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Este

libro es a la vez una historia rigurosa y una obra de creación con técnica
autobiográfica. A lo largo de la dramática confesión de Felipe II a su
predicador, en vísperas de su agonía en El Escorial, y mediante un
hilvanado, profundamente humano, de hechos y documentos auténticos, el
Rey Prudente nos revela todos los controvertidos misterios de su vida, de su
familia, de su ideal. El lector tendrá la oportunidad de conocer a un Felipe II
plenamente histórico y humano, y absolutamente diferente de las
interpretaciones rutinarias.

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Ricardo de la Cierva

Yo, Felipe II
Las confesiones del Rey al doctor Francisco Terrones

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Ricardo de la Cierva, 1989

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Para Mercedes XXX

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EL LEGAJO DE FRANCISCO TERRONES

Desde la antevíspera de Santiago, en este año de 1598, su majestad el Rey don


Felipe, que santa gloria haya, no salió de sus aposentos en el monasterio. Después de
su lenta jornada desde Madrid pareció reanimado unas semanas por el aire y el
tempero de la sierra que él había domeñado en estos muros. Hasta que le reventaron a
la vez la hidropesía y la gota, toda la piel se le afloró de llagas purulentas que
dañaban mucho más a su espíritu, por ser él tan exageradamente limpio y aseado de
cuerpo, que su olfato, del que siempre había carecido aunque éste fuera el mayor de
sus secretos que sólo reveló a su adorada esposa Isabel de Francia y a mí, ya casi en
la agonía. Pero aunque los médicos le habían prohibido toda ocupación y despacho,
de que ya se encargaban el Príncipe y sus consejeros, con los del Rey, no se avenía a
dejar en silencio las horas de la tarde que durante toda su vida había dedicado a
gobernar el mundo. Desde el primero de septiembre me llamó a media tarde sin faltar
una sola vez. Retirado el habitual sopor de las mañanas, y tras beber algunos
concentrados que le preparaban los médicos, quiso recordarme, punto por punto, su
vida terrible y altísima, desde las puertas de la muerte. «Algunas veces me habéis
reprochado, maestro Terrones, que sumido en un océano de papeles durante más de
medio siglo, no he seguido el ejemplo de mi padre el César, que jalonó con su pluma
los momentos más importantes de su vida; y que por eso habré de contentarme con
que, al no haber permitido tampoco las crónicas de Corte, sean mis enemigos —
Pérez, Orange— quienes desde su traición expliquen al mundo mi historia».
Me paró con un gesto cuando apunté una excusa. «No, si tenéis razón. Durante
muchos años he pensado que mis hechos, fielmente ordenados en mis papeles
abrumadores, serían irrebatibles. Pero estos días he logrado repasar los cuadernos
más íntimos y reservados que he ido formando con los papeles más importantes, y
compruebo que no basta. En esos papeles están los hechos y las fechas y las firmas;
pero casi siempre les falta la vida, el alma. Están escritos en cada momento dado, y
presuponen una información y una actitud común en quien los escribe y los recibe.
»Por eso he decidido llamaros, Terrones, después de haberos oído tantas veces
desde esta habitación cuando predicáis. Me ayudaré de los papeles para presentaros
los capítulos, secretos y públicos, de mi vida, con la serenidad de quien ha cumplido
con su deber principal, con la nostalgia por los momentos felices y los triunfos en pos
de mi ideal, el recuerdo lacerante de tantos dolores familiares, tantas equivocaciones
con los hombres y conmigo mismo, tanto sufrimiento de los demás que en todo o en
parte a mí se debe. No hace mucho quise resumir ante el Príncipe mi hijo, que no se
mostraba muy dispuesto a comprenderme, las principales lecciones de mi vida. Se las
comuniqué en presencia de quienes sospecho y temo serán sus consejeros principales,
para que al menos aprovechen a ellos. Pero a vos no quiero dar lecciones sino ofrecer
ordenadamente mis recuerdos, para que algún día puedan aprovechar a quienes han
de venir después de nosotros y para que, si lo juzgáis oportuno, se los comuniquéis al

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propio príncipe cuando se le pase la borrachera del poder. No me interrumpáis; en
estas jornadas hablaré como quien habla a la muerte, y a la vida que hay tras ella».
Dichas estas palabras suave y firmemente, me fue explicando la disposición de
los cuadernos en que había reunido sus documentos principales del reinado, y que
había mandado colocar junto a su lecho, en unos anaqueles bajos de los que se habían
retirado, salvo los Evangelios y las Memorias de su padre el César, los cuarenta y
siete libros, casi todos de religión, que formaban su biblioteca de uso diario para
antes del reposo. Había ordenado los cuadernos según el hilo de su vida, y los papeles
se agrupaban en ellos por cada conjunto de acontecimientos, que ahora deseaba
ofrecerme según sus claves interiores. Y así, cuando me hube familiarizado con todo,
me citó para la tarde siguiente y quedó rezando en silencio. Entonces comprendí la
razón que asistía a aquel embajador de Venecia cuando me dijo: «Al Rey lo que
realmente le gusta es estar solo». Y yo iba a penetrar, en servicio de quienes han de
venir, los secretos de esa soledad.

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NOTA PREVIA

El doctor Francisco Terrones redactó en los días sucesivos y luego compiló sus
anotaciones en las que a veces incluía, por orden del Rey doliente, párrafos de los
documentos en que don Felipe se apoyaba para corroborar o ilustrar algún hecho,
aunque todo lo guardaba con exactitud en su portentosa memoria. Estos fragmentos
originales, además de otros dictámenes posteriores, aparecen en nuestra
transcripción moderna subrayados, y al final del libro ofrecemos al lector una
relación de las fuentes.
En honor a los lectores de hoy hemos adaptado al estilo actual, sin caer por ello
conscientemente en el anacronismo, los giros y expresiones del compilador. Que
reflejó con fidelidad, en primera persona, las confesiones del Rey ante la muerte, la
cual le llegó, en efecto, doce días después de la conversación con que se abre este
libro, es decir el 13 de septiembre de 1598.

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EL CÉSAR

Mi madre, Isabel, la Princesa de Portugal, la primera de las cuatro Isabeles que


han jalonado mi vida, mi amor y mi tragedia, me hablaba siempre de él, sobre todo en
sus ausencias, que eran habituales. Le llamaba siempre, delante de mí, el Emperador;
los cortesanos, el César. Seguro que él lo fomentaba; quería, desde que me vio crecer
y razonar, que yo fuera, en su día, el Rey. He tenido tiempo para estudiar su vida
mejor que él mismo; en sus Memorias, que tengo junto a mí desde su muerte en
Yuste, deja de advertir, alguna vez, aspectos esenciales. No enjuiciaré su vida en estas
confidencias; el César ha gozado de excelentes cronistas, y yo tengo que contentarme
con historiadores que van retrasados, como ese Zurita de Aragón, que dejó sus Anales
en los días de mi bisabuelo el Católico. Desde mi infancia soñé con emular a mi
padre; pero bien pronto comprendí que tendría que hacerlo por caminos enteramente
distintos. Y ojalá tuviera yo la confianza en mi hijo que mi padre tenía, al morir, en
mí; porque llegó a conocerme tanto como yo a él.
Yo hube de ir a Europa desde el corazón de España; él era un europeo que vino a
España en 1517, diez años antes de yo nacer, sin más idea que hacer de Castilla —no
comprendía al principio lo que era España aunque fue el primer rey que se llamó de
España— una plataforma para sus ambiciones imperiales en Europa. Me enseñó, con
sus conversaciones, con sus instrucciones y sobre todo con su ejemplo, algo que
había alumbrado en nuestra familia su abuela Isabel de Castilla: una idea del mundo.
Quiso realizarla por la conjunción de sus cuatro herencias, el patrimonio más alto que
jamás recibiera hombre alguno antes que él: la de su abuelo Maximiliano de Austria,
con los derechos y la vocación al Imperio; la de su abuela María, el reino de Carlos el
Temerario de Borgoña a los Países Bajos; la Corona de Aragón del rey Fernando, con
Sicilia, Cerdeña, Nápoles y la vocación italiana; y la Corona de Castilla, que Isabel
había prolongado por el océano hasta las Indias. Yo recibí tres de esas cuatro
herencias, aunque reservó a su hermano Fernando el Imperio, quizá porque le creía
aún más español que yo. Mi padre corrió por toda Europa tras su idea; le he contado,
sobre sus notas, quinientos días en campaña, doscientas noches en la mar, y tres mil
doscientas camas diferentes para un reposo tan intenso como breve. Para mantener
mis tres herencias, que yo he defendido, consolidado y acrecentado, hube de seguir,
al principio, los mismos caminos; y otros más difíciles, porque mi padre no estuvo
jamás en Inglaterra. Pero fue precisamente en Inglaterra donde comprendí que mis
reinos, y mi idea, no se podían defender ni menos gobernar en perpetuo vaivén. Y en
el corazón de Francia, junto a San Quintín, supe desde dónde tendría que ejercer esa
defensa y ese gobierno.
Yo he nacido y vivido español y jamás he querido ser otra cosa, por más que fui
Rey de Nápoles y Rey de Inglaterra antes que Rey de España. Mi padre, cuya primera
corona fue la de España, tardó cinco años en hacerla suya; en hacerse español.
Cuando desembarcó junto a Villaviciosa de Asturias en 1517 apenas chapurreaba

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nuestra lengua. Sus primeras actuaciones, o mejor inhibiciones, resultaron
catastróficas. Dejó hacer a sus consejeros flamencos, que se dedicaron a esquilmar a
los españoles. Se vendían los cargos; desaparecieron las monedas de oro, sobre todo
los ducados de a dos, que anduvieron en coplas. Al año de su llegada, en las Cortes
de Valladolid, aquellos altivos procuradores le rogaron, respetuosamente, que se
comportara como un Rey de España y sobre todo como un español. Conservaban sin
embargo la fidelidad a la Corona de los Reyes Católicos; recordaban el ensueño
europeo de otro Rey de Castilla, el Sabio, que había sido el primero en hablar
oficialmente de España cuando éramos cinco reinos; y le ofrecieron las garantías que
le permitieron disponer de los créditos que le habían ofrecido sus banqueros de
Augsburgo. Así pudo sobornar a dos electores recalcitrantes que le permitieron, en
junio de 1519, acceder a la corona del Imperio.
Pero las Cortes reunidas en Santiago algo menos de un año después repitieron,
con cierto sarcasmo, el memorial de agravios ofrecido en Toledo. Algo se ablandaron
los procuradores al comprobar los progresos de mi padre en el castellano, sobre todo
cuando se refirió a sus banqueros Fugger como los Fúcar, que decían los españoles. Y
más aún cuando prometió solemnemente que España, así, España, sería el corazón de
su Imperio. Creyeron entonces que era cortesía flamenca; pero mi padre ya había
adivinado a España, y había empeñado así su palabra de Rey. Como pese a todo le
regateaban el subsidio, trasladó las Cortes a La Coruña, que con el mar delante
permitía una vista más larga. La grado su propósito zarpó hacia el Imperio y dejó por
regente a un flamenco comprensivo y honesto: el cardenal Adriano de Utrecht.
Cuando mi padre llegó a territorio imperial se encontró con la mayor convulsión
en la historia de la Cristiandad: la rebeldía de Lutero. Los españoles, muy sensibles
ante las noticias de la herejía, empezaban a comprender desde lejos a su joven Rey,
porque la Iglesia, que aquí es quien hace y difunde opinión, iba contando cómo el
nuevo Emperador se enfrentaba a la herejía, que a su llegada no lo era aún; el Papa
condenaba sus proposiciones pero silenciaba su nombre. Lutero replicó con una carta
blasfema al Papa en que calificaba a la Iglesia como cueva de asesinos, madriguera
de malvados, peor que todas las guaridas de criminales; y lamento que el primero de
mis papeles que utilizo en estos recuerdos sea el que corrobora exactamente tan
impúdica aberración. Se supo con emoción en España que cuando mi padre conoció
la Bula condenatoria mandó quemar inmediatamente los escritos de Lutero en toda
Alemania; pese a lo cual permitió que se le convocara, para sincerarse, a la Dieta de
Worms que se inauguraba en febrero del año siguiente, en vista de que las doctrinas
del rebelde se propagaban como el rayo por todo el Imperio.
Desgraciadamente mi padre, que arrojaba sin vacilar su corona y su espada en
defensa de la Iglesia como primer acto de su misión imperial, no recibió de la católica
España en aquellos momentos gravísimos el apoyo que merecía y esperaba, sino el
anuncio de una nueva rebelión de imprevisibles consecuencias. A poco de zarpar de
La Coruña, los comuneros se alzaron contra él en Castilla y luego los agermanados en

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Valencia y en Mallorca. Cierto que los abusos de la primera Corte flamenca
suscitaron la indignación general; pero la serenidad castellana tenía ya pruebas de
cambio con las manifestaciones del Rey en Galicia, y con las primeras medidas del
cardenal Adriano. Por eso sospecho, después de mi terrible experiencia con una
Mendoza, que todo aquello hubo de atizarlo otra dama de la misma familia, que
aprovechó el disgusto de las ciudades por ver al Rey tan encelado con Europa, y
disimuló con el toque de rebato por las libertades la ambición desbordante que
infundió a su marido Juan de Padilla, el regidor de Toledo. Al principio parecía que
toda Castilla se alzaba contra su Rey; pero pronto los rebeldes se quedaron solos. Ni
Andalucía, ni Galicia, ni las fuentes de Castilla —la Rioja, Burgos, la Montaña—
siguieron a las ciudades sublevadas. Casi toda la nobleza levantó banderas y
mesnadas por el Rey; ya no le llamaban Emperador. Y mi padre, bien informado por
Adriano, le nombró dos corregentes de Castilla que suscitaron la vergüenza de los
traidores y reavivaron la lealtad del pueblo. Yo creo que, en el peor momento de la
revuelta, mi abuela Juana, en su locura, salvó a España. Los comuneros, dueños de la
Castilla central desde Madrid y Toledo, entraron en Tordesillas y proclamaron reina
efectiva a quien lo había sido legítima, mi abuela Juana. Pero ella fue fiel a su hijo
más que a sí misma; y les rompió los decretos en la cara. En Castilla no se puede
guardar un secreto y antes de una semana lo supo todo el mundo. Allí terminó
realmente la rebelión.
La nobleza estaba con nosotros, y la Iglesia se encargó de recordar al pueblo su
deber, cuando llegaron a España, desde finales de febrero de 1521, noticias sobre la
firmísima actitud del Emperador frente a Lutero en la Dieta de Worms, en la que el
hereje, fiado en la palabra de mi padre, se presentó por fin a mediados de abril.
Cuando la mirada fría del Emperador rubricaba la intimación de la Dieta a que
reconociera sus errores, Lutero tembló por primera vez desde la proclamación de su
rebeldía. Mi padre y él supieron que en ese momento comenzaba una guerra a muerte
por el dominio espiritual y político de Europa. Lutero, que se negó a retractarse, huyó
como una rata gracias al salvoconducto imperial. Pero justo una semana después de la
confrontación entre Lutero y mi padre las tropas leales deshicieron en Villalar el
sueño de los comuneros, cuyos hombres, abrumados por su traición, se habían
negado a luchar contra la sombra lejana de su Rey.
Al año siguiente regresó mi padre a Castilla y en el documento en que concedía el
perdón a los comuneros quiso insertar personalmente una expresión que fue desde
entonces cifra de su conducta como lo ha sido de la mía: poder real absoluto. Cientos
de veces me insistió mi padre, aun cuando por mi niñez apenas lograba entenderle, en
que poder absoluto no significa poder arbitrario; que ese poder habría de ser
compartido con los consejos que él estableció y reorganizó; pero que a la postre la
decisión habría de ser sólo nuestra, en la soledad de nuestro poder total. Esto me lo
enseñaría con su ejemplo tanto como con las palabras, que fueron constantes.
Desde el mes de julio de 1522 al de octubre de 1529 el Emperador no salió de

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España. Nunca en toda su vida permaneció tanto tiempo en uno solo de sus reinos.
Sofocó los rescoldos de la rebelión en Castilla, que se le entregó sin reservas; algo
más le costó liquidar las Germanías de Valencia y de Mallorca, que se habían alzado
más contra los nobles que contra él. Pero esos años de España cambiaron y orientaron
para siempre su vida. Se hizo español; y logró que España, cerrada hasta entonces
sobre sí misma —salvo su desangre por el océano—, se sintiera europea. Quería una
España entera, con Portugal en su seno, como los grandes poetas portugueses que se
sentían España. Todas las princesas de Europa se rendían ante su trono, y él escogió a
la más bella de todas, que era española y portuguesa a la vez, mi madre, Isabel. Se
rodeó de consejeros españoles elegidos por su competencia más que por su sangre:
Cobos, Guevara, Valdés, y compensó de este modo el abatimiento de las ciudades y
los hidalgos por su complicidad en la rebelión comunera. Quiso tener y criar aquí a
sus hijos; más por convicción propia que por ruego —que fue insistente— de las
Cortes. En las de Valladolid, que presidió pocos meses después de su retorno,
reconoció, desde su triunfo en la guerra civil, sus pasados errores y prometió
enmendarlos; los procuradores se le rindieron ante semejante magnanimidad.
Reformó y estableció allí, definitivamente, el sistema de gobierno por consejos, que
despachaban los asuntos antes de someterlos a su firma. Un año después ya se
expresaba perfectamente en castellano. Pero al sentirse cada vez más Rey de España,
no por eso pretendió simplemente retornar al pasado. Empezó a pensar en España
como base espiritual y material de su designio europeo; de su estrategia universal. Y
durante esos largos años de España adivinó lo que iban a significar para él las nuevas
Españas del océano, las Indias; como horizonte universal y como fuente inagotable de
recursos. Allí se disponían sus hombres de Castilla a ganarle más reinos de los que la
Cristiandad, más que el Imperio, iban a perder en la Europa rebelde. Pero para lograr
su misión necesitaba conectar a España con Europa de forma definitiva; por eso abrió
a Europa todas las ventanas de España, y supo combinar el humanismo europeo de su
más admirado amigo, Alfonso de Valdés, con la fiel austeridad española, un tanto
cerrada, de su secretario Francisco de los Cobos.
En aquellos años tropezó también con su más persistente obstáculo para sus
designios: el reino de Francia, que desde entonces se convirtió en la principal
preocupación de mi padre, como después en la mía. Francia, anclada en otros
tiempos, había llegado tarde al nuestro, pero su inmensa riqueza, su vitalidad
sorprendente y el vigor insospechado de su Corona se interponía, durante todo el
siglo, entre nosotros en España y en Europa. Quisiera dejar bien sentado desde el
comienzo de mis confesiones que si el gran objetivo intermedio de mi padre fue el
aislamiento de Francia, en cambio para mí la gran preocupación, la mayor obsesión
de toda mi vida fue la salvación de Francia, que estuvo a punto de perderse con el rey
hereje de una dinastía enemiga nata de España: la Casa de Borbón. Dediqué mis
últimas fuerzas a la salvación de Francia, forcé la conversión de los Borbones y
mantuve a Francia en el seno de la Iglesia. No me lo reconocerán jamás; pero en ello

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cifro mi mayor gloria.
Francia había aprovechado alevosamente la revuelta comunera y la ausencia del
Emperador para intentar la recuperación de Navarra, anexionada a España por mi
bisabuelo Fernando el Católico. Vascos y navarros, que siempre me fueron fieles,
lograron resistir, como me contó detenidamente Francisco de Borja, el duque de
Gandía, que se lo había oído varias veces a nuestro capitán que defendió, hasta su
gravísima herida, el castillo de Pamplona, Íñigo de Loyola. Fracasado en Navarra,
Francisco I de Francia quiso disputar a mi padre el dominio de Italia, que era la peana
del Imperio. Estaba yo a punto de venir al mundo cuando el ejército imperial
maniobró contra el de Francia, dirigido por el propio rey Francisco, en los campos de
Lombardía. Ésta fue la primera lección de arte militar que oí a mi padre en mi
primera infancia; cuando confiaba en hacer de mí, por encima de todo, un soldado,
como era él. Los franceses se creían más modernos que nadie con su combinación
brillantísima de una caballería pesada, mucho más lujosa que eficaz, y la mejor
artillería del mundo. Los maestres de campo que mandaban las tropas españolas en
Italia convencieron a los imperiales y resucitaron la idea, dormida durante varios
años, que había dado sus victorias a Gonzalo de Córdoba, el Gran Capitán; aligeraron
la caballería y encomendaron el esfuerzo principal a una infantería móvil, apoyada en
una concentración jamás vista de arcabuceros. Las armas de fuego y la movilidad de
nuestras tropas desconcertaron a los franceses, que ni siquiera llegaron a disparar sus
preciosos cañones. Ése fue el secreto de nuestra victoria de Pavía en 1525, que nos
entregó prisionero al rey de Francia, a quien mi padre encerró en una torre de Madrid.
Centro de comunicaciones para la rebelión comunera, centro internacional después de
la victoria en Italia, este Madrid pequeño y sanísimo se iba imponiendo como un
símbolo para la Castilla Nueva que quería mi padre edificar fuera de las murallas
tradicionales que nos habían traicionado en la revuelta de las Comunidades. Por
aquellos años mi padre pensaba en alzar esa nueva Castilla desde dos puntales
seguros: Sevilla, abierta al océano; y Madrid, donde confluían todos los caminos de
España. Yo completé el diseño con Lisboa, y sigo creyendo que nadie será capaz de
resistir en todo el mundo al poder de este triángulo hispánico.
En fin, que con la Cristiandad firmemente defendida en el Imperio, y la promesa
del rey de Francia, firmada en Madrid al comenzar el año 1526, de renunciar para
siempre a Italia, el Emperador se consagró a su principal deber en la tierra: crear y
consolidar, desde España, su propia dinastía. Por ruego suyo, todos los conventos de
España pidieron al Cielo un heredero digno de tantos reinos. La plegaria de todo un
pueblo fue escuchada, y Dios me llamó al mundo.

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EL PRÍNCIPE DE ESPAÑA

El 9 de marzo de 1526 mi padre, cuya edad iba con el siglo, entraba triunfalmente
en Sevilla. Llegó al Alcázar y sin parar a cambiarse irrumpió en los aposentos de su
prima y prometida, la princesa Isabel de Portugal, mi madre. Al día siguiente se
celebraron las bodas, entre la alegría de Sevilla entera. Mi padre ya poseía ancha
experiencia en las lides del amor: por entonces tenía una hija bastarda, mi hermana
Margarita de Parma, tan dotada después para el gobierno por su prudencia y realismo.
Pero quedó prendado en la hermosura de mi madre, que además le supo comprender
y amar como nadie en la vida. Pronto salieron para la Alhambra de Granada, junto a
la que mi padre dirigió las primeras obras de un palacio con el estilo nuevo de
inspiración italiana; pero con orden expresa de respetar las maravillas de los palacios
moros, que a mi madre le hacían sentirse viviendo en el aire. Allí fui llamado a la
vida, entre el amor del hombre más poderoso y la princesa más bella del mundo.
El César necesitaba acercarse a Europa, donde ardía contra él una confabulación
poco natural: el rey de Francia, infiel a sus compromisos, había acordado con el Papa
la humillación del Emperador, a quien suponían adormecido por sus amores de
España. Pero lo que preocupaba más a mi padre eran los mensajes de sus ministros en
Viena, que le anunciaban una invasión en regla de los turcos, con la que el propio
Pontífice, olvidado de su misión suprema, parecía contar también, insensatamente, en
beneficio de su aversión. Mis padres recibían estas noticias gravísimas en Valladolid,
corazón de Castilla, donde yo nací en presencia de mi padre y de toda la Corte el 21
de mayo de 1527. Mi madre sufrió un parto sumamente difícil durante trece horas
interminables, hasta que cerca ya del desenlace pidió que la cubrieran el rostro para
que nadie viera cómo se desencajaba. «Puedo morir —repetía— pero no gritaré ante
el Emperador». No gritó, y mi padre se sintió el hombre más feliz del mundo cuando
dos semanas más tarde, el 5 de junio, me bautizó en San Pablo el arzobispo de
Toledo, cardenal Ta-vera. En las crónicas de aquella jornada se registra la triple
proclamación de un heraldo de la Casa Real:
«Don Felipe, por la gracia de Dios Príncipe de España». Sin embargo, ante un
correo de Italia, mi padre ordenó suspender abruptamente los festejos por mi
nacimiento.
Y es que el 6 de mayo las tropas imperiales, en que formaban muchos herejes
soliviantados por las prédicas de Lutero, se habían lanzado sobre Roma, tomada ya y
castigada poco antes por los españoles de Nápoles, que replicaban así a la
inexplicable alianza del Papa Clemente VII con el rey vencido de Francia y varios
príncipes de Italia. Mandaba a los imperiales desmandados el condestable de Borbón,
que cayó muerto en la escalada de los muros; pero asumió entonces el mando el
príncipe de Orange, quien ni siquiera intentó cortar el espantoso saqueo a que se
dedicaron las tropas. Nunca había sufrido Roma tal azote desde tiempo de los
bárbaros, y el Papa quedó prisionero de los nuestros en el castillo de Sant’Angelo. Mi

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padre proclamó solemnemente en Valladolid su inocencia en tan grave crimen, pero
nadie le creyó.
Ante la pujanza del ejército español en Italia el marino genovés Andrea Doria se
vino a nuestro bando y acabó de decidir la guerra. Nuestras tropas pasaron a la
ofensiva tras la humillación al Papa, que pudo escapar de su prisión pero se mantuvo
neutral desde entonces y aconsejó la paz a los franceses, que por fin se firmó en
Cambrai, ya en el año 1529. El Emperador tenía prisa en concluirla; por temor a una
nueva ofensiva de los herejes en la Dieta imperial convocada en Spira; y sobre todo
para atajar el peligro turco, que tras haber deshecho a los húngaros en la batalla de
Mohacz se desencadenaba ya contra Viena. El prestigio de la infantería española,
revalidado en las guerras de Italia, era tan alto que cuando los Tercios del Marqués
del Vasto se acercaron a Viena, capital de nuestra Casa, el sultán ordenó levantar el
campo y se retiró vergonzosamente. Aquel año, asegurada la sucesión en España, mi
padre salió para Europa. Ya no regresaría para estancias largas; todo el resto de su
vida fue un viaje en pos de su ideal. Yo fecho entonces mis primeros recuerdos, tan
confusos, de cuando despedimos al Emperador en Valladolid. Era un enorme revuelo
pero las gentes parecían felices y colmadas; y es que mi padre había cumplido, como
luego supe, todas sus promesas a Castilla, que ya jamás se desviaría de él, ni de mí.
Durante aquellos años de ausencia, mi madre me daba casi todos los días noticias del
Emperador quien combatía por nosotros y por España desde lejos, para conjurar con
su presencia la amenaza de nuestros enemigos. Ahora España celebró como cosa
propia la coronación de Bolonia, el 24 de febrero de 1530, cuando el Papa Clemente,
reconciliado con nosotros, impuso a mi padre la triple corona del Sacro Imperio.
Fortalecido con ella su espíritu, dejó imponerse a su afán de tolerancia, que nunca
consideró como contradictoria con su firmeza; y sorprendió a los herejes, que desde
la Dieta del año anterior se llamaban, por su actitud, protestantes, en la Dieta de
Augsburgo, en ese mismo año 1530 de la coronación, tanto que alguien le motejó,
desde el campo intolerante, como discípulo del gran Erasmo, lo que mi padre tomó
como un cumplido. Yo no lo considero así; porque en el testamento político de
Erasmo se incluía aquel Non placet Hispania que jamás le echamos aquí en cara,
cuando le queríamos en nuestras cátedras. La benignidad de mi padre daba sus frutos
y los protestantes parecían acceder a presentarse en un gran concilio que restaurase la
unidad. Pero el Papa Paulo III, menos político que su antecesor, exigía retractaciones
y sumisiones previas que los herejes repudiaban. Y cuando por fin se convocó el
concilio ya era tarde.
Mientras tanto mi educación para suceder dignamente a tan alto príncipe se
desarrollaba con serenidad en el corazón de Castilla, bajo la dulce dirección de mi
madre, la emperatriz. Yo me aficioné, desde que nacen mis primeros recuerdos, a la
vida en el campo, y nada me resultaba más grato, desde que al cumplir los tres años
me regaló mi madre una ballestilla, que probarla en los bosques de Aranjuez. Para
seguir el ejemplo de mi padre se empeñaba mi madre en viajar conmigo. Pasamos en

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Ávila el verano del 31, acompañados por el duque de Gandía, un enamorado de la
perfección que hubiera dado toda su sangre por preservar uno de los cabellos de la
emperatriz. Cuando hablé con la madre Teresa me dijo que entonces, a sus dieciséis
años, se había colado hasta la primera fila para presenciar el momento en que mi
madre me presentó a la Corte caminante vestido ya de greguescos como un joven
caballero, tras quitarme para siempre las faldetas. Lo que sí recuerdo son mis riñas de
entonces con mi hermana María sobre cuál de los dos tenía más ropa; yo la llevaba un
año pero me hacía rabiar mucho. También recuerdo que cuando yo pegaba a mi
hermana en estas discusiones, mi madre me dio varias bofetadas para enseñarme
cómo tratar a las damas. Se me hacen entretanto cada vez más precisos los recuerdos
sobre noticias acerca de mi padre, que por entonces, asegurada de momento la paz en
Europa, donde ya no pretendía ser dominador sino árbitro desde el trono imperial,
trataba de convocar a todos los príncipes para una cruzada que descuajase el peligro
turco. Cuando en 1532 se produjo un segundo intento de los infieles contra Viena,
toda Alemania se unió bajo la espada del Emperador y nuevamente el anuncio de la
inminente llegada de los Tercios de Italia al valle del Danubio puso a los otomanos en
fuga; y desde entonces ya no volvieron más a intentar la agresión terrestre, aparte de
algunos amagos. La lucha se planteó entonces en el mar nuestro. Durante toda mi
infancia y adolescencia el Emperador trató de expulsarlos de nuestras costas de
España e Italia. Yo viví entre mis juegos toda la emoción de España y de Europa ante
la gloriosa jornada de Túnez en 1535; cuando regresaba para su triunfo, el Emperador
estaba seguro de convencer al Papa de que convocara urgentemente el Concilio y,
asegurada así la paz en Europa, él podría conducir a toda Europa a la gran empresa de
liberar el Santo Sepulcro del dominio infiel. Por desgracia las noticias que encontró al
desembarcar le obligaron al aplazamiento de tan altos designios; todo esto lo tengo ya
muy vivo en mi memoria porque en ese mismo año de Túnez empezó formalmente
mi educación.
Hasta entonces mi madre, preocupada por mi salud (yo me criaba endeble, pero
no sufrí durante mis primeros años enfermedad alguna) insistía en tenerme todo el
tiempo posible al aire libre, con gran contento mío; creo que por entonces nacieron en
mi dos grandes amores que me han acompañado siempre, a la naturaleza y a la
soledad. Por temor a que una actividad intelectual prematura comprometiera mi
salud, lo cierto es que hasta los siete años nadie se preocupó de enseñarme a leer y
escribir. Una vez alguien se lo dijo a mi padre que montó en cólera y ordenó que se
supliera con urgencia tal retraso. Un cortesano, nunca he sabido cuál y por eso nunca
se lo he podido agradecer, compuso para mí una cartilla preciosa con dibujos y una
adaptación infantil de la gramática de Antonio de Nebrija, que aprendí casi de
memoria. El mismo benefactor anónimo tradujo la Institutio principis christiani que
Erasmo de Rotterdam había escrito para la educación de mi padre en 1516; y mi
misma madre se encargó de explicármela, con multitud de ejemplos sacados de la
historia de nuestra Casa, que ella mandaba preparar y repasaba en unos cartones. Mi

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padre supo con satisfacción de mis rapidísimos progresos en la lectura, y respondió
feliz a mis primeros borrones. Quiso nombrar mi tutor al maestro Juan Luis Vives,
que había ejercido poco antes tan alta misión con la princesa de Inglaterra María
Tudor; pero los consejeros españoles del gobierno se empeñaron en designar a don
Juan Martínez del Guijo, que había latinizado su sonoro nombre castellano como
Siliceo, el cual sustituyó al bondadoso obispo de Salamanca, don Pedro González de
Mendoza, que como ayo interino me había enseñado las primeras letras.
Mi educación empezó solemnemente con una misa del Espíritu Santo celebrada el
1 de marzo de 1535; en la misma fecha se inauguraba también la casa del príncipe,
bajo el mando de don Juan de Zúñiga como ayo y jefe de la casa. Entonces pasé de
pronto de la sencillez familiar junto a mi madre a la rigidez de una casa vastísima,
dotada con ocho capellanes, 51 pajes que estudiaban, en su mayoría, conmigo, y
numerosos servidores hasta cerca de doscientas personas; cuando nos trasladábamos,
se necesitaban seis carros y 27 mulas, como noté en el primer viaje. Don Juan de
Zúñiga cumplía su misión educadora con suma dureza, que me obligó a protestar ante
mi padre, sin resultado alguno; porque deseaba compensar así la condescendencia del
buen Siliceo, de quien mi padre me escribía en 1543:
«Cierto que no ha sido ni es el que más os conviene para vuestro estudio; ha
deseado contentaros demasiadamente». Mi padre pensaba tal por maledicencias de
los amigos de Vives, pero aunque tenía razón en mantener a Zúñiga, no acababa de
comprender la maestría de don Juan Siliceo, a quien debo el haberme convertido,
pese a tantas tentaciones de indolencia, en un verdadero humanista capaz, si no de
alternar con los grandes humanistas de mi tiempo, al menos de entenderlos y
valorarlos. Entre Siliceo y Zúñiga prepararon para mí una educación completamente
española. Zúñiga, además de dirigirme en el ejercicio del cuerpo, y el manejo de la
espada y demás armas, me daba ejemplo permanente para la demostración de
dignidad, gracia y autoridad que mi padre exhibía de forma congénita, y yo en
cambio tuve que aprender puntualmente. Se empeñaba sobre todo Zúñiga en que yo
considerara como suma de todas las virtudes de un príncipe el dominio de mi palabra,
de mis reacciones y hasta de mi pensamiento; lo cual logré bajo su dirección hasta tal
punto que luego algunos observadores extranjeros de la Corte: lo han confundido con
timidez. Siliceo aceptó de buena gana, porque no temía a los rivales de altura, la
imposición por el Emperador de varios maestros adjuntos a quienes dirigió con
equilibrio: Cristóbal Calvete de Estrella, que me enseñó latín y humanidades,
Honorato Juan, un soñador que muchas veces me guiaba por nubes de magia y
maravilla, pero sin descuidar su misión de enseñarme matemáticas y arquitectura, mis
lecciones preferidas; y Juan Ginés de Sepúlveda, experto en geografía e historia, que
me enseñó el arte de la mnemotecnia y logró convencerme de que un príncipe
destinado a gobernar el mundo tiene que conocer todos sus rincones y dominar todo
su pasado. Este maestro me hablaba casi siempre de nuestras Indias, y me enseñó a
preocuparme por ellas como si estuvieran a este lado del océano. Yo hablé desde la

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primera infancia el portugués de mi madre; llegué a comprender bien el francés y el
italiano, y aprendí tan rápidamente el inglés, sin llegar a hablarlo, que me enteré de
muchas cosas por las conversaciones de aquella Corte enrevesada, cuando nadie
pensaba que comprendía. Llegué a entonar el griego, sin dominarlo como el latín; y
me encantaba la libertad y la alegría de esa lengua.
Cuando mi padre regresó victorioso de la conquista de Túnez ya dije antes que
topó con una sorpresa. El rey de Francia, sin el menor sentido por la defensa de la
Cristiandad, buscaba frenéticamente la venganza de Pavía y sus tropas tenían ya
ocupado el Piamonte. Con ello mi padre hubo de retrasar tanto la Cruzada como el
Concilio por el capricho de un díscolo rey francés que vivía en otros tiempos y no
veía más allá de sus narices. Entonces el Emperador quiso darle una lección
definitiva y combinó una ambiciosa operación militar. Una potente escuadra
desembarcó un contingente hispano-italiano en Provenza, mientras desde otras
fronteras nuestras tropas amagaban contra las de Francia. Pero una guerra tan
compleja no se podía organizar como cualquier otra, y la empresa fracasó no por falta
de valor sino de organización. Yo no había cumplido aún diez años pero mis
conversaciones con Zúñiga me hicieron comprender que las guerras del porvenir se
tendrían que preparar tanto en la sede del gobierno como junto al campo de batalla. Y
habría que pensar mucho más en los recursos que en los contingentes de tropa. Desde
aquel momento mi padre cambió de idea; y para asegurar la cruzada y el concilio se
propuso gobernar Europa, bajo su hegemonía moral, por medio de un directorio de
familias reales, los Austrias, del Imperio y España, los Valois de Francia, los Tudor
de Inglaterra y los Avis de Portugal. Soñaba ya con fomentar las bodas reales entre
todas las casas. Pero cuando concertada la paz con Francia después del fracaso de la
campaña combinada naval y terrestre pretendió formar una gran liga contra el Turco,
solamente se le sumó la República de Venecia, y los resultados fueron indecisos.
En el verano de 1535 sufrí mi primera enfermedad. La alarma fue terrible en la
Corte y salían correos urgentes para mi padre cada dos días. Alguien sospechó un
envenenamiento pero seguramente todo se debió a la ingestión de pescado en malas
condiciones, que desde entonces quedó proscrito de la Corte. Cuando me repuse sentí
con más fuerza la religión, ya que me había salvado tras dos meses y medio de
angustia, y nunca dejé desde entonces de oír misa cada mañana, con gran satisfacción
de mi madre que nunca me había forzado a ello. Debo a mi madre el sentido profundo
de la fe católica, y a mi padre la identificación de esa fe con la misión principal de la
Corona. Durante mi enfermedad los cuidados de mi madre, un poco alejada de mí
desde que comenzó mi educación formal, se intensificaron, y todavía recuerdo con
viveza su preocupación por la apostasía del rey de Inglaterra, tan amigo y pariente
nuestro, que rompió con Roma en 1533 después de declararse cabeza de su propia
Iglesia en un rapto de locura. Enrique VIII repudió entonces y secuestró a su primera
esposa, mi tía Catalina de Aragón, y mudaría en hostilidad la alianza que tan
fielmente había guardado con nosotros. Esta nueva extensión de la herejía me hizo

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pensar muchas veces en el peligro que Francia corría de perder nuestra fe; porque de
España estuve siempre completamente seguro. Y entonces, en 1539, cuando me hacía
más falta, murió mi madre Isabel y con mi padre lejos, en pos de su ideal cada vez
más comprometido, aprendí de veras lo que significa la soledad. Vestido de negro,
color que ya nunca quise cambiar en mi atuendo diario, acompañé a los restos de mi
madre desde Toledo a Granada, donde ella me había concebido. Al abrirse el féretro
para el preceptivo reconocimiento, Francisco de Borja, marqués de Lombay y jefe de
la comitiva, no se atrevió a testificar, al principio, que aquella había sido la
emperatriz que adoraba; tan desfigurada quedó tras el viaje. Fui yo mismo quien hube
de decirle con toda firmeza, en medio de mi dolor que me partía el alma, que aquella
era mi madre, y entonces juró sobre mi palabra de Príncipe y pudimos sepultarla.
Muchos años después me contaría en el Alcázar de Madrid que aquella misma
mañana hizo otro juramento secreto; no servir más a señor que se le pudiera morir. Y
durante los años siguientes se rumoreaba cada vez con más insistencia su propósito
de sumarse a los teatinos, que se llamaban a sí mismos jesuitas, con espanto de mi
preceptor Siliceo que les odiaba. Cuando mi padre supo la noticia pareció enloquecer,
se encerró en un monasterio y guardó luto de ocho semanas, seguido por toda la
Corte. Yo lo guardé toda la vida.
Traté de consolarme con la meditación durante la misa diaria, donde a veces
sentía que mi madre me guiaba sin hablarme, y con dar rienda suelta a mi gusto, ya
declarado, por la música, que me llevó a aprender la vihuela, mientras mi hermana
Juana que movía bien la viola se concertaba conmigo. A mi padre le divertía, y le
gustaba, mi afición por el órgano, y la orden que di a Zúñiga de reparar cuantos había
en las casas reales. Zúñiga aceptó, incluso cuando me empeñaba en añadir,
desarmado, un órgano mediano a la impedimenta de nuestros viajes. Como pese a mi
pasión por las flores Dios me negó de nacimiento el sentido del olfato —lo cual,
Terrones, puede resultar una bendición cuando se me derrama por el cuerpo, como
ahora, la purulencia de la gota— llegué a estimar mucho más mi capacidad para la
música, que relacionaba cada vez más con mi gusto por la poesía latina. Al morir mi
madre, y por recuerdo de ella, frecuenté mucho más mis excursiones por el campo.
Aquí tengo estos papeles de Zúñiga a mi padre enviados en 1540, cuando yo acababa
de cumplir trece años:
«Anduvo en el monte a caballo bien seis horas. Que a él no se le hicieron dos, y a
mí más de doce».
«Todo su verdadero pasatiempo era la ballesta». Todas estas listas de gastos en
mi casa parecen llenas de ballestas, flechas y otras armas y arreos de caza, sobre todo
perros de calidad. Me gustaba perseguir, en los bosques cercanos a Madrid, lobos,
osos, cuervos y conejos. Nunca tiré a las águilas, por respeto a nuestro emblema
familiar. Pero mi padre hubo de limitarme el número de piezas a cobrar por semana.
Aquí hay otra lista de gastos de 1540: «joyas, perfumes, espadas de esgrima, lanzas
para justas, una copita de vidrio de Venecia». Zúñiga, por orden de mi padre, me

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tenía asignados treinta ducados al mes para estos gastos, y yo empecé a llevar
puntualmente las cuentas cuando advertí que el criado pagador me sisaba.
Aquel mismo año pasé algunos meses en la Universidad de Alcalá, que había
fundado el cardenal Cisneros. Mi padre me repitió luego más de una vez su
remordimiento por haberle dejado morir en los momentos de su llegada, por el
sentimiento del lejano desdén real que nunca pudo ser más injusto. Siliceo, mi
maestro, se hacía lenguas del cardenal, cuya memoria veneraba. En Alcalá escuché
muchas lecciones, pero con poco método, y tuve después que aclarar la confusión que
se me produjo, por estar acostumbrado al magisterio, más sencillo, que se impartía en
la Casa del Príncipe. Recibí la primera comunión en 1541, a los catorce años, y sentí
desde entonces una fuerza distinta. Por entonces Francia se puso de nuevo en guerra
con nosotros con la excusa de que nuestro gobernador en Milán había permitido o
incluso tramado el asesinato de un agente francés. Francia imitó la estrategia de mi
padre en la campaña anterior y atacó simultáneamente en el Artois al norte, el
Piamonte, desde los Alpes y en la Provenza contra el Rosellón, al sur. El fracaso fue
completo, pero mi padre, que había regresado por breve tiempo a España para
comprobar los progresos de mi educación y allegar fondos, como siempre que estaba
en apuros, consiguió recuperar la alianza del rey inglés dejando al margen las
diferencias religiosas, y en vista de la decisión de Enrique por mantener a su hija
católica, María Tudor, en la línea sucesoria. Al abandonar España en 1543 para
envolver a Francia desde el norte, decidió que yo estaba ya maduro para el gobierno y
me designó regente de España y las Indias durante su ausencia. Recibí casi con
alegría esta inmensa responsabilidad, que sin embargo contribuyó a desquiciarme por
dentro ante el contacto con el poder; pero mi primera reacción fue pensar cómo me
habría visto, entonces, mi madre.

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LA REGENCIA DEL REINO Y EL PRIMER MATRIMONIO

El año antes de salir para su definitiva peregrinación europea, mi padre había


pedido a sus íntimos de la Corte que le fueran buscando un retiro, como si presintiera
que sólo volvería a España deshecho y vencido por la magnitud de su propio ideal.
Poco después de asumir la regencia, uno de esos consejeros, alerta por ese primer
indicio de un cambio del poder, me reveló que al Emperador le había gustado el lugar
propuesto, en las estribaciones de la sierra de Gredos, y al margen de todos los
caminos de Europa. Se llamaba Yuste, y decidí acercarme a verlo con motivo de
cualquier viaje de Corte. En fin, que en mayo del 43 mi padre salió de España como
Rey, para no regresar ya más que después de su abdicación. Me dejó por regente,
pero bien rodeado de una imponente corte de consejeros, que desde luego me
escuchaban siempre con respeto, e incluso mostraban alguna vez cortesana
admiración, pero después hacían lo que les placía según instrucciones directas del
Emperador. Que les había puesto allí para que, mientras gobernaban de hecho, me
iniciasen suavemente en la práctica del gobierno, con lo que prolongaban mi período
de instrucción. Formaban entre todos un consejo de regencia, y lograban concertar
sus fuertes personalidades por temor a que yo me quejase de sus posibles
desavenencias ante el Emperador, con quien mantuve una nutrida correspondencia, en
la que radicaba mi verdadero poder. Dominaban el consejo los príncipes de la Iglesia:
el cardenal de Toledo, Tavera, y el de Sevilla, Loaysa; quien pronto le sucedería en
esa sede, Fernando Valdés, luego inquisidor; y mi maestro Siliceo, premiado ya
justamente con un obispado. Además de mi ayo Juan de Zúñiga, formaban en el
consejo el duque de Alba, don Fernando de Toledo, que era el primer soldado de
España después de mi padre, con quien congenié bastante a pesar de su carácter
esquivo e intratable; parecía seguro de dominar mi voluntad, pero me enseñó
entretanto todos los secretos de la milicia y su arte. Completaba el equipo el
secretario Francisco de los Cobos, cada vez más sorprendido por mi insospechada
afición a los detalles administrativos, que yo le obligaba a precisar en los despachos,
más largos con él que con ninguno de los otros. Todos eran hombres eminentes,
lealísimos a mi padre, y desde el primer día de mi regencia me señalé el propósito de
llegar a alternar dignamente con ellos. Luego no tuve la fortuna de reproducir, en mi
reinado, un conjunto de colaboradores de tal magnitud. Cuando mi padre salía ya de
España firmó en Palamós unas detalladas instrucciones para mi gobierno personal,
que yo aprendí de memoria a fuerza de repasarlas devotamente. Me encomendaba el
cuidado de mis hermanas que ya se van haciendo mujeres, me sugirió —nunca lo
había hecho de palabra— que despidiera a mis enanos y bufones, en lo que nunca le
hice caso porque nada me distraía como ellos, en cuyas mentes retorcidas supe
adivinar siempre un amor profundo; y me insistía sobre todo en que dominase mis
impulsos amorosos hasta mi próximo matrimonio, ya concertado con los reyes de
Portugal, y durante su iniciación, para no repetir el agotamiento mortal del príncipe

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don Juan, ese malogrado hijo de los Reyes Católicos cuya temprana muerte en medio
de sus excesos matrimoniales retrasó en tres cuartos de siglo la unidad de nuestra
tierra. En las instrucciones, escritas de puño y letra del Emperador, con la orden
tajante de guardarlas para mí como no fuera en confesión, me advertía sobre las
ambiciones de Alba: «El pretende grandes cosas y crecer todo lo que pudiere,
aunque entre santiguándose muy humilde y recogido. Mirad, hijo, qué hará cabe vos
que sois más mozo». Llamaba sobre todo mi atención sobre los dos partidos que ya se
formaban en la Corte de España; el de los intransigentes guiados por Alba; y el de los
políticos en torno a Ruy Gómez de Silva, un caballero portugués muy inteligente que
había venido a la Corte como menino de la emperatriz y se había ganado la voluntad
de mi padre por su prudencia. Me aconsejaba no entregarme a uno de ellos; y no
fiarme de nadie. Me animaba a que continuase enmascarando mis emociones, como
me había inculcado Zúñiga, a quien ahora yo comprendía mucho mejor, y a que
siguiera mostrándome devoto y justo, como él había ya comprobado. Creo que,
cuando logré conjurar mis primeras tormentas interiores desatadas al conjuro del
poder, logré ser fiel enteramente a las instrucciones de mi padre, durante toda mi
vida.
A poco de asumir la regencia del reino, cuando ya me sentía afianzado en ella,
gracias a la exquisita cortesía y respeto de mis consejeros, que me hacían creer que
gobernaba, se celebraron en Salamanca mis bodas con la princesa de Portugal, mi
prima María Manuela, hija del rey Juan III y de Catalina de Austria, la hermana de mi
padre. La verdad es que ni en los engañosos retratos ante los que se concertó, sin
pedirme parecer, el noviazgo parecía mi prima, tan adornada de virtudes, un trasunto
de belleza como la que resplandeció en mi madre. Yo llegué virgen al matrimonio,
como ella, pero su presencia real me atrajo tan escasamente que inventé, gracias a un
corto sarpullido, una afección de sarna para retrasar la consumación de nuestro
enlace. El cardenal Tavera, que nos había casado en noviembre del 43, se alarmó al
no comprobar esa consumación y se permitió aconsejarme severamente, por
averiguar si había surgido algún impedimento. Le confesé mi desvío y él lo puso en
conocimiento del Emperador, de quien recibí una reprimenda por carta, lo mismo que
de mis suegros los reyes de Portugal, a quienes se quejaba amargamente María
Manuela. Menos mal que las bodas exigieron la celebración de varios torneos, al
modo de los descritos en el Amadís, en los que yo participaba con frenesí, en vista de
mis frustraciones matrimoniales. Una vez me empeñé en que las justas se tuvieran en
la isleta que hace el Pisuerga cerca de Valladolid; cuando me acercaba, con mis
compañeros, todos armados de punta en blanco, en una barca estrecha, dio el vuelco y
caímos todos al agua, con temor de mi vida y luego de mi salud, por lo que hubo de
suspenderse el festejo. No sé por qué me empeñaba entonces en combatir sobre
ínsulas. Poco después el escenario de otro torneo fue una lengua de tierra sobre un
lago de Guadalajara; allí logré arribar, pero me hirieron en las dos piernas y tuve que
llevar bastón por dos semanas. En medio de tanta agitación mi prima María Manuela,

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aleccionada por sus padres, se deshacía en muestras de afecto que rompieron al fin mi
costra de hielo. Yo empecé a acostumbrarme a ella, que me hablaba en portugués
apasionadamente, y me hacía sentir cada vez más hondo su orgullo por ser mi esposa.
Nos fuimos acercando poco a poco, y concibió un hijo que nació en el verano de
1545, en Valladolid, como yo. Pero la inmensa alegría de la ciudad, espejo de la que
invadió a todos nuestros reinos y sobre todo a mi padre, se vino abajo cuando María
Manuela, incapaz de soportar el parto, murió a los cuatro días y me dejó viudo a los
dieciocho años. Traté de concentrar entonces mi afecto en el heredero Carlos, que ya
mostraba desde la cuna reacciones extrañas, aunque nos parecían superables
entonces. Nunca pude imaginar que en ese pobre niño venía la cruz más amarga entre
las muchas que he sufrido toda mi vida.
Sepulté mi dolor en mi hijo y en una dedicación mayor a las tareas de gobierno.
Mi consejo quedó atónito una mañana cuando les leí el borrador de una carta a mi
padre en la que le recomendaba negociar con urgencia una paz definitiva con Francia;
Alba se opuso a transmitirla, por temor a la reacción de mi padre, pero todos los
demás se declararon a mi favor, porque suponían el contento de mi padre al verme
discurrir con criterio sobre un problema tan complejo. Así fue y mi padre me dio la
razón en su respuesta.
Ante el fracaso de las soluciones políticas internas para lograr la concordia con
los protestantes, el Emperador consiguió del Papa la convocatoria de un concilio
universal. Pero como último gesto de aproximación recomendó al Papa que se
celebrara en Trento, cerca del centro de la Europa convulsa; y para no obligar a los
herejes que quisieran acudir a presentarse en Roma, a la que ya odiaban. El tiempo
mostraría que ya no era tiempo de concordias sino de reafirmaciones, pero cabe a
nuestra Casa la gloria de haber contribuido de forma decisiva a confirmar en Trento,
frente a los errores de los herejes, la fe de nuestros padres y asegurar la de nuestros
hijos. Por incitación nuestra, porque yo me asocié a mi padre con tan alto fin desde
los primeros momentos del concilio, España se volcó en Trento, sin distinción de
escuelas; los teólogos españoles, los tradicionales y los innovadores, los dominicos y
los jesuitas, levantaron allí un baluarte formidable para la fe, contra el que se
estrellaron los embates de la herejía. Mis teólogos impusieron allí la prioridad del
dogma y su fijación, sobre todo en los puntos más controvertidos por los herejes, que
no se atrevieron a defender en Trento sus desviaciones ante el pensamiento y la
autoridad de toda la Iglesia. Ellos en cambio no serían capaces de convocar una
reunión de tal importancia, aunque alguna vez invocaron precedentes cismáticos de
tiempos recientes. Para mostrar su rabia impotente ante la convocatoria del concilio,
los príncipes protestantes se agruparon alrededor del más osado de todos ellos, el
elector Federico de Sajonia, campeón aparente del luteranismo, pero que en el fondo
se sentía comprometido con sus rapiñas contra los bienes de la Iglesia, aprobadas
cobardemente por Lutero en persona; y con sus deseos de acabar con el predominio
imperial en beneficio de la independencia completa de los príncipes alemanes. Mi

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padre se puso inmediatamente en campaña para responder a la provocación, y con la
ayuda financiera y militar del Papa emprendió desde Viena una audaz ofensiva que
sorprendió al enemigo. El ejército español, reforzado por contingentes del Papa, hizo
maravillas en Alemania. En 1546 la victoria de Ingolstadt dio al Emperador el
dominio definitivo sobre el sur de Alemania; y al año siguiente ganó la admirable
batalla de Mühlberg, su empresa militar más perfecta, donde descabezó a la Liga de
los herejes al tomarles muertos o prisioneros a todos sus príncipes. Para colmo de
bienes el heresiarca Martín Lutero había muerto poco antes con la íntima seguridad
de su fracaso, que ocurrió en vísperas de que su alma condenada descendiese a los
profundísimos infiernos. Toda Europa, desde el Báltico a los Alpes, reconocía de
nuevo el cetro y el dominio del Emperador. Sin embargo él quiso asegurar, por
encima de todo, el triunfo de la fe, y encargó a la nueva orden aprobada por su aliado
el Papa Paulo, la Compañía de Jesús, la fundación de una red de sus famosos colegios
de humanidades que marcaron, desde mediados del siglo, la frontera infranqueable
para la herejía en Alemania. Convencido por mi padre yo contribuiría luego, de
acuerdo con mi amigo Francisco de Borja, que me trataba como a un hermano menor
antes de mi regencia, a la consolidación de esa barrera.
Como había desaparecido también el gran rival de mi padre, Francisco I de
Francia, el Emperador vio por entonces a punto de cumplirse sus grandes designios
en Europa. Que ahora se concretaban así: afianzar el sometimiento de los príncipes y
el aislamiento de Francia; consolidar el Imperio hereditario en la Casa de Austria, sin
someter la sucesión a la farsa corrompida de los grandes electores. Y continuar su
proyecto imperial hispano-germánico bajo mi propia Corona. En la Dieta de
Augsburgo de 1550, que se celebró como un consejo de familia, su hermano
Fernando mostró generosamente su acuerdo con este plan; mi primo Maximiliano, su
hijo, se opuso respetuosamente y propuso a mi padre la división de las coronas, sin
mengua de la más cordial colaboración. Pero entretanto mi padre había acariciado
con tal ilusión su idea sobre mi sucesión plena en su mismo Imperio que en 1548 me
ordenó viajar hasta su Corte itinerante, que entonces radicaba en Bruselas, con el fin
de presentarme a toda Europa como su futuro Emperador. También deseaba tomar a
su cargo la última etapa de mi formación para tan altísimo destino, en vista de los
informes muy severos y desalentadores que le llegaban desde España por mi
comportamiento desde la muerte de María Manuela.

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LOS DEVANEOS DEL REGENTE

He de aclarar aquí algunas realidades que yacen bajo un montón de consejas y


calumnias acerca de mis amoríos fuera de mis matrimonios. Y lo diré con toda
claridad: desde la muerte de María Manuela, que me sumió en un extraño letargo de
voluntad, al matrimonio con la princesa de Francia, la tercera Isabel de mi vida (ya
tendré ocasión de recordar a la segunda), incluyendo en esos catorce años mi enlace
político con la pobre María Tudor, yo me comporté, en punto de amoríos, como casi
todos los grandes de mi Corte, como varios príncipes de la Iglesia que seguían,
aunque sin tanta ostentación, el lejano ejemplo del cardenal Mendoza en la católica
Corte de mis bisabuelos, la cual llenó de apuestos hijos a quienes se refería la reina
Isabel como «los bellos pecados del cardenal»; de alguno de ellos me sobrevino, en
mi reinado, no pequeña perturbación y disgusto. Mi padre tenía razón al corregirme,
mientras vivió, por estos excesos, pero no me había dado tampoco ejemplo de
continencia, como lo prueban mis famosos hermanos bastardos, y los amoríos que
sembró por Europa en sus continuos viajes.
No pretendo con todo esto excusar mis culpas, que bien confesadas y purgadas las
tengo, sino enmarcarlas en el ajetreo amatorio de una Corte juvenil, la mía como
príncipe y como joven Rey, que con toda su solemnidad resultaba mucho más
mundana, alegre, jugadora y escabrosa de lo que han pintado mis enemigos, como
Antonio Pérez, quien por cierto se llevó, a su destierro, la palma de la licencia, la
deshonestidad y el desenfreno. En la España de mi tiempo aceptábamos la fe de
cuerpo entero, pero la cultivábamos solamente de cinto y espada para arriba, donde
laten el corazón y la cabeza; donde se concentran la sangre y la vida. El resto del
cuerpo lo utilizábamos demasiado para caminar, para danzar, y para pecar.
Este reconocimiento, y la satisfacción por haber cortado de raíz mis devaneos
cuando, tras la tristísima muerte de mi amadísima Isabel de Francia, alguien me hizo
comprender que con mis desórdenes estaba comprometiendo mi misión ante Dios, no
quita para que me resigne a cargar con todos los desafueros que me atribuye la Corte
y la opinión más maledicente de la tierra, como no sea la de Florencia o la del Papa.
Dije que llegué virgen a mi primer matrimonio, aunque bien instruido por mi
confesor y mis médicos; por eso no sé quién pudo inventarse los dos hijos que me
atribuyen con otra Isabel que jamás anduvo en mi vida, la Ossorio, dama de la Corte
a cuya pretendida fama de liberal en sus costumbres convenía sin duda una
preferencia del Príncipe, de que jamás gozó. Mucho más fantástica es la difundida
historia de mis amoríos con doña Eufrasia de Guzmán, a cuyo esposo, según el
infundio fraguado en la embajada de Venecia, agracié con el principado de Ascoli
antes de eliminarle. Éstas fueron rivalidades y frustraciones de los italianos en
Madrid, que cuando no podían, como lograban de costumbre, dar una noticia
importante, solían fingirla. Otros rumores tienen mayor fundamento, y ya trataré en
su momento lo que de verdad hubo entre mi persona y la princesa de Éboli, un rumor

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que ha llenado las habladurías de Europa durante la mitad de mi vida, quizá porque se
enrosca en una de las grandes tragedias íntimas de mi reinado. Pero en cambio debo
confesar ya de una vez que uno de mis amoríos verdaderos surgió, en los primeros
momentos, como un gran amor: me refiero, sin contener la emoción después de tantos
años, a mi encuentro con Elena de Zapata, la mujer más hermosa de todo este siglo.
Era hija de uno de mis monteros, y emparentó por matrimonio con una de las
familias más nobles de Madrid, los Zapatas, que no cejaron hasta inclinar mi decisión
—ya muy meditada y favorecida— de trasladar a la acogedora y aireada villa la Corte
de todos mis reinos. Mi montero era, naturalmente, de familia hidalga pero sin
recursos; mas la belleza de su hija deslumbraba de tal modo en la Corte que con los
dineros que recibió de un hermano que medraba en Nueva Castilla compró un coto en
las afueras de Madrid, frente al cerro de Buenavista, donde empleó las mandas del
hermano para construir un pequeño palacio conocido por sus siete chimeneas, donde
reinase tan impar beldad. Entonces y entre centenares de pretendientes, la casó con
Zapata, un capitán de mi guardia, de la que ella se enamoró perdidamente. Yo les
conocí cuando una tarde mi montero me condujo a la casa, después de holgarme entre
las gentes que llenaban el cerro vecino con sus juegos y corros; y quedé tan
embelesado que sin pararme a recordar el ejemplo del rey David hice que se ofreciera
al capitán un jugoso destino en los Tercios de Italia, de los que nunca volvió. No me
ofrecieron obstáculos ni la bella ni su padre, y gocé varios meses de mi amor
ardiente, con mengua de la discreción y hasta peligro para mi salud. Sospecho que el
jefe de aquella familia, el Zapata que llevaba el título de conde de Barajas, no me
perdonó jamás la deshonra y a eso atribuyo tanto sus maniobras rayanas en la
traición, aunque explicables por el rencor, como mi condescendencia en ahorrarle el
castigo. Dejé de ver a Elena, la más honda pasión de mi vida, al partir para la jornada
de Inglaterra, y allí supe que otro pretendiente despechado ante sus negativas la
apuñaló en la cama. El padre, enloquecido, ocultó el cadáver y sospecho que llegó a
emparedarla, como dijeron por Madrid algunos de la casa. Ordené desde Inglaterra
que se buscase al cadáver y al asesino, pero inútilmente; y el padre se colgó a poco
allí mismo. Luego la casa de las siete chimeneas fue comprada por alguien que no
temía a las leyendas, Juan de Ledesma, secretario de Antonio Pérez; y otros
potentados que contribuyeron a su triste fama con nuevas desventuras. Quién sabe si
allí sigue insepulto el gran capricho, la gran pasión de mi vida.
Mientras maduraba su designio en los caminos sin descanso, se alarmaba mi
padre por las cartas de Zúñiga, sobre el desorden y tiempo que pierde el Príncipe en
acostar y levantar, desnudar y vestir, sin que dejase de insinuar, aunque con pocos
detalles, otras muestras mucho más graves de tal desorden, pero les preocupaba más
—a mi antiguo ayo y a mi padre— mi persistencia en la desidia que mis accesos de
lujuria. Por una y otra causa ordenó en pleno verano de 1548 que con un lucidísimo
séquito emprendiera yo un detenido viaje por Italia, para subir desde ella hasta
Flandes a través de uno de los «caminos españoles» que nos unían militar y

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comercialmente a nuestros territorios del mar del Norte; el camino que atravesaba las
primeras ciudades del Imperio. No les gustaba a los orgullosos alemanes servir de
camino a los españoles y por eso mi llegada se rodeó de cierta prevención, no exenta
sin embargo de creciente curiosidad. La partida se fijó para el otoño de 1548 desde
Valladolid, donde estaba entonces con mayor frecuencia la Corte de España.

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EL GRAN VIAJE A EUROPA

De acuerdo con las órdenes del Emperador, salí de Valladolid para Cataluña el 1
de octubre de 1548. Quería mi padre que conociera bien Cataluña, la Marca
Hispánica que los primeros príncipes del Sacro Imperio recuperaron para la
Cristiandad y sembraron de castillos. Solía decir mi padre que en Cataluña empezaba
ya Europa; una Europa en casa que me convenía valorar precisamente para mantener
el equilibrio de mis reinos. Entre nuestros títulos figuraba, no por mero símbolo, el
condado de Barcelona, que había vertebrado la Corona de Aragón.
Por expreso designio del Emperador mi séquito resultó mucho más lucido y
solemne que los que le acompañaban en sus viajes por España. Toda la grandeza
pugnó por viajar conmigo. Con este motivo fue nombrado mayordomo mayor y jefe
de la casa del regente don Fernando Álvarez de Toledo, duque de Alba, de quien ya
he hablado; gracias a su lealtad y dedicación, compatibles con sus accesos de ira y su
pésimo humor habitual, le retuve en ese honroso puesto (que por cierto le costó
muchísimo dinero, de lo que se quejaba amargamente pero en secreto, porque su
lealtad igualaba a su tacañería) hasta su muerte en 1582. Poco antes, cuando al
comienzo de mi regencia se declaró una rebelión entre los levantiscos jefes españoles
en Nueva Castilla, como llamábamos al reino del Perú, Alba aconsejaba el envío
inmediato de un ejército que aplastase la revuelta; se impuso mi criterio de
solucionarla con un simple oidor casi sin escolta, y resultó. Desde entonces el duque
me tuvo un sorprendido, pero sincero respeto. A las órdenes de Alba marchaban en
mi cortejo el duque de Sessa, el conde de Cifuente, el mayordomo de servicio
Antonio de Toledo; el caballerizo mayor, Ruy Gómez de Silva, ese cortesano
portugués a quien mi padre tenía por oráculo y que, siempre inclinado a métodos de
concordia, disputaba incansablemente en los Consejos con el grupo acaudillado por
Alba. Venían también el Almirante de Castilla que se mareó después copiosamente en
los trayectos por mar porque jamás había subido a un barco; el nuncio Poggio, que
me observaba casi con impertinencia y lo escribía todo; el cardenal arzobispo de
Trento, que me hizo comprender como nunca la amenaza protestante; mi preceptor
Siliceo, a quien encantaba viajar y Antonio Cabezón, mi organista ciego, que tuvo un
éxito sin precedentes en las grandes ciudades del Imperio, donde me lo querían
arrebatar, y que logró escribir varias de sus composiciones más inspiradas en los
descansos del viaje. Con una formidable escolta de mil quinientos infantes, a quienes
Alba mantenía permanentemente en pie de guerra y hacía maniobrar por sorpresa a la
menor ocasión, descendimos por el valle del Ebro, velamos armas, como hacían los
grandes caballeros entonces, ante la Virgen de Montserrat y embarcamos en Castelló
de Ampurias, donde nos esperaba, con todas las flámulas y gallardetes de Italia, la
flota genovesa de Andrea Doria. Por la celeridad del viaje, que mi padre urgía, casi
no pude conocer entonces de Aragón y Cataluña más que el fervor de sus gentes, que
me aclamaban unos en su lengua recia, otros con la suya tan suave. En aquel viaje

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apenas pude detenerme en la ciudad de Barcelona, que había conocido a los cinco
años, en 1533, cuando fui con mi madre y mi hermana María a recibir a mi padre que
venía de Italia; recuerdo que entré en la ciudad con un ramo de rosas en cada mano,
la flor que adoran en aquella ciudad, a la que volví para jurar sus privilegios en el 42,
para recibir a mi esposa Isabel en el 60 y para despedir a mi hija Catalina en el 85.
Barcelona me ofreció siempre con generosidad sus justas en el Borne, y una vez me
invitó a presidir su procesión del Corpus. Siempre me encomendé a su Virgen de la
Merced, y de sus Atarazanas vinieron a mis escuadras las mejores galeras del mundo.
Algunas me esperaban ahora en la costa de Ampurias, donde flameaban sobre la mar
las banderas de Génova en las cincuenta y ocho galeras de Doria; flanqueadas por
cinco naves de Vizcaya, cuatro de Flandes, once carabelas portuguesas y varias naves
catalanas de guerra y transporte. Los exploradores de Doria nos presentaban un mar
enteramente libre de enemigos, y arribamos a Génova con toda felicidad.
Durante muchas semanas recorrimos el norte de Italia. Era pleno invierno, y
aproveché el viaje para repasar El Príncipe de Nicolás Maquiavelo, que pretendían
interpretarme, de manera contradictoria, Siliceo y Gómez de Silva. Esta meditación
me produjo gran enojo con los príncipes italianos, tan indignos entonces y ahora de
su tierra bellísima, y sin poder reprimirme traté con altanería, en Mantua, al duque de
Ferrara y al embajador de Venecia que pretendían darme lecciones en presencia de
mis consejeros. Aprecié en cambio la lección militar de Alba en el castillo de Milán,
ciudad que me definió como la plaza de armas de España (él no decía nunca el
Imperio) en el sur de Europa, y me prometí volver a ella detenidamente; porque allí
como en ninguna parte se me mostraron complacientes las hermosísimas mujeres de
aquella tierra, mucho más preparada para la paz que para la guerra que suele asolarla,
por la manifiesta incapacidad de sus príncipes para unirse y defenderla de extranjeros.
En las ciudades del Imperio se me recibió al principio con frialdad, como si quisieran
devolver el rechazo de los castellanos a mi padre cuando vino de Flandes por primera
vez. Parece que le informaron sobre mi carácter adusto y altivo, cuando lo que
realmente me sucedía es que llegué a sentir en mi carne la proximidad y los zarpazos
de la herejía, al cruzar por tantos campos de batalla teológica y militar: Innsbruck,
Múnich, Augsburgo, Heidelberg, Spira. Todo cambió al entrar en Luxemburgo, que
era ducado de mi padre por herencia. Y ya entrábamos en los Países Bajos, la tierra
de Flandes, donde por fin rendimos viaje en Bruselas, junto a mi padre, el 1 de abril
de 1549.
En tan largo recorrido empecé a comprender los enrevesados problemas de Italia;
pero me sentí ajeno en Alemania. Como mi padre adivinó que el sentimiento era
mutuo, se inclinaba cada vez más a la solución sucesoria que finalmente adoptó;
designaría a su hermano Fernando como heredero en el Imperio; y me encomendaría
a mí sus reinos de España con Italia y las Indias. Le quedaba por asignar la sucesión
de los Países Bajos, que reclamaban los imperiales como fachada comercial y
estratégica de Alemania en el mar del Norte y frente a la desconocida Inglaterra,

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donde pronto reinaría venturosamente, después de las enormidades de Enrique VIII,
su hija católica que llevaba nuestra sangre, María Tudor. Aunque de momento
ocupaba el trono su débil y enfermizo hermano Eduardo.
Pues bien, en Flandes, Brabante y Holanda, en nuestros Países Bajos que años
después se convirtieron en la espina y la pesadilla de mi reinado, pasé los meses más
felices de mi vida hasta entonces. Allí llegué a comprender lo que significan
realmente los palacios y los jardines; allí me inicié en el gusto y los misterios del arte
nuevo, y envié a España los primeros cuadros para mi colección, que inauguré con la
mayor sorpresa artística de mi viaje, El Descendimiento de micer Van der Weyden,
que parece pintado en medio de una visión. Mi tía Margarita, regente de los Países
Bajos en nombre de mi padre, organizaba en el palacio de Binche unas fiestas según
los relatos del Amadís que convertían en juegos infantiles los ingenuos torneos de
Castilla. Pero al entregarme a las mayores dulzuras de la vida, porque las damas de
aquella Corte practicaban las artes amatorias del Amadís de forma mucho menos
alambicada, no descuidé nunca examinar con mis consejeros las noticias semanales
que venían de España. Así me enteré, por ejemplo, de cómo la moneda de plata
arrinconaba, gracias a la regularidad de las flotas de Indias, al propio oro; y de los
progresos de la orden fundada por nuestro antiguo capitán Ignacio de Loyola, que
sería principal colaborador de mi padre para la defensa de la fe en Alemania, y que
según las noticias de mis consejeros «se había hecho lenguas del hálito de bondad y
santidad que emanaba del joven príncipe de España». Una piadosa exageración que
sin duda debo a los informes de mi amigo Francisco de Borja; y menos mal que el
finado general y fundador de los jesuitas no supo de mi conducta entre los festejos de
los castillos del Hainaut.
En abril de 1549, cuando las impresiones favorables que suscitó mi llegada
terminaron de convencer a mi padre, recibí el juramento de fidelidad como sucesor
por parte de los Estados Generales de Flandes. Maduraba mi padre su política
matrimonial como principal instrumento de su estrategia. Quería para mí, como
segunda esposa, una princesa de Francia; para su hija María un entronque imperial; y
para mi hermana Juana la corona portuguesa. Logró todos esos propósitos
sucesivamente; porque entonces nada se resistía a su poder. Sin embargo cuando
decidió investirme como heredero de Flandes, contra las apetencias de la nueva
dinastía imperial que iba a encabezar su hermano Fernando, ya tenía meditada una
nueva orientación estratégica para el conjunto de nuestras coronas. Comprendía de
lejos, cada vez con mayor claridad y hondura, la fuerza inmensa de las Indias para el
futuro del mundo; y por eso, sin abandonar por ello la defensa de la fe en Europa y en
el Mediterráneo, quiso construir, mirando más a Occidente, un imperio del océano.
Por eso me quiso entregar Flandes, que no sería la fachada imperial, sino la avanzada
de España en el mar del Norte. Por eso, sobre todo, pretendió y logró después que yo
fuera, antes de ceñir la corona de España, rey de Inglaterra. Creía que entre Madrid,
Londres y Bruselas (con la posibilidad siempre acariciada de Lisboa) podría tenderse

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un solidísimo pilón de puente sobre el mar para enlazar con las Indias al otro lado.
Quizá por eso estalló su cólera de forma terrible cuando le contábamos, como una
broma del viaje, los mareos del almirante de Castilla. Al tomar cuerpo en su mente y
su corazón este maravilloso proyecto, aflojó un tanto su indomable presión sobre los
príncipes protestantes en la Dieta de Augsburgo, el año 1550, cuyo Interim trataba de
atraerles, sin resultado, mientras los católicos lo tomaron a claudicación.
Plenamente logrados por mi padre los fines de mi viaje a Europa, regresé a mi
regencia de España en 1551, pero ya con otro aire. No era más un aprendiz sino un
gobernante pleno. Me prestaron juramento de fidelidad las Cortes de Navarra en
Tudela como ya lo habían ofrecido, desde mi infancia, las de Castilla y luego las de
Aragón. Desde mi regreso de Flandes establecí, con mi padre, un sistema de
cogobierno que funcionó admirablemente. Le consultaba las decisiones más graves
que admitían espera; y tomaba personalmente las urgentes, tras oír a mis consejos y
despachar con los secretarios de tales consejos. Se logró, con este procedimiento, una
identidad casi absoluta de criterios y políticas entre mi padre y yo, lo cual hizo
revertir sobre mí todo el inmenso prestigio del Emperador.
Sin embargo el mismo año de mi regreso a España el Emperador se derrumbó por
dentro ante la degradación religiosa del Imperio, que cundía como la peste. Fueron
años de sequías y catástrofes que no lograban compensar ni de lejos las flotas de
Indias, más escasas y menos provistas que nunca. Se vaciaron las arcas imperiales y
Castilla, esquilmada, no era capaz de responder a mis insistentes peticiones ni pagaba
los impuestos con la facilidad de los tiempos de abundancia. Mi padre tuvo que
retrasar los proyectos sucesorios en el Imperio, licenció a la mayoría de sus tropas,
con excepción de los Tercios más selectos; y se tuvo que encerrar en la fiel ciudad de
Innsbruck, mientras los príncipes herejes, acaudillados por el joven elector Mauricio
de Sajonia, que era un gran soldado, se unían en la Liga de Chambord con el también
joven y ambicioso rey de Francia, Enrique II, que con olvido de las obligaciones
sagradas de su fe aportó a la coyunda una alianza pérfida: la del Gran Turco. La
política más rastrera pasaba sobre la religión, por primera vez en la Cristiandad;
herejes e infieles se unían al Rey cristianísimo para eliminar a la Corona del Sacro
Imperio. Más afectado moral que militarmente, mi padre quedó como paralizado
cuando la infame liga recuperó, tras algunas victorias, el control de Alemania central.
Carlos Quinto, por primera vez en su vida, tuvo que huir a uña de caballo para no
caer prisionero de sus súbditos rebeldes y perjuros. Salió silenciosamente de
Innsbruck y tuvo que refugiarse en la fortaleza de Milán, desde donde contemplaba,
sin medios, la catástrofe de su Imperio, el hundimiento de sus sueños.
Pero en el momento más difícil de su vida le salvó España gracias a mi decisión
sobre la paz en Nueva Castilla. Mi enviado, el licenciado Lagasca, calmó las guerras
civiles del Perú, y nos remitió con toda felicidad el oro y la plata de varios años,
incluido el que los conquistadores habían tomado en el templo del Sol, en la ciudad
del Cuzco, capital de los incas. Nunca tanta riqueza había cruzado el océano. El oro y

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la plata de España devolvieron la savia al Imperio acosado y el ánimo al Emperador,
que salió de Milán para convocar la Dieta de Passau, donde entre firmezas, amenazas
y sobornos recuperó la obediencia y la iniciativa sobre los príncipes. Dios nos bendijo
con la muerte de Mauricio de Sajonia y, restablecida la situación imperial, mi padre
volvió a su designio oceánico, respaldado ahora por la opulencia de las nuevas minas
abiertas por nuestros virreyes en Zacatecas de la Nueva España y Potosí, en el Alto
Perú. Se ha dicho en Amberes que la riada de plata pasaba por España sin fecundarla.
Pero no es cierto; por esos años los quince mil telares de Sevilla tenían encargos para
tres temporadas, y se amasaban allí enormes fortunas en manos españolas. Cierto que
nuestros incipientes banqueros no lograron llegar siquiera a la suela del zapato de los
flamencos y genoveses, pero Génova y Amberes eran también ciudades de nuestros
reinos.
Dominados los príncipes díscolos del Imperio, mi padre se revolvió contra
Francia, la impúdica aliada del Turco. Logró brillantemente la recuperación de
Estrasburgo pero fracasó en el asedio de Metz y tuvo que defenderse personalmente,
con valor y éxito, de la contraofensiva francesa sobre Namur. Mi padre atribuyó el
fracaso de Metz a que su salud, muy resentida, le impidió llegar a tiempo para
ordenar el asalto; y al ver que yo no servía para soldado tomó secretamente la
decisión de retirarse. Para frenar la osadía francesa ordenó a nuestra caballería de tres
naciones —España, Flandes, Italia— la devastación de Champaña. Desde 1553 mi
padre residía en los Países Bajos, donde proyectaba mejor sus planes que ya eran más
oceánicos que continentales. Ruy Gómez de Silva leyó en uno de mis consejos una
sentencia de Hernán Pérez de la Oliva sobre el cambio de España y Portugal en el
conjunto del mundo: «Antes estábamos en un cabo del orbe pero ahora en el centro
de él». Como para corroborar estas gloriosas palabras, que hice inmediatamente mías,
el Señor se llevó al pobre rey doliente de Inglaterra, Eduardo, y subió al trono María
Tudor, con la idea firmísima de reconciliar a Inglaterra con Roma. Entonces mi padre
vio el cielo abierto, improvisó con los agotados franceses la tregua de Vaucelles, para
tener las manos libres, y me propuso un segundo matrimonio con nuestra pariente la
reina María de Inglaterra, que aceptó la idea no solamente con satisfacción, sino con
verdadero frenesí, en cuanto sus enviados le informaron con exageración asombrosa
sobre mis imaginadas perfecciones. Cuando vio que tan providencial proyecto se
encauzaba, mi padre creyó cumplida su misión en la Tierra y con esa magnanimidad
y serenidad que ningún otro monarca de la Historia había poseído como él, comenzó
a preparar minuciosamente su retirada gradual, y me encargó acelerar las obras de su
pequeño palacio en Yuste.

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EL RETRATO DEL JOVEN REY DE NÁPOLES

Mi mejor retrato se debe al mejor pintor de nuestro siglo, Tiziano, pero el que
llevaron de España a la reina María de Inglaterra, y que según ella me dijo luego
encendió su amor y su deseo sobre todas las cosas, debía proceder de un artista, cuyo
nombre nunca indagué, más adulador que sincero. Después de nuestra boda en
Inglaterra, la reina María, sabedora de mi gusto irresistible por toda clase de papeles,
me dejó repasar el legajo de los informes y descripciones que había recabado sobre
mí antes de decidirse no sólo a casarse sino a enamorarse de un príncipe español.
Ahora reproduciré algunas de estas informaciones con nostalgia, que excluye,
Terrones, toda complacencia. Estoy ante la muerte próxima, que sólo es un principio
para nuestra resurrección con los mismos cuerpos y almas que tuvimos.
John Elder, un enviado secreto de la reina María que no sé si llegó a verme en
persona, pero desde luego hubo de conocer el favorable retrato que por entonces me
había hecho Tiziano, me describía así:
«De rostro es bien parecido, con frente ancha y ojos grises (yo me los veía más
azulados), de nariz recta y talante varonil. Desde la frente al extremo de la barbilla,
su cara se afina; su forma de caminar es digna de un príncipe. Y su porte tan erguido
que no desperdicia una pulgada de altura. Pelo y barba son rubios. En resolución, su
cuerpo está perfectamente proporcionado, así como los brazos, piernas y los demás
miembros, de forma que la naturaleza no parece capaz de labrar modelo tan
perfecto».
Otras observaciones alababan mi forma de sonreír, si bien algunos informantes
menos benévolos advertían que mi sonrisa cortaba como espada, aunque yo no
recuerdo haber sonreído jamás por ironía, sino por felicidad. Es verdad, como dice
otro billete, que me acariciaba la barba puntiaguda, y que, sobre todo en mis
conversaciones y despachos de estado, hablaba en voz baja y miraba fijo a mi
interlocutor; siempre desconfié de los hombres que no se atrevían, por falsa
modestia, a mirarme a los ojos, al menos alguna vez. Todos los informes citan mi
minuciosidad, unos como virtud, otros como defecto; y es verdad que me preocupé
siempre de los detalles, pero siempre traté de no perder la visión del conjunto. Otros
dicen que recelé habitualmente de los fuertes —Alba, Farnesio, mi hermano Juan— y
en cambio me confié a los aduladores y sinuosos, como Ruy Gómez o los Pérez. Algo
hay de verdad; pero nunca temí elevar a personas de valía, y ante los de carácter más
enérgico sólo me opuse a sus intentos de imposición, jamás a su firmeza. Unos
exaltaban mi prudencia, otros criticaban mi timidez, como si hubiera en mí dos
naturalezas; el apocamiento natural y la conciencia de mi enorme poder. Nunca me
sentí apocado sino responsable; muchas vidas y haciendas podrían depender de una
lejana decisión mía, y por ello tardaba a veces demasiado en resolver. Pero en mis
diez o doce horas diarias de trabajo despaché, alguna vez, más de trescientas cédulas
o asuntos, que me venían bien preparadas de los consejos. La experiencia del terrible

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desánimo de mi padre en el 51 me enseñó a dominar, a fuerza de voluntad sin límites,
abatimientos semejantes que me sobrevenían cuando se cerraban todos los horizontes
a la vez. Poco a poco, al comprobar que Dios me enseñaba la salida de las situaciones
más difíciles, renació la confianza en mi destino y en mi misión.
María de Inglaterra se admiraba de mi amor a los papeles, porque ella no leía
apenas alguno; se limitaba a firmar lo que le ponían delante las personas de quienes
se fiaba. Yo creo en los papeles; no sólo porque los archivos y documentos son la
memoria del pasado y yo, que jamás temí al juicio de la Historia, quiero dejarlo bien
abastecido; sino sobre todo porque ante un escrito se puede meditar más profunda y
eficazmente que en medio de una nube de palabras, en las que interviene el arte de la
persuasión y del engaño.
A María le agradaba mi escrúpulo por la limpieza y el aseo y la sobriedad de mis
vestidos, casi todos de terciopelo negro sin más adorno que el Toisón de nuestra
familia. Y le admiraba mi completo descuido por mi seguridad en una Europa
convulsa donde se producían con tanta frecuencia atentados, a veces mortales, contra
los reyes. Quizá yo prolongaba indebidamente fuera de España mi certeza absoluta de
que jamás levantaría contra mí su mano un español; y que jamás permitirían los
españoles, presentes hoy en toda Europa, que un extranjero me amenazase. También
comprendía mi esposa inglesa, que había sido una gran solitaria, mi gusto y mi culto
por la soledad, que siempre compensé con un intenso acompañamiento interior. Se
divertía con mi afición a plantar árboles de sombra y ornato, más que frutales, en
todos los palacios donde residía más de una semana. Esto lo aprendí en Flandes,
donde viven los mejores jardineros del mundo, si bien de Inglaterra saqué para toda
mi vida un gran amor a los bosques, que abundan allí como en parte alguna fuera de
las montañas alemanas. Quise sembrar también de bosques a España, donde por
ventura no faltaban; y prohibir la torpísima tala de los árboles mejores, porque los
que vinieran después de nosotros han de tener mucha queja de que se los dejemos
acabados. Me admiré de que con esos bosques y esos árboles Inglaterra careciera de
una buena escuadra de guerra; pero mi enigmática cuñada Isabel, de quien he de
hablar luego detenidamente, debió recordar luego mis confidencias sobre este punto,
y convirtió a su isla en la peor enemiga de nuestros mares. Ya su padre Enrique VIII
había empezado a aficionar a los sedentarios nobles ingleses con las aventuras de la
mar, y empezaban a cundir entre ellos buenos navegantes, que aprendían de nuestros
vascos y cántabros.
Cuando gracias al consejo y ejemplo de mi padre, tras mi viaje del 48, recuperé
un vivir ordenado, casi nunca me salté las normas que entonces me impuse. Me
despertaba, casi sin ayuda ajena, sobre las ocho, y pasaba leyendo en la cama una
hora. Entonces me levantaba y con la ayuda de un solo mayordomo me afeitaba y
vestía. Después de la misa y el almuerzo despachaba con mis consejeros y secretarios
por turno riguroso, y luego recibía varias audiencias hasta el breve refrigerio del
mediodía. Nunca dejé la siesta, ni en mis viajes, tras de la cual pasaba ocho horas

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sobre mi escritorio, con la ayuda de mis secretarios. Cenábamos a las nueve y durante
mi vida de matrimonio solía visitar a la Reina en sus aposentos o antes de misa, que
me apetecía más; o después de la comida o bien antes de retirarme.
María de Inglaterra quiso comer siempre conmigo y adaptó generosamente las
costumbres de su Corte a mis preferencias. Apenas tomábamos nada fuerte en el
refrigerio de mediodía. Las comidas de verdad, con casi los mismos manjares, eran el
almuerzo y la cena. Allí se servían invariablemente pollo frito, perdiz o paloma;
piezas de caza, pollo asado y filetes de vaca de cuatro libras, casi crudos; excepto los
viernes, en que nos veíamos forzados a tomar pescado, hasta que obtuve del Papa
dispensa para tomar también carne los viernes, excepto el Viernes Santo, donde
ayunaba casi por entero. También gustaba de las sopas variadas y el pan blanco, y en
la cena venían frutas y ensaladas, por más que recelaba de frutas y verduras, como del
pescado, por miedo a corrupciones que alguna vez me pusieron en grave peligro,
como ya relaté. Con frecuencia se me producían atascos que remediaba con
trementina y otros vomitivos. Exigí siempre que se cambiase el orinal en el excusado
cada dos semanas; y que se guardase en tal lugar una limpieza exquisita, sin que
nadie, ni siquiera la reina, pudiera compartirlo conmigo. Casi siempre padecí de
almorranas, y mal de estómago. A veces los catarros se prolongaban durante semanas,
y no paraba de toser incluso cuando había desaparecido la fiebre. Desde que ceñí la
corona sentí dificultades en las articulaciones, que luego degeneraron en esta terrible
gota que me tiene ya postrado sin remedio. Ya maduro se me declararon un verano
tremendas ansias de beber y comer a todas horas, signo de hidropesía que logré
contener, por el acierto de mis médicos, con una fuerte reducción en las comidas y un
ejercicio corporal menos violento pero más sistemático. No hace mucho se me
alborotó la bilis, caí varios veranos con fiebres recurrentes que se me curaban como
por milagro con las aguas de esta sierra; hasta que la hidropesía y la gota se
combinaron para postrarme como veis desde hace ya más de mes y medio.
No me obsesioné, aunque sí me apasioné con mi salud, sobre todo antes de
conseguir un heredero de la Corona que no se me muriera en la cuna; nunca llegué a
imaginar qué sería de estos reinos sin mi sangre para regirlos. Más de una vez pedí el
diario que llevaban mis médicos y consulté con ellos problemas de mi salud. Aquí
veo, por ejemplo, un inventario de mi pequeña botica particular, que ordenaba
personalmente: Cuerno de rinoceronte, coral, ámbar, bálsamo, coco, tres sortijas de
hueso que dicen ser buenas para las almorranas, un limpiador de dientes de ébano,
con dos engastes de oro esmaltado; una boseta de plata dorada, pequeña, para tener
polvos de dientes; un palo de oro con las cabezas vueltas para dar cauterio a los
dientes; un punzón y una paletilla para las orejas, y otra pieza para raer la lengua,
todo de oro; una escobilla chiquita para limpiar los peines; dos dedales de plata
para guarda de las uñas; un vaso de plata para tomar purgas.
El cuidado por mi salud se extendía a la de mis esposas e hijos, de quienes ya os
hablaré. La impasibilidad aparente que nacía de mi dominio interior, que ya fue

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completo tras la muerte de mi amada esposa Isabel de Francia, encubría mis
sentimientos, que de haber encontrado cauce sensible me hubieran destrozado. Me
pasaba las tardes, y a veces gran parte de la noche, clavado sobre mi escritorio y en
ocasiones graves me traía los papeles a la cama. Flaqueé muchas veces en la
aplicación pero jamás se me oscureció la norma ni la guía interior. Procuré huir de la
arbitrariedad y cultivar la justicia, sin mengua de mi poder real absoluto que me
transmitió mi padre tanto en la práctica como en la idea; pero ese poder estuvo
siempre al servicio de una misión, que identificaba la defensa de la fe y el prestigio
de la Corona. Amé a España sobre todas las cosas de este mundo, quise al pequeño,
cómodo y alegre Madrid, aunque no tanto como a esa Lisboa abierta al océano; y
sobre todo me encontré en casa aquí, en el palacio del Monasterio, que yo quise
levantar como prueba no ya de mi victoria sobre Francia sino de mi continua
preocupación por ella. De Francia me han dicho algunos hugonotes que estoy en San
Lorenzo del Escorial como la araña en el centro de la tela, pero las principales
vibraciones que llegan hasta las mallas de esa tela han sido siempre los gritos de
angustia de esa Francia auténtica en tan grave peligro de abandonar la Cristiandad. Si
yo he contribuido, como creo, a evitarlo para siempre, mi vida tiene ya una
justificación.
Muchos de los detalles que aquí recuerdo los conocía, tan bien como yo, la reina
de Inglaterra, María Tudor. Nunca nadie había estudiado mi personalidad, por dentro
y por fuera, con semejante cúmulo de datos, a veces reales, a veces fantásticos como
aderezados por su ardorosa ilusión. Hora es ya de que relate mi jornada de Inglaterra,
que, oscurecida por enemistades posteriores, casi nadie conoce en España.

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INGLATERRA: MARÍA E ISABEL

Para presentarme dignamente en Inglaterra, mi padre me cedió en propiedad el


reino de Nápoles, aunque ya era duque de Milán. Ceñí pues mi primera corona, que
no acepté sólo simbólicamente; porque Nápoles era la retaguardia española en Italia y
la cuna de nuestros Tercios; y Sicilia, comprendida en el reino, se había convertido
ya, para los años difíciles, en el granero de España. Salí pues de La Coruña con
espléndida escuadra en la que destacaban por su maestría y dominio de aquel mar
bravío las naves vizcaínas y cántabras; desembarcamos en Southampton el 20 de julio
del 54 y celebré el siguiente día de Santiago, en la catedral de Winchester, mis bodas
con la reina de Inglaterra. Yo tenía veintisiete años, ella treinta y ocho. Aunque ella
era la propietaria, yo era el Rey, no simplemente el consorte, según la costumbre
elemental de aquel país. María no era bella pero tampoco tan desagradable como me
la habían pintado quienes pretendieron, en la Corte, deshacer la boda por motivos que
no se me alcanzan; en todo caso por no comprender el plan atlántico del Emperador.
Su amor por mí era tan desbordante que llegaba, en la soledad de nuestra alcoba, a
parecerme atractiva. Usaba en el lecho, con espontaneidad y sin que nadie se hubiera
atrevido a aleccionarla, artes amatorias un tanto bárbaras que me sorprendieron
agradablemente. Con ello su pasión se encendió hasta el paroxismo y sólo mi
retraimiento ante aquellas costumbres políticas que casi parecían ritos, aunque jamás
se escribieron, me impidió tomar abiertamente el poder como María me insinuaba por
apoderarse más de mi persona. Por lo demás allí me sucedió algo curioso; las damas
de la Corte se me mostraron esquivas, pero cuando decidí perderme con brevísimo
séquito por las calles de Londres y los pueblos que rodeaban a la Corte itinerante, las
mozas —muy garridas— disputaban por ofrecerme sus favores, que yo acepté
largamente. Sabedoras de lo cual, algunas damas de honor llegaron a asediarme por
las estancias de palacio, y yo hube de ceder más de lo conveniente. Cuando mi padre
lo supo me reprendió por deber, pero particularmente me confesó que en Alemania
tuvo, al principio, parecida experiencia.
María resplandeció en su boda con un diamante y un rubí gigantescos que yo la
ofrecí como presente, que todo lo había bien menester para suplir la hermosura que
le faltaba; pero como digo, la majestad y la pasión hicieron el milagro de cambiar su
color y tensar su cuerpo hasta donde nunca ni ella ni sus cortesanos habían soñado.
Pese a ello sólo pudo retenerme a su lado quince meses durante los cuatro años de
nuestro matrimonio; pero en las capitulaciones se había estipulado que yo jamás la
sacaría de Inglaterra y pronto los asuntos de Estado y la sucesión de mi padre me
reclamaban en España y en Francia. No tuvimos hijos; ella no podía, y una vez
confundió un grave tumor con un embarazo.
Más que el cuerpo de María Tudor me atraía, y cada vez más, su espíritu. Su
madre, Catalina de Aragón, había sabido infundirle la fe profunda e inquebrantable
de nuestra familia y cifraba toda su misión en la vida y en el trono en devolver

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plenamente la fe católica a la Inglaterra pervertida por su padre Enrique VIII, con la
complicidad abyecta de una Corte servil, ansiosa de apoderarse de los bienes de la
Iglesia; y de una parte del episcopado, que tomó el título regio de Defensor de la Fe
—concedido precisamente por el Papa a Enrique por su libro contra la nueva herejía
de Europa— como un dogma autónomo que permitía traspasar a la Corona la
primacía sobre la Iglesia del reino. Fortalecida con nuestra boda, que le garantizaba la
protección imperial, María hizo aprobar en el Parlamento, institución posterior a
nuestras Cortes pero generalmente más levantisca, el restablecimiento pleno del
catolicismo. Yo procuraba informarme más que intervenir en los problemas interiores
de Inglaterra, pero mientras estuve allí recomendé vivamente a María que no cediese
a las presiones de sus consejeros fanáticos, quienes pretendían ahogar en sangre a la
herejía acorralada. Pero yo había prometido también en las capitulaciones mantener
íntegramente las leyes del reino —empresa difícil ya que muchas veces pedí el texto
de tales leyes y nadie supo dármelo, pese a lo cual juraban sobre su existencia y
validez—; prometí también limitar mi séquito español, y que nuestro primogénito
sería rey de Inglaterra y de los Países Bajos. Si además iba a ser, como yo pensaba,
Rey de España, el proyecto de mi padre sería la más grande realidad de la Historia.
Durante sus largos años de reclusión y soledad, María, que fue declarada bastarda
al anularse, por coacciones de su padre bárbaro, el matrimonio de su madre, había
meditado profundamente sobre el carácter de su nación y las dificultades y
posibilidades de su corona y su familia, los Tudor. En mis conversaciones de estado
con ella pude comprobar hasta qué punto su madre, la reina repudiada Catalina, había
conseguido identificarse con su nueva patria, como es norma invariable en las
mujeres de nuestra Casa de Austria y de España. María me insistió en que los
representantes del estado llano y las ciudades de Inglaterra, reunidos en el
Parlamento, habían observado con aprensión, y aprendido con recelo las lecciones del
comportamiento de la Monarquía en Francia y en España, donde los Estados
Generales y las Cortes habían cedido gran parte de sus atribuciones al poder absoluto
de los monarcas. Los Tudor eran por naturaleza autoritarios, pero el Parlamento se
cuidó de que no pudieran formar un ejército poderoso y fomentó por el contrario la
consolidación y armamento de las milicias concejiles y populares, con lo que el rey
no pudo nunca independizarse de la institución representativa. La familia real
comprendió el carácter de su nación y aceptó los límites de su poder. El padre de
María, el desbocado Enrique, consolidó su rebeldía frente a Roma por el reparto de
los cuantiosos bienes de la Iglesia entre quienes secundaron su cisma tanto en el
Estado como en la Iglesia, pero las raíces del catolicismo seguían vivísimas entre el
pueblo y una parte de la nobleza, y María confiaba en restablecer la verdadera
religión. Muchos herejes de nuevo cuño habían emigrado a los territorios protestantes
de Europa pero mientras se impidiera su regreso las nuevas ideas quedaban fuera de
toda expansión concreta en Inglaterra por falta de método.
El recuerdo, todavía intenso, de los desenfrenos del rey Enrique favorecía los

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propósitos de restauración de mi ardiente esposa, que me explicó con fría precisión
los graves sucesos del cisma, cuyo único fundamento, según ella, eran los nuevos
intereses materiales procedentes de la confiscación de los bienes de la Iglesia. Me
alarmó sin embargo su entrega a los consejos del obispo Gardiner, un fanático
vengativo, que nos había casado en Winchester y que rezumaba en sus consejos para
el gobierno el odio contra quienes le habían humillado durante la rebeldía religiosa de
Enrique; quería sobre todo tomar venganza contra el arzobispo Cranmer, encerrado
en la Torre, cosa que yo conseguí impedir mientras estuve en Inglaterra.
No puedo explicarme, después de la detallada narración de María, cómo este
pueblo altivo e independiente soportó las aberraciones y los crímenes de Enrique
VIII; a no ser porque sus predecesores no hicieron a Inglaterra el inmenso servicio de
mis bisabuelos los Reyes Católicos a España, y ni por asomo emprendieron una
reforma profunda de la Iglesia, que yacía en sus corrupciones y su degradación,
desvinculada ya espiritualmente de todo sentimiento de unidad con la Iglesia de
Roma y de Europa. Al repudiar a Catalina y bastardear a su hija María, Enrique VIII
tomó por mujer y reina a una dama de la más alta nobleza inglesa, Ana Bolena, de la
que también se hartó hasta el punto de decapitarla por adulterio, que no hubo tal, y
declarar igualmente bastarda a su hija Isabel. Diez días después de la ejecución
Enrique se casó con Jane Seymour, después con Ana de Cleves y luego con Catalina
Howard, a la que también decapitó pese a su inocencia y a su extrema juventud. A los
cincuenta y dos años hizo reina a la muy experimentada Catalina Parr, y cuando
murió en Whitehall, en medio de sus espantosos remordimientos, que se le
desbordaron por el cuerpo, le sucedió su único hijo, el enfermizo Eduardo. María me
contaba con horror, porque pese a todo no logré arrancarle una sola condena contra su
padre, cómo al dejar solo su féretro en la iglesia se reventó y esparció su sangre por el
suelo, que fue lamida por los perros, lo cual los obispos que habían permanecido
fieles ante el cisma interpretaron como una nueva versión del castigo de Ahab, por el
repudio a la reina legítima Catalina. María tenía entonces 31 años y seguía soltera,
pero Enrique había hecho jurar a sus consejeros que si faltaba alguna vez el heredero
varón, le sucederían por orden de edad sus dos hijas María e Isabel, por encima de
toda consideración religiosa. El grupo de nobles protestantes que pretendían mantener
el cisma destinaba como esposa del pobre heredero Eduardo a una damita de la Corte,
Jane Grey, delicada y bellísima, hija de los duques de Suffolk. Pero como se esperaba
por su mala salud, Eduardo murió en 1552 y entonces el duque de Northumberland
declaró heredera a Jane Grey, con la intención de casarla con su hijo. Sin embargo el
pueblo aclamó a María, designada para la sucesión por Enrique VIII y los nobles
fieles al trono de los Tudor, sin distinción de religiones, encerraron en la Torre de
Londres a Jane y a su frustrado suegro Northumberland.
Entonces subió María Tudor al trono de su padre. La nueva reina había intimado,
durante su común bastardía, con su hermana Isabel, hija de Ana Bolena que, aunque
parecía favorable a los cismáticos, no se había declarado expresamente infiel a la

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Iglesia de Roma. Cuando mi padre quiso entroncarme con la dinastía de Inglaterra,
Enrique II de Francia pensó en casar a su heredero el delfín con la reina de los
escoceses María Estuardo, permanentemente fiel a su fe católica, para intervenir por
su medio en los asuntos de las islas británicas; María Estuardo pretendía también, y
no sin derechos, la sucesión a la Corona de Inglaterra. María nombró ministro
principal al obispo Gardiner y obligó a Isabel a que asistiera a la misa solemne por el
alma de Enrique VIII. Después de hacerlo, sin mucho entusiasmo, la princesa, que
todo el mundo decía que era igual a su padre, se retiró al campo. Desde su voluntaria
reclusión se fue convirtiendo poco a poco en el ídolo y la esperanza de los
protestantes de Inglaterra contra la restauración que impulsaba, sin desmayo, la reina
María.
Mi esposa me convenció por completo de la verdad y la justicia de su causa,
cuando se empeñaba en que yo asumiese con mayor decisión las funciones de Rey de
Inglaterra; pero de momento, mientras me informaba con detalle, yo le aconsejaba
prudencia y sosiego, sin adoptar por mi parte posturas que pudieran enconar más el
ya gravísimo pleito religioso. Apenas asentada en el trono, María hubo de enfrentarse
con la rebelión de un aventurero protestante, Thomas Wyatt, que conspiraba con un
gigante rubio, Edward Courtenay, heredero único de la anterior y venerada dinastía
inglesa de los Plantagenet, a quien pretendía casar con la princesa Isabel para
continuar la rebelión religiosa de Enrique VIII. Wyatt marchó sobre Londres con
cuatro mil hombres, que eran para la Inglaterra de entonces un contingente militar
irresistible, pero no contaba con que María le iba a dar pruebas inesperadas de su
temple. La reina invocó al pueblo en nombre de su padre y de su familia, provocó un
alzamiento armado y derrotó al rebelde Wyatt que ingresó en la Torre. Entonces la
reina, con fundadas sospechas sobre la complicidad de su hermana Isabel en la
maniobra (aunque ella pudo probar que había rechazado una visita de Wyatt) trajo a
Isabel a Londres y la encerró en la Torre tras hacerla pasar por la Puerta del Traidor,
por lo que ella protestó airadamente. Los consejeros de María insistían para que con
este motivo ordenase la ejecución de la pobre Jane Grey, acusada también
(falsamente) de complicidad con Wyatt, pero ella se negó. Isabel fue encerrada en la
torre de la campana y de momento se salvó del verdugo por la intercesión de varios
nobles protestantes y católicos: el conde de Arundel, Pembroke, Sussex y el almirante
William Howard, con todos los cuales departí largamente durante mi estancia.
Arundel sobre todo, que era un católico ferviente, pero no fanático, me convenció de
que deberíamos llamar a Isabel a la Corte, y me contó maravillas de su inteligencia,
su prudencia y su altiva belleza inglesa.
En cambio el obispo Gardiner hizo lo imposible para lograr que la reina María
ordenase la ejecución de su hermana, a quien suponía renegada y traidora, cuando
realmente no era entonces más que una joven aterrada e indecisa; aunque con una
sorprendente fe en su destino personal. A los dos meses de vivir Isabel en la Torre de
Londres María ordenó que la trasladaran a Richmond, donde habló con ella y por

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sugerencias de la Corte imperial le propuso el matrimonio con un príncipe católico y
aliado nuestro, Manuel Filiberto de Saboya. Isabel se negó en redondo no ya a
Filiberto en particular, sino a todo matrimonio. «He nacido —dijo a su hermana— en
la cámara de las Vírgenes bajo el signo de Virgo». Y al darle su hermana a elegir
entre el matrimonio y la cautividad, escogió sin vacilaciones la cautividad. Entonces
la llevaron al castillo de Woodstock y allí estaba, en prisión atenuada, cuando yo
llegué a Inglaterra.
Durante las celebraciones de la boda conocí, por las confidencias de María, todos
estos detalles y encargué por mi parte a mi mejor diplomático, Ruy Gómez de Silva,
que ampliase mi información sobre la vida y los propósitos de la princesa Isabel,
cuyo misterio me fascinaba desde que tuve noticia de ella. Ruy Gómez, que había
llevado a la reina María de mi parte las joyas que lució en la catedral de Winchester, y
que desde entonces no se las quitaba ni para dormir, intimó pronto con el principal
valedor de Isbael en la Corte de María, el conde de Arundel, quien por su parte me
había ofrecido, en nombre de la reina, la Orden de la Jarretera y un precioso caballo
que luego me traje a España. Con motivo de la Navidad, cuando estábamos en la
Corte de Hampton, cerca de Londres, conseguí que María llamase a Isabel. Asistí a la
entrevista de las dos detrás de unas cortinas, pero la princesa lo advirtió. En vista de
ello me permití irrumpir al final de la conversación y entonces pude conocerla,
aunque mi esposa no nos quiso dejar solos ni entonces ni en ningún otro momento.
Debo resumir mis impresiones en una sola palabra: Isabel me fascinó, y creo que yo
también le causé una impresión profunda y duradera.
Isabel Tudor, princesa de Inglaterra, recordaba, según toda la Corte, a su padre
Enrique por su pelo rojizo y sus ojos de azul acerado. Trataba de aparecer tímida pero
realmente poseía un carácter firmísimo y decidido, con una gran seguridad en sí
misma que nadie se explicaba. Desde el primer momento surgió una corriente de
simpatía entre ella y yo, como pudo demostrar en el enojoso asunto de Magdalena
Dacre, una dama de la Corte que rechazó mis insinuaciones y que al jactarse de ello
ante Isabel recibió una reprimenda terrible. Cuando pudimos eludir la vigilancia de
Marea, que no la dejaba junto a mí ni a sol ni a sombra, me expresaba sus dudas
sobre la represión de su hermana contra los protestantes, a quienes creía muy
arraigados por el despego de Roma que había mostrado la Iglesia de Inglaterra desde
un siglo antes. Llegó a confesarme que lo que más temían los ingleses, incluso los
católicos, era la implantación de un tribunal como la Inquisición en Inglaterra, y que
desde la lejanía de sus islas consideraban al Papa, por encima de todo, como un
soberano temporal que había abdicado de su misión espiritual. Me confesó que
durante su encierro en la Torre de Londres había creído próxima la muerte, pero que
una fuerza misteriosa le habla sostenido por dentro. Se mostró agradecidísima a mi
solicitud por ella, y cuando me atribuía su restablecimiento en la Corte después de mi
llegada me besó en la frente como una hermana verdadera. Muchas cosas nos unían:
amaba a Inglaterra como yo a España, sobre todas las cosas; y creía en su destino sin

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adivinarlo por entero. Cuando yo le insistía en que aceptase el matrimonio de Saboya,
me indicó, con elegancia, que las experiencias matrimoniales de su padre la hicieron
concebir un rechazo instintivo a toda coyunda con un hombre: aunque admiraba y
comprendía el desbordante enamoramiento de su hermana por mí. Me preguntó
muchas cosas sobre España y sobre los proyectos de mi padre, y me dio abundantes
muestras de su sentido común y de su prudencia. Se divertía con mis aventuras por
los barrios de Londres, de las que se mostró sorprendentemente informada. Me indicó
veladamente que algún familiar mayor había intentado abusar de ella, lo que le
provocó desde entonces aborrecimiento a los hombres.
Cuando a poco yo hube de abandonar la Corte y la isla, María mi esposa ordenó
que Isabel se retirase al castillo de Hatfield, aunque no en condición de prisionera.
Desencadenó entonces la persecución abierta contra los protestantes, y durante todo
un año se encendieron para ellos las hogueras de Smithfield, a la salida de Londres.
Isabel, temerosa, accedió a asistir habitualmente a misa y abrazó ostensiblemente la
religión católica, pero sus confidentes dejaban entrever, sin llegar a comprometerla,
su comprensión y simpatía por los protestantes perseguidos. Los consejeros de María
ordenaron la ejecución de Nicolas Ridley, obispo de Londres; Hugo Latimer de
Winchester, John Hooper de Gloucester y sobre todo el arzobispo Thomas Cranmer,
que había abjurado por temor de la hoguera pero que después murió patéticamente,
agitando los brazos en señal de protesta y aferramiento a la herejía. Cuando en el
siguiente mes de febrero, preocupadísimo por estas noticias trágicas y estas medidas
inoportunas, pude regresar a Inglaterra, María, a quien sus enemigos apodaban ya
María la Sanguinaria, pareció humanizarse y buscó desesperadamente un heredero en
sus efusiones conmigo. No pareció feliz cuando me empeñé en que Isabel regresara a
la Corte, donde solía refugiarse en mi conversación como una paloma perseguida. Me
vi obligado a insistirle en el matrimonio saboyano, que volvió a rechazar con una
extraña determinación interior; y no hubo más, porque yo tuve que abandonar
Inglaterra, pese a la debilidad creciente de María, que nada bueno presagiaba, cuando
mi padre decidió acelerar sus proyectos sucesorios.
Ya no pude volver. El sordo rechazo de los ingleses, incluso muchos católicos,
contra mi persona no me invitaba a obedecer a María, empeñada siempre en que yo
actuase más directamente como Rey a su lado. Pronto fui plenamente Rey de mi
propia Corona, y dudo que alguien pueda llamarse alguna vez, como yo hice durante
dos años, Rey de España y de Inglaterra simultáneamente. María y yo tratábamos de
enlazar por cartas que cada vez fueron más sentidas y sinceras el destino de nuestros
dos tronos. Isabel nos observaba en silencio lejano desde su retiro de Hatfield,
mientras la salud de María se apagaba inexorablemente. Yo conocía su aversión,
hasta física, a la misma idea de matrimonio y por eso desengañé a mi padre que ante
las noticias e informes de nuestro embajador, el conde de Feria, sobre la salud de
María, trató de convencerme para que repitiese el intento matrimonial con Isabel, a
sabiendas de que ella no me era indiferente, ni yo a ella y sin parar mientes en el

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fracaso de nuestra tía Catalina con los dos hermanos Tudor, sucesivamente. Pero los
ingleses, sin distinción de religiones, clamaban contra España y el Imperio porque
durante nuestra guerra con Francia, el duque de Guisa, les había arrebatado su último
enclave francés, Calais, al que consideraban la perla de su reino, o para decirlo con el
realismo militar del duque de Alba, su cabeza de puente en Europa continental. Me
reprochaban el que yo, como Rey de Inglaterra, no hubiera sabido defender la plaza
con los diez mil soldados de Inglaterra que, como explicaré, me había enviado María
para mi guerra contra Francia, y no les faltaba razón.
Dos embajadas llegaron entonces al castillo de Hatfield, donde Isabel, que recibía
cada vez más adhesiones de toda Inglaterra, esperaba la consumación de su destino.
Una de su hermana María, ya casi desahuciada, que le ofrecía una declaración de
heredera a su favor si se comprometía a completar el restablecimiento de la religión
católica. Isabel respondió con firme respeto que la decisión sucesoria había sido ya
adoptada por Enrique VIII, y dio una respuesta evasiva a la exigencia de su hermana.
La segunda embajada fue la de Feria, que movido directamente por mi padre, sin
consultarme, insinuó a Isabel la posibilidad de casarse conmigo a la muerte de su
hermana. La princesa se deshizo en elogios, que Feria creía sinceros, porque
seguramente lo eran, pero le repitió que no se casaría jamás, ni siquiera con el Rey de
España. Mi padre me lo escribió desde Yuste poco antes de morir en ese mismo año
58; podía haberse ahorrado la gestión, si me hubiera consultado. Dos meses después
de mi padre murió mi esposa María Tudor, y cuando apenas había expirado, el
consejo en pleno, incluidos los nobles católicos, voló hasta el castillo de Hatfield no
para ofrecerle la Corona, sino para reconocer unánimemente a Isabel Tudor como
reina de Inglaterra. Jamás he olvidado desde entonces a María la Atormentada, tan
española como inglesa. Ninguna reina de Inglaterra amó así a España; ninguna otra
mujer me amó tanto a mí, por encima de la razón de Estado, y por mi propia persona.

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REY DE ESPAÑA Y LAS INDIAS

Ante el estancamiento de mi sucesión y de mi propia misión en aquella Inglaterra


con la que, pese a mis esfuerzos, y los de mi esposa María, no lograba congeniar, mi
padre decidió acelerar el proceso de su sucesión y el 8 de septiembre del 55 me llamó
con urgencia a Bruselas. Allí, en ceremonias de solemne abdicación, que discurrieron
entre una emoción inmensa y compartida por el pueblo, fui primero investido, el 25
de octubre, como soberano de los Países Bajos; y el 16 de enero de 1556, como Rey
de España con las Indias, Nápoles y Sicilia. Yo recibía así, en el corazón de Europa,
tres de las cuatro herencias de mi padre —la castellana, la aragonesa y la borgoñona
—, junto con la garantizada amistad y alianza familiar del Sacro Imperio, por más
que el nuevo imperio atlántico en que mi padre todavía soñaba comprendía, a uno y
otro lado del océano, a cincuenta millones de hombres regidos desde España.
Después de mi proclamación como Rey, mi padre siguió dirigiendo, por su gigantesca
autoridad moral e histórica, a mis reinos desde Bruselas; pero según el sistema de
cogobierno que habíamos convenido desde mi regreso del gran viaje a Europa, y por
vía de consejo más que de imposición, aunque yo siempre consideré, mientras vivió,
sus deseos como órdenes, de lo que nunca me arrepentí; porque suya fue la idea de la
campaña militar en el norte de Francia a la que yo me opuse, y que luego terminó en
el éxito decisivo de San Quintín. Mi padre permaneció en Bruselas hasta finales de
1556, cuando emprendió su último viaje, su peregrinación hasta su retiro de Yuste.
Me embargaba la emoción y la responsabilidad al ceñir la Corona de España y las
Indias, por más que ya la costumbre de su gobierno me había preparado para
aceptarla con decisión.
Desde mi gran viaje a Europa se perfilaban ya entre mis consejeros dos grupos
que la Corte llamaba partidos: uno, que pretendía llamarse imperial, como si alguien
pudiera ser más imperial que yo, reclamaba líneas duras de actuación en el gobierno y
obedecía como jefes al duque de Alba y al obispo Granvela, a quien la experiencia
iría luego aconsejando mayor flexibilidad. El otro partido, que quería llamarse partido
del Príncipe, se agrupaba en torno a Ruy Gómez de Silva, trataba de atender mejor
nuestras relaciones de amistad con las Cortes europeas y los métodos de tolerancia y
ecuanimidad en el gobierno. Pero lo que dividía sobre todo a los dos partidos eran las
incompatibilidades personales, que degeneraban en calumnias y toda clase de
maledicencias para desbancar al contrario. Desde que asumí la Corona prohibí que
nadie se jactara de pertenecer al partido del. Rey, que lo es de todos; pero subsistieron
las dos tendencias hasta el final de mi reinado, guiadas por los mismos motivos
políticos y sobre todo personales. Yo utilicé las divergencias para reafirmar mi
predominio sobre todos, y para hacer aceptables ante la gente los relevos en mi gracia
y en el gobierno, sin repudiar por ello a unos cuando exaltaba a otros para el servicio
de España y de la religión. La diversidad dé los partidos se notaba en las
controversias de los consejos, que yo reformé según las pautas iniciadas ya por mi

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padre. Delimité con claridad las competencias del Consejo de Castilla, para la
gobernación del reino, los nombramientos personales y la suprema instancia de la
justicia; del Consejo de Estado, que entendía de los asuntos exteriores y las
cuestiones de alta orientación política; y de los demás consejos generales, entre los
que concedí especial importancia a los de Hacienda y Guerra, sin descuidar a los de
órdenes, Cruzada e Inquisición, ni sobre todo a los territoriales, que eran, junto al de
Castilla, el de Aragón, y los de Italia, Flandes e Indias y luego Portugal, cuando
incorporé aquel reino. Asistido por mis dos secretarios principales y permanentes yo
despachaba periódicamente con el secretario de cada consejo; y ordené instalar en los
semisótanos del Alcázar madrileño, que las gentes llamaban covachuelas, todas las
oficinas de la administración. Con ello logré tener en una mano, y a mi alcance
diario, todos los resortes y las conexiones del gobierno, que se movían a golpe de mis
firmas. Sólo de esta forma creí posible la coordinación de grandes empresas y
campañas que alguna vez llegaron a abarcar a todo el mundo, cosa que ni en tiempos
de mi padre había sucedido jamás. Para ello yo necesitaba vivir junto a los centros de
administración y coordinación, sin perseguir alocadamente a los problemas por medio
de viajes incansables. No prescindí totalmente de los viajes de Estado, para que la
Monarquía estuviera físicamente presente en mis reinos; pero habitualmente preferí la
eficacia de mi presencia moral, mediante la sensación que todos adquirieron de
sentirse gobernados a distancia como si yo viviera entre ellos. Cuando yo estaba
lejos, como durante la primera época de mi reinado, ordené a los secretarios de los
consejos que me resumieran con puntualidad el despacho de los asuntos que
encomendé a mis consejeros principales en España. Y para evitar que cada consejo
tratara los asuntos de forma independiente de los demás, establecí un sistema de
juntas interconcejiles dirigido por mis secretarios y orientado por mí en última
instancia para las decisiones, a sabiendas que con este procedimiento aumentaría la
influencia de los secretarios, convirtiéndoles en verdaderos ministros, e incitándoles
al valimiento, que traté siempre de contrapesar evitando los excesos de su
competencia. Pero al final de mi vida he de reconocer que no tuve para la elección de
mis más altos consejeros la misma mano que mi padre; porque el más importante de
todos me traicionó vilmente, y me complicó en sus manejos hasta que me sentí
atrapado y hube de romper sin temor a las consecuencias, que fueron terribles.
Otros consejeros, es cierto, sobre todo los que pertenecieron a la Iglesia como
Espinosa y Granvela, me sirvieron con generosidad y lealtad absoluta, y a su acción
debo en buena parte la seguridad y estabilidad de mi reinado. Pero ni siquiera ellos
acertaron a encontrar respuestas para el principal problema de mi gobierno: la
asignación y administración de los recursos, y la reducción de los crecientes gastos
que nos iban ahogando nuestras grandes empresas. Todo el minucioso orden que yo
implanté en la desordenada administración de mi padre, cuyos ministros gastaban
según lo que el erario recibía, resultó inútil ante la carga de responsabilidad universal
que creí mi deber echar sobre mi Corona, y preferentemente sobre las anchas

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espaldas de Castilla. Cuando yo ceñí esa Corona los gastos del Estado se habían
triplicado desde la llegada de mi padre a España en 1517. La situación se agravó
durante mis ausencias para la empresa de Inglaterra, y sobre todo cuando, por
exigencia de mi padre, concentramos toda nuestra fuerza militar contra el norte de
Francia, lo que me obligaba a operar lejos del centro de mi reino. Al repasar las
cuentas de mi padre para poner en orden mi nueva Hacienda comprobé que de las
seiscientas operaciones de crédito que concertó en su reinado, más de quinientas
recayeron, con sus vales e intereses, sobre las arcas de Castilla, mientras los demás
reinos rehuían, con motivos cambiantes, su participación. Por eso hube de estrenar mi
propio reinado con la suspensión de pagos que decreté en 1557, aunque luego tuve
que repetir tan denigrante medida en 1575 y el año pasado, del 97. Ahora me
arrepiento de que las urgencias del momento me impidiesen hacer caso a las
recomendaciones, bien tempranas, de mi contador mayor en Castilla, Luis Ortiz, que
me pedía la abolición de las trabas aduaneras para la salida de mercancías de Castilla,
cuando toda Europa las demandaba por su abundancia y calidad. Luego la creciente
demanda de las Indias encareció los productos castellanos que nadie se atrevía a
comprar y los mercaderes de Flandes e Italia inundaron España con los bienes baratos
que producía nuestra plata de Indias al llegar a sus naciones en condiciones tan
favorables para ellos como onerosas para nosotros. No supimos mantener en
funcionamiento los telares de Sevilla ni aficionamos a Flandes y a Alemania con
nuestros vinos de Rueda y de Jerez, que nos arrebataban los adelantados y
conquistadores. No estudiaron mis consejeros refrenar, a la muerte de mi padre, la
largueza de dinero que denunció el doctor Martín de Azpilcueta y que se tomaba
funestamente en España como signo perenne de prosperidad. Nos bastaba nuestra
plata y nuestro oro para comprar en Europa los mejores productos sin que nos
tuviéramos que molestar en fabricarlos. Y ese dinero, que debió remansarse en
Sevilla, y allí conseguimos que se quedara al principio, volaba después demasiado
pronto a Génova y Amberes, donde supieron fecundarle. La rígida reglamentación de
nuestros gremios, que buscaban por encima de todo limitar la competencia, desanimó
a quienes prefirieron librarse, fuera de España, de sus imposiciones y gozar de mayor
libertad para sus establecimientos.
Pero sobre todo fue la guerra, que mi padre abrazó como un deber continuo tras
su ideal, y yo continué como un tributo necesario a mi sentido de misión, la que
consumió nuestros recursos de Castilla y de Indias. Una campaña mediana de verano
costaba, al comenzar mi reinado, seiscientos mil ducados; y desde 1580 la guerra de
Flandes devoraba tres millones de ducados al año. A mí me costaba cien ducados
situar un arcabucero en el Artois, y al rey de Francia solamente diez. Los gastos de
guerra consumieron la mitad larga de nuestros recursos, y aun así no pudimos evitar
los amotinamientos de nuestro ejército cuando dejábamos de pagarle. Casi todo, no
me cansaré de repetirlo, recaía sobre Castilla; los demás reinos querían que les
defendiéramos gratuitamente.

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La traición del Papa

Hago estas consideraciones, que pueden parecer áridas, porque sin ellas no se
entiende la principal dificultad de mi gobierno y de mi reinado, que se inició,
simbólica y realmente, con la gran campaña de Francia. Semanas antes de mi
investidura como Rey de España el influyente partido francés del Sacro Colegio, bien
provisto del oro de Francia, eligió al peor enemigo de nuestra Casa, el napolitano
Gian Pietro Caraffa, como Papa Paulo IV. Era un súbdito nuestro, partidario de la
Casa de Anjou, que no había digerido el gobierno español en Nápoles, ochentón
resentido y atrabiliario que hizo la vida imposible a los jesuitas de Ignacio de Loyola
simplemente por su origen español y por su identificación con la causa de España.
Desde el primer momento de su pontificado se empeñó en echar a los españoles de
Nápoles y de toda Italia con la complicidad de Francia. Concertado secretamente con
el Papa, el rey de Francia Enrique II pensó que el agotamiento de mi padre en su
última campaña fronteriza contra él le permitía una iniciativa contra mí y ordenó
cruzar los Alpes al ejército del duque de Guisa. Pero ante la firme resistencia de
nuestros Tercios en Milán, el francés no se atrevió a plantarles batalla abierta y
cometió el error de dejarles atrás sobre su retaguardia para lanzarse sobre Nápoles
con la bendición y la ayuda del Papa. Para intimidar a nuestros soldados, Paulo IV,
que había revocado las concesiones sobre rentas eclesiásticas otorgadas a mi padre,
publicó mi solemne excomunión al comprobar mi orden tajante de resistencia a
nuestras tropas •de Italia; pero mis teólogos convocados en consejo extraordinario
acordaron por unanimidad que una medida de alcance espiritual tan grave contra el
más alto Rey de la Cristiandad no podía ser válida al venir de un Papa que actuaba de
forma partidista como soberano temporal. Lo cierto es que mi conciencia no se alteró
un instante, aunque me preocupaban las consecuencias que para el Pontífice pudiera
tener la actuación de nuestras tropas despechadas. Mi destino, que hizo coincidir mi
nacimiento con el saco de Roma, me obligó a que la primera decisión militar de mi
reinado fuera ordenar al duque de Alba la marcha sobre Roma.
En una campaña tan difícil y complicada por tantos factores brilló como de él se
esperaba el talento militar de nuestro primer general. La confianza que mi padre y yo
teníamos en él nos permitió abandonar a su iniciativa el teatro de operaciones en
Italia mientras yo me concentraba en deparar al rey de Francia la sorpresa de su vida:
organizarle un ataque desde Flandes contra la zona más poblada y sensible de su
reino, en dirección a París. Yo dirigí esta campaña en todos sus preparativos y me
mantenía atento a las noticias de Italia. Encomendamos el mando en jefe de nuestro
ejército del norte a otro experto capitán afecto a nuestra Casa, el duque Manuel
Filiberto de Saboya, desposeído arbitrariamente de su feudo por el rey de Francia.
Cuando los movimientos de Enrique II contra Italia y su alianza con el Papa hicieron
saltar la tregua de Vaucelles, pedí a mi esposa la reina María de Inglaterra el envío
urgente a nuestras costas de Flandes de un cuerpo militar inglés, y María respondió

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con generosidad digna de su amor por mí; despachó inmediatamente a una división
formidable de diez mil hombres a las órdenes de lord Pembroke, uno de los grandes
amigos que yo tenía en aquel reino. Con los Tercios como fuerza y batalla principal,
el duque de Saboya avanzó en flecha por Picardía, después que nuestra caballería
amagase de nuevo en Champaña, lo que desorientó por completo al ejército francés,
dividido en varios cuerpos cuyos jefes no se entendían, ya que su principal estratega,
el duque de Guisa, se había alejado imprudentemente hacia el centro de Italia. Yo
establecí mi real en Cambrai, desde donde salía para reunirme a veces con Manuel
Filiberto, vigilaba la puntual recepción de los suministros y enviaba órdenes a lord
Pembroke y a nuestros destacamentos de Luxemburgo para que emprendieran
acciones de flanco que desconcertaron por completo a los franceses. Me preocupaba
personalmente, además, de mantener contacto con los lugartenientes del duque de
Alba en Milán, mediante un sistema de postas que me permitía situar al juego de
fuerzas en Italia dos veces más rápidamente que en la corte de Francia, donde jamás
se consiguió una compenetración tan directa entre sus dos ejércitos. Mi padre había
fracasado en su desembarco en Provenza por no conseguir la coordinación entre
varios teatros de operaciones, que yo dominaba por completo desde nuestro
campamento en Cambrai. Así que el 2 de agosto los Tercios de Manuel Filiberto,
cubiertos por la caballería saboyana y flamenca, y precedidos por los jinetes ligeros
de España, viraron bruscamente desde la ruta de Picardía y establecieron por sorpresa
un cerco de hierro en torno de San Quintín, bastión del reino de Francia sobre el alto
Somme, llave de París. Era San Quintín ciudad más grande que Madrid con sus
barrios extremos y capaz de pagar cien mil ducados de impuestos anuales. Nuestro
movimiento dividió a los franceses. El almirante Coligny, gobernador de Picardía,
había pensado hasta última hora que nuestro objetivo era su provincia y para
defenderla se había encerrado en la plaza de Lens, completamente fuera de juego. El
jefe del cuerpo principal, veintiocho mil hombres mandados por toda la nobleza de
Francia, era el condestable Anne de Montmorency, que acampó en La Fére para
socorrer desde allí a los defensores de San Quintín que le reclamaban auxilio
desesperadamente.
A todo esto el duque de Alba hacía maravillas en Italia. Dejó Milán con un
ejército breve pero selectísimo, marchó sobre Roma que, temerosa de un segundo
saco, obligó al Papa a avenirse a una tregua con España, tras dejar sin efecto la
excomunión contra mí; y reforzó una por una las guarniciones de Nápoles
quedándose sólo con un pequeño cuerpo móvil que se apoyó en las montañas, para
hostigar el avance de los franceses. En esta incursión sobre Roma nuestro general
neutralizó además a las fuerzas del Papa, mediante la captura del puerto de Ostia. El
habilísimo sistema defensivo de Alba funcionó perfectamente, con excepción de la
pérdida de Ostia a manos del ejército francés. El duque de Guisa, animado por esa
victoria sobre los temibles castellanos, se adentró imprudentemente en Nápoles, para
tropezar con una decidida resistencia de nuestras bien guarnecidas plazas. Alba

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maniobró con notable rapidez apoyándose en la cadena de los Abruzzos, y burló a
Guisa cuantas veces lo deseó. Tuvieron los franceses noticia de que nuestras fuerzas
de Milán estaban a punto de recibir nuevos contingentes del Imperio y Guisa temió
verse encerrado en una ratonera. Sus jefes de cuerpo se desanimaron y empezaron a
temer otra Ceriñola, u otra Pavía. Nuestros jinetes ligeros les mordían la retaguardia y
nuestro duque no aceptó jamás el reto de una batalla en campo abierto, consciente de
la abrumadora inferioridad de sus fuerzas. Cuando las de Guisa entraban ya en la
desesperación, su general recibió nuevas de la catástrofe sufrida por el ejército del rey
de Francia junto a San Quintín. Entonces Guisa levantó el campo, sorteó con maestría
la persecución de nuestras fuerzas en tenaza, desde sus bases de Nápoles y Milán, y
gracias a la protección del Papa consiguió volver a suelo francés, donde se presentó
como el salvador del reino y su única esperanza militar. Alba había ganado una
guerra sin librar una sola batalla.

Una promesa en San Quintín

Manuel Filiberto de Saboya llevaba todo un mes sin quitarse la armadura ni para
dormir el día en que cercamos San Quintín. Sólo dejó sin cerrar la ciénaga que
formaba el río Somme al lamer las murallas junto al camino de La Fère, con la
esperanza de atraer por allí a los franceses del exterior a una trampa mortal. El
almirante Coligny, indignado por su propio error, fue el primero en caer en esa
trampa, y mientras los nuestros preparaban el asedio se introdujo por allí en la plaza
con un convoy de socorro custodiado por cuatrocientos hombres, que protegieron a
sus zapadores mientras ahondaban un canal que permitiese el paso de barcazas con
suministros. Nuestro general saboyano dispuso a sus cuerpos en torno a la ciudad,
divididos por naciones para mayor estímulo; los ingleses apoyándose sobre el
Somme, después de la laguna; los lansquenetes del Imperio y la caballería flamenca
del conde de Egmont, a uno y otro lado del camino de Cambrai; y el campamento de
los Tercios españoles, al mando de nuestro mejor maestre de campo, Julián Romero,
otra vez sobre el río, aguas arriba, por encima de la laguna. Julián, que había
aprendido de los capitanes veteranos de Gonzalo de Córdoba el uso perfecto de las
armas de fuego, situó dos compañías de arcabuces de forma que batieran el canal
construido por los franceses.
El condestable de Francia decidió reforzar ante todo la guarnición de la plaza y
socorrer a su población que moría de hambre por una total imprevisión antes del
asedio. Cuando amanecía el 10 de agosto de 1557, día de san Lorenzo que se grabó a
fuego y esperanza en mi alma, un larguísimo convoy de gabarras bajaba por el
Somme y se adentraba en el canal trazado en la laguna. Julián Romero les dejó
avanzar, y cuando la primera gabarra ya tocaba suelo firme desencadenó el infierno
con sus arcabuces a cincuenta pasos, escondidos entre los matojos. No llegó un solo
barco, ni quedó con vida un solo tripulante a bordo; sólo algunos que se arrojaron al

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agua. Por entonces el ejército del condestable ya estaba en Rouvray, al otro lado del
Somme, y entonces Manuel Filiberto, al ver el estrago y la desesperación de los
franceses, cruzó con su caballería y la flamenca por el puente de Rouvray y separó a
la caballería francesa, mandada por Condé, un noble de la Casa de Borbón, del grueso
francés que se acercaba en orden de columna. Entonces, mientras la caballería
saboyana batía a la francesa, los jinetes flamencos envolvieron a la infantería
desprotegida del condestable, y la pusieron en fuga, sin dar tiempo a que se
emplazase la temible artillería francesa. Los arcabuceros españoles aseguraron el
flanco derecho de la acción y los arqueros ingleses el izquierdo mientras los
lansquenetes alemanes impedían cualquier intento desesperado de salida desde la
plaza. Aniquilados dos contingentes de infantería francesa, los arcabuceros de Julián
Romero y los arqueros de Pembroke compitieron con ahínco en sus tiros largos sobre
la retaguardia enemiga en desbandada; y si bien nuestras armas de fuego resultaban
más mortíferas desde cerca, las flechas salvajes de los ingleses llegaban al doble de
distancia con fuerza mortal. La caballería de Filiberto se apoderó de ochenta banderas
de Francia, y casi todos los cañones. Quedó prisionero, al rematarse la batalla con la
conquista de la plaza, el almirante Coligny; y tanto Condé como el condestable
Montmorency fueron heridos gravemente. Cuando el duque de Nevers tomó el
mando del ejército derrotado, sólo pudo reunir en aceptable estado dos mil hombres.
Renuncié a perseguirlos y aniquilarlos; nunca en mi vida consideré que Francia era
un enemigo a hundir, sino un aliado en potencia que deberíamos primero neutralizar y
luego atraer. En San Quintín no vencimos solamente al ejército principal del rey de
Francia; derrotamos también a distancia al ejército francés de Italia.
Al recibir a uña de caballo las noticias de tan señalado triunfo, que inauguraba mi
reinado bajo la mejor estrella, escribí inmediatamente a mi padre, ordené la libertad
inmediata de los prisioneros franceses, como reconocimiento a su valor —
exceptuando a los gascones, medio españoles, que hice internar en prisiones de
Flandes— y ordené a Manuel Filiberto que no marchara, como me había pedido,
sobre París. Nunca quise aplastar ni menos humillar a Francia; solamente ponerla en
su lugar dentro de nuestro nuevo concierto imperial. Mi padre que al principio se
mostraba impaciente y preguntaba con insistencia si yo había entrado ya en París,
cuando ningún ejército podría defenderla, acabó por comprender y aprobar mis
razones. Al encontrarme con el victorioso duque de Saboya, quiso besarme la mano,
pero yo le alcé. «Soy yo quien debe besar la mano vuestra —le dije— después de una
batalla tan gloriosa». Al acatar mi decisión y detener por el momento la campaña,
dio a los mercenarios alemanes un escudo de oro a cada uno para que volvieran
honestamente a su tierra.
Pero al comprobar la magnitud de esa victoria tomé una de las grandes decisiones
de mi vida. Prometí al Señor edificar, en honor a san Lorenzo que así nos había
protegido y amparado en su día, un templo y monasterio de piedra viva junto a las
saludables montañas de El Escorial, a diez leguas de Madrid, donde pensaba instalar

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el centro espiritual de mis reinos. Hice los primeros bocetos allí mismo, cuando aún
no se habían disipado los ecos de la batalla en que Dios confirmaba mi camino. En
ellos, que luego entregué a mis arquitectos, aparecía ya, como homenaje al santo, la
planta en parrilla que les exigí como patrón de la gran obra.

La victoria de Gravelinas y la paz católica

Así que ni por un momento se me ocurrió perseguir al ejército francés ni


apoderarme de la persona del vencido rey Enrique II, al que tenía atrapado y a mi
merced en Compiégne. Mi esposa María Tudor agradeció vivísimamente mis cartas
de felicitación por el comportamiento ejemplar (que fue cierto) y la ayuda decisiva
(que exageré un tanto) de sus caballeros en torno a lord Pembroke, y sobre todo de
sus arqueros legendarios, aunque yo, después de comprobar su eficacia en varios
ejercicios que organizó Julián Romero, me incliné definitivamente por el
perfeccionamiento de los arcabuces. Regresado a toda prisa de Italia, y bastante
mohíno por el fracaso de su campaña, el duque de Guisa se presentó ante todo el
reino como su salvador, por estar al mando del único ejército capaz de enfrentarse al
nuestro. Tras un otoño de preparativos febriles comprobé que el orgullo herido de
Francia contrarrestaba mi generosa política de paz. El 8 de enero de 1558, y como
represalia por la ayuda inglesa en San Quintín, Guisa atacó por sorpresa a la
guarnición de la reina María en Calais y recuperó la plaza del canal para Francia, lo
que suscitó en toda Inglaterra un terrible movimiento de indignación contra María y
contra mí, del que se aprovechó con habilidad desde su retiro mi cuñada Isabel,
apoyada cada vez más por los protestantes ávidos de venganza. Pero no tenía tiempo
para preocuparme por los problemas de Inglaterra, aunque seguía siendo
nominalmente rey de Inglaterra; las noticias de mis informadores seguros sobre la
decadencia de la salud de María venían cada vez más alarmantes. Y es que el duque
de Guisa, ensoberbecido explicablemente por una victoria que resonó con fuerza de
siglos en toda Francia, se atrevió a hostigar nuestra frontera de Flandes al apoderarse
de la plaza de Thionville. Iban a cumplirse los once meses de nuestra victoria en San
Quintín, aparentemente decisiva, y el reino de Francia se había rehecho por completo;
yo conocía ya esa colosal capacidad de recuperación y por eso contuve a Filiberto
cuando me reclamaba respetuosamente el avance sobre París. En cambio nosotros
entrábamos en dificultades horrendas. La guerra prolongada en el norte de Francia
resultaba insufrible para nuestro erario. Hube de incautarme de todas las remesas de
plata y oro que venían de Indias, sin contentarme con el quinto real; lo que provocó
una terrible indignación en los burlados destinatarios y en los banqueros, aunque
éstos acabaron quedándose con la plata. Mis consejeros hubieron de declarar la
bancarrota del Estado, aunque con promesa de resarcir a los deudores; si bien no
pudimos indicar dónde, ni cuándo, ni cómo.
Con los recursos allegados así, a mano airada, conseguí preparar, ahora a las

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órdenes de mi mejor capitán flamenco, el conde de Egmont, un nuevo ejército que se
opusiera a las maniobras de Guisa sobre Flandes. Sus dos victorias en Calais y
Thionville le habían valido el concurso de millares de voluntarios procedentes de
toda Francia, y el rey Enrique II puso a su disposición recursos sin límite. Amagó
Guisa sobre toda la frontera de Flandes; un día aparecía sobre Cambrai, otro parecía
lanzarse sobre nuestra guarnición de San Quintín. Yo no podía permitir que
perdiéramos tan pronto, sin lucha, la plaza que había hecho interiormente símbolo de
mi vida. Pero Guisa parecía omnipresente. Situó al mariscal de Thermes en su nueva
base de Calais, y le ordenó salir de ella por la ruta de la costa, con un cuerpo de doce
mil infantes, dos mil caballos y excelente artillería. Cuando comprobé que esta tropa,
aguerrida y orgullosa, había logrado cruzar las zonas fangosas del río Aa y se había
apoderado al primer asalto de nuestra ciudad de Dunkerque reaccioné
inmediatamente. Envié por mar correos urgentes a nuestro puerto de Pasajes y a la
corte de Inglaterra pidiendo el envío más rápido posible de flotillas ligeras bien
artilladas, que tanto los vascos como los ingleses solían tener siempre disponibles
para proteger el comercio con Flandes y el mar del Norte. Tuve la suerte de que, al
conocerse las incursiones de los franceses por las zonas costeras del canal de la
Mancha, tanto los vascos, como los Cántabros de Laredo, como los ingleses de
Southampton habían aprestado ya esas flotillas con fines comerciales, que ahora pude
aprovechar en apoyo de nuestro ejército.
Con audacia que nos asombró, el mariscal de Thermes siguió por la costa hasta
Nieuport, que también tomó por asalto con facilidad. Entonces, tras dejar guarnecida
su conquista, se revolvió tierra adentro, y marchó contra Saint-Omer, pero
interrumpió el avance cuando supo que el conde de Egmont con nuestras tropas
hispano-flamencas, precedidas por su famosa caballería vencedora en San Quintín, le
salía al encuentro. El mariscal de Francia trató entonces de cruzar el río Aa y tropezó
de nuevo con sus márgenes pantanosas. Quería llegar cuanto antes al amparo de los
muros de Calais, pero Egmont no le dio tiempo. No dudó en dejar atrás su artillería
para lanzar sus jinetes contra el francés, que desplegó sobre el ángulo que forma el
río con el mar del Norte, entre la plaza de Gravelinas y la costa. La infantería se
apoyaba en la seguridad del mar; la artillería francesa, muy bien manejada, se plantó
entre los escuadrones, a vanguardia. Entonces comprendió el conde de Egmont su
funesto error al adelantarse a la artillería. Puso en vanguardia a los caballos ligeros
por los flancos, y a los pesados hombres de armas, con sus armaduras que les
derretían al calor de julio, en el centro. Detrás, en línea de columna, formaron las
infanterías de Alemania, de Flandes, de Sajonia, y dos de nuestros mejores Tercios.
La artillería francesa mantenía a raya a nuestros caballos, que dudaban en avanzar;
aunque lograron enzarzarse en algunas escaramuzas victoriosas contra los del
mariscal. Egmont, con valor suicida, cargó al frente de sus mejores caballeros y
perdió su caballo. Pero la precisión de las culebrinas francesas desequilibraba el
conjunto, y la caballería enemiga logró arrebatarnos una buena franja de terreno.

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Al conseguirlo, dejaron demasiado hueco hasta las formaciones de la infantería,
que se resistía a perder la protección del mar. Lo vio inmediatamente nuestro maestre
de campo Julián Romero, que mandaba el ala derecha de nuestro ejército y saltó, con
unas bandas de sus arcabuceros, por encima de la barrera de carros que los franceses
habían instalado para cerrar su flanco por el lado del río. Nuestros hombres habían
cruzado con el agua al cuello, y se habían plantado entre los jinetes franceses y los
infantes sin que nadie les creyera capaces de tal milagro. Desde allí dispararon a
cuerpo descubierto contra los imprudentes jinetes del mariscal, que se retiraron en
desorden, seguidos por la caballería española que trataba de envolver los flancos,
ahora abiertos, de la francesa.
El conde de Egmont me relataba después, con elogio nobilísimo, esta hazaña
increíble de los arcabuceros españoles, entre los que figuraba el grupo de los
Abuelos, que ya habían luchado a las órdenes del Gran Capitán y debían ser llevados
en carro a la batalla, pero cuando empuñaban el arcabuz superaban a todos los
jóvenes sin apenas poderse mover. El mariscal, frenado, reorganizaba sus tropas ante
el acoso de nuestra caballería, cuando de pronto, con el viento del mar, aparecieron
casi a la vez dos flotillas nuestras, una de Guipúzcoa y otra de Inglaterra, que por el
corto calado de sus naves rápidas consiguieron adentrarse hasta seis brazas de la
playa, formada como casi todo el campo costero, por arenas y dunas revueltas por el
aire. Los tripulantes, avezados en la lucha contra los piratas que siempre amenazaban
las rutas de Amberes, empezaron a disparar inmediatamente con falconetes, los de
Pasajes; con culebrinas plateadas, quizá por exceso de estaño en su aleación, los de la
reina María. El ataque del mar desbarató por completo a la infantería francesa, que
pidió parlamento sin contar con su jefe. El mariscal, que trató de resistir a toda costa,
cayó gravemente herido y fue hecho prisionero. Murieron tres mil franceses; mil
quinientos escaparon entre la polvareda de las dunas; los demás quedaron en nuestro
poder. Era el 13 de julio de 1558, y esta vez Francia mostró, antes que nosotros, sus
deseos de paz. Retiramos, de común acuerdo, el ejército de Egmont, tras premiar
espléndidamente a la tropa, a nuestras fortalezas de la frontera, mientras los
negociadores se reunían primero en Cercaps y luego en Cateau-Cambresis. Dejé bien
claro a mis plenipotenciarios —Alba, Granvela, el príncipe de Orange y Ruy Gómez
de Silva— que ante la situación de nuestras finanzas, estábamos imposibilitados para
continuar la guerra; y so pena de perderme —dije— no puedo dejar de concertarme.
Pero las bazas de nuestras dos victorias —San Quintín y Gravelinas— pesaban
mucho ante el desánimo militar del rey de Francia, que ordenó a sus representantes
—Montmorency, el cardenal de Lorena, el mariscal de San Andrés— que lograsen
una paz digna sin extremar las reclamaciones; al fin y al cabo ellos eran los vencidos.
Como obsequio póstumo a mi lejana esposa María, que acababa de morir, forcé la
devolución de Calais a Inglaterra, lo que me agradeció con muestras casi
desbordantes de afecto, increíbles en su frialdad, mi cuñada Isabel, reina ya de
Inglaterra, pese a que Francia aún retendría la fortaleza del canal por ocho años. Los

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Albret de Navarra, desposeídos de su trono por mi bisabuelo el Católico, renunciaban
a él definitivamente, con lo que cerré a los Borbones, que ya se inclinaban
peligrosamente a la herejía, los caminos del Pirineo. Nuestro general y duque de
Saboya recuperaba sus dominios patrimoniales usurpados por Francia. Devolvíamos
conquistas, y renunciábamos a un sueño de mi padre, la retención de los obispados
fronterizos de Metz, Toul y Verdun. Fortalecíamos en cambio nuestra frontera con
Francia en Flandes, y asegurábamos nuestro dominio en Italia del norte y del sur.
Sin embargo yo cifraba mayores esperanzas en Venus que en Marte dentro de
todos estos convenios. Habíamos acordado la boda de dos princesas de Francia con
príncipes de nuestra Casa y alianza. Margot de Valois, la bella e inteligente hermana
de Enrique II, casaría con Manuel Filiberto de Saboya; y la delicada princesita Isabel,
hija del rey, con mi hijo el príncipe don Carlos. Manuel Filiberto, sin embargo, se
enamoró de las gracias que adornaban a Isabel, hasta que la decisión y la experiencia
de Margot, cuya belleza tampoco era despreciable, le quitó tal ilusión de la cabeza.
Sobre el enlace de Isabel, que en todo caso sería dentro de nuestra Casa, me reservé
la decisión por lo que luego explicaré. Así convenido todo firmamos las paces el 3 de
abril de 1559.
Pero mi preocupación por todo lo que se relaciona con Francia, que constituye
una de las constantes de mi vida, secreta para casi todo el mundo —y sospecho que
así será después de mi muerte también—, me ha hecho retrasar hasta este momento la
mención a las dos personas más próximas a mi vida que nos dejaron mientras yo
consagraba todos mis esfuerzos a un acuerdo duradero con Enrique II. En el mes de
septiembre del año anterior, 1558, moría en su modesto palacio junto al monasterio
de Yuste mi padre Carlos, el César, Emperador de Europa, y Rey de España que creó
nuestro nuevo Imperio del océano, con reinos nuevos mucho más vastos y ricos para
nuestra fe que los que la Cristiandad había perdido en Europa. Su último estertor le
hizo apretar el crucifijo de mi madre Isabel, y su última mirada acarició la Gloria del
Tiziano que le introdujo, sin sentir, en su premio eterno. Me lo había dado todo, me lo
había enseñado todo. Creo que jamás un hijo Rey estuvo tan compenetrado con su
padre en toda la historia de nuestra Casa, donde abundan los desvíos y fosos
insalvables entre hijos y padres, como el que yo no me siento capaz de franquear
hasta la mente y el corazón de mi heredero. A poco, el 17 de noviembre del mismo
año, Dios llamó a mi esposa María Tudor, reina de Inglaterra, sin que mi sangre
hubiera sido capaz de fecundar sus entrañas ansiosas. Con la desaparición de los dos
quedé solo en el mundo ante mi misión y mi destino. Antes de morir, mi padre me
confió su gran secreto; el más hermoso de sus pajes, Jeromín, era realmente su hijo
Juan, que había tenido en una hermosa moza de Ratisbona, Bárbara Blomberg, con
las últimas fuerzas de su virilidad en retirada, y al que había otorgado nuestro
apellido de Austria. En su voluntad última me encomendaba que velase por ese hijo
de su amor tardío, de cuya educación se había ocupado secretamente. Así me prometí
hacerlo. Sentí por otra parte, más de lo que había imaginado, la muerte de María, a la

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que no supe comunicar un amor digno del que ella había sentido siempre por mí;
sobre todo cuando supe que durante su larga agonía sólo acertaba a repetir mi
nombre.

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ISABEL DE FRANCIA

Europa tardó mucho tiempo en sospechar mis verdaderos designios durante las
negociaciones para la paz entre 1558 y 1559. Porque con mi padre retirado y
agonizante, y mi esposa María de Inglaterra sumida en el lejano conformismo de su
mortal enfermedad y su fracaso, todos los hilos estaban en mis manos, por primera
vez… y en las manos blanquísimas y alargadas de Isabel Tudor. Para perplejidad de
mis negociadores —sólo el de Alba sospechaba algo que su lealtad le impedía
comentar— yo lo confundía todo y lo retrasaba todo. Insistí con el conde de Feria en
mis gestiones para que Isabel Tudor, que había rechazado definitivamente a Manuel
Filiberto de Saboya, me aceptase a mí como esposo, pero mi solicitud era formularia,
como un homenaje póstumo a mi padre, que había muerto soñando en nuestro
Imperio atlántico. Cuando comprobé que el rey de Francia conseguía enlazar al delfín
con María la reina de Escocia, y confirmé la cerrazón absoluta de Isabel Tudor,
encaprichada según me decía Feria con un hermoso y atrevido caballero de su
reducida corte secreta, no recuerdo ahora su nombre pero creo que habían sido
además por un tiempo compañeros de cautiverio en la Torre de Londres, hice saber
que mi hijo el príncipe Carlos no estaba aún en sazón de matrimoniar, lo que
desgraciadamente era cierto; y me reservé a la princesa Isabel de Francia, lo que
según pude saber con grave preocupación, causó terrible resentimiento a mi heredero,
que por primera vez profirió contra mí palabras de odio. Para asegurar mi decisión
sobre la princesa, que acababa de cumplir sus trece años, y no solamente era virgen
sino impúber, envié a París a mis dos grandes consejeros rivales, Ruy Gómez de Silva
y el duque de Alba. El portugués, príncipe de Éboli y mi mejor diplomático, se
encargó de cortejar en mi nombre a la princesita de Francia, que se mostró encantada
con la simpatía y el mundo del suplente; pero fue el severo general, don Fernando de
Toledo, quien vestido de negro riguroso por la muerte, reciente aún, de la reina María
de Inglaterra, llevó al altar en Nuestra Señora de París, y en mi nombre, a mi esposa-
niña. Era el 22 de julio de 1559 y yo había cumplido ya los treinta y dos años.
Después del baile en palacio, Alba acompañó a la nueva reina de España hasta sus
aposentos, donde en presencia de un séquito escogido puso un brazo y apoyó la
pierna sobre el lecho, para probar solemnemente que su señor el Rey tomaba
posesión del tálamo nupcial. Luego reverenció a la soberana y a la comitiva y se
retiró. Mas lo que iba a ser el claro principio de mi felicidad intima se mudó, para la
pobre Isabel, en tragedia. En una de las justas celebradas a las afueras de París para
festejar las bodas la lanza del capitán Montgomery, jefe de la guardia escocesa del rey
de Francia, chocó con la coraza de Enrique, resbaló contra el yelmo y le astilló uno
de los ojos, produciéndole la muerte casi instantánea. El reino de Francia quedó en
manos de un pequeño rey impotente, regido sin embargo por una de las mujeres más
hábiles de Europa, la florentina Catalina de Médicis. Pese a su fuerte personalidad,
yo, que acababa de emparentar con los Valois, sentí bajo mi corona también la

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responsabilidad sobre el destino de Francia en su aspecto más delicado; la
permanencia del reino en nuestra santa fe, amenazada por el crecimiento de los
hugonotes y el amparo que les prestaba la Casa de Barbón, ansiosa del trono y
enemiga nuestra desde que los desposeímos de Navarra. Así que a fines de 1559
regresé a España para hacer frente sin la ayuda de mi padre a la tremenda carga de
mis reinos.
Al margen de todo halago, pude comprobar bien pronto en mis consejos que mi
retorno había marcado el principio de una recuperación material y moral. «Ya Europa
descansa —pude anunciar a las Cortes reunidas en Toledo— sobre la paz que le han
procurado mis armas». Y como un eco de las promesas de mi padre, que los
españoles veían plenamente cumplidas en mí, continué: «A todos os prefiere mi amor
y estimación». Para consolidar los buenos augurios lo primero que procuré fue la
regularización de nuestro principal aporte material, la plata de Indias. La flota salía
todas las primaveras, rumbo a las Antillas y Veracruz en la Nueva España; y con
líneas de treinta a cien barcos, los galeones zarpaban en verano hacia Nombre de
Dios, en el istmo central del continente, para enlazar con la flotilla que por el mar del
Sur llegaba al Perú. Las Indias ya no eran una aventura a lo desconocido, sino una
empresa de Castilla para la evangelización y civilización de aquellas tierras inmensas;
y para extraer de ellas con regularidad la plata que permitía mis proyectos en Europa
y el Mediterráneo. Esto produjo naturalmente el auge de Sevilla, que con sus 150 000
almas superaba diez veces a mi nueva capital, Madrid, donde decidí establecer
definitivamente la Corte en 1561, por las razones que ya dije; y porque, sin saber
cómo, aprendí a amar a esta ciudad encastillada por un lado sobre el foso de su
riachuelo, y abierta por el otro a todos los caminos de mi nuevo Imperio.
El ambiente era de paz en Europa, y mientras emprendía mis meditadas
operaciones de cruzada en nuestro mar, me dejaba guiar por la intuición pacífica de
Ruy Gómez, que promovía la tolerancia y el respeto mutuo entre los reinos de la
Cristiandad, pese a las nubes que insistentemente se formaban en el horizonte, sin que
llegaran a cuajar de momento, gracias a Dios. Pero la tolerancia se volvió
intransigencia absoluta, infranqueable, frente a los peligros de la fe. Cuando el Papa
Pío IV subió a la sede de Pedro, pude lograr de él la inmediata reanudación del
Concilio de Trento, que se abrió en 1562. Los hugonotes de Francia procuraron
entorpecer la misión del concilio y convencieron a la reina regente Catalina para que
convocase en Poissy un conciliábulo que pretendía la reconciliación con el segundo
heresiarca después de Lutero, el maestro Calvino que había establecido una tiranía
diabólica en Ginebra. Entonces ejercí por vez primera la tutela que para casos de vida
o muerte me había atribuido sobre el reino de Francia y amenacé con enviar desde
Cataluña un ejército a las órdenes del duque de Alba. Catalina comprendió que la
amenaza no era en vano y los teólogos y obispos franceses acudieron a Trento, donde
hasta 1563 mis dominicos y mis jesuitas españoles definieron la fe y la reforma de la
Iglesia católica. En la sesión final, los españoles impusieron, por su sabiduría y por el

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lejano reflejo de mi poder, definiciones claras, sin ambigüedades, inequívocas. La
Iglesia, guiada por la claridad de España, rechazó el diálogo con el error, y emprendió
sin desmayo su reforma interior.
Regresé a España a finales del 59 por otra razón que me tocaba al fondo del alma.
Pese a la vigilancia y el celo de mis inquisidores, la herejía se infiltraba en lo más
hondo de mis reinos, y habían aparecido brotes inicuos de luteranismo en Valladolid
y en Sevilla. El español siente muy dentro la independencia personal, y esto favorecía
la indisciplina que proclamaban los herejes, al dejar a cada cual la interpretación de la
Escritura. Creo sin embargo que nuestros ocho siglos de lucha contra el infiel, y la
reforma que mis bisabuelos y Cisneros llevaron a cabo antes que otra corona de
Europa, atajaban el mal junto a su raíz, pese a lo cual quise estar personalmente en el
descuaje, como explicaré después.
Sin embargo mi principal recuerdo de aquellos años de paz católica, y como
decían los humanistas de mi Corte, de paz hispánica, es el de mi felicidad personal,
asegurada por esa pequeña flor de Francia que era mi esposa niña, y no enturbiada
más que en algunos accesos, que tuve siempre la esperanza de encauzar, por parte de
mi hijo el príncipe Carlos. Ya dije que Isabel llegó niña a su reino de España. Hube
de respetarla hasta que en agosto del 61, ya cumplidos los quince años, se hizo mujer,
y prolongué mi respeto hasta que comenzó el mes de enero del 62, por consejo de mis
médicos. Tras mi viaje a Aragón volví a Castilla y tuve con ella una segunda luna de
miel en Aranjuez. Cuando en julio del 64 se confirmó su embarazo, todo Madrid se
iluminó; la ciudad amaba a Isabel, que se encontraba muy a gusto en su nueva Corte,
donde se sospechaba que su consejo me había decidido a convertir a la pequeña
ciudad en capital de mis reinos. Pero después de un acceso que la tuvo sin sentido
durante horas y horas de angustia, Isabel abortó en agosto; nunca había yo pasado
tanto tiempo sin dormir, y sin apartarme del lecho de un enfermo. En febrero del 66,
cuando ya se cernían nubes negras sobre los horizontes de España, Isabel de Francia
nos trajo de nuevo la esperanza de su gravidez. Durante días y noches no supe soltar
su mano, que me pedía ayuda. Dios nos bendijo con una niña como su madre, por eso
la pusimos Isabel Clara. Y al año siguiente me dio otra hija, Catalina Micaela. Mis
dos hijas del alma.
En medio de sus afanes por darme un heredero varón, porque mis reinos, a pesar
del milagroso precedente de otra Isabel, la Católica, no aceptarían ahora una mujer a
su frente como los de Inglaterra o de Francia, Isabel no sólo fue la paz de Europa,
sino la alegría de Madrid que se espejaba en el Alcázar. Nunca bullió tan feliz e
inocentemente la Corte como cuando ella la presidía. Y no por falta de seriedad ni
conciencia de su deber; Isabel impuso para nosotros el tratamiento de majestad que
ya se habían atribuido su padre Enrique de Francia y mi antigua cuñada Isabel de
Inglaterra. En su entrevista de Bayona poco después de su aborto, Isabel convenció a
su madre Catalina de Médicis para que atajase los progresos de la herejía en Francia y
contase en ello con toda nuestra ayuda; el duque de Alba, que la había acompañado a

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la frontera, se hacía lenguas después de la discreción y firmeza que demostró frente a
su experimentada madre la reina de España, hasta el punto que me aseguraba: «No se
notó en Bayona vuestra falta, señor». En mayo del 68 Isabel sufrió un nuevo aborto;
y esta vez estuve tres días y tres noches abrazado a ella, hasta que su vida se me
escapó de entre las manos. Durante quince días me encerré en los Jerónimos, sobre el
Prado de Madrid, para ofrecer a Dios mi pena y huir de la desesperación. Gracias al
príncipe de Éboli que se encargó de despachar los asuntos ineludibles casi nadie notó,
fuera de la Corte íntima, mi enajenación que se prolongaba durante varios meses. Yo
sólo tenía cuarenta y un años y había perdido ya a tres esposas. Y ésta no era más que
una de las tragedias que Dios enviaba sobre mí en ese año fatal de mi vida, 1568,
cuando comprendí a mi padre, y deseé algo más difícil que morir: un hijo que pudiera
aliviar mi desesperación.
Y sin embargo la presencia angelical de Isabel de Francia había comunicado a los
españoles de aquí, a los que dominaban en Europa y organizaban las Indias, una
identificación con su propio destino que ellos cifraban en la fidelidad a mi Corona y a
la misión que sabían yo alentaba. La nobleza ya no era enfeudada como en los
tiempos antiguos o como aún se mantenía en Inglaterra, Francia y Alemania, sino que
trataba de rivalizar en el servicio directo de la Corona. Aumentó de forma visible la
presencia de los hidalgos, que se hacían caballeros en la ciudad, nutrían los Tercios y
los claustros, poblaban las Indias y esgrimían con afán la pluma en exaltación,
muchas veces, de nuestra causa. Nueve universidades enviaban sus mejores alumnos
a mis consejos y sus dependencias de España, Europa e Indias, tras las huellas de
quienes se habían formado en las cuatro universidades primordiales presididas por la
gloria de Salamanca y Alcalá. Es cierto que una gran parte de los españoles eran
pobres, pero sentían como propia la nueva riqueza y el nuevo poder de España, donde
un cuidador de puercos podría terminar como adelantado y marqués en las Indias, o
como maestre de campo en Milán; y por supuesto como cardenal arzobispo de
Toledo. Pese a las crecientes expediciones a las Indias aumentaba la población de mis
reinos de España. Aquélla no era una España triste, sino más bien lo contrario. Estoy
seguro de que entre los que han de venir alguien nos verá alguna vez como somos:
«el español modesto y anónimo pasa hambre, se divierte, hace gala de una fe de
piedra y una piedad acendrada —no siempre muy de acuerdo con su vida privada—
y participa, de una forma más menos implícita, en los altos ideales de sus
dirigentes».
Con Isabel a mi lado yo me acostumbré a mirar al norte mientras me ocupaba de
luchar por nuestra fe a levante. Entonces comencé, para cumplir mi promesa de San
Quintín, el gran empeño en El Escorial, en 1563. Atraído irresistiblemente por los
pinares oceánicos de Segovia, que yo replanté y extendí, inauguré junto a ellos el
palacio del Bosque. Hice cavar en lo alto de la sierra pozos de nieve con la que
mantenía frescos alimentos y bebidas en el Alcázar. Jamás cedí en nombrar
personalmente a todos los personajes y personajillos de la Corte, hasta el último

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enano, juglar o bufón; excepto Magdalena Ruiz, la enana lunática que trajo una vez
Isabel Clara. No eran muchos tres payasos, diez enanos y diez bufones para la Corte
más poderosa del mundo, y las impertinencias de todos, dirigidas por las de
Magdalena, que eran hirientes, nos hacían descansar de las que adivinábamos entre
las gentes normales. Toda esta alegría se fue para siempre con Isabel de Francia, y
luego ya no me quedó más que el consuelo de mis hijas, cada vez más parecidas a
ella, y el contacto con mis encinares y jardines que rodeaban a mis palacios. La
inspiración de Isabel y la paz de Europa me permitieron además combatir en el mar
por nuestra fe durante esos años felices; ahí estaba realmente el enemigo.

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LA SALVACIÓN DE MALTA

Cuando hube regresado a España a fines de 1559 y puesto mi orden en las flotas
de Indias y la marcha de los consejos, emprendí la cruzada en el Mediterráneo. Mi
designio, madurado en tantas conversaciones con mi padre —que volvía a la guerra
en nuestro mar cuando la agitación de Europa se lo permitía— está muy claro.
Deberíamos primero expulsar a los infieles del Mediterráneo occidental, para alejar
toda amenaza sobre nuestras costas de España y de Nápoles y Sicilia. Luego
habríamos de avanzar sobre el Mediterráneo oriental, para dominar al enemigo junto
a sus propias madrigueras. Para uno y otro objetivo tendríamos que asegurar nuestras
posiciones en los estrechamientos centrales del Mediterráneo, cuyo dominio se
disputaban dos bastiones: el de la isla de Malta, por nuestra parte; el de Trípoli,
amparada en la isla de los Gelves, por la del Turco. Nuestros dos poderes ejercían su
autoridad sobre territorios y bases propias, y también sobre protectorados o gobiernos
aliados, como el de Argel para el Turco, y el de Venecia para nosotros. Pero mi idea
principal no consistía en garantizar a los venecianos sus rutas comerciales de Oriente,
comprometidas por el auge de los turcos, sino en frenar la amenaza de la que ellos
llaman Sublime Puerta, que había inundado a Europa en el reinado de mi padre y
ahora, contenida dos veces por nuestros Tercios frente a Viena, se concentraba sobre
el mar. El sultán y yo disponíamos de excelente información suministrada por
enjambres de comerciantes y renegados; por ella supe que los turcos aumentaron sus
escuadras desde sesenta a trescientas cincuenta galeras en diez años, señal que se
preparaban para una campaña decisiva bajo el cetro de nuestro máximo enemigo,
Solimán, a quien sus reinos llamaban el Magnífico. Yo puse a trabajar con toda su
capacidad a nuestros astilleros de levante, sobre todo a las Reales Atarazanas de
Barcelona, famosas en Europa entera.
Nuestros esfuerzos, dirigidos ambiciosamente a la conquista de Trípoli, no
pudieron obtener comienzo más nefasto. Una flota que habíamos armado con el
máximo secreto y que llegó frente a la isla de los Gelves en 1560 bajo los mejores
auspicios, se apoderó fácilmente de la isla enemiga, pero su general, confiado en
exceso, no había apercibido la necesaria vigilancia exterior y sufrió el ataque por
sorpresa de una escuadra turca muy superior, que había contado con información
precisa enviada desde Trípoli —la plaza amenazada— por su gobernador, el temible
renegado Uluch Alí, que como nos iba a demostrar muchas veces era el mejor
navegante y el más arrojado pirata del Mediterráneo. Nuestra escuadra hubo de
retirarse desordenadamente, y el destacamento de infantería que ocupaba ya la isla al
mando del capitán Álvaro de Sande prolongó inútilmente su resistencia durante
meses, hasta que hubo de rendirse y pasar al cautiverio. No le pudimos socorrer
porque el grueso de nuestra flota, que pudo regresar a duras penas, se estrelló por un
temporal contra las costas de la Herradura en el reino de Granada. El sultán animó al
vencedor de los Gelves, Piali Pachá, a que amagase contra nuestras costas, que

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durante dos años estaban inermes frente a los infieles. Los habitantes organizaron,
afortunadamente, aguerridas milicias concejiles y construyeron una red de castilletes
para señalar con humo y fuego la presencia de las naves enemigas, mientras patrullas
de caballería recorrían incesantemente las playas. No me desanimé por este primer
fracaso y ordené intensificar la actividad de las atarazanas. Los turcos no supieron
aprovechar su inmensa ventaja de aquellos dos años largos y en 1563 mi escuadra se
hizo de nuevo a la mar con mayor prudencia y no menor decisión. Socorrimos con
gran eficacia a nuestras guarniciones asediadas en Orán y Mazalquivir; y al año
siguiente, 1564, don García de Toledo, marqués de Villafranca y virrey de Cataluña,
ocupó el Peñón de Vélez de la Gomera, nido de piratas, y lo fortificó contra los
ataques de mar y tierra, ya que casi puede accederse a él por una lengua de arena.
Fortaleció también la muralla de Ibiza, nuestra isla más adelantada sobre Berbería.
Para el próximo choque nuestra información sobre los propósitos del enemigo era
mucho más completa y temprana. Supimos que la última orden dada por Solimán el
Magnífico antes de descender a los infiernos fue la conquista de Malta, desde la que
sus naves podrían dominar todo el sur de Italia y amenazar directamente al Papa. Por
ello designé a don García de Toledo como general de la mar y dirigí personalmente
todos los trabajos para el socorro a la isla defendida por los caballeros de su orden,
que esperaban firmes el asalto del infiel. En efecto, el 20 de marzo de 1565 la mayor
escuadra que surcara el mar nuestro en los tiempos modernos —doscientas naves,
casi todas galeras, y cincuenta mil soldados para el desembarco— salía de los
estrechos, nidal del Turco, a la conquista de Malta. Nuestro general de la mar había
coordinado perfectamente todos los recursos y ayudas de la defensa, y la sorpresa
turca falló por completo. Cuando nuestra escuadra, que había incorporado a las naves
aliadas, se acercó a la isla, el jefe de los turcos ordenó inmediatamente la retirada
sobre la isla de Chipre. Socorrimos abundantemente a los caballeros de Malta y el
Mediterráneo occidental quedó ya libre de las grandes incursiones enemigas, aunque
no conseguimos de momento eliminar la piratería aislada.
La experiencia de esa campaña me aconsejó establecer nuevas coordinaciones en
el sistema de gobierno. Creé varias juntas que enlazaran la acción de los consejos, y
se dedicasen a asuntos urgentes que no convenía dejar de la mano. Durante los
momentos de mayor necesidad, estas juntas se reunían a diario en mis estancias, y sus
decisiones tenían prioridad absoluta una vez confirmadas por mí. Con ello aumentó el
poder de mis secretarios, que se encargaban de la coordinación.

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SAN LORENZO DE EL ESCORIAL: LA BIBLIOTECA

Ya dije que durante mis años de felicidad con Isabel de Francia inicié la obra de
mi vida, que tuviera la grandeza de los monumentos antiguos, sobre las faldas del
pico de Abantos, donde muere la principal armazón de la sierra entre las dos
Castillas: el templo, monasterio y palacio que soñé y prometí tras la victoria de San
Quintín en honor de san Lorenzo y junto a la villa de El Escorial. Tanta energía y
amor puse en esta obra, que dirigí personalmente, y cuyas perspectivas cuidé desde la
distancia justa en una silla tallada sobre la piedra del bosque, que estoy seguro se me
recordará sobre todo por ella, ya que no creo del todo exageradas las opiniones de
mis cortesanos que pensaban halagarme —y bien pensaban— al calificarla, después
de su terminación, como la octava maravilla del mundo. Los frailes jerónimos,
enamorados como yo del monasterio, se han encargado de preparar y escribir la
historia de su construcción, sin la que no se comprenderán ni mi vida ni mi reinado.
Yo hice, como en todas mis edificaciones, los esbozos, que discutía después con los
arquitectos; y me presentaba a veces entre los obreros para urgirles puntualidad y
diligencia, y para dirimir sus querellas cuando amenazaban a la continuidad o
puntualidad de la obra, que rematé en once años, para fines del 84. Enterré allí casi
seis millones de ducados, que me parecen pocos y fueran muchos más si el proyecto
hubiese de abordarse ahora. En 1568, para confortarme por un año tan terrible, traje
aquí los restos de mi padre el Emperador, y no pude trasladar los de mis bisabuelos,
los Reyes Católicos, por su completa descomposición, que quise respetar en el lugar
de su primer descanso, pero recubriéndoles con nuevos sarcófagos de plomo. Tuve la
suerte de contar, para esta magna obra, con los mejores arquitectos del mundo: Juan
Bautista de Toledo, que había aventajado a su maestro Miguel Angel, y Juan de
Herrera, que además de artífice maravilloso, era matemático relevante y poseía la
suficiente afición a la magia como para realizar mis sueños. Herrera tenía en su
imaginación las pautas del templo salomónico, que por algo vivíamos tras las costas
de donde partieron para el rey de Jerusalén las naves de Tarsis; colocó las piedras
angulares en los momentos marcados por las estrellas favorables y reverenció el color
negro, por respeto a mi preferencia y por influencia de Saturno, que era también mi
planeta protector y temido, al que no supe conjurar ante las continuadas muertes de
mis pobres hijos. Para la construcción colaboraron todas las regiones de España: el
granito del Guadarrama, los hierros forjados de Zaragoza, las maderas de Valsain y
Cuenca, los jaspes de Burgos, los mármoles de Aracena en Huelva. Pero aquel
monumento sería, además, mi casa y mi refugio. Yo gobernaba desde allí el mundo, y
me escondía del mundo. Traje, como mi padre para el monasterio de Yuste, a la
Orden Jerónima, cuya reforma había sido verdadera resurrección, y residí en el
palacio, desde 1566, cuando proseguían las obras fuera de mi recinto, para que Isabel
de Francia viviese mi sueño.
Pero, alejado del mundo, le metí allí dentro para mejor dominarlo. El Escorial era

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un enorme libro de historia y un inmenso mapa militar del mundo. Cuando me instalé
en el nuevo palacio, encargué al matemático Pedro de Esquivel que levantase planos
de toda España con el máximo detalle, y recibí de los lugares más diversos seiscientas
respuestas con esquemas y datos que repasaba yo mismo; creo que ningún rey de
Europa había emprendido semejante trabajo. Fui instalando pausadamente allí mis
colecciones, entre viaje y viaje. Mis cinco mil monedas; mis casi 150 relojes y
astrolabios; mis cien estatuas, pero no quise privar de su armería, que ya era famosa,
al Alcázar de Madrid aunque me llevé a El Escorial varias piezas destacadas.
También dejé en el Alcázar la mayor parte de mis cuadros, como los del Bosco, Van
der Weyden, Brueghel y Tiziano, que instalé en la torre nueva construida para ellos;
pero también me traje a El Escorial algunos preciadísimos de todos ellos. Allí
examiné algunas cosas del maestro Domenico, a quien llamaba Greco por su primera
patria, con figuras ardientes que se escapaban de la tela; pero no me convenció su
Mauricio, donde había despreciado mis instrucciones, aunque ordené reservarlo por
si mi desvío necesitase de corrección futura. Le dejé sin embargo en El Escorial;
donde quise guardar también los prodigiosos retratos que Pantoja nos hizo a mi padre
y a mí. Quise que el monasterio incluyera también talleres y laboratorios donde
pudiera seguirse la evolución de la astronomía y las nuevas ciencias que se
anunciaban en Europa, sin que, por mi presencia, se despertasen las sospechas de la
Inquisición, y seguí de cerca la instalación de un pequeño taller para la destilación de
humores y esencias, que sorprendió primero pero después agradó sobremanera a los
jerónimos, entre los que pude formar algunos expertos realmente estimables. En el
palacio instalé a algunos de mis pájaros más queridos, y traje otros animales.
Dispuse, a la vez que la obra, las explanadas para los jardines, en los que conseguí
flores para los doce meses del año. Pero sobre todo allí fui situando poco a poco mi
tesoro más preciado: mis libros, con la esperanza de que no sólo me sirvieran a mí y a
los frailes, sino a cuantos estudiosos quisieran llegarse para profundizar en la ciencia
desde aquel rincón, el más seguro y apacible de mis reinos y de todo el mundo.
Compré mis primeros libros cuando cumplí los trece años, y ya no interrumpí
jamás la costumbre, que se convirtió en pasión. Aquellos tres primeros fueron La
guerra judía de Flavio Josefo, las Metamorfosis de Ovidio, y una Biblia latina en
cinco tomos, más un libro de hojas grandes para pintar en él. En el 53 tenía ya en la
torre nueva del Alcázar madrileño 821 libros, más que rey alguno en toda la tierra; en
1576 llegué a 4545, de ellos unos dos mil todavía manuscritos; y ahora, cuando Dios
me va a llamar, tengo aquí en la biblioteca del monasterio más de catorce mil, de
ellos muchos en griego, 94 en hebreo, y 500 códices arábigos, por los que vino a
Occidente la ciencia de la antigüedad. Aquí creé, con tan espléndido apoyo de
documentación y saber, una escuela de artes y teología que no ha florecido cuanto yo
quisiera. Uno de los momentos más gratos de mi vida familiar fue la explicación
detallada de mi biblioteca a mi cuarta esposa, la reina Ana. Aquí, en estos estantes,
guardo otro de mis secretos; el libro que yo mismo escribí en 1560 junto con algunos

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poemas que no me he atrevido a enseñar nunca. Durante toda mi vida conservé mis
libros de juventud, hasta edificar sobre ellos esta biblioteca vastísima. Mi maestro
Calvete de Estrella era el encargado de comprar en Salamanca libros para mi
formación. De allá se trajo las fábulas de Esopo en latín y griego; el tratado de
geometría y arquitectura de Durero, que me bebí; El Elogio de la Locura, los Adagios
y la Querella de la paz del maestro Erasmo de Rotterdam, súbdito nuestro, que no
nos amaba. Luego compré por 144 maravedises una edición del Corán, en Valencia; y
entre mis notas del 45 veo la adquisición de la Arquitectura de Vitruvio, las obras
completas de Erasmo en diez volúmenes, el tratado sobre la inmortalidad del alma del
maestro de humanistas, Pico de la Mirandola; y creo que mi ejemplar del libro de
Copérnico, De revolutionibus orbis terrarum fue el primero que llegó a mis reinos en
1543. Dos años después ordené una compra importante en la imprenta de Aldino: 135
libros de música, matemáticas, astrología, historia, geografía, magia, teología y
filosofía; de ellos 115 en griego, 7 latinos, como la Historia Natural de Plinio; y 13
italianos con el Petrarca y el Dante. Hasta la Inquisición tomó cartas en el asunto
cuando creyó saber que mis libros sobre magia superaban ya los doscientos y hube de
expurgar mi biblioteca para evitar suspicacias.
No fue, por tanto, el temor por la cultura, incluso la más avanzada, la que me
impulsó a ordenar en 1559, cuando se descubrieron en España los primeros brotes de
la herejía, el cierre de nuestras fronteras no a todos los libros de Europa, como dicen
falsamente mis enemigos para tacharme de bárbaro, sino los que se adquirían sin
licencia y con peligro para nuestra fe. También hice que se vigilara la estancia de
estudiantes españoles en algunas universidades europeas donde podrían correr peligro
de contaminación. ¿Pero se atreverá alguien a argüir que semejantes medidas,
exigidas por el servicio de Dios, redundaron en descrédito de nuestras letras y
decadencia de nuestros saberes? Muy al contrario, nunca se estudió, ni se pensó, ni se
escribió tanto y tan bien en España, mientras se fundaban las primeras escuelas,
bibliotecas y universidades en las Indias, sobre las ruinas de aquellos cultos salvajes y
bárbaros. Baltasar del Alcázar y Francisco Herrera el Divino alegraban y sobrecogían
a toda España desde Sevilla, con sus sátiras y cantos de triunfo. Florecía entre las
disputas y las tempestades de Salamanca fray Luis de León que elevó nuestra lengua
castellana al plano de la perfección humanística; hube de ampararle contra sus
envidiosos, y le recibí en el 83, cuando restaurada ya su honra y su prestigio vino a
pedirme protección para su universidad. Seguí con admiración la carrera del maestro
Arias Montano, con quien correspondían los grandes humanistas de Europa. Apoyé
en sus luchas y tribulaciones a la madre Teresa de Jesús, cuyo libro escrito en los
caminos leí tras arrebatárselo a la princesa de Éboli que lo repasaba por pura
frivolidad. Comprendí que Dios protegía a España cuando permitía que vivieran a la
vez sobre nuestro suelo hombres como Ignacio de Loyola, el maestro Juan de Ávila y
el maestro Luis de Granada. Me llegaban noticias confusas sobre una pléyade de
escritores jóvenes y audaces que honrarán, sin duda, el reinado de mi hijo; como un

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Miguel de Cervantes que tras su herida en Lepanto clamaba en hermosos versos por
su liberación del cautiverio argelino; y un poeta que se enroló en la Invencible para
ambientar sus versos heroicos, Lope Félix de Vega, cuando hubo de huir de la Corte y
sus mentideros por sus amoríos de rompe y rasga. Los trabajos y la ciencia de mis
teólogos dominaron, como ya dije, las sesiones de Trento; y toda Europa leyó con
asombro las obras del maestro de Salamanca, Francisco de Vitoria, que encontraba
nuevos caminos para el derecho de gentes en sus libros que fueron publicados
después de su muerte. Aquí alzaron Melchor Cano, Domingo Soto y los jesuitas
como Diego Laínez un baluarte teológico ante el que hubo de retirarse la herejía en
toda Europa; pero mis hebraistas de Salamanca, como el propio maestro León,
demostraron que su fe genuina no temía ni el ahondamiento en la Escritura ni su
versión en lengua vulgar, que dejaba de serlo con sus traducciones magistrales. Es
cierto que no me agradaba el teatro ramplón, pero amparé personalmente los saberes
auténticos; la nueva historia de Jerónimo Zurita, las investigaciones bíblicas de Arias
Montano, los estudios naturales de Alonso de Santa Cruz con la piedra imán y Juan
Plaza en la botánica. Quise fundar en el 82 una academia matemática en el Alcázar de
Madrid para el cultivo de la nueva ciencia europea; y promoví la iniciativa generosa
de Juan de Herrera cuando pretendió instaurar en todas las ciudades importantes
seminarios para el estudio de la matemática y la ciencia natural; cuando las ciudades
votaron en contra por sus procuradores en Cortes, y por temor a un gasto de que
podría resultar tanto provecho, lo lamenté profundamente.
Sin embargo el cuidado del saber y el fomento de la ciencia no me distrajeron de
la naturaleza. Quise fundar mi monasterio de El Escorial, mis casas del Bosque y de
Aranjuez, en medio de ella. Me gustaba vivir en el Pardo en otoño, y cazar durante la
primavera en Aranjuez. Nunca me opuse a que mis cortesanos se divirtieran en la
Corte, que mis enemigos pintan envarada y aburrida. En mi Corte se compuso el
famoso libro de juegos que luego recorrió Europa, con los sesenta y tres cuadros que
son los años de la vida, entre ellos el 26, la Casa del Privado; el 32, el Pozo del
Olvido; el 40, cambio de Ministros de donde se retornaba al 10, Casa de la
Adulación; y el 42, Muere Tu Patrón, que hacía retroceder las fichas al comienzo.
Cuando en el 83 llegó de Flandes un volatinero que entretenía a toda la Corte, le hice
mi mayordomo para retenerle y divertirme. Reproduje en Aranjuez una recua de
camellos, que llegaron a cuarenta; instalé refugios abiertos en la Casa de Campo de
Madrid para avestruces, leones de África, y otros animales feroces. Mi principal
cuidado era la construcción de lagos artificiales, como los de Ontígola y Aranjuez o
el de la Casa de Campo junto a Madrid. Los poblé de cisnes, percas y carpas, que
luego me gustaba pescar con caña, aunque ningún placer mayor para mí que el de
pescar truchas en el alto Eresma. En el año 70 organicé un combate de galeras en el
lago de la Casa de Campo para estupefacción de toda la Corte, con motivo de mi
última boda; con tanta expectación que hube de repetirlo, cuando sanaron los heridos,
para el pueblo. Mis jardineros flamencos renovaron los parques que había empezado

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a construir en los Reales Sitios y enseñaron a los españoles el uso del agua. Sólo en
Aranjuez hice plantar 223 000 árboles. Tengo aquí un papel sobre las lagunas que allí
mandé represar y alimentar: «Que se haga una laguna muy grande en el arroyo de
Ontígola y otras dos o tres pequeñas en el que va a Ciruelos, para que vengan a ellas
aves para la altanería». Este papel es del 53; tengo aquí otro del 62: «Informaros
cómo están los faisanes que tiene la Casa de Campo, y si es menester algo para ellos
y si será mejor soltarlos todos o parte, o tenerlos allí, y avisadme dello. Y si ha
apedreado algo a la huerta de las posturas y simientes, y cómo va esto. Y a Aranjuez
escribid que avisen de lo mismo y de las hayas y si se oyen los francolines».
Practiqué, en un tallercito del monasterio, el arte de la tapicería y la costura.
Introduje en aquella Corte el juego de los tejos, que venía de Alemania, con la
modalidad de echar unos sacos de arena sobre la mesa, y de ahí viene el dicho de tirar
los tejos al propio Rey. En fin, que la solemnidad de las grandes fiestas, y la seriedad
de mi trabajo diario se explayaban después en la vida cotidiana de la Corte que sólo
quienes gozaban de ella conocían y apreciaban. Aunque todo ello se enturbió primero
y luego se llenó de terror y angustia con los hechos, cada vez más degenerados de mi
primer hijo, el príncipe Carlos. Hora es ya de que aborde esta sima negra de mi dolor
y mi recuerdo, sobre la que se ha cebado la furia vengativa de mis enemigos.

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EL PRÍNCIPE DON CARLOS

La segunda tragedia que debo relatar al fijarme en ese año nefasto del 68 es la
muerte airada de mi hijo el príncipe don Carlos, que mis enemigos han aprovechado
para cubrirme de odio y de sangre, sin el menor respeto a mi dolor más íntimo. Ya
dije cómo al nacer en julio de 1545, provocó la muerte de María Manuela, mi primera
esposa. Casi inmediatamente se notaron en su persona los primeros signos de
desquiciamiento, lo que me hizo pensar, aterrado, en su bisabuela Juana, enajenada en
Tordesillas; en la abuela de Juana, muerta en 1496 dentro de su prisión en Arévalo;
en su primo desequilibrado, el rey Sebastián de Portugal. Hay una terrible amenaza
en la concentración de nuestra sangre familiar; mi hijo tenía sólo cuatro bisabuelos en
vez de ocho; sólo seis tatarabuelos en vez de dieciséis. Sin embargo sus accesos no
nos alarmaban excesivamente en los comienzos; los creíamos pasajeros y
remediables. Hasta mi jornada de Inglaterra para mi segundo matrimonio
mantuvimos la esperanza; le aficioné a la caza y a veces conseguía hablar con él casi
normalmente sobre sus cosas de niño. Mi ausencia pareció desquiciarle y hubo de
retrasarse su aprendizaje de las primeras letras. Me alarmaba ver que su juego
predilecto consistía en degollar lentamente los gazapos que le entregaban cazadores
serviles. Encomendé su educación, con resultados cada vez más decepcionantes, a los
más claros varones de Castilla. Su abuelo Carlos Quinto, cuyo nombre llevaba, y que
le conoció en Valladolid camino de Yuste, se llevó a la tumba mi misma
preocupación.
Pero tanto mi padre como yo esperábamos el milagro; y las Cortes de Toledo
juraron a Carlos de Austria, a sus catorce años, como heredero de la más alta corona
de la Cristiandad. Aprovechó el príncipe la ceremonia para increpar brutalmente al
duque de Alba que la dirigía; por lo que hube de obligarle a pedir disculpas. Ya por
entonces sólo parecía mostrar interés por el vino, las mujeres y la comida, que
devoraba en cantidades excesivas. En las negociaciones para la paz con Francia se
había pensado casarle con Isabel, que era de su edad; y de la que le habían hablado
tanto que se encaprichó fatalmente por ella. Cuando las más altas razones de Estado
me inspiraron tomarla por esposa advertí en mi hijo; como ya indiqué, una primera
mirada de odio, que tomé por una de sus manías pasajeras. Y creía acertar; porque
luego Carlos se hizo muy amigo de Isabel, feliz por tener en la Corte alguien de su
edad, con quien compartía juegos y chanzas, sin que él me demostrase en ese trato
íntimo desviación alguna como me informó la austera duquesa de Alba que les
vigilaba. Desde poco después, el año 60, contrajo Carlos una larga enfermedad febril,
por tercianas, que nunca le desaparecieron totalmente y parecían desesperarle.
Sin embargo le envié a la universidad de Alcalá en 1562, donde se sentía
humillado por los progresos, mucho más notorios, de sus compañeros de estudios,
Juan de Austria y Alejandro Farnesio. Allí cayó malamente por una escalera mientras
perseguía a una moza de la servidumbre, y quedó tan malherido en la cabeza que

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según la consulta de médicos sólo podría salvarle una operación a vida o muerte. Para
que asesorase a mi junta llamé al doctor Vesalio, que aconsejó la trepanación; pero mi
cirujano responsable, el doctor Dionisio Daza Chacón, que se encargaba de hacerla,
comprobó la ausencia de lesiones internas, según me explicaba detenidamente a la
misma cabecera del enfermo, y se limitó a un legrado del cráneo pese a las protestas
de Vesalio. Cuando yo daba ya por muerto a mi hijo, vi con alegría que se recuperaba
rápidamente e incluso parecía sentar la cabeza. Por desgracia se trataba de una
mejoría pasajera. Pronto se agravó y reincidió en sus locuras. Perdía a grandes ratos
la memoria y la facultad de hablar; se abalanzó puñal en mano contra mi principal
consejero de entonces, Diego de Espinosa, presidente del consejo de Castilla; y
después contra el duque de Alba, que se despedía para reprimir la rebelión en
Flandes. Y es que los nobles de aquel reino que empezaban a alimentar en su corazón
la rebeldía contra mi dominio, como el conde de Egmont, mi valiente general de San
Quintín y Gravelinas, y el barón de Montigny, más espía que embajador cerca de mi
Corte, habían advertido ya que mi propio hijo era el punto más débil en medio de mi
firmeza y desde el año 63, cuando la rebelión se propagaba bajo tierra, halagaban al
príncipe, que tramó con ellos salir de la Corte y presentarse en Flandes como
libertador. Desde que lo supe le puse bajo estrecha vigilancia secreta, que él nunca
advirtió, porque me creía exclusivamente preocupado con su matrimonio. Era el
novio de Europa, y después de su fracaso con Isabel de Valois tampoco pudo
prosperar su enlace con María la reina de Escocia, ni luego con la princesa Ana de
Austria; porque entretanto crecía la magnitud de sus aberraciones y ya exteriorizaba
sin recatarse su aborrecimiento contra mí. En el 67 ya medité la posibilidad de
encerrarle y apartarle de la sucesión. En el otoño de ese mismo año supe que el
príncipe allegaba dinero y preparaba su viaje secreto a Flandes, para contrarrestar la
actuación represiva del duque de Alba. Reveló a sus íntimos que su mayor deseo era
matar a un hombre; y lo decía por mí. Mi hermano Juan de Austria me hizo saber los
detalles para la huida de mi hijo a Flandes.
Hasta que el 13 de enero del año nefasto, 1568, pedí a todas las parroquias y
conventos de mis reinos sufragios públicos por mi intención secreta, que no era sino
la luz del Señor para el terrible paso que pensaba dar. Cuatro días después volví al
Alcázar después de unos días en pleno campo y reuní a mis principales consejeros
con un grupo de mis mejores teólogos, que comprendieron mi dolor y mi deber. En la
tarde del día siguiente, 18 de enero, el más triste de toda mi vida, me calé el yelmo,
ceñí la espada y conduje personalmente a mi guardia para detener al príncipe de
Asturias en sus habitaciones del Alcázar. Parecía esperarme, y su mirada fría y torva
fue mi mayor prueba, pero no vacilé. Ordené su confinamiento en el castillo de
Arévalo, donde estuvo también encerrada una reina de España. No me consolaban los
últimos disparates de mi hijo, que había tirado a un paje por la ventana, mataba
caballos por puro placer de verles sufrir e hizo comerse a su zapatero, en su
presencia, unas botas que no le habían gustado. Era mi propia sangre la que encerré

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entre rejas, lejos de mi presencia.
Sus carceleros, a partir del duque de Lerma a quien primero confié su custodia,
me rogaban por Dios que les relevase. Pedí al archivo de mi Corona de Aragón los
papeles del proceso del rey Juan II contra el príncipe de Viana. Designé un alto
tribunal para estudiar el caso y volví a solicitar luz y consejo a mis principales
teólogos. Escribí, al día siguiente del encierro del príncipe, a todas las autoridades de
mis reinos, al Papa Pío V, a los reyes de la Cristiandad. Expliqué mi trágica decisión
en el nombre de Dios y de mis reinos: «No parecía haber —era el resumen de esas
cartas— otro remedio». Mientras tanto Carlos, encerrado, dejó que su locura se
desbordase. Buscaba la muerte, noche tras noche. Bebía agua helada después de
sudar, y regaba con ella su lecho antes de acostarse desnudo. No se dejaba atender ni
curar. Pasaba semanas enteras sin probar bocado. Adelgazó hasta no parecer quien
era; le saltaban los ojos. Tragaba luego de pronto lo que veía más cerca; su anillo, las
piezas de su escritorio. Murió la víspera de Santiago, el año de su prisión. Mis
médicos me dieron explicaciones generales; pero mis criados acosaron a los suyos y
supe con seguridad que había muerto de hambre.
La reina Isabel, mi esposa, pasó llorando dos días con sus noches, hasta que hube
de prohibirle el llanto. Corté el luto de la Corte después de la primera semana, aunque
yo lo llevé durante un año entero. Obligué a mi hermano Juan de Austria a que
abreviase su propio luto, que pretendía prolongar como el mío. A poco, sin dejarlo
escrito, hice correr la prohibición de mencionar al príncipe en las conversaciones de
la Corte. Era mi propia sangre que me había querido traicionar; mi propia debilidad
que se alzaba contra mí. Busqué entonces ciegamente otro hijo, al que en un
momento de locura quise también llamar Carlos. Pero mi esposa Isabel no se
recuperó de la muerte de Carlos. Murió en Aranjuez, el 3 de octubre, dos meses
largos después de mi hijo. Dejándome solo en la noche más negra de mi vida, donde
sus dos hijas mantenían una leve esperanza. Desde aquel verano espantoso mis
enemigos no han dejado de agitar ante toda Europa el espectro ensangrentado de mi
heredero. Saben herirme donde más duele. Sospecho que al correr los años y los
siglos el rencor duradero de esos enemigos querrá vengarse de mí, sabe Dios con qué
artes, tal vez en este mi propio monasterio del Escorial, el santuario de mi dolor y mi
renovada soledad. No faltarán tampoco quienes, con mi corazón en su mente, sabrán
defenderme en ese trance, con la fuerza que Dios dejará manar a mi tumba.

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LA REBELIÓN DE FLANDES

Las desventuradas negociaciones de mi hijo el príncipe don Carlos con los


rebeldes de Flandes, que aun aparentando fidelidad dinástica ya me hablan
traicionado en su corazón, revelan la gravedad que había alcanzado ya, durante los
años 60, ese problema, que sin embargo no estalló con toda su virulencia hasta ese
año 68 de mala estrella, donde parecieron entrar en conjunción todas mis
adversidades. Cuando yo creía tener asegurada la paz de Europa después de nuestras
victorias sobre Francia en el 59, a las que tan decisivamente habían contribuido los
primeros nobles de Flandes y los Países Bajos —el conde de Egmont, el príncipe de
Orange— empezó a agitarse por dentro, de manera misteriosa y por motivos de
religión, esa barbacana de España frente al mar del Norte, que mi padre había querido
desgajar de la herencia imperial para asegurar el flanco más delicado de su nuevo
imperio oceánico. Mis capitanes de Flandes, que sabían mezclarse con el pueblo, me
repitieron después que los orígenes y el dinero de la agitación venían de los
banqueros judíos en nuestras ciudades de Amberes y de Ámsterdam, entre los cuales
había algunas familias expulsadas de España por mis bisabuelos los Reyes Católicos,
y que ahora pretendían tomar venganza. Yo siempre consideré la duradera guerra de
Flandes, cuyos orígenes se remontan a las agitaciones del 61, como una de esas
partidas de ajedrez que tanto apasionan también en la Corte durante las tardes de
invierno. Yo soy el rey negro, mi color, con mi hermana Margarita de Parma, seis
años mayor que yo, como reina que se mueve sobre todo el terreno. Mi padre la había
tenido en Juana van der Gheyust, hija de un próspero fabricante de tapices; Margarita
llevaba por tanto como mi padre la sangre de Flandes. Había casado primero con
Alejandro de Médici, a quien asesinaron por la espalda, y luego con Octavio
Farnesio, nieto del Papa Paulo III. Regía en mi nombre los Países Bajos, un
conglomerado de feudos que comprendía un reino costero, el de Frisia; dos ducados,
el de Brabante con Bruselas y el de Limburgo con Amberes, la capital financiera de
Europa junto con Génova; otros dos ducados, siete condados, cuatro señoríos y un
obispado. El rey del bando contrario, aunque nunca quiso asumir la corona, fue mi
archienemigo el príncipe de Orange, Guillermo de Nassau el Taciturno; ayudado a
distancia por su reina, que no era sino Isabel de Inglaterra. Mi principal alfil era el
obispo de Arras, Antonio Perrenot de Granvela, que mantuvo hasta la muerte su
fidelidad a nuestra Casa. En el 61 se hace notar por vez primera el descontento en
Flandes. Los nobles, seducidos por la independencia de los príncipes alemanes, sus
vecinos, se oponían sordamente a los proyectos unificadores de mi hermana la
regente Margarita, inspirada en su consejero el obispo Granvela; enviaron emisarios a
Madrid que me forzaron, por bien de paz, a la destitución del consejero, quien pese al
disgusto me guardó fidelidad completa, que supe luego retribuir largamente. En la
inquietud del pueblo influían desde luego los problemas de la escasez provocada por
la guerra entre los reinos del Báltico, que cortaba la demanda de telas, principal

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mercancía de Flandes; y se insinuaba ya la disidencia protestante, mediante la
difusión del calvinismo por predicadores de Ginebra, cada vez más osados. Yo me
empeñé en atajar esa infección aplicando con rigor los decretos del Concilio de
Trento a través de la creación de catorce nuevas diócesis; los motines que se
organizaron contra estas medidas no afectaron ni a cinco de cada cien habitantes. La
amenaza contra la fe parecía lejana; pero cundió rápidamente, como el fuego
devorador.
Así las cosas los nobles más inquietos de Flandes enviaron a Madrid, para
negociar conmigo, al conde de Egmont, de quien yo estaba agradecido por su
valeroso comportamiento en la campaña de Francia. Pero consideré inoportuna su
visita porque toda la atención del gobierno se volcaba por entonces en la campaña
para el socorro a la isla de Malta asediada por los turcos; y para que se fuera de una
vez le hice creer que consideraría favorablemente sus peticiones de supremacía para
el consejo de los Países Bajos sobre la propia regente, y encomendaría a un consejo
de teólogos tolerantes la modificación de las duras leyes sobre la herejía. Pero a poco
de regresar, y gloriarse entre sus compañeros de su capacidad de convicción, le
desengañé con duras cartas dictadas en mi refugio del Bosque, en Segovia, en cuanto
tuve noticias sobre nuestra gran victoria de Malta, en octubre de ese año 65. Entonces
el grupo de nobles que seguía a Guillermo de Orange y al propio conde de Egmont se
sintieron burlados por mí, sin que les faltase del todo la razón, y firmaron a fin de año
un compromiso de la nobleza que ya incidía en la rebelión; rechazaban das medidas
inquisitoriales y exigían cambiar las leyes sobre la herejía, para no enfrentarse con
sus súbditos que la abrazaban. Guillermo de Orange dimitió de todos sus cargos y el
5 de abril del 66 treinta levantiscos se presentaron con sus armas ante la regente y la
forzaron a admitir sus peticiones. Los predicadores calvinistas invadieron entonces
las iglesias y las plazas públicas, lograron auditorios enormes, destrozaron imágenes
y devastaron los templos. En medio de peticiones de auxilio, mi hermana Margarita
hubo de conceder una tolerancia casi completa. Pero su habilidad se puso de
manifiesto en que logró dividir a los nobles del pueblo agitando ante aquéllos los
peligros de una guerra contra los privilegios. Casi todos la apoyaron y sofocaron la
rebeldía, menos Guillermo de Orange que se convirtió al protestantismo, trató de
ayudar a los rebeldes del pueblo y ante la total insolidaridad de los demás nobles
eligió el camino del destierro.
Para ganar tiempo hube de ratificar, salvada en confesión y ante un consejo
secreto de teólogos mi conciencia, los decretos de tolerancia arrancados a mi
hermana. En mi Consejo de Estado se alzaron dos banderías, virulentamente; los
duros que con el duque de Alba al frente reclamaban una acción ejemplar contra los
rebeldes y los herejes; los diplomáticos con el príncipe de Éboli que sugerían
contemporizar, en vista de que la gobernadora parecía hacerse con la situación. En
septiembre del 66 arribó la flota de Indias con millón y medio de ducados para mi
real hacienda y murió, Dios sea loado, Solimán el Magnífico, mientras varias

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sediciones parecían amenazar la unidad del imperio turco. Tomé las dos noticias
como señales de Dios y deshice el empate de votos en el Consejo de Estado a favor
del duque de Alba, para quien empecé a levantar un ejército de sesenta mil infantes y
doce mil caballos, que hubiera sido irresistible en Flandes. Retrasé sin embargo la
expedición hasta la primavera siguiente, porque quería ponerme al frente de ella,
como una gran excepción militar en mi vida de organizador. Durante ese invierno los
rebeldes, sin apoyo popular, no lograron levantar un ejército que oponer a los
nuestros; y Margarita, con la carta de crédito por trescientos mil ducados que yo
había puesto a su disposición meses antes, reclutó una fuerza selecta que aplastó al
contingente rebelde en Oosterweel.
Las ciudades sublevadas se le sometieron y entonces yo reduje el ejército de Alba
a diez mil hombres. Cometí entonces dos errores terribles. Primero, desistir de mi
viaje, ante mi preocupación por lo que tendría que hacer con mi hijo Carlos y ante la
precaria salud de la reina Isabel. Segundo, no recortar, en vista de mi forzada
ausencia, los amplísimos poderes que había otorgado al duque de Alba, que iba a caer
sobre un Flandes ya virtualmente pacificado con sed de justicia que allí pareció
venganza. Ahora veo con claridad que si yo hubiera llegado a Bruselas al frente de
los Tercios el resultado hubiera sido la pacificación definitiva, como en el 81
conseguí en Portugal, también con Alba a mi lado como jefe militar. Margarita había
entrado solemnemente en la rebelde ciudad de Amberes el 28 de abril del 67; y
recuperó poco después otro centro peligroso, Ámsterdam, donde la herejía había
hecho estragos. Reprimió la insolencia de los predicadores calvinistas y mantuvo la
fidelidad de la nobleza. Pero dos semanas antes de la reconquista de Amberes, que
ponía virtualmente fin al brote de rebeldía, el duque de Alba se había despedido de
mí en Aranjuez, donde le entretuve dos días para dejarle bien claras mis
instrucciones, que luego él se saltó como quiso, llevado de su rigor; a poco se
embarcó en Cartagena y organizó rápidamente a su ejército en Italia.
El 2 de junio revistaba a sus tropas en Alessandria y se ponía en marcha por
nuestros territorios soberanos y aliados, el que llamaban en Europa camino español.
Su fuerza principal eran nuestros cuatro Tercios de Infantería de Nápoles, Sicilia,
Cerdeña y Lombardía, ocho mil españoles, los mejores soldados del mundo;
flanqueados por once mil caballos alemanes y españoles. Con el Tercio de Nápoles en
vanguardia, cruzaron el monte Cenis y se plantaron en Borgoña después de catorce
jornadas de marcha. El marqués de Brantóme, que les veía pasar desde su castillo
escribió a un amigo suyo de mi Corte: «Iban arrogantes como príncipes y los
soldados parecían capitanes». El ejército, que puso admiración en Flandes, rindió
viaje en Bruselas el 22 de agosto del 67. Hube de aplazar la continuación de la
cruzada en el Mediterráneo, porque mi fuerza principal se trasladaba al mar del
Norte. Mi ejército de Flandes se organizaba según mis ordenanzas de 1560: cada
tercio con tres mil hombres a las órdenes de un maestre de campo, dividido en
compañías de a trescientos; con cien caballos ligeros de acompañamiento. A las

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órdenes del general, un maestre general preparaba los planes de campaña y se
encargaba de la información y los suministros.
Don Fernando de Toledo no perdió el tiempo. Lo primero que hizo al llegar fue
reparar y asegurar las fortificaciones de las principales plazas. Detuvo a los condes de
Egmont y de Horn, pero no por sus actividades políticas sino en virtud del fuero
militar; se habían negado, en efecto, a colaborar en el ejército español, contra lo que
Egmont había hecho toda su vida. Implantó después, manu militari, las catorce
nuevas diócesis establecidas por mí de acuerdo con el Papa; y urgió el cumplimiento
de los decretos del Concilio de Trento. Ordenó la depuración de los maestros herejes;
veintidós sólo en Amberes. Reorganizó la hacienda de aquel reino, obligándole a
sufragar los gastos de su propia defensa; aumentó los impuestos de 750 000 ducados
en el 67 a cuatro millones y medio en el 70. Pero lo hizo según el patrón castellano de
las alcabalas, que pareció intolerable a los burgueses de las ciudades. Endureció, ante
la resistencia, la represión. Al comenzar la Cuaresma del 68 detuvo de golpe en una
sola noche a los principales sospechosos de rebeldía; Orange y su hermano Luis de
Nassau ya habían escapado. Instituyó el Conseil des Troubles que los flamencos
apodaron Tribunal de la Sangre, que decretó en todo su mandato unas mil ejecuciones
y nueve mil confiscaciones. Entre los más ilustres condenados a muerte figuraron los
condes de Horn y de Egmont, convertidos inmediatamente en mártires de la rebeldía.
El general Lamoral de Egmont, uno de los mejores jefes de caballería que entonces
tenía Europa, subió al cadalso con suprema dignidad, entre el consejero Granvela y el
maestre de campo Julián Romero, que le confortaban entre lágrimas mientras las
compañías presentaban sus picas y arcabuces. Para convencerme de que Alba seguía
una política equivocada, los nobles leales de Flandes me enviaron al barón de
Montigny, que era un Montmorency, sobrino del condestable de Francia. Venía en
nombre de Margarita, mi hermana, pero al cruzar por Francia pactó a mis espaldas
con su tío, lo que mis consejeros reputaron unánimemente como traición; lo que a mí
me alarmaba más es una posible intervención de Francia, donde los hugonotes
acrecían su poder, en nuestro pleito interior de Flandes, que había sido antaño nuestra
base de operaciones para dominar a Francia. Quizá por eso no puse reparos para que
Montigny fuera ejecutado secretamente en el castillo de Simancas el 16 de octubre de
1570; aunque anunciamos públicamente su fallecimiento por enfermedad. Nunca
pensé que se trataba de un crimen de Estado, como sospecharon y difundieron años
después mis enemigos, sino de un acto especial de justicia al que yo tenía pleno
derecho. Mi confesor estuvo de total acuerdo.
La represión del duque de Alba favoreció los propósitos de los Nassau, que
levantaron un ejército pero sin que gozaran todavía de apoyo popular importante; era
una tropa de mercenarios alemanes. En julio del 68 el duque de Alba maniobró contra
el ejército de Orange según el sistema que había acreditado en Italia contra los
franceses de Guisa, y cuando creyó tenerle a su merced le envolvió junto a Groninga
y permitió a los Tercios y la caballería que prolongaran durante dos días la

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persecución y la matanza. Enrojecieron las aguas del Ems con la sangre de siete mil
alemanes enemigos; los Tercios, gracias a la terrible precisión de los arcabuces, sólo
tuvieron siete bajas. Fue una de las mayores victorias de mi reinado.
Después de ella, el duque de Alba era dueño de los Paises Bajos, sometidos por el
terror del tribunal y por el prestigio de los Tercios en la batalla; y tanto la nobleza
como los burgueses de las ciudades no sabían cómo convencerme para que licenciase
al terrible duque y restituyese la plenitud de poderes a Margarita. Sin embargo los
barcos que llevaban a Flandes la paga de mis tropas se perdieron. La reina de
Inglaterra, con quien hasta entonces habla mantenido relaciones de lejano respeto,
cedió a la avidez y la agresividad de sus consejeros y se incautó de toda la plata de un
galeón nuestro que llegó a Plymouth de arribada forzosa. Entonces fue cuando Alba
se vio obligado a intensificar su sistema de alcabalas con el diez por ciento sobre toda
compraventa; el cinco sobre las hipotecas; el uno sobre el patrimonio. La protesta fue
tan sorda como tremenda en la población; y más cuando nuestros soldados, presos de
indisciplina, trataban de cobrar por su cuenta. En estos desmanes se distinguieron los
mercenarios del Imperio mucho más que nuestros soldados españoles, que sin
embargo llevaron para siempre la fama de las vejaciones y rapiñas. Pero la actitud de
Inglaterra no era, de momento, más que una iniquidad aislada, y la victoria de
Groninga me aseguraba unos años de paz en Flandes. Mantuve allí a Alba con su
ejército y volví toda mi atención a nuestro mar, donde amenazaba otra vez el Turco a
quien decidí frenar para siempre. Este nuevo cambio de estrategia tenía además
mucho que ver con la última de las desgracias que se habían abatido sobre mí en el
año fatídico del 68: la rebelión de los moriscos de Granada, que paso a recordar.

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LOS MORISCOS

Cuando mis bisabuelos los Reyes Católicos incorporaron el reino de Granada a la


Corona de Castilla y terminaron los siglos de lucha de nuestros mayores contra los
infieles, muchos moriscos falsamente cristianados quedaron allí, y se convirtieron en
grave fuente de inquietudes y problemas como los núcleos de sus hermanos en el
valle del Ebro y en el reino de Valencia, donde se distinguían por el excelente cultivo
de las tierras, pero no acababan de fundirse con la población de cristianos viejos. Al
recrudecerse bajo el reinado de mi padre la lucha contra los sarracenos en la mar, los
moriscos se agitaban cada vez más sospechosamente, y tuvimos numerosas pruebas
de que intercambiaban emisarios con Berbería, e incluso con el gran Turco. Por eso
mi padre, dos años antes de nacer yo, les concedió con generosidad que ellos no
agradecieron un largo plazo de cuarenta años para que abandonaran definitivamente
sus infames prácticas religiosas. En vista de que muchos persistían en sus errores y
falseaban su conversión a nuestra santa fe, comencé a presionarlos inmediatamente
después de mi regreso a España ya ceñida la Corona, y les impuse, por vía de aviso,
diversas gabelas y confiscaciones que surtieron efecto en la ciudad de Granada, pero
no en sus vegas y montañas. Mi presidente de Castilla, Diego de Espinosa, tomó
como suyo este problema y reforzó la petición del Papa al arzobispo de Granada para
que urgiese la conversión efectiva de los díscolos, que por entonces, además de
intensificar sus contactos con los musulmanes de África, entablaban otros, contra
naturam, con los rebeldes de Flandes, con quienes pretendían concertar sus
movimientos subversivos. En el 67, para atajar tanta osadía, ordené que los moriscos
de Granada (porque los de las demás regiones parecían tranquilos) abandonasen
tajantemente sus vestidos y costumbres, aunque Ruy Gómez y el capitán general de
aquel reino, marqués de Mondéjar, insistían en mantener la tolerancia, sin duda
porque no creían en la información puntual que me llegaba. Desde la primavera de mi
año nefasto, 1568, al comprender el cúmulo de problemas que sobre mí se abatían,
los moriscos de Granada tramaron su alzamiento, que estalló en Navidad. El tintorero
del Albaicín, Farax ben Farax, trató de sublevar a esa populosa barriada granadina, en
combinación con los pueblos donde dominaban los moriscos. Ciento ochenta y dos
de ellos se levantaron en armas contra mí.
El revoltoso Farax fracasó en la ciudad de Granada cuando los moriscos más
pudientes, que ya habían enlazado con familias castellanas, se mantuvieron fieles a su
fe y a su Rey y cortaron en seco la rebelión. Entonces escapó a la Vega, donde atizó
la revuelta, en la que llegaron a participar nada menos que ciento cincuenta mil
moriscos, armados de todas las formas imaginables. Los revoltosos pidieron auxilio a
Berbería, y pronto les llegaron algunos jefes militares, a quienes se añadieron después
otros venidos de Turquía. Para el sultán, recientemente humillado por mi escuadra en
el socorro a la isla de Malta, surgía una inesperada ocasión de venganza dentro de
mis reinos. Pero el capitán general Mondéjar manejó bien sus escasas fuerzas

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castellanas y ahogó la rebelión en la Vega, por lo que los moriscos se refugiaron en
las casi inaccesibles Alpujarras, donde entablaron una tenaz guerra de partidas. Allí
eligieron por rey a un caballero de Córdoba, Fernando de Válor, que tomó el nombre
de Aben Humeya. El marqués de Mondéjar con el apoyo del marqués de los Vélez,
que tenía su solar junto a las ramblas de Granada que van al reino de Murcia, salió en
campaña contra los rebeldes de las Alpujarras y consiguió empujar al flamante rey
morisco hasta las montañas resecas de Almería. Celebré Cortes en Córdoba por
entonces y decidí actuar más enérgicamente. Para ello destituí, con gran disgusto
suyo, al marqués de Mondéjar, que era un Mendoza, y también a Vélez; y con
satisfacción de todo el reino de España nombré nuevo capitán general a mi hermano
Juan de Austria. Era su primera misión; y su presencia demostraba, sin más, la
importancia que yo concedía a la pacificación del reino de Granada. Llegó don Juan a
la ciudad y fue recibido con inmenso entusiasmo por la población que desde entonces
se sintió completamente segura. Yo confiaba plenamente en mi hermano, a quien veía
sediento de gloria, pero enteramente fiel a mi persona, aunque luego consejeros
aviesos lograron infundirme, con falsos testimonios, una desconfianza que él no
mereció jamás, y que tal vez aceleró su muerte. Ya empezaban entonces tales
consejeros a destilar sus insidias, como cuando me referían algunas exclamaciones
del pueblo en Granada al ver a mi hermano: «Este sí que es el hijo del Emperador»,
como si ello pudiera molestarme; me halagaba.
A poco de llegar mi hermano a Granada, se le incorporó don Luis de Requesens
con dos mil veteranos de los Tercios de Italia, base de nuestro ejército, que así
guiaban de nuevo a sus banderas por las sierras abruptas donde había nacido, bajo
mis bisabuelos, esta nueva forma de guerrear a pie. El infeliz rey morisco quería la
paz con mi hermano, y por ello fue asesinado por consejo de los turcos que
dominaban en su ridícula corte. Les sustituyeron por otro cabecilla más decidido,
Aben Aboo, que reclamó la ayuda de berberiscos y otomanos, pero sólo consiguió
refuerzos muy escasos ante la vigilancia creciente de nuestras milicias costeras y
nuestras patrullas de la mar. Mi hermano decidió acertadamente tomar la villa
fortificada de Galera, desde donde cortó todos los contactos de los moriscos de
Granada con los de Murcia y Levante y con las calas de la costa por donde venían los
refuerzos de África. El nuevo reyezuelo fue, asesinado también por los suyos y a lo
largo del año 1570 todos los focos enemigos de resistencia en las Alpujarras fueron
aniquilados. Ordené la expulsión de los moriscos de toda la Vega de Granada y su
dispersión por los diversos campos de Castilla donde se necesitaba su mano de obra.
Me negué a las medidas de expulsión de mis reinos que me proponían algunos
consejeros del partido de Alba. Intenté, por el contrario, que tras el escarmiento de los
granadinos pudiéramos someter de corazón a los moriscos de Aragón y a los de
Valencia, para lo que se distinguió el sabio fray José de Acosta (antes de pasar a las
Indias) bajo la dirección del virrey de Valencia, marqués de Denia, al que tanto se
inclina ya mi hijo y sucesor el príncipe Felipe. Cuando los infieles de Argel,

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sometidos al sultán, lograron la recuperación de Túnez en enero del 70, yo sentí que
la memoria de mi padre, que con tanto trabajo había conquistado esa llave del
Mediterráneo central, se revolvía contra mí, por haber permitido que se perdiera.
Infatuado por esta victoria, el propio sultán escribió a los últimos jefes moriscos para
brindarles su ayuda en fuerza. Pero cuando los emisarios, disfrazados de mil maneras,
consiguieron llegar a su destino, los últimos núcleos rebeldes organizados se habían
rendido ya a mi hermano en mayo del 70, si bien algunas partidas cada vez más
acosadas lograron sobrevivir errantes hasta mayo del 71, en que los últimos rebeldes
fueron ahorcados. Mi hermano estableció con diligencia ochenta y cuatro fuertes
dotados de una pequeña guarnición y enlazados por señales de fuego en las
Alpujarras, y aceptó de buen grado mi idea de crear un consejo para la repoblación de
aquel reino, del que se habían sacado cien mil moriscos en las operaciones de
dispersión por toda Castilla. Conseguimos así en los años siguientes instalar a sesenta
y cinco mil cristianos viejos en 259 pueblos y lugares del reino de Granada,
reconquistado de esta forma por segunda vez, y para siempre. Pero la intromisión del
sultán en las rebeldías interiores de mi reino, y la gravísima pérdida de Túnez
coincidían con la preparación de una poderosa flota de guerra según me relataban,
con lujo de detalles, mis espías en Argel y Trípoli, y los propios comerciantes
venecianos que con disfraz de renegados y grave riesgo de sus vidas me hacían llegar
puntualmente sus informes cada vez más alarmantes. Así fue como, a instancias del
Papa, y en vista de que la presencia de mi ejército en Flandes mantenía allá una paz
precaria pero efectiva aun después de las represiones anteriores, decidí concentrar de
nuevo mis fuerzas en nuestro mar para humillar al Turco, recuperar el dominio de
Túnez y alejar definitivamente el peligro de nuestras costas.

Ana de Austria, la cuarta esposa

Tantas preocupaciones agolpadas sobre mí, en forma de rimeros interminables de


papel sobre mi mesa de despacho, repercutieron sobre mi salud, que hasta entonces
había resistido, y me envenenaron la sangre que reventó por mis junturas y me
produjo el primer ataque de gota en ese mismo año de mis pesares, 1568, con
dificultad para mover los miembros y proliferación de llagas y pústulas por varias
partes del cuerpo, que difundían a veces un hedor insoportable para mis próximos,
aunque yo no lo podía sentir. Tengo por acá algunas apostillas de esa época en las que
me desahogaba sobre mi exceso de papeles. Dije una vez al secretario Hoyo:
«Aunque estoy con cien mil papeles delante, me ha parecido acordaros lo que aquí
diré». Recuerdo que en una sola jornada firmé, tras leerlas detenidamente,
cuatrocientas cédulas; no me acosté hasta llegar a ese número. En un billete de
entonces anoté: «Hasta agora no he podido desenvolverme destos diablos de papeles,
y aún me quedan algunos para la noche y aún llevo otros para leer en el campo
adonde daremos una vuelta ahora». Me iba a Aranjuez, y hasta en la falúa que me

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llevaba por el Tajo cayeron los papeles. Llevaba en ella un bufete en que iba
firmando y despachando negocios, que me traía Juan Ruiz de Velasco, mi ayudante
de cámara entonces. Pero después de mis abatimientos que se agudizaron en el 69,
por el vaivén de las tempestades del año anterior en mi alma, la completa victoria
sobre los moriscos al año siguiente me pareció aurora de tiempos mejores, y lo fue,
gracias a Dios. Retrocedió la gota tras su primer ataque; recuperé el vigor con los
proyectos contra el Turco sobre los que ya trabajaban a fondo mis consejeros más
inteligentes; y sentí otra vez las fuerzas necesarias para procurar que Dios me diera el
hijo varón que mis reinos reclamaban. Yo tenía cuarenta y tres años, y me sentía
capaz de ello. Buscamos en toda Europa una princesa cuya familia pareciera
garantizar la fecundidad, y la encontramos en la princesa imperial Ana de Austria, mi
parienta, que aceptó inmediatamente mis proposiciones.
Era otra vez mi sangre que se iba a mezclar con mi sangre, pero los médicos no
vieron en ello inconveniente alguno. Ana ya había estado prometida, como Isabel de
Francia, a mi hijo el desgraciado don Carlos; parece como si Dios me echase sobre
los hombros, que ya se empezaban a cansar, las responsabilidades que él no pudo
desempeñar. Ana era la mayor de las dos hijas de mi primo hermano Maximiliano II
y mi hermana María, hija del Emperador y hermana del archiduque Alberto, el
marido de mi hija Isabel Clara por lo que la nueva reina, que había nacido cerca de
Valladolid veintidós años después que yo, era varias veces mi prima, y me hacía
cuñado de mi propia hija. Luis Venegas de Figueroa me representó en la boda por
poderes que se celebró en Spira el 24 de enero de 1570. A primeros de octubre
desembarcó en Santander la nueva reina de España, y consumamos el matrimonio en
el Alcázar de Segovia el 14 de noviembre.
Ana cumplió abnegadamente su misión y me dio cinco hijos; entre ellos cuatro
varones, de los que solamente sobrevive Felipe. Pero consiguió algo que para mí
resultaba tan importante como asegurar mi descendencia; me supo proporcionar, por
vez primera desde la muerte de Isabel de Francia, y todavía más que ella, una
verdadera vida familiar. Se encargó como si hubiera sido su propia madre de la
educación de mis hijas Isabel Clara y Catalina, que a ella deben la rectitud y la alegría
profunda de sus almas. Me animaba a que comprase para mis hijos e hijas soldados y
muñecas, y a que les aficionase a mis paseos por el campo y a cuidar de mis pájaros.
Logró levantar mi espíritu y me hizo superar mis aprensiones; durante la primera
procesión del Corpus después de mi nuevo matrimonio me sentí tan bien a pleno sol y
destocado que hube de replicar al príncipe de Éboli: «El sol no me hará daño hoy».
Tal vez porque entre el cariño de Ana, y el calor de mi familia redescubierta, que
parecía resucitar después de mi terrible soledad, adivinaba yo al sol de Lepanto, que
estaba, sin que nadie lo pudiera sospechar, tan próximo.

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LA VICTORIA DE LEPANTO

Ya he explicado cómo la insolencia del sultán al intervenir en la rebelión de los


moriscos, y su gravísima amenaza sobre la cuenca más íntima de nuestro mar después
que sus escuadras me arrebataron la plaza de Túnez, presagiaban una amenaza directa
por el Mediterráneo contra España desde donde su designio diabólico le hacía soñar
con tomar de revés otra vez a Europa, como hicieron sus mayores en religión en
tiempos de don Rodrigo. Al asegurarse tan importante base como era Túnez, el Turco
pretendía, sin la menor duda, la destrucción de mi escuadra, como estuvo a punto de
lograr en la jornada triste de los Gelves. El vencedor de Túnez, donde depuso a
nuestro vasallo el rey Hamida, era Uluch Alí, que había dirigido ya a la escuadra del
sultán en los Gelves, y ahora operaba desde Argel con una flota ligera que era el
terror de nuestras costas de España e Italia. En la primavera de ese mismo año 70 la
escuadra turca se apoderaba de la isla de Chipre, expulsaba de allí a los venecianos y
la repoblaba con infieles de la propia Turquía, como para señalar su voluntad de
permanencia. Es cierto que el nuevo sultán Selim II, perezoso y displicente, no supo
hacerse digno de su predecesor el gran Solimán que había llevado por dos veces su
amenaza hasta las murallas de Viena, de donde le habían ahuyentado nuestros Tercios
de Italia. Pero su ministro, Mehmet Sokobí, era un fanático de la supremacía naval y
construyó una poderosa escuadra con la que estaba seguro de aniquilar a la nuestra.
Acreció la importancia y el número de los jenízaros, hijos de esclavas cristianas en su
mayoría, con los que instituyó una verdadera nobleza militar ansiosa de dar su sangre
por su señor y su fe. Todo el mar nuestro se llenó con su nuevo terror.
La repercusión de la caída de Chipre en todo Occidente fue enorme. Las rutas
comerciales de Venecia con Oriente quedaban a merced de los turcos, que ya
planeaban apoderarse de Malta, después de su fracaso en el 65. El Papa Pío V, que
siempre me pareció un santo, enarboló el ideal y la bandera de la Cristiandad después
de las liviandades partidistas de algunos predecesores, y al sentir la amenaza del
infiel en varios zarpazos sobre las costas de Italia, convocó a rebato una Santa Liga
de todos los príncipes cristianos a la que me adherí inmediatamente. Después de mí lo
hicieron las repúblicas navales de Génova y Venecia, mientras Francia, celosa ya de
nuestra supremacía en Europa, se negó primero y luego quiso pensarlo mejor cuando
ya era tarde. El Papa se consagró ardientemente a la formación y consolidación de la
Santa Liga, que se formalizó en la primavera de 1571; y como nuestra era la principal
fuerza en la mar, hubo de aceptar, con algún leve recelo de los aliados italianos, la
jefatura suprema de don Juan de Austria, a quien yo había ya hecho previsoramente
general de la mar desde 1568, cuando tuve los primeros informes sobre la presencia
de emisarios del sultán y de Berbería entre los moriscos que por entonces preparaban
su alzamiento. Entre mayo y septiembre de 1571 mis juntas de coordinación entre
consejos funcionaron a pleno rendimiento, y en la resolución de tan variada cantidad
de problemas se distinguió un joven secretario que había sabido ganar mi confianza,

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y luego mi privanza, desde mi mal año 1568, y que ahora consiguió mi sincera
admiración por su diligencia y eficacia: su nombre es Antonio Pérez y siento tener
que implicarle tan favorablemente, dada su espantosa traición posterior, en mis
recuerdos de tan gloriosa jornada, la cumbre de todo mi reinado, pero estoy ante la
muerte y me debo sencillamente a la verdad.
Para dejar bien claro ante mis reinos y todo el mundo que para mí la rebelión de
los moriscos y la cruzada contra el Turco eran una y la misma guerra, designé —
como digo— general de la mar a mi hermano Juan de Austria en 1568, cuando ya
tuve noticias de que se fraguaba la conspiración de los rebeldes granadinos con el
Turco y sus gobiernos vasallos de África; y le mantuve el cargo cuando le di el
mando de las fuerzas, y luego el gobierno del reino de Granada en los años
siguientes. La orden a fuego y a sangre que le comuniqué personalmente, de palabra
y por escrito, contra los moriscos recalcitrantes, servía también para la campaña
marítima contra el Turco al frente de la Santa Liga. En las instrucciones para que
desempeñase recta y eficazmente el generalato de la mar —que firmé en Aranjuez el
23 de mayo de 1568—, le advertí que ante todo había de tener ante sí la devoción y
el temor de Dios, de cuya mano ha de proceder todo bien y buenos y prósperos
sucesos de vuestras navegaciones y empresas y jornadas; le adoctriné sobre la
justicia; le recomendé que eligiese bien sus consejeros, pero a ninguno considerase
como valido, consejo que yo me estaba empezando a saltar con Pérez; le insté a que
no permitiese jamás en sus galeras la blasfemia y el pecado nefando de la sodomía,
que debería castigar inapelablemente con la hoguera; le mostré cuál debería ser su
comportamiento en la batalla. Ni en esas instrucciones ni después quise conceder
todavía a mi hermano el tratamiento de alteza, silla y cortina, que él me solicitaba
insistentemente; era hasta poco antes título de reyes solos y yo quería refrenar su
justificada ambición.
Gracias a la acertada coordinación de mis consejos por medio de las juntas ad hoc
se empezaba a reunir en el puerto de Messina, desde el final del invierno del 71, la
flota de la Santa Liga, sin que nadie de momento, fuera de mi hermano, supiera su
verdadero destino, mientras mis espías diseminados por toda la costa enemiga
confundían a las gentes del sultán con informaciones contradictorias. El 6 de junio
don Juan de Austria salió de Madrid tras las últimas conversaciones conmigo, cuando
ya los últimos rebeldes de las Alpujarras habían prácticamente depuesto su
resistencia. Llegó a Nápoles el 9 de julio y desde allí urgió a los demás aliados de la
Santa Liga que cumpliesen los acuerdos, para lo que favoreció mucho el celo ardiente
del Papa Pío V. Allí también se entretuvo mi hermano más de la cuenta en fiestas y
devaneos, que yo comprendí por su edad y mi propia experiencia en anteriores
momentos de tensión; y don Juan sabía bien que la suerte de la Cristiandad podía
estar en sus manos. Llegó a Messina ya entrado septiembre, recabó informaciones
sobre los planes de la escuadra turca que navegaba entre la isla de Chipre y sus costas
del Adriático, como una directa provocación a la República de Venecia, dueña

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entonces de aquel mar entrante que separaba dos mundos; y después de varios
consejos de guerra en que fijó, como si hubiera andado toda la vida en cosas de la
mar, la formación de marcha y los diversos proyectos para la formación de batalla,
revistó, con todo el pueblo de Messina en las atalayas y la costa, a sus trescientos
quince barcos, que zarparon el 15 de septiembre hacia el Mediterráneo oriental.
Nuestra era la fuerza principal, noventa galeras con mayor acompañamiento de
buques menores que las ciento seis de Venecia, la república que se jugaba en el envite
su propio existir; las galeras de Génova navegaban bajo mi bandera, como las de
Saboya. Yo tenía gran esperanza, después de mis conversaciones con un marino tan
experto como don Álvaro de Bazán, en nuestros barcos más ligeros, veinticuatro
naves y cincuenta fragatas que triplicaban a las de Venecia y podrían maniobrar mejor
con buen viento. Para hermanar a los aliados, mi hermano dispuso tras vencer algunas
resistencias venecianas que no se dividieran por naciones en el orden de navegación
para marcha; y así procedían todos mezclados. Tras la vanguardia —a las órdenes de
Cardona—, el futuro cuerno derecho, con gallardete azul, al mando de Juan Andrea
Doria, nuestro fiel genovés; el centro, con distintivo carmesí, a las órdenes directas de
mi hermano en la galera real, flanqueada por las capitanas de Venecia, con Sebastián
Veniero, Génova con Héctor Spínola, la del Papa con Marco Antonio Colonna, y la
de Saboya con monseñor de Ligny. Detrás, con bandera amarilla, el que sería en
combate cuerno izquierdo, a las órdenes de Barbarigo; y cerraba la marcha, con
gallardete blanco, la reserva de socorro que dirigía don Álvaro de Bazán, marqués de
Santa Cruz. Tan imponente escuadra, que jamás había conseguido reunir la
Cristiandad, embarcaba treinta mil soldados de infantería con todas sus armas, entre
ellos más de ocho mil españoles. De acuerdo con mis instrucciones y la
recomendación del Papa todos oyeron devotamente la misa antes de zarpar, donde
casi todos comulgaron como quien se prepara a la muerte; y lo mismo hicieron en su
última recalada italiana, en nuestro puerto de Reggio Calabria. El 24 de septiembre
fondeaban junto a la isla de Corfú, desde donde don Juan despachó a varios
bergantines para localizar a la escuadra turca, que algunos cristianos de la costa, en
sus barcas, nos habían señalado como próxima.
Como luego concluí al estudiar detenidamente los informes de los consejos que
mi hermano mantenía diariamente a bordo de la Real, todos accedieron a que se
adoptase, como por fin hizo mi hermano con su autoridad, la táctica recomendada por
el anterior general de la mar, don García de Toledo, el vencedor en el socorro a Malta
durante la campaña del 65, que ahora, con la grandeza de su lealtad, había accedido a
entregar el mando a mi hermano y actuaba como su principal consejero. Suponía este
experimentado marino que los turcos adoptarían una formación en línea y querrían
decidir el encuentro trabando con garfios a nuestras galeras para convertir la batalla
naval en un choque terrestre de infantería; mientras intentaban acciones de flanco
para alejar a nuestros cuernos y envolver después mejor al centro que mandaba don
Juan. Supo prever acertadamente don García de Toledo que el objetivo principal del

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enemigo era la persona de mi hermano; el cual, con su arrojo ya célebre después de
sus arriesgadas (e imprudentes) descubiertas en la guerra morisca, decidió que si ése
era el propósito de los infieles, aceptaría su reto y trataría de devolver la amenaza al
general enemigo, Alí Pachá, mejor capitán de infantería que marino. Doria y
Barbarigo, que eran grandes navegantes, recibieron instrucciones para no dejarse
alejar en las acciones de flanqueo, y Santa Cruz, que ya era el mejor marino de
Europa, se encargaría, con su reserva rápida, de remediar las dificultades que
pudieran surgir en cualquier parte; y de lograr, con su sentido y rapidez de la
maniobra y al adecuado manejo de la artillería, que aquella batalla casi terrestre,
como las que se venían librando en nuestro mar desde la creación de la escuadra
romana contra Cartago, tuviese aires de una verdadera batalla naval. Yo confiaba
sobremanera en las dotes y el equilibrio militar y naval de Bazán; y no me equivoqué.
Tuvo noticias don Juan sobre la entrada de la escuadra enemiga en el golfo de
Lepanto, y hacia allí se dirigió animosamente cuando comprobó, por observaciones
de sus propios bergantines, que no se trataba de un engaño. Con la primera luz
doblaba el cabo que cierra ese entrante por el norte y a poco descubría a la escuadra
enemiga, que ya desplegaba en media luna, como para recabar la protección de su
falso profeta, que parecía confirmada por el suave e insistente viento de popa que les
traía hacia nosotros, con otra ventaja considerable: el sol a sus espaldas, que a
nosotros ya nos deslumbraba. En cumplimiento de las previsiones de don García de
Toledo, a quien mi hermano, al comprobarlo, dirigió un gesto de reconocimiento, el
general turco Alí Bey había reforzado extraordinariamente su centro de batalla con 87
galeras; mandaba las 61 de su izquierda el renegado de Trípoli Uluch Alí, y el cuerno
derecho Sirocco con 54. Por darnos el golpe decisivo en torno a don Juan, Alí Bey
navegaba sin más reservas que las ocho galeras de Dragut, muy pronto engullidas en
la batalla. El marqués de Santa Cruz lo advirtió inmediatamente e impuso algo más
de distancia con su retaguardia. No tuvimos dificultad alguna en transformar en
batalla nuestro orden de marcha: y nuestros cuatro núcleos formaron, frente a la
inmensa media luna del enemigo, una gran cruz, con el grueso en vanguardia,
precedido por las temibles galeazas de Venecia, recién repostadas de cañones nuevos
y de alcance hasta entonces desconocido. Barbarigo el veneciano tomó posiciones a
nuestra izquierda frente a Sirocco, por el lado de la costa norte del golfo; hacia allí
parecía que se iba a vencer el combate. Para evitarlo, Uluch Alí maniobró hacia fuera,
sobre la costa sur, y Doria le siguió algo encelado; quería dirimir con el renegado el
viejo pleito sobre cuál de los dos era el mejor capitán del Mediterráneo, y tal pasión
hizo alejarse demasiado a nuestro gran genovés, que alternaba con su rival una serie
de movimientos envolventes hasta despegarse de la batalla principal.
Eran las once de la mañana, sin una nube en el cielo del golfo, cuando el Señor
intervino claramente en nuestro favor y mudó el viento de frente a popa, tras breves
momentos en que calmó primero y roló después, rápidamente. La flota turca, muy
desconcertada, tuvo que aferrarse a los remos y emprender la ciaboga, que nuestros

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esclavos cristianos dificultaron todo lo posible, pese al castigo salvaje que sufrieron
de sus cómitres; tal vez nuestros remeros, que eran casi todos cristianos, tuvieran
mayor parte de la que se cree en la decisión de la batalla, porque libres de sus
grilletes trabajaron y luego combatieron como soldados leales. Los caudillos se
buscaban, ostensiblemente. Las galeazas de Venecia hicieron estragos en la
formación enemiga desde que la tuvieron a tiro hasta que las rebasó; y entonces la
sorprendieron con sus piezas de popa, todavía más mortíferas. En cambio la galera de
Alí Bey logró mejor entrada que la de don Juan, que se abatió ligeramente por la
proa. Pero García de Toledo había ordenado derribar los castilletes para dejar claro el
tiro de nuestros arcabuceros, situados en la popa, que se había elevado, desde la que
barrieron los intentos enemigos de abordaje. Sebastián Veniero, el general veneciano,
con olvido de sus anteriores obstáculos y enojos, se pegó por un costado a la Real,
para proteger a don Juan, y lo mismo hizo el general del Papa, Marco Antonio
Colonna, por el otro. Aun así una galera turca, en un movimiento que como luego
supimos se había ensayado mil veces, logró abordar por la popa a la Real y ya
saltaban sus jenízaros sobre nuestros arcabuceros, que hubieron de recurrir a la
espada, cuando el marqués de Santa Cruz llegó de atrás como un rayo, aferró a la
galera enemiga, la separó y la incendió. La batalla del centro duró dos horas, en las
que mi hermano Juan asombró a todos lanzándose espada en mano sobre los
enemigos que conseguían saltar a la Real. Ante tal ejemplo, nuestros capitanes
terminaron de arrojarles al agua, saltaron sobre la galera de Alí Bey y a poco izaban
en su palo mayor la enseña de la Santa Liga y ofrecían a don Juan la cabeza arrancada
del almirante turco, arrojada a sus pies junto al pendón de la que llaman Sublime
Puerta. Un clamor tremendo se alzó desde todas las naves del centro trabadas, y
ninguna enemiga consiguió huir; todas fueron hundidas, apresadas o incendiadas.
Con grave peligro de encallar en los bajíos de la costa norte, Barbarigo había
guiado mientras tanto a sus galeras contra el cuerno derecho enemigo que mandaba
Sirocco, y que no había contado con la audacia de las fragatas venecianas que
parecían, desde el centro, andar sobre la tierra, de lo que se acercaban a ella. Cuando
Santa Cruz vio despejado el centro, acudió a nuestra ala izquierda, no sin dejar un
fuerte retén para cubrir a don Juan ante cualquier sorpresa; y terminó de decidir el
combate por ese cuerno, no sin que Barbarigo entregase a Dios su vida en medio de
su victoria. Esto empañó nuestra alegría, pero no la gloria del gran capitán de
Venecia.
Entonces pudieron los nuestros prestar la debida atención a la particular batalla
que, al margen de la general, habían entablado Uluch Alí y Andrea Doria, en el
centro del golfo, y hacia el sur. El renegado venció al prior de Malta y trató de
apresarle, pero las fragatas del marqués de Santa Cruz, al advertir tan grave suceso,
llegaron a tiempo para impedirlo. Ya concertaban sus esfuerzos Bazán y Doria
cuando el viento empezó a rachear, amenazó temporal y Uluch Alí prefirió
aprovechar tan feliz circunstancia y huir con parte de su flota, únicos supervivientes

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de la catástrofe enemiga, de lo que se jactaría después vanamente ante el sultán. Sólo
lograron escapar, sin embargo, cincuenta barcos infieles, contra veinte que perdimos
en combate. Las cinco sextas partes de la poderosa escuadra enemiga se habían
hundido, navegaban a remolque de sus vencedores o terminaban de incendiarse en
medio de las ráfagas del viento, que azuzaban de esta forma las luminarias de nuestro
triunfo.
Toda Europa y las Indias vibraron con la gloria de Lepanto. Guillermo de Orange,
mi archienemigo, que había brindado por los primeros alardes de los moriscos, ahora
se encerró abatido, después de negarse, durante semanas, a aceptar mi triunfo, que
afirmaba mi poder sobre toda Europa. Es cierto que la campaña del año siguiente no
respondió a victoria tan trascendental, y que la Santa Liga acabó por disolverse ante
los recelos y la pequeñez de algunos de sus miembros. Pero en la campaña de 1573
nuestra escuadra recuperó la plaza de Túnez, reconquistada en otro momento de
dejadez, por Uluch Alí, el superviviente de Lepanto, al año siguiente, por lo que
reprendí severamente a mi hermano y al cardenal Granvela, virrey de Nápoles. Un
dicho popular atribuyó la derrota a la paleta de don Juan, por su inclinación a los
juegos, y a la bragueta de Granvela, y no le faltaba razón. Parecía rehacerse la flota
turca, que con este motivo volvió a Lepanto, y formó, a las órdenes del renegado de
Trípoli, con la misma disposición que en la jornada del 71. Y también es verdad que
en 1576 los emisarios del sultán conseguían la sumisión de los reyezuelos de
Marruecos, lo que algunos interpretaron como una amenaza a mis costas andaluzas y
hasta como el prólogo de una nueva invasión sarracena de España. Pero todo eran
apariencias. Si a mí se me enconaban los problemas de Europa, al sultán le ardía,
desde 1577, la frontera de Persia. Pese a los vanidosos despliegues de Uluch Alí,
Lepanto había sido un golpe de muerte para el Turco, que ya no volvería jamás a
intentar una operación ofensiva de envergadura en nuestro mar, y pareció iniciar,
desde entonces, una decadencia irreversible. Tan es así que en 1580 me solicitó la
firma de una tregua, que acordamos y luego prolongamos hasta hoy. Estoy seguro de
que quienes han de venir verán la jornada de Lepanto como la más decisiva para
Occidente desde que los atenienses derrotaron a la escuadra persa en Salamina; y el
Papa, al instituir la fiesta de Nuestra Señora del Rosario, consagró la salvación de la
Cristiandad. Ahora, en medio de mis males de muerte, revivo todavía el gozo
profundo que me invadió aquí al lado, cuando en plena misa un mensajero que apenas
podía hablar de emoción y cansancio me comunicó la victoria. «Sosegaos —le dije—
ya lo veremos cuando haya acabado aquí». Pero pasé recado al celebrante de que
rematase la misa con un tedéum, que todos mis reinos repetían ya. A poco encargué a
mi admirado Tiziano por medio del maestro Sánchez Coello (que solía plasmar mis
deseos mucho mejor que Domenico el Greco), un cuadro que llamó La ofrenda de
Felipe Segundo, y luego el más famoso de España en auxilio de la Religión. Felicité
de corazón a mi hermano, pero le prohibí que aceptase, después de su victoria, el
ofrecimiento de la corona de Albania y de Morea que le prometían, sin la menor

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garantía, los cristianos de aquellas costas que habían visto su victoria. Y cuando por
su negligencia se perdió Tunez en el 74 le mandé venir a Madrid donde se sinceró
cumplidamente y atribuyó el desastre a la emulación de Granvela. Creo que tenía
razón.
Después de Lepanto la fama de don Juan se extendió por todo el mundo, y de
todas partes le buscaban para verle y honrarle. Cuando se deshizo la Santa Liga, y en
vista del agravamiento de la situación en Flandes, le llamé para encomendarle esa
nueva misión. Pero por más que yo me tenía que labrar aún mi lugar en la Historia,
mi hermano ya estaba en ella desde el 7 de octubre de 1571. Las mejores plumas de
España, sobre todo las jóvenes, cantaban su gloria con una nueva perfección de
nuestra lengua. Mis enemigos, al ver que no acabábamos de aprovechar los frutos de
tan insigne triunfo trataron de rebajarle. Pero yo sé que será inútil. Al salvar a Italia,
preservar la Santa Sede y arrojar para siempre a la fuerza naval del infiel, para
grandes amenazas, de la cuenca occidental de nuestro mar, yo sentía cada vez más
que había logrado cumplir una de las grandes misiones de mi vida, por la que mi
padre descansaría tranquilo en su nueva tumba del Escorial. Para colmo de bienes,
poco antes de cumplirse los dos meses de Lepanto nacía en Madrid mi hijo Fernando,
a quien juraron príncipe de Asturias las Cortes de Castilla el 31 de mayo del 73.
Luego se hundiría esa esperanza, que en mi gran año parecía segura.

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ESPAÑA EN DEFENSA DE LA RELIGIÓN

Acabo de aludir al cuadro de Tiziano que más estimo: España en defensa de la


Religión, donde, tras escuchar detenidamente mi idea, mi artista preferido plasmó
perfectamente, a propósito de la victoria de Lepanto, lo que había sido el ideal de mi
vida entera: la defensa de la fe, amenazada en nuestro tiempo más que en otro alguno.
La fe es para mí como una segunda naturaleza; sentí desde mi infancia que Dios me
entregaba la continuación del milagro de España, que estaba siendo un milagro de fe;
y cuando mi padre me relataba las hazañas de nuestro primer ejército de Italia, en
tiempo de mis bisabuelos Isabel y Fernando, repetía también con gratitud y respeto el
comentario unánime que los italianos de aquel tiempo difundían por toda Europa:
Dios se ha hecho español. Ese reino de España que forjaron mis bisabuelos se veía ya
entonces más unido y compacto desde fuera que desde dentro; aquí seguimos
distinguiendo entre castellanos y portugueses y aragoneses y catalanes, pero desde
Europa se nos ve sencillamente como españoles. Y como soldados de la fe que
combatimos, por encima de cualquier otra causa, por la causa de Dios. Creo que el
ejemplo de mis mayores, que condujo a mi padre a su combate con la herejía y a su
triunfo de Mühlberg, ha penetrado también en la mente y el corazón de mis reinos de
España e Indias, cuando comprobaron en San Quintín y Gravelinas que Dios seguía
siendo español en Europa y en los comienzos de mi reinado; y sobre todo cuando las
victorias de Malta y de Lepanto consagraron la primera cruzada que España dirigía en
la otra cuenca de nuestro mar después de las aventuras catalanas de otros tiempos
antiguos, que más parecen libros de caballerías que cosas reales y religiosas.
Ante Dios que me ha de juzgar pronto, veo con toda claridad en los últimos días
de mi vida que acerté al distinguir, para mis decisiones a veces muy graves y
dolorosas, la causa de Dios de la causa de los Papas, que no siempre se han
comportado en estos tiempos como vicarios de Dios. Mi nacimiento coincidió con el
terrible saco de Roma, y tuve que inaugurar mi propio reinado con otra guerra contra
el Papa Paulo IV, que odiaba a España y trató de excomulgarme, pero sin validez
alguna porque lo hizo como soberano temporal y no como vicario de Cristo. El Papa
Gregorio XIII pretendió impedir la más íntima de mis conquistas, la de Portugal, y
luego Sixto V no quiso ayudarme en mi segunda jornada de Inglaterra, cuando el
objetivo principal de la Armada Invencible era recuperar aquel reino del cual yo
había sido Rey para la Santa Iglesia. Termina mi reinado con el apoyo de otro Papa,
Clemente VIII, a una Francia que se me vuelve enemiga; de tantos Papas sólo un
santo, Pío V, quiso ser mi aliado en la cruzada contra el infiel. Pero lo que más me
dolió en estas tensas relaciones con la Santa Sede es que los Papas me hayan dejado
solo en mi lucha agotadora para preservar la fe en mis Países Bajos. Tengo aquí la
carta que dirigí a Granvela, que era un cardenal de la Iglesia además de mi consejero
principal, en 1581 a este propósito:
«Yo os certifico que (los Papas) me traen muy cansado y cerca de acabárseme la

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paciencia, por mucha que tengo… Y veo que si los Estados Bajos fueran de otro,
hubieran hecho maravillas porque no se perdiera la religión en ellos, y por ser míos
creo que pasan porque se pierda, porque los pierda yo». Y es que si no tuviera yo la
fe que mis padres y mayores me esculpieron en el alma, desde hace mil años que
rigen reyes a España, me pararía a pensar si a estos reinos no les hubiera convenido
mucho más abandonar esa fe, como han hecho los del norte, que aferrarse a ella por
mandato de Dios para que los vicarios de Dios nos lo agradeciesen tan mal, y por
criterios tan poco divinos.
Pero que Dios me perdone este desahogo, que no será ni mal pensamiento porque
jamás llegué a pensarlo. Y es que mi reinado se estrenaba en 1556 con el desvío y la
hostilidad del Papa justo cuando la herejía triunfante en Europa se preparaba para el
asalto a mis reinos de España. Aún vivía mi padre cuando mi hermana Juana de
Portugal, que durante mi jornada de Flandes había quedado por regente de estos
reinos, nos comunicaba que se estaban descubriendo los primeros focos de la herejía
en los puntos más sensibles de ellos. En el 57 se hallaron dos toneles repletos de
libros heréticos que él arriero Juan Hernández trataba de introducir en Sevilla;
sirvieron para que nuestro inquisidor Fernando Valdés ampliara el Indice de libros
prohibidos, ya aparecido en 1551.
Supimos que todo ese veneno impreso llegaba de Ginebra, donde un nuevo
heresiarca todavía más fanático, Juan Calvino, había sucedido a Lutero como máximo
enemigo de la fe en Europa, y amenazaba cada vez más con la extensión de la herejía
al reino de Francia, al de Escocia y a los Países Bajos. En ese mismo año la reina
Juana nos detallaba el descubrimiento de centros recién formados para el cultivo y la
difusión de la herejía en Valladolid, Palencia, Logroño y Zamora, además del de
Sevilla; y por orden nuestra el inquisidor Valdés se dedicó con toda diligencia a su
extirpación. Mi padre no quería morir en Yuste sin la seguridad de que el corazón de
España quedaba libre de convertirse en una nueva Alemania, lo que hubiera supuesto
el final de esa Cristiandad de la que nosotros éramos el más firme apoyo. El 6 de
septiembre del 58 escribía a Valdés que extremase el rigor para que se cumpliesen los
deseos de mi padre, que murió confortado con nuestra decisión; y una semana más
tarde dicté mi ley de sangre, por la que intimé la muerte a quienes introdujeran en
España libros sin licencia de mi consejo. Todas estas noticias aceleraron mi regreso a
Castilla para dirigir desde aquí la gobernación de mis reinos y la lucha contra la
herejía en cuanto hube atajado la insolencia del rey de Francia gracias a mi campaña
del norte. Conseguida, como dije, la paz en Europa, regresé sobre todo para extirpar
los brotes de herejía que ya Valdés había aislado y reducido.
El más peligroso era, sin duda, el de Valladolid, promovido por un veronés,
Carlos de Seso, que había llegado a corregidor de la ciudad de Toro entre 1554 y
1557, y que, inficionado de herejía antes de venir a España en 1550, consiguió
seducir a Pedro de Cazalla, párroco del Pedroso, con quien formó un grupo luterano
que logró infiltrarse en la Corte, por entonces en Valladolid. Desde allí se pusieron en

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contacto con mi consejero Bartolomé Carranza, recién designado arzobispo de
Toledo, quien defendió la verdadera fe en sus conversaciones con ellos, pero no les
reprimió como era su deber. Este cura Cazalla, vástago de judíos conversos, inficionó
a toda su familia, sobre todo a su madre y a su hermano, el doctor Agustín, que había
sido predicador de mi padre el Emperador y empezó a negar abiertamente la
existencia del purgatorio. La madre convirtió su casa de Valladolid en cenáculo de la
herejía, que se extendió a varios centenares de personas en el 58; pronto empezaron a
burlarse de la misa y los sacramentos, por lo que supimos distinguirles de las bandas
de alumbrados que tanto habían preocupado a Valdés en la época anterior.
Valdés actuó con la eficacia que de él se esperaba. Se trasladó a Valladolid
mientras sus colaboradores proseguían la investigación del foco protestante sevillano,
y consiguió que mi desgraciado hijo el príncipe don Carlos presidiera el primero de
los autos de fe celebrados en España contra la nueva herejía, junto a la reina Juana.
Tras un sermón del teólogo Melchor Cano, que interpretó perfectamente mi
pensamiento, la Inquisición entregó a los reos convictos al brazo secular, que los
ejecutó; y derribó la casa de la familia Cazalla. El hecho de ver quemado vivo a un
predicador imperial junto a las otras trece hogueras con que concluyó este primer
auto restalló por toda España y no extrañó demasiado en Europa que ya estaba
acostumbrada a tales espectáculos tanto en el campo católico, como en las hogueras
de Smithfield prendidas por orden de mi esposa María Tudor contra mis consejos;
como en las ejecuciones de Juan Calvino en su reducto herético de Ginebra. Poco
después fueron condenados en Sevilla otros veintidós reos a la hoguera, el 24 de
septiembre; y pude llegar a tiempo para presidir en Valladolid, el 8 de octubre, el
segundo auto que se celebraba en esa ciudad, donde terminaron las vidas y daños de
Pedro Cazalla y Carlos de Seso. Con este motivo la familia real en pleno juró
defender nuestra santa fe y apoyar en todos sus trabajos al Santo Oficio. Cuando el
corregidor Carlos de Seso se atrevió a increparme en medio de mi pueblo por dejarle
quemar a pesar de su alcurnia, hube de replicarle serenamente: «Yo traeré leña para
quemar a mi hijo si fuera tan malo como vos».
Castigos tan inmediatos y ejemplares ahogaron de raíz la difusión de la herejía en
España, espero que por los siglos. Durante todo mi reinado, fiel a mi juramento de
Valladolid, apoyé al Santo Oficio que instruyó unas cuarenta mil causas, mil por año
más o menos; aunque los condenados a la hoguera fueron, por supuesto, muchísimos
menos. Luego, desde la década siguiente, los emisarios secretos de Juan Calvino
trataban de crear focos de su secta en España por lo que Valdés hubo de publicar una
declaración especial contra él. En los años 63 y 64 implanté en España una segunda
reforma religiosa cuando hice promulgar y cumplir los decretos del Concilio de
Trento, que luego quise extender a los Países Bajos con el resultado que ya expuse.
La Inquisición, apoyada en todo momento por mí y por mi correspondiente consejo,
había incluido quinientos libros en su Índice de 1559, y los elevó a dos mil quinientos
en el último de 1583; la prohibición resultó efectiva, y sólo en los archivos reservados

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del Santo Oficio, fuera de algunas universidades donde se necesitaban para
ilustración y refutación y se conservaban en los infiernos dentro de las bibliotecas,
podían consultarse tales producciones del error herético que asolaba a Europa.
Pero ni en mi antiguo reino de Inglaterra la persecución religiosa, primero de
María y luego de Isabel, ahogaron la libertad creadora de una nueva y pujante lengua
vulgar, ni mi defensa de la verdadera fe en mis reinos de España e Indias agostó la
misma floración, fecundada por los nuevos modelos que venían sobre todo de Italia.
Mis hombres de pluma comprendieron antes que nadie mi esfuerzo y cuando caían
bajo las sospechas del Santo Oficio no era casi nunca por auténticos motivos de fe
dudosa, sino por rencillas personales y celos universitarios disfrazados de denuncias
teológicas. La firme defensa de la verdadera fe jamás atenta al contenido de la
verdadera libertad interior. Nunca ha brillado más alto la teología española que en mi
reinado; y nunca España ha ofrecido a la Iglesia semejante pléyade de hombres y
mujeres que la Iglesia ya empieza a proponer al mundo como ejemplos de santidad.
Ahí están algunos que además me han sido, sin excepción, personalmente
devotísimos: Ignacio de Loyola y Francisco de Borja; fray Pedro de Alcántara y el
maestro Juan de Ávila; Teresa de Jesús y Juan de la Cruz; Juan de Ribera y José de
Calasanz. Es cierto que tuvimos que afirmar nuestra intransigencia religiosa, pero no
antes que los herejes declarasen insolentemente la suya; y nosotros, mi pueblo y yo,
lo hacíamos con quince siglos de historia y de tradición detrás, mientras que ellos
emprendían guiados por su soberbia un camino jamás hollado. Y cuando alguien
pretendía señalar un camino intermedio, hube de cortarlo en seco, ya que no caben
compromisos entre la verdad y el error. Ni los herejes los aceptaban ni yo podía
hacerlo. Por eso, tras continua meditación y consulta, no dudé en proceder con dureza
en uno de los casos más delicados de todo mi reinado: el de fray Bartolomé de
Carranza.

El proceso del arzobispo Carranza

Acababa yo de elevar a Carranza a la silla primada de Toledo, porque quería ver


esta sede, la más grande y poderosa de la Cristiandad después de la de Roma, en
manos de gentes meritorias nacidas del pueblo, y no como feudo para las ambiciones
y disputas de la nobleza. No quería arzobispos de Toledo que pudieran llamarse, con
razón o sin ella, terceros reyes de España, como aquel Mendoza de mis bisabuelos, de
quien vino después la fiebre de soberbia y de intriga a su familia que procedía de un
pecado que a mi bisabuela Isabel hacía gracia, pero que yo he debido purgar.
Carranza era un sabio dominico con notables dotes para la controversia y la política,
que me había acompañado en las jornadas de Inglaterra y de Flandes, durante las que
se había distinguido por su acérrima y, sin embargo, amable defensa de nuestra fe.
Había enseñado teología con universal aplauso en San Gregorio de Valladolid, y le
designé por sucesor de tan altos primados como mi maestro Siliceo y el regente

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cardenal Tavera. Volvió a España al comenzar el año 58, después de su consagración
por el cardenal Granvela, y nada más llegar los herejes de Valladolid, Seso y Cazalla,
trataron de implicarle en sus insidias. Casi a la vez que fray Bartolomé entraban en
España algunos ejemplares de su Catecismo cristiano, impreso en Amberes con
licencia mía y de mi consejo. Tan fulgurante carrera atrajo algunas emulaciones y
envidias como es moneda corriente entre teólogos, más que en otra profesión alguna;
y el obispo de Cuenca denunció al Catecismo de Carranza ante el Santo Oficio, por
varias proposiciones que estimaba dudosas, aunque mi consejo las había pasado por
alto. Mi confesor Chaves, que para este asunto parecía a veces como poseso contra
Carranza, me instó a que no interfiriera en su favor, y preferí que fuesen sus propios
hermanos en religión quienes informaran sobre él. Dos grandes teólogos de Trento,
Melchor Cano y Domingo de Soto, dominicos como Carranza, encontraron en su
Catecismo «proposiciones oscuras y peligrosas», y por orden del Santo Oficio que yo
había previamente aprobado, el arzobispo fue preso en Torrelaguna durante la noche
del 21 al 22 de agosto de 1559. Era un gran teólogo y se defendió con maestría; el
Papa, que no quiso solidarizarse con la acusación, avocó la causa a su autoridad y en
1562 un selecto grupo de teólogos tridentinos manifestó su apoyo expreso al
Catecismo cristiano como plenamente ortodoxo y, a la vez, cauce para el diálogo con
los herejes, que también lo admiraban. No pude resistirme a la insistencia del Papa
Pío V, y le entregué al preso, que fue conducido a Roma el mayo del 67. Pero este
Papa santo, que según mi embajador tenía ya decidido absolver al arzobispo de
Toledo y reponerle en su sede, murió cuando no se había cumplido todavía el año de
nuestra común victoria de Lepanto y su sucesor, Gregorio XIII, hizo revisar todo el
proceso y al fin dictó sentencia en la primavera de 1576; fray Bartolomé de Carranza
era intensamente sospechoso de herejía en dieciséis de sus proposiciones, que se
enumeraban circunstanciadamente; aun así el Papa no le privó de su sede, sino que se
limitó a suspenderle en ella por cinco años, que debería pasar en reclusión. Carranza,
que se había visto reivindicado por el Papa anterior, no pudo resistir este golpe que
reputaba injusto y murió de dolor pocas semanas después de la sentencia.
Desde 1559 el Catecismo cristiano de Carranza estaba incluido en el Indice de
libros prohibidos, junto con otros libros que después fueron exonerados, como el
Audi filia del maestro Juan de Ávila, corregido después satisfactoriamente por él; la
Guía de pecadores de fray Luis de Granada, jamás lo pude entender después de
leerla; e incluso algunos escritos, que él negó fuesen suyos, de Francisco de Borja. La
lucha religiosa se había enconado en toda Europa y Carranza cayó víctima de sus
deseos de paz, y de su ingenuidad al admitir tratos con los Cazalla que lograron
envolverle en vísperas de ser descubiertos por el Santo Oficio. No se puede servir a
dos señores cuando la herejía se alzaba contra mí como secta de poder más que como
vía religiosa; y tuve que permitir que el Santo Oficio aplicase a mi piadoso consejero
la terrible disyuntiva de que quien no está conmigo está contra mí. Las vacilaciones
de los Papas muestran con toda claridad las dificultades del enrevesado asunto, pero

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en circunstancias tan críticas yo también me incliné por extremar la ejemplaridad y
demostrar que en punto a herejía ni un predicador real ni un arzobispo de Toledo
quedaban libres de investigación, sospecha y castigo.

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LA MADRE TERESA

El trato con varones y mujeres de reconocida santidad me confirmaba en la lucha


por la religión en medio de tan enojosos problemas como el que suscitaba en mi
conciencia, durante años enteros, el proceso de todo un arzobispo de Toledo. Podría
explayarme sobre los santos hombres y mujeres que llegué a conocer, y en algunos
casos íntimamente; pero en espera de la muerte me inclino por recordar, en nombre
de todos, a la madre Teresa.
La única vez que hablamos frente a frente fue en el Alcázar de Madrid. Cuando
quise confirmarla en sus propósitos y viajes incansables para la reforma del Carmelo,
me contó, cuando conseguí disipar en parte su turbación, y no era mujer fácil de
turbar ante la majestad humana quien tal familiaridad alcanzara con la divina, que me
vio por vez primera junto a mi madre en nuestro paso por Ávila, cuando en
improvisada recepción de Corte me quisieron vestir ya de príncipe joven y descartar
mis ropajes de niño. Había entrado a los veinte años, poco después de ese encuentro,
en el famoso convento de la Encarnación, donde durante muchos arios llevaba, según
ella, una vida vulgar que se transformó milagrosamente ya en vísperas de mi reinado,
ante una imagen de Cristo en su pasión. Francisco de Borja, que volvió a Ávila
cuando ya había abrazado la Compañía de Jesús, fue de los primeros en comprender a
la madre Teresa, de la que me habló muchas veces. Ella misma me dijo que cuando
en el año 60 pedí oraciones a todos los conventos y sacerdotes de mis reinos para que
Dios me ayudase en su defensa, esa llamada resonó en su alma como una nueva
exigencia de perfección y entrega a Dios, lo que también me corroboró después el
santo fray Pedro de Alcántara, que la conoció ese mismo año, y a quien ella describe
como hombre hecho de raíces de árboles. Dos años después, cuando yo me
empeñaba en fomentar la segunda gran reforma de la Iglesia y las religiones en
España, la madre Teresa fundaba el primero de sus conventos del Carmelo
reformado, San José de Valladolid. Recibí en el 66 al general de los carmelitas, padre
Rubeo, que venía a España por orden del Papa para inspeccionar la Reforma, que por
fin autorizó Pío V al año siguiente, por los favorables informes de Rubeo y por mi
decidida protección. Poco después la madre Teresa inició su rosario de fundaciones
por toda España, a partir de la que instauró en Medina del Campo, donde encontró a
su gran colaborador para la reforma del Carmelo masculino, fray Juan de Santo Matía
que se llamó luego fray Juan de la Cruz. A la vista de mi abierta protección, toda la
nobleza española se empeñó en procurarse un convento de la madre Teresa en sus da
minios. Y precisamente los frutos de la reforma carmelitana, por estar en tan buenas
manos, me animaron a procurar con mayor energía desde el año 68, cuando hube de
enfrentarme con la herejía en Flandes y con todos los gravísimos problemas que en
ese año cayeron a la vez sobre mí, la reforma de todas las religiones de España,
porque pensaba y pienso que sin ellas toda la Iglesia se despeñaría en el caos; que no
en balde la herejía en Europa había surgido por inspiración diabólica en el corazón

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torcido de un fraile alemán.
La proximidad y la identificación de la nueva orden religiosa de nuestro tiempo,
la Compañía de Jesús, con la madre Teresa y su reforma, era uno de los principales
argumentos que yo esgrimí con mi maestro Siliceo y los dominicos de Trento en
favor de la milicia de Ignacio de Loyola, a la que Francisco de Borja, que por ella
había dejado su título y sus tierras de Gandía, gustaba llamar siempre ante mí la
caballería ligera del Papa, como la había concebido su fundador. Mi antiguo ayo
Diego de Zúñiga y un consejero tan influyente como don Luis de Requesens
anularon, por mi propia convicción, las maniobras de Siliceo y los dominicos contra
una orden que fijaba ya en el centro de Europa las fronteras de la Iglesia. Mientras
tanto la madre Teresa proseguía incansable sus fundaciones, como la de Malagón en
ese mismo año triste del 68, y la de Toledo, a instancias de doña Luisa de la Cerda, en
el 69. Fue entonces cuando Ana de Éboli, parienta de doña Luisa, se empeñó en que
la madre Teresa fundara en Pastrana, con lo que dio lugar a un episodio tragicómico
que define mejor que otro alguno el carácter de tan estrepitosa dama, y por ello lo
relatará luego, cuando reúna mis recuerdos en torno a ella. Fundó también, tal vez me
deje algún jalón, la madre Teresa en Alba de Tormes, el año de Lepanto; y un. Zapata,
el conde de Barajas, jefe de esa familia tan oscuramente vinculada a mis recuerdos,
quiso ayudarle para fundar en Sevilla, donde todo salió mal y la madre Teresa tuvo
que vérselas con el Santo Oficio, absurdamente. No era alumbrada aquella santa, sino
que reflejaba la misma luz.
Tanto que en el 80, por iniciativa mía, el Papa Gregorio XIII firmaba una bula
para consagrar la reforma de la madre Teresa, que ya contaba con veintidós
conventos, trescientos frailes y doscientas monjas en el Carmen descalzo. El propio
Papa concedía a la reforma la necesaria independencia frente al Carmen calzado, y la
madre Teresa otorgó a los frailes reunidos al año siguiente en el capítulo de Alcalá su
testamento espiritual para que conservasen, como hicieron, la inspiración con que
Dios la había movido. Cumplida ya su misión y sus caminos, entregó su santa alma a
Dios en su convento de Alba de Tormes en octubre del 82, donde había llegado para
morir en un supremo esfuerzo de caridad y gratitud para con la duquesa de Alba. Me
ha dicho quien lo sintió que el alma de la madre Teresa voló al cielo como una
paloma.

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PASIÓN Y MUERTE DE JUAN DE AUSTRIA

Después de los triunfos y las represiones del duque de Alba en Flandes, mi


victoria de Lepanto provocó el abatimiento de los rebeldes y traidores en aquellos
Estados, que sin embargo encontraron pronto un inesperado apoyo en los reinos de
Francia y de Inglaterra, temerosos de que la gloria que ganamos contra el Turco
revirtiera en nuestra completa hegemonía sobre toda Europa. Los burgueses de
Holanda armaron muchas naves ligeras corsarias, que dieron en llamarse mendigos
del mar. Empezaron a merodear por aquellas aguas, y encontraron seguras
madrigueras en los puertos de Inglaterra, hasta que consiguieron colaboraciones
importantes en las propias costas de su patria, sobre todo después que ocuparon el
puerto de Brielle en abril del 72. La rebelión se afianzaba en Holanda, y las medidas
represoras de Alba no conseguían dominar el despertar de una nueva nación, cada vez
más diferenciada, por el norte, de Flandes y la zona sur más adicta a las tradiciones
católicas. Las plazas costeras de Frisia ayudaban descaradamente a los corsarios,
hasta que Francia e Inglaterra firmaron ese mismo año contra mí la impúdica alianza
de Blois, en que las ventajas políticas primaron sobre las consideraciones religiosas.
Firmemente sostenido por los hugonotes de Francia, Luis de Nassau invadió nuestras
fronteras de Flandes desde el territorio francés, y con un ejército hugonote tomó
Valenciennes y amenazó a Mons. A todo esto Isabel de Inglaterra, sin declararme la
guerra, alentaba las piraterías de su corsario Drake en las Indias.
Dos reinas se concertaban contra mí por la envidia de Lepanto. Reclamé
enérgicamente ante Isabel de Inglaterra que prometió castigar a sus piratas, aunque
luego les enalteció, por lo que respondí con la ayuda cada vez menos disimulada a los
rebeldes de Irlanda, para quienes fundé un floreciente colegio en Salamanca. Me
resultó más fácil convencer a la regente de Francia, Catalina de Médicis, que había
sido mi suegra anterior, de los peligros que podrían acarrearle la tolerancia con los
hugonotes, hasta que hizo caso de sus consejeros católicos y permitió una matanza
terrible de herejes ese mismo verano en la noche de san Bartolomé, que toda Europa
me atribuyó sin razón. De esta forma desapareció de momento el apoyo principal de
Francia a los rebeldes de los Países Bajos, pero el duque de Alba no supo ver esta
oportunidad de pacificación e irritó a aquellos Estados con renovadas exigencias de
impuestos de tipo castellano y además se estrelló durante más de medio año en el
asedio de Haarlem, de la que por fin se apoderó a sangre y fuego, con más de mil
doscientos muertos en el asalto de nuestros Tercios hambrientos de dinero, comida,
mujeres y sangre. Esta vez, sobre todo en los Estados Bajos del Norte, el pueblo
abrazó ya la rebelión de los nobles y los burgueses y entonces Alba, que acertó a
comprenderlo con claridad, desguarneció el norte que fue ocupado de forma estable
por Guillermo de Orange y sus mercenarios alemanes y se concentró en la defensa de
las plazas y territorios del sur. Aunque así se salvaba el sur para España y para la fe,
el príncipe de Éboli logró convencerme de que la política de mano dura seguida por

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Alba había resultado un fracaso y después de una inútil misión a Flandes del duque
de Medinaceli, a quien Alba no se dignó hacer el menor caso, le destituí y nombré en
su lugar a un héroe de Lepanto que formaba en el partido diplomático, don Luis de
Requesens, en el verano de 1573. Ruy Gómez murió por entonces, pero su partido
mantuvo la hegemonía en mis consejos durante la siguiente etapa: sus principales
jefes de fila, junto a Requesens, eran el marqués de los Vélez, el arzobispo de Toledo
con quien sustituí al proscrito Carranza, cardenal Quiroga y sobre todo el secretario
Antonio Pérez. En aquella primavera del 73, cuando por el fracaso de Alba, a quien
pronto confiné en su castillo de Uceda con el pretexto de no haber solicitado mi
permiso para la boda de su heredero, pero en realidad para mostrarle mi desagrado
por su actuación sangrienta, decidí guiarme por el partido creado por el príncipe de
Éboli, un antiguo secretario del cardenal Espinosa, el clérigo Mateo Vázquez, me
propuso que le nombrase secretario particular, y desde entonces compartió mi
confianza con Antonio Pérez, de quien ya empezaba a sospechar cosas extrañas.
Durante los dieciocho años siguientes Mateo Vázquez me sirvió con fidelidad y
eficacia, y sustituyó cada vez más a Pérez en el despacho de los asuntos ordinarios.
Puse en sus manos la coordinación de las diversas juntas que aceleraban la resolución
de los asuntos empantanados en los consejos. Me gustaba de Mateo Vázquez su falta
de ambición y de brillo, que contrastaba con la ostentación de que Pérez hacía gala
con auténtico impudor e imprudencia. Pronto me dio Vázquez discretas muestras de
su odio mortal contra Pérez, pero desgraciadamente los hechos vinieron muy pronto a
darle la razón. Sólo un día se extralimitó mi nuevo secretario, cuando al comentarle
yo las rencillas y maledicencias de unos consejeros contra otros, se permitió
sugerirme el remedio: Vuestra Majestad debe saber confundirles a todos para
gobernar sobre todos. Le miré de forma que cortó en seco sus palabras, quizá porque
habían sido demasiado certeras.
Tras el esfuerzo total que hicimos para la campaña de Lepanto, se retrajeron las
remesas de plata que venían de Indias. En las Cortes del año 73 pretendí triplicar las
alcabalas en Castilla y cuando al año siguiente me otorgaron un aumento en la cuota
del encabezamiento, sobrevino la catástrofe. Los corsarios de Inglaterra y Holanda
cerraban en el canal de la Mancha desde el 72 la ruta de la lana, vital para las
exportaciones de Castilla. En el 74 quebraron las más importantes casas de comercio
en Sevilla, y la quiebra se extendió a las ferias de Medina del Campo en el 75. La
industria y la artesanía de España se hundieron; muchos nuevos burgueses
abandonaron sus nuevos trabajos. El comercio lanero se recuperó bastante por obra y
gracia de la victoria de Lepanto y Génova sustituyó a Amberes como principal centro
financiero de mis reinos, lo que produjo nuevas indignaciones y deslealtades en
Flandes. Pero cuando llegaba Luis de Requesens a Bruselas en noviembre del 73, no
podía esperarle una circunstancia más desfavorable. Suprimió el Tribunal de los
Tumultos y concedió una amnistía que Guillermo de Orange interpretó como
debilidad; el traidor ofreció el trono de los Países Bajos a la reina Isabel de Inglaterra

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que no lo aceptó pero confirmó su alianza contra España. Nuestro maestre de campo
general Sancho Dávila trituró al rebelde Luis de Nassau en Muokerbeide, cerca de
Nimega, cuando con diez mil hugonotes de Francia trataba de enlazar con el príncipe
de Orange; pero no pudo reprimir el motín de nuestros Tercios y nuestros auxiliares
alemanes en Amberes, donde trataron de tomarse la justicia por su mano y de
cobrarse directamente sus salarios de aquellos a quienes defendían. Sancho Dávila
salvó a nuestro ejército, al que condujo a victorias increíbles en la campaña de las
bocas del Escalda, a veces después de vadear con el agua casi al cuello por más de
cuatro millas. Pero abrumado por su responsabilidad, por el fracaso de su política de
paz y por su falta de medios murió Luis de Requesens en la primavera del 75 y poco
después, Cuando los burgueses de Amberes secundaron una rebelión contra España,
los Tercios, desmandados, ocuparon y saquearon la ciudad, donde hicieron dos mil
quinientos muertos y una cantidad incontable de atropellos y rapiñas. La regente,
sobre quien recayó la plenitud de los poderes en Flandes, a falta de un gobernador
extraordinario, hubo de acceder, muy a su pesar, en los comienzos del 76 a la
Pacificación de Gante, que permitía la tolerancia de cultos y accedía de forma
humillante al extrañamiento de las tropas españolas de aquellos Estados. La situación
en Flandes había caído en tal abismo que decidí, como remedio supremo, enviar allá
a mi propio hermano Juan de Austria, con quien hablé detenidamente en Madrid al
comenzar el año 75, con motivo de exigirle responsabilidades por la pérdida de
Túnez. Quedamos entonces conformes en que iría a Flandes, y trataría desde allí de
lograr, con mi apoyo, la mano de la reina de Escocia, María Estuardo.
He de reconocer aquí, con la certeza y lucidez de la muerte próxima, que mi
comportamiento con mi hermano después de su gloriosa victoria de Lepanto hasta su
temprana muerte en Flandes ha sido el mayor error de toda mi vida. Cuando después
de su muerte intervine sus papeles más secretos y los estudié personalmente con
detenimiento, pude comprobar que jamás había sentido don Juan la más mínima
emulación, ni mucho menos la más insignificante tentación contra mí. Era joven,
ambicioso y sediento de gloria; quería coronar su empresa de Lepanto con un reino
en territorio arrebatado a los turcos, o en el norte de África, o luego en Escocia, y
méritos le sobraban para ello. Pero fue el vil Antonio Pérez quien año tras año
falsificó y ocultó documentos, amañó testimonios falsos y no paró hasta generar en
mi corazón la duda y la sospecha contra mi hermano, lo que desembocó en el
asesinato del secretario de Juan, el desgraciado Escobedo, que fue idea y trama de
Pérez, aunque luego me lo atribuyó a mí, por más que fui realmente cómplice por
engaño, cuando solamente pretendí ser ejecutor por razones de Estado.
Se incorporaba don Juan a su mando de Flandes al comenzar el año 77 por los
días en que se promulgaba el Edicto Perpetuo donde se ratificaba la pacificación de
Gante. Poco antes llegaba Escobedo a Luxemburgo, donde aún se hallaba don Juan,
con instrucciones mías dadas en Madrid. Extremó don Juan en Flandes la política de
tolerancia, que los rebeldes invalidaron con su propia insolencia. Consideraban a mi

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hermano no como un pacificador, ni como gobernante en mi nombre, sino como un
rehén. Yo, que estaba entonces engañado por Pérez, le escatimaba mi apoyo y
desatendía sus angustiosas llamadas de auxilio; aquélla fue la pasión con que Dios
preparaba para la muerte próxima al vencedor de Lepanto. Don Juan decidió apoyarse
en las plazas del sur, donde la fe seguía incontaminada, y sentó sus reales en Namur,
defendido solamente por sus fieles voluntarios de Valonia.
Entonces, cuando Flandes iba a perderse como ya se había perdido prácticamente
Holanda, Dios vino a ayudarnos y no quiso permitir que el vencedor de Lepanto
desapareciese de este mundo sin una gran victoria en sus banderas. El 18 de agosto
del 77 una inmensa flota de cincuenta y cinco barcos llegaba a Sevilla con dos
millones de ducados para el erario de la Corona. Era la mayor remesa de las Indias
desde que fueron descubiertas. Don Juan, asegurado por mis correos urgentes sobre la
inmediata llegada de los fondos, y provisto de cartas de crédito, prescindió del Edicto
Perpetuo que los rebeldes se saltaban a diario, reclamó a los Tercios que llegaron de
nuestros territorios al mando de Alejandro Farnesio, príncipe de Parma, hijo de la
regente Margarita e íntimo de mi hermano. Don Juan reunió así quince mil infantes y
dos mil jinetes con los que el último día de enero de 1578 derrotó al ejército rebelde
en la batalla de Gembloux.
Había enviado poco antes a Madrid a su fiel secretario Escobedo para insistir en
la empresa de Inglaterra, y fue entonces cuando Antonio Pérez llegó a convencerme
de que don Juan bordeaba la traición. Así interpretaba Pérez las cartas de mi
hermano, como la del 7 de abril en que recomendaba, con clarividencia, que sólo
después supe comprender, que «conviene amputar la parte podrida de los Países
Bajos», es decir, Holanda y Zelanda, para preservar la parte católica y fiel. Cuando
los esbirros de Pérez asesinaron a. Escobedo el 31 de marzo del 78, mi hermano
reclamó inútilmente luz y justicia. Ahora sus cartas de aquellos meses pesan sobre mi
alma como una losa, que sólo se alivia al creer que pronto podré verme con él allá
arriba, por más que él ya sabe la verdad de todo.
Instigado por Pérez, volví a regatear a mi hermano los recursos necesarios para su
supervivencia. No pudo explotar su gran éxito de Gembloux, y en agosto los rebeldes
le derrotaron, aunque no de forma decisiva, y le obligaron a encerrarse en su fiel
ciudad de Namur, que se preparó para defender hasta la muerte. Murió en su
campamento de Bouges, junto al Mosa, el 1 de octubre de 1578, cuando iban a
cumplirse siete años de la más alta victoria de la Cristiandad, dirigida por él. Su
mejor victoria fue precisamente la muerte; los católicos del sur de los Países Bajos, la
que Julio César había llamado fortísima nación de los belgas, levantaron sus
banderas, expulsaron a los herejes y, las espaldas vueltas a Holanda, se manifestaron
por don Juan y por España en toda Valonia y en todo Flandes. También al sur de la
herejía estaba naciendo, dentro de la fidelidad, una nación nueva.

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ANTONIO PÉREZ

Ahora llego en estas confesiones, maestro Terrones, al momento más difícil: mi


relación, que fue íntima, con las dos personas más enrevesadas y nefastas con que
jamás comunicó rey alguno; y que sin embargo lograron engañarme sutilmente, y
atraparme hasta que me decidí a cortar por lo sano, sin atender a las consecuencias
porque su dominio sobre mí rebasaba ya todos los límites de la indignidad.
Comprenderéis que estoy hablando de mi secretario Antonio Pérez y de mi amiga
Ana de Mendoza, princesa de Abolí, a quienes un destino infausto unió
duraderamente contra mí, cuando yo les perdonaba durante años porque les creía, en
medio de sus miserias, devotísimos a mi servicio.
«Antonio Pérez —así le retrataba quien de mi Corte mejor le llegó a conocer—
estaba en gran privanza, ayudado del marqués de los Vélez, y usaba mal del favor,
derramado, no virtuoso, demasiadamente suntuoso y curioso en el vestir, rico y
odorífero, y pomposo en su casa; y superior, trataba con los demás secretarios fiado
en la necesidad que juzgaba tenía de él el Rey, por su experiencia y participación de
secretos y por la mucha mano que le había dado y él tomado de los negocios. Al fin
tenía fama y nombre por apariencias semejantes a virtudes. Favorecía a muchos,
usaba de liberalidad con los amigos, cortés y apacible en las conversaciones y
cuando se ocupaba con ellos. Tenía las dotes casuales de naturaleza, gentil hombre
de cuerpo, buen rostro, como a varón convenía; mas estaba muy lejos de poseer
gravedad de costumbres o templanza en los deleites y pasatiempos; dado al regalo y
magnificencia y algunas veces a vicio y superfluidad, mereciendo graves y vivos
aborrecimientos, aunque era aprobado de muchos, que en tanta dulzura de deleites
herían al supremo imperio, no demasiado estrecho ni muy riguroso». Había nacido
en Madrid el año 1540, hijo ilegítimo, aunque luego legitimado por el Emperador, del
clérigo Gonzalo Pérez, colaborador del secretario de mi padre Francisco de los
Cobos, y después, por recomendación de mi padre, secretario mío durante mi
regencia de España en 1543. Me acompañó en mi gran viaje a Europa y a la jornada
de Inglaterra, donde me llevaba los mensajes de mi cuñada Isabel, recluida en su
castillo, y que demandaba mayores anchuras, que yo le procuré. Gonzalo me había
enseñado a firmar como un rey; en el 55 le nombré secretario de Estado. Me gustaba
su afición a los libros, y le compré su biblioteca para la del monasterio.
Me había presentado Gonzalo varias veces a su hijo Antonio, joven de gran
mérito que se había formado en nuestras universidades y también fuera, y poco
después de morir Gonzalo en el 66 admití a Antonio en mi servicio, como secretario
para el despacho del Consejo de Estado y el de Castilla. Tuvo que ser en mi año
aciago de 1568 cuando Antonio Pérez empezó a trabajar definitivamente a mi lado, y
a lograr mi privanza. Se adscribió, como había hecho su padre Gonzalo, al partido del
príncipe de Éboli, y de momento se comportaba con discreción hasta la muerte de su
protector en 1573, cuando ya se sentía seguro de mi aprecio después de los elogios

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que le dediqué ante mis consejos por su eficaz labor de coordinación que condujo a la
victoria de Lepanto; tal vez llegó a atribuirse secretamente aquella gloria. Con el
manejo de tantos proveedores y dineros, se enriqueció ostensiblemente, aunque al
principio me engañaba diciendo que todo era herencia de su padre y donaciones de
sus amigos, hasta que superé mi ceguera y averigüé que gran parte de esa fortuna
provenía del cohecho y de la venta en almoneda de los más graves secretos de
Estado. Poseía Pérez dos casas en Madrid; una junto al Alcázar, en la plaza del
Cordón, en el solar de Puñonrostro; y otra, de campo, que llamaba «La Casilla», junto
al llano de Atocha, donde luego hice fundar el convento de Santa Isabel. Los más
ilustres visitantes de la Corte iban a ver las curiosidades de dicha casa como cosa
señalada; allí guardaba cuadros de Lepanto, como un retrato de Andrea Doria, que
confirman mi sospecha anterior; de Tiziano un Adán y Eva y una Adoración de los
Reyes; una fuente de oro de mil ducados, y un brasero de plata, regalo de mi hermano
Juan que decían valer ochenta mil. Su atuendo, cada vez más rico y lustroso,
contrastaba con el mío, mucho más severo, por lo que alguna vez hube de extrañarme
ante él, y se corregía hasta que me pasaba el enfado. Su caballeriza era la más
suntuosa de la Corte. Corrían toda suerte de rumores sobre sus partidas de juego en
compañía de la más alta nobleza: el almirante de Castilla, Octavio Gonzaga y otros
grandes hacían timba en su casa, dicen que con veinte doblones de saca, y Pérez no
solía perder. Mantenía a su lado a un astrólogo como Pedro de la Hera, que según
parece acertó bastante en sus pronósticos. Era gran bebedor, y experto en lides
amorosas, sin limitarse a mujeres, que se desvivían por acostarse con él, no sé si por
su poder o por su galanura y capacidad de seducción. Cuando las cosas se le
torcieron, tres de sus criados extranjeros fueron ahorcados por, ejercitar con su amo la
sodomía, y la Inquisición procedió contra él por este motivo. Y no me extraña,
porque a mi costa experimenté que, en el plano moral y político, Antonio Pérez era
también un seductor de hombres.
Pero necesitaba una cobertura respetable y en el 67, inmediatamente antes de
entrar a mi servicio directo, casó con su amante, doña Juana de Coello, tan noble
como poco agraciada, a la que él desdeñó cumplidamente para obtener a cambio una
fidelidad ejemplar en medio de la desgracia.
Este listo, diabólico hombre, como le llama mi maestro Juan Ginés de Sepúlveda,
tomó posesión efectiva de su secretaría en noviembre del 68, cuando la pérdida del
príncipe don Carlos y de mi esposa Isabel de Francia se abatían sobre mí en aquel año
de mis desventuras. Supo tomarme la medida y devolverme el gusto por los asuntos
de Estado hasta embarcarme con el alma y la vida en la campaña del Mediterráneo.
Durante diez años ejerció en forma de privanza su seducción sobre mí, hasta que su
comportamiento encanallado al tramar el asesinato de Escobedo, apartarme de mi
hermano Juan e interferir para su provecho en mi gran empresa de Portugal me
quitaron la venda de los ojos y decidí terminar con él. Pero el que Antonio Pérez
pasara los días de diez años enteros junto a mí, con las manos en medio de mis

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secretos y mis confidencias, que anotaba cuidadosamente por si alguna vez tuviese
que esgrimirlas en mi contra, es la equivocación más estúpida, ciega e inexplicable de
mi vida. Tuvo que combinarse mi decepción y mi desilusión hacia él con la no menos
grave que sentí hacia Ana de Mendoza —cuando los dos decidieron unir contra mí
sus esfuerzos y sus destinos— para que yo advirtiese la profundidad del abismo a que
uno y otra me habían conducido entre los más viles engaños que sufriera rey alguno
en la historia de España.
Ruy Gómez de Silva, máximo protector de Antonio Pérez, murió en Madrid el 29
de julio de 1573. Privado de su sombra y su ejemplo, Antonio Pérez se desmandó.
Casi estaba caliente el príncipe de Éboli cuando Pérez le sustituyó en el lecho de la
princesa.
Sin embargo no debo flagelarme morbosamente por mi error con Pérez, cuando
medio mundo se equivocó conmigo. Es cierto que el duque de Alba y su partido se
consideraron enemigos suyos, sobre todo el conde de Chinchón, Diego de Cabrera y
Bobadilla, y el conde de Barajas, Francisco Zapata de Cisneros, sobrino-nieto del
gran cardenal, que de la presidencia del Consejo de Órdenes pasó a la de Castilla
después de Pazos. Pero estos dos personajes estaban plagados de corrupciones, que
Pérez me denunciaba para encubrir las suyas, y terminé por retirarles mi gracia y
destituirles de sus cargos. En cambio estaban con Pérez, y le mantuvieron su apoyo
incluso cuando yo se lo negué y les comuniqué las pruebas y fundamentos de mi
enojo, la Santa Sede y la Iglesia de España, especialmente el arzobispo de Toledo,
cardenal Quiroga, que fue su principal valedor en la desgracia; el obispo Antonio
Pazos, presidente de Castilla desde el 77; su protector máximo después de Éboli,
Pedro Fajardo, marqués de los Vélez, letrado y pacífico, yerno de Luis de Requesens
y cómplice de Pérez en el asesinato de Escobedo; el duque de Sessa, de quien unos
extraños papeles dicen que fue fundador en 1563 de una cofradía simbólica de
albañiles inspirada en los secretos perdidos de la Orden del Temple; el almirante de
Castilla, Luis Enríquez de Cabrera y Mendoza, duque de Medina de Rioseco, que
jamás pisó barco alguno; otro Mendoza, Íñigo López, quinto duque del Infantado, la
primera fortuna del reino, que casi reinaba en Granada; otro Íñigo López de
Mendoza, tercer marqués de Mondéjar, capitán general en Granada y virrey de
Nápoles; y otro Mendoza más, Diego Hurtado, el historiador, que había sido
embajador de mi padre en Roma. El clan de los Mendoza, como llamaban a sus
familias los nobles de Escocia durante mi estancia en Inglaterra, estaba en pleno con
Pérez, quien al contemplar el enjambre de clérigos y nobles que se servían pudo decir
sin rebozo alguno: A todos los llevo de la barba, y era desgraciadamente verdad.
Volveré sobre Pérez; ahora debo hablar de la Mendoza que lo envenenaba todo, Ana,
princesa de Éboli.

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ANA

No sé cómo abordar, Terrones, la huella que Ana de Mendoza dejó en mi vida. Su


relación con Antonio Pérez lo enfangó después todo; y yo mismo, por seguir mi
habitual táctica de confundir a quienes conspiraban contra mí, he sembrado de pistas
falsas mi relación con esta mujer, a quien el obispo Pazos, presidente del Consejo de
Castilla, conoció como nadie, sin haberla tocado jamás, al decir: «la hembra es la
levadura de todo esto». En una Corte con tantas princesas ella era la princesa; en un
Madrid con las mujeres más bellas de Europa, ella era simplemente la hembra.
Durante años y años Ana lo llenaba todo; lo dominaba todo. Incluyéndome a mí, el
monarca más poderoso de la tierra.
Ana de Mendoza y de la Cerda, descendiente de los primeros linajes de Castilla,
con la sangre de mi antecesor Fernando el Santo, bisnieta del cardenal que fue tercer
rey de España con mis bisabuelos los Reyes Católicos, por don Diego, a quien el
cardenal hubo en una dama de doña Juana de Portugal, hermana del rey Enrique IV
de Castilla, y tan casquivana como su dueña. Conde de Mélito al casar con Ana María
de la Cerda, engendraron a otro don Diego de Mendoza, príncipe de Mélito y duque
de Francavilla, casado con Catalina de Silva, hermana del conde de Cifuentes. De
ellos nació Ana de Mendoza como única hija que heredaría su enorme patrimonio, el
año 1540, bajo la misma estrella que Antonio Pérez. Ardía en sus venas toda la
sangre heroica y levantisca de los Mendoza; toda la sangre altanera y vesánica de los
Medinaceli. Su abuela Ana de Mendoza, famosa por su megalomanía, compró
Pastrana donde quiso edificar una pequeña corte. Llevaba Ana la marca de otra
Mendoza, la rebelde María de Padilla, alma de la rebelión comunera; y su belleza
perfecta, ya notoria en su adolescencia, quedó desfigurada cuando perdió un ojo en
duelo a espada con un paje de su padre. Pero convirtió el defecto en atractivo, al
ocultar su ojo dañado, que no perdido del todo, con un juego cambiante de parches y
tafetanes que eran, cada mañana, el comentario de la Corte. Su nombre y sus rentas le
hicieron pensar que su familia reservaba su mano para muy altos destinos; y alguna
vez me confesó cuando intimamos que se soñó reina de España a mi lado, y si España
fuera Inglaterra así habría sucedido. Pero mi padre la quiso dar a su consejero más
estimado, el caballero portugués Ruy Gómez de Silva, quien por mi medio se desposó
con Ana cuando acababa de cumplir ella los doce años, y él los treinta y seis.
Hubieron de esperar siete —más por los viajes de Ruy Gómez que por las
impaciencias de Ana— para consumar su enlace. Mi regalo de boda fue el principado
de Éboli para Ruy Gómez, por lo bien que me había servido en Inglaterra; y para ella,
que ya armaba revuelos en la Corte, el ducado de Pastrana.
¿Cómo podría yo describir a la princesa de Éboli, sin recaer en la nostalgia que
luego ella arrastró por el odio y la traición? Antonio Pérez, quien al poseerla luego
para hollarme como hombre no llegó a amarla más que como supremo recurso y
fuente de poder, la retrató mejor que nadie en esas frases que andan por toda Europa

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en sus habladurías: «Joya engastada —escribió— en tantos y tales esmaltes de la
naturaleza y de la fortuna». Era menuda pero formada tan arrebatadoramente, que al
moverse un punto prendía de envidia a las mujeres y de deseo a los hombres. Su
belleza era perfecta, pero no única; lo que resultaba único era su gracia, su forma de
moverse y de atender, la elegancia con que se sentaba, la profundidad con que
aprendió, de niña, a mirar a los ojos. Era su figura alargada, su cabello negro que
gustaba de recoger sobre la frente, pero que dejaba caer, en la intimidad, sobre los
hombros, todo hacia un lado, aunque luego lo adelantaba para proteger su pecho
incitante. Claro que la amé, cuando ella aprovechó un momento de soledad para decir
cómo me había esperado. Fue cuando Ruy Gómez, su marido, hubo de salir para un
viaje de Estado a las tres semanas de que tomase posesión de ella; tras dejarla, como
me confesó, más insatisfecha de lo que ya temía. Yo acababa de perder a mi segunda
esposa María de Inglaterra, y aún no había recibido a Isabel de Francia, a quien hube
de respetar por no quebrarla durante dos años. Aquéllos fueron mis dos años con Ana
de Mendoza, mis últimos pecados de la carne, que ya dejé para siempre cuando
comprendí lo que Isabel me amaba; pero ninguna mujer me turbó tanto, ni me hizo
desearla tanto como Ana, cuyas artes de seducción, increíbles a sus diecinueve años,
semejaban cosa de brujería y seguramente lo eran. Ahí está nuestro hijo, que es el
primogénito de ella, a quien cedió su título de Pastrana; ese Rodrigo de Silva que fue
de joven mi vivo retrato, capitán de juerga y tronío que gustaba de cortar, borracho,
las narices a sus alféreces, como si quisiera dar rienda suelta a mis propias
represiones; pero a quien perdoné una y otra vez en espera de que floreciera el
heroísmo de su sangre, mi sangre, como por fin ocurrió cuando dirigía, con valor
sobrehumano, las cargas de caballería en el ejército de Farnesio, que me propuso su
nombramiento de maestre general. Vino después a España, donde pude hablar a solas
sin que jamás sospechase nada; salvo en sus confidencias a Pérez, Ana me guardó
con todo el mundo una extraña discreción sobre nuestros amores, que no me echó
jamás en cara. Contribuyó Rodrigo a mi enojo con la Casa de Alba al intervenir en un
arreglo de boda que yo no deseaba, pero volvió a lavar sus errores en la batalla, y
murió en su campamento de Luxemburgo hace ahora dos años. Todo Madrid
sospechaba que era mi hijo; yo jamás lo admití, ni lo desmentí. Miente Pérez, o quizá
le engañó antes Ana, cuando atribuye mi enojo contra él a celos por haberme
sucedido en el amor y el lecho de Ana. Dice en cambio verdad el conde de Barajas
cuando en un papel muy difundido en la Corte señala que Pérez amó a la misma
mujer a quien el Rey amó, pero mi amor con Ana vivió cuando ella no se había
corrompido aún por el poder, y el amor de Pérez fue solamente para utilizarla.
Mi confesor Chaves, que la odiaba, hizo que toda la Corte la apellidase Jezabel,
aunque algunos preferían llamarla, por recuerdos de una famosa criminal, la Canela,
y ella aceptaba el apelativo de la Tuerta, como con cariño la escribía mi propio
hermano Juan. En el fondo le encantaba que las damas de la Corte discutieran sobre
si cubría hoy el ojo con el parche de bayeta o el de anascote, sobre si veía o no algo

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por el ojo herido, que sí distinguía las figuras, aunque quería disimular su aspecto
lechoso y repulsivo. Se sentía feliz cuando sus criados venían a traerle los chismes de
la Corte, que siempre la mantenían como figura principal en los salones y los
mentideros; ninguna conversación acababa o empezaba sin mencionarla. Como casi
todas las damas de la casa de Mendoza afectaba usar el habla del pueblo, que parecía
salirle como cosa propia: cuando Escobedo le amenazaba con revelarme sus amoríos
con Pérez, de los que yo estaba al cabo de la calle, le contestó en jarras: «Más quiero
el trasero de Antonio Pérez que todo el cuerpo del Rey». Lo cual fue muy celebrado
en la Corte cuando Escobedo, que era indiscreto, lo divulgó.
En 1569, cuando yo acababa de perder a Isabel de Francia, Ana de Mendoza, que
había sido dama joven de la reina durante sus primeros años en Madrid, quiso verme
para expresarme su dolor, pero yo solamente se lo permití cuando vino al Alcázar con
su marido. Aquel amor nuestro habla terminado para siempre y yo solamente quería
acercarme a una mujer para lograr un heredero; Ana seguía, además, ofreciendo a
Ruy Gómez de Silva un hijo casi cada año. Al ver que su vida entre Pastrana y la
Corte se volvía tan monótona, ya que mientras vivió el príncipe de Éboli no se atrevía
Antonio Pérez, como criado suyo, a inconveniencia alguna con la princesa, Ana
sufrió una especie de acceso místico y se empeñó en imitar a otras grandes damas de
la Corte y de su familia que entonces cifraban su máxima ilusión en fundar un
convento de carmelitas para la madre Teresa. El encuentro de dos mujeres tan
dispares fue pronto la comidilla de toda la Corte, y contribuyó a que yo olvidase a
ratos mis penas por las tragedias del año anterior.
A fines de mayo de ese año, los criados de Ana esperaban en Toledo a que la
madre Teresa rematase allí su fundación para conducirla a Pastrana, donde por fin
llegó a fines de ese mes, tras un breve paso por mi nueva capital, Madrid, que ya
había crecido hasta la cifra de treinta y cinco mil almas. Allí recibí, por medio de mi
hermana Juana, un mensaje de la santa viajera, con estas misteriosas palabras: «Me
ha dicho el Señor: Teresa, di al Rey que se acuerde del Rey Saúl». Mi confesor me
interpretaba que tal vez la madre se quería referir a mi desvío por mi hermano Juan,
empeñado entonces en la guerra contra los moriscos, contra quien ya empezaba a
destilar veneno Antonio Pérez; por ello no llamé a la madre aunque me pregunté
muchas veces: ¿No vería yo a esa mujer? Pero Antonio Pérez no influía aún
demasiado sobre mí, y además traté de colmar los deseos de honra y ayuda que mi
hermano me exponía, aunque no le concedí el privilegio de silla y cortina que me
reclamaba. Pensé que no estaba alimentando el resentimiento de un David a mi lado,
y no me equivocaba.
Sin verme, pues, llegó a Pastrana la madre Teresa por no seguir recibiendo las
cartas apremiantes con que Ana, invocando mi nombre, le instaba a tal fundación, y a
las pocas horas ya se había arrepentido. Toda su infinita paciencia fue necesaria para
aguantar los caprichos y las imposiciones de la princesa de Éboli, que pretendía atraer
a la madre al partido de su marido, cuando ella se mostraba exquisitamente neutral

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entre Éboli y Alba, porque su causa no era de este mundo. Ana pidió entonces, con la
insistencia que la caracterizaba, el Libro de su vida que la madre Teresa llevaba
consigo; y luego lo dio a los criados, que hicieron burla, con risotadas, de lo que su
ama llamaba embelecos y visiones. En fin, que la madre fundó en Pastrana, y al cabo
de mes y medio pudo marcharse, sin demasiada esperanza sobre el porvenir de
aquella casa. Hubo de volver allí en el año 70, para apaciguar una revuelta de los
frailes descalzos, pero la princesa la sorprendió con una extraña visita, la ermitaña
Catalina de Cardona, que vestía hábitos de fraile y tuvo allí en Pastrana una visión
sobre nuestra victoria de Lepanto en la misma mañana en que sucedía, de lo que la
princesa me dio inmediatamente cuenta. Las visiones de la madre Teresa eran de otra
luz, y cuando consiguió marcharse de Pastrana empezó a prepararlo todo para librar a
sus monjas de la terrible duquesa.
En éstas murió Ruy Gómez de Silva en el verano del 73 y su viuda sintió tal
arrebato que se presentó después de los funerales en Pastrana con la pretensión de
hacerse monja carmelita. Las pobres monjas no se pudieron negar y toda la Corte no
paraba de reír cuando supieron los desmanes que la princesa perpetraba en el
convento, donde pretendió dirigirlo y mangonearlo todo. Un mensaje de la priora a la
madre Teresa lo decía mejor que nadie: La princesa monja: doy la casa por
deshecha. Ana suprimió la clausura. Exigió cuatro criadas. Vejaba a las monjas.
Reveló en octubre del 73 que estaba preñada de cinco meses, donosa noticia para un
convento de carmelitas descalzas. Tuve que intervenir ante el escándalo, a petición de
la madre Teresa; y mediante un acuerdo de mi consejo ordené a la princesa que
abandonase el convento. Poco después la madre Teresa envió de noche a un grupo de
frailes descalzos con buen tren de mulas, que sin advertirlo Ana rescataron a las
monjas y las condujeron a otros conventos seguros. Al levantarse, la princesa envió
gente armada para devolverlas a su fundación pero no las pudieron haber. Toda la
Corte, y toda España, celebró este ridículo de la princesa de Éboli, que desde
entonces no recataba su odio por la santa madre fundadora. Pero Ana respondió a la
general rechifla con unas imprudentes palabras: ella podía más y sabía más que
nunca. Agostada su furia mística, interrumpida su serie continua de maternidades, ya
solamente vivió para el poder. Y el poder tenía para ella entonces un solo nombre en
España: Antonio Pérez.
En 1576, cuando se había aquietado el escándalo de Pastrana, la princesa de
Abolí, con mi licencia, volvió a la Corte, y se instaló en su palacio próximo al
Alcázar, no lejos de la casa de Puñonrostro donde vivía Pérez cuando no estaba en
«La Casilla». Volvió cuando su padre, el anciano príncipe de Mélito, encontró la
muerte en sus ardientes efusiones de amor con su joven esposa, doña Magdalena de
Aragón, a la que hizo un heredero con el fin primordial de quitarle a su hija Ana, a la
que aborrecía, el mayorazgo. El hijo murió, y Ana supo la noticia por un billete de
Antonio Pérez en que la felicitaba, después de ofrecer unas espléndidas albricias al
confidente que se la había comunicado. Supe inmediatamente todas estas

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curiosidades, que revelaban una extraordinaria intimidad y alianza entre Pérez y la
princesa; quienes, en efecto, se hicieron primero amicísimos y pronto amantes en
cuanto ella vino tras la muerte de su padre a hacerse cargo de la herencia y a
instalarse en Madrid. Ya en el año siguiente, 1577, el secretario de mi hermano Juan
de Austria, Escobedo, vino a Madrid para recabar ayuda urgente y como se había
educado en la casa de Ruy Gómez tuvo acceso permanente al palacio de la princesa.
Amigo de Antonio Pérez durante muchos años, no pasó demasiado tiempo sin que
primero sospechase, y luego reuniese pruebas de que Ana y Pérez se entendían
demasiado. Una vez les sorprendió cuando, sin advertir su presencia, trataban del
envío a Italia de ciertos papeles de Estado a mis espaldas. Otra noche, cuando vino a
casa de la princesa con una carta de su amo Juan de Austria, la encontró en la cama
con Antonio Pérez. Entonces cometió un error inconcebible: en vez de contarme
todo, o escribírselo a mi hermano, prefirió amenazarles con revelarme tan escabrosa y
traidora intimidad. Reiteró después la amenaza y el silencio: firmaba con ello su
sentencia de muerte.

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LA EJECUCIÓN DEL «VERDINEGRO»

Combinaron, pues, Antonio Pérez y Ana de Mendoza su información y sus


influencias, que eran muchas, para perder a Juan de Escobedo al verse descubiertos
por éste, cuando les amenazó con delatarles en vez de hacerlo inmediatamente; y es
que el principal colaborador en la ejecución de Escobedo fue Escobedo mismo, por
su ambición y su imprudencia, que desbordaban por todas partes su lealtad a mi
hermano; y porque, criado en la privanza de Ruy Gómez, de quien había sido
secretario predilecto muy por encima de Antonio Pérez, pretendió jugar a dos barajas
y aprovechar en su favor, y tal vez en favor de mi hermano, su familiaridad de toda la
vida con Ana y con Antonio Pérez. Provenía Juan de Escobedo de una familia hidalga
de Santander, y se hizo nombrar alcaide del castillo de San Felipe, defensa principal
de aquel puerto de Castilla, y de las Casas Reales, para mantener su influencia en su
solar; alardeaba de esa influencia y llegó a decir, y sobre todo a escribir, que todo lo
escribía, que por aquel portillo entraría alguna vez su amo don Juan para ser rey de
España, lo cual jamás pasó por las mientes a mi hermano, por más que Antonio Pérez
me lo comunicó como ensueño de mi hermano y no alucinación de Escobedo, a quien
por su carácter, endiablado y altanero, subido de bilis, llamábamos Ana, Pérez y yo
en nuestros billetes reservados el Verdinegro.
Durante el verano de 1576 mi hermano, como creo ya he recordado, paró una
temporada en Madrid para concretar conmigo su mando y gobierno en Flandes y su
arriesgada empresa de Escocia, que le tenía poseída el alma, y se hospedó con este
motivo en «La Casilla» de Antonio Pérez, con gran envidia de la Corte. Entonces
concibió mi hermano la idea de formar en Madrid un partido suyo, que Escobedo
gestionó en sus viajes, alentado por Pérez, quien luego me venía a mí con el cuento
para desacreditar a don Juan. Otra de las calumnias que me vertía lentamente Pérez,
como veneno, eran los tratos de mi hermano con los pretendientes católicos de
Francia, los Guisa, que en realidad, como supe después, se redujeron a contactos
militares necesarios para combinar las campañas del norte. En febrero del 77 Antonio
Pérez me enseñó con muchos misterios y aspavientos una imprudentísima carta de
Escobedo, que ya había vuelto junto a su amo, en la que, a propósito de la mala salud
de mi heredero, sugería «que el Rey tuviera en quien descargar; y que habiendo visto
con la sagacidad, prudencia y cordura con que Su Alteza —don Juan— gobierna
estos negocios, parece que es sujeto en quien cabe este lugar; y que como dice la
Escritura, fue Dios servido por su cristiandad de dársele (al Rey) para báculo de su
vejez». A los pocos días don Juan, que parecía en esto secretario de Escobedo, repetía
las mismas expresiones a Pérez y le encomendaba cariños para la que llamaba mi
Tuerta. Don Juan se ofrecía de verdad como ayuda generosa en mis trabajos;
Escobedo pretendía aliarse con Pérez para jubilarme, y de momento me llamaba viejo
cuando yo no había cumplido todavía cincuenta años y había demostrado mi
renovada capacidad de engendrar. A Pérez no le costó mucho trabajo convencerme de

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que don Juan y su secretario conspiraban contra mí.
En éstas Juan de Escobedo volvió —para no regresar ya junto a su señor— a
Madrid en la primavera del 77, con el fin de gestionar conmigo la reanudación de las
hostilidades en Flandes ante la insolencia de los rebeldes. Movido y convencido por
Antonio Pérez entretuve a Escobedo durante todo aquel verano, con lo que pudo
dedicarse a la intriga política dentro de lo que él creía alianza con Pérez, y juntos los
dos quemaron sus papeles más comprometidos del uno para el otro, aunque mi
secretario se quedaba con copia fehaciente de cuanto fingía destruir. Fue entonces
cuando sorprendió a los amantes y amenazó con denunciarlos; mientras, en vez de
dirigirse a mí, osaba enviarme memoriales que rozaban la grosería, por lo que
Antonio Pérez y yo le confirmamos el apodo del Verdinegro. Se permitió, además,
cortejar abiertamente a doña Brianda de Guzmán, dama de la Corte que era mujer del
castellano de Milán, Sancho de Padilla, y amiga de Ana, que me hacía llegar con todo
detalle semejante desliz. Con esto llegaron noticias a Madrid, antes que acabase
febrero del 78, sobre la gran victoria que mi hermano Juan obtuvo en Gembloux al
frente de los Tercios contra los rebeldes de Flandes, y Pérez acertó a volverme de
nuevo el gozo en sospecha, por decirme que si logran extirpar la rebelión de Flandes
el poder de don Juan se haría irresistible, lo que corroboraba con nuevas
imprudencias de Escobedo. Fue entonces cuando, tras madura meditación, consentí
en la muerte violenta del secretario.
Mi confesor, el dominico Chaves, perfectamente informado por mí y por el
marqués de los Vélez de todas las circunstancias del asunto, me comunicó ante Dios
vivo que «graves teólogos católicos, doctos y píos, enseñaban que el Rey, aun no
siendo, como no lo es, dueño absoluto de vidas y haciendas de sus súbditos, podría,
en calidad de juez supremo, dispensar de los trámites humano-civiles de los
tribunales de justicia, y con carácter grave, sentenciar privadamente, condenando a
muerte a aquellos súbditos que conozca con certeza ser reos de crímenes
merecedores de ella». Reunida secretamente mi junta de teólogos, se declararon por
unanimidad favorables a esta doctrina común, que por entonces aplicaban todos los
reyes de Europa, y que yo mismo había utilizado en la ejecución del traidor Montigny
cuando tuve por demostrados sus tratos con Francia. No tengo, por tanto, nada que
achacar a mi conciencia por la ejecución de Escobedo; sí tengo que arrepentirme de
mi credulidad, porque fui, para autorizarla, vilmente engañado por Antonio Pérez, por
la princesa de Éboli y por el marqués de los Vélez.
Así aprobé, en presencia del de los Vélez, la propuesta que me hizo Antonio
Pérez para eliminar a Juan de Escobedo por el procedimiento del bocadillo, que él
consideraba seguro ante la experiencia de uno de sus criados en Italia. Pérez encargó
la operación a su secretario Diego Martínez, aragonés que reclutó a un grupo de
matones dispuestos a todo por dinero y un salvoconducto que les condujera a Italia,
donde se les garantizó un empleo en el ejército. Uno de ellos era otro aragonés,
Antonio Enríquez, un jaque rubicundo a quien apodaban el Ángel Custodio, que

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recibió de Martínez una lista de venenos con la que salió para la huerta de Murcia,
famosa por sus hierbas letales que luego destiló y mezcló en Madrid un tal Muñoz,
boticario de Molina. Quedó preparado el tósigo para los carnavales, y lo probaron en
un gallo que no murió. Descartaron las hierbas murcianas y poco después trataron de
envenenar a Escobedo con una nueva fórmula durante una cena en «La Casilla».
Antonio Pérez, según me relató, comprobó la preparación de la copa para Escobedo
al salir de la estancia con excusa de mear pero tras ingerirlo, el así condenado no
pareció ni enterarse. Unos días después se repitió el intento, ahora por la vía segura
del arsénico, en la casa de Antonio Pérez, plaza del Cordón. Escobedo se sintió mal
pero vomitó y al día siguiente despertó con perfecta salud. Se puso realmente muy
mal la tercera vez, cuando le hicieron ingerir en el vino polvos de solimán, por lo que
se detuvo y ahorcó a una esclava morisca que nada tuvo que ver en el asunto. Con
esto quedó descartado el veneno, al que Escobedo parecía inmune, y nuevamente
hube de acceder a que se le acabase de una estocada. Yo tenía tan serena mi
conciencia por haber decretado secretamente la ejecución que no me importó
declararlo en el posterior proceso de Antonio Pérez: «Sabe muy bien la noticia que yo
tengo de haber hecho él matar a Escobedo, y las causas que me dijo había para
ello», dije entonces a los jueces por escrito. Y los jueces entonces «exigieron a Pérez
que declarase las causas que habían habido para que Su Majestad diese su
consentimiento a la muerte del secretario Escobedo». Insisto en que, nadie se extrañó
de mi decisión; la regente de Francia Catalina de Médicis había consentido en la
noche de san Bartolomé, en la ejecución de Gaspar de Coligny; el rey Enrique
Darnley de Escocia, marido de María Estuardo, mató por su mano a David Rizzio por
acusaciones de adulterio, y luego Bothwell y la propia María decidieron la
eliminación de Darnley. Sobre las muertes que impusieron a sus consejos mi esposa
María y mi cuñada Isabel de Inglaterra no hay ahora que añadir nada más, así como
las que a diario ordenaban los príncipes de Italia, mucho más expertos que mis
hombres en el uso del tósigo.
Una vez que se prescindió del bocadillo, el secretario de Antonio Pérez envió a
Barcelona por una ballesta chica, capaz de hacer, disparada de cerca, un hueco en el
pecho por el que podría introducirse un arcabuz. Vinieron con la ballesta el mismo
día en que ahorcaban a la criada morisca y el propio Pérez dio instrucciones al grupo
de sayones que se encargarían de la ejecución, entre los que destacaba un vasco muy
hábil en el manejo de la espada, Insausti. Todo arreglado y convenido, Pérez se fue
hasta Alcalá de Henares a esperar noticias y procurarse una buena excusa cuando se
conociera la muerte. Anochecía el lunes de Pascua, 31 de marzo del 78. Escobedo
salió para visitar a la princesa de Éboli, que creyó advertir una lumbre de sospecha en
sus ojos, y de allí a casa de su querida doña Brianda, que estaba próxima.
Todo aquel barrio a mediodía del Alcázar parece girar en torno a la iglesia de
Santa María, sobre la que se llega de todas partes. A las nueve de la noche, que ya
cerraba, Escobedo salió de doña Brianda, montó a caballo y marchó al paso precedido

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por una breve escolta con antorchas. Los tres valientes atacaron al corto grupo, y tal
vez los criados de Escobedo estaban tocados por Enríquez porque huyeron sin resistir.
Junto a los muros de Santa María el vasco Insausti le atravesó con la espada de parte
a parte, sobre el mismo corazón. Murió con los ojos saltándosele de la sorpresa, y allí
le abandonaron los asesinos, a los que les fue facilitada la huida hasta Italia, tras
mantenerles, con mi conocimiento y burla de la justicia, ocultos en la Corte.
Esa misma noche Antonio Pérez, avisado con urgencia, regresaba a Madrid y
desde casa de la princesa de Éboli me envió de madrugada un billete en que me daba
cuenta de la ejecución. Pero tres horas antes ya me había enterado de todo por otro
billete de Mateo Vázquez, que me amplió mi caballerizo don Diego de Córdoba
recién venido del lugar de los hechos. Engañado como estaba, la ejecución de la
secreta sentencia no me displació. Y entonces empezó un duelo a muerte entre mis
dos secretarios, Antonio Pérez y Mateo Vázquez, que desde el primer momento
sospechó la verdad y las causas de la instigación de Pérez sobre mí.

Caída y prisión de Pérez y la Éboli

En una carta casi desesperada, mi hermano Juan de Austria me reclamaba justicia


por el asesinato de su secretario. Pronto le empezaron a fallar a Pérez sus
seguridades. Murió en mi desgracia, camino de su palacio del Almanzora y recién
destituido por mí, el principal valedor de Pérez, marqués de los Vélez. Ese mismo
verano su astrólogo Pedro de la Hera le vendió, por insistencia de los hijos de
Escobedo, y denunció a su señor ante la justicia. La viuda de Escobedo logró de mí
una audiencia en la que acusó muy firmemente a Antonio Pérez y a la princesa de
Éboli de asesinar a su marido. Al poco tiempo murió junto a Namur mi hermano
Juan, seguramente de frustración y de pena, y al repasar sus papeles comprendí —
como dije— toda la enormidad de mi equivocación, y toda la maldad de Pérez y de
Ana que me habían envuelto en lo que ya miraba no como una ejecución, sino como
un crimen. Como escribí —aquí tengo el papel— al margen de una consulta de
Castilla, el 20 de septiembre de 1590, todas las cosas que Pérez dice en su traición,
dependen de las que me decía a mí, tan ajenas a la verdad, aunque con las cartas de
mi hermano que descifraba tan falsamente que me las hacía creer, con lo que
respondía yo algunas veces conforme con lo que me engañaba. A fines de ese mismo
año las cosas se precipitaron. Mateo Vázquez acusó formalmente a Antonio Pérez de
haber asesinado a Juan de Escobedo y me pidió por mi conciencia y honor que
arrestase a quien por diez años había sido mi secretario principal. Como mostré
ciertas vacilaciones, Mateo Vázquez, apoyado ya por el partido de Alba que conocía
toda la situación, abandonó la Corte en silenciosa protesta. Entonces, por temor a que,
como había dejado escapar la princesa de Éboli, Pérez me traicionara y publicase los
documentos más comprometedores de mi reinado, cuyas copias tenía a buen recaudo
donde jamás supimos, le ofrecí insistentemente mi embajada en la República de

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Venecia, o aquella que más le gustase. Seguro de sus secretos, incapaz de comprender
que había perdido ya mi gracia para siempre, se negó en redondo y continuaba
despachando conmigo como si tal cosa. Yo ya le odiaba; más que por lo que me había
hecho, porque comprendí que me hallaba en medio de sus redes.
Mateo Vázquez era la contrafigura de Antonio Pérez. Bajo, frugal, rechoncho,
casto, enfundado siempre en su traje talar medio gastado, no había olvidado su
infancia en Argel, donde nació de madre cristiana cautiva y por ello le apodaban el
Moro. Había hecho su carrera en casa del cardenal Espinosa, y se adscribió al partido
duro del duque de Alba. Le escogí como secretario de Estado junto a Pérez en este
año aciago en que murieron Escobedo y don Juan y le mantuve hasta su muerte en el
91. Él me ofreció las pruebas de que Pérez y su amante vendían en Italia secretos de
Estado, y además hacían pechería, y almoneda, en Madrid, de las mercedes regias,
como una sociedad mercantil de la corrupción. Pérez se había vinculado con la casa
bancaria genovesa de los Spínola, que operaba en todos mis reinos. También me
presentó Vázquez las pruebas de que Pérez mantenía contactos traidores con los
rebeldes de Flandes y con el Papa, por dinero. Cuando mi confesor Chaves conoció
todos estos detalles quedó aterrado, y me enfrentó con mi conciencia como cómplice,
aunque engañado e involuntario, de un crimen. Pero en el verano del 78 había muerto
en su loca aventura africana el rey don Sebastián de Portugal, y yo hice valer desde el
primer momento mis derechos sobre aquel reino, que creía seguros y fundados. Hasta
entonces el temor a que Pérez y Ana revelasen sus secretos contuvo mi ira creciente;
pero cuando Vázquez me probó que con sus malas artes estaban interfiriendo en mis
proyectos sobre Portugal, mi paciencia se colmó y decidí que ya no podía convivir
con la indignidad por más tiempo, al precio que fuere. En efecto, los traidores
amantes tramaban la boda de un hijo de la princesa con una hija de los duques de
Braganza, remotos pretendientes al trono de Lisboa, con el secreto designio de
favorecer su candidatura contra la mía, y entretanto vendían a los Braganza mis
planes secretos sobre Portugal. Entonces decidí romper el juego y ordené al cardenal
Granvela, que estaba sin ocupación especial en Roma, que se presentara con urgencia
en Madrid para tomar las riendas del gobierno, por encima de los dos partidos que se
lo disputaban. Al ventear mi decisión, Antonio Pérez fingió retirarse por ver si yo me
alarmaba, pero me mantuve como de hielo, por lo que quedó totalmente
desconcertado. Y en la Semana Santa mi infiel secretario se encerró con la princesa
de Éboli en el palacio de Pastrana, desde donde solicitó verme para un último y
desesperado intento. Por primera vez en once años me negué a recibirle y le reprendí
en durísima carta sus indiscreciones, sin aludir todavía a sus traiciones para no
provocar su huida. Ya era el mes de junio cuando Ana de Mendoza, despechada por
el desvío que yo les mostraba a ella y a su amante, se atrevió a dirigirme una dura
misiva que yo guardé como prueba de cargo contra ella. El día de Santiago ofrecí por
última vez a Antonio Pérez la embajada en Venecia, que volvió a rechazar;
definitivamente había medido mal sus fuerzas contra mí. Como presagio de cuanto

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iba a suceder, al día siguiente cayó sobre toda Castilla una espantosa tormenta de
agua y granizo, que produjo innumerables muertes de hombres y animales, y
desbordó los ríos y las ramblas. Para encontrar fuerzas en mi decisión, ya tomada, esa
mañana confesé y comulgué en la capilla del Alcázar. El 28 de julio, por la tarde,
llegó a Madrid el cardenal Granvela, mi nuevo ministro universal, y sin apenas
poderse cambiar le llamé a mi presencia. Oyó mis instrucciones y las cumplimentó
inmediatamente. Esa misma noche, sobre la hora en que había muerto Escobedo, dos
destacamentos de mi guardia detuvieron en sus palacios, de donde no se habían
atrevido a salir, a Antonio Pérez y a Ana de Mendoza. El secretario quedó retenido
allí mismo, en la plaza del Cordón, con centinelas a la puerta principal y la excusada;
la princesa de Éboli, presa en Pastrana, fue llevada por mis soldados a la torre de
Pinto que le iba a servir de cárcel. En su informe, el capitán que la condujo expresaba
su asombro por la indignación y la intemperancia de la princesa, que trató de
seducirle sin el menor éxito. Con estos dos terribles enemigos a buen recaudo quedó
restablecida la justicia, aunque tardíamente para Escobedo y su amo don Juan, y yo
quedé libre para dedicarme con el alma y la vida a la gran empresa de Portugal.

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FARNESIO Y LA SALVACIÓN DE BÉLGICA

Desde el verano del 78, al morir alocadamente el rey don Sebastián de Portugal
en medio de su ensueño africano, yo no tenía ojos ni corazón más que para aquel
reino, que deseaba hacer mío para completar así el designio español de mis
bisabuelos los Reyes Católicos y de mi padre el Emperador. Pero, en tregua virtual
primero y luego formal con el Turco, y retenida de momento por su prudencia
congénita la agresividad de Isabel de Inglaterra, mi única preocupación importante
era Flandes, porque la noche de san Bartolomé había descabezado la herejía en
Francia por unos años, como no la reintrodujeran con sus ambiciones e intrigas el
duque de Anjou y luego Enrique de Borbón, príncipe de Navarra y pretendiente cada
vez más descarado al trono de Francia. Menos mal que bien pronto pude dedicarme
con relativo sosiego al asunto de Portugal, que me obsesionaba, gracias a uno de los
grandes aciertos de mi vida; el nombramiento, a la muerte de mi hermano don Juan,
de Alejandro Farnesio, príncipe de Parma y mi sobrino, como gobernador y general
en jefe de los Estados Bajos.
Él era de aquella tierra, y la conocía mejor que nadie, tras vivir por tantos años en
ella. Me era fidelísimo, porque espejaba la lealtad de su amigo, compañero y tío Juan
de Austria. Cuando llegó para tomar el mando de los Tercios y las tropas leales sólo
era dueño del terreno que pisaba, pero ya dije que supo aprovechar felizmente en
servicio de España la oleada de simpatía por don Juan de Austria que se suscitó en
aquellas tierras al conocerse su prematura e injusta muerte en campaña. Era bien
sabedor de que aquel territorio no tenía ya un alma sino dos; divididas por la religión,
la lengua y la fidelidad a España y a mí. Al norte, las Provincias Unidas, Holanda, no
parecían ya recuperables, por la fuerza de su unión, el apoyo de Inglaterra y su nueva
potencia naval militar, que nos empezaba a amenazar en los siete mares y
comprometía nuestras rutas del Caribe y las de Portugal en Oriente. Al sur, las
provincias y ciudades de mayoría católica, lengua romance y más inclinadas a
Francia que a Alemania: los belgas de Julio César. Farnesio, con alto sentido político
y real, decidió ganarse a Bélgica para defenderse de Holanda; y de esta forma
infundió a los estados del sur un alma de nación que ya alentaba vigorosamente en el
norte. Si algún día surge allí un reino de Bélgica junto a los estados de Holanda, a
Farnesio, bajo mi patrocinio, se lo deberá principalmente.
Esta profunda división, que me parece definitiva, aunque no pienso jamás
renunciar formalmente en vida a la unidad de aquellos territorios, se materializó en
las dos agrupaciones políticas que se formaron a poco de tomar Alejandro Farnesio
posesión de su gobierno: La Convención de Arras, creada por las ciudades de Bélgica
para defender la fe y la Corona; y la Unión de Utrecht, que reunía a los estados del
norte bajo la dirección del príncipe Guillermo de Orange.
Alejandro Farnesio era entonces el mejor general de Europa, junto al duque de
Alba. No era solamente un táctico de primer orden sino un asombroso estratega, que

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preparaba sus campañas dentro de un diseño general de sus objetivos a diverso plazo.
Su proyecto, que ejecutó puntualmente en los años sucesivos, consistía en introducir
primero una cuña entre Holanda y Alemania, para evitar los suministros y ayudas
directas de los príncipes protestantes a Guillermo de Orange, y para mantener a la
defensiva a las ciudades holandesas. Luego, en un segundo movimiento, trataría de
avanzar hacia la costa, recuperar las grandes ciudades del sur caídas en poder del
enemigo, ante todo Bruselas y Amberes; para revolverse luego sobre la costa de
Flandes, y privar así de la ayuda inglesa a los focos rebeldes que quedasen en el sur.
Este plan lo realizó Farnesio punto por punto, como una máquina, en la que cobró por
primera vez en la historia militar después de Roma una especial importancia el
cuerpo de zapadores e ingenieros, con los que consiguió verdaderos milagros.
De acuerdo con este designio, dispuso en primer lugar el cerco de la decisiva
plaza de Maastricht, que cayó tras durísimos esfuerzos. Al comprobar el peligro,
Guillermo de Orange pidió ayuda a Isabel de Inglaterra, que fue preparando el envío
de un ejército al mando del conde de Leicester, pero nuestro gobernador maniobró
con suma habilidad y desconcertó completamente al enemigo. Tomó la plaza de
Tournai, y no se inmutó cuando Guillermo de Orange decidió el nombramiento del
duque de Anjou como conde de Flandes y duque de Brabante para atraerse el apoyo
de los hugonotes franceses que ya querían levantar cabeza. Al frente de los Tercios y
de las demás tropas leales, el príncipe de Parma recupero su capital, Bruselas, y luego
el puerto de Dunkerque. Con su causa virtualmente perdida en el sur, tanto el nuevo
pretendiente francés a los Estados Bajos como el architraidor Guillermo de Orange
murieron en el verano del 84. Orange había difundido por toda Europa desde la
sesión de los Estados Generales en 1581 su repugnante Apología, que como pronto
supe no se debía a su mal cortada pluma, sino al servilismo y el espíritu calumniador
de su capellán, el libelista hugonote Huberto Languet. Todos mis enemigos repiten
desde entonces sus engaños como si se tratase del quinto evangelio. Orange murió
violentamente pero ni yo ni mis consejeros tramamos su desaparición, por más que
estuviera justificadísima.
Farnesio había hecho posible, con su acertada estrategia, mi gran victoria de
Portugal, que luego relataré. Justo fue que recibiera a los Tercios de aquella campaña,
llenos de fama y entusiasmo, para su mayor empresa militar, con la que pensaba
cumplir todos sus objetivos en Flandes: la reconquista de Amberes, fortísimamente
defendida por el enemigo, a las órdenes de uno de los precursores de la rebeldía,
Felipe Marnix de Sainte Aldegonde. Los zapadores de Farnesio construyeron un
enorme puente de casi dos mil pies, a media milla aguas abajo del Escalda, y lo
defendieron con dos castillos inexpugnables a cada orilla. Contra el puente de
barcazas se estrellaron los barcos y los brulotes que enviaban los holandeses para
socorrer a la ciudad, aunque hubo que taponar por dos veces una efímera brecha en
tan gigantesca obra, que ahogó a la plaza rebelde. El 27 de agosto de 1585, tras nueve
meses de asedio implacable, los Tercios entraron en Amberes; es otra de las fechas

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clave de mi reinado. Allí se había coronado el duque de Anjou como duque de
Brabante y allí había anunciado su compromiso con la reina Isabel de Inglaterra.
Entonces fue cuando Isabel se comprometió a ayudar a los rebeldes de los Países
Bajos hasta el fin. Envió a Holanda un poderoso cuerpo de seis mil infantes y mil
caballos a las órdenes de su favorito el conde de Leicester. Encargó al corsario
Francis Drake que, con una flota de veinticinco barcos, hostilizase a nuestras rutas y
plazas de Indias. Recibí estas graves noticias sobre la enemistad activa de Inglaterra
cuando me hallaba en Aragón con motivo de la boda de mi hija, Catalina Micaela,
con el duque de Saboya.
Pero el caballerizo de mi antigua cuñada Isabel no era rival para Alejandro
Farnesio, que en octubre del 86 conseguía derrotar a Leicester en toda la línea y
arrojar al mar al cuerpo inglés con su flamante jefe, que también había soñado con
una corona en Flandes. En la campaña siguiente Farnesio, asegurados sus objetivos,
tomó el puerto de La Esclusa y se preparó para colaborar, según mis detalladas
instrucciones, en el gran proyecto de la Armada Invencible.

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LA CORONA DE PORTUGAL

Portugal, jamás gocé tanto una victoria; jamás deseé así a una Corona, yo que
tenía la de España e Indias y poseí, sin dejar de ser un extraño, la de Inglaterra. Entre
mis títulos está el efectivo de Rey de Nápoles y Sicilia, y el simbólico de Jerusalén,
que me pareció realizable después de Lepanto, hasta que me atacaron por la espalda
los reinos cristianos. Pero desde el 16 de abril de 1581 soy Rey de Portugal, y cumplo
los más ardientes deseos de mis dos Casas, la de Austria y la de España, que desde
cinco generaciones atrás habían volcado su sangre en esa esperanza.
Yo dije mis primeras palabras en portugués, leo y hablo esa hermosa lengua
universal como el castellano. Mi madre y mi primera esposa fueron princesas de
Portugal antes que reinas de España. Quise acompañar a mi ejército a la campaña de
Portugal, lo que no hacía desde los comienzos de mi reinado en San Quintín, porque
en Portugal no me sentí jamás un extraño; porque iba a mi tierra y a mi lengua y a mi
casa y a mi horizonte, y al que después de Lepanto era, antes que el propio
Mediterráneo, mi mar. Yo necesitaba a Portugal; tanto como Portugal, como bien
comprendieron sus nobles y sus comerciantes —en contra de su pueblo— me
necesitaba a mí. Los corsarios y las flotas de Inglaterra y de Holanda no distinguían
para sus rapiñas en Indias y en Oriente entre portugueses y españoles; y ante el
enorme crecimiento de los gastos necesarios para la guerra, Portugal y España, con
sus imperios y sus fuerzas navales combinadas, podrían anular cualquier amenaza.
Los intereses de España y Portugal no eran concurrentes sino complementarios;
aunque el pueblo, muy apegado a su dinastía de Avis, pensaba con el corazón más
que con la cabeza y mantenía, como por un sexto sentido histórico y político, su
hostilidad contra España y su inclinación por Inglaterra, su perenne aliada.
Sobre algunas de estas cosas e intereses comunes hablé con mi sobrino el rey don
Sebastián, un mozo impetuoso e imprudente, que celosísimo de mi gloria de Lepanto
—como me confesó con su característica ingenuidad y nobleza— pretendió revivir en
tierra de infieles las hazañas de su antepasado Alfonso el Africano y quiso establecer
un amplio territorio de obediencia portuguesa en Marruecos, sin contentarse con los
fuertes y factorías de Portugal en aquellas costas infieles. Hablamos largamente en el
76 sobre tan altos ideales, que no parecían meditados proyectos, durante nuestra
entrevista en el monasterio de Guadalupe, tras de lo cual hube de comentar con uno
de mis consejeros: «Vaya enhorabuena, que si venciera buen reino tendremos y si
fuera vencido buen reino nos vendrá». Yo conocía perfectamente a mi impulsivo
sobrino portugués, por las confidencias de su madre, mi hermana menor la reina
Juana, que se ahogaba en aquella Corte y, siendo muy niño su hijo, se vino a vivir a la
nuestra. Ni por sus condiciones físicas ni por su desequilibrio podría terminar bien
ese ardiente mancebo, que sin medir sus fuerzas ni menos las del poderoso enemigo
africano, buscó y halló la muerte, con lo más florido de su nobleza, en la batalla de
Alcazarquivir, dos años después de nuestra entrevista, el 4 de agosto de 1578. Le

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sucedió en el trono el último príncipe legitimo de la Casa de Avis, que había hecho la
grandeza y la gloria de Portugal: el cardenal don Enrique, anciano de 67 años,
achacoso, sin posibilidad alguna de obtener descendencia, y cuya muerte no podía
estar lejana. Yo recibí en San Lorenzo de El Escorial la noticia sobre la derrota y
muerte de mi sobrino el 13 de agosto; y esta vez nadie me pudo acusar de dilación ni
vacilación. Lo tenía ya todo bien meditado, me trasladé inmediatamente a Madrid,
reuní a mis consejeros y preparamos la campaña política y la militar, sobre todo
cuando a los pocos días nos llegaron nuevas noticias de Lisboa, según las cuales el
pobre cardenal-rey experimentó ataques más intensos de su habitual epilepsia desde
que se vio forzado, muy a su pesar, a la aceptación de la Corona.
Mientras estudiábamos la situación con rigor y con prisa, mis agentes en Portugal,
dirigidos por el más leal de mis servidores en aquella tierra, don Cristóbal de Moura,
se ganaban a la mayoría de los estamentos privilegiados, la nobleza y el clero, en las
Cortes de Almeirim, y luego a tres de los cinco miembros del Consejo de Regencia,
que gobernaban prácticamente todo en nombre del anciano don Enrique. El oro de
Indias cambió muchas lealtades, y don Cristóbal de Moura poseía —con mi endoso—
cartas ilimitadas de crédito entre los banqueros genoveses de Lisboa, bien conectados
con los de Sevilla. Desde este momento actuó para apoyar mis pretensiones con gran
diligencia y generosidad el duque de Medina Sidonia, yerno de la princesa de Éboli,
que además comprendió perfectamente las razones que le comuniqué para el
prendimiento y prisión de su suegra, de lo que por cierto no dio excesivas muestras
de pesar. Yo sabía que el duque era el primer experto de Europa en la captura y
salazón de los atunes, que luego vendía con notable provecho; pero ahora comprobé
con satisfacción sus dotes políticas y su capacidad de organización para mi servicio
diplomático y militar en la empresa de Portugal.
Sin embargo el pueblo portugués seguía apegado a su dinastía, recelaba de los
españoles y se declaraba favorable a la sucesión bastarda, en la persona de don
Antonio, prior de Crato, hijo ilegitimo de don Luis, que a su vez era también hijo
ilegítimo de don Manuel el Afortunado y Violante Gomes, esa judía bellísima a quien
apodaron la Pelícana. Don Antonio, pese a su doble ilegitimidad, había sido aceptado
como personaje principal en la corte de mi sobrino don Sebastián, a quien acompañó
en su loca aventura de África. Por indicación mía fue liberado de la prisión, tras la
derrota, por el duque de Medina Sidonia, pero con orden de retenerle en España sin
dejarle pasar a Portugal, donde muchos se agitaban en su favor. Surgieron otros
candidatos, entre los que sólo tenía fuerza la duquesa de Braganza, Catalina, hija de
don Duarte y nieta de don Manuel, mi abuelo; por eso encerré a Antonio Pérez y a la
princesa de Éboli que trataban de soliviantar a los duques de Braganza contra mí. Los
demás pretendientes sólo querían utilizar su candidatura como una baza política en
sus tratos conmigo, y nunca pensaron acceder realmente al trono de Portugal: Alberto
Ranuccio de Parma, Manuel Filiberto de Saboya y la regente de Francia Catalina de
Médicis. En el fondo, nadie dudaba de que mis derechos superaban a los de todos los

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demás: yo era hermano de Juana, la madre del último rey don Sebastián; y mi madre,
Isabel la emperatriz, era hija del gran rey don Manuel, el Afortunado. Era imposible
enfrentarse conmigo desde una doble bastardía, y tanto la Iglesia como la nobleza y
los mercaderes de Portugal lo comprendieron así desde el primer momento. Sobre
todo cuando empleé todo mi poder y mis recursos para rescatar generosamente a los
ochocientos nobles cautivos en África tras la derrota de Alcazarquivir, entre ellos a
dos posibles rivales, Crato y Braganza.
Los acontecimientos se precipitaron, de acuerdo con mis previsiones. En enero de
1580 el cardenal-rey don Enrique convocó a las Cortes de Portugal para decidir su
sucesión en vida, y tanto él como las Cortes parecían inclinarse claramente en mi
favor; pero antes de que la decisión se tomase falleció el buen anciano el 31 de enero
de ese año. Entonces, mientras don Cristóbal de Moura removía desde Lisboa a mis
partidarios que cada día engrosaban, ordené la movilización de un ejército en Castilla
para respaldar por la fuerza mis derechos indudables y mi deseo, que ya se
desbordaba, por aquella Corona. Dispuse, para asegurar la campaña y evitar con
nuestra rapidez cualquier injerencia extranjera, la preparación de tres cuerpos: uno en
Galicia, al mando del conde de Benavente; otro en Huelva, de cuyo reclutamiento,
preparación y mando se encargó el duque de Medina Sidonia, y el cuerpo principal, al
que yo pensaba acompañar, irrumpiría por Extremadura a las órdenes del duque de
Alba, que tendría, además, el mando de todo el conjunto. Don Fernando Álvarez de
Toledo seguía recluido en su castillo de Uceda, desde que cayó en mi desgracia por
casar a su hijo sin mi licencia, por sus excesos en Flandes y sus amargas críticas a mi
política de paz. Ahora, con su irreconciliable enemigo Antonio Pérez encerrado,
accedió inmediatamente a tomar el mando de la campaña de Portugal, como me había
aconsejado insistentemente el cardenal Granvela, mi nuevo ministro; primero porque
es timbre de su casa acudir sin dilación a la llamada del Rey; segundo porque Alba
era por encima de todo un militar, a quien se ofrecía la gloria de ganar para España un
nuevo reino. Enfermo como estaba se puso inmediatamente en camino a
Extremadura, tras aprobar yo los nombramientos que hizo de Sancho Dávila para
maestre general del ejército y de su propio hijo para maestre de la caballería. Sabedor
de que el adiestramiento de mis tres cuerpos progresaba favorablemente me puse en
camino y llegué a fines de mayo a Medellín, desde donde cursé órdenes al marqués
de Santa Cruz para que con toda la flota de guerra cubriese nuestras operaciones
desde el mar. El marqués, que siempre tenía a punto sus barcos, estableció
inmediatamente un enlace permanente de información con el duque de Alba y dio fin
con prontitud a sus preparativos.
Después de unos años de relativo estancamiento, España reanudaba de esta forma
su política exterior expansiva. Ya he referido los victoriosos proyectos de Farnesio en
Flandes, tras salvar la dificilísima situación que allí encontró al desaparecer don Juan
de Austria. El éxito del príncipe de Parma facilitó mi nueva etapa de intervención
directa en Francia, de la que luego hablaré, así como el planteamiento de una guerra

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total contra Inglaterra, mientras nuestros reinos de Indias ampliaban por todas partes
su horizonte. Ahora me tocaba a mí inaugurar personalmente esta nueva época de
iniciativa militar y expansión imperial con la campaña portuguesa. Poco antes de mi
llegada a Medellín supe que las Cortes de Portugal daban largas a mi sucesión,
movidas seguramente por la presencia de don Antonio, el prior de Crato, a quien ya
no había podido retener más Medina Sidonia sin sospecha, y que se había presentado
en Lisboa para soliviantar al pueblo y preparar la resistencia contra mí, para la que
solicitó la ayuda urgente de Francia y de Inglaterra. Así que ordené acelerar los
preparativos y el 13 de junio del 80 pasé revista, con el duque de Alba, a las tropas de
nuestro cuerpo central, que rebasaban los veinte mil hombres. Allí desfilaron ante mi
tribuna, ocupada por lo más granado de la Corte, «doce compañías de hombres de
armas, jinetes con sus pesadas armaduras; cinco de arcabuceros a caballo y otras
tantas de jinetes de la costa de Granada; varios destacamentos de los antiguos
tercios de españoles, tres de italianos, los alemanes de Lodrón, sesenta piezas de
artillería, mil trescientos gastadores, tres mil quinientos carros y casi otras tantas
acémilas. Al frente de cada agrupación venían Fadrique de Toledo con la caballería,
Mendoza con la infantería española, Médici con la extranjera, Francisco de Mave
con los cañones, y jefe supremo del conjunto, el gran Duque de Alba, de azul y
blanco, que eran los colores de sus armas. Del acto había dispuesto con buen orden
Sancho Dávila, en forma de batalla, por armas y vestidos, por colores y bordados,
que hacían florido el campo verde y más lustroso el sol que hería en los arneses.
Jamás hizo tan vistoso lienzo un pintor en Flandes».
Tan lúcido ejército se puso inmediatamente en orden de marcha, y lo mismo
hicieron, desde sus bases de partida, los cuerpos de Andalucía y de Galicia. Una
semana más tarde la vanguardia del duque de Alba estaba ya en Villaviciosa, el 27
cruzaba el Guadiana y el 28 se apoderaba de Elvas, frente a Badajoz. Pese a las
falsedades, difundidas por el prior de Crato, por todas partes la mayoría del pueblo
saludaba con entusiasmo a nuestros soldados, que se comportaron admirablemente.
El 18 de julio el duque de Alba, llevado en litera por su enfermedad, pero sin resignar
el mando ni por un momento, se plantaba ante la ciudad de Setúbal, donde estableció
contacto con la escuadra del marqués de Santa Cruz.
En una arriesgada maniobra, don Álvaro de Bazán logró dominar el estuario del
Tajo y trasladó hasta Cascaes al grueso del ejército. Antes de disponer el asalto a
Lisboa encargué al duque que negociar en lo posible con el prior de Crato, pero el
pretendiente se negó. Debo reconocer que el prior y sus tropas leales se batieron
contra nuestro ejército, que era muy superior, con la bravura que de portugueses se
esperaba. Alba adelantó a su ejército para envolver a la capital, y entonces el
adversario tuvo que presentar batalla para no quedar encerrado por tierra y río dentro
de sus muros. Apoyándose en ellos trataron de frenar nuestro avance en la batalla de
Alcántara, pero los arcabuceros de Sancho Dávila, que se habían infiltrado en el
campo contrario, decidieron la victoria al enviar desde atrás sus mortíferas descargas.

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El prior de Crato consiguió escapar, pero su ejército y la ciudad de Lisboa cayeron en
nuestras manos. En un barco flamenco eludió Crato el bloqueo del marqués de Santa
Cruz y trató de organizar la resistencia en el norte del reino. Pero el duque de Alba
envió hacia Oporto un fuerte destacamento que combinó sus movimientos con el
cuerpo de Galicia al mando del conde de Benavente. Allí la resistencia fue todavía
menor y el pretendiente tuvo que huir a las islas Azores, que se habían declarado por
él, mientras nuestros cuerpos completaban, casi sin lucha, la ocupación del territorio.
Yo entré en Lisboa rodeado por el respeto y el afecto de mis nuevos súbditos, y
desde entonces he pensado muchas veces trasladar allí, al menos periódicamente, la
Corte y capital de todos mis reinos. Se reunieron en Thomar las Cortes, que me
proclamaron Rey de Portugal el 16 de abril de 1581. Allí prometí mantener las leyes
de Portugal, no crear nuevos impuestos y no inundar a Lisboa de castellanos; por el
contrario fueron muchos los portugueses que desde entonces medraron en España,
donde llegaron a los más altos puestos de la administración y del ejército. Juntas
nuestras escuadras éramos muy superiores a las de Inglaterra y Francia. Para
demostrar a los portugueses cuánto estimaba mi nueva Corona, a la que nunca fundí
con la de Castilla y la de Aragón, viví y goberné mis reinos, antiguos y nuevos, desde
Lisboa durante más de dos años. Desde allí renové en febrero del 81 por tres años la
tregua con el sultán, mientras aumentaban las remesas de plata desde las Indias:
treinta millones de ducados habían afluido para la Corona a Sevilla en los años 60,
sesenta y cuatro millones en los 80, ochenta y tres millones en los 90 hasta hoy. El
Imperio de Portugal se incorporó sin la menor dificultad a mi nueva Corona, sobre
todo cuando el marqués de Santa Cruz, en una campaña naval fulgurante, desalojó de
las Azores al prior de Crato y a sus protectores de la marina inglesa durante el año 82.
Consumada esta forma mi posesión de tan alta Corona, que se extendía, como la de
España, por todo el mundo, permanecí en Lisboa cuanto tiempo pude, porque allí me
encontraba en casa tanto como en El Escorial; y porque de frente al océano sentía
más viva la presencia de las Indias, que tanto contribuían al sostenimiento de mis
empresas, y donde entre mi padre y yo ganamos para la fe mucho mayores reinos que
los perdidos en Europa por el embate de la herejía. Viví, pues, y goberné en Lisboa
hasta el 83, cuando los problemas de mi reino, atizados desde sus prisiones por el
traidor Antonio Pérez, y la cada vez más ineludible empresa de Inglaterra reclamaban
mi presencia en España, junto a la administración que hasta entonces había
desempeñado el cardenal Granvela con diligencia notable.

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LAS TUMBAS PEQUEÑAS

En ese año glorioso de 1580 en que abordé y consumé la gran empresa de


Portugal, me acompañaba al principio hasta rendir viaje en Badajoz, mi cuarta esposa
Ana de Austria, que unos meses antes, el 14 de febrero, me había dado a Mari a,
última de todos mis hijos. A poco, el primero de marzo, las Cortes de Castilla juraban
príncipe de Asturias a mi hijo Diego, y la sucesión, tantas veces comprometida,
parecía otra vez encauzada, aunque no era buena su salud. Pero sin que nadie lo
hubiera podido imaginar murió mi esposa el 26 de octubre, y me dejó viudo por
cuarta vez, a mis cincuenta y tres años, tal vez con algún vigor todavía, pero ya sin
ánimos para buscar más descendencia, cuando la sucesión parecía asegurada con
Diego y Felipe, además de mis hijas mayores, que me dio Isabel de Francia, Isabel
Clara y Catalina; y la pequeña María, que apenas conocí y que nos preocupaba por su
condición enfermiza, sobre todo después de morir su madre. Entonces decidí
encomendar a Dios la salud de mis hijos, más que siempre lo había hecho; y confiar
en que nuestra sangre de Austria les hiciera vivir, como a mis hijas la de Valois.
Cuando entré en Portugal tenía ya Isabel Clara catorce años, y era el vivo retrato
de su madre; un año menos Catalina Micaela. Todas las princesas de su edad soñaban
en casarse, pero ellas sólo pensaban sostenerme a distancia con el cariño que vertían
en sus cartas. Desde que entré en mi nuevo reino de Portugal detenía durante unas
horas los asuntos de Estado todos los lunes, hubiera lo que hubiere, para escribir a las
dos; y luego me dijeron las dos que guardaban mis cartas como un tesoro. En esas
cartas pude por vez primera en toda mi vida escribir de corazón, sin preocuparme por
posibles aprovechamientos o traiciones de mis secretarios.
«Acá han escrito —dije a mis hijas una vez— que vuestro hermano chico, Felipe,
le había salido un diente; paréceme que tardaba mucho, por tener ya tres años, que
hoy los cumple, que se bautizó, como sos acordará; estoy en duda si son dos o tres, y
creo que tres y que debe estar lindo como decís. También estoy en duda cuántos
cumple el mayor en julio, aunque creo que son seis. Avisadme lo cierto de ello, y
Dios os guarde a vosotras y a ellos como deseo». Animaba a mis hijas para que
cumplieran con sus deberes religiosos, y les pedía que fueran a misa en las descalzas
de Madrid, porque yo lo hacía en las de Lisboa y así imaginaba estar con ellas en el
mismo lugar. Envié un rosario a mi hijo Diego, que en efecto tenía seis años, para
que comience a rezarle, y varias imágenes, entre ellas un Agnus Dei recién llegado de
las Indias, que podríais dar a vuestra hermana la chiquita —escribí a Diego— que
no ha menester ahora perdones, para que le sirviera de piadoso juguete. Pedí a mis
hijas que enseñaran a bailar al príncipe de Asturias, e intercambié con Diego letras de
colores para el alfabeto y dibujos de caballos. Expliqué a mis hijas un original
método para que mi heredero aprendiese a leer: mediante unas letras vacías que
debería colorear. «Haced que las vaya hinchando, pero poco a poco, de manera que
no se canse, y también haced que algunas veces las vaya contrahaciendo, que de esta

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manera aprenderá aún más, y espero que con esto ha de hacer buena letra. Y hasta
que la haga buena mejor es que no escriba, porque el juntar después las letras mejor
lo aprenderá después cuando haya quien se lo muestre bien». Mientras en la
antecámara esperaba el duque de Alba para darme cuenta de los problemas del
ejército, o el marqués de Santa Cruz para someter a mi aprobación la campaña de las
Azores, o los enviados de Farnesio para informarme sobre los manejos de Isabel de
Inglaterra, yo prefería consagrar esas horas del lunes a anunciar a mis hijas la llegada
de un galeón de Indias con una insólita carga:
«No sé lo que traerán; sólo he sabido que viene en esta nao un elefante que envía
a vuestro hermano el virrey que envié a la India desde Thomar, que era ya llegado
allá y llegó a buen tiempo, porque era muerto el que allá estaba, digo el virrey que
allá estaba. Decid a vuestro hermano esto del elefante y que le tengo de enviar un
libro en portugués, para que por él le aprenda, que muy bueno sería que lo supiese
ya hablar; que muy contento vino don Antonio de Castro de las palabras que le dijo
en portugués, que fue muy bien si así fue. Y ya ésta es muy larga para convaleciente y
flaco. Y Dios os guarde como deseo, vuestro buen padre». Me preocupaba si las
viruelas habían dejado huella en el rostro de Catalina, y si ya era mujer Isabel, lo que
me parece que tarda ya, le escribí; y quiso Dios que tardase poco. Conseguí infundir
a todos mis hijos, desde tan lejos, mi amor por la música, y me alegré cuando supe
que Catalina e Isabel ya tocaban el laúd, y los chicos empezaban con la viola. El
maestro Tomás Luis de Victoria dirigió la composición de unos cantorales de que
cada príncipe tenía un ejemplar para concertar bien sus cantos, que parecía cosa de
ángeles cuando formó un coro con ellos y varios pajes de la Corte.
Por eso fue tan irresistible mi dolor cuando, ya a punto de remate la incorporación
de Portugal, sus islas y su imperio a mi Corona, recibí a fines de noviembre del 82 la
más terrible noticia: mi heredero Diego, Príncipe de Asturias, acababa de morir en el
Alcázar de Madrid. Viudo de cincuenta y cinco años, me quedaba un solo hijo varón,
Felipe, y enfermizo por demás. Escribí a Felipe, que poco iba a comprender a sus
cuatro años, y a mis hijas mayores:
«Es un golpe terrible, viniendo tan pronto como viene después de los demás, pero
alabo a Dios por todo lo que ha hecho, sometiéndome a su divina voluntad y rezando
para que acepte este sacrificio. A Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza que se haga
oración continua por la salud y vida de los niños que quedan. Que por todos los
caminos que se pueda se procure aplacar la ira que con tanta razón Nuestro Señor
debe tener contra nosotros». Ordené que Diego fuera enterrado también en las
tumbas pequeñas de San Lorenzo de El Escorial, que testimonian el terrible fracaso
de mi sangre para sobrevivir.
Allí había trasladado en el año 73 a mi amada esposa Isabel de Francia y a mi
primogénito el desgraciado príncipe don Carlos, para que estemos juntos en la muerte
ya que no lo pudimos lograr en vida. Allí estaba Carlos Lorenzo, mi segundo hijo con
la reina Ana, que al morir sin haber cumplido los dos años en julio del 75 provocó el

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parto prematuro de Diego, que no pudo superar tan aciago entrar en la vida. Allí llegó
mi segundo príncipe de Asturias, Fernando, primer hijo que me dio Ana de Austria,
muerto a los seis años en el 78, el mismo año en que perdí a mi hermano Juan. El
tercero, Felipe, fue jurado príncipe de Portugal el 1 de febrero del 83, y gracias a Dios
me va a sobrevivir, pero a poco de esa jura, el 4 de agosto, murió mi pobre hija, la
infantita María. Felipe fue jurado príncipe de Asturias en Castilla el 11 de noviembre
del 84, heredero de la Corona de Aragón en el 85 y de Navarra en el 86. Antes de
morir, sólo he conocido a los nietos que me ha dado mi hija Catalina Micaela, a quien
casé en marzo del 85 con Carlos Manuel de Saboya, hijo de Manuel Filiberto, mi
general de San Quintín, y de Margot de Francia. Esa sangre mía sí que ha florecido
en diez nietos, que viven todavía casi todos desde el nacimiento del mayor, Felipe
Manuel príncipe del Piamonte, en el 86. Pero no su madre, mi amadísima Catalina
Micaela, que nos dejó el año pasado en Turín, agotada por su maternidad. Ahora, ante
mi muerte próxima, quiero pedir a Dios perdón porque al saber esta muerte de mi hija
perdí por vez primera la resignación ante mis desgracias; la quería demasiado. Me
enfurecí, lloré a lágrima viva ante el estupor de mis criados, me quejé a Dios con los
acentos de Job, y con tan poca conformidad como él. Ahora, cuando voy a encararme
con la muerte, no está a mi lado ninguna de mis cuatro esposas, que ya me
precedieron; y viven solamente dos de mis ocho hijos, Isabel Clara y Felipe, cuyos
matrimonios dejo ya concertados en la esperanza de que Dios les bendiga más que a
mí; ella con el archiduque Alberto de Austria, al que lleva como dote los Estados de
Flandes; el príncipe Felipe con su prima Margarita de Austria. Quiero así concentrar
de nuevo mi sangre en nuestra Casa, ya que la maternidad de mi esposa Ana y mi
adorada hija, Catalina Micaela, tanto nos parece prometer. Un secreto presentimiento
me dice que volverá a germinar mi sangre por varias coronas de Europa, y que nunca
faltará su presencia en el trono de España. Bien lo merecen esas pobres sombras que
Dios quiso llevarse en flor, y que ahora aguardan esa vida, que casi no tuvieron, en
las tumbas pequeñas del monasterio.

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DE LAS INDIAS A LAS FILIPINAS

En Lisboa, capital de mi nueva Corona portuguesa, me parecía estar tocando con


la mano y con el alma las Indias de Castilla y las de Portugal: que juntas formaban el
mayor imperio de los tiempos, y que junto con mis dominios de Europa y África
dejaban al recuerdo del Imperio de Roma como si de un patio mediterráneo, interior y
doméstico se tratase. La conquista de las Indias fue, por supuesto, obra principal de
mi padre el Emperador, porque hasta su llegada a España sólo habíamos ocupado las
Antillas y el istmo de Darién, mientras que durante el reinado de mi padre, y en los
años que van de 1520 a 1540, Cortés conquistaba Nueva España con 416 hombres, y
cuando volvió a la Corte salía Francisco Pizarro para la empresa del Perú, que logró
con 170 soldados. De allí arrancó Belalcázar que atravesó las tierras del Ecuador y
topó en las sabanas de Bogotá con Jiménez de Quesada. Hacia el sur Valdivia con
siete hombres inició la conquista de Chile y por nuestro océano otras expediciones
asentaron nuestro dominio por las tierras del Río de la Plata. Jamás tan pocos brazos
ganaron tantos y tales reinos para una corona. Desde entonces las Indias han
entregado a España un millón de libras de oro y setenta millones de libras de plata, el
mayor tesoro de la historia del que al menos dos quintas partes revirtió a la Corona y
permitió que mi padre y yo emprendiéramos nuestras grandes campañas y proyectos
en servicio de la fe y honra de nuestra Casa.
Durante mi reinado he consolidado y acrecentado ese nuevo e inmenso
patrimonio, que forma al otro lado de los océanos una España nueva y joven, cuyo
futuro imprevisible está en las manos de Dios. Allí quise hacer, ante todo, la obra de
Dios. La evangelización de las Indias fue el gran objetivo de nuestra Casa en aquellas
tierras nuevas, y por eso cuando hice en el año 1570 el recuento de mis recursos
religiosos allá, vi que ya trabajaban en las Indias mil sacerdotes para cien mil
españoles y diez millones de indios, gran parte de los cuales habían abrazado ya
nuestra verdadera fe. Santos misioneros llevaron la luz de Cristo a esos pueblos
perdidos en la idolatría y dedicados a los bestiales sacrificios humanos. Toribio de
Mogrovejo recorrió miles de millas y bautizó de su mano a decenas de millares de
paganos. Francisco Solano conquistó los espíritus de los habitantes del Chaco y de la
Pampa con un crucifijo y un violín, mucho antes de que llegasen los soldados tras sus
huellas. Fray José de Acosta, tras darme en España sabios consejos sobre la
reintegración de los moriscos a la vida común, pasó a las Indias donde convenció a
las autoridades para que no destruyeran ni dejaran perderse la lengua y la cultura de
los indios, sino que las utilizasen como llave maestra para iluminar sus almas. En
vísperas de dejarme por regente de sus reinos en España e Indias, mi padre el
Emperador había convocado una junta de sabios en Valladolid, para que resolviesen
acerca de sus dudas morales ante la conquista y debatiesen las leyes nuevas que
pensaba otorgar para humanizarla. Dos grandes adversarios, fray Bartolomé de las
Casas, que criticaba con dureza y una punta de exageración los abusos de los

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españoles, y mi maestro Juan Ginés de Sepúlveda, que justificaba (como también
hacia las Casas) la presencia de España por derecho de conquista y por vocación
evangelizadora, me dedicaron sucesivamente sus apologías porque conocían bien por
mí mismo el interés que siempre sentí por las Indias y sus problemas. Yo no tuve
jamás las dudas de mi padre sobre las Indias; porque nací convencido de que las
Indias eran parte no sólo del horizonte, sino del mismo ser de España, y no podría yo
negar mi propio ser, ni dudar de él.
Durante todo mi reinado se exploraron y ampliaron las Indias por dentro y por
fuera, gracias a que a nuestros adelantados les entró la extraña fiebre de descubrir las
tierras del oro y las fuentes de la vida y la juventud. En vísperas de mi regencia
Francisco de Orellana bajó por el río Napo y a través del gran río de las Amazonas, a
las que no conseguimos encontrar desde que dicen que las vislumbró Colón,
desembocó en el océano. Un loco furioso, Lope de Aguirre, hizo famosa a la segunda
expedición por el gran río, donde dicen que trató de proponer la independencia de las
Indias. Hubimos de defender aquellas costas y nuevas ciudades de la rapiña de los
ingleses y franceses que trataban de implantarse allí. John Hawkins y su compañero
de piraterías Francis Drake nos dieron muchísima guerra desde que estuvimos a
punto de colgarles en Veracruz por 1558, que malo fue no hacerlo, y en el 62 nombré
adelantado mayor de la Florida a Pedro Menéndez de Avilés que echó de aquellas
costas a los hugonotes franceses dirigidos por el almirante Gaspar de Coligny que
pretendían establecerse con sus apostasías en aquella reserva de Dios y María
Santísima. El adelantado fundó la ciudad de San Agustín, la primera de España en
tierras del norte; luego le siguieron numerosas expediciones desde Nueva España que
hallaron lo que parecía un nuevo continente por encima del ya descubierto, mientras
desde el Perú y el Río de la Plata descubrían nuestros hombres islas infinitas al sur.
En 1564 zarparon de Nueva España, por el mar del Sur, los galeones de un
capitán vascongado ya famoso, Miguel López de Legazpi, que llevaba como piloto a
quien mejor conocía aquel vastísimo océano, otro vasco llamado Andrés de Urdaneta,
que ya era fraile agustino pero fue incorporado a la expedición por orden mía y
recomendación de sus superiores. Llegaron a las islas de San Lázaro que había
descubierto, para morir en ellas, Fernando de Magallanes en la empresa que, bajo el
mando de Juan Sebastián Elcano, dio la primera vuelta al mundo. Poco antes de
asumir yo la regencia, Ruy López de Villalobos llamó Filipinas, en mi honor, a esas
islas, más de mil, que luego conquistó Legazpi, que se apoderó de un gran poblado
comercial donde instalamos el gobierno y el arzobispado, la ciudad de Manila, en el
mismo año de la victoria de Lepanto. Le había dado yo órdenes expresas de que
penetrara pacíficamente en aquellas islas y lo cumplió: hace poco me ha llegado el
primer catecismo impreso allá en aquella lengua que llaman tagalo. Urdaneta se dejó
guiar por su intuición y al regresar descubrió los vientos y las corrientes que hacían
posible el tornaviaje por el mar del Sur, por lo que las Filipinas quedaron desde
entonces enlazadas con Nueva España por rutas regulares, y enriquecieron con las

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especias y los tesoros de la China y de Asia nuestro comercio de las Indias.
Fundamos allí un colegio y varias imprentas; y establecimos relaciones con la China,
el Japón y todas las costas e islas orientales del Asia. Mi última campaña en las indias
fue dirigida por un capitán sobrino del gran Íñigo de Loyola, Martín García, contra la
heroica nación de los araucanos en Chile, que me parece no hemos logrado aún
dominar del todo.
Pero si a mi padre compitió la mayor parte de la conquista, yo espero pasar a la
historia como el fundador de las Indias. Las grandes conquistas fueron obra e
iniciativa de particulares arrojados, bajo el patrocinio y la vigilancia de la Corona;
pero yo fui sustituyendo por funcionarios seguros a las familias levantiscas de
aquellos valientes. El gobernador empezó a sustituir al conquistador. Completé el
establecimiento de las audiencias que había iniciado mi padre; y a las de Santo
Domingo, México, Panamá, Lima y Guatemala añadí la de Nueva Galicia en el 47, la
de Santa Fe en ese mismo año, la de Charcas en el 59, la de Quito en el 63 y la de
Santiago de Chile en el 65. Ante las quejas universales sobre el deterioro del gobierno
en las Indias creé en 1566 una junta especial dirigida por Juan de Ovando, quien
descubrió y analizó más de un millar de fallos y los resumió en dos principales: el
desconocimiento de la legislación por las autoridades de Indias y la indiferencia que
mis consejos sentían por aquellos reinos. Entonces fortalecí la institución de las
audiencias, dicté la ordenanza de 1573, redactada por Ovando, y sobre todo consagré
definitivamente la institución del virreinato, gracias al acierto en la designación de
dos grandes virreyes: Martín Enríquez en Nueva España y Francisco de Toledo en
Nueva Castilla del Perú. Los dos ejercieron sus funciones desde el 68 al 80 y, al
dejarlas, las Indias eran ya una España al otro lado del océano. Desde 1538 los
dominicos habían creado en las Indias nuestra primera universidad de aquellos reinos,
la de Santo Domingo, a la que siguieron, en 1553, las de México y Lima. Pedro de
Gante fundó en México los primeros institutos de enseñanza y evangelización, con
especial atención a las culturas y lenguas indígenas. Los focos de cultura y de ciencia
que creamos en las Indias al amparo de esas universidades actuaron como baluartes
para la implantación y defensa de la fe, y para la organización del gobierno, como si
de Salamanca y Alcalá se tratase.
La grandeza y prosperidad de las Indias repercutieron en el crecimiento de
Sevilla, que ahora, con sus ciento cincuenta mil almas, es una de las más pobladas y
ricas ciudades del mundo. Le siguen en España Barcelona, Valencia y Granada con
cincuenta mil; Zaragoza, Córdoba, Málaga y Valladolid con cuarenta mil; y mi
pequeña Corte de Madrid que ya se va acercando a esas cifras grandiosas. Surgen en
las Indias ciudades como la de México, que en nada tienen que envidiar a las de aquí.
Lisboa está en el centro de todo; hubiera sido la realización del sueño de mi padre
para su imperio del Atlántico. Desde ella vi con toda claridad lo que era principal
misión de España en la historia; el establecimiento de nuestra religión y mi Corona a
uno y otro lado del océano, de los océanos. A este designio supremo de Dios se

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oponía, en las Indias y en Flandes, a través de sus piratas, una reina hereje, Isabel de
Inglaterra. Terminada la empresa de Portugal, reafirmado nuestro dominio en el sur
del Flandes, juzgué llegada la hora de abatir su insolencia.

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ENTRE ISABEL TUDOR Y MARÍA ESTUARDO

Al relatar ahora los antecedentes de la empresa de Inglaterra debo recordar, ante


todo, que yo he sido Rey de Inglaterra y que en aquellas islas el marido de la reina
propietaria no es un simple rey consorte o simbólico, como tampoco lo había sido en
Castilla mi bisabuelo Fernando de Aragón. De aquellos tiempos yo conservé en
Inglaterra algunas lealtades entre los católicos, y sobre todo unos hilos excelentes de
información, que ahora me venía a través de mercaderes flamencos con casa en
aquellas islas, y múltiples contactos en ellas. De esta forma siempre tuve cumplida
noticia, además de los informes de mis embajadores, que fueron de variado mérito,
sobre la vida, problemas y propósitos de la reina Isabel Tudor, a la que un día quise
sinceramente hacer mi esposa, y no sólo por razones de Estado y por obedecer el
designio de mi padre sobre el imperio del Atlántico, sino porque me atrajeron desde
el principio su elegancia y su misterio.
Cuando sucedió a su medio hermana María en el trono de Inglaterra según la
voluntad dinástica de su padre Enrique VIII, que los nobles y el Parlamento
respetaron de nuevo, como habían hecho en el caso de María, Isabel actuó con
firmeza y prudencia desde el primer instante, sin un solo fallo de su sentido político,
con lo que demostró ser una verdadera Tudor. Nombró inmediatamente a un
protestante que de antiguo se había ganado su aprecio, lord Cecil, secretario de
Estado e introdujo a varios herejes en su consejo, pero mantuvo en él a algunos
católicos como lord Howard y el conde de Arundel. Para no verse comprometida con
la presencia de obispos cismáticos en las primeras fases de su gobierno, y para alejar
de él a los obispos católicos, prescindió de unos y otros para el consejo con general
aplauso del pueblo y los nobles, que se inclinaban en general hacia el
restablecimiento de la herejía, pero recelaban tanto de la Iglesia católica como de la
instaurada por Enrique VIII. Isabel había sabido convivir durante largos años con la
ambigüedad, y le resultó muy fácil cultivarla durante breve tiempo, hasta que se
sintió segura en el trono. Antes de salir de su medio retiro, medio encierro de
Hatfield, cedió para un solo caso a su corazón de mujer y designó caballerizo mayor a
un apuesto noble de la Corte, ahora sí recuerdo su nombre, Robert Dudley, quien la
adoraba secretamente desde que compartieron los dos la prisión en la Torre de
Londres por breve tiempo; toda Inglaterra interpretó que Isabel quería de esta forma
tener cerca a su favorito, pero casi nadie sabía, como yo, que también consiguió
mantenerle a raya muy en su papel de reina virgen, nacida, como tantas veces dijo a
mi embajador, y ya he dicho aquí, en la cámara de las vírgenes bajo el signo de Virgo.
Los ingleses, tan propensos a idealizar todos los actos de sus reyes, mucho más que
mis súbditos españoles, se creyeron esta historia de la virginidad, sobre la que yo no
estoy tan seguro; porque durante mi estancia en Inglaterra supe por ella misma que
Isabel había sufrido nada más hacerse mujer una vil agresión libidinosa de un viejo
noble de la Corte, lo que junto con cierto impedimento cuya naturaleza no me

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explicaron con el necesario acuerdo los médicos de mi esposa María, le hizo sentir
cierta repulsión física, al menos inicial, hacia todos los hombres, que ella disfrazó
altaneramente de virtud virginal. Mis informes dicen que se la ha visto más de una
vez en trance de abrazar a Robert Dudley y aceptar emocionadamente sus caricias,
aunque no acabo de fiarme de quienes me aseguran, quizá para mi satisfacción,
haberla visto con él más de una vez en la cama. Lo que cuenta es que ella no ha
quedado jamás encinta, que no se ha querido casar nunca, pese a haber sido, antes
que mi propia hija Isabel Clara, la novia de Europa; y que el pueblo inglés ha creído
siempre a pies juntillas esa historia de la virginidad.
Isabel, que se había declarado forzadamente católica por imposición de su
hermana, nada más empezar las ejecuciones de Smithfield, presidió el funeral
católico por ella, pero ordenó a la salida que encerrasen en la torre al obispo que
había pronunciado una oración fúnebre imprudente y provocativa: todo el mundo,
incluso los católicos, lo comprendieron porque nadie tenía derecho a aleccionar
públicamente a una reina sobre lo que debía hacer y lo que estaba obligada a evitar.
Con motivo de su solemne coronación en la abadía de Westminster, Isabel adelantó
ciertos tanteos sospechosos en la liturgia. Ya dije cómo a la muerte de mi esposa
María ofrecí mi tálamo a Isabel, y cómo ella rechazó amablemente las propuestas de
mi embajador. Se corrió insistentemente por la Corte de Londres que la reina sólo se
casaría con un príncipe o noble del reino, lo que casi convirtió a todos en
pretendientes a su mano y al trono. Quien más se llegó a creer sus posibilidades fue el
conde de Arundel, además de Robert Dudley quien, despechado por el rechazo de la
reina, que se limitaba a jugar con sus ansias, se casó sin permiso de ella con una dama
de noble familia, Amy, y al interpretar Dudley la indignación de Isabel como celos,
procuró —según me tiene escrito la reina de Escocia— que su mujer, Amy, recluida
en el campo, muriese lentamente mientras él, para librarse de sospechas, estaba en la
Corte donde, al morir Amy, pretendió casarse con la reina. El escándalo rugió con tal
fuerza que Isabel hubo de confinarle lejos de Londres. Y entonces el despechado
noble entró en negociaciones con mi embajador, y le ofreció la vuelta de Inglaterra a
la iglesia católica si yo apoyaba su matrimonio con la reina. Mis informes sobre
Dudley eran tan negativos, y temí tanto a su veleidad y egoísmo que nunca quise
comprometer una causa tan sagrada en favor de un ambicioso tan deleznable.
María Estuardo, la reina católica de Escocia, que por su dignidad y cultura más
parecía mujer del continente que de aquella tierra semibárbara, casó en 1558 con el
delfín de Francia, cuando Isabel subía al trono de Inglaterra; y el rey Enrique de
Francia soñó, mientras le quedó vida, en reunir para su hijo las dos coronas. Enrique
II nunca reconoció a Isabel, protestante y bastarda; y en vísperas de casar a su hija
Isabel de Valois conmigo, declaró a María Estuardo, y por tanto a su hijo el delfín,
herederos legítimos de la Corona inglesa, sin mi aprobación ni menos respaldo;
porque yo, que acababa de ser rey de Inglaterra, conocía íntimamente el apego de
aquel pueblo a la Casa de los Tudor, ahora representada por Isabel. La cual, para

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asegurarse en el trono, decidió por consejo de lord Cecil eliminar a cuantos
pretendientes pudieran aducir mejor derecho que su bastardía; y así hizo decapitar a
lady Jane Grey, de la primera nobleza inglesa, que estuvo prometida a su hermano
Eduardo, el enfermizo heredero anterior de Enrique VIII cuya muerte franqueó
primero a María y luego a Isabel el camino del trono. Murió entonces el rey Enrique
II de Francia, y subió a su trono Francisco, el delfín y esposo de María Estuardo, que
pronto murió también, con lo que su madre, Catalina de Médicis, quedó por regente y
dueña de los destinos de Francia, mientras la animosa María de Escocia consiguió
regresar a su reino por mar, burlando a la escuadra de Isabel. Era María bellísima y
ardiente, y necesitaba marido para su cuerpo y sus empresas. Isabel, que por entonces
estuvo a punto de morir de viruelas, quiso someter a María por ese matrimonio y
decidió casarla con su propio favorito y pretendiente Robert Dudley, a quien honró
para la ocasión con uno de los primeros títulos de Inglaterra, el condado de Leicester,
que llevaba aneja una inmensa fortuna en tierras y rentas. Pero la reina de Escocia se
negó a convertirse en juguete de Isabel por medio del favorito de Isabel, y desafió a
su poderosa vecina, que la envidiaba como sólo una reina puede envidiar a otra, al
elegir por marido y rey de Escocia a un hermoso noble de la corte escocesa, lord
Enrique Darnley, borracho, pendenciero y disoluto, con el cual tuvo un hijo: Jacobo
Estuardo, que llevó al paroxismo el odio de Isabel. Los católicos y el clero de
Escocia, donde ya la herejía empezaba a hacer estragos, repudiaron al nuevo rey por
sus costumbres y su inseguridad en religión, y perdieron poco a poco el amor por su
reina, quien harta de su marido le hizo asesinar por otro noble, lord Bothwell, con
quien a poco se casó. Pobre María de Escocia, débil y sola en medio de tantas
pasiones salvajes. El pueblo de Escocia no pudo ya tolerar tales comportamientos en
el castillo de Edimburgo y se alzó contra su reina, a quien no quedó otro remedio,
para salvar la vida, que huir al sur, cruzar las montañas de la frontera y entregarse a la
misericordia de su peor enemiga, Isabel de Inglaterra, que de momento la recibió
amablemente y la recluyó en una dorada prisión. Fiada por este recibimiento, María
entró en contacto con mi embajador, al que comunicó sus proyectos: aceptar como
esposo al par de Inglaterra que más se distinguía por su catolicismo intrépido, el
duque de Norfolk; y junto a él, luchar por el trono de Inglaterra con la ayuda militar
de un ejército español que yo debería enviarle, a las órdenes del duque de Alba. Una
vez en el trono de Londres, María recuperaría fácilmente su reino de Escocia y
dominaría en toda la gran isla, sometida de nuevo a la Iglesia de Roma.
Para contrarrestar este posible acercamiento entre Inglaterra y yo, la reina de
Francia, Catalina de Médicis, a quien no faltaba la audacia propia de su estirpe
florentina, se atrevió a proponer a Isabel de Inglaterra, que ya pasaba de los treinta
años, el matrimonio con su hijo el duque de Anjou, de inclinaciones hugonotes a sus
diecinueve. Pero la reina de Francia permitió después la ejecución en masa de
hugonotes en la noche de san Bartolomé e Isabel, que por un momento había
acariciado la idea del matrimonio francés (yo creo que para ganar tiempo y apartar a

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Catalina de mi protectorado) volvió a proclamar su destino virginal. Y la traición —
ella así la consideraba— de la reina de Francia la decidió ya a eliminar a su prisionera
la reina de Escocia. Y eso que por entonces Isabel departió largamente con un
prisionero de la torre, el jesuita Edmundo Campion, profesor en la Universidad de
Oxford, que había entrado clandestinamente en Inglaterra enviado por el Papa para
proponer a los católicos perseguidos un nuevo camino: acatar a Isabel como su reina,
pero mantenerse firmes en la fe. Nuestros proyectos para casar a María Estuardo con
don Juan de Austria acabaron por suscitar un odio implacable de la reina de Inglaterra
contra nosotros, y cuando mi gobernador y general de Flandes, el príncipe Alejandro
Farnesio, venció y expulsó al cuerpo de ejército inglés que había enviado Isabel para
auxiliar a los rebeldes al mando de su favorito el conde de Leicester, supe por mis
agentes que los días de la reina de Escocia estaban contados. Por mi parte, di orden a
mis consejos para que empezasen a preparar la empresa de Inglaterra.

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LA EMPRESA DE INGLATERRA

Mis proyectos sobre Inglaterra databan de antiguo. Después de haber tenido en


mis manos aquella Corona, y haber empezado a realizar el designio de mi padre sobre
el imperio del Atlántico, jamás me resigné al fracaso de esa misión histórica, que
deseé cumplir por varios medios. En julio de 1570 mi Consejo de Estado acordó por
unanimidad que la Corona de España tenía una misión divina sobre Inglaterra, que no
era simplemente de orden y ambición humana, sino mucho más elevada: devolver
aquel reino, perdido por sus reyes, al seno de la verdadera religión. Movido por ese
dictamen decidí ayudar a la conspiración del florentino Roberto Ridolfi para derribar
a Isabel del trono e instalar en él a María Estuardo, con el apoyo de los Tercios del
duque de Alba. Pero unas semanas antes de nuestra victoria de Lepanto la reina Isabel
descubrió la conspiración y también mi participación en ella, cuando sometió a
tormento a los conjurados. Yo lo negué siempre; pero ella jamás me creyó. Por dos
veces, en esa década y en la siguiente, yo creí escuchar una voz interior que me
animaba a recuperar para la fe el reino de Inglaterra. Cuanto hice fue para cumplir ese
destino, no por animosidad contra ese reino, que un día fue mío, y del que guardaba
los más profundos recuerdos.
Cuando dimos remate a la empresa de Portugal, y comprobamos que la reina
Isabel nos hostigaba continuamente, aun sin declaración de guerra, en las Azores, de
donde hubimos de arrojar a sus barcos que apoyaban al prior de Crato; en Flandes, de
donde también echamos al conde de Leicester que pretendía apoyar a los herejes de
Holanda, y en las Indias, donde los piratas de Isabel se habían convertido en la
pesadilla de nuestros puertos y nuestras flotas, comprendimos que para la
tranquilidad y prosperidad de España, sus dominios de Europa y la expansión de las
Indias era preciso abatir el orgullo y el creciente poderío de Inglaterra. El más
respetado y ecuánime de mis consejeros militares, don Álvaro de Bazán, me propuso
formalmente la empresa de Inglaterra en 1583, tras su victoria sobre una escuadra
inglesa en las Azores. El marqués de Santa Cruz, a quien encargué los primeros
proyectos, pretendía invadir el sur de Inglaterra con una escuadra que partiera
directamente de la península, sin recalar en Flandes, porque conocía perfectamente
las dificultades de aquella escala. Para la primavera del 85 teníamos ya firme nuestra
decisión de invadir Inglaterra, y el Papa Sixto V, que al principio se había mostrado
de pleno acuerdo, al llegar la hora de la verdad remoloneó y nos dejó solos ante esa
misión divina. Ya en el mes de enero del 86 pedí al marqués de Santa Cruz, a quien
designé jefe de la expedición, un plan detallado que él me entregó con esa
competencia y puntualidad que nunca le fallaron. En ese plan se distinguían
perfectamente dos aspectos militares; las fuerzas de desembarco, que habrían de ser
muy selectas, pero no excesivas, por lo reducido del ejército inglés, cuya fuerza
principal no dependía de la Corona sino de las milicias populares y concejiles; y la
estrategia naval, que exigía barcos muy diferentes a los de Lepanto, por las

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dificultades del mar del Norte y la capacidad maniobrera y artillera de los ingleses,
que conocíamos bien después de la campaña de las Azores. Desde octubre del 85 creé
la Junta de Noche para articular el plan militar de la empresa de Inglaterra; la
formaban mi fiel Juan de Zúñiga, tan adicto como había sido su padre; el portugués
que me había dado aquel reino, Cristóbal de Moura, encargado de que sus
compatriotas consideraran suya a esa empresa que debería prepararse en Lisboa; y el
conde de Chinchón, con Mateo Vázquez como secretario y encargado del enlace con
el marqués de Santa Cruz.
A media noche del 23 de febrero de 1587 recibí un escrito urgente de mi
embajador en París, don Bernardino de Mendoza, en que me comunicaba la
decapitación de María Estuardo por orden de la reina Isabel de Inglaterra. El papel
quedó sin abrir hasta la mañana siguiente, por exceso de trabajo mío, y por ello mi
dolor e indignación cuando Mateo Vázquez me lo leyó a la mañana siguiente no
tuvieron igual. Aquella reina mártir habla sido asesinada por la reina hereje en el
castillo de Fotheringday, en plena sazón de sus cuarenta y cuatro años, y al llegar
hasta el patíbulo envuelta en su manto negro, mientras lloraba hasta el último de los
soldados que custodiaban su muerte, lo dejó caer para ofrecerse al verdugo en un
espléndido vestido rojo de Corte. Por si no bastara ese desafío, el pirata inglés Drake
se presentó por sorpresa en nuestros arsenales de Cádiz a las pocas semanas y los
destruyó, lo que no alteró lo más mínimo mis planes, corroborados ahora por mi
deber de vengar a la reina de Escocia. La Junta de Noche había destinado una cifra
enorme, siete millones de ducados, para la empresa de Inglaterra y don Álvaro de
Bazán supervisaba los preparativos en el estuario del Tajo.
Pero a fines de aquel invierno, cuando más falta nos hacía, murió don Álvaro de
Bazán, artífice principal de la victoria de Lepanto y el mejor marino del mundo,
seguramente abrumado por la responsabilidad de una empresa en la que advertía
demasiados fallos. Se mostraba en desacuerdo con el cambio que yo había
introducido en su proyecto inicial; cuando le exigí que además de los soldados que se
embarcasen en la armada, recalaran los barcos en los puertos de Flandes para recoger
a diecisiete mil hombres de aquellos Tercios, con los que podríamos fácilmente
desembarcar en las costas de Kent, ocupar rápidamente la ciudad de Londres y
provocar, con la cooperación de nuestros agentes, una sublevación de los católicos
contra la reina Isabel, a la que se sumarían muchos compatriotas indignados por el
asesinato de María Estuardo. Había escrito a Santa Cruz, que me expresaba sus
dudas: «Aunque las fuerzas que ahora tenemos aquí y allí, en Flandes, son
insuficientes, por sí solas, juntas, si podemos juntarlas, ganarán». Creo que no me
faltaba razón. Los Tercios, apoyados por los cuarenta y ocho cañones de asedio que
transportaba sobre carros la Armada terminarían con toda resistencia en Inglaterra,
como habían aniquilado al cuerpo inglés de Leicester en Flandes. Mis informes
referían que los consejeros de la reina Isabel andaban desconcertados ante nuestra
amenaza: no existía capacidad de aguante ni estrategia de defensa; unos querían

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repeler el desembarco en la propia costa, otros esperar a nuestra infantería en
Canterbury. Por fin los consejeros de Isabel decidieron concentrar al ejército en Essex
junto a Tilbury, y no en Margate, del ducado de Kent, que era el lugar idóneo. Todo
estaba a nuestro favor: solamente era necesario llegar a la costa.
Para sustituir al marqués de Santa Cruz en tan dificilísimo mando, decidí, tras
madura deliberación de mi consejo, nombrar a don Alonso Pérez de Guzmán el
Bueno, duque de Medina Sidonia y yerno de la princesa de Éboli. Nadie en el consejo
puso la menor objeción, por más que en toda la Corte cundieron rumores y pasquines
contra el duque. Me trajeron cuando ya era tarde uno que difundió un monje del
Escorial: «Si así supiera el duque de cosas de guerra como de vender atunes, no
saliera tan poco soldado como salió». A la vista de los resultados creo que me
equivoqué, y sobre todo que me obstiné; porque Medina Sidonia era, como yo, un
organizador más que un jefe en campaña, y yo pensaba que para aquella empresa, en
que tan excelentes capitanes de mar se reunían bajo su mando, lo que hacía falta era
ante todo un coordinador. Medina Sidonia respondió a mis expectativas; su eficacia
para ultimar los preparativos de la flota resultó fulminante. Llegó a Lisboa para
hacerse cargo del mando a mediados de marzo del 88 y se hizo a la mar con las
dotaciones y pertrechos completos en el mes de mayo. Después, durante el viaje y los
diversos encuentros en el canal, no se comportó siempre como un mal jefe ni como
un mal soldado, sino todo lo contrario. Su decisión de seguir el viento huracanado y
tratar de volver por el norte de Inglaterra fue recomendada por los mejores marinos
de su consejo. Y sobre todo, Medina Sidonia, que reconocía su falta de experiencia
naval y militar, se opuso enérgicamente a su nombramiento y cuando advirtió las
dificultades de la empresa, me la desaconsejó en aquellas circunstancias una y otra
vez. No era cobardía, ni temor; él era un grande de España. Y se avino
disciplinadamente cuando yo le ordené en agosto: «Yo tengo ofrecido a Dios este
servicio. Alentaos, pues, en lo que os toca». Yo fui pues el responsable del fracaso de
la Armada Invencible; no pretendo a estas alturas sacudir en otros mi responsabilidad.
Alejandro Farnesio, que preparaba el embarque de sus Tercios en los puertos de
Flandes, advirtió también las dificultades de la empresa y trató de disuadirme de ella.
Los galeones necesitaban para embarcar a las tropas de Flandes un calado de treinta
pies, y ninguno de nuestros puertos los ofrecía. La nueva escuadra holandesa, mucho
más ligera, nos hostilizaba continuamente desde las mismas bocanas, y podía
comprometer la operación de embarque y de traslado. Farnesio creía imprescindible
que la armada despejase por entero el canal de barcos ingleses, y luego protegiese la
travesía de los Tercios en embarcaciones ligeras que él podría apercibir. Pero yo me
mostré inflexible; y persistí en mis proyectos de que fuera la propia armada quien se
encargase del transporte. Farnesio se opuso con tenacidad; hasta que le hice callar por
disciplina. Al final hube de reconocer que tenía razón; en aquellos mares la conexión
de los barcos pesados y las tropas de tierra tenía poquísimas probabilidades de éxito.
En las instrucciones finales que envié al duque insistí en «no debilitar el conjunto

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hasta no haber derrotado al enemigo; no buscar batalla hasta no haber enlazado con
el duque de Parma; y no olvidar que los barcos ingleses son más rápidos y están
mejor artillados que los españoles».
El 9 de mayo de 1588, con marejada y poca vela, salió del estuario del Tajo hacia
Inglaterra la Armada Invencible. Constaba en realidad de diez escuadras que en
conjunto se hallaban bien abastecidas de material y de armamento. Don Diego
Flórez de Valdés mandaba la de Castilla, con catorce galeones y dos pataches; don
Juan Martínez de Recalde la de Vizcaya, con diez galeones y cuatro pataches; don
Miguel de Oquendo la de Guipúzcoa, con diez galeras, dos pataches y cuatro pinzas;
don Martín de Bertendone la de Italia, con diez navíos de diversas clases. Don
Antonio Hurtado de Mendoza disponía de veintidós pataches; don Hugo de Moncada
tenía cuatro galeazas, y don Diego de Medrano cuatro galeras. A lo que habría que
añadir servicios especiales, convoyes ordinarios y otros efectivos. Eran en total
ciento cincuenta barcos bien dotados, con treinta mil hombres de guerra, doce mil
tripulantes y cuatro mil aventureros, entre los que sólo destacaremos un nombre:
Lope de Vega. Navegaban allí galeazas y galeones de seiscientas toneladas, galeras
de cuatrocientas, navíos pequeños, fragatas, corchapines, pataches, zabras, chalupas
venaqueras… y hasta carabelas. Cincuenta y seis mil toneladas en total; y como ya
no estaba Santa Cruz, los capitanes de Medina Sidonia pensaban aferrar a los barcos
ingleses y convertir el encuentro en una batalla de infantería, como la del sector
central en Lepanto.
La salida resultó en falso. Surgió de pronto un temporal de noroeste, presagio de
toda una época tormentosa, y la Armada hubo de regresar a Lisboa, de donde volvió a
partir el 28 de mayo. Todo fue bien, hasta que a los dos días saltó de nuevo un fuerte
viento norte-nordeste, que Medina Sidonia trató de eludir a fuerza de bordadas, pero a
la altura de Finisterre quedó clavado cuatro días, sin poder avanzar. Entonces el 19 de
junio ordenó la arribada forzosa a La Coruña, donde sólo entraron parte de los barcos;
el resto se dispersó por varios puertos de Galicia. Recalaron allá por un mes; hasta
que recibieron a dos de las escuadras que, sin conocer la orden, habían seguido viaje
hasta el canal, donde llegaron a divisar a la escuadra enemiga. Pero al verse solas,
regresaron. Y el 21 de julio la Armada Invencible se hizo de nuevo a la mar desde
Galicia. Ahora sabía que el enemigo la estaba esperando.
El 30 de julio la Armada Felicísima, como alguien la llamó, entraba por el canal
de la Mancha, en formación de inmensa media luna. Al día siguiente surgió a
retaguardia la escuadra británica, al mando de lord Charles Howard of Effingham,
con sir Francis Drake como subordinado más famoso. Medina Sidonia se negó a
forzar el desembarco en Plymouth, como le recomendaban sus jefes más osados, y
cuando divisó al enemigo que se había colocado detrás en una maniobra fantástica, le
plantó cara con sus barcos nuevamente en media luna después de una virada
magistral. Los ingleses tenían treinta barcos más que nosotros, aunque generalmente
más ligeros, y mejor artillados, a base de culebrinas. Pero Medina Sidonia se

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obstinaba en buscar un combate por abordaje, de tipo terrestre; y lord Effingham, que
había estudiado a fondo la acción de Santa Cruz en Lepanto, quiso combatir de
escuadra a escuadra, como un marino. En el primer encuentro, la división de Leiva,
que cerraba el saliente norte de España, resistió briosamente la acometida del navío
almirante inglés, el Ark Royal, que con sus escoltas venía a favor de viento, pero
evitaba cuidadosamente la excesiva proximidad a los garfios españoles. Frustrados en
su primera ofensiva, los ingleses se retiraron.
Para recorrer las cien millas que separan el meridiano de Weymouth del de Calais,
las dos flotas, que navegaban lentamente a unas dos millas por hora, emplearon
cuatro días. Sólo libraron algunos encuentros parciales con varia fortuna; en uno de
ellos Francis Drake, a bordo del Revenge apresó al Rosario con Valdés. Pero, aunque
muy lamentable, no se trataba más que de una incidencia. De acuerdo con mis
instrucciones, el duque de Medina Sidonia logró fondear sin mayores problemas
frente a Calais, plaza que seguía en poder de Francia, que nos abrió sus almacenes
bien repletos. La Armada estaba pues a un paso de Dunkerque donde Farnesio había
concentrado a los Tercios y a su flotilla ligera de transporte. La flota inglesa se situó
en vigilancia de la nuestra, a tiro eficaz de culebrina para impedir que nuestros barcos
abandonaran la protección de Calais. Creía lord Howard of Effingham haber evitado
ya el peligro de que la Armada desembarcara en Inglaterra.
A bordo de su pinaza, el capitán Rodrigo Tello, enviado de Medina Sidonia, burló
el bloqueo inglés de Calais y llegó a Dunkerque, de donde partió en busca de
Farnesio que se hallaba en Brujas. Una de mis instrucciones esenciales se había
cumplido; la Armada enlazaba ya con el príncipe de Parma. Farnesio respondió al
emisario del duque de Medina Sidonia que sus tropas podrían estar dispuestas para
zarpar en seis días; pero que antes la Armada tendría que anular a la escuadra inglesa
y luego proteger la travesía frente a los cuarenta barcos holandeses que, como había
comprobado el emisario español, vigilaban ante Dunkerque y Ostende para impedir la
operación. Esto venía a significar que la conexión entre la Armada y los Tercios se
hacía imposible sin que antes Medina Sidonia se deshiciese de los barcos de
Effingham y Drake en una batalla frontal. Eso es lo que decían mis instrucciones; y
eso es lo que nos impidieron, no los hombres, sino los elementos.
Por la tarde del 7 de agosto una fuerte brisa de mar y una intensa marea entrante
—las que llaman en aquellas aguas mareas de cuadratura— facilitaron el ardid de los
ingleses contra nuestros barcos que se amparaban en Calais; el envío de brulotes,
barcazas de unas ciento cincuenta toneladas bien recubiertas y cargadas con toneles
de pez y brea, remolcadas por chalupas hasta cerca de su objetivo, y luego
abandonadas al viento, que las arrastraba hacia nosotros como gigantescas teas
incendiarias. Medina Sidonia, con buen acuerdo, ordena que las naves se abran, a fin
de que pasen los bajeles de fuego; la galeaza capitana y la nao «San Juan» de Sicilia
así lo hicieron. El duque disparó una pieza para que todos hicieran lo mismo. Pero el
disparo no se oyó, y esto fue causa de que la jornada se perdiese.

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El recuerdo de los brulotes que lanzaron los holandeses contra el puente tendido
por Farnesio cerca de Amberes, y que además de las teas embreadas llevaban cargas
de pólvora, inspiró a Medina Sidonia una decisión fatal. En vez de alentar a algunos
oficiales y marinos osados, que habían conseguido agarrar a uno de ellos y amarrarlo
sin daños, temió las explosiones, que no se produjeron, y ordenó a los barcos picar las
anclas y hacerse a la mar, donde muchos entrechocaron, y otros cayeron bajo el fuego
de los cañones ingleses, que alcanzaban más que los nuestros. Murieron en esa
desgracia Francisco de Toledo y Hugo de Moncada; pero la Armada se rehízo frente a
Dunkerque y al día siguiente trató desesperadamente de forzar el abordaje, que casi
logró. Del 10 al 12 de agosto se trabaron varios combates de artillería, sin graves
pérdidas para nadie, y la escuadra inglesa, tan agotada como la nuestra, volvió a
puerto para descansar y abastecerse. Parecía difícil, ante los vientos, volver a ganar la
costa, donde tan mal nos había ido; por lo que Medina Sidonia reunió en consejo a
sus capitanes para consultarles si deberían forzar el retorno por el canal, o como
algunos sugerían, rodear las islas británicas, en vista de que la conjunción con los
Tercios y la eliminación de la escuadra enemiga, que combatía a un paso de sus
bases, resultaba inviable. Pero en ese momento, en que habla terminado la verdadera
batalla, nuestras pérdidas eran mínimas y no alcanzaban ni al diez por ciento de
nuestros efectivos; lo que se había arruinado, ante las indecisiones del mando, era la
moral de nuestras gentes, que ya sólo ansiaban volver.
Farnesio, sabedor de la situación, envió a Medina Sidonia un consejo atinado. Le
parecía una locura rodear las islas y en cambio garantizaba la buena acogida a los
barcos de la Armada en los puertos del Imperio y de la Liga Hanseática, con lo cual
la flota podría anular a la naciente escuadra holandesa y luego preparar la campaña
contra Inglaterra para el año siguiente, tras la invernada.
El 3 de septiembre llegó una carta mía para Farnesio, en que trataba de animarle
para que embarcase en la Armada y arrollase a los soldados de Leicester, que ya
había muerto para entonces. El temporal, que no amainaba, se llevaba a nuestros
barcos hacia las salvajes islas del norte, carentes de todo refugio. Rodearon
milagrosamente las costas nórdicas de Escocia y algunos capitanes, fiados de la
religión y amistad de los irlandeses, encallaron sus barcos allá, donde los ingleses les
esperan y les acribillan; dejamos en este empeño más de mil muertos. El duque,
mareado y acatarrado tras tan insólita travesía, dio por fin con sus huesos en Noja,
cerca de Santander, el 15 de octubre, cuando yo había ordenado rogativas en toda
España para que se salvara la Armada perdida. Yo no la había enviado a luchar
contra las iras de la mar sino contra los ingleses. El duque llegó a España sólo con
once velas; se salvaron en total setenta y cinco. Una catástrofe completa, que
arruinaba a nuestra flota y nos dejaba a merced de la venganza inglesa. Al final
supimos que se habían perdido la mitad de los barcos, y los dos tercios de los
hombres.
Sin embargo no me amilané. Seguía convencido de mi misión y de la justicia de

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mi causa; y la Armada no había sido vencida por los hombres. Rechazamos un
desembarco inglés en La Coruña y los portugueses expulsaron a Drake y a Norris que
llegaban como libertadores. Volvimos a vencer en las Azores a los ingleses, y allí
apresamos al navío de Drake, el famoso Revenge que trajimos a Cádiz para averiguar
los secretos de la construcción naval inglesa. Ordené que se rehiciese nuestra flota
sobre la base de barcos más ligeros y dotados de mejor artillería. Ahora, cuando ya sé
que no podré ejecutarlo, tengo ya dada en principio mi aprobación para otra empresa
de Inglaterra que sepa aprovechar las lecciones del gran fracaso. Confío en que mi
hijo y sucesor la tome por suya, como le he recomendado vivamente; porque hasta
que no domeñemos el poder naval inglés, ni nuestros estados de Flandes, ni nuestras
rutas de Indias, ni nuestras costas podrán considerarse seguras. De ello depende la
futura grandeza o miseria de España.

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LA TRAICIÓN FINAL DE PÉREZ Y LA REVUELTA DE ARAGÓN

Había dejado el relato de la vida y traiciones de mi secretario Antonio Pérez y su


amante y cómplice, Ana de Mendoza, en aquella noche del 28 de julio del 79 cuando
ordené su detención al comprobar que sus intrigas comprometían ya mis preparativos
para la empresa de Portugal, que pude iniciar y terminar felizmente por tenerles
recluidos e incomunicados. El escándalo que desde la Corte se extendió a toda
España desde la mañana siguiente, cuando se supo la noticia, fue enorme y no
desfavorable para mí; que nada goza tanto el pueblo español como la ruina de los
poderosos. Sin embargo, aunque no tuve ya más tratos con la princesa, ni vi desde
entonces jamás a Pérez, no quise destituirle de momento, sino sólo suspenderle, y
admití recibir algunos comunicados y consejos suyos, porque temía que revelase
alguna vez los papeles secretos que había conseguido esconder nunca supimos dónde,
pese a tantos registros como ordenamos en sus casas y las de sus deudos. Bajo la
presidencia de mi nuevo ministro, el cardenal Granvela, el nuevo poder de la Corte
estaba formado con él por el secretario Vázquez, vencedor de Pérez; mi confesor
Chaves, los condes de Barajas y de Chinchón y el noble portugués don Cristóbal de
Moura. Pérez estaba tan seguro de su privanza que atribuyó su caída no a mi decisión
sino a intrigas de otros y por eso se permitió seguir enviándome consejos; yo prefería
mantenerle en su error hasta hacerme con sus papeles. Le dejé además cierta libertad
de movimientos, sin prescindir de la vigilancia; y nombré juez para procesarle a
Rodrigo Vázquez de Arce, conocido por su severidad. En el 81 tanto Pérez como Ana
me enviaron cartas de felicitación por mi gran victoria y corona de Portugal. Eran
tiempos para la generosidad y ordené que se trasladara a la princesa primero desde la
torre de Pinto a una residencia más confortable en Santorcaz; y como allí llegó a las
puertas de la muerte, ordené su retorno en el 81 a su palacio de Pastrana, donde más
de una vez la visitaba Antonio Pérez para yacer con ella. Entonces, para hacerse con
fondos, Pérez vendió a la princesa su palacio madrileño de «La Casilla», que ella no
pudo disfrutar jamás porque nunca la levanté su riguroso destierro en Pastrana. Por
un emisario seguro le exigí que para recobrar mi gracia pidiera ella misma la revisión
del proceso por la muerte de Escobedo y renunciara por siempre jamás a entrevistarse
con Antonio Pérez. Su amor y obstinación fueron más fuertes que mis deseos de paz
con ella, y por ello hube de ordenar desde Portugal su muerte civil y su encierro entre
rejas dentro de su propio palacio, desde donde sólo podía comunicar a través de un
torno con el exterior. Su hija Ana, que luego se hizo monja, y una cuñada escogieron
acompañarla mientras viviera.
En la primavera del 83 regresé de Portugal para preparar la empresa de Inglaterra
y di la orden de incoar contra mi infiel secretario el proceso de visita, en el que trató
de defenderse con papeles y testimonios que me podrían comprometer. En junio del
84 el criado suyo que organizó la ejecución de Escobedo, Antonio Enríquez se
llamaba, me escribió desde Barcelona, sobornado por la familia del muerto,

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ofreciendo revelarme cuanto sabía a cambio de un salvoconducto. Salí entonces de
viaje a las Cortes de Monzón, cuando empezaba el año 85, porque me preocupaba la
agitación de aquel reino de Aragón, en el que pasé más de un año después de asistir a
las bodas de mi hija Catalina Micaela con el duque de Saboya. Allí me enteré de que
el último día de enero, cuando el juez comunicaba a Antonio Pérez la sentencia
condenatoria por el proceso de visita, el condenado saltó por una ventana de su casa y
huyó a la vecina iglesia de San Justo, de donde le sacaron tras encontrarle en un
desván, sucio de telarañas. Fue encerrado en el castillo de Turégano de donde le
mandé devolver a Madrid y luego en Torrejón de Velasco, por ver si podía hacerme
con sus papeles. Le traje de nuevo a Madrid en marzo del 88, entregándole a la
custodia de Pedro Zapata en su casa de Puerta Cerrada, donde me dicen se alegró por
el desastre de la Invencible que proclamaba —en su soberbia— como castigo de Dios
por mi injusticia para con él. En vista de ello le recluí en la torre de Pinto, donde
había estado Ana, y ordené de nuevo su traslado a Madrid, a las casas de Cisneros,
cuando en el verano del 89 insinuó que me entregaría los papeles. Entonces me pasó
Mateo Vázquez un billete donde me decía que un poeta salvado de la Invencible, y
llamado Lope de Vega, se interesaba y tomaba muchas notas sobre las aventuras y
desventuras de Pérez, no sé lo que pretenderá con ello; parece que ensaya algunas
comedias… Yo tengo prohibido que aparezcan figuras de reyes en el teatro.
En diciembre de ese mismo año 89 dije al juez Rodrigo Vázquez que prosiguiese
sin vacilar el proceso contra Antonio Pérez; sin amilanarse ante las acusaciones que
el infiel insinuaba contra mí, ya que yo tenía tranquila la conciencia de no haber sido
en tan triste caso culpable sino engañado por el propio Pérez, quien ante mi actitud se
negó a confesar cuanto sabía, lo que ya probaba su doblez. El 4 de enero de 1590 le
ordené formalmente y por escrito que declarase todo; y se negó a obedecerme.
Entonces no me opuse a que según las leyes se le diera tormento, lo que ocurrió el 23
de febrero con la dureza que tal procedimiento comporta; pero aun en medio de sus
gritos y descoyuntamientos centró toda su acusación sobre mí, sin confesar en ningún
momento sus engaños contra mí en el asunto de mi hermano. Contra lo que ha dicho
después en sus maledicencias, el tormento no fue tan terrible, porque a las pocas
semanas, el 19 de abril de 1590, consiguió huir de noche desde su prisión, ayudado
por su mujer doña Juana, y camino de Aragón de donde decía proceder y tenía
muchos partidarios. Tuvimos noticia de que al salir de Castilla fue bien acogido en
Santa María de Huerta.
La huida de Antonio Pérez provocó un verdadero pánico en la Corte, por temor a
mis represalias contra la lenidad de la justicia y la incompetencia de sus guardianes.
Redacté personalmente las instrucciones para prender a los alguaciles que le habían
dejado escapar y para montar una red hasta la frontera de Francia por si trataba de
evadirse del reino. Me llegaron fundadas sospechas de que el proscrito, en su huida,
se había atrevido a desviarse por Pastrana para irrumpir en la prisión de Ana de
Mendoza y despedirse de ella, por lo que ordené la reclusión total de la princesa, casi

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emparedándola a cal y canto, con doble llave para la única entrada en sus aposentos,
porque lo que sí es seguro es la complicidad de ella en la preparación de la fuga de
Pérez. El cual fue recibido en Aragón con universal simpatía, cuando las autoridades
se sintieron en la obligación de ingresarlo, con toda suerte de consideraciones, en la
cárcel de los manifestados, que hay en la ciudad de Zaragoza, bajo la protección del
justicia de aquel reino. El 1 de julio se publicaba en Madrid, firmada por el juez
Rodrigo Vázquez, la sentencia de muerte contra Antonio Pérez por rebeldía y
traición; «le condenaban a la horca, y a que primero fuera arrastrado por las calles
públicas en la forma acostumbrada. Y después de muerto le sea cortada la cabeza
con un cuchillo de hierro y acero y sea puesta en lugar público». En Aragón nadie
pensó en ejecutar tan justa sentencia; más aún en su atenuada cárcel empezó Pérez a
divulgar mediante treinta copias, un escrito en que me acusaba de instigador de la
muerte de Escobedo, con estas palabras que efectivamente yo había pronunciado y
escrito: «Conviene abreviar lo del “Verdinegro”». Claro que no explicó cómo yo
había sido arrastrado a tan infausta decisión.
Harto por tanto cinismo, y por un elemental sentido de la dignidad real que Pérez
desafiaba tan abiertamente en Zaragoza, el 18 de agosto de ese mismo año 1590
declaré a mi consejo, con la orden de que lo hiciera público, que mi infiel secretario
era «el hombre que más graves delitos había cometido contra Rey alguno», y que por
ello yo dejaba las manos enteramente libres a la justicia y me apartaba personalmente
como parte del proceso. Al cardenal Quiroga y otros dignatarios que seguían
empeñados en gestionar mi clemencia con Pérez, les dije, con las pruebas en la mano:
«Pues tomad estos papeles y veréis cómo os engaña este hombre, y mi razón
hallaréis en ellos». Debo reconocer que Quiroga quedó enteramente convencido, y
desde entonces participó en el proceso con toda la fuerza que le daba su cargo de
inquisidor general. Entonces, por consejo de mi confesor Chaves, procuré que la
Inquisición, en efecto, tomase cartas en el asunto y persiguiera a Pérez por sospecha
de herejía y por acusaciones, bien fundadas, de sodomía con sus criados flamencos.
Esto nos permitió exigir en Zaragoza que se le trasladase a la cárcel de la Inquisición,
mucho más dura y segura, pero cuando se efectuaba el traslado se produjo un motín
popular bien preparado por los partidarios del traidor. Los familiares de la Inquisición
hubieron de devolver al preso, que regresó en triunfo a la cárcel de manifestados,
pero en medio del tumulto fue arrastrado y muerto por las turbas mi representante en
Zaragoza, el marqués de Almenara. La presencia maldita del renegado había
soliviantado contra mí aquella ciudad fidelísima y aquel reino, al que excitaba como
si yo pretendiera abolir sus fueros y privilegios.
Todo parecía aquietado cuando el 9 de septiembre del 91 Antonio Pérez, que ya
tenía acreditada experiencia en fugas, trató de escapar de la cárcel; al intentar mi
gobernador de nuevo su traslado a lugar seguro se produjo un nuevo motín que
obedecía a un extraño grito urdido por el propio Pérez: «Fueros y libertad, viva la
libertad», que jamás se había escuchado antes en mis reinos de España, ni siquiera

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durante la rebelión de los comuneros y los agermanados contra mi padre. Amparado
en el escándalo, Antonio Pérez huyó aquella misma tarde de la cárcel, pero
perseguido por el Santo Oficio, que había tomado por indicación mía todos los
caminos, tuvo que volver a Zaragoza llamado por un fanático de los fueros, don
Martín de Lanuza, que se atrevió a ocultarle en su casa. Tras este nuevo motín las
autoridades de Aragón hicieron dejación de su deber; el virrey, que era el obispo de
Teruel; el inquisidor, Molina de Medrano; y otros, por lo que asumió toda la
autoridad Diego de Heredia, que trataba de contemporizar entre mi autoridad y los
rebeldes. Por todo ello juzgué necesario terminar con aquella anarquía y el 15 de
octubre anuncié la marcha sobre Aragón de un ejército castellano bajo las órdenes del
maestre Alonso de Vargas: Hice mi anuncio a las ciudades y las universidades del
reino de Aragón, y a la diputación de aquel reino, explicando las poderosas razones
que me asistían. Supe en efecto que se organizaba por los rebeldes la resistencia
armada en Zaragoza, y que enviaban emisarios a Cataluña y Valencia para sublevarlas
contra mí, sin excluir a los moriscos de aquel reino. Envié entonces al marqués de
Lombay para que mediase en mi nombre con los rebeldes antes de la llegada del
ejército.
Alonso de Vargas, jefe de aquel ejército, acampó para adiestrarlo, porque disponía
de pocos veteranos, junto al monasterio de Veruela, para dar tiempo, además, a que
los rebeldes entrasen en razón. Era un jefe capaz, que había ascendido al mando
supremo desde soldado raso, y tan afamado por su inteligencia y capacidad de
información que cundió sobre él el dicho Averígüelo Vargas. Los campesinos de
Aragón y casi toda la nobleza abandonaron, en efecto, a los más exaltados fueristas,
guiados por el duque de Villahermosa y el conde de Aranda, que también trataron de
abrazar mi causa cuando se vieron perdidos y ya era demasiado tarde. Quedaron
entonces por jefes de la rebelión Diego de Heredia y el justicia Lanuza. En vista de
ello, enviada ya mi carta justificativa, Vargas ordenó a su pequeño ejército, cuya
fuerza mayor era un grupo de ochocientos veteranos de la Invencible, que
enmarcaban a una multitud de bisoños, que saliera de Veruela el 8 de noviembre del
91. Dividido en dos destacamentos se aproximaron a Zaragoza sin encontrar
resistencia. Lanuza trató de hacerles frente en Utebo el 9 de noviembre con una
hueste heterogénea ante la que enarbolaba el pendón de san Jorge con gritos de
libertad. Pero cuando Vargas dispuso sus filas, los rebeldes huyeron sin atreverse a
combatir. El 12 de noviembre Vargas entraba con su tropa en Zaragoza y terminaba
con la rebelión.
Dos días antes, y por la noche como solía, Antonio Pérez había huido de
Zaragoza camino de Salient, y logró cruzar la frontera en la noche del 23 al 24. El día
antes de la entrada de Vargas, Villahermosa y Aranda, con el justicia, organizaron en
Apila una manifestación a favor de la resistencia pero luego regresaron a la capital de
Aragón, donde fueron habidos por mis tropas cuando entraron al día siguiente.
Ordené una dura represión; el 20 de noviembre fue decapitado el justicia pero con

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todo respeto a su jerarquía; los capitanes del ejército real llevaron a hombros su
féretro. Ordené que se encerrara a Villahermosa en Burgos y a Aranda en Medina del
Campo, de donde fueron trasladados el primero a Coca, el segundo a Miranda de
Ebro, donde murieron al año siguiente, dijeron que por veneno.
Entretanto Antonio Pérez, con sus papeles milagrosamente preservados, estaba
seguro en Francia, a sus cincuenta y dos años, dispuesto a envenenar lo que me
quedara de vida, y a fuer que lo consiguió. Se refugió en la ciudad de Pau, corte de la
hereje Catalina de Béarn, hermana de Enrique, pretendiente de Francia, que se
hallaba, como luego contaré, en guerra con la Liga Católica y conmigo. Pérez la
sedujo y la azuzó contra mí para que organizase la invasión de Aragón con una fuerza
francesa a la que ayudarían, según él, los rebeldes recién vencidos y hasta los
moriscos. «Solía comentar Antonio Pérez que iría a Madrid y tomaría al Rey por los
cabezones». Enrique de Borbón, acosado por Farnesio en el norte de Francia, dio su
aprobación a los proyectos de Pérez, a quien apoyaba Martín de Lanuza, tío del
justicia decapitado. Pero una joven navarra, dama de la regente, Agueda de Arbizu,
informó a nuestro virrey de Navarra y por su medio a mí de los proyectos de
invasión, que se produjo, en efecto, por la garganta de Biescas el 5 de febrero de
1592. Los aragoneses reaccionaron unánimemente en mi favor tanto en Jaca como en
Huesca y nuestras milicias infligieron al ejército hugonote una tremenda derrota en
los altos de Panticosa. Los jefes rebeldes quedaron presos y fueron ejecutados;
Antonio Pérez, desacreditadísimo por su mala información y peor consejo, fue
encerrado en la torre de Pau. Allí le llegó la noticia de que su amante, Ana de
Mendoza, había muerto en su encierro de Pastrana el 12 de febrero anterior. No le
dedicó, en sus cartas y demás escritos, el menor recuerdo. Nadie en España se inmutó
tampoco por esta muerte; Ana no era más que una leyenda antigua. No para mí, que
lloré durante varias horas mi amor perdido, y su desventura. Nuestro hijo, el duque de
Pastrana, se portaba por entonces heroicamente al frente de la caballería de Alejandro
Farnesio, y celebró en Bruselas un gran funeral a la memoria de su madre, de lo que
me alegré. Fuera de su ducado de Pastrana no hubo más recuerdo a su agitada vida.
Fracasada la ridícula invasión protestante del Pirineo, juzgué necesario retornar al
reino de Aragón para restablecer personalmente mi autoridad y la concordia. Liquidé
en efecto en diciembre de 1592, durante las Cortes celebradas en Tarazona, la larga
agitación que había conmovido a aquel reino. De camino recorrí varias ciudades de
Castilla, por Segovia, Medina del Campo, Valladolid, Palencia, Burgos, Logroño,
Pamplona y Tudela. En todas ellas pude advertir la decadencia que sufrían desde la
interrupción del comercio por los mares del norte. En Aragón promulgué el 3 de
diciembre un, edicto general de gracia y en las Cortes reduje el ámbito de los fueros,
pero no se me ocurrió suprimirlos. Eso sí: a petición de las propias Cortes prohibí
bajo severas penas el absurdo grito de Viva la libertad, que nadie supo, además,
explicarme.
Poco después supe que Antonio Pérez había conseguido viajar a Inglaterra con

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permiso de mi enemiga la reina Isabel. Allí en las casas de Eton convivió con otro
desterrado, el prior de Grato don Antonio, pero no le pudo azuzar eficazmente contra
mí porque el antiguo pretendiente de Portugal murió en París poco más tarde. De
camino para Inglaterra Pérez había encontrado en Tours a Enrique de Francia.
Cuando los monjes del Escorial supieron los movimientos de Pérez en Londres le
llamaron en un sermón y en mi presencia el basilisco, de lo que no poco me reí.
Isabel de Inglaterra, que andaba ya por los sesenta, ordenó al conde de Essex, su
nuevo favorito de veintiséis años, que alojase a Pérez con el boato que por lo visto
merecía su traición, y que respetase su religión católica. Pero supe por mis
informadores secretos en aquel reino que Isabel no se interesaba por los servicios de
Pérez, sino que le preguntaba reiteradamente por detalles íntimos de mi vida, con
gran sorpresa del traidor. Los informes contra España se los dejaba la reina a los
secretarios. Parecía gozar Isabel con esas confidencias, y se sorprendió al saber que
yo había renunciado al amor de toda mujer cuando murió mi última esposa. En
Francia había publicado el traidor las Relaciones de Rafael Peregrino que ahora se
vertieron al inglés y se publicaron a cargo del conde de Essex, y por mandato de
Isabel. Con ellas y la Apología de Guillermo de Orange ya tengo bien servida la
literatura de calumnias contra mi persona, que no me preocupa, y contra mi misión,
que Dios conoce. Por eso estoy completamente seguro de que en los próximos
tiempos y siglos no habrán de faltar quienes me reconozcan y defiendan.
Supe que en la primavera del 95 Enrique de Francia, convertido dos años antes a
nuestra fe, reclamaba los servicios de Antonio Pérez. Volvió y propuso al rey de
Francia una campaña naval contra nuestras Indias, pero no cuajó. Cuando en abril del
96 nuestro ejército de Flandes a las órdenes del archiduque Alberto tomó la ciudad de
Calais, Antonio Pérez trató de negociar una alianza de Francia y de Inglaterra contra
España. La expedición que ese verano lanzaron contra las costas de Cádiz Howard,
Essex y Raleigh fue impulsada desde Francia por los consejos y los informes del
traidor, al que tratamos de eliminar con varios atentados en Londres y en París, desde
que nos falló el de Pau. Pero su recelo diabólico le ha librado hasta ahora de la
venganza de España.
Pese a la protección que le dispensan mis enemigos, Antonio Pérez, que se
alegrará con mi muerte, aunque según mis informes se ve cada vez en mayores
dificultades para sobrevivir, y recibe en todas partes la repulsa profunda que merece
su traición a su rey y a su patria, quedará ante mis reinos y ante la historia de Europa
como el prototipo del traidor venal, y del cortesano corrompido. Como aún, que yo
sepa, no ha abjurado de su fe, esa conciencia será en los años que le resten su mayor
castigo.

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LA SALVACIÓN DE FRANCIA

Llego ya con este capítulo al final de estas confesiones, en las que he querido
pasar revista a toda mi vida delante de quien representa al Dios que me ha de juzgar,
con la misma sinceridad y confianza con que espero el juicio de los hombres que
comulguen con mi fe y mis ideales, y comprendan mi misión en medio de los
defectos y pecados que soy el primero en reconocer y lamentar. Nuestra fe es signo
de contradicción y también lo será, en un plano mucho más humilde, mi propia vida,
de la que ahora terminaré de dar cuenta. Con una certeza que tal vez ni mis futuros
amigos compartan: para muchos esta última década de los años 90 con que va a
terminar este gran siglo de España, en que hemos vivido y reinado mis bisabuelos
Católicos, mi pobre abuela atormentada por un amor imposible, mi padre y yo
mismo, es un largo momento de frustración y decadencia; pero yo creo precisamente
lo contrario. Nunca profundizó tanto la fe en nuestras Indias; nuestras victorias en
Europa fueron tan altas como siempre; y mi nueva escuadra se prepara ya para una
nueva empresa de Inglaterra que vengue tantas afrentas y rapiñas. Pero, después de
haber cuajado ya la salvación de Flandes para nuestra fe, aun arrancándola de la
herejía holandesa, en esta década del siglo que termina conseguí seguramente el logro
más importante de mi vida después de Lepanto: la salvación de Francia. Alguna vez
espero que la propia Francia, con todo su orgullo nacido de su admirable pujanza,
termine por comprenderlo.
Después de la paz con Francia que concertamos en Cateau-Cambrésis en el 59,
tras las victorias de San Quintín y Gravelinas, y mediante los matrimonios de las
princesas de Valois conmigo y con el duque de Saboya, ejercí una cierta tutela sobre
el vecino reino, a través de mis grandes embajadores como don Francés de Álava y
don Bernardino de Mendoza, que llegaron a ser los personajes de mayor influencia en
la corte de Catalina de Médicis, la esposa de Enrique II y a su muerte —con motivo
de las fiestas por mi boda con su hija Isabel— regente de Francia, le sucedió su
delfín, Francisco II, quien por su matrimonio con María Estuardo fue proclamado en
París rey de Francia, de Escocia y de Inglaterra. Murió al poco tiempo, su viuda
María regresó a Escocia donde le esperaba, como ya relaté, un destino trágico, y le
sucedió su hermano menor Carlos IX bajo la regencia de su madre Catalina, a quien
apoyé cuanto pude para evitar la caída de Francia en la herejía, que sobre todo por
influencia de Juan Calvino, ese francés renegado, había hecho estragos desde su nidal
de Ginebra. A partir de 1562, hasta este año de 1598, es decir durante casi todo mi
reinado, Francia fue sacudida por una terrible sucesión de guerras religiosas que
amenazaron con desintegrarla, y sólo sus grandes riquezas y el espíritu de unidad que
supieron infundirle sus reyes la mantuvieron en pie, mientras yo consagraba mis
mejores esfuerzos y vaciaba mis recursos en un objetivo supremo: la salvación de
Francia para nuestra verdadera fe, que estaba en tanto peligro de perder como
Inglaterra, la Alemania del norte y los reinos del Báltico. Isabel de Inglaterra trataba

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de exorcizarme desde lejos como el demonio del mediodía; pero los españoles
sabíamos que el verdadero demonio de nuestro tiempo devastaba las almas y los
reinos en el norte de Europa.
En vista de que el rey adolescente, Carlos IX, parecía inclinarse a la Casa de
Borbón, cuyo príncipe, Enrique de Navarra, había abrazado la herejía, Francisco de
Lorena, duque de Guisa y tío de la reina María de Escocia, se alzó con su casa en
defensa de la religión, y pese a que antes había hecho armas contra nosotros, se ganó
mi más sincera y fiel alianza para conseguir ese objetivo sagrado que marcó, más que
otro alguno, mi vida. Enrique de Borbón era hijo de la última reina de Navarra, Juana
de Albret, desposeída por mi bisabuelo el Católico, pero que jamás se había resignado
a la pérdida de su trono. Ella murió el 9 de junio del año 72, y su hijo Enrique, que
usurpaba el título de rey de Navarra, se presentó en París de acuerdo con el partido
hugonote para celebrar sus esponsales y afianzar sus pretensiones a la sucesión. Mi
embajador advirtió claramente a la reina Catalina de Médicis sobre los gravísimos
peligros que acarrearía tal provocación, y ella, fiándose de sus consejeros católicos,
autorizó con este motivo la general matanza de hugonotes en la noche de san
Bartolomé, ese mismo año. Y como dos años más tarde falleció sin descendencia el
indeciso rey Carlos IX, hubo de sucederle su hermano Enrique III, que sería el último
de los Valois. En vista de ello, los Guisa intensificaron las actividades de la Liga
Católica, porque si el rey Enrique III moría, como era de prever, sin descendencia, la
corona de Francia podría recaer en el hugonote Enrique de Navarra, jefe de la Casa
de Borbón, libertino famoso a quien por sus aficiones y colorido de sus libreas se
conocía como el Verde Galante, que no dejaba tranquilo con sus aventuras y
requerimientos un solo tálamo de Francia y que, poseído de una energía desbordante,
guiaba en el combate a sus caballeros en una temible línea con quince de frente por
seis de fondo; lo que me obligó a modificar las tácticas defensivas de mis infantes, y
a crear escuadrones de arcabuceros a caballo, que frenaron con facilidad las
penetraciones valerosas, pero elementales, y las cargas de la nueva caballería
francesa. En el fondo Enrique de Borbón, que se creía tan moderno, era un retrógrado
no solamente en religión sino hasta en el arte militar. Tuve la gran satisfacción de
demostrárselo en uno y otro terreno, cumplidamente. Otro enemigo de la Casa de
Guisa, el duque de Anjou, se puso al frente de los hugonotes desmantelados, apoyó a
los rebeldes de Flandes y pretendió, como vimos, el matrimonio con Isabel de
Inglaterra. Su aparición, que había asombrado a Europa, terminó abruptamente con su
muerte en 1584, el año en que yo firmé solemnemente el acuerdo con la Casa de
Guisa para mantener la religión en Francia, como gracias al sacrificio de mi hermano
Juan de Austria y a las victorias de Farnesio ya había conseguido hacerlo en Flandes.
Enrique III de Valois oscilaba entre el apoyo a la Liga Católica de los Guisa y la
seducción a que le sometía Enrique de Borbón. En septiembre del 85, cuando yo
había acrecentado ya el prestigio de la Corona con la incorporación de Portugal y su
imperio, el Papa Sixto V, por fin, decidió apoyar mi política para la salvación de

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Francia, declaró hereje a Enrique de Navarra y por tanto incompatible con tan
cristiana Corona. Estalló con este motivo, bajo mi atenta vigilancia, la última de las
grandes guerras de religión en Francia, la guerra de los tres Enriques: Enrique III de
Valois, rey de Francia; Enrique de Borbón, el hugonote y falso rey de Navarra;
Enrique de Guisa, el abanderado de la causa católica y mi aliado. Enrique de Borbón
consiguió, de momento, vencer al ejército de los Guisa el 20 de octubre de 1587, y
toda Francia, como toda Europa, contuvo el aliento mientras se preparó y desarrolló
mi empresa de Inglaterra. El desastre de la Armada Invencible alcanzó una inmediata
repercusión en Francia; el débil Enrique III de Valois se acercó al pretendiente de
Navarra. El 23 de diciembre de 1588 citó a Enrique de Guisa con engaño en el
castillo de Blois, donde la propia guardia del rey de Francia, sobornada por el oro del
Borbón, asesinó al pretendiente católico, y dos días después gentes del mismo bando
acabaron con la vida de otro Guisa, el cardenal. Tal iniquidad no podía quedar
impune y al verano siguiente, el 1 de agosto de 1589, un fanático partidario de los
Guisa mató a Enrique III de Francia, y dejó al reino sumido en la más espantosa
anarquía. Entonces declaré solemnemente que «el corazón del Imperio español está
en Francia» y me lancé a una guerra de nueve años para salvar allí a la religión
amenazada.
Enrique de Borbón, a quien sus partidarios, entre los que no faltaban muchos
católicos, habían proclamado rey Enrique IV de Francia de acuerdo con la torcida
voluntad de los dos últimos reyes de la Casa de Valois, y que pese a su herejía, que
ahora trataba de atenuar, se había ganado una gran popularidad entre las gentes por su
innegable arrojo y hasta por sus mismas desgarradas aventuras, se alié con Isabel de
Inglaterra y a poco de su exaltación acampó junto a la ciudad de Rouen para esperar a
un cuerpo inglés enviado a Dieppe por su aliada hereje. Pero el menor de los Guisa,
duque de Mayenne, enarboló la bandera de la Liga Católica y desde París, que
favorecía su causa, salió a su encuentro y fue vencido. Enrique, que ya se hacía
llamar rey de Francia, le venció nuevamente en la batalla de Ivry el 14 de marzo de
1590. En vista de ello di orden a Alejandro Farnesio para que socorriese con todas
sus fuerzas a los Guisa en gravísimo peligro. Farnesio, que ya se había preparado, y
ansiaba sacarse la espina de su escasa colaboración a mi empresa de Inglaterra, voló
en socorro del duque aliado nuestro. El 22 de agosto ya estaba en Meaux; burló
después fácilmente a Enrique de Borbón en una serie de marchas y contramarchas
que le acercaban cada vez más a París, ciudad a la que socorrió cumplidamente hasta
que entró por ella en triunfo. Era la primera vez que un ejército español entraba
victorioso en la capital de Francia; yo no lo había logrado después de nuestra victoria
en San Quintín.
Pero la coalición enemiga, alentada por el desastre de la Invencible, no cejaba.
Mientras Farnesio socorría a los Guisa en su fantástica marcha sobre París, nuestra
ciudad de Breda en Flandes se entregaba al general rebelde, Mauricio de Nassau, el 3
de marzo de 1590. Farnesio regresó de manera fulminante y logró contener el ímpetu

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de los holandeses pero recibió mi orden de penetrar de nuevo en Francia para
socorrer a la plaza de Rouen, amenazada por Enrique de Borbón. Así lo hizo al
comenzar el mes de marzo del 92, y tras una nueva serie de maniobras volvió a
Flandes para asegurar su defensa. Sin embargo yo confiaba en la capacidad de
resistencia de los católicos en Flandes, y fiel a mi objetivo principal ordené a
Farnesio que entrase en Francia para una tercera campaña. Obedeció cuando
terminaba el mes de octubre hasta que, agotado en mi servicio, murió en Arras el 2 de
diciembre de 1592. Había sido sin duda el primer general de su tiempo, y su pérdida
resultó, para nosotros, irreparable.

El agotamiento de Castilla y del Rey

Después del desastre de la Armada Invencible yo rebuscaba en mi conciencia las


causas del que interpreté como seguro castigo de Dios; pero encontré, ante el Señor,
mi compensación en mi entrega a la salvación de Francia. Veo ahora que en ese
último retrato implacable que me hizo Pantoja de la Cruz en el 90, sin ocultar el
fondo sombrío de mi vida, ni el sillón de inválido al que con más frecuencia cada vez
me arrojaba la gota, se describe con realidad la terrible carga que soporto, de la que
mis recuerdos no son la parte menor, pero aflora también la decisión de vivir hasta
que Dios me llame consagrado al mismo ideal que, entre tantos errores, ha guiado
siempre mi vida. De la propia Inglaterra me vienen, a veces, compensaciones, como
este reconocimiento que pudo publicarse allí mismo: «El Rey de España es el
monarca más poderoso de la Cristiandad, que tiene en sus manos las riendas de la
guerra y posee tan grande poder que en sus dominios el sol ni se levanta ni se pone».
Pero también es verdad que, en estos años finales de mi reinado, Castilla, agotada en
hombres y recursos, ya no podía más. Los campesinos entregaban la mitad de sus
ingresos en diezmos, alcabalas y otros tributos, como el de los millones que hube de
reclamar en el 89 para sufragar los gastos terribles de la Armada perdida, y preparar
la que hubiera de sustituirla. Sin embargo en el 91 declaré públicamente mis razones
para persistir en mis empresas: por ir lo que va de la religión en ello, que se ha de
anteponer a todo. Cada año los intereses de mi deuda pública absorbían la mitad de
los ingresos de la Corona. Las pésimas cosechas desde 1590 mermaban esos ingresos
y los recursos de mis súbditos. Ahora, cuando me veo así postrado, se abate una gran
peste sobre Castilla que diezma su población. El impuesto nuevo de los millones no
resultó suficiente y hace dos años hube de consentir en la tercera bancarrota de mi
reinado, que resolví a duras penas con el ofrecimiento de nuevos juros. Cuando
regresé de mi viaje pacificador al reino de Aragón en la Navidad del 92, aún me
duraban las consecuencias del ataque de fiebre y de flujo y el pueblo de mi capital
contemplaba en silencio mi paso por las calles, arrebujado en el coche, sin ánimo ni
para saludarme. Pero no interrumpí por ello el ciclo de mis estancias en los Reales
Sitios: El Escorial en verano, Aranjuez y sus jardines en mayo, la temporada de caza

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de otoño en El Pardo. Me, atenazaban cada vez más la gota y las fiebres recurrentes.
Se me retrasaba el despacho de los asuntos, a cuyo detalle no he querido renunciar
hasta esta postración final. Procuré atender a todos mis requerimientos con una
renovación de las juntas, entre las que concedí mayor importancia e influjo a la Junta
Grande. Me apoyé sobre todo, en el archiduque Alberto de Austria, que había
desempeñado con acierto el virreinato de Portugal, pero desde que le envié a Flandes
en el 95 asumió las principales funciones de gobierno mi hijo el príncipe Felipe, que
a sus diecisiete años no parecía inclinado en exceso a su nueva responsabilidad, que
prefería descargar sobre otros. Desde septiembre del año pasado mi hijo me va
sustituyendo en la firma de casi todos los papeles. Aquí tengo un dictamen de mis
médicos que ya en 1595 dicen que mi cuerpo está tan consumido y débil que es casi
imposible que un ser humano en tal estado pueda vivir mucho tiempo. Durante mi
viaje de verano al Escorial, en agosto del 96, una tormenta me sorprendió en
Galapagar, donde instalaron mi pesada litera en una habitación baja que se inundó y a
punto estuve de ahogarme, porque no pudieron sacarme de allí. Pese a todo aún
encontré fuerzas para viajar a Toledo en junio y julio del 96, donde ordené la
reconstrucción de la plaza de Zocodover, medio destruida por un incendio.
Convencido de que todas las herejías que ha habido en Alemania, Francia y España
las habían sembrado descendientes de judíos amenacé con destituir al gobernador de
Milán si no procedía a la expulsión de las setenta y dos familias judías que allá
quedaban, sobre cuyas actividades antiespañolas se había concluido un voluminoso
expediente. Firmé mis últimos documentos el 5 de agosto de este año 98, antes de
ponerme en camino para acá, como todos los años. Quise saldar de alguna forma mi
cuenta con algunos fantasmas del pasado, y en 1592 fundé en la antigua «Casilla» de
Antonio Pérez y la princesa de Éboli, que había sido merecidamente expropiada, el
convento de descalzas agustinas que dediqué al nombre más evocador de toda mi
vida: Santa Isabel, y allí fui a visitarlo, y a recordar, con los hijos que me quedaban.
Supe, cada vez más lejos, que Isabel de Inglaterra pensaba ya en decapitar al último
de sus favoritos, el conde de Essex, no sé si lo habrá realizado ya. Pero mi verdadera
obsesión en estos últimos años fue, además de aconsejar a mi hijo el príncipe Felipe,
rematar mi obra para la salvación de Francia, comprometida de nuevo por la muerte
de Alejandro Farnesio en 1592.

Las instrucciones al príncipe Felipe

Al conocerse su desaparición empeoró la situación en Flandes, donde dos


fidelísimos capitanes, el conde de Fuentes y el conde de Mansfeld, se hicieron cargo
del ejército y del gobierno. Puse todas mis esperanzas en los. Estados Generales de
Francia, convocados en el Louvre por el duque de Mayenne para 1593. Mi
embajador, el duque de Feria, propuso allí la candidatura de mi hija queridísima,
Isabel Clara, a la corona de Francia, pero los franceses, incluso casi todos los

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católicos, querían en el trono de san Luis a un príncipe francés. Entonces, en julio de
ese mismo año, Enrique de Borbón, movido por las pretensiones de mi hija, que por
su madre Isabel de Valois era nieta del gran Enrique II, tomó una decisión que había
preparado ya con sus últimos gestos: abjuró de la herejía y abrazó solemnemente la
religión católica de sus mayores. Como un símbolo, este suceso trascendental ocurrió
el 25 de julio, día de Santiago, patrón de España, que desde tiempo inmemorial
enlaza con su camino celeste los dos reinos hacia su tumba en Galicia. Yo me había
ilusionado con ver a Isabel en el trono de Francia pero la conversión de Enrique
aseguraba el cumplimiento del principal objetivo de mi vida. Cuando entró en París,
aclamado por el pueblo que antes le había rechazado por hereje, acudió a rendir
homenaje y ratificar su nueva fe en la catedral de Notre Dame. El honor de mis armas
me obligó a continuar la guerra contra él pero desde ese momento, cumplida mi
principal misión, yo deseaba la paz tanto como él y como nuestros dos pueblos. No
tardaría esa paz: buscábamos bazas para ella.
El 20 de enero de 1594 llegaba a Flandes mi nuevo gobernador y capitán general,
el archiduque Ernesto de Austria, sustituido por el conde de Fuentes cuando murió a
los pocos meses. El veterano general, que ya había cumplido setenta años, presionó
sobre la frontera de Francia, para cobrar ya bazas que nos asegurasen una paz
honrosa, y tomó la ciudad de Cambrai, desde donde yo dirigí la campaña de San
Quintín. Conseguido, en el fondo, mi principal designio en Francia, yo me
preocupaba por entonces de que mi hijo el príncipe Felipe asimilase bien las
instrucciones que le había dado personalmente, en presencia de mis consejeros y de
los nobles, como el marqués de Denia, al que le veía más inclinado, y en quien
seguramente descansaría cuando tomase la plenitud del gobierno que ya ensayaba a
mi sombra. Aquí tengo esos papeles en que procuré verter «toda mi experiencia de
tantos años de monarca dé tantos y tan crecidos Estados y dominios como os
dejaré»:
«Si queréis ser buen príncipe —era mi primer consejo— habéis de ser primero
buen cristiano, pues el único camino para bien reinar es el de la virtud. Como rey
cristiano deberéis oír la misa todos los días, para pedir a Dios rendidamente que os
ilumine aquel día para que acertéis en cuantos negocios pongáis mano, y que ya que
ha puesto en vuestros hombros todo el peso del gobierno de un pueblo cristiano,
ponga en vuestro entendimiento luz para que acertéis en todas las providencias y
determinaciones que deis. Habréis asimismo frecuentar los sacramentos de la
penitencia y la eucaristía, al menos una vez a la semana, pues he leído en San
Jerónimo que quien frecuenta estos altísimos y santos sacramentos no puede ser muy
malo. Debíais también, siempre que los negocios de Estado le den tiempo para ello,
recogeros en la meditación dos horas cada día y hacer examen de conciencia todas
las noches. Os insisto en que vuestro primer deber será defender la religión, aun a
costa de perder el trono: muchas coronas de gloria hallaréis si la terrena que os
dejare perdierais en esa demanda; porque si campeón esforzado os presentáis a la

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batalla por defender nuestra religión sagrada, aunque perdáis el reino os dará Dios
la gloria que es lo fijo y lo único que debemos desear. Así corresponderéis a vuestro
título de Rey Católico, para que todos vean y conozcan que no solamente lo tenéis
por herencia sino por particular merecimiento».
Esta era la primera y principal de mis instrucciones para mi hijo, aunque más que
de mis palabras insistentes me fiaba de mi continuado ejemplo para que la cumpliese.
Establecido este principio fundamental, donde se formulaba claramente la misión
de mi vida, aleccioné a mi hijo sobre la esencia y los deberes de la realeza, según los
tratadistas más eminentes de nuestro tiempo, que yo había meditado hasta hacer mía
su doctrina. «El hombre bueno jamás temió al rey malo; la Monarquía no es de
origen divino sino humano, y existe en los pueblos el derecho de acabar con el
tirano. El carácter de los reyes y su corona la establecieron, la dieron y la dan los
hombres. Hay que tener cuidado con los peligros que acarrean los vicios y
desórdenes de un rey; por esto se han quitado ignominiosamente algunos reyes de
sus tronos, sujetándolos a un encierro. Aún más fuerte fue la institución que puso en
su república aquel tan celebrado Solón ateniense, pues formó una ley muy excelente
y provechosa, en la cual se ordenaba y preveía que al rey bebedor se le quitase luego
la vida, pues era más justo y más conveniente que antes pereciese un hombre en la
república que no que por su mal ejemplo se ensuciase y corrompiese toda, perdiendo
para muchos siglos una buena fama y reputación».
Dije a mi hijo que seleccionase a sus ministros como lo había hecho su abuelo el
Emperador; y con más tino que su padre, el cual junto a excelentes servidores llamó
junto a sí a algún inepto, y algún traidor vil. «Si tú, cuando seas rey, te apartares,
Dios no lo permita, de los consejos de tus ministros buenos, despreciándoles y
guiándote sólo por tus deliberanzas, sin preguntar para saber y sin saber por otros
más que por ti mismo, más que rey querrás parecer un cierto Dios entre los hombres,
o a lo menos (que me parece más razonable) serás tenido por un rey muy temerario y
nada digno de la Corona, como en cierto modo enemigo declarado del bien público
de tus vasallos, pues si las cosas más grandes que se consultan y tratan entre muchos
y muy prudentes varones y con despacio y mucha madurez, se yerran y se equivocan,
¿qué podría esperarse de un rey, que al fin es un hombre sujeto a pasiones, a yerros y
a equivocaciones, que para nada tome consejo, para nada pregunte, y para todo
desprecie acertados y maduros pareceres, y sólo quiera prevalezca y se siga en todo y
por todo el suyo, sea tuerto o derecho?»
Ante las tendencias de dominio excesivo que creí notar en el príncipe Felipe,
aunque las paliaba con su indolencia en el despacho de los negocios, que prefería
encargar a otros antes de tomar sobre sí la principal responsabilidad, hube de
advertirle al definir desnudamente la función de la Corona:
«El rey es el primer servidor del reino. El ser rey, si se ha de ser como se debe, no
es otra cosa que una esclavitud precisa, que le trae consigo la Corona. Por tanto
debe buscar la perfección en todo, y principalmente en la justicia, de tal manera que

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el malo te experimente terrible y el bueno, generoso. No puede el rey pasar por alto
los delitos, porque todo es uno, hacer el delito o permitir o no remediar, pudiendo, el
que se haga».
Para ello deberá elegir bien a sus colaboradores, y además tenerles en vigilancia y
razón, no se desmanden. «A tal efecto, tendrás gran cuidado en elegir a tus ministros
y gobernadores, sin dejarles por ello en absoluta libertad e impunes si se
descarriaban, por lo que siempre habrán de sentirse vigilados por la autoridad real.
Ordenarás a los de tu consejo y presidente formen carta a tu nombre a todas las
ciudades, plazas, villas y lugares de tus reinos, advirtiendo a todos tus vasallos se
quejen libre y ciertamente y reciban de sus respectivos jueces, para tomar contra
ellos la providencia rígida que pidan sus excesos, y que esto lo hagan por medio de
sus escritos justificativos dirigiéndoles al presidente del mismo consejo, el cual
deberá hacer presentes todas las quejas que tú le consultes con tu consejo secreto y
se determine lo que convenga; bien que toda han de saber muy bien te precias mucho
de recto y justiciero, y que aun los mismos consejeros no estarán tan libres de tu
descontentamiento si algo dicen y determinan injustamente; y en haciendo algunos
fuertes ejemplares estás cierto que serás respetado mucho y la justicia estará
autorizada como se debe». Dejé para uso del príncipe unas notas reservadas acerca de
mi juicio sobre mis consejeros, entre los que elogié, como mejores, al cardenal
Espinosa y al presidente Pazos.
En un mundo en que reinaba la arbitrariedad, que por desgracia yo había usado
alguna vez aunque nunca consciente sino engañado por falsos consejos, me
interesaba inculcar a mi heredero una idea muy elevada de la justicia, sin acepción de
personas:
«Como rey deberás siempre recibir a tus vasallos, para que libremente te
expongan sus quejas, tanto para hacer justicia a sus demandas como para
informarse de sus bocas de algunas cosas que no suelen llegar por vía y conductos
regulares a los oídos del rey. La recta justicia pide que todo súbdito sea oído, ya
agraviado, ya acusado, ya rico, ya pobre. Cuidarás mucho de que no se quite a nadie
la facultad que señalan las leyes de poderse defender, ni dejarás que en todos tus
tribunales y chancillerías se oiga con tanta atención y cuidado al muy pobre como al
muy rico, dándote por muy mal servido de los que en contrario de esto obraren».
Aunque por naturaleza y experiencia me inclinaba a la severidad, pedí a mi hijo
que no se olvidase de la clemencia, incluso en las ofensas de carácter personal. Y
recomendé a mi hijo que en todo caso evitara la crueldad:
«Y porque se halla un cierto linaje y manera de hombres tan fiero y tan
inhumano que de ningún castigo y pena que impongan a los delincuentes se
satisfacen, si no va envuelto en sangre, los cuales, desnudos de toda humanidad y
blandura, en los delitos y cosas livianas inventan y buscan nuevos géneros y maneras
de castigos, y a puras fuerzas del tormento hacen confesar al triste que cogen entre
las manos, lo suyo y lo ajeno, lo hecho y por hacer, teniendo por gran gloria y honra

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la miseria y desventura que a muchos infelices causaron, te advierto mucho que a
semejante linaje de jueces los apartes y arrojes de semejantes cargos, pues su
inhumanidad y crueldad es más propia para vivir entre fieras que para servir a un
rey y gobernar unos vasallos católicos».
Durante mi vida hube de enfrentarme más de una vez con la responsabilidad de
enviar hombres y mujeres a la muerte. Pero como lo hice por exigencia implacable de
la justicia, pude recomendar a mi hijo en favor de la vida estas cosas:
«Hete, hijo, traído estas cosas a tu consideración para que jamás llegues a
confirmar la condenación a muerte de cualquier hombre sino de mala gana y contra
tu voluntad, y forzada por el miramiento de la justicia y buena disposición de las
leyes».
Fijada como principal instrucción la defensa de la fe aun a costa de la Corona,
instruí también a mi hijo para que en las guerras y alianzas buscase no sólo la justicia
de su propia causa, sino la justicia de los demás, para que no le comprometieran los
errores ajenos. Y aunque mi secretario Juan de Idiáquez me ayudó en la preparación
de estas instrucciones, quise yo repasarlas y luego volverlas a escribir todas por mi
mano, y así las firmé y entregué al príncipe cuando se hizo cargo de mi despacho, el
30 de julio de 1595.

La muerte del Rey

En la campaña del año siguiente y después de un nuevo saqueo de Cádiz por una
flota inglesa, ordené que se armasen varias expediciones de castigo contra Inglaterra
para ayudar a los católicos de Irlanda, y reuní nueva información para los
preparativos de otra gran Armada, después de varias victorias parciales importantes
que aseguraron la feliz llegada de las flotas de Indias y la defensa de las Azores y
otras dependencias de mis dos coronas. Pero ese año se formó contra mí, como
terrible amenaza, la coalición de Inglaterra, Francia y Holanda que pretendía
arrebatarme la hegemonía continental en Europa y el dominio del océano. Entonces
concerté el matrimonio de aquella que más amé entre los ocho hijos que tuve, Isabel
Clara, con el archiduque Alberto de Austria, a quien encomendé el gobierno y luego
la soberanía de los Países Bajos —la dote espléndida y envenenada de mi hija— con
la cláusula de que, si muriesen sin sucesión, esa soberanía tendría que revertir a la
Corona de España. Tuve noticia de que esta decisión sentó bien entre mis súbditos
católicos de aquellos estados, que así se podrían preservar para la religión y para la
alianza española frente a Inglaterra. Cuando se estaba terminando de preparar en
Flandes una ofensiva contra el rey Enrique IV de Francia, el gobernador de la plaza
de Doullens, Hernán Portocarrero, consiguió, cual nuevo Ulises, introducirse con
engaño en la plaza enemiga de Amiens, cuyas puertas abrió luego a mis tropas, que se
apoderaron de la ciudad y cobraron en sus repletos almacenes un botín enorme. El rey
de Francia, herido en lo más vivo de su orgullo, recuperó poco después la plaza, y

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Portocarrero, sin recibir auxilio de Flandes, murió en su defensa. Pero la toma de
Calais por el archiduque Alberto, y el fracaso de otra flota inglesa ante las Azores,
además de producir el descrédito definitivo del traidor Antonio Pérez que había
aconsejado la aventura, desmoralizó a los aliados del norte, que comprobaron una vez
más mi capacidad de resistencia y la tenacidad de España en la defensa de la causa de
Dios. En esta misma primavera pasada de 1598, cuando ya las fuerzas me iban
abandonando día tras día, el rey de Francia, la reina de Inglaterra y yo sentimos el
clamor de paz y prosperidad y reconstrucción que brotaba de todos nuestros pueblos,
y, aunque Inglaterra se reservó continuar las hostilidades, que sin embargo amortiguó
de nuevo bajo los límites de sus habituales piraterías, el rey Enrique de Francia, que
ya había demostrado la constancia de su fidelidad a la Iglesia, quiso firmar conmigo
la paz, que nuestros plenipotenciarios sellaron en Vervins el pasado día 2 de mayo.
Esta promesa de paz, que hasta hoy dura, parece la bendición de Dios sobre la última
gran empresa de mi vida, quizá la más importante de todas para el futuro de la
Cristiandad: la definitiva salvación de Francia para nuestra santa fe. Insisto tanto en
ello porque ha sido mi última empresa, mi última victoria. Sin mi presión constante
jamás hubiera cambiado Enrique IV por una misa, como dijo, la ciudad de París.
Con esto, querido maestro Terrones, he terminado para el Señor y para vos y para
el príncipe Felipe, a quien entregaréis copia de vuestras notas cuando os parezca
mejor, este recuerdo de lo que ha sido mi vida. Acercadme, para tenerlas al lado
cuando acabe de venir mi hora, las disciplinas que usó hasta su última enfermedad mi
padre el Emperador, en las que las huellas de su sangre se mezclan con la mía; y el
Cristo que primero mi madre, y luego mi padre tuvieron entre las manos mientras
morían en la paz del Señor, y que luego entregaréis a mi hijo. Dadle también esas
instrucciones de san Luis de Francia para el hijo suyo que se llamaría también, como
el mío, Felipe Tercero, que las he venido traduciendo lentamente durante estas
semanas finales. Acercaréis a mi lecho el ataúd que tengo preparado tras esas
cortinas, y cuando parezca que dormito me aplicaréis, después de la unción, las
sagradas reliquias que me han acompañado toda la vida. Repasadme despacio la
minuta de mi funeral, pero no vuestra oración fúnebre, donde escatimaréis el elogio
para insistir, sobre todo, en la esperanza que me anima. No olvidéis instruir al prior
«por qué puerta me he de meter y por cuál sacar, que no voy a morir sino a la fiesta
que, purgadas con tanto dolor y sufrimiento mis culpas siento que Dios me depara.
He pedido al Señor morir en plena conciencia y sé que me lo va a conceder».
[Hay una nota manuscrita sobre el blanco de la última página que dice:]
Yo, maestro Francisco Terrones, predicador de su majestad, terminé con estas
palabras la transcripción de su relato que me hizo, por términos variables, durante las
horas que vivió despierto en medio de su letargo, desde el 1 al 12 del mes de
septiembre de este año 1598. Cuando rezaba a su lado en la madrugada del día 13 de
septiembre, sentimos los dos que el Señor le concedía su último deseo, y le
despertaba para llevárselo en plena lucidez. Sonrió por ello con sonrisa que no era de

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este mundo. Afirmó sus manos en el crucifijo de sus padres, y escuchó unos instantes
el primer cántico de la misa que se celebraba junto a su cámara, en el altar mayor del
monasterio. No cerró los ojos. Musitó sólo, mirándome suavemente como
brindándome su último secreto, estas palabras:
«Mis barcos, Isabel, Isabel, Isabel, Isabel Clara».
Después se fue acabando poco a poco, de suerte que con un pequeño movimiento
dando dos o tres boqueadas salid aquella santa alma. Dos horas después los
concejales del municipio creado por su majestad, se reunieron en sesión urgente y
acordaron concederse seis ducados por persona para encargar en honor del Rey un
traje digno.

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NOTA DE FUENTES

Los recuerdos escritos por la mano firme del maestro Francisco Terrones están
corroborados por la admirable síntesis del profesor J. L. Comellas en su Historia de
España moderna y contemporánea, tomo I, Madrid, Rialp, 1974; los dos tomos
monumentales del doctor Gregorio Marañón, Antonio Pérez, Madrid, Espasa-Calpe,
1977; la sorprendente biografía intima, documentadísima sobre fuentes hasta ahora
inéditas, de Geoffrey Parker, Felipe II, Madrid, Alianza Editorial, 1985; varias obras
del profesor Fernández Álvarez, entre las que destaca Política mundial de Carlos V y
Felipe II, Madrid, CSIC, 1966; la definitiva historia militar del reinado —ese capítulo
sobrecogedor sobre la Invencible, con referencias a fuentes españolas y británicas—
escrita por el general Carlos Martínez de Campos en su España bélica, siglo XVI,
segunda parte, Madrid, Aguilar, 1966; las obras, clásicas y documentadísimas, de
Cabrera de Córdoba y el padre Montaña; y desde el lado inglés, la evocadora
biografía de Jean Plaidy Queen of this realm, Londres, Pan Books, 1985, además del
marco clásico sobre los Tudor trazado inimitablemente por Macaulay en su History of
England, vol. 1, Londres, Everyman’s library, ed. 1980. Podría citar aquí,
naturalmente, una eternidad de títulos y de fichas acumulados de forma dispersa
durante toda una vida de devoción por Felipe II; pero de lo que se trata es de
presentar con toda su fuerza original el manuscrito del doctor Francisco Terrones.

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RICARDO DE LA CIERVA Y HOCES. (Madrid, España; 9 de noviembre de 1926)
es un Licenciado y Doctor en Física, historiador y político español, agregado de
Historia Contemporánea de España e Iberoamérica, catedrático de Historia Moderna
y Contemporánea por la Universidad de Alcalá de Henares (hasta 1997) y ministro de
Cultura en 1980.
Nieto de Juan de la Cierva y Peñafiel, ministro de varias carteras con Alfonso XIII.
Su tío fue Juan de la Cierva, inventor del autogiro. Su padre, el abogado y miembro
de Acción Popular, el partido de Gil Robles, Ricardo de la Cierva y Codorníu, fue
asesinado en Paracuellos de Jarama tras haber sido capturado en Barajas por la
delación de un colaborador, cuando trataba de huir a Francia para reunirse con su
mujer y sus seis hijos pequeños. Asimismo es hermano del primer español premiado
con un premio de la Academia del Cine Americano (1969), Juan de la Cierva y Hoces
(Oscar por su labor investigadora).
Ricardo de la Cierva se doctoró en Ciencias Químicas y Filosofía y Letras en la
Universidad Central. Fue catedrático de Historia Contemporánea Universal y de
España en la Universidad de Alcalá de Henares y de Historia Contemporánea de
España e Iberoamérica en la Universidad Complutense.
Posteriormente fue jefe del Gabinete de Estudios sobre Historia en el Ministerio de
Información y Turismo durante el régimen franquista. En 1973 pasaría a ser director
general de Cultura Popular y presidente del Instituto Nacional del Libro Español. Ya
en la Transición, pasaría a ser senador por Murcia en 1977, siendo nombrado en 1978

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consejero del Presidente del Gobierno para asuntos culturales. En las elecciones
generales de 1979 sería elegido diputado a Cortes por Murcia, siendo nombrado en
1980 ministro de Cultura con la Unión de Centro Democrático. Tras la disolución de
este partido político, fue nombrado coordinador cultural de Alianza Popular en 1984.
Su intensa labor política le fue muy útil como experiencia para sus libros de Historia.
En otoño de 1993 Ricardo de la Cierva creó la Editorial Fénix. El renombrado autor,
que había publicado sus obras en las más importantes editoriales españolas (y dos
extranjeras) durante los casi treinta años anteriores, decidió emprender esta nueva
editorial por razones vocacionales y personales. Al margen de ello, sus escritos
comenzaban a verse censurados parcialmente, con gran disgusto para el autor. Por
otra parte, su experiencia al frente de la Editora Nacional a principios de los años
setenta, le sirvió perfectamente en este apartado.
De La Cierva ha publicado numerosos libros de temática histórica, principalmente
relacionados con la Segunda República Española, la Guerra Civil Española, el
franquismo, la masonería y la penetración de la teología de la liberación en la Iglesia
Católica. Su ingente labor ha sido premiada con los premios periodísticos Víctor de la
Serna concedido por la Asociación de la Prensa de Madrid y el premio Mariano de
Cavia concedido por el diario ABC.
Ideológicamente, Ricardo de la Cierva se define a sí mismo como «un claro
anticomunista, antimarxista y antimasónico, y desde luego porque soy católico,
español y tradicional en el sentido correcto del término». Afirma que «siempre he
defendido al General Franco, y su régimen y los principios del 18 de julio, pero
también era capaz de ver los errores que había dentro y de decírselos al propio
Franco».

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