiso factible, con el nombramiento de Darlan
como alto comisionado para el norte de África y de Giraud
como comandante en jefe de las fuerzas francesas, aunque
él seguía pretendiendo el mando supremo sobre todas las
tropas aliadas. Por otra parte, el único motivo que tenía
Churchill para apoyar a Darlan —la posibilidad de que
convenciera a la flota francesa de Toulon de que se pasara a
su bando— había desaparecido al ser hundidos sus barcos.
Eisenhower no tardó en recibir un susto tremendo.
Cuando se filtró en los Estados Unidos y en Gran Bretaña
la noticia de los «Acuerdos de Darlan», el escándalo no
conoció límites. La prensa y la opinión pública estaban
escandalizadas por el hecho de que el comandante supremo
de las fuerzas aliadas hubiera nombrado como máxima
autoridad del norte de África a un colaboracionista de
Vichy, especialmente cuando se supo que la legislación
antisemita seguía vigente y que sus adversarios políticos no
habían sido sacados de la cárcel. De hecho estos, y
especialmente los gaullistas, recibían un trato malísimo.
Sin embargo, Darlan no daba muestras de estar demasiado
satisfecho con su posición. Era consciente de que los
americanos podían prescindir de él y quitárselo de encima
como un «limón ya exprimido».
De Gaulle se guardó prudentemente de manifestarse
en público, pues el problema lo habían creado los
americanos. Tal vez se hubiera dado cuenta ya de que los
oficiales de Vichy lo odiaban casi tanto como odiaban a los
británicos. Aunque nunca llegara a reconocerlo, la política
de los americanos de pactar con Darlan y Giraud en vez de
hacerlo con él redundaría en último término en beneficio
suyo. Aquellos dos trampolines evitaron el estallido de una
guerra civil en el norte de África.
La Ejecutiva de Operaciones Especiales (Special
Operations Executive, SOE) estaba muy alarmada por la
profunda desconfianza que los Acuerdos de Darlan estaban
suscitando no solo entre los gaullistas de Londres, sino
sobre todo en las relaciones de los Aliados con la
resistencia francesa en el interior e incluso en otros países.
Junto con el OSS (Office of Strategic Services,
Departamento de Servicios Estratégicos) norteamericano,
la SOE sentó rápidamente en Argel las bases para formar a
numerosos jóvenes voluntarios franceses con el fin de
contar con su colaboración en Túnez. Uno de esos reclutas,
llamado Fernand Bonnier, había empezado mezclándose
con los círculos monárquicos y en un gesto de fatuidad
había añadido a su nombre el apelativo de la Chapelle,
presentándose como Fernand Bonnier de la Chapelle. Los
que soñaban con la restauración de la monarquía y con
convertir al conde de París en rey de Francia, veían en De
Gaulle a un posible regente que allanara el camino, aunque
solo fuera porque era bien sabido que la familia del general
había sido monárquica.
En aquel mundo sombrío de complejidades
conspiratorias se elaboró una trama para asesinar a Darlan.
Intervinieron en ella gaullistas, que suministraron desde
Londres dos mil dólares a través del general François
d'Astier de la Vigerie para financiar la operación; el
teniente coronel Douglas Dodds-Parker, del Cuerpo de
Granaderos del ejército británico, el máximo oficial de la
SOE en Argel; y Fernand Bonnier, que perpetró el atentado.
Dodds-Parker, que había acompañado al líder de la
resistencia francesa Jean Moulin al avión que lo llevaría
definitivamente de regreso a Francia, enseñó a Bonnier a
disparar la pistola y luego afirmaría, aunque en realidad no
fuera verdad, que en el asesinato se había utilizado su
propia arma. El plan preveía que Bonnier fuera sacado
inmediatamente de Argel a bordo del Mutin, barco al
mando de Gerry Holdsworth, de la flotilla secreta que tenía
la SOE para infiltrar agentes en el Mediterráneo. Pero
después de acechar a Darlan y descerrajarle un tiro en el
estómago el 24 de diciembre, Bonnier fue capturado,
sometido a un consejo de guerra y ejecutado con una
precipitación repugnante.
Eisenhower, turbado por el suceso, por mucho que
antes hubiera ansiado que apareciera cuanto antes «un
maldito asesino», llamó a Dodds-Parker al cuartel general
de las Fuerzas Aliadas para exigirle una seguridad
categórica de que la SOE no había estado envuelta en el
asesinato. Resulta difícil de saber con exactitud hasta qué
punto era conocida de antemano la existencia de la
conspiración. Desde luego el OSS de Londres tenía
conocimiento de ella y le dio su aprobación, pero parece
que ni Churchill ni sir Charles Hambro, el director de la
SOE, dieron forma alguna de autorización. La eliminación
del «limón exprimido» provocó pocas lágrimas, incluso
entre aquellos de los Aliados que lo habían apoyado. 13
Roosevelt comentó fríamente a uno de sus invitados a la
cena de fin de año en la Casa Blanca que Darlan no era más
que «un hijo de puta».14

En la bolsa de Stalingrado, las tropas del VI Ejército


seguían animadas ante la proximidad de las Navidades.
Aunque sufrían a causa de los piojos, el frío y el hambre,
las fiestas ofrecían una alternativa escapista que les
permitía no pensar en lo fatal de su situación. Sabían que la
Operación Tormenta de Invierno organizada por Manstein
con el fin de liberarlos había fracasado, pero muchos
soldados seguían sufriendo la «fiebre del Kessel»,
imaginando que podían escuchar la artillería del Ejército
Panzer SS que venía a rescatarlos, como había prometido
Hitler. No podían creer que su Führer fuera a abandonar a
su VI Ejército. Pero tanto el OKW como Manstein se
daban cuenta de que iba a ser sacrificado para mantener
ocupados a los ejércitos soviéticos que lo rodeaban,
mientras eran evacuadas las fuerzas alemanas del Cáucaso.
Los soldados del VI Ejército soñaban con celebrar la
Navidad «a la alemana».15Prepararon pequeños regalos para
ofrecérselos unos a otros, en su mayoría pequeñas tallas o
cosas de comer celosamente guardadas, lo que buenamente
pudieran permitirse. En sus refugios bajo la nieve se
desarrolló una generosidad y una camaradería
extraordinarias frente a la adversidad. El día de Nochebuena
cantaron Stille Nacht, heilige Nacht («Noche de paz»), y
aquellas palabras de todos conocidas hicieron que muchos
se deshicieran en llanto al pensar en sus familias y en su
hogar. Pero los sentimientos cristianos no llegaron a los
prisioneros soviéticos retenidos en dos campamentos
dentro del Kessel. Privados por completo de alimento para
no tener que reducir todavía más las raciones de los
alemanes, los pocos supervivientes que quedaban se vieron
obligados a comerse los cadáveres de sus compañeros.
En cualquier caso la realidad no podría ser negada
demasiado tiempo. Durante dos días no llegaron vuelos de
aprovisionamiento, debido al ataque de los tanques
soviéticos contra el aeródromo de Tatsinskaya. El VI
Ejército iba muñéndose poco a poco de consunción con su
dieta de Wassersuppe («sopa de agua»), confeccionada con
unos cuantos trozos de carne de caballo hervida en nieve
derretida. El patólogo de la unidad, el Dr. Hans Girgensohn,
que se había trasladado al interior del Kessel en avión a
mediados de diciembre, no tardó en hacer un
descubrimiento muy alarmante después de realizar
cincuenta autopsias. Los soldados se morían de hambre con
mucha más rapidez de lo que lo habrían hecho en otras
circunstancias. Llegaba a la conclusión de que ello se debía
a la interacción de la tensión, la malnutrición prolongada, la
falta de sueño y el frío intenso. Todos estos factores
interferían con el metabolismo corporal. Aunque el
soldado hubiera tomado alimentos por valor de unos
cuantos centenares de calorías, su aparato digestivo
probablemente asimilaba solo una pequeña parte. La
debilidad resultante reducía además su capacidad de superar
la enfermedad. Incluso los que no estaban enfermos se
encontraban demasiado débiles para intentar una salida a
través de la nieve, que alcanzaba una altura considerable, y
en cualquier caso Paulus no tuvo el valor de desafiar las
órdenes de Hitler.
Las condiciones en los hospitales de campaña eran
espantosas por encima de toda ponderación. La sangre de
las heridas abiertas se congelaba incluso dentro de las
tiendas. Los miembros gangrenados como consecuencia de
la congelación eran amputados. Para los dedos se utilizaban
alicates. No quedaba anestesia, y a los que tenían heridas
graves en el estómago o en la cabeza se les dejaba morir
sin más. Los cirujanos, desesperados y extenuados por el
exceso de trabajo, tenían que llevar a cabo una selección
despiadada de los heridos. «El soldado alemán sufre y
muere con un valor tremendo», escribía el capellán de la
305.ª División de Infantería. «Hasta los amputados se
mostraban serenos».16
Solo los heridos que podían andar eran evacuados en
aviones de transporte, pues las camillas ocupaban
demasiado espacio. Agentes de la Feldgendarmerie,
armados con metralletas, intentaban mantener a raya a las
multitudes de heridos y falsos enfermos que intentaban
asaltar los aviones en las pistas heladas de los aeródromos
de Gumrak y Pitomnik. Ni siquiera el hecho de tener una
plaza asegurada en un avión era garantía de supervivencia.
Los Junker 52 y los Focke-Wulf Condor cargados hasta los
topes, se esforzaban por ganar altura antes de alcanzar el
perímetro en el que las baterías antiaéreas disparaban
contra ellos. Los soldados vieron precipitarse a varios
aviones convertidos en auténticas bolas de fuego sabiendo
que iban llenos de compañeros heridos.
1943 trajo una nueva ola de esperanza irracional
cuando en su mensaje de Año Nuevo Hitler prometió que
«Yo y toda la Wehrmacht alemana queremos hacer cuanto
esté en nuestras manos para aliviar a los defensores de
Stalingrado, y sabemos que con vuestra firmeza se
producirá la hazaña más gloriosa en la historia de las armas
alemanas».17Por respeto a los sufrimientos del VI Ejército,
Hitler prohibió el consumo de brandy y de champaña en el
cuartel general del Führer.
Al pueblo alemán no se le había dicho todavía que el
VI Ejército se hallaba rodeado y los soldados que escribían
a sus casas eran amenazados con severos castigos si
revelaban este hecho. Uno de ellos envió a su familia un
dibujo para felicitar el Año Nuevo, pero en una esquina
escribió en letra pequeñísima en francés la siguiente nota:
«Hace veinte días que estamos rodeados. Es terrible estar
aquí encerrados en esta trampa. Solo nos dicen: "¡Aguantad,
aguantad!", pero nos dan doscientos gramos de pan al día y
un poco de sopa de carne de caballo. Casi no tenemos sal.
Los piojos son una tortura y es absolutamente imposible
librarse de ellos. No hay luz en los búnkeres y fuera hace
veinte o treinta grados bajo cero».18Pero la carta nunca
llegó a su destino, pues se encontraba en la saca de la
Feldpost que iba en uno de los aviones de transporte
abatidos. El departamento de inteligencia del Frente del
Don utilizó a comunistas y desertores alemanes para
analizar todo aquel correo interceptado. Otro soldado
escribía en tono sarcástico: «El primer día de las fiestas
tuvimos de cena oca con arroz, y el segundo oca con
guisantes. Llevamos comiendo oca mucho tiempo. Solo
que nuestras ocas tienen cuatro patas y llevan
herraduras».19
Stalin admitía a regañadientes todos los retrasos que
se producían en la organización de la Operación Anillo, que
debía asestar el golpe de gracia al VI Ejército.
Rokossovsky dispondría de cuarenta y siete divisiones
apoyadas por trescientos aviones. El 8 de enero, el cuartel
general del Frente del Don envió dos emisarios con
bandera blanca a ofrecer a Paulus los términos de la
rendición. Pero fueron despachados de vuelta con el
documento que habían traído casi con toda seguridad por
orden del jefe de estado mayor, el Generalleutnant
Schmidt.
Dos días después, al amanecer dio comienzo la
Operación Anillo con un bombardeo de artillería pesada y
el estridor de las baterías de lanzacohetes Katiusha. En
aquellos momentos los oficiales del Ejército Rojo
llamaban orgullosamente a la multitud de sus cañones el
«Dios de la Guerra». El grueso del ataque fue dirigido
contra la «nariz Marinovka», una avanzadilla situada al
sudoeste del Kessel. Los soldados alemanes, envueltos en
harapos, de tal modo que parecían espantapájaros, apenas
podían encajar sus dedos hinchados por la congelación en
el hueco del gatillo. La blancura del paisaje, en el que los
pequeños montículos de nieve señalaban la presencia de los
cadáveres insepultos, estaba acribillada de cráteres negros,
producidos por las bombas, con los bordes amarillos por
efectos de la cordita. En el sector sur, lo que quedaba de la
división rumana había logrado escapar y salir corriendo,
dejando un hueco de un kilómetro en la línea defensiva. El
LXIV Ejército envió inmediatamente una brigada de
tanques T-34, cuyas orugas hacían saltar la costra de nieve
helada.
Las divisiones alemanas del sudoeste, obligadas a
emprender la retirada, vieron que era imposible establecer
una nueva línea de defensa, pues el terreno estaba
demasiado duro para cavar trincheras. Les quedaba tan poca
munición que los soldados aguardaban casi hasta que
podían disparar a quemarropa a los atacantes soviéticos. El
capellán de la 305.ª División señala la despiadada
acometida de los rusos, «aplastando a los heridos con sus
tanques, abatiendo sin piedad de un tiro a los heridos y a los
prisioneros».20
El aeródromo de Pitomnik era un caos desastroso,
lleno de aviones calcinados y aplastados y montones de
cadáveres congelados fuera de las tiendas-hospital.
Quedaba muy poco combustible para evacuar al resto de los
heridos a los hospitales de campaña. Algunos eran
arrastrados en trineos, hasta que sus camaradas paraban
porque no podían más. Las escenas de sordidez eran casi
inimaginables. Algunos soldados deprimidos y víctimas del
shock de los bombardeos intentaban volver a la ciudad en
ruinas en busca de refugio, en tan gran cantidad que la
Feldgendarmerie necesitó Dios y ayuda para mantener la
disciplina. No obstante, la mayoría de los hombres siguió
luchando, y con ellos en muchos casos los Hiwis rusos,
que sabían perfectamente lo que les aguardaba cuando
acabara la batalla.
El 16 de enero, Pitomnik fue abandonado y los
últimos Messerschmitt allí estacionados despegaron por
orden de Richthofen. Gumrak, el otro aeródromo, de
menor tamaño, no estaba en condiciones de recibir aviones
de transporte y además estaba directamente bajo el fuego
de la artillería. La Luftwaffe empezó a lanzar pertrechos en
paracaídas, pero la mayor parte de ellos volaba a la deriva y
caía detrás de las líneas soviéticas. Todo un batallón de la
295.ª División de Infantería alemana se rindió ese mismo
día. En algunos casos, los oficiales al mando de los
batallones no fueron capaces de enfrentarse a los
sufrimientos de sus hombres. Estos caminaban cojeando
con los pies congelados, tenían grietas en los labios, y sus
caras, sin afeitar, tenían el color amarillento, céreo, de los
agonizantes. Los cuervos volaban en círculos a su alrededor
y se posaban para picotear los ojos de los muertos y de los
moribundos.
El Ejército Rojo no tuvo piedad, especialmente tras
los terribles descubrimientos que habían hecho. «Cuando
liberamos la aldea de Novo-Maksimovsky», informaba el
NKVD del Frente del Don, «nuestros soldados encontraron
en dos edificios con las ventanas y las puertas tapiadas a
setenta y seis prisioneros soviéticos, sesenta de los cuales
habían muerto de hambre, y algunos cuerpos estaban ya en
descomposición. El resto de los prisioneros estaban medio
vivos, pero la mayoría no podía ni ponerse en pie de pura
extenuación. Resultó que aquellos prisioneros habían
pasado casi dos meses en aquellos edificios. Los alemanes
estaban matándolos de hambre. A veces les tiraban carne
podrida de caballo y les daban de beber agua salada».21 El
oficial al mando del campo de prisioneros Dulag-205,
declararía después en el curso de un interrogatorio del
SMERSh que «desde primeros de diciembre de 1942, un
mando del VI Ejército alemán, el teniente general Schmidt,
prohibió personalmente suministrar comida al campamento
y entonces dieron comienzo las muertes masivas por
inanición».22 Los soldados soviéticos no tuvieron
compasión de los alemanes heridos, especialmente cuando
vieron a los últimos prisioneros rusos a los que habían
dejado morir de hambre en otro campo en Gumrak. En un
episodio trágico, sus salvadores los mataron sin querer al
darles demasiada comida de golpe.23
El 22 de enero, el cuartel general del VI Ejército
recibió un comunicado telegráfico de Hitler. «La rendición
está fuera de discusión. Las tropas deben luchar hasta el
final. Si es posible, hay que defender la Fortaleza reducida
con las tropas todavía en condiciones de combatir. La
valentía y la tenacidad de la Fortaleza nos han dado la
oportunidad de establecer un nuevo frente y de lanzar
contraataques. El VI Ejército ha realizado así una
contribución histórica al episodio más grandioso de la
historia de Alemania».24 En Stalingrado, donde los hombres
tenían que arrastrarse a cuatro patas, «como fieras», las
condiciones reinantes en los sótanos eran incluso peores,
contándose tal vez casi cuarenta mil heridos y enfermos
entre los hombres del VI Ejército que quedaban vivos.25
Los dedos de los pies y las manos de los heridos,
completamente congelados, a menudo saltaban solos,
cuando eran retirados los vendajes. Nadie tenía fuerzas para
retirar los cadáveres de los que morían. Podía verse cómo
los piojos los abandonaban para buscar los cuerpos de los
vivos.
El 26 de enero, lo que quedaba del VI Ejército fue
dividido en dos cuando el XXI Ejército llegó a las líneas de
la 13.ª División de Guardias de Rodimtsev al norte del
Mamaev Kurgan. El propio Paulus, que también padecía
disentería, sufrió un ataque de nervios en los sótanos de los
almacenes Univermag, situados en la Plaza Roja. Quedó así
al mando Schmidt. Varios generales y oficiales de alta
graduación se pegaron un tiro antes que arrostrar la
deshonra de la capitulación. Algunos hombres eligieron el
«suicidio del soldado», poniéndose de pie en la trinchera y
esperando que el enemigo disparara.
Hitler anunció el ascenso de Paulus al rango de
Generalfeldmarschall. El nuevo mariscal comprendió que
el anuncio era la orden cifrada de que debía quitarse la vida,
pero ahora que su admiración por Hitler se había
evaporado, no tenía la menor intención de dar semejante
satisfacción al Führer. El 31 de enero, los soldados del
Ejército Rojo entraron en el edificio del Univermag.
«Paulus estaba completamente trastornado», escribió el
intérprete soviético, un teniente judío llamado Zakhary
Rayzman. «Le temblaban los labios. Dijo al general
Schmidt que estaba haciéndose demasiado jaleo, que había
demasiada gente en la habitación». Rayzman escoltó a
ciento cincuenta y un soldados y oficiales alemanes de
regreso al cuartel general de su división. Por el camino,
tuvo que detener a los soldados del Ejército Rojo que
intentaban humillarlos. «Esa es la ironía del destino»,
declaró un coronel alemán, con la intención de que todos
lo oyeran. «Un judío se encarga de que no nos hagan
daño».26 Paulus y Schmidt fueron conducidos al cuartel
general del LXIV Ejército del general Shumilov, donde se
filmó la firma de la rendición. Todavía podía verse
perfectamente el tic nervioso de Paulus.
Hitler escuchó la noticia de la rendición en silencio.
Se quedó mirando aparentemente su sopa de verduras. Pero
al día siguiente estalló en cólera contra Paulus por no
haberse pegado un tiro. El 2 de febrero el general Strecker,
al mando de lo poco que quedaba del XI Cuerpo en las
ruinas de la zona norte de Stalingrado, también se rindió. El
Ejército Rojo descubrió con estupor que tenía en sus
manos a más de noventa y un mil prisioneros, muchos más
de los que se esperaba. Debido sobre todo a la falta de
preparativos, no recibieron alimento ni asistencia médica
durante algún tiempo. Cuando llegó la primavera había
muerto casi la mitad de ellos.
Las bajas soviéticas durante toda la campaña de
Stalingrado ascendieron a un millón cien mil, y de ellas
casi medio millón murieron. El ejército alemán y sus
aliados también perdieron más de medio millón de
hombres, entre muertos y prisioneros. En Moscú, las
campanas del Kremlin repicaron por la victoria. Stalin fue
presentado como el gran arquitecto de aquel triunfo
histórico. La reputación de la Unión Soviética creció
vertiginosamente en todo el mundo, atrayendo a muchos
hacia los movimientos de resistencia capitaneados por los
comunistas.
En Alemania, las emisoras de radio recibieron la
orden de transmitir música solemne. Tras negarse
obstinadamente a reconocer que el VI Ejército se hallaba
rodeado desde el mes de noviembre, Goebbels intentaba
ahora fingir que la totalidad del VI Ejército había perecido
en una batalla final: «Han muerto para que Alemania viva».
Pero su intento de crear un mito heroico fracasó.
Enseguida empezó a correr por toda Alemania,
especialmente entre los que escuchaban en secreto la BBC,
el rumor de que Moscú había anunciado la captura de
noventa y un mil hombres. La impresión causada por la
derrota en Alemania fue demoledora. Solo los nazis
fanáticos seguían creyendo que todavía podía ganarse la
guerra.
El OKW quedó trastornado ante la «gran conmoción
causada entre la opinión pública alemana» por la rendición
del VI Ejército en Stalingrado y envió un severo aviso a los
oficiales advirtiéndoles que no exacerbaran la situación
con críticas a las autoridades militares y políticas a través
de los llamados «relatos factuales» del combate.27 Se
multiplicaron los intentos de inculcar a las fuerzas armadas
«la visión nacionalsocialista», aunque las autoridades
recibieron informes que comunicaban que los oficiales de
más edad, pertenecientes a los «días de la carrera militar
apolítica» de la Reichswehr, 28 no mostraban demasiado
interés por el adoctrinamiento de sus soldados. Los
oficiales más comprometidos y la SS se quejaban de que la
labor de adoctrinamiento ideológico del Ejército Rojo era
mucho más eficaz.
El 18 de febrero Goebbels recurrió al lema: «¡Guerra
total! — ¡Guerra Corta!», en un mitin masivo celebrado en
el Sportpalast de Berlín. El ambiente estaba electrizado.
Alzándose en el podio gritó: «¿Queréis una Guerra
Total?»29 El público saltó de sus asientos y respondió
afirmativamente con un aullido. Incluso un periodista
antinazi encargado de cubrir el acto confesaría más tarde
que él también había saltado de su asiento lleno de
entusiasmo y que apenas pudo frenarse y dejar de gritar:
«¡Sí!», como el resto de la multitud. Posteriormente
contaría a sus amigos que si Goebbels hubiera dicho:
«¿Queréis ir todos a la muerte?»,30 la multitud habría
respondido atronadoramente que sí. El régimen nazi había
atrapado a toda la población del país y la había convertido,
quieras o no, en cómplice de sus crímenes y de su locura.31
27
CASABLANCA, KHARKOV
Y TÚNEZ
(diciembre de 1942-mayo de
1943)

En diciembre de 1942, mientras el I Ejército de Anderson


avanzaba con dificultad en medio de la lluvia por las colinas
de Túnez, el Panzerarmee de Rommel se retiraba sin sufrir
el acoso del VIII Ejército de Montgomery. Montogmery,
que no quería ver perjudicada su reputación de garante de
victorias, no tenía la más mínima intención de que un
contraataque repentino —acción en la que el ejército
alemán solía obtener brillantes resultados— pudiera
empañar su prestigio. Muchos regimientos veían también
con satisfacción que fueran «otros desgraciados los
encargados de ir a la caza» del enemigo, como lo
describiría el oficial al mando de los Rangers de
Sherwood.1 Consideraban que ya habían cumplido con su
misión y preferían dedicarse al saqueo de los vehículos
alemanes abandonados, en busca de pistolas Luger, alcohol,
cigarros y chocolate.
Probablemente Montgomery no se equivocara al
admitir que el ejército británico todavía no estaba
preparado para competir con los alemanes en una guerra de
movimientos, pero lo cierto es que su exceso de
precaución a la hora de dirigir las distintas operaciones
radicaba en sus prejuicios en lo tocante a la caballería. Solo
los regimientos de vehículos blindados, el 11.° de Húsares
y los Dragones Reales, se encontraban en una posición
suficientemente avanzada para acosar con contundencia a
las tropas alemanas en retirada. Aunque en aquellos
momentos las fuerzas de Rommel se reducían a unos
cincuenta mil hombres con apenas un batallón de tanques,
la reticencia de Montgomery a asumir posibles peligros
hizo que llegara incluso a considerar la idea de dejar
Trípoli y Túnez en manos del I Ejército de Anderson. Esta
autosuficiencia quedaría reflejada en otros mandos
inferiores. «Todos habíamos visto al enemigo tan
desorganizado que no parecía posible que pudiera
reagruparse para causarnos problemas», escribiría el poeta
Keith Douglas, teniente de los Rangers de Sherwood.
«Cuando supimos lo de los desembarcos en el norte de
África, muy pocos esperaban que se tardara unas pocas
semanas más en barrer la zona y acabar con los restos de
las fuerzas enemigas antes de la conclusión de la campaña
de África».2
La Fuerza Aérea del Desierto en Egipto también ha
sido objeto de críticas por no haber logrado abatir a las
tropas acorazadas de Rommel cuando estas se retiraban a
Libia por el paso de Halfaya. Pero lo cierto es que jugó en
su contra el tiempo que se tardó en hacer llegar el
combustible y los pertrechos necesarios a sus aeródromos
avanzados. El vicemariscal del Aire Coningham pidió ayuda
a los americanos, y el mando de Brereton, llamado en
aquellos momentos la IX Fuerza Aérea, empezó a utilizar
sus aviones para transportar combustible al frente.
Rommel, convencido de que la guerra en el norte de África
se había perdido, estableció una línea defensiva en Mersa el
Brega, al este de El Agheila, en el golfo de Sirte, donde
había comenzado su campaña del desierto en febrero de
1942.

El 14 de enero de 1943 Roosevelt llegó a Casablanca,


completamente exhausto tras un viaje de cinco días. Se
entrevistó con Churchill en Anfa, y al día siguiente los
jefes del estado mayor conjunto se reunieron para escuchar
el informe de la campaña del norte de África elaborado por
Eisenhower. El comandante de las fuerzas aliadas estaba
visiblemente nervioso. Había pasado una gripe, que se había
visto empeorada por su consumo desmedido de cigarrillos
Camel, y tenía la presión arterial alta. El ataque
improvisado contra Túnez había sido un fiasco. Eisenhower
culpaba de ello a la lluvia y al fango, y a las dificultades que
implicaba trabajar con los franceses, en vez de atribuir
aquel fracaso a la negativa de Anderson a concentrar sus ya
debilitadas fuerzas. Reconocía también lo caótico que era
el sistema de abastecimiento, problema que ya estaba
tratando de resolver su jefe de estado mayor, Bedell Smith.
Eisenhower esbozó a continuación su plan para abrirse
paso hasta Sfax, en el golfo de Gabes, con una división del
II Cuerpo del general Lloyd Fredendall. El general Brooke
enseguida echó por tierra la idea. La fuerza de ataque,
señaló, quedaría comprimida entre los hombres de
Rommel en retirada y el llamado V Ejército Acorazado del
Generaloberst Hans-Jürgen von Arnim en Túnez.
Ligeramente encorvado, con los párpados caídos, la nariz
aguileña y el rostro enjuto, Brooke parecía un cruce de ave
rapaz y reptil, especialmente cuando se mojaba los labios
con la lengua. Eisenhower, profundamente conmocionado,
pidió que reconsideraran el plan y abandonó la sala.
Ni que decir tiene que durante la conferencia de
Casablanca Eisenhower no vivió precisamente su hora más
gloriosa, y llegaría a confesar a Patton que temió que lo
destituyeran. Del general Marshall también recibió una
reprimenda por la falta de disciplina de las tropas
americanas y el caos que reinaba en la retaguardia. Por otro
lado, la formación de Patton presente en Casablanca,
impecablemente uniformada, causó muy buena impresión a
todo el mundo, como había pretendido el general.
El objetivo principal de la conferencia era establecer
una estrategia. Sin pelos en la lengua, el almirante King
manifestó su convencimiento de que los aliados debían
dirigir todos sus recursos contra Japón en la guerra del
Pacífico. Expresó con vehemencia su desacuerdo con la
política de «interrupción de operaciones» en Extremo
Oriente. Y los americanos tenían mucho más interés que
los británicos en prestar apoyo a los nacionalistas de
Chiang Kai-shek. El general Brooke, sin embargo, estaba
firmemente determinado a llegar a un consenso para
concluir la guerra en el norte de África, y luego dar el salto
a Sicilia. Se exasperaba por la falta de visión estratégica de
Marshall. Este seguía anclado en la idea de lanzar una
invasión a través del Canal de la Mancha en 1943, cuando
resultaba evidente que el ejército americano distaba mucho
de estar debidamente preparado para enfrentarse a las
cuarenta y cuatro divisiones alemanas presentes en Francia,
y los aliados carecían de las naves y las lanchas de
desembarco necesarias para la operación. Marshall se vio
obligado a ceder. Gracias a la buena preparación de la
conferencia por parte del personal del estado mayor, los
británicos tenían al alcance de la mano todas las
estadísticas. Los estadounidenses, no.
Brooke consideraba que Marshall sabía organizar
brillantemente el poderío militar de los Estados Unidos,
pero que luego no sabía cómo utilizarlo. Cuando los
americanos se quedaron sin argumentos para defender la
propuesta de invadir Francia, pero seguían sin ver con
claridad qué camino había que seguir, Brooke consiguió
llevarlos a su terreno, no sin antes ganar una batalla a los
planificadores del estado mayor británico que querían
invadir Cerdeña en lugar de Sicilia. Por fin, el 18 de enero,
Brooke, con la ayuda del mariscal de campo Dill, por aquel
entonces delegado militar de Reino Unido en Washington,
y el mariscal sir Charles Portal, jefe del estado mayor del
Aire, convenció a los americanos de que siguieran su
estrategia en el Mediterráneo poniendo en marcha la
Operación Husky, la invasión de Sicilia. Más tarde, el
general de brigada Albert C. Wedemeyer, planificador del
Departamento de Guerra, que desconfiaba profundamente
de los británicos, se vería obligado a reconocer que
«llegamos, escuchamos y fuimos conquistados».3 La
conferencia de Casablanca representó el punto culminante
de la influencia británica.
Los británicos y los americanos pudieron conocerse
un poco mejor durante la conferencia celebrada en el
barrio de Anfa, pero no siempre para bien. Patton, con sus
maneras de soldado de caballería, consideraba que el
general Alan Brooke no era «nada más que un simple
oficinista».4 El análisis que hizo Brooke de Patton se
acercaba mucho más a la realidad. Lo describió como «un
líder audaz, valiente, apasionado y algo desequilibrado,
bueno para operaciones que requieran osadía y coraje, pero
incapaz de desarrollar operaciones que requieran pericia y
sensatez».5 La única cosa en la que coincidían americanos y
británicos era en que al general Mark Clark solo le
interesaba el general Mark Clark. Eisenhower se entendió
bien con el almirante Cunningham y el mariscal del aire sir
Arthur Tedder, que más tarde sería su ayudante, pero, a
juicio de los americanos, «Ike» se doblegaba demasiado a
las exigencias de los británicos. El general Alexander fue
puesto a sus órdenes para asumir el mando de todas las
fuerzas terrestres. Aunque al principio admiraba bastante a
Alexander, Patton se sintió disgustado por lo que consideró
una degradación del ejército de los Estados Unidos. No
mucho antes había escrito en su diario que «Ike es más
británico que los británicos, y en sus manos parece un
muñeco».6
Pero ni siquiera a Eisenhower le gustaba la idea de
tener que trabajar con un consejero político británico
como Harold Macmillan. Macmillan estaba firmemente
decidido a apoyar a De Gaulle, y tras el asesinato de Darlan
poco podían hacer tanto Eisenhower como Roosevelt para
mantener al margen al general francés durante más tiempo.
Eisenhower también temía que se produjeran interferencias
en la cadena de mandos, vistos los estrechos lazos que
unían a Macmillan con Churchill y su condición de
ministro, pero Macmillan no tenía la más mínima intención
de utilizar la superioridad de su rango en beneficio propio.
Se daba cuenta de que los americanos no tardarían en
ostentar todo el poder en el seno de la alianza, por lo que
prefería ejercer sus funciones de una manera más sutil. Por
su educación clásica comparaba a los americanos con los
romanos, y pensaba que la mejor manera de tratar con el
aliado más poderoso de Gran Bretaña era asumiendo el
papel de «los esclavos griegos [que] dirigían las
operaciones del emperador Claudio».7
Eisenhower seguía resentido por cómo había
reaccionado la prensa norteamericana y británica al plan de
negociaciones con Darlan. «Soy un cruce de antiguo
soldado» había escrito en una carta dirigida a un amigo,
«pseudoestadista, político incompetente y diplomático
tramposo».8 Viéndose superado por los numerosos
aspectos de sus competencias, descargó en Bedell Smith
los asuntos políticos, así como muchos otros problemas
suyos. Estas responsabilidades no ayudarían precisamente a
«Beetle» a calmar sus dolores de úlcera. No obstante,
Bedell Smith, aunque famoso por su mordacidad con los
oficiales estadounidenses, supo llevarse bien con los
británicos y los franceses.
El problema pendiente en el norte de África, que
Churchill y Roosevelt trataron de resolver por todos los
medios durante la conferencia de Casablanca, era decidir
qué papel tenía que desempeñar el general De Gaulle.
Roosevelt seguía desconfiando totalmente de De Gaulle,
pero a instancias de Churchill, Giraud y De Gaulle se
reunieron y se dieron la mano para las cámaras. El
presidente estadounidense había prometido alegremente a
Giraud las armas y los equipos para once divisiones
francesas sin consultar si eso era posible. De Gaulle, que
en un principio había rechazado la invitación a Casablanca,
se sintió, sin embargo, complacido dejando a Giraud como
comandante en jefe de las fuerzas francesas en el norte de
África, siempre y cuando se le reconociera a él el liderazgo
político. Pero para eso debía esperar un poco más de
tiempo. Como bien sabía, ese traspaso de poder no sería
muy difícil. El valiente «soldadito de plomo» no tenía nada
que hacer ante el más resuelto de los generales políticos.
Después de repetir para los fotógrafos aquella farsa de
los dos generales franceses dándose la mano a
regañadientes, Roosevelt anunció que los aliados tenían la
firme intención de conseguir la rendición incondicional de
Alemania y Japón. A continuación, Churchill manifestó que
Gran Bretaña estaba totalmente de acuerdo con las palabras
del presidente, aunque lo cierto es que Roosevelt lo había
cogido desprevenido con aquella declaración pública. En su
opinión, las implicaciones no habían sido plenamente
meditadas, aunque él ya contaba con la aprobación del
gabinete de guerra. Pero esa declaración, que en cierto
sentido serviría para tranquilizar al desconfiado Stalin,
probablemente no afectó al resultado de la guerra. Tanto las
autoridades nazis como las japonesas tenían muy claro que
iban a luchar hasta el final. La otra decisión importante,
concebida para precipitar el ansiado final de la guerra, fue
intensificar la campaña de bombardeos estratégicos contra
Alemania utilizando el Mando de Bombarderos británico y
la VIII Fuerza Aérea de los Estados Unidos.

Como imaginaba Churchill, Stalin no se mostró


impresionado cuando recibió un mensaje conjunto de
Roosevelt y el primer ministro británico enviado desde
Marrakech para informar al líder soviético de las
decisiones adoptadas en Casablanca. Pero los desembarcos
de la Operación Torch habían llevado a Hitler a reforzar
Túnez y a ocupar el sur de Francia. Así pues, supusieron una
diversión de fuerzas alemanas mucho más efectiva que la
que habría podido conseguirse con una operación a través
del Canal condenada al fracaso. Por otro lado, obligaron a
la Luftwaffe a trasladar a esas zonas cuatrocientos aviones
del frente oriental, con unas consecuencias desastrosas. A
finales de la primavera de 1943, las formaciones de Göring
habían perdido el 40 por ciento de todo su potencial en el
Mediterráneo. Pero estos detalles no bastaron para aplacar
a Stalin. La decisión de británicos y americanos de aplazar
su enfrentamiento con los alemanes en Francia mediante
una batalla de desgaste era lo que lo sacaba de sus casillas.
El Ejército Rojo seguía, y seguiría, enfrentándose al grueso
de las tropas del abrumador ejército alemán.
El 12 de enero, justo unos días antes de que se
inaugurara la conferencia de Casablanca, el Ejército Rojo
puso en marcha la Operación Chispa (Iskra en ruso),
concebida para romper el sitio de Leningrado desde el sur
del lago Ladoga. Zhukov, que había regresado por orden de
Stalin para coordinar la ofensiva, recurrió al II Ejército de
Asalto para atacar desde el «continente», al LXVII Ejército
para hacerlo desde el lado de Leningrado y a tres brigadas
de esquiadores que atravesaron la superficie helada del gran
lago. El LXVII Ejército tenía que cruzar el Neva, y hubo
que posponer la ofensiva hasta que las aguas congeladas del
río formaron una capa de hielo suficientemente gruesa para
soportar el peso de los tanques ligeros.
La ofensiva empezó con una serie de intensos
bombardeos, que acababan con una lluvia de silbantes
cohetes Katiusha. A una temperatura de 25º C bajo cero,
las tropas soviéticas, vestidas con sus uniformes blancos de
camuflaje, aparecieron en medio de aquel paisaje de hielo.
La fortaleza zarista de Shlisselburg, situada al suroeste del
Ladoga, fue rodeada. Tras dos días de intensos combates en
los bosques y en los pantanos helados, las vanguardias de
las dos fuerzas de ataque estaban a menos de diez
kilómetros de distancia una de otra. Los soldados
soviéticos consiguieron hacerse incluso con un tanque
Tiger intacto del enemigo, un preciado trofeo que podían
estudiar sus ingenieros.
El 15 de enero, Irina Dunaevskaya, joven intérprete,
cruzó a pie el Neva helado para visitar el campo de batalla.
Vio cadáveres «bajo la transparente costra de hielo, como
si estuvieran en un sarcófago de cristal». En un cuartel
general alemán que había sido tomado, se encontró con un
grupo de soldados del Ejército Rojo que liaban cigarrillos
con el papel de las listas en las que figuraban los nombres
de los individuos recomendados para ser distinguidos con
una condecoración. Debido a sus apodos, supuso que eran
delincuentes que habían sido liberados de los gulags. En el
exterior «el suelo estaba cubierto de ramas y de copas de
árboles, de árboles completamente derribados, de nieve
negra por el hollín y de cadáveres de soldados, solos o
apilados, la mayoría de ellos del enemigo, pero también
nuestros, de caballos muertos, de municiones esparcidas
aquí y allá y de armas rotas o averiadas: demasiado para los
ojos de una mujer... El cuerpo de un alemán jovencísimo y
rubio yacía junto a la carretera en una postura muy natural,
como si aún estuviera vivo. Los cadáveres quemados de
tres soldados alemanes seguían sentados en la parte
delantera de su enorme vehículo. Una vez más, había
cadáveres de nuestros soldados bajo el hielo que cubría la
carretera, como si estuvieran acristalados, aplastados por
los vehículos pesados que habían pasado por encima de
ellos hacía poco... En la lejanía, el paisaje adquiría una
tonalidad blanco-grisácea, y los troncos de los pinos entre
gris y marrón. Eran todos colores tristes y fríos, colores de
desolación».9
«Evidentemente, tus plegarias», decía el tripulante de
un carro blindado en una carta dirigida a su madre, «me
protegen en los combates, pues cuatro o cinco veces he
salido indemne después de atravesar un campo de minas
lleno de vehículos que habían volado por los aires, y la
bomba que estalló en nuestro tanque, acabando con la vida
del comandante y del artillero, no me hizo nada. Aquí uno
se convierte en fatalista y en una persona extremadamente
supersticiosa a la vez. Cada día estoy más sediento de
sangre. Cada vez que matamos a un Fritz, más satisfecho
me siento».10
El 18 de enero los dos ejércitos soviéticos cerraron la
brecha que los separaba, pero tras sufrir treinta y cuatro mil
bajas. El sitio de Leningrado había sido roto, pero el
corredor que unía la ciudad al «continente» apenas tenía
una anchura de doce kilómetros. Aquel día Stalin ascendió
a Zhukov al grado de mariscal de la Unión Soviética.
Con la nueva línea ferroviaria que llegaba al sur del
lago Ladoga, el envío de suministros y provisiones a
Leningrado aumentó vertiginosamente. Dicha línea, sin
embargo, seguía encontrándose al alcance de la artillería
alemana, por lo que el mando soviético decidió lanzar otra
ofensiva, la Operación Estrella Polar, dirigida por el
mariscal Timoshenko. Timoshenko ordenó tomar la
localidad de Sinyavino antes del Día del Ejército Rojo, el
23 de febrero. Este intento de dar mayor profundidad a la
cabeza de puente se inició con un intenso bombardeo por
parte de la artillería. El terreno era tan pantanoso que
cuando un obús explotaba solo se conseguía levantar por
los aires una gran cantidad de barro, y en muchos casos los
proyectiles ni siquiera estallaban. Las tropas del Ejército
Rojo lograron romper las líneas enemigas y avanzar por la
espesura de abetos y abedules. Vasily Churkin recuerda el
momento en el que pasaron por delante de un burdel de
campaña: «un barracón de dos pisos que los alemanes
habían construido con tablas de madera. La gente contaba
que allí vivían setenta y cinco jóvenes rusas procedentes de
las aldeas de la zona. Todas ellas habían sido violadas por
los alemanes».11
El XXVI Cuerpo de Ejército alemán preparó su
contraataque con gran pericia. «Vimos unos cuantos
tanques Tiger dirigirse hacia nosotros sin dejar de
disparar», cuenta Churkin. «Detrás de ellos venía la
infantería alemana. Cuando los tanques se acercaron,
nuestros soldados empezaron a abandonar las trincheras en
retirada. Los comandantes de los pelotones gritaban a los
cobardes, diciéndoles que regresaran a sus trincheras, pero
enseguida cundió el pánico».
Una de las formaciones de la Wehrmacht que más
sufrió durante la Operación Estrella Polar fue sin duda la
División Azul española, compuesta principalmente por
voluntarios falangistas. Su creación había sido decidida en
Madrid solo dos días después de que se pusiera en marcha
la Operación Barbarroja. La derecha española seguía
considerando a la Unión Soviética la principal instigadora
de su guerra civil. Casi un quinto de los primeros
voluntarios eran estudiantes, por lo que podría sostenerse
que la División Azul fue una de las formaciones más y
mejor cualificadas desde el punto de vista intelectual que
haya actuado en una guerra. A las órdenes del general
Agustín Muñoz Grandes, un oficial del ejército regular que
se había hecho falangista, esta célebre formación española
fue convertida en la 250.ª División de Infantería y enviada
al frente de Novgorod tras un período de adiestramiento en
Baviera. En aquella región boscosa y pantanosa, sus
hombres, tras contraer graves enfermedades, se
congelaban. Pero Hitler quedó impresionado por su
resistencia en el combate y por su contribución decisiva en
la aniquilación del II Ejército de Ataque del general Vlasov
en la primavera de 1942.
La División Azul, encargada de la defensa de un sector
a orillas del río Izhora, resistió en su posición a pesar de
sufrir dos mil quinientas veinticinco bajas en veinticuatro
horas de encarnizados combates. Uno de sus regimientos
sucumbió al enemigo, pero la línea pudo restablecerse con
la ayuda de refuerzos alemanes. Fue la batalla más cruenta y
difícil de toda la guerra para esta división, y sin duda
contribuyó enormemente al fracaso de la ofensiva
soviética.12

En el sur de Rusia, la Operación Pequeño Saturno había


obligado a Manstein a retirar el I Ejército Acorazado y el
XVII Ejército a la cabeza de puente de Kuban, en el
extremo noroeste del Cáucaso, al sur de Rostov.
Rokossovsky se quejaba de que, con la pérdida de
intensidad de la ofensiva y la lentitud del avance hacia
Rostov para aislar completamente al enemigo, se había
desaprovechado una oportunidad de oro. Pero una vez más
Stalin se había dejado llevar por un arrebato de optimismo,
igual que había sucedido un año antes. Olvidándose de la
rapidez con la que el ejército alemán se recuperaba de los
desastres, quiso liberar el este de Ucrania poniendo en
marcha las operaciones de Donbas y Kharkov con tropas
que, con la reciente rendición del VI Ejército alemán,
habían finalizado su misión.
El 6 de febrero, Manstein se entrevistó con Hitler,
que al principio asumió la responsabilidad de la derrota en
Stalingrado, pero luego culpó a Göring, entre otros, del
desastre. Se quejó amargamente de que Paulus no hubiera
sido capaz de suicidarse. Pero a los japoneses la noticia les
sentó mucho peor. En Tokio, Shigemitsu Mamoru, nuevo
ministro de asuntos exteriores, y un público de ciento
cincuenta generales y oficiales de alto rango nipones,
vieron una película sobre Stalingrado filmada por un
cámara ruso. Las escenas en las que aparecían Paulus y los
demás generales capturados les provocaron una profunda
turbación. «¿Es posible que haya ocurrido esto?»,
preguntaron incrédulos. «Si eso es cierto, ¿por qué Paulus
no se suicidó como un verdadero soldado?».13 Fue como si
de repente las autoridades japonesas empezaran a darse
cuenta de que, después de todo, el invencible Hitler iba a
perder la guerra.
Manstein pudo permitirse en aquellos momentos
exigir mayor flexibilidad de acción. Hitler quería una
férrea defensa de los territorios ocupados, pero la amenaza
de que todo se viniera abajo en el sur de Rusia daría,
curiosamente, a Manstein la oportunidad de culminar con
éxito uno de los contraataques más espectaculares de toda
la guerra.
El Ejército Rojo, tras aplastar al II Ejército húngaro y
rodear a parte del II Ejército alemán con el Frente
Voronezh, situado en el flanco izquierdo de Manstein,
intentó avanzar hacia el oeste para capturar lo que se
convertiría en el saliente de Kursk. «Durante la última
semana y media», escribió un soldado en una carta dirigida
a su esposa el 10 de febrero, «hemos marchado por zonas
que acababan de ser liberadas de los fascistas. Ayer
nuestros vehículos blindados entraron en Belgorod. Nos
hemos hecho con un gran botín y con muchos prisioneros
de guerra. Durante las marchas constantemente nos
encontramos con grandes grupos de húngaros, rumanos,
italianos y alemanes capturados. Si pudieras ver,
Shurochka, en qué lastimosa visión se ha convertido esta
infame pandilla de Hitler. Sus hombres calzan botas
militares, e incluso abarcas, y visten uniformes de verano;
solo unos pocos llevan abrigo, y encima de todo esto las
chaquetas que han robado, ya sean de hombre o de mujer.
En la cabeza, bicornios, y van envueltos en mantones de
mujer. Muchos presentan síntomas de congelación; van
sucios y tienen piojos. Da muchísimo asco solo pensar
hasta dónde han llegado todos estos sinvergüenzas
invadiendo nuestro país. Ya hemos recorrido doscientos
setenta kilómetros por las provincias de Voronezh y Kursk.
¡Hay tantísimos pueblos, aldeas, fábricas y puentes
destruidos! La población civil comienza a regresar a sus
casas a medida que va llegando el Ejército Rojo. ¡Todos
rebosan alegría!».14
Otro sector del Frente Voronezh avanzó hacia
Kharkov. El 13 de febrero, Hitler insistió en que era
necesario que el II Cuerpo Panzer de la SS, con las
divisiones Leibstandarte Adolf Hitler y Das Reich, del
Gruppenführer Paul Hausser, resistiera en la ciudad.
Hausser, por propia iniciativa, desobedeció la orden y se
retiró. Mientras tanto, Manstein replegó el I Ejército
Panzer al río Mius. El Frente Sudoeste, con cuatro
ejércitos, había realizado un impetuoso avance hacia el
oeste. Su punta de lanza eran cuatro formaciones blindadas
(aunque con una fuerza inferior a la de un cuerpo panzer), a
las órdenes del teniente general M. M. Popov. La Stavka
consideraba que estaba a punto de obtenerse una
contundente victoria si se aprovechaba la brecha abierta en
el frente alemán al sur de Kharkov, pero sus líneas de
abastecimiento estaban demasiado extendidas.
El 17 de febrero, furioso porque sus órdenes habían
sido ignoradas, Hitler voló a Zaporozhye para enfrentarse
con Manstein. Pero Manstein lo tenía todo bien atado.
Trasladó el cuartel general del IV Ejército blindado para
controlar directamente el II Cuerpo Panzer de la SS, que
acababa de ser reforzado con la División Totenkopf , y
dispuso que el I Ejército blindado atacara a los soviéticos
por el sur. Hitler no tuvo más remedio que mostrarse de
acuerdo con sus planes. El contraataque a dos bandas de
Manstein destruyó a las fuerzas acorazadas de Popov y
estuvo a punto de rodear al I Ejército de Guardias y al VI
Ejército rusos. Las tropas del XXV Cuerpo de Tanques, ya
sin combustible, tuvieron que abandonar todos sus
vehículos y regresar a pie a las líneas soviéticas.
Durante la primera semana de marzo, el IV Ejército
blindado alemán volvió a avanzar hacia Kharkov, y Hausser
reconquistó al final la ciudad el 14 de marzo, tras unos
encarnizados combates totalmente innecesarios. Las
intensas lluvias propias de la primavera obligaron a
interrumpir las siguientes operaciones. Los prisioneros de
guerra soviéticos eran obligados a enterrar a los muertos.
Casi todos estaban tan hambrientos que buscaban entre los
cadáveres, en los bolsillos de los uniformes, algo que
poder llevarse a la boca. Sin embargo, estos actos se
consideraban delictivos y se pagaban con la vida. Los
alemanes solían ejecutar a estos prisioneros pegándoles un
tiro, aunque algunos sádicos iban más allá. En cierta
ocasión, un soldado ató unidos a una verja a tres
prisioneros soviéticos acusados de robar. «Cuando sus
víctimas estuvieron bien atadas», escribiría otro soldado,
«cogió una granada, tiró de la arandela, la metió en el
bolsillo del abrigo de uno de ellos y salió corriendo para
refugiarse. Los tres rusos, con las tripas reventadas,
gritaron pidiendo misericordia hasta el final».15
Hitler confiaba en el saliente de Kursk para el
lanzamiento de una ofensiva que restaurara la superioridad
alemana en el frente oriental.
Pero el ejército alemán en la Unión Soviética
atravesaba una situación sumamente precaria debido al
debilitamiento de sus fuerzas. Aparte de perder su VI
Ejército y las formaciones de sus aliados, había sufrido
numerosas bajas durante la retirada del Cáucaso, por no
hablar de los encarnizados combates en los alrededores de
Leningrado y de la ofensiva Rzhev lanzada por el Ejército
Rojo contra su IX Ejército. Muchos vehículos habían sido
abandonados en la retirada al quedarse sin combustible, no
sin antes volarlos arrojando una granada en sus motores.
Los carros de combate a menudo se veían obligados a
remolcar varios camiones llenos de heridos.
El poderío de la Wehrmacht en el frente oriental se
había visto reducido también por el traslado de tropas a
Túnez, y a Francia por si se producía una invasión aliada.
Las operaciones en el Mediterráneo seguían siendo causa
de importantes pérdidas para la Luftwaffe, igual que la
campaña de bombardeos estratégicos contra las ciudades y
las fábricas del sector aeronáutico alemanas. Y la
necesidad de proteger el Reich había provocado la retirada
de numerosos escuadrones de cazas y de baterías
antiaéreas, permitiendo que por primera vez en la guerra
los soviéticos disfrutaran de superioridad aérea. En la
primavera de 1943, las fuerzas alemanas contaban con poco
más de dos millones setecientos mil efectivos, y las del
Ejército Rojo rondaban los cinco millones ochocientos
mil, con un número de tanques casi cinco veces superior y
el triple de cañones y de morteros pesados. Además, el
Ejército Rojo tenía mayor movilidad gracias a la llegada de
los jeeps y camiones enviados por los norteamericanos en
virtud del acuerdo de Préstamo y Arriendo.16
El mayor poderío del Ejército Rojo también se debió
al reclutamiento de jóvenes mujeres, cuyo número llegó a
ser de ochocientas mil. Aunque muchas de ellas habían
estado prestando sus servicios desde el comienzo de la
guerra, y más de veinte mil habían participado en la batalla
de Stalingrado, fue en 1943 cuando comenzaron a
integrarse en las filas del Ejército Rojo de manera
espectacular. Su papel militar dejó de limitarse a los
desempeñados hasta el momento (médicos, enfermeras,
telefonistas, telegrafistas, pilotos, observadoras aéreas o
de ayuda en las posiciones de las baterías antiaéreas). Su
valentía y su competencia, demostradas sobre todo durante
la batalla de Stalingrado, animó a las autoridades soviéticas
a reclutar un número mayor de ellas, por lo que durante la
guerra hubo más mujeres sirviendo en el Ejército Rojo que
en cualquier otro ejército regular. Aunque unas cuantas
francotiradoras ya habían destacado por su puntería letal,
este tipo de expertas aumentó vertiginosamente en las
fuerzas soviéticas con la creación de una academia
femenina de tiro en 1943. Se consideraba que las mujeres
resistían mejor el frío que los hombres y mantenían el
pulso más firme.17
Estas intrépidas jóvenes, sin embargo, también
tuvieron que afrontar el acoso de sus camaradas varones,
especialmente de sus superiores. «Estas muchachas
evocaban recuerdos de bailes de fin de curso, de primeros
amores», escribía Ilya Ehrenburg. «Casi todas las que he
conocido en el frente acababan de salir de la escuela. A
menudo se las veía incómodas y nerviosas: había
demasiados hombres a su alrededor que las miraban con
deseo».18 Algunas se vieron obligadas a convertirse en «la
esposa de campaña» de un alto oficial, las llamadas «PPZh»
(la sigla en ruso de pokhodno-polevaya zhena), porque
sonaba como «PPSh», la ametralladora estándar del
Ejército Rojo.
Con frecuencia se recurría a métodos coercitivos. Un
soldado contaría cómo un oficial ordenó a una joven de su
pelotón de comunicaciones que se uniera a una patrulla de
combate, simplemente porque la muchacha se había negado
a yacer con él. «Muchas eran enviadas a la retaguardia
porque estaban embarazadas», dice el mismo recluta. «La
mayoría de los soldados no pensaba mal de ellas. Era la
vida. Nos pasábamos todos los días jugando con la muerte
en el frente, por lo que muchos también querían disfrutar
un poco».19 Pero muy pocos hombres reconocieron sus
responsabilidades, y muchos hicieron todo lo posible por
evitar a sus llorosas víctimas antes de partir. Vasily
Grossman, amigo y colega de Ehrenburg, quedó
horrorizado por la manera flagrante en la que los varones
utilizaban su rango para obtener favores sexuales. En su
opinión, la «esposa de campaña» fue «el gran pecado» del
Ejército Rojo. «Pero a su alrededor», añadía, «miles de
muchachas vestidas con uniformes militares trabajan muy
duro y con gran dignidad».20

En las escarpadas colinas del oeste de Túnez, el I Ejército


de Anderson seguía tratando de resistir. Su actuación se
veía entorpecida por una confusa estructura de mandos, la
imposibilidad de concentrar sus fuerzas mal coordinadas y
las constantes disputas entre los oficiales británicos,
franceses y americanos. Las tropas aliadas no tenían nada
que hacer ante la gran profesionalidad con la que los
alemanes contraatacaban, combinando la acción de sus
bombarderos en picado Stuka, de su artillería y de sus
carros de combate.
Los dos bandos se lamentaban amargamente de la
constante lluvia y de la suciedad y el barro que se
acumulaban. «Es increíble lo que hay que soportar», decía
un Gefreiter en una carta dirigida a los suyos, ignorando,
evidentemente, que las condiciones en el frente oriental
eran mucho peores.21 El general von Arnim había llegado
para asumir el mando de las fuerzas de Túnez, que en
aquellos momentos recibían el nombre de V Ejército
Acorazado. Arnim se preparó para defenderse de los
ataques aliados, y ordenó que los judíos de Túnez fueran
detenidos para utilizarlos como mano de obra esclava. La
comunidad judía también sufrió la implacable expoliación
de su oro y su dinero.
La retirada de Rommel de la línea Mersa el Brega en
diciembre de 1942 y la ausencia de victorias aliadas en
Túnez llevaron a Montgomery a continuar con el avance.
Pero desaprovechó todas las oportunidades que tuvo de
rodear lo que quedaba del Panzerarmee, especialmente
cuando este hizo un alto en la línea Buerat. El 23 de enero
de 1943, el VIII Ejército entró en Trípoli, con el 11.° de
Húsares a la cabeza. Pero, una vez más, Rommel ya se había
retirado para comenzar a fortificar la línea Mareth, junto a
la bahía de Gabes, y poder conectar con el V Ejército
Acorazado de Arnim.
Resignado a su derrota en el norte de África, Rommel
quería emprender una evacuación de sus tropas como la de
Dunkerque. Sus unidades no disponían ni del combustible
suficiente ni del armamento necesario para seguir con los
combates, y se desesperaba porque Hitler no entraba en
razón. En el curso de un duro intercambio de palabras en la
Wolfsschanze a finales de noviembre, Hitler se había
negado a autorizar la retirada de tropas de la línea Mersa el
Brega, acusando incluso a los hombres de Rommel de
haber abandonado sus armas durante la retirada de El
Alamein. En realidad, la retirada de Rommel, con la que
consiguió escapar del VIII Ejército, había sido la empresa
dirigida con más talento y perspicacia de todas las llevadas
a cabo durante su guerra del desierto.
Los intentos de Mussolini de convencer a Hitler de
poner fin a la guerra en la Unión Soviética cayeron en saco
roto. La rendición en Stalingrado y la pérdida de Libia
constituyeron un duro revés para la moral del Duce, quien,
tras destituir a su yerno, el conde Ciano, como ministro de
exteriores, comenzó a alimentar su depresión encerrándose
en su dormitorio, metido en la cama, para tratar de evadirse
de la realidad.
Al general von Arnim le preocupaba que el II Cuerpo
de los Estados Unidos, a las órdenes del general Lloyd
Fredenhall, pudiera avanzar desde el sur por las montañas y
llegar a la carretera que iba de Kasserine a Sfax, en la costa.
Este movimiento supondría que su V Ejército Acorazado
quedara separado del Panzerarmee de Rommel. Arnim
expuso a Rommel la situación, y pidió que su 21.ª División
Panzer, que había sido debidamente pertrechada, acabara
con el destacamento francés instalado en el paso de Faid,
cuyos hombres estaban muy mal equipados.
La 21.ª división Panzer atacó el 30 de enero, y el II
Cuerpo del general Fredenhall no supo reaccionar a tiempo
a las llamadas de ayuda de los franceses. Al día siguiente,
cuando un comando de asalto de la 1.ª División Acorazada
de los Estados Unidos lanzó por fin una contraofensiva en
aquel rocoso paso, los alemanes estaban esperándolo. El
frente de tanques Sherman fue duramente atacado por cazas
Messerschmitt y cañones antitanque alemanes
perfectamente ocultos. Se destruyó más de la mitad de los
vehículos blindados, y los que no fueron alcanzados por el
enemigo dieron media vuelta en medio de los vehículos en
llamas. Unas horas más tarde los americanos volvieron a
intentarlo, pero también fracasaron, sufriendo importantes
bajas. Fredenhall, un verdadero desastre como comandante,
dividió aún más sus fuerzas, a pesar de las instrucciones
recibidas de Eisenhower en sentido contrario. Envió otro
comando de asalto a una misión imposible, con órdenes
confusas. Los soldados de infantería que debían apoyarlo,
todos bisoños, fueron alcanzados en sus camiones por los
bombarderos en picado alemanes. El bautismo de fuego de
esos hombres inexpertos de la 34.ª División de Infantería
fue aún más violento durante los días siguientes, pues
Fredenhall, que raras veces abandonaba su cuartel general,
siempre alejado en la retaguardia, ordenó más y más
ataques.
Rommel decidió poner fin de un plumazo a la amenaza
americana, lanzando una ofensiva a tres bandas. El 14 de
febrero, la 10.ª División Panzer avanzó hacia el oeste desde
el paso de Faid, mientras la 21.ª División Panzer atacó
desde el sur en un movimiento de pinza. Setenta tanques
estadounidenses fueron destruidos en el primer día de
combate en las inmediaciones de Sidi Bou Zid. Uno de
ellos fue alcanzado desde una distancia de dos mil
setecientos metros por el cañón de 88 mm de un Tiger. El
proyectil del cañón de 75 mm de un Sherman no podía
perforar el blindaje frontal del carro de combate alemán, ni
siquiera disparando a bocajarro. El 16 de febrero, el
tripulante de uno de los vehículos blindados germanos
escribía una carta a los suyos, pidiendo disculpas por no
haber escrito antes, pues su división había estado
combatiendo contra los americanos durante los dos
últimos días. «Te habrás enterado por el boletín de noticias
de la Wehrmacht de ayer de que ya hemos destruido más de
noventa tanques».22
Al día siguiente, el destacamento del Afrika Korps en
el sur avanzó hacia Gafsa, provocando una retirada en
medio del pánico. Cerca de Sidi Bou Zid, un batallón de
tanques Sherman de la 1.ª División Acorazada cayó en una
emboscada y fue destruido en el curso de un contraataque
tan valiente como inútil. Los carros de combate
estadounidenses en llamas salpicaban un paisaje en el que
los tunecinos seguían arando sus campos. Con el rostro
ennegrecido, las tripulaciones de los tanques americanos
se tambaleaban perdiendo el equilibrio, como
probablemente hicieran al poner pie en tierra los soldados
británicos después de la Carga de la Brigada Ligera. Ni
Fredenhall ni Anderson tenían la más mínima idea de lo que
estaba ocurriendo en el frente.
El 16 de febrero, Rommel llegó a Gafsa. Fue recibido
con júbilo por la población local, pues los americanos, en
su retirada, habían destruido buena parte de la ciudad tras
volar por los aires su depósito de municiones. Quería que
su Afrika Korps diera alcance a los estadounidenses, que
estaban replegándose hacia Tébessa, donde el mariscal
alemán pretendía capturar el almacén de provisiones y
pertrechos principal de los Aliados. Arnim, sin embargo,
consideraba que el plan era demasiado peligroso, y se
produjo una discusión a tres bandas con Kesselring.
Aquella noche, las divisiones panzer avanzaron hacia
Sbeïtla. Y el 17 de febrero, mientras que algunas unidades
americanas huyeron presa del pánico, otras opusieron
resistencia y combatieron con arrojo, como reconocería la
mismísima 21.ª División Panzer. Fredenhall envió todos
los destacamentos que pudo al paso de Kasserine, pero el
20 de febrero empezó la hecatombe. El general de división
E. N. Harmon fue testigo del desastre: «Fue la primera, y la
única vez, que he visto un ejército norteamericano huyendo
en desbandada. Jeeps, camiones y todo tipo de vehículos
imaginable venían hacia nosotros llenando la carretera,
unos pegados a otros, a veces dos e incluso tres a la par.
Era evidente que solo había una cosa en la cabeza de los
conductores que huían despavoridos: alejarse del frente,
refugiarse en algún lugar en el que no hubieran disparos».23
Por fortuna para los Aliados, Rommel y Arnim
estaban en total desacuerdo. Por querer hacer demasiadas
cosas, les salió el tiro por la culata, pues dividieron sus
fuerzas para capturar Tébessa en el oeste, y para avanzar
hacia el norte, a Thala, y por una carretera paralela, a Sbiba.
Con fuerzas británicas y estadounidenses que impedían el
paso a Thala y a Sbiba, apoyadas en el último momento por
la artillería americana, a la 10.ª y a la 21.ª División Panzer
no le quedó más remedio que detenerse. Y al final, el
destacamento del Afrika Korps que se dirigía a Tébessa
también tuvo que interrumpir la marcha ante los ataques de
las baterías de artillería y los cañones antitanque
americanos. Rommel quedó estupefacto ante la efectividad
de estas armas. Y en cuanto se despejó el cielo, la aviación
aliada comenzó los bombardeos contra los vehículos
blindados alemanes en retirada. El «zorro del desierto»
regresó a la línea Mareth el 23 de febrero, convencido de
que había propinado a los Aliados un revés suficientemente
duro para desalentar cualquier intento de avance en el
futuro.
Las tropas aliadas no podían creer que los alemanes se
hubieran retirado, por lo que su regreso al paso de
Kasserine fue lento y cauteloso. La zona estaba sembrada
de tanques chamuscados, aviones estrellados y cadáveres.
Cuando veían a los tunecinos robando a los muertos, los
soldados americanos solían abrir fuego con sus
subametralladoras Thompson, unas veces tirando a matar,
otras simplemente para ahuyentarlos. El II Cuerpo de
Fredenhall había perdido más de seis mil efectivos, ciento
ochenta y tres tanques, ciento cuatro camiones semioruga,
más de doscientos cañones y quinientos vehículos de
transporte. Había sido un cruento bautismo de fuego, que
se vio empeorado por las órdenes confusas de las
instancias superiores. Los soldados abrieron fuego contra
sus propios aviones, destruyendo o inutilizando treinta y
nueve de ellos, y los escuadrones aliados atacaron los
objetivos equivocados. El 22 de febrero, unos bombarderos
B-17 bombardearon un aeródromo británico en vez del
paso de Kasserine.24
Aunque Rommel fue puesto al mando del Grupo de
Ejércitos Afrika, por encima del general von Arnim, se
enteró demasiado tarde del plan de Kesselring de lanzar
otra ofensiva más al norte, la llamada Operación Cabeza de
Buey. Esta no comenzó hasta el 23 de febrero, y habría
debido coordinarse con ataques en los alrededores de
Kasserine una semana antes. Las pérdidas de los alemanes,
que vieron cómo se quedaban prácticamente sin tanques,
fueron mucho más importantes que las de los británicos.
El Comando Supremo, al que Hitler había permitido
recuperar el control en interés de la unidad del Eje, se negó
a autorizar a Rommel la retirada de la línea Mareth.
Perfectamente consciente de que Montgomery preparaba
una ofensiva, Rommel decidió lanzar un ataque de
desarticulación, pero los mensajes interceptados por Ultra
informaron a los británicos de todo lo que debían hacer
para prevenirlo. Montgomery envió inmediatamente
artillería, cañones antitanque y carros de combate al sector
amenazado, donde sus tropas se ocultaron. El 6 de marzo,
los alemanes llegaron al lugar en el que un cuerpo entero
de artillería había planeado tenderles una emboscada.
Rommel perdió cincuenta y dos tanques y seiscientos
treinta hombres. Injustamente, tanto Kesselring como
Rommel pensaron que habían sido traicionados por los
italianos.
Rommel, que padecía una ictericia y se encontraba
totalmente exhausto, consideró que había llegado la hora de
regresar a Alemania para recibir el tratamiento adecuado y
poder descansar. El 9 de marzo abandonó el norte de
África. Ya no volvería nunca más. Al día siguiente, a última
hora de la tarde, fue recibido por Hitler en el Werwolf, el
cuartel general del Führer en Ucrania, a las afueras de
Vinnitsa. Hitler se negó a escucharlo cuando recomendó el
traslado del Grupo de Ejércitos Afrika al otro lado del
Mediterráneo para defender Italia. Tampoco quiso saber
nada de ningún plan que supusiera reducir el frente alemán
en Túnez. Rommel, al que en aquellos momentos ya
consideraba un derrotista, recibió la orden de partir para
recuperarse de sus enfermedades y del cansancio.
Patton, frustrado por la falta de acción en Marruecos y
por la manera en la que los británicos parecían dirigir toda
la guerra en el norte de África, había escrito hacía poco el
siguiente comentario: «Personalmente, desearía poder salir
y matar a alguien».25 Al final, sus plegarias fueron
escuchadas, y pudo entrar en acción. En la segunda semana
de marzo, Eisenhower lo envió, con el general de división
Ornar N. Bradley como su suplente, a relevar a Fredenhall
del mando. Eisenhower destituyó también a diversos
oficiales, y Alexander quiso deshacerse de Anderson, pero
Montgomery no permitiría desprenderse de la única
persona que Alexander quería para el puesto de nuevo
comandante del I Ejército.
Patton no tardó en imponer su autoridad al II Cuerpo,
empezando por exigir que sus hombres saludaran y
vistieran correctamente. Todos estaban aterrorizados por la
llegada de su nuevo comandante, y enseguida empezarían a
llamar a la policía militar «la Gestapo de Patton».26 Patton
quedó estupefacto cuando tuvo conocimiento del número
de soldados evacuados por fatiga de combate. También
sintió una profunda frustración cuando se le notificó que
sus órdenes no eran atacar y avanzar hacia el mar para aislar
al Panzerarmee de Rommel (llamado en aquellos
momentos I Ejército Italiano) de las tropas del general von
Arnim en el norte. Por el contrario, su misión consistía
simplemente en amenazar su flanco para ayudar a
Montgomery. Patton sospechaba que Montgomery quería
toda la gloria, pero lo cierto es que Alexander,
conmocionado aún por la tragedia de Kasserine, seguía sin
estar preparado para confiar en las tropas americanas.
Patton tuvo que consolarse con haber sido ascendido
al rango de teniente general con tres estrellas. En una
reinterpretación de las instrucciones recibidas, ordenó el
avance de sus divisiones que, tras reconquistar Gafsa,
prosiguieron hacia el Dorsal Oriental, desde el que se
domina la llanura hasta el mar. Cuando la 10.ª División
Panzer intentó cortar el paso a la 1.ª División de Infantería
de Patton desde las colinas de El Guettar, recibió una
respuesta contundente y perdió la mitad de los tanques que
le quedaban.
Montgomery decidió entonces enviar el XXX Cuerpo
a un ataque frontal a la línea Mareth para inmovilizar al
enemigo, mientras rebasaba su frente por el flanco
suroccidental en una larga maniobra llevada a cabo por los
neozelandeses de Freyberg con el apoyo de carros de
combate. Pero los alemanes conocían perfectamente los
planes de Freyberg, y el ataque emprendido el 20 de marzo
por la 50.ª División acabó en desastre. Montgomery, que
reivindicó prematuramente la victoria, no podía dar crédito
a la noticia. Pero, recuperándose rápidamente, envió el X
Cuerpo de Horrocks en ayuda de los neozelandeses,
ordenando un ataque hacia la costa a lo largo de más de
treinta kilómetros por detrás de la línea Mareth. Al mismo
tiempo envió la 4.ª División India a hostigar al enemigo
más de cerca por los flancos. El 26 de marzo, los
neozelandeses y las brigadas acorazadas de Horrocks
lograron reunirse y acabaron con las débiles defensas
alemanas en el desfiladero de Tebaga. El general Giovanni
Messe, al frente del I Ejército Italiano, ordenó
inmediatamente la retirada de todos sus hombres por la
costa hacia Túnez. Aunque puede decirse que se obtuvo una
victoria, lo cierto es que las fuerzas del Eje habían
conseguido escapar de nuevo.
La Fuerza Aérea del Desierto se lanzó contra las
tropas alemanas en retirada. Una de las bajas fue la del
coronel barón Claus Schenk von Stauffenberg, que perdió
una mano y un ojo durante un ataque de los cazas aliados. El
7 de abril lograron reunirse las unidades del I y el VIII
Ejército. Estas dos formaciones difícilmente habrían
podido ser más distintas. En sus maltrechos tanques y
camiones color arena, los veteranos del desierto mostraban
una total despreocupación, por no hablar de su desprecio
por las normas relacionadas con la vestimenta. Su guerra,
aunque dura a veces, se había caracterizado por un mayor
respeto por la vida de los prisioneros y por un número muy
reducido de bajas civiles en la inmensidad del desierto. La
tribu local de los senussi había conseguido librarse de lo
peor del combate en el desierto, aunque unos cuantos de
sus hombres, y muchos de sus camellos, habían perdido
alguna extremidad en los campos de minas.
El I Ejército, en su guerra principalmente de montaña
en el extremo oriental de la cordillera del Atlas, había
tenido que afrontar unos combates mucho más sucios. La
violencia de la guerra, cuando las unidades novatas,
especialmente las americanas, muy seguras de sí mismas,
toparon con las formaciones alemanas de tanques blindados
y granaderos acorazados, resultó verdaderamente
traumática. Aunque hubo bajas por problemas psicológicos,
lo cierto es que la inmensa mayoría de esos hombres
desarrolló un mecanismo de supervivencia marcado por la
brutalidad. Algunos perdieron todo signo de humanidad,
dedicándose a matar sádicamente a los prisioneros e
incluso a disparar de manera aleatoria contra los tunecinos
por simple diversión, sobre todo a los que iban montados
en camello, que llegaron a convertirse para ellos en meras
dianas en un campo de tiro. Los soldados británicos solían
ser más disciplinados, pero también se dejaban llevar por
las ideas racistas de la época. Solo unos pocos entablaron
amistad con los nativos. Los franceses no fueron mucho
mejores. Irónicamente, esos oficiales y soldados del
antiguo ejército de Vichy querían vengarse de sus súbditos
árabes que, en muchas ocasiones, habían colaborado con
los alemanes, sobre todo por la política antijudía del
régimen nazi. Sin embargo, incluso cuando la campaña se
aproximaba a su fin con una victoria, las relaciones
existentes entre los tres aliados parecían sufrir un grave
empeoramiento, provocando los británicos con su actitud
una acusada anglofobia a un gran número de oficiales
americanos.
Eisenhower recuperó la confianza, que había
comenzado a perder durante el invierno. Su ejército estaba
aprendiendo de los errores cometidos. La planificación de
la Operación Husky, la invasión de Sicilia, estaba muy
avanzada, las fuerzas del Eje estaban a punto de ser
expulsadas del norte de África y el sistema de
abastecimientos funcionaba por fin según lo previsto. Los
británicos estaban atónitos ante la generosidad del titán
industrial americano. También estaban sorprendidos por
aquel derroche, aunque no podían lamentarse mucho
porque ellos eran uno de los principales beneficiarios.
Pero el dispendio que suponía el enorme tamaño del
cuartel general de las Fuerzas Aliadas, cuyo personal
superaba los tres mil hombres, entre oficiales y otros
cargos, sonrojaba incluso a Eisenhower.
A comienzos de mayo, las últimas fuerzas del Eje se
veían comprimidas en el extremo septentrional de Túnez,
que comprende Bizerta, la capital y la península de Cabo
Bon. Aunque superaban el cuarto de millón de efectivos,
apenas la mitad eran alemanes, y la mayoría de los italianos
no eran soldados de combate. Con pocas municiones y casi
sin reservas de combustible, los alemanes sabían que el
final estaba próximo y hacían chistes sobre «Tunezgrado».
La negativa de Hitler a la evacuación de sus tropas para
defender el sur de Europa no levantaba precisamente la
moral de los hombres, a los que les pareció increíble que
el Führer siguiera enviando refuerzos en abril y en mayo.
Refuerzos que acabarían siendo capturados también por los
Aliados.
Los Junker 52 y los grandes aviones de transporte
Messerschmitt 323 fueron una presa fácil para los cazas
aliados, que sobrevolaban las aguas del Mediterráneo a la
esperar de poder tenderles una emboscada. Más de la mitad
de la flota de transporte que le quedaba a la Luftwaffe fue
destruida durante los dos últimos meses de la campaña. El
domingo, 18 de abril, cuatro escuadrones de cazas
estadounidenses y un escuadrón de cazas Spitfire lanzaron
un ataque contra un grupo de sesenta y cinco aviones de
transporte escoltados por veinte cazas. En lo que se
denominó «la matanza del pavo del Domingo de Ramos»,
los cazas aliados derribaron setenta y cuatro aparatos
aéreos enemigos. Mientras el Ejército Rojo aniquilaba al
grueso del abrumador ejército de tierra alemán, los Aliados
occidentales empezaban la destrucción de la Luftwaffe. El
mariscal del Aire Coningham, comandante de la Fuerza
Aérea del Desierto, estaba furioso por la escasa relevancia
que Montgomery concedía al papel desempeñado por la
RAF en el norte de África. La acción combinada de las
fuerzas aéreas aliadas y la Marina Real británica, que
estrangularon la línea de abastecimientos de las tropas del
Eje a través del Mediterráneo, había contribuido a la
victoria al menos tanto como las fuerzas terrestres.
La última fase de la destrucción de la cabeza de puente
no fue, sin embargo, una tarea fácil. Montgomery atacó la
zona montañosa de Enfidaville, junto a la costa, al sur de
Túnez, sin apenas consecuencias. El VIII Ejército seguiría a
los americanos en el aprendizaje de las duras lecciones de
la guerra de montaña. Otros ataques emprendidos por el I
Ejército más al oeste fueron repelidos tras encarnizados
combates. La Guardia Irlandesa avanzó por un maizal con la
intención de atacar una posición alemana defendida con
ametralladoras, artillería y los nuevos morteros
Nebelwerfer de seis cañones. Cuando un hombre caía
abatido por un disparo, un camarada se encargaba de clavar
su fusil en el suelo. «Por todas partes se veían culatas de
fusil que señalaban la posición de un muerto, de un
moribundo o de un herido», escribía un cabo. «Me detuve
junto a un pobre soldado de la guardia que pedía agua. Sus
heridas eran horribles. Pude ver los huesos descarnados de
su brazo, y tenía una herida profunda en un costado».27
Los supervivientes del ataque cargaron contra un
olivar que había en la colina de enfrente, obligando a los
alemanes a huir. Pero en una de las trincheras, el cabo y
otros dos soldados de la Guardia Irlandesa oyeron unas
voces en alemán procedentes de un bunker. Arrojaron
granadas a su interior y se apartaron. Luego el cabo miró
dentro del oscuro bunker. «Al menos había unos veinte
alemanes esparcidos por el suelo. Todos estaban vendados,
y los que seguían vivos proferían gritos desgarradores. Era
el lugar en el que el enemigo en retirada había abandonado
a sus heridos. Di media vuelta y salí de allí sin sentir
ninguna compasión. Era mucho peor el daño que ellos
habían infligido a mis camaradas muertos y heridos que
yacían en los maizales en llamas».
Solo el II Cuerpo de Bradley, en el oeste de Túnez,
realizó un avance espectacular a comienzos de mayo. Tras
reconocer el error cometido en Enfidaville, Montgomery
persuadió a Alexander de que era necesario asestar un
golpe contundente con todas las fuerzas disponibles para
poner fin a aquella batalla de desgaste que se libraba
alrededor del perímetro defensivo alemán. El 6 de mayo,
Horrocks, con la 7.ª División Acorazada, la 4.ª División
India y la 201.ª Brigada de la Guardia, puso en marcha la
Operación Strike desde el suroeste. Siguiendo un escudo
de artillería aún más compacto que el de El Alamein, las
formaciones aliadas avanzaron hacia Túnez, partiendo la
bolsa en dos, mientras los estadounidenses tomaban la
ciudad de Bizerta, situada al norte, junto a la costa.
Precedidas una vez más por el 11.° de Húsares en sus
vehículos blindados, las tropas británicas entraron en Túnez
al día siguiente por la tarde. El 12 de mayo todo había
acabado. Casi un cuarto de millón de soldados se rindieron,
entre ellos doce generales.
Hitler se convenció de que su decisión de seguir
combatiendo en el norte de África hasta el final había sido
la acertada, pues con ello pensaba que había aplazado la
invasión aliada del sur de Europa y había logrado mantener
a Mussolini en el poder. Por otro lado, había vuelto a
perder una parte de sus fuerzas, unas fuerzas que iba a
necesitar imperiosamente en futuras batallas.
28
EUROPA TRAS LAS
ALAMBRADAS
(1942-1943)

La invasión de la Unión Soviética afectó a la política


alemana de ocupación en casi toda Europa. En el este, la
idea embriagadora, y espeluznante a la vez, de dominar a
millones de personas incrementó la confianza de los nazis
en el terror como medio para obtener resultados. A pesar
de las esperanzas que abrigaron al principio algunos
oficiales y políticos de alto rango de poder ganarse la
aquiescencia de algunas nacionalidades, como los bálticos
y los ucranianos, a la cruzada antibolchevique, en realidad
lo único que le interesaba a Hitler era inspirar el miedo por
el miedo. Como sucediera con Polonia, pensaba que
aquellos países debían ser barridos completamente del
mapa.
A pesar del desagrado de Hitler por la idea de que los
eslavos vistieran el uniforme de la Wehrmacht, en total
cerca de un millón de ciudadanos soviéticos prestaron
servicio al lado del ejército alemán y de la SS. Muchos se
enrolaron en las divisiones alemanas en calidad de Hiwis
(tropas auxiliares voluntarias no armadas) para huir de la
inanición en los campos de prisioneros. Pero incluso
muchos de esos «Ivanes» fueron empleados
extraoficialmente como soldados a tiempo completo. Un
mando de la 12.ª SS Panzer División Hitlerjugend se
mostraría más tarde orgulloso de su chófer y
guardaespaldas ruso, que lo acompañaba a todas partes.
Más de cien mil hombres prestaron servicio, con
grados muy diferentes de entusiasmo y eficacia, en el
Ejército Ruso de Liberación del general Vlasov, y en un
cuerpo de «cosacos» encargado de combatir a los
partisanos en territorio soviético y luego en Yugoslavia y
en Italia. Los policías y los guardias de los campos de
concentración ucranianos se ganaron una reputación
terrible de crueldad. Himmler también recurrió al
reclutamiento de letones, estonios, hombres de etnia
caucásica e incluso musulmanes bosnios en las
formaciones de la Waffen-SS. En 1943 creó incluso una
división ucraniana, que recibió el nombre de División SS
Galicia para no provocar la cólera de Hitler. Se
presentaron voluntarios cien mil ucranianos, de los cuales
solo fue admitida una tercera parte.1
El trato dispensado a la población civil de los
territorios ocupados y a los prisioneros de guerra siguió
siendo espantoso. En febrero de 1942, aproximadamente
un sesenta por ciento de los tres millones y medio de
soldados del Ejército Rojo capturados había muerto de
hambre, de exposición a la intemperie o de enfermedades.
Los nazis convencidos no solo se enorgullecían de su
crueldad. La deshumanización que hacían de las víctimas
dividiéndolas en categorías —judíos, eslavos, asiáticos y
gitanos— respondía simplemente a una forma deliberada
de profecía que se cumple porque se tiene que cumplir: se
les reducía a la condición de animales a través de la
humillación, el sufrimiento y el hambre, y de ese modo se
«demostraba» su inferioridad genética.
La caótica rivalidad de los sátrapas de Hitler en el este
era superior incluso a la que existía en la propia Alemania
entre el partido nazi y los distintos órganos del gobierno.
Alfred Rosenberg fue nombrado ministro de los territorios
del este, pero se vio desautorizado en todo momento. El
Ostministerium que presidía era objeto de burla entre otras
cosas porque Rosenberg era uno de los pocos civiles que
deseaba implicar a las antiguas nacionalidades soviéticas en
la guerra contra el bolchevismo. Göring, encargado de la
economía de guerra, pretendía sencillamente expoliar las
zonas ocupadas y matar de hambre a su población, mientras
que Himmler quería despejar el terreno mediante el
asesinato masivo de la población para llevar a cabo una
colonización alemana. Rosenberg, por tanto, no tenía
control alguno sobre la seguridad, el suministro de
alimentos ni la economía, lo que significa que no tenía
control sobre nada. Ni siquiera tenía autoridad sobre Erich
Koch, el Reichskommissar para Ucrania, además de
Gauleiter de Prusia oriental. Koch, un borracho brutal,
calificaba a la población local de «negros».2
El Plan Hambre de Herbert Backe, que se suponía que
iba a causar la muerte de más de treinta millones de
ciudadanos soviéticos, no pasó nunca de la teoría. La
hambruna se hizo realidad, pero no fue organizada ni mucho
menos tal como la habían planeado los nazis. Los mandos
militares se saltaron las órdenes de acordonar las ciudades
y matar de hambre a sus habitantes, pues la Wehrmacht
necesitaba mantener con vida a gran cantidad de
trabajadores soviéticos para que satisficieran sus
necesidades. La idea avanzada por Backe de alimentar tanto
a los territorios orientales del Reich como a los
contingentes de la Wehrmacht desplazados al frente del
este con los recursos locales resultó un fracaso mucho
mayor. La agricultura del «granero» de Ucrania se había
hundido prácticamente debido a la estrategia de tierra
quemada practicada por los soviéticos, los estragos de la
guerra, la despoblación, la evacuación de los tractores, y la
actividad de los partisanos. Para la Wehrmacht vivir de la
tierra significaba apoderarse del forraje y del grano, y
sacrificar indiscriminadamente el ganado y las aves de
corral sin pensar en el abastecimiento del futuro, y menos
aún en la supervivencia de la población civil que lo
producía. La falta de material rodante y de medios de
transporte motorizado significaba que el grueso incluso de
la comida disponible no pudiera ser distribuido
eficazmente.
Las ideas de futuro de los nazis eran poco más que una
fantasía grotesca. El Plan General del Este (Generalplan
Ost) postulaba un imperio alemán que llegaba hasta los
Urales, con autopistas que unían las nuevas ciudades,
poblaciones satélites y aldeas y granjas modelo habitadas
por colonos armados, mientras que los Untermenschen,
reducidos a la condición de ilotas, habrían estado obligados
a trabajar la tierra. Himmler soñaba con colonias alemanas
gemütlich, provistas de huertas y jardines construidos en
los antiguos campos de la muerte de sus SS
Einsatzgruppen. Y con el fin de contar con un centro de
veraneo, Crimea, rebautizada Gotengau, debía convertirse
en la Riviera alemana. El problema fundamental, sin
embargo, era cómo encontrar suficiente población
«regermanizable» con la que rellenar el enorme territorio
de la Europa oriental. Fueron muy pocos los daneses,
holandeses y noruegos que se presentaron voluntarios. Se
propuso incluso la descabellada idea de llevarse a Brasil a
los eslavos y traer en su lugar a los colonos alemanes de la
provincia brasileña de Santa Catarina. En el momento de la
derrota de Stalingrado y de la retirada del Cáucaso, había
quedado meridianamente claro que no había ni de lejos
suficientes alemanes, reales, reciclados o reclutados a la
fuerza, para alcanzar el objetivo de ciento veinte millones
de individuos y satisfacer así la visión de Hitler y de
Himmler.
La limpieza étnica y los desplazamientos de población
por toda la Europa central no solo habían sido crueles, sino
que además habían supuesto un despilfarro increíble de
mano de obra y de recursos en unos momentos en los que
el resultado de la guerra era dudoso. Los colonos se
mostraron incapaces de cultivar la tierra tan bien como
aquellos a los que habían sustituido, y por tanto la
producción agrícola disminuyó desastrosamente.
La maquinaria de guerra alemana, forzada al máximo,
se enfrentaba a una desesperante escasez de mano de obra,
por lo que Fritz Sauckel, colaborador del ministro de
armamento, Albert Speer, realizó una gira por los
territorios y países ocupados con el fin de reclutar a cinco
millones de trabajadores para las fábricas, las minas, las
fundiciones y las granjas. El Reich se llenó de campos de
concentración destinados a esta masa cada vez mayor de
mano de obra esclava. La población civil alemana miraba
llena de temor a aquellos extranjeros por el rabillo del ojo,
viéndolos como si fueran el enemigo dentro de casa. Las
autoridades nazis eran conscientes de la incómoda paradoja
que suponía, después de haber eliminado a su propia
población «racialmente indeseable», traer ahora a cientos
de miles de individuos de esa misma condición a la propia
Alemania.
Los jerarcas nazis habían prometido una «gran esfera
económica alemana» y una unión económica europea que
elevara los niveles de vida, pero la aplicación de políticas
contradictorias y la necesidad de explotar a los países
súbditos lograron el resultado opuesto. Las naciones
conquistadas fueron obligadas a pagar los costes de su
ocupación por las fuerzas alemanas. Muchas empresas se
beneficiaron de la estrecha colaboración con sus nuevos
amos, pero en casi todos los países, con la excepción de
una Dinamarca semi-independiente, la población en general
se empobreció muchísimo. La mayoría de los estados de
Europa occidental se vieron obligados a entregar entre un
cuarto y un tercio de su recaudación, y Alemania se quedó
con una gran parte de la producción agrícola de cada país
para asegurarse de que sus propios ciudadanos no pasaban
hambre. En los países ocupados, esta situación dio lugar a
un pujante mercado negro y a un aumento vertiginoso de la
inflación.3

Casi desde el primer momento, Churchill había abrigado la


esperanza de convertir el descontento de la Europa ocupada
por los nazis en una rebelión total. En mayo de 1940 había
nombrado al Dr. Hugh Dalton, socialista acaudalado,
ministro de economía de guerra y le había encargado
supervisar la creación de la Ejecutiva de Operaciones
Especiales (SOE). Dalton no era muy popular en el partido
laborista, pero como destacado opositor a la política de
apaciguamiento había contribuido a finales de los años
treinta, a apartarlo de su posición pacifista. Desde hacía
largo tiempo había sido un gran admirador de Churchill,
aunque este no le correspondiera. El primer ministro no
«aguantaba su estentórea voz y sus ojos huidizos»,4 y
refiriéndose a sir Robert Vansittart, perpetuo subsecretario
del Foreign Office durante los años treinta, dijo: «¡Qué
tipo más extraordinario este Van! Realmente encuentra
agradable al Dr. Dalton».5
Dalton, ferviente admirador de los polacos, reclutó al
coronel Colin Gubbins, que había sido oficial de enlace
con el ejército polaco durante las batallas libradas por este
en 1939. Gubbins se pondría luego al mando de la SOE. La
resistencia polaca fue una inspiración para crear la SOE.
Incluso tras la rendición del país a finales de septiembre de
1939, los soldados polacos siguieron luchando en el
distrito de Kielce a las órdenes del comandante Henryk
Dobrzańsky hasta mayo de 1940, mientras que algunos
otros grupos resistieron en la zona de Sandomierz, en el
alto Vístula. En la SOE había sido creado un departamento
para Polonia, pero su papel consistía simplemente en
colaborar con la Sección VI del ejército polaco en Londres
y suministrarle apoyo. No se envió ninguna misión militar a
la Polonia ocupada, y en consecuencia eran los polacos los
que se encargaban de todo. Tras la gran contribución hecha
por los pilotos polacos en la batalla de Inglaterra, la SOE
logró convencer a la RAF de que adaptara un bombardero
Whitley poniéndole tanques de combustible adicionales
que le permitieran hacer el largo viaje de ida y vuelta desde
una base de Escocia hasta Polonia. El primer lanzamiento
en paracaídas de correos polacos tuvo lugar el 15 de
febrero de 1941. Se diseñaron asimismo cajones
especiales para lanzar en paracaídas armas y explosivos
para lo que luego sería la Armia Krajowa o Ejército del
Interior.
El patriotismo polaco tal vez fuera romántico en
muchos sentidos, pero en todo momento se mostró
sorprendentemente decidido, incluso en los tiempos más
oscuros de la opresión nazi y soviética. Aparte de los
asesinatos masivos e individuales que se produjeron a raíz
de la invasión alemana, más de treinta mil polacos fueron
enviados a campos de concentración, muchos de ellos al
nuevo Lager de Auschwitz. Aunque el ejército de Polonia
fue aplastado en septiembre de 1939, no tardó en crearse
un nuevo movimiento clandestino de resistencia. En su
momento de mayor esplendor, el Ejército del Interior llegó
a contar con cerca de cuatrocientos mil miembros. Los
servicios de inteligencia polacos, extraordinariamente
ingeniosos, fueron los que proporcionaron la primera
máquina Enigma y siguieron ayudando a los Aliados de
muchas otras formas. Más adelante, los polacos
consiguieron incluso hacer desaparecer un cohete V-2 de
pruebas que había aterrizado en una zona pantanosa del país
y desmontarlo. Un avión de transporte C-47 Dakota
especialmente adaptado fue enviado a Polonia para
recogerlo y llevarlo a Inglaterra, donde fue examinado por
los científicos aliados.
Tanto el Ejército del Interior como las redes de
inteligencia enviaban constantemente informes al gobierno
polaco en el exilio, establecido en Londres y reconocido a
regañadientes por Stalin en agosto de 1941 tras la invasión
de la Unión Soviética por los nazis. El Ejército del Interior
sufrió siempre una escasez de armas desesperante. Al
principio se concentró en la liberación de prisioneros y el
sabotaje de las comunicaciones por ferrocarril, labor que
resultó de gran ayuda para el Ejército Rojo, aunque nunca
fuera reconocida. Los ataques armados vendrían después.
Los polacos liberados de los campos de trabajo
soviéticos para unirse a las fuerzas al mando del general
Wladislaw Anders nunca dejaron de aborrecer a sus
opresores. Y la desconfianza del gobierno en el exilio
establecido en Londres hacia Stalin aumentó cuando los
polacos se enteraron de que el dictador soviético pretendía
que los británicos reconocieran las fronteras que había
acordado con Hitler tras la firma del pacto nazi-soviético.
En abril de 1943, se produjo una gran crisis cuando los
alemanes anunciaron al mundo entero que habían
descubierto en el bosque de Katyń las enormes fosas de los
oficiales polacos ejecutados por el NKVD soviético.
El régimen soviético había negado siempre estar al
tanto del paradero de aquellos prisioneros, y en su
momento ni siquiera los polacos habían creído al régimen
de Stalin capaz de una matanza de aquella magnitud. El
Kremlin insistió en que el descubrimiento no era más que
una trampa de la propaganda alemana, y en que debían de
haber sido los nazis los que habían asesinado a las víctimas.
El gobierno polaco en el exilio exigió una investigación a
cargo de la Cruz Roja Internacional, petición que ponía a
los británicos en una posición sumamente embarazosa.
Churchill sospechaba que los soviéticos eran culpables de
aquel acto, pero se sentía incapaz de enfrentarse a Stalin,
especialmente en un momento en el que había tenido que
reconocer una vez más que aquel año era imposible llevar a
cabo una invasión de Francia. Poco después, en el mes de
junio, se producirían nuevos desastres para los polacos. En
Varsovia los alemanes lograron detener al comandante en
jefe y a otros líderes del Ejército del Interior. Pero a
Polonia le aguardaban tragedias todavía más terribles.
En el verano de 1941 se produjeron los primeros ataques
contra tropas alemanas llevados a cabo en la Unión
Soviética por soldados del Ejército Rojo que habían
quedado aislados a causa del avance de la Wehrmacht. Sin
embargo, la primera sublevación contra la dominación nazi
tras el lanzamiento de la Operación Barbarroja tuvo lugar
en Serbia. La rebelión pilló por sorpresa a las engreídas
fuerzas de ocupación alemanas. Poco después de la victoria
alcanzada en la primavera, un teniente alemán se jactaba en
una carta a su familia: «¡Los soldados somos aquí como
dioses!».6 La rápida rendición del país en abril había hecho
pensar a los alemanes que no tendrían demasiadas
dificultades, pero no habían calculado la cantidad de
soldados yugoslavos que habían conservado y escondido
sus armas.
Serbia quedó a las órdenes del cuartel general del
Generalfeldmarschall Wilhelm List en Grecia. Las tres
divisiones del LVI Cuerpo del Generalleutnant Paul Bader
estaban mal entrenadas y andaban escasas de pertrechos.
Cuando recibieron la orden de responder con medidas de
represalia, se dedicaron sobre todo a fusilar a los judíos
que tenían ya detenidos. Pero las ejecuciones de los
aldeanos que vivían cerca de los lugares en los que se
habían producido las emboscadas redundaron en beneficio
de los partisanos comunistas, cuyo número aumentó
rápidamente al sumarse a ellos los que querían vengarse de
la muerte de algún familiar.
El Generalfeldmarschall Keitel, del cuartel general
del Führer, exigió que se tomaran feroces represalias. En la
creencia de que la «mentalidad balcánica» solo entendía la
violencia, la proporción de serbios que debían ser
castigados por cada alemán muerto se aumentó a cien.7 En
el mes de septiembre tuvo lugar una gran ofensiva punitiva
reforzada por la 342.ª División de Infantería. Los mandos
alemanes locales decidieron una vez más empezar
fusilando a los judíos que ya tenían prisioneros. De ese
modo, a mediados de octubre de 1941 fueron fusilados
unos dos mil cien judíos y «gitanos» en venganza por la
muerte de veintiún soldados alemanes a manos de los
partisanos comunistas. Fue el primer asesinato masivo de
judíos fuera de los territorios de la Unión Soviética o de
Polonia.
Los ataques partisanos eran capitaneados por Josip
Broz, alias Tito, que había sido un eficiente organizador de
la Comintern durante la Guerra Civil Española. Tito,
hombre de una personalidad fuerte y una apostura brutal,
que había resucitado el partido comunista yugoslavo, creía
que en todas partes eran necesarios comunistas que
ayudaran a los camaradas de la Unión Soviética. El
internacionalismo del partido logró esquivar las peores
líneas de fractura, de carácter étnico y religioso, existentes
en Yugoslavia, donde había croatas católicos, serbios
ortodoxos, y bosnios musulmanes.
La organización resistente rival, los chetnik,
capitaneada por el general Draža Mihailović, era casi
exclusivamente serbia. No cabía esperar que Mihailović,
hombre de carácter sombrío, con gafas y barba, más
parecido a un pope ortodoxo que a un militar, rivalizara con
el carismático liderazgo de Tito. Mihailović creía que
podría acumular una fuerza que estuviera dispuesta el día en
que desembarcaran los Aliados, para unirse a ellos y
restaurar en el trono al joven rey Pedro. Había adivinado
que Tito iba a utilizar la guerra de los partisanos para
hacerse con el poder absoluto cuando llegara el Ejército
Rojo. Mihailović no quería provocar represalias, pero,
contrariamente a lo que dijera luego la propaganda
comunista, sus fuerzas atacaron a veces a los alemanes.
Otros grupos también autodenominados chetnik
cooperaron estrechamente con los alemanes y el gobierno
títere del general Milán Nedic, confusión que más tarde
ayudaría a los comunistas a ensuciar el nombre de
Mihailović ante los británicos.
Un elemento aún más sanguinario de la guerra civil
que se desarrolló en Yugoslavia es el que representaban los
ustachas croatas, violentamente antiserbios y antisemitas.
El estado croata de Ante Pavelić fue un aliado fiel de los
alemanes, y los ustachas instauraron un reinado de terror en
la región. Más de medio millón de yugoslavos fueron
asesinados durante la guerra en las luchas entre facciones
rivales.
Los alemanes perpetraron otras matanzas a raíz de las
nuevas escaramuzas, por ejemplo la de varios millares de
civiles serbios fusilados para cumplir con las cuotas fijadas
como represalia. Algunos oficiales alemanes empezaron a
darse cuenta de la estupidez de aquella política, que
afectaba solo a la gente que no había huido y que, por lo
tanto, no tenía nada que ver con los ataques sufridos por sus
hombres. Una vez asesinadas unas quince mil personas y en
vista de que quedaban muy pocos judíos y «gitanos» que
fusilar, las cuotas de represalia empezaron a disminuir, sin
que lo supiera Berlín.
La drástica reducción del número de rehenes
encarcelados dio comienzo en marzo de 1942, cuando
llegó a Belgrado un gran camión-cámara de gas. Unos siete
mil quinientos judíos del campo de Semlin fueron
asfixiados mientras eran conducidos en el camión por las
calles de la capital serbia a la fosa común abierta a tiro de
piedra de la ciudad. El embajador alemán se sintió
profundamente incómodo por la notoriedad con la que se
llevaron a cabo esas medidas, pero el 29 de mayo de 1942
el jefe de la policía de seguridad se jactaba ante las
autoridades de Berlín de que «Belgrado era la única ciudad
de Europa que estaba libre de judíos».8
En Yugoslavia la guerra fue volviéndose cada vez más
cruel a medida que los alemanes fueron lanzando una
ofensiva tras otra en las montañas de Bosnia. Las tropas
alemanas mataban a los partisanos heridos que capturaban
aplastándolos con sus tanques. Tito organizó sus fuerzas en
brigadas de mil combatientes, pero fue lo bastante prudente
como para no intentar usar tácticas militares
convencionales. La disciplina era muy estricta y no se
permitía la confraternización de los hombres y las
numerosas mujeres jóvenes que combatían a su lado. En el
otoño de 1942, los partisanos de Tito se habían hecho
virtualmente con el control de la región montañosa de su
país que se extiende por el oeste de Bosnia y el este de
Croacia, y, tras expulsar a los ustachas, establecieron su
cuartel general en la ciudad de Bihać.
Tras reconocer al gobierno monárquico yugoslavo en
el exilio en Londres, los británicos suministraron ayuda a
Mihailović, que era su representante oficial. Moscú no
puso objeciones, pues también había reconocido
formalmente al gobierno yugoslavo. Pero durante 1942 las
interceptaciones de Ultra y otros informes indicaron que
las fuerzas de Tito se dedicaban a atacar a los alemanes,
mientras que los chetnik se mantenían a la espera. Los
intentos de los oficiales de enlace de la SOE lanzados en
paracaídas para convencer a los movimientos de resistencia
rivales de que colaboraran unos con otros, no tuvieron
demasiado éxito. De ese modo, cuando el interés de los
Aliados por el Mediterráneo aumentó a raíz de la expulsión
de los alemanes del norte de África, los británicos
decidieron establecer contacto con Tito.
Los alemanes, temerosos de que se produjera un
desembarco en los Balcanes y decididos a proteger la costa
y a defender su abastecimiento de minerales, lanzaron
nuevas ofensivas con sus propias fuerzas y con tropas
italianas. Tito llevó a cabo una retirada a Montenegro sin
dejar de combatir, evitando por un pelo verse cercado en el
río Neretva. Con sus tropas prácticamente intactas, y poco
después con la ayuda de los británicos lanzada en
paracaídas o llegada en aviones que aterrizaban en pistas
secretas, la fuerza de los partisanos de Tito aumentó
rápidamente. Mihailovic, abandonado por los Aliados por
no realizar las acciones que se le habían encargado
específicamente, estaba condenado a perder la guerra civil
que estaba llevándose paralelamente a cabo.
Más al sur, Albania, seguía ocupada por las tropas
italianas. Abbas Kupi, partidario del rey Zog, que había
salido huyendo del país cuando Mussolini lo invadió en
1939, inició un movimiento de resistencia a pequeña escala
en la primavera de 1941. Cuando los nazis invadieron la
Unión Soviética, los comunistas albaneses, capitaneados
por Enver Hoxha, emprendieron su propia campaña, mucho
más agresiva, en el sur del país. Como sucediera en
Yugoslavia, los ingleses decidieron ayudar a los
comunistas en vista de que eran los que luchaban con más
ahínco. Suministraron poca ayuda a Abbas Kupi, para
disgusto de los oficiales de la SOE, y al final los
comunistas de Hoxha lograron eliminar a sus rivales.
Grecia tenía mucho más interés para los ingleses.
Churchill era un firme partidario del rey Jorge II y no
estaba dispuesto a entregar el país al movimiento
guerrillero comunista EAM-ELAS. Pero, por embarazoso
que resultara para los británicos, había muchos
monárquicos que colaboraban con los alemanes y los
italianos movidos por una mezcla de oportunismo y de
anticomunismo. El régimen autoritario del general Metaxas
había exacerbado los sentimientos antimonárquicos y el
pequeño partido comunista griego no tardó en intensificar
su influencia.
El saqueo del país perpetrado por el Eje, unido a una
ocupación italiana, marcada por su incompetencia, hizo que
Grecia tuviera que soportar una hambruna terrible en el
invierno de 1941. El despiadado líder comunista Aris
Veloukhiótis, empezó en 1942 a reunir una fuerza de
partisanos en la cordillera del Pindo. Su principal rival era
el general Napoleón Zérvas, un personaje cómico, con
barba, que formó el EDES (Liga Nacional Republicana de
Grecia), organización de centro izquierda no comunista.
Las fuerzas de Zérvas eran mucho más pequeñas y estaban
concentradas en el Epiro, al noroeste del país. Debido al
auge de los comunistas, quedaron aisladas del resto de
Grecia, mientras que otros grupos de resistencia más
pequeños como la EKKA, fueron absorbidos por el EAM-
ELAS, controlado por los comunistas.
Los oficiales de la SOE británica lanzados en
paracaídas sobre Grecia en el verano de 1942 se pusieron
en contacto, después de muchas dificultades, con Zérvas y
con el ELAS. Su principal objetivo era organizar un ataque
contra la principal línea férrea que llevaba suministros al
sur desde Alemania, con destino al Panzerarmee de
Rommel en el norte de África. Los ingleses consiguieron
convencer a Zérvas y al ELAS de que colaboraran en una
operación para volar el gran puente del ferrocarril de
Gorgopótamos. Mientras los partisanos asaltaban las
posiciones italianas a uno y otro extremo del puente, un
equipo de demolición traído en avión desde El Cairo
colocaba grandes cargas de explosivo plástico en los
pilares que lo sostenían. Fue una de las operaciones de
sabotaje más logradas de toda la guerra, que consiguió
mantener cortada la línea férrea durante cuatro meses.
En marzo de 1943, las fuerzas alemanas y la SS
detuvieron a más de sesenta mil judíos, procedentes en su
mayoría de la ciudad de Tesalónica, donde existía la
comunidad hebrea más numerosa desde hacía siglos.
Aunque dio cobijo a los pocos que pudieron escapar a las
detenciones indiscriminadas, la resistencia griega fue
incapaz de detener el tráfico ferroviario que conducía a los
judíos a los campos de concentración de Polonia, donde
muchos de ellos fueron sometidos a los experimentos
médicos más espantosos.
Tras el singular ejemplo de colaboración entre el
ELAS y el EDES que supuso la operación Gorgopótamos,
los oficiales de enlace de la SOE se encontraron de pronto
metidos en un auténtico campo minado de rivalidades
políticas cuando Grecia se enzarzó en una guerra civil entre
los distintos grupos guerrilleros. Zérvas se mostraba más
colaborador, pero los británicos tuvieron que suministrar
armas también al ELAS para llevar a cabo la Operación
Animáis. Fue esta una campaña de ataques realizados en el
verano de 1943, antes de la invasión de Sicilia. Combinada
con el plan de engaño táctico denominado Operación
Mincemeat, consistente en lanzar al mar frente a las costas
del sur de España lo que parecía el cadáver de un oficial de
la Real Infantería de Marina con documentos importantes,
su objetivo era convencer a los alemanes de que los
Aliados estaban a punto de desembarcar en Grecia. Como
todas las campañas de desinformación eficaces, jugaba con
la idea que tenía el propio Hitler de cuáles eran las
intenciones del enemigo y venía a reforzar su convicción
de que el plan de los británicos era invadir el sur de Europa
a través de los Balcanes. Sus orígenes austríacos hacían que
el Führer estuviera obsesionado con esta región. Por
consiguiente, fueron desplazadas a Grecia una división
panzer y otras fuerzas poco antes del desembarco de
Sicilia.
Los dirigentes del ELAS estaban divididos sobre la
forma en que debían tratar con los británicos. Deseaban
contar con el apoyo y la legitimidad que les habría dado la
cooperación con los Aliados, pero recelaban mucho de los
motivos que pudieran tener los ingleses. En agosto de 1943
los delegados de los partisanos fueron trasladados en avión
a El Cairo para que participaran en una reunión. Los
comunistas, como la mayoría de los griegos de la época, se
oponían a la restauración de la monarquía. Sostenían que el
rey Jorge no debía regresar al país a menos que se lo
permitiera un plebiscito. El gobierno griego en el exilio y
los ingleses, a instancias de Churchill, se negaron a aceptar
esta condición y culparon injustamente a la SOE de
permitir que se hubiera llegado a semejante callejón sin
salida político. Los representantes del ELAS volvieron a
Grecia con la firme determinación de derrotar a sus rivales,
establecer un gobierno provisional y adelantarse al intento
británico de restaurar la monarquía.
En Creta, sin embargo, la resistencia planteó pocos
problemas políticos. La mayoría de los líderes
guerrilleros, los llamados capitanes, aceptó la tutela de los
ingleses y, aunque no eran monárquicos, eran
decididamente anticomunistas. Solo algunos grupos
insignificantes del este de la isla apoyaban al EAM-ELAS.

En Francia, la inmensa mayoría del país, incluidos los


republicanos, había acogido con alivio el armisticio de
Pétain. No tenían ni idea de que en aquellos momentos los
planes de los alemanes consistían en reducir a Francia al
nivel de «país para turistas»9 y anexionar al Reich Alsacia y
Lorena, obligando así a los hombres de ambas regiones a
prestar servicio en el ejército alemán.
Metiendo la cabeza debajo del ala, los franceses
siguieron llevando su vida cotidiana tanto como les fue
posible en las nuevas circunstancias, aunque ello resultara
extremadamente difícil para las mujeres del millón y
medio de prisioneros de guerra que aún seguían en manos
de los alemanes. El carácter predatorio de la ocupación, en
virtud del cual los invasores se quedaban con una
proporción considerable de la producción agrícola
francesa, dio lugar a muchas dificultades en las ciudades y
las poblaciones intermedias, especialmente para aquellos
que no tenían contacto con las zonas rurales. La estatura
media de los niños se redujo a lo largo de la guerra siete
centímetros y la de las niñas once.10
Hacia finales de 1940, los pequeños grupos de la
resistencia empezaron a publicar periódicos clandestinos,
en muchos casos inspirados por las emisiones radiofónicas
del general De Gaulle desde Londres, en las que declaraba
que la guerra continuaba. Estaban formados por gentes de
orígenes y partidos muy diferentes. En aquellos momentos
se produjeron pocos actos de resistencia abierta contra los
alemanes. Solo a raíz de la invasión de la Unión Soviética
los seguidores del partido comunista francés empezaron a
llevar a cabo ataques armados. Tras el desprestigio y la
pérdida de militancia que había supuesto para él el pacto
nazi-soviético, el PCF empezó a convertirse en una
organización clandestina efectiva.
La ocupación militar alemana desde 1940 había sido
relativamente correcta, pero el avance hacia la guerra total
y los asesinatos de oficiales y soldados alemanes a manos
de los comunistas hicieron que la SS empezara a tomar el
control de la situación. En mayo de 1942, Heydrich viajó a
París para nombrar al Gruppenführer Carl-Albrecht Oberg
jefe de la SS y de la policía. Hitler había tratado a Francia
mejor que a la mayoría de los países conquistados, por la
razón práctica de que si se gobernaba por sí sola en interés
de los alemanes, ahorraba a la Wehrmacht unas fuerzas de
ocupación enormes. Pero las esperanzas que abrigaba
Pétain de unir al país, con lo maltrecho que había quedado,
bajo la autoridad de su Etat Francais no podrían mantenerse
mucho tiempo.
La derrota había exacerbado la irreconciliable división
de la sociedad francesa. Incluso la derecha existente antes
de la guerra se dividió en diferentes direcciones. Una
minoría muy pequeña, avergonzada por la derrota, quiso
resistirse a la dominación alemana. Los germano-filos
fascistas, por otra parte, despreciaban a Pétain, en la idea
de que su colaboración cautelosa era insuficiente. El Partí
Populaire Francais de Jacques Doriot, el Rassemblement
National Populaire de Marcel Déat y el Mouvement Social
Révolutionnaire de Eugène Deloncle apoyaban la idea de
Nuevo Orden de Europa de los nazis, en la convicción de
que Francia podría convertirse de nuevo en una gran
potencia al lado del Tercer Reich. Se sintieron más
defraudados incluso que el viejo mariscal, pues los
alemanes no se los tomaron nunca en serio. En el mejor de
los casos fueron el equivalente de los «tontos útiles» de
Lenin.
Las luchas internas entre los zelotes de extrema
derecha tenían su contrapartida en las rivalidades existentes
en el bando alemán. Otto Abetz, el embajador francófilo en
París, solía ser objeto de burla por parte de los jerarcas
nazis, especialmente Göring. La SS y el ejército andaban a
menudo a la greña, y París atraía a una multitud de oficinas
administrativas y de cuarteles generales alemanes, cada uno
de los cuales seguía su propia política. El centro del París
ocupado estaba cubierto con los carteles de los distintos
organismos, que apuntaban simbólicamente en todas
direcciones.
El Gruppenführer Oberg, sin embargo, estaba
enormemente satisfecho por la ayuda recibida de la policía
de Vichy. En aquel momento de la guerra, el Tercer Reich
andaba escaso de hombres en el frente oriental, y Oberg
disponía de menos de tres mil policías alemanes para toda
la Francia ocupada. René Bousquet, secretario general de la
policía nombrado por Pierre Laval, era un joven
administrativo lleno de energía, no un ideólogo derechista.
Al igual que los jóvenes technocrates que se dedicaban
silenciosamente a reorganizar y fortalecer el sistema de
gobierno de Vichy, Bousquet creía firmemente que el État
Francais debía ejercer el control de las cuestiones de
seguridad si quería tener algún sentido. Y si ello suponía
excederse en sus poderes a la hora de detener
indiscriminadamente a los judíos extranjeros para su
deportación, estaba dispuesto a pasar por alto las órdenes
de Pétain, que recomendaba a la policía francesa no
inmiscuirse en ese tipo de asuntos.
El 16 de julio de 1942, un total de nueve mil policías
de París a las órdenes de Bousquet lanzó una serie de
redadas en plena madrugada para detener a los judíos
«apatridas» de la capital. Unas veintiocho mil personas,
entre ellas tres mil niños que no eran buscados por los
alemanes, fueron retenidas en el Vélodrome d'Hiver y en
un campo de concentración transitorio en Drancy, a las
afueras de la capital, antes de ser enviadas a los campos de
exterminio del este de Europa. Se produjeron a
continuación otras redadas en las zonas ocupadas del sur
del país. Oberg estaba más que satisfecho con el trabajo de
Bousquet, aunque Eichmann seguía descontento.
La llegada de un ejército americano al Mediterráneo y
los claros indicios de que el Eje iba a ser derrotado,
fomentaron el rápido desarrollo de la resistencia. El hecho
de que los alemanes se hicieran cargo de la zona ocupada y
el asesinato de Darlan a finales de 1942 tuvieron también
una repercusión enorme. A finales de enero de 1943, el
régimen de Vichy, en un intento de fortalecer su dominio,
creó la Milice Française, una fuerza paramilitar dirigida por
Joseph Darnand. La Milicia atrajo a una mezcla de
ideólogos de extrema derecha y antisemitas,
archirreaccionarios provenientes a menudo de la nobleza
empobrecida de provincias, chicos ingenuos del campo
fascinados por el poder de las pistolas, y oportunistas
criminales atraídos por la promesa del saqueo de las casas
de las personas a las que arrestaran.
La creación de la Milicia volvió a encender la guerra
civil latente entre les deux Frances, que venía existiendo
de hecho desde la revolución de 1789. Por un lado estaban
los católicos de derechas que odiaban a los masones, a la
izquierda y a la república, a la que llamaban la gueuse, «la
andrajosa». Por otro lado estaban los republicanos y
anticlericales que habían votado a favor del Frente Popular
en 1936. Sin embargo, durante la ocupación hubo muchos
franceses que no encajaban con estas generalizaciones.
Hubo incluso gentes de izquierdas bien pensants que
denunciaron a los judíos y estraperlistas que los salvaron,
no siempre cobrándose por ello un precio.
La Operación Antón, la ocupación del sur y el este de
Francia, indujo a muchos que habían apoyado a Pétain a
regañadientes a cambiar de bando. El único oficial de alta
graduación del Ejército del Armisticio, formado por cien
mil hombres, que se opuso al ejército alemán fue el
general Jean de Lattre de Tassigny, un líder extravagante al
que los Aliados sacaron del país en avión y que luego se
convertiría en comandante del I Ejército francés. Muchos
otros oficiales pasaron a la clandestinidad y se unieron a un
nuevo movimiento, la ORA u Organisation de Résistance
de l'Armée (Organización de Resistencia del Ejército).
Reacios a apoyar a De Gaulle, al principio solo
reconocieron al general Giraud.
Como era de prever, el partido comunista francés se
mostró muy receloso de esos cambios de chaqueta de
última hora, lo que llamaban el Vichy à l'envers o «Vichy
del revés». Otros oficiales y funcionarios del estado se
refugiaron en el norte de África, donde el régimen de
Darlan era llamado el Vichy à la sauce américaine o
«Vichy a la salsa americana». Cuando François Mitterrand,
funcionario de Vichy que acabó convirtiéndose en
presidente de la república por el partido socialista, llegó a
Argel, el general De Gaulle lo recibió con desconfianza, no
ya porque viniera de Vichy, sino porque había llegado en un
avión británico.
A De Gaulle le molestaba cualquier injerencia
británica en los asuntos de Francia, especialmente el apoyo
prestado por la SOE a los grupos de resistencia franceses.
Lo que él quería era que toda la actividad de la resistencia
estuviera subordinada a su BCRA o Bureau Central de
Renseignements et d'Action (Oficina Central de
Informaciones y de Acción), y lo que más le sacaba de
quicio era que la Sección F de la SOE, dirigida por el
coronel Maurice Buckmaster, hubiera desarrollado casi
cien circuitos independientes en territorio francés.
En un principio el Foreign Office había ordenado a la
Sección F esquivar a la Francia Libre en Londres. La
Sección F estaba muy interesada en hacerlo así, en parte
por motivos de seguridad —la Francia Libre era
notoriamente descuidada y además su sistema de códigos,
demasiado primitivo, era un libro abierto para los alemanes
—, pero también porque pronto se dio cuenta de lo
peligrosas que podían resultar las rivalidades políticas en
Francia. Como observaría más tarde un agente de la SOE de
alto rango, la mayor ventaja de que su organización
permaneciera por encima de las peleas controlando el
suministro de armas era su capacidad de reducir la amenaza
de que se produjera una guerra civil cuando finalmente
llegara la liberación.11
La SOE creó también la Sección RF, que cooperaba
estrechamente con el BCRA, suministrando armas y
aviones, y tenía sus oficinas cerca del cuartel general del
BCRA en Duke Street, al norte de Oxford Street. El jefe
del BCRA era André Dewavrin, más conocido por su
nombre de guerra como coronel Passy. Su organización
estaba dividida originalmente en la sección de inteligencia
y el «servicio de acción», que se encargaba de la
resistencia armada. Se decía, aunque nunca llegara a
probarse nada, que Passy había pertenecido a la Cagoule,
organización violentamente anticomunista, aunque desde
luego tenía a uno o dos cagoulards trabajando para él. La
carbonera del cuartel general de Duke Street había sido
dividida en celdas, en las que eran encerrados e
interrogados por el capitán Roger Wybot los voluntarios
franceses sospechosos de ser espías de Vichy o
comunistas. Empezaron a correr rumores de torturas y
sospechas de asesinatos, para disgusto y malestar de la
SOE. El 14 de enero de 1943 el jefe de los servicios de
seguridad, Guy Liddell, escribió en su diario la siguiente
anotación: «Personalmente pienso que ya va siendo hora de
que se cierre Duke Street».12
La determinación de De Gaulle de unir a la resistencia
bajo su mando se reforzó, aunque como oficial de carrera
de toda la vida desconfiara siempre de los combatientes no
regulares. Si la resistencia de Francia reconocía su
primacía, los británicos y especialmente los americanos se
verían obligados a tomar nota. Aparte de redes como la
Confrérie de Notre-Dame («Cofradía de Nuestra Señora»),
dirigida por el coronel Rémy (nombre de guerra del
director cinematográfico Gilbert Renault), había pocos
grupos que fueran gaullistas de por sí. Pero algunos grupos
como Combat, fundado por Henri Frenay, reconocieron
poco a poco la necesidad de trabajar juntos. Los
comunistas, por su parte, desconfiaban de De Gaulle, del
que sospechaban que acabaría convirtiéndose en un
dictador militar de derechas.
En otoño de 1941 apareció en Londres Jean Moulin,
que había sido el prefecto más joven de Francia en 1940.
Moulin, líder por naturaleza, impresionó tanto a la SOE
como a De Gaulle, que inmediatamente lo reconoció como
el hombre que debía unificar la resistencia. El día de Año
Nuevo de 1942, Moulin regresó a Francia con la ordre de
mission de De Gaulle que lo nombraba delegado general.
Su labor consistía en reorganizar el mayor número posible
de redes en pequeñas células en las que menos riesgo
hubiera de que se infiltraran agentes de la Abwehr y del
Sicherheitsdienst (o SD), el servicio de contra-inteligencia
de la SS, a menudo confundido con la Gestapo. La
resistencia no debía intentar lanzarse a una guerra abierta,
sino prepararse para la liberación de Francia por las fuerzas
aliadas.
Moulin, que necesitaba a un militar para ponerse al
mando de lo que luego sería el Ejército Secreto, reclutó al
general Charles Delestraint. Desarrollando un trabajo
infatigable, Moulin logró ganarse a las principales redes
existentes en la zona no ocupada, Combat, Liberation, y
Franc-Tireur (que, aunque sus nombres se parezcan, no
debe confundirse con la organización comunista Franc-
Tireurs et Partisans). A pesar de sus éxitos, el gobierno
británico seguía decidido a no entregar la Sección F a la
Francia Libre.
Irónicamente, el apoyo de los americanos a Darlan
contribuyó en buena parte a que De Gaulle llegara a un
acuerdo con los comunistas. Estos se habían sentido
indignados por el hecho de que los Aliados hubieran
apoyado a Darlan, que había sido primer ministro del
régimen de Vichy cuando varios de sus militantes habían
sido ejecutados como rehenes. En enero de 1943, llegó a
Londres Fernand Grenier, como delegado del partido
comunista francés ante la Francia Libre. Al cabo de un mes,
Pierre Laval, plegándose a las presiones de los alemanes
para que se enviaran más obreros franceses al Reich,
instituyó el Service de Travail Obligatoire. Este
reclutamiento forzoso de mano de obra causó un profundo
resentimiento en Francia e hizo que miles de jóvenes
escaparan a las montañas y a los bosques. Los grupos de la
resistencia se vieron casi superados ante tanta afluencia, y
aunque les costara trabajo darles de comer a todos, y
mucho más armarlos, el Maquis, como pasaron a llamarse,
se convirtió en un movimiento de masas.
En la primavera, Moulin creó el Conseil National de la
Résistance y contactó con las redes del norte de Francia
para convencerlas de que se unieran al movimiento. Pero
en junio empezó a producirse una serie de desastres, en
gran parte debidos a la falta de seguridad. El SD logró
infiltrarse en un grupo tras otro. El general Delestraint fue
detenido en el metro de París, y el 21 de junio Jean Moulin
y todos los miembros del Conseil National de la
Résistance fueron rodeados en una casa a las afueras de
Lyon. Moulin fue torturado tan cruelmente por el SS
Hauptsturmführer Klaus Barbie que murió al cabo de dos
semanas, sin decir ni una palabra. Los ingleses,
horrorizados por las lagunas existentes en la seguridad y la
avalancha de detenciones, que no cesaron, se mostraron
todavía más reacios a confiar en el BCRA.
Los gaullistas reconstituyeron el consejo de la
resistencia, esta vez encabezado por Georges Bidault,
católico de centro izquierda, hombre honesto, pero sin
ningún carisma. Como Bidault no tenía la claridad de ideas
ni la determinación de Moulin, los comunistas, en cuyo
hermético sistema de células se habían producido muy
pocas infiltraciones, intensificaron mucho su influencia.
Tras acordar unirse al Ejército Secreto de De Gaulle,
esperaban recibir grandes cantidades de armas y de dinero
de la SOE. Intentaron además infiltrarse en los diversos
comités de resistencia con sus propios «submarinos», esto
es criptocomunistas que fingían no tener nada que ver con
el partido. Su concepción de la liberación de Francia era
diametralmente opuesta a la idea que de ella tenía De
Gaulle. A través del control de los comités y de la fuerza
cada vez mayor de sus grupos armados como los Franc-
Tireurs et Partisans, pretendían convertir la liberación en
revolución. No sabían, sin embargo, que Stalin tenía otras
prioridades y subestimaron también las habilidades
políticas de los gaullistas.
El propio De Gaulle, que se había visto casi relegado
al olvido por los pactos de Darlan y la promoción del
general Giraud, obra de los americanos, consiguió dar la
vuelta a la tortilla en detrimento de su rival. Roosevelt
había enviado a Jean Monnet para asesorar a Giraud, pero
Monnet, aunque en un principio se había posicionado en
contra de De Gaulle, acabó siendo realista y se dedicó a
trabajar entre bastidores para suavizar el traspaso de
poderes. El 30 de mayo de 1943, De Gaulle aterrizó en el
aeródromo de Maison Blanche de Argel, donde fue
recibido por Giraud con una banda que tocaba la
Marsellesa. Los ingleses y los americanos contemplaron el
espectáculo desde segunda fila. No tardó en producirse una
serie enloquecida de discrepancias y rumores de conjura e
incluso de secuestro. Las intrigas indujeron al general
Pierre de Bénouville a comentar que «no había nada tan
parecido a Vichy como Argel».13
El 3 de junio, se creó el Comité Francais de
Libération Nationale, mientras De Gaulle dictaba
prácticamente todos los aspectos de lo que a todas luces
era un gobierno en potencia. Con su notable capacidad de
previsión, De Gaulle se había dado cuenta también de la
necesidad de hacer gestos de simpatía a Stalin, y no solo
con el fin de manejar mejor a los comunistas franceses.
Decidió, pues, enviar a un representante a Moscú. La
Francia Libre era el único de los aliados occidentales que
ya había contribuido al sostenimiento del frente oriental
con el envío de un grupo de combate. El 1 de septiembre de
1942, el Groupe de Chasse Normandie formó en Bakú, la
capital de Azerbaiyán, antes de iniciar su adiestramiento
operativo y de adaptación a los cazas Yak-7. Tras entrar en
combate el 22 de marzo de 1943, el Grupo Normandie-
Nieman, como pasó a llamarse, se jactaría al final de
destruir doscientos setenta y tres aparatos de la
Luftwaffe.14 De Gaulle calculaba que las buenas relaciones
entre la Unión Soviética y Francia ofrecían a Stalin una
excelente baza en Occidente, y que mejorarían su propia
posición a la hora de negociar con los angloamericanos.

Tras la conquista de Bélgica, Hitler ordenó que los


flamencos recibieran un trato preferencial. Tenía la idea de
que en una futura reorganización de Europa se convirtieran
en una especie de anexo sub-germánico del Reich. Un
sector del territorio belga al sur de Aquisgrán, así como el
gran ducado de Luxemburgo, había sido ya incorporado al
Reich.
La necesidad de hombres en el Frente Oriental llevó
en 1942 a Himmler a incrementar la Waffen-SS con
unidades procedentes de países «germánicos», incluidos
los países escandinavos, Holanda y Flandes. Además de la
Legión Wallonie, formada por el fascista Léon Degrelle,
que se veía a sí mismo como el futuro líder de Bélgica en
el Nuevo Orden, se incorporó también una Legión
Flamenca. En total prestaron servicio en la Waffen-SS unos
cuarenta mil belgas de las dos comunidades, el doble de los
franceses que formaron la División Carlomagno de la SS.
La inmensa mayoría de los belgas, sin embargo,
detestaba aquella segunda ocupación alemana de su país en
apenas un cuarto de siglo. Florecieron los periódicos
clandestinos y los jóvenes miembros de la resistencia
recurrieron a los graffiti para denunciar la ocupación.
Como en otros países ocupados, aparecieron pintados con
tiza en las paredes signos de la V de la victoria de los
Aliados. Cuando Rudolf Hess voló a Gran Bretaña en 1941,
aparecieron en las paredes pintadas que decían: «Heil
Hess!»15 El ejército alemán adoptó un planteamiento
pragmático, tendiendo a no hacer caso de esas pullas. Pero
ante la serie de huelgas que se produjeron y que
amenazaron la producción industrial, su severidad aumentó.
La resistencia armada habría resultado suicida, de
modo que muchos belgas bien situados, entre ellos
antiguos agentes de los servicios de inteligencia, hicieron
cuanto pudieron para espiar para los Aliados. Finalmente se
formó una Armée Secrete integrada por unos cincuenta mil
miembros, pero para actuar tuvo que esperar a que la
liberación fuera inminente. Reinaba una gran desconfianza
entre el gobierno belga en el exilio establecido en Londres
y la sección de la SOE responsable del país. El
intermediario más eficaz, que se puso al frente del cargo a
mediados de 1943, fue Hardy Amies, que luego se
convertiría en el diseñador de los vestidos de la reina de
Inglaterra.
Una organización más combativa era el Front de
l'Indépendence, liderado por los comunistas, que además de
fomentar las huelgas, asesinaba a los colaboracionistas en
la calle. Otros grupos de valientes organizaron líneas de
fuga para los pilotos aliados abatidos durante la campaña de
bombardeos estratégicos contra Alemania. La más eficaz
fue la línea Cometa, organizada por una joven, Andrée de
Jongh, cuyo nombre en clave era Dédée. Muchos belgas
corrieron también graves riesgos ocultando a judíos de
nacionalidad belga. Los refugiados judíos de otros países
que se vieron atrapados en Bélgica fueron menos
afortunados. Constituyeron el grueso de los treinta mil que
fueron deportados a los campos de concentración.

Holanda, que había sido un país neutral durante la Primera


Guerra Mundial, sufrió tal vez más incluso que Bélgica el
shock de la ocupación. Aunque una pequeña minoría de la
población colaboró o incluso se unió más tarde a la
Waffen-SS División Nederland, la mayoría del país siguió
siendo profundamente antialemana. Como en Bélgica, la
detención indiscriminada de judíos en febrero de 1941
desencadenó una huelga que provocó severas represalias.
Un grupo de la resistencia holandesa quemó el registro de
nacimientos de Amsterdam para dificultar las
investigaciones de los alemanes, pero la mayoría de los
ciento cuarenta mil judíos holandeses fueron deportados a
los campos de la muerte, entre ellos la joven Anne Frank.
Luego, tras el comienzo de la guerra en el este, las
autoridades de la ocupación alemana instituyeron un
régimen mucho más severo. El 4 de mayo de 1942, los
alemanes fusilaron a setenta y dos miembros de la
resistencia holandesa y encarcelaron a varios centenares.
El Sicherheitsdienst había estado activo en Holanda
antes de que comenzara la guerra, de modo que cuando se
intensificó la oposición al reclutamiento forzoso de mano
obra, se llevó a cabo una cuidadosa selección de las
detenciones. Y tras conseguir una lista de los contactos de
la inteligencia holandesa a través de los dos agentes del SIS
capturados en Venlo en 1940, los alemanes los detuvieron
rápidamente.
La Abwehr consiguió también un gran éxito contra la
resistencia holandesa en marzo de 1942. Llamó a aquella
acción de contraespionaje Operación Polo Norte o
Englandspiel.16 Este desastre se debió casi por completo a
las prácticas terriblemente poco cuidadosas de la Sección
N del cuartel general de la SOE en Londres. Un operador
de radio de la SOE fue capturado en una batida llevada a
cabo en La Haya. La Abwehr lo obligó a transmitir un
mensaje a Londres. El hombre obedeció dando por
supuesto que, al no incluir el control de seguridad al final
del mensaje, Londres se daría cuenta de que había sido
capturado. Pero para su desesperación Londres supuso que
sencillamente se le había olvidado, y contestó diciéndole
que preparara una zona para recoger a otro agente que iba a
ser lanzado en paracaídas.
Cuando llegó el nuevo agente, había un comité de
recepción alemán esperándolo, que lo obligó a él también a
enviar un mensaje según las instrucciones recibidas. La
cadena continuó y los nuevos agentes fueron detenidos uno
tras otro en cuanto llegaban. A todos les sorprendía
enormemente descubrir que los alemanes lo sabían todo
sobre ellos, incluso el color de las paredes de su sala de
reuniones en Londres. La Abwehr y el SD, trabajando por
una vez en armonía, lograron así capturar a unos cincuenta
agentes y oficiales holandeses. Las relaciones anglo-
holandesas se deterioraron muchísimo a raíz de este
desastre; de hecho en los Países Bajos muchos
sospechaban que Londres los había traicionado. No fue
ninguna conspiración, sino una terrible combinación de
incompetencia, autosuficiencia e ignorancia de las
condiciones reinantes en la Holanda ocupada.

Dinamarca, sorprendida y desconcertada por la invasión


nazi en 1940, optó por una forma de resistencia pasiva
durante la primera parte de su ocupación. El régimen
alemán utilizó un trato suave y básicamente permitió al país
gobernarse a sí mismo, lo que llevó a Churchill a
denominar injustamente a Dinamarca «el canario
amaestrado de Hitler». Los agricultores daneses,
enormemente productivos, cubrieron más de una quinta
parte de las necesidades de mantequilla y carne de cerdo y
de vaca del Reich.17 Himmler en concreto quería reclutar la
mayor cantidad posible de daneses para la Waffen-SS, pero
la mayoría de los voluntarios procedía de la minoría de
lengua alemana del sur del país.
En Noviembre de 1942, Hitler, exasperado por la
ostentosa antipatía que le profesaba el rey Cristian, exigió
un gobierno más obediente. Fue nombrado primer ministro
el odiado pro-nazi Erik Scavenius. Scavenius hizo que
Dinamarca se sumara al pacto anti-Comintern y exhortó a
los daneses a presentarse voluntarios para luchar en la
Unión Soviética. Aunque la suerte que corrió Dinamarca
bajo el régimen nazi fue de las menos duras entre los
demás estados europeos, los daneses lograron salvar a casi
todos los judíos de su país cruzándolos a escondidas al sur
de Suecia en barcos de pesca a través del estrecho de
Kattegat. La resistencia danesa, el Dansk Frihedsrådet,
suministró a Londres una información muy valiosa,
especialmente para la RAF. También llevó a cabo sus
propias acciones de sabotaje y en 1943 creó una
administración en la sombra.
De todos los gobiernos en el exilio instalados en Londres,
el noruego era el más fuerte, tanto en autoridad como en
recursos. La gran marina mercante noruega se puso al
servicio de la británica y supuso una contribución
importantísima para el esfuerzo de guerra de los convoyes
del Atlántico y del Ártico. Noruega, que mostró un alto
grado de apoyo a la figura del rey Haakon VII, sufrió
también mucho menos que otros países ocupados la
amenaza de una potencial guerra civil tanto durante la
ocupación como al término de la guerra.
Tras la derrota del país, los militares noruegos
empezaron a organizar un ejército clandestino, la Milorg,
hacia finales de 1940. Cuando acabó la guerra contaba con
unos cuarenta mil miembros. Se produjo una frustración
considerable a raíz de la torpe intervención de los Aliados,
y durante los primeros años de la ocupación alemana hubo
bastante tensión entre los noruegos y la SOE, que pretendía
desarrollar una campaña más agresiva.
El deseo de Churchill de lanzar incursiones contra
Noruega —se produjeron dos en las islas Lofoten en 1941
— y la defensa de una invasión del país en 1942, llevaron
de cabeza a sus jefes de estado mayor, pero las incursiones
avivaron la convicción de Hitler de que los Aliados iban a
lanzar un ataque a través del mar del Norte. La insistencia
del dictador alemán en mantener más de cuatrocientos mil
hombres en Noruega, para desesperación de los generales
destinados en otros lugares, tuvo inmovilizado a un número
considerable de fuerzas durante casi cinco años de la
guerra. Con un ejército de ocupación tan enorme, no es de
extrañar que la Milorg no quisiera iniciar una guerra de
partisanos que habría dado lugar a una cantidad
desproporcionada de bajas civiles.
El autoproclamado líder noruego, Vidkun Quisling,
había dirigido antes de la guerra un pequeño partido de
simpatizantes nazis, la Nasjonal Samling. Tras proclamarse
jefe del gobierno durante la invasión alemana, no tardó en
ser destituido por Josef Terboven, el Reichskommissar,
que lo despreciaba. En febrero de 1942, Hitler nombró a
Quisling primer ministro, pero Terboven siguió frustrando
las ilusiones de poder de Quisling. Se creó el Rikshird, una
copia de la SA nazi, que atrajo a unos cincuenta mil
hombres, en su mayoría meros oportunistas. También
fueron imitadas otras organizaciones nazis, como las
Juventudes Hitlerianas (Hitler Jugend). Como acaso no
pudiera ser de otro modo ante la presencia de un ejército
de ocupación tan grande, numerosas mujeres noruegas
tuvieron relaciones con soldados alemanes y de esas
uniones nacieron más de diez mil niños.
Pero el grueso de la población odiaba a los ocupantes
alemanes. En abril de 1942, una abrumadora mayoría del
clero luterano se declaró contraria al gobierno de Quisling,
y cuando los alemanes ordenaron llevar a cabo detenciones
indiscriminadas de judíos, solo lograron deportar a
setecientos sesenta y siete de dos mil doscientos. La
mayoría de los restantes fueron pasados clandestinamente
por sus compatriotas a Suecia, que, aunque encantada de
vender a Alemania sus abundantes recursos en acero y
otros materiales útiles para la industria bélica, empezó a
distanciarse de su socio comercial nazi cuando la guerra
empezó a volver la espalda a los alemanes.
Un objetivo fundamental de la RAF había sido la
fábrica de Norse Hydro en la provincia de Telemark, que
producía agua pesada para lo que se sospechaba que podía
ser el prototipo de una bomba atómica alemana. Pero los
bombardeos aéreos se hicieron impracticables, de modo
que se propuso a la SOE organizar una incursión de
sabotaje. En noviembre de 1942 el intento de asalto de un
comando británico acabó en desastre, estrellándose dos
planeadores Horsa debido al mal tiempo. Las tropas
alemanas capturaron a los tripulantes de uno de ellos, les
ataron las manos con alambre de espino y los fusilaron en
el acto. La acción fue una respuesta al reciente
Kommandobefehl Hitler, que ordenaba que fueran
fusilados de inmediato todos los miembros de una fuerza
especial o de un grupo de asalto, tanto si vestían de
uniforme como si no. Los alemanes descubrieron
inmediatamente por los mapas del avión siniestrado cuál
era su objetivo.
Ya en el mes de octubre el comité de recepción que
tuvieron tres comandos noruegos los había obligado a
lanzarse en paracaídas en las montañas. Los hombres
aguantaron allí todo el terrible invierno, sobreviviendo en
cabañas aisladas por la nieve y alimentándose con carne de
reno. Su única fuente de vitamina C era el gørr, la materia
vegetal a medio digerir depositada en el estómago de los
renos. Finalmente, el 17 de febrero de 1943, fueron
lanzados en paracaídas otros seis comandos noruegos
adiestrados en Inglaterra, pero cayeron en el lago helado de
las montañas equivocado. Al final los dos grupos se
encontraron y el 28 de febrero por la noche lograron
colocar una carga de explosivos en la fábrica de agua
pesada de Vermork. Entraron y salieron de ella sin disparar
un solo tiro y causaron graves daños. Los alemanes
repararon las instalaciones y la producción se reanudó
cuatro meses después. Los ataques de la 8.ª Fuerza Aérea
norteamericana no lograron golpear eficazmente su
objetivo, de modo que fue preciso recurrir una vez más a la
resistencia noruega.
Cuando en febrero de 1944 estuvo lista una cantidad
suficiente de agua pesada, los alemanes la cargaron en
vagones de tren para trasladarla a un transbordador, sin
saber que dos viejos miembros de la resistencia noruega se
habían colado a bordo por la noche y habían colocado
cargas explosivas con temporizadores confeccionados con
simples despertadores. El transbordador se hundió tal
como había sido planeado en las profundas aguas del lago.
Perdieron la vida también catorce civiles, pero las
autoridades noruegas de Londres habían reconocido de
antemano que el objetivo justificaba el riesgo. Aunque los
científicos alemanes no estaban ni siquiera cerca de poder
construir una bomba nuclear, los Aliados no podían correr
riesgos. En cualquier caso, las dos operaciones de
Vermork supusieron las acciones de sabotaje más eficaces
de toda la guerra.18

Checoslovaquia, la primera víctima de la agresión alemana,


fue abandonada por los ingleses y los franceses en 1938, y
a continuación ocupada por completo por los alemanes en
marzo. Pero los estudiantes checos celebraron el día de su
independencia, el 28 de octubre de 1939, con una gran
manifestación. Los nazis cerraron todas las universidades y
ejecutaron a nueve estudiantes como señal de advertencia.
El anterior primer ministro, Edvard Beneš, creó un
gobierno en el exilio en Londres, y algunos soldados y
pilotos checos lograron llegar a Inglaterra. Los pilotos
checos combatieron con gran pericia y valentía en la RAF.
Los alemanes desmembraron el país. Los Sudetes ya
habían sido incorporados al Reich, Eslovaquia se convirtió
en un estado títere fascista bajo la dirección de monseñor
Jozef Tiso, y el resto del país fue denominado
Protectorado del Reich de Bohemia y Moravia. Aunque el
régimen nazi evitó al principio adoptar medidas demasiado
rigurosas, el SD estaba dispuesto a aplastar cualquier signo
de desafección, especialmente a partir de junio de 1941 y
de la entrada de la Unión Soviética en la guerra al lado de
los Aliados. La resistencia checa —el UVOD o Ustreduí
vedení odboje domácího— emprendió una campaña de
sabotajes contra los depósitos de combustible y los
ferrocarriles, lo mismo que los grupos comunistas.
Hitler nombró a Reinhard Heydrich para el cargo de
protector de Bohemia y Moravia con el fin de que se
encargara de aplastar a la oposición. Heydrich optó
inmediatamente por aplicar una política de terror para
asegurarse de que la producción de guerra dejara de ser
boicoteada. Detuvo a los principales dirigentes e hizo que
fueran condenados a muerte. En total fueron fusiladas
noventa y dos personas en los primeros días y varios miles
más fueron enviadas al campo de concentración de
Mauthausen. A largo plazo el plan de Heydrich era
germanizar todo el territorio mediante la deportación
masiva de la población. Empezó además el envío de los
cien mil judíos de la región a campos de concentración, en
los que murieron casi todos.
En Londres, el gobierno checo en el exilio decidió
asesinar a Heydrich. El objetivo de esta acción era
provocar una conmoción para que las represalias alemanas
empujaran a los avergonzados gobiernos aliados a anular
los acuerdos de Munich para restablecer las fronteras de
1938. La SOE adiestró a dos jóvenes voluntarios checos y
los lanzó a su país en paracaídas a finales de 1941. El 27 de
mayo de 1942, después de un largo trabajo de
reconocimiento del terreno, los dos hombres se apostaron
en el camino por el que debía pasar Heydrich en su
Mercedes descapotable y le tendieron una emboscada. Uno
de los dos miembros del equipo intentó disparar a
Heydrich cuando su coche frenó al tomar una curva
cerrada, pero su metralleta se atascó. Su compañero lanzó
entonces una bomba improvisada. Heydrich resultó herido
a consecuencia de la explosión. Aunque sus heridas no
fueran mortales, se infectaron y murió de septicemia el 4
de junio.
Hitler se enfadó muchísimo con Heydrich por haberse
arriesgado a moverse por Praga en un coche descubierto,
pero la cólera del Führer contra los checos dio lugar a
represalias masivas, con asesinatos y deportaciones. Las
localidades de Lidice y Ležáky fueron destruidas, con la
ejecución de todos sus habitantes varones mayores de
dieciséis años. Las mujeres fueron enviadas al campo de
concentración de Ravensbrück. Aunque su caso no fuera tan
brutal como otras atrocidades nazis, Lidice se convirtió en
símbolo de la opresión alemana en todo el mundo
occidental.
29
LA BATALLA DEL
ATLÁNTICO Y LOS
BOMBARDEOS
ESTRATÉGICOS
(1942-1943)

El éxito de la Marina Real y de la RAF británicas hundiendo


los barcos cargados de suministros y pertrechos destinados
al Afrika Korps de Rommel en el otoño de 1941 había
inducido a Hitler a ordenar el traslado de submarinos del
Atlántico al Mediterráneo y sus accesos. Estos submarinos
del Mediterráneo cosecharon algunos éxitos notables con
el hundimiento en el mes de noviembre del portaaviones
Ark Rojal y el del acorazado Barkam, ambos de la marina
de Su Majestad, pero la contribución de Ultra a la
supervivencia del VIII Ejército en el norte de África fue
considerable.
El jefe de estado mayor de la marina norteamericana,
el almirante Ernest King, era reacio a imponer el uso
sistemático de convoyes a lo largo de la costa este de los
Estados Unidos, aunque el país estuviera en esos
momentos en guerra con Alemania. El almirante Dönitz
ordenó a algunos de sus submarinos Tipo IX que se
dirigieran a esa zona, en la que debían atacar a los barcos
enemigos, especialmente petroleros, en plena noche,
cuando su figura se recortara ante las brillantes luces de la
costa. Las pérdidas fueron tantas que King, presionado por
el general Marshall, se vio obligado a primeros de abril a
introducir convoyes provistos de escolta. Los alemanes
trasladaron entonces sus ataques al Caribe y al golfo de
México.
En febrero de 1942, la Kriegsmarine añadió un cuarto
rotor a sus máquinas Enigma. Bletchley Park llamó al
nuevo sistema «Shark» (Tiburón) y luchó sin éxito durante
meses para descifrarlo. Para empeorar las cosas, los
alemanes descifraron por entonces el código del
Almirantazgo denominado Cifra Naval 3, con el que se
comunicaban detalles de los convoyes a los americanos.
Aunque en el mes de agosto los ingleses sospecharon que
había sido descifrado, el Almirantazgo siguió
inexplicablemente utilizándolo otros diez meses más, con
unas consecuencias desastrosas.
En 1942 fueron hundidos mil cien barcos en total,
ciento setenta y tres de ellos solo en el mes de junio. Pero
a finales de octubre los ingleses se incautaron de una
máquina Enigma con todos sus elementos que encontraron
en un submarino a punto de hundirse en el Mediterráneo
oriental. De ese modo, a mediados de diciembre los
descifradores de Bletchley Park habían logrado ya penetrar
los entresijos de «Shark». Las rutas de los convoyes
pudieron volver a ser modificadas para esquivar las
«manadas de lobos» y los aviones antisubmarinos de
Canadá, Islandia y el Reino Unido pudieron ser guiados
hasta las zonas de concentración de los U-Boote. Esta
circunstancia obligó a las «manadas de lobos» a
concentrarse en el «hoyo negro» situado en medio del
Atlántico, lejos del radio de acción de su aviación, cuyas
bases estaban en la costa.
Para ampliar su radio de acción y el tiempo de
permanencia en el mar de sus submarinos, el Grossadmiral
Dönitz, que había sido ascendido cuando sustituyó a Raeder
como comandante en jefe de la Kriegsmarine, introdujo los
submarinos «lecheras», que se encargaban de reabastecer
de combustible y de armamento a sus «manadas de lobos»
en pleno mar. En el mes de diciembre envió incluso varios
U-Boote al océano Índico. Durante la Operación Torch, el
U-173 hundió tres navios de la flota invasora frente a las
costas de Casablanca, y la noche siguiente el U-130, cuyo
capitán era Ernst Kals, hundió otros tres.
Por esa misma época, seguía en uso la «Ruta del
Infierno» de los convoyes del Ártico. Durante los meses de
verano las noches eran tan cortas que tanto los buques de
escolta como los mercantes sufrían constantes ataques
lanzados desde las bases de la Luftwaffe en el norte de
Noruega. Además de submarinos, la Kriegsmarine
colaboraba enviando destructores pesados desde sus
atracaderos de los fiordos. En invierno, la superestructura
de los barcos quedaba literalmente enterrada en hielo, que
debía ser arrancado con hachas. Y los tripulantes de
cualquier barco que fuera hundido tenían muy pocas
posibilidades de supervivencia si se veían obligados a
arrojarse al agua. Morían de hipotermia en tres minutos.
Decidido a mejorar la seguridad de los convoyes
destinados a Rusia, Churchill había pretendido invadir y
retener el norte de Noruega por medio de la Operación
Júpiter. Desde el otoño de 1941 había venido trayendo de
cabeza a sus jefes de estado mayor con diversos planes de
desembarco en la zona. Una y otra vez estos habían
repetido los mismos sensatos argumentos explicándole por
qué el plan era impracticable. Carecían de los barcos y los
buques de guerra necesarios, y la región estaba demasiado
lejos para proporcionar cobertura aérea a la operación. En
mayo de 1942 Churchill volvió a la carga. En julio se le
ocurrió la idea de que podía ser una tarea apropiada para el
Cuerpo Canadiense alegando que estaba acostumbrado a las
duras condiciones meteorológicas. El general Andrew
McNaughton, jefe supremo de la citada unidad, calculaba
que para llevar a cabo la misión se necesitarían «cinco
divisiones, veinte escuadrillas y una gran flota».1 Churchill
pretendió enviar a McNaughton a Moscú para discutir el
proyecto con Stalin. Sería necesaria la firme oposición de
los canadienses y de los jefes de estado mayor para que el
primer ministro abandonara por fin el plan muchos meses
después. En Washington, el general Marshall se opuso
también totalmente a semejante dispersión de fuerzas.
El 31 de diciembre de 1942, el Convoy JW-51B con
destino a Murmansk fue atacado frente a las costas del
cabo Norte por el crucero pesado Admiral Hipper, el
Lützow y seis destructores. Cuatro escoltas de la Marina
Real arremetieron inmediatamente contra ellos. Aunque
uno de los destructores ingleses, el Achates, y un
dragaminas fueron hundidos, causaron graves daños al
Hipper y hundieron un destructor alemán. Tras repeler a
una fuerza superior, las escoltas, con el buque Onslow a la
cabeza, lograron conducir al convoy a su destino.
En la conferencia de Casablanca de enero de 1943, las
bases y los astilleros de los submarinos fueron
considerados objetivo prioritario del Mando de
Bombarderos de la RAF. El 13 de febrero, Lorient, una de
las principales bases de la costa atlántica francesa, fue
objeto de un intensísimo bombardeo. También fue atacada
Saint-Nazaire. Pero a pesar de la enorme cantidad de
bombas lanzadas, habitualmente mil toneladas cada vez, se
comprobó que los refugios de hormigón armado eran
demasiado fuertes. Se consideró que era mucho más eficaz
colocar grandes cantidades de minas frente a las costas de
Bretaña.
La mejora de los radares instalados en los
bombarderos antisubmarinos Liberator y en los Sunderland
empezó a surtir efecto enseguida. El golfo de Vizcaya se
convirtió en un auténtico campo de tiro para las
escuadrillas del Mando Costero de la RAF, que operaban
desde el sur de Inglaterra. Pero las manadas de lobos del
«hoyo negro» siguieron cobrándose muchas víctimas. En
marzo de 1943, con el mar embravecido, el Convoy HX-
229, que iba a toda velocidad, adelantó al SC-122. Este
último ofrecía a las «manadas de lobos» un blanco de
noventa mercantes, protegidos solo por dieciséis buques de
escolta. Dönitz había concentrado treinta y ocho
submarinos en la zona, que durante la noche del 20 de
marzo hundieron veintiuna embarcaciones. Solo la llegada
de los Liberator, que despegaron de Islandia a la mañana
siguiente, salvó a los barcos que aún quedaban de ambos
convoyes.
En aquellos momentos Dönitz contaba con doscientos
cuarenta submarinos operativos. El 30 de abril, concentró
cincuenta y uno de ellos entre Groenlandia y Terranova
para interceptar al Convoy ONS-5. Pero como Bletchley
Park había descifrado ya el código «Tiburón», fueron
enviados desde St John's cinco destructores más,
respaldados por los Catalina de la Real Fuerza Aérea
Canadiense. Gracias a su notable autonomía de vuelo, los
Liberator habían reducido las dimensiones del «hoyo
negro», y los buques de escolta iban equipados con un
nuevo sistema de búsqueda de dirección de alta frecuencia,
capaz de situar a los submarinos en la superficie incluso a
sesenta y cinco kilómetros de distancia. Los convoyes
incluían portaaviones de escolta, destructores y corbetas
armadas con un nuevo invento llamado Hedgehog (Erizo),
que disparaba cargas de profundidad por la parte delantera,
y no solo por debajo de la popa. Durante la primera semana
de mayo, los submarinos de Dónitz interceptaron el
convoy. Hundieron trece embarcaciones, pero el
contraataque de los buques escolta y de la aviación supuso
el hundimiento de siete U-Boote. Este revés obligó a
Dónitz a retirar el resto.
Durante el mes de mayo, el almirante se vio obligado
a admitir que su táctica acumulativa en «manada de lobos»
ya no funcionaba. Un grupo de treinta y tres submarinos
intentó atacar al Convoy SC-130. No pudieron hundir ni un
solo barco y cinco de ellos se perdieron. Uno, el U-954,
fue hundido por un Liberator del Mando Costero. Toda su
tripulación perdió la vida, incluido el hijo de Dónitz, Peter,
de veintiún años. En total la Kriegsmarine perdió treinta y
tres U-Boote durante ese mes. El 24 de mayo, Dónitz
ordenó replegarse a casi todos sus submarinos del
Atlántico Norte y situarse al sur de las Azores. A Churchill
se le vino encima su mayor motivo de preocupación. Una
vez reducida drásticamente la amenaza de los submarinos,
ya podía empezar la concentración de tropas americanas
para la invasión de Europa.

Hitler había visto la campaña de los submarinos contra


Gran Bretaña simplemente como una venganza por el
bloqueo impuesto a Alemania durante la Primera Guerra
Mundial. Es indudable que en la campaña de bombardeos
estratégicos de Gran Bretaña contra Alemania hubo
importantes elementos de venganza por el Blitz. Pero hubo
también un fuerte componente de venganza por los
crímenes nazis cometidos en otros lugares y por las
víctimas que no podían devolver el golpe. No obstante, la
principal motivación venía de la debilidad de Gran Bretaña
y de su incapacidad de responder a las agresiones de otra
manera.
El 29 de junio de 1940, justo después de la derrota
francesa, Churchill había reconocido que ya no era posible
llevar a cabo un bloqueo naval de Alemania. «En tal caso»,
añadió, «la única arma decisiva que está en nuestras manos
sería un demoledor ataque aéreo contra Alemania». 2 La
ofensiva de los bombardeos estratégicos había empezado
ya el 15 de mayo, cuando noventa y nueve bombarderos
atacaron los depósitos de petróleo del Ruhr. Pero el primer
año de ataques del Mando de Bombarderos de la RAF
resultó en gran medida ineficaz. A finales de septiembre de
1941 Churchill se sintió horrorizado cuando recibió el
Informe Butt, que, basándose en los reconocimientos
fotográficos, calculaba que solo un avión de cada cinco
lanzaba sus bombas en un radio de cinco millas de su
objetivo.3
El jefe del estado mayor del aire, el mariscal en jefe
del aire Charles Portal, había escrito recientemente un
documento para el primer ministro defendiendo la creación
de una fuerza de bombarderos pesados de cuatro mil
unidades con el fin de minar la moral de los alemanes.
Portal, hombre sumamente inteligente, no se amilanó ante
el desconcierto de Churchill ni ante su cólera por los datos
del Informe Butt. Respondió con el argumento
incontestable de que el ejército británico no estaba en
condiciones de derrotar a Alemania. Solo de la RAF cabía
esperar que fuera capaz de debilitar a los alemanes para el
día en que Gran Bretaña volviera al continente europeo.
Churchill replicó con un recordatorio de las exageradas
alegaciones hechas por la RAF antes de la guerra acerca de
los efectos decisivos de los bombardeos. En aquellos
momentos, la imagen que se presentó de «destrucción
aérea fue tan exagerada que deprimió a los estadistas
responsables de la política de preguerra, y desempeñó un
papel definitivo en el abandono de Checoslovaquia en
agosto de 1938».4
Churchill tal vez replicara que las afirmaciones de la
RAF tenían mucho que ver con su rivalidad con el ejército
y con la Marina Real. Los bombardeos contra Alemania
durante la Primera Guerra Mundial habían supuesto un
despilfarro y se habían revelado totalmente ineficaces. El
arma recién nacida que era la RAF luchaba por su
supervivencia con testimonios absurdamente exagerados de
los daños infligidos, especialmente en la moral de la
población civil. Desde 1918, la justificación que daba para
seguir siendo un arma independiente se basaba en el
argumento de que los bombardeos eran una competencia
estratégica. Esta pretensión estableció «un modelo de
exageración que en último término contribuiría a crear una
laguna enorme entre la política retórica de la RAF y sus
capacidades reales».5 Churchill, sin embargo, no estaba
dispuesto ni mucho menos a descartar las ventajas que
ofrecía el Mando de Bombarderos. Dado el profundo
sentido de la historia que poseía, era muy consciente de la
estrategia tradicionalmente seguida por Gran Bretaña de
evitar la confrontación directa sobre el territorio de Europa
hasta que el enemigo hubiera quedado gravemente
debilitado por mar y en la periferia. Pero ante todo, estaba
decidido a evitar otro baño de sangre como el de la Primera
Guerra Mundial.
Para Churchill, la necesidad más urgente durante los
ataques nocturnos de la Luftwaffe contra Gran Bretaña en
1940 y durante la primavera de 1941 había sido tranquilizar
a la opinión pública del país, desencantada y cansada, y
decirle que Gran Bretaña devolvía los golpes. Y en un
momento en el que el ejército de tierra se tambaleaba
debido a los desastres de Grecia y Creta y al avance de
Rommel en el norte de África, la teoría de la potencia
aérea ofensiva de la RAF que le presentaba su primer jefe
de estado mayor del aire, lord Trenchard —«bombardearles
más fuerte de lo que ellos nos bombardean a nosotros»6—
era demasiado atractiva para ponerla en cuestión. El hecho
de que las fuerzas de bombardeo del propio Trenchard
durante la Primera Guerra Mundial sufrieran pérdidas
enormes con poca ganancia ni se mencionó. Tampoco se
habló en absoluto de lo que implicaba clarísimamente
aquella estrategia, a saber que estaba dirigida
esencialmente contra la población civil «para conseguir un
efecto moral», igual que lo había estado la de la Luftwaffe.
En cualquier caso lo cierto era que los bombardeos seguían
siendo tan poco precisos que solo podían tomarse en
consideración objetivos zonales, como por ejemplo
ciudades densamente pobladas.
A diferencia de la Luftwaffe, que había mantenido en
todo momento una cooperación táctica con el ejército
alemán, la RAF se había distanciado lo más posible de las
otras dos armas en su exagerada guerra de independencia, y
rechazaba el concepto de apoyo de proximidad. Los
recelos existentes entre las distintas armas se habían
intensificado durante los años treinta. Tanto el ejército
como la Marina Real habían puesto en entredicho la
moralidad y la legalidad de la estrategia de bombardeos
propuesta por la RAF. El Almirantazgo había calificado el
bombardeo de ciudades como algo «repugnante y anti-
inglés».7 La RAF había protestado airadamente diciendo
que su objetivo no era «matar niños».8 Pero el hecho de
que siguiera insistiendo en atacar la moral del enemigo no
planteaba desde luego otra alternativa.
Cuando estalló la guerra, el Mando de Bombarderos
había quedado muy por detrás del Mando de Cazas en su
disposición a llevar a cabo la misión que indicaba su
nombre. No solo sus aparatos eran inadecuados, sino que
también sus sistemas de navegación, de inteligencia, de
reconocimiento fotográfico y de localización de objetivos
habían sido descuidados. El Mando de Bombarderos
tampoco había sabido prever la eficacia de las defensas
aéreas alemanas.
Al comienzo de la guerra, a los mandos de la RAF les
habían dicho que «el bombardeo intencionado de
poblaciones civiles como tal es ilegal».9 Se trataba de una
respuesta al llamamiento del presidente Roosevelt a los
países combatientes instándoles a no bombardear las
ciudades. Las misiones de bombardeo sobre Alemania se
limitaron a ataques ineficaces contra barcos y puertos y a
lanzar folletos propagandísticos. Incluso tras los ataques de
la Luftwaffe contra ciudades como Varsovia y luego
Rotterdam, dicha política no cambió hasta que, en vez de
atacar los puertos del estuario del Támesis, la Luftwaffe
bombardeó Londres por error la noche del 24 de agosto de
1940. La orden de Churchill de tomar cumplida venganza,
como ya hemos dicho, dio comienzo al inicio del Blitz
sobre Londres y a la relajación de las restricciones de los
objetivos de la RAF. No obstante, a pesar de todas las
afirmaciones hechas por el Mando de Bombarderos durante
los años de entreguerras, su contingente de Wellington y
de Handley Page Hampden demostró que no era capaz de
defenderse de los cazas, de encontrar sus objetivos incluso
a plena luz del día e incluso, cuando lo hacía, de infligir
daños significativos. La humillación que ello supuso para la
RAF fue considerable.
Animándose con la idea excesivamente optimista de la
vulnerabilidad económica de Alemania, Churchill siguió
adelante con sus planes de incrementar la fuerza del Mando
de Bombarderos. Al evaluar las posibilidades de conseguir
la victoria solo mediante los bombardeos, no se tuvo en
cuenta el fracaso de la ofensiva de la Luftwaffe contra Gran
Bretaña en su intento de destruir las infraestructuras y la
moral de la población civil. Se vio, sin embargo, que la
producción de petróleo de Alemania y sus fábricas de
aviones eran objetivos demasiado pequeños para la eventual
realidad de un bombardeo aéreo. De ese modo, al afirmar
que los ataques alemanes contra Londres en 1940 habían
permitido a Gran Bretaña «quitarse los guantes»,10 Portal
proponía volver a la vieja letanía de la RAF de que debía
conseguirse un «efecto moral» mediante el bombardeo de
aquellas ciudades que las fuerzas armadas supieran que
podían golpear. Churchill le dio su beneplácito y el 16 de
diciembre de 1940, un mes después de la catástrofe de
Coventry, el Mando de Bombarderos lanzó su primer
«ataque de área» deliberado contra Mannheim.
La situación cada vez más desesperada de la batalla del
Atlántico obligó al Mando de Bombarderos a concentrarse
en los refugios de los submarinos alemanes, los astilleros
y las fábricas en las que se producían los aviones Focke-
Wulf Condor usados contra los convoyes. Pero en julio de
1941 se intensificaron dentro de la propia RAF los
argumentos a favor de los bombardeos de área de las
ciudades, defendidos apasionadamente por lord Trenchard.
Todo el mundo tenía la convicción equivocada de que la
moral de los alemanes era mucho más frágil que la de los
ingleses, y de que los alemanes iban a venirse abajo si se
llevaba a cabo una campaña nocturna continuada. Poco
después, el Informe Butt convencería a los críticos de que
no había más opción que atacar objetivos zonales.
En febrero de 1942, el Mando de Bombarderos
recibió del gabinete la aprobación para emprender una
estrategia de bombardeos de zona, y el mariscal del aire en
jefe sir Arthur Harris asumió el mando. Harris, hombre
fuerte como un toro, con un bigote espeso, no tenía la
menor duda de que la clave de la victoria era la destrucción
de las ciudades alemanas. Esto, en su opinión, evitaría la
necesidad de enviar tropas al continente para enfrentarse
allí a la Wehrmacht. Hombre poco impuesto en la materia y
sin miramientos, que había llevado una vida muy dura en
Rhodesia, Harris pensaba que no había motivos para adoptar
una actitud de compromiso con unos individuos a los que él
consideraba unos señoritos pusilánimes.
Desde que pasara las noches en el tejado del
ministerio del aire durante el Blitz viendo caer sobre
Londres las bombas de la Luftwaffe, Harris había ansiado
devolver el golpe, especialmente con cargas de bombas
incendiarias tan grandes que superaran las capacidades de
los servicios de bomberos del enemigo. El Blitz había
causado en Londres y en otras ciudades la muerte de
cuarenta y un mil civiles y había causado además ciento
treinta y siete mil heridos. Harris, por tanto, no estaba
dispuesto a aceptar ninguna crítica ni a atender de buen
grado otras peticiones que pudieran hacerle generales y
almirantes, que tenía la convicción de que habían intentado
socavar la RAF desde que se convirtiera en arma
independiente. Consideraba sus propuestas meros intentos
«diversionistas» para impedirle llevar a cabo su principal
plan.
La primera labor de Harris consistió en mejorar la
moral de las tripulaciones de sus aviones. Estas habían
sufrido numerosísimas bajas —casi cinco mil hombres y
dos mil trescientos treinta y un aparatos en los dos
primeros años de la guerra— consiguiendo poco éxito,
según el Informe Butt. Durante muchos de los primeros
ataques aéreos, murieron más pilotos en sus aviones que
alemanes en tierra.
La vida que llevaban no tenía el glamour de las
escuadrillas de Spitfire del sudeste de Inglaterra, cuyos
pilotos eran festejados durante sus frecuentes viajes a
Londres. La mayoría de las bases de los bombarderos
estaban en aeródromos situados en las zonas rurales llanas
y barridas por el viento de Lincolnshire y Norfolk, y habían
sido colocadas allí porque estaban a la misma latitud que
Berlín. Las tripulaciones vivían en barracones Nissen, que
olían al humo de los cigarrillos y de las estufas de carbón,
y parecía que la lluvia estaba siempre tamborileando sobre
el tejado. Aparte del tocino y los huevos del desayuno
cuando regresaban de una misión, su comida consistía en
una monótona rutina de macarrones con queso, verduras
cocidas en exceso, remolacha y carne enlatada, y la
mayoría sufría de estreñimiento. Aparte de infinitas tazas
de té, que, según se rumoreaba, llevaban diluidas buenas
dosis de bromuro para reducir sus deseos sexuales, lo
único que bebían era cerveza aguada en unas tabernas
lúgubres, a las que se trasladaban en bicicleta o en autobús
las noches que llovía. Los más afortunados podían ir
acompañados por alguna joven inocente de la WAAF
(Women's Auxiliary Air Force, «Cuerpo Auxiliar Femenino
de las Fuerzas Aéreas») del aeródromo. Otros abrigaban la
esperanza de conocer a alguna chica de la localidad o del
ejército de tierra en las salas de baile.11
Al igual que en el Mando de Cazas, los pilotos y las
tripulaciones eran en su mayoría voluntarios. Una cuarta
parte de ellos procedían de países ocupados por los nazis y
de los dominios del Imperio Británico: Canadá, Australia,
Nueva Zelanda, Rhodesia y Sudáfrica. Los canadienses eran
tan numerosos que formaron escuadrillas separadas de
RCAF (Royal Canadian Air Forcé), y lo mismo harían
después los hombres de otros países, como los polacos y
los franceses. Unos ocho mil aviadores del Mando de
Bombarderos perdieron la vida en accidentes durante su
adiestramiento, casi una séptima parte del total de bajas
sufridas.
Cuando salían de misión, vivían en medio de un frío
paralizante, muertos de aburrimiento, llenos de miedo e
incomodidad y rodeados del ruido constante de los
motores. La muerte podía llegar en cualquier momento, a
través del fuego de las defensas antiaéreas o de cualquier
caza nocturno. La fortuna, buena o mala, parecía dominar la
vida de todos y muchos se volvían obsesivamente
supersticiosos, aferrándose cada uno a sus rituales y
talismanes particulares, como la pata de conejo o la
medalla de san Cristóbal. Fuera cual fuese el objetivo, las
misiones empezaban con una rutina similar: la sesión
informativa que se iniciaba siempre con las palabras «El
objetivo de esta noche es...», las comprobaciones de la
radio, el despegue, el vuelo en círculo para reunir a la
formación en el cielo, los artilleros disparando ráfagas de
prueba sobre el Canal de la Mancha, y luego el ambiente
tensándose en la cabina en cuanto llegaba por el
intercomunicador el aviso: «Enemigo en la costa por
delante». Toda la tripulación miraba al frente cuando el
aparato daba un bandazo repentino hacia lo alto en el
momento en que soltaba su pesado cargamento de bombas.
Aquella era una guerra de hombres jóvenes. Hasta un
piloto de treinta y un años era apodado el «Abuelo». Todos
tenían motes y reinaba un gran sentido de la camaradería,
pero para asumir la muerte de los amigos hacía falta cierta
dosis de cinismo o la sangre fría suficiente para protegerse
de los efectos de la sensación de culpabilidad del
superviviente. Ver el avión de un compañero ardiendo
producía una mezcla de horror y de alivio al comprobar que
le había tocado a otro. Un aparato podía volver tan
maltrecho a consecuencia de los disparos recibidos de un
caza nocturno, que el personal de tierra, al ver los restos
despedazados del artillero de cola en su torreta, «tenía que
utilizar la manguera para limpiarlos».12 La incertidumbre a
la espera de que se ordenara la dispersión, sin saber si la
operación se ponía en marcha, se retrasaba o incluso si era
cancelada a causa del mal tiempo reinante sobre el
objetivo, producía una tensión enorme. Los pilotos estaban
«tensos como las cuerdas de un violín»,13 aunque a veces se
denominaban a sí mismos meros «conductores de autobús
glorificados».14
El poder de ofensiva del Mando de Bombarderos
empezó a incrementarse solo cuando los bombarderos
pesados —primero los Stirling, y luego los cuatrimotores
Halifax y Lancaster— comenzaron a sustituir a los
Hampden y a los Wellington. La noche del 3 de marzo de
1942 fueron enviados un total de doscientos treinta y cinco
bombarderos en el primer ataque masivo contra un objetivo
de Francia, la fábrica de Renault en Boulogne-Billancourt,
a las afueras de París. Se trataba de un objetivo legítimo,
pues en ella se fabricaban vehículos para la Wehrmacht. Se
usaron por primera vez balizas marcadoras y como en los
alrededores había pocos cañones antiaéreos, los
bombarderos pudieron bajar a cuatro mil pies para mejorar
su precisión. La destrucción del complejo industrial fue
importante, pero perecieron también trescientos sesenta y
siete civiles, sobre todo en los bloques de viviendas de las
proximidades.
El 28 de marzo, la RAF bombardeó el puerto de
Lübeck, al norte de Alemania, con una mezcla de bombas
de alto poder explosivo e incendiarias, tal como habían
planeado Portal y Harris. La ciudad vieja fue incendiada por
completo. Hitler estaba indignado. «Ahora el terror será
contestado con el terror», exclamó el Führer según dice en
su diario su Luftwaffenadjutant. Hitler estaba tan furioso
que exigió que «se trasladaran al oeste aviones del frente
oriental»,15 pero el general Jeschonnek, jefe de estado
mayor de la Luftwaffe, logró persuadirle de que podían
utilizar las formaciones de bombarderos que tenían en el
norte de Francia. Sin embargo, cuando la campaña de
bombardeos de los británicos se intensificó, enseguida
aumentaron las presiones para que las formaciones de
cazas de la Luftwaffe y las baterías de artillería pesada
antiaérea fueran retiradas del frente oriental para que se
encargaran de defender el Reich. Un mes después del
ataque contra Lübeck, el Mando de Bombarderos lanzó una
serie de cuatro ataques contra Rostock, a ochenta
kilómetros más al este, causando una destrucción aún
mayor. Goebbels lo llamó Terrorangriff —«ataque de
terror»— y a partir de ese momento los pilotos del Mando
de Bombarderos pasaron a llamarse Terrorflieger . Harris
definía ahora abiertamente el éxito por el número de
hectáreas urbanas que sus bombarderos convertían en
ruinas.
El 30 de mayo de 1942 por la noche, Harris lanzó su
primer bombardeo con mil aviones, esta vez contra
Colonia. Originalmente el objetivo había sido Hamburgo y
sus astilleros de submarinos, pero el mal tiempo obligó a
cambiar de planes. Churchill, que se disponía a dar un golpe
de escena, había invitado a cenar en Chequers al embajador
norteamericano John Winant y al general «Hap» Arnold,
jefe de las Fuerzas Aéreas del Ejército de los Estados
Unidos. Cuando sus invitados estaban ya sentados a la
mesa, el primer ministro hizo su declaración. Fue una
muestra de jactancia desvergonzada, pero irresistible, en
aquel año de constantes humillaciones. Winant envió un
telegrama a Roosevelt diciendo: «Inglaterra es el lugar para
ganar la guerra. Manden aviones y tropas aquí lo antes
posible».16
La destrucción fue enorme, pero relativamente menor
comparada con los patrones de época posterior. Perdieron
la vida unas cuatrocientas ochenta personas. Harris,
propagandista empedernido del Mando de Bombarderos,
había reunido casi todos los aparatos en condiciones de
volar, incluso los aviones de entrenamiento, para alcanzar
la cifra de los mil bombarderos. Él también quería
impresionar a los americanos y a los soviéticos. «¡Ahora
comienza la venganza!», decía el titular del Daily Express.
Pero Harris sabía que tenía que engañar a la opinión pública
e incluso a algunos superiores, especialmente a Churchill,
que abrigaba unos sentimientos muy contradictorios,
fingiendo que sus objetivos eran de carácter militar, como
los depósitos de petróleo y los centros de comunicaciones.
Las principales estaciones de ferrocarril le proporcionaban
el pretexto para bombardear todo el centro de una
población. Harris, no obstante, sabía que la opinión pública
lo respaldaba. Solo se oyeron unas cuantas protestas
aisladas, como la de George Bell, obispo de Chichester.
Aquel mes de agosto, cuando Churchill voló a Moscú
para explicar a Stalin que la invasión del norte de Francia
estaba totalmente fuera de discusión, la carta más poderosa
que tenía en sus manos era el bombardeo de las ciudades
alemanas. Pudo así sostener que la ofensiva del Mando de
Bombarderos era una especie de Segundo Frente. La
campaña de bombardeos fue la única acción británica a la
que Stalin dio su aprobación. Los servicios de inteligencia
soviéticos estaban pasando ya información de los
interrogatorios de los prisioneros de guerra que indicaban
que la moral de las tropas alemanas del frente oriental
empezaba a ser socavada por la preocupación por sus
familias en Alemania, víctimas de los bombardeos de los
ingleses. Stalin nunca perdió su afición a la venganza,
especialmente desde que, según se calcula, habían perecido
alrededor de medio millón de civiles soviéticos como
consecuencia de los bombardeos de la Luftwaffe. La
aviación del Ejército Rojo no había desarrollado todavía un
arma estratégica de bombardeo, de modo que se sintió
encantado de que los ingleses hicieran el trabajo por ellos.
Ahora era más probable que los aparatos del Mando de
Bombarderos dieran con su objetivo, gracias a la mejora de
las ayudas a la navegación que utilizaban tecnología de
transpondedores para guiarlos a su destino. La introducción
de la unidad Pathfinder, capaz de localizar el objetivo con
balizas, fue una innovación que al principio chocó con la
férrea resistencia de Harris, hasta que sus objeciones
fueron rechazadas de plano por Portal y el estado mayor
del aire. Al mismo tiempo las defensas antiaéreas alemanas
también habían sido reforzadas. En Berlín, Hitler ordenó la
construcción de grandes búnkeres de hormigón provistos
de baterías de artillería pesada antiaérea en su parte
superior.
Las bajas del Mando de Bombarderos fueron
aumentando incansablemente al aumentar el ritmo de las
salidas con destino a Alemania, especialmente a la cuenca
del Ruhr, que por entonces era llamada irónicamente el
«Valle de la Felicidad». Los parientes del infortunado que
no volvía recibían una notificación oficial y luego una carta
de pésame del oficial al mando de la escuadrilla o del
puesto. Algún tiempo después, los efectos personales del
difunto eran devueltos a la familia: los gemelos, la ropa, el
cepillo del pelo y el neceser con los productos de afeitado,
y si el piloto tenía coche, se notificaba cuándo podían pasar
a recogerlo.
«Lo peor es ver las defensas antiaéreas», escribía el
jefe de ala Guy Gibson, de veinticuatro años, que capitaneó
la Escuadrilla 617, los Dambusters («Voladores de
presas») en el bombardeo llevado a cabo la noche del 16 de
mayo de 1943. «Tiene uno que dejar atrás la imaginación,
si no, acaba por hacerte daño».17 Pero peor todavía era
sentir su efectividad. «El estallido de una bomba debajo de
tu avión hace que este se levante unos quince metros en el
aire», observaba el actor Denholm Elliott, que por entonces
prestaba servicio como operador de radio en un Halifax.
«Desde luego descubre uno la religión de inmediato».18
Las bajas olvidadas eran las de los que perdían los
nervios antes de concluir su tanda de treinta misiones. LMF
(Lacking in Moral Fibre, «Falta de Fortaleza Moral») era
la expresión usada en la RAF para designar la cobardía o la
fatiga de combate. Parece que durante casi toda la guerra la
RAF fue más dura que el ejército a la hora de tratar las
bajas de carácter psicológico. En total se diagnosticó fatiga
de combate a dos mil novecientos ochenta y nueve
miembros del personal del Mando de Bombarderos. Poco
más de una tercera parte de ellos eran pilotos. Lo más
sorprendente es que los entrenamientos eran, al parecer,
una forma más estresante de vuelo que los bombardeos
nocturnos.

Durante el verano de 1942, la 8.ª Fuerza Aérea de los


Estados Unidos empezó a concentrarse en Inglaterra. En el
mes de mayo había llegado el general de división Cari A.
Spaatz para dirigir las operaciones de la aviación
norteamericana en Europa, y las fuerzas de bombarderos de
la 8.ª Fuerza estaban al mando del general de brigada Ira C.
Eaker. Para asombro de la RAF, que ya lo habían intentado
y habían sufrido las consecuencias, los americanos
anunciaron que su campaña de bombardeos iba a tener lugar
a plena luz del día.
Las Fuerzas Aéreas del Ejército de los Estados
Unidos evitaron utilizar la controvertida teoría de la
destrucción de la moral del enemigo. Sus jefes afirmaban
que con su mira Norden llevarían a cabo bombardeos de
precisión de los «principales nudos» del «tejido industrial»
del enemigo. Pero la inteligencia de objetivos era una
ciencia inexacta y para conseguir esa precisión eran
necesarios una visibilidad perfecta y un objetivo
claramente identificable que no estuviera demasiado
defendido. Las afirmaciones que hablaban de bombardeos
tan precisos que eran capaces de «darle a un barril de
encurtidos» raramente coincidían con la realidad de las
bombas diseminadas de cualquier manera sobre el terreno.
El zigzagueo de los pilotos para evitar las defensas
antiaéreas afectaba a la sensibilidad de los giróscopos de la
mira Norden, y esperar que el artillero permaneciera
tranquilo cuando introducía todos los datos necesarios
suponía demasiado optimismo, aun admitiendo que fuera
capaz de ver el objetivo en primer lugar a través del humo,
las nubes y la bruma. El patrón de bombardeo de los
americanos, no era mejor que el de la RAF.
La Fuerza Aérea estadounidense, tras armar sus B-17
con ametralladoras pesadas en sus torretas, daba por
supuesto que volar a gran altura en formaciones cerradas le
permitiría protegerse de los ataques de los cazas con
campos de tiro entrelazados. Pero dada la inexperiencia de
los artilleros, era más probable que estos dieran a otro
aparato de su formación que a los Messerschmitt atacantes.
Spaatz no había tenido en cuenta que eran necesarios los
cazas de escolta, aunque ya a mediados de los años veinte
el Servicio Aéreo del Ejército de los Estados Unidos,
como entonces se denominaba, había probado los tanques
de combustible auxiliares desechables para darles una
mayor autonomía de vuelo. Como habían hecho los
ingleses con anterioridad, no habían tenido en cuenta las
enseñanzas de los combates aéreos de la Guerra Civil
Española y de la guerra de China. Todas esas enseñanzas no
tardarían en hacerse patentes en cuanto la 8.ª Fuerza Aérea
empezara a realizar misiones de vuelo sobre Alemania.
Al principio, Spaatz decidió prudentemente limitar las
actividades de sus tripulaciones menos experimentadas a
ataques relativamente fáciles sobre Francia. El 17 de
agosto, una decena de Fortalezas Volantes B-17
despegaron en su primera misión capitaneadas por Eaker.
Spaatz había manifestado su deseo de participar también en
ella, pero como estaba al tanto de los informes de Ultra, su
idea fue desechada. El objetivo era la estación de
clasificación de Rouen, en el norte de Francia, lo
suficientemente cerca de su base como para permitir la
cobertura de los cazas Spitfire. No había defensas
antiaéreas y los Spitfire de escolta se encargaron de poner
en fuga a unos cuantos Messerschmitt durante el viaje de
vuelta. Las tripulaciones fueron recibidas como héroes por
los periodistas y rodeadas de ruidosas felicitaciones. Pero
a Churchill y a Portal les preocupaba la lentitud de la
concentración de bombarderos americanos en Gran
Bretaña, y su obstinada insistencia en llevar a cabo los
bombardeos a la luz del día. La lentitud de la concentración
de fuerzas en Inglaterra se debía en gran parte a que muchos
aviones y muchos hombres habían sido desplazados al
Mediterráneo para prestar ayuda en las operaciones de la
12.ª Fuerza Aérea en el norte de África.
Con el general Arnold al mando, la Fuerza Aérea de
los Estados Unidos había crecido con una rapidez
asombrosa. En los primeros momentos tuvo la ventaja de
que se desarrollaran buenas amistades en los niveles más
altos. La RAF, en cambio, sufrió a menudo las
consecuencias de agrias disputas internas, debidas en buena
medida a la sanguinaria terquedad de Harris y a su
desprecio del estado mayor del aire, a cuyos miembros
consideraba más estúpidos que a los del Ejército y la
Marina Real, a los que tanto odiaba. Harris se burlaba
abiertamente de los «petrolitos», como llamaba a los
partidarios de bombardear los depósitos de combustible, y
de los «mercachifles de panaceas» que exigían atacar otros
objetivos estratégicos. Pero el dogma de los bombardeos
de precisión a la luz del día de los americanos era casi igual
de rígido. Ni siquiera la realidad de los cielos europeos,
con sus nubes impenetrables, convencerían a los altos
mandos de la Fuerza Aérea estadounidense de que no
podrían dar en el blanco fácilmente.
Durante la crisis de la batalla del Atlántico de finales
de 1942, tanto el Mando de Bombarderos como la 8.ª
Fuerza Aérea se concentraron en los refugios de los
submarinos en la costa atlántica de Francia. Pero las
construcciones de hormigón resultaban impenetrables para
sus bombas, incluso cuando lograban dar en el blanco, cosa
que sucedía raras veces debido a las terribles condiciones
atmosféricas reinantes aquel invierno. Las ciudades
portuarias próximas, Saint-Nazaire y Lorient, por otra
parte, fueron arrasadas. Vistas las cosas
retrospectivamente, el único consuelo para los Aliados fue
que aquel enorme derroche de hormigón contribuyó en
gran medida a ralentizar la construcción del Muro Atlántico
de Hitler, una serie de defensas costeras destinadas a
prevenir la invasión del norte de Europa.
Durante el bombardeo que llevó a cabo la 8.ª Fuerza
sobre los refugios de Saint-Nazaire el 23 de noviembre, la
Luftwaffe ensayó nuevas tácticas contra las Fortalezas
Volantes. Hasta entonces los pilotos alemanes habían
atacado siempre desde atrás, pero en esta ocasión,
utilizando treinta nuevos Focke-Wulf 190, atacaron de
frente, tocando un ala con otra. Se requería una energía y
una habilidad muy grandes por parte del piloto del caza,
pero el morro de plexiglass de las Fortalezas, en cuyo
interior iba el artillero, era el punto más vulnerable. Para
los tripulantes de la parte delantera de los bombarderos,
aquello era espantoso.
Al igual que a las tripulaciones de la RAF, también a
los americanos les costaba muchísimo aguantar la espera, y
luego la cancelación o la supresión de las misiones como
consecuencia de las malas condiciones atmosféricas. Solo
dos o tres días de cada diez había una visibilidad lo bastante
buena como para distinguir el objetivo. Los bombarderos
norteamericanos tenían también sus propias supersticiones
y rituales, como por ejemplo ponerse el jersey del revés,
llevar monedas de la suerte o volar siempre en el mismo
aparato. Detestaban que los trasladaran a un avión de
reemplazo.
Los vientos glaciales entumecían a la tripulación,
especialmente a los artilleros de la torreta ventral que
llevaban las puertas abiertas. Algunos aviadores llevaban
botas, guantes y chaquetones provistos de calefacción
eléctrica, pero esta pocas veces funcionaba bien. Durante
el primer año de operaciones, los hombres sufrieron más
lesiones por congelación que heridas de combate. Los
artilleros de las torretas, al no poder abandonar durante
varias horas la rígida postura que tenían que adoptar y que
les hacía padecer calambres mientras sobrevolaban
territorio enemigo, tenían que orinarse en los pantalones.
Las zonas mojadas enseguida se congelaban. Si una
ametralladora se atascaba, los hombres tenían que quitarse
violentamente los guantes para liberar la obstrucción y la
piel de los dedos se les pegaba a la superficie metálica
helada. Y cualquier hombre que resultara malherido por la
metralla de las baterías antiaéreas o por el fuego de los
cañones lo más probable era que muriese de hipotermia
antes de que el avión alcanzado llegara a su base. Si los
disparos del enemigo cortaban el suministro de oxígeno,
los tripulantes corrían el riesgo de perder el sentido hasta
que el piloto lograra hacer descender el aparato por debajo
de los veinte mil pies. Aunque las muertes por anoxia
fueran menos de cien, la mayoría de los tripulantes había
sufrido este estado en un momento u otro.
A menudo, cuando las nubes eran muy espesas, se
producían colisiones en el aire y numerosos aparatos se
estrellaban cuando regresaban a la base con mal tiempo.
Pero la impresión más fuerte la provocaba ver a otro avión,
delante o al lado de uno, desintegrarse en una gigantesca
bola de fuego. No es de extrañar que muchos pilotos
recurrieran al whisky por las noches para calmar los
nervios, con la esperanza de no sufrir las pesadillas
recurrentes que cada vez afectaban a más hombres. En sus
sueños veían a compañeros mutilados de mala manera,
motores ardiendo o fuselajes acribillados por el fuego de
los cañones.19
Por lo que respecta a la RAF, la fatiga de combate se
convirtió en una experiencia habitual o, según decían los
propios soldados, muchos se volvían «insensibles al fuego
antiaéreo» o sufrían el «canguelo de los Focke-Wulf». A
muchos les daban «temblores» y algunos padecían
síncopes, ceguera transitoria o incluso catatonia. Eran
todas reacciones previsibles ante el estrés, causadas por la
indefensión ante un peligro extremo. En algunos casos,
estas reacciones llegaban con retraso. Muchos hombres
parecían haber superado una experiencia terrible, pero al
cabo de unas semanas se venían abajo. Son pocas las
estadísticas acerca de los colapsos psicológicos de las que
disponemos o que podamos considerar fiables, pues los
mandos preferían ocultar el problema.
El comandante Curtís LeMay, que acababa de llegar
con el 305.° Grupo de Bombarderos, quedó espantado al
ver que, cuando sobrevolaban su objetivo, los pilotos
americanos daban bandazos y zigzagueaban intentando
esquivar las defensas antiaéreas y de esa forma erraban por
completo el blanco. A juicio del combativo LeMay, al que
Stanley Kubrick utilizaría más tarde como modelo para el
general Jack D. Ripper en su película Dr Strangelove*
aquello hacía que toda la operación resultara inútil. Por eso
ordenó a sus pilotos que volaran directamente y sin
dilación a su objetivo. Los reconocimientos aéreos
demostraron que en el bombardeo de Saint-Nazaire del 23
de noviembre, el 305.° Grupo dobló el número habitual de
blancos acertados a la primera. No obstante, a pesar de la
mejora que supuso LeMay, menos del tres por ciento de las
bombas caían en un radio de trescientos metros de su
objetivo. Las afirmaciones iniciales de la Fuerza Aérea del
Ejército de los Estados Unidos que aseguraban que sus
hombres venían dispuestos a acertar con sus bombas hasta
un «barril de encurtidos» parecían en aquellos momentos
excesivamente ambiciosas, por no decir otra cosa. LeMay
adoptó entonces un sistema distinto. Puso a sus mejores
navegadores y bombarderos en los aviones de cabeza, quitó
las miras Norden de todos los demás y dijo a sus capitanes
que lanzaran su carga solo cuando los de cabeza lanzaran la
suya. Pero incluso en ese caso la dispersión de los aparatos
comportaba que muchas bombas cayeran lejos de su
objetivo, por precisos que fueran los aviones de cabeza.
La acción de las baterías antiaéreas alemanas, que
ahora disparaban desde «garitas», y la mayor agresividad de
los ataques de los cazas enemigos reducían todavía más la
precisión de los bombarderos. Una formación cerrada para
protegerse de los cazas significaba una mayor
concentración de los objetivos para las baterías antiaéreas
en tierra. Como dice un historiador de la campaña de
bombardeos norteamericanos, «la 8.ª Fuerza Aérea no
encontraría nunca la forma de llevar a cabo sus misiones
con una precisión y una protección máximas. Esto la
condujo a un callejón sin salida que desembocaría
irremediablemente en los bombardeos de saturación en
alfombra, en los que unos proyectiles daban en el blanco y
los demás se dispersaban por toda la zona. Fueron las
realidades del combate, y no las teorías formuladas antes
de la guerra, las que condujeron inexorablemente a la 8.ª
Fuerza hacia los ataques indiscriminados de área
preconizados por "Bomber" Harris».20
En la conferencia de Casablanca de enero de 1943, el
general Arnold dijo al general Eaker que Roosevelt había
acordado que la 8.ª Fuerza Aérea cambiara de táctica y se
sumara a los bombardeos nocturnos junto con la RAF.
Eaker intentó convencer a Churchill de que los bombardeos
a la luz del día eran más eficaces. Aseguró que sus
bombarderos abatían al menos dos o tres cazas alemanes
por cada aparato que perdían, afirmación que los ingleses
sabían que era totalmente incierta. Pero Churchill prefirió
no decir nada, porque Portal le había convencido
previamente de que no debía pelearse con los americanos
en lo tocante a los bombardeos diurnos. La combinación de
la aviación estadounidense atacando de día y la RAF
haciéndolo por la noche se convirtió en una solución de
compromiso virtuosística con bombardeos «las
veinticuatro horas del día».
Los Aliados acordaron una directiva de bombardeos
que afirmaba que «el objetivo primordial será la
destrucción y la alteración progresiva del sistema militar,
industrial y económico alemán, y la socavación de la moral
del pueblo alemán hasta un punto en que su capacidad de
resistencia armada quede debilitada fatalmente».21 Harris,
como es natural, vio en este acuerdo el sello de aprobación
a su estrategia. Aunque Portal sería quien dirigiera la
«Ofensiva Combinada de Bombarderos», las decisiones
clave las tomarían Eaker y Harris, que podían escoger y
seleccionar los objetivos.
A pesar del acuerdo alcanzado sobre esta directiva de
bombardeos, llamada Pointblank, la Ofensiva Combinada de
Bombarderos fue todo menos combinada, aunque Harris y
Eaker se llevaban bien y Harris había hecho todo lo posible
por ayudar a la 8.ª Fuerza Aérea a ponerse en
funcionamiento. Siguiendo en parte la orden del general
Marshall de preparar la invasión de Europa, Eaker debía
centrarse en la destrucción de la Luftwaffe, tanto de las
fábricas de aviones en tierra como de los cazas en el aire.
Harris, por su parte, sencillamente pretendía actuar como
de costumbre, es decir machacar las ciudades mientras
aceptaba de boquilla la prioridad de atacar los objetivos
militares. Le encantaba enseñar sus «libros azules»,
encuadernados en piel, a las visitas importantes que iban a
su cuartel general de High Wycombe. Estaban llenos de
mapas y gráficos que describían la importancia de las
ciudades que había escogido como objetivo y las zonas
destruidas. La cólera y el resentimiento de Harris siguieron
aumentando con su convicción de que el Mando de
Bombarderos no recibía ni la atención ni el respeto que
merecía.
El 16 de enero de 1943, justo cuando la batalla de
Stalingrado se acercaba a su siniestro y gélido final, el
Mando de Bombarderos llevó a cabo la primera serie de
ataques sobre Berlín. Fue también la primera ofensiva en la
que la unidad Pathfinder utilizó aviones que lanzaban
marcadores de objetivos. Once días después, los aparatos
de la 8.ª Fuerza Aérea atacaron por primera vez objetivos
situados en Alemania cuando bombardearon los astilleros
en los que se construían submarinos en las costas del norte.
Un mes después, regresaron a Wilhelmshaven con ocho
periodistas a bordo, entre los cuales iba Walter Cronkite.
Al cabo de poco tiempo el director cinematográfico
William Wyler y el actor Clark Gable volaron con la 8.ª
Fuerza, confiriéndole un glamour que el Mando de
Bombarderos de la RAF no podría ni siquiera soñar con
igualar. Los deseos de cobertura periodística de Harris
quedaron empequeñecidos por el afán de relaciones
públicas de Spaatz y Eaker.
El 5 de marzo, el Mando de Bombarderos volvió a
atacar el corazón industrial de Alemania, especialmente
Essen. La ofensiva del 12 de marzo destruyó el taller de
construcción de blindados, lo que retrasó la producción de
tanques Tiger y Panther, contribuyendo así al aplazamiento
de la gran Ofensiva de Kursk. La 8.ª Fuerza Aérea no tardó
en unirse a la que se llamó la batalla del Ruhr, y el total de
bajas alemanas ascendería a los veintiún mil muertos.
Göring, humillado por la debilidad de la Luftwaffe
frente a los ataques de los Aliados, retiró más grupos de
cazas del frente oriental para dedicarlos a la defensa del
país. Aunque ese no era uno de los objetivos declarados de
los Aliados, su repercusión sobre el resultado de la guerra
quizá fuera más grande que los daños infligidos en el
momento. No solo supuso que la aviación del Ejército
Rojo alcanzara la superioridad, cuando no la supremacía
aérea, sino también que los vuelos de reconocimiento de la
Luftwaffe tuvieran que ser reducidos drásticamente. Esta
circunstancia permitió a su vez al Ejército Rojo,
especialmente al año siguiente, lograr grandes éxitos en las
operaciones de decepción o maskirovka.
Aunque la moral de los alemanes no se vino abajo,
como esperaban los Aliados, Goebbels y otros líderes
nazis quedaron profundamente preocupados. La propaganda
nazi chocó con el sarcasmo de la población. Una coplilla
que se hizo famosa por entonces decía:

Lieber Tommy, fliege weiter,


Wir sind alle Ruhrarbeiter,
Fliege weiter nach Berlín,
Die haben alle «ja» geschrien.

(Querido «Tommy», sigue volando y vete de aquí,


aquí somos todos trabajadores del Ruhr.
Sigue volando y vete a Berlín,
allí todos han gritado: «Sí»)

Se trataba de una alusión al discurso pronunciado por


Goebbels tras el desastre de Stalingrado en el Sportpalast
de Berlín en febrero de 1943, cuando espoleó a la
audiencia gritando: «¿Queréis una Guerra Total?», y el
público respondió desgañitándose que sí.
Aquella primavera de 1943 las pérdidas de la aviación
aliada ascendieron a unos niveles terroríficos. Menos de
uno de cada cinco tripulantes de los aparatos de la RAF
sobrevivió a una ronda de treinta misiones. El 17 de abril la
8.ª Fuerza Aérea perdió en los cielos de Bremen quince
bombarderos, abatidos por los cazas alemanes. Eaker,
furioso por no haber recibido los refuerzos que le habían
prometido, advirtió al general Arnold que le quedaba un
máximo de ciento veintitrés bombarderos para una sola
misión. La 8.ª Fuerza no estaba sencillamente en
condiciones de alcanzar la supremacía aérea necesaria para
garantizar el éxito de una invasión a través del Canal de la
Mancha.
En Washington, Arnold se encontraba en una situación
muy difícil. Todos los teatros de operaciones de la guerra
reclamaban más bombarderos. Pero en el mes de mayo
envió refuerzos a Gran Bretaña y se inició en East Anglia
un vasto programa de construcción de aeródromos. Se
necesitaban urgentemente caras nuevas después de que la
8.ª Fuerza Aérea perdiera ciento ochenta y ocho
bombarderos y mil novecientos tripulantes durante su
primer año de operaciones. Eaker había reconocido
finalmente la necesidad de disponer de cazas de escolta
con suficiente autonomía de vuelo. Los pesados P-47
Thunderbolt tenían un radio de acción que no iba más allá
de la frontera alemana.
El 29 de mayo, la RAF provocó su primera tormenta
de fuego en un ataque contra Wuppertal. Una vez que los
Pathfinder lanzaron sus balizas marcadoras, la primera
oleada de bombarderos soltó sus bombas incendiarias para
que los objetivos ya estuvieran ardiendo antes de que las
bombas detonantes de la oleada sucesiva volaran los
edificios. Las casas en llamas se convirtieron enseguida en
un auténtico infierno que absorbía el aire de su alrededor.
Muchas personas murieron asfixiadas por el humo o por la
falta de oxígeno, y en cierto modo ellas fueron las más
afortunadas. El asfalto de las calles se derritió, de modo
que los zapatos de la gente se quedaban pegados al suelo.
Algunos corrieron hacia el río y se arrojaron al agua para
proteger su cuerpo del calor. Cuando se extinguieron los
incendios, los cuerpos calcinados habían encogido hasta tal
punto, al haberse consumido toda su grasa, que los equipos
encargados de sepultar a los muertos podían meter tres
cadáveres carbonizados en una tina o siete u ocho en una
bañera de zinc. Aquella noche perecieron unas tres mil
cuatrocientas personas. Como la Luftwaffe en 1940, la
RAF había descubierto que las bombas incendiarias eran un
elemento fundamental de la destrucción masiva. Eran
además más ligeras que las bombas convencionales y
podían ser lanzadas en grandes cantidades.
Harris seguía enfadándose cada vez que se producía
alguna interrupción en su despiadada campaña contra
objetivos urbanos, pero especialmente cuando le ordenaban
mandar a sus bombarderos a atacar las bases de los
submarinos. Se intensificaron los bombardeos de ciudades,
especialmente aquellas que ya habían sido atacadas. El 10
de junio de 1943, comenzó oficialmente la Ofensiva
Combinada de Bombarderos Pointblank. Dos semanas más
tarde, apenas un año después de su primera incursión con
mil bombarderos, Harris volvió a mandar sus aviones
contra Colonia. Las bombas incendiarias y convencionales
empezaron a caer durante las primeras horas del día 29 de
junio, festividad de san Pedro y san Pablo.22
«Todos los habitantes de la casa estaban en el sótano»,
escribió Albert Beckers. «Sobre nuestras cabezas, durante
un tiempo considerable, los motores de los aviones
hicieron vibrar el aire. Éramos como conejos atrapados en
una madriguera. A mí me preocupaban las tuberías del agua.
¿Qué pasaría si estallaban? ¿Nos ahogaríamos todos? El
aire se estremecía con las detonaciones. Metidos en
nuestro sótano, no habíamos notado la granizada de las
bombas incendiarias, pero por encima de nosotros todo
estaba en llamas. Entonces llegó la segunda oleada con las
bombas explosivas. No puede usted imaginarse lo que es
estar acurrucado en un agujero cuando el aire tiembla, los
tímpanos revientan por el ruido de las explosiones, se va la
luz, falta el oxígeno y del techo empieza a caer polvo y
argamasa. Tuvimos que meternos por una brecha en el
sótano de la casa vecina».23
El periodista Heinz Pettenberg describió el pánico
reinante en los sótanos de la casa de un amigo cuando
trescientas personas buscaron refugio en ellos mientras
sobre sus cabezas empezaban los incendios. «Junto con
otros dos hombres, Fischer luchó como loco por salvar la
casa. Mientras trabajaban, a menudo tenían que bajar para
impedir que cundiera el pánico entre el grupo enloquecido
que se encontraba en el sótano. La mujer de Fischer tocaba
un pito y él bajaba corriendo pistola en mano para controlar
el alboroto. Todo el mundo había perdido sus
inhibiciones».24
«El Waidmarkt ofrecía un espectáculo espantoso»,
cuenta Beckers. «Una lluvia de chispas llenaba el aire.
Fragmentos de madera ardiendo, grandes y pequeños,
flotaban en el aire y prendían fuego a la ropa y al pelo. De
pie, a mi lado, un niño pequeño que se había separado de
sus padres señalaba las chispas. En aquella plaza empezó a
hacer un calor insoportable. El fuego levantaba viento y el
oxígeno era cada vez más escaso».
Por las calles «los niños corrían de un lado a otro
buscando a sus padres», escribió una estudiante de
dieciséis años. «Una niña llevaba de la mano a su madre,
que se había quedado ciega durante la noche. Junto a un
gran montón de escombros vi a un cura con los dientes
apretados, que arañaba desesperadamente la piedra, ladrillo
a ladrillo, pues una bomba explosiva había enterrado allí a
toda su familia... Caminábamos por los callejones,
pequeños y estrechos, como si pasáramos por el interior de
un horno, y de los sótanos subía el olor de los cuerpos
achicharrándose».25
«Por todas partes se oían los gritos de los heridos, las
llamadas desesperadas o los golpes de los que habían
quedado atrapados bajo tierra», escribía una chica de
catorce años del BDM, el equivalente femenino de las
Juventudes Hitlerianas. «La gente gritaba los nombres de
los desaparecidos y las calles estaban cubiertas con los
cadáveres expuestos para su identificación... Los que
volvían a sus casas se quedaban perplejos ante las ruinas de
lo que habían sido sus hogares. Teníamos que recoger
pedazos de cuerpos en cubos de zinc. Era un espectáculo
horroroso y nauseabundo... Dos semanas después del
bombardeo todavía vomitaba».26 Los prisioneros de los
campos de concentración fueron utilizados para localizar
cadáveres debajo de los edificios hundidos.
El Sicherheitsdienst informaba de las reacciones que
se habían producido ante el bombardeo de Colonia y los
daños sufridos por la catedral. Mientras que muchos
clamaban venganza, los nazis estaban alarmados por la
reacción que pudieran tener los católicos. «Todo esto
podría haberse evitado si no hubiéramos empezado la
guerra», decía uno. «El Señor no habría permitido una cosa
así si la razón estuviera de nuestra parte y lucháramos por
una causa justa», decía otro.27 El informe del SD llegaba a
decir que algunos expresaban la opinión de que el
bombardeo de la catedral de Colonia y otras iglesias de
Alemania tenía que ver de alguna forma con la destrucción
de las sinagogas del país, y que era un castigo de Dios.
Después de utilizar a fondo en su propaganda los estragos
sufridos y dedicarles varios noticiarios cinematográficos,
Goebbels de repente se lo pensó mejor, temeroso de que
pudieran deprimir a la población, en vez de provocar su
cólera. El SD opinaba que la gente estaba irritada por todo
el énfasis propagandístico en las iglesias y los edificios
antiguos destruidos, mientras que las autoridades no decían
nada de los sufrimientos de la población, cuando se habían
producido cuatro mil trescientos setenta y siete muertos.
Miles de personas huyeron de la ciudad y los ecos del
terror se propagaron por doquier.
Harris estaba decidido a aumentar la presión, aunque
por otra parte dispuso cambiar de destino y no seguir
enviando sus fuerzas a la cuenca del Ruhr, que empezaba a
estar demasiado bien defendida. Los bombardeos
continuaron sin cesar, con una grandísima ofensiva contra
Hamburgo a partir del 24 de julio. Por primera vez se
lanzaron tiras de papel de aluminio llamadas «Window»,
que eran captadas por los radares alemanes y contribuían a
confundir sus sistemas de defensa. El Mando de
Bombarderos atacaba de noche y la 8.ª Fuerza Aérea lo
hacía dos veces al día. Harris llamó a esta acción
Operación Gomorra. La tragedia de la población de
Hamburgo fue que el Gauleiter Karl Kaufmann ordenó que
no saliera nadie de la ciudad sin un permiso especial,
decisión que supuso una condena a muerte para miles de
personas. La noche del 27 de julio la RAF regresó con
setecientos veintidós aviones. Las condiciones para la
tormenta ígnea eran ideales. Daba la casualidad de que
aquel había sido el mes de julio más seco y más caluroso
de los últimos diez años.
La masa de bombas incendiarias que cayeron con
mayor densidad de lo habitual sobre la parte este de la
ciudad aceleró la proliferación de incendios hasta convertir
la zona en una hoguera gigantesca. Se creó así una
chimenea o volcán de calor que salió disparado hacia el
cielo, atrayendo hacia el suelo unos vientos huracanados
que a su vez avivaron aún más las llamas. A casi seis mil
metros de altura los tripulantes de los aviones podían
percibir el olor a carne quemada. En tierra, las ráfagas de
aire caliente arrancaban la ropa de las personas,
desnudándolas y prendiendo fuego a sus cabellos. La carne
se secaba y quedaba como cecina. Al igual que en
Wuppertal, el asfalto hervía y la gente se quedaba pegada al
suelo como insectos en un papel matamoscas. Las casas
estallaban y ardían en un instante. El servicio de bomberos
se vio enseguida superado. Los civiles que se quedaron en
los sótanos se asfixiaron o murieron a consecuencia de la
inhalación de humo o envenenados por monóxido de
carbono. Según dijeron después las autoridades de
Hamburgo, este sector representó entre el setenta y el
ochenta por ciento de las cuarenta mil personas que
perdieron la vida. Fueron muchos los cuerpos carbonizados
que no llegaron a recuperarse nunca.
Los supervivientes huyeron a las zonas rurales e
incluso más lejos. Las autoridades locales se mostraron
inesperadamente a la altura de las circunstancias. Las
noticias de la catástrofe se propagaron de boca en boca por
todo el país a medida que los evacuados pasaban por Berlín
para ser repartidos luego por el este y por el sur. Muchos
se encontraban en un estado de agotamiento nervioso. Se
dieron muchos casos de personas enloquecidas por el
dolor que recogieron los cadáveres carbonizados de sus
hijos y se los llevaron consigo metidos en una maleta.
El shock que supuso la tragedia para todo el Reich ha
sido descrito como una versión civil del desastre de
Stalingrado. Incluso los jerarcas nazis, como Speer y el
Generalfeldmarschall Milch, director administrativo de la
Luftwaffe, empezaron a pensar que una serie semejante de
bombardeos no tardaría en traerles la derrota. Incapaz de
soltar la presa, Harris ordenó otra incursión el 29 de julio,
pero las bajas del Mando de Bombarderos fueron mucho
mayores, llegando a perder veintiocho aparatos. Un nuevo
grupo de cazas alemanes, la Wilde Sau o «Puerca Salvaje»,
había adoptado una nueva táctica, atacando a los
bombarderos desde lo alto, incluso cuando estaban sobre el
objetivo y su silueta se recortaba sobre las llamas. El 2 de
agosto despegó otro contingente del Mando de
Bombarderos, pero llegó al objetivo en medio de una
fuerte tormenta eléctrica. Fue un error que costó muy caro,
pues se perdieron treinta aviones y los daños causados
fueron escasos.28

A primeros de agosto, el general Eaker, tras los intensivos


bombardeos de la «Semana del Blitz» y la pérdida de
noventa y siete Fortalezas Volantes, dio por concluido el
estado de alerta para que sus hombres pudieran descansar
antes de emprender otras misiones importantes. Su
contingente de B-24 Liberator, mientras tanto, se había
trasladado al norte de África, desde donde debían atacar los
yacimientos petrolíferos de Ploesti, en Rumania. La
Operación Tidal Wave dio comienzo el 1 de agosto. Para
no alertar a los defensores, no se llevó a cabo ningún
ataque de reconocimiento. Acercándose por el valle del
Danubio, los americanos efectuaron un ataque de bajo
nivel, que resultó un gran error. Los alemanes habían
preparado un anillo de baterías antiaéreas de 40 y de 20
mm, disponiendo incluso ametralladoras en todos los
tejados de los alrededores. La 8.ª Fuerza había mantenido
sus radios en silencio durante todo el vuelo, pero los
alemanes estaban esperándolos. Habían descifrado los
códigos de los americanos y tenían conocimiento de que
iba a producirse la incursión.
Las baterías antiaéreas hicieron estragos en la fuerza
de bombarderos, que volaba a baja cota entre las espesas
nubes de humo negro; a continuación se lanzó sobre ella un
abultado contingente de cazas de la Luftwaffe estacionados
en las inmediaciones. Cuando regresaron a su base, solo
treinta y tres de los ciento setenta y ocho Liberator que
participaron en la misión estaban en condiciones de prestar
servicio. A pesar de los daños sufridos, los alemanes
pusieron a trabajar cantidades ingentes de operarios y al
cabo de unas semanas las refinerías producían más petróleo
que antes del bombardeo.
Otra misión impuesta por Washington fue obligar a la
8.ª Fuerza a internarse en el corazón de Alemania. El 17 de
agosto atacó las fábricas de Messerschmitt de Ratisbona
con ciento cuarenta y seis bombarderos capitaneados por
Curtis LeMay, y la factoría de rodamientos de Schweinfurt
con doscientos treinta. El grupo de LeMay, que despegó a
pesar de la densa niebla reinante, viajó sin parar desde
Ratisbona hasta el norte de África, sobrevolando los Alpes,
para confundir a los alemanes. Pero las defensas de cazas
de la Luftwaffe se habían incrementado mientras tanto
hasta las cuatrocientas unidades gracias a las que habían
sido retiradas del frente oriental. El grupo de LeMay
perdió catorce bombarderos antes incluso de llegar a
Ratisbona. Un artillero comentó que al oír por el interfono
cómo todo el mundo se ponía a rezar, tuvo la impresión de
que «aquello sonaba como una iglesia volante».29 Pero, una
vez lanzadas sus bombas, los aviones supervivientes
consiguieron al menos no ser perseguidos más allá de los
Alpes.
La fuerza desplazada a Schweinfurt, que no había
salido hasta que se hubo despejado la niebla, llegó a su
objetivo con varias horas de retraso. Esta desastrosa
circunstancia supuso que los cazas alemanes que habían
atacado al grupo de LeMay tuvieran tiempo de aterrizar,
repostar y rearmarse. Debido una vez más a su limitada
autonomía de vuelo, los cazas Thunderbolt que escoltaban a
las Fortalezas Volantes destinadas a Schweinfurt tuvieron
que dar media vuelta cuando sobrevolaban Bélgica, justo
antes de llegar a la frontera alemana. A partir de ese
momento se lanzaron contra los bombarderos americanos
escuadrillas de Focke-Wulf y Messerschmitt 109
procedentes de todas direcciones. Se calcula que
despegaron unos trescientos aparatos, muchos más que los
que habían acosado a los aviones de LeMay. Al cabo de
poco tiempo los artilleros de las Fortalezas Volantes tenían
los pies cubiertos de vainas vacías de munición mientras
giraban sus torretas en una y otra dirección, intentando
frenéticamente seguir la trayectoria de los cazas que se
colaban en la formación. Fueron tantos los aparatos
alcanzados y tantos los hombres que se lanzaron en
paracaídas, comentó un piloto, que «aquello parecía una
invasión de paracaidistas».30
Cuando llegaron a Schweinfurt, los aviones que
quedaban no pudieron arrojar sus bombas con precisión. La
formación fue presa del caos, bajo el fuego constante de
las baterías antiaéreas cuyos proyectiles explotaban a su
alrededor envolviéndola en una negra humareda y, por si
fuera poco, los alemanes habían camuflado el objetivo con
generadores de humo. En cualquier caso sus bombas de mil
libras no eran lo bastante potentes como para causar daños
considerables, aunque dieran en el blanco. La 8.ª Fuerza
Aérea perdió sesenta bombarderos que fueron destruidos
por completo, y otros cien quedaron tan deteriorados que
fueron declarados en siniestro total. Perecieron también
casi seiscientos tripulantes.
A raíz de esta catástrofe Churchill renovó su presión
sobre la Fuerza Aérea de los Estados Unidos para que
cambiara de táctica y se pasara a los bombardeos
nocturnos. Arnold opuso una férrea resistencia, pero sabía
que sus aparatos continuarían siendo vulnerables hasta que
no dispusieran de cazas de escolta con suficiente
autonomía de vuelo. Los dirigentes de las Fuerzas Aéreas
estadounidenses se vieron obligados a reconocer que el
concepto que se ocultaba tras las Fortalezas Volantes
provistas de armamento pesado, al que se habían aferrado
durante demasiado tiempo, era absolutamente erróneo. La
amarga lección volvió a repetirse cuando la 8.ª Fuerza
Aérea se aventuró a salir una vez más sin la necesaria
cobertura de los cazas para atacar Stuttgart. Perdió cuarenta
y cinco Fortalezas de las trescientas treinta y ocho que
participaron en la misión.
Durante la operación Ratisbona-Schweinfurt, la
Luftwaffe perdió cuarenta y siete cazas en la encarnizada
batalla aérea, que deberían incluirse en el total de
trescientos treinta y cuatro aparatos abatidos en el mes de
agosto. Más peligroso todavía resultaba el hecho de que
perdiera a muchos pilotos experimentados. Su muerte
perjudicaba las defensas de Alemania mucho más que los
daños infligidos por el grupo de LeMay a la fábrica
Messerschmitt de Ratisbona. El 18 de agosto, tras recibir
las furibundas recriminaciones de Hitler por haber
permitido la destrucción de Hamburgo y otros ataques, el
general Jeschonnek, jefe de estado mayor de la Luftwaffe,
se pegó un tiro. A Hitler no le preocupaba lo más mínimo
Jeschonnek. Ahora estaba totalmente volcado en
desarrollar las armas de la «Venganza»
(Vergeltungswaffen), la bomba volante V-1 y el cohete V-
2. Su prioridad era causar un terror mayor a sus enemigos.

Tras bombardear la base de investigación de las


Vergeltungswaffen en Peenemünde, en la costa del
Báltico, el Mando de Bombarderos inició la batalla de
Berlín. Harris estaba convencido de que si podía hacer en la
capital nazi lo que su aviación había hecho en Hamburgo,
Alemania se rendiría el 1 de abril de 1944. Para
desesperación del jefe de cazas de la Luftwaffe, el general
Adolf Galland, y del Generalfeldmarschall Milch, Hitler
se negó a incrementar la producción de cazas. Su fe en
Göring y en la Luftwaffe había quedado muy maltrecha.
Confiaba en las grandes torres de hormigón macizo de su
artillería antiaérea para defender Berlín. Pero aunque la
cortina de fuego de las baterías antiaéreas y los reflectores
que cruzaban los cielos de la ciudad aterrorizaban a los
aviadores de la RAF que se acercaban a la ciudad, el fuego
antiaéreo fue responsable de una proporción de bajas
considerablemente menor que la que causaron los cazas
nocturnos de la Luftwaffe.
Los tripulantes de la unidad Pathfinder empezaron a
lanzar sobre Berlín las bengalas marcadoras rojas y verdes,
que los alemanes llamaban «Árboles de Navidad». Luego
los Lancaster y los Halifax efectuaron un bombardeo de
saturación en alfombra de un extremo a otro de la ciudad.
Por orden de Harris, cada Lancaster llevaba ahora un
cargamento de cinco toneladas de bombas. «La bóveda del
cielo se extiende sobre Berlín con una hermosura
fantasmal de color rojo sangre», escribió Goebbels en su
diario después de una de las incursiones más nutridas. «No
puedo seguir mirándolo». Pero Goebbels era uno de los
poquísimos jerarcas nazis que salían a mezclarse y charlar
con las víctimas de los bombardeos.31
La vida resultaba bastante más difícil para los
berlineses corrientes, que intentaban llegar a trabajar
puntuales a través de las calles cortadas por los escombros,
con los raíles de los tranvías arrancados y deformados de
mala manera, y los trenes de la S-Bahn cancelados debido a
los destrozos sufridos por la línea férrea. La población
civil estaba pálida y ojerosa por la falta de sueño, cuando
salía precipitadamente dispuesta a seguir con su rutina. Las
personas que no tenían más remedio que abandonar sus
viviendas debido a los bombardeos o bien se trasladaban a
casa de amigos, o esperaban que las realojaran las
autoridades. Solía procurárseles un albergue en casas
confiscadas a familias judías, la mayoría de las cuales en
aquellos momentos habían sido «enviadas al este». Como
sucedía en muchas otras ciudades, podían sustituir a precio
de saldo la ropa y los enseres domésticos perdidos por
otros procedentes de las casas de los judíos. Pocos eran
los que se paraban a preguntarse por la suerte que pudieran
haber corrido sus anteriores propietarios.
Sin embargo, un número sorprendente de judíos, entre
cinco y siete mil, habían pasado a la clandestinidad y eran
llamados también los «submarinos». Algunos estaban
ocultos en la ciudad o vivían en casa de antinazis
compasivos o en casitas de veraneo situadas en pequeñas
parcelas. Los que podían pasar fácilmente por arios se
habían quitado la estrella amarilla de la ropa, habían
conseguido documentación falsa y se habían mezclado con
la población en general. Todos temían poder ser detenidos
en cualquier momento por una patrulla de la SA en plena
calle o por hombres de la Gestapo vestidos de paisano
guiados por un Greifer o «sayón», que había sido
extorsionado para localizar y denunciar a los «submarinos»
con la dudosa promesa de que así podría salvar a su familia.
Por la noche, cuando sonaban las sirenas, la población
se metía en los refugios antiaéreos, en los sótanos o en las
enormes grutas de las torres de la defensa antiaérea. La
gente llevaba termos y pequeñas maletitas de cartón con
bocadillos, sus objetos de valor y la documentación
importante. Con el humor cáustico propio de los
berlineses, las sirenas eran llamadas las «trompetas de
Meyer», en alusión a las famosas palabras de jactancia
pronunciadas por Göring a comienzos de la guerra, cuando
dijo que si la RAF bombardeaba alguna vez Berlín, él se
llamaba Meyer. La torre de defensa antiaérea del zoo, el
Tiergarten, tenía capacidad para dieciocho mil personas.
Ursula von Kardorff la describe en su diario como «un
decorado para la escena de la cárcel de Fidelio». Las
parejas de enamorados se besaban en las escaleras de
caracol de hormigón armado como si estuvieran en una
«parodia de un baile de disfraces».32
En los refugios corrientes, llamados
Luftschutzräume, el aire olía a rancio, pues todos estaban
atestados de gente mal lavada y por si fuera poco estaba el
problema omnipresente de la halitosis. La mayoría de la
población tenía la dentadura en malas condiciones a causa
de la falta de vitaminas. Los refugios estaban iluminados
con luces azules, y en las paredes se habían pintado con
pintura luminosa flechas y letreros por si fallaba el
suministro eléctrico. En los sótanos de los edificios, en
los que solía refugiarse la mayoría de la gente, las familias
se sentaban en fila, unas enfrente de otras, como en los
vagones del U-Bahn. Cuando los edificios empezaban a
temblar a consecuencia de las bombas, algunos practicaban
extraños rituales de supervivencia, como envolverse la
cabeza en una toalla. Pero cuando en el edificio caía una
bomba o se declaraba un incendio, y el humo y el polvo
entraban en el sótano, la histeria podía adueñarse
fácilmente de las personas que habían buscado refugio en
él. En las paredes laterales se habían practicado agujeros,
para poder meterse, si era necesario, en los sótanos de las
casas vecinas. Los trabajadores extranjeros, que llevaban
pintada a la espalda una letra bien grande para poder ser
identificados, tenían prohibido meterse en los refugios y
mezclarse en unas circunstancias tan íntimas con las
mujeres y los niños alemanes.
Tal como había prometido a Churchill, Harris dijo a
sus hombres que la batalla de Berlín sería la batalla decisiva
de la guerra. Pero su campaña de desgaste, noche tras
noche, destrozó los nervios de sus propios hombres tanto o
más que los de los berlineses. Sus aviadores volvían una y
otra vez a aferrarse al mantra de Harris que decía que su
labor iba a acortar la guerra y que por tanto al final iba a
salvar muchas más vidas.
La batalla se desarrolló desde agosto de 1943 hasta
marzo de 1944; sin embargo ni las diecisiete mil toneladas
de bombas de detonación ni las dieciséis mil de bombas
incendiarias lograron destruir la capital de Alemania. La
ciudad era demasiado extensa para ser vulnerable a una
tormenta de fuego, y sus amplios espacios abiertos
absorbieron el grueso de las bombas.33 Harris se había
equivocado de mala manera en sus cálculos, y finalmente
se vio obligado a dar marcha atrás. Todas las garantías que
había dado a Churchill se habían revelado vanas. El Mando
de Bombarderos perdió más de mil aparatos, la mayoría de
ellos ante cazas nocturnos. Causó la muerte de nueve mil
trescientos noventa civiles, pero para ello tuvo que perder a
dos mil seiscientos noventa de sus aviadores.
El intento de minar la moral de los alemanes que había
llevado a cabo Harris había fracasado. Pero él siguió
negándose a admitir la derrota y desde luego se negó a dar
su brazo a torcer. Despreció los intentos que hizo el
gobierno de lavar la cara a la campaña de bombardeos
diciendo que la RAF atacaba solo objetivos militares y que
las muertes de los civiles eran inevitables. El simplemente
consideraba a los trabajadores de la industria y sus
viviendas objetivos legítimos en un estado militarizado
moderno. Rechazaba por completo la idea de que tuvieran
que «avergonzarse de los bombardeos de área».34
Los americanos, por su parte, adoptaron una actitud
tan cautelosa y eufemística como la de los críticos de
Harris en el ministerio del aire. Aunque el general Arnold
reconociera en privado que en la mayoría de los casos sus
hombres bombardeaban «a ciegas» y que en consecuencia
atacaban objetivos zonales, se negaba a decirlo
públicamente. Después de todas sus afirmaciones de que
eran capaces de acertar un «barril de encurtidos», el tipo de
bombardeo practicado por los estadounidenses durante el
otoño de 1943 no fue mejor que los documentados en el
Informe Butt. «En los períodos de mal tiempo continuado»,
como dice un especialista en historia de las fuerzas aéreas,
«la precisión de los americanos no fue en general mejor —
sino a menudo peor— que la del Mando de Bombarderos».
Los mandos de la Fuerza Aérea del Ejército de los Estados
Unidos se negaron a creer las evidencias cuando se las
pusieron delante.35
Hitler ordenó llevar a cabo incursiones de represalia
contra las ciudades históricas de Inglaterra: Bath,
Canterbury, Exeter, Norwich y York. Un agregado de
prensa de la Wilhelmstrasse declaró que «la Luftwaffe
arremeterá contra todos los edificios que estén marcados
con tres estrellas en Baedeker». El nombre de las famosas
guías turísticas encuadernadas en rojo se asoció así con
estos ataques, que pasaron a denominarse «bombardeos
Baedeker».36 Goebbels se puso furioso ante semejante
metedura de pata, pues pretendía que los ingleses quedarán
marcados con el baldón de dedicarse a destruir ciudades
antiguas.
Independientemente de que Harris sufriera o no un
«complejo de Júpiter»,37 arrojando rayos desde lo alto del
cielo con afán de venganza (idea que la opinión pública
británica en general compartía), la suya fue una modalidad
más de la «guerra total» a la que invitó Goebbels con su
famosa pregunta desde el podio del Sportpalast de Berlín
en febrero de 1943. La convicción que tenía Harris de que
su estrategia iba a acortar la duración de la guerra y de paso
iba a ahorrar vidas humanas era curiosamente similar al
slogan que aparecía escrito en el escenario con letras
gigantescas detrás de Goebbels cuando pronunció ese
discurso y que decía: «Guerra Total — Guerra Corta». La
pregunta que hay que formular irremediablemente es si
hacer una guerra total desde el aire contra la población civil
alemana fue el equivalente moral de lo que hizo la propia
Luftwaffe, y resulta demasiado complicado dar una
respuesta satisfactoria. En términos estadísticos, sin
embargo, la Ofensiva Combinada de Bombarderos resultó
al final ligeramente menos mortífera, si se suman todos los
civiles de la Europa occidental, de la Europa central, de los
Balcanes y de la Unión Soviética que perecieron a manos
de la Luftwaffe.
30
EL PACÍFICO, CHINA Y
BIRMANIA
(marzo-diciembre de 1943)

Tras las agotadoras batallas libradas para asegurar


Guadalcanal y el este de Papúa Nueva Guinea, los
americanos se dieron cuenta de que eliminar la base
japonesa de Rabaul iba a ser una tarea larga y compleja. Las
rivalidades por el mando existentes entre MacArthur y la
Marina de los Estados Unidos solo servían para complicar
aún más las cosas. Pero cuando el almirante William
«Bull» Halsey Jr., que había asumido el mando de la flota
del sur del Pacífico, visitó a MacArthur en su cuartel
general de Brisbane, los dos hombres se entendieron
sorprendentemente bien. En abril de 1943 se acordó que
las fuerzas de Halsey avanzarían hacia el noroeste desde
Guadalcanal, pasando por la larga cadena que formaban las
islas Salomón. Al mismo tiempo, las fuerzas de MacArthur
limpiarían de japoneses Nueva Guinea y capturarían la
península de Huon, situada frente a las costas de Nueva
Bretaña, creando así un ataque en pinza contra Rabaul. Dos
islas que se encontraban al sur de Nueva Bretaña, Kiriwina
y Woodlark, también serían capturadas para establecer en
ellas bases aéreas.
Los japoneses reforzaron Rabaul, Nueva Guinea y las
islas Salomón occidentales con cien mil soldados
procedentes de Corea, China y otras regiones. Su principal
prioridad era ayudar a la 51.ª División encargada de la
defensa de la ciudad de Lae, en la península de Huon. El 1
de marzo, el convoy japonés de ocho barcos de transporte
de tropas, escoltado por ocho destructores, se adentró en
aguas del mar de Bismarck, pasando frente a la costa
occidental de Nueva Bretaña. Fue divisado por Fortalezas
Volantes B-17 de la Quinta Fuerza Aérea que actuaba en
apoyo de MacArthur. La Quinta Fuerza Aérea había
experimentado una gran mejora tras la llegada del nuevo
comandante, el general George C. Kenney. Entre las
reformas llevadas a cabo por Kenney estaba la orden de que
los bombarderos medios B-25 dejaran de bombardear a
gran altura, unas acciones que se habían revelado
totalmente inefectivas contra los barcos. Por el contrario,
debían atacar a baja altitud, con sus nuevas ametralladoras
colocadas en la parte delantera para disuadir a los artilleros
de las baterías antiaéreas de los barcos y luego soltar sus
bombas sobre un flanco de la nave.
La batalla del mar de Bismarck empezó con los
ataques, volando a baja altitud, de los Beaufighter
australianos, seguidos por unos bombardeos a gran altura
que hundieron un barco de transporte y dañaron otros. Los
Zero japoneses que proporcionaban cobertura aérea al
convoy tuvieron que enfrentarse a los recién llegados P-38
Lightning estadounidenses, que los pusieron fácilmente
fuera de combate. Durante los dos días siguientes, el
convoy nipón avanzó a duras penas por el estrecho de
Vitiaz, rumbo a Nueva Guinea. Al tercer día, los pilotos de
Kenney probaron por primera vez una técnica nueva para
ellos: el «bombardeo de rebote». Tras otro fulgurante
ataque de los Beaufighter para destruir los cañones
antiaéreos, los B-25 y los A-20 entraron en escena
soltando sus bombas de detonación retardada para que
estallaran dentro del barco. El efecto fue devastador. Los
siete barcos de transporte que quedaban se fueron a pique
junto con cuatro destructores. Como se pensaba que los
japoneses nunca se rendían, veloces lanchas torpederas
«PT» y cazas disparaban contra los botes salvavidas y los
hombres que nadaban en el agua. Perdieron la vida unos tres
mil japoneses. Con la técnica del «bombardeo de rebote»
los Estados Unidos habían encontrado su solución letal
para la guerra en alta mar, y Japón no fue capaz de reforzar
ni de abastecer de provisiones a sus guarniciones excepto
con submarinos o incursiones nocturnas llevadas a cabo
por destructores. En muchos lugares las tropas niponas
comenzaron a pasar hambre.
El almirante Yamamoto puso el máximo empeño en
reforzar a sus tropas de la región. Fueron enviados otros
doscientos aviones a Rabaul y a la isla de Bougainville, de
las Salomón occidentales, para doblar el número de
aparatos aéreos presentes en la zona. Yamamoto voló a
Rabaul para supervisar las operaciones. El 17 de abril, en el
que sería el ataque japonés de mayor envergadura después
de Pearl Harbor, bombarderos en picado japoneses,
escoltados por cazas Zero, se lanzaron sobre Guadalcanal y
Tulagi. Y durante los días siguientes, la aviación nipona se
dedicó a bombardear Port Moresby y la bahía de Milne, en
el extremo oriental de Papúa.
El 14 de abril, los americanos interceptaron un
mensaje por radio que indicaba que Yamamoto iba a volar
de Rabaul a Bougainville el día 18. El almirante Nimitz
pidió y recibió la autorización de Washington para tender
una emboscada. Sabía la hora de llegada a Bougainville. En
Guadalcanal, en Campo Henderson, se mantenían a la
espera dieciocho «diablos de dos colas» P-38 Lightning.
Mientras la mayoría de ellos se enfrentaba a los cazas Zero
de escolta, los restantes fueron a por los dos bombarderos
japoneses, en uno de los cuales viajaba Yamamoto. El
teniente Thomas Lanphier partió el ala del avión del
almirante, que se precipitó para estrellarse en la isla. El
otro bombardero cayó en el mar. El cadáver carbonizado
del comandante en jefe de la Armada Imperial de Japón fue
recuperado más tarde en la jungla por un pelotón de
soldados japoneses enviado en su búsqueda. El 5 de junio,
las cenizas de Yamamoto recibieron funeral de estado en
Tokio.
La Operación Cartwheel, esto es, el avance hacia
Rabaul, comenzó el 30 de junio. Un regimiento de la 41.ª
División a las órdenes de MacArthur desembarcó en Nueva
Guinea, cerca de Lae. Algunas lanchas de desembarco
encallaron debido al fuerte oleaje, y el rechinante ruido de
sus motores, que los pilotos aceleraban para intentar salir
de allí, sonaba en la oscuridad como el de unos tanques
desembarcando. Las tropas japonesas huyeron a la jungla, e
inmediatamente pudo establecerse una cabeza de playa. Ese
mismo día, los americanos desembarcaron en las dos islas,
Kiriwina y Woodlark, situadas a unos quinientos
kilómetros al sur de Rabaul. No encontraron resistencia, y
pudieron construirse los aeródromos necesarios para que
las escuadrillas de cazas P-38 Lightning estuvieran a una
distancia apropiada para atacar la gran base japonesa.
También el 30 de junio los barcos del almirante
Halsey desembarcaron a diez mil soldados en Nueva
Georgia, una de las islas Salomón situada al noroeste de
Guadalcanal. Los estadounidenses ya habían mejorado
notablemente sus técnicas de desembarco, utilizando
muchos más vehículos anfibios, como el amtrac o el
DUKW. Contaban con un enorme apoyo aéreo de
Guadalcanal, pero la espesa jungla de Nueva Georgia era
mucho más difícil de penetrar de lo que habían imaginado
los planificadores de la operación. La jungla comenzó a
agotar y a desorientar a los soldados que acababan de llegar
con la 43.ª División, y cuando caía la noche sus ruidos los
asustaban constantemente. Un regimiento tardó tres días en
recorrer apenas un kilómetro y medio. Como no habían
aprendido aún los trucos del combate en la jungla,
fácilmente se sentían hostigados y aterrorizados por las
acciones que emprendían pequeños grupos de soldados
japoneses desde su base de Munda, en el extremo
occidental de la isla. Antes de librar la primera batalla, casi
la mitad de la fuerza sucumbió a la fatiga de combate.
Halsey tuvo que destituir a varios comandantes y enviar
tropas nuevas, aumentando las fuerzas terrestres a cuarenta
mil efectivos.
La lentitud del avance había permitido la llegada por la
noche de refuerzos japoneses, que vieron aumentadas sus
fuerzas a unos diez mil hombres. El primer intento del
contraalmirante Walden Ainsworth de interceptar a esos
convoyes nocturnos fue al principio un éxito, pues logró
hundir el buque insignia japonés Jintsu. Pero mientras sus
barcos trataban de completar la acción, un destructor fue
hundido y tres cruceros acabaron gravemente dañados por
unos buques de guerra nipones que utilizaron sus letales
torpedos Tipo 93 (los llamados Long Lance), que eran
mucho más efectivos que cualquiera de los que podía haber
en el arsenal americano.
Durante aquellas batallas nocturnas, la lancha
torpedera PT 109, a las órdenes del teniente John F.
Kennedy, fue alcanzada por un destructor nipón. Kennedy
consiguió conducir a los supervivientes hasta tierra firme, a
una isla de las inmediaciones. Gracias a un observador
costero australiano pudieron ser rescatados seis días
después. El 6 de agosto, en otra emboscada en alta mar,
seis destructores americanos localizaron por radar la
posición de cuatro destructores japoneses llenos de
soldados. Los buques de guerra estadounidenses esperaron
a que las embarcaciones enemigas estuvieran a tiro y
dispararon veinticuatro torpedos. Solo uno de los barcos
nipones consiguió escapar. Los otros tres se fueron a pique
con novecientos soldados a bordo.
Las tropas de refuerzo japonesas que pudieron llegar a
Nueva Georgia fueron utilizadas en una triple
contraofensiva, logrando con una de ellas rodear el cuartel
general de la 43.ª División. Solo el magnífico escudo
creado por la artillería americana, que supo elegir
perfectamente el blanco de sus objetivos, disparando sus
bombas alrededor de todo el perímetro defensivo,
consiguió repeler el ataque de los japoneses.
El avance hacia Munda resultaba mucho más difícil de
lo que habían imaginado los americanos. Los japoneses
habían construido una serie de búnkeres perfectamente
camuflados en la jungla. Al final, tras recurrir a una
combinación de artillería, morteros, lanzallamas y tanques
ligeros, los búnkeres fueron destruidos, y el aeródromo de
Munda fue ocupado el 5 de agosto. La batalla de Nueva
Georgia fue una experiencia aleccionadora, en la que fue
necesario disponer de una superioridad numérica de cuatro
a uno, por no hablar del masivo apoyo aéreo y naval,
imprescindible para asegurar la isla.
El estado mayor de Halsey, conmocionado por el
tiempo y el esfuerzo que había supuesto la operación,
revisó su estrategia. Decidió que, en vez de ocupar paso a
paso las islas Salomón, podían «saltarse» las que estuvieran
fuertemente defendidas, construir aeródromos en las
inmediaciones y aislar con la ayuda de las fuerzas navales y
aéreas a las guarniciones japonesas que dejaran atrás. Así
pues, el siguiente objetivo ya no sería Kolombangara, sino
Vella Lavella, una isla con escasas defensas. Este hecho
obligó a los japoneses a evacuar Kolombangara, donde
hacía poco habían llegado más refuerzos.
En prácticamente todas las islas que iban
asegurándose, la principal prioridad era establecer un
aeródromo. Los batallones de construcción e ingeniería
naval (los Seabees, por la pronunciación en lengua inglesa
de la sigla CBs, Construction Battalions, y cuya
traducción literal sería «abejas de mar») dinamitaban la
jungla, allanaban el terreno con la ayuda de máquinas como
el bulldozer, colocaban unas chapas metálicas perforadas,
llamadas por los americanos «Marston mats» y las cubrían
de coral triturado. A veces, si desembarcaban justo a
continuación del primer grupo de marines, podían tener
preparada una nueva pista de aterrizaje en menos de diez
días. Un oficial comentaría refiriéndose a esos hombres
extraordinariamente duros e ingeniosos que «olían como
cabras, vivían como perros y trabajaban como mulas».1 Su
contribución a la guerra en el Pacífico fue considerable.
En Nueva Guinea, mientras tanto, las tropas
americanas y australianas de MacArthur se encargaron de
tomar la base japonesa de Lae antes de ocupar la península
de Huon. El 503.° Regimiento de Infantería Paracaidista de
los Estados Unidos saltó sobre el aeródromo de Dadzab, al
oeste de Lae, y al día siguiente los aviones de transporte C-
47 comenzaron a desembarcar a los hombres de la 7.ª
División Australiana. Con la llegada por el este de la 9.ª
División Australiana, la ciudad quedó condenada, cayendo
en manos de los Aliados a mediados de septiembre. La
península de Huon, sin embargo, sería un objetivo mucho
más difícil. Los japoneses, decididos a resistir el mayor
tiempo posible para proteger la ciudad de Rabaul, situada al
otro lado del estrecho de Vitiaz, no fueron expulsados de la
costa hasta octubre, y se tardó otros dos meses en echarlos
de las montañas de las inmediaciones.
En noviembre, las fuerzas de Halsey desembarcaron
en Bougainville, la última isla importante que quedaba antes
de Rabaul. Los manglares, la espesa jungla y la cadena
montañosa representaban un obstáculo todavía más difícil
de superar que el terreno de Nueva Georgia. Además, la
guarnición japonesa de cuarenta mil hombres contaba con
el apoyo de cuatro aeródromos. Lo primero que hizo
Halsey fue emprender una serie de ataques de diversión
contra las islas vecinas, para luego desembarcar dos
divisiones en la costa occidental de la isla, en un lugar con
escasas defensas, y lanzar una gran ofensiva aérea contra
Rabaul, en el curso de la cual fueron destruidos más de un
centenar de aviones japoneses. Los nuevos y veloces cazas
F4U Corsair empezaban a demostrar su poderío. Los
japoneses perdieron a la mayoría de sus pilotos más
expertos, y su caza Zero, que se había erigido en el
vencedor indiscutible de los combates aéreos en 1941, ya
estaba obsoleto. Tras dos días de incursiones, el flamante
comandante en jefe de la Flota Combinada, el almirante
Koga Mineichi, ordenó que todos sus buques se retiraran
de Rabaul y pusieran rumbo a Truk, su base principal en el
Pacífico, situada a unos mil trescientos kilómetros al
norte.
El general Hyakutake, comandante del XVII Ejército
de Bougainville, creyó que el desembarco en la costa
occidental de la isla era simplemente otro movimiento de
diversión, por lo que no contraatacó. Este hecho permitió
que los americanos tuvieran la oportunidad de establecer un
gran perímetro defensivo con óptimas defensas antes de
que Hyakutake se diera cuenta de su gravísimo error.
El 15 de diciembre, la vanguardia de MacArthur
desembarcó en la costa meridional de Nueva Bretaña. Once
días después, la 1.ª División de Infantería de Marina, con
energías renovadas tras su prolongado descanso en
Melbourne, desembarcó en Cabo Gloucester, promontorio
situado al suroeste de la isla. Para MacArthur, ocupar este
sector era vital porque permitiría asegurar el flanco de la
ruta que quería tomar para invadir Filipinas.
Los marines desembarcaron en una playa de arena
volcánica negra el día después de Navidad, no sin antes
haber recibido de su comandante las siguientes
instrucciones: «No apretéis el gatillo hasta que tengáis
carne a la vista. Y cuando lo hagáis, derramad sangre,
derramad sangre amarilla».2 Era la estación de las lluvias,
con mucho barro, una humedad sofocante, putrefacción,
sanguijuelas y úlceras tropicales, y en la que las misiones
de patrulla y las escaramuzas se desarrollaban en medio de
una lluvia tan intensa que la visibilidad se veía
drásticamente reducida. Una vez asegurado después de
duros combates un elemento clave, la Cota 660, desde la
que se dominaba el aeródromo, Cabo Gloucester estuvo
totalmente controlado por los Aliados. A partir de ese
momento, Rabaul podía ser bombardeada desde diversas
direcciones, aunque había perdido su importancia tras la
partida de la flota japonesa. Pero las fuerzas de MacArthur
aún tenían que terminar de despejar de japoneses la costa
septentrional de Nueva Guinea.
Mientras MacArthur estaba cada vez más cerca de
cumplir su sueño de gloria en las Filipinas, Nimitz
empezaba su avance hacia el norte, en dirección a Japón,
isla por isla a través del Pacífico central. Tenía a sus
órdenes la Quinta Flota del vicealmirante Spruance,
enormemente reforzada tras la llegada de portaaviones
rápidos de la clase Essex con un centenar de aviones cada
uno, así como de portaaviones ligeros de la clase
Independence con cincuenta aparatos aéreos. El gran
poderío de esta flota de portaaviones suponía que la
invasión de las islas Gilbert, el primer archipiélago que
había que ocupar, pudiera llevarse a cabo sin tener que
depender de la cobertura aérea proporcionada desde bases
terrestres. Esos atolones, en los que solo había poco más
que palmeras, parecían unos objetivos idílicos en
comparación con las grandes islas del Pacífico sur, con sus
espesas junglas, sus manglares y sus cadenas montañosas.
Pero los planificadores de las operaciones subestimaron
los problemas que representaban tantos arrecifes de coral a
su alrededor.
El 20 de noviembre, la 2.ª División de Infantería de
Marina asaltó el atolón Tarawa. Tres acorazados, cuatro
cruceros pesados y veinte destructores bombardearon las
posiciones y la pista de aterrizaje de los japoneses. Los
bombarderos en picado Dauntless también entraron en
acción, y los marines que contemplaban las continuas
explosiones se sintieron muy animados. Parecía como si
toda la isla estuviera saltando por los aires. Pero los
búnkeres japoneses, construidos con hormigón y troncos
de palmera, se revelarían mucho más resistentes de lo que
habían imaginado los comandantes americanos. Los
vehículos anfibios y las lanchas de desembarco tardaron
más tiempo de lo previsto en alcanzar la costa. Cesaron los
bombardeos, y debido a unos problemas de comunicación
en el buque insignia estadounidense Maryland, se produjo
una larga pausa que permitió a los japoneses recuperarse y
reforzar el sector amenazado. Pero el error más grave lo
cometió el almirante Turner, el obstinado comandante de la
fuerza operacional, que se negó a escuchar las advertencias
de un oficial británico retirado que había hecho un estudio
de las mareas en la isla. Contando con el apoyo del oficial
al mando de los marines, había informado a Turner de que
en aquella época del año sus lanchas de desembarco no
tendrían el metro veinte de calado necesario para no
embarrancar.
Los primeros vehículos anfibios lograron superar el
arrecife, pero inmediatamente se convirtieron en objetivo
del fuego incesante del enemigo. Bloqueados por un
pequeño malecón, recibieron una lluvia de granadas de la
infantería japonesa. Un marine jugador de béisbol
consiguió coger cinco granadas seguidas y devolvérselas a
los nipones, pero la sexta le arrancó una mano. Las lanchas
de desembarco que venían detrás quedaron atrapadas en los
arrecifes, convirtiéndose en blancos fáciles. Enseguida se
puso en marcha entre la playa y el arrecife un caótico
servicio de transporte con los vehículos anfibios que no
habían sido alcanzados por el enemigo. Los marines que
alcanzaban la playa eran recibidos con una lluvia de
disparos. Las radios, completamente empapadas de agua de
mar, no funcionaban, por lo que no podía establecerse
comunicación con los buques.
Al caer la noche habían desembarcado sanos y salvos
unos cinco mil hombres, pero a un precio horrible:
alrededor de mil quinientas bajas y un gran número de
vehículos anfibios carbonizados. Los cadáveres cubrían
literalmente la playa, y muchos flotaban entre las olas
como restos de un naufragio. Durante la noche soldados de
la infantería japonesa se introdujeron en algunos de los
vehículos anfibios destruidos, y otros alcanzaron a nado los
que estaban encallados en la bahía, para convertirlos en
posiciones defensivas desde las que poder atacar a los
marines de la playa por la espalda. Un grupo de artilleros se
había guarnecido en un barco de carga japonés que había
quedado inutilizado, y luchaban desde allí.
El mismo patrón volvió a repetirse prácticamente de
manera idéntica al día siguiente al amanecer, cuando
trataron de desembarcar tropas de refuerzo. Pero, por
fortuna para los marines, otro batallón que había despejado
la costa noroccidental de la isla enseguida recibió el
refuerzo de tanques. El encarnizado combate al final
empezó a perder intensidad, pero después de que los
marines fueran bunker por bunker, sirviéndose de una
combinación de cargas explosivas, gasolina y lanzallamas
que acabó reduciendo al enemigo a poco más que un
montón de esqueletos carbonizados. Algunos japoneses
acabaron enterrados vivos en el interior de sus búnkeres
cuando un bulldozer blindado cubrió totalmente de arena
las rendijas por las que disparaban y respiraban.
La batalla concluyó al finalizar el tercer día de
combate con una carga suicida en masa inspirada por la
ideología gyokusai de «muerte antes que deshonor» para
no caer prisionero. Los marines respondieron a sus
agresores con brutal regocijo.3
Aproximadamente cinco mil soldados japoneses y
obreros de la construcción coreanos murieron a lo largo de
tres días. Y el precio que hubo que pagar por conquistar una
sola de aquellas diminutas islas —más de mil muertos y
unos dos mil heridos— conmocionó a los comandantes
americanos y a la opinión pública en los Estados Unidos,
horrorizada por las fotografías en las que aparecían tantos
cadáveres de marines. Pero las pérdidas impulsaron a los
planificadores a introducir numerosas mejoras en futuras
operaciones, como, por ejemplo, la utilización de equipos
submarinos de demolición y de vehículos anfibios con un
blindaje más resistente y la revisión exhaustiva y completa
de todas las comunicaciones y todos los informes de los
servicios de inteligencia antes de llevar a cabo un
desembarco. También volvieron a evaluarse las
limitaciones que suponían las bombas y los explosivos
detonantes utilizados por la artillería naval. Para búnkeres
como los de Tarawa, era necesario disponer de proyectiles
perforadores de blindaje.

En la primavera de 1943 Roosevelt y Marshall ya habían


consolidado su estrategia para China. Como preferían una
ofensiva aérea, seguían rechazando los argumentos de
Stilwell, que abogaba por un gran despliegue de las fuerzas
terrestres aliadas para derrotar a los japoneses en China. Su
principal prioridad era organizar la XIV Fuerza Aérea de
Chennault en China continental. La idea era que esta
formación estuviera en grado de atacar los barcos
japoneses que navegaban por el mar de China Meridional y
de realizar incursiones contra las bases de suministros
japonesas para ayudar a la marina estadounidense en el
Pacífico. Pero había un fallo en su plan. Era evidente que
los éxitos de Chennault acabarían provocando una reacción
japonesa, y sin unas fuerzas chinas suficientemente fuertes
para defender sus aeródromos, la campaña de la XIV Fuerza
Aérea acabaría en fracaso. Los ejércitos de Yunnan de
Chiang Kai-shek debían ser reforzados con ese fin, pero
solo recibieron unos cuantos pertrechos. El grueso de las
primeras cuatro mil setecientas toneladas de suministros
estaba destinado a Chennault, y la promesa de Roosevelt de
que los aviones de transporte cruzarían la «Joroba» del
Himalaya para traer diez mil toneladas al mes era, por
decirlo suavemente, muy optimista.
En mayo los japoneses lanzaron su cuarta ofensiva
contra Changsha, en la provincia de Hunan, con un
desembarco anfibio en la costa del lago Tungting. Otro
ataque desde Hupeh, más al sur, indicaba que se trataba de
una operación de envolvimiento para capturar una
importante región rica en arrozales. Los B-24 Liberator de
la XIV Fuerza Aérea de Chennault bombardearon los
centros de suministros japoneses y los trenes que llegaban
con refuerzos. Los Liberator y sus escoltas de cazas
derribaron veinte aviones nipones, levantando la moral de
las tropas nacionalistas de tierra.
Aunque las pérdidas de los nacionalistas habían sido
muy superiores a las de los japoneses, las fuerzas de
Chiang Kai-shek repelieron el ataque de los nipones,
obligándolos a retroceder. En la provincia de Shantung, al
sur de Pekín, una división nacionalista china que se
encontraba en la zona controlada por los japoneses se vio
atacada por formaciones niponas y por unidades
comunistas chinas.
El gobierno nacionalista de Chungking había roto
relaciones diplomáticas con la Francia de Vichy, y el
régimen títere de Wang Jingwei había declarado la guerra
tanto a los Estados Unidos como a Gran Bretaña. Las
autoridades de Vichy también se vieron obligadas a ceder
las concesiones de Francia en China a Wang Jingwei. La
numerosa comunidad de rusos blancos de Shanghai, que
había colaborado estrechamente con los japoneses, estaba
cada vez más deprimida por la victoria de la Unión
Soviética en Stalingrado. El odiado régimen soviético
parecía más fuerte que nunca, y la guerra, tanto en el
Pacífico como en el frente oriental, empezaba a seguir
unos derroteros muy distintos a los previstos. La idea de
una Shanghai comunista ya no era una posibilidad
descabellada. Los japoneses habían dejado prácticamente
de hostigar a las fuerzas de Mao Tse-tung en el noroeste, y
si llegaba el Ejército Rojo después de derrotar a Alemania,
los comunistas chinos se harían con el poder.4
El baile de sombras de la diplomacia siguió adelante.
Tokio anunció que a Birmania iba a concedérsele la
independencia como parte de la Esfera de Coprosperidad
de la Gran Asia Oriental. En consecuencia, su gobierno
títere tuvo que declarar la guerra a los Estados Unidos y a
Gran Bretaña. Y en un intento más por apoyar su afirmación
de que luchaba contra el colonialismo, el gobierno japonés
creó un Ejército Nacional Indio, que Subhas Chandra Bose
se encargó de organizar y formar con prisioneros de guerra
de origen indio reclutados en los campos de internamiento
japoneses.
Los enfrentamientos entre Stilwell y Chennault se
habían vuelto aún más ásperos a lo largo de aquella
primavera. Para consternación de los oficiales aliados, su
enemistad había empezado a lastrar el esfuerzo de guerra.
Brooke calificaba a Stilwell de «chiflado inútil sin
imaginación», y a Chennault de «aviador muy intrépido
pero con muy poco seso».5 Stilwell se había creado un
enemigo también en Chiang Kai-shek tras manifestarse a
favor del envío de ayuda a los comunistas chinos. Chiang
estaba furioso porque los comunistas de Mao Tse-tung se
negaban a integrarse en el orden de batalla de los
nacionalistas. Stilwell afirmaba que combatían con mayor
arrojo a los japoneses, lo que encolerizaba todavía más a
Chiang. Los servicios de inteligencia británicos, sin
embargo, estaban convencidos de que los comunistas
habían llegado secretamente a un acuerdo con los
japoneses, en virtud del cual los dos bandos limitaban las
operaciones que pudieran enfrentarlos. Mao quería
dosificar el uso de sus tropas y sus pocos pertrechos para
estar preparado para la guerra civil que iba a estallar
inevitablemente una vez derrotados los japoneses. Y lo
mismo quería, por supuesto, Chiang.
En mayo de 1943, para tratar de poner fin a su
enfrentamiento, Stilwell y Chennault fueron invitados a
entrevistarse con Roosevelt justo antes de que se celebrara
la conferencia «Tridente» en Washington. Roosevelt
confirmó la prioridad de la ofensiva aérea de Chennault
desde China, pero también autorizó que Stilwell
prosiguiera su campaña para reconquistar el norte de
Birmania. El presidente tenía la virtud de evitar
enfrentamientos entre comandantes permitiendo que dos
opciones distintas se desarrollaran a la vez, como hizo con
MacArthur y la Marina de los Estados Unidos al autorizar
la estrategia de «Dos Ejes» en el Pacífico.
En julio se propuso poner en marcha la Operación
Bucanero, un desembarco masivo de tropas en la costa de
Birmania, con el objetivo de expulsar a los japoneses del
golfo de Bengala. Chiang Kai-shek apoyó la idea, pero no
se equivocó cuando sospechó que los aliados no estaban
preparados para poner en juego un gran contingente de
fuerzas terrestres en el sudeste del continente asiático. No
es de extrañar que lo que menos le gustara del plan fuera
tener que ceder tropas para conquistar Birmania, mientras
los americanos y los británicos concedían tan poca
importancia a sus fuerzas en China. En cualquier caso, la
falta de barcos impidió que la operación Bucanero se
hiciera realidad.
Las relaciones con Chiang Kai-shek no mejoraron
precisamente cuando a mediados de agosto se acordó en el
curso de la conferencia «Cuadrante» celebrada en Quebec
la creación del Mando Aliado del Sudeste Asiático, o
SEAC por sus siglas en inglés, con el vicealmirante lord
Louis Mountbatten como comandante supremo. Brooke,
que no tenía muy buena opinión de la capacidad de
Mountbatten, comentaría que iba a necesitar a un jefe de
estado mayor sumamente inteligente para ayudarlo en su
misión. Y para este puesto fue elegido el teniente general
sir Henry Pownall. Sin embargo, Mountbatten también
contaría con otro ayudante, «Vinegar Joe» Stilwell, que lo
detestaba. Mountbatten, un aristócrata sofisticado y
encantador que sabía sacar partido de su parentesco con la
familia real británica, poseía un talento especial para las
relaciones públicas, pero no dejaba de ser un ruinoso
comandante cuyo vertiginoso ascenso no correspondía a
sus capacidades.
Chiang Kai-shek recibió con horror la noticia de que
sus tropas iban, pues, a servir en Birmania a las órdenes de
los británicos. Quiso solicitar que Stilwell, cada vez más
problemático, fuera retirado de China, pero luego, en
octubre, cambió de opinión porque se dio cuenta de que,
sin él, probablemente los americanos dejarían de apoyar a
sus fuerzas en China. Curiosamente, este cambio radical de
postura recibió el apoyo de Mountbatten, que temía que la
retirada de Stilwell aumentara los temores de la prensa
americana de que los británicos pretendían controlar solos
el sudeste asiático. Los oficiales estadounidenses ya
empezaban a bromear diciendo que SEAC era en realidad la
sigla de «Save England's Asian Colonies» («Salvemos las
colonias asiáticas de Inglaterra»). Stalin se habría divertido
mucho si hubiera tenido conocimiento de todos los
pormenores de las rivalidades y antipatías personales que
mellaban la estrategia aliada.
Antes de la celebración de la conferencia
«Cuadrante», Brooke había recibido todavía con más horror
la idea de Churchill de que Orde Wingate, que acababa de
ser ascendido a general de brigada, fuera nombrado
comandante del ejército. Ya en abril, el primer ministro
británico no había visto con buenos ojos los planes para
Birmania de sus estrategas, comentando que «también
podría uno comerse un puerco-espín púa a púa».6 Y, sin
embargo, como era típico en él, ya empezaba a observar
con agrado la idea de poner en marcha operaciones no
convencionales tras las líneas japonesas enemigas.
Wingate, cristiano fundamentalista y visionario
ascético al que el general Slim comparaba con Pedro el
Ermitaño, no era un charlatán. Es harto probable que fuera
un maníaco depresivo, y había intentado suicidarse
cortándose el cuello. No era fácil relacionarse con él.
Trataba a sus hombres con dureza; de hecho, no sentía
misericordia ni siquiera con los heridos, pero era igual de
severo consigo mismo. Era un tipo barbudo y desaliñado,
que llevaba siempre un salacot que parecía demasiado
grande para él. Evidentemente, su imagen no correspondía a
la de un alto oficial británico de artillería. Se paseaba
desnudo, comía cebollas crudas, filtraba el té con sus
calcetines y a veces llevaba un despertador colgado de una
cuerda alrededor del cuello. Se había ganado la fama de ser
todo un maestro de la guerra no convencional,
especialmente tras haber organizado en Palestina
«escuadrones nocturnos especiales» formados por judíos
para responder a las agresiones de los árabes, y por su
manera de liderar la Fuerza Gedeón en Etiopía. Churchill
siempre había recibido con agrado cualquier idea no
convencional, y parecía que Wingate iba a ofrecer una
solución para salir de la situación de estancamiento en la
que se encontraba el norte de Birmania.
En la India, en 1942, Wingate había sugerido a Wavell
enviar a la retaguardia japonesa varias columnas de
soldados, apoyadas por lanzamientos paracaidistas, para que
se dedicaran a atacar las líneas de suministros y las
comunicaciones enemigas. En febrero de 1943, tuvo la
primera oportunidad de probar sus teorías. Con la 77.ª
Brigada dividida en dos grupos, subdivididos a su vez en
varias columnas, las fuerzas de Wingate cruzaron el río
Chindwin. Cada destacamento disponía de una unidad de
reconocimiento de los Fusileros de Birmania, y llevaba
raciones de comida, munición, ametralladoras y morteros,
todo ello transportado por mulas.
En la tercera semana de marzo, la mayoría de las
columnas Chindit de Wingate se encontraban al otro lado
del Irrawaddy, pero el contacto por radio resultaba cada vez
más difícil, al igual que la localización de las provisiones y
pertrechos lanzados en paracaídas, pues dos divisiones
japonesas las hostigaban constantemente obligándolas a
mantenerse en continuo movimiento. Debido a la falta de
alimentos, sus hombres empezaron a sacrificar las mulas
para comerlas, lo que comportó el abandono de buena parte
de su equipamiento. Las columnas de Wingate no tardaron
en emprender la retirada sin haber podido cortar la
carretera que unía Mandalay y Lashio, perdiendo en el
proceso casi un tercio de los tres mil efectivos que habían
comenzado la operación. Se aplicó rígidamente la
disciplina: algunos hombres fueron castigados con azotes,
y se llevaron a cabo incluso unas cuantas ejecuciones. Un
gran número de heridos y enfermos tuvo que quedarse
atrás. De los que regresaron, todos ellos exhaustos, con
fiebre y desnutridos, unos seiscientos tardarían muchos
meses en poder reincorporarse a filas.
Esta larga y penosa aventura probablemente no fuera
un éxito, pero supuso un verdadero estímulo para levantar
la moral del XIV Ejército de Slim y de la opinión pública
británica, debido al gran optimismo que desprendían sus
informes. Con ella se aprendieron lecciones importantes,
sobre todo la necesidad de despejar debidamente las zonas
de lanzamiento y de nivelar las pistas de aterrizaje en la
jungla. Cuando los Aliados estuvieran en posición de
ofrecer suficientes medios de transporte y cobertura aérea
de los cazas, ese tipo de operaciones tendría su
recompensa. Pero la primera penetración a gran escala tras
las líneas enemigas tuvo una consecuencia mucho más
importante. Provocó que los japoneses prepararan una gran
ofensiva para la primavera de 1944, ofensiva que daría lugar
a las batallas decisivas de la campaña de Birmania.
31
LA BATALLA DE KURSK
(abril-agosto de 1943)

Rara vez una gran ofensiva ha resultado tan evidente para el


enemigo como la «Operación Ciudadela» de los alemanes
que pretendía dejar incomunicada a la avanzadilla soviética
instalada en los alrededores de Kursk. Los altos mandos de
Stalin calcularon que los alemanes solo podrían permitirse
un gran ataque, y la bolsa o saliente de Kursk era a todas
luces el sector más vulnerable de sus líneas. Zhukov y
Vasilevsky lograron persuadir a su impaciente líder de que
la mejor estrategia era prepararse para esa doble
acometida, frustrarla con una buena defensa y luego
lanzarse ellos mismos a la ofensiva.1
La concentración de fuerzas alemanas en abril de
1943 fue observada cuidadosamente por los vuelos de
reconocimiento, por los destacamentos de partisanos
situados detrás de las líneas y por los agentes soviéticos.
Los ingleses les hicieron llegar un aviso basado en una
interceptación de Ultra, pero oportunamente disfrazado
para ocultar su fuente. El espía soviético John Cairncross
suministró muchos más detalles. Pero la incertidumbre de
Moscú se debió a las reiteradas dilaciones de los alemanes.
El Generalfeldmarschall von Manstein quería que la
operación se lanzara a primeros de mayo, en cuanto
acabaran las lluvias de primavera, pero Hitler estaba
nervioso, cosa poco habitual en él, y los retrasos fueron
acumulándose.
El Führer estaba jugándose prácticamente todas sus
reservas en aquella gigantesca jugada cuya finalidad era
reducir el frente y volver a tomar la iniciativa,
convenciendo de paso a aquellos de sus aliados que
empezaban a dudar tras la derrota de Stalingrado y la
retirada del Cáucaso. «La victoria en Kursk será un faro que
ilumine a todo el mundo», proclamaba Hitler en su orden
de 15 de abril.2 Pero cuando se produjo la victoria de los
Aliados en Túnez empezó a estudiar angustiosamente el
mapa de Sicilia e Italia. «Cuando pienso en ese ataque»,
dijo a Guderian, «se me revuelve el estómago».3
Muchos oficiales de alta graduación tenían sus dudas
sobre la ofensiva. Para compensar su inferioridad
numérica, el ejército alemán había confiado siempre en la
mejor de sus habilidades: llevar a cabo un Bewegungskrieg
o guerra en movimiento. Pero daba la impresión de que la
Ofensiva de Kursk podía acabar convirtiéndose en una
batalla de desgaste. Como sucede en una partida de ajedrez
en la que uno ha perdido ya varias piezas, los riesgos se
multiplican en el momento en que se pierde la iniciativa y
se intenta atacar de nuevo. La reina del ejército alemán, sus
fuerzas acorazadas, estaba a punto de verse metida en una
pelea más peligrosa para la Wehrmacht que para el Ejército
Rojo, que en aquellos momentos gozaba de superioridad
numérica y armamentística.
Los oficiales de estado mayor del OKW empezaron a
manifestar sus dudas sobre la idea que se ocultaba tras la
Operación Ciudadela, pero, absurdamente, eso mismo hizo
que Hitler se mostrara más decidido a seguir adelante. Los
planes de la operación cobraron impulso por sí solos.
Hitler se sentía incapaz de dar marcha atrás. Despreció los
informes de los vuelos de reconocimiento que hablaban de
la fuerza de las defensas soviéticas, aduciendo que eran
exagerados. Pero, pese a los deseos de Manstein de llevar a
cabo un ataque lo antes posible, la Operación Ciudadela fue
pospuesta todavía varias veces para permitir que llegaran al
frente más tanques, como por ejemplo los nuevos Mark V
Panther, cuya disponibilidad se había demorado a causa de
los bombardeos. Al final la gran ofensiva no empezó hasta
el 5 de julio.
El Ejército Rojo no desperdició el respiro que se le
concedió. Sus formaciones y unos trescientos mil civiles
movilizados fueron puestos a trabajar en la construcción de
ocho líneas de defensa, con profundas zanjas para los
tanques, búnkeres subterráneos, campos de minas,
alambradas de espino y más de nueve mil kilómetros de
trincheras. Al estilo típicamente soviético, a cada soldado
se le asignaba la tarea de cavar cinco metros de trinchera
cada noche, pues resultaba demasiado peligroso hacerlo de
día. En algunos lugares las defensas llegaban casi a los
trescientos kilómetros en la retaguardia. Todos los civiles
que no participaran en las labores de cavado de las
trincheras y que vivieran a veinticinco kilómetros del
frente fueron evacuados. Por la noche se mandaban
patrullas de reconocimiento para capturar alemanes con
vistas a su ulterior interrogatorio. Esos grupos estaban
formados por hombres seleccionados por su corpulencia y
por su fuerza, para que se apoderaran sin dificultad de
cualquier centinela o soldado encargado de llevar las
raciones de comida. «A cada patrulla de reconocimiento se
le asignaba un par de zapadores que debían guiar a sus
compañeros a través de nuestros campos de minas y abrir
para ellos un pasillo entre las trampas explosivas
alemanas».4
Pero lo más importante es que en la retaguardia de la
bolsa se reunió una gran fuerza estratégica de reserva
llamada Frente de la Estepa, al mando del coronel general
I.S. Konev. Incluía al V Ejército de Tanques de la Guardia,
cinco ejércitos de fusileros, otros tres cuerpos de tanques
y mecanizados y tres cuerpos de caballería. En total el
Frente de la Estepa estaba compuesto por casi quinientos
setenta y cinco mil hombres, y contaba con el apoyo del V
Ejército del Aire. Los movimientos y las posiciones de
estas formaciones fueron mantenidos en secreto en la
medida de lo posible, para engañar a los alemanes en lo
tocante a los preparativos del Ejército Rojo, que pretendía
llevar a cabo un poderoso contraataque. Otras medidas de
decepción incluían la concentración de más fuerzas en el
sur y la construcción de aeródromos falsos para dar a
entender que estaban haciéndose preparativos para una
ofensiva en esa zona.
Normalmente una fuerza atacante necesita contar con
una superioridad de tres a uno sobre los defensores, pero
en julio de 1943 la situación existente era la inversa. Los
grupos de ejército soviéticos implicados —el Frente
Central de Rokossovsky, el Frente de Voronezh de Vatutin,
el Frente del Sudoeste de Malinovsky y el Frente de la
Estepa de Konev— sumaban en total un millón novecientos
mil hombres. Las fuerzas alemanas que participaron en la
Operación Ciudadela no pasaban de setecientas ochenta
mil. Semejante situación supone que la apuesta era
tremenda.
Los alemanes cifraban todas sus esperanzas en las
cuñas de blindados, con la utilización de compañías de
tanques Tiger como puntas de lanza para abrir un hueco en
las líneas defensivas soviéticas. El II Cuerpo Panzer de la
SS, que había reconquistado Kharkov y Belgorod en el mes
de marzo, estaba reconstruyéndose. Reforzada
principalmente por personal de tierra de la Luftwaffe, la I
División Panzer SS Leibstandarte Adolf Hitler sometió a
las tropas recién llegadas a un programa intensivo de
adiestramiento. El SS Untersturmführer Michael
Wittmann, que se convertiría en el principal héroe de las
unidades panzer de toda la guerra, asumió en ese momento
el mando de esta primera sección de tanques Tiger. 5 Pero a
pesar de la superioridad indiscutible de los Tiger, las
divisiones de granaderos acorazados de la Waffen-SS eran
claramente conscientes de la inferioridad de sus
pertrechos. La SS Das Reich tuvo incluso que equipar a una
de sus compañías con tanques T-34 capturados al enemigo.
Las informaciones de Ultra, pasadas por Cairncross al
Departamento de Inteligencia Exterior de la Unión
Soviética a través de su agente en Londres, habían
identificado también los aeródromos de la Luftwaffe en la
región.6 Habían sido concentrados en ella unos dos mil
aviones, el grueso de los que se habían quedado en el frente
oriental después de que muchas escuadrillas fueran
enviadas a Alemania para defender al país de las fuerzas
aéreas aliadas. Los regimientos de aviación del Ejército
Rojo habían podido así lanzar ataques preventivos a
comienzos de mayo, destruyendo, al parecer, más de
quinientos aparatos en tierra. La Luftwaffe sufría además
falta de combustible, lo que limitaba su capacidad de apoyo
a las tropas atacantes.
Los problemas de aprovisionamiento de los alemanes
habían ido aumentando con la feroz campaña lanzada por
los partisanos en la retaguardia de la Wehrmacht. Algunas
zonas, como por ejemplo los bosques situados al sur de
Leningrado y grandes áreas de Bielorrusia, eran
controladas casi en su totalidad por las fuerzas partisanas,
dirigidas en aquellos momentos por Moscú. La violencia
de las batidas de los alemanes contra los partisanos se
intensificó. El SS Brigadeführer Oskar Dirlewanger y su
grupo, formado por delincuentes liberados, incendiaron y
exterminaron poblados enteros. Con vistas a la Ofensiva de
Kursk, se decidió que los grupos partisanos soviéticos
quedaran de reserva y que atacaran las líneas férreas para
ralentizar los abastecimientos.
Las continuas dilaciones de la ofensiva alemana
animaron a algunos oficiales impacientes, como el coronel
general Vatutin, a plantear que no había que esperar más.
Antes bien, el Ejército Rojo debía lanzar su propio ataque.
Zhukov y Vasilevsky por su parte tuvieron que calmar de
nuevo a Stalin y convencerle de que debían ser pacientes.
Defendiéndose acabarían con muchos más alemanes que
atacando, y además con menos pérdidas. Stalin no estaba
del mejor humor, tras enterarse por Churchill a comienzos
de junio de que la invasión aliada del norte de Francia había
sido pospuesta de momento hasta mayo del año siguiente,
1944.
El dictador soviético estaba también irritado por el
escándalo internacional que había suscitado el asesinato
masivo de prisioneros de guerra polacos en el bosque de
Katyń y en otros lugares. A finales de abril, cuando se
enteraron de la existencia de aquella gigantesca fosa
común, los alemanes invitaron a una comisión
internacional de médicos de los países aliados y ocupados
a examinar las pruebas. El gobierno polaco en el exilio en
Londres exigió una investigación exhaustiva por parte de la
Cruz Roja Internacional. Stalin insistió airadamente en que
las víctimas habían muerto a manos de los alemanes, y que
quien dudara de ello estaba «ayudando a Hitler y se
convertía en su cómplice». El 26 de abril, Moscú cortó sus
relaciones diplomáticas con el gobierno polaco de
Londres. La muerte del general Sikorski el 4 de julio se
debió a un trágico accidente, cuando la carga del
bombardero Liberator a bordo del cual se encontraba se
desplazó hacia la parte de atrás en el momento del
despegue, pero tras las noticias llegadas acerca de Katyń y
las exigencias de que se llevara a cabo una investigación
exhaustiva planteadas por Sikorski, es natural que los
polacos sospecharan que había sido un sabotaje. 7
El 15 de mayo, aparentemente en un intento de
tranquilizar a los ingleses y especialmente a los Estados
Unidos, que le proporcionaban una ayuda muy necesaria a
través del programa de Préstamo y Arriendo, Stalin anunció
que había abolido la Comintern. Pero este gesto también
tenía por objeto distraer la atención del escándalo por los
asesinatos de Katyń. En realidad la Comintern, dirigida por
Georgi Dimitrov, Dmitri Manuilsky y Palmiro Togliatti,
simplemente continuó operando desde la Sección
Internacional del Comité Central.
El 4 de julio por la tarde, que había sido un día caluroso y
húmedo con estallidos ocasionales de tormentas, las
unidades de granaderos acorazados alemanes de la división
Grossdeutschland y de la 11.ª División Panzer iniciaron
finalmente los ataques de tanteo contra las posiciones
avanzadas soviéticas en el sector sur de Belgorod. Por la
noche, las compañías de ingenieros alemanas del IX
Ejército de Model empezaron a cortar las alambradas y a
retirar las minas del sector norte. Previamente los rusos
habían capturado e interrogado a un soldado alemán. La
información obtenida se hizo llegar al general
Rokossovsky, comandante en jefe del Frente Central. Se
supo así que la Hora H estaba prevista para las 03:00 horas.
Rokossovsky dio inmediatamente la orden de efectuar un
bombardeo masivo con cañones, morteros pesados y
lanzacohetes Katiusha para acosar al IX Ejército de Model.
Zhukov llamó por teléfono a Stalin para decirle que
finalmente había dado comienzo la batalla.
Las fuerzas de Vatutin, situadas en la parte sur de la
avanzadilla, también habían interrogado a un prisionero
alemán y poco después iniciaron el fuego preventivo contra
el IV Ejército Panzer de Hoth. Tanto el IX como el IV
Ejército Panzer se vieron obligados a demorar sus ataques
unas dos horas. Se preguntaron incluso si los soviéticos no
estarían a punto de lanzar su propia ofensiva. Aunque los
alemanes sufrieron relativamente pocas bajas en estos
bombardeos, supieron con certeza que el Ejército Rojo
estaba preparado y que los esperaba en sus líneas de avance.
Combinado con la fuerte tormenta que se desencadenó,
aquel comienzo no resultaba demasiado alentador.
Al romper el alba, la aviación del Ejército Rojo lanzó
una serie de ataques preventivos contra los aeródromos
alemanes, pero prácticamente no encontraron en ellos
ningún aparato. Los aviones de la Luftwaffe habían
despegado antes y no tardó en comenzar una tremenda
batalla aérea, con ventaja de los pilotos alemanes. A la
orden de Panzer marsch!, las puntas de lanza acorazadas
iniciaron su avance a las 05:00. En el sector sur, las
«cuñas» de Hoth estaban formadas por tanques Tiger y
gigantescos cañones de asalto montados sobre furgones,
con los Panther y los Panzer IV en los flancos y la
infantería tras ellos. Pronto se comprobó que los Panther,
recién traídos deprisa y corriendo de las líneas de
producción en Alemania, eran mecánicamente poco fiables,
y que muchos se incendiaban. Pero aunque del total de dos
mil setecientos tanques que participaron en la Operación
Ciudadela los Tiger eran menos de doscientos, suponían
una máquina destructiva formidable.
Parece que la moral de los alemanes estaba bastante
alta. «Creo que esta vez los rusos van a llevarse una buena
paliza», escribió un Fahnenjunker de un batallón de
baterías antiaéreas.8 Y un suboficial de la 19.ª División
Panzer pensaba que las explosiones y los cazas soviéticos
abatidos «ofrecerían unas imágenes maravillosas para los
noticiarios cinematográficos, solo que probablemente
nadie querrá creerlo».9 Los oficiales habían intentado
también mantener alta la moral de sus hombres con otra
idea. Stalin estaba cada vez más enfadado con Inglaterra por
no abrir el Segundo Frente. «Si no se produjera pronto una
cosa así», decía un soldado de la 36.ª División de
Infantería, «será él quien no tarde en hacernos
proposiciones de paz».10
Hoth había atacado el sector sur con tres puntas. Por
la izquierda la 3.ª y la 11.ª División Panzer flanqueaban a la
División de Granaderos Acorazados Grossdeutschland. En
el centro, se desplegó el II Cuerpo Panzer SS del
Obergruppenführer Paul Hausser, junto con las divisiones
de granaderos acorazados Leibstandarte Adolf Hitler, Das
Reich y Totenkopf . Y por la derecha, la 6.ª, la 19.ª y la 7.ª
División Panzer guiaban al III Cuerpo Panzer. Por detrás de
ellas, desde la derecha, el Destacamento de Ejército
Kempf atacó al sur de Belgorod, intentando cruzar al norte
del río Donets. Por el norte, la ofensiva central de Model
contra Ponyri estuvo formada por dos cuerpos acorazados,
cada uno encabezado por un batallón de tanques Tiger y
formidables cañones autopropulsados Elefant, también
llamados Ferdinand.
El terreno abierto ondulado que se abría ante ellos,
con unos pocos bosques y unos cuantos poblados agrícolas,
quizá ofreciera un paisaje ideal para los tanques, pero las
tripulaciones de los blindados no tardaron en darse cuenta
de que resultaba muy difícil localizar los centenares de
cañones antitanque que había escondidos. Estaban
asociados a las divisiones adelantadas del Ejército Rojo
que habían recibido la orden de sacrificarse asumiendo la
embestida de las puntas de lanza blindadas de los alemanes
en una batalla de desgaste. Delante de muchas posiciones
habían sido escondidas bombas de artillería pesada para ser
detonadas por control remoto.
Haciendo sonar sus sirenas, los Stuka de alas de
gaviota se lanzaron torpemente en picado contra las
posiciones soviéticas y los tanques T-34 semienterrados.
El as de la aviación Hans Rudel aprovechó para
experimentar una invención propia, el «pájaro cañón», con
dos piezas de artillería de 37 mm incrustadas debajo de las
alas. No tardaron en convertirse en su objetivo otros T-34,
camuflados de manera muy poco convincente como
almiares. Los miembros de las tripulaciones de los
acorazados que sobrevivieron al impacto de las bombas
«casca-tanques» tuvieron que salir arrastrándose a duras
penas entre la paja ardiendo.11 Los soldados alemanes
quedaron asombrados de su efectividad. «Nuestra
Luftwaffe es realmente fantástica», decía en una carta a su
familia un Hauptfeldwebel de la 167.ª División de
Infantería. «Y ahora que el enemigo está hundido, nuestros
blindados pueden avanzar a todo gas».12
Los cañones antitanque soviéticos, en cambio, estaban
mejor camuflados. Los artilleros experimentados a
menudo esperaban a disparar contra un blindado hasta que
lo tenían a escasos veinte metros de distancia. En el sector
norte, al oeste de Ponyri, por donde se lanzaron los Tiger,
Vasily Grossman oyó cómo los obuses antitanque de 45
mm «daban en ellos, pero salían rebotados como si fueran
guisantes. Ha habido casos en que los artilleros se han
vuelto locos al ver semejante espectáculo», añadía. A su
juicio, las cosas no fueron mejor en el sector sur. «Un
soldado encargado de fijar la puntería disparó a quemarropa
contra un Tiger con un cañón de 45 mm. Los proyectiles
salieron rebotados. El artillero perdió la cabeza y se lanzó
contra el Tiger».13
Aunque la mayoría de los obuses antitanque rebotaban
contra el pesado blindaje frontal de los Tiger, sus orugas
eran vulnerables a las minas. Con una valentía suicida, los
zapadores soviéticos se apostaban en su ruta con las minas
antitanque que les habían sobrado para colocarlas a su paso.
Los soldados del Ejército Rojo se acercaban también a
rastras para lanzar granadas, cargas explosivas y cócteles
Molotov.
Temiendo que el enemigo hiciera un avance en toda
regla al oeste de Ponyri, Rokossovsky envió algunas
brigadas antitanque, así como de artillería y de morteros.
Mandó llamar también a los cazas del XVI Ejército del Aire
para que se enfrentaran a los bombarderos y los
Messerschmitt alemanes, pero habían quedado muy
maltrechos. Los altos mandos nazis quedaron perplejos al
comprobar que no habían causado sorpresa alguna, y que
los soldados soviéticos no huían ante la acometida de sus
blindados. A pesar de las numerosas bajas sufridas, las
puntas de lanza alemanas lograron avanzar hasta una
profundidad de casi diez kilómetros por un frente de
quince. Rokossovsky se dispuso a contraatacar al día
siguiente, pero el caos reinante en aquel enorme campo de
batalla hizo que resultara difícil la coordinación.

Los combates aéreos fueron igualmente despiadados, con


la 6. Luftflotte y el XVI Ejército del Aire ruso poniendo en
juego prácticamente todos los aparatos en condiciones de
volar que tenían a su alcance. Aviones Focke-Wulf, Stuka y
Messerschmitt se enzarzaron con los Shturmovik, los Yak
y los Lavochkin. En algunas ocasiones, los pilotos
soviéticos, desesperados, sencillamente embestían a los
aviones alemanes.
Los combates aéreos sobre el IV Ejército Panzer de
Hoth, al sur de la avanzadilla, fueron incluso más
encarnizados. La 4. Luftflotte de la Luftwaffe, que se había
librado por los pelos del ataque preventivo de la aviación
soviética al amanecer, infligió graves pérdidas a sus
atacantes. La campaña de Kursk ha sido presentada desde
hace mucho tiempo, utilizándose a veces cifras
desproporcionadas, como la batalla de carros más grande
de la historia, pero los enfrentamientos aéreos pueden
situarse entre los más intensos de toda la Segunda Guerra
Mundial.
Al sur, el avance de la División Grossdeutschland
quedó atascado en un campo de minas convertido
traicioneramente en un barrizal por la tormenta que había
descargado la noche anterior. Los batallones de zapadores
enviados en ayuda de los tanques fueron objeto de un fuego
intensísimo, y solo una carga a la desesperada de los
granaderos acorazados a pie logró eliminar las defensas
soviéticas que protegían el campo de minas. Se tardó
todavía varias horas en liberar los blindados atascados y en
despejar caminos seguros en medio de la zona de peligro.
Para socavar aún más la moral de los alemanes, una brigada
de los nuevos tanques Panther que habían acudido a
apoyarlos empezó otra vez a sufrir averías mecánicas. El
problema no se limitaba a los Panther. «Mi división ya está
casi hecha polvo», decía en su carta un suboficial de la 4.ª
División Panzer. «Fallos de los semiorugas muchísimos, y
los de los panzer no son menos. Tampoco los Tiger son el
príncipe azul».14Pero el avance se reanudó.
El tártaro Reshat Zevadinovich Sadredinov formaba
parte de una batería antiaérea cuyos cuatro cañones habían
sido puestos fuera de combate por los Stuka. El centeno
que había a su alrededor, de una altura ya considerable,
estaba ardiendo. Los artilleros se habían escondido en
búnkeres bajo tierra cuando los tanques alemanes los
rebasaron. Al salir de su escondite, los soldados del
Ejército Rojo descubrieron que se encontraban muy por
detrás de la zona de combate. Sadredinov y sus compañeros
cogieron los uniformes de unos alemanes muertos y se los
pusieron encima de los suyos. Los centinelas los
interceptaron cuando se aproximaban a las líneas
soviéticas. Cuando los soldados del Ejército Rojo se
dieron cuenta de que eran rusos vestidos con uniformes
alemanes gritaron: «¡Hijos de puta! ¡Sois hombres de
Vlasov!», y les dieron una buena paliza. Sadredinov y sus
compañeros lograron finalmente demostrar su identidad
cuando se les permitió contactar con el jefe de estado
mayor de su división.15
«La Luftwaffe estaba bombardeándonos», cuenta
Nikifor Dmitrievich Chevola, al mando de la 27.ª Brigada
Antitanque, enviada a luchar contra la división
Grossdeutschland. «Nos encontrábamos allí, en medio del
fuego y del humo, pero mis hombres se pusieron furiosos.
Seguían disparando, sin prestar atención a todo aquello».
Los cazas Messerschmitt o «Messer», como los llamaban
los soldados del Ejército Rojo, ametrallaban las trincheras
de un extremo a otro. Incluso después de ser heridos varias
veces, los hombres no se retiraban a los puestos de
socorro. «El estruendo era constante, la tierra temblaba, a
nuestro alrededor todo ardía. Nosotros chillábamos. Con
las comunicaciones por radio, los alemanes intentaban
engañarnos. Decían a gritos por la emisora: "¡Soy
Nekrasov, soy Nekrasov!" [El coronel I. M. Nekrasov
estaba al mando de la 52.ª División de Fusileros de la
Guardia, lindante con su sector.] Yo contesté gritando
también: "¡Mentira! ¡No lo eres! ¡Vete a la mierda!"
Confundían nuestras voces con sus chillidos».16
«Fue una batalla cara a cara», decía un soldado
encargado de fijar la puntería del cañón llamado Trofim
Karpovich Teplenko. «Era como un duelo, cañón antitanque
contra tanque. Al sargento Smirnov le arrancaron la cabeza
y las piernas. Recogimos la cabeza y también las piernas,
las metimos en una pequeña zanja y las cubrimos con
tierra». El polvo de la tierra negra y el humo de la cordita
volvían la comida de color gris oscuro; eso suponiendo que
llegaran las raciones. Y durante los escasos momentos de
calma que se producían en el combate, a los hombres les
costaba trabajo conciliar el sueño en silencio. «Cuanto más
silencio, más tensión se siente», explicaba el teniente
coronel Chevola.17
Unos diez kilómetros al este, el II Cuerpo Panzer SS,
apoyado por una brigada de lanzacohetes Nebelwerfer,
había aplastado a la 52.ª División de Fusileros de la Guardia
de Nekrasov. Detrás de los tanques de cabeza, equipos de
lanzallamas avanzaban despejando los búnkeres y las
trincheras. La suya era una misión casi suicida, pues atraían
inmediatamente los disparos del enemigo. Cuando salían
airosos de ella, sus chorros de llamas dejaban tras de sí un
olor insoportable a carne quemada y a petróleo.
Por la izquierda, la división Leibstandarte fue la que
más avanzó en dirección a Prokhorovka, mientras la Das
Reich y la Totenkopf progresaban por la derecha hacia el
nordeste. Pero incluso la Leibstandarte fue frenada
aquella tarde por otra brigada antitanques que acudió a
defender la línea. Treinta kilómetros al sudeste, el
Destacamento de Ejército Kempf, que había cruzado el
Donets al sudeste de Belgorod, solo logró cosechar
algunos éxitos menores. Su objetivo de avanzar para
proteger el flanco derecho de Hoth iba a resultar a todas
luces difícil.
Los tripulantes de los tanques alemanes,
especialmente los cargadores, a menudo sufrieron golpes
de calor en aquel día tórrido. Los Tiger habían sido
adaptados para dar cabida a ciento veinte obuses de 88 mm
en vez de noventa. Los objetivos eran tantísimos que los
cargadores, obligados a trabajar con toda rapidez dentro de
los sofocantes límites de la torreta, caían agotados. En
algunos casos, hubo que reponer los pertrechos de los
tanques dos o tres veces al día, y distribuir los proyectiles
en su interior resultaba también muy fatigoso, incluso
contando con ayuda. Un corresponsal de guerra alemán que
había sido agregado a una compañía de Tiger estuvo a punto
de enloquecer debido a los crujidos y chirridos que se oían
por los auriculares, al constante tableteo de las
ametralladoras y al grave retumbo del armamento más
pesado.

Tras apoyarse primordialmente en sus unidades antitanque


durante el primer día de combate, Vatutin empezó a
servirse del I Ejército de Tanques del teniente general
Katukov y dos cuerpos de carros blindados de la guardia
para reforzar la segunda gran línea de defensa. Aunque su
decisión de utilizar estas reservas acorazadas en labores
defensivas, y no en un gran contraataque, sería criticada
más tarde, es casi seguro que Vatutin acertó en su elección.
Un ataque en masa a campo abierto las habría expuesto al
fuego de los Tiger, cuyos cañones de 80 mm podían dejar
fuera de combate a los T-34 soviéticos incluso a dos
kilómetros de distancia, mucho antes de que estos tuvieran
a su alcance a los panzer. Un tripulante de un Tiger
consiguió quitar de en medio a veintidós tanques soviéticos
en menos de una hora, hazaña que supuso para el oficial a
su mando la concesión inmediata de una Cruz de Caballero.
Durante el 6 de julio, mientras el terreno pantanoso y
la fiera resistencia que encontró frenaron el avance de la
división Grossdeutschland por la izquierda, la
Leibstandarte penetró más al norte junto con la Das
Reich, rompiendo la segunda línea de defensa. Pero sus
flancos quedaron expuestos y la presión de los rusos por el
oeste las obligó a apartarse de su línea de avance hacia el
norte. Esta circunstancia las empujó hacia el nordeste, en
dirección al empalme ferroviario de Prokhorovka.

Mientras tanto, en el sector norte, las unidades del IX


Ejército de Model sufrieron graves pérdidas. Su infantería,
incluso los granaderos acorazados, no había sido capaz de
seguir el ritmo marcado por las cuñas de blindados. Los
soldados de infantería soviéticos, que habían permanecido
ocultos, tendieron una emboscada a los gigantescos
cañones autopropulsados Elefant, mientras los zapadores
continuaban poniendo minas a su paso. Para desesperación
de los alemanes, ni siquiera aquellos monstruos causaban
en las tropas soviéticas el famoso Panzerschreck o pánico
ante los blindados.
En la batalla de tanques que se libró en torno a la
estación de Ponyri el 7 de julio, «todo estaba en llamas, los
vehículos y las personas». Casi todas las viviendas y los
poblados en varios kilómetros a la redonda habían sido
incendiados y arrasados. Los soldados del Ejército Rojo
quedaron horrorizados ante las terribles quemaduras
sufridas por los tripulantes de los tanques que veían pasar
ante ellos. «Un teniente, herido en la pierna y con una mano
arrancada, estaba al mando de la batería atacada por los
tanques. Cuando se detuvo la acometida del enemigo, se
pegó un tiro pues no quería seguir vivo siendo un tullido».18
La mutilación era lo que más temían los soldados del
Ejército Rojo. Y no es de extrañar, si tenemos en cuenta la
forma en que eran tratados sus colegas discapacitados. Los
veteranos que habían perdido algún miembro eran llamados
cruelmente los «samovares».
Model se dio cuenta de que, aunque sus fuerzas habían
conseguido avanzar más de doce kilómetros en un sector al
oeste de Ponyri, las líneas de defensa soviéticas eran más
profundas de lo que se habían imaginado. Rokossovsky
también estaba preocupado. El contraataque de sus tanques,
planeado para el amanecer, no había logrado cuajar. Lo más
que pudo fue ordenarles que ocuparan posiciones de no
visibilidad para reforzar la línea. Y menos mal que así lo
hizo, pues Model había decidido lanzar al ataque al grueso
de su reserva en un intento desesperado de internarse en la
zona.
Los intensos combates que continuaron por el norte
hasta la noche del 8 de julio acabaron por completo con las
puntas de lanza acorazadas de Model. A pesar de las
terribles pérdidas sufridas por los defensores, la
superioridad numérica del Ejército Rojo en materia de
tanques y de cañones antitanque era demasiado grande. Sus
aviones de ataque a tierra Shturmovik empezaron también a
cebarse en los panzer y en los cañones de asalto alemanes.
El IX Ejército de Model había perdido cerca de veinte mil
hombres y doscientos tanques. 19 Una vez que quedó
patente que la embestida del enemigo empezaba a perder
melle, Rokossovsky y el general Popov del Frente de
Briansk comenzaron los preparativos para efectuar los
contraataques contra el saliente de Orel previstos para el
10 de julio. La acción sería llamada Operación Kutuzov, en
memoria del gran general ruso de 1812.

En el lado sur del saliente de Kursk, los ejércitos de


Vatutin estaban en peligro. La Stavka había supuesto que los
alemanes llevaran a cabo su principal acometida contra el
flanco norte, pero en realidad esta se había producido al
sur, por medio del IV Ejército Panzer de Hoth. Daba la
impresión de que la incursión alemana en dirección a
Prokhorovka, dirigida por el II Cuerpo Panzer, iba a verse
coronada por el éxito, imponiéndose incluso al I Ejército
de Tanques de la Guardia de Katukov, que había acudido a
realizar labores defensivas. El 6 de julio por la noche,
Vatutin, respaldado por el general Vasilevsky, el
representante de la Stavka, pidió a Moscú que le
suministrara urgentemente refuerzos.
La situación se consideró tan seria que el Frente de la
Estepa de Konev recibió la orden de prepararse para
ponerse en marcha, y se decidió que el V Ejército de
Tanques de la Guardia del teniente general Pavel
Rotmistrov acudiera inmediatamente en apoyo de Vatutin.
Por orden personal de Stalin, el II Ejército del Aire debía
encargarse de cubrirlo durante su marcha de trescientos
kilómetros a plena luz del día, pues las nubes de polvo
levantadas por las columnas de tanques atraerían
rápidamente a la Luftwaffe.
El V Ejército de Tanques de la Guardia, cuyas
columnas avanzaban por la estepa en una línea de treinta
kilómetros de ancho, se puso en marcha el 7 de julio a
primera hora de la mañana. «A medio día», escribe
Rotmistrov, «se levantó una espesísima nube de polvo, que
depositó una sólida capa de tierra sobre los matorrales que
bordeaban el camino, sobre los campos de grano, sobre los
tanques y sobre los camiones. El disco del sol, de color
rojo oscuro, era casi invisible. Los tanques, los cañones
autopropulsados, los tractores de artillería, los transportes
del personal de blindados y los camiones avanzaban en un
torrente interminable. Las caras de los soldados estaban
negras de polvo y del humo de los tubos de escape. Hacía
un calor insoportable. Los soldados sufrían la tortura de la
sed, y la camisa, empapada de sudor, se les pegaba al
cuerpo».20
La monstruosa batalla a lo largo del lado sur del
saliente de Kursk continuó durante el día 7 de julio, con
una feroz defensa y la autoinmolación por parte de los
soviéticos de las divisiones de fusileros, las brigadas de
tanques y las unidades antitanques del VI Ejército de
Guardias y del I Ejército de Tanques de la Guardia. Las
fuerzas de Hoth veían que, apenas acababan con una
división, aparecía otra justo detrás de ella para cortarles el
paso. No había tiempo para enterrar a los muertos,
cubiertos de moscas. Los hombres de uno y otro bando
enloquecían de miedo, víctimas de la tensión y del
inhumano fragor de la batalla. Un soldado alemán se puso
incluso a bailar el cancán hasta que sus compañeros se lo
llevaron. En un momento determinado dio la impresión de
que la división Grossdeutschland estaba a punto de llevar a
cabo un importante avance hacia Oboian, pero luego se
encontró con una brigada del VI Cuerpo de Tanques, que se
cruzó en su camino justo a tiempo. Las divisiones de la SS
Leibstandarte y Das Reich lograron subir por la carretera
de Prokhorovka por el flanco oriental del VI Ejército de
Guardias, pero tuvieron que repeler continuos
contraataques contra sus flancos desguarnecidos.
Los pilotos de la Luftwaffe quitaron de en medio a
grandes cantidades de aviones soviéticos. Un as de la
aviación, el piloto de cazas Erich Hartmann, abatió solo ese
día siete, y luego se convertiría en el piloto con los
porcentajes de éxito más altos de toda la guerra, con
trescientos cincuenta y dos derribos. Los aviadores del
Ejército Rojo también consiguieron algunos éxitos. En el
sector sur destruyeron alrededor de cien cazas y
bombarderos. La Luftwaffe, que había cifrado su prioridad
en prestar apoyo en tierra a las tropas, no fue capaz de
entablar combate con tantos aparatos enemigos como
habría querido, y además la escasez de combustible la
obligó a racionar el número de sus salidas. Los soviéticos
empezaron a alcanzar por primera vez la superioridad aérea
en la batalla y poco después empezaron a bombardear los
aeródromos alemanes cada noche. No obstante, a pesar de
las terribles bajas sufridas, uno de los pilotos de Rudel
escribía que estaban en el aire otra vez antes del amanecer.
«Con el espíritu inquebrantable del Stuka lanzamos en
picado nuestros pájaros contra el enemigo y además
arrojamos nuestras bombas portadoras de destrucción».21
El 8 de julio, Hausser trasladó la División Totenkopf
de la SS del flanco derecho de su cuerpo panzer al
izquierdo, para que contribuyera al progreso de su línea de
avance abandonando la dirección de Prokhorovka y
volviendo a tomar la de Oboian, en la carretera de Kursk.
Mientras el cuerpo de tanques volvía a desplegarse, el X
Cuerpo de Tanques soviético lanzó un ataque, pero tan
descoordinado que fue repelido con graves pérdidas. Y el II
Cuerpo de Tanques soviético, que supuestamente debía
aplastar el flanco desguarnecido del Cuerpo Panzer de la
SS, fue machacado por los aviones «cascatanques»
Henschel HS-109, armados con cañones de 30 mm. Las
divisiones de Hausser (incluyendo tal vez en su cuenta las
piezas cobradas por la Luftwaffe) afirmarían después que
aquel día destruyeron ciento veintiún blindados soviéticos.
El 9 de julio el II Cuerpo Panzer de la SS emprendió
el ataque contra la última línea de defensa de Vatutin. «Los
que llevaban uniforme de camuflaje [de la SS] combatieron
extraordinariamente bien», reconocería uno de los
defensores soviéticos del VI Ejército de Guardias.22
Aunque completamente agotados, los tripulantes de los
panzer siguieron adelante a fuerza de pastillas de Pervitin
(metanfetamina), que amortiguaban la sensación de peligro
y al mismo tiempo los mantenían despiertos. Hausser
esperaba también contar con apoyo en su flanco derecho,
pero el Destacamento de Ejército Kempf seguía luchando
contra una decidida resistencia al este de Belgorod,
mientras su flanco derecho se veía amenazado por el VII
Ejército de Guardias del general Shumilov.
Un regimiento de granaderos acorazados de la
División SS Totenkopf llegó al río Psel. Pero el avance del
resto del II Cuerpo Panzer de la SS fue frenado por las
divisiones soviéticas enviadas para mantener en combate al
VI Ejército de Guardias y al I Ejército de Tanques de la
Guardia. A última hora de la tarde, los mandos alemanes
decidieron cambiar una vez más el eje de avance de
Hausser, dirigiéndolo de nuevo a Prokhorovka. Los
alemanes esperaban que el Destacamento de Ejército
Kempf, que hasta entonces había avanzado con mucha
lentitud por la derecha, lo hiciera ahora más deprisa.
El 10 de julio, el día en que los Aliados
desembarcaron en Sicilia, el I Ejército de Tanques y lo que
quedaba del VI Ejército de Guardias siguieron frenando los
ataques sobre el eje de Oboian, aunque con unos costes
altísimos. Esta situación hizo que el XLVIII Cuerpo Panzer
del general Otto von Knobelsdorff estuviera demasiado
ocupado y no pudiera colaborar con Hausser en su avance
hacia Prokhorovka. La división Grossdeutschland estaba
completamente agotada, pero sus granaderos acorazados
lograron todavía tomar dos colinas de importancia capital
con su regimiento acorazado al mando del conde Hyazinth
Strachwitz, llamado el Panzer-Kavallerist (el «Soldado de
Caballería de los Blindados»), el primero en llegar al Volga
al norte de Stalingrado. La ciudad de Oboian era visible con
toda claridad a través de los prismáticos, pero los alemanes
tenían la sensación de que no iban a llegar nunca a ella. Para
Strachwitz aquella debía de ser una sensación bien
conocida ya. En 1914 su patrulla de caballería había tenido
París a la vista, hasta que se produjo el contraataque de los
franceses en el Marne.
Las divisiones SS de Hausser no lograron avanzar
hacia Prokhorovka con tanta rapidez como querían, sobre
todo porque muchos regimientos se vieron enzarzados en
luchas por todos lados. Pero la Leibstandarte consiguió
adelantarse con una parte de la división Das Reich, a pesar
de la tormenta de fuego de artillería con la que se encontró.
La división SS Totenkopf había logrado cruzar el río Psel
cinco kilómetros a la izquierda, pero le cortó el paso la
desesperada defensa soviética de una colina situada más
allá, lo que la impidió ascender por el valle hacia el
nordeste. No obstante, el terreno húmedo ya se había
secado. «En estos momentos hace mucho calor aquí»,
decía un médico en una carta a sus familiares, «y el polvo
que cubre los caminos llega hasta las rodillas. Tendríais
que verme la cara, con una costra de polvo de un milímetro
de espesor».23 Para los pilotos de los Stuka, el ritmo de las
salidas de ataque no aflojaba nunca. «En cinco días he
realizado treinta misiones de combate; en total llevo ya
doscientas ochenta y cinco», escribía un teniente. Estaban
desempeñando un papel decisivo en las grandes batallas de
los tanques, añadía.24
El 11 de julio, Vatutin volvió a desplegar su línea de
defensa al sudoeste de Prokhorovka, sacando divisiones
nuevas del V Ejército de Guardias para bloquear el avance
del II Cuerpo Panzer de la SS. Kempf, que estaba muy
presionado por Manstein para que llevara a cabo un avance
en toda regla, recurrió a los Tiger del 503.° Batallón de
Tanques Pesados (Schwere-Panzer-Abteilung) y de la 6.ª
División Panzer para rebasar las defensas de dos divisiones
de fusileros soviéticas. Un Obergefreiter de la 6.ª División
Panzer decía en una carta que llevaban cinco días sin salir
de sus tanques. «Los rusos nos obligan a dar el callo, pues
en estos tres meses de tranquilidad han tenido tiempo
suficiente para construirse una línea de defensa como no
habíamos visto otra hasta ahora».25 La 19.ª División Panzer
se lanzó también hacia el norte al otro lado del Donets,
dirigiéndose a Prokhorovka.
Vatutin, consciente de esta amenaza y vigilado de
cerca por el mariscal Vasilevsky, que permanecía
constantemente en contacto con Stalin, dijo al general
Rotmistrov que desplegara su V Ejército de Tanques de la
Guardia en cuanto llegara. Pero aquella tarde, en una visita
de reconocimiento al frente en compañía de Vasilevsky,
Rotmistrov vio a través de los prismáticos que los tanques
que habían divisado en la distancia eran alemanes. El II
Cuerpo Panzer de la SS, con un movimiento repentino,
había alcanzado ya el punto desde el que Rotmistrov había
pensado lanzar al día siguiente su contraataque. Regresó lo
más deprisa que pudo en su jeep conseguido gracias al
programa de Préstamo y Arriendo para actualizar sus
planes.
En compañía de su estado mayor Rotmistrov trabajó
toda la noche preparando nuevas órdenes pero, a las cuatro
de la mañana del 12 de julio, Vatutin le comunicó que la 6.ª
División Panzer se aproximaba al río Donets a la altura de
Rzhavets. Eso significaba que el Destacamento de Ejército
Kempf había rebasado por el flanco al LXIX Ejército ruso
y que podía amenazar la retaguardia de su V Ejército de
Tanques de la Guardia.
Efectivamente, un Kampfgruppe de la 6.ª División
Panzer se había colado ya aprovechando la oscuridad y
había llegado a Rzhavets utilizando un T-34 que habían
capturado para encabezar su columna. Aunque los
ingenieros del Ejército Rojo volaron el puente sobre el
Donets, en la confusión quedó intacto un pequeño puente
peatonal, de modo que los granaderos acorazados ya habían
cruzado el río al amanecer. Un Kampfgruppe de la 19.ª
División Panzer se apresuró a venir en su ayuda para
reforzarlos, pero la Luftwaffe no fue informada del éxito
obtenido en Rzhavets y una formación de Heinkel 111
bombardeó la cabeza de puente, hiriendo al Generalmajor
Walther von Hünersdorff, al mando de la 6.ª División
Panzer, y al coronel Hermann von Oppeln-Bronikowski, el
jefe del Kampfgruppe.
Para contrarrestar esta amenaza surgida en las
cercanías de Rzhavets, Vatutin ordenó durante aquella
turbulenta noche a Rotmistrov que desplazara allí a su
reserva como fuerza de bloqueo. Al oeste de Prokhorovka,
el XLVIII Cuerpo Panzer de Knobelsdorff tenía a todas
luces la intención de volver a atacar en dirección a la
ciudad de Oboian, así que Vatutin ordenó un golpe
preventivo con sus brigadas de blindados del I Ejército de
Tanques y con el XXII Cuerpo de Fusileros de la Guardia.
Las fuerzas de Hoth estaban agotadas. Cuando empezó la
ofensiva tenía novecientos dieciséis panzer, que en
aquellos momentos habían quedado reducidos a menos de
quinientos. Las abundantes lluvias habían convertido otra
vez el espeso polvo del camino en un barro pastoso, que
hacía que la marcha resultara para los alemanes más
dificultosa que para los soviéticos, provistos de T-34 de
oruga ancha.
El 12 de julio, poco después del amanecer, el general
Rotmistrov alcanzó el puesto de mando del XXIX Cuerpo
de Tanques, en un bunker construido en un huerto en la
ladera de una colina desde el que podían contemplarse los
campos de trigo de la llanura y la línea férrea al sudeste de
Prokhorovka. Ya habían sido repartidas las órdenes de
contraataque que había vuelto a escribir, y durante las
primeras horas de la mañana ya habían vuelto a desplegarse
la abundantísima artillería y los regimientos de
lanzacohetes Katiusha. Detrás de los campos había un
bosque en el que se había escondido parte del II Cuerpo
Panzer de la SS. El cielo despejado volvió a cubrirse con
nubes de tormenta que anunciaban más lluvias.
La batalla comenzó con una serie de ataques con
aviones Stuka. No tardaron en aparecer para enfrentarse a
ellos los cazas Yakovlev y Lavochkin del II Ejército del
Aire. Después llegaron los bombarderos soviéticos, cuyo
ataque vino acompañado por el estruendo ensordecedor de
la artillería y el silbido paralizante de las baterías
lanzacohetes Katiusha, que prendieron fuego a los campos
de trigo. Cuando el II Cuerpo Panzer surgió del bosque en
el que había permanecido oculto y avanzó a campo abierto,
Rotmistrov transmitió a sus tanques la contraseña: «Stal,
Stal, Staf!» para que se lanzaran a la carga. Se habían
escondido en la ladera posterior de una pequeña colina y al
oír la contraseña «¡Acero!» se pusieron en marcha a toda
velocidad. Rotmistrov les había comunicado en las órdenes
que les había hecho llegar por escrito que su única
oportunidad contra los Tiger era plantarse cerca de ellos y
superarlos numéricamente.
El Obersturmführer Rudolf von Ribbentrop, hijo del
ministro de asuntos exteriores nazi, describió la escena que
pudo contemplar desde la torreta de su Tiger del 1. er
Regimiento Panzer de la SS. «Lo que vi me dejó mudo. Por
detrás de la pequeña loma de ciento cincuenta o doscientos
metros que tenía ante mí aparecieron quince tanques, y
luego treinta, y luego cuarenta. Al final eran demasiados
para poder contarlos. Los T-34 avanzaban hacia nosotros a
gran velocidad, cargados de infantería montada».26
La batalla se parecía a un choque de caballeros
medievales con sus armaduras. Ni la artillería ni la aviación
podían ayudar a ninguno de los contendientes, tan juntas
estaban las fuerzas de unos y de otros. En los dos bandos se
deshizo la formación y se perdió el control, con los
tanques disparándose a quemarropa. Cuando la munición y
el combustible explotaban, la torreta del tanque saltaba por
los aires. Los artilleros alemanes concentraron primero su
fuego contra un tanque que estaba al mando, pues era el
único que tenía radio, y luego apuntaron contra el gran
depósito redondo de metal adosado a la trasera de un T-34,
que llevaba el combustible de reserva.
«Los teníamos a nuestro alrededor, encima de
nosotros y entre nosotros», escribe un Untersturmführer
del 2.° Regimiento de granaderos acorazados. «Peleábamos
hombre contra hombre».27 Toda la superioridad que tenían
los alemanes en materia de comunicaciones, movilidad y
artillería se perdió en medio del caos, el ruido y el humo.
«El ambiente era asfixiante», comentaría el conductor de
un tanque soviético. «Yo respiraba afanosamente, y
mientras tanto el sudor me corría a chorros por la cara». La
tensión psicológica era enorme. «Esperábamos que alguien
nos matara de un momento a otro». Al cabo de unas horas,
los que seguían vivos y continuaban luchando no cabían en
sí de asombro.28 «Los tanques se embestían unos a otros»,
escribió un soviético que contempló los acontecimientos.
«El metal ardía». El área concentrada del campo de batalla
estaba llena de vehículos carbonizados, que exhalaban un
humo negro y grasiento.29
Las esperanzas que abrigaba Hoth de que el
Destacamento de Ejército Kempf rebasara por el flanco al
V Ejército de Tanques de la Guardia de Rotmistrov se
desvanecieron. Había sido bloqueado, pero nada más a
diecinueve kilómetros de distancia, por la reserva de
Rotmistrov. Daba la sensación de que el único éxito podía
venir por su izquierda, donde la división de la SS Totenkopf
parecía a punto de superar al V Ejército de Guardias al
nordeste de Prokhorovka. Sin embargo, los refuerzos
soviéticos llegaron a tiempo para tapar el hueco, Y aunque
el XLVIII Cuerpo Panzer de Knobelsdorff repelió el ataque
preventivo que había preparado Vatutin, este éxito parcial
llegó demasiado tarde para conseguir una ventaja definitiva.
Cuando la lluvia empezó de nuevo a caer con fuerza al
anochecer, los dos bandos replegaron sus fuerzas para
rearmarlas y reabastecerlas de combustible. Los equipos
médicos evacuaron a los heridos y los equipos de rescate
recorrieron por la noche todo el campo de batalla, en el
que habían quedado aplastados y carbonizados varios
centenares de tanques. Hasta el despiadado Zhukov se
conmovió al ver aquel espectáculo cuando recorrió el
campo de batalla dos días después.
A los soldados de la SS que fueron capturados los
mataron de inmediato, pues se sabía que ellos tampoco
perdonaban a sus prisioneros. Y tampoco hubo respeto
alguno para los caídos. «Los alemanes eran aplastados por
los vehículos», comentó un joven oficial soviético. «Había
montones de alemanes muertos con portamapas y toda
clase de cachivaches encima. Vi cómo los tanques les
pasaban por encima».30

Hoth no se enteró hasta aquella noche de que el Ejército


Rojo acababa de lanzar al norte del saliente de Kursk la
Operación Kutuzov con el propósito de reconquistar Orel.
El IX Ejército de Model, totalmente agotado, y el II
Ejército Panzer se vieron sorprendidos por las
dimensiones de la ofensiva. Una vez más, los servicios de
inteligencia alemanes habían subestimado la concentración
de fuerzas del Ejército Rojo en la retaguardia. El XI
Ejército de Guardias del general I. Kh. Bagramyan atacó la
retaguardia de Model, y avanzó dieciséis kilómetros en dos
días. Aprovechando este éxito, el IV Ejército de Tanques, el
III Ejército de Tanques de la Guardia e incluso parte del
agotado XIII Ejército de Rokossovsky pasaron a la
ofensiva.
El 13 de julio Hitler, enormemente preocupado por el
éxito obtenido por los Aliados en la invasión de Sicilia tres
días antes, convocó a los mariscales von Manstein y von
Kluge a una conferencia en la Wolfsschanze. Manstein
había ordenado al II Cuerpo Panzer de la SS y al
Destacamento de Ejército Kempf que reanudaran el ataque,
pero Hitler les hizo saber que necesitaba retirar tropas del
frente oriental para defender Italia. La Operación Ciudadela
fue cancelada de inmediato. El Führer sospechaba que los
italianos no estaban preparados para luchar por Sicilia y eso
suponía un peligro inminente de invasión para la propia
Italia.
Pero Manstein, sabedor de que Hoth estaba de
acuerdo, quiso seguir adelante con la batalla, aunque solo
fuera para estabilizar el frente. Continuaron produciéndose
algunos combates violentísimos. El Destacamento de
Ejército Kempf finalmente logró unirse a las fuerzas de
Hoth, pero el 17 de julio el OKH dio la orden de que el II
Cuerpo Panzer se retirara del frente para ser trasladado de
inmediato a Europa occidental. La invasión de Sicilia,
aunque no fuera el Segundo Frente que quería Stalin, había
surtido efecto. Ese mismo día, el Frente del Sudoeste y el
Frente del Sur lanzaron ataques combinados a lo largo del
Donets y del Mius hasta el mar de Azov. Se trataba en parte
de una operación de diversión para atraer a las fuerzas
alemanas y alejarlas de Kharkov, cuya reconquista era el
principal objetivo de los soviéticos.
Por una vez, el deseo de ofensiva general de Stalin fue
oportuno. Los alemanes quedaron desconcertados ante la
cantidad de formaciones nuevas o reconstruidas que
aparecieron ante ellos, y por la capacidad del Ejército Rojo
de lanzar nuevos ataques inmediatamente después de la
monstruosa batalla del saliente de Kursk. «Esta guerra no
ha sido nunca tan terrible ni tan cruel como ahora», escribía
el piloto de un Stuka con una autocompasión improcedente,
«y no le veo el final por ninguna parte».31 Para empeorar
las cosas, el sabotaje de las líneas férreas por parte de los
partisanos soviéticos se intensificó. El 22 de julio, Hitler
dio permiso a Model para preparar la retirada de la bolsa de
Orel.
Las consecuencias de la victoria de Kursk fueron tan
grandes que Stalin decidió efectuar la única visita que hizo
al frente en toda la guerra. El 1 de agosto, un tren
fuertemente protegido y camuflado lo llevó al cuartel
general del Frente del Oeste. Y luego se dirigió al norte, al
Frente Kalinin. Pero como no perdió el tiempo en hablar
con los oficiales ni con los soldados, solo podemos
deducir que la finalidad de la visita fue jactarse de ella ante
Churchill y Roosevelt.
El 3 de agosto, el Frente de la Estepa de Konev y
otros ejércitos del Frente de Voronezh lanzaron la
Operación Rumyantsev, con casi un millón de hombres,
más de doce mil cañones y baterías Katiusha, y
aproximadamente dos mil quinientos tanques y cañones
autopropulsados. Manstein no esperaba que se produjera
una ofensiva de semejante magnitud tan pronto. «Para la
infantería alemana, muerta de cansancio, fue como si un
enemigo vencido se levantara de la tumba con renovadas
fuerzas».32 Dos días después era reconquistada Belgorod y
el Ejército Rojo podía concentrar sus esfuerzos en
Kharkov.
El 5 de agosto las fuerzas soviéticas entraron también
en Orel, al norte del saliente del mismo nombre, para
descubrir que los alemanes acababan de retirarse. Vasily
Grossman, que recordaba perfectamente las escenas de
pánico presenciadas en la ciudad en 1941, entró en ella esa
misma tarde. «El olor a quemado flotaba en el aire»,
escribió. «Un humo lechoso, azul claro, se elevaba de los
fuegos que iban apagándose. Una unidad de altavoces
tocaba la "Internacional" en la plaza... En todos los cruces
había chicas de mejillas sonrosadas y guardias de tráfico,
agitando nerviosamente sus banderitas rojas y verdes».33
El 18 de agosto, fue liberada Briansk. Pero aquella
misma semana, cuando las fuerzas de Konev avanzaban
hacia Kharkov, los alemanes lanzaron un contraataque. En
esta ocasión el Ejército Rojo no fue pillado desprevenido,
y repelió el ataque. El 28 de agosto, Kharkov cayó
finalmente después de una defensa a la desesperada del
Destacamento de Ejército Kempf, rebautizado ahora VIII
Ejército. Hitler había ordenado que Kharkov fuera
defendida el mayor tiempo posible con el fin de atenuar la
desmoralización de los aliados de Alemania. La
catastrófica situación de Italia había dejado desconcertado
al Führer, y temía el efecto que pudiera tener sobre los
rumanos y los húngaros. Resultaba irónico, pues la
insistencia de Hitler en la Ofensiva de Kursk se había
debido a su afán de impresionar a sus aliados.
El ejército alemán había sufrido un severo correctivo.
Varias divisiones habían quedado reducidas al equivalente
de un regimiento o menos y se habían perdido unos
cincuenta mil hombres. Pero el Ejército Rojo había
conseguido su victoria también a un precio altísimo.
Debido a la táctica de vapuleo de Zhukov, solo la Ofensiva
Belgorod-Kharkov costó más de un cuarto de millón de
bajas, una cifra mayor incluso que la de los ciento setenta y
siete mil hombres que se perdieron en el saliente de Kursk.
La Operación Kutuzov para recuperar el saliente de Orel
fue peor incluso, con alrededor de cuatrocientas treinta mil
bajas. En total, el Ejército Rojo habría perdido cinco
vehículos blindados por cada panzer alemán destruido. Pero
ahora los alemanes no tenían más opción que retirarse a la
línea del río Dniéper y empezar a replegar lo que quedaba
de sus fuerzas de la cabeza de puente que se había dejado en
la península de Taman. El sueño que siempre había abrigado
Hitler de asegurarse los pozos de petróleo del Cáucaso
había sido destruido para siempre.
El Ejército Rojo había incrementado enormemente su
fuerza y su experiencia, pero seguía teniendo defectos
profundamente arraigados. Tras la batalla, Vasily Grossman
visitó al general Gleb Baklanov, que había estado al mando
de la 13.ª División de Fusileros de la Guardia. Baklanov le
dijo que «los hombres combaten ahora con inteligencia, sin
frenesí. Combaten como si estuvieran trabajando». Pero se
burlaba del trabajo del estado mayor del Ejército Rojo a la
hora de planificar la ofensiva, y de los oficiales al mando
de numerosos regimientos que no comprobaban los
detalles antes de lanzar un ataque, o que mentían acerca de
la posición de sus unidades. Creía además que el «grito de
"¡Adelante! ¡Adelante!" es o fruto de la estupidez, o del
miedo a los superiores. Por eso se derrama tanta sangre».34
Mucho mayor era el resentimiento reinante en el
ejército alemán tras la fatídica pérdida de iniciativa en
Kursk y Kharkov. La jerarquía nazi estaba nerviosa e
irritada. Envidiosa todavía del sistema soviético de los
politruk, exigió una vez más que los oficiales del ejército
asumieran el papel de comisarios políticos. Pero no pudo
hacer gran cosa para contener las críticas de los mandos
militares del frente oriental y de la planificación de la
batalla de Kursk. Los retrasos de la operación a instancias
de Hitler para esperar que llegaran los Panther habían
contribuido indudablemente a aumentar la magnitud del
desastre, pero no es seguro, ni mucho menos, que la acción
hubiera salido bien si hubiera sido lanzada en mayo y no en
julio.
Los altos mandos alemanes del frente señalaron que
los soldados querían saber la verdad acerca de la situación
general y que a sus oficiales les costaba trabajo
responderles con franqueza. «¡El guerrero de 1943 es un
hombre distinto del de 1939!», decía el Generaloberst
Otto Wöhler, comandante en jefe del VIII Ejército tras la
caída de Kharkov. «Hace tiempo que se ha dado cuenta de
lo terriblemente dura que es la batalla por la existencia de
nuestra nación. Odia los clisés y los lavados de cara, y
quiere que le den hechos, y que se los den "en su propia
lengua". Rechaza instintivamente todo lo que tiene
apariencia de propaganda». Manstein, el comandante en
jefe del Grupo de Ejércitos Sur, aprobó plenamente este
informe.35
El OKH intentó entonces echar la culpa al nuevo jefe
de estado mayor del VIII Ejército, el Generalmajor Dr.
Hans Speidel, que era calificado de forma caricaturesca de
«hombre intelectual e introspectivo, un investigador
originario de Wurttemberg, siempre deseoso de hacer
hincapié en lo negativo y de descartar muchas cosas que
son buenas».36 Wöhler contestó manifestando
rotundamente su rechazo, y Keitel prohibió
inmediatamente toda ulterior correspondencia sobre la
cuestión. Keitel exigió que todos los oficiales demostraran
una confianza sin reservas en los mandos. Cualquier otra
cosa era simple derrotismo y cualquier medida, por brutal
que fuera, estaba justificada con tal de acabar con los que
intentaran destruir la voluntad nacional. Aquella guerra no
iba a terminar con un tratado de paz. Era cuestión de
victoria o muerte. Keitel, individuo pomposo y poco
inteligente, tenía razón, aunque solo por una vez, en
mostrarse receloso. Speidel estaba convirtiéndose ya en
uno de los principales personajes de la oposición militar a
Hitler y desempeñaría un papel trascendental en la
conspiración de julio del año siguiente.
32
DE SICILIA A ITALIA
(mayo-septiembre de 1943)

El 11 de mayo de 1943, el mismo día en el que fuerzas


norteamericanas desembarcaron en las islas Aleutianas en
el norte del Pacífico, Winston Churchill y sus jefes de
estado mayor llegaron a Nueva York a bordo del Queen
Mary. El general sir Alan Brooke estaba muy preocupado
por lo que pudiera pasar en la conferencia «Tridente» que
iba a celebrarse al día siguiente en Washington DC.
Sospechaba que los americanos estaban abandonando
sigilosamente la política de «Alemania primero», pues cada
vez enviaban más refuerzos a Extremo Oriente. «Sus
corazones están realmente en el Pacífico», había escrito en
su diario hacía apenas un mes. «Intentamos conducir dos
guerras a la vez, lo cual parece verdaderamente imposible
con unos recursos navales tan limitados».1
Brooke también tenía que evitar que Churchill volviera
a sacar de sopetón uno de sus proyectos favoritos, la
invasión de Sumatra para privar de petróleo a los japoneses.
El primer ministro tampoco había abandonado la idea de
lanzar la Operación Júpiter para ocupar el norte de
Noruega. Intentar contener su irrefrenable entusiasmo, que
no guardaba relación alguna con los recursos reales de
Gran Bretaña y menos aún con su poderío naval y aéreo,
dejaba a Brooke completamente extenuado.
En Washington, la línea divisoria que separaba a los
dos aliados en lo tocante a la guerra se hizo
inmediatamente visible y quizá más profunda que antes.
Muchos altos oficiales americanos pensaban que habían
sido «inducidos a seguir el camino del Mediterráneo» por
los británicos. El general Marshall, que se había visto
obligado a ceder en lo concerniente a la Operación Husky,
la invasión de Sicilia, seguía insistiendo obcecadamente en
que las fuerzas estadounidenses debían abandonar el teatro
de operaciones del Mediterráneo. Tenían que ser
trasladadas a Inglaterra hasta que se emprendiera la invasión
del norte de Francia a finales de la primavera de 1944. En
caso contrario, debían dirigirse a Extremo Oriente. Es muy
probable que sus palabras fueran, más que una propuesta
seria, una amenaza para forzar a los británicos a
comprometerse de manera irrevocable. Pero era
exactamente lo que quería el almirante King.
Brooke respondió, con su tono abrupto habitual, que
los Aliados occidentales no podían quedarse de brazos
cruzados durante diez meses mientras el Ejército Rojo se
enfrentaba al grueso de las fuerzas alemanas
completamente solo. De esa manera pasaba la patata
caliente a los americanos. O bien Hitler enviaría un
poderoso contingente a Italia a expensas del frente oriental
y la línea defensiva del Canal de La Mancha, o bien
abandonaría prácticamente el país, estableciendo una línea
al norte del río Po, a los pies de los Alpes. Además, siguió
diciendo, una invasión del continente a través del estrecho
de Messina, una vez ocupada Sicilia, supondría la caída de
Mussolini y la salida de Italia de la guerra. Recuperar el
control del Mediterráneo acortaría el camino para llegar a
Extremo Oriente y permitiría ahorrar el transporte por mar
de un millón de toneladas en provisiones y pertrechos.
En lo que los británicos demostraron una falta de
sinceridad o un exceso de optimismo fue en su aseveración
de que la campaña de Italia no exigiría más de nueve
divisiones. La idea del «vientre blando de Europa», que
Churchill había utilizado por primera vez con Stalin, se
había convertido en un mantra. El primer ministro británico
incluso empezó a sugerir una invasión de los Balcanes para
impedir la ocupación soviética de Europa central,
ocurrencia que suscitó no pocos recelos entre los
americanos. Veían en ella otro ejemplo del politiqueo
británico con vistas al período de posguerra.
El 19 de mayo, en el curso de una reunión no oficial
de los jefes de estado mayor de los dos países, se llegó a
un compromiso. Alrededor de veinte divisiones se
prepararían en Gran Bretaña para invadir Francia en la
primavera de 1944, y la ocupación de Italia procedería
según lo previsto. Marshall insistió en que se respetara una
condición. Tras la conquista de Sicilia, siete divisiones
debían ser trasladadas del Mediterráneo a Gran Bretaña
para preparar el ataque a través del Canal.
Después de tantos presentimientos negativos, al final
Brooke se sintió satisfecho. Su plan de dispersar las
fuerzas alemanas antes de comenzar la invasión a través del
Canal de La Mancha había sido aceptado. En cualquier caso,
la organización y preparación de las tropas americanas en
Gran Bretaña se habían desarrollado con demasiada lentitud
para poder hacer realidad la invasión de Francia en 1943, y
era evidente que los Aliados carecían por el momento de
las lanchas de desembarco y la superioridad aérea
necesarias para coronar con éxito semejante empresa.
Churchill y Brooke volaron a Argel, acompañados por
el general Marshall, para informar a Eisenhower de las
decisiones adoptadas en Washington. Marshall seguía
oponiéndose a la invasión de Italia, e insistió en que la
decisión final solo podría tomarse una vez concluida con
éxito la campaña de Sicilia. Durante el viaje, cada vez que
Churchill intentaba llevárselo a su terreno en cuestiones de
estrategia, Marshall desviaba la conversación
formulándole, como el que no quiere la cosa, una pregunta
relacionada con un tema sobre el que Churchill no pudiera
evitar explayarse largo y tendido. Pero por mucho que
Marshall no quisiera adquirir ningún compromiso en lo
concerniente al plan a seguir después de Sicilia, lo cierto
es que Churchill y Brooke habían convencido a Eisenhower
de las ventajas de una invasión de Italia, dando por hecho
que la resistencia del Eje se vendría abajo.
Stalin, que esperaba que en cualquier momento los
alemanes atacaran con violencia el saliente de Kursk, no
estaba precisamente satisfecho con el plan de invadir Italia,
como hizo constar con absoluta claridad en un mensaje
dirigido conjuntamente a Roosevelt y Churchill. El primer
ministro británico respondió de manera seca y cortante,
aunque en realidad él era el verdadero responsable de
aquella situación, pues había dicho a Stalin en febrero que
la intención era comenzar la invasión a través del Canal de
La Mancha en agosto, una operación que Brooke ya sabía
que era imposible llevar a cabo. Había sido un burdo
engaño totalmente innecesario que no hizo más que
reafirmar a Stalin en su convicción de que los británicos no
cumplían sus promesas.
La planificación de la Operación Husky, la invasión de
Sicilia, había sido complicada, dando lugar a veces a
enconados enfrentamientos. En abril, Eisenhower había
considerado la posibilidad de anularla, tras enterarse de que
dos divisiones alemanas habían sido desplegadas en la isla.
Churchill reaccionó con absoluto desdén. «Se habría
encontrado con mucho más de dos simples divisiones
alemanas» si hubiera comenzado la invasión de Francia,
señaló en un informe. «Confío en que los jefes de estado
mayor no acepten esas doctrinas» propias de individuos
«pusilánimes y derrotistas, vengan de quien vengan»,
añadió.2
Montgomery, que había tenido un peso muy
importante en las últimas batallas libradas en Túnez,
comenzó a creer que los planificadores de Husky habían
llevado a cabo su labor con objetivos muy distintos y
pensando al revés unos de otros. Los problemas de
reabastecimiento los habían inducido a creer que lo mejor
era llevar a cabo un gran número de desembarcos.
Montgomery rechazaba esta idea, abogando por que el VIII
Ejército fuera desembarcado en el suroeste de la isla en
una gran concentración de tropas, con el VII Ejército de
Patton a su izquierda para apoyarse el uno al otro. Patton
sospechaba que Montgomery quería alzarse él solo con la
victoria y utilizar a los americanos como poco más que un
simple escudo en el flanco.
Esta situación dio lugar a ciertas fricciones entre los
Aliados. Patton llegó a pensar que los «Aliados deben
combatir en teatros de operaciones distintos, o acabarán
odiándose más que al propio enemigo».3 El jefe de estado
mayor británico de Eisenhower, el mariscal del Aire
Tedder, compartía el escepticismo de Patton en lo
concerniente a Montgomery. «Es un hombrecillo más bien
mediocre», dijo, por lo visto, a Patton, «que ha tenido tanta
propaganda que se cree Napoleón, y no lo es».4 Patton
también pensó que Alexander tenía miedo de Montgomery,
y que por esta razón no era lo suficientemente firme con
él.

En el cuartel colonial francés de Argel había intrigas


mucho más complejas que las que se daban en el cuartel
general de las fuerzas aliadas. Desde aquel día de enero en
que el general Henri Giraud y el general Charles de Gaulle
tuvieron que representar la pantomima de darse
amigablemente la mano en Casablanca, forzados por
Roosevelt y Churchill, los gaullistas habían estado
esperando que llegara su momento. El i o de mayo,
coincidiendo con el tercer aniversario de la invasión de
Francia por parte de los alemanes, el Conseil National de la
Résistance de la Francia ocupada reconoció el liderazgo de
De Gaulle. Ni Roosevelt ni Churchill podían imaginar la
relevancia que tendría este hecho.
El 30 de mayo llegó por fin al aeródromo Maison
Blanche de Argel el general De Gaulle, cuyo viaje había
sido retrasado durante mucho tiempo por las autoridades
militares americanas a instancias de Roosevelt. En medio
de un sol cegador, una banda tocó la Marseillaise, mientras
los oficiales británicos y americanos intentaban
mantenerse alejados de la escena. Tenían una buena razón
para no querer aparecer en la fotografía. Un día antes,
Giraud había condecorado a Eisenhower con la medalla de
Gran Comandante de la Legión de Honor, pero De Gaulle,
como luego se enteraría Brooke, estaba «indignado porque
Giraud se hubiera atrevido a hacer eso sin consultárselo».5
La llave de acceso al poder era el control de l'Armée
d'Afrique, que empezaba a rearmarse con equipamientos y
armas de los americanos. Inevitablemente, seguía habiendo
muchos recelos entre los oficiales tradicionales, o
moustachis, del antiguo ejército de Vichy, que habían sido
leales a Pétain, y los hadjis, llamados así porque habían ido
en peregrinación a Londres para unirse a De Gaulle. La
diferencia de número entre unos y otros era considerable.
Los moustachis estaban al frente de doscientos treinta mil
efectivos, mientras que la Francia Libre de Oriente Medio
y la fuerza de Koenig, que se había distinguido en Bir
Hakeim, sumaban apenas quince mil hombres. Con sutileza,
los gaullistas empezaron a integrar tropas en sus propias
formaciones, lo que desató la cólera de los giraudistas.
Pero la autoridad moral de De Gaulle y su habilidad
especial para moverse en el mundo de la política acabarían
encumbrando al famoso general.

El 10 de julio se dio inicio a la Operación Husky con


lanzamientos paracaidistas poco antes del amanecer,
seguidos por la llegada de ocho divisiones a bordo de dos
mil seiscientas embarcaciones, más que en Normandía
once meses después. Al caer la noche, los Aliados tenían
en tierra ochenta mil hombres, tres mil vehículos,
trescientos tanques y novecientos cañones.
Cogieron a los alemanes por sorpresa. Los Aliados
habían engañado a Hitler, induciéndolo a creer que la
invasión iba a tener lugar en Cerdeña y en Grecia, con la
llamada Operación Mincemeat, que consistió en abandonar
en una playa de España el cadáver de un supuesto oficial de
la Marina Real británica con unos documentos secretos que
detallaban un plan, en realidad, falso. El
Generalfeldmarschall Kesselring, que seguía estando
convencido de que Sicilia y el sur de Italia eran
probablemente los verdaderos objetivos aliados, vio como
su opinión no era tenida en cuenta. Mussolini había
reforzado Cerdeña, confiando en que los aliados iban a
desembarcar en esta isla, pues había sufrido numerosos
bombardeos. Además, en Turín y en Milán se habían vivido
jornadas de huelgas e intensos tumultos, que aumentaron el
nerviosismo y la preocupación del régimen fascista.
El mar estaba en calma cuando zarpó la flota invasora,
pero enseguida soplaron fuertes vientos que hicieron
bambolear los barcos, provocando mareos y náuseas entre
las tropas que iban a bordo. Los que viajaban en un buque de
desembarco de tanques, o LST por sus siglas en inglés,
fueron los que peor lo pasaron, pues no paraban de dar
tumbos y bandazos en todas direcciones en aquella cubierta
tan plana. Por fortuna, el viento amainó cuando se
aproximaban a la costa. El VIII Ejército de Montgomery se
dirigió al extremo suroriental del triángulo siciliano. Sus
fuerzas debían avanzar hacia el norte por la costa, en
dirección a Messina, para cortar el paso a las divisiones del
Eje antes de que pudieran pasar al continente. El VII
Ejército de Patton tenía que desembarcar más al oeste, en
tres puntos de la costa meridional de la isla, guiados
también por submarinos de la Marina Real que actuaban
como faros, haciendo señales con luces azules en alta mar.
Una vez en las playas, su objetivo no estaba claramente
definido, una vaguedad en la planificación que Patton quería
aprovechar a toda costa.
El 10 de julio, poco antes de las dos de la madrugada,
se dio la orden, «¡Arriad!», y las lanchas de desembarco
fueron bajadas de los pescantes al agua. El mar seguía
encabritado, y enseguida se produjeron escenas de
soldados resbalando al pisar los vómitos de compañeros
mareados. Al final, todas las embarcaciones de asalto
estuvieron preparadas, y un corresponsal pudo contemplar
cómo «una horda de diminutas embarcaciones, como
cucarachas, ponía rumbo a la costa a toda velocidad».6 El
desembarco no fue precisamente fácil debido al fuerte
oleaje y a los campos de minas que aguardaban en las
playas. Con frecuencia las tropas llegaban a un lugar de la
costa que no era el previsto, dando lugar a una serie de
confusiones comparables a las vividas durante la Operación
Torch. Unas pocas horas después llegó el turno de los
vehículos anfibios, que entraron en acción trayendo
provisiones, pertrechos, combustible e incluso baterías de
artillería.
En el interior de la isla, los lanzamientos de las tropas
aerotransportadas habían sido bastante caóticos debido al
fuerte viento. Los paracaidistas de la 1.ª División
Aerotransportada británica y de la 82.ª División
Aerotransportada de los Estados Unidos habían caído
desparramados en una zona muy amplia. Muchos se habían
roto una pierna, o incluso las dos. La fuerza de planeadores
británica, cuyo objetivo era un puente clave situado justo al
sur de Siracusa, Ponte Grande, fue la que peor lo pasó. Los
pilotos de los remolcadores tenían poca experiencia, y
navegaban muy mal. Un planeador acabó en Malta, y otro
cerca de Mareth, en el sur de Túnez. Sesenta planeadores
fueron soltados demasiado pronto, chocando con las aguas
del mar. Pero los treinta hombres que llegaron a su
objetivo, consiguieron, a pesar de todo, capturar el puente y
retirar las cargas explosivas, colocadas para su demolición.
En el curso de la mañana se unieron a ellos otros cincuenta
hombres. Juntos resistieron los intensos ataques del
enemigo durante casi toda la tarde, hasta que solo quedaron
quince completamente ilesos. Aunque tuvieron que
rendirse, el puente fue reconquistado muy poco después
por los Reales Fusileros Escoceses que avanzaban desde la
playa. Toda la operación había supuesto seiscientas bajas.
Prácticamente trescientas de ellas correspondían a
hombres ahogados en el mar.
Pero, independientemente de la confusión que pudiera
reinar en el bando aliado, lo cierto es que entre los
trescientos mil efectivos que componían las fuerzas del
Eje había aún más desorden. La tormenta marina los había
convencido de que aquella noche no podía tener lugar
invasión alguna. El VI Ejército del general Alfredo Guzzoni
probablemente tuviera que contar con trescientos mil
efectivos, pero debía de ser en teoría, pues solo disponía
de dos divisiones alemanas, la 15.ª de Granaderos
Acorazados y la División Panzer Hermann Göring. La
primera había sido desplegada al oeste de la isla, por lo que
estaba demasiado lejos para contraatacar, de modo que
Kesselring ordenó a la segunda que avanzara
inmediatamente hacia Gela, que había sido tomada por los
Rangers del desembarco central de tropas de Patton del
primer día. La 1.ª División de Infantería, «el Gran Uno
Rojo», había avanzado hacia el interior para ocupar los
terrenos elevados y capturar el aeródromo local.
El ataque de la Hermann Göring la mañana del 11 de
julio cogió desprevenidos a los batallones de infantería que
iban a la cabeza sin apoyo de los tanques. Los Sherman aún
no habían sido desembarcados. Por el oeste, la División
Livorno italiana también comenzó a avanzar hacia Gela,
pero tuvo que detener la marcha inmediatamente debido al
intenso fuego de los morteros que disparaban fósforo
blanco, bajo la dirección personal de Patton, y a la acción
de la artillería naval de dos cruceros y cuatro destructores
anclados frente a la costa. Al norte y al nordeste de la
ciudad, los hombres de la Hermann Göring estuvieron a
punto de alcanzar las playas. Su comandante llegó a
informar incluso al general Guzzoni de que los americanos
estaban regresando a sus naves. Pero se produjo, justo a
tiempo, el desembarco de un pelotón de tanques Sherman y
de varias piezas de artillería. Los «Long Tom» de 155 mm
entraron rápidamente en acción, disparando contra sus
objetivos en campo abierto.
En un viñedo situado a los pies del cerro Biazza, en el
este, parte del 505.° Regimiento de Infantería Paracaidista
a las órdenes del coronel James M. Gavin se encontró con
unos tanques Tiger pertenecientes a la División Hermann
Göring. Gavin no tenía dudas de la agresividad de sus
hombres, que, antes de abandonar Argel, habían practicado
su puntería con «algunos árabes de aspecto amenazador».7
Pero para enfrentarse a los Tiger solo disponían de
bazookas y de un par de cañones de campaña de 75 mm.
Por fortuna para los paracaidistas, un alférez de
marina se ofreció a pedir por radio el apoyo de la artillería
naval. Gavin estaba comprensiblemente nervioso,
preguntándose cuan certeros serían sus disparos. Solicitó
que primero se probara con un solo disparo, que dio en el
blanco. Entonces pidió fuego de concentración. Los
alemanes empezaron a replegarse, y a continuación
llegaron los primeros carros de combate Sherman de la
playa, para júbilo y alborozo de los paracaidistas. Juntos
atacaron el cerro y acabaron con la vida de la tripulación de
un Tiger que, estúpidamente, se encontraba fuera de su
tanque, tanque que los hombres de Gavin capturaron.
Miraron en la parte delantera del tanque los impactos de
sus bazookas, y comprobaron que apenas habían hecho
mella en su duro blindaje frontal. Los carros de combate de
la Hermann Göring tuvieron que emprender rápidamente la
retirada desde el frente bajo el fuego incesante de la
artillería naval americana. Patton, que había elogiado y
maldecido a sus hombres en los alrededores de Gela, se
sintió plenamente satisfecho. «No cabe duda de que Dios
ha velado por mí en el día de hoy», escribiría en su diario.8
Por la noche, el humor de Patton volvió a cambiar. El
504.° Regimiento de Infantería Paracaidista debía volar
desde Túnez a primera hora para saltar tras las líneas del VII
Ejército como tropa de refuerzo. El general americano
quiso abortar la operación, pero se encontró con que ya era
demasiado tarde. Sospechaba que su orden de no disparar,
dada a los artilleros de las baterías antiaéreas en los barcos
y en tierra, no había sido difundida apropiadamente. Los
artilleros no podían distinguir claramente entre los suyos y
el enemigo, especialmente en la oscuridad de la noche, y
tenían los nervios a flor de piel tras los intensos ataques
sufridos aquel día a manos de la Luftwaffe. Los
comandantes de las tropas de desembarco se quejaban de la
falta de cobertura aérea en las playas, pero sus colegas de
la aviación seguían negándose a poner en peligro sus cazas
en un momento en el que las baterías antiaéreas aliadas
abrían fuego contra todo lo que volara.
Los temores de Patton se hicieron realidad. Una
ametralladora comenzó a disparar cuando aparecieron en el
cielo los C-47, y al momento todo el mundo empezó a
abrir fuego, incluso las tripulaciones de los tanques con sus
ametralladoras de 12,5 mm montadas en las torretas. Los
hombres de Patton simplemente no podían contenerse.
Seguían disparando a los paracaidistas que iban
descendiendo, incluso cuando llegaban a tierra o caían en el
agua. Fue uno de los ejemplos más horribles y absurdos de
«fuego amigo» en el bando de los aliados durante la guerra,
saldándose con veintitrés aviones destruidos, treinta y siete
inutilizados y más de cuatrocientas bajas. Eisenhower,
cuando se enteró al final de la noticia, se puso hecho una
furia y culpó a Patton.
La posición de Patton, sin embargo, mejoró cuando el
general Guzzoni ordenó que la Hermann Göring se
dirigiera al este para cortar el paso al VIII Ejército en la
carretera situada al norte de Messina. Los británicos habían
conquistado Siracusa sin apenas encontrar resistencia. Pero
a lo largo de los siguientes días, mientras avanzaban por la
carretera de la costa en dirección a Catania, los combates
fueron más encarnizados. Los alemanes estaban en el
proceso de reforzar la isla con la 29.ª División de
Granaderos Acorazados y la 1.ª División Paracaidista. El
cuartel general del XIV Cuerpo Panzer del general Hube
había llegado en avión a la isla para dirigir a las tropas de la
Wehrmacht. Pero el objetivo principal de Hube, con el
acuerdo de Guzzoni, era librar una batalla de resistencia
para proteger Messina y el estrecho, de modo que sus
fuerzas pudieran ser evacuadas al continente con el fin de
evitar otra rendición como la de Túnez.
El 13 de julio, los británicos intentaron otro
lanzamiento paracaidista, esta vez para capturar el puente de
Primosole, cerca de Catania. Una vez más, los aviones se
convirtieron en objetivo de la flota invasora, así como de
los cañones antiaéreos de las fuerzas del Eje, provocando
el caos. De los mil ochocientos cincuenta y seis efectivos
de la 1.ª Brigada Paracaidista, apenas trescientos llegaron
al punto de encuentro, situado en las inmediaciones del
puente. Al día siguiente, por la mañana, estos hombres ya
tenían asegurado su objetivo, después de haber retirado del
puente las cargas explosivas que habían sido colocadas por
los alemanes para su posible demolición. Una serie de
contraataques emprendidos por el recién llegado 4.°
Regimiento Paracaidista estuvo a punto de obligarlos a
replegarse, pero, a pesar de perder un tercio de sus fuerzas,
los británicos consiguieron resistir.
La 151.ª Brigada, con tres batallones de la Infantería
Ligera de Durham, venía en su ayuda, avanzando a marchas
forzadas a lo largo de cuarenta kilómetros, cargada con
todo su equipamiento y con una temperatura de 35°. En el
camino se vieron sorprendidos por los ataques de los cazas
alemanes y también de los bombarderos americanos. El 9.°
batallón de Durham fue alcanzado de lleno por el fuego de
las ametralladoras MG 42 (llamadas «Spandau» por los
ingleses) de unos paracaidistas alemanes perfectamente
camuflados. Sufrió numerosas bajas. «En el terreno
elevado desde el que observábamos al 9.° Batallón atacando
frontalmente», escribiría un «durham», «la vista era
espeluznante. Las aguas del río Simeto corrían,
literalmente, rojas de sangre del 9.° Batallón. A las 09:30
todo había terminado. Habían conseguido impedir que los
alemanes volaran el puente».9
Otro batallón de Durham logró vadear el río más tarde
y sorprender a los alemanes, pero los encarnizados
combates siguieron. Los de Durham contarían que los
francotiradores alemanes disparaban contra los sanitarios
que iban recogiendo a los heridos. Cuando el batallón
empezaba a quedarse sin municiones, los vehículos
blindados y armados de transporte, los llamados «Bren gun
carriers», se encargaban de ir a buscar más y de traérselas.
El hedor de los cadáveres en medio de aquel calor hizo que
los tripulantes de esos vehículos llamaran aquel lugar «el
callejón maloliente». Pero al final los paracaidistas
alemanes tuvieron que replegarse cuando llegó la 4.ª
Brigada Acorazada.
Mientras seguían los combates en el puente de
Primosole, en el oeste la 51.ª División Highland atacaba
Francoforte, un pueblo típico siciliano situado en lo alto de
una colina llena de olivares en terrazas, al que solo podía
accederse por una polvorienta carretera que recorría en
zigzag la empinada ladera dibujando sinuosas curvas. A su
izquierda, otro grupo de la división consiguió capturar
Vizzini, tras otra breve, pero feroz, acción. Confiados, los
escoceses de la División Highland comenzaron un rápido
avance. Pero pronto recibirían una desagradable sorpresa
en Gerbini, donde los alemanes habían organizado una
férrea defensa en el aeródromo local. Los hombres de la
Hermann Göring y la división paracaidista alemana
utilizaron sus cañones antitanque de 88 mm con una
eficacia devastadora. El XIII Cuerpo británico que se
encontraba en la llanura de la costa no podía avanzar, y el
XXX Cuerpo se vio obligado a combatir de cerro en cerro.
Los soldados británicos, que detestaban luchar en las
rocosas colinas de Sicilia, empezaron a sentir nostalgia de
sus días en el desierto del norte de África.
Montgomery decidió trasladar su XXX Cuerpo al
sector de Patton para que pudiera atacar por la ladera
occidental del Etna. Alexander autorizó este movimiento
sin consultarlo con Patton, que, comprensiblemente, se
puso hecho una furia. El general de división Ornar Bradley,
comandante del II Cuerpo, se enfadó todavía más, y dijo a
Patton que no debía permitir que los británicos le hicieran
una cosa así. Pero Patton, tras la bronca de Eisenhower por
el desastre ocurrido con las fuerzas aerotransportadas y por
la nula información que recibía del cuartel general del VII
Ejército, no quería librar otra batalla con un superior.
Bradley no podía creer que Patton llegara a ser tan dócil.
Aunque lo apodaban el «GI General» («general
recluta») por su aparente falta de pretensiones y por su
aspecto rústico, lo cierto es que Bradley era un individuo
implacable y ambicioso. Patton no se daba cuenta de la
envidia que le inspiraba. Pero los dos tuvieron que hacer
frente a un escándalo en potencia. En la 45.ª División de
Infantería de Bradley, una formación de la Guardia
Nacional a la que Patton había animado a que se ganara el
apelativo de «la división asesina» antes de comenzar la
invasión, un sargento y un capitán mataron a sangre fría a
más de setenta prisioneros totalmente desarmados. La
primera reacción de Patton fue indicar que los soldados
fallecidos fueran clasificados como francotiradores o
como prisioneros contra los que había sido preciso
disparar cuando trataban de huir. Las autoridades militares
decidieron ocultar todo el asunto, aduciendo que, si se
enteraban los alemanes, probablemente tomaran represalias
contra prisioneros aliados.
Patton consiguió convencer a Alexander de que, en
vez de limitarse a proteger el flanco izquierdo de
Montgomery, también lo autorizara a capturar el puerto de
Agrigento, situado en la costa occidental de la isla, para
aliviar su situación en lo tocante a los suministros. Cuando
Alexander dio su consentimiento no imaginaba cuáles eran
las verdaderas intenciones del general americano. Patton
aprovechó la oportunidad que se le brindaba para avanzar
por la costa hacia el noroeste, y por las montañas hacia el
norte, en dirección a Palermo. Con unos suministros de
vehículos y de artillería autopropulsada tan generosos, el
ejército de los Estados Unidos podía moverse con mucha
más rapidez que el británico, cuyos comandantes, además,
parecía que consideraban que los combates en los viñedos
de las colinas y en las rocosas montañas bajo un sol
cegador constituían una experiencia sumamente ardua y
penosa. Los británicos no habían sabido comprender un
principio fundamental de Patton, aprendido a raíz del
desastre de Kasserine: primero, siempre capturar
rápidamente el punto más elevado. La topografía lo era
todo.
El 17 de julio, Patton se enteró de que Alexander y
Montgomery esperaban que el VII Ejército de los Estados
Unidos actuara como escudo en el flanco. No estaba
dispuesto a aceptar un papel secundario, y voló a Túnez para
entrevistarse con Alexander. Fue acompañado de otro
general cuya anglofobia era por todos conocida, Albert C.
Wedemeyer, que, como representante del general
Marshall, tenía mucho peso. Alexander, avergonzado por
haber sido tan condescendiente con las exigencias de
Montgomery, permitió inmediatamente a Patton continuar
con su avance. Patton ya no sentía el mismo respeto por
Alexander, pero en aquellos momentos contaba con la
autorización del comandante de su grupo de ejércitos para
hacer con sus divisiones lo que deseara.
Al igual que sus soldados, el general Patton quedó
asombrado por la pobreza, la suciedad, la degradación y la
insalubridad que vio en las ciudades y los pueblos de
Sicilia. «La gente de este país», escribiría en su diario, «es
la más necesitada que he visto en mi vida y la que está más
abandonada de la mano de Dios».10 Muchos soldados
americanos pensaban que las condiciones de vida en Sicilia
eran mucho peores que en el norte de África. Los
sicilianos pasaban hambre y solían pedir algo que llevarse a
la boca a las tropas, llegándose incluso a producir en las
ciudades y aldeas escenas de violencia por la comida, a las
que la policía militar ponía fin disparando con sus
metralletas Thompson por encima de las cabezas de los que
protestaban o incluso directamente al cuerpo.
Aunque bajo el intenso sol había lugares de gran
belleza en aquella tierra rocosa, repleta de olivares y
limoneros, la vida primitiva de la población, que dependía
de burros y de carros para transportar sus mercancías o
para trasladarse de un lugar a otro, parecía propia de los
tiempos de la Edad Media. Patton comentaba en una carta
dirigida a su esposa que «cualquier mujer de esta isla se
vende por una lata de alubias, pero hay muy pocos
compradores». Estaba totalmente equivocado, pues el
aumento de enfermedades venéreas hizo estragos en los
dos ejércitos. Un hospital de campaña británico tuvo ciento
ochenta y seis casos de ese tipo de dolencias en un solo
día.11
El 19 de julio, Hitler y Mussolini se reunieron en
Feltre, en el norte de Italia. La ampulosidad y la
autosuficiencia del Duce se habían evaporado. Hitler no
paró de meterle miedo en el cuerpo, y Mussolini no abrió
la boca durante aquel discurso de dos horas de duración
sobre las deficiencias de Italia. El Führer, tal vez excitado
por las anfetaminas que tomaba por aquel entonces, parecía
rebosar energía. El Duce, por su parte, era un hombre
mermado, tanto física como psicológicamente. Aquel
individuo que se había jactado de su estado físico, y que no
pocas veces había alardeado de él mostrando su torso —
costumbre que Hitler consideraba indigna—, tenía ahora
fuertes dolores estomacales y se mostraba melancólico,
lánguido e indeciso. Como le ocurriría más tarde a Hitler
con los alemanes, Mussolini pensaba que sus compatriotas
no valían para nada y no eran dignos de su liderazgo. Pero,
al igual que Hitler, nunca había realizado una visita al frente
ni a las víctimas de los bombardeos.
Su incapacidad de confiar en nadie había alejado a
Mussolini completamente de la realidad. Pretendía saberlo
todo, ser el dictador que todo lo ve, pero nadie de su
entorno se atrevía a decirle que la mayoría de los italianos
lo odiaba y ya no quería saber nada de su guerra. La
compulsión del Duce a decretar múltiples órdenes para
todo tipo de asuntos, tanto de ámbito público como
privado, también suponía que fuera, en palabras de un
secretario del Partido Fascista, «el hombre más
desobedecido de la historia».12 El gobierno iba a la deriva,
y su yerno, el conde Ciano, que no se atrevía a
contradecirlo abiertamente, ya estaba conjurando para
provocar su caída con la esperanza de asumir el poder y
negociar una paz con los Aliados occidentales.
Durante la entrevista celebrada en Feltre, llegó la
noticia de que los americanos habían bombardeado por
primera vez áreas de clasificación de trenes cerca de
Roma. Mussolini quedó conmocionado, y más aún cuando
supo que los ataques habían provocado un gran pánico en la
capital. Hitler, viendo que el gobierno de Mussolini
probablemente estuviera al borde del abismo, no solo había
preparado un gran contingente de tropas para ocupar el país,
sino que también había enviado tanques a las milicias de los
Camisas Negras italianos para que pudieran impedir
cualquier intento de golpe de estado de los antifascistas.
El 22 de julio, la 3.ª División del general Lucían K.
Truscott entró en la derruida ciudad de Palermo, y el II
Cuerpo de Bradley llegó a Termini Imerese, alcanzando así
la costa septentrional de la isla. Patton, exultante, se instaló
en la grandeza del Palacio Real de Palermo, donde comía
las raciones K del ejército americano en platos de
porcelana blasonados en el gran salón de celebraciones
oficiales y bebía champagne. Los británicos, por su parte,
seguían sudando tinta a uno y otro lado del Etna. Un
regimiento de la 1.ª División de Canadá logró capturar la
localidad de Assoro tras escalar una colina, como casi dos
siglos antes hiciera el general Wolfe para conquistar
Quebec.
El 24 de julio, el Gran Consejo Fascista se reunió en
Roma. Al principio se evitaron todo tipo de críticas, y
Mussolini no supo darse cuenta de lo que estaba
ocurriendo en realidad. Muy apesadumbrado, parecía
completamente apático, casi paralizado. La reunión se
prolongó durante toda la noche. Al cabo de unas diez horas,
el conde Diño Grandi, embajador en Londres antes de la
guerra, presentó una moción para regresar al régimen de
monarquía constitucional y recuperar la institución del
parlamento democrático. El hecho de que Mussolini no
supiera reaccionar convenció a varios de los presentes de
que simplemente quería encontrar una salida que no le
perjudicara. La propuesta de Grandi fue aprobada por
diecinueve votos contra siete.
Al día siguiente, Mussolini, que había olvidado
afeitarse, fue a Villa Savoia para entrevistarse con el rey
Vittorio Emanuele III. Actuaba como si no hubiera ocurrido
nada importante. Pero cuando empezó a hablar, el rey, un
hombre bajito y menudo, lo interrumpió y le dijo que el
mariscal Pietro Badoglio iba a asumir el cargo de primer
ministro. Cuando Mussolini, estupefacto, se disponía a
abandonar los regios salones, fue detenido por unos
oficiales del cuerpo de Carabinieri, que lo trasladaron en
una ambulancia a su cuartel, un edificio fuertemente
custodiado. Aquella noche la radio se hizo eco de la
noticia, y las calles de la ciudad se llenaron de gentes que
gritaban, llenas de júbilo, «Benito è finito!». En cuestión de
horas, el fascismo se derrumbó en Italia, desapareciendo de
la vista como cuando en un teatro se desaloja el escenario
para dar paso a la representación de una nueva obra. Ni
siquiera las milicias de los Camisas Negras, armadas con
tanques alemanes, hicieron nada para impedir la caída del
Duce. En Milán, un gran número de trabajadores corrió
precipitadamente a las cárceles para liberar a los
antifascistas.
Cuando se enteró de lo ocurrido en Roma, Hitler
quiso lanzar una división de paracaidistas en la ciudad para
detener a los miembros del nuevo gobierno y a la familia
real. Sospechaba que los masones y el Vaticano estaban
detrás de la caída de Mussolini. Rommel, Jodl y Kesselring
consiguieron convencerlo de que no atacara la capital
italiana. Evidentemente, el Führer no confiaba en que
Badoglio mantuviera su promesa de seguir en la guerra.
Fuerzas alemanas ocuparon el paso del Brennero y una
serie de instalaciones clave del norte de Italia con ocho
divisiones. Se había preparado una operación llamada
«Alarico» para invadir todo el país en el caso de que Italia
se rindiera. Hitler pidió a sus servicios de inteligencia que
averiguaran el lugar en el que Mussolini había sido
encerrado, y que para ello recurrieran a cualquier medio,
incluso a los sobornos y a los videntes.

A Patton le hervía la sangre, y estaba firmemente decidido


a capturar Messina antes de que pudiera hacerlo
Montgomery. Y así lo ordenó a sus hombres, por mucho
que un gran número de ellos sucumbiera al intenso calor y
a la deshidratación. La malaria, la disentería, el dengue y las
fiebres habían sido la causa de un elevado porcentaje de las
bajas sufridas fuera de los combates. Solo la malaria
afectaría a unos veintidós mil hombres de los dos ejércitos
aliados presentes en Sicilia.
El 25 de julio, Patton voló a Siracusa por petición de
Montgomery para hablar sobre el avance a Messina. La
falta de instrucciones del cuartel general aliado hacía que
fuera indispensable abordar este asunto. Montgomery
reconoció tácitamente que estaba bloqueado en el sur de
Catania, y sin esperar a Alexander comenzaron a comentar
la situación con un mapa extendido sobre la parte frontal
del vehículo especial de estado mayor de Montgomery, un
Humber. Para sorpresa de Patton, Montgomery accedió a
que las fuerzas americanas se saltaran los límites
estipulados si ello les permitía llegar antes a Messina.
Alexander llegó finalmente acompañado de Bedell Smith.
Los importantes acontecimientos que tenían lugar en Roma
habían sido la causa de su retraso. El comandante del grupo
de ejércitos no ocultó su enfado cuando se enteró de que
sus dos generales habían llegado a un acuerdo sin contar
con él. Sin embargo, aunque Montgomery hubiera cedido el
paso al VII Ejército en Siracusa, Patton estaba firmemente
decidido a ganar la carrera de una vez por todas.
Sus hombres, sudorosos y cubiertos de polvo,
avanzaron por el rocoso paisaje siciliano de cerro en cerro,
de colina en colina. Como los británicos, tenían que subir
por las empinadas laderas sus provisiones y pertrechos
cargados en mulas. Las dos divisiones alemanas de
granaderos acorazados los obligaron a combatir durante
todo el viaje, volando puentes y colocando minas y trampas
explosivas en cuanto tenían ocasión. Los soldados
americanos estaban furiosos por la costumbre de los
alemanes de colocar trampas explosivas en los muertos,
por lo que a veces se vengaban en los prisioneros. Los
campos apestaban a cadáver en descomposición, y también
las ciudades, arrasadas por el fuego de la artillería y los
bombardeos que sembraban el terror y la muerte entre la
población civil. Los cuerpos sin vida eran amontonados en
medio de los escombros, rociados con gasolina y
quemados para evitar la propagación de enfermedades.
Durante la primera semana de agosto, los combates en
Troina, una localidad situada en una zona montañosa, se
saldaron con quinientas bajas de la 1.ª División de
Infantería de los Estados Unidos. Patton ya había decidido
que su comandante, Terry Allen, estaba agotado, y en
cuanto terminó la batalla por Troina lo relevó, junto a su
segundo al mando, el general de brigada Teddy Roosevelt
Jr. Bradley, que detestaba a Allen por su evidente falta de
respeto, se sintió muy satisfecho.
El 3 de agosto, Patton realizó una visita al 15.°
Hospital de Evacuación. Se mostró visiblemente
conmovido inspeccionando a los heridos, pero expresó su
repugnancia ante las bajas por causas psicológicas. Patton
preguntó a un soldado de la 1.ª División, un joven de
Indiana que en la vida civil se dedicaba a enmoquetar, y que
sufría fatiga de combate, cuál era su problema. «Creo que
no puedo soportarlo», contestó el muchacho con una
expresión de impotencia. Patton montó en cólera, lo
abofeteó con sus guantes y lo arrastró fuera de la tienda de
campaña. Propinándole una patada en el trasero, gritó: ¡Me
oyes, maldito cobarde, ahora mismo vuelves al frente!».
Una semana después Patton volvería a estallar durante su
visita al 93.° Hospital de Evacuación. Llegó incluso a
apuntar con la pistola a su víctima, amenazando con
disparar por haber cometido un acto de cobardía. Un
periodista británico, que por casualidad presenció la
escena, le oyó decir luego: «¡Eso de la psicosis traumática
por culpa de las bombas no existe! ¡Es una invención de los
judíos!»13
Para acelerar el avance por la costa en el norte de la
isla, Patton consiguió que la marina americana le
proporcionara las lanchas de desembarco necesarias para
introducir un batallón tras las líneas enemigas, a quince
kilómetros del frente. Tanto Bradley como Truscott
mostraron su firme oposición al plan, y, como temían, el
batallón en cuestión fue prácticamente aniquilado después
de conquistar una colina clave, Monte Cipolla. Para Patton,
aquella trágica y costosa jugada estaba totalmente
justificada. Ignoraba que los alemanes ya habían empezado
a evacuar a sus tropas al otro lado del estrecho de Messina
en una operación perfectamente organizada. La retirada de
los alemanes se aceleró el 11 de agosto. El cuartel general
de las Fuerzas Aliadas no supo aplicar las medidas
necesarias para impedirlo. Antes bien, Tedder seguía
utilizando sus Fortalezas Volantes B-17 para bombardear
los enclaves ferroviarios de los alrededores de Roma, y la
Marina Real británica y la Armada de los Estados Unidos se
negaban a recurrir a sus grandes buques porque la artillería
de las fuerzas del Eje estaba posicionada en la costa
italiana. Más tarde Eisenhower lamentaría no haber
procedido al desembarco de tropas al otro lado del
estrecho, pero la realidad fue que unos ciento diez mil
soldados del Eje fueron evacuados de Sicilia prácticamente
sin sufrir pérdida alguna. Este fallo se debió, en gran
medida, a la postura del general Marshall, que no quería
emprender una invasión general de toda la Italia peninsular.
A Patton lo que más le importaba era que sus tropas
habían llegado a Messina antes que las de Montgomery, y
realizó una entrada triunfal en la ciudad en ruinas el día 17
de agosto por la mañana. Pero pudo disfrutar de su triunfo
muy poco tiempo. Estaba a punto de desatarse una tormenta
por los incidentes que había protagonizado en los dos
hospitales, pues, aquella misma mañana en Argel,
Eisenhower se había enterado de lo ocurrido por unos
corresponsales de guerra americanos. En los Estados
Unidos nadie sabía nada, y el presidente Roosevelt había
enviado incluso un mensaje al volcánico Patton
felicitándolo efusivamente y diciéndole que Harry Hopkins
había propuesto que «al término de la guerra debería
nombrarte marqués del Etna».14
El hecho de que un oficial golpeara a un subordinado
constituía un delito que debía ser juzgado por un tribunal
militar, pero Eisenhower, aunque estaba furioso con
Patton, no quería perderlo. Así pues, convenció a los
periodistas americanos y británicos de que olvidaran
aquella historia. Tras rumiar y meditar el asunto durante
varios días con sus respectivas noches, Eisenhower ordenó
a Patton que pidiera disculpas a los dos soldados, al
personal médico que había presenciado los incidentes y
que también pidiera públicamente perdón a las tropas.
Algunos lo vitorearon, pero los hombres de la 1.ª División
de Infantería, resentidos aún por la destitución de Allen y
de Teddy Roosevelt, escucharon sus disculpas en absoluto
silencio.
La campaña de Sicilia, aunque permitió que muchos
soldados del Eje lograran escapar, había demostrado sin
lugar a dudas su importancia. Causó muchísimas bajas —
doce mil ochocientas en el VIII Ejército y ocho mil
ochocientas en el VII Ejército de Patton—, pero sirvió para
animar a los hombres y subirles extraordinariamente la
moral, y para mejorar diversas tácticas, tanto en las
operaciones anfibias como en los combates posteriores.
Los aliados tenían en aquellos momentos prácticamente el
control del Mediterráneo, y disponían de un gran número
de aeródromos desde los que poder atacar Italia y otros
países más alejados. La invasión también había precipitado
la caída de Mussolini, y enfurecido a Hitler, que en su
Guarida del Lobo comenzaría a ser víctima de su propia ira,
del pánico y de un estado de depresión. La destrucción de
Hamburgo por la RAF había desconcertado al Führer
mucho más de lo que él se atrevería a admitir, y las
ofensivas del Ejército Rojo en el frente oriental, tras la
batalla de Kursk, pondrían de manifiesto el escaso número
de sus tropas.
En agosto, Churchill, Roosevelt y sus jefes de estado
mayor volvieron a reunirse, esta vez en Quebec, para
celebrar la conferencia «Cuadrante», organizada por el
primer ministro canadiense, William Mackenzie King.
Unos días antes, Churchill había hablado del proyecto de la
bomba atómica con Roosevelt. Los americanos habían
intentado mantener a los británicos al margen de esa
investigación, cuyo nombre secreto era Tube Alloys, pero
Churchill consiguió convencer a Roosevelt de que debía
desarrollarse como un proyecto común.
En Quebec se abordó el tema de la inminente
rendición de Italia, que parecía confirmarse tras los
intentos de negociación del emisario de Badoglio, el
general Giuseppe Castellano, a través de enlaces en Madrid
y Lisboa. Se abría una perspectiva alentadora. Los
aeródromos italianos podían ser utilizados para bombardear
Alemania y los yacimientos petrolíferos de Ploesti, como
señalaría el general «Hap» Arnold, jefe de las fuerzas
aéreas estadounidenses. Pero el entusiasmo británico por
emprender una campaña general en Italia para avanzar hacia
el norte, hasta la línea del río Po, no era compartido por los
americanos, por mucho que Brooke insistiera con ahínco
en que con ello conseguiría alejarse a las divisiones
alemanas del frente de Normandía.
Roosevelt y Marshall no querían que el avance fuera
más allá de la ciudad de Roma, aunque ello supusiera dejar
que sus tropas permanecieran ociosas en Italia.
Sospechaban, no exentos de razón, que los británicos
utilizarían la campaña italiana para retrasar la invasión de
Francia y emplear más recursos en el noreste, esto es, en
los Balcanes y en Europa central. Lamentablemente, la
insistencia y la pesadez con las que Churchill quería
convencerlos de su estrategia —pretendía invadir Rodas y
las islas del Dodecaneso para que Turquía entrara en la
guerra— no hacían más que confirmar sus temores.
Marshall se mantuvo firme en su postura: las siete
divisiones destinadas a la invasión de Normandía debían
estar fuera de Italia el i de noviembre, como había sido
acordado en la conferencia «Tridente».
La invasión de Normandía, llamada ya Operación
Overlord, quedó fijada para mayo de 1944. El teniente
general sir Frederick Morgan, jefe de estado mayor del que
sería el comandante supremo aliado, ya estaba planificando
las fases iniciales del proyecto. Con el apoyo del general
Arnold, subrayó que era sumamente urgente debilitar en
primer lugar a la Luftwaffe. En tres ocasiones, Churchill
había prometido precipitadamente al general Brooke el
mando supremo, pero en aquellos momentos tendría que
enfrentarse a una realidad: Roosevelt iba a insistir en que
este cargo debía recaer en un norteamericano, pues eran
los Estados Unidos los que iban a aportar la mayoría de los
efectivos. Además, los americanos creían, aunque
equivocadamente, que Brooke era contrario a la invasión de
Francia.
Brooke tuvo una gran decepción cuando Churchill le
comunicó que al final no iba a estar al mando de la
Operación Overlord. Nunca se recuperaría totalmente de
aquel duro revés. Pero su consternación fue aún mayor
cuando se enteró de que, en secreto, Churchill había
acordado a cambio que el almirante lord Louis
Mountbatten estuviera al frente del SEAC, el nuevo mando
aliado en el sudeste asiático. Parecía que el candidato
evidente para dirigir la Operación Overlord era el general
Marshall, aunque evitara dar un paso adelante en este
sentido.
El 3 de septiembre, Churchill abandonó Quebec en
tren para dirigirse a Washington. Llegó en el momento
preciso de vivir una jornada histórica. El impecable y
pulcro general Castellano, jefe de estado mayor de
Badoglio, y el jefe de estado mayor de Eisenhower, el
general Bedell Smith, habían firmado en secreto el
armisticio de Italia tras arduas negociaciones. Los
alemanes habían aumentado su presencia en el país, y ahora
tenían en él dieciséis divisiones. Como cabe imaginar, los
italianos estaban aterrorizados por las posibles represalias
de los que hasta entonces habían sido sus aliados.
Aquel día, al amanecer, tropas británicas y canadienses
desembarcaron cerca de Reggio Calabria. Contaban con el
apoyo de los buques de guerra y del fuego de la artillería
del otro lado del estrecho de Messina, pero aquella
hermosa mañana de septiembre los desembarcos no fueron
repelidos, y el mar estaba en calma. Los británicos
llamaron esa operación «la regata del estrecho de
Messina». Enseguida se llevaron a cabo más desembarcos
en la punta de la bota italiana y en la base naval de Tarento.
El almirante Cunningham decidió arriesgar y enviar a los
hombres de la 1.ª División Aerotransportada a Tarento en
cruceros de la Marina Real inglesa. La flota italiana puso
rumbo a Malta para rendirse, pero la Luftwaffe atacó y, con
una de sus nuevas bombas guiadas «Fritz X», hundió el
acorazado Roma, matando a mil trescientos marineros.
Toda la campaña italiana se caracterizaría por los
errores de concepción y las ideas ilusorias. Debido a una
serie de mensajes interceptados por Ultra antes de que se
iniciara esta empresa, en el cuartel general de las fuerzas
aliadas se pensaba que, si los italianos se rendían, los
alemanes se replegarían a la línea Pisa-Rimini del norte de
Italia. Sin embargo, Hitler ya había decidido que semejante
retirada equivaldría a abandonar los Balcanes a espaldas de
sus aliados croatas, rumanos y húngaros. Además, los
italianos, a pesar de lo que habían asegurado a Bedell
Smith, no estaban en realidad preparados para defender
Roma de los alemanes. A Dios gracias, el plan de lanzar
sobre Roma a la 82.ª División Aerotransportada,
coincidiendo con los principales desembarcos en Salerno,
fue abortado en el último momento, cuando los aviones se
disponían a despegar. Toda la formación habría sido
aniquilada de haberse seguido con esta operación.
El 8 de septiembre, Hitler, que había pasado
demasiado tiempo deplorando los acontecimientos que
tenían lugar en Italia, voló al cuartel general de Manstein,
en el sur de Rusia, para hablar sobre la crisis en el frente
oriental. El Ejército Rojo se había abierto paso entre el
Grupo de Ejércitos Centro de Kluge y el Grupo de
Ejércitos Sur de Manstein. Cuando regreso a su Guarida del
Lobo aquella misma noche, el Führer se enteró de que
acababan de anunciar la firma del armisticio de Italia y de
que había desembarcado en Salerno, a unos cincuenta
kilómetros al sudeste de Nápoles, la primera tanda de
tropas del V Ejército estadounidense del general Mark
Clark. No es difícil imaginar cuál era su estado de ánimo
tras recibir la noticia de la «traición» de Badoglio, por
mucho que la esperara. Convocó a Goebbels y a otros
líderes nazis a una reunión que se celebraría al día
siguiente. «El Führer», escribió Goebbels en su diario,
«está firmemente decidido a hacer tabla rasa en Italia».15
La Operación Axis (la antigua Alarico) fue puesta en
marcha con vertiginosa rapidez. Una de las principales
prioridades del Generalfeldmarschall Kesselring era
capturar la capital italiana. Los paracaidistas alemanes
entraron en la ciudad mientras los romanos seguían
celebrando lo que creían que era el fin de la guerra para
ellos. El rey y el mariscal Badoglio consiguieron escapar
por los pelos. Las dieciséis divisiones alemanas
desarmaron a los soldados italianos y acabaron con todo
aquel que ofreció resistencia. Unos seiscientos cincuenta
mil fueron capturados como prisioneros de guerra. En su
mayoría, fueron enviados más tarde a trabajar como mano
de obra esclava. Himmler no tardó en ordenar al jefe de la
policía de seguridad de Roma, el SS Obersturmführer
Herbert Kappler, que se procediera a la detención de los
ocho mil judíos que residían en la capital.
Mientras ocupaban Roma, los alemanes también
enviaron fuerzas para impedir un posible desembarco
angloamericano en el golfo de Salerno, que parecía el lugar
idóneo para comenzar una invasión en esa zona del litoral
tirreno. El recientemente creado X Ejército alemán estaba
a las órdenes del general Heinrich von Vietinghoff, que
inmediatamente envió la 16.ª División Panzer, sucesora de
la formación del mismo nombre destruida en Stalingrado, a
tomar posiciones en las colinas desde las que se dominaba
la gran bahía. El 8 de septiembre, poco antes del anochecer,
justo después de que las fuerzas aliadas hubieran celebrado
la noticia de la rendición de Italia a bordo de sus naves
invasoras, las primeras tropas alemanas ya estaban en sus
posiciones para darles la bienvenida cuando desembarcaran
a primera hora del día siguiente.
Las tropas aliadas se vieron sorprendidas por aquella
empecinada e inesperada resistencia. Solo cuando los
dragaminas despejaron el paso por un canal a la mañana
siguiente pudieron los buques de guerra aproximarse
suficientemente a la costa para localizar las
concentraciones de tanques y las baterías alemanas. En
Salerno salió mal casi todo lo que podía salir mal. El
general de división Ernest Dawley, comandante del VI
Cuerpo de los Estados Unidos, solo contribuyó a crear más
caos en tierra. No aseguró su flanco izquierdo con las
tropas británicas participantes hasta que Clark lo obligó a
hacerlo tres días después, cuando los alemanes ya habían
reforzado su posición. Una tras otra, habían llegado al
frente de Salerno tres divisiones alemanas, la División
Panzer Hermann Göring y la 15.ª y la 29.ª División de
Granaderos Acorazados.
Tanto los británicos como los americanos se vieron
atrapados en campos de cultivo de tabaco, o en manzanares
y melocotonares, o en las dunas de la playa, donde, aparte
de unos cuantos matorrales y algas, no había lugares tras
los que poder refugiarse. Bajo la atenta mirada de los
artilleros alemanes que oteaban desde sus posiciones
elevadas, resultaba harto difícil y peligrosa cualquier
operación de evacuación durante el día, y para curar a los
heridos el personal sanitario tenía que arreglárselas con la
sulfamida y las vendas de primeros auxilios que llevaban en
los botiquines.
En el extremo izquierdo, solo los Rangers del teniente
coronel William Darby habían tenido el éxito esperado tras
avanzar hacia el interior para capturar una serie de enclaves
en el paso de Chiunzi. Esta zigzagueante carretera cruzaba
la zona montañosa de la península de Sorrento, y por ella se
llegaba a Nápoles. Desde sus posiciones, pudieron dirigir a
los artilleros de los barcos anclados en el golfo, que,
elevando al máximo sus cañones, consiguieron bombardear
a las tropas de refuerzo y los convoyes de provisiones
alemanes que venían de Nápoles por la carretera de la
costa.
Clark, perfectamente consciente de que su fuerza
invasora no podía salir de aquella trampa, instó a Dawley a
enviar la 36.ª División de Infantería de la Guardia Nacional
de Texas para que se encargara de capturar una aldea situada
en lo alto de una colina la mañana del 13 de septiembre. La
respuesta alemana fue brutal, y los texanos sufrieron
importantes pérdidas. Pero lo peor aún estaba por venir. El
general von Vietinghoff pensó que los dos cuerpos aliados
estaban a punto de reembarcar, de modo que decidió lanzar
un ataque con unidades panzer y cañones autopropulsados
al sur de Eboli. Los combates fueron tan encarnizados, y el
avance alemán parecía tan peligroso, que Clark decidió que
sus hombres se retiraran, y Vietinghoff creyó haber
obtenido una verdadera victoria.
El avance hacia el norte del VIII Ejército seguía
siendo lento; la vanguardia de esta formación estaba todavía
a unos cien kilómetros al suroeste. El retraso se debía,
principalmente, a la destrucción de puentes por parte de las
tropas alemanas en retirada. El almirante Hewitt,
comandante de la fuerza operacional en Salerno, estaba
consternado ante la perspectiva de un posible reembarco. A
primera hora del 14 de septiembre envió un mensaje al
almirante Cunningham en Malta, que inmediatamente envió
dos acorazados británicos, el Warspite y el Valiant , para
que colaboraran con su artillería. También ordenó que tres
cruceros partieran a toda velocidad rumbo a Trípoli en
busca de refuerzos. Pero mientras tanto la situación
comenzó a estabilizarse. Una defensa férrea, con cañones
de 105 mm abriendo fuego en campo abierto, había
interrumpido las cargas de los tanques alemanes, y se había
dado respuesta a la solicitud de Clark de lanzar
urgentemente en la zona un regimiento de la 82.ª División
Aerotransportada.
El 15 de septiembre, por la mañana, llegó el general
Alexander a bordo de un destructor. En total acuerdo con el
almirante Hewitt, canceló todos los planes de evacuación.
La cabeza de puente de Salerno no tardó en quedar
asegurada gracias a la ayuda de los bombarderos y a la
precisión de los artilleros de los buques aliados. Los
barcos de guerra de la Armada de los Estados Unidos y de
la Marina Real británica infligieron importantes daños a los
tanques y a la artillería de los alemanes. Por desgracia,
durante una incursión nocturna de la Luftwaffe, el Warspite
abrió fuego con uno de sus cañones de 152 mm contra un
avión que volaba a baja altura, alcanzando en cambio al
destructor Petará de la Marina Real, causándole graves
daños.16
Los bombarderos del general de división James
Doolittle arrasaron de tal modo la localidad de Battipaglia,
situada tras las líneas alemanas, que el general Spaatz envió
el siguiente mensaje: «Ya no estás tan fino, Jimmy. Un
manzano silvestre y un establo siguen en pie».17 Pero había
nacido una nueva doctrina del bombardeo, a la que los
americanos denominaron «poner la ciudad en la calle».18
Esto significaba arrasar una ciudad hasta los cimientos para
que no pudieran pasar por ella ni los refuerzos ni las
provisiones del enemigo. Esta táctica sería clave en el
desarrollo de la campaña de Normandía en el mes de junio
del año siguiente.

Fue más o menos por entonces cuando los servicios


secretos alemanes averiguaron el paradero de Mussolini.
Tras retenerlo en un principio en la isla de Ponza, y luego
en La Maddalena, el mariscal Badoglio lo había trasladado
en secreto a una estación de esquí, situada al norte de
Roma, en los montes Apeninos, llamada Gran Sasso. Hitler,
horrorizado por la humillación a la que se veía sometido su
aliado, ordenó un intento de rescate. El 12 de septiembre,
el Hauptsturmführer Otto Skorzeny, con una fuerza de
tropas especiales de la Waffen-SS en ocho planeadores,
aterrizó en la montaña. Los carabinieri que custodiaban al
Duce no opusieron resistencia. Al encontrarse con él,
Mussolini abrazó a Skorzeny y dijo que sabía que su amigo
Adolf Hitler no iba a abandonarlo. Fue sacado de allí en un
avión y trasladado a la Guarida del Lobo. El asistente de la
Luftwaffe de Hitler describiría el aspecto que presentaba el
dictador italiano, comparándolo con el de «un hombre
destrozado». 19 El plan de los alemanes era colocarlo como
cabeza visible de la llamada República Social Italiana,
creando así la ficción de que el Eje seguía vivo para
justificar la ocupación germana de Italia.
El 21 de septiembre, fuerzas de la Francia Libre
desembarcaron en la isla de Córcega, que había sido
abandonada por los alemanes para reforzar la Italia
peninsular. En Salerno había comenzado la retirada de
tropas germanas tres días antes. Kesselring le había dicho a
Vietinghoff que replegara gradualmente a sus hombres a la
línea del río Volturno, al norte de Nápoles. Clark destituyó
por fin al comandante de su cuerpo, el general Dawley, y
los británicos, que se encontraban a la izquierda de la
cabeza de playa, atacaron y marcharon hacia el norte para
capturar la base de la península de Sorrento y preparar el
avance hacia Nápoles por la costa. Después de capturar en
esa zona una colina, el comandante de la unidad del
Regimiento de Infantería de Coldstream que llevó a cabo la
misión describiría el espectáculo que se encontró con las
siguientes palabras: «Tomamos la posición al amanecer.
Con los primeros rayos de luz enterramos a los alemanes
muertos. Eran los primeros cadáveres que tocaba: unos
muñecos encogidos, de aspecto patético, que yacían
rígidos y retorcidos, con ojos vidriosos. Ninguno podía
tener más de veinte años, y algunos eran casi unos niños.
Con una despreocupación horrenda los arrojábamos al
interior de sus trincheras y los cubríamos de tierra».20
El 25 de septiembre, el VIII Ejército británico y el V
Ejército de Clark se habían unido, creando una línea que
cruzaba Italia. Las fuerzas americanas en Salerno habían
sufrido alrededor de tres mil quinientas bajas, y los
británicos unas cinco mil quinientas. En su avance por la
zona adriática, el VIII Ejército capturó la llanura de Foggia
con todos sus aeródromos, que serían utilizados para
bombardear el sur de Alemania, Austria y los yacimientos
petrolíferos de Ploesti. Por el oeste, el V Ejército de Clark
dejó atrás el Vesubio, y el 1 de octubre, la Guardia de
Dragones del Rey, en sus vehículos blindados, entró en
Nápoles bajo los omnipresentes tendederos de ropa que
cruzaban las calles de la ciudad. Pero ninguna sábana
colgaba de ellos. Nápoles se había quedado sin agua porque
los alemanes habían volado los acueductos, en represalia
por la resistencia de los napolitanos a su brutal ocupación.
Los nazis habían destruido todo lo que habían podido:
antiguas bibliotecas, alcantarillas, centrales eléctricas,
fábricas y, sobre todo, el puerto de la ciudad con sus
instalaciones. En los edificios importantes de la ciudad
habían colocado incluso bombas de relojería para que
estallaran durante las semanas siguientes. Los horrores de
la guerra en Italia ya empezaban a recordar los del frente
oriental.
Al mensaje interceptado en Bletchley Parle, que
indicaba que Hitler planeaba evacuar casi toda Italia, no le
siguieron los otros mensajes que revelaban que el cuartel
general del Führer estaba cambiando de opinión, en gran
medida debido a las presiones de Kesselring, que quería
defender el país desde el sur de Roma. Los consejos de
Rommel, que abogaba por retirarse, fueron desoídos en
parte porque Hitler temía las consecuencias que un
repliegue de tropas podría tener en sus aliados de los
Balcanes, y en parte porque la invasión aliada no iba
precisamente viento en popa. Pero la decisión de Hitler de
conservar Italia, y su convicción de que los británicos iban
a invadir los Balcanes y el Egeo, conllevaron que un total
de treinta y siete divisiones alemanas fueran destinadas a
esta región de Europa, mientras la Wehrmacht luchaba por
salvar la vida en el frente oriental.
Goebbels y Ribbentrop instaron a Hitler a entablar
negociaciones de paz con Stalin, pero el Führer rechazó
furiosamente la idea. Nunca iba a negociar desde la
debilidad. El general Jodl, del OKW, reconocería la locura
de aquella lógica en la que se veían atrapados por culpa del
mantra nazi de «la victoria final», de esa letanía, escribiría
poco después, de «que ganaremos porque tenemos que
ganar, pues de lo contrario la historia del mundo perdería
su sentido».21 Como no había ninguna esperanza de poder
negociar desde la fortaleza, era evidente lo que implicaba la
postura de Hitler. Alemania seguiría luchando hasta su
destrucción total.
33
UCRANIA Y LA
CONFERENCIA DE
TEHERÁN
(septiembre-diciembre de
1943)

Cuando el Ejército Rojo recuperó Kharkov el 23 de agosto


de 1943, el ejército alemán tuvo que enfrentarse a una
crisis en el sur. La línea defensiva a lo largo del río Mius
había sido rota, y el 26 de agosto el Frente Central de
Rokossovsky logró abrirse paso en la frontera entre el
Grupo de Ejércitos Sur y el Grupo de Ejércitos Centro. El
3 de septiembre, Kluge y Manstein pidieron a Hitler que
nombrara un comandante en jefe del frente oriental. El
Führer se negó a hacerlo y siguió insistiendo en que la zona
industrial de la Cuenca del Don tenía que ser defendida,
aunque para entonces era imprescindible efectuar una
retirada de la línea del Mius. Hitler prometió una vez más
enviar refuerzos, pero para entonces Manstein sabía que ya
no podía confiar en él. Ese mismo día las tropas británicas
desembarcaban en el sur de la Italia continental.
Cinco días después, tras recibir un teletipo de
Manstein en el que informaba de la magnitud del ataque de
los soviéticos, Hitler voló al cuartel general del Grupo de
Ejércitos Sur en Zaporozhye. El informe leído por
Manstein fue tan duro que el propio Führer se vio obligado
a autorizar una retirada al río Dniéper. Aquella fue su
última visita el territorio ocupado de la Unión Soviética. A
su regreso a la Wolfsschanze al final de aquel fatídico día,
se le informó del desembarco de los Aliados en Salerno y
de la capitulación inminente del ejército italiano.
Tras recibir la autorización de Hitler, aunque fuera a
regañadientes, las fuerzas alemanas tuvieron que replegarse
rápidamente al Dniéper para no quedar incomunicadas.
Aunque debilitado también por la batalla de Kursk, el
Ejército Rojo avanzó a toda velocidad para ocupar una serie
de puntas de lanza al otro lado del río antes de que los
alemanes tuvieran la oportunidad de establecer una defensa
eficaz. Se suponía que aquel río inmenso iba a formar la
base de una línea bien defendida que iría desde Smolensk
hasta Kiev y desde allí bajaría hasta el mar Negro. Como la
mayor parte de los grandes ríos rusos que corren de norte a
sur, tenía una margen izquierda extraordinariamente
empinada que formaba una especie de muralla natural.
En su retirada por el este de Ucrania los alemanes
intentaron llevar a cabo un despiadado programa de tierra
quemada, pero no les dio tiempo a causar una destrucción
tan a fondo como hubieran querido. Tras llenarse los
bolsillos y los petates con todo lo que pudieron encontrar,
los Landser casi se echaron a llorar al ver cómo sus
propios almacenes de avituallamientos eran pasto de las
llamas. Acosados por los cazabombarderos Shturmovik
durante el día, se replegaron al otro lado del Dniéper
aprovechando la oscuridad de la noche y las nieblas
otoñales del amanecer.
Stalin prometió conceder la medalla de Héroe de la
Unión Soviética al primer soldado que lograra cruzar el río.
Utilizando balsas improvisadas, construidas con tablas y
barriles de petróleo, pequeñas barcas e incluso a nado, los
soldados del Ejército Rojo aceptaron el reto. De hecho,
cuatro soldados armados de simples metralletas se
convirtieron en Héroes de la Unión Soviética tras tomar
por asalto la orilla izquierda del río el 22 de septiembre.
«Hubo casos», escribió Vasily Grossman en su diario, «en
los que los soldados transportaron los cañones de campaña
de su regimiento sobre puertas de madera, y cruzaron el
Dniéper en simples lonas rellenas de heno».1 La tercera
semana de septiembre las fuerzas de Vatutin se apoderaron
de algunas cabezas de puente al norte y al sur de Kiev. Poco
después algunos soldados ya habían cruzado el río en
cuarenta puntos distintos, pero la mayoría eran grupos
demasiado pequeños para seguir lanzando ataques tierra
adentro. Uno de esos grupos, cuya barca se hundió, logró
llegar a la cabana de unos campesinos. La anciana que vivía
en ella los saludó diciendo: «¡Hijos, niños, entrad en mi
casa!». Tras ayudarlos a entrar en calor y a secar sus
uniformes andrajosos, les ofreció samogon, vodka de
destilación casera.2

En muchos lugares, las bajas soviéticas fueron enormes.


Un grupo de seguimiento se encargaba luego de los
cadáveres. «Recogíamos a los que habían caído muertos o
se habían ahogado», recordaba un miembro de una de esas
brigadas, «y los enterrábamos en zanjas, a razón de
cincuenta en cada una. Tantos eran los soldados que habían
muerto allí. La ribera en poder de los alemanes era muy
empinada y estaba bien fortificada, mientras que nuestros
muchachos avanzaban a campo abierto».3
En un intento de reforzar la cabeza de puente de
Velikii Burin, al sudeste de Kiev, tres brigadas
aerotransportadas fueron lanzadas en paracaídas sobre la
margen izquierda del río. Pero los servicios de inteligencia
soviéticos no habían sabido identificar la concentración de
alemanes que había en la zona, en total dos divisiones
panzer y otras tres de infantería. Muchos paracaidistas
cayeron en posiciones ocupadas por la 19.ª División Panzer
y fueron masacrados. La cabeza de puente que mejor suerte
tuvo fue la de Litezh, al norte de Kiev. Una división de
fusileros del Ejército Rojo logró cruzar el Dniéper por una
zona pantanosa que los alemanes habían considerado
imposible de vadear. Aprovechando la ocasión, Vatutin
asumió un riesgo terrible, pero valió la pena. Reforzó esa
cabeza de puente con el V Cuerpo de Tanques de la
Guardia. Se perdieron muchos T-34 en los pantanos, pero
un número suficiente de ellos logró cruzar conduciendo a
toda velocidad.
Al norte, a finales de mes, los rusos consiguieron por
fin tomar Smolensk después de duros combates. La
Ofensiva de Rzhev, que había iniciado el avance hacia el
oeste en aquella parte del frente, dejó tras de sí una
devastación total. Al corresponsal australiano Godfrey
Blunden lo llevaron a dar una vuelta por los alrededores.
«Habían vuelto algunas familias campesinas formadas por
ancianos, mujeres y niños, que estaban acampadas en
tiendas. En muchos lugares habían puesto a secar la ropa en
cuerdas tendidas entre los árboles, como si fuera normal
tener un día dedicado a la colada en aquella tierra de nadie
profanada. Podemos sacar más de una enseñanza acerca del
aguante que pueden tener los seres humanos fijándonos en
el modo en que esta gente regresa a sus antiguos hogares,
pero no puede uno dejar de preguntarse cómo van a
sobrevivir al próximo invierno». El periodista se quedó de
piedra al descubrir que la «pequeña anciana encogida» que
había conocido era en realidad «una chica de trece años».4
Por su parte, el Frente del Sur del general F. I.
Tolbukhin dejó aislado en Crimea al XVII Ejército, que
para entonces había evacuado la cabeza de puente de Kuban
que tenía en el Cáucaso. El Frente Central de Rokossovsky
había logrado introducir una gran cuña directamente al
oeste de Kursk, y en el mes de octubre se aproximaba ya a
Gomel, en la frontera de Bielorrusia. Para Stalin, y
evidentemente también para Vatutin, el verdadero premio
era la capital de Ucrania, Kiev. A finales de octubre,
Vatutin había logrado infiltrar en la cabeza de puente de
Litezh, noche tras noche, a todo el III Ejército de Tanques
de la Guardia del general P. S. Rybalko y al XXXVIII
Ejército. Un camuflaje excelente, diversas operaciones de
decepción en otros lugares y la falta de vuelos de
reconocimiento de la Luftwaffe hicieron que a los
alemanes les pasara desapercibida esta amenaza. Cuando
los dos ejércitos salieron de la cabeza de puente no
tuvieron dificultad en rodear Kiev, que cayó el 6 de
noviembre, el día antes de la celebración en Moscú del
aniversario de la Revolución. Stalin no cabía en sí de gozo.
Vatutin no perdió el tiempo y mandó otros ejércitos a
tomar Zhitomir y Korosten. A pesar del barro de la
rasputitsa de otoño, sus ejércitos no tardaron en crear una
cuña de ciento cincuenta kilómetros de profundidad y
trescientos de anchura.
A medida que avanzaban, lo único que fueron
encontrando fue desolación y campesinos mudos de dolor.
«Cuando escuchaban el ruso», recordaba Vasily Grossman,
«los ancianos corrían al encuentro de las tropas y lloraban
en silencio, incapaces de articular palabra. Las viejas
campesinas decían: "Pensamos que nos pondríamos a
cantar y a reír cuando viéramos a nuestro ejército, pero es
tanta la pena que embarga nuestros corazones, que se nos
saltan las lágrimas"». Contaban su repulsión por la forma en
que los soldados alemanes andaban desnudos de un lado a
otro, incluso delante de las mujeres y las niñas, y por su
«glotonería, su capacidad de comerse veinte huevos o un
kilo de miel de una sentada». Grossman se encontró a un
niño que iba descalzo y cubierto de harapos. Le preguntó
dónde estaba su padre. «Lo mataron», respondió. «¿Y tu
madre?» «Murió». «¿Tienes hermanos o hermanas?» «Una
hermana. Se la llevaron a Alemania». «¿Tienes parientes?»
«No, los quemaron a todos en una aldea de partisanos».5
Hubo ucranianos, sin embargo, que no acogieron de
buen grado la vuelta de la dominación soviética. Muchos
habían colaborado con los alemanes, integrándose en sus
milicias o incluso sirviendo como soldados o como
guardias de los campos de concentración. Y los
nacionalistas ucranianos de la UPA ( Ukrainska
povstanska armiia), que se había levantado contra los
alemanes, estaba dispuesta ahora a emprender una campaña
de guerrillas contra el Ejército Rojo. Su víctima más
famosa sería el propio general Vatutin, al que mataron en
una emboscada.
Las peores pesadillas de Grossman se vieron
superadas por la realidad de los descubrimientos que llegó
a hacer. La toma de Kiev confirmó los informes acerca de
la matanza de Babi Yar. Los alemanes habían intentado
ocultar el crimen quemando y quitando de en medio los
cuerpos, pero eran demasiados. Tras la matanza inicial de
septiembre de 1941, el lugar había continuado siendo
usado para las ejecuciones de más judíos, gitanos y
comunistas. En otoño de 1943 se calculaba que habían sido
asesinadas allí casi cien mil personas.
Grossman consideraba horripilantes las estadísticas
de aquel gran vacío. Al no tener los nombres de los
individuos concretos, intentaba dar un rostro humano a
aquel crimen hasta entonces inimaginable. «Fue el
asesinato de una experiencia profesional importantísima y
antigua», escribía, «transmitida de generación en
generación en miles de familias de artesanos y miembros
de la intelligentsia. Fue el asesinato de tradiciones
cotidianas que los abuelos transmitían a sus nietos. Fue el
asesinato de los recuerdos, de una canción triste, de la
poesía popular, de la vida, feliz o desgraciada. Fue la
destrucción de hogares y cementerios. Fue la muerte de
una nación que había vivido codo con codo con los
ucranianos durante cientos de años». Grossman contaba
también cuál había sido el destino de un médico judío muy
querido llamado Feldman, que se había salvado de la
ejecución en 1941 cuando una multitud de campesinas
ucranianas suplicó al oficial alemán al mando que le
perdonara la vida. «Feldman siguió viviendo en Brovary y
tratando a los campesinos del lugar. Fue ejecutado este
mismo año en primavera. Khristya Chunyak sollozó y
finalmente se puso a llorar cuando me contó cómo el
anciano fue obligado a cavar su propia tumba. Tuvo que
morir solo. En la primavera de 1943 no quedaban más
judíos vivos».6

Stalin, comprensiblemente orgulloso de los excelentes


logros militares obtenidos aquel año por la Unión
Soviética, accedió finalmente a celebrar una conferencia de
los Tres Grandes con Roosevelt y Churchill. A finales de
noviembre de 1943 se reunirían en Teherán, que, como la
mayor parte de Irán, seguía ocupada por tropas soviéticas y
británicas, encargadas de proteger los pozos de petróleo y
la ruta de abastecimiento del Cáucaso por vía terrestre.
Stalin había elegido la capital iraní para poder estar en
contacto directo con la Stavka.
En el mes de octubre debía celebrarse primero en
Moscú una reunión de los ministros de asuntos exteriores,
encargados de preparar la conferencia de Teherán. El
trabajo que aguardaba en el Palacio Spiridonovka era
enorme. A los británicos les preocupaban muchas cosas,
desde la cuestión polaca hasta las relaciones
internacionales de posguerra, el trato que debía dispensarse
a los estados enemigos, la creación de una Comisión
Asesora Europea sobre Alemania, los juicios de los
criminales de guerra, y los acuerdos sobre Francia,
Yugoslavia e Irán. Cordell Hull, el secretario de estado
norteamericano, subrayó el deseo de Roosevelt de crear un
organismo sucesor de la desacreditada Sociedad de
Naciones. Era esta una cuestión muy sensible para Molotov
y Litvinov, el subcomisario de asuntos exteriores, pues la
Unión Soviética había sido expulsada de su seno a raíz de
su invasión de Finlandia en 1939. El proyecto que tenía
Roosevelt de una Organización de las Naciones Unidas, que
nacería al término de la guerra, tendría en su núcleo central
a los países vencedores para darle así mayor fuerza.
Los representantes soviéticos insistían en que los
ingleses y los americanos pusieran encima de la mesa unas
propuestas detalladas, que luego pudieran ser tratadas en
Teherán. Pero ellos no dejaban traslucir cuál era su postura,
y hacían hincapié en un solo punto: «Medidas para acortar
la guerra contra Alemania y sus aliados en Europa». 7 Es
decir, pretendían obtener una fecha concreta para la
invasión de Francia. Suscitaron también la cuestión de
meter a Turquía en la guerra y atraerla hacia el bando
aliado, y sugerían que había que presionar a Suecia, que se
había declarado neutral, para que permitiera el
establecimiento de bases aéreas aliadas en su territorio.
Cuando concluyó la reunión, los dos bandos consideraron
que en general esta había ido muy bien.
El mayor éxito de la Conferencia de Moscú, según el
australiano Godfrey Blunden, llegó en forma de «una cajita
de madera con dos oculares». Era «en todos sentidos
similar a los estereoscopios que solían verse en las ferias,
solo que en vez de chicas bailando lo que se veía era una
serie de escalofriantes imágenes estereoscópicas de la
Alemania bombardeada». Esta ocurrencia del mariscal en
jefe del Aire Harris fascinó e impresionó a los generales
del Ejército Rojo con sus imágenes tridimensionales de
destrucción urbana.
Blunden se enteró de todo esto de labios del propio
Harris cuando fue a visitarlo al cuartel general del Mando
de Bombarderos. Harris le enseñó el enorme álbum de
fotografías que había mandado encuadernar especialmente
en cuero de la misma tonalidad de azul que los uniformes
de la RAF para impresionar a sus visitantes. Cada serie de
fotografías aéreas, todas a la misma escala, estaba cubierta
con una hoja de papel de calco que mostraba los contornos
de las zonas industriales y residenciales. La primera página
del libro contenía la destrucción de Coventry. Harris iba
luego pasando las páginas una a una y mostrando las
ciudades alemanas bombardeadas. En un momento dado,
Blunden exclamó ante la magnitud de los daños: «¡Pero ahí
cabe por lo menos seis veces Coventry!»
«No, se equivoca», respondió Harris con satisfacción.
«Caben diez». Cuando llegó a otra ciudad en la que la
extensión de los daños no era tanta, Harris comentó: «Hará
falta otro buen bombardeo y se habrá acabado».
«En efecto, estas fotografías», escribe Blunden,
«muestran de manera muy gráfica cómo los bombardeos de
área practicados al principio por los alemanes se han
convertido en un arma de un poder inmenso. Los daños
infligidos a Coventry hace diez años —acción que llevó a
los alemanes a acuñar el término coventrieren, con el
sentido de borrar del mapa una ciudad— son ahora casi
insignificantes comparados con los destrozos, mucho
mayores, causados en las ciudades alemanas».8

En aquellos momentos los americanos intentaban también


promover la entrada de la China Nacionalista en lo que
debía convertirse en la alianza de los «Cuatro Grandes».
Roosevelt, sabiendo las ambiciones de Chiang Kai-shek en
este sentido, esperaba que así conseguiría mantener a los
nacionalistas en la guerra, a pesar de su decepción por la
escasez de los pertrechos suministrados a sus ejércitos.
Chiang jugó con los Estados Unidos el mismo juego que
había jugado antes con la Unión Soviética: usó sutiles
amenazas de una eventual firma de la paz por separado con
Japón para conseguir más apoyos. Aunque se trataba de una
carta deliberadamente poco poderosa, la jugada de Chiang
tuvo bastante efecto, pues las tropas chinas mantenían
ocupados, al menos en teoría, a más de un millón de
soldados japoneses en el continente. Pero Roosevelt iba
más allá y veía un mundo de posguerra en el que la
inclusión de China era trascendental para el liderazgo de las
Naciones Unidas. Se trataba de una idea que desde luego no
aplaudían ni Churchill ni su entorno. Los soviéticos se
mostraron incluso más reacios a respaldar la propuesta
después de las presiones de Chiang para expulsarlos de la
provincia de Sinkiang, pero en la conferencia de Moscú se
llegó en principio a un acuerdo.
Chiang había cambiado de postura en un sentido muy
importante. Ahora quería el apoyo de los americanos para
asegurarse de que la Unión Soviética no se quedara con
zonas del norte de China si entraba en la guerra contra
Japón. Chiang, que había hecho todo lo posible para
convencer a Roosevelt de que empujara a Stalin a declarar
la guerra a los nipones, ahora quería ver la derrota de Japón
sin la ayuda de los soviéticos. Temía, y sus temores estaban
más que justificados, que la intervención soviética
acrecentara el poder y el armamento de los comunistas
chinos.
La cuarta semana de noviembre de 1943, Roosevelt y
Churchill se encontraron en El Cairo de camino a Teherán.
En aquella miniconferencia más o menos improvisada,
Roosevelt había acordado en privado con Chiang Kai-shek
que este asistiría a las reuniones desde el principio y no al
final, como pensaban los ingleses, que se enfadaron
bastante. «El generalísimo me recordaba a un cruce de
marta y hurón», escribió Brooke. «Una expresión sagaz, de
zorro astuto. Evidentemente no tenía ni idea de la guerra en
sus aspectos más generales, pero estaba decidido a sacar
tajada de las negociaciones». Para mayor consternación de
los generales británicos, Madame Chiang Kai-shek, vestida
con un vistoso cheongsam de seda negra abierto hasta la
cadera, intervenía a menudo para corregir la versión que
hacía el traductor de lo que había dicho su marido, y luego
procedía a dar su interpretación de lo que debería haber
dicho.9 Stalin, todavía resentido por el revés sufrido con lo
de Sinkiang, se había negado a enviar un representante a la
conferencia alegando que todavía tenía un pacto de no
agresión con Japón.
Churchill era perfectamente consciente de que su
«relación especial» con Roosevelt había bajado de
categoría. Ello se debía en parte a su propia renuencia a
comprometerse con la Operación Overlord, y a su deseo de
penetrar en la Europa central para impedir su ocupación por
la Unión Soviética. Manifestando su pleno acuerdo con
Chiang Kai-shek en que el imperialismo occidental en Asia
debía llegar a su fin con la victoria sobre Japón, Roosevelt
prometió que Indochina no sería devuelta a Francia,
propuesta que, de haberla conocido, habría sacado de
quicio a De Gaulle. Durante toda la conferencia, el
ambiente distó mucho de ser amistoso y a veces fue
abiertamente hostil. Los americanos estaban decididos a no
dejarse embaucar por los británicos y especialmente que
estos no los arrastraran por sendas que se alejaran de
Normandía y fueran a los Balcanes. Los ingleses
encontraron a los americanos totalmente sordos a sus
argumentos, y empezaron a temer cómo iría a actuar
Roosevelt en Teherán, cuando tuviera a Stalin para apoyarle
en los asuntos clave.
Roosevelt y Churchill volaron juntos desde El Cairo
hasta Teherán para celebrar su entrevista con Stalin, que dio
comienzo el 28 de noviembre. Por expreso deseo del
dictador soviético, Roosevelt se alojó en un ala de la
embajada soviética, situada justo enfrente de la legación
británica. Stalin fue a visitarlo vestido con su uniforme de
mariscal, con los pantalones remetidos en unas botas
caucasianas provistas de alzas para hacerlo parecer más
alto. Los dos estadistas se habían propuesto seducirse uno
a otro con un espectáculo de familiaridad campechana, que
solo causó efecto en Roosevelt.
El presidente norteamericano intentó congraciarse
con el dictador soviético a expensas de Churchill. Planteó
la cuestión del colonialismo. «Estoy tratando de esto en
ausencia de nuestro camarada Churchill, pues no le gusta
hablar del tema. Los Estados Unidos y la Unión Soviética
no son potencias coloniales, y por eso nos resulta más fácil
hablar de estas cuestiones».10 Según el intérprete de Stalin
en este tête-à-tête, el mandatario soviético no tenía ganas
de hablar de «un tema tan delicado», pero reconocía que «la
India es un punto muy doloroso para Stalin».11 No obstante,
pese a los esfuerzos del presidente norteamericano por
crear un clima de confianza mutua, Stalin no podía olvidar
su falsa promesa de abrir un Segundo Frente en 1942,
simplemente para mantener a la Unión Soviética en la
guerra.
Stalin se manifestó con contundencia en lo tocante a
Francia a raíz de los disturbios del Líbano, donde las tropas
de la Francia Libre habían intentado reafirmar el poder
colonial. El dictador soviético consideraba que la mayoría
de los franceses eran colaboracionistas e incluso dijo que
Francia «debe ser castigada por la ayuda prestada a los
alemanes».12 Indudablemente seguía recordando que la
rendición del ejército francés en 1940 había puesto en
manos de la Wehrmacht la mayoría de sus vehículos, que
fueron utilizados para la posterior invasión de la Unión
Soviética un año más tarde.
Cuando dio comienzo la sesión plenaria a última hora
de la tarde, el principal tema de debate fue la Operación
Overlord. Con el apoyo tácito de Roosevelt, Stalin sacó a
colación el deseo de Churchill de llevar a cabo una
operación al norte del Adriático dirigida a la Europa
central. Insistió en la primacía de la Operación Overlord, y
se mostró de acuerdo con el plan de una invasión
simultánea del sur de Francia.
Rechazó firmemente cualquier otra operación
considerándola una simple dispersión de fuerzas. El
dictador soviético acogió con buen humor el intento de
Churchill de justificar su plan alegando que habría supuesto
una ayuda para el Ejército Rojo. Según el intérprete
soviético, Roosevelt hizo un guiño al mandatario soviético
cuando lo vio deshacer unos cuantos cigarrillos
Herzegovina Flor para llenar su pipa. Stalin se sentía en
condiciones de atormentar tranquilamente a Churchill con
este asunto, pues sabía que los americanos estaban en
contra de la idea, y en cualquier caso se guardaba todas sus
cartas cuando se trataba de decidir la estrategia de los
Aliados. Su insistencia en que estos cumplieran su promesa
de una gran invasión de Francia en la primavera de 1944
significaba que su avance por el norte de Europa dejaría los
Balcanes y la Europa central bajo el control del Ejército
Rojo, tal como temía Churchill.
Observando interactuar a los tres líderes, el general
Brooke quedó profundamente impresionado por la forma
en que Stalin manejó la discusión. El dictador seguía
rechazando la campaña de Italia, probablemente porque
estaba irritado por el hecho de que sus aliados no hubieran
dejado participar a la Unión Soviética en la rendición de
Italia. Resultó un grave error por su parte, pues Stalin
utilizó después este argumento cuando se pasó a discutir el
futuro de los países ocupados por el Ejército Rojo. Stalin,
consciente de que las victorias de Stalin-grado y Kursk
habían convertido a la Unión Soviética en una
superpotencia, ya se había jactado ante su entorno de que
«ahora el destino de Europa central está sellado, haremos
lo que nos dé la gana con el consentimiento de los
Aliados».13
Estaba bien informado además sobre la manera de
pensar y las reacciones de ingleses y americanos. Antes de
la reunión, Stalin había mandado llamar a Sergo, el hijo de
Beria, y le había confiado «una misión que es delicada y
moralmente censurable». Quería saberlo todo acerca de los
americanos y los ingleses, dijo en privado. Todas y cada
una de sus palabras serían grabadas mediante micrófonos
ocultos en sus habitaciones, y cada mañana Sergo Beria
tenía que informarle de todas las conversaciones. El
dictador soviético quedó asombrado por la ingenuidad de
los Aliados al hablar con tanta franqueza, cuando sin duda
alguna debían de haberse dado cuenta de que eran espiados.
Quería conocer el tono de voz usado por cada uno, y no
solo sus palabras. ¿Hablaban con convicción o sin
entusiasmo? ¿Y cómo reaccionaba Roosevelt?14
Stalin quedó encantado cuando Sergo Beria le informó
de la auténtica admiración que Roosevelt sentía por él y
por su negativa a seguir el consejo del almirante Leahy de
adoptar una línea más firme. Pero siempre que Churchill
pretendió adularlo durante la conferencia, el dictador
soviético reaccionó recordándole algún comentario hostil
que había hecho en el pasado. Las grabaciones secretas
también le ayudaron a explotar las diferencias entre
Churchill y Roosevelt. Al parecer, cuando Churchill
reprochó en privado a Roosevelt que estaba ayudando a
Stalin a establecer un gobierno comunista en Polonia, el
presidente norteamericano le contestó que él también
estaba apoyando un gobierno anticomunista, así que ¿qué
diferencia había?15
Polonia constituía, en efecto, una cuestión
fundamental tanto para Churchill como para Stalin,
mientras que a Roosevelt parecía preocuparle solo
asegurarse el voto de los estadounidenses de origen polaco
en las elecciones presidenciales previstas para el año
siguiente. Eso suponía parecer que se mostraba duro con
Stalin hasta que se tuvieran los resultados de las
votaciones. Considerando que Roosevelt había rechazado
anteriormente cualquier idea de modificar las fronteras de
Polonia basándose en la Carta del Atlántico, tanto Churchill
como él se sentían ahora obligados a tener en cuenta las
pretensiones de Stalin sobre la parte oriental del país, que
se había anexionado en 1939 llamándolas «Bielorrusia
occidental» y «Ucrania occidental». La inminente
ocupación de la región por el Ejército Rojo convertiría esa
anexión en un hecho consumado. Según los planes de
Stalin, Polonia sería compensada con parte del territorio
alemán hasta la orilla del río Oder. El presidente
estadounidense y el primer ministro británico sabían que
nunca serían capaces de obligar a la Unión Soviética a
devolver esa presa, pero la forma en que Roosevelt mostró
su aquiescencia indujo a Stalin a creer que no tendría
ningún problema en imponer un gobierno comunista a los
polacos.
Stalin logró sacar a los Aliados una fecha para la
invasión de Francia, pero cuando los americanos y los
ingleses se vieron obligados a reconocer que todavía no
había sido nombrado un comandante en jefe, manifestó su
desprecio por semejante falta de seriedad en la
planificación. Se mostró de acuerdo, no obstante, en lanzar
una gran ofensiva inmediatamente después de los
desembarcos y declaró su intención de unirse a la guerra
contra Japón en cuanto Alemania fuera derrotada. Eso era
exactamente lo que Roosevelt quería, por mucho que lo
temiera Chiang Kai-shek. Una vez concluida la conferencia,
Stalin pensó que había «ganado la partida».16 En privado,
Churchill se mostraría de acuerdo con esa valoración. Se
sintió a todas luces desmoralizado por el modo en que
Roosevelt se había puesto constantemente del lado de
Stalin en la creencia de que iba a poder manejarlo. «Ahora
ve que no puede fiarse del apoyo del Presidente», escribiría
en su diario lord Moran, el médico personal del primer
ministro, cuando Churchill manifestó sus temores sobre el
futuro. «Y lo que es más importante, se da cuenta de que
los rusos también lo han visto».17
Tras el momento de humillación que supuso la
conferencia de Teherán, Roosevelt tomó la determinación
de nombrar al comandante en jefe de la Operación
Overlord cuando los delegados aliados y él regresaron a El
Cairo. Pidió a Marshall que convocara al general
Eisenhower. En cuanto Roosevelt y Eisenhower se
instalaron en el coche presidencial, el político se volvió
hacia el militar y dijo: «Bueno, Ike, vas a estar al mando de
la Operación Overlord».18 Roosevelt había decidido que no
podía prescindir de Marshall como jefe de estado mayor
debido a su conocimiento de todos los teatros de
operaciones, a su extraordinario talento para la
organización y sobre todo por su habilidad para tratar con
el Congreso. Marshall era considerado además la única
persona que podía mantener a raya al general MacArthur en
el Pacífico. Marshall se sintió decepcionado (aunque no
tanto como se había sentido Brooke), pero aceptó la
decisión con lealtad. La buena suerte de Eisenhower
parecía confirmar el mote que le daba Patton en privado,
«Destino Divino», basado en las iniciales de sus dos
nombres de pila.
En El Cairo reinaba una euforia irracional entre los
jefes de estado mayor aliados. Todos parecían seguros de
que la guerra habría acabado en el mes de marzo, o a lo
sumo en noviembre de 1944, y no tenían inconveniente en
hacer apuestas al respecto. Considerando que aún faltaban
seis meses para el lanzamiento de la Operación Overlord, y
que el Ejército Rojo estaba todavía a varios centenares de
kilómetros de Berlín, semejante actitud denotaba cuando
menos un exceso de optimismo.19 Churchill, por otra parte,
se encontraba totalmente agotado tras las durísimas batallas
libradas en El Cairo y Teherán. Se vino abajo en Túnez
como consecuencia de una neumonía que lo tuvo al borde
de la muerte. A su restablecimiento contribuyeron unas
cuantas copitas de coñac con motivo de la Navidad y la
noticia de que la Marina Real había hundido el crucero de
batalla Scharnhorst frente a las costas del norte de
Noruega. Casi dos mil marineros de la Kriegsmarine
perecieron en las gélidas aguas del Atlántico.
Como había subrayado Stalin en Teherán, las fuerzas
de Vatutin se enfrentaban a constantes contraataques del
Grupo de Ejércitos Sur de Manstein. Esperando repetir el
golpe de fuerza que había dado en Kharkov a primeros de
año, Manstein envió dos cuerpos panzer contra los flancos
del ejército de Vatutin, rebautizado Primer Frente de
Ucrania. Pretendía obligar a los soviéticos a replegarse al
Dniéper, reconquistar Kiev y cercar a una gran formación
del Ejército Rojo cerca de Korosten.
Hitler, que había envejecido de forma espectacular en
los últimos meses y padecía estrés, entró en un estado de
negatividad todavía más profundo. Rechazaba cualquier
propuesta de retirada. Incluso su favorito, el general
Model, describía su situación en el frente oriental como
una «lucha marcha atrás».20 El ejército alemán se estaba
contagiando de la sensación de fatalidad. Un oficial de
infantería capturado en el frente de Leningrado lo
reconoció en su interrogatorio: «Vivimos en medio de la
mierda. No hay esperanza».21 Pero mientras que Hitler
echaba la culpa de cualquier revés a sus generales y a su
falta de determinación, le inquietaba profundamente la
propaganda distribuida en el frente por la organización
soviética de prisioneros de guerra alemanes «antifascistas»
Freies Deutschland. Ello lo indujo a crear el 22 de
diciembre el cargo de jefe nacionalsocialista en todas las
unidades, homólogo del comisario u oficial político
soviético.
Tres días después, Manstein, que pensaba que había
estabilizado el frente, recibió una sorpresa de lo más
desagradable. El Ejército Rojo había hecho avanzar al I
Ejército de Tanques y al III Ejército de Tanques de la
Guardia cerca de Brusilov sin que nadie supiera de dónde
habían salido, y el día de Navidad ambas formaciones se
lanzaron hacia Zhitomir y Berdichev. Poco después, el
Segundo Frente de Ucrania de Konev logró abrirse paso
también por el sur y enseguida los dos cuerpos alemanes
que continuaban defendiendo la línea del Dniéper al
sudeste de Kiev quedaron rodeados en la bolsa de Korsun.
Hitler se negó a permitirles emprender la retirada, y de ese
modo su destino sería uno de los más crueles que sufriera
la Wehrmacht en el frente oriental.
34
LA SHOAH POR MEDIO
DEL GAS
(1942-1944)

La envergadura del plan de Heydrich, esbozado en la


conferencia de Wannsee en enero de 1942, era
sobrecogedora. Como confirmaría uno de sus colegas más
próximos, Heydrich poseía «una ambición insaciable,
inteligencia y una energía ilimitada».1 La Solución Final
fue concebida para acabar con más de once millones de
judíos, según los cálculos de Adolf Eichmann. Esta cifra
incluía a los que vivían en países neutrales, como Turquía,
Portugal e Irlanda, así como a los que residían en Gran
Bretaña, el enemigo que Alemania no había sido capaz de
derrotar.
El hecho de que todas estas deliberaciones tuvieran
lugar pocas semanas después del revés sufrido por la
Wehrmacht a las puertas de Moscú y de la entrada en la
guerra de los Estados Unidos parece indicar que o bien la
confianza de los nazis en la «victoria final» seguía siendo
inquebrantable, o bien que se vieron obligados a completar
su «misión histórica»2 antes de que otros duros reveses
hicieran su cumplimiento imposible. Probablemente la
respuesta acertada sea una combinación de ambas cosas. Es
evidente que la perspectiva de una victoria a finales del
verano de 1941 había contribuido a la espectacular
radicalización de la política nazi. Y en aquellos momentos,
en los que los acontecimientos mundiales habían llegado a
un punto crítico, ya no había vuelta atrás. La «Shoa por
medio de las balas» fue, pues, la antesala de la «Shoa por
medio del gas».
Al igual que el Hungerplan («Plan Hambre») y el
trato dispensado a los prisioneros de guerra soviéticos, la
Solución Final tenía un doble objetivo. Además de la
eliminación de enemigos raciales e ideológicos, con ella
se pretendía la preservación de suministros de alimentos
para los alemanes. Esta última estaba considerada
sumamente urgente debido al elevado número de
trabajadores extranjeros trasladados al Reich como mano
de obra esclava. En sí misma, la Solución Final consistiría
en un sistema paralelo de eliminación mediante los
trabajos forzados y la ejecución inmediata, de los que se
encargarían las Totenkopfverbände («Unidades de la
Calavera») de la SS. Los únicos judíos que quedarían
exentos por el momento iban a ser los ancianos o
prominentes, elegidos para el campo de concentración de
Theresienstadt —aquella farsa del «gueto ideal»—, los
trabajadores cualificados, cuya especialidad los hacía
necesarios, y los de los matrimonios mixtos. La suerte que
todos ellos tenían que correr podía decidirse más tarde.
El campo de exterminio de Chelmno (Kulmhof) ya
estaba en funcionamiento. Poco después fue inaugurado el
de Bełżec y el complejo de Auschwitz-Birkenau. En
Chelmno se utilizaban furgones de gas para matar a los
judíos procedentes de los pueblos y ciudades de la región.
En enero de 1942, unos cuatro mil cuatrocientos gitanos
de Austria también fueron trasladados a este campo donde
murieron gaseados. Los cadáveres eran enterrados en el
bosque por equipos de judíos, previamente seleccionados
para este fin, vigilados de cerca por la Ordnungspolizei.
Chelmno se convertiría en el centro de la ejecución en
masa de los judíos que seguían hacinados en el gueto de
Łódź, ciudad situada a unos cincuenta y cinco kilómetros al
sur.
El campo de Bełżec, entre Lublin y Lwow, estaba
considerado un lugar que iba un paso más allá, pues
disponía de cámaras de gas construidas para utilizar el
monóxido de carbono de los vehículos aparcados en el
exterior. Tras una primera prueba con ciento cincuenta
judíos efectuada en enero, a mediados de marzo sus
instalaciones empezaron a utilizarse para gasear a judíos
procedentes principalmente de Galicia. El campo de
Majdanek fue erigido a las puertas de la ciudad de Lublin.
Auschwitz, Oswiecim en polaco, había sido un pueblo
de Silesia vecino a Cracovia, con un cuartel de caballería
del siglo XIX de los tiempos del imperio austrohúngaro.
En 1940, el cuartel había sido utilizado como campo de
prisioneros polacos por la SS. Recibía el nombre de
Auschwitz I. Fue aquí donde se llevaron a cabo en
septiembre de 1941 las primeras pruebas del Zyklon B —
pastillas de cianuro de hidrógeno utilizadas como
pesticidas— con prisioneros de guerra polacos y
soviéticos.
A finales de 1941 empezó a construirse en la vecina
localidad de Birkenau lo que sería Auschwitz II. Un par de
casas de campo fueron transformadas en improvisadas
cámaras de gas, que entraron en funcionamiento en marzo
de 1942. Las ejecuciones comenzaron a ser considerables
a partir de mayo, pero en octubre el comandante de la SS
Rudolf Höss ya se dio cuenta de que las instalaciones
resultaban totalmente insuficientes y de que los
enterramientos en masa contaminaban las aguas
subterráneas. Así pues, durante el invierno se procedió a la
construcción de un sistema de cámaras de gas y de hornos
crematorios completamente nuevo.
Aunque Auschwitz se encontraba en una zona aislada,
en la que abundaban los pantanos, los ríos y los bosques de
abedules, tenía fácil acceso por tren. Esta fue una de las
razones por las que el conglomerado alemán de compañías
químicas IG Farben quiso establecer allí una fábrica para la
producción de buna, esto es, caucho sintético. Himmler,
que deseaba germanizar la región, apoyó la idea con
entusiasmo, poniendo a su disposición los prisioneros del
campo como mano de obra esclava. Incluso fue en persona
a informar a Höss de la propuesta y para ponerlo en
contacto con los representantes de IG Farben. Sorprendido
por la gran envergadura del proyecto y el gran número de
trabajadores que este requería, Himmler dijo a Höss que su
campo tendría que triplicar de tamaño para dar cabida a
muchos más prisioneros que los diez mil que podía
albergar por aquel entonces. El tesoro de la SS iba a ganar
hasta cuatro marcos diarios por cada esclavo
proporcionado a IG Farben. A cambio, la SS se encargaría
de seleccionar a un grupo de violentos y despiadados kapos
entre los presos comunes de distintas cárceles para que
golpearan a los trabajadores judíos y los hicieran trabajar
más.
La construcción de la inmensa Buna-Werke se llevó a
cabo en el verano de 1941, mientras las divisiones
alemanas que combatían contra la Unión Soviética parecían
erigirse con la victoria en el frente oriental. Como aún no
disponía de suficiente mano de obra esclava, Himmler
dispuso que la Wehrmacht cediera en octubre un grupo
inicial de diez mil prisioneros de guerra, todos ellos
soldados del Ejército Rojo. El propio Höss escribiría antes
de ser ejecutado por sus crímenes de guerra que esos
hombres llegaron en unas condiciones patéticas. «Apenas
les habían dado nada que llevarse a la boca durante la
marcha. Cuando se hacía un alto en el camino, simplemente
los conducían al campo más próximo y allí les decían que
se pusieran a "pastar", como ganado, cualquier cosa
comible que pudieran encontrar».3 Trabajando en pleno
invierno sin apenas ropa de abrigo, y viéndose reducidos en
algunos casos a practicar el canibalismo, todos los
prisioneros exhaustos y enfermos «morían como moscas»,
como escribiría Höss. «Ya no eran seres humanos», cuenta.
«Se habían convertido en unos animales que solo buscaban
comida».4 No es de extrañar, pues, que no pudieran erigir
más de un par de barracones de los veintiocho previstos.
La estrategia de la SS de matar trabajando resultaba
incluso menos productiva que la de los gulags de Beria. La
única concesión que hicieron los nazis a su pragmatismo
fue la construcción de un nuevo campo —Auschwitz III o
Monowitz—, junto a la planta de buna, para que los
esclavos de IG Farben no tuvieran que malgastar el tiempo
en largos desplazamientos. Pero en ese campo de
concentración semiprivatizado, los guardias de la SS y los
kapos siguieron aplicando la doctrina de la fusta con los
trabajadores, como si con ello se pudiera obligarlos a
completar una serie de proyectos que estaban más allá de
sus posibilidades y de su fortaleza física.
Una vez acabada la guerra, los directores de IG Farben,
dueños en parte de la empresa que fabricaba el Zyklon B,
declararían no saber nada de las ejecuciones masivas de
judíos. Pero lo cierto es que el enorme complejo Buna-
Werke de IG Farben estaba dirigido y gestionado por dos
mil quinientos empleados alemanes venidos del Reich, que
vivían en la ciudad y se relacionaban con los guardias de la
SS de Auschwitz-Birkenau. Uno de ellos, justo después de
su llegada, preguntó a un guardia de la SS por el hedor
sofocante que se olía en toda la zona. El guardia de la SS
contestó que era el olor a judío bolchevique «que emanaba
por la chimenea de Birkenau».5
En mayo de 1942, cuando empezaban a llegar a
Auschwitz más judíos que nunca, la SS trasladó a los
prisioneros políticos polacos que quedaban a un campo de
trabajos forzados de Alemania. El 17 de julio, Himmler
llegó para inspeccionar aquel complejo de Auschwitz que
no paraba de crecer. En cuanto su automóvil cruzó la puerta
de Auschwitz I, los músicos judíos que formaban la
orquesta del campo empezaron a tocar la «Marcha triunfal»
de la Aída de Verdi.
El Reichsführer-SS bajó del coche, se detuvo para
escuchar la música y a continuación devolvió el saludo a
Höss. Juntos, pasaron revista a una guardia de honor
compuesta por prisioneros vestidos con uniformes a rayas
limpios y nuevos. Himmler, con sus característicos
anteojos y su mentón huidizo, los miró con gélido
distanciamiento. Luego Höss lo condujo a la oficina para
enseñarle los últimos planos para la construcción de nuevas
cámaras de gas y hornos crematorios. Más tarde,
acompañado de su séquito, Himmler se dirigió al pequeño
apeadero del campo para ver la llegada de un «cargamento»
de judíos holandeses, mientras volvía a tocar la orquesta.
«La gente se dejaba engañar al principio por aquel orden
aparente y por la música que tocaba la orquesta», contaría
más tarde al Ejército Rojo un oficial de la Francia Libre
deportado a Auschwitz. «Pero enseguida percibían el olor a
cadáver, y cuando los prisioneros eran separados según su
estado físico, comenzaban a adivinar la suerte que les
esperaba».6
En primer lugar, los hombres eran separados de las
mujeres y los niños, una división de las familias que
causaba grandes alborotos, hasta que los perros y las fustas
de los guardias ponían orden en aquel revuelo. En
particular, Himmler quería asistir al proceso de selección
que llevaban a cabo en la «rampa» dos médicos de la SS,
señalando a los que les parecían idóneos para el trabajo y a
los que debían ser eliminados sin más. Los seleccionados
como mano de obra esclava no eran más afortunados que
los que eran asesinados inmediatamente. En dos o tres
meses iban a acabar también en una cámara de gas, si no
morían antes de extenuación debido a los duros trabajos.
Himmler siguió al grupo seleccionado para las
cámaras de gas del Bunker n°1, y observó por una ventanilla
cómo iban muriendo. También quiso saber si aquello tenía
algún efecto en el personal de la SS, pues había vivido con
desagrado el estrés psicológico al que se habían visto
sometidos los Einsatzgruppen el año anterior. Luego
observó cómo los judíos de los equipos de trabajo se
deshacían de los cadáveres, y dio instrucciones a Höss para
que en un futuro se procediera a incinerarlos. Himmler,
que se estremecía solo de pensar en el sacrificio masivo de
animales en los mataderos, veía simplemente con interés
profesional las matanzas de lo que consideraba escoria
humana. «No es una cuestión de Weltanschauung
deshacerse de los piojos», escribiría más tarde a uno de sus
subordinados. «Es una cuestión de higiene».7 Himmler
tenía ese aire aséptico de un dentista, aunque le encantaran
las fantasías bélicas neogóticas, intentando presentar
siempre la SS como una orden de caballeros medievales.
Desde Auschwitz-Birkenau, Himmler y su comitiva
recorrieron en automóvil la corta distancia que había hasta
Auschwitz-Monowitz para realizar una visita a Buna-Werke.
IG Farben fue responsable de la muerte de decenas de
miles de prisioneros que trabajaban en su planta, pero el
enorme complejo Buna-Werke nunca llegó a producir
caucho sintético. La compañía también financió los crueles
experimentos llevados a cabo en Auschwitz-Birkenau por
el Hauptsturmführer Dr. Josef Mengele con niños,
especialmente con gemelos, pero también con adultos.
Aparte de extirpar órganos, de esterilizar y de inocular
deliberadamente enfermedades a sus víctimas
cuidadosamente escogidas, Mengele también hacía ensayos
con «prototipos de sueros y fármacos, muchos de los
cuales eran proporcionados por la división farmacéutica
Bayer de IG Farben».8
Mengele no estaba solo. El Dr. Helmuth Vetter,
aunque miembro de la SS, también trabajaba para IG Farben
en Auschwitz. Realizaba experimentos con mujeres.
Cuando IG Farben pidió ciento cincuenta prisioneras para
los experimentos de Vetter, Höss exigió el pago de
doscientos marcos del Reich por cobaya, pero IG Farben
logró rebajar el precio a ciento setenta Reichsmark. Todas
esas mujeres acabaron muertas, como confirmaría la propia
compañía a Höss en una carta. Vetter estaba entusiasmado
con su trabajo. «Tengo la oportunidad de probar nuestros
nuevos preparados», escribió a un colega. «Me siento
como si estuviera en el paraíso».9 También se realizaron
peligrosos ensayos farmacéuticos con prisioneros en los
campos de concentración de Mauthausen y Buchenwald. IG
Farben tenía un interés especial en descubrir un método
efectivo de castración química para utilizarlo en los
territorios ocupados de la Unión Soviética.
Himmler también apoyó decididamente los
experimentos de esterilización del profesor Karl Clauberg
en Auschwitz. La grotesca perversión de las obligaciones
profesionales de un médico bajo el régimen nazi, con la
aquiescencia de numerosos genios de la medicina alemana,
constituye un ejemplo escalofriante de cómo la perspectiva
de alcanzar un poder y un prestigio casi ilimitados
realizando estudios secretos puede obnubilar el juicio de
individuos de gran inteligencia. Esos médicos trataban de
justificar sus experimentos innecesariamente crueles,
presentándolos como una labor de investigación en
beneficio de toda la humanidad. Es harto significativo que,
en una simbiosis consciente o inconsciente con la
profesión médica, la Alemania nazi y otras dictaduras de la
época recurrieran a menudo a metáforas quirúrgicas, en
particular la de la extirpación de tumores cancerosos
desarrollados en el seno de la ciudadanía. Vaya como
ejemplo del enfermizo sentido del humor y de la tendencia
convulsiva a la mentira de los nazis el hecho de que los
suministros de Zyklon B fueran entregados invariablemente
en camiones marcados con la Cruz Roja.
A pesar del juramento impuesto a los oficiales y a los
hombres de la SS de no revelar nada de sus actividades, lo
que ocurría estaba condenado a difundirse, a veces de
manera sorprendente. A finales del otoño de 1942, el
Obersturmführer Dr. Kurt Gerstein, un experto en gases
de la SS, se enfureció tanto por lo que había visto en el
curso de una ronda de inspección, que aquella noche, en la
intimidad de un compartimento en penumbra de un tren que
iba de Varsovia a Berlín, contó todo lo que sabía al barón
von Otter, un diplomático sueco. Otter transmitió todo lo
que Gerstein había dicho al ministerio de asuntos
exteriores en Estocolmo, pero el gobierno sueco,
temeroso de provocar a los nazis, se limitó a archivar la
información. Las noticias que hablaban de los campos de la
muerte, sin embargo, no tardaron en llegar a oídos de los
aliados por otros canales, principalmente a través del
Ejército Nacional Polaco.

El comandante de Auschwitz, Rudolf Höss, difícilmente


habría podido ser más distinto de la élite intelectual de la
SS, concentrada principalmente en el Sicherheitsdienst.
Höss era un antiguo soldado de mediana edad
absolutamente impasible, que había ascendido en el sistema
de los campos de concentración sin cuestionar nunca ni una
sola orden. Primo Levi no lo definiría como «un
monstruo» ni como «un sádico», sino como «un
sinvergüenza, un tipo vulgar, estúpido, arrogante y
tedioso».10 Höss tenía una actitud totalmente servil con sus
superiores, sobre todo con el Reichsführer-SS, al que veía
como un dios comparable casi con el propio Hitler. Es
increíble la falta de imaginación que pone de manifiesto en
el relato de sus experiencias cuando se erige en defensor
de los valores familiares, hablando de su ejemplar vida
hogareña mientras, un día tras otro, se dedicaba a destruir la
vida de miles y miles de familias.
Rozando la autocompasión, se lamenta de la baja
calidad moral del personal de la SS enviado a Auschwitz, y
especialmente de los kapos reclutados entre los
prisioneros comunes. Recibían el nombre de «verdes» por
el color del triángulo que los identificaba. (Los judíos
llevaban triángulos amarillos, los prisioneros políticos
rojos, los republicanos españoles de Mauthausen azul
oscuro y los homosexuales rosa-malva.) Estos kapos, en
particular las mujeres delincuentes que estaban al frente de
un destacamento de castigo que actuaba en el exterior del
campo de Budy, eran célebres por su crueldad. «Me parece
increíble que unos seres humanos puedan convertirse en
semejantes bestias», escribiría Höss. «La manera en la que
las "verdes" arremetían contra las judías francesas,
destrozándolas, matándolas a hachazos o estrangulándolas,
era simplemente escalofriante».11
Sin embargo, por mucho que le horrorizara la crueldad
de esas kapos, lo cierto es que Höss premió a los kapos
varones poniendo a su disposición un «burdel» en el
campo. Era un cobertizo en el que las prisioneras judías se
veían obligadas a satisfacer los sádicos caprichos de esos
hombres hasta que eran enviadas a la cámara de gas. En el
otro extremo de la balanza, las prisioneras más
privilegiadas eran las testigos de Jehová, las llamadas
«gusanos de la Biblia», que habían acabado en los campos
porque su religión rechazaba cualquier forma de servicio
militar. Los oficiales de la SS las utilizaban como criadas
en sus casas y en sus comedores. Höss tuvo a una
trabajando como niñera de sus hijos pequeños. Confiaban
tanto en ellas que los hombres de la SS no se quejaban
cuando se negaban a lavar, e incluso tocar, los uniformes
militares por los principios pacifistas de su fe.
En los campos, el personal de las Hundestaffeln, las
unidades caninas, se encargaba de mantener el orden entre
las prisioneras. Por lo visto, a ellas les asustaba mucho más
que a los varones las fauces y los ladridos de los canes,
cuyas correas soltaban de vez en cuando sus cuidadores
simplemente por diversión. Es muy probable que fuera la
presencia de esos perros lo que disuadía a las mujeres de
tomar el camino más fácil para llegar a la muerte como
hacían los hombres: «correr hacia la alambrada» con la
esperanza de recibir inmediatamente el disparo de uno de
los guardias. Las mujeres tenían muchas más
probabilidades de que soltaran a los perros para que fueran
tras ellas.
Las mujeres podían ser más complicadas, observaría
Höss. Uno de los problemas que se daba en los vestuarios
de las cámaras de gas era que «muchas mujeres escondían a
sus bebés entre las pilas de ropa».12 Y por esta razón, las
brigadas de trabajo judías debían entrar y comprobar que
todo estuviera en orden. A todas las criaturas que
encontraban tenían que meterlas dentro de la cámara de gas
antes de cerrar las puertas y echar el cerrojo.
A Höss le intrigaba la obediencia demostrada por esos
prisioneros judíos, cuya vida lograban conservar durante un
tiempo en virtud de una especie de pacto faustiano. En su
relato, intentaría presentarlos como cómplices que estaban
dispuestos a colaborar. De hecho, las ganas desesperadas
de vivir eran más fuertes que cualquier principio moral, una
moral que resultaba inimaginable en la escualidez y la
degradación de Auschwitz, y eclipsaban incluso la certeza
de que, más pronto que tarde, también a ellos les llegaría la
hora de morir. Pocos avisaban a los recién llegados del
destino que los aguardaba. Los nazis, mediante la ausencia
absoluta de humanidad, habían creado las condiciones
ideales para aquel darwinismo social exacerbado en el que
decían creer.
Esta aniquilación de todos los instintos sociales y de
todo tipo de lealtades, en combinación con la pesadilla
irreal de su espeluznante misión, estaba condenada a tener
un efecto embrutecedor. «Realizaban todas esas tareas con
cruel indiferencia», escribiría Höss, «como si todas ellas
formaran parte de una jornada corriente de trabajo.
Mientras arrastraban de un lado a otro los cadáveres,
comían o fumaban. No dejaban de comer ni siquiera cuando
se dedicaban al espantoso trabajo de incinerar los
cadáveres que habían estado enterrados durante un tiempo
en fosas comunes».13
Entre los prisioneros varones, los más privilegiados
eran los que trabajaban en el almacén que llamaban
«Kanada», un departamento en que se clasificaban las
pertenencias, la ropa, los zapatos y los anteojos de los
prisioneros, y en el que se preparaban las balas de pelo
humano. Pero ellos también sabían que eran simplemente
muertos vivientes. En el verano de 1944, unos meses antes
de que el campo fuera liberado, el Sonderkommando de
prisioneros judíos de «Kanada» organizó una revuelta
armada para escapar de Auschwitz-Birkenau. Murieron
cuatro guardias de la SS, y cuatrocientos cincuenta y cinco
prisioneros fueron abatidos a balazos.

Además de los campos construidos en Chelmno, Bełżec y


Auschwitz-Birkenau, fueron preparados otros centros de
exterminio en Treblinka y Sobibór. Este proyecto recibió
el nombre de «Aktion Reinhard», en honor de Reinhard
Heydrich, que había muerto víctima de un atentado.
El Obergruppenführer Oswald Pohl de la Oficina
Principal de Administración y Economía de la SS
(Wirtschafsverwaltungshauptamt) asumió la
responsabilidad de supervisar y coordinar sus actividades,
ardua misión si tenemos en cuenta las rivalidades
existentes entre las distintas facciones nazis. Pohl, un
burócrata totalmente dedicado a su trabajo, estaba decidido
a conseguir que todo el proceso se desarrollara de la forma
más eficiente y provechosa posible. Todos los objetos de
valor de las víctimas debían ser cuidadosamente recogidos
y clasificados, pero la corrupción que había en algunos
campos preocupaba y consternaba a Himmler. Había que
extraer los dientes de oro antes de proceder al
enterramiento o a la incineración de los cadáveres. Las
prendas de vestir, el calzado, los anteojos, las maletas y la
ropa interior eran catalogados y trasladados al Reich para
entregárselos a los necesitados, generalmente gentes que
habían perdido todas sus pertenencias en el curso de un
bombardeo. El pelo, que se cortaba a las víctimas antes de
hacerlas pasar a la cámara de gas, retenía supuestamente el
calor mejor que la lana, por lo que se tejía para hacer con él
calcetines para las tripulaciones de la Luftwaffe y de los
submarinos, aunque al final casi todo se utilizara como
relleno de colchones. A su regreso del Atlántico, las
tripulaciones de los submarinos solían ser obsequiadas con
una caja de relojes. No tardarían en figurarse el origen de
tanta generosidad.
Podríamos decir que el éxito de los asesinatos en
masa dependía del flujo ininterrumpido de una cinta
transportadora, encargada de ir metiendo a las víctimas,
desnudas y sin armar revuelo, en la cámara de gas. Pero en
lo tocante al funcionamiento de la mano de obra esclava de
ese sistema, Pohl no conseguiría nunca resolver el
problema fundamental de los campos de concentración.
Cuando uno se dedica a acabar con sus esclavos por medio
de los malos tratos, es imposible que se consiga de ellos
un buen trabajo, como quedaría demostrado una y mil
veces.

El trabajo de investigación que llevó a cabo Vasily


Grossman en Treblinka en el verano de 1944 ya subrayaba
la importancia del flujo continuo. Los interrogadores del
Ejército Rojo permitieron que Grossman se sentara con
ellos cuando entrevistaron a varios guardias nazis
capturados, a unos cuantos polacos del lugar y a cuarenta
supervivientes del campo de trabajo Treblinka I. (Treblinka
II era el campo de exterminio contiguo.) Grossman se dio
cuenta inmediatamente de que ese era el factor clave del
sistema nazi: el flujo continuo. Nunca antes en la historia
de la humanidad tanta gente había muerto a manos de tan
pocos verdugos. Solo en Treblinka, entre julio de 1942 y
agosto de 1943, unos veinticinco hombres de la SS y
alrededor de un centenar de vigilantes auxiliares ucranianos
acabaron con la vida de unos ochocientos mil judíos y
«gitanos», esto es, asesinaron a un número de personas
equivalente, como indicaría el propio Grossman, a toda la
población «de una pequeña capital europea».
Dos aspectos fundamentales para lograr que la
operación se desarrollara sin contratiempos eran mantener
el secretismo y cultivar el engaño. «A la gente se le decía
que la llevaban a Ucrania para trabajar en la agricultura».14
Las víctimas no debían saber qué suerte les esperaba hasta
el último momento. Para conseguirlo, ni siquiera los
guardias que iban en los trenes podían saber la verdad ni
entrar en la zona interna de los campos.
En Treblinka, «el apeadero sin salida en el que se
detenía el tren trataba de parecer una estación ferroviaria
de pasajeros... con su taquilla, su consigna de equipajes y su
restaurante. Por todas partes había flechas, unas indicaban
"Dirección Byalistok", otras "Dirección Baranovichi".
Cuando llegaba un tren, siempre había una banda de música
tocando en el edificio de la estación, y todos los músicos
iban bien vestidos». Cuando comenzaron a correr rumores
sobre lo que sucedía en Treblinka, los nazis cambiaron el
nombre de la estación por el de Ober-Maidan.
No se conseguía engañar a todo el mundo. Los más
perspicaces e inquisitivos enseguida se daban cuenta de que
había algo que no encajaba, ya fuera algún objeto personal
abandonado en la plaza situada detrás de la estación, que no
había sido despejada adecuadamente por el personal
encargado después de la llegada del último «cargamento»,
ya fuera por la enorme muralla que se alzaba frente a ellos,
ya fuera por aquella vía de tren que moría en el apeadero
sin conducir a ninguna otra parte. Los guardias de la SS
habían aprendido a aprovechar el optimismo instintivo de la
mayoría de la gente, desesperada por creer que las cosas
tenían que irles mejor allí que en el gueto o el campo de
tránsito del que venían. Sin embargo, hubo casos, aunque
pocos, en los que las víctimas, imaginando el trágico
destino que las aguardaba, derribaron de un puñetazo o de
un empujón a los guardias que abrían las puertas de los
vagones de mercancías en los que viajaban. Cuando esto
ocurría, las ametralladoras las abatían a tiros mientras
corrían en estampida para refugiarse en el bosque.
A su llegada, el nuevo «cargamento» de tres mil o
cuatro mil almas recibía la orden de depositar sus maletas
en la plaza, circunstancia que les preocupaba porque temían
no poder recuperarlas luego en medio de tanta confusión.
El Unteroffizier de la SS les indicaba a gritos que
simplemente llevaran consigo los objetos de valor, la
documentación y los productos de higiene necesarios para
ducharse. La ansiedad iba aumentando a medida que las
familias eran conducidas como un rebaño por los guardias
armados, algunos de ellos con malévolas sonrisas dibujadas
en sus rostros, a través de una puerta que se abría en una
alambrada de espino de seis metros de altura rodeada de
puestos de ametralladoras. Detrás, en la plaza de la
estación, quedaban los «judíos de trabajo» de Treblinka que
ya habían empezado a clasificar sus pertenencias,
separando lo que debía conservarse para ser trasladado a
Alemania de lo que había que quemar. Tenían que ser muy
cuidadosos si querían llevarse a la boca a escondidas algún
pedazo de comida hallado en una maleta. Un guardia
ucraniano los sacaría a rastras de la plaza para pegarles una
paliza o simplemente un tiro.
En una segunda plaza, cerca del centro del campo, los
ancianos y los enfermos eran conducidos a una salida con
un letrero que decía «Sanatorio», donde los esperaba un
doctor vestido de blanco y con un brazal de la Cruz Roja. A
continuación, el Scharführer de la SS al mando decía a los
demás que se separaran, obligando a las mujeres y a los
niños a dirigirse a los barracones de la izquierda para
desnudarse. Era entonces cuando se producían las escenas
más estremecedoras, con protestas, lamentaciones y
llantos, pues, como es lógico, las familias temían verse
divididas definitivamente. Pero, sabedores de lo que iba a
ocurrir, los guardias de la SS aumentaban la presión, dando
órdenes más concisas con un tono más seco y abrupto:
«Achtung!»... «Schneller!». Y a continuación, «¡Los
hombres aquí! ¡Las mujeres y los niños que se desnuden en
los barracones situados a la izquierda!».
Cualquier demostración de dolor recibía por respuesta
más órdenes a gritos, pero también palabras esperanzadoras
que daban a entender que todo aquello era de lo más
normal. «Las mujeres y los niños tienen que descalzarse
cuando entren en los barracones. Deben colocar las medias
dentro de los zapatos, y los niños sus calcetines dentro de
las sandalias, las botas o los zapatos. ¡Mantengan el
orden!... Cuando vayan a las duchas, lleven consigo su
documentación, su dinero, una toalla y jabón. Repito...».
Una vez en los barracones, las mujeres tenían que
quitarse toda la ropa. A continuación les rapaban la cabeza,
supuestamente como medida de precaución contra los
piojos. Desnudas, debían consignar su documentación, su
dinero, sus alhajas y sus relojes en una mesa presidida por
otro Unteroffizier de la SS. Como observaría Grossman,
«una persona desnuda pierde inmediatamente la capacidad
de ofrecer resistencia, de luchar contra su destino». Hubo,
sin embargo, algunas excepciones. Un joven judío del
gueto de Varsovia, relacionado con la resistencia, logró
ocultar una granada de mano que arrojó contra un grupo de
guardias ucranianos y de la SS. Otro escondió un cuchillo,
que clavó a un Wachmann . Y una muchacha bastante alta
sorprendió a otro vigilante, arrebatándole su carabina con la
que intentó abrir fuego. Pero fue apresada y asesinada más
tarde, no sin antes ser sometida a las más atroces torturas.
Llegado este punto, pocas dudas podían albergar las
víctimas de que iban a una muerte segura. Los guardias de
la SS, vestidos de gris, y los Wachmanner , vestidos de
negro, empezaban a dar órdenes a gritos y de manera
insistente para confundir y meter prisa a aquellos
desdichados. «Schneller!... Schneller!» decían, mientras
los conducían como un rebaño por un sendero cubierto de
arena y rodeado de abetos que ocultaban las alambradas de
espino. Tras ordenarles que levantaran las manos por
encima de la cabeza, los obligaban a marchar a golpe de
porra, dándoles latigazos o pegándoles con la culata del
subfusil. Los alemanes lo denominaban «el camino sin
retorno».
Los actos gratuitos de sadismo no hacían más que
propiciar el estado de shock de las víctimas, reduciendo las
posibilidades de que en el último minuto trataran de
rebelarse. Pero los guardias en cuestión también los
practicaban para experimentar un placer monstruoso y
perverso. Un tal «Zepf», guardia de la SS que destacaba por
su gran corpulencia, era capaz de coger a una criatura por
las piernas «como si empuñara una porra», y aplastarle la
cabeza contra el suelo. Después de ser obligadas a acceder
a una tercera plaza, las víctimas se encontraban con una
fachada de madera y piedra, parecida a la de un templo, tras
la cual se ocultaban las cámaras de gas. Por lo visto, un
grupo de ingenuas gitanas, que aún no imaginaban la suerte
que las esperaba, se pusieron a aplaudir maravilladas
mientras contemplaban el edificio, lo que, al parecer,
provocó grandes carcajadas entre los guardias ucranianos y
los hombres de la SS que las vigilaban.
Para obligar a los prisioneros a entrar en las cámaras
de gas, los guardias aflojaban las correas de sus perros. Se
cuenta que podían oírse a kilómetros de distancia los gritos
de las víctimas cuando los animales clavaban sus dientes en
ellas. Uno de los guardias capturados por el Ejército Rojo
dijo lo siguiente a Grossman: «Podían ver que había
llegado la hora de su muerte, y eso que allí estaba lleno de
gente. Recibían verdaderas palizas, y los perros desgarraban
su carne». Solo volvía a reinar el silencio cuando se
cerraban las pesadas puertas de las diez cámaras de gas.
Veinticinco minutos después de haber comenzado el
proceso de gasificación, las puertas traseras se abrían para
que entraran los prisioneros que formaban los equipos de
trabajo de Treblinka I a retirar aquellos cadáveres de rostro
amarillento. Otro grupo de prisioneros judíos se encargaba
de extraer los dientes de oro con la ayuda de unas tenazas.
Tal vez conservaran la vida más tiempo que las personas
cuyos cadáveres debían manipular, pero lo cierto es que su
suerte no era envidiable. «Era un lujo recibir un balazo»,
comentaría a Grossman uno de los pocos supervivientes.
Amontonadas y hacinadas en las cámaras de gas, las
víctimas tardaban veinte o incluso veinticinco minutos en
morir. El jefe de los guardias observaba el proceso por una
mirilla, y esperaba hasta que ya no veía más movimiento.
Las grandes puertas situadas al otro extremo de la entrada
se abrían, y los cadáveres eran sacados a rastras de la
cámara de gas. Si alguno mostraba signos de vida, el
Unteroffizier de la SS lo remataba inmediatamente,
pegándole un tiro de gracia con su pistola. A continuación,
ordenaba a los equipos «dentales» que se pusieran a trabajar
con sus tenazas para extraer los dientes de oro. Por último,
otro equipo de trabajo, formado por judíos de Treblinka I
cuya condena a muerte se veía temporalmente aplazada,
cargaba los cadáveres en carros y carretillas para
conducirlos al lugar en el que las excavadoras a vapor
habían abierto una nueva fosa común.
Mientras tanto, los ancianos y los enfermos, que
habían sido separados y conducidos al «Sanatorio», eran
liquidados con un Kopfschuss o disparo en la nuca. Los
«judíos de trabajo» de Treblinka I se encargaban de
arrastrar sus cadáveres hasta las fosas. Pero, como en
Auschwitz, la suerte de estos supervivientes temporales no
era en absoluto envidiable. También eran víctimas del atroz
sadismo de los nazis, que disparaban contra ellos o violaban
a las jóvenes judías para después matarlas. Los guardias de
la SS obligaban a los prisioneros a cantar un himno especial
de Treblinka que había sido compuesto por uno de ellos.
Grossman también conoció en Treblinka I la historia del
«tuerto de Odessa de origen alemán, Svidersky, apodado el
"Maestro del Martillo". Estaba considerado todo un
especialista en la muerte "fría", y fue él quien mató en unos
cuantos minutos a quince niños de edades comprendidas
entre los ocho y los trece años que habían sido declarados
no aptos para el trabajo».15
A comienzos de 1943, Himmler visitó Treblinka y
ordenó al comandante del campo que desenterrara todos
los cadáveres, los quemara, y esparciera sus cenizas a los
cuatro vientos. Al parecer, después de la desastrosa
campaña de Stalingrado, los altos cargos de la SS se vieron
obligados de repente a contemplar las posibles
consecuencias que podría tener el descubrimiento de todas
aquellas fosas comunes por parte del Ejército Rojo. Los
cadáveres en estado de descomposición, en «lotes» de
incluso cuatro mil a la vez, eran esparcidos para prenderles
fuego en los llamados «asadores», esto es, montones de
traviesas que se convertían en hogueras. Era tal el número
de cadáveres que la operación se prolongó durante ocho
meses.
Los ochocientos «judíos de trabajo» obligados a
realizar esa lúgubre tarea organizaron su venganza, pues
sabían perfectamente que no se les permitiría seguir
viviendo una vez quemados todos los cadáveres. El 2 de
agosto de 1943, durante una larga ola de calor,
protagonizaron una sublevación dirigida por Zelo Bloch, un
teniente de origen judío del ejército checo. Armados con
poco más que unas cuantas layas y hachas, atacaron las
torres de vigilancia y el barracón de los guardias, matando a
dieciséis hombres entre soldados de la SS y Wachmänner .
Prendieron fuego a varias instalaciones del campo y
derribaron las alambradas. Se produjo la huida en masa de
unos setecientos cincuenta prisioneros, pero la SS trajo
tropas de refuerzo y hombres con perros rastreadores para
peinar los bosques y los pantanos de los alrededores. Los
aviones localizadores sobrevolaban constantemente la
zona. Unos quinientos cincuenta fugitivos acabaron siendo
atrapados y devueltos al campo, donde fueron ejecutados.
Otros simplemente fueron abatidos a balazos en el acto
cuando fueron descubiertos. Solo setenta de ellos lograron
sobrevivir hasta la llegada del Ejército Rojo al año
siguiente.
Pero la revuelta marcó el fin de Treblinka. Fue
destruido el resto de los edificios, incluidas las cámaras de
gas y la falsa estación de tren. Fueron esparcidas las
últimas cenizas de las enormes hogueras, y luego, en un
grotesco intento de pretender que el campo no había
existido nunca, se plantaron altramuces por todo el lugar.
Pero como observaría Grossman, al andar por allí «la tierra
vomita huesos triturados, dientes, ropa y documentos. No
quiere guardar sus secretos».16
Treblinka desarrolló un ciclo mucho más intenso de
matanzas que Auschwitz-Birkenau. Su número de víctimas,
ochocientas mil, alcanzado en apenas trece meses, no distó
mucho del millón de individuos asesinados en Auschwitz-
Birkenau en treinta y tres meses. Mientras que Treblinka
fue el destino principal de los judíos polacos, y de unos
pocos del Reich y de Bulgaria, Auschwitz Birkenau recibió
víctimas de toda Europa. Además de judíos polacos,
llegaron a este campo gentes procedentes de Holanda,
Bélgica, Francia, Grecia, Italia, Noruega, Croacia y, más
tarde, Hungría. En Bełżec acabaron unas quinientas
cincuenta mil personas, principalmente judíos de origen
polaco. El campo de Sobibór, en el que perecieron unos
doscientos mil individuos, acogió a los judíos de la región
de Lublin, pero también de Holanda, Francia y Bielorrusia.
Otras ciento cincuenta mil personas, principalmente judíos
de origen polaco, murieron en Chelmno, y cincuenta mil
judíos polacos y franceses en Majdanek.
El 6 de octubre de 1943, Himmler pronunció un
discurso ante un público de Reichsleiter y Gauleiter en el
curso de una conferencia celebrada en Posen. El
Grossadmiral Dönitz, el Generalfeldmarschall Milch y
Albert Speer (aunque trató de negarlo durante el resto de
sus días) también asistieron al acto y escucharon sus
palabras. Dejando de lado por una vez todos aquellos
eufemismos utilizados para hablar de la Solución Final,
como, por ejemplo, «evacuación al este» o «tratamiento
especial», Himmler se expresó con absoluta franqueza
acerca de lo que estaban haciendo. «Se nos planteaba una
cuestión: ¿qué hacer con las mujeres y los niños? En este
sentido decidí también que había que encontrar una
solución clara y definitiva. No me parecía razonable
exterminar a los hombres, esto es, matarlos u ordenar que
los mataran, y permitir que los niños crecieran para
vengarse en nuestros hijos y en nuestros nietos. Había que
adoptar una difícil decisión: hacer que ese pueblo
desapareciera de la faz de la tierra».17
El 25 de enero de 1944, Himmler volvió a dirigirse a
unos doscientos generales y almirantes en Posen. Ellos
también tenían que ser perfectamente conscientes de los
sacrificios que había hecho la SS. La «lucha racial»
emprendida por sus «tropas ideológicas», explicó de nuevo
Himmler, no «permitirá que crezcan vengadores para
enfrentarse a nuestros hijos».18 En la eliminación total de
los judíos no había excepciones.
Himmler habría podido jactarse ante su audiencia de
que nunca en la historia de la humanidad tan pocos habían
conseguido matar a tantos. Con una mezcla de engaños,
dudas y, al final, atroz crueldad, la reducidísima fuerza
opresora había conseguido atrapar a casi tres millones de
víctimas, incapaces de creer que pudieran existir campos
de exterminio en Europa, la supuesta cuna de la
civilización.
35
ITALIA: EL VIENTRE
DURO
(octubre de 1943-marzo de
1944)

La invasión aliada de la Italia peninsular en septiembre de


1943 había parecido una buena idea en su momento, con la
caída del fascismo y la promesa de nuevos aeródromos.
Pero había habido una ausencia característica de claridad de
ideas en lo tocante a los objetivos de la campaña y en cómo
cumplirlos. Alexander, comandante del XV Grupo de
Ejércitos de los aliados en Italia, no supo coordinar las
operaciones del V Ejército del general Mark Clark y del
VIII Ejército del general Bernard Montgomery. Clark no
estaba precisamente muy satisfecho con la lentitud del
avance de Montgomery, cuyas tropas debían aliviar a las
suyas en Salerno, por mucho que recibiera mensajes de
ánimo diciendo «¡Aguanta! ¡Espera! ¡Estamos de
camino!».1 Para empeorar las cosas, en cierto sentido
parecía que Montgomery consideraba que había sido el
salvador del V Ejército en Salerno.
Las relaciones entre los Aliados no se vieron
precisamente favorecidas por otro hecho: tanto
Montgomery, el general británico de baja estatura, enjuto y
fuerte, como Clark, el general estadounidense larguirucho
y de aspecto desgarbado, estaban obsesionados con su
imagen. Clark, que no tardó en aumentar su equipo de
relaciones públicas a cincuenta hombres, insistía en que los
fotógrafos debían captar su perfil más favorecedor, el
izquierdo, que destacaba su nariz verdaderamente imperial.
Algunos de sus oficiales lo apodaban «Marco Aurelio
Clarko».2 Y Monty había empezado a repartir fotografías
suyas firmadas como si fuera una estrella de cine.
Por encima de ellos, el encantador, pero desconfiado,
«Alex» parecía pensar que podía seguir elaborando planes
mientras ellos continuaran con su avance, una actitud que
sin duda convenía a Churchill, que deseaba que la campaña
italiana llegara mucho más allá de lo que pretendían los
americanos. A Montgomery, por su parte, no le gustaba
hacer nada que no hubiera sido cuidadosamente planificado
con antelación. «Todavía no se me había informado de
ningún plan para llevar a cabo la guerra en Italia, ¡pero ya
estaba bastante acostumbrado a ese tipo de situaciones!»,
escribiría mordazmente en su diario.3 Pero, como sabía
Alexander por experiencia, en cualquier caso Montgomery
solo haría lo que quisiera hacer. Como indica su biógrafo,
Alexander desempeñaba el papel del «esposo comprensivo
en un matrimonio difícil».4Además, Eisenhower no supo ni
meter en cintura a sus subordinados ni establecer una idea
clara de lo que se pretendía lograr en Italia.
El verdadero problema, por supuesto, estaba en las
más altas instancias y en el desacuerdo fundamental que
había caracterizado la estrategia aliada desde 1942.
Roosevelt y Marshall tenían la firme determinación de que
nada debía aplazar la puesta en marcha de la Operación
Overlord. Churchill y Brooke, por su parte, seguían
considerando que, por el momento, el Mediterráneo era el
teatro de operaciones más trascendental, en el que había
que aprovechar la rendición de las tropas italianas. De
hecho, tanto el primer ministro británico como su general,
que continuaban contemplando con ansiedad cualquier
invasión a través del Canal de la Mancha sin supremacía
aérea, tenían la ligera esperanza de que una serie de éxitos
en el Mediterráneo proporcionara una buena excusa para
posponer la Operación Overlord. El único alto oficial
americano que estaba de acuerdo con ellos era el general
Spaatz, comandante de las fuerzas aéreas estadounidenses
en el Mediterráneo. Al igual que Harris, Spaatz creía que
simplemente con los bombardeos podía ganarse la guerra
en apenas tres meses, y «no consideraba que Overlord fuera
necesaria o deseable».5 Quería seguir con el avance en
Italia hasta cruzar el Po, o incluso adentrarse en Austria,
para que sus bombarderos estuvieran lo más cerca posible
de Alemania.
Ni que decir tiene que Churchill estuvo acertado con
su insistencia en poner en marcha la Operación Torch y la
Operación Husky a pesar de la oposición de Marshall.
Aunque lo hiciera por otras razones, lo cierto es que su
postura evitó un intento de invadir Francia en 1943 que
habría acabado en desastre. Pero en aquellos momentos
estaba perdiendo toda credibilidad a ojos de los
americanos, debido a una nueva obsesión: la reconquista de
Rodas y de otras islas del Egeo que habían estado ocupadas
por fuerzas italianas. Como era de esperar, el general
Marshall sospechaba que esta idea de ir saltando de isla en
isla por el Mediterráneo oriental formaba parte de un plan
para invadir los Balcanes. Y no es de extrañar que se negara
rotundamente a prestar su ayuda o a participar en una
empresa semejante.
Incluso el mismísimo Brooke, partidario de la
campaña en Italia y de otras operaciones en la región, temía
que el primer ministro hubiera perdido totalmente el
sentido común debido a lo que denominaba su «locura de
Rodas».6 «Se ha dejado llevar con un entusiasmo
enloquecido por la idea de atacar Rodas, ha magnificado su
importancia de modo que ya no puede pensar en nada más y
ha puesto todo el corazón en la conquista de la isla, incluso
a costa de poner en peligro sus relaciones con el
Presidente y con los americanos, y también el futuro de
toda la campaña de Italia... Los americanos ya recelan
muchísimo de él, y [esta actitud suya] solo servirá para
empeorar las cosas».7
La idea ilusoria de que los Aliados iban a llegar muy
pronto a Roma había arraigado en el pensamiento de los
comandantes americanos, y también en el de Churchill.
Mark Clark estaba decidido a coronarse conquistador de la
ciudad, e incluso Eisenhower creía que la capital italiana
caería a finales de octubre. De manera precipitada, por no
decir otra cosa, Alexander declaró que pasarían las
Navidades en Florencia. Pero ya había claros indicios de
que los alemanes iban a seguir combatiendo ferozmente en
su retirada, y de que estaban firmemente decididos a
vengarse de las tropas y los partisanos italianos que
colaboraban activamente con los aliados.
Al este de Nápoles, en una aldea próxima a Acerra, el
Escuadrón B del 11.° de Húsares vio cómo los habitantes
del lugar se encontraban en el cementerio enterrando a diez
hombres fusilados por los alemanes. «Justo después de que
se hubieran ido nuestros vehículos blindados», informaría
el regimiento, «aparecieron de repente más alemanes que,
tras saltar por el muro del cementerio, dispararon con sus
subfusiles contra la multitud que permanecía de pie junto a
las tumbas».8 La cólera de Hitler contra los italianos por
haber cambiado de bando se había filtrado hasta el último
de los reclutas alemanes.
El V Ejército de Clark, en su avance hacia el noroeste
desde Nápoles, encontró su primer gran obstáculo en el río
Volturno, a unos treinta kilómetros de la capital de la
Campania. A primera hora del 13 de octubre, abrió con toda
su artillería una cortina de fuego en el valle. La 56.ª
División británica lo pasó mal junto a la costa, pero el
tramo principal del río, aunque ancho, era vadeable, y al día
siguiente ya pudo asegurarse una gran cabeza de puente. El
Volturno no era más que una simple posición de la
resistencia alemana, pues Kesselring ya había establecido
su principal línea defensiva al sur de Roma. Al igual que
Hitler, quería mantener a los aliados lo más al sur posible
de la península. Rommel, al frente de las divisiones
alemanas del norte de Italia, había quedado al margen de
cualquier decisión importante por ser partidario de una
retirada.
En la siguiente fase del avance, los ejércitos de los
dos aliados no tardaron en descubrir que el terreno
montañoso y las condiciones climatológicas no encajaban
con «la soleada Italia» que habían imaginado por aquellos
carteles publicitarios turísticos de antes de la guerra. El
otoño italiano era como la rasputitsa rusa, con lluvias
constantes y mucho barro. Durante semanas, los uniformes,
tanto los típicos de los británicos como los verdes de los
americanos, estuvieron empapados de agua. El pie de
trinchera se convirtió rápidamente en un verdadero
problema para los que no se ponían unos calcetines secos
al menos una vez al día. Las copiosas lluvias de finales de
otoño convirtieron los ríos en enfurecidos torrentes, y los
caminos en lodazales, en un momento en el que los
alemanes habían volado todos los puentes, y sembrado de
minas todas las rutas, en su operación de retirada. Los
británicos, aunque fueran los inventores del puente portátil
Bailey, sentían envidia de las brigadas de ingenieros
americanas por su magnífico equipamiento y por los
numerosos efectivos que las integraban. Pero ni siquiera el
ejército de los Estados Unidos disponía de una cantidad
suficiente de puentes para cubrir sus necesidades en una
sucesión tan abundante de valles.
Los alemanes llevaron a cabo su retirada colocando en
las carreteras barricadas, perfectamente defendidas, y
diversas minas controladas por baterías antitanque
excelentemente camufladas. El avance de aproximación de
los Aliados suponía esperar hasta que el tanque, o el
vehículo blindado, que iba a la cabeza pisara una mina y, a
continuación, fuera alcanzado e inutilizado por un proyectil
perforador «procedente de Dios sabe dónde». Las grandes
maniobras de la guerra del desierto habían quedado muy
atrás. Las estrechas carreteras de aquellos angostos valles,
y los pueblos situados en lo alto de colinas perfectamente
defendidos, obligaban a la infantería a tomar la delantera.
Pero a menos de treinta kilómetros al norte del Volturno
tuvo que detenerse el avance.
La línea Gustav, o línea de Invierno, elegida por
Kesselring se prolongaba a lo largo de ciento cuarenta
kilómetros, desde el sur de Ortona, en la costa adriática,
hasta el golfo de Gaeta, en la costa del Tirreno. Cruzaba,
pues, la parte más estrecha de la bota italiana, lo que
facilitaba enormemente su defensa. Contaba con una
fortaleza natural, Monte Cassino, que era su principal
bastión. Todo el imprudente exceso de optimismo de los
comandantes aliados se esfumó cuando las
interceptaciones de Ultra confirmaron que Hitler y
Kesselring iban a organizar una feroz defensa. Fue en este
momento cuando Eisenhower habría tenido que insistir en
que se llevara a cabo un replanteamiento de toda la
campaña. Con las siete divisiones que debían trasladarse a
Inglaterra para preparar la Operación Overlord, los Aliados
perdían la superioridad numérica necesaria para lanzar una
gran ofensiva. Churchill y Brooke parecían creer que, en
cierto sentido, no era justo que los americanos tuvieran que
hacer hincapié en que se cumplieran los acuerdos
alcanzados en la conferencia «Tridente» del mes de mayo.

Las patrullas de reconocimiento sobre el terreno enseguida


confirmaron lo que indicaban los mapas. Para el V Ejército
de Clark la única manera de llegar a Roma era tomando la
carretera nacional 6, que atravesaba el desfiladero de
Mignano, custodiado a uno y otro lado por grandes
montañas. Y por detrás de la formación corría el Rápido, un
río que a su vez estaba dominado por Monte Cassino.
A la izquierda, el X Cuerpo británico tenía ante sí una
barrera natural, el río Garigliano. El 5 de noviembre, la
formación trató de bordear el desfiladero de Mignano
capturando Monte Camino. Lo que se encontró fue que
este inmenso elemento de la naturaleza, con una falsa
cresta tras otra, estaba perfectamente defendido por la 15.ª
División de Granaderos Acorazados alemana del primer
sector de la línea Gustav. A los hombres de la 201.ª
Brigada de la Guardia, incapaces de romper las defensas
alemanas, les resultó imposible cavar trincheras en lo que
denominaron «la cresta del culo pelado». Bajo la helada
lluvia, tuvieron que optar por improvisar parapetos con
piedras amontonadas. El fuego de los morteros alemanes
situados en lo alto fue más letal que nunca, pues los
proyectiles impactaban en las rocas y las partían,
provocando que una gran cantidad de apuntadas esquirlas y
de fragmentos salieran disparados en todas direcciones.
Tras varios días de agobio, el general Clark no tuvo más
opción que ordenar que sus hombres se retiraran de la que
ya llamaban la montaña de la muerte. Los cadáveres de
varios caídos fueron colocados en posición de ataque, con
las armas apuntando al enemigo, antes de proceder al
repliegue de las tropas supervivientes.9
Al noroeste, en un punto más elevado de los Apeninos
centrales, los hombres de la 34.ª y de la 45.ª División de
los Estados Unidos, para no pisar las minas, pusieron unas
cabras a andar delante de ellos por los senderos de la
montaña. Lo triste de la realidad es que ni los británicos ni
los americanos habían aprendido realmente las lecciones
de lo que era una guerra en las montañas. En este tipo de
terrenos, los camiones no podían aproximarse a las
posiciones avanzadas. Tanto los alimentos como las
municiones debían ser transportados a lomos de mulas, o
de hombres, por empinados y serpentinos caminos, monte
arriba. En el viaje de vuelta, las reatas de mulas bajarían los
cadáveres de los caídos. A los arrieros, en su mayoría
carboneros contratados a cambio de un jornal, les
espeluznaba aquel siniestro cargamento. Los heridos solo
podían ser evacuados de noche por los camilleros, en lo
que se convertía, para unos y otros, en un doloroso y duro
viaje por la empinada y resbaladiza ladera de la montaña.10
La tarde del 2 de diciembre, bajo un cielo cubierto y
oscuro, y en medio de otra fuerte tormenta, novecientos
cañones de la artillería del V Ejército comenzaron un
intenso bombardeo mientras los soldados de infantería,
calados hasta los huesos, subían por las laderas de las
montañas: los británicos las de Monte Camino otra vez, y
los americanos las de Monte La Difensa, encabezados por
la 1.ª Fuerza de Servicios Especiales. Al amanecer del día
siguiente, este grupo semirregular había conquistado la
cota y se había preparado para los contraataques de los
granaderos acorazados alemanes. A lo largo del día
siguiente, ambos bandos combatieron encarnizadamente en
La Difensa. Los americanos, que cayeron en varias trampas
tendidas por el enemigo, no hicieron prisioneros.
Justo al suroeste de los estadounidenses, los
británicos habían conquistado por fin Monte Camino, por
lo que la posición alemana que cruzaba la carretera 6 podía
ser rebasada en parte por un flanco. Clark mandó que la 36.ª
División rompiera la línea Bernhardt a las puertas del
pueblo de San Pietro. Monte Lungo, en el lado
noroccidental del desfiladero de Mignano, debía ser el
primer objetivo, pues, de lo contrario, la artillería alemana
posicionada en esa localidad podría repeler la principal
ofensiva. Una brigada de alpinos italianos, dispuestos a
demostrar su valía contra sus antiguos aliados, se unió al
asalto, pero fue aniquilada por el fuego constante de las
ametralladoras alemanas. Clark recurrió incluso a los
tanques, que solo podían avanzar por un terreno tan rocoso
a costa de romperse o perder una oruga. Tras varios días de
importantes pérdidas, Monte Lungo fue tomado por el
oeste, y San Pietro cayó poco después. Los alemanes
simplemente se retiraron a su siguiente línea defensiva.
Los soldados de Clark ofrecían un aspecto lamentable
a mediados de diciembre. Iban sin afeitar, con el pelo largo
y mojado, y tenían grandes bolsas oscuras bajo los ojos.
Sus uniformes estaban impregnados de barro, sus botas
caían a pedazos, y su piel tenía un color blanquecino y
numerosas arrugas provocadas por el contacto permanente
con el agua. Muchos sufrían pie de trinchera. Los
habitantes de San Pietro, que se habían refugiado de los
combates en cuevas de la zona, también presentaban un
estado deplorable. Cuando abandonaron sus cobijos se
encontraron con que sus casas estaban en ruinas, y sus
huertos y sus viñedos destrozados. Prácticamente todos los
árboles de las colinas de las inmediaciones habían sido
destruidos por el fuego de la artillería.

Podría decirse que en el lado adriático de los Apeninos el


VIII Ejército de Montgomery estaba haciendo otra guerra.
La concentración de fuerzas procedió con lentitud hasta
que los puertos estuvieron despejados, y el VIII Ejército
iba con retraso debido a la escasez de provisiones, sobre
todo combustible. El grueso de los cargamentos que
llegaban a Barí estaba destinado a acelerar la entrada en
acción de la XV Fuerza Aérea del general James Doolittle,
con base en los trece aeródromos de Foggia.
Montgomery reconocía que el objetivo fundamental
de la campaña italiana debía ser entretener en la península
el mayor número de divisiones alemanas posible, y la
utilización de las bases aéreas de Foggia para bombardear a
los alemanes en Baviera, Austria y la cuenca del Danubio.
El terreno montañoso del sur de la Italia central favorecía
las defensas alemanas e impedía prácticamente que los
Aliados pudieran utilizar sus fuerzas blindadas, muy
superiores en número a las del enemigo. Enseguida fue
evidente para los Aliados que aquella guerra iba a ser más
despiadada que la del desierto. En el bando alemán había
arraigado lo que un corresponsal de guerra denominaría
«una ferocidad ordenada».11 Los alemanes abrieron fuego
contra «todos los hombres de una unidad canadiense que,
tras haber sido rodeada y aislada, comunicó que se rendía».
Y, a sangre fría, «disparan inmediatamente contra cualquier
civil que vean en la zona de combate sin tener en cuenta que
tal vez su casa está por allí».
Montgomery quería avanzar para rodear el flanco de
los alemanes que se enfrentaban al V Ejército de Clark,
pero las copiosas lluvias otoñales que cayeron en la
segunda semana de noviembre obligaron a posponer su
intento de cruzar el río Sangro. La tierra estaba tan
enfangada que sus tanques no podían moverse, y las nubes
eran tan bajas que sus aviones, los aparatos de la que seguía
siendo la Fuerza Aérea del Desierto, no podían volar y
prestarle cobertura. El Sangro estaba tan crecido que sus
aguas simplemente se llevaban por delante los pontones. El
27 de noviembre, aunque seguía lloviendo intensamente, la
2.ª División de Nueva Zelanda cruzó el río, «y enseguida
comenzó un combate en toda regla por la posesión de los
terrenos elevados».12
Montgomery convocó a todos los corresponsales de
guerra presentes en el frente italiano para informarles de la
situación. Habló desde la escalerilla de su caravana, pintada
aún con el camuflaje del desierto, oculta en un olivar desde
el que se dominaba el valle del Sangro. Calzaba unas botas
de ante típicas del desierto y llevaba puestos unos
pantalones de pana de color kaki y una guerrera con el
cuello desabrochado y una bufanda de seda. Godfrey
Blunden, el corresponsal australiano, lo describiría como
«un hombre menudo, de poca estatura, con una nariz
aguileña y unos ojos azules de mirada penetrante y
calculadora, bajo unas cejas canosas. Hablaba con tono
preciso y seco y con un ligero ceceo». Su discurso, en el
que detallaba sus «grandes principios de una guerra», «se
veía interrumpido únicamente por los gorjeos procedentes
de una jaula llena de agapornis y canarios que había a un
lado de la caravana».13
A comienzos de diciembre, Montgomery ordenó que
la 1.ª División de Canadá atacara a lo largo de la costa, en
dirección a Ortona. A veinticinco kilómetros tenía Pescara
y la carretera 5, que conducía a Roma a través de los
Apeninos. El comandante de esa formación, el general de
división Christopher Vokes, un tipo pelirrojo alto y
robusto, ordenó que sus hombres avanzaran atacando
frontalmente a la 90.ª División de Granaderos Acorazados
alemana. Tras su éxito inicial, los canadienses toparon con
las posiciones enemigas que defendían un barranco situado
al sudoeste de Ortona y que los alemanes habían sembrado
de minas. Durante nueve días, Vokes cargó contra el
enemigo con un batallón tras otro, hasta que sus hombres
comenzaron a llamarlo «el Carnicero». Montgomery
enviaba mensajes preguntando por qué el avance se
desarrollaba con tanta lentitud. La respuesta era muy
sencilla: los canadienses no solo se enfrentaban a los
granaderos acorazados, sino también a los hombres de la
1.ª División Fallschirmjäger, a los que reconocieron por
sus cascos redondos de paracaidista.
El 21 de diciembre, los canadienses lograron por fin
abrirse paso. Los equipos de demolición alemanes volaron
por los aires aquella antigua localidad ante sus ojos, aunque
los paracaidistas siguieron resistiendo entre las ruinas una
semana más, y colocaron bombas trampa en lo poco que
quedó en pie. El corpulento Vokes, llorando de rabia, se
derrumbó por las pérdidas que había sufrido su división
durante aquel mes: dos mil trescientas bajas, de las cuales
quinientas correspondían a soldados muertos, y numerosos
casos de fatiga de combate que dejaron a los hombres
paralizados y sin poder pronunciar palabra. Montgomery
decidió interrumpir los ataques durante un tiempo.
El sistema de abastecimientos de Montgomery era un
caos. El 2 de diciembre, una gran incursión aérea de la
Luftwaffe contra el puerto de Bari había cogido totalmente
desprevenidos a los Aliados. Fueron hundidos diecisiete
buques, incluido uno de los llamados «Barcos de la
Libertad», el John Harvey, que llevaba en sus bodegas mil
trescientas cincuenta toneladas de bombas de gas mostaza.
Estas bombas, que llegaban en el más absoluto secretismo,
debían tenerse en reserva por si los alemanes recurrían a
las armas químicas. El puerto quedó sumido en el más
absoluto caos, con los oleoductos inutilizados y en llamas.
Otro barco con cinco mil toneladas de municiones se
incendió y estalló por los aires. Mientras el John Harvey
estallaba en llamas, matando a su capitán y a toda la
tripulación, cada explosión levantaba enormes columnas de
agua hacia el cielo. El gas mostaza alcanzó a los que se
arrojaron al mar y a otros muchos que se encontraban en la
zona de los muelles. Los corresponsales de guerra vieron
cómo los censores suprimían de sus artículos cualquier
tipo de alusión al ataque sufrido.
El secretismo que rodeaba al gas mostaza y a la
muerte de los hombres del John Harvey tendría una
consecuencia más: los médicos encargados de curar tanto a
los soldados como a los civiles no conseguían comprender
por qué tantos de ellos no podían abrir los ojos y morían en
medio de grandes dolores. Tardaron dos días en comenzar a
darse cuenta de la verdadera causa de aquellas muertes.
Perecieron más de mil soldados y marineros aliados y un
número desconocido de italianos. El puerto quedó
inutilizado hasta febrero de 1944. Fue una de las
incursiones de la Luftwaffe más devastadoras de toda la
guerra.
En aquellos momentos, los dos ejércitos de Alexander
estaban condenados a llevar a cabo una dura campaña en un
territorio difícil. El sur de Italia no era precisamente «un
lugar feliz en aquel frío invierno de 1943», comentaría un
guardia irlandés. Los más desgraciados y abandonados de la
mano de Dios eran los civiles, dispuestos siempre a
llevarse a la boca cualquier resto de comida o a coger
cualquier colilla que tirara un soldado. La desesperación
les llevaba a hacer cualquier cosa por sobrevivir. En
Nápoles, una mujer obligada a prostituirse se vendía por
veinticinco centavos o por una lata de comida. En Barí, en
la costa del Adriático, con «cinco cigarrillos se compraba a
una mujer».14 Se colgaba un cartel vetando la entrada a los
burdeles que no pasaban la inspección, pero esto solo
servía para alimentar la curiosidad de los soldados por lo
prohibido. La policía militar americana, los llamados
«copos de nieve» por sus cascos blancos, disfrutaba
irrumpiendo en este tipo de establecimientos para
comprobar que no hubiera personal militar en ellos. La
propagación de enfermedades venéreas fue mucho mayor
que en Sicilia, con más de un soldado contagiado por cada
diez. No hubo penicilina disponible para el tratamiento de
este tipo de afecciones que no guardaban relación alguna
con el combate hasta comienzos de la primavera de 1944.
Y su utilización fue autorizada exclusivamente para poder
disponer de más hombres en el frente.
Mientras la abundancia de productos americanos que
llegaban al puerto de Nápoles estimulaba un enorme
mercado negro de objetos y artículos robados, los italianos
normales y corrientes pasaban hambre. Los alemanes se
habían apropiado de sus reservas de alimentos, que ya se
habían visto drásticamente reducidas debido a la nefasta
administración fascista. Los únicos productos comestibles
que habían dejado los invasores eran las castañas de los
bosques de las montañas, pues las consideraban comida
para cerdos. Los italianos, viéndose sin trigo, molían las
castañas para hacer harina. Uno de los productos que más
escaseaba era la sal, lo que imposibilitaba sacrificar un
cerdo y curar su carne, siempre y cuando se siguiera
teniendo uno de estos animales después del saqueo alemán.
Los comandantes y oficiales nazis ignoraron incluso las
súplicas del ministro de agricultura de Mussolini. No
quedaba prácticamente ningún hombre para trabajar los
campos, pues los alemanes se habían llevado a los soldados
italianos para utilizarlos como mano de obra esclava.
Inevitablemente, la acusada desnutrición provocó
numerosos casos de raquitismo entre los más débiles, los
niños. Pero el gran asesino, especialmente en Nápoles, fue
el tifus. Sin apenas jabón y agua caliente, los piojos
propagaron esta enfermedad con pasmosa rapidez, hasta
que los americanos trajeron grandes cantidades de DDT
para tratar a toda la población.

Después de Navidad, Churchill, convaleciente en


Marrakech de su principio de pulmonía, comenzó a
impacientarse porque los frentes italianos no se movían.
Contemplaba con entusiasmo la idea inicial del general
Mark Clark de rebasar las líneas alemanas con otro
desembarco anfibio más cerca de Roma. A Eisenhower
nunca le había gustado ese plan, la llamada Operación
Shingle, pero tanto él como Montgomery debían abandonar
el teatro de operaciones del Mediterráneo para dirigirse a
Londres y preparar la Operación Overlord. Churchill tenía
el campo despejado y asumió más o menos el mando. El
propio Clark ya no estaba tan convencido del posible éxito
de la Operación Shingle, pues solo podía disponerse de dos
divisiones. Si el V Ejército no conseguía romper la línea
Gustav, aquella fuerza de desembarco podría verse
fácilmente atrapada.
La operación de desembarcar y abastecer a dos
divisiones exigía una cantidad considerable de naves,
aproximadamente noventa buques de desembarco de carros
de combate (LST, por sus siglas en inglés) y otras ciento
sesenta lanchas de desembarco. Pero la mayoría de estas
naves debía dirigirse a Gran Bretaña a mediados de enero
de 1944 para prepararse para la Operación Overlord.
Churchill, haciendo verdaderos equilibrios con las fechas y
los datos disponibles, consiguió convencer a Roosevelt de
que la Operación Shingle no iba a suponer ningún retraso
en los planes establecidos. Aunque Brooke lo apoyaba, no
le gustaba la idea de que el primer ministro jugara a ser
comandante en jefe en el Mediterráneo. «¡Winston,
sentado en Marrakech, rebosa ahora entusiasmo y trata de
ganar la guerra desde allí!», escribía en su diario el
recientemente ascendido a mariscal de campo. «Quiera
Dios que regrese pronto a la patria para tenerlo bajo
control».15
Como cuando un rey convoca a los miembros de su
corte, desde el hotel Mamounia Churchill mandó llamar a
los altos oficiales de todo el Mediterráneo. Ignorando las
dudas que le plantearon, se negó a que la fecha prevista, el
22 de enero, fuera pospuesta para realizar los ensayos
pertinentes. Las playas de los alrededores de Anzio,
situadas detrás de las líneas alemanas, a unos cien
kilómetros de ellas, fueron el lugar elegido para el
desembarco. La mayoría de los presentes respaldó el plan,
sobre todo porque había que poner fin a aquella situación
de estancamiento, aunque eran perfectamente conscientes
de lo peligroso de la jugada. Churchill infravaloraba los
problemas logísticos y la capacidad de los alemanes de
mover a sus tropas para contraatacar el desembarco de los
Aliados antes de que estos consiguieran reforzar la cabeza
de puente. Así pues, todo dependía de la prisa que se diera
el V Ejército en cruzar el río Rápido, capturar una localidad
tan bien defendida como Cassino y, lo más difícil, ocupar a
continuación la fortaleza de Monte Cassino que dominaba
la zona. Desde Monte Cassino no solo se contemplaban
todas las inmediaciones, sino que también ofrecía una gran
panorámica de la región a los observadores de la artillería
alemana.
Una vez más, el X Cuerpo británico avanzaría por la
izquierda, cerca de la costa. Inteligentemente, Clark había
situado a su derecha al recién llegado Cuerpo
Expedicionario Francés, con dos divisiones de tropas
norteafricanas curtidas en la batalla. Los goumiers sabían
pelear en terrenos montañosos. Se desplazaban cargando
poco peso, utilizaban cualquier promontorio en el terreno
con gran habilidad y eran implacables con sus enemigos, a
los que mataban sigilosamente clavándoles un puñal o la
bayoneta. De nuevo, el principal ataque tendría lugar en el
centro, esta vez a unos cuantos kilómetros al sur de
Cassino, en dirección al valle del Liri. Esto suponía cruzar
el Rápido y pasar por sus orillas, infestadas de minas, bajo
el fuego enemigo, para luego lanzar un ataque contra las
fuertes defensas alemanas situadas en los terrenos
elevados.
El plan de Clark carecía de toda imaginación. Varios
comandantes de sus divisiones no lo veían con agrado, pero
tampoco expresaron abiertamente sus dudas. Sospechaban
que la obsesión de Clark por conquistar Roma podía costar
la vida de muchos de sus hombres. En cualquier caso, Clark
tenía que lanzar un ataque general para que los desembarcos
de Anzio pudieran coronarse con éxito. La 36.ª División,
que había quedado muy maltrecha en Salerno, debía
encabezar el ataque del II Cuerpo contra el pueblo de
Sant'Angelo, desde el que se dominaba el Rápido, río
defendido por la 15.ª División de Granaderos Acorazados
alemana. Al sur de su posición, la 46.ª División británica
cruzo el Garigliano la noche del 19 de enero, pero se vio
obligada a retirarse con cierto desorden cuando los
alemanes contraatacaron rápidamente, y sus zapadores
abrieron las compuertas que regulaban el paso del agua río
arriba, cerca de la confluencia con el Liri. Un torrente de
agua se desató en cascada, llevándose por delante las
embarcaciones de asalto.
La noche del 20 de enero, la 36.ª División comenzó a
aproximarse al Rápido en medio de una densa niebla. Reinó
el caos cuando algunas compañías se perdieron.
Previamente, los zapadores alemanes habían cruzado
sigilosamente a la margen derecha para colocar minas a
orillas del río, y cuando los futuros atacantes se acercaron,
cargados con los pesados botes de goma, pudieron oírse
los gritos de los hombres que habían perdido un pie al pisar
una de las minas. Esto alertaba a los morteros alemanes
que, guiados por los ruidos y los gritos, apuntaban en la
dirección correcta y disparaban varias ráfagas seguidas. Las
ametralladoras de los nazis, dispuestas en líneas fijas,
agujerearon muchos de los botes de asalto que fueron
lanzados al agua.
Los batallones que lograron cruzar al otro lado del río
se vieron obligados a replegarse, y al día siguiente el
comandante de la división recibió la orden de reemprender
la acción. Esta segunda vez tuvieron más éxito, aunque
quedaron atrapados en pequeñas cabezas de puente, donde
fueron bombardeados sin piedad. Al final, tras haber
sufrido unas dos mil bajas, se ordenó la retirada de los
restos de la división. Fue una batalla inútil y sangrienta, que
dio lugar a muchas recriminaciones tanto en su momento
como posteriormente. Sin embargo, junto con el ataque
británico por la izquierda, había servido para convencer a
Kesselring de que la crisis era inminente. El comandante
de las fuerzas alemanas en Italia había ordenado que sus dos
divisiones de granaderos acorazados de reserva, la 29.ª y la
90.ª, abandonaran inmediatamente los alrededores de Roma
y se dirigieran a reforzar la línea Gustav, a lo largo del
Garigliano y el Rápido. Esto supuso que el sector Anzio-
Nettuno quedara desprotegido dos días más tarde.

El 20 de enero, la 1.ª División de Infantería británica y la


3.ª División estadounidense, con el apoyo de unidades de
asalto especializadas y de tres batallones de Rangers del
coronel Darby, empezaron a embarcar en puertos del golfo
de Nápoles. Las formaciones que se dirigían en orden hacia
las naves, acompañadas por la música de unas bandas,
parecían marchar en un desfile de la victoria antes incluso
de comenzar la batalla. El 1er Batallón de la Guardia
Irlandesa avanzaba al son de «St. Patrick's Day». «Me
sorprendió ver a tantos italianos que llenaban las calles para
vitorearnos y aplaudirnos mientras marchábamos camino
del puerto», escribiría un miembro de esa formación. «Me
di cuenta de que muchos guardias tenían a sus novias
italianas entre la multitud que nos vitoreaba; muchas de
ellas caminaban junto a sus soldados y les daban flores y
recuerdos».16 Las medidas de seguridad eran tan
deficientes que la mayoría de los italianos conocía el
destino de los soldados.
El comandante en jefe de todo el VI Cuerpo, y por lo
tanto el encargado de dirigir la Operación Shingle, era el
general de división John P. Lucas. Lucas destacaba por su
amabilidad, y sus finos anteojos redondeados y su bigote
blanco le daban ese aire que tienen los tíos ancianos de
muchas familias, pero carecía de instinto asesino. Varios
altos oficiales no pudieron contenerse de darle ánimos y
consejos, la mayoría de ellos contradictorios y poco
acertados. El más desastroso fue el del mismísimo general
Clark. «No corras riesgos, Johnny», dijo a Lucas. «Yo los
corrí en Salerno, y tuve problemas».17 Clark no indicó
claramente ningún objetivo. Sugirió que lo principal era
asegurar la cabeza de playa sin poner en peligro a sus
hombres.
Para sorpresa general de todos, especialmente
después de la impresionante despedida de los italianos, los
alemanes no tenían la más mínima idea del plan de
desembarcar en Anzio y Nettuno. Los aliados los cogieron
completamente desprevenidos. De hecho, cuando los
americanos y los británicos llegaron a tierra firme a
primera hora del 22 de enero y preguntaron por los
alemanes a gentes de la localidad, la única respuesta que
recibieron fueron encogimientos de hombros y gestos con
la cabeza indicando hacia Roma. Solo detuvieron a unos
pocos. Algunos habían estado buscando provisiones para
sus unidades en esa tranquila localidad, que había sido un
centro balneario de los oficiales fascistas de Roma.
Aunque los alemanes no habían preparado las defensas
militares convencionales, habían llevado a cabo
deliberadamente actos de sabotaje medioambiental en la
zona. En los años treinta, gastando muchísimo dinero,
Mussolini había drenado las Lagunas Pontinas para instalar
en la zona a cien mil veteranos de la Primera Guerra
Mundial en calidad de colonos. Los mosquitos, una
verdadera plaga en la región, fueron prácticamente
eliminados. Tras la rendición de Italia, dos científicos de
Hitler planearon la venganza contra su antiguo aliado.
Interrumpieron el funcionamiento de las bombas de agua
para inundar de nuevo buena parte de la región y
destruyeron las compuertas de los diques. A continuación,
introdujeron en la zona el mosquito portador de la malaria,
capaz de sobrevivir en aguas salobres. Las autoridades
alemanas también confiscaron las reservas de quinina, para
que la enfermedad se difundiera. Los habitantes de la
región no solo perdieron sus casas y sus tierras, sino que,
al año siguiente, más de cincuenta y cinco mil de ellos
contraerían la malaria. Fue un caso palmario de guerra
biológica.18
Ignorando la amenaza de la malaria, tanto Alexander
como Clark visitaron aquel tranquilo enclave en el que
debían tener lugar los desembarcos. No parecían
preocupados por la falta de empuje de los mandos
superiores, pero en los batallones avanzados empezaba a
intensificarse una sensación de desasosiego y
consternación. «Todos percibíamos una especie de
anticlímax angustiante», escribiría un miembro de la
Guardia Irlandesa. «Todos nosotros, desde el primero al
último, fuimos exhortados y animados a avanzar con arrojo
hacia Roma. Tal vez hubiera sido una empresa dura y atroz,
pero habríamos llegado. Contábamos con el factor
sorpresa. No había ningún alemán a nuestro alrededor.
¿Qué diablos impedía que la división continuara con el
avance?».19 Entre los británicos había la sospecha infundada
de que no se avanzaba porque los yankees querían ser los
primeros en llegar a Roma. Sin embargo, Lucas ni siquiera
ordenaba el avance urgente de la 3.ª División del general
Lucian Truscott, a pesar de que era sumamente necesario
capturar un grupo de colinas en el norte o cortar la
carretera 7, y con ellas las líneas de abastecimiento del X
Ejército.
El desembarco aliado provocó el pánico en Roma y en
el cuartel general de Kesselring situado en lo alto del valle
del Tíber, sobre todo porque el comandante alemán había
enviado sus dos divisiones de reserva a combatir a orillas
del Garigliano y el Rápido. Poco antes del amanecer,
despertaron a Kesselring para comunicarle la noticia, y él
inmediatamente llamó por teléfono a Berlín. Enseguida se
puso en marcha un plan de contingencia, la llamada
Operación Richard, con el envío de divisiones del norte de
Italia y de tropas de refuerzo de otros lugares. El general de
caballería Eberhard von Mackensen debía trasladar el
cuartel de su XV Ejército, por entonces en Verona. El
cuartel general del X Ejército de Vietinghoff recibió la
orden de enviar todas las tropas que no estuvieran
combatiendo de vuelta a los montes Albanos y a las colinas
del Lacio, desde las que se dominaban las Lagunas Pontinas
de la llanura de la costa. Sobre todo, Kesselring quería que
hubiera el mayor número posible de baterías en aquellas
colinas. Pero primero hizo que entrara en acción su
«artillería volante», y la Luftwaffe utilizó sus «bombas
planeadoras» contra los buques aliados anclados frente a la
costa. Una de estas bombas alcanzó al destructor británico
Janus, partiéndolo en dos. Otra hundió un barco hospital
perfectamente iluminado e identificado. Las minas
supusieron otro de los grandes peligros a los que tuvo que
enfrentarse la flota invasora.
En el lado izquierdo de la cabeza de playa, la 1.ª
División británica empezó por fin a avanzar rápidamente el
24 de enero, y al día siguiente ya había tomado la pequeña
ciudad de Aprilia. La 3.ª División de Truscott también se
puso en marcha y atacó Cisterna, donde la esperaba la
División Panzer Hermann Göring. Todo esto ocurrió poco
antes de que los artilleros de Kesselring comenzaran a
bombardear intensamente desde las colinas la llanura que
se extendía a sus pies. En aquellos momentos quedó
patente que la negativa de Lucas a actuar con rapidez para
ocupar los terrenos elevados había tenido unas
consecuencias nefastas. Con una obstinación casi perversa,
había permitido que su gran ventaja, el factor sorpresa, se
le escapara de las manos. Pero la culpa también era de
Clark y Alexander, que habrían debido presionarlo mucho
más para que ordenara el avance de sus fuerzas en las
primeras cuarenta y ocho horas. Por otro lado, puede
decirse que el VI Cuerpo de Lucas, formado solo por dos
divisiones, no era lo suficientemente fuerte para avanzar
hacia el interior y proteger sus flancos, y que toda la
operación estaba condenada al fracaso.
Cuando Clark volvió a visitar la cabeza de playa el 28
de enero, los alemanes, con su rápida concentración de
tropas, habían roto la paridad numérica con las fuerzas
aliadas, superándolas al menos en sesenta mil efectivos. Y
más refuerzos enemigos iban de camino al sur. Los Aliados
se habían equivocado confiando en que su poderío aéreo
evitaría el despliegue de aquellas tropas, y ahora el fuego
de la artillería alemana era cada vez más intenso. Una
italiana de dieciocho años rompió aguas cuando un grupo
de civiles y soldados intentaba escapar de las bombas
refugiándose en un cementerio. Mientras la madre de la
joven rezaba, encomendándose a todos los santos, un cabo
del Real Cuerpo Médico Militar la ayudó a parir un niño
perfectamente sano como si aquello fuera uno de sus
trabajos cotidianos.
Al día siguiente por la noche, cuando los Rangers de
Darby y la 3.ª División de Truscott atacaron, fueron
repelidos por unas fuerzas alemanas mucho más numerosas
de lo que imaginaban. Un nuevo ataque acabó en desastre
para los Rangers, muchos de los cuales perdieron la vida o
fueron capturados. Más tarde los alemanes harían desfilar a
sus prisioneros por las calles de Roma para los fotógrafos
y las cámaras de filmación del Deutsche Wochenschau, el
equivalente alemán del nodo español. Hitler, que estaba
obsesionado con el significado simbólico de las capitales,
tenía la firme determinación de no perder la de su aliado
más prominente. Así pues, no le importaba conceder a
Kesselring incluso más recursos para la defensa de Italia
que los que el comandante había solicitado.
La espectacular intensidad de los bombardeos
alemanes hizo que los puestos de socorro en el frente, los
centros de primeros auxilios de la retaguardia y los
hospitales de evacuación de los Aliados se vieran
abrumados por la llegada de tantos heridos. Pequeñas
patrullas de asalto alemanas se infiltraban en el perímetro.
La batalla se convirtió en «una serie de enfrentamientos
breves, pero encarnizados», escribiría un sargento de la
Guardia Irlandesa. «Las construcciones de drenaje, las
zanjas y las profundas acequias proporcionaban tantos
escondrijos, que tenías en segundos al enemigo encima».20
Con una nubosidad tan densa, los Aliados ya no podían
confiar en recibir apoyo aéreo. Los americanos y los
británicos tuvieron que abrir trincheras y afrontar la furia
del esperado contraataque de Mackensen, para el cual el
Generaloberst ya contaba con casi cien mil efectivos tras
la llegada de las tropas de refuerzo.

Los desembarcos de Anzio no habían logrado socavar la


férrea resistencia del X Ejército en su línea defensiva del
Garigliano y el Rápido. El gran promontorio de Monte
Cassino, con su monasterio benedictino en la cima, era su
principal bastión. Pero al noroeste, a menos de diez
kilómetros, una formación francesa de dos divisiones
norteafricanas, a las órdenes del general Alphonse Juin,
había cruzado el río Secco y capturado Monte Belvedere,
situado al otro lado de la línea Gustav. En la batalla más
dura librada en la montaña, sufrió ocho mil bajas. Mientras
tanto, en el valle del Rápido, seguía implacablemente aquel
duelo entre las artillerías de uno y otro bando.
El 30 de enero, la 34.ª División de Infantería de los
Estados Unidos, tras haberse visto obligada en un principio
a retirarse, consiguió vadear el Rápido al norte de Cassino.
Durante los días siguientes, pudo abrirse paso, avanzando
de colina en colina, por detrás del gran promontorio. Pero
la batalla por la ciudad de Cassino y por el propio Monte
Cassino siguió siendo una combinación de progresos y
fracasos, en medio de un clima gélido y copiosas nevadas.
La 34.ª División, exhausta y maltrecha tras su audaz avance,
tuvo que ser reemplazada poco después por la 4.ª División
India.
El teniente general Bernard Freyberg, comandante en
jefe del cuerpo neozelandés, asumió el control del sector.
Corpulento y temerario, y definido por sus colegas
británicos como «un oso con muy poco cerebro», Freyberg
solía ver las cosas desde un punto de vista drástico. Llegó a
la conclusión de que el magnífico monasterio benedictino
de Monte Cassino era inexpugnable, y, por lo tanto, en
lugar de intentar salvarlo, como habían indicado
Eisenhower y Alexander, los Aliados tenían que destruirlo
completamente. A los informes que aseguraban,
erróneamente, que los alemanes lo habían convertido en
secreto en una verdadera fortaleza militar se les dio
validez, y a los que decían que estaba lleno de refugiados
no se les escuchó. El general Juin se opuso firmemente a
su destrucción, al igual que Clark y el comandante del II
Cuerpo de los Estados Unidos. Pero Alexander dio un paso
adelante para apoyar decididamente a Freyberg. La presión
que hacía Churchill desde Londres exigiendo resultados era
demasiada.

El 4 de febrero, Mackensen lanzó su ataque contra el


saliente británico de Anzio. Sus granaderos acorazados
avanzaron por los campos de minas precedidos por un
enorme rebaño de ovejas. El 1er Batallón de la Guardia
Irlandesa y el 6.° de Gordons fueron los que se llevaron la
peor parte, cuando aparecieron los tanques Mark IV
alemanes que venían detrás. La 1.ª División de Infantería se
vio obligada a retirarse, perdiendo mil quinientos hombres,
novecientos de los cuales fueron hechos prisioneros. Tres
días después, los alemanes lanzaron otro ataque contra
Aprilia. Una vez más, el fuego frontal de la artillería y los
cañones de los buques aliados anclados frente a la costa
impedirían que el enemigo lograra abrirse paso hasta el
mar.
Desde su Guarida del Lobo, Hitler, tras echar una
ojeada a unos mapas a pequeña escala de la cabeza de playa
de Anzio, dio instrucciones precisas a Mackensen,
exigiendo que lanzara un ataque masivo para acabar con
ella. Quería que los Aliados recibieran una lección clara y
contundente para disuadirlos de emprender una posible
invasión por el Canal de la Mancha unos meses más tarde.
El 16 de febrero los combates entraron en una fase de más
intensidad. La 3.ª División de Granaderos Acorazados y la
26.ª División Panzer volvieron a atacar Aprilia, y la zona
que separaba a la 45.ª División americana de la recién
llegada 56.ª División británica. Dos días después,
Mackensen lanzó también contra los Aliados a todas sus
tropas de reserva.
Desde Carroceto, los granaderos acorazados atacaron
prácticamente en columnas napoleónicas el mismo eje.
Los observadores de la artillería los vieron llegar, y en
unos minutos varias baterías de cañones de campaña aliadas
habían abierto fuego con unos efectos devastadores. Los
americanos apodaron la carretera de aquella aproximación
«la pista de bolos».21 Las bajas aliadas fueron numerosas,
pero Mackensen perdió más de cinco mil hombres.
A instancias de Alexander, Clark regresó a la cabeza
de playa de Anzio para destituir a Lucas como comandante
del VI Cuerpo y reemplazarlo por Truscott. Resulta irónico
que esta decisión llegara justo después de que la batalla
hubiera comenzado a decantarse a favor de los Aliados.
Churchill también tuvo la oportunidad de decir la suya
cuando una semana después, en el curso de una reunión de
los jefes de estado mayor en Londres, hizo su famoso
comentario acerca de Anzio: «Esperábamos desembarcar
un gato montés que les arrancara las tripas a los teutones.
¡En cambio, hemos varado una enorme ballena que coletea
en el agua!».22
El 29 de febrero, Mackensen, siguiendo órdenes de
Kesselring y del cuartel general del Führer, lanzó otro gran
ataque. Las baterías aliadas dispararon sesenta y seis
proyectiles contra estas fuerzas agresoras. Hitler dedicaba
tanto interés a los doce kilómetros de la cabeza de playa de
Anzio como al frente oriental. Pero se negaba a admitir que
sus tropas no podían ganar si carecían de munición de
artillería y de cobertura aérea, en un momento en el que los
Aliados eran cada vez más fuertes en la Materialschlacht,
la «batalla con un uso intenso de material bélico».
Kesselring, por otro lado, comprendía que en Italia se había
llegado a un punto de inflexión en la guerra. La Wehrmacht
no podía seguir consumiendo tropas y armas durante
mucho más tiempo, especialmente contra un enemigo con
unas reservas armamentísticas aparentemente inagotables.
En Anzio, tres cuartas partes de sus bajas habían sido
provocadas por el fuego de la artillería.

El 15 de febrero, los Aliados lanzaron todo su potencial


destructivo contra Monte Cassino. Un día antes, por la
tarde, habían dejado caer sobre el antiguo monasterio un
montón de panfletos diciendo a los que se habían refugiado
allí que abandonaran lo antes posible el lugar por su propia
seguridad. Pero la confusión y los recelos hicieron que
muy pocos marcharan. El abad se negaba a creer que los
Aliados fueran capaces de cometer semejante acto. Las
Fortalezas Volantes B-17 y diversas escuadrillas de
bombarderos medios Mitchell B-25 y Marauder B-26
bombardearon la cima de la montaña en varias pasadas,
mientras desde el valle del Rápido el V Ejército contribuía
a la acción con el peso de toda su artillería. Murieron
varios centenares de refugiados.
Pero a Freyberg le salió el tiro por la culata. No
consiguió lanzar su ataque hasta mucho después de que los
bombarderos hubieran regresado a sus bases. Y cuando lo
hizo, sus fuerzas fueron insuficientes y estuvieron mal
coordinadas. El bombardeo aliado dio a los alemanes el
derecho y la oportunidad de convertir aquel monasterio
parcialmente en ruinas en una verdadera fortaleza. Y cuando
los Aliados intentaron culpar de todo lo ocurrido a los
alemanes, con la falsa afirmación de que estos habían
ocupado el monasterio, sus acusaciones fueron rebatidas
rotundamente por el abad benedictino en el curso de una
entrevista filmada con el general Fridolin von Senger und
Etterlin, comandante en jefe del XIV Cuerpo Panzer.
La ciudad de Cassino, defendida en aquellos
momentos por la 1.ª División Paracaidista alemana, se
convirtió en el objetivo principal de Freyberg, quien tuvo
que aplazar su decisión de atacarla con la 2.ª División de
Nueva Zelanda y la 4.ª División India debido a las intensas
lluvias. Necesitaba que el terreno estuviera seco para los
tanques, pero toda la zona estaba inundada. Cuando dejó de
llover el 15 de marzo, la ciudad sufrió el acoso de los
bombarderos y la artillería. Por mucho que se excusaran las
tripulaciones de los bombarderos de la XV Fuerza Aérea,
lo cierto es que no estuvieron precisamente muy acertados
en la navegación y en la localización de los objetivos
durante esta misión. Otras cinco localidades fueron
atacadas por error; de hecho, la aviación estadounidense
consiguió bombardear a prácticamente todas las distintas
nacionalidades integradas en su bando, a saber, la División
India, el cuartel general del VIII Ejército, tropas polacas
recién llegadas y el cuartel general del general francés
Juin, causando trescientas cincuenta bajas en las filas
aliadas y setenta y cinco entre la población civil.
De acuerdo con la práctica habitual que seguían los
alemanes cuando esperaban una gran ofensiva, solo un
pequeño contingente de hombres había asumido la defensa
de la ciudad de Cassino. El grueso de las tropas
paracaidistas había sido retirado a una segunda y una tercera
líneas. El avance posterior de las fuerzas de Freyberg se vio
obstaculizado por los escombros que bloqueaban las calles
y los grandes socavones. Los tanques Sherman no podían
pasar, y para empeorar las cosas, empezaba a llover de
nuevo, a pesar de las alentadoras predicciones de los partes
meteorológicos.
Los paracaidistas alemanes defendieron con arrojo la
ciudad en ruinas. Los neozelandeses, que tenían pendiente
con ellos un asunto, a saber, la derrota sufrida en Creta, ni
que decir tiene que combatieron con arrojo y
determinación, al igual que los hombres de la División
India, especialmente los fusileros del 6.° Regimiento
Gurkha. Pero, para frustración de Clark, Freyberg iba a su
ritmo, demostrando su ineptitud táctica y dando
obstinadamente palos de ciego. La batalla se prolongó ocho
días, y el cuerpo de Freyberg perdió el doble de hombres
que los alemanes. Algunos destacamentos aislados, como
el de los Gurkhas que había tomado varias colinas pagando
un elevado precio, recibieron la orden de regresar. Toda la
formación tuvo que retirarse, maltrecha, resentida y
abatida.

En Anzio, mientras tanto, la tendencia a eternizarse que


mostraba la guerra en Italia se había visto confirmada al
aumentarse en casi cien mil el número de tropas aliadas en
el perímetro de la cabeza de playa, conservando así una
paridad de efectivos con los alemanes. Pero el más cruento
de todos los frentes había quedado sumido en la rutina de
las escaramuzas nocturnas entre patrullas de combate. Los
soldados se dedicaban a cultivar hortalizas y a comprar los
animales de las familias evacuadas antes de su partida.
Aburridos, apostaban en cualquier tipo de competición,
desde carreras de escarabajos hasta partidos de béisbol.
Floreció ese espíritu comercial del emprendedor
americano con la venta de licores caseros destilados en
improvisados alambiques. «Los que se dedicaban al
contrabando de alcohol del 133.° de Infantería mezclaban
cincuenta libras de uvas pasas fermentadas con una pizca de
vainilla para preparar "Borracho en París"». Los soldados
británicos cazaban ratas y las metían en sacos de arena para
lanzarlas luego como cargas explosivas contra las
trincheras alemanas. Resultaba muy preocupante el elevado
número de autolesiones, consecuencia, al parecer, más del
miedo anticipado que de la inmediatez del propio miedo.
Los casos de fatiga de combate, como pronto advertirían
los psiquiatras, solían aumentar invariablemente en las
cabezas de playa y en las cabezas de puente. Su número
experimentaba un descenso espectacular solo cuando
comenzaba una batalla de movimientos.23
El 23 de marzo, cuando los combates por Cassino
alcanzaban su máxima intensidad, los partisanos italianos
de Roma tendieron una emboscada a un destacamento de
policías alemanes que desfilaban por las calles de la ciudad.
Hitler, enfurecido, ordenó que se tomaran represalias: la
ejecución de diez hombres por cada alemán asesinado.
Kappler, jefe de la SS en Roma, seleccionó a trescientos
treinta y cinco rehenes para ejecutarlos al día siguiente en
las fosas Ardeatinas, a las afueras de la ciudad. La caza de
judíos emprendida por Kappler no había tenido el éxito
esperado, pues los alemanes solo consiguieron detener y
enviar a Auschwitz a mil doscientos cincuenta y nueve. La
mayoría de ellos fueron escondidos por los italianos, y
también por la Iglesia Católica, aunque el papa nunca se
manifestara claramente en contra de la persecución.
Al otro lado del Adriático, las represalias de los
alemanes en Yugoslavia fueron más brutales. Himmler
había autorizado el reclutamiento de musulmanes bosnios
en la 13.ª División de Montaña de la SS Handschar para
combatir contra los partisanos de Tito, que eran
presentados como los odiados serbios. Llevaban un fez gris
con la calavera de la muerte típica de la SS. De hecho, los
grupos partisanos estaban formados cada vez más por
individuos de todas las nacionalidades yugoslavas, mientras
que los chetniks casi exclusivamente serbios del general
Mihailovic habían decidido evitar las confrontaciones con
los alemanes tras las atroces represalias de octubre de
1941. Las fuerzas comunistas de Tito, por su parte, no
tenían escrúpulos a la hora de intensificar el conflicto, y
aprovechaban los crímenes cometidos por los alemanes
para engrosar sus filas. Cuando los británicos comprobaron
que los chetniks no actuaban como esperaban, decidieron
retirar la misión militar enviada en su ayuda por la SOE y
aumentar el apoyo a las brigadas de Tito. Se enviaron
suministros desde la base de la SOE en Bari, y el 2 de
marzo de 1944 empezaron los bombardeos contra
objetivos en Yugoslavia con aviones de los aeródromos de
Foggia.

Cuando se intensificaron las incursiones de la aviación


aliada contra Alemania, Hitler quiso vengarse y sembrar el
pánico en Gran Bretaña, pero lo cierto es que, en su
inmensa mayoría, los alemanes corrientes ya empezaban a
estar hartos y deprimidos de todas aquellas arengas nazis.
Querían protección de los bombarderos y escuchar un
mensaje que les permitiera abrigar la esperanza de que la
guerra ya estaba tocando a su fin. Solo los leales al partido
seguían saludando al grito de «Heil Hitler!». La caída de
Mussolini en Italia hizo que muchos alemanes se crearan
falsas expectativas, pero los dos regímenes y su manera de
aferrarse al poder eran simplemente polos opuestos. Para
garantizar la continuidad en el poder de los nazis, Hitler
nombró también a Heinrich Himmler, el Reichsführer-SS,
ministro del interior. Pero, para consternación de
Goebbels, Hitler se había distanciado aún más del pueblo
alemán, y seguía negándose a visitar a los civiles que habían
sido bombardeados y a los soldados que habían caído
heridos.
Hitler se había encargado, consciente o
inconscientemente, de quemar todas las naves. No había
más alternativa que la victoria o la destrucción total. Y tras
haber prometido la inevitable victoria de los nazis, en
aquellos momentos podía amenazar impúdicamente con los
horrores de una derrota, sin admitir en ningún momento
que hubiera cambiado algo, o que era totalmente
responsable de aquella catastrófica situación. Hitler culpó
de los últimos reveses sufridos a los franceses traidores
del norte de África, a los aún más traidores italianos y a los
generales reaccionarios de la Wehrmacht que carecían de
espíritu nazi y no obedecían sus órdenes.
Durante algunos breves instantes de lucidez, parecía
que el Führer podía visualizar cómo iba a acabar la guerra.
Al menos seguía creyendo en su idea darvinista social de
que el poder nunca se equivoca. Tras el desastre de
Stalingrado, había empezado a aplicar este principio con
sus compatriotas. Dijo a Goebbels que «si el pueblo
alemán acaba mostrándose débil, solo merecerá que un
pueblo más fuerte se encargue de exterminarlo; y nadie
podrá sentir compasión por él».24 Volvería a abordar este
tema cuando empezara a vislumbrarse la caída del Reich.
36
LA OFENSIVA SOVIÉTICA
DE PRIMAVERA
(enero-abril de 1944)

El 4 de enero de 1944, el Generalfeldmarschall von


Manstein voló a la Wolfsschanze para explicar a Hitler la
amenaza a la que se enfrentaba el Grupo de Ejércitos Sur.
El IV Ejército Panzer entre Vinnitsa y Berdichev se veía
abocado a la destrucción. Ello supondría la creación de un
enorme hueco entre sus fuerzas y las del Grupo de
Ejércitos Centro. La única solución era obligar a
replegarse a las tropas de Crimea y de la curva del Dniéper.
Hitler se negó a considerar la propuesta. Abandonar
Crimea suponía el riesgo de perder el apoyo de Rumania y
Bulgaria, y tampoco podía utilizar fuerzas del norte pues
ello habría animado a los finlandeses a abandonar la guerra.
Dijo que había tantas discrepancias en el bando enemigo
que su alianza acabaría por hacerse pedazos. Era solo
cuestión de esperar. Manstein solicitó entrevistarse a solas
con el Führer. Solo el general Kurt Zeitzler, jefe de estado
mayor del ejército, se quedó con los dos hombres. Hitler
presentía lo que se avecinaba y no le gustaba.
Manstein insistió en su primera recomendación de
que el dictador le entregara la dirección del frente oriental.
Pensando en la constante negativa del cuartel general del
Führer a permitir una retirada hasta que era demasiado
tarde, Manstein comentó que algunos de sus problemas se
debían al modo en que se ejercía el mando. «¡Yo tampoco
puedo conseguir que los mariscales de campo me
obedezcan!», replicó Hitler con una furia glacial. «¿Se
imagina usted, acaso, que estarían más dispuestos a
obedecerle a usted?» Manstein replicó que sus órdenes no
eran desobedecidas. Había dado en el clavo, pero Hitler dio
bruscamente por terminada la entrevista. Manstein,
demasiado astuto por su propio bien, no había conseguido
más que suscitar en Hitler una profunda desconfianza. Sus
días como comandante en jefe estaban contados.1
En enero de 1944, incluso después de haber perdido
cuatro millones doscientos mil hombres, las fuerzas
armadas alemanas estaban al máximo de su potencia y
tenían movilizados a nueve millones y medio de hombres
de uniforme. Apenas dos millones y medio de ellos estaban
en el frente oriental, y contaban con unas setecientas mil
tropas aliadas de refuerzo, una cifra ligeramente mayor que
la de los participantes en la Operación Barbarroja dos años
y medio antes.2 Pero los números inducían a error. El
ejército alemán era ahora una organización muy distinta de
la que había iniciado la invasión. Por término medio, perdía
el equivalente de un regimiento al día, y muchos de los
mejores oficiales de baja graduación y de los suboficiales
morían en el combate.3 Las fuerzas de las distintas
nacionalidades se mantenían obligando a los jóvenes
polacos, checos, alsacianos y Volksdeutsch a ingresar en el
ejército y la Waffen-SS. Entre el diez y el veinte por ciento
de los hombres que una división tenía que alimentar eran
Hiwis o individuos obligados a realizar trabajos forzados.
La otra gran diferencia era que el ejército alemán ya no
podía contar con el apoyo eficaz de la Luftwaffe, el grueso
de la cual había sido retirado para defender el Reich de los
bombardeos aliados.
El Ejército Rojo, por su parte, había desplegado seis
millones cuatrocientos mil hombres casi exclusivamente
en el frente oriental, y gozaba también de una superioridad
enorme en materia de tanques, cañones y aviones. Pero
también la Unión Soviética padecía una crisis de recursos
humanos a raíz de las terribles pérdidas sufridas durante los
dos últimos años y de la movilización masiva de personas
para trabajar en las industrias de guerra. Muchas divisiones
de fusileros contaban solo con dos mil hombres o menos.
Pero el Ejército Rojo era sobre todo una organización
incomparablemente más profesional y efectiva de lo que
había sido durante los desastres de 1941. El asfixiante
temor al peso muerto que suponía el NKVD había sido
sustituido por una capacidad mucho mayor de iniciativa y
de experimentación.4 Para la primera mitad de 1944 las
prioridades de la Unión Soviética estaban claras: obligar a
los alemanes a retirarse de Leningrado, volver a ocupar
Bielorrusia y liberar el resto de Ucrania.
Tras el éxito de la operación Zhitomir-Berdichev
llevada a cabo por el Primer Frente Ucraniano de Vatutin,
que repelió los contraataques de Manstein, el mariscal
Zhukov, como representante de la Stavka, se propuso
destruir la poderosa cuña que tenían los alemanes en el
Dniéper en los alrededores de Korsun. El 24 de enero, el
XI y el XLII Cuerpo, que Hitler no había permitido a
Manstein retirar, fueron pillados por sorpresa y aislados
por el V Ejército de Tanques de la Guardia y el VI Ejército
de Tanques, integrados en el II Ejército Ucraniano de
Konev. Manstein, decidido a sacar a sus hombres de allí
tras el fracaso de la misión de rescate de Stalingrado,
reunió cuatro divisiones panzer.
El gran rival de Zhukov, el general Konev, estaba
igualmente deseoso de acabar con las cuatro divisiones de
infantería y la 5.ª División de granaderos acorazados de la
SS Wiking antes de que recibieran ayuda. Konev, que según
el hijo de Beria tenía unos «ojillos malvados, la cabeza
afeitada que hacía que pareciera una calabaza, y una
expresión llena de autocomplacencia», era un hombre
despiadado, como todo el mundo sabía.5 Ordenó al II
Ejército del Aire, encargado de prestarle apoyo, que lanzara
una lluvia de bombas incendiarias sobre los edificios de
madera de las pequeñas ciudades y aldeas de lo que se había
convertido en la bolsa de Cherkassy. 6 De ese modo las
tropas alemanas, víctimas de la malnutrición, se verían
obligadas a salir a la intemperie, con un frío espantoso.
El 17 de febrero las tropas rodeadas hicieron un
intento de salir del cerco, combatiendo en medio de una
nieve altísima. Konev estaba prevenido y cerró la trampa.
Gracias a su oruga ancha, los T-34 se enfrentaron sin
dificultad a los montones de nieve. Sus tripulantes
persiguieron a los soldados de infantería alemanes
exhaustos, aplastándolos bajo sus ruedas. Luego la
caballería cargó montada en sus pequeños caballos
cosacos, y con sus sables cercenaba los brazos levantados
de los que intentaban rendirse. Se dice que solo ese día
murieron unos veinte mil alemanes. Stalin quedó tan
impresionado por la venganza de Konev que lo ascendió a
mariscal. Vatutin habría sido ascendido también si el 29 de
febrero no hubiera caído víctima de una emboscada de los
nacionalistas ucranianos, a consecuencia de la cual resultó
mortalmente herido. Zhukov asumió el mando de su Primer
Frente Ucraniano y continuó atacando el flanco norte del
Grupo de Ejércitos Sur, mientras el Tercer Frente
Ucraniano de Malinovsky y el Cuarto Frente de Tolbukhin
aplastaban a las fuerzas alemanas situadas en la curva del
Dniéper o las obligaban a retroceder.

Hitler se había mostrado más reacio aún a contemplar la


retirada de Leningrado. Hacía ya tiempo que se había
esfumado cualquier esperanza de acabar con «la cuna del
bolchevismo», pero temía que un repliegue de sus fuerzas
diera a los finlandeses la excusa que andaban buscando para
firmar la paz con la Unión Soviética. Sus soldados no
podían entender por qué los obligaban a quedarse en
aquellos pantanos, especialmente cuando se propagó el
rumor de que el Ejército Rojo había realizado grandes
avances en el sur.
Esperando que no tardara en producirse un gran
ataque, las autoridades militares alemanas obligaron a la
población civil del norte de Rusia a replegarse más a la
retaguardia para impedir que el Ejército Rojo la reclutara a
medida que iba avanzando. «Nuestro coche pasó ante el
cuerpo de una mujer tendida en la nieve», escribió Godfrey
Blunden cerca de Velikie Luki. «Nuestro chófer ni siquiera
se detuvo. Espectáculos de ese estilo eran habituales en la
zona de combate rusa. La mujer, que probablemente se
había salido de la fila y había caído mientras era conducida
a Alemania, había recibido un tiro o tal vez hubiera muerto
de frío. ¿Quién sabe quién era? No era más que una rusa
más entre muchos millones».7
El 14 de enero de 1944, el Frente de Leningrado, el
de Volkhov y el Segundo Frente del Báltico iniciaron una
serie de ataques con el fin de romper definitivamente el
asedio. Durante los dos meses anteriores, el Frente de
Leningrado había estado transportando secretamente en
barco cada noche al II Ejército de Choque hasta la cabeza
de puente de Oranienbaum, en la costa del Báltico, al oeste
de la ciudad. Luego, cuando el golfo de Finlandia se
congeló, otros veintidós mil soldados, ciento cuarenta
tanques y trescientos ochenta cañones cruzaron la
superficie helada y se unieron al saliente.8
En medio de una niebla densísima y glacial, el
Ejército Rojo y la Flota del Báltico iniciaron un
bombardeo excepcionalmente violento con veintiún mil
seiscientos cañones y mil quinientos lanzacohetes
Katiusha. Tan grandes fueron los temblores provocados por
las doscientas veinte mil bombas disparadas en cien
minutos que el yeso de los techos de las casas de
Leningrado, situada a veinte kilómetros de distancia, se
vino abajo. «Las bombas levantaron un verdadero muro de
tierra, humo y polvo, lleno de destellos en su interior»,
escribió un artillero.9 Al ataque lanzado desde la cabeza de
puente de Oranienbaum se unió otro desde las colinas de
Pulkovo, en el extremo sudoeste de la ciudad. El
Generaloberst Georg Küchler, comandante en jefe del
Grupo de Ejércitos Norte, no se había esperado unos
ataques tan bien coordinados. Pero los Kampfgruppen
alemanes los rechazaron con su profesionalidad habitual.
Un cañón de 88 mm fue dejando fuera de combate un
tanque soviético tras otro desde un fortín bien construido.
En su avance la infantería soviética podía oler la carne
chamuscada de sus compatriotas que habían quedado dentro
de los carros de combate.
En las aldeas no encontraron ni a un solo civil, pues
todos habían sido evacuados detrás de las líneas alemanas.
El avance continuó en dirección a Pushkin (Tsarskoe Selo)
y Peterhof. Los cadáveres de los alemanes, tendidos boca
abajo sobre la nieve, habían sido aplastados por las orugas
de los T-34. Algunos soldados cantaban mientras
marchaban, otros rezaban. «Me di cuenta de que yo mismo
intentaba recordar las oraciones que me habían enseñado de
niño», anotó un oficial, «pero no era capaz de acordarme de
ninguna». Cuando llegaron a Gatchina, encontraron el
palacio «cubierto de mierda».10 Con aquel frío, los
alemanes que ocupaban el lugar no se habían molestado en
salir al exterior a hacer sus necesidades. El corresponsal
británico Alexander Werth, sin embargo, afirma que los
soldados del Ejército Rojo se pusieron furiosos al
descubrir que parte del palacio de Gatchina había sido
convertido en un burdel para oficiales alemanes.11
La mañana del 22 de enero, el general Küchler se
trasladó en avión a la Wolfsschanze a pedir permiso a
Hitler para retirarse de Pushkin, acción absolutamente sin
sentido, pues la retirada era imparable. Al día siguiente,
cayó sobre Leningrado la última bomba alemana. El 27 de
enero de 1944, después de ochocientos ochenta días, el
asedio fue definitivamente roto. Se dispararon en la ciudad
salvas de victoria, pero las celebraciones quedaron
ensombrecidas ante el recuerdo de todas las personas que
habían muerto. El sentimiento dominante entre la mayoría
de la población era el complejo de culpabilidad del
superviviente.
El deseo de venganza entre las tropas de primera línea
era fortísimo. Vasily Churkin describe en su diario cómo,
cuando entraron en Vyritsa, «capturamos a cuatro
adolescentes rusos vestidos con uniformes alemanes.
Fueron fusilados de inmediato, pues tal era el odio que
inspiraba todo lo alemán. Pero los chicos eran inocentes.
Los alemanes los habían utilizado para conducir los
caballos en la retaguardia. Les habían dado aquellos abrigos
y los habían obligado a ponérselos».12
Hitler destituyó inmediatamente a Küchler y lo
sustituyó por el Generalfeldmarschall Model, su
comandante favorito en momentos de crisis, pero con ello
no consiguió detener el avance soviético, que continuó a lo
largo de doscientos kilómetros. Las formaciones
extranjeras de la Waffen-SS, entre ellas la Legión Valona
belga al mando de Léon Degrelle, fueron expulsadas de
Narva. Al sur, la línea central del frente que cruzaba
Bielorrusia permaneció estable durante los primeros
meses de 1944. Pero la campaña alemana contra los
partisanos bielorrusos fue tan violenta como cualquier
combate en el frente. El IX Ejército alemán obligó a unos
cincuenta mil civiles soviéticos considerados no aptos para
el trabajo a trasladarse a tierra de nadie, lo que virtualmente
equivalía a una condena a muerte.13
En Ucrania occidental, el ejército alemán continuó
recibiendo una paliza tras otra, sin tiempo para recuperarse
entre una ofensiva y la siguiente. El 4 de marzo, el Primer
Frente Ucraniano de Zhukov aplastó la línea de defensa
alemana y con dos ejércitos de tanques se dirigió a la
frontera de Rumania. Otro ejército de tanques cruzó el
Dniéster y se internó en el nordeste de Rumania.

Hitler abandonó la Wolfsschanze, en Prusia oriental, el 22


de febrero, mientras se construían búnkeres de hormigón
ahora que su cuartel general se hallaba al alcance de la
aviación soviética. Se trasladó al Berghof, que también se
encontraba más cerca de sus aliados balcánicos, cada vez
menos de fiar. A comienzos de marzo, al enterarse de las
propuestas de paz hechas por el almirante Horthy a los
Aliados occidentales, decidió abordar el problema de la
«traición» de Hungría. El Führer pretendía anexionarse el
país, mantener a Horthy detenido para su seguridad y
ocuparse de los judíos húngaros.
El 18 de marzo, Horthy llegó al palacio de Klessheim,
acompañado por los personajes más relevantes de su
gobierno. Tanto él como su entorno pensaban que habían
sido convocados para discutir su petición de retirada de las
tropas húngaras del frente oriental, con el fin de defender
del Ejército Rojo la frontera de los Cárpatos. Pero Hitler
se limitó a presentar al almirante un ultimátum. Aunque
ofendido por las tajantes amenazas del Führer, incluso
contra su propia familia, Horthy no tuvo más opción.
Regresó en tren a Budapest como prisionero virtual en
compañía del Obergruppenführer Ernst Kaltenbrunner,
jefe del RSHA. Al día siguiente se estableció un gobierno
títere y las tropas alemanas invadieron el país.
Inmediatamente tras ellas entraron los «expertos» de
Eichmann, dispuestos a detener indiscriminadamente a los
setecientos cincuenta mil judíos de Hungría y a enviarlos a
Auschwitz.
El 19 de marzo, mientras las tropas alemanas entraban
en Budapest, Hitler celebró también una extraña ceremonia
en el Berghof. Había convocado a todos los mariscales de
campo de la Wehrmacht para que le juraran lealtad. El
decano de todos ellos, el Generalfeldmarschall von
Rundstedt empezó leyendo una declaración que habían
firmado todos. El Führer, al parecer, se sintió conmovido
por aquel acto totalmente artificial, actitud que indujo a los
mariscales a temer por su cordura.
Hitler y Goebbels estaban cada vez más inquietos por
la propaganda «antifascista» que emanaba de la Liga de
Oficiales Alemanes. Este grupo de destacados prisioneros
de la Unión Soviética, manipulado por el NKVD, estaba
encabezado por el general de artillería Walther von
Seydlitz-Kurzbach y otros oficiales de alta graduación
capturados en Stalingrado. Seydlitz, convertido ahora en un
feroz antinazi, había propuesto en el mes de septiembre al
NKVD formar un cuerpo de prisioneros de guerra
alemanes integrado por treinta mil individuos, que podían
ser conducidos en avión a Alemania con la misión de
derrocar a Hitler. Cuando fue informado del plan, Beria
sospechó erróneamente que se trataba de un sofisticado y
ambicioso intento de evasión en masa.14
Los juramentos rituales de lealtad prestados por los
mariscales resultarían todavía menos convincentes el 30 de
marzo, cuando Manstein, del Grupo de Ejércitos Sur, y
Kleist, del Grupo de Ejércitos Centro, fueron convocados
de nuevo al Berghof para ser destituidos de sus cargos. Su
delito era haber pedido permiso para retirar a sus fuerzas y
evitar otra maniobra de envolvimiento.
Apenas una semana después, las fuerzas alemanas y
rumanas atrapadas en Crimea por el Cuarto Frente
Ucraniano fueron obligadas a replegarse tras un devastador
ataque en el istmo de Perekop. El 10 de abril, las fuerzas
alemanas de Odessa tuvieron que salir huyendo por mar. Y
apenas un mes después, los últimos veinticinco mil
soldados alemanes y rumanos que quedaban en Sebastopol
se rindieron. En aquellos momentos la Wehrmacht había
sido barrida por completo de la Unión Soviética, desde el
mar Negro hasta los Pantanos del Pripet, en los confines de
Polonia. Por el sur, el Ejército Rojo había reconquistado
casi todo el territorio soviético y había invadido el de otros
países. Por el norte, el Frente de Leningrado había llegado
a la frontera de Estonia. Para Stalin, el siguiente objetivo
estaba clarísimo. Si el plan de la Stavka de aislar a todo el
Grupo de Ejércitos Centro en Bielorrusia funcionaba, sería
la victoria más grande de toda la guerra, especialmente si
se hacía coincidir cronológicamente con la invasión de
Normandía por los Aliados.
Por las noches, los Lancaster de la RAF siguieron
bombardeando Berlín en el original «Segundo Frente»
lanzado por Gran Bretaña, aunque con unos costes
elevadísimos en aviones y tripulaciones. Göring ya no se
mostraba en público. Hitler estaba desconcertado ante la
incapacidad de la Luftwaffe para vengarse de Inglaterra y,
sin embargo, no era capaz de destituir al viejo camarada.
Pero el plan del mariscal jefe del aire Harris de «hacer
pedazos Berlín de punta a punta» con el fin de ganar la
guerra seguía siendo una fantasía de su terca imaginación.
La destrucción causada por su batalla de Berlín era
inmensa, pero la ciudad no había sido pasto de las llamas.
Los ataques de la fuerza aérea de los Estados Unidos y
de la RAF fueron multiplicándose hasta llegar al crescendo
de la «semana grande» de finales de febrero de 1944.
Gracias a su mayor autonomía de vuelo, los cazas de
escolta Mustang redujeron de manera espectacular las
pérdidas de los americanos cada vez que sus bombarderos
pesados atacaban los depósitos de combustible y las
fábricas de aviones de Ratisbona, Fürth, Graz, Steyr, Gotha,
Schweinfurt, Augsburgo, Aschersleben, Bremen y Rostock.
En Washington, los jefes de la fuerza aérea norteamericana
habían tardado mucho en reconocer que su doctrina de
bombardeos sin escolta a plena luz del día era errónea, pero
con los Mustang y su motor Rolls-Royce disponían
finalmente del mecanismo que hacía falta para que
funcionara. La nueva táctica contribuyó también
enormemente al necesario debilitamiento de la Luftwaffe
antes del lanzamiento de la Operación Overlord.
A pesar de la campaña de bombardeos de los Aliados,
la producción alemana de aviones, trasladada en algunos
casos a fábricas instaladas en túneles subterráneos,
aumentó. Pero los combates aéreos habían dejado a la
Luftwaffe con pocos pilotos experimentados. Los novatos
abandonaban rápidamente las escuelas de aviación debido a
la escasez de combustible y eran enviados directamente a
engrosar las escuadrillas de primera línea, donde se
convertían en presa fácil de los pilotos aliados. Al igual que
la Armada Imperial Japonesa, la Luftwaffe no había sabido
enviar a sus mejores pilotos a la retaguardia como
instructores de vuelo y de combate. Antes bien, había
seguido utilizándolos en una serie interminable de salidas
hasta que quedaban exhaustos y cometían errores fatales.
Cuando llegó la invasión de los Aliados en el mes de junio,
la Luftwaffe era ya un arma agotada.
37
EL PACÍFICO, CHINA Y
BIRMANIA
(1944)

Una vez aseguradas las islas de Tarawa y Makin en


noviembre de 1943, y digerida la lección, Nimitz empezó a
planificar la conquista de las islas Marshall, situadas más al
norte. Su primer objetivo era el atolón de Kwajalein en el
centro. Algunos comandantes suyos veían con
preocupación el elevado número de bases aéreas japonesas
existente en la región, pero Nimitz se mostró inflexible.
En aquellos momentos, en el Pacífico, el equilibrio de
poder se había decantado de manera clara a favor de la
Marina de los Estados Unidos. El sorprendente programa
americano de construcciones navales había superado todos
los pronósticos, incluso los del difunto almirante
Yamamoto antes de su ataque a Pearl Harbor. Los Estados
Unidos también habían demostrado que eran capaces de
igualar y superar a los japoneses en tecnología aeronáutica.
La Armada Imperial nipona había empezado la guerra con
un caza muy superior, el Zero, pero no había sabido
modernizarlo suficientemente. La Marina de los Estados
Unidos, por su parte, había desarrollado nuevos modelos de
avión, especialmente el Grumman F6F Hellcat, y
experimentaba continuamente nuevas técnicas.
El 31 de enero de 1944, la Fuerza Operacional 58 del
contraalmirante Marc A. Mitscher, con doce portaaviones
rápidos y ocho nuevos acorazados, avanzó hacia las islas
Marshall, adelantándose a la flota de invasión. Sus
seiscientos cincuenta aviones destruyeron prácticamente
todos los aparatos aéreos japoneses en el curso de una
serie de ataques preventivos, y los acorazados
bombardearon las pistas de los aeródromos. Los
americanos habían preparado también un bombardeo naval
mucho más largo e intenso, y mejorado notablemente el
blindaje de sus vehículos anfibios. En consecuencia, los
desembarcos en Kwajalein y sus alrededores, que
comenzaron el 1 de febrero, se desarrollaron con muchas
menos incidencias, pues fueron trescientos treinta y cuatro
hombres los que perdieron la vida, frente a los mil
cincuenta y seis que cayeron en Tarawa.
Animado por el éxito de la operación en Kwajalein, el
almirante Nimitz decidió seguir adelante y ocupar el atolón
de Eniwetok, situado más al oeste, a unos seiscientos
cincuenta kilómetros. Optó por recurrir de nuevo a la flota
de portaaviones rápidos para eliminar cualquier amenaza
aérea nipona. En el caso de Eniwetok, dicha amenaza podía
llegar de la gran base aérea y naval japonesa de Truk,
situada más al oeste, en las islas Carolinas, a unos mil
doscientos cuarenta kilómetros de distancia. El almirante
Mitscher se puso en marcha con nueve portaaviones que,
cuando tuvieron el objetivo a su alcance, lanzaron contra él
una oleada tras otra de cazas y de bombarderos en picado.
En apenas treinta y seis horas, los pilotos de la marina
americana destruyeron doscientos aviones enemigos y,
junto con la artillería naval, hundieron cuarenta y un barcos
japoneses que sumaban más de doscientas mil toneladas. La
Flota Combinada nipona ya no podría utilizar su base de
Truk nunca más, y Eniwetok y las islas vecinas fueron
ocupadas según lo previsto.

El general MacArthur, virrey del sudeste del Pacífico con


base en Brisbane, iba reuniendo poco a poco tropas para
cumplir su promesa de reconquistar Filipinas. A finales de
año, tendría a sus órdenes el VI y el VIII Ejército, la Quinta
Fuerza Aérea y la Séptima Flota, la llamada «Armada de
MacArthur».
MacArthur sospechaba, con razón, que, aunque la
política oficial era dar a su avance hacia las Filipinas la
misma prioridad que al de Nimitz en el centro del Pacífico,
era inevitable que la Marina de los Estados Unidos se
saliera con la suya. Su estrategia de avanzar hacia Japón
tomando isla por isla recibía decididamente el apoyo del
jefe del estado mayor de las fuerzas aéreas, «Hap» Arnold.
Cuando los nuevos B-29 Superfortaleza, con un radio de
bombardeo de mil quinientas millas, entraran en acción,
podrían lanzarse directamente contra Japón desde las islas
Marianas.
MacArthur no tenía más remedio que seguir con su
avance hacia el oeste por la costa septentrional de Nueva
Guinea, con la esperanza de que los jefes del estado mayor
conjunto le concedieran por fin los recursos necesarios
para comenzar su reconquista de las Filipinas. Sin embargo,
decidió de repente capturar las islas del Almirantazgo,
situadas a doscientos cuarenta kilómetros más al norte,
plan que no figuraba en su programa. Los vuelos de
reconocimiento indicaban que el aeródromo japonés había
sido abandonado. Se trataba de una empresa sumamente
arriesgada, sobre todo teniendo en cuenta las reducidas
dimensiones de la fuerza invasora, pero le pareció que valía
la pena. Los japoneses se vieron obligados a abandonar la
defensa de Madang, al norte de Nueva Guinea, y los buques
de guerra americanos pudieron utilizar a partir de entonces
el gran puerto natural de las islas del Almirantazgo y cortar
la línea de abastecimientos japonesa a Nueva Guinea.
Las divisiones del ejército recién llegadas tardaron en
adaptarse a los combates en las islas del Pacífico. Los
centinelas que se ponían nerviosos cuando por la noche
oían ruidos procedentes de la jungla, así como los que
reaccionaban con exceso de celo a las tácticas utilizadas
deliberadamente por los japoneses para asustarlos, podían
provocar el caos. Unos soldados de la 24.ª División,
encargados de la vigilancia del cuartel general del I Cuerpo
del teniente general Robert Eichelberger en Hollandia, en
el extremo occidental de Nueva Guinea, llegaron incluso a
librar una batalla entre ellos, abriendo fuego con sus
ametralladoras y lanzando granadas sin que por allí hubiera
el más mínimo rastro de japoneses. Eichelberger calificó
el incidente de «lamentable exhibición», pero lo cierto es
que la disciplina de fuego seguía siendo un concepto
desconocido para muchas unidades americanas, a pesar de
las numerosas quejas de los altos oficiales por la
«promiscuidad con la que se dispara».1

Con gran decepción, Chiang Kai-shek se daba cuenta de que


las dos estrategias americanas, la de MacArthur y la de la
Marina de los Estados Unidos, no hacían más que aislar a
su país. Se había enterado después de la conferencia de
Teherán de que la Operación Bucanero, esto es, el plan para
desembarcar en el golfo de Bengala, había sido anulada
porque las lanchas anfibias eran necesarias para la
Operación Overlord. Para los jefes del estado mayor
conjunto en Washington, China interesaba principalmente
para que actuara como un portaaviones imposible de hundir
y desde el cual tener a Japón al alcance de sus aviones. E
incluso este papel perdería su relevancia cuando fueran
ocupadas las islas Marianas y se procediera a la
construcción de bases aéreas para los bombarderos B-29
Superfortaleza.
Chiang temía también que, cuando los aliados se
concentraran en la invasión de Francia, los japoneses
lograran lanzar una gran ofensiva contra sus fuerzas antes
de que los Estados Unidos pudieran trasladar tropas de
Europa a Extremo Oriente. Así se lo hizo saber a Roosevelt
en un mensaje el 1 de enero de 1944. El general Stilwell
también había mostrado su preocupación por la posibilidad
de que los japoneses volvieran a tratar de destruir las bases
estadounidenses de China, después de aquella ofensiva en
Chekiang-Kiangsi del año anterior. Pero sus planes de
modernizar aún más el ejército chino habían sido
descartados. Los nipones se sentían particularmente
provocados por las incursiones de la XIV Fuerza Aérea
americana contra el aeródromo naval de Hsinchu en
Taiwán, a las que siguieron varios bombardeos contra las
islas de su propia nación.
Los americanos y los británicos hicieron caso omiso
de esas advertencias sobre la probable venganza nipona, en
parte porque el generalísimo ya había lanzado falsas
señales de alarma en otras ocasiones, pero sobre todo
porque los análisis de la situación presentados por sus
servicios de inteligencia estaban muy equivocados.
Consideraban a la Armada Imperial incapaz de emprender
una campaña de gran envergadura, creyendo incluso que no
tardaría en retirar tropas de China para reforzar las
Filipinas.
En realidad, el cuartel general imperial ya había dado
su aprobación a los planes para lanzar la Ofensiva Ichigō en
el sur de China con medio millón de hombres, y la
Operación U-gō, concebida para atacar desde el norte de
Birmania en dirección a la India con ochenta y cinco mil
efectivos. En la primera mitad de 1943, la sección de
operaciones del cuartel general imperial había estado
trabajando en un «Plan Estratégico de Largo Alcance». 2
Dicho plan reconocía tácitamente que Japón no podría
alzarse con la victoria en el Pacífico por culpa de la
supremacía naval americana. Así pues, el Imperio del Sol
Naciente debía reemprender la guerra en el continente para
acabar con las fuerzas nacionalistas chinas.
El emperador Hiro Hito quería una gran victoria, que
creía que permitiría a Japón negociar una paz favorable con
las potencias occidentales. Por su parte, el general
Okamura Yasuji, comandante en jefe de las fuerzas niponas
en China, veía en la Ofensiva Ichigō su única posibilidad de
destruir a los nacionalistas antes de que los americanos
desembarcaran con fuerza en la costa suroccidental de
China en 1945. Los dos objetivos principales de la
Ofensiva Ichigō, establecidos por el cuartel general
imperial, eran destruir los aeródromos estadounidenses de
China y, mediante «una operación de barrido por tierra», 3
unir los ejércitos japoneses de China con sus formaciones
de Vietnam, Tailandia y Malaca.
El 24 de enero, el general Tōjō limitó los objetivos a
la destrucción de los aeródromos americanos, y el
emperador dio su conformidad. Pero la idea de asegurar un
corredor que fuera desde Manchuria, cruzando China, hasta
Indochina, Tailandia y Malaca seguía obsesionando al
estado mayor general. La supremacía aérea norteamericana
en el mar de la China Meridional, junto con la acción de los
submarinos estadounidenses, suponía una amenaza para las
conexiones marítimas niponas. Por lo tanto, era esencial
poder contar con una ruta terrestre.4
En Birmania, los dos bandos preparaban su ofensiva.
El teniente general Mutagachi Renya, comandante de los
ciento cincuenta y seis mil efectivos del XV Ejército
japonés de Birmania, había estado obsesionado con invadir
la India. Otros altos oficiales nipones, especialmente los
del XXXIII Ejército del nordeste de Birmania, se
mostraban más escépticos al respecto. Preferían atacar a
los nacionalistas chinos por el río Salween desde el oeste y
destruir las bases aéreas norteamericanas de K'un-ming.
Los británicos suelen considerar la campaña de
Birmania de 1944 como una de columnas Chindit en plena
jungla, recordando solo las magistrales batallas defensivas
de Imfal y Kohima, dirigidas valientemente por Slim, que
supo convertir una derrota en victoria. Los americanos,
cuando piensan en Birmania, si se acuerdan de ella, evocan
imágenes de «Vinegar Joe» Stilwell y de los Merodeadores
de Merrill. Para los chinos, fue la campaña de Yunnan-
norte de Birmania. Sus mejores divisiones desempeñaron
un papel fundamental en ella, en un momento en el que
habrían de haber sido utilizadas para defender el sur de
China de la Ofensiva Ichigō japonesa, que sirvió para
destruir el poder nacionalista y ayudar a los comunistas a
ganar la guerra que estaba por venir.
El 9 de enero, tras avanzar hacia el sur por la costa de
Arakan, tropas indias y británicas del XIV Ejército
capturaron Maungdaw. Pretendían de nuevo tomar la isla de
Akyab con su aeródromo, pero una vez más se vieron
obligadas a retirarse cuando se cernió sobre ellas la
amenaza de la 55.ª División japonesa, que quería aislarlas.
Stilwell, mientras tanto, avanzaba hacia el nordeste de
Birmania con las divisiones chinas de la Fuerza X, que
habían sido debidamente preparadas y equipadas por los
americanos en la India. Su plan era capturar el centro de
comunicaciones de Myitkyina, con su aeródromo. Los
Aliados querían acabar con esa base aérea japonesa porque
sus aviones suponían una verdadera amenaza para la ruta
aérea más directa a China a través de la «Joroba» del
Himalaya. Y una vez asegurada la ciudad de Myitkyina, la
carretera de Ledo podría unirse a la de Birmania para crear
una ruta terrestre por la que llegar de nuevo a K'un-ming y a
Chungking. El avance hacia el sur de las divisiones chinas
de la Fuerza X también estaba concebido para que estas
pudieran unirse a la Fuerza Expedicionaria China, llamada
generalmente Fuerza Y, que atacaba desde Yunnan, por el
río Salween, en dirección a Birmania.
La Fuerza Y contaba apenas con noventa mil efectivos,
esto es, menos de la mitad del número inicialmente
previsto. Pero probablemente lo peor fuera su falta de
armamento y de equipos. La XIV Fuerza Aérea de
Chennault se quedaba con la inmensa mayoría de los
pertrechos y provisiones que llegaban en avión cruzando la
«Joroba», y como el plan de entregas de siete mil toneladas
al mes no se cumplía a rajatabla, las divisiones chinas no
recibían suficientes suministros. Stilwell comparaba la
tarea que suponía el rearme de estas formaciones con
«intentar abonar un campo de diez hectáreas con cagadas de
gorriones».5 Las relaciones existentes entre Chennault y
Stilwell se habían deteriorado aún más. Chennault, tratando
de justificar su prioridad en lo tocante a los suministros,
aducía que sus aviones habían hundido cuarenta mil
toneladas de cargamentos japoneses solo en el verano de
1943, cuando la cifra real solo rondaba las tres mil
toneladas.6
El mando de Stilwell en el nordeste había sido
extendido a la única formación de combate americana
presente en el continente asiático. Se trataba del 5307.°
Regimiento Provisional, cuyo nombre en código era
«Galahad», y que un periodista había apodado «los
Merodeadores de Merrill» por su comandante, el general
de brigada Frank Merrill. Los jefes del estado mayor
combinado en Washington habían quedado tan
impresionados por Orde Wingate que autorizaron una
versión americana de los Chindits. Miembros de tribus
leales de las montañas del nordeste, los llamados Rangers
de Kachin, prestaban servicio como exploradores del
mismo modo que lo hacían para las tropas imperiales
británicas.
Las fuerzas de Stilwell habían obligado a retroceder a
la experimentada 18.ª División japonesa en el valle de
Hukawng, pero sin conseguir atraparla. Sin embargo, los
japoneses aceleraron la retirada cuando el 5 de marzo los
Chindits de Wingate aterrizaron en planeadores mucho más
al sur y cortaron la línea ferroviaria que conducía a la base
japonesa de Myitkyina. La Operación «Jueves» era la
ofensiva más ambiciosa de la guerra en Extremo Oriente.
No solo estaba mejor preparada que la primera incursión de
los Chindits al otro lado de las líneas japonesas, sino que
también contaba con mucho más apoyo.
La 16.ª Brigada, a las órdenes del general Bernard
Fergusson, se vería obligada a realizar una marcha «muy
tediosa»7 desde Ledo hasta Indaw. Eran trescientos sesenta
kilómetros en línea recta, pero precisamente los tramos en
línea recta brillaban por su ausencia en aquellas elevadas
colinas y a través de la espesa jungla, desde donde raras
veces podía verse el cielo. Para recorrer cincuenta y cinco
kilómetros los hombres de Fergusson tardaron siete días.
Las lluvias tropicales provocaban crecidas en ríos y
torrentes, y los Chindits «pasaron semanas enteras
completamente empapados».8 «Había cuatro mil hombres»,
observaría Fergusson, «y setecientos animales diseminados
a lo largo de ciento cinco kilómetros, marchando en
columna de a uno, porque la anchura de los caminos y los
senderos no daba para más».9
Otras dos brigadas y otros dos batallones aterrizaron
en la zona a bordo de planeadores y de aviones de
transporte C-47 una vez despejadas las pistas de aterrizaje
de la jungla. La operación de limpieza fue llevada a cabo
con la ayuda de los bulldozer transportados en grandes
planeadores Waco americanos. Las mulas, los cañones de
campaña de 25 libras, los cañones antiaéreos Bofors y
todos los demás equipos pesados también llegaron por aire.
En un C-47 una mula enloquecida tuvo que ser sacrificada
de un disparo durante el vuelo, pero la mayoría de las bajas
se produjeron cuando varios planeadores de la primera
oleada se estrellaron al aterrizar. Los restos de esos
aparatos eran apartados a un lado de las pistas por un
bulldozer, y se dejaban allí con los cadáveres
descomponiéndose en su interior porque nadie tenía
tiempo para enterrarlos. El olor que desprendían no era
precisamente muy reconfortante para los hombres que iban
llegando.
Una vez preparadas las pistas aéreas, se procedía a
asegurar los perímetros de esas bases de la jungla con
alambre de espino y posiciones defensivas listas para entrar
en acción cuando se produjeran los inevitables
contraataques nipones. Un oficial de estado mayor del
cuartel general de una brigada comentaría que «fue
extraordinario aterrizar por la noche en un Dakota sobre
una pequeña pista iluminada en territorio enemigo».10 Los
ataques japoneses se volvieron metódicos y suicidas, pues
prácticamente siempre se producían en el mismo lugar y a
la misma hora. Movidos por el orgullo, los nipones seguían
intentándolo una y otra vez, sin importarles el número de
hombres que cayeran. Desde sus posiciones, las
ametralladoras los acribillaban a balazos invariablemente, y
sus cadáveres, que quedaban colgados de las alambradas,
enseguida se convertían en un hervidero de moscas.
Los Hurricane de la RAF no tardaron en comenzar a
operar desde Broadway, la mayor base aérea de la zona. El
24 de marzo un B-25 americano aterrizó en esta misma
base llevando a bordo a Wingate. Poco antes de reanudar el
viaje, dos corresponsales de guerra estadounidenses le
pidieron que los dejara acompañarlo, y Wingate accedió a
pesar de las protestas del piloto de que el avión iba
sobrecargado. El aparato se estrelló en la jungla. No hubo
supervivientes.
En el nordeste, los hombres de la Fuerza Galahad,
exhaustos, enfermos y desnutridos, intentaban avanzar hacia
Myitkyina en medio de unas condiciones horribles. Las
lluvias monzónicas, las sanguijuelas, los piojos y las
enfermedades típicas de la jungla, especialmente la
malaria, e incluso la malaria cerebral, se cobraban un alto
precio, al igual que la septicemia, la neumonía y la
meningitis. Aunque los muertos eran sepultados, los
chacales no tardaban en desenterrar sus cadáveres. El
reabastecimiento de las tropas de Merrill por aire resultaba
prácticamente imposible en un terreno caracterizado por
sus profundos valles con impenetrables matorrales y
elevados pastos, y por los empinados montes Kumon, que
alcanzan los mil ochocientos metros de altura.
Los Chindits estaban igualmente exhaustos y
hambrientos, y muchos enfermos, pero esta vez, siempre y
cuando se encontraran cerca de una pista aérea, podían ser
evacuados por aviones ligeros junto con los heridos, en vez
de quedar abandonados a su suerte como en su anterior
incursión. Los que sufrían heridas cuya gravedad impedía
su traslado recibían un tiro de gracia o «una dosis letal de
morfina»11 para que no fueran capturados aún con vida por
los japoneses.
Prácticamente todos tenían un aspecto demacrado,
pues su dieta, basada exclusivamente en las raciones K,
resultaba pobre en calorías. Tanto era su cansancio y su
estrés que al final se produjeron numerosas bajas
psicológicas. «Veías cómo iban desmoronándose»,
comentaría el oficial médico jefe de la 111.ª Brigada.
«Algunos morían incluso mientras dormían. Los Gurkhas
eran los más resistentes de nuestra brigada. El Gurkha se
cría en Nepal en medio de unas condiciones de extrema
dureza, y está acostumbrado a las penurias y a la
adversidad».12
Stilwell no tenía ni idea de lo que los Chindits estaban
padeciendo ni de lo que habían conseguido aislando
Myitkyina, tanto por el sur como por el oeste. Las
comunicaciones entre Stilwell y los británicos eran
prácticamente inexistentes, provocando aún más
animadversión entre ellos. Stilwell, anglófobo hasta la
médula, parecía, en palabras de un observador, «enzarzado
en una nueva Guerra de Independencia» contra Inglaterra.13

Mientras las fuerzas de Stilwell trataban de llegar a


Myitkyina, en el noroeste se libraban las batallas decisivas
de la campaña de Birmania. Las esperanzas depositadas por
el general Mutagachi en el XV Ejército eran infinitas.
Subhas Chandra Bose lo había convencido de que con el
llamado Ejército Nacional Indio, formado con cautivos de
guerra reclutados en los campos de prisioneros japoneses,
el Raj británico podía ser derrocado fácilmente con una
«Marcha contra Delhi». Pero Mutagachi cometería un
gravísimo error subestimando los problemas logísticos que
su ofensiva con tres divisiones iba a tener que afrontar.
Basó su plan en capturar primero la base británica de
Imfal, perfectamente abastecida, para utilizar lo que
denominaba «las provisiones de Churchill». Tras derrotar a
los hombres de la División India en Imfal, su intención era
cortar la línea ferroviaria que unía Bengala y Assam por la
que se abastecían las divisiones chinas de Stilwell, para así
obligarlas a retirarse a su punto de partida, esto es, a Ledo.
A continuación, pretendía destruir los aeródromos de
Assam, utilizados para apoyar al XIV Ejército de Slim y
para el envío de provisiones y pertrechos a China a través
del Himalaya.
El 8 de marzo, tres días después del aterrizaje de los
Chindits detrás de su retaguardia, el XV Ejército de
Mutagachi empezó a cruzar el río Chindwin. Slim pidió al
cuartel general del IV Cuerpo que los efectivos de su
división se replegaran y volvieran a ocupar las posiciones
defensivas de la llanura de Imfal. Aunque esta retirada
resultara desmoralizante para sus hombres, Slim se daba
cuenta de que era necesario extender las líneas de
abastecimiento de los japoneses y acortar las suyas. La
logística sería el elemento fundamental para librar una
batalla en aquel tipo de terreno. Tampoco Mountbatten
perdió el tiempo. Ordenó que los aviones de transporte
estadounidenses llevaran hasta la zona a la 5.ª División
India como refuerzo, y luego pidió permiso para ello a los
jefes del estado mayor combinado en Washington.
Lo que el mando británico no supo ver era que un
contingente nipón, mucho más numeroso y mejor equipado
de lo que imaginaba, amenazaba Kohima, localidad situada a
unos ochenta kilómetros al norte de Imfal. Si los enemigos
la capturaban, el IV Cuerpo quedaría aislado, y otro centro
de suministros, el aeródromo de Dimapur, correría peligro.
La 31.ª División japonesa había avanzado rápidamente
desde el Chindwin hacia Kohima, en el norte, utilizando
principalmente los senderos de la jungla. A los británicos,
que no esperaban que el enemigo pudiera moverse sin
transporte motorizado, aquello los cogió por sorpresa. Sin
embargo, la 50.ª Brigada Paracaidista India logró cortarle
el paso tras librar una magnífica batalla durante una semana
en los alrededores de Sangshak.
Kohima era una pequeña localidad de montaña, situada
en los montes Naga a mil quinientos metros de altura.
Tenía blancas casas coloniales y una capilla cristiana con
un tejado rojo de hierro galvanizado ondulado, todo ello
rodeado de bosques, en un marco de montañas azules en la
distancia. La casa del administrador colonial del distrito en
la llamada «Garrison Hill» tenía una cancha de tenis que se
convertiría en tierra de nadie en una batalla mortal que
estaba por venir.
La batalla librada valientemente por la 50.ª Brigada
paracaidista había dado a Slim tiempo suficiente para
redistribuir algunas de sus tropas de refuerzo. Pero el 6 de
abril, cuando llegaron los japoneses, Kohima solo estaba
defendida por el 4.° Regimiento Real «West Kent», un
destacamento de Rajputs, los fusileros de Assam locales,
una batería de campaña y unos cuantos zapadores. Cuando
los nipones rodearon la localidad y cortaron la carretera de
Dimamur, esas fuerzas aliadas quedaron aisladas.
La batalla por Garrison Hill y la cancha de tenis fue
brutal. Por absurdo que parezca, lo cierto es que los
japoneses solían gritar en inglés «¡Rendíos!» antes de
atacar, lo cual constituía un verdadero aviso para los
defensores. Las tropas británicas combatieron con más
violencia y ferocidad que nunca. Como en Arakan los
japoneses habían pasado a cuchillo a los prisioneros
heridos, el comandante de la compañía de los «West Kent»
dijo a sus hombres que los enemigos «habían renunciado al
derecho a ser considerados seres humanos, y empezamos a
verlos como gusanos que había que exterminar... Teníamos
la espalda contra la pared, y estábamos decididos a vender
nuestras vidas lo más caras posible».14
Y así lo hicieron, con la ayuda de ametralladoras
ligeras Bren, granadas y fusiles, provocando numerosas
bajas en las filas enemigas. «La intensidad y la potencia de
los ataques amenazaban con superar al batallón», diría el
comandante del cuartel general de la compañía. «Alrededor
de las defensas se amontonaban los cadáveres de los
japoneses».15 Las bajas de los británicos se debieron
principalmente a las acciones de los francotiradores y la
artillería ligera. Sus heridos llenaban de extremo a extremo
las trincheras. Mientras permanecían allí, muchos eran
alcanzados una segunda vez por la metralla. Apenas quedaba
agua potable, y había que lanzarla en paracaídas en bidones
metálicos. Los japoneses, por su parte, empezaban a agotar
sus provisiones de arroz por culpa de Mutagachi, que había
creído que iba a poder incautarse fácilmente de las
provisiones de los británicos. En cierto sentido, la
desesperación y la temeridad, a veces absurdas, con las que
combatían los nipones estaban motivadas por la necesidad
de capturar alimentos.
La 2.ª División británica, que avanzaba hacia el sur por
la carretera de Dimapur con los tanques del 3.°de
Carabineros, empezó a entrar en acción para aliviar a los
defensores de Kohima. Cuando llegó por fin a Garrison
Hill, el lugar parecía el escenario en el que se había librado
una batalla propia de la Primera Guerra Mundial, con
árboles derruidos, trincheras destruidas por el fuego de la
artillería y hedor a muerte. Sin embargo, aunque su llegada
había aliviado a los hombres del West Kent, la batalla por
Kohima duraría prácticamente cuatro semanas más. Pero
empezaba la estación de los monzones, lo que significaba
para los japoneses más problemas aún con sus líneas de
abastecimiento. El 13 de mayo los nipones decidieron
abandonar los combates, y muchos de ellos fueron
aniquilados durante la retirada.

Dos días antes, el 11 de mayo, las divisiones chinas de la


Fuerza Y en Yunnan empezaron a cruzar el río Salween para
encontrarse con la Fuerza X de Stilwell. La 56.ª División
japonesa, encargada de la defensa de la línea del Salween,
conocía perfectamente sus planes. Ya había realizado
diversas incursiones al otro lado del río para obligar a los
chinos a retroceder al interior de Yunnan, pero la
concentración cada vez mayor de tropas nacionalistas,
apoyadas por una parte de la XIV Fuerza Aérea de
Chennault, indicaba que estaba preparándose una gran
ofensiva. Una serie de mensajes interceptados no haría más
que confirmarlo. Los japoneses, tras haber capturado un
libro con el sistema de codificación utilizado por los
chinos, eran capaces de descifrar todas las comunicaciones
por radio emitidas desde K'un-ming y desde Chungking.
Aunque los japoneses repelieron con cierto éxito a las
tropas que intentaban cruzar el río, lo cierto es que las
fuerzas chinas eran abrumadoras.16
El 17 de mayo, Stilwell organizó un asalto con
planeadores y parte de la Fuerza «Galahad» con el que
consiguió capturar el aeródromo de Myitkyina. «Esto
corroerá a los ingleses», anotó con regocijo en su diario.17
Pero los japoneses enviaron inmediatamente refuerzos en
ayuda de su guarnición de trescientos efectivos que resistía
en la ciudad, y en poco tiempo los americanos quedaron
rodeados. Los nipones, que tenían almacenadas grandes
cantidades de munición, consiguieron que los hombres de
Merrill, exhaustos, enfermos y plagados de úlceras
tropicales, comenzaran a derrumbarse. La disentería se
cebó tanto en algunos, que optaron simplemente por rajar
la parte posterior de sus pantalones para no perder tiempo.
Stilwell no sentía compasión ni por sus hombres ni
por los Chindits. Pero lo cierto es que en aquellos
momentos eran sus divisiones chinas reforzadas las que
rodeaban la ciudad, y los japoneses los asediados. Y el 24
de junio, con un ataque simultáneo de tropas chinas y
Chindits de la maltrecha 77.ª Brigada del general Michael
Calvert se consiguió tomar al oeste una localidad clave, la
ciudad de Mogaung. Pero el comandante japonés de
Myitkyina no se hizo el harakiri, ni las tropas a su mando
que habían logrado sobrevivir huyeron hacia la jungla,
cruzando el Irrawaddy, hasta comienzos de agosto. Por fin
pudo volver a abrirse la carretera de Ledo a China, y la
aviación estadounidense ya no se vio obligada a seguir rutas
largas y peligrosas para transportar pertrechos y
provisiones a China, que vio cómo se doblaba
prácticamente el tonelaje de cada una de las entregas.

Mientras seguía librándose la gran batalla contra el XV


Ejército de Mutagachi en los alrededores de Imfal, los
regimientos aliados contraatacaron. Pero, al igual que los
americanos, quedaron sorprendidos y desconcertados ante
el talento que demostraban los japoneses excavando en las
colinas para construir búnkeres. Un subalterno recién
llegado para unirse al 2.° Regimiento «Border» recibió del
sargento de su pelotón la siguiente explicación: «¡Diablos,
esos pequeños bastardos saben excavar! Antes de que
nuestros muchachos dejen de escupirse en sus malditas
manos, ellos ya están metidos bajo tierra».18
El general Slim dio en el blanco cuando predijo que
los monzones iban a resultar mucho más perjudiciales para
las rutas de abastecimiento japonesas que para las suyas. Su
XIV Ejército podía seguir contando con los lanzamientos
de provisiones en paracaídas, mientras los hombres de
Mutagachi pasaban mucha hambre. El teniente general
Tanaka Noburo, que había llegado el 23 de mayo para
asumir el mando de la 33.ª División en el sur, escribiría en
su diario: «Tanto los oficiales como los soldados presentan
un aspecto horrible. Se han dejado crecer el pelo y la barba,
y ahora parecen exactamente unos salvajes de las
montañas... No tan tenido prácticamente nada que comer; y
están desnutridos y pálidos.»19 En junio su división había
perdido el setenta por ciento de sus efectivos. Algunos de
sus soldados pasaron días y días sin poder llevarse a la boca
nada más que hierbas silvestres y lagartos. Sus oficiales se
habían encargado de asegurarse sus propias provisiones. En
muchos casos, atacaban simplemente con la vana esperanza
de encontrar alguna lata de carne en conserva en las
trincheras aliadas.
Los soldados japoneses no eran en absoluto inmunes a
la fatiga de combate ni a la psicosis, pero solo un número
muy reducido de ellos fue evacuado por una de estas
razones. Los que las sufrían llegaban a suicidarse cuando ya
no podían soportar más la situación. Tenían muchas
expresiones para referirse al miedo paralizador, como, por
ejemplo, «perder las piernas» o «temblores de samurai» en
clara alusión a los estremecimientos incontrolados. Solían
enfrentarse al miedo adoptando una postura extrema: o de
absoluto fatalismo, resignándose a morir, o de absoluta
negación, convenciéndose de que eran invulnerables. Antes
de partir para unirse al ejército, la mayoría de ellos había
recibido de su madre una banda «de los mil puntos» que
supuestamente protegía de las balas. Pero a medida que iba
haciéndose más evidente la derrota de Japón, el fatalismo
se convirtió en una línea de pensamiento prácticamente
obligada, pues las normas del servicio militar prohibían a
los soldados dejarse capturar, aunque estuvieran muy
malheridos.20
El general Mutagachi estaba enloqueciendo. Ordenaba
un ataque tras otro, pero los comandantes de sus
formaciones hacían caso omiso. El 3 de julio se decidió
poner fin a la Ofensiva de Imfal. La retirada de los
japoneses al otro lado del Chindwin dejó una estela de
horror. En su avance, las tropas aliadas encontraron
soldados japoneses que habían sido abandonados con las
heridas infestadas de gusanos. En la mayoría de los casos
se limitaron a acabar con su agonía. El XV Ejército de
Mutagachi había perdido cincuenta y cinco mil hombres.
Aproximadamente la mitad había muerto de hambre o de
enfermedad. Tanto el general Kawabe Masakusu,
comandante en jefe del ejército japonés de la región de
Birmania, como Mutagachi fueron relevados del mando.
Las bajas de los Aliados durante las batallas de Imfal y
Kohima ascendieron a diecisiete mil quinientas ochenta y
siete, entre muertos y heridos.

En China, la Ofensiva Ichigō había comenzado en abril. Se


trataba de la operación de mayor envergadura emprendida
hasta la fecha por el Ejército Imperial, y contó con
quinientos diez mil efectivos de los seiscientos veinte mil
que formaban el Ejército expedicionario de China. Pero,
por una vez, los japoneses no disfrutaron de superioridad
aérea. De hecho, a comienzos de 1944, ya habían cambiado
las tornas. Los nacionalistas disponían de ciento setenta
aviones, y la XIV Fuerza Aérea norteamericana de
doscientos treinta, mientras que la Armada Imperial de
Japón contaba solo con un centenar, pues el resto había
sido retirado para compensar las desastrosas pérdidas
sufridas en el Pacífico. Chennault consideraba que tenía
aparatos suficientes para defender sus bases, pero el
cuartel general imperial en Tokio autorizó doblar las
fuerzas aéreas para las operaciones que iban a poner en
marcha.21
El objetivo principal de la Ofensiva Ichigō era, como
ya había advertido Chiang, eliminar los aeródromos de la
XIV Fuerza Aérea. La primera fase del plan, la Ofensiva
Kogō, estaba encomendada al I Ejército japonés, que debía
emprenderla desde el nordeste, tras haber sido fuertemente
reforzado con el Ejército de Kwantung. Los japoneses no
atacaron a las fuerzas comunistas de Mao Tse-tung, cuya
base era Kenan, al oeste, y que lo único que habían hecho
últimamente era acabar con la vida de algunos
colaboracionistas. Los japoneses estaban interesados
exclusivamente en aplastar a los nacionalistas.
En abril, el I Ejército se lanzó hacia el sur, al otro lado
del río Amarillo, para reunirse con parte del XI Ejército
que avanzaba hacia el norte desde los alrededores de
Wuhan. Con esta operación despejó la línea ferroviaria
Pekín-Hankou en el sur, estableciendo el primer tramo del
corredor. En la provincia de Honan, las tropas nacionalistas
se retiraron en desorden. Los oficiales huyeron, no sin
antes ordenar que los bueyes, los carros y los camiones
militares fueran utilizados para evacuar a sus familias y
todo el botín que habían ido acumulando con el saqueo de
ciudades y aldeas. Los campesinos, a los que se les había
privado de sus alimentos y de sus patéticas pertenencias,
enfurecieron y desarmaron a oficiales y soldados. Mataron
a muchos, llegando incluso a enterrar vivos a algunos de
ellos.
Su odio hacia las autoridades locales y el ejército era
más que comprensible. La grave sequía de 1942,
empeorada por los tributos en especie impuestos por los
nacionalistas, y exacerbada por la explotación de la
población por parte de cínicos funcionarios y
terratenientes, había dado lugar aquel invierno a una
horrible hambruna que se prolongaría hasta bien entrada la
primavera de 1943. Se calcula que de los treinta millones
de habitantes de la provincia, alrededor de tres millones
murieron de hambre.
Los peores temores de Chiang Kai-shek se habían
cumplido, y sus divisiones mejor equipadas estaban
enzarzadas en los combates de la campaña de Birmania-
Yunnan por exigencia de los americanos. Después de que
Chennault se llevara la mejor parte de los suministros, y de
que Stilwell destinara el resto a la Fuerza X y la Fuerza Y,
poco quedaba para reequipar a los demás ejércitos
nacionalistas. Los que se encontraban en el centro y el sur
de China carecían de armas y de municiones, y en muchos
casos sus hombres ni siquiera habían cobrado la paga.
Cuando Chiang expuso a Roosevelt que necesitaba recibir
un préstamo de mil millones de dólares para poder costear
los gastos de sus tropas, Washington vio inmediatamente
en su solicitud una forma de chantaje para obtener un
dinero que iba a acabar en sus bolsillos, esto es, el precio
que los Estados Unidos tenían que pagar si querían que la
China nacionalista siguiera en la guerra.22
En enero, la negativa de Chiang a enviar la Fuerza Y al
frente del Salween por temor a una ofensiva japonesa había
llevado a Roosevelt a amenazarlo con cortar
completamente los envíos de suministros acordados en el
pacto de Préstamo y Arriendo. Y cuando empezó la
Ofensiva Ichigō, Roosevelt no quiso que la XIV Fuerza
Aérea de Chennault ni los recién llegados B-29 del 20.°
Mando de Bombarderos fueran utilizados para apoyar a las
tropas nacionalistas, por mucho que los ataques de
Chennault hubieran sido uno de los factores decisivos que
habían llevado a los japoneses a lanzar su ofensiva. A pesar
de su vehemente defensa de los nacionalistas chinos,
Roosevelt despreciaría cínicamente cualquier cosa que no
supusiera acelerar la victoria de los cuerpos americanos a
corto plazo. Convencido de que la ONU, capitaneada por
los Estados Unidos y la Unión Soviética, sería capaz de
resolver en un futuro cualquier problema en el mundo,
cometió un gravísimo error ignorando las posibles
consecuencias de los acuerdos de posguerra.
El 1 de junio, cuando el ejército chino de trescientos
mil hombres en Honan ya había quedado hecho añicos, los
japoneses empezaron a avanzar hacia el sur desde Wuhan en
dirección a Changsha. Al sur de Changsha y Heng-yang se
hallaba uno de los principales objetivos japoneses: la base
aérea estadounidense de Kweilin. Los servicios de
inteligencia nipones conocían por sus agentes todos los
particulares relacionados con este enclave. Sus espías
habían obtenido muchísima información de las numerosas
prostitutas que vendían sus «servicios» al personal de las
fuerzas aéreas norteamericanas en la ciudad. El general
Hsueh Yueh, el comandante cantones cuyas tropas ya
habían defendido con éxito Changsha en tres ocasiones,
estaba profundamente decepcionado. Sus ejércitos no
habían visto ni una bala de los americanos, pero, aun así, se
pretendía que siguieran defendiendo a la XIV Fuerza Aérea.
Como escribiría incluso Theodore White, probablemente
el más firme opositor de los nacionalistas, «Hsueh
defendió la ciudad como había hecho siempre, con las
mismas tácticas y con las mismas formaciones, pero estas
tenían tres años más, sus armas tres años más de desgaste y
sus soldados tres años más de hambre que cuando habían
visto la gloria por última vez».23
Sin vacilar, Chennault ordenó que sus cazas Mustang y
sus bombarderos B-25 llevaran a cabo ataques nocturnos
contra las columnas niponas que avanzaban hacia el sur por
la carretera de Changsha. Las bases que tenía allí y en
Heng-yang corrían peligro. Realizando tres o cuatro
misiones al día y alimentándose de café y emparedados, los
pilotos de la XIV Fuerza Aérea hicieron lo que pudieron.
Los japoneses decidieron acelerar su avance cuando, el 15
de junio, bombarderos B-29 Superfortaleza con base en
Chengtu comenzaron una serie de incursiones contra las
islas del archipiélago nipón, incursiones cuya intensidad
disminuyó drásticamente cuando empezó a escasear el
combustible para los aviones.
El general Hsueh siguió la misma táctica empleada
anteriormente en Changsha, cediendo el centro de la línea
defensiva, para atacar por los flancos y la retaguardia. Pero
sus desnutridos soldados carecían de fuerza para cortar el
paso a los japoneses, y las fuertes disputas entre sus
comandantes provocaron el desastre. Los nipones
capturaron Changsha y toda la artillería de Hsueh sin apenas
sufrir pérdidas. El comandante del IV Ejército chino, que
logró escapar en un convoy de camiones militares con
todas sus pertenencias y el botín que había ido acumulando,
fue detenido por orden de Chiang Kai-shek y murió
ejecutado. El suroeste de China había quedado sin defensas,
y el 26 de junio la base aérea estadounidense de Heng-yang
cayó en manos del enemigo.

Los japoneses aumentaron la intensidad de su ofensiva para


destruir cuanto antes las bases aéreas norteamericanas de
China continental, pero no sabían que muy pronto iban a ver
cómo todos sus esfuerzos habían sido en vano. Con sus
quinientos treinta y cinco buques de guerra, la Quinta Flota
del almirante Spruance era la más grande del mundo. Se
dirigía a las islas Marianas para convertirlas en aeródromos
desde los que poder bombardear Japón con los B-29
Superfortaleza. Con la Quinta Flota había zarpado la Fuerza
Expedicionaria Conjunta del vicealmirante Turner con
ciento veintisiete mil hombres.
Las posiciones japonesas en Saipan, la isla más
grande, y principal objetivo, habían sido bombardeadas
durante un tiempo por la aviación de los aeródromos. A
comienzos de junio, el poderío aéreo japonés en las
Marianas se había visto drásticamente reducido. Pero los
treinta y dos mil hombres encargados de la defensa de las
islas siguieron siendo muchísimos más de lo esperado. Los
siete acorazados de la Fuerza Operacional 58 del almirante
Mitscher bombardearon durante dos días antes de que
llegaran los marines, pero con poca efectividad.
Destruyeron objetivos fáciles, como una planta para
procesar caña de azúcar, pero no consiguieron alcanzar los
búnkeres de los alrededores.
La mañana del 15 de junio, las primeras oleadas de la
2.ª y la 4.ª División de Infantería de Marina comenzaron a
desembarcar en Saipan en vehículos anfibios blindados bajo
el fuego intenso de la artillería, los morteros y las
ametralladoras enemigas. La idea era que los vehículos
cruzaran la playa a toda velocidad, pero pocos lo lograron.
Demasiados obstáculos lo impedían, y su blindaje resultaba
insuficiente para repeler los proyectiles japoneses. Pero al
menos la infantería evitó importantes pérdidas como las
sufridas en el pasado cuando tuvo que alcanzar la costa en
medio de un gran oleaje. Al caer la noche, había
establecido una cabeza de playa con unos veinte mil
hombres en aquella isla de veintidós kilómetros de
longitud. La infantería japonesa lanzó dos ataques suicidas
contra los marines, que, con la ayuda de los proyectiles de
iluminación disparados por los destructores
estadounidenses, consiguieron repelerlos.
Aquella noche, a unos dos mil cuatrocientos
kilómetros más al oeste, un submarino americano, el
Flying Fisk, avistó parte de la Armada Imperial frente a la
costa de Filipinas, en el estrecho de San Bernardino.
Emergió a la superficie para transmitir el aviso a la Quinta
Flota. La Primera Flota Móvil del vicealmirante Ozawa
Jisaburo debía verse reforzada con la llegada de dos
acorazados pesados, el Yamato y el Musaski, con lo cual
iba a tener prácticamente los principales buques de guerra
japoneses navegando en aguas del Pacífico para librar una
batalla decisiva: nueve portaaviones con sus cuatrocientos
treinta aparatos aéreos, cinco acorazados, trece cruceros y
veintiocho destructores. El almirante Spruance, por su
parte, contaba con los quince portaaviones rápidos de la
Fuerza Operacional 58 de Mitscher y sus ochocientos
noventa y un aviones, y Ozawa no sabía que casi todos los
aparatos aéreos de las bases terrestres japonesas de la
región habían sido destruidos. El punto verdaderamente
débil de Ozawa era, sin embargo, la falta de experiencia de
sus pilotos. Pocos llevaban sirviendo seis meses, y la
mayoría apenas había realizado dos meses de prácticas de
vuelo.
Spruance ordenó que la fuerza operacional de
Mitscher avanzara para interceptar a la flota de Ozawa a
unos doscientos noventa kilómetros al oeste de las
Marianas, pero luego decidió que retrocediera hacia Saipan
por si los japoneses acababan dividiendo sus fuerzas. Los
aviones de reconocimiento de Ozawa divisaron la fuerza
operacional el 18 de junio, y a primera hora de la mañana
del día siguiente el vicealmirante nipón ordenó un primer
ataque con sesenta y nueve aparatos aéreos. Los radares de
los destructores que encabezaban la fuerza de Mitscher
dieron la señal de alarma. Los cazas Hellcat que habían sido
enviados contra Guam recibieron la orden de regresar
inmediatamente a sus respectivos portaaviones, y para el
ataque de Guam se decidió que fueran los bombarderos los
encargados de destruir las pistas de los aeródromos, por si
los pilotos de Ozawa intentaban aterrizar allí. En aquellos
momentos los americanos podían beneficiarse de su gran
superioridad numérica: con sus quince portaaviones tenían
suficientes aparatos para mantener en todo momento la
cobertura aérea proporcionada por los cazas.
A las 10:36, una escuadrilla de cazas Hellcat divisó a
los atacantes que se acercaban, y se lanzó contra ellos en
picado. De los sesenta y nueve aparatos enemigos, abatió
cuarenta y dos, y de los propios solo perdió uno. Cuando
más tarde apareció la segunda oleada de aviones japoneses
—un total de ciento veintiocho—, los pilotos de los cazas
de la marina americana derribaron otros setenta. Ozawa,
incapaz de reconocer una derrota, lanzó contra las fuerzas
estadounidenses dos escuadrillas más. En total fueron
doscientos cuarenta los aparatos de los portaaviones
japoneses derribados, sin contar los cincuenta de la base de
Guam. Los buques de guerra americanos sufrieron un par
de percances de poca importancia, y los submarinos de la
marina estadounidense hundieron dos portaaviones, el
Shokaku y el buque insignia de Ozawa, el Taiho.
Cuando Ozawa vio que la mayoría de sus aviones no
regresaba, cometió un gravísimo error pensando que
probablemente habían aterrizado en Guam y que no
tardarían en volver a sus portaaviones, por lo que decidió
que su flota permaneciera en la zona. El almirante Mitscher
consiguió la autorización de Spruance para salir en
persecución del enemigo al día siguiente. A última hora de
la tarde del 20 de junio, uno de los aviones de
reconocimiento de Mitscher avistó por fin la flota
japonesa. El enemigo quedaba casi fuera de su alcance, y
pronto oscurecería, pero era su última oportunidad. Los
portaaviones viraron para ponerse cara al viento. En apenas
veinte minutos despegaron doscientos dieciséis aparatos.
Los Hellcat acabaron rápidamente con el escudo de cazas
de Ozawa, derribando otros sesenta y cinco aparatos,
mientras los bombarderos en picado y los aviones
torpederos hundían el portaaviones Hiyo y dos buques
cisterna, causando además graves daños en otros barcos de
guerra nipones.
A pesar de la amenaza de los submarinos, Mitscher
ordenó que en sus navios se encendieran las luces y los
reflectores para guiar a los aviones que regresaban. Un
piloto describiría más tarde la escena como «un estreno de
Hollywood, el Año Nuevo chino y el 4 de julio todo en
uno».24 Muchos aviones se quedaban sin combustible. En
total ochenta aparatos se estrellaron al aterrizar, o cayeron
al mar, esto es cuatro veces más que los que fueron
derribados por el enemigo durante el ataque. Fue un final
triste y caótico, pero lo cierto es que el «tiro al pavo de las
Marianas del norte», como les gustaba llamarlo a los
aviadores de la marina estadounidense, supuso para los
japoneses la pérdida de más de cuatrocientos aparatos
aéreos y de tres portaaviones. Podría haberles ido mucho
peor si Spruance no hubiera decidido ir a lo seguro,
manteniendo la fuerza operacional de Mitscher tan cerca de
Saipan.
La batalla por la isla estuvo marcada por la actuación
del teniente general Holland Smith, el impaciente
comandante del cuerpo de marines, cuando destituyó al
general del ejército estadounidense al mando de la 27.ª
División, formación de la Guardia Nacional. Furioso por la
lentitud, el exceso de precaución y la falta de coordinación
de su ataque, que mantuvo retenidas a sus dos divisiones de
infantería de marina, Holland Smith recibió en todo
momento el respaldo del almirante Spruance. El problema
radicaba en que el Cuerpo de Marines tenía una manera
muy distinta y directa de hacer las cosas.
Los japoneses se vieron obligados, sin embargo, a
retirarse al extremo septentrional de la isla, y a primera
hora del 7 de julio los supervivientes lanzaron el ataque
banzai más impresionante de la guerra. Más de tres mil
soldados y marineros nipones, cargando con bayonetas,
espadas y granadas, se lanzaron contra dos batallones de la
27.ª División. Ni los marines ni los soldados podían
disparar con la suficiente rapidez a los japoneses que se
precipitaban contra ellos. La batalla terminó al cabo de dos
días. La fuerza invasora americana sufrió catorce mil bajas,
entre muertos y heridos, y los nipones dejaron en la isla
treinta mil cadáveres de soldados, además de los de otros
siete mil compatriotas civiles, de un total de doce mil
residentes, la mayoría de los cuales se suicidó arrojándose
al mar desde los acantilados. Los numerosos llamamientos
que hicieron los intérpretes por megafonía, conminándolos
a que no se mataran, fueron en gran medida ignorados.
Después de Saipan fueron invadidas las islas de Tinian
y Guam. Tinian fue capturada con un inteligente ataque por
sorpresa, en el que participaron dos regimientos de
marines que desembarcaron inesperadamente mientras se
llevaba a cabo un movimiento de diversión en la otra punta
de la isla. En Guam, el primer territorio de los Estados
Unidos que fue reconquistado, se vivió otra importante
contraofensiva japonesa. Pero esta vez los nipones se
lanzaron contra una concentración de baterías de artillería,
que disparaba en campo abierto. Los aeródromos de Guam
estuvieron asegurados antes de finalizar el mes de julio. Y
enseguida los batallones de ingenieros y los Seabees se
pusieron manos a la obra para ampliarlos y permitir el
aterrizaje y el despegue de los B-29 Superfortaleza. Las
Marianas ofrecían unas bases aéreas más idóneas para el
bombardeo de Japón que China continental. Sobre ellas no
se cernía la amenaza de las fuerzas terrestres imperiales y,
además, los pertrechos, los recambios y el combustible
necesario para los aparatos aéreos podían llegar por mar en
vez de tener que trasladarlos en avión a través del Himalaya.
El cuartel general imperial en Tokio se dio cuenta
claramente de que había comenzado el final de la partida.
38
PRIMAVERA DE
ESPERANZAS
(mayo-junio de 1944)

Después de infinitos retrasos, la planificación


pormenorizada de la Operación Overlord había empezado
en serio en enero de 1944. Ya había sido realizado un
trabajo muy valioso por un grupo encabezado por el
teniente general sir Frederick Morgan, cuyo título era Jefe
de Estado Mayor del Comandante Supremo de las Fuerzas
Aliadas (siglado COSSAC, Chief of Staff to the Supreme
Allied Commander). Pero como el equipo había estado
trabajando sin que hubiera un comandante supremo, la toma
de decisiones clave había costado mucho trabajo.
Tanto Eisenhower, el comandante supremo, como
Montgomery, el comandante del XXI Grupo de Ejércitos,
tuvieron la misma reacción al examinar el borrador del plan
de invasión de Normandía elaborado por el COSSAC.
Llegaron a la conclusión de que tres divisiones no eran
suficientes y de que los Aliados necesitaban más playas.
Tenían que ampliar la zona de invasión de modo que
incluyera la base de la península de Cotentin. Eisenhower
insistió también en que debía tener un control absoluto de
las fuerzas aéreas aliadas. Este punto anunciaba una
interferencia con las incursiones aéreas en Alemania que
los «barones de los bombarderos», Harris y Spaatz, no
acogieron de buen grado.
El teniente general Bedell Smith, jefe de estado
mayor de Eisenhower, tenía mucho que discutir con
Montgomery. Los retrasos del Día D habían tenido que ver
tanto con la escasez de lanchas de desembarco como con la
renuencia británica a comprometerse con la invasión.
Overlord era en aquellos momentos una realidad inminente,
aunque Brooke y Churchill siguieran abrigando en privado
sus temores. Los oficiales británicos de mayor rango, que
estaban al tanto de los detalles generales, no pudieron
resistir a la tentación de observar que no cabía dar mucho
crédito al compromiso de los americanos con la política de
«Alemania primero», después del traslado masivo que
habían efectuado al Pacífico de hombres, barcos,
armamento y pertrechos. Era una batalla que la marina
estadounidense y MacArthur habían ganado en Washington.
Con la connivencia del general «Hap» Arnold, el teatro de
operaciones del Pacífico había conseguido acaparar las
nuevas Superfortalezas Aéreas B-29 para atacar Tokio,
mientras que a la VIII Fuerza Aérea de Ira Eaker no se le
había suministrado ninguna para que bombardeara
Alemania.
El otro problema que intentó solucionar Bedell Smith
durante el breve regreso de Eisenhower a los Estados
Unidos fue la cuestión de la Operación Anvil, esto es la
invasión del sur de Francia. Eisenhower pensaba que su país
había llevado a cabo una «inversión muy considerable» en
reequipar al ejército francés y que había «que conseguir
una entrada para él en Francia».1 Pero la escasez de lanchas
de desembarco, en parte debida a la insistencia de Churchill
de llevar a cabo el desembarco de Anzio, anunciaba que una
invasión simultánea del sur de Francia significaría el
debilitamiento de Overlord. Bedell Smith se mostró de
acuerdo con los ingleses en que había que descartar la
Operación Anvil, o por lo menos posponerla. Eisenhower
se ponía hecho una furia ante cualquier insinuación de que
«habría que sacrificar Anvil». 2 Pero, a pesar de su
obstinación en ese punto, no tuvo más remedio que
reconocer que la idea tendría que ser abandonada.
La anhelada invasión de Francia, pese a ser el objetivo
común de los Aliados, estaba condenada a crear muchas
tensiones con los franceses. Ni Roosevelt ni Churchill
tenían una idea muy clara de las condiciones reinantes en
Francia, ni de la amplitud del apoyo de De Gaulle, ni de lo
que era esencialmente un gobierno provisional en
funciones. El Conseil National de la Résistance reconocía
su autoridad e incluso los comunistas franceses se sumaban
a él. Pero la profunda desconfianza que sentía Roosevelt
hacia De Gaulle no había disminuido, e incluso los
ingleses, que simpatizaban más con él, quedaron
desconcertados en el mes de marzo por los
acontecimientos de Argel. Pierre Pucheu, antiguo ministro
del interior de Vichy, que en 1941 había escogido a unos
rehenes comunistas para que fueran ejecutados por los
alemanes, estaba siendo juzgado y corría el riesgo de ser
condenado a muerte. Pucheu se había presentado en Argel
con la pretensión de unirse a la lucha contra los alemanes.
Venía provisto de lo que parecía un salvoconducto del
general Giraud, un documento que acababa por completo
con cualquier esperanza que pudieran abrigar todavía los
giraudistas.
Los comunistas y sus aliados en Argel exigieron
inmediatamente una justicia vengadora. De Gaulle
confirmó la condena a muerte de Pucheu tras este primer
juicio al que fue sometido el régimen de Vichy. Pensó que
no le quedaban muchas más opciones. La «despiadada
guerra civil» que se libraba en Francia entre la Milicia de
Vichy, fuertemente reforzada, y la resistencia en constante
crecimiento planteaba la amenaza de que la liberación
viniera acompañada de actos de linchamiento motivados
por el deseo de venganza.3 De Gaulle recelaba que
semejante caos diera a los americanos la excusa para
imponer en Francia el temido AMGOT: Allied Military
Government of Occupied Territory , Gobierno Militar
Aliado de Territorio Ocupado.
Los grupos de la Resistencia estaban todos decididos
a hacer de la liberación de Francia un asunto francés, y se
volvían cada vez más desafiantes a medida que se acercaba
la invasión aliada. En las montañas de la Alta Saboya, en el
Plateau des Glières, cerca de Annecy, cuatrocientos
cincuenta miembros de la Resistencia, entre ellos
cincuenta y seis republicanos españoles, pelearon con un
heroísmo desesperado contra dos mil miembros de la
Garde Mobile, de la Franc-Garde y de la Milicia, así como
contra cinco batallones de soldados alemanes.

En Italia, el afán del general Mark Clark por tomar Roma


con su V Ejército norteamericano antes de que comenzara
Overlord no hizo más que intensificarse. Sin embargo,
aunque la supremacía aérea de los aliados impedía que el
transporte motorizado y ferroviario circulara de día, el
aguante de la Wehrmacht en Italia al mando de Kesselring
resultó más duradero de lo que había esperado Hitler.
El sangriento punto muerto al que se había llegado en
los Apeninos tuvo un efecto desmoralizador sobre las
fuerzas aliadas. Se produjeron unos niveles muy altos de
autolesiones y de fatiga de combate. Cerca de treinta mil
hombres habían desertado o se habían ausentado sin
permiso de las unidades inglesas presentes en Italia, y las
divisiones americanas también sufrieron este tipo de
contingencias.
Fueron pocos los casos de fatiga de combate entre los
cincuenta y seis mil hombres del II Cuerpo Polaco al
mando del general Wladyslaw Anders. Tras el fracaso de
los neozelandeses de Freyberg y de las tropas indias en su
intento de tomar Monte Cassino en el mes de marzo, la
misión fue encomendada a los polacos. Estos dejaron
perfectamente claro ante sus colegas británicos que no
tenían intención de hacer prisioneros entre los alemanes.
Los polacos no solo estaban sedientos de venganza, sino
que además sabían que tenían que conseguir una victoria
espectacular para ayudar a la causa de la Polonia libre.
Stalin era abiertamente hostil a su gobierno en el exilio,
especialmente tras el descubrimiento de los oficiales
polacos asesinados en Katyń por el NKVD. Su plan
consistía en establecer un gobierno comunista títere, con
el Ejército Rojo dispuesto una vez más a invadir el país.
El nuevo ataque contra Cassino se incluiría en la
Operación Diadema, ofensiva general planificada por
Alexander. Participaron en ella cerca de medio millón de
hombres de diez países distintos. El V Ejército de Clark, al
oeste, en la costa del Tirreno, junto con el Cuerpo francés
en las montañas y el VIII Ejército al mando del sustituto de
Montgomery, el teniente general sir Oliver Leese, debía
arrollar a las fuerzas de Kesselring en la línea Gustav.
Alexander propuso que se efectuaran diversas maniobras de
decepción estratégica. Se construyeron búnkeres falsos en
lugares bien visibles de los distintos sectores de ataque,
mientras que las conversaciones por radio y los simulacros
de lanchas de desembarco daban la impresión de que iba a
producirse otro ataque anfibio. Las fuerzas de Truscott
establecidas en la cabeza de playa recibieron numerosos
refuerzos. El plan de Alexander era que el ataque contra la
línea Gustav hiciera salir a las reservas alemanas, ocasión
que aprovecharía la unidad de Truscott para lanzarse por el
nordeste contra Valmontone con el fin de aislar al X
Ejército de Vietinghoff.
Clark estaba furioso. Su interés no era atrapar al X
Ejército. «La conquista de Roma es el único objetivo
importante», dijo a Truscott.4 Clark, al borde de la paranoia,
pensaba, al parecer, que el plan de Alexander era una trampa
de los ingleses para quitarle el premio de un triunfo
romano y dárselo al VIII Ejército. Da la impresión de que
las garantías que le dio Alexander de que se dejaría al V
Ejército tomar Roma no hicieron más que aumentar las
sospechas de Clark. Las órdenes del grupo de ejércitos
estaban perfectamente claras, pero Clark se disponía en
secreto a desobedecerlas.
A las 23:00 del 11 de mayo, la artillería aliada —
cañones de 25 libras, obuses de 105 mm, cañones medios
de 5,5 pulgadas y cañones Long Tom de 155 mm— abrió
fuego con un ruido ensordecedor. Los polacos se lanzaron
directamente al ataque, pero, para su consternación,
descubrieron que los alemanes habían decidido relevar
aquella misma noche a todos sus batallones de primera
línea. La fuerza enemiga era, pues, casi el doble de lo que
se había calculado, y las bajas de los polacos fueron
espantosas. Lo mismo ocurrió con las de la 8.ª División
india, a su izquierda, al otro lado del río Rápido, que
atacaron la localidad fortificada de Sant'Angelo, donde la
36.ª División norteamericana había sufrido graves pérdidas
a primeros de año. Finalmente los ingenieros lograron
tender puentes y los gurkhas, con el apoyo de unos tanques,
despejaron la población. Pero la cabeza de puente británica
era muy pequeña y Monte Cassino todavía dominaba toda la
zona.
Cerca de la costa, el II Cuerpo americano encontró
una dura oposición al otro lado del río Garigliano. Las
divisiones coloniales francesas de Juin, situadas entre los
americanos y los ingleses, tuvieron también un
recibimiento brutal. Juin decidió cambiar de táctica.
Modificó su eje para tomar Monte Majo en un ataque
repentino con fuerte apoyo de la artillería. Costó a sus
tropas más de dos mil bajas, pero la línea Gustav quedó
rota. Sus goumiers siguieron adelante, sedientos de sangre
y de botín. «La mayoría de ellos llevaba sandalias,
calcetines de lana, guantes con los dediles recortados para
apretar bien el gatillo, y chilabas de rayas; llevaban barba,
un casco tipo tazón, y una navaja de treinta centímetros al
cinto».5 La navaja la utilizaban para cortar los dedos y las
orejas a los alemanes muertos a modo de trofeo. Pero
causaron el terror entre la población civil italiana y se
contaron casos de violaciones brutales, a los que los
oficiales franceses tendieron a restar importancia por
considerarlos el precio que suele cobrarse la guerra.
Clark estaba furioso con su formación americana
porque no avanzaba tan deprisa como los franceses y
despreciaba al VIII Ejército, al que seguía manteniendo a
raya en Monte Cassino la 1.ª División Paracaidista alemana.
Pero el valor de los polacos y la maniobra gradual de
envolvimiento obligaron a los Fallschirmjäger a retirarse.
El 18 de mayo, la bandera roja y blanca de Polonia ondeaba
en las ruinas de la gran abadía benedictina. Había costado
cerca de cuatro mil bajas.
La retirada de los alemanes a la línea Hitler, entre diez
y veinte kilómetros por detrás de la Gustav, no fue fácil.
Las tropas de Juin no les dieron tregua y cuando el VIII
Ejército logró avanzar finalmente hasta el cuello de botella
del valle del Liri, quedó patente que esta segunda línea de
defensa estaba en peligro. Kesserling, ansioso por
mantenerla a toda costa, trasladó algunas divisiones del
XIV Ejército de Mackensen, encargado de cortar el paso a
la cabeza de playa de Anzio. Ese era el momento que estaba
esperando Clark.
El VI Cuerpo de Truscott, reforzado secretamente con
siete divisiones, era en aquellos momentos más fuerte que
todo el ejército de Mackensen. El 22 de mayo, Clark voló a
la cabeza de playa de Anzio para intentar demostrar al
mundo que él, y no Alexander, era quien controlaba la
operación. A la mañana siguiente, las divisiones de Truscott
atacaron hacia el nordeste en dirección a Valmontone,
como había ordenado Alexander. Las bajas fueron
numerosas, pero al día siguiente, al descubrir que los
alemanes se habían replegado, el II Cuerpo, situado en la
costa, se unió a la cabeza de playa de Anzio. Clark,
acompañado de un grupo de corresponsales de guerra y de
fotógrafos montados en jeep, se dio un paseo por la zona
para inmortalizar el acontecimiento.
El 25 de mayo, la 1.ª División Acorazada de Truscott
estaba a cortísima distancia de Valmontone, y en
veinticuatro horas habría podido cortar la línea de retirada
del X Ejército. Pero aquella misma tarde recibió órdenes
de Clark, que lo obligó a cambiar el eje de su avance hacia
el noroeste, en dirección a Roma. Truscott y los oficiales
al mando de sus divisiones se incomodaron muchísimo,
pero Truscott obedeció lealmente a Clark, que ocultó a
Alexander lo que planeaba. La obsesión de Clark era tan
intensa que cabe suponer que estaba un poco desquiciado.
Sus posteriores intentos de justificar sus actos serían
confusos y contradictorios. En un momento determinado
llegó incluso a decir que había advertido a Alexander que si
las unidades del VIII Ejército intentaban llegar a Roma
antes que las suyas, ordenaría a sus hombres abrir fuego
sobre ellas.
Clark no solo estaba decidido a que no se concediera
mérito alguno a Alexander, sino que ni siquiera estaba
dispuesto a reconocer el papel de Truscott. La Segunda
Guerra Mundial conoció muchos ejemplos de egolatría. El
deseo de Clark de entrar en Roma como conquistador antes
del lanzamiento de la Operación Overlord es uno de los
más flagrantes. El mariscal Brooke escribió un día en su
diario: «Resulta sorprendente comprobar que hombres
mediocres y mezquinos puedan tener que ver con
cuestiones de mando».6 Alexander califica el
comportamiento de Clark de «inexplicable», pero
inmediatamente se encarga de explicarlo: «Solo puedo
suponer que el atractivo inmediato de Roma por su valor
publicitario lo indujo a cambiar la dirección de su avance».7

Mientras las fuerzas de Alexander libraban la principal


batalla de la campaña de Italia, en el noroeste de Europa se
preparaban sucesos aún más importantes. Overlord sería la
operación anfibia más grande de la historia, con más de
cinco mil barcos, ocho mil aviones y ocho divisiones en la
primera oleada. El nerviosismo, el llamado «canguelo del
Día D», era considerable. Los oficiales británicos de
mayor rango guardaban recuerdos muy dolorosos de
Dunkerque y otras evacuaciones, por no hablar de la
desastrosa incursión de Dieppe. Pero la planificación de la
Operación Neptuno —la fase de Overlord correspondiente
al cruce del canal de la Mancha— fue extraordinariamente
minuciosa. Al recibir sus órdenes, que ocupaban varios
centenares de páginas, la 3.ª División canadiense le cambió
el nombre y la llamó «Operación Overboard».
Los alemanes esperaban que se produjera una
invasión, pero no sabían ni cuándo ni dónde iba a tener
lugar. Los ingleses montaron una compleja serie de planes
de diversión y engaño que recibieron el título general de
Operación Fortitude. Fortitude Norte daba a entender que
un «IV Ejército británico» iba a desembarcar en Noruega,
donde Hitler, para desesperación de sus generales, había
insistido en retener a más de cuatrocientos mil hombres.
Fortitude Sur, utilizando tanques, aviones e incluso lanchas
de desembarco de mentirijillas en el sudeste de Inglaterra,
convenció a los alemanes de que iba a lanzarse una segunda
invasión con un I Grupo de Ejércitos al mando del general
George Patton, el líder que mayor temor inspiraba a los
alemanes.
Utilizando agentes dobles y espías capturados, el
Sistema Doble X se propuso convencer a los alemanes de
que el desembarco de Normandía no era más que un ataque
preliminar o una finta, y que la verdadera ofensiva iba a
tener lugar al nordeste de Francia, en el Paso de Calais. Los
servicios de inteligencia militar alemanes, que habían
sobrestimado mucho las fuerzas y los recursos humanos de
que disponían los Aliados, se tragaron el anzuelo. Luego,
cuando quedó patente la magnitud del engaño y los
oficiales antinazis organizaron en el mes de julio la
conspiración para matar a Hitler, la Gestapo empezó a
sospechar que los oficiales de los servicios de inteligencia
se habían dejado engañar, como parte de una conjura
traicionera para perder la guerra.
Los responsables de la planificación de Overlord
habían previsto que el éxito o el fracaso de la operación se
decidirían durante los peligrosos días inmediatamente
posteriores a los desembarcos. La concentración de
fuerzas de los Aliados quizá no pudiera competir con los
refuerzos enviados para repeler a las cabezas de playa. La
respuesta a esta amenaza se basaría en una idea desarrollada
ya en Italia, esto es, aislar la zona de combate destruyendo
todas las comunicaciones con la retaguardia del enemigo:
puentes, líneas férreas, estaciones de clasificación de
trenes y cruces de carreteras importantes. Se aislaría la
zona de invasión de Normandía asegurándose de que fueran
pocas las fuerzas enemigas que cruzaran el Sena por el este
y el Loira por el sur. Pero para ocultar el objetivo
geográfico de la invasión tendrían que extender los ataques
a toda la zona, desde Holanda e incluso desde Dinamarca.
El obstinado mariscal del aire Harris no quedó
demasiado impresionado. Estaba convencido de que si sus
Lancaster seguían machacando Berlín y otras ciudades
alemanas, la invasión de Francia sería innecesaria. Intentó
además argumentar que sus bombarderos no podían dar a
objetivos de precisión tales como las líneas férreas. El
general Spaatz pretendía seguir con su «plan petróleo»,
atacando refinerías y depósitos de petróleo sintético y
bombardeando fábricas de aviones. Pero la moral reinante
en la VIII Fuerza Aérea no era demasiado buena. Casi
noventa aviadores aterrizaron deliberadamente en Suecia o
en Suiza, donde permanecieron recluidos durante el resto
de la guerra. Las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos se
jactaban de la precisión de sus bombardeos a plena luz del
día, pero en realidad su acierto no era mucho mayor que el
del Mando de Bombarderos británico en sus operaciones
nocturnas. Sus aparatos habían llegado a bombardear
ciudades suizas en vez de alemanas.
Finalmente Eisenhower decidió meter en cintura a los
barones bombarderos a través de su segundo al mando, el
mariscal en jefe del aire Tedder. Pero los odios que se
nutrían en el seno de la RAF eran muy profundos y Tedder
tuvo que pedir a Eisenhower que hiciera valer su autoridad
con el pleno respaldo de Roosevelt. Harris y Spaatz
acabaron por conformarse. Churchill se sobresaltó al
descubrir que los planificadores de la operación estaban
preparando una destrucción intensiva de las ciudades
francesas, pues esa era la única forma de bloquear los
cruces de carreteras importantes. La perspectiva del
elevado número de bajas civiles y de las ciudades reducidas
a escombros ofendería a los franceses. Para impugnar ese
aspecto del «Plan de Transporte» apeló a Eisenhower y
luego a Roosevelt, que respaldó el argumento de su
comandante supremo de que así se habrían salvado las vidas
de muchos aliados. Churchill solicitó que se pusiera como
cifra tope las cien mil bajas civiles, pero ni siquiera se le
admitió esa cantidad teórica. A la hora de la verdad, quince
mil civiles franceses perdieron la vida y otros diecinueve
mil sufrieron heridas graves en la fase inmediatamente
anterior al Día D.
La otra preocupación de Churchill era qué hacer con
el general Charles de Gaulle. Los altos mandos británicos y
americanos no querían que los secretos de Overlord fueran
comunicados a las autoridades francesas de Argel, pues
sabían que los alemanes habían descifrado sus códigos, que
estaban obsoletos. Eisenhower, sin embargo, insistió en
hablar sinceramente con el general Pierre Koenig. En su
calidad de comandante en jefe de todos los grupos de la
Resistencia, llamados en aquellos momentos Forces
Françaises de l'Intérieur, Koenig les enviaría sus órdenes
justo antes de los desembarcos instándoles a sabotear las
comunicaciones y los medios de transporte. Y también
participarían en la invasión por parte francesa varios buques
de guerra, algunos escuadrones aéreos y varias unidades del
ejército de tierra.
Roosevelt quiso recordar a sus subordinados que los
Aliados no iban a liberar Francia para instalar en el poder al
general De Gaulle. A muchos oficiales americanos de alto
rango les deprimía la intransigencia de su presidente, y
Churchill hizo cuanto pudo para convencerle de que tenían
que colaborar con De Gaulle. Pero Roosevelt seguía
empeñado en imponer un gobierno militar hasta que se
celebraran elecciones e insistió en crear una moneda de
ocupación. Se imprimieron unos billetes tan poco
convincentes que las tropas los comparaban con «cupones
para puros».
Roosevelt acordó con Churchill, aunque a
regañadientes, mandar una invitación a De Gaulle para que
fuera a Londres, y se enviaron dos aviones York a Argel
para trasladar al general francés a la capital inglesa. Al
principio De Gaulle se negó a asistir, pues Roosevelt había
rechazado cualquier tipo de discusión acerca de un eventual
gobierno civil francés. Duff Cooper, el representante de
Churchill en Argel, le advirtió que si no iba a Londres no
conseguiría más que hacerle el juego a Roosevelt. El 3 de
junio, el Comité Français de Liberation Nationale instalado
en Argel adoptó oficialmente el nombre de Gouvernement
Provisoire de la République Française, y De Gaulle accedió
en el último momento a acompañar a Cooper a Londres.

Al sur de Roma, el sueño de Mark Clark estaba a punto de


hacerse realidad. Una división de infantería americana había
logrado colarse a través de un hueco abierto en la última
línea de defensa alemana y forzó su hundimiento.
Kesselring ordenó una retirada inmediata. Hitler permitió
que Roma fuera declarada ciudad abierta y no ordenó su
destrucción. No lo hizo por piedad ni por respeto a los
monumentos antiguos o al arte, sino porque su atención se
centraba en aquellos momentos en el Canal de la Mancha y
porque pensaba que dentro de poco podría destruir Londres
con sus bombas volantes.
En Roma, el 4 de junio Mark Clark convocó a los
comandantes a su mando para una sesión informativa en el
Capitolio, tras reunir también allí a todos los
corresponsales de guerra destacados en Italia. Aquella
imagen fotográfica, con un Clark exultante sosteniendo un
mapa en las manos y señalando hacia el norte en dirección
a los alemanes en retirada, hizo que los altos mandos de su
Cuerpo de Ejército se sonrojaran de vergüenza. Pero el
triunfo romano de «Marcus Aurelius Clarkus» sería breve.
Poco después del amanecer del 6 de junio, un oficial de
estado mayor entró en su suite del Hotel Excelsior de
Roma para despertarlo con la noticia de la invasión de
Normandía por los Aliados. «¿Qué te parece?», exclamó
Clark con amargura. «Ni siquiera nos han dejado que los
periódicos dediquen por un día sus titulares a la caída de
Roma».8

Hitler esperaba con impaciencia la invasión, convencido de


que iba a ser aplastada en el Muro Atlántico. Aquella
derrota habría supuesto la salida de los ingleses y los
americanos de la guerra, y entonces podría concentrar
todas las fuerzas alemanas contra el Ejército Rojo. El
mariscal Rommel, al cual había puesto al frente de la
defensa del norte de Francia, sabía que el Muro Atlántico
existía más en el ámbito de la propaganda que en el mundo
real. Su superior, el Generalfeldmarschall Gerd von
Rundstedt, lo consideraba simplemente «un burdo
engaño».9 Tras su experiencia con el potencial aéreo de los
Aliados en el norte de África, Rommel sabía que reunir
refuerzos y suministros iba a ser dificilísimo. Se había
enzarzado en una discusión con el General der
Panzertruppen barón Leo Geyr von Schweppenburg, al
mando del Grupo Panzer Oeste, y con Guderian, en
aquellos momentos general inspector de las fuerzas
acorazadas. Los dos últimos pretendían mantener las
divisiones blindadas en los bosques al norte de París,
dispuestas para un contraataque masivo que devolviera a los
Aliados al mar, ya fuera en Normandía o en el Paso de
Calais. Pero Rommel sospechaba que serían diezmadas
durante la marcha de aproximación por los escuadrones de
cazabombarderos Typhoon y P-47 Thunderbolt. Lo que él
quería era que los tanques fueran desplegados lo más cerca
posible de los puntos del desembarco.
En su afán de mantener el control mediante la política
de divide y vencerás, Hitler se negó a poner un mando
unificado en Francia. Por consiguiente no existía un
comandante supremo con autoridad también sobre la
Luftwaffe y sobre la Kriegsmarine. El dictador insistía en
que el grueso de las divisiones panzer estuviera
directamente bajo el control del OKW y que las unidades
de este tipo no pudieran ser movidas sin una orden expresa
suya. Rommel se mostró incansable en su afán de mejorar
las defensas de playa, especialmente en el sector de
Normandía correspondiente al VII Ejército, donde cada vez
estaba más convencido de que iba a tener lugar el ataque.
Hitler, por otro lado, no cesaba de cambiar de idea, quizá
en parte para poder decir luego que sus predicciones habían
sido acertadas. El Paso de Calais, defendido por el XV
Ejército, tenía más centros de lanzamiento de las armas V,
suponía una travesía más corta del Canal de la Mancha, y
estaba mucho más cerca de las bases de los cazas en Kent,
encargados de suministrar cobertura aérea.
Los servicios de contrainteligencia alemanes estaban
seguros de que la invasión estaba cerca debido a la
actividad de la Resistencia y al tráfico radiotelegráfico,
pero la Kriegsmarine, después de estudiar los informes
meteorológicos, llegó a la conclusión de que no había ni
que pensar en una invasión entre el 5 y el 7 de junio debido
al mal tiempo. La noche del 5 de junio canceló incluso
todas sus patrullas. Al ser informado de las previsiones
meteorológicas, Rommel decidió ir a ver a su esposa a
Alemania para celebrar su cumpleaños y luego visitar al
Führer en el Berghof para convencerle de que le diera más
divisiones panzer.
El estado de los cielos fue la preocupación más
importante de Eisenhower durante la primera semana de
junio. El día 1, su meteorólogo jefe le había avisado
repentinamente de que el calor estaba a punto de pasar. Ese
mismo día habían empezado ya a salir de Scapa Flow los
acorazados de la fuerza de bombardeo naval. Estaba todo
dispuesto para que la invasión diera comienzo al amanecer
del 5 de junio. El día 4 los informes meteorológicos
seguían siendo tan negativos que Eisenhower tuvo que
ordenar un aplazamiento. Pero las previsiones más
recientes anunciaron enseguida que el tiempo quizá
mejorara la noche del 5. Eisenhower se enfrentaba a un
dilema terrible mientras las tormentas y la mala mar
seguían azotando el Canal de la Mancha. ¿Podía confiar en
la precisión de sus pronósticos? El general Miles
Dempsey, al mando del II Ejército británico de invasión,
consideró la decisión de «marchar» tomada por
Eisenhower el acto más valeroso de la guerra.10 La tensión
se calmó en cuanto Eisenhower se pronunció y
Montgomery dio su aquiescencia. Fue la decisión acertada.
Otro aplazamiento habría supuesto posponer la invasión
dos semanas, en función del siguiente ciclo de mareas.
Habría tenido un efecto desastroso sobre la moral y
probablemente habría hecho que se perdiera toda
posibilidad de sorpresa. Un retraso de dos semanas habría
situado además la operación en la senda de la peor
tormenta que había conocido el Canal de la Mancha en los
últimos cuarenta años. Se supone también que la Operación
Overlord tenía que salir bien debido a la supremacía aérea y
naval de los Aliados.

A primera hora de la noche del 5 de junio, el servicio


francés de la BBC transmitió una serie de mensajes en
clave destinados a poner a la Resistencia en acción. Los
paracaidistas de la 82.ª y de la 101.ª División
Aerotransportada de los Estados Unidos y de la 6.ª División
Aerotransportada británica, cargados con unos equipos
pesadísimos, empezaron a montar en los aviones y los
planeadores. Al sur de la isla de Wight, fueron reuniéndose
los convoyes de la invasión, con buques de todos los
tamaños y lanchas de desembarco de todo tipo. Los
soldados se agolpaban en las barandillas para contemplar
maravillados el canal gris y borrascoso, lleno de barcos de
una decena de países moviéndose en todas direcciones,
entre ellos trescientos buques de guerra: acorazados,
monitores, cruceros, destructores y corbetas.
Más adelante, una patrulla de doscientos setenta y
siete dragaminas avanzaba hacia el sur aprovechando la
oscuridad cada vez más intensa, en dirección a la costa de
Normandía. El almirante Ramsey temía que se produjera un
número elevadísimo de bajas entre esas embarcaciones
provistas de casco de madera. Los hidroaviones Liberator y
Sunderland del Mando Costero continuaron rastreando el
mar, desde el sur de Irlanda hasta el golfo de Vizcaya, en
busca de submarinos. Para bochorno del almirante Dönitz,
ni un solo submarino alemán llegó al canal para atacar a la
flota de invasión.
Centenares de aviones de transporte, encargados unos
de llevar a los paracaidistas y otros de remolcar a los
planeadores, se desviaron por encima del Canal de la
Mancha para no tener que volar sobre la flota de la invasión
y arriesgarse al desastre que se produjo durante el
desembarco en Sicilia. Aun así, tres C-47 Skytrain fueron
abatidos por los buques de guerra aliados después de lanzar
sus «haces» de paracaidistas americanos sobre la península
de Cotentin.11
Los lanzamientos aerotransportados no salieron según
lo previsto. El fuego de las defensas antiaéreas contra los
transportes a medida que cruzaban el canal en sucesivas
oleadas hizo que las formaciones se deshicieran de
inmediato. Los sistemas de navegación a menudo fallaron.
Solo una minoría de los aparatos llegó a las zonas de
lanzamiento adecuadas y muchos paracaidistas tuvieron que
recorrer a pie varios kilómetros para encontrar a sus
unidades. Otros cayeron sobre posiciones alemanas y
fueron abatidos a tiros. Algunos cayeron en ríos o zonas
inundadas, ahogándose al hundirse debido al peso de sus
equipos o enredados en los paracaídas. Pero la torpe
dispersión de los lanzamientos tuvo una consecuencia no
prevista, y es que confundió a los alemanes acerca de
cuáles eran los verdaderos objetivos de la operación,
contribuyendo así a la impresión de que los ataques
formaban parte de una diversión masiva sobre Normandía
antes de que se produjera el verdadero ataque en el Paso de
Calais. Solo una operación, la toma del puente de
Bénouville (llamado posteriormente Pegasus Bridge)
sobre el río Orne, en el flanco oriental, salió
espectacularmente bien. Los pilotos de los planeadores
aterrizaron exactamente en la posición debida y el objetivo
fue tomado en cuestión de minutos.
Antes del amanecer del 6 de junio, casi todos los
aeródromos de Inglaterra empezaron a temblar con el
sonido de los motores al arrancar, a medida que
bombarderos, cazas y cazabombarderos iban despegando
para seguir estrictamente los pasillos marcados para evitar
colisiones. Los pilotos y los tripulantes eran originarios de
casi todos los países aliados: Gran Bretaña, Estados
Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica,
Rhodesia, Polonia, Francia, Checoslovaquia, Bélgica,
Noruega, Holanda y Dinamarca. Algunos escuadrones,
integrados sobre todo por Halifax y Stirling, habían salido
antes en misión de decepción estratégica, lanzando
señuelos de radar («window») y paracaidistas de pega que
explotaban al caer en tierra.

Los tripulantes de los dragaminas y el almirante Ramsey no


daban crédito a su suerte cuando, una vez realizada su tarea,
regresaron sin haber disparado ni un solo tiro. La marejada
que había convencido a la Kriegsmarine de que podía
permanecer atracada se había convertido en su mejor
aliada. Comunicaron por radio mensajes de buena suerte a
los destructores que permanecían al acecho más cerca de
tierra con el fin de adoptar su posición de bombardeo antes
de que rayara el alba. Los cruceros y los acorazados
permanecían anclados mar adentro a mucha mayor
distancia.
Los ciento treinta mil hombres que atestaban los
barcos durmieron poco aquella noche. Unos jugaban, otros
intentaban aprender alguna que otra frase en francés; había
quienes pensaban en su hogar, quienes escribían la última
carta, y quienes leían la Biblia. Poco después de la 01:00
las tropas, especialmente las que iban a bordo de los
buques de la marina norteamericana, recibieron generosos
desayunos, y a continuación empezaron a ponerse el
equipo, que no paraban de ajustarse debido al nerviosismo
mientras fumaban compulsivamente. Alrededor de las
04:00 recibieron la orden de reunirse en cubierta. Bajar
valiéndose de las redes de carga tendidas sobre la borda a
las lanchas de desembarco, que cabeceaban subiendo y
bajando en medio de la marejada, constituía una empresa
muy peligrosa, especialmente si se tiene en cuenta que
muchos iban cargados con armas y municiones.
En cuanto una lancha estaba lista, su piloto viraba para
alejarse del costado del buque y, siguiendo la lucecita de
popa de la que llevaba delante, se unía a una fila en forma
de círculo. Un soldado de la 1.ª División de Infantería que
salió del buque Samuel Chase de la marina estadounidense
describe cómo «la luz desaparecía y luego volvía a aparecer
a medida que subíamos y bajábamos al ritmo del oleaje».
Los hombres no tardaron en lamentar la generosidad del
desayuno que les habían dado y vomitaban sacando la
cabeza por la borda, en los cascos o entre los pies. La
cubierta de las lanchas enseguida se puso resbaladiza
debido a los vómitos y al agua salada.12
Cuando los primeros destellos grisáceos empezaron a
iluminar el cielo encapotado, los acorazados abrieron
fuego con su principal armamento, los cañones de catorce
pulgadas. Enseguida los imitaron los cruceros y los
destructores. Contemplando la costa, el teniente general
Joseph Reichert, de la 711.ª División de Infantería, observó
que «todo el horizonte parecía una masa sólida de
llamas».13 En esos momentos la luz del amanecer era lo
bastante clara como para que los alemanes vieran las
dimensiones de la flota de invasión. Los teléfonos de
campaña empezaron a sonar en todos los puestos de mando.
Los teletipos se pusieron a tabletear en el cuartel general
del Grupo de Ejércitos B en La Roche-Guyon, a orillas del
Sena, y en el de Rundstedt en Saint-Germain, a las afueras
de París.
Mientras el bombardeo naval continuaba, las lanchas
de desembarco llenas de lanzacohetes se aproximaban a la
costa, pero la mayoría de sus bombas se quedaron cortas y
cayeron en el agua. Entonces llegó el momento más temido
por los tripulantes de los tanques de doble propulsión DD
Sherman, que empezaron a lanzarse por la parte delantera
de las lanchas a unas aguas mucho más alborotadas que
aquellas en las que habían probado la capacidad de flotación
de sus blindados. En muchos casos, la pantalla de lona que
rodeaba y protegía la torreta se vino abajo debido a la
fuerza de las olas y numerosos tripulantes de los tanques se
hundieron atrapados en el interior de sus vehículos.
En la playa Utah, en la base de la península de
Cotentin, la 4.ª División de Infantería norteamericana
desembarcó con muchas menos bajas de las esperadas, y
empezó a avanzar hacia el interior para unirse a los
paracaidistas de la 82.ª y de la 101.ª División
Aerotransportada. La extensa playa ligeramente en curva
llamada Omaha, dominada por promontorios cubiertos de
plantas halófitas, se convirtió en un objetivo mucho más
mortífero de lo que habían esperado los Aliados. Salieron
muchas cosas mal antes incluso de que desembarcaran los
primeros soldados de la 1.ª y la 29.ª División de Infantería.
El bombardeo naval, a pesar de su intensidad, había sido
demasiado breve para ser efectivo, y el bombardeo aéreo
fue una pérdida de tiempo. En vez de seguir la línea de la
costa, que habría dado a los artilleros una posición mejor a
la que apuntar a pesar de la mala visibilidad reinante, los
mandos de la fuerza aérea estadounidense habían insistido
en entrar desde el mar para que no les dispararan de
costado. Mientras volaban sobre las lanchas de
desembarco, los aviadores decidieron esperar un poco más
para no dar a sus propios hombres, de modo que sus
bombas cayeron en los campos y en las localidades del
interior. Todas las defensas de playa, los búnkeres y los
fortines quedaron intactos. Ni siquiera se encontraron en la
playa cráteres producidos por las explosiones en los que
pudiera encontrar refugio la infantería asaltante. En
consecuencia la primera oleada de invasores sufrió
muchísimas bajas, víctimas del fuego de las ametralladoras
y de la artillería ligera del enemigo, que acribillaba a las
lanchas de desembarco en cuanto bajaban las rampas.
Además muchas de ellas embarrancaron en los bajíos.
«Algunas embarcaciones regresaban después de soltar
su carga», escribió un soldado de la 1.ª División, «otras
estaban medio inundadas, pero seguían combatiendo.
Algunas habían embarrancado, otras habían tocado fondo,
acelerando el motor al máximo sin resultado. Algunas
daban marcha atrás y volvían a intentarlo... Mirando de
reojo vi lanchas que habían volcado y descargaban las
tropas en el agua. Vi cómo las olas sacudían a otras
gravemente averiadas por las bombas. Otras, ya sin tropas y
llenas en parte de agua, como si hubieran sido abandonadas,
eran mecidas por el oleaje. Entre ellas había hombres que
luchaban a brazo partido por conseguir la lamentable
protección que ofrecían».14
Muchos soldados, traumatizados, se quedaban
inmóviles al pie de los promontorios hasta que los
oficiales lograban obligarlos a levantarse advirtiéndoles
que morirían en la playa a menos que avanzaran tierra
adentro y acabaran con los alemanes. Los defensores
habían sido reforzados con una pequeña parte de la 352.ª
División de Infantería, pero no eran ni de lejos tantos
hombres como algunas versiones pretenden. Por suerte
para los americanos, la principal reserva de la 352.ª
División, compuesta por casi tres mil soldados, había sido
enviada lejos de allí siguiendo una pista falsa a raíz del
lanzamiento de los paracaidistas de pega que explotaban al
caer en tierra, y luego había sido barrida por una brigada
inglesa que había avanzado en diagonal tierra adentro desde
la playa Gold. En cualquier caso, la matanza y el caos que
se produjeron en Omaha durante aquella mañana bastaron
para que el general Bradley pensara en abandonar la playa
por completo. Pero justo a tiempo llegaron noticias de que
algunos grupos habían logrado subir a lo alto de las lomas
sin sufrir relativamente daños, y de que todavía era posible
conquistar Omaha. La actuación conjunta de unos cuantos
Sherman que arremetieron contra los búnkeres y de los
destructores americanos y británicos que se acercaron
peligrosamente a la costa y dispararon con una precisión
impresionante contra las posiciones alemanas, hizo que la
balanza se decantara a favor de las fuerzas invasoras.
En la playa Gold, la 50.ª División británica no tardó
mucho tiempo en avanzar tierra adentro. Una brigada se
detuvo a poca distancia de Bayeux al anochecer y a la
mañana siguiente tomó la ciudad sin sufrir bajas. La 3.ª
División canadiense lo tuvo bastante peor en el sector
Juno, donde los alemanes habían fortificado las localidades
costeras y habían construido una red de túneles. En la playa
Sword, que se extendía hasta el pequeño puerto de
Ouistreham, la 3.ª División británica tuvo algunos
problemas debido a la altura poco habitual de la marea que
retrasó el desembarco de los tanques. Los campos de
minas a uno y otro lado de los caminos y el fuego de la
artillería que bloqueó el paso de los soldados con
vehículos ardiendo imprimieron al ataque en el interior
contra la ciudad de Caen una lentitud mucho mayor de la
prevista. Y la tenaz defensa de un gran complejo de
búnkeres alemanes no hizo sino empeorar las cosas. Por
los flancos, la 6.ª División Aerotransportada logró asegurar
la zona que le había sido asignada entre los ríos Orne y
Dives, volando los puentes para impedir un contraataque de
los panzer desde el este.
El plan de Montgomery consistía en tomar lo antes
posible Caen y el territorio circundante para montar en
ellos aeródromos, pero la resistencia alemana con
ametralladoras y cañones antitanque escondidos en las
granjas y las aldeas normandas resultó más difícil de
aplastar de lo que se había pensado. Los servicios de
inteligencia aliados tampoco descubrieron que la 21.ª
División Panzer estaba ya en la zona de Caen. El plan de
Montgomery contenía además una contradicción muy
extraña. Por un lado, quería tomar la antigua ciudad de Caen
en las primeras veinticuatro horas de combate, objetivo que
era a todas luces excesivamente optimista. Pero por otro
lado, el día 6 de junio había ordenado la destrucción de la
ciudad mediante un ataque masivo de bombarderos pesados,
de modo que los escombros que bloqueaban las calles no
podían más que estorbar a sus tropas y ayudar a los
defensores. En el curso del bombardeo no murió
prácticamente ningún alemán, mientras que el susto y los
sufrimientos de la población civil fueron terribles.
Los mandos aliados temían que se produjera un gran
contraataque de los panzer alemanes, lo que contribuyó a su
excesiva cautela. Por fortuna, el hecho de que Hitler no
tomara hasta última hora de la tarde del 6 de junio la
decisión de hacer intervenir sus formaciones de tanques
redundó en beneficio suyo. Y mientras que las fuerzas
terrestres habían sobreestimado el efecto de la labor de los
bombarderos pesados, habían subestimado el éxito de las
escuadrillas de cazabombarderos, que recorrieron el
interior del país para atacar las columnas de blindados
alemanes que se dirigían a la zona de invasión. La 1.ª
División Panzer de la SS Leibstandarte Adolf Hitler, la
12.ª División Panzer de la SS Hitler Jugend y sobre todo la
División Panzer-Lehr (Acorazada de Instrucción)
recibieron una buena paliza de los aviones Typhoon y P-47
Thunderbolt.
La 3.ª División canadiense vio la necesidad de tomar
las aldeas y sacar rápidamente sus cañones antitanque para
fortalecer la defensa. Pero la 3.ª División de Infantería
británica, salvo ciertas excepciones honrosas, fue muy
lenta en su avance. El resultado fue que el II Ejército
británico, situado en el flanco este, no fue capaz de ganar
terreno en el momento en el que podría haberlo hecho con
relativamente pocas bajas. Una vez que Rommel lanzara el
Panzergruppe West contra los sectores británico y
canadiense, como había predicho el general Morgan, las
fuerzas de Montgomery tardarían un mes en tomar la
ciudad que había sido su primer objetivo. La escasez de
espacio en el sector británico de la invasión impidió que la
RAF estableciera aeródromos en posiciones avanzadas y
contribuyó a ralentizar la concentración de fuerzas.
Teniendo en cuenta su incapacidad de tomar Caen o el
aeródromo de Carpiquet, resulta sorprendente que
Montgomery enviara a Eisenhower el 8 de junio el
siguiente comunicado: «Estoy muy satisfecho con la
situación».15

Al oeste de Caen y en la península de Cotentin, el I Ejército


de Bradley se enfrentó a una oposición menos poderosa,
pero a un terreno mucho peor. El mariscal Brooke ya había
avisado de las dificultades del bocage de Normandía, con
sus pequeños campos rodeados de setos altísimos y
espesísimos que crecían en terraplenes muy sólidos con
estrechos senderos hundidos entre uno y otro. Brooke
había estudiado esta topografía en 1940, pero los que no
habían visto nunca esos campos tan particulares se
imaginaban que serían como los del oeste de Inglaterra,
con pequeños setos que un tanque Sherman podía aplastar y
atravesar fácilmente. No obstante, el primer problema al
que se enfrentaron las tropas americanas fueron los
pantanos y las zonas inundadas. Los paracaidistas habían
sido lanzados en esa zona, y el resultado había sido fatal
para muchos, y una buena parte del cuello de la península
de Cotentin que tenían que conquistar estaba anegada de
agua.
Una vez asegurada la cabeza de playa de Omaha, el
teniente general Leonard «Gee» Gerow ordenó a sus
divisiones que avanzaran hacia el interior lo más
rápidamente posible. La 1.ª División de Infantería se dirigió
hacia el sur y hacia el este para unirse a los británicos en
Port-en-Bessin el 7 de junio. La 29.ª División de Infantería,
que había recibido una paliza tremenda, envió su regimiento
de reserva hacia el oeste, en dirección a Isigny. Bradley
esperaba enlazar con las cabezas de playa de Omaha y Utah
a la mayor brevedad posible. Pero las dos divisiones
aerotransportadas seguían enzarzadas en feroces combates
a lo largo de los ríos Merderet y Douve y en los
alrededores de Sainte-Mère-Église, hasta que la 4.ª
División de Infantería avanzó por el interior desde la playa
Utah con algunos batallones de tanques de apoyo.
Una vez que los alemanes fueron obligados a
replegarse del ángulo sudeste de la península de Cotentin,
la 101.ª Aerotransportada logró tomar la localidad de
Carentan, en buena parte gracias a la confusión reinante en
el bando alemán. El 13 de junio, la 17.ª División de
Granaderos Acorazados de la SS Götz von Berlichingen
lanzó un contraataque. Bradley estaba al tanto de su llegada
gracias a las interceptaciones de Ultra y rápidamente
trasladó de sitio parte de la 2.ª División Acorazada. Los
paracaidistas americanos que se encontraban al sur de
Carentan efectuaron una retirada con luchas
semiguerrilleras en dirección a la pequeña ciudad, hasta
que apareció el general de brigada Maurice Rose,
dirigiendo a sus Sherman desde un semioruga descubierto.
Los SS-Panzergrenadieren salieron huyendo a la
desbandada. Al día siguiente, las dos áreas de invasión se
habían unido.
Los alemanes esperaban que se produjera un gran
ataque hacia el sur desde Carentan, pero Bradley tenía una
prioridad mucho más importante: asegurarse la península
de Cotentin, en cuyo extremo superior se encuentra el
puerto de Cherburgo. El 14 de junio la 9.ª División recién
desembarcada y la 82.ª Aerotransportada atacaron al otro
lado del cuello de la península. A instancias del general de
división Lawton Collins, al mando del VII Cuerpo, llamado
«Lightning Joe», llegaron a la costa del Atlántico en cuatro
días. Luego, cruzando la península con tres divisiones, el
VII Cuerpo avanzó hacia el norte con un apoyo aéreo muy
poderoso y tomó Cherburgo el 26 de junio. Hitler se
mostró indignadísimo cuando se enteró de que el
Generalleutnant Karl-Wilhelm von Schlieben se había
rendido.
Después de la suerte que tuvieron con el clima durante
la invasión, los Aliados sufrieron muchísimo. En el Canal
de la Mancha se desató una tormenta enorme que destruyó
el puerto artificial «Mulberry» construido en Omaha y
acabó con numerosas barcos y lanchas de desembarco
atracados en él. En consecuencia, los americanos sufrirían
una desesperante escasez de munición de artillería,
frustrando el avance desde el sur durante la operación
Cherburgo.
La concentración de fuerzas británicas se vio también
interrumpida, al tiempo que se imponía una especie de
punto muerto. La resistencia alemana en los alrededores de
Caen se había intensificado con la llegada de la división de
la SS Hitler Jugend. Para empeorar las cosas, los cielos
nublados obligaron a las fuerzas aéreas aliadas a
permanecer en tierra. La 50.ª División británica, junto con
la 8.ª Brigada Acorazada había avanzado hacia el sur desde
Bayeux, pero se había encontrado con violentos
contraataques de la División Panzer-Lehr en los
alrededores de Tilly-sur-Seulles y Lingèvres.
El 10 de junio Montgomery se entrevistó con Bradley
en Port-en-Bessin, y desplegando un mapa delante de su
estado mayor explicó que no quería machacar directamente
Caen. Su intención era rodear la ciudad, atacando con la
51.ª División Highland desde el sector de la 6.ª División
Aerotransportada al este del Orne. Al mismo tiempo, la 7.ª
División Acorazada se deslizaría hacia el sur por su flanco
derecho y se acercaría al límite del sector americano cerca
de Caumont, y luego giraría hacia el este en dirección a
Villers-Bocage por detrás de la División Panzer-Lehr. Era
un plan muy audaz, y en muchos sentidos bueno, si hubiera
sido ejecutado con prontitud y con plenitud de fuerzas. A la
hora de la verdad, se quedó apenas en una operación de
reconocimiento en fuerza, con un apoyo escandalosamente
pobre.
El 13 de junio, una punta de lanza, formada solo por un
regimiento, llegó a Villers-Bocage, pero sin llevar delante
una patrulla de reconocimiento. En consecuencia, los
tanques Cromwell de los Sharp-shooters (el 4.0Regimiento
de la County of London Yeomanry) cayeron víctimas de
una terrible emboscada a manos de tanques Tiger
conducidos por el as de los blindados alemanes Michael
Wittmann, del 101. 0Batallón de Blindados Pesados de la
SS. Este revés, sumado al repentino ataque de la 2.ª
División Panzer contra el flanco sur de la 7.ª División
Acorazada, el más inseguro, provocó una retirada
humillante. La población francesa, que el día anterior había
acogido llena de alegría a las Ratas del Desierto, vio cómo
su localidad era convertida en un montón de ruinas por los
bombarderos de la RAF.
Montgomery había insistido en quedarse en
Normandía con tres de sus divisiones del desierto: la 7.ª
Acorazada, la 50.ª de Northumbria y la 51.ª Highland.
Varios de sus regimientos de veteranos combatirían de
manera excelente en Normandía, pero la moral de muchos
otros —y en algunos casos la disciplina— dejaría mucho
que desear. Llevaban combatiendo demasiado tiempo y no
estaban dispuestos a asumir riesgos. Una cautela «astuta»
los hacía ir con pies de plomo. En el caso de los
regimientos acorazados, el temor a los cañones antitanque
camuflados de los alemanes era fácilmente comprensible
teniendo en cuenta que las baterías de 88 mm podían
dejarlos fuera de combate a casi dos kilómetros de
distancia. Y menos de una tercera parte de los blindados
ingleses disponían del excelente cañón de diecisiete libras,
que podía quitar de en medio a un Tiger o a un Panther a una
distancia razonable. Después del desastre de Villers-
Bocage, la seguridad en sí misma de la 7.ª División
Acorazada se vio muy afectada. El intento de la 51.ª
División Highland de atacar por el este de Caen también
fracasó. Montgomery quedó tan horrorizado de la
actuación de la 51.ª que destituyó a su general y pensó en
enviar de vuelta a Inglaterra a toda la unidad para su
readiestramiento. La División Highland tardaría casi hasta
el final de la campaña de Normandía en recuperar la
reputación de la que gozaba.
En el ejército americano también la actuación en el
combate varió mucho, no solo de una división a otra, sino
incluso dentro de una misma división. Las bajas por
motivos psicológicos podían ser muy altas en las
divisiones novatas, y el porcentaje de casos de agotamiento
nervioso entre los reemplazos mal entrenados y peor
tratados fue desastroso, además de innecesario. No había
nada tan desmoralizador como llegar al frente en plena
noche a una unidad nueva, sin conocer a nadie y en la mayor
parte de las ocasiones con un adiestramiento defectuoso.
Los demás soldados rechazaban a los recién llegados
porque venían a sustituir a algún compañero al que acababan
de matar y por cuya pérdida aún estaban afligidos.
Cualquier sospecha de que los alemanes fueran
conscientes de que tenían la guerra perdida quedaría
brutalmente desmentida por la feroz y eficaz defensa que
mantuvieron utilizando todos los mortíferos trucos que
habían aprendido en el frente oriental. Aparte de las
formaciones aliadas de élite, como los paracaidistas y los
Rangers, la mayoría de los soldados del bando aliado eran
ciudadanos bajo las armas, que solo deseaban que acabara la
guerra cuanto antes. No cabía esperar que tuvieran el
mismo fervor que aquellos que habían sido adoctrinados
desde su más tierna juventud en la mentalidad guerrera de
los nazis y que ahora estaban convencidos por la
propaganda de Goebbels de que, si no resistían en
Normandía, sus familias, sus casas y la Patria serían
destruidas para siempre.
La 12.ª División Hitler Jugend era la más fanática.
Sus oficiales habían dicho a sus hombres antes de la batalla
que cualquier soldado de la SS que se rindiera sin haber
sufrido heridas que lo dejaran incapacitado por completo
sería considerado un traidor. Si eran capturados vivos, los
soldados de la Hitler Jugend tenían que rechazar las
transfusiones de sangre extranjera y debían preferir morir
por su Führer. No cabe imaginar que ningún prisionero de
guerra británico o americano quisiera morir por el rey
Jorge VI, por Churchill o por el presidente Roosevelt.
Naturalmente no todos los soldados alemanes eran unos
creyentes tan fanáticos. Muchos integrantes de las
divisiones corrientes y molientes lo único que querían era
sobrevivir, y volver a ver a su novia y a su familia.
Una vez tomada Cherburgo por los Aliados, empezó
en serio la batalla del bocage y de los pantanos del sur de
la península. Costó mucho trabajo y mucha sangre y el
número de bajas fue muy elevado, con las fuerzas de
Bradley, que se extendían desde Camont hasta el Atlántico,
intentando avanzar hasta llegar a una zona más despejada, en
la que las divisiones acorazadas americanas pudieran
desplegar plenamente su potencial.
Los generales alemanes afirmaban, quizá con alguna
justificación, que la forma de lucha de Bradley
prácticamente con ataques de un solo batallón, apoyado por
unos cuantos tanques y antitanques, les resultaba fácil. El
oficial al mando de la 3.ª División Fallschirmjäger llegó a
jactarse incluso de que era una forma perfecta de
entrenamiento para sus tropas noveles, muchas de las
cuales habían sido trasladadas de la Luftwaffe y de las
unidades de adiestramiento de vuelo simplemente para
hacer cuadrar los números. Utilizando pequeños grupos de
combate formados por una mezcla de soldados de
infantería, zapadores para plantar minas y trampas
explosivas, cañones de asalto autopropulsados y cañones
antitanque bien posicionados, las fuerzas alemanas podían
ocasionar muchas más pérdidas a los atacantes americanos
que las que sufrían ellas. Su principal problema provenía de
la escasez de munición y otros pertrechos, pues la aviación
aliada atacaba cualquier medio de transporte que localizara
en la retaguardia.
El objetivo de Bradley era la captura de Saint-Lô y
asegurar la carretera Périers-Saint-Lô en su punto de
partida de cara a la ofensiva principal, mientras
Montgomery intentaba de nuevo rodear Caen. Lo que no
sabía era que el 17 de junio Rommel y Rundstedt habían
pedido permiso a Hitler para retirar sus tropas a una línea
más fácil de defender detrás del río Orne y más allá del
alcance de la artillería naval aliada. En una breve visita a
Francia para imponer su voluntad a sus generales, Hitler se
negó a considerar semejante propuesta. Fueron su maníaca
obstinación y su constante interferencia en las decisiones
de sus mandos las que decidieron no solo el patrón de la
campaña de Normandía, sino también la suerte de toda
Francia.
En su mundo de ilusiones, el Führer se convenció a sí
mismo de que las bombas volantes V-1 que acababa de
empezar a lanzar contra Londres obligarían a Inglaterra a
postrarse de rodillas, y que los nuevos cazas a reacción no
tardarían en destruir las fuerzas aéreas aliadas. Rommel,
que sabía que aquello era pura fantasía, le instó a poner fin
inmediatamente a la guerra. Hitler replicó que los Aliados
no iban a negociar y por una vez tenía razón. Tras aquella
brevísima visita, el Führer regresó al Berghof. Cinco días
después, el ejército alemán del frente oriental sufría la
mayor derrota de toda la guerra.
39
BAGRATION Y
NORMANDÍA
(junio-agosto de 1944)

Aunque el OKH y el cuartel general del Führer descartaban


la probabilidad de un ataque contra Bielorrusia, los temores
en ese sentido eran cada vez mayores en las unidades de
primera línea del Grupo de Ejércitos Centro. El 20 de junio
de 1944, los ánimos se exaltaron debido al «calor de los
días ya de pleno verano con tormentas lejanas» y a un
constante crescendo de los ataques partisanos por la
retaguardia.1 Diez días antes, una emisora de interceptación
captó un mensaje por radio de los soviéticos que ordenaba
el incremento de la actividad por detrás de las líneas del IV
Ejército. Por eso los alemanes habían lanzado una gran
campaña antipartisana, la Operación Cormorán. Participaba
en ella la famosa Brigada Kaminski, cuya singular crueldad
contra la población civil parecía casi medieval y cuya
flagrante indisciplina constituía una ofensa para los
oficiales alemanes tradicionales.
Las órdenes de Moscú a las grandes bandas de
partisanos de los bosques y los pantanos de Bielorrusia
eran muy concretas. Primero debían atacar las
comunicaciones ferroviarias, y luego, una vez iniciada la
ofensiva, tenían que acosar a las fuerzas de la Wehrmacht.
Eso suponía adueñarse de puentes, cortar las rutas de
aprovisionamiento talando árboles y arrojándolos en medio
de los caminos, y organizar ataques para retrasar la llegada
de refuerzos al frente.
El 20 de junio al amanecer, la 25.ª División de
Granaderos Acorazados fue sometida a un bombardeo de
una hora de duración y a un asalto. Por fin todo se
tranquilizó de nuevo. Se trataba o bien de un ataque de
prueba o bien de un intento de ponerlos nerviosos. El
cuartel general del Führer no creía que la ofensiva de
verano soviética tuviera como objetivo el Grupo de
Ejércitos Centro. Esperaba una ofensiva al norte de
Leningrado contra los finlandeses, y otro embate masivo al
sur de los Pantanos del Pripet hacia el sur de Polonia y los
Balcanes.
Hitler creía que la estrategia de Stalin era golpear a
los aliados del Eje —finlandeses, húngaros, rumanos y
búlgaros— para obligarlos a salir de la guerra, como había
sucedido con los italianos. Sus sospechas parecieron
confirmarse cuando primero el Frente de Leningrado y
luego el Frente de Carelia se lanzaron al ataque. Stalin, que
en aquellos momentos tenía la suficiente seguridad en sí
mismo como para preferir el pragmatismo a la venganza, no
pretendía aplastar del todo a Finlandia. Eso habría supuesto
tener que trasladar demasiadas fuerzas que eran necesarias
en otros lugares. Sencillamente quería meter en cintura a
los finlandeses y recuperar el territorio que les había
arrebatado en 1940. Como esperaba, aquellas operaciones
en el norte hicieron que Hitler apartara su atención de
Bielorrusia.
El Ejército Rojo utilizó con éxito diversas medidas de
decepción estratégica o maskirovka, que daban a entender
que estaba produciéndose una gran concentración de
fuerzas en Ucrania, cuando de hecho donde estaban
trasladándose en secreto unidades de tanques y otros
ejércitos era más al norte. Toda esta labor se vio facilitada
en grado sumo por la práctica desaparición de la Luftwaffe.
La ofensiva de bombardeos estratégicos de los Aliados y
últimamente la invasión de Normandía habían reducido el
apoyo de la Luftwaffe a los ejércitos alemanes del frente
oriental hasta unos niveles desastrosos. La supremacía
aérea de los soviéticos impedía la realización de casi todos
los vuelos de reconocimiento alemanes, de modo que el
cuartel general del Grupo de Ejércitos Centro en Minsk
disponía de pocos datos acerca de la enorme concentración
de fuerzas que estaba llevándose a cabo. En total la Stavka
había reunido unos quince ejércitos, lo que suponía un
millón seiscientos setenta mil hombres, con cerca de seis
mil tanques y cañones autopropulsados, y más de treinta
mil cañones y morteros pesados, incluidas las baterías
Katiusha. Contaban además con el apoyo aéreo de más de
siete mil quinientos aviones.
El Grupo de Ejércitos Centro se había convertido en
un pariente pobre. Algunos sectores disponían de tan pocos
hombres que los centinelas tenían que hacer turnos de seis
horas cada noche. Ni ellos ni sus oficiales tenían la menor
idea de la frenética labor que estaba llevándose a cabo por
detrás de las líneas soviéticas. Los senderos de los bosques
estaban siendo ensanchados para dar cabida a los grandes
vehículos blindados, se instalaban caminos de troncos en
los pantanos, se tendían puentes de pontones, se reforzaba
el firme de los vados, y se construían puentes subacuáticos
justo por debajo de la superficie de los ríos.
Este gran despliegue de fuerzas retrasó tres días el
lanzamiento de la ofensiva. El 22 de junio, el tercer
aniversario de la Operación Barbarroja, el Primer Frente
del Báltico y el Tercer Frente Bielorruso llevaron a cabo
sus batidas de reconocimiento en fuerza. La Operación
Bagration, que fue bautizada por el propio Stalin con el
nombre del célebre príncipe georgiano, héroe de 1812, dio
comienzo en serio al día siguiente.
El plan de la Stavka era rodear primero Vitebsk, por el
lado norte del frente del Grupo de Ejércitos Norte, y
Brobuisk, por el sur, y luego arremeter en diagonal desde
estos dos puntos para rodear Minsk, situada en el centro.
En el flanco norte, el Primer Frente del Báltico del
mariscal I. Kh. Bagramyan y el Tercer Frente Bielorruso
del joven coronel general I. D. Chernyakhovsky atacaron
rápidamente para rodear la bolsa de Vitebsk antes de que
los alemanes pudieran reaccionar. Decidieron incluso
prescindir de los bombardeos de la artillería, a menos que
la medida se considerara imprescindible en algún sector en
concreto. Las puntas de lanza de sus tanques contaron con
el apoyo de diversas oleadas de cazabombarderos
Shturmovik. El III Ejército Panzer fue pillado totalmente
desprevenido. Vitebsk se encontraba en medio de una cuña
muy vulnerable, cuya parte central era defendida por dos
divisiones de campo de la Luftwaffe bastante débiles. El
infortunado oficial al mando de la unidad había recibido la
orden de defender Vitebsk como una fortaleza, aunque a
todas luces carecía de las fuerzas necesarias para realizar
su tarea.
En el centro, desde Orsha hasta Mogilev, que había
sido el cuartel general del zar durante la Primera Guerra
Mundial, el IV Ejército del general de infantería Kurt von
Tippelskirch también fue pillado por sorpresa. «Realmente
ayer tuvimos un día negro», decía en una carta a su familia
un Unteroffizier de la 25.ª División de Granaderos
Acorazados, «una jornada que no olvidaré fácilmente. Los
rusos empezaron con un bombardeo con todas sus fuerzas.
Se prolongó durante casi tres horas. Intentaron avanzar con
todo su potencial. Su ímpetu era imparable. Realmente tuve
que salir corriendo, para no caer en manos de los rusos.
Sus tanques avanzaban con la bandera roja».2 Solo al este de
Orsha la 25.ª División de Granaderos Acorazados y la 78.ª
Sturm-Division respondieron valerosamente al ataque con
cañones de asalto.
Al día siguiente Tippelskirch pidió permiso para
replegarse al norte del Dniéper, pero su solicitud fue
rechazada por el cuartel general del Führer. Con varias
divisiones hechas añicos y sus hombres exhaustos,
Tippelskirch decidió desobedecer la absurda orden de
resistir, repetida como un papagayo por el servil oficial al
mando del grupo de ejércitos, el Generalfeldmarschall
Ernst Busch, en Minsk. Los oficiales se dieron cuenta de
que la única manera de salvar a sus formaciones era
falsificar los informes de situación y los artículos del
diario de guerra para justificar su retirada.
La 12.ª División de Infantería se replegó justo a
tiempo en el frente de Orsha. Cuando un comandante
preguntó a un oficial de zapadores por qué se daba tanta
prisa en volar un puente una vez que hubo cruzado su
batallón, el hombre le pasó sus prismáticos y señaló al otro
lado del río. Dándose media vuelta, el comandante divisó
una columna de tanques T-34 que los tenían ya al alcance.
Orsha y Mogilev, ciudades ambas a orillas del Dniéper,
quedaron incomunicadas y fueron conquistadas en tres días.
Hubo que dejar atrás a varios centenares de heridos. El
general alemán que había recibido la orden de defender
Mogilev hasta el final estaba al borde del ataque de nervios.
Por detrás de las líneas soviéticas, el principal
problema lo planteaban los enormes atascos de vehículos
militares. Rodear un tanque averiado no resultaba fácil
debido a los pantanos y los bosques que rodeaban los
caminos por uno y otro lado. El caos era a veces tan grande
que «el encargado de controlar el tráfico en un cruce podía
ser a veces todo un coronel», como recordaría más tarde un
oficial del Ejército Rojo. Comentaría también la suerte que
tuvieron las fuerzas soviéticas de que no hubiera casi rastro
de la Luftwaffe, pues todos aquellos vehículos pegados
unos a otros habrían ofrecido un blanco facilísimo.3
En el flanco sur, el Primer Frente Bielorruso del
mariscal Rokossovsky lanzó su ofensiva con un bombardeo
preliminar masivo que dio comienzo a las 04:00. Las
explosiones lanzaron al aire verdaderos surtidores de
tierra. El terreno quedó cubierto de cráteres y zanjas en una
zona amplísima. Los árboles eran abatidos y los soldados
alemanes, adoptando instintivamente la posición fetal
dentro de sus búnkeres, se estremecían al sentir vibrar el
suelo como si se tratara de un terremoto.
La pinza norte de Rokossovsky logró penetrar entre el
IV Ejército de Tippelskirch y el IX, responsable del sector
de Brobuisk. El general de infantería Hans Jordán, al mando
del IX Ejército, recurrió a su reserva, la 20.ª División
Panzer. Pero cuando aquella noche se inició el
contraataque, la 20.ª División recibió la orden de
replegarse y de trasladarse al sur de Brobuisk. La
penetración de la otra pinza, encabezada por el I Cuerpo de
Tanques de la Guardia, resultó mucho más peligrosa.
Amenazaba con rodear la ciudad y dejar incomunicado de
paso el flanco del IX Ejército. La llegada de Rokossovsky
por sorpresa, por el límite de los Pantanos del Pripet, tuvo
un éxito similar al de los alemanes apareciendo por las
Ardenas en 1940.
Hitler seguía negándose a permitir la retirada, de
modo que el 26 de junio el Generalfeldmarschall Busch
voló a Berchtesgaden para entrevistarse con él en el
Berghof. Iba acompañado de Jordán, al que Hitler quería
interrogar sobre el uso que había hecho de la 20.ª División
Panzer. Pero mientras se hallaban ausentes de su cuartel
general, el IX Ejército fue rodeado casi en su totalidad. Al
día siguiente, tanto Busch como Jordán fueron destituidos.
Hitler recurrió de inmediato al Generalfeldmarschall
Model. Pero a pesar del desastre sufrido y de la amenaza
que se cernía sobre Minsk, el OKW seguía sin tener la más
pálida idea de la magnitud de las ambiciones soviéticas.
Model, uno de los pocos generales capaces de
enfrentarse a Hitler con éxito, pudo llevar a cabo las
retiradas necesarias a la línea del río Beresina, delante de
Minsk. Hitler había permitido también a la 5.ª División
Panzer tomar posiciones en Borisov, al nordeste de Minsk.
Las tropas alemanas llegaron allí el 28 de junio, pero no
tardaron en sufrir el acoso de los aviones de ataque a tierra
Shturmovik. Reforzada con un batallón de tanques Tiger y
algunas unidades de la SS, la división tomó posiciones a
uno y otro lado de la carretera Orsha-Borisov-Minsk. Ni
los oficiales ni los soldados tenían una idea muy clara de
cuál era la situación general, aunque habían oído el rumor
de que el Ejército Rojo había cruzado el Beresina en algún
punto más al norte.
Durante la noche, los elementos de avance del V
Ejército de Tanques de la Guardia chocaron con los
granaderos acorazados. Se presentó un batallón de tanques
Panther para reforzar la línea alemana, pero al norte las
tropas de Chernyakhovsky lograron abrirse paso entre el III
Ejército Panzer y el IV Ejército. Comenzó entonces una
retirada caótica bajo el ataque constante de los Shturmovik
y el fuego de la artillería soviética. Los chóferes de los
transportes alemanes, aterrorizados, conducían a toda
velocidad, adelantándose sin miramientos unos a otros,
para llegar al último puente sobre el Beresina que quedaba
en pie y pasarlo antes de que lo volara el enemigo. El sitio
por el que cruzó Napoleón en la terrible retirada de 1812
estaba justo al norte de Borisov.
Vitebsk estaba ya ardiendo cuando las tropas alemanas
del LUI Cuerpo se replegaron en un intento vano de salir
del cerco para unirse al III Ejército Panzer. Los almacenes
y los depósitos de combustible estaban en llamas, y
despedían un humo negro. Entre los que murieron y los que
fueron hechos prisioneros, se perdieron cerca de treinta
mil hombres. El desastre hizo que se tambaleara la
confianza de muchos tanto en el Führer como en la
dirección de la guerra. «Los rusos han atravesado las líneas
esta mañana», decía en una carta a su familia un
Unteroffizier de la 206.ª División de Infantería. «Una breve
pausa me permite escribir otra carta. Según las órdenes
recibidas, debemos quitarnos de en medio y no caer en
manos del enemigo. Queridos míos, la situación es
desesperada. Ya no creo en nadie, tal como parece aquí que
están las cosas».4
Por el sur, las fuerzas de Rokossovsky habían rodeado
a casi todo el IX Ejército y la ciudad de Bobruisk, que fue
tomada con toda rapidez. «Cuando entramos en Bobruisk»,
escribe Vasily Grossman, que acompañaba a la 120.ª
División de Fusileros de la Guardia, a la que había
conocido en Stalingrado, «algunos edificios estaban en
llamas y otros se encontraban en ruinas. ¡El camino de la
venganza conducía a Bobruisk! Con dificultad nuestro
coche logra abrirse paso entre los restos retorcidos y
carbonizados de los tanques y los cañones autopropulsados
alemanes. Los hombres caminan pisando los cadáveres de
los alemanes. Cadáveres, cientos y cientos de cadáveres,
pavimentan el camino, yacen en las zanjas, bajo los pinos,
en medio de los campos verdes de cebada. En algunos
lugares, los vehículos tienen que pasar por encima de los
cuerpos, tantos son los que yacen en el suelo. Los hombres
se pasan el día entero enterrándolos, pero son tantos que el
trabajo no puede hacerse en una sola jornada. Hace un calor
agotador y todo está en silencio, y la gente camina y
conduce tapándose la nariz con el pañuelo. Aquí estaba
hirviendo un caldero de muerte: una venganza despiadada y
terrible de todos los que no habían entregado las armas y
habían escapado hacia el oeste».5
Una vez batidos los alemanes, salieron a la luz los
civiles. «Nuestra gente, las personas a las que hemos
liberado, nos cuentan sus historias y lloran (sobre todo son
las personas mayores las que lloran)», decía un joven
soldado del Ejército Rojo en una carta a su familia. «Y los
jóvenes están de tan buen humor que ríen todo el tiempo,
no hay manera de que cierren la boca. Ríen y hablan sin
parar».6
Para los alemanes la retirada fue desastrosa.
Vehículos de todo tipo tenían que ser abandonados porque
se quedaban sin combustible. Antes incluso de que se
produjera el ataque, se les había restringido el suministro a
unos diez o quince litros al día. La estrategia del general
Spaatz, consistente en bombardear las instalaciones
petroleras, ayudó indudablemente al Ejército Rojo en el
frente oriental y a los Aliados en Normandía. Los heridos
alemanes que tuvieron la suerte de ser evacuados sufrieron
terriblemente mientras eran trasladados a la retaguardia en
carretas tiradas por caballos, debido al traqueteo, el
balanceo y los bandazos. Muchos murieron desangrados
antes de llegar a los puestos de socorro. Como los
primeros auxilios en el frente habían experimentado una
reducción tan drástica debido a los médicos perdidos, una
herida grave suponía en aquellos momentos casi una
muerte segura. Los que podían ser sacados de la primera
línea eran llevados a los hospitales militares de Minsk,
pero la capital era en aquellos momentos el objetivo de los
soviéticos.
Los restos de las formaciones alemanas marchaban
hacia el oeste intentando escapar a través de los bosques.
Tenían escasez de agua, y muchos soldados se
deshidrataban debido al calor. Todos sufrían una tensión
espantosa por miedo a las emboscadas de los partisanos o a
ser capturados por el Ejército Rojo. Los bombarderos y la
artillería hostigaban a las topas en retirada derribando
árboles y provocando la dispersión de las astillas. El
encarnizamiento y la ubicuidad de los combates era tal que
perdieron la vida en acción ni más ni menos que siete
generales alemanes del Grupo de Ejércitos Centro.
Incluso Hitler tuvo que abandonar su manía de
designar como fortalezas ciudades completamente
inadecuadas. Sus comandantes intentaban en aquellos
momentos no tener que defender ninguna ciudad
precisamente por esa razón. A finales de junio, el V
Ejército de Tanques de la Guardia había logrado abrirse
paso con contundencia y había empezado a poner sitio a
Minsk desde el norte. El caos reinaba en la ciudad mientras
el cuartel general del Grupo de Ejércitos Centro y todo el
personal alemán de la retaguardia se precipitaban a la huida.
Los hombres que estaban en los hospitales mal heridos
quedaron abandonados a su suerte. Minsk fue capturada
desde el sur el 3 de julio, y el grueso del IV Ejército
alemán se vio atrapado entre la ciudad y el Beresina.
Incluso un Obergefreiter de los servicios sanitarios
que no tenía acceso a los mapas del estado mayor se daba
cuenta con toda claridad de la amarga ironía de su
situación. «El adversario ha hecho ahora lo que hicimos
nosotros en el 41: maniobra de envolvimiento sobre
maniobra de envolvimiento», decía en una carta.7 Otro
Obergefreiter de la Luftwaffe comentaba en una carta a su
esposa, residente en Prusia oriental, que ahora se
encontraba solo a doscientos kilómetros de ella. «Si el
ataque de los rusos sigue la misma dirección, no tardaréis
mucho en tenerlos a la puerta de casa».8
La venganza llegó en Minsk, y recayó especialmente
en los antiguos soldados del Ejército Rojo que habían
prestado servicio en la Wehrmacht como Hiwis. Otros
protagonizaron actos de venganza de carácter estrictamente
personal, fruto de la salvaje represión que sufrió
Bielorrusia y que causó la muerte a una cuarta parte de su
población. «Un partisano, un hombre bajito», escribe
Grossman, «ha matado a dos alemanes con un palo. Había
rogado a los guardias de la columna que le entregaran a
aquellos individuos. Estaba convencido de que eran los que
habían matado a su hija Olya y a sus dos hijos, los dos niños
que tenía. Les rompió los huesos y les aplastó el cráneo, y
mientras les pegaba, lloraba y gritaba: "¡Aquí tenéis! ¡Esto
por Olya! ¡Aquí tenéis! ¡Esto por Kolya!" Cuando
estuvieron muertos, apoyó los cadáveres en el tocón de un
árbol y siguió golpeándoles».9
Los ejércitos mecanizados de Rokossovsky y
Chernyakhovsky siguieron adelante, mientras detrás de
ellos las divisiones de fusileros aplastaban a las fuerzas
alemanas que habían quedado atrapadas. Los mandos
soviéticos conocían en aquellos momentos la ventaja que
suponía lanzar una carga rápida sobre el enemigo en fuga.
No había que dar tiempo a los alemanes a que se
recuperaran y prepararan nuevas líneas de defensa. El V
Ejército de Tanques de la Guardia se dirigió a Vilnius,
mientras que otras formaciones se encaminaban a
Baranovichi. Vilnius cayó el 13 de julio después de
encarnizados combates. Su siguiente objetivo fue Kaunas.
Justo detrás se encontraba ya el territorio del Reich, Prusia
oriental.
La Stavka planeaba ahora un golpe en el golfo de Riga,
para atrapar al Grupo de Ejércitos Norte en Estonia y
Letonia. Estas formaciones lucharon desesperadamente por
mantener abierto un pasillo hacia el oeste, mientras por el
este intentaban repeler a ocho ejércitos soviéticos. El 13
de julio, al sur de los Pantanos del Pripet, los ejércitos del
Primer Frente Ucraniano del mariscal Konev iniciaron su
ofensiva, que luego se llamaría Operación Lwów-
Sandomierz. Tras aplastar las líneas alemanas mal
defendidas, las formaciones de Konev avanzaron dispuestas
a rodear Lwow. En el asalto de la ciudad diez días después
contaron con la ayuda de tres mil hombres del Ejército
Polaco del Interior, al mando del coronel Wladyslaw
Filipkowski. Pero en cuanto fue tomada la ciudad, el
NKVD, que ya se había apoderado del cuartel general de la
Gestapo y de sus archivos, arrestó a los oficiales del
Ejército del Interior y obligó a los soldados a unirse al I
Ejército polaco comunista.10
Después de tomar Lwów, el Primer Frente Ucraniano
de Konev se encaminó hacia el oeste, directamente al
Vístula, aunque la idea de las formaciones soviéticas era
acercarse a Prusia oriental —territorio del «viejo
Reich»—, eventualidad que causaba muchísimo temor
entre los alemanes. Lo único en lo que aún tenían
esperanza, como en Normandía, era en las armas V,
especialmente la V-2. «Su eficacia será mucho más
poderosa que la de la V-1», decía en una carta a la familia
un cabo (Obergefreiter) de la Luftwaffe.11 Pero él no era
el único que temía que los Aliados se vengaran de estos
ataques por medio del gas. Uno o dos aconsejaban incluso a
sus familiares que compraran máscaras antigás si era
necesario. Otros empezaban a temer que su propio bando
«empiece a utilizar el gas (como último recurso)».12
Algunas unidades alemanas fueron obligadas a
replegarse a una línea defensiva tras otra con la vana
esperanza de detener la avalancha. «Los rusos nos atacan
sin cesar», decía un Gefreiter de una brigada de
construcción destinado a infantería. «Llevamos aguantando
un bombardeo desde esta mañana a las 05:00. Quieren
romper las líneas. Sus aviones de ataque a tierra están
perfectamente coordinados con el fuego de la artillería.
Los impactos de unos y otros se suceden. Yo estoy aquí, en
nuestro bunkercito y os escribo quizá mi última carta».
Casi todos los soldados rezaban en secreto pidiendo poder
volver a casa, pero sin creer en realidad que fueran a
conseguirlo.13
Los acontecimientos se sucedían con tanta rapidez,
como observaba otro Obergefreiter metido en otro
Kampfgruppe improvisado, que «ya no cabe hablar de
"frente"». Y añadía: «Solo puedo decirte que ya no estamos
lejos de Prusia oriental, y quizá entonces venga lo peor».14
En la propia Prusia oriental, la población civil observaba el
ajetreo de las carreteras cada vez con más ansiedad. Una
mujer que vivía cerca de la frontera vio pasar por delante de
su puerta «columnas de soldados y refugiados procedentes
de Tilsit, que han sufrido un bombardeo terrible». 15 Las
incursiones aéreas de los soviéticos obligaban a los civiles
a buscar refugio en los sótanos de las casas y a reforzar con
tablas las ventanas hechas añicos. Los talleres y las fábricas
habían dejado prácticamente de funcionar porque eran muy
pocas las mujeres que acudían al trabajo. Viajar a más de
cien kilómetros de distancia estaba prohibido. El Gauleiter
de Prusia oriental, Erich Koch, no quería que los civiles
huyeran al oeste, pues habría sido un gesto derrotista.
El avance de Konev continuó con rapidez desde
Lublin, donde había sido descubierto el campo de
concentración de Majdanek justo al oeste de la ciudad.
Grossman se había unido al general Chuikov, cuyo ejército
de Stalingrado, convertido ahora en el VIII de Guardias,
había tomado la localidad. La principal preocupación de
Chuikov era no dejar perder la ocasión de avanzar hacia
Berlín, acción que para él era tan importante como para el
general Clark tomar Roma. «Es de pura lógica y de sentido
común», sostenía Chuikov. «Piénsalo un momento: ¡Los
Stalingradtsy avanzan hacia Berlín!» Grossman, asqueado
de la egolatría de los altos mandos e irritado por el hecho
de que hubieran enviado a Konstantin Simonov a cubrir la
noticia del campo de Majdanek en vez de dejársela a él, se
dirigió al norte, hacia el lager de Treblinka, que acababa de
ser descubierto.16
Simonov estaba en compañía de un numeroso grupo de
corresponsales extranjeros enviados a Majdanek por el
Departamento Político Principal del Ejército Rojo para
atestiguar los crímenes de los nazis. Con el slogan «No
dividáis a los muertos», la postura de Stalin estaba bien
clara. No debía hacerse mención de los judíos como
categoría especial cuando se hablara de sufrimientos. Las
víctimas de Majdanek debían ser calificadas solo de
ciudadanos soviéticos o polacos. Hans Frank, jefe del
Gobierno General nazi, quedó horrorizado cuando
aparecieron en la prensa extranjera los detalles de las
instalaciones que había en Majdanek para facilitar el
exterminio. La rapidez del avance soviético había pillado a
la SS por sorpresa, sin darles oportunidad de destruir los
testimonios incriminatorios. A partir de ese momento
tanto Frank como otros muchos tuvieron por primera vez la
seguridad de que cuando acabara la guerra lo que los
aguardaba era la horca.
La SS dispuso de un poco más de tiempo en Treblinka.
El 23 de julio, cuando pudo oírse en la distancia la artillería
de Konev, el comandante de Treblinka I recibió la orden de
liquidar a los últimos supervivientes del campo. Se repartió
aguardiente entre los agentes de la SS y los Wachmänner
ucranianos antes de que empezaran a ejecutar a los
prisioneros que quedaban. Max Levit, un carpintero de
Varsovia, fue el único superviviente. Tras caer herido por
las primeras ráfagas, quedó cubierto por otros cuerpos.
Logró luego arrastrarse hasta el bosque, desde donde
escuchó las caóticas descargas de los fusiles. «¡Stalin nos
vengará!», había gritado un grupo de chicos soviéticos justo
antes de ser tiroteados.17

Poco antes de que la Operación Bagration aplastara a sus


ejércitos en el este, Hitler había trasladado el II Cuerpo
Panzer de la SS a Normandía, junto con la 9.ª División
Panzer de la SS Hohenstaufen y la 10.ª División Panzer de
la SS Frundsberg. Las interceptaciones de Ultra habían
avisado a los líderes aliados en Normandía de que ambas
formaciones estaban de camino. Eisenhower se subía por
las paredes de impaciencia, pues la siguiente ofensiva de
Montgomery contra Caen después de lo de Villers-Bocage
no iba a estar lista hasta el 26 de junio. En realidad no era
culpa de Montgomery, pues la gran tormenta que había
caído había retrasado la concentración de las fuerzas que
necesitaba para la que se llamaría Operación Epsom. Una
vez más su intención era atacar al oeste de Caen y girar en
torno a la ciudad para rodearla.
El 25 de junio dio comienzo un ataque de diversión
más al oeste incluso, con el XXX Cuerpo reanudando su
particular enfrentamiento con la División Panzer-Lehr. La
49.ª División, llamada la División Oso Polar debido a su
emblema, logró obligar a la Panzer-Lehr a replegarse a las
localidades de Tessel y Rauray, donde los combates fueron
especialmente feroces. Desde que la 12.ª División Panzer
de la SS Hitler Jugend había empezado a matar
prisioneros, no hubo piedad por parte de nadie. Poco antes
de que diera comienzo la lucha en el bosque de Tessel, el
sargento Kuhlmann, al mando de un pelotón de morteros de
la 1.ª/ 4.ª de Infantería Ligera King's Own Yorkshire, anotó
las órdenes en su agenda de campaña. Al final aparece
escrito: «NTP por debajo del grado de comandante», esto
es: «No tomar prisioneros por debajo del grado de
comandante».18Otros soldados recuerdan haber recibido la
orden de «no hacer prisioneros», y aseguran que ese era el
motivo de que la propaganda alemana empezara a llamar a la
49.ª División «los Carniceros del Oso Polar».19 Una
interceptación de Ultra confirmaba que la Panzer-Lehr
había sufrido «graves pérdidas».20
Montgomery habló de la Operación Epsom a
Eisenhower como de una «confrontación definitiva»,
cuando a todas luces tenía la intención de librar la batalla
con la misma cautela que de costumbre. En la historia
oficial de la campaña de Italia escrita posteriormente se
dice que Montgomery «tenía el raro don de combinar de
modo harto convincente un lenguaje muy audaz y una forma
de actuar muy cautelosa». Así fue especialmente en
Normandía.21
El VIII Cuerpo, que estaba recién llegado, lanzó el
principal ataque con la 15.ª División escocesa y la 43.ª
División Wessex por delante, mientras que por detrás iba la
11.ª División Acorazada dispuesta a aprovechar una
eventual rotura de las líneas. En el bombardeo inicial
participaron la artillería de las distintas divisiones y la de
todo el Cuerpo en general, así como el armamento
principal de los acorazados atracados frente a la costa. La
15.ª División escocesa avanzó rápidamente, pero por la
izquierda la 43.ª se vio obligada a repeler un ataque de la
12.ª División Panzer. Al anochecer, los escoceses habían
llegado al valle del Odón. Aunque los movimientos eran
lentos porque se formaban peligrosos atascos de vehículos
en las estrechas carreteras normandas, el avance continuó.
Al día siguiente, el 2.° Batallón de Highlanders de Argyll y
Sutherland, haciendo prudentemente caso omiso de la
doctrina táctica al uso, cruzó el Odón en pequeños grupos y
capturó el puente.
El 28 de junio, el teniente general sir Richard
O'Connor, que había escapado de un campo de prisioneros
en Italia y se encontraba en aquellos momentos al mando
del VIII Cuerpo, quiso avanzar todavía más con la 11.ª
División Acorazada y capturar una cabeza de puente sobre
el río Orne más allá del Odón. El general sir Miles
Dempsey, al mando del II Ejército británico, conocía por
Ultra la inminente llegada del II Cuerpo Panzer de la SS, y
teniendo allí cerca a Montgomery decidió actuar con
prudencia. Tal vez habría sido más audaz si hubiera estado
al tanto de los extraordinarios acontecimientos que estaban
desarrollándose en el lado alemán.
Hitler acababa de convocar a Rommel en el Berghof,
decisión extraordinaria cuando sus fuerzas estaban en pleno
combate. Para agravar aún más la confusión, el comandante
en jefe del VII Ejército, el Generaloberst Friedrich
Dollmann, acababa de morir oficialmente de un ataque al
corazón, aunque la mayoría de los oficiales alemanes
sospechaba que se había suicidado tras la rendición de
Cherburgo. Sin consultar a Rommel, Hitler nombró al
Obergruppenführer Paul Hausser, que estaba al mando del
II Cuerpo Panzer de la SS, para hacerse cargo del VII
Ejército. Hausser, que había recibido la orden de
contraatacar y enfrentarse a la ofensiva inglesa con las
divisiones acorazadas de la SS Hohenstaufen y
Frundsberg, tuvo que delegar en su segundo y dirigirse
precipitadamente a su nuevo cuartel general en Le Mans.
El 29 de junio, la 11.ª División Acorazada, encabezada
por su singular oficial al mando, el general Philip «Pip»
Roberts, logró llevar sus tanques hasta la Colina 112, la
altura más notable entre el Odón y el Orne. Y a
continuación procedió a repeler los contraataques de la 1.ª
División Panzer de la SS Leibstandarte Adolf Hitler, parte
de la 21.ª Panzer, y de la 7.ª Brigada de Morteros con sus
lanzacohetes Nebelwerfer de varios cañones, que
chirriaban como una recua de asnos rebuznando. Los
alemanes se dieron cuenta de la importancia de la captura
de la Colina 112. Se envió al Gruppenführer Wilhelm
Bittrich, el sustituto de Hausser, la orden urgente de que
atacara por el otro flanco al cabo de una hora, utilizando su
II Cuerpo Panzer SS reforzado con un Kampfgruppe de la
2.ª División Panzer SS Das Reich. De ese modo el II
Ejército británico se encontró de pronto convertido en
blanco de los ataques de siete divisiones acorazadas, entre
ellas cuatro divisiones Panzer SS y parte de una quinta. En
ese preciso momento, en Bielorrusia la totalidad del Grupo
de Ejércitos Centro disponía solo de tres divisiones
acorazadas, y eso después de ser reforzado. El sarcasmo de
Ilya Ehrenburg cuando comenta que los Aliados se
enfrentaron en Normandía con las migajas del ejército
alemán no puede estar más lejos de la verdad.
Montgomery tuvo que enfrentarse al grueso de las
divisiones panzer alemanas por unos motivos muy simples,
como ya se le había advertido antes de la invasión. El II
Ejército británico, al que se había asignado el sector este,
era el que más cerca estaba de París. Si los ingleses y los
canadienses rompían las líneas, el VII Ejército alemán,
situado más al oeste y las formaciones destacadas en
Bretaña quedarían aisladas.
El brío de la resistencia alemana en el sector británico
había obligado a Montgomery a replantearse sus ideas
acerca de conquistar la zona llana situada al sur de Caen
para instalar aeródromos. Intentó hacer de una penosa
necesidad virtud diciendo que estaba manteniendo ocupadas
a las divisiones panzer para dar a los americanos la
oportunidad de avanzar por el oeste. Ni estos ni la Real
Fuerza Aérea, desesperados por las zonas de desembarco
que les habían tocado en suerte, estaban muy convencidos.
A pesar de las palabras combativas pronunciadas ante
Eisenhower, Montgomery había comentado al general
George Erskine, de la VII División Acorazada, que a decir
verdad no buscaba una «confrontación definitiva». «Cambio
total por lo que a nosotros respecta», anotó en su diario el
oficial de inteligencia de Erskine justo antes de que se
iniciara Epsom, «pues Montgomery no quiere que ganemos
terreno. Satisfecho con el hecho de que el II Ejército haya
atraído a todas las divisiones panzer enemigas, ahora quiere
que en este frente esté solo Caen y que los americanos se
dirijan a los puertos de Bretaña. Así que el ataque del VIII
Cuerpo sigue adelante, pero nosotros tenemos un objetivo
muy limitado».22
El contraataque alemán durante la tarde del 29 de
junio fue dirigido principalmente contra la 15.ª División
escocesa en el lado oeste de la línea de avance. Los
escoceses combatieron bien, pero el verdadero daño que
recibió el Cuerpo Panzer de la SS, que acababa de llegar a
la zona, se lo infligió la Marina Real. Temiendo que se
produjera un contraataque aún mayor en el lado sudeste de
la Colina 112, Dempsey dijo a O'Connor que replegara sus
tanques. Al día siguiente, Montgomery detuvo la ofensiva
porque el VIII Cuerpo había perdido más de cuatro mil
hombres. Una vez más el popular militar inglés no había
sabido asegurar su éxito con rapidez. Lo trágico fue que los
combates de la semana siguiente para reconquistar la
Colina 112 causarían más muertes de las que se produjeron
durante su defensa.
Tanto Rommel como el general Geyr von
Schweppenburg quedaron aterrados al ver el efecto del
fuego de la artillería naval desde una distancia de treinta
kilómetros sobre las divisiones Hokenstaufen y
Frundsberg. Los cráteres producidos por las bombas
tenían cuatro metros de ancho por dos de profundidad. La
necesidad de convencer a Hitler de que tenían que retirar
sus fuerzas detrás del río Orne se hizo todavía más
perentoria. Geyr estaba aturdido por las pérdidas sufridas
en aquella batalla defensiva, cuando lo que él habría
preferido era utilizar sus divisiones panzer en un
contraataque masivo. Habían sido arrastrados al combate
para hacer de «refuerzo de corsé» de las divisiones de
infantería, que eran demasiado débiles, y ahora resultaba
que no había divisiones de infantería suficientes para poder
retirar sus formaciones panzer y permitirles recuperarse un
poco. Así, pues, lejos de «llevar la voz cantante» en el
campo de batalla como le gustaba decir, Montgomery se
había visto en realidad atrapado en una batalla de desgaste
por los propios problemas del ejército alemán.
Geyr escribió un informe muy crítico de la estrategia
alemana en Normandía, que habría exigido una defensa
flexible y la retirada de sus fuerzas detrás del Orne. Sus
comentarios sobre la interferencia del OKW, que
claramente se referían a Hitler, condujeron a su inmediata
destitución. Fue sustituido por el General der
Paniertruppen Hans Eberbach. La siguiente víctima de alto
rango fue el propio mariscal von Rundstedt, que había
avisado a Keitel de que no iba a ser posible parar a los
Aliados en Normandía. «Deberíais poner fin a toda la
guerra», había comentado. Rundstedt, que también había
respaldado el informe de Geyr, fue sustituido por el
Generalfeldmarschall Hans von Kluge. A Hitler le habría
gustado sustituir también a Rommel, pero semejante
medida habría causado una impresión desastrosa tanto en
Alemania como en el extranjero.
Kluge llegó al cuartel general de Rommel en el
castillo de La Roche-Guyon, a orillas del Sena, e hizo
algunos comentarios mordaces acerca de la forma de
dirigir la lucha hasta ese momento. Rommel estalló y le
dijo que primero fuera a ver el frente y comprobara él
mismo cuál era la situación. Así lo hizo Kluge durante los
días sucesivos y quedó desconcertado ante el panorama que
pudo contemplar. Aquello era muy distinto de la imagen
que le habían pintado en el cuartel general del Führer,
donde le habían dicho que sin duda Rommel era demasiado
pesimista en lo concerniente al poderío aéreo de los
Aliados.

Un poco más al oeste, el I Ejército americano de Bradley


había quedado atascado en los sangrientos combates en los
que se había visto envuelto en los pantanos al sur de la
península de Cotentin y el bocage, en la zona rural al norte
de Saint-Lô. Los constantes ataques con simples batallones
contra el II Cuerpo de Paracaidistas alemanes costaron
muchas bajas. «A los alemanes no les queda gran cosa»,
comentó con respeto un oficial de una división americana,
«pero, ¡diablos!, saben bien cómo usarlo».23
Utilizando las lecciones aprendidas en el frente
oriental, los alemanes lograron compensar su inferioridad
numérica en materia de hombres, artillería y sobre todo de
aviones. Para la primera línea de defensa excavaron
pequeños refugios en la base elevada de los impenetrables
setos, tarea dura y laboriosa habida cuenta de lo intrincado
de las viejas raíces, para construir en ellos nidos de
ametralladoras. Un poco más atrás, la línea principal
disponía de tropas suficientes para llevar a cabo un
contraataque inmediato. Detrás de ellas, habitualmente en
terreno en pendiente, solía colocarse un cañón de 88 mm
capaz de poner fuera de combate a cualquier Sherman que
apareciera en apoyo de los ataques de la infantería. Todas
las posiciones y todos los vehículos eran meticulosamente
camuflados, lo que significaba que la ayuda que pudieran
prestar los cazabombarderos aliados era relativamente
escasa. La artillería fue el recurso que más utilizaron
Bradley y sus mandos: como cabe imaginar, los civiles
franceses consideraron que lo hicieron en exceso.
Los propios alemanes describieron la lucha en el
bocage como una «guerra sucia entre matorrales».24
Colocaban minas en el fondo de los cráteres abiertos por
las bombas delante de sus posiciones para que cualquier
soldado americano que se lanzara en su interior buscando
refugio perdiera las piernas. A lo largo de los senderos
disponían lo que los americanos llamaban minas
castradoras o bouncing Bettys, que saltaban y explotaban a
la altura de la entrepierna. Los tripulantes de sus tanques y
los soldados encargados de accionar los cañones de
campaña se hicieron expertos en disparar las llamadas
salvas de árbol, lo que significaba tirar una bomba que
explotara en la cima de un árbol y produjera astillas
capaces de herir a cualquier individuo que estuviera
escondido debajo.
La táctica americana solía basarse en el «fuego en
marcha» a medida que avanzaba la infantería, lo que suponía
ir disparando constantemente sobre todo lo que pudieran
ser posiciones enemigas. La cantidad de munición utilizada
sería, en consecuencia, enorme. Los alemanes tenían que
ser más eficaces. Un alemán esperaba pegado a un árbol a
que pasaran los soldados de infantería enemigos y entonces
disparaba contra uno de ellos por la espalda. Esto hacía que
los compañeros del herido se echaran a tierra al
descubierto y que los equipos de morteros alemanes
lanzaran contra ellos bombas que estallaban en el aire
mientras estaban en el suelo con todo el cuerpo expuesto.
A los sanitarios que acudían a socorrer a los heridos les
disparaban deliberadamente. A menudo aparecía un solo
alemán con las manos en alto como si quisiera rendirse y
cuando los americanos se acercaban a él con la intención
de hacerlo prisionero, se echaba a un lado y las
ametralladoras escondidas acribillaban a los soldados
desprevenidos. No es de extrañar que después de varios
incidentes de ese estilo fueran pocos los americanos
dispuestos a coger prisioneros.
En el ejército alemán la fatiga de combate no estaba
reconocida como enfermedad; era considerada cobardía. A
los soldados que intentaban eludir el combate
autolesionándose se les pegaba un tiro y punto. En
comparación, el ejército americano, el canadiense y el
británico eran extraordinariamente progresistas. Casi todas
las bajas de carácter psico-neurótico se produjeron como
consecuencia de la lucha en el bocage, y la mayoría de sus
víctimas fueron reemplazos, que se habían visto metidos en
la pelea mal entrenados y peor preparados para sustituir a
un caído en combate. Al final de la campaña unos treinta
mil hombres del I Ejército norteamericano fueron
computados como bajas por motivos psicológicos. El jefe
del servicio de sanidad del ejército estadounidense
calculaba que en las fuerzas norteamericanas de primera
línea había habido un diez por ciento de bajas por motivos
psicológicos.25
Los psiquiatras del ejército británico y del ejército
estadounidense declararon una vez acabada la contienda que
les sorprendió el escaso número de casos de fatiga de
combate que encontraron entre los prisioneros de guerra
alemanes, aunque sus sufrimientos como consecuencia de
los bombardeos aliados habían sido mucho mayores.
Llegaban a la conclusión de que la propaganda del régimen
nazi desde 1933 había ayudado casi con toda seguridad a
preparar psicológicamente a sus soldados. De un modo
bastante similar, podríamos decir que la enorme dureza de
las condiciones de vida imperantes en la Unión Soviética
curtieron a los soldados que sirvieron en el Ejército Rojo.
Era impensable que los ejércitos de las democracias
occidentales aguantaran esos mismos niveles de dureza.
Aunque Rommel y Kluge suponían que la principal
línea de avance en Normandía iba a venir del sector
anglocanadiense en el frente de Caen, imaginaban también
que se produciría un ataque americano cerca de la costa del
Atlántico. Bradley, sin embargo, había fijado en Saint-Lô el
extremo oriental de su posición de ataque para la gran
ofensiva.

Tras los decepcionantes resultados de la Operación Epsom,


Montgomery no hizo mucho por hablar sinceramente con
Eisenhower, que cada vez estaba más exasperado ante la
aparente autosuficiencia del inglés. Montgomery no sería
nunca capaz de reconocer que alguna de sus campañas no
estaba saliendo según su «plan magistral». Sin embargo, era
consciente del disgusto que estaba provocando su falta de
progreso tanto en el cuartel general de Eisenhower como
en Londres. Asimismo estaba perfectamente al corriente
de la escasez de recursos humanos que padecía el país.
Churchill temía que, si su poderío militar iba reduciéndose,
Gran Bretaña tendría muy poco que decir en los acuerdos
de posguerra.
En su afán de lograr un avance en toda regla sin perder
muchos más hombres, Montgomery estaba dispuesto a
contradecir uno de sus lemas favoritos. El otoño anterior
en Italia, había afirmado categóricamente en una
conferencia informativa ante los corresponsales de guerra
que «los bombarderos pesados no pueden participar a
fondo en una batalla terrestre contra una primera línea».26
El 6 de julio, eso fue precisamente lo que procedió a
solicitar a la RAF para que le ayudara a tomar Caen.
Ansioso de que por fin se produjera algún avance,
Eisenhower lo apoyó plenamente y al día siguiente se
reunió con el mariscal jefe del aire Harris. Este accedió a
enviar aquella misma noche cuatrocientos sesenta y siete
bombarderos Lancaster y Halifax contra los barrios del
norte de Caen, defendidos por la 12.ª División de la SS
HitlerJugend. Pero el ataque sufrió una lamentable
desviación de los objetivos.
Como en Omaha, los marcadores de objetivos
esperaron un ratito antes de disparar para asegurarse de no
dar a sus propias tropas. La consecuencia de ese retraso fue
que la mayoría de las bombas cayeron en el centro de la
antigua ciudad normanda. Las bajas de los alemanes fueron
pocas comparadas con las que sufrió la población civil
francesa, que fue la víctima no reconocida de los combates
librados en Normandía. La campaña dio lugar a una terrible
paradoja. En su afán por reducir sus propias bajas, es
probable que los altos mandos de las democracias
occidentales mataran a un número más elevado de civiles
debido al uso excesivo de explosivos de alta potencia.
El ataque de los británicos y los canadienses se
produjo a la mañana siguiente. Esa demora dio a la división
Hitler Jugend casi doce horas para recuperarse, y la
terrible resistencia que presentó causó muchísimas bajas.
Luego los alemanes desaparecieron de repente, tras recibir
la orden de replegarse al sur del Orne. Los ingleses
tomaron rápidamente el norte y el centro de la ciudad. Pero
ni siquiera este éxito parcial de los Aliados resolvió el
problema fundamental del II Ejército. Seguía careciendo de
espacio para construir suficientes aeródromos avanzados y
para desplegar el resto del I Ejército canadiense que seguía
esperando en Inglaterra.
Muy a regañadientes, Montgomery aceptó el plan de
Dempsey de utilizar las tres divisiones acorazadas —la 7.ª,
la 11.ª y la recién llegada División Acorazada de la Guardia
— para abrirse paso hacia Falaise desde la cabeza de puente
situada al este del Orne. Las dudas de Montgomery tenían
que ver sobre todo con sus prejuicios en contra de la
caballería y de que las formaciones blindadas anduvieran
«pavoneándose por ahí». Como buen militar conservador,
su idea no era llevar a cabo una ofensiva cuidadosamente
programada, pero no podía permitirse más bajas de
infantería, y tenía que hacer algo. Las quejas y las pullas no
solo venían de los americanos. La RAF estaba furiosa. Las
protestas de que había que echar a Montgomery venían
ahora del lugarteniente de Eisenhower, el mariscal jefe del
aire Tedder, y del mariscal del aire Coningham, que no
había perdonado nunca a Monty haber acaparado toda la
gloria en el norte de África y haber hablado muy poco de su
Fuerza Aérea del Desierto.
La Operación Goodwood, lanzada el 18 de julio, se
convirtió en el ejemplo más evidente del don de combinar
un «lenguaje muy audaz y una forma de actuar muy
cautelosa» de toda la carrera de Montgomery. El militar
inglés vendió a Eisenhower con tanta convicción la idea de
llevar a cabo un avance definitivo en toda regla que el
comandante supremo respondió: «Estoy contemplando
semejante perspectiva con el optimismo y el entusiasmo
más enormes. No me sorprendería en absoluto verte
obtener una victoria que haga que algunos de los "viejos
clásicos" parezcan meras escaramuzas entre pequeños
destacamentos».27 Montgomery había causado esa misma
impresión al mariscal Brooke en Londres, pero al día
siguiente presentó a Dempsey y a O'Connor un objetivo
mucho más modesto, a saber avanzar una tercera parte del
camino hacia Falaise y ver cómo se ponían las cosas. Por
desgracia, las reuniones informativas con sus oficiales
dieron a entender que iba a tratarse de una ofensiva más
decisiva que la de El Alamein, y a los corresponsales de
prensa se les habló de un avance «al estilo ruso» que
situaría al II Ejército casi doscientos kilómetros más
adelante. Los periodistas, asombrados, señalaron que casi
doscientos kilómetros significaban directamente París.
Todavía ansiosa por conseguir sus aeródromos
avanzados, la RAF estaba otra vez dispuesta a suministrar
sus aparatos. De ese modo a las 05:30 del 18 de julio dos
mil seiscientos bombarderos de la RAF y de las Fuerzas
Aéreas de los Estados Unidos lanzaron siete mil quinientas
sesenta y siete toneladas de bombas sobre un frente de
siete mil metros. Por desgracia, los servicios de
inteligencia del II Ejército no supieron detectar que las
líneas de la defensa alemana se extendían en cinco líneas
sucesivas hasta la cuesta de Bourguébus, que el II Ejército
debía tomar si quería avanzar hasta Falaise. Para empeorar
las cosas, la compleja marcha de aproximación de las tres
divisiones acorazadas las llevó a través de puentes
portátiles Bailey sobre el canal de Caen y el río Orne hasta
una cabeza de puente restringida en la que la 51.ª División
Highland había puesto un campo de minas muy tupido.
Temeroso de alertar al enemigo, O'Connor ordenó que se
despejaran unos cuantos pasillos en el último momento que
permitieran cruzarlo, pero que no se quitaran todas las
minas. Los alemanes, sin embargo, eran conscientes de la
inminencia del ataque. Habían visto todos los preparativos
desde los edificios altos de una fábrica situada más al este
y gracias a los vuelos de reconocimiento. Ultra había
captado que la Luftwaffe tenía conocimiento de la
operación, pero el II Ejército siguió adelante con su plan.
Las tropas se pusieron en pie en sus tanques para
contemplar con una mezcla de admiración y nerviosismo la
destrucción causada por los bombarderos, pero los atascos
de tráfico que se formaron detrás debido a la estrechez de
los pasillos abiertos en el campo de minas hicieron que el
ataque se frenara fatídicamente. De hecho, los retrasos
fueron tan grandes que O'Connor detuvo a la infantería
transportada en camiones para que pudieran pasar primero
los tanques. Una vez que logró pasar, la 11.ª División
Acorazada avanzó con rapidez, pero entonces se topó con
una emboscada de cañones antitanques perfectamente
escondidos en edificios de piedra de granjas y aldeas. Estos
eran objetivos de los que solía ocuparse la infantería, pero
los tanques estaban solos y sufrieron terribles pérdidas. La
división había perdido también al oficial de enlace con la
aviación, que había sido uno de los primeros en caer, de
modo que no pudo pedir ayuda a los escuadrones de cazas
Typhoon que sobrevolaban la zona. Sufrieron el fuego
devastador de los cañones de 88 mm situados en la cuesta
de Bourguébus y un contraataque de la 1.ª División Panzer
SS. La 11.ª División y la División Acorazada de la Guardia
perdieron entre las dos aquel día más de doscientos
tanques.
El general Eberbach, que contaba con que la ofensiva
acorazada británica desbordara por completo a sus fuerzas
y rebasara su línea exageradamente amplia, no podía dar
crédito a su suerte. Al día siguiente el II Ejército y los
canadienses lograron avanzar en varios lugares, ampliando
su control al sur de Caen, pero la cuesta de Bourguébus
siguió en su totalidad en manos de los alemanes. Al poco
rato cayó sobre la zona un torrencial aguacero.
Montgomery encontró la excusa para suspender el ataque,
pero el daño a su reputación ya estaba hecho.
Los americanos y la RAF se indignaron todavía más
debido a sus jactancias prematuras y a su posterior
autocomplacencia, cuando era tan poco lo que había
conseguido. Por otra parte aquella Operación Goodwood
tan poco gloriosa había venido a confirmar la creencia de
Kluge y Eberbach de que en Normandía el principal ataque
estaba todavía por venir y de que iba a producirse en la
carretera de Falaise. En consecuencia, cuando finalmente
el general Bradley lanzó cinco días después la Operación
Cobra, al principio Kluge no envió ninguna división panzer
a detenerla. Y el 20 de julio, el día en que llegaron las
lluvias a Normandía, estalló una bomba en la Wolfsschanze,
cerca de Rastenburg.
40
BERLÍN, VARSOVIA Y
PARÍS
(julio-octubre de 1944)

Una vez comenzada la guerra, solo el ejército alemán tenía


la posibilidad de derrocar a Hitler y al régimen nazi. Sus
oficiales tenían acceso al Führer y controlaban unas fuerzas
capaces que podían garantizar la seguridad de un nuevo
gobierno. En 1938 y a comienzos de la guerra, las
tentativas de algunos generales de acabar con la dictadura
habían fracasado todas por miedo o por un concepto
equivocado del sentido del honor y la obediencia.
El primer plan serio para asesinar a Hitler comenzó a
fraguarse durante el desastre de Stalingrado en el invierno
de 1942. La discusión tuvo lugar en el cuartel general del
Grupo de Ejércitos Centro a instancias del Generalmajor
Henning von Tresckow. El primer intento fue en marzo de
1943, cuando unos explosivos proporcionados por el
almirante Canaris fueron colocados en el Cóndor Focke-
Wulf de Hitler. El detonador falló, probablemente debido
al intenso frío, y la bomba, oculta en lo que pretendía ser
una botella de Cointreau, pudo ser recuperada por los
conspiradores. Aquel año fracasaron otros dos intentos,
incluido el del capitán Axel von dem Bussche, que estuvo
dispuesto a inmolarse en un atentado suicida contra el
Führer durante una inspección de los nuevos uniformes.
El coronel conde Claus Schenk von Stauffenberg fue
uno de los principales artífices de un nuevo intento, tras ser
destinado al cuartel general del Ersatzheer, o Ejército de
Reserva, en Bendlerstrasse, al norte del berlinés
Tiergarten. La idea era aprovecharse de la llamada
Operación Valkiria, un plan de emergencia concebido
originalmente en el frente oriental en el invierno de 1941.
En julio de 1943, el Generalmajor Friedrich Olbricht
había comenzado a introducir cambios sutiles en Valkiria,
para que la resistencia militar pudiera utilizarlo cuando
estuviera preparada para actuar. Este plan de contingencia
había sido creado para sofocar cualquier intento de
sublevación de la mano de obra esclava que trabajaba en
Berlín y sus alrededores. Aquel otoño, Henning von
Tresckow y von Stauffenberg añadieron unas órdenes
secretas que solo debían ser anunciadas cuando Hitler
hubiera muerto. Uno de los aspectos fundamentales era
evitar cualquier participación de la SS y asegurar que todas
las responsabilidades en lo concerniente al orden interno
estuvieran en manos del Ejército de Reserva.
Los conspiradores encontraron numerosos
obstáculos. Hubo que apartar a los oficiales simpatizantes
del régimen, enviándolos a otros destinos, y enseguida se
hizo evidente que el Generaloberst Friedrich Fromm, que
fue nombrado comandante en jefe del Ejército de Reserva,
no era un hombre en el que se pudiera confiar. Cabe
destacar que, por encima de todo, los conspiradores no se
hacían falsas ilusiones. Eran perfectamente conscientes de
que representaban a una reducida minoría sin apenas apoyo
popular. En general, el país los consideraría traidores, y la
venganza de los nazis contra ellos y sus familias sería atroz.
Sus principios éticos, a menudo fruto de sus arraigadas
creencias religiosas, se combinaban con posturas políticas
bastante conservadoras: varios de ellos habían apoyado a
Hitler antes de que el Führer lanzara la Operación
Barbarroja. El tipo de gobierno que querían para su país
tenía muchas más cosas en común con la Alemania prusiana
del káiser Guillermo que con la democracia moderna. Y los
fundamentos en los que pretendían basar su propuesta de
paz a los Aliados carecían completamente de realismo,
pues deseaban mantener el frente oriental para seguir
combatiendo contra la Unión Soviética y conservar algunos
territorios ocupados. Sin embargo, aunque todo parecía que
estaba contra ellos, sentían firmemente la obligación de
erigirse en el bastión moral que pusiera fin a los crímenes
del régimen.
Uno de sus problemas prácticos fue que Stauffenberg,
que se había convertido en el verdadero líder de la
conspiración, era también el único cuya posición le
permitía colocar una bomba. El conde había perdido un ojo
y una mano en Túnez, lo cual podía ser una desventaja en el
momento de armar la bomba, pero, en su calidad de jefe de
estado mayor de Fromm, era el único miembro del
reducido grupo de conspiradores que tenía acceso al
cuartel general del Führer.
Varios compañeros oficiales habían sido reclutados a
menudo por lazos de parentesco y amistad, o porque habían
formado parte del 17.° de Caballería, o del 9.° Regimiento
de Infantería de Potsdam, la unidad que había sucedido a la
Guardia Prusiana. Algunos no habían querido participar,
aduciendo que «cambiar de caballo en medio de la
carrera»1 resultaba demasiado peligroso para Alemania a
esas alturas de la guerra. Otros se ampararon en su
juramento de obediencia. No se dejaron convencer por el
argumento de que Hitler, con sus actos criminales, había
perdido cualquier derecho a exigir lealtad y acatamiento.
El 9 de julio, un primo de von Stauffenberg, el
Oberstleutnant Cäsar von Hofacker, había visitado a
Rommel en La Roche-Guyon. En el curso de la entrevista,
preguntó al mariscal cuánto tiempo podían resistir en
Normandía los ejércitos alemanes, y la respuesta fue que
aproximadamente unas dos semanas. Esta información
tenía una importancia vital para los conspiradores, que
sospechaban que se les iba el tiempo de las manos para
poder entablar negociaciones con los americanos y los
británicos. Sin embargo, otros detalles de esa conversación
siguen siendo objeto de controversia. No se sabe con
certeza si Hofacker pidió a Rommel que se uniera a la
conspiración para asesinar a Hitler, y mucho menos si
Rommel aceptó. Pero parece que el mariscal sí pidió a von
Hofacker que redactara una carta dirigida al general
Montgomery invitándolo a discutir los términos de una paz.
Como había imaginado von Stauffenberg, los altos
oficiales iban a ser los más reticentes. El
Generalfeldmarschall von Manstein, e incluso Kluge, que
tiempo atrás había permitido la creación de un grupo de
resistencia —encabezado por Henning von Tresckow— en
el cuartel general del Grupo de Ejércitos Centro, se
opusieron a la acción. Pero los conspiradores estaban
completamente seguros de que Kluge se uniría a ellos una
vez muerto el Führer. En Francia, el jefe de estado mayor
de Rommel, el Generalleutnant Hans Speidel, fue uno de
los principales conspiradores, y aunque Rommel se
opusiera a la idea de atentar contra la vida de Hitler, todos
estaban convencidos de que al final el mariscal se uniría a
ellos. Pero el 17 de julio, un Spitfire acribilló a balazos el
automóvil en el que viajaba Rommel de regreso a La
Roche-Guyon tras realizar una visita al frente,
eliminándolo efectivamente de cualquier participación en
la conjura.
El plan de von Stauffenberg se basaba excesivamente
en la cadena tradicional de mandos, circunstancia
sumamente peligrosa debido a la politización de la
Wehrmacht emprendida por los nazis. Resultaba
particularmente arriesgado en lo tocante al oficial al mando
del batallón de la guardia Grossdeutschland en Berlín,
Otto Ernst Remer. A von Stauffenberg le advirtieron de que
Remer era un nazi leal. Sin embargo, el Generalleutnant
Paul von Hase, uno de los conspiradores, que era el
superior de Remer, estaba convencido de que su subalterno
iba a acatar las órdenes. Para respaldar el golpe, los
conspiradores contaban con la unidad de entrenamiento
panzer de Krampnitz y con otros destacamentos de las
afueras de Berlín. Pero no tomaron todas las medidas
pertinentes para asegurarse las principales emisoras de
radio de la capital y sus alrededores.
La mala suerte había frustrado varios intentos, y un
perfeccionismo excesivo había impedido coronar con éxito
un atentado en la Guarida del Lobo el 15 de julio. Himmler
y Göring no habían estado presentes, por lo que los
conspiradores de Berlín dijeron a von Stauffenberg que
esperara hasta que las circunstancias brindaran otra
oportunidad. Pero como el tiempo se agotaba en
Normandía, aquella ocasión sería la última que iban a tener.
Todo quedó fijado para el 20 de julio.
Tras tomar un vuelo que lo condujo de Berlín a la
Guarida del Lobo, von Stauffenberg se unió a la
conferencia convocada por Hitler para analizar el curso de
los acontecimientos, que se celebraba en un edificio
situado en un pinar. En el momento oportuno, von
Stauffenberg se ausentó para dirigirse a los servicios con
su maletín y preparar las bombas. La operación llevó su
tiempo debido a sus limitaciones físicas, y antes de que
pudiera terminar, lo llamaron para que se reincorporara a la
reunión. Una vez respondidas las preguntas que le
formularon acerca del Ejército de Reserva, comenzó a
empujar con el pie el maletín en el que solo había una
bomba preparada para estallar, hasta dejarlo colocado bajo
la pesada mesa desde la que hablaba Hitler. Mientras todos
los asistentes que había alrededor de la mesa se inclinaban
para ver los mapas con los que se estaba trabajando,
Stauffenberg abandonó la sala discretamente. Su automóvil
empezaba a marcharse de allí cuando estalló la bomba.
Von Stauffenberg, convencido de que Hitler había
muerto, tomó su vuelo de regreso a Berlín. Las dudas, la
confusión y una serie de complicaciones inesperadas en la
capital alemana contribuyeron al fracaso del golpe. Es
evidente que los conspiradores habían cometido diversos
errores en la planificación y ejecución del atentado, pero
sin la muerte de Hitler, que había sobrevivido a la
explosión, no tenían la más mínima esperanza de coronar
con éxito su empresa.
Mussolini llegó a la Wolfsschanze aquel 20 de julio
por la tarde, para realizar una visita que había sido
organizada bastante tiempo atrás. Tras recibirlo, Hitler
insistió, con un fervor enfermizo, en mostrar al Duce el
escenario del que había salido milagrosamente ileso. El
Führer no paraba de hablar, haciendo constantemente
hincapié en su convicción de que la intervención divina lo
había salvado para continuar la guerra. El dictador italiano,
por su parte, no veía «con insatisfacción el atentado con
bomba perpetrado contra Hitler, pues ponía de manifiesto
que la traición no era una exclusiva de Italia».2
En el discurso que dirigió a la nación aquella noche,
Hitler comparó el atentado con la puñalada trapera sufrida
en 1918. En aquellos momentos creía que el sabotaje
deliberado de los oficiales del ejército, desde el principio
hasta el final, había sido la única razón por la que Alemania
no había conseguido derrotar a la Unión Soviética.
Surgieron teorías de la conspiración paralelas sobre los
reveses que fueron sufriéndose en Normandía, y que se han
perpetuado hasta nuestros días en diversas publicaciones
alemanas y en las páginas web neonazis. Dichas teorías
afirman que Speidel, que estaba al mando del Grupo de
Ejércitos B cuando Rommel se ausentó para viajar a
Alemania, obstaculizó deliberadamente el despliegue de las
divisiones panzer. Y consideran a Speidel el núcleo de «el
cáncer de traición en las fuerzas armadas alemanas en el
frente occidental».
Se atribuye a Speidel todo lo que salió mal el 6 de
junio. Se le acusa de haber enviado aquella mañana a la 21.ª
División Panzer a una caza absurda e inútil por la margen
izquierda del río Orne, cuando, en realidad, fue el
comandante local quien ordenó que la formación atacara a
las tropas aerotransportadas británicas en dicho sector.
También se le acusa de haber entorpecido el avance de la
12.ª División Panzer de la SS Hitler Jugend, de la 2.ª
División Panzer y de la 116.ª División Panzer hacia la zona
de invasión. Esas teorías aducen que todo ello formó parte
de su plan de retener la 2.ª y la 116.ª División Panzer para
que ayudaran a los conspiradores del 20 de julio a tomar
París un mes y medio más tarde.
Speidel fue, sin lugar a dudas, uno de los principales
conspiradores, pero pretender que fue el gran y único
responsable de sabotear todas las defensas de Normandía el
6 de junio es completamente absurdo y ridículo. Después
del 20 de julio, Speidel logró escapar de la maquina
exterminadora de la Gestapo de puro milagro, lo que
probablemente explique en parte todas las posteriores
acusaciones de infamia que lanzaron los nazis contra él. En
los años cincuenta se convertiría en uno de los principales
altos oficiales del nuevo ejército alemán, o Bundeswehr, y
más tarde en comandante en jefe de las fuerzas terrestres
de la OTAN en Europa central. Los nazis y los neonazis
consideraron estos nombramientos una recompensa por
haber dado una puñalada trapera a Hitler y ayudado a los
aliados en Normandía. En toda esta leyenda de
maquinaciones generalizadas de la Segunda Guerra
Mundial, los traidores ya no eran judíos ni comunistas,
como en 1918, sino aristócratas y oficiales del estado
mayor general.
La Gestapo y la SS, enloquecidas por hacer justicia y
vengarse del ejército y, sobre todo, de su estado mayor,
empezaron a detener a todos los involucrados y a sus
familiares. En un momento en el que las tropas alemanas se
retiraban de todos los frentes, y Hitler responsabilizaba a
los «traidores» del estado mayor de los errores que él
mismo había cometido en el frente oriental, hasta los
mariscales de campo perdieron espectacularmente su
autoridad. Para los nazis, supuso toda una victoria en el
frente nacional. Su principal prioridad no era «optimizar el
esfuerzo de guerra, sino cambiar la estructura de poder del
Reich, en detrimento de las élites tradicionales».3 En total
fueron detenidos más de cinco mil sospechosos de
oponerse al régimen y sus parientes.4
Como temían los conspiradores, la mayoría de los
alemanes quedó conmocionada por el atentado contra la
vida de Hitler en un momento tan crítico de la guerra. En
Normandía, por lo visto, los soldados se mostraron más
leales, o más cautos, en las cartas que escribieron a los
suyos, pero en el frente oriental varios de ellos,
especialmente los del Grupo de Ejércitos Centro, se
expresaron con mucha más claridad sobre la necesidad de
que se produjera un cambio. «Los generales que han
organizado el atentado contra la vida del Führer», escribiría
un Gefreiter el 26 de julio, «son perfectamente
conscientes de que es necesario un cambio de régimen
porque para nosotros, los alemanes, la guerra no ofrece
esperanzas. De modo que sería todo un alivio para Europa
entera si esos tres señores, Hitler, Göring y Goebbels, se
marcharan. Con ello se pondría fin al conflicto, pues el
hombre necesita que llegue la paz. Cualquier otra cosa es
una burda mentira... No merece la pena vivir si esa pandilla
de criminales sigue en el poder».5 Otros también
mostraron opiniones tan críticas sobre el régimen que es
evidente que habrían sido detenidos si sus cartas hubieran
pasado por el control de la censura.
El 23 de julio, las autoridades nazis obligaron al
ejército a adoptar el «saludo alemán», o hitleriano, en lugar
del saludo tradicional militar. La imposición fue recibida
con desdén y sarcasmo por muchos de los que no eran
devotos partidarios del nazismo. «¡Con el saludo alemán
ganaremos la guerra!», escribiría un médico militar con
evidente retintín.6 Inevitablemente, las opiniones se
polarizaban entre los que seguían teniendo verdadera fe en
la victoria y los que habían comprendido perfectamente el
sentido de las graves advertencias. El 28 de julio, el boletín
del OKW anunció por fin la evacuación de cuatro grandes
ciudades del este, incluidas Lublin y Brest-Litovsk. «Ni que
decir tiene que no pinta bien la cosa», escribiría un
Unteroffizier7 de la 12.ª División Panzer en una carta
dirigida a su esposa, «pero esto no es razón para
desanimarnos. Anteayer, el Dr. Goebbels habló, en un
importante discurso, de nuevos progresos (nuevas armas,
nuevas medidas de Himmler en lo tocante al Ejército de
Reserva, total compromiso con la guerra), que tendrán
efectos positivos incluso para una situación tan compleja y
tensa como la del este. ¡Todos estamos convencidos de
ello!».
La noticia del nombramiento de Himmler como jefe
del Ejército de Reserva y de nuevos reclutamientos no
impresionó a todos los soldados del frente. «¡Pronto
llamarán a filas a los recién nacidos», escribiría el 26 de
julio un artillero en una carta dirigida a los suyos. «Aquí en
el frente apenas ves otra cosa que mocosos y viejos».8
También había quien no se atrevía a afrontar la realidad
de la derrota. Pensaban únicamente que la situación
desesperada debía animarlos a hacer un esfuerzo aún mayor
por proteger a sus familias en la patria. «Amada mía»,
escribía un Obergefreiter a su esposa, haciéndose eco de
la propaganda nazi, «no tengas miedo, no permitiremos a
los rusos entrar en nuestra patria. Antes pelearemos hasta
el último hombre, pues no vamos a tolerar que esas hordas
lleguen a Alemania. ¿Qué no les harían a nuestras mujeres y
a nuestros hijos? No, no puede ser, sería una gran
vergüenza para nosotros. Para eso está el lema:
"¡Intensificación de la lucha hasta la victoria final!"».9

Mientras en el Reich reinaba el nerviosismo nazi tras el


atentado fallido, los alemanes empezaban a derrumbarse en
el frente occidental de la misma manera que lo habían
hecho en el oriental. El 25 de julio, el general Bradley
lanzó la Operación Cobra al norte de la carretera de Saint-
Lô-Périers. El día anterior había habido que posponerla
después de que los bombarderos americanos soltaran sus
cargas sobre sus propias tropas avanzadas. Este grave
incidente repercutiría curiosamente en beneficio de los
Aliados. El Generalfeldmarschall von Kluge pensó que sin
duda se trataba de una trampa para distraer su atención de
otra ofensiva lanzada por Montgomery en la carretera de
Falaise. Luego, cuando por fin se puso en marcha la
operación, los fuertes vientos procedentes del sur
cubrieron de una densa polvareda a las tropas americanas
que esperaban para atacar, y los bombarderos tomaron
aquella espesa nube como objetivo, provocando aún más
bajas entre los suyos. No obstante, Bradley ordenó seguir
con el avance.
La ofensiva parecía comenzar mal, por lo que el
general de división Collins decidió que sus tropas blindadas
entraran en acción antes de lo previsto. Las defensas
alemanas se derrumbaron. Los comandos de combate de las
divisiones acorazadas prosiguieron el avance con tanques
Sherman y soldados de infantería en vehículos semioruga,
al igual que los ingenieros con sus bulldozers. Al final
fueron los alemanes las víctimas de aquel círculo vicioso
de derrotas. Las comunicaciones se interrumpieron en el
curso de la rápida retirada, los comandantes no tenían ni
idea de lo que estaba ocurriendo, los vehículos se quedaron
sin combustible, y los soldados no recibían ni pertrechos ni
municiones. Su retirada se vio obstaculizada por las ráfagas
de las ametralladoras de los cazas, mientras los
cazabombarderos P-47 Thunderbolt realizaban vuelos
rasantes, disparando contra las columnas blindadas,
dispuestas a repeler cualquier intento de emboscada.
Cuando Kluge se dio cuenta por fin de que ese era el
principal avance aliado, trasladó la 2.ª y la 116.ª División
Panzer al oeste, pero su llegada y sus contraataques se
produjeron demasiado tarde.
En Londres, el gabinete de guerra estaba preocupado
por los efectos que pudieran tener los ataques alemanes
con las armas V-1. El 24 de julio, se enteró de que las bajas
sufridas se elevaban a «más de treinta mil, de las cuales
unas cuatro mil eran muertos».10 Durante los días
sucesivos los ministros también discutirían de la amenaza
de los cohetes V-2, que sabían que pronto estarían
disponibles.
El 30 de julio, Montgomery lanzó una operación que
había sido planificada precipitadamente, la llamada
«Operación Bluecoat», para proteger el flanco izquierdo de
Bradley. Al día siguiente, las columnas blindadas
americanas habían llegado a Avranches y cruzado el río
Sélune. Estaban fuera de Normandía, y no había fuerzas
alemanas que les plantaran cara. Un día después, el 1 de
agosto, entró en acción el III Ejército de Patton. El general
americano había recibido la orden de capturar los puertos
de la costa de Bretaña, pero sabía perfectamente que en la
otra dirección tenía el camino libre hacia el Sena.

Mientras el mando alemán del frente occidental imploraba


el envío de más refuerzos, el traslado a Normandía del II
Cuerpo Panzer de la SS había servido para convencer a los
comandantes del frente oriental de que estaban siendo
tratados injustamente. «Las repercusiones del conflicto
fueron recíprocas en el este y en el oeste», reconocería
Jodl durante un interrogatorio una vez acabada la guerra.
«Quedó patente todo el rigor de la guerra en dos frentes».11
Para muchos soldados del frente oriental el esfuerzo
exigido comenzaba a resultar insostenible.
Las crisis nerviosas se convirtieron en un tema mucho
más recurrente en las cartas que dirigían a los suyos.
Hablaban de ellas sin pudor, con claridad.
«Psicológicamente», escribía un soldado de artillería
pesada, «me cuesta mucho trabajo soportar que, después de
haber estado charlando amigablemente con un compañero,
al cabo de media hora te lo encuentres convertido en poco
más que un montón de trozos de carne, como si nunca
hubiera existido, o que unos camaradas, que yacen
malheridos ante tus ojos, en medio de un charco de su
propia sangre, te imploren con ojos suplicantes que les
ayudes, pues en la mayoría de los casos ya no pueden
articular palabra, o el dolor les anula la capacidad de hablar.
Es terrible... Esta guerra es una guerra de nervios
nefasta».12
A finales de julio, el I Ejército de Tanques de la
Guardia y el XIII Ejército consiguieron que algunas tropas
cruzaran el Vístula al sur de Sandomierz y capturaran varias
cabezas de puente que acabarían uniéndose a pesar de los
contraataques lanzados a la desesperada por los alemanes.
El OKH era perfectamente consciente de lo que significaba
que el Ejército Rojo se hubiera hecho fuerte al oeste del
Vístula. Otra embestida llevaría al enemigo directamente al
río Oder, a unos ochenta kilómetros de Berlín.
«Acabamos de recibir nuestro varapalo anual del
verano», comentaría cínicamente el teniente de un
destacamento antiaéreo. «Con un golpe sorpresa, los rusos
han avanzado desde Lublin hacia Deblin. Aparte de unas
baterías antiaéreas y unas cuantas unidades desperdigadas,
no había nada que se interpusiera en su camino. Una vez
volados los puentes, tomamos una nueva posición
atrincherada en la otra margen [izquierda] del Vístula».
Tampoco él podía creer que el ejército alemán pudiera
verse sorprendido y acabara derrotado de aquella manera.
«Estamos indignados con esos cerdos, que son los
culpables de la crisis del frente oriental».13
Otras baterías antiaéreas, en cambio, estaban
orgullosas de sus logros en el combate. «¡Alrededor
nuestro quedaron inutilizados al menos cuarenta y seis
tanques!», alardearía un Obergefreiter de la 11.ª División
de Infantería. «Solos conseguimos derribar diez aviones de
ataque a tierra [Shturmovik] en cinco días».14
Efectivamente, el Ejército Rojo sufrió gravísimas pérdidas
durante la Operación Bagration: un total de setecientas
setenta mil ochocientas ochenta y ocho bajas, de las que
ciento ochenta mil fueron «irrecuperables».15 Es probable
que las sufridas por el Grupo de Ejércitos Centro no fueran
tan elevadas, pues ascendieron a trescientas noventa y
nueve mil ciento dos, entre heridos, desaparecidos y
muertos, pero lo cierto es que se trataba de unas bajas
«irremplazables», al igual que lo serían los cañones y los
tanques abandonados por las tropas alemanas en su retirada
a lo largo de más de quinientos kilómetros. En total, solo
durante aquellos tres meses murieron en el frente oriental
quinientos ochenta y nueve mil cuatrocientos veinticinco
hombres de la Wehrmacht.16
El 28 de julio, más al norte, el II Ejército de Tanques
lanzó un ataque contra la División Panzer Hermann Göring
y la 73.ª División de Infantería a apenas cuarenta
kilómetros de Varsovia. Los combates fueron haciéndose
más encarnizados a medida que los rusos se acercaban a la
capital. Los soldados soviéticos, que ignoraban los
acontecimientos recientes y el trato que había recibido
Polonia por parte de Stalin, no sabían cómo actuar en el
país. «Los polacos son raros», escribiría uno de ellos en
una carta dirigida a los suyos. «¿Cómo nos reciben? Pues
es muy difícil describirlo. En primer lugar, nos tienen
muchísimo miedo (no menos del que tienen a los
alemanes). Sus costumbres son completamente distintas de
las rusas. Aunque resulta evidente que no querían a los
alemanes, a nosotros no nos reciben con entusiasmo... Ni
que decir tiene que a menudo se sienten desconcertados
ante la rudeza y la falta de honestidad de los rusos».17
Aunque se había visto muy reducida, la población civil de
Varsovia rondaba el millón de habitantes. El 27 de julio, el
gobernador alemán ordenó que al día siguiente se
presentaran cien mil varones para llevar a cabo trabajos de
fortificación. El llamamiento no obtuvo respuesta.
Dos días más tarde, Jan Nowak-Jeziorański,
representante del gobierno en el exilio, llegó procedente
de Londres. Se entrevistó con el vice-primer ministro en
Varsovia, Jan Stanislaw Jankowski, y fue informado de una
inminente sublevación. Advirtió que las potencias
occidentales no iban a poder prestar su ayuda, y preguntó si
cabía la posibilidad de posponer la revuelta. Jankowski
contestó que era muy poco probable, pues los jóvenes, que
habían sido adiestrados y armados, ansiaban entrar en
acción. Querían la libertad, y no tener que deber esa
libertad a nadie.18
Al mismo tiempo, Jankowski se daba cuenta de que si
ellos no lanzaban un llamamiento al combate, lo haría el
Ejército del Pueblo comunista. En Varsovia los comunistas
apenas contaban con cuatrocientos seguidores, pero si
ocupaban el edificio del ayuntamiento e izaban en él la
bandera roja cuando los soviéticos entraran en la ciudad, se
erigirían en líderes de Polonia. Y si el Ejército Nacional no
hacía nada, los rusos podrían acusarlo de colaboracionista y
de empuñar las armas contra el Ejército Rojo. El Ejército
Nacional estaba condenado hiciera lo que hiciera.
Aquel día Radio Moscú anunció que «la hora de la
acción ya ha llegado» y lanzó un llamamiento a los
ciudadanos de Varsovia, instándolos a sublevarse «y a
unirse a la lucha contra los alemanes».19 Sin embargo, ni el
Ejército Nacional ni los soviéticos hicieron nada por
ponerse en contacto. Como en Monte Cassino, los polacos
estaban decididos a demostrar al mundo su derecho a vivir
como una nación libre, aunque esta nación estuviera
condenada por su situación geográfica entre Alemania y la
Unión Soviética.
En aquellos momentos ya eran conscientes de que no
podían contar con sus aliados británicos y americanos para
frenar las ambiciones soviéticas. La brutal Realpolitik de la
Segunda Guerra Mundial había hecho de la colaboración
americana y británica con Stalin un factor esencial, pues el
Ejército Rojo era el que había acabado con la columna
vertebral de la Wehrmacht pagando un elevadísimo precio.
Este hecho se había puesto claramente de manifiesto
después de que ingleses y estadounidenses guardaran el
más absoluto silencio cuando los soviéticos trataron de
culpar a los alemanes de la matanza de Katyń. Stalin
calificó a los cuatrocientos mil integrantes del Ejército
Nacional de Polonia, o Ejército Polaco del Interior, esto
es, la «Armia Krajova», de «bandidos», e intentó
vincularlos con las fuerzas guerrilleras ucranianas de la
«UPA», que habían tendido una emboscada y asesinado al
general Vatutin. Y enseguida trató de convencer a los
Aliados de que habían matado a doscientos soldados del
Ejército Rojo. Pero lo cierto es que, a sus ojos, cualquier
organización independiente polaca era por definición
antisoviética, y que el «gobierno amigo de la URSS» que
Stalin reclamaba solo podía ser uno que se mostrara
totalmente servil con el Kremlin.
El general Tadeusz «Bór» Komorowski, comandante
en jefe del Ejército Nacional, dio la orden de que
comenzara la revuelta, fijando la «hora W» a las 17:00 del
1 de agosto. Al parecer, creía que la llegada del Ejército
Rojo a la ciudad era inminente. Pero sería demasiado fácil
echarle a él las culpas en aquella atmósfera de gran
expectación. Casi todos los veinticinco mil integrantes del
Ejército Nacional en Varsovia, número que se doblaría con
la llegada de voluntarios y de más hombres de fuera de la
ciudad, estaban impacientes por empezar. Ya habían tenido
noticia de la persecución a la que el NKVD había sometido
a sus camaradas en zonas ocupadas por el Ejército Rojo, y
eran perfectamente conscientes de lo poco que podían
confiar en el líder soviético. Sabían que «si Stalin estaba
dispuesto a utilizar la matanza que él mismo había
cometido [esto es, la de los oficiales polacos en 1940]
como justificación para romper sus relaciones con el
gobierno polaco ¿cómo podía esperarse que negociara de
buena fe sobre cualquier otro asunto?».20
La principal prioridad del Ejército Nacional era atacar
los cuarteles alemanes para conseguir armas. No era una
empresa fácil, especialmente a la luz del día, pues los
alemanes esperaban que se produjera algún tipo de revuelta.
La Ciudad Vieja y el centro cayeron rápidamente en manos
de los insurgentes polacos, pero el sector oriental de
Varsovia a orillas del Vístula, donde casi todas las tropas
alemanas estaban concentradas para defender la capital del
ataque soviético, quedó fuera de su control. Varios
miembros del Ejército Nacional conseguirían más tarde
tomar el gran edificio PAST con su colosal torre
neonormanda, tras rociar sus accesos de gasolina y
prenderles fuego. La guarnición se rindió, y los polacos
capturaron a ciento quince soldados alemanes con todas
sus armas.
Los hombres del Ejército Nacional llevaban brazales
con los colores blanco y rojo que los identificaba como
combatientes. Muy pronto muchos comenzaron a utilizar
cascos alemanes capturados, que pintaban con una banda
blanca y roja. Los comunistas polacos y los judíos que
habían permanecido ocultos tras la sublevación del gueto
también se unieron a la lucha. El 5 de agosto, el Ejército
Nacional atacó el campo de concentración que se alzaba en
el emplazamiento del gueto, matando a los guardias de la
SS y liberando a los últimos trescientos cuarenta y ocho
prisioneros judíos.21
La movilización masiva voluntaria se basaba en una
infraestructura planificada, en la que médicos y enfermeras
se encargaban de dirigir los centros de evacuación y los
hospitales de campaña. Los sacerdotes prestaban servicio
como capellanes militares. Los obreros del sector de la
metalurgia trabajaban en el blindaje de vehículos y en la
fabricación de armas, como, por ejemplo, lanzallamas o un
modelo propio de metralleta, la Błyskawica, basado en el
subfusil Sten. En otros talleres clandestinos se preparaban
granadas que improvisaban con latas y explosivos caseros
o, con frecuencia, con el contenido de los obuses y las
bombas alemanas que no habían estallado. De la comida se
encargaban antiguos restaurantes que actuaban como
cocinas de campaña. Los departamentos de propaganda
imprimían panfletos y dos boletines de noticias, el
Biuletyn Informacyjny y la Rieczpospolita Polska.
También se encargaban de la producción de los carteles que
se pegaban en las paredes de toda la ciudad y decían «¡Una
bala — Un alemán!».22 Y la revuelta contaba con su propia
emisora de radio, que seguiría transmitiendo su
programación, a pesar de los esfuerzos de los alemanes por
destruirla, hasta el final, el 2 de octubre.
Las muchachas prestaban servicios como camilleras; y
los muchachos que eran demasiado jóvenes para combatir
hacían de mensajeros, a veces de la muerte. Pudo verse
cómo un niño de nueve años se subía a un tanque alemán
para arrojar granadas en su interior. Alemanes y polacos,
sin poder dar crédito a lo que veían, quedaron estupefactos
ante la escena. «Cuando bajó de un salto», recordaría un
testigo presencial, «fue corriendo hacia la puerta [de un
edificio de apartamentos] y echó a llorar».23 El arrojo y la
capacidad de sacrificio de los más jóvenes cortaban la
respiración a cualquiera.
El 4 de agosto, Stalin accedió a regañadientes a
entrevistarse con una delegación del gobierno polaco en el
exilio. El primer ministro Stanislaw Mikołajczyk no supo
llevar bien las conversaciones, pero este hecho sin duda no
alteró apenas el resultado. Stalin simplemente insistió en
que debían entablar negociaciones con el «Comité Polaco
de Liberación Nacional», una organización títere de los
soviéticos. Ya había dado instrucciones para que este
futuro gobierno de sumisos se trasladara a territorio polaco
en el tren de equipajes y provisiones del Ejército Rojo. Sus
miembros se instalaron en Lublin, y en Occidente
comenzaron a llamarlos «los polacos de Lublin» para
diferenciarlos de «los polacos de Londres».
Como es de imaginar, el comité de Lublin reconocía
las fronteras impuestas por Stalin siguiendo la línea
Molotov-Ribbentrop, inspirada en la línea Curzon, llamada
así por el ministro de exteriores británico que la había
propuesto en 1919. Los «polacos de Lublin» estaban
perfectamente controlados por Nikolai Bulganin y el
comisario de Seguridad del Estado Ivan Serov, el jefe del
NKVD que en 1939 se había encargado de supervisar las
deportaciones en masa y las ejecuciones de ciudadanos
polacos. Bulganin y Serov también vigilaban atentamente a
aquel mariscal medio polaco, Rokossovsky, que comandaba
el ier Frente Bielorruso en territorio polaco. Según parece,
Stalin actuó con los polacos de acuerdo con la siguiente
máxima: «el enemigo de mi enemigo sigue siendo mi
enemigo».
Tras haberse despreocupado casi por completo de los
polacos de Londres, Churchill se sintió profundamente
emocionado por la valentía demostrada por el Ejército
Nacional e hizo cuanto pudo por ayudarlo. El 4 de agosto,
envió un mensaje a Moscú para decir a Stalin que la RAF
iba a lanzar en paracaídas armamento y provisiones para los
insurgentes. Las tripulaciones de los bombarderos de las
bases de Italia, formadas en su mayoría por hombres de
origen polaco y sudafricano, empezaron aquel mismo día
su compleja y difícil misión.
El 9 de agosto, Stalin, probablemente para guardar las
apariencias, prometió a Mikołajczyk que la Unión Soviética
iba a ayudar a los insurgentes, aunque su revuelta hubiera
sido prematura. Afirmó que el contraataque de los
alemanes había impedido que sus tropas llegaran a la
ciudad. En parte, era cierto, pero la verdadera razón de
aquella retirada temporal era que los grandes avances
impulsados por la Operación Bagration habían dejado a las
formaciones de la vanguardia del Ejército Rojo
completamente exhaustas, sin apenas combustible y con la
necesidad urgente de reparar muchos de sus vehículos. En
cualquier caso, Stalin pronto demostraría que no tenía la
más mínima intención de prestar verdadera ayuda ni de
colaborar con el transporte aéreo de pertrechos o tropas.
Ningún avión aliado recibió la autorización pertinente para
poder aterrizar en territorio ocupado por los soviéticos,
aunque a una escuadrilla de bombarderos americanos se le
diera permiso para repostar. Los aviones soviéticos
lanzaron algunas armas para los insurgentes, pero sin
paracaídas, por lo que se estrellaron contra el suelo.
Simplemente con un par de actuaciones que demostraran su
colaboración, Stalin pretendía evitar posteriores críticas y
reproches.
Los alemanes hicieron llegar a Varsovia sus
formaciones antipartisanas más salvajes, en las que se
glorificaba el sadismo y la crueldad. Entre ellas se
encontraban la famosa Brigada Kaminski, que formaba
parte del 15.° Cuerpo de Caballería Cosaca, y la
Sturmbrigade de la SS Dirlewanger, que mandaba el
Brigadeführer de la SS Oskar Dirlewanger, quien se
paseaba con un monito sobre un hombro mientras dirigía
las matanzas. Al frente de este Korpsgruppe estaba el
Obergruppenführer de la SS Erich von dem Bach-
Zelewski, uno de los principales secuaces de Himmler
supervisor de la matanza de judíos en Bielorrusia, que había
hecho notar al Reichsführer de la SS el estrés psicológico
de los carniceros. En Varsovia, parecía que sus hombres
disfrutaban con lo que hacían. A los heridos hallados en los
hospitales de campaña polacos los quemaban vivos con
lanzallamas, mientras que los niños eran asesinados por
diversión. Las enfermeras del Ejército Nacional eran
azotadas, violadas y, finalmente, asesinadas. Himmler
llamó a la aniquilación de Varsovia y de toda su población
tanto física como ideológicamente. En aquellos momentos
parecía considerar a los polacos tan peligrosos como los
judíos. Solo en la Ciudad Vieja, fueron asesinadas unas
treinta mil personas no combatientes.

En Francia, durante la primera semana de agosto los


canadienses, los británicos y la 1.ª División Acorazada
polaca lucharon con muchas dificultades en la carretera de
Falaise. El III Ejército de Patton había tomado Rennes y se
había adentrado en Bretaña. El 6 de agosto, Hitler obligó al
Generalfeldmarschall von Kluge a lanzar sus divisiones
panzer a un funesto contraataque en Mortain, con la
esperanza de avanzar hacia Avranches, en la costa, y dejar
así aislado a Patton. Gracias a la determinación de los
norteamericanos y a las agallas mostradas en la defensa de
Mortain, el plan se reveló estratégicamente absurdo y
aceleró en gran medida la desintegración del ejército
alemán en Normandía. Hitler precipitó a Kluge a otro
desastre incluso mayor, ordenándole que volviera a lanzar
el ataque, pero para entonces las puntas de lanza acorazadas
de Patton habían dado media vuelta hacia el este, en
dirección al Sena y habían penetrado a fondo en la
retaguardia alemana, amenazando la base de
aprovisionamiento de Kluge. El VII Ejército y el V Ejército
Panzer corrían el riesgo de verse rodeados por completo
en la bolsa de Falaise.
El 15 de agosto, mientras la bolsa de Falaise
empezaba a reducir sus dimensiones, la Operación Anvil
(rebautizada Operación Dragoon) se traducía en el
desembarco de ciento quince mil soldados aliados en la
Costa Azul, entre Marsella y Niza. Estas fuerzas habían
sido trasladadas en su mayor parte del frente de Italia. El
mariscal Alexander, descontento por haber tenido que
deshacerse de siete divisiones para enviarlas a esta
invasión, calificó la Operación Dragoon de maniobra
«estratégicamente inútil». Al igual que Churchill, tenía sus
ojos puestos en los Balcanes y en Viena. Pero los ingleses
se equivocaban al oponerse a Dragoon. Los desembarcos
en el sur de Francia permitieron la rápida retirada de los
alemanes y redujeron los daños y los sufrimientos
infligidos a Francia.24
La vía de escape de la bolsa de Falaise no se cerró
eficazmente por varias razones, pero sobre todo porque
Bradley, al mando ahora del XII Grupo de Ejércitos, y
Montgomery, al frente del XXI, no cooperaron
adecuadamente uno con otro o no supieron establecer sus
prioridades. Tras mostrarse de acuerdo en llevar a cabo una
«maniobra de envolvimiento breve» en Falaise y
convencido de que el I Ejército canadiense lograría pasar
rápidamente, Montgomery no había concentrado fuerzas
suficientes para ello. Tenía sus ojos puestos en el Sena y
fue en esa dirección en la que trasladó a la mayor parte de
las fuerzas que tenía a mano. Pensaba que siempre podría
llevar a cabo una «maniobra de envolvimiento larga»,
atrapando a los alemanes delante del río. El resultado fue
que el cuello de la bolsa de Falaise siguió abierto
parcialmente. La 1.ª División Acorazada polaca fue dejada
escandalosamente sin apoyos para hacer frente a lo que
quedaba de las divisiones panzer de la SS y otras
formaciones que intentaban salir de la bolsa.
La otra unidad que intentó cerrarles la vía de escape
fue la 2.ª División Acorazada francesa (2ème División
Blindée), al mando del general Philippe Leclerc. Leclerc
había protestado airadamente ante sus mandos americanos
cuando su formación había sido retirada del III Ejército de
Patton. Tanto Leclerc como De Gaulle querían que su
división, equipada por los americanos, fuera la primera en
entrar en París, tal como les había prometido Eisenhower.
El general Gerow, al mando del cuerpo correspondiente, no
simpatizaba en absoluto con los intereses políticos
franceses. No sabía, sin embargo, que los soldados
franceses habían estado robando gasolina en secreto en
cada ocasión que se les había presentado para crear una
reserva que les permitiera lanzarse sobre París sin
autorización.
La liberación de la capital no ocupaba ni mucho
menos uno de los primeros lugares en la lista de
prioridades de Eisenhower. Habría supuesto una enorme
dispersión de esfuerzos y de pertrechos, justo en el
momento en el que pretendía tener a los alemanes huyendo
hacia las fronteras del Reich. Las divisiones de Patton
habían dividido la retaguardia alemana en secciones, según
el tipo de campaña de caballería blindada para la que él
estaba hecho. Cuando visitó la 7.ª División Acorazada a las
afueras de Chartres, preguntó a su comandante cuándo
pensaba tomar la ciudad. Este respondió que todavía había
alemanes combatiendo en ella, así que iba a tardar algún
tiempo. Patton lo interrumpió bruscamente: «No hay
ningún alemán. Son las tres en punto. Quiero Chartres a las
cinco o habrá un nuevo comandante».25
El 19 de agosto, la víspera de la salida de todas las
tropas encerradas en la bolsa de Falaise, el general De
Gaulle llegó al cuartel general de Eisenhower procedente
de Argel. «Debemos marchar sobre París», dijo al
comandante supremo. «Tiene que haber una fuerza
organizada en la capital que se encargue del orden
público».26 No es de extrañar que De Gaulle temiera que
los comunistas de los Francs-Tireurs et Partisans
provocaran una sublevación e intentaran establecer un
gobierno revolucionario. El, mientras tanto, había estado
infiltrando sus propios agentes en el París ocupado con el
fin de crear un esquema de administración y de ocupar los
ministerios.
Al día siguiente, en Rennes, De Gaulle se enteró de
que había dado comienzo una insurrección en la capital.
Envió inmediatamente al general Juin con una carta a
Eisenhower insistiendo en que se mandara directamente
allí al general Leclerc. La policía de París se había puesto
en huelga cinco días antes, en protesta por la orden de
desarmarlos dictada por los alemanes. En Londres, el
general Koenig envió a Jacques Chaban-Delmas a
convencer a la Resistencia de que no se sublevara todavía.
Pero los comunistas, capitaneados por el coronel Henri
Rol-Tanguy, líder regional de las Forces Françaises de
l’lntérieur (FFI), querían liberar París por su cuenta. El 19
de agosto, agentes de la policía de París, armados con
pistolas, pero vestidos de paisano, ocuparon la Prefectura
de Policía e izaron la bandera tricolor.
El Generalleutnant Dietrich von Choltitz, gobernador
militar alemán de París, se sintió obligado a mandar a sus
tropas contra ellos, desencadenándose un choque poco
concluyente. Hitler había ordenado a Choltitz que
defendiera la ciudad hasta el final y que la destruyera, pero
otros militares le convencieron de que aquello no habría
tenido sentido alguno desde el punto de vista militar. El 20
de agosto, un grupo gaullista tomó el Hôtel de Ville como
primer paso de su estrategia de apoderarse de todos los
edificios gubernamentales. Los comunistas, convencidos
por su propia propaganda de que el poder estaba en las
calles, no se dieron cuenta de que iban a ser superados
tácticamente.
El entusiasmo patriótico, con banderas tricolores
improvisadas colgando de las ventanas y cánticos
espontáneos de la «Marsellesa», contribuyó a exaltar la
animación febril de la gente. Se montaron barricadas en las
calles para impedir la libertad de movimientos de los
alemanes, los camiones de la Wehrmacht sufrieron
emboscadas y algunos soldados aislados fueron
desarmados o incluso asesinados. El cónsul general de
Suecia negoció una tregua. Choltitz accedió a reconocer a
las FFI como tropas regulares y a permitirles quedarse con
los edificios que en aquellos momentos ocupaban. En
contrapartida, la Resistencia renunciaría a atacar las
instalaciones y el cuartel general de los alemanes. Los
comunistas denunciaron el acuerdo alegando que no habían
estado debidamente representados. Chaban-Delmas solo
consiguió convencerlos de que esperaran un día antes de
reanudar sus ataques.
Mientras lo que quedaba de las fuerzas alemanas de
Normandía empezaba a huir al otro lado del Sena, el I
Ejército canadiense y el II Ejército británico se unieron a la
1.ª Brigada de Infantería belga, a una brigada acorazada
checa y a la Brigada Real de los Países Bajos (Princesa
Irene). El XXI Grupo de Ejércitos de Montgomery,
formado por fuerzas de al menos siete países, empezaba a
parecerse al sueño de las Naciones Unidas de Roosevelt.
El 22 de agosto, mientras las FFI respondían a la
orden de Rol-Tanguy que decía: Tous aux barricades !,
Eisenhower y Bradley se convencieron de que al final no
iban a tener más remedio que ir a París. Eisenhower sabía
que tendría que vender semejante decisión al general
Marshall y a Roosevelt como una medida puramente
militar. El presidente se pondría hecho una furia si pensaba
que las fuerzas americanas iban a instalar a De Gaulle en el
poder. De Gaulle, por otra parte, intentó ignorar el hecho
de que los Estados Unidos tuvieran algo que ver con la
liberación de París.
Bradley voló en un Piper Cub para dar a Leclerc la
buena noticia de que podía avanzar hacia París. La reacción
de sus soldados fue de alegría salvaje. Ignoraron las
órdenes del general Gerow de que la marcha se
emprendiera a la mañana siguiente y la 2ème División
Blindée partió esa misma noche. El 24 de agosto, después
de librar algunos duros combates en los suburbios de las
afueras, Leclerc envió a la ciudad una pequeña columna a
través de calles secundarias. Poco después llegaban a la
plaza del Hôtel de Ville, todavía de noche. Algunos
hombres en bicicleta se encargaron de difundir la noticia
por la ciudad y la gran campana de Notre Dame empezó a
repicar. El general von Choltitz y sus oficiales
comprendieron inmediatamente lo que significaba.
A la mañana siguiente, la 2ème División Blindée y la
4.ª División de Infantería de los Estados Unidos entraron
en la ciudad en medio de alborotados festejos, con los que
se mezclaron algunos combates esporádicos. En realidad
fueron apenas unas cuantas escaramuzas en torno a los
edificios de los alemanes: lo suficiente para que Choltitz
fingiera una mínima resistencia antes de firmar la
rendición. Cuando De Gaulle vio el documento de
capitulación, se irritó muchísimo al comprobar que Rol-
Tanguy había conseguido estampar su firma por encima de
la de Leclerc, pero la estrategia gaullista se había impuesto.
Con los hombres que había escogido instalados en los
ministerios, el Gouvernement Provisoire de la République
Française se había hecho más o menos con el control.
Tanto los comunistas como Roosevelt se encontraron con
un hecho consumado.

Mientras París se salvaba, Varsovia era destruida. Los


vítores, las banderas tricolores, las botellas pasando de
mano en mano y los generosos besos a los liberadores
pertenecían a otro mundo. Los asesinatos salvajes y
gratuitos perpetrados por los auxiliares de la SS siguieron
adelante, mientras el Ejército Nacional luchaba
desesperadamente a pesar de tenerlo todo en su contra. «En
la Varsovia en lucha», escribiría un poeta polaco, «nadie
llora».27 Los polacos peleaban desde los sótanos y las
alcantarillas mientras a su alrededor la artillería alemana y
los Stuka machacaban la ciudad. Atacando sector tras
sector, las tropas alemanas reconquistaron la Ciudad Vieja.
Los puntos de referencia más conocidos fueron destruidos
uno tras otro, especialmente las iglesias. No había agua con
la que apagar los incendios y los hospitales de campaña
tenían pocos medios con los que tratar a los que padecían
quemaduras graves. Los pacientes morían simplemente en
medio de terribles dolores.
La disciplina siguió siendo notablemente buena entre
los insurgentes, dándose pocos casos de ebriedad. El
Ejército Nacional había recibido la orden de acabar con
todo el alcohol. Algunos insurgentes utilizaban lo que había
quedado para lavarse los pies debido a la escasez de agua.
La vida y la defensa dependían de los paquetes lanzados en
paracaídas, muchos de los cuales caían detrás de las líneas
alemanas cuando la zona controlada por el Ejército
Nacional fue reduciéndose. Los bombarderos aliados no
llegaban cada día con sus preciosos cargamentos, sino solo
cuando el programa especial en polaco de la BBC
anunciaba su llegada radiando una vieja melodía popular:
«Bailemos otra vez una mazurca».28
Los insurgentes carecían de armas capaces de
atravesar los blindajes, aparte de unos cuantos PIAT
lanzados en paracaídas, pero pudieron destruir algunos
tanques y vehículos acorazados con bombas de petróleo y
granadas de fabricación casera. Las barricadas y sus
defensores humanos fueron aplastadas bajo las orugas de
los blindados. El polvo de los edificios pulverizados se
mezclaba inextricablemente con el humo de las vigas
ardiendo. Pero otros que no andaban demasiado lejos
sufrieron todavía más.
Cuando se inició en Varsovia la sublevación del
Ejército Nacional, en el gueto de Łódź había todavía
sesenta y siete mil judíos. Tras el asombroso avance de los
soviéticos en el curso de la Operación Bagration, creyeron
que había llegado por fin el momento de su liberación.
Pero con el Ejército Rojo detenido todavía al otro lado del
Vístula, Himmler decidió que no podía perder tiempo. Casi
todos fueron enviados a una muerte segura en Auschwitz.
La primera petición de que el Mando de Bombarderos
de la RAF atacara Auschwitz había sido formulada en enero
de 1941 por el conde Stefan Zamoyski del estado mayor
general polaco. Portal se negó, aduciendo que las técnicas
de bombardeo británicas simplemente carecían de la
precisión necesaria para destruir las líneas ferroviarias. A
finales de junio de 1944, una vez confirmada la existencia
de cámaras de gas en Auschwitz, llegaron a Washington y a
Londres más peticiones, implorando que se bombardearan
las líneas férreas que conducían a los campos de
exterminio.
En aquellos momentos, Auschwitz-Birkenau era el
último gran campo de la muerte que seguía en
funcionamiento. La matanza en cadena de judíos húngaros
estaba alcanzando cotas insospechadas, con sus
cuatrocientas treinta mil víctimas en apenas unos pocos
meses. En agosto fueron asesinados allí los últimos judíos
del gueto de Łódź, más tarde los de Eslovaquia y luego los
supuestamente privilegiados judíos de Theresienstadt. Fue
el último gran intento de Himmler de aplicar la Solución
Final antes de proceder a la evacuación y destrucción de
los campos.
Harris seguía obsesionado con su idea de que lo mejor
para todo el mundo, incluidos los prisioneros, era abreviar
la guerra con su estrategia de bombardeos contra Alemania.
Aducía, además, que, en cualquier caso, se trataba de
operaciones que podían realizarse a la luz del día, y por lo
tanto una misión perfecta para las fuerzas aéreas
estadounidenses. Los americanos también se negaron, pero
curiosamente, a partir del 20 de agosto, la aviación aliada
de las bases aéreas de Foggia comenzó a bombardear la
planta Monowitz de Auschwitz III porque producía metanol,
y por esta razón figuraba en el plan de Spaatz como
objetivo de los bombardeos estratégicos aliados contra los
recursos petrolíferos de las fuerzas del Eje. Las
incursiones aéreas pusieron fin a cualquier esperanza que
pudiera abrigar IG Farben de seguir produciendo buna y
combustible sintético en Auschwitz. Y, a raíz de la
Operación Bagration, el Ejército Rojo ya se encontraba en
aquellos momentos demasiado cerca para que la fábrica
pudiera continuar tranquilamente con su actividad. Los
empleados de la compañía fueron evacuados al oeste.29
A las puertas de Varsovia, el Ejército Rojo apenas se
movía. Era evidente que Stalin quería que la sublevación
fracasara. Cuantos más hombres que pudieran erigirse en
líderes de Polonia mataran los alemanes, mejor para él. Al
final, el 2 de octubre, después de sesenta y tres días, el
general Komorowski se rindió. A espaldas de Himmler,
Bach-Zelewski concedió a los supervivientes el privilegio
de ser tratados como verdaderos combatientes. Esperaba
poder reclutarlos para luchar contra el Ejército Rojo, pero
ninguno quiso. A pesar de las promesas de Bach de que
Varsovia no sufriría más destrucciones, Himmler
enseguida ordenó la demolición total de la ciudad con
fuego y explosivos. Solo se salvaría el campo de
concentración ubicado en el gueto para encerrar en él a los
prisioneros del Ejército Nacional. Miraran hacia donde
miraran, los polacos no se hacían ilusiones, atrapados
como estaban entre dos sistemas despiadados y totalitarios
que se nutrían el uno del otro. Como escribiría otro poeta
del Ejército Nacional, «te esperamos a ti, plaga roja, para
que nos salves de la muerte negra».30
41
LA OFENSIVA ICHIGŌ Y
LEYTE
(julio-octubre de 1944)

El 26 de julio de 1944, mientras los americanos


empezaban a dejar atrás Normandía, el Ejército Rojo
llegaba al Vístula y los marines de los Estados Unidos
completaban la conquista de las islas Marianas, el crucero
norteamericano Baltimore entraba en Pearl Harbor
enarbolando la bandera presidencial. Un grupo de
almirantes vestidos con almidonados uniformes blancos
aguardaba en el muelle.
El almirante Nimitz subió a bordo para informar al
presidente Roosevelt de que el avión del general Douglas
MacArthur acababa de aterrizar procedente de Brisbane.
Media hora más tarde, Mac Arthur, que había retrasado su
llegada para hacer una entrada triunfal, se dirigió al puerto
en un gran automóvil descapotado escoltado por
motoristas. No paraba de saludar a la multitud, y también
subió a bordo del buque como una estrella de cine el día
del estreno de su última gran película.
MacArthur probablemente fuera un ególatra
obsesionado con su propia leyenda, por lo demás
sumamente inflada. Nunca había ocultado su desprecio por
el presidente, al que consideraba prácticamente un
comunista. No entendía por qué tenía que reconocer la
autoridad del general George C. Marshall, y se sentía
sumamente dolido por el hecho de que el almirante Nimitz
no hubiera sido puesto bajo sus órdenes. Sin embargo, en
aquellos momentos sabía perfectamente lo que necesitaba
para defender su poder y su prestigio, aunque ello supusiera
tragarse el orgullo y mostrarse agradable y complaciente
con Franklin Delano Roosevelt.
MacArthur veía la conferencia estimulante desde el
punto de vista político, pues en ella Roosevelt iba a ejercer
de comandante en jefe antes de que tuvieran lugar en
noviembre las elecciones presidenciales. Afortunadamente,
su conquista de Papúa Nueva Guinea había ido mucho
mejor de lo esperado, y sus fuerzas estaban ya sólidamente
atrincheradas en Hollandia, en el extremo occidental. Había
llegado el momento de presionar para que le fuera
permitido emprender su misión personal, la reconquista de
Filipinas, las islas a las que había prometido regresar. «Allí
me están esperando», fue su grandilocuente declaración a
los medios escritos. El hecho de que fuera el único, entre
los comandantes supremos y los jefes de estado mayor,
que abogaba por una liberación total de las Filipinas no lo
desanimaba lo más mínimo. Algunos sospechaban que tenía
remordimientos de conciencia por haber abandonado a su
suerte Corregidor y Bataán, aunque fuera por orden
presidencial. Pero lo cierto es que las Filipinas
representaban una parte muy importante de su vida, por no
hablar de la riqueza que había acumulado allí tras recibir un
regalo de quinientos mil dólares de su amigo, el presidente
filipino Manuel Quezón.
La idea de liberar Luzón era vista con buenos ojos por
varios colegas suyos que consideraban que esta isla, la
principal del archipiélago, constituía el trampolín perfecto
para dar un salto a Formosa, pues tenían en mente la
propuesta de utilizar China como base principal para
bombardear Japón. Otros, sobre todo el almirante King,
sostenían que había que dejar atrás Luzón y dirigirse
directamente a Formosa.
MacArthur, utilizando toda su capacidad de
persuasión, consiguió allanar el terreno para convencer a
Roosevelt de que debían liberar Filipinas, aunque solo
fuera por una cuestión de honor. Consciente de que una
negativa podía ser mal vista por la prensa y la opinión
pública americana de cara a las elecciones presidenciales
de noviembre, Roosevelt se dejó convencer. Algunos
indican que llegaron a un acuerdo en privado: las Filipinas a
cambio de que MacArthur no atacara a Roosevelt en los
Estados Unidos. Por su parte, Marshall y el jefe de las
fuerzas aéreas, «Hap» Arnold, sabían que el anhelado
proyecto de MacArthur no iba a acelerar en absoluto el fin
de la guerra en el Pacífico. Con las Marianas bien
afianzadas, disponían ya de bases aéreas para atacar el
archipiélago japonés. Los detalles sobre la marcha de la
muerte de Bataán que habían salido a la luz hacía poco
habían provocado un aluvión de llamamientos insistiendo
en la necesidad de bombardear Japón cuanto antes.
Al final, después de que el almirante «Bull» Halsey
hubiera llevado a cabo una serie de incursiones contra
Filipinas con su Tercera Flota y los portaaviones rápidos de
Mitscher, los jefes del estado mayor combinado acordaron
en el curso de la conferencia «Octógono» celebrada en
Quebec que MacArthur podía seguir adelante con su plan.
Debía empezar por la isla de Leyte, en el noroeste de
Filipinas, en octubre. Todas las operaciones preliminares
fueron canceladas, con una excepción, la captura de
Peleliu, en las islas Palaos, a unos ochocientos kilómetros
al este de Leyte. Se descartó emprender la invasión de
Formosa por varias razones, siendo una de ellas la
desastrosa situación que se vivía en China continental
debido a la Ofensiva Ichigō lanzada por los japoneses.

Los dramáticos acontecimientos que tenían lugar en París y


en Varsovia resultaban difíciles de visualizar para los que
combatían una guerra fundamentalmente naval en las
antípodas de Europa, del mismo modo que las palmeras, los
manglares y las aguas azul cobalto del Pacífico eran
inimaginables para los que estaban librando una batalla a
muerte en el Viejo Continente.
El hecho de verse obligados a combatir en las islas
contra unos japoneses que se negaban a rendirse llevó a los
comandantes americanos a contemplar la posibilidad de
utilizar el gas para vaciar los búnkeres enemigos y despejar
sus túneles y galerías, pero Roosevelt lo prohibió. En
general, la Marina de los Estados Unidos adoptó la
costumbre de decidir qué archipiélagos y atolones había
que dejar atrás en su avance por el Pacífico, y cuáles no.
Consciente de la situación desesperada que vivían las
tropas japonesas aisladas en islas lejanas y solitarias,
simplemente las ignoraba esperando que murieran de
hambre.
El bloqueo que impusieron los submarinos
americanos fue devastador. Japón acababa de crear un
sistema de convoyes, y carecía de suficientes naves de
transporte. Esto se debía principalmente al hecho de que la
Armada Imperial había preferido concentrar sus recursos
en la construcción de grandes buques de guerra. Las tropas
niponas que habían sido abandonadas a su suerte por el
cuartel general imperial en Tokio no estaban autorizadas a
presentar la rendición. Simplemente se les indicaba que
aprendieran a ser «autosuficientes», lo que significaba que
no esperaran recibir provisiones ni que llegaran tropas de
relevo. Se ha calculado que seis de cada diez de los casi un
millón setecientos cuarenta mil soldados japoneses que
perdieron la vida en la guerra sucumbieron a enfermedades
como la malaria o murieron de hambre.1
Independientemente de la envergadura de los crímenes de
guerra que hubieran cometido contra pueblos extranjeros,
los jefes del estado mayor japonés habrían debido ser
juzgados y condenados por sus compatriotas por los
crímenes cometidos contra sus propios soldados, aunque
fuera algo impensable en una sociedad tan conformista
como la japonesa de la época.
Los soldados nipones se apropiaban de los alimentos
de la población local siempre que tenían ocasión, pero en
las zonas rurales la gente aprendió a esconder astutamente
sus víveres para poder sobrevivir. En los pueblos y en las
ciudades, sin embargo, se pasaban muchas más penurias,
como también las pasaban su mano de obra esclava y sus
prisioneros de guerra aliados. Los oficiales y los soldados
japoneses recurrieron a la práctica del canibalismo, y no
solo con cadáveres enemigos. La carne humana estaba
considerada un alimento necesario, y organizaban
«cacerías» para obtenerla. En Nueva Guinea mataron,
despedazaron y devoraron a nativos y a esclavos, así como a
varios prisioneros de guerra australianos y americanos, a
los que llamaban «cerdos blancos» para diferenciarlos de
los «cerdos negros» asiáticos.2 Cocinaban y comían las
partes carnosas, los sesos y el hígado de sus víctimas.
Aunque sus comandantes les dijeran que no podían
comerse a sus propios muertos, esta prohibición no solía
detenerlos. A veces elegían a un camarada, especialmente
entre los que se negaban a ingerir carne humana, o
capturaban a un soldado de otra unidad. Los reclutas
japoneses que más tarde fueron atrapados en Filipinas
reconocerían que «no era de las guerrillas de quien
teníamos miedo, sino de nuestros propios compañeros».3
Las requisas de los japoneses en las zonas rurales ya
habían dado paso a una grave hambruna en diversas regiones
del sudeste asiático, las Indias Orientales Neerlandesas y
las Filipinas. Sus métodos depredadores habían hecho
estragos en la agricultura, pues apenas dejaban semillas
para sembrarlas en la siguiente estación. El cultivo de la
tierra en Birmania, que había sido un gran cuenco de arroz
para la región, apenas daba para subsistir a finales de la
guerra. En Indochina, las autoridades francesas del régimen
de Vichy, con el beneplácito de los supervisores japoneses,
fijaron precios y establecieron cuotas. Pero luego el
ejército imperial iba de aldea en aldea para llevárselo todo
antes de que llegaran los funcionarios galos.
En el norte de Indochina, la situación era todavía más
precaria, pues los campesinos habían sido obligados a
plantar yute, y como todos los barcos de transporte habían
sido capturados por los japoneses, no podían recibir arroz
del sur. La hambruna de la que fue víctima la población
rural de Tonkín entre 1944 y 1945 acabó con la vida de más
de dos millones de campesinos. Los japoneses nunca
tuvieron la intención de ayudar a la región, sobre todo
porque estaba convirtiéndose en un gran foco de partidarios
de la Liga por la Independencia de Vietnam, «Viet Minh»,
dirigida por el comunista Ho Chi Minh. Los seguidores de
esta organización recibían ayuda y armas —hecho bastante
irónico considerando lo que ocurriría al cabo de unas pocas
décadas— de la Departamento de Servicios Estratégicos
estadounidense (OSS por sus siglas en inglés). Roosevelt,
tras obtener el visto bueno de Stalin en la conferencia de
Teherán, había decidido impedir que Francia recuperara su
colonia, pero su idea murió con él poco antes de que
finalizara la guerra en Europa.
El régimen japonés, dominado por los militares, había
confiado en que Alemania ganara la guerra en Europa y a
los americanos les faltaran las agallas necesarias para librar
verdaderas batallas. Con una falta sorprendente de
imaginación, los líderes nipones creían que podrían
negociar unas condiciones de paz que les fueran favorables,
a pesar de la furia americana por lo ocurrido en Pearl
Harbor. Estos fatales errores de cálculo se vieron
propiciados por la inflexibilidad de la jerarquía militar
imperial. Mientras que los comandantes japoneses
rechazaban cualquier tipo de innovación, las fuerzas
americanas, con su movilización de hombres inteligentes y
dinámicos procedentes de distintas clases sociales y de
todos los ámbitos profesionales, aprendían muy rápido
tanto desde el punto de vista tecnológico como táctico.
Sobre todo, los Estados Unidos supieron estimular una
industria militar que, además de producir un arsenal
extraordinario, permitió que a finales de 1944 dispusieran
de casi un centenar de portaaviones en alta mar.
Algunos historiadores sostienen que, debido a que las
pérdidas de buques mercantes sufridas por Japón fueron
catastróficas, su gran ejército de China continental jamás
habría podido ser desplegado para enfrentarse a fuerzas
aliadas en otros rincones del mundo, por lo que la cuestión
de si las tropas de Chiang Kai-shek lo mantuvieron o no
entretenido resulta irrelevante. En realidad, algunas fuerzas
terrestres y buena parte de la aviación naval sí fueron
desplegadas, pero esta línea de pensamiento sigue
considerando que todo el apoyo prestado a China fue una
pérdida de recursos y de tiempo. Esta tesis obvia el hecho
de que, sin la resistencia de los ejércitos chinos en la
primera fase de la guerra, y su convicción de que debían
permanecer en el conflicto, las tropas japonesas habrían
tenido una presencia más contundente y peligrosa en otros
lugares del mundo.
La Ofensiva Ichigō, que los japoneses habían
comenzado en abril de 1944, pareció en un principio
confirmar las opiniones más pesimistas sobre la capacidad
de combate de los nacionalistas chinos. Incluso los
oficiales de Chiang se desesperaron. «Recibimos la orden
de retirarnos», escribiría un capitán. «Una gran masa de
hombres, caballos y carros retrocedía. Era una escena
desoladora. De repente vi a Huang Chi-hsiang, nuestro
general, pasar a galope con su caballo, vestido con un
pijama y calzando una sola bota. Me impresionó aquella
falta de dignidad. Si los generales huían despavoridos, ¿por
qué un soldado corriente debía quedarse y seguir luchando?
Los japoneses enviaban tanques y más tanques, y nosotros
no teníamos nada para detenerlos».4
Todas las contradicciones de la política
estadounidense, que pretendía sacar el máximo
rendimiento de China con el mínimo apoyo, se pusieron de
manifiesto a la vez con una intensidad realmente
contraproducente. Tras haberse concentrado
exclusivamente en Birmania para abrir su carretera y en el
rearme y en el entrenamiento de las divisiones
nacionalistas desplegadas en la región, Stilwell había hecho
bien poco por los ejércitos de Chiang Kai-shek que debían
enfrentarse a los japoneses en la propia China. Como
sabían perfectamente los americanos, esas tropas estaban
desnutridas y demasiado débiles para luchar, por mucho
que les entregaran las armas adecuadas. De modo que era
sumamente injusto culparlas de no haber sabido defender
las bases aéreas estadounidenses, sobre todo después de
que las incursiones de la aviación americana contra el
archipiélago nipón y otros objetivos hubieran provocado
una rápida respuesta de los japoneses. Y Roosevelt no
quería que los B-29 fueran utilizados para ayudar a las
tropas chinas sobre el terreno. La única excepción se
produjo en noviembre y en diciembre, cuando las
Superfortalezas arrasaron los depósitos de provisiones
japoneses de Hankou.
Hubo ocasiones en las que los chinos combatieron
bien. En Heng-yang, el X Ejército quedó rodeado y, con la
ayuda de los cazas y los bombarderos de Chennault, logró
resistir a los japoneses durante más de seis semanas. Un
periodista americano describiría en los siguientes términos
a las tropas que pretendían reforzar el X Ejército: «De cada
tres hombres, solo uno llevaba fusil... No se veía ni un
vehículo motorizado, ni un camión en toda la columna.
Tampoco piezas de artillería. De vez en cuando veías algún
animal de carga que llevaba parte del equipamiento... Los
hombres caminaban lentamente, con esa amargura
característica del soldado chino que no espera nada más
que ir al encuentro de una tragedia... sus cañones eran
anticuados, y sus uniformes, de color amarillo y marrón,
andrajos. Cada uno de ellos llevaba dos granadas atadas al
cinturón, y alrededor del cuello una larga media azul,
gruesa como una mortadela, llena de granos de arroz, su
único alimento. Sus sandalias de paja dejaban ver unos pies
destrozados e hinchados».5Estas eran las tropas aliadas,
patéticamente pertrechadas, a las que Washington culpaba
de no haber conseguido repeler la mayor ofensiva terrestre
lanzada por Japón en Extremo Oriente durante la guerra.
La caída de Heng-yang el 8 de agosto dejaba libre el
camino hacia las otras bases aéreas que tenían los
americanos en Kweilin y Liuchow. No solo las relaciones
entre los estadounidenses y el generalísimo estaban al
borde de la ruptura, sino que, además, Chennault acusaba a
Stilwell de haber hecho oídos sordos a todas las voces que
advertían de la inminencia de la Ofensiva Ichigō, y Stilwell
acusaba a Chennault de haberla provocado y de haberse
quedado con la mayoría de los suministros enviados a
través del Himalaya, sin dejar prácticamente nada para las
fuerzas terrestres chinas. Ni que decir tiene que en
aquellos momentos todas las anteriores afirmaciones de
Chennault, en el sentido de que su XIV Fuerza Aérea era
capaz de detener sola el avance japonés, parecían vanas y
ridículas. Stilwell quería que Chennault fuera destituido
inmediatamente, pero Marshall se negó. Marshall y el
general Arnold también se negaron a la pretensión de
Chennault de recibir todos los suministros enviados al
mando de bombarderos B-29 Superfortaleza.
La administración de Roosevelt y la prensa americana,
que en 1941 habían idealizado a Chiang Kai-shek y la
resistencia del régimen nacionalista a los japoneses, se
volvieron contra ellos de una manera vergonzosamente
exagerada. Una falta de comprensión de los problemas
fundamentales y de los fallos cometidos dio lugar a otra
contradicción en la política de los Estados Unidos.
Stilwell, el Departamento de Estado y la Oficina de
Servicios Estratégicos, exasperados con Chiang Kai-shek y
los nacionalistas, empezaron a idealizar a Mao Tse-tung y a
los comunistas.
En julio, Roosevelt ya le había dicho a Chiang que
nombrara a Stilwell comandante en jefe de todas las fuerzas
chinas, incluidas las comunistas. El generalísimo no tenía
la más mínima intención de hacer algo semejante,
especialmente si los americanos contemplaban la
posibilidad de armar a los comunistas, pero no podía hacer
otra cosa que intentar ganar tiempo. Una negativa rotunda
suponía fácilmente perder toda la ayuda militar y
económica. La Ofensiva Ichigō, devastadora para los
ejércitos nacionalistas, había redundado en cambio en
beneficio de los comunistas, pues la mayoría de las fuerzas
japonesas participantes había llegado del norte de China y
Manchuria. Los comunistas habían sacado tajada de las
derrotas nacionalistas, trasladando fuerzas hacia el sur, a
las regiones que los ejércitos de Chiang Kai-shek se habían
visto obligados a abandonar.
Los americanos, en un intento vano de conseguir que
ambas partes colaboraran, solicitaron autorización para
enviar a un grupo de observadores al cuartel general de
Mao en Yenan. La llamada «Misión Dixie» llegó en julio, y
sus integrantes quedaron gratamente impresionados, como
pretendía Mao. Como las severas limitaciones impuestas
no les habían permitido ni ver todo lo que había que ver ni
hablar libremente con quien quisieran, no tenían ni idea de
la firme determinación de Mao de acabar completamente
con los nacionalistas ni de las brutales purgas para
«erradicar a los traidores existentes [en el Partido
Comunista Chino] e imponer la ideología maoísta a todos
los miembros del partido».6 Las detenciones masivas
instauraron un reinado de terror en el que se denunciaba a
los sospechosos en medio de consignas del partido y de
abucheos. Se obtenían las confesiones por medio de
torturas físicas y psicológicas y verdaderos lavados de
cerebro. El régimen de Mao, con su utilización obsesiva
del control de pensamiento y de la «autocrítica», resultaría
aún más totalitario que el propio estalinismo. Mao no
utilizaba una policía secreta. Los ciudadanos corrientes se
veían obligados a participar en la caza de brujas, en la
tortura y en la ejecución de supuestos traidores. Y el culto
a la personalidad de Mao superó al de Stalin.7
Los cuadros y los comandantes militares comunistas
sentían verdadero pavor de cometer un error. En aquellos
momentos, en los que la guerra empezaba a ser mucho más
que unas simples acciones guerrilleras, temían ser
acusados de contravenir la ideología maoísta, que, tras la
desastrosa batalla de los Cien Regimientos, había
condenado siempre la guerra convencional. Por mucho que
siguiera aumentando el tamaño de su ejército, Mao era
todavía reacio a poner en peligro unas fuerzas que quería
preservar para enfrentarse más tarde a los nacionalistas. A
finales de 1944, los comunistas chinos contaban con
novecientos mil hombres en sus formaciones regulares, y
con dos millones y medio aproximadamente en sus
milicias campesinas locales.
La situación en China acabó siendo tan desesperada
durante la Ofensiva Ichigō, que Chiang quiso traer de vuelta
las divisiones de la Fuerza Y —que se encontraban en el
frente del Salween— para intentar frenar el avance japonés.
Como era un momento crucial para el éxito de la campaña
de Birmania, Roosevelt, Marshall y Stilwell pusieron el
grito en el cielo, sin querer reconocer que cada uno de
ellos era en parte responsable de aquella llamada
desesperada de los nacionalistas. Marshall redactó un
comunicado muy severo, parecido a un ultimátum,
exigiendo al generalísimo que nombrara inmediatamente a
Stilwell comandante en jefe y reforzara el frente del
Salween.
Cuando Stilwell leyó el comunicado a su llegada se
llenó de regocijo. Puede decirse que irrumpió
precipitadamente en la sala en la que el generalísimo
mantenía una entrevista con el general de división Patrick J.
Hurley, el nuevo representante de Roosevelt, e interrumpió
la reunión. Más tarde contaría victorioso en su diario cómo
«le restregué aquella pimienta por las narices al Cacahuete,
y luego me dejé caer en un sillón dando un profundo
respiro. La patada le dio a ese cabroncete en toda la boca
del estómago». Hurley, por su parte, quedó abatido por el
tono del comunicado y por el grave descrédito que todo
aquello iba a suponer. Chiang Kai-shek reprimió su cólera.
Simplemente musitó: «Comprendo», y puso fin a la
entrevista.8
Más tarde el generalísimo envió un mensaje a
Roosevelt a través de Hurley insistiendo en que Stilwell
abandonara China. Chiang decía estar totalmente dispuesto
a aceptar que un general americano se pusiera al frente de
las fuerzas chinas, siempre y cuando no se tratara de
Stilwell. Roosevelt ya no consideraba que China fuera
esencial para derrotar a Japón, especialmente después de
que Stalin se hubiera comprometido a invadir Manchuria en
cuanto acabara la guerra con Alemania. De modo que se
limitó a valorar en qué medida podría afectar aquel lío a su
candidatura a las elecciones presidenciales de noviembre.
La prensa americana había empezado a mostrar su
oposición al régimen nacionalista, al que describía como
dictatorial, incompetente, corrupto y enchufista. Los
periódicos lo acusaban de no querer luchar contra los
japoneses y de absoluta indiferencia hacia el pueblo chino,
especialmente durante la terrible hambruna vivida en Honan
el año anterior. El New York Times afirmaba que con su
apoyo a los nacionalistas, los Estados Unidos se convertían
en colaboradores de «un régimen autocrático, despiadado y
reaccionario».9 Escritores muy influyentes, como
Theodore White, vilipendiaban a Chiang Kai-shek y lo
consideraban mucho peor que cualquier comunista. En
aquella época de liberalismo propio del New Deal, muchos
funcionarios del Departamento de Estado coincidían con
este parecer.10
En los Estados Unidos, los sondeos de opinión
durante la campaña presidencial revelaban que Roosevelt
estaba perdiendo a pasos agigantados la ligera ventaja que
tenía sobre su adversario, Thomas Dewey. Así pues,
Roosevelt, temeroso de las funestas consecuencias que
podría tener en su campaña un derrumbamiento de los
chinos nacionalistas, decidió que Stilwell regresara a
Washington, haciendo ver que el general había hecho todo
lo posible para instruir a Chiang Kai-shek y que ya no podía
hacer nada más. La verdad de los hechos, esto es, que los
chinos habían sido abandonados a su suerte ante la
inminencia de la Ofensiva Ichigō, fue completamente
ocultada, como también se ocultaron las continuas disputas
de Stilwell con Chiang, con Chennault y con Mountbatten.
El general Marshall, que había sido quien había
nombrado a Stilwell, y que eludía en buena medida su parte
de responsabilidad en aquella desastrosa situación, redactó
una contestación para la petición de Chiang. «Habrá que
explicar exhaustivamente y con claridad las razones de la
marcha de Stilwell», escribiría Marshall en el esbozo de la
respuesta que Roosevelt debía enviar al líder nacionalista.
«Una decisión semejante sorprenderá y confundirá al
pueblo americano, y lamento el daño que inevitablemente
producirá en el sentimiento de solidaridad del pueblo
americano hacia China».11
En su mensaje a Chiang Kai-shek, Roosevelt no utilizó
al final la amenaza, más o menos velada, de Marshall de
difundir los detalles que se ocultaban detrás de la marcha
de Stilwell, pero sin duda se aseguró de que la prensa
americana fuera informada debidamente. En cualquier caso,
antes de partir, Stilwell se encargaría de dar su versión de
los hechos a los periodistas desplazados a Chunqking. Y
también se encargaría de que en los Estados Unidos los
simpatizantes de la causa nacionalista condenaran a Chiang,
calificándolo de dictador militar non grato y acusándolo de
no querer atacar a los japoneses para acumular el mayor
número posible de armas americanas con el único fin de
combatir a los comunistas. Pero nadie sospechaba que en
realidad era Mao el que deliberadamente se reservaba sus
fuerzas para emprender una guerra civil y pactaba en
secreto con los japoneses.
El general de división Albert C. Wedemeyer, que
había prestado sus servicios como jefe de estado mayor de
Mountbatten, sustituyó a Stilwell en octubre, justo cuando
los japoneses reemprendían su ofensiva. La precaria
situación de los refugiados era un reflejo exacto de la que
vivían las maltrechas tropas. Los ejércitos de Chiang,
sumamente desmoralizados y hambrientos, volvieron a
derrumbarse en medio del caos, permitiendo que los
japoneses capturaran más bases aéreas, todas las cuales
fueron demolidas por los americanos justo antes de su
llegada. En aquellos momentos, los estadounidenses ya se
habían habituado a la rutina de volar cada uno de sus
cobertizos, cada uno de sus hangares y cada uno de sus
almacenes antes de colocar bombas de cuatrocientos
sesenta kilos (mil libras) en las pistas para abrir en ellas
tantos boquetes que quedaran completamente inutilizables.
Lo desesperado de la situación hizo que Wedemeyer
autorizara el regreso de las divisiones de la Fuerza Y y
lograra que fueran trasladadas inmediatamente a la zona
todas las formaciones de las fuerzas aéreas que actuaban en
la campaña de Birmania. Pero el avance japonés estaba
llegando a su final de una manera natural. La Operación
Ichigō había conseguido sus objetivos, y el invierno se
acercaba. Trece aeródromos norteamericanos habían
quedado inoperativos, los nipones habían infligido más de
trescientas mil bajas en las filas nacionalistas y sus
ejércitos de China se habían unido a sus camaradas de
Indochina.12
Para el general Slim supuso un duro golpe quedarse
sin apoyo aéreo en el momento en que su XIV Ejército se
disponía a cruzar un río tan importante y caudaloso como el
Irrawaddy. Varios oficiales británicos sospecharon que el
anglófobo general Wedemeyer no tenía en realidad ningún
interés en ayudarlos, sobre todo teniendo en cuenta que ya
habían contribuido en todo lo necesario para asegurar la
carretera de Birmania a China.

Mientras MacArthur seguía exultante por el beneplácito


recibido de Roosevelt para emprender su invasión de
Luzón, lo cual representaba una victoria sobre el almirante
King, iban desarrollándose los preparativos para los
primeros desembarcos en Leyte. Pero el almirante Nimitz
se había negado a cancelar el asalto a la isla de Peleliu,
donde se encontraba el principal aeródromo japonés de las
islas Palaos. Los comandantes suponían que la 1.ª División
de Infantería de Marina tardaría solo entre tres y cuatro
días en tomar Peleliu.
El 15 de septiembre comenzó el asalto anfibio, con el
habitual bombardeo de los grandes cañones de los
acorazados y los bombarderos en picado de los
portaaviones. Los portones de proa de los LST se abrieron,
y empezaron a salir varios centenares de vehículos anfibios
llenos de marines. Peleliu, con apenas ocho kilómetros de
longitud y menos de tres de anchura, parecía en el mapa
como una cabeza de cocodrilo con las mandíbulas
ligeramente abiertas. Su costa noroccidental la formaba una
larga barrera de colinas y crestas de coral, la suroriental era
una zona de manglares, y en el centro llano de la isla se
encontraba el aeródromo. Los atolones de coral que la
rodeaban imposibilitaban el uso de lanchas de desembarco.
Solo los vehículos anfibios podían superarlos.
Para los marines que habían combatido en la mayoría
de las islas, Peleliu sería la peor. El calor era agobiante,
llegándose a veces a los 46°. El agua de sus cantimploras
parecía recién hervida, pero la bebían igual. La sed y la
deshidratación se convirtieron en graves problemas. La
escasez de agua en la isla era tal que a bordo de los barcos
de la flota hubo que llenar de agua viejos barriles de
petróleo aún sucios para llevarlos a tierra. Su contenido,
que sabía a una mezcla de óxido y gasolina, repugnaba a
todos los hombres, pero era lo único que había. Muchos
soldados sufrieron golpes de calor ya en las primeras
veinticuatro horas.
Los marines llegaron a las inmediaciones del
aeródromo, y enseguida empezaron a oír el ruido de unos
tanques. Al principio creyeron que eran los suyos, pero
cuando se dieron cuenta de que una docena de carros
blindados japoneses habían aparecido de la nada, cundió
rápidamente el pánico. Disponían de pocas armas
perforadoras de blindaje, pero al final unos cuantos
Sherman y los cazabombarderos redujeron enseguida los
obsoletos vehículos acorazados enemigos a un montón de
chatarra humeante.
Los marines esperaban que los japoneses no tardaran
en «recurrir a su grito de banzai», o lo que es lo mismo, a
lanzarse contra ellos en una carga suicida como habían
hecho en otras islas, pues era su manera de poner
rápidamente fin a una situación desesperada. Pero el
enemigo había decidido cambiar de táctica. Atrincherarse
entre el sólido coral resultaba imposible. Y lo peor de
todo, los afilados fragmentos que las explosiones de las
bombas lanzaban despedidos en todas direcciones
aumentaban enormemente sus letales efectos. El único
cobijo que encontraron los americanos fueron los cráteres
abiertos por el estallido de las bombas. Con todo el lugar
lleno de heridos y muertos, y las ametralladoras japonesas
cubriendo perfectamente el sector, la evacuación de las
víctimas provocaba pérdidas aún mayores. Al final un joven
oficial agarró al conductor de un vehículo anfibio que se
negaba a intervenir y, apuntándole con la pistola en la
cabeza, le obligó a circular por la zona para recoger a los
caídos.
En la barrera coralina que se extendía de norte a este
en el extremo de la isla más alejado del aeródromo había
un laberinto de galerías y cuevas naturales. Tras unas
portezuelas de acero correderas, los japoneses habían
colocado en su interior los cañones de campaña. Habían
instalado incluso ventiladores eléctricos para dispersar las
nubes de humo de cordita provocadas por los disparos. Para
enfrentarse a los defensores, primero los marines tenían
que cruzar el aeródromo y superar los blocaos y los
barracones que habían sido transformados en una
fortificación de hormigón. En opinión de muchos, en
aquellos momentos lo de Guadalcanal parecía que había
sido una excursión dominguera.
La mañana del 16 de septiembre, cuatro batallones
lanzaron un ataque a través del aeródromo convertido en
tierra de nadie. Avanzando encorvados a toda prisa, muchos
americanos caían al suelo abatidos por los disparos. Pero
los edificios fueron tomados, y sus ocupantes eliminados.
La 1.ª División de Infantería de Marina había sufrido más
de mil bajas. Pero lo peor llegaría cuando tuviera que
limpiar de enemigos lo que los soldados americanos
llamaron «Bloody Nose Ridge» (o «Cresta de la nariz
sangrante»), esto es, la barrera coralina formada por una
sucesión de empinadas crestas que alcanzaban una altura de
sesenta e incluso noventa metros. Los marines raras veces
conseguían conciliar el sueño por la noche. Durante las
horas de oscuridad los japoneses se infiltraban en sus
líneas, solos o en pareja, unas veces para acuchillar a los
ametralladores en sus propias trincheras, otras para
encaramarse a lo alto de los árboles y convertirse en
peligrosos francotiradores cuando empezaba a salir el sol.
Para los americanos despejar de enemigos «Bloody
Nose Ridge» fue una tarea ardua y difícil, en la que las
granadas y los lanzallamas desempeñaron un papel
fundamental. Las cuevas y los túneles de la zona
proporcionaban a los japoneses unas posiciones de tiro
laberínticamente comunicadas unas con otras, y los
combates fueron tan encarnizados que la mayor parte de la
isla no quedó despejada hasta finales de octubre. Por
entonces, las bajas de la 1.ª División de Infantería de
Marina ascendían a seis mil quinientas veintiséis, mil
doscientas cincuenta y dos de las cuales correspondían a
muertos. Y la 81.ª División, que llegó como refuerzo,
perdió otros tres mil doscientos setenta y ocho hombres. Y
lo cierto es que se podría haber pasado de largo por
Peleliu. Fue uno de los pocos errores que cometió Nimitz.

A punto estuvo de cometerse otro error, esta vez por el


almirante Halsey, en la batalla naval más importante de toda
la guerra, pero por fortuna para la Flota del Pacífico, un
almirante japonés no supo aprovechar la magnífica
oportunidad que se le brindó. Los nipones sabían que tarde
o temprano los americanos intentarían invadir Filipinas, y
su idea era convertir la acción en una batalla decisiva.
Los últimos acorazados de la Flota Combinada
japonesa tenían su base cerca del principal centro de
suministro de petróleo de las Indias Orientales
Neerlandesas. Tras hundir tantísimos buques cisterna, los
submarinos estadounidenses no les habían dejado otra
alternativa. Los portaaviones que le quedaban a la Armada
Imperial debían permanecer cerca del archipiélago nipón.
En Okinawa, el almirante Fukudome Shigeru, que había
vivido una contundente incursión de los aviones de la
Tercera Flota de los Estados Unidos en el mes de octubre,
estaba horrorizado por el elevado número de bajas que
habían sufrido sus mal preparados pilotos cuando más de
quinientos aparatos japoneses cayeron derribados por la
aviación americana. Describiría la escena «como un
montón de huevos arrojados contra el muro de piedra de la
indómita formación enemiga».13 Sin embargo, la obsesión
de los japoneses por mantener el prestigio y guardar las
apariencias, hizo que trataran de presentar aquel desastre
como una victoria. Dijeron haber hundido dos acorazados y
once portaaviones, cuando en realidad los Aliados
únicamente sufrieron daños en dos cruceros durante el
enfrentamiento. El emperador Hiro Hito pidió que se
llevaran a cabo celebraciones en toda la nación. La Armada
Imperial también se olvidó de contar a sus colegas del
ejército la realidad de los hechos. En consecuencia, el
mariscal de campo Terauchi Hisaichi decidió que, en vista
de lo sucedido, la marina podía defender la isla de Leyte y
también la de Luzón, y convenció al cuartel general
imperial de que cambiara sus planes según su propuesta.
El general MacArthur, convencido de que el destino
iba a depararle su gran momento de gloria, embarcó en el
crucero Nashville para unirse a los barcos que
transportaban las tropas de invasión del VI Ejército. El
convoy iba escoltado por la Séptima Flota del
vicealmirante Thomas C. Kinkaid, formada por dieciocho
portaaviones y seis viejos acorazados. Como era de
esperar, a la Séptima Flota se la llamaría la «Armada de
MacArthur». Todos estos buques debían aproximarse a
Leyte por el sur. La Tercera Flota de Halsey, con dieciséis
portaaviones rápidos, seis acorazados y otros ochenta y un
navios, entre cruceros y destructores, vigilaría las rutas que
accedían a la isla por el nordeste. En total, la Marina de los
Estados Unidos había echado a la mar doscientos
veinticinco buques de guerra para la invasión de Leyte.
Ni Halsey ni Kinkaid esperaban que los japoneses
presentaran batalla en aquel momento. La lógica parecía
indicar que los japoneses se replegarían para concentrar
sus fuerzas y afrontar una invasión en la propia Luzón. Este
había sido, de hecho, el plan nipón, pero si se producía un
desembarco en Filipinas, los japoneses corrían el peligro
de ver cortado su acceso a los yacimientos petrolíferos de
Java y Sumatra. El cuartel general imperial simplemente no
podía obviar semejante amenaza. Halsey estaba tan
confiado que envió uno de sus grupos de portaaviones a la
gran base naval que los americanos acababan de instalar en
la laguna del atolón Ulithi, en las islas Carolinas, para su
puesta a punto.
A primera hora del 20 de octubre, la flota invasora y
sus naves escolta entraron en el estrecho que daba acceso
al golfo de Leyte. El desembarco de cuatro divisiones
comenzó esa misma mañana y se desarrolló según lo
previsto. El general MacArthur bajó a tierra con el nuevo
presidente de Filipinas a primera hora de la tarde.
MacArthur, que se había asegurado de contar con la
presencia de periodistas, cámaras de rodaje y fotógrafos,
hizo las siguientes declaraciones al llegar a la playa:
«¡Pueblo de Filipinas, he regresado! Con la ayuda de Dios
Todopoderoso, nuestras fuerzas vuelven a estar en suelo
filipino». Aquella campaña casi presidencial que
MacArthur había llevado a cabo durante el último año había
incluido el reparto de folletos, cajas de cerillas, paquetes
de cigarrillos e insignias propagandísticas, todo ello
decorado con un retrato del general MacArthur, las
banderas de los Estados Unidos y Filipinas y el siguiente
slogan: I shall return («Regresaré»). De su distribución se
había encargado la gran red de la resistencia presente en el
archipiélago, y la mayoría de los filipinos sabía el
significado de aquellas tres palabras inglesas cuando
empezaron los desembarcos.
Los combates en Leyte no tardaron en aumentar de
intensidad. Como había ocurrido en otros lugares, las
unidades de vanguardia toparon con posiciones
atrincheradas y nidos de ametralladoras perfectamente
camuflados. Una vez más las consecuencias fueron
devastadoras. El 302.° Batallón de Ingenieros acudió en
ayuda de la 77.ª División. En un bulldozer blindado, su
capitán, J. Carruth, se lanzó contra el enemigo, enterrando,
o dejando al descubierto, sus trincheras y sus nidos de
ametralladoras, llegando a veces incluso a colgarse de un
lado del vehículo para disparar con su subfusil Thompson
contra cualquier soldado japonés que pudiera quedar
expuesto.
El 23 de octubre, mientras MacArthur era
homenajeado en otra ceremonia celebrada en la ciudad
provincial de Tacloban, la flota invasora anclada frente a la
costa daba la señal de alarma: «¡Todos a sus puestos!
¡Zafarrancho de combate!». Dos submarinos
estadounidenses habían divisado los buques de la Flota
Combinada japonesa dirigiéndose hacia allí.
El almirante Toyoda Soemu, comandante en jefe de la
Flota Combinada, disponía de un gran número de
acorazados y de cruceros pesados. A sus fuerzas se habían
unido incluso dos acorazados de la clase Yamato, los más
grandes del mundo, con sesenta y ocho mil toneladas de
peso, y armados con cañones de 46 cm. Como se había
quedado prácticamente sin pilotos y sin aparatos aéreos
tras los desastrosos enfrentamientos ocurridos en aguas de
Formosa, Toyoda había decidido utilizar sus dos
portaaviones como anzuelo para atraer la flota americana y
alejarla de Leyte, tras lo cual pensaba atacar los barcos de
transporte estadounidenses y sus naves escolta.
El plan de Toyoda era, probablemente, demasiado
complicado para que pudiera ser culminado con el éxito. El
almirante japonés dividió sus fuerzas en cuatro: el grupo de
portaaviones enviado al norte para servir de cebo; dos
escuadras que supuestamente debían reunirse en el
estrecho de Surigao, aunque al final no llegaron a
encontrarse debido a los problemas existentes entre sus
comandantes, que se detestaban el uno al otro; y por último
el grueso de la flota, la Primera Fuerza de Ataque,
comandada por el vicealmirante Kurita Takeo, y en la que
se encontraban los grandes acorazados Yamato y Musashi.
Toyoda pretendía cruzar el archipiélago filipino para llegar
al estrecho de San Bernardino al norte de Leyte. Esta fue la
fuerza que, procedente de Brunei, en la costa septentrional
de Borneo, fue divisada por los dos submarinos
norteamericanos.
Tras enviar el mensaje de alarma, los submarinos
atacaron inmediatamente a la flota enemiga con torpedos,
hundiendo el buque insignia de Kurita, el crucero pesado
Atago, provocando graves daños en otro crucero, el Takao ,
y echando a pique un tercero, el Maya. Abatido y
desconcertado, Kurita Takeo, vestido aún con su uniforme
azul y sus guantes blancos, abandonó el Atago poco antes
de que este desapareciera engullido por las aguas, y
trasladó su bandera al Yamato.
El 24 de octubre, el almirante Halsey, presa de un gran
entusiasmo, se preparó para la acción. Ordenó que los
portaaviones de Mitscher atacaran la fuerza de Kurita, pero
inmediatamente los radares advirtieron que un escuadrón
de aproximadamente doscientos aviones se aproximaba en
su dirección procedentes de los aeródromos japoneses.
Los cazas Hellcat despegaron rápidamente y destruyeron
setenta aparatos enemigos. Un solo piloto americano
consiguió derribar nueve de ellos en este enfrentamiento.
Sin embargo, un bombardero japonés logró pasar entre los
Hellcat. Una de sus bombas alcanzó la cubierta de vuelo del
portaaviones Princeton, y estalló un gran incendio. Las
llamas comenzaron a propagarse, provocando la explosión
de los torpedos y el combustible almacenados en el
interior del buque.
A las 10:30, los bombarderos en picado Corsair, con
su característica ala de gaviota invertida, y los aviones
torpederos Avenger atacaron la gigantesca escuadra del
almirante Kurita, en la que se encontraban los grandes
acorazados Yamato y Musashi. Los Avenger lanzaron sus
torpedos contra el Musashi, cuya proa era un poco más
vulnerable, obligándolo a aminorar su velocidad. Sus
acciones fueron imitadas por otros pilotos americanos.
Diecisiete bombas y diecinueve torpedos alcanzaron de
lleno al Musashi, condenándolo a una muerte segura. Un
corneta tocó el himno nacional japonés mientras el
acorazado empezaba a escorarse, y un corpulento nadador
se ató al cuerpo la bandera de combate antes de saltar por la
borda. Poco después el enorme acorazado, cuyas
dimensiones superaban las del Bismarck, zozobró y se
hundió, llevándose consigo a más de mil hombres de su
tripulación. El Yamato y otros dos acorazados también
sufrieron daños que los obligaron a aminorar la marcha.
Otros nueve buques, entre cruceros y destructores, fueron
hundidos o quedaron gravemente averiados.
El almirante Kurita, reacio a adentrarse en el estrecho
de San Bernardino a plena luz del día, y sin saber qué hacer
a continuación, optó por dar media vuelta. Cuando Halsey
fue informado de ello por sus pilotos, que en un exceso de
optimismo habían comunicado unas pérdidas del enemigo
muy superiores a las reales, creyó que los japoneses huían.
Aquella tarde, había enviado un mensaje anunciando que iba
a separar de su Tercera Flota cuatro acorazados, cinco
cruceros y catorce destructores para crear la Fuerza
Operacional 34. Cuando el almirante Kinkaid en Leyte, el
almirante Nimitz en Pearl Harbor y el almirante King en
Washington fueron informados de esta decisión, los tres la
aprobaron, dando por hecho que La Fuerza Operacional 34
se quedaría en la zona para vigilar y proteger el estrecho de
San Bernardino. Pero a las 17:30 un mensaje informó a
Halsey de que la fuerza de portaaviones japonesa había sido
por fin divisada a unas trescientas millas al norte del
estrecho. En su informe, el piloto había exagerado, por lo
visto sin querer, el número de acorazados que iban en la
escuadra comandada por el vicealmirante Ozawa Jisaburo,
indicando que eran cuatro. Como ignoraba que Ozawa había
estado navegando en rectángulo para facilitar su
localización, el impetuoso Halsey picó el anzuelo.
Kinkaid y MacArthur confiaban en que la Tercera
Flota colaborara protegiendo el desarrollo de la invasión.
Halsey, sin embargo, quería actuar en consonancia con el
espíritu de la orden de Nimitz de que, si se presentaba la
oportunidad de destruir una parte importante de la armada
enemiga, tenía que aprovecharla y considerarla su principal
prioridad. Además, tenía muy presente las críticas vertidas
sobre el almirante Raymond Spruance cuando este decidió
no salir en persecución de los portaaviones japoneses que
huyeron de las Marianas. Así pues, Halsey decidió lanzarse
a la caza del enemigo y zarpó con toda la Tercera Flota, sin
dejar atrás la Fuerza Operacional 34 para que protegiera el
estrecho de San Bernardino. Halsey se había dejado
engañar por los buques señuelo, a pesar de las advertencias
de sus propios comandantes de la fuerza operacional.
Cuando cayó la noche, el almirante Kinkaid desplegó
los acorazados de la Séptima Flota en la entrada del
estrecho de Surigao. Sabía por los vuelos de
reconocimiento y por diversos mensajes interceptados que
en poco tiempo iba a tener encima las otras dos escuadras
de Toyoda. Seguía pensando que la Fuerza Operacional 34
controlaba totalmente el acceso a Leyte por San
Bernardino. Cinco de sus seis viejos acorazados eran
víctimas resucitadas del ataque a Pearl Harbor. Los demás
buques de su flota de emboscada eran destructores. Se
ordenó el ataque de las lanchas torpederas en primera línea,
pero sus proyectiles, lanzados poco antes de la
medianoche, fallaron el blanco.
La escuadra de combate japonesa, formada por cuatro
destructores, dos acorazados y un crucero, marchó
directamente hacia aquella trampa nocturna. Ocultos en la
oscuridad, los destructores americanos y australianos la
rebasaron a toda velocidad disparando sus torpedos. Luego,
en una maniobra obsoleta pero sumamente efectiva, los
seis viejos acorazados formaron una línea a través del
estrecho. El radar que dirigía su armamento principal
garantizó la precisión de sus impresionantes andanadas.
Solo un destructor japonés logró escapar. Todos los demás
buques nipones, incluidos los acorazados Fuso y
Yamashiro, se fueron a pique al instante o poco más tarde.
Únicamente uno de los destructores de Kinkaid sufrió
daños importantes. El comandante de la segunda escuadra
japonesa, que no había podido unirse a su odiado rival,
decidió no correr la misma suerte.
El almirante Kinkaid estaba comprensiblemente
satisfecho del desarrollo de los acontecimientos de aquella
noche. Pero antes de regresar —ya era el 25 de octubre,
alrededor de las cuatro de la mañana—, preguntó a su jefe
de estado mayor si había alguna cosa más que tal vez
pudieran hacer. Este respondió que quizá deberían
reconfirmar con Halsey que la Fuerza Operacional 34
seguía vigilando el estrecho de San Bernardino al norte de
Leyte. Kinkaid estuvo de acuerdo, y se envió un mensaje.
Debido a la acumulación de trabajo de los
descodificadores, Halsey no lo recibió hasta al cabo de tres
horas. Su contestación fue: «Negativo. FO34 conmigo
persiguiendo fuerza portaaviones enemiga». La respuesta
era realmente alarmante, aunque más tarde, a las 07:20,
Kinkaid recibió un comunicado de uno de los portaaviones
pequeños de escolta que se encontraba en aguas de Leyte.
Estaban siendo atacados. Los acorazados del almirante
Kurita, incluido el Yamato , habían regresado y cruzado el
estrecho de San Bernardino sin que nadie ni nada se lo
impidiera. Toda la flota invasora de MacArthur corría un
gravísimo peligro.
Las llamadas de ayuda a Halsey y a la Tercera Flota no
tuvieron la respuesta esperada. Lejos de reconocer su gran
equivocación, Halsey seguía estando decidido a continuar
con la persecución. Los portaaviones de Mitscher habían
lanzado sus aviones contra las fuerzas de Ozawa, hundiendo
dos portaaviones y un destructor. Todo lo que Halsey
estaba dispuesto a conceder en aquella crisis era volver a
llamar a la fuerza operacional de portaaviones que se
dirigía al atolón Ulithi para repostar. Incluso Nimitz, que
nunca interfería en las órdenes dadas por un comandante
subordinado una vez comenzada la batalla, envió un mensaje
a las 09:45 preguntando por el paradero de la Fuerza
Operacional 34. «Bull» Halsey se puso hecho una furia, y
cada hora que pasaba aumentaba su obstinación.
Kinkaid, mientras tanto, había enviado algunos de sus
acorazados al norte en ayuda de los portaaviones y los
destructores escolta que se enfrentaban a la poderosa
escuadra de Kurita. No llegaron lo suficientemente rápido
para entrar en acción, y lo que es más sorprendente, ni falta
que hizo. En un alarde de gran pericia y valentía, los pilotos
antisubmarino de los portaaviones escolta, que no llevaban
ni torpedos ni bombas, hicieron una simulación de ataque
tras otra con el fin de distraer los acorazados de Kurita. En
un momento determinado el Yamato viró en la dirección
equivocada para evitar lo que creyó que era un torpedo, y
cuando volvió a virar para unirse a los otros buques, una
gran distancia ya lo separaba de ellos.
Constantemente, los destructores estadounidenses
aparecían y desaparecían en medio de una cortina de humo,
disparando sus torpedos. También una tormenta vino en
ayuda de los americanos. En un portaaviones escolta, el
Gambier Bay, estalló un incendio, y se perdieron tres
destructores, pero puede decirse que los daños sufridos
por la fuerza operacional fueron extraordinariamente
pequeños en vista de las circunstancias. De repente, para
sorpresa, regocijo y alivio de los demás destructores y
portaaviones escolta americanos, los buques de Kurita
empezaron a virar para poner rumbo al norte. Kurita, que
todavía no sabía que Halsey estaba persiguiendo a Ozawa
según lo previsto, temió verse atrapado por la retaguardia
por la Tercera Flota. Sus operadores de radio habían
interceptado un mensaje sin codificar de Kinkaid
solicitando poder regresar. A media mañana, Kurita decidió
retirarse por el estrecho de San Bernardino.
Halsey, que ya había hundido los cuatro portaaviones
de Ozawa, entró por fin en razón. Envió sus acorazados
rápidos de vuelta al sur, pero llegaron tarde para cortar el
paso a los buques de Kurita e impedirles la huida. Halsey
justificaría su acción acogiéndose a la orden dada por
Nimitz de intentar la destrucción de la flota enemiga, pero
seguiría empeñado en no reconocer que en realidad había
ido a la caza de la flota equivocada. La prensa llamaría su
cacería la «Battle of Bull's Run»,* Nimitz no tomó ninguna
medida contra el temerario y vehemente almirante. En
cualquier caso, la batalla del golfo de Leyte, como
admitirían los propios japoneses, había sido una victoria
decisiva. La Armada Imperial había perdido los cuatro
portaaviones, el magnífico Musashi, otros dos acorazados,
nueve cruceros y doce destructores.
Aquella mañana del 25 de octubre, justo al final de la
batalla, los japoneses recurrieron a una nueva arma: los
ataques suicidas de los pilotos de la Primera Flota Aérea de
Luzón. Eran los llamados kamikaze, o «viento divino», en
recuerdo del tifón que en el siglo xvi destruyó la flota
invasora del emperador Kublai Kan. Esta «nueva arma»
tenía una clara ventaja para la marina japonesa. La mayoría
de los jóvenes pilotos que le quedaban no estaban
capacitados para el combate aéreo, de modo que lo único
que debían saber era dirigir su avión como una bomba
volante contra un objetivo, esto es, un barco, especialmente
la cubierta de vuelo de un portaaviones. Los americanos
perdieron un portaaviones escolta, y sufrieron graves daños
en otros tres, pero la sorpresa y la conmoción que
supusieron los ataques kamikaze resultarían sumamente
contraproducentes para Japón. La mentalidad que
encarnaban fue uno de los factores que sin duda más
contribuyó para que los americanos adoptaran la decisión
de utilizar armas atómicas contra el país apenas un año
después, en vez de optar por emprender una invasión
convencional de sus islas.
42
ESPERANZAS
DEFRAUDADAS
(septiembre-diciembre de
1944)

Durante los últimos días de agosto de 1944, el colapso de


los ejércitos alemanes en Normandía y la liberación de
París produjeron en Occidente un sentimiento de euforia y
la sensación de que la guerra habría acabado «para
Navidad». Esta impresión se intensificó con el precipitado
avance de los ejércitos aliados hacia el Rin. El 3 de
septiembre, la División Acorazada de la Guardia entró en
Bruselas, siendo objeto de una acogida tan entusiasta como
la vivida en el París liberado una semana antes. El III
Ejército de Patton estaba ya cerca de Metz.
Al día siguiente de la caída de Bruselas, Amberes cayó
en manos de la 11.ª División Acorazada, que había avanzado
quinientos cincuenta kilómetros en seis días. A su derecha,
el VII Cuerpo norteamericano atrapó cerca de Mons a un
gran contingente de alemanes que se retiraban de
Normandía y del Paso de Calais. Dos mil murieron y
treinta mil fueron hechos prisioneros. Entre ellos debían
de estar las tropas que, como reacción a los ataques de la
resistencia belga, habían quemado unas casas cerca de
Mons y habían matado en represalia a sesenta civiles. Otras
atrocidades y actos de pillaje, perpetrados principalmente
por unidades de las Waffen-SS, se produjeron en diferentes
puntos de Bélgica durante los días sucesivos en el curso de
la retirada de los alemanes.1
A continuación dio la impresión de que el I Ejército
norteamericano iba a poder tomar la primera ciudad
alemana, Aquisgrán. La velocidad de los acontecimientos
parecía imparable y hacía pensar que la resistencia alemana
iba a venirse abajo. Los Aliados no tuvieron en cuenta que
el Muro Occidental, lo que ellos llamaban la línea Sigfrido,
se convertiría en un obstáculo casi insalvable. Hitler volvió
a nombrar al mariscal von Rundstedt comandante en jefe
del oeste, pero fue el mariscal Model quien, en palabras del
general Ornar Bradley, «fortaleció de nuevo
milagrosamente al ejército alemán» y contuvo el pánico.2
Göring proporcionó seis regimientos de Fallschirmjäger,
a los que se añadieron otros diez mil miembros de la
Luftwaffe, incluido personal de tierra y hasta aprendices de
piloto cuyos vuelos de adiestramiento habían sido
interrumpidos debido a la escasez de combustible. Estas
formaciones constituirían la base del I Ejército de
Paracaidistas del Generaloberst Kurt Student, desplegado
al sur de Holanda.
Fue aquel también el momento en el que la soberbia
de los Aliados chocó con la realidad de la escasez de
carburantes, que todavía tenían que ser transportados desde
Cherburgo en camiones del «Red Ball Express». El avance
dependía en su totalidad del tonelaje suministrado y de que
se alcanzara el equilibrio entre los envíos de combustible y
de munición. El I Ejército canadiense todavía no había
podido reconquistar los puertos del canal de la Mancha,
que eran defendidos con gran determinación en
cumplimiento de las órdenes de Hitler. Así, pues, la única
solución era Amberes. Pero, aunque el II Ejército británico
había tomado la ciudad y el puerto prácticamente sin que
sufrieran grandes destrozos, Montgomery no había
asegurado ni el territorio comprendido entre el estuario del
Escalda y el mar del Norte ni sus islas. Había hecho caso
omiso a las advertencias del almirante Ramsay, según el
cual las minas y las baterías de costa que tenían los
alemanes en las islas, especialmente en Walcheren, harían
que este sector resultara con toda probabilidad innavegable
y que por lo tanto el puerto de Amberes, pese a su
importancia vital, no pudiera utilizarse.
La culpa había sido también de Eisenhower y del
SHAEF (Supreme Headquarters Allied Expeditionary
Forces, «Cuartel General Supremo de las Fuerzas
Expedicionarias Aliadas») por no haber insistido a
Montgomery en que despejara el estuario antes de intentar
la marcha sobre el Rin. Los alemanes tuvieron así tiempo
de reforzar las guarniciones de las islas. En consecuencia,
los canadienses necesitarían más tarde librar largas y
complejas batallas, incluido algún que otro desembarco
anfibio, para corregir este error. Sufrieron doce mil
ochocientas setenta y tres bajas en una operación que
habría podido llevarse a cabo con muy poco coste si se
hubiera emprendido inmediatamente después de la captura
de Amberes. El paso del Escalda no quedaría expedito hasta
el 9 de noviembre y hasta el 26 de ese mismo mes no
llegarían a Amberes los primeros barcos. Esta demora iba a
suponer un grave golpe a la concentración de fuerzas de los
Aliados antes de la llegada del invierno.
Montgomery seguía furioso por la decisión de
Eisenhower de avanzar a lo largo de un frente amplio hacia
el Rin y hacia Alemania. Esa había sido siempre la doctrina
standard de los americanos, basada en una irresistible
superioridad de fuerzas, así que al militar inglés no habría
tenido por qué extrañarle. Pero Montgomery creía además
que Eisenhower no era un general de campaña, y que él
habría debido ocupar su puesto. Montgomery deseaba que
su XXI Grupo de Ejércitos y el XII Grupo de Ejércitos de
Bradley avanzaran juntos por el norte de las Ardenas y
rodearan el Ruhr. Pero en su reunión del 23 de agosto,
Eisenhower había hecho hincapié en que quería que el III
Ejército de Patton se uniera al VII Ejército de los Estados
Unidos y al I Ejército francés, proveniente del sur de
Francia.
Eisenhower, irritado todavía con Montgomery por la
falta de franqueza de sus comunicaciones en Normandía, no
cambió el plan que tenía establecido. El único compromiso
al que se avino fue asignar al XXI Grupo de Ejércitos una
cantidad de recursos mayor y mantener al III Ejército de
Patton en el Mosela. La reacción de Patton fue la
previsible. «Monty hace lo que le da la gana y Ike dice. "Sí,
señor"», escribió en su diario.3 Patton no era el único que
se sintió irritado por el ascenso de Montgomery a
mariscal, homenaje al que Churchill había dado su
aprobación para calmar a la prensa británica cuando
Eisenhower asumió la dirección de las operaciones el 1 de
septiembre. Patton siguió adelante y cruzó el Mosela, pero
la ciudad fortaleza de Metz resultó un hueso más duro de
roer de lo que se había figurado.
Aunque Eisenhower había asumido el mando de la
campaña, lamentablemente hubo muy poco control o al
menos las comunicaciones durante aquellos días cruciales
dejaron mucho que desear. El comandante supremo se
había lesionado una rodilla y se hallaba atrapado en el
cuartel general del SHAEF, situado todavía en Granville, en
la costa atlántica de Normandía. A Montgomery le
exasperaba no recibir respuesta inmediata a sus
comunicados por radio, de modo que el día en que
Eisenhower voló a Bruselas, el inglés no se encontraba de
humor para actuar con tacto cuando se reunió con el
comandante supremo lesionado en su avión aparcado junto
a la pista de aterrizaje. Blandiendo las copias de los
comunicados que se habían intercambiado, le echó un
sermón explicando lo que pensaba de la estrategia
propuesta. Eisenhower esperó a que parara para tomar
aliento e inclinándose hacia delante, le dio una palmadita en
las rodillas y dijo tranquilamente: «¡Calma, Monty! No
puedes hablarme así. Soy tu jefe». Cuando vio que lo
ponían en su lugar, Montgomery murmuró: «Lo siento,
Ike».4
Montgomery estaba decidido a ser el primero en
cruzar el Rin e iniciar así el camino hacia la primera gran
ofensiva en Alemania, que él mismo debía comandar. Su
obcecación daría lugar a uno de los desastres más famosos
de los Aliados durante la guerra. Bradley quedó estupefacto
ante el osado plan expuesto por Montgomery de dar un
salto hacia adelante con una serie de lanzamientos en
paracaídas y cruzar el bajo Rin a la altura de Arnhem. El
proyecto le sorprendió —como sorprendió a otros—por
considerarlo inapropiado. «Si Montgomery, tan piadoso y
abstemio como es, hubiera entrado haciendo eses en el
SHAEF con una cogorza», escribiría más tarde, «no me
habría sorprendido tanto como me sorprendió la temeraria
aventura que propuso».5 Pero Montgomery tenía una
justificación que Bradley no admitía. Los cohetes V-2,
disparados desde el norte de Holanda, habían empezado a
caer sobre Londres, y el gabinete de guerra quería saber si
podía hacerse algo al respecto.
El 17 de septiembre dio comienzo la Operación
Market Garden. Se trataba de una ofensiva aerotransportada
a cargo de formaciones paracaidistas británicas,
norteamericanas y polacas para capturar una serie de
puentes sobre dos canales, sobre los ríos Mosa y Waal y
finalmente sobre el Rin. Las advertencias de que en el área
de Arnhem habían sido identificadas algunas divisiones
panzer SS fueron ignoradas. Víctima de la mala suerte y el
mal tiempo, la operación aerotransportada fracasó sobre
todo porque las zonas de lanzamiento de los paracaidistas
estaban demasiado lejos de los objetivos, las
comunicaciones por radio fallaron estrepitosamente y los
alemanes reaccionaron con mucha más rapidez de lo
esperado. Ello se debió a la diligente actuación del
enérgico Model, pero también al hecho de que la 9.ª y la
10.ª División Panzer de la SS estaban cerquísima de
Arnhem.
El plan de Montgomery dependía de que el XXX
Cuerpo de Horrocks avanzara con toda rapidez por una sola
carretera para auxiliar a las fuerzas aerotransportadas, pero
la resistencia de los alemanes en los puntos clave impidió
mantener el impulso. A pesar del valor verdaderamente
heroico de todas las formaciones aerotransportadas,
especialmente la 82.ª División de los Estados Unidos que
cruzó el río Waal bajo el fuego enemigo a plena luz del día,
el XXX Cuerpo no logró enlazar nunca con la 1.ª División
de los británicos. El 27 de septiembre, los paracaidistas
que defendían la cabeza de puente de Arnhem, casi sin agua,
sin comida y sobre todo escasos de municiones, se vieron
obligados a rendirse. Los maltrechos restos de la 1.ª
División Aerotransportada británica tuvieron que ser
evacuados cruzando el bajo Rin por la noche. Los alemanes
hicieron casi seis mil prisioneros, la mitad de ellos
heridos. El total de las pérdidas aliadas fue de casi quince
mil hombres.

En el frente oriental, el Ejército Rojo había aumentado las


enormes ganancias obtenidas a raíz de la Operación
Bagration con otra ofensiva más al sur, iniciada el 20 de
agosto. El general Guderian, el nuevo jefe de estado mayor
del ejército, nombrado por Hitler después del atentado de
julio, se había llevado cinco divisiones panzer y seis
divisiones de infantería del Grupo de Ejércitos Ucrania Sur
en un intento de reforzar al Grupo de Ejércitos Centro. El
Generaloberst Ferdinand Schorner se quedó con una sola
división panzer y otra división de granaderos acorazados
para respaldar a sus formaciones de infantería alemanas y a
las unidades rumanas. Fueron desplegadas desde el mar
Negro hasta el río Dniéster y el este de los Cárpatos.
La Stavka dio las instrucciones pertinentes a los
mariscales Malinovsky y Tolbukhin. El Segundo y el Tercer
Frente Ucraniano, que estaban a su mando, debían obligar a
Rumania a salir de la guerra y apoderarse de las
explotaciones petrolíferas de Ploesti. Las formaciones
rumanas empezaron a desintegrarse y a desertar desde el
primer día. El VI Ejército alemán, un intento de Hitler de
resucitar al que había perdido en Stalingrado, fue
igualmente rodeado y destruido. El Grupo de Ejércitos
Ucrania Sur perdió más de trescientos cincuenta mil
hombres, que fueron muertos o capturados. Rumania
abandonó a Alemania para firmar la paz con la Unión
Soviética, y Bulgaria siguió su ejemplo dos semanas
después. El colapso se produjo con más rapidez de lo que
los alemanes y los soviéticos habían esperado.
Para Alemania, el golpe más demoledor fue la pérdida
de los yacimientos petrolíferos de Ploesti. Además, todas
sus fuerzas de ocupación de los Balcanes, especialmente
las de Yugoslavia y Grecia, corrían el riesgo en aquellos
momentos de quedar incomunicadas. Y con los ejércitos
soviéticos cruzando los Cárpatos, Eslovaquia y los últimos
suministros de petróleo de Hitler en las proximidades del
lago Balatón, en Hungría, quedaban al alcance del Ejército
Rojo.
El 2 de septiembre, el mismo día en que los rusos se
aseguraban Bucarest y los yacimientos petrolíferos de
Ploesti, Finlandia firmaba también la paz con la Unión
Soviética, tal como esperaba Stalin. El dictador seguía
intentando aislar en la costa del Báltico al Grupo de
Ejércitos Norte, ahora al mando del brutal Schorner, nazi
convencido que disfrutaba ahorcando a los desertores y
derrotistas. El contraataque alemán ordenado por Guderian
había logrado romper el pasillo soviético hacia el golfo de
Riga, aunque a unos costes altísimos. Schorner dirigió una
retirada en combate a través de Riga con el XVI y el XVIII
Ejército. Pero un golpe de mano soviético por el oeste, en
dirección a Memel, dejó al Grupo de Ejércitos Norte
completamente aislado en la península de Curlandia.
«Mental y moralmente estamos al límite de nuestras
fuerzas», escribía un soldado al cargo de una batería
antiaérea que guardaba el cuartel general del XVI Ejército.
«Solo puedo llorar a los numerosos, numerosísimos
camaradas que han caído sin saber por qué estaban
luchando».6 Algunas tropas del Grupo de Ejércitos Norte
fueron evacuadas por mar, pero un cuarto de millón de
hombres permanecerían sitiados allí, incapaces de defender
el Reich porque Hitler se había negado a rendir lo que en
aquellos momentos era un territorio inútil.

En ese momento de acontecimientos trascendentales,


Churchill, acompañado por el mariscal Brooke, el
almirante Cunningham, ahora jefe del estado mayor de la
marina, y el mariscal jefe del aire Portal, cruzó el Atlántico
en el Queen Mary. El 13 de septiembre comenzó una
nueva conferencia de los Aliados en Quebec. Brooke
estaba desesperado con Churchill. Lo consideraba un
hombre enfermo, pues todavía no se había recuperado del
todo de la neumonía. El primer ministro no podía soltar así
como así ideas inoportunas que no harían más que irritar a
los americanos. Seguía queriendo efectuar desembarcos en
Sumatra para recuperar los yacimientos petrolíferos que
habían caído en manos de los japoneses, y conquistar
Singapur. Había perdido cualquier interés por la campaña
de Birmania.
Churchill quería también que se llevaran a cabo
desembarcos en el extremo norte del Adriático, en la
península de Istria, para conquistar Trieste, y favorecer así
su proyecto favorito de llegar a Viena antes que el Ejército
Rojo. Según ese sueño, Churchill, como Alexander y el
general Mark Clark, sostenía que la campaña de Italia debía
continuar mucho más allá de la línea Gótica entre Pisa y
Rimini. Cuando sus jefes de estado mayor replicaban que el
teatro de operaciones de Italia tenía en aquellos momentos
una importancia secundaria, el primer ministro creía que
estaban compinchándose en secreto contra él. No podía
admitir la idea de que, aunque las fuerzas de Alexander se
adentraran en el valle del Po, era virtualmente imposible
llevar a cabo un avance por el nordeste, atravesando los
Alpes por el Pasillo de Ljubljana en dirección a Viena
contra la defensa inquebrantable de los alemanes en las
montañas.
Al final, la Conferencia «Octógono» de Quebec no
salió tan mal como temía Brooke. Sorprendentemente, el
propio Brooke cambió completamente de postura y pasó a
apoyar la estrategia de Viena defendida por Churchill,
aunque luego se sintiera abochornado por aquella
obnubilación de su entendimiento. Quizá resultara aún más
sorprendente que el general Marshall ofreciera lanchas de
desembarco para llevar a término el plan de Istria, aunque
los americanos no quisieran tener nada que ver con una
campaña al sur de la Europa central.
Las tensiones aumentaron, sin embargo, cuando el
almirante King manifestó que no quería que la Marina Real,
en aquellos momentos infrautilizada en aguas occidentales,
asumiera un papel importante en el Pacífico. Sospechaba,
no sin razón, que Churchill era favorable a desempeñar un
papel destacado en Oriente Próximo para que Gran Bretaña
pudiera restablecer sus posesiones coloniales. Pero King
actuó con tanta agresividad en una reunión de los jefes del
estado mayor conjunto —llegó incluso a llamar a la Marina
Real una «carga»—que perdió el apoyo del general
Marshall y del almirante Leahy.7
El 15 de septiembre, Roosevelt y Churchill, en una de
las decisiones más irreflexivas de la guerra, acordaron
apoyar el plan del Secretario del Tesoro, Henry
Morgenthau, de dividir Alemania y convertirla en «un país
de carácter fundamentalmente agrícola y ganadero».8 De
hecho Churchill había mostrado su rechazo al plan la
primera vez que había oído hablar de él, pero cuando se
planteó la cuestión de la concesión de un programa de
Préstamo y Arriendo por valor de seis mil millones y
medio de dólares, prometió darle su apoyo.
Anthony Edén se oponía firmemente al Plan
Morgenthau. Brooke también estaba horrorizado. Preveía
que un mundo occidental democrático necesitaría a
Alemania como muralla defensiva frente a una futura
amenaza soviética. Por fortuna, Roosevelt entró luego en
razón, aunque solo después de los feroces ataques de la
prensa americana. El daño, sin embargo, ya había sido
hecho. Habían puesto en manos de Goebbels un regalo
propagandístico que contribuiría a convencer al pueblo
alemán de que no podían esperar piedad alguna de los
Aliados occidentales, ni más ni menos que de la Unión
Soviética. Cuando después del correspondiente pasteleo las
autoridades de ocupación aliadas publicaron una
declaración del general Eisenhower en la que se hacía
saber: «Venimos como conquistadores, pero no como
opresores», la población civil alemana se quedó
«boquiabierta» de asombro al leerla.9

En Quebec se habló muy poco acerca de las relaciones con


la Unión Soviética, adonde no tardaría en trasladarse
Churchill para asistir a la segunda conferencia de Moscú, y
también se habló sorprendentemente poco acerca de
Polonia y la sublevación de Varsovia, que aún persistía.
Roosevelt y Churchill estaban muy lejos uno de otro en sus
respectivas ideas acerca de Stalin y su régimen. A
Roosevelt no le preocupaba la amenaza que pudiera
representar la Unión Soviética una vez acabada la
contienda. Estaba seguro de que lograría hechizar a Stalin, y
dijo que en cualquier caso la URSS estaba formada por
tantas nacionalidades distintas que se desintegraría en
cuanto fuera derrotado el enemigo común. Churchill, por
su parte, aunque exageradamente incoherente en muchos
aspectos, seguía pensando que la ocupación de la Europa
central y meridional por el Ejército Rojo era la principal
amenaza para la paz durante la etapa de posguerra. Viendo
que en aquellos momentos había muy pocas probabilidades
de prevenirla mediante un avance hacia el nordeste desde
Italia, intentó una de las acciones más escandalosas y
torpes de la historia de la diplomacia fundada en la
Realpolitik.
La noche del 9 de octubre, el primer ministro y el
líder soviético se reunieron en el despacho de Stalin en el
Kremlin sin que estuviera presente nadie más aparte de sus
intérpretes. Churchill abrió la discusión proponiendo
empezar por «la cuestión más espinosa: Polonia».10 El
intento del primer ministro de quedar bien con el tirano no
tuvo nada de sutil ni de atractivo. Parece que Stalin empezó
a divertirse enseguida, previendo lo que iba a venir a
continuación. Churchill dijo entonces que la frontera
oriental de la Polonia de posguerra estaba «acordada»,
aunque el gobierno polaco en el exilio todavía no había
sido consultado acerca de la decisión tomada a sus espaldas
en Teherán. Ello se debía a que Roosevelt no había querido
asustar a sus votantes polacos antes de las elecciones
presidenciales. Cuando el primer ministro Mikołajczyk lo
descubrió durante otra reunión a la que Churchill insistió
que acudiera, quedó estupefacto y decepcionado en lo más
íntimo. Rechazó todos los argumentos e incluso las
amenazas de Churchill, que habló de obligarlo a aceptar la
línea Curzon para la frontera oriental de su país. Al poco
tiempo presentó su dimisión. Stalin hizo caso omiso de las
protestas del gobierno polaco en el exilio. Por lo que a él a
respectaba, su gobierno títere de los «polacos de Lublin»
era en aquellos momentos el verdadero gobierno,
respaldado por el I Ejército polaco del general Zygmunt
Berling, aunque muchos de los oficiales del Ejército Rojo
que había en él consideraban una farsa pretender que eran
polacos. Lo fundamental era que, a diferencia de los
cuerpos de ejército del general Anders, estaban en
territorio polaco. La posesión suponía el noventa por
ciento de la legalidad, como Stalin sabía muy bien. Y
también Churchill, que procedió a jugar una baza y muy mal
por cierto.
Cuando pasó a hablarse de los Balcanes, Churchill
elaboró lo que él llamaba su documento «golfo», conocido
más tarde como «acuerdo de los porcentajes». Se trataba de
una lista de países con una propuesta de división de las
influencias entre la Unión Soviética y los Aliados
occidentales:

Rumania: Rusia 90 %; el resto 10 %


Grecia: Gran Bretaña (de acuerdo con los Estados
Unidos) 90 %; Rusia 10 %.
Yugoslavia: 50 % — 50 %.
Hungría: 50 % — 50 %
Bulgaria: Rusia 75 %; el resto 25 %.
Stalin se quedó mirando el papel durante un rato, y
luego aumentó la proporción soviética en Bulgaria al 90 %,
y con su famoso lápiz azul puso una marca de visto en el
extremo superior izquierdo. Se lo pasó a Churchill. Este
comentó de forma un tanto tímida que «tal vez parezca que
somos unos cínicos por despachar tan a la ligera unas
cuestiones como estas, tan trascendentales para millones
de personas». ¿No deberían mejor quemar aquel papel?
«No. Guárdeselo», replicó Stalin como el que no
quiere la cosa. Churchill lo dobló y se lo metió en el
bolsillo.11
El primer ministro invitó a Stalin a cenar en la
embajada británica y, para verdadera sorpresa de los
funcionarios del Kremlin, el dictador aceptó. Era la
primera vez que el Vozhd visitaba una embajada extranjera.
Durante la cena ni Europa Central ni los Balcanes
estuvieron lejos de los pensamientos de nadie. Mientras
degustaban uno de los platos, los asistentes oyeron el
estruendo de las salvas de artillería disparadas para celebrar
la toma de Szeged en Hungría. En el discurso pronunciado
después de la cena, Churchill insistió en el tema de
Polonia: «Gran Bretaña entró en guerra para salvaguardar la
libertad y la independencia de Polonia», dijo. «El pueblo
británico tiene un concepto de responsabilidad política
respecto al pueblo polaco y sus valores espirituales.
También es un factor importante que Polonia es un país
católico. No podemos permitir que los desarrollos
internos compliquen nuestras relaciones con el Vaticano».
«¿Y cuántas divisiones tiene el papa?», preguntó Stalin
interrumpiéndole.12 Esta simple intervención, hoy día
famosa, venía a demostrar que si Stalin tenía una cosa, se la
quedaba. La ocupación del Ejército Rojo daría lugar
automáticamente a la imposición de un gobierno «amigo de
la Unión Soviética». Sorprendentemente, Churchill, a pesar
de su antibolchevismo visceral, siguió pensando que el
viaje había sido un gran éxito y que Stalin lo respetaba
como persona y tal vez incluso lo encontraba de su agrado.
Su capacidad de engañarse a sí mismo era a veces
comparable a la de Roosevelt.
Sin embargo, Churchill había obtenido al menos el
beneplácito de Stalin para intervenir en Grecia con el fin de
salvarla de la «oleada de bolchevismo», como luego
afirmaría.13 El III Cuerpo del teniente general Ronald
Scobie fue puesto en estado de alerta para impedir
cualquier intento del EAM-ELAS, dominado por los
comunistas, de hacerse con el poder en cuanto se retiraran
los alemanes. Churchill, que estaba excesivamente bien
dispuesto hacia la familia real griega, pretendía que en
Atenas hubiera un gobierno amigo de Gran Bretaña.
Aunque el mariscal Brooke había discutido la situación
militar con el general Aleksei Antonov y otros de la Stavka,
el asunto de la derrota de la Wehrmacht apenas se planteó
entre los líderes ni en Quebec ni en Moscú. El Reich
estaba siendo atacado por un lado y por otro. Se ordenó la
creación de un Muro Oriental que complementara al Muro
Occidental. En Prusia oriental la mayoría de la población
adulta, tanto hombres como mujeres, fue reclutada por el
Gauleiter Erich Koch y sus agentes del partido nazi y
obligada a cavar trincheras. El ejército no fue consultado y
casi todas aquellas obras de excavación resultaron inútiles.
El 5 de octubre, el Ejército Rojo lanzó el ataque
contra Memel. Se tardó dos días en dar la orden de
evacuación de la población civil, y aun entonces fue
revocada. A Koch no le gustaba la idea de evacuar a los
civiles y Hitler le daba la razón, pues transmitía un mensaje
derrotista al resto de los habitantes del Reich. Se
desencadenó el pánico y como consecuencia numerosas
mujeres y niños quedaron encerrados en Memel. Muchos
se ahogaron en el río Niemen, intentando huir de la ciudad
cuando era pasto de las llamas y víctima del pillaje.
El 16 de octubre la Stavka envió al Tercer Frente
Bielorruso del general Chernyakhovsky a atacar Prusia
oriental, entre Ebenrode y Goldap. Guderian envió al frente
amenazado algunos refuerzos blindados para repeler al
Ejército Rojo. Tras la retirada soviética se descubrió una
atrocidad espantosa. Varias mujeres y niñas de la aldea de
Nemmersdorf habían sido violadas y asesinadas y los
cuerpos de algunas víctimas fueron encontrados
supuestamente crucificados y clavados en las puertas de los
graneros. Goebbels envió inmediatamente fotógrafos a la
zona. Rebosando de santa indignación, no desaprovecharía
la ocasión de mostrar al pueblo alemán por qué debía
luchar hasta el final. A corto plazo, parece que sus
esfuerzos fueron contraproducentes. Pero cuando tres
meses después empezó la verdadera invasión de Prusia
oriental, las terribles imágenes publicadas en la prensa nazi
volvieron a brotar en las mentes de todos.
Incluso antes de conocer los acontecimientos de
Nemmersdorf, muchas mujeres estaban asustadas temiendo
lo que se avecinaba. A pesar de las manifestaciones de
ignorancia hechas una vez acabada la guerra, una gran parte
de la población civil conocía bastante bien los horrores
cometidos en el frente oriental por su propio bando. Y a
medida que el Ejército Rojo avanzaba hacia el Reich,
muchos se imaginaban que su venganza iba a ser terrible.
«Para que lo sepas, si los rusos vienen realmente hasta
aquí», decía en una carta una madre joven en el mes de
septiembre, «no voy a esperar, sino que prefiero matarme a
mí y matar a los niños».14
El anuncio efectuado por Himmler el 18 de octubre
de un reclutamiento masivo para la creación de una milicia
popular llamada Volkssturm inspiró en algunos la
determinación de resistir, pero para la mayoría supuso una
idea descorazonadora. Su armamento sería patético: una
gran variedad de fusiles viejos capturados a distintos
ejércitos al comienzo de la guerra, y lanzagranadas
antitanque Panzerfaust que se disparaban apoyándolos
directamente en el hombro. Y como todos los hombres en
edad militar disponibles ya habían sido llamados a las
armas, el Volkssturm se llenaría de viejos y de niños. No
tardaría en conocerse con el sobrenombre de Eintopf o
«Puchero», pues consistía en una mezcla de «carne añeja y
verduras frescas». Como el gobierno no proporcionaba
uniformes de ninguna clase, excepto un brazalete, muchos
dudaban que fueran tratados como combatientes leales,
especialmente después del comportamiento que había
tenido la Wehrmacht con los partisanos en el frente
oriental. Goebbels organizaría más tarde en Berlín un
gigantesco desfile para las cámaras de los noticiarios
cinematográficos, en el transcurso del cual los llamados a
las armas tenían que prestar el juramento de fidelidad a
Hitler. A la vista de aquel espectáculo, los veteranos del
frente oriental no sabían si reír o llorar.
Hitler, convencido de que el III Ejército de Patton
representaba la mayor amenaza, ordenó que el grueso de
sus divisiones blindadas fuera desplegado en el Sarre. Al
mando del Generaloberst Hasso von Manteuffel,
constituyeron un nuevo V Ejército Panzer, título que no
podía resultar muy alentador, pues los dos que habían
llevado anteriormente este nombre habían sido destruidos.
Conjeturando que los americanos se concentrarían primero
en Aquisgrán, Rundstedt envió hacia allí todas las
divisiones de infantería que pudo reunir.
El I Ejército norteamericano al mando del teniente
general Courtney Hodges había avanzado sobre Aquisgrán,
con la clara conciencia de que por fin estaban en territorio
alemán. A pocos centenares de metros de la frontera
capturó un castillo gótico del siglo xix «al estilo de
Bismarck», con ornamentos de hierro forjado y grandes
muebles. Pertenecía al sobrino del antiguo comandante en
jefe de Hitler, el Generalfeldmarschall von Brauchitsch.
El corresponsal australiano Godfrey Blunden describió esa
primera batalla en suelo alemán por el oeste. «Se libró a la
luz de un sol resplandeciente, bajo un cielo azul sin nubes,
en el que los aviones de reconocimiento Piper Cub volaban
como cometas. Se libró en un paisaje hermosísimo, a
través de campos verdes con setos limpios, colinas
pobladas de amables bosquecillos y pequeñas aldeas con
campanarios apuntados».15
Pero una vez que Model hubo guarnecido el Muro
Occidental, la resistencia alemana fue feroz. Los Aliados
lamentaron que la crisis de abastecimientos de comienzos
de septiembre los hubiera detenido antes de llegar a él. Un
oficial de estado mayor del cuartel general del I Ejército
comentó: «En aquel momento habría podido traspasarlo
dando un paseo con mi perro y mi hija».16 Ahora
encontraban defensas de campaña excavadas por civiles
obligados a realizar trabajos forzosos, casas de campo
convertidas en fortines y búnkeres de hormigón con
puertas de hierro. Hubo que recurrir a los Sherman para que
se ocuparan de ellos utilizando munición perforadora de
blindajes. En cuanto un pelotón de soldados de infantería
americanos despejaba un bunker utilizando granadas y a
veces incluso lanzallamas, llamaba a un equipo de
ingenieros que abrían las puertas utilizando sopletes de
acetileno para impedir que otros alemanes los ocuparan.
El 12 de octubre Hodges presentó un ultimátum
exigiendo la rendición incondicional, de lo contrario la
ciudad de Aquisgrán sería arrasada por los bombarderos y
la artillería. Los refugiados habían dicho a los oficiales que
entre cinco mil y diez mil civiles se habían negado a
abandonar la ciudad, a pesar de las órdenes del partido nazi.
Hitler había decretado que la capital de Carlomagno y del
Sacro Imperio Romano Germánico fuera defendida hasta el
final. El I Ejército de Hodges rodeó la ciudad y las tropas
sitiadoras tuvieron que enfrentarse a feroces contraataques
de los alemanes, situación que produjo no pocos equívocos
y comparaciones bastante confusas con Stalingrado. Los
contraataques alemanes fueron aplastados con relativa
facilidad por las concentraciones de artillería
norteamericanas. Muchos de sus cañones lanzaban bombas
alemanas capturadas en Francia.
Los defensores alemanes estaban formados por una
mezcla de soldados de infantería, granaderos acorazados,
hombres de la Luftwaffe, de la SS, de infantería de marina y
voluntarios de las Juventudes Hitlerianas. Los daños que
sufrieron los edificios fueron considerables, y el
ayuntamiento (Rathaus) quedó totalmente destruido. Los
escombros y los cristales rotos en medio de las calles, las
ventanas vacías y los cables del teléfono colgando, daban a
Aquisgrán la «odiosa apariencia de una ciudad derrotada».17
Afortunadamente, la artillería americana y los pilotos de
los cazabombarderos P-47 Thunderbolt consiguieron no
dar a la grandiosa catedral, tal como se les había ordenado.
La lucha casa por casa continuó despiadadamente
durante todo el mes de octubre. Los americanos empezaban
por volar el piso más alto de un edificio y penetraban en el
edificio colindante utilizando sus bazookas. Era demasiado
peligroso intentar bajar a la calle. La 30.ª División sufrió
un índice tan elevado de bajas que un soldado de reemplazo
que llegó al comienzo de los combates se vio convertido
en sargento al mando de un pelotón tres semanas más tarde.
Aquisgrán era una ciudad próspera, cuya población
pertenecía en su mayoría a la clase media. Los soldados
americanos se encontraron de pronto registrando pisos
decorados con mobiliario de madera maciza, retratos de
Hindenburg y del Káiser, pipas de espuma de mar, jarras de
cerveza ornamentales y fotografías de asociaciones
estudiantiles adoptando poses de duelistas. Pero los
soldados alemanes plantaban trampas bomba en los
edificios con cuerdas unidas a cargas explosivas que los
americanos llamaban «pañales de niño». «No lo entiendo»,
decía indignado un soldado raso americano. «Saben que lo
más probable es que los maten. ¿Cómo cono no se dan por
vencidos?»18 Los soldados arrojaban una granada
prácticamente en cada habitación antes de entrar en ella,
pues los defensores alemanes se escondían dispuestos a
responder a los disparos. Varios de ellos, después de pegar
un tiro a un americano por la espalda, se levantaban con los
brazos en alto con la intención de rendirse, como si se
tratara de un juego de niños. No es de extrañar que muchos
prisioneros fueran tratados de mala manera.
En cierta ocasión cuatro niños alemanes, el más
pequeño de ocho años, empezaron a disparar con unos
fusiles abandonados a unos artilleros que manejaban un
cañón de campaña. Salió una patrulla a investigar el origen
de los disparos. «El jefe de la patrulla americana estaba tan
furioso por la acción de los muchachos que abofeteó al
mayor de ellos y luego comunicó que el chico había
adoptado la posición de firmes y había recibido la bofetada
como si fuera un soldado».19
Las autoridades militares norteamericanas lograron
evacuar a la población civil alemana que había permanecido
en los sótanos y en los refugios antiaéreos mientras
continuaban los combates. Se dieron cuenta de que,
después de toda la propaganda nazi, muchas personas
miraban con nerviosismo a los conductores negros de los
camiones que las llevaban a un campo de internamiento.
Los civiles eran investigados para localizar a los militantes
del partido nazi, pero se trataba de una tarea casi imposible.
La mayoría se lamentaba de la forma en que habían sido
tratados por las tropas nazis que defendían la ciudad, por
haberse negado a abandonarla como se les había ordenado.
Algunos eran desertores que se las habían arreglado para
conseguir ropas de paisano. Un jeep sufrió una emboscada
a las afueras de Aquisgrán, episodio que incrementó el
temor provocado por los rumores que empezaban a circular
acerca de una resistencia guerrillera nazi cuyo nombre
clave era Werwolf.
Las autoridades militares estadounidenses tuvieron
también que afrontar de repente la dura tarea de ver lo que
hacían con cerca de tres mil polacos y rusos condenados a
trabajar como mano de obra esclava, entre los cuales había
«mujeres de grandes caras pálidas, vestidas con viejas
faldas hechas jirones y pañuelos atados alrededor de la
cabeza, que llevaban hatillos de ropa».20 Algunos hombres
ya habían empezado a agredir y a amenazar con navajas a
simples ciudadanos para conseguir comida y saquear su
casa. Tenían mucho de lo que vengarse, pero la policía
militar detuvo a unos setecientos u ochocientos infractores
y los mantuvo retenidos en una prisión militar. No era más
que un anticipo de las complicaciones que estaban por
venir con los ocho millones de desplazados que se calcula
que había en Alemania.

El régimen nazi no tenía la menor intención de permitir que


reinara la indisciplina de ninguna manera. Ya desde el
atentado fallido de julio, que acrecentó en gran medida el
poder de Martin Bormann, secretario general del partido
nacionalsocialista, de Goebbels y de Himmler, se impuso
cada vez más a la Wehrmacht la ideología nazi. Ello
imposibilitó que en adelante se produjera cualquier otro
intento de quitar de en medio a Hitler. Más allá de los
símbolos, como por ejemplo la sustitución del saludo
militar por el «saludo alemán», lo cierto es que aumentó el
número de NSFO (Nationalsozialistische
Führungsoffiziere, «Oficiales Dirigentes
Nacionalsocialistas»). Los soldados y oficiales que eran
encontrados detrás de la línea del frente sin autorización lo
más probable era que fuesen fusilados, y los oficiales de
estado mayor eran registrados por guardias de la SS cuando
entraban en el cuartel general del Führer.
También empezó un incremento de la represión entre
los soviéticos. Para compensar las enormes pérdidas
sufridas, el Ejército Rojo tuvo que efectuar reclutamientos
forzosos de ucranianos, bielorrusos, polacos y hombres de
las tres Repúblicas Bálticas, que una vez más quedaron bajo
el control de la Unión Soviética. «Los lituanos nos odian
todavía más que los polacos», decía un soldado del Ejército
Rojo en una carta a su familia el 11 de octubre, «y nosotros
les pagamos con la misma moneda».21 Aquellos soldados
recién llamados a filas eran irremediablemente los que más
probabilidades tenían de desertar. «El Destacamento
Especial [SMERSh] me tenía vigilado por ser hijo de un
purgado», explicaría más tarde un sargento. «En mi unidad
teníamos muchísimos asiáticos, que a menudo escapaban a
la retaguardia o se pasaban a los alemanes. Una vez hizo
defección un grupo entero. Después de aquello nos dijeron
a los rusos que vigiláramos a los uzbecos. Yo entonces era
sargento y el oficial político me dijo: "Pagarás con tu vida
si alguno de tu sección deserta". Podrían haberme fusilado
perfectamente. Una vez se fugó un bielorruso. Lo cogieron
y lo devolvieron a la unidad. El hombre del Destacamento
Especial le dijo: "Si luchas como es debido taparemos este
episodio". Pero volvió a fugarse y volvieron a cogerlo. Fue
ahorcado. No lo fusilaron, sino que lo ahorcaron como
desertor. Nos pusieron en fila en una vereda del bosque.
Apareció un camión con una horca montada en él. El
hombre de la Checa [NKVD] leyó en voz alta la orden: "Sea
ejecutado por traición a la Patria". El hombre fue ahorcado
y luego el de la Checa le pegó además un tiro».22
Los alemanes que se retiraban de Bielorrusia tras el
colapso del Grupo de Ejércitos Centro se hacían pocas
ilusiones respecto a la suerte que pudieran correr los
civiles que se habían portado de forma amistosa con ellos.
Un Obergefreiter de los servicios sanitarios que logró
escapar a tiempo de no quedar atrapado en el cerco se
preguntaba: «¿Qué habrá sido de la pobre gente que ha
tenido que quedarse atrás, y me refiero a la población
local?»23 Los soldados alemanes sabían muy bien que el
NKVD y el SMERSh llegarían detrás de las tropas
combatientes para interrogar a los civiles y enterarse de
quién había colaborado con el enemigo.
Durante el avance de los soviéticos hacia Rumania, un
oficial anotó que su compañía estaba formada casi en su
totalidad por campesinos ucranianos de las regiones que
habían estado bajo la «ocupación temporal» del enemigo.
«La mayor parte de ellos no tiene ningún deseo de
combatir y hay que obligarlos a hacerlo. Recuerdo que iba
andando por la trinchera. Todo el mundo estaba cavando
excepto un soldado que se suponía que debía estar
disponiendo la posición de fuego de la Maxim. Estaba ahí
de pie sin hacer nada. Le pregunté qué pasaba. Se hincó de
rodillas delante de mí y empezó a gimotear: "¡Ten piedad de
mí! ¡Tengo tres hijos! ¡Quiero vivir!" ¿Qué podía decir yo?
Todos comprendíamos que un soldado de infantería en el
frente solo tenía dos posibilidades: o el hospital o la
tumba». Este oficial, como casi todo el mundo en el
Ejército Rojo, estaba convencido de que el hecho de que
una compañía saliera airosa de su tarea dependía totalmente
de que contara con un núcleo de soldados rusos o
siberianos. «Antes de un ataque yo seleccionaba siempre a
un par de hombres de entre los soldados rusos de fiar, y
cuando la compañía se disponía a atacar esos soldados se
quedaban en la trinchera y hacían salir a la fuerza a todos
los que intentaban esconderse o no avanzar».24
En la retaguardia se llevaron a cabo actos de venganza
a escala masiva contra las minorías étnicas que habían
acogido de buen grado a los alemanes en 1941 y 1942. En
diciembre de 1943, Beria había deportado a Uzbekistán a
doscientos mil tártaros de Crimea. Unos veinte mil de
estos musulmanes habían prestado servicio con un
uniforme alemán, de modo que el noventa por ciento
restante tuvo que sufrir su misma suerte, aunque muchos
habían combatido bien en el Ejército Rojo. Fueron
capturados el 18 de mayo y no les dieron tiempo de
prepararse. Unos siete mil murieron durante el viaje y
muchísimos más murieron de hambre en el destierro.
También fueron detenidos indiscriminadamente unos
trescientos noventa mil chechenos, que fueron conducidos
a su destino en camiones Studebaker del programa de
Préstamo y Arriendo destinados al Ejército Rojo. Se dice
que unos setenta y ocho mil murieron durante el viaje.
Stalin empezó por su propia gente, antes de lanzarse sobre
sus enemigos y sobre los polacos, que, al menos en teoría,
eran sus aliados.
El dictador soviético y sus generales no estaban
cómodos con las cualidades de las nuevas hornadas como
combatientes, pues la resistencia de los alemanes estaba
volviéndose cada vez más recia. En las luchas por el
dominio de la cordillera de los Cárpatos para defender el
este de Hungría y Eslovaquia, las tropas del último aliado
que le quedaba a Hitler sorprendieron a los veteranos
soviéticos, especialmente después del rápido hundimiento
del ejército rumano. «Los húngaros supusieron realmente
un gran problema para nosotros en Transilvania»,
comentaría un oficial del Ejército Rojo. «Luchaban con
gran valentía hasta la última bala y hasta el último hombre.
No se rendían nunca».25
Malinovsky, cuyo Segundo Frente Ucraniano había
sido reforzado, intentó llevar a cabo una gran maniobra de
envolvimiento en el este de Hungría. Durante la llamada
Operación Debrecen, una ofensiva sumamente audaz que
dio comienzo el día 6 de octubre se vio frustrada por el
contraataque lanzado tres semanas más tarde por el III
Cuerpo Panzer y el XVII Cuerpo. A instancias de la Stavka,
Malinovsky lanzó otro ataque por el sur cerca de Szeged en
dirección a Budapest, rompiendo las líneas del III Ejército
húngaro. Pero las numerosas fuerzas de Malinovsky fueron
frenadas cerca de la capital por otro contraataque con tres
divisiones panzer y la División de Granaderos Acorazados
Feldherrnhalle. Iba quedando cada vez más claro que la
batalla de Budapest sería una de las más feroces de la
guerra.
Tras la defección de Rumania y Bulgaria, el almirante
Horthy, el regente de Hungría, estableció contacto con la
Unión Soviética en secreto. Molotov exigió que Hungría
declarase la guerra inmediatamente a Alemania. El 11 de
octubre, el representante de Horthy firmó un pacto en
Moscú. Cuatro días después, Horthy informaba al legado
alemán en Budapest y proclamaba el armisticio en una
transmisión radiofónica. Los alemanes, enterados ya de los
pasos que había dado Horthy, reaccionaron con rapidez.
Cumpliendo órdenes de Hitler, Otto Skorzeny, jefe del
comando de la SS que había rescatado a Mussolini, se había
preparado ya para detener a Horthy en su residencia, la
Ciudadela, con vistas al Danubio. Los alemanes lo
sustituyeron por Ferenc Szálasi, el líder salvajemente
antisemita del Movimiento de la Cruz Flechada, de
inspiración nazi.
La Operación Panzerfaust, como fue llamada, sería
supervisada por el Obergruppenfükrer Erich von dem
Bach-Zelewski, que acababa de terminar su sanguinaria
misión en Varsovia. Skorzeny convenció a Bach-Zelewski
de que no repitiera la misma táctica de mano dura que en la
capital polaca y que evitara aplastar la Ciudadela para
someterla. En efecto, el 15 de octubre por la mañana, justo
antes de que Horthy anunciara el armisticio por la radio,
los comandos de la SS de Skorzeny secuestraron al hijo de
Horthy en una emboscada callejera tras un tiroteo con sus
guardaespaldas. Miklós Horthy fue maniatado, trasladado
en avión a Viena y desde allí llevado al campo de
concentración de Mauthausen, en el que ya se encontraban
destacados personajes como Francisco Largo Caballero, el
ex jefe del gobierno de la República española.
Se hizo saber escuetamente a Horthy que, si persistía
en su «traición», su hijo sería ejecutado. A pesar de estar a
punto de sufrir un ataque de nervios al oír la amenaza, el
almirante continuó transmitiendo su declaración de
armisticio. Las tropas de asalto de la Cruz Flechada
tomaron el edificio inmediatamente después y publicaron
un desmentido, insistiendo en la determinación de Hungría
de seguir luchando. Ferenc Szálasi tomó el poder esa
misma tarde. A Horthy no le dieron opción. Fue trasladado
a Alemania y mantenido bajo arresto domiciliario.26
Horthy había puesto fin en verano a las deportaciones
de judíos de Eichmann. Para entonces ya habían sido
asesinados cuatrocientos treinta y siete mil cuatrocientos
dos, la mayor parte de ellos en Auschwitz. Pero aunque
Himmler detuviera el programa de exterminio masivo ante
la cercanía del Ejército Rojo, los judíos que aún quedaban
fueron detenidos indiscriminadamente para trabajar como
mano de obra esclava y obligados a trasladarse a pie a
Alemania debido a la falta de material rodante.
Atormentados y golpeados sin piedad por los guardias de la
SS y la Cruz Flechada, muchos millares murieron por el
camino. Aunque Szálasi interrumpió aquellas marchas de la
muerte en el mes de noviembre, más de sesenta mil judíos
siguieron encerrados en un minúsculo gueto en Budapest.
La mayoría de los seguidores de Szálasi estaban decididos
a emprender las medidas necesarias para dar su propia
«solución final a la cuestión judía». El padre Alfréd Kun,
famoso activista de la Cruz Flechada, que luego admitiría
haber cometido quinientos asesinatos, solía dar la siguiente
orden: «En nombre de Cristo, ¡fuego!»27
Los milicianos de la Cruz Flechada, algunos de entre
catorce y dieciséis años, sacaban a grupos de judíos del
gueto, los obligaban a quedarse en paños menores y a
marchar descalzos por las calles heladas de Budapest hasta
los diques del Danubio para ejecutarlos allí. En muchos
casos, sus disparos eran tan torpes que algunas víctimas
lograban saltar al río helado y escapar a nado. En una
ocasión un oficial alemán interrumpió una de esas matanzas
y envió a los judíos a su casa, pero probablemente no fuera
más que un indulto temporal.
Algunos suboficiales de la gendarmería húngara se
unieron a los cuatro mil milicianos de la Cruz Flechada
para torturar y asesinar a los judíos, y otros los ayudaron.
Hubo también unos pocos miembros de la propia Cruz
Flechada que ayudaron a los judíos a escapar, lo que
demuestra que nunca se puede generalizar. Los esfuerzos
de uno de ellos, el Dr. Ara Jerezian, recibieron después el
reconocimiento de Yad Vashem, la institución creada en
Israel en memoria de las víctimas del Holocausto.
La operación más grande de salvamento de judíos fue
la que organizó el sueco Raoul Wallenberg, que a pesar de
no tener más que un cargo semioficial en Hungría, expidió
decenas de miles de documentos que afirmaban que el
portador del mismo estaba bajo la protección del gobierno
sueco. Después, durante el asedio de la ciudad, la Cruz
Flechada asaltó la embajada sueca y asesinó a varios
miembros de su personal para vengarse de sus actividades.
Además de los suecos, el diplomático suizo Cari Lutz, el
portugués Carlos Branquinho, la Cruz Roja Internacional y
el nuncio papal expidieron sus propios documentos de
protección para ayudar a los judíos húngaros a escapar.
Las embajadas de El Salvador y Nicaragua
proporcionaron varios centenares de documentos de
ciudadanía, pero la treta más extraordinaria es la que llevó a
cabo la embajada española. El encargado de negocios
español, Ángel Sanz-Briz, sabía que el régimen de Szálasi
estaba desesperado por obtener el reconocimiento de su
gobierno. Él se encargó de fomentar esa ilusión en las
autoridades húngaras, mientras se enfrentaba a la Cruz
Flechada con más determinación incluso que la embajada
sueca. Sanz-Briz se vio obligado a abandonar el país, pero
dejó el puesto a un nuevo «encargado de negocios», Jorge
Perlasca, que en realidad era un antifascista italiano.
Perlasca reunió a cinco mil judíos en pisos francos bajo la
protección de España, mientras que en Madrid el gobierno
de Franco desconocía lo que estaba haciéndose en su
nombre. Un fraude todavía más osado fue el que llevó a
cabo Miksa Domonkos, miembro del Consejo Judío, que
se dedicó a falsificar salvoconductos en nombre de un
superintendente de la gendarmería húngara. Todos estos
intentos de salvar vidas inocentes se harían más urgentes a
medida que el Ejército Rojo se acercaba a Budapest y las
actividades de la Cruz Flechada se volvían más
mortíferas.28

El 18 de octubre, mientras el I Ejército capturaba


Aquisgrán, Eisenhower presidía una conferencia en el
cuartel general del XXI Grupo de Ejércitos, en Bruselas,
para discutir las opciones estratégicas. La elección de la
sede no podía ser más intencionada, pues Montgomery
había provocado las iras de sus colegas americanos al no
asistir a la anterior, que se había celebrado el 22 de
septiembre en el cuartel general del SHAEF en Versalles.
Había enviado en su lugar al teniente general Freddy de
Guingand, su jefe de estado mayor y «simpático
pacificador», como lo describía Bradley. En aquella
ocasión Monty no podría dejar de asistir.
Una opción era aguantar el invierno a la espera de que
vinieran de los Estados Unidos más divisiones y se reuniera
una buena reserva de suministros, que llegarían a través del
puerto de Amberes una vez reabierto. La otra era lanzar una
gran ofensiva en el mes de noviembre utilizando los
recursos disponibles. La inacción en el oeste era
impensable simplemente por lo que hubiera podido decir
Stalin de las pocas ganas de luchar que tenían los Aliados.
La propuesta presentada una vez más por Montgomery de
llevar a cabo un gran ataque al norte del Ruhr fue desechada
de nuevo. Eisenhower, respaldado por Bradley, quería
emprender una doble ofensiva, con el I y el IX Ejército por
el norte, y el III Ejército de Patton atacando en el Sarre. A
Montgomery le dijeron que girara hacia el sur de Nimega,
entre el Rin y el Mosa. Esta concentración de fuerzas al
norte y al sur de las Ardenas dejaría un sector con muy
pocas defensas en el centro. Para proteger esa parte del
frente, Bradley recurrió al VIII Cuerpo del general Troy
Middleton, que se había quedado en Bretaña para rematar la
faena.
Aquisgrán no quedó despejada hasta finales de la
tercera semana de octubre. El 30 de este mismo mes,
Colonia recibió virtualmente el tiro de gracia de los
bombarderos de Harris con otra incursión durísima. La
destrucción de la Reichsbahn supuso que no hubiera trenes
suficientes para evacuar a los que seguían viviendo entre las
ruinas. La ciudad conoció entonces el único ejemplo de
resistencia civil armada contra los nazis, cuando los
trabajadores comunistas y extranjeros quitaron las armas a
unos policías que habían quedado aislados. Con actos de
guerrilla urbana, arremetieron contra la policía e incluso
llegaron a matar al jefe local de la Gestapo, hasta que
fueron eliminados por completo víctimas de una feroz
represalia.29
Los bombardeos aliados se intensificaron. La RAF y
la Fuerza Aérea de los Estados Unidos ya no tenían mucho
que temer de la Luftwaffe, aunque a Spaatz le preocupaba
que aparecieran de repente los nuevos cazas a reacción Me
262 y derribaran a sus bombarderos. Aproximadamente el
sesenta por ciento de todas las bombas lanzadas sobre
Alemania cayó durante los últimos nueve meses de la
guerra.30 El ministro de armamento de Hitler, Albert Speer,
reconocería que los daños infligidos a la infraestructura
económica de Alemania «solo llegaron a ser irrecuperables
durante el otoño de 1944, en gran medida como
consecuencia de la destrucción sistemática de la red de
comunicaciones y transportes a través de la despiadada
campaña de bombardeos iniciada por los Aliados en el mes
de octubre».31 Y a pesar del escepticismo de Harris, el plan
de Spaatz de atacar las refinerías de petróleo y las fábricas
de benceno tuvo unas consecuencias muy notables sobre
las operaciones de la Wehrmacht, y especialmente de la
Luftwaffe. Solo la producción de armas siguió adelante, en
gran parte debido a la energía y el talento de Speer.
En realidad la decisión de Harris de seguir efectuando
bombardeos zonales sobre la cuenca del Ruhr consiguió
también dejar fuera de juego tantas fábricas de benceno que
en el mes de noviembre ya no quedaba ninguna operativa.
La diferencia entre la estrategia de la RAF y la de la VIII
Fuerza Aérea norteamericana tenía más que ver con la
forma que con sus efectos. Aunque la Fuerza Aérea de los
Estados Unidos definía siempre sus operaciones como
bombardeos de precisión, la realidad era muy distinta.
Cuando se decía que el objetivo era una «estación de
clasificación», en realidad era un eufemismo para
bombardear toda la ciudad situada en sus inmediaciones.
Debido en gran medida a la mala visibilidad reinante
durante los meses de invierno, más del setenta por ciento
de las bombas de la VIII Fuerza Aérea fueron lanzadas «a
ciegas», casi exactamente la misma proporción que la del
Mando de Bombarderos. Harris simplemente no tenía
remilgos en machacar ciudades enteras y despreciaba a
todo aquel que ponía reparos en ese sentido. En lo que se
demostró que estaba totalmente equivocado fue en su
constante pretensión de que los bombardeos por sí solos
podían poner fin a la guerra.
Desde los días funestos de 1942, Gran Bretaña había
hecho una inversión tan grande desde el punto de vista
financiero e industrial y también por lo que respecta al
sacrificio de vidas humanas, en crear el Mando de
Bombarderos, que este llegó a desarrollar una fuerza casi
imparable. Y siguió adelante con sus actividades aunque al
final de la guerra muchos de sus ataques tuvieran muy poca
lógica militar, por no hablar de justificación moral. El
obsesivo Harris había convertido en una cuestión de honor
permitir que cualquier ciudad alemana, independientemente
de sus dimensiones, quedara en pie cuando acabara la
guerra. El 27 de noviembre, fue bombardeada Friburgo, en
los confines de la Selva Negra, dejando tres mil muertos y
todo el centro medieval de la ciudad en ruinas. Se trataba de
un centro de comunicaciones situado detrás del frente y
por lo tanto un objetivo legítimo según la directiva
Pointblank original, pero no es ni mucho menos seguro que
acortara la guerra un solo día, una sola hora o un solo
minuto.
Como el uso intensivo de la artillería, los bombardeos
ponían de manifiesto una paradoja de las democracias
sumamente desconcertante. Debido a la fortísima presión
de la prensa y de la opinión pública en sus propios países,
los mandos militares se veían obligados a minimizar sus
pérdidas. Y por lo tanto recurrieron a la utilización máxima
de explosivos de alta potencia, que irremediablemente
causaban la muerte de más civiles. Muchos alemanes
clamaban al cielo pidiendo venganza. Las V-1 no habían
conseguido poner de rodillas a Inglaterra, tampoco parecía
que las V-2 fueran a cambiar el curso de la guerra, así que
empezaron a correr rumores acerca de la V-3. «La oración
por nuestro Führer y por nuestro pueblo es también un
arma», decía en una carta una mujer. «Dios nuestro Señor
no puede abandonar a nuestro Führer».32

El 8 de noviembre el general Patton se negó a seguir


esperando que mejorara el tiempo y empezó la ofensiva del
III Ejército en el Sarre sin apoyo aéreo. «A las 05:15 los
preparativos de la artillería me despertaron», escribió ese
día en su diario. «Los disparos de más de cuatrocientos
cañones sonaban como portazos en una casa vacía». Su XX
Cuerpo lanzó un gran ataque contra la ciudad fortaleza de
Metz. El cielo se despejó y aparecieron los
cazabombarderos, pero las lluvias torrenciales habían
hecho que el río Mosela creciera hasta alcanzar niveles
nunca vistos. Patton contó a Bradley cómo una de sus
compañías de ingenieros había tardado dos días de
frustración y de duro trabajo en colocar un puente de
barcazas que cruzara el tempestuoso río. Uno de los
primeros vehículos en cruzar, un cazacarros, tropezó con
un cable que luego se rompió. El puente se desenganchó y
se fue corriente abajo. «Toda la maldita compañía se quedó
hundida en el barro», contó Patton, «chillando como niños
pequeños».33
El tiempo era igual de malo más al norte para el I y el
IX Ejército. El IX Mando Aéreo Táctico del general
Elwood «Pete» Quesada había estado atacando los puentes
del Rin para impedir el paso de los refuerzos. El 5 de
noviembre, un piloto de caza se quedó sorprendido al ver
cómo un puente estallaba y se hundía en el Rin cuando
alcanzó sin darse cuenta a las cargas de demolición que
habían colocado los zapadores alemanes por si el enemigo
rompía sus líneas.
El tiempo continuaba siendo espantoso, y no dejó de
llover durante trece días seguidos. El 14 de noviembre
Bradley cruzó las Ardenas, cuyos caminos se habían
cubierto con la primera fina capa de nieve. Se dirigió al
cuartel general del I Ejército, instalado en el balneario de
Spa, en Bélgica, que había sido el cuartel general de los
alemanes durante la Primera Guerra Mundial. Ahora el
estado mayor de Hodges se reunía en torno a mesas de
campaña en el casino, debajo de enormes lámparas de
araña, mientras las bombas volantes V-1 y los cohetes V-2
cruzaban el cielo sobre sus cabezas en dirección a Londres
y a Amberes.
En las primeras horas del 16 de noviembre, el informe
meteorológico prometía buen tiempo justo a partir de la
hora a la que Hodges había decidido atacar fuera como
fuese. Poco después del amanecer, apareció el sol por
primera vez en varias semanas. Todo el mundo se quedó
mirándolo con incredulidad. Poco después de medio día,
las Fortalezas Aéreas y los Liberator de la VIII Fuerza
Aérea y los Lancaster del Mando de Bombarderos
aparecieron en los cielos dispuestos a machacar el Muro
Occidental. Bradley, nervioso tras el desastre del comienzo
de la Operación Cobra, se había encargado de que se
tomaran todas las precauciones para impedir que los
bombarderos se lanzaran contra las tropas de tierra que se
disponían a atacar. Pero aunque esta vez no hubo bajas
norteamericanas, la infantería y los blindados no tardaron
en descubrir al avanzar que los alemanes habían plantado
sus «jardines del diablo» a todo lo largo y ancho de la zona.
El I Ejército tenía que avanzar desde Aquisgrán hasta
el río Roer a través del bosque de Hürtgen. Tenía que
capturar las presas situadas al sur de Duren, que los
alemanes podían utilizar para frustrar cualquier intento
posterior de cruzar el Roer. Confiando en que los
bombardeos de la aviación y la artillería les abrieran el
paso, Bradley y Hodges subestimaron los horrores que les
aguardaban. Serían peores que los del bocage normando.
El bosque de Hürtgen, al sudeste de Aquisgrán, era una
concentración oscura y siniestra de pinos que alcanzaban
los treinta metros de altura, situada en una empinada ladera.
Los soldados perdían constantemente la orientación en sus
terribles profundidades. Veían la zona como «una
evocadora región fantasmal en la que podía imaginarse que
cualquier bruja tuviera su escondrijo».34 Iba a ser una
batalla de infantería, pero los batallones, regimientos y
divisiones obligadas a librarla no estaban adiestradas ni
preparadas para lo que les esperaba. Los barrancos y la
densidad del arbolado hacían que no hubiera espacio para
los tanques y los cazacarros, que estaban acostumbrados a
que les prestaran apoyo, y tampoco facilitaban las cosas a
la artillería y a los cazabombarderos. Por otra parte, para la
275.ª División de Infantería alemana, experta en el
camuflaje, los búnkeres subterráneos, las minas y las
trampas explosivas, aquel era un terreno ideal para
defender.
Los altos niveles de las pérdidas sufridas por la
infantería desde el Día D significaban que una proporción
cada vez mayor de los pelotones de primera línea estaban
formados en gran parte por novatos mal entrenados.
Bradley estaba furioso no solo por su mala calidad, sino
también por los pocos que se enviaban al teatro de
operaciones de Europa. Se enteró de que el general
MacArthur se había asegurado la parte del león para su
campaña de las Filipinas. Parecía que en Washington ya no
se respetaba ni siquiera de boquilla el principio de
«Alemania primero». El Departamento de Guerra había
recortado de ochenta mil a sesenta y siete mil los
reemplazos asignados cada mes a Eisenhower. 35 El sistema
de reemplazos del Ejército de los Estados Unidos había
sido poco imaginativo hasta la crueldad, y el del ejército
británico no era mucho mejor. Tras las graves pérdidas
sufridas, cualquier individuo del personal de retaguardia
que sobrara podía encontrarse de repente en un cuartel de
reemplazos —un repple depple, como eran llamados
familiarmente estos establecimientos, cuyo nombre
original era replacement depot—, junto con un montón de
adolescentes novatos recién llegados de los Estados
Unidos. Se habían hecho grandes esfuerzos para mejorar la
organización, de modo que los nuevos reclutas no fueran
lanzados al combate de la noche a la mañana sin saber
dónde estaban ni contra quién luchaban. No obstante,
seguían lamentablemente mal preparados para lo que les
aguardaba. Solo si un repple (esto es un reemplazo)
sobrevivía a su primera batalla y empezaba a formar un
callo con el que cubrir su miedo, tenía posibilidades de
sobrevivir a la siguiente.
La táctica alemana era de una simplicidad muy cruel.
Su finalidad era producir el máximo de bajas posibles. Los
soldados alemanes parecían poseer un genio diabólico para
preparar toda clase de trampas explosivas, como las minas
Teller unidas a un lazo de cuerda, o las famosas minas
antipersona Schu, capaces de arrancarle a uno un pie en
cuanto el que la pisaba relajaba la presión. Todos los
cortafuegos y los senderos del bosque habían sido minados
y bloqueados con árboles caídos. Estas barricadas estaban
plagadas de trampas explosivas y señalizadas por las
baterías de morteros y de artillería pesada.
Los ataques fracasaron uno tras otro. «Se perdían
patrullas y pelotones enteros», decía un informe de la
desdichada 28.ª División, «los proyectiles de los morteros,
al caer sobre los equipos de asalto que transportaban cargas
explosivas, hacían que estas estallasen y que los hombres
saltaran por los aires; el infalible tableteo de las
ametralladoras barría los árboles cada vez que alguien se
movía. Uno de los hombres, un reemplazo, sollozando
histéricamente, intentó cavar un hoyo en el suelo con sus
manos. A última hora de la tarde este batallón tuvo que
volver deprisa y corriendo a su punto de partida».36
Para empeorar las cosas, prácticamente no paró de
llover. Constantemente caían gotas de los árboles, el
terreno estaba saturado y las trincheras llenas de agua.
Como no habían llegado los cargamentos de impermeables
y pocos se acordaban de las lecciones sobre la guerra de
trincheras de hacía un cuarto de siglo, se produjeron
muchas bajas por pie de trinchera o «pie de inmersión»
entre los soldados americanos. Muchos otros contrajeron
disentería. Lo más alarmante fue que se produjo un
aumento espectacular de huidas de hombres que eran presa
del pánico, acentuado tal vez por el ambiente malévolo del
bosque, incrementándose asimismo los casos de
autolesiones, de ataques de nervios, de suicidios y de
deserciones. En toda la guerra, el soldado Eddie Slovik, de
la 28.ª División destinada al bosque Hürtgen, fue el único
americano ejecutado por un pelotón de fusilamiento. La
Wehrmacht no podía creerse lo blandos que eran los
Aliados. En el ejército alemán los desertores no solo eran
fusilados automáticamente, sino que, en virtud de un
decreto de Himmler, también podían ser ejecutadas sus
familias.
Cuando no conseguían que sus hombres se lanzaran al
ataque, los oficiales eran relevados. En la 8.ª División casi
todos los oficiales de un batallón fueron destituidos, y sus
reemplazos corrieron la misma suerte. En aquella terrible
batalla en medio del barro, una división tras otra tuvo que
replegarse. Los hombres, víctimas del agotamiento físico y
psicológico, volvían con ojos inexpresivos, sin parpadear,
con la llamada «mirada de dos mil años».37 En el bosque de
Hürtgen los americanos sufrieron en total treinta y tres mil
bajas, más de uno de cada cuatro de los soldados que
participaron en la batalla.38
Hodges fue severamente criticado por su falta de
imaginación al intentar librar a las primeras de cambio una
batalla con tanta desventaja, circunstancia que por fuerza
tenía que acentuar las debilidades de los americanos y los
puntos fuertes de los alemanes. Pero el bosque era el único
camino para llegar a la localidad de Schmidt y a las presas y
embalses del Roer, que era preciso asegurar antes de poder
cruzar el río. Incluso en el terreno más despejado al norte
de Aquisgrán, las unidades alemanas defendieron cada
población fortificada hasta que quedó totalmente destruida.
Cuando un oficial de los servicios de inteligencia
americanos preguntó a un joven teniente alemán que había
sido capturado si no lamentaba perpetrar tantos destrozos
en su propio país, el hombre se limitó a encogerse de
hombros. «Probablemente ya no sea nuestro después de la
guerra», contestó. «¿Por qué no destrozarlo?»39 Y todavía
más al norte, el II Ejército británico procedente de Nimega
se enfrentó en el espeso bosque de Reichswald a unas
condiciones muy similares a las que encontraron los
hombres de Hodges en el de Hürtgen. La 53.ª División
galesa sufrió cinco mil bajas en nueve días.40
Por el sur, las fuerzas aliadas tuvieron mucho más
éxito. El 19 de noviembre, el I Ejército francés del general
De Lattre de Tassigny entró por el claro de Belfort y llegó
al alto Rin. Tres días después, en el sector norte
correspondiente al VI Grupo de Ejércitos del general Jacob
L. Devers, el XV Cuerpo del general Wade H. Haislip
penetró en el paso de Saverne y el 23 de noviembre la
2ème División Blindée del general Leclerc entraba en
Estrasburgo, cumpliendo así la promesa que había hecho en
el desierto del norte de África.

Al día siguiente, el general De Gaulle, sumamente


satisfecho, emprendió un largo y enrevesado viaje para
entrevistarse con Stalin en Moscú. Iba acompañado de su
jefe de gabinete, Gastón Palewski, el ministro de asuntos
exteriores, Georges Bidault, y el general Juin.
El viaje tuvo una duración bochornosamente larga
porque el obsoleto avión bimotor del gobierno se averiaba
con una frecuencia desoladora. Finalmente llegaron a Bakú,
donde dejaron su avión y embarcaron en un tren
proporcionado por el gobierno soviético. Fueron instalados
en los anticuados vagones del Gran Duque Nicolás, el
comandante en jefe zarista de la Primera Guerra Mundial.
El viaje a través de la estepa nevada fue tan lento que De
Gaulle comentó secamente que esperaba que no hubiera
otra revolución en su ausencia.
De Gaulle estaba ansioso por establecer buenas
relaciones con Stalin, en parte con la esperanza de que
mantuviera al partido comunista francés bajo control. No
se vería defraudado. Stalin no quería de momento que en
Francia se llevaran a cabo aventuras revolucionarias de
ningún tipo. Una sublevación comunista podría llevar a
Roosevelt a cortar el envío de materiales del Programa de
Préstamo y Arriendo a la Unión Soviética o, lo que era su
peor pesadilla, a utilizarla como excusa para hacer algún
trato con Alemania. Stalin sabía cuánto desconfiaba
Roosevelt de los franceses. El otro objetivo de De Gaulle
era asegurarse de que, con el apoyo de Stalin, Francia
estuviera representada en la conferencia de paz y no fuera
excluida de ella por parte de los americanos.
A su llegada a Moscú, la delegación francesa tuvo que
soportar uno de los siniestros banquetes de Stalin en el
Kremlin, en el que el dictador obligaba a sus mariscales y
ministros a correr alrededor de la mesa para chocar sus
copas con él. Luego proponía brindis en los que los
amenazaba con ejecutarlos en una brutal exhibición de
humor negro. De Gaulle hizo de él un retrato memorable al
describirlo como «un comunista vestido de mariscal, un
dictador enroscado en sus tretas, un conquistador con cara
de buen hombre».41 El objetivo de Stalin durante las
conversaciones con los franceses era conseguir el
reconocimiento de su gobierno títere de los polacos de
Lublin. Esperaba claramente abrir una brecha entre los
Aliados occidentales. Con la mayor cortesía y firmeza De
Gaulle insistió en su negativa. En un momento
determinado, Stalin se volvió hacia Gastón Palewski y dijo
con una sonrisa de maliciosa satisfacción: «No se deja
nunca de ser polaco, señor Palewski».42
Stalin estaba dispuesto a ser generoso, según él,
aunque despreciaba a Francia por la forma en que se había
venido abajo en 1940, y que tanto había alterado sus planes.
(Para lanzar una pulla más a De Gaulle, hizo que Ilya
Ehrenburg le regalara una copia de su novela sobre la caída
de París.) Pero, aunque consciente del resentimiento que
abrigaba De Gaulle hacia Roosevelt, Stalin presentía que
Francia podía constituir en el futuro una carta muy útil que
valía la pena cultivar dentro de la alianza occidental. Stalin
no confiaba ni en los ingleses ni en los americanos. Su
mayor temor era que rearmaran en el futuro a Alemania.
Stalin sabía que lo que en realidad quería De Gaulle era no
ya la derrota total de Alemania, sino su desmembramiento.
En eso estaban de acuerdo, aunque Stalin no apoyara las
pretensiones de De Gaulle sobre Renania en el pacto de
posguerra.
La visita salió muy bien, a pesar de que Bidault se
emborrachó en el banquete. A las cuatro de la madrugada se
firmó finalmente un pacto franco-soviético, justo antes de
que la delegación francesa se marchara. Se alcanzó una
fórmula de compromiso en lo tocante al gobierno títere de
Stalin en Polonia, pero al menos De Gaulle se fue sabiendo
que no iba a tener problemas con los comunistas franceses.
Su líder, Maurice Thorez, que había llegado a Francia
durante su ausencia, no había ordenado a sus
correligionarios lanzarse a las barricadas ni organizar más
huelgas. Había pedido sangre, sudor, aumento de la
productividad y unidad nacional para derrotar a Alemania.
Los comunistas de la Resistencia quedaron estupefactos,
pero al día siguiente los periódicos del partido
confirmaban sus palabras. El Kremlin había hablado con
claridad. De Gaulle y sus compañeros de viaje llegaron
finalmente a París el 17 de diciembre para enfrentarse a
una crisis totalmente inesperada. Los ejércitos alemanes
habían entrado en las Ardenas y se pensaba que se dirigían a
París.
43
LAS ARDENAS Y ATENAS
(noviembre de 1944-enero de
1945)

En noviembre de 1944, las tropas del general de división


Troy H. Middleton pertenecientes al VIII Cuerpo estaban
aburridas en el frente de las Ardenas. El general Bradley
oyó decir que un guardabosques se quejaba de que «los
soldados, en su afán de comer cerdo a la barbacoa, se
dedicaban a cazar jabalíes con metralletas Thompson desde
aviones Cub en vuelo rasante». También utilizaban granadas
en los ríos trucheros para romper la monotonía de las
raciones K.1
Desde la caótica retirada al Muro Occidental en el
mes de septiembre, Hitler ansiaba repetir su gran triunfo de
1940. Para conseguir su objetivo de reconquistar Amberes
contaba una vez más con la auto-complacencia de los
Aliados, el efecto de choque y la rapidez a la hora de
aprovechar las ventajas. Esta versión resumida del plan
Sichelschnitt («Golpe de Hoz») de Manstein debía dejar
incomunicados al I Ejército canadiense, al II Ejército
británico, al IX del teniente general William H. Simpson y
casi todo el I de Hodges. Hitler soñaba incluso con otro
Dunkerque. Sus generales estaban espantados ante tales
fantasías. Guderian deseaba reforzar el frente oriental antes
de que comenzara la ofensiva de invierno soviética. Pero la
estrategia de Hitler, más o menos como las esperanzas
depositadas por Hiro Hito en la Ofensiva Ichigō, consistía
en lograr una victoria aplastante que dejara fuera de
combate al menos a un país, y luego quizá entablar
negociaciones desde una posición de fuerza.
El 20 de noviembre por la tarde, Hitler montó en su
Sonderzug en el apeadero camuflado bajo el dosel del
bosque y abandonó la Wolfsschanze para siempre. No se
encontraba bien y además tenía que someterse a una
operación de garganta, lo que le proporcionaba la excusa
para abandonar el frente de Prusia oriental, ahora
amenazado. Había sufrido una profunda depresión,
consciente, al parecer, del desastre al que se enfrentaba
Alemania. Goebbels había intentado convencerle de que
transmitiera un mensaje radiofónico a la nación, pues
empezaban a correr rumores de que estaba gravemente
enfermo o loco e incluso de que había muerto. El Führer se
negó rotundamente.
Lo único que lo animaba era la perspectiva de poder
vengarse, y la ofensiva de las Ardenas suscitó en él
enormes expectativas. Con la ayuda del estado mayor del
OKW, Hitler había preparado las órdenes hasta el último
detalle. La operación, cuyo nombre clave original era
«Alerta en el Rin», para dar a entender que se trataba de una
maniobra defensiva, se llamaba en realidad «Niebla de
Otoño». Los ejércitos atacantes debían llegar al Mosa en
cuarenta y ocho horas y tomar Amberes en el plazo de
catorce días. Hitler dijo a sus altos mandos que actuando de
ese modo cercarían al I Ejército canadiense y de paso
obligarían a Canadá a salir de la guerra, lo que a su vez
persuadiría a los Estados Unidos de que debían buscar la
paz.
El mariscal von Rundstedt, que estaba perfectamente
dispuesto para lanzar una ofensiva limitada que le
permitiera aplastar a la avanzadilla de Aquisgrán, sabía que
el objetivo de Amberes era completamente irreal. Aunque
siguiera haciendo un tiempo lo suficientemente malo para
obligar a las fuerzas aéreas enemigas a permanecer en
tierra, y aunque lograran apoderarse de los depósitos de
combustible de los Aliados, los alemanes carecían
sencillamente de fuerza para mantener en pie el pasillo. Era
como la obsesión de Hitler con el contraataque sobre
Avranches de primeros de agosto, que el Führer había
obligado a lanzar al mariscal von Kluge. Un golpe
espectacular e inesperado no servía de nada a menos que
pudiera sostenerse. Rundstedt se sentiría después
profundamente ofendido cuando se enterara de que los
Aliados habían llamado a la operación «Ofensiva
Rundstedt», como si el plan hubiera sido suyo.
El 3 de noviembre, cuando Jodl expuso el proyecto a
los mandos implicados, todos quedaron desconcertados: el
comandante en jefe del oeste, Rundstedt; el comandante en
jefe del Grupo de Ejércitos B, Model; el
Obergruppenführer Sepp Dietrich, al mando del VI
Ejército Panzer SS; y el Generaloberst Hasso von
Manteuffel, al mando del V Ejército Panzer. No obstante,
cuando finalmente se celebrara la sesión informativa la
víspera de la batalla seis semanas después, muchos de los
oficiales y soldados jóvenes estaban convencidos o habían
logrado convencerse a sí mismos, de que, junto con las V-2
lanzadas contra Inglaterra, aquella ofensiva iba a
convertirse en el punto de inflexión que todos esperaban
desde hacía tanto tiempo.
El 28 de noviembre, mientras continuaban los
combates al norte de la frontera de Alemania primero bajo
la lluvia y luego bajo la cellisca, Eisenhower visitó a
Montgomery en su cuartel general de Bélgica. Casi antes
de que el comandante supremo se sentara en la caravana
que utilizaba como sala de mapas, Montgomery empezó a
intimidarle hablando del poco éxito obtenido en las batallas
que estaban librándose en ese momento. Esperando una vez
más aprovechar la aparente incapacidad de Eisenhower de
decirle claramente que no, Montgomery pensó que había
obtenido su consentimiento para convertirse en
comandante en jefe de todas las fuerzas aliadas al norte de
las Ardenas. Pero Bradley, que no tenía la menor intención
de permitir que parte de su grupo de ejércitos sirviera a las
órdenes de Montgomery, logró que Eisenhower volviera a
cambiar de opinión poco después. El 7 de diciembre,
Eisenhower, Bradley y Montgomery se reunieron en
Maastricht. Montgomery se enteró de que su ofensiva
reforzada por el norte ya no era posible. Evidentemente
Bradley tuvo que hacer un gran esfuerzo para ocultar una
sonrisa de satisfacción.
Mientras Eisenhower y los comandantes de su grupo
de ejércitos volvían a discutir sobre si debían concentrar su
próximo ataque al norte o al sur de las Ardenas, los
servicios de inteligencia aliados se percataron de repente
de que habían perdido la pista del VI Ejército Panzer. Había
sido localizado cerca de Colonia y se suponía que, junto
con el V Ejército Panzer de Manteuffel, se disponía a
efectuar un contraataque contra el I Ejército
norteamericano en cuanto cruzara el Roer. En Maastricht,
Eisenhower y Bradley suscitaron la cuestión del sector de
las Ardenas, cubierto solo por el VIII Ejército de
Middleton, pero Bradley no mostró ninguna preocupación.
Explicó que lo había dejado en situación de mayor
debilidad para poder reforzar la ofensiva por el norte y por
el sur. Ninguno de los generales presentes en la
conferencia de Maastricht esperaba que se produjera una
contraofensiva a gran escala. Los alemanes andaban
desesperadamente escasos de combustible para los
blindados e incluso en el caso de que pudieran romper las
líneas, ¿adónde iban a ir? En los servicios de inteligencia
habían corrido rumores de que tenían puestas sus miras en
Amberes, pero ningún oficial de alto rango hizo caso de
ellos. Montgomery planeaba regresar a Inglaterra para
Navidades.

El 15 de diciembre, Hitler y su entorno se trasladaron en su


tren personal al Adlerhorst (Nido del Águila), donde el
cuartel general del Führer se había establecido en
Ziegenberg, cerca de Bad Nauheim. El cuartel general de
Rundstedt se encontraba ya en el castillo de Ziegenberg,
situado en las inmediaciones. Para espanto de los
generales, también vino la cancillería del partido nazi de
Martin Bormann, quien se quejaba de que las instalaciones
eran insuficientes para todos sus mecanógrafos.2 Daba la
impresión de que la burocracia nazi, tanto en Berlín como a
nivel local, no hacía más que crecer a medida que se
acercaba el desastre, sin duda para que pareciera que el
partido seguía teniendo el control de los acontecimientos.
Se publicaban instrucciones, directivas y regulaciones en
cascada sobre todos los temas imaginables justo cuando
los transportes y de paso por tanto también el sistema
postal se hundían bajo el peso de los bombardeos aliados.
La ofensiva había sido retrasada más de dos semanas
porque no estaban listas ni las formaciones panzer ni las de
infantería. Hitler había querido reunir treinta divisiones
para la operación. Al final la fuerza atacante estaría
integrada por veinte y cinco permanecerían en la reserva.
En el lado norte de la ofensiva principal el VI Ejército
Panzer SS de Dietrich debía dirigirse a Amberes, con el XV
Ejército protegiendo su flanco derecho. Por el sur, el V
Ejército Panzer debía dirigirse en primer lugar a Bruselas,
con el VII Ejército guardando su flanco izquierdo.
Los poquísimos oficiales americanos de alto rango
que manifestaron su preocupación por una posible ofensiva
alemana en las Ardenas fueron objeto de burla por parte de
sus compañeros. Los vuelos de reconocimiento habían
detectado un aumento de las actividades alemanas al otro
lado del Rin, pero se atribuyó al contraataque que se
esperaba que se produjera cuando cruzaran el Roer en
dirección al norte. El cuartel general del XII Ejército
estaba convencido de que los alemanes habían quedado tan
debilitados que ya no constituían amenaza alguna. Cuando
Middleton dijo a Bradley que su VIII Cuerpo era muy débil
para los ciento treinta y cinco kilómetros de extensión que
tenía el sector de las Ardenas que se le había asignado, el
comandante de su grupo de ejércitos replicó: «No te
preocupes, Troy. No van a pasar por ahí». Middleton tenía
cuatro divisiones de infantería, la 99.ª y la 106.ª, que
todavía no se habían estrenado en el combate, y la 28.ª y la
4.ª que habían quedado muy debilitadas y agotadas tras las
luchas en el bosque de Hürtgen. Tenía además en reserva a
la 9.ª División Acorazada y al 14.° Grupo de Caballería
como unidad de reconocimiento.
A las 05:30 del 16 de diciembre, la artillería alemana
abrió fuego. El efecto de los mil novecientos cañones
disparando al mismo tiempo a lo largo del frente resultó
sumamente desorientador. Los reclutas, desconcertados,
salieron como pudieron de sus sacos de dormir, agarraron
sus armas y permanecieron agazapados en el fondo de sus
trincheras hasta que terminó el bombardeo. Pero cuando
acabó vieron una luz fantasmal. Aquel falso amanecer era
en realidad un «rayo de luna artificial», producido por los
reflectores alemanes situados detrás de sus líneas, cuyos
haces de luz traspasaban las nubes. La infantería alemana,
avanzando con sus uniformes de camuflaje para la nieve a
través de aquella niebla glacial y de los altísimos árboles de
los bosques de las Ardenas parecían fantasmas. Aunque
algunos grupos avanzados aislados repelieron
valientemente el ataque, la mayoría de las dos divisiones
norteamericanas novatas que ocupaban el sector norte
fueron aplastadas por las cabezas de lanza de los dos
ejércitos panzer. A pesar de que las comunicaciones habían
quedado interrumpidas, las compañías de primera línea de
la 99.ª División de Infantería, todavía intacta, apoyada por
una parte de la 2.ª División, llevaron a cabo una tenaz
retirada en combate enfrentándose a una División
Volksgrenadier y a la 12.ª División de la SS HitlerJugend.
Pero un poco más al sur, dos regimientos de la 106.ª
División de Infantería quedaron totalmente rodeados.
Por el sur, la punta de lanza de Dietrich estaba
formada por el 1.er Regimiento Panzer SS de la división que
había estado anteriormente a su mando, la Leibstandarte
Adolf Hitler. Este regimiento, reforzado con tanques Tiger
II de sesenta y ocho toneladas, estaba al mando del
Obersturmbannführer Joachim Peiper, oficial de una
crueldad extraordinaria. Cuando su columna tuvo que
detenerse en medio de una carretera muy estrecha al llegar
a un puente que había sido volado, Peiper, en vista del caos
reinante, se limitó a mandar a sus tanques atravesar un
campo de minas, perdiendo cinco o seis vehículos, pero
recuperando el tiempo desperdiciado.

Como las líneas telefónicas de campaña habían quedado


cortadas debido a los obuses y a la confusión general, el
cuartel general del I Ejército de Middleton en Spa dedujo a
partir de los escasos informes recibidos que los alemanes
habían organizado simplemente un ataque local de desgaste.
Hodges ordenó incluso a la 2.ª División de Infantería que
continuara sus operaciones de tanteo hacia las presas del
Roer, sin darse cuenta de que ya estaba envuelto en una
batalla muy distinta.
En el cuartel general del SHAEF en Versalles, el
general Eisenhower permaneció sin que nadie lo molestara
disfrutando de un día encantador. Se enteró de que por fin
iba a recibir su quinta estrella. Debía de resultar
mortificante que Montgomery, subordinado suyo, ya la
hubiera recibido a comienzos de septiembre. Luego puso al
día su correspondencia y asistió a la boda de su ordenanza,
que se casaba con una conductora del Women's Army
Corps de su cuartel general. Esperaba a Bradley para la
cena, con quien tenía intención de compartir un envío de
ostras frescas.
Cuando llegó Bradley, fueron a una sala de
conferencias a discutir la cuestión de los reemplazos.
Fueron interrumpidos por un oficial de estado mayor que
les trajo la noticia de que se había producido una ofensiva
en el sector de las Ardenas. A Bradley le pareció que solo
debía de ser una maniobra de distracción para entorpecer el
inminente ataque de Patton, pero el instinto de Eisenhower
no se dejó engañar. Pensó que se trataba de algo serio. Dijo
a Bradley que enviara al VIII Cuerpo de Middleton algún
tipo de ayuda. Las fuerzas que tenían en reserva eran por el
norte la 7.ª División Acorazada, y por el sur la 10.ª
Acorazada que estaba con Patton. Como era de esperar, a
este no le gustó nada el plan, pero ambas unidades
recibieron la orden de avanzar. Eisenhower y Bradley
decidieron irse a cenar, pero este último era alérgico a las
ostras y tomó huevos revueltos. Durante la sobremesa,
jugaron cinco partidas de bridge con una pareja de oficiales
de estado mayor del SHAEF.
Al día siguiente Bradley, que empezaba a temer
haberse equivocado, regresó a toda velocidad en su coche
oficial a su cuartel general táctico en Luxemburgo. Subió
las escaleras literalmente de dos en dos y entró en el
centro de mando, donde se puso a escrutar el enorme mapa
de situación colgado de la pared. Unas grandes flechas
rojas mostraban los avances de los alemanes. «¿De dónde
demonios ha sacado este hijo de puta toda esa fuerza?»,
exclamó con incredulidad.3 Todavía resultaba difícil
obtener información concreta. La línea del télex que
comunicaba con el cuartel general del I Ejército en Spa
había sido cortada. Cuando Harry Butcher, el asistente de
Eisenhower, llegó al cuartel general del XII Grupo de
Ejércitos en Verdún, notó un ambiente que le recordó el
que se había apoderado de los Aliados después del desastre
de Kasserine.
En el cuartel general del III Ejército, por su parte,
tenían ganas de pelea. Patton medio esperaba ya una
contraofensiva en las Ardenas. «Estupendo», dijo.
«Deberíamos dejarles pasar y permitirles la entrada
directamente hasta París. Luego les cortaríamos las alas de
cuajo».4 Más al norte, en el cuartel general del IX Ejército
seguía reinando la confusión sobre lo que pretendían los
alemanes. Un ataque inusualmente violento de la Luftwaffe
sobre sus efectivos les hizo pensar que se trataba de «una
maniobra de diversión para efectuar una contraofensiva
mayor en la zona del I Ejército». Los oficiales de estado
mayor decían que «todo depende de las tropas que tenga a
su disposición von Rundstedt».5 En el cuartel general del I
Ejército, Hodges o bien se encontraba realmente enfermo,
como dicen algunas versiones, o bien había sufrido un
ataque de nervios debido al agotamiento. Había sido
Hodges el que no había querido hacer caso de las
advertencias del jefe de sus servicios de inteligencia. En
cualquier caso, al día siguiente ya se había calmado.

El 17 de diciembre, Eisenhower y su estado mayor


estudiaron en el SHAEF toda la información disponible,
intentando adivinar las intenciones de los alemanes y
encontrar la manera de reaccionar. Supusieron que los
alemanes simplemente pretendían dividir el XII y el XXI
Grupo de Ejércitos. Las únicas reservas que les quedaban
eran la 82.ª y la 101.ª División Aerotransportada, que
descansaban cerca de Reims después de la Operación
Market Garden. Después de un cuidadoso estudio sobre el
mapa, se decidieron por Bastogne. Se avisó a otras tres
divisiones, que todavía se encontraban en Inglaterra, de que
se prepararan para cruzar al continente de inmediato. La
82.ª Aerotransportada, en cualquier caso, fue trasladada
más cerca de Spa, a Werbomont.
La idea errónea de que la ofensiva alemana se dirigía a
la capital francesa siguió difundiéndose, junto con otros
rumores alarmistas. Un elemento fundamental del plan
alemán consistía en el lanzamiento en paracaídas del 6°
Regimiento Fallschirmjäger del coronel barón Friedrich
von der Heydte, que debía apoderarse de un puente sobre el
Mosa y acelerar así el avance. Su vuelo de aproximación se
vio frustrado principalmente por el fuego de las baterías
antiaéreas, de modo que la mayoría de los hombres de
Heydte cayeron desperdigados por casi todas partes menos
en la zona de lanzamiento que buscaban. Heydte se
encontró con unas fuerzas tan escasas que lo único que
pudieron hacer fue esconderse cerca del puente y observar
los acontecimientos mientras aguardaban la llegada de las
puntas de lanza blindadas. La enorme dispersión de los
lanzamientos, sin embargo, contribuyó indudablemente a
aumentar la confusión de los Aliados.
Los alemanes habían desarrollado también un plan de
decepción estratégica. El jefe de comando de la SS Otto
Skorzeny había recibido personalmente instrucciones de
Hitler para que se colara entre líneas con un pequeño
contingente de voluntarios que supieran hablar inglés,
vestidos con uniformes americanos y montados en
vehículos del ejército estadounidense previamente
capturados. Debían apoderarse de otro puente sobre el
Mosa y en general causar en la retaguardia la mayor
confusión posible. El grueso del grupo de Skorzeny quedó
rezagado debido a los enormes atascos de tráfico y no
consiguió nunca atravesar las líneas, pero algunos grupos
más pequeños sí que lo lograron. El 18 de diciembre, tres
de ellos fueron detenidos en un jeep en un control de
carreteras. No conocían el santo y seña. Los soldados los
registraron y descubrieron que llevaban uniformes
alemanes debajo de los americanos color verde oliva. Pero
aunque su misión fracasó y ellos fueron posteriormente
ejecutados, lograron provocar un caos mayor diciendo a
sus interrogadores que se dirigían a Versalles varios grupos
de asesinos con el cometido de matar a Eisenhower.
Este se vio confinado en su cuartel general bajo la
vigilancia constante de guardaespaldas armados con
metralletas. Corrieron rumores de que había también
piquetes que iban detrás de Bradley y de Montgomery. La
policía militar detenía en los controles de carretera a
cualquier soldado u oficial, independientemente de su
rango, y le hacía preguntas sobre geografía de los Estados
Unidos, sobre baseball y sobre toda una serie de cuestiones
que supuestamente solo los americanos podían conocer. En
París se ordenó el toque de queda y el SHAEF impuso un
bloqueo informativo de cuarenta y ocho horas, que no hizo
más que avivar las especulaciones.
La gente estaba convencida de que los alemanes
estaban a punto de reconquistar la ciudad. En la cárcel de
Fresnes, los colaboracionistas franceses empezaron a
hostigar a sus guardianes diciendo que los alemanes no iban
a tardar en liberarlos. Los guardias por su parte respondían
que ellos mismos y la Resistencia se encargarían de
matarlos a todos antes de que el enemigo llegara a las
puertas de París. El ambiente de histeria llegó hasta
Bretaña, donde se ordenó al personal de la retaguardia que
se preparara para su evacuación. El capitán M. R. D. Foot,
del SAS, que estaba recuperándose en un hospital de
Rennes de las graves heridas recibidas, preguntó a una
enfermera inglesa a qué se debía tanta agitación. «Estamos
recogiéndolo todo», le respondió la mujer. «¿Y qué pasará
con los heridos que no podemos ser trasladados?», dijo
Foot. «Estoy segura de que las monjas de aquí al lado se
encargarán de ustedes», contestó la enfermera.6
Empezaron a propalarse otras historias acerca de
episodios más concretos. El 17 de diciembre, el segundo
día de la ofensiva, las tropas SS del regimiento de la
División Leibstandarte de Peiper mataron a sangre fría a
sesenta y nueve prisioneros de guerra, y luego en el curso
de la llamada matanza de Malmedy fusilaron en la nieve a
otros ochenta y seis. Dos hombres lograron escapar y
llegar a las líneas americanas. La sed de venganza se
intensificó a medida que la historia fue corriendo de boca
en boca, y en consecuencia muchos prisioneros alemanes
también fueron fusilados. A pesar de la inquietud reinante,
empezaron a verse indicios prematuros de que no todo iba
saliendo como querían los alemanes. Algunos soldados
novatos de la 99.ª División de Infantería y los veteranos de
la 2.ª lograron cortar el paso a la 12.ª División de la SS
Hitler Jugend, para a continuación retirarse
ordenadamente a la posición defensiva natural de las
colinas de Elsenborn. El VI Ejército Panzer de Dietrich no
logró hacer los progresos esperados, aunque por lo menos
capturó un depósito de combustible de menor importancia.
Por suerte para los Aliados, sus fuerzas nunca llegaron al
gran almacén situado en las cercanías de Stavelot que
contenía casi veinte millones de litros.
Las condiciones climáticas seguían siendo perfectas
desde el punto de vista de los alemanes, con nubes bajas
que obligaban a las fuerzas aéreas aliadas a permanecer en
tierra. Al sur, al V Ejército Panzer de Manteuffel estaban
saliéndole mejor las cosas que al Ejército Panzer de la SS
de Dietrich. Tras aplastar a la infortunada 28.ª División de
Infantería, iba ya camino de Bastogne. En el flanco sur la
4.ª División de Infantería norteamericana, bastante experta
ya, resistía valientemente al VII Ejército.
Eisenhower convocó una conferencia el 19 de
diciembre en Verdón. La crisis de las Ardenas se reveló su
mejor momento como comandante supremo. A pesar de las
críticas recibidas en un primer momento por su tendencia a
las soluciones de compromiso y por plegarse con
demasiada facilidad a las opiniones de los generales con
los que hablaba, demostró tener una gran claridad de juicio
y una autoridad fuerte. Su mensaje fue que aquella situación
suponía una excelente ocasión de infligir el máximo daño
al enemigo a campo abierto, sin que fuera preciso hacerlo
salir de sus campos de minas y de sus posiciones
defensivas. Su cometido era impedir que las puntas de lanza
alemanas cruzaran el Mosa. Había que contener al enemigo
hasta que cambiara el tiempo y las fuerzas aéreas aliadas
pudieran lanzarse contra él. Para conseguirlo, primero
tenían que reforzar sus flancos y hacer frente a la línea de
avance. Sólo entonces podrían empezar a contraatacar.
Patton, que había sido bien informado por el jefe de
sus servicios de inteligencia, ya había dicho a su estado
mayor que elaborara planes de contingencia para un gran
desplazamiento de su eje del Sarre con el fin de atacar el
flanco sur de la línea de avance alemana. Le encantaba la
idea de abandonar las «aldeas encharcadas y llenas de
estiércol» de Lorena.7 La ofensiva alemana le recordaba el
gran ataque de Ludendorff de marzo de 1918, la
Kaiserschlacht. Parece que Patton se sintió bastante
relajado cuando Eisenhower recurrió a él en aquel
momento de crisis. «¿Cuándo puedes atacar?», le preguntó
el comandante supremo.
«El 22 de diciembre, con tres divisiones», respondió.
«La 4.ª Acorazada, la 26.ª y la 80.ª». Para Patton fue un
momento estupendo. Todos los mandos y jefes de estado
mayor del grupo de ejércitos y del ejército presentes se
quedaron mirándolo llenos de asombro. La acción requería
que el grueso de su ejército diera un giro de noventa grados
y suponía toda una pesadilla de modificación de líneas de
aprovisionamiento cruzadas. «Creó una gran conmoción»,
anotó Patton con satisfacción en su diario. Pero
Eisenhower objetó que tres divisiones no eran suficientes.
Patton contestó con la inimitable seguridad en sí mismo
que lo caracterizaba que podía derrotar a los alemanes solo
con tres, y que si seguía esperando un minuto más perdería
la ventaja del factor sorpresa. Eisenhower le dio su
aprobación.8
A la mañana siguiente, 20 de diciembre, Bradley se
enfadó muchísimo, como era de prever, al enterarse de que
Eisenhower había decidido dar a Montgomery el mando del
IX y del I Ejército estadounidense. El motivo era que
Montgomery podía estar constantemente en contacto con
ellos, mientras que el cuartel general del XII Ejército en
Luxemburgo se hallaba atrapado al sur de la «bolsa»
(bulge), como se llamaba en aquellos momentos a la cuña
creada por el avance alemán. Eisenhower había sido
convencido de ello por su jefe de estado mayor, Bedell
Smith, en parte debido al caos reinante en el I Ejército y a
la sospecha de que Hodges probablemente había sufrido un
colapso nervioso. Bradley, que había sido pillado a
contrapié por la ofensiva, temía que aquella decisión
pudiera ser vista como un voto de no confianza en su
actuación. Ante todo, detestaba la idea de que aquello
pudiera animar a Montgomery en sus exigencias de obtener
el mando de las fuerzas aliadas de campaña. Durante la
tensa y desagradable conferencia telefónica que
mantuvieron, Bradley amenazó incluso con presentar su
dimisión. A pesar de su larga amistad, Eisenhower se
mantuvo firme. «Mira, Brad, esas son mis órdenes», dijo
poniendo fin a la conversación.9
Patton, por su parte, se encontraba en su elemento,
reorganizando sus tropas, desplazando los batallones de
cazacarros para reforzar sus fuerzas blindadas y preparando
el ataque. La 101.ª División Aerotransportada había llegado
a Bastogne justo antes de que lo hiciera el V Ejército
Panzer de Manteuffel. De hecho cuando llegaron los
camiones el armamento de pequeño calibre ya había abierto
fuego en el perímetro débil. Aunque con dificultad, los
paracaidistas fueron avanzando inexorablemente y se
cruzaron con los soldados americanos en retirada, a los
cuales suministraron municiones. Al ver las pocas que les
quedaban, un oficial de la 10.ª División Acorazada se
desplazó a un depósito de pertrechos y volvió con un
camión lleno de balas y de granadas, y fue echándoselas a
los paracaidistas a medida que avanzaban. Cuando se
intensificó el ruido de los disparos, empezaron a abrir
pequeñas zanjas y trincheras en el terreno cubierto por la
nieve.
Como casi todas las tropas americanas que
participaron en la batalla de las Ardenas, los soldados de la
101.ª Aerotransportada sencillamente no estaban equipados
para la guerra de invierno. Debido a los problemas de
abastecimiento de los tres meses anteriores, se había dado
prioridad absoluta al combustible y a la munición. La
mayor parte de los hombres seguían llevando el uniforme
de verano y sufrían terriblemente el frío glacial reinante,
especialmente durante las largas horas nocturnas, cuando la
temperatura bajaba en picado. No podían encender fuegos,
pues inmediatamente atraían los bombardeos de la artillería
y los morteros alemanes. Los casos de pie de trinchera
aumentaron de manera alarmante y fueron responsables de
una gran cantidad de bajas. Agazapados en sus zanjas y
acosados por el fuego enemigo, pisando de día el barro
pastoso que se helaba y se endurecía al caer la noche, los
hombres no tenían prácticamente ocasión de quitarse las
botas y ponerse calcetines secos. Tampoco tenían la más
remota posibilidad de lavarse ni afeitarse. Muchos padecían
disentería y, aislados como estaban en pequeñas trincheras,
lo único que tenían a mano era su casco o alguna lata de
raciones K. No tardó en desarrollarse ante su vista otro
horror. Los jabalíes que habitaban en los bosques
devoraban el vientre de los cadáveres insepultos. Los que
habían disfrutado de las caóticas cacerías organizadas antes
de la batalla probablemente tuvieran ideas de lo más
inquietante. La mayoría de los soldados se habían vuelto
indiferentes a la visión de los cadáveres, pero el personal
del servicio de registro funerario encargado de despejar
posteriormente el terreno no tendría más remedio que
contemplarlos.
Aunque Patton seguía apoyando la idea de permitir a
los alemanes avanzar más para acabar mejor con ellos,
aceptó la decisión de Bradley, según el cual había que
defender a toda costa Bastogne, cruce de caminos de
importancia vital. La 101.ª División Aerotransportada
contaba con el apoyo de dos comandos de combate
blindados, dos compañías de cazacarros y un batallón de
artillería que disponía de pocos proyectiles. Todo dependía
de que las nubes se despejaran pronto para que los C-47
pudieran lanzar en paracaídas munición y pertrechos dentro
de la bolsa.
Montgomery tampoco había estado ocioso. En cuanto
reconoció la amenaza que tenía a sus espaldas, hizo dar la
vuelta al XXX Cuerpo de Horrocks para que ocupara una
posición de bloqueo en la orilla noroeste del Mosa y
asegurara los puentes. Esta maniobra coincidía
perfectamente con el plan que tenía Eisenhower de
preparar la demolición de los puentes del Mosa e impedir
que los alemanes se apoderaran de ellos.
En cuanto se enteró por Eisenhower de que iba a
hacerse cargo del I Ejército estadounidense, Montgomery
se trasladó a Spa. Llegó al cuartel general de Hodges, según
el testimonio de uno de sus propios oficiales de estado
mayor, «como Cristo cuando llegó a echar a los
mercaderes del Templo».10 Parece que al principio Hodges
quedó en estado de shock, incapaz de tomar ninguna
decisión. Al final se supo que hacía dos días que Bradley y
él no estaban en contacto, lo que demostraba que
Eisenhower había hecho bien en llamar a Montgomery.
Lo que Patton llamaba su «expedición para sacar las
castañas del fuego» a los demás estaría en condiciones de
comenzar el 22 de diciembre, tal como había asegurado a
Eisenhower. «Deberíamos entrar a fondo en las tripas del
enemigo y cortarle las líneas de aprovisionamiento», decía
en una carta a su esposa. «El destino hizo que me vinieran a
buscar precipitadamente cuando las cosas se pusieron feas.
Tal vez Dios me guardara para llevar a cabo este
esfuerzo».11
Pero a los americanos ya estaban poniéndoseles de
cara las cosas debido a su determinación y valentía. En el
sector norte de la ofensiva, el V Cuerpo, al mando del viejo
amigo de Eisenhower «Gee» Gerow, defendía las colinas
de Elsenborn con una mezcla heterogénea de unidades de
infantería, cazacarros, ingenieros y sobre todo artillería.
Lograron repeler el ataque de la 12.ª División Panzer SS
Hitler Jugend durante la noche del 20 de diciembre y la
mañana siguiente. En total se encontraron setecientos
ochenta y dos cadáveres alemanes delante de sus
posiciones.12
Montgomery no supo reconocer el extraordinario
aguante y la valentía de las unidades americanas que
defendían los flancos de la ofensiva. Por el contrario, fijó
su atención en el lío que encontró en el I Ejército y en su
propio papel a la hora de poner las cosas en orden en él. El
mariscal Brooke se desesperaba pensando cómo se
comportaría Montgomery cuando recibiera el mando que
deseaba, y este hizo realidad sus peores miedos.
En una reunión con Bradley el día de Navidad,
Montgomery dijo que las cosas habían ido de mal en peor
desde la invasión de Normandía porque no habían querido
seguir sus consejos. Bradley contuvo su ira y escuchó sin
replicar. Con su engreimiento a prueba de bombas,
Montgomery dedujo, como había hecho en Normandía, que
el silencio significaba que su interlocutor estaba de
acuerdo con todo lo que decía.
Bradley había ido a ver a Montgomery con la
intención de convencerlo de que lanzara su contraataque lo
antes posible. Pero en este caso es casi seguro que
Montgomery tenía razón en retrasarlo. La rápida reacción
de Patton había pillado por sorpresa a los alemanes, pero al
atacar solo con tres divisiones, en vez de hacerlo con seis,
como quería Eisenhower, lo que hizo fue prolongar la
batalla de Bastogne, en vez de acabarla. Con su habitual
estilo resolutivo, Montgomery quería cerrar la bolsa y
luego aplastarla. No daba una fecha concreta, porque
necesitaba estar seguro de que hiciera buen tiempo para
que las fuerzas aéreas aliadas pudieran atacar.
El tiempo había empeorado todavía más, limitando en
gran medida las operaciones aéreas. Aparte de una
incursión sobre Tréveris en la que participó el Mando de
Bombarderos de Harris, no había podido hacerse gran cosa,
y no sería por falta de voluntad o de cooperación.
Coningham, el militar neozelandés que estaba en aquellos
momentos al mando de la Segunda Fuerza Aérea Táctica de
la RAF, se llevaba estupendamente con Quesada. El cielo
empezó a aclarar el 23 de diciembre. Dos días después
llegaron unas «Navidades luminosas y frías, con un tiempo
ideal para matar alemanes», como escribió Patton en su
diario.13 Las fuerzas aéreas no desperdiciaron la ocasión.
Los P-47 Thunderbolt y los Typhoon de la RAF llevaron a
cabo una campaña coordinada de ataques a tierra, mientras
que los cazas se encargaron de las novecientas salidas que
hizo la Luftwaffe el primer día. La supremacía aliada se
impuso rápidamente. Al cabo de una semana, la Luftwaffe
no podría hacer más que doscientas salidas.
El IX Mando Aéreo Táctico de Quesada era muy
admirado por las fuerzas de tierra estadounidenses por su
gallardía, pero se había ganado muy mala fama por sus
errores de navegación y de localización de objetivos. En el
mes de octubre, cuando le encargaron que atacara unas
posiciones concretas del Muro Occidental en Alemania, ni
uno solo de sus aviones encontró el objetivo. Uno incluso
arrasó la localidad minera belga de Genk, causando ochenta
bajas entre la población civil. Cuando llegó a Malmedy, la
30.ª División se convirtió en otra de sus víctimas. Era la
decimotercera vez desde el desembarco de Normandía que
había sido atacada por su propia aviación, y los soldados
empezaron incluso a llamar al IX Mando «la Luftwaffe
americana».14 Este chiste venía a subrayar el chascarrillo
que corría entre el ejército alemán desde su desastrosa
experiencia en Normandía: «Si es un avión británico,
nosotros nos agazapamos; si es americano, todo el mundo
se agazapa; y si es de la Luftwaffe, nadie se agazapa».
El 1 de enero de 1945, la Luftwaffe, obedeciendo
órdenes de Göring, hizo un esfuerzo máximo y
ochocientos cazas provenientes de toda Alemania se
lanzaron al ataque de los aeródromos aliados. Para asegurar
el efecto sorpresa, debían llegar en vuelo rasante, de modo
que no pudieran detectarlos los radares aliados. Pero las
precauciones de extremo secretismo impuestas a la
Operación Bodenplatte hicieron que muchos pilotos no
recibieran las informaciones necesarias y que tampoco
fueran avisadas las baterías antiaéreas alemanas. Se calcula
que casi cien aviones fueron abatidos por sus propias
defensas antiaéreas. En total los Aliados perdieron unos
ciento cincuenta aparatos, mientras que la Luftwaffe perdió
cerca de trescientos, y además doscientos catorce pilotos
fueron muertos o hechos prisioneros. Aquella fue la última
humillación de la Luftwaffe. En adelante el poderío aéreo
de los Aliados no tendría rival.15

Una vez fracasada la maniobra de envolvimiento de


Bastogne el 27 de diciembre de 1944, Montgomery
recibió toda clase de presiones para que el 3 de enero
lanzara por fin su contraataque. Pero el nuevo mariscal de
campo seguía obsesionado con las cuestiones de mando.
Brooke tenía buenos motivos para sentirse incómodo, pues
Monty empezó otra vez a dar lecciones a Eisenhower
utilizando el mismo tono que había empleado con Bradley.
«Tengo la impresión», escribió Brooke en su diario, «de
que, con su habitual falta de tacto, Monty ha estado
restregando por las narices a Ike las consecuencias de no
haber escuchado sus consejos. Tantos "ya te lo decía yo" no
contribuyen a crear las necesarias relaciones amistosas
entre ambos».16Una vez más Eisenhower se abstuvo de
mostrarse duro con él, cosa que indujo al inglés a
escribirle una carta desastrosa, en la cual sentaba cátedra de
estrategia e insistía en que también tenía que concedérsele
el mando del XII Grupo de Ejércitos de Bradley.
El general Marshall también se había sentido
provocado por la forma en que la prensa británica se
dedicaba a corear las palabras de Montgomery, exigiendo
un mando prácticamente independiente. Así, pues, escribió
a Eisenhower instándole a no tener miramientos. Esto,
junto con la carta del propio Montgomery, indujo a
Eisenhower a redactar un comunicado a los jefes del estado
mayor conjunto que básicamente decía que o Montgomery
era sustituido, preferiblemente por Alexander, o él
presentaba la dimisión. El jefe de estado mayor de
Montgomery, De Guingand, se enteró del ultimátum.
Convenció a Eisenhower de que esperara veinticuatro horas
y se presentó directamente ante Montgomery con una carta
de disculpas ya escrita en la que el mariscal inglés pedía a
Eisenhower que rompiera su anterior carta. Finalmente
habían metido en cintura a Montgomery, pero solo de
momento.
Al sur, el uso que hizo Eisenhower del III Ejército de
Patton tuvo varios efectos colaterales. Devers tuvo que
hacerse cargo de parte del frente de Patton, y eso suponía
retirar algunas tropas del sur y abandonar Estrasburgo para
ordenar las líneas. De Gaulle, que no había sido consultado,
puso el grito en el cielo cuando se enteró. La idea de
entregar Estrasburgo justo un mes después de su liberación
amenazaba la propia estabilidad de su gobierno. Las
implicaciones políticas eran mucho más significativas de
lo que suponía Eisenhower.
El 3 de enero, a instancias de Churchill, se celebró
una conferencia en el cuartel general de Eisenhower en
Versalles con asistencia de De Gaulle, Churchill y Brooke.
Eisenhower reconoció que en último término había que
defender Estrasburgo, y De Gaulle, entusiasmado, redactó
inmediatamente un comunicado. Su jefe de gabinete,
Gastón Palewski, lo llevó inmediatamente a la embajada
inglesa para enseñárselo en primer lugar a Duff Cooper, el
embajador británico. Esta jactanciosa declaración «sugería
que De Gaulle había convocado una conferencia de carácter
militar a la que habían permitido asistir al primer ministro
[inglés] y a Eisenhower».17 Duff Cooper logró convencer a
Palewski de que rebajara el tono de su comunicado.

Bastogne habría podido recibir ayuda y suministros por vía


aérea, pero una vez que los alemanes reconocieron que ni
siquiera podían llegar al Mosa, se convirtió en el blanco de
sus ataques. Hitler, mientras tanto, había decidido lanzar
otra ofensiva en Alsacia cuyo nombre clave era Viento del
Norte. Se trataba simplemente de una operación de
diversión y no consiguió gran cosa.
El contraataque de Montgomery fue lanzado por fin el
3 de enero. Los combates fueron muy duros, y la nieve no
facilitó las cosas. Cuatro días después, la batalla del ego de
Montgomery volvió a estallar con ocasión de la
conferencia de prensa que convocó. Churchill le había dado
permiso para celebrarla, porque Montgomery le había
prometido que contribuiría a afianzar la unidad de los
Aliados. El efecto fue justamente el contrario. Aunque
alabó las cualidades combativas del soldado americano y
subrayó su propia lealtad a Eisenhower, dio a entender que
había dirigido la batalla casi sin ayuda de nadie y que la
contribución de los británicos había sido trascendental.
Churchill y Brooke quedaron horrorizados e
inmediatamente «analizaron todos los males causados por
la conferencia de prensa de Monty». El primer ministro
hizo una declaración ante el parlamento haciendo hincapié
en que había sido una batalla americana y asegurando que la
contribución británica había sido mínima. Pero el daño a
las relaciones entre los Aliados ya estaba hecho.

La alianza angloamericana también se resintió durante este


periodo debido a los acontecimientos que tenían lugar en el
sureste de Europa y a la decisión de Churchill de impedir
que Grecia cayera en manos de los comunistas. El
derrumbamiento del poder alemán en la región, acelerado
por el avance del Ejército Rojo por Hungría y Rumania en
octubre, dejaba al país al borde de la guerra civil. Grecia
era un ejemplo más de que la Segunda Guerra Mundial
podía acabar sembrando la simiente de una tercera guerra
mundial.
El terrible sufrimiento provocado por la ocupación,
dominada por el hambre y una gravísima crisis económica,
había dado lugar a una drástica radicalización de un pueblo
que hasta la guerra había mantenido una tendencia
claramente conservadora desde el punto de vista social. Fue
este giro radical e instintivo hacia la izquierda, a menudo
sin una clara inclinación ideológica, lo que dio lugar a un
apoyo generalizado al EAM-ELAS. Aunque dirigido por
comunistas, el EAM se caracterizaba por sus numerosas
contradicciones políticas que reflejaban muchos y diversos
puntos de vista, especialmente en lo tocante a la idea de
socialismo y libertad. Las reformas agrarias y la
emancipación de la mujer constituían dos de las cuestiones
objeto de acalorados debates. La única base general de
consenso era que el sistema político tradicional, y
especialmente la monarquía, no constituía en aquellos
momentos un factor relevante de los problemas de Grecia.
Incluso los líderes comunistas estaban divididos e
indecisos en este sentido, pues no sabían si seguir un
camino democrático para acceder al poder o imponerlo por
la fuerza de las armas.
Varios meses antes del «acuerdo de los porcentajes»
de Churchill, Stalin había enviado una misión militar a
Grecia. Debía advertir al Partido Comunista de Grecia, el
KKE, que tenía que «afrontar las realidades geopolíticas y
cooperar con los británicos».18 Este hecho basta para
explicar por sí solo por qué Stalin debió ocultar sus ganas
de echarse a reír cuando vio el documento «golfo» de
Churchill en su despacho del Kremlin.
A pesar de las advertencias de Stalin, el sentimiento
antibritánico era muy profundo en las filas del EAM-ELAS
debido al apoyo prestado por Churchill al rey Jorge II, el
cual tenía la firme intención de regresar a Grecia en cuanto
los alemanes abandonaran el país. Los oficiales británicos
de la SOE habían logrado a comienzos de año negociar el
fin de las disputas existentes entre el EAM-ELAS y el
EDES, la liga griega no comunista. Más tarde, en abril de
1944, el EAM anunció la celebración de unas «elecciones
revolucionarias», en un intento de ganarse una especie de
legitimidad gubernamental. Ni que decir tiene que en esas
elecciones se tomaron todas las medidas necesarias para
que solo pudieran ganar candidatos del EAM. George
Papandreou rechazó la propuesta del EAN de actuar como
cabeza visible de las mismas, pues no quería convertirse en
cómplice de un movimiento manipulado en la sombra por
los comunistas. Así pues, prefirió ponerse al frente del
gobierno griego en el exilio, en aquellos momentos con
sede en El Cairo. Sin embargo, otros políticos de
centroizquierda se dejaron engatusar.
El EAM-ELAS intensificó sus represalias contra todo
aquel que manifestara su desacuerdo, tachándolo de traidor
y de enemigo del pueblo. Muchos fueron ejecutados. El
gobierno colaboracionista de Atenas, con el apoyo y el
beneplácito de los alemanes, había reclutado los llamados
Batallones de Seguridad para atacar al EAM-ELAS. Su
terror fue contestado con contraterror. En Atenas, las
guerrillas urbanas del ELAS por un lado, y los Batallones
de Seguridad y la Gendarmería por otro, se enzarzaron en
una guerra sucia que estalló en marzo. Muchos de los
combatientes del ELAS capturados fueron enviados a
Alemania como mano de obra esclava. Los miembros de
los Batallones de Seguridad intentaron rehabilitarse cuando
la marcha de los alemanes parecía ya un hecho inminente.
Cada vez con más frecuencia, permitían que los prisioneros
pudieran escapar. También se enviaron mensajes a El Cairo
asegurando al gobierno griego en el exilio y a los
británicos que los Batallones de Seguridad no iban a
oponerse a la liberación del país, sino que colaborarían
para alcanzarla.
A comienzos de septiembre empezó a sondearse la
posibilidad de un acuerdo de paz con los miembros del
EAM-ELAS, que rechazaron las propuestas a pesar de que
la mayoría de la gente ansiaba el final de la violencia. Las
batallas callejeras se reanudaron. Las fuerzas alemanas
presentes en Grecia temían verse aisladas por el avance del
Ejército Rojo por el norte del país, y las tropas no
alemanas reclutadas por la Wehrmacht empezaron a
desertar. La retirada comenzó en los primeros días de
octubre, y muchos colaboracionistas huyeron también
hacia el norte para evitar caer en manos de los andartes,
las guerrillas griegas. El EAM-ELAS intentó mantener el
orden donde pudo, aunque solo fuera para justificar su
papel de gobierno en potencia; no obstante, las condiciones
variaron mucho de un lugar a otro. El 12 de octubre, los
últimos alemanes abandonaron Atenas tras arriar la bandera
con la cruz gamada que ondeaba en la Acrópolis. La gente
se echó a la calle llena de júbilo, y en una multitudinaria
manifestación convocada por el EAM-ELAS se lanzaron
proclamas exigiendo la Laokratia, esto es, el «Gobierno
del Pueblo».
Las tropas británicas del III Cuerpo del teniente
general Ronald Scobie fueron recibidas efusivamente
cuando llegaron poco después. Pero la política británica en
lo concerniente a Grecia estaba condicionada en parte por
las simpatías monárquicas de Churchill, por el
desconocimiento de lo que había sido realmente la
ocupación y de las consecuencias políticas de ella
derivadas, y, principalmente, por el afán del primer
ministro de mantener alejada a Grecia de la esfera de
influencia soviética. George Papandreou, que presidía un
gobierno de unidad nacional que al principio incluía a
algunos miembros del EAM, también nombró para su
administración a conocidos derechistas con conexiones
con los Batallones de Seguridad. Churchill no quería
comprometerse en ningún sentido, sobre todo después del
acuerdo alcanzado con Stalin. Así pues, dio a Scobie, que
no era precisamente el oficial con más aptitudes políticas,
instrucciones estrictas de reaccionar con firmeza ante
cualquier ataque o agresión contra tropas británicas. El 2 de
diciembre, los miembros del EAM integrados en el
gobierno presentaron su dimisión como protesta por la
orden de desarmar a los andartes. El gobierno pretendía
crear una Guardia Nacional, que iba a estar formada
principalmente por los hombres de los odiados Batallones
de Seguridad. En una manifestación convocada por el EAM
al día siguiente en la plaza Sintagma, la policía abrió fuego
contra los asistentes, bien movida por el nerviosismo, bien
en respuesta a una serie de disparos. La izquierda aseguró
que había sido una provocación deliberada para forzar el
estallido de un gran enfrentamiento. Las comisarías de
policía de la ciudad fueron asaltadas. Las tropas británicas
no sufrieron daños, pero Scobie envió a sus hombres para
controlar la ciudad. Los pistoleros del ELAS abrieron
fuego. La intensidad de los combates fue en aumento, y la
situación se escapaba de las manos. Los Beaufighter y los
Spitfire de la RAF recibieron la orden de atacar las
posiciones del ELAS. Fue un gran error de cálculo, con
catastróficas consecuencias. Los hombres del ELAS
empezaron a llevar a cabo ejecuciones en masa de las
familias «reaccionarias» de la ciudad y a capturar
«rehenes» tanto en Atenas como en Salónica.
Harold Macmillan, que seguía siendo ministro
residente en el Mediterráneo, y sir Rex Leeper, el
embajador británico, convencieron a Churchill de que había
que impedir el regreso del rey hasta la celebración de un
plebiscito. A regañadientes, el primer ministro accedió a la
idea de establecer una regencia en la persona del arzobispo
Damaskinos. El rey Jorge de los griegos montó en cólera,
oponiéndose tanto a la regencia como a la elección de
Damaskinos. La prensa americana empezó a expresar su
repulsa por la política británica en términos durísimos.
Creyendo ingenuamente que los miembros de la resistencia
que luchaban contra los alemanes tenían que ser verdaderos
amantes de la libertad, no supo ver ni la sangrienta
represión de Tito en Yugoslavia ni la brutalidad de Stalin
contra el Ejército Nacional Polaco. Los periodistas
americanos empezaron a atacar a Churchill, al que tacharon
de imperialista que ignoraba los principios de la Carta del
Atlántico sobre la autodeterminación. En vez de los cinco
mil soldados británicos considerados en un principio
necesarios para la restauración del orden en Grecia, hubo
que recurrir a unos ochenta mil para desarmar a las fuerzas
de los andartes. El almirante King intentó vetar el uso de
lanchas de desembarco para trasladar a más hombres desde
Italia hasta Grecia.
Churchill también fue objeto de severas críticas en la
Cámara de los Comunes, pero su creencia apasionada de
que solo él podía salvar a Grecia del comunismo lo llevó a
tomar un avión rumbo a Atenas el día de Nochebuena. La
ciudad era zona de combate, por lo que decidió alojarse a
bordo del crucero británico Ajax, anclado frente a Fáliro.
El arzobispo Damaskinos, un majestuoso prelado de
elevada estatura, subió a bordo vestido con los imponentes
hábitos del clero ortodoxo griego propios de su rango.
Churchill, que había tenido muchas dudas acerca de la
personalidad de Damaskinos, se sintió cautivado por él en
cuanto lo conoció. Al día siguiente, el primer ministro,
Anthony Edén, Macmillan y su séquito fueron conducidos
en vehículos blindados hasta la embajada británica. El
edificio, como observaría un historiador, «parecía el fortín
asediado de una avanzadilla durante el motín de la India», en
la que la esposa del embajador «dirigía las actividades
domésticas con un coraje y una energía propios de un
drama imperial de época victoriana».19
La conferencia para tratar de acordar el alto el fuego
comenzó aquella misma tarde en el ministerio de
exteriores griego. Con Damaskinos presidiendo la reunión,
alrededor de la mesa se sentaron los delegados de las
diversas facciones griegas, así como los representantes
americanos, franceses y soviéticos. Churchill abordó al
coronel ruso Gregori Popov para intercambiar unas
palabras y alardear de que había tenido unas conversaciones
sumamente fructíferas con su «jefe», el generalísimo
Stalin, apenas unas semanas antes. A Popov no le quedó
más remedio que mostrarse debidamente impresionado.
La asamblea tuvo que esperar la llegada de los
representantes del ELAS, cuya tardanza se debió a su
negativa a dejar sus armas antes de entrar en la sala. Al
final, la única persona armada de la reunión fue el primer
ministro, que llevaba una pistola pequeña en un bolsillo.
Churchill estrechó la mano de los «tres bandidos
harapientos», como los describiría más tarde. Comenzó la
reunión declarando que tocaba a los griegos decidir si
Grecia tenía que ser una república o una monarquía, tras lo
cual, él y todos los extranjeros se levantaron y abandonaron
la sala para que Damaskinos pudiera proceder.
Al día siguiente, Churchill supo que las
conversaciones se habían caracterizado por su tono duro y
áspero, a veces incluso demasiado. El antiguo dictador, el
general Nikolaos Plastiras, llegó a gritar a uno de los
delegados comunistas, «¡Siéntate, asesino!».20 Damaskinos
anunció la dimisión de Papandreou como primer ministro y
su sustitución por el general Plastiras, que luego también
tuvo que renunciar al cargo cuando salió a la luz que se
había ofrecido a presidir un gobierno colaboracionista
durante la ocupación.
Los combates se prolongaron en Atenas hasta el nuevo
año, cuando los andartes se retiraron de la ciudad,
incapaces de superar el gran contingente de tropas
británicas. No puede calificarse precisamente de victoria
gloriosa el hecho de que se estableciera un gobierno que
distaba mucho de cualquier modelo liberal. La Guerra Civil
Griega, con todas sus crueldades y atrocidades por ambas
partes, seguiría adelante de una manera u otra hasta 1949.
Pero la obstinada intervención de Churchill sirvió al menos
para evitar que el país corriera la misma suerte de sus
vecinos del norte que tendrían que sufrir durante más de
cuatro décadas la tiranía comunista.
Tras las líneas aliadas, también Bélgica vivió
episodios tumultuosos. La alegría de la liberación en
septiembre de 1944 fue transformándose durante el otoño
en resentimiento, amargura y odio. El gobierno en el
exilio, presidido por Hubert Pierlot, regresó a Bélgica y se
vio incapaz de solucionar los problemas del país. Medio
millón de belgas habían sido trasladados a Alemania para
trabajar como esclavos, por lo que había una grave escasez
de mano de obra. La producción de carbón era una décima
parte de la habitual antes de la guerra, lo que significaba
que hubiera constantemente cortes de electricidad a lo
largo del día. La red ferroviaria no funcionaba, debido en
parte a los bombardeos aliados, pero también a los actos de
sabotaje llevados a cabo por los alemanes durante su
repentina retirada.21
La cuestión que más exacerbaba los ánimos era la
detención y el castigo de los colaboracionistas y los
traidores. Los noventa mil miembros de la resistencia
belga estaban furiosos por la incapacidad de los ministros,
que habían pasado la guerra en el exilio, a la hora de
entender las duras realidades de la ocupación y su ira
contra los que se habían aprovechado de ella. Las
autoridades militares aliadas calcularon que alrededor de
cuatrocientas mil personas habían colaborado, pero solo
sesenta mil fueron detenidas. Muchas de ellas fueron
puestas en libertad antes de que acabara el año, y las que
fueron procesadas recibieron condenas sumamente suaves.
Eisenhower intentó restaurar la paz. El 2 de octubre
emitió una orden en la que, si bien se hacía constar su
arrojo y valentía, se exigía a los miembros de la resistencia
que entregaran sus armas. El sector comunista de la
organización, el Front de l'Indépendence, tenía la firme
determinación de desafiar al gobierno. Pierlot advirtió al
Cuartel General Supremo de la Fuerza Expedicionaria
Aliada (SHAEF, por sus siglas en inglés) de que tenía
constancia de que los comunistas tramaban una
sublevación, y los británicos armaron inmediatamente a la
policía belga. En noviembre, se procedió al despliegue de
tropas inglesas en Bruselas para proteger edificios clave de
la ciudad cuando los comunistas decidieron organizar una
gran manifestación, en la que participaron huelguistas y
numerosos individuos traídos de otros lugares.
Las desgracias de la población civil belga distaban
mucho de llegar a su fin. Los ataques con las bombas
voladoras V-1 y los cohetes V-2 contra Lieja y, sobre todo,
Amberes, se saldaron con un gran número de muertos y
heridos. Aquel otoño, en las principales zonas de combate,
muchas familias se habían visto obligadas a abandonar sus
hogares, pero en diciembre, durante la ofensiva de las
Ardenas, muy pocos tuvieron tiempo de escapar debido a la
rapidez con la que los alemanes atacaron.22
El Kampfgruppe mandado por Peiper, de la 1.ª
División Panzer, Leibstandarte, no se limitó a asesinar a
prisioneros americanos, sino que se vengó
despiadadamente de los belgas, que con tanta alegría la
habían visto marcharse apenas tres meses antes. Al día
siguiente de la matanza llevada a cabo en las inmediaciones
de Malmedy, por la mañana, los hombres de Peiper
entraron en Stavelot y dispararon contra nueve civiles
matándolos. Pero luego vieron que una fuerza americana
les bloqueaba el paso por el norte, y que parte de la 30.ª
División estadounidense había volado el puente que se
encontraba en su retaguardia.
Los soldados de la Waffen-SS de Peiper, al ver que no
podían avanzar hacia el Mosa como tenían planeado,
decidieron dirigir toda su ira contra las familias que fueron
encontrando. Durante los siguientes días, unas ciento
treinta personas, entre hombres, mujeres e incluso niños,
fueron ejecutadas en grupos familiares o en el curso de una
gran matanza. En total alrededor de tres mil civiles
perdieron la vida durante los combates en las Ardenas,
muchos, por supuesto, debido a los bombardeos aliados.
Además de los treinta y siete soldados americanos muertos
en Malmedy porque la IX Fuerza Aérea había bombardeado
un objetivo equivocado, doscientos dos civiles belgas
perdieron la vida. Los que se vieron atrapados en St. Vith,
Houffalize, Sainlez, La Roche y otras ciudades y pueblos
convertidos en escenario de batallas decisivas intentaron
refugiarse en los sótanos de las casas, pero muchas se
derrumbaron aplastándolos. Otra gente murió quemada por
las bombas de fósforo y la explosión de los obuses. En
Bastogne, el número de muertos por los bombardeos
alemanes no pasó de veinte. Al menos su pueblo no fue uno
de los objetivos de la aviación aliada.
Los soldados alemanes saqueaban cuanto querían sin
el menor escrúpulo, pero las tropas aliadas no fueron
mucho mejores. A veces había alguna justificación, como
cuando los soldados quedaban rodeados sin raciones de
comida, o cuando requisaban mantas para no pasar frío o
sábanas para utilizarlas como camuflaje en la nieve. Pero lo
más habitual es que fueran cínicos actos de oportunismo
propios de la guerra. Mucho más graves fueron los daños
que sufrieron las casas y las comunidades. La localidad de
St. Vith fue completamente arrasada, y sus supervivientes,
como los de otros muchos pueblos, se quedaron sin nada.
La ofensiva de las Ardenas supuso una gran derrota
para los alemanes, que perdieron la mitad de sus tanques y
cañones, y sufrieron cuantiosas bajas: doce mil seiscientos
cincuenta y dos muertos, treinta y ocho mil seiscientos
heridos y treinta mil desaparecidos, la mayoría de los
cuales fueron hechos prisioneros. En aquella batalla de
desgaste las bajas americanas también fueron numerosas:
diez mil doscientos setenta y seis muertos, cuarenta y siete
mil cuatrocientos noventa y tres heridos y veintitrés mil
doscientos dieciocho desaparecidos.

Los belgas sufrieron grandes penalidades, pero la mayoría


de los holandeses lo pasó mucho peor. Incluso los que se
encontraban tras las líneas aliadas estaban muertos de
hambre, como comprobarían los soldados canadienses,
británicos y estadounidenses al ver el gran número de gente
que mendigaba u ofrecía sus servicios sexuales a cambio de
un poco de comida. A empeorar la situación contribuyó la
inundación de los campos de cultivo debido a la
destrucción deliberada de los diques como medida
defensiva.
Al norte del río Mosa, Holanda seguiría en manos de
los alemanes hasta el final de la guerra y sufriría una
hambruna exacerbada por sus invasores. Cuando los
ferroviarios comenzaron una huelga para ayudar a los
Aliados durante la Operación Market Garden, Arthur Seyss-
Inquart, el austríaco que presidía el Reichskommissariat
Niederlande, interrumpió las importaciones de productos
alimenticios como represalia. La población se vio obligada
a comer bulbos de tulipanes y las remolachas que habían
desechado los alemanes. Los niños sufrían raquitismo, y la
malnutrición exponía a cualquiera a contraer enfermedades,
especialmente el tifus y la difteria. Seyss-Inquart se había
hecho famoso por su brutalidad en Polonia, antes de llegar
a Holanda poco después de que el país fuera ocupado en
mayo de 1940. Después de Grecia, Holanda fue el estado
europeo donde se llevó a cabo un saqueo más exhaustivo.
Ya en octubre de 1944 era evidente que estaba
produciéndose una gran tragedia impulsada por la mano del
hombre.23
El gobierno holandés en el exilio solicitó a Churchill
que permitiera que Suecia enviara alimentos a su país, pero
el primer ministro se opuso rotundamente. Creía que los
alemanes simplemente se incautarían de ellos. Tanto
Eisenhower como los jefes de estado mayor británicos
consideraron que había que correr ese riesgo, y durante el
invierno los suecos entregaron veinte mil toneladas de
alimentos que llegaron en barco a Ámsterdam. Este
esfuerzo supuso que mucha gente que tal vez hubiera
muerto pudiera seguir viviendo. Sin embargo, lo cierto es
que fue un simple parche para tratar de atajar aquel grave
problema. Los jefes de estado mayor británicos, por mucha
compasión que sintieran, no estaban preparados para dejar
de minar las costas de Alemania y permitir que los buques
pudieran navegar libremente por el canal de Kiel.
La reina Guillermina, desesperada por ayudar a su
hambriento pueblo, trató de presionar a Roosevelt y a
Churchill. Solicitó que, para evitar un desastre colosal en
vidas humanas, los Aliados cambiaran su estrategia,
invadiendo el norte de Holanda en lugar de concentrar sus
esfuerzos en la cuenca del Ruhr. Pero ante aquel gran
contingente de fuerzas alemanas dispuestas a luchar hasta
el final, y que probablemente estaban igualmente dispuestas
a inundar el país aún más, se decidió que ese cambio de
estrategia solo iba a servir para retrasar la derrota de
Alemania.
Finalmente, en abril de 1945, Churchill comenzó a
preocuparse seriamente por los informes que hablaban de
la radicalización del pueblo holandés bajo la influencia de
los comunistas, que exigían ayudas y la liberación total del
país. Los alemanes serían avisados de que cualquier intento
de obstaculizar en el norte de Holanda la llegada o la
distribución de los alimentos enviados por barco, o
lanzados en paracaídas, sería considerado un crimen de
guerra. Roosevelt accedió a presentar este ultimátum justo
dos días antes de fallecer. Pero, cuando llegaron las ayudas,
ya habían perecido de hambre al menos veintidós mil
civiles holandeses. Es muy probable que el número de
víctimas fuera superior, sobre todo si pudieran
contabilizarse los que murieron tras contraer alguna
enfermedad por falta de defensas.
Aquel invierno de grandes nevadas, gélidas
temperaturas y trincheras inundadas de agua también fue
terrible para las tropas aliadas, aunque no pasaran hambre.
El frío y el pie de trinchera fueron la causa de un número
de bajas prácticamente igual a las sufridas en actos de
combate. Para el I Ejército Canadiense, tras llevar a cabo la
desagradable misión de despejar el estuario del Escalda,
aquel invierno a orillas del Mosa resultó igualmente
agotador y mortal, con los alemanes defendiendo diques
cuya altura alcanzaba los tres e incluso los cuatro metros.
«Para los canadienses la única manera de acercarse para
atacar era cruzando los campos inundados entre los diques,
"tan llanos e insulsos como la cerveza local", como diría un
artillero aficionado a los juegos de palabras. No había ni un
rincón en el que poder protegerse».24
Las unidades canadienses carecían peligrosamente del
número de efectivos necesario porque el gobierno de
Mackenzie King no se atrevía a enviar soldados al
extranjero para combatir contra su voluntad. El equivalente
a cinco divisiones seguía en Canadá vigilando a prisioneros
de guerra alemanes y haciendo poco más. Esta
circunstancia provocaba, por supuesto, mucho
resentimiento entre los voluntarios canadienses que
tuvieron que soportar aquel invierno de barro y hielo, el
más húmedo desde 1864. Los uniformes, las cartucheras y
los morrales nunca acababan de secarse, siempre estaban
completamente empapados, y las botas simplemente se
pudrían. Se vivía en unas condiciones que no podían ser
más repugnantes: los ejércitos acantonados ensuciaban su
propio nido y los campos que tenían a sus espaldas.
Los británicos también tenían baja la moral, en parte
por el agotamiento de aquella larga guerra, por cierto
cinismo y por su deseo de no morir cuando parecía que el
conflicto estaba a punto de concluir. La deserción se había
convertido en un grave problema, pues alrededor de veinte
mil hombres se habían ausentado de sus unidades.
Convencer a los soldados de que tenían que atacar resultaba
cada vez más duro, especialmente en un momento en el que
el I Ejército Paracaidista de Student combatía con tanta
profesionalidad y arrojo. Los altos oficiales eran
perfectamente conscientes de los problemas que tenían
con sus hombres; unos problemas que, aunque no fueran tan
serios como los de las formaciones canadienses, seguían
siendo bastante graves. Los americanos veían con recelo la
reticencia de los británicos a asumir bajas, y los británicos,
al igual que los alemanes, criticaban a los americanos
porque se negaban a emprender un ataque sin recurrir
primero a la utilización masiva de bombas. Pero la
infantería británica también era reacia a avanzar sin la
cobertura que proporcionaba el fuego intenso de la
artillería. En realidad, todos los Aliados, tanto en occidente
como en oriente, habían ido desarrollando a medida que
avanzaba la guerra una «dependencia psicológica de la
artillería y la aviación».25
44
DEL VÍSTULA AL ODER
(enero-febrero de 1945)

Durante los primeros años de la guerra, en Francia en 1940


o en la Unión Soviética en 1941, muchos soldados
alemanes escribían a casa diciendo: «Dad gracias a Dios de
que la guerra no esté asolando nuestro país».1 En enero de
1945, había quedado suficientemente claro que las
agresiones infligidas por la Wehrmacht a otros países
estaban a punto de abatirse sobre el suyo. El mensaje
radiofónico de Hitler con motivo del Año Nuevo no animó
a muchos. No se hizo en él alusión alguna a las Ardenas,
indicio de que la gran ofensiva había fracasado. Y fue
también poco lo que se dijo acerca de las Wunderwaffen,
el tópico de todos los intentos nazis de mantener viva la
esperanza frente a la realidad. El discurso de Hitler fue tan
anodino que muchos alemanes pensaron que había sido
grabado de antemano o incluso que era falso. A falta de
noticias fidedignas, los rumores acerca del desastre se
intensificaron.
Aunque Guderian, el jefe de estado mayor del
ejército, intentó advertir a Hitler de que el frente oriental a
lo largo del Vístula y de Prusia oriental estaba a punto de
explosionar, el Führer no quiso escucharlo. Desoyó los
cálculos de la fuerza de los soviéticos elaborados por los
servicios de inteligencia, que por una vez eran bastante
exactos. Desde el Báltico hasta el Adriático, el Ejército
Rojo tenía desplegados seis millones setecientos mil
hombres, más del doble de las fuerzas utilizadas por el Eje
en la Operación Barbarroja.
La preocupación más inmediata de Hitler era el frente
de Budapest y del lago Balaton. A pesar de la amenaza
procedente del este, todas las conferencias de situación
celebradas en su cuartel general empezaban tratando el
caso de Hungría. El Tercer Frente Ucraniano de Tolbukhin,
fuertemente presionado por Stalin, lanzó una oleada de
hombres tras otra contra las defensas del sur de Budapest.
El dictador soviético estaba decidido a que la propuesta
hecha por Churchill en el mes de octubre de compartir la
influencia en Hungría al cincuenta por ciento resultara
superflua por la fuerza de las armas.
Un oficial húngaro describe cómo un grupo de
soldados soviéticos murieron enredados en una alambrada.
Uno de ellos seguía vivo. «El joven tiene la cabeza afeitada
y los típicos pómulos mongoles; está tumbado boca arriba.
Sólo mueve sus labios. Le faltan los brazos y las piernas.
Los muñones están cubiertos de una espesa capa de barro
mezclado con sangre y materia orgánica en
descomposición. Me agacho a su lado. "Budapest,
Budapest...", susurra en los estertores de la muerte. Una
sola idea ronda por mi cabeza: quizá esté teniendo una
visión de "Budapest" como una ciudad de ricos despojos y
mujeres hermosas. Luego, sorprendiéndome a mí mismo,
saco mi pistola, la cargo, la aprieto contra la sien del
moribundo, y disparo».2 Pero a pesar de las incontables
bajas infligidas al enemigo, los alemanes y los húngaros
sabían que no iban a poder detener la avalancha que se les
venía encima.
Szálasi, el dictador de la Cruz Flechada que había
sustituido al almirante Horthy, había intentado emprender
la retirada y declarar Budapest ciudad abierta, pero Hitler,
que nunca quería abandonar la capital de un país, había
insistido en defender la ciudad hasta el final. La principal
preocupación de Szálasi, sin embargo, no era tanto salvar la
ciudad como evitar que lo apuñalara por la espalda una
población desleal. El comandante alemán de la plaza, el
Generaloberst Hans Friessner, que compartía sus
preocupaciones, llamó a un experto en la lucha contra la
subversión, el Obergruppenführer de la SS Karl Pfeffer-
Wildenbruch. El estado mayor húngaro no fue consultado, a
pesar de los acuerdos alcanzados previamente, y fue tratado
de un modo ofensivamente arrogante.
El enviado especial de Hitler, Edmund Veesenmayer,
insistió en la orden dada por el Führer de que había que
defender Budapest hasta el último ladrillo. No importaba,
dijo, si Budapest «era destruida diez veces, si de ese modo
podía defenderse Viena». 3 Friessner, sin embargo, quiso
retirarse de Pest, la parte llana de la ciudad situada en la
margen derecha del Danubio, para defender Buda y su
fortaleza, en lo alto de las colinas de la margen izquierda
del río. Hitler de nuevo se negó rotundamente. Y sustituyó
a Friessner por el General der Paniertruppen Hermann
Balck.
Muchos habitantes de Budapest ignoraban que la
ciudad se hallaba en tan gran peligro. Radio Budapest
llevaba toda la semana transmitiendo canciones navideñas
como si no pasara nada. Los árboles de Navidad habían sido
decorados con las cintas de papel de plata («Windows»)
lanzadas por los bombarderos enemigos para perturbar el
funcionamiento de los radares, mientras que los teatros y
los cines seguían con su programación habitual. El 26 de
diciembre de 1944, Budapest quedó rodeada. Las fuerzas
del Tercer Frente Ucraniano también habían llegado más
allá del lago Balaton por el sudoeste y a la ciudad de
Esztergom por el noroeste. En total quedaron atrapados en
Buda, en la margen izquierda del Danubio, y en Pest, en la
derecha, setenta y nueve mil soldados alemanes y húngaros.
Las formaciones alemanas estaban constituidas por la 8.ª
División de Caballería de la SS Florian Geyer y la 22.ª
Maria Theresia, la división de granaderos acorazados
Feldkerrnhalle, la 13.ª División Panzer y los restos de
muchas otras, y hasta por una unidad de castigo, el 500.°
Strafbataillon.
Hitler había reaccionado ante la crisis el mismo día de
Navidad. Las instalaciones petrolíferas húngaras
constituían su última fuente de combustible. De ese modo,
para desesperación de Guderian, ordenó que el IV Cuerpo
Panzer SS, con las divisiones Totenkopf y Wiking, se
trasladara desde el norte de Varsovia a Hungría para romper
el cerco.
En Pest se desató el caos en cuanto empezaron los
combates en los barrios de las afueras. Miles de civiles
intentaron abandonar la ciudad antes de que fuera
demasiado tarde y muchos cayeron víctimas del fuego
cruzado. Para los cincuenta mil judíos que todavía quedaban
en Budapest, la llegada del Ejército Rojo prometía la
liberación, pero fueron muy pocos los que sobrevivieron,
aunque Adolf Eichmann abandonara la ciudad en un avión el
23 de diciembre. No se había tomado ninguna medida para
ayudar a la población civil. Pronto empezaría a haber gente
rondando las cocinas de campaña del ejército. No había
agua, ni gas ni electricidad. El corte del suministro de agua
provocó una falta de higiene muy peligrosa cuando las
cloacas se atascaron.
Los estudiantes e incluso los escolares húngaros se
enrolaron voluntariamente en unidades improvisadas, como
el Batallón Universitario de Asalto, aunque en algunos
casos fueron reclutados a la fuerza. Pero, aparte de unos
cuantos lanzagranadas Panzerfaust, disponían de pocas
armas. Casi todos odiaban a la Cruz Flechada fascista,
muchos de cuyos miembros habían huido, pero tampoco
podían soportar la idea de que su ciudad cayera en manos
de los bolcheviques. Al mismo tiempo, eran cada vez más
los oficiales y los soldados del ejército regular húngaro
que hacían defección y se pasaban al bando soviético.
Muchos eran incorporados a las compañías del Ejército
Rojo y en cualquier caso un batallón entero combatió al
lado de los soviéticos. Para identificarlos como aliados, se
les entregaba un brazalete y una cinta de gorra hecha con
tiras de seda roja arrancadas de los paracaídas encontrados
en los contenedores de municiones alemanas.
Aunque muchos miembros de la Cruz Flechada habían
huido antes de que la ciudad fuera rodeada, permanecieron
en ella dos mil integrantes de sus fuerzas paramilitares más
fanáticas. Parece que estos voluntarios pasaron más tiempo
matando a los judíos que aún quedaban en la ciudad que
luchando contra el enemigo. Curiosamente, el
Obergruppenführer de la SS Pfeffer-Wildenbruch
prohibió a los soldados alemanes participar en las
matanzas, aunque otros oficiales alemanes de alto rango
vieron con buenos ojos el hecho de que los húngaros se
encargaran de esa tarea con tan brutal entusiasmo. Un
número cada vez mayor de judíos medio muertos de
hambre recurrió al suicidio. En la primera semana de enero
de 1945, la Cruz Flechada detuvo a muchos que se
encontraban bajo la protección de Suecia so pretexto de
que, como el gobierno de Estocolmo no reconocía al
régimen de Szálasi, este tampoco admitía los documentos
expedidos en su nombre. La Cruz Flechada arrestó a esos
judíos, les dio una paliza brutal y luego se los llevó en
grupos a los muelles del Danubio para ejecutarlos.
El 14 de enero, el padre Kun condujo a una banda de
Cruces Flechadas hasta el hospital judío de Buda. Mataron
a los pacientes, a las enfermeras y a todo el que
encontraron en el establecimiento, hasta un total de ciento
setenta personas. Llevaron a cabo otros asesinatos masivos,
matando incluso a los oficiales húngaros que se oponían a
ellos. Al parecer, algunos hombres del padre Kun violaron
en grupo a varias monjas.
Cuando se enteró del plan que tenían las bandas de la
Cruz Flechada de atacar el gueto de Pest, Raoul Wallenberg
envió un mensaje al Generalmajor Gerhard Schmidhuber,
el comandante alemán de la plaza, diciendo que lo
consideraría responsable si no impedía la matanza.
Schmidhuber mandó tropas de la Wehrmacht al gueto para
adelantarse a los milicianos de la Cruz Flechada. Unos días
después, el gueto fue ocupado por el Ejército Rojo.

El 30 de diciembre, en vista de que los intentos soviéticos


de conseguir la rendición de la ciudad fueron rechazados,
dio comienzo en serio la ofensiva de Malinovsky contra
Budapest con una cortina de fuego de artillería y un
bombardeo intensísimo que duró tres días. En los sótanos
de las casas, atestados de civiles, la humedad y el vaho
hacían que el agua goteara de los techos y corriera por las
paredes. Pfeffer-Wildenbruch rechazó las invitaciones a
evacuar a la población en autobuses. Durante las dos
semanas siguientes debido a su aplastante superioridad
numérica, las tropas soviéticas obligaron a los defensores
alemanes y húngaros, que tenían una grave escasez de
munición, a replegarse hacia el Danubio. El cuartel general
del IX Cuerpo de Montaña de la SS en el castillo de Buda
envió mensajes cada vez más urgentes reclamando
pertrechos, pero los cajones de suministros que les
lanzaban en paracaídas caían a menudo fuera de sus líneas.
A pesar de las amenazas de ejecución en el acto, los civiles
se apoderaban a menudo de los que contenían víveres.
Viendo que Pest iba a ser ocupada en cuestión de días,
Malinovsky envió al VII Cuerpo de Ejército rumano al
frente del norte de Hungría. Quería que la conquista de
Budapest fuera una victoria exclusivamente soviética. El 17
de enero, lanzó la acometida final contra la orilla del
Danubio. Muy pronto buena parte de la zona oeste de Pest
que bordeaba el río estaba en llamas, y el calor que salía de
los edificios ardiendo era tal que causaba quemaduras a los
que intentaban escapar corriendo por las calles. La mayoría
de las unidades húngaras eran reacias a replegarse al otro
lado del Danubio para morir defendiendo Buda, de modo
que cada vez serían más los soldados que empezaron a
esconderse en los pocos lugares que todavía no eran pasto
del fuego para rendirse al Ejército Rojo. Hasta los
oficiales desobedecían las órdenes.
Los aviones Shturmovik soviéticos ametrallaron a las
fuerzas que se retiraban a la desbandada a través de lo que
aún quedaba del puente de la Cadena y del Puente Erzsébet.
«Los puentes fueron objeto todo el tiempo de un fuego
intensísimo», señalaba un soldado de caballería de la SS,
«pero, a pesar de todo, la gente seguía avanzando en tropel.
Una multitud embarullada de coches y camiones, carretas
rústicas cubiertas con lonas, caballos espantados,
refugiados civiles, mujeres chillando, madres con niños
llorando y muchos, muchísimos heridos, se precipitó hacia
Buda».4 Perecieron muchos de los civiles que aún seguían
en los puentes cuando fueron volados ante la proximidad de
las tropas soviéticas. Lo mismo le ocurrió a un miembro de
la resistencia húngara cuando intentaba retirar las cargas de
demolición colocadas en el Puente Erzsébet.
A finales de diciembre, el IV Cuerpo Panzer de la SS
estaba listo para desplegarse en el frente del Danubio. Su
ataque repentino el día de Año Nuevo causó estragos en el
IV Ejército de la Guardia y a punto estuvo de romper sus
líneas. Una semana después lanzó otro ataque por el sur el
III Cuerpo Panzer. La ofensiva se reanudó el 18 de enero
con el IV Cuerpo Panzer de la SS, que se había retirado al
norte de Budapest para unirse al III Cuerpo Panzer. Los
tanques alemanes experimentaron por primera vez con
dispositivos de visión infrarroja. Pero de nuevo, tras un
sorprendente éxito inicial, el ataque de los panzer fue
bloqueado cuando Malinovsky se trajo rápidamente a seis
de sus cuerpos del Segundo Frente Ucraniano para hacerles
frente.
La defensa del sector de Buda, mucho más pequeño,
cubierto de nieve ennegrecida por el fuego proveniente del
otro lado del río, resultaba más fácil. Los ataques
soviéticos por su escarpada pendiente fueron rechazados
por las ametralladoras alemanas MG-42 concentradas en
los puntos clave, causando numerosas bajas. Junto a las
unidades regulares, como la 8.ª División de Caballería de la
SS y lo que quedaba de la Feldherrnhalle, había
formaciones voluntarias locales, como el Batallón Vannay
y el Batallón Universitario de Asalto, que conocían el
terreno mejor que nadie. Los muelles del Danubio, debajo
de la colina del Castillo, estaban defendidos por los
supervivientes de la 1.ª División Acorazada húngara, que no
esperaban que los soviéticos atacaran sobre la fina capa de
hielo agujereada aquí y allá por los impactos de las bombas.
Pero las heladas más intensas que se produjeron a los
pocos días hicieron que se pudiera pasar por ella, o al
menos eso hicieron los pequeños grupos de desertores
húngaros que huían de Buda al otro lado del río para
rendirse a los soviéticos instalados en Pest.
A finales de enero los ataques soviéticos se
intensificaron, con el uso de los lanzallamas de los tanques
y de los pelotones de asalto. Las bajas de los alemanes y de
los húngaros aumentaron de forma espectacular, y los
heridos se hacinaban en hospitales improvisados cuyas
condiciones eran espantosas. Algunos eran dejados incluso
en los pasillos de los puestos de mando. Un soldado joven
que pasaba por uno de ellos a entregar un informe notó que
una mano le agarraba el abrigo. Bajó la mirada. «Era una
chica de unos dieciocho o veinte años con los cabellos
rubios y una cara bonita. Susurrando me suplicó: "Coge tu
pistola y pégame un tiro". Me la quedé mirando fijamente y
entonces me di cuenta horrorizado... le faltaban las dos
piernas».5
Incluso tras el fracaso de los intentos de socorro,
Hitler continuó prohibiendo que se hablara de fuga. Había
que seguir defendiendo Budapest hasta el final. El Grupo de
Ejércitos Sur, como Manstein tras el fracaso de la
operación de socorro sobre Stalingrado, sabía que
Budapest estaba perdida. Hasta el 5 de febrero, los
planeadores alemanes pilotados por voluntarios
adolescentes del NSFK (Nationalsozialistisches
Fliegerkorps, «Cuerpo de Aviadores Nacionalsocialistas»),
estuvieron aterrizando en el parque Vérmezo, para
suministrar municiones, combustible y unos cuantos
víveres. Pero con eso no bastaba. Los tanques soviéticos no
tardarían en aplastar bajo sus orugas los cañones de
artillería que casi se habían quedado sin municiones.
Contando todos los refugiados, había unas trescientas mil
personas hacinadas en el último bastión de la colina del
Castillo. Ya se habían comido todos los animales de las
unidades de caballería y el hambre hacía estragos en todo el
mundo. Lo mismo ocurría con los piojos. Y por si fuera
poco, el primer brote de tifus provocó una profunda alarma.
El 2 de febrero, tras la intervención del nuncio papal
rogando que se pusiera fin a tanto sufrimiento, el
Obergruppenführer Pfeffer-Wildenbruch llamó al cuartel
general del Führer pidiendo permiso para abandonar la
plaza. Volvieron a denegárselo, y dos días más tarde se lo
denegaron de nuevo.
Las tropas soviéticas, guiadas por desertores húngaros
y miembros de la resistencia, emprendieron el desalojo de
algunas de las guarniciones asediadas y la colina del
Castillo. El 11 de febrero, empezaron a verse banderas
blancas. En algunos lugares las tropas húngaras desarmaron
a los alemanes que querían seguir luchando. Al atardecer
pareció que la resistencia había cesado por completo. Pero
Pfeffer-Wildenbruch había decidido fugarse desafiando las
órdenes de Hitler. Con los restos de la 13.ª División
Panzer y de la 8.ª División de Caballería de la SS Florian
Geyer en la primera oleada y de la Feldherrnhalle y la 22.ª
División de Caballería de la SS en la segunda, aquella
misma noche intentaría evadirse hacia el noroeste con los
vehículos que aún quedaban. Envió un mensaje por radio al
Grupo de Ejércitos Sur pidiendo un ataque en dirección a
sus posiciones. Pero los mandos del Ejército Rojo
esperaban que se produjera una intentona de ese estilo y
habían conjeturado la ruta que seguramente iba a seguir. La
acción se convirtió en una terrible matanza de militares y
civiles. En medio del caos reinante varios millares de
individuos lograron escapar a las colinas situadas al norte
de la ciudad, pero la mayoría fueron capturados. Las tropas
soviéticas solían pegar un tiro a los alemanes y perdonaban
la vida a los húngaros. Unos veintiocho mil soldados
participaron en la evasión de Buda. Sólo setecientos de
ellos lograron llegar a las líneas alemanas.
El 12 de febrero se apoderó de la ciudad un silencio
mortal, interrumpido de vez en cuando por algún que otro
disparo o algún tiroteo aislado. El escritor Sándor Márai
salió a dar una vuelta por Buda y quedó sobrecogido por lo
que vio. «Algunas calles había que adivinarlas», escribió en
su diario. «Este era el edificio de la esquina donde estaba el
Flórián Café, esta es la calle en la que viví una vez (ni rastro
del edificio), este montón de escombros en la esquina de la
calle Statisztika y el bulevar Margit era hace unos pocos
días un bloque de cinco plantas con muchas viviendas y un
café».6
Después de la batalla, los soldados del Ejército Rojo
mataron de un tiro a los soldados alemanes heridos —a
algunos los sacaron a rastras para que los aplastaran los
tanques—, así como a todos los miembros de la SS y a los
Hiwis que integraban las tropas auxiliares, catalogados
erróneamente como vlasovitsi. A todo aquel que llevara
uniforme alemán y no respondiera en esta lengua, lo más
probable era que también le pegaran un tiro. Casi todos los
hombres, incluso los comunistas que habían luchado con la
resistencia contra la Cruz Flechada, fueron capturados para
realizar trabajos forzados. Al príncipe Pál Esterházy le
impusieron la labor de enterrar los caballos muertos que
hubiera en Pest.
El NKVD y el SMERSh desplegaron toda la paranoia
estalinista, sospechando de todo el que tuviera contactos
con el extranjero y tratándolo como si fuera un espía,
incluso de los sionistas. Raoul Wallenberg fue detenido el
19 de enero junto con el especialista en patología forense
Ferenc Orsós, que había sido uno de los observadores
internacionales llevados a Polonia por los alemanes cuando
desenterraron los cadáveres de los oficiales polacos en el
bosque de Katyń. Se supone que Wallenberg había visto
también el informe de Katyń y que se sospechaba de él que
mantenía estrechos contactos con los servicios de
inteligencia ingleses, americanos y de otros países.7 Fue
detenido por el SMERSh y ejecutado en julio de 1947.8
El pillaje alcanzó unas dimensiones épicas, a título
individual y estatal. Fueron incautadas colecciones de arte,
entre ellas las más prestigiosas, propiedad de judíos.
Fueron saqueadas incluso las embajadas de países
neutrales, cuyas cajas fuertes fueron voladas. Muchos
civiles eran parados en plena calle a punta de pistola y
tenían que soportar que les robaran el reloj, la cartera o la
documentación. Los pocos judíos que habían sobrevivido
fueron atracados, lo mismo que los gentiles. Algunos
soldados se paseaban con su botín en cochecitos de niño.
Aunque las tropas soviéticas se mostraron más
generosas con los soldados húngaros que con los alemanes,
no tuvieron piedad alguna de las mujeres cuando
Malinovsky les dio permiso para recorrer la capital y
celebrar la victoria. «En muchos lugares violan a las
mujeres», escribió en su diario un chico de quince años.
«Las mujeres se esconden en todas partes».9 Las
enfermeras de los hospitales improvisados eran violadas y
luego apuñaladas. Las primeras víctimas fueron las
estudiantes de la universidad. Según algunos relatos, las
chicas más atractivas eran retenidas incluso durante dos
semanas y obligadas a trabajar de prostitutas. El obispo
József Grösz oyó decir que «el setenta por ciento de las
mujeres, desde niñas de doce años hasta embarazadas de
nueve meses, [fueron] violadas». Otros informes más
fiables sitúan esa proporción en un diez por ciento.10
Los comunistas húngaros hicieron un llamamiento al
Ejército Rojo describiendo el «odio desenfrenado, loco»,
que habían sufrido incluso sus propias camaradas. «Muchas
madres fueron violadas por soldados borrachos delante de
sus propios hijos y maridos. Padres y madres veían cómo
se llevaban a rastras a sus hijas, incluso niñas de doce años,
para ser violadas por diez o quince soldados y a menudo
contagiadas de enfermedades venéreas... Varios camaradas
perdieron la vida intentando proteger a sus esposas y a sus
hijas».11 El propio Mátyás Rákosi, secretario general del
partido comunista húngaro, apeló a las autoridades
soviéticas, aunque sin éxito. Pero no todos los soldados del
Ejército Rojo eran violadores. Algunos trataron a las
familias y especialmente a los niños con mucha amabilidad.
Casi todas las ciudades sufrieron esos mismos
desmanes, aunque no en la misma medida que Budapest. En
el IX Ejército de la Guardia, los soldados se quejaron de
que su línea de avance no ofrecía «ni mujeres ni botín»,
anotó un oficial de morteros, que decía de sus hombres que
eran «unos tíos increíblemente valientes, pero también
unos golfos de tomo y lomo». «No tardó en encontrarse
una solución», escribió. «Se mandaba por turnos a una
cuarta parte de los soldados a Mor, donde se adueñaban de
las casas y de las mujeres de la localidad que no habían
logrado escapar ni esconderse. Se les concedía una hora. Y
a continuación venía el grupo siguiente. Usaban a las
mujeres desde los catorce hasta los cincuenta años.
Llevaban a cabo un auténtico pogromo en cada casa,
tirándolo todo al suelo, rompiéndolo y aplastándolo todo,
buscando dinero o relojes de pulsera. Si por casualidad
encontraban vino, se lo bebían. En Mor había muchas
bodegas, pero cuando entramos en la ciudad estaban todas
vacías: las barricas habían sido reventadas y el vino
derramado por el suelo. Fue allí donde nos encontramos a
dos soldados que se habían ahogado en vino».12
La juerga se dio también en ambientes más
enrarecidos. El mariscal Alexander, que se había trasladado
en avión a Belgrado para mantener conversaciones con
Tito, viajó luego a Budapest para entrevistarse con el
mariscal Tolbukhin, al mando del Tercer Frente Ucraniano.
El robusto y anciano Tolbukhin lo agasajó con un generoso
banquete, y se encargó incluso de que una enfermera del
Ejército Rojo durmiera en su habitación. Según Alexander,
sin embargo, «no pensé que fuera el caso y la mujer pasó la
noche fuera de mi dormitorio». Poco antes de la cena,
cuando Alexander y Tolbukhin estaban solos, el viejo
mariscal se quedó mirando las condecoraciones de su
colega inglés. Entre ellas localizó la cruz de la orden
zarista de Santa Ana, con sus espadas cruzadas, que
Alexander había recibido cuando prestó servicio como
oficial de enlace en el frente oriental durante la Primera
Guerra Mundial. «Esta la tengo yo también», dijo Tolbukhin
lanzando un suspiro mientras la acariciaba, «pero no se me
permite llevarla».13
Tolbukhin estaba notablemente relajado, teniendo en
cuenta que el VI Ejército Panzer SS acababa de llegar a
Hungría, trasladado hasta este país desde las Ardenas. No
había llegado a tiempo de ayudar a los defensores de
Budapest, pero Hitler le ordenó entrar en acción el 13 de
febrero de 194 5, en la Operación Frühlingserwachen o
«Despertar de la Primavera». Nunca había tenido la
intención de salvar a la guarnición, sino solo de reforzarla y
defender las instalaciones petrolíferas de las
inmediaciones del lago Balaton. El contraataque fue un
fracaso. Cuando Hitler se enteró de que las divisiones de la
Waffen-SS se habían retirado sin que nadie se lo ordenara,
se irritó tanto que mandó a Himmler que fuera él mismo a
Hungría a quitarles el brazalete que ostentaba el título de
todas esas unidades, incluida la división Leibstandarte
Adolf Hitler. Fue un castigo muy humillante. «Esta misión
suya en Hungría», observó Guderian con un extraño
sentimiento de alegría del mal ajeno, «no le hizo ganar el
aprecio de los hombres de su Waffen-SS».14
Himmler había sido uno de los integrantes del entorno
del Führer que habían desoído los avisos de Guderian en el
sentido de que los rusos iban a lanzar una gran ofensiva en
Polonia, considerándolos «una enorme argucia». La
predicción del jefe del estado mayor se verificó la segunda
semana del mes de enero. Stalin fingió ante los Aliados que
había adelantado la fecha para ayudar a los americanos a
salir de los problemas con los que se habían encontrado en
las Ardenas, pero no era verdad. Los combates habían dado
un giro decisivo a favor de los Aliados aproximadamente
por Navidad. Stalin tenía unos motivos mucho más
prácticos. El Ejército Rojo necesitaba que el terreno
helado estuviera duro, de modo que pudieran pasar sus
formaciones de tanques, y los meteorólogos soviéticos
habían avisado a la Stavka de que iba a haber «abundantes
lluvias y nieve húmeda» a finales de enero.15 Stalin tenía
además otro motivo más siniestro para adelantar la fecha.
Quería quedarse con el control absoluto de Polonia antes
de que los Aliados se reunieran en Yalta a comienzos de
febrero, apenas tres semanas después.
A lo largo del Vístula, dispuestos a descargar el golpe,
se encontraban el Primer Frente Bielorruso, ahora al
mando del mariscal Zhukov, y el Primer Frente Ucraniano,
al mando del mariscal Konev. Rokossovsky se había
irritado mucho cuando fue sustituido por Zhukov, pero
Stalin no quería que Rokossovsky, que era polaco, tuviera
la gloria de tomar Berlín. Le encomendó, por el contrario,
el mando del Segundo Frente Bielorruso, con el cual debía
atacar Prusia oriental desde el sur, mientras que el Tercer
Frente Bielorruso del general Chernyakhovsky debía
invadir la región desde el flanco este.
El 12 de enero, la numerosísima artillería de Konev,
con trescientos cañones por kilómetro, inició un
bombardeo aplastante. Su III y IV Ejército de Tanques de la
Guardia, con T-34 y blindados pesados Stalin, abandonaron
la cabeza de puente de Sandomierz y avanzaron hacia el
oeste en dirección al Oder, primero hacia Cracovia y luego
hacia Breslau, a orillas del Oder. Stalin había dejado bien
claro a Konev que quería conquistar Silesia sin que ni su
industria ni sus minas sufrieran una destrucción demasiado
grave. El 13 de enero Chernyakhovsky lanzó su ataque
sobre Prusia oriental. Rokossovsky hizo lo mismo al día
siguiente, avanzando desde las cabezas de puente situadas al
norte del río Narew. El ataque de Zhukov empezó también
el 14 de enero.
Una vez sobrepasada la línea del frente de los
alemanes, la principal barrera que tenían delante las fuerzas
de Zhukov era el río Pilica. Todos los altos mandos sabían
que la rapidez era fundamental para no dar a los alemanes
posibilidad de recuperarse. Un coronel al mando de una
brigada de tanques de la guardia se negó a seguir esperando
a que apareciera el equipamiento necesario para tender
puentes. Sospechaba que en aquel lugar el río no era muy
profundo y ordenó sencillamente a sus tanques que
rompieran el hielo a cañonazos y cruzaran el lecho del río,
experiencia verdaderamente terrorífica para los
conductores. A la derecha de Zhukov, el XLVII Ejército
rodeó las ruinas de Varsovia mientras que el I Ejército
polaco entraba en los suburbios de la capital.
Hitler se puso fuera de sí cuando se enteró de que la
débil guarnición alemana se había rendido. Vio en aquel
acto una prueba más de traición dentro del estado mayor, y
tres oficiales fueron conducidos al cuartel general de la
Gestapo. Incluso Guderian fue sometido al interrogatorio
de Kaltenbrunner. Hitler abandonó el cuartel general del
Führer en Ziegenberg y regresó a Berlín para ponerse al
frente de sus ejércitos, con los resultados desastrosos que
eran de prever. No permitiría nunca a ningún general que se
retirara, y la rapidez del avance de los soviéticos y el
colapso de las comunicaciones alemanas hicieron que
cualquier información en la que pudiera basar sus
decisiones dejara de ser precisa. Cuando sus órdenes
llegaban al frente, llevaban por término medio un retraso de
veinticuatro horas.
Hitler intervenía además cuando quería, sin informar a
Guderian. El Führer decidió trasladar al Cuerpo
Grossdeutschland desde Prusia oriental para reforzar el
frente del Vístula, pero el tiempo que se necesitó para
desplegarlo supuso que esta poderosa formación
permaneciera fuera de combate durante varios días de vital
importancia. Para mayor frustración de Guderian, Hitler
seguía negándose a dejar salir a las divisiones atrapadas en
la península de Curlandia para reforzar el Reich. Lo mismo
sucedía con las tropas del contingente innecesariamente
numeroso acantonado en Noruega. Lo peor de todo, desde
el punto de vista de Guderian, fue la decisión de Hitler de
trasladar al frente de Hungría al VI Ejército Panzer de la
SS.
Chernyakhovsky descubrió que las defensas alemanas
de la línea Insterburg en Prusia oriental eran mucho más
fuertes de lo esperado. De ese modo, en una jugada muy
astuta, retiró al XI Ejército de la Guardia, lo hizo girar por
detrás de los otros tres ejércitos, y lo envió al flanco norte
que no estaba tan bien defendido. Combinado con un ataque
del XLIII Ejército al otro lado del río Niemen, cerca de
Tilsit, este avance sembró el pánico en la retaguardia
alemana.
Los ejércitos de Rokossovsky procedentes del sur se
dirigieron a la desembocadura del Vístula para dejar
incomunicada por completo toda Prusia oriental. El 20 de
enero, la Stavka ordenó de repente a Rokossovsky que
atacara también por el noroeste y ayudara a
Chernyakhovsky. Menos de dos días después su III Cuerpo
de Caballería de la Guardia, por el flanco derecho, entró en
la ciudad de Allenstein y al día siguiente las tropas
blindadas que iban en cabeza del V Ejército de Tanques de
la Guardia del coronel general Vasily Volsky rebasó Elbing
y llegó a la costa del Frisches Haff, la gran laguna helada
separada del Báltico por una lengua de arena. Prusia
oriental había quedado incomunicada casi por completo. Al
oeste del estuario del Vístula se encontraba el campo de
concentración de Stutthof. Los guardianes del campo,
aterrorizados por la cercanía del Ejército Rojo, mataron a
tres mil mujeres judías fusilándolas u obligándolas a
caminar sobre la fina capa de hielo para que se hundieran en
el agua helada.
Erich Koch, el Gauleiter de Prusia oriental, siguió
negándose a autorizar la evacuación de los civiles. La gente
oyó en la distancia el fragor de la artillería cuando dio
comienzo la ofensiva soviética, pero los jerarcas locales
del partido nazi denegaron las peticiones de permiso para
marcharse. En la mayoría de los casos, todos esos jerarcas
se esfumaron, abandonando a su suerte a la población civil.
Los soldados alemanes en retirada avisaban a los habitantes
de las granjas y las aldeas, exhortándolos a marchar tan
deprisa como pudieran. Algunas personas, especialmente
las de más edad, incapaces de soportar la idea de abandonar
sus hogares, decidieron quedarse. Como casi todos los
varones habían sido obligados a alistarse en el Volkssturm,
las mujeres tenían que enganchar las carretas, en el mejor
de los casos con la ayuda de algún prisionero de guerra
francés obligado a trabajar para ellas, y cargarlas con
mantas y comida para ellas y para sus hijos. Las
«expediciones», como eran llamados estos
desplazamientos, empezaron a cruzar los campos cubiertos
de nieve a unas temperaturas terribles de hasta veinte
grados bajo cero.
Los refugiados de la capital, Königsberg, pensaban
que se habían salvado escapando por tren, pero cuando
llegaron a Allenstein fueron obligados a salir de los
vagones por los soldados del III Ejército de Caballería de la
Guardia, encantados de encontrar aquella rica fuente de
botín y de mujeres. La mayoría de los que intentaron huir
por carretera fueron alcanzados por las tropas soviéticas.
Algunos simplemente fueron aplastados en sus carretas por
las orugas de los tanques rusos. Otros corrieron una suerte
aún peor.
Leonid Rabichev, un teniente radiotelegrafista del
XXXI Ejército, describe algunas escenas que se produjeron
más allá de Goldap. «Todas las carreteras estaban llenas de
ancianos, mujeres y niños, grandes familias avanzando
lentamente hacia el oeste en carros, en automóviles o a pie.
Nuestras tropas de tanques, de infantería, de artillería, y de
transmisiones los alcanzaron y despejaron el camino para
poder pasar echando a la cuneta o a uno y otro lado del
camino sus caballos, carretas y en general todas sus
pertenencias. Luego miles de ellos obligaron a los
ancianos y a los niños a echarse a un lado. Olvidando su
honor y lo que era su deber y olvidándose también de las
unidades alemanas en retirada, se abalanzaron sobre las
mujeres y las niñas».
«Las mujeres, las madres y sus hijas están tumbadas a
derecha e izquierda de la carretera, y delante de ellas hay
una pandilla de hombres riendo con los pantalones bajados.
A las que ya están cubiertas de sangre y han perdido el
conocimiento se las llevan a rastras a un lado. A los niños
que han intentado ayudarlas les han pegado un tiro. Se oyen
risas, bramidos y burlas, gritos y gemidos. Y los mandos de
los soldados —comandantes y tenientes coroneles— están
ahí, de pie en medio de la carretera. Algunos ríen, pero
otros dirigen las operaciones de modo que todos sus
soldados sin excepción puedan tomar parte en ellas. No es
un rito de iniciación, y no tiene nada que ver con la
venganza contra los malditos ocupantes, es simplemente
una diabólica manifestación de sexo en grupo. Pone de
manifiesto una absoluta falta de control y la lógica brutal
de una multitud enloquecida. Yo estaba aturdido en la
cabina de nuestro camión de tonelada y media de capacidad,
mientras que mi chófer, Demidov, estaba en una de las
colas. Pensé en la Cartago de Flaubert. El coronel, que se
había limitado a dirigir las operaciones, no pudo resistir la
tentación y se puso en una de las colas, mientras que el
comandante mataba a tiros a los testigos, niños y ancianos
que estaban histéricos».
Por fin dijeron a los soldados que acabaran de una vez
y volvieran rápidamente a sus vehículos, pues otra unidad
había quedado bloqueada detrás de ellos. Luego, cuando
alcanzaron otra columna de refugiados, Rabichev vio cómo
se repetían escenas similares. «Hasta donde alcanza la vista
hay cadáveres de mujeres, ancianos y niños, entre
montones de ropa y de carretas volcadas... Está
oscureciendo. Nos ordenan encontrar un lugar en el que
pasar la noche en alguna de las localidades alemanas
situadas fuera de la carretera. Me llevo a mi pelotón a una
aldea a dos kilómetros de la carretera. En todas las
habitaciones hay cadáveres de niños, ancianos y mujeres
que han sido violadas y tiroteadas. Estamos tan cansados
que no prestamos atención a nada. Estamos tan cansados
que nos tumbamos en medio de los cadáveres y nos
dormimos».16
«Los soldados rusos violaban a todas las mujeres
alemanas entre los ocho y los ochenta años», observaba la
corresponsal de guerra soviética Natalya Gesse, íntima
amiga de Sakharov. «Era un ejército de violadores. No solo
porque estaban locos de lujuria, sino porque aquello era
también una especie de venganza».17
Atribuir esta conducta despiadada simplemente a la
lujuria o a la sed de venganza constituye una generalización
excesiva. Para empezar, hubo muchos oficiales y soldados
que no tomaron parte en las violaciones y que se sintieron
horrorizados ante las acciones de sus camaradas. Algunos
comunistas fervientes se quedaron pasmados al ver aquel
desorden, y el carácter controlado de la sociedad soviética
hacía que costara trabajo imaginar tanta indisciplina. Pero
la dureza extrema de la vida en el frente había creado una
comunidad diferente y muchos hombres se habían vuelto
sorprendentemente descarados en su odio a las granjas
colectivas y a la opresión que había venido dominando sus
vidas. Los soldados estaban amargados por el sacrificio
absurdo que suponían tantos ataques inútiles, así como por
el trato degradante que tenían que soportar. Los hombres
eran obligados a salir a tierra de nadie para desnudar a los
camaradas muertos, recoger sus uniformes e incluso su
ropa interior para vestir a los nuevos reclutas. De ese
modo, aunque existía un fuerte deseo de venganza de los
alemanes que habían violado a la patria y habían matado a
sus familias, había también un poderoso elemento del
mismo efecto dominó de la teoría de la opresión que había
condicionado a los soldados japoneses. La tentación de
aliviar las humillaciones y los sufrimientos que habían
tenido que soportar en el pasado era irresistible, y se
materializaba en la vulnerabilidad de las mujeres de los
enemigos.
Con Stalin, las ideas del amor y la sexualidad habían
sido reprimidas de forma despiadada en un entorno político
que pretendía «desindividualizar al individuo». La
educación sexual había sido prohibida. El intento por parte
del estado soviético de suprimir la libido de su pueblo
había creado lo que un escritor ruso denominaba una
especie de «erotismo cuartelero», mucho más violento y
primitivo que «la pornografía extranjera más sórdida».18 Y
este hecho, unido al efecto manifiestamente
deshumanizador de las matanzas sufridas en el frente
oriental y de la propaganda de venganza indiscriminada
fomentada en los artículos y arengas de los comisarios
políticos, produjo un potencial explosivo cuando las
fuerzas soviéticas invadieron Prusia oriental.
Nadie estaba más deshumanizado que los shtrafniki,
los muertos vivientes de los batallones de castigo. Muchos
eran criminales reincidentes venidos del Gulag. (Por orden
de Beria, a los condenados por delitos políticos no se les
permitiría nunca combatir.) Hasta en sus oficiales haría
mella la absoluta crueldad de sus vidas. «Un delincuente es
siempre un delincuente, lo mismo por delante que por
detrás», escribía un oficial médico de una compañía shtraf.
«Por delante, en el papel de un shtrafnik se manifiesta
siempre su naturaleza criminal. Así que nuestra compañía
se lo pasaba bien. Una joven alemana vino corriendo hasta
mí en Halsberg y me dijo gritando en alemán: "¡He sido
violada por catorce hombres!" Yo seguí caminando
mientras pensaba: "Es una lástima que hayan sido catorce y
no veintiocho. Es una lástima que no te hayan pegado un
tiro, perra alemana"... Los oficiales de la compañía shtraf
cerramos los ojos ante todas las cosas, no tenemos
compasión de los alemanes y dejamos que los shtrafniki
hagan a los civiles lo que quieran».19
El pillaje se mezclaba con la destrucción sin sentido.
Los soldados quemaban las casas y luego se daban cuenta
de que no tenían dónde refugiarse del frío. Rabichev
describe el saqueo de Goldap. «Todo el contenido de las
tiendas fue arrojado a las aceras a través de los escaparates
rotos. Miles de pares de zapatos, platos y aparatos de radio,
y toda clase de artículos del hogar y farmacéuticos o
alimenticios mezclados de cualquier manera. Por las
ventanas de las casas lanzaban a la calle prendas de vestir,
cojines, edredones, cuadros, gramófonos e instrumentos
musicales. La calzada quedó bloqueada por este tipo de
cosas. Justo en ese momento abrieron fuego la artillería y
los morteros alemanes. Varias divisiones alemanas de
reserva echaron de la ciudad a nuestras tropas
desmoralizadas en un santiamén. Pero el cuartel general del
Frente había comunicado que ya había sido conquistada la
primera ciudad alemana. No había otra opción. Era preciso
reconquistar la ciudad otra vez».20
Aleksandr Solzhenitsyn, por entonces un joven oficial
de artillería destinado en Prusia oriental, describe varias
escenas de saqueo calificándolo de «mercado tumultuoso»,
con soldados probándose las bragas de talla descomunal de
las mujeres prusianas.21 «Los alemanes lo abandonaban
todo», escribía un soldado del Ejército Rojo a propósito
del saqueo de Gumbinnen. «Y nuestra gente, como si fuera
una inmensa horda de hunos, invadía las casas. Todo está
ardiendo, las plumas de las almohadas y los edredones
vuelan a mi alrededor. Todo el mundo, empezando por el
soldado raso y acabando por el coronel, se lleva algún
botín. Pisos bellamente amueblados, casas lujosas, todo
acababa destrozado en unas cuantas horas y convertido en
simples basureros en los que pueden verse cortinas hechas
jirones cubiertas de mermelada que sale de los frascos
rotos... Esta ciudad ha sido crucificada». Tres días después
decía en otra carta: «Los soldados se han convertido en
animales voraces. En los campos yacen cientos de reses
matadas a tiros, en los caminos se ven cerdos y pollos con
las cabezas cortadas. Las casas han sido saqueadas e
incendiadas. Lo que no se pueden llevar, lo rompen y lo
destruyen. Los alemanes hacen bien en huir de nosotros
como de la peste».22
En el pabellón de caza de Rominten, que había
pertenecido a la familia real de Prusia y del que luego se
había incautado Göring, la infantería soviética destrozó
todos los espejos. Sobre un desnudo de Afrodita pintado
por Rubens un soldado había garabateado con pintura negra
kkuy, que en ruso significa «joder».
Fundamentalmente toda esa furia incoherente venía
del hecho de encontrarse, incluso en las casas de los
granjeros, con un nivel de vida inimaginable en la Unión
Soviética. A casi todo el mundo le asaltaba la misma triste
idea: ¿Por qué nos han invadido y saqueado nuestro país si
son mucho más ricos que nosotros? La censura, alarmada
por las cartas enviadas por los soldados a sus familias
describiendo lo que se habían encontrado, se las pasaba al
NKVD. Las autoridades soviéticas se pusieron muy
nerviosas al ver cómo se propagaba la idea de que toda la
propaganda acerca del «paraíso de los trabajadores» del que
gozaban, en contraposición con las terribles condiciones
reinantes en los países capitalistas, era mentira. Eran
perfectamente conscientes del modo en que la revolución
decembrista de 1825 había venido determinada por los
mejores niveles de vida que los ejércitos rusos habían visto
en Europa occidental en 1814.

El Primer Frente Bielorruso de Zhukov continuó sin parar


con su tarea, avanzando de día y de noche. Los conductores
de los tanques a menudo se quedaban dormidos al volante
de puro agotamiento, pero lo emocionante de su tarea los
hacía seguir adelante. Las tropas alemanas en retirada eran
ametralladas y si daban alcance a algún coche oficial con
algún militar de alta graduación en su interior lo aplastaban
sin más bajo sus orugas.
El 18 de enero, el VIII Ejército de la Guardia del
general Chuikov atacó Łódź cinco días antes de lo previsto.
Los miembros del Ejército del Interior salieron a ayudarlos
en el combate. A Chuikov no le gustó tener que llevarse a
parte de su ejército de Stalingrado a atacar la ciudad
fortaleza de Poznari. Sus habilidades para la lucha calle por
calle valían de poco allí. Hizo falta un mes de bombardeos
con artillería pesada y de asaltos con cargas Satchel y
lanzallamas para que los supervivientes se rindieran.
En el flanco sur de la línea de avance desde el Vístula,
las tropas de Konev entraron en Cracovia. Afortunadamente
la ciudad antigua fue abandonada sin lucha. El 27 de enero
por la tarde, al salir de un bosque aislado por la nieve, una
patrulla de reconocimiento de la 107.ª División de
Fusileros descubrió el símbolo más terrible de la historia
moderna.
Apenas una semana antes, cincuenta y ocho mil
internos considerados capaces de caminar fueron obligados
a salir de Auschwitz y marchar hacia el oeste ante el avance
del Ejército Rojo. Los que sobrevivieran de aquella marcha
de la muerte, experiencia probablemente peor que todos
los horrores que habían sufrido hasta entonces, serían
descargados en otros campos de concentración, en los que
los estragos de la miseria, el hambre y las enfermedades
aumentaron de forma espectacular durante los últimos tres
meses de la guerra. El Dr. Mengele recogió todas las notas
de sus experimentos y se fue a Berlín. Los ejecutivos de IG
Farben destruyeron sus archivos de Auschwitz III. Las
cámaras de gas y los hornos crematorios de Birkenau
fueron volados. Se dio la orden de liquidar a todos los
prisioneros demasiado enfermos para ser trasladados, pero
por alguna razón los hombres de la SS mataron solo a un
par de centenares de los ocho mil que habían quedado. Se
concentraron más en intentar acabar con las pruebas, pero
habían quedado demasiadas, incluidos trescientos sesenta y
ocho mil ochocientos veinte trajes de hombre, ochocientos
treinta y seis mil doscientos cincuenta y cinco abrigos y
vestidos de mujer, por no hablar de las siete toneladas de
cabello humano.23
El LX Ejército ordenó a todo su personal médico
trasladarse inmediatamente a Auschwitz para ocuparse de
los supervivientes, y los oficiales soviéticos empezaron a
interrogar a algunos internos. Adam Kuriłowicz, antiguo
presidente del sindicato de ferroviarios polacos, que había
sido enviado al campo de concentración en junio de 1941,
contó cómo los primeros ensayos con la cámara de gas se
habían llevado a cabo con ochenta soldados del Ejército
Rojo y seiscientos prisioneros polacos. Un profesor
húngaro les habló de los «experimentos médicos». Toda la
información fue remitida a G. F. Aleksandrov, el director
de propaganda del Ejército Rojo, pero aparte de un pequeño
artículo en un periódico de esta organización, no se dijo
nada al resto del mundo hasta el mismísimo fin de la
guerra. Probablemente se debiera a que la línea oficial del
partido insistía en que los judíos no representaban ninguna
categoría especial. Sólo había que poner de relieve el
sufrimiento del pueblo soviético.24

Aumentaron las «expediciones» procedentes de Silesia y


de Prusia oriental, y pronto empezarían también en
Pomerania. Los funcionarios nazis calculaban que el 29 de
enero «alrededor de cuatro millones de personas de las
zonas evacuadas» se dirigían al centro del Reich. Parece
que esta cifra es demasiado pequeña, pues de la noche a la
mañana subió a los siete millones y el 19 de febrero eran
ya ocho millones trescientas cincuenta mil. Los desmanes
del Ejército Rojo dieron lugar al movimiento de población
más concentrado de la historia. A Stalin le iba de perlas la
limpieza étnica, pues encajaba con sus planes de desplazar
la frontera polaca hacia el oeste, a la altura del Oder.25
Varios cientos de miles de civiles seguían atrapados
en Königsberg y en la península de Samland, así como en el
interior de la bolsa en la que había quedado encerrado el IV
Ejército en Heiligenbeil, a orillas del Frisches Haff. La
Kriegsmarine hizo denodados esfuerzos por rescatar al
mayor número posible de ellos en el pequeño puerto de
Pillau, y también empezaron a llevarse a cabo evacuaciones
desde los puertos de Pomerania oriental. Los submarinos
soviéticos, sin embargo, torpedearon muchos barcos
grandes, incluido el transatlántico Wilhelm Gustloff, que se
hundió la noche del 30 de enero. Nadie sabe cuántas
personas iban a bordo, pero se calcula que el número de
muertos estaría entre los cinco mil trescientos y los siete
mil cuatrocientos.
A pesar de los riesgos del mar, muchas mujeres
agotadas y hambrientas cargadas con niños en brazos
seguían esperando la llegada de los barcos, a menudo en
vano. En Königsberg las raciones eran tan escasas —menos
de ciento ochenta gramos de pan al día—, que muchos
salían andando por la nieve para ponerse a merced del
Ejército Rojo, aunque este no tuviera piedad de ellos. En la
ciudad, la ejecución de los desertores se convirtió en un
auténtico frenesí. Los cadáveres de ochenta soldados
alemanes fueron expuestos en la estación del norte con un
cartel que rezaba: «Eran unos cobardes, pero murieron de
todas maneras».26
La rapidez del avance hacia el Oder hizo que fueran
rebasados miles de soldados alemanes, que trataban de
abrirse paso hacia el oeste solos o en grupo. Las divisiones
de fusileros del NKVD, encargadas de la seguridad en la
retaguardia, se vieron de pronto enzarzadas en auténticas
batallas campales. Cuando las tropas de Konev avanzaron
sobre Breslau, dio comienzo una auténtica fuga de civiles
aterrorizados, muchos de los cuales asaltaban en masa los
trenes, mientras que otros huían a pie caminando
penosamente sobre la nieve espesa. Muchos, si no todos
los que emprendieron el camino a pie, murieron de frío.
Algunos consiguieron salvarse aferrándose al cadáver
helado de un niño o una criatura de pañales. El sitio de
Breslau, que duró hasta el final de la guerra, fue organizado
por el fanático Gauleiter Karl Hanke, que gobernó
mediante el terror, ejecutando soldados y obligando a los
civiles, niños incluidos, a despejar una pista de aterrizaje
bajo el fuego de la artillería soviética.
Los ejércitos de Zhukov habían arrasado el
Warthegau, la zona occidental de Polonia incorporada al
Reich. Los alemanes en fuga eran atracados por los
polacos, decididos a vengar las calamidades sufridas en
1939 y 1940. El rápido avance del I y del II Ejército de
Tanques de la Guardia hacia el Oder contó en su flanco
derecho con la protección de otros cuatro ejércitos
diseminados por el sur de Pomerania. Su mayor problema
no era la resistencia alemana, sino las dificultades de los
servicios de aprovisionamiento, que a duras penas podían
seguir su ritmo debido al mal estado de los caminos en
invierno y a la falta de una línea férrea que funcionara. De
no ser por los camiones americanos suministrados a través
del Programa de Préstamo y Arriendo, el Ejército Rojo no
habría llegado nunca a Berlín antes que los americanos.
«Nuestros tanques lo han planchado y machacado
todo», decía un soldado en una carta. «Sus orugas
aplastaban carretas, automóviles, caballos y cualquier otra
cosa que encontraran por los caminos. El slogan:
"¡Adelante! ¡Hacia el oeste!" ha sido reemplazado por este
otro: "¡Adelante! ¡Hacia Berlín!"»27 Por el camino fue
saqueada la ciudad de Schwerin. «Todo está ardiendo»,
escribió Vasily Grossman en su cuaderno de notas. «Una
anciana salta por la ventana de un edificio en llamas». Los
incendios iluminaban la escena mientras los soldados se
entregaban al pillaje. El corresponsal soviético se fijó
también en «el horror en los ojos de las mujeres y las
niñas. A las alemanas les están pasando cosas terribles...
Las chicas soviéticas que han sido liberadas de los campos
también sufren mucho».28
Un informe muy detallado del Primer Frente
Ucraniano revelaría posteriormente que las mujeres
jóvenes y las niñas sacadas de la Unión Soviética para
trabajar como mano de obra esclava habían sido víctimas
también de violaciones en grupo. Después de desear tanto
la liberación, quedaban destrozadas al ver los abusos de que
eran objeto a manos de unos hombres a los que habían
considerado camaradas y hermanos suyos. «Todo esto»,
concluía el general Tsygankov, «ofrece un terreno abonado
para el desarrollo de comportamientos negativos y poco
saludables entre los ciudadanos soviéticos liberados;
provoca el descontento y la desconfianza antes de su
regreso a la madre patria». Pero sus recomendaciones no
hablaban de reforzar la disciplina del Ejército Rojo.
Aconsejaba, por el contrario, que la sección política y el
Komsomol se concentraran en «mejorar la labor política y
cultural con los ciudadanos soviéticos repatriados» para
impedir que volvieran a casa con ideas negativas acerca del
Ejército Rojo.29
Hubo también algunos pocos momentos de pura
alegría. Vasily Churkin, que había progresado mucho desde
Leningrado y aquellos días terribles sobre el hielo del lago
Ladoga, estaba ahora con el Primer Frente Bielorruso de
Zhukov. «Hemos llegado muy cerca de Berlín», escribió en
su diario a finales de enero, «solo nos quedan ciento treinta
y cinco kilómetros. La resistencia alemana es débil. En los
cielos solo se ve nuestra aviación. Pasamos por un campo
de concentración. Los barracones en los que estaban
encerradas nuestras mujeres están vallados con varias filas
de alambre de espino. Una multitud enorme de prisioneras
sale en libertad por la gran puerta de entrada. Vienen
corriendo hacia nosotros, gritando y llorando. No podían
creerse que estuviera sucediéndoles una cosa así, no habían
sabido nada hasta el último minuto. El espectáculo era
impresionante. Pero lo que más me emocionó fue un
soldado que encontró allí a su hermana. Cómo la chica
echó a correr hacia él cuando lo reconoció. Cómo se
abrazaban y lloraban delante de todo el mundo. Era como
un cuento de hadas».30
El 30 de enero, duodécimo aniversario del régimen
nazi, fue también el día en el que la radio transmitió el
último mensaje de Hitler al pueblo alemán. El pánico se
apoderó de Berlín. Las puntas de lanza blindadas de Zhukov
estaban muy cerca del río Oder, apenas a sesenta
kilómetros de la capital. Aquella noche, la 89.ª División de
Fusileros de la Guardia se apoderó de una pequeña cabeza
de puente al otro lado del río helado, al norte de Küstrin. A
la mañana siguiente, a primera hora, también cruzaron el río
las tropas del V Ejército de Choque y tomaron la localidad
de Kienitz. Se formó una tercera cabeza de puente al sur de
Küstrin. El desconcierto en Berlín era incluso mayor, pues
el ministerio de propaganda había intentado fingir que los
combates estaban todavía en las inmediaciones de Varsovia.
Para el régimen el prestigio nazi seguía siendo más
importante que todo el sufrimiento humano, incluso el de
su propio pueblo. En aquel mes de enero de 1945, las
pérdidas de la Wehrmacht ascendieron a cuatrocientos
cincuenta y un mil setecientos cuarenta y dos hombres
muertos, más o menos el equivalente al total de americanos
que perdieron la vida en toda la Segunda Guerra Mundial.
Se formaron unidades improvisadas con los
destacamentos locales del Volkssturm, algunos voluntarios
caucasianos (que más tarde serían detenidos cuando se
negaran a disparar contra sus compatriotas), las Juventudes
Hitlerianas y un batallón de instrucción de adolescentes
destinados a la División de Granaderos Acorazados
Feldherrnhalle, atrapada en Budapest. El regimiento de
guardias de la división Grossdeutschland, que había
aplastado la conspiración de julio del año anterior, fue
enviado en autobuses a las colinas de Seelow. Este pequeño
macizo, asomado a la llanura de aluvión del Oder,
constituiría la última línea de defensa antes de la batalla de
Berlín
El día 3 de febrero por la mañana, la VIII Fuerza Aérea
de los Estados Unidos lanzó su incursión más violenta
sobre Berlín, causando la muerte de tres mil personas. La
Cancillería del Reich y la Cancillería del Partido de
Bormann fueron alcanzadas de lleno, y el cuartel general de
la Gestapo, sito en la Prinz-Albrecht-Strasse, y el Tribunal
del Pueblo (Volksgerichthof) sufrieron graves daños.
Roland Freisler, el presidente del tribunal, que había
cubierto de sonoros insultos a los conspiradores de julio,
murió aplastado en los sótanos del edificio.
Zhukov, mientras tanto, se enfrentaba al dilema que
suele planteárseles a los generales de éxito después de un
avance rápido. ¿Debía intentar el Ejército Rojo asaltar
Berlín, cuando el enemigo estaba completamente
confundido y carecía de defensas, o por el contrario debía
consolidar su posición, permitiendo a sus hombres
agotados descansar, reabastecerse y revisar sus tanques? El
debate entre los generales fue muy vivo, con Chuikov, del
VIII Ejército de la Guardia, defendiendo a capa y espada
que debían atacar de inmediato. La cuestión fue zanjada el 6
de febrero por Stalin, que llamó por teléfono desde Yalta,
en la península de Crimea. Antes de atacar Berlín debían
unirse a Rokossovsky y despejar «el balcón del Báltico» de
Pomerania, en su flanco norte, donde Himmler, para
desesperación de Guderian y otros oficiales de alto rango,
se había puesto personalmente al mando del Grupo de
Ejércitos del Vístula.
45
LAS FILIPINAS, IWO JIMA,
OKINAWA Y LAS
INCURSIONES CONTRA
TOKIO
(noviembre de 1944-junio de
1945)

Poco después del desembarco triunfal de MacArthur en


Leyte en octubre de 1944, su VI Ejército tuvo que
enfrentarse a una serie de combates mucho más duros de lo
esperado. Los japoneses reforzaron la isla y consiguieron
rápidamente disfrutar de superioridad aérea. Los
portaaviones de Halsey se habían marchado, y, después de
las copiosas lluvias monzónicas, el terreno estaba
demasiado enfangado para proceder a la construcción de
unos aeródromos. Aunque los japoneses habían querido
reservar sus fuerzas para la defensa de Luzón, la isla
principal del archipiélago filipino, el cuartel general
imperial insistió en que debían ser trasladados más
refuerzos para la defensa de Leyte. También se ordenó el
envío de aviones desde aeródromos tan alejados como los
de Manchuria, pero cuando estos aparatos llegaron, los
americanos ya disponían de cinco pistas operativas, y los
portaaviones de Halsey habían regresado.
Los combates en Leyte se prolongaron hasta bien
entrado diciembre, en parte debido a la precaución excesiva
del teniente general Walter Krueger, que comandaba el VI
Ejército. Los enfrentamientos más encarnizados tuvieron
lugar en lo que se denominaba «Breakneck Ridge», cerca
de Carigara, al norte de la isla, una cota defendida por los
japoneses con uñas y dientes. Krueger, sin embargo, se vio
favorecido por el desastroso contraataque lanzado por los
nipones contra las pistas de aterrizaje. Pero a finales de
diciembre los americanos afirmarían que, según sus
cálculos, habían matado a unos sesenta mil soldados
enemigos. Diez mil tropas de refuerzo japonesas
perecieron ahogadas después de que los barcos que las
transportaban fueran hundidos cuando se aproximaban a la
isla. Alrededor de tres mil quinientos americanos cayeron
en combate, y otros doce mil fueron heridos. MacArthur,
con su falta de modestia habitual, declaró que aquella
acción probablemente pasara «a los anales militares del
Ejército de Japón como una de las mayores derrotas
sufridas jamás».
La obcecación del cuartel general imperial en seguir
enviando refuerzos a Leyte, vaciando de tropas Luzón, hizo
que la invasión de la isla principal del archipiélago,
planeada en aquellos momentos para el 9 de enero de 1945,
fuera considerablemente más fácil. Pero primero había que
tomar la isla de Mindoro, situada al sur de Luzón, para
poder construir en ella los aeródromos necesarios. Los
desembarcos y las operaciones terrestres se desarrollaron
con éxito, aunque la fuerza operacional de la invasión
sufriera las consecuencias de los ataques kamikaze.
El general Yamashita, comandante de Luzón, se había
opuesto en vano a la estrategia de defender Leyte con
tantísimos recursos, y ya sabía que no tenía ninguna
esperanza de conseguir derrotar a las fuerzas que venían en
su dirección. Iba a retirarse con ciento cincuenta y dos mil
hombres, el grueso de sus tropas, a las colinas situadas en
la mitad septentrional del centro de la isla. Un contingente
más reducido de treinta mil efectivos se encargaría de
defender las bases aéreas de Campo Clark, y desde las
colinas de Manila otro de ochenta mil efectivos privaría a
la capital de sus suministros de agua.
MacArthur tenía la intención de invadir la isla desde el
golfo de Lingayan, en el noroeste, con otro desembarco al
sur de la capital. Era bastante semejante al plan de
ocupación desarrollado por los japoneses tres años antes.
Durante la primera semana de enero, su flota de buques
escolta sufrió los ataques de los kamikaze, que aparecían
sobrevolando la isla a baja altura. Un portaaviones escolta y
un destructor fueron hundidos. Otro portaaviones, cinco
cruceros, los acorazados California y New México y varias
naves más sufrieron graves daños. Muchos aviones
enemigos cayeron derribados por el fuego de las baterías
antiaéreas y de los cazas de los buques escolta, pero fue
imposible acabar con todos ellos. Las naves con las tropas
de desembarco se libraron por los pelos del ataque, y la
invasión se llevó a cabo el 9 de enero sin encontrar
prácticamente oposición. Las guerrillas filipinas habían
informado al mando americano de que no había japoneses
en la zona, por lo que no era necesario despejar el sector
con ataques preventivos, pero el contraalmirante Jesse B.
Oldendorf se sintió en la obligación de acatar a rajatabla las
órdenes recibidas. Las casas y las granjas de la región
sufrieron un bombardeo devastador que no causó daño
alguno al enemigo.
Aunque por la izquierda el I Cuerpo encontró una
férrea resistencia en las colinas, por la derecha el XIV
Cuerpo comenzó un rápido avance hacia el sur, con
dirección a Manila, a través de un terreno mucho más llano.
El general Krueger sospechaba que MacArthur lo
presionaba tanto para que no se detuviera simplemente por
su afán de estar de vuelta en Manila para el día de su
cumpleaños, el 26 de enero. Y es probable que estuviera
equivocado. MacArthur quería liberar lo antes posible a los
prisioneros internados en campos de concentración y tratar
de ocupar el puerto de Manila antes de que los japoneses lo
destruyeran. Un destacamento de Rangers americanos,
ayudados por las guerrillas filipinas, consiguieron liberar a
cuatrocientos ochenta y seis prisioneros de guerra
estadounidenses que habían participado en la famosa
marcha de la muerte de Bataán tras emprender con éxito
una incursión contra un campo de reclusos cerca de
Cabantuan, a unos noventa y cinco kilómetros al norte de
Manila. MacArthur estaba cada vez más impaciente por la
lentitud con la que iban desarrollándose las cosas, una
lentitud provocada más por los riachuelos, los arrozales y
los viveros de peces de la zona que por cualquier forma de
resistencia nipona. Así pues, decidió que la 1.ª División de
Caballería pasara a la acción y se adelantara para rescatar a
otros prisioneros aliados encerrados en la Universidad de
Santo Tomás.1
El 29 de enero, al norte de la península de Bataán, tuvo
lugar otro desembarco con cuarenta mil efectivos del XII
Cuerpo, que inmediatamente encontraron una sólida línea
defensiva japonesa. El asalto aerotransportado de la 11.ª
División al sur de Manila obtuvo, al parecer, resultados más
rápidos que el avance por la llanura. El 4 de febrero, los
hombres de dicha formación llegaron a la línea defensiva
de los japoneses en el sur de Manila, aunque aún no sabían
que la noche anterior otros ya les habían ganado la carrera
hacia la capital. El avance espectacular por el norte de una
columna de la 1.ª División de Caballería, que logró cruzar
un puente después de que un teniente de marina cortara la
mecha ya prendida de las cargas de demolición, había
permitido que sus hombres alcanzaran los distritos del
norte de Manila. Aquella misma tarde, a última hora, sus
tanques abatieron los muros del recinto de la Universidad
de Santo Tomás en el que permanecían recluidos unos
cuatro mil civiles aliados.
Filipinas, un archipiélago formado por unas siete mil
islas, había constituido un terreno perfecto para las
guerrillas de la resistencia, y más que ningún otro pueblo
de Extremo Oriente, sus habitantes habían empezado a
prepararse para la liberación poco después de que los
japoneses ocuparan el país. Debido en parte a su confianza
en los americanos, que les habían prometido la
independencia sin restricciones para 1946, y al odio que
sentían hacia los arrogantes y crueles nipones, que
torturaban y ejecutaban a la población en decapitaciones
públicas, se habían formado grupos guerrilleros en
prácticamente todas las islas. Unos pocos estaban dirigidos
por oficiales estadounidenses que se habían quedado
aislados en la región en 1942. Muchos soldados filipinos
habían escondido sus armas cuando el país tuvo que
rendirse. Cuando el cuartel general de MacArthur en
Brisbane tuvo la confirmación de la envergadura del
movimiento de resistencia, los submarinos se encargaron
de llevar a la zona más armamento, equipos de radio y
suministros médicos, así como los objetos y artículos de
propaganda de MacArthur.
En las grandes regiones en las que raras veces se
aventuraban los soldados japoneses a adentrarse, los grupos
locales se encargaron de organizar la vida y el trabajo de la
población civil, llegando incluso a emitir una moneda
propia, que la gente prefería a la divisa instaurada por la
ocupación japonesa. Desde sus puntos de observación, los
heroicos coastwatchers transmitían por radio información
relativa a los buques japoneses, que los submarinos
estadounidenses sabían utilizar con efectos devastadores.
El peligro principal eran las unidades japonesas de
detección de radio. Prácticamente no había riesgos de
denuncias por parte de la población local, que ayudaba a
trasladar los pesados y voluminosos equipos si se preveía
una batida de soldados japoneses. En Filipinas apenas hubo
colaboracionistas. La mayoría de los que se vieron
obligados a cooperar en Manila trabajando para la
administración japonesa pasó a la resistencia toda la
información secreta que pudo.
Tras el desembarco de las fuerzas de MacArthur, los
actos de represalia de los japoneses fueron brutales,
especialmente durante los combates por la capital.
Yamashita no pretendía defender Manila, y el comandante
militar local había planeado retirarse siguiendo las
instrucciones recibidas, pero no tenía control alguno sobre
la marina. Haciendo caso omiso a Yamashita, el
contraalmirante Iwabachi Sanji ordenó a sus hombres que
siguieran resistiendo en la ciudad. Las unidades del ejército
que quedaban se vieron obligadas a unirse a ellos,
formándose así un contingente de unos diecinueve mil
efectivos. Cuando estas tropas comenzaron a retirarse
hacia el centro, a la antigua ciudadela española de
Intramuros y la zona portuaria, destruyeron puentes y
edificios. Estallaron violentos incendios en los barrios más
pobres, donde las casas eran de madera y bambú. En el
centro, sin embargo, la mayoría de los edificios eran de
hormigón, por lo que pudieron ser convertidos en
verdaderos baluartes.
MacArthur, que pretendía organizar un desfile de la
victoria, quedó profundamente consternado por la batalla
que estalló en la ciudad, con más de setecientos mil civiles
atrapados en la zona de combate. La 1.ª División de
Caballería, la 37.ª División de Infantería y la 11.ª División
Aerotransportada fueron las formaciones que participaron
en aquellos combates que se desarrollaron casa por casa.
Como en Aquisgrán, los americanos enseguida se dieron
cuenta de la necesidad de atacar cada edificio desde la parte
superior e irse abriendo paso de piso en piso, empleando
granadas, metralletas y lanzallamas. Los ingenieros
americanos utilizaron sus bulldozers blindados para
despejar las calles de barricadas y escombros. Los
soldados japoneses, tanto de las fuerzas navales como de
las terrestres, sabiendo que iban a morir, hicieron una
verdadera matanza de filipinos y violaron cruelmente a
muchas mujeres antes de acabar con ellas. A pesar de la
oposición de MacArthur a recurrir a la aviación para no
causar más bajas entre la población civil, unos cien mil
habitantes de Manila, esto es, más de uno de cada ocho,
murieron en aquella batalla que se prolongó hasta el 3 de
marzo.
Para las tropas del general Krueger lo más urgente era
acabar con las fuerzas enemigas que resistían al este de
Manila y controlaban los suministros de agua de la ciudad.
Una vez más, los japoneses habían construido cuevas y
túneles en las colinas, y una vez más, los americanos
tuvieron que despejar la zona con granadas cargadas de
fósforo y lanzallamas. Volaban las entradas de los túneles
y, a continuación, vertían gasolina y colocaban explosivos
para quemar, sofocar o enterrar a los que habían quedado
dentro. Los cazas pesados P-38 Lightning lanzaban napalm,
que resultaba mucho más eficaz que las bombas
convencionales. Todo este proceso contó, además, con la
ayuda de un regimiento de guerrilleros que consiguió llegar
a la presa principal con un ataque sorpresa. Los japoneses
no tuvieron tiempo de accionar las cargas explosivas que
habían colocado. Los supervivientes huyeron por las
montañas a finales de mayo.
Mientras seguían los combates en Manila, MacArthur
lanzó una ofensiva con el VIII Ejército del teniente general
Eichelberger para reconquistar las islas centrales y
meridionales del archipiélago filipino, pues estaba
convencido de que los japoneses no podían enviar
refuerzos a la zona. Consideraba que se trataba de una
operación más urgente que acabar con la fuerza principal de
Yamashita en las colinas del norte de Luzón, pues esta
podía ser acorralada y bombardeada a placer. Se sucedieron
varios asaltos anfibios, todos ellos apoyados por la
aviación. Eichelberger afirmaría haber dirigido catorce
grandes desembarcos y otros veinticuatro menores en
apenas cuarenta y cuatro días. En muchos casos, sus tropas
pudieron comprobar que las guerrillas filipinas ya les
habían hecho el trabajo, eliminando aquellas guarniciones
más pequeñas.
El 28 de febrero fue invadida Palawan, la isla alargada
del oeste del archipiélago situada entre Mindoro y el norte
de Borneo. Los americanos descubrieron en ella los
cadáveres quemados de ciento cincuenta compatriotas,
unos prisioneros de guerra a los que sus guardias, tras
rociarlos de gasolina, habían prendido fuego en diciembre.
El 10 de marzo invadieron Mindanao, donde un ingeniero
americano, el coronel Wendell W. Fertig, se puso al frente
de una gran fuerza guerrillera y aseguró una pista aérea. Los
aviones de transporte militar C-47, con dos compañías de
la 24.ª División de Infantería, aterrizaron allí antes de
emprender el ataque. Los cazas Corsair de la Marina
llegaron luego para utilizar la pista como base avanzada. En
Mindanao, la estrecha colaboración de la infantería
americana, las guerrillas filipinas y la aviación de la Marina
obligó a los japoneses que quedaban en la península de
Zamboanga, esto es, el sector occidental de la isla, a
refugiarse en las colinas. Pero la operación para ocupar el
vasto sector oriental no comenzó hasta el 17 de abril.
Una vez más, las fuerzas guerrilleras de Fertig
lograron asegurar un aeródromo, y las tropas americanas
comenzaron el avance hacia el interior, algunas por una
maltrecha carretera, mientras que en barcas y barcazas un
regimiento, escoltado por cazasubmarinos, remontaba el
ancho río Mindanao, cogiendo por sorpresa a los soldados
de las guarniciones japonesas. Sabían que estaban en una
carrera contra los monzones. Ralentizados por la jungla y
los grandes desfiladeros, en los que los japoneses habían
volado prácticamente todos los puentes y minado los
accesos, los combates duraron mucho más tiempo que el
imaginado. No concluyeron hasta el 10 de junio, un mes
después de que terminara la guerra en Europa. El general
Yamashita resistió en las cordilleras del norte de Luzón,
prolongando los enfrentamientos hasta la extenuación. No
se rindió hasta el 2 de septiembre de 1945, el día de la
capitulación oficial.

En China, la Ofensiva Ichigō había terminado en diciembre


de 1944. Las fuerzas japonesas habían tratado de llegar a
Chungking y a K'un-ming, pero sus líneas de
abastecimiento eran demasiado largas. El sucesor de
Stilwell, el general Wedemeyer, había hecho venir del
norte de Birmania las dos divisiones de la Fuerza X
entrenadas por los americanos para que formaran una línea
defensiva. Sin embargo, no hizo falta, pues los japoneses ya
habían empezado a retirarse. Las dos formaciones
regresaron a Birmania, y a finales de enero consiguieron
reunirse con la Fuerza Y a orillas del Salween. Las últimas
tropas japonesas se retiraron a las montañas, y la carretera
de Birmania quedó abierta de nuevo. El primer convoy de
camiones llegó a K'un-ming el 4 de febrero.
Mientras tanto, el avance de Slim se había visto
momentáneamente interrumpido en el río Irrawaddy,
después de que el teniente general Kimura Hoyotaro
trasladara los restos de su Ejército de la Región de
Birmania tras aquella formidable barrera defensiva. Slim
montó un gran espectáculo organizando la travesía del río
con el XXXIII Cuerpo, después de haber retirado en
secreto de su flanco el IV Cuerpo. Dejó atrás un cuartel
general ficticio que no paraba de transmitir mensajes,
mientras sus divisiones avanzaban hacia el sur manteniendo
en estricto silencio los aparatos de radio. Luego, sin
encontrar oposición del enemigo, cruzaron el río por un
lugar mucho más alejado para amenazar la retaguardia de
Kimura. Los japoneses tuvieron que retirarse rápidamente,
y Mandalay fue capturada el 20 de marzo por las tropas
aliadas, no sin antes librar una cruenta batalla.
Sin pérdida de tiempo, Slim avanzó hacia el sur por el
valle del Irrawaddy hacia Rangún, en una carrera
contrarreloj para llegar antes de que comenzaran las lluvias.
Mountbatten, mientras tanto, preparaba la Operación
Drácula, un asalto por mar y por aire que debía efectuarse a
comienzos de mayo con el XV Cuerpo británico llegado de
Arakan. Las lluvias monzónicas se adelantaron dos
semanas, deteniendo a los hombres de Slim a apenas
sesenta y cinco kilómetros de su objetivo. El 3 de mayo
Rangún fue ocupada por el XV Cuerpo, ayudado por el
Ejército Independiente Birmano, que se había pasado al
bando aliado. Las fuerzas de Kimura no tuvieron más
remedio que refugiarse en Tailandia. Los restos del XXVIII
Ejército japonés, aislados en Arakan tras las líneas aliadas,
intentaron abrirse paso hacia el este cruzando el río Sittang.
Pero los británicos conocían sus planes. Cuando los
japoneses llegaron a orillas del río, sufrieron una
emboscada y fueron aniquilados por la 17.ª División India.
De un total de diecisiete mil hombres, solo seis mil
lograron escapar.

Por lo que respectaba al mando japonés, la Ofensiva Ichigō


había conseguido sus objetivos. Las tropas japonesas
habían causado medio millón de bajas a los ejércitos
nacionalistas y los habían obligado a retirarse de ocho
provincias, con una población total de más de cien millones
de personas. Sin embargo, también había supuesto una
victoria para los comunistas. Los nacionalistas no solo
habían perdido regiones agrícolas que les permitía
abastecerse de alimentos, sino también una vasta extensión
de territorio en la que poder reclutar hombres para sus
ejércitos. Por mucho que los chinos odiaran a los
japoneses, es indudable que este hecho fue vivido con
alivio por la población local. Como observaría el general
Wedemeyer, «el reclutamiento forzoso es para los
campesinos chinos algo tan habitual como el hambre y las
inundaciones, con la única diferencia de que tiene lugar con
mayor regularidad».2
Después de que la Ofensiva Ichigō acabara con los
trece aeródromos estadounidenses, dos nuevas bases
aéreas norteamericanas fueron construidas en Lahekou (a
unos trescientos kilómetros al noroeste de Hankou) y
Zhijiang (a unos doscientos cincuenta kilómetros al oeste
de Heng-yang). En abril de 1945, los japoneses avanzaron
con sesenta mil efectivos del XII Ejército y destruyeron el
aeródromo de Lahekou, pero el ataque emprendido por el
XX Ejército contra la base de Zhijiang no tuvo el mismo
éxito. Cinco divisiones nacionalistas chinas perfectamente
equipadas, según el plan de modernización del general
Wedemeyer, con otras quince formaciones parcialmente
modernizadas, fueron enviadas a defender Zhijiang. El 25
de abril, con el apoyo de doscientos aviones, aplastaron a
los cincuenta mil hombres del contingente nipón en el que
sería el último gran enfrentamiento de la guerra chino-
japonesa. Quedó demostrado que con el entrenamiento
apropiado, los equipos adecuados y, sobre todo, la
alimentación pertinente, las divisiones nacionalistas podían
combatir con eficacia a las japonesas.
Las fuerzas japonesas de China y Manchuria ya habían
empezado a reducirse gradualmente debido a los traslados
de hombres a las Filipinas. Poco después, el cuartel general
imperial se vio obligado a recurrir a las tropas del Ejército
Expedicionario de China para defender Okinawa. La 62.ª
División, que participó en la Ofensiva Ichigō, ya había sido
trasladada a esta isla para encargarse de la defensa de la
ciudad de Shuri.
Los japoneses también habían logrado otro de sus
principales objetivos: conseguir que sus fuerzas de China
pudieran unirse a las de Indochina. En enero de 1945,
cuando sus divisiones de China cruzaron la frontera, los
altos oficiales nipones de Indochina quedaron consternados
y sorprendidos por su lamentable estado. Los efectivos de
la 37.ª División iban con el pelo largo y sin afeitar, sus
uniformes estaban hechos jirones y pocos conservaban los
distintivos de su rango.3 Fueron incorporados al recién
creado XXXVIII Ejército para combatir en el norte de
Tonkín contra las guerrillas de Ho Chi Minh. Los hombres
de Ho Chi Minh habían prestado un gran servicio a los
Aliados, proporcionándoles información secreta y
facilitándoles la recuperación de las tripulaciones de los
aviones abatidos, como habían hecho otros grupos en
Tailandia con la ayuda de las radios y las armas lanzadas en
paracaídas por la SOE y la OSS con aviones de las bases
aéreas de la India.
El 12 de enero, la Tercera Flota de Halsey llegó a
aguas de Indochina para atacar dos acorazados-portaaviones
japoneses, el Hyuga y el Ise, en la bahía de Camranh. Esta
aventura por el mar de China Meridional era el canto del
cisne de Halsey antes de ceder el mando al almirante
Spruance. Los dos barcos de guerra nipones habían zarpado
en realidad rumbo a Singapur después de que los
submarinos americanos hubieran hundido sus buques
cisterna, pero la aviación de los trece portaaviones de la
flota de Halsey hundieron un crucero ligero, once naves de
guerra pequeñas, trece cargueros y diez buques cisterna, así
como el crucero francés Lamotte-Picquet, que había sido
desarmado por los japoneses. Además, aprovechando que
se encontraban en la zona, los pilotos de la marina
estadounidense atacaron los aeródromos de los
alrededores de Saigón, destruyendo numerosos aviones
japoneses aparcados junto a las pistas y en los hangares, así
como varios depósitos de combustible.
El 9 de marzo, los japoneses decidieron tomar el
control completo de la región, apartando a la
administración de Vichy del almirante Decoux y
desarmando a las fuerzas francesas, aunque algunas de ellas
resistieron, especialmente en el norte. Los agentes
gaullistas y los de la OSS habían estado trabajándose a los
oficiales franceses, los cuales estaban dispuestos a cambiar
de bando. Los japoneses lanzaron la llamada Ofensiva
Meigō contra las tropas coloniales galas que resistían en
varios fortines, como el de Liangshan, donde había una
guarnición de siete mil hombres.
Los comandantes nipones de Indochina trataron de
enviar el medio millón de toneladas de arroz guardado en
sus almacenes de vuelta a Japón y a otros centros militares,
pero el bloqueo americano y la falta de barcos de
transporte hicieron imposible la misión. Una parte de ese
arroz se pudrió, pero el resto fue capturado en noviembre
de 1945 por las tropas nacionalistas de Chiang Kai-shek
que habían sido enviadas a la región para desarmar a los
soldados japoneses, las cuales lo trasladaron a China. Para
muchos indochinos, el hambre que caracterizó ese período
supuso una experiencia mucho más dura que la guerra de la
independencia contra Francia y la guerra de Vietnam
juntas.4

La primera información relacionada con el bombardeo de


objetivos en Japón la pasaron a la OSS, a través de la
resistencia tailandesa, los diplomáticos tailandeses
destinados en Tokio. En diciembre de 1944 ya estaban
operativas las bases aéreas de Guam, Tinian y Saipan.
Utilizando las mayores ventajas que ofrecían las Marianas
en comparación con los aeródromos de China, todas las
operaciones de los B-29 Superfortaleza fueron
concentrándose poco a poco en esas islas a las órdenes del
general de división Curtis E. LeMay. Sin embargo,
aumentaron las pérdidas de bombarderos, en parte debido a
la acción de los cazas nipones que despegaban de islas de la
zona para interceptarlos, sobre todo de Iwo Jima. Los
pilotos de los cazas de la Armada Imperial dispersos en
Kyushu jugaban al bridge mientras esperaban la orden de
despegar para atacar a las Superfortalezas que se dirigían a
Tokio. Su pasión por este juego era un curioso legado de
los tiempos en los que la Armada Imperial trataba de imitar
todas las costumbres de la Marina Real británica.5
El mando americano decidió invadir Iwo Jima y su
aeródromo, desde el cual operaban los cazas japoneses
contra los bombarderos y las bases de las Marianas. Una
vez capturado, podrían convertirlo en una pista de aterrizaje
de emergencia para aviones averiados o dañados por el
enemigo.
El 9 de marzo, el mismo día en el que los japoneses
acabaron con la administración francesa de Indochina, el
XXI Mando de Bombarderos de LeMay lanzó su primer
ataque incendiario importante contra Tokio.
Aproximadamente un mes antes, los B-29 habían hecho su
segundo experimento utilizando bombas de napalm. El
distrito industrial de Kobe había quedado prácticamente
arrasado. Después de la devastadora incursión de los B-29
contra Hankou a comienzos del invierno, LeMay era
perfectamente consciente del poder destructivo de los
ataques con bombas incendiarias.
Trescientas treinta y cuatro Superfortalezas arrasaron
con bombas la ciudad de Tokio sin miramientos, esto es,
tanto las zonas residenciales como las industriales de la
capital. Más de doscientos cincuenta mil edificios fueron
pasto de las llamas debido a los fuertes vientos. Las casas
de madera y papel se quemaron en segundos. En total
murieron unas ochenta y tres mil personas, y otras cuarenta
y una mil sufrieron heridas de consideración, un precio
mucho más elevado que el que pagaría Japón cinco meses
después, cuando fue lanzada la segunda bomba atómica
sobre la ciudad de Nagasaki.
El general MacArthur se opuso al bombardeo zonal de
Tokio, pero los corazones americanos se habían
endurecido por la campaña kamikaze contra los buques
estadounidenses. LeMay, sin embargo, no respondió a
MacArthur, y su única concesión fue el lanzamiento de
panfletos advirtiendo a los civiles japoneses de la
conveniencia de evacuar todos los pueblos y ciudades en
los que hubiera plantas industriales. Tenía la firme
determinación de seguir con los bombardeos hasta que no
quedara en pie ningún centro industrial importante en
Japón. Absurdamente, las Fuerzas Aéreas de los Estados
Unidos continuaban afirmando que esos ataques zonales
nocturnos con bombas incendiarias constituían verdaderos
«bombardeos de precisión».6 La navegación entre las islas
del archipiélago también tuvo prácticamente que
interrumpirse debido al lanzamiento de minas en aguas del
mar Interior y sus alrededores.
Las tripulaciones de los bombarderos habían vivido
con angustia y preocupación las importantes pérdidas
sufridas a comienzos de la campaña. Empezaron a calcular
sus posibilidades de sobrevivir a una ronda de treinta y
cinco misiones, y nació así un mantra personal: «Stay
Alive in '45'»7 («Mantente vivo en el [19]45»). Pero la
destrucción de las fábricas aeronáuticas y de cazas
japoneses, la mayoría de los cuales eran utilizados para
lanzar ataques kamikaze contra los buques de la marina
americana, les hizo ver rápidamente que podían sobrevolar
el espacio aéreo japonés con relativa seguridad.

Iwo Jima, aunque apenas tenía siete kilómetros de longitud,


fue calificada por los vuelos de reconocimiento como un
objetivo difícil. LeMay tuvo que insistir al almirante
Spruance en que era absolutamente necesario tomar la isla
para poder preparar la ofensiva de sus bombarderos contra
Japón. La gran isla de Okinawa sería invadida seis semanas
después.
Los defensores de Iwo Jima estaban a las órdenes del
teniente general Kuribayashi Tadamichi, un soldado de
caballería sumamente sofisticado e inteligente. No se hacía
ilusiones con el resultado final de la batalla, pero había
preparado sus posiciones para resistir el mayor tiempo
posible. Una vez más, esto supuso la construcción de una
red de cuevas y túneles, así como de búnkeres de
hormigón, en el que se mezclaba cemento con roca
volcánica. A pesar de las reducidas dimensiones de la isla,
los túneles sumaban veinticinco kilómetros de longitud.
Una vez evacuada su poca población civil, llegaron tropas
de refuerzo, aumentando sus defensas a unos veintiún mil
efectivos, entre soldados y marineros. Sus hombres juraron
matar al menos a diez americanos antes de morir.
La fuerza aérea bombardeó Iwo Jima desde las
Marianas durante setenta y seis días. Luego, a primera hora
de la mañana del 16 de febrero, los japoneses vieron desde
sus búnkeres y sus cuevas que aquella noche había llegado
la flota invasora. La fuerza operacional naval, compuesta
por ocho acorazados, doce portaaviones escolta,
diecinueve cruceros y cuarenta y cuatro destructores,
anclada frente a la costa empezó a bombardear la isla zona
por zona. Pero en lugar de los diez días que habían
solicitado los comandantes navales, el almirante Spruance
había reducido la operación de hostigamiento y
debilitamiento del enemigo a tres. Si consideramos las
toneladas de bombas que cayeron sobre la isla, podemos
afirmar que los daños que sufrieron sus defensores fueron
mínimos. Las únicas excepciones se produjeron cuando las
baterías japonesas abrieron fuego prematuramente contra
algunas lanchas de desembarco lanzacohetes, que su
comandante pensó que formaban parte de la primera oleada
invasora. En cuanto descubrieron sus posiciones, los
cañones pesados de los acorazados apuntaron en su
dirección. Pero cuando empezó el asalto anfibio el 19 de
febrero, la inmensa mayoría de las piezas de artillería de
Kuribayashi seguía intacta.
La 4.ª y la 5.ª División de Infantería de Marina
desembarcaron en la primera oleada invasora en la costa
suroriental de la isla, y tras ellas llegó la 3.ª División de
Infantería de Marina. Las playas de fina arena volcánica
eran tan empinadas que los marines, con cascos de
camuflaje y cargados con su pesado equipamiento, tuvieron
prácticamente que escalar por ellas con grandes
dificultades. La artillería japonesa intensificó sus disparos.
Sus enormes morteros de 320 mm lanzaban las bombas
hacia la zona de desembarco. Los heridos que eran
conducidos de vuelta a la playa perecían a menudo antes de
poder ser evacuados a uno de los barcos. Muchos cuerpos
acabaron macabramente mutilados y desfigurados.
Parte de la 5.ª División se dirigió hacia la izquierda
para atacar el monte Suribachi, un volcán inactivo situado
en el extremo meridional de la isla. Un soldado llevaba
preparada una bandera para izarla en su cumbre. El mejor
regimiento de la 4.ª División fue hacia la derecha para
neutralizar las defensas japonesas instaladas en una cantera
perfectamente fortificada. Contaba con la ayuda de los
tanques Sherman que habían logrado superar la empinada
cuesta de arena de la playa, pero el fuego atroz de la
artillería nipona no cesó prácticamente en todo el día. Un
batallón de setecientos hombres se quedó apenas con
ciento cincuenta efectivos en pie.
Al caer la noche, habían desembarcado alrededor de
treinta mil marines, a pesar del fuego intenso de los
morteros y los cañones enemigos. Cavaron trincheras para
repeler un contraataque, pero hasta esas operaciones
resultaron sumamente difíciles en aquel terreno volcánico
tan blando. Un marine, sin duda de origen rural, comparó
aquel trabajo con abrir un agujero en un barril de trigo.
Pero no se produjo contraataque alguno. Kuribayashi los
había prohibido expresamente, así como las cargas banzai
en campo abierto. Iban a poder matar a más americanos
desde sus posiciones defensivas.
El bombardeo había inutilizado al menos la mayor
parte de los cañones situados a los pies del Suribachi, pero
otras posiciones seguían intactas, como descubriría el 28.°
Regimiento cuando comenzara a escalar el monte. «Sobre
nuestras cabezas caían montones de rocas que dejaban caer
los japos», comentaría un marine, «y se producían
desprendimientos de tierras provocados por las bombas de
nuestra propia artillería naval. Cada puesto atrincherado
constituía un problema en aquella intrincada fortaleza que
había que arrasar. Los muros de muchos de ellos estaban
formados primero por unos bloques de hormigón de más
de sesenta centímetros de grosor unidos por barras de
hierro. Luego venían entre trescientos y trescientos setenta
centímetros de piedras y rocas, apiladas con escombros y
las sucias cenizas de Iwo».8
Suribachi alojaba una guarnición de mil doscientos
hombres en sus túneles y búnkeres. Resistentes al fuego de
la artillería y de los bazookas, dichos búnkeres solo podían
ser atacados con cierto éxito desde muy cerca. Los
marines comenzaron a utilizar cargas explosivas, que
lanzaban al grito de «Fire in the hole!» (literalmente,
«¡Fuego en el agujero!»), y a arrojar granadas de fósforo.
También recurrían frecuentemente a los lanzallamas, pero
su empleo suponía una misión aterradora para el hombre
que manipulaba esta arma, pues se convertía en el primer
objetivo de los ametralladores japoneses que intentaban
incendiar el tanque que llevaba a la espalda. Los nipones
sabían que si eran alcanzados por el fuego que salía por las
fauces de aquel dragón iban a acabar como «un pollo frito».
Llegado un punto, los marines oyeron unas voces
japonesas, y se dieron cuenta de que el ruido venía de
abajo, de una fisura abierta en la roca. Subieron barriles de
combustible por la montaña, luego vertieron la gasolina y
le prendieron fuego.
Después de tres días de interminables combates, un
reducido grupo de hombres del 28.° Regimiento alcanzó la
cima del volcán y clavó en ella una estaca metálica en la
que ondeaba la bandera de los Estados Unidos. Fue un
momento muy emotivo. La escena fue vivida con júbilo y
lágrimas de alivio tanto en tierra como en el mar. Los
buques anclados frente a la costa hicieron sonar sus
sirenas. El secretario de la marina, James V. Forrestal, que
estaba viendo toda la operación, se volvió hacia el general
de división Holland Smith y dijo: «La colocación de esa
bandera en el Suribachi significa un Cuerpo de Marines
durante los siguientes quinientos años». Llevaron a la cima
otra bandera más grande y una larga barra de andamio a
modo de mástil que seis hombres se encargaron de
colocar: la fotografía que tomaron se convirtió en el icono
de la guerra en el Pacífico. Suribachi había costado la vida
de ochocientos marines, pero no era la principal posición
defensiva de la isla.
El cuartel general de Kuribayashi estaba
perfectamente soterrado en el extremo septentrional de
Iwo Jima, en la complejísima red de túneles y cavernas que
había sido excavada. Cuando, tras lograr cruzar las líneas
americanas, aparecieron los pocos supervivientes del
Suribachi, los mandos japoneses de la isla montaron en
cólera. Aunque su comandante moribundo les había
ordenado que abandonaran las armas y comunicaran la
noticia de la pérdida del Suribachi, aquellos hombres
fueron recibidos con horror y desprecio por no haber
combatido hasta el final. Su oficial, un teniente de la
marina, fue abofeteado, vejado, tachado de cobarde, y a
punto estuvo de morir decapitado. Ya estaba de rodillas con
la cabeza inclinada cuando alguien detuvo la espada que
empuñaba el capitán Inouye Samaji.
Al quinto día, los marines habían asegurado los dos
aeródromos del centro de la isla, pero luego, con las tres
divisiones codo con codo, tuvieron que avanzar para tomar
el complejo defensivo del norte de la isla, que estaba
oculto bajo la tierra volcánica en aquel paisaje estéril e
infernal. Los francotiradores japoneses se ocultaban en
fisuras. Las ametralladoras pasaban de la entrada de una
cueva a la entrada de otra cueva, y los americanos
comenzaban a sufrir cada vez más bajas. Los marines
estaban enfadados porque no se les permitía utilizar gas
venenoso para atacar aquel laberinto de túneles. Algunos se
derrumbaron víctimas de la fatiga de combate, pero fueron
muchos los que demostraron un arrojo y una valentía
increíbles, sin dejar de luchar por heridos que estuvieran.
Fueron concedidas no menos de veintisiete Medallas de
Honor por los combates en Iwo Jima. Apenas se hicieron
prisioneros: incluso los japoneses heridos de gravedad
perecieron brutalmente, pues solían ocultar una granada
con la que poner fin a su vida y a la de cualquier marine que
intentara ayudarlos. Algunos americanos se dedicaron a
decapitar cadáveres enemigos, cuyas cabezas hervían a
continuación para vender los cráneos cuando regresaran a
los Estados Unidos.
El avance de un barranco a otro y de una colina a otra,
a los que pusieron nombres como «Picadora de Carne»,
«Valle de la Muerte» o «Colina Sangrienta», fue lento y un
verdadero horror. Los soldados japoneses se vestían con
los uniformes de los marines muertos para infiltrarse por
la noche en las líneas americanas y provocar el caos en la
retaguardia. La noche del 8 de marzo, a pesar de las
órdenes de Kuribayashi prohibiendo las cargas banzai, el
capitán Inouye encabezó uno de estos ataques cuando él y
los mil hombres de su formación se vieron rodeados cerca
del cabo Tachiwa, en el extremo oriental de la isla. Se
lanzaron contra un batallón del 23.° Regimiento,
provocando más de trescientas cincuenta bajas durante una
batalla inmersa en el caos, pero a la mañana siguiente los
marines supervivientes pudieron verificar que en sus
posiciones y alrededor de ellas yacían setecientos ochenta
y cuatro cadáveres enemigos.
Cuando acabó la batalla de Iwo Jima el 25 de marzo,
seis mil ochocientos veintiún marines habían perdido la
vida, o estaban agonizando, y otros diecinueve mil
doscientos diecisiete habían sido gravemente heridos.
Aparte de cincuenta y cuatro soldados japoneses hechos
prisioneros, dos de los cuales se suicidaron, los veintiún
mil efectivos que habían compuesto la fuerza de
Kuribayashi estaban muertos. Después de caer
mortalmente herido durante la batalla final, Kuribayashi fue
enterrado por sus hombres en la profundidad de las
cavernas.

A mediados de marzo, la Fuerza Operacional 58 del


almirante Mitscher, con sus dieciséis portaaviones, volvió
a adentrarse en aguas japonesas para bombardear los
aeródromos de Kyushu y la isla principal del archipiélago,
Honshu. Se trataba de un ataque preventivo antes de dar
inicio a la invasión de Okinawa. Además de destruir los
aviones aparcados en las bases, sus pilotos consiguieron
causar daños de diversa consideración en el gran acorazado
Yamato y en cuatro portaaviones. Pero el ataque sorpresa
de un bombardero nipón, que no estaba pilotado por un
kamikaze, provocó daños devastadores en el portaaviones
estadounidense Franklin. Aunque recibió permiso para
abandonar el buque, el capitán y los supervivientes
consiguieron controlar al final los incendios que habían
estallado debajo de la cubierta. La fuerza operacional de
Mitscher no tardaría en experimentar ataques mucho
peores cuando tuviera que estacionarse frente a las costas
de Okinawa para proteger los desembarcos. Allí sus buques
se convertirían en objetivos de oleadas y oleadas de pilotos
kamikaze.
Durante los últimos días de marzo, las fuerzas
americanas ocuparon dos grupos de islas pequeñas al oeste
del extremo meridional de Okinawa, unas islas que
resultarían mucho más útiles de lo que habían imaginado.
Descubrieron y destruyeron una base de embarcaciones
suicidas, preparadas con cargas explosivas para arremeter
contra los buques de guerra estadounidenses. Las islas más
cercanas también ofrecieron unas buenas posiciones para
que las baterías Long Tom de 155 mm pudieran proteger
debidamente a las tropas cuando ya estuvieran en la playa.
Okinawa, con una población de cuatrocientos
cincuenta mil habitantes, era la isla principal de las Ryuku.
Los japoneses se habían anexionado este pequeño
archipiélago en 1879, que pasó así a formar parte de su
territorio nacional. Los habitantes de Okinawa, cuyas
tradiciones y cultura eran muy distintas de las japonesas, no
tenían aquel espíritu militarista de la raza superior. Los
reclutas de la isla sufrieron más que ningún otro la
agresividad y la violencia en el Ejército Imperial.
Con sus cien kilómetros de longitud, Okinawa se
encontraba a unos quinientos cincuenta kilómetros al
suroeste de Japón. Tenía varias ciudades importantes,
como, por ejemplo, la antigua ciudadela de Shuri, del siglo
xv, en el sur, así como una serie de montañas rocosas que,
formando una cadena, cruzaban el centro de la isla, y buena
parte de sus tierras era de cultivo, con cañaverales y
arrozales. El XXXII Ejército del general Ushijima Mitsuru,
con un número de efectivos superior a los cien mil, era
mucho más poderoso que lo que habían calculado los
servicios de inteligencia americanos, aunque veinte mil de
ellos pertenecieran a las milicias locales, de las que los
soldados japoneses se burlaban por su acento típico de
Okinawa. Ushijima se había quedado sin su mejor división,
la 9.ª, que había sido trasladada a Filipinas por orden del
Cuartel Imperial general. Sin embargo, disponía
curiosamente de muchísimas piezas de artillería y de
morteros pesados.
Ushijima, desde su cuartel general en la ciudadela de
Shuri, planeaba defender hasta el final el sector más
poblado de la isla, el sur. En la zona montañosa del norte,
en la que los americanos esperaban encontrar mayor
resistencia, había posicionado solamente una pequeña
fuerza a las órdenes del coronel Udo Takehido. Ushijima
no tenía la más mínima intención de defender la costa. Al
igual que Kuribayashi en Iwo Jima, iba a esperar a que los
americanos vinieran hacia él.
El 1 de abril, Domingo de Pascua, tras seis días de
bombardeos por parte de los acorazados y los cruceros, la
gran flota invasora del almirante Turner estaba lista para
poner en movimiento sus vehículos anfibios y sus lanchas
de desembarco. Después de todo el horror vivido en Iwo
Jima, los desembarcos suponían una mezcla aliviadora de
anticlímax y euforia. La 2.ª División de Infantería de
Marina emprendió un falso ataque en el extremo
suroriental de la isla para luego regresar inmediatamente a
Saipan. De los sesenta mil hombres que componían las
cuatro divisiones desembarcadas en la costa occidental,
dos de infantería de marina y otras dos del ejército de
tierra, solo veintiocho perdieron la vida el primer día. Sin
encontrar apenas oposición, se dirigieron hacia el interior
para asegurar dos aeródromos.
La 1.ª y la 6.ª División de Infantería de Marina
avanzaron hacia el noreste a través del istmo de Ishikawa
para llegar a la zona principal de la isla, donde Ushijima
apenas había posicionado fuerzas defensivas. Después del
alivio que había supuesto desembarcar sin encontrar
oposición, sus hombres empezaron a sentirse tensos.
«¿Dónde diablos están los japos?», se preguntaban los
marines.9 Se cruzaron con una multitud de nativos
aterrorizados y desconcertados, a los que mandaron hacia
la retaguardia donde se habían montado los campos de
internamiento. Dieron caramelos y algunas raciones de
comida a los niños, que no se mostraban temerosos como
sus padres y abuelos. La 7.ª y la 9.ª División del ejército de
tierra giraron hacia el sur, sin saber que estaban
dirigiéndose hacia las principales líneas defensivas de
Ushijima que cruzaban la isla a la altura de Shuri.
Sólo el 5 de abril, cuando las dos divisiones del
ejército de tierra llegaron a las colinas de piedra caliza, con
sus cavernas naturales y sus cuevas excavadas por la mano
del hombre, comprendieron que les aguardaba una dura
batalla. Como en otros lugares, las cuevas habían sido
conectadas unas con otras por medio de túneles y galerías,
y las colinas estaban salpicadas de bóvedas funerarias de
piedra, tradicionales de Okinawa, que se convertían en
perfectos nidos de ametralladoras. Las baterías de artillería
de Ushijima estaban colocadas en la retaguardia, con
oficiales de observación en posiciones avanzadas en las
colinas preparados para dirigir sus disparos. La táctica
fundamental del comandante nipón consistía en separar a
los soldados de la infantería americana de sus tanques, los
cuales iban a ser atacados por unos equipos de hombres
ocultos que saltarían de su escondite y correrían hacia los
Sherman con cócteles Molotov y cargas explosivas. Las
tripulaciones de los carros blindados serían abatidas
cuando abandonaran sus vehículos en llamas.

Mientras las dos divisiones del ejército de tierra temblaban


solo de pensar lo que les esperaba, la flota del almirante
Turner anclada frente a la costa empezó a sufrir todo el
peso de los ataques de los pilotos kamikaze que habían
despegado de Kyushu y de Formosa. El 6 y el 7 de abril,
trescientos cincuenta y cinco aviones japoneses
emprendieron el vuelo. Cada uno de estos aviones iba
acompañado por otro aparato pilotado por un aviador con
más experiencia que lo escoltaba. Los kamikaze, en su
inmensa mayoría, apenas habían completado su
entrenamiento de vuelo, y por esta razón se les animaba a
presentarse voluntarios. De este modo, los veteranos
podían regresar para escoltar a otro grupo. Aunque la orden
era que sus objetivos fueran los portaaviones, casi todos se
lanzaban contra el primer buque que veían. En
consecuencia, los destructores, que se habían colocado en
semicírculo en primera línea para detectar con sus radares
la llegada del enemigo, fueron los que sufrieron los peores
ataques al principio. Con su ligero blindaje y solo unas
pocas baterías antiaéreas, llevaban todas las de perder.
Junto con los ataques aéreos, la misión suicida más
evidente fue la que emprendió el gigantesco acorazado
Yamato, acompañado por un crucero ligero y ocho
destructores. Siguiendo las órdenes dadas por el
comandante en jefe de la Flota Combinada, estos buques
habían zarpado del mar Interior para cruzar el estrecho que
separa Kyushu de Honshu. Tenían que atacar a la flota
americana anclada en aguas de Okinawa, varar sus naves y
utilizarlas como baterías fijas para apoyar a las tropas del
general Ushijima. Muchos altos oficiales de la marina
quedaron horrorizados por la manera en la que iba a
sacrificarse un buque tan importante como el Yamato , en
cuyos depósitos solo se había cargado el combustible
necesario para aquel viaje de ida sin regreso.
El 7 de abril, el almirante Mitscher fue avisado de la
inminente llegada del Yamato por los submarinos
estadounidenses. Ordenó que sus aviones despegaran,
aunque sabía que el almirante Spruance deseaba que sus
acorazados tuvieran el honor de hundir el famoso buque
enemigo. Al final, Spruance cedió ese honor a los pilotos
de la marina. La escuadra suicida japonesa fue seguida de
cerca por los aviones de reconocimiento americanos, que
se encargaron de guiar a los bombarderos en picado
Helldiver y a los aviones torpederos Avenger hacia el
objetivo.
La primera oleada alcanzó al enemigo con dos bombas
y un torpedo. Apenas una hora después, la segunda oleada
alcanzó al Yamato con cinco torpedos. Otras diez bombas
dieron en el blanco cuando el gran acorazado comenzó a
perder velocidad y a quedarse varado en medio del agua. El
crucero Yahagi también fue alcanzado. Entonces el
Yamato empezó a zozobrar y estalló por los aires. El
Yahagi también se fue a pique junto con cuatro
destructores. La gran expedición fue uno de los gestos más
inútiles de la guerra moderna, y costó la vida de varios
millares de marineros.
La segunda serie de ataques kamikaze contra la flota
invasora empezó el 11 de abril, y esta vez los pilotos sí se
dirigieron contra los portaaviones. El Enterprise fue
alcanzado por dos de ellos, aunque se mantuvo a flote a
pesar de los graves daños. El Essex también fue alcanzado,
pero siguió operativo. Al día siguiente el acorazado
Tennessee fue alcanzado, y un destructor hundido.
Mientras nadaba en el agua intentando ponerse a salvo, la
tripulación del destructor fue acribillada a balazos por
otros cazas. Una tercera serie de ataques comenzó el 15 de
abril, cuando la tensión y el cansancio ya hacían mella en
las tripulaciones de los buques. También fue atacado un
barco hospital claramente identificado. El Enterprise
volvió a sufrir ataques, así como el Bunker Hill, entre
otros portaaviones.
Los kamikaze también se lanzaron contra los buques
de la Flota del Pacífico de la Marina Real británica, cuya
presencia en lo que consideraba su teatro de operaciones
había aceptado a regañadientes el almirante King. La Fuerza
Operacional 57, como la había designado Spruance, se
dedicó a bombardear los aeródromos de la isla de
Sakishimagunto cerca de Formosa. Las cubiertas de vuelo
de los portaaviones británicos consistían en unos ocho
centímetros de plancha blindada. Cuando un kamikaze Zeke
se estrelló contra la cubierta de vuelo del buque inglés
Indefatigable y estalló, simplemente dejó una abolladura.
El oficial de enlace de la Marina de los Estados Unidos que
viajaba a bordo comentaría: «Cuando un kamikaze se
estrella contra un portaaviones americano, el buque tiene
que pasarse seis meses en Pearl Harbor para ser reparado.
En un portaaviones Limey basta ordenar "¡Barrenderos, a
por las escobas!"».10
La Marina de los Estados Unidos pagó un elevado
precio. Cuando acabó la campaña de Okinawa, el suicidio
de mil cuatrocientos sesenta y cinco pilotos había hundido
veintinueve buques, averiado otros ciento veinte, matado a
tres mil cuarenta y ocho marineros, y herido a otros seis
mil treinta y cinco.

Al norte de Suri, la 7.ª División de Infantería de Marina


tardó siete días para avanzar unos seis kilómetros. La 96.ª
necesitó tres para tomar el terreno elevado que llamaron
Cactus Ridge. Después consiguió ocupar otra cresta,
Kakazu Ridge, en un ataque sorpresa poco antes del
amanecer, pero se vio obligada a retirarse cuando la
artillería japonesa, que se había preparado para alcanzar la
zona, concentró todo su fuego en esa dirección. Tras nueve
días de combates, las dos divisiones se veían bloqueadas, y
habían perdido un total de dos mil quinientos efectivos.
El general Simón Bolivar Buckner, comandante del X
Ejército, recibió al menos noticias reconfortantes de los
marines que avanzaban hacia el norte. Estaban a punto de
alcanzar el extremo septentrional de la isla marchando a
través de los bosques de pinos, que olían a gloria después
de haber tenido que soportar aquel hedor infernal a podrido
durante los combates en la jungla. La fuerza del coronel
Udo se había escondido. El 29.° Regimiento de Infantería
de Marina encontró a unos nativos que hablaban inglés y
estaban dispuestos a colaborar. Fue así como supo dónde
se ocultaba la base de Udo. El oficial japonés había elegido
un promontorio llamado Yae-dake, situado en las
profundidades del bosque a orillas de un río. El 14 de abril,
el 29.° y el 4.° Regimiento atacaron desde lados opuestos.
Tras una batalla de dos días, y después de haber sufrido
numerosas bajas, consiguieron tomar el Yae-dake.
Descubrieron que el coronel Udo había logrado pasar
inadvertido entre sus hombres con un puñado de efectivos
para seguir los combates desde otro punto del bosque.
El 19 de abril, el impaciente general Buckner ordenó
un intenso bombardeo de las líneas japonesas y de la
ciudadela de Shuri, con toda la artillería, la fuerza aérea de
los portaaviones y los grandes cañones de la flota, como
preparación para lanzar un ataque con tres divisiones. El
asalto a las colinas que cruzaban la isla fracasó. El 23 de
abril, el almirante Nimitz voló a Okinawa. Estaba
profundamente consternado por las pérdidas sufridas por
sus barcos anclados frente a la costa y quería completar
con la mayor rapidez posible la conquista de Okinawa. Se
sugirió a Buckner emprender otro desembarco anfibio al
sur de la isla con la 2.ª División de Infantería de Marina. El
general rechazó rotundamente esa propuesta. Temía que los
marines pudieran verse atrapados en una cabeza de playa,
donde, además, iba a resultar muy difícil proporcionarles
los pertrechos y suministros necesarios. Nimitz no quiso
entrar en discusiones, pero dejó bien claro que la conquista
de la isla debía concluirse inmediatamente, pues, en caso
contrario, estaba dispuesto a reemplazar a Buckner.
Aquella noche los japoneses se retiraron de su
primera línea defensiva, aprovechando la protección de una
densa niebla y la cobertura que proporcionó su propia
artillería. Pero la siguiente línea defensiva en la escarpa de
Urasoe-Mura, con sus promontorios, no auguraba nada
bueno. Los reemplazos que entraban por primera vez en
acción a menudo quedaban petrificados cuando veían por
primera vez a un soldado japonés. Algunos incluso pedían a
gritos que alguien disparara, pues se olvidaban de utilizar
sus propias armas. El 307.° Regimiento de la 77.ª División
repelió un contraataque japonés recurriendo prácticamente
al uso exclusivo de granadas. Sus hombres «arrojaban las
granadas con la misma velocidad con la que tiraban de las
anillas», comentaría el jefe de una unidad.11 Para que no
faltaran, se creó una cadena humana que iba pasando cajas
nuevas de proyectiles a primera línea.
A finales de aquel mes, Buckner ordenó que las dos
divisiones de Infantería de Marina que estaban en el norte
de la isla avanzaran hacia el sur. Luego, el 3 de mayo,
Ushijima cometió un gravísimo error. Dejándose
convencer por su vehemente jefe de estado mayor, el
teniente general Cho Isamu, decidió lanzar una
contraofensiva. Cho, un oficial extremadamente militarista,
responsable también de haber dado las órdenes que
provocaron las matanzas y las violaciones de Nanjing de
1937, abogaba por emprender un ataque combinado con
desembarcos anfibios tras las líneas americanas. Los
barcos cargados de soldados fueron localizados por las
lanchas patrulleras de la Marina de los Estados Unidos. Se
produjo una verdadera carnicería tanto en alta mar como en
las playas. El ataque por tierra acabó también en desastre.
Ushijima, mortificado, pidió disculpas al único oficial del
estado mayor que se había opuesto rotundamente a aquel
plan de locos.
El 8 de mayo, cuando la noticia de la rendición de
Alemania llegó a oídos de las compañías de fusileros de la
1.ª División de Infantería de Marina, la reacción general fue
exclamar, «¿Y qué?».12 Por lo que hacía a aquellos hombres
se trataba de otra guerra en otro planeta. Estaban
extenuados y sucios, y a su alrededor todo apestaba. La
concentración de tropas en Okinawa era anómalamente
densa. El frente de un batallón apenas llegaba a los
quinientos cincuenta metros de longitud. «Por supuesto, el
hedor a excrementos era espantoso», escribiría William
Manchester, un sargento de marines que estuvo en
Okinawa. «Podían oler la línea del frente mucho antes de
verla; era una inmensa cloaca».13
El 10 de mayo, Buckner ordenó una ofensiva general
con cinco divisiones contra la línea Shuri. Fue una batalla
encarnizada. Sólo una combinación de tanques Sherman
con carros lanzallamas pudo acabar con algunas posiciones
defensivas instaladas en aquellas cuevas. La conquista de
una pequeña cota, la llamada Sugar Loaf, supuso para los
marines diez días de intensos combates y dos mil
seiscientas sesenta y dos bajas. Incluso entre los marines
más curtidos hubo casos de crisis nerviosa, debido
principalmente a la precisión de la artillería y los morteros
japoneses. Todos sufrían martilladores dolores de cabeza
provocados por el ruido de los cañones y las explosiones.
Cuando caía la noche, los japoneses trataban de infiltrarse
en sus líneas, por lo que continuamente se disparaban al
cielo proyectiles de iluminación o bengalas para alumbrar
con una luz verde y mortecina aquella zona de pesadilla.
Los centinelas tenían que observar la disposición exacta de
los cadáveres que yacían en su sector porque los soldados
japoneses que por la noche se acercaban a rastras hacia sus
posiciones solían hacerse el muerto entre aquellos cuerpos
para pasar inadvertidos.
El 21 de mayo, justo cuando los americanos
consiguieron llegar a una zona en la que podían utilizar sus
tanques, comenzaron las lluvias, atascando a los vehículos e
impidiendo el despegue de los aviones. Todos y todo
quedaron cubiertos de barro y agua enfangada. Para los
soldados de infantería y los marines que transportaban las
municiones resbalando y cayendo en el lodo, su labor se
convirtió en una pesadilla agotadora. Pero la vida en las
trincheras, llenas de agua y rodeadas de cadáveres en
descomposición que yacían entre los cráteres abiertos por
las bombas, era aún peor. En los cuerpos de los caídos, al
aire libre o parcialmente enterrados, serpenteaban los
gusanos.
Amparados por las intensas lluvias, los hombres de
Ushijima empezaron a retirarse a las últimas posiciones
defensivas en el extremo meridional de Okinawa. Ushijima
sabía que la línea Shuri no iba a aguantar, y si los
americanos lanzaban los tanques, sus tropas corrían el
peligro de quedar rodeadas. Dejó atrás una fuerte
retaguardia, pero al final un batallón del 5.° Regimiento de
Infantería de Marina ocupó la ciudadela de Shuri. Como en
esta unidad solo se encontró una bandera confederada, para
vergüenza y consternación de algunos oficiales tuvo que
ser izada la bandera de «Estrellas y Barras» hasta que
pudiera ser sustituida por la de «Barras y Estrellas».
El 26 de mayo amaneció claro y sereno, y los aparatos
aéreos de los portaaviones localizaron vehículos que se
dirigían desde Shuri hacia el sur. Los nativos, aterrorizados
por la propaganda japonesa que contaba monstruosidades
sobre los americanos, insistieron en huir con las tropas,
por mucho que Ushijima les hubiera ordenado que buscaran
cobijo en otra dirección. Los comandantes americanos se
vieron obligados a abrir fuego contra la columna, y el
crucero New Orleans empezó a bombardear la carretera
con sus cañones de 203 mm. Unos quince mil civiles
perecieron junto con los soldados en retirada.
Tras el repliegue de tropas, la fuerza de Ushijima
quedó reducida a menos de treinta mil efectivos, pero
seguirían librándose encarnizadas batallas, aunque el final
estaba ya cerca. El 18 de junio, el propio general Buckner
murió tras ser alcanzado por la metralla de una bomba
cuando observaba el desarrollo de un ataque lanzado por la
2.ª División de Infantería de Marina. Al cabo de cuatro días,
el general Ushijima y el teniente general Cho, cercados ya
en el interior de su bunker de mando, comenzaron los
preparativos para suicidarse siguiendo el rito que
combinaba el harakiri y la decapitación simultánea por la
espada de sus respectivos ayudantes. El recuento de los
cadáveres de sus soldados arrojó un total de ciento siete
mil quinientos treinta y nueve, pero muchos otros habían
sido enterrados con anterioridad o habían quedados
sellados en el interior de las cuevas destruidas.
Las bajas sufridas por las formaciones de la marina y
del ejército de tierra se repartían del siguiente modo: siete
mil seiscientos trece muertos, treinta y un mil ochocientos
siete heridos y veintiséis mil doscientos once «lesionados
por otras causas», lesiones que en su mayoría hacían
referencia a crisis nerviosas. Se calculó que murieron unos
cuarenta y dos mil habitantes de Okinawa, pero es muy
probable que la cifra real fuera muy superior. Aparte de los
que cayeron por el fuego de la artillería naval, muchos
acabaron enterrados vivos en las cuevas que fueron
alcanzadas por los disparos de las baterías de uno y otro
bando. En cualquier caso, la conquista de Okinawa
planteaba una cuestión muy grave: ¿Cuántos civiles iban a
morir cuando comenzara la invasión de Japón que ya estaba
planificándose? Es probable que la captura de Okinawa no
acelerara el final de la guerra. Su objetivo era poder
disponer de una base desde la que emprender la invasión
del archipiélago nipón, pero es evidente que la naturaleza
suicida de su defensa hizo que Washington se replanteara
su estrategia y reconsiderara los siguientes pasos a seguir.
46
YALTA, DRESDE,
KÖNIGSBERG
(febrero-abril de 1945)

A finales de enero de 1945, mientras los combates en


Budapest llegaban a su punto culminante y los ejércitos
soviéticos alcanzaban el río Oder, los tres líderes aliados
se disponían a reunirse en Yalta para decidir el destino del
mundo de posguerra. Stalin, que tenía miedo a volar,
insistió en celebrar la conferencia en Yalta, en Crimea,
hasta donde podía viajar en ferrocarril en su vagón zarista
de color verde.
Roosevelt había sido nombrado presidente por cuarta
vez el día 20 de enero. En su breve discurso inaugural, hizo
alusión a la paz, que no llegaría a conocer. Tres días
después, en medio de unas precauciones de seguridad
desconocidas hasta entonces, embarcó en secreto en el
crucero pesado Quincy, de la Marina de los Estados
Unidos. Once días después el Quincy y sus buques escolta
llegaban a Malta, donde Churchill lo esperaba con ansiedad.
Pero Roosevelt, con su típica cortina de humo de encanto y
hospitalidad, se las arregló para no hablar de lo que iban a
decir en Yalta. De nuevo no quería que Stalin pensara que
estaban «conchabándose» contra él Evidentemente quería
tener las manos libres y no llevar una estrategia acordada.
La delegación británica estaba cada vez más incómoda.
Stalin sabía exactamente lo que quería, y respecto a los
otros haría que se enfrentaran entre sí. Roosevelt quería
ante todo asegurarse el apoyo de la Unión Soviética para la
creación de una Organización de las Naciones Unidas,
mientras que la principal prioridad de los ingleses era
obtener garantías de que Polonia sería auténticamente libre
e independiente.
Las dos delegaciones volaron por la noche desde
Malta hasta el mar Negro y aterrizaron en Saki el 3 de
febrero. El largo trayecto en coche por los montes de
Crimea y a lo largo de la costa les permitió pasar por
muchas zonas devastadas por la guerra. Las delegaciones
fueron alojadas en palacios de veraneo zaristas. Roosevelt
y los americanos se quedaron en el Palacio Livadia, donde
iban a tener lugar las reuniones.
Para Stalin, la principal finalidad de la conferencia de
Yalta era forzar la aceptación del control soviético de la
Europa central y los Balcanes. Estaba tan seguro de su
posición que se sintió en condiciones de atormentar a
Churchill en una reunión preliminar, proponiendo una
ofensiva a través del Pasillo de Ljubljana. Estaba
perfectamente al tanto de que el proyecto preferido de
Churchill, que era adelantarse al Ejército Rojo, había
encontrado la oposición constante de los americanos. Y
ahora que los ejércitos soviéticos estaban al noroeste de
Budapest, era demasiado tarde para los ingleses. En
cualquier caso, los americanos habían estado insistiendo en
el traslado de más divisiones de Italia al frente occidental.
Churchill debió de sentirse profundamente molesto al ver
que Stalin hurgaba en la herida con falsa sinceridad.
Roosevelt, todavía con la esperanza de dar la
impresión de que los Aliados occidentales no estaban
conchabados, se negó a ver a Churchill antes de que se
empezara a trabajar en serio. Esta precaución fue vana, pues
la delegación soviética había dado por supuesto que
Churchill y él ya habían discutido previamente su estrategia
en Malta. Justo antes de la sesión inaugural, Stalin visitó a
Roosevelt, que inmediatamente intentó ganar su confianza
socavando la posición de Churchill. Habló de sus
desacuerdos en materia de estrategia e incluso aludió en
tono aprobatorio al brindis de Stalin en Teherán
proponiendo la matanza de cincuenta mil oficiales
alemanes, comentario que había hecho que Churchill
abandonara asqueado la sala.
Comentando que los ingleses también querían «su
trozo de pastel y zampárselo», se refirió en tono de queja al
hecho de que los británicos ocuparan el norte de Alemania,
que él quería que fuera para los Estados Unidos, pero no
había hablado de ello hasta que había sido demasiado tarde.
Estaba dispuesto, sin embargo, a apoyar la pretensión de
Churchill de que incluso los franceses tuvieran su zona de
ocupación en el sudoeste, pero también esto lo dijo en
tono despectivo, lanzando indirectas contra los británicos y
contra De Gaulle.
Cuando dio comienzo la primera sesión en el salón de
baile del Palacio Livadia a última hora de la tarde del 4 de
febrero, Stalin invitó a Roosevelt a inaugurar el acto.
Durante los días sucesivos, analizaron la situación militar y
la estrategia, el posible desmembramiento de Alemania, las
zonas de ocupación y también las indemnizaciones, tema
del máximo interés para Stalin. Churchill quedó
estupefacto cuando Roosevelt declaró que el pueblo
americano no iba a dejarle mantener sus tropas en Europa
mucho más tiempo. Especialmente los mandos militares
norteamericanos tenían ganas de lavarse las manos de una
vez en Europa y acabar la guerra con Japón. Pero Churchill
vio acertadamente que aquello había sido una metedura de
pata terrible de cara a las negociaciones. Stalin se sintió
inmensamente reconfortado. Posteriormente comentaría a
Beria que «la debilidad de las democracias radicaba en el
hecho de que el pueblo no delegaba unos derechos
permanentes como los que poseía el gobierno soviético».1
El 6 de febrero, el gran sueño que acariciaba
Roosevelt de una Organización de las Naciones Unidas fue
tema de largas y tortuosas discusiones. Cuando se trató de
la composición del consejo de seguridad y de los
requisitos exigibles a los distintos países para ser
miembros de la asamblea general, Stalin sospechó que los
americanos y los ingleses le habían tendido una trampa. No
había olvidado el voto de la Sociedad de Naciones que
había condenado la invasión de Finlandia por la Unión
Soviética en el invierno de 1939.
Stalin estuvo hábil y sereno. Habló con una autoridad
tranquila y jugó una baza ganadora con tanta astucia como
en la conferencia de Teherán catorce meses antes, que
había establecido la estrategia para darle el dominio de
media Europa. Tenía además la ventaja de conocer por los
espías británicos de Beria las posiciones negociadoras de
los Aliados occidentales. Los otros dos integrantes del
grupo de los Tres Grandes no podían ni esperar estar a su
altura. Roosevelt, de aspecto envejecido y frágil, con la
boca abierta y los labios caídos la mayor parte del tiempo,
a veces parecía que ni siquiera seguía lo que se decía.
Churchill, siempre a punto de dejarse llevar por su retórica
emocional, en vez de centrarse en los hechos puros y
duros, era evidente que no entendía los aspectos clave de
ciertas discusiones fundamentales. Ese era el caso en
particular en la cuestión de Polonia, tan cercana a su
corazón. Parece que no captó las señales sutiles, pero muy
claras que lanzó Stalin sobre este tema.
Para Churchill, la prueba fundamental de las buenas
intenciones de la Unión Soviética sería cómo iba a tratar a
Polonia. Pero Stalin no veía razón alguna para llegar a un
compromiso. El Ejército Rojo y el NKVD tenían en
aquellos momentos un control absoluto de todo el país.
«Sobre Polonia Iosef Vissarionovich no se ha movido ni un
centímetro», dijo Beria a su hijo Sergo en Yalta. (Sergo
Beria se había encargado de poner micrófonos ocultos en
todas las habitaciones e incluso de colocar micrófonos
direccionales para captar las conversaciones de Roosevelt
en el exterior.)2
Churchill había tenido la sensación de estar solo. «Los
americanos desconocen por completo el problema
polaco», había dicho a Edén y a lord Moran, su médico. «En
Malta les hablé de la independencia de Polonia y me
encontré con la siguiente respuesta: "Pero sin duda eso no
es algo que esté en juego"».3 De hecho, Edward Stettinius,
el secretario de estado, se había mostrado de acuerdo con
Edén, pero Roosevelt quería ante todo evitar cualquier
brecha con Stalin a propósito de Polonia, especialmente si
contribuía a dificultar el acuerdo sobre las Naciones
Unidas.
El 6 de febrero, durante las conversaciones sobre
Polonia, Roosevelt intentó actuar como si fuera el
mediador neutral entre los ingleses y los rusos. La frontera
oriental a lo largo de la línea Curzon había sido más o
menos acordada entre los Tres Grandes, pero, para sorpresa
de Churchill, Roosevelt pidió a Stalin que permitiera a los
polacos quedarse con la ciudad de Lwow como gesto de
generosidad. Stalin no tenía la menor intención de hacer
nada parecido. En su opinión, pertenecía a Ucrania y,
aunque los polacos constituían la mayoría absoluta de la
población de la ciudad, ya había dado comienzo la limpieza
étnica. Tenía la intención de trasladarlos a todos a las zonas
del este de Alemania con las que se proponía compensar a
Polonia. Finalmente los ciudadanos de Lwow serían
trasladados en masa a Breslau, que pasaría a llamarse
Wroclaw.
Stalin estaba mucho más interesado por las propuestas
occidentales de un gobierno polaco de coalición formado
por líderes de todos los grandes partidos para supervisar
unas elecciones libres. Por lo que a él le concernía, ya
existía un gobierno provisional: los polacos de Lublin que
ahora se habían trasladado a Varsovia. «Dejaremos entrar a
uno o dos emigrados, a efectos decorativos», dijo a Beria,
«pero nada más».4 Él ya había reconocido su propio
gobierno títere a primeros de enero, a pesar de las
protestas de Gran Bretaña y de los Estados Unidos. Los
franceses reconocieron el gobierno títere de Stalin, a pesar
de la actitud mantenida anteriormente por De Gaulle en el
mes de diciembre. Los checos también lo reconocieron
debido a las presiones.
Stalin se puso muy nervioso durante estas discusiones.
Después de una breve pausa, de repente se levantó y se
puso a hablar. Reconoció que los rusos habían «cometido
muchos pecados contra los polacos en el pasado», pero
afirmó que Polonia era trascendental para la seguridad
soviética. La Unión Soviética había sido invadida dos veces
a través de Polonia a lo largo de este siglo y solo por esa
razón era preciso que Polonia fuera «poderosa, libre e
independiente». Ni Churchill ni Roosevelt podían entender
plenamente el shock que había sido la invasión alemana en
1941 ni la determinación de Stalin de establecer un cordón
de seguridad de estados satélites para que los rusos no
pudieran volver a ser sorprendidos nunca más. Cabría
afirmar que los orígenes de la Guerra Fría se sitúan en esa
experiencia traumática.
La idea que tenía Stalin de una Polonia «libre» e
«independiente» era, por supuesto, muy diferente de la
definición británica o americana de estos términos, pues
insistía en que debía ser «amiga». Rechazaba cualquier
participación en su gobierno de representantes del
gobierno en el exilio, acusándolo de fomentar los
disturbios detrás de las líneas soviéticas. Afirmó que los
integrantes del Ejército del Interior habían matado a
doscientos doce oficiales y soldados del Ejército Rojo,
pero naturalmente no hizo la menor alusión a la espantosa
represión llevada a cabo por el NKVD contra los polacos
no comunistas. El Ejército del Interior, según su
argumento, se dedicaba, por tanto, a ayudar a los alemanes.
Al día siguiente quedó claro que cualesquiera
compromisos a los que pudiera llegarse sobre Polonia y las
Naciones Unidas iban a estar necesariamente ligados.
Stalin aplazó la cuestión del gobierno polaco y entusiasmó
a los americanos mostrándose de acuerdo con su sistema
de votación en las Naciones Unidas. No quería que la
Unión Soviética se viera superada masivamente en votos en
la Asamblea General. Hizo, por tanto, que Molotov
arguyera de nuevo que, partiendo de la base de que los
británicos contaban con varios votos, si se tenía en cuenta
que lo más probable era que los Dominios se pusieran del
lado de la madre patria, tendrían que ser admitidos también
al menos algunos estados miembros de la Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas, especialmente Ucrania y
Bielorrusia.
Roosevelt no cayó en la trampa. Nadie las consideraba
en modo alguno independientes de Moscú y además
semejante pretensión minaba el principio de un país, un
voto. Para mayor sorpresa e irritación suya, Churchill se
puso de parte de Stalin. Pero a la mañana siguiente
Roosevelt dio su beneplácito, con la esperanza de que
Stalin se comprometiera a declarar la guerra a Japón. La
concesión de Stalin en lo tocante a las Naciones Unidas,
sin embargo, no había sido más que un intento de
convencer a Roosevelt de que debía suavizar su postura
respecto a Polonia. Aquel juego tridimensional empezaba a
volverse complicado. Y se complicó todavía más debido a
las discrepancias existentes dentro de la delegación
americana.
Cuando la conferencia volvió sobre el tema de
Polonia, Stalin alegó que la propuesta de Roosevelt de traer
a Yalta delegados de los gobiernos rivales era irrealizable.
No conocía sus direcciones y no hubiera habido tiempo
suficiente. Por otro lado pareció que ofrecía concesiones
prometedoras hablando de la inclusión de polacos no
comunistas en el gobierno provisional y de la posterior
celebración de elecciones generales. Rechazó las
sugerencias norteamericanas de un consejo presidencial
encargado de supervisar las elecciones. Tanto Molotov
como Stalin se mostraron firmes en la idea de que el
gobierno provisional de Varsovia no sería sustituido, pero
podía ser ampliado.
Churchill dio una respuesta enérgica explicando por
qué Occidente iba a sentir una profunda desconfianza, si es
que no la consideraba un escándalo, ante la idea de un
gobierno que no gozaba de un apoyo generalizado en
Polonia. Stalin replicó a Churchill con una serie de
inequívocos mensajes de advertencia. Él había respetado el
acuerdo sobre Grecia. No había protestado cuando las
tropas británicas habían eliminado a los partisanos
comunistas de Atenas. Y comparó la cuestión de la
seguridad de la retaguardia en Polonia con la situación
reinante en Francia, donde de hecho había metido en
cintura al partido comunista francés. En cualquier caso,
dijo, el gobierno de De Gaulle no era más democrático en
su composición que el gobierno provisional comunista de
Varsovia.
Sostuvo que la liberación de Polonia por los
soviéticos y su gobierno provisional habían sido bien
acogidos en general. Esta mentira tan descarada puede que
no resultara convincente, pero el mensaje era bien claro.
Polonia era su Francia y su Grecia, pero más todavía. Como
bien sabía, Grecia era el talón de Aquiles del primer
ministro británico y el dardo del dictador soviético iba muy
bien dirigido. Churchill se vio obligado a reconocer su
gratitud por la neutralidad de Stalin en los asuntos de
Grecia. Roosevelt, temeroso de perder terreno en el asunto
de las Naciones Unidas, insistió en que la cuestión polaca
debía ser aparcada de momento y discutida por el comité
de ministros de asuntos exteriores.
El presidente norteamericano aceptó el precio de
Stalin por entrar en guerra contra Japón. En Extremo
Oriente, la Unión Soviética quería el sur de la isla de
Sakhalin y las islas Kuriles, que Rusia había perdido tras su
desastrosa guerra contra Japón en 1905. Roosevelt aceptó
también el control de Mongolia por los soviéticos, siempre
y cuando se mantuviera en secreto, pues no había discutido
la cuestión con Chiang Kai-shek. Todo esto no estaba en el
espíritu de la Carta del Atlántico, como tampoco lo estaba
el compromiso americano sobre Polonia, anunciado por
Stettinius el 9 de febrero.
Roosevelt no quiso poner en peligro los acuerdos
alcanzados acerca de sus prioridades más importantes, las
Naciones Unidas y el hecho de que la Unión Soviética
entrara en guerra con Japón. Había renunciado a toda
esperanza de obligar a Stalin a aceptar un gobierno
democrático en Polonia. Ahora todo lo que deseaba era un
acuerdo sobre un «Gobierno Provisional de Unidad
Nacional» y unas «elecciones libres y sin trabas» que
pudiera vender al pueblo americano cuando volviera a su
país. Este planteamiento aceptaba tácitamente la exigencia
soviética de que su gobierno provisional formara la base
del nuevo y, en consecuencia, arrojaba al gobierno en el
exilio de Londres a las tinieblas exteriores. Molotov,
fingiendo que solo planteaba unos cuantos cambios
insignificantes, quiso incluir expresiones tales como
«[gobierno] plenamente representativo», y en vez de
permitir que se requiriera la participación de «partidos
democráticos», quiso cambiar la fórmula y que se dijera
«partidos antifascistas y no fascistas». Como el estado
soviético y el NKVD ya habían definido al Ejército del
Interior y a sus partidarios como «objetivamente fascistas»,
no era ni mucho menos una nimiedad pedante.
Roosevelt rechazó las inquietudes de Churchill por
considerar que no eran más que la interpretación de ciertas
palabras, pero es indudable que el truco estaba en los
detalles, como se comprobaría después. El primer ministro
no se dejaría engañar. Consciente de que no iba a poder
ganar en lo tocante a la composición del gobierno
provisional, se concentró en la cuestión de las elecciones
libres y exigió la presencia de observadores diplomáticos.
Stalin replicó con el mayor descaro que semejante cosa
sería un insulto para los polacos. Roosevelt se sintió
obligado a apoyar a Churchill, pero a la mañana siguiente,
sin avisar a los ingleses, los americanos retiraron de
repente su insistencia en la supervisión de las elecciones.
Churchill y Edén quedaron como si estuvieran en la inopia.
Todo lo que pudieron conseguir fue que los embajadores
tuvieran libertad de movimientos para informar sobre los
acontecimientos de Polonia.
El almirante Leahy indicó a Roosevelt que las palabras
incluidas en el acuerdo eran «tan elásticas que los rusos
pueden estirarlas desde Yalta hasta Washington sin llegar
nunca a saltárselas técnicamente».5 Roosevelt respondió
que no podía hacer nada más. Stalin no cedía en lo
concerniente a Polonia, se dijera lo que se dijera. Sus
tropas y su policía de seguridad controlaban el país. Por lo
que parecía el bien común de la paz mundial, Roosevelt no
estaba preparado para hacer frente al dictador soviético.
Stalin, inquieto al observar el frágil estado del
acomodaticio presidente norteamericano, dijo a Beria que
le suministrara información detallada acerca de todos
aquellos hombres de su entorno que pudieran desempeñar
un papel importante después de su muerte. Quería tener
todos los detalles posibles acerca del vicepresidente Harry
Truman. Temía que la administración que lo sucediera fuera
mucho menos maleable. De hecho, cuando Roosevelt
murió dos meses después, Stalin se mostró convencido de
que había sido asesinado. Según Beria, estaba furioso
porque el Primer Directorio del NKGB no había podido
suministrarle ninguna información al respecto.6
Uno de los últimos temas en ser abordados en Yalta
fue la cuestión de la repatriación de los prisioneros de
guerra. Dado que algunos campamentos habían sido
ocupados ya por el Ejército Rojo, las democracias querían
que sus hombres volvieran a sus casas y devolver a su país
al gran número de prisioneros de guerra soviéticos y a los
que llevaban uniforme de la Wehrmacht. Ni los británicos
ni los americanos habían pensado a fondo en las
implicaciones de este acuerdo. Las autoridades soviéticas
engañaron a sus aliados insistiendo en que sus ciudadanos
habían sido obligados a ingresar en las filas alemanas
contra su voluntad. Debían ser separados de los prisioneros
alemanes, había que tratarlos bien y no clasificarlos como
prisioneros de guerra. Acusaron incluso a los Aliados de
pegar palizas a los mismos prisioneros a los que ellos
pretendían asesinar o enviar al Gulag en cuanto les echaran
la mano encima.
Los ingleses y los americanos sospechaban que Stalin
quería vengarse de todos esos ciudadanos soviéticos, cerca
de un millón, que habían prestado servicio con uniforme de
la Wehrmacht, o se habían visto forzados por el hambre a
convertirse en Hiwis. Sin embargo, no preveían que incluso
los que habían sido hechos prisioneros por los alemanes
iban a ser considerados traidores. Cuando los Aliados
descubrieron la verdad sobre el asesinato de los
prisioneros soviéticos que regresaron a su país, prefirieron
permanecer callados para no retrasar el regreso de sus
propios prisioneros de guerra. Y viendo que era imposible
investigar las acusaciones para identificar a los verdaderos
delincuentes, les pareció más sencillo enviarlos a todos de
vuelta a su país, a la fuerza si era necesario.
Las cuestiones militares que habían inaugurado la
conferencia fueron las últimas en las que se llegó a un
acuerdo. Los americanos querían que Eisenhower tuviera
derecho a trabajar en colaboración directa con la Stavka
para poder coordinar los planes. Aunque era un plan
perfectamente sensato, pronto se comprobó que iba a
resultar todo menos sencillo. El general Marshall y sus
colegas no habían entendido que los mandos militares
soviéticos no se atrevían a hacer nada que comportara
mantener contacto con un extranjero sin tener primero
permiso de Stalin. Marshall había dado por supuesto
también que un verdadero intercambio de información
redundaría en beneficio de ambas partes, pero una vez más
tanto él como todos los americanos que no tenían una
experiencia directa de las prácticas soviéticas, se
equivocaron al no entender la convicción que tenían los
rusos de que los países capitalistas estaban intentando
siempre engañarlos, de modo que ellos tenían que
engañarlos primero. Eisenhower fue totalmente franco
acerca de sus intenciones y de su calendario, de hecho
demasiado franco e ingenuo en opinión de Churchill. Los
soviéticos, por su parte, engañaron deliberadamente a
Eisenhower tanto en lo concerniente a sus planes como a
su calendario por lo que respecta a la Operación Berlín.
Marshall consideraba materia urgente la clarificación
de la «línea de bombardeo», esto es la frontera entre la
zona de operaciones de los occidentales y la de los
soviéticos. La aviación estadounidense ya había atacado por
error a algunas tropas rusas, pensando que eran alemanas.
Marshall quedó anonadado al ver que el general Aleksei
Antonov, jefe del estado mayor general, no podía discutir
nada sin consultar primero a Moscú.
De Gaulle no agradeció ni poco ni mucho a Churchill
que consiguiera persuadir a Roosevelt y a Stalin de que
permitieran a Francia ingresar en la Comisión Aliada de
Control con sus propias zonas de ocupación. El líder
francés estaba enfurruñado por no haber sido invitado a
Yalta y por la negativa de ceder a Francia Renania. Su
estado de ánimo no mejoró cuando Roosevelt, en su viaje
de vuelta a los Estados Unidos, lo invitó a Argel para
informarle de lo que se había decidido en Yalta.
Hipersensible como era, De Gaulle no agradeció el hecho
de recibir una invitación de un americano para que lo
visitara en territorio francés, de modo que la rechazó de
inmediato. Luego corrió el rumor de que Roosevelt lo
había llamado «prima donna», cosa que contribuyó a
inflamar todavía más la situación.
El «espíritu de Yalta», una ilusión sobre la que se
pusieron de acuerdo los delegados americanos e ingleses,
los convenció de que, aunque los acuerdos alcanzados
distaban mucho de ser sólidos, la disposición a la
cooperación y al compromiso en general mostrada por
Stalin sugería que la paz podría mantenerse en el mundo de
posguerra. No tardarían mucho en modificar esas ideas tan
optimistas.

Cuando se trató en Yalta la cuestión de la línea de


bombardeos, el general Antonov pidió que se atacaran los
centros de comunicaciones situados detrás de las líneas
alemanas en el frente oriental. Su finalidad era impedir el
traslado de tropas alemanas del frente occidental al oriental
para resistir al Ejército Rojo. Se ha sostenido que «el
resultado directo de ese acuerdo fue la destrucción de
Dresde por los bombardeos aliados».7 Pero Antonov nunca
habló de Dresde.
Antes incluso de la conferencia de Yalta, Churchill
había mostrado su deseo de impresionar a los rusos con el
poder destructivo del Mando de Bombarderos, en un
momento en el que los ejércitos de Gran Bretaña estaban
muy debilitados por la escasez de hombres. Serviría
también para recordarles que la campaña de bombardeos
estratégicos había sido el inicio del Segundo Frente, cosa
de la que había intentado persuadir a Stalin en varias
ocasiones al comienzo de la guerra.8
Harris también tenía ganas de atacar Dresde
sencillamente porque era una de las pocas grandes ciudades
que todavía no había sido arrasada. La VIII Fuerza Aérea
había atacado sus estaciones de clasificación en el mes de
octubre, pero él todavía no podía incluirla en su libro azul.
El hecho de que esta joya del barroco a orillas del Elba
fuera uno de los grandes tesoros arquitectónicos y
artísticos de Europa no le preocupó ni un momento. El no
haber conseguido la caída de Alemania con sus
bombarderos pesados, como había asegurado que iba a
conseguir, no hizo más que espolearlo todavía más. El i de
febrero, Portal, Spaatz y Tedder acordaron una nueva
directiva que situaba «Berlín, Leipzig y Dresde en la lista
de objetivos prioritarios solo por detrás del petróleo».9
Harris no creía en el plan de las instalaciones
petrolíferas, como había dejado suficientemente claro a
Portal, jefe del estado mayor del aire, en la
correspondencia mantenida con él durante el invierno. Una
directiva de los jefes de estado mayor conjunto de 1 de
noviembre de 1944 lo había obligado a concentrarse en
primer lugar en objetivos relacionados con el petróleo y en
segundo lugar en las comunicaciones. Aunque las
interceptaciones de Ultra demostraban que la insistencia de
Spaatz en los objetivos relacionados con el petróleo estaba
resultando más eficaz, Harris no quería que nadie lo
apartara de la meta personal que perseguía. «¿Vamos ahora
a abandonar esta enorme tarea... justo cuanto se acerca a su
final?», preguntó.10 Harris tuvo que reaccionar
obligatoriamente a las presiones de Portal, pero utilizó el
problema de la mala visibilidad durante el invierno, por lo
demás totalmente cierto, para continuar con su sistema de
bombardear ciudades. En el mes de enero, en vista de que la
disputa continuaba, se ofreció incluso a presentar su
dimisión, pero Portal pensó que no podía destituirlo.
Aunque se demostró que prácticamente todas y cada una de
sus ideas fijas estaban equivocadas, Harris tenía
demasiados partidarios en la prensa popular y entre el
público en general.
Para la mayor parte de las tripulaciones de la RAF,
«Dresde fue solo un objetivo más, aunque estaba muy, muy
lejos».11 Les dijeron que era para perturbar el esfuerzo de
guerra de los alemanes y para ayudar al Ejército Rojo. En
sus reuniones informativas no les dijeron que el objetivo
era causar una marea de refugiados que estorbara el tráfico
de la Wehrmacht, táctica por la cual los británicos habían
criticado a la Luftwaffe en 1940.
Los bombarderos americanos debían ser los primeros
en lanzarse al ataque el 13 de febrero, pero debido al mal
tiempo su misión fue aplazada veinticuatro horas. En
consecuencia, la ofensiva contra Dresde comenzó la noche
del 13 de febrero, con setecientas noventa y seis salidas de
Lancaster de la RAF en dos oleadas. La primera, que lanzó
la mezcla habitual de bombas de alto poder explosivo e
incendiarias, provocó los primeros incendios,
especialmente en la parte más inflamable de la ciudad
antigua. La segunda oleada, más numerosa, pudo ver en el
horizonte una luz brillantísima cuando aún estaba a ciento
cincuenta kilómetros de su objetivo. Los incendios
empezaron a mezclarse para dar lugar a un verdadero
infierno de llamas, que no tardó en provocar vientos
huracanados a nivel del suelo como si fuera una fragua
titánica.
Cuando llegaron las Fortalezas Volantes
norteamericanas al día siguiente, que casualmente era
Miércoles de Ceniza, el humo procedente de la ciudad
alcanzaba los casi cinco mil metros de altura. En tierra, las
condiciones eran tan espantosas como en las otras ciudades
arrasadas por las tormentas de fuego —Hamburgo,
Heilbronn, Darmstadt—, con cuerpos carbonizados y
encogidos, la mayor parte de ellos muertos por inhalación
de monóxido de carbono, el plomo fundido que caía de los
tejados y el asfalto derretido de las calles que atrapaba a la
gente como el papel matamoscas. Las importantes
conexiones ferroviarias y el tráfico militar de Dresde
constituían un objetivo legítimo, pero una vez más se
impuso el deseo obsesivo de destrucción total que tenía
Harris. Pocos días después le tocó el turno a Pforzheim.
Aquí la tormenta de fuego hizo que la puntuación de Harris
subiera hasta alcanzar la cifra de sesenta y tres ciudades
destruidas. La hermosa localidad de Würzburg, que tenía
una significación militar menor todavía, fue incendiada y
arrasada a mediados de marzo. Al final de su vida, Harris
sostendría todavía que su estrategia salvó la vida a un
número incontable de soldados aliados.
Tras la destrucción de Dresde se plantearon muchas
preguntas, en Gran Bretaña y en los Estados Unidos. Hubo
quienes dijeron que las fuerzas aéreas aliadas habían
adoptado una política de «bombardeos de terror».
Churchill, que había instado a llevar a cabo el bombardeo
de Dresde y de otros centros de comunicaciones en
Alemania oriental, empezó a acobardarse al comprobar la
«furia» de la campaña de bombardeos estratégicos. Envió
una notificación a los jefes de estado mayor británicos
afirmando que «la destrucción de Dresde sigue planteando
una cuestión muy grave en contra de la forma que tienen
los Aliados de llevar a cabo sus bombardeos». Portal
consideró aquel documento profundamente hipócrita y
exigió su retirada.12
A pesar de sus discrepancias con Harris, Portal estaba
dispuesto a defender el sacrificio del Mando de
Bombarderos. En total habían muerto cincuenta y cinco mil
quinientos setenta y tres aviadores de los ciento
veinticinco mil que habían prestado servicio en él. La VIII
Fuerza Aérea estadounidense sufrió la pérdida de veintiséis
mil hombres, más que el total del cuerpo de los marines
norteamericanos.13 Se calcula que unos trescientos
cincuenta aviadores aliados fueron linchados o asesinados
cuando cayeron abatidos. Los cálculos de las víctimas
civiles alemanas que perdieron la vida varían, pero rondan
el medio millón de personas. La Luftwaffe mató a muchas
más, entre las cuales hay que incluir el medio millón de
civiles muertos solo en la Unión Soviética, pero eso no es
ninguna excusa que justifique la convicción absolutamente
errónea de Harris de que el Mando de Bombarderos podía
vencer la guerra por sí solo simplemente arrasando las
ciudades.

Parece que Goebbels se puso a temblar de cólera cuando se


enteró de la destrucción de Dresde. Dijo que había
perecido un cuarto de millón de personas y exigió que
fueran ejecutados tantos prisioneros de guerra aliados
como civiles habían muerto. (Recientemente una comisión
de historiadores de Alemania ha reducido esa cifra a
«alrededor de dieciocho mil personas y definitivamente
menos de veinticinco mil».)14 La idea de fusilar a los
prisioneros de guerra aliados interesó a Hitler. Semejante
infracción de la Convención de Ginebra habría obligado a
sus tropas a combatir hasta el final. Pero otras voces más
serenas, como las de Keitel, Jodl, Dönitz y Ribbentrop, le
hicieron cambiar de idea.
Las promesas de un futuro glorioso para Alemania
durante los primeros años de la guerra habían sido
sustituidas ahora por la propaganda del terror de Kraft
durch Furcht , esto es «Fuerza a través del Miedo».15
Implícita y explícitamente, Goebbels evocó las
consecuencias de la derrota, con la aniquilación de
Alemania y una conquista de los soviéticos acompañada de
violaciones y deportaciones para realizar trabajos forzados.
El lema «Victoria o Siberia» resultó una idea maniquea
muy poderosa.16 «La miseria que sobrevendría si se
perdiera la guerra sería inimaginable», decía en una carta un
joven oficial.17 Pero aunque el régimen nazi se oponía
totalmente a las negociaciones, permitió, e incluso
tácitamente fomentó, que su población creyera en algún
tipo de trato con las potencias aliadas para que siguieran
teniendo esperanzas aunque hubieran perdido la fe en la
«victoria final». Ahora que la mayoría de la población había
perdido toda confianza en los medios de comunicación
oficiales, todo se basaba en el intercambio de rumores y
murmuraciones que se oían en los refugios antiaéreos y en
los sótanos.
Las historias más aterradoras eran las que contaban
los refugiados que habían logrado escapar de Prusia
oriental, Pomerania y Silesia. Cerca de trescientas mil
personas, entre militares y civiles, seguían atrapadas en
Königsberg y la península de Samland. Su única esperanza
era la Kriegsmarine. La población civil de Pomerania
también quedó incomunicada poco tiempo después. Zhukov
redistribuyó varios de sus ejércitos cuando Stalin le dijo
por teléfono desde Yalta que se ocupara del «balcón del
Báltico», en su flanco norte.
El 16 de febrero estas fuerzas recibieron la orden de
atacar por el sur en la zona de Stargard en una operación
que los oficiales de estado mayor bautizaron con el nombre
clave de Husarenritt («Cabalgata de Húsares»), pero la SS
de Himmler insistió en llamarla Sonnenwende
(«Solsticio»). Habían sido asignados a la ofensiva más de
mil doscientos tanques, pero muchos no llegaron nunca a la
línea de salida. Un deshielo prematuro, que convirtió el
terreno en un barrizal profundo, sumado a la escasez de
combustible y de municiones, convirtió la Operación
Sonnenwende en un desastre. Tuvo que ser abandonada al
cabo de dos días. Zhukov, que ya había reorganizado sus
fuerzas, ordenó al I y al II Ejército de Tanques de la Guardia
y al III Ejército de Choque que subieran hacia el este de
Stettin, en la costa. Este movimiento se produciría después
del avance de Rokossovsky al oeste del Vístula hacia
Danzig con cuatro ejércitos. Las brigadas de tanques que
abrían la marcha lograron atravesar y aplastar las defensas
enemigas. En localidades supuestamente situadas muy por
detrás de las líneas, la población civil alemana se quedó
estupefacta de horror al ver los tanques T-34 bajar por la
calle mayor, aplastando bajo sus orugas cualquier obstáculo
que hallaran. Una población del litoral fue conquistada por
un destacamento de caballería que entró a la carga. Las
unidades de la Wehrmacht que habían quedado aisladas
como consecuencia de este avance intentaron abrirse paso
hacia el oeste, escabullándose sigilosamente en grupos a
través de los bosques silenciosos y cubiertos de nieve. Los
mil y pico hombres que quedaban de la división francesa de
la SS Charlemagne lograron escapar de Belgrado de esta
forma.
Una vez más, el partido nazi se había negado a dejar
marcharse a tiempo a la población civil. Caravanas
expedicionarias organizadas precipitadamente se pusieron
en marcha a través de la nieve en carros provistos de toldos
improvisados para protegerse del viento glacial. La ruta de
la retirada alemana estuvo marcada por las «avenidas de las
horcas», en las que la SS y la Feldgendarmerie habían
colgado a los desertores, con letreros atados al cuello que
proclamaban su culpabilidad. Tanto si los refugiados se
dirigían al este, hacia Danzig y Gotenhafen (Gdynia), como
si tomaban la ruta del oeste hacia Stettin, los refugiados
tenían ante sí al Ejército Rojo y se veían obligados a dar
media vuelta. Las familias terratenientes sabían que iban a
ser las primeras en ser fusiladas cuando llegaran los rusos.
Varias de ellas decidieron suicidarse.
Danzig, rodeada enseguida por el Ejército Rojo, se
convirtió en un infierno de llamas y humo negro. Su
población había aumentado hasta el millón y medio de
habitantes con todos los refugiados, mientras que los
heridos eran descargados en los muelles a la espera de su
evacuación. Utilizando cualquier tipo de embarcación
disponible, la Kriegsmarine los transbordaba al puerto de
Hela, al norte de la península, donde otros barcos se los
llevaban a puertos situados al oeste del estuario del Oder o
a Copenhague. Sólo los cañones pesados del Prinz Eugen y
del viejo acorazado Schlesien impidieron a las tropas
soviéticas entrar en la ciudad hasta el 22 de marzo. Los
marineros alemanes siguieron rescatando civiles, a pesar
de las bombas que disparaban los tanques desde la costa.
Cuando las tropas rusas lograron entrar en la ciudad, el
saqueo de Gdynia fue terrible. Hasta las autoridades
militares soviéticas quedaron desconcertadas. «El número
de sucesos extraordinarios es cada vez mayor, así como los
fenómenos inmorales y los delitos militares», informaba el
departamento político utilizando sus tortuosos eufemismos
habituales. «Entre nuestras tropas se producen fenómenos
vergonzosos y políticamente perniciosos, cuando bajo el
lema de venganza algunos oficiales y soldados cometen
ultrajes o saqueos en vez de cumplir honrada y
generosamente con su deber hacia la Patria». Los civiles
alemanes que se quedaron en Danzig sufrieron luego la
misma suerte.18
La venganza era inevitable, no cabe duda,
especialmente cuando los rusos descubrieron tantos
indicios de atrocidades. El campo de concentración de
Stutthof, donde murieron de fiebre tifoidea dieciséis mil
prisioneros en seis semanas, fue destruido en un intento de
ocultar pruebas. Los soldados alemanes y el Volkssturm
participaron en la ejecución de los prisioneros del Ejército
Rojo, polacos y judíos encerrados en él que aún seguían
vivos. Pero más horrible fue el descubrimiento hecho en el
Instituto de Medicina Anatómica de Danzig, donde el
profesor Spanner y su ayudante el profesor Volman
llevaban haciendo desde 1934 experimentos con cadáveres
del campo de Stutthof, para convertirlos en cuero y jabón.19
«El registro de los locales del Instituto de Anatomía»,
afirmaba el informe oficial soviético, «reveló la presencia
de ciento cuarenta y ocho cuerpos humanos almacenados
para la producción de jabón... Las personas ejecutadas,
cuyos cadáveres eran utilizados para fabricar jabón eran de
diferentes nacionalidades, pero sobre todo polacos, rusos y
uzbecos». El trabajo de Spanner había contado con la
aprobación de las instancias más altas, pues su instituto
había sido «visitado por el ministro de educación Rust y el
ministro de sanidad Konti. El Gauleiter de Danzig, Albert
Förster, visitó el instituto en 1944, cuando se dedicaba a la
fabricación de jabón». Resulta sorprendente que las
autoridades nazis no destruyeran unas pruebas tan
espeluznantes antes de la llegada del Ejército Rojo. Más
sorprendente todavía resulta el hecho de que Spanner y sus
socios no se sentaran nunca en el banquillo, pues el
procesamiento de cadáveres no era un delito legal.20
El saqueo se convirtió en un juego y en un motivo de
orgullo, especialmente en las compañías de castigo. «El
shtrafroty situado junto a nosotros», recordaría un oficial
joven, «estaba al mando de un judío, Lyovka Korsunskii,
que tenía los modales típicos de los de Odessa. Vino a
visitarnos durante una pausa en un hermoso carro que había
capturado tirado por unos potros magníficos. Se quitó un
enorme reloj de pulsera suizo que llevaba en el brazo
izquierdo y se lo tiró a no sé quién, luego se quitó otro que
llevaba en el derecho y se lo tiró a otro. Los relojes eran un
objeto constante de deseo y a menudo servían de
recompensa. Nuestros soldados, que no hablaban ni una
palabra de alemán, enseguida aprendieron a decir: Wieviel
ist die Uhr?, y el inocente alemán se sacaba el reloj del
bolsillo y el reloj pasaba inmediatamente al bolsillo del
guerrero vencedor».21
Prusia oriental siguió siendo el principal foco de los
actos de venganza. «Sólo he estado en la guerra un año»,
decía otro oficial joven en una carta a su familia, «así que
¿cómo se sentirán los que llevan cuatro años en el frente?
Sus corazones parecen ahora de piedra. Si alguna vez les
dices: "¡Soldado, no deberías liquidar a este Hans! Que
construya de nuevo lo que ha destruido", te mira desde
debajo de las cejas y dice: "Se llevaron a mi mujer y a mi
hija". Y dispara su pistola. Tiene razón».22
La lengua de arena a orillas del Báltico que bordeaba
el Frisches Haff era la única ruta que había quedado abierta
para escapar de Prusia oriental. Miles de civiles habían
huido hasta ella cruzando el hielo, aunque muchos cayeron
al agua en los puntos en los que se había reblandecido a
causa de las bombas y del deshielo. «Cuando llegamos a la
orilla del Frisches Haff», escribe Rabichev, «toda la playa
estaba sembrada de cascos alemanes, metralletas, granadas
sin usar, latas de comida y paquetes de cigarrillos. Junto a
la orilla había algunas barracas. Esas barracas estaban llenas
de alemanes heridos, tumbados en camas o en el suelo. Nos
miraban en silencio. No había miedo ni odio en sus rostros,
solo una indiferencia entumecida, aunque sabían que cada
uno de nosotros solo tenía que echar mano a la metralleta y
acribillarlos».23
Las tropas de la bolsa de Heiligenbeil, de espaldas al
mar, habían cerrado el paso a las fuerzas soviéticas que las
rodeaban gracias solo a los cañones del acorazado de
bolsillo Admiral Scheer y del Lützow. El 13 de marzo, sin
embargo, el Ejército Rojo atacó con todas sus fuerzas.
Las tropas de otra pequeña bolsa rodeada en el puerto
de Rosenberg no obtuvieron permiso de Hitler para ser
evacuadas por mar. Fueron exterminadas en el curso de un
ataque el 28 de marzo. «El puerto de Rosenberg parecía una
kasha de metal, de basura y de carne», escribió un teniente
del Ejército Rojo a su madre. «El suelo está cubierto de
cadáveres de alemanes. Lo que ha pasado aquí deja
pequeños los sucesos de la carretera de Minsk en 1944.
Anda uno pisando cadáveres, se sienta uno a descansar
sobre cadáveres, pone uno la comida encima de cadáveres.
A lo largo de unos diez kilómetros hay dos cadáveres de
alemanes por metro cuadrado... Los prisioneros de guerra
son conducidos en batallones, con su oficial al mando al
frente. No entiendo por qué nos molestamos en cogerlos
prisioneros. Tenemos ya muchísimos y aquí hay otros
cincuenta mil. Caminan sin guardias, como si fueran
ovejas».24
La península de Samland, al oeste de Königsberg
estaba defendida por una mezcla de tropas del ejército y del
Volkssturm que intentaban proteger las evacuaciones por
mar desde el puerto de Pillau. Un oficial de la 5 51División
Volksgrenadier describe cómo su labor era amenizada por
los altavoces de los rusos, que emitían música
entremezclada con mensajes en alemán instándoles a
deponer las armas. «Pero ni que decir tenía, pues en nuestra
imaginación podíamos ver a las mujeres de Krattlau y de
Ännchenthal, que habían sido violadas y asesinadas, y
sabíamos que detrás de nosotros miles de mujeres y niños
tenían todavía que tomar la decisión de dejarse evacuar».25
En la propia Königsberg, los miembros de la
Feldgendarmerie, los llamados «Perros de la Cadena» por
la chapa de metal que llevaban atada alrededor del cuello,
registraban los sótanos y las casas en ruinas en busca de
hombres que intentaban zafarse de servir en el Volkssturm.
Muchos civiles deseaban desesperadamente que la ciudad
se rindiera para poner fin a sus sufrimientos, pero el
general Otto Lasch había recibido de Hitler órdenes
estrictas de luchar hasta el final. El Gauleiter Koch, tras
huir en un primer momento y conseguir la evacuación de su
familia a un lugar seguro, regresaba de vez en cuando en un
avión Storch a comprobar que sus órdenes se cumplieran.
Königsberg contaba con unas defensas fuertes, pues
tenía bastiones y un foso, todo ello combinado con nuevos
búnkeres y murallas. A finales de marzo, el mariscal
Vasilevsky, que había asumido el mando del Tercer Frente
Bielorruso cuando Chernyakhovsky murió por efecto de
una bomba, ordenó un asalto en masa. Fue una operación
caótica, con la artillería y la aviación soviéticas matando e
hiriendo a sus propias tropas por error. Las bajas del
Ejército Rojo fueron horrorosas, de modo que cuando sus
tropas lograron finalmente entrar en la ciudad fortaleza no
tuvieron piedad, ni siquiera con los civiles de las casas que
tenían colgadas sábanas blancas en las ventanas en señal de
rendición. Al cabo de poco tiempo las mujeres suplicaban
ya a sus agresores que las mataran. En todas direcciones se
oían gritos desgarradores procedentes de las ruinas. Miles
de civiles y militares se suicidaron.
El general Lasch se rindió finalmente el 10 de abril, e
inmediatamente fue condenado a muerte in absentia por
orden de Hitler. La Gestapo detuvo a su familia en virtud de
la ley nazi de Sippenhaft o represalia. Un grupo de la SS y
de la policía siguió combatiendo en el castillo, pero no
tardaron en perecer también en medio de las llamas, que
casi con toda seguridad destruyeron los preciosos paneles
de la Sala de Ámbar, robados durante el asedio de
Leningrado y llevados a Königsberg.
Se calcula que al comienzo del asedio había ciento
veinte mil civiles. El NKVD computó al final sesenta mil
quinientos veintiséis. Al carecer de uniforme, algunos
integrantes del Volkssturm fueron fusilados en el acto
como «partisanos». Todos los demás, incluidas muchas
mujeres, fueron deportados a pie para realizar trabajos
forzados en la propia región o en la Unión Soviética. La
campaña de Prusia oriental había acabado por fin. El
Segundo Frente Bielorruso de Rokossovsky perdió ciento
cincuenta y nueve mil cuatrocientos noventa hombres entre
muertos y heridos, mientras que el Tercer Frente
Bielorruso sufrió cuatrocientas veintiuna mil setecientas
sesenta y tres bajas. Sin embargo, a pesar de todos estos
sacrificios, la guerra no estaba todavía ganada. El ejército
alemán acorralado seguía siendo una bestia muy peligrosa.
Siguió luchando, movido por el miedo al castigo por los
crímenes de guerra perpetrados en la Unión Soviética o por
temor a los bolcheviques o al trabajo en régimen de
esclavitud en Siberia. El número de desertores era cada vez
mayor, pero la amenaza de las «cortes marciales volantes»
que dictaban sentencias sumarias, y de la SS y la
Feldgendarmerie que ahorcaban a todo el que atrapaban
surtió indudablemente efecto. Como comentaba un oficial
de alto rango del Ejército Rojo: «La moral está baja, pero
la disciplina es fuerte».26
47
LOS AMERICANOS EN EL
ELBA
(febrero-abril de 1945)

Los comandantes americanos habían criticado siempre a


Montgomery por su excesiva precaución, pero el propio
Eisenhower adoptó una postura excesivamente cauta
después de que se produjera el ataque sorpresa en las
Ardenas. El contraataque había sido deliberadamente lento,
lo que permitió a Model retirar el grueso de sus fuerzas. En
un determinado momento, Eisenhower no esperaba poder
cruzar el Rin hasta mayo, pues pensaba que hasta ese mes
iba a estar muy crecido. Sobreestimó en demasía la
capacidad de combate de los ejércitos alemanes contra los
que tenía que luchar, los cuales sufrían realmente escasez
de combustible y municiones. Los niveles de producción
masiva de armamento alcanzados por Speer en 1944
simplemente no habían sido igualados por las fábricas de
municiones.
«¡Parece que los alemanes no quieran darse cuenta!»,
exclamaban en tono quejoso muchos soldados
americanos.1 ¿Por qué seguían combatiendo cuando era
evidente que ya habían perdido la guerra? Esta misma
pregunta la formuló el general Patton en noviembre a un
coronel alemán que había sido capturado. «Es el miedo a
Rusia lo que nos obliga a enviar a la batalla a todos los
hombres capaces de empuñar un arma», contestó.2 Algunos
historiadores sostienen que los alemanes lucharon hasta el
final debido a la insistencia de los Aliados en una rendición
incondicional, pero no fue esta la razón principal.
Roosevelt y Churchill estaban convencidos de que el
pueblo alemán, que tantos delirios de grandeza había tenido
después de su derrota de 1918, debía ser obligado esta vez
a reconocer que habían sido totalmente vencidos. El Plan
Morgenthau, por otro lado, había sido un error garrafal.
Probablemente una respuesta más exacta sea que los
dirigentes nazis eran perfectamente conscientes de que
iban a ser ejecutados por crímenes de guerra. Hitler no
abrigaba falsas esperanzas. Cualquier forma de rendición
era algo abominable para él, y en su entorno se sabía que la
guerra no iba a acabar mientras el Führer siguiera vivo. Lo
que más temía Hitler no era ser ejecutado, sino ser
capturado y conducido a Moscú en una jaula. Su plan
siempre había consistido en implicar a las autoridades
militares y civiles en los crímenes del régimen nazi, para
que no pudieran desligarse de él cuando ya no quedara la
más mínima esperanza.
A comienzos de febrero de 1945, el I Ejército de los
Estados Unidos empezó su ofensiva al sur del bosque de
Hürtgen en medio de un intenso frío. El 9 de febrero, las
tropas de Hodges tomaron por fin la presa del Roer, cerca
de Schmidt. Ese mismo día el I Ejército francés, con el
apoyo de divisiones blindadas estadounidenses, acabó con
la bolsa de Colmar. La ofensiva de Bradley, encabezada por
el XVIII Cuerpo Aerotransportado del general de división
Matthew B. Ridgway, salió bien, gracias a las grandes
cualidades para el combate de sus paracaidistas. Pero
cruzar el río Sauer, cuyas aguas bajaban con violencia
debido a una crecida repentina por el rápido deshielo, costó
tres días y muchas vidas. Pero en el Muro del Oeste, o
línea Sigfrido, se abrió una brecha, y muchas tropas
alemanas del sector central del frente no tardarían en
presentar la rendición.
Para consternación de Bradley, Eisenhower detuvo
entonces el avance del VII Cuerpo de Collins hacia
Colonia. La decisión fue tomada para permitir que
Montgomery pudiera recibir los suministros necesarios
para la Operación Veritable, un ataque por el sureste de
Nimega, a través del Reichswald, entre el Rin y el Mosa.
Allí los alemanes lucharon con todas las divisiones que
pudieron reunir en lo que acabó siendo una batalla
miserable en medio de la lluvia y la cellisca. No había
espacio para llevar a cabo maniobras entre los ríos, y de las
defensas alemanas en el Reichswald se encargaron los
paracaidistas de Student que actuaron con firmeza y arrojo.
La tierra estaba aún encharcada, y los tanques se hundían en
el fango viscoso y tampoco podían operar con eficacia en
las espesuras del bosque. Los británicos pudieron
comprobar en primera persona lo que habían tenido que
vivir los americanos en Hürtgen. No recibieron ayuda
cuando llegaron a la antigua ciudad de Cléveris. Los
bombarderos de Harris habían arrasado la localidad,
utilizando por una vez explosivos en lugar de bombas
incendiarias, lo que dificultó su conquista porque los
alemanes pudieron resistir entre las ruinas.
La concentración de alemanes para repeler la ofensiva
británica permitió que el IX Ejército de Simpson pudiera
por fin cruzar el Roer el 19 de febrero, pero las tierras
inundadas a uno y otro lado del río hicieron que la
operación resultara bastante difícil y complicada. La
población civil alemana solo podía elevar plegarias a Dios
para que sus propias tropas se retiraran antes de que sus
pueblos y ciudades sufrieran todavía más daños. También
fue testigo de cómo un número cada vez mayor de jóvenes
soldados trataba de desertar. El 1 de marzo, el III Ejército
de Patton tomó Tréveris. El general americano, temiendo
verse superado, ordenó con su expresivo lenguaje a los
comandantes de sus divisiones que no perdieran tiempo y
siguieran avanzando.
Cuando el II Ejército británico llegó al Rin por Wesel
el 10 de marzo, Montgomery empezó los preparativos para
emprender su espectacular travesía, un prototipo de plan
propio de las mejores academias militares, con la
participación de más de cincuenta y nueve mil ingenieros.
El asalto incluiría el XXI Grupo de Ejércitos, el IX
Ejército de Simpson y dos divisiones aerotransportadas que
iban a ser lanzadas en la margen derecha del río. Los
paracaidistas y los soldados de infantería que aterrizaron en
planeadores sufrieron muchas más bajas que los hombres
que participaron en el ataque anfibio. Los americanos
hicieron comentarios punzantes e incisivos acerca de
aquella gran concentración de fuerzas y el tiempo que se
perdió en organizaría.
Antes de haber empezado, Montgomery ya había
perdido crédito y autoridad. El 7 de marzo, al sur de Bonn,
la 9.ª División Acorazada había tomado el puente de
Remagen, que había sido parcialmente destruido con cargas
de demolición. En un alarde de temeridad, la división
aprovechó la oportunidad y se plantó al otro lado del río
antes de que los alemanes pudieran reaccionar. Al enterarse
de la noticia, Hitler ordenó que los oficiales al mando de
aquella zona fueran ejecutados inmediatamente. Destituyó
a Rundstedt por tercera vez y lo sustituyó por Kesselring.
También ordenó el envío masivo de tropas de refuerzo para
acabar con aquella cabeza de puente. Esta decisión dejó
desprotegidos otros sectores, y el III Ejército de Patton,
que había despejado rápidamente la región del Palatinado
Renano en la margen izquierda del Rin, cruzó el río por el
sur de Coblenza.
El general de división I. A. Susloparov, el oficial de
enlace del Ejército Rojo en el Cuartel General Supremo de
la Fuerza Expedicionaria Aliada, informó inmediatamente a
Moscú del ataque sorpresa lanzado en Remagen. A la
mañana siguiente de recibirlo, Stalin ordenó a Zhukov que
tomara un avión y regresara a Moscú, aunque el mariscal
estuviera ocupado dirigiendo sus ejércitos en Pomerania.
Después de aterrizar, fue conducido directamente a la
dacha de Stalin, donde el líder soviético estaba
recuperándose de una crisis de agotamiento. El Vozhd lo
llevó hasta el jardín, donde pasearon y conversaron. Zhukov
le hizo un resumen de la situación en Pomerania y le habló
de las cabezas de puente en el Oder. Luego, Stalin sacó a
relucir el tema de la conferencia de Yalta, y dijo que
Roosevelt había sido muy amable con él. Solo cuando
Zhukov estaba a punto de marchar, después de haber
tomado ya el té, Stalin reveló la razón por la que lo había
hecho venir. «Ve a la Stavka», ordenó, «y échale una ojeada
a los planes de la Operación Berlín con Antonov.
Volveremos a encontrarnos aquí mañana a la una de la
tarde».3
Antonov y Zhukov, conscientes de lo imperiosa que
era la petición de Stalin, estuvieron trabajando casi toda la
noche. Sabían que debían tener «en cuenta la acción de
nuestros aliados», como admitiría más tarde Zhukov. 4En
cuanto Stalin tuvo conocimiento de que los americanos
habían cruzado el Rin, fue plenamente consciente de que
había empezado la carrera a Berlín. Zhukov y Antonov
hicieron muy bien de trabajar toda la noche, pues Stalin
decidió adelantar la reunión y, aunque seguía enfermo, vino
expresamente a Moscú para celebrarla.
Stalin tenía dos razones de peso para querer llegar a
Berlín antes que los Aliados. «La guarida de la bestia
fascista» era el símbolo más emblemático de la victoria,
sobre todo teniendo en cuenta las grandes penurias y las
desgracias que había sufrido la Unión Soviética, y Stalin no
estaba dispuesto a permitir que en la ciudad ondeara una
bandera que no fuera la suya. Berlín también había sido el
centro de las investigaciones atómicas de la Alemania nazi,
especialmente el Instituto de Física Káiser Guillermo del
distrito de Dahlem. Gracias a sus espías, el Vozhd estaba al
corriente del Proyecto Manhattan de los americanos y de
sus progresos hacia la creación de una bomba atómica. El
programa de investigación nuclear soviético, la Operación
Borodino, tenía la máxima prioridad, pero los rusos no
disponían de suficiente uranio, y esperaban conseguirlo en
Berlín. Los servicios secretos soviéticos, aunque conocían
todos los detalles del Proyecto Manhattan, no sabían que
prácticamente todo el uranio y la mayoría de los
científicos que querían habían sido evacuados de Berlín a
Haigerloch, una localidad de la Selva Negra.
En la reunión del 9 de marzo, Stalin dio su aprobación
al boceto del plan de la Operación Berlín preparado por
Zhukov y Antonov. La Stavka trabajó afanosamente para
preparar todos los detalles. El problema principal era el
tiempo que necesitaba el Segundo Frente Bielorruso de
Rokossovsky para terminar de despejar Pomerania. A
continuación tendría que redesplegarse a lo largo del bajo
Oder hasta Stettin, para que pudiera atacar al mismo tiempo
que el Primer Frente Bielorruso de Zhukov que avanzaba
hacia Berlín y el Primer Frente Ucraniano de Konev que se
encontraba más al sur, junto al río Neisse.
Lo que más temía Stalin era que los alemanes abrieran
el frente occidental a los británicos y americanos, y
trasladaran tropas al este para frenar el avance del Ejército
Rojo. Su paranoia lo llevó a pensar que los Aliados
occidentales tal vez estuvieran dispuestos a llegar a un
acuerdo secreto con Alemania. Las conversaciones en
Berna entre americanos y el Obergruppenführer Karl
Wolff de la SS, en las que se barajó una posible rendición
en el norte de Italia, habían despertado sus peores temores.
El 27 de marzo, justo antes de que la Stavka terminara la
planificación, la agencia Reuters daba una noticia del XXI
Grupo de Ejércitos: en su avance, las tropas británicas y
americanas apenas encontraban resistencia alemana.

Las relaciones angloamericanas volvieron a atravesar un


momento difícil por aquel entonces porque Montgomery
había dado por hecho que iba a asumir la misión de liderar
el avance a Berlín. Pero el 30 de marzo Eisenhower dio sus
órdenes. El XXI Grupo de Ejércitos se dirigiría a
Hamburgo y Dinamarca. Montgomery perdía el IX Ejército
de Simpson, que se encargaría de efectuar un movimiento
en pinza en el norte, junto al Ruhr, en la zona defendida por
las tropas del Generalfeldmarschall Model, mientras el I
Ejército de los Estados Unidos las rodearía por el sur. Los
ejércitos de Bradley se dirigirían entonces hacia Leipzig y
Dresde. El avance principal se realizaría por el centro y el
sur de Alemania. Eisenhower insistía en que Berlín no era
«ni el objetivo más lógico ni el más deseable para las
fuerzas de los Aliados de Occidente». 5 Estaba convencido
de lo que indicaban algunos informes de los servicios de
inteligencia en los que se barajaba la posibilidad de que
Hitler luchara hasta el final desde una «fortaleza alpina» del
sur.
Montgomery no era el único que estaba furioso.
Churchill y los jefes de estado mayor británicos habían
recibido con horror ese cambio de planes que alejaba de
Berlín y que no había sido consultado con ellos por el
comandante supremo. El primer ministro se había
entrevistado con Eisenhower hacía apenas una semana a
orillas del Rin para observar la gran operación emprendida
por Montgomery en Wesel, y el comandante supremo ni
siquiera había comentado la posibilidad de semejante
cambio. Para empeorar las cosas, Eisenhower ya había
informado de todos los detalles a Stalin sin comunicárselo
siquiera a su ayudante británico, el mariscal Tedder. Ese
mensaje, el SCAF-252, se convirtió en fuente de
numerosos problemas. Eisenhower garantizó a Stalin que
no tenía la más mínima intención de marchar hacia Berlín.
Quería lanzar su principal avance más al sur.
A Churchill le preocupaba que Marshall y Eisenhower
pudieran llegar a ser demasiado condescendientes para
apaciguar a Stalin cuando, en realidad, el espíritu de Yalta
ya se había avinagrado. En Rumanía, Vyshinsky había
instalado un gobierno títere a finales de febrero, haciendo
oídos sordos a las protestas de la Comisión de Control
Aliada en el sentido de que semejante acto contravenía de
manera flagrante los principios de la Declaración sobre la
Europa liberada acordada en Yalta, en virtud de la cual los
gobiernos representantes de los partidos democráticos
convocarían unas elecciones libres. Mientras tanto, cada
vez llegaban más informes que denunciaban las detenciones
y ejecuciones, por parte del NKVD, de miembros del
Ejército Nacional de Polonia acusados de colaborar con
los nazis. Unos noventa y un mil polacos fueron detenidos
y deportados a la Unión Soviética.
El 17 de marzo, en lo que constituía otra flagrante
contravención de los acuerdos de Yalta, Molotov se negó
rotundamente a permitir que representantes occidentales
visitaran Polonia para comprobar lo que ocurría. Adujo que
semejante petición constituía un insulto para el gobierno
provisional comunista de Varsovia, que los americanos y
los británicos se negaban a reconocer hasta la convocatoria
de unas elecciones. Molotov era consciente de la postura
de americanos y británicos, que pretendían el
establecimiento de un nuevo gobierno polaco. Esta
información la había proporcionado Donald Maclean, un
espía británico en Washington, y tal vez también Alger
Hiss, del Departamento de Estado.
En opinión de los soviéticos, la definición de
«fascista» incluía a todo aquel que no siguiera las
directrices del Partido Comunista. El 28 de marzo,
dieciséis representantes del Ejército Nacional de Polonia y
su sección política fueron invitados a entrevistarse con las
autoridades soviéticas. Aunque su integridad fue
garantizada con la entrega de los pertinentes
salvoconductos, lo cierto es que fueron detenidos
inmediatamente por el NKVD y conducidos a Moscú. Más
tarde fueron procesados, y en 1946 su líder, el general
Leopold Okulicki, murió asesinado en una prisión.
Churchill trató de meter a Roosevelt en un «conflicto»,
pero el presidente americano, aunque sorprendido por la
mala fe de Stalin, quiso «minimizar el problema general
soviético en la medida de lo posible».6
La indignación británica se debía principalmente a la
obstinada negativa de Eisenhower a reconocer que en su
estrategia había implicaciones políticas. El general
americano creía que su misión era poner fin a la guerra en
Europa lo antes posible, y no compartía las preocupaciones
de los británicos por la cuestión de Stalin y Polonia. Los
altos oficiales británicos hablaban de la deferencia
mostrada por Eisenhower hacia la persona de Stalin
comparándola con la manera con la que las prostitutas de
Londres abordaban a los soldados americanos diciéndoles
«Pruébalo, Joe».7 Tal vez Eisenhower fuera un ingenuo
desde el punto de vista político, pero lo cierto es que fue
Churchill quien demostró una verdadera falta de
comprensión de la realidad geopolítica en aquellos
momentos. Al menos en un sentido, las decisiones de Yalta
y el porcentaje de su participación en los acuerdos
adoptados resultaban irrelevantes. A partir de la
conferencia de Teherán de 1943, en la que Stalin, con el
respaldo de Roosevelt, definió la estrategia aliada en el
oeste, Europa quedó condenada a ser dividida en beneficio
del líder soviético. Los Aliados occidentales estaban
dándose cuenta de que podían liberar media Europa solo a
expensas de volver a esclavizar la otra media.

Stalin seguía sospechando que la franqueza con la que


Eisenhower exponía las intenciones aliadas no era más que
una estratagema. El 31 de marzo, recibió al embajador de
los Estados Unidos, Averell Harriman, y a su homólogo
británico, sir Archibald Clark Kerr, en el Kremlin.
Hablaron del plan general que Eisenhower exponía en su
mensaje, el SCAF-252, y de su intención de ignorar Berlín.
Stalin dijo que personalmente le parecía bien, pero primero
debía consultarlo con su estado mayor.8
Al día siguiente, 1 de abril, por la mañana, los
mariscales Zhukov y Konev fueron convocados al despacho
de Stalin. «¿Sois conscientes de la situación que está
perfilándose?», preguntó el Vozhd . Como no estaban muy
seguros de la respuesta que Stalin esperaba de ellos,
optaron por responder con extrema precaución.
«Léeles el telegrama», dijo al general S. M.
Shtemenko, jefe de operaciones de la Stavka. El
comunicado afirmaba que Montgomery se dirigiría a
Berlín, y que el III Ejército de Patton dejaría de avanzar
hacia Leipzig y Dresde para atacar Berlín por el sur. Es
muy probable que Stalin tratara de presionar a los dos
comandantes del frente con un documento falso, que
apenas guardaba relación con el mensaje SCAF-252.
«Bueno», dijo Stalin mirando a los ojos a sus dos
mariscales. «Entonces, ¿quién tomará Berlín, nosotros o
los Aliados?»
«Somos nosotros los que debemos tomar Berlín»,
contestó inmediatamente Konev. «Y lo tomaremos antes
que los Aliados.»9
Era evidente que Konev pretendía adelantarse a
Zhukov y ser el primero en atrapar la presa, y Stalin, que
disfrutaba creando rivalidades entre sus camaradas, estuvo
de acuerdo con él. Solo introdujo una modificación en el
plan del general Antonov: eliminó parte de los límites
existentes entre los dos frentes para brindar a Konev la
oportunidad de avanzar hacia Berlín desde el sur. La Stavka
empezó a preparar la venganza. En la operación
participarían dos millones y medio de hombres, cuarenta y
un mil seiscientos cañones y morteros, seis mil doscientos
cincuenta tanques y cañones autopropulsados y siete mil
quinientos aviones. Todo tenía que estar a punto en apenas
dos semanas, el 16 de abril.
Cuando terminó la entrevista, Stalin pasó a contestar
al mensaje de Eisenhower. Dijo al general que su plan
«coincidía completamente» con el del Ejército Rojo y que
«Berlín ha perdido su anterior importancia estratégica». La
Unión Soviética iba a desplegar exclusivamente fuerzas
secundarias contra la capital, y desarrollaría su esfuerzo
principal en el sur para unirse en el avance a las fuerzas
americanas, probablemente en la segunda quincena de
mayo. «Sin embargo, este plan puede sufrir alteraciones,
dependiendo de las circunstancias».10 En lugar de
comienzos de abril habría debido ser el 28 de diciembre,
porque aquello era la mayor tomadura de pelo, de la
historia moderna.

En la reunión mantenida con Harriman y Clark Kerr, Stalin


se había mostrado «muy asombrado» por el gran número de
prisioneros que estaban haciendo los Aliados en el oeste.
Solo el III Ejército de Patton había capturado unos
trescientos mil. Pero, como era de esperar, estas cifras no
hacían más que alimentar sus sospechas de que los
alemanes preferían no presentar batalla a británicos y
americanos para poder concentrar sus fuerzas contra el
frente oriental. Ilya Ehrenburg reflejaba esta idea en un
artículo de Krasnaya Zvezda. «Las tripulaciones de los
tanques americanos disfrutan de sus excursiones en las
pintorescas montañas Harz», escribía. Los alemanes
estaban rindiéndose «con fanática obstinación».11 Pero lo
que más enfadó a Averell Harriman fue su comentario de
que los americanos estaban «conquistando con cámaras»,12
dando a entender que actuaban como meros turistas.
Incluso los partidarios más leales del Führer
comenzaban a comprobar cómo su fe en la «victoria final»
se tambaleaba. «En los últimos días nos hemos visto
superados por los acontecimientos», escribía el 2 de abril
en su diario un oficial del ejército adscrito al estado mayor
de un cuerpo de la SS. «Dusseldorf, perdida. Colonia,
perdida. La desastrosa cabeza de puente en Remagen... En
el sureste los bolcheviques han llegado a Wiener Neustadt.
Un revés tras otro. Estamos llegando al final. ¿Acaso
nuestros líderes atisban una posible salida? ¿Sigue teniendo
sentido en estos momentos la muerte de nuestros soldados,
la destrucción de nuestras ciudades y pueblos?»13 No
obstante, era de la opinión de que había que continuar
combatiendo hasta que no se ordenara lo contrario.
El corresponsal de guerra Godfrey Blunden
comentaba que los alemanes seguían tendiendo
emboscadas: mataban a algunos americanos y luego
levantaban los brazos gritando Kamerad! y esperaban
recibir un trato digno. Estaba sorprendido por los
contrastes que veía durante el avance. «Hemos pasado por
pueblos perfectamente conservados, y al cabo de unos
pocos kilómetros entrado en ciudades en ruinas».14
Prácticamente por todas partes eran recibidos con fundas
de almohadas y sábanas colgadas de ventanas y balcones
como símbolo de rendición. La destrucción sembrada por
la Ofensiva Combinada de Bombarderos conmocionaba a
todo aquel que podía comprobar la realidad sobre el
terreno. Stephen Spender escribiría más tarde a propósito
de Colonia: «Uno pasa por calles y calles con casas cuyas
ventanas parecen vacías y negras, como bocas abiertas de
un cadáver quemado».15 En Wuppertal, los carriles del
tranvía estaban «retorcidos como tallos de apio». «Las
carreteras siguen atestadas de trabajadores sometidos a la
esclavitud que se dirigen lo más rápido que pueden hacia el
oeste», comentaría Blunden. «Hoy he visto a uno de ellos
con una bandera tricolor que asomaba por el morral que
llevaba a las espaldas». También vio a un grupo de esclavos
liberados asaltando una cervecería, y luego bailando en la
calle y rompiendo ventanas.
Faltaba poco para que salieran a la luz con toda su
crudeza las atrocidades cometidas por el régimen nazi. El 4
de abril, tropas americanas entraron en el campo de
concentración de Ohrdruf, una sección de Buchenwald,
donde encontraron figuras esqueléticas, con la mirada
ausente, fantasmagóricas, rodeadas de cadáveres sin
enterrar. Eisenhower quedó tan horrorizado que ordenó que
los soldados visitaran el campo, y trajo corresponsales de
guerra para que fueran testigos de aquellas escenas.
Algunos guardias habían intentado disfrazarse para pasar
desapercibidos, pero los prisioneros los identificaron. Las
tropas aliadas los ejecutaron de inmediato. Otros guardias
ya habían muerto a manos de algunos prisioneros, aunque
muchos ya no tenían casi fuerzas. El 11 de abril los
soldados americanos descubrieron la fábrica subterránea de
Mittelbau-Dora. Cuatro días después tropas británicas
entraban en Belsen. El hedor que dominaba en todo el lugar
y las escenas dantescas que vieron en él llegaron a hacerlos
sentirse físicamente mal. Unos treinta mil prisioneros se
hallaban en una especie de limbo entre la vida y la muerte,
rodeados de más de diez mil cadáveres en estado de
putrefacción. Belsen había visto aumentar exageradamente
su población con la llegada de los supervivientes de las
marchas de la muerte. Más de nueve mil habían muerto de
hambre y de tifus en las últimas dos semanas, y unos treinta
y siete mil en las últimas seis. De los que aún seguían vivos
otros catorce mil acabaron perdiendo la vida a pesar de los
esfuerzos del cuerpo médico británico. El oficial de mayor
rango presente ordenó que un numeroso destacamento de
tropas se dirigiera a los pueblos de las inmediaciones de
Bergen y trajera a todos sus habitantes a punta de bayoneta.
Cuando se les obligó a trasladar los cadáveres a las fosas
comunes, estos civiles alemanes quedaron espeluznados y
declararon que no sabían nada de todo aquello, lo que
enfureció aún más a los oficiales británicos, que no
creyeron sus palabras.
El traslado sin sentido de decenas de miles de
prisioneros de los campos de concentración siguió
adelante de manera absolutamente absurda y cruel. Unos
cincuenta y siete mil hombres y mujeres de Ravensbrück y
Sachsenhausen siguieron siendo conducidos hacia el oeste.
En total se calcula que entre doscientos mil y trescientos
cincuenta mil prisioneros murieron en el curso de las
marchas de la muerte. Los soldados alemanes no tenían
compasión de ellos. Blunden se enteró de la matanza de
Gardelegen, donde los guardias de la SS entregaron miles
de prisioneros de Dora-Mittelbau a un grupo formado por
personal de la Luftwaffe y miembros de las Juventudes
Hitlerianas y de la SA local, que encerraron a los
desdichados en un granero y le prendieron fuego. A todo
aquel que intentaba escapar, lo abatían a balazos. 16 La
rapidez del avance aliado por el oeste hizo que grupos de la
SS, ayudados a menudo por el Volkssturm, llevaran a cabo
otras muchas matanzas de prisioneros.
A medida que iban avanzando y liberando campos de
concentración, las fuerzas aliadas tendrían que ocuparse
también de los hombres de su bando que habían caído
prisioneros del enemigo. Durante el mes de abril hubo que
alimentar y repatriar a unos doscientos cincuenta mil.
Eisenhower solicitó que los bombarderos de la RAF y de
las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos fueran destinados
a esta misión, puesto que su trabajo de destrucción estaba
prácticamente concluido.
La operación de socorro más importante que hubo que
organizar fue la destinada a ayudar a los holandeses que se
morían de hambre. Cuando el Reichskommissar Arthur
Seyss-Inquart amenazó con inundar buena parte del país, el
SHAEF de Eisenhower anunció que tanto él como el
Generaloberst Blaskowitz, comandante en jefe de
Holanda, serían considerados criminales de guerra si
cometían semejante atrocidad. Más tarde, después de unas
complicadas negociaciones a través de la resistencia
holandesa, las autoridades alemanas accedieron a no
obstaculizar los lanzamientos de productos alimenticios en
paracaídas en las zonas más afectadas, incluidas las
ciudades de La Haya y Rotterdam. En el curso de la
Operación Maná, los bombarderos de la RAF realizaron
tres mil salidas y lanzaron más de seis mil toneladas de
alimentos. Para una infinidad de gente a las puertas de la
muerte aquella ayuda supuso la salvación.

Tras rodear en el Ruhr al Grupo de Ejércitos B del


Generalfeldmarschall Model durante la primera semana
de abril, varias divisiones del IX Ejército de Simpson
comenzaron a avanzar rápidamente hacia el río Elba.
Eisenhower, preocupado por la reacción de los británicos
ante su cambio de estrategia, no sabía si debía lanzarse
sobre Berlín o no. Simpson había recibido la orden de
aprovechar cualquier oportunidad que se le brindara para
establecer una cabeza de puente en el Elba y de prepararse
para proseguir el avance o hacia Berlín o hacia el nordeste.
A su derecha, el I Ejército se encaminaba a Leipzig y
Dresde, mientras que el III Ejército de Patton ya había
llegado al macizo del Harz y se dirigía a Checoslovaquia.
En el sur de Alemania, el VII Ejército del teniente general
Alexander M. Patch y el I Ejército francés de Lattre de
Tassigny avanzaban por la Selva Negra.
El 8 de abril, Eisenhower visitó al general Alexander
Bolling, al mando de la 84.ª División de Infantería, que
acababa de tomar la ciudad de Hannover.
«Alex, ¿hacia dónde irás ahora?», preguntó
Eisenhower.
«Seguiremos avanzando, mi general. Tenemos el
camino despejado para llegar a Berlín, y nada podrá
detenernos».
«Continuad con el avance», dijo Eisenhower. Y,
poniéndole la mano en el hombro, añadió: «Os deseo toda
la suerte del mundo. Y no permitáis que nada ni nadie os
detenga».
Bolling interpretó sus palabras como la confirmación
de que Berlín era su objetivo.17
El 11 de abril, tropas americanas llegaron a
Magdeburgo por la autopista de Hannover, y al día
siguiente, al sur de Dessau, cruzaron el Elba. Durante las
cuarenta y ocho horas posteriores fueron capturadas más
cabezas de puente al otro lado del río. La 84.ª División de
Bolling repelió el contraataque de unas unidades mal
pertrechadas del XII Ejército del general Walther Wenck.
Ya disponía de numerosos puentes en el Elba y estaba
preparado para lanzarse contra la 2.ª División Acorazada.
Durante la noche del 14 de abril sus vehículos cruzaron el
río dispuestos a seguir adelante hasta Berlín. Tanto
Simpson como Bolling suponían que apenas iban a
encontrar oposición. Y no se equivocaban. Casi todas las
formaciones de la SS habían sido desplegadas más al este
para frenar en la medida de lo posible al Ejército Rojo,
pues sabían que este estaba a punto de iniciar el asalto a la
capital. La mayoría de las tropas del ejército alemán solo
aspiraban en aquellos momentos a poder rendirse a los
americanos antes de que llegaran los soviéticos.
Eisenhower tuvo de repente otra intuición y habló con
Bradley, el cual pensaba que la captura de Berlín podría
costar unas cien mil bajas, cálculo bastante exagerado,
como posteriormente admitiría. Ambos acordaron que era
inaceptable pagar un número demasiado elevado de bajas
por un objetivo prestigioso del que tendrían que retirarse
una vez finalizada la contienda. La Comisión Asesora
Europea ya había establecido los límites de la zona de
ocupación soviética a lo largo del Elba, así como la
partición de la ciudad de Berlín. Roosevelt había fallecido
el 12 de abril a consecuencia de una hemorragia cerebral y
probablemente esta circunstancia pesara en la opinión de
Eisenhower.
El 15 de abril, a primera hora de la mañana, Simpson
fue convocado al cuartel general del XII Grupo de
Ejércitos, cerca de Wiesbaden. Bradley ya estaba
esperándolo en el aeródromo cuando su avión aterrizó. Sin
mayor preámbulo, le espetó que el IX Ejército debía
detenerse en el Elba. No iba a haber avance alguno sobre
Berlín.
«¿De dónde diablos has sacado semejante idea?»,
preguntó Simpson.
«De Ike», respondió Bradley.18
Simpson, perplejo y decepcionado, regresó a su
cuartel general preguntándose cómo iba a comunicar
aquella orden a sus oficiales y a sus hombres,
especialmente después de haber recibido la noticia de la
muerte de Roosevelt apenas tres días antes.
Eisenhower había tomado la decisión correcta, aunque
lo hiciera por una razón equivocada. Stalin no habría
permitido nunca que los Aliados fueran los primeros en
llegar a Berlín. En cuanto los pilotos de la aviación del
Ejército Rojo hubieran observado su avance, es muy
probable que Stalin hubiera dado la orden de atacarlos.
Después seguramente habría dicho que la culpa era de los
Aliados por intentar engañarlo con su compromiso de
realizar su avance más al sur. Eisenhower quería evitar a
toda costa cualquier posible enfrentamiento con el Ejército
Rojo. Y, con el firme apoyo de Marshall, rechazó la idea de
Churchill de que americanos y británicos «deben estrechar
la mano de los rusos lo más al este que sea posible».19
Sabían que el primer ministro inglés quería presionar a
Stalin con la esperanza de conseguir un trato más favorable
para Polonia, pero negaban estar influidos por lo que
consideraban la política de posguerra de Europa.

Goebbels estalló de júbilo cuando tuvo conocimiento de la


muerte de Roosevelt. Telefoneó inmediatamente a Hitler,
que estaba sumido en la tristeza en su bunker de la
Cancillería del Reich. «Mein Führer, le felicito!»,
exclamó. «Roosevelt ha muerto. ¡Está escrito en las
estrellas que la segunda quincena de abril supondrá un
punto de inflexión para nosotros! ¡Este viernes, 13 de abril,
se producirá ese punto de inflexión!»20 Unos días Goebbels
había tratado de elevar la moral de Hitler leyéndole
extractos de la Historia de Federico II de Prusia de
Carlyle, incluido el pasaje en el que Federico, pensando en
el suicidio en el momento más crítico de la Guerra de los
Siete Años, recibe de pronto la noticia de la muerte de la
zarina Isabel. «Se había producido el milagro de la Casa de
Brandenburgo». Al día siguiente, por la noche,
bombarderos aliados redujeron a escombros buena parte de
la Potsdam de Federico el Grande.
El 8 de abril, a medida que sus enemigos estrechaban
el cerco, Hitler y las máximas autoridades nazis habían
desencadenado una matanza frenética para impedir una
nueva «puñalada por la espalda». Fueron asesinados algunos
destacados prisioneros, especialmente los encarcelados a
raíz de la conspiración de julio así como otros
sospechosos de traición, entre ellos el almirante Canaris,
Dietrich Bonhoeffer y el carpintero Georg Elser, que había
atentado contra la vida de Hitler en noviembre de 1939.
«Cortes marciales itinerantes» dictaban penas de muerte
contra los desertores y contra cualquiera que emprendiera
la retirada sin haber recibido la orden correspondiente. A
los soldados les mandaron disparar contra aquellos
oficiales que optaran por retirarse, independientemente de
su graduación. El 19 de marzo, Hitler, que ya había
manifestado a sus más estrechos colaboradores su
intención de «arrastrar a todo un mundo» tras de sí, había
firmado la llamada «Orden Nerón» para destruir puentes,
fábricas e instalaciones diversas. Si el pueblo alemán era
incapaz de alzarse con la victoria, no merecía, en su
opinión, sobrevivir. Albert Speer, con el apoyo de algunos
industriales y generales, consiguió evitar parte de esa
destrucción argumentando que era de derrotistas arrasar
unas instalaciones que podían ser recuperadas con un
contraataque.
Hitler empezó a dudar de la lealtad del enigmático
Speer, y también de su más fiel paladín, Heinrich Himmler,
que trataba de «vender» judíos a los Aliados o utilizarlos
como moneda de cambio. La dirección del partido nazi se
había desintegrado y corrían rumores de que los Gauleiter
escapaban con sus familias a lugares seguros, ordenando a
todos los demás combatir hasta la muerte. Aquellos
matones fanfarrones pusieron de manifiesto lo cobardes e
hipócritas que eran en realidad. En aquellos momentos el
grito de Heil Hitler! y el saludo nazi ya solo los utilizaban
los fanáticos irreductibles o los que se sentían
atemorizados ante su presencia. Prácticamente nadie creía
ya «en las frases y las promesas vacías del Führer», como
advertía un informe del Sicherheitsdienst de la SS.21 La
gente estaba furiosa por la negativa del gobierno a
reconocer la realidad de la derrota y a evitar más pérdidas
sin sentido de vidas humanas. Solo los muy desesperados
creían la fantasía de Hitler de que la ruptura de los Aliados
iba a salvar a Alemania.
El imperio nazi había quedado reducido a una estrecha
franja de territorio que iba desde Noruega hasta el norte de
Italia. Fuera de eso apenas quedaban algunas bolsas aisladas
de resistencia. Las sucesivas peticiones de Guderian,
solicitando la repatriación de fuerzas, en particular la gran
guarnición de Noruega y lo que quedaba del Grupo de
Ejércitos Norte, atrapado en la península de Curlandia,
habían sido rechazadas furiosamente por el Führer. Los
constantes desafíos de Hitler a la lógica militar no hacían
más que amargar y desesperar a los altos mandos de las
fuerzas alemanas. El propio Guderian había sido destituido
el 28 de marzo, tras un intento fallido de acudir en socorro
de Küstrin. El duro enfrentamiento que tuvo lugar en el
bunker del Führer impresionó y dejó confundidos a todos
los que lo presenciaron. «Hitler se ponía cada vez más
pálido», comentaría el ayudante del jefe de estado mayor,
«y Guderian enrojecía cada vez más».22
Guderian fue sustituido por el general Hans Krebs, el
oficial al que Stalin diera unas palmaditas en la espalda en
el andén de la estación de Moscú poco antes de que diera
comienzo la Operación Barbarroja. Krebs, un individuo de
corta estatura, oportunista y astuto, carecía de experiencia
de mando, circunstancia muy conveniente para Hitler, que
solo pretendía disponer de un subordinado eficiente que
acatara su voluntad sin rechistar. En Zossen, los oficiales
de estado mayor del cuartel general del OKH no sabían qué
pensar. Se encontraban ya en un estado que oscilaba «entre
la agitación nerviosa y el trance», diría uno de ellos, debido
a la sensación de «tener que cumplir con tu deber mientras
veían que ese deber carecía completamente de sentido».23
El 9 de abril, en Italia, el XV Grupo de Ejércitos, al mando
ahora del general Mark Clark, lanzó una ofensiva al otro
lado de la línea Gótica en dirección al río Po. El V Ejército
de los Estados Unidos y el VIII Ejército británico se habían
convertido en un conglomerado de nacionalidades aún
mayor, con la 1.ª División canadiense, que había tomado
Rimini en septiembre, la 8.ª División india, la 2.ª División
de Nueva Zelanda, la 6.ª División Acorazada sudafricana, el
II Cuerpo polaco, dos formaciones italianas, una brigada de
montaña griega, fuerzas brasileñas y una brigada judía. El V
Ejército de los Estados Unidos, comandado por Lucien
Truscott, consiguió por fin tomar Bolonia con la ayuda del
cuerpo polaco, y el VIII Ejército logró conquistar Ferrara y
llegar también al Po.24
Churchill esperaba un avance rápido. Le preocupaba
que el tratado soviético-yugoslavo, que fue ratificado dos
días después, amparara las pretensiones de Tito sobre
Trieste e Istria en el extremo septentrional del Adriático, e
hizo caso omiso a las peticiones de más ayuda formuladas
por Tito. Como los yugoslavos habían entrado en la esfera
de influencia soviética, debían pedir esa ayuda a Moscú.
Además, temía que el poderío soviético en la región
animara a los comunistas italianos, cuyos partisanos ya
constituían una importante fuerza en el norte del país.
El 11 de abril el Ejército Rojo llegó al centro de
Viena. Antes incluso de que diera comienzo la batalla de
Berlín, se había emprendido la carrera para gozar de la
posición más ventajosa posible en la Europa de posguerra.
Churchill exhortó a Eisenhower a permitir el avance hacia
Praga del III Ejército de Patton, pero el comandante
supremo insistió en que primero debía consultarlo con la
Stavka. El rechazo de esta fue inmediato y perentorio. A
Churchill también empezaba a preocuparle Dinamarca. Una
vez cruzada la desembocadura del Oder cerca de Stettin, el
Segundo Frente Bielorruso de Rokossovsky podía avanzar
rápidamente a través de Mecklenburgo.
El 14 de abril, Hitler dictó una «Orden del Día» a sus
tropas del Frente del Oder y el Neisse. Una vez más
amenazaba con «tratar como traidor al pueblo alemán» a
todo aquel que no cumpliera con su deber. Con inconexas
alusiones a la derrota de los turcos ante las puertas de
Viena en 168 3, afirmaba que «esta vez los bolcheviques
correrán la antigua suerte de los asiáticos».25 (No decía, sin
embargo, que la ciudad había sido salvada en realidad por la
caballería polaca.) Hitler también parecía ignorar el hecho
de que Viena acababa de caer en manos del Ejército Rojo.
Goebbels, por su parte, acuñó una nueva consigna: «Berlín
sigue siendo alemana, y Viena volverá a ser alemana». Los
paralelismos históricos y la propaganda moderna ya habían
dejado de tener efecto en la mayoría de los alemanes.
Los berlineses, presintiendo lo que se les venía
encima, empezaron a prepararse para el ataque. A las
mujeres se les ofreció la posibilidad de realizar prácticas
de tiro. Los miembros del Volkssturm, algunos de los
cuales se protegían la cabeza con cascos franceses
capturados en 1940, fueron puestos a trabajar en la
construcción de barricadas en unas calles que ya estaban
cubiertas de escombros y de vidrios rotos. Se colocaron
vagones de tranvías y de trenes mercancía, llenos de
piedras y cascotes, a modo de parapetos. Se arrancaron los
adoquines del pavimento para poder cavar trincheras en las
que debían instalarse hombres y niños armados con
Panzerfaust. Las amas de casa hicieron acopio de tantas
provisiones como podían e hirvieron agua que conservarían
en tinajas para poder beber cuando las tuberías se secaran.
Los adolescentes del Reichsarbeitsdienst, el servicio de
trabajo de carácter paramilitar, fueron reclutados en masa
por el ejército. Muchos de ellos se vieron obligados a
presenciar ejecuciones: «¡Para que os acostumbréis a la
muerte!», les dijo un oficial.26 Madres y novias iban a
verlos partir. Estos reclutas, escoltados por suboficiales,
trataban de mantener alta la moral recurriendo a un
siniestro sentido del humor cuando partían al frente del
Oder en los trenes de la red local de la S-Bahn. «¡Nos
vemos en la fosa común!», decían algunos al despedirse.27
48
LA OPERACIÓN BERLÍN
(abril-mayo de 1945)

La noche del 14 de abril, las tropas alemanas atrincheradas


en las colinas de Seelow, al oeste del río Oder, oyeron un
rumor de motores de tanque. La música y los siniestros
mensajes propagandísticos soviéticos lanzados a todo
volumen por los altavoces no lograron camuflar el ruido
del I Ejército de Tanques de la Guardia cruzando el río para
tomar una cabeza de puente. Sus ecos se extendían a sus
pies por toda la llanura del Oderbruch, donde la bruma del
río cubría los prados empapados de humedad. En total había
nueve ejércitos del Primer Frente Bielorruso de Zhukov
listos para atacar entre el Canal Hohenzollern por el norte
y Frankfurt del Óder por el sur.
El VIII Ejército de la Guardia del general Chuikov
había ampliado la cabeza de puente el día anterior con un
ataque que obligó a retroceder a la 20.ª División de
Granaderos Acorazados. Hitler se irritó tanto al enterarse
de la noticia que ordenó que se retiraran todas las medallas
a los integrantes de la división hasta que volvieran a
ganárselas. Chuikov también estaba disgustado, pero por
una razón bien distinta. El 15 de abril por la noche se
enteró de que el mariscal Zhukov iba a hacerse cargo de su
puesto de mando en la Reitwein Spur porque tenía la mejor
vista sobre la llanura del Óder y las colinas de Seelow. Las
relaciones entre los dos militares se habían deteriorado
todavía más desde que Chuikov le criticara duramente por
no atacar inmediatamente Berlín a comienzos del mes de
febrero.
A más de ochenta kilómetros al sur del flanco
izquierdo de Zhukov, el Primer Frente Ucraniano de Konev
bordeaba el Neisse con siete ejércitos. Su departamento
político había elaborado un enérgico mensaje de venganza:
«No habrá piedad. Han sembrado viento y van a recoger
tempestades».1
La noticia del cambio de línea del partido introducido
el día anterior en Moscú todavía no había llegado al frente.
Stalin había comprendido por fin que la retórica y la
realidad de la venganza no hacían más que intensificar la
resistencia alemana. Ese era también el motivo de que el
grueso del ejército germano estuviera tan deseoso de
rendirse a los ejércitos aliados del oeste. En su opinión,
esta circunstancia agudizaba muchísimo el riesgo de que
los americanos tomaran Berlín antes que el Ejército Rojo.
El 14 de abril Georgi Aleksandrov, jefe del servicio
soviético de propaganda, publicó un importante artículo en
Pravda, dictado casi con toda seguridad por el propio
Stalin. En él se atacaban los llamamientos a la venganza de
Ilya Ehrenburg y su descripción de Alemania como
«únicamente una banda gigantesca». El escrito de
Aleksandrov, titulado «El camarada Ehrenburg simplifica
demasiado las cosas», decía que mientras que algunos
oficiales alemanes «luchan en defensa de ese régimen
caníbal, otros lanzan bombas contra Hitler y su pandilla [los
integrantes de la conspiración de julio], o persuaden a los
alemanes de que deben deponer las armas [el general von
Seydlitz y la Liga de Oficiales Alemanes]. La Gestapo
persigue a los oponentes del régimen, y los llamamientos a
la población para que los denuncie demuestran que no
todos los alemanes son iguales». Citaba también el
siguiente comentario de Stalin: «Los Hitlers vienen y van,
pero Alemania y los alemanes perduran».2 Ehrenburg quedó
desolado al ver que se le sacrificaba de esa manera, pero la
mayoría de los oficiales y los soldados no se fijó mucho en
el cambio de política adoptado. La imagen propagandística
de los alemanes como animales depredadores había calado
demasiado hondo.
Las autoridades soviéticas, viendo incluso la
inminencia de la victoria, no confiaban en sus propias
tropas. Se dijo a los oficiales que denunciaran a los
«hombres moral y políticamente inestables» que pudieran
desertar y avisar al enemigo del ataque, para que el
SMERSh pudiera detenerlos.3 Y el general Serov, el jefe
del NKVD que había supervisado la represión en el este de
Polonia en 1939, se sintió alarmado ante las «actitudes
poco saludables desarrolladas entre los oficiales y los
soldados del I Ejército polaco».4 Se habían puesto muy
nerviosos al ver la rapidez del avance de los ejércitos
británicos y americanos por el oeste, después de escuchar
clandestinamente la BBC. Estaban convencidos de que las
fuerzas del general Anders se aproximaban a Berlín. «En
cuanto nuestras tropas se encuentren con las de Anders»,
dijo un oficial de artillería, según la acusación de un
delator del SMERSh, «ya puedes despedirte del gobierno
provisional [controlado por los rusos]. El gobierno de
Londres volverá a hacerse con el poder y Polonia será una
vez más lo que era antes de 1939. Inglaterra y Estados
Unidos ayudarán a Polonia a quitarse a los rusos de
encima». Las tropas de Serov detuvieron a cerca de dos mil
hombres justo antes de que diera comienzo la ofensiva.
Los oficiales alemanes estaban todavía más
preocupados por la desafección reinante entre sus filas.
Quedaban horrorizados al ver que los soldados jóvenes
respondían a los mensajes de los altavoces soviéticos que
les decían que se rindieran, preguntando si serían enviados
a Siberia en caso de deponer las armas. Los oficiales del IV
Ejército Panzer, que debía enfrentarse a las tropas de
Konev en el Neisse, confiscaron todos los pañuelos
blancos para impedir que fueran usados como signo de
rendición. Los hombres que eran pillados escondiéndose o
intentando desertar eran obligados a salir a tierra de nadie y
se les ordenaba cavar trincheras en ella. Muchos mandos no
tenían más remedio que decir mentiras desesperadas.
Aseguraban que estaban a punto de llegar miles de tanques
para prestarles apoyo, que iban a usarse nuevas armas
milagrosas contra el enemigo, e incluso que los Aliados
occidentales iban a unirse a ellos en la lucha contra los
bolcheviques. A los oficiales de menor rango les dijeron
que no tuvieran remordimientos y fusilaran a cualquiera de
sus hombres que vacilara y que si sus hombres escapaban,
más les valía pegarse un tiro.
Un Oberleutnant de la Luftwaffe al mando de una
compañía improvisada de técnicos todavía en proceso de
aprendizaje se encontraba en una trinchera junto a un
suboficial. «Dime», murmuró el joven dirigiéndose al
Kompanietruppfükrer, «¿tú también tienes frío?» «No
tenemos frío, Herr Oberleutnant», respondió el
subordinado, «tenemos miedo».5

La víspera de la batalla, los soldados del Ejército Rojo se


afeitaron y se dedicaron a escribir cartas. Los zapadores
estaban ya trabajando en la oscuridad retirando minas antes
de que diera comienzo el avance. Chuikov tuvo que
controlar su genio cuando de pronto vio una caravana de
coches oficiales en los que venían el mariscal Zhukov y su
séquito, acercarse a su puesto de mando en la Reitwein
Spur con los faros encendidos.
A las 05:00 horas de Moscú del 16 de abril, o sea dos
horas antes en Berlín, el «dios de la guerra» de Zhukov
abrió fuego con ocho mil novecientos ochenta y tres
cañones, morteros pesados y lanzacohetes Katiusha. Fue la
cortina de fuego más intensa de toda la guerra, siendo
disparados solo el primer día un millón doscientos treinta y
seis mil proyectiles. La intensidad del bombardeo fue tal
que las paredes de las casas temblaron a sesenta kilómetros
al este de Berlín. Percatándose de que había comenzado la
gran ofensiva, las amas de casa se asomaron a las puertas de
sus viviendas y empezaron a hablar con las vecinas en voz
baja, lanzando miradas de ansiedad hacia el este. Las
mujeres y las niñas se preguntaban si llegarían los
americanos a tiempo de salvarlas del Ejército Rojo.
Zhukov estaba encantado con su idea de utilizar ciento
cuarenta y tres reflectores para deslumbrar al enemigo.
Pero el bombardeo y los reflectores resultaron inútiles
para sus hombres. Cuando la infantería cargaba al grito de
Na Berlín!, los reflectores recortaban su silueta y el
terreno que tenían por delante estaba tan agujereado por las
bombas que su avance fue muy lento. Sorprendentemente,
la artillería se había concentrado en la primera línea de
defensa, pese a que el Ejército Rojo estaba al tanto de la
táctica usada por los alemanes de retirar todas sus fuerzas,
menos una pequeña tropa encargada de darles cobertura,
siempre que se esperaba un gran ataque.
Zhukov, que habitualmente reconocía el terreno con
sumo cuidado antes de lanzar un ataque, en esta ocasión no
lo había hecho. Se había fiado de las fotografías
suministradas por los vuelos de reconocimiento, pero las
imágenes no revelaban el fortísimo elemento defensivo
que representaban las colinas de Seelow. Al principio, el
VIII Ejército de la Guardia de Chuikov, por la izquierda, y
el V Ejército de choque del coronel general Nikolai
Berzarin, por la derecha, avanzaron sin contratiempos. El I
Ejército de Tanques de la Guardia debía pasar luego entre
ellos una vez que hubieran asegurado la cima. Al amanecer,
entraron en acción los aviones Shturmovik de ataque a
tierra, lanzándose como exhalaciones entre los surtidores
de tierra levantados por la artillería para bombardear y
ametrallar las defensas y vehículos alemanes. Su mayor
éxito consistió en alcanzar el depósito de municiones del
IX Ejército alemán, que saltó por los aires con una
explosión tremenda.
Los alemanes de la primera línea que sobrevivieron
quedaron traumatizados y subieron a la carrera la empinada
pendiente de las colinas de Seelow gritando: Der Iwan
kommt! Un poco más atrás, los aldeanos de la zona y sus
familias también emprendieron la huida. «Los refugiados
corren precipitadamente como criaturas infernales», decía
en una carta un soldado joven, «mujeres, niños y ancianos
sorprendidos mientras dormían, algunos a medio vestir. En
sus caras se lee la desesperación y un miedo cerval. Los
niños se agarran llorando a las manos de sus madres y
contemplan la destrucción del mundo con ojos
asombrados».6
En el puesto de mando de la Reitwein Spur Zhukov iba
poniéndose cada vez más nervioso a medida que avanzaba la
mañana. A través de sus potentes gemelos podía ver que el
avance se había frenado, si no detenido por completo.
Consciente de que Stalin daría el objetivo de Berlín a
Konev si no lograba romper las líneas enemigas, empezó a
lanzar maldiciones y juramentos contra Chuikov, cuyas
tropas ni siquiera habían llegado al límite de la llanura de
aluvión. Zhukov amenazó con degradar a todos los mandos
y mandarlos a una compañía shtraf. De repente decidió
cambiar todo su plan de ataque.
En un intento de acelerar el avance, envió al I Ejército
de Tanques de la Guardia del coronel general Katukov por
delante de la infantería. Chuikov quedó horrorizado. Ya
podía imaginarse el caos. A las 15:00, Zhukov puso una
conferencia a Stalin, en Moscú, y le explicó la situación.
«Así que has subestimado al enemigo en el eje de Berlín»,
oyó decir al dictador soviético. «Y yo que pensaba que
estabas ya en las inmediaciones de Berlín y ahora resulta
que estás todavía en las colinas de Seelow. Las cosas han
empezado mejor con Konev». Stalin no hizo ningún
comentario acerca de la propuesta de Zhukov de cambiar de
planes.7
El cambio de planes desembocó exactamente en el
tipo de confusión que temía Chuikov. Ya se habían
producido embotellamientos enormes, y el I Ejército de
Tanques de la Guardia se vio atrapado detrás de los
vehículos de los otros dos ejércitos, a la espera de poder
avanzar. Aquello se convirtió en una pesadilla para los
encargados de controlar el tráfico, que intentaban
desenredar el embrollo. E incluso cuando los tanques
lograban salir del atasco y empezaban a avanzar, eran
volados por los cañones de 88 mm situados debajo de
Neuhardenberg. Rodeados de humo, se encontraron de
pronto en medio de una emboscada tendida por la infantería
alemana provista de Panzerfaust y por un pelotón de
cañones de asalto. Las cosas no mejoraron cuando
finalmente empezaron a escalar las colinas de Seelow. Las
empinadas laderas estaban llenas de barro chamuscado por
efecto de los obuses y resultaron impracticables para los
tanques pesados Stalin y para los T-34. Por la izquierda, la
brigada de cabeza de Katukov fue víctima de una emboscada
con tanques Tiger del 502.° Batallón de Tanques Pesados
de la SS. Solo tuvo cierto éxito en el centro, donde la 9.ª
División de Fallschirmjäger se vino abajo. Al anochecer,
los ejércitos de Zhukov todavía no habían conseguido
tomar la cima de las colinas de Seelow.

En el bunker del Führer, debajo de la Cancillería del Reich,


se hacían constantes llamadas telefónicas al cuartel general
del OKW, en Zossen, pidiendo noticias. Pero la propia
Zossen, situada al sur de Berlín, era vulnerable si las
fuerzas del mariscal Konev lograban rebasar las líneas.
Al Primer Frente Ucraniano, tal como Stalin había
dicho a Zhukov, estaban saliéndole mejor las cosas, a pesar
de no contar con cabezas de puente al otro lado del Neisse.
La artillería y la aviación de apoyo de Konev obligaron a
los alemanes a permanecer en el fondo de sus trincheras
mientras los primeros batallones cruzaban a toda prisa el
río en lanchas de asalto. Se creó una extensa cortina de
humo gracias a la acción del II Ejército del Aire, ayudado
por la ligera brisa que soplaba en la dirección correcta. Al
IV Ejército Panzer le resultó imposible identificar dónde
estaba concentrado el ataque. Se establecieron cabezas de
puente y los tanques no tardaron en ser transportados en
transbordadores mientras los zapadores se encargaban de
construir puentes de barcazas.
Konev no padeció el desastroso cambio de planes de
Zhukov. Él ya había planeado que el III y el IV Ejército de
Tanques de la Guardia encabezaran la ofensiva. Poco
después de medio día, ya estaban listos los primeros
puentes y sus tanques cruzaban el río. Mientras los
alemanes seguían desconcertados por el bombardeo y
confundidos por la cortina de humo, Konev envió sus
primeras brigadas de tanques directamente por en medio de
las líneas alemanas con órdenes de no detenerse. La
infantería debía despejar la zona detrás de ellos.
La noche del 16 de abril fue muy humillante para
Zhukov. Tuvo que llamar de nuevo a Stalin por el
radioteléfono y admitir que sus tropas todavía no habían
conquistado las colinas de Seelow. Stalin contestó que era
culpa suya por haber cambiado el plan de ataque. Luego
preguntó a Zhukov si al día siguiente habría tomado ya las
colinas. Zhukov le aseguró que sí. Sostenía que era más
fácil acabar con las fuerzas alemanas a campo abierto que
en la propia Berlín, así que a la larga no se habría perdido
tanto tiempo. Stalin le advirtió entonces que diría a Konev
que desviara a sus ejércitos de tanques hacia el norte, en
dirección al sur de Berlín. Y colgó con brusquedad. Poco
después habló con Konev: «A Zhukov no le están saliendo
muy bien las cosas», dijo. «Que Rybalko [III Ejército de
Tanques de la Guardia] y Lelyushenko [IV Ejército de
Tanques de la Guardia] giren hacia Zehlendorf».8
El hecho de que Stalin escogiera Zehlendorf era
significativo. Se trataba del suburbio situado más al
sudoeste de Berlín y el más próximo a la cabeza de puente
de los americanos al otro lado del Elba. Quizá tampoco
fuera una coincidencia el hecho de que estuviera al lado de
Dahlem, donde se hallaba el centro de investigaciones
nucleares del Kaiser-Wilhelm-Institut. Tres horas antes, en
respuesta a una solicitud de información de los americanos
acerca de la ofensiva soviética contra Berlín, el general
Antonov recibió la orden de decir que las fuerzas soviéticas
estaban simplemente «llevando a cabo una operación de
reconocimiento a gran escala en el sector central del frente
con el fin de descubrir detalles acerca de las defensas
alemanas». La inocentada siguió su curso. Hasta entonces
nunca una «operación de reconocimiento» había sido
llevada a cabo por unas fuerzas de dos millones y medio de
hombres.9

Con el beneplácito de Stalin, Konev obligó a sus brigadas


de tanques a satisfacer su ambición de obtener el premio de
la gloria a expensas de su rival. Zhukov empezaba a ponerse
frenético debido a la falta de progresos. En las colinas de
Seelow la caótica batalla seguía adelante con cielo
despejado, lo que permitió la intervención de los
cazabombarderos Shturmovik. El colapso de la 9.ª División
de Fallschirmjäger, que se había llenado con personal de
tierra de la Luftwaffe y no con paracaidistas, facilitó la
situación a las unidades de tanques de Katukov, que, no
obstante, tuvieron que hacer frente a varios contraataques
de la División Kurmark con tanques Panther y grupos de
soldados y miembros de las Juventudes Hitlerianas que
combatían cuerpo a cuerpo con Panzerfaust.
La situación reinante en los puestos de socorro y en
los hospitales de campaña alemanes era penosa. Los
cirujanos estaban completamente abrumados por la
cantidad de heridos. En el lado soviético, las cosas no iban
mucho mejor. Los soldados heridos el primer día todavía
no habían sido recogidos ni visitados, como luego pondrían
de manifiesto los informes. Su número aumentó
estrepitosamente cuando la artillería del V Ejército de
Choque empezó a disparar por error contra las brigadas de
tanques de Katukov.
La aviación alemana del Escuadrón Leónidas, con base
en Jüterbog, imitó a los pilotos kamikaze japoneses con
intentos, en su mayoría inútiles, de destruir los puentes del
Oder. Este tipo de ataque suicida se denominaba
Selbstopfereinsatz, o «misión de autosacrificio». Treinta y
cinco pilotos perdieron la vida de esta manera. El oficial
que estaba a su mando, el Generalmajor Robert Fuchs
comunicó sus nombres «al Führer con ocasión de su
inminente quincuagésimo sexto cumpleaños», suponiendo
que era el tipo de regalo que le gustaría recibir. Pero este
absurdo proyecto fue anulado enseguida por el avance del
IV Ejército de Tanques de la Guardia hacia la base del
escuadrón.
Las brigadas de tanques de Konev marcharon a toda
prisa hacia el río Spree, al sur de Cottbus, con el fin de
cruzarlo antes de que los alemanes pudieran organizar su
defensa. El general Rybalko, junto con su brigada de
cabeza, no quiso perder tiempo poniendo puentes de
barcazas. Ordenó simplemente que el primer tanque se
metiera de cabeza en el Spree, que en ese punto tenía unos
cincuenta metros de anchura. El agua llegaba hasta más
arriba de las orugas, pero por debajo de la mirilla del
conductor. Este siguió adelante, y el resto de la brigada lo
siguió en línea recta, sin hacer caso de las balas de
ametralladora que rebotaban en su blindaje. Los alemanes
no disponían de cañones antitanque en aquella zona. El
camino hacia el cuartel general del OKH en Zossen estaba
expedito.
En Zossen, los oficiales de estado mayor no tenían ni
idea del avance que se había producido por el sur. Su
atención seguía fija en las colinas de Seelow, donde el
Generaloberst Gotthard Heinrici había recurrido a la única
reserva de que disponía, el III Germanisches SS-
Panzerkorps del Obergruppenführer Félix Steiner.
Formaba parte de él la 11.ª División de la SS Nordland,
integrada por voluntarios daneses, noruegos, suecos,
finlandeses y estonios.
El 18 de abril por la mañana, los combates en las
colinas de Seelow alcanzaron una nueva intensidad. Zhukov
se había enterado por Stalin de que los ejércitos de tanques
de Konev avanzaban a toda prisa hacia Berlín, y de que si su
Primer Frente Bielorruso no hacía más progresos,
ordenaría a Rokossovsky, situado al norte, que también
dirigiera su Segundo Frente Bielorruso a Berlín. Se trataba
de una amenaza vana, pues las fuerzas de Rokossovsky
llevaban tanto retraso que no cruzaron el Oder hasta el 20
de abril, pero Zhukov estaba tan desesperado que ordenó un
ataque tras otro. Finalmente el avance se produjo a última
hora de la mañana. Una de las brigadas de tanques de
Katukov se lanzó hacia la Reichstrasse 1, la principal
carretera que desde Berlín iba a la capital ahora destruida
de Prusia oriental, Königsberg. El IX Ejército del
Generaloberst Theodor Busse había quedado partido en
dos y no tardaría en producirse su desintegración. El coste
había sido altísimo. El Primer Frente Bielorruso había
perdido más de treinta mil hombres, frente a los doce mil
soldados alemanes que habían resultado muertos. Zhukov
no mostró muchos remordimientos. Lo único que le
interesaba era el objetivo final.
Aquel día, Konev no encontró más quebradero de
cabeza que un ataque lanzado contra el LII Ejército, en su
flanco sur, por las fuerzas del Generalfeldmarschall
Schörner. Fue una operación precipitada y mal preparada
que fue repelida sin dificultad. Sus dos ejércitos de tanques
lograron avanzar entre treinta y cinco y cuarenta y cinco
kilómetros. Se habría animado más de haber sabido el caos
causado en Berlín cuando los líderes nazis interfirieron en
las actividades de los que intentaban organizar la defensa de
la ciudad.
Goebbels, comisario de defensa del Reich de Berlín,
intentó actuar como un alto mando militar. Ordenó que
todas las unidades del Volkssturm de la ciudad salieran para
crear una nueva línea de defensa. El comandante de la
guarnición de Berlín quedó horrorizado y protestó. No
sabía que eso era exactamente lo que querían en secreto
Albert Speer y el general Heinrici, para evitar la
destrucción de la ciudad. El general Helmuth Weidling, al
mando del LVI Cuerpo Panzer, se distrajo con las visitas de
Ribbentrop y Artur Axmann, el jefe de las Juventudes
Hitlerianas, que se ofreció a enviar más adolescentes al
frente armados con Panzerfaust. Weidling intentó
convencerle de que desistiera del «sacrificio de niños por
una causa ya perdida».10
La proximidad del Ejército Rojo intensificó los
instintos criminales del régimen nazi. Ese día fueron
decapitados otros treinta presos políticos en la cárcel de
Plötzensee. En el centro de la ciudad las patrullas de la SS
no detenían a los sospechosos de deserción, sino que
directamente los colgaban de las farolas de las calles con
un letrero atado al cuello en el que se daba noticia de su
cobardía. Semejantes acusaciones por parte de la SS eran
puramente hipócritas, por no decir algo peor. Mientras sus
patrullas ejecutaban a los desertores del ejército e incluso
a algunos miembros de las Juventudes Hitlerianas, Heinrich
Himmler y los oficiales de mayor rango de la Waffen-SS
planeaban en secreto retirar sus unidades y replegarlas a
Dinamarca.
El 19 de abril, el IX Ejército, definitivamente dividido
en tres, se replegó. Las mujeres y las niñas de la zona,
aterrorizadas de pensar en lo que las aguardaba, suplicaron
a los soldados que se las llevaran con ellos. El I Ejército de
Tanques de la Guardia, respaldado por el VIII Ejército de la
Guardia de Chuikov, llegó a Münchberg en su avance por la
Reichsstrasse 1. Mientras estos se dirigían a los suburbios
del este y del sudeste de Berlín, los otros ejércitos de
Zhukov empezaron a avanzar hacia la parte norte de la
ciudad. Stalin insistía en llevar a cabo un cerco completo
para asegurarse de que los americanos no intentaran de
ninguna manera seguir adelante, ni siquiera a última hora.
Las tropas americanas entraron en Leipzig ese mismo día y
también tomaron Nuremberg después de duros combates,
pero las divisiones de Simpson situadas en el Elba
siguieron donde estaban, tal como había ordenado
Eisenhower.

El 20 de abril, día del cumpleaños de Hitler, siguiendo la


tradición del Führerwetter, fue una bonita jornada
primaveral. Las fuerzas aéreas aliadas marcaron la
efémeride con su propio saludo. Göring pasó la mañana
supervisando la evacuación de los cuadros y demás tesoros
que había requisado de su ostentosa casa de campo de
Karinhall, al norte de Berlín. Una vez que sus bienes
estuvieron cargados en un convoy de camiones de la
Luftwaffe, apretó el botón que detonaba los explosivos
colocados en el interior del edificio. La casa se vino abajo
levantando una espesa nube de polvo. Dio media vuelta y se
dirigió a su coche, para ser conducido a la Cancillería del
Reich, donde, junto con los demás jerarcas nazis, pensaba
felicitar al Führer en el que todos sabían que iba a ser su
último cumpleaños.
Hitler parecía por lo menos veinte años más viejo de
lo que en realidad era. Estaba encorvado y pálido y le
temblaba el brazo izquierdo. Aquella mañana Goebbels
había hecho un llamamiento por la radio a todos los
alemanes para que confiaran ciegamente en él. Sin
embargo, hasta sus colegas más fervientes sabían con
certeza que el Führer no estaba en condiciones de pensar
racionalmente. Himmler, tras brindar con champaña a
medianoche por la salud de su líder, como era su
costumbre, intentó ponerse en contacto con los
americanos en secreto. Creía que Eisenhower reconocería
que lo necesitaba para mantener Alemania en orden.
Entre los líderes que se reunieron en la grandiosidad
medio derruida de la Cancillería del Reich estaban el
almirante Dönitz, Ribbentrop, Speer, Kaltenbrunner y el
mariscal Keitel. Enseguida quedó claro que el único que
tenía intención de quedarse en Berlín con su Führer era
Goebbels. Dönitz, al que se había confiado el mando
supremo de la Alemania septentrional, se marchaba con el
beneplácito de Hitler. Los demás simplemente buscaron
excusas para salir de Berlín antes de que quedara
completamente rodeada y de que sus aeródromos cayeran
en manos del Ejército Rojo. Hitler estaba decepcionado de
sus paladines supuestamente leales, especialmente de
Göring, que aseguraba que iba a organizar la resistencia en
Baviera. Algunos insistieron al Führer en que debía irse al
sur, pero él se negó. Aquel día marcó lo que se llamaría «la
huida de los Faisanes Dorados», en el que los altos cargos
del partido nazi se despojaron de sus uniformes pardos,
rojos y dorados para escapar de Berlín con sus familias
mientras las rutas que se dirigían al sur seguían abiertas.
En la ciudad, las amas de casa hacían cola para obtener
el último reparto de las «raciones de crisis». Podían oír
con claridad el ruido de los cañones en la distancia. Aquella
misma tarde la artillería pesada del III Ejército de Choque
abrió fuego contra los suburbios del norte de Berlín.
Zhukov ordenó a Katukov que mandara brigadas de tanques
a la ciudad costara lo que costara. Sabía que el III Ejército
de Tanques de la Guardia de Konev se dirigía hacia la parte
sur de la capital. Pero lo que no sabía era que su rival se
había encontrado con unas fuerzas superiores a las que se
esperaba. Gran parte del IX Ejército de Busse había
emprendido la huida por el Spreewald, justo por donde él
tenía que pasar.
La retirada de los alemanes desde el frente del Oder
hacia la capital se vio entorpecida en buena parte por los
miles de civiles que intentaban huir aterrorizados ante el
avance del enemigo. «Los labradores estaban junto a las
vallas de sus huertos al lado de la carretera y contemplaban
la huida con expresión solemne», escribiría un soldado
joven. «Sus esposas, entre lágrimas, nos ofrecen café, que
nos tragamos con avidez. Marchamos y corremos, sin
tregua y sin descanso». Muchos soldados alemanes se
dedicaron a saquear las casas que veían por el camino, y
algunos buscaron el olvido emborrachándose si
encontraban con qué. Cuando se despertaban, descubrían
que habían sido hechos prisioneros.11
En los pinares situados al este de la ciudad, la División
de la SS Nordland efectuó algunas operaciones de demora
bastante costosas, pero eran muy pocas las formaciones en
condiciones de ofrecer una resistencia eficaz. Corrieron
rumores de que la aviación americana había arrojado
octavillas exhortando a los alemanes a aguantar hasta que
llegaran en su ayuda, pero muy pocos los creyeron.
Patrullas de la Feldgendarmerie y de la SS vigilaban los
cruces de caminos, no contra el enemigo, sino para detener
a los rezagados y formar con ellos destacamentos
improvisados. Todo aquel que hubiera arrojado las armas,
el petate y el casco era detenido y fusilado. Se envió a
Strausberg un batallón de la policía a ejecutar a los que se
retiraban sin haber recibido la orden de hacerlo, pero la
mayoría de los agentes se escabulleron para esconderse
antes de llegar a su destino.
El 21 de abril la última incursión aérea de los Aliados
sobre Berlín terminó por la mañana. Un silencio antinatural
se cernió sobre la ciudad, pero pocas horas después se oyó
una serie de explosiones que producían un sonido distinto,
señal de que la artillería soviética tenía ya a su alcance el
centro de la capital. Hitler, que habitualmente dormía hasta
tarde, se despertó. Salió de su dormitorio del bunker para
preguntar qué estaba pasando. La explicación claramente lo
dejó perplejo. El oficial al mando de la artillería de
Zhukov, el coronel general Vasily Kazakov, había mandado
por delante a sus baterías de cañones pesados de 152 mm y
de obuses de 203 mm. Las amas de casa que hacían cola
para recibir las raciones de comida fueron las principales
víctimas, pero pocas de ellas estaban dispuestas a perder el
sitio cuando era bien sabido que aquella era la última
oportunidad que tenían de acaparar comida. La intensidad
del bombardeo obligó a la mayoría de ellas a volver a sus
sótanos o a sus refugios antiaéreos.
Aunque el cerco en torno a Berlín estaba casi cerrado,
la paranoia de Stalin seguía infectando a los interrogadores
del 7.° Departamento del NKVD. A todos los oficiales
alemanes de alta graduación que eran capturados les
preguntaban qué sabían de los planes de los americanos de
unirse a la Wehrmacht para expulsar a las fuerzas soviéticas
de Berlín. Stalin intimidó a Zhukov para que completara
rápidamente el envolvimiento, utilizando una amenaza
totalmente inventada. «Debido a la lentitud de nuestro
avance», le dijo, «los Aliados se acercan a Berlín y no
tardarán en tomarla».12 Zhukov estaba también muy
interesado en bloquear el avance de Konev hacia la capital.
Presionó al I Ejército de Tanques de la Guardia de Katukov
y al VIII Ejército de la Guardia de Chuikov para que
continuaran el cerco en dirección al sudoeste.
Una de las puntas de lanza de tanques de Konev fue
avistada cuando se acercaba a Zossen. El general Krebs fue
informado de que el destacamento de defensa de carros
blindados de su estado mayor había sido destruido en un
combate desigual contra los T-34. Llamó por teléfono a la
Cancillería del Reich, pero Hitler se negó a permitirles que
abandonaran su puesto. Krebs y sus oficiales de estado
mayor empezaban ya a preguntarse cómo serían los campos
de prisioneros soviéticos, pero se salvaron solo porque los
tanques rusos se quedaron sin combustible a pocos
kilómetros de su objetivo. Una nueva llamada a Berlín
consiguió finalmente el permiso para evacuar el cuartel
general, y se marcharon en un convoy de camiones.

Mientras los berlineses aguardaban la llegada del Ejército


Rojo, la gente se disponía a entrar en contacto con sus
conquistadores de formas muy distintas, unas frívolas y
otras trágicas. En el hotel Adlon, el personal y los
huéspedes escuchaban el ruido de las bombas. «En el
comedor», escribió un periodista noruego, «los pocos
huéspedes que había en el hotel estaban abrumados al ver la
disposición de los camareros a servirles vino en un
torrente continuo».13 No querían dejar ni una gota para los
rusos. Algunos padres, cuando salían para integrarse en sus
unidades del Volkssturm, no podían más que pensar en la
suerte que les aguardaba a sus familias. «Ya ha pasado todo,
pequeña», dijo uno a su hija entregándole una pistola.
«Prométeme que cuando lleguen los rusos te pegarás un
tiro».14 A continuación le dio un beso y se fue. Otros
mataron a sus mujeres y a sus hijos y luego se suicidaron.15
La ciudad fue dividida en ocho sectores, y las dos
últimas líneas de defensa estaban formadas por el canal
Landwehr al sur del distrito centro y por el río Spree al
norte. Para reforzar la guarnición y llegar a los ochenta mil
hombres, solo estaba el LVI Cuerpo Panzer de Weidling,
integrado en el IX Ejército. El CI Cuerpo se había retirado
al norte de la ciudad. El resto, incluido el XII Cuerpo
Panzer de la SS y el V Cuerpo de Montaña de la SS, seguían
abriéndose paso hacia los bosques del sur de Berlín
luchando con las fuerzas de Konev. Este había forzado el
avance del III y el IV Ejército de Tanques de la Guardia y
había mandado a sus ejércitos de infantería a encargarse de
las fuerzas de Busse. Aunque estas tropas alemanas eran
una masa desorganizada, en la que se mezclaban muchos
refugiados no militares, no cabe duda de que estaban
dispuestas a combatir a la desesperada para llegar al Elba y
librarse así de los campos de trabajo soviéticos.
Ignorante por completo de la situación y refugiándose
en la fantasía, Hitler ordenó que el IX Ejército defendiera
sus posiciones en el frente del Oder. Acusaba a la
Luftwaffe de que no hacía nada, y amenazó a su jefe de
estado mayor, el general de aviación Karl Koller, con
mandarlo ejecutar. Recordando que Heinrici disponía de
una reserva, el III Germanisches SS-Panzerkorps, Hitler
hizo que le pusieran con el Obergruppenführer Steiner.
Le dijo que lanzara un gran contraataque contra el flanco
norte del Primer Frente Bielorruso. «Ya verá usted, los
rusos sufrirán la mayor derrota de su historia a las puertas
de Berlín. Está expresamente prohibido replegarse hacia el
oeste. Los oficiales que no cumplan incondicionalmente
esta orden deben ser arrestados y fusilados de inmediato.
Usted, Steiner, es responsable con su vida de la ejecución
de esta orden».16 Steiner se quedó mudo de incredulidad.
Al Germanisches Panzerkorps, que había sido despojado
de casi todas sus tropas para que reforzaran el IX Ejército,
no le quedaban más que unos pocos batallones. Tras
recuperarse del shock, Steiner volvió a llamar por teléfono
para recordar al general Krebs cuál era la verdadera
situación, pero Krebs repitió la orden y dijo que no podía
pasarle con el Führer porque estaba ocupado.
La negativa de Hitler a hacer frente a la realidad
resulta tanto más sorprendente por cuanto ya sabía que el
grupo de ejércitos de Model en la bolsa del Ruhr se había
rendido con sus trescientos veinticinco mil hombres.
Model se retiró a un bosque y se pegó un tiro, como se
suponía que debía hacer un mariscal nazi. En la Alemania
septentrional la 7.ª División Acorazada británica estaba ya
cerca de Hamburgo, mientras que la 11.ª División
Acorazada avanzaba rápidamente hacia Lübeck, a orillas del
Báltico. Este movimiento respondía a la orden secreta dada
por Churchill al mariscal Montgomery tres días antes, para
impedir que el Ejército Rojo se apoderara de Dinamarca.
El I Ejército francés, por su parte, entró en Stuttgart, donde
muchas de sus tropas norteafricanas se dedicaron a saquear
y violar a la población civil.

El 22 de abril Himmler celebró en Lübeck una reunión


secreta con el conde Folke Bernadotte, de la Cruz Roja
Sueca. Le pidió que tanteara a los americanos y a los
ingleses acerca de una rendición en el oeste. Como prueba
de buena fe, prometió enviar a siete mil prisioneras del
campo de Ravensbrück a Suecia, pero como casi todas ellas
habían sido obligadas a marchar a pie hacia occidente,
resultaba muy poco convincente. En cuanto Churchill se
enteró de la propuesta de Himmler, informó al Kremlin
para evitar otra trifulca con Stalin tras las negociaciones
frustradas sobre Italia con el Obergruppenführer de la SS
Wolff.
Hitler estaba histérico de impaciencia por recibir
noticias del ataque de Steiner. Pero cuando finalmente se
enteró de que el «Destacamento de Ejército de Steiner»,
como se empeñó en llamarlo, no había conseguido avanzar,
empezaron a aumentar sus sospechas de traición en el seno
de la SS. Durante la conferencia de situación de mediodía
no paró de gritar y de chillar de rabia, y finalmente cayó
derrumbado en una silla y lloró. Por primera vez dijo
abiertamente que la guerra estaba perdida. Su entorno
intentó convencerlo de que se fuera a Baviera, pero él
insistió en que se quedaría en Berlín y se pegaría un tiro.
Estaba demasiado débil para luchar. Goebbels vino a
calmarlo, pero no hizo nada por animarlo a marcharse. El
ministro de propaganda había decidido quedarse con él
hasta el último momento con el fin de crear una leyenda
nazi para el futuro. Pensando en términos
cinematográficos, al igual que su Führer, Goebbels
consideraba que su muerte en la caída de Berlín resultaría
más dramática que en el aislamiento del Berghof.
Hitler reapareció, reforzado tras su charla con
Goebbels. Aprovechó la sugerencia de Jodl, que dijo que el
XII Ejército de Wenck, enfrentado a los americanos en el
Elba, debía trasladarse a Berlín a lanzar un contraataque.
Era un plan absurdo. El XII Ejército era demasiado débil y
el cerco de Berlín estaba virtualmente completo. El
Oberstleutnant Ulrich de Maizière, oficial del estado
mayor general que fue testigo de las tormentas
emocionales desencadenadas aquel día en el cuartel general
del Führer, estaba convencido de que «la enfermedad
mental de Hitler consistía en una autoidentificación
hipertrófica con el pueblo alemán».17 Hitler pensaba en
aquellos momentos que la población de Berlín debía
compartir su suicidio. Magda Goebbels, que creía que
Alemania sin Hitler era un mundo en el que no valía la pena
vivir, trajo aquella noche a sus seis hijos al bunker. Los
oficiales de estado mayor se la quedaron mirando
horrorizados, presintiendo inmediatamente el fin que les
tenía reservado.
Al anochecer el III Ejército de Tanques de la Guardia
de Rybalko había llegado al canal de Teltow, al sur de
Berlín. Entraron en escena los cañones pesados, pues el
plan consistía en lanzar el ataque al día siguiente. El 7 .
°Departamento del NKVD, responsable de los
interrogatorios de los prisioneros y de la propaganda, había
lanzado panfletos por toda la ciudad dirigidos a las mujeres
de Berlín, instándolas a convencer a los oficiales de que se
rindieran. Reflejaban el cambio introducido en la línea del
partido, pero no la realidad que se vivía sobre el terreno.
«Como la pandilla fascista teme el castigo», decían,
«espera prolongar la guerra. Pero vosotras, mujeres, no
tenéis nada que temer. Nadie os tocará». Las emisoras de
radio transmitían mensajes similares.18
El 23 de abril, el mariscal Keitel llegó al cuartel
general de Wenck. Se dirigió a los oficiales allí reunidos
como si estuviera en un mitin del partido nazi, blandiendo
su bastón de mariscal cuando les ordenó avanzar hacia
Berlín para salvar al Führer. Wenck, sin embargo, ya tenía
otros planes muy distintos. Tenía intención de atacar hacia
el este, sí, pero no en dirección a Berlín. Quería abrir un
corredor que permitiera al IX Ejército de Busse escapar de
los bosques hacia el Elba.
El general Weidling, del LVI Cuerpo Panzer llamó por
teléfono al bunker del Führer esa misma mañana para
informarle de que su unidad se había replegado ya hacia
Berlín. El general Krebs le dijo que había sido condenado a
muerte por cobardía. Mostrando un valor considerable,
Weidling insistió en presentarse de inmediato para
enfrentarse a sus acusadores. No había retirado su cuartel
general al oeste de Berlín, como se había informado. Hitler
quedó tan impresionado por el enérgico rechazo que hizo
Weidling de los cargos que se le imputaban que lo situó
inmediatamente al mando de toda la guarnición y las
defensas de Berlín. Como observó un oficial de alto rango,
fue una «tragicomedia» típica del régimen nazi. Para
Weidling, aquel nombramiento era una copa envenenada.19
Weidling desplegó de nuevo sus fuerzas, quedándose
de reserva solo con la 20.ª División Panzergrenadier. No
había mucho tiempo. Aquella misma tarde el VIII Ejército
de la Guardia y el I Ejército de Tanques de la Guardia,
actuando en cooperación, penetraron en la parte sudeste de
Berlín. No tardaron en verse envueltos en violentos
combates contra la División de la SS Nordland en el
aeródromo de Tempelhof y sus alrededores, en medio de
los cazas Focke-Wulf destrozados y quemados. El V
Ejército de Choque avanzó desde el este, el III Ejército de
Choque entró en los suburbios del norte, el XLVII Ejército
se lanzó contra Spandau, al noroeste de la ciudad, con su
gran fortaleza de ladrillo, y el III Ejército de Tanques de la
Guardia y el XXVIII Ejército de Konev iniciaron su asalto
al otro lado del canal de Teltow. La numerosísima artillería
del general Katukov siguió bombardeando todo el tiempo la
ciudad —al término de la batalla había disparado un millón
ochocientas mil bombas—, mientras que las fuerzas aéreas
de apoyo pasaban insistentemente sobre la ciudad,
bombardeando y ametrallando a voluntad.
Albert Speer regresó a Berlín aquella noche en un
avión ligero para ver a Hitler por última vez. El Führer
habló a Speer de su intención de suicidarse junto con Eva
Braun. Poco tiempo después Martin Bormann entró con un
telegrama de Göring desde Baviera. Göring había oído
contar una versión falseada de la situación reinante en
Berlín y de la explosión emocional de Hitler el día
anterior. Proponía asumir «el mando total del Reich».
Bormann sugirió a Hitler que aquello era traición, y en
contestación se le envió un mensaje en el que se despojaba
al mariscal del Reich de todos sus cargos y honores.
Bormann envió otro mensaje a Baviera diciendo a la SS que
lo pusiera bajo arresto domiciliario.
En muchos casos los oficiales de la SS se mostraron
más dispuestos a rendirse que los oficiales del ejército.
Ese día Fritz Hockenjos, el oficial del ejército al mando
del cuerpo de la SS que se encontraba rodeado en la Selva
Negra por las tropas francesas, anotó en su diario una
conversación mantenida con su general al mando. «¿Cree
usted realmente que seguir luchando tiene algún sentido?»,
le preguntó el general de la SS. «Sí. Como militar lo creo»,
contestó Hockenjos. «A mí también la situación me parece
desesperada, pero mientras no llegue la orden de poner fin
al combate, creo que la autoridad suprema ve que todavía
hay alguna salida».20

La mañana del 24 de abril, dio comienzo el ataque de


Konev con artillería pesada en el canal de Teltow. Zhukov
quedó desconcertado cuando se enteró por el I Ejército de
Tanques de la Guardia de que las brigadas de tanques de
Rybalko ya habían llegado a Berlín. Menos feliz todavía se
sintió cuando se enteró de que esa mañana habían cruzado
el canal y que sus tanques lo harían utilizando puentes de
barcazas poco después del mediodía. Pero también Konev
vivió un momento desagradable cuando, tras ver cómo
cruzaban el canal, se enteró de que las divisiones de Wenck
marchaban hacia el este por su retaguardia para unirse a los
restos del IX Ejército.
Muchos berlineses que aún disponían de baterías para
sus radios, quedaron intrigados al oír la declaración de
Goebbels anunciando que el XII Ejército de Wenck
avanzaba hacia Berlín. Otros temieron que aquello no
hiciera más que prolongar los combates. Los ánimos de
Hitler se levantaron de nuevo ante aquella perspectiva.
Ordenó que el IX Ejército de Busse se uniera al «Ejército
Wenck» en su avance sobre Berlín. Nunca se le pasó por la
imaginación la idea de que ni Wenck ni Busse tenían la
menor intención de seguir aquella orden. Dönitz prometió
también enviar en avión marineros de los puertos del norte
para ayudar en la defensa. Iban a llegar en aviones de
transporte Junker 52 que aterrizarían en el Eje Este-Oeste,
la avenida que cruzaba el Tiergarten, al oeste de la Puerta
de Brandenburgo. Los refuerzos más sorprendentes que
llegaron a Berlín aquella noche fueron noventa voluntarios
de lo que quedaba de una formación francesa, la División
de la SS Charlemagne, que lograron abrirse paso en unos
camiones a través de las fuerzas soviéticas hasta el norte de
Berlín.
Hacinados en sus sótanos, en los refugios antiaéreos y
en las grandes torres de hormigón de las defensas
antiaéreas, lo único que deseaban los berlineses era que
terminara la batalla. El aire era casi irrespirable y la
aglomeración de gente era tan grande que nadie podía llegar
a los lavabos ni conseguir agua para beber. De los grifos no
salía ni una gota. El agua solo podía conseguirse en las
fuentes accionadas con una bomba manual que había en las
calles, eso sí bajo una lluvia de bombas. El paisaje urbano
en ruinas era llamado el Reichsscheiterhaufen, la «pira
funeraria del Reich». Pero cuando las tropas soviéticas
llegaron combatiendo al centro de la ciudad, los sótanos se
convirtieron también en un lugar peligroso debido a las
luchas casa por casa. Los soldados del Ejército Rojo a
veces lanzaban granadas en su interior cuando encontraban
resistencia cerca de ellos.
El Volkssturm, las Juventudes Hitlerianas y pequeños
grupos de combate de las Waffen-SS luchaban desde las
barricadas, desde las ventanas y los tejados de las casas
utilizando sus Panzerfaust contra los tanques soviéticos. Al
principio los blindados habían avanzado directamente por el
centro de las calles, luego habían cambiado de táctica para
pegarse a los laterales, pulverizando las posibles
posiciones con disparos de ametralladora. Al norte de la
ciudad, el III Ejército de Choque utilizó sus cañones
antiaéreos contra los tejados, pues sus tanques no podían
levantar lo suficiente su armamento principal. Y para hacer
frente a los explosivos de carga hueca de los Panzerfaust,
los tripulantes de los tanques sujetaban con una correa
muelles de metal como los utilizados en los colchones en
el frontal y en los laterales de sus vehículos para detonar el
proyectil antes de tiempo. Las barricadas fueron destruidas
con cañones de artillería pesada, levantados y disparados
horizontalmente con mira abierta. Las bajas de los
soviéticos causadas por su propia artillería o, como
sucedió más a menudo, por otros ejércitos soviéticos,
aumentaron a medida que fueron avanzando hacia el centro.
Con el humo y las nubes de polvo que cubrían la ciudad, a
los pilotos de los Shrurmovik les costaba mucho trabajo
ver a quién atacaban. Chuikov desplazó a una parte de su
VIII Ejército de la Guardia hacia el oeste para cortar el
paso de su rival, el III Ejército de Tanques de la Guardia.
Esta acción provocó muchas bajas entre sus propios
hombres, víctimas de los cañones pesados y los
lanzacohetes Katiusha de Konev.
Ese día, el Comité de Liberación Nacional de Italia
llamó a la población a levantarse contra las fuerzas
alemanas que aún quedaban al norte del país. La resistencia
atacó las columnas de los alemanes en retirada y al día
siguiente se hizo con el control de Milán.

El 25 de abril, las tropas americanas de la 69.ª División de


Infantería y los soldados rusos de la 58.ª División de
Fusileros de la Guardia se encontraron en Torgau, a orillas
del Elba. La noticia de que el Reich nazi había quedado
dividido en dos se proclamó por todo el mundo. Stalin
instó a los oficiales al mando de sus frentes que hicieran
avanzar a sus tropas hacia el Elba allí donde pudieran,
aunque finalmente estaba tranquilo pues sabía que los
americanos no iban a marchar sobre Berlín. El general
Serov del NKVD se presentó con tres regimientos de
guardias fronterizos para impedir que los oficiales
alemanes salieran furtivamente de la ciudad. Algunas tropas
escogidas de Beria estaban listas para seguir al III Ejército
de Tanques de la Guardia a Dahlem, para defender el centro
de investigaciones nucleares.
John Rabe, el diarista alemán que registró los
acontecimientos ocurridos durante las violaciones de
Nanjing, se encontraba ahora en Siemensstadt, al noroeste
de Berlín. Los soldados rusos «son muy amables... de
momento», anotó. «No nos molestan, incluso nos ofrecen
su comida, pero se vuelven locos por el alcohol, sea de la
clase que sea, y cuando han tomado demasiado son
imprevisibles». Pronto empezó a imponerse la pauta de
llevarse los relojes y luego a las mujeres. Rabe no tardaría
en contar cómo sus vecinos se suicidaban después de matar
a sus hijos y que «a una chica de diecisiete años la violaron
cinco veces y luego le pegaron un tiro». «Las mujeres
reunidas en un refugio antiaéreo del Quell Weg fueron
violadas en presencia de sus maridos».21
En Berlín se produjo menos violencia y sadismo que
durante la feroz venganza contra Prusia oriental. Los
soldados soviéticos se tomaban su tiempo en escoger a sus
víctimas, utilizando linternas en los sótanos y los refugios
para examinar primero sus caras. Las madres intentaban
esconder a sus hijas en los desvanes, a pesar del riesgo de
los bombardeos, pero los vecinos delataban a veces los
escondites para distraer la atención de los soldados de sí
mismos o de sus propias hijas. Ni siquiera las judías
estaban seguras. Los soldados del Ejército Rojo no tenían
demasiada idea de la persecución racial de los nazis, que
había sido ocultada por la propaganda soviética. Su
reacción consistía simplemente en repetir la consigna
Frau ist Frau.22 Las mujeres y las chicas jóvenes judías
retenidas aún en el campo de internamiento provisional de
la Schulstrasse, en Wedding, fueron violadas cuando
desaparecieron los guardianes de la SS.
Los dos hospitales más importantes de Berlín, la
Charité y el Kaiserin Auguste Viktoria, cifran el número de
mujeres violadas entre noventa y cinco mil y ciento treinta
mil. La mayoría sufrieron agresiones repetidas veces. Un
médico calculaba que unas diez mil murieron, o como
consecuencia de la violación en grupo o porque
posteriormente se suicidaron. Muchas chicas fueron
instadas a quitarse la vida por sus propios padres, para
borrar con la muerte su «deshonra». En total se cree que
fueron violadas en territorio alemán unos dos millones de
mujeres y niñas. Prusia oriental con mucho conoció la peor
violencia, como confirman los numerosos informes
enviados a Beria por los mandos del NKVD.23
En Berlín hasta las esposas y las hijas de los
comunistas, que se presentaron a cooperar voluntariamente
en las cantinas y lavanderías del Ejército Rojo, corrieron la
misma suerte. Algunos miembros del partido comunista
alemán, el KPD, que salieron a vitorear a sus liberadores,
quedaron en muchos casos perplejos cuando vieron que
eran arrestados por «espías». El NKVD consideraba una
traición que no hubieran ayudado a la Madre Patria
soviética. «¿Por qué no estabais con los partisanos?», era la
pregunta del millón, formulada de antemano por las
autoridades de Moscú.

El 27 de abril el VIII Ejército de la Guardia y el I de


Tanques de la Guardia rompieron las líneas defensivas del
canal de Landwehr, el último gran obstáculo antes del
distrito gubernamental. Al sur de Berlín, los ochenta mil
hombres de Busse seguían intentando abrirse paso por la
autopista Berlín-Dresde, guarnecida por varias divisiones
del contingente de Konev como línea de bloqueo. Talaron
algunos pinos altísimos para cortar los senderos del bosque
que conducían hacia el oeste. Pero muchas unidades de
Busse, encabezadas en algunos casos por uno de los pocos
tanques Tiger de la SS que todavía tenían combustible,
lograron encontrar huecos en el cordón de seguridad
montado por el Ejército Rojo. Todos los demás vehículos
que no habían sido abandonados iban cargados de heridos,
que lanzaban gritos de dolor cada vez que eran zarandeados
al pasar por algún bache. Si alguno se caía, simplemente era
atropellado por el vehículo que venía detrás. Prácticamente
nadie se detenía a prestar ayuda.
El grupo de vanguardia en dirección al oeste fue
localizado por un avión de la Lufrwaffe, que comunicó lo
que había visto al bunker del Führer. Hitler no podía creer
que Busse hubiera desobedecido sus órdenes. Envió varios
comunicados por radio diciéndole que su deber era salvar a
Berlín, no al IX Ejército. Uno de ellos decía: «El Führer en
Berlín espera que los ejércitos cumplan con su deber. La
historia y el pueblo alemán despreciarán a todo aquel que
en estas circunstancias no haga lo más que pueda para
salvar la situación y al Führer».24 Pero las órdenes de
Hitler eran ahora desdeñadas por todos sus comandantes.
Sin comunicárselo al cuartel general del Führer, el general
Heinrici dijo al Generaloberst Hasso von Manteuffel que
se retirara hacia el norte a través de Mecklenburgo, pues el
Segundo Frente Bielorruso de Rokossovsky avanzaba por el
bajo Oder. Cuando Keitel descubrió su desobediencia,
ordenó a Heinrici que informara al nuevo cuartel general
del OKW situado en el noroeste de Berlín, pero los
oficiales de estado mayor de Heinrici le convencieron de
que debía salvarse desapareciendo hasta que acabara la
guerra. En la capital propiamente dicha cada vez eran más
las casas que ponían sábanas o fundas de almohadas blancas
en señal de rendición, a pesar del peligro de las patrullas de
la SS, que tenían orden de ejecutar a cualquier hombre que
encontraran en esos edificios.
El 28 de abril las tropas americanas entraron en el
campo de concentración de Dachau, al norte de Munich.
Unos treinta guardianes de la SS intentaron ofrecer
resistencia desde las torres de vigilancia, pero no tardaron
en ser abatidos. Murieron más de quinientos guardianes de
la SS, unos a manos de los prisioneros, pero la mayoría a
manos de las tropas americanas, indignadas por lo que
vieron en el interior del campo. En sus inmediaciones
encontraron varios vagones de ganado llenos de esqueletos
humanos. Un teniente mandó ametrallar a trescientos
cuarenta y seis hombres de la SS contra un paredón. De los
treinta mil prisioneros supervivientes, dos mil
cuatrocientos sesenta y seis se hallaban en tan mal estado
que murieron a lo largo de las semanas siguientes, a pesar
de la atención médica recibida.
Las sospechas de traición en el seno de la SS que
abrigaba Hitler se vieron confirmadas cuando la radio sueca
anunció desde Estocolmo que Heinrich Himmler había
intentado negociar con los Aliados. La noche antes, Hitler
había notado la ausencia del Obergruppenführer Hermann
Fegelein, que era el representante de Himmler en el cuartel
general del Führer, además de estar casado con la hermana
de Eva Braun. Se enviaron a varios oficiales en su busca.
Encontraron a Fegelein borracho en su apartamento en
compañía de su amante. Tenían las maletas preparadas para
una fuga inminente. Fegelein fue conducido bajo estrecha
vigilancia a la Cancillería del Reich. Eva Braun se negó a
interceder por su cuñado desleal.
Hitler se sintió aún más amargado por la defección de
der treue Heinrich que por el intento de Göring de asumir
el mando. Y cuando Steiner se negó a atacar, no vio más
que traiciones a su alrededor. Llamó por teléfono a Dönitz
a Flensburg, en la costa del Báltico. El almirante interrogó
a Himmler, que negó la información. Pero Reuters propagó
luego la noticia. Hitler, pálido de ira, ordenó al
Gruppenführer Müller, el jefe de la Gestapo, que
interrogara a Fegelein. Tras conocer que estaba al tanto de
la propuesta de Himmler al conde Bernadotte, Fegelein,
despojado de todas sus medallas y de los distintivos de su
rango, fue conducido al patio y ejecutado por miembros de
la escolta del Führer. Hitler aseguró que la traición de
Himmler había significado para él el golpe definitivo.
Según Speer, fue decisión de Hitler castigar a las
divisiones de las Waffen-SS despojándolas del brazalete
que había empujado a Himmler por la senda de la traición.
Pocas horas después de la ejecución del marido de su
hermana, Eva Braun se casó con Adolf Hitler. Goebbels y
Bormann actuaron como testigos. Fue una tarea tremenda
para el aterrorizado funcionario del registro civil, que fue
obligado a abandonar el destacamento del Volkssturm al
que pertenecía. Según la legislación nazi, tuvo que
preguntar a Hitler y a Braun si eran de ascendencia aria pura
y si estaban libres de enfermedades hereditarias.
A primera hora del 29 de abril, Hitler dejó a su esposa
para dictar sus últimas voluntades y testamento. Adoptando
de nuevo el tono de reproche desencantado habitual en él,
afirmó que nunca había deseado la guerra. Los intereses del
judaismo internacional le habían obligado a recurrir a ella.
Nombró a Dönitz presidente del Reich en su lugar,
Goebbels debía ser el canciller del Reich. El Gauleiter
Karl Hanke, que en esos momentos se encontraba en
Breslau dirigiendo su feroz defensa hasta que logró
escabullirse en un avión ligero, debía sustituir a Himmler
como Reichsführer de la SS. Una vez concluida su
deprimente tarea, la secretaria de Hitler, Traudl Junge, se
dio cuenta de que nadie había dado de comer a los hijos de
Goebbels. Subió a buscar algo de comida a la Cancillería
del Reich, donde se encontró que estaba desarrollándose
una extraña orgía entre unos oficiales de la SS y unas
chicas a las que habían atraído con la promesa de darles
comida y alcohol.
El entorno de Hitler esperaba ansiosamente que se
suicidara. Tras la ejecución de Fegelein, no podían pensar
en escapar hasta que el Führer estuviera muerto. El ruido de
los combates se intensificó, encargándose los restos de la
división Nordland y de la unidad de la SS francesa de
defender el extremo sur de la Wilhelmstrasse. Las ruinas
de la Anhalter Bahnhof y del cuartel general de la Gestapo
en la Prinz-Albrecht-Strasse habían sido ocupadas por
grupos de combate soviéticos. Los voluntarios franceses
de la SS se habían mostrado particularmente hábiles
hostigando a los tanques rusos y dejándolos fuera de
combate con los Panzerfaust. El Tiergarten parecía ahora
un campo de batalla de la Primera Guerra Mundial, lleno de
árboles caídos y de cráteres de bombas.
Dos divisiones del III Ejército de Choque habían
cruzado el Spree desde Moabit para ocupar el ministerio
del interior, que los rusos llamaban «la casa de Himmler».
El 30 de abril al amanecer lanzaron su ataque contra el
Reichstag, que Stalin había escogido como símbolo de la
conquista de Berlín. Al primer soldado que izara en él la
bandera soviética le habían prometido la medalla de Héroe
de la Unión Soviética. El Reichstag estaba defendido por
una combinación de miembros de la SS, de las Juventudes
Hitlerianas y algunos marineros que habían llegado en los
aviones de transporte Junker obligados a realizar un
aterrizaje de emergencia. El mayor peligro para los
atacantes estaba a sus espaldas. La gigantesca torre de
defensa antiaérea Zoo, instalada en el Tiergarten, podía
disparar contra ellos cuando cruzaran la enorme explanada
de la Königsplatz, donde Speer había proyectado construir
la Volkshalle, pieza central de la nueva capital, Germania.
Aquella mañana en el bunker del Führer Hitler probó
uno de los frasquitos de cianuro en su adorada perrita
alsaciana Blondi. Satisfecho de su efecto, empezó a hacer
sus preparativos. Acababa de enterarse de la muerte de
Mussolini junto con su amante, Clara Petacci. Sus
cadáveres, acribillados a balazos, habían sido colgados de la
marquesina de una estación de servicio en Milán. Los
detalles se los habían mecanografiado en una de las
máquinas especiales con caracteres de tamaño más grande
de lo habitual, para que pudiera leerlos sin gafas. (El folio
se conserva en un archivo ruso.) Aproximadamente a las
tres de la tarde, el Führer se despidió de su entorno. La
solemnidad del momento se vio mermada por el ruido de la
francachela que estaba celebrándose en la Cancillería del
Reich, y entonces Magda Goebbels se puso histérica ante
la idea de que iba a perder a su ídolo.
Por fin Hitler se retiró a su salita en compañía de su
esposa, que se había mostrado alegre durante el almuerzo,
aunque sabía exactamente lo que estaba a punto de suceder.
Nadie oyó el disparo, pero poco después de las 15:15 entró
Linge, su criado, seguido de algunos otros. Hitler se había
pegado un tiro en la cabeza, mientras que Eva Hitler se
había tomado el cianuro. Sus cadáveres fueron envueltos en
unas mantas grises de la Wehrmacht y llevados al jardín de
la Cancillería del Reich, donde fueron quemados con
gasolina siguiendo las instrucciones del propio Hitler.
Goebbels, Bormann y el general Krebs dieron la orden de
firmes e hicieron el saludo nazi.
Esa misma noche, mientras las tropas soviéticas
intentaban abrirse paso hacia el Reichstag para izar la
bandera de la victoria a la hora en que se iniciaban las
celebraciones del Primero de Mayo en Moscú, el general
Weidling planeó una fuga hacia el oeste con todas las
tropas que pudiera reunir. Pero un oficial de la SS logró
llegar hasta él en medio de los bombardeos para llevarlo a
la Cancillería del Reich. Goebbels contó a Weidling la
noticia de la muerte de Hitler y añadió que el general Krebs
actuaría como emisario para negociar un pacto con el
comandante supremo ruso.
Aunque supuestamente era un apóstol leal de la
resistencia total, Krebs había estado desempolvando cada
mañana su ruso en la soledad de su cuarto de baño mientras
se afeitaba. En cuanto se alcanzó un alto el fuego en el
sector del VIII Ejército de la Guardia, fue conducido a su
cuartel general. Chuikov llamó por teléfono a Zhukov, que
inmediatamente envió a su jefe de estado mayor, el general
Vasily Sokolovsky. Zhukov no quería que su crítico más
severo pudiera afirmar que había sido él quien había
protagonizado la rendición de Berlín. Llamó entonces a
Stalin, insistiendo en que lo despertaran, para decirle que
Hitler había muerto. «Ha recibido su merecido», comentó
el dictador. «Lástima que no hemos podido cogerlo vivo.
¿Dónde está su cadáver?» Stalin dijo a Zhukov que no tenía
permiso para entablar ningún tipo de negociaciones. Solo
debía aceptarse la rendición incondicional. Krebs solicitó
una tregua. Intentó argüir que solo el nuevo gobierno del
Grossadmiral Dönitz podía ofrecer la rendición
incondicional. Sokolovsky dejó marchar a Krebs con el
mensaje de que si Goebbels y Bormann no habían aceptado
una rendición incondicional a las 10:15, esa misma mañana
del 1 de mayo, «volarían Berlín y la convertirían en un
montón de ruinas». No se recibió ninguna respuesta, de
modo que se desencadenó un «huracán de fuego» en el
centro de la ciudad.25
Los defensores más tenaces del distrito
gubernamental fueron los destacamentos extranjeros de las
Waffen-SS, escandinavos y franceses. Unos zapadores de la
división Nordland volaron el túnel de la S-Bahn debajo del
canal de Landwehr con explosivos metidos en una carga
hueca. Veinticinco kilómetros de túneles de S-Bahn y U-
Bahn fueron inundados. Se calcula que el número de los
ahogados fue de entre cincuenta y quince mil, pero no es
muy probable que la cifra real superara los cincuenta.
Muchos de los cadáveres que se encontraron flotando en
las aguas bajo tierra ya estaban muertos, pues los hospitales
de campaña instalados en los túneles amontonaban allí los
cuerpos de los fallecidos.
Al sur de Berlín, unos veinticinco mil hombres de lo
que quedaba del IX Ejército de Busse salieron de los
bosques en las inmediaciones de Beelitz, agotados y
hambrientos. Varios millares de civiles habían emprendido
la huida con ellos. Las divisiones de Wenck, que habían
abierto un corredor para que pudieran escapar ellos y la
guarnición de Potsdam, habían reunido todos los vehículos
que habían podido encontrar para conducirlos hasta el Elba
y librarlos de ser enviados a un campo de prisioneros
soviético.
Aquella tarde, el Brigadeführer Wilhelm Mohnke, al
mando de la defensa del distrito gubernamental, dio la
orden de retirada al último tanque Tiger que le quedaba a
los hombres de la SS de la Nordland. Aunque Goebbels
seguía negándose a considerar la rendición incondicional,
Martin Bormann y Mohnke ya habían logrado introducir en
la Cancillería del Reich ropas de paisano para intentar la
evasión esa misma noche. Esperaban que los soldados que
mantenían a raya a las tropas soviéticas en torno al distrito
gubernamental siguieran combatiendo mientras ellos
escapaban. Al anochecer, los que querían salir de la
Cancillería esperaron impacientes a que Magda Goebbels
matara a sus seis hijos con un veneno y luego se suicidara
con su marido.
A las 21:30 la emisora de Hamburgo
Deutschlandsender tocó música fúnebre antes de que
Dönitz se dirigiera a la nación para anunciar la muerte de
Hitler, combatiendo «al frente de sus tropas». 26 Una vez
muertos sus hijos, Joseph y Magda Goebbels subieron por
fin a los jardines de la Cancillería. Ella sujetaba en sus
manos la insignia de oro del partido nazi de Hitler, que el
propio Führer le había regalado. Marido y mujer rompieron
al mismo tiempo las ampollas de cianuro. Uno de los
edecanes del ministro de propaganda disparó luego un tiro
a cada uno para asegurarse de que habían muerto, roció sus
cadáveres con gasolina y les prendió fuego.
Este retraso hizo que los fugitivos no salieran hasta
las once de la noche, dos horas más tarde de lo planeado.
En dos grupos, siguieron rutas diferentes para cruzar el
Spree y dirigirse al norte. Las tropas de la Nordland con el
tanque Tiger y otros vehículos blindados intentaron abrirles
paso lanzando una carga en el puente de Weidendammer. El
Ejército Rojo, que esperaba que se produjera un intento de
fuga y había reforzado el sector, mató a la mayoría de los
fugitivos en una caótica batalla nocturna. Algunos lograron
cruzar en medio de la confusión, entre otros Bormann y
Artur Axmann, el jefe de las Juventudes Hitlerianas.
Bormann, que quedó aislado, se encontró, al parecer, con
un grupo de soldados rusos y se tomó un veneno.
Como la rendición de Weidling no estaba previsto que
tuviera efecto hasta la medianoche, otro grupo más
numeroso formado fundamentalmente por lo que quedaba
de la 18.ª División de Granaderos Acorazados y de la
División Panzer Müncheberg, intentó la fuga por el oeste.
Se desencadenó una feroz batalla en torno al
Charlottenbrücke sobre el río Havel en Spandau. Los
vehículos blindados intentaron una vez más hacer de arietes
contra las tropas del XLVII Ejército ruso. Se produjo una
caótica matanza con sucesivas oleadas de civiles y de
soldados precipitándose al puente bajo la cobertura del
fuego de las baterías antiaéreas autopropulsadas. Es
imposible decir cuántos murieron, pero solo consiguió
llegar al Elba un puñado. Zhukov ordenó examinar todos los
cadáveres y todos los vehículos para ver si había entre ellos
algún líder nazi, pero la mayoría de los cuerpos estaban
calcinados y era imposible su reconocimiento.
El 2 de mayo se apoderó de la ciudad ennegrecida y
humeante una extraña calma. Solo rompían el silencio las
detonaciones aisladas de los soldados de la SS que se
pegaban un tiro y ocasionales ráfagas de metralleta de las
tropas soviéticas. En la Cancillería del Reich, el general
Krebs y el edecán jefe de Hitler, el general Wilhelm
Burgdorf se habían suicidado disparándose en la cabeza
después de ingerir una gran cantidad de coñac. Las tropas
del V Ejército de Choque ocuparon el edificio y colgaron
de él una gran bandera roja, para hacer juego con la que
finalmente había sido izada en lo alto del Reichstag.
Para los civiles que salían cautelosamente de los
sótanos y los refugios antiaéreos, el campo de batalla
urbano de cadáveres en medio de las calles cubiertas de
escombros supuso un verdadero shock. Por todas partes se
veían tanques soviéticos incendiados, dejados fuera de
combate casi a quemarropa por las unidades extranjeras de
la SS y las Juventudes Hitlerianas. Las mujeres cubrían las
caras de los muertos con hojas de periódico o con prendas
de ropa. La mayoría eran casi solo unos niños. Los
ancianos del Volkssturm se habían rendido a la primera
oportunidad que se les había presentado. Las tropas
soviéticas siguieron cogiendo prisioneros al grito de
Davai! Davai! Todo aquel que vistiera uniforme, de
soldado, de policía o de bombero, era obligado a desfilar
en columnas y a salir de la ciudad. Muchos lloraban cuando
sus mujeres salían a despedirlos, y a darles ropa y comida.
Temían que los mandaran a algún campo de trabajo en
Siberia.
La Operación Berlín, que se prolongó desde el 16 de
abril hasta el 2 de mayo, costó a los frentes de Zhukov,
Konev y Rokossovsky trescientas cincuenta y dos mil
cuatrocientas veinticinco bajas, casi un tercio de las cuales
fueron muertos. El Primer Frente Bielorruso sufrió las
peores pérdidas debido a la desesperación de Zhukov en las
colinas de Seelow.
Stalin, ansioso por conocer todos los detalles de la
muerte de Hitler y asegurarse de que efectivamente había
desaparecido, ordenó a un grupo del destacamento del
SMERSh del III Ejército de Choque que lo investigara. El
bunker de la Cancillería del Reich fue clausurado mientras
los hombres hacían su trabajo. Negaron la entrada incluso
al mariscal Zhukov, con la excusa de que los zapadores
todavía no habían acabado de comprobar el emplazamiento
de las minas y las trampas explosivas. También empezó sus
trabajos un equipo de interrogadores encargados de
entrevistar a todos y cada uno de los prisioneros que habían
sido testigos de los acontecimientos allí sucedidos, y los
cadáveres de Joseph y Magda Goebbels fueron trasladados
fuera de Berlín para someterlos a un examen forense. Al no
poder encontrar el cadáver de Hitler, las presiones de
Moscú se intensificaron. Los investigadores del SMERSh
no lo encontraron hasta el 5 de mayo, enterrado en el cráter
de una bomba junto al de Eva Braun. Fue sacado de la
ciudad con el mayor sigilo. No se permitió que se enterara
del descubrimiento ningún oficial del Ejército Rojo, ni
siquiera Zhukov.
49
CIUDADES DE LOS
MUERTOS
(mayo-agosto de 1945)

«Soy incapaz de encontrar palabras hermosas», decía un


soldado soviético en una carta a su familia desde Berlín.
«Todos están borrachos. ¡Banderas, banderas, banderas!
Banderas en Unter den Linden, en el Reichstag. Banderas
blancas. Todo el mundo cuelga una bandera blanca. Viven
entre ruinas. Berlín ha sido crucificada».1 Los
conquistadores soviéticos parecían creer en el viejo dicho
ruso: «Los vencedores no son juzgados».2
Numerosos alemanes intentaban simplemente
sobrevivir y no pensar en los acontecimientos que los
habían conducido a un estado de humillación mucho más
grande que la derrota de 1918. «La gente vivía con su
destino», comentaba un berlinés.3 La mayoría de los fieles
a Hitler se convencieron a sí mismos de que la conducta de
las tropas rusas demostraba que habían tenido razón en
intentar destruir la Unión Soviética. Otros empezaban a
abrigar terribles dudas.
Fritz Hockenjos, el oficial de estado mayor del
ejército que acompañaba al cuerpo de la SS en la Selva
Negra, reflexionaba sobre la responsabilidad de la derrota
de Alemania en su diario. «No había que echar la culpa a la
gente por haber perdido la guerra. Soldados, obreros y
agricultores han hecho esfuerzos y han soportado cargas
sobrehumanas y han creído, obedecido, trabajado y luchado
hasta el final. ¿Eran culpables los ministros y los jerarcas
del partido, las autoridades económicas y los mariscales?
¿No dijeron al Führer la verdad e hicieron su juego a sus
espaldas? ¿O acaso Adolf Hitler no era el hombre que
parecía ser ante el pueblo? ¿Es posible que la perspicacia y
la estrechez de miras, la sencillez y el disparate, la lealtad y
la falsedad, la fe y el engaño vivieran en un mismo corazón?
¿Era Adolf Hitler el gran caudillo inspirado que no podía
ser medido según los patrones habituales, o era un
impostor, un criminal, un diletante incompetente, un loco?
¿Era un instrumento de Dios o un instrumento del diablo?
Y los hombres de julio del 44, ¿no eran entonces al final
unos traidores? Preguntas, preguntas. No he encontrado
respuestas ni tranquilidad».4
Aunque el anuncio de la muerte de Hitler no puso fin
inmediatamente a los combates, aceleró desde luego el
proceso de colapso final. El 2 de mayo, las fuerzas del
general von Vietinghoff en el norte de Italia y en el sur de
Austria se rindieron. Las tropas británicas se apresuraron a
asegurar Trieste, en el extremo septentrional del Adriático.
Los partisanos de Tito ya habían llegado a la ciudad, pero
en un número insuficiente para marcar la diferencia.
Los habitantes de Praga, creyendo que el III Ejército
de Patton estaba a punto de llegar, se sublevaron contra los
alemanes. Los checos contaron con la ayuda de más de
veinte mil hombres de la ROA de Vlasov, que se volvieron
contra sus aliados alemanes, pero no con la de los
americanos, como esperaban. El general Marshall había
rechazado finalmente otro de los llamamientos de
Churchill para avanzar hacia la capital checa.
Con el Ejército Rojo demasiado lejos para intervenir,
la respuesta del Generalfeldmarschall Schörner fue casi
tan salvaje como la represión que siguió a la sublevación de
Varsovia. El hecho de que cambiaran de bando no significó
nada para que Vlasov y sus tropas se libraran de la venganza
soviética. Vlasov fue denunciado por uno de sus propios
oficiales cuando intentaba escapar escondido debajo de una
manta en la parte trasera de un automóvil. Stalin fue
informado inmediatamente de la captura del «general
Vlasov, traidor a la Madre Patria» por el Primer Frente
Ucraniano de Konev. 5 El jefe de la ROA fue trasladado en
un avión a Moscú donde posteriormente fue ejecutado.
El 5 de mayo, al término de las negociaciones con los
oficiales de mayor rango del IX Ejército de Simpson, los
heridos de las fuerzas de Busse recibieron permiso para
cruzar el Elba. Simpson se negó a dejar pasar a los civiles,
debido a que, en virtud del pacto acordado con la Unión
Soviética, debían permanecer en las zonas en las que vivían.
Muchos soldados que no estaban heridos y algunas mujeres
jóvenes, camuflados con gabanes y cascos de la
Wehrmacht, empezaron a cruzar el puente medio en ruinas
del ferrocarril. Las tropas norteamericanas se encargaron
de filtrar la marea de fugitivos para impedir el paso a los
civiles y detener a los miembros de la SS. Algunos
extranjeros de la SS, especialmente los holandeses de la
División Nederland, fingían o bien ser alemanes o bien ser
trabajadores forzosos que intentaban volver a casa. También
intentaban escapar los Hiwis, aterrorizados ante la
posibilidad de ser capturados por el NKVD. Una vez que la
cabeza de puente defendida por las débiles divisiones de
Wenck estuvo al alcance de la artillería soviética, los
americanos se replegaron para no sufrir bajas, y empezó
una estampida de gente que quería llegar a la orilla
occidental. Muchos soldados y civiles se apoderaron de
barcas o ataron troncos y latas de combustible para
improvisar balsas. Algunos intentaron agarrar a los caballos
que estaban sin jinete y obligarlos a meterse en el río para
cruzarlo a su grupa. Muchos de los que trataron de pasar a
nado se ahogaron debido a la fuerza de la corriente. Otros,
que no se atrevieron a meterse en el agua o que pensaron
que ya no les quedaba nada por vivir, simplemente se
suicidaron.
El general Bradley se reunió con el mariscal Konev
para suministrarle un mapa que mostraba la posición de
todas las divisiones americanas. A cambio no recibió
ninguna información acerca de los despliegues de tropas
soviéticas, solo una advertencia inequívoca de que los
americanos no debían entrometerse en Checoslovaquia. En
Austria los rusos habían establecido un gobierno
provisional sin consultar a nadie. De Moscú no venía señal
amistosa alguna. Molotov, que se encontraba en San
Francisco para asistir a la conferencia fundacional de las
Naciones Unidas, dejó de piedra a Stettinius cuando afirmó
que los dieciséis representantes de Polonia, detenidos por
el NKVD a pesar de sus salvoconductos, habían sido
acusados del asesinato de doscientos miembros del
Ejército Rojo.
El 4 de mayo por la tarde, Stalin se puso hecho una
furia cuando se enteró de que el Generaladmiral Hans-
Georg von Friedeburg y el General der Infanterie
Eberhard Kinzel se habían presentado en el cuartel general
de Montgomery en la Lüneburg Heide para entregar las
fuerzas alemanas en Holanda, Dinamarca y el noroeste de
Alemania. Montgomery envió a los delegados alemanes a
Reims para firmar una rendición incondicional en toda
regla en el cuartel general del SHAEF. El procedimiento
resultó increíblemente complicado. El SHAEF no había
recibido instrucciones políticas claras acerca de los
términos de la rendición ni de la participación de los
franceses. Los alemanes, por su parte, esperaban negociar
una rendición únicamente con las potencias occidentales.
No queriendo malquistarse con Stalin, el SHAEF
incluyó en las negociaciones al general Susloparov, el
oficial de enlace soviético de mayor graduación en la zona
occidental. El jefe de estado mayor de Eisenhower, el
general Bedell Smith, llevó el proceso con habilidad. El 6
de mayo amenazó al general Jodl, que había venido a
presidir la delegación alemana, diciendo que si no firmaba
una rendición universal antes de medianoche, las fuerzas
aliadas sellarían el frente, lo que supondría que todos
serían capturados por el Ejército Rojo. La delegación
alemana sostuvo que necesitaba cuarenta y ocho horas
después de estampar su firma para distribuir la orden de
rendición, debido a la interrupción de las comunicaciones
con los cuarteles generales subsidiarios. En realidad se
trataba de una excusa para conseguir un poco de tiempo
extra para traer más tropas a la zona occidental. Eisenhower
se mostró de acuerdo con el aplazamiento. El «Acta de
Rendición Militar» fue firmada por Jodl y Friedeburg a
primera hora del 7 de mayo, para que entrara en vigor un
minuto después de la medianoche del 9 de mayo.
Stalin no podía permitir que la ceremonia final tuviera
lugar en la zona occidental, así que insistió en que los
alemanes firmaran otra rendición en Berlín un minuto
después de la medianoche del 9 de mayo, justo en el
momento en el que la capitulación pactada en Reims debía
entrar en vigor. Los rumores acerca del gran
acontecimiento se filtraron tanto en los Estados Unidos
como en Gran Bretaña. Churchill puso un telegrama a
Stalin explicándole que, como la multitud empezaba ya a
congregarse en Londres para festejar el fin de la guerra, las
celebraciones del Día de la Victoria en Europa tendrían
lugar en Gran Bretaña el 8 de mayo, lo mismo que en los
Estados Unidos. Stalin contestó enojado que las tropas
soviéticas seguían combatiendo. Las fuerzas alemanas
todavía ofrecían resistencia en Prusia oriental, en la
península de Curlandia, en Checoslovaquia y en muchos
otros lugares. En Yugoslavia, tardaron una semana más en
rendirse. Las celebraciones de la victoria, escribió Stalin,
no podían empezar en la Unión Soviética hasta el 9 de
mayo.
Las tropas británicas esperaban ser trasladadas en
avión a través del mar del Norte a Noruega para ayudar a las
autoridades de este país a supervisar la rendición de los
cuatrocientos mil soldados alemanes que seguía habiendo
en su territorio, el contingente más numeroso de la
Wehrmacht que quedaba intacto. Ya en los confines del
norte, un ejército expedicionario noruego había vuelto a
ocupar Finnmark, con apoyo de tropas soviéticas. Aunque
el Reichskommissar Josef Terboven tenía el proyecto de
convertir Noruega en el último bastión del Tercer Reich,
Dönitz le mandó volver a Alemania y dijo al Generaloberst
Franz Böhme que asumiera plenos poderes. La noche del 7
de mayo, Böhme dio por la radio la noticia de la rendición.
En Oslo un gobierno incipiente lanzó un llamamiento a
unos cuarenta mil miembros de la resistencia noruega
pidiéndoles que garantizaran la seguridad. Terboven se
suicidó poco después haciendo explotar una bomba pegada
a su cuerpo.
Justo antes de la medianoche del 8 de mayo comenzó
en Berlín la ceremonia de rendición en el cuartel general
de Zhukov en Karlshorst. El mariscal soviético estaba
flanqueado por el mariscal del aire Tedder, el general
Spaatz y el general Lattre de Tassigny. Se hizo entrar al
Generalfeldmarschall Keitel, al almirante von Friedeburg
y al Generaloberst Hans-Jürgen Stumpff de la Luftwaffe.
En cuanto estos estamparon su firma, fueron obligados a
salir. Y entonces empezó la fiesta. Por toda la ciudad se
dispararon salvas, mientras los oficiales y los soldados del
Ejército Rojo, que habían guardado vodka y casi toda
variedad de alcohol imaginable para la ocasión, disparaban
la munición que les quedaba. Las salvas de la victoria
mataron a muchas personas. Las mujeres de Berlín,
conscientes de lo que podía provocar la ingestión de tanta
bebida, temblaban de miedo.
Stalin, temeroso de la inmensa popularidad de Zhukov tanto
en la Unión Soviética como en el extranjero, empezó a
atormentarlo con amenazas veladas. Le echó la culpa de no
haber encontrado a Hitler, cuando el SMERSh ya había
confirmado la identidad de su cadáver. Habían encontrado
al auxiliar del dentista de Hitler y le habían obligado a
examinar su mandíbula. Zhukov no se enteró de que el
cadáver había sido localizado hasta veinte años después.
Stalin utilizó también el misterio deliberado para dar a
entender que Hitler había huido a Baviera, zona que había
sido ocupada por los americanos. Aquellas insinuaciones
formaban parte de su campaña para hacer creer que los
estadounidenses habían firmado un pacto secreto con los
nazis.
El deseo de cambio político reinante en las filas del
Ejército Rojo había intensificado las sospechas de las
autoridades soviéticas. Tanto los oficiales como los
soldados rasos manifestaban descaradamente sus críticas al
sistema comunista. Las autoridades rusas temían también
las influencias extranjeras, sobre todo desde que sus
soldados habían visto las condiciones de vida mucho
mejores que había en Alemania. El SMERSh hablaba una
vez más de la amenaza de actitud «decembrista», en alusión
a los jóvenes oficiales que regresaron a Rusia de París tras
la derrota de Napoleón, reconociendo que su país seguía
estando políticamente muy atrasado. «Se hace precisa una
lucha sin cuartel contra esas actitudes», concluía el
informe del SMERSh.6 Las detenciones por
«manifestaciones antisoviéticas sistemáticas e intenciones
terroristas» aumentaron de forma espectacular. 7 Aquel año
de la victoria, en el que los combates duraron apenas cuatro
meses, fueron detenidos ciento treinta y cinco mil
cincuenta y seis oficiales y soldados del Ejército Rojo y
doscientos setenta y tres oficiales de alta graduación «por
crímenes contrarrevolucionarios».8 En la Unión Soviética,
los delatores actuaban afanosamente y las detenciones del
NKVD en la madrugada se convirtieron de nuevo en una
práctica habitual.
La población del Gulag y de los batallones de trabajos
forzados se incrementó hasta alcanzar sus niveles más
altos. Entre los nuevos convictos había civiles y un número
estimado de tres millones de soldados del Ejército Rojo,
condenados por haber colaborado con el enemigo como
Hiwis o simplemente por haberse rendido. Muchísimos
otros, incluidos once generales, fueron ejecutados al
término de brutales interrogatorios en los centros de
investigación dirigidos por el SMERSh. Abandonados en
1941 por unos superiores incompetentes o aterrorizados,
los soldados soviéticos habían padecido el hambre y los
horrores indescriptibles de los campos de concentración
alemanes. Ahora se veían tratados como «traidores a la
Patria» por no haberse suicidado. Los que sobrevivieron a
esta segunda ronda de castigos siguieron marcados para el
resto de su vida y limitados a los trabajos más humillantes.
Hasta 1998, bastante después de la caída del comunismo,
los formularios oficiales seguían exigiendo detalles sobre
todos los miembros de la familia a cualquiera que
presentara una solicitud y que hubiera sido prisionero de
guerra. Las sangrientas revueltas que tuvieron lugar en los
campos del Gulag durante los años de posguerra fueron
casi todas ellas capitaneadas por antiguos oficiales y
soldados del Ejército Rojo.

El caos que habían desencadenado los nazis en todo el


continente europeo se vio reflejado en los cientos de miles
de personas desplazadas. «Hoy día por las calles de
Alemania», decía Godfrey Blunden, «está toda la historia
de Europa, o mejor dicho del mundo».9 Millones de
personas obligadas a realizar trabajos forzados procedentes
de Francia, Italia, los Países Bajos, Europa central, los
Balcanes, y sobre todo de la Unión Soviética, empezaron a
regresar a pie a sus hogares. «Una viajera anciana», anotó
Vasily Grossman, «se marcha a pie de Berlín con un
pañuelo a la cabeza. Tiene pinta ni más ni menos que de ir
en peregrinación: una peregrinación en medio de la
vastedad de Rusia. Lleva un paraguas en bandolera colgando
de los hombros. Por detrás de su oreja asoma una cacerola
de aluminio enorme atada al mango del paraguas».10
Blunden se cruzó con un grupo de prisioneros de
guerra americanos jóvenes, medio muertos de hambre,
«con las costillas de xilófono», mejillas hundidas, cuellos
flacos y «brazos larguiruchos». Se habían puesto «un poco
histéricos» al oír a otras personas hablar inglés. «Algunos
prisioneros americanos con los que me encontré esta
mañana han sido los que más lástima me han dado de los
que he visto. Llegaron a Europa justo el mes de diciembre
pasado, los mandaron inmediatamente al frente y ese
mismo mes se les vino encima lo más recio de la
contraofensiva alemana en las Ardenas. Desde el momento
mismo de su captura fueron trasladados casi
constantemente de un sitio a otro. Contaban historias de
compañeros muertos a porrazos por los guardias alemanes
solo por salirse de la fila para coger remolachas azucareras
de los campos. Daban todavía más lástima porque eran solo
unos niños sacados de sus casas en un país hermoso sin
saber nada de Europa, no unos tíos curtidos como los
australianos, ni astutos como los franceses ni
irreductiblemente tenaces como los ingleses.
11
Sencillamente no sabían de qué iba todo esto».
Entre los desplazados había muchos prisioneros
totalmente deshumanizados por el trato brutal que habían
recibido y deseosos de vengarse de los alemanes. Vagando
al azar, saqueando y violando, sembraban el caos y el
miedo. Los capitanes de la policía militar ordenaban que la
justicia había que aplicarla en el acto. «Los identificados
como saqueadores y violadores eran fusilados sin más»,
anotó un soldado inglés. Pero los civiles alemanes que se
presentaban ante las autoridades de ocupación para quejarse
de los robos de comida perpetrados por los condenados a
trabajar como mano de obra esclava no suscitaban
precisamente muchas simpatías. Solo una minoría había
mostrado compasión hacia aquellos desdichados cuando
los nazis ostentaban el poder.12

Para Churchill, durante el período inmediatamente


posterior al término de la guerra, el problema de Polonia
siguió pesando más que ningún otro. La no asistencia del
primer ministro al funeral de Roosevelt sorprendió y
desconcertó a la gente a uno y otro lado del Atlántico. No
cabe duda alguna de que, por mucho que luego se jactara de
la amistad que los había unido, la actitud de
contemporización mostrada por Roosevelt hacia Stalin lo
había decepcionado profundamente. Churchill se animó en
un primer momento, pues le pareció que el nuevo
presidente, Harry Truman, adoptaba una línea mucho más
firme frente al dictador soviético, especialmente como
consecuencia de los consejos de Averell Harriman.
La brusca declaración hecha por Roosevelt en Yalta en
el sentido de que tenía intención de retirar de Europa todas
las fuerzas americanas en cuanto fuera posible había
alarmado a Churchill. Gran Bretaña sola era demasiado
débil para enfrentarse a la fuerza del Ejército Rojo y a la
amenaza de los comunistas de los distintos países que
intentarían aprovecharse de una Europa asolada. Quedó
horrorizado por los informes acerca de la venganza y la
represión soviética detrás de lo que él ya llamaba el «telón
de acero»: por desgracia, el término había sido acuñado por
Goebbels.
Al cabo de una semana de la rendición de Alemania,
Churchill convocó a sus jefes de estado mayor. Los
desconcertó al preguntarles si iba a ser posible obligar al
Ejército Rojo a retirarse con el fin de asegurar «un trato
justo para Polonia». Esa ofensiva, dijo, debía tener lugar el
1 de julio, antes de que la fuerza militar de los Aliados en
el frente occidental se viera mermada por la
desmovilización o el traslado de unidades a Extremo
Oriente.
Aunque la elaboración del plan de contingencias para
la «Operación Impensable» se desarrolló con el máximo
secreto, uno de los topos de Beria en Whitehall pasó los
detalles a Moscú.13 La información más explosiva era la
orden dada a Montgomery de reunir todo el armamento
entregado por los alemanes, por si se reconstruían unidades
de la Wehrmacht para participar en esta empresa
disparatada. Como no es de extrañar, los soviéticos
pensaron que todas sus peores sospechas se veían
confirmadas.
Los encargados de la planificación estudiaron la
situación con todo detalle, aunque forzosamente esta tenía
que basarse en la especulación. Interpretaron totalmente al
revés la reacción de las tropas inglesas, pensando que
habrían estado dispuestas a obedecer semejante orden. Era
bastante poco probable que lo hicieran. La inmensa
mayoría de las tropas británicas deseaban volver a casa. Y
después de todo lo que habían oído decir del gigantesco
sacrificio de los soviéticos, que les había ahorrado tantas
bajas a ellos, habrían acogido la propuesta de volverse
contra sus aliados con incredulidad y enfado. El personal
encargado de la planificación daba por hecho de forma
también harto improbable que los americanos se
mostrarían dispuestos a unirse a ellos.
Afortunadamente la principal conclusión de su
informe era bastante clara. Se trataba de un proyecto muy
«arriesgado», y aunque el Ejército Rojo fuera obligado a
retirarse después de un éxito inicial, el conflicto resultaría
largo y costoso. «La idea es por supuesto una pura fantasía
y las oportunidades de éxito prácticamente nulas», escribió
el mariscal Brooke en su diario. «No cabe duda de que de
ahora en adelante Rusia es todopoderosa en Europa». «El
resultado de este estudio», añadió más tarde, «ponía de
manifiesto que a lo máximo que podíamos aspirar era a
obligar a los rusos a replegarse más o menos a la misma
línea a la que habían llegado los alemanes. ¿Y luego qué?
¿Debíamos seguir movilizados indefinidamente para
obligarlos a permanecer allí?»14 La Segunda Guerra
Mundial en Europa había empezado en Europa por Polonia
y la idea de una tercera guerra mundial con arreglo al
mismo guión mostraba una simetría aterradora.
El 31 de mayo, Brooke, Portal y Cunningham
«analizaron de nuevo la "guerra impensable" contra Rusia...
y quedaron más convencidos que nunca de que era
"impensable"».15 Se mostraron unánimemente de acuerdo
cuando presentaron el informe a Churchill. Truman
tampoco fue muy receptivo a la idea de obligar al Ejército
Rojo a replegarse como moneda de cambio. Ni siquiera
estaba dispuesto a mantener tropas americanas en las zonas
de Alemania y Checoslovaquia que debían ser entregadas a
los soviéticos en virtud de los acuerdos de la Comisión
Asesora Europea. Truman había dado repentinamente un
paso atrás y había adoptado una actitud más acomodaticia
ante la Unión Soviética tras escuchar a Joseph Davies,
antiguo embajador norteamericano en Moscú y ardiente
admirador de Stalin. Davies había asistido a las farsas
judiciales de los años treinta y no había visto nada
sospechoso en las grotescas confesiones arrancadas a
golpes a los acusados.
El primer ministro tuvo que aceptar la derrota, pero
pronto volvió a la carga ante sus jefes de estado mayor
pidiéndoles que estudiaran un plan para la defensa de las
islas Británicas en caso de una ocupación soviética de los
Países Bajos y de Francia. Por entonces estaba agotado
haciendo campaña para las elecciones generales y cada vez
se mostraba más irracional. Llegó incluso a avisar de la
posible creación de una Gestapo bajo un futuro gobierno
laborista. Las votaciones tuvieron lugar el 5 de julio, pero
como había que recoger los votos de los miembros de las
fuerzas armadas repartidos por todo el mundo, los
resultados no se conocerían hasta tres semanas después.
Del mismo modo que le ocurrió con la cuestión de
Polonia, Churchill se enfadó muchísimo debido a la
precipitada decisión de De Gaulle de enviar tropas a Siria,
donde la reinstauración del régimen colonial francés
encontraba resistencia. En aquellos momentos De Gaulle
había llegado al paroxismo de su anglofobia y de su
antiamericanismo, para mayor desesperación de Georges
Bidault, su ministro de asuntos exteriores. De Gaulle
seguía resentido por no haber sido invitado por los Tres
Grandes a la conferencia de Yalta, y sabía que iba a ser
ignorado también en la inminente reunión que iban a tener
en Potsdam.
Por consejo de Joseph Davies, pero también de
Harriman, Truman decidió que solo una actitud más
amistosa hacia Stalin podía resolver las cosas. Harry
Hopkins, en quien los soviéticos confiaban más que la
mayoría de los occidentales, fue enviado a Moscú para
organizar «una nueva Yalta». 16 Aunque gravemente
enfermo, Hopkins aceptó el encargo y, tras varias
reuniones con Stalin a finales de mayo y principios de
junio, las discrepancias acerca de la constitución del
gobierno polaco se solventaron en los términos dictados
por Stalin.
La cuestión de Polonia se convertiría en adelante en el
embarazoso problema de deshacerse silenciosamente de un
valeroso aliado, tácitamente sacrificado en el altar de la
Realpolitik. «Dentro de unos días», anotó en su diario
Brooke el 2 de julio, «reconoceremos oficialmente al
gobierno de Varsovia y liquidaremos al de Londres. Las
fuerzas polacas plantean un enigma muy serio que el
Foreign Office no ha hecho gran cosa por resolver a pesar
de las reiteradas peticiones de un dictamen que llevamos
haciendo desde el mes de mayo». Al día siguiente se
preguntaba «cómo lo tomarán las fuerzas polacas».17
Recientemente había hablado con el general Anders, antes
de que volviera con el Cuerpo Polaco a Italia. Anders hizo
saber con toda claridad a Brooke que quería volver a
combatir en Polonia en cuanto se le presentara la ocasión.
El 5 de julio los Estados Unidos y Gran Bretaña
reconocieron al gobierno títere, que había aceptado incluir
a varios no comunistas. Los dieciséis polacos detenidos
por el NKVD, sin embargo, tendrían que enfrentarse a un
juicio bajo la escandalosa acusación de haber asesinado a
doscientos miembros del Ejército Rojo. Y en un gesto
vergonzoso para contentar a Stalin, el gobierno inglés
decidió excluir del desfile de la victoria al contingente
polaco.

El 16 de julio, el día antes de que diera comienzo la


conferencia de Potsdam, Truman y Churchill se reunieron
por primera vez. Truman se mostró cordial, pero reservado,
pues Davies le había advertido que Churchill trataría de
enredarle de nuevo en una guerra con la Unión Soviética.
Stalin llegó a Berlín ese mismo día en un tren especial
procedente de Moscú. Beria destinó a más de diecinueve
mil soldados del NKVD a vigilar su ruta, y asignó siete
regimientos del NKVD y novecientos guardaespaldas a su
seguridad en Potsdam. Se tomaron medidas especiales de
vigilancia en la línea férrea a su paso por Polonia. Stalin,
acompañado por Zhukov, fue en automóvil desde la
estación hasta su alojamiento en la antigua casa del general
Ludendorff. Todo había sido preparado esmeradamente por
Beria, recientemente ascendido a mariscal.18
Ese mismo día a última hora Truman recibió el
siguiente telegrama: «Los niños nacidos
satisfactoriamente». El ensayo de la bomba atómica en el
desierto, en las proximidades de Los Álamos, había tenido
lugar a las 05:30. Cuando se lo dijeron, Churchill se
mostró exultante tras verse obligado a reconocer que la
Operación Impensable estaba fuera de lugar. El mariscal
Brooke quedó «completamente abrumado por las
perspectivas del primer ministro» y la forma en que «se
mostraba absolutamente entusiasmado» por el
19
descubrimiento. A juicio de Churchill, «ya no hacía falta
que los rusos entraran en la guerra japonesa, el nuevo
explosivo por sí solo bastaba para zanjar la cuestión». Ni
siquiera parece que se percatara del hecho de que, después
de todas las peticiones de entrar en la guerra que habían
hecho a Stalin los americanos, ahora no podían despacharlo
sin más, habiéndole prometido como le habían prometido
ganancias tan sustanciosas en Extremo Oriente.
Brooke pasó entonces a relatar lo que el primer
ministro tenía en el fondo de su corazón, parafraseando sus
propias palabras. «Además ahora teníamos en nuestras
manos algo que reequilibraría la balanza con los rusos. El
secreto de ese explosivo y la capacidad de usarlo alterarían
por completo el equilibrio diplomático que se había ido al
garete desde la derrota de Alemania. Ahora teníamos un
nuevo valor que enderezaba nuestra posición (obligándolo a
bajar la cabeza y a fruncir el ceño). Ahora podíamos
decirle: Si insistes en hacer esto o lo de más allá, podemos
borrar de un plumazo Moscú, y luego Stalingrado, y luego
Kiev, y luego Kuibishev, y Kharkov, y Sebastopol, etc.,
etc.»
Desde luego Churchill debía de estar muy belicoso,
debido a la amarga frustración que suscitaba en él la
impotencia de Gran Bretaña para cambiar las cosas, y
animado al mismo tiempo por las implicaciones que
acarreaba el nuevo invento. A medida que fue avanzando la
conferencia, el deseo de Stalin de extender el poderío
soviético en muchas direcciones se puso sobradamente de
manifiesto. Mostró interés por las colonias de Italia en
África, y propuso que los Aliados echaran a Franco. Los
peores temores de Churchill se habrían exacerbado aún
más si hubiera escuchado una conversación que tuvo lugar
entre Averell Harriman y Stalin durante una pausa: «Debe
de resultarle muy agradable», dijo Harriman en tono
coloquial, «estar ahora en Berlín después de todo lo que ha
sufrido su país». El dictador soviético se lo quedó mirando
y contestó: «Pues el zar Alejandro fue hasta París».20
No se trataba solo de un chiste. Mucho antes de que a
Churchill se le ocurriera la fantasía de la Operación
Impensable, una sesión del Politburó había decidido en
1944 ordenar a la Stavka elaborar planes para la invasión de
Francia e Italia, como luego contaría el general Shtemenko
al hijo de Beria. La ofensiva del Ejército Rojo debía
combinarse con la toma del poder por los partidos
comunistas de ambos países. Además, según contó
Shtemenko, «se preveía un desembarco en Noruega, así
como la toma de los estrechos [entre Dinamarca y
Escandinavia]. Se asignaron unos presupuestos
considerables para la realización de estos planes. Se
esperaba que los americanos abandonaran una Europa
sumida en el caos, mientras que Gran Bretaña y Francia se
verían paralizadas por sus problemas coloniales. La Unión
Soviética poseía cuatrocientas divisiones experimentadas,
dispuestas a lanzarse como tigres. Se calculaba que toda la
operación no llevaría más de un mes... Todos estos planes
fueron abortados cuando Stalin se enteró [por Beria] de que
los americanos tenían la bomba atómica y habían empezado
a producirla en masa». Al parecer, el dictador dijo a Beria
«que si Roosevelt siguiera vivo, lo habríamos conseguido».
Parece que este fue el motivo de que Stalin creyera que
Roosevelt había sido asesinado en secreto.21
Churchill no encontró mucho apoyo en Truman. El
nuevo presidente había sido hechizado y atemorizado por el
manipulador dictador soviético, que lo despreciaba. El
mayor momento de intimidad del primer ministro con
Truman se produjo cuando discutieron cómo debía contar
el presidente a Stalin lo de la bomba atómica. Pero Stalin
ya había discutido dos veces con Beria cómo debía
reaccionar cuando le dieran la noticia. El 17 de julio Beria
le había proporcionado los detalles del éxito de las
pruebas, obtenidos a través de sus espías en el Proyecto
Manhattan. De ese modo, cuando Truman le habló de la
bomba en tono confidencial, puede decirse que Stalin no
reaccionó. Mandó inmediatamente llamar a Molotov y a
Beria y «con una risita» les contó la escena. «Churchill
estaba de pie junto a la puerta, clavándome los ojos como
si fueran dos reflectores, mientras que Truman, con ese
aire hipócrita suyo, me contó lo que había sucedido como
el que no quiere la cosa». Su buen humor aumentó más
todavía al escuchar las grabaciones de los micrófonos
colocados por el NKVD. Las cintas revelaron que, cuando
Churchill preguntó a Truman cómo se había tomado la
noticia el líder soviético, el presidente respondió que
«Stalin, al parecer, no había entendido nada».22
El 26 de julio, la sesión plenaria de Potsdam fue
suspendida. El día anterior, Churchill había regresado a
Londres con Anthony Edén y Clement Attlee para
proclamar los resultados de las elecciones generales. Justo
cuando se fue, Churchill se vio en la extraña situación de
ser tranquilizado por Stalin, quien le dijo que por fuerza iba
a derrotar a los socialistas.
El primer ministro había recibido ya algunos avisos de
que las cosas probablemente no iban a ser así, sobre todo
debido a los votos de las fuerzas armadas, cuyos hombres
querían romper con el pasado, tanto con los duros años
treinta como con la propia guerra. Unas semanas antes, en
el curso de una cena en Londres, cuando Churchill había
hablado de la campaña electoral, el general Slim,
recientemente llegado de Birmania, le había dicho:
«Bueno, señor primer ministro, una cosa sé de cierto. Mi
ejército no va a votarle a usted».23
Para la mayoría de los soldados y de los suboficiales,
la jerarquía militar se parecía demasiado al sistema de
clases. Un capitán del ejército, que había preguntado a uno
de los sargentos a su mando cómo pensaba votar, recibió la
siguiente respuesta: «Socialista, señor, porque estoy harto
de recibir órdenes de esos malditos oficiales».24 Una vez
recontados los votos, quedó de manifiesto que las fuerzas
armadas habían votado abrumadoramente a favor del partido
laborista y del cambio. El mayor error de Churchill fue no
haber mostrado ningún interés por la reforma social ni
durante la guerra ni durante la campaña electoral.
A pesar de lo poco que le gustaba Churchill, Stalin
quedó auténticamente impresionado por los resultados
cuando llegó a Potsdam la noticia de su aplastante derrota.
Sencillamente no le cabía en la cabeza cómo un hombre de
su talla podía perder unas elecciones. En su opinión, la
democracia parlamentaria era a todas luces una forma
peligrosamente inestable de gobernar un país. Era
perfectamente consciente de que, bajo cualquier otro
régimen que no fuera el suyo, él mismo habría sido
destituido de su cargo después del modo catastrófico en
que había manejado la invasión alemana.
Clement Attlee, el nuevo primer ministro, y Ernest
Bevin, que había sustituido a Edén al frente del Foreign
Office, ocupaban ahora los asientos reservados a Gran
Bretaña en la conferencia. Pero apenas podrían ejercer
ninguna influencia en las discusiones, y no precisamente
por culpa suya. James F. Byrnes, el nuevo secretario de
estado norteamericano, aceptó reconocer la frontera
occidental de Polonia, situada en la línea Óder-Neisse, y
ellos se limitaron a hacer lo mismo. Stalin consiguió en
Potsdam todo lo que quería, aunque se vio obligado a
cancelar la invasión de Europa occidental por miedo a la
bomba atómica.

El regreso de los prisioneros de guerra acordado en Yalta


no tardó en revelarse un problema terrible para los Aliados.
Tanto al Cuerpo de Contrainteligencia americano como a la
Seguridad de Campaña británica les costaba mucho trabajo
identificar a los criminales de guerra e incluso las
nacionalidades de los hombres a los que interrogaban, pues
muchos de los oriundos de Europa del este y de la Unión
Soviética decían que eran alemanes para poder quedarse en
la zona occidental.
En la provincia de Carintia, al sudeste de Austria, era
donde se había congregado la mayor mezcla de
nacionalidades y etnias. Cuando las unidades del V Cuerpo
británico llegaron al hermoso valle del Drau, se
encontraron con decenas de millares de personas
acampadas en él. Había croatas, eslovenos, chetnik serbios,
y casi todo el Cuerpo de Cosacos. Los de origen yugoslavo
intentaban escapar de la venganza de Tito después de
alcanzar la victoria en la salvaje guerra civil. Los cosacos,
al mando de oficiales alemanes, habían desempeñado un
papel importantísimo en la sangrienta campaña contra los
partisanos.
Parece que Tito podía compararse a Stalin por su afán
de acumular territorios. Abrigaba la esperanza de
apoderarse de Istria, Trieste e incluso parte de Carintia.
Algunos de sus partisanos llegaron a Klagenfurt, la capital
de esta provincia, justo antes que los ingleses. Se dedicaron
a sembrar el terror en las zonas rurales y a amenazar a la
multitud de soldados refugiados que había en la región. Los
oficiales británicos, que carecían de órdenes precisas, se
dieron cuenta de que estaban ante una situación
verdaderamente caótica, con la amenaza de que siguieran
pasando a Austria más fuerzas de Tito. Se les encomendó
entonces la desagradable tarea de poner a los ciudadanos
soviéticos en manos del Ejército Rojo, al otro lado de la
frontera del este.
Los cosacos eran famosos por las atrocidades que
habían cometido. Incluso Goebbels había quedado
impresionado por los informes recibidos acerca de su
actuación en Yugoslavia y en el norte de Italia. Pero
además tenían consigo a sus mujeres y a sus hijos, y entre
ellos había algunos rusos blancos que llevaban viviendo en
Occidente desde la victoria de los bolcheviques en 1921.
Los dos más célebres eran el atamán cosaco, general Pyotr
Krasnov, oficial probablemente tan honrado como cabría
esperar en una guerra civil, y el general Andrei Shkouro,
psicópata y cruel. Cuando se vio la imposibilidad de separar
las manzanas podridas de las sanas, los oficiales de estado
mayor del cuartel general del V Cuerpo ordenaron que
había que entregarlos a todos al Ejército Rojo. Los cosacos
sabían demasiado bien cómo iba a ser la venganza de Stalin,
de modo que los soldados británicos tuvieron que
obligarlos a subir a los transportes armados con los
mangos de madera de picos y palas. Aunque admiraban al
Ejército Rojo, la mayoría de los hombres que participaron
en estas repatriaciones forzosas quedaron horrorizados por
lo que tuvieron que hacer, y a punto estuvo de producirse
un motín.
Al mismo tiempo, las tropas británicas se mostraron
claramente reacias a enfrentarse a las fuerzas cada vez más
agresivas de Tito. Nadie quería morir ahora que la guerra
había llegado a su fin. El cuartel general del V Cuerpo,
presionado para que resolviera aquella situación tan
peligrosa lo antes posible, ordenó que los yugoslavos
fueran obligados a cruzar la frontera. Una vez más, entre
ellos se mezclaban los que eran culpables de crímenes de
guerra, especialmente ustachas croatas, y los que eran
menos culpables. Tanto los oficiales como los soldados
ingleses se sintieron asqueados al tener que recurrir al
engaño para obligar a los chetnik, antiguos aliados suyos
que habían sido abandonados en favor de Tito, a pasar otra
vez a Yugoslavia. Parece que la mayoría de ellos fueron
asesinados casi de inmediato. La caída de Alemania
desencadenó la peor oleada de matanzas llevadas a cabo
durante la guerra civil por los partisanos de Tito. En 2009,
la Comisión Eslovena de Tumbas Ocultas localizó más de
seiscientas fosas comunes, que, según sus cálculos,
contenían los cadáveres de más de cien mil víctimas.25

La venganza y la limpieza étnica fueron igualmente brutales


en el norte y en el centro de Europa. Para muchos
alemanes, los rumores que circulaban acerca de la entrega a
Polonia de todos los territorios del país situados al este del
Oder —Prusia oriental, Silesia y Pomerania— eran los que
causaban más pavor. Una vez acabados los combates, casi
un millón de refugiados se pusieron en camino hacia los
hogares que habían abandonado para descubrir que iban a
tener que abandonarlos otra vez.
Tal como pretendía Stalin, la limpieza étnica se llevó a
cabo en concomitancia con actos de venganza. Las tropas
del I y el II Ejército polaco obligaron a los alemanes a dejar
sus hogares para cruzar al otro lado del Oder. Los primeros
en marchar fueron los que habitaban en lo que había sido
territorio polaco antes de 1944. Algunos llevaban viviendo
allí varias generaciones, otros eran Volksdeutsch,
beneficiarios de la propia limpieza étnica llevada a cabo
por los nazis en 1940. Hacinados en vagones de ganado,
fueron conducidos al oeste y despojados por el camino de
las pocas pertenencias que llevaban. Una suerte similar
corrieron los que se quedaron en Pomerania y Silesia o
decidieron regresar a estas regiones, que en aquellos
momentos se encontraban dentro de las nuevas fronteras de
Polonia. En Prusia oriental quedaron solo ciento noventa y
tres mil alemanes de una población de dos millones
doscientos mil.
Durante la expulsión del territorio polaco, alrededor
de doscientos mil alemanes fueron retenidos en campos de
trabajo y se calcula que unos treinta mil perdieron la vida.
A otros deberíamos incluirlos entre los seiscientos mil
alemanes enviados a la Unión Soviética en calidad de mano
de obra esclava. Los checos también expulsaron de su
territorio a unos tres millones de alemanes, la mayoría
originarios de los Sudetes. A lo largo de este proceso
treinta mil fueron asesinados y cinco mil quinientos
cincuenta y ocho se suicidaron. Para encontrar cobijo en
Alemania, muchas mujeres tuvieron que hacer el viaje a pie
cargadas con sus hijos, llegando a recorrer algunas cientos
de kilómetros.26
Cuesta trabajo imaginar cómo una guerra tan
increíblemente brutal habría podido acabar sin una venganza
igualmente brutal. La violencia masiva, como señala el
poeta polaco Czeslaw Miłosz, destruyó la idea de
comunidad humana y cualquier sentido de justicia natural.
«El asesinato se convirtió en algo corriente durante la
guerra», escribe Miłosz, «e incluso era considerado
legítimo si se llevaba a cabo en nombre de la resistencia.
También el robo se convirtió en algo corriente, lo mismo
que la falsedad y el engaño. La gente aprendió a dormir en
medio de ruidos que en otro momento habrían hecho
levantarse de la cama a todo el vecindario: el tableteo de
las ametralladoras, los gritos de hombres agonizando, las
maldiciones de los agentes de policía que sacaban de sus
casas a los vecinos a rastras». Por todos estos motivos,
dice Miłosz, «el hombre del este no puede tomarse a los
americanos [o a otros occidentales] en serio».27 Como no
habían vivido esas experiencias, no podían entender lo que
significaban ni imaginar cómo habían podido suceder.
«Si somos americanos», decía Anne Applebaum,
«pensamos que "la guerra" fue algo que empezó con Pearl
Harbor en 1941 y terminó con la bomba atómica en 1945.
Si somos británicos, recordamos el Blitz de 1940 y la
liberación de Belsen. Si somos franceses, nos acordamos
de Vichy y de la Resistencia. Si somos holandeses,
pensamos en Anne Frank. Incluso si somos alemanes, solo
conocemos una parte de la historia».28
50
LAS BOMBAS ATÓMICAS
Y EL SOMETIMIENTO DE
JAPÓN
(mayo-septiembre de 1945)

En mayo de 1945, mientras Alemania se rendía, las fuerzas


japonesas en China recibían de Tokio la orden de empezar a
replegarse a la costa oriental. Los ejércitos nacionalistas
de Chiang Kai-shek todavía no se habían recuperado del
varapalo que había supuesto la Ofensiva Ichigō, y sus
comandantes estaban profundamente resentidos con los
americanos, que habían hecho oídos sordos a sus
advertencias.
El sustituto de Stilwell, el general Albert Wedemeyer,
inició un programa de rearme y adiestramiento de treinta y
nueve divisiones. Obligó a Chiang Kai-shek a concentrar
sus mejores formaciones en el sur, junto a la frontera de
Indochina. Los americanos pretendían impedir así la huida
de las fuerzas japonesas del Sudeste Asiático. Chiang
deseaba recuperar las regiones agrícolas del norte para
alimentar a sus hombres y a la población de las zonas
nacionalistas, pero Wedemeyer amenazó con retirar todas
las ayudas americanas si se negaba a seguir sus
instrucciones. Chiang sabía que los comunistas ya habían
avanzado hacia el sur para ocupar el vacío que había dejado
la retirada japonesa. La intervención de Wedemeyer
contribuiría a la derrota de los nacionalistas en la guerra
civil que estaba a punto de estallar, pero Washington
pensaba por aquel entonces que los japoneses continuarían
resistiendo hasta 1946.
El representante de Roosevelt en China, el
imprevisible Patrick J. Hurley, había logrado que
nacionalistas y comunistas comenzaran a entablar
negociaciones en noviembre de 1944, negociaciones que
se interrumpieron al año siguiente, en el mes de febrero,
debido en gran medida a la renuencia de Chiang Kai-shek a
compartir el poder, y al rechazo de los comunistas a
aceptar una posición de subordinación de su ejército. En
aquellos momentos, en los que el Kuomintang estaba
dividido, con liberales por un lado y reaccionarios por otro,
Chiang prometió la introducción de una serie de
importantes reformas, pero los únicos cambios que se
produjeron fueron los llevados a cabo para satisfacer a los
americanos. El gran reformador del pasado apoyaba ahora a
la vieja guardia, y la corrupción seguía campando por sus
respetos. Los que se quejaban abiertamente corrían el
peligro de atraer la atención de la brutal policía secreta.
La capital de Chiang, Chungking, mostraba con toda
claridad el abismo que separaba a la minoría adinerada de la
mayoría empobrecida, la cual sufría las consecuencias de
una inflación galopante. Los soldados americanos se hacían
notar por su manera de aprovechar lo que la ciudad les
brindaba. «Un tugurio que se encontraba apenas a un
kilómetro de distancia del cuartel general del Ejército de
los Estados Unidos ofrecía whisky adulterado y putas sin
adulterar», escribiría Theodore White.1 «Chicas
todoterreno» solían pasear por las calles con personal del
ejército americano, para escándalo de sus compatriotas. En
las zonas rurales, el reclutamiento forzoso de soldados,
previo pago de una recompensa a las mafias locales, no
hacía más que alimentar el resentimiento de la clase
campesina. Solo se libraban del servicio militar los que
podían permitirse pagar una gran suma de dinero, y el
impuesto del grano hacía que los agricultores optaran por
no vender sus cosechas. Los comunistas del cuartel general
de Yenan también habían impuesto una tasa sobre el grano,
y la idea de que la vida campesina era idílica bajo su
administración difícilmente habría podido estar más lejos
de la realidad. El comercio del opio, que llenaba las arcas
de la guerra de Mao, había dado lugar a unos niveles de
inflación semejantes a los de las regiones nacionalistas, y
todo aquel que protestaba o criticaba al presidente Mao era
considerado enemigo del pueblo.2
Ya habían estallado enfrentamientos entre
nacionalistas y comunistas en la provincia de Honan, así
como en Shanghai y sus alrededores. A pesar de la gran
concentración de tropas japonesas en esas zonas, los
chinos de uno y otro bando se habían enzarzado en una
guerra subterránea porque consideraban que el control de la
capital financiera y su gran puerto iba a ser crucial cuando
los invasores se fueran.
Aunque la derrota de su país era inminente, los cerca
de un millón de soldados japoneses presentes en las
regiones que todavía estaban en su poder siguieron
cometiendo atrocidades contra la población china,
especialmente contra las mujeres. Al igual que en otros
territorios invadidos, como, por ejemplo, Nueva Guinea o
Filipinas, la escasez de alimentos hizo que las tropas
niponas vieran en la población local y en los prisioneros
una fuente de proteínas. El recluta Enomoto Masayo
confesaría más tarde haber violado, asesinado y
descuartizado a una joven china. «Yo ya trataba de escoger
lugares en los que abundara la carne», añadiría. Luego
compartió la carne con sus camaradas. La describió como
«rica y tierna. Creo que era más sabrosa que la de cerdo».
Ni siquiera su oficial al mando lo reprendió cuando el
caníbal le reveló el origen de su banquete.3
Se cometieron otras atrocidades con las cuales los
Aliados ya estaban familiarizados. En 1938 había sido
establecido en las afueras de Harbin, en Manchukuo, el
centro de guerra biológica denominado «Unidad 731», bajo
los auspicios del Ejército de Kwantung. Este enorme
complejo, dirigido por el general Ishii Shirō, llegó a
emplear en su centro de investigación a más de tres mil
científicos y médicos de diversas universidades y escuelas
de medicina de Japón, y a más de veinte mil personas en
sus establecimientos subsidiarios. En él se prepararon
armas para propagar la peste negra, el tifus, el ántrax y el
cólera, que fueron probadas en más de tres mil prisioneros
chinos. También se llevaron a cabo experimentos sobre los
efectos del ántrax, el gas mostaza y la congelación en sus
víctimas, a las que llamaban despectivamente maruta o
«leños». Estos cobayas humanos, unos seiscientos cada
año, habían sido detenidos por la Kempeitai en Manchuria y
destinados a la citada unidad.4
En 1939, durante los combates de Nomonhan contra
las fuerzas del mariscal Zhukov, la Unidad había vertido
gérmenes patógenos causantes del tifus en los ríos de la
zona, pero los efectos no fueron registrados. En 1940 y
1941, la aviación nipona lanzó por todo el centro de China
cascarillas de algodón y arroz, contaminadas con la bacteria
de la peste bubónica. En marzo de 1942, el Ejército
Imperial planeó la utilización de plagas de pulgas contra los
americanos y los filipinos que defendían la península de
Bataán, pero se rindieron antes de que tales armas
estuvieran listas. Y ese mismo año, unos meses después, se
propagaron agentes patógenos del tifus, la peste y el cólera
en la provincia de Chekiang como represalia por la primera
incursión de bombarderos americanos contra Japón. Al
parecer, murieron en la región unos mil setecientos
soldados japoneses junto con centenares de chinos.
Un batallón especializado en guerra biológica fue
enviado a Saipan antes de que tuvieran lugar los
desembarcos americanos, pero la mayoría de sus
integrantes fueron evacuados ante la inminente llegada del
enemigo solo para acabar muriendo ahogados cuando un
submarino estadounidense hundió el barco en el que
viajaban. Según la documentación capturada por los
marines en Kwajalein, también se proyectó el bombardeo
de Australia y la India con armas biológicas, pero estos
ataques nunca se materializaron. Los japoneses quisieron
incluso contaminar la isla filipina de Luzón con la bacteria
del cólera antes de que llegaran los americanos, pero
tampoco este plan fue llevado a cabo.
En sus bases de Truk y Rabaul, la Armada Imperial
japonesa había realizado experimentos con prisioneros de
guerra aliados, en su mayoría pilotos americanos, a los que
inyectaba sangre de individuos contagiados de malaria.
Algunos murieron como consecuencia de otros
experimentos con inyecciones letales. Incluso en abril de
1945, alrededor de un centenar de prisioneros de guerra
australianos —algunos enfermos y otros sanos— fueron
utilizados como cobayas en experimentos con inyecciones
de sustancias desconocidas. En Manchuria, mil
cuatrocientos ochenta y cinco prisioneros de guerra, entre
americanos, australianos, británicos y neozelandeses,
retenidos en Mukden, fueron utilizados en diversos
experimentos con agentes patógenos.
Tal vez el aspecto más sorprendente de toda esta
historia de la Unidad 731 sea el hecho de que MacArthur
accediera, tras la rendición de Japón, a conceder inmunidad
a todos los que participaron en sus programas, incluido el
general Ishii. Este pacto permitió a los americanos obtener
toda la documentación acerca de sus experimentos. Incluso
después de haberse enterado de que en el curso de sus
ensayos habían perecido también prisioneros de guerra
aliados, MacArthur ordenó el cese de todas las
investigaciones criminales. Las peticiones de los
soviéticos exigiendo que Ishii y su estado mayor fueran
juzgados por el Tribunal de Crímenes de Guerra de Tokio
fueron rechazadas de plano.5
Solo fueron procesados unos cuantos médicos que
habían anestesiado y luego diseccionado a los miembros de
algunas tripulaciones americanas, pero no guardaban
relación alguna con la Unidad 731. Otros médicos
militares japoneses realizaron vivisecciones en centenares
de prisioneros chinos totalmente conscientes en
numerosos hospitales, pero nunca se presentó contra ellos
una acusación formal. Los doctores del Cuerpo Médico
japonés mostraron muy poco respeto por la vida humana,
pues cumplieron de buen grado la orden de acabar con sus
propios «soldados incapacitados, con bastantes
posibilidades de recuperación... alegando que son inútiles
para el emperador».6 También enseñaron a los soldados
japoneses a suicidarse antes de caer en manos del enemigo.

Cuando los japoneses dejaron de oponer resistencia en


Okinawa, los comandantes del Pacífico comenzaron a
reexaminar la siguiente fase, esto es la invasión del
archipiélago nipón. Los ataques kamikaze y la negativa de
los japoneses a presentar la rendición, así como el
conocimiento de su disposición para la guerra biológica,
hacían que su misión tuviera que ser aleccionadora a la vez
que decisiva. El plan ya había sido acordado por los jefes
del estado mayor conjunto en 1944. Según sus cálculos, la
Operación Olympic para conquistar en el mes de
noviembre la isla de Kyushu, situada en el sur del
archipiélago, iba a costar unas cien mil bajas, y la
Operación Coronet para invadir en marzo de 1946 la isla
principal, Honshu, alrededor de doscientas cincuenta mil.
El almirante King y el general Arnold preferían bombardear
y aislar Japón, utilizando el hambre para forzar su
rendición. MacArthur y el Ejército de los Estados Unidos
no estaban de acuerdo, pues consideraban que podían pasar
años antes de conseguir el objetivo, y que todo aquello
provocaría muchísimos sufrimientos totalmente
innecesarios. Además, iba a suponer que murieran de
hambre la mayoría de los prisioneros de guerra aliados y
los trabajadores forzosos. Y como los bombardeos de
Alemania no habían conseguido obtener la victoria, el
ejército logró que la marina volviera a contemplar la idea
de emprender una invasión.
El Ejército Imperial estaba decidido a combatir hasta
el final, en parte debido a un temor irracional de que se
produjera una sublevación comunista, y en parte debido al
orgullo bushido, Sus líderes consideraban inviable una
rendición porque en las Instrucciones para el Servicio
Militar del general Tōjō se declaraba: «No sobrevivas en la
vergüenza como prisionero. Muere, para asegurarte que
tras de ti no has dejado rastros de ignominia».7 Los
políticos civiles del «partido de la paz» que querían
negociar con los Aliados habrían podido ser detenidos, o
incluso asesinados, de no haber sido por la incertidumbre
del propio emperador, que no sabía qué decisión debía
adoptar. El antiguo primer ministro, el príncipe Konoe
Fuminaro, comentaría más tarde que «el ejército había
excavado cuevas en las montañas, y su idea de seguir
combatiendo consistía en resistir desde cada agujero,
desde cada roca de las montañas».8 El ejército nipón
también pretendía que la población civil muriera con él. Se
formó un Cuerpo Patriótico de Lucha Ciudadana, muchos
de cuyos miembros estarían armados con nada más que
simples lanzas de bambú. Otros se atarían al cuerpo cargas
explosivas que harían detonar cuando se arrojaran contra
los tanques. Incluso las muchachas fueron presionadas para
inmolarse voluntariamente en aras de la patria.
Las autoridades militares japonesas rechazaban la idea
de una rendición incondicional porque pensaban también
que los conquistadores pretendían derrocar al emperador.
Aunque una abrumadora mayoría de los americanos quería
precisamente eso, el Departamento de Estado y los jefes
del estado mayor conjunto habían llegado a la conclusión
de que lo mejor era conservarlo en el trono en un régimen
de monarquía constitucional y suavizar los términos de la
paz. La Declaración de Potsdam sobre Japón, publicada el
26 de julio, ni siquiera citaba al emperador para evitar una
reacción política violenta en los Estados Unidos. El
gobierno nipón ya había intentado acercarse al gobierno
soviético, con la esperanza de que este actuara como
mediador, ignorando que Stalin ya había acordado
redesplegar sus ejércitos en Extremo Oriente para invadir
Manchuria.
El éxito de la prueba de la primera bomba atómica en julio
parecía ofrecer a los Estados Unidos una manera de
conmocionar a los japoneses y obligarlos a rendirse, y
evitar así los grandes horrores que iba a comportar una
invasión. Tras numerosos análisis y muchos debates, Tokio
y la antigua capital imperial, Kioto, fueron tachadas de la
lista de posibles objetivos. Hiroshima, que no había sufrido
tanta destrucción como otras ciudades durante las
incursiones de los bombarderos de LeMay, fue elegida
«primer objetivo», y Nagasaki «siguiente objetivo» si los
japoneses no daban muestras de aceptar la rendición.
La mañana del 6 de agosto, tres B-29 Superfortaleza
aparecieron en el cielo de Hiroshima. Dos de ellos
disponían de cámaras y equipos científicos para registrar
los efectos. El tercero, el Enola Gay, abrió las portezuelas
del compartimento de bombas a las 08:15, y apenas un
minuto después prácticamente toda la ciudad de Hiroshima
se desintegró en medio de una explosión de luz cegadora.
Alrededor de cien mil personas murieron al instante, y
miles y miles perecieron más tarde debido a la radiación, la
gravedad de sus quemaduras y la conmoción. El estado
mayor del presidente Truman en Washington emitió un
comunicado advirtiendo a los japoneses que si no
presentaban inmediatamente la rendición, «podían esperar
del cielo una lluvia de ruina y desgracias jamás vista en la
tierra hasta ahora».9
Al cabo de dos días, fuerzas del Ejército Rojo
cruzaban la frontera de Manchuria. Stalin no tenía la más
mínima intención de quedarse sin el botín que se le había
prometido en forma de territorio. El 9 de agosto, después
de que Tokio siguiera sin pronunciarse, fue lanzada sobre
Nagasaki una segunda bomba, que acabó con la vida de unas
treinta y cinco mil personas. El emperador, profundamente
conmovido por la suerte atroz de aquellos súbditos, pidió
que le proporcionaran toda la información posible. Parece
bastante claro que sin las bombas atómicas no habría
reunido el valor y la tranquilidad que más tarde demostraría
para poner fin a la guerra.
Los ataques contra Tokio y la decisión de lanzar las
bombas atómicas estuvieron impulsados por la urgencia
que sentían los americanos de «acabar con este asunto».
Pero la posibilidad de una fuerte resistencia kamikaze, tal
vez incluso con armas biológicas, amenazaba con
desencadenar una batalla mucho más encarnizada que la de
Okinawa. Si en los combates en esta isla había perecido
aproximadamente una cuarta parte de su población, una
lucha de envergadura similar en el archipiélago nipón
habría dado lugar a un número de bajas civiles muy superior
a las producidas por las dos bombas atómicas. Otras
consideraciones, sobre todo la tentación de demostrar el
poderío de los Estados Unidos a una Unión Soviética que
en aquellos momentos imponía despiadadamente su
voluntad en Europa central, desempeñaron un papel
importante, aunque no decisivo, en todo el asunto.
Si bien es cierto que varios civiles que formaban parte
del gobierno japonés quisieron entablar negociaciones, el
principio del que partían, a saber, que se permitiera a Japón
conservar Corea y Manchuria, jamás habría sido aceptado
por los Aliados. Incluso esta facción partidaria de la paz se
negaba a aceptar cualquier idea de culpabilidad de Japón en
el estallido de la guerra, y no estaba dispuesta a admitir que
se iniciaran procesos internacionales por unos crímenes
cometidos por el Ejército Imperial que se remontaban a la
primera invasión de territorio chino en 1931.
Pocas horas antes de que cayera la segunda bomba
atómica sobre Nagasaki, el Consejo Supremo para la
Dirección de la Guerra había celebrado una reunión para
estudiar la posibilidad de aceptar la Declaración de
Potsdam. Los representantes del cuartel general imperial
siguieron oponiéndose rotundamente a semejante idea. El 9
de agosto, a última hora de la tarde, justo después de que
cayera la segunda bomba atómica sobre Nagasaki, el
emperador volvió a convocar a los miembros del Consejo
Supremo. Dijo que debían aceptar los términos, siempre y
cuando se garantizaran la dinastía y su carácter sucesorio.
Esta condición fue transmitida a Washington al día
siguiente. Hubo sentimientos contradictorios en las
discusiones que se desarrollaron en la Casa Blanca.
Algunos participantes, incluido James Byrnes, sostuvieron
que no había que hacer concesión alguna. Stimson, el
secretario de guerra, adujo de manera más convincente que
solo la autoridad del emperador podía persuadir a las
fuerzas armadas japonesas de que debían rendirse. Esto
ahorraría a los americanos un sinfín más de batallas, y
dejaría a los ejércitos soviéticos menos tiempo para hacer
de las suyas en la región.
La respuesta americana, que volvía a hacer hincapié en
que se permitiría a los japoneses elegir la forma de
gobierno que desearan, llegó a Tokio a través de la
embajada imperial en Suiza. Las autoridades militares
siguieron negándose a reconocer la derrota. Las
discusiones se prolongaron varios días, mientras los
bombarderos americanos continuaban su campaña, si bien
no fueron utilizadas más bombas atómicas por orden de
Truman. Por fin el 15 de agosto el emperador dio un paso
adelante y anunció que había decidido que debían aceptar la
Declaración de Potsdam. Los ministros y las autoridades
militares estallaron en sollozos. También dijo que estaba
dispuesto a grabar un mensaje radiofónico dirigido a la
nación, hecho absolutamente sin precedentes.
Aquella noche, unos oficiales del ejército intentaron
dar un golpe de estado para evitar la transmisión del
comunicado del emperador. Tras persuadir con engaños al
2.° Regimiento de la Guardia Imperial de que se uniera a
ellos, entraron en el palacio imperial para destruir el
mensaje grabado por el emperador anunciando la
capitulación de Japón. El soberano y el marqués Kido,
chambelán de la corte, lograron ocultarse. Los rebeldes no
encontraron nada y cuando llegaron tropas leales, el
comandante Hatanaka Kenji, principal cabecilla de la
conjura, supo que no le quedaba más alternativa que el
suicidio. Diversos líderes militares tomaron la misma
determinación.
El 15 de agosto, a mediodía, las emisoras de radio
niponas retransmitieron el mensaje previamente grabado
por el emperador, instando a sus fuerzas a rendirse porque
la situación de la guerra había evolucionado «no
precisamente a favor de los intereses de Japón». Oficiales
y soldados escucharon sus palabras por la radio mientras
las lágrimas corrían por sus mejillas. Muchos de ellos se
habían arrodillado para reverenciar la voz del divino
Mikado, una voz que no habían oído nunca. Algunos pilotos
despegaron con sus aparatos en una misión final de
gyokusai o «autoaniquilación gloriosa». La mayoría fueron
interceptados y derribados por cazas americanos. La
imagen que tenía de sí misma la raza Yamato guardaba
numerosas similitudes con la del Herrenvolk nazi. En una
actitud que recordaba la del ejército alemán después de la
Primera Guerra Mundial, muchos soldados japoneses
seguirían convencidos de que «Japón perdió la guerra, pero
nosotros nunca perdimos una batalla».10
El 30 de agosto fuerzas de los Estados Unidos
desembarcaron en Yokohama para empezar la ocupación de
Japón. Durante los diez días siguientes se notificaron mil
trescientos treinta y seis casos de violación en Yokohama y
la región limítrofe de Kanagawa.11 Al parecer, también las
tropas australianas perpetraron muchas violaciones. Era
algo que ya esperaban las autoridades japonesas. El 21 de
agosto, nueve días antes de la llegada de las fuerzas aliadas,
el gobierno nipón había convocado un consejo de ministros
para crear una Asociación de Recreo y Entretenimiento que
proporcionara mujeres de solaz a sus conquistadores. Las
autoridades locales y los jefes de policía recibieron la
orden de organizar a escala nacional una red de burdeles
militares en los que prestaran sus servicios las prostitutas
ya existentes, pero también geishas y otras muchachas. Con
ello se pretendía reducir el número de violaciones. El
primer centro fue abierto en un suburbio de Tokio el 27 de
agosto, y a continuación fueron inaugurados centenares de
locales parecidos. Uno de los burdeles estaba gestionado
por la amante del general Ishii Shirō, el jefe de la Unidad
731. A finales de año habían sido reclutadas de manera más
o menos forzosa alrededor de veinte mil jóvenes para
satisfacer a sus conquistadores.
La rendición oficial de Japón no tuvo lugar hasta el 2
de septiembre. El general MacArthur, acompañado del
almirante Nimitz, la recibió en una mesa colocada en la
cubierta del acorazado estadounidense Missouri anclado en
la bahía de Tokio, frente a las costas de Yokohama. Al acto
asistieron dos figuras sumamente demacradas que acababan
de ser liberadas de su cautiverio: el general Percival, que
había presentado la rendición de los británicos en Singapur,
y el general Wainwright, el comandante americano de
Corregidor.

Aunque los combates habían terminado en todo el Pacífico


y en el Sudeste Asiático el 15 de agosto, la guerra continuó
en Manchuria hasta el día antes de la ceremonia en la bahía
de Tokio. El 9 de agosto, tres frentes soviéticos, integrados
por un millón seiscientos sesenta y nueve mil quinientos
hombres, al mando del mariscal Vasilevsky, invadieron el
norte de China y Manchuria. Un cuerpo de caballería
mongola situado en el extremo de su flanco derecho cruzó
el desierto de Gobi y la cordillera del Gran Khingan. El
momento y la rapidez de la ofensiva del Ejército Rojo
pillaron a los japoneses por sorpresa. Aunque contaban con
un millón de hombres, sus fuerzas cayeron enseguida.
Muchos murieron luchando hasta el final y otros muchos
se suicidaron, pero seiscientos setenta y cuatro mil fueron
hechos prisioneros.
Su destino en los campos de trabajo de Siberia y
Magadan fue muy duro. Solo sobrevivió la mitad de ellos.
Las familias de colonos japoneses, abandonadas por el
ejército, también sufrieron muchas penalidades. Algunas
madres, cargadas con sus hijos a las espaldas, intentaron
esconderse en las montañas. De los doscientos veinte mil
colonos, perdieron la vida unos ochenta mil. Algunos
perecieron a manos de los chinos y alrededor de sesenta y
siete mil murieron de hambre o se suicidaron. Solo ciento
cuarenta mil lograron regresar a Japón. Su experiencia fue
similar en muchos sentidos a la de los colonos alemanes
establecidos en Polonia.12
Los soldados del Ejército Rojo violaron a las
japonesas a su antojo en lo que había sido el reino títere de
Manchukuo. Un numeroso grupo de mujeres, a las que un
oficial japonés había dicho que la guerra estaba perdida,
recibió el consejo de permanecer juntas. Casi mil de ellas
se hacinaron en los hangares del aeródromo de Beian. «A
partir de ese momento se desató el infierno», comentaría
una niña huérfana llamada Yoshida Reiko. «Llegaron los
rusos y dijeron a nuestros dirigentes que tenían que
proporcionar mujeres a las tropas rusas como despojos de
guerra... Cada día venían soldados rusos y se llevaban a diez
chicas. Las mujeres volvían a la mañana siguiente. Algunas
se suicidaron... Los soldados rusos nos decían que si no se
iba con ellos ninguna mujer, quemarían el hangar y lo
arrasarían con todas nosotras dentro. Así que algunas
mujeres, en su mayoría solteras, se levantaban y se iban con
ellos. En aquella época yo no entendía lo que les pasaba a
esas mujeres, pero recuerdo con toda claridad que las
mujeres con hijos rezaban por las que se iban, dando
gracias por su sacrificio».13 No solo las civiles, también las
enfermeras militares japonesas padecieron muchos abusos.
Las setenta y cinco enfermeras del hospital militar de Sun
Wu se convirtieron en la versión soviética de las mujeres
de solaz.
Apoderarse de las islas Kuriles y de las Sakhalin del
Sur supuso para las tropas del Ejército Rojo una labor
mucho más difícil. Lamentablemente mal preparadas para
llevar a cabo desembarcos anfibios, sufrieron muchas
pérdidas, tanto en la fase de aproximación como en tierra.
Stalin tenía el plan de ocupar también el norte de la isla de
Hokkaido, pero Truman rechazó tajantemente su propuesta.
La invasión soviética de Manchuria y del norte de
China fue acogida con alegría por los seguidores de Mao
Tse-tung. No obstante, cuando una columna del Ejército
Rojo avanzó hacia Chahar y fue recibida con vítores por las
guerrillas del VIII Ejército de Ruta, los rusos pensaron que
eran bandidos debido a las ropas andrajosas y las primitivas
armas que llevaban, y las desarmaron.14 No tardaron en
cambiar las cosas. Aunque Stalin reconocía oficialmente al
gobierno de Chiang Kai-shek, las tropas soviéticas
permitieron a los comunistas chinos quedarse con los
montones de fusiles y ametralladoras arrebatados a los
japoneses. Como temía Chiang Kai-shek, las fuerzas de
Mao no tardaron en convertirse en un ejército
formidablemente armado.
El general Wedemeyer, con órdenes de Washington
de ayudar a los nacionalistas a restablecer el control, les
suministró aviones de transporte norteamericanos para
trasladar a algunas unidades a las ciudades del centro y el
este de China. Chiang estaba especialmente interesado en
volver a fijar su capital en Nanjing. Sabía que estaba
disputando una carrera con los comunistas para apoderarse
de tanto territorio como pudiera. Pero a la hora de ganarse
a la población en general, los peores enemigos de los
nacionalistas eran ellos mismos. Sus comandantes no
estaban interesados en las zonas rurales circundantes.
Trataron a las ciudades previamente ocupadas por los
japoneses como territorio conquistado, saqueando todo lo
que quisieron. Y la moneda nacionalista, que fue
introducida de nuevo, provocó una inflación incontrolable.
Los comunistas fueron mucho más inteligentes.
Sabían que el poder radicaba en las zonas rurales, pues los
que controlaran el suministro de productos alimenticios en
la guerra civil que se avecinaba acabarían controlándolo
todo. El trato un poquito mejor que dispensaron a los
campesinos les permitió movilizar a las masas y ponerlas
de su parte, lo que no era nada difícil, pues el apoyo a los
nacionalistas ya había disminuido antes de que se produjera
la derrota de Japón. Los jóvenes, en especial los
estudiantes, se unieron al partido comunista en tropel.
Al tiempo que se dedicaban a dar caza a los «enemigos
del pueblo», los comunistas ocultaron con suma habilidad
el carácter totalitario del régimen que pretendían imponer
ante los extranjeros que visitaron su capital, Yenan. La
periodista Agnes Smedley, admiradora, compañera de viaje
y a veces agente de la Comintern, se mostró «profunda e
irrevocablemente convencida» de que los suyos «son los
principios que guiarán y salvarán a China, que darán los
mayores impulsos a todas las naciones sometidas de Asia,
y crearán una nueva sociedad humana. Esta convicción de
mi mente y de mi corazón me da la mayor paz que he
conocido».15
Smedley, Theodore White y otros influyentes
escritores americanos no podían aceptar ni por un
momento que Mao llegara a convertirse en un tirano mucho
peor que Chiang Kai-shek. El culto a la personalidad, el
Gran Salto Hacia Adelante que acabó matando a más
personas que las que murieron durante toda la Segunda
Guerra Mundial, la locura cruel de la Revolución Cultural y
los setenta millones de víctimas de un régimen que en
muchos aspectos fue peor que el estalinismo, estaban
completamente fuera de su imaginación.
Debido a la supremacía naval y aérea de la Marina de
los Estados Unidos, las fuerzas japonesas que continuaban
atrapadas en Cantón, Hong Kong, Shanghai, Wuhan, Pekín,
Tientsin y otras ciudades menores del este de China eran
muy numerosas. Los ingleses no tenían intención de
abandonar sus pretensiones sobre su colonia ni de
entregarla a los nacionalistas chinos, como habían dado a
entender anteriormente. Los americanos habían intentado
presionar a Churchill, pero como habían prometido a Stalin
el sur de Sakhalin, las islas Kuriles y partes de Manchuria,
que habían sido territorio chino, el primer ministro no veía
motivo alguno para alcanzar un compromiso. Sin embargo,
con las tropas norteamericanas en la China continental y la
marina estadounidense controlando el mar de la China
Meridional, Londres sabía que tendría que actuar con
rapidez. Wedemeyer, que sentía muy poca simpatía por los
ingleses, no había querido dar permiso a ningún tipo de
actividad de la SOE en la zona. Los nacionalistas habían
infiltrado un grupo en Hong Kong para intentar apoderarse
de la colonia cuando se retiraran los japoneses, y también
desarrollaba sus actividades en la zona la Columna del Río
del Este de los comunistas. Careciendo de tropas sobre el
terreno, los británicos sabían que no podrían recuperar
nunca su colonia.16
A primeros de agosto, quedó patente que solo la
Marina Real podía darles una oportunidad, y así nació la
Operación Ethelred. La 11.ª Escuadra de Portaaviones del
contraalmirante Cecil Harcourt, a la sazón en Sydney,
recibió la orden de dirigirse a toda velocidad a Hong Kong
el día 15 de agosto, en cuanto se anunció la rendición de
los japoneses. La flota británica del Pacífico estaba a las
órdenes de los estadounidenses, así que Attlee, el nuevo
primer ministro, no tuvo más remedio que pedir permiso al
presidente Truman, cosa que hizo tres días después. Ese
mismo día, el secretario del Foreign Office, Ernest Bevin,
envió un telegrama a Chiang Kai-shek explicándole que
como los ingleses se habían visto obligados a entregar
Hong Kong a los japoneses, seguramente comprendería
como militar que el honor exigía que fueran ellos quienes
aceptaran la capitulación de Japón.
Chiang no se dejó enredar y apeló a los Estados
Unidos. Truman no tenía el mismo celo anticolonialista de
Roosevelt y consideraba a los ingleses unos aliados más
importantes que los chinos. El general MacArthur también
apoyó las pretensiones británicas. Wedemeyer mantuvo
firmemente su oposición, pero todavía no había desplegado
sus divisiones chinas. A pesar del desaire de Truman,
Chiang envió a su I y a su XIII Ejército a la provincia de
Kwantung, si bien se guardó muy mucho de enfrentarse a
los ingleses y a los americanos, cuya ayuda necesitaría en
la guerra civil que se avecinaba. Las guerrillas de la
Columna del Río del Este se lanzaron a desarmar a las
fuerzas japonesas en Cantón y en los Nuevos Territorios de
Hong Kong, pero tampoco ellos tenían intención de
combatir contra una fuerza británica. Simplemente querían
asegurarse de que los nacionalistas no tomaban la ciudad.
La escuadra de Harcourt entró en el puerto Victoria el
30 de agosto. Una vez en tierra, la Real Infantería de
Marina y los chaquetas azules desfilaron con gallardía, pues
previamente habían recibido la orden de «quedar bien» con
el fin de recuperar todo el prestigio que Gran Bretaña había
perdido hacía tres años y medio. Un gobierno provisional,
con un gobernador elegido entre los funcionarios que
estaban prisioneros en la plaza, ya había empezado a dar
algunos pasos para crear una administración incipiente.
Todo ello se llevó a cabo con el consentimiento de los
oficiales japoneses, que preferían con mucho rendirse a los
ingleses antes que hacerlo a las fuerzas nacionalistas o a las
comunistas.
La guerra civil soterrada que libraban en Shanghai los
comunistas y los nacionalistas cesó temporalmente el 19
de septiembre, cuando llegó parte de la Séptima Flota del
almirante Kincaid. Cargada con las provisiones y
pertrechos almacenados para la invasión de Japón, fue
acogida con los brazos abiertos por la población
hambrienta. Los prisioneros aliados desconocían el
vocabulario de guerra. «¿Qué es un jeep?», preguntó un
civil que había estado cautivo en Shanghai.17
Los prisioneros de guerra aliados habían sido la
prioridad indiscutible de los envíos de ayuda
inmediatamente después de la rendición de Japón. En
algunos casos, los auxilios llegaron rápidamente, pero
otros prisioneros tuvieron que aguardar varias semanas.
Muchos fueron asesinados por sus guardianes después de la
rendición. En la cárcel de Changi, a las afueras de Singapur,
los prisioneros se mostraron desdeñosos cuando los
guardias nipones empezaron de pronto a saludarlos y a
ofrecerles agua. La aviación aliada lanzó provisiones de
víveres sobre los campos de prisioneros ya identificados.
Siempre que fue posible también se lanzaron en paracaídas
equipos médicos encargados de prestar cuidados a los
cautivos, que los recibieron con lágrimas de alivio, pues no
podían creer que su desgracia había acabado. La mayoría de
ellos no eran más que esqueletos ambulantes, y muchos
estaban tan débiles como consecuencia del beriberi y otras
enfermedades que ni siquiera podían tenerse en pie.
De los ciento treinta y dos mil ciento treinta y cuatro
prisioneros de guerra en manos de los japoneses,
perecieron treinta y cinco mil setecientos cincuenta y seis,
lo que supone un índice de mortalidad del veintisiete por
ciento. Los condenados a trabajar como mano de obra
esclava para los japoneses que no lograron sobrevivir como
consecuencia del trato recibido fueron muchos más. Las
mujeres de solaz, pertenecientes a distintas nacionalidades,
que habían sido víctimas de los abusos de los japoneses,
sufrieron graves lesiones psicológicas que durarían el resto
de sus vidas. Un número desconocido de ellas se suicidó,
pues pensaron que no podrían regresar nunca a sus hogares
después de las humillaciones que se les habían venido
encima.
Fueron muchos los prisioneros de los japoneses que
corrieron una suerte particularmente terrible y cruel. El
general MacArthur asignó a las fuerzas australianas la
dolorosa tarea de eliminar las bolsas de japoneses que
quedaban en Nueva Guinea y Borneo. Los informes
reunidos posteriormente por las autoridades
estadounidenses y la Sección de Crímenes de Guerra
australiana pusieron de manifiesto que «la práctica
generalizada del canibalismo entre los soldados japoneses
en la guerra de Asia y el Pacífico fue algo más que una
serie de meros incidentes casuales perpetrados por algunos
individuos o por pequeños grupos aislados sometidos a
circunstancias extremas. Los testimonios indican que el
canibalismo fue una estrategia militar sistemática y
organizada».18
La costumbre de tratar a los prisioneros como
«ganado humano» no se había producido como
consecuencia de la relajación de la disciplina.
Normalmente era dirigida por los oficiales. Aparte de la
población local, entre las víctimas del canibalismo hubo
soldados papúes, prisioneros de guerra australianos,
americanos e indios que se habían negado a unirse al
Ejército Nacional Indio. Al final de la guerra, sus captores
japoneses habían mantenido vivos a los indios para
sacrificarlos y comérselos uno cada vez. Ni siquiera la
inhumanidad del Plan Hambre de los nazis en el este
descendió nunca hasta semejantes niveles. Como el asunto
resultaba tan terrible para las familias de los soldados
muertos en la Guerra del Pacífico, los Aliados eliminaron
toda la información sobre este tema y el canibalismo nunca
figuró como delito en el Tribunal de Crímenes de Guerra
de Tokio en 1946.

La guerra en el Sudeste de Asia y en el Pacífico había


causado una destrucción indescriptible. China se hallaba en
ruinas y su agricultura había quedado destrozada, y ahora su
población, exhausta, se enfrentaba a una guerra civil que
duraría hasta 1949. Murieron más de veinte millones de sus
ciudadanos. Los historiadores chinos han elevado
recientemente esos cálculos hasta los cincuenta millones.
Entre cincuenta y noventa millones de refugiados habían
salido huyendo de los japoneses, y ahora no les quedaban
hogares ni familiares a los que volver. Esos niveles
aterradores de miseria casi eclipsaban los de Europa, que
se hallaba desgarrada además por las tensiones políticas.
Desde agosto de 1945, las autoridades soviéticas
empezaron a devolver a su país a los soldados rasos
italianos. Los grupos comunistas se reunieron ante los
trenes que los traían de vuelta ondeando banderas rojas.
Para su sorpresa, vieron que los prisioneros liberados
gritaban desde sus vagones: Abbasso il comunismo!. En la
estación se desencadenaron duras peleas. La prensa
comunista trató de «fascistas» a todos los que criticaban
las condiciones reinantes en los campos rusos, o decían
que la Unión Soviética no era el paraíso de los
trabajadores. El líder del partido comunista italiano (PCI),
Palmiro Togliatti, suplicó a sus amos soviéticos que
retrasaran el regreso de los oficiales italianos hasta
después de las elecciones y el referéndum del 2 de junio de
1946. Los primeros no llegaron a Italia hasta el mes de
julio.
En Polonia la represión soviética continuó cebándose
en los no comunistas. Un claro indicio de las prioridades
del NKVD nos lo revela el hecho de que al general Nikolai
Selivanovsky se le asignaron quince regimientos de tropas
de seguridad para Polonia, mientras que a Serov en
Alemania solo le dieron diez. Beria ordenó a Selivanovsky
«combinar las obligaciones de representante del NKVD de
la URSS y de consejero soviético del Ministerio de
Seguridad Pública de Polonia».19 La definición sumamente
personal que daba Stalin de «una Polonia libre e
independiente», tal como había prometido en Yalta, no solo
venía determinada por su odio a los polacos, sino que,
impresionado todavía por lo cerca de la derrota que había
estado la Unión Soviética en 1941, el dictador soviético
quería una serie de estados comunistas satélites que
hicieran de parapeto. Solo lo había salvado el sacrificio de
nueve millones de soldados, por no hablar del de los
dieciocho millones de civiles.

Durante la Segunda Guerra Mundial, los individuos que más


sufrieron en Europa fueron los que se vieron atrapados
entre los dos grandes pilares del totalitarismo, y «murieron
como consecuencia de la interacción de los dos
sistemas».20 Desde 1933 catorce millones de personas
perdieron la vida en Ucrania, Bielorrusia, Polonia, las
Repúblicas Bálticas y los Balcanes. La inmensa mayoría de
los cinco millones cuatrocientos mil judíos asesinados por
los nazis en la supuesta victoria de Hitler procedía de esas
regiones.
La Segunda Guerra Mundial, con sus ramificaciones
globales, fue el mayor desastre de la historia provocado
por la mano del hombre. Las estadísticas que tratan de
recoger el número de muertos —sesenta o setenta
millones— escapan a nuestra comprensión. La magnitud de
las cifras resulta peligrosamente apabullante, como supo
comprender instintivamente Vasily Grossman. En su
opinión, el deber de los supervivientes era tratar de
identificar a los millones de fantasmas que llenaban las
fosas comunes como individuos, y no como gente anónima
diluida en categorías caricaturizadas, porque ese tipo de
deshumanización era precisamente el que buscaban sus
ejecutores.
Además de los muertos, hubo infinidad de personas
que quedaron lisiadas tanto psicológica como físicamente.
En la Unión Soviética, los «samovares» mutilados fueron
hechos desaparecer de las calles. Ese destino, junto con la
consiguiente pérdida de la virilidad, era al que los soldados
del Ejército Rojo temían más que a la muerte. Los tullidos
eran un embarazoso recordatorio de que existía un
purgatorio entre los héroes muertos y los supervivientes
heroicos que desfilaban cada año luciendo sus medallas.
Tras recibir el manto de «guerra justa», la Segunda
Guerra Mundial ha pesado sobre las generaciones
siguientes mucho más que cualquier otro conflicto de
nuestra historia. Provoca una mezcla de sentimientos
encontrados porque nunca podría estar a la altura de esta
imagen, sobre todo teniendo en cuenta que la mitad de
Europa tuvo que ser entregada a las fauces de Stalin para
salvar a la otra mitad. Y aunque acabara en una derrota
abrumadora de los nazis y los japoneses, es evidente que la
victoria no consiguió la paz mundial. En primer lugar,
estaban las guerras civiles latentes que amenazaban Europa
y Asia y que estallaron en 1945. Luego vino la Guerra Fría,
con el trato dispensado por Stalin a Polonia y Europa
central. Junto con la Guerra Fría se produjeron los
conflictos anticolonialistas en el Sudeste asiático y en
África. Y no podemos olvidar que la serie de
enfrentamientos en Oriente Medio empezó con la
inmigración masiva de judíos a Palestina después de la
liberación de los campos de concentración.
Algunos lamentan que la Segunda Guerra Mundial siga
ejerciendo una influencia avasalladora casi siete décadas
después de su conclusión, como demuestra el número
desproporcionado de libros, películas y series de
televisión, mientras que los museos siguen alimentando
toda una industria del recuerdo. Este fenómeno no debería
sorprendernos, aunque solo sea porque la naturaleza del
mal parece despertar una fascinación infinita. La elección
moral es el elemento fundamental del drama humano,
porque se encuentra en el mismísimo corazón de la propia
humanidad.
Ningún otro período de la historia constituye una
fuente tan copiosa para el estudio de los dilemas, de la
tragedia del individuo y de la tragedia de las masas, de la
corrupción de la política del poder, de la hipocresía
ideológica, de la egolatría de los mandos militares, de la
traición, de la perversidad, del autosacrificio, del sadismo
sin límites y de la compasión imprevisible. En resumen, la
Segunda Guerra Mundial supone un reto a la generalización
y a la categorización de los seres humanos que con tanta
vehemencia rechazaba Grossman.
Existe, sin embargo, un peligro muy real de que la
Segunda Guerra Mundial se convierta en un punto de
referencia inmediato, tanto de la historia moderna como de
todos los conflictos actuales. En una crisis, los periodistas
y los políticos a un tiempo buscan instintivamente
paralelismos con la Segunda Guerra Mundial, ya sea para
dramatizar la gravedad de la situación, ya sea para intentar
emular a Roosevelt o a Churchill. Comparar el 11-S con
Pearl Harbor, o poner a Nasser y a Saddam Hussein a la
misma altura que Hitler, no supone solo establecer un
paralelismo histórico inexacto. Las comparaciones de este
tipo son peligrosamente engañosas y corren el riesgo de
producir la reacción estratégica equivocada. Los líderes de
las democracias pueden acabar prisioneros de su propia
retórica, igual que los dictadores.
Cuando profundizamos en la enormidad de la Segunda
Guerra Mundial y sus víctimas, tratamos de absorber todas
esas estadísticas de tragedia nacional y étnica. Ello hace
que pasemos por alto la manera en la que la Segunda Guerra
Mundial vino a cambiar la vida de todo el mundo de una
forma imposible de predecir. Probablemente fueran muy
pocos los que compartieran la extraordinaria experiencia
de Yang Kyoungjong, el joven coreano que se vio obligado
a servir en el Ejército Imperial, el Ejército Rojo y la
Wehrmacht. Otras historias nos sorprenden de distinta
manera y por distintas razones.
Un breve párrafo de un informe de la policía de
seguridad francesa, la DST, de junio de 1945, señalaba que
había sido encontrada en París la esposa de un agricultor
alemán. La mujer en cuestión se había colado en un tren
que traía de vuelta a su país a unos franceses deportados a
los campos de concentración de Alemania. Daba a entender
que había tenido una aventura ilícita con un prisionero de
guerra francés asignado a su granja de Alemania mientras
su marido se encontraba en el frente oriental. Se había
enamorado tanto de aquel enemigo de su patria que lo había
seguido hasta París, donde había sido detenida por la
policía. Esos eran todos los detalles que se daban.
Estas breves líneas suscitan muchas preguntas.
¿Habría sido en vano aquel viaje suyo tan dificultoso,
aunque no hubiera sido detenida por la policía? ¿Le habría
dado su amante una dirección equivocada porque ya estaba
casado? Y en cuanto a él, ¿habría vuelto a su casa, como
pocos pudieron hacer, para descubrir que su esposa había
tenido en su ausencia un hijo con un soldado alemán? Se
trata, naturalmente, de una tragedia menor en comparación
con cualquier cosa de lo que sucedió más al este. Pero no
deja de ser un patético recordatorio de que las
consecuencias de las decisiones de líderes como Hitler o
Stalin supusieron la destrucción de cualquier seguridad en
el entramado tradicional de la vida humana.
AGRADECIMIENTOS

El presente libro ha sido fruto de una génesis muy simple y


que no ha tenido nada de heroica. Siempre me ha
incomodado el hecho de que se me consulte como experto
generalista de la Segunda Guerra Mundial, pues soy
plenamente consciente de las lagunas que tienen mis
conocimientos, especialmente en lo tocante a algunos
aspectos con los que no estoy tan familiarizado. Estas
páginas constituyen en parte una expiación, pero sobre todo
un intento de comprender cómo encaja un rompecabezas
tan complejo con las consecuencias directas e indirectas
de las acciones y las decisiones, desarrolladas y tomadas
en unos teatros de operaciones tan distintos unos de otros.
Los últimos veinte años han sido testigos de una
sorprendente producción de excelentes investigaciones y
estudios sobre este tema tan extenso por parte de muchos
de mis colegas y amigos. Este libro, por supuesto, ha
contraído una inmensa deuda con el trabajo y el buen
criterio de todos ellos. Gracias, pues, a Anne Applebaum,
Rick Atkinson, Omer Bartov, Chris Bellamy, Patrick
Bishop, Christopher Browning, Michael Burleigh, Alex
Danchev, Norman Davies, Tami Davis Biddle, Cario D'Este,
Richard Evans, M. R. D. Foot, Martin Gilbert, David Glantz,
Christian Goeschel, Max Hastings, William I. Hitchcock,
Michael Howard, John Keegan, Ian Kershaw, John Lukacs,
Ben Macintyre, Mark Mazower, Catherine Merridale, Don
Miller, Richard Overy, Laurence Rees, Anna Reid, Andrew
Roberts, Simon Sebag Montefiore, Ben Shephard, Timothy
Snyder, Adam Tooze, Hans van de Ven, Nikolaus
Wachsmann, Adam Zamoyski y Niklas Zetterling.
Estoy profundamente agradecido a mi editor francés,
Ronald Blunden, por haberme prestado los documentos y
despachos de su padre, el corresponsal de guerra
australiano Godfrey Blunden, que cubrió los combates en
Stalingrado y en otros lugares del frente oriental, y que
luego fue corresponsal de guerra en Italia durante el avance
hacia Alemania. Pero también ha habido otros que me han
proporcionado materias, sugerencias y consejos. Vaya,
pues, mi agradecimiento al profesor Omer Bartov, al Dr.
Philip Boobbyer, al Dr. Tom Buchanan, a John Corsellis, a
Sebastian Cox del Departamento de Historia de la RAF, al
profesor Tami Davis Biddle del US Army War College, a
James Holland, a Ben Macintyre, a Javier Marías, a
Michael Montgomery por su información acerca del
hundimiento del buque australiano Sydney, a Jens Antón
Poulsson de la resistencia noruega, al Dr. Piotr Sliwowski,
jefe del Departamento de Historia del Museo de la
Sublevación de Varsovia, al profesor Rana Mitter, a Gilles
de Margerie, al profesor Hew Strachan, a Noro Tamaki, al
profesor Martti Turtola de la Universidad Nacional de
Defensa de Finlandia de Helsinki, al profesor Hans van de
Ven, a Stuart Wheeler, a Keith Miles y Joze Dezman por
los documentos aportados acerca de las matanzas de Tito
en Eslovenia, a Stephane Grimaldi y a Stephane Simmonet
del Memorial de Caen.
Estoy profundamente agradecido al profesor sir
Michael Howard, que amablemente leyó todo el
manuscrito y me proporcionó sus valiosos comentarios y
consejos; a Jon Halliday y a Jung Chang, que repasaron los
capítulos relacionados con la guerra chino-japonesa y
corrigieron numerosos errores; y a Angélica von Hase, que
repasó todas mis traducciones del alemán. Una vez más,
tengo que agradecerle a ella y a la Dra. Lyubov Vinogradova
todo el trabajo de investigación que han efectuado por mí
en Alemania y en Rusia. Ni que decir tiene que cualquier
equivocación que puedan contener estas páginas son única
y exclusivamente responsabilidad mía.
Como siempre, tengo muchísimo que agradecer a mi
viejo amigo y agente literario Andrew Nurnberg, y
especialmente a Alan Samson, mi editor de Weidenfeld &
Nicolson, que me animó a emprender este proyecto desde
el principio y me proporcionó sus excelentes consejos a lo
largo del camino; también a Bea Hemming, la editora que
pacientemente me ha guiado en este proceso,
haciéndomelo realmente fácil; y a Peter James, cuya
reputación como el mejor corrector de textos de Londres
ha quedado sobradamente acreditada. Y, una vez más,
quiero expresar mi eterna gratitud a Artemis Cooper, mi
esposa que no ha dudado en interrumpir su trabajo para
repasar una y otra vez todo el manuscrito y mejorarlo
notablemente, y a nuestro hijo Adam, que me ha ayudado
con la bibliografía y los documentos.
NOTAS

La bibliografía puede ser consultada en


www.antonybeevor.com.

ABREVIATURAS UTILIZADAS EN LA
ANOTACIÓN

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BA-B: Bundesarchiv, Berlín-Lichterfelde.
BA-MA: Bundesarchiv-Militárarchiv, Freiburg im
Breisgau.
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CCA: Churchill College Archives, Cambridge.
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VOV: Vehkaya otechestvennaya voina, 1941-1945,
Moscú, 1984.

INTRODUCCIÓN

1. Para la expresión «la catástrofe original», atribuida


a George Kennan, véase Stephen Burgdorff y Klaus
Wiegrefe (eds.), Der Erste Weltkrieg. Die Urkatastrophe
des 20.Jahrhunderts, Munich, 2004, pp. 23-35, citado en
Ian Kershaw, Fateful Choices, Londres, 2007, p. 3 (hay
trad. cast.: Decisiones trascendentales, Península,
Barcelona, 2008).
2. Véase Ernst Nolte, Der europäische Bürgerkrieg
1917-1945, Frankfurt am Main, 1988.
3. Michael Howard, «A Thirty Years War? The Two
World Wars in Historical Perspective», en Liberation or
Catastrophe? Reflections on the History of the Twentieth
Century, Londres, 2007, pp. 35 y 67; Gerhard Weinberg, A
World at Arms — A Global History of World War II ,
Cambridge, 2005, p. 2 (hay trad. cast.: Un mundo en
armas, Grijalbo, Barcelona, 1995, 2 vols.).
4.Véanse Michael Burleigh, The Third Reich,
Londres, 2000, pp. 149-215 (hay trad. cast.: El tercer
Reich, Taurus, Madrid, 2002); Richard Evans, The Coming
of the Third Reich, Londres, 2005 (hay trad. cast.: La
llegada del Tercer Reich, Península, Barcelona, 2005); e
Ian Kershaw, Hitler 1889-1936 — Hubris, Londres, 1998
(hay trad. cast.: Hitler 1889-1936, Península, Barcelona,
2002).
5. Sebastian Haffner, Defying Hitler, p. 72.
6.TBJG, I, III, p. 351. El mejor análisis de los estudios
llevados a cabo sobre los orígenes del Holocausto y las
disputas históricas a las que este ha dado lugar lo
encontramos en dos obras de Ian Kershaw, The Nazi
Dictatorship, Londres, 2000, pp. 93-133, y Hitler, the
Germans and the Final Solution, New Haven, 2008.
7. Adolf Hitler, Mein Kampfp. 1.
8.Véase Adam Tooze, The Wages of Destruction ,
Londres, 2006, p. 264.
9.Ibidem, p. 274.
10.Sebastian Haffner, The Meaning of Hitler, p. 18.
11. Ibidem, p. 19.
12. 23 de agosto de 1939, FRNH, p. 10.
13. Discurso de Hitler de 30 de enero de 1939,
Domaras, II, p. 1058, citado en Ian Kershaw, Hitler, 1936-
1945, Nemesis, Londres, 1998, pp. 152-153.
14.CCA, Duff Cooper Papers, DUFC 8/1 /14, citado
en Richard Overy, 1939: Countdown to War, p. 29.

1. EL ESTALLIDO DE LA GUERRA (junio-agosto de


1939)
1. Orto Preston Chaney, Zhukov, Oklahoma, 1971, pp.
62-65 (hay trad. cast.: Zhukov, Altaya, Barcelona, 2008).
2. Ella Zhukova, «Interesy ottsa», citado en I. G.
Alexandrov, Marshal Zhukov: Polkovodets i chelovek,
Moscú, 1988, vol. 1, p. 38.
3. En palabras de Dimitri Volkogonov, en Harold
Shukman (ed.), Stalin's Generals, Londres, 1993, p. 313.
4. Citado en Robert Edwards, White Death, Russia 's
War on Finland 1939-1940, Londres, 2006, p. 96.
5. Para el desarrollo y el curso del conflicto ruso-
japonés, véanse Alvin D. Coox, Nomonhan: Japan against
Russia, 1939, 2 vols., Stanford (CA), 1985; y Katsu H.
Young, «The Nomonhan Incident: Imperial Japan and the
Soviet Union», en Monumenta Nipponica, vol. 22, n°
1/2(1967), pp. 82-102.
6. Véase Mark R. Peattie, «The Dragon's Seed», en
Pettie, Drea y van de Ven, The Battle for China: Essays on
the Military History of the Sino-Japanese War of 1937-
1945, Stanford, 2011,p. 55.
7. Para la operación de decepción de Zhukov, véase
Chaney, Zhukov, pp. 69-70.
8. Para el relato pormenorizado de esta batalla, véanse
Edward J. Drea, Nomonhan: Japanese-Soviet Tactical
Combat, 1939, Fort Leavenworth, 1981; Alvin D. Coox,
Nomonhan: Japan against Russia, 2 vols., Stanford,
1985; y Georguii Zhukov Marshal Zhukov: Kakim my
yego pomnin, Moscú, 1988.
9. Citado en Chaney, p. 73.
10. Para el número de bajas, véase G. F. Krivosheev,
Grif sekrenosti sniat: Poteri vooruzhennykh sil SSSR v
voinakh, boevykh deistviiahk, Ivoennykh konflihakh,
Moscú, 1993, pp. 77-85.
11. GSWW, vol. I, p. 685.
12. Citado en David Dilks (ed.), The Diaries of Sir
Alexander Cadogan, Londres, 1971, p. 175.
13. Citado en Terry Charman, Outbreak 1939,
Londres, 2009, p. 46.
14. Didier, Nazi-Soviet Relación, 1939-1941, Nueva
York, 1948, p. 38.
15. Citado en Simón Sebag-Montefiore, Stalin: The
Court of the Red Tsar , Londres, 2003, p. 269 (hay trad.
cast.: La corte del zar rojo, Crítica, Barcelona, 2004).
16. JJG, jueves, 17 de agosto.
17. Véase GSWW, vol. II,p. 153.
18. Albert Speer, citado en Gitta Sereny, Albert
Speer: His Battle with Truth, Londres, 1995, p. 207 (hay
trad. cast.: Albert Speer: Su batalla contra la verdad,
Ediciones B, Barcelona, 2006).
19. JJG, 21 de agosto de 1939.
20.Véase FRNH, p. 9.
21. FRNH, p. 10.
22.JJG, 25 de agosto de 1939.
23.Véase FRNH, p. 17.
24.Citado en Richard Overy, 1939: Countdown to
War, Londres, 2009, p. 68 (hay trad. cast.: Al borde del
abismo, Tusquets, Barcelona, 2010).

2. «LA DESTRUCCIÓN TOTAL DE POLONIA»


(septiembre-diciembre de 1939)

1. Adolf Hitler, 22 de agosto de 1939, DGFP D, VII,


N° 193.
2. BA-MA, RH39/618, citado en Jochen Böhler,
Auftakt zum Vemichtungskrieg: Die Wehrmacht in Polen
1939, Frankfurt am Main, 2006, p. 52.
3. Overy, 1939, pp. 69-70.
4. GARF 9401/2/96 y RGVA 32904/1 /19.
5. GSWW, vol. II, p. 90.
6. SHD-DAT, citado en Claude
Quétel,L'impardonnable défaite, París, 2010, p. 196.
7. BA-MA RH37/1381; RH26-208/5, Böhler, Auftakt
zum Vemichtungskrieg, p. 40.
8. NAII RG 242, T-79, R. 131, 595.
9. GSWW, vol. II, p. 82.
10. Hitler al Reichstag, 1 de septiembre de 1939,
Domarus, II, 1307.
11. Anatole de Monzie, Ci-devant, París, 1941, citado
en Claude Quétel, L 'impardonnable défaite, París, 2010,
p. 204.
12. Georges Bonnet, Dans la tourmente: 1938-1948,
París 1971, citado en Quétel, p. 195.
13. Paul Schmidt, Hitler's Interpreter, Nueva York,
1950, pp. 157-158.
14. Citado en Harold Nicolson, Friday Momings,
1941-1944, Londres, 1944, p. 218.
15. Mass Observation, citado en Daniel Swift, Bomber
County, Londres, 2010, p. 118.
16. Para la transformación que experimentó Londres
en aquellos días, véase Molly Panter-Downes, London War
Notes, 1939— 1945, Londres, I971,pp. 3-6.
17. Para la pérdida del Athenia, véase Overy, 1939,
pp. 107-108.
18. General Paul de Villelume, Journal d'une défaite,
«août 1939-juin 1940», París, 1976, citado en Quétel, p.
211.
19. GSWW, vol. II, p. 138; Richard Evans, The Third
Reich at War , Londres, 2008, p. 8 (hay trad. cast.: El
Tercer Reich en la guerra, Península, Barcelona, 2011).
20.Carta de 17 de septiembre de 1939, BfZ-SS
28774, citado en Böhler, p. 43; véanse asimismo BA-MA,
RH37/5024, BA-MA, RH53-18/152 y BA-MA
RH37/5024.
21. Citado en Klaus Latzel, Deutsche Soldaten —
nationaLsonalistischer Krieg? Kriegserlebnis —
Kriegserfahrung 1939-1945, Paderborn, 1998, p. 153.
22.BA-MA, RH41/1012.
23.BA-MA, RH37/6891,p. 11.
24.BA-MA,RH28-1/255.
25.BA-MA,RH 53-18 /17.
26.BA-MA, RH26-4/3, citado en Böhler, p. 109.
27.Böhler, pp. 241-242.
28.Evans, op. cit., pp. 14-15.
29.TBJG, Parte 1, vol. 7, p. 92.
30.Panter-Downes, p. 19.
31. Para los polacos en Rumania, véase Adam
Zamoyski, The Forgotten Few, Londres, 1995,pp. 35-43.
32.K. S. Karol, «A Polish Cadet in Inaction», en
Between Two Worlds , Nueva York, 1987, citado en Jon E.
Lewis, Eyewitness World War II , Filadelfia, 2008, pp. 36-
37.
33. V. N. Zemskov, «Pridunitelnye Migratsii iz
Pribaltiki v 1940-1950-kh godakh», Otechestvennyi
Arkhiv, n° 1, 1993, p. 4, citado en Geoffrey Roberts,
Stalin's Wars, New Haven, 2006, p. 45.
34.Para las bajas de los polacos y los alemanes, véase
GSWW, vol. II, p. 124; para las bajas de los soviéticos,
véase Krivosheev, Soviet Casualties and Combat Losses,
p. 59.
35.Joseph W. Grigg, «Poland: Inside Fallen Warsaw»,
United Press, 1939.
36.Franz Halder, Kriegstagebuch, vol. I, p. 107.
37.12 de octubre de 1939, BA-MA, RH41/1177,
citado en Böhler, p. 7.
38.GSWW, vol. 9/1, p. 811.
39.Halder, Kriegstagebuch, vol. I, p. 79, citado en
Evans, op. cit., p. 16.
40.Para la Orden 0048 5 y la política antipolaca
soviética, véase Timothy Snyder, Bloodlands, Londres,
2010, pp. 89-104 (hay trad. cast.: Tierras de sangre,
Galaxia-Círculo de Lectores, Barcelona, 2012).
41. Leonid Naumov, Stalin i NKVD, Moscú, 2007, pp.
299-300, citado en Snyder, p. 96.
42.Wesley Adamczyk, When God Looked the Other
Way, An Odissey of War, Exile and Redemption , Chicago,
2006, pp. 26-27, citado en Matthew Kelly, Finding
Poland, Londres, 2010, p. 62.
43.Citado en Timothy Snyder, Bloodlands, p. 86.
44.Kelly, Finding Poland, p. 63.
45.Véanse los distintos relatos que aparecen en
Association of the Families of the Borderland Settlers,
Stalin 's Ethnic Cleansing in Eastem Poland. Tales of the
Deported, 1940-1946, Londres, 2000.

3. DE LA «EXTRAÑA GUERRA» A LA
«BLITZKRIEG»
(septiembre de 1939-marzo de 1940)

1. Mollie Panter-Downes, London War Notes, 1939


— ¡945, Londres, 1971, p. 21.
2. Charman, Outbreak 1939, pp. 322-323.
3. SWWEC, Everyone 's War , n° 20, invierno de
2009, p. 60.
4. Citado en Tooze, op. cit., p. 330.
5. GSWW, vol. 2, p. 12.
6. Virginia Cowles, Sunday Times, 4 de febrero de
1940.
7. Geoffrey Cox, Countdown to War , Londres, 1988,
pp. 176-177.
8. Mollie Panter-Downes, op. cit., p. 25.
9. Para el programa de eutanasia nazi, véanse Gerhard
L. Weinberg, A World at Arms, pp. 96-97, y Richard Evans,
The Third Reich at War, Londres, 2008, pp. 75-105.
10. Para las bajas soviéticas, véase Krivosheev, op.
cit., p. 58.
11. Véase Pravda, 29 de marzo de 1935.
12. Gordon Waterfield, What Happened to France,
Londres, 1940, p. 16.
13. Georges Sadoul, 12 de diciembre de 1939,
Joumal de guerre, París, 1972.
14.Jean Paul Sartre, Les Carnets de la drôle de
guerre (2 septembre 1939 — 20 juillet 1940), París,
1983, p. 142.
15. Édouard Ruby, Sedan, Terre d'épreuve, París,
1948, citado en Horne, p. 163.
16.Citado en Quétel, p. 2 5 3.
17. Cox, p. 142.
18.Ibidem,p. 138.
19.Para el gobierno de Polonia en el exilio y el
ejército clandestino polaco en los territorios ocupados,
véase GSWW, vol. II, pp. 141-142.

4. EL DRAGÓN Y EL SOL NACIENTE (1937- 1940)

1. Agnes Smedley, China Fights Back, p. 30.


2. Ibidem,p. 28.
3. Theodore H. White y Annalee Jacoby, Thunder out
of China, Nueva York, 1946, p. XIII.
4. Agnes Smedley, op. cit., p. 31.
5. Citado en Stephen Mackinnon, «The Defense of the
Central Yangtze», en Peattie, Drea y van de Ven, op. cit., p.
184.
6. Citado en Edward J. Drea, «The Japanese Army on
th Eve of War», en Peattie, Drea y van de Ven, op. cit., p.
107.
7. Para el incidente del puente de Marco Polo, véase
Yang Tianshi, «Chiang Kai-shek and the Battles of Shanghai
and Nanjing», en Peattie, Drea y van de Ven, op. cit., p. 143.
8. Agnes Smedley, China Fights Back, p. 132.
9. Citado en van de Ven, War and Nationalism in
China, p. 197.
10. Para el ataque frustrado contra el Izuma, véase
Diana Lary, The Chinese People at War, Cambridge, 2010,
pp. 22-23.
11. Para la batalla de Shanghai, véase Yang Tianshi,
«Chiang Kai-shek and the Batdes of Shanghai and Nanjing»,
en Peattie, Drea y van de Ven, op. cit., p. 145-154.
12. Véase Hattori Satoshi, «Japanese Operations from
Jury to December 1937», en Peattie, Drea y van de Ven,
op. cit., p. 176.
13. Ibidem, p. 179.
14. Rosen al Ministerio de Asuntos Exteriores de
Alemania, 20 de enero de 1938, citado en Rabe, The Good
German of Nanking, Nueva York, 1998, p. 145. A fecha de
hoy, el diario de Rabe, director local de Siemens y
encargado de la organización de la zona internacional de
seguridad, constituye el relato más fiable de las atrocidades
cometidas en Nanjing.
15. Para la preparación de los reclutas japoneses,
véase Kawano Hitoshi, «Japanese Combat Morale», en
Peattie, Drea y van de Ven, op. cit., pp. 332-334.
16. Kondo Hajime, en Laurence Rees, Their Darkest
Hour, Londres, 2007, p. 61 (hay trad. cast.: Auschwitz: los
Nazis y la «solución final», Crítica, Barcelona, 2007).
17. Caso 15, Sanko, p. 41.
18. Diario del cabo Nakamura encontrado junto a su
cadáver por el Nuevo Cuarto Ejército, citado en Agnes
Smedley, Battle Hymn of China, Londres, 1944, p. 186.
19. Véase Kawano Hitoshi, «Japanese Combat
Morale», en Peattie, Drea y van de Ven, op.cit.,2011,p.
341.
20.Rabe, The Good German of Nanking, 22 de enero
de 1938, p. 148.
21. Rabe, p. 172.
22.Agnes Smedley, China Fights Back, Londres,
1938, pp. 227 y 230.
23.Véase Diana Lary, The Chinese People at War ,
Cambridge, 2010, p. 25.
24.Véase Kawano Hitoshi, «Japanese Combat
Morale», en Peattie, Drea y van de Ven, op.cit.,p. 351.
25.Para el tema de las «mujeres de solaz» y las
violaciones, véase Yuki Tanaka, Hidden Horrors:
Japanese War Crimes in World War II , Oxford, 1996, pp.
94-97.
26.Agnes Smedley, Battle Hymn of China, Londres,
1944, p. 206.
27.Para los episodios de Wuhan y Taierzhuang, véase
Tobe Ryóichi, «The Japanese Eleventh Army in Central
China, 1938-1941», en Peattie, Drea y van de Ven, op.
cit.,pp. 208-209.
28.Citado en Lary, The Chinese People at War, p. 61.
29.Para los pilotos del Ejército Rojo en China, véanse
John W. Garver, Chinese-Soviet Relations 1937-1945, pp.
40-41, y Hagiwara Mitsuru, «Japanese Air Campaigns in
China», en Peattie, Drea y van de Ven, op. cit., pp. 245-246.
30.Agnes Smedley, China Fights Back, p. 156.
31. Diario del cabo Nakamura encontrado junto a su
cadáver por el Nuevo Cuarto Ejército, citado en Agnes
Smedley, Battle Hymn of China, Londres, r 944, pp. 185-
186.
32.Para los enfrentamientos de los nacionalistas y los
comunistas en China en 1939, véase Garver, Chinese-
Soviet Relations, pp. 81-82.
33. VandeVen, War and Nationalism in China , p.
237.

5. NORUEGA Y DINAMARCA (enero-mayo de 1940)

1. Göring al Generalmajor Thomas, 30 de enero de


1940, citado en Tooze, The Wages of Destruction, p. 357.
2. Para la crisis del aprovisionamiento de municiones,
véase Tooze, The Wages of Destruction, pp. 328-357.
3. Para este episodio del hundimiento de dos
destructores alemanes por parte de la Luftwaffe, véase
GSWW, vol. II, pp. 170-171.
4. GSWW,vol.II,p.212.
5. Para la entrevista de Manstein y Hitler, véase Karl-
Heinz Frieser, The Blitzkrieg Legend, pp. 79-81.
6. Alistair Horne, To Lose a Battle, p. 155.
7. GSWW, vol. II, p. 280.

6. LA OFENSIVA EN EL OESTE (mayo de 1940)

1. Geoffrey Cox, Countdown to War, pp. 194-195.


2. Para una descripción de París durante aquellos
primeros días de mayo, véase Alistair Horne, To Lose a
Battle, Londres, 1969, pp. 171-172.
3. Nicolaus von Below, Als Hitlers Adjutant, 1937-
1945, Maguncia, 1980, p. 228.
4. Véase Horne, op. cit., p. 169.
5. Para Huntziger, véase Horne, p. 165; en cuanto a
Corap, véase Julián Jackson, The Fall of France, Oxford,
2003, p. 3 5.
6. Véase Frieser, p. 87.
7. Véase Adam Zamoyski, The Forgotten Few, p. 51.
8. Para el número de aparatos destruidos, véase James
Holland, The Battle of Britain, Londres, 2010, pp. 67-68.
9. Véase Robin McNish, /ron División, The History
of the jrJ División, Londres, 2000, P. 77.
10. GSWW, vol. II, p. 283.
11. Cox, op. cit., p. 203.
12. Ibidem, p. 213.
13. Citado en Horne, p. 209.
14. Hans von Luck, Panzer Commander, Londres,
1989, p. 38 (hay trad. cast.: Panzer Comander: las
memorias del coronel Hans von Luck, Tempus, Barcelona,
2008).
15. André Beaufre, The Fall of France, Londres,
1967,p. 183.
16. Véase Lev Kopelev, Ease My Sorrows, Nueva
York, 1983, pp. 198-199.
17. Alexander Stahlberg, Bounden Duty, Londres,
1990, p. 132.
18. Riedel, 20 de mayo de 1940, BfZ-S.
19. Para la escasez de municiones del ejército alemán
y su necesidad de más tiempo, véase Frieser, pp. 21-23.
20.Citado en Horne, p. 3 31.
21. Roland de Margerie, Journal 1939-1940, París,
2010, pp. 180-181.
22.TNAPREM 3/468/201.
23.Ibidem.
24.Roland de Margerie, Journal 1939-1940, París,
2010, p. 181.
25, Ibidem.
26.Ibidem, p. 192.
27.Lord Alanbrooke, mariscal de campo, War
Diaries, 1939-1945, Londres, 2001, p. 67.
7. LA CAÍDA DE FRANCIA (mayo-junio de 1940)

1. Para la trifulca entre Kleist y Guderian en Saint


Quentin, véase GSWW, vol. II, p. 287.
2. Véase Roland de Margerie, Journal 1939-1940,
París, 2010, p. 12.
3. Charles de Gaulle, Me'moires deguerre, vol. I,
L'Appel, París, 1954, p. 30 (hay trad. cast.: Memorias de
guerra, La Esfera de los libros, Madrid, 2005).
4. Ibidem.
5. Véase Roland de Margerie, Journal 1939-1940,
París, 2010, p. 201.
6. Citado en Martin Gilbert, Finest Hour: Winston S.
Churchill 1940-1941, Londres, 1983,p. 358.
7. Para la misión de Cripps en Moscú, véase Gabriel
Gorodetsky, Gran Delusion, New Haven, 1999, pp. 19-22.
8. Mass Observation, Rumours 19 and 20 May.
9. Para la contraofensiva de Arras, véase Hugh Sebag-
Montefiore, Dunkirk, Londres, 2007, pp. 142-155-
10.Sold. Hans B.,
7.kl.Kw.Kol.f.Betr.St./Inf.Div.Kol.269, BfZ-SS.
11. Gefr. Ludwig D., Rgts.Stab/Art.Rgt.69, martes, 21
de mayo de 1940, BfZ-SS.
12. Gefr. Konrad F., 5-Kp./Inf.Rgt.43, I.Inf.Div.,
miércoles, 22 de mayo de 1940, BfZ-SS.
13. Véase Christophe Dutróne, Ils se sont battus,
mai-juin 1940, París, 2010, p. 150.
14. TNA WO 106/1693 y 1750, citado en Hugh
Sebag-Montefiore, op. cit., p. 228.
15. Citado en Paul Addison y Jeremy Crang (eds.),
Listening to Britain, Londres, 2010, 22 de mayo de 1940,
p. 19.
16. Ibidem, p. 39.
17. Ibidem, p. 31.
18. Alanbrooke, p. 67.
19. Para las pérdidas del Panzergruppe von Kleist,
véanse BA-MA W 6965 ª y BA-MA WVIF5.366, citado en
GSWW II, p. 290.
20.Véase Frieser, p. 29.
21. TNA WO 106/1750, citado en Hugh Sebag-
Montefiore, p. 250.
22.J. Paul-Boncour, Entre deux guerres, vol. III,
París, 1946, citado en Quétel, op. cit., p. 303.
23.Citado en GSWW, vol. III, p. 62.
24.Citado en John Lukacs, Five Days in London, May
1940, New Haven, 1999 (hay trad. cast.: Cinco días en
Londres: mayo de 1940, Turner, Madrid, 2001).
25. Riedel, 26 de mayo de 1940, BfZ-SS.
26.Véase TNA CAB 66-67 («British Strategy in a
Certain Eventuality»).
27.Véase Roland de Margerie, op. cit., p. 239.
28.TNA CAB 65/13.
29.TNA WO 106/1750.
30.Para la contraofensiva de la Iª División blindada
británica, véase Hugh Sebag-Montefiore, Dunkirk, pp. 272-
273.
31. Leca, citado en Roland de Margerie, Journal
1939-1940, París, 2010, p. 253.
32.Véase TNA CAB 65/13.
33. Teniente P. D. Elliman, ier Regimiento de
Artillería Pesada Antiaérea (ist HAA Regiment), citado en
Hugh Sebag-Montefiore, p. 387.
34.Para las tensiones existentes entre los británicos y
los franceses en el curso de la Operación Dinamo, véase
Hugh Sebag-Montefiore, pp. 404-411.
35.Para las cifras relativas al número de evacuados
durante la Operación Dinamo, véanse GSWW, vol. II, pp.
293 y 295, y Hugh Sebag-Montefiore, pp. 540-541,628-
629.
36.SHD-DAT 1 K543 1.
37.Addison y Crang, Listening to Britain, p. 71.
38.Ibidem,p. 53.
39.Véase GSWW, vol. III, p. 247.
40.Cox, op. cit., p. 236.
41. Edward Spears, Assignment to Catastrophe,
Londres, 1954, vol. II, p. 138.
42.Citado en Quétel, p. 330 .
43.Citado en Paul Baudouin, Private Diaries: March
1940—January 1941, Londres, 1948, en Julian Jackson,
The Fall of France, p. 135.
44.Spears, Assignment to Catastrophe, vol. II, p. 171.
45.Para la rendición de París, véase Charles Glass,
Americans in París, Life and Death underNazi
Occupation 1940-1944, Londres, 2009, pp. 11-22.
46.Philippe Pétain, Actes et e'críts, París, 1974, p.
365.
47.Véase Alanbrooke, op. cit., p. 80.
48.Ibidem, p. 81.
49.Sold. Paul Lehmann, Inf. Div. 62, 28 de junio de
1940, BfZ-SS.
50.Para esta segunda evacuación y para el hundimiento
del Lancastria, véase Hugh Sebag-Montefiore, op. cit., pp.
486-495.

8. LA OPERACIÓN LEÓN MARINO Y LA BATALLA


DE INGLATERRA (junio-noviembre de 1940)

1. TBJG, Parte 1, vol. 8,p. 186.


2. BA-MA RM 7/255, citado en GSWW, vol. III, p.
131.
3. Citado en Quétel, op. cit., p. 384.
4. Domarus, vol. II, p. 1533, citado en Ian Kershaw,
Hitler 1936-1945, Nemesis, p. 299.
5. Citado en Colin Smith, England's Last War
Against France, p. 299.
6. TNA ADM 399/192.
7. TNA ADM 199/391.
8. The New York Times, 7 de julio de 1940.
9. Para la entrada triunfal de Hitler en Berlín, véanse
Ian Kershaw, op. cit., pp. 300-301, y Roger Moorhouse,
Berlín at War, Londres, 2010, pp. 61-63.
10. Para el «Estudio Norte-Oeste», finalizado el 13 de
diciembre de 1940, véase BA-MA RM 7/894, citado en
GSWW, vol. 9/1, n. 11, p. 525.
11. Para la «Lista especial de sospechosos», o
Sonderfahndungsliste, véase Walter Schellenberg,
Invasión 1940, The Nazi Invasión Plan for Britain,
Londres, 2000, p. 148.
12. Citado en Domarus (ed.), vol. II, p. 1558.
13. Sold. Paul Lehmann, Inf. Div. 62, 28 de junio de
1940, BfZ-SS.
14. Citado en Hastings, Finest Years, p. 67.
15. Para saber más sobre los aviadores polacos en
Gran Bretaña, véase Adam Zamoyski, The Forgotten Few:
The Polish Air Force in the Second World War, Londres,
1995.
16. Citado en Franz Halder, Kriegstagebuch,
Tagliche Aufzeichnungen des Chefs des Generalstabes
des Heeres 1939-1942, vol. II, Von dergeplanten
Landung in Englandbis zum Beginn des Ostfeldzuges,
Stuttgart, 1963, p. 49.
17. BA-MA RH 191/50, citado en GSWW, vol. 9/1, p.
529.
18. Speer, Erinnerungen, p. 188, citado en Kershaw,
Nemesis, p. 305.
19. BA-MA RL 2/v. 3021, citado en GSWW, vol. II, p.
378.
20.Bishop, FighterBoys, p. 239.
21. Para saber más sobre cómo vivieron aquellos días
los escuadrones de cazas, véanse Bishop, Fighter Boys;
James Holland, The Battle of Britain, Londres, 2010; y
Larry Forrester, Fly for Your Life, Londres, 1956.
22.Citado en Zamoyski, op. cit., p. 84.
23.Citado en Patrick Bishop, Fighter Boys, p. 204.
24.Para el comportamiento de los pilotos polacos
ante los paracaidistas alemanes, véase Zamoyiski, p. 71.
25. Para las pérdidas sufridas durante los meses de
agosto y septiembre, véase GSWW, vol. II, p. 388.
26.Para las pérdidas sufridas en el mes de octubre,
véase op. cit., p. 403.
27.Véase V. N. Pavlov, «Avtobiograficheskie
Zametki», en Novaya inoveishaya historiya, Moscú,
2000, p. 105.
28.Citado en Panter-Downes, London War Notes , pp.
97-98.
29.Ibidem.
30.Peter Quennell, The Wanton Chase , Londres,
1980, p. 15.
31. Ernst von Weizsacker, Die Weizsäcker-Papiere
1933-1950, Berlín, 1974.p.225.

9. REPERCUSIONES (junio de 1940-febrero de 1941)

1. Para la caída de Yichang, véase Tobe Ryöichi, «The


Japanese Eleventh Army in Central China, 1938-1941», en
Peattie, Drea y van de Ven, The Battle for China,pp. 207-
229.
2. Agnes Smedley, Battle Hymn of China, pp. 343-
344.
3. Ibidem,p. 348.
4. Véase Ian Kershaw, Fateful Cholees, p. 99.
5. Garver, Chínese-Soviet Relations, pp. 140-141.
6. GSWW, vol. III, p. 2.
7. Para la situación de las fuerzas militares italianas en
1940, véase GSWW, vol. iii, p. 68.
8. Die Weizsäcker-Papiere, 1933-19S0, Berlín,
1974, p. 206.
9. Citado en Javier Tusell, Franco, España y la II
Guerra Mundial: Entre el Eje y la Neutralidad, Madrid,
1995, p. 159.
10. Para la entrevista de Franco y Hitler en Hendaya,
véanse Stanley G. Payne, Franco and Hitler, New Haven,
2008, pp. 90-94 (hay trad. cast.: Franco y Hitler, La Esfera
de los libros, Madrid, 2008); y Javier Tusell, Franco,
España y la II Guerra Mundial: Entre el Eje y la
Neutralidad, Madrid, 1995, pp. 83-201.
11. Citado en Tusell, p. 144.
12. Citado en Halder Diaries, vol. I, p. 670.
13. 15 de noviembre de 1940, OKW KTB, vol. I, p.
177.
14. GSWW, vol. III, p. 194.
15. The Times, 2 de julio de 1940.
16. Citado en Dudley Clarke, The Eleventh at War ,
Londres, 1952, p. 95, y en Michael Carver, Out of Step,
Londres, 1989, pp. 54-55.
17. Citado en Ciano, Ciano's Diplomatic Papers,
Londres, 1948, p. 273 (hay trad. cast.: Diarios, Crítica,
Barcelona, 2004).
18. 12 de octubre de 1940, Ciano, p. 297.
19. Citado en Mark Mazower, Inside Hitler's Greece,
The Experience of Occupation, 1941-1944, New Haven,
1993.
20.Para los griegos residentes en Egipto, véase
Artemis Cooper, Cairo in the War, Londres, 1989, p. 59.
21. Para las bajas de Italia en Grecia y Albania, véase
GSWW, vol. III, p. 448.
22.Citado en Winston S. Churchill, The Second
World War , vol. II, p. 480 (hay trad. cast.: La segunda
Guerra mundial, La Esfera de los Libros, Madrid, 2005, 2
vols.).

10. LA GUERRA DE LOS BALCANES DE HITLER


(marzo-mayo de 1941)

1. 10 de diciembre de 1940, KTB OKW, vol. I, p. 222.


2. Citado en Francis de Guingand, Generals at War ,
Londres, 1946, p. 33.
3. Citado en Paul Schmidt, Hitler's Interpreter, p.
223.
4. Véase Domarus, Reden, vol. II, pp. 1726 ss.
5. Para el número de muertos entre la población civil
durante los bombardeos de Belgrado, véase GSWW, vol.
III, p. 498.
6. GefreiterG., Art.Rgt. 119, 11. Pz.Div., BfZ-SS
13/517A.
7. Richthofen KTB, BA-MA N67172/7/9, p. 53.
8. Richthofen KTB, iode abril de 1941, BA-MA
N671/2/7/9,p. 59.
9. Richthofen KTB, 9 de abril de 1941, BA-MA
N671/2/7/9, p.58.
10. Comandante G. de Winton, citado en Antony
Beevor, Crete: The Battle and the Resistance, Londres,
1990, p. 36 (hay trad. cast.: La batalla de Creta, Crítica,
Barcelona, 2004).
11. OL 2042, TNA, DEFE 3/891.
12. Gefreiter G., Art.Rgt. 119, 11.Pz.Div., 17 de abril
de 1941,BfZ-SS 13 517A.
13. Sold. Erich N., 8.Kp./SS-Rgt. (mot.) DF, SS-Div.
Reich, 10 de mayo de 1941, BfZ-SS 11 707 E.
14. Antony Beevor, Crete, p. 38.
15. Véase Mark Mazower, Inside Hitler 's Greece.
The Experience of Occupation, 1941-44, New Haven,
1993, p. XIII.
16. Richthofen KTB, 10.4.41, BA-MA N671/2/7/9, p.
60.
17. Citado en GSWW, vol. 9/1, p. 5 36.
18. Capitán Friedrich M., 73.Inf.Div., BfZ-SS, 20 305.
19. Para el debate acerca del aplazamiento de la
Operación Barbarroja, véanse Martin van Creveld, Hitler's
Strategy 1940-1941: — The Balkan Clue, Londres, 1973;
Congreso de Salónica, mayo de 1991; GSWW, vol. III, p.
525; Müller-Hillebrand, «Improvisierung», 78, MGFA P-
030; Andreas Hillgruber, Hitlers Strategie, pp. 504 ss.; y
Andrew L. Zapantis, Greek-Soviet Relations, 1917-1941,
Nueva York, 1983, pp. 498 ss.
20.OL 2167, TNA DEFE 3/891.
21. TNA PREM 3/109.
22.Freyberg a Wavell, citado en Churchill, The Grand
Alliance, p. 241.
23.Freyberg, citado en John Connell, Wavell: Scholar
and Soldier, Londres, 1964, p. 454.
24. Citado en Ian Stewart, The Struggle for Crete,
Oxford, 195 5, p. 108. 2 5. Citado en The Grand Alliance,
p. 241.
26.Woodhouse, citado en C. Hadjipaterasy M.
Fafalios, Crete 1941, Atenas, 1989,p. 13.
27.General de brigada Ray Sandover, conversación
con el autor, 12 de octubre de
1990.
28.Diario de guerra de la División de Nueva Zelanda,
citado en Stewart, op. cit., p. 278.
29.Destino del «Convoy de Embarcaciones Ligeras»,
«Einsatz Kreta», BA-MA RL 33/98.
30.Richthofen KTB, 28.5.41, BA-MA, 671/2/7/9,p.
115.
31. Para las pérdidas alemanas, véase BA-MA ZA 3/19
y BA-MA RL2 III/95.

11. ÁFRICA Y EL ATLÁNTICO (febrero-junio de


1941)

1. Para la antipatía de Hitler hacia el Generalleutnant


von Funck, cf. Gen. der Artillerie Walter Warlimont,
ETHINT 1.
2. Adalbert von Taysen, Tobruk 1941: Der Kampfin
Nordafrika, Friburgo, 1976, citado en Martin Kitchen,
Rommel's Desert War, Cambridge, 2009, p. 54.
3. Kitchen, op. cit., p. 17.
4. Halder, Kriegstagebuch, II, 23 de abril de 1941, p.
381, citado en Kitchen, Rommel's Desert War, p. 100.
5. Halder, Kriegstagebuch, 2 3 de abril de 1941, vol.
II, p. 88 5.
6. Halder, Diaries, vol. I, p. 412.
7. Richthofen, KTB, 19.5.41, BA-MA 671/2/7/9,p.
100.
8. Gefr. WolfgangH., 15. Pz. Div., 21.fi.41, BfZ-SS
17338.
9. Andrew Roberts, Masters and Commanders,
Londres, 2008, pp. 24-34.
10.Churchill a FDR, citada en Winston Churchill, The
Second World War, vol. II, p. 498.
11. Op. cit.,p. 503.
12. Max Hastings, Finest Years, pp. 171-174.
13. DGFP D, vol. XII, n° 146,10 de marzo de 1941,
pp. 258-259.
14.GSWW, vol. II, p. 343.
15. GSWW, vol. II,p. 353.

12. BARBARROJA (abril-septiembre de 1941)

1. John W. Garver, Chinese-Soviet Relations, pp.


112-118.
2. Valentin Berezhkov, At Stalin's Side, Nueva York,
1994,p.205.
3. Carta de Krebs de 15.4.41, BA-MA MSg 1/1207.
4. Para Backe y su Hungerplan, véanse Lizzie
Collingham, The Taste of War , Londres, 2011,pp. 32-38; y
Tooze, The Wages of Destruction,pp . 173-175,pp. 476-
480.
5. Para el documento de 15 de mayo, el mejor estudio
es el de Chris Bellamy, Absolute War, Londres, 2007, pp.
99-121 (hay trad. cast.: Guerra absoluta, Ediciones B,
Barcelona, 2011); véanse asimismo Pleshakov, Stalin 's
Folly, Londres, 2005, pp. 75-84 (hay trad. cast.: La locura
de Stalin, Paidós, Barcelona, 2007); y Bianka Pietrow-
Ennker (ed.), Präventivkrieg? Der Deutsche Angriff auf
die Sowjetunion, Frankfurt am Main, 2000. Y para los
partidarios de la teoría de la conspiración, véanse Viktor
Suvorov, Icebreaker: Who started the Second World
War?, Londres, 1990; y Heinz Magenheimer, Hitler's War ,
Londres, 2002, pp. 51-64.
6. Pravda, 22 de junio de 1989.
7. Christopher Andrew y Oleg Gordievsky, KGB, The
Inside Story of its Foreign Operations from Lenin to
Gorbachev, Londres, 1990 (hay trad. cast.: KGB,
Actualidad y Libros, Barcelona, 1991).
8. Halder, Kriegstagebuch, vol. II, pp. 336-337.
9. KTB OKW, vol. I, p. 417.
10. Sold. Paul B., Flak-Sonderger Wrkst. Zug 13,
22.6.41, BfZ-SS L 46 281.
11. Sold. Kurt U., I.San.Kp. 91, 6.Geb.Div., 21.6.41,
BfZ-SS.
12. Fw. Herbert E., 2. Kp./Nachr. Abt.SS, SS-
Div.Reich, BfZ-SS.
13. Maslennikov, RGVA 38652/1/58.
14. KTB OKW, vol. I, p. 417.
15. Erich von Manstein, Lost Victories, Londres,
1982, p. 187 (hay trad. cast.: Victorias frustradas, Inédita,
Barcelona, 2006).
16. Paul Schmidt, Hitler's Interpreter, p. 233.
17. Citado en Richard Lourie, Sakharov:
ABiography, Hanover, NH, 2002, p. 52.
18. RGALI 1710/3/43.
19. Sold. Rudolf. B., Stab/Nachsch.Btl.553, 27.7.41,
BfZ-SS.
20.Anne Applebaum, Gulag: A History of the Soviet
Camps, Londres, 2003, pp. 377-378 (hay trad. cast.:
Gulag, Debate, Barcelona, 2004); para los prisioneros
polacos, cf. Snyder, Bloodlands, p. 194.
21. Citado en Richard Overy, Russia 's War , Londres,
1999,p.78.
22.Aleksandr Tvardovsky, Dnevnikiipisma, 1941-
1945, Moscú, 2005, p. 32.
23.Papeles de Vasily Grossman, RGALI 1710/3/43.
24.RGVA 32904/I/81,p. 28, citado en AnnaKeid,
Leningrad: The Epic Siege of World War II, 1941-1944 ,
Nueva York, 2011, p. 43.
25.TsAMO 35/107559/5 p. 364.
26.Ilya Zbarsky, Lenin s Embalmers, Londres, 1998,
pp. 118-121.
27.Halder, Kriegstagebuch, vol. III: Der
Russlandfeldzug bis zum Marsch auf Stalingrad, p.38.
28.Papeles de Grossman, RGALI 1710/3/43.
29.Halder, Kriegstagebuch, vol. III, p. 506.
30.RGALI 1710/3/43.
31. Papeles de Grossman, RGALI 1710/3/49.
32. RGASPI 558/11/49, p. 1, citado en Reid,
Leningrad, pp. 65-66.
33. David M. Glantz, The Battle for Leningrad, 1941-
1944, Lawrence, Kan., 2002, p. 46.
34.Vasily Chekrizov, citado en Reid, Leningrad, p.
116.
35. RGASPI 558/11/492, p. 27, citado ibidem, p. 106.
36.RGASPI 83/1/18, p. 18.
37. VCD,21.8.41.
38.20.9.41,RGALI 1817/2/185.
39.Gefr. Hans B., 269.Inf.Div., BfZ-SS.
40.VCD, 4.9.41.

13. «RASSENKRIEG» (junio-septiembre de 1941)


1. O'Gefr. Hanns W., 387.Inf.Div., 31.5.42, BfZ-SS 45
842.
2. Snyder, Bloodlands, p. 53.
3. Papeles de Grossman, RGALI 1710/3/49.
4. Sold. Josef Z., 3.Kp/Ldsschtz. Btl. 619,12.9.41,
BfZ-SS 20 355 D.
5. Ibidem.
6. Testimonio de Paul Roser, IMT VI, p. 291, citado
en Peter Padfield, Himmler, Reichsführer-SS , Londres,
2001, p. 431 (hay trad. cast.: Himmler, La Esfera de los
Libros, Madrid, 2006).
7. 2 de septiembre de 1941; cf. Bellamy, Absolute
War, pp. 267-268.
8. Papeles de Grossman, RGALI 1710/3/43.
9. Vasily Grossman, The Road, Londres, 2009, p. 60.
10. Christopher Browning, «Nazi Reserdement policy
and the Search for a Solution to the Jewish Question,
1939-1941», en The Path to Genocide: Essays on
Launching the Final Solution, Cambridge, 1992, pp. 16-
17, citado en Mark Mazower, Dark Continent: Europe's
Twentieth Century, Londres, 1998, p. 170 (hay trad. cast.:
La Europa negra, Ediciones B, Barcelona, 2001).
11. Citado en Kersahw, The Nazi Dictatorship, p.
112.
12. Christopher R. Browning, The Origins of the
Final Solution, Londres, 2004, pp. 81-89.
13. Citado ibidem, p. 266.
14. Ibidem, pp. 224-243.
15. Selbstreinigungsbestrebungen, ibidem, p. 228.
16. Ibidem, p. 219.
17. Raúl Hilberg, The destruction of the European
Jews, Nueva York, 1985, p. 146 (hay trad. cast.: La
destrucción de los judíos europeos, Akal, Madrid, 2005).
18. TsA FSB 14/4/326, pp. 264-267.
19. Gefr. Hans R., Entrevista «Die Deutschen im
Zweiten Weltkrieg», SWF TV, 1985, citado en Roben
Kershaw, War without Garlands , Londres, 2009, pp. 285-
286.
20.RGALI 1710/3/49.
21. TNA WO 208/4363.
22.Gefr. Ludwig B., Nachsch.Btl.563, 27.7.42, BfZ-
SS 28 743.
23.Papeles de Grossman, RGALI 1710/1/123.
24.Ida S. Belozovskaya, GARF 8114/1/965, pp. 68-
75.
25.Hannes Heer (ed.), Vemichtungskrieg.
Verbrechen der Wehrmacht 1941 bis 1944 , Hamburgo,
1996.
26.IdaS. Belozovskaya, G ARF 8114/1 /965, pp. 68-
75.
27.Henry Friedlander, The Origins of Nazi Genocide:
From Euthanasia to the Final Solution, Chapel Hill,
1995, p. 43. Friedlander es la principal fuente para toda la
sección acerca del programa de eutanasia.
28.Citado en Hilberg, The Destruction of the
European Jews, p. 137.

14. LA «GRAN ALIANZA» (junio-diciembre de 1941)

1. Para el discurso de Churchill de 22 de junio de


1941, y el posterior comentario del primer ministro a su
secretario, John Colville, véase Valentín M. Berezkhov,
History in the Making, Moscú, 1983, p. 123.
2. TNA HW 1 /6, C/6863, citado en David Stafford,
Roosevelt and Churchill, Londres, 2000, p. 65
3. Véase Kenneth S. Davis, FDR: The War President ,
Nueva York, 2000, p. 212.
4. Berezhkov, History in the Making, p. 126.
5. Citado en Berezhkov, History in the Making, p.
141.
6. GSWW,vol.III,p.7i2.
7. Wolf Heckmann, Rommel's War in Africa, Nueva
York, I98i,p. 157.
8. Teniente André F., 15.P.Div., 28.5.41, BfZ-SS
37007.
9. Geoffrey Cox, A Tale of Two Battles, Londres,
1987, p. 134.
10.BA-MA RM 7/29.
11. Ilya Ehrenburg, The War: 1941-1945 , Nueva
York, 1964,p. 19.

15. LA BATALLA DE Moscú (septiembre-diciembre


de 1941)

1. Citado en Lourie, Sakharov, p. 5 3.


2. Yuri Vladimirov, Voina soldata-zenitchika, 1941-
1942, Moscú, 2009, p. 118.
3. Papeles de Grossman, RGALI 1710/3/49.
4. Vladimir Voitsekhovich en Artem Drabkin (ed.),
Svyashchennaya voina. Ya pomnyu, Moscú, 2010, p. 12.
5. John Erickson, The Road to Stalingrad, Londres,
1975, p. 217.
6. Comandante Hans Sch., Stab/PiVBd.652, BfZ-SS
33 691.
7. Papeles de Grossman, RGALI 1710/3/49.
8. Ibidem.
9. Ibidem.
10.Vladimir Ogryzko, citado en Laurence Rees,
World War II behind Closed Doors: Stalin, the Nazis and
the West , Londres, 2009, p. 112 (hay trad. cast.: A puerta
cerrada: historia oculta de la segunda guerra mundial,
Crítica, Barcelona, 2009).
11. Vladimir Voitsekhovitch en Drabkin (ed.),
Svyashchennaya voina, p. 15.
12.Citado en Dmitri Volkogonov, Stalin:
Triumphand Tragedy,Londres, 1991,p.422.
13. Yefim Abelevich Golbraikh, en Drabkin (ed.),
Svyashchennaya voina, p. 79.
14.Citada en Lowrie, Sakharov, p. 5 5.
15.Ibidem.
16.Ehrenburg, Men, Years-Life, vol. v, p. 17.
17.Alexander Werth, Russia at War , Londres, 1964,
p. 246 (hay trad. cast.: Rusia en la guerra, Grijalbo,
Barcelona, 1967).
18.Ibidem.
19. Citado en Volkogonov, Stalin: Triumph and
Tragedy, p. 456.
20.Vladimirov, Voina soldata-zenitchika,p. 119.
21. Bellamy, Absolute War, p. 317.
22.Vladimir Viktorovich Voitsekhovich, en Drabkin
(ed.), Svyashchennaya voina, 2010.
23.Richthofen KTB, 10.4.41, BA-MA N67172/7/9, p.
59.
24.Citado en Charles Messenger, The Last Prussian:
A Biography of FieldMarshal Gerd vonRundstedt, 1875-
1953,Londres, I991,p.61.
25.Reid,Leningrad, pp. 168-169.
26.VCD, 28.10.41.
27.Ibidem, 20.11.41.
28.Ibidem, 8.12.41.
29.Ibidem, 8-9.12.41.
30.Gefr. Hans Joachim C, 6.Kp/infant.Regt.67,
23.Inf.Div., 4.12.41, BfZ-SS.
31. Obergefreiter Herbert B., Nachschukp.31,
6.12.41, BfZ-SS. («Ich weiss nicht, was da los ist. Man hat
einfach ein ungutes Gefühl, dass dieses riesige Russland
eben doch über unsere Kráfte geht»).
32.Oberschütze Helmut G., 8.12.41, BfZ-SS.
33. Ehrenburg, Men, Years — Life, vol. v, p. 3 5.
34.Oberschütze Helmut G., BfZ-SS, N:Gil.
35.Oberschütze Helmut G., BfZ-SS.
36.Ehrenburg,Men, Years —Life, vol. v, p. 18.

16. PEARL HARBOR (septiembre de 1941-abril de


1942)

1. Robert E. Sherwood, The White House Papers of


Harry L. Hopkins, Nueva York, 1948, vol. 1, p. 430.
2. D. K. R. Crosswell, Beetle: The Life of General
Walter Bedell Smith, Lexington, KY, 2010, pp. 227-228.
3. Véase Kershaw, Fateful Choices, p. 7.
4. Joseph C. Grew, Ten Years in Japan , Nueva York,
1944, p. 468, citado en Kershaw, Fateful Choices, p. 366.
5. Arthur Zich, The Risíng Sun, Alexandria, VA, 1977,
p. 19.
6. Nobutaka Ike (ed.), Japan 's Decision for War:
Records of the 1941 Policy Conferences , Stanford
(California), 1967, pp. 208-239, citado en Kershaw,
Fateful Choices, p. 365.
7. Fuchida Mitsuo, «Pearl Harbor: The View from the
Japanese Cockpit», en Stanley M. Ulanoff (ed.), Bombs
Away!, Nueva York, 1971, citado en Jon E. Lewis,
Eyewitness World War II, pp. 260-261.
8. Véase Philippine Islands, USACMH, Washington,
1992, pp. 4-9.
9. Carlos P. Romula, USMC, citado en Lewis,
Eyewitness World War II, p. 268.
10. Citado en Peter Thompson, The Battle for
Singapore, Londres, 200 5, p. 16.
11. O. D. Gallagher, «The Loss of the Repulse and the
Prince of Wales», Daily Express , 12 de diciembre de
1941.
12. Citado en Philip Snow, The Fall of Hong Kong:
Britain, China and the Japanese Occupation, New Haven
y Londres, 2003, p. 41.
13. Para la invasión de Hong Kong por parte del XXIII
Ejército de Japón, véase ibidem, PP— 53-57-
14. Ibidem, pp. 66-67.
15. Ibidem, p. 67.
16.Ibidem,pp. 81-82. Véase también el testimonio de
ConnieSully, en Rees, Their Darkest Hour, pp. 129-135.
17. Alanbrooke, War Diaries, 12.2.42, p. 229.
18.Quiero expresar mi agradecimiento a Michael
Montgomery, hijo del oficial de navegación del Sydney,
por haberme puesto al corriente de todos los detalles
relacionados con la investigación judicial de 2008-2009,
presidida por el juez Terence Colé.
19.Theodore White (ed.), The Stilwell Papers, Nueva
York, 1948, p. 60.

17. CHINA Y LAS FILIPINAS (noviembre de 1941-


abril de 1942)

1. Para el episodio relacionado con el Nuevo Cuarto


Ejército, véase Chang y Halliday, Mao, pp. 278-285.
2. Citado en Kawano Hitoshi, «Japanese Combat
Morale», en Peattie, Drea y van de Ven, The Battle for
China, p. 331.
3. Para el viaje de Ernest Hemingway y Martha
Gellhorn a China, véase Caroline Moorehead, Martha
Gellhorn: A Life, Londres, 2003, p. 213 (hay trad. cast.:
Martha Gelhom1 Circe, Barcelona, 2004).
4. Véase A. S. Panyushkin, Zapiski Posla: Kitay
1939-1944, Moscú, 1981, p. 278, citado en Chang y
Halliday, Mao, p. 3.
5. Edward L. Dreyer, China at War, 1901-1949 ,
Londres, 1995, p. 253.
6. Véase Chalmers A. Johnson, Peasant Nationalism
and Communist Power: The Emergente of Revolutionary
China, 1937— 194S, Stanford, 1962, p. 58.
7. Citado en Garver, Chinese-Soviet Relations, p.
239.
8. Para la presencia de asesores militares soviéticos
en China, véase ibidem, p. 40, y Zhang Baijia, «China's
Quest for Foreign Military Aid», en Peattie, Drea y van de
Ven, The Battle for China, pp. 288-293.
9. Véase Edna Tow, «The Great Bombing of
Chongqing and the Anti-Japanese War, 1937-1945», en
Peattie, Drea y van de Ven, The Battle for China, pp. 256-
282.
10. Smedley, Battle Hymn of China, p. 158.
11. Tobe Ryöichi, «The Japanese Eleventh Army in
Central China, 1938-1941», en Peattie, Drea y van de Ven,
The Battle for China, p. 227.
12. Van de Ven, War and Nationalism in China, p .
13.
13. Para los problemas de los nacionalistas en el
abastecimiento y el reclutamiento de sus tropas y de los
campesinos de su zona, véase ibidem, pp. 25 3-283.
14.Para el hambre en la China nacionalista, véase
Collingham, The Taste of War, pp. 250-255.
15. Citado en van de Ven, War and Nationalism in
China, p. 10.
16.Para el llamado Plan de Guerra «Naranja» (War
Plan Orange), véase Philippine Islands, USACMH, 1992.
17. Philippine Islands, USACMH, 1992.

18. GUERRA EN TODO EL MUNDO (diciembre de


1941-enero de 1942)

1. Citado en Berezhkov, History in the Making, pp.


15 9-160.
2. TBJG, Segunda Parte, vol. II, p. 453.
3. Ernst von Weizsäcker, Erinnerungen, Munich,
1950, p. 280, citado por Kershaw, Fateful Choices, p. 422.
4. Gefr. Bisch, 2.Kp./Pz.Rgt-3, 2.Pz.Div., 21.12.41,
BfZ-SS.
5. Kershaw, Fateful Choices, p. 3 84.
6. Lady Soames, expediente Brendon, citado en Cario
D'Este, Warlord: A Life of Churchill at War, 1874-1945 ,
Londres, 2008, p. 622.
7. Hastings, Finest Years, pp. 217-239.
8. Anthony Edén, The Eden Memoirs: The Reckoning,
Londres, 1965, p. 319 (hay trad. cast.: Memorias, Noguer,
Barcelona, 1960-1965, 3 vols.).
9. Citado en John Ellis, Brute Force: Allied Strategy
and Tacues in the Second World War , Nueva York, 1990,
p. 525.
10.Robert Dallek, Franklin D. Roosevelt and
American Foreign Policy, 1932-1945 , Nueva York, 1979,
p. 338.
11. Warren F. Kiraball (ed.); Churchill and
Roosevelt: The Complete Correspondence, 3 vols.,
Princeton, 1984, vol. I: Alliance Emerging, p. 421.
12. Georgii Zhukov, Vospominaniya i
Razmyshleniya, 2 vols., Moscú, 2002, vol. II, p. 51.
13. P. Gerasimov, VIZh, n° 7,1967, citado en Rodric
Braithwaite, Moscow 1941: A City andits People at War,
Londres, 2007, pp. 327-328 (hay trad. cast.: Moscú, 1941,
Crítica, Barcelona, 2006).
14.Volkogonov, Stalin: Triumph and Tragedy , pp.
443-444.
15. Leonid Rabichev, Voina vsyo spishet,
vospominaniya ofitserasvyansta, 31 —i armii, 1941-
1945, Moscú, 2009, p. 75.
16. M. Gorinov (ed.), Moskva Prifrontovaya, 1941-
1942: Arkhivnye Dokumenty iMaterialy, Moscú, 2001, p.
415, citado en Braithwaite,Moscow 1941,p. 323.
17. Krivosheev, Soviet Casualties and Combat
Losses, pp. 122-123.
18. Braithwaite,Moscow 1941,0. 333-339.
19. Bellamy, Absolute War, pp. 366-370.
20.Citado en Reid, Leningrad, p. 278.
21. Alexander Werth, Leningrad, Londres, 1944, p.
89.
22.Ibidem, p. 22.
23.Bellamy, Absolute War, pp. 377-384; Reid,
Leningrad; Werth, Leningrad; David Glantz, The Siege of
Leningrad, 1941— 1944, Londres, 2004.
24.Yelena Skrjabina, Siege and Survival: The
Odyssey of a Leningrader, Carbondale, 111., 1971,p. 28.
25.Bellamy, Absolute War, pp . 379-380; A. R.
Dzheniskevich, «Banditizm (osobayaka-tegoriya) v
blokirovannom Leningrade», Istoriya Peterburga, n° 1,
2001, pp. 47-51.
26.Vasily Yershov, documento mecanografiado sin
título, Archivo Bakhmeteff, Universidad de Columbia,
citado en Reid, Leningrad, p. 320.
27.Citado en Werth, Leningrad, p. 97.
28.Sold. K. B., 23.1.42, BfZ-SS.
29.Hans-Hermann H., 13.3.42, BfZ-SS N91.2.
30.Ibidem.
31. Ibidem.
32.Ibidem.

19. LA CONFERENCIA DE WANNSEE Y EL


ARCHIPIÉLAGO SS (julio de 1941-enero de 1943)

1. Hilberg, The Destruction of the European Jews, p.


163.
2. Ibidem,p. 163.
3. TBJG, II Parte, vol. II, pp. 498-499, citado en
Kershaw, The Nazi Dictatorship, p. 124.
4. TBJG, II Parte, vol. II, 13.12.41, pp. 498-499.
5. Véase Echart Conze, Norbert Frei, Peter Hayes y
Moshe Zimmermann, Das Amt und die Vergangenheit.
Deutsche Diplomaten im Dritten Reich und in der
Bundesrepublik, Munich, 2010; para el Martin Luther
original (es decir, nuestro Martín Lutero) y los judíos,
véase Hilberg, The Destruction of the European Jews, pp.
13-15.
6. Hilberg, The Destruction of the European Jews, p.
270.
7. Ibidem, p. 99.
8. Cf. Charles Patterson, Eterna/ Treblinka, Nueva
York, 2002, pp. 71-79; para la inspiración de Ford en los
mataderos, véanse Henry Ford, MyLife and Work , Nueva
York, 1922, p. 81; David L. Lewis, The Public Image of
Henry Ford: An American Folk Hero and His Company ,
Detroit, 1976, p. 13 5; y Albert Lee, Henry Ford and the
Jews, NuevaYork, 1980.
9. IMT 29:145.
10.Ian Kershaw, Popular Opinión and Political
Dissent in the Third Reich: Bavaria, 1933-1945, Nueva
York, 1983, p. 277.
11. Franz Blaha, «Holocaust: Medical Experiments at
Dachau», IMT; NAII RG 238, Caja 16.
12. GARF 9401/2/96. Spanner no fue procesado
nunca, pues no había leyes contra los experimentos con
cadáveres.
13. Papeles de Grossman, RGALI 1710/1 /12 3.
14.Zahlm.d.R. Heinrich K., H.K.P.610 Brest/bug,
18.7.42, BfZ-SS 37 634.
15. Hilberg, The Destruction of the European
Jews,p. 145.
16.Ibidem, pp. 204-211.
17. Citado en Peter Padfield, Himmler, p. 449.
18.RGALI 1710/3/21.

20. LA OCUPACIÓN JAPONESA Y LA BATALLA DE


MIDWAY (febrero de 1942-junio de 1942)

1. Para un estudio detallado de la ocupación de Hong


Kong, véase Snow, The Fall of Hong Kong,pp. 77-148.
2. Para un estudio pormenorizado de la ocupación
japonesa de Shanghai, véase Bernard Wasserstein, Secret
War in Shanghai, Londres, 1998, pp. 216-239.
3. Citado en Peter Thompson, The Battle for
Singapore, Londres, 2005, p. 380.
4. Citado en Tanaka, Hidden Horrors, p. 93.
5. Véase Max Hastings, Nemesis: The Battle for
Japan, 1344-1945, Londres, 2007, p. 13 (hay trad. cast.:
Nemesis, Crítica, Barcelona, 2008).
6. Para Indochina, véase Ralph B. Smith, «The
Japanese Period in Indochina and the Coup of 9 March
1945», Journal Of Southeast Asian Studies, vol. 9, n° 2,
septiembre de 1978, pp. 268-301.
7. Para la matanza de Batanga, véase Ronald H.
Spector, Eagle against the Sun: The American Warwith
Japan, Londres, 2001, p. 397.
8. Para la cuestión de los Estados Unidos, la China
nacionalista y el Imperio Británico, véase Snow, The Fall
of Hong Kong, pp. 142-148.
9. Citado en Snow, The Fall of Hong Kong, p. 185.
10.Juez H. L. Braund, supervisor de alimentos para las
Regiones Orientales, citado en Lizzie Collingham, The
Taste of War, p. 143.
11. World War II Quarterly, 5.2, p. 64.
12. Almirante Nagumo Chuichi, citado en un mensaje
del Departamento de Inteligencia Naval, junio de 1947,
NHHC, OPNAV P32-1002.
13. Ibidem.
14. Para las distintas opiniones al respecto, véanse
Jeffrey G. Barlow, en World War II Quarterly , 5.1, pp. 66-
69; Dallas Woodbury Isom, Midway Inquest: Why the
Japanese Lost the Battle of Midway, Bloomington,
Indiana, 2007, p. 269; Jonathan Parshall y Anthony Tully,
Shattered Sword: The Untold Story ofthe Battle of
Midway, Dulles, Va, 2005, p. 171;y JohnB. Lundstrom,
Black Shoe Carrier Admiral: Frank Jack Fletcher at
Coral Sea, Midway and Guadalcanal, Annapolis, 2006,
pp. 254-25 5.
15. Almirante Nagumo Chuichi, citado en un mensaje
del Departamento de Inteligencia Naval, junio de 1947,
NHHC, OPNAV P32-1002.
16. Ibidem.
17. Del comandante en jefe de la Flota del Pacífico al
comandante en jefe de la Flota Naval de los Estados
Unidos, 28 de junio de 1942, NHHC, batalla de Midway: 4-
7 junio 1942, F-2042.

21. DERROTA EN EL DESIERTO (marzo de 1942-


septiembre de 1942)

1. Uffz. Hans-Hermann H., 8.4.42, BfZ-SS N91.2.


2. Citado en James Holland, Together We Stand:
North Africa, ¡942-1943 — Turning the Tide in the West,
Londres, 2005, p. 80.
3. Para la defensa de Bir Hakeim véase Kitchen,
Rommel's Desert War, pp. 22 5-226.
4. Citado en Charles de Gaulle, Mémoires deguerre,
vol. I, p. 323.
5. Citado en Below, Ais Hitlers Adjutant, p. 311.
6. Citado en Charles de Gaulle, Mémoires de guerre,
vol. I, p. 325.
7. Uffz. Hans-Hermann H., 30.6.42, BfZ-SS N91.2.
8. Churchill, The Second World War , vol. IV: The
Hinge ofFate, p. 344.
9. Para la situación en El Cairo y Alejandría durante la
«espantada», véase Cooper, Cairo in the War, pp. 190-201.
10. Véase Global War Studies , vol. 7, n° 2, 2010, p.
79.
11. Victor Gregg, Rifleman: A Front Line Life,
Londres, 2011, p. 127.
12. Citado en Roberts, Masters and Commanders, p.
233.

22. OPERACIÓN AZUL: SE RELANZA


BARBARROJA (mayo-agosto de 1942)

1. Sold. Fritz S., 1.5.42, 25.Inf.Div.(mot.), BfZ-SS


26.312.
2. Sold. Ferdinand S., 88.Inf.Div., BfZ-SS 05831 E.
3. David M. Glantz y Jonathan House, When Titans
Clashed, Lawrence, Kan., 1995, p. 105.
4. Diario capturado por el enemigo, TsAFSB
14/4/328, pp. 367-371.
5. Orden de 31.1.42, TsAMO 206/294/48, p. 346.
6. Diario capturado por el enemigo, TsAFSB
14/4/328, pp. 367-371.
7. Montefiore, Stalin: The Court of the Red Tsar , p.
365.
8. TsAFSB 14/4/328, pp. 367-371.
9. Vladimirov, Voina soldata-tenitchika, p. 234.
10. Yevgeny Fyodorovich Okishev, en Drabkin (ed.),
Svyashchennaya voina, p. 210.
11. Montefiore, Stalin: The Court of the Red Tsar, p .
366-367.
12.Sold. Heinrich R., 20.5.42, 389.Inf.Div., BfZ-SS
43 260.
13. Vladimirov, Voina soldata-zenitchika,p. 300.
14.Ibidem.
15.O'Gefr. Karl H., Aufkl.Stffl.4 (F) 122, 7.6.42, BfZ-
SS L 28 420.
16.O'Gefr. Kurt P., Radf.Rgt.4,15.6.42, BfZ-SS 29
962.
17.Yu. S. Nauraov, Trudnaya sudba zashchitnikov
Sevastopolya (1941-1942), Nizhni Novgorod, 2009, p. 15.
18.Uffz. Arnold N., 377.Inf.Div., 8-7-42, BfZ-SS 41
967.
19.Weisung N° 41, citada en Below, Als Hitlers
Adjutant,p. 309.
20.Clemens Podewils, Don und Volga , Munich,
1952, p. 47.
21.Helmuth Groscurth, Tagebücher eines
Abwehroffizieres, Stuttgart, 1970, p. 527.
22.O'Gefr. Fritz W., Ldsschutz.Btl.389,9.7.42, BfZ-
SS 05 951.
23.Friedrich Paulus, Ich stehe hier auf Befehl,
Frankfurt am Main, 1960, p. 157.
24.TsAMO 48/486/28, p. 8.
25.GARF9401/1ª/128,p. 121.
26.Yefim Abelevich Golbraikh, en Drabkin (ed.),
Svyashchennaya voina, pp. 114-115.
27.Podewils, Don und Volga, p. 107.
28.Richthofen, KTB, 23.8.42, BA-MA N671/2/7/9,p.
140.
29.Con el Generalleutnant (fuera de servicio) barón
Bernd Freiherr Freytag von Loringhoven, 23.10.95.
30.Berezhkov, History in the Making, p. 193.
31. Alanbrooke, War Diaries, p. 301.
32.Ehrenburg, Men, Years-Life, vol. v, p. 78.
33.Bellamy, Absolute War, pp. 389-390.
34. Boris Antonov, carta en «Ot party do obeliska»,
Nasha voina, Moscú, 2005, p. 256.
35. Below, Als Hitlers Adjutant, p. 313.
36.ADAP Serie E, vol. III, pp. 304-307, citado en
Kitchen, Rommel's Desert War, p. 286.
37.Sold. Heinrich R., 389.Inf.Div., 28.8.42, BfZ-SS
43 260.
38.Gefr. Eduard R., 16.Pz.Div., 25.8.42, BfZ-SS 28
148.
39.Richthofen, KTB, 23.8.42, BA-MA 671/2/7/9,p.
140.
40.TsAMO FSB 14/4/326, pp. 269-270.
41.TsAFSB 14/4/777,pp. 32-34.

23. LA CONTRAOFENSIVA EN EL PACÍFICO (julio


de 1942-enero de 1943)

1. 30 de marzo de 1942, Documentos de Ernest J.


King, citado en Spector, Eagle Against the Sun, p. 143.
2. Robert Leckie, Helmet for my Pillow, Londres,
2010, p. 82 (hay trad. cast.: Mi casco por almohada,
Marlow, Madrid, 2010).
3. Ibidem, p. 89.
4. Véase Spector, Eagle against the Sun, p. 205.
5. Ibidem, pp. 216-217.
6.Ibidem.
7. Teniente coronel Frank Owen, citado en William
Fowler, We Gave our Today: Burma, 1941-1945 ,
Londres, 2009, p. 82.
8.Ibidem, p. 85.
9. Informe para los jefes del estado mayor conjunto,
MP, II, pp. 475-476.
10. Citado en van de Ven, War and Nationalism in
China, p. 36.

24. STALINGRADO (agosto-septiembre de 1942)


1. Citado en Volkogonov, Stalin: Triumph and
Tragedy, p. 461.
2. RGALI 1710/3/50.
3. KTB OKW, vol. II/I, p. 669.
4. TsA FSB 114/4/326, pp. 167-168.
5. TsAFSB 114/4/943,pp. 38-39.
6. Domarus, vol. II, p. 1908. Para la crisis Jodl-List en
el cuartel general del Führer, véase también Kershaw,
Hitler, 1936-1945: Nemesis, pp. 532-533.
7. Walter Warlimont, Im Hauptquartier der
deutschen Wehrmacht, 1939-1945 , Frankfurt am Main,
1962, p. 269 (hay trad. cast.: En el cuartel general de
Hitler, Caralt, Barcelona, 1968).
8. Sergo Beria, Beria, My Father: Inside Stalin's
Kremlin, Londres, 2001, p. 85.
9. Vasily Chuikov, The Beginnings of the Road: The
Battle for Stalingrad, Londres, 1963, p. 84.
10. Ibidem, p. 89.
11. Diario del subcomisario político Sokolov, 92º
Regimiento de Reserva, 11.9.42, TsA FSB 40/31/577, p.
42.
12. Gefreiter, 389.Inf.Div., BfZ-SS.
13. Selivanovsky, jefe del Departamento Especial del
Frente de Stalingrado, TsA FSB 14/4/326, pp. 220-223.
14. Diario de Anurin, 7.9.42 (colección particular,
Moscú).
15. 1.4.43, TsA FSB 3/10/136,PP-45-73.
16. TsAMO 48/486/24, p. 162.
17. Dobronin a Shcherbakov, 8.10.42, TsAMO
48/48/6/24, p. 74.
18. Ibidem, p. 77.
19. Dobronin a Shcherbakov, 11.11.4a, TsAMO
48/486/25, pp. 138-139.
20.Amza Amzaevich Mamutov,
http://www.iremember.ru/pekhotintsi/mamutov-amza-
amzaevich/stranitsa-3.html
21. Stalinskoe Znamya, 8.9.42, TsAMO 230/586/1,
p. 79.
22.Koscheev a Shcherbakov, 17.11.42, TsAMO
48/486/25,p. 216.
23.Anón., 29.Inf.Div.(mot.), 15.9.1942, BfZ-SS.
24.Dobronin a Shcherbakov, 4.10.42, TsAMO
48/486/24, pp. 48.
25.Amza Amzaevich Mamutov,
http://www.iremember.ru/pekhotintsi/mamutov-amza-
amzaevich/stranitsa-3 .html
26.Belousov, Departamento Especial del Frente de
Stalingrado, 21.9.42, TsA FSB 14/4/326, pp. 229-230.
27.Ilya Shatunovsky, «I ostanetsya dobryi sled», en
Vsem smertyam nazlo, Moscú, 2000.
28.Segundo Departamento Especial del NKVD a Beria
y Abakumov, 4.9.92, TsA FSB 14/4/913,pp. 27-31.
29.TsA FSB 41/ 51/814, p. 7.
30.Papeles de Grossman, RGALI 1710/3/50.
31. Uffz. Alois Heimesser, 297ª División de
Infantería, 14.11.42, TsA FSB 40/22/11, pp. 62-65.
32.Vladimir Vladimirovich Gormin, Novgorodskaya
Pravda, 21.4.95.
33. Ibidem.
34.4.11.42, TsAMO 48/486/25^. 47.
35.TsAMO48/486/25,pp. 176-177.
36.Koshcheev a Shcherbakov, 14.11.42, TsAMO
48/486/25, p. 179.
37— TsAMO 62/335/7,48/453 /13»
206/294/12,206/294/47,206/294/48,226/335/7.
38.Dobronin a Shcherbakov, 8.10.42, TsAMO
48/486/24, p. 81.
39.Interrogatorio, 4.3.43, TsAMO 226/335/7, p. 364.
40.Garver, Chinese-Soviet Relations, pp. 169-177.
41. Vladimir Vladimirovich Gormin, Novgorodskaya
Pravda, 21.4.95.
42.TsAMO 48/486/24, p. 200.
43.Koshcheev a Shcherbakov, 6.11.42, TsAMO
48/486/25,p. 69.
44.TsAFSB 40/22/12, pp. 96-100.
45.Gefr. Gelman, citado en el Proyecto de la
Universidad de Volgogrado, AMPSB.
46.Gefr. H. S., 389.Inf.Div., 5.11.42, BfZ-SS.
47.Citado en el expediente Grossman, RGALI
1710/1/100.
48.Domarus, vol. II, pp. 1937-1938.
49.Papeles de Grossman, RGALI 618/2/108.
50.TsA FSB 14/4/326, p. 307.
51. Zhukov, Kakim myyegopomnim, p. 140.
52.TsAMO 48/453/13,p. 4.
53.Interrogatorio de un teniente de caballería rumano,
26.9.42, TsAMO 206/294/47, p. 561.
54.TsAMO48/453/13,p. 4-7.
55.TsA FSB 14/4/326, pp. 264-267.
56.Profesor O. A. Rzheshevsky en el Seminario sobre
Stalingrado, Londres, 9.5.2000.
57.S. I. Isaev, «Vekhi frontovogo puti», VIZh, n° 10,
octubre de 1991, pp. 22-25.
58.David Glantz, General Zhukov 's Greatest Defeat:
The Red Army 's Epic Disaster in Operation Mars, 1942,
Londres, 2000.
59.General del ejército M. A. Gareev, sesión del
Comité Nacional de Historiadores Rusos de 18.12.99.
Deseo expresar mi agradecimiento al profesor Oleg
Rzheshevsky, presidente de la Asociación Rusa de
Historiadores de la Segunda Guerra Mundial por enviarme
su Boletín Informativo N° 5, 2000, con el registro literal
de las intervenciones.
60.Pavel Sudoplatov, Special Tasks: The Memoirs of
an Unwanted Witness — A Soviet Spymaster, Londres,
1994, p. 159 (hay trad. cast.: Operaciones especiales,
Plaza & Janes, Barcelona, 1994).
61. Ehrenburg, Men, Years —Life, vol. V, pp. 80-81.
62.Véase Glantz, Zhukov's Greatest Defeat, pp. 304,
318-319 y 379.
63.BA-MA RW 4/V.264, p. 157.
64.Koshcheev a Shcherbakov, 21.11.42, TsAMO
48/486/25, p. 264.
65.BA-MA RH 20-6/241.
66.Carta de 21.9.42, TsA FSB 40/22/142, p. 152.

25. EL ALAMEIN Y LA OPERACIÓN TORCH


(octubre-noviembre de 1942)

1. Citado en Below, Ais Hitlers Adjutant, p. 322.


2. Citado en Kitchen, Rommel's Desert War, p. 316.
3. BA-MARH/i9/VIII/34a.
4. Para este viaje de Hider a Munich, véase Kershaw,
Hitler, 1936— 2945: Nemesis, p. 5 39.
5. TBJG, parte II, vol. vi, p. 259.
6. Para la campaña de Madagascar, véase Smith,
England's Last War against France, pp. 281-355.
7. Édouard Herriot, Épisodes 1.040-1944, París,
1950, p. 75.
8. Citado en Jean Lacouture, De Gaulle: The Rebel,
1890-1944, Nueva York, 1990, p. 397 (hay trad. cast.: De
Gaulle, Salvat, Barcelona, 1988).
9. Citado en Rick Atkinson, An Army at Dawn: The
War in North Africa, 1942-1943 , Nueva York, 2003, p.
123 (hay trad. cast.: Un ejército al amanecer: la guerra
en el norte de Africa, Crítica, Barcelona, 2004).
10. Diario de Guy Liddell, 6 de enero de 1943, TNA
KV 4/191.
11. Citado en Rick Atkinson, An Army at Dawn, p.
160.

26. EL SUR DE RUSIA Y TÚNEZ (noviembre de 1942-


febrero de 1943)

1. BA-MA RH 20-6/241.
2. GBP.
3. BA-MA N6oi/V.4,p. 3.
4. Manfred Kehrig, Stalingrad: Analyse und
Dokumentation einer Schlacht, Stuttgart, 1974, p.562.
5. Para un estudio de la cantidad de tropas rodeadas y
sus distintas fuentes, véanse Antony Beevor, Stalingrad,
Londres, 1998, pp. 439-440 (hay trad. cast.: Stalingrado,
Crítica, Barcelona, 2004); Rüdiger Overmans, «Das andere
Gesicht des Krieges. Leben und Sterben der 6. Armee», en
Jürgen Förster (ed.), Stalingrad: Ereignis, Wirkung,
Symbol, Munich, 1992, p. 442; BA-MA RH20-6/239, p.
226; y Peter Hild, «Partnergruppe zur Aufklarung von
Vermisstenschicksalen deutscher und russischer Soldaten
des 2. Weltkrieges», en A. E. Epifanov (ed.), Die Tragodie
der deutschen Kriegsgefangenen in Stalingrad,
Osnabrück, 1996, p. 29.
6. 12.12.42, TsA FSB 40/22/11, pp. 77-80.
7. Interrogatorio de la sección del NKVD del Frente
del Don, 12.12.42, Sold. Karl Wilniker, 376ª División de
Infantería, TsA FSB 14/5/173, p. 223.
8. Sold.K.P., 14.12.42, BfZ-SS.
9. Capellán de división Dr. Hans Mühle, 305.
Infanterie División, 18.1.1943, BA-MA N241/42.
10.H. Paschke, 25.1.43, GBP.
11. Hugo Miller, 25.1.43, GBP.
12. Citado en Atkinson, An Army at Dawn, p. 197.
13. La sección acerca de la participación de la SOE en
el asesinato de Darían y las reacciones del OSS se basa en
las conversaciones mantenidas con el difunto Sir Douglas
Dodds-Parker, sir Brookes Richards, Evangeline Bruce y
Lloyd Cutler.
14.Conversación con Susan-Mary Alsop.
15. BA-MA N395/12.
16.Capellán de división Dr. Hans Mühle, 305.
Infanterie División, 18.1.1943, BA-MA N2.41/42.
17. BA-MA RH20-6/236.
18.TsA FSB 40/28/38, pp. 69-72.
19.TsA FSB 40/28/38, pp. 52-53.
20.Capellán de división Dr. Hans Mühle, 305.
Infanterie División, 18.1.1943, BA-MA N241/42.
21. TsAFSB 14/4/1330,p. 17.
22.Abakumov a Vishinsky acerca de las atrocidades
infligidas por los soldados alemanes a los prisioneros de
guerra soviéticos, 2.9.43, TsA FSB 14/5/1, pp. 228-235.
23.Yevgeny Fyodorovich Okishev en Drabkin (ed.),
Svyashchennaya voina, p. 222.
24. BA-MA RH19VI/12, p. 324.
25.BA-MA RW4/V.264.
26.Relato personal de Zakhary Rayzman. Deseo
expresar mi agradecimiento a su nieto, Val Rayzman, por
confiármelo.
27.BA-MA RL 5/793.
28.GS WW, vol. IX/I,p. 589.
29.Deutsche Wochenschau, febrero de 1943.
30.Ibidem.
31. Ursula von Kardorff, Berliner Aufzeichnungen,
1942 bis 194S, Munich, 1997, pp. 67-68.

27. CASABLANCA, KHARKHOV Y TÚNEZ (diciembre


de 1942-mayo de 1943)

1. Keith Douglas, Alamein to Zem-Zem, Londres,


1992, p. 73.
2. Ibidem, p. 80.
3. Citado en Atkinson, An Army at Dawn, p. 289.
4. Diario, 16 de enero de 1943, citado en Martin
Blumenson (ed.), The Patton Papers, vol. II: 1940-1345,
Boston, 1974, p. 155.
5. Alanbrooke, War Diaries, p. 361.
6. Diario, 12 de abril de 1943, citado en Martin
Blumenson (ed.), The Patton Papers, vol. II: 1940-1945,
p. 218.
7. Macmillan a Richard Crossman en Nigel Fisher,
Harold Macmillan, Nueva York, 1967,pp. 100-101.
8. Eisenhower a Paul Hodgson, 4 de diciembre de
1942, EP 687, citado en Crosswell, Beetle— TheLife of
General Walter Bedell Smith , Lexington, KY, 2010, p.
360.
9. Irina Dunaevskaya, 15-16 de enero de 1943, en
Zvezda, n° 5, 2010, p. 64.
10.Dmitri Kabanov, Pamyatpisem ilichelovek iz
tridzatchetverki, Moscú, 2006, p. 36.
11. VCD, 22 de febrero de 1943.
12. Para la División Azul, véanse Stanley Payne,
Franco and Hitler, New Haven, 2008, pp. 146-154; X.
Moreno Julia, La División Azul: Sangre española en
Rusia, 1941-1945, Barcelona, 2004; y Jorge M. Reverte,
La División Azul: Rusia 1941-1944, Barcelona, 2011.
13. Nikolai Ayrkhayev, FarEastem Affairs, n° 4,
1990, p. 124.
14.Ivan Ivanovich Korolkov, 10 de febrero de 1943,
en Pisma s ognennogo ruberha (1941-1945), San
Petersburgo, 1992, pp. 30-34.
15. Guy Sajer, The Forgotten Soldier, Londres, 1993,
p. 149 (hay trad. cast.: El soldado olvidado, Inédita,
Barcelona, 2006).
16.Véase Glantz y House, When Titans Clashed, p.
151.
17. Véase Reina Pennington, «Women and the Batde
of Stalingrad», en L jubica Erickson y Mark Erickson
(eds.), Russia: War, Peace and Diplomacy , Londres,
2005.
18.Ehrenburg, Men, Years—Life, vol. v, pp. 81-82.
19.Yevgeny Fyodorovich Okishev, citado en Drabkin
(ed.), Svyashchennaya voina, p. 172.
20.Papeles de Grossman, RGALI 1710/3/50.
21. Gefr. Karl B., 28.12.42, 334.Inf.Div., BfZ-SS 48
037A.
22.Gefr. Siegfried K., 15.PZ.DÍV., 16.2.43, BfZ-SS
09 348.
23.Citado en John Ellis, The Sharp End: The
Fighting Man in World War II, Londres, 1993, p. 265.
24.Véase Atkinson, An Army at Dawn, p. 3 89.
25.Véase Blumenson (ed.), The Patton Papers, vol. II,
p. 163.
26.Citado en Atkinson, An Army at Dawn, p. 402.
27.John Kenneally, The Honourandthe Shame,
Londres, 1991, pp. 83-85.

28. EUROPA TRAS LAS ALAMBRADAS (1942-1943)

1. Mark Mazower, Hitler's Empire: Nazi Rule in


Occupied Europe, Londres, 2008, p. 459 (hay trad. cast.:
El imperio de Hitler, Crítica, Barcelona, 2008).
2. Ibidem, p. 152.
3. GSWW,vol.II,p. 322.
4. Citado en Terry Charman, «Hugh Dalton, Poland
and SOE, 1940-42», en Mark Seaman (ed.), Special
Operations Executive: A New Instrument of War ,
Londres, 2006, p. 62.
5. Citado en J. G. Beevor, SOE: Recollections
andReflections, 1940-1945, Londres, 1981,p. 64.
6. Teniente Peter G., 714.Inf.Div., 24.6.41, BfZ-SS 41
768 B.
7. Browning, The Origins of the Final Solution, p. 3
39.
8. Ibidem, p. 423.
9. GSWW,vol.II,p. 323.
10. Collingham, The Taste of War,p. 172.
11. Conversación con sir Brookes Richards, 1993.
12. Diario de Guy Liddell, 14.1.43, TNA KV 4/191.
13. Conversación con el general Pierre de Bénouville,
enero de 1993.
14. Thomas Polak, Stalin 's Falcons: The Aces of the
Red Star, Londres, 1999, p. 3 5 5.
15. Mazower, Hitler's Empire, pp. 476-477.
16. La mejor explicación se encuentra en M. R. D.
Foot, SOEin theLow Countries, Londres, 2001.
17. Collingham, The Taste of War, p. 175.
18. Jens-Anton Poulsson, The Heavy Water Raid ,
Oslo, 2009.

29. LA BATALLA DEL ATLÁNTICO Y LOS


BOMBARDEOS ESTRATÉGICOS (1942-1943)

1. Alanbrooke, War Diaries, p. 285.


2. John Colville, The Fringes of Power, p. 145.
3. Véase SOAG, vol. iv, pp. 205-213.
4. PP, carpeta 2C, citado en Tami Davis Biddle,
Rhetoric and Reality in Air Warfare: The Evolution of
British and American Ideas about Strategic Bombing,
1914— 1945, Princeton, 2002, p. 2.
5. Ibidem, p. 69.
6. Trenchard citado ibidem, p. 71.
7. Memorándum del Almirantazgo de abril de 1932,
citado en Uri Bialer, The Shadow of the Bomber, Londres,
1980, p. 24.
8. P. B. Joubert de la Ferté, «The Aim of the Royal Air
Force», mayo de 1933, TNA AIR 2/675.
9. TNA AIR 14/249.
10.Citadoen Biddle, Rhetoric and Reality in Air
Warfare, p. 188.
11. Para la vida de los pilotos de los bombarderos,
véanse Patrick Bishop, Bomber Boys, Londres, 2008, y
Daniel Swift, Bomber County, Londres, 2010, p. 56.
12.Citado en Swift, Bomber County, p. 56.
13. Ibidem, p. 70.
14. Bishop, Bomber Boys, p. 48.
15. Below, Als Hitlers Adjutant, p. 308.
16.Donald L. Miller, The Eighth Air Force: The
American Bomber Crews in Britain, Nueva York, 2006,
pp.58-59.
17. Citado en Swift, Bomber County, p. 9 5.
18.Citado en Bishop, Bomber Boys,y. 103.
19.Miller, Eighth Air Force, pp. 89-136.
20.Ibidem, p. 109.
21. Directiva de Casablanca, citada en Biddle,
Rhetoric and Reality in Air Warfare, p. 215.
22.Para las versiones alemanas de estos sucesos,
véanse Jörg Echternkamp (ed.), Die Deutsche
Kriegsgesellschaft, 1939 bis 194S, Munich, 2004; Rosa
María Ellscheid, Erinnerungen von 1896-1983, Colonia,
1988; Jörg Friedrich, Der Brand. Deutschland im
Bombenkrieg, 1940-1945, Munich, 2002; Olaf Groehler,
Bombenkrieg gegen Deutschland, Berlín, 1990; Hans-
Willi Hermans, Kbln im Bombenkrieg, 1942-1945,
Wartberg, 2004; Heinz Pettenberg, Starke Verbande im
Anflug aut Kbln, Eine Kriegschronik in Tagebuchnotizen
1939-1945, Colonia, 1981; Martin Rüther, Kbln im
Zweiten Weltkrieg. Alltag und Erfahrungen zwischen
1939 und 1945, Colonia, 2005; Martin Rüther, ji.Mai
1942. Der Tausend-Bomber-Angriff , Colonia, 199 2; D r
P. Simón, Kbln im Luftkrieg. Ein Tatsachenbericht über
Fliegeralarme und Flieger-angriffe, Colonia, 1954; y
Anja vom Stein, Uruer Kbln, Erinnerungen 1910-1960.
Erzahlte Geschichte, Colonia, 1999.
23.Hermans, Kbln im Bombenkrieg, p. 30.
24.Pettenberg, Starke Verbande im Anflug nach
Kbln, pp. 162-168.
25.Lina S. en Rüther, Kbln im Zweiten Weltkrieg , p.
167.
26.Ibidem, p. 243.
27.Heinz Boberach (ed.), Meldungen aus dem Reich,
Die geheimen Lageberichte des Sicherheitsdienstes der
SS, 1938-1945, Herrsching, 1984.
28.Para todo lo concerniente a la tormenta ígnea de
Hamburgo, véanse Friedrich, Der Brand, pp. 112-118,
191-196; Bishop, Bomber Boys, pp. 125-129; Miller,
Eighth Air Forcé, pp. 180-184; y Keith Lowe, The
Devastation of Hamburg, 1943, Londres, 2007.
29.Citado en Miller, Eighth Air Force, p. 198.
30.Ibidem, p. 199.
31. TBJG, Segunda Parte, vol. x, 27.11.43, p. 136.
32.Ursula Kardorff,BerlinerAufzeichnungen, p. 153.
33.Friedrich, Der Brand, pp. 119-121,483-487;
Bishop, Bomber Boys, pp. 206-214,293-294; Moorhouse,
Berlín at War, 318-335.
34.Harris a sir Arthur Street, subsecretario de estado
del ministerio del aire, 25.10.43, TNA AIR 14/843, citado
en Biddle, Rhetoric and Reality in Air Warfare, p. 22.
35.Biddle, Rhetoric and Reality in Air Warfare , p.
229.
36.Swift, Bomber County, p. 143.
37.Citado en Friedrich, Der Brand, p. 101.

30. EL PACÍFICO, CHINA Y BIRMANIA (marzo-


diciembre de 1943)

1. Citado en Rafael Steinberg, Island Fighting, Nueva


York, 1978, p. 194 (hay trad. cast.: La lucha en las islas,
Folio, Barcelona, 2008).
2. Citado en Leckie, Helmetfor my Pillow, p. 214.
3. Véase Kawano Hitoshi, «Japanese Combat Morale»,
en Peattie, Drea y van de Ven, The Battle for China, p.
328.
4. Para los rusos blancos en Shanghai, véase Bernard
Wassenstein, Secret War in Shanghai, p. 239.
5. Ibidem Alanbrooke, War Diaries, p. 479.
6. Ibidem, p. 394.

31. LA BATALLA DE KURSK (abril-agosto de 1943)

1. Para el mejor estudio de la operación de Kursk,


véase David M. Glantz y Jonathan M.House, The Battle of
Kursk, Lawrence, Kan., 1999; y véase también Bellamy,
Aboslute War.
2. Citado en Bellamy, Aboslute War, p. 577.
3. General Heinz Guderian, Panzer Leader, Nueva
York, 1952, p. 247.
4. Mikhail Petrovich Chebykin,
http://www.iremember.ru/pekhotintsi/chebikin-mikhail-
petrovich.
5. Patrick Agte, Michael Wittmann and the Waffen
SS Tiger Commanders of the Leibstandarte in World War
II, Mechanicsburg, Pa, 2006, vol. I, p. 60.
6. Christopher Andrew y Vasily Mitrokhin, The
Mitrokhin Archive: The KGB in Europe and the West ,
Londres, 2000, pp. 13 5,156,159.
7. Conversación con Víctor Cazalet.
8. Fhj.Uffz. Werner K., 2.Bttr./le Flak-Abt.74, BfZ-SS
L 20 909.
9. Uffz. Herbert Peter S., 19.Pz.Div., 7.7.43, BfZ-SS
13 925.
10. Sold. Karl K., 36.Inf.Div., 7.7.43, BfZ-SS 08
818C.
11. Agte, Michael Wittmann, p. 100.
12. H'Fw. Willy P., 167. Inf.Div., BfZ-SS 19 279 D.
13. RGALI 1710/3/51.
14. Uffz. Ludwig D., Stabs-Bttr./Art.Rgt.
103,4.PZ.DÍV., 12.7.43, BfZ-SS 44 705.
15. Reshat Zevadinovich Sadredinov, 4ª batería del
1362º Regimiento de Artillería Antiaérea, 25ª División
Antiaérea, en Drabkin (ed.), Svyashchennaya voina, p.
137.
16. RGALI 1710/3/51.
17. RGALI 1710/3/51.
18. RGALI 1710/3/51.
19. Glantz y House, The Battle of Kursk, p. 121.
20.Pavel Rotmistrov, «Tanks against tanks», en John
Erickson (ed.), Main Front: Soviet Leaders Look Back on
World War II, Londres, 1987, pp. 106-109.
21.Teniente Paul D., III.Gru./St.G.2, «Immelmann»,
18.7.43, BfZ-SS L 16641.
22.Amza Amzaevich Mamutov,
http://www.iremember.ru/pekhotintsi/mamutov-amza-
amzaevich/stranitsa-3 .html
23.San. Sold. Helmut P., 198.Inf.Div., 10.7.43, BfZ-
SS 29 740.
24.Teniente Paul D., III.Gru./St.G.2, «Immelmann»,
10.7.43, BfZ-SS L 16 641.
25.O'Gefr. Roben B., 6.Pz.Div., 10.7.43, BfZ-SS 24
924.
26.Citado en Frank Kurowski, Panzer Aces,
Winnipeg, 1992, p. 279.
27.Rudolf Lehmann, The Leibstandarte, vol. III,
Winnipeg, 1993, p. 234, citado en Glanzt y House, The
Battle of Kursk, p. 185.
28.Anatoly Volkov, citado en Lloyd Clark, «The Battle
of Kursk 1943», en The Wishstream, 2010, p. 140.
29.Amza Amzaevich Mamutov,
http://www.iremember.ru/pekhotintsi/mamutov-amza-
amzaevich/stranitsa-3.html
30.Ibidem.
31. Teniente Paul D., III.Gru./St.G.2 «Immelmann»,
18.7.43, BfZ-SS L 16641.
32.Glantz y House, The Battle of Kursk, pp. 246-247.
33. RGALI 1710/3/50.
34.RGALI 1710/3/50.
35.BA-MA RH 13/50, citado en GSWW, vol. ix/I, p.
597.
36.Ibidem, p. 598.
32. DE SICILIA A ITALIA (mayo-septiembre de 1943)

1. Alanbrooke, War Diaries , 15 de abril de 1943, p.


393.
2. Citado en Max Hastings, Finest Years, p. 375.
3. Blumenson (ed.), The Patton Papers, vol. II, 28 de
abril de 1943, p. 234.
4.Ibidem, p. 237.
5. Alanbrooke, War Diaries, p. 414.
6.Jack Belden, Still Time to Die, Nueva York, 1943, p.
269.
7. Citado en Rick Atkinson, The Day of Battle: The
War in Sicily and Italy, 1943-1944 , Nueva York, 2007, p.
40 (hay trad. cast.: El día de la batalla: la guerra en
Sicilia y en Italia, 1943-1944, Crítica, Barcelona, 2008).
8.Blumenson (ed.), The Patton Papers, vol. II, p. 280.
9.Joe Kelley, SWWEC.
10.Blumenson (ed.), The Patton Papers, vol. II, p.
291.
11. Jim Williams, SWWEC.
12. Citado en Denis Mack Smith, Mussolini, Londres,
1981, p. 327 (hay trad. cast.: Mussolini, FCE, Madrid,
2001).
13. Para las visitas de Patton a los hospitales de
evacuación, véase Rick Atkinson, The Day of Battle, pp.
147-148.
14.Blumenson (ed.), The Patton Papers, vol. II, pp.
313-314.
15. TBJG, parte II, vol. IX, p. 460.
16.Reg Crang, SWWEC, Everyone 's War , n° 20,
invierno de 2009.
17. GBP, diciembre de 1943.
18.Ibidem.
19.Citado en Below, Ais Hitlers Adjutant, p. 347.
20.Michael Howard, Captain Professor: A Life in
War and Peace, Londres, 2006, p.73.
21. Nachlass Jodl, 7 de noviembre de 1943, BA-MA,
N 69/17.

33. UCRANIA Y LA CONFERENCIA DE TEHERÁN


(septiembre-diciembre de 1943)

1. RGALI 619/1/953.
2. Reshat Zevadinovich Sadredinov, en Drabkin (ed.),
Svyashchennaya voina, p. 196.
3. Mikhail Petrovich Chebykin,
http://www.iremember.ru/pekhotintsi/chebikin-mikhail-
petrovich.
4. GBP.
5. RGALI 1710/1/100.
6. RGALI 1710/1/101.
7. Moskovskaya Konferentsiya Ministrov
Inostrannykh Del SSSR, SShA i Velikobritanii, Moscú,
1984, citado en Roberts, Stalin's Wars, p. 177.
8. GBP.
9. Alanbrooke, War Diaries, 23.11.43, p. 477.
10. Berezhkov, At Stalin 's Side, p. 239.
11. Berezhkov, History in the Making, p. 259.
12. Citado en Roberts, Stalin 's Wars, p. 181.
13. Beria, Beria, my Father, p. 92.
14. Ibidem, p. 93.
15. Ibidem, p. 94.
16. Ibidem, p. 9 5.
17. Charles Moran, Winston Churchill: The Struggle
for Survival, 1940-1945, Londres, 1966, 28 y 29 de
noviembre de 1943.
18. Dwight D. Eisenhower, Crusade in Europe,
Londres, 1948, p. 227 (hay trad. cast.: Cruzada en Europai
Inédita, Barcelona, 2007).
19. Alanbrooke, War Diaries, 7.12.43, p. 492.
20.27.1.44, GSWW, vol. IX/I, p. 614.
21. Werth, Leningrad, p. 81.

34. LA SHOAH POR MEDIO DEL GAS (1942-1944)

1. SS Brigadeführer Dr. Werner Best, citado en


Padfield, Himmler, p. 361.
2. Browning, The Origins of the Final Solution, p.
415.
3. Rudolf Höss, Commandant of Auschwitz, Londres,
2000, p. 121.
4. Ibidem, p. 124.
5. Hermann Müller, citado en Diarmuid Jeffreys,
Hell's Cartel: IG Farben and the Making of Hitler's War
Machine, Nueva York, 2008, p. 322.
6. Informe de Shikin, subjefe del Departamento
Político Principal del Ejército Rojo, 9 de febrero de 1945,
RGASPI 17/125/323, pp. 1-4.
7. 24 de abril de 1943, IMT 1919 PS.
8. Citado en Diarmuid Jeffreys, Hell's Cartel, p. 327.
9. Ibidem, p. 328
10.Prólogo de Primo Levi a Hóss, Commandant of
Auschwitz, p. 19.
11. Höss, Commandant of Auschwitz, p. 13 5.
12.Ibidem, p. 149.
13. Ibidem, p. 152.
14.RGALI 1710/1/123.
15.Ibidem.
16.Ibidem.
17.Citado en Kershaw, Hitler, 1936-1945: Nemesis ,
p. 605.
18.BA-B NS 19/4014, citado en GSWW, vol. IX/I, pp.
628-629.
35. ITALIA: EL VIENTRE DURO (octubre de 1943-
marzo de 1944)

1. Nigel Hamilton, Monty: Master of the Battlefield,


1942-1944, Londres, 1985,p.405.
2. Citado en Atkinson, The Day of Battle, p. 237.
3. Nigel Hamilton, Monty: Master ofthe Battlefield,
1942-1944,0. 409.
4. Nigel Nicolson, Alex: The Life of FieldMarshal
Earl Alexander of Tunis, Londres, 1973, p. 163.
5. Citado en Harry C. Butcher, Three Years with
Eisenhower, Londres, 1946, 23 de noviembre de 1943, p.
384.
6. Alanbrooke, War Diaries , 7 de octubre de 1943, p.
458.
7. Ibidem, p. 459.
8. Clarke, The Eleventh at War, p. 319.
9. Véase Atkinson, The Day of Battle, p. 260.
10.Ibidem.
11. GBP, noviembre de 1943.
12. Hamilton, Monty:Master of the Battlefteld, p.
439.
13. GBP.
14.Kenneally, The Honour and the Shame, p. 142.
15. Alanbrooke, War Diaries , 6 de enero de 1944, p.
510.
16.Kenneally, The Honour and the Shame, p. 152.
17. Citado en Atkinson, The Day of Battle, p. 3 5 5.
18.Véase Richard Evans, The Third Reich at War, pp.
477-478.
19.Kenneally, The Honour and the Shame, p. 158.
20.Ibidem, p. 165.
21. Atkinson, The Day of Battle, p. 426.
22.Alanbrooke, War Diaries , 29 de febrero de 1944,
p. 527.
23.Véase Atkinson, The Day of Battle, pp. 488-489.
24.TBJG, parte II, vol. VII, 8 de febrero de 1943, p.
296.

36. LA OFENSIVA SOVIÉTICA DE PRIMAVERA


(enero-abril de 1944)

1. Erich von Manstein,Lost Victories, Londres,


1982,pp. 500-505.
2. GSWW,vol.IX/I, p.671
3. Ibidem, p. 805.
4. Glant y House, When Titans Clashed, pp. 179-181.
5. Beria, Beria, my Father, p. 130.
6. Véase John Erickson, The Road to Berlín, Londres,
1983, pp. 177-179.
7. GBP, diciembre de 1943.
8. Operación Leningrado-Novgorod. Bellamy,
Absolute War, pp. 404-408.
9. Pavel Zolotov, Zapiski minomyotchika, 1942-
1945, Moscú, 2009, p. 107.
10.Ibidem, pp. 112,119.
11. Werth,Leningrad,p. 188.
12. VCD, 8.2.44.
13. GSWW, vol. IX/I, pp. 689-690.
14.TsKhIDK 45ip/3/7.

37. EL PACÍFICO, CHINA Y BIRMANIA (1944)

1. Eichelberg, citado en Ellis, The Sharp End, p. 19.


2. Hará Takeshi, «The Ichigo Offensive», en Peattie,
Drea y van de Ven, The Battle for China, pp. 393-394.
3. Ibidem,p. 397.
4. Para el asunto relacionado con Chiang Kai-shek y
su advertencia sobre una posible ofensiva japonesa, véase
van de Ven, War and Nationalism in China, p. 46.
5. Citado en Theodore H. White, In Search of
History, Nueva York, 1978, p. 142.
6. Véase Spector, Eagle against the Sun, p. 3 50.
7. General de brigada Bernard Fergusson, IMW 2586,
citado en Julián Thompson, Forgotten Voices of Burma,
Londres, 2009, p. 158.
8. Ibidem.
9. Ibidem.
10. Teniente Richard Rhodes-James, 111th Brigade,
IWM 19593.
11. Comandante Desmond Whyte, RAMC, 111th
Brigade, IWM 12570.
12. Ibidem.
13. Citado en Louis Allen, Burma: The Longest War ,
Londres, 1984, pp. 320-321.
14. Comandante John Winstanley, B Company, 4th
Battalion, Queen's Own Royal West Kent Regiment, IWM
179 5 5.
15. Comandante Harry Smith, Headquarters Company,
4th West Kents, IWM 19090.
16. Para la 56ª División japonesa en el río Salween,
véase Asano Toyomi, «Japanese Operations in Yunnan and
North Burma», en Peattie, Drea y van de Ven, The Battle
for China pp. 365-366, 369-371.
17. Spector, Eagle against the Sun, p. 359.
18. Teniente K. Cooper, citado en Ellis, The Sharp
End, p. 84.
19. Citado en Fowler, We Gave our Today, p. 147.
20.Para la fatiga de combate en el Ejército Imperial de
Japón, véase Kawano, «Japanese Combat Morale», en
Peattie, Drea y van de Ven, The Battle for China, p. 349.
11. Véase Hagiwara Mitsuru, «Japanese Air
Campaigns in China», en Peattie, Drea y van de Ven, The
Battle for China, pp. 250-251.
22.Véase Dreyer, China at War, pp. 284-285.
23. White y Jacoby, Thunder out of China, p. 183.
24.Samuel Eliot Morison, History of the United
States Naval Operations in World War II , vol. VIII: New
Guinea and the Marianas, Annapolis, Md, 2011, p. 302.

38. PRIMAVERA DE ESPERANZAS (mayo-junio de


1944)

1. Butcher, Three Years with Eisenhower,


18.1.44,p.403.
2. Bedell Smith a Eisenhower, 5.1.44, COSSAC File,
W. Bedell Smith Papers, citado en Crosswell, Beetle, p.
557.
3. Citado en Lacouture, De Gaulle: The Rebel, p. 508.
4. Citado en Atkinson, The Day of Battle, p. 516.
5. Ibidem, p. 528.
6. Alanbrooke, War Diaries, p. 561.
7. Mariscal Alexander, conde de Túnez, The
Alexander Memoirs, 1940-1945, Londres, 1962, p. 127.
8. Vernon A. Walters, SilentMissions, Nueva York,
1978, p. 97 (hay trad. cast.: Misiones discretas, Planeta,
Barcelona, 1981), citado en Atkinson, The Day of Battle,
p. 575.
9. General der Infanterie Blumentritt, informe del
6.8.45, NA II407/427/24231.
10.Conversación con Clive Duncan, a quien estoy
infinitamente agradecido por este detalle, que me
suministró en una carta de 7.9.11.
11. Bill Goff, HMS Scylla, SWWEC, Everyone 's
War, n° 20, invierno de 2009.
12. Harley A. Reynolds, «The First Wave», American
Valor Quarterly, primavera/verano de 2009, pp. 15-22.
13. FMSB-403.
14. Reynolds, «The First Wave», American Valor
Quarterly, primavera/verano de 2009, pp. 15-22.
15. Hamilton, Monty: Master of the Battlefield, p.
621.

39. BAGRATION Y NORMANDÍA (junio-agosto de


1944)

1. Teniente Rudolf F., 6.Inf.Div., 23.6.44, BfZ-SS 27


662 A.
2. Uffz. Julfried K., Pz.Aufkl.Abt. 125,
25.Pz.Gren.Div., 24.6.44, BfZ-SS 45 402.
3. Teniente Degan, citado en Paul Adair, Hitler's
Greatest Defeat, Londres, 1994, p. 106.
4.Uffz. Alfons F., 206.Inf.Div., 18.6.44, BfZ-SS
56601 C.
5. Papeles de Grossman, RGALI 1710/3/50.
6.Cartas de Vladimir Tsoglin a su madre, en I. Altman
(ed.), Sokhrani moi pisma, Moscú, 2007, pp. 260-275.
7. O'Gefr. Otto H., Herres-Betr.Kp. 6,13.7.44, BfZ-
SS 24 740.
8.O'Gefr. Otto L., Fl.H.Kdtr.(E) 209/XVII, 10.7.44,
BfZ-SS 5 5 922.
9.Papeles de Grossman, RGALI 1710/3/47.

10. Rees, World War II behind Closed Doors, p. 274.


11. O'Gefr. Otto L., Fl.H.Kdtr.(E) 209/XVII, 10.7.44,
BfZ-SS L 5 5 922.
12. BA-MA H 34/1.
13. Gefr. Heinrich R., Bau-Pi.Btl.735, 26-7-44, BfZ-
SS 03 707 D.
14. O'Gefr. Karl B., Rgts.Gru.332, 28.7.44, BA-MA H
34/1.
15. Erika S., Ragnit, 28.7.44, BA-MA H 34/1.
16. P. I. Troyanovsky, Na vosmifrontakh, Moscú,
1982, p. 183.
17. RGALI 1710/1/123.
18. Deseo expresar mi agradecimiento al señor S. W.
Kuhlmann por enviarme una fotocopia de la agenda de
campaña de su padre con esta orden, 5.2.11.
19. G. Steer, 1/4U1 KOYLI, SWWEC 2002.1644.
20.27.6.44, TNA KV 9826.
21. C. J. C. Molony, TheMediterranean andMiddle
East, Londres, 1984, vol. vi, p. 511, citado en Atkinson,
The Day of Battle, p. 300.
22.Miles Hildyard, diario inédito, 22.6.44 (colección
particular).
23.Citado en Martin Blumenson, The Duel for France
1944, Nueva York, 2000, p. 23.
24.Peter Lieb, Konventioneller Krieg oder
Weltanschauungskrieg? Kriegführung und Par-
tisanenbekámpfung in Frankreich 1943/44, Munich,
2007, p. 176.
25.Albert J. Glass, «Lessons Learned», en Albert J.
Glass (ed.), Neuropsychiatry in World War II, Washington
DC, Office ofthe Surgeon General, 1973, vol. II, 1015-
1023.
26.Montgomery citado en GBP.
27.14.7.44, PDDE, p. 2004.

40. BERLÍN, VARSOVIA Y PARÍS (julio-octubre de


1944)

1. GSWW, vol. 9/I,p. 855.


2. Smith,Mussolini,p. 358.
3. GSWW, vol. 9/I,p. 829.
4. GSWW, vol. 9/I, p. 912.
5. Gefr. Heinrich R., Bau-Pi.Btl.735,5-7-44, Bfz-SS
03 707 D.
6. Dr. K, Feldlaz.8, 8.Jag.Div., BA-MA RH 13 v.53.
7. Uffz. Werner F., 12.Pz.Div., 28.7.44, BfZ-SS 23
151E.
8. E. H., 26.7.44, BA-MA H 34/1.
9. O'Gefr. M., Division.Vers.Rgt. 195, 27.7.44, BA-
MA H 34/1.
10. Citado en Roberts, Masters and Commanders, p.
504.
11. Keitel y Jodl, FMS A-915.
12. Gefr. Karl B., schw.Art.Abt.460, 20.7.44, BfZ-SS
25 345 D .
13. Teniente Hans R., ie.Flak-Abt.783(v.), 30.7.44,
BfZ-SS L49 812.
14. O'Gefr. Fried-Hasso B., 11.Inf.Div., 30.7.44, BfZ-
SS 34 427.
15. Véase Krivosheev, Soviet Casualties and Combat
Losses, pp. 144-146.
16. Rüdiger Overraans, Deutsche militárische
Verluste im Zweiten Weltkriege , Munich, 1999, pp. 238 y
279, citado en GSWW, vol. 9/1, pp. 66 y 805.
17. Cartas de Efraim Genkin a su familia, 18 de agosto
de 1944, en Altman (ed.), Sokhrani moipisma, Moscú,
2007, pp 276-282.
18. Para la entrevista de Jan Stanislaw Jankowski con
Jan Nowak-Jeziorañski, véase Wladyslaw Bartoszewski,
Abandoned Heroes of the Warsaw Uprising, Cracovia,
2008, p.17.
19. MPW.
20.Timothy Snyder, Bloodlands, p. 298.
21. 5 de agosto de 1944, Snyder, Bloodlands, p. 302.
22.Dorota Niemczyk (ed.), Brok Eugeniusr Lokajski,
1908-1944, Varsovia, 2007; y en MPW.
23.Citado en Bartoszewski, Abandoned Héroes ofthe
Warsaw Uprising, p. 50.
24.Alexander, The Alexander Memoirs, p. 136.
25.Cita del general de división Kenner, oficial médico
jefe SHAEF, OCMH-FPP.
26.Entrevista con el general De Gaulle, OCMH-FPP.
27.Jan Lissowski, en Dorota Niemczyk (ed.), Brok
Eugeniusz Lokajski, 1908-1944, Varsovia, 2007.
28.Román Loth, en Dorota Niemczyk (ed.), op. cit.
29.Véase Jeffreys, Hell's Cartel, pp. 288-289.
30.Citado en Snyder, Bloodlands, p. 308.

41. LA OFENSIVA ICHIGō Y LEYTE (julio-octubre de


1944)

1. Véase Akira Fujiwara, Uejinishita eireitachi,


Tokio, 2001, pp. 135-138, citado en Collingham, The
Taste of War, pp. 10 y 303.
2. Ogawa Shóji, Kyokugen no Naka no Ningen:
Shino Shima Nyüginia, Tokio, 1983, p. 167.
3. Nogi Harumichi, Kaigun Tokubetsu Keisatsutai:
Anbon Shima Bomber Command Kyü Senpan no Shuki,
Tokio, 1975, p. 207, citado en Tanaka, Hidden Horrors, p.
114.
4. Al Ying Yunping, citado en Max Hastings, Nemesis,
p. 12.
5. Citado en White y Jacoby, Thunder out of China,
p. 187.
6. Citado en Yang Kuisong, «Nationalist and
Communist Gerrilla Warfare», en Peattie, Drea y van de
Ven, The Battle for China, p. 324.
7. Véase Chang y Halliday, Mao, pp. 288-305.
8. Para la entrevista que celebraban en aquellos
momentos Chiang Kai-shek y Hurley, véanse Romanus y
Sunderland, Stilwell's CommandProblems, pp. 379-384;
Tuchman, Stilwell, pp. 493-494; y Spector, Eagle against
the Sun, pp. 368-369.
9. Citado en Barbara W. Tuchman, Stilwell and the
American Experience in China, 1911-1945, Nueva York,
1971, p. 646.
10.Véanse van de Ven, War and Nationalism in
China, p. 3; y White y Jacoby, Thunder out of China,
Nueva York, 1946.
11. Citado en van de Ven, War and Nationalism in
China, p. 60.
12. Para las consecuencias de la Ofensiva Ichigó,
véase Asano Toyomi, «Japanese Operations in Yunnan and
North Burma», en Peattie, Drea y van de Ven, The Battle
for China, p. 361.
13. Fukudome, citado en Spector, Eagle against the
Sun, p. 424.

42. ESPERANZAS DEFRAUDADAS (septiembre-


diciembre de 1944)

1. William I. Hitchcock, Liberation: The Bitter Road


to Freedom: Europe, 1944-1945 , Londres, 2008, pp. 61-
63.
2. Bradley, ASoldier's Story, Nueva York, 1965.
3. Blumenson (ed.), The Patton Papers, vol. II, p.
548.
4. Informe del general de división M. A. P. Graham,
citado en Wilmot, The Struggle for Europe,p. 560.
5. Ornar N. Bradley, A Soldier's Story, Nueva York,
1961, p. 409.
6. Sold. W. W., Flak-Rgt.291, A.O.K.16, BA-MA RH
13 v. 53.
7. Citado en Roberts, Masters and Commanders, p.
523.
8. Citado en Martin Gilbert, The Second World War ,
Londres, 1989, p. 592 (hay trad. cast.: La segunda guerra
mundial, La Esfera de los Libros, Madrid, 2005-2006, 2
vols.).
9. GBP, 2.4.45.
10.TNA PREM 3/434/2, pp. 4-5, citado en Rees,
World WarIIbehind ClosedDoors, p. 309.
11. Berezhkov, At Stalin 's Side, p. 304.
12. Ibidem,pp. 309-310.
13. Citado en Roberts, Masters and Commanders, p.
527.
14.Citado en Dedef Vogel, «Der Deutsche
Kriegsalltag im Spiegel von Feldpostbriefen», en Detlef
Vogel y Wolfram Wette (eds.), Andere Helme — Andere
Menschen? Heimater-fahrung und Frontalltag im
Zweiten Weltkrieg, Essen, 1995, pp. 48-49.
15. GBP, 4.10.44.
16.Ibidem.
17. Ibidem.
18.Ibidem.
19.GBP, 20.10.44.
20.Ibidem.
21. Efraim Genkin en Altman (ed.), Sokhrani
moipisma, pp. 276-282.
22.Mikhail Petrovich Chebikin,
http://www.iremember.ru/pekhotintsi/chebikin-mikhail-
petrovich/.
23.San. O'Gefr. Hans W.,
2.Kriegslaz./Kriegslaz.Abt.529 (R), 30.7.44, BfZ-SS 24
231.
24.http://iremember.ru/pekhotintsi/avrotinskiyefim-
mironovich.html.
25.Efirn Mironovich Avrotinskii,
http://iremember.ru/pekhotintsi/avrotinskiyefim-mi-
ronovich.html.
26.Kershaw,Hitler, 1936-1945:Nemesis ,pp. 734-
737.
27— Krisztián Ungváry, Battle for Budapest: 100
Days in World War II, Londres, 2010, p.
28.Ibidem, pp. 236-252.
29.Ian Kershaw, The End: Hitler 's Germany, 1944-
45, Londres, 2011, p. 149.
30.Ibidem, p. 79.
31. Ibidem, p. 134.
32.Citado en Detlef Vogel, «Der Deutsche
Kriegsalltag im Spiegel von Feldpostbriefen», en Detlef
Vogel y Wolfram Wette (eds.), p. 47.
33. Blumenson (ed.), The Patton Papers, vol. II, p.
571.
34.Russell F. Weigly, Eisenhower'sLieutenants,
Bloomington, Ind., 1990, p. 365.
35.Bradley, A Soldier's Story, p. 438.
36.Citado en Paul Fussell, The Boys' Crusade, Nueva
York, 2003, p. 87.
37.Ellis, The Sharp End, p. 252.
38.Véase Fussell, The Boys' Crusade, p. 83.
39.Bradley, A Soldier's Story, p. 433.
40.Ellis, The Sharp End, p. 169.
41. De Gaulle, Mémoires deguerre, vol. III: Le Salut,
1944-1946,0. 61.
42.HervéAlphand,L'Etonnementd'étre:Journal, 1939-
1973, París, 1977,p. 180.

43. LAS ARDENAS Y ATENAS (noviembre de 1944-


enero de 1945)

1. Bradley, A Soldier's Story, p. 428.


2. Kershaw, The End, p. 145.
3. Chester B. Hansen, diario, 17.12.44, Hansen
Papers, USAMHI.
4. Butcher, Three Years with Eisenhower, p. 613.
5. GBP 17/12/44.
6. Conversación con M. R. D. Foot, 2.12.09.
7. Blumenson (ed.), The Patton Papers, vol. II,
9.12.44, p. 5 89.
8. Ibidem, pp. 5 99-600.
9. Citado en Crosswell, Beetle, p. 816.
10. Citado en Hamilton, Montgomery: Master of the
Battlefield, p. 213.
11. Carta de 21.12.44, Blumenson (ed.), The Patton
Papers, vol. II, p. 603.
12.Harold R. Winton, Corps Commanders of the
Bulge, Lawrence, Kan., 2007, p. 135.
13. Blumenson (ed.), The Patton Papers, vol. II, 2
5.11.44, p. 606.
14. Ellis, The Sharp End, p. 72.
15. Winton, Corps Commanders of the Bulge, pp.
213-215.
16. Alanbrooke, War Diaries, 23-30.12.44,p. 638.
17. DCD, 4.1.45.
18. Mark Mazower, Inside Hitler's Greece, New
Haven, 1993, p. 268; el desarrollo de los acontecimientos
en Grecia que se describen en estas páginas están basados
principalmente en el excelente relato de Mazower.
19. Max Hastings, Finest Years, p. 536.
20.Ibidem, p. 537.
21. Para las penalidades que sufrieron los belgas a
finales de otoño y en el invierno de 1944, véase William I.
Hitchcock, Liberation, The Bitter Road to Freedom,
Europe 1944-1945, Londres, 2009, pp. 64-69.
22.Para la población civil belga durante la ofensiva de
las Ardenas, véase Hitchcock, op. cit., pp. 81 −90.
23.Para la situación de Holanda en esos años, véanse
William I. Hitchcock, op. cit., pp. 98-122; y Collingham,
The Taste of War, pp. 175-179.
24.Citado en Ellis, The Sharp End, p. 363.
25.Max Hastings, Armageddon: The Battle for
Germany, 1944-i94¡, Londres, 2007 (hay trad. cast:
Armagedón, Crítica, Barcelona, 2008), p. 171.

44. DEL VÍSTULA AL ÓDER (enero-febrero de 1945)

1. BA-MA MSg 2/5275 v. 1.6.40.


2. Gyorgy Thuróczy, Kropotovnem tréfál, Debrecen,
1993, p. 103.
3. Citado en Ungváry, Battle for Budapest, Londres,
2010, p. 32. La versión que ofrece Ungváry del asedio de la
ciudad es la mejor y la más fiable.
4. Hans Bayer, Kavalleriedivisionen der Waffen-SS ,
Heidelberg, 1980, p. 437.
5. Dénes Vass, citado en Ungváry, Battle for
Budapest, p. 141.
6. Sándor Márai, «Budai seta», en Budapest,
diciembre de 1945, p. 96, citado ibidem, p.234.
7. Ungváry, Battle for Budapest, p. 281.
8. Beria, Beria, my Father, pp. 111,336.
9. Diario de László Deseó, citado en Ungváry, Battle
for Budapest, p. 234; véase asimismo Rees, World
WarIIbehind ClosedDoors, pp. 322-329.
10.Citado en Ungváry, Battle for Budapest, p. 285.
11. Ibidem, p. 287.
12. Zolotov, Zapiski minomyotchika, pp. 187-188.
13. Alexander, The Alexander Memoirs, pp. 132-133.
14.Guderian, Panzer Leader, p. 420.
15. RGVA 38680/1/3, p. 40.
16.Rabichev, Voina vsyospishet,
vospominaniyaofitsera-svyazista,pp. 193-195.
17. Natalya Gesse en Richard Lourie (ed.), Russia
Speaks: An Oral History from the Re-volution to the
Present, Nueva York, 1991, pp. 254-255.
18.Yuri Polakov citado en Igor Kon, Sex and Russian
Society, Bloomington, Ind., 1993, p. 26.
19.Nikolai Abramovich Vinokur,
http://www.iremember.ru/mediki/vinokur-niholay-
abramovich.
20.Rabichev, Voina vsyo spishet, vospominaniya
ofitsera-svyazista, p. 143.
21. Aleksandr Solzhenitsyn, Prussian Nights, Nueva
York, 1983,p.67.
22.Cartas de Efraim Genkin a su familia, 22.1.45, en
Altman (ed.), Sokhranimoipisma, p. 321.
23.Hilberg, The Destruction of the European Jews,p.
254.
24.Informe de Shikin: 9.2.45, RGASPI 17/125/323,
pp. 1-4.
25.BA-BR55/616, p. 158.
26.Tkachenko, del SMERSh, a Beria, GARF
9401/2/93, p. 324.
27.VCD, 23.1.45.
28.Papeles de Grossman, RGALI 1710/3/51, p. 231.
29.RGASPI 17/125/314,pp. 40-45.
30.VCD, 31.1.45.

45. LAS FILIPINAS, IWO JIMA, OKINAWA Y LAS


INCURSIONES CONTRA TOKIO (noviembre de 1944-
junio de 1945)

1. Para el avance hacia Manila véase Spector, Eagle


against the Sun, pp. 520-523.
2. Citado en Charles F. Romanus y Riley Sunderland,
The United States Army in World War II: The China-
Burma-India Theater, vol. III, Washington DC, 1959, p.
369.
3. Véase Kawano Hitoshi, «Japanese Combat Morale»,
en Peattie, Drea y van de Ven, The Battle for China, p.
328.
4. Para Indochina en 1944 y 1945, véanse Gary R.
Hess, «Franklin Roosevelt and In-dochina», Journal of
American History,vol. 59, n° 2, septiembre de 1972; Ralph
B. Smith, «The Japanese Period in Indochina and the Coup
of 9 March, 1945», Journal of Southeast Asia Studies,
vol. 9, n° 2, septiembre de 1978; y Collingham, The Taste
of War, pp. 240-242.
5. Toshio Hijikata, citado en Max Hastings, Nemesis,
pp. XXIII-XXIV.
6. Citado en David Biddle, Rhetoric and Reality in
Air Wafare, p. 268.
7. Swift, Bomber County, p. 99.
8. Ellis, The Sharp End, p. 82.
9. E. B. Sledge, With The OldBreed, Londres, 2010,
p. 195.
10. Keith Wheeler, The Road to Tokyo , Alexandria,
VA, 1979, p. 187.
11. Ellis, The Sharp End, p. 83.
12. Sledge, With the OídBreed, p. 226.
13. William Manchester, Goodbye Darkness: A
Memoir of the Pacific War, Nueva York, i98o,p. 359.

46. YALTA, DRESDE, KÓNIGSBERG (febrero-abril


de 1945)

1. Beria, Beria, my Father, p. 105.


2. Ibidem, p. 106.
3. Lord Moran, Churchill at War, 1940-45 , Londres,
2002, p. 268, citado en S. M. Plokhy, Yalta: The Price of
Peace, Nueva York, 2010, p. 153.
4. Beria, Beria, my Father, p. 106.
5. William D. Leahy, I Was There, Stratford, NH,
1979, pp. 315-316, citado en Plokhy, Yalta, p. 251.
6. Beria, Beria, my Father, p. 113.
7. Plokhy, Yalta, p. 208.
8. Para Dresde, véanse Frederick Taylor, Dresden,
Londres, 2004; sir Charles Webster y Noble Frankland,
The Strategic Air Offensive against Germany, 1939-
1945,4 vols., Londres, 1961, vol. III; Biddle, Rhetoric and
Reality in Air Wafare , pp. 232-261; Miller, Eighth Air
Forcé, pp. 427-441; Friedrich, Der Brand, pp. 358-363.
9. Biddle, Rhetoric and Reality in Air Warfare , p.
254.
10.SOAG, vol. III, p. 112.
11. Bishop, Bomber Boys, p. 342.
12.SOAG, vol. III, p. 112.
13. Miller, The Eighth Air Force,p. 7.
14.Frederick Taylor en Der Spiegel, 10.2.08.
15.GSWW,vol.IX/I,p. 23.
16.TNA PREM 3 193/2, citado ibidem.
17.Citado en Vogel, «Der Deutsche Kriegsalltag im
Spiegel von Feldpostbriefen», en Vogel y Wette, Andere
Helme — Andere Menschen?, p. 45.
18.Informe de 12.4.45, TsAMO 372/6570/88, pp. 17-
20.
19. RGVA 3 2904/1 /19.
20.Shvernik a Molotov, GARF 9401/2/96, pp.255-
261.
21. Yefim Abelevich Golbraikh en Drabkin (ed.),
Svyashchennaya voina, p. 107.
22.Vladimir Tsoglin a su madre, 14.2.45, en Altman
(ed.), Sokhrani moi pisma, pp. 260.
23.Rabichev, Voina vsyo spishet, vospominaniya
ofitsera-svyazista, p. 166.
24.Vladimir Tsoglin en Altman (ed.), Sokhrani moi
pisma, pp. 260-275.
25.Karl-Heinz Schulze, «Der Verlorene Haufen», BA-
MA MSg2 242.
26.RGALI 1710/3/47, p. 25.

47. Los AMERICANOS EN EL ELBA (febrero-abril de


1945)

1. GBP 2/4/45.
2. Blumeson (ed.), The Patton Papers, vol. II, 22 de
noviembre de 1944, p. 580.
3. Georgii Zhukov, Vospominaniya i razmyshleniya ,
Moscú, 2002, iv, p. 216.
4. Ibidem.
5. Eisenhower, Crusade inEurope, p. 433.
6. TNA PREM 3/356/6.
7. David Clay Large, «Funeral in Berlin: The Cold War
Turns Hot», citado en Roben Cowley (ed.), What If?, Nueva
York, 1999, p. 3 5 5.
8. Para la entrevista de Stalin con Harriman y Clark-
Ken, véase NA II RG334/Entry 309/Box 2.
9. I. S. Konev, Year of Victory, Moscú, 1984, p. 79;
Zhukov, op. cit., iv, p. 226.
10.VOV III, p. 269.
11. Krasnaya Zvezda, 11 de abril de 1945.
12. NA II 740.0011 EW/4-1345.
13. Fritz Hockenjos, BA-MA MSg2 4038, p. 16.
14.GBP 16/4/45.
15. Stephen Spender, European Witness, Londres,
1946, citado en Swift, Bomber County, p. 164.
16.GBP, 16.4.45.
17. Bolling, citado en Cornelius Ryan, The Last
Battle, Nueva York, 199 5, p. 229.
18.Citado en Ryan, The Last Battle,p. 261.
19.NAII 7400011 EW/4-2345.
20.Hugh Trevor-Roper, The Last Days of Hitler,
Londres, 199 5, pp. 89-90 (hay trad. cast.: Los últimos días
de Hitler, Alba, Barcelona, 2000).
21. Informe de 28 de marzo de 1945, citado en Evans,
The Third Reich at War, p. 714.
22.Conversación con el Generalleutnant de la
defensa aérea barón Bernd Freytag von Loringhoven,
4.10.99.
23.Generalinspekteur de la defensa aérea Ulrich de
Maiziére, conversación de 9.10.99.
24.Churchill Papers 20/215, citado en Martin Gilben,
Road to Victory: Winston S. Churchill, 1941-1945,
Londres, 1986, pp. 1288-1289.
25.BA-MA RHi9/XV/9b, p. 34.
26.Helmut Altner, Berlin Dance of Death,
Staplehurst, Kent, 2002, p. 41.
27.Ibidem,p. 17.

48. LA OPERACIÓN BERLÍN (abril-mayo de 1945)

1. TsAMO 233/2374/92, p. 240.


2. Pravda, 14.4.45.
3. TsAMO 233/2374/93^. 454.
4. Serova Beria 19.4.45, GARF 940i/2/95,pp. 31-
35,91.
5. Conversación con el general del aire Wust,
10.10.99.
6. Altner, Berlin Dance of Death, p. 54.
7. Zhukov, Vospominania i Razmyshlenia , vol. III, p.
245.
8. TsAMO TsGV/70500/2, pp. 145-149.
9. NA II RG 334/Entry 309/Box 2.
10. BA-MA MSg2/1096, p. 6.
11. Altner, Berlin Dance of Death, p. 69.
12. TsAMO 233/2374/92, pp. 359-360.
13.Theo F'mdahl, Letzter Akt: Berlin, 1939-1945,
Hamburgo, 1946, p. 146.
14. Moorhouse, Berlin at War, p. 360.
15. Para los suicidios en Alemania al final de la
guerra, véase Christian Goeschel, Suicide in Nazi
Germany, Oxford, 2009.
16. Citado en Gilbert, The Second World War, p. 670.
17. Conversación con el Generalinspekteur del aire
Ulrich de Maiziére, 9.10.99.
18. TsAMO 233/2374/93,p. 414.
19. BA-MA MSgI/97o, p. 22.
20.Fritz Hockenjos, BA-MA MSg2 4038, p. 24.
21. Rabe, The Good German of Nanking, pp. 218-
220.
22.Conversación con Magda Wieland, 11.7.00.
23.Dr. Gerhard Reichling, en Helke Sander y Barbara
]ohr, Befreier und Befreite. Krieg, Vergewaltigungen,
Kinder, Munich, 1992, pp. 54,59.
24.NA II RG 338 R-79,pp. 37-38.
25.Zhukov, Vospominania i Razmyshlenia , vol. IV,
pp. 269-270.
26.Trevor-Roper, The Last Days of Hitler, p. 188.

49. CIUDADES DE LOS MUERTOS (mayo-agosto de


1945)

1. Efraim Genkin en Altman (ed.), Sokhrani moi


pisma, p. 282.
2. Ehrenburg, Men, Years — Life, vol. v, p. 37.
3. Conversación con Lothar Loewe, 9.10.2001
4. Fritz Hockenjos, BA-MA MSg 2 4038, p. 25.
5. GLAVPURKKA, RGASPI 17/125/310.
6. TsAMO 372/6570/78, pp. 30-32.
7. RGVA 38686/1/26, p. 36.
8. GARF9401/1ª/165,pp. 181-183.
9. GBP, 19/4/45.
10.RGALI 1710/3/51.
11. GPB, 19/4/45.
12.Kenneally, The Honour and the Shame, pp. 205-
206.
13. TNA CAB 120/691; véase asimismo Hastings,
Finest Years,pp. 571-577.
14.Alanbrooke, War Diaries, 24.5.45, PP— 693-694.
15.Ibidem, p. 695.
16. Plokhy, Yalta, p. 383.
17. Alanbrooke, War Diaries, 2.7.45, 3-7-45» p.701.
18. Para la seguridad de Stalin en Potsdam, véase
Montefiore, Stalin: The Court of the Red Tsar , pp. 439-
440.
19. Alanbrooke, War Diaries, p. 709.
20.Berezhkov, History in the Making, p. 168.
21. Beria, Beria, my Father, pp. 112-113.
22.Ibidem, p. 118.
23.Citado en Hastings, Finest Years, p. 578.
24.Anécdota contada por el difunto A. H. Brodhurst al
autor.
25.Para las matanzas llevadas a cabo en Eslovenia por
los partidarios de Tito he contado con la ayuda inestimable
de Keith Miles y de Joze Dezman, que me proporcionaron
numerosa documentación sobre este asunto; véanse
asimismo las ponencias presentadas en el simposio de
Teinach, Austria, 30.6.95.
26.Snyder, Bloodlands, p. 320.
27.Czeslaw Milosz, The Captive Mind, Londres,
2001, pp. 26-29.
28.Anne Applebaum, New York Review of Books ,
11.11.10.

50. LAS BOMBAS ATÓMICAS Y EL SOMETIMIENTO


DE JAPÓN (mayo-septiembre de 1945)

1. White y Jacoby, Thunder out of China, p. 267.


2. Para el comercio del opio en las regiones
comunistas y la inflación, véase Chang y Halliday, Mao, pp.
337-341.
3. Enomoto Masayo, citado en Rees, Their Darkest
Hour, p. 74; para los actos de canibalismo cometidos por
las tropas japonesas, véase Tanaka, Hidden Horrors, pp.
111-134.
4. Véase Tanaka, Hidden Horrors, pp. 135-165.
5. Para los experimentos con las tripulaciones de los
bombarderos, véanse NA II RG 153/Entry 143/Boxes
1062-1073 y 1362-1363; y Tanaka, Hidden Horrors, p.
160.
6. Sección de Traductores e Intérpretes Aliados de la
Región del Suroeste del Pacífico, citado en Tanaka,
Hidden Horrors, p. 160.
7. Citado en Hastings, Nemesis, p. 57.
8. Citado en Robert P. Newman, Truman and the
Hiroshima Cult, East Lansing, Mich.,1995,p.43.
9. Spector, Eagle against the Sun, p. 555.
10. Declaraciones de soldados de la 37.ª División,
citadas en Kawano Hitoshi, «Japanese Combat Morale», en
Peattie, Drea y van de Ven, The Battle for China, p. 328.
11. Citado en Tanaka, Hidden Horrors, p. 103.
12. Para los colonos japoneses en Manchuria, véase
Collingham, The Taste of War, p. 62.
13. Citado en Tanaka, Hidden Horrors, p. 102.
14. Yang Kuisong, «Nationalist and Communist
Guerrilla Warfare in North China», en Peattie, Drea y van
de Ven, The Battle for China, p. 32.
15.Smedley, China Fights Back, p. 116
16. Parala carrera por Hong Kong, véase Snow, The
Fall of Hong Kong,pp. 231-262.
17. Wasserstein, Secret Warin Shanghai, p. 266.
18. Tanaka, Hidden Horrors, p. 126.
19. Beria a Stalin, 22.6.45, GARF 9401 /2/97, pp. 8-
10.
20.Snyder, Bloodlands, p. 381.
— oOo —

notes
Notas a pie de página
*
Nombre de unos aviones ligeros de enlace británicos
poco aptos para el combate aéreo (N. de los t.)
*
Con este nombre se conocía a William Joyce,
locutor británico de la emisora de propaganda de guerra
alemana Germany Calling. (N. de los t.)
*
Entidad femenina de la cultura popular gaélica que,
según la tradición, se aparecía a las familias para anunciar
la muerte de uno de sus miembros dando gemidos y
alaridos. (N. de los t.)
*
Traducida en España como «¿Teléfono rojo?
Volamos hacia Moscú». (N. de los t.)
*
Esto es, literalmente la «batalla del Encierro del
Toro», en alusión a su apodo, «Bull» («Toro»), y a dos
célebres batallas de la Guerra Civil Americana, la 1.a y la
2.a batalla de Bull Run. (N. de los t.)
Table of Contents
LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
INTRODUCCIÓN
1 EL ESTALLIDO DE LA GUERRA (junio-agosto de
1939)
2 «LA DESTRUCCIÓN TOTAL DE POLONIA»1
(septiembre-diciembre de 1939)
3 DE LA «EXTRAÑA GUERRA» A LA «BLITZKRIEG»
(septiembre de 1939-marzo de 1940)
4 EL DRAGÓN Y EL SOL NACIENTE (1937-1940)
5 NORUEGA Y DINAMARCA (enero-mayo de 1940)
6 LA OFENSIVA EN EL OESTE (mayo de 1940)
7 LA CAÍDA DE FRANCIA (mayo-junio de 1940)
8 LA OPERACIÓN LEÓN MARINO Y LA BATALLA DE
INGLATERRA (junio-noviembre de 1940)
9 REPERCUSIONES (junio de 1940-febrero de 1941)
10 LA GUERRA DE LOS BALCANES DE HITLER
(marzo-mayo de 1941)
11 ÁFRICA Y EL ATLÁNTICO (febrero-junio de 1941)
12 BARBARROJA (abril-septiembre de 1941)
13 «RASSENKRIEG» (junio-septiembre de 1941)
14 LA «GRAN ALIANZA» (junio-diciembre de 1941)
15 LA BATALLA DE MOSCÚ (septiembre-diciembre de
1941)
16 PEARL HARBOR (septiembre de 1941-abril de 1942)
17 CHINA Y LAS FILIPINAS (noviembre de 1941-abril de
1942)
18 GUERRA EN TODO EL MUNDO (diciembre de 1941-
enero de 1942)
19 LA CONFERENCIA DE WANNSEE Y EL
ARCHIPIÉLAGO SS (julio de 1941-enero de 1943)
20 LA OCUPACIÓN JAPONESA Y LA BATALLA DE
MIDWAY (febrero-junio de 1942)
21 DERROTA EN EL DESIERTO (marzo-septiembre de
1942)
22 OPERACIÓN AZUL: SE RELANZA BARBARROJA
(mayo-agosto de 1942)
23 LA CONTRAOFENSIVA EN EL PACÍFICO (julio de
1942-enero de 1943)
24 STALINGRADO (agosto-septiembre de 1942)
25 EL ALAMEIN Y LA OPERACIÓN TORCH (octubre-
noviembre de 1942)
26 EL SUR DE RUSIA Y TÚNEZ (noviembre de 1942-
febrero de 1943)
27 CASABLANCA, KHARKOV Y TÚNEZ (diciembre de
1942-mayo de 1943)
28 EUROPA TRAS LAS ALAMBRADAS (1942-1943)
29 LA BATALLA DEL ATLÁNTICO Y LOS
BOMBARDEOS ESTRATÉGICOS (1942-1943)
30 EL PACÍFICO, CHINA Y BIRMANIA (marzo-
diciembre de 1943)
31 LA BATALLA DE KURSK (abril-agosto de 1943)
32 DE SICILIA A ITALIA (mayo-septiembre de 1943)
33 UCRANIA Y LA CONFERENCIA DE TEHERÁN
(septiembre-diciembre de 1943)
34 LA SHOAH POR MEDIO DEL GAS (1942-1944)
35 ITALIA: EL VIENTRE DURO (octubre de 1943-marzo
de 1944)
36 LA OFENSIVA SOVIÉTICA DE PRIMAVERA (enero-
abril de 1944)
37 EL PACÍFICO, CHINA Y BIRMANIA (1944)
38 PRIMAVERA DE ESPERANZAS (mayo-junio de 1944)
39 BAGRATION Y NORMANDÍA (junio-agosto de 1944)
40 BERLÍN, VARSOVIA Y PARÍS (julio-octubre de 1944)
41 LA OFENSIVA ICHIGŌ Y LEYTE (julio-octubre de
1944)
42 ESPERANZAS DEFRAUDADAS (septiembre-
diciembre de 1944)
43 LAS ARDENAS Y ATENAS (noviembre de 1944-enero
de 1945)
44 DEL VÍSTULA AL ODER (enero-febrero de 1945)
45 LAS FILIPINAS, IWO JIMA, OKINAWA Y LAS
INCURSIONES CONTRA TOKIO (noviembre de
1944-junio de 1945)
46 YALTA, DRESDE, KÖNIGSBERG (febrero-abril de
1945)
47 LOS AMERICANOS EN EL ELBA (febrero-abril de
1945)
48 LA OPERACIÓN BERLÍN (abril-mayo de 1945)
49 CIUDADES DE LOS MUERTOS (mayo-agosto de
1945)
50 LAS BOMBAS ATÓMICAS Y EL SOMETIMIENTO DE
JAPÓN (mayo-septiembre de 1945)
AGRADECIMIENTOS
NOTAS
Notas a pie de página

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