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Traducción de
JOSÉ LIÓN DEPETRE
3
R. GARRÉ DE MALBERG
TEORÍA GENERAL
DEL ESTADO
Prefacio de
HÉCTOR GROS ESPIELL
Título original:
Contribution á la Théorie genérate de l'Élat s¡>écialement
d'aprés les donnees fournies par le Droit constltutionnel franjáis
D. R. © 1922, Société du Recueil Sirey, París
D. R. © 1948, FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
D. R. © 1998, FACULTAD DE DERECHO / UNAM
D. R. © 1998, FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Carretera Picacho-Ajusco 227; 14200 México. D. F.
www.fce.com.mx
ISBN 968-16-5281-9
Impreso en México
5
PREFACIO
HÉCTOR GROS ESPIELL
Profesor de la Universidad de Montevideo
Embajador de Uruguay en Francia
6
1
Las grandes obras clásicas de derecho constitucional francés anteriores o contemporáneas a la
de Carré de Malherg fueron las de León Duguit, Tríale de Dmit Comtitutionnel, 5 vols., 1921-1929;
Adhemar Esmein, Elemente de Dmit Constitutionnel, 2 vols., 1927; Maurice Hauriou, Prccis de
Droit Ciinstitutionnel, 1923, Principes du Droit Puhlic, París, 1910, y Joseph Barthélémy y Paul
Duez, Trnité Elémertinirc de Droit Constitutionnel,1926.
Un juicio sobre la obra (le Carré de Malberg, cuando comenzaba la etapa final de las leyes
constitucionalesde 1875, puede verse en Georgcs Burdeau, "Raymond Carré de Malberg, son
oeuvre, sa doctrine", Kevue du Droit Puhlic, 1935, pp. 354-381.
2 Carré de Malberg cita y analiza con mucho mayor intensidad que otros autores franceses la
doctrina alemana,
en especial a Gierke, Jellinek, Friclcer, Redslob, Laband, Seidler, Mayer, G. Meyer, Menzel,
Zitelman, Holder,Loening, Kelsen y Rehm.
7
X PREFACIO
Estados amenazados ha sido, ante todo, de defensa y de preservación
nacionales, lo que implicaba por necesidad una fuerte organización de la potestad
de cada Estado. Así que, en una Europa militarizada y siempre dispuesta a entrar
en guerra, el concepto de Estado se había desarrollado principalmente en el
sentido de las ideas de fuerza, de potestad y también, por lo tanto, de dominio
sobre los miembros individuales de la colectividad nacional. Por otra parte, en esa
misma Europa, donde tantas poblaciones se encontraban, como Alsacia y Lorena,
incorporadas a un Estado opresor y retenidas en los lazos de su sujeción estatal
por el solo hecho de la violencia, por fuerza tenía el jurista mismo que reconocer,
en el terreno del derecho positivo, que en la base del Estado contemporáneo se
encontraba sobre todo la idea de dominación.
Hoy, la amenaza alemana se ha disipado. Los Estados que sostuvieran la guerra
de liberación han combatido en nombre de las ideas de libertad, justicia y derecho
de los pueblos. Jamás, tal vez, estas ideas hayan adquirido más altura que en la
guerra que acaba de terminar con su triunfo. ¿Sería posible aún asentar el
derecho público de los nuevos tiempos sobre un principio de dominio y de
coerción?
A este enfoque no es ajena la especial relación de Garre de Malberg con Alsacia.
Hijo fiel de la Alsacia francesa, había enseñado en las universidades de Caen y de
Nancy. Después del armisticio de 1918 retornó a Estrasburgo y puso al servicio de
su universidad todo su saber. Ejerció allí el magisterio y terminó de escribir su
Teoría general del Estado, "elevando así en su querida tierra de Alsacia un
monumento imperecedero a la gloria del pensamiento francés".3
3. No es posible olvidar que Carre de Malberg, sin dejar nunca de reconocer la
especial importancia de la idea de poder o dominación en la Teoría general del
Estado, criticó la teoría alemana de la Herrschaft y destacó siempre la limitación
moral del Estado. Su "Prólogo" termina con estas palabras, tan válidas hoy como
en 1920:
Sin dejar de mantener el principio de autoridad y del poder de mando sin los
cuales el Estado no podría funcionar ni siquiera concebirse, se debe reservar,
pues, su parte a la moral al lado y por encima de la del derecho positivo. En
cuanto a saber por qué medios orgánicos es posible llegar a una conciliación entre
estos dos términos: la potestad indispensable al Estado y el respeto aún más
necesario debido a la ley moral, es un problema de todos los tiempos, cuya
dificultad insuperable, a decir verdad, no podría resolver en forma plenamente
satisfactoria ningún arreglo de orden jurídico. Únicamente la profunda rectitud de
los pueblos y de sus gobiernos puede procurar a este problema elementos
eficaces de relativa atenuación, a falta de un solución verdadera y completa.
2
PREFACIO XI
4. El libro apareció en medio de las esperanzas que para el derecho constitucional
francés se abrían con la victoria de 1918 y con el Tratado de Versalles.
Lo anterior distingue a esta obra de otros libros que son el comentario
constitucional de un momento posterior, como las ediciones hechas después de
1930—por ejemplo el tratado Barthélémy y Duez—, 4 cuando comenzaban las
ideas de decadencia, crisis y desilusión, y era ineludible la comparación con los
regímenes autoritarios y totalitarios surgidos en Europa.
5. La edición española se publicó cuando Francia vivía bajo la Constitución de
1946, después del fin de la tercera República, del régimen de Vichy, ligado a la
derrota militar de 1940, al armisticio de junio de ese mismo año y a la ocupación
alemana de gran parte del territorio francés; de la epopeya de De Gaulle y de la
Francia libre, de la victoria contra el nazismo y del restablecimiento de la
República.
En consecuencia, mucho tiempo había transcurrido entre la edición francesa del
libro de Garre de Malberg y la publicación de su traducción al español.
Había cambiado el sistema constitucional francés luego de tempestuosos
acontecimientos internacionales e internos, que habían significado una verdadera
revolución política e ideológica. Gran parte de la doctrina constitucional francesa,
ligada exclusivamente al análisis de textos que habían desaparecido en medio de
las turbulencias políticas y de la crisis ideológica e institucional, carecía ya de
interés (excepto el histórico), pues era expresión de un pensamiento jurídico
edificado sobre leyes constitucionales ya inexistentes.
Pero la obra de Garre de Malberg, como también la de León Duguit, entre otras,
resistía el tiempo y seguía viva. Continuaba suscitando interés porque, elevándose
más allá del comentario constitucional de circunstancia, apegado a un texto que
podía perder parcialmente su atractivo, era una obra que, partiendo del derecho
constitucional positivo francés, intentaba construir una teoría general del Estado.
De aquí su importancia y su valor, nunca circunstancial y restringido, sino por el
contrario, con amplia proyección temporal y espacial.
6. Poco después de la muerte de Garre de Malberg, Georges Burdeau publicó en
1935 en la Revue du Droit Public* un artículo altamente elogioso sobre la obra y la
doctrina de aquél, que lo ubica entre los más grandes juristas franceses.
Luego de la segunda Guerra Mundial la doctrina francesa siguió rindiéndole este
homenaje.6
3
4 Esto se ve, en particular, en las ediciones posteriores a 1930 del Traite Elémentuire de
Barthélémy y Duez.
5 Retine du Droit Public, 1935.
6 Durante la vigencia de la Constitución de 1946, en especial Julien Laferrifere, Manuel du Droit
Constitutionel, París, 1947; Georges Vedel, Manuel elémentaire de Droit Constitutionnel, París,
1949; Maurice Duverger, Droit Constitutionnel et Institutions Politiques, París, 1956; Marcel Prelot,
Predi du Droit, Constitutionnel París, 1949, e Institutions Politii/ues et Droit Constitutionnel, París,
1957; Georges Burdeau, Traite de Science Politique, t.II, y L'État, París, 1949. En todas estas
obras, Carre de Malberg es el autor más citado, junto con
9
XII PREFACIO
Duguit. Georges Vedel recordal >a en 1989 que a esa fecha, de los grandes constitucionalistas
franceses que comentaron el texto de 1875, sólo se recordaba a tres: Duguit, Hauríou y Garre de
Malherg ("La Gontinuité Constitutionnelle en France de 1789 á 1989", Revue Francaise du Droit
Constiutionnel, núm. 1, 1990, p. 7).
7 Por ejemplo, Philip Ardant, Institutions Politiqucs & Droit Constitutionnel, 6" ed., LCDJ, París,
1944, p. 7.
Esto es así no sólo en referencia a los grandes con.stitucionalistas de hoy, sino a los autores que
escribieron en los años inmediatos a la entrada en vigencia de la Constitución de 1958, como
Duverger, Prelot, André Hauriou (Droit Constitunnel et Institutions Politiquea, París, 1968) y
Georges Burdeau (LÉtat, París, 1970).
8 Oliver Duhamel, Droit Constitutionnel et Politique, Seuil, París, 1993, p. 33; Oliver Passeleq ("De
Tardieu a de Gaulle. Contribution a l'étude des origines de la Constitution de 1958", Revue
Franpiise du Droit Constitutionnel, núm. 3, París, 1990) dice: "Les idees politiques de Tardieu que
l'on vient de présenter reprennent
certaines analyses développées par Garre de Malberg" (p. 395, nota 57).
10
XII PREFACIO
Y después de la Constitución de 1958 este reconocimiento no sólo se mantuvo
sino que se acentuó. La Teoría general del Estado se cita entre las "grandes obras
clásicas"7 y se la evoca como el precedente más destacado, en el campo teórico,
de muchas de la soluciones adoptadas en 1958;8 por tanto, a Carre de Malberg se
le califica como el maestro del derecho constitucional y de la ciencia política que
durante la tercera República supo marcar a fuego, con precisión, claridad y valor,
no únicamente los defectos de la Constitución, sino también las desviaciones
gravísimas de la práctica constitucional y de la vida política. Su perspicacia
vislumbró fórmulas que se promovieron y adoptaron muchos años después.
7. La primera edición española de la Teoría general del Estado, hecha por el
Fondo de Cultura Económica de México, no contenía un prefacio o prólogo propio
de ella. Incluía, naturalmente, la traducción del "Prólogo" escrito por Garre de
Malberg en octubre de 1919 y el capítulo que él llamó "Preliminares", que, pese a
estar inserto al comienzo de la parte dedicada a los "Elementos constitutivos del
Estado", debe considerarse, a mi juicio, como un introducción general a su Teoría
general del Estado.
Hoy es necesario un prefacio en español.
Y es necesario para precisar no sólo el valor siempre vivo de esta obra de Garre
de Malberg, reeditada en Francia en 1963, sino también para señalar que ésta es
una de la pocas teorías del Estado escritas en una lengua latina y para destacar
cómo el pensamiento jurídico expuesto en este libro se ha proyectado en el
derecho constitucional francés, de modo que, después de la Constitución francesa
de 1946 y durante la vigencia de la de 1958, lo que Garre de Malberg dijo con
referencia a la de 1875 sigue teniendo un valor muy significativo y es expresión de
una influencia siempre viva y actual.9
8. Esta nueva edición en español de la Teoría general del Estado de Garre de
Malberg es especialmente oportuna.
En Alemania la Teoría general del Estado ha continuado gozando hasta hoy de
la atención de la doctrina y el enfoque jurídico para analizar el complejo fenó-
Duguit. Georges Vedel recordaba en 1989 que a esa fecha, de los grandes constitucionalistas
franceses que comentaron el texto de 1875, sólo se recordaba a tres: Duguit, Hauriou y Garre de
Malberg ("La Continuité Constítutionnelle en France de 1789 1989", Revuc Franfiiise du Droit
Constitutionnel, núm.1,1990,p. 7).
7 Por ejemplo, Philip Ardant, Institutions Polítiques & Droit Cunstitutiannel, 6" ed., LCDJ, París,
1944, p. 7.
Esto es así no sólo en referencia a los grandes constitucionalistas de hoy, sino a los autores que
escribieron en los años inmediatos a la entrada en vigencia de la Constitución de 1958, como
Duverger, Prelot, André Hauriou (Droit Constitutonnel et Institutions Politiques, París, 1968) y
Georges Burdeau (L'État, París, 1970).
8 Oliver Duhamel, Droit Cunstitutionnel et Politique, Seuil, París, 1993, p. 33; Oliver Passeleq ("De
Tardieu a de Gaulle. Contribution á l'étude des origines de la Constitution de 1958", Revue
Francaaise du Droit Constitutionnel, núm. 3, París, 1990) dice: "Les idees politiques de Tardieu que
l'on vient de présenter reprennent certaínes analyses développées par Carré de Malberg" (p. 395,
nota 57).9 Olivier Duhamel e Yves Móny, Dictiannnire Cimxtitutionnel, París, 1992.
11
PREFACIO XIII
10 Véanse, sin embargo, los libros de Ciorgio del Vecchio, Teoría del Estado, Barcelona, 1956;
Jean Dabin, Doctrina general del Estado, Jus, México, 1955; Arturo Enrique Sampay, Introducción
d la teoría del Estado,
Buenos Aires, 1951. Sobre la cuestión en Francia, véase "État de Droit", en Oliver Duhamel e Yves
Mény, cií., pp. 415-418.
12
XIV PREFACIO
nera constante fuentes provenientes de la doctrina alemana. En ese sentido
constituye la réplica de la teoría del Estado elaborada en Alemania, que culminó,
antes de Garre de Malberg, con la obra de Jellineck;11 la doctrina alemana,
dejando de lado la referencia a la teoría del Estado nacionalsocialista y a la obra
de Karl Schmidt,12 habrá de hacer otros dos aportes capitales al pensamiento
jurídico contemporáneo antes de la segunda Guerra Mundial: la teoría del
Estadode Hans Kelsen13 y la de Hermán Heller.14 Las obras de los tres autores,
Jellineck, Kelsen y Heller —que fueron traducidas al castellano y editadas en
España y México—, influyeron directamente en el pensamiento político y jurídico
español y latinoamericano.
11. ¿En qué corriente del pensamiento y de la filosofía jurídica se ubica Garre de
Malberg?
Alguien tan autorizado como Gény ha dicho que Garre de Malberg se sitúa en el
positivismo jurídico por "haber combatido enérgicamente el principio del derecho
natural".15
La afirmación puede ser correcta si se entiende por positivismo jurídico aquel que
sostiene que no hay verdadero derecho fuera del derecho positivo. Pero no lo es si
se ubica a Garre de Malberg en la misma línea ideológica de Diguit y de aquellos
que sostienen que el derecho no debe inspirarse en ningún criterio metafísico o
religioso. Garre de Malberg, católico militante, nunca sostuvo la indiferencia del
derecho ante los mandatos de la ética y la moral. Sí afirmó, en cambio, "que la
noción de derecho natural no es una noción jurídica".16
12. No puedo vencer la tentación de reproducir las palabras de Garre de Malberg
sobre el derecho y la moral que se encuentran en la nota final de la última
páginade su Teoría general del Estado.
Lo hago con emoción, no sólo por la belleza y la finura filosófica de los conceptos
expuestos por Garre, sino porque coinciden, para mi orgullo, con las ideas que
acabo de exponer en la "Disertación sobre Ética y Derecho", que pronuncié en la
UNESCO, en agosto de 1996, en la "Conferencia sobre Ética, Ciencia y
Sociedad".
Decía así, con palabras necesarias hoy, el maestro de Estrasburgo:
7
11 Jorge Jellinek, Tctirúi general del Estada, trad. y prol. de Femando de los Ríos. Contiene el
prologo de
J. Jellinec.k a la edición de (1900) y a la segunda (1910), Buenos Aires, 1943. Hay un compendio
redactado por García Maynes, publicado en México en 1936.
12 Karl Schmidt, Teoría de Id Constitución.
13 Hans Kelsen, Teoría general del Estado, trad. de Luis Legaz Lecambra, Labor, Barcelona, 1934.
14 Hermán Heller, Teoría del Estada, trad, de Luis Tobio, FCE, México, 1942. [Primera edición
alemana,1934.]
15 Science et Technique en Droit Privé, t. IV, p. 225, citado por Paul Cuche, "A Propos du
'positivisme juridique' de Garre de Malberg", Mélanges, op. cit., p. 73. Véase asimismo Marcel
Waline, "Positivisme philosophique, juridique et sociologique", Mélanges, op. cit., pp. 519-534.
16 Véase p. 7, nota 1 de las Mélanges.
13
PREFACIO XV
XVI PREFACIO
Nuestro autor llega a esta definición del Estado: "Es una comunidad humana,
fijada sobre un territorio propio, que posee una organización de la que resulta para
ese grupo, en lo que respecta a las relaciones con sus miembros, una
potenciasuprema de acción, de mando y de coerción".
La nación es para Garre la sustancia humana del Estado. Sin poder decirse que
nación y Estado sean sinónimos en su pensamiento ni en el de la teoría jurídica
francesa tradicional, no puede haber Estado sin nación.18 Era éste un criterio
jurídico admitido en la Francia de los años veinte, pero inaceptable hoy, cuando
existen Estados constituidos por diversas naciones y naciones dispersas en
Estados distintos.
En la actualidad esta definición, a pesar de conservar su valor, presenta la
carencia de no mostrar un elemento necesario: la soberanía externa del Estado,
su naturaleza y sus límites, en cuanto el Estado sólo es plenamente tal en su
coexistencia con otros Estados, en su independencia e igualdad soberana dentro
de la sociedad internacional. Sin embargo, Garre no omitió considerar
estaproyección externa de la soberanía, cuestión que estudia cuidadosamente.19
Pero no llevó su análisis a un tema ineludible en nuestros días: el del Estado en la
comunidad internacional y el sentido actual de las ideas de independencia y
soberanía ante el derecho y la realidad internacionales.
15. El tema de las funciones del Estado ha sido objeto, por parte de Garre de
Malberg, de un tratamiento que puede calificarse de clásico. No sólo ha marcado
profundamente a toda la doctrina francesa posterior, sino que ha influido también
en España y los países latinoamericanos. Como ejemplo, si se quiere curioso,
puede aducirse el caso de Uruguay, donde la parte más citada del libro de
Garrede Malberg en la Teoría del Estado de Justino Jiménez de Aréchaga20 es
justamente la relativa a los fines del Estado.
Es sobradamente conocida la tesis de Garre de que no es posible que el jurista
establezca una distinción material entre las funciones y que sólo puede acogerse a
una distinción orgánica o formal.
La tesis fue y es controversial. Baste recordar al respecto el agudo análisis de
Roger Bonnard sobre "La concepción material de la función jurisdicional", escrito
justamente en las Mélanges R, Garre de Malberg, con el objetivo de "exponer los
esfuerzos hechos por la doctrina francesa para establecer una definición material
de la función jurisdicional.21
Pese a las críticas a que fue sometida inicialmente su teoría sobre las funciones
del Estado y a las de hoy ante los criterios predominantes derivados de los
9
PREFACIO XVII
22 Garre trató el tema no solamente en su Teoría general del Estado, sino también en su obra posterior,
escrita en 1931 (La Lei, expresión de la volunté genérale). Rene Capitant ("Journées d'études en l'honneur de
Garre de Malberg organisées par la Faculté de Droit et de Sciences Politiquea et Economiques de Strasbourg,
5-6 mai 1961", en Annalex de In Faculté, Dalloz, París, 1966, p. 73) ha dicho: "el pensamiento del autor
evolucionó sensiblemente de un libro al otro; se precisó, se expresó con más nitidez, incluso a veces se
modificó ligeramente". El análisis que Garre hace al concepto de ley cri la Constitución de 1791 ha permitido
que se diga recientemente que el "gran jurista ha sido el analista más sistemático" de esta Constitución
(Francois Furet y Ran Halevi, La Monarchie Repuhlicaine, La Constitution de 1791, Fayard, París, 1966).
23 Garre de Malberg, como acabo de señalar, no sólo dedicó al asunto un profundo análisis en su Teoría
general del Estado, sino que además lo estudió en varios trabajos, que él mismo cita en la advertencia (p. v),
escrita en julio de 1930, del libro que escribió especialmente sobre el tema: La Loi, expresión de la volonté
genérale. Etude. sur le conce/it de la loi dans la Constitutúm de 1875, Sirey, París, 1931.
24 Catherine Hagueneau, "Le domaine de la loi en droit francais et en droit anglais", Revue Francaúe du Droit
Constitutionnel, núm. 22, 1995, p. 262; Henry Dupeyroux, "Sur la généralite de la loi", en Mélanges, Caire de
Malberg, París, MCMXXXIII, pp. 137-161.
25 Eric Maulin, "R. Carré de Malberg et le controle de Constitutionnalité des Lois", Revue Fmnfaúse du Droit
Constitutionnel, núm. 21, 1995.
26 En los años veinte, la doctrina francesa estalla dividida respecto a la posibilidad de que los jueces pudieran
examinar por vía de excepción la constitucionalidad de la ley. Véase Ch. Eisenmann, Lajustiee
Constitutinnnelle et la Haute Ciiur Constítutionnelle d'Autriche, París, 1928; H. Barthélémy, "Les limites du
pouvoir législatif", Revue Politique et Parlementnire, 1926; E. L. Pisier, León Duguit et le controle de
Constitutionnalité, Mélanges Duverger, París, 1987; Marie-Joelle Redor, De VÉtat legal á État de Droit, París,
1992. Sobre la cuestión de la jerarquía de las normas en el pensamiento de Carré de Malberg, véase Marcel
Waline, "Observations sur la gradation des normes juridiques établie par R. Carré de Malberg", Revue du Droit
Public, París,
1993, p. 532.
16
XVIII PREFACIO
Es conveniente publicar hoy día una obra sobre el Derecho del Estado, que ha
sido escrita, y en parte impresa, antes de la guerra mundial? En un tiempo en que
los pueblos se encuentran aún sacudidos por las convulsiones que provocó la
espantosa tormenta, ¿quién podría prever la estructura y la consistencia que
tomará, en el nuevo mundo político en formación, el Estado de mañana? Quizás,
sin embargo, pudiera no ser inútil, en esta época de transición, y por razón misma
de las probabilidades de transformación próxima, volver la vista, una vez más,
hacia el Estado de ayer, para recoger y fijar sus trazos esenciales, en atención a
comparaciones futuras, antes de que dichos trazos hayan empezado a alterarse
más o menos profundamente.
Desde 1871 hasta 1914, el mundo tuvo que vivir bajo la creciente amenaza de la
hegemonía alemana. Ante el peligro de agresión o de avasallamiento, la tarea de
los Estados amenazados ha sido, ante todo, de defensa y de preservación
nacionales, lo que implicaba por necesidad una fuerte organización de la potestad
de cada Estado. Así que, en una Europa militarizada y siempre dispuesta a entrar
en guerra, el concepto del Estado se había desarrollado principalmente en el
sentido de las ideas de fuerza, de potestad y también, por lo tanto, de dominio
sobre los miembros individuales de la colectividad nacional. Por otra parte, en esa
misma Europa, donde tantas poblaciones se encontraban, como Alsacia y Lorena,
incorporadas a un Estado opresor y retenidas en los lazos de su sujeción estatal
por el solo hecho de la violencia, por fuerza tenía el jurista mismo que reconocer,
en el terreno del derecho positivo, que en la base del Estado contemporáneo se
encontraba sobre todo la idea de dominación.
Esta idea no predominaba únicamente en Alemania, donde los tratados de
derecho público presentaban la Herrschaft como el criterio del Estado y el
fundamento de su potestad jurídica. En la misma Francia, un maestro de la ciencia
del derecho público como Esmein definía al Estado por la "autoridad superior" o
"soberanía" con que se halla investido y "que no reconoce, naturalmente, a
ninguna potestad superior o concurrente". Por lo tanto, en esta definición se
presentaba a la sobera-
7
18
nía como una cosa natural, que existe de por sí y no puede ser puesta en duda. Y
por consiguiente, Esmein afirmaba que la existencia de esta soberanía, que es "la
cualidad esencial del Estado", forma "el fundamento mismo del derecho público".
Hoy, la amenaza alemana se ha disipado. Los Estados que sostuvieran la guerra
de liberación han combatido en nombre de las ideas de libertad, justicia y derecho
de los pueblos. Jamás, tal vez, estas ideas hayan adquirido más altura que en la
guerra que acaba de terminar con su triunfo. ¿Sería posible aún asentar el
derecho público de los nuevos tiempos sobre un principio de dominio y de
coerción?
En las relaciones de los Estados con sus pueblos, los regímenes de fuerza y de
potestad imperativa parecen irrevocablemente proscritos. Los conceptos y las
prácticas del derecho público internacional podrán encontrarse por ello
profundamente modificados. Pero ¿no se debe igualmente sanear las bases del
derecho público interno sustituyendo en ellas, respecto a los ciudadanos mismos y
en su propio favor, el régimen de la libre colaboración a los regímenes de sujeción
y a las organizaciones de potestad coercitiva? La relación entre el Estado y sus
miembros individuales ¿continuará entendiéndose como una relación de mando y
de sometimiento? O, por el contrario, ¿habrá llegado el derecho público interno a
la aurora de una era mejor, en el curso de la cual el funcionamiento de la actividad
estatal estará asegurado, no ya por medio de órdenes imperiosas y de irresistibles
coacciones ejercidas sobre los individuos y que implican la existencia de una
voluntad estatal superior a ellos, sino por el libre juego de los esfuerzos
individuales que cada ciudadano sentirá deseo de aportar con espontánea
benevolencia al objeto de proveer a sus propios intereses en el cuadro de la
unidad nacional; esfuerzos que concurrirán, en la medida en que converjan hacia
fines comunes, a satisfacer las exigencias vitales del interés nacional? Dominación
o colaboración: ¿en cuál de estos dos sentidos evolucionará el derecho del
porvenir?
Es necesario considerar detenidamente cómo se formula la cuestión de la
colaboración. La idea en sí no podría tomarse como una novedad. Es evidente
que ningún Estado podría realizar sus fines, ni siquiera subsistir, si tuviera al
conjunto de su pueblo en la obediencia y en el cumplimiento de los deberes
nacionales únicamente por métodos de violencia. El Estado se compone, ante
todo, de seres humanos; no puede asentarse sino sobre actos de voluntad
humana. En los tiempos actuales no podría concebirse que las voluntades de
algunos individuos, por poderosos que éstos fueran, acertaran a adueñarse de la
voluntad de la mayoría. Hasta en un país fuertemente regido como Alemania, la
unidad del Imperio se apoyaba realmente sobre la colaboración cierta e
19
PROLOGO 9
intensa de la gran mayoría del pueblo alemán. Cuando los autores alemanes
hacían resaltar la potestad dominadora, o sea en definitiva la fuerza de opresión,
como la base primordial del Estado, querían indicar con ello, en realidad, que
aquellas poblaciones del Imperio que, después de su incorporación al mismo,
oponían aún resistencia al yugo de sus amos, se encontraban, a pesar de todo,
traídas de nuevo a la unidad estatal por el solo hecho de que se veían
englobadas, con el resto del pueblo
alemán, en una organización de conjunto, que sacaba su fuerza de la voluntad de
la masa misma de dicho pueblo. Por lo tanto, no se trata de saber si el Estado
supone la colaboración. Es evidente que ni el Estado puede prescindir de la
colaboración de sus subditos, ni éstos pueden prescindir de ciertas organizaciones
estatales. La colaboración se halla en todas partes. Se encuentra ya en las
elecciones por las cuales el Estado moderno pide a su pueblo que designe las
personas que han de constituir sus órganos. La encontramos de nuevo en la
docilidad con la que la mayor parte de los ciudadanos, celosos de sus propias
ventajas, muestran su conformidad a las leyes que aseguran el orden público o el
desarrollo de la prosperidad nacional. Se revela, asimismo, en la puntualidad con
que aportan a la colectividad, pagando los impuestos, su contribución pecuniaria a
la gestión de los negocios públicos. ¿Pudo manifestarse alguna vez con mayor
fuerza y esplendor como en estos años de guerra mundial, en el curso de los
cuales tantos sacrificios sin límites fueron consentidos generosamente y
consumados por el amor a la patria?
Se puede decir, sin género de duda, que mientras un Estado obtiene de sus
miembros más fiel y útil colaboración, más se acerca al tipo de perfección. El
Estado ideal es desde luego aquél que menos precisa usar de su potestad para
obtener el concurso de todo su pueblo. Pero ¿puede ser ésta una razón para
eliminar la potestad dominadora como elemento de la definición del Estado y, en
particular, de su definición jurídica?
Las tentativas que se han hecho con objeto de llegar a esta eliminación datan ya
de mucho tiempo. Recuérdese a este respecto el sofisma por el cual Rousseau
pretendía establecer que, al pronunciarse contra el voto de la mayoría, los
ciudadanos pertenecientes a la minoría no dejan por ello de sumarse a la voluntad
general y de contribuir así a la formación de esta última. Su disidencia, declaraba
el autor del Contrato Social, proviene únicamente de un error cometido sobre la
orientación verdadera de la voluntad general. Con este razonamiento, Rousseau
trataba, él también, de excluir la idea de que los ciudadanos puedan estar
sometidos a una voluntad estatal basada en la sola potestad del Estado, y con ese
fin caracterizaba a los miembros de la minoría como colaboradores que habían
cooperado a la formación de esa voluntad general cuya
20
omnipotencia debía, por otra parte, en su doctrina, ser tan opresiva para la libertad
del individuo. El eco de estas teorías repercute en los textos de la época
revolucionaria que definían la ley como la expresión de la voluntad general.
Desde antes de la guerra, las razones que tienden a justificar el cambio de la idea
de sumisión al Estado por la de colaboración a sus fines, se han multiplicado
notablemente y han llegado a ser cada vez más apremiantes. Por una parte, y
sobre el terreno mismo del derecho resultante de las Constituciones en vigor, se
ha podido sostener que la expansión, en todos los países, del derecho al sufragio
y su extensión a todas las categorías de ciudadanos, así como el florecimiento del
régimen parlamentario, es decir, la subordinación de la actividad legislativa y
gubernamental a la voluntad, no ya solamente de los cuerpos elegidos, sino
también y en definitiva del cuerpo electoral mismo, implican una participación
continuamente creciente de todos los ciudadanos en la acción directriz de la que
depende la marcha de los negocios públicos. A este respecto, la consagración de
la que se han beneficiado en diversos países instituciones tales como la
representación de las minorías o la representación proporcional, y en todo caso, el
favor creciente de que gozan por todas partes estas formas representativas,
señalan suficientemente las íntimas tendencias y la efectiva significación del
régimen hacia el cual evoluciona el Estado moderno: el verdadero objeto de este
régimen no es ya solamente asociar a la obra de colaboración estatal el cuerpo de
ciudadanos tomado en su universalidad colectiva, sino conferir a cada ciudadano
personal y especialmente una cierta dosis de influencia propia en el gobierno de
los negocios del país. Por otra parte, se observa que toda esta evolución jurídica
corresponde al considerable aumento que actualmente ha adquirido como fuerza
la opinión pública. Hasta en los Estados autoritarios, los gobiernos se han visto
obligados a contar con esta inmensa fuerza de los tiempos presentes; por lo
menos se han empeñado en conciliarse a la opinión ahormándola a su grado. Por
esta misma razón, cuan difícil ha llegado a ser, en un país como Francia, resistir al
sentimiento popular, cuando éste nace de las auténticas aspiraciones y de las
tendencias comunes de los ciudadanos franceses. Hasta se ha llegado a
pretender que, en Francia, las leyes mismas no adquieren, por el hecho de su
adopción por el Parlamento, sino un valor problemático o provisional, y no llegan a
ser prácticamente aplicables más que cuando se comprueba, por el uso, que son
aceptadas o toleradas por aquellos a quienes deben aplicarse. Por último, existe
otra causa de expansión del sistema de la colaboración que merece señalarse. A
medida que se multiplican y se extienden las labores que incumbe al Estado
realizar, particularmente las
21
PROLOGO 11
PROLOGO 13
PROLOGO 15
directa, no por ello sería menos verdadero que esta organización popular es, en
definitiva, productora de una potestad que sin ella no podría organizarse por el
solo juego inorgánico de las actividades privadas.
No es exacto, pues, concluir, del hecho necesario de la colaboración, la
legitimidad de teorías que tratan de suprimir la noción de potestad de la definición
del Estado. Sea cual fuere el origen de la potestad estatal, cuales quiera que sean
las vías por las cuales se establece, conserva siempre el carácter de un poder
superior al de los individuos y que tiene, en este sentido, un alcance dominador.
En estas condiciones, y para evitar todo equívoco, hay que reconocer que la
colaboración no constituye más que un medio; el fin sigue siendo la potestad del
Estado.
Evidentemente, el medio empleado para producir potestad estatal tiene una gran
importancia. Decir que el Estado contemporáneo vive de colaboración es convenir
en que no extrae de sí solo su potestad, sino que tiene que buscar el principio de
ésta en sus mismos miembros, en su apoyo y en su concurso, y de este principio
derivan numerosas consecuencias. Pero esto no significa que el Estado, hoy día,
haya dejado de necesitar potestad. Muy al contrario, la formidable multiplicación
de sus funciones trae fatalmente, incluso en la esfera en la cual estas funciones no
se ejercen sino en forma de control y de coordinación, un fortalecimiento de la
potestad pública. Ya antes de la guerra mundial se había notado que la vida
estatal actual exige una concentración cada vez más fuerte, en las manos del
Estado o bajo la vigilancia del mismo, de los medios de acción o de potestad de la
comunidad nacional. ¿Qué deberá decirse ahora, después de la violenta sacudida
que ha revelado, con luz tan intensa, la necesidad de las disciplinas estrictas y de
las organizaciones sólidas? La potestad de Estado no parece llamada a entrar tan
pronto en una fase de decadencia. Tal vez pueda resultar un aumento de la
colaboración misma. Pues el Estado halla precisamente en esta colaboración un
recurso que le permite, por lo mismo que saca sus fuerzas del pueblo, aumentar
su potestad en energía o desarrollarla en extensión. El requerimiento para
colaborar no se entiende, pues, como una pura concesión hecha a los ciudadanos,
como una especie de abandono de poder, sino que contiene también la demanda
de un esfuerzo mayor, dirigida por el Estado a su pueblo con el fin de obtener una
mayor cohesión de su unidad orgánica y, por consiguiente, de fortificar en la
misma medida la potestad estatal de la nación. Un pueblo que, en la hora
presente, no sintiese la necesidad de ese esfuerzo, tanto en lo político como en lo
económico, se expondría a arruinar su porvenir estatal, y esta ruina sería la de sus
propios ciudadanos. En conclusión, hay que reconocer, pues, que la noción de
potestad de Estado, de esa potestad a la que los alemanes han dado el imperioso
27
PROLOGO 17
PRELIMINARES
1 No debe creerse, sin embargo, que la teoría general del Estado sea la base general, el punto de
partida o la condición previa del sistema del derecho público y del derecho constitucional. Por el
contrario —como teoría jurídica al menos— constituye la consecuencia, la conclusión y el
perfeccionamiento ríe dicho sistema. Como indica el título de esta obra [Contríbution a la théorie
genérale de l'État, spécialement d'aprés les données fournies par le Droit constitutionnel franjáis], la
idea general que el jurista debe formarse del Estado depende, no ya de concepciones racionales o
a priori, sino de datos positivos proporcionados por el derecho público vigente. No se puede definir
jurídicamente al Estado ni reconocer y determinar su naturaleza y su consistencia efectivas, sino
después de haber conocido, teniéndolas en cuenta, sus instituciones de derecho público y de
derecho constitucional. Tal es también el método que se seguirá en esta obra para separar los
elementos de la teoría jurídica general del Estado. Solamente cuando se trata de resolver las
dificultades inherentes al funcionamiento del Estado o también de estudiar el desarrollo de su
derecho en el porvenir, es cuando se puede y se debe recurrir a la teoría jurídica general del
Estado como a una base de razonamiento y a un principio inicial de soluciones o de indicaciones
útiles; pero, entiéndase bien, incluso en este caso es necesario buscar los elementos de esta
teoría general en las instituciones constitucionales o en las reglas de derecho público consagradas
por el orden jurídico vigente.
22
bres. Este número puede ser más o menos considerable: basta que estos
hombres hayan conseguido, de hecho, formar un cuerpo político autónomo, es
decir, distinto de los grupos estatales vecinos. Un Estado es por lo tanto, ante
todo, una comunidad humana. El Estado es una forma de agrupación social. Lo
que caracteriza esta clase de comunidad es que se trata de una colectividad
pública que se sobrepone a todas las agrupaciones particulares de orden
doméstico o de interés privado, o inclusive de interés público local, que puedan
existir entre sus miembros.
Mientras que en su origen los individuos no vivieron más que en pequeños grupos
sociales, familia, tribu, gens, aislados los unos de los otros, aunque coexistiendo
sobre el mismo suelo, sin conocer cada cual sino sus intereses particulares, las
comunidades estatales se formaron englobando a todos los individuos que
poblaban un territorio determinado en una corporación única, fundada sobre la
base del interés general y común que une entre sí, a pesar de todas las
diferencias que los separan, a los hombres que viven juntos en un mismo país:
corporación ésta superior y general, que ha constituido desde entonces un pueblo,
una nación. La nación es, pues, el conjunto de hombres y de poblaciones que
forman un Estado y que son la sustancia humana del Estado.2 En lo que se refiere
a esos hombres considerados individualmente, llevan el nombre de nacionales o
también ciudadanos, en el sentido romano de la palabra civis, término que designa
precisamente el vínculo social que, por encima de todas sus relaciones
particulares y sus agrupaciones parciales, reúne a todos los miembros de la
nación en un cuerpo único de sociedad pública.
El segundo elemento constitutivo de los Estados es el territorio. Ya hemos visto
que una relación de vinculación nacional no puede adquirir consistencia más que
entre hombres que están en contacto por el hecho mismo de su convivencia
permanente sobre uno o más territorios comunes. El territorio es, pues, uno de los
elementos que permiten que la nación realice su unidad. Pero, además, una
comunidad nacional no es apta para formar un Estado sino mientras posea un
suelo, una superficie de tierra sobre la cual pueda afirmarse como dueña de sí
misma e independiente, 3 es decir, sobre la cual pueda, al mismo tiempo, imponer
su
13
2
Se verá después (pp. 31-32, y también n' 388), que en su sentido jurídico exacto, tal como resulta
del sistema positivo del derecho público francés y especialmente del sistema de la soberanía
nacional, la palabra "nación" denomina no ya una masa amorfa de individuos, sino la colectividad
organizada de los nacionales, en cuanto esta colectividad se halla constituida por el mismo hecho
de su organización en una unidad indivisible. En este sentido jurídico, la nación no es ya solamente
uno de los elementos constitutivos del Estado, sino que es, por excelencia, el elemento constitutivo
del Estado en cuanto se identifica con él.
3
Independiente, al menos en cierta medida, que se precisará n° 62, infra
23
4
A decir verdad, la relación entre el Estado y su territorio de ninún modo dehe considerarse como
una relación de sujeto a objeto. El territorio no es un objeto situado fuera de la persona jurídica
Estado, y sobre el cual esta persona posea un poder más o menos comparable a los derechos que
pueden corresponder a una persona privada sobre los bienes dependientes de su patrimonio, sino
que es un elemento constitutivo del Estado, es decir, un elemento de su ser y no de su haber, un
elemento, pues, de su misma personalidad, y en este
24
sentido aparece como parte integrante de la persona Estado, que sin él no podría ni siquiera
concebirse. Sin duda, el patrimonio de los individuos es, en ciertos aspectos, la prolongación de su
personalidad, por lo que las lesiones delictivas causadas a los bienes comprendidos dentro de ese
patrimonio constituyen realmente ataques a la persona misma de su propietario. Sin embargo, la
existencia de un patrimonio efectivo no es la condición de la personalidad del individuo: éste
seguirá siendo sujeto jurídico aun cuando su patrimonio fuera nulo o llegara a ser destruido. En
ausencia de un territorio, por el contrario, el Estado no puede formarse, y la pérdida de su territorio
supondría su completa extinción. El territorio es, por lo tanto, una condición de existencia del
Estado, y esto es lo que los autores expresan al calificar a éste como corporación territorial (Duguit,
Manuel de droit constitutionnel, 1? ed., p. 102), según la terminología creada en esta materia por
Gierke (Gebietskorperschaft). Por lo cual también la doctrina contemporánea, al repudiar el antiguo
concepto que consistíaen presentar al Estado como sujeto y al territorio como objeto, define al
territorio como elemento constitutivo del Estado en cuanto sujeto jurídico (Jellinek, loe. cit., vol. n, p.
19), o también como un elemento de su personalidad jurídica (cf. Duguit, Traite, vol. i, p. 95). El
mérito de haber despejado esta nueva noción pertenece a Fricker, Vom Staatsgebiet, pp. 16 .(Vid.,
del mismo autor, Gebiet und Gebietshaheit).5 El reconocimiento, en ]a doctrina contemporánea, del
hecho de que el Estado no posee sobre su territorio derecho especial alguno de naturaleza real ha
tenido por efecto agravar las dificultades que suscita la cuestión de las "cesiones territoriales" que
tienen lugar entre dos naciones, especialmente después de una guerra. La posibilidad de tales
cesiones se concebiría fácilmente en el sistema del Estado patrimonial. La idea de cesión de
territorio puede justificarse aún en la doctrina que admite la existencia de una potestad particular
del Estado sobre fu dominio territorial. Esta misma idea llega a ser, por el contrario, muy difícil de
construir jurídicamente en cuanto se le niega al Estado una soberanía territorial distinta de la
potestad que tiene sobre sus subditos; claro está que el Estado no puede ceder sobre su territorio
derechos que no tiene. Esta dificultad teórica se encuentra señalada, más no resuelta, por Duguit
(Traite, vol. i, p. 96). Jellinek (loe. cit., vol. n, pp. 29-30, 33) trata de soslayarla sustituyendo a la
idea de cesión del territbrio la idea de cesión de la "dominación sobre lo*habitantes del territorio".
Pero esta sustitución, en cuanto al objeto cedido, no basta para hacer desaparecer todas las
dificultades inherentes a esta cuestión. Porque, a decir verdad, es la idea misma de cesión la que
suscita graves objeciones jurídicas cualquiera que sea por otra parte el objeto —territorio o
habitantes— sobre el cual se pretende que recaiga la cesión. La posibilidad de una cesión
propiamente dicha no se concibe en ninguna de las doctrinas que rigen en la época presente
respecto al fundamente de la naturaleza del Estado. Colocándose en la teoría que relaciona el
Estado con las hipótesis del contrato social o también afl
25
liándose a las doctrinas que ven en el Estado una asociación entre sus miembros, habrá que
deducir que, sin el consentimiento —formal o implícito— de los pueblos interesados, ni el Estado
llamado cedente puede, por su sola voluntad, ceder una parte de su pueblo, ni tampoco el Estado
llamado cesionario puede acrecentarse por dicha cesión. Pero la idea de cesión es aún menos
admisible en la doctrina que se expondrá más adelante (núms. 22-23) y según la cual el Estado
debe ante todo su existencia al hecho de su propia potestad dominadora; pues habrá de verse
(núms. 57 ss.) que una potestad no tiene carácter de dominación estatal sino mientras se funda
sobre la propia fuerza y voluntad de la colectividad a la cual pertenece; es preciso que posea —en
este sentido— un carácter originario, y esto mismo excluye la posibilidad de admitir que la potestad
estatal sea susceptible de adquirirse por medio de cesión. Este punto ha sido claramente puesto
de manifiesto, a propósito de Alsacia y Lorena, por Redslob (Abhangige Lander, pp. 68 ss.), quien
demuestra que —contrariamente a la afirmación de Laband (Das Staatsrecht des deutschen
Reichs, 5° ed., vol. u, p. 212)— la soberanía sobre los ter ritorios alsaciano y lorenés no ha podido
ser transferida y adquirida por efecto del tratado concertado entre Francia y Alemania: el Imperio
alemán la adquirió por su propia fuerza, es decir, sea por la conquista, como dice Redslob (loe.
cit.), sea por la ley del 9 de junio de 1871 que decretó la unión de Alsacia y Lorena al Imperio
(Jellinek, loe. cit., vol. n, p. 376). Por lo menos la adquisición de nuevos territorios y el
acrecentamiento territorial de los Estados no pueden considerarse como el producto de una cesión
desde el punto de vista del derecho público interno, es decir, en las relaciones del Estado que se
acrecienta con los habitantes del territorio adquirido que se transforman en súbditos suyos: la
nueva sujeción de éstos es únicamente la obra del Estado adquirente, que por su propia acción
consigue, con o sin su consentimiento, extender sobre ellos su potestad dominadora; a este
respecto la idea y la palabra anexión son más exactos que la idea y el término cesión. Desde el
punto de vista internacional, por el contrario, es decir, en las relaciones entre el Estado disminuido
y el Estado que anexiona, parece que el concepto tradicional de cesión vuelve a hallar su
aplicación. Según los principios del derecho de gentes contemporáneo, en efecto, la conquista no
puede constituir un título de posesión legítimo en tanto no sea consagrada por un tratado que
suponga especialmente una renuncia por parte del Estado despojado. Débase distinguir, pues, en
esta materia el punto de vista del derecho público interno y el punto de vista del derecho
internacional (Jellinek, eod. loe,; Redslob, op. cit., pp. 70-71). Por ello los tratados de derecho
internacional admiten generalmente la idea de cesión territorial. Sin embargo, incluso en el último
sentido resulta dudoso que esta idea sea exacta. Si, particularmente después de una guerra, un
Estado victorioso ha podido por este solo hecho adquirir una potestad de dominio interno sobre un
país subyugado por él, no se ve la posibilidad de que, sobre este país, el Estado vencido pueda, a
título internacional, ceder o transferir una potestad que ya no posee. ¿No es más exacto que. por el
tratado que media en este caso, el Estado despojado se limita a reconocer un estado de cosas que
se ha formado sin su concurso y renuncia a discutir en adelante el hecho realizado, es decir, la
extensión de potestad estatal llevada a cabo por el Estado conquistador? La fórmula de abandono
de Alsacia y parte de Lorena por Francia estaba concebida en este sentido: el artículo 1' de los
preliminares de paz firmados en 26 de febrero de 1871 decía que "Francia renuncia en favor del
Imperio alemán a todos sus derechos y títulos sobre los territorios situados..."; y el texto añadía: "el
Imperio alemán poseerá estos territorios en perpetuidad en plena soberanía y propiedad", lo que
constituía el reconocimiento de la conquista realizada por Alemania. Las
26
del grupo nacional. El examen de los Estados, desde ese punto de vista, revela
que esta potestad pública debe su existencia, precisamente, a una determinada
organización del cuerpo nacional, organización por la cual, en primer término, se
encuentra realizada de modo definitivo la unidad nacional, y cuyo fin esencial es
también crear en la nación una voluntad capaz de tomar por cuenta de aquélla
todas las decisiones que precisa la gestión de sus intereses generales;
organización, en fin, de la que deriva un poder coercitivo que permite a la voluntad
así constituida imponerse a los individuos con fuerza irresistible.6 De esta suerte,
dicha voluntad de dirección y dominación se ejerce con doble fin: por una partease
relaciona con la comunidad, y de otra parte realiza actos de autoridad que
consisten ya en emitir preceptos imperativos y obligatorios, ya en obligar a
ejecutar tales preceptos. Teniendo en cuenta esos diversos elementos
suministrados por la observación de los hechos, podría definirse, pues, cada uno
de los Estados in concreto como una comunidad de hombres fijada sobre un
territorio propio y que posee una organización de la que resulta para el grupo,
considerado en sus relaciones con sus miembros, una potestad superior de
acción, de mando y de coerción.
3. Esta primera definición, aunque resulte conforme con los hechos, no puede
satisfacer plenamente al jurista. La razón de ello es que la ciencia jurídica no tiene
solamente por objeto comprobar los hechos que originan el derecho, sino que
tiene por principal empeño definir las relacio
17
renuncia y reconocimientos de esta clase tienen en muchos casos un carácter forzado: el ejemplo
de Alsacia y Lorena lo demuestra una vez más.
6
En contraposición a la doctrina generalmente admitida, que ve en la potestad pública el tercer
elemento constitutivo del Estado (ver particularmente Esmein, Éléments de droii constitutionnel, 5*
ed., p. 1; Jellinek, loe. cit., vol. II, pp. 61 ssj, ciertos autores (en particular Seidler, Das juristische
Kriterium des Staates, pp. 65 ss.) han sostenido que el verdadero elemento constitutivo del Estado,
en lo que respecta a su potestad, de ningún modo es esta potestad misma, ni siquiera la
organización de donde nace, sino los órganos que la poseen y la ejercen de hecho, pues —dicen—
sin estos órganos la potestad estatal no tendría realidad efectiva. Pero esta manera de ver no
puede admitirse. Seidler mismo hace observar (op. cit., p. 68) que al contrario del pueblo y del
territorio, que son elementos de determinación de la identidad del Estado, los órganos no
determinan más que su forma gubernamental, de tal manera que los órganos pueden variar y
hasta cambiar completamente sin que la identidad del Estado se encuentre por ello modificada en
lo más mínimo. Esto demuestra que la existencia del Estado es independiente de los órganos que
pueda poseer en un momento determinado. Sin duda la potestad del Estado no está constituida
más que por la de sus órganos; es una consecuencia de la organización dada a la comunidad
nacional. Pero por otra parte esta potestad es permanente, mientras que las formas de
organización estatal son pasajeras. Con razón, pues, la mayoría de los autores hacen resaltar
como elemento constitutivo del Estado la potestad invariable que resulta de su organización más
bien que los órganos variables que la mueven.
27
nes jurídicas que se derivan de estos hechos. Ahora bien, desde este punto de
vista, la insuficiencia de la definición antes enunciada proviene manifiestamente
del hecho de que se limita a indicar los elementos que concurren para engendrar
al Estado más bien que a definir el Estado mismo. Y por lo tanto resulta peligrosa,
ya que conduce naturalmente a confundir al Estado con sus elementos, o al
menos con algunos de sus elementos. Es así como se ha pretendido identificar al
Estado con la masa de individuos que lo componen. Otros, considerando a la
potestad pública y a la organización que la origina como elemento capital del
sistema estatal, han llegado a identificar al Estado con las propias personas que,
en virtud de esa organización, aparecen investidas de dicha potestad.7 Estas
doctrinas se deben a una confusión. En efecto: el territorio, el conjunto de
habitantes que viven en común, la organización misma de la colectividad y la
potestad pública que de ella deriva no son sino condiciones de la formación del
Estado. Estos diversos factores combinados tendrán, desde luego, al Estado como
resultante, pero el Estado no se confunde con ninguno de ellos. Tal confusión no
habría tenido lugar si nos hubiéramos elevado de la observación de los elementos
de hecho del Estado a una noción extraída de los elementos de derecho que
determinan su esencia jurídica. Parece indiscutible que estos elementos de
derecho son los que deben predominar en la definición jurídica del Estado.
Ahora bien, desde el punto de vista jurídico, la esencia propia de toda comunidad
estatal consiste primero en que, a pesar de la pluralidad de sus miembros y de los
cambios que se operan entre éstos, se encuentra retrotraída a la unidad 8 por el
hecho mismo de su organización. En efecto, como consecuencia del orden jurídico
estatutario establecido en el Estado, la comunidad nacional, considerada bien sea
en el conjunto de sus miembros actualmente en vida o bien en la serie sucesiva de
las gene-
18
7 Hasta ha habido autores que han identificado al Estado con su territorio. Es así como Seidler (op.
cit,, p 59), partiendo de la idea de que el territorio es un elemento constitutivo del Estado (ver
supra, n" 2, n. 4), declara que "el territorio es el Estado mismo considerado con relación a su
extensión". Pero esta deducción es totalmente exagerada. Seidler es llevado por ella a sostener
que las modificaciones que puedan producirse en las dimensiones del territorio, especialmente
después de una cesión territorial, tienen por efecto modificar al Estado mismo. Tal es también la
tesis de Fricker, Vom Staatsgebiete, p. 27. Esta tesis es rechazada por Jellinek (loe. cit., vol. n, p.
30 n.; ct. Duguit, Traite, vol. i, p. 95), que observa con razón que las modificaciones introducidas en
el territorio estatal no suponen la desaparición del antiguo Estado y su sustitución por un Estado
nuevo. Aunque el territorio sea una de las condiciones de la personalidad estatal, ésta no se
modifica por las variaciones parciales del territorio. Lo que significa, pues, que el Estado no se
confunde con su territorio.
8 Gierke (Genossenschajstheorie, vol. i, pp. 456 ss., y "Grundbegriffe des Staats", Zeitschríft für die
gesammte Staatsivissenschaft, vol. xxx) fue el primero en despejar en toda su amplitud este
concepto de la unidad estatal.
28
raciones nacionales, está organizada en tal forma que los nacionales constituyen
entre todos un sujeto jurídico único e invariable, así como sólo entre todos tienen,
en lo que concierne a la dirección de la cosa pública, una voluntad única: la que se
expresa por los órganos regulares de la nación y que constituye la voluntad
colectiva de la comunidad. Este es el hecho jurídico primordial que debe tener en
cuenta la ciencia del derecho, y no puede tenerlo en cuenta sino reconociendo
desde luego al Estado, expresión de la colectividad unificada, una individualidad
global distinta de la de sus miembros particulares y transitorios, es decir,
definiendo al Estado como persona jurídica. Por consiguiente, en las sociedades
constituidas en forma estatal, lo que los juristas llaman propiamente Estado es el
ente de derecho en el cual se resume abstractamente la colectividad nacional. O
también, según la definición adoptada por los autores franceses: Estado es la
personificación de la nación. (Esmein, Éléments, 5* ed., p. 1; cf. Bluntschli, Théorie
genérale de l'État, trad. francesa, p. 18: "Estado es la persona política organizada
de la nación".)
Sin embargo, para determinar perfectamente el concepto del Estado no es
suficiente presentar a éste como una unidad corporativa, porque no solamente los
grupos estatales realizan tales unidades, sino que numerosas formaciones
corporativas de derecho público o sociedades de derecho privado presentan
también una organización que las unifica y constituyen, como tales, personas
jurídicas. Lo que distingue al Estado de cualquier otra agrupación es la potestad
de que se halla dotado. Esta potestad, que sólo él puede poseer, y que por lo
tanto se puede ya caracterizar denominándola "potestad estatal", lleva, en la
terminología tradicionalmente consagrada en Francia, el nombre de soberanía.
Según esto, se podría concretar, pues, la noción jurídica del Estado a esta doble
idea fundamental: el Estado es una persona colectiva y una persona soberana. Se
verá después, sin embargo, que el empleo en este caso de la palabra soberanía,
aunque se justifica respecto al Estado francés, suscita fuertes objeciones desde el
punto de vista del derecho público en general. Es conveniente, por lo tanto,
abandonar esta expresión discutible y titular del siguiente modo el doble tema que
acabamos de indicar y que pasamos a tratar en seguida: 1º el Estado como
persona; 2º la potestad propia del Estado.
29
CAPITULO I
1
Este concepto se infiere de varios pasajes de Laband (Droit public de l'Empire allemand, ed.
francesa, vol. i, pp. 102, 140 ss., 158 ssj. Se deduce igualmente de la teoría de Jellinek según la
cual, a diferencia de las asambleas electivas, que son órganos de la nación (op. cit, ed. francesa,
vol. n, pp. 278 ss.), el monarca es el órgano del Estado (ibid., pp. 291-292), teoría que establece
con esto una oposición entre el Estado y la nación (ver núms. 385 s., infra). Asimismo O. Mayer
(Die juristische Person und ihre Verwertbarkeit im offentl. Hecht, p. 29) declara que "la persona
jurídica tiene su substrato fuera de los hombres" que forman parte del grupo: lo que está
personificado, según este autor (p. 22), es "la empresa" en vista de la cual se ha formado el grupo,
y no el grupo mismo. Cf. Hauriou, que en la 3* edición de su Précis, de droit administratif, p. 22,
decía ya: "El Estado no se confunde con la nación", y que aun hoy (La souveraineté nationale, pp.
1 ss., 147 ss.) distingue y opone la soberanía nacional y la soberanía del Estado.
2
Ver especialmente Jellinek (loe. cit., vol. i, pp. 34, 279), que se rehúsa a admitir que el pueblo sea
una persona y sostiene que no es más que un órgano del Estado, y Laband (loe. cit., vol. i, p. 443)
: "El conjunto del pueblo alemán no es un sujeto de derecho".
31
dose a ella; desde el momento que se admite que los poderes de naturaleza
estatal pertenecen a la nación, hay que admitir también que existe la identidad
entre la nación y el Estado, en el sentido de que éste no es sino la personificación
de aquella. En vano ciertos autores (por ejemplo Rehm, Allgemeine Stautslehre,
pp. 151 ss.) tratan de evadirse de esta conclusión esforzándose por diferenciar los
dos conceptos de soberanía del Estado y soberanía de la nación. Esta distinción
es inaceptable, pues es claro que si el Estado y la nación son dos personas
diferentes, la soberanía de la una excluye la soberanía de la otra. La soberanía no
puede ser a la vez un atributo estatal y nacional, y la nación no puede ser
soberana al mismo tiempo que el Estado sino a condición de que ambos no
formen más que una sola y misma persona.3 Por esto el principio de la soberanía
nacional excluye la idea de que el Estado pueda, como persona, adquirir su
existencia fuera de la nación.
Se deduce de ello que los mismos miembros de la nación —como lo ha
demostrado muy bien Michoud (op. cit., vol. i, pp. 36 ss., vol. n, pp. 1 ss.)— no
pueden ser considerados, en sus relaciones con la persona Estado, como siendo
de todo punto terceros, completamente extraños a ésta.4 Asimismo no es
enteramente exacto decir, como hace Laband (loe. cit., vol. i, p. 102): "Los
derechos del Estado no son derechos de sus miembros; son derechos que
pertenecen en propiedad al Estado; dichos miembros no tienen parte en ellos, aun
cuando sean llamados a ejercerlos". Sin duda, los fundadores revolucionarios del
derecho moderno de Francia han tenido cuidado de especificar en textos expresos
(ver infra, n' 331) que la soberanía que llamaban nacional reside en la nación
entera, en la colectividad indivisible de los ciudadanos y no dividida en cada uno
de éstos. La soberanía está en el todo; no está en las partes o fracciones. La
nación es soberana en cuanto unidad corporativa, en cuanto persona jurídica
superior a sus miembros individuales. Pero, por otra parte, también es cierto que,
en el concepto revolucionario, la nación adquiere su consistencia en los individuos
que son miembros suyos; es un compuesto de hombres considerados como
iguales entre sí; es la colectividad —unificada— de los ciudadanos, de todos los
ciudadanos (cf. n9 418, infra). Según el derecho francés, éstos no pueden ser,
pues, completamente eliminados en la construcción jurídica
20
3
. "La soberanía nacional implica una correspondencia exacta entre el Estado y la nación" (Duguit,
Les transformations du droit public, p. 19).
4
Esta relación entre la persona colectiva y sus miembros se encuentra igualmente marcada para
las sociedades de derecho privado por Labbé (Sirey, 1881, 2. 249) : "La personificación de las
sociedades no es más que una fuerte concentración de los derechos individuales, y no la creación
de un ser moral absolutamente distinto de los individuos". Cf. Bourcart, De I'organisation et des
pouvoirs des assemblées genérales dans les sociétés par actions, n" 13.32
32
21
5
En este sentido Jellinek (loe. cit., vol. n, p. 60) dice con razón que la nación no puede existir
jurídicamente fuera del Estado. Pero que la nación no sea una persona anteriormente al Estado no
implica que, una vez nacida, no encuentre en él su personificación y que el Estado personifique
otra cosa que la nación.
6
En este sentido: Esmein, Éléments, 5* ed., p. 1: "El Estado es la personificación jurídica de una
nación". Michoud, op. cit., vol. i, p. 288: "La nación no tiene ninguna existencia jurídica distinta; el
Estado no es sino la nación misma (la colectividad) jurídicamente organizada; es imposible
comprender cómo ésta podría concebirse como un sujeto de derecho distinto del Estado". Orlando,
Revue du droit public, vol. III, p. 20: "Esta idea de pueblo o de nación coincide con la idea del
Estado. Pueblo y Estado son las dos facetas de una idea esencialmente única. El pueblo halla en
el Estado su personalidad jurídica; el Estado halla en el pueblo el elemento material que lo
constituye". Le Fur, "L'État, la suveraineté et le droit", Zeitschrift für Volker u. Bundesstaatsrecht,
vol i, p. 222 y p. 234 n.: "El Estado es la nación jurídicamente organizada". Cf. Saripolos, La
démocnttie et l'élection proportionnelle, vol. I, pp. 67 ss.
33
dades especiales de las cuales son susceptibles las formaciones entre individuos.
En una palabra, el grupo de individuos que la doctrina personalista pretende
personificar se reduce simplemente a estos mismos individuos agrupados de
cierto modo.' Un punto de vista análogo sostiene Planiol, para las colectividades
de derecho privado calificadas de personas jurídicas, sosteniendo (Traite
élémentaire de droit civil, & ed., vol. i, núms. 3005 ss., ver especialmente núms.
3017-3019 y 3044-3046) que esta falsa calificación no designa realmente sino un
sistema especial de agrupamiento patrimonial y una forma particular de propiedad,
la propiedad corporativa. Teorías del mismo género han sido propuestas por van
den Heuvel (De la situation légale des associations sa?is but lucratif, ver
especialmente pp. 5 55., 53 ss.) y de Vareilles-Sommiéres (Des personnes
morales, ver especialmente pp. 136 ss., 147 ss., 152 ss.), que desarrollan la idea
de que todas las pretendidas personas jurídicas se reducen a simples
asociaciones de individuos.8
Los autores que se adhieren a este primer método de negación de la personalidad
del Estado, tienen al menos el mérito de colocarse sobre el terreno del
razonamiento jurídico; su doctrina procede de cierto concepto de la naturaleza
jurídica de las colectividades organizadas. Mas otros adversarios de la
personalidad estatal se han inspirado en un método bien diferente. Estos
pertenecen a esa escuela realista o empírica que, pretendiendo atenerse a los
hechos materiales y adaptarles las teorías jurídicas, declara que no hay posibilidad
de reconocer la calidad de personas más que a los seres humanos porque —
dicen— sólo el hombre posee, como tal persona, una existencia real, y por lo
demás él solo está
7 Considerando por ejemplo una asociación de diez personas, Betrthélemy (loe. cit., pp. 27-28)
dice que no se puede, en un caso semejante, hallar once personas "a saber, nosotros diez,
considerados separadamente, y la colectividad formada por nuestra asociación... Somos diez y no
once. No hay una undécima persona de más, sea natural o ficticia... Si somos colectivamente
propietarios, las cosas ocurrirán como si formáramos una sola persona. La ficción así comprendida,
aparece ya como un procedimiento que permite explicar con mayor sencillez el funcionamiento de
las reglas de derecho en esa situación particular. No origina por entero una persona más,
independiente de los miembros de la colectividad. La personalidad moral no es, en final de
cuentas, sino un medio de explicar las reglas de la propiedad colectiva".
8 La refutación de estas diversas teorías será expuesta más adelante. Desde ahora es conveniente
observar, con Michoiid (Revue du droit public, vol. xx, pp. 349 ss., y Théorie de la personnalité
moróle, vol. i, pp. 62 ssj y con Capitant (Introduction a Fétude du droit civil, 2* ed., pp-. 170 ss.),
que dejan de lado todo lo concerniente a la potestad cuyo sujeto es el Estado y que tratan al
Estado como una simple comunidad de bienes; como si el problema de la personalidad estatal se
redujera a una pura cuestión de régimen patrimonial. Por otra parte, estas teorías implican que el
Estado tomaría su existencia de un contrato de asociación estipulado entre sus miembros; lo que,
como veremos más adelante, es igualmente inadmisible.
35
9
La doctrina de Duguit, por otra parte, se funda sobre la teoría general que consiste «i negar la
subjetividad del derecho, y especialmente en negar que cada derecho deba concebirse como una
relación entre dos sujetos. Lo que por costumbre se llama derecho subjetivo Tío es, según este
autor, sino un poder de querer, en virtud del cual la voluntad individual producirá un efecto jurídico,
al menos cuando se conforma a la regla objetiva de derecho. Para que la voluntad expresada por
los gobernantes produzca efectos jurídicos, no es, pues, de ningún modo necesario establecer que
el Estado es una persona, un sujeto de derechos '(ver en particular L'État, vol. 1, cap. ni, y ver
también las objeciones a esta teoría por Michoud, op. cit., vol. i, n9 22 y Saleilles, De la
personnalité juridique, pp. 545 ss.).
10
Sin embargo Le Fur, al definir al Estado como asociación pura y simple de individuos (loe. cit.,
pp. 222 y 231), se relaciona con la escuela de van den Heuvel y de Vareilles-Sommiéres, que no
ven, ellos tampoco, en el grupo personificado, más que una asociación de hombres, y cuya teoría
se aproxima así a las de Berthélemy y Planiol.
36
Seydel (op. cit., pp. 1 ss.) que ve en la Herrschaft, no ya un derecho del Estado
sino un derecho personal del Herrscher.11 Seydel ha sido seguido y adelantado
por Bornhark (Preussisches Staatsrecht, vol. i, pp. 64 ss, 128 ss.; Allgemeine
Staatslehre, p. 13) que identifica completamente al príncipe con el Estado (en el
mismo sentido: Lingg, Empirische Untersuchungen zur allg. Staatslehre,
especialmente pp. 205 ss.; Orban, Droit constitutionnel de la Belgique, vol. i, pp.
315 y 461). Duguit se expresa del mismo modo (ver por ejemplo UÉtat, vol. i, p.
259): "El Estado es simplemente el individuo o los individuos investidos de hecho
del poder, o sea los gobernantes.12 Y esta fórmula es reproducida por Le Fur ("La
souveraineté et le droit", Revue du droit public, 1908, p. 391):"Hablar de los
derechos del Estado es tanto como hablar de los derechos de los gobernantes", y
aún: "La palabra Estado resulta prácticamente carente de todo sentido si no
significa ni los gobernantes ni los gobernados" (ibid., p. 390). Bossuet (Politique
37
tirée des propres paroles de l'Écriture sainte, lib. vi, al principio), había dicho ya:
"Todo el Estado está en la persona del Príncipe." (Ver para la refutación de esta
teoría: Esmein, Éléments, 5" ed., pp. 34 ss.; Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol.
i,pp. 244 ss.; Rehm, op. cit., pp. 156 ss.)13
23
11
Según Seydel (op. cu., pp. 4 ss.), la potestad de dominación, que es la característica de las
agrupaciones estatizadas, no es una potestad de Estado, sino una potestad sobre el Estado. El
Estado no es el sujeto de esta potestad, sino su objeto. El verdadero sujeto es el Herrscher, y por
consiguiente Seydel dice que la relación entre el Herrscher y el Estado es análoga a la relación
entre un propietario y su cosa.
12
En otro lugar (Traite, vol. i, p. 23) Duguit dice que "el Estado no es sino una expresión abstracta
empleada para designar un hecho social", a saber, el hecho de la "diferenciación entre
gobernantes y gobernados". Pero véase en ese mismo Traite, vol. I, p. 49: "Para conformarnos con
el uso, emplearemos frecuentemente la palabra Estado; pero entiéndase bien que en nuestro
pensamiento esta palabra designará, no ya esa pretendida persona colctiva que es un fantasma,
sino a los hombres reales que de hecho poseen la fuerza".
13
O. Mayer (Die juristische Person u. ihre Verwenbarkeit im offentl. Recht) presenta una teoría que
se aproxima a la señalada anteriormente. Pretende, igualmente, que en cierto sentido el Estado no
se distingue de los gobiernos y que, en todo caso, no es independiente de ellos; y sostiene su
doctrina de la forma siguiente: En principio el concepto de personalidad jurídica supone
esencialmente una separación bien clara establecida por el derecho positivo entre la empresa
personificada y los individuos comprendidos en el grupo que se ha formado con vistas a esta
empresa. La separación consiste especialmente en que la ley sustrae el patrimonio de la persona
jurídica a la disposición de los miembros del grupo, así como sustrae también la gestión de sus
asuntos a la omnipotencia de sus voluntades; y esto implica que la separación entre dichos
miembros y la persona jurídica se establece y mantiene por una regla de derecho que emana de
una autoridad superior a los miembros del grupo (op. cit., pp. 12 ss.). Por ejemplo, en el caso de la
sociedad por acciones, de las prescripciones de la ley positiva dictada por el Estado resulta que el
patrimonio social tiene por titular jurídico no ya a los asociados, sino a la persona social. En efecto,
la distinción entre ésta y los asociados es tan clara que los asociados serían responsables para
con la sociedad —o lo que viene a ser
38
15
Ha sido recordada por este autor en muchas ocasiones. Por ejemplo (L'État, vol.I,p. 240): "En la
realidad no hay voluntad del Estado; el Estado no es (pues) un sujeto de derecho por naturaleza,
una persona". (Ibid,, p. 261) : "La voluntad estatal no es de hecho y en realidad más que la
voluntad de los poseedores del poder, de los gobernantes." (Traitér ol. I, p. 48) : "La teoría del
Estado-persona implica que el Estado es una personalidad dotada de una voluntad superior...
Ahora bien, se trata de puros conceptos imaginarios, desprovistos de toda realidad positiva".
39
16
Michoud reconoce sin embargo que "el derecho no tiene en cuenta en realidad más que et
interés de los hombres" (Revue du droil public, vol. xx, p. 348). 17 Cf. Rousseau, Control social, lib.
u, cap. ni: "Con frecuencia hay mucha diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general:
ésta sólo mira al interés general; la otra mira al interés privado y no es sino una suma de
voluntades particulares; pero quítense de estas mismas voluntades los más y los menos que se
neutralizan, y queda como suma de diferencias la voluntad general". Se sabe por supuesto que la
teoría de Rousseau sobre la formación del Estado toma como punto de partida la idea del interés
común que ha impelido a los miembros del Estado a estipular entre sí el ¿ontrato social (Mestre,
"La notion de personnalité morale chez Rousseau'!, Revue du droit public, vol. xvm, pp. 450 ss.).
40
los que en último término habrán de salir beneficiados por efecto de las medidas
tomadas por el Estado en el ejercicio de sus derechos propios, pero se hace
observar que no se aprovechan de ellas sino por efecto indirecto y reflejo; pues en
principio la actividad del Estado se ejerce menos en favor de los intereses
particulares de los nacionales que en vista del interés general y extra-individual de
la comunidad nacional. Si, pues, existe realmente un interés colectivo nacional,
distinto de los intereses cuanto es el centro y el sujeto de los intereses de la
nación.
Una segunda teoría, relacionada con el concepto que funda los derechos
subjetivos en la voluntad de sus titulares, hace proceder la personalidad de las
colectividades del hecho de que están dotadas de una voluntad propia, voluntad
colectiva que es realmente distinta de las voluntades de los individuos. El Estado
—dícese aquí— es una persona, en cuanto es el sujeto de la voluntad de la
colectividad estatal, voluntad que es una y continua y que es también una voluntad
superior a las voluntades individuales. Esta teoría de la voluntad colectiva del
Estado, que Rousseau había sostenido ya en su Contrato social18 y de la que se
ha podido decir que forma la base de su doctrina sobre la persona moral Estado
(Mestre, Revue du droit public, vol. xvm, pp. 457 ss.; Michoud, op. cit., vol. i, pp. 82
ss.), es profesada hoy día por una doble escuela. Lo es primeramente por la
escuela orgánica alemana,19 que ve en la colectividad a un organismo, si no en el
sentido fisiológico de la palabra, por lo menos en el sentido de que la corporación,
si bien consiste en una pluralidad de individuos, constituye un ser único, con vida
real propia y realmente capaz de querer y de actuar; ser colectivo cuya voluntad y
actividad se manifiestan por sus órganos, al realizar éstos precisamente la unidad
de vida y de voluntad de la colectividad. Otra escuela, sin inspirarse directamente
en la teoría orgánica, ha pretendido demostrar la existencia real de una voluntad
colectiva, estableciendo que las voluntades de los individuos agrupados en la
colectividad, en cuanto son dirigidas hacia un fin común, están sometidas, por el
hecho mismo de esta comunidad de fin, a una fuerza unificadora en virtud de la
cual se penetran, reaccionan las unas sobre las otras, y finalmente se funden en
una resultante unificada que es la voluntad de la
26
18
Lib. i, cap. vi: "En el mismo instante, y en lugar de la persona particular de cada contratante, ese
acto de asociación (el contrato social) produce un cuerpo moral y colectivo, que recibe de este
mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad".
19
A la cabeza de esta escuela hay que citar a Gierke (Genossenschaftstheorie, ver especialmente
pp. 608 ss.; "Die Grundbegriffe des Staatcs", Zeitschrift für die gesammte Slaatswissenschaft, vol.
xxx, pp. 270 ss.; Rfichtslexikon de Holtzendorff, v* "Korporation"; Das Wessen der menschl.
Verbándc, pp. 12 y 29). Cf. Saleilles, Revue du droit public, 1898, pp. 387 ss. y Nouvelle revue'
historique, 1899, pp. 597 ss.; pero ver también, del mismo autor, De la personnalité jurídique, pp.
583 ss.
41
20 Esta teoría ha sido desarrollada por Zitelmann, Begriff u. Wesen der sogenannten juristischen
Personen, pp. 62 ss.; se encontrará resumida en la obra antes citada de Michoud, vol. i, pp. 77 ss.
Se puede relacionar con la teoría de Zitelmann la expuesta por Hauriou en la Revue genérale du
droit, 1898, pp. 126 ss. y en sus Legons sur le mouvement social, pp. 92 ss., 144 ss. Cf. Mestre,
Les personnes morales et le probléme de leur responsabilité pénale, tesis, París, 1899, pp. 191 ss.
42
mo dio Ihering (loc. cit., vol. IV, pp. 328, 342 ss.; cf. Duguit, L'État, vol. I, pp. 166
ss., vol. II, p. 70). Aun en el caso en que el concepto de un interés propio del
Estado parece afirmarse con la mayor claridad, este concepto aparente no resiste
a un atento examen; es así como los bienes de dominio privado del Estado,
aunque se traten en derecho como siendo objeto de propiedad de la persona
estatal misma, es decir, como formando sus bienes patrimoniales propios, no
sirven para procurar un fin particular al Estado, sino que son destinados realmente
a procurar a la nación ventajas cuya utilidad, finalmente, recogen sus propios
miembros. Por lo tanto, desde el punto de vista jurídico, se puede hablar de bienes
del Estado o también de intereses del Estado; pero desde el punto de vista de la
realidad, el pretendido interés colectivo del Estado se resuelve invariablemente en
intereses individuales, y ello no solamente en el sentido de que, de hecho, los
individuos son los que se benefician de las medidas tomadas por el Estado en
vista del interés nacional, sino también por el motivo de que la actividad estatal,
cuando se ejerce por cuenta del grupo nacional, no puede tener otro fin,
realmente, que dar satisfacción a los intereses de sus miembros presentes y
futuros, que pasan a ser así los verdaderos destinatarios de las medidas de
interés nacional. Ciertamente está permitido oponer el interés colectivo a los
intereses individuales, si con ello se quiere indicar que el Estado, como gerente de
los asuntos del grupo entero, no puede trabajar para una categoría especial y
privilegiada de sus miembros, sino que debe por el contrario mantener el equilibrio
entre todos los intereses particulares. Esto es precisamente lo que expresa la
fórmula trivial según la cual, en el Estado, el gobierno debe funcionar en interés de
todos; pero esta misma fórmula implica que los intereses a los cuales el Estado
debe atender, no son en realidad otros que los de sus propios miembros.21
El concepto de una voluntad real de la colectividad, incluso basada sobre la idea
de una fusión de las voluntades individuales, no es tampoco aceptable. Es
imposible concebir una voluntad estatal que no sea una vo-
28
21
Cf. sobre estos últimos puntos Larnaude, "La théorie de la personnalité morale", Revue du droit
public, 1906, pp. 581 ss.: "AI conceder derechos al grupo, ¿se los quitamos al individuo? Una
visión muy superficial de las cosas nos impulsa su decir esto. Porque esos derechos, si se los
conferimos al grupo, es para que pueda aprovecharse mejor de ellos el individuo que forma parte
de éste. Cuando el derecho socializa la justicia, las vías de comunicación, la defensa del territorio,
la seguridad individual, refuerza realmente en proporciones gigantescas la protección que el
individuo hubiera podido procurarse con gran esfuerzo —y a veces no hubiera logrado procurarse
en ninguna forma— en esos diferentes aspectos. No olvidemos que, en toda relación jurídica, no
se debe confundir el sujeto jurídico del derecho, que frecuentemente no es sino el sujeto aparente,
con el sujeto final, definitivo, el verdadero destinario; que es el que a menudo aprovecha del
derecho del cual parece gozar exclusivamente el primero. Esto siempre es cierto para las personas
morales."
43
22
Es inútil añadir que este concepto puramente jurídico no tiene nada de común con la teoría
naturalista que pretende que el Estado es un organismo viviente tal como el hombre o el animal, y
que funda sobre esta pretendida aseveración la realidad de su ser y de su personalidad. Ver sobre
y en contra de esta teoría, hoy desacreditada, especialmente entre los juristas: Michoud, op. cit.,
vol. i, núms. 33 ss.; Jellineck, loe. cit., vol. i, pp. 247 ss.
44
carse, para considerarlos, en el campo del derecho. Así pues, desde el punto de
vista real, no existe voluntad estatal, puesto que, en el orden de los fenómenos
positivos, las voluntades expresadas en nombre del Estado son únicamente
voluntades de individuos. Pero desde el punto de vista jurídico es perfectamente
exacto hablar de una voluntad del Estado, ya que, en virtud de la organización
jurídica de la nación, las voluntades expresadas en ciertas condiciones por ciertos
individuos que tienen para ello competencia constitucional se erigen en voluntad
colectiva del Estado.
Jurídicamente, pues, el Estado se convierte en un ser capaz de querer, aparece
como el sujeto de la voluntad de la colectividad.
9. Pero se ha objetado (Michoud, op. cit., vol. i, p. 98), que este concepto y esta
justificación de la personalidad del Estado viene a ser, en definitiva, aquella
antigua teoría de la ficción, que bajo la influencia de Savigny, predominó durante
mucho tiempo, y que, no viendo en el Estado sino una persona ficticia,23 implicaba
realmente una negación de esta persona. Porque decir que el Estado es una
persona ficticia equivale a reconocer que esta persona no existe o, lo que es lo
mismo, que no existe sino en virtud de una idea arbitraria de los juristas. Por otra
parte, si se confiesa que el concepto de la personalidad del Estado no tiene base
en los hechos de orden real, parece que la afirmación, a título jurídico, de esta
personalidad, no presenta ya verdadero interés, pues parece reducirse, en estas
condiciones, a puro juego de palabras.
30
23
La teoría de la ficción, que se encuentra expuesta en la obra antes citada de Michoud, vol. i, pp.
16 ss., es aún sostenida actualmente por varios autores: Ducrocq, "De la personnalité civile de
l'État d'aprés les lois civiles et administratives de la Trance", Revue genérale du droit, 1894, pp.
101 ss. y Cours de droit administratif, 7" ed., vol. IV, núms. 1372 ss.; Bourcart, Des assemblées
genérales dans les sociétés par actions, p. 32; Bierling, Kritik der furistischenGrunbegriffe, vol. II,
pp. 222 ss., y Juristische Prinzipienlehre, vol. i, pp. 223 ss.; Orban, Droit constitutionnel de la
Belgique, vol. I, pp. 307, 461 ss. Pero la mayor parte de los autores contemporáneos rechazan la
idea de la ficción: Michoud, op. cit., vol. i, pp. 18 ss.; Saleilles, De la personnalité juridique, pp. 517
ss.; G. Meyer, Lehrbach des deutschen Staatsrechts, 6' ed., p. 15 n.; Jellinek, op. cit., ed, francesa,
vol. i, pp. 269, 277 ss., 295, 296; Rehm, op. cit., p. 153; O. Mayer, Die juristische Person, pp. 17-18.
Esmein, Éléments, 5* ed., pp. 4, 34-35, declara que "el Estado, sujeto y titular de la soberanía, no
es más que una persona moral, una ficción jurídica" y presenta especialmente la personalidad del
Estado como "una ficción legal"; por sus fórmulas este autor parece clasificarse entre los
partidarios de la ficción. Pero, como lo hace observar Michoud, "La personnalité et les droits
subjectifs de l'État dans la doctrine Trangaise contemporaine", Festsc.hrift Otto Gierke, p. 498, se
trata sólo de una apariencia. Esmein mismo (loe. cit., p. 34) asegura que esta especie de ficción
''traduce las más altas realidades", y por las explicaciones que proporciona sobre este punto (p. 4
n.) da a entender pues sólo empleó el término ficción para hacer resaltar que la personalidad del
Estado, a diferencia de la de las personas físicas, no es "un elemento suministrado por la
naturaleza, sino un producto del espíritu humano". Según esto, el término ficción debe entenderse
aquí en 1 sentido de abstracción. Una abstracción que traduce las más altas realidades.
45
24 O. Mayer (op. cit., p. 56) trata muy bien el problema cuando dice que, antes de pronunciarse
sobre el punto de saber si el Estado es una persona, es conveniente comprobar el interés que
representa el reconocimiento de esa personalidad; y a la inversa, si la idea de personalidad estatal
es rechazada, ¿qué cambio práctico habrá habido en la situación del Estado? Contestación: El
concepto de personalidad estatal corresponde al hecho, actualmente consagrado por el derecho
público positivo, de que en virtud de la organización que es propia del Estado, los destinos de la
comunidad nacional no son regidos por las voluntades individuales de sus miembros cualesquiera,
sino por la voluntad de aquellos de dichos miembros que han recibido, para dicho efecto, potestad
del órgano jurídico estatutario vigente y que se hallan por ello erigidos en órganos de la voluntad
una y superior, es decir, estatal, de la comunidad. Así pues, el concepto del Estado-persona
depende directamente de la existencia y mantenimiento de cierto orden jurídico que forma el
estatuto orgánico del Estado. Y a la inversa, la negación de la persona Estado implica la
destrucción de este orden jurídico, y llevada a sus últimas consecuencias, conduciría hasta a la
anarquía. Desde este punto de vista, el interés práctico que entraña el concepto de personalidad
estatal no es dudoso, y está bien "claro que, si este concepto no tuviera más que un valor teórico,
sus adversarios no lo combatirían con tanto encarnizamiento. Realmente, el fin que buscan estos
adversarios es el de debilitar la organización estatal y con ella la potestad misma del Estado.
Desde otro punto de vista, el concepto de personalidad estatal tiene por utilidad procurar una base
jurídica firme al moderno sistema de limitación de los poderes de los individuos que sirven de
órganos al Estado. Implica, en efecto, que el Estado se distingue de esos individuos, en el sentido,
al menos, de que los poderes que poseen son ejercidos por ellos, no en su propio nombre, sino en
nombre de la persona Estado y en virtud del estatuto orgánico establecido por el Estado; de donde
se deduce la consecuencia de que estos poderes encuentran en ese estatuto sus condiciones de
ejercicio y sus límites. Por el contrario, la teoría que, al negar la existencia de una persona estatal,
sostiene que la potestad de Estado no tiene más fundamento y existencia que la fuerza que
poseen de hecho los gobernantes, conduciría a la consecuencia de que los poderes de los órganos
de Estado al menos los del órgano supremo, no tienen más límite que los mismos de esta fuerza,
es decir, no son susceptibles de ser jurídicamente limitados.
25 Este concepto, dice Michoud, Personnalité morale, vol. i, p. 4, "expresa un simple hecho: el
hecho de que en las sociedades humanas hay derechos que se atribuyen no solamente a seres
físicos, sino a ciertas agrupaciones, a ciertas asociaciones".
46
26
El "criterio de la verdadera teoría del Estado", dice Jellinek (loc. cit.), es que esta teoría "sea
capaz de establecer (erklaren) la unidad del Estado".
47
de asociados, no engendra sino una relación de derecho, un lazo social entre los
partícipes. O, muy al contrario, los individuos comprendidos en el grupo -se
encuentran unidos en tal forma que constituyen entre todos una comunidad
indivisible o corporación, y entonces esta segunda formación crea un sujeto de
derecho, distinto de los miembros individuales y superior a ellos.
12. Y ahora ¿por qué signo positivo se podrá reconocer cada una de estas formas
de agrupamiento? ¿En qué casos la unión entre individuos puede crear una
persona jurídica? ¿Y en qué caso, por fin, establece una simple relación de
derecho? Ello depende evidentemente de la organización que haya recibido el
grupo, y ante todo del punto de saber si esta organización es o no productora, en
el interior del grupo, de una unidad de voluntad y de potestad.
Es posible en efecto que los individuos que ha reunido el perseguimiento de un
mismo fin, hayan contraído una asociación cuyo funcionamiento deba depender de
las respectivas voluntades de cada uno de ellos. En este caso la voluntad común,
destinada a realizar el fin común, no es sino la suma de las voluntades
individuales expresadas, bien sea por unanimidad, bien por simple mayoría de
votos,27 por los propios miembros del grupo. O, por el contrario, la unión de los
individuos se encuentra organizada sobre la base de un estatuto, en virtud del cual
la voluntad común será expresada por uno o varios miembros del grupo, que estén
jurídicamente calificados para decidir y actuar por cuenta de éste; en este segundo
caso, por elevado que sea relativamente el número de miembros llamados a
concurrir a la formación de esa voluntad, puede decirse realmente que el grupo
posee —si no en el orden de las realidades materiales, al menos jurídicamente—
una voluntad y potestad propias, en el sentido de que su voluntad ya no se
determina por los asociados como tales, sino que se convierte en una voluntad
independiente de ellos y superior a ellos.
Se ve, pues, claramente cuál es la diferencia de las dos funciones humanas que
acaban de ponerse en oposición. En la una no se encuentran más que individuos,
ligados desde luego entre ellos por ciertas relaciones de derecho que resultan de
su contrato, pero que en definitiva quedan personalmente como titulares de los
poderes que se refieren al funcionamiento de su sociedad, quedando asimismo
como sujetos de los derechos correspondientes a los asuntos sociales. En la otra
hay más enlace; se produce una concentración y una síntesis; porque
encontramos aquí, no ya solamente un sistema de unión contractual entre asocia-
33
27
La posibilidad de decisiones tomadas por mayoría se concibe lo mismo en la simple sociedad
que en la corporación (Laband, loe. cit., vol. i, pp. 101 y 147; Jellinek, loe. cit., vol. I, pp. 534-535).
48
dos, sino una organización estatutaria, que realiza a la vez la reducción de las
voluntades individuales en una voluntad unitaria que ha de ser la de la colectividad
(Laband, loc. cit., vol. I, p. 101; Rehm, op. Cit., p.153), y por lo tanto también la
reducción de los miembros del grupo en una unidad orgánica de personas, que
merece entonces el nombre de corporación, y que por ello mismo se convierte
también en sujeto propio de los poderes y de los derechos colectivos; porque, a
este último respecto, la fusión orgánica de los individuos miembros en un ser
corporativo implica necesariamente que éste concentrará desde entonces en sí
mismo las facultades jurídicas del grupo unificado. Es, pues, realmente por su
organización unificante por lo que la colectividad se halla erigida en sujeto de
derechos.28 Finalmente, es esencial añadir que el estatuto de donde deriva toda
esta organización unificante es él mismo obra, no ya de las voluntades
individuales y concordantes de los miembros, sino de la voluntad unilateral del
grupo unificado, en el sentido al menos de que la revisión o renovación, bien sea
parcial, o aun incluso total, de ese estatuto, depende exclusivamente de los
órganos del grupo, es decir, de los personajes o colegios que poseen
jurídicamente competencia para modificarlo. Es éste un rasgo característico que,
más que ningún otro, señala de una manera decisiva la unidad, la autonomía y la
superioridad de la voluntad y de la potestad del grupo en relación con las
voluntades y poderes de sus miembros componentes.
Así pues, la oposición entre las dos combinaciones de unión que se acaban de
distinguir, es decir, entre la sociedad relación de derecho y la corporación sujeto
de derecho, puede resumirse en tres diferencias capitales, que son las siguientes:
1°' en la primera combinación, la relación de derecho que enlaza a los miembros
resulta únicamente del contrato estipulado entre ellos; en la segunda, la formación
del ser colectivo proviene de una organización estatutaria, es decir, que resulta del
esta-
34
28
Cf. Hauriou, Précis de droit administratif, 6" ed., pp. 393-394: "La personalidad jurídica aparece
cuando se han creado, en una individualidad administrativa, unos órganos representativos que
toman decisiones ejecutorias respecto a intereses considerados como propios de esa
individualidad. En efecto, la existencia de órganos representativos que toman decisiones
ejecutorias sobre intereses es bastante para probar que se ejerce sobre estos intereses una
potestad de voluntad destinada a transformarlos en derechos". Este autor dice, en el mismo
sentido (loe. cit., p. 30): "La personalidad moral no es más que un medio de organizar de cierta
manera las relaciones de la vida social... Es posible que las corporaciones tengan intereses, pero
mientras no dispongan de la palabra, es decir, mientras no tengan órganos adecuados para
producir en su nombre una declaración de voluntad propia, carecen de personalidad moral. La
personalidad moral en sí depende, pues, del poder de hacer una declaración de voluntad", y
además (p. 31 n.): "Por consiguiente, es la voluntad únicamente la que pone a la personalidad
jurídica en condiciones de cumplir su verdadera función". Ver, sin embargo, op. cit., 8* ed., p. 118.
49
29
Esta consideración puede invocarse igualmente en contra de la doctrina de O. Mayer op. cit.,
pp.16s.s., que pretende fundar la personalidad jurídica en el hecho de que un patrimonio se vuelve
independiente (losgelost) de la voluntad y potestad de los individuos a quienes pertenece. Se
puede objetar a O. Mayor que en dichas condiciones la supuesta personalidad jurídica está a un
paso de quedar reducida pura y simplemente a un régimen especial de gestión y disposición de
bienes, constituidos así en estado de masa independiente.
30
Saleilles (De la personnalité juridique, pp. 592 ss., especialmente p. 600) cree po-13]
51
de distinguir la organización unificante del grupo de la voluntad unificada que procede de esta
organización, como dos elementos constitutivos o dos factores de la personalidad jurídica, que
indudablemente se hallan en estrecha relación el uno con el otro, pero que sin embargo importa —
dice— no confundir. Pero en realidad estos dos elementos no constituyen sino uno solo, pues la
organización unificante existe únicamente con la mira de producir la voluntad unificada. Es lo que
este autor declara él mismo en diversas ocasiones: ''Para que haya un sujeto de derecho es
necesario encontrarse en presencia de un conjunto de relaciones constituidas con la mira de
enlazar directamente un acto de voluntad a ese conjunto orgánico que ha contribuido a producirlo.
En otros términos, es preciso que exista una organización
destinada a producir una manifestación de voluntad, de tal suerte que ésta se presente como un
efecto inmediato y directo de la organización misma" (p. 599). Así pues, "los dos elementos se -
enlazan en una relación íntima. El uno es destinado a producir el otro" (600).
31
Duguit insiste mucho sobre el punto de que los "gobernantes", que "no son más que individuos
como los demás", expresan, no ya la voluntad del Estado, ni menos la de la nación, sino
puramente su propia voluntad (ver por ejemplo Traite, vol. I, p. 81). Esto es, dice, la realidad
incontestable. Y de ello deduce inmediatamente la negación del concepto de potestad pública —
potestad que en manos de los gobernantes no es sino "un poder de hecho" y no "un poder de
derecho" (ibid,, p. 87)— como también la negación del concepto de personalidad estatal. Pero este
autor se olvida del orden jurídico establecido, en virtud del cual esta voluntad individual de los
gobernantes vale como voluntad organizada de la colectividad. En esto está la falla de toda su
teoría, y el porqué ésta, si bien es cierta, quizás, en algunos aspectos, carece de valor desde el
punto de vista especial de la ciencia del derecho. Por lo demás, Duguit, al querer demostrar que el
Estado no tiene ni potestad ni personalidad, hace resaltar por el contrario, de una manera muy
precisa, las razones por las cuales es imposible negarle, ya sea el carácter de persona jurídica, ya
sea la posesión de una potestad dominadora. Por una parte, en efecto, este autor declara (loe. cit.,
p. 86) que el concepto de potestad pública implica "que una persona puede formular órdenes que
se imponen a otras personas y que por consiguiente posee una voluntad que en sí misma es de
cualidad superior a las de esas otras personas". Ahora bien, precisamente por efecto de la
organización estatal adoptada por la colectividad, la voluntad de los individuos órganos se
convierte jurídicamente, es decir, en virtud del orden jurídico establecido en la colectividad, en una
voluntad de esencia superior, que como tal se impone. Esto para la potestad pública. Por otra
parte, Duguit reconoce (ibid, ip. 87) que la existencia de una potestad pública supone
esencialmente la existencia de una personalidad correspondiente del grupo. Los gobernantes, dice,
"no pueden tener una potestad más que si son agentes de una persona colectiva superior. Por más
que se haga, supone una contradicción manifiesta el negar la existencia de la personalidad
colectiva del Estado y admitir al mismo tiempo la existencia de la potestad pública de la que
aparecen investidos los gober
52
nantes." Ello está bien claro, y la verdad es que, en efecto, la organización generadora de la
potestad pública aparece como siendo al mismo tiempo la fuente de la personalidad del Estado.
82
Desgraciadamente, este autor no está de acuerdo consigo mismo. Su concepto del Estado es
mudable y contradictorio. Tan pronto define el Estado como "la nación jurídicamente organizada",
definición que marca suficientemente el carácter corporativo del Estado, como, por el contrario, no
ve en el Estado sino "simplemente una gran asociación de individuos", y esta segunda definición,
totalmente individualista, desprecia enteramente el aspecto unitario y orgánico del Estado (loe. cit.,
pp. 222 ss.).
83
Estas observaciones relativas al fundamento jurídico de la idea de personalidad del Estado
excluyen las limitaciones o restricciones que Hauriou —en sus obras más recientes, ver
especialmente Principes de droit public, pp. 100 ss.— ha pretendido poner a esta personalidad. "El
dato de la personalidad jujrídica —dice este autor— se limita prácticamente, en sus efectos, a lo
que puede llamarse la vida de relación: se emplea útilmente cada vez que se concibe al Estado en
relación con lo ajeno, con lo exterior; y no sirve de nada cuando se le considera en su organización
interna". Más claramente: El concepto de personalidad estatal no tiene razón de ser sino cuando se
aplica al comercio jurídico que pueda establecerse entre el Estado y personas que sean
enteramente distintas de él, como por ejemplo en sus. relaciones con Estados extranjeros, o
también en lo concerniente a operaciones administrativas tales como expropiaciones, requisiciones
militares, empréstitos públicos, trabajos públicos, gestiones de dominio, etc. Por el contrario,
existen "situaciones jurídicas" que no implican relación ni comercio con terceras personas y para
las cuales, por lo tanto, no es ya útil hacer intervenir el concepto de personalidad del Estado. Esto
ocurre ya en derecho administrativo, cuando la autoridad estatal, en materia de policía por ejemplo,
toma "la actitud de una potestad", que "para determinar situaciones objetivas" ordena a súbditos
más bien que habla a terceros. Ocurre sobre todo en la esfera del derecho constitucional; en ese
53
estrictamente exacto decir con Jellinek (Allgemeine Staatslehre, 2* ed.,p. 546. Cf.
ed. francesa, vol. n, p. 248): "El Estado no puede existir más que por medio de sus
órganos; si en el pensamiento se le suprimen los órganos, no queda jurídicamente
sino la nada". En otros términos, sin una organización unificante no puede
concebirse una persona colectiva especial y distinta.
14. Este hecho, innegable y esencial, de la unidad del Estado, no puede
expresarse por la ciencia del derecho sino con ayuda del concepto de
personalidad. Implica, en efecto, que la colectividad de los nacionales no se
reduce a una mera sociedad de individuos, sino que forma, en su conjunto
indivisible, un sujeto único de derechos, por lo tanto una persona jurídica. Ello es
tan verdadero que hasta un adversario de la personalidad del Estado como
Berthélemy (op, cit., 7? ed., p. 29), se ve obligado a conceder que los franceses no
forman, entre todos, "más que un sujeto de derechos". La personalidad del Estado
no es, pues, una ficción, una comparación, una imagen, como han sostenido
tantos autores, sino que es la expresión rigurosamente exacta de una realidad
38
compartimiento del derecho público que tiene por objeto la organización y el funcionamiento de los
grandes poderes públicos, Hauriou declara que el concepto de personalidad estatal se obscurece
hasta el punto de desaparecer totalmente, y añade que por este motivo mismo no se puede menos
de conceder alguna indulgencia a Duguit, cuyos excesivos ataques a este concepto se explican
ante todo por el hecho de que ese autor se ha especializado en el campo del derecho
constitucional. Así pues, Hauriou, que en las primeras ediciones de su Précis de droit administratif
había dado un gran desarrollo a la idea del Estado-persona, está hoy de acuerdo con Duguit, no ya
en verdad para negarla totalmente, pero al menos para descartarla, por inútil, de toda una parte del
sistema de derecho público. La doctrina de Hauriou sobre este punto y sus concesiones a los
adversarios de la personalidad estatal han suscitado objecciones y encontrado resistencias,
especialmente de parte de Michoud, "La personnalité et les droits subjectifs de l'État dans la
doctrine frangaise contemporaine", Festschrift O. Gierke, pp. 511 ss., y de Larnaude, Revue du
droit public,1910, pp. 389 ss. Ante todo, es muy discutible que el concepto de personalidad llegue a
ser inútil en el caso en que el Estado dé órdenes a sus miembros considerados como subditos,
porque, como se ha hecho observar (Larnaude, loe. cit.; Menzel, "Begriff u. Wesen des Staates",
Handbuch der Politik, vol. i, p. 41), es precisamente en ese caso cuando importa —conforme al
régimen del "Estado de derecho"— que el ejercicio de la potestad estatal esté subordinado a
ciertas reglas o limitaciones de orden jurídico, y por ello es preciso que el Estado pueda ser
considerado, en sus relaciones con sus subditos, como una persona que ejerce sus poderes a
título de derecho subjetivo y atenida ella misma a ciertas obligaciones que tienen idéntico carácter
subjetivo. Si la personalidad jurídica, como afirma Hauriou, es "un procedimiento con miras a la
vida de relación", no es de ningún modo inútil- el admitir que el uso, por el Estado, de su potestad
de mando origina una relación entre él y sus subditos. Por otra parte, tampoco se podría decir que
el concepto de personalidad no está en su sitio ni tiene nada que hacer en las relaciones del
Estado con sus órganos. Razonar de este modo es no tener en cuenta que la teoría del órgano
responde por entero a un concepto del Estado-persona y tiene precisamente por objeto hacer
aparecer y mantener intacta su personalidad (cf. n' 379 infra). Bien es verdad que en ciertos
aspectos el Estado y sus órganos no forman entre
54
más que una sola y misma persona (ver sin embargo infra, núms. 424 ss.), y esto parece justificar
la tesis de Hauriou, que dice que las relaciones del Estado con sus órganos no son unas relaciones
con lo ajeno, con lo exterior, sino realmente un asunto de organización interna que excluye toda
idea de personalidad. Sin embargo, se puede replicar a esta argumentación! que peca desde el
punto de vista de la lógica, puesto que, en verdad, sería perfectamente ilógico, después de haber
admitido la teoría del órgano, que no puede basarse más que sobre la existencia de una
personalidad del Estado, servirse de esta misma teoría del órgano para combatir o para negar, en
todo o en parte, esta misma personalidad. Pero la principal objeción que se puede oponer a la
doctrina de Hauriou concierne ai fundamento que este autor pretende asignar a la idea de
personalidad. Hauriou hace valer que en principio no pueden establecerse relaciones jurídicas más
que entre personas diferentes, y saca de aquí el argumento para sostener que el Estado no
aparece como persona sino mientras se le considera en sus relaciones con terceros propiamente
dichos; o más exactamente, el concepto de personalidad no es, según este autor, sino un
"procedimiento", un "instrumento" (loe. cit., p. 101), es decir, un medio "destinado" a procurar la
sujeción del Estado a ciertas reglas de derecho respecto de terceros. El Estado no sería, pues,
persona más que en esta medida y con este fin. En realidad el fundamento del concepto de
personalidad es aquí completamente distinto. Este concepto no es un medio imaginado a priori a
efecto de obtener ciertos resultados jurídicos premeditados, medio que aparecería entonces —por
más que diga Hauriou (od. loe.)— como una creación más o menos artificial; sino que es una
consecuencia deducida a posteriori de un hecho positivo e innegable. Saca su fundamento,
únicamente, del hecho de la organización unificante que tuvo por efecto transformar la colectividad
estatizada en una unidad orgánica y, en este sentido, en un ser de derecho. Por esto mismo el
concepto de personalidad se extiende lógicamente a todas las actividades del Estado, y no
solamente a los actos que puede realizar por vía de comercio jurídico con los demás. El Estado se
comporta como una persona —hasta respecto de sus miembros individuales— todas las veces
que, por efecto y en virtud de su organización, actúa como expresión unificada de la colectividad.
En este sentido se puede decir en verdad con Michoud (loe. cit., pp. 515-516) "que no hay actos
del Estado que no sean actos del Estado sujeto de derecho" y por cierto la personalidad! es cosa
indivisible: no es de creer que, en el ejercicio de ciertas actividades, el Estado seauna persona y
que cese de serlo en otros campos de acción. Negar su personalidad en partes destruirla en la
totalidad (cf. Duguit, Manuel de droit constitutionnel, 1* ed., p. 229). Hauriou mismo parece darse
cuenta de esta objeción, porque, para restablecer la continuidad y la permanencia necesarias de la
unidad estatal comprometidas por su teoría sobre la personalidad, se ve obligado a introducir en la
base del Estado el concepto de una "individualidad objetiva subyacente en la personalidad" (op.
cit., pp. 109 ss., 639 ss,), concepto éste que se aplica evidentemente a toda la actividad del
Estado. Pero con esto introduce en la teoría del Estado un dualismo que —como se verá más
adelante (n. 37 del n" 15)— es aceptable, No es posible admitir que entre los actos del Estado,
unos deban relacionarse con su individualidad objetiva y otros con su personalidad jurídica: desde
el punto de vista del derecho, todos son obra de la persona estatal. ¿Significa esto que el concepto
de personalidad agote totalmente la idea que conviene formarse del Estado? Esto es cuestión muy
distinta, sobre la cual véase igualmente .la n. 37 del n" 15, infra. Ver también, respecto a las
limitaciones impuestas por Hauriou a la extensión del concepto de personalidad estatal, lo que se
dirá más adelante (núms. 84-86).
55
34
Cf. Duguit, L'État, vol., I, p. 259 n.: "Decimos el Estado, porque la palabra es cómoda". Hólder,
Natúrliche u. jurístische Personen, p. 206: "El concepto de personalidad no es sino una metáfora,
un lechnisches Hilfsmittel". .
56
contrario, no existe ningún texto de esta clase. Afirma O. Mayer que son los
profesores alemanes los que, por su sola autoridad, han erigido al Estado en
persona jurídica. En vano se ha sostenido, respecto del Estado francés, que su
personalidad ha sido confirmada de una manera positiva por las numerosas leyes
que le reconocen capacidades jurídicas diversas que implican su cualidad de
sujeto de derechos. Así razona Ducrocq
"De la personnalité civile de l'État d'aprés les lois de la France", Revue genérale
du droit, xvm, pp. 101 ss.); pero la falla de este razonamiento ha sido
perfectamente exhibida por Michoud (Théorie de la personnalité moróle, vol. i, pp.
265 ss.), que demuestra que las leyes en cuestión presuponen la personalidad
estatal y desarrollan su ejercicio sin crearla por sí misma, y se apoya además
sobre la evidente verdad de que el Estado no puede crearse a sí mismo. Pero si la
argumentación de Ducrocq carece de valor, la de O. Mayer no tiene tampoco
justificación. Porque no hay ninguna necesidad de invocar los textos positivos para
fundamentar la personalidad del Estado. Que la personalidad de las asociaciones
o establecimientos de cualquier clase que se forman en el interior del Estado, no
puedan concebirse sin una ley, general35 o particular, que les sirva de base, se
explica muy naturalmente por la razón de que depende de la voluntad superior del
Estado conceder o no la autorización de existir a aquellos grupos que pretenden
crearse dentro de él y ejercer la capacidad de sujetos de derechos. Pero en
cuanto al Estado mismo, su capacidad es anterior a toda clase de derechos
procedentes de sus órganos. Deriva del hecho mismo de la organización
unificadora con cuyo establecimiento coincidió la aparición de su primera
Constitución. Basta, pues, que en virtud de esa organización estatutaria el Estado
se comporte como sujeto unitario de derechos, para que los profesores alemanes
—y franceses— tengan que convenir en que, según la expresión de los
jurisconsultos romanos, personae vice fungitur, y afirmar por lo tanto que, en este
sentido, es una persona jurídica.
15. Resalta de las explicaciones anteriores, referentes al fundamento del concepto
de personalidad jurídica, que este concepto tiene una base y una significación
esencialmente formales36 (según la frase de Michoud,
41
35
Es así como la ley del 1" de julio de 1901, relativa al contrato de asociación, en sus artículos 2, 5
y 6, ha conferido en bloque la personalidad jurídica a todas las asociaciones (en el sentido que el
artículo 1' de la ley da a esta palabra) que pudieren formarse en lo futuro, con tal de que llenen las
condiciones fijadas por la misma ley.
36
Decir que el grupo estatizado es una persona porque está construido y organizado en forma que
pueda funcionar como sujeto de derechos, es, en efecto, adherirse a un criterio de orden
puramente formal y excluir todas las teorías que, bajo pretexto de llegar al fondo de las cosas,
caen en el error que consiste en confundir la personalidad jurídica con la personalidad humana y
pretenden conceder al concepto jurídico de persona un sentido absoluto que en
57
op. cit., vol. i, p. 17, que por cierto profesa otra opinión). La personalidad del
Estado especialmente es la resultante de cierta formación entre hombres: existe
aquí ante todo una cuestión de estructura orgánica, de forma de organización de
un grupo. En este sentido se dijo antes que la personalidad del Estado es sólo una
personalidad jurídica.37 Este
42
modo alguno tiene. Cf. Hauriou, Principes de droit public, p. 101: "La personalidad jurídica es un
procedimiento de la técnica jurídica destinado a facilitar la vida de relación con los demás " O más
bien: el concepto de personalidad estatal es la expresión de un fenómeno jurídico, la unidad del
Estado, que es la resultante formal de una organización apropiada. Bien entendido, no significa
esto que no haya en la base del Estado, de su organización unificante y de la personalidad que de
ella deriva, sino causas de orden formal (ver sobre este punto la nota siguiente y cf. infra, n. 13 del
n° 23). 37 Jellinek (L'État moderne, ed. francesa, vol. i, p. 264 n.) hace observar con razón que la
doctrina orgánica de Gierke (Deutsches Privatrecht, vol. i, pp. 456 ss.) —según la cual existe
anteriormente a la personalidad jurídica del Estado una persona colectiva real que forma el
substrato de la persona jurídica— lleva al resultado de que el Estado debería considerarse como
una persona doble. Una doctrina que crea análogo dualismo es desarrollada por Hauriou (op. cit.,
pp. 109 ss., 646 ss; cf. Saleilles, op. cit., pp. 648 ss.), que sostiene que "la personalidad jurídica
tiene por punto de apoyo la individualidad objetiva de una institución" y que "supone un ser
subyacente, al que viene a completar, pero al que no constituye enteramente". "Los Estados, dice
este autor, tienen una individualidad objetiva por debajo de su personalidad jurídica: se llama la
nación." Realmente esto implica que habría en el Estado dos personalidades, una de las cuales se
injertaría sobre la otra. Hauriou añade que "los órganos por los cuales es servida la persona moral
no pertenecen a ésta"; deben relacionarse, no con ésta, sino con la individualidad objetiva que
sirve de base a la personalidad jurídica (op. cit., pp. 752 ss.). Según esto, ]a personalidad del
Estado presupone un elemento social y profundas realidades distintas de la simple organización
jurídica del grupo nacional; es por cierto lo que declara Hauriou (p. 653) : "La organización aparece
como un fenómeno preparatorio de la personificación y que puede precederla de muy lejos". Este
"dualismo" con "atribución de los órganos a la individualidad objetiva" es, sin embargo, inconciliable
con el concepto jurídico del Estado. Seguramente existen, en el seno de una comunidad nacional y
entre sus miembros, lazos unificantes y un cemento de unión corporativa más fuertes que el mero
hecho jurídico de una organización formal. Y ciertamente también el concepto de personalidad
estatal no puede en ningún grado pretender explicar por sí solo todos los fenómenosque se
refieren al nacimiento y a la vida de los Estados. Es lo que Jellinek (loe. cit., pp. 10 ss.) ha
contribuido especialmente a establecer al demostrar que —según el aspecto bajo el cual se le
considere— el Estado aparece unas veces como formación social y otras como institución jurídica;
por lo cual Jellinek distingue en esta materia la teoría social y la teoría jurídica del Estado. Los
partidarios más resueltos de la teoría de la personalidad del Estado —dice Michoud (Festschrift O.
Gierke, p. 519)— saben distinguir bien esta personalidad de las realidades sociales que forman el
substratum de las mismas". (Entre los autores recientes, ver sin embargo Loening, Handworlerbiich
der Staatswissenschaften, v' "Staat", 3* ed., vol. vil, p. 694 y Kelsen, Hauptproblcme der
Staatsrechtslehre, pp. 163 ss., que sostienen que c! concepto de Estado es de orden puramente
jurídico). Pero, sea cual fuere, desde el punto de, vista político y social, la importancia de los
elementos de unión que existen en el seno de la nación, éstos son impotentes para fundar por sí
solos un Estado, una personalidad estatal. Estos elementos o fuerzas unificantes no originan más
que tendencias a la unidad: la unidad verdadera no toma cuerpo, no se realiza plenamente sino
mediante una reorganización deter-
58
punto de vista formal está de acuerdo con los caracteres formales que con
frecuencia presentan los conceptos de derecho. Y por cierto, en este punto de
vista formal hay que colocarse de una manera general para comprobar la
personalidad de todos los agrupamientos calificados por la doctrina como
personas jurídicas: grupos territoriales que constituyen subdivisiones del Estado;
servicios públicos personalizados; establecimientos de utilidad pública;
fundaciones, asociaciones o sociedades de toda clase.38 Sólo por razones de
organización puede justificarse
43
minada. Toda unidad que se funda sobre una base que no sea esta base orgánica no es una
unidad estatal: aun cuando fuese, bastante fuerte para originar una nación en el sentido asignado a
esa palabra por la teoría de las nacionalidades, no engendraría un Estado propiamente dicho. Si,
pues, el Estado no es exclusivamente la resultante de una formación orgánica, al menos es esta
formación la que lo perfecciona, y en este sentido también se puede decir, especialmente en el
terreno especial del derecho, que el Estado existe sólo por ella. He aquí por qué el jurista debe
limitarse, en definitiva, a señalar y a retener esta organización unificante como factor esencial de la
unidad y por consiguiente de la personalidad estatal, la cual, con tal base formal, no puede ser
igualmente sino una personalidad de orden puramente jurídico y formal. 38 Se ha objetado (Planiol,
Traite de dioil civil, 6* ed., vol. i, p. 952, n. 1) que existen comunidades organizadas que no poseen
personalidad. Tal es el caso del cantón. "Tiene su representante, el consejero general; su juez, el
juez de -paz; su oficina de registro; su percepción de impuestos, etc. Se halla, pues, organizado, y
sin embargo se le niega la personalidad". La objeción no tiene valor. Como lo hace notar
atinadamente Michoud (Théorie de la personnalité moróle, vol. i, p. 313 n.), para que una
comunidad pueda ser considerada como organizada, es preciso que posea órganos propios que
puedan tomar decisiones en su nombre. El cantón carece de organización propia de esta clase.
Los funcionarios antes citados no son más que agentes locales del Estado; el consejero general
mismo no es un órgano cantonal, y la asamblea en que lo eligen los electores cantonales es un
mero órgano colegiado del departamento. Una objeción más apremiante parece poder sacarse del
caso de los departamentos franceses, considerados en la época de su creación por la ley de 22 de
diciembre de 1789-enero 1790. Esta ley concedía a los departamentos una organización propia,
una independencia orgánica llevada a tal extremo que no existía ningún lazo entre las autoridades
departamentales y el poder central. Las administraciones de departamento, consejo y dirección de
departamento, y el procurador general-síndico mismo, eran elegidos por los electores del
departamento. La ley de 1790 (art. 9) especificaba que estos elegidos eran "los representantes del
departamento". Este tenía, pues, órganos suyos, órganos que le eran exclusivamente propios; y sin
embargo es evidente que los departamentos de entonces no eran personas jurídicas. Su
personalidad —dice Hauriou (Précis de droit administratif, 8* ed., p. 260)— no ha sido puesta fuera
de duda máí que por la ley de 10 de mayo de 1838. A esta objeción hay que contestar que, si bien
la organización departamental de 1790 era muy defectuosa desde el punto de vista de la unidad
administrativa francesa, no era de ningún modo una organización personificante, por la razón de
que, a pesar de su cualificación de "representantes dei departamento", los cuerpos administrativos
departamentales no tenían ninguna potestad propia; eran sin duda los órganos del departamento
por cuanto a su denominación, pero no eran los órganos de una voluntad departamental distinta de
la voluntad central. La instrucción legislativa de 8 de enero de 1790, consecutiva de la ley de
organización departamental, lo explicaba claramente en su § 5, en
59
deramente por efecto realizar entre ellos una unidad de personas.39 En defecto de
esta clase especial de unidad, la pretendida personalidad jurídica de estas
agrupaciones se resolvería simplemente en un régimen de propiedad colectiva o
en un sistema de patrimonio sin sujeto (Zweckvermogen según la fórmula de
Brinz. Ver sobre este punto Michoud, op. cit., vol. i, pp. 39 ss.)16. Finalmente, las
explicaciones que preceden aportan al concepto de personalidad colectiva la
precisión siguiente: Cuando se dice que el Estado es una persona colectiva, no
debe entenderse por ello una perso-
44
jefes de sección no son órganos dados a la sección misma, sino agentes del gran almacén
destinados a uno de sus servicios y encargados, no ya de originar una voluntad especial de la
sección, sino solamente de aplicar en una sección especial la voluntad general que preside la
dirección de la empresa entera, asimismo las autoridades o jefes de servicios colocados al frente
de un departamento de asuntos públicos, sin dejar de poseer en ciertos aspectos un poder (ie
decisión propio, no mantienen una voluntad del ministerio que pudiese ser distinta de la del Estado;
no hacen sino poner en acción la voluntad estatal misma. Esto se manifiesta particularmente en el
derecho público francés, en el que los jefes de departamento no son más que agentes "ejecutivos":
ejecutan las leyes, es decir, una voluntad preexistente y superior. Se puede, pues, afirmar que
cada ministerio es un centro de decisiones; pero no es exacto considerar en él un centro de
voluntad. El único centro de voluntad estatal en el Estado es el Estado mismo. A este respecto
existe una gran diferencia entre los departamentos de servicios y las colectividades locales, tales
como el municipio por ejemplo. Aunque el municipio no pueda ejercer su actividad sino bajo el
imperio de las leyes del Estado y dentro de los límites de las facultades que éstas le reconocen,
constituye realmente un organismo distinto del Estado, por cuanto sus órganos emiten por su
cuenta una voluntad local que no tiene su fuente en una voluntad estatal anterior, que tampoco
recibe del Estado su impulso; es lo que resalta por ejemplo del hecho de que, en las atribuciones
cuyo ejercicio emana de su propia voluntad, el municipio se halla sometido únicamente a la
inspección y a la vigilancia de la autoridad central, que si bien puede rehusar su aprobación a las
medidas tomadas, no puede ordenar las que hayan de tomarse. Las autoridades municipales
competentes para tomar estas medidas son, pues, realmente órganos del municipio, puesto que
dirigen los asuntos municipales con un poder de voluntad inicial. El municipio es, por lo tanto, un
centro de voluntad local; tiene, pues, una organización propia personificante. La ausencia de este
poder de voluntad inicial en la dirección de los ministerios excluye la posibilidad de considerar a
éstos como provistos de una verdadera organización propia que los convierta en personas jurídicas
distintas. 39 Michoud (Théorie de la personnalité múrale, vol. n, n? 187) dice que a veces "la
persona moral puede considerarse como existente incluso cuando sus órganos no hayan sido
constituidos todavía. Es lo que puede ocurrir en la fundación testamentaria, si se admite que esta
fundación adquiere la personalidad moral desde el momento del fallecimiento del testador, no
debiendo realizarse su organización sino más tarde". Pero no debe concluirse de esto que la
persona jurídica pueda nacer sin órganos o antes que sus órganos, Si en ciertos casos empieza a
existir cuando sus órganos no están formados aún, ello se explica por el hecho de que posee ya
virtualmente suficientes elementos de organización formal. Es lo que reconoce Michoud (loe. cit):
"Para que la persona moral exista se necesita al menos que su organización sea posible en virtud
de reglas ya fijadas, bien sea que estas reglas provengan de la ley, bien que provengan de un
fundador". Realmente la persona jurídica que se encuentra en esas condiciones se halla desde
luego ya organizada.
61
miembros presentes, pasados y futuros, cada uno de éstos —por lo mismo que entra como célula
componente en la formación de esta colectividad— se halla representado en todos los actos <jue
por medio de sus órganos realiza la persona-Estado. Y por lo tanto los miembros variables del
Estado no podrían a este respecto considerarse como terceros, en el sentido habitual de «sta
palabra, con relación a la persona estatal (cf. sobre este punto nv 82, infra). 41 Se ha observado
con frecuencia en este sentido que la Revolución de 1789, que tan profundamente trastornó la
forma gubernamental y todo el sistema de derecho público de Francia —según la expresión de
Hauriou (op. cit.. p. 121)—, no ha "renovado" ni "interrumpido" la personalidad jurídica del Estado
francés. 42 Queda sin embargo patente que una organización estatal y por lo tanto el Estado
mismo lo puede concebirse sin una forma determinada de gobierno (ver infra, n. 11 del n' 22).
Aunque el concepto de Estado no esté ligado a una forma de gobierno única e invariable, es
necesario que todo Estado posea un gobierno determinado.
63
43
El error y la contradicción inherentes a esta doctrina resaltan de los mismos términos en que ha
sido enunciada. La colectividad, dice Berthélemy (ver p. 33, supra), son los ciudadanos
"colectivamente, es decir, considerados como siendo uno solo". Pero justamente porque no
constituyen sino uno sólo los ciudadanos forman así una nueva persona, al menos jurídicamente.
Todo lo que puede deducirse de la demostración de Berthélemy es, con Michoud (op. cit., vol. I, pp.
36ss, que los ciudadanos no son completamente terceros respecto de esta persona colectiva.
44
Si toda corporación dispone de un cierto poder sobre sus miembros, este poder no tiene en
todas ellas los caracteres de la potestad estatal o por lo menos de una potestad delegada por el
Estado. Ahora bien, en lo concerniente a las corporaciones desprovistas de tal potestad, El
derecho que las rige contiene pocas disciplinas diferentes de las del derecho privado. Por una
parte, en efecto, entre las relaciones que afectan a las personas colectivas las únicas que precisan
de la reglamentación especial del derecho público son las que suponen el ejercicio de
64
la potestad dominadora propia del Estado. Por otra parte, las corporaciones que no se relacionan
con la organización estatal limitan su actividad a operaciones que derivan de las reglas del derecho
privado, así como sus derechos colectivos se reducen a derechos de naturaleza patrimonial.
Siendo su personalidad puramente patrimonial, no es, pues, más que una personalidad civil. Por
estos motivos, el derecho corporativo que les es aplicable no es en suma sino derecho privado. Por
consiguiente el derecho público puede definirse como el que rige a las colectividades provistas de
una potestad de dominación (G. Meyer, op. cit., 6* ed., pp. 51 ss.; Jellinek, op. cit., ed. francesa,
vol. H, pp. Iss).
65
1 Las cláusulas del contrato social "son en todas partes las mismas, en todas partes tácitamente
admitidas y reconocidas" (Contrat social, lib. I, cap. VI).
2 "Cuando el Estado se halla instituido, el consentimiento está en la residencia; habitar el territorio
es someterse a la soberanía (Contrat social, lib. iv, cap. II).
66
3 "El poder está constituido sobre las layes naturales y fundamentales del orden social cuyo autor
es Dios: leyes contra las cuales todo lo que se hace, dice Bossuet, es nulo de por sí y a las cuales,
en caso de infracción, el hombre es traído de nuevo por la fuerza irresistible de los
acontecimientos" (de Bonald, Législation primitive, "Discours préliminaire", § II al principio)."El
Estado, como la familia, es una sociedad necesaria y como tal no es obra de un contrato, pero sí
de la misma fuerza de las cosas" (Le Fur, État federal et Confédératlon d Étais,
p. 567). Cf. de Bareilles-Sommiéres, Les principes fondamentaux du droit, pp. 54 ss.
67
4 Parece, sin embargo, que la nacionalidad individual que enlaza al hombre a tal Estado
determinado se funda sobre un consentimiento dado a dicho Estado por cada uno de sus
adherentes. Sin embargo, incluso a este respecto, hay reservas que plantear. La teoría contractual,
por ejemplo, es difícilmente conciliable con el doble hecho de que: 1° los Estados pueden imponer
su nacionalidad a los individuos fijados sobre su suelo; 2° el derecho público moderno no admite
en principio que un hombre pueda permanecer sin nacionalidad (cf. Esmein, Elementó, 5' ed., p.
231 n).
68
allg. Staatslehre, pp. 1 y 2; Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. i, pp. 285 y 297).
Esta es la parte de verdad que contiene la teoría del contrato social, a la cual, de
este modo, parece que el jurista haya sido traído necesariamente de nuevo. Sin
embargo esta teoría suscita otras objeciones de orden jurídico que la hacen
inadmisible. En primer lugar, contiene una verdadera contradicción. Rousseau, en
efecto, parte de la idea de que el hombre es primitivamente libre; después admite
que esta libertad pudo ser encadenada por un consentimiento contractual entre los
miembros de una misma nación. Pero si el hombre es naturalmente un ser libre,
ninguna renunciación de su parte podría privarle de libertad; ningún contrato social
lo podría sujetar; y así la doctrina de Rousseau, lejos de fundar el Estado, lleva a
su negación (Jellinek, loe. cit., vol. i, pp. 341ss.). Por otra parte, si el Estado se
asienta sobre un contrato estipulado entre sus miembros, se debe deducir
inmediatamente que este contrato no liga sino a aquellos que han concurrido a su
formación. El individuo que rehuse prestarse a la organización estatal, podría,
pues, a su grado, permanecer fuera del Estado. Pero esta conclusión es
desmentida por el derecho positivo moderno, que admite, bien es verdad, que los
ciudadanos pueden despojarse de su nacionalidad, pero a condición que
adquieran otra nueva, excluyendo así la idea de que algún hombre pueda no
pertenecer a ningún Estado. Esto implica que todo individuo debe entrar en el
cuadro de la organización estatal, lo consienta o no; y en todo caso, es cierto que
el principio de autoridad contenido en esta organización se impone en el territorio
de cada Estado, hasta para el heimatlos, el individuo que, de hecho, no está ligado
a ningún Estado determinado. Finalmente, la doctrina de Rousseau gira en un
círculo vicioso, en cuanto hace intervenir al factor jurídico contrato en un momento
en que la sociedad está por fundarse y en el cual, por consiguiente, no puede
existir aún ni derecho social, ni menos contratos con valor jurídico alguno. Esta
objeción ha podido escapar a los publicistas de los siglos XVII y XVIII, porque
estaban poseídos por la creencia en un derecho natural preexistente a toda
organización social, y por consiguiente pensaban hallar en ese derecho el
fundamento obligatorio del consentimiento dado al pacto social. La objeción
aparece por el contrario como decisiva, en cuanto se reconoce que el concepto
positivo de derecho presupone la. organización social, al menos en el sentido de
que solamente esta organización puede asegurar al derecho su eficacia y su
fuerza coercitiva;5 de
5
A las razones expuestas anteriormente contra la teoría del contrato social se añade otra que se
expondrá más adelante (n° 48). No existe ningún con trato ni en general ningún acto jurídico de
voluntad humana, que pueda fundar la potestad de dominación propia del Estado- Se puede, es
verdad, concebir que por contrato los individuos —al menos hasta cierto punto—
69
lleguen a crear una persona jurídica por encima de sí mismos; y aun esta idea de la creación
contractual de personalidad jurídica de un grupo suscita más de una objeción (ver núms. 11-12,
supra; cf. Jellinek, Lehre von den Staatenver bindungen, pp. 259-260). Pero de todas maneras liay
una cosa que es imposible concebir: la creación, por actos individuales de voluntad contractual, de
potestad dominadora del Estado. Porque la dominación estatal y la sujeción al Estado presuponen
esencialmente la existencia de una voluntad superior a los individuos que componen el Estado,
voluntad que por eso mismo tiene su base fuera de las convenciones que pudieron intervenir entre
ellos. Desde el punto de vista jurídico la base de la potestad estatal es el estatuto orgánico del
Estado, su Constitución, y ésta no se analiza en un contrato entre los miembros del Estado, sino
que se promulga en nombre del Estado mismo y del solo Estado, como un acto de su voluntad
unilateral. Desde el punto de vista de las realidades positivas, esta potestad es un puro hecho que
resulta de causas naturales, que se deben especialmente a cierto equilibrio de fuerzas sociales,
como se verá más adelante (n° 69). Ni su aparición ni su mantenimiento pueden explicarse por un
razonamiento o una construcción de orden jurídico.
A este último respecto las conclusiones proporcionadas por la ciencia del derecho vienen a
coincidir y corroborar la doctrina recordada anteriormente (n' 20) que hace depender el Estado de
leyes y causas superiores a la voluntad de los hombres.
6 En lo que concierne especialmente a la génesis del Estado es patente que no hay lugar en la
teoría general del derecho estatal para ninguna explicación ni hipótesis sacada del derecho natural.
Una de las condiciones esenciales de la formación del Estado es en efecto la existencia de una
potestad dotada de fuerza coercitiva en el seno de la comunidad estatizada. Ningún precepto ideal
de derecho natural puede sustituir a esta potestad organizada ni a esta obligación positiva.
Esto no significa que la distinción entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto, dependa de la sola
apreciación y determinación del Estado. "Los seres inteligentes —ha dicho Montesquieu (Esprit des
lois, libro I, cap. i) pueden tener leyes hechas por ellos; pero tienen también leyes que no han
hecho... Antes de que hubiera leyes hechas, había relaciones de justicia... Decir que no hay nada
de justo ni de injusto fuera de lo que ordenan o defienden las leyes positivas es tanto como decir
que antes de haber sido trazado el círculo todos los radios no eran iguales." Y en este mismo lugar
Montesquieu se refiere a "leyes establecidas por Dios", es decir, a leyes que, por su mismo origen,
son infinitamente superiores a las leyes 'humanas. Pero por más que se esté profundamente
convencido del valor trascendental de los preceptos que derivan de esta fuente suprema, no se
podrá menos, sin embargo, de reconocer que en el orden de las realidades sociales no puede
existir derecho propiamente dicho con ante-prioridad a la ley del Estado. El alto y soberano valor
de estos preceptos no basta a imprimirles el carácter de reglas efectivas de derecho. Porque la
esencia misma de la regla de derecho es el ser sancionada por medios de coerción inmediata o
sea por medios humanos. El derecho supone, pues, necesariamente una autoridad pública capaz
de obligar o constreñir a los individuos a observar mandamientos dictados por ella misma. Por esto
mismo es patente que no puede concebirse, en cuestión de derecho, más que derecho positivo. El
concepto de "derecho natural" no es un concepto jurídico (cf. n' 73 infra). Hasta aquellos autores
que afirman la existencia de un derecho natural se ven forzados a reconocer que dicho pretendido
derecho carece en definitiva de valor jurídico. Es así como Michoud (Théoríe de la personnalité
morale, vol. I,
70
p.109; cf. vol. ii, p. 59), después de haber establecido en principio que "el derecho existe fuera del
Estado", es decir, desde antes de toda ley estatal, añade: "Es indudable que el derecha no alcanza
su completa realización ni se reviste de una protección realmente eficaz sino cuando es reconocido
por el Estado. El Estado sólo puede poner a la disposición del sujeto el medio jurídico destinado a
asegurar dicha protección. Ningún sistema, ninguna definición puede descartar aquí la brutalidad
del hecho". Este autor confiesa por tanto que sólo el derecho positivo constituye el derecho
verdadero. Por eso (vol. n, p. 12) declara que "la legislación del derecho natural", como "legislación
exterior al Estado", es "completamente ideal"; puede existir en el campo de las ideas, pero no en el
de las realidades. Sólo se puede decir de ella que "es de la naturaleza que puede actuar a título de
idea-fuerza en el interior del grupo (estatizado)" (vol. 11p. 60) ; y esto, en efecto, es indudable; sólo
que la fuerza que se atribuye a esta clase de ideas no tiene —en tanto no son consagradas por la
ley positiva del Estado— carácter de fuerza jurídica.
En vano los defensores del derecho natural se esfuerzan en dar una significación útil a doctrina
haciendo valer que, puesto que existe un principio de derecho superior a la voluntad estatal, el
Estado no puede ser considerado como el creador del derecho; sino que, dicen, sólo reconocen el
derecho y lo proveen de medios de protección. Pero los mismos autores que sostienen este punto
de vista, como por ejemplo Le Fur (op. cit., pp. 433 ss. y p. 577), se ven obligados por otra parte a
convenir (p. 441) en que "el Estado constituye una persona libre'" y por consiguiente "puede
realizar actos contrarios al derecho, como puede hacerlo toda persona física o moral; hasta puede
trastornar los principios de derecho en su existencia objetiva". Por lo tanto de nada sirve decir que
el Estado debe limitarse a reconocer el derecho, puesto que lo reconoce libre y soberanamente. E
incluso cuando lo reconoce erróneamente, sea por cálculo, sea por error, las reglas que dicta
tienen desde el punto de vista estrictamente jurídico un valor positivo innegable, puesto que las
sanciona la coacción irresistible de que dispone el Estado. Es lo que Rousseau afirmaba ya
cuando, al hablar del pueblo, declaraba que éste-"siempre es dueño de cambiar sus leyes, aun las
mejores, porque si es su gusto hacerse mala sí mismo, ¿quién tiene el derecho de impedírselo?"
(Control social, lib. II, cap. XIl). Se debe hacer notar que Rousseau no dice que todo lo que decida
el pueblo esté bien; especifica por el contrario que el pueblo tiene la libertad de obrar mal, de
hacerse daño a sí mismo. Aquí está, en efecto, la sanción de los preceptos superiores, cuyo
conjunto forma el pretendido derecho natural. Los pueblos y los Estados son dueños de violar esos
preceptos, pero no los violan impunemente. Es una sanción temible, mas no es una sanción de
orden jurídico.
Geny, que estudia estas cuestiones desde un punto de vista muy elevado, invoca en el mismo
sentido consideraciones de utilidad social: "Se ha podido protestar, en nombre de la conciencia y
del derecho inmanente, contra las leyes positivas que desconocen los principios de la eterna
justicia o que causan ultrajes a la evidente equidad. No ha habido más remediré que reconocer, sin
embargo, en el terreno del derecho positivo, que tales leyes no dejaban de imponerse a la
obediencia, provisionalmente, y que permitir a cada cual erigirse en juez de las disposiciones
legales que hieren sus propios sentimientos significaría legitimar la anarquía. Por razones de orden
general y de seguridad social, todos deben presumir que la ley revela el derecho tal como existe"
(Méthode d'ínterprétation et sources en droit privé positif, pp. 61-62- Ver del mismo autor: "Les
procedes d'élaboration du droit civil", en Les méthodes juridiqu.es-,
71
viduos han estipulado un contrato entre sí. Porque un contrato tiene por objeto
preciso establecer entre los contratantes mismos derechos y obligaciones a
prestaciones. Ahora bien, si los hombres, al querer el Estado de común acuerdo,
se imponen deberes de sujeción hacia él, al menos no crean con esto ninguna
clase de obligaciones que los liguen unos a
54
lecciones profesadas en el Colegio libre de Ciencias sociales en 1910, pp. 173 ss., 194). Esta
última consideración es, al parecer, aquella en la cual debe fijarse especialmente la atención (ver
sin embargo las reservas que a la misma serán hechas en la n. 8 del n' 73, infra). Respode al
hecho ineluctable de que el derecho, considerado en su acepción humana y positiva, descansa
sobre bases esencialmente convencionales. Del mismo modo que la res judicata, la cosa que ha
sido juzgada por una autoridad competente y con arreglo a formas determinadas, es tenida por
verdad jurídica (pro veníate habetur) y se convierte así en verdad irrefragable, al menos en. la
esfera jurídica, lo mismo también y por razones tomadas igualmente de las necesidades de la vida
social, la regla dictada por el órgano legislativo y en las condiciones fijadas para la creación de las
leyes adquiere por este mismo hecho, y en virtud de la organización estatal vigente, la autoridad de
un precepto de derecho verdadero, sin que sea posible, desde el punto de vista estrictamente
jurídico, socavar esta autoridad oponiendo a las prescripciones del legislador los principios
superiores y las verdades ideales de un "derecho natural" (cf. La n. 8 del n' 73, infra). En su última
obra, Science et technigue en drolt privé positif, 1a parte, pp. 55-56, Geny no solamente reconoce
que el derecho positivo no puede existir sino mediante "la formación de un verdadero poder social",
capaz de "asegurar la realización eficaz del mismo" y que por consiguiente "el derecho positivo
emana, ante todo y esencialmente, del Estado" (p. 57), siendo el Estado "el agente necesario del
derecho positivo" (p. 64), sino que exige aún, en principio y de una manera general, para toda
clase de derechos, que los preceptos de éstos sean por lo menos "susceptibles de una sanción
social coercitiva" (p. 51), y esto, en el pensamiento del autor, parece aplicarse hasta a lo que llama
"el derecho ideal" (p. 53). Cf. Larnaude, Les méthodes juridiques, p. 16: "La coacción es una de las
características esenciales del derecho". Hauriou, en el curso de un estudio crítico sobre "Les idees
de M. Duguit" (Recueil de législation de Toulouse, 1911), expone una opinión que presenta algunos
puntos de contacto con la de Geny antes citada. Declara que la ley positiva y de una manera
general las órdenes de los gobernantes deben presumirse conformes al derecho mientras no se
haya demostrado que están en contradicción con él (loe. cit., p. 14). Y por lo tanto establece una
distinción entre "dos clases de derechos: el derecho positivo que procede de la regla de justicia y el
derecho que procede de la soberanía gubernamental" (ibid). Puede ocurrir que haya conflicto entre
ambos (pp. 19 ss.). Pero, en este conflicto, "la salud social" y el "orden material" exigen que las
Ieyes dispositivas y los mandamientos de los gobernantes sean obedecidos, al menos
provisionalmente y a título previo, hasta que la presunción de legitimidad que va unida a dichas
leyes o mandamientos sea anulada por una nueva ley o decisión que venga a sustituir este
"derecho provisional" por la solución dictada por el derecho ideal (pp. 22 ss.). "En este beneficio de
lo previo —dice Hauriou— consiste el principio de autoridad"; y por otra parte este principio se
justifica racionalmente por una consideración tomada de las condiciones de organización y del
procedimiento constitucionales, condiciones que hacen presumir la legitimidad de las decisiones u
órdenes dictadas por los gobernantes (pp. 30-32). Pero es conveniente objetar a esta doctrina que
es completamente ilógico aplicar indistintamente la denominación de "derecho" a dos clases de
reglas de esencia tan diferente. Una de estas dos clases de derechos, la que se impone a la
obediencia de los ciudadanos, tiene por carácter específico, como el mismo Hauriou lo declara, el
de "proceder de la soberanía gubernamental"; por tanto se hace imposible
72
otros (Rehm, op. cit., p. 273). Así pues, el acto de voluntad común por el cual los
fundadores de un Estado han establecido éste por encima de sí mismos, no puede
ser un contrato, puesto que no produce efectos contractuales. Y es ésta una de las
razones por las cuales el Estado, una vez formado, constituye, no ya una sociedad
contractual entre sus miembros, sino un sujeto jurídico superior a ellos. Además, si
se considera este acto de fundación voluntaria del Estado en sí mismo y en el
momento de cumplirse, el análisis jurídico no permite tampoco descubrir en él los
elementos constitutivos de un acto contractual. Pues la característica de un
contrato es la de ser un entendimiento entre personas que, al tratar
conjuntamente, se proponen respectivamente fines diferentes y quieren cosas
diferentes. Un contrato nace del encuentro de dos voluntades, que hallan su
acomodo una con otra, precisamente por razón de la diversidad de objetos que
han de tratar. En el caso de la fundación de un Estado, por el contrario, se
produce entre los fundadores una concordancia de voluntades individuales que
convergen todas hacia un fin único y común, que es la institución de ese Estado.
Estas voluntades paralelas tienen un contenido idéntico. Concuerdan, no ya en el
sentido transaccional que posee la palabra "acuerdo" en materia contractual, sino
que su acuerdo consiste en la colaboración que entre ellas se establece en
razónde la identidad de su objeto. Desde luego este acuerdo no puede incluirse en
la categoría jurídica de los contratos; pero según se tome en principal
consideración, bien la comunidad de fines que se proponen los fundadores, o bien
el hecho de que su fundación es el resultado de actividades paralelas e idénticas
de su parte, se caracterizará la operación, como lo hace la terminología alemana,
ya sea con el nombre de V'ereinbarung, que Duguit (L'État, vol. i, p. 395) traduce
por la palabra "colaboración", o con el nombre de Gesamtakt, que Hauriou traduce
por "acto complejo", pero que sería más exacto traducir aquí por "acto colectivo" o
"hecho conjunto".7
55
considerar como derecho a la otra clase de reglas, la que ni es dictada por el soberano ni
obligatoria para los subditos. En vano podría decirse que las órdenes del soberano no tienen más
que un valor provisional y no pueden pretender sino una autoridad previa: la verdad es que la ley
dictada por el legislador no puede revisarse, corregirse o mejorarse sino por un acto de voluntad de
ese mismo legislador, cuya potestad aparece así como imponiéndose de una manera constante y
definitiva. En cuanto a la regla procedente de la justicia, no se convierte en derecho en el sentido
preciso y positivo de esta palabra sino desde el día en que ha sido consagrada y provista de
sanción por un acto legislativo. En todo esto sigue sin poderse descubrir esas "dos series
jurídicas", ese dualismo de sistemas de derecho diferentes e iguales entre sí, de que habla Hauriou
(p. 19), dualismo que según este autor (p. 21) implicaría que "puede haber un derecho contra el
derecho". Muy lejos de ser dualista, el sistema del derecho es uno, puesto que su formación
depende invariablemente de la potestad del legislador. 7 Sobre la Vereinbarung, Duguit, L'État, vol.
i, pp. 394 ss. Sobre el acto complejo,
73
22. Pero poco importan en definitiva las condiciones de hecho en las cuales ha
podido nacer un Estado. Sean las que fueren estas condiciones, siempre hemos
de recaer en la observación, antes expuesta, de que el concepto de derecho
presupone la organización social y que, por tanto, ni un contrato social, ni ninguna
otra categoría de acto jurídico cualquiera podría concebirse anteriormente a esta
organización. De esta última consideración se desprende la verdad, muy
importante, de que la formación originaria de los Estados no puede ser reducida a
un acto jurídico propiamente dicho. El derecho, en cuanto institución humana, es
posterior al Estado, es decir, nace por la potestad del Estado ya formado, y por lo
tanto no puede aplicarse a la formación misma del Estado. La ciencia jurídica no
ha de buscar, pues, la fundación del Estado: el nacimiento del Estado no es para
ella sino un simple hecho, no susceptible de calificación jurídica.8
Desde el punto de vista jurídico, este hecho generador del Estado consiste
precisamente en que un grupo nacional se halla constituido en una unidad
colectiva, desde el punto que en un momento dado empieza a estar provisto de
órganos que quieren y actúan por su cuenta y en su nombre. A partir del momento
en que está organizada de un modo regular y estable, la comunidad nacional se
convierte en Estado.9 Poco
56
Hauriou, Principes de droit public, pp. 158 ss., donde se encontrarán indicaciones sobre la
bibliografía relativa a esta categoría jurídica.
8 En Jellinek (ver sobre todo Statenverbindungen, pp. 262 ss., y L'État moderne, ed. francesa, vol.
i, pp. 422 ss.) recae principalmente el mérito de haber fijado este punto. En •el mismo sentido:
Borel, Étude sur la souveraineté et l'État fédératif, p. 130: "El Estado no descansa sobre ninguna
base puramente jurídica y es ocioso empeñarse en buscarle una. El Estado creador y protector del
derecho no puede ser creado en virtud del derecho público que se origina precisamente en él y por
su voluntad. Buscar la base jurídica del Estado es, pues, tuscar la cuadratura del círculo. La
aparición de todo Estado es un simple hecho que se sustrae a toda calificación jurídica. Al filósofo
le corresponde buscar las causas de este acontecimiento; al historiador, describir los actos por los
cuales se ha manifestado y que han marcado las diferentes fases de su génesis; el jurista debe
esperar para comenzar su examen científico a que el nuevo orden de cosas haya sido establecido.
Entonces lo estudia tal como es, sin preocuparse de los hechos que lo han precedido." Michoud,
op. cit., vol. i, p. 263, dice también: "La existencia del Estado es un hecho natural, que el derecho
sólo tiene que interpretar y del que debe sacar las consecuencias jurídicas. El Estado nace cuando
ciertas condiciones de hecho se encuentran reunidas." Esmein, Éléments, 5* ed., p. 351: "El
Estado resulta del hecho natural de la formación nacional".
9 Erróneamente, pues, algunos autores empiezan por afirmar la personalidad del Estado y no se
preocupan sino en segundo lugar de los órganos de la persona estatal. Ver por ejemplo Esmein,
Éléments, 5* ed., p. 4: "No siendo el Estado, sujeto de la soberanía, más que una persona moral,
es preciso que esa soberanía sea ejercida en su nombre por personas físicas que quieran y actúen
por él". Esta manera de razonar invierte el orden natural de las cosas. No es exacto decir que el
Estado necesita órganos porque es una persona, sino que en realidad es una persona porque es
una colectividad organizada. Lógicamente, el concepto de órgano
74
importa el medio por el cual los individuos que le sirven de órgano han conseguido
esta cualidad o capacidad, y han logrado establecer que su voluntad valga como
voluntad unificada de la colectividad. Es posible que la organización inicial del
Estado se funde en los consentimientos tácita o formalmente otorgados por sus
miembros individuales. Pero es posible también que los individuos que han llegado
a ser órganos del grupo nacional, se hayan impuesto como tales, bien por medios
persuasivos, bien por el prestigio de su poder, o también por la fuerza. A condición
desde luego que posean una fuerza suficiente para mantener su autoridad de una
manera duradera.10 Si esta autoridad es aceptada, reconocida o soportada por
cualquiera de estas causas, por la masa de los miembros de la nación, la
organización que de ello resulta para la nación basta para engendrar un Estado.11
57
precede al de Estado. Sin órganos no podría haber persona estatal, ni Estado en ningún sentido de
esta palabra. Cf. los desarrollos que sobre la personalidad jurídica ha dado Hauriou(Principes de
droit public, pp. 460 ss.J, que demuestra que, en esta materia, "hay que proceder de lo objetivo a lo
subjetivo" (p. 642).
10
La fuerza creadora de organización estatal, a la que se alude aquí, puede ser la de un hombre o
la de una clase; puede ser también la del número. Pero, sean cuales fueren los que la pongan en
acción, es necesario, desde luego, que esta fuerza sea capaz de producir, en el seno de la
comunidad estatizada, un equilibrio político durable, y esto implica que el medio en el cual se
ejerce, era previamente favorable a su desarrollo. Cf. las observaciones presentadas sobre este
punto por Hauriou, op. cit., pp. 130 ss. Según este autor, la organización existente en la base del
Estado, para ser duradera debe llenar una doble condición: debe estar "establecida en relación con
el orden general de las cosas", es decir, que debe "haber encontrado su punto de equilibrio con el
mundo exterior"; y además de este equilibrio externo, es preciso que "la permanencia de esta
organización esté asegurada por un equilibrio de las fuerzas internas", y particularmente, "si una
organización de hecho se crea por el único efecto de fuerzas materiales", es necesario para su
mantenimiento que se consolide posteriormente por la combinación de "fuerzas morales" con
aquellas fuerzas materiales. Ver también lo dicho sobre este punto, n" 69, injra.
11
En este sentido Michoud, op. cit., vol. i, p. 118: "La formación de la voluntad colectiva de un
grupo puede presentarse bajo formas diversas. En el Estado se produce espontáneamente: es un
hecho que el derecho está obligado a tener en cuenta tal como se lo presenta la realidad. La
voluntad colectiva se expresa en él bien sea por el consentimiento de todos, bien sea por la fuerza;
desde el punto de vista moral el primer caso es preferible; desde el punto de vista jurídico, poco
importa. Para que la voluntad dirigente sea considerada como la del grupo es suficiente que acierte
a imponerse en una forma o en otra, por la persuasión o por la coacción, al grupo entero. Este es
el hecho social que perfecciona la personalidad del Estado, cuando las demás condiciones de su
existencia están, por supuesto, reunidas. El derecho no tiene aquí poder de apreciación, no crea
nada; sólo puede limitarse a reconocer la personalidad así constituida. Esta se le impone, si no
quiere desconocer los hechos" (cf. ibid., p. 264). Bien es verdad que Francia, contrariamente a
ciertos otros Estados actuales, tiene la gran ventaja de ser un Estado fundado, en toda su
extensión territorial, no sobre hechos de conquista o anexión, ni sobre la fuerza de ima mayoría de
habitantes que impongan su nacionalidad a una minoría refractaria, sino sobre el sentimiento
nacional y común de todas las partes de la población. Desde la Revolución, el sistema del derecho
público francés se ha des
75
arrollado o por lo inenos descansa hoy por entero sobre la base de este estado de cosas: y ha
sacado de ello preciadas cualidades de sinceridad, de rectitud y por lo tanto de nitidez y claridad.
Sin embargo, es conveniente observar que aun esta unidad de sentimiento nacional no es
suficiente para perfeccionar un Estado; lo que hace el Estado, lo que acaba de unificar en. un
cuerpo estatal a los hombres animados de un mismo espíritu nacional, es una organización
constitucional determinada y realizada; y uno de los elementos necesarios de esta organización
es la forma de gobierno. Pero a este respecto no se encuentra ya la uniformidad de miras y de
aspiraciones entre todos los franceses; aquí reaparece en cierta medida la influencia déla fuerza:
fuerza democrática del número; fuerza política de. un gobierno activo y poderoso; fuerza
económica de clases sociales que disponen de considerables recursos. Aun en Franci» la
organización estatal, y por consiguiente el Estado mismo, no es integral y exclusivamente producto
del consentimiento unánime y del entendimiento universal de los ciudadanos.
12
Cf. la n. 5 del n' 21, supra. Esta última observación destruye la objeción especial
formulada por Le Fur (État federal, pp. 567 ss., p. 585 n. 1), que sostiene que por lo menos el
Estado federal puede originarse en un tratado o contrato y que, para establecerlo, hace valer que
el Estado federal está fundado la mayor parte de las veces por Estados preexistentes, es decir, en
un medio que se encuentra ya incontestablemente regido por el derecho estatal. Ver sobre esta
cuestión el n' 48, infra.
76
establecido en ese Estado. Los actos que las engendran son, pues, susceptibles
de construcción jurídica. Pero de esto resulta también la consecuencia de que, a
diferencia del Estado, que es una persona moral de hecho, todas las demás
agrupaciones, al ser la formación de su personalidad condicionada por el derecho,
no pueden alcanzar esa personalidad más que si llenan las condiciones jurídicas
impuestas por el Estado a dichos efectos. Indudablemente, la personalidad de
cualquier colectividad se funda esencialmente sobre el hecho de su organización.
Pero para las agrupaciones que no son el Estado, este hecho no basta ya para
erigirlas en personas jurídicas: es preciso, además, que su personalidad de hecho,
que resulta de su organización, haya sido reconocida por el Estado como
personalidad de derecho mediante el cumplimiento de las condiciones requeridas
por la ley de dicho Estado. En este sentido y por ese motivo, la formación de toda
persona jurídica que no sea el Estado ha de depender inevitablemente de la
voluntad estatal.
23. De todo lo que precede resalta finalmente que el Estado debe su existencia,
ante todo, al hecho de que posee una Constitución. Si la organización de la
comunidad nacional es en efecto el hecho primordial en virtud del cual se
encuentra erigida en Estado, hay que deducir de ello que el nacimiento del Estado
coincide con el establecimiento de su primera Constitución, sea o no escrita, es
decir, con la aparición del estatuto que por primera vez ha provisto a la
colectividad de órganos que aseguran su voluntad y que hacen de ella una
persona estatal. Seguramente esta Constitución generadora del Estado podrá, en
el transcurso del tiempo, variar notablemente, sin que la personalidad de la
comunidad estatizada se encuentre por ello modificada en modo alguno. Bajo este
aspecto, el Estado es independiente de las sucesivas formas de gobierno que le
dan sus Constituciones (supra, p. 62): la determinación constitucional de los
órganos variables que tendrán el poder de voluntad por la comunidad unificada no
tiene influencia alguna sobre la continuidad y la identidad de la persona Estado.
Pero al menos la existencia de una Constitución es la condición absoluta y la base
misma del Estado, en el sentido de que éste no puede existir si no es gracias a un
estado de cosas orgánico que realiza la unión de todos sus miembros bajo la
potestad de su voluntad superior. Si, pues, el contenido de la Constitución
permanece indiferente a este respecto, la existencia de un régimen estatutario
alcanza una capital importancia que se comunica desde entonces al concepto
mismo de Constitución.13
59
13
Bien entendido, cuando se asegura que la existencia y la personalidad del Estado se deben a su
Constitución, no se pretende decir con ello que sea la Constitución la que, por las reglas orgánicas
que consagra, haya creado por sí sola, y sea capaz por sí sola de mantener el «quilibrio político y
social en virtud del cual el Estado y la potestad de los gobernantes sub
77
Por eso se puede decir, en último análisis, que el nacimiento del Estado tiene
lugar en el preciso momento en que se encuentra provisto de su primera
Constitución. Esta Constitución originaria no es, como el Estado mismo al que da
vida, más que un mero hecho, refractario a toda cualificación jurídica. Su
establecimiento no depende, en efecto, de ningún orden jurídico anterior a ese
Estado. Es, pues, un error fundamental querer —como lo han intentado algunos
autores— encontrar siempre el derecho en la fuente de los Estados y de sus
Constituciones. Duguit por ejemplo (UÉtat, vol. u, pp. 51-52, 78) sostiene que el
principal y "verdadero proble del derecho público" es investigar la fundación y la
génesis jurídica de la Constitución primordial que ha inaugurado el Estado. Y hace
valer que, para procurarse sus primeros órganos, la colectividad tenía que poseer
ya una voluntad organizada. Pero Michoud (op. cu., vol. i, p. 136) replica muy
justamente que la creación de los primeros órganos del Estado en formación es,
no ya la obra jurídica de la voluntad y actividad de la persona Estado, sino un
simple hecho material con el cual el nacimiento mismo de esa persona es
concomitante. "El órgano es parte esencial de la persona moral; no es creado por
ella, sino que es creado, al mismo tiempo que ella, por las fuerzas sociales que
han ocasionado su nacimiento y al mismo tiempo han determinado su
Constitución. No ha existido un instante de razón durante el cual la persona moral,
nacida sin órganos, se ha recogido para crearlos. No ha existido jurídicamente
sino en el momento en que ha tenido órganos. La denominación o los poderes de
estos órganos no han sido determinados por ella, sino por los primeros estatutos,
obra de las personas físicas que han concurrido a su formación o, si no hay
estatutos, por las costumbres que se han formado en el interior de la colectividad y
que poco a poco han ido dándole la organización necesaria a la vida jurídica. En
los dos casos el origen del órgano se remonta a una causa más elevada que la
voluntad de la persona moral" (cf. Borel, op. cit., p. 153). En otros términos, la
formación del Estado, de su primera Constitución, de sus primeros órganos, por
muchos esfuerzos que se hagan para encontrarle una base jurídica, queda en un
simple hecho que es imposible
60
sisten y se imponen a la comunidad nacional. Simples textos estatutarios no podrían por su propia
virtud poseer una eficacia tan poderosa. Pero, si la Constitución no es por sí misma la fuente
generadora del estado de cosas o del equilibrio al que corresponde el Estado, al menos es la
resultante y la expresión jurídicas del mismo. Por eso el jurista, fjue no puede naturalmente sino
adherirse a las manifestaciones jurídicas de los fenómenos políticos y sociales, se encuentra
necesariamente llevado a observar y a decir —en el terreno de la ciencia del derecho— que el
Estado no existe sino por su Constitución. Es, por lo tanto, innegable que ésta, en cuanto es factor
de orden público y organización social, es —aun desde el punto de vista de la ciencia política—
uno de los elementos esenciales que contribuyen positiva y prácticamente á asegurar la
conservación del Estado.
78
comparar con ningún acto de derecho (ver infra, núms. 441-442). Y de una
manera general, todo el derecho presupone un hecho inicial que es el punto de
partida de todo orden jurídico; este hecho es la aparición de la potestad creadora
del derecho, es decir, del Estado mismo. El problema de la fundación del derecho
y el de la fundación del Estado son uno mismo, dice Jellinek (op. cit., ed. francesa,
vol. i, p. 357).
24. Para concluir, los conceptos que han sido expuestos hasta aquí pueden
resumirse en las proposiciones siguientes:
1ª El Estado es una formación que resulta de que, en el seno de un grupo nacional
fijado sobre un territorio determinado, existe una potestad superior ejercida por
ciertos personajes o asambleas sobre todos los individuos que se encuentran
dentro de los límites de ese territorio.
Desde el punto de vista de la teoría jurídica general del Estado, poco importa la
forma en que, de hecho, se ha establecido dicha potestad, y cómo sus poseedores
efectivos fueron investidos de ella: sea por su propia fuerza o con el
consentimiento de los miembros de la nación, el Estado se halla realizado desde
el momento en que, de hecho, existen a la cabeza del grupo ciertas autoridades
que quieren y actúan por éste con una potestad que se impone de un modo
estable y regular. Se dice entonces que el grupo posee una Constitución, es decir,
una organización de la que resulta un poder efectivo de dominación ejercido por
ciertos miembros del grupo sobre éste por entero. Y poco importa también que el
número de los poseedores de ese poder sea más o menos considerable: el
poseedor puede ser un solo hombre, un autócrata, como puede ser también la
masa de los ciudadanos activos.
2ª Como persona jurídica, el Estado es una formación resultante de que una
colectividad nacional y territorial de individuos se halla, bien sea en el presente,
bien en el transcurso del tiempo, reducida a la unidad por el hecho de su
organización. Esta unidad se basa, no ya sobre una asociación entre los
individuos, sino sobre la organización estatal misma, teniendo ésta por efecto
englobar y fundir en un cuerpo nacional unificado a todos los elementos
individuales de que se compone la nación.
Lo que convierte a la colectividad en una persona con el nombre de Estado son
sus órganos. Pues ella misma, la colectividad nacional, no tiene unidad, y
especialmente no tiene voluntad única, real; no adquiere esa voluntad sino cuando
se encuentra organizada. La organización de la colectividad es, pues, el hecho
generador inmediato de la personalidad estatal. Personalidad ésta que es
puramente jurídica y no ya real, en el sentido de que hubiera existido desde antes
de toda organización jurídica
79
CAPITULO II
1
Naturalmente que esto no significa que el Estado soberano no pueda tener obligaciones respecto
a otro Estado, pues puede estar ligado jurídicamente con Estados extranjeros, así <wmo en. el
interior cotí particulares. Aliora que solamente podrá estarlo en virtud de su propia y libre voluntad,
de su consentimiento, y en esto mismo consiste su soberanía. "La soberanía •—dice Le Fur (Btat
federal et confédération d'États, p. 443)— es la cualidad que tiene el Estado de no hallarse
obligado sino por su propia voluntad". (Cf. Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. ii, p. 136.)
82
tido más correcto, es de uso delicado. Pero lo que complica aún más las cosas es
que esta palabra se aplica frecuentemente al Estado en un segundo sentido, bien
diferente, según el cual se designa a la potestad estatal misma, es decir, al
conjunto de derechos de dominación comprendidos en esta potestad. Esta manera
de entender la soberanía es muy corriente en la literatura francesa (Duguit,
Manuel, 1* ed., p. 115 y Traite, vol. i, p. 113). Esmein (Éléments, 5ª ed., p. 1) se
hace intérprete de la doctrina, en cierto modo oficial, de la escuela francesa sobre
este punto, cuando escribe: "La soberanía tiene dos facetas: la soberanía interior,
o el derecho de mandar a todos los ciudadanos . . ., y la soberanía exterior, o el
derecho de representar a la nación y de obligarla en sus relaciones con las demás
naciones". Resulta de esta definición que la soberanía no consiste solamente en
una cualidad negativa de independencia, sino también en derechos positivos de
potestad: por una parte, en el interior, potestad para el Estado de dictar e imponer
las medidas de leda clase que juzgue útiles; por otra parte, potestad en el exterior
de realizar los actos que responden al interés nacional. En otros términos, la
soberanía es la suma de derechos de potestad activa, sean interiores, sean
exteriores. Y el hecho mismo de que en este concepto la distinción entre la
soberanía interna y externa se establezca según la naturaleza de los poderes
ejercidos en el interior o en el exterior, revela suficientemente que la soberanía se
considera en ella como un conjunto de poderes, por lo tanto, realmente, como
identificándose con la potestad de Estado.2
Este concepto ha llevado a ciertos autores a confundir la soberanía del Estado con
su capacidad jurídica y su personalidad. Del mismo modo que el conjunto de los
derechos que pertenecen a los individuos constituye su capacidad, así la
soberanía, considerada como el conjunto de los derechos del Estado, ha sido
presentada como la expresión de la capacidad estatal. Es así como Orlando
(Principes de droit public et constitutionnel, ed. francesa, n" 59) define la soberanía
diciendo que es para el Estado lo que la capacidad jurídica es para los individuos.
Moreau (Précis de droit constitutionnel, 7* ed., núms. 9 y 11), colocándose en el
mismo punto de vista, deduce que la soberanía, como conjunto de derechos del
Estado, implica que el Estado es un sujeto jurídico, y por con-
62
2
Le Fur (op. cit., p. 444) se deja llevar de la misma idea al declarar que no ve "ningún
inconveniente" en que la palabra "soberanía externa" se emplee para designar los derechos de
guerra, legación, negociación, que posee el Estado soberano en sus relaciones con los Estados
extranjeros. En otro lugar (p. 465) este autor dice también: "La expresión soberanía exterior no es
sino una expresión abreviada para designar el conjunto de derechos por los cuales se manifiesta la
soberanía interior frente a los Estados extranjeros". Pillet, op. cit, Kevue genérale du droit
international public, 1899, pp. 503 y 509, se refiere igualmente a "diversas funciones en las cuales
consiste la soberanía", y da una relación de las "funciones comprendidas en la soberanía interior y
en la soberanía exterior".
91
berano, cual una potestad indefinida que hace que aquél esté "absuelto de la
potestad de las leyes" (Six livres de la Républigue, lib. i, cap. vm) ,3 así el pueblo
es llamado soberano, al menos según la doctrina inspirada por Rousseau, en el
sentido de que su poder no tiene límites. Finalmente, así como la antigua
soberanía monárquica significaba que el rey de Francia tenía un derecho personal,
innato, a ser el órgano supremo de la potestad estatal, así también en la teoría
absoluta de la soberanía popular el cuerpo de ciudadanos es soberano en el
sentido de que posee la potestad suprema, no en virtud de una devolución
derivada del orden jurídico establecido en el Estado, sino en virtud de un derecho
primitivo anterior al Estado y a toda Constitución. Por lo tanto, el concepto de
soberanía popular se funda directamente sobre una confusión entre la soberanía
estatal y la potestad del más alto órgano del Estado. Esta confusión existe, por
ejemplo, en las Constituciones de 1793 (art. 7) y del año ni (art. 2), que dicen: "El
soberano es la universalidad de los ciudadanos franceses."
Por lo demás, esta confusión no es exclusiva de la teoría de la soberanía popular.
Si los unos hablan de soberanía del pueblo, los otros continúan hablando de la del
príncipe. Y sin embargo no es ya muy posible, en lo que concierne a los
monarcas, admitir que poseen plena independencia ni summa potestas, pues el
establecimiento del régimen constitucional ha tenido por efecto limitar y subordinar
su potestad. Parece, desde entonces, que la distinción entre el Estado soberano y
la persona del príncipe se impone; pero la terminología corriente no por eso ha
dejado de aplicar a este último el nombre de soberano.
Por fin, este relajamiento en el concepto de soberanía ha hecho que el calificativo
de soberano sea aplicado no solamente al órgano más elevado del Estado, sino
también a algunos órganos que sin embargo sólo ejercen potestades subalternas
en sí. En esto la palabra soberanía ha vuelto a tomar el sentido relativo que tenía
a principios del feudalismo. Así pues, para explicar el art. 9 de la ley de 24 de
mayo de 1872, que dice: "El Consejo de Estado estatuye soberanamente sobre los
recursos contencioso-administrativos", Laferriére (Traite de la juridiction
administrative,2' ed., vol. I, p. 315) hace valer que "la jurisdicción del Consejo de
Estado es soberana, por cuanto las decisiones de éste, que estatuyen en lo
contencioso, no pueden ser invalidadas ni reformadas por ninguna autoridad
jurisdiccional ni gubernamental". Según esto, es soberana toda autoridad que, en
el orden de su competencia —aunque ésta fuera subalterna por naturaleza— no
depende de ninguna autoridad su-
63
3
Bodino (De re publica, lib. i. cap. vm) dice también que la potestad del príncipe es "infinita, ab
omni conditione libera" y que no halla límites sino en las leyes divinas y naturales (cf. Rehm,
Geschichte der Staatsrechtswisscnschaft, pp. 222 ss.).
94
por la Revolución francesa (Declaración de 1789, art. 3; Const. de 1791, tít. ni,
preámbulo, arts. 1 y 2) es que solamente la nación es soberana; y por nación
entienden los fundadores del principio de la soberanía la colectividad "indivisible"
de los ciudadanos, es decir, una entidad extraindividual, luego también un ser
abstracto, el mismo, en definitiva, que encuentra su personificación en el Estado
(ver n9 331, infra). Únicamente esta persona nacional y estatal se reconoce como
soberana. Y los textos antes citados especifican que por razón de la soberanía
exclusiva de la nación, ningún cuerpo, ningún individuo puede ejercer autoridad
sino en virtud de una concesión y delegación nacionales. En estas condiciones no
podría calificarse de soberano ni al órgano supremo mismo de la nación, pues su
poder, que procede de la Constitución nacional, depende también de las
condiciones que la Constitución haya puesto al ejercicio de dicho poder. En el
sistema francés de la soberanía nacional no hay ningún órgano que posea una
potestad enteramente independiente e incondicionada. Así es como, según la
Constitución de 1875, el órgano constituyente no posee, según la opinión
predominante, sino una potestad de revisión limitada, es decir, condicionada por
las resoluciones previas de las Cámaras diciendo que hay lugar a revisión (ver
núms. 468 ss., infra). Si se ha podido, pues, criticar la terminología francesa por
cuanto confunde los conceptos de soberanía y de potestad estatal, en cambio hay
que reconocer que el punto de vista adoptado por los fundadores del derecho
público francés moderno, en lo concerniente a la sede de la soberanía, es
irreprochable, puesto que consiste en entregar la soberanía, de un modo
exclusivo, a la nación misma, a la colectividad unificada, sin que ésta pueda jamás
desasirse de ella en provecho de quienquiera que fuere.4
32. La docrina tradicional que confunde en un solo y mismo concepto las nociones
de potestad de Estado y de potestad soberana contiene en todo caso el error de
hacer planear un grave equívoco sobre la
64
4 Se verá más adelante (núms. 329 ss.) que el principio de la soberanía nacional tiene en si un
alcance puramente negativo: significa que la voluntad nacional está dotada de una independencia
absoluta y que jamás podría estar ligada a la voluntad de ningún hombre ni de ningún grupo
parcial; a este respecto es la voluntad más alta y más fuerte en el Estado. Por otra parte se verá
también (n9 378) que los poderes cuyo conjunto y cuya reunión forman la potestad de Estado no
son, propiamente hablando, transmitidos o delegados por la nación, sino solamente creados y
constituidos por ella. Sólo pueden considerarse como poderes nacionales en el sentido de que
están fundados por la nación y ejercidos para ella. El principio de la
97
soberanía nacional, pues, no podría significar realmente que la potestad estatal misma tenga su
asiento efectivo en la nación, sino que únicamente significa que la creación, organización y
funcionamiento de dicha potestad dependen esencialmente de la voluntad nacional y no de las
voluntades particulares. Entendido así, este principio encaja totalmente en el sentido propio y
preciso de la palabra soberanía. En la expresión "soberanía nacional" la palabra soberanía es
sinónimo de absoluta independencia, y marca también una cúspide de voluntad y <¡e potestad.
Pero no significa que las diversas funciones de potestad estatal hayan residido primitivamente en
la nación antes de hallarse constituidas en sus órganos. Al constituirse, la nación no transmite a
sus mandatarios tales o cuales poderes concretos que preexistieran en ella, sino que, por el
contrario, la verdad es que solamente da vida a estos poderes y los adquiere por el hecho mismo
del establecimiento de su Constitución.
98
contraer los unos con los otros. Pero es necesario para ello que el abandono de
derechos consentido por el Estado que se obliga no llegue hasta coartar en su
principio mismo la independencia de este Estado. Ahora bien, parece ser que, al
menos en ciertos casos, las restricciones impuestas por los tratados de
protectorado a la libertad de los Estados protegidos alcanzan a destruir su
independencia, pues a veces el Estado protector se apodera no solamente de la
dirección de los asuntos exteriores del Estado protegido, sino de una parte tan
considerable de sus asuntos interiores que se hace muy difícil sostener que el
Estado protegido conserva sin embargo su soberanía. En vano podrá alegarse
que las restricciones sufridas por este Estado provienen de su propia voluntad.
Esta manera de razonar es tan inexacta como inexacto sería pretender que el
individuo que consiente contractualmente y en provecho de tercero en el
abandono de los derechos esenciales de la persona humana, conserva sin
embargo intacta ésta. Todo lo que puede decirse es que el Estado protegido ha
consentido en la pérdida de su soberanía, mas no por eso dejará ésta de haberse
perdido. Por lo tanto, en el concepto que subordina la existencia del Estado a la
posesión de la soberanía, entendida ésta como cualidad de completa
independencia, cabe afirmar que los Estados protegidos ya no son Estados.
33. En todo caso existe actualmente una numerosa categoría de Estados que no
pueden considerarse como soberanos: son los que entran en la combinación
estatal conocida con el nombre de Estado federal. Esta forma de Estado, cuyas
ventajas se han hecho valer (Le Fur, op. cit., pp. 332 ss,; Polier y de Marans,
Esquisse d'une théorie des États compases, pp. 9 ss.)1 y de los cuales incluso se
ha dicho que sus aplicaciones se multiplicarán en el porvenir (Jellinek, L'État
moderne, ed. francesa, vol. II, pp. 563 ss.), se encuentra desde ahora realizada en
Europa por las Constituciones de la Confederación suiza y del Imperio alemán, y
en América por la Constitución de los Estados Unidos y las de varios países de la
América central y meridional. La forma federativa se encuentra también en ciertos
países dependientes de la corona de Inglaterra: en el Canadá, cuyas diversas
provincias fueron constituidas por el acta de unión de 29 de marzo de 1867 en una
federación que lleva el nombre de Dominion of Canadá; en Australia, donde las
diversas colonias se han unido, bajo el nombre de Commonwcalth, en una
federación cuya Constitución federal ha sido confirmada por una ley del
Parlamento inglés del 9 de julio de 1900.
Esta forma federativa no es nada nueva. Sin embargo no era fre-
66
1 Montefiquinii (Esprit des luis, lili, ix, cap. i) y Rousseau (Considératlons sur le gouvernement de
Púlugnc, cap. v) ya habían recomendado el gobierno federativo como "el único que eúne las
ventajas de los grandes y pequeños Estados".
99
cuente aún en la época en que empezó a elaborarse la doctrina del Estado uno y
soberano. El desarrollo contemporáneo del federalismo ha venido a sembrar una
gran desorientación en esta doctrina tradicional. La teoría del Estado soberano ha
sido deducida en el siglo xvi en vista del Estado unitario. En esa época respondía
exactamente al principio de completa independencia y de igualdad jurídica sobre
cuya base se formaban entonces los grandes Estados unitarios de Europa
(Michoud y de la Pradelle, Revue du droit public, vol. xv, pp. 45 ss.). Se
armonizaba particularmente con el hecho de que el Estado unitario, normalmente,
es soberano en todas las acepciones de la palabra: su potestad es realmente una
summa potestas, puesto que por una parte es independiente de toda dominación
exterior y por otra se eleva en el interior por encima de toda otra potestad.
Particularmente en Francia, donde la unidad estatal se halla realizada desde el
siglo XVI, y donde se combina con el hecho secular e ininterrumpido de la
independencia exterior del Estado francés, se comprende que la teoría del Estado
soberano haya llegado a ser la doctrina clásica y que lo sea todavía hoy. Todas
las tradiciones de historia y de espíritu del pueblo francés lo llevan a ver en el
Estado unitario y soberano el tipo ideal del Estado. Pero, en la época actual, esta
teoría es ya insuficiente; es demasiado estrecha por cuanto prescinde de un
segundo tipo de Estado, que ha llegado a ser muy importante: el del Estado
federal.
Es evidente que la antigua doctrina del Estado soberano no cuadra ya con esta
nueva categoría de Estados. Por una parte, en efecto, esta doctrina ha sido
concebida con miras al Estado que posee una potestad absoluta y que no admite
en su territorio ningún reparto de esta potestad entre él y ninguna colectividad
interna dependiente de él. Ahora bien, una de las características del Estado
federal consiste por el contrario en el encuentro y la concurrencia sobre el mismo
suelo de dos potestades distintas, la del Estado federal y la de los Estados
particulares que éste lleva en sí. Por otra parte, la teoría del Estado soberano
descansa esencialmente sobre la idea de la igualdad de derecho de los Estados;
no concibe al Estado sino dotado de una potestad suprema que implique su entera
independencia, y resiste a todo concepto de subordinación jerárquica entre
Estados. Por esto mismo se encuentra imposibilitada para explicar la condición
jurídica de los Estados particulares en el Estado federal, al no poseer éstos, sobre
su propio territorio, sino una parte de la competencia que deriva de la potestad
estatal y al permanecer además subordinados al Estado federal, lo que excluye
incontestablemente para ellos el carácter de soberanía en el sentido propio de
esta palabra. En presencia de estos hechos ¿es posible mantener la definición
según la cual la soberanía es el signo distintivo del Estado? ¿Se precisa por con
100
2
Montesquieu (Esprit des lors, lib. IX, cap. i) lo llama "una seriedad de sociedades".
101
contractuales ni de los principios del derecho internacional; pero todo ello depende
del derecho público interno y se rige por la constitución federal.
Si el Estado federal constituye un Estado propiamente dicho por encima de los
Estados particulares, mientras que la confederación de Estados no es más que
una sociedad de Estados confederados, esta diferencia capital no puede provenir
sino de una diferencia de organización. Seguramente la confederación de Estados
no excluye la posibilidad de cierta organización; Jellinek (loe. cit., vol. n, pp. 530-
531) incluso hace observar que es por su organización por lo que se distingue de
una simple alianza. Sólo que esta organización es impotente para crear una
unidad estatal, porque tiende simplemente a proporcionar a los Estados
confederados el medio de ejercer en común sus voluntades propias. Consiste
principalmente en la institución de una dieta o asamblea en la cual se debaten y se
regulan los asuntos que el pacto federativo ha convertido en comunes. Pero esta
dieta no es un órgano estatal, sino simplemente una reunión de los Estados que
en ella comparecen en la persona de sus delegados, es decir, una conferencia
internacional. Las decisiones de la dieta no son, pues, sino la resultante de las
voluntades particulares expresadas r unanimidad o al menos por mayoría de
votos por los Estados confederados. Así, la organización misma de la
confederación implica que ésta no es en definitiva más que una unión de Estados
que quieren y actúan, en común ciertamente, pero personal y directamente por sí
mismos. Muy diferente es la organización que da origen a un Estado federal. Esta
organización es concebida de modo que se realice la existencia de una voluntad
federal, si no totalmente independiente, al menos diferente de las voluntades
particulares de los Estados confederados. Sin duda el Estado federal, como
formación federativa, supone esencialmente cierta participación de los Estados
confederados en la potestad central y en la creación de la voluntad federal. Ahora
bien, los Estados federados ejercen esta participación, no ya en calidad de
asociados que expresan su voluntad individual respecto de los negocios comunes
en virtud de derechos contractuales, sino en calidad de órganos de una
corporación superior, es decir, en virtud del estatuto mismo que los instituye como
órganos de esta corporación. Y por otra parte los Estados confederados no son los
únicos órganos del Estado federal: éste posee, además, órganos múltiples en la
formación de los cuales permanece más o menos al margen la consideración de
los Estados confederados (ver n9 38, infra). Así, la organización federal implica
que esta especie de formación federativa produce un efecto mucho más enérgico
que la simple confederación, pues por ella no se produce ya únicamente una unión
social de Estados con la mira de una acción común, sino una fusión de los
Estados confederados
102
3
Subsisten sin embargo profundas diferencias entre los autores, respecto a la naturaleza y los
efectos de esta formación federativa. Por ejemplo, hay desacuerdo sobre el punto fundamental de
saber si la confederación de Estados constituye una simple sociedad fundada en una- relación
contractual entre los Estados confederados o, por el contrario, una corporación unificada,
constituyendo desde luego una persona jurídica que se superponga a las personalidades de dichos
Estados. Unos sostienen que la confederación no posee ninguna personalidad: es ciertamente una
unión entre Estados, pero no una unidad de Estados (Laband, Droit public de l'Empire allemand,
ed. francesa, vol. T, pp. 98 ss.; Jellinek, loe. cit., vol. TT, pp. 532 ss.). Oíros han sostenido que es
una persona desde el punto de vista internacional por lo menos, en oposición al punto de vista
interno. Hacia esta opinión se había inclinado en un principio Jellinek (Staatenverbindungen, pp.
181 ss.). Y otros aún la tienen por una persona de derecho público interno tanto como internacional
(Le Fur, op. cit., pp. 511 ss., 745 ss.; G. Meyer, op. cit., 6* ed,, p. 41).
Existe asimismo controversia respecto a la naturaleza y extensión de la potestad que pertenece a
la confederación de Estados. Según G. Meyer (loe. cit., pp. 42-44), tiene poderes de dominación
sobre los Estados miembros, que por consiguiente no son soberanos. Esta opinión de G. Meyer
sobre la no-soberanía de los Estados miembros es rechazada por todos los autores. Por lo menos,
G, Meyer (pp. 39 y 41) enseña que la confederación sólo posee poder de dominación sobre los
Estados confederados, pero no directamente sobre los subditos de éstos. Según la opinión
corriente, no puede en efecto existir potestad de la confederación sobre los subditos de los
Estados, y además, suponiendo que existiera un poder social para la confederación
(Vereinsgewalt), éste, en todo caso, no tiene el carácter de poder de dominación estatal
(Herrsckafts o Staatsgewalt) (Jellinek, L'État moderne, ed. francesa, vol. i, pp. 531 ss.). Por eso
Laband (loe. cit., vol. I, pp. 135-137, 157; cf. Esmein, Éléments, 53 ed., p. 8) niega a la
confederación toda potestad legislativa, así como el poder de tener una administración propia y de
hacer cumplir leyes por sí misma. Le Fur, por el contrario (op. cit., p. 723) sostiene que "la
naturaleza de la confederación de Estados no excluye de niiigún modo una acción directa del
poder central sobre los individuos". Sostiene también que las confederaciones pueden ejercer
atribuciones legislativas (pp. 508 ss.) y que no podrían prescindir de la potestad ejecutiva (pp. 723
y 507). Por lo tanto este autor, aun reconociendo que las confederaciones no son Estados (pp. 498
ss.), declara que pueden poseer una organización completa en el triple aspecto legislativo,
ejecutivo y judicial (p. 721).
Todas estas divergencias en la doctrina provienen en parte de la dificultad de concebir
teóricamente y sobre todo de asegurar prácticamente el funcionamiento de esta formación
federativa, en la cual, por una parle, los Estados confederados permanecen soberanos y por otra
104
parte no existe potestad central que se ejerza directamente sobre los súbditos de aquéllos. Por ello
la confederación de Estados no ha logrado mantenerse de un modo durable en ninguna parte (Le
Fur. op. cit.. p. 735; Jellinek, op. cit.. ed. francesa, vol. n, p. 540).
105
4
Cf. lo que dice Montesquieu (Esprit des lois, lib. ix, cap. i) a propósito de la "república federativa":
"Esta forma de gobierno es una convención por la cual varios cuerpos políticos consienten en
convertirse en ciudadanos de un Estado más grande que quieren formar."
106
tado y no aparece ya sino como una simple provincia del Estado federal. Bajó este
aspecto la cualidad de Estado es inconciliable con la de súbdito del Estado
federal. Por cuanto son subditos del Estado federal, los Estados confederados no
pueden ser a la vez Estados. El concepto de un Estado de Estados es, pues,
contradictorio en sí mismo.
Pero además la doctrina de Laband, incluso si explicara convenientemente la
relación de sujeción del Estado confederado respecto del Estado federal, seguiría
inadmisible por razón de que es impotente para explicar la relación de sujeción
que existe entre el Estado federal y los subditos de los Estados particulares, así
como la potestad y la acción directa que pertenecen al Estado federal respecto a
estos subditos. Según la teoría que caracteriza al Estado federal como una
corporación de Estados, en efecto, los Estados confederados deben considerarse
como siendo ellos solos los miembros propiamente dichos del Estado federal, el
cual desde luego no podría lógicamente poseer y ejercer acción dominadora sobre
el territorio y los subditos de los Estados confederados sino por mediación de
estos Estados. La teoría de Laband se funda, como lo dice él mismo (loc. cit., pp.
104 ss.), sobre la idea de "mediatización" de los Estados. El Estado federal no
podría, pues, mandar más que a los Estados particulares, los cuales a su vez
impondrían a sus nacionales las decisiones federales. Se recaería así en el
régimen de la confederación de Estados. Los hechos desmienten completamente
esta teoría de la mediatización. En primer lugar, no puede conciliarse con el hecho
de que todas las Constituciones federales conceden al pueblo federal,
considerado en su conjunto e independientemente de su repartición entre los
Estados confederados, cierta participación inmediata en el ejercicio de la potestad
federal o en todo caso la creación de órganos de esta potestad. Si el Estado
federal tuviera exclusivamente por miembros los Estados particulares, éstos
deberían también participar ellos solos en la potestad federal, y no se ve a qué
título el cuerpo federal de los ciudadanos podría ser llamado por su propia cuenta
a tomar parte en ella. En sentido inverso, se observa en el Estado federal que el
territorio y los nacionales de los Estados particulares se encuentran sometidos de
una manera inmediata a la dominación federal:5 las leyes federales, por ejemplo,
ejercen directamente su imperio sobre los territorios y los individuos que dependen
respectivamente de los Estados particulares, sin que sea necesario para ello que
hayan sido confirmadas, decretadas o promulgadas por dichos Estados;
71
5
Este poder de dominación directa sobre los subditos de los Estados particulares es con seguridad
uno de los signos característicos del Estado federal. Sin embargo no es exacto pretender, como lo
hace G. Meyer (op, cit., 6" ed., pp. 43 ss.), que este poder directo forma el criterio único de la
distinción entre Estado federal y confederación.
107
aun más, las autoridades federales pueden hacer ejecutar por sí mismas, en los
territorios de los Estados confederados, las decisiones dictadas por el Estado
federal.6 En una palabra, los subditos y territorios que dependen de la potestad
particular de los Estados confederados son a la vez, e inmediatamente, subditos y
territorios propios del Estado federal. Y, además, no podría ser de otra manera,
pues un Estado no puede concebirse sin un territorio y unos subditos que le
pertenezcan en propiedad 7
72
6
Contra esos argumentos, Lahand (Deutsches Reichtsstaatsrechl, 1907, p. 20, texto y n. 1) alega
para el Imperio alemán que por regla general el Imperio deja a los Estados particulares la tarea de
proseguir, por su propia potestad y coacción, la ejecución de las leyes o decisiones federales sobre
el territorio y contra los subditos de dichos Estados particulares. En esto al menos —dice este autor
—se manifiesta la mediatización que caracteriza al Estado federal. Pero, por una parte, el mismo
Laband (loe. cit.; cf. Droit puhlic de l'Empire allemand, ed. francesa, vol. i, p. 136) admite en cierto
grado la existencia de una potestad directa de ejecución del Imperio, y por lo tanto esta concesión
basta para echar abajo su teoría de mediatización, pues implica el reconocimiento de un lazo de
sujeción inmediato entre el Estado federal y los subditos de los Estados particulares. Por otra
parte, se debe observar que la potestad de hacer ejecutar las leyes del Estado federal se ejerce
por los Estados particulares, como colectividades que poseen un poder de administración propio
(Laband, op. cit., ed. francesa, vol. i, pp. 171 ss.). Cuando los Estados particulares ejercen poderes
administrativos bajo el imperio y en ejecución de las leyes establecidas por el Estado federal, no se
debe habla de mediatización, sino de descentralización. Como lo indica Le Fur (op. cit., p. 647),
esta descentralización no es de ningún modo especial de los Estados federales, sino que se
encuentra también en los Estados unitarios. Cada vez que un Estado, unitario o federal, se limita,
en las materias de su competencia, a formular las reglas legislativas y abandona la ejecución de
dichas leyes a autoridades locales, se produce sencillamente con ello descentralización
administrativa. Cabe sin embargo hacer notar, en este aspecto, la diferencia siguiente entre el
Estado unitario y el Estado federal: en el Estado unitario, la colectividad subalterna, dotada de un
poder de administración propio, sólo pudo adquirir dicho poder por efecto de una delegación de
imperium proveniente del Estado del cual depende. En el Estado federal, por el contrario, al tener
cada Estado confederado un imperium propio, le basta al Estado federal recurrir a ese imperium
local cuando quiera utilizarlo en provecho propio para la ejecución de sus propias leyes o
decisiones. A este respecto, es realmente por su condición de Estados por lo que los Estados
particulares son llamados a hacer ejecutar las decisiones del Estado federal por sus propias
autoridades. Entiéndase bien que esta ejecución tiene lugar bajo la vigilancia del Estado federal.
Pero no ocurre siempre así: hay cometidos que el Estado federal ha podido reservarse para sí, y
que desempeña integralmente por sí mismo, quedándose así, a la vez, con la legislación y la
ejecución administrativa. En Suiza, por ejemplo, la Confederación se ha atribuido todo lo
concerniente a los asuntos extranjeros, las aduanas, la moneda, el correo y el telégrafo
(Constitución de 1874, arts. 8 y 102-89, 28, 36, 38). Estas actividades quedan centralizadas, y
respecto a ellas los Estados particulares se encuentran completamente desposeídos y colocados
fuera de funciones. 7 A este respecto se debe observar que el territorio del Estado federal no
coincide necesariamente con la totalidad de los territorios particulares de los Estados
confederados. Así es como en Alemania el territorio de Imperio comprende a Alsacia-Lorena
además de los territorios de los Estados alemanes. Y esto prueba también debidamente que el
Estado federal no es un Estado de Estados, sino realmente un Estado superpuesto a los Estados
confederados.
108
(ver para la crítica de la teoría de Laband: Le Fur, op. cit., pp. 640 ss.; O. Mayer,
Droit administratif allemand, ed. francesa, vol. iv, p. 367; Jellinek, loc. cit., vol. n,
pp. 54555.; G. Meyer, op. cit., 6* ed., pp. 43-44, texto y n. 4, así como a los
autores citados en esta nota).
73
Sobre este punto, sin embargo, se han suscitado algunas dudas. En la teoría que define al Estado
federal como Estado de Estados, hay que reconocer, en efecto, que Alsacia-Lorena, al caer bajo la
dominación del Imperio, no ha sido, propiamente hablando, incorporada a éste ni se ha convertido
en parte integrante del mismo. El Imperio, ai anexionarse Alsacia-Loreria, conservó intacta su
consistencia anterior, tanto desde el punto de vista de su pueblo y de su territorio como en el
aspecto de su organización de potestad. La consistencia y la estructura del Imperio no han podido
modificarse por la anexión del país alsaciano-lorenés, puesto que el Imperio es un compuesto de
Estados y Alsacia-Lorena no es un Estado; no ha podido, pues, entrar en la composición de dicho
Imperio. Este puntó de vista acaba de ser formalmente fixpuesto y defendido por Redslob,
Abhangige Lcinder. pp. 125 su., que —a pesar de las reservas que presenta respecto al concepto
de Estado de Estados fibid., p. 64)— declara que Alsacia-Lorena se encuentra en el Imperio como
"un cuerpo extraño'': depende evidentemente de dicho Imperio, desde el momento en que está
sometida a su dominación, pero no forma parte de él, ni es uno de sus elementos constitutivos. Y
este autor llega incluso a sostener (p. 129) que a pesar de la ley imperial de 25 de junio de 1873,
que introdujo la Constitución del Imperio en Alsacia-Lorena, dicha Constitución no se encuentra de
ningún modo vigente en ese país. Porque —dice— no solamente el Imperio se ha constituido sin el
concurso de Alsacia- Lorena y fuera de ella, sino que también su Constitución fue hecha con miras
a confederar colectividades territoriales que ya estaban organizadas en Estados, por lo cual dicha
Constitución es inaplicable y no pudo hacerse extensiva a Alsacia-Lorena, al no ser ésta sino un
territorio conquistado y no un Estado (cf. Laband, op. cit.. ed. francesa, vol. n, pp. 567 ss.). Esta
tesis no es aceptable. Si tuviera fundamento habría que admitir que las poblaciones anexionadas
no han sido reunidas al pueblo alemán y permanecen fuera de él. Y parece en efecto que pueda
argumentarse en el sentido del art. 1° de la ley im perial de 1' de junio de 1871, que declara en
principio que la adquisición de la cualidad de ciudadano del Imperio está ligada a la adquisición de
la cualidad de ciudadano de un Estado confederado y depende de esta última. Pero entonces,
¿cómo explicar que el pueblo de Alsacia-Lorena participa de los derechos del pueblo alemán, por
ejemplo, en lo que concierne al nombramiento colectivo ¿el Reichstag? Asimismo, la teoría del
Estado de Estados implicaría que el territorio alsaciano- lorenés, igual en esto a los Schutzgebiete
alemanes, no forma parte de la extensión de suelo que fue delimitada por la Constitución del
Imperio como formando la base territorial de la personalidad estatal de este último. Alsacia-Lorena
quedaría así como un territorio especial, separado del del Imperio (ver para los Schutzgebiete,
Laband, loe. cit., vol. II, pp. 690 ss.).De hecho la Constitución que fundó el Imperio establece en
principio en su art. P que el territorio federal está formado por los territorios de los Estados
confederados que dicha Constitución enumera limitativamente. Pero entonces ¿qué sentido lógico
tendrían el art. 1" de la ley imperial de 9 de junio de 1871, que realiza la reunión (Vereinigung) de
Alsacia y Lorena al Imperio, así como el art. 2 de la ley imperial de 25 de junio de 1873, que
especifica que el territorio de Alsacia-Lorena queda incorporado al territorio federal? ¿Y cómo
podría explicarse que las leyes federales elaboradas para el Imperio rijan inclusive a Alsacia-
Lorena y sean directamente, y con pleno derecho, aplicables a su territorio? ¿No habría de decirse
de dichas leyes federales lo que Redslob sostiene a propósito de la Constitución del Imperio, o sea
que no pueden extenderse a Alsacia-Lorena como leyes federales y que sólo pueden tener fuerza
en dicho país como leyes especiales del mismo? La verdad es que el
109
del Estado federal responde a las aspiraciones unitarias de pueblos que, bien sea
porque han tenido conciencia de sus afinidades o bien porque aspiran a un
aumento de potestad, tienden a reunirse en una sola y misma población nacional.
Desde el punto de vista jurídico el Estado federal, tomado en sí mismo y
considerado en el ejercicio de la competencia que le asigna en propiedad la
constitución federal, se asemeja a un Estado unitario en que —como lo observa
Jellinek (loe. cit., voí. u, pp. 542- 543 y 546-547—, en la medida de esta
competencia federal, las separaciones y fronteras que existen entre los Estados
particulares desaparecen: por cuanto están sometidos a la potestad general, los
territorios y poblaciones múltiples de estos Estados no forman más que un
territorio y un pueblo únicos. Más aún, en la medida de la competencia federal, los
Estados, particulares se desvanecen, pues por cuanto sus subditos y territorios se
hallan sometidos a la potestad directa del Estado federal, dejan por ello de ser
Estados, como no son Estados los municipios o provincias de un Estado unitario
(cf. G. Meyer, op. cit., & ed., p. 46). Bajo este primer aspecto, pues, no se puede
considerar como Estados a los Estados particulares, ni al Estado federal como un
Estado de Estados. Bajo otro aspecto, por el contrario, los Estados particulares se
distinguen esencialmente del municipio o de la provincia, y por lo tanto el Estado
federal se diferencia, él también, del Estado unitario. La diferencia capital entre los
unos y los otros proviene de que, para todas aquellas materias que no han sido
reservadas a la competencia especial del Estado federal, los Estados particulares
conservan, con la organización estatal que les es propia, la facultad de
determinarse libremente a sí mismos su propia competencia: en esto sí son
Estados. Desde el punto de vista político, en efecto, el tipo de Estado federal
responde al hecho de que los diversos pueblos que componen ese Estado han
querido, aun unificándose con él en ciertos aspectos, conservar por lo demás su
parcelación y organización en agrupaciones estatales particulares, agrupaciones
que conservan desde luego el poder de extender su competencia a todas las
materias que no se han convertido en federales. Desde el punto de vista jurídico,
la constitución federal reconoce a estas agrupaciones particulares como
verdaderos Estados, por cuanto admite que cada una de ellas tiene el derecho de
organizarse y de fijar su competencia por sí misma, y además por cuanto admite
que este derecho se funda en su propia potestad y no en una delegación
proveniente del Estado federal. En esta esfera, por lo tanto, el Estado particular se
comporta como un Estado ordinario (Jellinek, loe. cit., p. 547); solamente que,
estando su competencia limitada por la de] Estado federal, es claro que no es un
Estado soberano. En todo lo que acaba de decirse no se descubre ninguna razón
que
111
permita sostener que la relación entre el Estado federal y los Estados particulares
se descomponga en una relación de Estado a subditos, o también de Estado
compuesto a Estados miembros. Considerados en el ejercicio de su respectiva
competencia, el Estado federal y el Estado particular aparecen, al contrario, como
dos agrupaciones estatales distintas, que no se combinan entre sí. Por una parte
el Estado federal, en la esfera de su competencia, manda sobre el territorio y a los
subditos de los Estados particulares directamente, sin que sus órdenes precisen
pasar por la mediación de estos Estados. En este sentido, se comporta con estos
últimos, no ya como respecto a Estados, sino como lo haría un Estado unitario con
relación a sus subdivisiones territoriales. Y por otra parte, el Estado particular, en
la medida en que su organización y su competencia no dependen sino de él
mismo, actúa, no ya como la provincia de un Estado unitario, ni mucho menos
como miembro de un Estado superior, sino que en esta medida actúa de la misma
manera que un Estado independiente. En estas condiciones no se podría suscribir
en todo punto y sin reservas la doctrina de ciertos autores (ver por ejemplo Le Fur,
op. cit., pp. 639-640, cf. pp. 609 y 643), que afirman de un modo absoluto que el
Estado federal tiene por miembros y subditos especiales, además de los
individuos que componen el pueblo federal, a los Estados particulares. Esta
afirmación no es completamente exacta. La verdad es que, si los Estados
particulares entran en la composición del Estado federal por cuanto le
proporcionan su territorio y su pueblo, al menos estos Estados no aparecen, bajo
ciertos aspectos, ni como subditos ni como miembros del Estado federal. En
cambio se puede decir con toda exactitud con Le Fur (op. cit., pp. 615-616) que en
el Estado federal aparece un único y mismo pueblo organizado en dos
formaciones estatales distintas: por una parte el Estado federal, que comprende a
este pueblo en su conjunto, y por otra parte los Estados particulares, que
comprenden este mismo pueblo organizado y repartido en agrupaciones estatales
especiales y separadas. Por lo tanto parece que la verdadera calificación que
debe darse —'según lo que se ha dicho hasta hoy— al Estado federal en sus
relaciones con los Estados particulares, no sea precisamente la de Estado
compuesto, sino la de Estado yuxtapuesto o mejor aún superpuesto a las
agrupaciones estatales particulares. La idea de superposición es más exacta,
porque siendo el Estado federal dueño de determinar y extender su competencia
en detrimento de la competencia de los Estados particulares, posee así con
respecto a estos últimos una potestad de un grado superior. Pero, bajo esta
reserva, hay lugar a resumir las observaciones recogidas hasta ahora, diciendo
que el Estado federal y los Estados particulares funcionan cada uno por su lado
como Estados ordinarios, y también como Estados independientes entre sí.
112
Se podrá objetar, sin embargo, que el Estado federal tiene, sobre los Estados
particulares que comprende, poderes de idéntica naturaleza que aquellos que
pertenecen a un Estado respecto de sus miembros. Posee sobre ellos, por
ejemplo, un poder jurisdiccional en virtud del cual los conflictos que pueden surgir,
bien sea entre los Estados particulares o bien entre uno de estos Estados y el
mismo Estado federal, son resueltos por la autoridad federal (Const. suiza, arts.
110 y 113; Const. de los Estados Unidos, cap. ni, sec. 2, art. 1'; Const. del Imperio
alemán.art. 76), que estatuye como tribunal federal, con un poder superior que
ejerce en nombre del Estado federal, exactamente como en un Estado unitario
estatuyen los tribunales sobre los litigios que surgen entre dos ciudadanos o entre
un ciudadano y el Estado. Pero esta potestad del Estado federal sobre los Estados
particulares no implica de ningún modo que éstos sean sus miembros y sus
subditos en las mismas condiciones que los ciudadanos de un Estado unitario son
miembros y subditos de este Estado. Los poderes del Estado federal pueden
explicarse fácilmente por otra razón. Es muy natural, en efecto, que el Estado
federal, por razón de la potestad estatal que posee sobre todo su territorio, ejerza
su dominación sobre los Estados que existen dentro de él, tal como un Estado
unitario ejerce su potestad sobre las agrupaciones o colectividades personalizadas
que existen en el seno de su población, sin que por ello estos grupos o
colectividades formen, por encima de los ciudadanos, miembros propiamente
dichos del Estado unitario. Del mismo modo que los grupos parciales que están
bajo la dominación de un Estado unitario no pueden considerarse como unidades
componentes de este Estado, así también el hecho de que los Estados
particulares estén en algunos aspectos sometidos a la dominación federal no
basta por sí solo a demostrar que sean miembros del Estado federal
conjuntamente con los ciudadanos federales.8
37. B. Hasta ahora no ha aparecido, ni el aspecto federativo del Estado federal, ni
la relación de federación que une entre sí a los Estados particulares, y por lo que
el Estado superior en el cual se hallan comprendidos lleva el nombre de Estado
federal. Según la opinión corriente (Le Fur, op. cit., pp. 600 ss., 682; Jellinek, loe.
cit., vol. n, pp. 243, 540-
75
8 Estas observaciones tienden a demostrar que las dos cualidades de subdito y de miembro del
Estado no están ligadas una con otra, sino que son independientes. Toda persona colectiva
situada en el territorio del Estado está sometida a su dominación, y constituye en este se o un
subdito que depende de su potestad, aunque no sea un miembro especial o elemento componente
del Estado. A la inversa, según la teoría antes citada (n' 35) de Laband, que caracteriza al Estado
federal como un Estado de Estados, los subditos de los Estados confederados son subditos del
Estado federal, aunque no sean miembros de éste. Es lo que dice expresamente Laband
(Staatsrecht des deutschen Reiches, 5* ed., vol. i, p. 97 n.) para el Imperio alemán.
113
9
Así es como, incluso en el Imperio alemán en que los Estados confederados son el órgano
supremo y único del Estado federal, la voluntad unánime de los Estados o gobiernos confederados
carecería de poder para crear una ley o para revisar la Constitución sin el asentimiento previo del
Reichstag.
10
Este jefe del Estado no puede calificarse como monarca. Hay que reconocer, en efecto, que el
Estado federal no puede conciliarse con la monarquía propiamente dicha. Porque, en esta clase de
Estado, el órgano supremo no puede ser un monarca, sino que el órgano federal supremo ha de
ser necesariamente, o bien el cuerpo de los ciudadanos, es decir, el pueblo federal tomado en su
conjunto, o la colectividad de los monarcas, senados o pueblos, que son respectivamente los
órganos supremos de los Estados particulares, o también, finalmente, en un
114
bien un presidente traído por la elección del cuerpo federal de los ciudadanos,
bien un consejo ejecutivo federal, o bien el cuerpo mismo de los ciudadanos en
países como Suiza, en los cuales los ciudadanos son llamados a gobernarse
directamente. Además, existe en todo Estado federal una asamblea legislativa
elegida por todos los ciudadanos activos que comprende ese Estado.
En lo concerniente a este primer grupo de órganos, no puede pretenderse que
proporcione a los diversos Estados particulares un medio de participar, como la
les, directamente y cada uno distintamente, en la potestad superior del Estado
federal. Bien es verdad que los Estados particulares no permanecen totalmente
extraños a la creación de los órganos de esta primera clase; es posible que
contribuyan en cierta medida a la formación de algunos de ellos, o al menos es
poco común que los Estados particulares no sean tomados en consideración en lo
absoluto para la formación de esos órganos. En los Estados Unidos, por ejemplo,
la Constitución (cap. II, sec. P, art. 2) dice que, para la elección del Presidente de
la Unión, cada Estado nombrará tantos electores como senadores y
representantes puede enviar al Congreso; y añade este texto que corresponde a
los Estados fijar por sus propias leyes las reglas según las cuales serán
nombrados los electores presidenciales. En Suiza, el Consejo federal es
nombrado por la Asamblea federal (Const. de 1874,art. 96), que comprende un
Consejo de los Estados compuesto de miembros elegidos en números iguales por
cada uno de los cantones. Así pues, los Estados particulares tienen la mayor parte
de las veces cierto papel que desempeñar en el nombramiento de los órganos del
Estado federal. Y en este sentido pudo decir ya Jellinek (loe. cu., vol. n. p. 540; cf.
G. Meyer, op. cit., & ed., p. 46) que la potestad del Estado federal, al menos
considerada en su organización, "proviene de los Estados que lo componen". Mas
no resulta de ello que, por los órganos de esta primera categoría, posean los
Estados particulares una participación efectiva en la creación de la voluntad
federal, pues a decir verdad ni siquiera existen relaciones directas entre esos
órganos y los Estados particulares. Esta ausencia de enlace es patente sobre todo
en lo que se refiere a la Cámara federal popular. Evidentemente, para la elección
de esta
77
sentido complejo y doble, estos dos conjuntos reunidos. Ver a este respecto Laband, op. cit.,ed.
francesa, vol. i, p. 162: "El Imperio alemán no es una monarquía; la soberanía del Imperio reside en
todos los miembros del Imperio, pero no en el emperador". Jellinek (loc. cit.,vol. n, pp. 462 y 464)
declara que "el Imperio alemán, en el que la dominación pertenece a la colectividad de los
gobiernos confederados, entra en el tipo del régimen republicano". O. Mayer (Archiv für óffentl.
Recht, 1903, pp. 337 ss.) llega más lejos aún, y pretende que el Estado federal verdadero y
perfecto sólo puede establecerse en un medio republicano, como Suiza y los Estados Unidos (cf.
Zorn, Staatsrecht des deutschen Reiches, 2" ed., vol. I, pp. 39 ss. Ver sin embargo Le Fnr, op. cit.,
pp. 624 ss.).
115
11
Esto no significa que para ser admitido a concurrir a la elección de la Cámara federal popular
sea necesario ser ciudadano de un Estado particular o poseer en él con anterioridad los derechos
electorales. Desde 1874, por ejemplo, y en virtud de la ley imperial de 25 de junio de 1873, la
población de Alsacia-Lorena nombra diputados al Reichstag, y no podría ser de otra manera,
puesto que forma parte del pueblo alemán. Los electores alsaciano-loreneses, sin embargo, no son
ciudadanos de ninguno de los Estados confederados (cf. Laband, op. cit.,ed. francesa, vol. n, pp.
585 ss.).
12
En los Estados Unidos, sin embargo, la Constitución federal (cap. i, sec. 2, art. 1) hacedido a los
Estados de la Unión el poder de regular por sus leyes particulares las condiciones de los derechos
electorales para el nombramiento de la Cámara de Representantes.
116
(loe. cit., vol. I, p. 106) que en dicho Estado la potestad estatal pertenece a la
colectividad de los Estados confederados. Esta aseveración, en todo caso, es
demasiado absoluta, puesto que existen en el Estado federal cierto número de
órganos que se refieren al aspecto unitario de este Estado y que no proporcionan
a los Estados particulares ninguna participación verdadera en la potestad federal.
E incluso si los Estados particulares intervienen en cierta medida en la formación
de algunos de ellos, como se ha visto antes, no por ello es menos evidente que los
órganos de esta especie no son de ningún modo órganos que representen a estos
Estados, sino exclusivamente órganos de decisión propios del Estado federal.
39. b) El aspecto federativo del Estado federal empieza a manifestarse de una
manera bien clara en una segunda clase de órganos federales, que tienen lazos
particulares con los Estados confederados, pero de los cuales no cabría sin
embargo afirmar que tengan por objeto absoluto expresar y hacer valer, en el
Estado federal, las voluntades especiales de los Estados confederados. Tal es el
caso de un órgano que se encuentra en todo Estado federal y que constituye una
de las instituciones características de esta forma de Estado: a saber, la llamada
asamblea de los Estados.
En todo Estado federal se observa en efecto que junto a la Cámara elegida por el
cuerpo federal de los ciudadanos, existe una segunda asamblea, que
seguramente es en su conjunto un órgano del Estado federal, pero cuyos
miembros, tomados individualmente, deberían ser considerados, según una
opinión muy extendida (ver por ejemplo Jellinek, loc. cit., vol. it, p. 286), como
"representando" especialmente a los Estados confederados. La composición de
esta segunda asamblea varía según se encuentre, el Estado federal establecido
en un medio monárquico o en un medio democrático. En el primer caso, esta
asamblea está formada por los monarcas que reinan en los diversos Estados
confederados o —lo que viene a ser lo mismo— por los mandatarios delegados
por los gobiernos monárquicos de estos diversos Estados. Así ocurre en
Alemania, donde el Bundesrat está compuesto por los apoderados enviados por
los diferentes príncipes alemanes, y también por los senados de las ciudades
libres, de donde resulta que esta asamblea no tiene de ningún modo carácter de
cuerpo parlamentario, sino únicamente de reunión de plenipotenciarios de los
Estados. En el Estado federal democrático, por el contrario, existe una verdadera
segunda Cámara, que es elegida como la primera y que incluso puede, como es
generalmente el caso en Suiza (Veith, Der rechtliche Einfluss der Kantone auf die
Bundesgewalt, tesis, Estrasburgo, 1902, pp. 84 ss.; de Seroux, Le Conseil des
États et la représentation cantónale en Suisse, tesis, París, 1908, p. 123), ser
elegida por los mismos electores que la primera Cámara. Pero mientras
117
13 Según la Constitución suiza (art. 80), "cada cantón nombra dos diputados" al Consejo de
Estados. Según la Constitución de los Estados Unidos (cap. i, sec. 3, art. 1), "el Senado se
compone de dos senadores por cada Estado, elegidos por la Legislatura de cada Estado". En
Alemania, por el contrario, los Estados confederados no tienen igual número de votos en el
Bundesrat. De los 61 votos con que cuenta dicha asamblea, 17 pertenecen a Prusia, 6 a Baviera, 4
a Sajonia y a Wurtemberg, y la mayor parte de los demás Estados sólo tienen un voto. La ley sobre
la Constitución de Alsacia-Lorena de 31 de mayo de 1911, en su art. 1" (este art. Se introdujo como
texto adicional al art. 6 de la Constitución del Imperio) concede a Alsacia- Lorena tres votos en el
Bundesrat.
118
tad misma del Estado unitario, encontrándose erigido el cuerpo de los ciudadanos
en órgano de Estados por la Constitución democrática. En esto precisamente
consistirá, para los Estados particulares, el poder de concurrir a la formación de la
voluntad federal (cf. Le Fur, op. cit.,pp. 620, 631 ss.).
Puede sin embargo formularse la pregunta de si la organización dada por las
Constituciones a la Cámara de los Estados implica realmente para éstos una
participación propiamente dicha en la potestad federal. Parece en efecto que esta
organización pueda explicarse sencillamente por la intención de restablecer entre
ellos, por medio de la segunda Cámara, la igualdad que se halla en la primera, al
estar elegida ésta a prorrata de la población de los Estados. Cuando, por ejemplo,
la Constitución suiza (art. 96) prescribe que los miembros del Consejo federal
deben ser reclutados en cantones diferentes, esta precaución tiene únicamente
por objeto mantener en lo posible la igualdad entre los cantones, y no resulta por
ello que el Consejo federal deba considerarse como un órgano por el cual
participan los Estados cantonales en la potestad federal. Sin embargo, se puede
replicar a esta argumentación que, por lo que concierne a la Cámara de los
Estados, su composición característica no responde únicamente a la idea de
mantener la igualdad entre los Estados, sino que el punto verdaderamente
importante de observar es que las decisiones que son de la competencia de las
Cámaras federales deben tomarse por mayoría de votos en cada una de ellas, de
donde resulta que ninguna de estas decisiones podrá adoptarse sin el voto
favorable de la mayoría de los representantes de los Estados. La igualdad
asegurada a los Estados en la segunda Cámara engendra, pues, al parecer, un
medio de hacer depender efectivamente la formación de la voluntad federal de las
voluntades particulares de los Estados o al menos de la mayoría de ellos.
Pero, admitido este punto, se presenta otra objeción. Conviene observar, en
efecto, que los diputados a la Cámara de los Estados no necesitan instrucciones
del Estado que los ha nombrado. Esto se dice expresamente en la Constitución
suiza (art. 91). En la Unión Americana del Norte, donde antiguamente los
senadores votaban según las instrucciones de sus Estados, la costumbre contraria
ha sido establecida hoy. Sólo el Imperio alemán constituye una excepción: los
delegados al Bundesrat se hallan sometidos a las instrucciones que recibieron de
sus gobiernos. En estas condiciones es algo difícil —por más que diga Le Fur (op.
cit.,pp. 631 ss.)—sostener que, por el hecho de su tratamiento en pie de igualdad
en la segunda Cámara, ejercen los Estados particulares una verdadera
participación en la potestad federal. Los diputados a esta Cámara representan
realmente, en un sentido, a los diversos Estados,
119
14
Contrariamente a Laband, G. Meyer (op. cit., 6" ed., pp. 420 ss., 581) sostiene que el "portador"
(Trager) de la potestad de Imperio, no es la colectividad de los Estados alemanes, sino realmente
la colectividad de los gobiernos confederados, príncipes y senados. Pero dicho autor no tiene más
remedio que convenir en que los príncipes alemanes ejercen su participación en la potestad de
Imperio, no ya a título de derecho "personal", sino en su cualidad de jefes y órganos supremos de
los Estados alemanes. Y G. Meyer reconoce también (pp. 421 y 430) que los Estados y ciudades
libres están "representadas" (vertreten) por sus príncipes y senados. Luego los Estados son en
realidad, colectivamente, titulares de la potestad ejercida por el Bundesrat.
15
Los autores franceses, para recalcar que el Imperio alemán difiere de los demás Estados
federales, ponen de manifiesto especialmente que uno de los Estados miembros del Imperio,
Prusia, ejerce en él derechos preponderantes. Pero la diferencia principal entre el Imperio alemán y
el Estado federal normal consiste en que el órgano supremo del Imperio se halla constituido
únicamente por los Estados confederados mismos, representados en el Bundesrat por los
enviados de sus gobiernos (cf. Esmein, Éléments, 5" ed., p. 7, n.) En otras partes, los Estados
Unidos, Suiza, el órgano federal supremo es doble, conforme a la naturaleza compleja del Estado
federal. Así en Suiza el pueblo federal por una parte y los cantones por otra forman
concurrentemente los dos óiganos supremos de la Confederación.
120
16 Para que los Estados federales participen realmente, o sea directamente, en la potestad federal
es preciso que intervengan en el ejercicio de dicha potestad, bien sea por sus propios órganos,
pueblo, legislatura o gobierno, o bien por apoderados designados e instruidos por aquéllos. Si el
Estado particular se limita a concurrir a la creación de órganos federales que luego, con plena
independencia respecto a él, han de tomar decisiones que la Constitución federal deja a su
competencia, sólo resulta para el Estado particular una participación indirecta en la potestad del
Estado federal, sin que se pueda decir que la asamblea compuesta de miembros que solamente
han sido nombrados por los Estados sea una asamblea representativa de éstos.
17 Jellinek (Staatenverbindungen, p. 288, n. V)-a) admitió al principio la opinión contraria.
Reconocía entonces que los miembros de la Cámara de los Estados ,desde el momento en que
votan sin instrucciones, no son en realidad representantes de los Estados. El nuevo punto de vista
que expone en sus obras posteriores, referentes a dicha Cámara, proviene de la teoría general que
adoptó (L'État moderne, ed. francesa, vol. II, pp. 228-229, 278 ss.) sobre la naturaleza de la
representación y sobre el "órgano representativo". Esta teoría de Jellinek se analizará después
(núms. 385 ss.) y será rechazada.
18 Existe evidentemente una gran diferencia entre el caso del Estado confederado que nombra sus
diputados a la Cámara de los Estados y el caso del colegio electoral de un Estado unitario que
nombra a los miembros de la asamblea nacional. Cuando, por ejemplo, la Constitución de 1791
transformaba al departamento en un colegio electoral, es evidente —y los oradores de la
Constituyente habían tenido buen cuidado de decirlo— que dicho colegio departamental no elegía
para sí mismo, sino para toda la nación. Con esto, el departamente no ejercía un poder propio de
elección, sino que ejercía el poder electoral de la nación: funcionaba simplemente como una
sección o circunscripción electoral (ver n" 410, injra). Por el contrario, cuando el cantón suizo elige
sus diputados al Consejo de los Estados, cuando los Estados de la Unión norteamericana nombran
por el órgano de sus Legislaturas a sus senadores al Congreso de los Estados Unidos, estos
Estados o cantones actúan en su propio nombre y ejercen el poder electoral como derecho propio
(ver la n. 23 del n9 391, infra). En esto se manifiesta el federalismo, y en cambio no había ningún
elemento de federalismo en la elección
121
Suiza las leyes votadas por el Cuerpo legislativo federal tuvieran para su validez
que obtener la ratificación de los Estados particulares. Estos se convertirían, en
este caso, en órganos legislativos de la Unión y de la Confederación. Es así como
el pueblo suizo es órgano legislativo federal, puesto que, si bien no puede dar
instrucciones a sus elegidos los consejeros nacionales, al menos la formación
definitiva de las leyes federales depende de su adopción por el pueblo, que por
ello participa directamente en la potestad legislativa del Estado federal. Si la
Constitución suiza hubiese querido conceder a los cantones una participación
efectiva en la legislación federal no se habría limitado a encargarles la elección del
Consejo de los Estados, sino que, además, hubiera subordinado a la ratificación
de los cantones la validez de las leyes votadas por esa asamblea. Pero como, por
el contrario, la Constitución suiza (art. 89; cf. ley federal del 17 de junio de 1874,
art. 14) se contenta con la adopción de las leyes federales por la mayoría de los
ciudadanos y no exige su aceptación por la mayoría de los cantones, se deduce
claramente de ello que los cantones no pueden considerarse como órganos
legislativos federales, sino que son simplemente órganos de creación de una de
las dos Cámaras federales. En suma, la influencia ejercida por los Estados
particulares en la formación de la voluntad federal por medio de la Cámara
llamada de los Estados se reduce a una participación indirecta en la potestad del
Estado federal.19 40. c) En cambio es innegable que los Estados particulares
tienen, bajo un tercer aspecto, una verdadera y directa participación en la potestad
federal. Este derecho de participación se manifiesta principalmente en materia de
revisión constitucional. Los Estados particulares poseen, ante todo, la iniciativa
constituyente. Así la Constitución de los Estados Unidos (art. v) concede a los
Estados el poder de convocar la
82
de los diputados por los departamentos bajo la Constitución de 1791, como tampoco en la elección
actual de los senadores bajo la Constitución de 1875. Ahora que este derecho propio electoral que
los Estados ejercen como tales Estados no significa que tengan también un derecho propio de
participación en la potestad legislativa federal misma. Así como en el régimen representativo los
ciudadanos-electores no son ciudadanos-legisladores, y sólo pueden influir en la legislación por la
elección de las personas que depende de ellos nombrar, así también en el Estado federal los
Estados confederados sólo tienen respecto de la Cámara de los Estados un derecho de elección
de sus miembros, y toda su influencia sobre la legislación federal se reduce a este acto de
elección. Se puede, pues, afirmar que dicha Cámara es la de los Estados en el sentido de que
estos Estados tienen sobre ella un derecho de elección, y que tienen este derecho por ser
miembros especiales del Estado federal. Pero no puede decirse que sea la Cámara de los Estados
en el sentido de que, por ella, los Estados sean llamados, como miembros especiales, a concurrir
19
directamente a la formación de las leyes federales. Cf. las observaciones expuestas más
adelante (n° 459) sobre ciertas diferencias o parti cularidades propias del sistema bicameral en el
Estado federal y que no se encuentran en los Estados unitarios, al menos no en todos ellos.
122
reunión de una Convención, a condición de que la petición vaya suscrita por las
Legislaturas de los dos tercios de ellos. En Suiza, resulta de la combinación de los
arts. 93, 119 y 121, primer párrafo, de la Constitución federal, que el derecho de
iniciativa constituyente pertenece a cada cantón individualmente. Además, tanto
en Suiza como en Estados Unidos, toda modificación hecha a la Constitución
federal debe ser ratificada por los Estados, es decir, según la Constitución suiza
(art. 123) por la mayoría de los cantones y según la Constitución norteamericana
(art. v) por las tres cuartas partes de las Legislaturas de los Estados. Según la
Constitución del Imperio alemán (art. 78), las modificaciones propuestas a la
Constitución federal serán consideradas como rechazadas siempre que, en el
Bundesrat, catorce votos hayan sido emitidos en contra. Fuera de esta
participación en la potestad constituyente, se debe indicar que en Suiza cada
cantón tiene, por el art. 93 de la Constitución federal, el derecho individual de
tomar la iniciativa de las leyes federales ordinarias; los cantones pueden también,
siempre que lo soliciten en número de cinco, convocar la reunión del Consejo
nacional y del Consejo de los Estados (ibid., art. 86); finalmente, en los términos
del art. 89, las leyes federales deben ser sometidas a la votación popular cuando
lo soliciten por. lo menos ocho cantones (Veith, op. cit., pp. 89 ss., 98 ss., 103 ss.).
Ahora se trata realmente de una participación efectiva de los Estados en la
potestad federal. Se observará en efecto que, en los diversos casos que acaban
de ser indicados, los Estados ya no se limitan a una participación indirecta
consistente en proporcionar al Estado federal tal o cual elemento de su
organización propia, sino que concurren tácitamente a crear la voluntad federal por
sí mismos, es decir, por sus propios órganos, como Legislaturas, Gobiernos o
cuerpos particulares de ciudadanos. Las voluntades particulares expresadas por
esos órganos de los Estados son erigidas por la Constitución federal en voluntad
del Estado federal. En esto, pues, los Estados son órganos del Estado federal, que
quiere y decide por ellos.20
41. En la medida en que los Estados particulares participan de este modo, directa
o indirectamente, en la potestad del Estado federal, aparece éste como una
federación de estos Estados y también, en cierto aspecto, como un Estado
compuesto. No ya desde luego como Estado compuesto en el sentido en que lo
entiende Laband, que sostiene que el Estado federal
83
20
Desde luego que los Estados confederados no merecen por completo dicha
calificación de órganos sino en la medida en que ejercen, por cuenta del Estado
federal, un poder de decisión propiamente dicha. Es patente, por ejemplo, que el
hecho de que los cantones suizos tengan el derecho de proponer una ley federal o
pedir el referéndum no basta para transformarlos en órganos propiamente dichos
del Estado federal, ya que sólo se trata de facultades constitucionales de iniciativa
y no de verdadera decisión.
123
21
La participación de los Estados particulares, al menos, es una condición esencial del Estado
federal (Laband, op. cu,, ed. francesa, vol. i, pp. 105-106. En sentido contrario, G. Meyer, op. cit.,
6* ed., p. 46, texto y n. 10). En cuanto a la igualdad de la participación, ya se sabe que no existe en
el Imperio alemán.
22
Esta dualidad de órganos supremos proviene en Suiza del art. 123 de la Constitución federal, en
cuyos términos la revisión constitucional sólo es perfecta cuando ha sido adoptada a la vez por la
mayoría de los ciudadanos en el conjunto de la Confederación y por las mayorías populares en la
mayoría de los cantones. También en los Estados Unidos el órgano constituyente supremo es, por
duplicado, el Congreso y la Convención por una parte, y por otra los Estados de la Unión que
estatuyen por sus Legislaturas y Convenciones particulares (cap. v de la Constitución). Sólo
Alemania tiene por órgano supremo único el Bundesrat, o sea los Estados confederados. Mas esta
dualidad de órganos supremos no significa que en el Estado federal haya dualismo de soberanías
(veí n° 52, infra). El pueblo federal y los canto
124
lista no puede explicarse jurídicamente sino por la idea, desarrollada por Gierke
(Schmoller's Jahrbuch, vol. vn, pp. 1153 ss.) y recogida por Le Fur (op. cit., pp.
652 ss.), de que el Estado federal está formado por la reunión de la comunidad
unitaria correspondiente al conjunto de la población y del territorio federal por una
parte, y por la otra parte de la comunidad federativa de los Estados particulares.
Así, mientras que el Estado unitario moderno es exclusivamente un Estado de
individuos en el sentido de que —conforme a las ideas de la Revolución
francesa— está constituido únicamente por "la universalidad de los ciudadanos"
(Constitución de 1793, art. 7; Constitución del año ni, art. 2; Constitución de 1848,
art. 1°), de tal modo que las corporaciones o las c olectividades locales de
individuos que contiene en sí el Estado unitario no forman, como tales y con
distinción de los ciudadanos, unidades componentes o miembros especiales de
este Estado, el Estado federal, por el contrario, tiene por miembros, a la vez, a los
individuos que son nacionales suyos y a las agrupaciones estatales constituidas
dentro de él por esos individuos, siendo así, conjuntamente, una comunidad de
ciudadanos y de Estados confederados. Al menos, los Estados confederados
aparecen realmente como miembros suyos y tienen trato de tales en lo que se
refiere a su participación en la potestad federal. Evidentemente, la cualidad de
miembro de un Estado no implica por necesidad la participación en su potestad:
en un Estado unitario los nacionales no son siempre, ni todos, ciudadanos activos.
Asimismo, en el Estado de Estados, Laband (loe. cit., vol. i, p. 105) observa que la
potestad central puede pertenecer a uno de los Estados miembros solamente, con
exclusión de los otros. Pero, en sentido inverso, la participación en la potestad
estatal supone la cualidad de miembro del Estado; por el solo hecho de que la
Constitución federal hace depender la formación de la voluntad federal de las
voluntades articulares de los Estados confederados, hay que admitir
necesariamente que estos Estados entran en la composición del Estado federal
como miembros distintos de sus nacionales. Esta manera de concebir y de definir
el Estado federal se confirma por la terminología corriente, que califica a los
Estados particulares como Estados "miembros" (Gliedstaaten).
42. En resumen, las particularidades jurídicas que se observan en
la estructura y en el funcionamiento del Estado federal implican que
este Estado posee doble carácter: en ciertos aspectos se caracteriza como
Estado unitario, y en otros se caracteriza como federación de Estados.
En primer lugar, el Estado federal se presenta como Estado unitanes,
85
en Suiza; el Congreso y los Estados en América, son en conjunto los órganos supremos de
un soberano único, que es el Estado federal.
125
rio por cuanto posee en propiedad un territorio que, aunque está repartido entre
varios Estados particulares, forma, por lo que al ejercicio de la competencia
federal se refiere, y en la medida de esta competencia, un territorio estatal único,
sometido a su potestad una y directa. Se presenta igualmente como Estado
unitario, por cuanto tiene por miembros a individuos que, aunque se hallen
repartidos entre diversos Estados particulares, son sus propios subditos y forman,
desde el punto de vista de la competencia federal, un cuerpo nacional único,
sometido además a su potestad una y directa. En esto el Estado federal se
distingue totalmente del Estado de Estados, que es exclusivamente una formación
entre Estados, una corporación de Estados, corporación indudablemente
unificada, pero cuyos miembros y elementos componentes son puramente los
Estados particulares mismos, de modo que los territorios y súbditos de estos
Estados no se convierten en territorio y subditos del Estado compuesto sino de
una manera mediata, por la mediación de los Estados componentes.
El Estado federal se asemeja también al Estado unitario en que, para todo aquello
que es de su competencia, ejerce su potestad de Estado sobre todas las
colectividades inferiores que contiene en sí, comprendidos los Estados
particulares. A este respecto la condición de los Estados particulares es idéntica a
la de la provincia de un Estado unitario. El Estado particular, al estar sometido a la
dominación del Estado federal, deja de aparecer como Estado: no es sino una
circunscripción territorial del Estado federal.23
Finalmente, el Estado federal se parece a un Estado unitario en lo que se refiere a
sus órganos centrales. En efecto, aunque los Estados particulares concurren a la
formación de esos órganos centrales, ya sea proporcionando sus elementos de
composición o de nombramiento, o bien contribuyendo con sus propias leyes a
fijar las reglas relativas a
86
33
Es muy cierto que de hecho los Estados particulares se encuentran siempre más o menos
mezclados en la actividad y en las decisiones del Estado federal. Por ejemplo, las determinaciones
legislativas adoptadas por el Estado federal son obra de dos asambleas, en la formación de una de
las cuales, por lo menos, han desempeñado cierto papel los Estados particulares. Estos
intervienen igualmente para mandar ejecutar, por sus propios agentes y autoridades
administrativas, las decisiones federales. Siempre hay cierta manifestación de fede rslismo en la
actividad del Estado federal y bajo este aspecto puede sostenerse con razón que las cosas no
ocurren nunca en este Estado como en el Estado unitario. Esto es precisamente lo que constituye
la complejidad del concepto del Estado federal. Pero precisamente por razón de dicha complejidad,
y por estrecha o constante que sea la penetración entre este Estado y los Estados confederados,
el jurista tiene la obligación de separar, entre sus elementos constitutivos, aquellos que pertenecen
al federalismo propiamente dicho de aquellos otros que, por el contrario, tiene en común con el
Estado unitario. Este análisis y esta distinción se imponen, ya que no hay que perder de vista que
el Estado federal no seria un Estado si no hubiera en él, junto al federalismo, un principio y cierta
parte de unitarismo.
126
24
Por más que diga Le Fur (op, cu., pp. 668-669), el federalismo puede concebirse fuera del
Estado federal. Un Estado cuya Constitución llamara a las diferentes provincias territoriales a
participar en su potestad a títulos iguales (cf. Preuss, Gemcindc, Staat, Reich ..., p. 59), si bien
presentaría un carácter de federalismo, que lo distinguiría en cierto grado del Estado unitario
normal, no sería sin embargo un verdadero Estado federal. Seguramente las provincias así
asociadas a la potestad central adquirirían por este hecho la cualidad y la naturaleza de miembros
confederados del Estado del cual'forman parte, pero ello no sería suficiente para erigirlas en
verdaderos Estados (ver la n. siguiente). Este Estado federativo no sería, en el fondo, a pesar de
su dualismo orgánico, sino una variedad del Estado unitario.
127
los Estados particulares, incluso bajo este aspecto, aparecen como siendo, según
la frase de Laband (op. cit., ed. francesa, vol. i, p. 139), "partes constitutivas" del
Estado federal; como "instituciones" de este Estado y de los elementos de su
organización, organización evidentemente federativa, pero que por sí sola no
implica de ningún modo que las colectividades confederadas, dentro del Estado
federal, sean verdadera y esencialmente diferentes del municipio o de la provincia
de un Estado unitario.25 Indudablemente se desprende, de la participación
federativa de estas colectividades en la potestad del Estado federal, que existe
dentro de este Estado un dualismo orgánico, que consiste en que el Estado
federal tiene por órganos dobles, a la vez, sus órganos centrales o especiales y
sus miembros confederados, y es ésta en realidad una de las características
principales del Estado federal; pero no resulta de esto que exista en él una
verdadera dualidad estatal, de manera que si hubiera que atenerse a la
participación federativa de los Estados miembros habría que decir que el Estado
federal no se diferencia esencialmente del Estado unitario. Para que se diferencie
realmente de éste, no basta que las colectividades en él confederadas tengan el
derecho de participar en su potestad por cuanto son órganos instituidos por su
Constitución: es preciso además que tengan derechos y poderes originados, no ya
en la Constitución federal, sino en su propia voluntad y potestad; en otros
términos, derechos que impliquen que estas colectividades son en efecto Estados,
por sí mismos y con distinción del Estado federal. Tal es también, de hecho, el
signo distintivo del Estado federal moderno: la verdadera característica de este
Estado es precisamente que hay en él una dualidad estatal, que resulta de que los
miembros confederados que contiene son ellos mismos Estados. El Estado federal
no es una federación de colectividades cualesquiera, sino una federación de
Estados.26
88
25
Así, por ejemplo, Alsacia-Lorena, dotada por la ley (imperial) titulada Gesetz über die Verfassung
Els/us-Lothringens, del 31 de mayo de 1911 (art. I9), del poder de ser representada en el
Bundesrat, donde cuenta con tres votos, no ha cambiado por ello su naturaleza jurídica, es decir,
no ha dejado de formar un Reichsland, o sea una provincia del Imperio. Bien es verdad que desde
la concesión de esos tres votos debe considerársela como participando en la potestad de Imperio y
como desempeñando el papel de miembro confederado del mismo, y en este sentido el art. 1* ya
citado pudo decir que "vale (gilt) como Estado confederado" (al menos en ciertos aspectos). Pero
únicamente en ese sentido se parece a los Estados alemanes, ya que no tiene ni organización, ni
Constitución, que se funde en su propia potestad y voluntad (cf. Heitz, "La loi constitutionnelle de
l'Alsace-Lorraine du 31 mai 1911", Revue du droit public, 1911, pp. 48 ss., 462 ss.).
28 Se debe distinguir, pues, en derecho público, el federalismo y el Estado federal. Este no existe
sin aquél, pero el federalismo no basta para hacer que el Estado sea federal (ver sobre este punto
mi estudio sobre "La condition juridique de l'Alsace-Lorraine dans l'Empire allemand", Revue du
droit public, 1911, pp. 38ssJ.
128
Falta por determinar este último punto, que es el punto capital de la definición y de
la teoría del Estado federal. Se ha visto antes que, bajo ciertos aspectos, las
colectividades confederadas en el Estado federal están desprovistas del carácter
estatal. Así ocurre particularmente, por cuanto están sometidas a la dominación
federal. No puede ser tampoco por su participación en la potestad federal por lo
que se caracterizan como Estados; a este respecto, L. Fur (op. cit., pp. 671 ss.,
679 ss.) tiene sobrada razón cuando sostiene que la participación que toman estas
colectividades no implica por sí sola que sean Estados; bien es verdad que es en
su cualidad de Estados como son llamadas por la Constitución federal a participar
en la potestad del Estado federal, como órganos de este último (Jellinek, loe. cu.,
vol. n, p. 556) ; pero no es por esta participación por lo que adquieren su cualidad
de Estados. Si deben considerarse como Estados, es por otra razón muy
diferente. ¿Cuál es esa razón?
43. Con toda seguridad, si el criterio del Estado es la soberanía, las colectividades
miembros de un Estado federal no son Estados, puesto que no son soberanas. En
tanto que en la Confederación de Estados la soberanía pertenece exclusivamente
a los Estados confederados y falta en la Confederación, que ni siquiera es un
Estado (Le Fur, op, cit., pp. 498 ss.; Laband, loe. cit., vol. I, p. 102; Jellinek,
Staatenverbindungen, pp. 184 ss.), en los Estados federales los papeles están
invertidos. La soberanía del Estado federal y la no-soberanía de los Estados
miembros se manifiestan por numerosos signos.
Se manifieslan desde luego, dice Laband (loe. cit., vol. i, pp. 153 ss.), por el
amplio carácter y por la tendencia extensiva de las atribuciones que la
Constitución federal entrega al Estado federal. Indudablemente la competencia del
Eslado federal se limita en principio a aquellas materias que le han sido
reservadas expresamente por la Constitución federal. Así es como el art. 4 de la
Constitución del Imperio alemán enumera restrictivamente las atribuciones del
Imperio. Pero, añade Laband, de hecho estas atribuciones son tan numerosas y
considerables que le permiten al Imperio intervenir en la mayor parte de los
aspectos de la vida nacional del pueblo alemán. Y por ejemplo, el solo hecho de
que el art. 4, § 13, introduzca en el círculo de la legislación imperial el derecho
civil, el derecho penal y los procedimientos judiciales, implica para el Imperio el
poder de ejercer sobre el desarrollo interior de los Estados una acción tan vasta
que no es posible prever hasta dónde alcanzarán sus consecuencias. Por lo tanto,
en razón de la amplitud de las atribuciones federales, la potestad de acción del
Estado federal, y en sentido inverso, la subordinación de los Estados particulares
a su voluntad superior, aparecen como susceptibles de una extensión conrinua y
casi indefinida.
129
juzgados por la Suprema Corte federal (Constitución de los Estados Unidos, art.
ni, sec. 1* y art. ni, sec. 2*, § I9). El órgano federal para la solución de los
conflictos entre los Estados puede también ser diferente de un tribunal: así, según
la Constitución suiza de 1848, su resolución correspondía a la Asamblea federal;
según la Constitución del Imperio alemán (art. 76), pertenece al Bundesrat (cf. Le
Fur, op. cit., pp. 594 y 684).
44. Finalmente la soberanía del Estado federal halla su más alta y decisiva
expresión en el derecho que tiene ese Estado a determinar su propia competencia
por sí mismo y de modo ilimitado. No solamente tiene el Estado federal la
"competencia de la competencia", según expresión de los autores alemanes, lo
que significa que tiene poder de extender su competencia por su propia voluntad y
por sus propios órganos, sino que tiene además el poder de extenderla
indefinidamente, y en esto su potestad estatal se afirma como una potestad de la
más alta especie, es decir, como potestad soberana. Y aquí hay dos puntos que
examinar. Que el Estado federal tenga la competencia de la competencia se
infiere ante todo por el hecho de que pueda, por la vía de una revisión de su
Constitución, ampliar la esfera actual de sus atribuciones apropiándose nuevas
competencias, y ello con absoluta independencia de cada uno de los Estados
miembros considerados separadamente, o sea en contra, tal vez, de la voluntad
de tal o cual de ellos. Sin duda los Estados particulares concurren a la revisión de
la Constitución federal por cuanto los órganos federales encargados de efectuar
esa revisión, como antes se ha visto, están compuestos en cierto modo por
elementos proporcionados por esos Estados mismos. Sin duda también, como ya
se ha visto, y ello es muy notable, la revisión de la Constitución federal exige
especialmente para su realización el asentimiento expreso de una mayoría de los
Estados, y la mayoría requerida es incluso más fuerte que la simple mayoría
absoluta. Mas el punto capital que debe observarse es que la revisión puede
efectuarse, puede acrecentarse la competencia del Estado federal y disminuir la
de los Estados miembros a pesar de que algunos de estos Estados hicieran
oposición. El Estado particular no puede con su veto impedir la realización de la
revisión.2' Así pues, la unanimidad de los Estados no se requiere: este solo hecho
es suficiente para probar que la
89
27
Una sola excepción existe actualmente en esto. Según el art. 78 de la Constitución del Imperio
alemán, basta que en el Bundesrat se emitan 14 votos en contra de la revisión para que ésta sea
rechazada. Al disponer Prusia de 17 votos, puede, pues, por sí sola vetar dicha revisión. Esta
particularidad demuestra que la organización del Estado federal alemán se ha combinado a fin de
asegurar la hegemonía prusiana.
131
28
Podrá decirse quizás que el Estado federal no puede considerarse como soberano, sino que
depende de los Estados confederados, ya que no puede modificar su Constitución sin el
consentimiento de. un gran número de éstos. Puede responderse a esta objeción que dichos
Estados toman parte en la revisión citada, no ya como Estados extranjeros y en virtud de una regla
de derecho internacional, sino como miembros del Estado federal, llamados por su mismo estatuto
interior. El Estado federal no deja por eso de ser soberano, como tampoco deja de serlo el Estado
unitario en el cual la revisión de la Constitución depende de la adopción popular tomada por
mayoría de votos por los ciudadanos que son sus miembros.
132
29
Tampoco lesiona la soberanía del Estado federal la existencia de los derechos garantizados que
se haya podido reservar a tales o cuales Estados miembros, a los cuales no se les puede despojar
de dichos derechos sin su propio consentimiento (Constitución del Imperio alemán, art. 78, n" 2;
Constitución de los Estados Unidos, art. v, in fine). Se ha hecho observar, en efecto, que esos
derechos están reservados y garantizados al Estado miembro por la propia Constitución federal:
luego se fundan en la voluntad misma del Estado federal, y no pueden mermar su soberanía, como
tampoco merman la soberanía del Estado unitario los privilegios que su Constitución pueda
garantizar a ciertos ciudadanos (Le Fur, op. cit., pp. 456 ssj.
133
30
Ya se observó anteriormente pp. 126 ss.) que el federalismo puede concebirse hasta en el
Estado unitario. Para que un Estado pierda verdaderamente su carácter de unitario no es suficiente
que contenga colectividades que tengan, en virtud de la Constitución misma de este Estado, el
poder de tomar parte en su potestad central, sino que es preciso, esencialmente, que dichas
colectividades tengan poderes que resulten en su provecho, por su propia Constitución f por sus
exclusivas voluntades. El Estado federal sólo puede diferenciarse absolutamente del Estado
unitario cuando, juntamente con los derechos de participación en la potestad central que les otorga
la Constitución federal, las colectividades confederadas en dicho Estado I federal poseen además
derechos que toman de sus propias potestades, o sea, en definitiva, derechos que las convierten
en Estados distintos.
136
31
Una crítica detallada de ello se verá en Rehm, Allg. Staatslehre, pp. 127 ss. Cf. Laband, loe. cit.,
vol. I, pp. 149,«. Ver, sin embargo, G. Meyer, Lehrbuch des deutschen Staatsrechts, 6* ed., pp. 175
ss., 185 ss. y Archiv für óffentl. Recht, vol. xvm, pp. 337 ss., que pretende que el Imperio alemán
tiene su origen y su fundamento jurídico en contratos.
138
32
Esta es también, según parece, ]a doctrina enseñada por Esmein (Elementa, 5" ed., p. 6), que
admite que el Estado federal y el Estado particular son soberanos uno y otro: "El Estado federativo
fracciona la soberanía. Es un compuesto de varios Estados particulares, cada uno de los cuales
conserva en principio su soberanía interior, sus leyes propias y su gobierno. Pero la nación entera
forma un Estado de conjunto o Estado federal, que también posee un Gobierno completo. Ciertos
atributos de la soberanía son retirados a los Estados particulares por la Constitución, que los
transfiere al Estado federal. Este, cuando actúa en virtud cié su propia soberanía, obliga
directamente a toda la nación. Así es como, sobre ciertas materias, puede dictar leyes generales..."
Sin embargo, un atento examen de este párrafo produce la impresión de que, según la
terminología que le es habitual y que se funda en una confusión
142
50. Pero esta teoría tropieza claramente con una imposibilidad cuyo rigen está en
la misma naturaleza de la soberanía. En su acepción propia la soberanía es el
carácter supremo de una potestad. Ahora bien, está claro que una potestad
suprema no puede pertenecer a dos Estados a la vez sobre un mismo territorio. La
idea misma de la más alta potestad excluye toda posibilidad de compartimiento. O
la soberanía es entera, o cesa de ser soberanía. Hablar de soberanía restringida,
relativa o dividida es cometer una contradictio in adjecto (Laband, loe. cit., vol. I, p.
110; Jellinek, Staatenverbindungen, p. 35 y UÉtat moderne, ed. francesa, vol. H,
pp. 157 ss.; Borel, op. cit., pp. 51 ss.). Evidentemente, se concibe perfectamente
que dos Estados yuxtapuestos sobre territorios diferentes puedan ser
simultáneamente soberanos. El carácter superlativo de la soberanía no implica
que únicamente pueda establecerse sobre toda la tierra un solo Estado soberano.
En efecto, la coexistencia de varias potestades soberanas localizadas sobre
territorios diversos no impide que cada una de ellas sea, en su propio territorio,
una potestad del grado más elevado. El principio de la individualidad de la
soberanía no significa, pues, que la soberanía no entrañe limitaciones en cuanto a
los lugares en los que puede ejercerse. Desde este punto de vista territorial, la
soberanía puede ser limitada y relativa: no se halla dividida por ello, porque
permanece íntegra sobre cada territorio de Estado soberano. Pero sobre un solo y
mismo territorio ya no se puede concebir la divisibilidad de la soberanía. En vano
Le Fur (op. cit., p. 485) sostiene que, puesto que la soberanía puede ser limitada
en cuanto a la extensión de su territorio, no hay razón para que no pueda serlo
también en cuanto a la extensión de las atribuciones que ejerce sobre ese mismo
territorio por Estados diferentes. Cuando, dice ese autor, hay sobre un suelo
determinado reparto de atribuciones entre dos potestades, cada una de las cuales,
en su esfera propia de competencia, goza de una independencia absoluta
respecto de todo poder extraño, cada una de esas potestades independientes
permanece perfectamente soberana. Pero el argumento tomado por Le Fur de la
limitación territorial de la soberanía no permite de ninguna manera sacar la
conclusión de una posible limitación en cuanto a la extensión de las atribuciones.
Las dos clases de limitaciones tienen, en efecto, un alcance muy diferente: la
primera no entraña de ningún modo división de la soberanía; la segunda, por el
contrario, se analiza en una división que sería la negación de la soberanía. Si un
propietario cede a un tercero la mitad territorial de su herencia, el derecho de
propiedad que conserva sobre la mitad no cedida sigue siendo un derecho de
propie
95
Que ya se criticó antes (pp. 89 ss.), Esmein se refiere, y designa aquí bajo el nombre de
soberanía, no ya a una potestad que tenga verdaderamente el carácter de summa potestus, sino
simplemente a la potestad de Estado, sea o no soberana.
143
dad absoluta; pero si cede, de dicha herencia, algunos- de los derechos jurídicos
comprendidos en su derecho de propiedad, ésta deja de ser una plena propiedad,
puesto que ya no es el derecho absoluto de potestad sobre la herencia. Del mismo
modo, la soberanía se conserva íntegra aunque se restrinja a una determinada
superficie de suelo; pero dividida entre varios Estados sobre ese mismo suelo, ya
no es soberanía.
No es posible, pues, admitir en el Estado federal un repartimiento de la soberanía,
ni tampoco la concurrencia de dos soberanías distintas. Tampoco es exacto decir,
como lo han hecho de Tocqueville y Waitz, que eí Estado federal y el Estado
miembro, dentro de los límites de sus atribuciones respectivas, son Estados
iguales e independientes el uno respecto del otro. En todo caso, esta igualdad y
esta independencia no podrían ser absolutas. En efecto —dice Laband (loe. cit.,
vol. i, pp. 110-111)—, por claramente delimitadas que estén las respectivas
competencias, puede suscitarse una duda sobre la extensión de las atribuciones
bien sea del Estado federal o bien del Estado particular. ¿Cuál de los dos Estados
decidirá la duda? Además, y de una manera general, ¿quién está capacitado para
reglamentar y delimitar las competencias? Claro está que aquel de ambos Estados
clel cual dependa esa reglamentación domina al otro Estado. Ahora bien, según
las Constituciones federales vigentes, este poder superior de determinación de
competencias pertenece al Estado federal sobre los Estados particulares, mientras
que el Estado particular nada puede a este respecto sobre el Estado federal.
Luego el Estado federal tiene la soberanía y la tiene por entero. Al Estado
particular le falta totalmente.
potestad estatal por el solo hecho de que el Estado tiene, sobre los objetos que
entran en su competencia, poder legislativo, poder gubernamental y administrativo
y poder judicial. Si uno solo de estos tres poderes existiera en provecho de una
colectividad, entonces sería exacto decir que dicha colectividad no poseía sino un
fragmento de potestad estatal, o mejor dicho que esta colectividad, al no tener sino
una potestad parcial de dominación, no tiene la potestad de Estado, y por ello
mismo no sería un Estado. La potestad de Estado aparece así como indivisible. En
el Estado federal no está fragmentada. Si el Estado particular no es soberano, al
menos se halla investido de una potestad estatal integral. Evidentemente hay
reparto de competencias entre él y el Estado federal, pero lo decisivo es que cada
uno de esos Estados posee, para el ejercicio de su respectiva competencia, todos
los atributos de la potestad estatal y también todos los órganos, legislativos,
gubernamentales o administrativos y judiciales, necesarios para el ejercicio de
esta potestad.
52. d) Para evitar las críticas que acaban de ser hechas contra la idea de una
posible división de la soberanía y para mantener sin embargo el carácter a la vez
estatal y soberano tanto de los Estados confederados como del Estado federal,
una última doctrina ha sido propuesta por Hanel (Studien, vol. i, pp. 63 ss.;
Deutsches Staatsrecht, vol. i, pp. 200 ss.) y desarrollada por Gierke (Schmollcr's
Jahrbuch, vol. vn, pp. 1157 ss.; cf. Bornhak, Allg. Staatslehre, pp. 246 ss.). Según
la construcción establecida por estos autores, el Estado federal consistirá en la
comunidad orgánica formada por una parte por los Estados particulares y por otra
parte por el Estado central mismo, convirtiéndose este Estado central y esos
Estados particulares, entre todos y por efecto de su coordinación constitucional, en
el sujeto, no único, sino plural, de la soberanía, la cual, según los referidos
autores, pertenece así en común al Estado central y al Estado particular, sin
hallarse dividida entre ellos.38 Esta teoría parece a primera vista conforme con el
hecho de que en el Estado federal la voluntad federal no puede formarse más que
por el concurso de los órganos especiales del Estado central por una parte y de
los Estados
96
96
33
Según Hanel (Studien, vol.-i, p. 63), "ni el Estado particular ni el Estado central son en realidad
Estados. Solamente son colectividades organizadas y que actúan a manera de Estados. El único
Estado verdadero es el Estado federal, considerado como totalidad del Estado central y de los
Estados particulares". Según Gierke (loe. cit., vol. vil, p. 1.168), por el contrario, "la comunidad
orgánica formada por la reunión del Estado central y los Estados particulares no constituye una
nueva personalidad estatal por encima de los Estados que la componen". No solamente no
constituye un nuevo Estado, sino que ni siquiera es una persona
jurídica, pues Gierke declara (eod. loe.) que en la comunidad formada por la reunión del Estado
federal con los Estados particulares —comunidad que se convierte en el sujeto de la potestad
estatal federal— no se debe ver a una personalidad única, sino a una pluralidad de personas
colectivas, o sea al Estado central y a los Estados particulares.
146
particulares por la otra. Pero la doctrina de Hánel y Gíerke tiene el defecto de dar
al Estado federal una construcción tripartita, cuyos elementos son, según dichos
autores, los Estados particulares, el Estado central y finalmente la comunidad de
éste y aquéllos, cuando en realidad no hay en el Estado federal más que dos
clases de organismos estatales: los Estados particulares y el Estado central.
Además, esta doctrina ha suscitado, desde un doble punto de vista, las objeciones
siguientes:
Unos, como Le Fur y Laband, han hecho observar que Gierke, al querer evitar que
se le reproche dividir la soberanía, incurre en una falta mucho más grave, que
es la de destruir la unidad estatal misma, pues en su construcción la comunidad,
que es el sujeto de la soberanía, ya no es una persona estatal única, sino que
consiste en una pluralidad de Estados, pluralidad que ni es una persona, ni es un
Estado. Y al destruir así la unidad del Estado federal, Gierke destruye al mismo
tiempo la unidad de la soberanía que por su construcción pretendía mantener. La
unidad o indivisibilidad de la soberanía, en efecto, está ligada a la del Estado
mismo. Fraccionar el Estado federal en una pluralidad de sujetos es establecer
fatalmente el fraccionamiento correlativo de la soberanía entre dichos múltiples
sujetos. Es, pues, dividir la soberanía en vez de mantener su unidad.34
97
97 34
El error fundamental de la teoría de Gierke es el de haber confundido, en esta materia, dos
conceptos que es de esencial importancia distinguir: el del Estado soberano y el del órgano que
actúa por dicho Estado. Del hecho de que. los Estados particulares concurren a la formación de la
voluntad soberana del Estado federal, Gierke deduce erróneamente que participan do la
substancia misma de la soberanía federal, y que por lo tanto ésta tiene por sujeto plural al Estado
central junto con los Estados particulares. Pero, en realidad, los Estados confederados
no participan en la soberanía federal más que en calidad de órganos del Estado
federal, llamados a desempeñar este papel orgánico por la misma Constitución de dicho Estado; su
situación en este aspecto es idéntica a la de los ciudadanos que, en una democracia directa,
participan en la potestad de Estado; así como en las democracias esta participación no convierte a
los ciudadanos en sujetos de la soberanía estatal, tampoco en el Estado federal el hecho de que
los Estados miembros tomen parte en la potestad soberana significa de ningún modo que ellos
mismos sean soberanos.
Esta errónea confusión de Gierke se manifiesta igualmente en lo que concierne a la pretendida
"comunidad orgánica" que dicho autor cree hallar entre el Estado federal y los Estados particulares.
Como lo observa Le Fur (up. cit., pp. 659, 665), bajo el nombre de Estado central (Gcsamtstaat)
Gierke se refiere en realidad a los órganos centrales del Estado federal, o sea a los órganos
federales distintos de los Estados particulares. Ahora bien, la existencia cié esos órganos
especiales no implica de ninguna manera que exista en el Estado federal, además de los Estados
particulares, un Estado central correspondiente a dichos órganos especiales y que fuera diferente
del Estado federal mismo. Los órganos en cuestión son pura y simplemente órganos del Estado
federal. Sólo existen, pues, como Estados verdaderos, el Estado federal y los Estados particulares.
La construcción tripartita que consiste en intercalar entre éstos y aquél un Estado central o
Gesamtstaat, no tiene fundamento.
En definitiva, sólo el Estado federal es soberano; no existe comunidad de potestad sobe]
147
rana entre él y los Estados particulares; éstos sólo tienen participación en dicha potestad como
órganos. Por lo demás, si se admitiera inie los Estados particulares participan en la potestad
federal soberana no solamente como órganos del Estado federal sino como sujetos comunes de la
soberanía federal, se haría imposible caracterizar al Estado federal como Estado soberano, porque
en dicho caso ya la soberanía no le correspondería de una manera exclusiva; resulta contrario a la
esencia misma de la soberanía el que, sobre el territorio federal, pueda residir en común, a la vez,
en el Estado federal y en los Estados particulares. 35 Es también lo que sostiene O. Mayer (Droit
administratif allemand, ed. francesa, vol. IV, p. 365), que admite para Estados Unidos y Suiza una
organización análoga a la indicada anteriormente.
148
36
Las observaciones antes presentadas respecto a la doctrina de Hanel confirman este concepto
ya expuesto (pp. 126-127, supra), o sea que la participación de los Estados particulares en la
potestad federal no basta para constituir una diferencia esencial entre el Estado federal y el Estado
unitario. Esta participación, en efecto, deriva jurídicamente de la Constitución federal; por
consiguiente, y por cuanto participa en la potestad del Estado federal, así como por cuanto es parte
componente que concurre a la formación de un Estado soberano, el Estado particular no se
diferencia en nada de la provincia de un Estado unitario, la cual, también, ha podido recibir de la
Constitución de dicho Estado competencias o prerrogativas que se salgan del derecho común. La
participación de los Estados particulares en la potestatí del Estado federal atestigua debidamente
el carácter de dualismo de este Estado desde el punto de vista orgánico, pero no implica en él un
dualismo estatal, pues no convierte en Estados a las colectividades participantes. Este dualismo
estatal no aparecerá, y por consiguiente el Estado federal no será verdaderamente diferente de un
Estado unitario, más que en el caso de que las colectividades miembros se afirmen ellas mismas
como Estados. Este es el punto capital de la estructura del Estado federal. Hanel comete el error
de desconocer este punto cuando niega que las colectividades confederadas sean Estados por sí
mismas. 87 Para despejar la teoría del Estado federal, único soberano con exclusión de los
Estados particulares, sólo se han presentado, en las páginas que preceden, argumentos de orden
jurídico. En Alemania esta teoría responde, además, a preocupaciones de orden político. Se
adapta a la perfección a los designios políticos de los fundadores del Imperio alemán, y en
particular a las intenciones de Prusia. Ni la teoría de Calhoun, que reduce el Estado federal a una
confederación de Estados soberanos, ni menos las teorías que admiten que la soberanía
pertenece a la vez al Estado federal y a los Estados miembros al encontrarse repartida entre éstos
y aquél, concuerdan con el objeto mismo de la creación del Imperio, que es el de establecer un
centro de dominación superior fuertemente constituido por encima de los Estados particulares.
Bien es verdad que éstos llevan cierta participación en el ejercicio de dicha dominación, pero cada
uno de ellos, individualmente, y exceptuada Prusia, sólo tienen acción efectiva sobre lo? asuntos
del Imperio a condición de colocarse en la mayoría, que constituida bajo la influyente
preponderancia del Estado prusiano, decide y estatuye. Y, por consiguiente, sólo funcionan a este
respecto en calidad de órganos del Estado federal. Así pues, se ha obtenido el fin buscado: los
Estados alemanes, si bien conservan su carácter de Estados para los asuntos que quedan de su
competencia, no tienen —fuera de dicha competencia, limitada a asuntos de orden relativamente
secundario— parte verdadera en la potestad estatal, y en todo caso en una potestad soberana,
sino por el Imperio y en el Imperio.
149
53. Son los autores alemanes, sobre todo, los que se han empeñado en la busca
del signo distintivo del Estado y cíe su potestad. Razones nacionales les imponían
ese cometido: dado, en efecto, que la Constitución alemana de 1871 ha
reconocido claramente y ha consagrado el carácter de las colectividades
confederadas dentro del Imperio, la ciencia alemana ha tenido que precisar los
motivos jurídicos por los cuales estas colectividades conservan su naturaleza de
Estados.
Los autores alemanes han formulado generalmente el problema en los términos
siguientes: ¿Cuál es el criterio que permite distinguir al Estado de las demás
colectividades territoriales, como provincia, municipio, colonia, que tienen con
personalidad propia sus órganos particulares y su competencia respectiva, y sin
embargo sólo constituyen circunscripciones más o menos descentralizadas del
Estado del cual dependen? Los autores franceses tratan hoy la cuestión en
términos análogos; buscan, como Duguit (L'Etat, vol. u, pp. 754 ss.; Traite, vol. i,
pp. 125 ss.), la diferencia que separa a la provincia descentralizada de un Estado
unitario, del Estado miembro de un Estado federal. Es lo que se ha llamado la
cuestión de distinción entre la descentralización y el federalismo.1 Tanto en un
caso como en el otro, aparece la provincia descentralizada y el Estado
confederado ejerciendo por sí mismos, la primera de una manera independiente
respecto del Estado unitario del cual forma parte, y el segundo de una manera
autónoma respecto del Estado federal del cual es miembro, determinados
derechos o poderes que en cierto sentido aparecen siendo, para la una y para el
otro, derechos propios. Y sin embargo la escuela alemana ha pretendido
establecer una diferencia esencial entre las colectividades inferiores que
dependen de un Estado unitario —aunque gocen de una amplia facultad de
administración, propia— y los Estados parti-
99
Este modo de exponer el problema no es enteramente correcto. Se ha visto antes (pp. 126 ss.) que
una colectividad federalizada no es necesariamente, sólo por eso, un Estado.
150
otra potestad que pueda darle órdenes que la obliguen jurídicamente. Pero esto no
expresa nada positivo respecto del contenido de la potestad que se halla revestida
de soberanía, ni sobre los derechos que contiene en sí. Este contenido positivo de
la potestad de Estado es lo que hay que determinar.
A este respecto Laband —invocando la autoridad de v. Gerber (Grtindzüge cines
Systems des deutschen Staatsrechts, 3ª ed., pp. 3 ss.)2-— declara que el
verdadero signo distintivo del Estado es "el poder de dominar que tiene el Estado",
y por consiguiente es en este poder de dominación, y no en la soberanía, en lo
que consiste la potestad de Estado. La soberanía les falta a muchos Estados:
basta en efecto que un Estado se halle en cualquier aspecto sometido a la
voluntad de un Estado extranjero para que deje de ser soberano. Pero no por eso
dejará de ser un Estado. Si, a falta del carácter de soberanía, la potestad de que
se halla investido presenta los caracteres de una potestad dominadora, es
realmente una potestad estatal, y dicho Estado, aunque no sea un Estado
soberano, debe ser tenido por un Estado verdadero.
Queda por determinar en qué consiste la potestad de dominación, que es la
característica del Estado. En la primera edición de su Staatsrecht (vol. I, p. 106),
Laband no lo había explicado sino de una manera imperfecta. Había insistido
especialmente sobre la idea de que el Estado, a diferencia de las colectividades
inferiores, ejerce su dominación en virtud de un derecho propio. Por ello el
"derecho propio" aparecía como elemento capital de la potestad de Estado. Ahora
bien, este concepto del derecho propio no era muy claro y había suscitado muchas
objeciones. ¿Habría de entenderse por derecho propio un derecho del cual el
Estado no puede ser despojado? Seguramente esta interpretación no hubiera
podido conciliarse con el hecho de que, en el Estado federal, los Estados
miembros pueden verse despojados de sus derechos propios por una revisión de
la Constitución federal que realice, en detrimento de esos Estados, una extensión
de la competencia federal. Por derecho propio entendía Laband otra cosa:
entendía un derecho nacido históricamente en la persona del que lo posee, y éste
es el caso de la dominación poseída por el Estado, en tanto que los derechos que
tienen las colectividades inferiores no son sino derechos posteriores y que derivan
de una delegación. Así es como Laband (op. cit., ed. francesa, vol. I, p. 177)
alegaba que en el Imperio alemán los derechos de los Estados confederados, aun
dependiendo del Imperio en el sentido de que éste puede, por una revisión
constitucional, retirárselos, no tienen sin embargo su fuente en la voluntad
100
2
Gerber es el fundador de la teoría moderna que caracteriza a la potestad de Estado diciendo que
ósta tiene por contenido y por signo distintivo la "dominación" (Herrschen),
154
Se ha hecho observar también que la expresión "derecho propio" no tiene el sentido en el cual la
emplea Laband. El derecho propio se opone lógicamente al derecho ajeno. En el momento en que
un derecho pertenece, en virtud del orden jurídico vigente, al sujeto que lo ejerce, se convierte para
éste en un derecho propio, aunque sea derivado. Por ejemplo, los derechos que posee el municipio
en virtud de las leyes del Estado son para él derechos propios (Rosin, loe. cit., pp. 279 ss.; Le Fur,
op. cit., p. 397; Duguit, loe. cit.).
155
4
Sin embargo, hay que observar que, si los simples actos de gestión de los asuntos o intereses de
la nación no constituyen en sí actos de potestad estatal propiamente dicha, hay dominación, a
pesar de todo, en la base de esta gestión. No hay más remedio, en efecto, que recurrir a la idea de
potestad superior del Estado para explicar que éste pueda avocarse la gestión de los asuntos de la
colectividad y determinar por sí mismo la extensión de su competencia de gerente (ver la n. 1 del
n" 68, infra).
156
denes, necesitando, para lograr esta coacción, dirigirse al Estado, y en ese caso
es patente que no tienen dominación; o bien el municipio, por ejemplo, podrá por
sí mismo mandar ejecutar de manera coercitiva sus mandamientos, pero para eso
será necesario que el Estado le transfiera parte de su propia potestad, y en este
caso el municipio tendrá realmente un derecho de dominación, pero no lo tendrá
en calidad de derecho propio, sino tan sólo en virtud de una delegación del Estado
(Laband, loe. cit., vol. i, pp. 121 ss.). Por lo tanto la dominación, a título de derecho
propio, sólo puede pertenecer al Estado.
56. b) A la teoría de Laband se le aproxima mucho la de Jellinek. Al principio, en
su Lehre der Staatenverbindungen, pp. 41 ss., Jellinek, como Laband, se había
inclinado al concepto de derecho propio y había tratado de fijar el alcance de este
concepto. Enunció entonces una idea que ha seguido sosteniendo después y que
es ésta: la característica del Estado es no verse obligado más que por su propia
voluntad (op. cit., p. 34). Cuando, bajo todos aspectos, un Estado no puede ser
obligado sino por su propia voluntad, este Estado es soberano. Por el contrario,
las colectividades inferiores al Estado, en todas las esferas de su actividad,
pueden ser obligadas por una voluntad superior a la suya. Finalmente, entre
ambos se halla el Estado no soberano, que en parte es obligado por la voluntad
del Estado por el cual se encuentra dominado y que en esto se parece a las
colectividades inferiores, pero que, en parte también, no depende más que de su
propia voluntad y es, por esto mismo, un Estado (cf. L'État moderne, ed. francesa,
vol. II, p. 136).
Ahora bien, ¿cómo puede reconocerse si una colectividad posee un derecho
propio, que implique para ella esta capacidad total o parcial de no obligarse sino
en virtud de su propia voluntad? Jellinek (Staatenverbindungen, p. 40 a 44) había
sostenido primeramente que el derecho propio de potestad se reconocía por el
signo de que el sujeto de esa potestad la ejerce libremente, sin tener que dar
cuentas del uso que hace de ella, es decir, fuera de toda intervención. Así pues,
las colectividades territoriales que no son Estados, como la provincia, la colonia o
el municipio, no solamente están sometidas en principio a las órdenes del Estado
del que forman parte, sino que además y aun suponiendo que estén dotadas de
un poder de administración propio, siguen estando, por cuanto se refiere al
ejercicio de las facultades que pueden pertenecerles especialmente, subordinadas
a la intervención superior de dicho Estado. Sólo el Estado es dueño de regirse a sí
mismo, de ejercer su potestad, por ejemplo de crear su. orden jurídico por sus
leyes, sin intervención ajena. Y Jellinek establecía, pues, esta definición: "Por
derecho propio se debe entender un derecho que, jurídicamente, escapa a toda
intervención". Tal es el caso, añadía (op. cit., p. 306), del Estado miembro de un
Estado federal:
157
5
Con esta observación, Jellinek (loe. cit., p. 65, texto y n. 2) rechaza la idea de que ladominación
no pueda existir a título de derecho propio más que en el Estado. Al concepto del derecho propio
defendido por Laband y que él mismo había adoptado anteriormente (Staatenverbindungen, pp. 41
ss.), substituye aquella otra —más exacta— de potestad originaria.
6
Entre las doctrinas de estos dos autores subsiste, sin embargo, la diferencia de que Laband se
adhiere sobre todo a la idea de que los derechos de las colectividades inferiores al Estado sólo
pueden ser derechos derivados, concedidos o delegados; de ahí su teoría del derecho propio;
Jellinek por el contrario, no demuestra gran empeño por esta cuestión del derecho propio, pero
insiste especialmente sobre el punto de que las colectividades distintas al Estado carecen de
fuerza coercitiva originaria para realizar o cumplir sus derechos, propios o no propios; por este
motivo, sobre todo, es por lo que les niega potestad de dominación (ver, a este respecto, loe. cit.,
p. 66, la nota en la que Jellinek declara que, en definitiva, la negación de potestad originaria de
dominación en las colectividades se reduce a la idea de que carecen de derecho de Selbsthilfe).
En el Estado moderno, en efecto, este derecho sólo lo tiene el Estado, y sólo en virtud de un
permiso estatal puede ser ejercido, excepcionalmente, sobre su territorio porcolectividades distintas
a dicho Estado.
160
7
No existe contradicción entre esta afirmación y aquella otra antes expuesta (núms. 43 y 44)
referente a la soberanía del Estado federal. Los derechos de participación en la revisión federal
que tienen los Estados particulares, y las garantías jurídicas que por ello resultan en su provecho,
provienen en efecto de la Constitución federal, o sea, en el fondo, de la voluntad del Estado federal
mismo. A pesar de haberse limitado así por su propia Constitución, con respecto a sus miembros
confederados, el Estado federal no pierde su soberanía, como no la perdería un Estado unitario
que hubiera garantizado constitucionalmente a sus ciudadanos tales o cuales derechos políticos o
libertades individuales. Sin duda la revisión federal depende de las voluntades particulares de los
Estados confederados, o por lo menos de su mayoría, y es para ellos un derecho; pero en el
ejercicio de ese derecho actúan como órganos del Estado federal. La potestad constituyente
inherente a sus voluntades individuales proviene de que dichas voluntades, en su conjunto
colectivo, han sido convertidas por el estatuto federal en •voluntad orgánica del Estado federal
mismo.
163
tanto, una potestad jurídicamente ilimitada (cf. Duguit, L'État, vol. H, pp. 756 ss.;
Michoud, Théorie de la personnalité moróle, vol. i, p. 239).
En resumen, Jellinek considera como criterio del Estado la capacidad de
organizarse por sus leyes propias. El Estado miembro tiene esta capacidad. Por el
contrario, una colectividad territorial que ha recibido su organización de un Estado
superior, no a título de ley propia, sino a título de ley de este Estado, no es un
Estado, incluso aunque tuviera un poder de dominación, pues entonces ese poder
de dominación no es para ella un poder originario, fundado sobre su propia
voluntad. Esto ocurre no solamente con el municipio o la provincia ordinaria, sino
también con muchas colectividades respecto de las cuales se han suscitado
dudas. La Alsacia-Lorena, que varios autores alemanes (enumerados por Jellinek,
loe. cit., p. 153 TI. y por G. Meyer, loe. cit., p. 204, n. 8) califican como Estado, no
es un Estado, pues su organización constitucional se funda no ya sobre sus leyes
o su potestad propias sino sobre leyes del Imperio. No existe una Constitución
alsaciano-lorenesa, sino la ley del 31 de mayo de 1911 que fija ¡a organización del
país y que es una pura ley del imperio alemán.8 Lo mismo ocurre con las colonias
inglesas, incluso con aquellas que poseen con respecto a la metrópoli la
autonomía aparente más amplia y parecen más completamente emancipadas de
ella. De hecho estas colonias se han organizado por sí mismas en gran parte; en
derecho, sus Constituciones son obra del Parlamento de Inglaterra y están
consagradas por un acto legislativo inglés. Véase por ejemplo lo que ocurrió en
1900 con el establecimiento de la Constitución federal australiana (ver, respecto a
la génesis de esta Constitución, Moore, Revue du droit public, vols. xi y Xii). Esta
Constitución había sido hecho por una Convención compuesta «le diputados
elegidos por las diversas colonias australianas, y después fue sometida, por vía de
referéndum, a la votación popular y aprobada por el pueblo de Australia. A pesar
de esta aprobación sólo existía aún en estado de proyecto. Fue la ley del
Parlamento británico de 9 de julio de 1900 la que, al ratificarla, la erigió
definitivamente en Constitución de la federación australiana. Por lo tanto, aunque
estas colonias sean en realidad casi completamente independientes, el poder de
dominación y de organización no reside primitivamente en ellas, sino en el Estado
Inglés. De hecho se asemejan singularmente a Estados, y se comprende que
Esmein (Éléments, 5'' ed., pp. 8 y 12) se haya dejado llevar a califi-
105
8
El. art. 3 de esta ley especifica que no puede ser abrogada ni modificada sino por una ley
imperial. Alsacia-Lorena no tiene, pues, ni autonomía, ni potestad originaria de dominación.
Asimismo la ley de 4 de julio de 1879, que regía antes de 1911 la organización y administración del
Reichsland, era una ley imperial, cuya modificación dependía de la legislación del Imperio; por ello
su art. 2 había sido modificado por una ley imperial de 18 de junio de 1902.
164
9
Para el caso de las uniones personales, ver Jellinek, Allg. Staatslekre, 2" ed, p. 478 n.
165
la perfección de las leyes votadas por las dos Cámaras federales de Australia. El
gobernador general, que representa al rey, puede negar su .asentimiento a estas
leyes o hacer uso del derecho de reservation al ¿asentimiento de la Corona.10 El
hecho de que, como consecuencia de esta reserva, la Corona deje transcurrir dos
años sin prestar su asentimiento al bilí, le impide convertirse en definitivo. Más
aún, durante un año, el rey puede anular la vigencia ulterior de los bilis a los que el
gobernador no se hubiese opuesto. El rey es asimismo el supremo órgano judicial
de las colonias inglesas con poderes de self-government. De este modo, las
resoluciones de la Corte Suprema del Canadá son recurribles ante el rey: y este
mismo principio ha sido consagrado por el artículo 74 de la Constitución
australiana (Esmein, loe. cit., p. 11). }
La segunda consecuencia y condición que proviene de la necesidad «leí poder de
auto-organización, es la posesión para toda colectividad que aspire a la cualidad
de Estado, de todas aquellas funciones que comprende esencialmente la potestad
estatal. Es preciso que posea como propios los poderes de legislación, de
administración y de justicia. En efecto, una comunidad que no ejerciera por sí
misma, por sus propios órganos, alguna de las tres funciones de la potestad de
Estado, teniendo que dejar que un Estado superior ejerciera por su cuenta dicha
función, ya no tendría un poder completo de auto-organización, y entonces no se
podría ya decir que está organizada en virtud de su propia potestad.
Indudablemente el Estado no soberano, en particular el Estado miembro de un
Estado federal menos, en cuanto a los objetos que caen dentro de su
competencia, aparece como Estado, porque posee y ejerce por sus propios
órganos todos ral,11 no puede ejercer su potestad dominadora más que en una
restringida esfera de atribuciones: hay competencias que no le pertenecen. Pero
los poderes del Estado. El campo de acción de su potestad es limitado, pero dicha
potestad misma es completa.
107
10
Hay en esto más que un simple veto: reduciéndose el veto a la pura facultad de impedir, no
implicaría que el monarca inglés posea verdaderamente la potestad legislativa en lo que se refiere
a los asuntos de la legislación australiana (cf. n" 136, infra). Lo que los arts. 58 y siguientes de la
Constitución de la confederación de Australia exigen para la perfección de las leyes australianas es
el asentimiento del rey de Inglaterra; subordinan, pues, la confección de (dichas leyes a su sanción
propiamente dicha, y con esto lo transforman en el órgano legislativo supremo de la confederación.
11
Por lo menos, el Estado confederado sólo puede ejercer su potestad legislativa en una esfera
restringida, es decir, para aquellas materias que no han sido reservadas a la competencia federal.
Por el contrario, es propio del Estado federal, incluso para aquellos objetos que dependen de la
competencia federal, ejercer la potestad administrativa y la potestad jurisdiccional por medio de sus
propias autoridades administrativas o judiciales. Pero se ha visto (pp. 106 s . 6 y p. 125, n, 23) que
para los objetos de esa especie, la actividad particular de esas autoridades se ejerce por cuenta
del Estado federal, que en ese caso utiliza en su provecho la potestad dominadora respectiva y los
propios órganos de los Estados confederados.
166
12
Recíprocamente, el hecho de que mía comunidad territorial posea la potestad legislativa basta
para revelar que es un Estado. La legislación es una función específica del Estado:, tas
comunidades territoriales distintas del Estado podrán ejercer poderes de administración, sea una
actividad subordinada a las leyes, pero no pueden tener la potestad inicial de legislar (ver n' 66,
infra). Ahora bien, existen países como Alsacia-Lorena, las colonias inglesas deself- govcrnment,
los reinos y Lander austríacos, que poseen órganos legislativos propios, Parlamentos o Landtage,
que cooperan a la confección de sus leyes particulares. Indudablemente,., esos países no hacen
completamente sus leyes por sí mismos, pues si poseyeran integralmente la potestad legislativa
serían totalmente Estados. Pero, por medio de sus órganos legislativos., participan más o menos
en dicha potestad, y por consiguiente existe en ellos potestad de Estado, así como sus
Parlamentos o Lanrltage tienen carácter de órganos estatales. Jellinek ("Ueber Staatsfragmenle",
Heidelberger Fnstgabe, 1896, y UÉiut moderna, ed. francesa, vol. n, pp. 372 ss.) ve en esto una
especie particular de descentralización, la descentralización por países; y por tener dichos países
una organización rudimentaria de Estados deduce, no sin cierta razón. que forman una categoría
intermedia entre la simple provincia y el Estado verdadero. Para caracterizar esos países les da el
nombre de fragmentos de. Estado. (Esta teoría de los fragmento?: de Estado ha sido aceptada por
G. Meyer, op. cit., 6* ed., pp. 32-33, 475-476; la combaten Michoud y de Lapradelle, loe. cit., pp. 77
ss.; Duguit, L'ÉtM, vol. n, pp. 669 ss., y en parte Rehm, Allg. Staastlehre, pp. 169 ss.). Realmente,
en un Estado formado por una reunión de países, como por ejemplo Austria (Ldnderstaut), el "país"
no podría reducirse a una simple provincia, como por ejemplo la provincia belga o prusiana, y
asimismo los Landtage de dichos "países" resnltnn completamente diferentes de los Landtage
provinciales prusianos, pueír éstos sólo ejercen poderes de administración bajo el imperio de las
leyes mientras que aquéllos concurren a la creación de la ley (cf. Laband, op. cit., ed. francesa, vol.
II, p. 610). Sin embargo, es importante observar que la organización legislativa de esos "países" no
se funda: exclusivamente sobre su propia potestad, sino que deriva de un estatuto que les ha sido
concedido por el Estado central del cual son elementos componentes. Bajo este aspecto hay que.-
reconocer que los países dotados de una participación en la función legislativa, a pesar de las
diferencias que los separan de la provincia común, deben de clasificarse con ésta, en definitiva., en
la categoría general de las colectividades no estatales (cf. Le Fur, op. cit.. p. 314). Conviene sin
embargo separar el caso —señalado por Jellinek (L'État moderne, ed. francesa, vol. u, p. 383)— en
que el estatuto local que reconoce a un "país" semejante participación en la potestad legislativa no
puede ser modificado por el Estado central sin el concurso y el asentimiento de los órganos
legislativos propios del país al que dicho estatuto pertenece. En este caso no solamente hay que
convenir en que el país así organizado participa en funciones —la: legislativa y la constituyente -
que son esencialmente funciones de Estado, sino que además. el punto capital que debe
observarse es que semejantes países tienen, respecto del Estado central del que dependen,
derechos independientes y oponibles a dicho Estado, mientras que el
167
un Estado superior las leyes referentes a sus propios asuntos, deja de ser en sí
misma un Estado. Ejemplo de ello es Alsacia-Lorena. En primer lugar, como los
Estados alemanes, se halla sometida a las leyes del Imperio respecto a aquellas
materias que, en toda la extensión del Imperio, dependen de la competencia
federal. Además, para las materias que no entran en la competencia general del
Imperio y que dan lugar a una legislación especial en cada uno de los Estados
alemanes, Alsacia-Lorena difiere de éstos en que no puede dictar por sí misma las
leyes que la conciernen particularmente; por lo menos no puede dictarlas por sí
sola, sino que, hasta en lo que concierne a esta legislación especial e interior, la
potestad legislativa de Alsacia-Lorena pertenece, por lo menos en última instancia,
al Imperio mismo.13 En segundo lugar, el poder de auto-orga-
109
estatuto que les ha sido concedido y la potestad que en su provecho resulta del mismo no pueden
serles retirados sin su consentimiento. Es evidente que esos países no son dueños de modificar su
Constitución por su sola voluntad, pues cualquier modificación de ese género exige un acto de
potestad del Estado que los domina. Carecen, pues, del poder de auto-organización, y por ese
motivo difieren esencialmente del Estado miembro de un Estado federa], y no puede
considerárseles como Estados. Existe en este caso una unidad estatal que tiene mayor fuerza que
en el caso del Estado federal, donde las colectividades confederadas conservan la facultad de
organizarse exclusivamente por su propia voluntad. Pero, al menos, dichos países tienen un
derecho a la conservación de su Constitución actual que no puede serles suprimido, y poseen con
esto una garantía especial de orden jurídico contra el Estado central. La consecuencia esencial
que resulta de esta situación es que el Estado central sólo tiene sobre ellos una potestad jurídica
limitada (ver pp. 161-162, supra). Por ello se diferencian —ahora esencialmente— de la provincia,
cuyos derechos de potestad, sean los que fueren, son jurídicamente revocables (Michoud y de
Lapradelle, loe. cit., p. 79; Michoud, Théorie de la personnalité morale, vol. i, pp. 239-240). Ya que
no son verdaderos Estados, hay que convenir, pues, en que forman una categoría intermedia entre
la provincia y el Estado.
13
La situación de Alsacia-Lorena, en este aspecto, no ha sido modificada por la pretendida
"Constitución" que le fue concedida por la ley imperial de 31 de mayo de 1911. Desde antes de
1911, Alsacia-Lorena tenía una asamblea electiva, el Landesausschuss o Delegación del país,
cuyo cometido era muy diferente del de una simple asamblea provincial, puesto que éstas sólo se
ocupan de asuntos administrativos, mientras que el Landesausschuss había sido asociado, por la
ley imperial de 2 de mayo de 1877, a la confección de las leyes concernientes particularmente al
Rcichsland, y hasta poseía la iniciativa legislativa en virtud de la ley imperial de 4 de julio de 1879
(art. 21). Sin embargo —y sin llegar hasta adoptar la doctrina de Laband (op. cit., ed. francesa, vol.
n, p. 611), que al caracterizar al Landesausschuss como "órgano del Imperio", desconocía que
dicha asamblea era, ante todo, un órgano del paísque lo nombraba (Jellinck, loe., cit., vol. n, pp.
380-381)—, es cierto que Alsacia-Lorena nótenla, en lo que se refiere a sus asuntos especiales, un
poder de legislación propio, distinto del riel Imperio. En efecto, según la vía legislativa ordinaria y
principal instituida por la citada ley de 1877, las leyes para Alsacia-Lorena, deliberadas y
consentidas por el Landesausschuss» tenían que ser sometidas después a la aprobación del
Bundesrat, y luego sancionadas por el Emperador, el cual por esa sanción había de perfeccionar la
ley, en lo que aparecía como órgano legislativo supremo para el Reichsland. El Bundesrat mismo,
comparado con el Landesausschuss, desempeñaba ya, en esta tramitación de la legislación
alsaciano-lorenesa, el papel de
168
nización implica que, en la misma medida en que pueda legislar, pueda también el
Estado administrarse y aplicar la justicia. Si no ocurriese así, ya no se
pertenecería a sí mismo ni sería capaz de desempeñar ningún cometido de su
grado.
60. El Estado miembro de un Estado federal, al tener competencia en su propia
legislación, su administración y su justicia, tiene todas las
110
una autoridad superior encargada de perfeccionar y sancionar. El art. 1' de la ley de 2 de mayo de
1877 señalaba suficientemente éste último punto por los términos especiales de que se servía para
calificar comparativamente los cometidos respectivos atribuidos en esta labor al Bundesrat y al
Landesausschuss; luego, en resumen, en el caso de emplearse esa primera vía,
la legislación alsaciano-lorcnesa dependía esencialmente de la voluntad y de la potestad del
Imperio y de sus órganos. Y también dependía del Imperio por el segundo motivo de que, junto a la
vía legislativa principal que acaba de indicarse, la ley de 2 de mayo de 1877 (art. 2) había dejado
subsistir, a título de vía subsidiaria, la vía legislativa anteriormente aplicada en f'í Reichsland, que
no era sino la que se hallaba en vigor para la legislación del Imperio mismo. Y en caso de
emplearse esta segunda vía, el Landesausschuss no tenía ya por qué intervenir en modo alguno:
el Reichstag y el Bundesrat eran entonces, ellos solos, los órganos legislativos para Alsacia-
Lorena. De este doble mecanismo legislativo se deduce que el Imperio era, en definitiva, el dueño
de la legislación aplicable en Alsacia-Lorena, tanto en lo que se refería a la legislación especial e
interior de dicho país como en lo concerniente a la competencia que ejercía el Imperio sobre todo
el territorio federal. La ley de 31 de mayo de 1911 vino a transformar esta organización legislativa
en dos puntos principales. Por una parte, abrogó la vía subsidiaria, excluyendo así la competencia
del Reichstag en la labor de la legislación alsaciano-lorenesa. Por otra parte, excluyó la
intervención del Bundesrat en dicha labor. En los términos de su art. 2, § 5, las leyes propias de
Alsacia-Lorena son deliberadas y adoptadas actualmente por las dos Cámaras que componen el
Landtag alsaciano-lorenés, que se substituyen en este aspecto al Landesausschuss y al
Bundesrat. Este Landtag es un órgano propio del país, solamente que no tiene el poder de
adopción definitiva. Según el art. 2, § 5, antes citado, la adopción última o sanción sigue, como
antes, reservada al emperador, que actúa en esto como órgano del Imperio encargado de ejercer
en Alsacia-Lorena el poder imperial, que pertenece a la colectividad de Estados alemanes
confederados. Así pues —incluso si se admite que el Landtag no sólo se limita al trabajo de fijar el
contenido de la ley, sino que concurre también al mandato que reviste a este contenido de fuerza
legislativa (ver n° 134, infra)—, resulta siempre que Alsacia-Lorena carece de potestad legislativa
propia, ya que no tiene, como tienen los Estados alemanes, el poder de perfeccionar sus leyes
internas por medio de sus propios órganos legislativos. Desde 1911, así como antes de dicha
fecha, puede decirse realmente que en verdad no existen leyes alsaciano-lorcnesas, en el sentido
en que existen leyes prusianas, sajonas o hadesas; éstas son obra exclusiva de los órganos
legisladores de los Estados confederados a los cuales están detinadas, mientras que las leyes
para Alsacia-Lorena son, por •encima de todo, obra del Imperio, que actúa por uno de sus órganos
principales: el emperador {Laband, loe, cit., vol. u, pp. 610, 648 ss.,' G. Meyer, loe. cit., pp. 204,
608 ssj. En estas condiciones, Alsacia-Lorena no es un Estado (Jellinek, loe. cit., vol. u, p. 153;
Laband, loe. cit., "vol. H, pp. 567 ss.; G. Meyer, loe. cit., pp. 204, 475). Existen por cierto otras
muchas razones. Igualmente decisivas, para negarle la cualidad de Estado; se encuentran
expuestas especialmente por Laband, Staatsrecht des deutschen Reiches, 5ª ed., vol. 11, pp. 232
ss. (Ver también Heitz, Le droit constitutionnel de l'Alsace-Lorraine, pp. 392 ss. y mi estudio sobre
"La condition juridique de l'Alsace-Lorraine dans l'Empire allemand", Revue du droit public, 1914,
pp. 14 ss.)
169
14
La palabra Selbstverwaltung es a la vez más expresiva y más exacta que la de
"descentralización" (Michoud, Théorie de la personnalité monde, vol. i, p. 310 n.). En efecto, con el
nombre de descentralización los autores franceses se refieren en realidad al régimen en el cual la
colectividad regional o local llamada descentralizada administra sus asuntos no ya por agentes
nombrados por la autoridad central, sino por sus propios órganos, o sea por agentes nombrados
por ella misma. Por eso Hauriou (op. cit., 6* ed., p. 64; 8" ed., p. 143) dice que se reconoce la
descentralización por "el origen electivo de las autoridades locales, ya que este origen indica
realmente un principio de administración del país por el país". Asimismo Berthélemy (op. cit., 7*
ed., p. 89) dice que se descentraliza siempre que se recluta a los administradores locales por un
procedimiento distinto al del nombramiento por la autoridad central, de modo que se les hace
independientes de ésta. Duguit (L'État, vol. n, p. 654) define los "agentes descentralizados" como
aquellos que "se nombran sin la participación directa ni indirecta de los gobernantes; su forma de
nombramiento es por lo general la elección". Resulta de esas definiciones, en la terminología
francesa, que la palabra descentralización significa la situación de una colectividad local que tiene
la facultad de administrarse por sus propios órganos, nombrados por ella, y que expresan su propia
voluntad y no la voluntad del Estado. En cuanto a las medidas que tienden simplemente a
acrecentar los poderes de los agentes locales del gobierno, como el prefecto, ya no constituyen,
según expresión de los autores franceses, medidas de "descentralización", sino únicamente de
"desconcentración" (Aucoc, Conférences fur le droit administratij, 3ª ed., vol. i. p. 112: Berthélemy,
loe. cit.). Esta terminología no es muy satisfactoria, pues ambos términos, "desconcentración" y
"descentralización", sólo expresan en efecto, por sí mismos, conceptos esencialmente distintos. La
atribución de poderes propios a los agentes locales nombrados por la autoridad central es desde
luego una operación de descentralización. En cambio, cuando una provincia o un municipio ha
recibido del Estado el derecho a regir sus asuntos por sus propios órganos, que actúan en su
nombre y no en nombre del Estado, ya resulta poco hablar de descentralización. La verdad,
entonces, es que se trata de la administración de la colectividad subalterna por sí misma, o sea
administración independiente (aunque se ejerza bajo la vigilancia de la autoridad central) y no
solamente administración descentralizada. Esto es lo que la palabra alemana Selbstverwaltung
expresa más exactamente que el término "descentralización" usado por los autores franceses.
170
bro de un Estado federal. En el caso de este Estado hay algo más que auto-
administra'ción, pues el Estado miembro no se administra en virtud de las leyes o
autorizaciones del Estado federal, sino que su administración se funda en su
propia potestad y voluntad. No debe, pues, hacerse intervenir aquí la idea de auto-
administración o de descentralización, sino más bien la de autonomía.15
En resumen, según Jellinek, para que una colectividad territorial sea un Estado, es
necesario y suficiente que posea y ejerza en virtud de su propia Constitución, es
decir, de su propia potestad de organizarse, todas aquellas funciones que
pertenecen a la potestad estatal. Así pues, el Estado no soberano no difiere del
Estado soberano más que por la extensión del campo de actividad dentro del cual
puede ejercer su potestad completa de Estado. Resulla de esto una última
diferencia entre el Estado no soberano y la colectividad descentralizada que se
administra por sí misma. En el caso en que viniera a desaparecer un Estado que
domina a un Estado no soberano, éste se encontraría inmediatamente
transformado en Estado soberano, sin necesitar para ello crearse una nueva
organización. Era un Estado anteriormente, y sigue siéndolo después; antes
poseía todas las funciones de potestad estatal y todos los órganos referentes a
esas funciones, y continúa poseyendo las unas y los otros; el único cambio que
sufre consiste en que, al no estar ya limitado en la extensión de su cometido por la
competencia de un Estado superior, va a poder ejercer en adelante, con sus
antiguos órganos, sus funciones de potestad en un campo de acción ilimitado.
Esto es lo que ocurriría, por ejemplo, con los Estados miembros de un Estado
federal si este último desapareciera. Otra cosa ocurriría con la provincia
descentralizada, si el Estado del cual forma parte llegara a disolverse. Después de
dicha disolución esa provincia no se convertiría en Estado sino con la condición de
darse la organización estatal que hasta entonces le faltó, o también, y si con
anterioridad poseía un principio de organización estatal, con la condición de
rellenar los vacíos que hasta entonces existieron en su organización de Estado.
Si éste es el criterio jurídico del Estado, poco importa después de todo que las
provincias o territorios descentralizados de ciertos Estados
112
15
Hay lugar, pues, a distinguir en esta materia tres situaciones bien diferentes: la autonomía, que
es el caso del Estado miembro de un Estado federal; el self-government o la selfadministration, que
es el caso de las colectividades territoriales que tienen el derecho de administrarse por sí mismas,
pero no en virtud de su propia potestad, ya que tienen sus poderes de administración
independientes por la voluntad del Estado del cual son partes integrantes, y finalmente la
descentralización propiamente dicha o desconcentración, que resulta de la extensión de las
atribuciones o poderes concedidos a los agentes locales nombrados por la autoridad central y que
actúan en nombre del Estado.
171
18
No carece de interés observar que, según estas definiciones, la soberanía no consiste ya en una
competencia que sería desde luego indefinida, sino en la facultad que tiene el Estado soberano de
extender indefinidamente su potestad en lo por venir. La observación es particularmente importante
por lo que respecta al Estado federal. Uno de los signos característicos de dicho Estado es el
reparto de las competencias estatales que sobre su propio territorio se establecen entre dicho
Estado y los Estados confederados, y lo más notable, sobre todo, es que las competencias que
ejercen los Estados confederados se fundan sobre su sola potestad, ya que se las han conferido a
sí mismos por sus propias Constituciones y leyes. Se asegura que la potestad y las competencias
de los Estados miembros pueden ser comprimidas y aminoradas hasta su desaparición por la
voluntad constituyente unilateral del Estado federal. Pero esta desaparición de los Estados
particulares sólo tiene carácter eventual, y entrañaría precisamente la transformación del Estado
federal en un Estado unitario. Debe, pues, apreciarse al Estado federal por su situación actual y no
por las competencias que pudiese adquirir si se convirtiera en Estado unitario. Ahora que, si se
considera al Estado federal en su tenor actual, no hay más remedio que reconocer que su
competencia está limitada. Esto prueba que el concepto de soberanía no tiene hoy día el alcance
absoluto que pudo tener en otros tiempos. Al Estado federal se le llama soberano en el sentido de
que puede extender indefinidamente su competencia en el porvenir. Débese notar, sin embargo,
que esa extensión de competencia presupone el asentimiento de una mayoría de Estados
particulares. Estos, en realidad, darán dicho asentimiento en calidad de órganos del Estado
federal, pero no por ello es menos cierto que la voluntad constituyente del Estado federal depende,
en este grado, de las voluntades de los Estados particulares. Pero, en el Estado unitario, ¿la
formación de las decisiones estatales no depende también de la voluntad de los ciudadanos o de
sus elegidos? El puro concepto de soberanía, o sea la dominación absoluta de la voluntad
totalmente independiente de un monarca que encarna en sí al Estado, no existe ya en ninguna
parte hoy día, al menos desde el punto de vista interno. Desde el punto de vista de las relaciones
internacionales, el concepto de soberanía permanece intacto.
174
ginaria de Jellinek, han sido juzgadas como plenamente satisfactorias por los
juristas franceses.
Por eso Michoud y de Lapradelle (loe. cit., pp. 51, 79; cf. Michoud, Théorie de la
personnalité moróle, vol. I, p. 239) sostienen que para distinguir al Estado de la
provincia o del municipio que se administra por sí mismo, hay que fijarse
únicamente en esta consideración: el Estado no soberano tiene derechos de
potestad pública oponibles al Estado soberano del cual depende, de modo que
éste sólo tiene sobre aquél poderes jurídicamente limitados. Por el contrario, el
poder de dominación estatal sobre la provincia o el municipio es jurídicamente
ilimitado, por cuanto puede el Estado, sin que haya violación de sus derechos,
retirarles todas o parte de las facultades que les pertenecen. Pero este criterio es
insuficiente. Para que una comunidad dominada por un Estado soberano sea un
Estado, no basta que posea derechos de potestad que le sean garantizados, sino
que es necesario además que esos derechos garantizados sean por sí mismos
derechos de Estado, de potestad estatal. Si, por ejemplo, una comunidad
subordinada a un Estado sólo tuviera como derechos garantizados facultades de
administración propia, sin potestad legislativa, ya no sería un Estado, puesto que
ningún Estado puede concebirse sin dicha potestad.17 Por lo tanto la posesión de
derechos garantizados no puede constituir por sí sola el criterio del Estado.
Bien comprendió Hauriou esta importancia de la potestad legislativa: ve en ella
una condición esencial del Estado. Le siguen en esto Polier y de Marans. Pero
estos autores tienen el defecto de admitir que la existencia de un órgano
legislativo en una comunidad territorial basta para caracterizar a ésta como
Estado, y por consiguiente esto los lleva a considerar como Estados (Théorie des
États compases, pp. 61 ss.) bien sea a las colonias británicas de self-government,
bien a los países de la Corona de Austria, cuando esas colonias o países no son,
jurídicamente, sino dependencias de la metrópoli inglesa o de la monarquía
austriaca, como se demuestra por el mismo hecho de que las leyes adoptadas por
sus órganos legislativos sólo adquieren vigencia por la aprobación o sanción del
monarca, considerado como soberano de aquellos. Finalmente, entre los
adversarios declarados de la doctrina de Jelli-
114
17
Es también lo que afirma G. Meyer (ver pp. 161-162, supra), cuya opinión es mencionada por
Michoud y de Lapradelle como parecida a su doctrina. Según dicho autor (op. cit., 6ª ed., pp. 8 ss.),
no sólo el Estado dominador no tiene sobre el Estado dominado más que poderes jurídicamente
limitados, sino que además éste tiene capacidad para realizar su cometido y regular su
organización por sus propias leyes. G. Meyer exige, pues, que los poderes oponibles al Estado
superior sean de determinada naturaleza. En esto concuerda su opinión con la de Jellinek, como
ambos lo reconocen (G. Meyer, loe. cit,, p. 9, n. 20; Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. u, p. 147 n.).
176
nek, se debe citar especialmente a Duguit (L'État, vol. n, pp. 679 ss.; Traite, vol. i,
p. 123) que pone como objeción a la teoría del derecho originario que carece de
valor jurídico, y esto principalmente por la razón de que la naturaleza de un
derecho no se determina por el origen de la adquisición o la procedencia de este
derecho, sino únicamente por su contenido y sus efectos. Pero esta objeción no es
concluyente, pues cuando se califican los derechos de potestad de una comunidad
no estatal como derechos no originarios se entiende precisamente por esto una
manera de ser de estos derechos que influye directamente sobre su naturaleza
intrínseca, su alcance y sus condiciones de ejercicio.18 Duguit tiene mucha razón
cuando escribe (loe. cit.) que no interesa averiguar si la propiedad ha sido
adquirida de un modo originario o derivado, puesto que se trata siempre del mismo
derecho de propiedad, cualquiera que sea su origen. Por el contrario, sí es
interesante comprobar que una colectividad territorial tiene derechos de potestad
derivados del Estado al cual se encuentra subordinada, pues la cualidad y la
energía de dichos derechos se hallarán por ello profundamente afectados (ver n9
66, infra). Se ha visto anteriormente que entre el Estado soberano y el Estado no
soberano sólo existe diferencia en cuanto a la extensión de sus potestades
respectivas, pero no en cuanto a la esencia de las mismas. Muy diferente es el
caso del municipio, de la provincia o de la colonia. Por amplia que sea su facultad
de administrarse por sí mismas, se diferencian radicalmente de cualquier Estado,
incluso no soberano, en que su potestad no solamente es de un grado o extensión
menor, sino que en realidad es de una esencia diferente de la potestad del Estado.
Para determinar este último punto, se puede tomar como tipo el municipio, porque
constituye el caso más frecuente de colectividad inferior que se administra por sí
misma. Si se considera en particular el municipio francés, se observa ante todo
que está en posesión de un derecho de administración propio, por cuanto las
autoridades encargadas de la gestión de sus asuntos consisten en el consejo
municipal, que es elegido por los electores del municipio desde la ley de 21 de
marzo de 1831, y en el alcalde, elegido por el consejo municipal desde la ley de 28
de marzo de 1882. Alcalde y consejeros municipales son, no ya agentes del poder
central, ni funcionarios de carrera, sino ciudadanos llamados a ejercer un cargo de
administración comunal como miembros del municipio. Existe aquí
indudablemente la administración de los intereses de un grupo
115
18
A este respecto, ver por ejemplo lo que dice Berthélemy, op. cit., 7* ed., p. 205, a propósito de la
cuestión de saber si los poderes de policía municipal que ejercen los alcaldes constituyen para el
municipio derechos originarios o derechos derivados. "La cuestión •—dice dicho autor— es
interésate en cuanto a la determinación de las condiciones en las cuales deben realizarse las
funciones policíacas."
177
réglementaire des maires, tesis, París, 1899, p. 55). En favor de esta opinión se ha
invocado una consideración que es muy discutible: se ha dicho (Berthélemy, loe.
cit., n.) que los fines para los cuales se toman las medidas de policía municipal
sólo interesan al municipio, de manera que el alcalde, cuando toma esas medidas,
aparece como agente ejecutivo de derechos cuyo sujeto es únicamente el
municipio. Pero es muy difícil sostener que el Estado no está interesado en la
forma en que se realizan las funciones policíacas en los municipios que componen
su territorio (Duguit, UÉtat, vol. n, p. 717; Michoud, loe. cit., p. 302). La mejor
prueba de que está interesado en ello es el texto antes citado, según el cual ejerce
un derecho de vigilancia sobre los actos que realiza el alcalde en 'virtud de sus
poderes policíacos. Además, y especialmente, el interés del Estado se demuestra
en la importante disposición del art. 99, que reserva al prefecto, agente del Estado,
el derecho de tomar, en el municipio, las medidas de policía que juzgue útiles, en
el caso de que el alcalde, después de la correspondiente advertencia, mostrara
negligencia en tomarlas por sí mismo. Por lo tanto, si se lleva la cuestión de la
policía municipal al terreno de los intereses que afecta, habría que decir que, por
razón del doble interés que a ella se refiere, la actividad policíaca del alcalde se
ejerce tanto en calidad de órgano del municipio como de agente del Estado en
dicho municipio. Habría que admitir por tanto, con ciertos autores (Morgand, La loi
municipale, 7* ed., vol. i, núms. 793-794; Ducrocq, Cours de droit administratif, 79
ed., vol. i, p. 316; Hauriou, op. cit., 8" ed., p. 50) que las funciones municipales de
policía tienen un carácter mixto y son a la vez funciones municipales y funciones
de Estado, (cf. Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 369). Pero la razón principal
que permite sostener que el alcalde ejerce la policía en nombre del municipio se
deduce de la oposición señalada por la ley misma entre las funciones de policía
municipal y aquellas otras que el alcalde desempeña fiomo agente del Estado.
Respecto de estas últimas, el art. 92 de la ley de 1884 dice que las ejerce "bajo la
autoridad de la administración superior"; respecto ¿e las primeras, el art. 91 se
limita a colocar al alcalde "bajo la vigilancia" del Estado. Resulta de estos textos
que en la medida en que actúa por cuenta del Estado, el alcalde se halla
estrechamente subordinado a la potestad jerárquica de las autoridades
gubernamentales; recibe cíe ellas sus instrucciones y no hace más que ejecutar
sus órdenes. Por supuesto, el hecho de que para la policía municipal, el art. 91 no
establezca sobre los actos del alcalde más que una simple vigilancia, que no
entraña en principio sino el derecho de suspender o anular las decisiones
tomadas, y no el derecho de reformarlas o de prescribir su contenido, basta para
probar que la ley lo considera como ejerciendo dicha función en calidad de jefe de
la agrupación municipal. Por ello
179
ejerce, no ya por cuenta o como órgano del Estado, sino en su propia nombre;
derechos, en fin, en cuyo ejercicio no expresa ya la voluntad del Estado, sino su
propia voluntad. Indudablemente, obtiene una considerable utilidad de esta
actividad ejercida a título de derecho propio por cada uno de los municipios que
componen su territorio. Esto es patente, por ejemplo, en cuanto a la policía
municipal. Indudablemente también, el Estado no dejará de intervenir para
reglamentar con sus leyes el uso de esos derechos y el funcionamiento de esta
actividad municipal. No por ello sería menos erróneo creer que los poderes que
posee el municipio sólo corresponden a la existencia de derechos delegados por
el Estado. En efecto, como agrupación local, el municipio posee necesariamente
ciertos derechos propios especiales, que son independientes de los derechos
generales del Estado (en el sentido de que existirían inclusa si el municipio no
formara parte del Estado) y que se fundan en las exigencias inmediatas que
origina la reunión de sus habitantes en un mismo lugar. Estos derechos se pueden
comparar a los de la persona humana o< también a los de una asociación privada.
Ciertamente estos derechos municipales no alcanzan eficacia jurídica —al igual
que los derechos de una asociación o el derecho de propiedad de un particular—
sino mediante su reconocimiento por el Estado y a condición de haber sido
provistos por él de una sanción. Sin embargo, no resulta de ello que estos
derechos estén en sí mismos fundados en una delegación o concesión estatal. 19
La propiedad privada no es concedida, puesto que el Estado no es el sujeto
primordial del derecho de propiedad sobre todo su territorio. Asimismo, los
derechos patrimoniales del municipio e igualmente aquellos otros que, como la
policía, precisan para su sanción el ejercicio de la potestad dominadora, no son
concedidos, aunque jurídicamente sólo tengan valor por la protección que el
Estado consiente en darles y por las delegaciones de potestad coercitiva que
concede al municipio para su ejercicio.
65. Se debe distinguir, pues, entre los derechos que el municipio ejerce en calidad
de mandatario del Estado y aquellos otros que posee ere propiedad. Esta es
también la distinción que establecían los arts. 49 a 51 de la ley de 14 de diciembre
de 1789 sobre la constitución de las municipalidades. Estos textos, que han dado
lugar a tantas discusiones, que a
116
10
Laband (op. cit., ed. francesa, vol. i, p. 176) : "Sería un punto de vista completamente falso el
considerar todos los derechos reales, todos los derechos de crédito de los individuos, como
derivados del Estado o concedidos por el Estado. El Estado no es, positivamente, el origen, la
fuente, el creador ni el sujeto de esos derechos; su voluntad es únicamente una condición
negativa, al no poder nacer ni subsistir ningún derecho que no tenga la tolerancia del Kstado." Cf.
Le Fur, op. cit., p. 393. La idea exacta, por lo que se refiere a la consagración que a estos
derechos da la ley del Estado, es que dicho Estado permite y asegura su ejercicio,
181
veces han sido tan mal entendidos y de los cuales la misma Constituyente dedujo
consecuencias tan discutibles, reconocían al municipio "dos clases de funciones
que realizar: unas propias del poder municipal20 y otras propias de la
administración general del Estado y delegadas por ésta a las municipalidades".21
Por más que se haya dicho (Duguit,L'État, vol. VII, pp. 705 ss.; cf. Michoud,
"Responsabilité des communes",Reviie du droit public, vol. vn, núms. 4 a 10),
había en este concepto de la Constituyente cierta parte de verdad, que subsiste
aun hoy día. Si el concepto de un "poder municipal" distinto del poder del Estado
no es muy aceptable, en cambio, la Constituyente tenía mucha razón al adoptar el
punto de vista de que el municipio, como el individuo, tiene derechos inherentes a
la existencia misma del grupo municipal y tiene un círculo la actividad que le
pertenece en propiedad.22 Lo que era cierto en dicho concepto, y sigue siendo
exacto,23 es la idea de que, incluso en lo que
117
20
Cf. Constitución belga, arte. 31 y 108: "Los intereses exclusivamente municipales o provinciales
se hallan regulados por los consejos provinciales o municipales." Por ello los autores belgas
concluyen en la existencia de un "poder municipal" y de un "poder provincial" (ver por ejemplo
Pandectes belges, v* "Pouvoir provincial").
21
Cf. Constitución de 1791, tít. TI, arts. 9 y 10: "Podrán delegarse en los oficiales municipales
algunas de las funciones relativas al interés general del Estado. Las reglas a que los oficiales
municipales tendrán que atenerse en el ejercicio de las funciones tanto municipales como las que
les hayan sido delegadas por el interés general, se fijarán por las leyes."
22
Entre las funciones que caen dentro de este círculo de actividad, debe observarse que el art. 50
de la ley de 14 de diciembre de 1789 colocaba a la policía junto a otras atribuciones de orden
patrimonial.
23
Para hacer aparecer actualmente, todavía, la existencia de ciertos derechos propios en el
municipio, basta recordar (ver n. 38, p. 58, supra) la importante diferencia que existe entre su
organización y la de los ministerios o departamentos de los servicios del Estado. Mientras que los
ministerios no son, tanto por su naturaleza como por su organización, sino subdivisiones del
organismo administrativo estatal, que no poseen ninguna personalidad distinta, y a los que se ha
podido comparar con las secciones especiales de una gran casa comercial, el municipio, por el
contrario, ha recibido una organización que tiende a asegurarle la facultad de tener, en la gestión
de sus asuntos, cierta voluntad propia, y que implica igualmente que constituye, no ya únicamente
un engranaje administrativo del Estado, sino una persona administrativa distinta de éste. A
diferencia del ministro, que sólo es un jefe de servicio estatal, un agente superior del Estado, el
consejo municipal es un órgano de voluntad del municipio, y el alcalde, como agente ejecutivo
municipal, no solamente es agente del Estado, sino del mismo
municipio. Evidentemente que el municipio no saca de sí mismo, de su propia potestad, la
organización y la capacidad de querer que lo personifican, sino que las tiene por la ley del Estado.
Pero por el hecho mismo de que el Estado consagra su personalidad, reconoce en él aptitud para
ejercer por sí mismo ciertas facultades que resultan del hecho de la agrupación de los habitantes
de una localidad, facultades que aparecen, por lo tanto, no como derechos del Estado que se
ejercen en el lugar por los órganos del municipio, sino como derechos propios de la colectividad
municipal, consagrados y sancionados por la ley del Estado. En este aspecto existen, pues,
funciones y derechos propios del municipio. La existencia de derechos semejantes en favor de un
ministerio no podría concebirse.
182
24 Duguit (L'État, vol. u, p. 707) sostiene que los arts. 49 ss. de la ley de 14 de diciembre de 1789
tenían simplemente por objeto fijar las funciones de los agentes municipales., y que no establecían
de ningún modo que el municipio mismo tuviera derechos correlativo a:las atribuciones de potestad
pública conferidas a sus agentes. Esta interpretación parece ha sido rechazada por varios párrafos
de la instrucción de la Asamblea nacional que sigue a dicha. ley. En la citada instrucción se lee, por
ejemplo: "Todas las funciones detalladas en el art.- que interesan a la nación como corporación y
a la uniformidad del régimen general, excede: a los derechos y a los intereses particulares del
municipio; los oficiales municipales no pueden ejercer esas funciones en calidad de simples
representantes de su municipio, sino únicamcamente te en calidad de encargados y de agentes de
la administración general... No ocurre lo mismo las funciones expuestas en el art. 50.' Dichas
funciones —entre otras la policía— son propias del poder municipal, porque interesan directa y
particularmente a cada municipio representado por su municipalidad o ayuntamiento. Los
miembros de la municipalidad tienen el derecho; propio y personal de deliberar y actuar en todo
cuanto concierne a esas funciones, verdaderamente municipales."
183
25
Ocurre en este aspecto con el municipio lo mismo que con el individuo. Al decir que el individuo
tiene sus derechos del Estado, no se quiere significar que las facultades que ejerce han sido
creadas únicamente por la ley del Estado. Significa simplemente que le han sido reconocidas y
garantizadas por el Estado, por cuanto dicho Estado, por sus leyes, les asegura la protección de su
fuerza coercitiva. El individuo puede afirmar que la existencia de esas facultades le pertenece en
propiedad, pero no puede revestirlas él mismo de la debida sanción social. La sanción social le
proviene de ley del Estado. Sus facultades no se convierten en derechos efectivos, o sea eficaces,
sino por dicha sanción social.
26
Hauriou, Répertoire de Béquet, v' "Décentralisation", p. 483 n.: "En la teoría general de la
potestad pública, se puede establecer la regla de que, por su misma naturaleza, es delegada
directamente por el Soberano." Cf. Michoud, Théorie de la personnalité múrale, vol. I, p. 307
184
falsa, pues si la Constituyente tuvo razón al afirmar que el municipio tiene sus
funciones propias, erró al hablar de poder municipal: en cuanto a poder, sólo
existe el poder del Estado,27 Bien es verdad que los constituyentes de 1789 se
colocaron en
120
27 Tampoco se puede aceptar sin restricciones la fórmula de Michoud (op. cit, vol. I, n' 121), que
habla de "derecho de potestad pública que pertenece al municipio". Si Michoud se limitara a decir
que el municipio tiene, como derechos propios, facultades que necesitan la intervención de la
potestad pública para la realización de los fines para los cuales dichas facultades le pertenecen, tal
fórmula sería irreprochable. Incluso si Michoud pretende decir que cuando el municipio usa de la
potestad pública para la realización de sus derechos policíacos, ejerce dicha potestad en su propio
interés y hace que sirva al cumplimiento de funciones que ln pertenecen en propiedad, esta
manera de ver parece igualmente exacta. Pero lo que no es exacto es dar a entender que el
municipio puede, incluso en el cumplimiento de sus cometidos policíacos u otros, ejercer la
potestad pública a título de derecho que le perteneciera en propiedad. Tal punto de vista sería
inconciliable con lo que el mismo autor dice respecto de la potestad pública (loe. cit., p. 307) : "El
derecho público moderno no reconoce más derecho de soberanía que el del Estado. Este
considera como delegaciones suyas aquellas parcelas de soberanía que cede a los organismos
inferiores". Así pues, lo propio del municipio en la policía es el cometido o el fin en vista del cual
dicho municipio ejerce la policía local; es también el interés para el que se mantiene esa policía, y
en este aspecto puede decirse que la policía constituye, para el municipio, una función propia y
hasta un derecho propio. Pero en cuanto a la potestad dominadora y coercitiva que tiene que
acompañar necesariamente a dicha función, esa potestad, en el Estado moderno, no puede
considerarse como propia del municipio, sino que proviene de una delegación del Estado. Sólo
puede provenir de esa fuente superior, porque, en el derecho público actual, el Estado, de modo
general, es el sujeto primitivo de toda potestad pública que se ejerza en su territorio. Se puede
decir que el Estado delega la potestad pública en el municipio para el cumplimiento de una función
municipal que le pertenece especialmente a este último, pero no se puede decir que la potestad así
delegada "pertenezca" verdaderamente al municipio. Debe distinguirse en esta materia entre la
función y el poder: la función es municipal; el poder no lo es.
186
originario. Sin duda, como antes se ha visto, tiene derechos propios que implican
que puede emitir en su propio nombre prescripciones reglamentando la conducta
de sus miembros, especialmente prescripciones de policía. En la medida en que el
Estado autoriza por sus leyes al municipio para ejercer tales facultades, no hace
sino consagrar derechos propios del grupo municipal. Queda solamente hacer
cumplir los mandamientos así emitidos por el municipio, y para ello precisa el
municipio ejercer eí imperium. Pero en los tiempos modernos el Estado se ha
apropiado del imperium, y lo monopoliza íntegramente. El Estado unitario
particularmente, por descentralizadas que estén sus circunscripciones, debe
definirse como un Estado al que pertenece exclusivamente, en principio, toda
potestad dominadora que se ejerza en su territorio (Jellinek, loe. cit., vol. i, p. 291;
vol. u, p. 351). Luego, para que el municipio posea el imperium, tiene que haberlo
recibido del Estado. La ley que le hace esta concesión no se limita ya a consagrar
un derecho propio del grupo municipal, sino que realiza ahora una delegación
propiamente dicha (Jellinek, loe. cit., vol. u, pp. 65 ss., 366-367; Laband, loe. cit.,
vol. i, pp. 121 y 122; Michoud, Théorie de la personnalité moróle, vol. i, p. 307).
c) Finalmente, si los derechos, incluso los propios, del municipio no pueden
ejercerse efectivamente por él sino con la condición de haber sido reconocidos y
sancionados por las leyes del Estado, resulta naturalmente que el ejercicio de
estos derechos puede serle retirado por nuevas leyes que modifiquen la
legislación anterior. Más aún: la existencia misma del municipio depende de la
voluntad del Estado. Del mismo modo que el Estado crea municipios, puede
suprimirlos reuniendo a varios en uno solo. Este es un punto que ha sido
claramente establecido por Duguit (L'État, vol. H, pp. 757 ss.). Este autor, que
había sostenido que es indiferente averiguar si los derechos del municipio se
basan o no en su potestad originaria, muestra también el gran interés de
semejante distinción. Señala, en efecto, que el Estado no está obligado a respetar
las libertades o atribuciones que pudo reconocer anteriormente al municipio y que
en todo momento puede retirárselas total o parcialmente. Por el contrario, Duguit
dice que la autonomía de que gozan los Estados miembros de un Estado federal
no puede serles retirada por dicho Estado. Esta última afirmación es sin embargo
demasiado absoluta. Se ha visto antes que el Estado federal puede, por revisiones
sucesivas de su Constitución, retirar a los Estados miembros incluso su carácter
de Estados; pero se ha observado también que estas revisiones no pueden
efectuarse sin el concurso de los Estados miembros y sin el consentimiento de
una gran mayoría de ellos, de modo que, si bien no puede decirse que los
derechos de estos Estados son irrevocables respecto del Estado federal, al menos
está permitido establecer la conclusión de que no se hallan enteramente
188
nación, la palabra potestad sería del todo insuficiente: el término más conveniente
para caracterizar la postura tomada por la nación desde 1789 •es el de
soberanía.28
§ 4. FUNDAMENTO Y EXTENSIÓN DE LA POTESTAD DE ESTADO.
SUJETO ACTIVO Y PASIVO DE DICHA POTESTAD
28 El empleo de este término parece justificarse por el motivo de que la nación, en el sistema de la
soberanía nacional, se considera como un ser colectivo y abstracto y no como un conjunto de
individuos (ver n° 331, infra). Pero un ser abstracto no puede en verdad ejercer poderes, ni poseer
una potestad. La potestad sólo puede existir en personas físicas, capaces de actividad efectiva por
sí mismas. En el fondo, el principio de la soberanía nacional ha tenido por objeto no tanto el afirmar
la existencia de una potestad activa de la nación como el limitar y subordinar a condiciones
restrictivas la potestad que de hecho ejercen las autoridades nacionales. En esto, dicho principio —
como se verá después (núms. 329 ss.) tiene ante todo un alcance negativo: significa que los
poderes que tienen las autoridades constituidas no les provienen de sí mismas y no están
destinados a asegurar pura y simplemente la supremacía de su propia voluntad, sino que dichos
poderes derivan de un estatuto orgánico nacional superior a los gobernantes, y que tienen por
objeto establecer una voluntad nacional superior a las voluntades particulares de sus respectivos
titulares. La posición superior que resulta para la nación en ese concepto no proviene, pues, de
que se le reconozca una potestad activa que ejercería efectivamente por sí misma, de un modo
preponderante, por encima de sus diferentes órganos, sino que dicha posición de superioridad
resulta esencialmente de que los poderes atribuidos a los órganos, en las relaciones de éstos con
la nación, quedan como poderes derivados, condicionados y en este aspecto subordinados. La
¡dea de preeminencia de la nación aparece así como puramente negativa. No puede causar
sorpresa el que, para expresar esa idea negativa, se haya elegido el nombre, igualmente negativo,
de soberanía (cf. n. 4, p. 96, supra).
191
1 Esto no significa que toda la actividad estatal consista en actos de mando. Junto a los actos
llamados de potestad, el Estado realiza innumerables actos de gestión. Para alcanzar los fines
para cuyo cumplimiento existe, el Estado, en efecto, no solamente tiene que dar órdenes, sino que
también tiene que regir los asuntos públicos de la colectividad. Entre los actos que en este aspecto
realiza, algunos recuerdan a los de un particular al administrar su patrimonio. Sin embargo, incluso
en lo que respecta a esta gestión de los asuntos de la comunidad, interviene una idea de potestad
dominadora: la potestad estatal se deja sentir en esta materia, por cuanto ya el Estado, en virtud
de la facultad soberana que tiene de determinar por sí mismo su competencia, es dueño de fijar,
por vía de autoridad, el grado en que pretende regir los intereses colectivos de la nación, y se
manifiesta también por cuanto tiene el poder de imponer al respeto de todos las medidas que
adopta a título de gestión. Duguit (Traite, vol. i, p. 102) cree poder afirmar que existe toda una serie
de servicios públicos "de orden técnico" que "se realizan por medio de simples operaciones
materiales", y respecto a los cuales —dice ese autor— "se debe reconocer que la noción de
potestad pública, de imperium, nada tiene que ver". Esta afirmación es perfectamente impugnable:
en todos los actos del Estado, incluso en aquellos de simple gestión material, entra la potestad, o
por lo menos existe, en la base del acto, la potestad. Y no se diga que el cuidado en la gestión de
dichos intereses materiales de la comunidad no constituye para el Estado un campo de autoridad,
puesto que la actividad estatal, en semejante materia, es de igual naturaleza que la de los
particulares al gobernar sus asuntos privados. Hasta cuando el acto del Estado no es, por su
contenido, un acto de potestad, lo es por las condiciones en las cuales se produce. Porque es
preciso recurrir a la idea de potestad para explicar el hecho de que el Estado se haga cargo de la
gerencia de los intereses que él mismo declara colectivos, en vez de dejar dicha gerencia a la
iniciativa individual de los miembros de la nación. Poco importa, pues, que ciertos actos estatales
no sean en sí mismos actos de mando. Emprender obras públicas, impartir instrucción, realizar
todas las operaciones técnicas que menciona Duguit, no es, en sí, realizar actos de mando; sin
embargo, es por su potestad dominadora por lo que el Estado se dedica a todas esas operaciones.
Así pues, Esmein (Éléments, 5* ed., p. 1) no vacila en calificar como "soberanía exterior" el
dere192
192
cho que tiene el Estado a "representar a la nación en sus relaciones con las demás naciones",
especialmente para la gestión de sus intereses. El derecho a representarla en el interior, rigiendo
sus asuntos de todas clases, es igualmente soberanía, y las innumerables manifestaciones de ese
derecho son manifestaciones de soberanía.
193
2 Haurimí (La souverainetá nationale, p. 13) dice: "La soberanía es una voluntad armada de un
poder de ejecución; la decisión no es suficiente, es preciso que la ejecución esté dispuesta a
seguir." Por consiguiente, este autor declara que es necesario "discernir, en la soberanía,
elementos de voluntad y elementos de ejecución"; de ese modo parece, pues, separarlos. En
realidad esos dos elementos son inseparables, incluso desde el punto de vista analítico. Lo que
convierte a la voluntad del Estado en una voluntad dominadora es la fuerza coercitiva de ejecución
que lleva en SÍ. Dicha fuerza no es un elemento distinto que viene a añadirse a la voluntad estatal,
sino que es un carácter esencial de esa voluntad, e incluso constituye el carácter específico de la
misma. La potestad de dominación del Estado está formada ante todo por la fuerza de realización
que le es propia y que sólo a ella pertenece, al menos de una manera inicial.
3 Una de las condiciones del mantenimiento de este equilibrio es también que la fuerza estatal que
de él se deriva se ejercerá en forma reglada y en particular según ciertas reglas de derecho. Desde
este punto de vista, también, la teoría de Duguit no cuadra mucho con el sistema del Estado
moderno. Si la potestad estatal sólo se fundara en la fuerza preponderante de un hombre, de una
clase o de la mayoría, esta fuerza de los goberriantes, al no ser más que un puro hecho, escaparía
a toda limitación de orden jurídico, y en vez de un "Estado de derecho" sólo podrían establecerse
formas despóticas de Estado. Por otra parte, ¿cómo podría comprenderse, en la teoría de la
fuerza, que aquellos mismos gobernantes que, en ciertos as-
195
2
Hauriou (La souveraineté naliunale, p. 13) dice: "La soberanía es una voluntad armada de un
poder de ejecución; la decisión no es suficiente, es preciso que la ejecución esté dispuesta a
seguir." Por consiguiente, este autor declara que es necesario "discernir, en la soberanía,
elementos de voluntad y elementos de ejecución"; de esc modo parece, pues, separarlos. En
realidad esos dos elementos son inseparables, incluso desde el punto de vista analítico. Lo que
convierte a la voluntad del Estado en una voluntad dominadora es la fuerza coercitiva de ejecución
que lleva en sí. Dicha fuerza no es un elemento distinto que viene a añadirse a la voluntad estatal,
sino que es un carácter esencial de-esa voluntad, e incluso constituye el carácter específico de la
misma. La potestad de dominación del Estado está formada ante todo por la fuerza de realización
que le es propia y que sólo a ella pertenece, al menos de una manera inicial.
3
Una de las condiciones del mantenimiento de este equilibrio es también que la fuerza estatal que
de él se deriva se ejercerá en forma reglada y en particular según ciertas reglas de derecho. Desde
este punto de vista, también, la teoría de Duguit no cuadra mucho con el sistema del Estado
moderno. Si la potestad estatal sólo se fundara en la fuerza preponderante de un hombre, de una
clase o de la mayoría, esta fuerza de los gobernantes, al no ser más que un puro hecho, escaparía
a toda limitación de orden jurídico, y en vez de un "Estado de derecho" sólo podrían establecerse
formas despóticas de Estado. Por otra parte, ¿cómo podría comprenderse, en la teoría de la
fuerza, que aquellos mismos gobernantes que, en ciertos as-
196
4
En su última obra, Les transformations du droit public (cap. i, pp. 6 a 9 y cap. 11, §§ I y II). Duguit
cree incluso poder afirmar que los conceptos de potestad pública, de soberanía y de soberanía
nacional se han desmoronado ante la crítica positiva, porque están en contradicción con los
hechos y que la fe de los hombres políticos, así como la de los juristas, en estos conceptos, se
encuentra hoy día por ]o menos socavada, "Hoy —dice (ibid., p. 41)— ya no se cree en el dogma
de la soberanía nacional, como tampoco se cree en el dogma del derecho divino."
5
"La voluntad estatal no es, de. hecho y en realidad, sino la voluntad de los poseedores
del poder político, o sea la voluntad de los gobernantes. En lo que se llama la voluntad del Estado
sólo aparece una cosa: las manifestaciones de voluntad de uno o de varios individuos. Ahora bien,
dichos individuos forman parte de la sociedad, están sujetos, como todos los individuos, por los
lazos de la solidaridad social, y por lo tanto están sometidos, como todos los individuos también, y
en los mismos términos, a la regla de derecho, que no es más que la solidaridad social que se
impone a todas las voluntades individuales. La voluntad de los gobernantes sólo es una voluntad
jurídica, susceptible de imponerse por la coacción, cuando se manifiesta dentro de los límites que
le impone la regla de derecho" (L'État, vol. i, pp. 259 y 261).
6
"En nuestro concepto la ley no tiene el carácter de orden dada por el Parlamento, que se impone
por ser el Parlamento quien la formula. Los 900 individuos que componen el Parlamento no pueden
darme esa orden; la ley sólo se impondrá a la obediencia de los ciudadanos si es la expresión o la
realización de una regla de derecho" (Traite, vol. i, p. 88). "Hay que decir sin titubeos que la
desobediencia a una ley contraria al derecho (ideal) es perfectamente legítima" (ibid., p. 153; cf. del
mismo autor Les transformations du droit public, pp. 13ss).Otra manera de debilitar e invalidar la
potestad de la ley, y por lo tanto la potestad estatal misma, es la de Hauriou, que sostiene con
insistencia (Principes de droit public, pp. 43, 444 ss.; La souveraineté nationale, pp. 17, 27, 118 ss.)
que "las leyes votadas (por el Par70-
sólo son por sí mismas proposiciones de leyes y sólo pueden convertirse en leyes verdaderas por
una aceptación definitiva de la nación". Y Hauriou se refiere en esta ocasión a una "adhesión
lenta", a una "adaptación progresiva", a una "ratificación implícita y tácita", por las cuales se
realizaría dicha aceptación por la nación, única que puede dar a la ley «1 carácter definitivo. Se
verán después (nn. 8 del n' 73, 18 del n' 387, 14 del n9 484) las objeciones que suscitan estas
198
afirmaciones desde el punto de vista jurídico. Por ahora conviene observar que no cuadran
precisamente con la opinión expresada por Hauriou, respecto de la potestad propia del legislador,
en otras partes de la misma obra, en la que presenta •en efecto a esta potestad como un poder
superior de potestad y de mando (ver pp. 199 s., infra). Desde el momento en que el Parlamento
tiene constitucionalmente un poder propio de iniciativa y de adopción perfecta de la ley, no es
posible decir que tan sólo labora por el establecimiento de la legislación bajo la condición,
suspensiva o resolutoria, de una ratificación o adaptación popular ulterior. Sería inútil recordar que
las únicas leyes durables son aquellas que responden efectivamente a las aspiraciones y a las
necesidades del pueblo al que son •destinadas. Por cierta que sea esta verdad política, no es
menos verdadero que, jurídicamente, la ley saca su valor inmediato y perfecto del hecho de su
adopción por el órgano legislativo competente. El argumento, tomado por Hauriou (Principes de
droit public, p. 445) del hecho de que el gobierno vacile a veces o renuncie a aplicar ciertas leyes
porque tropiecen en el país con una reprobación más o menos viva, tampoco es concluyeme. La
abstención gubernamental, en este caso, proviene del temor de dificultades políticas y no de la
invalidez jurídica de las reglas legislativas vigentes. El fenómeno, por cierto, es frecuente y bien
conocido: incluso en la esfera de las relaciones jurídicas de orden privado ocurre a veces que el
titular de un derecho se abstiene de hacer uso, contra terceros, de sus poderes Jurídicos más
incontestables, porque teme represalias de otra clase de parte de dichos terceros o porque no
tiene, respecto a ellos, suficiente libertad de acción. A nadie se le ocurriría por ello poner en duda
la perfecta existencia del derecho que permanece así inaplicable.
199
Duguit, loe. cit., p. 127). Contra ese ataque procedente de tantos adversarios,
Duguit trata de defenderse alegando que su teoría difiere esencialmente de la
teoría anarquista, ya que no impugna la necesidad de hecho de los gobiernos
(Traite, vol. i, p. 87; Le droit social, le droit individué et la transformation de l'État,
2* ed., p. 56). Pero, a decir verdad,esta teoría solamente deja subsistir una
apariencia, una sombra de gobierno, puesto que le resta al gobierno lo que
constituye su fuerza y su utilidad: el principio de autoridad. Según la fórmula de las
Pastorales de Jurieu —fórmula tal vez brutal y desprovista de miramientos, pero
que contiene una parte de profunda verdad—, "tiene que haber en cada Estado
una autoridad que no necesite tener razón para convalidar sus actos", y por esto
se debe entender —como lo hace observar Hauriou ("Les idees de M. Duguit", p.
11)— que lo característico de la potestad estatal
71-72] POTESTAD DEL ESTADO 199
es que los mandamientos expedidos de una manera regular, o sea conforme al
estatuto orgánico vigente, en virtud de dicha potestad, no precisan de la debida y
previa justificación de su contenido para imponerse a la obediencia de los
gobernados. En esto precisamente consiste el carácter dominador, incondicional o
soberano de dicha potestad. Si, para ser cumplidos, los mandamientos expedidos
por las autoridades estatales tienen que confrontarse previamente con ese tipo
ideal que llama Duguit "regla de derecho" y si Ja fuerza imperativa de los mismos
depende de su conformidad con esa regla, el concepto mismo de potestad estatal
y gubernamental se esfuma, puesto que dicha potestad no conserva por sí misma
ninguna virtud ni eficacia propias; viene, pues, la anarquía. Es por cierto lo que
reconoce el mismo Duguit, pues en el mismo lugar donde protesta contra la
acusación de anarquismo doctrinal (Traite, vol. i, p. 87), declara que "niega la
potestad pública". Esta negación implica la del gobierno mismo.
72. El alcance de estas negaciones se agrava aún más por razón de que el criterio
de la regla de derecho, tal como la entiende Duguit, ha de buscarse únicamente
en las sugestiones de la conciencia individual. "La ley —dice, por ejemplo, este
autor-— es la expresión de una regla que, bajo la acción de la solidaridad social,
se forma en las conciencias de los individuos miembros de una colectividad dada.
La opinión pública no se convierte en factor de legislación más que cuando las
conciencias individuales que concurren a su formación tienen u-n contenido
jurídico", es decir, cuando las conciencias individuales que la forman "han llegado
a considerar que una cierta regla se impone a los miembros del grupo social de
hacer o de no hacer alguna cosa" (Traite, vol. i, p. 151). Lógicamente debe
deducirse de ello que también es asunto de conciencia, y no solamente de
conciencia colectiva, sino de "conciencia individual", la apreciación de la
conformidad de la ley con la regla de derecho que deriva de la solidaridad social,
así como el derecho de resistencia eventual que constituye su corolario. Es tanto
como decir que el respeto a las reglas positivas dictadas por el legislador depende
de los conceptos que puede formarse subjetivamente cada cual en cuanto a la
regla ideal de derecho, y por ello queda socavado hasta en sus cimientos todo
concepto de orden jurídico positivo. Por eso se puede observar que los mismos
autores que admiten la existencia de preceptos de derecho anteriores a la
voluntad del Estado, reconocen la necesidad práctica de una potestad organizada
que se ejerza con objeto de comprobar y formular dichos preceptos a fin de
200
7
Análoga objeción puede oponerse a la teoría de Duguit respecto a los servicios públicos. Rechaza
la distinción entre "servicios de autoridad" y "servicios de gestión", declarando que el Estado no es
"potestad mandante" ni en los primeros ni en los segundos, y para deshacerse en esta materia de
lo que llama "el antiguo concepto del Estado-potestad", expone la idea de que "los gobernantes no
son órganos de una persona colectiva que manda, sino que son los gerentes de los asuntos de la
colectividad" (Traite, vol. I, p. 102). Al substituir así la idea de gerencia a la de mando, Duguit cree
eludir o eliminar el concepto de soberanía. Y esto es un error. No porque la idea de gerencia sea
en sí misma inexacta, sino porque existe un punto capital que dicha teoría no explica: ¿de dónde
sacan los gobernantes el poder para regir los asuntos de la colectividad? Por otra parte, ¿cómo
podrían los gobernantes desempeñar su tarea de gerencia si no dispusieran para ello de una
potestad superior que les permita imponer a todos aquellas decisiones o medidas que creen deber
adoptar en interés de su gestión? También aquí se comprueba que el concepto de potestad estatal
no es de los que se pueden disipar fácilmente, y las tentativas realizadas para eludirlo son vanas,
pues renace constantemente bajo nueva forma (cf. n. 1, p. 191, sufra).
201
dor; que por encima de esta voluntad actual pueda concebirse, y existan
efectivamente, verdades o reglas permanentes de las que pueda afirmarse que
ninguna prescripción legislativa positiva debería desconocer la superioridad
trascendente, es lo que las observaciones expuestas anteriormente no tienen la
menor intención de negar. Pero lo que sí es eminentemente discutible es la
posibilidad de conciliar la inviolabilidad de estas reglas superiores con el hecho
positivo de la potestad del Estado por una parte, y por otra parte con un segundo
hecho, aun más grave: la necesidad social de dicha potestad. Los autores que han
intentado contribuir a esta conciliación no parecen haber conseguido hasta ahora
resultados jurídicos que tengan un valor apreciable.8 Por muchos esfuerzos que se
hagan, en
8
Entre los juristas actuales que han abordado esta cuestión, conviene citar a Geny (Revue critique
de législation, 1901, p. 508), que sugiere la idea de que convendría al menos revestir los actos do
la autoridad, mediante las garantías que presenta su legítima constitución, de una presunción de
conformidad al derecho objetivo, que los garantizara contra toda crítica temeraria". Según esto, la
ley se impondría a la obediencia por el motivo jurídico de que, por las garantías que rodearon su
confección, habría de tenerse, hasta prueba en contrario, por conforme a los preceptos superiores
de justicia absoluta. Con esta teoría, parece que se evita fundar exclusivamente la fuerza
imperativa de la ley en la potestad estatal. A la soberanía del Estado se substituye, en efecto,
como fundamento de la ley, la soberanía del "derecho objetivo", con el cual se presume que la ley
se halle conforme. Ahora bien, ¿hasta cuándo habrá de subsistir dicha presunción, y quién podría
hacerla desaparecer? En realidad no puede eliminarse, regular o jurídicamente, sino por una nueva
ley que venga a modificar la ley antigua, cuando ésta, por experiencia, se ha juzgado poco
satisfactoria. En otros términos, de la.autoridad estatal es de quien depende realmente la suerte de
la ley. En estas condiciones, no existe gran utilidad en sostener que la fuerza de la ley se funda
sobre una presunción de conformidad con el derecho ideal; prácticamente esa fuerza deriva de la
voluntad o de la apreciación del legislador y subsiste hasta que dicho legislador manifieste una
voluntad o una apreciación contraria. Por lo demás, Geny parece haber abandonado actualmente
el punto de vista que sostenía en 1901 en la Revue critique. En su estudio sobre "Les procedes
d'élaboration du droit civil" (Méthodes juridiques, p. 194) hace esta declaración He principio: "Tengo
por inadmisible la idea de restringir o limitar la autoridad categórica de la ley escrita". Y da para ello
la razón de que "aunque la ley no sea siempre imagen fiel de la exacta justicia, un interés esencial
de la vida social exige la indiscutibilidad de la ley escrita". Parecida objeción puede formularse
contra la doctrina expuesta en estos últimos tiempos por Hauriou (Les idees de M. Diiguit,, p. 23;
La souveraineté nationale, pp. 120 ssj según la cual la obediencia debida a las órdenes de la
autoridad cttatal, especialmente a las leyes, tan sólo sería "previa" y "provisional", y esto —dice el
autor— "en el sentido de que la orden la autoridad siempre podrá ser revisada". "Todo es revisable
—declara Hauriou— porque todo se ejecuta provisional y previamente." Y bace constar que existen
"procedimientos de revisión para toda clase de órdenes del gobierno, para los actos
administrativos, para los juicios, para los actos legislativos". Por lo tanto, según esta teoría, la
potestad estatal dejaría de ser una verdadera potestad de dominación. Asimismo, v sisuif?m.(o la
doofria antres citada de Geny, la ley merece obediencia, no ya por ser ley, sino porque se presume
provisionalmente de conformidad con el derecho ideal. Así también de la doctrina expuesta por
Hauriou
203
efecto, para, en la cuestión del fundamento del carácter imperativo de la ley, salvar
el respeto debido a esos preceptos superiores, tropezará siempre con el obstáculo
infranqueable que resulta de que, en el terreno de la ciencia del derecho, no es
posible •—sin comprometer a la vez todo el orden jurídico y todos los principios de
organización estatal— negar a la autoridad legislativa establecida por la
Constitución el poder de determinar y formular las reglas que, por razón de su
valor intrínseco e ideal, merecen ser erigidas en leyes positivas, ni menos negar a
esas decisiones positivas del legislador un valor imperativo, que por cierto no cabe
poner en duda, dada la potestad coercitiva del Estado. Esto no sig» niñea que
toda decisión legislativa sea irreprochable por el solo hecho de provenir de una
autoridad competente, pero sí significa que el derecho no podría, por sus propios
medios, impedir de una manera absoluta que se produzcan a veces divergencias e
incluso oposiciones más o menos violentas entre la regla ideal y la ley positiva.
Por lo tanto, frente a estos conflictos siempre posibles, el jurista se ve obligado, en
último término, a reconocer que en esta materia no hay más remedio que distinguir
dos campos que son, uno el de la conciencia individual y la libre sumisión» y otro
el de la actividad exterior de los hombres y la obediencia forzosa; dos campos de
la actividad humana que se rigen respectivamente por dos clases de reglas: la
regla ideal, fundada en un principio de inmutable justicia, que tiene su fuerza
imperativa en sí misma, en su propio valor, y por otra parte la regla positiva, que
para ser perfecta debería inspirarse en la justicia ideal, aunque de hecho está muy
lejos de
129
resulta que el mandamiento actual del legislador sólo tiene valor como medida provisional y en
cierto sentido a título precario; saca su valor, no ya de la fuerza inherente a la voluntado
apreciación actuales del legislador, sino, por el contrario, de que se halla esencialmente sujeto a
revisión, es decir, que no crea derecho firme y estable, sino que sólo constituye un derrotero hacia
un derecho definitivo que se obtendrá mediante revisiones sucesivas, y por lo tanto no puede
pretender, en el presente, mas que el beneficio de la ejecución previa bajo la reserva de las futuras
revisiones. Pero esta forma de mitigar la potestad de Estado, presentando sus decretos como
simplemente provisionales, no puede modificar el concepto de dicha potestad. Porque, en lo que
concierne especialmente a las leyes, hay que convenir, también en esto, en que su revisión
eventual depende en realidad del legislador mismo: la posibilidad de las revisiones futuras deja
subsistir, pues, en el órgano legislativo la posesión exclusiva de la potestad legislativa. Por otra
parte, y suponiendo que la ley sólo deba ser considerada como una medida provisional y
momentánea, no deja de ser cierto que, mientras llega una legislación perfecta y definitiva, la
legislación actualmente vigente se impone de una manera irrefragable, cual si realizara un derecho
que está fuera de toda discusión. La ley, se dice, sólo tiene un valor pasajero de expectativa, pero
no por ello se deja de exigir a los subditos una absoluta obediencia actual; y por otra parte, ¿no
renace sin cesar la expectativa de lo definitivo? Los "estados de derecho provisional" de los cuales
habla Hauriou, pueden transformarse cuanto quieran; entre sus cambios sucesivos, una cosa
permanece idéntica y constante: la potestad dominadora actual del Estado (cf. infra. n° 77, in fine).
204
conformarse siempre a ella, pero que en todos los casos toma su fuerza
imperativa en la organización estatal vigente, organización que se funda a su vez
en una imperiosa necesidad. Esta distinción entre dos clases de reglas ha sido
señalada por los autores en repetidas ocasiones. En la literatura reciente, Michoud
(Festschrift O. Gierke, p. 502) se refiere a ella cuando —al analizar la regla de
derecho tal como la entiende Duguit— declara que esa pretendida regla de
derecho "es en el fondo una mera regla filosófica, que sólo tiene existencia en la
conciencia individual". Por su lado Hauriou (I¿es idees de M. Duguil, pp. 14 ss.)
desarrolla ampliamente una doctrina según la cual habría lugar a discernir dos
"sistemas jurídicos", constituidos por "dos especies de derechos" y formando "dos
series jurídicas": por una parte ,"el derecho que procede de la soberanía
gubernamental" y por otra parte "el derecho que deriva de la regla de justicia".
Hauriou marca así debidamente la diferencia que, desde el punto de vista de su
origen, de su fundamento y también de su naturaleza respectiva, separa estas dos
clases de reglas, una de las cuales toma de la "soberanía gubernamental" de su
autor una fuerza positiva que le falta a la otra, pero sin poseer en sí el valor moral
que es inherente a ésta. Sin embargo, la doctrina de Hauriou merece una crítica
en un punto esencial: no es cierto que esas dos clases de reglas correspondan a
dos clases de derechos. Precisamente porque tienen un origen y una naturaleza
diferentes no se las puede calificar, a una y a otra, de reglas "jurídicas". No basta
afirmar que hay ahí "dos series jurídicas diferentes", pues la verdad es que, de
estas dos series, una es jurídica y la otra no lo es. Asimismo, no es exacto decir
que junto al derecho procedente de la soberanía gubernamental está la regla de
justicia, "que es otra especie de derecho". Este punto de vista,según el cual "el
derecho está siempre dividido en dos cuerpos de reglas"(loc. cit., p. 25 n.), lleva a
Hauriou a admitir que en caso de contradicción entre las dos series de reglas
podrá producirse un "conflicto del derecho contra el derecho", y por ello su
doctrina se aproxima, de una manera inesperada, a la de Duguit, combatida por él,
y que habla también de "leyes contrarias al derecho" (Traite, vol. i, n9 152). Pero
es evidente que esta teoría de Hauriou —como la de Duguit— embrolla las
categorías, según la frase ya citada de Esmein. No se puede concebir que lleguen
a producirse conflictos del derecho contra el derecho. Lo que sí es posible es que
el derecho y la ley positiva se hallen en contradicción con las reglas de la moral,
con la justicia inmutable, con el interés social sanamente comprendido. Pero en
esto el conflicto no surge entre dos sistemas jurídicos, entre dos reglas que aun
siendo de diferente especie, no dejarían sin embargo de ser reglas jurídicas. Si se
reconoce que la regla legislativa fundada en la soberanía gubernamental consti
205
tuye una regla jurídica, un elemento de derecho propiamente dicho, sería contrario
a toda lógica designar con el mismo nombre y colocar igualmente en la categoría
del derecho la regla ideal de justicia que no ha sido consagrada por un acto de la
potestad soberana. Porque estas dos clases de reglas no son subdivisiones de un
sistema jurídico general, que estaría simplemente "dividido en dos cuerpos de
prescripciones" o que contendría "dos capas de derecho"; sino que son de orden y
esencia absolutamente diferentes. La regla legislativa se funda en la voluntad
soberana del Estado. Ahora bien •—y lo dice Hauriou mismo (La souveraineté
nationale, p. 13)—, "la soberanía es una voluntad armada con un poder de
ejecución: la decisión no es suficiente, es preciso que la ejecución esté dispuesta
a seguir". Así pues, la característica de esta clase de regla es el estar sancionada
por la coacción, y ésta es también la condición del derecho en el sentido positivo
de la palabra. De aquí se deduce inmediatamente que la regla de justicia ideal no
puede considerarse como una regla jurídica, ya que no interviene ninguna
coacción material para asegurar su ejecución: ejerce su imperio en una esfera
distinta a la del derecho. Como dice con toda exactitud Michoud, es "una pura
regla filosófica" y sólo tiene eficacia por sí misma en el campo de la "conciencia
individual". Y Hauriou mismo indica la profunda diferencia que separa las dos
clases de reglas, al oponer —en el mismo lugar en que habla de ellas (Les idees
de M. Duguit, pp. 22-23)— el "orden moral" al "orden material", añadiendo que el
cometido de los gobiernos consiste principalmente en mantener éste (cf. n. 6, p.
69, supra).
74. Es necesario, pues, mantener una distinción esencial entre la regla jurídica y la
regla de justicia. Duguit, sin embargo, niega esta distinción, pretendiendo
identificar estas dos reglas al declarar la imposibilidad de descubrir para la primera
distinto fundamento que aquél sobre el cual descansa la segunda. En otros
términos, niega la legitimidad de toda voluntad estatal soberana, así como también
la legitimidad del título que los gobernantes puedan derivar de la Constitución
vigente. Así, mientras que los tratados de derecho público, hasta ahora,, referían
todo el sistema de dicho derecho al concepto primero de potestad estatal y
afirmaban, como por ejemplo Esmein (Éléments, 5? ed., pp. 1 y 31), que "el
fundamento mismo del derecho público consiste en el hecho de que el Estado se
confunde con la soberanía", o como Jellinek (Allg. Staatslehre, 29 ed., p. 419; ed.
francesa, vol. n, p. 70), que "toda la teoría jurídica del Estado se reduce
esencialmente a la teoría de la potestad estatal, de sus órganos y de sus
funciones", Duguit pretende hoy reconstruir integralmente el sistema del derecho
público sobre una nueva base de la que estaría totalmente excluida la idea de
potestad estatal. A decir verdad, no parece que esta reconstrucción se encuentre,
por el momento, muy
206
9
Menzel (loc. cit., p. 129) se extraña, no sin razón, de que se pueda mencionar
una desaparición o solamente una disminución de la potestad dominadora del
Estado, en estos tiempos en que dicha potestad se afirma en todas partes por la
extensión de los cometidos policíacos de) Estado y de una manera aún más
notable, por el aumento de las cargas militares de los ciudadanos, las cuales —
añade— implican tan claramente la subordinación del ciudadano, tomado
individualmente, a la potestad y a la voluntad soberanas del Estado.
207
podría incurrir en responsabilidad por razón de las voluntades que expresa en sus
leyes. Ahora bien, el Estado ya no es irresponsable de sus leyes. Su
irresponsabilidad en este aspecto ha sufrido ya golpes graves, que en un porvenir
próximo han de multiplicarse aún. Esto es bastante para que se pueda afirmar
desde ahora la decadencia y hasta la eliminación del concepto de soberanía.
75. En vista de la gravedad de tales afirmaciones sería de esperar que los
elementos de demostración de su debido fundamento se buscaran en la
Constitución misma, tanto más cuanto que —según las observaciones antes
expuestas (n9 68)— la soberanía es ante todo un producto de la organización
constitucional vigente; del examen de los principios formulados por la Constitución
depende, pues, la solución de la cuestión del mayor o menor grado de la potestad
que pertenece al Estado. No obstante, Duguit no se inclina del lado de los textos
constitucionales; con su causa y razón, ya que la Constitución de 1875 en
particular —como después se verá (por ejemplo en los núms. 312, 479 ss.) y como
los autores han señalado muchas veces— apenas si ha limitado la potestad de las
Cámaras, especialmente su potestad legislativa. No es, pues, de las leyes
constitucionales de 1875 de donde podría sacarse un principio de responsabilidad
que alegar contra el Estado por sus actos legislativos. Así que los autores que
bajo el imperio de la Constitución actual han examinado esta cuestión de la
responsabilidad han estado de acuerdo para darle una respuesta totalmente
negativa. La opinión común sobre este punto ha sido resumida por Laferriére
(Traite de la jurisdiction administrative, 2a ed., vol. ii, p. 13) en esta fórmula bien
firme: "Por principio, los daños causados a particulares por actos legislativos no
les dan ningún derecho a indemnización. La ley es, en efecto, un acto de
soberanía, y lo propio de la soberanía es imponerse a todos, sin que se le pueda
reclamar ninguna compensación. Únicamente el legislador puede apreciar si debe
conceder esa compensación; las jurisdicciones no pueden aprobarla en su
nombre; sólo pueden valuar su monto según las bases previstas por la ley." La
misma observación se ha hecho, con idéntica precisión, por Michoud ("De la
responsabilité de l'État", Revue du droit public, vol. IV,p. 254): "En nuestra
organización constitucional la cuestión de responsabilidad por falta no puede
formularse respecto a los actos del poder legislativo." La razón de ello es que,
según dicho autor, "es estrictamente cierto decir que el legislador no comete falta
en el sentido jurídico de la palabra, porque su derecho no tiene límite de orden
constitucional. Su responsabilidad queda siempre dentro del orden puramente
moral, y no puede dar lugar .a ninguna condena pecuniaria. Resulta de esto que,
en presencia de una ley que daña los intereses privados, incluso de una manera
completamente arbitraria, ante una ley injusta, contraria a los
208
10 Para explicar la irresponsabilidad del Estado por razón de sus actos legislativos, se ha alegado
también (Barthélemy y Jéze, Revue du droit public, 1907, pp. 95 ss., 453) que la ley, al contener
siempre disposiciones generales e impersonales, no puede, por eso mismo, lesionar ningún
derecho individual. Esta explicación es a todas luces insuficiente, ya que resultaría que, en el caso
en que el legislador haya estatuido, de hecho, en una forma individual y contrariamente a las reglas
de la legislación general, el Estado sería responsable del perjuicio que dicho acto legislativo
hubiera causado al individuo respectivo o a terceros. Y en realidad ningún acto legislativo, sea
general o individual, puede nunca originar un recurso ni contra el Estado ni contra el autor de dicho
acto (ver n" 98, infra) La verdadera explicación de la irresponsabilidad del Estado en materia
legislativa ha sido dada M supra por Laferriére y por Michoud, y proviene del ilimitado poder que,
en este aspecto, atribuyó la Constitución francesa al órgano legislativo.
209
basta para probar que ya no se considera hoy que la ley, como manifestación de
voluntad soberana, deba quedar fuera de toda especie de discusión y de recurso.
Al menos en lo que concierne a las consecuencias de sus leyes, el Estado puede
ser declarado responsable del ejercicio de su potestad legislativa". Esta "mella
profunda" al principio de la irresponsabilidad en materia legislativa constituye al
mismo tiempo una mella al concepto de soberanía (loe. cit., p. 177), y por
consiguiente este autor cree encontrar en la nueva jurisprudencia la consagración
de su tesis, según la cual "no existe la soberanía, y por consiguiente e)
Parlamento no puede poseer una soberanía que no existe" (ibid., p. 168). Sería en
verdad muy sorprendente que la jurisprudencia, aunque fuese la del Consejo de
Estado, haya podido así, por sus propias fuerzas y por sus solos recursos, causar
una modificación tan profunda al sistema de la potestad casi ilimitada del
legislador que deriva de la Constitución de 1875. Y es menos de creer aún que
esta misma jurisprudencia haya podido permitirse y haya sido efectivamente capaz
de trastornar hasta en sus cimientos esenciales y tradicionales el concepto y el
derecho del Estado, infiriendo a la soberanía estatal golpes tales que prepararían
su destrucción en plazo breve, o incluso que implicarían desde ahora su negación.
Es por lo que cuesta trabajo admitir, desde luego, que las pocas decisiones de
justicia que cita Duguit en apoyo de su tesis estén basadas en dicha negación. De
hecho, el examen de esas decisiones revela prontamente que carecen de ese
alcance, en cierto modo revolucionario.
76. He aquí, por ejemplo, la famosa resolución de 6 de diciembre de 1907 (ver n9
207, infra), que se refiere al caso en que el Estado modifica por un acto de
potestad soberana las condiciones de funcionamiento de un servicio público
concedido y agrava, para el concesionario, las cargas que habían sido convenidas
entre este último y él. Esta resolución fue dictada con referencia a un recurso
presentado por las grandes compañías de ferrocarriles contra el reglamento de
administración pública del 1° de marzo de 1901, que modificaba la ordenanza de
15 de noviembre de 1846 sobre la explotación de los ferrocarriles, agravando las
cargas de las compañías al imponerles de un modo eventual un suplemento de
medidas de seguridad y otras, de donde resultaba para dichas compañías
obligaciones y gastos no previstos al principio. Duguit invoca especialmente en
favor de su tesis esta resolución,11 en la cual hace obser-
11 Quizás pudiera criticarse como equivocado el ejemplo puesto por Duguit,
puesto que el decreto de 1° de marzo de 1901, a con secuencia del cual intervino
la resolución de 6 de diciembre de 1907, no es un acto legislativo que emane del
Parlamento, sino un acto administrativo, Obra del jefe del Ejecutivo. Ahora bien, el
Presidente de la República no es un órgano investido del ejercicio de la potestad
soberana, sino únicamente —y esto sobre todo en lo que concierne al fundamento
y a la extensión de su poder reglamentario (ver núms. 190 ss.,
210
var que el Consejo de Estado, declarando desde luego que el decreto de 1901 no
está invalidado por exceso de poder y rechazando por consiguiente el recurso de
anulación de las compañías interesadas, admite sin embargo expresamente que
dichas compañías tienen la facultad de reclamar una indemnización por las cargas
extracontractuales que se les podría imponer en virtud del citado decreto. Así
pues, el Estado, por más que haya actuado por mediación de una autoridad que
se mantenía en los límites regulares de sus poderes, va a ser responsable del
perjuicio causado. "Esto —dice Duguit (Traite, vol. i, p. 174)— nos conduce mucho
más allá de esa irresponsabilidad general del Estado legislador, que Laferriére
expresaba en términos tan absolutos." Y en esto también, añade, el concepto de
soberanía se encuentra fuertemente socavado. En realidad no aparece por
ninguna parte que la resolución de 1907 justifique esta última conclusión. El
Consejo de Estado no emite en esta decisión ninguna proposición que pueda
interpretarse como restricción puesta a la potestad soberana del Estado. Muy al
contrario, los conside-
132
infra)— una autoridad subalterna que sólo tiene potestad de ejecución de las
leyes. En vano Duguit (Traite, vol. I, p. 171) alega que los reglamentos
presidenciales, según su doctrina, son actos de legislación material. Este
argumento no es pertinente, puesto que la cuestión suscitada por este autor es en
este caso )a de saber hasta qué punto los tribunales deben de respetar los actos
de potestad soberana del Estado. Ahora bien, está claro que el carácter de acto de
potestad soberana se deduce de la forma del acto y no de su contenido, de la
cualidad o superioridad del órgano que lo ha realizado y no de la naturaleza de las
disposiciones que constituyen su materia. Luego se podría, al parecer, objetar a la
tesis de Duguit que la resolución de 1907, que dicho autor invoca para establecer
la declinación de la potestad legislativa del Estado, no es en ningún modo
decisiva, puesto que dicha resolución va dirigida, no ya contra un acto de
soberanía legislativa, sino contra un simple decreto de naturaleza ejecutiva. A
pesar de todo, esta objeción no tendría fundamento. En el fondo, la resolución que
se trata se refiere a una hipótesis en la cual se encuentra comprendida la cuestión
de la extensión de la potestad legislativa del Estado, pues el decreto de 1° de
marzo de 1901, por razón del cual se produjo dicha resolución, había sido dictado
en virtud de las leyes de 11 de junio de 1842 (art. 9) y de 15 de julio de 1845 (art.
21), que dieron al jefe del Ejecutivo el poder de determinar, por medio de
reglamentos de administración pública, las medidas necesarias para el
funcionamiento de la policía, seguridad y explotación de los ferrocarriles, y la
resolución de 6 de diciembre de 1907 reconoce expresamente que las
disposiciones tomadas por el decreto de 1901 caían dentro de los límites de los
poderes conferidos al ejecutivo en esta materia por aquellas dos leyes. Por
consiguiente, el caso preciso que se presentaba al Consejo de Estado era
precisamente el de saber si el legislador puede bien modificar por sí mismo o bien
habilitar al ejecutivo para modificar por vía de decreto las cláusulas del contrato
estipulado entre el Estado y las compañías de ferrocarriles. Se trataba, pues, de
211
13 Ver a este respecto Consejo de Estado, 10 de enero de 1908, asunto Noiré y Beyssac. Esta
resolución rechaza la demanda de indemnización formulada por contratistas de obras públicas, que
se quejaban de perjuicios causados a sus intereses por las disposiciones de la ley de 9 de abril de
1898 sobre accidentes de trabajo, promulgada durante la realización de sus obras: "Considerando
que en ausencia de cualquier reserva inscrita en la ley de 9 de abril de 1898, el carácter general de
dicha ley se opone a que el requirente pueda reclamar la reparación del perjuicio que dicha ley le
hubiere causado".
214
14 Con mayor razón no puede considerarse como atentatorios al principio de la soberanía del
Estado, ni como inconciliables con dicho principio, las dos resoluciones de 8 de agosto de 1896 y
del 1° de julio de 1904, por las cuales el Consejo de Estado reconoció a ciertos establecimientos
eclesiásticos de Saboya el derecho a reclamar del Ministerio de Hacienda la liquidación de una
deuda contraída en su favor por el Estado francés cuando la anexión de la Saboya, habiendo
condenado así al Estado, implícitamente, al pago de dicha deuda, y ello a pesar de que las
Cámaras habían rehusado con anterioridad los créditos incluidos en el presupuesto para el pago
correspondiente. Como Duguit mismo lo reconoce (Traite, vol. i, p. 178; L'État, vol. I, pp. 377 ss.),
estas resoluciones no afectan ni a la cuestión de soberanía ni a la responsabilidad del Estado
legislador; se limitan únicamente a comprobar la existencia de obligaciones contractuales, que na
pudo hacer desaparecer por sí sola la falta de aprobación, en el presupuesto, de los créditos
necesarios para su liquidación.
215
15
La teoría del "derecho" de resistencia, desarrollada en varias ocasiones en la obra de Duguit (ver
por ejemplo Traite, vol. i, pp. 149 ss., 152 ss.; cf. vol. u, pp. 164 ss.), no está
216
muy conforme con su doctrina general sobre la potestad estatal. Si dicha potestad no se funda
sobre un derecho de los gobernantes, sino únicamente sobre el hecho de su fuerza, la resistencia
de los gobernados sólo puede constituir un hecho en sentido inverso, y el concepto de "derecho"
debe de quedar ausente tanto en lo que se refiere a los gobernados como en lo que concierne a
los gobernantes. La objeción general que puede hacerse en este aspecto .a las doctrinas de dicho
autor, respecto al Estado y a su potestad, es que han sido concebidas y desarrolladas en un
cuadro que no es el de la ciencia del derecho. En esta ciencia no cabe el concepto de "derecho" de
resistencia, como tampoco cabe una teoría jurídica de las revoluciones (cf. n" 444, infra). Como
dice Menzel (loe. cit., pp. 126 ss.), éstas no son "cuestiones de derecho". Dupuit mismo lo
reconoce (Traite, vol. n, p. 173) : "Es evidente que la cuestión de la legitimidad de una insurrección
nunca podrá formularse en derecho positivo ante un tribunal".
217
16 En las páginas que preceden se acaba de comprobar que después de un acto de soberanía,
puede achacársele cierta responsabilidad al Estado por la vía de una- simple decisión
jurisdiccional, por ejemplo, en virtud y por la aplicación de los principios generales que rigen las
situaciones contractuales. Sin embargo, no se vaya a creer que cualquier caso de responsabilidad
del Estado, sin distinción ni reserva, pueda ser resuelto en esa forma. Ciertos autores
administrativos tienen tendencia a tratar estos casos de responsabilidad estatal como cuestiones
de orden puramente administrativo, susceptibles de resolverse en todos casos por decisiones de
tribunales administrativos y que no dependieran de los principios del derecho público general o
constitucional. Esto es olvidar que el derecho constitucional —como ya lo dijo Rossi— proporciona
al derecho administrativo los encabezamientos de sus capítulos. Porque el Consejo de Estado
pudo, en la época en que floreció su "jurisdicción pretoriana", y por un fenómeno que provenía
esencialmente, por cierto, de que dicha jurisdicción se apoyaba en la potestad del Príncipe de
entonces, multiplicar los casos en los cuales cabe el recurso contra actos de potestad que —hay
que decirlo— provenían de autoridades simplemente ejecutivas, parece que se quiere deducir
actualmente que el Consejo de Estado —que sólo posee ahora, sin embargo, en lo que concierne
a sus decisiones jurisdiccionales, carácter de tribunal administrativo— podría igualmente, por su
propia potestad y fundándose únicamente en ciertos principios generales de derecho privado o en
ciertos conceptos que responden a una nueva orientación de las doctrinas jurídicas, establecer
vías de recurso contra actos del órgano supremo mismo, o por lo menos contra las consecuencias
de dichos actos, y erigirse así en autoridad que se encargara de vigilar o limitar al legislador. Mas
existe una profunda diferencia entre esas dos situaciones. Que haya podido el Consejo de Estado,
por su sola jurisprudencia, introducir nuevos recursos contra los actos de autoridades
administrativas se explica por la razón de que, con eso, sólo aseguraba la legalidad de la actividad
administrativa, al no ser ésta sino una función subalterna de ejecución de las leyes. Por el
contrario, el admitir que un tribunal cualquiera, así fuese el Consejo de Estado, tenga de un modo
general el poder de contrarrestar la suprema voluntad del Parlamento, bien al inmiscuirse
directamente en el examen de la validez de sus decisiones, bien empleando el medio indirecto
consistente en declarar al Estado responsable por actos legislativos de las Cámaras, sería en
realidad trastornar todo el sistema de la Constitución francesa, al destruir la unidad estatal
asegurada por la organización constitucional vigente, y en ese caso sería cierto asegurar con
Duguit que el concepto de soberanía se encuentra hondamente lesionado y comprometido. Todo
aquel jurista que no tenga por objeto, declarado u oculto, la destrucción de ese concepto esencial,
difícilmente admitirá que la autoridad jurisdiccional, con argumentos tomados de teorías propias del
derecho civil, como la teoría del enriquecimiento sin causa o de la reparación de daños causados
en propiedad ajena, o por aventuradas deducciones sacadas de la idea de la igualdad de los
ciudadanos frente a las cargas de los servicios públicos, o incluso de vagas consideraciones de
equidad, pueda echar por tierra los principios fun
218
Fundamentales del orden constitucional vigente, al crear por entero, frente a la voluntad
parlamentaria, un régimen de responsabilidad legislativa del Estado, que ni está previsto por la
Constitución, ni puede conciliarse con su sistema general de organización de poderes. Por amplios
que sean los poderes que para la autoridad jurisdiccional derivan del hecho de ser llamada a
resolver, por sus propios recursos e iniciativas, las cuestiones litigiosas de casos que no
encuentren de antemano su solución en la legislación positiva existente, es necesario sin embargo
afirmar y mantener que el juez, en esa función creadora, y sea el que fuere, no puede desconocer
el conjunto del dercho vigente y en particular del derecho que se desprende de la ley fundamental
del Estado. Sobre todo, no está en las atribuciones de ninguna autoridad jurisdiccional el poder
resolver por sí sola dificultades jurídicas que entrañan cuestiones de interés general del Estado.
Tan sólo al Parlamento le corresponde estatuir sobre problemas de tal envergadura. El poder de
creación cedido a los jueces sólo les ha sido atribuido para la solución de litigios que no entrañan,
en principio, sino puras cuestiones subalternas de orden o interés privado y patrimonial (ver a este
respecto los núms. 248 y 404, infra). Todo esto es aplicable incluso a los jueces administrativos.
Del hecho de que el tribunal administrativo superior posea hasta cierto punto el imperium, por
cuanto puede estatuir sobre actos de potestad pública y decretar su anulación, no se puede colegir
que tenga, en mayor grado que los tribunales judiciales, el poder de corregir o de paralizar los
actos del órgano supremo mismo estableciendo, con ocasión de dichos actos y especialmente de
los actos legislativos, sanciones de ninguna clase contra el Estado. Hauriou parece haber
comenzado también, en estos últimos tiempos, a hacer algunas concesiones a la teoría que tiende
a socavar la soberanía de la ley, y que por eso mismo trata de reforzar la potestad de la autoridad
jurisdiccional en detrimento de la potestad del legislador. En la 8a edición de su Précis y también
en una nota del Recueil de Sirey (1913, 3, 137). Hauriou se refiere al poder que dice tiene el
Consejo de Estado para "corregir la ley", a) menos en determinados casos. Trata además de
introducir la idea de que los jueces pudieran tener de un modo general el poder de distinguir, en la
obra del legislador, "leyes fundamentales" y "leyes ordinarias", siendo éstas de una esencia inferior
a aquéllas. Y, por lo tanto, declara que el juez, por su propia potestad, puede descartar la
aplicación de las leyes ordinarias, siempre que estime que se hallan en oposición con otras leyes
erigidas por él en leyes superiores y fundamentales. Esto constituiría para el juez, según Hauriou,
un poder análogo al de la comprobación de la constitucionalidad de las leyes que existe en algunos
países. Más adelante (n. 8 del n° 114) se verán las objeciones que suscitan las ideas propuestas
sobre este punto por dicho autor.
219
jurídicamente posible hacerlo todo, siempre existe una cosa que el Estado no
puede hacer: no puede suprimir todo el orden jurídico y fundar la anarquía, pues
así se destruiría él mismo. Ahora bien, es innegable que el orden jurídico vigente
no solamente liga a los subditos, sino también al Estado. No los liga sin duda de la
misma manera: a diferencia de los subditos, el Estado puede cambiar el derecho
existente. Pero mientras subsiste ese derecho, el Estado no puede desconocerlo,
y sólo puede ejercer su potestad en la forma y de la manera que determina la
organización constitucional preestablecida; y además sólo puede abrogar el
derecho y la organización vigentes creando una organización y un derecho
nuevos, que continuarán limitando su potestad. No se puede decir, pues que la
potestad estatal no conozca más que limitaciones de hecho, o de orden moral, o
de orden político; se encuentra realmente contenida en límites de derecho. La
teoría de Seydel (Grandzüge einer allg. Staatslehre, pp. 1 ss., 8) según la que el
derecho sólo serviría para obligar a los súbditos y no se impondría al Estado, no
puede de ningún modo aceptarse. Esta teoría proviene por cierto del hecho de que
Seydel identifica completamente al Estado con la persona del Herrscher, y ésta es
también sin duda la razón que ha llevado a los antiguos autores franceses que
pertenecen a la escuela del derecho natural a considerar a la soberanía como una
omnipotencia que no admite límites; al menos no tenía, según la doctrina de
entonces, ningún límite de orden jurídico; sólo estaba subordinada a las leyes
divinas y a los preceptos del derecho natural.17 Desde la Revolución, el Estado se
concibe y se trata como persona distinta de los gobernantes, y este concepto
fundamental lleva consigo, como consecuencia normal, la limitación de la potestad
estatal. Esta encuentra primeramente su limitación en manos de los gobernantes,
que en el sistema del derecho público anterior a 1789 poseen, no ya una potestad
soberana, sino únicamente competencias constitucionales. Además, el
reconocimiento de una "persona Estado" distinta, y el atribuir la soberanía a esta
persona jurídica, permite y trae la idea de limitaciones que se imponen al Estado
mismo. Como dice muy bien Michoud (Théorie de la personnalité moróle, vol. u, p.
209; cf. núms. 114 y 196), "la teoría del Estadopersona permite colocar al Estado
en los cuadros del pensamiento jurídico y por tanto imponerle la disciplina de
éste". Duguit (Traite, vol. I, p. 16) reconoce también que "si se concibe al Estado
como una persona,, o sujeto de derechos, hay que admitir por eso mismo que cae
en la esfera del derecho, que no solamente es titular de derechos subjetivos, sino
139
17
En sus Lettres écrites de la montagne (2* parte, carta 7), Rousseau dice a este respecto: "En
todo Estado se necesita una potestad suprema, un soberano que todo lo pueda. Pertenece a la
esencia de la potestad soberana el no poder ser limitada: o todo lo puede » nada es."
222
nes que para el Estado nacen de este sistema proceden-de su propia voluntad,
pero —dice Ihering (loe. cit., pp. 241 ss., 357 ss., 376 ss.), sea cual fuere la
potestad del Estado, es su mismo interés, su interés bien comprendido, el que lo
lleva a subordinarse así a su propio orden jurídico y a renunciar en esa medida al
empleo de su única fuerza, y ello por la razón de que el Estado asegurará tanto
más el respeto a su orden jurídico cuanto que él mismo habrá sido el primero en
sujetarse a dicho orden.18
Esta doctrina de Ihering suscita sin embargo dos objeciones: Ante todo, no puede
decirse que esté en la esencia de la regla de derecho el obligar a la vez a los
subditos y al Estado mismo. Por lo menos no lo obliga en todos los aspectos; así
se verá después (núms. 98 y 125) que en el sistema actual del derecho
constitucional francés el Estado no se encuentra ligado de una manera absoluta
por las reglas generales que consagran estas leyes, pues el órgano legislativo
conserva el poder de derogar, por una ley particular, la legislación general vigente.
Por otra parte, el motivo alegado por Ihering, aquel que deduce del interés
debidamente entendido del Estado, no corresponde directamente al asunto que se
trata. Este motivo es de orden político. Y la cuestión que aquí se debate es una
cuestión de derecho: no se trata de saber si es conveniente o útil que el Estado
solamente pueda ejercer en potestad dominadora bajo ciertas restricciones; se
trata de comprobar si el Estado puede ser limitado de un modo efectivo, y cómo
esas limitaciones pueden aparecer e imponerse a él. Así expuesta, la cuestión de
la limitación del Estado es muy diferente de la del Rechtsstaat. El sistema del
Rechtsstaat presupone la posibilidad de una limitación del Estado, pero sobrepasa
en mucho la simple idea de limitación. Llegado a su completo desarrollo, implica
que el Estado sólo puede actuar sobre sus subditos conforme a una regla
preexistente, y particularmente que nada puede exigir de ellos sino en virtud de
reglas preestablecidas. El concepto de limitación del Estado tiene un alcance
menor: es tan sólo la expresión del hecho de que, en el sistema del derecho
público moderno, toda organización estatal, en lo que concierne a la potestad del
Estado, produce un efecto a la vez positivo y negativo, pues por lo mismo que la
Constitución determina las formas o condiciones de ejercicio de la potestad
estatal, excluye toda potestad que pudiera ejer-
140
18
"El derecho, en la completa acepción de la palabra, es la fuerza bilateralmente obligatoria que
tiene la ley tanto para el individuo como para el Estado. Es la auto-subordinación de la potestad
estatal a las leyes que emanan de ella misma" (Ihering, loe. cit., p. 358). "El derecho es la política
sanamente entendida de la fuerza; no ya la política de vista corta del momento presente o del
interés pasajero, sino la política de largo alcance que escruta el porvenir y suputa los resultados
definitivos" (ibid., p. 378).
224
cerse fuera de esas condiciones o formas, o también, por lo mismo que confiere a
los órganos del Estado los poderes que enumera, les niega aquellas otras
facultades de potestad que no están comprendidas en dicha enumeración. La
limitación que de ello resulta no es únicamente asunto de conveniencia política o
de oportunidad práctica, sino que es la consecuencia del hecho mismo de la
organización estatal, hecho que es —como se ha visto antes (núms. 13 ss., 22
ss.)— una condición esencial del Estado. Cuando, por ejemplo, la Constitución
decide que las reglas o medidas que modifican el derecho aplicable a los
ciudadanos no se podrán dictar más que por el órgano legislativo y en forma de
ley, resulta de esta prescripción orgánica una disminución de la potestad estatal,
por cuanto pierde el Estado la posibilidad de tomar, por la simple vía
administrativa, las medidas que su Constitución reserva a la competencia del
Parlamento. La potestad del Estado se ve limitada, sobre todo, cuando su
Constitución, realizando la separación del poder legislativo y del poder
constituyente, determina por sí misma ciertos derechos individuales que garantiza
a los ciudadanos, y cuando reserva la reglamentación de esos derechos al órgano
constituyente con exclusión de todas las autoridades constituidas. En este caso, la
limitación del Estado es tanto más fuerte cuanto que la revisión constitucional se
subordina a condiciones especiales, como por ejemplo la ratificación popular. Pero
sean las que fueren las condiciones a las cuales se puede someter la formación
de las leyes o la revisión constitucional en el Estado soberano, hay que convenir
en que, como punió cierto, tanto la Constitución que organiza su potestad y rige su
funcionamiento como las leyes que establecen en todos aspectos su orden
jurídico, son obra de su voluntad y tienen su origen exclusivamente en el poder
que tiene de determinarse a sí mismo. Aun en el caso de que la perfección de sus
leyes dependa de su adopción por el cuerpo de los ciudadanos, como ocurre en la
democracia, o que la reforma de su Constitución, como ocurre con el Estado
225
federal, deba ser ratificada por una mayoría más o menos numerosa de sus
miembros confederados, siempre se puede decir con certeza que la voluntad
legislativa o constituyente que se ejerce en él no le llega de fuera ni se le impone
por una fuerza exterior, puesto que es en calidad de órganos designados por la
Constitución misma del Estado del que forman parte integrante, como el cuerpo de
ciudadanos o el de los Estados miembros cooperan a la formación de su voluntad.
Luego si el orden jurídico y la organización estatutaria del Estado soberano se
asientan sobre su propia voluntad, las limitaciones a su potestad que resultan de
esta organización o de este orden jurídico derivan igualmente de esta misma
voluntad. Y por cierto es patente que esas limitaciones engendradas por el
derecho positivo vigente son las únicas que tengan en rea-
226
Por un autor que, como Mérignhac (Traite du droit public international, vol. i, pp.
225 ss.), se adhiere decididamente a la teoría de Jellinek, podrían citarse muchos
que rechazan categóricamente dicha teoría. Duguit (L'État, vol. i, pp. 12255.;
Traite, vol. i, pp. 50 ss.) se muestra adversario decidido de la misma y la combate
alegando por ejemplo que "una limitación que puede ser creada, modificada o
suprimida a voluntad de aquel a quien atañe, deja de ser limitación". Jéze (Les
príncipes généraux du droit administratif, p. 14) adopta la misma postura e invoca
idéntico argumento. Michoud (op. cit., vol. n, pp. 57 ss.) declara que "la idea de
derecho es independiente de la idea de Estado; es anterior y superior a ésta"; ve
en "la subordinación del Estado al derecho" el principio de "una limitación de los
poderes del Estado soberano"; esta limitación —añade- no es contraria a la idea
de soberanía del Estado", pues por soberanía debe entenderse "el hecho de no
estar sometido a ninguna voluntad humana superior, y de ningún modo el hecho
de no estar sometido a ninguna regla". Reconoce, sin embargo, que la limitación
de que se trata es "totalmente ideal", pero piensa que "por su naturaleza puede
actuar a título de idea-fuerza en el interior del grupo, adquiriendo así la sanción
eficaz que le falta". Le Fur (État federal, pp. 422 ss., 438) sostiene la misma
doctrina: "Lejos de hallarse exclusivamente determinado por su propia voluntad, el
Estado, como cualquier otra persona, está determinado en parte por un poder
ajeno, que es a la vez anterior y superior a él, y este poder superior es el del
derecho, bien se le llame con ciertos autores "derecho" solamente o se le
denomine, con otros, "derechonatural" o "derecho racional". Por consiguiente, Le
Fur (loe. cit.,p. 443) no admite, para el Estado soberano, la facultad de
determinarse por sí mismo sino "dentro de los límites del principio superior del
derecho". Hauriou (Principes de droit public, p. 73; ver, sin embargo, pp. 706 ss.)
declara que en ia teoría de la auto-lirnitación "no se puede evitar la sospecha de
un colosal equívoco", porque, dice, considerando a la inversa esta teoría, que
"atribuye el establecimiento del régimen de derecho a la acción de la persona
moral Estado, ¿no sería más bien la persona moral Estado la que resultaría del
régimen de derecho establecido en una nación?" Para apreciar el valor de estas
críticas conviene ante todo examinar las proposiciones hechas por los adversarios
de la teoría de la auto-limitación con miras a sustituir ésta por un principio de
limitación tomado fuera del Estado y de la voluntad de éste. Estas proposiciones
son de muchos géneros. Unas derivan de la doctrina de los derechos individuales
innatos en la persona de cada nacional y que se imponen luego al respeto del
Estado como derechos superiores a su voluntad. Es el concepto de los hombres
de la Revolución; fue proclamado por la Declara-
227
ción de 1789 (art. 2). Pero proviene de un error indudable, pues los derechos en
cuestión, "derechos del hombre y del ciudadano", sólo adquieren valor jurídico
propiamente dicho con la condición de haber sido declarados, es decir,
reconocidos y consagrados, por la ley, y en todo caso es la ley la que debe fijar
sus condiciones de ejercicio, reglamentar su ejecución y asegurar su sanción
positiva. Se vuelve así de nuevo, desde el punto de vista especial de la ciencia del
derecho, pura y simplemente al sistema de la auto-limitación. La Constitución de
1791 creyó fundar un importante principio al prescribir en su título I que "el poder
legislativo no podrá dictar ningunas leyes que lesionen el ejercicio de los derechos
naturales y civiles"; en realidad sólo se trataba de una fórmula desprovista de
eficacia, pues por otra parte esa misma Constitución confería al cuerpo legislativo
la potestad de reglamentar el uso, las modalidades y por consiguiente, en el fondo,
la consistencia misma de esos derechos.
Las conclusiones que Duguit saca de su teoría de la regla de derecho fundada en
la solidaridad social no son más satisfactorias desde el punto de vista jurídico. Por
lo que se refiere a las necesarias limitaciones de la dominación estatal, este autor
recusa al Estado, a su potestad y a su. voluntad. La intervención del Estado,
imponiéndose a sí mismo ciertos límites, no es necesaria, puesto que la regla de
derecho lleva en sí misma, de modo suficiente, su sanción social. Esta sanción
está asegurada por el hecho mismo de que los miembros del cuerpo social tienen
conciencia del lazo de solidaridad social y no dejarían pasar sin reprobación y sin
resistencia las lesiones que podrían causarse al mismo. "Si —dice Duguil (UÉtat,
vol. i, p. 116)— se supone un acto contrario a la regla de conducta, éste es un acto
que lesiona la solidaridad social considerado como tal por los individuos
conscientes de la solidaridad social, y, por consecuencia, que provoca una
reacción en la masa de individuos que tiene conciencia del lazo social." Cuenta,
pues, Duguit con esta conciencia y con esas reacciones de la masa para realizar,
fuera del Estado y de su potestad, la sanción del derecho social. Aplicada a la
cuestión de la limitación de los poderes de los gobernantes en sus relaciones con
los gobernados, esta doctrina lleva, pues, a hacer depender la apreciación de la
validez de los actos de los gobernantes, no de un orden jurídico determinado por
adelantado y precisado por la ley del Estado, sino de un sentimiento que nace en
el espíritu de la masa y de las reacciones que del mismo puedan resultar. Es esto
un género de limitaciones que escapa a toda prueba de calificación jurídica y cuyo
examen está fuera de la ciencia del derecho, pues supone substituir a los medios
sacados de un orden jurídico preestablecido, otros medios sin más fundamento
que la indeterminación desordenada de las reacciones que puedan producirse
228
pueblo, es de donde hay que esperar la garantía de moderación del Estado que el
derecho, por sí sólo, sería incapaz de asegurar. Desde este punto de vista aún,
nos vemos traídos de nuevo a la idea de limitación voluntaria. Solamente que esta
última clase de auto-limitación no depende ya de la ciencia jurídica, y no se la
podría considerar como uno de los elementos del sistema de derecho del
Estado.20
82, C. Para acabar de precisar el concepto de potestad de Estado queda por
determinar cuál es el sujeto pasivo de esta potestad. Ahora bien, a primera vista
parece que dicho sujeto no podría ser la colectividad nacional misma. La idea de
una potestad estatal existiendo sobre la colectividad es imposible de construir
jurídicamente. La razón de ello es que el Estado —como se ha visto anteriormente
(n9 4)— no es sino la personificación de la colectividad nacional misma. Asimismo,
la voluntad estatal no es jurídicamente más que la voluntad de la colectividad
hallándose ésta organizada en Estado con objeto, precisamente; de querer de un
modo unificado y metódico por sus órganos. Cuando los órganos estatales hacen
acto de voluntad y de potestad es la colectividad misma la que por ellos quiere y
manda. Ahora bien, jurídicamente la relación de potestad sólo puede concebirse
entre sujetos distintos. Siendo la colectividad el sujeto activo de la potestad
estatal, no puede al mismo tiempo ser el sujeto pasivo de la misma. No es posible,
pues, admitir la doctrina expuesta sobre este punto por Haumou (La souveraineté
nationale, pp. 14
y 15), que pretende que, en el sistema de la soberanía nacional, "la nación es
alternativamente gobernante y subdita": gobernante por cuanto
141
20
Singular empeño es el de pretender determinar el concepto jurídico de la potestad del Estado, y
particularmente la extensión de dicha potestad, por consideraciones sacadas de la distinción entre
lo justo y lo injusto. Al proceder así, se mezclan y se confunden el punto de vista del derecho y el
de la moral. Repitiendo (ver n. 6, p. 69, supra): no hay duda de que el Estado, en el ejercicio de su
potestad, se encuentra dominado por reglas morales independientes de su voluntad. La distinción
entre el bien y el mal se le impone lo mismo que a los individuos. Pero así como a nadie se le
ocurre impugnar en su principio los derechos formales del individuo por razón del mal «so que éste
pudiera a veces hacer de sus derechos jurídicos, convendría también realmente renunciar de una
vez por todas a las tentativas demasiado repetidas para hacer depender la definición jurídica de la
soberanía y de la extensión de la misma de una condición justificativa relativa a la moralidad de los
actos del Estado. La ciencia del derecho público no tiene, como tiene la ciencia política, por qué
preocuparse de los deberes morales del Estado, sino únicamente de sus poderes efectivos. Por lo
demás, y desde el punto de vista político mismo, la potestad estatal aparece a la vez como hecho y
como necesidad. Se puede decir realmente que pertenece a las Constituciones regular el ejercicio
de esta potestad de modo que se prevengan los abusos en un grado cada vez más amplio. Tras
maduro examen, y por minuciosas que sean las precauciones constitucionales que con este objeto
se hayan tomado, no parece que, por razón misma de la especial naturaleza de la potestad propia
del Estado, dichas precauciones puedan adquirir una eficacia absoluta y completa. La mejor
garantía en este aspecto no deja de ser siempre la que proviene del valor moral de los gobiernos.
234
ejerce el "poder de dominación" del cual, en este sistema, es titular; y subdita por
cuanto es el objeto de dicho poder dominador. Esta doctrina contiene dos términos
contradictorios: sujeción y poder de dominación son dos cosas que se excluyen
mutuamente, incluso cuando se trata de hacerlas funcionar de un modo
alternativo. Si la nación es subdita, no puede ser soberana. Y por otra parte, una
potestad de dominación sobre sí mismo es una cosa desprovista de sentido desde
el punto de vista jurídico.
Estos diferentes extremos han sido señalados claramente por Duguit en la primera
edición de su Manuel de droit constitutionnel, p. 81: "No se puede comprender
cómo, lógicamente, la nación considerada como entidad podría ser al mismo
tiempo objeto de la potestad pública y elemento constitutivo del sujeto titular de
dicha potestad." La verdad, según este autor, es que "esta potestad no se ejerce
sobre la nación considerada como tal (o sea tomada como entidad), sino
precisamente sobre los individuos considerados por separado" que componen el
cuerpo nacional. Este último análisis parece más satisfactorio, y sin embargo
pudieran oponérsele ciertas objeciones. Las objeciones proceden del hecho de
que la colectividad nacional, por cuyos órganos estatales se ejerce la potestad
soberana, saca su consistencia de los ciudadanos que son sus miembros
individuales (ver n" 4y supra). Estos se hallan, pues, asociadas en cierto grado a
los actos realizados en nombre de la colectividad. Por ejemplo, cuando los
órganos estatales competentes hacen las leyes, es la colectividad entera la que
por ellos se fija a sí misma ciertas reglas. Pero es evidente que los ciudadanos,
por su lado, y por lo mismo que forman parte de la colectividad, de la que son
elementos componentes, no podrían ser considerados como totalmente extraños a
la realización de dichos actos legislativos; participan en ellos por lo, menos en un
sentido (cf. Michoud, Revue du droit public, vol. xi, pp. 227 y 228). 21 Esto es
precisamente lo que decían las Constituciones de la época revolucionaria: las
Declaraciones de derechos de 1789 (art. 6), de 1793 (art. 4), del año ni (art. 6)
especificaban que todos los ciudadanos concurren a la confección de las leyes, al
menos por sus representantes; todos se hallan presentes o representados en el
acto de potestad que origina la ley (cf. núms. 416 y 418, infra). La idea de que las
decisiones adoptadas por la asamblea de los diputados son obra de todos los
ciudadanos ha sido, en efecto, una de las en que más empeño
142
21
Cf. Michoud, Théorie de la personnalité moróle, vol. i, p. 38: "No se concibe a ninguna persona
moral sin los miembros físicos que, de cierto modo, forman su cuerpo. Habrá de buscarse, pues,
una teoría que mantenga la unidad de la persona moral, pero sin perder de vista que se trata de
una unidad compleja, y que las personas físicas que la componen no son terceros para ella."
235
22 Asi pues, el hecho de que las Cámaras se fijen sus reglamentos internos o introduzcan en ellos
nuevas disposiciones no .puede considerarse como un acto de potestad y de mando en toda la
acepción de la palabra. En efecto, como el mantenimiento y la observancia de esas disposiciones
reglamentarias dependen de la voluntad de la asamblea misma, y como no existe autoridad
externa que pueda imponer a las Cámaras una coacción en esta materia, es patente que el
reglamento no constituye para las Cámaras la obra de una voluntad superior, y tampoco puede
decirse que las prescripciones que dicta constituyan reglas que tengan por efecto establecer
obligaciones para aquéllas.
23
A este respecto se puede observar que numerosas leyes no contienen, en términos expresos,
prescripciones ni prohibiciones que se refieran a subditos en forma externa. Por la misma forma en
que están redactadas, dichas leyes aparecen como simples reglas que la colectividad se traza a sí
misma y que, desde este punto de vista, recuerdan en cierta forma el reglamento interno que
podría dictarse un particular para la gestión de sus asuntos privados y para el gobierno de su casa.
En el momento en que esas reglas se adoptan por el legislador y se promulgan por el Ejecutivo, la
idea de mando y de prescripción imperativa aún no se desprende claramente.
24
Ver a este respecto lo que dice Duguit (Traite, vol. i, pp. 16 ss.) de los indígenas de las colonias
o de los habitantes de países de protectorado que son subditos de la potestad francesa sin ser
franceses, o por lo menos sin ser ciudadanos franceses.
236
25
La palabra "representación" debe entenderse aquí en el sentido especial que ha adquirido en
derecho público, bajo la influencia de la terminología empleada tradicionalmente con respecto al
gobierno "representativo". Se verá después —en el curso del estudio dedicado a esta forma de
gobierno— que dicha terminología, jurídicamente, es muy incorrecta. En su acepción precisa, la
representación es una relación que, en primer lugar, supone que el representante y el
representado son dos personas distintas, y que además se establece y ejercita exteriormente
respecto de terceros, en el sentido de que los actos realizados por mediación del representante
van a producir directamente sus efectos de derecho entre dichos terceros y el representado. Ni una
ni otra de ambas condiciones se dan en la pretendida representación de la que hablaba el art. 6 de
la Declaración de 1789. Por una parte, la confección de las leyes por los "representantes" no es
una operación que tenga lugar entre éstos y terceros, sino que el término "representantes" se
emplea aquí para designar exclusivamente las relaciones internas entre el cuerpo de diputados
legisladores y la totalidad de los ciudadanos" representados". Desde este primer punto de vista se
concebiría la idea de representación de los ciudadanos respecto a la confección de los tratados
estipulados por los representantes nacionales con Estados extranjeros; en lo que concierne al acto
de potestad legislativa, no puede concebirse una representación de los ciudadanos cerca de ellos
mismos. Por. otra parte, importa observar que, al calificar de representantes a los órganos
legislativos de la nación, la Declaración de 1789 no pensaba de ningún modo en marcar una
oposición o una separación entre la nación cuyos órganos son los diputados y los ciudadanos
"representados" por ellos, sino que, muy al contrario, quería señalar la íntima y estrecha relación
establecida en aquella época entre la nación y sus miembros individuales, que provenía del hecho
de que, en el concepto recién formulado por la Revolución, la nación se halla constituida esencial y
únicamente por los ciudadanos, al formar éstos con ella una unidad indivisible. De donde se
sacaba la consecuencia de que los actos realizados por la nación, es decir, por sus órganos
regulares, deben considerarse como obra de los mismos ciudadanos, y de todos ellos. Y ello se
aplicaba en ese caso tanto a los actos de legislación interna como a los acuerdos concluidos con
Estados extranjeros. Asi pues, la "representación" del art. 6 de la Declaración de 1789 se fundaba
precisamente en la idea capital de que. para todo lo que se refiere a la formación y manifestación
de la voluntad pública nacional, los ciudadanos componen un todo con la nación y no constituyen
personas distintas respecto a ella. También desde este segundo punto de vista, la palabra
"representación" no era la más apropiada para la idea que pretendía expresar, pues por lo mismo
que los ciudadanos forman parte integrante de la nación y constituyen, bien con ella o bien con sus
órganos, una sola y misma persona, es patente pues no hay lugar a una relación de
representación, ya que la representación propiamente dicha sólo puede concebirse entre personas
distintas. Pero si bien los términos introducidos en esta materia por la Constituyente traicionaron su
pensamiento, al menos dicho pensamiento permanece bien claro en sí: se resume en que los
ciudadanos, como miembros constitutivos de la colectividad soberana, no pueden considerarse
como extraños a los actos de soberanía que realiza la colectividad por mediación de sus órganos;
participan en ella por el motivo y en el sentido de que la nación, por cuyos órganos se realiza el
acto, no es otra cosa que la universalidad de los ciudadanos.
26
Las consideraciones antes expuestas se oponen a que se pueda aceptar como exacta
237
83. Así pues, la cuestión del sujeto pasivo de la potestad de Estado no deja de
suscitar hoy día algunas dificultades. La idea de potestad dominadora y de
sujeción se presentaba fácilmente en los tiempos pasados, cuando el derecho
público se fundaba en el concepto de la soberanía del príncipe, pues éste
mandaba efectivamente a subditos. Pero esta misma
145
ma idea es más delicada de precisar en el derecho público moderno, que parte del
concepto de que el Estado dominador es la personificación de la nación. Para
lograr que reaparezca el concepto de potestad estatal es indispensable, como lo
indica Duguit (citado p. 234, supra), considerar no ya las relaciones del Estado con
la colectividad tomada en su conjunto,
146
integrante de ésta, todos sus miembros actuales y por venir, respecto de los cuales, por
consiguiente, no puede considerarse el acto como absolutamente res ínter alias acta. Ellos
mismos, al menos en su totalidad indivisible, han participado en el acto por los órganos de la
colectividad. No es, pues, inconcebible que recojan directamente el beneficio del mismo, o que
asuman sus consecuencias obligatorias fuera de toda necesidad de una orden imperativa que
estableciera en su cargo la obligación jurídica de conformarse con el contenido del acto. Así ocurre
en cuanto a las leyes. En los países de Sanción monárquica se ha podido sostener que la sanción
tiene especialmente carácter de mandamiento legislativo por el cual el monarca perfecciona una
ley de la que las cámaras sólo determinaron y adoptaron el contenido; esta manera de definir la
sanción no deja de ser muy discutible (ver núms. 131,«., infra). En Francia, con la constitución
actual, el papel de las cámaras se limita a adoptar el texto de la ley. Después de dicha adopción no
interviene ninguna orden especial dirigida a los ciudadanos con objeto de obligarlos a la
observancia del texto legislativo: la promulgación, articularmente, no es de ningún modo una orden
legislativa (ver. núm. 139 ss., infra). Del mismo modo la distinción que establece Laband entre
condiciones de formación de los tratados desde el punto de vista internacional y condiciones de
eficacia o vigencia desde el punto de vista interno no ha sido de ningún modo consagrada en la
práctica. Indudablemente, en Francia, el art. 8 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875 exige
para la mayor parte de los tratados la intervención de un voto legislativo de las cámaras, pero dicho
voto no tiene lugar después de la formación definitiva del tratado y no tiene por objeto asegurar su
cumplimiento interno; es un elemento o por lo menos una condición de la formación misma del
tratado en las relaciones del Estado francés con las potencias extranjeras y su preciso fin es
autorizar legislativamente al presidente de la república para que proceda a la ratificación del
tratado (cf. la n. 11 del n? 178, infra). Por lo demás, una vez ratificado, el tratado produce su efecto
directamente en favor o contra los nacionales, sin que haya necesidad de orden cualquiera del
Estado para imponer a los franceses las obligaciones que para ellos derivan de dichas cláusulas o
para conferirles los derechos que en ellas se estipulan en su provecho. Es éste un punto que en
varias ocasiones ha sido observado por los autores: "Los tratados válidamente firmados y
ratificados —dice Esmein (Éléments, 5* ed., p. 693)— obligan a los ciudadanos como las mismas
leyes." Y Despagnet (Cours de droit intemaüonal public, 4a ed. p. '698) declara que "los tratados
son contratos que obligan a los nacionales de los Estados contratantes, representados por la
autoridad competente que los ha firmado y ratificado, así como a los Estados mismos considerados
como colectividades". Verdad es que el tratado firmado y ratificado no puede empezar a recibir su
aplicación interna sino después y por efecto de una promulgación o de un acto equivalente, que
sea la editlo solemnis de este tratado en Francia, o sea que compruebe y certifique su existencia y
su carácter ejecutivo y obligatorio con relación a los ciudadanos. Pero, tanto para los tratados
como para las leyes, la promulgación no tiene el alcance de una orden que imprima a su contenido
un valor imperativo. No tiene, pues, por objeto convertir las reglas adoptadas por el tratado en
prescripciones de derecho interno, sino que, por el contrario, presupone que dichas reglas, por
efecto mismo de la ratificación del tratado, se han convertido en obligatorias para los ciudadanos.
Así pues, la práctica actualmente seguida en Francia para establecer la vigencia de los tratados en
el interior del país implica que, por el sólo hecho de que un tratado ha sido firmado y ratificado
239
sino sus relaciones con sus miembros individuales o también con los grupos
parciales, debiéndose además suponer que algunos de estos individuos o de
estos grupos opongan resistencias al cumplimiento de las decisiones adoptadas
por los órganos de la colectividad. El concepto de potestad estatal vuelve a tomar
entonces toda su consistencia. El sujeto pasivo de esta potestad es el individuo, al
resistir a las medidas decididas con anterioridad. En otros términos, el concepto de
potestad dominadora se funda esencialmente en la distinción de dos cualidades
muy diferentes en la persona del ciudadano. Como miembro de la colectividad, el
ciudadano es miembro del soberano, y participa por este hecho en la formación de
la voluntad estatal. Pero al no ser soberana la colectividad sino cuando se halla
constituida por entero, resulta que los ciudadanos no pueden considerarse como
teniendo participación en la potestad pública sino en su cualidad de partes
integrantes y miembros inseparables del todo. Como individuo tomado
separadamente, el ciudadano deja de tener parte en la soberanía y, por
consiguiente, vuelve a poderse convertir, en esa cualidad de individuo, en sujeto
pasivo de ésta. Al hallarse la soberanía en el todo, en efecto, puede muy bien
comunicarse a los miembros componentes, mientras éstos se consideren como
formando parte del conjunto colectivo. Pero en el momento en que, por su
resistencia a las decisiones de la colectividad, el ciudadano trata de disociarse del
conjunto, no es ya más que un simple individuo sometido a la potestad colectiva.
En este aspecto pudo decir Rousseau (Contrat social, lib. I, cap. VI) que los
ciudadanos aparecían a la vez "como participando de la autoridad soberana y
como subditos sometidos a las leyes del Estado". Participan en las condiciones
prescritas por el art. 8 de la ley constitucional del 16 de julio de 1875, con pleno
derecho y sin que medie al efecto ningún mandamiento interno por parte del
Estado francés, adquiere su contenido el valor de una regla interior susceptible de
producir derechos u obligaciones para los nacionales franceses. En el imperio
alemán, que por cierto ha seguido en esto costumbres anteriormente adoptadas
por Prusia en esta materia, se siguen prácticas análogas; según la práctica en
curso en el Imperio, los tratados ni siquiera son objeto de una promulgación
propiamente dicha, sino únicamente de una publicación. Laband, al observar este
hecho (loe. cit., pp. 443 sí., 491 ssj, lo declara "lamentable en el mayor grado" y
"totalmente condenable". Es verdad que estas prácticas oficiales no cuadran
mucho con las ideas de Laband, según las cuales un tratado, por cuanto es simple
promesa .hecha aun Estado extranjero, nunca puede obligar imperativamente a
los nacionales. En cambio, estos procedimientos oficiales vienen a apoyar la
doctrina antes expuesta, que, conforme al concepto formulado en Francia en
1789, considera que los ciudadanos no son extraños a cualquier acto
regularmente realizado por los órganos estatutarios de la colectividad, sino que
están presentes en los mismos. Distinto es el caso en que un tratado se limita a
imponer a uno o a cada uno de los Estados contratantes la obligación de adoptar
por su legislación interna las medidas que han de servir a la realización de
determinado resultado. Aquí, sin duda, habrán de intervenir leyes internas, o
decretos, posteriormente a la promulgación del tratado, para dictar las medidas
mencionadas.
240
del poder de la colectividad en cuanto no forman sino un todo con ésta; son
subditos en cuanto que son individuos distintos de ella. Más exactamente, hay que
considerar en definitiva que lo soberano de la nación es el ser colectivo unificado,
que resulta de la organización de la totalidad de los nacionales en una unidad
corporativa, y lo que está dominado y gravado con sujeción es, no ya la nación en
su conjunto, sino sus miembros individuales tomados aisladamente. No se trata
aquí, como decía Hauriou (ver p. 234, supra), de una alternancia de soberanía y
sujeción en la misma persona, sino que, en último término, hay separación de la
soberanía y de la sujeción entre dos clases de personas jurídicas distintas. En el
fondo, todas estas observaciones se reducen al concepto de indivisibilidad de la
nación y de su potestad. Según una observación hecha en diversas ocasiones,
esta indivisibilidad se manifiesta especialmente en que el ciudadano que en su
cualidad de miembro del cuerpo nacional estuvo asociado en las decisiones
tomadas por los órganos de la nación, no puede posteriormente por su resistencia
individual desprenderse de la observancia de dichas decisiones. Estas subsisten
indivisiblemente con respecto a todos, por la razón de que se adoptaron
indivisiblemente por los órganos del conjunto colectivo. Si el ciudadano que opone
resistencia hubiera participado en la adopción de la decisión a título puramente
individual, podría luego retirar su adhesión de un modo igualmente individual; pero
como participó en la decisión a título colectivo y como miembro del conjunto,
queda ligado a la voluntad colectiva mientras ésta no se modifique por otra nueva
decisión colectiva. Su oposición individual no lo libra del imperio de la voluntad
común, y en esto mismo consiste finalmente su sujeción.
84. El reconocimiento de la existencia de sujetos pasivos de la potestad estatal
implica, correlativamente, la existencia de un sujeto activo de la soberanía. En
otros términos, implica el carácter subjetivo de la relación de potestad que se
establece entre el Estado y los individuos que dependen de su' dominación, y por
esto mismo entraña necesariamente la idea de que la potestad estatal debe
considerarse como un derecho de la persona Estado y, por lo tanto, como uno de
los elementos de la personalidad del Estado. Este punto de vista ha sido
impugnado en estos últimos tiempos, sin embargo, por Hauriou, que ha llegado
ahora —después de haber admitido ampliamente en sus primeras obras el
concepto de personalidad estatal— a poner fuertes restricciones a dicho concepto,
especialmente en lo que se refiere al poder de mando del Estado (Principes de
droit public, pp. 98 a 122, 690 ss.; Précis de droit administradf, 8* ed., pp. 108 ss.;
ver también La souveraineté nationale, pp. 7 ss.). La doctrina actual de Hauriou se
relaciona en primer lugar con la idea de que no todas las situaciones jurídicas se
componen de relaciones
241
pueden asimilarse completamente a las relaciones del Estado con los demás.
Fundándose en estas observaciones, Hauriou declara que ya, en la esfera del
derecho administrativo, existen "compartimientos enteros" en los que la idea de
personalidad estatal no tiene por qué intervenir, pues no tendría ningún papel qué
desempeñar en ellos. Dicha idea encuentra su lugar en lo que concierne a "las
operaciones realizadas para la gestión de los servicios públicos, sean o no de
potestad pública"; por el contrario, en el campo en que el Estado, al actuar por
medio de sus autoridades administrativas, "toma la postura de una potestad que
se dirige a súbditos para determinar situaciones jurídicas objetivas", el
administrado ya no aparece —según la distinción anterior— como un tercero, y el
concepto de personalidad estatal resulta inútil.2' Finalmente, Hauriou sostiene (ver
sobre estos diversos puntos op. cit., pp. 106 ss.) que en el campo del derecho
constitucional, en el que se trata de "la organización de los grandes poderes
públicos y de la soberanía", el concepto de la personalidad del Estado debe
quedar sin aplicación, por razón de encontrarse aquí casi completamente
desprovisto de interés práctico. El Estado actúa aquí, en efecto, no ya corno una
persona susceptible de relaciones subjetivas con terceros, sino como una
"institución" que constituye una "individualidad objetiva", como un "conjunto de
situaciones establecidas, equilibrado con un poder de dominación"; institución o
conjunto que debe considerarse únicamente "en su organización interna", y por
consiguiente de una forma puramente objetiva, (pp. 100, 690 ss.).
85. De las diversas consideraciones que acaban de resumirse brevemente se
destacan dos argumentos esenciales. El primero consiste en decir que cuando el
Estado toma la actitud de una potestad que manda a sus subditos, no pueden
éstos, ante dicha actitud, considerarse como terceros, sino que han de tenerse
como miembros, como partes del todo, inseparables del conjunto. Hauriou (op. cit.,
p. 105 n.) invoca a este respecto el testimonio de Michoud que, como se ha visto
antes (p. 31), no admite que las relaciones del Estado con sus miembros sean
exactamente de la misma naturaleza que las que se establecen entre personas
totalmente distintas. Pero este último autor ha protestado él mismo (Festschrift O.
Gierke, p. 518) de la interpretación que Hauriou dio a su pensamiento: si el Estado
y sus miembros —dice— no son personas abso-
147
27
Según Hauriou (op. cit., pp. 101 ss., 107; Précis de droit administratif, 6' cd., pp. 486ss, cf. 8* eu.,
pp. 500 ssJ, el criterio de la distinción entre la vía de gestión y la vía de potestad pura se halla en el
hecho de que los actos de la primera especie son los únicos que pueden dar lu'sar a una
responsabilidad pecuniaria del Estado; los de la segunda especie sólo podrán ocasionar un recurso
de nulidad. En el fondo, en toda esta teoría hay una tendencia a volver a la antigua doctrina que
restringía la intervención de la idea de personalidad estatal únicamente a los actos de gestión y a
las operaciones de comercio jurídico.
243
hitamente extrañas una a otra, no por ello deja de ser verdad que la existencia de
relaciones subjetivas entre esas dos clases de personas puede concebirse
perfectamente. Ocurre así precisamente en el caso en que el Estado se ve
obligado a recurrir a su potestad y a usar de ella para forzar a tal o cual de sus
miembros a conformarse a la voluntad estatal, por ejemplo, a conformarse a las
prescripciones contenidas en las leyes. Evidentemente, se ha confirmado con
anterioridad (pp. 234 se.) que los ciudadanos no son extraños a la obra legislativa
y que en este sentido tampoco son terceros propiamente dichos con respecto al
Estado legislador. Sin embargo, esta última observación no se justifica plenamente
sirio mientras que el ciudadano adopte como regla propia de conducía la
prescripción legislativa establecida por la, colectividad o por sus órganos, y siga
esta prescripción haciéndola suya. Entonces es cierto asegurar que cada nacional
compone un todo con la colectividad o con el Estado. Pero en el momento en que
ciertos individuos se coloquen en posición de resistencia Irente a la ley, esa
unidad se disipa y se manifiesta la oposición de las personas. El nacional, en
dicho caso, se coloca en una postura semejante a la que, ocupa frente al Estado
el individuo extraño a la comunidad. Desde ese momento las relaciones del
Estado con ese miembro individual se convierten a la vez en relaciones de
potestad y en relaciones con extraños, y se vuelve así a estar colocado sobre el
terreno en que Hauriou mismo reconoce que son posibles las relaciones subjetivas
entre el Estado considerado como persona y los individuos. El nombre de subdito
y el de sujeción, aplicados tradicionalmente a esos individuos y a su subordinación
a la potestad estatal, basta desde luego a revelar el carácter subjetivo de la
relación que se establece entre los nacionales y el Estado, incluso cuando éste
toma actitud de mando. El segundo argumento que se invoca contra la extensión
del concepto de personalidad a los derechos de potestad estatal tampoco tiene
fundamento. Este argumento, sobre el que insiste mucho Hauriou (op. cit., pp. 107
y 691), consiste en decir que esa extensión no tendría "ningún interés práctico" y
que el hacer depender los derechos de dominación de la persona Estado,
considerados esos derechos como subjetivos, sólo puede inspirarse en "un puro
espíritu de simetría". En cuanto a interés práctico, Hauriou sólo conoce, en efecto,
aquél que se relaciona con la cuestión de responsabilidad del Estado, y en cuanto
se trata de actos que no tienen que ver con dicha cuestión declara que el concepto
de personalidad pierde toda utilidad. Ahora bien, dicha utilidad ha sido por el
contrario claramente indicada y demostrada, hasta en lo que concierne al ejercicio
de los poderes de pura dominación, por muchos autores, como Michoud
(Fcstschrift O. Gierke, p. 519; Théorie de la pfírsonnalité morale, vol. I, pp. 293 ss.,
vol. u, pp. 74 s«.), Larnaude (Revue du droit
244
28
Cf. Esmein (Élérnents, 5* ed., p. 35), que objeta a la doctrina de Duguit, negando radicalmente
toda personalidad al Estado, que esa doctrina "sólo tiene un resultado bien claro: el de afirmar el
reinado de la fuerza... Es el hecho puesto en el lugar del derecho."
245
puede alcanzar al individuo, creo que es indispensable decir que el Estado ejerce
un derecho". Es evidente, en efecto, que el órgano no tiene personalidad distinta a
la de la colectividad por cuya cuenta actúa; por lo tanto, no pueden existir
relaciones personales entre los órganos, y por lo mismo la relación entre el Estado
y sus órganos no es fino cuestión de organización estatal interior, y no relación de
naturaleza subjetiva. Sin embargo, al reconocer estas particularidades
características del órgano no debe tampoco perderse de vista que dicho órgano es
uno de los elementos esenciales de la personalidad del Estado. Por una parte, la
teoría del órgano ha sido expuesta en la literatura contemporánea —como se verá
después (núms. 373 ss.)— precisamente con el objeto de hacer constar que los
derechos y poderes ejercidos por los individuos órganos tienen por sujeto propio,
no ya a dichos individuos, sino a la colectividad misma, y por consiguiente esta
Leoría responde por enlero a la idea de la personalidad del Estado. Emplea el
término "órgano" para disfrazar la personalidad de los agenles que desempeñan
funciones organizadas, y para destacar de una manera exclusiva, con ocasión del
ejercicio de dichas funciones, la personalidad de la colectividad estatal. Tiende
asimismo a poner en evidencia la unidad de la persona estatal en la multiplicidad
de sus órganos. Y tiene por objeto también establecer que la potestad poseída y
puesta en actividad por el órgano tiene por único titular al Estado. En todos estos
aspectos es, pues, imposible sostener que la consideración de la personalidad del
Estado es ajena a su organización, sino que muy al contrario, se manifiesta
especialmente en ella ocupando un lugar de los más importantes. Así pues, no se
comprende bien cómo Hauriou (op. cu., p. 107) puede pretender que no existe
"interés alguno en que los grandes poderes públicos se consideren como órganos
de la persona Estado o en que la soberanía sea considerada como la voluntad de
dicha persona jurídica". El interés de la teoría del órgano es suficientemente
conocido, y es capital: se trata nada menos que de asegurar, por esa distinción
entre el Estado y sus órganos, la limitación jurídica de la potestad de estos
últimos. Por otra parte, es igualmente esencial no perder de visla que la
organización del Estado es la condición misma de que depende la formación de su
personalidad. Bajo este aspecto también, no es exacto decir que el concepto de
personalidad nada tiene que ver con la organización estatal, pues existe entre
ambos términos un lazo de los más estrechos, ya que la una es la resultante de la
otra. Sin duda, al remontarse al momento primitivo en el que se ahormaron, bajo la
exclusiva influencia de los hechos, los elementos de la organización que dio vida
al Estado, hay que reconocer que en dicho momento inicial la unidad estatal no se
había formado aún. Pero, una vez formada, esa unidad es indeleble, extiende su
imperio y se aplica incluso a las cuestiones de
246
PRELIMINARES
1
En principio, la potestad del Estado es una. Consiste, de una manera invariable, en el poder que
tiene el Estado de querer por sus órganos especiales por cuenta de la colectividad y de imponer su
voluntad a los individuos. Cualesquiera que sean el contenido y la forma variable de los actos por
medio de los cuales se ejerce la potestad estatal, todos estos actos se reducen en definitiva a
manifestaciones de la voluntad del Estado que es una e indivisible. Es necesario, por lo tanto,
empezar por establecer la unidad del poder del Estado. Pero, hecho esto, y desde el punto de vista
jurídico, es preciso también distinguir, en este poder que es uno, por una parte las funciones del
poder, que son múltiples, y por otra parte los órganos del poder, que pueden ser igualmente
múltiples. Las funciones del poder son las diversas formas bajo las cuales se manifiesta la
actividad dominadora del Estado; dictar la ley, por ejemplo, es uno de los modos de ejercicio de la
potestad estatal, o sea una función del poder. Los órganos del poder son los diferentes personajes
o cuerpos públicos encargados de desempeñar las diversas funciones del poder. El cuerpo
legislativo, por ejemplo, es el órgano que desempeña la función legislativa del poder estatal. Esta
distinción tan sencilla entre el poder, sus funciones y sus órganos, está obscurecida,
desgraciadamente, por el lenguaje usado en materia de poder, lenguaje que es completamente
vicioso. En la terminología vulgar, y hasta en los tratados de derecho público, se emplea
indistintamente la palabra "poder" para designar a la vez, sea el mismo poder, o sus funciones, o
sus órganos. Así, por ejemplo, se emplea el término "poder legislativo", bien para designar a la
función legislativa o bien para referirse a las asambleas que redactan las leyes. Es evidente, sin
embargo, que el cuerpo legislativo y la función legislativa son dos cosas muy diferentes. En virtud
de la misma confusión se designa por costumbre con el nombre de "poderes públicos" o "poderes
constituidos" a las diversas autoridades, como jefes de Estado, Cámaras, Ministros, etc., que
poseen las diferentes funciones de la potestad de Estado (ver n. 1, p. 272, infra). Dicha
terminología ilógica y equívoca es peligrosa, pues su naturaleza suscita y mantiene numerosos
malentendidos en esta materia. Así, por ejemplo, ha contribuido a embrollar y agravar la
controversia sin fin que reina entre los autores en lo referente al problema fundamental del número
de los "poderes" (ver núms. 249 ss., infra) Un lenguaje claro y preciso es la primera condición en
todo estudio científico. Débese, pues, emplear separadamente los tres términos poder, función y
órganos para designar sin ambigüedad y respectivamente a la potestad del Estado, a las diversas
actividades que entraña y a las varias autoridades que ejercen esas actividades.
250
2
.De todas las teorías que tienden a exaltar al Estado, sus funciones y su potestad, una de las más
atrevidas es quizás la que afirma que "el objeto de toda organización jurídica no es más que lo
justo", puesto que "las reglas de derecho tienden necesaria y exclusivamente a realizar la justicia"
(Geny, Science et technique en droit positif, pp. 49ssJ. Combinada en efecto con la comprobación
del hecho de que "el derecho positno moderno emana ante todo y esencialmente del Estado" (ibid.,
p, 57), esta afirmación viene a significar prácticamente que le corresponde al Estado, como creador
del derecho, apreciar y determinar, en virtud de su potestad dominadora, lo que es justo y lo que
no lo es. No es fácil concebir que pueda pedirse para e] Estado un papel o un poder más
considerable que éste. En realidad, es muy discutible que el Estado sea llamado a desempeñar
una tarea tan alta. El Estado tiene efectivamente por misión la creación del derecho, lo que ya es
una labor de capital importancia y de orden muy elevado, pero la noción de derecho no se
confunde con la de lo "justo" en el sentido propio y absoluto de esta palabra. El objeto de las reglas
de derecho no es tanto realizar la justicia en sí como asegurar el mantenimiento del orden social en
las relaciones de los hombres entre sí. Esto, claro está, no significa que no deba tener el Estado
ante sí cierto ideal de justicia cuando elabora las reglas que tienden a establecer y a conservar el
orden y la justicia entre los individuos. Evidentemente también, el Estado moderno ya no merecería
el nombre de "Estado de cultura" si desconociera el deber que le incumbe de trabajar, por todos
aquellos medios de acción y de potestad de que se halla investido, en el perfeccionamiento moral
del pueblo y de los ciudadanos; y esto también implica el desarrollo de la idea de justicia. Pero de
aquí no resulta que el derecho estatal y los principios superiores de la justicia perfecta sean
idénticamente de la misma esencia. Sin tratar de entrar en el examen profundo de las diferencias
que los separan, es suficiente, para establecer entre ellos una innegable distinción, recordar los
dos puntos siguientes. Por una parte, el derecho propiamente dicho consiste únicamente en reglas
cuya observancia sea susceptible de imponerse por medio de una coacción. Por lo mismo, esas
reglas sólo pueden ejercer su imperio sobre las manifestaciones exteriores de la actividad humana.
Por ello también, el derecho adquiere ab initio un carácter formal que excluye toda posibilidad de
confundirlo con los preceptos de la justicia: éstos se dirigen a la conciencia de los hombres; el
derecho sólo puede afectar y regir aquellos actos que son aparentes y tangibles. No se diga que
"únicamente hay en esto una diferencia cuantitativa y no cualitativa" (Geny, op. cit., p. 49), pues
estas dos clases de reglas son de naturaleza absolutamente distinta, ya que unas sólo exigen la
corrección externa de las formas, mientras las otras penetran hasta en los móviles íntimos de los
actos humanos. No es difícil que individuos que son hábiles en manejar y explotar la legalidad
consigan, por medio de ingeniosas combinaciones jurídicas, eludir las intenciones de justicia
esencial del legislador, lo cual por sí solo prueba que el derecho es impotente para realizar la
verdadera y plena justicia. Por otra parte, esta impotencia proviene también del hecho de que, por
razón misma de su objeto eminentemente social, el derecho estatal se refiere, no ya a las
circunstancias especiales en las que puede encontrarse cada individuo, sino precisamente a la
condición común y media del conjunto de miembros de la colectividad. El Estado moderno
especialmente, como "Estado de derecho", crea habitualmente el orden jurídico en forma de reglas
generales preconcebidas, aplicables a la totalidad de los súbditos. Por lo mismo, se ve obligado a
la necesidad de atenerse, en sus leyes, a soluciones de conjunto, o sea a soluciones medias y
aproximadas, que tal vez convengan, mal que bien, a la pluralidad de las especies, pero que de
ningún modo pueden pretender realizar, en cada ocasión, la justicia plena y entera. Ahora bien,
ésta, la justicia plena y entera, no admite término medio; bajo este aspecto tampoco es posible
referirse a diferencias puramente "cuantitativas" entre la justicia y el derecho, ya que la verdadera
justicia no es susceptible de más o de menos. La verdad es que el Estado moderno con sus
251
87]PRELIMINARES 251
considerables dimensiones, que siempre trata de constituye para la regla jurídica una causa de
inferioridad o imperfección "cualitativa", inherente a la misma naturaleza de las cosas, por lo que se
impone la necesidad de reconocer que siempre existirán ciertas diferencias irreducibles entre los
conceptos de justicia y de derecho.
3
Si sólo se tratara de asegurar a los individuos el orden público y la protección de sus derechos, las
grandes formaciones estatales de los tiempos modernos se explicarían difícilmente, pues simples
comunidades locales bastarían para desempeñar esa labor policíaca. La verdad es que el Estado
moderno con sus considerables dimensiones, que siempre trata de ampliar, tanto en población
como en extensión de territorio, tiene sobre todo por objeto el desarrollo y el fortalecimiento de la
potestad nacional, es decir, de la potestad militar, diplomática y económica de la nación con
respecto a los países extranjeros, y su potestad de progreso y de bienestar en el interior.
4
A este respecto se ha podido decir anteriormente (p. 26) que el Estado administra los asuntos de
la comunidad nacional. Esto no significa desde luego que el Estado tome por sí mismo la dirección
de todos los intereses particulares de sus miembros, ni siquiera que regente por sí la totalidad de
los intereses generales de la nación. De hecho, y a pesar del gran desarrollo que en la época
presente han tomado las tendencias al estatismo, el número de asuntos que asume directamente
el Estado es relativamente poco considerable, y por lo demás el Estado deja que los particulares
colaboren con su propia actividad en la satisfacción de las necesidades y en el aumento de la
prosperidad de la colectividad nacional, bien seguro de recoger ampliamente los frutos de toda
esta actividad privada. No por ello es menos cierto que el Estado puede considerarse como el
gerente de los asuntos de la nación, y esto en
primer lugar por cuanto es dueño de influenciar y de dirigir, por sus leyes y decisiones de. todas
150
clases, la actividad de sus miembros individuales, y sobre todo por cuanto tiene el poder
252
Muy distinto es el objeto de la teoría jurídica de las funciones. Sean cuales fueren
la extensión y la variedad de las competencias estatales, esta teoría responde a la
cuestión de saber cuáles son los actos por los cuales el Estado realiza las
diversas atribuciones que él mismo pudo asignarse. Al analizar jurídicamente esos
actos, establece su distinción y los clasifica en grupos separados, cada uno de los
cuales forma una rama de actividad que es una parte de potestad o función del
Estado.
Así entendidas, las funciones estatales, conforme a una tradición muy antigua, se
reducen por unanimidad de los autores a tres grandes clases de actividad: la
legislación, la administración y la justicia. Falta discutir si en esta división tripartita
debe considerarse a la justicia como función principal y esencialmente distinta, o
si, por el contrario, debe ser tenida como rama especial y parcial de la función
general de administrar.
Para determinar, en este conjunto de funciones, el alcance y el objeto propio de
cada una de ellas, es indispensable ante todo averiguar cuál es el fundamento de
su clasificación en tres ramas. ¿Cómo se ha llegado a distinguir una de otra la
legislación, la administración, la justicia? Respecto de este punto inicial existen en
la literatura contemporánea múltiples tendencias y doctrinas divergentes.
88. Según una primera escuela, de la cual Jellinek (L'État moderne, ed. francesa,
vol. II, pp. 317 ss.; Gesetz una Verordnung, pp. 213 ss.) es el principal
representante, la distinción de las funciones corresponde, al menos en parte, a la
diversidad de los fines estatales, fines que, según dicho autor, se reducen
esencialmente, por una parte, a la creación y al mantenimiento del derecho y por
otra parte a la conservación de la nación y al desarrollo de su cultura. Jellinek
comienza por comprobar que la actividad del Estado consiste unas veces en
formular reglas abstractas, que son leyes, y otras a desempeñar múltiples
cometidos mediante disposiciones tomadas de conformidad con las leyes o dentro
de los límites de las leyes, y el conjunto de estas disposiciones constituye así el
objeto de una segunda función. Pero, al llegar a este punto, Jellinek hace
intervenir la consideración de los fines:5 observa que entre los actos de la segunda
especie, unos se refieren a la conservación y a la cultura nacionales, mientras que
los otros, consistentes en fijar jurisdiccionalmente un
151
de avocarse y de ejercer por sí mismo aquellos cometidos para cuyo cumplimiento juzgue útil
susituir su actividad superior a la de los individuos, en interés general.
5
Esta consideración de los fines, que constituye uno de los signos característicos e incluso una de
las bases principales de la teoría de Jellinek respecto al Estado y al sistema del derecho público,
reaparece con frecuencia en las obras de dicho autor (ver por ejemplo Gesetz und Verordnung, p.
240, donde se recurre a ella para fundar la distinción entre leyes materiales y formales).
253
89. Según una segunda doctrina, sostenida por Laband (op. cit., ed. francesa, vol. n, pp. 511 ss.),
la diferencia específica que separa los diversos actos del Estado consiste en que dichos actos se
componen, los unos de operaciones intelectuales y los otros de operaciones actuantes. Por una
parte las leyes y decisiones jurisdiccionales tienen por carácter común enunciar juicios en el
sentido lógico de la palabra. La legislación consiste en emitir afirmaciones. Por ella el Estado no
hace más que establecer un precepto jurídico, una regla abstracta que juzga apropiada a la
relación de derecho que dicha regla ha de regir. Asimismo, la resolución de justicia es una
declaración mediante la cual el Estado, en la persona del juez, afirma que según su criterio tal o
cual regla de derecho legal se aplica al hecho constitutivo de la especie litigiosa, hecho que el juez
hubo de comprobar y calificar previamente. Si la ley es un juicio in abstracto, la sentencia
jurisdiccional es un juicio in concreto. Por otra parte, sin embargo, estos juicios de orden legislativo
o justiciero no pueden ser suficientes para asegurar el funcionamiento del Estado. Un Estado que
no hiciera sino emitir máximas legislativas u opiniones judiciales sería impotente para desempeñar
prácticamente su misión. Junto a las operaciones del espíritu se necesitan actos efectivos. El
primero de estos actos habrá de consistir en procurar el cumplimiento de las leyes y de las
resoluciones: este cumplimiento es una función activa. Sin embargo no sería suficiente definir la
función activa del Estado mediante una pura idea de ejecución. No solamente tiene que realizar el
Estado el derecho consagrado por las leyes o reconocido por las resoluciones de justicia, sino que
también tiene que conservarse y desarrollar la cultura del pueblo. Para esto es indispensable que
el Estado realice numerosos actos positivos, es decir, operaciones actuantes. El conjunto de
dichos actos constituye la administración, en la cual la noción demasiado estrecha de simple
ejecución debe sustituirse por el amplio concepto de función actuante. Lo que caracteriza a la
administración es, pues, ante todo, que consiste esencialmente en actuación, y además que, a
diferencia de la legislación, que opera por medio de máximas abstractas, y a diferencia también de
la resolución de justicia, que no es un juicio preconcebido, sino una decisión emitida ex lege,
desprendida de la ley y mandada por ella, la administración consiste en acciones, cada una de las
cuales tiende
255
6
La doctrina de Laband había sido ya enunciada,, en términos casi idénticos, por Barnave, ante la
Constituyente (sesión del 6 de mayo de 1790, Archives parlementaires, 1» serie, vol. xv, p. 410):
"Es falso que el poder judicial sea una parte del poder ejecutivo. La decisión de un juez es sólo un
juicio particular, así como las leyes son un juicio general; uno y otro son obra de la opinión y del
pensamiento, y no una acción o una ejecución"
256
7
Asimismo, la resolución de justicia ya no consiste únicamente, como en el proceso romano de la
antigüedad, en una simple sentencia u opinión emitida por el juez. Además de ese juicio
propiamente dicho, contiene esencialmente un mandamiento, para la parte condenada, de
conformarse a la decisión del tribunal. Es también el mismo Laband (op. cit., ed. francesa, vol. IV,
p. 159) el que lo observa.
257
fica a las teorías del género de la de Laband como doctrinas psicológicas, y este
epíteto indica de sobra que tales doctrinas no pueden satisfacer al jurista, porque
no responden al especial orden de ideas de la ciencia del
derecho.
90. Frente a las precedentes doctrinas, existe una tercera teoría que declara
precisamente que se coloca en el terreno especial del derecho, y particularmente
del derecho constitucional vigente. Desde el punto de vista jurídico, los actos del
Estado han de definirse y distinguirse, no ya según las consideraciones racionales
sacadas de su objeto y de su naturaleza intrínseca, sino por los datos positivos
concernientes a su tenor externo y a sus efectos de derecho, tal como éstos se
hallan fijados por la Constitución. Ahora bien, las Constituciones hacen depender
la calificación y la eficacia jurídicas de los diversos actos estatales de una cuestión
de forma y de órgano. Así pues, la decisión emitida en la forma legislativa por el
órgano de la legislación lleva, en la terminología constitucional, el invariable
nombre de ley, sean cuales fueren su contenido y su naturaleza interna. Y no se
trata sólo de una cuestión de palabras, sino que en verdad todo acto en forma
legislativa que emane del cuerpo legislativo posee fuerza efectiva de ley, como
también, recíprocamente, la decisión que emana de una autoridad administrativa o
judicial nunca tendrá la virtud legislativa; aunque el contenido de dicha decisión
fuese, por su naturaleza, idéntico al contenido de las leyes, jurídicamente sólo
tendrá valor como decisión administrativa o judicial. En una palabra, desde el
punto de vista jurídico, los actos del Estado constituyen actos de legislación, de
administración o de justicia, según tengan por autores a los órganos legislativos,
administrativos o judiciales. Cualquier otra clasificación quedaría desprovista de
exactitud jurídica, al encontrarse en oposición con el sistema positivo del derecho
constitucional.
Es cierto, en efecto, que las Constituciones francesas particularmente se atienen
al punto de vista y al criterio formales, que consisten en definir a la función por el
órgano. Esto se desprende sobre todo de la definición de la ley que dan dichas
Constituciones. Bien es verdad que las de la época revolucionaria parecen
haberse inclinado en un principio a un concepto de la ley que se fundaba en el
alcance y en la naturaleza intrínseca de su contenido. Han sido dirigidas en este
sentido por la doctrina de Rousseau, cuya influencia fue tan considerable en dicha
época. Rousseau —como se verá después (n° 92)— había expuesto la idea de
que la ley se caracteriza por la generalidad de sus disposiciones, en el sentido de
que no estatuye sobre un hecho o sobre un hombre en particular, sino de un modo
abstracto y para el cuerpo todo de ciudadanos. En cuanto a la decisión que recae
sobre un objeto particular, aunque fuese emitida por el propio legislador, no
constituiría una ley, sino un
258
8
Ver especialmente el tít. ni, cap. m, seo. 3, art. 8: "Los decretos del cuerpo legislativo que
conciernen al establecimiento y percepción de las contribuciones públicas llevarán el nombre y
título de leyes." Y sin embargo el art. 1', sec. 1* del mismo capítulo, distinguía el poder de
"establecer las contribuciones" del poder de hacer las leyes.
259
9
Ver respecto de esta historia del concepto constitucional de ley en Francia: Duguit (L'Éiat, vol. i,
pp. 488 ssj, Jellinek (Gesetz und Verordnimg, pp. 73 ssj.
10 Duguit L'État, vol. i, p. 431) pretendió sin embargo que el art. 1' de la ley constitucional de 25 de
febrero de 1875 podría entenderse también en el sentido de que únicamente las Cámaras tienen el
poder de dictar una prescripción que tuviera en sí y era cuanto al fondo naturaleza de ley. Pero
esta interpretación sólo sería sostenible si la Constitución de 1875, por otro lado, hubiera
determinado los elementos de fondo que caracterizan a la ley y a la competencia legislativa así
entendidas. Ahora bien, importa observar que desde el año vm las Constituciones francesas, a
diferencia de las de la Revolución, no se preocupan ya en lo más mínimo de determinar, ni siquiera
por vía de enumeración, ni menos aún por medio de definición de principio, cuál es la naturaleza
intrínseca de la ley o cuáles son las materias que entran especialmente en el campo de la
legislación (Jellinek, op. cit., p. 81). Su mismo silencio, a este respecto, prueba de nuevo que sólo
conocen el aspecto formal de la ley. Es cierto lo que reconoció Duguit en su Traite, vol. n, p. 377:
"El art. 1' de la ley de 25 de febrero de 1875 significa únicamente que un acto sólo tiene carácter y
fuerza de ley formal cuando emana de un voto de las Cámaras, y por otra parte que todo acto
votado por las Cámaras, cualquiera que sea su carácter intrínseco, posee carácter y fuerza de ley
formal."
260
11
Bastará con citar aquí, a título de ejemplo, a Aubry y Rau (Cours de druit civil franyais, 4' ed., vol.
i, p. 7 y p. 48 n.) que declaran que por "leyes propiamente dichas" hay que entender "aquellas
reglas formuladas por el poder legislativo", excluyendo aquellas que puedan ser formuladas por
otra autoridad. Este concepto de la ley se mantiene en la edición actual (5" ed., pp. 11 y 14).
12
Reudant (loe. cit.): "Se llama leyes a las decisiones que emanan del poder legislativo ... El único
carácter esencial de la ley, en el sentido técnico de la palabra, es el de ser una decisión que
emana del poder más alto del Estado, el poder legislativo." Moreau, loe. cit.: "¿En que se
diferencian el reglamento y la ley? En que la ley emana de un órgano preponderante: el
Parlamento... El reglamento y la ley difieren por la autoridad que los hace, y su diferencia es
jerárquica." Ver también Raga, Pouvoir réglementaire du Présidenl de la République, tesis, París,
1900, p. 181: "En nuestro derecho público, la cualidad del acto no depende de su naturaleza
propia, sino del procedimiento por el cual dicho acto ha sido elaborado. Sólo son leyes aquellas
proposiciones que han sido discutidas y votadas por ambas Cámaras. La palabra ley es el nombre
genérico con el cual se designa a todas las decisiones tomadas por el poder legislativo. El
presupuesto, las autorizaciones de impuestos, etc., considerados en su naturaleza, son actos
administrativos, y sin embargo, al emanar del Parlamento, son por ello leyes. La forma se impone
al fondo."
261
13
Se hallará el resumen de la doctrina de Hanel en Laband, op. cit., ed. francesa, vol. VI, pp. 381
ss.
262
14
Sostiene Hanel que la forma de ley es suficiente para transformar en regla jurídica a «toda
prescripción a la que haya sido aplicada. Reconoce sin embargo que entre las prescripciones
dictadas en forma legislativa, existen algunas que de ningún modo pueden considerarse como
reglas; pero declara que el empleo de la forma legislativa en semejantes casos es un
"contrasentido" por parte del legislador, y se niega entonces a hallar categorías jurídicas para tal
clase de contrasentidos, (loe. cit., pp. 171 ss.).
263
15
Según Laband (loe. cit.), semejantes proposiciones o afirmaciones sólo valen como leyes
formales. Pero Jellinek (op. cit., p. 328) y O. Mayer (loe. cit., vol. i, p. 90) parecen razonar con más
exactitud al declarar que ese mismo valor les falta y que, según su teoría, no son leyes en ningún
sentido.
16
En numerosos textos se confiere a la autoridad jurisdiccional el poder de realizar
264
actos que, según la opinión pública, no son en si actos de jurisdicción. Ver por ejemplo en el
Código civil, los arts. 115, 120, 218 a 222, 353, 356, 458, 467, 477, 494 a 496, 1007, 1008, 1555,
1558, 2103, 2174, 2208; en el Código de procedimientos civiles, los arts. 72, 418, 819, 822, 861,
865, 978, 1017, etc.
265
de estatuir abstractamente por y sobre el pueblo entero. Así pues, una voluntad
estatal sólo es voluntad general mientras es general juntamente en cuanto a su
origen y en cuanto a su objeto.17 El acto estatal que carezca de alguna de estas
dos condiciones, deja de ser ley, para ser un acto de administración. Esto es lo
que Rousseau declara formalmente. De su teoría sobre la voluntad general, en
efecto, deduce la doble consecuencia siguiente: así como la voluntad de sólo una
parte del pueblo, y con mayor razón la voluntad de un hombre, jamás puede
engendrar una ley,18 tampoco la voluntad universal del pueblo, cuando se ejerce
sobre un objeto particular, podrá constituir una ley, sino un simple decreto, un acto
de magistratura, o sea un acto administrativo.19 En otros términos, la ley, además
de la condición de forma relativa a su origen, ha de llenar una condición de fondo
referente a su materia, a falta de la cual la decisión tomada por el pueblo
legislador entra en realidad en el concepto material de administración. Bien es
verdad que al formular este último principio, Rousseau establecía implícitamente
una distinción material entre la legislación y la administración, con lo que tal vez
esté permitido decir que, hasta cierto punto, preparó la distinción contemporánea
entre leyes materiales y leyes formales. Pero en definitiva, no admite Rousseau de
ningún modo esta distinción. En efecto, muy lejos de establecer separación entre
el fondo y la forma y de constituir dos categorías de leyes, sólo
162
17
Control social, lib. II, cap. vi: "Cuando todo el pueblo estatuye sobre todo el pueblo, sólo se
considera a sí mismo; y si se establece entonces una relación, es del objeto por entero bajo un
punto de vista al objeto por entero desde otro punto de vista. Entonces la materia sobre la cual se
estatuye es general, como es general la voluntad que estatuye. A este acto es al que llamo ley."
"Cuando digo que el objeto de las leyes es siempre general, entiendo que la ley considera a los
súbditos en cuerpo y a las acciones como abstractas, y nunca a un hombre como individuo, ni a
una acción particular... Toda función que se refiere a un objeto individual no pertenece a la
potestad legislativa."
18
Ibid., lib. II, cap. n: "La voluntad es general o no lo es. Es la del cuerpo del pueblo o solamente
de una parte. En el primer caso esta voluntad declarada es un acto de soberanía y hace ley. En e]
segundo caso no es sino una voluntad particular o un acto de magistratura: a lo sumo es un
decreto." Cf. lib. II, cap. vi: "Debiendo la ley reunir la universalidad de la voluntad y la del objeto,
aquello que un hombre, sea el que fuere, ordena por sí, no es una /ey, sino un decreto."
19
Ibid., lib. u, cap. vi: "Incluso lo que ordena el soberano sobre un objeto particular
tampoco es una ley, sino un decreto; ni es un acto de soberanía, sino de magistratura." Cf. lib. II,
cap. IV: "Así como una voluntad particular no puede representar a la voluntad central, la voluntad
general a su vez cambia de naturaleza al tener un objeto particular, y como voluntad general no
puede pronunciarse ni sobre un hombre ni sobre un hecho. Cuando el pueblo de Atenas, por
ejemplo, nombraba o deponía a sus jefes, concedía honores a uno o imponía penas a otro, o por
multitud de decretos particulares ejercía indistintamente todos los actos de gobierno, el pueblo de
entonces no tenía ya voluntad general propiamente dicha, no actuaba ya como soberano, sino
como magistrado."
266
20
Jellinek está por lo tanto equivocado al pretender (op. cit., p. 54) que Rousseau ha reconocido
claramente la posibilidad de leyes simplemente formales. En realidad, la distinción entre funciones
formales y materiales no se remonta hasta Rousseau, sino que dicha distinción se originó en
Alemania, bajo la influencia de causas jurídicas propias de ese país y de las que se volverá a tratar
más adelante (n' 106).
267
Duguit (UÉtat, vol. i, p. 435) rechaza enérgicamente toda doctrina que sólo admita
definiciones formalistas para la legislación o las demás funciones del Estado: "No
comprendemos cómo puede variar el carácter de un acto según sea el órgano que
realiza dicho acto. O el acto legislativo, el acto jurisdiccional y el acto
administrativo no tienen ninguna diferencia entre sí, o si existe esa diferencia,
debe subsistir, cualquiera que sea el agente que realiza el acto, cualquiera que
sea la forma en que se manifiesta." Partiendo de esto, Duguit (Traite, vol. I, pp.
132 ss.) distingue y define separadamente dos categorías de leyes: las leyes en
sentido material y las leyes en sentido formal. Artur ("Séparation des pouvoirs et
des fonctions, Revue du droit public, vol. xm, p. 224) sostiene igualmente que "en
aquello que se califica como ley, hay que distinguir entre las verdaderas leyes y
las impropiamente llamadas leyes", y desarrolla firmemente dicha distinción (pp.
219 ss.). Antes que estos autores, Lafcrriére (op. cit., 2* ed.. vol. H, pp. 3 ss.)
había afirmado ya que el Parlamento, "fuera de sus atribuciones legislativas",
posee una "autoridad que consiste en realizar actos de administración en forma de
leyes". "En verdad —añadía Laferriére (ibid., p. 17)— estos actos hechos en forma
de ley llevan este nombre. Pero la forma de los actos no cambia su naturaleza
intrínseca. Así como algunos actos legislativos pueden realizarse en forma de
decretos, también algunos actos administrativos pueden realizarse en forma de
leyes" (ver en igual sentido: Planiol, Traite élémcntaire de droit civil, 6* ed., vol. i, p.
65; Bouvier y Jéze, "Véritable notion de la loi de finances", Revue critique de
législation et de jurisprudence, 1897; Cahen, La loi et le réglement, pp. 46 ss.;
Moreau, Le réglement administr tif, p. 4). En cuanto a Hauriou, después de que en
las primeras ediciones de su Précis de droit adrninistratif, adoptó la distin0ción
entre las dos especies de leyes (ver por ejemplo 3' ed., pp. 37 ss.), presenta hoy
(6" ed., pp. 292 ss.; 8? ed., pp. 45 ss.) a la ley como constituida por dos
elementos, uno de forma y otro de fondo, debiendo ambos tenerse en cuenta en
su definición (ver n' 110, infra).
Pero es en Alemania sobre todo donde la distinción entre leyes materiales y
formales se ha profundizado más, habiendo sido adoptada desde luego por casi
todos los autores. (La relación de esos autores se encontrará en Laband, op. cit.,
ed. francesa, vol. u, p. 346 n. y en G. Meyer, op. cit., 6' ed., p. 550, n. 3). Entre sus
partidarios más decididos conviene señalar a G. Meyer (loe. cit., pp. 549 ss.),
Jellinek (op. cit.,pp. 226 ss.), Anschütz (Kritische Studien zur Lehre vom
Rechtssatz y Gegenwartige Theorien über den Begriff der gesetzgebenden
Gewalt, 29 ed., pp. 15 ss.), Seligmann (Der Begriff des Gesetzes, pp. 1 ss.). El
mismo Laband, si bien no descubrió la distinción, al menos tuvo el mérito de
precisar, más que ningún otro, su significación y su alcance (ver loe. cit.,
268
sión en lo tocante a las condiciones bajo las cuales la violación de las leyes por los
tribunales ocasiona la apertura de la casación de los juicios, el Código de
procedimiento-civil del Imperio alemán (art. 550) especifica que, por lo que se
refiere a la casación, "el vicio de violación de la ley sólo existe cuando una regla
de derecho ha sido desconocida o erróneamente aplicada por el tribunal" (cf.
Código penal alemán, art. 376). Así pues, la violación de una simple ley formal no
puede servir de base a la casación; únicamente la ley material produce el efecto
de iniciar la casación, en caso de violación de sus disposiciones. Existe aquí —
dice Laband (op. cit., ed. francesa, vol. II, p. 355)— una indicación que evidencia
el contraste entre la fuerza material y la fuerza formal de la ley.
En resumen, Laband y la escuela alemana creen que deben admitirse dos
categorías legislativas -distintas. Por una parte, la regla legislativa, que lleva en sí
fuerza material de ley y que dicen se concibe independientemente de la forma, ley
u ordenanza administrativa, en la que fue dictada. Y por otra parte, el acto
legislativo, que en cierto sentido —como así se reconoce21— sólo es una forma de
decisión y de actividad estatales, pero una forma que entraña la fuerza legislativa
formal. Y se pretende aplicar a cada una de esas dos categorías el nombre de ley:
leyes en sentidos completamente diferentes, pero leyes a pesar de todo por una
parte y por otra. 93. Todo esto no constituye simple escolástica. Si se quiere
conocer el verdadero alcance jurídico y eminentemente práctico de la teoría
dualista de la ley, importa hacer notar, en la teoría de Laband y concordes, un
último punto que es seguramente el punto capital de la misma y que se refiere a la
cuestión, tan delicada y debatida, de la delimitación del campo administrativo con
relación a la ley. Entre los diversos objetos sobre los cuales el Estado ha de tomar
decisiones, ¿cuáles exigen una intervención del órgano legislativo, que estatuya
por la vía legislativa, y cuáles pueden tratarse por las autoridades administrativas
en forma de actos de administración? Y en particular, ¿cuál es la esfera reservada
a la legislación y cuál es la que pertenece propiamente al reglamento
administrativo? La gran utilidad de la distinción entre leyes formales y materiales, y
desde luego el objeto esencial que persiguen los autores alemanes que la
defienden, es precisamente el proporcionar a esta cuestión la siguiente solución,
muy simple y muy clara a la vez.
En principio, toda prescripción que lleve en sí el carácter de ley material depende
de la competencia de la autoridad legislativa. En su sentido propio y esencial, en
efecto, la ley material no es, en definitiva, sino
164
21
Laband (loe. cit., p. 344) dice que en la expresión "ley formal", la palabra "ley" designa realmente
una forma bajo la que se manifiesta la voluntad del Estado.
270
la ley ratione materiae, la ley caracterizada por su materia. Decir que una
prescripción tiene naturaleza de ley material es, pues, como decir que constituye,
por su misma naturaleza, la mater-ia de una ley, y por consiguienle debe
normalmente dictarse por la vía especial de la legislación. También, cuando la
Conslitución declara que el poder de hacer las leyes sólo pertenece a tal o cual
órgano por ella designado, se debe entender por ello que cualquier disposición
que contenga materia de ley sólo puede, en tesis general, decretarse por la forma
y el órgano legislativos. En una palabra, la legislación material constituye el campo
especial y natural de la legislación formal. Las demás prescripciones o reglas
emitidas por el Estado no entran en principio en dicho campo reservado, sino que
dependen de la potestad administrativa. Y si de hecho o por alguna razón jurídica
derivada de una exigencia expresa de los textos legislativos vigentes, han sido
emitidas por la la vía de-la legislación, sólo constituyen leyes formales. La
distinción entre leyes materiales y formales constituye así la base misma de la
delimitación de las competencias legislativa y administrativa (Laband, loe, cit., vol.
H, p. 384; Jellinek, op. cit., pp. 254 ss.; G. Meyer, loe. cll., p. 563; Anschütz,
Gegenwartige Theorien über den Begriff der gfisetzgebenden Gewalt, 2ª ed., pp.
15 ss.). Y de una manera general, la teoría de las funciones materiales tiene por
efecto poner de manifiesto, para cada una de las categorías de órganos del
Estado cuál es en principio el campo reservado a su competencia especial. Este
es el gran interés práctico de esta teoría.
Tal como acaba de ser expuesta, la teoría dualista de las funciones prevalece hoy
día en la literatura. ¿Está justificada esa preponderancia? Desde luego,
colocándose en el punto de vista racional, parece perfectamente lógico definir
doble y distintamente a las funciones por su forma constitucional por una parte y
por otra parte por su naturaleza misma. Ahora que para el jurista —y es importante
observarlo-—• no se trata de saber si este doble concepto de las funciones
estatales sirve para satisfacer al espíritu, sino de cerciorarse, en el terreno del
derecho positivo, de si posee algún valor jurídico y si está conforme con el sistema
de derecho público establecido por las Constituciones vigentes. La Constitución
francesa en particular, ¿admite o autoriza la distinción entre funciones materiales y
formales? Y puesto que el verdadero interés jurídico de esta distinción consiste
ante todo en determinar, por la misma definición que se ha dado de las funciones
materiales, aquellos objetos que en derecho constituyen la materia propia y el
campo reservado de cada una de las funciones formales, ¿proporciona la
Constitución francesa los elementos de una determinación de ese género? Por
ejemplo, y particularmente en lo que se refiere a la función legislativa, ¿se
encuentra en el derecho positivo francés alguna definición de la ley o alguna
indicación
271
CAPITULO I
LA FUNCIÓN LEGISLATIVA
SECCIÓN I
DEFINICIÓN DE LA LEY
94. Los autores que admiten la distinción entre dos clases de leyes, o sea que
sostienen que existen leyes formales que no son leyes materiales, y
recíprocamente, afirman que dicha distinción tiene su fundamento y halla su
consagración en el derecho positivo de las Constituciones modernas.
Evidentemente, los textos constitucionales ponen de relieve en forma especial el
concepto formal de la ley. Esto se debe a que la Constitución, al colocarse
inmediatamente en el punto de vista de las realidades prácticas, no se preocupa
gran cosa de destacar la definición abstracta de las funciones, sino que toma en
consideración principalmente la actividad de los órganos.1 Por consiguiente, tiene
cierta tendencia a confundir a la función con la actividad del órgano y a tratar como
ley, por ejemplo, cualquier acto del cuerpo legislativo. La Constitución no
construye una teoría funcional, sino un sistema orgánico de los poderes. Por eso
las funciones del Estado no suelen aparecer, en los textos constitucionales, más
que en su aspecto formal. Sin embargo, hay lugar a suponer que
1 Se podrá observar en este aspecto que los textos constitucionales no hablan de
funciones, sino de poderes, y esta misma palabra revela que la Constitución tiende
ante todo a establecer la competencia o potestad de los órganos. Así, por ejemplo,
el art. 1* de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875 utiliza la expresión
"poder legislativo" al referirse o la función ejercida por el órgano de la legislación; y
asimismo el art. 7 de la misma lev designa con el nombre de "poder ejecutivo" a la
fanción que ejerce el Presidente de la República. En otros términos, la
Constitución define a las funciones estatales por la potestad de los órganos. De
ahí vino en parte la deplorable costumbre de identificar verbalmente a los órganos
constitucionales con la potestad que les pertenece en propiedad y de la que son,
en cierto modo, la misma encamación. El legislador tomó el nombre del poder
legislador; la? autoridades ejecutivas reciben comúnmente el nombre de poder
ejecutivo. La misma Constitución emplea este lenguaje al calificar de "poder
público" a las diversas autoridades constituidas
(ver la titulación de la ley de 25 de febrero de 1875 comparada con la de la ley de
24 de febrero de 1875; ver asimismo la titulación de la ley de 16 de julio de 1875;
ver también, en la ley de 25 de febrero de 1875, el art. 9 que se refiere a "la sede
del poder ejecutivo"). Ya fue presentada la crítica de dicha terminología (n. 1 del n°
87).
273
2
Ocurre así al menos para los reglamentos cuyas prescripciones producen efectos que alcanzan a
los administrados. En cuanto a los reglamentos que se refieren únicamente a la organización y
funcionamiento internos de los servicios administrativos, los tribunales no tienen por qué
inmiscuirse en su apreciación.
275
las diferencias esenciales que separan las reglas legislativas de las reglas
administrativas? Sobre todos estos puntos los autores se hallan muy lejos de
llegar a un acuerdo.
con la famosa definición de Montesquieu (Esprit des lois, lib. I, cap. I):"Las leyes,
en su significación más extendida, son las necesarias relaciones que se derivan
de la naturaleza de las cosas." Pero las leyes del orden jurídico se diferencian
precisamente de las leyes naturales, morales y sociales en que, desde el estricto
punto de vista del derecho, dependen de la sola voluntad positiva del legislador, y
en que presentan por lo tanto un carácter artificial y efímero que excluye, por lo
que a ellas se refiere, cualquier posibilidad de relacionar el concepto de regla con
la idea de una necesidad constante y absoluta. Finalmente, un argumento de
orden político que se ha invocado frecuentemente en la literatura francesa
consiste en sostener que la generalidad responde al objeto mismo de la ley y
constituye esencialmente su razón de ser.
Al principio —dice Duguit (L'État, vol. i, capítulo vi, §§ 5 y 6; capítulo vn, § 1; Traite,
vol. i, pp. 138 ss.)— el poder de los gobernantes sólo se ejercía por medio de
mandamientos individuales. Pero llegó un momento en que se sintió la necesidad
de sustraer a los ciudadanos de la incertidumbre y de la arbitrariedad de las
decisiones individuales, así como de limitar la potestad de los gobernantes
mediante reglas superiores que condicionaran su intervención en cada caso
particular. De aquí nació la ley, o sea la regla concebida en términos generales y
abstractos, que enuncia previamente ciertos preceptos fijos, de los cuales sólo son
aplicaciones particulares las decisiones posteriores de los gobernantes, o por lo
menos que formula en principio las condiciones y los límites entre los cuales podrá
fluctuar, con relación a cada caso individual, la actividad de los gobernantes. La
regla legislativa da de este modo origen, en el Estado, a un orden jurídico superior,
que rige a la vez a los gobernantes y a los gobernados. Estos tienen, en dicho
régimen legal, protección y seguridad dobles: por una parte están a salvo de
cualquier sorpresa, por cuanto conocen previamente las disposiciones que podrán,
llegado el caso, serles aplicadas por los administradores, o el derecho que, en
cada caso, podrá serles enunciado por los jueces. Y por otra parte lo que
garantiza la seguridad de los ciudadanos es que, por razón misma de su carácter
abstracto e impersonal, la ley será dictada por la autoridad legislativa en un
espíritu relativamente desinteresado, y por lo tanto en un espíritu más equitativo
que las decisiones individuales inspiradas en el interés del momento o en
consideración a las personas. La ley será tanto menos arbitraria u opresiva cuanto
que todos, incluso los mismos gobernantes, estén igualmente sometidos a ella.
Todas estas ventajas vienen directamente de la generalidad, y Duguit demuestra
(UÉtat, vol. i, p. 475) que ha sido considerada, desde la antigüedad, en la ciudad
griega lo mismo que en Roma, como la condición de la libertad. Este autor deduce
como consecuencia (p. 503) que la ley es esencialmente
280
1
Algunos autores han tratado de negar que las medidas tomadas en esa época por vía legislativa
contra los miembros c!e las familias que reinaron en Francia tuvieran carácter individual. Ahora
bien, no sólo es lógicamente imposible pretender que leyes de esa naturaleza se hayan referido a
una categoría abstracta de personas indeterminadas, sino que también es conveniente observar
que las personas contra las cuales iban dirigidas especialmente se determinaban por razón de una
cualidad que les era individualmente propia, por hallarse dicha cualidad adherida a su personalidad
de un modo a la vez originario e indeleble, lo que acaba de dar a dichas leyes naturaleza de
disposiciones individuales.
282
legislativa misma. Así pues, es tan falso que la generalidad constituya el carácter
indispensable de la ley —en el sentido constitucional— que, según el derecho
francés, por el contrario, se necesita precisamente una ley cada vez que se trata
de estatuir a título particular respecto de algún caso no previsto por la legislación
existente.2
En el estado actual del derecho público francés, la doctrina que pretende que la
esencia y la razón de ser de la ley consiste en su generalidad parece, pues,
desprovista de todo alcance práctico y de todo interés jurídico. No obstante,
alegan sus defensores que existe gran interés en reconocer que la decisión
particular adoptada en forma legislativa no es una ley, sino un acto de
administración. Dicho interés consistiría en que, como cualquier acto
administrativo, esa decisión se halla subordinada a las leyes existentes y no puede
adoptarse sino conforme a las reglas generales vigentes. Por eso, Laferriére (op.
cit., 2* ed., vol. u, p. 17) sostiene que el legislador está obligado por las leyes
existentes siempre que estatuye a título particular. Esmein (Éléments, 5? ed., p.
645) declara asimismo que la ley es "una regla uniforme para todos, e inevitable
en el sentido de que ninguno de los poderes públicos puede, en derecho,
prescindir de su aplicación en un caso particular. El poder legislativo puede
derogar una ley, pero mientras ésta se halle vigente no puede suspenderla o
prescindir de su aplicación en una hipótesis especial que se encuentre
exactamente dentro de la regla que dicta". Duguit (L État,vol. i, pp. 521 ss.; Traite,
vol. n, p. 317) no teme afirmar que una decisión individual, aunque fuera dictada
por el Parlamento en forma de ley, es ilegal si contraviene a la legislación general
existente, o aun simplemente si no encuentra alguna regla legislativa anterior con
la que pueda relacionarse (cf. en el mismo sentido, y a propósito de dos leyes
individuales de 13 de julio de 1906, Delpech, Revue du droit public, 1906, pp. 507
55.; ver también Barthélemy, "De la dérogation aux lois par le pouvoir législatif", en
la misma Revue, 1907, pp. 478 ss.). Pero esta consecuencia práctica de la teoría
de la generalidad está precisamente en completa oposición con el sistema francés
de los poderes constitucionales del Parlamento como órgano legislativo, así como
con el concepto moderno de la fuerza constitucional inherente a la ley. Los autores
antes citados se ven ellos mismos obligados a reconocer que, contra la ley indi-
2 En Alemania, Kleischmann ("Die materielle Gesetszgebund", Handbuch der
Politik, vol. I, p. 271) hace notar que en la época actual es muy raro que el
legislador estatuya por una ley sobre un caso particular; pero esto no es de ningún
modo imposible ni inconstitucional, y dicho autor cita diversos ejemplos tomados
de la legislación alemana contemporánea, ejemplos que demuestran que la
intervención de una ley es necesaria cuantas veces se trata de estatuir, aunque
fuere a título particular, sobre alguna r.uestión de derecho que no se halle
regulada por las leyes vigentes.
284
vidual que deroga el orden jurídico general, no existe ninguna vía de recurso que
permita a cualquiera alegar la supuesta ilegalidad (Duguií, Traite, vol. i, p. 136). En
vano invócase aquí el principio proclamado en el art. 6 de la Declaración de 1789,
que dice: "La ley habrá de ser la misma para todos". Como muy justamente
observa Arndt (Das selbslándige Verordnungsrecht, p. 58), dicha prescripción, por
cuanto se dirige al legislador, no tiene mayor alcance que el de una
recomendación política, ya que actualmente el derecho positivo francés no habilita
a ningún órgano constitucional para que pueda controlar la regularidad de los
actos legislativos de las Cámaras, y en caso de irregularidad, decretar su casación
o paralizar sus efectos. Finalmente, ninguna autoridad se halla tampoco
capacitada para conceder indemnización a la parte que se considera dañada por
una ley individual que transgriede la legislación general (cf. Tirard, La
responsabilité de la puissance publique, p. 151; Barthélemy, Kevue du droit public,
1907, pp. 92 ss.; ver también los núms. 75 y 77, supraJ. En estas condiciones, la
supuesta obligación para el legislador de respetar las leyes y sus reglas generales
carece de valor jurídico o, mejor dicho, no existe jurídicamente.3 La conclusión
que se desprende de estas observaciones es, por lo tanto, que, lejos de
caracterizarse por su generalidad, la ley, en la acepción constitucional de la
palabra, tiene, por el contrario, como uno de sus principales caracteres el poder
derogar, por vía de disposición particular, las reglas generales vigentes (Cahen,
op, cit., p. 308). Por eso igualmente, la potestad legislativa se diferencia
esencialmente de la potestad administrativa, la cual, por su misma definición, sólo
puede ejercerse bajo el imperio de las leyes y reglamentos. Todo esto, en el
fondo, viene a. significar que en materia de decisiones individuales el legislador no
se halla limitado más que por sus propios sentimientos de equidad y por
3 Cf. a este respecto Larnaude, "Elude sur les garandes judiciaires qui existent
dans certains pays au profit des particuliers centre les actes du pouvoir legislatif",
Bulletin de la Société de législation compares, 1902, p. 221: "No solamente en el
caso de un conflicto entre la ley y la Constitución es cuando los tribunales se
encuentran desarmados a consecuencia del principio de la omnipotencia
legislativa. No se hace notar suficientemente, en efecto, que la situación de los
tribunales es la misma cuando las Cámaras han violado una ley cuya aplicación
habían de realizar. Esto es lo que puede ocurrir cada vez que las Cámaras
realizan actos de administración... Los actos de administración realizados en
forma de ley no pueden ser conferidos a los tribunales y especialmente no pueden
ser objeto de un recurso por extralimitación de poderes ante el Consejo de
Estado." Y este autor lo explica con doble razonamiento: "La primera razón que
aduce es que dicho recurso ante el Consejo de Estado debería acabar en una
anulación, pero en el estado actual del derecho público francés ninguna autoridad,
y con mayor razón ningún tribunal, puede anular un acto legislativo. La segunda
razón consiste en que "una ley siempre puede derogar otra ley anterior" y
especialmente una ley que se refiera a un caso particular puede derogar el orden
jurídico general consagrado por la legislación preexistente.
285
99. Hay que reconocer con justicia que la teoría de los autores alemanes respecto
a la naturaleza intrínseca de la ley y respecto a la distinción entre la ley material y
la ley formal busca su punto de apoyo y su justificación en la Constitución misma.
Según la terminología que prevalece en Alemania, se entiende por ley material
aquellas reglas para cuyo establecimiento, y por razón misma de su materia, exige
la Constitución el empleo de la vía legislativa formal. La ley material es por lo tanto
aquella regla que en principio ha sido reservada por la Constitución a la
competencia especial de los órganos legislativos y que, en ese sentido, constituye
la materia propia de la legislación. La oposición entre leyes materiales y formales
corresponde así a la delimitación establecida objetivamente por el derecho
constitucional positivo entre el campo de la competencia legislativa y el de la
competencia administrativa. Al colocar su teoría de la ley material en ese terreno
claramente jurídico, los alemanes no pueden caer en el defecto de arbitrariedad.
Queda únicamente por comprobar si el criterio de la ley que pretenden hallar en
las Constituciones alemanas se encuentra efectivamente en ellas. Pero esto es
otra cuestión, y sobre todo, ya habrá lugar a indagar si ese criterio es realmente el
del derecho público francés. Según la doctrina alemana, el criterio constitucional
de la ley se
286
3
Hemos visto antes (n9 89) que ya Laband había llegado, por otro camino, a negar naturaleza de
ley a esta clase de decisiones. Según dicho autor, en efecto, forman parte de las operaciones
actuantes del Estado, pero no de sus operaciones legisladoras.
289
ni ninguna nueva facultad para los ciudadanos mismos. Las leyes de esta especie
no se refieren al orden jurídico del Estado, sino que, al tener únicamente por
objeto asegurar la marcha de los servicios públicos, conciernen solamente al
funcionario de la administración estatal y producen sus efectos reguladores
exclusivamente dentro de la esfera administrativa.
Por esto Laband las caracteriza con el nombre de "leyes
administrativas"(Verwaítungsgesetzse), es decir, leyes referentes a la
administración o que hacen administración, en oposición a las "leyes referentes al
derecho". Y por ello entiende que, en el fondo, sólo constituyen manifestaciones
de la función y de la potestad administrativas, o sea actos administrativos. Ya
Rousseau había distinguido, en este mismo sentido, "dos voluntades generales,
una con respecto a todos los ciudadanos y la otra para los miembros de la
administración únicamente" (Contrat social, lib. III, cap. v). Por lo tanto, en esta
segunda teoría, habrá de dividirse la actividad del Estado en la forma siguiente.
Por una parte, las decisiones que crean reglas —generales o especiales
(Rechtssatz)— de derecho. Cualquiera que fuere la autoridad de la que emanan,
estas decisiones constituyen en el fondo actos de legislación. Así pues, Laband
(loe. cit., vol. n, p. 381) no duda en calificar de leyes materiales los reglamentos
dictados por la autoridad administrativa, cuando contienen prescripciones que
atañen a los ciudadanos en su derecho individual; Jellinek (op. cit., p. 385) afirma
asimismo que una ordenanza administrativa que tenga por contenido una
prescripción referente al derecho individual es una ley material en forma de acto
administrativo, y deduce de ello (L'État moderne, ed. francesa, vol. u, p. 323) que
por su poder reglamentario la autoridad administrativa participa, en algunos casos,
en la legislación material. Por otra parte, existen actos administrativos que no
entrañan, para los ciudadanos, ninguna nueva consecuencia jurídica, sino que
manteniéndose dentro de los límites del derecho individual existente, se reducen a
aplicar ese derecho a los ciudadanos por la vía de decisiones particulares, o
también, cuando proceden por la vía de prescripciones reglamentarias, se ciñen a
la organización y a la reglamentación internas de los servicios públicos. Las
decisiones o prescripciones de esta clase, desde el punto de vista material, son
actos administrativos, incluso en el caso de que tuvieran por autor al órgano
legislativo. Se puede, pues, definir la administración como el conjunto de aquellos
actos del Estado que no crean nuevo derecho para los subditos.
102. Toda esta teoría ha salido de las tendencias inherentes al
constitucionalismomoderno. Mientras que la antigüedad había concebido a la ley
como siendo ante todo una regla general, el concepto según el cual la ley tiene por
función propia y por especial objeto regular el dere
290
una "exclusión de la iniciativa del Ejecutivo". G. Meyer (op. cit., 6* ed.,pp. 561 ss.,
p. 603.; texto y n. 10) deduce de ello que la vía de la ordenanza queda excluida
para todo aquello que sea reglamentación de los derechos de las personas. La
autoridad administrativa sólo puede emitir ordenanzas que contengan semejante
reglamentación en los casos en que se encuentra expresamente habilitada para
ello por un texto de ley (ver en el mismo sentido: Anschütz, op. cit., 2* ed., pp. 15
ss., 28 ss.; Jellinek, op. cit., pp. 254 ss.; Seligman, op. cit., pp. 113 ss., y los
demás autores citados por G. Meyer, loe. cit., p. 563, re. 7 y por Fleischmann,
"Diematerieíle Gesetzgebung", Handbuch der Politik, vol. i, pp. 269 ss.)
103. Los autores alemanes no se han limitado a despejar su teoría de la ley
material en el terreno de su derecho nacional, sino que pretenden además que
dicha teoría es la del derecho francés. Jellinek (op. cit.,pp. 77 y 99) sostiene que
desde 1789 la regla de derecho, en Francia, constituye la materia especial de la
ley, y en ese sentido invoca la Declaración de los derechos del hombre y del
ciudadano, cuyos arts. 4, 5, 7, 8, 10 y 11 implican, según él, que la reglamentación
y la limitación de los derechos de los ciudadanos dependen de la ley, y sólo de
ella. El art. 4, en particular, parece consagrar claramente ese principio, al decir: "El
ejercicio de los derechos de cada hombre no tiene más límites que los que
aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de esos mismos
derechos. Dichos límites sólo pueden ser determinados por la ley". De esto bien
parece resultar que las facultades jurídicas de los ciudadanos no pueden
modificarse por un simple reglamento administrativo. Esto
168
5
Cf. Hubrich, Das Reichsgerícht übcr dun Gesetzes und Verordnungsbegrijf nach Reichsrecht (ver
especialmente pp. 10 ss., 57 ss.), que analiza buen número de decisiones del tribunal del Imperio
señalando la interpretación que debe darse a los textos de la Constitución del Imperio referentes al
concepto de ley y de poder legislativo, y que muestra que esos textos fueron interpretados por la
Corte de Leipzig como estableciendo el concepto material de la ley-regia de derecho. Ha habido,
sin embargo, disidencias. El representante principal de la opinión opuesta es Arndt, el cual, en una
serie de escritos (ver especialmente Das Verordnungfirecht des deutschen Reiches, pp. 57 ss.; Die
Verfassungsurkunde für den premsischen Staat, 6 ed., pp. 241 ss.; Das selbstandige
Verordnungsrecht, pp. 37 ss.,- 64ssJ, sostiene que, para Prusia así como para el Imperio, "el
concepto de ley, en los textos constitucionales alemanes, es un concepto puramente formal, libre
de toda consideración relativa al contenido del acto hecho en forma legislativa" (traducido del
Staatsrccht des deutschen Reiches de Arndt, pp. 157 ss.). En lo que se refiere especialmente a
Prusia, Arndi desarrolla la tesis de que la esfera reservada a la legislación, en oposición a la
ordenanza, se determina únicamente por la enumeración limitativa de las materias para las cuales
se exige una ley formal por un texto expreso de la Constitución. Todo aquello que no se halla
comprendido dentro de dicha enumeración constitucional puede, según ese autor, regularse
mediante ordenanzas del monarca, el cual estatuye praetcr legern. En el mismo sentido: Bornhak.
Preussisches Staatsrecht, vol. i, p. 486 ss. y Allg. Staatslehre, pp. 165 ss., y los autores citados por
G. Meyer, op. cit., 6" ed., p. 563, n. 7. En Francia, Cahen (op. cit., p. 296) declara que adopta,
respecto a este último punto, las ideas de Arndt.
293
es, en efecto, lo que enseñan corrientemente los autores franceses. Duguit, por
ejemplo (UÉtat, vol. n, pp. 334 y 335), dice: "Existe un principio cierto, y es que
una ley formal, únicamente, puede afectar a los derechos individuales. En cuanto
a las materias sobre las cuales puede legislarse en forma reglamentaria, son todas
aquellas que no se refieren directamente a los derechos individuales de los
ciudadanos". Asimismo, E. Fierre, Traite de droit politique, electoral et
parlementaire 2* ed., n° 5.1, dice: "El poder legislativo es el ú nico que puede
regular el estado de las personas, los derechos civiles y políticos, los efectos de
las convenciones, tocar al derecho de propiedad, etc." Idéntica doctrina profesa
Hauriou. Este autor, que en la 59 edición de su Précis de droit administrctif (p. 20)
había escrito ya: "El campo reservado del derecho legal es la personalidad
jurídica", repite hoy que el derecho legal se elabora "con la idea de la garantía de
las libertades individuales" y "en el interés individual" de los miembros del Estado
(6* ed., p. 297; cf. 8? ed., p. 46). Formula después este principio: "Es y debe ser
materia de ley toda nueva condición impuesta al ejercicio de una libertad",
añadiendo que la organización de la libertad individual comprende asimismo "las
reglas orgánicas cíelos poderes públicos y aquellas que organizan las
transacciones privadas (derecho civil y derecho comercial)" (8? ed., p. 47). Por
esto la teoría de Hauriou se aproxima mucho a la de Laband, que identifica la ley
material con la regla de derecho individual.
104. ¿Qué debe pensarse de esta teoría? Para apreciar el valor de la misma, es
preciso percatarse bien de su alcance. Al decir que el elemento propio de la
legislación es la regla de derecho, los autores alemanes no pretenden de ningún
modo limitar la extensión de la potestad legislativa a ese objeto especial.
Reconocen que dicha extensión, en un sentido, es indefinida, pues la potestad
legislativa no tiene límites, por cuanto el órgano legislativo siempre es dueño de
atraer hacia sí y de apropiarse cualquier materia, sea regla de derecho u otra,
sobre la que desee legislar. Bajo este aspecto, cualquier prescripción puede llegar
a ser materia de ley; y, por el hecho mismo de que una prescrioción haya sido
emitida en forma legislativa, la materia a la cual se refiere se encuentra
incorporada al campo de la legislación, en el sentido de que se sustrae a la
autoridad administrativa, que ya no puede reglamentarla por sus ordenanzas. Esto
ocurre, según Laband (loe. cit., vol. II, pp. 353 ss., 485 y 486), en lo que concierne
a las reglas cíe orden administrativo. La autoridad administrativa no puede estatuir
sobre aquellos objetos de administración que, de hecho, se encuentran ya
regulados por las leyes. Pero al menos tiene competencia para estatuir por su
propia potestad sobre las materias administrativas, hasta donde la ausencia de ley
en cuanto a dichas materias le deje el campo libre. No puede, pues, decirse
294
material, revelado, según se dice, por los precedentes constitucionales y por los
debates parlamentarios anteriores a la Constitución de 1850 (Ansehütz, loc. cit.,
pp. 136 ss.), no puede ser otro que el de la regla de derecho. Así pues, el art. 62
vendría a significar que se precisa una ley formal para la adopción de cualquier
regla concerniente al derecho individual. Pero para el jurista que emprende sin
prevención la lectura del art. 62, la argumentación que acaba de exponerse no es
decisiva ni mucho ráenos. Como sostiene Arndt (Verordnungsrecht des deutschen
Reiches, pp.2055., 49 ss.; Verfassungsurkunde für den preussischen Staat, 6a ed.,
pp. 241 ss.), es muy posible que el art. 62 haya tenido únicamente por objeto
determinar cómo nace una ley, sin que dicho texto haya tenido jamás la intención
de fijar los casos en los cuales una ley es necesaria. Puede, en efecto,
interpretarse el art. 62 en la forma siguiente: dicho texto, después de haber
formulado en principio, en su primer párrafo, que el rey con las Cámaras
concurren para formar el órgano legislativo de Prusia, cuida especialmente de
precisar en qué sentido la Corona y el Parlamento se hallan investidos
"colectivamente" de la potestad legislativa, y con dicho objeto especifica, en un
segundo párrafo, que una ley no puede formarse más que por medio de un
"acuerdo" entre el monarca y las asambleas. El objeto de la segunda mitad del
texto es, pues, afirmar especialmente la necesidad de ese acuerdo para la
formación de toda ley. Esta lectura o interpretación le da un sentido útil a ambas
partes del art. 62.
La impresión que produce así el art. 62 parece fortificarse aun más por los
términos en los cuales está redactado el art. 5 de la Constitución del Imperio, que
formula para el Imperio una regla que corresponde a la que establece para Prusia
el art. 62. Según dicho art. 5, "la potestad legislativa del Imperio se ejerce por el
Bundesrat y el Reichstag. El acuerdo entre las decisiones tomadas por mayoría de
votos por esas dos asambleas es necesario y suficiente para la adopción de una
ley imperial". Por mucho que digan Laband (Droit public de l'Empire allemand, ed.
francesa, vol. II, pp. 384 ss J, Seligmann (op. cit., pp. 120 ss.) y otros más (citados
por G. Meyer, loe. cit., p. 603, n. 10), el mismo tenor de esta última frase induce a
pensar, a todo lector no prevenido, que se trata únicamente de las condiciones
requeridas para la confección de la ley formal y que en ningún modo tiene el texto
por objeto ni por efecto fijar el campo de la legislación ni tampoco el concepto
material de la ley."
6 Cuando, por ejemplo, el art. 5 de la Constitución del Imperio declara que el
acuerdo de las mayorías del Bundesrat y del Reichstag es "suficiente" para la
formación de las leyes de Imperio, el objeto de dicho texto es el de especificar que
•—a diferencia de lo que exige el art. 78 para la adopción de las leyes
modificativas de la misma Constitución— la simple
296
por ejemplo en el art. 62 prusiano, la palabra ley sólo se refiera, según su sentido
tradicional y según los trabajos preparatorios, a la regla referente al derecho de los
ciudadanos. El objeto —muy considerable— de dicha-demostración, fue el de
establecer que el monarca solamente se despojó del libre ejercicio de la potestad
legislativa en aquello que concierne a las regías llamadas de derecho, pero que
para todas las demás reglas conservó el poder constitucional de dictarlas por sí
solo en forma de ordenanzas. Junto a las reglas que así exigen la deliberación y la
adopción por las asambleas, existe, pues, según esta tesis, un amplio campo de
reglamentación que es el de la ordenanza y que sigue perteneciéndole al monarca
estatuyendo por su sola potestad. De esto ha salido la distinción en Alemania
entre leyes materiales y leyes formales. La ley material es toda prescripción
susceptible de producir algún nuevo efecto jurídico con respecto a los subditos.
Toda prescripción de esta clase, o sea toda regla de derecho, constituye en efecto
materia de ley, en el preciso sentido de que debe ser objeto de una ley formal, es
decir, de una ley que habrá de someterse al voto de las Cámaras antes de poder
ser decretada por el rey. El campo de la legislación material es, pues, aquel que
depende de la competencia del Parlamento. En sentido inverso, toda decisión,
prescripción o reglamentación que no concierne a los súbditos o que permanece
dentro de los límites del orden jurídico individual vigente, deja de formar parte del
campo de la legislación, no es ya materia de ley. Puesto que, en efecto, el
monarca ha conservado para sí solo todos aquellos poderes de los que no se ha
despojado por la Constitución, resulta por la interpretación dada en Alemania al
art. 62 de la Constitución prusiana y a los textos análogos de las demás
Constituciones alemanas, que las decisiones o reglas de este segundo género
pueden ser dictadas por el monarca actuando por su sola voluntad por vía de
ordenanza y sin la intervención de las Cámaras. Esta es la parte de su antiguo
poder legislativo que el rey continúa poseyendo y ejerciendo de manera exclusiva.
Y si, de hecho, algunas prescripciones de este segundo género son emitidas en
forma legislativa con el concurso de las Cámaras, la ley así creada sólo constituirá
una ley formal, es decir, una ley que se refiere a una materia no legislativa en sí.
Se ve con ello que la teoría de las leyes materiales y formales se ha formado en
Alemania por la evolución del derecho monárquico propio de dicho país,
relacionándose íntimamente con dicha evolución y explicándose tan sólo por ella.
Muy distinto es, a este respecto, el punto de partida del sistema francés. El rey
después de 1789, y actualmente el Presidente de la República, no tiene más
poderes que aquellos que le son conferidos especialmente por la Constitución.
Esto ocurre, por ejemplo, en lo que concierne a su poder de reglamentación. Y la
fórmula constitucional que determina el
300
concebir al Estado sin sus subditos, sino también ver en él otra cosa que la
personificación de la colectividad de sus miembros orgánicamente unificada (ver 4,
supra). Se deduce de esto que las prescripciones que conciernen al
funcionamiento administrativo del Estado no pueden considerarse como una
reglamentación enteramente indiferente a los ciudadanos, como derecho que les
sea perfectamente extraño. El derecho del Estado, aunque no consista
absolutamente en reglas de derecho individual. es sin embargo el derecho de los
ciudadanos por cuanto éstos son miembros de la colectividad.10 No hay, pues,
comparación posible entre las reglas de conducta que un particular pueda fijarse
para la gestión de sus asuntos y las reglas legislativas que el Estado dicta para la
administración de sus servicios. El reglamento adoptado por un simple particular
no es sino un acto esencialmente privado. Por el contrario, el Estado no podría
concebirse de tal manera distinto de sus miembros que se pudiera suponer que, al
formular reglas para la organización y la marcha de sus servicios, actúa
exclusivamente dentro de los límites de su esfera de intereses propios, en
oposición a la esfera de intereses de sus miembros. Porque se considere al
Estado con respecto a sus organismos administrativos, no puede convertirse por
eso en una persona de la que pueda decirse que sus asuntos sólo a ella le
interesan.
11
Cualquier regla emitida con el objeto de regir la actividad estatal, incluso en el
interior del aparato administrativo, constituye un elemento del orden jurídico de la
comunidad de los ciudadanos.12 El hecho de que los ciudadanos, en el caso de
violación del derecho referente a los asuntos del Estado, carecen de recurso
individual, se explica naturalmente por el carácter colectivo propio de este
derecho. Así como los ciudadanos, en efecto, sólo participan de este derecho del
Estado en su cualidad de miembros de la colectividad, así también sólo pueden
reaccionar contra la violación de dicho derecho estatal por mediación de los
órganos competentes de la colectividad y en las formas constitucionales previstas
por el estatuto de dicha colectividad. La reacción, el recurso, no son individuales;
el derecho que nos ocupa tampoco lo es, mas ello no significa que dicho derecho
o dicho orden jurídico referente a los asuntos del Estado sea algn indiferente o
extraño a los ciudadanos cuya colectividad personifica el Estado.
169
11 La teoría que exige una ley únicamente para las reglas concernientes al derecho de los individuos y abandona al reglamento o a la ordenanza todo lo
que se refiera al funcionamiento interno de los servicios del Estado es una teoría atrasada, que recuerda en cierto modo el concepto primitivo del Código
civil, por el cual la propiedad inmueble, considerada, en relación con el adagio "res mobilis, res vilis", como muy superior a la mueble, se hallaba rodeada
de muy especiales precauciones, que se rehusaban entonces a la propiedad mueble. Pero en la época presente una disposición, sea general o sea
incluso particular, referente a la organización interna del Estado o al funcionamiento de sus asuntos, ¿no tiene a veces repercusiones políticas o
económicas que presentan para los ciudadanos mismos un interés más fuerte y poderoso que el que pueda entrañar para ellos una prescripción que se
relacione, directamente sin duda, pero quizás en un punto mínimo, con su estado, su capacidad o su patrimonio? 12 Es lo que afirmaba, en el año VIII,
el Profet de Code civil, elaborado por la Comisión
304
del Gobierno, en su libro preliminar, tít. n, art. 2: "Las leyes, sean de la naturaleza que fueren,
interesan a la vez al público y a los particulares. Aquellas que interesan a la sociedad más
inmediatamente que a los individuos, forman el derecho público de una nación" (Fenet, Travaux
préparatoires du Code civil, vol. n, p. 5).
305
13
Este punto de vista conduce por otra parte a sutilezas inadmisibles. Por ejemplo, en el caso de
una ley de organización judicial, Seligmann distingue según diga el texto: "Tul
306
fije las horas de trabajo en una oficina del Estado presenta en sí misma, y en el
más alto grado, según Seligmann, el carácter de una prescripción que sólo
concierne a la actividad interna de los funcionarios adscritos al servicio, y por lo
tanto dicha regla, aunque estuviera consagrada por una ley formal, sólo puede
constituir una prescripción administrativa.
A esto ha replicado O. Mayer (op. cit., ed. francesa, vol. i, p. 117, n. 18) que entre
las disposiciones referentes a la conducta de los agentes administrativos que
están en contacto con el público, pocas hay cuya naturaleza o cuyo contenido se
oponga a que puedan interpretarse como reglas de derecho que producen efectos
con respecto a los administrado ver en el mismo sentido Duguit, Traite, vol. i, p.
207). Así, en el ejemplo citado por Seligmann, la persona que, debiendo realizar
un acto dentro de cierto plazo, se ve impedida de hacerlo por haberse cerrado la
oficina antes de la hora reglamentaria, sufre por este motivo una lesión o daño y
tendría manifiesto interés en que se le permitiera alegar la regla sobre las horas de
servicio; luego dicha regla se concibe como perfectamente susceptible de formar
una regla de derecho, que pudieran invocar los administrados y que impusiera una
obligación a la autoridad administrativa con respecto al público. Se desprende de
este ejemplo que hasta aquellas prescripciones que por su naturaleza parecen
referirse más estrictamente al funcionamiento interno de la administración, pueden
perfectamente estar orientadas hacia un fin de creación de derecho individual y
erigidas en reglas de orden jurídico, alegables por los interesados. Y es evidente
que la tendencia de la legislación moderna es la de aumentar sin cesar la
protección a los administrados, multiplicando los casos en los cuales puedan
precaverse contra el acto administrativo que haya desconocido alguna
prescripción que rija la actividad de la autoridad administrativa.
Sin embargo, no puede llegarse hasta decir, como hacen ciertos autores, que
cualquier prescripción susceptible de producir efectos de derecho con respecto a
los administrados debe considerarse como si creara para ellos un derecho
subjetivo, por el solo hecho de haber sido establecida por una ley formal. O.
Mayer, que sostiene esta opinión, la funda en "la eficacia general de la ley para
todos los interesados" (loe. cit., vol. i, p. 117) y pretende que, como consecuencia
de ese carácter de regla general, la ley formal debe poder ^invocarse como fuente
de derecho por
172
tribunal, para poder tomar una decisión, debe estar formado por tres miembros", o simplemente:
"Tal tribunal está compuesto de tres miembros". Según ese autor, la primera fórmula es de una ley
material, porque el texto, al hablar de una decisión que ha de tomarse, se refiere al poder del juez
con relación a los justiciables, y la segunda fórmula, por el contrario, al no expresar más que una
regla de organización judicial, no podría ser considerada como ley material.
307
14
La argumentación empleada por Laband (loe. cit., vol. u, pp. 412 ssj en este
sentido, refiriéndose al art. 2 de la Constitución del Imperio, es impugnada por
varios autores, e incluso se contradice por algunas resoluciones del tribuna] de
Imperio. Ver, con relación a esta jurisprudencia y respecto al estado de esta
cuestión en la literatura alemana, G. Meyer, op. cit., 6" ed., p. 574, n. 9.
308
109. La teoría de la ley material —tal como ha sido expuesta hasta ahora—
proviene de pretender que la ley, por razón de su naturaleza misma, tiene una
función o destino especial que, según unos, es el de crear prescripciones
generales, y según otros, el de regular el derecho individual. Así pues, la
legislación habría de distinguirse de la administración en que tiene por materia
propia, por campo especial, el establecer reglas generales o determinar el derecho
aplicable a los ciudadanos.
Esta manera de definir la ley no tiene ninguna base positiva en el derecho público
francés. En ninguna parte dice la Constitución francesa que la legislación consista
en dictar reglas generales o reglas de derecho. En ningún momento define la
Constitución al campo de la ley como coincidente con la reglamentación general o
con la reglamentación de los derechos de las personas. Y en sentido inverso, en
vano habría de buscarse un texto constitucional que confiera a la autoridad
administrativa, y especialmente al jefe del Ejecutivo, el poder de estatuir, por su
propia iniciativa y por vía de reglamento administrativo, respecto a los objetos que
no interesen directamente a los ciudadanos, o el poder de tomar todas aquellas
decisiones que carezcan del carácter de prescripciones generales.
174
15
Sin embargo, en la doctrina sostenida por Laband y por la generalidad de los autores alemanes,
queda siempre subsistente la muy importante consecuencia de la distinción entre leyes formales y
materiales, por la que el rey, o en un sentido más amplio la autoridad administrativa,
concurrentemente con los órganos legislativos, tiene el derecho de dictar las reglas administrativas
en virtud de su sola y propia potestad.
309
1
"El Presidente de la República vigila y asegura la ejecución de las leyes". Ver, respecto al alcance
de este importante texto, el n' 106, supra y sobre todo los núms. 158 ss., infra.
2
Entiéndase bien que sólo se trata aquí de las relaciones entre la función legislativa y la función
administrativa. En las relaciones de la ley con la Constitución el campo legislativo está limitado por
el principio de que las materias reguladas por la vía constituyente ya no pueden ser tratadas por la
vía de la legislación ordinaria (ver n" 465, infra). Veremos sin embargo (n° 466) que, en el estado
actual de la Constitución francesa, el campo de la legislación no se halla muy limitado en este
aspecto. Asimismo, en las relaciones entre la función legislativa y la función judicial, el campo de la
ley, hasta cierto punto, se halla limitado por el principio de que los justiciables no pueden ser
substraídos a sus jueces naturales y legales, como lo etablecía ya la Constitución de 1791, tít. m,
cap. v, arts. 1 y 4; el cuerpo legislativo
310
no puede, por lo tanto, sustituirse a los tribunales competentes para estatuir por sí mismo respecto
a un juicio en trámite. Sin embargo, la Constitución francesa actual no tomó ninguna precaución
para impedir que el cuerpo legislativo pueda modificar, mediante una ley dictada durante la
tramitación de una instancia judicial, el derecho aplicable a la causa pendiente (cf. n" 312, infra).
311
autoridad que se halle por encima de las demás autoridades estatales y cuya
voluntad domine a cualquier otra voluntad dentro del Estado. Así, aun cuando
hubiera que admitir, como sostiene Rousseau, que la ley ha de tener determinado
contenido, seguiría siendo inexacto, según la doctrina del Contrato social, el
caracterizar a la ley según su materia exclusivamente. Según esta doctrina, la
naturaleza legislativa del contenido de una decisión no puede por sí sola darle a
dicha decisión valor comple- LQ de ley. La ley, lógicamente, ha de tener un origen
especial: ha de ser obra de un órgano distinto. El concepto de ley implica pues,
esencialmente, un elemento formal. En una palabra: no es posible fundar una
categoría de leyes puramente material (ver n9 92, supra).
Es ésta una verdad que ha sido advertida por varios autores. O. Mayer, por
ejemplo (op. cit., ed. francesa, vol. i, pp. 89, 90 y n. 7), critica el concepto tan
extendido según el cual la fuerza material de ley provendría únicamente de la
naturaleza interna de una determinada decisión o prescripción. Este concepto —
dice— es erróneo, pues la fuerza material de ley, en particular la fuerza de crear
una regla de derecho legal, "no solamente es efecto del contenido, sino también
de la forma de la ley, única que imprime a dicho contenido la fuerza de actuar en
esa forma, o sea de ser una regla de derecho". Hauriou adoptó un punto cíe vista
del mismo género, al escribir (op. cit., 5* ed., p. 16, texto y n.): "No solamente la
ley propiamente dicha carece de valor de derecho postitivo si no ha sido
deliberada por una autoridad constitucional, sino que tampoco ninguna regla de
derecho positivo que tenga idéntica materia que la ley podría establecerse sin la
deliberación de una autoridad constitucional competente"; y dicho autor deduce de
ello que la ley ha de ser "obra de una determinada autoridad, única que según la
Constitución puede darle valor de derecho positivo". De este punto de vista resulta
naturalmente que en el concepto de ley entran a la yez un elemento de fondo y un
elemento de forma, y esto es, en efecto, lo que admite Hauriou (5ª ed., pp. 15 ss.;
6* ed., pp. 292 ss.; 8ª ed., pp. 45 ss.) al declarar expresamente que es necesario,
para definir la ley, contar con dichos dos elementos. Su teoría de la ley —bajo este
aspecto— es, pues, semejante a la de Rousseau.
El derecho público francés, fundado desde 1789, no adoptó sin embargo el
concepto de Rousseau. En efecto, no subordina la noción de ley a ninguna
condición de fondo, sino que únicamente tiene en cuenta la forma. Por una parle,
cualquier prescripción puede ser objeto de una ley; más adelante se volverá a
tratar este punto (núms. 118 y 122). Y por otra parte, desde ahora hay que
observar que, en el sistema del derecho francés (que en esto al menos, se
aproxima a la tesis de Rousseau), una regla, sea la que fuere, sólo puede
constituir una ley verdadera y perfecta cuando ha sido dictada en forma legislativa.
Esto proviene primeramente
313
del hecho de que las sucesivas Constituciones de Francia, desde la de 1791 hasta
la ley de 25 de febrero de 1875 (art. 1?), ponen ante todo de relieve el aspecto
formal de la ley y la caracterizan por su origen. Esto resulta además del papel
preponderante que la ley ha de desempeñar en el Estado, por cuanto que
determina superiormente la actividad de las autoridades administrativas y
judiciales. Esta primacía de la ley, que constituye uno de los rasgos dominantes
del sistema constitucional francés, supone necesariamente que la ley emana de
una autoridad distinta y especialmente alta. Finalmente, esto resulta de la
oposición que establece la Constitución entre las prescripciones dictadas en forma
de ley y otra categoría de reglas que, consideradas en su tenor, se asemejan sin
embargo, en muchos aspectos, a las reglas legislativas: aquellas reglas
contenidas en los reglamentos administrativos.
777. Este último punto encierra gran importancia. El caso del reglamento es
particularmente interesante porque prueba de una manera decisiva que la regla,
por sí sola, no crea la ley. El reglamento, considerado en su concnido, présenla
con la ley —al menos con aquella ley que enuncia reglas generales— grandes
analogías, y sin embargo, como dice muy bien Esmein (Élém,ents, 5* ed,. p. 474),
"el reglamento no es la ley", Resulta con esto que una de las primeras tareas de
toda teoría sobre la función legislativa consiste en fijar, por la definición misma que
se da de la ley, la diferencia esencial que separa a la ley d^l reglamento, así como
en despejar sobre lodo la causa iurídica de donde proviene dicha diferencia. Como
lo indicó Hauriou (op. cit., 5* ed., pp. 15, 18 55.; 6' ed., p. 292; 8* ed., pp. 36 ss.),
ninguna definición de la ley es plenamente satisfactoria si no contiene los
elementos de una distinción bien clara entre dichas dos clases de
reglamentaciones.
314
extensión del territorio por un decreto reglamentario del jefe del Ejecutivo, o por el
contrario dejarse a la apreciación de las autoridades administrativas locales para
estatuir por la vía de reglamentos locales, lo mismo también puede el legislador,
en relación con un objeto determinado, formular por sí a título legislativo las reglas
útiles o, si lo prefiere, encargar por medio de una ley a la autoridad administrativa
estatuir por sus propios reglamentos. ¿Cuáles son los móviles que habrán de
determinar al cuerpo legislativo a emplear uno u otro de estos dos
procedimientos? Al examinar esta cuestión es cuando aparece el verdadero
alcance de la ley en sus relaciones con el reglamento. Indudablemente, lo que
caracteriza a la ley, en su oposición con el reglamento, es su forma, la que le
confiere su particular eficacia. Sin embargo, es indiscutible que, en la distinción
entre la ley y el reglamento, existe algo más que una simple diferencia de forma.
En efecto, el principal resultado que pretende el legislador, cuando para la
creación de una regla emplea la forma legislativa, es, en la mayoría de los casos,
el de erigir a dicha regla en una prescripción colocada por encima de la voluntad
de las autoridades administrativas, con la doble intención de que habrá de regir
superiormente la actividad de dichas autoridades y será intangible para las
mismas. Bajo este aspecto, pues, el verdadero fin y la auténtica función de la ley
es crear reglas de esencia superior, crear el orden regulador superior del Estado.
Existe en esto una consideración que necesariamente debe entrar en la definición
de la ley, y por más que esa superioridad de la regla legislativa dependa
totalmente de una condición formal, no por eso deja de constituir, en cierto
sentido, un elemento esencial del concepto de ley.
112, Así orientada, la comparación entre la ley y el reglamento administrativo
proporciona, pues, el mejor medio de discernir la verdadera naturaleza actual de la
ley, al menos en cuanto se trate de leyes que consistan en la creación de reglas.
En esa comparación, hay que notar ante todo los rasgos de semejanza. Tanto el
reglamento como la ley establecen reglas; ambos concurren a fundar el orden
regular del Estado. De este alcance regulador que tienen en común, resulta que
uno y otro poseen también cierta fuerza reguladora que les es común, y ambos
producen igualmente los efectos comunes a toda regla. Así se explica cómo el
principio de la igualdad de los ciudadanos ante la ley deba entenderse como
implicando parejamente su igualdad ante el reglamento. Y así también, el
reglamento tiene la misma eficacia general que la ley: si ha regulado in abstracto
algún caso que por su naturaleza pueda reproducirse, su aplicación se repetirá, lo
mismo que la de la ley, cada vez que se renueve el caso a que se refiere. Así se
explica también que los tribunales, bien judiciales o bien administrativos, se vean
obligados a aplicar las reglas esta
316
blecidas por vía reglamentaria del mismo modo que aplican las reglas establecidas
por leyes; y por lo mismo que los tribunales judiciales vienen obligados a aplicar
los reglamentos, se desprende que habrán de tener asimismo competencia para
interpretarlos (ver la n. 28 del n9 129, infra). Finalmente, así se explica también
que la violación de los decretos reglamentarios esté asimilada a la violación de la
ley en lo que se refiere a entablar, bien sea el recurso de casación en contra de un
juicio, o bien el recurso de anulación por extralimitación de poderes contra un acto
administrativo. Y ello sin que haya lugar a distinción entregos reglamentos de la
administración pública y los demás reglamentos presidenciales (ver sobre este
punto especial: Laferriére, op. di., 2* ed., vol. u, p. 536; Hauriou, op. cit., 8* ed., p.
464; Cahen, op. cit., p. 363). Esla última semejanza entre la ley y el reglamento,
que es expresamente declarada por algunos textos (ley de 10 de agoslo de 1871,
arts. 47 y 88; ley de 5 de abril de 1884, art. 63), ha sido citada en muchas
ocasiones como prueba de la identidad de naturaleza entre el acto legislativo y el
acto reglamentario: Laband, entre otros (op. cií., ed. francesa, vol. n, p. 355), ve en
ella la prueba decisiva de que el reglamento, al menos cuando crea derecho
individual, es una ley material. Pero si las reglas creadas en forma de decreto
administrativo participan, bajo estos diversos aspectos, del poder de las reglas
legislativas, ello no proviene de que, en el sistema del derecho público actual,
tengan la ley y el reglamento, de un modo absoluto, la misma naturaleza material.
Lo contrario es lo cierto, ya que según la Constitución el objeto propio de la ley no
sólo consiste en reglas generales, sino que el campo legislativo comprende
también a toda clase de decisiones particulares. La semejanza de efectos que
acaba de observarse, en ciertos aspectos, entre la ley y el reglamento, proviene
sencillamente de que la igualdad de los ciudadanos ante la ley, o el efecto general
de la ley, o también la institución del recurso de casación o de anulación por
infracción de ley, provienen directa y exclusivamente del orden de consecuencias
jurídicas que derivan del concepto de regla en general. Se trata aquí de efectos
producidos por la ley, no ya como ley, sino como prescripción que tiene carácter
de regla.3 Desde luego se comprende que estos efectos deben ser los mismos
para toda clase de reglas, lo mismo
177
3
' Es lo que dice expresamente el art. 550, ya citado (p. 269, siipra), del Código alemán de
procedimiento civil. Dicho texto expresa que "el vicio de infracción de ley sólo existe —como causa
de apelación— cuando una regla de derecho haya sido desconocida por el tribunal". Esto significa
que, en el caso de apelación conocido con el nombre de infracción de ley, la casación es posible
no porque, haya habido infracción de una ley, sino porque la hubo de una regla de derecho. En
otros términos, se desprende del texto que el origen de este motivo de casación no es efecto de la
ley misma, sino de la regla de derecho.
317
para aquellas que proceden del ejercicio de la función administrativa que para las
que derivan de la legislación.4
113. Pero, por lo demás, el poder legislativo y el poder reglamentario difieren
profundamente el uno del otro. Lo que los hace totalmente difirentes es que el uno
es de esencia más alta que el otro. Tanto el reglamento como la ley son fuentes
de derecho, pero el derecho que crean respectivamente no tiene el mismo valor, y
no lo crean, en efecto, con igual potencia. Por una parte, la regla emitida por la vía
legislativa tiene por consiguiente, sobre todas las reglas preexistentes que puedan
hallarse, una fuerza superior, que consiste: 1°, en que tiene primacía, anulándolas
en oposición con ella;5 y 2", en que no puede modificarse ni derogarse más que
por una nueva disposición de orden legislativo. A dicha superioridad de la regla
legislativa corresponde por una parte la subordinación del reglamento a la ley,
pues el reglamento no puede moverse sino dentro de los límites de la ley; más
aún, la actividad reglamentaria sólo puede ejercerse en ejecución de las leyes, y
con mayor razón no puede el reglamento ni contradecir ni derogar las leyes
existentes. Finalmente, la regla establecida por un reglamento se halla a merced
de la ley, que en iodo momento puede desconocerla, contradiciéndola, y
modificarla o abrogarla.
Así pues, según las condiciones dentro de las cuales ha sido emitida, la misma
regla puede adquirir dos diferentes naturalezas. Entiéndase bien que su
naturaleza no varía desde el punto de vista de su contenido, sino que, con idéntico
contenido, tiene un alcance diferente en cuanto a
178
su eficacia se refiere, ya que puede establecerse para valer bien a título de regla
legislativa, bien a título de prescripción simplemente reglamentaria. En el primer
caso, la regla erigida en ley domina por su superioridad a toda reglamentación
futura que no sea la reglamentación legislativa y, de un modo general, rige por
encima de todas las actividades estatales distintas de la actividad legisladora.0 En
4
Según la jurisprudencia actual del Consejo de Estado (cf. Hauriou, o¡>. cit., 8a ed., p. 464), el
principio por el cual la autoridad debe ajusfar sus decisiones particulares a las reglas generales
rigentes no se aplica sólo al caso en que la regla general haya sido formulada por una ley formal o
por un reglamento presidencial, sino que la aplicación de dicho principio se extiende al caso en que
la regla general se ha establecido por un reglamento local, en el sentido de que el autor de dicho
reglamento local no podrá apartarse de ella por vía de decisión particular. Por lo tanto, un alcalde
no podría tomar medidas particulares que desconocieran los reglamentos de policía establecidos
por él mismo, o que los derogasen a título excepcional. Sin embargo, nadie podrá deducir de esto
la conclusión de que los reglamentos municipales sean leyes en sentido alguno. Si el alcalde ha de
respetar sus propios reglamentos mientras estén vigentes, esto proviene únicamente de que las
reglas contenidas en los mismos tienen la condición propia de las prescripciones formuladas en
términos generales. Sólo se trata de una consecuencia de la generalidad de la disposición. Esto
demuestra perentoriamente que es necesario saber distinguir los efectos de las reglas generales
de los efectos propiamente dichos de la ley (ver, respecto a esta distinción, n' 129, infra),
5
A este respecto, la relación que se establece entre la ley y el reglamento recuerda la que existe,
en el Estado federal, entre la ley federal y las leyes particulares de los Estados confederados,
expresada por la fórmula: Bundesrecht brícht Landesrecht. Cf., respecto de este punto. O. Mayer,
op. cit., ed francesa, vol. iv, p. 366, que pone perfectamente en claro dicha analogía.
318
este sentido es cuando aparece como elemento del orden jurídico superior y
fundamental del Estado. En el segundo caso, la regla, aun teniendo el mismo
tenor, sólo vale ya como regla subalterna del orden administrativo, y no solamente
no obliga al legislador, sino que además tampoco obliga a la misma autoridad
administrativa, por lo menos no la obliga del mismo modo que la ley, puesto que
dicha autoridad administrativa es dueña de modificar por bí misma sus
reglamentos, mientras que no puede modificar las leyes. En estas condiciones, el
contraste entre la ley y el reglamento se caracteriza ante todo por la idea de que la
ley tiene un alcance estatutario del que carece el reglamento. Desempeña en el
Es.tado el papel de un estatuto superior, bajo cuyo imperio se ejercen las demás
actividades estatales. El carácter distintivo del derecho legislativo es el de ser un
derecho estatutario. Y por consiguiente, la legislación, en cuanto tiene por objeto
formular leyes, debe definirse como "la parte de la actividad del Estado que
consiste en dictar las reglas que han de valer a título de estatuto".
114. Este es también el concepto que ha expuesto Hauriou en la 6 edición
de su Précis de droit administran f (pp. 289 ss.; cf. 8 ed., pp. 44 ss.) y en su
estudio sobre "L'institution et le droit statutaire" (Recueil de législation de
Toulouse, 1906, pp. 134 ss.; ver también Principes de droit public, cap. ni). La
resume en esta fórmula: "Ley o estatuto son de la misma especie" (Précis, 6 ed.,
Introducción, p. XVII); y precisa su pensamiento sobre este punto diciendo que las
leyes ordinarias deben considerarse como perteneciendo al estatuto fundamental
por las mismas razones y en el mismo sentido que las leyes constitucionales (ibid.,
179
p. 292). Bien es verdad que no se pueden aprobar desde todos los puntos
de vista las consideraciones en las cuales funda dicho autor su concepto
estatutario de la ley. Por ejemplo, no es posible aceptar la idea de que la ley es un
estatuto por cuanto el derecho elaborado por ella se establece '"en interés
individual de los miembros" del Estado (Recueil de législation de Toulouse, 1906,
pp. 161 y 168). Hauriou se equivoca al pretender que la materia propia de la ley
consiste únicamente en las reglas que atañen directa o indirectamente al derecho
de los individuos (Précis, & ed., p. 297; cf. 8 ed., pp. 46 y 47). Excluye con esto del
concepto de ley y de estatuto toda la parte del derecho del Estado que no se se
refiere especialmente a los subditos tomados individualmente, con lo que se
aproxima a la teoría de Laband, que identifica a la ley material con la regla de
derecho individual.7 Pero, al menos, el gran mérito de dicho autor es el de haber
esclarecido perfectamente que la naturaleza estatutaria de la ley, sin dejar de ser
consecuencia de la fuerza formal de la misma, constituye también un elemento
importante de su definición material. Bajo este aspecto, hay que suscribir las
fórmulas por las cuales Hauriou afirma que "la ley es una regla estatutaria tanto
desde el punto de vista del fondo o de la materia" como "en virtud de su forma" (&
ed., p. 296) o también que "la ley, carta estatutaria, tiene una materia propia, que
es el estatuto nacional" (ibid., p. 292), Ahora que estas fórmulas deben
interpretarse, no en el sentido de que la materia de la ley se limita a ciertos objetos
o reglas,'sino en este otro sentido de que toda regla ascendida a la altura de ley
por su forma legislativa adquiere por ello la naturaleza intrínseca de estatuto
nacional.8
180
7
Se puede observar por cierto que Laband reconoce también implícitamente el carácter estatutario
de la ley cuando establece (op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 519) que las reglas de derecho
individual, que según él mismo son las únicas que constituyen leyes, fijan los limites dentro de los
cuales puede actuar el Estado administrativamente. Estas reglas, en otros términos, son el estatuto
bajo cuyo imperio puede y debe ejercerse la administración.
8
En oposición al criterio de Hauriou, que solamente atribuye carácter estatutario a la ley en cuanto
concierne a los subditos y al derecho individual, veremos después (núms. 161 ss., 202) que dicbo
carácter estatutario se acentúa particularmente en las relaciones entre la ley y la autoridad
administrativa, ya que, en derecho francés, desempeña la ley el papel de Constitución con relación
a los administradores, por cuanto sólo pueden ejercer estos, de un modo general, aquellas
competencias que las leyes les reconocen, ni pueden realizar más actos que los autorizados por
las leyes. Recientemente, en una nota publicada en el Recueil de Sirey (1913, 3. 137), introdujo
Hauriou una importante modificación a su teoría del carácter estatutario de la ley. Esta nota se
refiere a una resolución del Consejo de Estado de I9 de marzo de 1912 (ver asimismo una
resolución de 7 de agosto de 1909, Sirey, 1909, 3. 145) que establece que en el caso de huelga de
funcionarios la destitución pronunciada contra uno de ellos por causa de abandono de servicio es
regular y firme, por más que no haya precedido la comunicación de antecedentes que prescribe el
art. 65 de la ley de presupuestos de 22 de abri' de 1905. Por lo tanto, parece haber
320
creado el Consejo de Estado, por su jurisprudencia, una restricción a la aplicación del art. 65,
restricción que dicho precepto no había establecido ni previsto. Y Hauriou observa que con esto
quiso el Consejo de Estado hacer prevalecer respecto de la disposición especial de la ley de 1905
los principios generales de la legislación relativa a la organización y a la jerarquía administrativas.
Partiendo de esta observación, Hauriou llega a decir que deben distinguirse leyes de dos clases:
unas que llama "fundamentales" y otras que denomina "leyes ordinarias", debiendo estas últimas
"estar subordinadas a las leyes fundamentales". En oíros términos, no todas las leyes son
estatutarias. "Existe una jerarquía entre ellas." Hasta ahora establecían los autores esa jerarquía
entre las leyes constitucionales, provenientes del órgano constituyente, y las leyes propiamente
dichas, que provienen del cuerpo legislativo. Hauriou traslada esta jerarquía a la esfera interior de
la legislación corriente, en la obra legislativa de las Cámaras.
Bien es verdad que las leyes elaboradas por el Parlamento no presentan ningún signo de
diferenciación entre ellas. Pero Hauriou declara que debe el juez realizar la necesaria selección
entre ellas, con objeto de determinar cuáles tienen el carácter de reglas fundamentales. Resultado
de dicha selección será proporcionar al juez la facultad y el medio de restringir a veces el alcance
de la aplicación de una ley nueva, si las disposiciones de esa ley, a su juicio, están en pugna con
los principios anteriormente establecidos por la legislación fundamental. Así los tribunales
adquirirían el poder de retflner al legislador dentro del respeto a las reglas legislativas que ellos
mismos hubieran erigido en preceptos fundamentales y estatutarios del orden jurídico del Estado.
Ilauriou llega incluso a referirse, a este propósito, a un derecho del juez para "corregir" las leyes
recién adoptadas por las Cámaras. Existe ahí —dice (Précis, 8 ed., p. 962)— un nuevo género de
comprobación jurisdiccional de la constitucionalidad de las leyes, y si en el momento actual los
tribunales, en Francia, apenas tienen ocasión de comprobar la inconstitucionalidad de la ley con
respecto a la Constitución, tan breve, de 1K75, al menos serán requiridos, cada vez con más
frecuencia, a negarse a aplicar ciertas reglas por causa de "inconstitucionalidad", por cuanto que la
aplicación de dichas leyes o de algunas de sus disposiciones lesionará al orden estatutario
establecido por la legislación fundamental.Este es el movimiento jurisprudencial cuyas primeras
manifestaciones, ya bien delimitadas, cree encontrar Hauriou en las resoluciones del Consejo de
Estado anteriormente citadas. En realidad, estas resoluciones por ningún concepto parecen tener
el alcance audazmente innovador que les concede dicho autor. El fenómeno señalado por Hauriou
no es desconocido, ni tampoco data de ayer. Cada ve?, que una ley reciente contiene
disposiciones especiales, que parecen estar en conflicto con las reglas generales de la legislación
vigente, y cuando además el texto nuevo no especifica en qué medida sus especiales
disposiciones derogan los principios generales del orden jurídico preexistente, corresponde
directamente a la competencia jurisdiccional de los tribunales determinar esa medida, investigando,
con ocasión de los diversos casos en que han de pronunciarse, cuál es el alcance de aplicación
respectivo de, las dos leyes en presencia, y cuál de las dos es la que debe prevalecer en cada
caso. Si después de esta investigación estima el juez que las disposiciones de la ley reciente no se
aplican a tal o cual caso actual, y decide por lo tanto que ese caso ha de regirse por la anterior
legislación, no es posible aseverar en semejante caso que la jurisprudencia se eleve contra la
voluntad reciente del legislador, ni que corrija la obra del cuerpo legislativo. El juez realiza así el
oficio de intérprete, que es su labor propia y normal, y de ningún modo se erige en censor de los
actos legis
321
lativos de las Cámaras. El criterio según el cual tendrían los tribunales facultad para distinguir, de
entre las leyes adoptadas por las Cámaras, prescripciones de primera y de segunda clase, y para
descartar unas por vicios de, inconstitucionalidad con respecto a las otras, conduciría a afirmar
que, incluso en el caso en que el legislador hubiera manifestado formalmente su voluntad
derogatoria, en un caso determinado, de la legislación preexistente, depende de Jos jueces ligarlo
al mantenimiento de dicha legislación, si ellos estiman que debe tenerse por fundamental e
intangible. Atribuir a la autoridad jurisdiccional semejante potestad sería tanto como desconocer los
principios esenciales y las constantes tradiciones del derecho público francés.
Según el derecho francés, todas aquellas leyes que dictan una prescripción abstracta no limitada a
casos individuales tienen igualmente carácter estatutario; es evidente que su efecto estatutario sólo
puede dejarse sentir en el cuadro más o menos amplio de aquellas situaciones para las que han
sido creadas por el legislador, por lo que puede ocurrir a veces que la aplicación jurisdiccional o
administrativa de algunas de ellas se restrinja a un círculo de hipótesis relativamente determinado.
322
9
Así se explica la importancia que algunos autores conceden a muchas leyes que sin embargo tan
sólo han consagrado reformas ya realizadas en forma de reglamentos. Por ejemplo, la ley orgánica
sobre el Consejo de Estado de 19 de julio de 1845 casi no hacía otra cosa que reproducir las
ordenanzas de 1831 y de 1839, las cuales ya habían reglamentado la organización de esa alta
asamblea, y asegurar a los justiciables ante ella garantías análogas a las que implican las
instancias judiciales. Sin embargo, los autores administrativos concuerdan en decir que dicha ley
señala una fecha memorable en la historia de la jurisdicción del Consejo de Estado. Y las razones
que aducen confirman plenamente la doctrina antes expuesta. Lo que constituye la importancia de
la ley de 1845 —dice Laferriére (op. cit., 2 ed., vol. I, p. 240) — es que "por primera vez se
consagraron legislativamente las reformas que las ordenanzas de 1831 y de 1839 habían realizado
provisionalmente". "Por ella —dice asimismo Berthélemy (op. cit., 7S ed., p. 120)— la organización
del Consejo había de tener en lo sucesivo una base más firme y un carácter más inmutable". Y
Auroc, sobre todo (Le Conseil d'État avant et depvis 1789, p. 118), señala exactamente el alcance
jurídico de dicha ley, al decir que tuvo por efecto imprimir al Consejo de Estado "el carácter de
institución fundamental del país".
323
10
Resulta de estas observaciones que es insuficiente la definición común que consiste en
decir que la ley es una regla. Toda regla no es ley, pero junto a las reglas formuladas a título
legislativo y estatutario, algunas lo son a título administrativo o simplemente reglamentario.
Se verá después (ri' 124) que no sólo es insuficiente esta definición, sino que además es inexacta,
ya que, recíprocamente, toda ley no es una regla.
324
que sean el autor y la forma del acto que crea la regla, ésta será ley o reglamento
según que haya sido emitida para valer como estatuto o simplemente para tener el
alcance de una disposición reglamentaria. Es así como Laband, después de haber
afirmado en principio (loe. cit., vol. II, p. 353) que la fuerza superior de la ley
proviene especialmente de su forma, declara que la fuerza de regla legislativa no
depende exclusivamente del origen formal de la regla. Cita, en efecto (ibid., p. 359;
cf. O. Mayer, op. cit., ed. francesa, vol. I, p. 91; Seligmann, op. cit., p. 21), algunos
ejemplos de ordenanzas alemanas cuyas prescripciones, aunque no fueron
creadas por la vía legislativa, tuvieron fuerza de ley, porque no podían ser
modificadas sino por un acto legislativo. Y recíprocamente, cita reglas emitidas en
forma de ley que no tuvieron fuerza legislativa, porque las leyes que las dictaban
habían especificado que podrían ser modificadas por vía de ordenanza.
En el mismo orden de ideas, se ha sostenido que en la antigua Francia
existió la distinción entre las leyes y los reglamentos reales. Indudablemente, en la
época en que la monarquía no se hallaba limitada por ninguna separación de
poderes, tanto las leyes como los reglamentos provenían indistintamente del
mismo rey. Pero, dijese, la diferencia material que separa estas dos clases de
reglamentaciones es tan fuerte, deriva tan imperiosamente de la misma naturaleza
de las cosas, fuera de toda cuestión de formas, que se había abierto camino hasta
en el antiguo derecho público, afirmándose entonces, de una manera
suficientemente clara, por la subordinación del reglamento a la ley, no pudiendo el
reglamento real, en principio, ni modificar ni abrogar la ley (Balachowsky-Petit, La
loi et l'ordonnance dans les Etats qui ne connaissent pas la séparation des
pouvoirs, tesis, París, 1901, pp. 68 y 205).
Desde 1789, ha ocurrido igualmente, en diversas ocasiones, que ambos
poderes, el legislativo y el reglamentario, se vieron reunidos en la misma mano.
Un gobierno provisional, que poseía a la vez la potestad legislativa y la potestad
administrativa, dictaba reglas por vía de decretos, de los cuales unos habrían de
valer como leyes y otros como simples reglamentos. Así es como, durante el
período dictatorial que siguió al 2 de diciembre de 1851, se dictaron, entre otros,
dos decretos, que llevan la misma fecha del 2 de febrero de 1852, 'que estatuyen
sobre la misma materia, la elección de los diputados del cuerpo legislativo, y que
están dictados en la misma forma y por la misma autoridad. Pues bien, a pesar de
todas estas semejanzas, uno de estos decretos es considerado por los autores
como una verdadera ley, que no puede modificarse sino por una ley formal,
mientras que al otro lo tienen como simple reglamento. Y esto es, dicen, porque el
primero, titulado "decreto orgánico sobre la
325
12 Se puede ver, sin embargo, que la separación de los poderes a que se hace aquí referencia es
muy diferente de aquella otra que defendió Montesquieu. Bien es verdad que la autoridad que
elabora las leyes y la que hace los reglamentos ejercen poderes diferentes. Pero la diversidad de
sus poderes no se debe a que la potestad de Estado sea causa de una división de funciones entre
ellas, difiriendo una de otra por el contenido respectivo de las decisiones que deban tomar. La
diversidad consiste en que la misma decisión o prescripción habrá de tener alcance y fuerza
diferentes, según sea manifestación del poder legislativo o del poder reglamentario. Lo que se
expresa aquí con el nombre de separación de poderes es, pues, en realidad, una jerarquía o
gradación de los poderes, y no una separación formal tal como la entendía Montesquieu (ver núms.
305 ss., infra).
327
que, por lo que se refiere a su origen así como a la potestad de su autor, no podía
establecerse diferencia alguna entre ellos y, sin embargo, ¿cómo suponer que,
hasta 1789, sólo haya habido una especie de función estatal, y cómo admitir
igualmente que no haya existido en aquella época ninguna diferencia material
entre las funciones de legislación, de administración y de justicia? Debe darse por
contestación a dicha pregunta que por razón misma de la falta de separación de
los poderes, la distinción entre las diversas funciones era entonces de la mayor
imperfección; se distinguían tan poco una de otra, por ejemplo, la legislación y la
administración, que en el ejercicio de su potestad administrativa era dueño el
monarca de eximirse de aplicar la ley (Duguit, op. cit., vol. i, p. 492).
El hecho mismo de que la ley no obligara a la potestad administrativa, por lo
menos en la persona de su supremo titular, prueba precisamente, sin que haya
temor en asegurarlo, que en dicha época no existían aún leyes verdaderas, ya que
una regla que no obligue por su fuerza superior a la autoridad encargada de su
aplicación deja de ser una ley en el sentido integral de la palabra.13 Existía, sin
embargo, en el antiguo régimen una categoría especial de reglas que respondían
plenamente al concepto de ley: aquellas "leyes fundamentales del reino" que se
imponían al rey, el cual no podía desconocerlas. Pero, como lo hace notar Duguit
(op, cit., vol. I, pp. 490 ss.), si las leyes del reino eran superiores al rey era
precisamente por el motivo de no ser obra suya, o por lo menos de no provenir
sólo de él. Era por lo tanto a su origen especial, o sea a una causa formal, a lo que
debían su superioridad y por consiguiente su naturaleza de verdaderas leyes.
Idénticas observaciones deben aplicarse a los decretos-leyes que se
dictaron durante los períodos dictatoriales de 1851-1852 y 1870-1871. Entre los
decretos promulgados en esas diversas épocas, algunos se consideran como
teniendo fuerza de ley, pudiendo ser modificados únicamente por una ley formal, y
otros son simplemente reglamentos que pueden modificarse por un decreto
reglamentario. Mas los autores se ven muy apurados para distinguir los decretos-
leycs de los decretos-reglamentos. Se ha sostenido que habían de considerarse
como legislativos aquellos decretos que estatuyen sobre materias que por su
misma naturaleza entran dentro del campo de la legislación, pero este criterio es
inaplicable, ya que no se encuentran en las Constituciones francesas ninguna
relación ni definición de las materias que son por su naturaleza legislativas, en
oposi-
186
13
En estas condiciones, en efecto, la ley ya no es ni una regla superior, ni una regla general, ni una
regla de derecho que fije de un modo cierto la situación individual de los particulares. No se le
puede aplicar, pues, ninguna de las definiciones propuestas para el concepto de ley.
328
ción a las que son simplemente reglamentarias. Así pues, en último término, los
autores tienen que reducirse a admitir que la fuerza legislativa de algunos de los
decretos citados se reconoce únicamente por la circunstancia de que han
estatuido sobre objetos que, de hecho, habían sido regulados anteriormente por
medio de leyes formales, o también que habían sido reservados a la legislación
por un texto legislativo expreso" (ver en este sentido: Laferriére, op. cit., 2 ed-, vol.
II, pp. 7-8; Duguit, Traite, vol. II, p. 474; cf. Hauriou, op. cit., 8* ed., p. 62 texto y n.
ó). Por lo demás, la comprobación del carácter legislativo de dichos decretos sólo
presenta interés porque desde la época de su aparición fue restablecida una
autoridad legislativa distinta de la autoridad administrativa; si el régimen dictatorial
bajo el cual esos decretos legislativos fueron dictados hubiera subsistido, la
autoridad administrativa de la que provenían hubiera continuado teniendo el poder
de modificarlos o de abrogarlos del mismo modo que los decretos reglamentarios,
y de hecho, no se hubieran distinguido de estos últimos. Todo esto prueba que es
imposible despejar el concepto de ley en los regímenes que no reconocen la
separación jerárquica de los poderes. En realidad, los supuestos decretos-ieyes
de ios gobiernos provisionales de 1848, 1851 y 1870 no son verdaderas leyes,
sino •—como su mismo nombre indica— decretos, o sea actos de reglamentación
por vía administrativa. Asimismo, antes de 1789, no existían leyes propiamente
dichas, fuera de las llamadas leyes del reino. Realmente sólo existía entonces una
sola función: la administración, y el rey tan sólo administraba cuando dictaba
reglas que hoy se pretende llamar leyes materiales, pero que entonces,
desprovistas de la fuerza superior y característica de la ley, sólo tenían en el fondo
el valor de actos de administración. Finalmente, en la actualidad, en la medida en
que el orden jurídico y regulador aplicable en las colonias francesas, en virtud del
senado-consulto de 3 de mayo de 1854, ha sido creado y puede ser modificado
por decretos presidenciales, la única fórmula conveniente para
187
14
Esto ha sido reconocido de una manera expresa en 1872 por los decretos emitidos por el
gobierno de la Defensa Nacional. Habiendo sido nombrada en aquella época una comisión por la
Asamblea Nacional para averiguar cuáles de dichos decretos presentaban carácter legislativo el
relator hubo de confesar que dicha selección era irrealizable, alegando que: "El nombre atribuido al
acto no permite prejuzgar si sus autores han querido hacer una ley o un simple reglamento
administrativo, pues todos los actos, cualesquiera que fueren su alcance y su naturaleza, reciben el
nombre de decretos, y además, bajo el gobierno de la Defensa Nacional provenían de la misma
autoridad". En cuanto a calificar al decreto como legislativo "por razón de las disposiciones que
contiene", esto constituye, decía el relator, "un método cuya aplicación no está exenta de duda y de
dificultad". Para salir de dudas, no hubo más remedio que adoptar la solución de que únicamente
aquellos decretos que modificaban o derogaban leyes formales anteriores debían considerarse
como legislativos (Journal officiel del 18 de abril .de 1872, p. 2006).
329
caracterizar ese estado de cosas es decir que las colonias se hallan sometidas a
un régimen administrativo y no gozan del régimen legislativo. Por lo tanto, desde el
punto de vista jurídico, no se despeja en toda su amplitud la función legislativa y la
ley no puede definirse de un modo completo sino mediante un elemento formal.
Mientras que los actos del Estado tengan el mismo origen, la misma forma y por
consiguiente la misma fuerza constitucional, no es posible establecer entre la
administración y la legislación sino diferencias parciales y relativamente
secundarias, que no son bastantes para fundar entre ellas, y en el terreno jurídico,
una absoluta distinción. Únicamente la diversidad y la separación de las
autoridades legislativa y administrativa imprimen a la regla formulada por vía de
legislación ese carácter estatutario que es el signo distintivo de la regla-ley. En
todo caso, este concepto de la regla legislativa, condicionado por un elemento
formal por lo que se refiere a su misma definición material de regla estatutaria, es
el del derecho público actual. Suponiendo que pudieran admitirse otros conceptos
de la ley para el derecho público de tiempos anteriores, aquéllos ya no serían
valederos en la época actual. No existen en derecho categorías absolutas y
perpetuas.
117. En el Estado moderno, no solamente se caracteriza la ley como la
decisión de un órgano legislativo distinto de la autoridad administrativa, sino que
también lo que ha contribuido particularmente a que se la considere como estatuto
superior es la especial naturaleza y la cualidad propia del órgano que la formó. La
ley moderna, en efecto, sólo puede engendrarse mediante el asentimiento de una
asamblea elegida por el cuerpo de ciudadanos o por lo menos por un número
relativamente considerable de los mismos. En Francia es creada directamente por
asambleas electas. El órgano legislativo se distingue, pues, de la autoridad
administrativa en que no es ya solamente un órgano de la nación en el sentido
general y amplio de esta expresión, sino también un colegio "representativo" del
cuerpo de ciudadanos; representación que puede ser por razón de los lazos
electorales que lo unen a este último, o más bien por razón de que el régimen
parlamentario contemporáneo implica —al menos en la medida que se señalará
después (ver especialmente los núms. 397 ss., 409)— la conformidad de las
voluntades manifestadas por las asambleas elegidas con la voluntad del cuerpo
electoral. En resumen, se puede decir que en el Estado parlamentario actual es el
cuerpo de ciudadanos, o por lo menos de los electores, el que elabora las leyes
nacionales por mediación de las asambleas representativas. En esas condiciones,
la ley aparece como expresión de la voluntad que, en las democracias modernas,
constituye la voluntad más alta en el Estado (cf. Moreau, op. cit., ir 40), puesto
que, mientras que los actos administrativos, por ejemplo
330
los decretos reglamentarios, emanan de una autoridad que carece del carácter de
representación popular, las leyes son obra, si no del pueblo mismo, o sea del
conjunto de ciudadanos, por lo menos de la autoridad que más se acerca al
pueblo, o sea de la asamblea elegida por los ciudadanos activos. Por eso mismo,
la regla-léy aparece también como estatuto popular, por lo mismo que es la regla
fundamental adoptada por el pueblo o por sus representantes, regla que en razón
misma de su origen se halla investida de una potestad superior, en cuya virtud
regirá la actividad subalterna, reglamentaria o no, de todos los demás órganos de
la comunidad, como regla fundamental de la misma.15
118. Se comprende ahora por qué la ley no fue definida ni podía ser
definida por su contenido en la Constitución, en lo referente a las decisiones que
consisten en formular reglas. La razón de ello es que, por una parte, no puede
adquirir una regla cualquiera la potestad superior de efectos que constituye la
característica de la. ley en el sentido constitucional y el carácter estatutario que
especifica a la regla legislativa sino mediante una condición de forma. Por otra
parte, y recíprocamente, dicha potestad especial y dicho carácter superior son
susceptibles de comunicarse a cualquier regla, sea cual fuere su contenido. Este
es, en efecto, el doble concepto que consagra el art. 1 de la ley de 25 de febrero
de 1875, al decir: "El poder legislativo se ejerce por dos asambleas: la Cámara de
Diputados y el Senado". Se desprende de ese texto que únicamente las Cámaras
tienen la potestad de conferir a una regla el valor legislativo, y se desprende
asimismo que toda regla dictada por las Cámaras dentro de las formas requeridas
para el ejercicio de su poder legislativo se convierte en una ley por ese solo hecho,
o sea por virtud de la potestad legisladora inherente a dichas asambleas.
331
15
La idea de que las leyes son la expresión de la voluntad más alta en el Estado es una de
aquellas por las que más empeño mostraron los constituyentes de 1789-91, y por la que
expresaron en la Constitución de 1791, tít. III, cap. II, sec. 1, art. 3, que: "No existe en Francia
autoridad superior a la de las leyes".
332
les el cuerpo legislativo se reserva una exclusiva competencia. Cada vez que el
cuerpo legislativo desea conseguir ese resultado, sólo necesita apropiarse de la
materia para reglamentarla por sí mismo. Como lo dice Moreau (op. cit., p. 195):
"El Parlamento siempre tiene libertad de tomar o dejar algún objeto que entrañe
reglas".
119. Si el legislador posee de esta manera una competencia ilimitada, se
debe llegar a la conclusión de que, por lo menos en derecho francés, es
absolutamente arbitrario e injustificable negar el carácter material a aquellas
prescripciones que, estando contenidas en una ley formal, regulan el
funcionamiento interno de la administración. Poco importa que dichas
prescripciones se refieran únicamente a la autoridad administrativa y no
establezcan ninguna facultad ni carga individual para los administrados. Según la
observación de Moreau (op. cit., p. 162) "el legislador tiene una competencia
universal que abarca igualmente a las leyes de derecho privado y a las de derecho
público". Basta que el cuerpo legislativo decrete respecto a un objeto cualquiera
una regla en forma legislativa, para que nazca una ley en el sentido integral de la
palabra. Una regla referente a los asuntos administrativos es tan apta como una
regla de derecho individual para convertirse, por su adopción a título de ley, en un
estatuto nacional. Con manifiesto error desconocieron este punto los autores
alemanes, seguidos por Hauriou, el cual —según vimos ya (p. 318)— reserva el
concepto de estatuto para las leyes que elaboran derecho en interés del individuo,
considerando al derecho de esa clase como única materia propia de la ley.
I
333
Laband, que puede considerarse como el jefe de esta escuela, reconoce sin
embargo (op. cit., ed. francesa, vol. II, p. 355) que "el campo de la legislación no
solamente comprende al derecho y a los objetos que se le asignan por especial
disposición de la Constitución, sino también todos aquellos casos en que la
voluntad del Estado se manifiesta en forma de ley", por cuanto la regla formulada
para esos casos no podrá modificarse después más que por vía legislativa. Pero al
decir esto, Laband declara que sólo se refiere al campo de la legislación formal, y
no admite que una regla administrativa, incluso hallándose dentro de dicho campo,
constituya por ello una ley material. Es interesante hacer notar que dicho autor
había enseñado primitivamente otra opinión. En su primera edición alemana (vol.
II, pp. 68, 208-210) manifestaba que la reglamentación de los asuntos
administrativos puede establecerse lo mismo por medio de un acto de legislación
que por la vía administrativa, especificando que una regla que se refiera a la
actividad de los funcionarios administrativos se convierte en un elemento del orden
jurídico del Estado, o sea en una ley material, en el momento en que dicha regla
ha sido adoptada en forma y cualidad de
334
Este punto de vista no debe admitirse. Ha sido descartado en parte por Duguit,
que hoy repudia (LÉtat, vol. i, pp. 524 ss.) su anterior doctrina. Por lo que
concierne a la parte del presupuesto referente a los gastos, es cierto que dicho
autor continúa negándole el valor de ley material, viendo en ella tan sólo un acto
administrativo que consiste en autorizar a los funcionarios competentes a gastar
las sumas votadas (Traite, vol. ii, p. 389). Pero en lo referente a la parte de los
impuestos a percibir, dice Duguit que se trata de una verdadera ley material, y
funda esta aseveración en el principio de la anualidad del impuesto. "Si el
impuesto —dice (LÉtat, vol. i, p. 526; Traite, vol. r, p. 141, vol. u, p. 387)— se
estableciera de una vez para siempre, sin que fuera necesario renovar
periódicamente su votación, la ley de presupuestos, que se limitaría a evaluar
cada año el monto de su probable producto, sólo constituiría una simple previsión
de ingresos, es decir, una operación puramente administrativa. Pero en el sistema
francés, que exige que los impuestos se voten anualmente por el Parlamento, las
leyes de presupuestos no pueden considerarse como simples medidas de
ejecución de leyes existentes que crearon los impuestos, determinando su cuota y
su reparto. La verdad, por el contrario, es que los impuestos se establecen de
nuevo cada año por la ley de hacienda, de tal forma que no solamente no podrían
percibirse, sino que se verían suprimidos si no fueran votados por el Parlamento.
En estas condiciones la ley de presupuestos, por cuanto renueva los impuestos
establecidos por la legislación fiscal, tiene el mismo alcance que una ley que
creara nuevos impuestos. En este aspecto contiene una regla general y por lo
tanto es una verdadera ley material. Distinto es el caso de la parte del presupuesto
en la que se evalúan en ingresos las rentas de las propiedades del Estado. En
este caso sólo se trata de establecer una previsión de ingresos, lo cual no es más
que una operación administrativa. Pero, a decir verdad, no hay necesidad de
referirse a la anualidad del impuesto" para establecer la naturaleza legislativa del
presupuesto.1T Esta anualidad no es por cierto un principio constitucional que se
imponga de modo absoluto al cuerpo legislativo. Como dice Esmein (ÉUments, 5*
ed., p. 900), "en realidad las Cámaras podrían actualmente votar el impuesto por
varios años". Alega Duguit inútilmente (Traite, vol. II, p. 386) que la anualidad del
impuesto ha sido consagrada sucesivamente por la Constitución de 1791 (tít. v,
art. 1*), por la Constitución del año ni (art. 302) y, al menos en cuanto se refiere al
impuesto directo, por la Carta de 1814 (art. 49), por el Acta adicional de 1815 (art.
34), por la Carta de 1830 (art. 41) y por la Constitución de 1848 (art. 17). Dado el
silencio de la Constitución actual, esta regla ya no tiene sino el valor de una
costumbre, y todo lo más tendría valor legislativo si se admitiera que sobre este
punto siguen teniendo efecto las Constituciones desaparecidas; tanto en un caso
como en el otro, el legislador es muy dueño de modificarla o derogarla. En realidad
son razones políticas, pero no jurídicas, las que mantienen la práctica de la
anualidad.
337
122. La mayoría de los autores responden afirmativamente a esta cuestión. Casi todos los tratados
de derecho público francés contienen, en efecto, una relación de objetos que presentan como
reservados para la ley. Dicen, por ejemplo, que sólo la ley puede dictar una pena, establecer un
impuesto, organizar una jurisdicción, crear autoridades administrativas que tengan el poder de
mandar a los administrados, etc. Esta enumeración de materias legislativas por los autores implica
en sentido inverso
338
indistintamente todo aquello que excede de la ejecución de las leyes, coincide con la potestad
formal del órgano legislativo y no puede definirse sino de un modo extra-objetivo por el grado de
potestad formal propio de dicho órgano.
341
realizar ningún acto, bien sea reglamentario o particular, que no esté fundado en
una disposición legislativa que a ello le autorice, la ley, por el contrario, está hecha
en virtud del poder propio del legislador, en el sentido de que éste no precisa
habilitación de ningún texto previo para tomar cualquier medida, pues posee a
este respecto un poder general que le viene de la Constitución misma. En este
sentido tiene la ley un carácter inicial. Se deduce de esto que si hay necesidad de
tomar una disposición, incluso particular, y que no tenga nada de regulador, la cual
no haya sido prevista por ninguna ley vigente, la autoridad administrativa carece
de poder para hacerlo y únicamente una ley podrá dictar esa disposición. Así
pues, el concepto de ley es totalmente independiente del concepto de regla, y
recíprocamente, las decisiones o medidas particulares que no tienen el alcance de
reglas, no son todas ellas objetos de la administración. Muchas de ellas, todas
aquellas que no tienen carácter simplemente ejecutivo, son de la incumbencia de
la legislación. Y la disposición en forma legislativa mediante la cual adoptan las
Cámaras semejantes medidas, es una ley propiamente dicha en el sentido
constitucional, ya que toda medida de ese género implica un poder inicial de
creación, que es precisamente, según los principios constitucionales franceses,
uno de los principales atributos y signos distintivos de la potestad legislativa.
125. Si se precisa de una ley para adoptar aquellas medidas que no consisten
simplemente en ejecutar administrativamente la legislación preestablecida, con
mayor razón entran en la esfera exclusiva de la legislación las decisiones que, en
un caso particular, vienen a derogar las leyes vigentes. A este respecto, hay que
señalar que la ley se distingue del acto administrativo no porque no necesita, para
estatuir, fundarse en ninguna prescripción legislativa anterior, sino además porque
no se halla ligada por la legislación ya existente. Este es también uno de los
caracteres específicos de la ley, una de las fuerzas que le pertenecen
especialmente. A diferencia de la autoridad administrativa, que no puede derogar
a título particular ni las leyes ni sus propios reglamentos, el legislador tiene la
potestad de derogar, por vía de medida singular y excepcional, las reglas
generales anteriormente formuladas por él. La ley tiene, pues, como carácter
distintivo el de no depender de leyes anteriores, en el doble sentido de ser un acto
de potestad inicial y de potestad exenta del respeto a las reglas vigentes, con
excepción de las reglas' constitucionales (cf. a este respecto Artur, op. cit., Revue
du droit public, vol. xnr, p. 221). Se ve por estas observaciones cuan poco exacto
resulta repetir, como hacen todavía tantos autores, que las decisiones o medidas
que se refieren a un hecho aislado, a un caso especial o a determinada persona,
son todas ellas actos de administración material. En realidad, todas las decisiones
de ese género sobre las cuales no exista disposición legislativa que habí
343
tenía ninguna necesidad de hallarse habilitado por una ley expresa para adquirir el
poder de conceder semejantes autorizaciones. En realidad, la disposición del art.
13 antes citado se explica únicamente por el motivo de que el legislador de 1901
ha querido recalcar que la futura autorización de las congregaciones queda como
materia reservada a la ley, y para la cual queda excluida la competencia de las
autoridades administrativas. Las leyes formales de autorización que intervienen en
esas condiciones habían de seguir siendo, pues, actos legislativos propiamente
dichos y no actos ejecutivos, puesto que se referían a objetos reservados a la
potestad legislativa.
127. Por lo demás, incluso en el caso de que una ley particular o individual se
dicte como aplicación de una ley anterior, e igualmente en el caso en que el
cuerpo legislativo hubiera de tomar por vía formal una diaposición para la cual
hubiera tenido competencia la misma autoridad administrativa, dicha decisión
constituiría también una verdadera decisión legislativa, por cuanto contendría la
virtud superior inherente a las leyes. No es que se pueda decir, como Hanel
(Studicn zum deutschen Staatsrecht, vol. u, pp. 233-234, 246), que toda
prescripción en forma de ley, así fuera la que ordena la construcción de un canal o
de un ferrocarril, o que encarga a la autoridad administrativa realizar tal acto
determinado, adquiera naturaleza de precepto de derecho por razón misma de su
forma solamente, pues al sostener esta tesis, Hanel cae en exageración, lo que
provocó justamente la ironía de Laband contra su doctrina (op. cit., ed, francesa,
vol. vi, pp. 381 ss.). Pero por lo menos se puede asegurar que las leyes formales
que prescriben medidas particulares poseen a veces cierto valor regulador, en el
sentido de que sus prescripciones constituyen un principio de acción para la
autoridad administrativa encargada de ejecutarlas; y en todo caso, toda decisión,
incluso particular, en forma legislativa, tiene valor constitucional de ley. por cuanto
se impone a todas las autoridades estatales subordinadas al legislador con la
fuerza propia de la ley (ver en este sentido Sarwey, Allg. Verwaltungsrecht, en
Marquardsen, Handbuch des offentlichen Rechtes, vol. i, p. 27). Bajo este último
aspecto, es cierto asegurar que toda decisión contenida en una ley formal vale
"como ley del Estado", conforme a los términos de su promulgación. La especial
significación y la importancia que acaban de atribuirse a la forma legislativa para
fijar el concepto de ley, se ven confirmadas por un hecho que los autores olvidan
generalmente de tomar en consideración y cuyo interés fue sin embargo señalado
por Laband (loe. cit., vol. I pp. 450 ss.). Este autor observa que no toda voluntad
expresada por el cuerpo legislativo es una ley. En efecto, las decisiones que
dependen de la voluntad del Parlamento pueden ser tomadas por éste bajo dos
formas:
345
190
Otro ejemplo de decisión tomado por el Parlamento en forma de consentimiento: “Las Cámaras tendrán el derecho de declarar que
hay lugar a revisar las leyes constitucionales” (ley constitucional de 25 de febrero de 1875, art. 8). La decisión de referencia no es una
ley, sino una simple “resolución”, según el texto mismo (cf. E. Pierre, Traité de droit politique, electoral a parlementaire, 2 ed., nº 12).
346
del Estado. Por lo mismo, la decisión que hubiera podido tomarse solamente a
título de medida administrativa se convierte en una medida legislativa. La
exigencia de la forma de ley responde así al concepto constitucional moderno,
según el cual esta forma es la condición misma de la ley considerada como
expresión de la más alta voluntad estatal. Se deben extender estas
observaciones191 a las leyes que tienen por objeto autorizar un acto que depende
de la voluntad del Ejecutivo, un tratado por ejemplo (ver especialmente el final del
art. 8 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875), y en particular a las leyes
llamadas de interés local, que autorizan ciertos actos que interesan a los
municipios o a los departamentos: Estas leyes, a diferencia de aquellas de que
acabamos de hablar, no cumplen por sí mismas el acto al que se refieren, sino
que se limitan a autorizarlo, y el acto consecutivo a dicha autorización es un acto
administrativo. Por lo menos, esa autorización debe darse en forma de ley, y en
esto también la exigencia de esta forma especial sólo puede explicarse
plenamente por la idea de que el acto administrativo de que se trata debe
realizarse, no ya simplemente con la aprobación del Parlamento —en cuyo caso
bastaría el consentimiento de éste—, sino en ejecución de una ley, o sea en virtud
de una prescripción superior que constituya para la autoridad administrativa un
principio determinante de actividad.
128. La conclusión que se deduce de este estudio es que la tan extendida
distinción entre ley material y ley formal debe tenerse como error verdadero de la
literatura contemporánea, al menos en lo que al derecho público francés se refiere.
El concepto de ley material podría justificarse si la Constitución hubiera exigido
que la ley formal reuniera ciertas condiciones de fondo respecto a su contenido,
por ejemplo que la ley, para ser válida, tuviera que estatuir por vía de disposición
general. Pero se ha visto que no solamente pueden estatuir las leyes a título
particular, sino que además numerosas decisiones particulares caen especial y
exclusivamente dentro de la competencia de la legislación. Y como muchas de
dichas decisiones particulares no pueden considerarse de ningún modo como
constitutivas de leyes por sí mismas, resulta patente que la legislación no consiste
esencialmente en reglamentación, y por lo tanto que la idea de regla no constituye
un elemento necesario en la definición de la ley.192
191
En idéntico orden de ideas, es conveniente también distinguir entre el caso en que las Cámaras invitan al gobierno, por una simple
resolución, a realizar un acto de su competencia, y aquél en que por una ley le ordenan la realización de dicho acto. Aquí también la
forma legislativa imprime a la decisión de las Cámaras un especial alcance regulador del que carece en el caso de simple resolución.
192
Asimismo, no es exacto introducir en la definición de la ley la idea de que “la ley es
347
una disposición imperativa”, como lo pretende Duguit (Traité, vol. i, pp. 142 SS.). No hay duda de que existe algo imperativo en todo
acto legislativo, en el sentido de que la ley no admite ninguna afirmación o disposición contraria a su contenido. Pero no es cierto que
ese contenido constituya siempre un mandamiento. Incluso la ley que no emite ningún mandamiento —por ejemplo, aquella que
declara que un ciudadano ha merecido bien de la patria— es una verdadera ley, en el propio sentido de la palabra, por cuanto es una
manifestación de voluntad que depende de la especial competencia del legislador o, en todo caso, por cuanto adquiere esta
manifestación, por el mero hecho de provenir del legislador, una significación y un valor que no adquiriría si procediese de otra
autoridad estatal.
22. Este carácter de más alta voluntad Jellinek (op. cit., p. 249) se lo niega a la ley tan sólo porque no quiere admitir la idea de
separación de poderes. Pero dicha idea se impone, al menos en cuanto se refiere a una jerarquía de los poderes y de los órganos. Bajo
esta forma, la aceptan hasta los mismos autores alemanes. Ver aún, a este respecto, Fleischmann, “Dic materielle Gesetzgebung”,
Handbuch der Politik, vol. j, pp. 272 Ss., que define la ley como obra del “hochste Machthaber” y que dice que el concepto de ley
supone una manifestación de voluntad de la autoridad más altamente colocada en el Estado.
348
Así pues, según el derecho francés, la ley tiene actualmente como función
especial, no ya el crear reglas generales ni fijar el derecho individual, sino el dictar,
por una parte, las decisiones destinadas a dominar al resto de las actividades
estatales, y por otra parte, las decisiones que tienen carácter inicial23 o que
derogan el orden legislativo vigente.
Ahora bien, esta fuerza y esta potestad superiores por las que se caracteriza la
ley, provienen directamente de su origen y se relacionan esencialmente con
causas formales. Provienen de la superioridad propia de la voluntad del órgano
legislativo que estatuye legislativamente. Finalmente, pues, el concepto de ley se
reduce, en derecho positivo francés, a un concepto puramente formal.24
23 Se verá después, sin embargo (núms. 234 ss.), que también puede el juez, de un modo inicial, crear el derecho. Pero sólo puede
hacerlo a título de solución específica y no por vía de reglamentación general. Bajo este aspecto, es decir, en comparación con el acto
jurisdiccional, la generalidad de la disposición constituye un carácter y una potestad propios de la ley. Además no puede el juez, ni aun
a título particular, derogar la ley: también es éste un poder reservado únicamente a la ley.
24 De un modo general, toda definición constitucional de las funciones estatales tiene tendencia a ser de orden formal principalmente,
pues la Constitución tiene por objeto, antes que nada, determinar la potestad de los órganos. Por la razón misma de que la Constitución
es un estatuto orgánico de los poderes, el punto de vista constitucional es naturalmente un punto de vista formal. En este aspecto no
debe sorprender que el concepto constitucional de ley sea principalmente un concepto formal. Pero, además, el concepto de ley, según
el derecho francés, es especial y exclusivamente formal, por cuanto la Constitución francesa, para determinar la competencia y los
poderes legislativos reservados a las Cámaras, no se inspira en consideraciones referentes a las materias sobre las cuales puede haber
lugar a estatuir, sino Únicamente en el principio de que en cualquier materia, sea la que fuere, la potestad de querer y de decidir de
una manera inicial ha de pertenecer normalmente al órgano legislativo, estatuyendo éste en forma de ley. Desde cualquier punto de
vista, pues, el concepto francés de ley es de orden formal.
25 Idéntica conclusión se impone respecto al derecho público belga, como lo reconoce Vauthier (“Staatsrecht des Königreichs Belgien”,
Handbach des öffentlichen Rechtes. de Marquardsen, vol. IV, pp. 77-78): “Consideramos superfluo definir la ley según su naturaleza
intrínseca. La distinción establecida por los autores alemanes entre leyes en sentido material y leyes en sentido formal, carecería en
Bélgica de todo interés práctico. Se puede asegurar que lo que imprime a la ley su carácter realmente distintivo —cualquiera que fuere
su contenido— es la fuente de donde proviene. Ley es esencialmente todo acto que emana de la autoridad Legislativa en la forma
regular de la legislación. En efecto, la potestad legislativa se caracteriza por ser, dentro de los límites que fija la Constitución, la más alta
potestad en el Estado, por cuanto expresa la voluntad general. Por eso se considera a la ley como la expresión de dicha voluntad. Y, por
lo tanto, cualquier acto estatal que por su aspecto formal se presente como obra de la voluntad general es propiamente una ley”
(traducido del texto alemán). Ver en este mismo sentido Errera, Traite de droit public beige, p. 120: “Desde un punto de vista
puramente doctrinal, se puede sostener que la expresión de la voluntad nacional sólo merece el
349
nombre de ley cuando estatuye en forma general, y no cuando se limita a regular casos particulares. Pero, en derecho positivo, es ley
todo aquello que votan ambas Cámaras y que sanciona el Rey. La misma Constitución nos obliga a hablar de esta manera”.
26 La distinción entre lo contencioso-administrativo y lo contencioso-judicial no se funda de ningún modo en una distinción material
entre la legislación y la administración. La competencia jurisdiccional atribuida a la autoridad administrativa con referencia a las
reclamaciones que constituyen lo contencioso-administrativo, no corresponde a consideraciones deducidas de la naturaleza intrínseca
de los actos administrativos, sino realmente a la preocupación de asegurar una protección especial bien sea a los agentes del Estado o
bien a los actos administrativos del mismo (cf. Jacquelin, Les principes dominants du contentieux administratif, p. 107). Las leyes a que
antes nos referimos entrañan intereses de este género, por cuya razón su interpretación contenciosa se ha reservado a la jurisdicción
administrativa.
27 Asimismo se ha hecho observar (Teissier, De la res ponsobilité de la puissance publique. 26) que, por razón de su naturaleza
legislativa, estas leyes no pueden causar ninguna
350
responsabilidad para el Estado, ni dar lugar a ningún recurso de indemnización en contra del mismo.
28. Laferriére (loc. cf.; Merthélesny, loc. cit., y Hauriou, op. cit., 8 ed., p. 60, n. 3) pretende que el poder que tienen los tribunales
judiciales de apreciar la legalidad de los reglamentos “deriva de los derechos inherentes al ejercicio de la justicia penal”. Es necesario,
según este autor, que el juez llamado a dictar las penas que corresponden a la violación de los reglamentos “tenga plenitud de
jurisdicción sobre todas las demandas y excepciones referentes a la aplicación o exención de dichas penas”. Esta explicación parece
hallar su confirmación en el hecho de que el único texto que establece la facultad, para los jueces, de comprobar la legalidad de los
reglamentos, es el art. 471-15° del Código penal. Dicho art. 471 subordina, en materia penal, la aplicación de la multa señalada para la
violación de un reglamento, a la condición de que dicho reglamento haya sido “legalmente dictado”. Pero la explicación que da
Laferriére no es admisible, siendo hoy rechazada por numerosos autores (Moreau, op. cit., pp. 262 Ss.; Jacquelin, op. cit., p. 90; Caben,
op. cit., pp. 372 Ss.). Por una parte, en efecto, los tribunales judiciales han afirmado y ejercido su derecho de examinar la validez de los
reglamentos, desde antes de que la revisión del Código penal, en 1882, hubiera introducido en éste el art. 471 actual (ver a este
respecto una importante resolución de la Corte de Casación de 15 de enero de 1829). Por otra parte, y muy especialmente, es esencial
observar que ese poder de examen no se reduce al caso en que los tribunales represivos tengan que aplicar la sanción penal de los
reglamentos, sino que en realidad, cada vez que en un asunto litigioso un tribunal, sea el que fuere (Nézard, Le controlé juridictioneel
des réglements d’administration publique, p.70), se halla en presencia de un reglamento que deba aplicarse, ha de comprobar la validez
del mismo, bien sea a petición de la parte interesada, bien sea, incluso, de oficio; y si reconoce que dicho reglamento viola las leyes
vigentes, habrá de negarse a tomarlo en cuenta. (Ejemplo tomado entre otros muchos: El art. 11 del decreto de 13 de agosto de 1889,
dictado para ejecución de la ley de 26 de junio de 1889, había autorizado a los representantes de menores que se encontraran en el
caso a que se refiere el art. 8-4° del Código civil, para que renunciasen por cuenta de ellos a la facultad de declinar la nacionalidad
francesa en el año siguiente a su mayos-la de edad. Por una resolución de 26 de julio de 1905 [Sirey, 1906, 1. 113), la Corte de Casación
decidió que esa disposición del art. 11 carecía de valor legal, por cuanto invadía el campo reservado al poder legislativo.) Así pues, los
reglamentos sólo son obligatorios para los jueces cuando han sido dictados legalmente. Es una regla general que se aplica a toda clase
de reglamentos, cualquiera que sea la naturaleza de sus disposiciones, con la única condición de que dichas disposiciones se refieran a
los particulares y no a los asuntos internos de la administración.
351
Pero entonces, ¿cómo explicar esta derogación del principio general por el cual los tribunales judiciales no pueden inmiscuirse en la
apreciación de los actos de la autoridad administrativa? Moreau (op. cit., pp. 260 Ss.; cf. Nézard, ¿oc. cit.) sostiene que la facultad de
control de los reglamentos que tienen los jueces, deriva de la misión misma de los tribunales, consistente en aplicar las leyes y, por
consiguiente, en asegurar l respeto a las mismas; el juez hará respetar la ley negando efectividad a los reglamentos que la desconocen.
Pero esta forma de razonar conduce directamente a admitir el dominio o el control de legalidad de los tribunales sobre todos aquellos
actos administrativos que se aleguen ante ellos, es decir, lo mismo sobre los actos individuales que sobre los actos reglamentarios, y
entonces dejaría de subsistir todo lo relativo a la prohibición de inmiscuirse en lo contencioso-administrativo que pesa sobre la
autoridad judicial.
La verdadera razón de la facultad de control de los tribunales debe buscarse, no ya en su misión de aplicar las leyes, sino más bien en su
misión de aplicar los reglamentos mismos. Por la fuerza de los hechos, en efecto, incumbe a los tribunales judiciales aplicar, al mismo
tiempo que las leyes, los reglamentos vigentes, por lo menos aquellos que estatuyen sobre los derechos y las obligaciones de los
particulares. En este aspecto no se debe establecer diferencia entre los reglamentos y las leyes. Resulta ya de esto la primera
consecuencia de que los jueces habrán de intervenir en el examen de los reglamentos para interpretar las disposiciones de los mismos
que deban aplicar: los tribunales judiciales son competentes para interpretar los actos reglamentarios, mientras que no lo son para
interpretar los demás actos administrativos. Por idénticos motivos, en segundo lugar, los jueces se ven compelidos a comprobar la
legalidad de los reglamentos. Antes de aplicarlos, en efecto, tienen que asegurarse de su existencia material y de su validez jurídica.
Respecto a las leyes, no necesitan los tribunales realizar esta comprobación previa, ya que el decreto del Presidente de la República que
las promulga basta para establecer su existencia de hecho y su fuerza obligatoria en derecho; reduciéndose por lo tanto la labor del
juez, por lo que a dichas leyes se refiere, a su aplicación e interpretación. Por el contrario, cuando se trata, para los tribunales, de
aplicar un decreto reglamentario, el juez debe empezar necesariamente por comprobar que el decreto es aplicable, es decir, que ha de
verificar la realidad y la legalidad del mismo, y ello especialmente por la decisiva razón de que los tribunales judiciales, al estar
encargados igual y parejamente de aplicar y de interpretar las leyes y los reglamentos, en caso de conflicto entre aquéllas y éstos,
naturalmente deberán dar preferencia a la ley sobre el reglamento. La facultad de control que tienen los tribunales judiciales sobre los
reglamentos cuya aplicación les incumbe, deriva, pues, de la naturaleza misma de los hechos: el art. 471 del Código penal no hace sino
consagrar esta facultad general en una esfera particular. En apoyo de esta explicación es conveniente observar, además, que el control
de los tribunales judiciales sobre los reglamentos no les autoriza para decretar la anulación de los mismos, en caso de reconocer su
ilegalidad, pues el poder de anulación sólo incumbe al Consejo de Estado. Los tribunales judiciales se limitan a hacer constar que el
reglamento no es aplicable, y por lo tanto se niegan a aplicarlo en el caso especial que dió origen a la cuestión de validez. Esto
demuestra también que la facultad de control o verificación de los tribunales judiciales sobre la legalidad d los reglamentos únicamente
se refiere a la misión que tienen de aplicarlos: de estos dos poderes, uno no es sino la consecuencia forzosa del otro.
los hechos y, por lo tanto, no sea necesaria su consagración por un texto constitucional, algunas Constituciones extranjeras han tenido
especial cuidado de enunciarla formalmente. Los términos en que lo hacen confirman la explicación que se acaba de exponer. Ver
principalmente a este respecto la Constitución belga, art. 107: “Las cortes y tribunales sólo aplicarán las resoluciones y reglamentos
generales cuando sean acordes con las leyes”. Asimismo la ley austriaca de 21 de diciembre de 1867 sobre el poder judicial, dice en su
art. 7 (Dareste, Constjtutions rnodernes, 2’ cd., vol. i, p. 447): “Los tribunales no son jueces de la validez de las Leyes publicadas
regularmente; en cambio, pueden apreciar la validez de las ordenanzas con ocasión y en la tramitación de los procesos de que conocen
legalmente”. Algunas Constituciones alemanas, sin embargo, niegan a los jueces la apreciación de la validez de las ordenanzas del
monarca. La Constitución prusiana, especialmente, dice en su art. 106: “La apreciación de la validez jurídica de las ordenanzas reales
publicadas regularmente no corresponde a las autoridades administrativas o judiciales (Behórden), sino únicamente a las Cámaras”.
Pero los autores alemanes reconocen que dicha disposición constituye un resto de absolutismo, que no puede tener justificación en el
sistema moderno del Estado de derecho (Jellinek, op. cit., pp. 408-409). Por lo demás, al no referirse el art. 106 más que a las
ordenanzas reales, deja subsistir, para los tribunales, el derecho de comprobar la legalidad de las ordenanzas de todas las demás
autoridades administrativas (Arndt, Verfassungsurkunde jür den preitssjschen Staat, 6’ cd., p. 370). En lo referente a las ordenanzas
imperiales el silencio de la Constitución del Imperio .respecto a la cuestión de su legalidad permitió a los autores sostener que
corresponde al juez comprobar su validez (Laband, op. cit., ed. francesa, vol, II. p. 409; G. Meyer, op. cit., 6’ ed., p. 35; Hubrich, Das
Reichsgericht über den Geseizes und Verordnungs begriff nach Reichsrecht, pp. 34 ss.).
353
SECCION II
LA VÍA DE LA LEGISLACJON
1 Con manifiesto error, pues, las Constituciones de 1791 (tít, III, cáp. III, sec. 1ª, art. 1) y del año III (arts. 76 y 163) se valieron, tanto una
como otra, del principio de la separación de poderes para negar al Ejecutivo la iniciativa de las leyes, pues por su participación en el
poder de proponer la ley, dicho Ejecutivo no se halla de ningún modo asociado al ejercicio efectivo de la potestad legislativa.
Montesquieu mismo (Esprit des lois, lib. XI, cap. VI) se había limitado a decir que “no es necesario que la potestad ejecutora proponga
las leyes”.
2 Muy distinto es el alcance de la institución establecida en Suiza bajo el nombre de “iniciativa popular” por la Constitución federal (art.
121) en materia de revisión parcial y por las Constituciones cantonales en materia constituyente y en materia legislativa. Con ese
nombre, permiten las Constituciones suizas a los ciudadanos iniciadores, no solamente presentar a las asambleas elegidas el proyecto
concebido y redactado por ellos, sino promover sobre dicho proyecto, en el caso de que las asambleas se resistan a admitirlo, mas
votación popular que habrá de decidir su adopción o su abandono. En realidad, gracias a esta prerrogativa, depende, pues, del pueblo
realizar la revisión y hacer la ley, desde el principio hasta el fin, por sí mismo y por sí solo. En esto posee el pueblo, íntegramente, la
potestad constituyente o legislativa (Binet, L’iniciative populaire en Suisse, tesis, Nancy, 1904; Berney, “L’initiative populaire en droit
publie fédéral”, Recueil inaugural de b’Univeriité de Lausanne, 1892, y “L’initiative populaire et la législation fédóral”, Recucil publié par
l’Université de Lausanne ó l’occasion de l’Exposition nationale suisse, 1896; Keller, Das Volksin.itiativrecht nach den schweizerischen
Kantonsverfassungen, tesis, Zurich, 1889).
356
Entre los actos que se producen con ocasión de la creación de una ley, hay uno
cuya naturaleza jurídica suscitó igualmente dificultades y controversias. Incluso en
los Estados donde la adopción de la ley se reserva a las asambleas, el jefe del
Ejecutivo es llamado a ejercer, posteriormente a esa adopción, un poder que sólo
a él le pertenece: promulga la ley, y por efecto de dicha promulgación convierte a
la ley en ejecutiva, por lo menos en el sentido de que la hace entrar en la fase
donde empezará a recibir ejecución. ¿Cuál es el carácter de este acto? ¿Es
conveniente considerar a la promulgación, en cuanto permite que se ejecute la ley,
como un acto que concurre a imprimirle su fuerza imperativa y por consiguiente
como un mandamiento legislativo y una manifestación de potestad legislativa?
¿No debe verse en ello, por el contrario, sino una operación}
3 Este punto ya lo indicaron claramente los oradores de la Asamblea nacional de 1789, en el transcurso de la larga discusión que tuvo
lugar entre ellos respecto a la cuestión de la sanción real, en las sesiones de 28 de agosto de 1789 y de los días siguientes. Según los
términos empleados repetidas veces durante dicha discusión, la admisión del sistema de la sanción había de hacer del rey “una parte
integrante del cuerpo legislativo”, y hacía entrar su consentimientos “como parte integrante, en la formación de la ley” (Archives
parlementaires, 1’, serie, vol. VIII, pp. 509, 521, 534, 559, 566 y 593).
358
131. Según una teoría expuesta por Laband (op. cit., ed. francesa, vol. II, pp. 263
ss.) y que actualmente ha llegado a tener preponderancia en la literatura alemana
(ver los autores citados por Lahand, loc. cit., p. 267 n. y por G. Meyer, op. cit., 6’
ed., p. 560, n. 4), pero que al parecer también ha obtenido en Francia algunas
adhesiones notables (Duguit, Traité, vol. II, p. 447), es necesario, para comprender
el papel que desempeñan respectivamente, uno junto al otro, el Parlamento y el
rey en el sistema monárquico de la sanción, observar que en la confección de las
leyes existen dos momentos esenciales que deben distinguirse lógicamente: por
una parte la determinación del contenido de la ley, y por otra parte la emisión de la
orden que da a dicho contenido el valor imperativo y obligatorio que la convierte en
una ley del Estado. Ahora bien, de estas dos operaciones, únicamente la última
constituye propiamente hablando un acto de potestad legislativa, ya que
solamente ella presenta los caracteres de un acto de mando y de imperium. La
determinación del contenido de la ley no es en sí un acto de potestad dominadora,
sino que solamente es una actividad mental e intelectual, que consiste
simplemente en pesar y apreciar lo que conviene que la ley contenga. Este
cometido ni siquiera implica necesariamente la intervención del legislador; el
cuidado de investigar y hallar el contenido de la ley puede encomendarse a una
comisión de juristas o profesionales, o también los pensamientos, las ideas, los
preceptos que habrán de establecerse por un texto legislativo pueden tomarse de
la costumbre, de la legislación de un Estado extranjero, de algunas obras
científicas; hasta con recordar, en este último aspecto, las compilaciones de
Justiniano. Todo este trabajo preparatorio no implica necesariamente la posesión y
el funcionamiento de la potestad de Estado. Esta no comienza realmente a
ejercerse y su intervención no es enteramente indispensable sino en el momento
en que se trata de sancionar las máximas, proposiciones o reglas apuntadas y
escogidas previamente, confiriéndoles la fuerza de prescripciones destinadas a
formar parte del orden jurídico obligatorio del Estado.
Esta es, según Laband, la distinción que hay que establecer para definir en las
monarquías constitucionales alemanas la función legislativa
propia del rey y del Landtag. En efecto, en el sistema de derecho público de los
Estados alemanes únicamente el monarca posee, en principio, el
359
ca y es exclusivamente obra del mismo. Así como —dice—- el tutor que habilita a
su pupilo para contraer matrimonio no toma sin embargo parte alguna en el acto
por el cual se realiza el matrimonio,1 tampoco el consentimiento de las Cámaras, si
bien condiciona el mandamiento legislativo del rey, se confunde con éste. Así
pues, en definitiva, tanto según Jellinek como según Laband, el rey guarda para sí
solo el poder de hacer la ley. Aunque su potestad de querer legislativamente esté
limitada por la necesidad del asentimiento de las Cámaras, sólo él puede
engendrar la voluntad legislativa del Estado. En este sentido es realmente cierto
decir que la potestad legislativa no se halla compartida entre el monarca y las
Cámaras; o, en todo caso, el poder legislativo de éstas es de esencia muy
diferente que el del monarca. Esto es lo que repite todavía Jellinek en su Allg.
Staatslehre (2 ed., pp. 666-667, 692; ed. francesa, vol. II, pp. 420 Ss., 457): “El
acto de voluntad legislativa es exclusivamente un acto del monarca, al cual dió
previamente su consentimiento el Parlamento”. Esta es, por lo demás, la doctrina
sustentada por la mayoría de los autores alemanes. Tiene su base en la idea
primordial de que en el derecho público alemán “el monarca, como titular de la
potestad del Estado en su integridad, es el único que posee la cualidad de
legislador” (esta fórmula está tomada de G. Meyer, op. cit., 6! cd., p. 559.; cf. del
mismo autor, Der Anteil der Reichsorgane un der Reichsgesetzgebung, pp. 18 ss.)
Para conciliar estas afirmaciones con los textos constitucionales que subordinan la
formación de la ley al asentimiento de las Cámaras, los autores alemanes
introducen en esta materia la distinción entre el jus y el exercitium juris. El rey —
dicen— es el único que posee la potestad legislativa quoad jus; su poder sólo se
halla subordinado a la asistencia del Parlamento quoad exercitiurn (ver por
ejemplo Anschütz, Begriff der gesctzgebunden Gewalt, 2ª ed., p. 3).2
133. Toda esta teoría alemana que pretende reducir de modo exclusivo al acto de
la sanción la integridad de la potestad legislativa suscita vivas objeciones. En
primer lugar, es evidente que no podría aplicarse a todos los Estados
monárquicos. Entre estos Estados existen algunos cuya Constitución reparte
incontestablemente la potestad legislativa entre el mo-
1 El derecho público proporciona ejemplos del mismo género. Así Jellinek (Gesetz u. 1”., p. 318) señala que en la monarquía
constitucional, el rey, en el cumplimiento de sus actos de gobierno, está sometido a la necesidad de obtener el consentimiento de sus
ministros, lo que no impide que esos actos sean realizados por él, en su propio nombre, en virtud de su propia voluntad. En el derecho
constitucional francés se puede citar asimismo la disolución de la Cámara de los Diputados, subordinada a la conformidad del Senado,
pero que se lleva a cabo mediante un decreto presidencial; la ratificación de los tratados, que presupone la habilitación por las
Cámaras, pero que queda reservada al Presidente de la República, etc.
2 Contra el empleo que se hace, en esta materia, del jus y del exercistum, ver especialmente J. Lukas, Die rechtliche Steflung des
Parlamentes, pp. 228 ss.
362
3. Esta cooperación de voluntades se ha puesto en claro particularmente por las fórmulas de promulgación de la ley. En Bélgica, por
ejemplo, se lee: “Las Cámaras han adoptado y Nos sancionamos lo que sigue”; en Italia: “El Senado y la Cámara de Diputados han
aprobado, Nos hemos sancionado y promulgamos lo que sigue”. Cf. Constitución de 1791, tít, III, cap. tu, sec. 1ª, art. 3.
363
134. Sea el que fuere el valor de estas razones históricas, hay que reconocer que
la doctrina que se dedujo de ellas en Alemania respecto al alcance histórico de la
sanción real no se concilia realmente con los textos constitucionales vigentes. En
esto hubo de convenir Laband (op. cit., ed. francesa, vol. u, p. 271). Tomando
como ejemplo la Constitución prusiana de 1850, reconoce que “en dicha
Constitución, la más importante de Alemania, se afirma la similitud del cometido
deL rey y el cometido del Landtag en la legislación”. En ella, en efecto, l art. 62 se
expresa así: “La potestad legislativa se ejerce en común (gemeinschaftlich) por el
rey y por ambas Cámaras. El acuerdo entre el rey y las dos Cámaras es
indispensable para la formación de toda ley”. Este texto de ningún modo indica
que el consentimiento que se pide a las Cámaras sea de distinta naturaleza ni
posea otra eficacia que el consentimiento prestado por el rey. Muy al contrario, el
art. 62 coloca a ambas autoridades, Landtag y monarca, en pie de igualdad, por
cuanto atribuye el ejercicio de la potestad legislativa en común a ellas dos,
haciendo depender igualmente la formación de la ley de la voluntad de una y otra.5
Después de esto, poco importa el tenor de las fórmulas de promulgación, pues la
práctica que haya podido establecerse con referencia a dichas fórmulas no
constituye
4 “Wir (es el rey quien habla)... verordnen, mit Zustimmung der beiden Hauser des Landtages, was folgt” (ver respecto de esta fórmula
Bornhak, Preussisciaes Staatsrecht, vol i, p. 492).
5 Asimismo hay que observar, y Laband lo reconoce en varias ocasiones (op. cit., vol, II, pp. 273, 294 y 309) que el art. 5 de la
Constitución del Imperio, que declara que la legislación se halla dentro de las atribuciones del Bundesrat y del Reichstag, no establece
en este aspecto ninguna diferencia entre dichas asambleas. Por el contrario, dicho texto, al especificar que “el acuerdo entre las
decisiones votadas por la mayoría de cada una de dichas asambleas basta para la formación de una ley imperial”, les confiere en esta
materia idénticos derechos y excluye la posibilidad de considerar al Bundesrat como investido de un poder legislativo exclusivo. Según
el art. 5, la situación respectiva del Bundesrat y del Reichstag, con respecto a la legislación del Imperio, es la misma que la que resulta
del art. 62 anteriormente citado, entre las dos Cámaras del Landtag de Prusia, con relación a la legislación prusiana. Bien es verdad que
el art. l-1 de la Constitución del Imperio exige que el Bundesrat estatuya en último lugar respecto de todas las decisiones que emanan
del Reichstag, y por lo tanto también respecto de sus decisiones legislativas. Pero dicho texto no implica por necesidad que el Reichstag
no tenga más competencia legislativa que la determinación del contenido de la ley y que sólo el Bundesrat pueda añadirle el
mandamiento legislativo. Se verá después (nº 135) que la disposición del art. 7-1º puede explicarse de otra manera. La fórmula de
promulgación de las leyes imperiales no señala tampoco diferencia alguna entre el cometido del Reichstag y el del Bundesrat por lo que
se refiere a la confección de las leyes (ver respecto a este punto la nota siguiente).
364
6 Si hubiera que apegarse a los términos de la fórmula de promulgación habría que admitir, tanto para el Imperio como para Prusia,
que el emperador es el titular del poder legislativo, pues la fórmula de promulgación de las leyes imperiales esté redactada en términos
análogos a aquellos que se emplean para los leyes prusianas: “Wir Wilhclm... verordnen im Namen des Reíches, nach erfolgter
Zustimmung des Bundesrats und des Reichstag, was folgt”. De estas palabras, dice Laband (Ioc. cit., vol, u, p. 301), parece desprenderse
que es al emperador a quien corresponde dar la orden legislativa y que la misión del Bundesrat y del Reichstag se limita a una simple
autorización. Ahora bien, es absolutamente cierto que la formación de las leyes imperiales no depende de la voluntad del emperador.
El art. 5 de la Constitución del Imperio, en efecto, especifica que el poder legislativo corresponde al Bundesrat y al Reichstag, o sea sólo
a ellos, y el art. 17 de esta misma Constitución no confiere al emperador, en materia legislativa, más poder que el de promulgación y el
de publicación. Finalmente, la disposición del art. 5, in fine, que por excepción, y sólo para proyectos de leyes imperiales referentes a
ciertos objetos determinados, reserva al rey de Prusia la posibilidad de evitar su adopción con su sola oposición, sería ininteligible si en
todos los casos fuera necesario el consentimiento del emperador para la legislación imperial. Por lo tanto, la fórmula promulgatoria
empleada en esta legislación no expresa con fidelidad el verdadero cometido que les corresponde respectivamente al emperador y a
las asambleas en semejante materia, lo que demuestra que no hay que fiarse de fórmulas de esa clase. Realmente, el tenor de la
fórmula concerniente a las leyes imperiales se explica únicamente por el hecho de que la práctica la calcé de la formula empleada para
las leyes prusianas (Schon, “Die formellen Gesetze”, Handbuch der politik, vol. i, p. 291; Radnitzky, “Ueber den Anteil des Parlamentes
so Staatsgesetz”, Jarhbuch des offentl. Rechtes, 1911, p. 52).
365
halla ligado en este sentido, pero carecen del poder de añadir a dicha adopción ni
pronunciar sobre dicho texto el mandamiento ita jus esto, que en definitiva es el
único que posee el carácter y la virtud de un acto legislativo. Pero, al razonar de
este modo, Laband en el fondo no hace otra cosa que asimilar el cometido de las
Cámaras al de una simple comisión preparatoria, oficial y estatal sin duda alguna,
pero desprovista, en suma, de potestad verdadera. Pues, como objetó muy
justamente Gierke (Crünhut’s Zeitschrift, vol. VI, p. 229; cf. Schulze, Deutsches
Staatsrecht, vol. r, p. 527), una de dos: o bien el contenido del texto adoptado por
las Cámaras recibe por esta adopción el alcance de una prescripción jurídica, y
entonces el texto lleva en sí, necesariamente, el mandamiento de observar dicha
prescripción; o el voto emitido por las Cámaras se halla desprovisto de fuerza
imperativa y no contiene en sí ningún mandamiento, en cuyo caso la disposición
votada —por más que su adopción parlamentaria sea condición de la sanción
real— ya no constituye, intrínsecamente, una prescripción jurídica y no se
diferencia ya, en sí, de una proposición adoptada por cualquier comisión.7
7 En el Archiv für óffentl. Rechi, 1902, p. 441, Laband vuelve de nuevo sobre esa cuestión de la distinción entre el Gesetzesinhalt y el
Geseizesbefehi, y sin dejar de mantener que la adopción de la ley por las Cámaras se diferencia esencialmente de un simple voto
académico en que es la condición constitucional previa de la sanción real y constituye por lo tanto una manifestación de actividad y de
potestad estatales, precisa nuevamente su teoría respecto del cometido de las Cámaras en esta materia y respecto a la oposición que
según él existe entre la decisión de éstas y la sanción del monarca, diciendo que la decisión del Parlamento sólo crea una “proposición
de derecho” (Rechtssaiz) y que la sanción o mandamiento legislativo viene a transformar esta proposición en una “prescripción de
derecho” (Rechtsvorschrift). Pero esta manera de definir el cometido del Parlamento tropieza con la objeción de que la parte dispositiva
adoptada por las Cámaras, habiendo de constituir el contenido de la futura ley, no puede constituir realmente un Rechtssotz si no
adquiere por dicha adopción ninguna significación imperativa, pues el derecho, según el concepto del mismo Laband, supone
esencialmente una obligación positiva, y por tanto también un mandamiento que entraña coacción. Por consiguiente, la oposición que
establece dicho autor entre el Rechtssaiz y el Rechmvorschrift no se concibe. Si la parte dispositiva adoptada por las Cámaras no tiene
carácter alguno imperativo, no puede constituir un elemento de derecho, y sólo valdrá como simple fórmula, quedando en una
proposición que no puede tener naturaleza de proposición de derecho. Y nos encontramos reducidos así a la conclusión de que la
decisión de las Cámaras no tiene más valor que el parecer de una simple comisión; por lo menos, y a pesar de ser constitucionalmente
necesaria y de obligar al monarca a una parte dispositiva determinada, en sí no se diferencia de la decisión de cualquier comisión, en el
sentido de que no contiene ningún germen de obligación ni de mandamiento para aquellos a quienes se refiere. Laband acabó por
convencerte de esto, ya que dice ahora (Deutsches Reichssaatsrecht, 1907. p. 108 n.) que al calificar la decisión de las Cámaras como
decisión que crea un Rechtssatz, quiso designar con ese último término una proposición de derecho análoga a la que se expresaría, por
ejemplo, en un tratado jurídico.
366
Pero esto es precisamente los que no se puede admitir. Pretender que la adopción
de un proyecto de ley por las Cámaras no es una participación en el poder legislativo es
reducir su decisión respecto a este proyecto a una simple opinión; en vano se dice que
dicha opinión es necesaria, ya que constituye la condición constitucional previa del
decreto legislativo del monarca; en vano tambien se añade que tiene cierto alcance
obligatorio, ya que el monarca no puede apartarse del texto adoptado. A pesar de su
importancia capital en este doble aspecto, la decisión de las Cámaras solo tiene el valor
de una opinión o dictamen por lo que se refiere al punto esencial de la legislación sea en
cuanto a la creación de la fuerza imperativa de la ley, puesto que dicha fuerza imperativa
proviene únicamente de la voluntad del monarca. Ahora bien, esta manera de caracterizar
el cometido de las Cámaras en materia de legislación supone que el desconocimiento de
la verdadera naturaleza del poder legislativo. Este no consiste únicamente en un derecho
a ser consultado y a dar opiniones o asentimientos, sino que es un poder de voluntad. En
el caso antes citado el Consejo de Estado antes de 1872, el jefe de Estado, al estatuir
sobre un asunto contencioso, solo decretaba su propia decisión; en el régimen de la
sanción de las leyes no solamente entra en juego la voluntad del monarca sino que
aquello que sanciona el monarca es, edemas de su propia voluntad legislativa, la
voluntad de las Cámaras. Y es evidente que no se puede hablar aquí de una verdadera
voluntad de las Cámaras sino cuanto su poder de querer se refiere de una manera
completa y
367
directa a todos los elementos de la ley, es decir, lo mismo a su fuerza imperativa que al
tenor de sus disposiciones. Pues una disposición cualquiera solo puede adquirir
significación legislativa y considerarse como tenor de ley en cuanto ha sido adoptada para
valer como tal, es decir, para, adquirir la fuerza propia de la ley. Por eso estos dos
elementos de la legislación, determinación del contenido y mandamiento legislativo, son
inseparables uno del otro. La distinción que entre ellos hace Laband no se concibe. Al
adoptar un proyecto legislativo, las Cámaras no se limitan a exponer idealmente el posible
contenido de una ley eventual, lo que seria por su parte un acto de verdadera voluntad,
sino que crean un dispositivo, una prescripción, y en derecho pertenece a la esencia de
toda prescripción contener en si un mandamiento. La adopción de la ley por las Cámaras
implica, pues, que toman parte por si mismas en la orden ita jus esto. El acto de voluntad
que así realizan no se refiere solamente al texto, no se reduce tampoco, como dice
Jellenek, a otorgar un consentimiento a aquello que el monarca emite según un
mandamiento que de él solo dependería emitir, sino que contiene desde luego dicho
mandamiento y es por consiguiente, por su propia virtud, un acto de potestad y de
voluntad legislativas.8 Evidentemente la voluntad así manifestada por las Cámaras
8
Cf., respecto de todos estos puntos, J. Lukas, op. cit., que ha sometido a una profunda critica la teoría de Laband y de Jellinek referente
a al distinción entre el Gesetzesinhalt y el Gesetzesbefeh, en cuanto a esta teoría pretende que la declaración de voluntad que emana
del Parlamento referente al contenido de la ley no implica de ningún modo emisión de mandamiento legislativo, quedando este
reservado al monarca. Demuestra Lukas (pp. 111 ss., y especialmente pp. 120-121) que “es imposible concebir que la declaración de
voluntad de las Cámaras respecto del contenido de la ley no contenga al mismo tiempo la emisión de una orden legislativa”. A esto
contesta Laband (Deutsches Reichsstaatsrecht, 1907, p. 110; ed. francesa, vol. II, p.266) que la decisión del Parlamento no puede tener
valor de una orden, ya que ni siquiera se dirige a los súbditos, y tan solo confiere al monarca la autorización de lanzar una orden que,
finalmente, se dirija a los súbditos. Lukas (op. cit., pp 194 ss.) ha replicado muy acertadamente que en este caso debería considerarse el
Bundesrat, en lo que se refiere a las leyes imperiales, como simple colaborador del Reichstag, y en pie de igualdad con este, en la
determinación del contenido de las leyes, pues, como subraya el mismo Laband (ed. Francesa, bol. II, p. 309), el Bundesrat tampoco se
dirige a los súbditos, sino que es al emperador, èl solo, el que mediante la promulgación enuncia con respecto a aquellos la orden
formal de obediencia la ley. Y sin embargo Laband (loc. cit., p.301 ss.) desarrolla con brío la idea de que la sanción por el Bundesrat “es
el punto de toda pbra legislativa”, por lo que se refiere a las leyes imperiales, y en otra parte (loc. cit., p. 273) asimila la sanción a la
orden legislativa. Asimismo, en el derecho publico actual de Francia la adopción del texto de la ley por las Cámaras tiene el valor de
mandamiento legislativo y produce directamente su efecto imperativo respeto de los súbditos, sin que haya necesidad, después de
dicha adopción, de ninguna orden especial para imponerles las obligaciones que establece el texto legislativo. Se vera, en efecto (no
139), que la promulgación por el jefe del Ejecutivo no constituye de ningún modo una orden de ese genero. Y sin embargo, es cierto
que la votación de la ley por las Cámaras no es un acto que se dirija de modo exterior a los súbditos (cf. Radnitzky, op. cit., Jahrbuch
368
no basta por si sola a engendrar la ley, sino que esta solo será perfecta a partir del
momento en que una voluntad legislativa idéntica haya sido expresada por el monarca.9
Pero estas dos voluntades cuya coexistencia e identidad son indispensables para la
formación definitiva de la ley, desempeñan en la obra de la legislación el mismo papel, por
cuanto se refiere a los mismos objetos. Se completan la una a la otra, no ya el sentido de
que se apliquen respectivamente a elementos legislativos diferentes, cuya reunión es
necesaria para que la ley se constituya, sino en el sentido de que cada uno de los
elementos de la legislación debe ser querido paralelamente y de un modo dualista por el
monarca y por el Parlamento, que forma así entre los dos un órgano legislativo complejo,
como se dirá más adelante (nums. 279 y 311). Así como el monarca quiere a la vez el
contenido de la ley y su fuerza imperativa, así tambien la voluntad de las Cámaras abarca,
además de este contenido, el mandato legislativo.
des öffentl. Rechtes, 1911, pp. 51-52). Esta observación referente al sistema legislativo del derecho publico francés proporciona un
decisivo argumento en contra de la distinción establecida por Laband entre la adopción del contenido de la ley y la emisión de la orden
legislativa, demostrando, en efecto, que la adopción de un texto, cuando no proviene de una simple comisión encargada de dar
pareceres y cuando se emite a titulo legislativo, puede tener perfectamente por si misma, e incluso tiene necesariamente, fuerza
imperativa. Entre una comisión preparatoria y las Cámaras, incluso en el estado monárquico, existe la notable diferencia de que las
Cámaras, al adoptar la ley, realizan un acto de voluntad, pues su votación del texto de la ley tiene carácter de verdadera decisión. Ahora
bien, el poder de voluntad y de decisión implica un poder de mando, como se dirá ,mas adelante (no 139).
9
Uno de los principales argumentos que en favor de la distinción entre el Gesetzesinhalt y el Gesetzesbefeh se alega por Laband
(op. cit., ed. francesa, vol. II, p. 267 n.; Archiv für offentl. Recht, 1902, p. 441; Staatsrecht des deutschen reiches, 5a ed., vol. II, p. 6 n.) es
que la parte dispositiva adoptada por las Cámaras carece de fuerza obligatoria hasta el momento de la sanción. Esto significa, dice
Laband, que solamente la sanción contiene el mandamiento que convierte a esta parte dispositiva en verdadera ley, en prescripción
obligatoria. Este argumento no es decisivo. El hecho de que el texto adoptado por la Cámaras no produzca inmediatamente efecto
obligatorio no implica por necesidad que la votación de las Cámaras no contenga mandamiento alguno. Este hecho se explica
simplemente por el motivo de que la formación de la ley exige a la vez, juntamente coordinadas, la orden de las Cámaras y la orden del
rey. Mientras solamente exista la orden de las Cámaras, no puede la ley producir su efecto obligatorio. Pero en el momento en que la
sanción monárquica haya venido a juntarse con la votación del Parlamento, la ley ejercerá su fuerza imperativa en virtud, a la vez, del
mandamiento de las Cámaras y del mandamiento del monarca.
369
135. ¿Debe afirmarse, por lo tanto, que en el sistema de sanción real no se puede
establecer ninguna diferencia entre los cometidos desempeñados respectivamente por el
Parlamento y el monarca en la labor legislativa? Esto sería mucho decir. Subsiste desde
luego cierta diferencia, pero es de naturaleza muy distinta a la que hacen resaltar la
mayoría de los autores alemanes. Lo diferente no el punto u objeto al que se refieren las
dos voluntades legislativas concurrentes del Parlamento y del rey, sino que el concepto en
que ambos órganos cooperan a la formación de la ley. En una monarquía, incluso si ésta
es limitada, el rey es el órgano estatal supremo, sino en el sentido en que entraña de un
modo inicial la potestad entera del Estado, por lo menso en el sentido de que participa,
por cuanto es al autoridad más alta, en todas las funciones de potestad
370
10
Liebenow, Die Promulgation, p.35, dice muy acertadamente a este respecto: “Cuando la Constitución, al crear los varios factores de la
legislación, reserva a uno de ellos el poder de la sanción, tal cosa supone que dichos factores no son iguales entre sí, y ello significa
tambien que el factor llamado a sancionar la ley es el más elevado”. Añade dicho autor que en las repúblicas, donde las dos asambleas
legislativas, Senado y Cámara de Diputados, poseen en igual grado la potestad legislativa, no puede haber sanción, ya que esas dos
asambleas desempeñan en la obra de la confección de la ley un cometido absolutamente idéntico. En efecto, es inexacto afirmar, como
lo hace Laband (op. cit., ed. francesa, vol II, p. 288), que según la constitución francesa de 1875, las leyes son “sancionadas” pos las
Cámaras, siendo así que la sanción es una institución que ya no puede hallar lugar en el sistema legislativo actual del derecho público
francés.
371
perio alemán, que dispone que el Bundasrat estatuya después que el Reichstag y por
encima de éste sobre todas las decisiones tomadas por esta asamblea. Por razón de la
generalidad de sus términos, esta regla del art. 7 se explica incluso a aquellas leyes que
hubieran sido sometidas en primer lugar al Bundesrat y que ya hubieran sido adoptadas
por él antes de serlo por el Reichstag. Esta necesidad de una reiterada decisión del
Bundesrat –cuando su adhesión a la ley ya ha sido concedida – sería, según Laband, una
incomprensible singularidad, si no se admitiera que solo el Bundesrat tiene competencia
para formular el mandamiento legislativo; y naturalmente este mandamiento sólo puede
formularse después de que ambas asambleas se hayan puesto de acuerdo al tenor de la
ley. Pero, por más que diga Laband la exigencia del arti. 7 se explica sencillamente por la
razón de que el Imperio alemán, el órgano supremo esta constituido por el conjunto de
príncipes y senados de los Estados confederados. Por lo tanto, el Bundesrat, constituido
por los delegado de los príncipes o de los senados es llamado, al mismo titulo que el rey
en un estado monárquico, a emitir respecto a la ley la suprema decisión, o sanción, que la
confirma y la perfecciona. La diferencia que así se establece entre los poderes legislativos
del Reischtag y los del Bundesrat no se refiere a la esencia de esos poderes, sino
únicamente a su grado respectivo y a la cualidad en la que se ejercen por una y por otra
parte.
contrario, especifica que el ejercicio de las mismas es colectivo, lo que únicamente puede
interpretarse en el sentido de que las Cámaras por su parte participaban plenamente en la
función legislativa. Por último, las Cartas indicaban claramente el fundamento y la
naturaleza del poder legislativo del rey: si el art. 22 de la Carta de 1814 y el art. 18 de la
de 1830 asentaban que “sólo el rey sanciona las leyes”, esta prerrogativa exclusiva
provenía del echo de que cada una de las dos Cartas, en un artículo anterior (art. 14, art.
13), había formulado en principio que “el rey es el jefe supremo del Estado”. Así
fundamentada, la sanción parecía realmente como un poder de decisión más alta, que
solamente podía pertenecer al monarca, en el sentido de que, en su cualidad especial de
jefe del Estado, sólo él tenía derecho a pronunciar la adopción definitiva de la ley. Pero,
aparte de ese derecho de última decisión, la potestad legislativa correspondía en todos
los aspectos, determinación del contenido de la ley y emisión del mandamiento legislativo,
a las Cámaras y al rey de una manera igual y colectiva.
136. Nos queda recordar brevemente que las observaciones que preceden no
pueden aplicarse a la prerrogativa que en 1791 había sido conferida al rey bajo el nombre
de “sanción” (Constitución de 1791, tít. III, cap. III sec 3) y que en realidad solo consistía
en un derecho de veto suspencivo.11 Los autores concuerdan en reconocer que esta
supuesta sanción no implicaba para el monarca participación ninguna efectiva en la
potestad legislativa. Pertenecía ésta exclusivamente, en dicha época, al cuerpo
legislativo. Es lo que se desprende ya de la denominación de “decretos” dada por la
Constitución de 1791 (sec. 3 antes citada) a las decisiones legislativas de la asamblea y
por cierto el art. 1º del cap III tenía buen cuidado de decir que “la Constitución delega
exclusivamente en el cuerpo legislativo el poder de decretar las leyes”. Así pues, a
diferencia de la sanción verdadera, que es un elemento esencial de la formación de la ley,
el derecho de veto de 1791 era concedido al rey encontrar de leyes que se formaban sin
su participación, y le proporcionaba los medios, no ya de oponer una negativa absoluta de
consentimiento a la ley adoptada por el cuerpo legislativo, poniendo así perentoriamente
un obstáculo a su
11
La palabra “sanción” era tan sólo la consecuencia de una ficción, empleada por la Constitución de 1971 con un propósito de
deferencia y miramiento respecto del monarca. El carácter ficticio de esta supuesta “sanción real” se desprende suficientemente de los
términos mismo en los cuales se desarrollaba el funcionamiento de esta institución el la sección 3, tít. III, cap. III. Es así como el articulo
2 de esta sección decía que, en el caso de que un decreto del cuerpo legislativo que haya sido objeto de devolución suspensiva se
adoptase de nuevo por las dos legislaturas siguientes, “se consideraría que el rey había otorgado la sanción”. No se atrevían aún a
declarar brutalmente que en adelante podría hacerse la ley sin el consentimiento del rey; la sec. 3 se refiere incluso en varias ocasiones
a dicho consentimiento, como si fuera siempre necesario, y sin embargo el rey estaba excluído de la potestad legislativa.
373
realización, sino simplemente de volver a tratar dicha ley, impidiendo así, durante un
cierto tiempo, su formación, y consiguiendo su pase a una legislatura ulterior que estatuía
definitivamente respecto a su adopción.12 En esto, la distinción entre el veto y la sanción
correspondiente a la célebre diferencia establecida por Montesquieu (Esprit des lois, lib.
XI, cap. VI) entre la “faculta de estatuir”, que asocia íntimamente al jefe del Estado con la
legislación, convirtiéndolo en una parte integrante del órgano legislativo, y la “facultad de
impedir”, que sólo es un poder de resistencia y que por lo consiguiente, lejos de dar
participación a su titular en la potestad legislativa, supone por el contrario que en el
principio es extraño a la misma (ver la n. 12 del nºn276, infra).13
Con mayor razón el poder de pedir a las Cámaras una nueva discusión de la ley,
actualmente concedido al Presidente de la República por el art. 7 de la ley constitucional
de 16 de julio de 1875 (cf. Constitución de 1848, art. 58), no puede considerarse como
elemento de participación en la potestad legislativa, pues por más que digan ciertos
autores (Duguit, Traité, vol. II, pp. 446 ss.), dicha prerrogativa ni siquiera constituye un
veto propiamente dicho. Bien es verdad que no pueden las Cámaras, según el art. 7,
rehusar la discusión pedida y que por lo tanto este texto confiere al Ejecutivo el poder de
ponerles una suspensión de la promulgación. Pero importa observar que la Constitución
de 1875 no exige, como la de 1791, que la nueva discusión sea obra de una legislación
ulterior”: el Presidente no apela de la legislatura presente ante las legislaturas futuras,
sino que dirige su petición a los mismos miembros de las asambleas que acaban de
adoptar la ley. En estas condiciones, el supuesto veto pre-
12
El art. 6 de la sec 3, antes citado, indica claramente que, con el empleo de su veto, no participa el rey en su adopción de las leyes, y
que ésta quedaba reservada únicamente a la asamblea legislativa. Dicho texto, en efecto, dice: “Los decretos que hayan sido
presentados al rey por tres legislaturas consecutiva tienen fuerza de ley y llevan el nombre y el título de leyes” esto es tanto como decir
que la formación de la ley depende y resulta de la votación de las legislaturas y no del consentimiento del monarca.
13
Más exactamente, la institución del veto se refiere a las tendencias especiales de la teoría separatista de Montesquieu, de la cual
no es sino una pura aplicación. Proviene, en efecto, de la idea de que el monarca y el cuerpo legislativo, en el Estado descompuesto en
tres titulares de potestad, son dos autoridades enteramente distintas, una de las cuales, el monarca, tiene el poder de paralizar por su
voluntad, al menos de momento, el efecto de las decisiones adoptadas por el otro. Es éste un juego de frenos y contrapesos entre las
autoridades concebidas como independientes. La institución de la sanción proviene de una fuente muy diferente. Se encuentra en
estrecha correlación con el concepto de la unidad fundamental del Estado. Parlamento y monarca son en conjunto, en cuanto a las
creación de las leyes se refiere, n o ya autoridades diferentes y separadas, previstas de poderes respectivos que les permiten luchar una
contra otra, sino un órgano único, indivisible dentro de su complejidad, y la intervención del monarca responde a la idea de que ha de
realizar en sí la unidad superior del Estado y, por consiguiente, que la ley no puede producirse sin su consentimiento.
374
14
En Estados Unidos la devolución a las Cámaras hace desaparecer la ley anteriormente adoptada, ya que tiene por objeto
subordinar su definitiva formulación a la nueva condición de una adopción por una mayoría diferente y extraordinaria. En esto aparece
dicha devolución como un verdadero veto. En Francia, donde la devolución a las Cámaras no tiene, en suma, más efecto que el de
promover una lectura suplementaria de la ley, la adopción tomada después de esta deliberación no hace sino confirmar una votación
anterior, por lo que no se puede decir que el Presidente francés esté provisto de un verdadero veto (cf. A este repecto Esmein,
Elémentes. 5ª ed., p. 608). La experiencia, por lo demás, ha demostrado en Estados Unidos la eficiencia y la energía del medio de acción
concedido al Presidente en la esfera de la legislación (ver la n. 41 del nº 293, infra).
375
Volverla a las asambleas. Así pues, tendría el Presidente más que un poder de veto,
porque su aprobación, expresa o tácita, sería un elemento de perfección de la ley. Esta
conclusión no es exacta, como lo demuestra la segunda parte del artículo 2. Añade este
artículo, en efecto, que si, después de un segundo examen, la adopción reúne los dos
tercios de votación en cada una de las Cámaras, “el bill se convertirá en ley”. Es, pues, la
decisión de las Cámaras, y no el asentimiento presidencial, lo que hace la ley. Asimismo,
cuando un bill no ha sufrido la devolución, a partir del momento en que la nooposición del
Presidente es indudable, debe ser considerado como obra exclusiva de las asambleas.15
15
Duguit (Traité,vol. I, p.328), al examinar las diversas formas de la intervención del pueblo en la obra legislativa, y tratando de
señalar la diferencia que separa a las dos clases de instituciones conocidas respectivamente conocidas con el nombre de referéndum
obligatorio y referéndum facultativo, pretende que hay equivalencia entre esta segunda clase de referéndum y el regímen de veto. Pero
esta aproximación es muy discutible, tanto desde el punto de vista práctico como desde el punto de vista teórico. En el sistema de veto
popular, el pueblo, según la terminología de Montesquieu, no tiene más que una simple facultad de impedir; no está llamado, pues, a
estatuir por sí mismo sobre la ley. Así es como el proyecto de Constitución girondino de 1793, en su título VIII, bajo en nombre de
“censura del pueblo” establecía un régimen de veto, por el cual determinado número de ciudadanos podían, por medio de un
procedimiento por cierto muy complicado, promover la reunión de las asambleas primarias, a efecto de consultarlas respecto al punto
de saber si había o no lugar a conseguir la “revocación” de una ley adoptada por el cuerpo legislativo. Pero, como esto sólo debá
constituir para el pueblo un derecho de censura y de veto, el proyecto girondino no admitía, en el caso de una respuesta afirmativa de
las asambleas primarias, que la revocación fuera realizada por el cuerpo mismo de los ciudadanos. El voto popular que tendía a la
revocación únicamente tenía por consecuencia la renovación del cuerpo legislativo, y a la legislatura nuevamente elegida en esas
condiciones quedaba reservado el poder de pronunciar la revocación referida. En ese sistema no participaba realmente el pueblo en la
potestad legislativa, pues la formación de la ley no dependía de su sanción; por lo cual el art. 29 del título VII especificaba que, por más
que el mantenimiento de las leyes adoptadas por el cuerpo legislativo dependiese de la censura popular, “la ejecución provisional de la
ley sería siempre de rigor”. Esta es la característica del veto. Muy diferente es el alcance del referéndum, incluso del referéndum
facultativo. En éste el pueblo ya no recibe solamente un poder de resistencia o de impedimento, sino que posee la facultad de estatuir.
Es lo que dice formalmente el art. 89 de la Constitución federal suiza, que establece en materia legislativa esta clase de referéndum:
“Las leyes federales se someten a la adopción y a la revocación del pueblo, mediante la petición por 50,000 ciudadanos activos o por 8
cantones. Según este texto pertenece al pueblo pronunciar la adopción de la ley, y su intervención es necesaria para la perfección de
ésta. Si, a falta de la reclamación formulada por un número suficiente de ciudadanos, las leyes federales no se someten a la adopción
popular, no sería porque el referéndum facultativo es de la misma naturaleza que el veto popular y presupone esencialmente una
reacción intentada en contra de la ley, a efecto de dar lugar a su revocación; sino porque la palabra “facultativo” se refiere únicamente
al hecho de que la ausencia de reclamación por parte de un número suficiente de ciudadanos tiene todo el valor de una aprobación
popular táctica que hace superflua la aprobación expresa, como ya lo decía Rousseau (Contrat social, libro II, cap. I in fine). Resulta ello
que en el sistemas del referéndum, y a diferencia de lo que ocurre en el caso del veto, la ley adoptada por el cuerpo le-
376
gislativo no existe nunca más que en estado de proyecto. Esto es también lo que expresaba positivamente la Constitución de 24 de
junio de 1793, que en sus arts. 58 ss. Establecía para la elaboración de las leyes y dicta decretos”. Según dicho texto (confirmado por le
art. 58), la ley no adquiría, al ser adoptada por el cuerpo legislativo, más que el valor de una proposición la que debía dirigirse al pueblo,
y no se convertía en ley perfecta sino por la adopción expresa o la falta de reclamación del pueblo, en una palabra el referéndum
facultativo difiere totalmente del veto popular (ver esta diferencia claramente desarrollada por Esmein (Elements, 5ª ed., pp. 356 ss.,
371 ss.), en que el pueblo desempeña en él un cometido legislativo semejante al que ejerce el monarca por medio de la sanción. Así
como el monarca sanciona la ley tácitamente cuando la promulga sin más formalidad, así también el pueblo, en el sistema del
referéndum facultativo, concede al a ley su táctica sanción al dejarla pasar sin reclamación. En la democracia directa, así como en la
monarquía, el fundamento jurídico del derecho de sanción o de adopción popular reside en el hecho de que le pueblo es,
constitucionalmente el órgano supremo del Estado, lo cual ya no es verdad en el caso del simple veto. En las democracias, donde tiene
el pueblo, además del poder de ratificación, la iniciativa de las leyes (en el sentido suizo de los términos “iniciativa popular”), su
potestad legislativa llega a ser mucho más fuerte. Aquí se observa, en efecto que a diferencia del monarca, que, con la sanción, no es
sino una parte del órgano legislativo, el pueblo es por sí solo un órgano legislativo completo, pues al tener a la vez la iniciativa y el
derecho de adopción, puede hacer la ley por sí mismo desde le principio hasta el fin.
377
138. Según una opinión muy extendida entre los autores y que incluso parece
haber llegado a ser opinión corriente, debe considerarse la promulgación como un
acto de naturaleza legislativa, como una operación de la confección de la ley; en
una palabra, como una dependencia de la función del poder legislativos. Las
razones aducidas son múltiples y, por cierto, de orden diversos.
Se alega en primer lugar que las disposiciones adoptadas por el órgano legislativo
no adquieren realmente valor de ley sino a partir de su promulgación, y en este
sentido se aducen ya dos motivos bien diferentes.
Ante todo, se dice, debe la voluntad del legislador, para adquirir existencia jurídica,
se objeto de una declaración que releve dicha existencia o sea de una
promulgación, ya que, desde el punto de vista del derecho,
378
1
Este argumento entraña, por otra parte, que se extienda al publicación lo que se dice anteriormente a la promulgación, pues resulta
cierto decir respecto de la publicación misma que, hasta su cumplimiento, la ley carece de eficacia jurídica, por lo menos en lo que se
refiere a la ejecución de sus prescripciones. Esto es, por lo demás, lo que aseveraban Laband (loc. Cit., p. 273); “Para converitre el
proyecto adoptado por el legislador en una ley se necesita al más; la promulgación y la publicación”, y Jellinek (op. Cit., p. 321); “Solo
mediante el cumplimiento de la orden de publicación la ley se convierte en perfecta en derecho público”.
379
una decisión es atributo exclusivo del poder ejecutivo. Las decisiones judiciales mismas
sólo poseen esa fuerza en virtud de la fórmula ejecutiva estampada en los juicios, fórmula
que contiene un mandamiento dirigido a los agentes ejecutivos por el poder ejecutivo".
Hauriou (Principes de droit public, p. 448) expone la misma idea: "Todos los actos del
poder ejecutivo van revestidos de la fórmula ejecutiva; recíprocamente, la fuerza ejecutiva
no puede concederse a un acto jurídico proveniente de otro poder sino por intervención
del poder ejecutivo. Por lo tanto, las leyes sólo se convierten en ejecutivas por la
promulgación que de ellas hace el jefe del Estado". Por la promulgación, dice Hauriouo y
no solamente desde la promulgación; es por lo tanto el acto citado del jefe del Estado el
que constituye propiamente el origen de la fuerza ejecutiva,2 y el fundamento de la
necesidad del acto así comprendido reside indudablemente en el concepto de que en
principio, corresponde al jefe del Estado -en cuanto éste es el encargado de procurar la
ejecución de las leyes- el tomar todas las medidas y emitir todos los mandamientos que
llevan a asegurar dicha ejecución. En otros términos Ia promulgación, en dicha doctrina,
ya no tiene solamente por objeto afirmar la existencia de la ley, sino que contiene
esencialmente una orden, apareciendo corno un acto de mando. De esta manera es como
realmente la entiende y define Laband (loc. cit., vol. II, pp.309 y 319). Después de
demostrar que en el Imperio alemán la sanción que da a la ley su fuerza imperativa
pertenece únicamente al Bundesrat y que el emperador, reducido, como tal, por el art. 17
de la Constitución federal, al poder de promulgar la ley, no tiene por qué participar en el
mandamiento legislativo contenido en la sanción (ver n. 6, p. 364, supra), declara Laband,
sin embargo, que en la fórmula de introducción de las leyes del Imperio que sirve al
mismo tiempo de fórmula de promulgación, "es el emperador el que da Ia orden de
obedecer la ley"; pues, dice: "El Bundesrat se limita exclusivamente a tomar decisiones y
nunca da formalmente órdenes. En el terreno de la legislación es el emperador el que
ejecuta las decisiones sancionadas -o sea hechas impe
2 En sus Principes de droit public (pp. 151 y 153), Hauriou precisa su pensamiento respecto a este punto con la mayor claridad. “La
confección de la ley – dice- supone por lo menos tres actos sucesivos; la votación por cada una de las dos Cámaras y la promulgación
por el Presidente de la República. Hay que encontrar un medio de amalgamar esos tres actos sucesivos. A mi entender constituyen una
operación enlazada, en la que el consentimiento de la segunda autoridad viene a juntarse a la decisión tomada por la primera… El jefe
de Estado se encontrará, pues, en presencia de dos hechos a los cuales, a su vez, se adherirá mediante la promulgación”. “Solo la
promulgación por le jefe del Estado dará al contenido de la ley fuerza obligatoria con respecto a los ciudadanos; sólo ella dará a dicho
contenido el velos de un acto y también, mediante un rodeo, al ordenar a todos los agentes de la fuerza pública que la hagan ejecutar.
Así pues, la forma ejecutiva es un elemento perfectamente separable del contenido del a decisión…” (p.149).
380
3 Así parece explicarse el hecho anteriormente señalado (n. 6, p. 364) de que en la fórmula de promulgación el emperador emite una
orden (wir…verordenen). Aunque tenga apariencia de orden legislativa, esa orden no es sino un mandamiento de ejecución que forma
parte de la promulgación y no tiene naturaleza de sanción. “El Bundesrat – dice también a este respecto Laband (loc. Cit., p. 319)-. Al
votar la sanción, no ha dado la orden formal de obedecer a la ley, sino que solamente ha decidido que dicha orden habrá de darse e
nombre del Imperio. Al emperador es a quien el art. 17 de la Constitución del Imperio confiere la misión de declarara formalmente cuál
es la voluntad legislativa del Imperio; a él le corresponde la promulgación.” Contra esta afirmación de Laband, ver las objeciones
expuestas en el n. 32 del No. 144, infra, y también las que se desprenden del hecho de que, según el mismo Laband, la potestad
legislativa, en el Imperio, corresponde exclusivamente al Reichstag y al Budesrat (nn. 6 y 8 del NO. 134, supra).
4. Saint-Girons, Manuel dedroit constittutionnel, pp. 374 ss., caifica asimismo la promulgación como “acto legislativo”. Es, dice, “un
acto que contempla la ley”. Dicho acto es “preliminar indispensable de la ejecución, no es un acto de ejecución”, sino, mejor dicho, “un
acto que debe considerarse como una colaboración del jefe del Estado con el Parlamento”. Idéntica doctrina sostiene de Vareilles-
Sommiéres, De la promulgation et de la publication des lois et decrets, p.6, que dice que la promulgación “completa ley” y constituye
en ese aspecto “un acto legislativo”.
381
y definitiva cuando ha sido votada por el poder legislativo".5 Por esta prudente definición,
Esmein parece dar a entender que la promulgación sólo tiene un efecto declarativo, y no
atributivo, de fuerza ejecutiva y que por lo tanto no es un acto de potestad legislativa. Pero
lo que sigue de las explicaciones proporcionadas por este autor respecto de la
promulgación demuestra que se coloca con referencia a dicho, acto' dentro de la doctrina
que acaba de exponerse en último lugar como la que ha llegado a tener preponderancia
en los tratados de derecho público francés. Se distingue únicamente Esmeind de Ios
autores antes citados en que aporta a Ia doctrina
si no por efecto de la orden especial que so les dirige con ese objeto por el
5 Asimismo Ducroc q (Etudes de droit public, p. 12; Cours de droit administratif, 7ª edición vol. I, pp 21 y 68) dice que la
promulgación es el acto por el cual el poder ejecutivo convierte la ley en ejecutiva; la define como “la orden de ejecución de
la ley”; y añade que sólo por ella adquiere la ley fuerza coercitiva. Pro, por otra parte, insiste especialmente sobre el punto
de que , a su parecer, la promulgación no es un acto de potestad legislativa, puesto que – dice – “la ley existe y está
completa antea de su promulgación”. Esa sólo constituye el primer acto de ejecución del a ley.
382
Por el decreto presidencial que Ia promulga, hay que deducir de inmediato que sólo dicho
decreto comunica a la ley su fuerza ejecutiva, su virtud y su eficacia positiva so y así nos
encontramos en realidad traídos de nuevo a la conclusión de que la promulgación es una
de las partes integrantes del procedimiento que tiende a crear las leyes como decisiones
que imponen la obediencia, es decir, que ella misma es un acto de potestad legislativa.
6 En otros aspectos difiere evidentemente de la sanción, ya que tiene por objeto certificar y atestiguar la ley. Y, sobre todo,
existe entre ambos actos la diferencia de que uno, la sanción, es libre, y el otro, la promulgación – al menos en el derecho
francés actual -, no lo es.
383
ed., p. 17). Sólo éI es capaz de emitir mandamientos que tengan una verdadera virtud
imperativa, es decir, que puedan tener por efecto desencadenar el movimiento de la
fuerza pública. En este concepto, las asambleas llamadas legislativas, así como los
tribunales, sólo pueden emitir decisiones; e incluso si dichas decisiones deben
considerarse como llevando en sí algo imperativo, es necesario aún que el jefe del
Ejecutivo, desempeñando así el cometido de un verdadero jefe del Estado y erigido por
ello en órgano supremo, intervenga para revestirlas, por su propio mandamiento y en
virtud de su derecho exclusivo de imperio, de la fuerza coercitiva que ha de vivificarlas,
atribuyéndoles de una manera completa y definitiva un valor real y definitivo y una eficacia
de órdenes propiamente dichas.7 Que tal condición haya podido prevalecer en Alemania,
donde Ios tratados de derecho público están impregnados del espíritu monárquico, y que
los alemanes (especialmente Laband, ver supra, p. 380 y n. 3) hayan tratado de hacerlas
prevalecer hasta en el Imperio (que, sin embargo, no es una monarquía) en lo que
concierne a la promulgación hecha por el emperador, tiene su explicación; pero resulta
sorprendente que ese concepto haya podido sobrevivir en Francia a las monarquías de
antaño y hasta conservar preponderancia. Esto demuestra cuán tenaces son las ideas
jurídicas formadas sobre antiguas tradiciones históricas y con qué fuerza subsiste el rastro
de regímenes políticos anteriores, incluso cuando dichos regímenes se consideran como
enteramente desaparecidos. En realidad, lo que imprime a la ley la fuerza imperativa en
virtud de la cual su ejecución se impone por sí misma es la orden de conformarse a las
disposiciones que enuncia. Ahora bien, en el derecho público actual de Francia esta orden
proviene directa y exclusivamente del cuerpo legislativo mismo, y proviene del acto por el
cual las Cámaras adoptan la ley. Forma parte integrante y es elemento esencial de la
confección de las leyes por las asambleas. Hasta 1789, los Estados generales carecían
del poder de mandamiento propio, y se reducían, especialmente en materia legislativa, a
postular cerca del rey, que era el único que podía decretar (ver n 352, infra). En esa
época resultaba cierto decir que la fuerza en virtud de la cual la Iey ha de recibir su
ejecución proviene de la orden del jefe del Estado. Hoy ya no puede convenir esta
afirmación, y hasta es inconciliable con el sistema de derecho público vigente. Ya en 1791
Ia Asamblea legislativa había adquirido el derecho de decisión imperativa, y según frase
de los constituyentes de aquella época, se había elevado a la potestad de "querer por la
nación (ver n 363, ínfra), particularmente
7 En resumen, según esta teoría, la adopción de la ley por la Cámaras no tendría por sí misma efecto plenamente imperativo más que
en un solo aspecto; respecto al presidente de la República, por cuanto éste está obligado, por el solo hecho del a adopción regular, a
efectuar la promulgación.
384
En definitiva, para averiguar de qué mandato obtiene la ley su fuerza, sea imperativa o
sea incluso ejecutiva, es indispensable y suficiente también indagar cuál es la voluntad en
la cual se funda, ya que la idea de mando supone un acto de voluntad por parte del que
manda. En el derecho público actual de Francia, eI acto de voluntad, en lo que se refiere
a la creación de las leyes, es visible con toda claridad en las Cámaras, sin que se pueda
decir que se perciba del mismo modo en el presidente de la República. La promulgación,
en efecto, no es, por parte del citado Presidente un acto libre: quiera la ley o no la quiera,
está obligado a promulgarla.8 No se puede decir, pues, que la fuerza propia de la ley –
llámese como se llame, imperativa o ejecutiva- procede de la voluntad o del mandato del
Ejecutivo, sino que Ia orden legislativa proviene únicamente de las asambleas y se halla
contenida en la adopción de la ley por éstas.9 Así pues, la promulgación no es un
verdadero acto de mando, porque la voluntad de las cámaras tiene por sí sola una fuerza
completa y suficiente. Contra lo que dice Duguit (citado p.380, supra), no es necesario
que el Presidente ordene que se ejecute la ley, pues la orden
8 Según Laband (loc.cit, vol. II p. 302 n.), no es la ley adoptada por las Cámaras la que crea por sí misma, respecto del jefe del Ejecutivo,
la obligación de promulgarla, ya que las leyes no contienen ningún texto que dirijan a éste semejante orden; sino que, por el hecho de
ser adoptada una ley, deriva para el jefe del Ejecutivo la obligación constitucional de realizar la promulgación de la misma. Este análisis
parece exacto a primera vista; sin embargo, hay que reconocer que si la Constitución impone al jefe del Ejecutivo la obligación de
promulgar las leyes, es porque considera que la voluntad legislativa de las Cámaras se impone por sí misma, de una manera superior, a
la autoridad ejecutiva encargada de la promulgación. En este sentido se puede decir, pues, que la adopción de la ley por las Cámaras
contiene implícitamente una verdadera orden de promulgación. Po lo menos equivale a esa orden, en cuanto son las Cámaras las que,
por la votación de la ley, colocan al jefe del Ejecutivo en la obligación de cumplir con su deber constitucional de promulgación.
9 Hasta las resoluciones judiciales tiene contenido imperativo. El juez no se limita a emitir una simple sententia, dejando a toras
autoridades el cuidado de derivar de ella sus consecuencias, sino que ordena, prohíbe, y emita así mandamientos, que obtiene su
fuerza en la potestad propia de la autoridad jurisdiccional (cf. La n. 7, p. 256, supra, y la n. 46 del no. 147, infra).
385
10
Hasta las deliberaciones de los consejos generales y de los consejos municipales se califican hoy día por los autores como "ejecutivas
por sí mismas" (Hauriou, Précis de droit administratif, 8* ed., pp. 270 y 324), aunque habitualmente no puedan ejectuarse antes de que
transcurra cierto plazo durante el cual quedan sometidas al control de la autoridad central (ley
de 10 de agosto de 1871, arts. 47 y 49; ley de 5 de abril de 1884, art. 68, in fine). Con mayor razón las leyes adoptadas por las Cámaras
deben considerarse como "ejecutivas por sí mismas", aunque no puedan ser ejecutadas sino después de su promulgación, ya que el
Presidente de la República ni siquiera tiene que ejercer control respecto a su valor intrínseco (ver núms.
148-149, infra). Las deliberaciones legislativas de las Cámaras, en este sentido, son soberanas, poseen por sí mismas un valor completo
y perfecto, y no esperan de la promulgación ningún aumento de fuerza ni virtud alguna que ya no posean. Particularmente en lo que se
refiere al Presidente de la República, es evidente que las leyes adquieren, por el solo hecho de su adopción parlamentaria, el carácter
de decisiones ejecutivas: esto lo prueba precisamente el hecho de que, por causa de su adopción, el Presidente se ve obligado a
promulgarlas y, desde luego, a proceder a su ejecución (cf. Hauriou, op. cit., 8" ed., p. 210 y también 6* ed., p. 417, n.).
11
¿No es ésta la idea contenida en el pasaje, frecuentemente recordado, de Tácito (Annalcs, m, 69) : "Nec utendum imperio ubi legibus
agi possit"? Resulta superfluo hacer intervenir el imperium, como potestad especial del magistrado, allí donde la potestad de la ley es
por sí sola suficiente. Fué en virtud de esta idea por lo que los actos realizados por el pretor romano conforme a las leyes y mediante un
poder legal no se consideraban como actos de potestad pretoriana, sino como provenientes directamente de la ley, y sus efectos se
tenían como derivados de la ley misma. Por ejemplo, las instancias judiciales organizadas por el magistrado
dentro de los límites fijados por la ley que le había conferido su poder jurisdiccional se calificaban c'omo indicia legitima, y no como
judicia imperio continentia: por más que dichas instancias estuviesen fundadas en una judicii dado realizada por el pretor y que fuesen,
en este sentido, obra de él mismo, los romanos se guardaban muy bien de hacer resaltar respecto a ellas la potestad del magistrado
que las había formulado, sino que las trataban exclusivamente como instancias legítimas. Así también se sabe —y aquí se hace más
estrecha la analogía con el caso de la promulgación moderna—, gracias a los trabajos y a la luminosa demostración de Wlassak (Edikt
und Klageform, ver especialmente pp. 54 s s j , que en Roma no había edictos civiles, o sea edictos que garantizasen a los litigantes la
disposición de las acciones que tienen por la ley misma o por una fuente civil equivalente a la ley. Estas acciones sólo estaban
representadas, en el álbum del magistrado, por un esquema de fórmula y no por una cláusula edictal anunciando la judicii dado; sólo
eran objeto, según las palabras de los textos, de un proponerse acdonem y no de un polliceri acdonem. Es que, en efecto, el edicto
honorario no tenía que confirmar o consagrar el derecho civil, al menos en los casos en que éste había provisto a las necesidades de la
práctica de modo que se bastara a sí mismo. En semejante caso, los romanos
no admitían que hubiese intermediario entre la ley y los ciudadanos que invocaban un derecho que habían recibido de la misma; y es
también por lo que el pretor no tenía que renovar, por una medida edictal o por una orden proveniente de su propia potestad de
imperium, las prescripciones o mandamientos que habían sido emitidos por la ley misma. E tas verdades lógicas vuelven a tener
actualmente su necesaria aplicación en lo que se refiere a la determinación del alcance de la promulgación. La doctrina que define la
promulgación como una orden de ejecución, o sea de obediencia a la ley, tropieza con la siguiente alternativa: o bien
la orden dada por el Presidente de la República es una nueva orden que no se hallaba ya contenida en la adopción de la ley por las
Cámaras, y entonces se cae en la teoría alemana que
386
no reconoce al Parlamento sino un poder de deliberación legislativa y le niega la potestad de mando legislativo, o
bien el Presidente no hace sino repetir una orden que ya provenía de la creación de la ley por las Cámaras; ahora bien,
esta repetición es inútil, y ni siquiera se concibe, así como no podían concebirse edictos civiles en derecho romano. La
razón de ello es que el Ejecutivo no tiene por qué confirmar los mandamientos del cuerpo legislativo, pues éste se
halla investido de una potestad de mandar que le basta a sí mismo. La ley es ejecutiva, manda obedecer, no ya
porque haya sido promulgada por el Ejecutivo, sino porque es la ley, la expresión de la voluntad imperativa de un
órgano, el Parlamento, que es el órgano supremo del Estado.
Entre esta voluntad superior y los subditos a los cuales impone prescripciones, no hay necesidad de intermediario
alguno que venga, por una orden nueva y especial, a darle fuerza ejecutiva. De hecho, una vez que la ley ha entrado
en ejecución, a nadie se le ocurriría decir que al conformarse a sus prescripciones, los ciudadanos o los funcionarios
obedecen a la orden del Presidente de la República. La palabra "obediencia a la l e y " , o según la terminología de la
Constitución de 1791 (tít. m, cap. i, sec. 5, art. 6 y cap. I I , sec. 1", art. i v ; tít. v n , art. 7 ) , "fidelidad a la ley" significa
únicamente obediencia a la voluntad del cuerpo legislativo. Y, en efecto, no cabe en la imaginación que el deber de
obediencia a las leyes provenga de un mandamiento de aquel mismo que está obligado a promulgarlas y a asegurar su
ejecución.
12 La doctrina de Hauriou (indicada en la p. 379, supra), según la cual los decretos del Presidente de la República
habrían de tener por sí mismos, bajo el nombre de fuerza ejecutiva, una fuerza especial que no poseen las leyes (ver
también a este respecto una nota del mismo autor en Sirey, 1914, 3. 2 ) , tampoco es admisible. No es de creer que los
actos y voluntades del cuerpo legislativo, la más alta autoridad, tengan una potestad menor que los actos del jefe del
Ejecutivo, autoridad subalterna, y que tengan necesidad de la ayuda de este último para adquirir pleno valor. Bien es
verdad que las leyes son objeto de una promulgación especial, que es obra del Presidente de la República, a la que no
se hallan sometidos los decretos presidenciales; y, por consiguiente, también es cier'o que estos últimos pueden ser
ejecutados desde el momento en que han sido dictados, mientras que, para las leyes, la fase de ejecución sólo
empieza a partir de la promulgación (ver n' 142, infra). Pero esto no significa que sea la promulgación la que confiere
a las leyes la fuerza especial en virtud de la cual tienen derecho a la ejecución.
13. Respecto a estos diversos extremos, ver Beudant, Cours de droit civil, introducción, n.80, que se rebela contra la
idea de que la promulgación sea una orden de ejecución dada por el jefe del Ejecutivo, diciendo: " ¿ De qué sirve, en
efecto, esa orden de ejecución de la ley ya votada? ¿No resulta superflua? ¿No se entiende de por sí que una ley debe
ejecutarse cuando ha sido votada? Hoy día, el jefe del poder ejecutivo ya no participa en el ejercicio de la autoridad
legislativa, y la ley votada por las Cámaras es perfecta y definitiva. ¿A qué responde entonces esa orden de ejecución,
que no puede dejar de darse?" En el mismo sentido, Bonnet, De la promulgation, tesis, Poitiers, 1908, pp. 67, 128 ss.,
150, dice: " L a orden final de la fórmula promulgatoria es perfectamente inútil, cualquiera que sea el sentido que se
le atribuya.
387
140. Todo esto viene a significar que la fuerza ejecutiva de la ley no es más que su misma
fuerza imperativa, que se llama imperativa en estado de reposo y se califica de ejecutiva
cuando se halla en movimiento. Y realmente, al Ejecutivo es a quien le corresponde
ponerla en movimiento, sin que esto signifique que sea ese Ejecutivo el que la crea. Se ha
tra-
La ley, como ley, lleva en sí misma una orden de obediencia, que se dirige a los agentes del Estado, en todos los
grados de la jerarquía, así como a los simples particulares. No existe ley sin mandamiento. ¿De qué sirve, entonces
una vez que está hecha, dar la orden de ejecutarla? "Cf. para los juicios, Jéze, Revue du droit public, 1913, pp. 455-456,
que, a propósito del "deber jurídico" que tienen los agentes púhlicos de prestar su ministerio a la realización de las
decisiones del juez, dice muy acertadamente: " Esta obligación existe con independencia de toda fórmula ejecutiva,
ya que su deber proviene, no ya de la fórmula ejecutiva, sino de la ley que organiza su función y de la autoridad del
juez" . Y dicho autor recuerda a este respecto —según Laferriére, op. cit., 2* ed., vol. i, p. 379— el caso de los juicios
de los consejos de prefectura, para los cuales no existe fórmula ejecutiva y que, sin embargo, en ausencia de cualquier
requerimiento especial dirigido a los agentes públicos de ejecución, crean a éstos la obligación de ejecutarlos. Sin
embargo, existe una categoría de juicios que no tienen fuerza ejecutiva en Francia mientras no han sido objeto de una
orden especial de ejecución: se trata de los juicios que provienen de tribunales extranjeros, y ello por la razón de que
los mandamientos emitidos por una autoridad extranjera no pueden tener fuerza imperativa en territorio francés. Es
necesario, pues, para su ejecución en Francia, que estos juicios sean investidos, por una autoridad francesa, de la
fuerza ejecutiva que les falta. Ahora bien, conviene observar que la autoridad a la cual ha de pedirse la orden de
ejecución necesaria para los juicios extranjeros no es otra que los mismos tribunales franceses. Esto es lo que afirman
los arts. 546 del Código de procedimientos civiles y 2123 del Código civil, los cuales especifican que los juicios
extranjeros no llegan a 'ser "susceptibles de ejecución en F r a n c i a " sino " e n cuanto han sido declarados ejecutivos
por un tribunal francés". Las palabras de estos textos implican que la fuerza en virtud de la cual los juicios son
ejecutivos proviene de las decisiones de la autoridad jurisdiccional y de ninguna otra parte. Por lo demás, es lógico
pensar que en principio todo acto realizado por una autoridad estatal que actúa dentro de la esfera de su
competencia debe llevar en sí su fuerza ejecutiva. Es fácil de explicarse que el Estado deba interevnir necesariamente
para conferir semejante fuerza a las voluntades o convenciones de los particulares, ya que sólo él puede, mediante su
mandamiento, poner en movimiento la potestad pública. Pero cuando es el mismo Estado el que por uno de sus
órganos regulares ha hecho acto de voluntad o de decisión imperativa, la intervención de un mandamiento especial y
posterior, destinado a conferir a dicho acto estatal la fuerza ejecutiva, parece superflua, puesto que la voluntad
estatal tiene por carácter propio y esencial poseer por sí misma una fuerza inmediata y absoluta de realización, que
implica que por el solo hecho de su emisión, cualquier orden que emana de una autoridad pública competente tiene
directamente derecho a ser ejecutada. Considerándolo bien, la doctrina tan difundida que pretende reservar al
Ejecutivo el poder de conferir fuerza ejecutiva a las decisiones estatales sólo podría justificarse en el caso de que el
jefe del Ejecutivo fuese llamado por la Constitución a funcionar dentro del Estado como órgano supremo, de que
tuviera él solo capacidad para formular voluntades definitivas, y de que debiera desde ese momento intervenir
necesariamente para hacer suyas, por su mandamiento superior, las decisiones imperativas enunciadas por las demás
autoridades. Por lo que concierne especialmente a las leyes adoptadas por las Cámaras, este último punto de vista —
bajo el imperio de la Constitución de 1875— sería tanto menos defendible cuanto que el órgano supremo del Estado,
según dicha Constitución, es precisamente el Parlamento.
388
tado, sin embargo, de distinguir esas dos fuerzas. La ley —dice Esmein (citado p. 380,
supra) es "perfecta y definitiva " ; tiene por lo tanto también fuerza imperativa, desde el
momento en que ha sido adoptada por las Cámaras. Pero no adquiere fuerza ejecutiva
sino por su promulgación, en el sentido de que los agentes ejecutivos no pueden proceder
a su ejecución más que en virtud de una orden que les haya sido dada por su propio jefe,
el Presidente de la República. Puede objetarse a esta doctrina el provenir de una
confusión entre la fuerza ejecutiva y los medios de ejecución. Realmente, en efecto, es al
Ejecutivo a quien corresponde emplear estos últimos y aplicar los medios de coacción, por
lo que también corresponde al jefe del Ejecutivo dar a los agentes competentes las
órdenes necesarias a dicho efecto.14 Pero sólo se trata aquí de medios de ejecución, y no
de la fuerza ejecutiva propiamente dicha, la que proviene de una "oluntad superior a la del
Presidente, y es inherente, con pleno derecho, a las prescripciones legislativas
provenientes de las Cámaras. Se podría, pues, creer que Esmein sólo quiso referirse a las
órdenes relativas a las medidas de ejecución. Sin embargo, dicho autor no se refiere
solamente a órdenes de esa naturaleza, sino que trata de la fuerza ejecutiva misma,
considerada in abstracto, y exige para la creación de dicha fuerza una orden general y de
principio, proveniente especialmente del Presidente de la República. La necesidad de
dicha orden —dice— se deduce del sistema de la separación de poderes. En ese sistema,
las Cámaras carecen
de potestad jerárquica sobre los agentes del Ejecutivo, y por lo tanto, la ley adoptada por
las Cámaras no puede tener valor de mandamiento para ellos. Sólo habrán de "tener en
cuenta" dicha ley cuando hayan recibido de su jefe la orden correspondiente. Así pues,
según esa doctrina, sólo la promulgación puede imprimir a la ley la fuerza ejecutiva, y ello
no solamente con respecto a los agentes ejecutivos, sino en definitiva respecto a los
mismos particulares, ya que los agentes ejecutivos son los que mandan ejecutar la ley por
estos últimos. Por lo demás, Esmein aplica su teoría tanto a las decisiones judiciales,
como a las prescripciones legislativas. "La justicia —dice dicho autor (Éléments, 5* ed., p.
6 2 8 )— se administra, no ya en nombre del Presidente de la República, sino en nombre
del pueblo francés, pero la fórmula ejecutiva que termina la expedición de las
resoluciones, juicios y mandamientos judiciales se hace en nombre del Presidente de la
República. Aquí, como en la promulgación de las leyes, existe una aplicación exacta del
principio de la separación de poderes”.15
14 Es lo que se desprende particularmente de los términos de la fórmula ejecutiva que se pone a las decisiones de
justicia: " El Presidente de la República manda y ordena a todos los actuarios, por este requerimiento, ejecutar dicha
resolución o juicio . . . "
15 Artur ("Séparation des pouvoirs et des fonctions", Revue du droit public, vol. xiv,
389
Se verá más adelante (n* 279) las graves críticas que pueden suscitarse contra el sistema
de separación de poderes tal como Esmein lo entiende. La base que dicho autor pretende
asignarle a la institución de la promulgación supone que las diversas autoridades
estatales —por ejemplo el cuerpo legislativo y el Ejecutivo— se hallan separadas y son
extrañas unas a otras, a tal punto que los mandamientos del legislador sólo adquieren
valor para los agentes ejecutivos mediante una orden formal y especial del jefe de dichos
agentes. Si tal fuera el alcance de la separación de poderes, ésta nos llevaría nada
menos que a comprometer e incluso a arruinar totalmente la necesaria unidad del Estado.
Volveremos a tropezar después con esta objeción fundamental, pero desde ahora es
conveniente refutar la teoría de Esmein sobre la promulgación por razones especiales
tomadas de la misma naturaleza de la ley y del poder legislativo. Se debe observar ya que
en principio, aquello que se quiere, ordena
p. 57) sostiene que " l a fuerza ejecutiva se adhiere con pleno derecho a las decisiones de justicia", y hace observar, en
este sntido, que de hecho "es el actuario el que pone esta fórmula a los juicios" . Bien es verdad que el Presidente de la
República no interviene, después de cada juicio, para emitir una orden de ejecución, como interviene después de cada
ley adoptada para hacer la promulgación de la misma, pero no deja de ser cierto también que la fórmula ejecutiva de los
juicios está redactada en nombre del Presidente y esto basta, al parecer, para que se deba sacar la conclusión de que la
fuerza ejecutiva de las decisiones judiciales se origina en la orden que da el jefe del Ejecutivo en la fórmula de referencia
(ver la nota precedente).
10 Bonnet, op. cit., pp. 67 y 151, alega, en el sentido antes indicado, que las leyes se imponen, según la misma
Constitución, por su sola cualidad de leyes, al Presidente de la República, el cual está obligado a promulgarlas y tiene el
deber de asegurar su ejecución. " Si ocurre así —añade con razón dicho autor—, si el Presidente, que es el representante
más eminente
390
neral, en el sistema francés de jerarquía de las autoridades ¿cómo concebir que la ley
dictada por el cuerpo legislativo, que es el órgano preponderante, sólo deba su eficacia a
la voluntad del Ejecutivo, que es una autoridad subalterna? Semejante concepto resultaría
especialmente chocante en lo que se refiere a las leyes constitucionales. Según la opinión
común, deben estas leyes, después de su adopción por la Asamblea nacional, ser
promulgadas por el Presidente de la República. ¿Podrá sostenerse aquí también que la
fuerza por la cual son ejecutivas proviene de dicha promulgación y del mandamiento del
Ejecutivo, cuando, según el mismo Esmein (Éléments, 5* ed., p. 9 8 3 ) , "son obra de una
autoridad superior al poder ejecutivo, y también al poder legislativo"? 17
Sería inútil alegar, en respuesta a esos argumentos, que la ejecución de las leyes no se
impone a los agentes encargados de dicha función sino a partir del momento en que han
sido promulgadas. Es cierto, en efecto, que para que dichos agentes procedan a la
ejecución de la ley es necesar i o que hayan sido informados previamente de su
existencia, y por consiguiente después de la adopción de la ley, transcurrirá forzosamente
un intervalo más o menos largo durante el cual aquélla carecerá de eficacia. Más aún,
será necesario a veces que los agentes de ejecución esperen de sus jefes, y
particularmente del jefe del Ejecutivo, órdenes respecto a la manera como habrán de
ejecutar la ley. La emisión de dichas órdenes entra directamente en las funciones del
Presidente de la República, puestoque la Constitución le encarga especialmente de
"asegurar la ejecución de las leyes" (ley de 25 de febrero de 1875, art. 3 ) . Pero no debe
confundirse este poder de ejecución con el poder de imprimir a la ley, de manera inicial,
su fuerza ejecutiva. El uno sólo es un poder subalterno de naturaleza estrictamente
ejecutiva; el otro supondría que el Presidente participa del mando superior del cual toma
la ley su potestad, que es de esencia francamente legislativa. El hecho de que sea
llamado el Presidente, como
del poder ejecutivo, puede recibir directamente la orden legislativa, sin que el principio de la separación de poderes
reciba con ello ninguna merma, ¿cómo admitir que la orden de la ley no puede obligar directamente a los subordinados
del Presidente? ¿Por qué la ley, que por su cualidad de ley se impone al jefe del poder ejecutivo, no ha de imponerse
igualmente al poder ejecutivo por entero?"
17 En su estudio sobre la promulgación, el autor citado en la nota precedente pretende establecer a este respecto una
distinción entre leyes constitucionales y leyes ordinarias. Estas deben ser promulgadas para llegar a ser ejecutivas (op.
cit., núms. 138 ss.J. Aquéllas son ejecutivas indepedientemente de dicha formalidad (op. cit., núms. 93 ss.). La razón de
ello es que la ley constitucional es obra de un poder constituyente, superior por esencia a los poderes constituidos, y por
consiguiente sería inadmisible que la puesta en ejecución de esta clase de ley estuviera subordinada a un acto del jefe
del Ejecutivo. Pero esta razón de orden jerárquico ¿no se aplica con idéntica fuerza a las leyes ordinarias? Estas leyes
emanan del cuerpo legislativo, que es, entre los órganos constituidos, el más alto; su ejecución, pues, no puede
depender de la voluntad del jefe del Ejecutivo, que no es sino una autoridad inferior en potestad.
391
jefe del Ejecutivo, a tomar aquellas medidas que tienen por objeto asegurar la ejecución
de las leyes y a dar a los agentes que de él dependen cuantas órdenes tiendan a dicho
resultado, no demuestra de ningún modo que sea él quien le imprime a la ley la primera
fuerza que la convierte en ejecutiva para sus agentes.18 Muy al contrario, del hecho de
que, por el art. 3 antes citado, tenga constitucionalmente el Presidente la obligación
18 Se desprende de estas observaciones que hay que hacer extensiva al acto legislativo la muy juiciosa distinción
establecida por Hauriou (op. cit., 6* ed., p. 419 nj, con relación a los actos administrativos, entre la decisión ejecutiva y
las medidas de ejecución. Los agentes administrativos subalternos, puestos en contacto con los administrados y
encargados de ejecutar las decisiones de la autoridad administrativa, emiten a veces, con este fin, órdenes por las cuales
hacen producir efectos concretos y positivos a decisiones que hasta entonces sólo habían sido emitidas de un modo
abstracto y de principio; así pues, la orden del agente ejecutivo parece comunicar a la decisión, respecto a los
interesados, una eficacia, y por consiguiente una fuerza ejecutiva, de la que carecía con anterioridad. En realidad, sin
embargo, y como lo señala acertadamente Hauriou, la orden dada por el agente subalterno no es una decisión nueva,
sino que solamente constituye una medida o procedimiento de ejecución de una decisión preexistente. La verdadera
decisión ejecutiva, en este caso, no es la orden de ejecución emitida por el agente subalterno, sino la primera decisión
en virtud de la cual dicha orden ha sido emitida; y el administrado que acata la orden del agente subalterno no hace en
realidad sino acatar el mandamiento contenido en la decisión inicial, de la cual esa orden posterior es únicamente la
ejecución. Estos conceptos deben aplicarse al acto legislativo. Después de la votación de una ley, múltiples órdenes
pueden ser dirigidas, por la autoridad ejecutiva, bien a los agentes administrativos o bien a los administrados, con objeto
de asegurar la ejecución detallada de dicha ley. Pero, en primer lugar, no hay evidentemente ninguna comparación qué
establecer entre esas órdenes particulares, que se refieren a las diversas aplicaciones o consecuencias de la ley, y el
mandato general de ejecución que los autores han creído ver en la promulgar ción, el cual tendría por objeto conferir a
la ley la fuerza misma por razón de la cual tendrá derecho a ser ejecutada. Como se ha visto anteriormente (n. 11, p.
385), no hay lugar en el derecho público actual de F r a n c i a para semejante mandamiento por parte del Ejecutivo. Ya
desde este punto de vista, las órdenes dadas a consecuencia de la adopción de la ley sólo pueden ser medidas de
ejecución, y presentan dicho carácter, además, desde un segundo punto de vista. Cualquiera que fuere su objeto, en
efecto, y aun cuando las hubiera emitido la autoridad ejecutiva en virtud de su propia potestad o que tal o cual de entre
ellas constituyese por sí misma una decisión especial que tuviera una fuerza ejecutiva distinta de la de la ley, no por ello
dejará de ser cierto que dichas órdenes presuponen una fuerza ejecutiva primordial, que es aquella de la ley a la cual se
refieren. La misma expresión "poder ejecutivo", de la que se sirve la Constitución para caracterizar toda la potestad y
toda la actividad ejercida por el Presidente de la República y por los agentes de los cuales es el superior jerárquico, basta
para demostrar que las leyes llevan en sí mismas, a partir del instante de su formación parlamentaria, la fuerza
imperativa por la cual pueden pretender su ejecución. Esto es como decir que cualesquiera órdenes que tienden a
asegurar esa ejecución se producen a consecuencia de una fuerza ejecutiva que se encuentra ya contenida en la ley que
va a ejecutarse. No se puede, pues, tomar de dichas órdenes argumento alguno para sostener que corresponde al
Ejecutivo conferir a la ley 6U fuerza ejecutiva. Con mayor razón, no puede alegarse el argumento en lo que concierne a
la promulgación, pues se verá, en efecto (pp. 394 y 3 9 9 ) , que la promulgación no es ni siquiera una orden, sino un
simple reconocimiento y una enunciación; es, pues, totalmente imposible considerarla como un acto que engendre la
fuerza ejecutiva de la ley.
392
19 Al promulgar las leyes adoptadas por el cuerpo legislativo, el Presidente de la República no realiza un acto de
potestad legislativa, como tampoco realiza labor jurisdiccional al ordenar a los agentes de la fuerza pública, en la
fórmula ejecutiva puesta al pie de las sentencias, que se hace en su nombre (ver n. 14, p. 388, supra), ejecutar dichos
juicios.
20 La doctrina de Ducrocq es además poco lógica. Por una parte afirma que la promulgaciónes " l a orden de ejecución
de la ley" (Cours de droit administran), 7» ed., vol. I, p. 68) y que "sólo por ella adquiere la ley fuerza coercitiva" (ibid., p.
21). Por otra parte sostiene (loe. cit.) que " l a promulgación no es más que el primer acto de ejecución de la ley". Si en la
promulgación es donde se halla contenido el mandamiento que confiere a la ley su fuerza imperativa, no es posible
considerarla como un puro acto ejecutivo.
21 Se ha objetado (Bonnet, op. cit., p. 73) que " l a s leyes no ordenan su propia promulgación" y que, por consiguiente,
ésta no es propiamente hablando una ejecución de la ley. Duguit (Traite, vol. n, p. 444) dice asimismo que, al promulgar
la ley, el Presidente de la República no ejecuta, pues "no realiza un acto prescrito por la ley que promulga". Razonar de
esta
393
cuando se repite que constituye el acto que origina la ley, hay que interpretar esta fórmula
banal en el sentido de que no es la promulgación el acto que da origen a la ley, sino que
es simplemente el acto que hace constarla aparición de la ley, aparición que, según el
derecho francés, tiene lugar el día de la última votación mediante la cual el Parlamento dio
por terminada la adopción del proyecto legislativo."22 Débense aplicar a este acto de
adopción final , mutatis mutandis, las fórmulas mismas tan acertadamente empleadas por
Laband (op. cit., ed. francesa, vol n, pp. 301-302) para caracterizar la sanción en los
países monárquicos, pues se aplican a él con toda exactitud. Se puede decir, en efecto
(trasponiendo las palabras de Laband), que "en la aprobación de las leyes por las
Cámaras es
manera es hacer un juego de palabras. Se verá más adelante que por función ejecutiva debe entenderse, no solamente
aquellos actos que consisten en ejecutar una prescripción formal de la ley, sino también todas aquellas medidas que
pueden tomarse con objeto de asegurar la ejecución de las leyes, por cuanto dichas medidas quedan dentro de la
competencia reconocida'al Ejecutivo por la Constitución o la legislación vigente. Así pues, los autores no dudan en
admitir (ver n' 216, infra) que la disposición del art. 3 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875,
que encarga al Presidente la ejecución de las leyes, supone para él el poder de hacer los reglamentos necesarios a dicho
efecto; y aun cuando esos reglamentos no hayan sido prescritos especialmente por la ley a la cual se refieren, no por eso
dejan de constituir actos que tienden a asegurar su ejecución, y por consiguiente actos ejecutivos. La promulgación de
las leyes es en primer lugar un acto ejecutivo de esta naturaleza, ya que tiene por objeto hacer entrar a la ley
promulgada en su fase de ejecución. No sin razón el art. 3 antes citado coloca juntos en el mismo párrafo el poder de
promulgar las leyes y el poder de asegurar su ejecución. Se trata, en efecto, de poderes de idéntica naturaleza, o sea de
poderes de orden ejecutivo. La promulgación y los reglamentos hechos espontáneamente con objeto de asegurar la
ejecución de una leyson actos de naturaleza y de potestad ejecutivas, si no por cuanto ejecutan una orden formalmente
dada por la ley a la cual se refieren, al menos por cuanto tienen un fin ejecutivo y también se refieren a la obligación de
ejecutar la ley, obligación que tienen las autoridades ejecutivas con respecto a las decisiones del cuerpo legislativo. Tal
parece ser también el sentir de Esmein (Éléments, 5' ed., p. 603), que asimila la promulgación al poder reglamentario,
clasificando a ambos bajo la rúbrica de "poderes del Presidente que tienden a la ejecución de las leyes".
22. Existe una gran diferencia, a este respecto, entre la promulgación de las leyes y el pronunciamiento de los juicios
previsto y ordenado por el art. 116 del Código de procedimiento civil . No basta con que el juicio haya sido visto y
adoptado por el tribunal para que sea perfecto; la decisión de ese tribunal no llega a ser perfecta sino después de haber
sido leída y publicada en la audiencia por el presidente. Hasta ese pronunciamiento, los jueces tienen lafacultad de
modificar su sentencia, y si entre la adopción del juicio y su lectura en la audiencia falleciese uno de los jueces, con la
consecuencia de impedir que el tribunal quedara completo, el juicio tendría que celebrarse de nuevo. Así pues, la
publicación de la sentencia es necesaria para que ésta adquiera carácter definitivo. Muy distinta es la significación de la
promulgación de las leyes. Desde el momento en que la ley ha sido adoptada por
las Cámaras, éstas ya no pueden modificarla; al menos, sólo podrían modificarla por una nueva ley (cf. Esmein, Éléments,
5' ed., p. 895, que dice que, cuando las Cámaras han estatuido en calidad de legislador, " e l acto realizado adquiere
valor definitivo"). Desde este punto de vista tampoco puede decirse que la promulgación añada algo a la ley; no la
origina, sino que reconoce su aparición o existencia, que se remonta a su adopción por las Cámaras.
394
que atribuya fuerza ejecutiva,23 sino que se trata de una simple declaració reconocimiento
de la fuerza que la discusión y la aprobación parlamentarias han conferido a la ley. 24
23 Si se compara la fórmula actual de promulgación con la fórmula ejecutiva que termina el pronunciamiento de los
juicios y las actas notariales, no se puede menos de advertir entre ellas una notable diferencia. La fórmula ejecutiva
puesta al pie de las sentencias ejecutorias contiene, en efecto, el siguiente mandamiento: " En consecuencia, el
Presidente de la República francesa manda y ordena a todos los actuarios, mediante este requerimiento, ejecutar dicha
sentencia, a los procuradores generales y a los procuradores de la República cuidar de la misma, a todos los
comandantes y oficiales de la fuerza pública prestar su ayuda cuando sean legalmente requeridos para ello" (decreto del
2 de septiembre de 1871). Estas palabras son verdaderamente de mandamiento; hay aquí una verdadera orden de
ejecución, dirigida a los agentes que han de realizarla. Por el contrario, al afirmar que " la ley adoptada por las Cámaras
será ejecutada", el Presidente no emite ningún mandamiento, sino que afirma sin ordenar. Entre las dos fórmulas
referidas existe la profunda diferencia de que aquella que va al pie de los actos suscptibles de forzada ejecución es
realmente una fórmula ejecutiva, y la que sigue a las leyes sólo es una fórmula promulgatoria. Respecto a saber si es
lógicamente necesario que la fórmula ejecutiva de las sentencias esté redactada en nombre del Presidente de la
República, ver la n. 46 del n' 147, infra.
24 En este sentido, se debe observar que la fórmula de promulgación, que ya una vez había reconocido que " el Senado
y la Cámara de Diputados adoptaron la ley en cuestión", hace notar nuevamente, en su parte referente a la ejecución de
la ley promulgada, el hecho de la adorrción por las Cámaras. "La presente ley, discutida y aprobada por el Senado y la
Cámara de Diputados, se ejecutará como ley del Estado". Esta repetición sólo puede explicarse por la
La significación más natural y verosímil de esta parte de la fórmula promulgatoria es que la ley de referencia será en
adelante ejecutada, no ya en virtud de la promulgación hecha por el Presidente, sino a causa de haber sido discutida y
aprobada por las Cámaras. Cf. Beudant, op. cit., introducción, p. 86, que, a propósito de las fórmulas de promulgación
actualmente vigentes, dice que " y a no se trata de la fórmula ejecutiva que contiene la orden dada por el poder
ejecutivo; ésta se juzga superflua. La promulgación es simplemente el anuncio, hecho oficialmente, de que la ley existe y
va a ser ejecutada". En sentido contrario, Bonnet, op. cit., p. 66, sostiene que, en la fórmula de promulgación, la
proposición que dice: "La presente ley será ejecutada como ley del Estado" , continúa teniendo al presente la
significación y el valor de una orden. Tampoco es exacto afirmar, como a veces se ha dicho, que mediante la
promulgación, el jefe del Ejecutivo transmite al cuerpo de ciudadanos la orden contenida en la ley, pues la
promulgación, aunque destinada esencialmente a ser llevada a conocimiento de los ciudadanos, no es en sí un acto
rodeado de publicidad (ver n' 146, infra). La transmisión de la orden legislativa sólo tendrá lugar mediante la publicación
de la ley. En cuanto a la promulgación, se limita a afirmar la existencia de esa orden proveniente de las Cámaras.
396
una necesidad jurídica que deriva de la naturaleza misma de los hechos. Y precisamente
el caso de las leyes de revisión, al que nos acabamos de referir, proporciona a dicho
respecto una indicación significativa. Acaba de decirse que, según la doctrina
generalmente admitida, estas leyes deben promulgarse como las demás leyes ordinarias;
sin embargo, la Constitución de 1875 no ha previsto, ni prescrito, su promulgación, y los
dos textos constitucionales que se ocupan de promulgación, o sea el art. 3 de la ley de 25
de febrero de 1875 y el art. 7 de la ley de 16 de j u l i o de 1875, no se refieren, ninguno
de los dos, sino a leyes "votadas por ambas Cámaras", dejando pues de lado las leyes de
revisión adoptadas por la Asamblea nacional (cf. la n. 3 del n9 460, infra). Sin embargo, ni
los autores (Esmein, Éléments, 5* ed., p. 983; Duguit, Traite, vol. n, p. 532; E. Pierre,
Traite de droit politigue, electoral et parlementaire, suplemento, n9 506), ni la práctica
(cuando las revisiones de 1879 y 1884), han dudado en admitir la necesidad de la
promulgación para las leyes de naturaleza constituyente. Se ha tomado como argumento,
en este sentido, que las leyes constitucionales de 1875 (ley de 25 de febrero, art. 4 y ley
de 24 de febrero, art. 11) han hecho mención expresamente de su propia promulgación.
Pero, fuera de estos textos, existen otras razones profundas que militan en favor de la
promulgación de todas las leyes. Es tal la fuerza de estas razones que algunos autores
hablan de promulgación incluso respecto de actos que nada tienen de legislativo, como
por ejemplo los decretos reglamentarios.
26 Esta opinión ha sido rechazada implícitamente por la jurisprudencia del Consejo de Estado, que se pronuncia en el
sentido de que los decretos presidenciales son ejecutables desde el momento mismo de su emisión, bastando ésta —
fuera de toda necesidad de cualquier formalidad— para asegurar su existencia y su eficacia legales. Es así como una
resolución de 18 de julio de 1913 (ver respecto a esta resolución la nota de Hauriou, Sirey; 1914, 3. 1) reconoce que el
acto administrativo realizado en ejecución de un decreto recientemente emitido es regular válido, por más que dicho
acto se haya realizado antes de la publicación del decreto en el que se apoya. Evidentemente, las disposiciones de los
decretos sólo son aplicables a los administrados mediante su publicación y al expirar el plazo posterior a la publicación
que fija el decreto de 5 de noviembre de 1870; y por consiguiente, los administrados no pueden ser obligados a
someterse a las medidas ejecutivas de un decreto mientras dicho plazo no haya vencido. Pero, por lo menos, las
medidas o decisiones tomadas por las autoridades administrativas entre la emisión del decreto y la publicación del
mismo no pueden considerarse como desprovistas de fundamento, prematuras e irregulares, ya que, una vez emitido el
decreto, posee inmediatamente, a falta de fuerza obligatoria respecto a los particulares, una completa fuerza de
ejecución, suficiente para proporcionar una base de regularidad a las decisiones tomadas por agentes administrativos en
virtud de sus disposiciones; y por consiguiente, estas decisiones
producirán sus efectos jurídicos respecto a los administrados mismos, una vez efectuada la publicación. Esto implica
que, a diferencia de lo que ocurre con las leyes, no existe para los decretos ninguna formalidad promulgatoria que haya
de colocarse entre su emisión y su publicación, y de la que dependa su ejecución.
27 Es verdad que en Inglaterra las leyes no son objeto de promulgación especial. El tradicional ceremonial de aceptación
por el rey, al que se someten en la Cámara de los Lores los bilis adoptados por las dos Cámaras (Anson, Loi et pratique
constitutionnelles de l´Angleterre,ed. Francesa, vol. I, pp. 355 ss.; E. Mayr, Traitédes lois, priviéges et usages du
Parlament, ed.
398
El jefe del Ejecutivo empieza por considerar un hecho: " El Senado y la Cámara de
diputados han aprobado. . ." Esta parte de la fórmula promulgatoria tiene el alcance de un
protocolo, pues en ella se levanta acta de que la ley en cuestión ha sido votada por
ambas Cámaras. Y al mismo tiempo se indica en ella implícitamente que dicha doble
adopción se ha realizado en las condiciones requeridas para la formación regular de las
leyes. Bien es verdad que el fragmento de fórmula que acabamos de citar no expresa esto
categóricamente, pero así se desprende de la combinación de dicho fragmento con la
frase siguiente, por la cual el Presidente de la República va a declarar que promulga la
ley, y por cosiguiente, si la promulga, es porque ha sido regularmente confeccionada y
aprobada. Este es, en efecto, el segundo enunciado contenido en la fórmula: " El
Presidente de la República promulga la ley cuyo tenor sigue: (texto de la ley)" . Esta parte
de la fórmula tan sólo deduce una consecuencia del reconocimiento que precede. Del
hecho de que la ley ha sido aprobada por las Cámaras, deduce el Presidente que ésta se
halla definitivamente formada, y por consiguiente, la promulga, como se lo manda el art. 3
de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875. La promulga, es decir, afirma su
existencia y atestigua que ha tomado cuerpo por efecto de los votos
francesa, vol. n, pp. 142 ss.), parece —a pesar de lo que dice Laband, op. cit., ed. francesa, vol. I I , pp. 282-283— tener el
alcance de una aprobación real de la ley más bien que de una verdadera promulgación. Pero esta ausencia de
promulgación ¿no puede provenir de que el pueblo inglés se supone que está presente en todos los actos que se
realizan en sesión pública del P a r lamento, y como consecuencia de esta ficción, de que no hay necesidad de atestiguar
especial y solemnemente, por medio de una promulgación formal, la aparición de una ley a cuya formaciónse supone
que ha asistido el pueblo?
399
otario público que recibiera un acta con objeto de comunicarle carácter de autenticidad.
Esto ocurre por ejemplo, en lo que se refiere al tenor de la ley, al fujar la promulgación con
perfecta exactitud los términos de aquél. Pero además el Presidente ejerce también un
poder de comprobación o verificación sobre las operaciones que han conducido a la
formación de la ley. Para poder certificar su existencia, es necesario que se cerciore
previamente 28 de la observación de las formas prescritas por la Constitución para la
confección de la misma; así, al atestiguar su existencia, atestigua al mismo tiempo la
regularidad de su adopción.29 Una vez comprobados y fijados estos tres puntos —
existencia, regularidad y tenor
2 8 Así se explica el plazo de un mes conferido al Presidente por el art. 7 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875
para el cumplimiento de la promulgación. Esmein (Éléments,5* ed., p. 606) dice que dicho plazo permite al jefe del
Ejecutivo "prepararse para la aplicación de las leyes y escoger el momento oportuno para hacerlas entrar en vigor".
Pero, si tal fuerael objeto del plazo, hay que convenir en que la elección del momento oportuno quedaría encerrada en
un intervalo muy corto de tiempo. La verdad es, más bien, que ha parecido convenientedejar al Presidente un cierto
plazo con objeto de que tenga tiempo para comprobar la regularidad de la formación de la ley. Por lo demás, el plazo se
imponía por el solo hecho de que la Constitución concedía al Presidente el poder de reclamar una nueva deliberación
(ver también lo que, para justificar dicho plazo, dice E. Pierre, op. cit., suplemento, p. 223).
29 En su monografía titulada Die Promulgation, Liebenow trata de demostrar que, contrariamente a la doctrina de
Laband, ni el derecho francés ni el derecho alemán admiten, entre la adopción o la sanción de las leyes y su publicación,
la intervención de un acto especial, que, con el nombre de promulgación, estuviese destinado a reconocer y declarar de
modo auténtico el nacimiento constitucional de la ley (op. cit., pp. 61 ss., 100 ss., 107 ss.). Liebenow combate
especialmente (ibid., pp. 86, 98, 108 ss.) la idea de que la promulgación constituya una declaración solemne de la
regularidad constitucional de la ley promulgada. Es cierto, en efecto, que, en Francia particularmente, la promulgación,
considerada en sí misma, no tiene por objeto proporcionar al jefe del Ejecutivo un poder de control sobre la
constitucionalidad de las leyes adoptadas por el cuerpo legislativo, ni el medio de hacer pesar una especie de anulación
sobre aquellas leyes que juzgara inconstitucionales. Pero, por otra parte, no se puede negar tampoco que, al atestiguar
por la promulgación la aparición de una ley, el jefe del Ejecutivo asegura al mismo tiempo, e implícitamente, que la ley
de que se trata ha cumplido con las condiciones esenciales sin las que ninguna ley, según la Constitución vigente, puede
ser adoptada. En este sentido, Laband tiene perfecto fundamento para decir (op. cit., ed. francesa, vol. n, pp. 278 y 321)
que la promulgación es una declaración de la formación regular de la l e y ; es —dice (p. 330 )— "el reconocimiento
formal de que la ley ha sido discutida, votada y sancionada constitucionalmente". Y lo que constituye la fuerza de esta
afirmación de Laband es que se deduce de la misma naturaleza de las cosas, pues, por ejemplo, cuando el Presidente de
la República francesa atestigua, en su decreto de promulgación, que ambas Cámaras han adoptado tal o cual texto, cuyo
tenor reproduce, es evidente, sin que tenga que decirlo la Constitución, que el Presidente sólo puede enunciar
semejante testimonio cuando el texto legislativo promulgado ha sido realmente adoptado, en términos idénticos, por
ambas asambleas. La promulgación
implica, pues, necesariamente, por parte del promulgante, cierta comprobación, al menos exterior (cf. n' 150, infra), de
la validez de la ley cuya existencia certifica (ver por lo demás la réplica de Laband a las objeciones de Liebenow en Archiv
für óffentl. Recht., xvn, pp. 440 ss.).
401
de la ley—, ésta podrá, en adelante, ser ejecutada. Y esto es en efecto lo que declara el
Presidente en la última frase del decreto de promulgación.
Era como decir que el acto de la promulgación desempeña el mismo oficio que el acta
auténtica levantada por un notario para recoger, atestiguar y conservar la voluntad de las
partes contratantes; y así como el notario que registra y certifica la voluntad de las partes
no realiza acto alguno de voluntad contractual, así la promulgación — s i n dejar de
suponer en su autor cierta potestad pública— tampoco es un acto de potestad legislativa,
sino que únicamente autentifica la ley. En la misma sesión, Andrieux expresaba con gran
firmeza ideas idénticas: "Cuando —decía a los miembros del cuerpo legislativo— habéis
adoptado la ley, ésta ya está hecha; es completa, entera. . . La promulgación no es en
modo alguno un acto legislativo, sólo tiene por objeto certificar la ley y declarar que ésta
no ha sido atacada por razón de inconstitucionalidad." También, criticando la redacción
del art. I 9 del Código ci vil , declaraba Andrieux: "No es en virtud de la promulgación, sino
después de la promulgación, cuando la ley debe ser ejecutada" (Fenet, loe. cit., pp. 231
ss.). El tribuno Grenier, en la sesión del Tribunado del 9 ventoso del año XI , decía
asimismo: "No es de la promulgación de donde obtiene su existencia la ley, pues ya antes
existía. Pero no basta que exista, es necesario que exista una prueba auténtica de esa
existencia, y esta prueba es la que se desprende de la promulgación. Esta promulgación
es lo que atestigua ante el cuerpo social la existencia del acto que constituye la ley y que
este acto ha sido
402
30 Un parecer del Consejo de Estado, referente a la cuestión de la fecha de las leyes, del 5 pluvioso del año v m ,
reconoce igualmente que la "promulgación es el primer medio de ejecución de la ley. Cuando el gobierno promulga, ya
no lo hace como parte integrante del poder legislativo, sino únicamente como poder ejecutivo. Hay que evitar que se
confunda esta promulgación con la sanción que le correspondía al rey en 1791. Dicha sanción constituía parte necesaria
de la formación de la ley y en nada se parecía a la promulgación".
31 Esta fórmula estaba redactada de la siguiente forma: "Bonaparte, primer Cónsul, proclama como ley de la República
el siguiente decreto, emitido por el cuerpo legislativo e l . . . (texto de la l e y ) . Sea la presente ley revestida con el sello
del Estado, inserta en el Boletín de las leyes, inscrita en los registros de las autoridades judiciales y administrativas y
quede el ministro de Justicia encargado de vigilar su publicación”.
403
titución del año vm, era decretada por el primer Cónsul. Este se encontraba por lo tanto
llamado a participar en la perfección de la ley. De ahí los términos del art. I9 del Código c i
v i l , que declara que las leyes son ejecutivas "en virtud de su promulgación". Estas
palabras no correspondían, en 1804, ni a las disposiciones formales de la Constitución ni
a los términos de la fórmula promulgatoria entonces en uso; como dice Laband,32
"atribuyen a la promulgación un efecto que no le corresponde". El senadoconsulto del 28
floreal del año XII vino a restablecer la armonía entre la afirmación del Código civil y el
derecho constitucional, estableciendo en suart. 140 una nueva fórmula promulgatoria,
según la cual correspondía al Emperador, no ya solamente "proclamar la ley", hacer la
editio solemnis de la misma, sino también dar la orden de su ejecución.33
32 ¿Se le podría reprochar hoy día a Laband lo mismo que él les reprocha a los autores del Código civil? Por una parte,
demuestra perentoriamente Laband (loe. cit., vol. n, pp. 300 5 5 J que en el Imperio alemán la sanción de las leyes, o sea
el poder de perfccionarlas y emitir el mandamiento legislativo, pertenece total y únicamente al Bundesrat. Por otra
parte, sin embargo, sostiene dicho autor que, tn la promulgación, " e l Emperador da la orden de obedecer la ley" (p.
309) ; ya que, dice, el Bundesrat nunca puede tomar más que decisiones; en cuanto a las órdenes, al Emperador es a
quien corresponde darlas (ver p. 380, supra). Por más que Laband hace observar que la orden legislativa dada en la
fórmula promulgatoria por el Emperador se emite en virtud y en ejecución de la decisión imperativa tomada por el
Bundesrat, ¿no podría decirse que dicho autor hace actualmente para el Emperador alemán lo que reprocha a los
redactores del Código civil francés haber hecho para el primer Cónsul? Y al pretender encontrar en la promulgación
imperial alemana una orden legislativa, ¿no comete Laband, también, el error que consiste en "atribuir a la
promulgación un efecto que no le corresponde"?
33 Senado-consulto del 28 floreal, año x n , art. 140: " La promulgación será redactada como sigue: El cuerpo legislativo
ha emitido el siguiente decreto, conforme a la proposición hecha en nombre del Emperador y después de haber sido
oídos los oradores del Consejo de Estado y de las secciones del Tribunato: (texto de la l e y ) . Mandamos y ordenamos
que las presentes, revestidas con los sellos del Estado, insertas en el Boletín de las leyes, sean dirigidas a las cortes,
tribunales y autoridades administrativas para que las inscriban en sus registros, las observen y las hagan observar, y el
gran juez, ministro de Justicia, queda encargado de vigilar su publicación".
404
el pretexto tomado por Esmein (ver pp. 381 y 388, supra), del principio de separación de
poderes, no puede aducirse para esta época constitucional,ya que, aun si fuera exacto
que los agentes ejecutivos necesitasen de una orden especial de su jefe para tener en
cuenta a la ley y ejecutarla, ha de observarse que, bajo las Constituciones de 1814, 1830
y 1852, dicha orden especial resultaba suficientemente clara respecto a ellos por la
sanción dada a la ley por el jefe del Ejecutivo. Bien es verdad que las fórmulas
promulgatorias empleadas en aquellas épocas seguían expresando una orden dirigida por
el jefe del Estado tanto a los ciudadanos como a las autoridades encargadas de ejecutar
la ley, orden que reunía todos los caracteres de un mandamiento legislativo.34 Pero la
presencia de esta orden en las fórmulas promulgatorias se explicaba con toda naturalidad
por el motivo, señalado por todos los autores, de que bajo esos regímenes de sanción
monárquica la promulgación era el acto exterior por el cual el jefe del Estado manifestaba
su voluntad de sancionar la ley; de lo que se desprende entonces que las palabras de
mando pronunciadas por él en dicho acto debían referirse, no ya a la promulgación
misma, sino únicamente a la sanción que en ella se hallaba contenida implícitamente.35
Así
34 Ver, por ejemplo, la fórmula promulgatoria adoptada bajo la Restauración: "Nos hemos propuesto, las Cámaras han
adoptado y ¡Nos hemos ordenado y ordenamos lo que sigue: (texto de la ley ) . La presente ley, discutida, deliberada y
aprobada por las Cámaras de los pares y de los diputados y sancionada por Nos hoy día, será ejecutada como ley del
Estado. Queremos en consecuencia que sea guardada y observada en todo nuestro reino . . . Damos por mandamiento a
nuestras cortes y tribunales, prefectos, cuerpos administrativos y todos los demás, que guarden
y mantengan las presentes, hagan guardar, observar y mantener . . . ; pues tal es nuestra voluntad".
35 Jellinek (Gesetz und Verordnung, p. 319), seguido por Liebenow (op. cit., pp. 17, 21 ss., 3 7 ) , pretende que la sanción
no es un acto exterior, sino un acto de voluntad interior del monarca; es, dice, la resolución que toma el monarca de
emitir su mandamiento legislativo sobre el texto de la ley (cf. la n. 53 del n? 152, infra). Según esta doctrina, la sanción
no es, por lo tanto, objeto de una declaración expresa o de una manifestación aparente; así añade Jellinek que no es ella
la que puede darle a la ley su fuerza imperativa, pues no es susceptible de producir efectos jurídicos una voluntad que
no se manifiesta al exterior. Pero, precisamente porque las voluntades sólo tienen valor, desde el punto de vista jurídico,
en cuanto revisten una forma sensible, no es de creer que las Constituciones que subordinan la perfección de la ley a la
sanción del monarca, sólo hayan considerado, con ese nombre de sanción, un movimiento de voluntad interna del jefe
del Estado. Por eso la sancin se consideró siempre, por la generalidad de los autores, como un acto positivo y una
manifestación externa de voluntad. " Es —dice Laband (Archiv fiir óffentl. Recht, 1902, p. 441; cf. Lukas, Die rechtliche
Stellung desParlamentes, p. 1 8 5 )— un acto gubernamental; ahora bien, los actos gubernamentales del monarca exigen
el refrendo de un ministro responsable, pero ¿cómo podría darse ese refrendo a una simple decisión mental? "En la
época de las Cartas, y bajo la Constitución de 1852, no cabe duda, pues, de que, salvo en los casos en los que había sido
objeto de un acto firmado aparte, la sanción sólo podría resultar del acto de la promulgación.
405
pues, no subsistía ya ninguna razón seria para considerar a la promulgación como una
operación cuyo objeto fuera perfeccionar la ley, ni prestarle otra significación que la de un
testimonio auténtico de su existencia. Pero, por otra parte, el art.1 del Código civil
permanecía siempre en pie con sus enunciados ambiguos sobre " la virtud " de la
promulgación.
145. Pero si bien es conveniente reaccionar contra esta clase de error, no se debe
tampoco, por espíritu de reacción, caer en el defecto opuesto, que consiste en negar a la
promulgación toda significación o virtud propia y a confundirla pura y simplemente con la
publicación. Según varios autores, la promulgación y la publicación, bajo dos nombres
diferentes, no son sino una sola y misma cosa, o en todo caso, la promulgación no es sino
uno de los actos que tienden y concurren a realizar la publicación, en el sentido de que la
declaración oficial o solemne proclamación de la existencia de la ley, hecha por el jefe del
Ejecutivo, no tiene, en el fondo, más objeto que el de dar a conocer esta ley a los
ciudadanos y a las autoridades que, desde entonces, van a tener la obligación de
observarla y ejecutarla. En este sentido declara Huc (Commentaire théorique et pratique
du Code civil, vol. i, p. 48) que " l a promulgación constituye uno de los elementos de la
publicación".37 Pero es en Alemania
36 Esta proposición se encuentra reproducida todavía hoy en la 5' ed. de la obra de Aubry y Rau, vol. i , p. 84.
37 Planiol (op. cit., 6" ed., vol. I, pp. 69 ss.) declara también que la promulgación y la publicación son dos cosas
idénticas; se apoya, para establecer esa identidad, en la significación originaria y natural de la palabra "promulgar" y
también en el hecho, desgraciadamente exacto, de que los redactores de los textos legislativos, así como esos mismos
textos (ver n" 146, infra), han empleado frecuentemente ambos términos como equivalentes. Pero, sin dejar de
criticar la distinción, que es clásica hoy día, entre la promulgación y la publicación, reconoce dicho autor, por otra
parte, que antes de la publicación se produce un acto especial del jefe del Ejecutivo, que tiene por triple objeto, dice,
atestiguar la existencia y la regularidad de la ley, ordenar su publicación y dirigir un mandamiento de ejecución a los
agentes ejecutivos. Solamente que Planiol no admite que se dé a dicho decreto presidencial, que precede a la
publicación y que es distinto de ella, el nombre de promulgación. "Este decreto — dice — ordena la promulgación o
publicación, pero no la constituye; ésta es su consecuencia y su ejecución." La crítica suscitada por Planiol no va
dirigida, pues, más que contra la terminolog
406
corriente y no desconoce la necesidad de un acto distinto mediante el cual el jefe del Ejecutivo certifique la aparición
de la ley, y conduce solamente a pretender que se distinga en los términos el "decreto de promulgación",
propiamente dicha, que, declara el repetido autor, consiste en la inserción en el Journal Officiel. (La misma distinción
sostiene Beudant, op. cit., introducción, núms. 102-103; ver también E. Pierre, op. cit., 2' ed. p. 509, y suplemento, p.
222, que parece admitir que la promulgación se lleva a efecto mediante la inserción en el Journal Officiel y que
consiste por consiguiente en esa misma inserción). Quizás no carezca de fundamento esta crítica desde el punto de
vista racional; es evidente que la palabra "promulgación" no expresa bien el verdadero alcance del acto presidencial
al que se le da hoy dicho nombre. Y sin embargo, cabe preguntarse si sería muy ventajoso, en una materia en la que
reina ya mucha confusión, socavar la terminología consagrada por el uso actual. Además, y sobre todo, conviene
observar que esta costumbre actual del lenguaje tiene su origen y su justificación en la misma Constitución. En efecto,
la Constitución de 1875 no conoce ni permite la distinción que establecen los autores anteriormente citados entre el
decreto de promulgación y la promulgación misma. No cabe duda de que los textos de 1875 que tratan de la
promulgación de las leyes se refieren con ese nombre al decreto mismo por medio del cual atestigua el Presidente la
existencia de la ley. Esta comprobación relativa a la terminología consagrada no deja de presentar un interés práctico.
Dicho interés se verá más adelante (n° 146), al tratar de averiguar si la inserción en el Journal Officiel debe realizarse
dentro de los plazos fijados para la promulgación o si basta que el decreto que promulga la ley haya sido firmado por
el Presidente dentro de los mismos plazos.
38 Se trata aquí de efectos que provienen especialmente de la promulgación, abstracción hecha de la fuerza ejecutiva,
la cual, como se ha visto anteriormente (p. 394), no es, propiamente hablando, un efecto de la promulgación. La
publicación no produce por sí misma ningún efecto especial de ese género. Abre, es verdad, una nueva fase, durante
la cual va a recibir la ley su aplicación; pero la fuerza en virtud de la cual las leyes habrán de entrar así en vigor no
proviene de la publicación. El único efecto propio de ésta es el de hacer presumir la ley conocida. Sin embargo, no es
el Ejecutivo el que, al hacer la publicación, crea por sí mismo y asigna a la ley esa presunción. Por el contrario,
mediante la promulgación, es realmente el
407
jefe del Ejecutivo el que confiere a la ley el carácter de certidumbre y autenticidad que hacen que en adelante su
existencia y su texto sean indiscutibles.
39 "Divulgatio promulgationis", así es como califica Portalis a la publicación, que es, dice, el conocimiento de que una ley
ha sido promulgada (Fenet, op. cit., vol. v i , p. 259) ; y con esto señalaba claramente Portalis que la promulgación y la
publicación son dos cosas muy diferentes: la segunda presupone la primera, puesto que tiene por objeto ponerla en
conocimiento del público.
408
llamado a recibir una publicidad inmediata. A decir verdad, este decreto sólo se dicta para
producir ciertos efectos, lo mismo que el notario que autentifica una voluntad mediante un
documento levantado en su bufete trabaja con miras a resultados que habrán de
producirse fuera. No deja sin embargo de ser cierto que la promulgación no se hace a la
luz del día: como ya se ha dicho, se realiza en el despacho del jefe del Ejecutivo, y el
público nada sabría de ella si posteriormente no le siguiera la publicación de la ley.
¿Cómo es, pues, que los autores hayan presentado tantas veces la promulgación como
un testimonio hecho "ante el cuerpo social", o como un anuncio dirigido a la nación, o
también como una "proclamación” de la ley? Por más que estos modos de definir o
calificar la promulgación no sean enteramente exactos, se explican fácilmente por la razón
de que existe un estrecho lazo entre el decreto que promulga la ley y la inserción en el
Journal Officiel que tiene por objeto publicarla. En efecto, si la publicación, en sí o por su
objeto, es netamente distinta jurídicamente de la promulgación; si es una operación
posterior a la promulgación y que supone que ésta ha terminado completamente; si, por
consiguiente, estos dos actos no deben confundirse en teoría, por otra parte, sin embargo,
se debe reconocer que se aproximan mucho y se relacionan inmediatamente el uno con el
otro, y ello —como acertadamente lo observa Esmein (Éléments, 5ta ed., p. 604)— a
causa de que en la práctica" la ley es publicada por la publicación del acto mismo de la
promulgación", siendo también por la inserción de dicho decreto en el Journal Officiel
como llega a conocimiento de los ciudadanos el tenor de la ley. Pollo tanto, sin formar
parte de la publicación, y persiguiendo un f i n distinto de esta última, el decretó de
publicación parece en cierto aspecto formar un todo con ella, por cuanto la prepara
directamente y es seguido inmediatamente por ella. En este sentido, puede decirse que la
promulgación va encaminando a la ley hacia su publicación; y por consiguiente, se
comprende que los autores hayan sido inducidos a considerarla como una manifestación
que se dirige al "cuerpo social", tanto más cuanto que, en definitiva, es para dicho cuerpo
social para quien se ha realizado. Esto explica también, aunque no se justifique desde el
punto de vista jurídico, el lenguaje de la ordenanza real de 27 de noviembre de 1816 y del
decreto del 5 de noviembre de 1870, que prescriben ambos que en adelante "la
promulgación de las leyes resultará de su inserción en el Journal Officiel (en el Bulletin
Officiel en 1816)". La clásica controversia que se suscitó respecto de estos textos, parece
terminar hoy día (Bonnet, op. cit., p. 51 ss.) en el sentido de que hay que considerar, tanto
en el uno como en el otro, una confusión entre la promulgación y la publicación. Así como
la promulgación no forma parte integrante de la publicación, tampoco la in -
409
sino que es suficiente que el decreto presidencial reconociendo la aparición de la ley haya
sido dictado dentro de ese plazo para que las prescripciones del art. 7 referentes a la
promulgación se vean satisfechas, ya que, por la emisión de dicho decreto, se consuma la
promulgación. Equivocadamente ciertos autores (Ducrocq, Cours de droit administratif,
vol.I, p. 68; Duguit, Traite, vol. n, p. 245) han sostenido que la inserción debe hacerse
dentro del plazo fijado para la promulgación; estos autores añadenal art. 7 precitado una
exigencia que éste no contiene. Pero, en cambio, resulta del decreto de 5 de noviembre
de 1870 que cuando la promulgación tuvo lugar al vencimiento del plazo previsto por la
ley de 1875, la publicación por inserción debe realizarse en este caso en el acto mismo
40 Es lo que Portalis expresaba ya al decir que " l a publicación es la consecuencia de la promulgación y tiene por objeto
dar a conocer la ley" (Fenet, op. cit,, vol, vi, p. 12).
410
de partida del plazo de publicación; producía, por sí sola, al expirar dicho plazo, la
publicación.4 1 Hoy ni siquiera se puede ya, para sostener que la publicación se ordena
en el decreto de promulgación, deducir argumentos de los términos de dicho decreto,
pues a diferencia de lo que ocurría en los regímenes anteriores, la fórmula promulgatoria
ni siquiera enuncia la orden de publicar la ley. La enunciación de semejante orden ha
desaparecido de la fórmula de promulgación por razón misma de que hubiera sido en ella
totalmente superflua. En efecto, la obligación de publicar la ley, no deriva para la
autoridad ejecutiva del decreto que la promulga.
41 Bien es verdad que desde aquella época había de insertarse la ley en el Bulletin des lois y enviarse mediante dicho
boletín a los departamentos. Mas la omisión de este procedimiento de publicación no impedía de ningún modo que la
ley fuera obligatoria, puesto que el art. 1' del Código civil se contentaba a este respecto con la expiración del plazo fijado
en su texto. Este sistema del art. 1' se explicaba por la razón de que, según la Constitución del año v m , la ley había de
ser promulgada a los diez días de aquel en que había sido decretada por el cuerpo legislativo; los ciudadanos, al conocer
por las hojas públicas la adopción de la ley por el cuerpo legislativo, sabían, pues, de antemano, la fecha de su
promulgación.
411
147. Así pues, la promulgación no tiene más objeto propio que el de conferir a la
ley señales de autenticidad. Pero, partiendo de esto y sin dejar de reconocer también que
es indispensable que intervenga un acto particular entre la adopción y la publicación de
las leyes, con objeto de comprobar su existencia, se ha llegado a formular la pregunta de
si es indispensable también que dicho acto se realice por el jefe del Ejecutivo. En
respuesta a dicha pregunta, algunas críticas han sido formuladas en contra del sistema de
promulgación consagrado por el derecho positivo francés. Se ha dicho (Bonnet, op. cit.,
pp. 63 y 150) que " e l poder de autentificar la ley no aparece como necesariamente
dependiente de la persona del jefe del Estado"; y en efecto, se añade, "¿por qué las
firmas puestas al pie de la expedición de la ley transmitida por el poder legislativo con
fines de promulgación no han de hacer fe respecto de todos?" En este sentido, se puede
alegar que la Constitución de 1848 (art. 59) , al prever el caso en que el Presidente de la
República no cumpliera con su obliga-
42 Se desprende de esto que el efecto imperativo de la voluntad legislativa de las Cámaras sólo se realiza positivamente,
en primer lugar, respecto del Ejecutivo, obligado inmediatamente a promulgar, y después a publicar (cf. supra, p. 392 y
también n. 7, p. 383 y n. 16, p. 390). En cuanto a los ciudadanos, la orden legislativa contenida en la votación de las
Cámaras no empezará realmente a producir su efecto imperativo respecto de ellos sino después de la publicación que
suceda a la promulgación. No deja de ser verdad, sin embargo, que lo que se comunica a los ciudadanos por medio de la
publicación no es una orden presidencial contenida en el decreto de promulgación, sino una orden legislativa que
emana únicamente de las asambleas (cf. Radnitzky, op. cit.. Jahrbuch des offentl. Rechtes. 1911, p. 51).
412
ción de promulgar la ley en los plazos prescritos por los arts. 57 y 58, decidió que al
expirar estos plazos "se proveería a la promulgación por el presidente de la Asamblea
nacional.43 Parece, pues, que lo que se reconocía como posible en un caso particular 44
sería susceptible de generalizarse, y que nada podría oponerse a que la promulgación, en
vez de efectuarse por el jefe del Ejecutivo, fuera realizada por regla general por los
presidentes de las asambleas legislativas. Esta es también la forma de promulgación
admitida en Suiza. Por los términos de la ley federal de 9 de octubre de 1902, "respecto
de la forma de promulgación y de publicación de las leyes y resoluciones" (art. 3 2 ) ,
"después que una ley o una resolución ha sido votada por las dos secciones de la
Asamblea federal, la Cancillería federal lleva a cabo la expedición original, la cual va
firmada en nombre de la Asamblea federal por los presidentes y los secretarios de ambos
Consejos, con indicación de la fecha de adhesión de estos últimos, y comunicada al
Consejo federal para que éste la mande publicar y, eventualmente, la haga ejecutar". Los
autores suizos hacen observar que en esta comunicación hecha al Consejo federal con
vistas a la publicación y a la ejecución de la ley y referente a la expedición original firmada
por los presidentes de los dos Consejos legislativos, es en lo que consiste, propiamente
hablando, la "promulgación" de las leyes federales (Schollenberger, Das
Bundesstaatsrecht der Schweiz, p. 247; cf. Laband, op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 3 3 0 ) :
según esto, el cometido del Ejecutivo en esta materia se limita a la publicación en el
Recueil Officiel des lois et ordonnances de la Confédération suisse.'1' Podría deducirse la
conclusión, por
43 Al no haber tomado la Constitución de 1875 ninguna precaución de este género, ni haber previsto siquiera el caso en
que el Presidente no cumpliría con su obligación de promulgar las leyes dentro de los plazos que le son impuestos, los
autores admiten que dicha obligación presidencial no tiene hoy día sanción especial, y que solamente está sancionada
por el principio general de la responsabilidad ministerial (Duguit, Traite, vol. u, p. 446; Esmein, Éléments, 5' ed., p. 607)
Esmein se pregunta sin embargo (loe. cit., pp. 709 ss.) si la negativa del Presidente a promulgar la ley no podría, " a l
menos en ciertos casos, entrar en la hipótesis de alta traición" y poner en juego por este hecho su responsabilidad
personal.
44 Aunque la disposición del art. 59 de la Constitución de 1848 no se refiriera sino a un caso particular y que había de
conservarse como excepcional, basta para demostrar, sin embargo, que, contrariamente a la doctrina antes citada (p.
381) de Esmein, la orden del jefe del Ejecutivo no es indispensable para que las autoridades encargadas de la ejecución
de las leyes estén obligadas a proceder a dicha ejecución. Si fuera exacto el argumento que dicho autor deduce del
principio de la separación de poderes y los agentes ejecutivos sólo pudiesen proceder a la ejecución en virtud de una
orden de su jefe jerárquico contenida en la promulgación, la Constitución de 1848 no hubiera podido admitir que la
orden dada por el presidente de la Asamblea nacional fuera capaz, en ningún caso, de suplir a la que había de provenir
necesariamentedel Presidente de la República.
45 Según la Constitución de 1793, el Consejo ejecutivo no tenía igualmente más que asegurar la publicación de las leyes,
pero en dicha época la promulgación había sido suprimida
413
por completo; la Constitución de 1793 (art. 61) sólo fijaba un "encabezamiento de las leyes" así redactado: " En nombre
del pueblo francés, el a ñ o . . . de la República francesa". 46 Asimismo Artur, op. cit., Revue du droit public, vol. xiv, p. 57,
dice, por lo que se refiere a las sentencias, que bien podría concebirse, sobre todo en el sistema de separarción de los
poderes ejecutivo y judicial, que la fórmula ejecutiva que les pone al pie el actuario del tribunal esté redactada en
nombre del tribunal, y no en nombre del Presidente de la República, como se hace actualmente. Por una parte, en
efecto, y contra la opinión de Esmein (Eléments, 5* ed., p. 628), debe admitirse que la fuerza en virtud de la cual son
ejecutadas las sentencias proviene de la decisión misma del juez, y no de un mandamiento del jefe del Ejecutivo (ver las
nn. 9 y 13 del n° 139, supra). En todo caso, no es indispensable que el mandamiento de ejecución provenga del jefe del
Ejecutivo mismo; prueba de ello se tiene en el hecho de que la fórmula ejecutiva puesta al pie de las resoluciones del
Consejo de Estado no hace intervenir a la persona del Presidente. En virtud del decreto de 2 de agosto de 1879, esta
fórmula se halla redactada del siguiente modo: "La República manda y ordena al ministro d e . . . , en lo que le concierne,
proveer a la ejecución de la presente decisión". Por otra parte, ¿no tiene
la autoridad judicial suficiente calidad para autentificar por sí misma sus propias decisiones sin la ayuda del Ejecutivo?
414
47 También en este aspecto carecería de utilidad la promulgación de los decretos presidenciales, especialmente de los
decretos reglamentarios. En efecto, corresponde a los tribunales comprobar la regularidad de los reglamentos, bien sea
por lo que se refiere a la forma que se ha seguido en su confección, bien por lo que concierne al fondo y a la legalidad de
su contenido. La ausencia de promulgación no constituye, pues, una causa de inferioridad de los decretos
reglamentarios con respecto a los administrados, sino que, muy al contrario, el control que la autoridad jurisdiccional
ejerce sobre dichos decretos es, para los interesados, una garantía muy superior a aquella que resulta del control, por lo
demás muy limitado (ver n° 150, infra), que el Presidente de la República ejerce sobre la formación de las leyes antes de
promulgarlas
415
cutivo. Una vez que éste ha atestiguado que tal ley ha-sido adoptada en tales términos
por ambas Cámaras, ni la existencia de dicha ley ni su texto podrán ponerse en tela de
juicio. Y por consiguiente, por este hecho, la ley ya no encontrará ningún obstáculo para
su ejecución.
149. Algunos autores han creído poder deducir de esto que la promulgación tiene
por consecuencia subsanar los vicios de inconstitucionalidad de la ley. Se trataría aquí de
un nuevo y considerable efecto del decreto de promulgación. Así se explicaría que los
jueces no puedan, en caso alguno, comprobar la validez constitucional de las leyes
regularmente promulgadas. Desde este punto de vista especial, la promulgación vendría a
conceder a la ley una cierta fuerza ejecutiva, de un nuevo género, que no podría
discutírsele. Esta tesis ha sido sostenida sobre todo por Laband (op. cit., ed. francesa, vol.
I I , pp. 321 ss.), al que se unen Jellinek (op. cit., pp. 402 ss.) y los autores citados por G.
Meyer (op. cit., 6* ed., p. 632, n. 6 ) . Según Laband (loe. cit., pp. 329 ss.), la
promulgación tiene valor de " j u i c i o " , es decir, de una apreciación referente al punto
de saber si la ley ha sido creada, bien por cuanto al fondo, bien por cuanto a la forma, en
conformidad al orden estatutario vigente. Antes de promulgar, el jefe del Estado debe,
pues, comprobar por sí mismo si la ley ha sido confeccionada según el procedimiento
establecido por el acto constitucional; si el legislador no se extralimitó en su competencia
constitucional al estatuir por la vía legislativa sobre tal o cual objeto reservado al poder
constituyente, y si las prescripciones contenidas en la ley no están en oposición con
aquellas que consagra la Constitución. Por la promulgación, el jefe del Estado certifica en
todos respectos la validez constitucional, material y formal de la ley. Este es también
según Laband el principal objeto y el alcance esencial de la promulgación, particularmente
en el Imperio alemán. Pues dicho autor hace observar que desde antes de la
promulgación por el Emperador, las decisiones legislativas del Reichstag y del Bundesrat
han sido objeto por parte de los presidentes de dichas asambleas de una especie de
promulgación que consiste en fijar, por medio de un documento auténtico, el texto de la
ley. Si se tratara, pues, únicamente de dar autenticidad a la ley, dicho documento sería
suficiente y sólo faltaría publicar la ley. El hecho de que la Constitución exija, además, una
promulgación especial hecha por el Emperador sólo puede explicarse por la idea de que
el Emperador es llamado a reconocer y atestiguar formalmente la completa regularidad de
la ley. De esto concluye Laband, contra la opinión que prevalece en Alemania (G. Meyer,
loe. cit., pp. 631 ss. y los autores citados allí, n. 6 ), 48 que no corresponde a los
48 Por lo menos sostienen los autores alemanes que el juez tiene la facultad de comprobar si la ley ha sido regularmente
confeccionada: reconocen que su poder no se extiende
416
Jueces encargados de aplicar las leyes del Imperio examinar la constitucionalidad de las
mismas, pues ésta se halla a cubierto de toda discusión en virtud de la promulgación.
hasta la comprobación de la validez constitucional del contenido de la ley (ver especialmente, en este sentido, G. Meyer, loc. Cit.,
p.635).
417
que la regularidad interna de la ley no podrá en adelante ser discutida, por nadie y ante
ninguna autoridad.49
Sólo falta ahora averiguar cuales son las causas de orden formal por la cuales el
Presidente puede rehusar la promulgación. Respecto a este punto han propuesto los
autores aun fórmula bastante amplia. Dicen que la negativa a la promulgación podría
extenderse a todas aquellas leyes “a las cuales faltaran condiciones de forma que la
Constitución y el reglamento imponen a las Cámaras” (Larnaude, “Étude sur les garanties
judiciaires qui existent dans certains pays au profit des particuleirs contre les actes du
pouvoir législatif”, Bulletin de la Societé de législation copareé, 1902, p.220). Esta formula
implica que el Presidente habría de verificar o comprobar la regularidad de todo el
procedimiento parlamentario; sus investigaciones habrían de ejercerse, no solamente
respecto a la adopción de la ley, sino también respecto de las condiciones en las cuales
ha sido discutida, desde el principio hasta el fin, respecto de las formalidades de la doble
lectura, respecto de la manera como ha tenido lugar la citación, etc., etc.. Pero es muy
difícil admitir que el control presidencial deba extenderse indefinidamente a todas esas
formalidades y que éstas constituyan sin excepción formalidades substanciales, cuya
inobservancia bastaría para justificar por parte del Ejecutivo la negativa a promulga.
Realmente tampoco parece que tenga el jefe del Ejecutivo, de ningún modo, que
ocuparse de la conformidad del procedimiento par-
419
lamentario de los reglamentos de las Cámaras; pues las prescripciones dictada por dichos
reglamentos, concernientes al procedimiento legislativo, no forman, propiamente
hablando, reglas constitucionales, elementos o condiciones de la formación constitucional
de las leyes. En efecto, el reglamento de las Cámaras ni siquiera tiene el alcance de una
ley; como obra de cada una de las asambleas, que por siempre y respectivamente dueñas
de modificarlo, sólo constituye para ellas un estatuto interno, que no puede obligarlas al
exterior, ni serles impuesto por más autoridad que ellas mismas. Si la Constitución
francesa, por sus propios textos, hubiera determinado las condiciones del procedimiento
legislativo, la extensión del poder de inspección que ejerce el Presidente sobre la
regularidad formal de la confección de las leyes podría ser considerables; pero en el
estado actual de las cosas, y considerando que dicho procedimiento sólo es para las
asambleas en asunto interior, que depende exclusivamente de la voluntad de aquéllas, no
corresponde al Presidente de la Repúblicas obligarlas a observar su reglamento. Por
consiguiente, el reconocimiento del derecho y de la obligación para el Presidente de
cerciorarse, antes de la promulgación, de la regularidad de las formas seguidas en la
creación de las leyes, sólo presenta – hay que confesarlo—un interés relativamente poco
considerable en práctica. En realidad, la extensión de dicho poder presidencial se
determina por los términos mismos de la fórmula de la promulgación, que se limitan a
promulgar que la ley promulgada ha sido primeramente discutida y después aprobada por
las Cámaras. Se desprende de ello qe la comprobación que condiciona la promulgación
no se refiere tanto a las formas de deliberación como a la conclusión, aprobación o
desaprobación de la misma. No solamente esta comprobación es completamente externa,
por cuanto que no se ejerce sobre la cuestión de la validez constitucional del contenido de
la ley, sino que, además, en la esfera formal en que permanece contenida, no se refiere
realmente sino al resultado obtenido, o sea la aprobación, sin tener en cuenta, de modo
esencial, el carácter de los procedimientos empleados para llegar a ese resultado. En
definitiva, el testimonio de constitucionalidad de la ley, contenido en el decreto de la
promulgación, no se refiere, pues, verdaderamente, sino a estos dos puntos capitales:
aprobación para ambas Cámaras y aprobación de un mismo texto. 51
51 Por esencialmente formal que sea este testimonio de aparición de la ley, no deja de tomar en cuenta, en la adopción de la ley por las
Cámaras, ciertos elementos intencionales. Por ejemplo, se ha hecho observar que el Presidente no podría promulgar como ley
aprobada por ambas asambleas un texto que, habiendo sido votado por una de ellas como un proyecto determinado, sólo hubiera sido
votado por la otra como parte del proyecto más amplio. Para que exista aprobación, en el sentido requerido por la promulgación, se
precisa a la vez el corpus y el animus (E. Pierre, op. cit., suplemento, p. 221).
420
52
Por lo que concierne a los reglamentos presidenciales, se ha visto, por el contrario (nº 142), que no puede ser objeto de
promulgación; pero también (n.28 p. 350, supra) corresponde a los tribunales asegurarse de su existencia, comprobándola.
53 Para los Estados monárquicos alemanes sostiene Jellinek (op. cit., p. 319) que no es
422
Promulgación es por la que la ley, cuya existencia había permanecido hasta ahora, no ya
en secreto, pero sin embargo careciendo de los testimonios oficiales que son
indispensables en un acto de importancia, recibe si carácter de certidumbre y se prepara
también a adquirir, por medio de la publicación que ha de sucederla, se carácter de
eficacia. Esta conclusión es de tal naturaleza que puede ejercer una apreciable influencia
en la solución que conviene dar a la controversia que reina entre los autores respecto a la
fecha de las leyes.
del Consejo del Estado de 54 pluvioso del año VIII, “la verdadera fecha de la ley es
aquella en que fue emitida por el cuerpo legislativo”. Ahora bien, el no haber sido
rectificada dicha opinión, sigue permaneciendo en vigor. Hasta 1865 este principio
siempre fue respetado. Es verdad bajo las Cartas, y también bajo la Constitución de 1852,
las leyes fueron designadas por la fecha de su promulgación. Pero esto se justifica por la
razón de que su perfección dependía entonces de la sanción del jefe del Estado, que
tenia lugar al mismo tiempo que la promulgación y en el mismo acto. Por e contrario, bajo
la constitución de 1848 las leyes llevaban la fecha de su adopción en tercera lectura por la
Asamblea legislativa; y por otra parte, el decreto presidencial de promulgación, en dicha
fecha, ni siquiera se hallaba fechado. Ya bajo la Constitución del año III las leyes tomaban
exclusivamente la fecha de la votación legislativa que las perfeccionaba. Lo mismo ocurrió
en 1871 a 1875. La costumbre actual, adoptada por el Ministerio de Justicia, de fechar las
leyes en el día en que han sido promulgadas, parece pues estar en oposición a la vez con
los precedentes y con los principios. Así se la ha combatido como completamente
incorrecta. Drucocp (Études de droit public, pp. 3, 7 ss.; Cours de droit administratif, 7ª
ed., vol. I, p. 68-69) declara que desde 1875 “las leyes francesas están mal fechadas”.
Beudant (op. cit., introducción, pp. 104 ss.) estima simismo que si no se les quiere dar la
fecha de la última citación parlamentaria que les da definitivamente la existencia, al
menos se hubiera debido escoger para designarlas la fecha de la inserción del decreto de
las promulgas en el Officiel. Es incomprensible –dice dicho autor—que se haya escogido
la fecha de la firma de ese decreto, fecha intermedia, de la que se puede decir que no
tiene ninguna importancia (cf. Planio), op. cit., 6ª ed., vol. I, nº 178).
153. Bien mirado todo, se puede pensar con E. Pierre (op. cit., 2ª ed., nº 508) que
este asunto de fechas no tiene la importancia que se le ha pretendido darle, Sin duda no
es ilógico sostener en principio que las fechas que llevan las leyes debería variar según
que exija o no la Constitución la sanción del jefe del Estado. Si la exige, al no adquirir
existencia la ley sino en el día de su sanción, es decir, de hecho, de su promulgación,
debería llevar la fecha de ésta última. Por el contrario, bajo la Constitución actual las leyes
recibirían la fecha de la votación emitida por aquélla de las dos Cámaras que la hubiera
adoptado en último lugar. Este sistema no seria ilógico, y sin embargo tampoco se puede
decir que la solución practicada anteriormente sea viciosa. En efecto, no es exacto
declarar que carece de importancia la firma del decreto de promulgación; por el contrario,
desempeña un cometido considerable, si no en la formación misma de la ley que
presupone, al menos en lo que concierne
424
de una votación emitida solamente por una de las Cámaras, por aquella que
estatuyó en último lugar; y si se le pone esa fecha a la ley, parecería que se le
resta importancia a la otra asamblea, o en otro caso habría de dársele al a ley las
fechas de las sucesivas votaciones de las dos Cámaras, lo cual sería una
complicación inútil, que tiene la ventaja de ser evitada en el sistema que ahora se
aplica.54 En cuanto a la adopción del a echa de la inserción del a ley en el Officiel,
como la ha propuesto Beudant (ver p. 423, supra), tampoco sería acertada, pues
dicha inserción pertenece ya al procedimiento de publicación, existiendo menos
razones aún para fechas las leyes. 55 Por otra parte, sin embargo, para justificar la
práctica actual no es de ningún modo necesario, y por el contrario conviene
guardarse de ello, hacer intervenir la consideración de orden constitucional,
alegada por la Cancillería y por ciertos autores (Bonnet, op. Cit., pp. 118 ss.),
consistente en sostener que, hasta el momento de la promulgación, la existencia
del a ley no es definitivamente cierta, ya que el Presidente conserva hasta
entonces el derecho a pedir nueva deliberación.
54 Estas consideraciones no se aplican a las leyes de revisión, que son votadas por una asamblea única. “Ningún equivoco respecto de
la fecha es posible aquí”, dice E: Pierre ( op. Ci., ed. No. 508), y por consiguiente dicho autor declara con razón que esas leyes debían
designarse por la fecha de su adopción por la Asamblea nacional. Erróneamente el Bulletin del lois ha dado a las dos leyes de revisión
de 1789 y 1884 la fecha del decreto que las promulgó. Las tres leyes constitucionales de 1875 han sido fechadas correctamente en el
día de su votación definitiva.
55. En Alemania, las leyes del Imperio toman igualmente la fecha de su promulgación y no la de la sanción por el Bundesrat, que les
otorga la perfección legislativa (Lanband, op. Cit., ed. Francesa, vol. II, p. 334.
426
mulga, que dicha ley obtuvo su perfección el día de la ultima votación que consumo su
adopción (cf. A este respecto Ducrocq, op. Cit., pp. 13 ss.). por consiguiente, y a partir de
ese momento, la razón especial y supuestamente imperiosa que alega la cancillería para
darle fecha de su promulgación no subsiste ya en ningún grado. Es por lo que en 1848 las
leyes llevaban la fecha de su adopción, aunque la constitución (art.58) hubiese conferido
al presidente el derecho de solicitar nueva deliberación; en esa época, por lo demás, las
leyes eran obra de una asamblea única. Hoy día la única verdadera razón para fechar las
leyes en el día de la promulgación es – además de lo dicho referente a la votación de las
dos cámaras—la que anteriormente se alego, o sea que la promulgación, respecto al
cuerpo nacional, es un acto capital, ya que es ella la que produce como consecuencia
inmediata la publicación y la vigencia de las leyes.
427
CAPITULO II
LA FUNCION ADMINISTRATIVA
SECCION I
DEFINICION DE LA ADMINISTRACION
Dice que consiste en decisiones o actos in concreto destinados a dar satisfacción a los
intereses del Estado, mientras que la decisión concreta de justicia tiene por único fin la
conservación del orden jurídico existente.
Entre los autores franceses, Hauriou (Précis de droit administratif, 5ª ed, p.182) declara
que “la función administrativa aparece en si misma caracterizada por su fin”, y
colocándose en este punto de vista la define
1 A decir verdad, la administración así definida no aparece como actividad especial del Estado. El individuo, cuando actúa dentro de su
esfera privada con objeto de proveer a sus intereses, realiza, también él, administración. Pero, dice Jellinek y coacción propio del
Estado(loc. Cit., vol. II, pp. 337-338; Gesetz und Verordnung, p. 219), la administración estatal se distingue de la que ejercen los simples
particulares por los medios de los cuales dispone para conseguir sus fines, medios que provienen del poder de dominación y de
coacción propio del Estodo.
428
(6ª ed., p.53)2 como “la actividad del Estado, en cuanto se emplea en crear y hacer vivir la
institución del Estado”; lo cual es una definición finalista. Artur (“Separation des pouvoirs
et des fonctions”, Revue du droit public, vol. XIII, pp. 232 ss.) funda esencialmente la
distinction entre la justicia y la administración en que “corresponden a misiones diferentes,
y no se ejercen con el mismo fin”; e inspirándose en esta idea de fin, formula la siguiente
definición: “administrar consiste en proveer por actos inmediatos e incesantes a la
organización y al funcionamiento de los servicios públicos”. Ya se ha demostrado (n° 88,
supra) que esas definiciones tomadas de los fines del Estado deben ser descartadas,
pues no solamente no aciertan a precisar el carácter especifico de las diversas
actividades estatales, sino que además la consideración de los fines es indiferente desde
el punto de vista puramente jurídico, a causa de que la naturaleza jurídica de los actos del
Estado sólo puede depender de su consistencia, de su alcance intrínseco y de sus
efectos.
Según una segunda doctrina, que tiene por principal defensor a Laband (Droit public de
l´Empire allemand, ed. Francesa, vol.II, pp.511 ss.), la administración se opone a la
legislación por ser “la acción del Estado” mientras que la ley expresa su pensamiento;
mediante la legislación emite el Estado juicios abstractos: “solo administra en tanto que
aparece actuando” Hauriou (op. Cit., 6ª ed., p.55; 8ª ed., p.28; cf. N. 11 de n° 165, infra)
dice en el mismo sentido que “lo propio del poder que administra es estar pasando
continuamente a la actuación”, y por consiguiéndote se ve “ a la administración resolverse
naturalmente en actos”, Pero este punto de vista, aunque acertado en algunos aspectos,
no puede realmente conciliarse con el sistema del derecho constitucional moderno. Ya se
ha observado, en efecto (p.256, supra), que, según el derecho publico francés, se deben
considerar como leyes propiamente dichas muchas decisiones del orden legislativo que
tienden, como dice Laband (loc. Cit., vol. II, p.154), a “la producción de un resultado
deseado”, y que son por lo tanto, según dicho autor, verdaderas “acciones”.
Recíprocamente, se comprobara mas adelante que, según el concepto constitucional
francés, la función administrativa comprende en si el poder de dictar prescripciones
reglamentarias, entre las cuales un buen numero de ellas presenta el carácter de juicios o
pensamientos, en el cual cree encontrar Laband el signo distintivo de la legislación.
155. una tercera tendencia, muy extendida en la literatura francesa, consiste en ver la
administración una función de ejecución de leyes.
2c
f.8° ed., p.9: la función administrativa tiene por objeto proveer, por medio de actos y operaciones, jurídicas y técnicas a la vez, a la
satisfacción de las necesidades publicas y a la gestión de los servicios públicos”. Esta es también una definición teleológica, como lo
observa Duguit (Traité, vol. I, p.199)
429
3”toda acción libre tiene dos causas que concurren a producirla: una causa moral, o sea la voluntad que determina el acto; otra física,
que es la potestad que lo jecuta. Cuando camino hacia un objeto es necesario en primer lugar que yo quiera ir hacia el, en segundo
lugar, que mis pies me lleven a él. El cuerpo político tiene idénticos móviles; también se distingue en él la fuerza y la voluntad: ésta con
el nombre de potestad legislativa, y aquella con el nombre de potestad ejecutiva; nada se realiza en él, ni debe realizarse, sin su
concurso” (contrat social, libro III, cap. I)
430
Esta teoría es hoy rechazada universalmente, Se funda en la idea errónea de que las
leyes pueden proveer a todas las necesidades del Estado. Pero un Estado que se
impusiera vivir exclusivamente de sus leyes, en el sentido de que su actividad estuviera
indefinidamente encadenada a decisiones o medidas tomadas previamente por via
legislativa, se colocaría prácticamente en la imposibilidad de subsistir y, de hecho, en
ninguna parte existe un Estado de este género (Jellinek, Gesetz und Verordnung, pp.369-
370, y L´État moderne, ed., francesa, vol. II, p.328). En la mayor porte de los casos, en
efecto, las leyes se limitan a formular reglas generales y abstractas, o sea a fijar de
manera preventiva un cierto orden jurídico para el porvenir. Ahora bien, es evidente que la
ley no podría preverlo todo, Existen innumerables medidas circunstanciales que al Estado
ha de tomar, dia tras dia y de una manera incesante, por razón de acontecimientos
variables que las leyes no han podido presentir; y aunque la legislación hubiera previsto
ciertas eventualidades, no podría prescribir por anticipado las disposiciones que deban
adaptarse a ellas. A menudo, en efecto, estas disposiciones solo pueden escogerse
últimamente a medida que se van produciendo los incidentes que las hacen necesarias.
Sin duda, como se ha visto anteriormente, en el derecho actual el campo de la legislación
es ilimitado, hasta tal punto que el órgano legislativo puede siempre, en un momento
dado, estatuir por si mismo en forma de ley respecto a las situaciones que diariamente
surgen por las circunstancias. Sin embargo, conviene observar que, en la practica, el
cuerpo legislativo no es muy apto para esta tarea. Razon de ello es, en primer lugar, que
el procedimiento legislativo , con sus dilaciones, no se presta precisamente a la adopción
de medidas que han de tomarse rápidamente, con objeto de hacer frente de modo
inmediato a las circunstancias pasajeras. Ademas, las asambleas legislativas no poseen
ni los medios de información, ni las ca
4 Sin embargo, la doctrina que divide la actividad del Estado en función consistente en ejecutar las leyes, se entiende por la escuela
oriunda de Rosseau en el sentido de que la potestad administrativa se reduce invariablemente a aplicar casos particulares disposiciones
o medidas dictadas por vía de reglas generales por el legislador.
431
Potestad igual o incluso superior a la del legislador. Se ha señalado (Duguit, L´État, vol. I,
pp.414 y 471) que históricamente el acto administrativo fue la manifestación primitiva de la
voluntad estatal. En la época actual se puede observar que, a diferencia del poder
legislativo, que sólo funciona de una manera intermitente, la administración se ejerce
permanente, sin interrupción, y ello por la razón de que el Estado no puede, ni por un
instante, dejar de hacer frente a los acontecimientos que exigen el desarrollo continuo de
su actividad administrativa (Esmein, Éléments, 5ª ed., p.17). Además, se ha alegado que
dicha función tiene un campo infinitamente vasto, puesto que comprende en principio
todos los actos que pueda necesitar el interés del Estado, en cuanto dichos actos no
queden comprendidos dentro de la legislación o de la jurisdicción; así que muchos autores
definen la administración diciendo que abarca toda la actividad del Estado que no sea su
actividad legislativa y judicial (Laband , op. Cit., ed. Francesa, vol. II, p.509; o. Mayer,
Droit llemande tive llemande, ed.francesa, vol. I, p.9, texto y n.12; Jellinek, L´État
modern, ed. Francesa, vol. II p.321); en este mismo sentido Duguit (L´État vol. I, p. 414)
declara que “el acto administrativo es la manifestación ormal de la voluntad gobernante”.
Si a esto se añade que las Constituciones del Estado comprenden dentro de la función
administrativa ciertos actos de la mas alta gravedad, como la declaración de guerra o la
negociación de los tratados, se desprende finalmente que, por la frecuencia de su
intervención, por la extensión de su campo de acción, por la importancia de sus actos,
dicha función constituye en efecto uno de los mas considerables poderes. El instinto
popular no se ha equivocado en esto: da al titular supremo de la potestad administrativa el
nombre de jefe del estado (Jellinek, loc. Cit., vol. II, p.331) por todas estas
consideraciones, numerosos autores contemporáneos rechazan la distinción entre la
legislación y la ejecución que llegó a ser tradicional en Francia bajo la influencia de
Montesquieu y de Rosseau, y se niegan a admitirativa pueda caracterizarse con el
nombre de poder ejecutivo. Hauriou (op. Cit., 6ª ed., p. 55; cf. 7ª ed., p.9) por ejemplo,
califica de “herejía constitucional” la doctrina que pretende que el poder llamado ejecutivo
“se limita a ejecutar la ley” Esta doctrina es criticada y rechazada igualmente por Duguit
(L´État, vol. I, p.450, y Manuel de droit constitutionel, 1ª ed., pp. 187, 261 ss.), Berthélemy
(Le role du pouvoir exécutif dans les republiques modernes, pp. 446 ss.). se vera sin
embargo (n|165) que existen sólidas razones para definir a la administración como una
función de orden ejecutivo; sólo que es ejecutiva en un sentido
433
muy diferente al que se acaba de iniciar, según el cual dicha función sólo consistiría en la
ejecución física de decisiones tomadas por entero por leyes.
156. Actualmente la mayor parte de los autores, para definir la función administrativa, se
inspiran en la teoría comúnmente admitida que distingue entre funciones materiales y
funciones formales. El punto de vista que domina en la literatura contemporánea es que el
acto administrativo debe caracterizarse por su naturaleza intrínseca, especialmente por su
contenido. Evidentemente, en cierto sentido, se permite, o por lo menos se ha establecido
el uso de llamar actos administrativos a todos aquellos actos, cualesquiera que sean, que
emanan de la autoridad administrativa y se cumplen en la forma administrativa. Pero,
junto a este concepto completamente formal, que, dícese, solo es superficial y se funda
sobre consideraciones externas de pura forma, se pretende que existe un concepto
material de la administración, concepto éste racional, que se deduce del fondo de las
cosas (Duguit, Traité, vol. I, pp. 194-195; laband, loc. Cit., vol. I, p. 511) se añade que el
concepto material de la ley. En efecto, al oponerse entre sí la legislación y la
administración, y debiendo tener la ley material un determinado contenido, todo acto que
no presente semejante contenido será por ello mismo un acto de administración material
(cf. Laband, loc. Cit., p.379)
Colocándose en este punto de vista, un primer grupo de autores, aquellos que ven
en la generalidad de la disposición el criterio de la ley, definen la administración diciendo
que comprende todas las decisiones que regulan un asunto particular o un caso
individual. El principal defensor de esta teoría es G.Meyer (op. Cit., 6ª ed., pp.25, 641 y
grunhut´s zeitschriift, vol. VIII, pp. 15ss.), que resume el concepto del acto administrativo
en el calificativo de decisión particular (Verfugung). Se ligmann (Begriff des Gesetzes,
pp.64 y 68) declara que se hace imposible la delimitación entre la legislación y la
administración si se aparta uno de la idea que la ley estatuye a titulo general y el acto
administrativo a título particular. Este modo de comprender la dministración se
encuentra muy extendido sobre todo en la literatura francesa . así Esmein que empezó
carecterizando a la Ley como una regla general (Éléments, 5ª ed., p.15), no podía menos
de definir el acto administrativo como un “acto particular” (eod.loc., p.898). Duguit (L´État ,
vol. I, pp.412 ss.; Traité. Vol. I, p.195) afirma que “el acto administrative es siempre un
acto individual y correcto” – Jéze (príncipes generaux du droit administratif, p. 59) sostiene
que el acto administrativo tiene por carácter distintivo “referirse a un caso particular “.
Toda esta teoría tiene como
434
Primer fundador a Rosseau, que había dicho ya que el acto administrativo solo era “una
voluntad particular, un acto de magistratura , un decreto” ( Contat social, libro II , cap. II ;
cf. Cap. IV y VI)-
De lado a numerosos actos de la función administrativa, como los reglamentos, que son
generales; toda la categoría considerable, de las operaciones administrativas de orden
técnico o práctico, las cuales no tienen por objeto directo producir efectos de derecho;
finalmente, toda la serie, también numerosa, de los actos de control o de instrucción
administrativa, por cuanto dichos actos emanan de autoridades que, en concreto, carecen
del poder de decisión propia, no pueden , por consiguiente, crear situaciones jurídicas y
subjetivas. Duguit trata de soslayar esta objeción alegando que to dos estos actos no
están contenidos en la función administrativa propiamente dicha; pero, salvo para los
reglamentos, que clasifican dentro de la legislación, omite indicar con que función del
Estado es conveniente relacionar estos casos. Su función de la administración es por lo
tanto incompleta; además es arbitraria, al no tener – como se verá más adelante—ningún
punto de
435
apoyo en el derecho público, francés, derecho que, por otra parte, dicho autor se abstiene
de citar al fundamentar su doctrina.
siguiente esta creación aparente no es definitiva sino un acto de ejecución de las leyes.
Pero, además de la ejecución de las leyes, la administración entraña también un amplio
poder de acción y decisión iniciales.
Entran, en efecto, en el campo de acción de esta función todas las medidas que tienen
por objeto proveer a las necesidades del Estado, por cuanto se encuentran dentro del
cuadro del orden jurídico vigente, o sea por cuanto no introduce ningún cambio en el
estatuto legal que rige a los ciudadanos y este segundo radio de actividad administrativa
comprende no solamente innumerables decisiones especiales, sino también todas
aquellas prescripciones de orden general o reglamentario por las cuales la autoridad
administrativa se traza así misma una línea de conducta, ordena sus propios asuntos,
organiza sus servicios y determina el funcionamiento de los mismos, todo ello mediante
reglas que solo se dirigen a los funcionarios y no alcanzan a los administrados toda esta
actividad, que solo se desarrolla y produce efectos en el interior del organismo
administrativo es una actividad libre y espontánea, que no puede reducirse a la noción de
ejecución de las leyes. La función administrativa, dícese, tiene como efecto como la
legislación su campo de acción y su materia propios.
Este criterio, tomado de derecho positivo, es el único que puede proporcionar el concepto
constitucional y de administración ; todas las demás teorías, por lógicas que sean en sus
deducciones, tienen el defecto de no ser sino conceptos personales, desprovistos de
fundamento y de valor jurídicos. Ahora bien, al colocarse así en el terreno de derecho
positivo, hay
437
158. Se ha observado anteriormente (núms. 90, 109, 118 y 123) que desde el año
VIII las constituciones de Francia, particularmente la de 1875, no contienen ninguna
definición expresa de la ley ni de la potestad legislativa. Por el contrario, existe en la ley
constitucional de 25 de febrero de 1875 un texto que proporciona los elementos precisos
para una definición de la función administrativa. Se trata del art.3, que al considerar a esta
función en manos de su mas elevado titular, el Presidente de la Republica, especifica que
consiste de una forma general, en vigilar y asegurar la ejecución de las leyes.1 se ha dicho
que esta fórmula del art 3
1 Art3: ”El presidente de la republica promulga las leyes; vigila y asegura la ejecución de las mismas”, algunas de las constituciones
anteriores de 1875 han dado una definición más amplia de la potestad administrativa del jefe de estado. La constitución de 1791 (tit.III,
cao. IV, art 1°) decía: “el rey es el jefe supremo de la administración general del reino; el cuidado de mirar por el mantenimiento del
orden y de la tranquilidad pública le esta confiado”. Por otra parte, sin embargo, esta misma constitución anotaba como principio
(tit.III, cap. II, sec.1°, art. 3) que “el rey no reina sino por la ley, y únicamente en nombre de la ley puede existir la obediencia” la
constitución del 24 de junio de 1793 (art65) encarga el consejo ejecutivo “la dirección y la vigilancia de la administración general”, pero
carga al consejo ejecutivo “la dirección y vigilancia de la administración general”, pero especificando que no puede actuar sino “ en
ejecución de las leyes y de los decretos del cuerpo legislativo” según los términos del art 144 de la constitución del año III, el “directorio
provee, según las leyes, a la seguridad exterior o interior de la republica. Puede hacer proclamaciones conforme a las leyes y para la
ejecución de las mismas” según la constitución del año VIII (art.44), “el gobierno propone leyes y para la ejecución de las mismas” la
carta de 1814 decía en su art.14 que el “rey hace reglamentos y ordenanzas necesarias para la ejecución de las mismas” y la de 1830,
en su art 13, que “hace los reglamentos y ordenanzas necesarios para la ejecución de las leyes, sin que pueda jamás suspender las leyes
mismas, ni dispersar de su ejecución” la constitución de 1848, en su art 49, se limita a declarar que el presidente vigila y asegura la
438
es vaga, obscura y que carece de utilidad (Duguit, Traité, vol. I, p. 289; cf. Moreau, Le
reglement administratif, p.159), L a verdad, por el contrario, es que presenta para el
establecimiento del concepto constitucional de administración una considerable
importancia; y no sin razón fue reproducida en 1875 en los mismos términos en que había
sido enunciada ya por el art 49 de la constitución de 1848 (cf. La ley de 31 de agosto de
1871, art 2). Al repetir que el presidente de la republica, fuera de los poderes especiales
que le atribuyen expresamente los diversos textos constitucionales de 1875, no tiene más
potestad general que la de ejecutar las leyes, la constitución consagra el principio esencial
de que, incluso en la cúspide de la jerarquía administrativa, los actos realizados por la
autoridad encargada de administrar deben basarse siempre en una ley en cuya ejecución
interviene. Evidentemente, la palabra ejecución no debe entenderse en un sentido
demasiado riguroso. Por ejemplo, al encargar el art. 3 al presidente de “asegurar la
ejecución de las leyes” debe deducirse legítimamente que la autoridad administrativa,
además de la ejecución propiamente dicha de las leyes, es llamada a tomar medidas
subsidiarias o de detalle, pero ejemplo las medidas de organización que juzgue
convenientes para que la ley se ejecute. Pero, en todo caso, siempre es necesario que las
decisiones administrativas se refieran a una ley, bien sea a una ley que las autorice, o
sea, al menos, a una ley que vengan a completar mediante prescripciones que tengan por
objeto asegurar la ejecución de la misma; y en este último caso es indudable que, por
razón misma de su fundamento puramente ejecutivo, estas prescripciones han de
limitarse a desarrollar y a ejecutar los principios formulados por la ley que complementan,
sin que puedan sobrepasar esta ley añadiendo algún nuevo principio que no estuviera ya
expresa o implícitamente establecido en la misma.
Así pues, resulta muy notable que la constitución francesa no caracterice al acto
administrativo ni por la naturaleza intrínseca de sus disposiciones, ni por su materia
especial. En esto, emplea respecto de la administración el mismo método que respecto a
la legislación. Así como los textos constitucionales no definen a la ley por su objeto, su
campo de acción o su contenido, así también el art 3 antes citado se abstiene de
especificar las materias a las cuales podrá referirse la acción administrativa del
presidente, o los caracteres internos que habrá de presentar, respecto
ejecución de las leyes. Las constituciones de 1852 y 1870, en sus arts 6 y 14, respectivamente, dicen que el jefe del Estado “hace los
reglamentos y decretos necesarios para la ejecución de las leyes” Estas diversas formulas son más o menos amplias; pero se observa sin
embargo que casi todas refieren la potestad administrativa a una idea de ejecución de las leyes, y esta es, en efecto, la idea
fundamental y tradicional del derecho público francés respecto a este punto desde 1789.
439
De este sistema del derecho publico francés derivan, como consecuencia, los dos
conceptos siguientes:
Constituye la ejecución. Los textos mismos califican como medida de ejecución d ela ley a
aquellos actos realizados por la autoridad administrativa en virtud de una competencia
atribuida a esta por una ley. El art 38 de la ley de presupuestos de 17 de abril de 1906,
por ejemplo, que vino a conferir al Presidente de la Republica la facultad de regular por
vía de decreto las condiciones de nombramiento y ascensos en la magistratura, especifica
que el derecho a que se refiere, constituirá “un reglamento de administración pública,
dictado en ejecución de la presente ley”. La determinación de las reglas que rigen el
nombramiento para las funciones judiciales depende sin duda, en principio, de la
competencia del legislador. Al atribuir al Presidente el poder de formular esas reglas por sí
mismo, la ley de 1906 le confería, pues, al parecer una competencia de esencia legislativa
(a este respeto, ver Duiguit, Traité vol.II, pp.457. ss.). A pesar de esto, el texto de
referencia define al decreto que habrá de dictarse como un acto de la función
administrativa consistente en asegurar la ejecución de las leyes, y por lo mismo como un
acto administrativo.
Este es un punto admitido hoy día por la mayor parte por los autores franceses,
pero no por todos, sin embargo. Algunos sostienen aún, como Barthélemy (op. Cit., pp.6
ss., 14 ss.;ef. Revuet du droit public, 1907, pp.298 ss.), que “el cometido del gobierno no
puede limitarse a la obediencia de la ley”, que “no está permitido, pues, caracterizar este
contenido por la ejecución de las leyes”, sino que “consisten en velar por los intereses
generales, proveer a las necesidades del gobierno, etc;.”. Esta fórmula vaga e
indefinidamente amplia, si fuera exacta, supondría en suma la emancipación casi
completa del gobierno respecto de la legislación en la literatura reciente se afirma la
opinión contraria. Así, según Duguit, (L´État vol.I. pp.459 y 465), “ la administración solo
puede actuar den-
441
tro de los limites que le son trazados por una regla legislativa, y debe ocurrir siempre
así… La administración solo puede intervenir dentro de estos límites fijados previamente
por una leyescrita”, y ( Manuel 1ª ed., pp.661): “Un acto administrativo solo es valido
cuando esta realizado por un funcionario que actúa dentro de los limites de la
competencia que la ley le confiere”. Artur (“Separtion des pouvairs et des fonctions”,
Reciso: “Los actos de administración siempre suponen una ley anterior que lo autorice y
con lo cual deben hallarse de acuerdo”. Las formulas mas absolutas las proporcionan
Berthélemy (“De l´exercise de la souverainete par l´autorité administrative”, revue dud
droit public, 1904, pp.214, 220, 226): “La administración solo puede actuar, actuar, para
procurar la ejecución de la ley, dentro de las formas prescritas por la laey, y únicamente
en la medida prevista por la ley… es principio de nuestro derecho publico que la
administración no puede ejercer sino aquellos poderes que le son conferidos
rigurosamente por la ley.. solo la ley reina… el legislador determina que hombres
procuraran por la acción y porque acción, la ejecución de las leyes que dicta. Los
administradores son los agentes designados para realizar la tarea legal que el programa
legal les asigna” 2 Laferriére (Traité de la juridiction administrative, 2ª ed., vol. II,
p.45)dice asimismo, al menos en cuanto a las medidas administrativas susceptibles de
afectar a los particulares, que no es admisible “que las autoridades públicas puedan
revestirse por si mismas de poderes que legislador hubiera omitido concederles”.
2. Ver también las objeciones suscitadas por Berthelemy (loc. Cit.,p.213) contra la siguiente afirmación de O. Mayer (op. Cit., ed.
Francesa, vol. I p. 108): “existe para la administración la posibilidad de actuar fuera de la esfera de ejecución, fuera de cualquier
dirección por parte de la ley. Este caso se presenta cuantas veces no existe ley en la materia de que se trata, o cuando no se trata de la
esfera reservada” por esfera reservada entiende O.Mayer la esfera del derecho individual. Su afirmación referente a la posibilidad para
la autoridad administrativa de actuar fuera de la ley no concierne, pues, sino a las decisiones que no se refieren a los administradores
respecto de su derecho individual. Berthélemy declara, sin embargo, que dicha información “puede ser cierta mas allá del rin, pero
nadie en francia puede suscribirla”
442
Característica del Estado de derecho, que dicho Estado no puede exigir de sus súbditos
ningún acto positivo o negativo, imponerles o prohibirles lo que fuere, sino en virtud de un
prinicipio jurídico. Estas reglas jurídicas tienen generalmente a las leyes por sanción etas
leye proporcionan las prescripciones jurídicas referentes a las usurpaciones que pueda
permitirse el Estado sobre la persona y la fortuna de sus subordinados” (op.cit., ed.
Francesa, vol. III p.526) y en otro lugar (p.538): “El deber de obediencia que incumbe al
ciudadano en el estado moderno no es ilimitado; la determinación de su amplitud no
queda al buen criterio del gobierno… los derechos del poder político respecto al individuo
están determinados por dispociones jurídicas y son consiguientes, restringidos. Luego
toda orden administrativa debe fundarse en una ley que confiera el poder de exigir de los
súbditos tal o cual acto, tal o cual prestación , tal o cual abstención. Este principio no
admite excepción y no solamente se aplica a las cargas financieras o militares, sino
también, en la misma medida, a las ordenes de la policía” (cf.Rosin,
Polizeiverordnungsrecht in Preussen 2ª ed., pp.15 ss.) este criterio de laband ha sido
impugnado por G. Meyer (Lehrbuch des deutschen staatsrechts, 6ª ed., p.649; cf. Sarwey,
allg Verwaltungsrecht, en el Handbuch des offentlichen Rechets de marquardsen, vol. I
p.36) , que pretende que la administración no se reduce a la ejecución de prescripciones
legales, sino que consiste en actuar dentro de los limites fijados por la ley, formando ésta
así, no ya la condición, sino únicamente la barrera de la actividad administrativa. G Meyer
aplica esta proposición, particularmente, a la policía, la que según él no necesita texto
especial para emitir una orden o una prohibición. Pero anschutz, que hizo publicar la 6ª
edición de la obra antes citada de G Mayer, declara (p.649, n.3) que la opinión de dicho
autor ha sido abandonada actualemente por la doctrina alemana, demostrando asimismo
que ha sido rechazada por el tribunal administrativo superior de Prusia
protección de los ciudadanos por el régimen de la legalidad provenía por lo tanto del
hecho de que la constitución tenía el cuidado de especificar aquellos derechos
fundamentales cuya reglamentación reservaba al poder legislativo. Únicamente una ley
formal podría determinar las condiciones de ejercicio de esos derechos y marcar a dicho
ejercicio los límites o restricciones que exige el orden público. Esta reserva, establecida a
favor de la legislación, tenia precisamente por objeto limitar los poderes de la autoridad
administrativa (ver en este sentido O. Mayer, op. Cit., ed. Francesa, vol I, pp. 92 ss.,
Jellinek, Gesetz und Verordnung, pp. 77 y 99). Las constituciones posteriores, al menos la
de 1875, abandonaron dicho método, y ya no formulan reservas de ese genero. Se
reconoció que tales reservas resultaban superfluas en presencia de la regla general que
hace depender los actos administrativos del permiso de la ley. La protección de los
ciudadanos consiste hoy en que la autoridad administrativa no puede, en principio,
ordenarles ni prohibirles nada sino en ejecución de las leyes.
empleados, debe señalarse que ambas funciones entrañan, tanto una como otra,
decisiones particulares y prescripciones generales, pues si bien un buen numero de
medidas particulares dependen de la legislación (ver n° 124, supra). Recíprocamente,
consiste a veces la administración en estatuir por la via de reglas generales concebidas ni
abstracto. Finalmente,
exclusivamente la administración, reciben de la constitución atribuciones idénticas, referentes a los mismos objetos y redactadas, en lo
que concierne a dichos objetos, en términos idénticos. Y por lo demás nada hay en ello de sorprendete, puesto que el art.2 de la
constitución suiza sienta como principio que “la confederación tiene por objeto asegurar la independencia de la patria frente al
extranjero y mantener la tranquilidad y el orden en el interior”; es evidente, pues, que las diversas autoridades federales deben
trabajar igualmente para que estos fines esenciales sean conseguidos. Ahora bien, hay diferencias de procedimiento. Si el consejo
federal y la asamblea federal colaboran en las mismas tareas, no ejercen las mismas funciones de potestad. La asamblea es la autoridad
superior, única que puede formular las voluntades principales y darles valor de leyes. En cuanto al consejo federal, solo es una
autoridad subalterna y su cometido, sea ejecutivo, sea incluso “directorial”, solo puede ejercerse bajo el imperio de las leyes en vigor y
de conformidad con las leyes (art.102-1°). La asamblea federal y el consejo federal se caracterizan también, incluso cuando sus
actividades respectivas se ejercen para la realización de un fin común, como órganos investidos de funciones diferentes. La diferencia
consiste, ante todo, en que la asamblea federal posee un poder de legislación, mientras que el consejo federal no posee sino un poder
de administración. Parece pues, que la constitución federal misma haya querido señalar esta diferencia funcional por los términos
apropiados de los que ha servido para definir separadamente los cometidos de la asamblea federal y del consejo federal referentes a
las tareas que le son comunes. La variedad de las expresiones constitucionales se manifiesta particularmente, a este respecto, en el
texto alemán de esta constitución. El art. 85-6°, 7° y 8°, por ejemplo, atribuye a la asamblea federal los Massregeln, que tienen por
objeto asegurar la seguridad exterior, el orden y la seguridad interiores, etc … El art.102 que le encarga al consejo federal ocuparse de
los mismos objetos, se limita a decir, bajo los incisos 3°,8°,9° y 10°, er wacht, er whart, er sorgt; estas expresiones se traducen
uniformemente en los números correspondientes del texto francés por la palabra: II veille (el cuida). Se trata aquí, evidentemente, de
matices del lenguaje, que sin embargo no pueden considerarse como debidos simplemente a una casualidad de redacción. Solo pueden
explicarse, en los textos citados, por la intención de establecer una diferencia entre los procedimientos empleados por una y otra parte
para conseguir los fines comunes, diferencia que proviene de la desigualdad de las potestades propias de ambas partes. Partiendo de
estas observaciones, he aquí cómo, en el terreno de las tareas idénticas de las dos autoridades, abra de establecerse entre ellas el
reparto de las competencias. Corresponde primeramente al consejo federal tomar todas aquellas medidas tendientes a la realización
de los fines a los cuales debe proveer, por cuantas dichas medidas están ordenadas en virtud de las leyes vigentes; en este consejo
federal no hace sino ejercer una actividad de orden estrictamente ejecutivo. Si, por el contrario, se trata de adoptar medidas que no
están previstas por la legislación y que incluso crean nuevo derecho, entonces no pueden negarse que el consejo federal, en virtud de
los textos antes citados, tenga el poder de hacerlo juntamente con la Asamblea federal y fuera de la misma, y debe reconocercele a
este respecto un poder propio de ordenanza reglamentaria, en cuyo ejercicio se manifiesta su competencia “directoral” (ver la n|5 del
n°195 infra). Pero, al menos, sus actos reglamentarios se hayan siempre dominados por la legislación federal, en el sentido de que no
pue-
446
Pero si ambas funciones se parecen en todos los aspectos se dis- tinguen por su
potestad respectiva, por cuanto que n o entraña igual grado de iniciativa para el
cumplimiento de sus actos respectivos y por cuanto dichos actos no tienen la misma
eficacia. Según la Constitución francesa, la Constitución y la legislación colaboran en las
mismas tareas, pero con cometidos y poderes desiguales. La diferencia esencial entre
estas actividades es una “diferencia jerárquica”,4 que depende de la superioridad de la ley
por una parte y por otra de la subdirección de la administración con respecto a la ley.
Esta diferencia de potestad se manifiesta desde un doble punto de vista.
162. Entre el acto legislativo y el acto administrativo hay en primer lugar una
diferencia de potestad por lo que se refiere a sus efectos. Una misma prescripción o
decisión, según sea emitida a titulo administrativo a titulo legislativo, tiene un alcance y
una fuerza. Muy diferentes. Así
den modificar ni contrariara a ésta. Tampoco pueden invadir el campo de acción que se encuentra ya reglamentado por soluciones de
las asamblea. Es éste un punto que ha sido notado expresamente por los autores suizos. Burckhardt, especialmente (Kommentar der
schweiz. Bundesverfassung, 2ª ed., p. 693),hace notar, enel art.102-9° y 10°combinando con el art.85-6°y
7°, que,por razones de identidad de los objetos confiados por estos textos a la actividad de la Asamblea federal y el consejo federal,
ambas autoridades tienen, tanto una como otra, competencia para adoptar las medidas tendientes a garantizar la seguridad interna y
externa de Suiza, pero bajo las mismas reservas, sin embargo, de que la competencia del gobierno federal en estas Materias solo
puede ejercer en cuanto la Asamblea federal no haya intervenido por si misma Para prescribir las medidas referentes a una cuestiono
situación determinada. Esta observación demuestra bien a las claras que aunque posea ciertas competencias semejantes a las de la
Asamblea federal, el consejo federal, incluso en el orden de las tareas comunes , sólo posee
una potestad subordinada a la potestad de el asamblea. Finalmente, las medidas reglamentarias provenientes del consejo federal no
adquiere valor de leyes; a este respecto debe observarse que no solamente la asamblea federal es dueña de cambiar las reglas
contenidas en las ordenanzas del consejo federal, sino que además, el art.113 de la constitución, que especifica que el tribunal federal
tiene obligación de aplicar las leyes y las resoluciones de la asamblea federal que tenga un alcance general, no menciona las
ordenanzas del consejo federal, de donde se deduce que estas últimas caen bajo el control jurisdiccional del tribunal federal del mismo
modo que se encuentra bajo el control parlamentario de la asamblea federal(cf. Respecto de estos puntos, la n. ll del n.309,infra).
4. Según expresión de Hauriou (op. Cit,5ª ed; p.39) quien por otra parte (cf.8ª ed., p.379) Niega la distinción entre ambas funciones se
reduzca a esta referencia jerárquica.
447
Como la ley es una disposición de esencia superior, que se coloca entre las reglas
estatutarias o entre las manifestaciones de la más alta voluntad del Estado, en el sentido
de que en el porvenir no podrá modificarse más que por una nueva ley, y que, por lo
tanto, no solamente se impone a los gobernadores, sino también a los gobernantes
distintos del legislador, el acto administrativo solo tiene el valor de una regla o decisión
subalterna, que de un modo general no obliga a legislador ni, en cierto sentido, a la
autoridad administrativa. Puesto que, por una parte, la ley tiene el poder de modificar o
derogar las disposiciones tomadas por vía administrativas; así pues, abroga con el pleno
derecho cualquier disposición de un reglamento administrativo que le sea contrario. Por
otra parte las decisiones administrativas no obligan de una manera absoluta al
administrador, y en la medida que éste es dueño de modificarlas o derogarlas no tiene, en
lo que a él se refiere sino una fuerza inferior a la fuerza de la ley.
Figurar en primera línea aquellas que han sido decretadas por la ley misma. Si las
leyes no han establecido por sí mismas las medidas que deben tomarse, no podrá ejercer
la acción administrativa –en segundo lugar- bajo la condición de no desconocer la
legislación existente; habrá de mantenerse intra legen, es decir, dentro de los limites que
resulten, bien del orden jurídico general establecido por la legislación, bien de las
decisiones particulares emitidas por la vía legislativa. Esto implica especialmente que la
autoridad investida de la potestad administrativa no podrá en ningún caso derogar por un
acto individual las reglas generales contenidas en las leyes.
Pero, en este ultimo aspecto, importa hacer notar otra diferencia de potestad mas
profunda entre la administración y la legislación. Una de las principales características de
la ley, como se ha visto anteriormente (núms. 98 y125), es la de poder dictar a título
particular medidas que deroguen la ley general establecida por la legislación vigente. No
existe en efecto, medio jurídico alguno que permita impugnar la validez de tales leyes
excepcionales y por otra parte, la constitución francesa no establece limites para la
potestad legislativa, ni en lo que se refiere a su materia ni en lo que concierne a las
decisiones que entraña. Así pues, la ley es soberana; el legislador es legibus solutus, y
escapa a la necesidad de observar sus propias leyes. La autoridad administrativa, por el
contario, se encuentra sometida, no solamente a las leyes, al provenir éstas de un órgano
que es superior a ella sino también en las reglas generales que ella misma haya podido
crear; eso ocurre, al menos, cuando dicha regla se refieren individualmente a los
administrados. No puede el administrador, por vía de decisiones particulares, introducir en
el orden jurídico general ninguna modificación que atente contra los individuos, cualquiera
que sea la fuente de donde provenga dicho orden. Evidentemente la autoridad
administrativa no está obligada por sus propios reglamentos en el sentido que puede
revisarlos y sustituirlos en el porvenir con una nueva reglamentación general. Está
obligada a respetarlas, en el sentido de que no puede mientras el reglamento está
vigente, adoptar ninguna nueva desición individual que se halle en contradicción con
dicho reglamento (Deuguit, Traité, Vol. I, p.210; Mayer, loc. Sit., vol. I, pp. 97 y 116). Esta
limitación de la potestad administrativa es completamente cierta, porque en el derecho
positivo actual existe, contra los actos administrativos, un recurso por infracción de la ley
que también se extiende a la infracción de los reglamentos; mientras que con el acto
administrativo no es posible ningún recurso de este género. Existe pues, en esto una
diferencia muy marcada de la potestad entre la legislación y la administración. Esta nueva
diferencia, por otra parte viene a revelar claramente cuál es el fundamento
449
preciso de la potestad especial inherente a la ley. Si el legislador puede derogar las leyes
no es por la razón que, en principio, el autor de una regla general sea siempre dueño de
aportar excepciones individuales a la regla formulada por él mismo, pues esta explicación
seria in exacta, ya que no puede aplicarse a las autoridades administrativas ni a los
reglamentos hechos por ella. En realidad, el poder que tienen la ley para derogar la
legislación existente se fundamenta únicamente en la potestad propia del órgano
legislativo, y proviene que la voluntad del cuerpo legislativo, según el derecho
constitucional actual, es enteramente independiente de cualquier sujeción o limitación.
164. no hay que confundir este sistema con lo que se llama el régimen del Estado
de derecho, en oposición{on al estado de policía. El Estado de policía es aquel en el cual
puede la autoridad administrativa, de una manera discrecional y con una libertad de
decisión m{as o menos completa, aplicar a los ciudadanos todas aquellas medidas cuya
iniciativa juzgue útil tomar por si misma , a fin de hacer frente a las circunstancias y
conseguir en cada momento los objetos que se proponen. Este régimen de policía se
funda en la idea de que el fin basta para justificar los medios.
Gneist (Der Rechthsstaat,2ª ed., p. 33; cf. Bähar, Der Rechthsstaat, pp. 1ss). Pero en Francia, y por la asamblea nacional de 1789, donde
han sido expuestas las ideas primordiales y en
450
Entre el régimen del Estado legal y el del Estado de derecho existen muchas
diferencias:
tección de su derecho o su estatuto individual. El régimen del Estado legal está orientado
a otra dirección. Se relaciona con un contexto político referente a la organización
fundamental de los poderes, concepto según el cual debe la autoridad administrativa, en
todos los casos y respecto a todas las materias subordinarse al órgano administrativo en
el sentido de que no podrá actuar sino en ejecución o por autorización de la ley. Esta
subordinación no se reduce desde luego a aquellos actos de administración que producen
efectos de orden individual respecto a los administrados, sino que se extiende, en
principio, a todas las medidas de administración, hasta aquellas – reglamentarias o
particulares- que, sin tocar el derecho de los administrados, concierne únicamente al
funcionamiento interno de los servicios administrativos y solo deben dejar sentir sus
efectos en el interior del organismo administrativo. Tal es actualmente el sistema que
haya su expresión en el art. 3 antes citado de la ley de 25 de febrero de 1975. Dicho texto,
en efecto, no establece distinciones. Lo mismo en lo que concierne al funcionamiento
interior del aparato administrativo que en lo que se refiere a las medidas externas
aplicables a los administrados formula como regla invariable que la autoridad
administrativa solo puede “asegurar la ejecución de las leyes” , lo que significa que habrá
de buscar siempre un texto legislativo la legitimación y la fuente
452
Tanto a los reglamentos administrativos como a las leyes. Además, el desarrollo natural
del principio sobre el cual descansa en Estado de derecho implicaría que el legislador
mismo no puede, mediante las leyes hechas a titulo particular derogar las reglas
generales consagradas por la legislación existente. Estaría igualmente de acurdo con el
espíritu de dicho régimen que la constitución determine superiormente y garantice a los
ciudadanos , aquellos derechos individuales que deben permanecer fuera del alcance del
legislador. El régimen del Estado de derecho es un sistema de limitación, no solamente
de las autoridades administrativas , sino también del cuerpo legislativo. Desde este punto
de vista se debe observar que el principio del art.3° antes citado, que en cierto sentido
sobrepasa las exigencias del estado de derecho, permanece, en otro sentido, por debajo
de dichas exigencias. Por un lado, la Constitución francesa llega mas alla que al
establecimiento del estado de derecho, puesto que subordina a las leyes incluso
aquellos actos administrativos que no se refieren directamente a los ciudadanos
considerados individualmente. Pero, por otro lado no se ha elevado hasta la perfección
del estado de derecho, pues si bien asegura a los administrados una protección eficaz
contra las autoridades ejecutivas, no obliga a al legislador a un principio de respeto del
derecho individual que deba imponerse a él de un modo absoluto. Para que el Estado de
derecho se encuentre realizado, es indispensable, en efecto, que los ciudadanos estén
provistos de una acción de justicia, que les permita atacar a los actos estatales viciosos
que lesionen su derecho individual. Ahora bien, según el derecho francés, semejante
acción solo existe contra los actos administrativos y jurisdiccionales, únicos que pueden
ser objeto de un recurso contencioso por violación del orden jurídico vigente.
En cuanto al acto legislativo, no puede ser objeto de ningún recurso por parte de los
ciudadanos y no ha instituido la constitución ninguna autoridad que sea capaz de apreciar
la validez de los mismos. Como dice BerThélemi (Revuedu droit public, 1904, p. 209, n.),
el respeto de las leyes hacia las reglas que el Estado se impuso para limitar su potestad
no tiene mas garantía que la “buena voluntad del legislador”; ahora bien, la buena
voluntad de la autoridad legislativa, en cuanto se trata de obligar a dicha autoridad, es un
factor que carece de valor jurídico. En realidad pues, el sistema del Estado de derecho, tal
como se haya establecido en Francia, solo concierne y rige, además de a la justicia,
como a la administración.
respecto, es cierto que la función administrativa de ejecución de las leyes entraña cierta
facultad de iniciativa. La cuestión de saber cuáles son prácticamente la medidas que
puedan tomarse en este sentido, es por otra parte muy delicada. De hecho, si los actos
realizados espontáneamente por la autoridad administrativa interesan individualmente a
ciudadanos, a la autoridad jurisdiccional corresponderá estatuir respecto a su legalidad, y
por lo mismo, en ese caso, serán los tribunales los que determinen los limites efectivos de
la iniciativa legislativa. Si dichos actos no tocan al derecho individual permanecen siempre
sometidos al control parlamentario, y corresponde a las cámara poner coto a los actos de
la autoridad administrativa, bien mediante leyes que modifiquen los reglamentos que esta
haya podido dictar, bien por la aplicación de la responsabilidad ministerial. Sin embargo,
por vigilada y limitada que este la autoridad administrativa, no deja de subsistir para ella
cierto poder de iniciativa.
Pero es esencial observar que , según la Constitución dicha iniciativa solo puede
ejercerse de una manera consecutiva a la ley, y que únicamente se justifica por su objeto
y por su carácter ejecutivo. Si tiene por efecto añadirle algo a la ley, solo puede hacerlo en
la medida en que se trata simplemente de desarrollar las consecuencias naturales de
ésta, y así, por ejemplo la autoridad administrativa no podría, bajo el pretexto de asegurar
la ejecución de la ley, tomar medidas que entrañarían para los administrados en aumento
de cargar no previstas por dicha ley. Finalmente, pues, puede seguirse diciendo que solo
la ley está dotada de potestad inicial absoluta, y que todo acto administrativo presupone
una ley que lo autorice expresamente o de la cual pueda considerarse que asegura la
ejecución en el sentido de que se acaba de indicar.
Constitución de 1875. Es cierto que el jefe del Estado ha tenido, paralelamente al cuerpo
legislativo, una potestad independiente bajo aquellas constituciones que, con las Cartas, y
como la Constitución de 1852 también, subordinaban a su sanción la formación de la ley,
concediéndole el derecho de firmar por si solo los tratados con los Estados extranjeros;
bajo tales constitucionales era natural que el poder propio del jefe del Estado se
manifieste también por la espontaneidad de sus reglamentos, reglamentos que dependían
puramente de su voluntad. Pero esa tradición fue ya interrumpido por la Constitución de
1948, que le negaba al presidente de la República el poder de construir en la adopción de
la ley; que hacia depender igualmente de la asamblea nacional la perfección de los
tratados y que, por fin, en cuanto a los reglamentos encerraba a la potestad presidencial
dentro de la estricta formula de art. 49, que decía: “Asegura la ejecución de las leyes”. La
Constitución de 1875 siguió respecto
de este punto el sistema de 1848. Algunos autores, sin embargo, como Duguit (L’État, vol.
II, p. 329; Traité, vol. I, p.405) y Barthélemy (PouVoire executif les republiques modernes,
pp. 629, ss.),insisten y demuestran que los constituyentes de 1875 tuvieron la intención de
hacer del presidente un “representante” de la nación, que tuviera, lo mismo que las
asambleas, la facultad de estatuir por su libre y plena iniciativa; de donde, por lo tanto,
surge la consecuencia de que puede por ejemplo, hacer reglamentos que no se limiten a
la ejecución de las leyes (Barthélemy, op. Cit., pp. 647 ss.). Pero es conveniente fijarse en
lo que los constituyentes de 1875 tuvieron de la intención de hacer que en lo que en
realidad hicieron. Es posible que en ciertos aspectos se haya propuesto conferir al
presidente poderes de naturaleza representativa. Pero, en lo que concierne a su potestad
administrativa y reglamentaria, se ha atenido el principio de 1848 de que el presidente
solo puede ejecutar las leyes.
Hasta es conveniente observar que aquellos textos constitucionales que se han alegado
que como implicado como presidente el carácter de “representante” solo le confiere
habilitaciones especiales, el único texto que define de una manera general y en su
conjunto la competencia presidencial, el único también que proporciona los elementos
constitucionales de una definición de principio de la función administrativa, a saber, el art.
3 de la ley de 25 de febrero de 1875, solo reconoce al presidente un poder de orden
ejecutivo.7 Esta es una de las principales razones que han im-
7 Si queremos darnos cuenta del alcance del sistema establecido a este respecto por la Constitución de 1875, será útil compararla con
otras Constituciones extranjeras, por ejemplo y especialmente con la Constitución federal suiza. Tanto en la confederación suiza como
en la república francesa, solo puede el ejecutivo, en realidad, ejercer los poderes que le hayan sido conferidos por los textos
constitucionales (ef. la n. 8 del n° 177, infra). Pero, por lo menos,
456
pedido desde 1875 que el Presidente desempeñe el papel de representante que los
autores de la Constitución se imaginaban haberle asegurado. Duguit mismo se ve
obligado hoy día (Traité, vol. l, p. 406, vol II, p. 464) a reconocer, particularmente en lo
que se refiere a los decretos reglamentarios, que en definitiva no tiene el Presidente la
potestad de una autoridad representativa.
se debe observar, para Suiza, que el art. 102 de la Constitución de 1874, que determina las
atribuciones del Consejo federal, no se limita a enumerar poderes que se refieren a un objeto
especial o consisten en tomar medidas estrictamente definidas por anticipado, como el poder de
hacer los nombramientos, o de proponer el presupuesto, o de reclutar tropas en ciertos casos, o de
presentar proyectos de ley{ sino que, además, confiere este texto al Consejo federal ciertas
competencias generales, definidas menos por su objeto o por la naturaleza del acto a realizar que
por los fines que debe alcanzar, y que implican también para su titular una amplia esfera de
iniciativa, en la cual dicho titular tiene entonces facultad de adoptar, a su arbitrio, aquellas medidas
variables que juzgue necesarias. Así es como el Consejo federal “dirige los asuntos federales” (art.
102-1°){ “provee a la ejecución de las leyes” (art. 102-8°) “cuida de la seguridad exterior de Suiza,
del mantenimiento de su independencia y de su neutralidad” (art. 102-9°){ “cuida de la seguridad
interior de la Confederación, del mantenimiento de la tranquilidad y del orden” (art. 102-10°){
“tienen a su cargo todos los ramos de la administración que pertenecen a la Confederación”
(art.102-12°). Si las atribuciones del Consejo fede ral son, pues, limitadas respecto a su número,
algunas de ellas, al menos, suponen en él un poder a la vez general e inicial, que excluye la
posibilidad de reducir su competencia a una pura potestad de ejecución. Muy diferente es, a este
respecto, la posición que toma la Constitución francesa. Fuera de los textos que confieren al
Presidente es aquella que tiene su expresión en la fórmula del art. 3 de la le de 25 de febrero de
1875, que dice: “Vigila y asegura la ejecución de las leyes”. La ejecución de las leyes, he aquí todo
lo presidencial, por lo menos desde el punto de vista de los asuntos interiores. Ni siquiera se
encuentra, en las leyes de 1875, texto alguno que conceda al jefe del Ejecutivo el poder de dirigir
por su propia potestad, la administración, especialmente de dirigirla formulando libremente las
reglas referente a la acción administrativa. Por eso el único nombre general que le conviene a la
función presidencial es el de función ejecutiva puesto que, desde el momento en que el Presidente
no se halla en el terreno de la ejecución de las leyes, no puede, a excepción de lo que concierne a
las relaciones exteriores, tomar más medidas que aquellas que han sido especialmente previstas y
claramente determinadas por un texto formal de la Constitución. Y se verá más adelante (Nº 177)
que las medidas o actos que así decide o realiza en cierto sentido merecen el nombre de actos
ejecutivos.
457
de las leyes o en virtud de un poder legal. Esto justifica la costumbre, desde largo tiempo
establecida en Francia, de designar a la potestad administrativa con el nombre de poder
ejecutivo.8 Esta denominación se justifica, no ya, realmente---como lo dice Artur (op.cit.,
Revue du droit public, vol xIII, pp. 234,ss.)---, por el motivo de que la administración
“consiste en resolver la ley en hachos de ejecución”, lo cual significaría que el
administrador no hace nunca otra cosa que aplicar las medidas previamente
determinadas por la ley, sino que justifica por el motivo, señalado muy exactamente por
O.Mayer (loc. Cit., vol. I, pp. 107 ss.), de que la autoridad administrativa, incluso cuando
estatuye por sí misma, y con una amplitud más o meno grande en virtud de un poder
legal, no hace con ello sino actuar conforme a la ley que la habilita, y ejecuta la ley, a la
cual, aun en este caso, está subordinada. Esto es precisamente lo que quiere indicar el
art. 3 de la ley de 25 de febrero de 1875, al declarar que la potestad del jefe mismo de la
administración sólo consiste en asegurar la ejecución de las leyes.
8
Esta expresión, ahora más que nunca, tiene, en el derecho público actual de Francia, su
tradicional valor jurídico y constitucional, consagrado por textos formales. El art. 7 de la ley
constitucional de 25 de febrero de 1875 especifica que, en caso e vacante súbita de la presidencia
de la República, “el Consejo de Ministerios queda investido del poder ejecutivo” (se trata aquí de la
función o protestad ejecutiva). Igualmente, el art. 9 de esta ley decía que “la sede del poder
ejecutivo y de las dos Cámaras está en Varsalles” (se trataba en este caso de la autoridad
ejecutiva misma). El art. 1° de la ley de 22 de jul io de 1879 se expresa en idénticos términos. Cf. La
ley del 31 de agosto de 1871, art. 1°[ “El jefe del poder ejecutivo tomará el título de Presidente de
la República francés”. Ley de 20 de noviembre de 1873, art. 1° “El poder ejecutivo se confía por el
término de siete años al mariscal de Mac-Mahon”.
458
propia iniciativa, todas las disposiciones que juzgar útiles, con única condición de
mantenerse dentro de los límites de las leyes, es decir de no infringir ni contrariar ninguna
ley. La Constitución no solamente exige que el administrador actúe intra legem, sino que
le manda actuar secundum legem, en el sentido de que todo acto administrativo debe
fundarse en leyes que le autoricen o de las cuales busque la ejecución. En este sentido es
cierto afirmar, sin forzar el alcance natural de las palabras, que la administración es tan
sólo una potestad de orden ejecutivo.9
9
La resistencia que se ha opuesto a la doctrina que caracteriza el cometido del gobierno
calificándolo de ejecutivo parece provenir en parte del hecho de que el alcance del término “poder
ejecutivo” no ha sido siempre advertido totalmente por aquellos que critican el empleo de esos
términos. En realidad, la palabra ejecución, en el idioma francés, sirve para expresar dos ideas
sensiblemente diferentes. Designa en primer lugar la operación que consiste simplemente en
realizar, por vía de cumplimiento positivo, una decisión que se encuentra ya enteramente formada
y definida, o un mandamiento manifestado por órdenes precisas y formales. El agente de ejecución
sólo tiene aquí un papel de obediencia puntual o de realización material y no ejerce sino una
actividad puramente subalterna; no es más que un instrumento puesto al servicio de una voluntad
superior, y que funciona con docilidad bajo el imperio exclusivo y absoluto de dicha voluntad. Pero
la palabra ejecución no siempre tiene un sentido tan humilde. Cuando se dice de un escultor que
ejecuta la obra de arte que fue solicitada de su talento, o de un general que ejecuta un plan de
campaña, o de un gabinete ministerial que ejecuta el programa político que le fue asignado por los
votos parlamentarios, es evidente que la clase de ejecución de que aquí se trata no es ya de la
misma naturaleza que aquella otra mediante la cual un agente de la fuerza pública ejecuta un juicio
o por la cual un funcionario administrativo ejecuta una orden de servicio. Con un término único se
designan, pues, en idiomas francés, dos actividades que tienen un alcance muy diferente. Los
alemanes han marcado esta diferencia por medio de dos términos distintos: Vollziehung, o sea
cumplimiento adecuado de una decisión anterior, y Ausführung, que designa principalmente la
conducción de un asunto y despierta la idea de una actividad que se ejerce en condiciones de
libertad más o menos amplia, con efecto de desarrollar, con todas sus consecuencias, el
pensamiento sucinto o las intenciones generales contenidas en una manifestación de voluntad
primordial. Es verdad que en ambos casos la palabra ejecución sirve para indicar que la actividad
del ejecutor se produce como consecuencia y en virtud de un impulso o de un acto de voluntad
previos y que puede por lo tanto condicionarse mediante instrucciones que la dominen obligándolo
desde este punto de vista la función ejecutiva presenta siempre cierto carácter de subordinación, y
también en este sentido el acto ejecutivo no es nunca, de un modo absoluto, un acto primario.
Pero, por lo demás, importa hacer notar, entre las dos clases de ejecuciones, un contraste que,
guardando las debidas proporciones, recuerda en cierto aspecto la oposición clásica establecida
entre la capacidad del funcionario y la protestad del representante (ver núms.. 364 ss., infra). En la
esfera del Ejecutivo se encuentran, en efecto, junto a las medidas de ejecución que no son sino la
realización de prescripciones emitidas por una voluntad superior y que no implican por parte de su
autor ningún poder de verdadera iniciativa personal, una segunda clase de ejecución, que consiste
ahora en tomar iniciativas y determinaciones, en dictar prescripciones nuevas, en tratar y dirigir
operaciones administrativas, en conducir toda una política gubernamental, y en este segundo caso
es innegable que la decisión primitiva que ha puesto en movimiento la actividad de las autoridades
ejecutivas ha hecho un llamamiento, no y solamente a su concurso material o a su deber de
obediencia, sino también a sus facultades de esclarecida apreciación
459
Duguit, sin embargo (Traité, vol. I, pp. 131, 288 ss.), no admite esta denominación
de función ejecutiva. La crítica haciendo observar que “la función ejecutiva no es una
función específica del Estado”, puesto que no consiste en actos que tengan un objeto o un
contenido determinados y uniformes. Las palabras “función ejecutiva” expresan
únicamente la idea de que la actividad de las autoridades distintas del legislador sólo
puede ejercerse en virtudes de las leyes; pero no existe ninguna categoría particular de
actos que sean, por su misma naturaleza, actos ejecutivos. Desde el punto de vista de su
consistencia intrínseca, los actos del Estado sólo pueden dividirse, según Duguit, en actos
legislativos, que formulan reglas generales, y en definiciones particulares, que son actos
administrativos. Pero, en el concepto de actividad ejecutiva, están comprendidos a la vez
actos reglamentarios y decisiones individuales, y además, estos actos o decisiones
pueden referirse a los más diversos objetos. Duguit se extraña de ello; pero su extrañeza
proviene precisamente de que se empeña en buscar en la Constitución una clasificación
material de las funciones, que no se encuentra en ella. La Constitución, en efecto, no
distingue a los actos del Estado por su materia o su contenido, sino únicamente según la
potestad que atribuye respectivamente a los órganos. Así como identifica a la función
legislativa propia del cuerpo legislativo, así también califica a la función ejercida por las
autoridades administrativas como poder ejecutivo, por el motivo de que en sus manos,
cualquiera que
sea, por otra parte, la naturaleza esencial de las decisiones tomadas, la protestad de
Estado se reduce a actos realizados en ejecución o para la ejecución de las leyes.
Realmente, la Constitución francesa ni siquiera conoce la distinción de las funciones en
legislación, administración, etc. Sólo conoce el “poder legislativo” (ley de 25 de febrero de
1875, art. 1) y necesario hacer observar el carácter puramente formal de esta terminología
constitucional? La misma expresión de “poder ejecutivo”, aplicada por la Constitución a la
función administrativa, basta para probar que el derecho francés no admite sino una
noción formal de esta función.
De las observaciones que preceden se desprende ahora que para despejar los dos
conceptos de legislación y administración el camino a seguir no es el mismo en el derecho
positivo francés que en el derecho alemán. En Alemania, las Constituciones vigentes, por
lo menos tal como las interpretan los autores (ver núms.. 102 y 104, supra), no han
reservado a la ley, en principio, sino las prescripciones calificadas por la literatura
alemana como jurídicas, es decir, aquellas que tienen por efecto alemanes deducen la
conclusión del concepto de la administración: esta última función, dicen, comprende todos
los actos que no se refieren directamente a los ciudadanos, o que, si se refieren a ellos,
quedan dentro de los límites del derecho individual establecido por las leyes vigentes. En
Francia, según la Constitución, hay que seguir un método inverso para llegar a la
definición respectiva de ambas funciones. La Constitución francesa, en efecto, no define
a la legislación, sino únicamente a la administración, diciendo que su campo de acción
coincide con la ejecución de las leyes; de esto se deduce, pues, la definición de la
protestad legislativa: comprende ésta todos aquellos actos que no entran dentro de la
función de ejecución.10 Por consiguiente, no es posible, en derecho francés, admitir la
doctrina, tan extendida en Alemania (ver por ejemplo Jellinek, Gesetz und Verordnung, p.
256), según la cual existiría una categoría de actos que son administrativos por su misma
naturaleza, y que a ese título podrían realizarse por la autoridad administrativa sin que
ésta hubiera de fundarlos en leyes, y que, finalmente, sólo necesitarían de la intervención
del órgano legislativo en el caso de que hubieran sido reservados expresamente a su
competencia por la Constitución o por un texto legal.
10
Por ejemplo, en la primera parta del art. 1° de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, que dice: “El poder legislativo
se ejerce por dos asambleas…”, el término “poder legislativo” significa la protestad de tomar todas aquellas decisiones que no se
reducen a la ejecución de las leyes. Y el sentido general del texto es, por consiguiente, que todas estas decisiones, cualesquiera que
sean su materia o su naturaleza intrínseca, dependen exclusivamente de la competencia legislativa de las Cámaras.
461
Esta doctrina alemana es inconciliable con el derecho positivo francés, según el cual la
autoridad administrativa, por regla general, no tiene más poder que el de ejecutar las
leyes.11
11
El término “poder ejecutivo” no significa por lo demás que la función administrativa no entrañe ninguna
iniciativa, ninguna facultad de acción espontánea (ef. n° 155, supra, y la n. 9 del presente número). Nadie mejor que
Hauriou ha señalado este punto. Sólo que, en su preocupación de salvaguardar a la autoridad administrativa la potestad
de acción libre sin la cual no tendría capacidad para desempeñar sus tareas, Hauriou ha llegado a desnaturalizar y
desconocer completamente el concepto constitucional francés de poder ejecutivo. Según dicho autor, este término
debe entenderse en un sentido especial, muy diferente de su aceptación tradicional. En primer lugar (op. Cit., 8° ed., p.
28; Principes de droit public, p. 448), dice que el poder administrativo en su poder ejecutivo en el sentido de que pasa
constantemente a la acción por sí mismo, sin tener necesidad del juez, y por vía administrativa. Esto alude al poder de
“acción directa” del cual está provista la autoridad administrativa y que le permite proceder inmediatamente a la
ejecución de sus decisiones, sin tener necesidad de que un juez las controle, y sin que pueda tampoco el recurso judicial
de los administrados, en principio, paralizar esa ejecución. En segundo lugar, el poder administrativo es ejecutivo, según
Hauriou, en cuanto tiene por objeto ejecutar las leyes de policía y de los servicios públicos haciendo funcionar esos
servicios; pero en esto, añade (Précis de droit administratif, 8° ed., pp. 9-10), el fin esencial de la acción administrativa es
la ejecución de los servicios, más bien que “la ejecución de las leyes”, no siendo esta última, en definitiva, sino un medio,
o “una consecuencia”, o “una condición” de la gestión de los servicios. Finalmente, Hauriou llega a decir que para
determinar la verdadera naturaleza de la administración “es conveniente dejar de lado el punto de vista de la ejecución
de la ley, para fijarse en el punto de vista de la actividad con objeto de satisfacer las necesidades públicas” y, por
consiguiente, establece un tercer sentido del término “poder ejecutivo”, al declara que (loc. Cit., pp. 10, 28-29) si la
administración ha de considerarse como una función ejecutiva, es en cuanto “tiene por objeto ejecutar un serie de actos
prácticos para la gestión de los servicios”. Así pues, en la doctrina de Hauriou el concepto de poder ejecutivo sufre una
completa transformación. La calificación de función ejecutiva, aplicada a la administración, ya no significa, como lo
admitían corrientemente los autores franceses, que la administración sea esencialmente una función subalterna, que no
suponía potestad inicial y había de ejercerse en virtud de las leyes, sino que significa, por el contrario, que esta función
es esencialmente actuante, emprendedora, libre de trabas y limitada únicamente por un principio de legalidad, o sea
por la condición de no ejercerse contra las leyes vigentes. Sea el que fuere al alcance de la doctrina de Hauriou, esto es
lo que se desprende especialmente de las consecuencias de ella deduce su autor en lo que se refiere al fundamento y a
la extensión del poder reglamentario de la autoridad administrativa. Partiendo de la idea de que la función
administrativa es ejecutiva, en cuanto tiene por objeto asegurar servicios, Hauriou se ve llevado, en efecto (loc cit., pp.
48 y 54), a sostener que dicha función implica, en los agentes que la ejercen superiormente, la existencia de un
“principio de autoridad” por el cual el jefe de la administración, sobre todo, podrá, “con intenciones autoritarias,
formular reglas para la organización y el mantenimiento del orden”, y ello a causa de la misión de asegurar los servicios
comprende necesariamente la de crear los organismos indispensables para dicho efecto, y de que, además entre todos
los servicios que deben asegurarse, el primero y más apremiante es sin duda alguna el que se refiere al mantenimiento
del orden. En este doble terreno, por lo menos, Hauriou llega a la conclusión de la “independencia constitucional del
poder reglamentario del jefe del Estado2 (ibid., p. 48 n.). Esta conclusión no parece conciliarse con la Constitución, la
cual, para fundar el poder reglamentario presidencial.
462
Al colocarse en este punto de vista, se observa que las leyes que regu-
Se ha limitado a decir que “el Presidente asegura la ejecución de las leyes” (ve n° 191, infra). Será
siempre difícil admitir que por esta fórmula la Constitución haya querido crear un poder
independiente y autónomo. De una manera general, no es de creer que al designar la función
administrativa con el nombre de poder ejecutivo, la Constitución haya querido indicar que dicha
función consiste precisamente en cualquier otra cosa que en una función de ejecución de las leyes
463
Pero estas autorizaciones pueden ser más o menos amplia. A este respecto, es
cierto que la policía se distingue de la demás actividades administrativas, como observa
Laband (op. Cit., ed. Francesa, vol. II, p. 541)
464
en que entraña necesariamente ciertos poderes generales, o por lo menos poderes más
amplios que aquellos que generalmente confieren las leyes a la autoridad administrativa
para el cumplimiento de sus otras funciones. Además, la función de policía implica
naturalmente una cierta dosis de potestad discrecional, ya que es necesario
frecuentemente que la autoridad policial pueda determinar libremente, inspirándose en
consideraciones de pura oportunidad práctica, las medidas que convenga tomar para
conseguir un resultado determinado. Pero no hay que concluir de esto que la policía sea
una potestad arbitraria: lo que prueba que permanece bajo el régimen de la legalidad es
que el acto realizado a título de medida de policía puede ser combatido ante la autoridad
jurisdiccional, en el momento en que su autor se haya excedido en los poderes que
recibió de la ley o los haya desviado de su objeto legal.
Se observa también que, incluso en el caso en que la ley sólo le brinda al administrador,
como medios de policía, la aplicación de una medida única, subsiste también para la
autoridad policíaca cierta latitud u holgura que resulta de que, generalmente, es llamada a
apreciar si conviene o no emplear el medio fijado por la ley. Por consiguiente, si en este
caso la autoridad policíaca se encuentra obligada por la ley respecto al contenido del acto
de policía, conserva su libertad de acción en cuanto al cumplimiento mismo de dicho acto.
sible. Hasta en materia policíaca, la concesión por las leyes de poderes ilimitados al
administrador tiene un carácter exorbitante, que no permite presumirla; por lo tanto los
poderes de policía respecto a los administrados sólo pueden desprenderse de un texto
formal. Sin ir más lejos que el citado autor, Hauriou (op. cit., 8* ed., p. 522, n. 1) declara
que no se puede aceptar la opinión radical que consiste en pretender que no existe, I ni ra
la autoridad administrativa, "ningún derecho de mandamiento o de prohibición, si dicho
derecho no tiene su principio en una ley". Pero Hauriou enseña que, en ausencia de un
texto preciso, puede la autoridad ¡ulministrativa, para realizar los fines de policía que le
son fijados por las leyes, llegar hasta "oponer restricciones a una libertad, por cuanto
precisamente no ha sido determinada ésta por una ley " . Así pues, en los casos en que la
ley sólo ha definido la función de policía por su objeto, los poderes generales de la
autoridad competente sólo encontrarían su limite en el principio que le prohibe lesionar
derechos concedidos a los administrados por las leyes, pero, como lo ha demostrado O.
Mayer (loe. cit.. vol. i, p. 92, nn. 12 y 1 3) , esta manera de comprender la subordinación
de la administración a la ley no está muy conforme con el régimen del Estado de derecho;
pues precisamente lo característico de este régimen es que proporciona a los ciudadanos,
por su sola virtud, la garantía de que nada podrá exigirse de ellos fuera o más allá de lo
fijado por las leyes. Por consiguiente, el hecho de que una libertad no se halle
determinada, en cuanto a su alcance, por la legislación, no puede interpretarse en el
sentido de que la autoridad administrativa pueda, mediante sus resoluciones de policía,
poner restricciones a dicha libertad. En el Estado legal no es a la autoridad administrativa
a quien corresponde determinar, mediante medidas de policía, la amplitud y los límites de
las libertades individuales, sino que, muy al contrario, el sistema del Estado legal significa
que esta amplitud y estos límites sólo pueden trazarse por una ley.
Finalmente, la indeterminación legal de una ley no puede dar lugar, para la autoridad
administrativa, a una extensión de sus poderes de policía.
y por lo tanto una ley que manda a los agentes administrativos cumplir ciertos fines sin
darles para ello los medios, es una ley incompleta, que queda inoperante. Pero la verdad
es que en ciertos casos el solo enunciado legislativo del fin basta para autorizar ciertos
medios, y sin que la ley haya tenido necesidad de decirlo, autoriza aquellos medios de
ejecuciónque se enlazan tan estrechamente con el fin definido por ella que se encuentran
virtualmente contenidos en esa misma definición. Por ejemplo, l comprender la ley de 5 de
abril de 1884 dentro de la función de policía municipal "todo aquello que se refiere a la
seguridad y comodidad del tránsito en las calles", no es posible discutir la validez legal de
las resoluciones mediante las cuales reglamenta el alcalde el estacionamiento en la vía
pública, prohibe los depósitos de materiales en las calles (cf. Código penal, art. 471-49 ) o
prohibe el paso de vehículos por ciertas calles con ocasión de una fiesta pública.
Semejantes medidas entran directamente dentro de la labor que consiste en asegurar la
debida circulación por la vía pública, y por consiguiente, tienen su fuente inmediata y
hallan su autorización indiscutible en los términos mismos de la ley que impone esta labor
a la autoridad municipal. Además, se debe observar que las prescripciones qúe este
género no lesionan de ningún modo los derechos individuales de los particulares,1 o por lo
menos no imponen a éstos ninguna restricción cuyo principio se encuentre esencialmente
contenido en el texto que ha fijado el objeto de la policía municipal. Por el contrario, dado
el silencio de la ley, una resolución de policía no podría dirigir a los administrados
mandamientos o prohibiciones que les afectaran en sus derechos individuales, en su
propiedad, en la libertad de que disfrutan en el interior de su domicilio y, de una manera
general, en sus facultades de libre actividad. Asimismo, los mandamientos emitidos con
un f i n policíaco quedarían sin valor en cuanto tuvieran por efecto gravar los patrimonios
con obligaciones, o l i m i t a r las libertades individuales con restricciones que fueran más
allá de las estrictas consecuencias que provienen irreductiblemente, para los
administrados, de los mismos términos de las leyes de policía vigentes. Ejemplo: en v i r t
u d de su poder referente a la limpieza de las calles (art. 97 antes citado), puede el alcalde
ordenar a los habitantes que barran la nieve delante de sus casas, pero se excedería en
los poderes que resultan de este texto si los obligara a proporcionar caballos y carros para
llevarse la nieve que han quitado. Asimismo, no podría pres-
1 Ocurre así para todo aquello que concierne al uso de la libertad individual en la vía pública. La razón de ello es que
los administrados no tienen sobre el dominio público ningún derecho individual. Esto explica el hecho, señalado por
los autores (Hauriou, op. cit., 8* ed., pp. 522 ss; cf. Duguit, Traite, vol. 11, pp. 24 y 25), de que los poderes de la
autoridad policial son muchos más considerables sobre las vías públicas que en las propiedades privadas.
469
Por lo demás, hasta en los casos en que las leyes de policía no proporcionan, ni
explícita ni virtualmente, ningún medio preciso de ejecución de sus prescripciones, la
autoridad administrativa no se encuentra por ello reducida a la impotencia, sino que
conserva aún ciertos medios de acción indirectos, que provienen de la idea general de
que el ejercicio de los derechos individuales, aunque estuvieran determinados y
garantizados por las leyes, no pueden llegar a ser una causa de alteración del orden
público. Por ejemplo, si, en principio, no puede la autoridad administrativa, sin la ayuda de
una habilitación legal, imponer a los particulares obligaciones o abstenciones especiales
en el interior de su propiedad o de su domicilio, no hay duda por lo menos de que esta
autoridad, por cuanto tiene encargo de la ley para asegurar el orden, la tranquilidad y la
seguridad públicas, tiene facultades para exigir a cada quien que no los altere. Más
exactamente, el poder del administrador habrá de consistir en esto, en ordenar a los
particulares que tomen en su domicilio o dentro de su propiedad las precauciones
necesarias para evitar perturbaciones exteriores. Pero la orden de policía habrá de
abstenerse por lo demás de imponer a los particulares cualquier medio determinado.
Como dice Hauriou (op. cit., 8* ed., pp. 522, 61 n.), el habitante se verá así en la
obligación
de asegurar por sí mismo el orden público, y esto por los medios de su elección. Al
proceder así, la autoridad administrativa se conforma fielmente a las leyes que le
asignaron ciertos fines de policía, sin indicarle de manera precisa las vías o medios para
alcanzarlos; evitará, en efecto, el prescribir a los administrados ningún deber especial,
que vendría a aumentar sus obligaciones legales; pero permanecerá perfectamente
dentro de los límites de su cometido y de su competencia legal al obligarles a actuar de
manera que se mantenga el orden público del cual tiene la responsabilidad (cf. J.
Laferriére, Le droit de propriété et le pouvoir de pólice, tesis, París, 1908, pp. 133 ss.; O.
Mayer, loe. cit., vol. n, pp. 9 ss.).
Finalmente, para determinar el alcance del principio general que manda que la
función de policía sólo pueda ejercerse en virtud de poderes legales es conveniente
presentar una última observación, que se refiere a la hipótesis de que ya exista
perturbación actual en el orden pú-
470
169. Teniendo en cuenta la diversidad de los deberes o poderes que las leyes
imponen o confieren a la autoridad administrativa en sus relaciones con los administrados,
nos vemos llevados a discernir, entre los actos administrativos que interesan a los
particulares, dos clases de actos, que los autores alemanes han llamado, para
distinguirlos, "decisiones" y "disposiciones" (O. Mayer, loe. cit., vol. i, pp. 126 ss.; Laband,
op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 539; G. Meyer, op. cit., 6* ed., 649). He aquí la base de
esta distinción. Cuando la ley ha determinado estrictamente por sí misma el contenido de
un acto administrativo, así como las condiciones en las cuales debe intervenir, el
administrador, obligado por esta prescripción legislativa, no goza de ninguna libertad de
acción, y su papel se limita a aplicar pura y simplemente la medida formulada por la ley,
cada vez que se presente el caso por ésta previsto. El acto administrativo presenta aquí
gran analogía con el acto jurisdiccional, ya que el administrador, en dicha hipótesis, no
tiene que ejercer su voluntad personal, pero está obligado a aplicar la ley como habría de
hacerlo un juez. Aprecia los hechos para comprobar si entran dentro de las previsiones de
la ley, y en caso afirmativo, no tiene más que pronunciar la aplicación
471
a estos hechos de lo que ha prescrito el texto. Según expresión de O. Mayer (loe. cit., vol.
i, p. 127; cf. pp. 80 y 120), el acto administrativo no hace entonces sino "declarar lo que es
de derecho"; en esto es en lo que se parece a la decisión de un juez y por lo que merece,
por consiguiente, lomar el nombre de "decisión". El tipo de esta clase de actos se
encuentra en las decisiones de las autoridades administrativas que consisten en estatuir
respecto a lo contencioso-administrativo. La "disposición", por el contrario, supone en el
administrador una mayor o menor libertad, que resulta, bien de que depende de él realizar
o no el acto, bien de que puede elegir entre varios medios para alcanzar el fin fijado por la
ley. La disposición se caracteriza, pues, por el hecho de que se apoya a la vez en la
voluntad o el permiso del legislador y en un acto de voluntad de la autoridad
administrativa.
nocido o violado ese derecho, el administrado tendrá contra ella un medio de ataque
tendiente a restablecer su derecho lesionado; el recurso conducirá, pues, a la reforma del
acto ilegal. En el caso de la disposición, la autoridad administrativa, sin dejar de quedar
obligada a proceder en ejecución de las leyes, no se limita a ya a pronunciar aquello que,
según la ley misma, es de derecho, sino que hace uso de su poder legal al efecto de
adoptar ciertas medidas variables que dependen de su apreciación. Se precisa además,
sin embargo, que la medida tomada a título de disposición se mantenga dentro de los
límites de los poderes conferidos por la ley al administrador. Así, si la disposición es
tachada de extralimitación de atribuciones, los administrados a los cuales se refiere
podrán por lo mismo recurrir contra ella, para que se declare su invalidez; el recurso
conducirá, ahora, no ya a una reparación del acto vicioso, sino a su anulación. La
autoridad que estatuye en lo contencioso no tendrá ya que reconocer un derecho especial
del administrado, puesto que éste no tenía derecho legal a una medida administrativa
determinada, sino que habrá de limitarse a restablecer para los administrados la situación
anterior al acto atacado, no teniendo así el recurso sino un efecto negativo y destructor.
Se desprende de esto que la distinción desde el punto de vista de lo contencioso entre la
reforma y la anulación corresponde a la diferencia entre la decisión y la disposición
administrativa (Berthélemy, Traite de droit administratif, 7* ed., pp. 957 ss., 961 ss.).
ADMINISTRATIVO
Esta es la tesis que sostienen en Alemania numerosos autores, entre los cuales se
puede citar a Laband (op. cit., ed. francesa, vol. I I , pp. 146 ss., 380, 520, 544 ss.),
Jellinek (Gesetz und Verordnung, pp. 254 ss, 384 ss.)', O. Mayer (op. cit., ed. francesa,
vol. i, pp. 130, 137 y 162), Anschütz (Gengenwartige Theorien über den Begriff der
gesetzgebenden Gewalt. 2* ed., § m; ver especialmente pp. 62 ss., 73, 76, 153 ss.), G.
Meyer (op.cit., & ed., pp. 571 ss.), Rosin (Polizeiverordnungsrecht, 2* ed., pp. 27 ss.; cf.
Cahen, La loi et le réglement, pp. 146 ss., 190, 197 y 220). Importa observar que, una vez
dentro de esta dirección, no solamente aplican los autores alemanes su teoría a las
órdenes individuales y a las instrucciones generales o circulares que pueden emitir los
jefes administrativos con objeto de d i r i g i r o regular la actividad de sus subordinados,
sino que, según los autores citados, la potestad propia de la autoridad administrativa
comprende también, en lo que se refiere a los asuntos administrativos, el poder de emitir
reglamentos propiamente dichos, en cuanto dichos reglamentos no contengan
prescripciones obligatorias más que para el personal administrativo; por ejemplo, el
monarca es competente para dictar sin
habilitación legislativa las ordenanzas llamadas de organización, entre otras aquellas que
crean autoridades administrativas, con la única condición de que no resulte de esa
creación u organización un aumento de la potestad administrativa con respecto a los
administrados.1
1 Toda esta teoría referente a la potestad inicial que corresponde a la autoridad administrativa respecto a los asuntos
interiores de la administración, se desprende del principio que se considera en Alemania como la base misma de la
distinción entre la legislación y la administración, o sea del principio según el cual las reglas o medidas que afectan a los
subditos en su derecho individual son las únicas que constituyen materia de ley, y por lo tanto las únicas que
475
Por otra parte, sin embargo, y por firme que sea el principio que se acaba de
recordar, no puede negarse que al organizar la jerarquía administrativa2 haya establecido
la ley, a cargo de los funcionarios, un deber de obediencia jerárquica, que implica por lo
tanto, para la autoridad superior, el poder de imponer órdenes de servicios generales o
individuales a los agentes subalternos. Mejor dicho, este deber de obediencia tiene su
origen en la misma ley: "Es por la ley misma —dice Duguit (UÉtat, vol.II, p. 6 1 9 )— que
el funcionario se encuentra en tal situación que ha de conformarse a las instrucciones que
recibe de otro funcionario"; existe en esto, según dicho autor, una consecuencia de la ley
que rige el ejercicio de la función pública. Así, si las órdenes dadas por la autoridad
administrativa en virtud de la potestad jerárquica tienen en la ley el fundamento de su
fuerza obligatoria, parece que el acto realizado, a consecuencia de esas órdenes, por el
agente subordinado, se encuentra a su vez contenido dentro de la idea general de
ejecución de las leyes. Por consi-
presuponen, para su adopción por la autoridad administrativa, un poder legal (ver núms. 99 ss., supra).
2 Se encontrará un primer ejemplo de esta organización jerárquica en la Constitución de 1791, tít. in, cap. iv, sección
2.art. 1ro: "Existe en cada departamento una administración superior, y en cada distrito una administración
subordinada", y art. 6: "Los administradores de departamento tienen el derecho de anular los actos de los sub-
administradores de distrito que sean contrarios a las resoluciones de los administradores de departamento o a las
órdenes que estos últimos les hubieran dado". El principio de la jerarquía administrativa es asimismo consagrado por
el art. 59 de la Constitución del año vm (cf. Duguit, L'État, vol. n, pp. 485 ss.; Hauriou, op. cit., 8* ed., pp. 137 ss.).
476
de obediencia de los funcionarios han originado también, por lo mismo, para la autoridad
administrativa superior, cierto poder que les permite tomar, por su propia iniciativa y sin
ayuda de ningún texto especial, las medidas de administración interna cuya realización
puede obtenerse por medio de la sola activdad de los funcionarios y en virtud únicamente
de la obligación que éstos tienen de ejecutar las órdenes superiores de servicio. Nos
veríamos llevados de nuevo, así, a distinguir dos potestades distintas en la función
administrativa: la que obliga a los administrados y está sometida a la ley, o sea que sólo
puede ejercerse mediante habilitación legislativa, y aquella otra que obliga únicamente a
los administradores, y que se ejerce libremente de una manera autónoma. 72. Esta
conclusión, sin embargo, no estaría justificada. Del hecho de que el funcionario se
encuentre bajo el mando de los jefes de servicio no se desprende que éstos posean,
incluso en el interior del servicio, una potestad inicial y principal, o sea independiente de la
del legislador e igual a ella. La potestad jerárquica, en efecto, no existe para sí misma,
sino que sólo se confiere a los administradores superiores, comprendido el jefe supremo
de la administración, para el cumplimiento del cometido constitucional que le incumbe a la
autoridad administrativa, o sea del cometido que consiste en ejecutar las leyes. En otras
palabras, para la autoridad administrativa superior no existen dos potestades distintas,
una que fuera su potestad jerárquica y otra la potestad de hacer ejecutar las leyes. Sólo
hay una potestad única, la de ejecución de las leyes, potestad para cuyo ejercicio tiene la
autoridad superior un poder jerárquico sobre los agentes subalternos. Y recíprocamente:
la sujeción especial a que están obligados los agentes subalternos en virtud de la
jerarquía no tiene más fin u objeto que la ejecución de las leyes.
Se desprende de esto que la orden de servicio que obliga a los agentes a realizar
un acto determinado no puede dar a dicho acto un fundamento jurídico nuevo, que baste
por sí solo para legitimarlo. O bien el acto ordenado se funda en una prescripción o
autorización administrativa, en cuyo caso tiene puramente carácter de medida de
ejecución de la ley, o bien, por el contrario, la
autoridad administrativa carece de poder legal para realizar ese acto, y en este segundo
caso, el hecho de que el acto haya sido ordenado a los agentes subalternos por los jefes
administrativos no podría servirle de base legal, ni tampoco conferirle el carácter legal de
que carece originariamente. Por idénticas razones, la potestad jerárquica no puede
constituir, para la autoridad administrativa, el fundamento de un poder reglamentario
propio, por lo que respecta a la organización y al funcionamiento de la administración.
3 Este parece ser también el parecer del Consejo de Estado. Ver a este respecto su resolución de 13 de marzo de 1908,
asunto Municipio de Boutevilliers.
4 Entiéndase bien que este poder de interpretación autoritaria sólo corresponde a los superiores administrativos en lo
que se refiere a los asuntos del servicio. En cuanto a las dificultades que puedan suscitarse entre los jefes de las
administraciones públicas y los funcionarios subalternos referente a la interpretación de las leyes o reglamentos que
fijan el estatuto personal de estos últimos y les confieren derechos relativos a su estado o carrera, el examen de
estas dificultades debe depender de las autoridades jurisdiccionales, que habrán de interponerse aquí entre los jefes
administrativos y sus subordinados.
478
tiva se ejerza por medio de órdenes de servicio dirigidas a agentes obligados a obedecer,
dichas órdenes se basan en definitiva en las leyes, y no en la potestad jerárquica de la
autoridad que ordena. El único arbitrio de que dispone esta autoridad consiste en el poder
que tiene de fIjar el alcance de las leyes que han de ejecutarse.
Los mismos conceptos deben aplicarse a los reglamentos que organizan los
servicios administrativos o regulan su funcionamiento. En principio el jefe del Ejecutivo
sólo puede hacer reglamentos en virtud de un poder legal o, por lo menos, con objeto de
asegurar mediante reglas complementarias la ejecución de las leyes vigentes. La potestad
reglamentar ia tiene, pues, un carácter puramente ejecutivo. Por otra parte, sin embargo,
y en lo que concierne a los reglamentos que sólo han de actuar en el interior de la esfera
administrativa, bien sean reglamentos de organización o reglamentos que rijan la
actividad de las autoridades administrativas, se desprende del principio de la jerarquía
que, en las relaciones con esas autoridades, corresponde al jefe del Ejecutivo determinar,
por su propia interpretación de las leyes existentes, la extensión de la competencia
reglamentaria que le confieren dichas leyes. Por consiguiente, las disposiciones
reglamentarias de orden administrativo interno cuya iniciativa
toma con objeto de asegurar la ejecución de las leyes se imponen a las autoridades
administrativas a él subordinadas. Pero las reglas creadas en esas condiciones no dejan
por eso de fundarse en una pura idea de ejecución de las leyes. Esto es lo que observan
algunos de los autores alemanes mismos (ver* por ejemplo, G. Meyer, op. cit., 6* ed., p.
572 n.), que muy correctamente hacen depender los reglamentos concernientes a la
organización o a los asuntos administrativos de la potestad ejecutiva de las leyes que le
corresponde al jefe del Estado, y no de su potestad jerárquica sobre los agentes. Por lo
demás, si los reglamentos de esta clase quedan fuera del control de las autoridades
jurisdiccionales, y si el jefe de la administración tiene, en el interior del organismo
administrativo, el poder de determinar por sí mismo las medidas que las leyes le permiten
adoptar, no hay que perder de vista que dicha potestad reglamentaria interna se ejerce
bajo el control de las Cámaras y bajo la responsabilidad parlamentaria habitual del
gobierno, no siendo, pues, ilimitada.5
5 Se ha visto anteriormente (núms. 100 ssj que, según los autores que profesan la teoría de la ley-regla de derecho, las
prescripciones reglamentarias que se dirigen únicamente a los funcionarios y que se refieren sólo a su actividad dentro
del servicio no constituyen derecho propiamente dicho. Otros autores han razonado en forma diferente. Admiten éstos
que semejantes prescripciones originan verdadero derecho, y reconocen, por lo tanto, que las reglas
que establecen forman realmente un elemento del orden jurídico del Estado (ver en este sentido, por ejemplo:
Burckhardt, op. cit.. 2" ed., p. 721; Guhl, Bundesgesetz, Bundesbeschlus: und Verordnung nach schweiz. Staatsrecht, p.
79). Ahora que, añaden, este derecho tiene una
479
En primer lugar, sólo engendra el deber de obediencia para los actos de la función.
La potestad jerárquica, en efecto, no está constituida por un poder personal del jefe de
servicio sobre los funcionarios que de él dependan, sino que sólo es una manifestación
particular y un accesorio, en sus relaciones con éstos, de su poder ordinario de ejecutar
las leyes. Resulta, pues, que el jefe de servicio sólo puede usar de su superioridad
jerárquica para prescribir los actos que son legalmente de su competencia. Con mayor
razón, no puede hacer uso de ella para dar a los subalternos órdenes referentes a su vida
privada o a su conducta fuera del servicio.
base especial; se creó por la relación de subordinación que existe entre los jefes de servicio y sus subalternos; estos
últimos tienen obligación de conformarse a él por razón de su deber de obediencia jerárquica, o sea por razón de
obligación inherente a la función pública, y es también por lo que este derecho, fundado en principios que rigen el
servicio, no puede obligar más que a los agentes del servicio, y no obliga a los demás ciudadanos. Así habría, pues, dos
clases de derecho: el derecho para los ciudadanos, que no puede ser creado sino por las leyes o en ejecución de las
leyes, y el dercho para los funcionarios, que no depende ya rigurosamente de las leyes, sino que se funda en el hecho de
que los funcionarios, además de su sujeción respecto de la ley, están obligados a obedecer las órdenes que reciben de
sus superiores por razón de su deber de sumisión personal hacia éstos. Pero este concepto de una dualidad, así
entendida, del derecho, es inconciliable con el sistema general de la Constitución francesa, según la cual la función
administrativa sólo consiste uniformemente en una potestad de ejecución de las leyes.
Resulta de este principio constitucional que la potestad jerárquica misma, que no es más que uno de los grados de la
potestad ejecutiva, sólo puede ejercerse a efecto de asegurar esta ejecución y no puede pretender imponer a los
subalternos reglas de derecho y obligaciones que no tuvieran su base en las leyes vigentes. No hay en Francia, desde el
punto de vista de la fuente de las obligaciones jurídicas, e incluso para los funcionarios, más que un derecho único, aquel
que deriva de las leyes. La potestad jerárquica no puede por sí sola erigirse en una fuente
Hay que reconocer, por lo demás, que todas estas observaciones sólo pueden
SECCION II
6 Esta última solución parece desprenderse también de los artículos 114, 184 y 190 del Código penal. Estos textos, que
se refieren a ciertos abusos de potestad de los funcionarios^ prevén el caso en que el autor del acto protestado "justifica
que obró por orden de sus superiores, respecto a objetos que dependen de éstos, y sobre los cuales les debía
obediencia jerárquica". En tal caso, estos diversos artículos eximen, en realidad, al agente subalterno de la pena
aplicable a su acto, debiendo aplicarse esta pena únicamente al superior que ordenó el acto. Pero, por otra parte, es
importante observar que estos textos presentan la exención penal como mero efecto de una excusa absolutoria, y de
ningún modo como fundada en la inculpabilidad del agente. Así pues, la obediencia del agente se declara excusable,
pero en el fondo el Código penal establece sin embargo el principio de que el agente hubiera debido, y desde luego
podido, dejar de obedecer (cf. Duguit, UÉtat, vol. n, pp. 621 ss.). Ver sin embargo Hauriou, Recueil de législation de
Toulouse, 1911, pp. 7 ss., que sostiene que el agente administrativo obligado a la previa obediencia a las órdenes de los
funcionarios superiores, no debe de ningún modo examinar la legalidad de éstas.
481
Los autores, sin embargo, existe toda una parte, y muy importante, de la función
administrativa que queda fuera de dicha definición. Es evidente, en efecto, que el Estado
no puede obligarse de una manera absoluta y sin reservas, haciendo depender
integralmente de las leyes su actividad administrativa. Por otra parte, entre las iniciativas o
decisiones que se salen así de la esfera de la ejecución de las leyes, existen algunas que
no pueden estar comprendidas dentro de la competencia del cuerpo legislalivo. Por
ejemplo, difícilmente se podría concebir que la dirección de los asuntos exteriores pueda
conferirse a otra autoridad que no sea el jefe del Ejecutivo. Exige, pues, el interés del
Estado que haya, dentro de la función de que está investida la autoridad administrativa,
un campo de libre actividad (Jellinek, UÉtat moderne, ed. francesa, vol.II, pp. 327 ss.). Es
por lo que, además de la fórmula general: "E l Presidente de la República asegura la
ejecución de las leyes", la Constitución de 1875 enumera otros poderes presidenciales
que no entran desde luego en dicha fórmula. Por esto también la doctrina, la
jurisprudencia y la legislación misma distinguen, dentro de la función general de
administración, dos actividades diferentes: el gobierno y la administración stricto sensu;
consiste ésta solamente en potestad ejecutiva y no puede ejercerse sino en virtud de
autorizaciones legislativas; aquélla, por el contrario, se mueve libremente y no puede ser
reducida a una idea de ejecución de las leyes.
Esta distinción, que apareció con claridad muy particular en la literatura y el derecho
positivo francés, se expresa por los autores mediante la oposición que establecen entre
los actos de administración propiamente dichos y los actos de gobierno (Laferriére, Traite
de la juridiction administrative, 2* ed., vol.II pp. 32 ss.; Aucoc, Conférences sur
Vadministration 3* ed., vol. i, p. 11 y 92; Ducrocq, Cours de droit administratif, 7* ed., vol.
i, núms. 52 y 70; Hauriou, op. cit., 8* ed., pp. 11 ss.; Esmein, Éléments,5* ed., p. 1 8 ) . 1
La teoría del acto de gobierno se remonta hasta los orígenes del derecho público
de Francia, o sea a la Constitución de 1791. Esta Constitución
negaba cualquier carácter representativo a los funcionarios (tít. m, cap. IV, sec. 2, art. 2 ) ,
ya que sólo pueden actuar en virtud de las leyes. Igualmente, la Constituyente había
negado la cualidad de representante al mismo rey, como jefe de la administración general,
porque a este respecto sólo veía en él a un funcionario, el primero de los funcionarios
públicos. Pero, por otra parte, la Constitución de 1791 (tít. m, preámbulo, art. 3) reconocía
al rey, como jefe del gobierno, el carácter de repre-
1 Cf. el decreto referente a la descentralización administrativa de 25 de marzo de 1852, que dice: "Considerando que
se puede gobernar desde lejos, pero que no se administra bien más que de cerca; que, por consecuencia, tanto
importa centralizar la acción gubernamental del Estado como es necesario descentralizar la acción puramente
administrativa..."
482
sentante nacional, teniendo por esa cualidad la facultad indudable de querer, de una
manera libre e inicial, por cuenta de la nación. Los oradores de la Constituyente
especificaban particularmente que el rey representa a la nación, por cuanto la negociación
y la conclusión de los tratados a negociar con los Estados extranjeros dependen
esencialmente de él (ver núms. 366 y 367, infra).
175. Aun hoy, éste es uno de los ejemplos más importantes que puedan darse de
los actos de gobierno. Según los términos del art. 8 de la ley constitucional de 16 de julio
de 1875, al Presidente de la República es a quien corresponde negociar y ratificar los
tratados y es evidente que ninguna ley podría reglamentar el ejercicio de ese poder
diplomático, ni determinar imperativamente las cláusulas de los tratados a negociar. Pero
no sólo en las relaciones internacionales, sino también en el interior, se halla investido el
Presidente de ciertos poderes de gobierno. Los autores presentan una lista de esos
poderes que comprende especialmente: actos que se producen en las relaciones del
Presidente con las Cámaras, por ejemplo los decretos de convocatoria o de aplazamiento
de las Cámaras; aquellos que deciden la disolución de la Cámara de Diputados; los actos
por los cuales el Presidente ejerce su derecho de iniciativa legislativa; aquellos por los
cuales ejerce su derecho de gracia. Se pueden añadir a esta enumeración los actos
presidenciales que disponen de la fuerza armada; los de nombramiento de funcionarios; el
decreto por el cual el Presidente constituye al Senado en alta corte de justicia, y de un
modo general, todos los actos que realiza en virtud de poderes que no le confieren las
leyes, sino la Constitución directamente.
En cambio, no parece posible considerar como actos de gobierno ciertos actos que
se presentan habitualmente como tales. Por ejemplo, los autores clasifican como actos de
gobierno a los decretos que establecen el estado de sitio y a los dictados en materia de
policía sanitaria (Laferriére, op. cit., 2* ed., vol. I I , pp. 35 ss.; Hauriou, op. cit., 8* ed., p. 8
0 ). Pero no se puede decir que al dar esos decretos actúe el jefe del Ejecutivo fuera del
orden jurídico establecido por las leyes. Evidentemente, el estado de sitio es un régimen
que se sale del derecho común y que tiene por efecto imponer a los ciudadanos graves
restricciones en el ejercicio de sus libertades ordinarias, pero no por ello deja de ser cierto
que al declarar el estado de sitio en los casos y bajo las condiciones previstas por la ley
de 3 de abril de 1878a (arts. 2 y 3 ) , el Presidente sólo hace uso de un poder legal y no
realiza por consiguiente sino un acto eje-
2 En principio, el art. I9 de esta ley exige una ley formal para la declaración del estado de sitio. El Presidente de la
República no puede proclamarlo por decreto sino en caso de receso de las Cámaras, o también en el caso en que la
Cámara de los Diputados esté disuelta, pero en este último caso únicamente si hay estado de guerra.
483
cutivo. Por otra parte, se desprende de los arts. 9 y 11, siempre vigentes, de la ley de 9 de
agosto de 1849, que la autoridad que aplica las consecuencias el estado de sitio no
puede realizar otros actos que aquellos que permiten las leyes que regulan dicho régimen
(Laferriére, loe. cit., p. 3 7) .
Asimismo, por amplios y extraordinarios que sean en tiempos de epidemia los poderes de
policía sanitaria del Presidente, debe observarse que dichos poderes tienen su
fundamento en las leyes que autorizan al Ejecutivo a prescribir, contra el peligro de
contagio, todas aquellas medidas de seguridad que juzgue necesarias. En resumen, pues,
todas las medidas de esta clase, por cuanto se ordenan en v i r t u d de leyes existentes,
permanecen bajo el imperio del orden legal del Estado, y como tales no se oponen de
ningún modo al concepto general del acto de administración. Como dice muy
acertadamente Berthélemy (op. cit., 7* ed., p. 105), cada vez que la autoridad
administrativa actúa en virtud de poderes legales, no existe ninguna razón, por amplios y
discrecionales que sean dichos poderes, para invocar el concepto de acto de gobierno,
pues no hay diferencia esencial, desde el punto de vista de su fundamento, entre estos
actos y aquellos otros mediante los cuales desempeña habitualmente la autoridad
administrativa su cometido de ejecución de las leyes.3
3 Esta es la parte de verdad que se halla contenida en las objeciones y ataques que se han dirigido a la teoría del acto de
gobierno por Michoud, "Des actes de gouvernement", Anuales de Grenoble, 1889 y Brémond, "Des actes de
gouvernement", Revue du droit public, vol. v, pp. 23 ss.; ver respecto de esta teoría, Hauriou, op. cit., 8* ed., pp. 82 ss.;
Duguit, Traite, vol. I, pp. 210 ss.; Jacquelin, Príncipes dominants du contentieux administranf, pp. 297 ss.
4 Ducrocq, op. cit., 7* ed., vol. i, p. 88: " L a fórmula que nos parece exacta consiste en no
484
reconocer carácter de decretos gubernamentales más que a aquellos que son ejecución directa de una disposición
formal de la Constitución. En el momento en que un decreto del Presidente de la República se dicta para la ejecución de
leyes distintas de las leyes constitucionales, debe negársete el carácter de los decretos gubernamentales y reconocer en
él un decreto administrativo."Idéntica fórmula en Le Courtois, Des actes de gouvernement, pp. 112 ss. Este criterio es el
único que proporciona una base firme a la distinción entre la administración y el gobierno.
Todas las demás definiciones de las dos funciones carecen de precisión y de eficacia jurídicas. Así, por ejemplo, la de
Hauriou, op. cit., 8* ed., p. 78: " E l gobierno tiene por función asegurar la centralización política, mientras que la
administración tiene por función ejecutar los servicios públicos". Igualmente la de Laferriére, op. cit., 2* ed., vol. I I , p.
38. Con mayor razón, las antiguas definiciones: "Gobierno en las escalas superiores del poder ejecutivo; administración
en las escalas inferiores," o, también: " E l gobierno es la cabeza, la administración es el brazo", carecen de valor jurídico.
485
posible admitir que una ley pueda limitar ese derecho fijando los casos en los cuales su
titular podrá o deberá usar de él.5 En todos estos aspectos, pues, la función
gubernamental aparece libre de la subordinación a las leyes.
5 Se ha hecho la objeción de que la disposición constitucional (art. 3 de la ley de 25 de febrero de 1875) que encarga al
Presidente de la República el nombramiento de todos los empleos civiles y militares, no es de ningún modo obstáculo
para que ciertas leyes regulen las condiciones, bien sea de este nombramiento, bien sea del ascenso o del cese. Esta
objeción carece de fundamento. Al decir que el Presidente nombra a los funcionarios y al no añadir que determina las
condiciones de su reclutamiento, se limitó la Constitución a confiarle únicamente un poder de elección y designación de
las personas. Por lo demás, las leyes siguieron predominando (Esmein, Éléments, 5* ed., pp. 623ss.; Duguit, Traite, vol. II,
p. 439). De ahí también la perfecta legitimidad de las decisiones jurisprudenciales que declaran admisibles los recursos
de nulidad por causa de extralimitación de atribuciones, formulados por funcionarios contra los decretos que lesionan
los derechos establecidos por las leyes con respecto a la propiedad de sus grados o títulos (Laferriére, op. cit., 2, ed., vol.
n, pp. 540 ss.). La Constitución de 1791 (tít. ni cap. iv, preámbulo, art. 2) , que concedía al rey el derecho de nombrar
para cierto número de empleos militares, decía ya que el rey no podría hacer estos nombramientos más que
"conformándose a las leyes respecto a los ascensos". Cf. Hauriou, op. cit., 8 ed., p. 80 n.
6 En esto se diferencia el acto de gobierno del acto de administración discrecional, el cual, incluso si ha sido realizado
por la autoridad competente queda sujeto al recurso por violación de forma o desviación de atribuciones. Los actos de
administración discrecional quedan, pues, sometidos en cierta medida al control jurisdiccional; los de gobierno sólo
dependen del control político del Parlamento (Jacquelin, op. cit., pp. 299 ss.J.
486
cláusulas de los tratados que se relacionan con los derechos privados de los ciudadanos
puedan interpretar las disposiciones dudosas de dichos tratados (ver sin embargo las
distinciones que a este respecto hace Brémond, loe. cit., pp. 50 ss. y Le Courtois, op. cit.,
pp. 177 ss.), no correspondiendo esa interpretación, en efecto, más que a la autoridad
gubernamental que negoció el tratado (ver respecto a estos puntos Lafarriére, loe. cit., vol.
II , pp. 47 ss.).
177. Del hecho de que la función gubernamental se libre de esta manera a la vez
de la necesidad de autorizaciones legislativas previas y de todo control constitucional, se
ha deducido que se encuentra fuera del régimen de la legalidad, y por consiguiente que
se diferencia radicalmente de la administración, la cual fué definida anteriormente como
una función que ha de ejercerse bajo el imperio y en ejecución de las leyes. Esta
oposición entre el gobierno y la administración ha sido particularmente acentuada por los
autores alemanes (ver, por ejemplo, O. Mayer, op. cit., ed. francesa, vol. I, p. 10) , que
sostienen que el gobierno queda fuera del concepto general de administración, y ello a
causa de que, a diferencia de la actividad administrativa, que se ejerce dentro de los
límites del orden jurídico del Estado, la actividad gubernamental no se halla contenida
dentro de esos límites y no está sometida al régimen de derecho. Pero esta doctrina se
basa en un equívoco y en una exageración.
contrario, es que no puede realizar ningún acto, aun a título de medida de gobierno, sin
haber recibido para ello poder de la Constitución. Si bien no se halla subordinada a
habilitaciones legislativas provenientes del órgano legislativo, la potestad gubernamental
sólo existe bajo la condición y dentro de los límites de las habilitaciones constitucionales.
Este es un extremo reconocido implícitamente hoy día por todos los autores. La
unanimidad de la doctrina y la misma jurisprudencia están de acuerdo para rechazar, por
inconciliable con el sistema moderno del Estado de derecho, la teoría por mucho tiempo
admitida que colocaba al criterio del acto de gobierno dentro de los móviles políticos en
los cuales se inspira, y que, por consiguiente, llevaba a decir que un acto, que en sí es
arbitrario, es decir, que no está autorizado por las leyes, puede convertirse en legítimo e
inatacable cuando ha sido realizado a título de acto de gobierno y con un f i n de
seguridad política o de salvaguardia de los intereses superiores del Estado (ver, en contra
de esta teoría del móvil: Laferriére, loe. cit.,
487
vol. II , pp. 33 y 3 4 ; Berthélemy, op. cit., 7* ed., pp. 101 ss.; Hauriou, op.til., 8' ed., p. 79;
Duguit, Traite, vol. I, pp. 211 ss.; Jacquelin, op. cit., pp. 365 ss.). Cualesquiera que fueren
la gravedad y la urgencia de las situaciones que pueden surgir en la práctica, la autoridad
que gobierna sólo puede hacerles frente por medios tomados del derecho establecido por
los textos vigentes, y en ningún caso puede arrogarse a sí misma poderes que
sobrepasan aquellos que para ella derivan del orden jurídico legal existente en el Estado.
De estos medios o poderes, unos se basan en simples leyes, y entonces los actos
realizados con ese fundamento entran plenamente dentro del concepto de ejecución de
las leyes, o sea de la administración. A falta de leyes, la autoridad gubernamental no
puede actuar sino con la condición de poder alegar a dicho efecto habilitaciones
constitucionales. Es por lo que ha podido afirmarse con razón que el acto de gobierno ha
de tener su fundamento en una disposición formal de la Constitución (Ducrocq, op. cit., 7*
ed., vol. i, p. 88; Le Courtois, op. cit., pp. 112 ss.; Cahen, op. cit., p. 332). ¿Significa esto
que se encuentre la función gubernamental elevada, por ello, a actividad l i b r e de la
necesidad de fundarse en el orden legal del Estado? De ninguna manera. Es evidente que
el gobierno se ejerce fuera de toda legalidad, si por legalidad se entiende el conjunto de
leyes que provienen del órgano legislativo propiamente dicho. Indudablemente también, al
gobierno no se le puede calificar como función ejecutiva en el mismo sentido que a la
administración, ya que no espera, para ejercerse, que las leyes ordinarias hayan conferido
a su titular una habilitación, sino que se ejerce por razón de habilitaciones contenidas en
la misma Constitución, las que, por lo mismo, son superiores a las leyes. Sin embargo, no
por ello la función gubernamental se desarrolla fuera del orden jurídico vigente, pues, a
decir verdad, es precisamente la Constitución, en la que se apoya el acto gubernamental,
uno de los factores esenciales, mejor dicho, la fuente fundamental de dicho orden jurídico.
En el derecho público francés, que distingue entre leyes constitucionales y leyes
ordinarias, se puede diferenciar debidamente el acto administrativo ordinario del acto
gubernamental, por cuanto aquél se funda en un poder simplemente legal, y éste en un
poder constitucional. Pero, en definitiva, tanto el uno como el otro quedan comprendidos
dentro del concepto general de administración lato sensu, o sea de actividad que se
ejerce de conformidad con el orden jurídico establecido en el Estado. Con más exactitud,
ambas clases de actos tienen como cualidad común que, tanto el uno como el otro,
derivan su derecho a la existencia de una ley superior — ley constitucional o ley
ordinaria—, por lo que el acto de gobierno aparece tam-
488
Bién como acto ejecutivo, en el sentido general que ha sido reconocido anteriormente a la
expresión "poder ejecutivo".7
7 Cf. Artur, op. cit., Revue du droit public, vol. X I I I , p. 222: " E l carácter inicial e independiente les falta a los actos de
gobierno. Poco importa la definición que se dé de los mismos. Los actos de gobierno están todos, en principio,
dominados por leyes y, en cierto sentido, son la aplicación de la ley a los hechos particulares."
Considérese en este sentido la profunda diferencia que se establece entre el sistema del derecho público
francés y el de las Constituciones monárquicas extranjeras, en lo que se refiere al origen y al fundamento de los poderes
de gobierno del jefe del Estado. En el sistema de las Constituciones monárquicas, el monarca realiza los actos de
gobierno en virtud de su propia potestad. Esto ocurre, por ejemplo, en las monarquías alemanas. Indudablemente, el
monarca, aquí también, se funda en la Constitución para ejercer sus atribuciones gubernamentales. Pero, por una parte,
esta Constitución es obra del monarca mismo, y por lo tanto el monarca saca de sí mismo, y no de una voluntad superior
a la suya, su habilitación constitucional para realizar tal o cual acto de gobierno. En el ejercicio de sus poderes
gubernamentales, el monarca no es ejecutor de ninguna otra voluntad habilitante que no sea la suya propia. Por otra
parte, los poderes de gobierno de los que se halla investido, a decir verdad, no son sino supervivencias de su antigua
potestad general y absoluta; e incluso establece la doctrina alemana, a este respecto, que el monarca conservó todo
aquello que no cedió él mismo por la Constitución que vino a limitar la monarquía. Igualmente, en Inglaterra, los
poderes del rey se fundan en su prerrogativa histórica y tradicional. Finalmente y en todo caso, es de observarse que, en
la monarquía, los poderes del jefe del Estado no pueden modificarse sino por vía de una revisión que necesita la sanción
real. En el sistema actual del derecho público francés, por el contrario, el Ejecutivo, sean las que fueren las facultades de
iniciativa y de libre apreciación inherentes a sus atribuciones llamadas de gobierno, no puede, a título gubernamental,
realizar más actos que aquellos para los cuales ha sido formalmente habilitado por una Constitución que es obra de los
elegidos por el país; no actúa sino en virtud, o sea en ejecución, de una voluntad superior a la suya. Más aún, esta
Constitución, aunque distinta en ciertos aspectos de las leyes ordinarias, se aproxima a estas últimas por cuanto su
mantenimiento o su cambio dependen de la voluntad de las Cámaras, a las cuales les basta poner de acuerdo sus
mayorías respectivas para ser capaces de realizar cualquier revisión proyectada por ellas (ver n9 482, injra). Una vez
decidida 1 a revisión, se efectuara por el personal parlamentario mismo; como dice Esmein (Éléments, 5' ed., p. 694), "el
poder constituyente que organizan las leyes constitucionales de 1875, en cuanto a sus elementos constitutivos, no
difiere del poder elgislativo ordinario; son los mismos senadores y los mismos diputados los que estatuyen por una y
otra parte, entrando en una nueva combinación y por un procedimiento particular para el ejercicio del poder
constituyente". Así pues, hasta para los actos de gobierno se vuelve a encontrar siempre, en definitiva, el sistema
general del derecho francés, por el cual no puede actuar el Ejecutivo sino mediante autorizaciones parlamentarias y en
ejecución de una voluntad previa del Parlamento.
Se llegaría a las mismas conclusiones al comparar, desde el punto de vista de los poderes de gobierno, la
situación del Ejecutivo francés con la del Ejecutivo estadounidense. En los Estados Unidos el Congreso no puede por su
propia voluntad modificar las competencias constitucionales del jefe del Ejecutivo, pues la revisión no depende allí
únicamente de las decisiones del órgano legislativo. Por lo tanto puede decirse que en Estados Unidos los poderes del
Presidente no solamente tienen carácter de poderes ejecutivos, o sea fundados en una habilitación recibida de las
Cámaras, sino que son verdaderos poderes de gobierno, poderes independientes que el Presidente recibe de una
Constitución superior a la voluntad parlamentaria. Idéntica observación puede hacerse para Suiza, con mayor fuerza
aún. Se ha comparado frecuentemente las
489
Tal vez se objete que, por lo tanto, la legislación misma podría quedar comprendida
dentro de la amplia definición de la administración, ya que también el poder legislativo se
funda en la Constitución. Pero este acercamiento entre el acto legislativo y el acto de
gobierno no estaría justificado. En efecto, conviene señalar una diferencia esencial entre
los poderes que la Constitución confiere respectivamente al órgano legislativo y a la
autoridad gubernamental. Por lo que se refiere al legislador, la Constitución, en realidad,
le reconoce un poder ilimitado tanto en lo que se refiere a las decisiones que pueda
tomar, como en lo relativo a los objetos a los cuales pueda extenderse su actividad. Por el
contrario, el acto de gobierno, por más que tenga carácter discrecional, no se funda en un
poder ilimitado, sino que se realiza en virtud de una autorización constitucional especial
que se refiere a un objeto determinado o a una categoría particular de atribuciones. El
acto de gobierno permanece, pues, comprendido, en suma, bajo el régimen de permisos
derivados del orden estatutario vigente.8 En cuanto a los actos legislativos, por el
contrario, la verdad
relaciones establecidas en Suiza entre la Asamblea federal y el Consejo federal con aquellas que el régimen
"convencional" consagrado por la Constitución francesa de 1793 establecía entre el cuerpo legislativo y el Ejecutivo de
entonces. Esta comparación se funda en el hecho de que no hay en Suiza, propiamente hablando, jefe del Ejecutivo; es
exacta en lo que se refiere al carácter colegial del Consejo federal y al nombramiento de sus miembros por la Asamblea
federal. Es cierto también que el Consejo federal, en muchos aspectos, queda subordinado a la Asamblea federal. Sin
embargo, el régimen federal suizo de organización y de funcionamiento del Ejecutivo difiere en muchos detalles del
régimen llamado convencional. Y sobre todo, debe observarse que el Consejo federal, respecto de las cámaras federales,
posee cierta independencia que proviene de que sus atribuciones constitucionales, tales como se determinan en el art.
102 de la Constitución federal, no se basan únicamente en la voluntad parlamentaria. En este aspecto el Consejo federal,
en sus relaciones con la Asamblea federal, tiene una situación más fuerte que aquella que le concede la Constitución
francesa de 1875 al Presidente de la República con respecto al Parlamento; pues la Asamblea federal carece del poder
de modificar por sí sola las atribucions del Consejo federal, y tampoco provienen de ella exclusivamente las
competencias que posee el Consejo federal. Las competencias del art. 102 son instituidas por una Constitución que es
ante todo obra del pueblo mismo, y también de los cantones. En Suiza, como en Estados Unidos, la condición especial en
que se halla el Ejecutivo proviene del hecho de que existe en estos dos países una separación del poder constituyente
que no se encuentra ya o que sólo subsiste débilmente en el parlamentarismo francés.
8 La posición en que se halla el Ejecutivo a este respecto es análoga a la que en Suiza está caracterizada por el
art. 84 de la Constitución federal. Dice ese texto que las cámaras federales "deliberan respecto de todos los objetos que
no se atribuyen a otra autoridad federal". Se infiere de esta fórmula que el Consejo federal, particularmente, sólo tiene
atribuciones esencialmente limitadas, por lo menos en cuanto a su número y en cuanto a su objeto (cf. la n. 7 del n9
165, supra): su competencia sólo puede hacerse extensiva a los actos o cometidos que le han sido positivamente
conferidos por un texto de la Constitución, o al menos por una ley federal. Cualquier decisión, cualquier acto, para los
cuales no exista un texto que habilite al Consejo federal para actuar por sí mismo, quedan por este solo hecho
reservados a la Asamblea federal (excepción hecha de las competencias atribuidas al Tribunal federal). La
490
restricción propuesta por diversos autores (Schollenberger, Bundesstaatsrecht der Schwciz, p. 243; Burckhardt, op. cit.,
2* ed., pp. 678 y 658), que interpretan el art. 84 en el sentido de que dicho texto no establece la competencia general
de la Asamblea federal más que para los objetos que necesitan una ley, es poco aceptable; pues el art. 84 carecería en
este caso de utilidad; es evidente que únicamente la Asamblea federal posee el poder legislativo y puede hacer una ley.
Implica el texto, por el contrario, que una ley o una resolución de la Asamblea federal es necesaria para cualquier objeto
que no entre dentro de la competencia concedida a otras autoridades federales. Así pues, la Constitución suiza, sin dejar
de establecer dos autoridades especiales, ejecutiva la una y la otra judicial, junto a la Asamblea federal, formula en favor
de esta última una presunción general de competencia (ver en este sentido Fleiner, Entstehung und Wandlung moderner
Staatstheorien, p. 10). Al ser éste el sentido del art. 84, puede decirse que el estado de cosas consagrado por la
Constitución francesa actual con referencia a los poderes del Ejecutivo podía haber sido expresado por los textos de
1875 en una fórmula análoga a aquella que aparece en el texto suizo. En efecto, se infiere del sistema constitucional de
1875 que cualquier atribución que no esté comprendida dentro de la ejecución de las leyes en vigor o que no haya sido
conferida al Ejecutivo por un texto de la Constitución misma, sólo puede ejercerse por las Cámaras, cuya competencia
presenta así carácter ilimitado. El Ejecutivo, por el contrario, sólo tiene las competencias que le han sido formalmente
conferidas por un texto; su actividad ha de apoyarse siempre en un texto que la legitime. Poco importa que dicho texto
esté contenido en la Constitución misma o en un acto legislativo; tanto en un caso como en otro, los poderes del
Ejecutivo deben tomar su origen en una prescripción anterior de las Asambleas; en este sentido tienen invariablemente
el carácter de poderes de ejecución.
Se desprende de estas observaciones que no existe, en derecho público francés, acto alguno que esté fundado
puramente en el imperium del Ejecutivo. La distinción romana entre el acto legitimus y el acto imperio continens, no
halla lugar en Francia. Cualquier acto de la autoridad ejecutiva se realiza sobre la base de un poder legal, bien se
produzca en virtud de una ley ordinaria o bien se realice en virtud de la ley constitucional. Es simpre legal, legítimo, y en
este sentido, ejecutivo de las leys. El dualismo romano (lex-imperium), que suponía dos potestades independientes,
podría concebirse actualmente en Francia si, como en Estados Unidos, el Parlamento y el Ejecutivo recibieran sus
respectivas competencias de una autoridad constituyente especial, superior y única, que creara por debajo de sí misma
el cuerpo legislativo y el gobierno, y que confiriera a cada uno de ellos su propia potestad, de tal modo que estableciera
así una franca separación de poderes. En Francia no existe actualmente esta clase de separación. El Parlamento mismo
constituye —en su unión, por cierto estrecha, con el cuerpo electoral— la suprema autoridad que, al ser dueña de la
Constitución misma, fundamenta todos los poderes, comprendido el suyo propio. En el Estado francés, no hay
competencia que no se ejerza en virtud y en ejecución de esta voluntad primera y superior del Parlamento. No existe
acto alguno que pueda hacerse en virtud de potestad distinta a la que deriva de las leyes, constitucionales u ordinarias,
dictadas por el Parlamento. La potestad del Ejecutivo no es, por entero y en todas sus manifestaciones, sino un poder
exlege, y los actos que proceden de esta potestad son en el fondo, y esencialmente, actos ex lege, legítimos y ejecutivos.
Una de las principales transformaciones realizadas por la Revolución en el derecho público francés consistió en
substituir, en todas partes, la ley al imperium, en el sentido de que el imperium ya rio es un poder paralelo al poder
legislativo e independiente de éste, sino que no es él mismo más que una competencia legal que sólo puede ejercerse
en virtud de la ley.
491
función libertada de las leyes contiene una exageración. Del hecho de que la autoridad
gubernamental recibe directamente de la misma Constitución ciertos poderes
discrecionales, no resulta que, de una manera absoluta, sea legibus soluta, ni que, en
todos aspectos, se halle por encima de las leyes. Un notable ejemplo de ello se encuentra
en materia de poderes diplomáticos del Presidente de la República. En principio, el art. 8
de la ley constitucional de 16 de julio de 1875 instituye al Presidente en órgano exclusivo
del Estado francés para Ias negociaciones internacionales y la ratificación de los tratados.
Ese texto enumera únicamente cierto número de tratados, especialmente importantes,
para los cuales la ratificación presidencial se subordina a la condición de un voto
favorable de las Cámaras. Pero los autores conciierdan en general en decir que la
enumeración proporcionada por el art. 8 es limitativa. Por lo tanto, según la opinión
común, el Presidente tiene así plenos poderes para negociar y ratificar, por sí solo, todos
aquellos tratados para los cuales no ha exigido el texto de referencia la intervención del
parlamento (Esmein, Éléments, 5* ed., p. 689; Michon, op. cit., pp. 228 ss.; Barthélemy,
Démocratie et politique étrangére, pp. 105 ss.). Así es como corresponde al Presidente
ratificar por su sola autoridad los tratados de orden puramente político, especialmente los
de alianza, lo que resulta, de una manera evidente, de la disposición del art. 8, que le
permite no comunicar a las Cámaras aquellos tratados que " e l interés y la seguridad del
Estado" mandan conservar en secreto. Es evidente, en efecto, que esa disposición se
refiere ante todo a los tratados políticos (Traite, vol. H, p. 477).
Así pues, parece desprenderse del art. 8 que el Presidente, como órgano del
Estado en las relaciones internacionales, tiene un poder general de decisión y de
reglamentación mucho más amplio y enérgico que aquel que le corresponde, en el
interior, como jefe de la administración. En la competencia de la administración interior
sólo puede dictar prescripciones y adoptar cualquier medida en ejecución de las leyes o
en virtud de habilitaciones legislativas; en los tratados que negocia con los Estados
extranjeros está capacitado para adoptar todas aquellas reglas o medidas que no están
comprendidas en alguno de los objetos reservados especialmente por el art. 8 al
conocimiento del Parlamento. El art. 8, pues, derogaría gravemente el sistema general de
la Constitución francesa, que en principio hace depender las iniciativas de las autoridades
administrativas de permisos o autorizaciones legislativas.
del Presidente entraña una primera y muy importante limitación, que, aunque no prevista
por el art. 8, se desprende de los principios generales del derecho público francés. Es
regla fundamental, en efecto, que
492
sólo el legislador puede aportar modificaciones a las leyes vigentes. Por la aplicación de
este principio, los autores (Esmein, ojo. cit., 5" ed., p. 686; Michon, op. cit., pp. 293 ss., cf.
pp. 222 ss.; Laband, op. cit., ed. francesa, vol. I I, pp. 485 ss.) están de acuerdo en admitir
—y se ha establecido la práctica en este sentido— que todo tratado que signifique cambio
o derogación de la legislación existente, o incluso refiriéndose simplemente a una materia
ya legislada, necesita una intervención del órgano legislativo.
Pero hay que ir más lejos aún. En virtud de los mismos principios, es lógicamente
necesario reconocer que el gobierno está obligado a solicitar de las Cámaras un voto
favorable para todos los tratados que, i cluso sin referirse positivamente a la legislación
formal vigente, tienden a engendrar y a hacer aplicables en Francia prescripciones o
reglas que el Presidente no podría dictar por su propia potestad en forma de reglamentos
administrativos internos; y se puede extender esta consecuencia de los principios
generales de la Constitución francesa, no solamente a las disposiciones de los tratados
que se refieren a los franceses en cualquiera de sus derechos individuales, sino también a
las que se refieren a los asuntos o servicios administrativos del Estado mismo, en cuanto
se tratara de adoptar por tratado medidas internas de administración que no estuvieran
comprendidas dentro de los poderes ejecutivos ordinarios del Presidente. Por lo menos,
se ha observado que tratados de esta índole no pueden tener eficacia en Francia, es
decir, ser ejecutados allí, sino a condición de que las Cámaras, por una ley, hayan
transformado sus cláusulas en reglas internas de derecho francés o dictado a título
interno la adopción de las medidas que sus estipulaciones imponen al Estado francés,
(Michon, op. cit., pp. 293 ss., 299 y 304; cf. Laband, loe. cit.). Sin embargo, la reserva así
formulada no sería aún suficiente. Por lo que concierne a los tratados cuyas cláusulas
sobrepasan o exceden a los poderes de reglamentación interna del Ejecutivo, no podría
bastar solicitar del Parlamento, después de la ratificación del tratado, una ley que implante
en Francia las reglas o medidas adoptadas por el tratado, sino que la verdad es que debe
el Ejecutivo, para semejantes convenciones internacionales, proveerse de la autorización
del Parlamento con anterioridad a la ratificación, no pudiendo ésta tener lugar en tal caso
sino mediante una votación previa de las Cámaras. Esta nueva limitación tiene entonces
por objeto restringir considerablemente los poderes, tan amplios en apariencia, que
confiere el art. 8 al Presidente en materia diplomática; significa que, a pesar de su
cualidad de representante del Estado francés en el exterior y a pesar también de la
competencia general que parece atribuirle el art. 8, el Presidente, en definitiva, no puede
por su propia potestad imponer a Francia, por vía de obligación internacional, ninguna
493
9 La regla enunciada en términos generales por el art. 8 debe interpretarse, pues, con prudencia. Parece más exacta la
fórmula empleada por la Constitución del Imperio alemán, en nu nrt. 11: '"Cada vez que los tratados con las potencias
extranjeras se refieren a materias que «ni de la esfera de la legislación, no pueden ser resueltos (por el Emperador) si no
es con el iiNi'ntimicnto del Bundesrat, y su validez queda subordinada a la aprobación del Reichstag" (ver respecto a este
texto Laband, op. cit., ed. francesa, vol. n, pp. 485ss.). Ahora bien, según rl derecho francés, la esfera de la legislación
comprende todos aquellos actos o decisiones que mi se producen en ejecución de las leyes o en virtud de un poder
atribuido de manera expresa a la autoridad ejecutiva por la Constitución. Incluso admitiendo, según la letra del art. 8,
querldo Presidente de la República haya sido habilitado por la Constitución para negociar y ratificar por sí solo los
tratados a que antes se hace referencia, siempre sería cierto que nada en la
Constitución lo autoriza a promulgar las disposiciones de estos tratados como reglas aplicables ni Francia, ni a dictar
administrativamente las medidas adecuadas para asegurar su ejecución en Francía (cf. respecto de la interpretación del
art. 8, Jéze, " L e pouvoir de conclure les frailes internationaux", Revue du droit public, 1912, p. 320; ver también la n. 14
del n' 406, infra).
En resumen, y contrariamente a la primera impresión que se desprende de la lectura del II rt. 8, se puede decir que el
régimen francés actual de negociación de los tratados se aproxima bastante al que establece para esta misma materia la
Constitución federal suiza. Esta, aunque encarga (art. 102-8") al Consejo federal de representar a la Confederación suiza
en las relaimies internacionales y de perfeccionar en nombre de Suiza en las relaciones internacionales y de perfeccionar
en nombre de Suiza los actos concertados con los Estados extranjeros, especifica (art. 85-5°) que "las alianzas y los
tratados" dependen de la competencia de la Asamblea federal. Se pudo discutir en Suiza respecto al punto de saber si la
fórmula del art. 85 implica que la ratificación de los tratados queda reservada a la Asamblea federal misma, o si significa
Himplemente que el Consejo federal sólo puede proceder a su ratificación después de haber sido habilitado para ello
por una resolución de dicha asamblea que apruebe el tratado (verrespecto a esta cuestión Bossard, Das Verhaltniss
zwischen Bundesversammlung und B undesrat, tesis, Zurich, 1909, pp. 106 ss.). Pero, en todo caso, es evidente que
todos los tratados sin excepción deben someterse a la Asamblea federal, de cuya superior voluntad dependen; al menos
así ocurre cada vez que el tratado, por su naturaleza, puede originar obligaciones a cargo de Suiza (Burckhardt, op. cit.,
2* ed., pp. 689-ssJ. Partiendo de estas consideraciones, muchos autores han creído poder establecer, en esta materia,
una oposición claramente señalada entre Suiza, donde la Constitución, en principio y de un modo general, subordina la
formación de los tratados a una decisión de la Asamblea federal, y Francia, donde, dícese, la "regla general" (Esmein,
Éléments, 5' ed., pp. 687 y 689) es la de que corresponde únicamente al Ejecutivo negociarlos y ratificarlos, fallando
solamente esta regla general, por excepción, para aquellas categorías de tratados limitativamente enumerados en el art.
8. Por resuelta que se halle en
apariencia la diferencia entre las fórmulas empleadas a este respecto por la Constitución suiza v la Constitución
francesa, el distanciamiento real entre ambos regímenes está, sin embargo, muy lejos de ser tan considerable como se
ha dicho; pues la enumeración en términos limi
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tativos del art. 8 se dictó, en el fondo, por un principio que constituye a su vez una regla constitucional general, a saber:
que el Ejecutivo no puede por sí solo regular por vía de convención internacional aquello que no podría regular por vía
de decretos internos sin una habilitación del Parlamento. Y el alcance de aplicación de este principio establecido por la
segunda parte del art. 8 es tan amplio que la supuesta "regla general" contenida en la primera parte del texto se ve
rechazada y restringida, en cuanto a la extensión de su eficacia, hasta el punto de no constituir ya sino una excepción o
poco menos. Parece con esto que en definitiva la voluntad de las Cámaras, al manifestarse por la vía de decisiones
habilitantes, es preponderante en materia de tratados, tanto en Francia como en Suiza. Pues, a decir verdad, el Ejecutivo
francés no puede prescindir correctamente de la autorización parlamentaria para la ratificación de los acuerdos
concertados con el extranjero más que en el caso en que el objeto de estos acuerdos entre dentro de la categoría de los
objetos para los cuales ya posee el Ejecutivo, en virtud de las leyes existentes, un poder ejecutivo de libre decisión y
reglamentación. Por eso la única diferencia realmente clara entre el régimen suizo y el régimen francés consiste en que,
al menos con respecto a los objetos de la categoría especial que acaba de indicarse, la Constitución francesa deja al
Ejecutivo la facultad de concertar y ratificar tratados con los Estados extranjeros sin la intervención de las Cámaras,
mientras que en Suiza parece desprenderse de los términos absolutos del art. 85-5* que, incluso para los asuntos
confiados al Consejo federal por los textos vigentes, no puede éste concertar definitivamente un acuerdo internacional
sino a condición de obtener a dicho efecto una decisión favorable de la Asamblea federal. La competencia interna del
Consejo federal no logra, pues, en tal caso, reaccionar sobre la impotencia esencial de esta autoridad para obligar a
Suiza por su propia voluntad, por vía de tratados (Burckhardt, loe. cit., p. 690; ver sin embargo en Bossard, op. cit., pp.
115 ss., las pretensiones emitidas en sentido contrario por el Consejo federal). En cuanto a las alianzas, se verá después
(n° 300, in fine) que a causas políticas más bien que a razones jurídicas es a lo que hay que referir las diferencias
susceptibles de señalarse en esta materia entre lo que pasó en Francia desde 1875 y aquello que es regla absoluta en
Suiza, donde el art. 85-5' reserva de un modo expreso a la Asamblea federal la facultad de estatuir respecto de
semejantes acuerdos. Se desprende de estas observaciones que, para gran número de tratados, se reduce la libertad de
acción del Ejecutivo francés, en realidad, a la facultad de tomar la iniciativa de su negociación y de su conclusión. Bajo
este aspecto, al menos, posee el Ejecutivo, según el art. 8, un poder que sólo a él le corresponde. A diferencia de las
leyes, cuya iniciativa es conferida por la Constitución de 1875 conjuntamente al Presidente de la República y a las
Cámaras, la negociación de las reglas a introducir en Francia por vía de convención internacional y, por consiguiente
también, la iniciativa de su redacción, tanto en la forma como en el fondo, dependen únicamente de la actividad del
Ejecutivo. No .parece que la Constitución haya dejado a las Cámaras la posibilidad de redactar por sí mismas, por medio
de proyectos divididos en artículos, las cláusulas de los acuerdos a negociar con los Estados extranjeros. A lo más
podrían las Cámaras, mediante una resolución referente a un objeto determinado, invitar al Ejecutivo a que entable
conversaciones, respecto a ese objeto, con los Estados extranjeros, indicando, a título de orientación general, aquellas
medidas cuya adopción les pareciera útil. En esto ejercerían una facultad análoga a la que las Constituciones de 1791
(tít. m, cap. m, sec. 1', art. 1") y del año I I I (art. 163) concedían al rey y al Directorio en materia legislativa y que la
Constitución de los Estados Unidos (cap. n, sec. 3, art. 1°) reconoce para esta misma materia al Presidente de la Unión.
495
Por lo demás, es muy útil e interesante señalar las condiciones y las formas en las
que el gobierno somete a examen de las Cámaras los tratados para los cuales se exige
una votación favorable del Parlamento, bien expresamente según el art. 8, bien
implícitamente según los principios fundamentales generales del derecho constitucional.
La forma usual de consulta al Parlamento, respecto de los tratados, consiste en solicitar
de las Cámaras la votación de una ley que diga lo siguiente: " E l Presidente de la
República queda autorizado para ratificar y, si es necesario, hacer ejecutar la
convención". Así pues, las Cámaras no toman parte directamente en la ratificación, que
queda como atribución y acto exclusivamente presidencial. Más aún, ni siquiera conceden
una aprobación propiamente dicha al tratado, ya que para una aprobación sería suficiente
una simple resolución, que no estuviera redactada en forma de ley y se limitara a
atestiguar que el Parlamento está de acuerdo con el gobierno. Pero el cometido preciso
de las Cámaras consiste, en esto como en otras cosas, en emitir una ley (cf. reglamento
del Senado, art. 73; de la Cámara de los Diputados, art. 32) ; y el objeto especial de esta
ley es conceder al jefe del Ejecutivo una autorización,10 o sea conferirle la facultad de
adoptar, por
10 Así pues, resulta esencial observar que el tratado autorizado por las Cámaras es exclusivamente obra del Presidente.
Indudablemente, las Cámaras concedieron al Presidente la autorización para ratificar por medio de una ley. Pero dicha
ley no tiene por objeto ratificar por i-í misma el tratado, sino que se limita a habilitar al Presidente para realizar el acto
de ratificación, o sea a hacerlo por sí solo. Se infiere de aquí que dicho acto no es un acto legislativo y que el tratado
mismo no es una ley, del mismo modo que no sería una ley el decreto emitido por el Presidente en ejecución de una ley,
o sea mediante habilitación legislativa. Pero la ratificación del tratado y el tratado mismo siguen siendo, uno y otro, un
acto puramente administrativo; el acto es administrativo porque tiene por verdadero autor una autoridad administrativa
y porque está hecho en ejecución de una ley (cf. Lafferriére, op. cit., 2* ed., vol. 11. pp. 50 y 51; Esmein, Éléments, 5' ed.,
pp. 688 y 689; David, De Vinterprétation des traites diplomatiques, tesis, Nancy, 1909, pp. 51 ss. De aquí surgen
consecuencias importantes, bien en cuanto al punto de saber si el Presidente autorizado a ratificar tiene obligación de
proceder a dicha ratificación, bien por cuanto se refiere a saber en qué condiciones podrá, en lo sucesivo, denunciar el
tratado que fué autorizado a ratificar (cf. E. Pierre, Traite de droit politique, electoral et parlementaire, suplemento, n°
547). Pero, por otra parte, habiendo sido autorizado
496
el tratado por el legislador, podrá derogar las prescripciones de las leyes vigentes, así como originar en Francia nuevas
reglas, referentes al derecho de los ciudadanos o a otros objetos; y en virtud de los términos de la ley de autorización,
podrá adoptar igualmente el Presidente, por vía de decretos posteriores, aquellas medidas que tengan por objeto
asegurar la ejecución del tratado ratificado.
11 Según algunos autores (ver sobre todo Laband, op. cit., ed. francesa, vol. II pp. 437 ss., 449 ss., 484 ss.)
conviene lógicamente distinguir, con relación a la validez y a la eficacia de los tratados, condiciones de dos clases.
Unas se refieren a la formación del tratado, desde el punto de vista internacional, y se trata de saber en qué forma se
origina el tratado, como convención que crea un lazo de derecho obligatorio entre los Estados contratantes, y en
particular qué órganos tienen competencia constitucional para tratar en nombre del Estado en las relaciones
internacionales y para obligarlo con respecto a las potencias extranjeras. Una segunda serie de condiciones se refiere
a la cuestión de la ejecución del tratado, desde el punto de vista del derecho público interno del Estado obligado; se
trata ahora de saber cuál es, en el interior de dicho Estado, es decir, para sus subditos o también para sus autoridades
administrativas, el valor obligatorio de las disposiciones que contiene el tratado definitivamente concertado con
Estados extranjeros. ¿Poseen las cláusulas del tratado, en el interior del Estado, valor y fuerza imperativa de
prescripciones obligatorias, por el solo hecho de que el tratado haya sido concertado regularmente por el órgano que
tiene la facultad de obligar al Estado desde el punto de vista internacional? ¿O habrá de ser necesario, para que
adquieran dicho valor, que sean dictadas por sus sórganos legislativos u otros como leyes o prescripciones internas de
dicho Estado?
Algunas Constituciones separan claramente, en esta materia, los puntos de vista internacional e interno. Así,
por ejemplo, en Inglaterra, el monarca, en principio, se halla investido del completo poder de representar al Estado en
el exterior y de concertar por sí solo todos los tratados. Pero, por otra parte, es igualmente un principio de derecho
público inglés que el rey no puede, por su única voluntad y sin el concurso de las Cámaras, ni introducir un cambio en
la legislación del país, ni modificar el derecho aplicable a los particulares, ni imponer nuevas cargas financieras al
Estado. Por consiguiente, las cláusulas de los tratados concertados por la Corona que entrañen semejantes efectos no
pueden tener ejecución interna en Inglaterra si no es por medio de un acto legislativo del Parlamento. La colaboración
de las Cámaras, si bien no es necesaria de ningún modo para la conclusión de los tratados, es sin embargo
indispensable para la ejecución de algunos de ellos. Lo mismo ocurrió en Francia durante el imperio de las Cartas:
según el art. 14 de la Carta de 1814 y el art. 13 de la de 1830, el poder de concertar y ratificar los tratados residía de
modo ilimitado y exclusivo en el rey, pero en virtud de los
arts. 15 y 48 de la primera Carta y de los arts. 14 y 40 de la segunda, cuando la ejecución del tratado implicaba, bien
sea una modificación en las leyes vigentes, bien una creación de impuesto, era necesaria una ley consentida por las
Cámaras para que fuera posible dicha ejecució
497
179. Con este ejemplo referente a los tratados se ve que de ninguna manera es exacto
pretender que los actos de gobierno no entran dentro de la definición ejecutiva de la
administración o se hallan relevados de la obligación de respetar las leyes. En definitiva,
el acto de gobierno sólo puede realizarse en virtud de un permiso de la Constitución.
Además, cada
(Michon, op. cit., pp. ñOss., lOOss., 3l0ss.). Actualmente, en el Imperio alemán, se desprende, HÍ no de la Constitución
misma, al menos por la práctica que se ha establecido de hecho,ipil' rl Emperador, por sí solo, tiene plena cualidad
para representar al Imperio en las relaciones internacionales, y que el cometido, bien sea del Reichstag, o incluso del
Bundesrat, por lo que se se refiere a los tratados para los cuales el art. 11 antes citado exige la intervención de de
dichas asambleas, consiste únicamente en darles, bien la aprobación o también la sanción que son necesarias, desde
el punto de vista interno, para su ejecución. Esta es, por lo menos, la opinión que sostiene Laband (loe. cit., vol. n, pp.
461 ss., 471 ss., 487 ss.). Igualmente también, en los Estados Unidos, no puede el Presidente, en verdad, concertar y
ratificar tratados si no i's con el asentimiento del Senado, y la validez incluso internacional del tratado queda
subordinada a dicho asentimiento. Sin embargo, la Cámara de los representantes no tiene que desempeñar ningún
papel en la conclusión del tratado y la necesidad de su intervención no llega n sentirse sino en el caso de que sea
necesaria una ley. en razón del contenido del tratado, para isrgurar su ejecución en el interior de la Unión.
Así pues, desde el punto de vista jurídico, parece posible y hasta lógico establecer la dislineión entre la
conclusión o firma de los tratados, cuyo objeto propio es el de regular relaciones internacionales y cuyo efecto preciso
se descompone en una simple promesa hecha al exterior, y la ejecución de dichos tratados, que es cosa de derecho
interno y de reglamentación nacional, que se refiere a las autoridades y a los subditos del Estado que ha prometido
(ver sin embargo la n. 26 del n° 82, supra). Por consiguiente, es natural pensar también que, en derecho, se requieren
condiciones diferentes para la validez internacional de los tratados, por una parte, y por otra parte para su eficacia en
el interior de los Estados interesados. Esta distinción ha sido sostenida, además, por una consideración práctica, sobre
la que Laband (loe. cit., vol. I I , pp. 462 ss.; ver también Michon, op. cit., pp. 490 ss.) ha insistido vivamente. Este
autor, en efecto, hace notar que la necesidad de una votación legislativa de las Cámaras con relación a los tratados
concertados por el jefe del Estado depende de la situación actual de la legislación interna del país. Si esa votación,
pues, que constituye una condición de ejecución interna, fuera también una condición de validez internacional del
tratado, los gobiernos extranjeros con los cuales los tratados se negocian, habrían de dedicarse a averiguaciones muy
complicadas para comprobar, en relación con cada una de las cláusulas del tratado, si las reglas que dichas cláusulas
entrañan dependen de la potestad legislativa del Estado que se obliga, o si el jefe de dicho Estado es competente para
decretarlas por sí solo. Esto constituiría una fuente de dificultades e incertidumbres, que paralizarían las
transacciones internacionales. Importa, pues, que en las relaciones internacionales el jefe del Estado se halle
investido por la Constitución de plenos poderes para concertar los tratados y para ratificarlos, de modo que los
Estados extranjeros puedan contar con certeza con la validez de las obligaciones tomadas por el Estado que
representa en el exterior.
Sin embargo, el sistema que acaba de ser expuesto presenta, desde el punto de vista práctico un peligro
muy serio. En efecto, en el caso de que la ejecución del tratado necesite un acto de legislación interna puede ocurrir
que dicho tratado, después de haber sido concertado a título definitivo por el jefe del Estado, en virtud de su poder
absoluto de representación exterior, se vea desaprobado después por las Cámaras, pudiendo ocurrir entonces que
éstas se nieguen a erigir las cláusulas adoptadas por medio de un tratado en reglas de legislación interna.
498
Esta situación, que constituye la no ejecución por el Estado de las obligaciones contraídas formalmente por su
representante titulado con respecto a potencias extranjeras, puede originar entonces, para dicho Estado, importantes
complicaciones diplomáticas.
Esta objeción de orden práctico tiene también un alcance jurídico: revela el vicio jurídico del sistema que
pretende separar las dos cuestiones de la validez externa de los tratados y la ejecución interna de los mismos. En
efecto, como ha demostrado claramente Jellinek (Gesetz und Verordnung, pp. 347 ss.; cf. Unger, "Ueber die Gültigkeit
von Staatsvertrágen", Grunhut's Zeitschrift, vol. vi, pp. 349 ss.), un jefe de Estado, como represéntate del Estado en el
exterior, no puede válidamente contraer por tratado sino aquellas obligaciones que puede cumplir por su sola
voluntad y potestad. Si la ejecución de las cláusulas del tratado depende de la voluntad
de otro órgano, por ejemplo del cuerpo legislativo, no es posible decir jurídcamente que el jefe del Estado, a quien
corresponde la facultad de negociar las cláusulas y establecer los términos de las mismas, tiene también en esto el
poder de obligar al Estado con respecto a las potencias extranjeras, pues la promesa hecha por dicho jefe de Estado a
las potencias contratantes sólo tiene un valor condicional, quedando su eficacia subordinada a la condición —por lo
menos resolutoria— de que las Cámaras voten las prescripciones o medidas estipuladas por el tratado. Para que el
jefe del Estado pueda obligar a éste, al Estado, en el exterior, sería necesario que tuviese en el interior la potestad de
obligar, por el tratado que ratifica, a los órganos que habrán de ordenar la ejecución de dicho tratado. Pero carece de
esta potestad interna. Por estas diversas razones hay que deducir la conclusión, con un segundo sistema, de que la
validez de los tratados no es susceptible de división y que un tratado no puede ser
válido desde el punto de vista internacional si ha de permanecer amenazado de invalidez en el interior. La doctrina
que pretende que el Estado queda obligado en el exterior por las promesas de su jefe, mientras que los órganos
estatales no lo están en el interior, lleva nada menos que a romper la unidad del Estado. El razonamiento por el cual
se esfuerza Laband en separar en esta materia el punto de vista internacional y el punto de vista constitucional o
interno, peca en lo demás por su base; pues ¿de dónde obtiene el jefe del Estado el poder de representar al Estado en
el exterior y obligarlo por vía de tratados? Recibe este poder únicamente de la Constitución. Luego también sólo lo
tiene en la medida y bajo las condiciones fijadas por el acto constitucional. Por consiguiente, en el momento en que la
Constitución hace depender la ejecución del tratado, en el interior, de la voluntad de órganos distintos del jefe del
Estado, ya no puede decirse que este último tenga constitucionalmente un verdadero poder de obligar al Estado a
título internacional. Con mayor razón, estas consideraciones han de ser decisivas en un país como Suiza, donde la
Constitución federal, al mismo tiempo que deposita en el Consejo federal el poder de representar a la Confederación
en el exterior y de firmar en nombre de
ésta los arreglos concertados con los Estados extranjeros (art. 102-8'), especifica por otra parte (art. 85-5') que las
alianzas, y de un modo .general todos los tratados, dependen de la competencia de la Asamblea federal. Algunos
autores (Burckhardt, op. cit., 2" ed., pp. 687ss.; Bossard, op. cit., pp. 106 ss.) han interpretado estos textos en el
sentido de que, no solamente se limita el cometido de la Asamblea en esta materia a autorizar al Consejo federal para
que ratifique por sí mismo (lo que excluye a la Asamblea del poder de ratificación propiamente dicha), sino además
que el tratado que hubiese ratificado indebidamente el Consejo federal sin que éste se hubiese provisto previamente
de la habilitación de las Cámaras no dejaría por
499
tratados, inmediatamente restringe dicho poder (art. 8 antes citado), por lu necesidad de
requerir de las Cámaras una autorización legislativa para la ratificación de la mayor parte
de los tratados.
Algunos utores insisten, sin embargo, alegando que, a diferencia del aelo de
administración, que incluso cuando es discrecional, continúa sien-
eso de ser obligatorio para Suiza, y esto, dícese, por el motivo de que, sean las que fueren desde el punto de vista
interno las responsabilidades constitucionales asumidas en tal caso por el Consejo federal en relación con la
Asamblea, dicho Consejo federal no dejaba de hallarse capacitado para obligar a la Confederación en las relaciones
internacionales. Pero esto es precisamente lo que parece imposible admitir, pues desde el momento en que la
Constitución formula de manera expresa, en principio, que los tratados son de la competencia de la Asamblea, no en
comprende cómo podría sostenerse aún que el Consejo federal conserva el poder, por sí solo, de obligar a Suiza con
respecto a los Estados extranjeros (ver a este respecto Blumer-Morel, Uandbuch des schweiz. Bundesstaatsrechts, 2"
ed., vol. m, p. 349; Schollenberger, Kommentar dcr schweiz. Bundesverfassung, p. 164).
La Constitución de 1875 establece el sistema que se acaba de sostener. En efecto, con referencia a los
tratados que subordina a una votación parlamentaria, el art. 8 de la ley de 16 de julio especifica que sólo "son
definitivos después de haber sido votados por ambas Cámaras". Esta misma fórmula implica que el asentimiento de
las Cámaras es necesario para la perfección del tratado desde el punto de vista internacional, y no solamente para su
eficacia desde el punto ile vista interno (Michon, op. cit., p. 199 ss., 202 ss.). Así, si el Presidente de la República
ratifica un tratado sin la autorización de las Cámaras, en el caso de que dicha autorización fuese necesaria, comete un
acto irregular y no puede obligar al Estado francés (Barthélemy, op. cit., p. 119). Evidentemente, según el art. 8, el
poder de negociar y de ratificar los tratados reside únicamente en el Presidente, en el sentido de que dicho Presidente
es, como dice Esmein (Éléments, 5* ed., p. 688), " l a única autoridad que entra en relación jurídica con las naciones
extranjeras para la negociación de los tratados". Esto ocurre también en los Estados Unidos, donde sin embargo la
Constitución declara formalmente que la ratificación de los tratados depende del asentimiento del Senado. Pero si
bien las Cámaras no toman parte directa en la ratificación de los tratados, al menos las potencias extranjeras que
contratan con Francia están prevenidas por el art. 8 de que, según la Constitución francesa, el tratado ratificado por el
Presidente sólo adquiere valor "definitivo", incluso por lo que a ellas se refiere, a condición de haber recibido la
aprobación de las asambleas.
Ahora bien, ¿no resulta de esto una causa de incertidumbre y una amenaza de invalidez del tratado para el
Estado extranjero, quien, después de que dicho tratado haya sido ratificado por el Presidente, podrá verlo vetado por
la negativa de asentimiento de las Cámaras francesas? No precisamente, pues esta amenaza queda atenuada por el
hecho de que, por otra parte, el art. 8, al subordinar la perfección internacional de ciertos tratados a una votación
parlamentaria, impone por este mismo hecho al Presidente de la República, de un modo simplemente implícito pero
sin embargo indiscutible, la obligación constitucional y el deber jurídico de no proceder a la ratificación de estos
tratados sin haberse asegurado antes de la conformidad del Parlamento (cf. Michon, op. cit., pp. 202 ss., 492 ss.;
Laband, loe. cit., vol. I I , pp. 460 y 483).
Esta es también la interpretación que, conforme a los precedentes nacidos de la Constitución de 1848 (art. 53) y
puestos de nuevo en vigencia desde 1871, prevaleció en la práctica parlamentaria después de 1875. Esta práctica, que
consiste en someter a las Cámaras un proyecto de ley que entraña la autorización, para el Presidente, de ratificar el
tratado una vez que haya sido concertado, se basa en la idea de que la petición de autorización presentada por
500
do objeto de ciertos recursos, por ejemplo por causa de desviación de poder, el acto de
gobierno, por el contrario, no solamente es un acto arbitrar i o , sino también un acto
contra el cual no puede entablarse recurso por ninguna vía jurisdiccional y por ningún
motivo (Jacquelin, op. cit., pp. 299 ss.). Así pues, el Consejo de Estado no podría
realmente conocer de la regularidad de los decretos de aplazamiento de las Cámaras o
de disolución de la Cámara de Diputados; asimismo, los actos diplomáticos están exentos
de todo recurso ante cualquier tribunal (Laferriére, op. cit., 2* ed., vol. I I , p. 422). Si bien
es verdad que la institución del recurso contencioso constituye la garantía misma de la
legalidad de los actos admi-
gobierno a las Cámaras ha de preceder naturalmente a la ratificación presidencial, ya que la habilitación legislativa
forma jurídicamente la condición de la perfección del tratado. Por otra parte, se infiere de los principios mismos que
establece el art. 8 que debe aplicarse dicho procedimiento no solamente a los tratados enumerados en el texto, sino
también a todos aquellos que exigen para su ejecución un acto legislativo. Esto ha sido impugnado, por lo que
respecta a estos últimos, apoyándose en la letra del art. 8 (Michon, op. cit., pp. 299 ssj, pero debe sin embargo
admitirse, incluso por lo que a ellos se refiere, por razón del sistema general establecido por el art. 8, ya que dicho
texto implica lógicamente que la intervención parlamentaria, cada vez que es indispensable para asegurar al tratado
su valor definitivo, debe producirse con anterioridad a su ratificación por el Presidente. Gracias a esta forma de
proceder, las potencias extranjeras con las que el Presidente cambia las ratificaciones de los tratados tienen
normalmente el derecho de creer que el jefe del Ejecutivo francés ha obrado de conformidad con las exigencias de la
Constitución francesa.
Esta seguridad, sin embargo, no es absoluta. Hay que convenir, en efecto, en que el sistema del art. 8, tal
como acaba de ser descrito, deja subsistir un resquicio de dificultades diplomáticas en el caso en que el Presidente,
sin consultar a las Cámaras, hubiera concertado y ratificado un tratado cuyo contenido consideró como dependiente
de su propia competencia, mientras que, según la opinión posterior de las asambleas, algunas cláusulas del tratado
necesitaban la votación parlamentaria. Cuando el gobierno se equivocó así respecto de la extensión de sus facultades
constitucionales, la convención carece de validez internacional. Pero esto no es lo bastante para sostener, como lo
han hecho algunos autores (Michon, op. cit., p. 201), que deberían los tribunales, si dicha convención se invocara ante
ellos, tenerla por nula y rehusar su aplicación. Aquí es donde vuelve a presentarse la teoría del acto de gobierno.
Según esta teoría los tribunales no tienen por qué apreciar la validez de los tratados regularmente promulgados, así
como no han de comprobar la constitucionalidad de las leyes. Unicamente las Cámaras podrían suscitar dicha nulidad
y obligar al gobierno a abrogar mediante nuevo decreto el derecho de promulgación que hizo ejecutivo en el interior
la convención indebidamente ratificada por el Presidente sin habilitación legislativa.
De hecho se ha observado en diferentes ocasiones (Esmein. Éléments, 5* ed-, p. 693; Barthélemy op. cit., pp.
136 ss.) que las Cámaras ejercen sin gran energía sus prerrogativas referentes a la autorización para ratificar los
tratados. La opinión antes expuesta (pp. 492 ss.), según la cual el Presidente sólo puede hacer por tratados aquello
que pudiera hacer por reglamentos. no aparece realmente confirmada por la práctica parlamentaria. Es que aquí,
precisamente, el fenómeno es el mismo que en materia de reglamentos (ver n' 228, infra): las Cámaras dejan pasar
cierta clase de tratados por las mismas razones que, a veces, dejan pasar disposiciones reglamentarias respecto de las
cuales, en principio, hubiera sido necesaria una habilitación legislativa.
501
niatralivos, la ausencia de dicho recurso en lo que se refiere a los actos de gobierno ¿no
parece implicar que dichos actos se encuentran fuera del régimen de la legalidad? Esta
conclusión, aunque ampliamente justificada, peca de exageración. Bien es verdad que los
particulares no poseen individualmente medios jurídicos que les permitan atacar, por
causa de ilegalidad, los actos de gobierno. A este respecto el acto de gobierno está, lo
mismo que el acto legislativo, por encima de la legalidad. Pero, por otra parte, existe entre
estas dos clases de actos la diferencia esencial de que, en ausencia de todo órgano
constituido que sea superior a las Cámaras, no existe ningún medio de mantener al poder
legislativo dentro de la legalidad, mientras que la autoridad ejecutiva se encuentra
subordinada, incluso en el ejercicio de sus prerrogativas gubernamentales, al control
superior del Parlamento y a las responsabilidades que pesan sobre los ministros. A falta
de medios jurisdiccionales propios de los administrados, existen pues, por lo menos,
ciertos medios constitucionales que permiten influenciar a la autoridad gubernamental y
contenerla hasta cierto punto dentro del respeto a la legalidad.
SECCION I I I
REGLAMENTOS ADMINISTRATIVOS
Así es como los tratados de derecho público distinguen con especial cuidado,
entre los decretos del Presidente de la República, actos de dos clases:
1 Ver jor ejemplo el título de la obra de Moreau: "Le reglement administratif". Hauriou op. cit., 8* ed., pp.
36 y 1012) emplea también por momentos dicha expresión. Se puede argumentar en el mismo sentido respecto al
término técnico "reglamento de administración pública".
503
la ley, estatuyen por vía de disposición general, de modo que rigen abstracta e
impersonalmente todos los casos y todos los individuos a que su parte dispositiva
concierne. Lo mismo que la ley también, el reglamento puede dictar reglas de derecho
individual, es decir, engendrar en provecho o a cargo de los ciudadanos derechos y
obligaciones. En segundo lugar, losreglamentos, ante los tribunales, tienen la misma
fuerza y el mismo valor que las leyes. Se aplican e interpretan por los jueces de la misma
manera que ésta. Incluso la violación de un reglamento por una decisión judicial puede,
como la violación de una ley, causar un recurso de casación, igualmente la violación de
un reglamento por un acto administrativo da lugar a un recurso de nulidad contra dicho
acto ante el Consejo de Eslado, estatuyendo a título jurisdiccional. Finalmente, el
reglamento, como la ley, es susceptible de una sanción penal. Una sanción de este
género está escrita en el art. 471-15' del Código penal, que de una manera general se
aplica a todas las contravenciones a los reglamentos de policía, al menos en cuanto no
estén sometidas por un texto especial a una pena más elevada (con referencia a este
paralelo entre la ley y el reglamento, ver especialmente Ducrocq, op. cit., 7* ed., vol. I,
núms. 65 ss.; ver también n9 112, supra).
es la siguiente: ¿Cómo es que el jefe del Ejecutivo puede dictar reglas que parecen reunir
todos los caracteres y producir todos los efectos de la ley? Esta cuestión sólo se formula
después del advenimiento del régimen constitucional moderno. En la antigua monarquía
absoluta, la distinción entre la ley y el reglamento no existía, o por lo menos —por más
que se haya dicho (ver Balachowsky-Petit, La loi et Vordonnance dans les États qui ne
connaissent pas la séparation des pouvoirs, tesis, París, 1901, pp.68 y 205)— no
presentaba interés práctico verdadero (cf. núms. 115, 116, supra). En efecto, cuando el
monarca acumula en su plenitud los poderes legislativo y administrativo, poco importa que
las reglas dictadas por él sean emitidas en calidad de leyes o de reglamentos
administrativos, pues en ambos casos gozan de la misma ilimitada libertad, en cuanto a la
iniciativa y en cuanto al contenido de la decisión que se tome. La distinción entre la ley y
el reglamento sólo adquiere verdaderamente toda su importancia en el Estado
constitucional moderno (Duguit, UÉtat, vol. n, p. 292; Moreau, op. cit., n9 42; Laband, op.
cit., ed. francesa, vol. I I , p. 343; Jelli'- nek, Gesetz und Verordnung, p. 366; G. Meyer, op.
cit., 6* ed., p. 570; Anschütz, Gegenwartige Theorien über den Begriff der
gesetzgebenden Gewalt, 2- ed., p. 15). 2 Aquí, en efecto, ya no posee el jefe del Estado el
2 Se ha observado ya (pp. 325-326, supra) que la distinción entre la ley y los actos —reglamentosu otros— que por su
contenido presentan con ella más o menos semejanzas no puede establecerse plenamente desde el punto de vista
jurídico y no llega a funcionar, de hecho, de una manera satisfactoria sino en cuanto dicha distinción se refiere a un
dualismo de orden formal entre autoridades dotadas respectivamente de potestades diferentes y desiguales. Cualquier
clasificación de actos que se haga desde el punto de vista constitucional presupone la pluralidad de las autoridades y la
diversidad de sus respectivos poderes. Si una sola y misma autoridad posee el poder de estatuir bajo dos formas
diferentes, a una de las cuales se la llama legislativa, mientras que la otra lleva nombre distinto, se hace muy difícil
mantener, lógica c prácticamente, una distinción verdaderamente clara entre las dos clases de actos que corresponden a
esta forma doble. La dificultad se agrava aún más, e incluso degenera en imposibilidad, cuando la Constitución no ha
precisado los objetos, materias o cuestiones que dependen separadamente de cada una de las formas de actos. Suiza
ofrece un ejemplo que permite comprobar, todavía hoy, la realidad de estas observaciones (ver especialmente sobre
este punto Hiestand, Zur Lehre von den Rechtsquellen im schweiz. Staatsrecht, tesis, Zurich, 1891, pp. 5ss., 17, 23 ss.;
ver también Signorel, Étude sur le referendum, pp. 317 ss.). Según los términos del art. 89 de la Constitución federal, la
Asamblea federal, que con el pueblo es el órgano legislativo de la Confederación, puede, junto a las "leyes" propiamente
dichas, emitir "resoluciones", siendo por lo demás a ella misma a quien corresponde presentar y caracterizar con uno u
otro de estos dos nombres las decisiones cuya adopción ha pronunciado. A primera vista, la distinción entre estas dos
clases de actos parece ofrecer gran interés. Desde 1874, en efecto, cualquier decisión proveniente de las Cámaras
federales con el nombre de ley se somete a una posibilidad de referéndum; por el contrario, las resoluciones sólo
quedan bajo a aplicación del referéndum cuando tienen un "alcance general" y no han sido señaladas por la Asamblea
federal como presentando "carácter de urgencia" (ley federal del 17 de jupio de 1874, art. 2) ; e incluso cuando esta
doble condición se ha cumplido, y cuando de
505
poder legislativo, que pertenece a las asambleas. ¿Cómo puede explicarse entonces que
un monarca o un presidente pueda, paralelamente o lucra del cuerpo legislativo, por vía
de ordenanzas o decretos, dictar prescripciones reglamentarias que parecen constituir
una nueva legislación, ¡unto a la que emana del órgano legislativo propiamente dicho?
hecho la resolución ha sufrido la prueba de la votación popular, se diferencia aún de las leyes cu que éstas solamente
pueden ser modificadas por un nuevo acto legislativo (Burckhardt, op. cit., 2" ed., p. 718; Hoerni, De l'état de
nécessité en droit public federal suisse, tesis, Ginebra, 1917, pp. 44s.<¡.; en sentido contrario: Guhl, op. cit., pp. 66 ss.),
mientras que la resolución, incluso cuando ha sido adoptada por el pueblo, es susceptible de ser abrogada por una
simple resolución nueva, que esta vez, mediante una declaración de urgencia, puede hallarse libre del referéndum. En
estas condiciones, la división constitucional de las decisiones de la Asamblea federal en leyes y resoluciones parece
adquirir considerable importancia (Guhl, op. cit., p. 8). Ahora que, para que esta división conserve realmente su
importancia, es preciso que se puedan separar de un modo preciso los casos en los cuales la decisión de las Cámaras
debe redactarse en forma de ley y aquellos en que puede emitirse en forma de simple resolución. Ahora bien, la
Constitución suiza no proporciona indicaciones respecto a este punto (ver especialmente a este respecto la
demostración de Guhl, op. cit., pp. 18 ss., 37 ss.); y por otra parte, difícilmente hubiera podido proporcionar
indicaciones precisas. Por otro lado, sin embargo, y aunque de hecho dependa de la Asamblea federal misma designar
sus decisiones, unas veces bajo el nombre de leyes, otras bajo el nombre de resoluciones, no es de creer que la
Constitución haya querido dejar a las Cámaras federales, de un modo ilimitado, la facultad de elegir arbitrariamente
entre esas dos formas. De todos modos, el hecho de que el art. 89, en principio y salvo la eventualidad de urgencia,
haya mantenido al pueblo el derecho de estatuir sobre aquellas de las resoluciones que tengan un alcance general,
basta para probar que la Constitución no ha admitido que la Asamblea federal pueda servirse de la forma de
resolución liara librarse de la intervención de la voluntad popular. Y por consiguiente, se desprende también del art.
89 que la Asamblea federal desconocería a la Constitución si, para resoluciones de esta índole, recurriese a la
declaración de urgencia con el único objeto de evitar un referéndum. Esta declaración sólo es lícita cuando se precisa
por una verdadera urgencia, y eneste sentido se puede argumentar, según la expresión del art. 89, que en su texto
alemán se refiere al "dringliehe Natur". Esta última expresión significa que la declaración de urgencia debe fundarse
en la naturaleza de las cosas y no solamente en la voluntad arbitraria de la Asamblea federal.
Así pues, sería desde luego muy útil —y hasta parece que de una utilidad apremiante determinar claramente
el alcance de la distinción entre leyes y resolucions, fijando particularmente la esfera de intervención respectiva de
éstas y de aquéllas. Tal es también la labor a que se han dedicado los autores suizos, sin que sus esfuerzos hayan
logrado llegar a un resultado positivo. Un primer extremo es indudable: el empleo de una u otra de estas dos formas
no puede corresponder a la distinción frecuentemente propuesta entre las prescripciones generales y las decisiones
que se refieren a un punto particular. El art. 89, en efecto, especifica que las resoluciones pueden tener un alcance
general. Bien es verdad que se ha tratado de sostener que, incluso entre las decisiones que se refieren a un hecho
especial, algunas adquieren alcance general, en el sentido de que presentan interés para toda la colectividad, y
obedece a ese motivo, dícese, que el art. 89, por lo que a ella se refiere, reserve el derecho popular de referéndum (cf.
Hiestand, op. cit., pp. 7, lO.ssJ. Pero ¿por qué signo podrá reconocerse prácticamente que una decisión presenta en
realidad carácter de generalidad en ese sentido? Para las prescripciones emitidas en forma de leyes, su misma forma
legislativa basta para revelar que, a
506
los ojos del legislador, tienen carácter de importancia "general"; pero, para las resoluciones, ¿cómo evaluar su grado
de importancia? Además, el grado de importancia no puede constituir el criterio de distinción entre leyes y
resoluciones, puesto que se deduce del art. 89 que puede la Asamblea federal, por vía de resolución, dictar
disposiciones de alcance "general" Otros autores, basándose en el texto, bien alemán o bien italiano, del art. 89, que
caracteriza más explícitamente las resoluciones de alcance general designándolas bajo el nombre de resoluciones
creadoras de una obligación general ("allgemein verbindlich" y "di carattere obligatorio genérale"), deducen de estas
expresiones que las prescripciones que afectan a los ciudadanos en general en su derecho individual forman una
categoría separada y deben considerarse como constitutivas de leyes "materiales" (Burckhardt, op. cit., 2* ed., p. 719)
; pero no deja de ser verdad que según el art. 89 dichas prescripciones de orden a la vez general e individual pueden
dictarse por la Asamblea federal lo mismo en forma de resoluciones que por la vía legislativa. Ahora bien, la cuestión
es precisamente saber cuál es constitucionalmente la esfera propia de cada una de estas dos formas. Cabría entonces
sentirse inclinado a buscar la solución de esta cuestión en el hecho de que la Asamblea federal no solamente es
llamada a funcionar como órgano legislativo, sino que también se halla erigida por la Constitución en autoridad
administrativa, como se desprende especialmente del art. 85, que le atribuye potentes facultades de administración.
Tal vez fuera conveniente, por consiguiente, admitir que la distinción entre las leyes y las resoluciones corresponde a
la dualidad de atribuciones y cometidos de la Asamblea. La forma de ley impondríase así para aquellos actos
realizados por la Asamblea en virtud de su poder legislativo y la forma de resolución sólo hallaría empleo normal para
los actos realizados por aquélla a título administrativo (ver en este sentido: Fleiner, Zeitschrift für schweiz. Recht, vol.
xxv, p. 401; Bossard, op. cit.,
pp. '43, 67, 168 y 169). Así entendida, la distinción entre las leyes y las resoluciones recordaría mucho, por su
fundamento y su significación, la que la Constitución francesa de 1793 había establecido (arts. 53 a 55) entre las leyes
y los decretos provenientes del cuerpo legislativo. Pero este nuevo criterio no sería más satisfactorio que los
precedentes; por ejemplo, entre las prescripciones que entrañan ciertas obligaciones para los ciudadanos, ¿cómo
discernir con certeza las que constituyen propiamente leyes y aquellas que, emitidas por la Asamblea en su condición
de autoridad administrativa, pueden emitirse simplemente a título de medidas de administración y por vía de
resoluciones?
Teniendo en cuenta todas estas incertidumbres, no puede causar sorpresa la oscuridad y las contradicciones
que reinan en la literatura suiza respecto de esta cuestión, tan elemental sin embargo y tan importante, de la
distinción entre las leyes y las resoluciones federales. Cada autor expone respecto de este punto una teoría y
definiciones diferentes (ver especialmente en Burckhardt, op. cit., 2* ed., pp. 716 ss., la exposición de algunas de las
doctrinas de referencia). Los intérpretes del art. 89 de la Constitución federal comprenden desde luego que la
Asamblea federal no tiene completa libertad para servirse a su grado de la forma de la resolución, pero no consiguen
despejar claramente el principio que habrá de permitir reconocer <ie un modo cierto los casos en que dicha forma es
posible y aquellos otros en que queda excluida. La práctica a su vez es de lo más confuso (ver también a este respecto
Burckhardt, op. cit., 2* ed., pp. 720 ss.; cf. Hiestand, opj cit., pp. 12 ss., 24; Guhl, op. cit., pp. 23 ss., 62 y 63). Es que, en
efecto, la Constitución suiza ha hecho que la doctrina y la práctica presenten
507
contrario, aquellas que quedan reservadas al cuerpo legislativo, o en otros términos, cuál
es respectivamente el campo de la ley y el del reglamento.
Todas estas cuestiones, aunque diversas en apariencia, están, como se verá después,
íntimamente enlazadas. Un completo desacuerdo reina entre losautores respecto a cada
una de ellas, y apenas hay teoría, en derecho público francés, que haya dado lugar a más
divergencias que la del reglamento.
dificultades inextricables, al dar a la Asamblea federal la facultad de formular reglas bajo dos formas diferentes. Cada
vez que una misma autoridad es dueña de elegir por sí misma entre dos procedimientos para el cumplimiento de sus
actos, se hace realmente imposible establecer entre estos dos procedimientos algo más que una diferencia de
nombres y de palabras (cf. Schollenberger, Kommentar der schweiz. Bundesverfassung, p. 523, que subraya y acentúa
este último punto pretendiendo que todas las decisiones de la Asamblea federal, lo mismo las emitidas en forma de
resoluciones que las dictadas en forma legislativa, constituyen realmente leyes en el sentido formal). Por esto los
autores suizos quedan obligados, en su mayor parte, n admitir como conclusión que la Asamblea federal ha de
adoptar la forma legislativa para las prescripciones más importantes, por lo menos cuando se trata de prescripciones
que se refieren i.l derecho de los ciudadanos, y la forma de la resolución sólo sería posible para aquellas
prescripciones que no conciernen al derecho individual de los ciudadanos o que, por lo menos, sólo ofrecen un interés
secundario con relación al derecho de los ciudadanos (ver en este sentido: Burckhardt, op. cit., 2* ed., p. 719; Guhl,
op. cit., p. 65). Esta conclusión recuerda la tendencia que frecuentemente han mostrado los autores franceses a
diferenciar las leyes y los reglamentos por el grado de importancia de su contenido. La ley, dicen, formula las reglas
principales, y el reglamento formula las disposiciones accesorias (ver p. 322, supra). Pero este último criterio es
siempre vago y escurridizo. ¿Con qué se mide la importancia de una regla de derecho público o privado? En realidad,
las Cámaras federales son las que han de estatuir respecto al grado de importancia que desean atribuir a sus propias
prescripciones (como lo dice de una manera expresa la ley federal del 17 de junio de 1874, referente a las votaciones
populares sobre las leyes y resoluciones federales, art. 2) ; y por consiguiente, la teoría que hace depender la
distinción entre las leyes y las resoluciones de la distinción entre lo principal y lo accesorio no hace sino señalar más
aún la libertad de que goza la Asamblea federal a este respecto. En resumen, todo esto viene a significar que, entre
las reglas dictadas por la Asamblea federal, solamente se hallan ineludiblemente sometidas al régimen del
referéndum eventual aquellas
para las cuales decidió la Asamblea adoptar la forma de ley. No es, pues, el contenido de la regla, sino solamente su
forma legislativa, lo que asegura completamente al pueblo la facultad de hacer uso del referéndum.
508
Laferriére (op. cit., 2? ed., vol. i, p. 482) resume sobre este punto el sentir de la
generalidad de los autores administrativos, al escribir: " El poder reglamentario depende
directamente de la potestad ejecutiva, ya que ésta, encargada de asegurar la ejecución de
las leyes, no podría hacerlo sin dictar las prescripciones secundarias que dicha ejecución
entraña". Se encuentran afirmaciones análogas en numerosos autores. Ducrocq, por
ejemplo, dice (op. cit., T ed., vol. I, n 965) : "Asegurar la ejecución de las leyes, tal es el f i
n y el único objeto de los reglamentos". Esmein escribe también (Éléments, 5* ed., p. 611)
: " E l derecho de hacer reglamentos para la ejecución de las leyes parece naturalmente
inherente al poder ejecutivo". Berthélemy (op. cit., T ed., p. 9 6 ) : "Para asegurar la
ejecución de las leyes, el jefe del Estado dicta decretos reglamentarios", y en la Revue du
droit public, 1904, p. 212, este mismo autor escribe: "Los administradores han recibido la
facultad de tomar disposiciones reglamentarcon objeto de procurar la ejecución de las
leyes". Artur dice asimismo (op. cit., Revue du droit public, vol. xm, p. 222) respecto de los
reglamentos que "su razón de ser es asegurar la ejecución de las leyes". En este
concepto, pues, el reglamento sólo es, en manos del jefe del Ejecutivo, un
medio de ejecución.
de gobernar, y es de una esencia muy superior al poder de simple ejecución de las leyes.
Por eso Moreau (op. cit., ver particularmente p. 172) refiere los reglamentos, al menos
aquellos que no son de orden ejecutivo, al poder propio de gobierno que corresponde al
jefe del Estado. Duguit (op. cit., vol. I I , pp. 329, 331 ss.) sostenía también en sus
primeras obras que el reglamento no es un acto administrativo, o sea un acto subalterno
de ejecución, sino un acto de gobernante, o sea uq acto de potestad inicial y autónoma.1
Hauriou (op. cit., 6- ed., p. 299; 8- ed., p. 48) declara que "las autoridades administrativas
reciben su poder reglamentario de la naturaleza misma de las cosas, al ser imposibles, sin
el imperium, el gobierno y la administración. . . En donde dicho poder funcione, lo hace
por su propia virtud. . . El reglamento no se reduce enteramente a la ejecución de la ley,
sino que supone en muchos casos un poder espontáneo". Cahen (op. cit., ver
especialmente p. 262) defiende el mismo punto de vista: " E l gobierno toma de sí mismo,
de su razón de ser, el derecho general de dictar reglamentos". Orlando (Principes de droit
public, ed, francesa, n9 290) dice igualmente: " E l poder ejecutivo tiene una voluntad
propia, que halla su expresión jurídica en el derecho de ordenanza. La ordenanza es la
expresión de la voluntad del poder ejecutivo, así como la ley es la expresión de la
voluntad del poder legislativo".
1 Como se verá más adelante (n. 32 del n* 207) que, en sus obras posteriores, Duguit modificó notablemente su
primera opinión respecto a este punto (cf. núms. 301 y 406, infra).
2 Definida así, la división de las ordenanzas en ordenanzas referentes al derecho y ordenanzas refetnesa ldecho y
ordenanazaa administrativas es una suma división, en la que entran todas la s ordenanzas posibles.
510
Es así como Laband (loe. cit., vol. I I , p. 383) hace observar que las ordenanzas de ejecución, o sea aquellas que fijan las
medidas que tienden a asegurar la ejecución de las leyes, pueden consistir, ya en prescripciones de derecho impuestas a
los ciudadanos o ya en prescripciones administrativas dirigidas a los agentes encargados de ejecutar la ley. Asimismo, las
ordenanzas complementarias que se producen por invitación de la misma ley que se trata de completar pueden ser
ordenanzas de derecho "b simples prescripciones administrativas.
3 Entre las ordenanzas que se fundan en la Constitución, deben citarse especialmente aquellas que están destinadas a
asegurar la ejecución de las leyes. En derecho público prusiano, por ejemplo, estas ordenanzas están previstas y
autorizadas por el art. 45 de la Constitución de 1850 que dice: " E l rey dicta las ordenanzas necesarias para asegurar la
ejecución de las leyes", fórmula que resulta análoga a las de la Constitución del año vm (art. 44), de la Carta
de 1814 (art. 14), de la Carta de 1830 (art. 13) y de la Constitución de 1852 (art. 6). Esta disposición constitucional ¿ha de
implicar la facultad de emitir, con respecto a la ejecución de las leyes, reglas de derecho que se impongan a los
ciudadanos, o únicamente reglas administrativas que se dirijan a los agentes ejecutivos? La mayor parte de los autores
alemanes alegan que la Constitución no establece distinción entre ambas clases de ordenanzas y que, por consiguiente,
legitima lo mismo a las unas que a las otras. En este sentido: G. Meyer, op. cit., 6* ed., p. 573, ra. 8; Rosín,
Polizeiverordnungsrecht, 2' ed., p. 35, ra. 5; O. Mayer, op. cit.,
511
una ley ordinaria. En otros términos, la ordenanza que se refiere al derecho tiene su
fundamento en una autorización o habilitación legislativas. Esta distinción entre
ordenanzas administrativas y ordenanzas de derecho tiene como principal defensor a
Laband (op, cit,, ed. francesa, vol. 11, pp. 379 ss,, 518 ss., 544 ss.); ha sido adoptada por
la mayor parte de los autores alemanes (Jellinek, op. cit., pp. 384 ss.; G. Meyer, op. cit., 6*
ed., pp. 570 ss.; O. Mayer, loe. cit., vol. i, pp. 159 ss.; Anschütz, op. cit., 2* ed., pp. 62 ss.,
73 ss., 92; Seligmann, Der Begriff des Gesetzes, pp. ¿104 ss.). En Francia la distinción es
aceptada, en parte, por Cahen (op. cit., pp. 190 ss.), que le opone sin embargo ciertas
objeciones y reservas pp. 202 55.j. Se verá más adelante ( n 9 222) que esta distinción,
aunqueno tiene base en la Constitución francesa, ha sido consagrada actualmente por la
jurisprudencia del Consejo de Estado.
Preussisches Staatsrecht, vol. i, pp. 448 ss.; Jellinek, op. cit., pp. 379 ss. Jellinek modificó su
el monarca conservó el poder de emitir por sí solo, sin el asentimiento de las asambleas,
o sea en forma de ordenanza, aquellas reglas que sólo conciernen al orden administrativo
del Estado y que no afectan a los ciudadanos; estas reglas, en efecto, no entran dentro de
la esfera atribuida a la legislación por las Constituciones anteriormente citadas, sino que
son la materia propia de las ordenanzas, bajo la condición, desde luego, de que los
objetos administrativos a los cuales se refieran no se encuentren regulados ya por una ley
formal, puesto que, por principio constitucional una simple ordenanza no puede modificar,
en cuanto a la forma, una ley (cf. n9 106, supra). Laband (loe. cit., vol. 11, pp. 379 ss.)
resume toda esta teoría presentando, por lo que se refiere a las ordenanzas, una
distinción análoga a la de las leyes materiales y formales. Así como la ley material es
aquella que tiene como contenido alguna regla de derecho, así también se puede, según
Laband, en sentido inverso, calificar como ordenanza material aquella que, según su
contenido, formula reglas administrativas y se mantiene en el terreno especial de la
administración. La definición material de la ordenanza corresponde así al hecho de que
existe, según la Constitución misma, un campo de reglamentación, aquel que concierne a
los asuntos administrativos, que se abandona a la libre voluntad y potestad del jefe del
Estado, como jefe del poder ejecutivo. Pero junto a las ordenanzas materiales, señala
también Laband ordenanzas formales, que son aquellas que contienen reglas de derecho.
Desde el punto de vista de su fondo y de su contenido, son leyes materiales; pero se trata
aquí de reglas de naturaleza legislativa, que han sido establecidas en forma de
ordenanza.
La ordenanza formal que se refiere a puntos de derecho corresponde, pues, la ley formal
referente a objetos administrativos; esta última no es, en sí, sino una ordenanza material.
Solamente que, mientras el legislador siempre puede apoderarse de las materias
administrativas para reglamentarlas en forma legislativa, el jefe del Estado no tiene, en
principio, competencia propia a efecto de crear reglas de derecho. Por residir
exclusivamente en el órgano legislativo, esta competencia no puede comunicarse al
monarca sino por medio de una transmisión de potestad legislativa consentida por el
legislador mismo, y a la cual Laband (loe. cit., vol. II, p. 395) y Jellinek (op. cit., p. 381)
aplican el nombre de delegación. Dicha delegación se cumple por vía de ley que habilita
al jefe del Estado a dictar ordenanzas concernientes al orden jurídico sobre determinado
punto especial. Toda ordenanza de orden jurídico supone, pues, una ley que la autorice;
por el contrario, la ordenanza adminfstrativa o material puede hacerse praeter legem,
bastando para ello que no actúe contra legem. Esta es la doctrina general sostenida por la
mayoría de los autores alemanes
513
(Laband, loe. cit., vol. n, pp. 260ss., 376ss.; Jellinek, op. cit., pp. 2.'. 1 ss., 373 ss.; (',.
Meyer, op. cit., pp. 560 ss., 571 ss.; O. Mayer, loe. cil., vol. I, pp. 158 ss.; Seligmann, op.
cit., pp. 103 ss., 113 ss.; Anscliülz, op. cit., pp. 15 ss., y los autores citados ibid., p. 22) .4
Entre los disidentes, hay que citar especialmente a Arndt, el cual, en sus diversos escritos
(ver particularmente Verfassungsurkunde für den preussischen Staat, 6? ed., pp. 241 ss.),
sostiene que el campo de la legislación sólo comprende los objetos ya legislados, o
reservados a la ley por un texto constitucional o legislativo, y que en cuanto a lo demás, el
jefe del Estado conserva el poder de hacer reglamentación mediante sus propias
ordenanzas,
4 Algunos autores alemanes pretendieron que el derecho positivo francés está dominado por idénticos principios. Así,
por ejemplo, Jellinek (op. cit., pp. 77 y 99) dice que la esfera de la legislación, en oposición a la del reglamento, se fijó
desde el principio de la Revolución por la Declaración de 1789. cuyos artículos 4, 5, 8, 10 y ll implican que únicamente la
ley puede determinar, en cuanto a sus condiciones de ejercicio, o restringir, los derechos individuales
de libertad, propiedad o seguridad de los ciudadanos. O. Mayer (loe. cit., vol. T. p. 93, texto y n. 13) dice igualmente que
el verdadero alcance práctico de la Declaración de los Derechos del hombre ha sido excluir, en lo que concierne a las
restricciones que cabe imponer a esos derechos, cualquier intervención del poder reglamentario, y hacer necesaria una
ley cada voz que se trata de modificar alguno de ellos. Pero olvidan esos autores que, en dicha época, apenas si podía
tratarse de derecho reglamentario. El jefe del Estado no podía hacer reglamentos, "sino únicamente proclamas
conformes a las leyes para ordenar o recordar su ejecución" (Constitución de 1791, título ni, capítulo iv, sección 1*, art.
6). El sistema actual del derecho francés, en esta materia, ha sido, por el contrario, comprendido y expresado muy
exactamente por Arndt, que declara en diversas ocasiones (Das selbstandige Vorordnungsrecht, pp. 18, 242, 243 y 279)
que en Francia las autoridades administrativas y el mismo jefe del Estado no pueden dictar otros reglamentos que
aquellos que tienen su punto de apoyo y su habilitación en una ley o en la Constitución, sin distinción alguna entre los
reglamentos de orden jurídico y los reglamentos administrativos.
514
afecte en sus capacidades jurídicas a los ciudadanos. Aplicando esta idea, dicho autor
coloca dentro de la esfera de la ley las reglas orgánicas de los poderes públicos y
aquellas, también orgánicas, de las libertades individuales y de los derechos privados
referentes al estatuto y al patrimonio de las personas, las reglas penales y las reglas que
organizan, bien sea autoridades jurisdiccionales, bien autoridades administrativas que
tienen poderes de mando sobre los administrados. El reglamento, por el contrar i o , tiene,
según Hauriou (6* ed., p. 298, ra. 2 ) , " un objeto propio, que es asegurar el
funcionamiento de la administración", lo que corresponde a la ordenanza administrativa de
los autores alemanes. Hauriou admite sin embargo también que el reglamento podrá
imponer obligaciones a los administrados, pero solamente en cuanto se trate de
"mantener el orden público", io que es, según dicho autor, su segundo objeto propio.
En su libro acerca de UÉtat (vol. H, pp. 333, 291 ss., 298), Duguit profesaba
también la misma opinión. Admitía la existencia de "materias sobre las cuales se puede
legislar en forma reglamentaria", y que "son todas aquellas que no se refieren
directamente a los derechos individuales de los interesados". Hoy día dicho autor ha
abandonado esa idea (Traite, vol. I I , p. 451) : "Se ha tratado — dice— de hacer una
distinción entre las materias llamadas legislativas y las llamadas reglamentarias, pero
cuando se ha querido determinar un criterio general de distinción entre las materias
legislativas y reglamentarias no ha habido posibilidad absoluta de hacerlo".
Cahen (op. cit., ver especialmente p. 296; cf., pp. 255 y 299) declara abrazar la
tesis de Arndt, según la cual el jefe del Estado puede formular
5 Cf. el Manuel de droit administratif de Moreau, donde se dice por un lado (p. 206) que en su calidad de jefe de la
administración, el Presidente de la República es el llamado a organizar los servicios públicos, y por otra parte, sin
embargo (p. 14), que las respectivas esferas de la ley y de] reglamento son indeterminadas.
515
por decreto reglas sobre cualquier materia, con la excepción únicamente de aquellas que
la Constitución o alguna ley reserva expresamente al Irgislador.
Sobre todos estos puntos la teoría dominante del reglamento como acto ejecutivo
deja flotando gran incertidumbre respecto a la extensión del campo reglamentario y de la
competencia reglamentaria de las autoridades administrativas. La generalidad de los
autores se halla de acuerdo, sin embargo, para precisar que la potestad reglamentaria
sufre, en todo caso, las limitaciones siguientes: 1* Un reglamento no puede dictar penas,
pues el art. 4 del Código penal, reproduciendo un principio ya establecido por el art. 8 de
la Declaración de 1789, especifica, en efecto, que las penas sólo pueden establecerse por
las leyes; se deduce de aquí, en particular, que el reglamento no puede darse a sí mismo
su sanción penal, sino que sólo puede sacar dicha sanción de un texto legislativo. 2* Un
impuesto tampoco puede crearse mediante un reglamento. Es un principio general del
derecho público francés, en efecto —y dicho principio, formulado por
516
La Constitución de 1917 ( tít. III, cap. III sec. 1a, art. 1-3°) y confirmado por la ley de
finanzas de 25 de marzo de 1817 (art. 135), se encuentra desde 1817 reproducido cada
año en el ultimo artículo de las leyes de presupuestos --, que ningún impuesto o tasa
puede ser percibido si no ha sido establecido por una ley. 3a También es de principio, en
virtud de la ley de 16-24 de agosto de 1790 referente a la organización judicial (tít. I, art.
17; cf. Constitución de 1791, tít. II cap. v, art. 4°), que el orden jurisprudencial (ver
respecto a estos dos puntos, Moreau, Reglament administratif, núms.. 132 ss.; Hauriou,
op. cit.; 8a ed., p. 61 n.; Bertélemuy, Traité, 7a ed., pp. 98 ss.). y “Le pouvoir règlementaire
du President de la Rèpublique et parlamentaire, Revue politique et parlamentaire, vol. xv,
pp. 325 ss.;cf. Cahen, op. cit., pp. 265 ss.). 4a. Por último, es evidente que el poder
reglamentario no podría ejercerse ni sobre aquellas materias para las cuales exige la
Constitución una ley,6 ni sobre aquellas que han sido expresamente reservadas por una
ley a la potestad legislativa, ni siquiera sobre aquellas que constituyen ya el objeto de de
una ley. Por lo que a estas últimas se refiere, al menos, el reglamento sólo puede
desarrollar las prescripciones de la legislación vigente.
6. Se ha visto anteriormente ( n°. 122, supra) que el número de textos constitucionales que exigen una ley para determinada materia es
insignificante, y que dichos textos sólo designan como materias legislativas algunos raros objetos.
517
Los autores alemanes, aquí como en otras partes, hacen intervenir, de un lado, su
habitual distinción los puntos de vista material y formal, y de otro, su división de las
ordenanzas en ordenanzas creadoras de derecho y ordenanzas administrativas. Las
primeras, dice Laban (loc. cit., vol. II, p. 381), son realmente actos administrativos en la
forma; pero en razón de su contenido, y desde el punto de vista material, constituyen
leyes, pues, lo mismo que la ley material, crean reglas de derecho. En cuanto a las
ordenanzas administrativas, en todos aspectos, tanto en la forma como en el fondo,
constituyen actos administrativos, y Laband (vol. II, pp. 544 ss.), las estudia entre los
actos que forman parte de la administración. Por el contrario, una ley formal que contenga
reglamentación administrativa sólo es, a pesar de su forma legislativa, una ordenanza
material. Jellinek (op. cit., p. 385) define igualmente la ordenanza de derecho como una
ley material que tiene la forma propia de los actos administrativos. G. Meyer (op.cit., 6a
ed., pp. 550 ss) desarrolla la misma doctrina, la que también presenten Anschutz (op. cit.,
2a ed.,
518
pp. 15 ss.), Seligmann (op. cit., pp. 103 ss) y, en la literatura francesa, Cahen (op. cit., pp.
220, 189 ss).
lizar un acto individual, realiza un acto que no es una ley, así también el jefe del Estado, al
formular un reglamento por vía general, hace una ley” (vol. I, p. 508; ver también Traité,
vol. I, PP. 196, 202 ss., vol. II, pp. 377 ss., 451 y 452). Según esta doctrina, se produce,
pues, en el Estado moderno, una división de la potestad legislativa entre el cuerpo
legislativo y el jefe del Ejecutivo. Duguit incluso ha sostenido que esta división puede
explicarse por causas históricas. En los países monárquicos, por lo menos, el poder
reglamentario del jefe del Estado vendría a ser solamente un fragmento y un vestigio de
su antigua potestad absoluta e ilimitada para legislar:7 “Lo que se llama el poder
reglamentario del rey es aquella parte de su poder legislativo que ha conservado a pesar
de la información de un Parlamento junto a él” (L’ État, vol. II, pp. 296 ss.; reglamento es
de orden puramente formal, y desde el punto de vista material no existe ninguna
diferencia entre ambos actos.
189. la mayor parte de los autores franceses, por el contrario, estiman que el
reglamento, por su misma naturaleza, difiere de la ley. Sin duda, las disposiciones que
contienen estas dos clases de actos son análogas por su generalidad; sin embargo, esta
generalidad, realmente, sólo constituye un signo de semejanza externa y casi formal entre
ellos. En cuanto al fondo, es decir, en cuanto a su contenido mismo, hay entre ellos,
según la opinión común, la gran diferencia de que no solamente el reglamento se halla
subordinado sólo pueden consistir en medidas de ejecución. En esto aparece la potestad
reglamentaria como siendo realmente de otra esencia que el poder legislativo, por lo que
el reglamento no puede ser calificado de ley. Así pues, la doctrina de Duguit respecto a la
identidad material entre la ley y el reglamento se ha mantenido poco menos que aislada, y
casi todos los autores califican al reglamento de acto administrativo por oposición a la ley.
Asi pues, Laferriére (op. cit., vol. I, p. 482), después de haber formulado claramente la
cuestión de saber si los reglamentos son “actos administrativos propiamente dichos” o
“actos legislativos”, contesta que el reglamento “de ningún modo es de esencia legislativa,
sino que se relaciona directamente con la potestad ejecutiva”.
7. Si este punto de vista fuera exacto, se sacaría la consecuencia de que el poder reglamentario del jefe actual del Ejecutivo está
llamado a desaparecer poco a poco. Ahora bien, lejos de declinar, el uso de los reglamento, por el contrario, va creciendo. Este
fenómeno es señalado, por lo que se refiere a los reglamentos, del Presidente de la República, por Berthélemy (Revue politique et
parlamentaire, vol. Xv, p. 6 ) y por el mismo Duguit (Traité, vol. II, p. 452). En Inglaterra, donde la legislación es más detallada y el
empleo de los reglamentos más restringido, se ha reconocido que dicho régimen presenta inconvenientes. Dicey (Introduction á l’
étude du droit constitucionnel, ed. Francesa, p. 46) recomienda la practica de los reglamentos y desea su extensión conforme ocurre en
los Estados continentales.
520
Esmein (Éléments, 5a ed., pp. 475 y 610) dice igualmente: “Los reglamentos son actos
administrativos”, y también: “el reglamento no es una ley sino que, al hacerse en
ejecución de la ley, está completamente subordinado a está”. Berthélemy se pronuncia
claramente en el mismo sentido: “Sólo vemos en los reglamentos de administración
pública actos administrativos semejantes a los reglamentos ordinarios”. (Traité, 7a ed., p.
98 y Revue politique et parlementaire, vol. xv, p. 9 ): “Los reglamentos no pueden hacer
nada que salga de la esfera normal de los actos de su categoría o sea de los actos
administrativos”. Le sigue Jeze (Principes géneraux du droit administratif, pp. 31 y 56 y
“Le reglement administratif”, Revue générale d’administration, 1902, vol. II, P. 7): “La ley,
por su naturaleza, es diferente del reglamento. El punto de diferencia es la absoluta
subordinación del reglamento. El punto de diferencia es la absoluta subordinación del acto
reglamentario al acto legislativo”. Hauriou, que en sus primeras ediciones enseñaba que
según el derecho positivo francés la ley y el reglamento sólo difieren por su forma (op. cit.,
3a ed., pp. 37 ss), pronto abandonó ese punto de vista y en sus ediciones más recientes
(ver actualmente 8a ed., pp. 36 ss., 54) da deficiones distintas del reglamento y de la ley,
tanto desde el punto de vista material como desde el punto de vista formal. 193 Moreau
(op. cit., n° 45) adopta una opinión mixta, considerando que el reglamento tiene la misma
naturaleza que la ley por lo que se refiere a la generalidad de la prescripción, pero
reconociendo también que el reglamento es un acto administrativo por razón de su origen
y de su subordinación a la ley; por lo tanto dice que, teniendo en cuenta ese doble
carácter, se le deben aplicar distributivamente las reglas que fijan ya el alcance de las
leyes, ya el de los actos de administración. Jacqelin (op. cit., p. 89) dice asimismo: “Los
reglamentos, a pesar de su carácter general, no pueden asimilarse a las leyes, pues,
cumplidos por los agentes del poder ejecutivo, siempre son actos administrativos”.
193
Hauriou (8° ed., p. 37) se funda particularmente en “la teoría de la ilegabilidad de los reglamentos” para
afirmar que la ley y el reglamento no tienen la misma materia. Pero el alcance que concede a este
argumento es discutible. La “teoría de la ilegabilidad” demuestra, en efecto, que el reglamento y la ley no
son actos de idéntica naturaleza, pero no que su materia sea diferente. Lo que hace el reglamento y la ley no
son actos de idéntica naturaleza, pero no que su materia sea diferente. Lo que hace que el reglamento sea
ilegal no es el hecho de que haya referido a tal o cual materia, sino únicamente el hecho de que se haya
referido a ella sin que su autor haya recibido al efecto un poder legal. La “teoría de la ilegalidad” no es una
teoría de orden material, pero sí de orden formal.
521
deducen Laferriere (op. cit., 2a ed., vol. II, p. 8) Esmein (Éléments, 5a ed., pp. 614 y 618),
Berthélemy (Traité, 7a ed., pp. 98 ss. Y Revue politique et parlementaire, vol. xv, pp. 9 y
333), Hauriou (op. cit., 8ª ed., pp. 60 ss.), Moreau (op. cit., núms.. 192 ss.) y Cahen (op.
cit., pp. 408 ss.).
La doctrina que define al reglamento como un acto legislativo nos lleva, por el contrario, a
admitir que, lo mismo que la ley, está fuera del alcance de todo recurso contencioso. Así
es como Duguit (L´État, vol. II, pp. 330 ss.) había expresado primeramente la opinión de
que los reglamentos presidenciales se sustraen a cualquier control de los tribunales; esta
opinión cuadraba perfectamente con su tesis sobre el carácter legislativo de la potestad
reglamentaria; además, se apoyaba en la idea de que el Presidente ha recibido de la
Constitución de 1875, al menos por lo que se refiere a algunas de sus atribuciones, el
carácter y la potestad de un “representante” de la nación; y Duguit sostenía precisamente
que el poder reglamentario del jefe del Ejecutivo, como el poder legislativo, es una
potestad de naturaleza representativa, que implica que el Presidente hace los
reglamentos a título de representante y no como autoridad ejecutiva. Actualmente, Duguit
renunció a esta manera de ver, y reconoce (Traité, vol. II, pp. 461, 464, 468 y 473) que los
reglamentos presidenciales son susceptibles de recurso, especialmente del recurso de
nulidad por causa de extralimitación de atribuciones.
190. Entre las múltiples teorías divergentes que acaban de exponerse referentes al
fundamento, al campo de acción y a la naturaleza del reglamento, y aunque algunas de
ellas contengan una mayor o menor parte de verdad, ninguna expone de manera
totalmente satisfactoria el verdadero punto de vista en que hay que situarse para apreciar
y definir jurídicamente, ya sean las relaciones, ya sea el contraste, que existen entre la ley
y el reglamento.
Desde el primer momento, es evidente que este punto de vista debe buscarse en
la Constitución misma. Por ejemplo, cuando Duguit (Traité, vol. I, p. 202) pretende
justificar la asimilación de la ley con el reglamento alegando que “racionalmente sólo se
puede ver en los reglamentos, desde el punto de vista material, actos legislativos”, este
razonamiento no tiene valor, ya que, seguramente, no es la misión del jurista construir la
teoría racional, sino exponer la teoría jurídica, o sea constitucional, del reglamento.
Ahora bien, desde este punto de vista estrictamente jurídico se observa que la
Constitución francesa condena por igual las dos ideas principales alrededor de las cuales
se agrupan las diversas doctrinas a las cuales se ha pasado revista anteriormente.
Algunas de estas doctrinas consideran a los reglamentos como una clase de actos
profundamente diferentes de los demás actos administrativos, y ello evidentemente
porque están dominadas por la idea de que el reglamento, por su contenido, se parece
más o menos a la ley. En sentido inverso, un segundo grupo de teorías, al establecer una
oposición absoluta entre el acto legislativo y el acto reglamentario, admite que estos dos
actos no solamente se diferencian por la potestad que sacan respectivamente de su
origen, sino también por su campo de acción propio, al menos en el sentido de que puede
haber objetos que
523
191. A. En primer lugar, con manifiesto error los autores, incluso aquellos que
reconocen la naturaleza administrativa del reglamento, conceden a éste un sitio entre los
actos de administración y lo presentan como un acto de una especie particular. Así, por
ejemplo, Ducrocq (op. cit., 7ª ed., vol. I p. 86) no cuenta menos de ocho diferencias entre
los reglamentos y los demás actos de administración. En todo caso, la mayoría de los
autores estudian separadamente al reglamento, como si formara una categoría especial y
extraordinaria. Berthélemy (Revue politique et parlamentaire, vol. xv,. p. 9) es tal vez el
único que declara que los reglamentos entran pura y simplemente en la categoría
ordinaria de los actos administrativos.
Sin embargo, nada autoriza a los autores para hacer semejante distinción. Muy al
contrario, es digno de notarse que por lo que concierne, por ejemplo, al jefe del Ejecutivo,
la Constitución de 1875 no le confiere expresamente el poder reglamentario. Se limita a
decir (ley de 25 de febrero, art. 3) que el Presidente “vigila y asegura la ejecución de las
leyes” y de esta fórmula, que no es sino la reproducción de la del art. 49 de la
Constitución de 1848, los autores deducen el derecho presidencial de reglamento. Todos,
en efecto, están de acuerdo en decir que dicho texto implica natural y necesariamente
para el Presidente el poder de tomar todas aquellas medidas y de emitir todas aquellas
prescripciones que tengan por objeto o que constituyan la ejecución de una ley (ver en
este sentido: Laferriere, op. cit., 2ª ed., vol. II, p. 9 y n. 1; Esmein, Éléments, 5ª ed., p. 613
y “De la délégation du povoir legislatif”, Revue politique et parlementaire, vol. I, p. 212;
Hauriou, op. cit., 8ª ed., p. 48 n. 3; Berthélemy, Traité, 7ª ed., p. 96; Moreau, op. cit., n° 81;
Duguit, Traité, vol. II, pp. 466 ss.). Si tal es el alcance del texto, presenta su disposición,
para la teoría constitucional del reglamento, una considerable importancia. En efecto, por
lo mismo que comprende y confunde en una fórmula común e idéntica a todos los actos
administrativos de ejecución, comprendidos los actos reglamentarios, implica el art. 3°, de
una manera indudable, que el reglamento, en todos los aspectos, no es más que un acto
administrativo puro y simple propiamente dicho. Lo que es muy notable en este texto es
que, en efecto, no establece dos categorías de actos administrativos: aquellos que
consisten en medidas particulares, de una parte, y de otra aquellos que suponen
reglamentación. Según el derecho positivo francés, el reglamento no procede de un poder
especial en la autoridad administrativa, sino que es una consecuencia del poder
administrativo en general. Según el texto mismo de la Constitución, entra dentro de la
fórmula y de la definición general de la administración. En realidad, nadie podría decir
mejor que el texto del art. 3° que el acto reglamen tario es, de todo
524
1 Lo más significativo de esta evolución constitucional es el proceso depuración de depuración que se ha realizado, respecto del
reglamento, desde el año VIII hasta 1875. Al nombrar separadamente el poder reglamentario, las antiguas Constituciones permitían
hasta cierto punto considerar a los reglamentos como una categoría de actos aparte. La Constitución de 1875 ni siquiera nombra al
reglamento; únicamente hace resaltar, a este respecto, la idea de ejecución de las leyes; sólo esta idea en la base del poder
reglamentario.
525
En esto los autores se muestran muy poco lógicos consigo mismos, pues todos, en
efecto, hacen depender la competencia reglamentaria del Presidente del texto
constitucional que le confiere el encargado de ejecutar las leyes, y sin embargo muchos
de ellos presentan al reglamento como un acto de naturaleza y de potestad legislativas.
Esta forma de tratar el reglamento proviene directamente del concepto que consiste en
ver la generalidad de la prescripción o en su carácter de regla de derecho la característica
de la ley. Por ser general el reglamento, o por poder contener prescripciones que se
refieren al derecho individual, se pretende ver en él a un acto aparte, que tiene más o
menos analogía con la ley. Este punto de vista está en absoluta contradicción con la
Constitución. La fórmula antes citada del art. 3, en efecto, consagra el concepto de que la
función administrativa entraña los mismos procedimientos de desición que la función
legislativa, y al igual que la legislación, entraña el poder de formular reglas, tanto
generales como de derecho. Sólo que estas reglas, al no estar dictadas en forma
legislativa y a título legislativo, no tienen valor de leyes, sino que valen solamente lo que
pueda valer un acto de administración. Además, por ser el reglamento obra de la
autoridad administrativa, no posee la potestad de iniciativa que corresponde a la ley y al
autor de ésta, el Parlamento. En este doble aspecto, el calificativo, de “legislación
secundaria” tantas veces aplicado por los autores a los reglamentos en general, o al
menos a los reglamentos de administración pública (Aucoc, “Des reglements
d´administration publique”, Revue critique de legislation, 1871-1872, pp. 75 ss.; Ducrocq,
op. cit., 7ª ed., vol. I, p. 83; Moreau, op. cit., p.61; Esmein, Elements, 5ª ed., p. 610), es
totalmente contraria a la Constitución: los reglamentos no constituyen en grado alguno
legislación, ya que, como actos administrativos, se hallan totalmente desprovistos de la
potestad, de los caracteres y de los efectos que constituyen el signo propio de la ley en el
sentido constitucional de esta palabra. Las diferencias esenciales entre la ley y el
reglamento se reducen a tres:
reglamentos.2 En el mismo orden de ideas hay que añadir que el reglamento carece
también de la segunda fuerza característica de la ley, que es la de poder, en un caso
individual, derogar el orden general vigente; no solamente carece del poder de derogar el
orden superior creado por la legislación, y ello por razón de su subordinación a la ley, sino
que tampoco podría la autoridad administrativa, sirviéndose de la vía reglamentaria,
prescribir a título excepcional medidas que supusieran la violación, en detrimento de los
administrados, del orden jurídico general que resulta de sus propios reglamentos.
2 Así como la forma de la ley, como manifestación de un poder preponderante, queda reservada al Estado con
exclusión de la provincia, del municipio o de cualquier otra colectividad territorial subalterna (ver pp. 166 ss., 175, 186,
supra), así también la facultad de servirse de esta forma y el poder de conferir por dicho medio valor legislativo a una
prescripción o decisión estatal sólo pertenece en el Estado a aquel de los órganos constituidos que ha sido llamado a
expresar en el mismo la más alta voluntad. Unicamente los actos que emanen de dicho órgano pueden recibir el nombre
de leyes. Aquellos que emanan de una autoridad de menos categoría, aunque sean idénticos a la ley por su contenido,
habrán de tomar una denominación diferente: reglamento, ordenanza, resolución, puesto que sólo son la manifestación
de una voluntad menor y obra de una potestad jerárquicamente inferior (ver pp. 326 ss., supra). La misma regla
adquiere, pues, carácter y efectos de ley o de reglamento según sea su autor. 3 Del carácter ejecutivo de los decretos
reglamentarios puede deducirse que su eficacia sólo puede empezar a tener lugar a partir de la entrada en vigor de la
ley de que dependen, e inversamente, la abrogación de dicha ley entrañaría al mismo tiempo la de los reglamentos que
se refieren a su ejecución. Más aún, es conveniente observar que no puede el reglamento, en principio, decretarse sino
después de la promulgación de la ley, pues el poder de ejecutar determinada ley no puede legítimamente empezar a
existir y a ponerse en movimiento sino a partir del momento en que esta ley ha llegado a ser en sí misma ejecutiva, es
decir, a partir de su promulgación. Al ser ejecutivo, el reglamento no puede originarse sino a consecuencia de una ley.
No solamente es cronológicamente posterior al acto legislativo, sino también a la promulgación misma de dicho acto.
Bien es verdad que se ha visto que, desde antes de su
527
promulgación, tiene la ley cierta fuerza ejecutiva respecto al jefe del Ejecutivo (p. 392, supra).Sin embargo, importa
observar que esta fuerza ejecutiva, que se adhiere de golpe al acto legislativo por el solo hecho de la aprobación de la
ley por las Cámaras, no puede llegar hasta permitir al Ejecutivo poner inmediatamente en ejecución las diversas
disposiciones que constituyen el contenido de dicho acto. Con relación al público, no pueden éstas entrar en ejecución
sino •i partir de la promulgación. Ahora bien, el hecho de que el Presidente de la República, en virtud de una ley, emita
las medidas reglamentarias para las cuales dicha ley le habilita expresa o implícitamente, constituye por parte del
Ejecutivo un acto de ejecución del contenido del acto legislativo. Semejante acto de ejecución sólo es susecptible de
producirse después de la promulgación. Por eso un decreto que supone reglamentación para la ejecución de una ley no
pued' tener fecha anterior al decreto que promulga la ley misma (cf., respecto a estas
cuestiones, la n. 26, p. 397, supra).
528
el art. 471 está motivada únicamente por los principios relativos al ejercicio de la justicia
penal. Pero se ha demostrado anteriormente (n. 28, p. 350) que el poder de comprobar la
legalidad de los reglamentos no se reduce al caso en que un tribunal de represión se hace
cargo de una contravención punible, sino que este poder se extiende a todos aquellos
reglamentos que pueden alegarse ante un tribunal judicial cualquiera, al menos en cuanto
se trata de reglamentos cuyas prescripciones crean derecho aplicable a los particulares. Y
precisamente el motivo de la derogación establecida por el art. 471 , como se vio antes,
en el sitio señalado, debe buscarse en la consideración de que, para todos los
reglamentos de esta clase, a los jueces encargados de su aplicación incumbe apreciar, no
solamente en qué sentido deben aplicarse, sino también y ante todo si son aplicables, es
decir, si están hechos legalmente.
195. B. Hay que referirse ahora a la segunda idea que aparece en la doctrina, o
sea a la teoría tan extendida en Alemania e incluso en Francia según la cual el
reglamento y la ley se distinguen uno de otro por su objeto, su materia y su campo de
acción respectivos. Esta teoría está igualmente en contradicción con la fórmula
constitucional que hace depender el poder reglamentario, únicamente, de la función de
ejecución de las leyes. Como lo ha observado Moreau (op. cit., pp. 195 y 220) y como lo
reconocen actualmente la mayoría de los autores (Duguit, Traite, vol. H, p. 451; Jéze,
Revue du droit public, 1906, p. 678 y 1908, p. 50; Raiga, Pouvoir réglementaire du
Président de la République, tesis, París, 1900, p. 152; Cahen, op. cit., p. 247) , es notable
que ni el art. 3 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, ni ningún otro texto de la
Constitución, determinan las materias que son de la competencia reglamentaria de la
autoridad administrativa, y la Constitución tampoco contiene principio general alguno que
implique cualquier distinción entre las materias legislativas y las materias reglamentarias.
Por otra parte, no se podría decir que existen, naturalmente y por definición, materias que
sean legislativas
en sí y materias que sean por sí mismas de orden reglamentario, ya que la legislación y la
administración, al perseguir en el fondo los mismos fines, no tienen objetos esencialmente
diferentes.4 Lo que las distingue
4 En sv discurso preliminar sobre el Código civil (Fenet, Travaux préparatoires du Codecivil, vol. i, p. 478),
Portalis trataba sin embargo de determinar el papel respectivo de la ley y el reglamento, al establecer a este respecto el
principio siguiente: "Las leyes son las que deben formular en cada materia las reglas fundamentales y determinar las
formas esenciales. Los detalles de ejecución, las precauciones provisionales o accidentales, los objetos instantáneos o
variables son de la competencia del reglamento". Pero esta expresión, frecuentemente referida, no significa que el
reglamento se caracterice jurídicamente y se distinga de la ley por su materia y por la naturaleza de su contenido. La
afirmación de Portalis respecto de este punto, en efecto, no tiene el alcance de una regla de derecho positivo; tan sólo
tiene valor de consejo o recomendación de orden político (cf. p. 322, supra).
529
como se ha visto (núms. 162 ss., supra)— son únicamente los poderes dexiguales que
entrañan respectivamente estas dos funciones para alcanzar sus fines comunes.
5 En otras Constituciones, el poder reglamentario del Ejecutivo tiene base más amplia. En Suiza por ejemplo,
se ha observado ya (n. 7, p. 455) que el Consejo federal, además de su cometido de ejecución, recibe de la Constitución
(art. 102) competencias generales que implican es el llamado a desempeñar en diversos campos de acción un cometido
paralelo, aunque iiirrrior en potestad, al de la Asamblea federal. Estas competencias suponen para el consejo federal el
correspondiente poder reglamentario. Cuando se lee en el art. 102-12" (ver también mi. 102-15°) que el Consejo federal
"es el encargado de todas las ramas de la administración que pertenecen a la Confederación", se debe deducir de ello
que la misma Constitución lo habilita directamente, con anterioridad a toda invitación procedente de las asambleas
legislativas, para formular por vía de ordenanza las reglas destinadas a asegurar el funcionamiento de los diversos ramos
de la administración federal, de los que tiene la dirección y también la responsabilidad. Bien es verdad que las
ordenanzas de esta primera clase sólo conciernen a la marcha interna de los servicios y no se aplican sino a los
funcionarios. Pero existen en el art. 102 otros textos que implican a su vez para el Consejo federal el poder de emitir
ordenanzas que crean reglas obligatorias para los ciudadanos Por ejemplo, y especialmente, el art. 102-10'' le impone la
obligación de "cuidar de la seguridad interior de la Confederación, del mantenimiento de la tranquilidad y del orden". No
se comprende cómo podría el Consejo federal desempeñar esta obligación constitucional si no tuviera la facultad de
dictar, además de las medidas particulares apropiadas para casos aislados, ciertas prescripciones generales que se
refieran al conjunto de la colectividad. Los autores suizos están de acuerdo en reconocer que le corresponde al Consejo
federal emitir por su propia iniciativa las ordenanzas que califican como administrativas (Verwaltungsverordnungen), o
sea aquellas que sólo se refieren a la conducta que han de seguir los agentes administrativos y que no deben producir su
efecto sino en el interior del servicio. Si se trata, por el contrario, de dictar ordenanzas de derecho
(Rechtsverordnungen), que crean obligaciones para los ciudadanos mismos, la doctrina
530
196. No se debe olvidar, por cierto (óf. núms. 159 y 166, supra), que la palabra ejecución
debe entenderse en un sentido relativamente amplio. Según la tradición constitucional, el
concepto de reglamento eje' cutivo no significa que el reglamento ha de limitarse a
asegurar la ejecución de disposiciones ya decretadas por el legislador mismo, sino que,
por
es más dudosa. Cierto número de autores estiman que el Consejo federal, en principio, no el competente para emitir
ordenanzas de esta segunda clase; incluso cuando se producen con objeto de asegurar la ejecución de disposiciones
legislativas, estas últimas ordenanzas presuponen, cuando han de crear derecho, una habilitación recibida de la
Asamblea federal, o mal exactamente una "delegación", bien sea formal, bien por lo menos tácita (ver v. Salis, Schweiz.
Bundesrecht, 2* ed., vol. 11, p. 180; Blumer-Morel, op. cit., 2* ed., vol. m, p. 89; Burckhardt, op. cit., 2" ed., pp. 683 y
684; Guhl, op. cit., pp. 71 ss., 85-86, 91-92, 102 ss.; cf. Hiestand, op. cit., p. 81). El Consejo federal mismo parece haberse
colocado en este primer punto de vista. Se ha observado, en efecto (Guhl, op. cit., pp. 84, 86, 92 y 103), que el Consejo
federal presenta por lo general sus ordenanzas como medidas de "ejecución" de las leyes (Vollziehungsverordnungen); e
incluso cuando contienen reglas obligatorias para los ciudadanos, tiene buen cuidado, con objeto de poner su
competencia a salvo de toda discusión, no solamente de hacer depender su ordenanza de una ley determinada, sino
además de referirse en esta ley al artículo especial del que depende su intervención reglamentaria y de tal modo
demuestra que cree hallar en él el fundamento de su delegación. A pesar de la reserva así observada respecto de esta
cuestión por una parte de la doctrina y por la práctica, parece preferible adherirse a una segunda opinión
(Schollenberger, Bundesstaatsrecht der Schweiz, p. 254 y Kommentar der schweiz. Bundesverfassumg, p. 548; Bossard,
op. cit., pp. 165 ss., 176-177), según la cual los poderes de reglamentación del Consejo federal no se deducen
únicamente de la función de ejecución de las leyes que le incumbe a dicha autoridad, y no se reducen tampoco a la
facultad de regular la marcha interna de los servicios en virtud de la potestad territorial asignada al Consejo federal
sobre todas las ramas de la administración, sino que comprenden también, y naturalmente, la facultad de emitir
ordenanzas que crean derecho aplicable a los ciudadanos, por cuanto que estas ordenanzas se producen con fines cuya
realización tiene encargo de asegurar el Consejo federal por la Constitución. La teoría de la delegación debe rechazarse.
Además de ser la idea de delegación inconciliable con los principios del derecho público suizo, lo mismo que con los del
derecho constitucional francés (ver respecto a este punto las objeciones especiales de Bossard, op. cit., pp. 171 ss.),
conviene observar que esta idea es superflua: no se precisa de una delegación consentida por la Asamblea federal, toda
vez que la misma Constitución federal ha encargado al Consejo federal que actúe; y éste es especialmente el caso por lo
que concierne a las medidas de seguridad interior, como se ha visto anteriormente por el art. 102-10". Bien es verdad —
como lo recuerda Burckhardt, op. cit., 2" ed., p. 683— que, según el art. 16 de la Constitución federal, el mantenimiento
de la tranquilidad y del orden corresponde en primer término a los cantones y no a la Confederación; el poder de
ordenanza del Consejo federal se encuentra, pues, reducido correlativamente. No por ello deja de ser cierto que dicho
poder puede encontrar aún algunas ocasiones de ejercerse. La práctica ofrece ejemplos de ordenanzas que regulan las
facultades jurídicas de los ciudadanos, cuya iniciativa tomó el Consejo federal sin hallarse habilitado para ello por
ninguna delegación (ver especialmente los casos señalados por Guhl, op. cit.. pp. 87-88). Se podrían encontrar sobre
todo ejemplos de este género en el reciente período de la guerra, período que, bien es verdad, ha sido regido por el
sistema de los "plenos poderes", pero en el curso del cual parece que el Consejo federal, incluso en ausencia de sus
poderes extraordinarios, hubiera podido adoptar, por encima de los cantones, ciertas medidas de seguridad externa o
interna en interés de la Confederación. Ver
531
en este sentido la resolución del Consejo federal del 12 de julio de 1918, referente "a las medidas que deben tomarse
por los gobiernos cantonales para el mantenimiento de la tranquilidad y del orden". Débese observar, en el texto de
dicha resolución, que, para tomarla, el Consejo federal no solamente se apoya en los poderes especiales que tenía desde
el 3 de agosto de 1914, Hiño también, y en primer término, en aquellos que recibe del art. 102-9" y 10" de la
Constitución federal. Así pues, y en resumen, la competencia reguladora del Consejo federal no se limita al poder de
hacer ordenanzas que tengan carácter estrictamente ejecutivo, o sea dictadas en consecuencia y en virtud de una
prescripción legislativa de la Asamblea federal, sino que constituye también, para ciertas materias, un poder propio e
inicial de reglamentación, inherente a la misma naturaleza de las atribuciones de que el Consejo federal ha sido
investido por la Constitución, bien sea dentro de la esfera de los servicios administrativos, bien sea con relación a los
ciudadanos; poder reglamentario que tiene, no obstante, carácter de subordinación, por cuanto que las ordenanzas del
Consejo federal deben desde luego respetar normalmente, además de la Constitución, las leyes y las resoluciones que
emanan de la Asamblea federal. Finalmente, se ve que la comparación de la Constitución federal suiza con la
Constitución francesa de 1875, respecto de dicho punto, tiene por resultado hacer resaltar el estrecho fundamento y la
naturaleza puramente ejecutiva del poder reglamentario del Presidente de la República en Francia. En la Constitución de
1875 no existe ningún texto que proporcione al Presidente la base para una facultad "material" de reglamentación
comparable a las competencias que, en virtud del art. 102 de la Constitución suiza, permiten al Consejo federal emitir
espontáneamente ordenanzas concernientes a la administración y que obligan a los ciudadanos. El único texto que han
podido alegar los autores franceses para fundamentar el poder reglamentario del Presidente es la disposición del art. 3
de la ley de 25 de febrero de 1875, que le encarga de ejecutar las leyes. La Constitución de 1875 no crea ningún poder
independiente e inicial de reglamentación para el jefe del Ejecutivo, y solamente lo habilita para dictar reglamentos en
consecuencia de una ley y que sean la ejecución de ella.
6 Podrá decirse quizás que la palabra ejecución no expresa de una manera exacta la relación de dependencia que existe
entre el reglamento y la ley. En efecto, frecuentemente concede la ley al jefe del Ejecutivo un amplio poder para tomar
por decreto aquellas medidas reglamentarias que juzgue útiles. En tal caso, dícese, el jefe del Ejecutivo, al formular el
532
sino que define al reglamento únicamente por su subordinación a las ledecreto, no ejecuta la ley, sino que en verdad
hace uso de un poder legal. Ya se ha contestado a esta objeción (p. 457, supra). Al caracterizar al reglamento como acto
de ejecución, la Constitución francesa ha querido marcar con toda claridad que el Presidente de la República sólo puede
hacer uso de su poder reglamentario sin excederse de los permisos legislativos; en otros términos, el art. 3 de la ley de
25 de febrero de 1875 significa que el poder reglamentario no solamente está limitado por las leyes vigentes en el
sentido de que no puede ir contra legem, sino además que se encuentra condicionado por la ley. Condicionado no ya
ciertamente en el sentido de que no pueda contener el reglamento más que medidas ya decretadas por una ley, puesto
que con frecuencia el Presidente recibe de la ley el poder de determinar por s; mismo las medidas convenientes, sino al
menos condicionado por la ley en el sentido de que siempre debe tener en su base una ley que lo autorice o de la que
asegure la ejecución.
7 La interpretación que ?e ha dado anteriormente al art. 3 de la ley de 25 de febrero de 1875 y el concepto del
poder reglamentario que de la misma se desprende han sido impugnados. Se ha dicho que el reglamento tiene por
cometido procurar la ejecución de las leyes, en el sentido de que desarrolla las prescripciones discutidas y aprobadas
legislativamente por el Parlamento a fin de asegurar la ejecución de las mismas, pero no en el sentido de que se
substituya a la ley al estatuir respecto de asuntos a los que no se refirió el cuerpo legislativo. Esta objeción la formuló
especialmente Larnaude, en el curso de una discusión que tuvo lugar en la Sociedad General de Prisiones respecto de la
disposición, ya citada (p. 439), del art. 38 de la ley de presupuestos de 17 de abril de 1906. Mediante dicho texto el
Parlamento encargaba al Presidente de la República establecer por un reglamento de administración pública las
garantías especiales de capacidad profesional para los candidatos a las funciones judiciales e instituir para los
magistrados una escala de ascensos. Larnaude reprocha en primer lugar a ese texto el establecer "una abdicación del
poder legislativo, impotente o incapaz, en manos del poder ejecutivo". Esta es una apreciación de orden político de la
que no debe hacerse caso aquí. Pero, además, Larnaude impugna desde el punto de vista jurídico el procedimiento
empleado en esta circunstancia por el Parlamento, alegando que en este caso, no habiendo dictado por sí misma la ley
de presupuestos ninguna disposición respecto a las condiciones de nombramiento y de ascenso en la magistratura, no
había lugar para un reglamento ejecutivo, por el motivo de que dicho reglamento nada tenía que ejecutar. La ley en
cuestión "no dice ni prescribe nada que deba ejecutarse: no puede ejecutarse la nada". Esta objeción desconoce el
verdadero alcance del concepto de ejecución.
Ejecutar la ley no es únicamente ejecutar los principios que haya podido enunciar respecto de una materia que ya se
encuentra legislada, sino que, además, es obedecer a los mandamientos que haya podido dirigir la ley a la autoridad
ejecutiva. En el caso que nos ocupa, el Presidente tenía que ejecutar la ley de presupuestos, .emitiendo el reglamento
que le había ordenado dictar en Consejo de Estado. Esto es por otra parte lo que dice de una manera expresa el art. 38:
"Un reglamento de administración pública, dictado en ejecución de la presente ley, dentro de los tres meses siguientes a
su promulgación, fijará..." Pero entonces, si tal es rl sentido del art. 38, declara Larnaude que dicho texto contiene "una
verdadera disposición anti-constitucional". Se debe contestar a esto, y se comprobará después (núms. 201 ss.) que en la
Constitución francesa nada se opone a que el Parlamento encargue al Presidente de la República estatuir por vía
reglamentaria sobre una materia cualquiera. Ahora bien, aquel
533
yes, subordinación llevada a tal extremo por el art. 3 antes citado, que la autoridad
administrativa nada puede emprender por vía reglamentaria niño a consecuencia o en
virtud de una ley. El carácter dominante del reglamento no es, pues, que reglamenta
detalles ni que estatuye sobre ciertos objetos que constituyen su esfera especial en
oposición a la esfera legislativa, sino que lo que caracteriza esencialmente al reglamento
es que estatuye en consecuencia y en ejecución de la ley. En este aspecto, el art.3
anteriormente citado no distingue de ningún modo entre las prescripción es que se
refieren a los asuntos administrativos y aquellas que eonciernen a los ciudadanos. Esta
distinción, admitida por tantos autores, es " arbitraria" , como dice Duguit (Traite, vol. II, p.
471), el cual añade que, por lo que se refiere a los reglamentos que estatuyen sobre el
funcionamiento de los servicios administrativos, "no se puede fundar la competencia del
gobierno en el art. 3 de la ley de 25 de febrero de 1875". En cualquier materia, en efecto,
este texto reduce la competencia reglamentaria a la misión de ejecutar las leyes. En otros
términos, la Constitución ha querido reservar a la ley, incluso para las materias llamadas
administrativas, el poder inicial de estatuir por sí misma o de habilitar a la autoridad
administrativa a estatuir en lugar del legislador. En vano se alega
que el Presidente de la República es incompetente, por su misma cualidad de jefe de la
administración, para dictar espontáneamente los reglamentos referentes a los servicios
adminstrativos. Este razonamiento carece de justificación, ya que, según la Constitución,
la potestad del Presidente como jefe de la administración consiste simplemente en
asegurar la ejecución de las leyes.8
que no le está prohibido al legislador por la Constitución, debe serle permitido, y el uso que el legislador puede hacer de
esta libertad no puede, por consiguiente, considerarse como inconstitucional. Queda únicamente la cuestión de saber si
el Consejo de Estado y el Presidente podían, mediante su reglamento, derogar o modificar las leyes anteriormente
vigentes, que fijaron ciertas condiciones de nombramiento a las funciones judiciales; respecto de este punto hay que
contestar negativamente, habida cuenta de que la ley de presupuestos de 1906 no les confería ningún poder especial de
esta naturaleza (ver las observaciones de Larnaude en el Bulletin de la Société Genérale des Prisons, vol. xxx, pp. 1004
ss.; cf. ibid., pp. 996 ss., 1001 ss.).
8 La teoría contemporánea que distingue entre las reglas de derecho, materia propia de la ley, y las reglas concernientes
a los asuntos administrativos del Estado, que pueden ser materia de reglamentos lo mismo que de leyes, se desprende
en gran parte de las doctrinas de Montesquieu sobre la separación de poderes. Estas doctrinas tendían esencialmente a
garantizar, contra la arbitrariedad de las autoridades estatales, " l a vida y la libertad de los
ciudadanos, así como la seguridad de los mismos" (Esprit des lois, libro xi, cap. vi,), y con este objeto Montesquieu
expresaba la idea de que las prescripciones que se refieren a los derechos de los ciudadanos no pueden ser dictadas por
las autoridades ejecutivas o judiciales, sino que solamente puede establecerlas el cuerpo legislativo, estatuyendo a título
de ley y en forma de regla general. Así pues, la doctrina de Montesquieu implica que no comprende la
534
Pero, por otra parte, no es menos importante observar que el art. 3 no limita de ningún
modo el campo de intervención del reglamento. En ninguna parte dice la Constitución que
la competencia reglamentaria de la autoridad administrativa se reduzca a una clase de
materias o a un orden de prescripciones determinadas. Bajo la única reserva de la
necesidad de la autorización legislativa, la esfera del reglamento es ilimitada. La única
delimitación que puede establecerse entre la esfera de la ley y la del reglamento proviene
del principio que subordina la iniciativa reglamentaria a la condición de una autorización
de la ley, pero por lo demás no existe diferencia " material " entre ambas esferas. En una
palabra, si el reglamento nada puede hacer sin una habilitación legislativa, puede hacerlo
todo mediante dicha habilitación.9 Desde este punto de vista es
legislación, como objeto propio, sino aquellas reglas referentes al derecho individual. El principio de la separación de
poderes se funda en un concepto según el cual los ciudadanos sólo pueden pretender la protección que resulta del
régimen de la legalidad y sólo merecen en cierto modo esta protección en la esfera y en la medida de sus intereses
privados. Por el contrario, para todo aquello que se salga de esta esfera, es decir, para todo lo que concierne a la cosa
pública, los asuntos del Estado, sus servicios administrativos, sus relaciones con los Estados extranjeros, el Ejecutivo
vuelve a ser dueño de tomar por sí solo aquellas medidas que juzgue útiles y de formular las reglas que habrán de
gobernar su actividad en este aspecto. El interés de los ciudadanos se considera que no tiene nada que ver en esto: sólo
el interés del Estado está en juego. Estas ideas de Montesquieu, que aun hoy día sirven de principio conductor en
monarquías integrales como las de los Estados alemanes, no resisten un atento examen. Ya se demostró (n° 107, supra)
que los ciudadanos no tienen interés únicamente en la seguridad de sus derechos privados, pues las medidas que
conciernen el funcionamiento de los asuntos públicos tienen repercusiones que pueden alcanzar a cada uno de ellos de
la manera más sensible en sus intereses individuales o por lo menos en sus sentimientos o aspiraciones cívicas. Es por lo
tanto explicable que el derecho constitucional de los pueblos libres, en principio, introduzca en la legislación lo mismo
las reglas referentes a los asuntos administrativos del Estado que las que conciernen al derecho de los ciudadanos. El
cometido normal del Ejecutivo se limita a ejecutar estas dos especies de reglas. 9 La fórmula propuesta anteriormente,
según la cual el reglamento puede hacerlo todo, con la condición de hallarse habilitado para ello, parecerá sin duda
singularmente absoluta a primera vista, y ha tenido muchos adversarios. Evidentemente, no es fácil comprender, en
tiempo normal, que el Parlamento, abdicando de sus derechos, se someta a las iniciativas del Ejecutivo. Pero pueden
surgir algunas circunstancias graves en las que se hace útil, y hasta necesario, que las competencias reglamentarias del
Ejecutivo se aumenten y fortifiquen más o menos ampliamente. En esos momentos es cuando el principio constitucional
que permite al Parlamento conferir legislativamente al gobierno habilitaciones ilimitadas encuentra su legítima
aplicación.
Los acontencimientos de la primera guerra mundial proporcionaron interesantes enseñanzas a este respecto.
Con fecha de 4 de agosto de 1914, fué votada una serie de leyes mediante las cuales las Cámaras autorizan al Presidente
de la República a estatuir por decreto sobre numerosas materias de derecho público, de derecho civil o comercial, de
derecho financiero, etc. (ley relativa al estado de sitio; ley relativa a la prórroga de los plazos de los valores negociables,
arts. 2 y 3; ley estableciendo el aumento de la facultad de emisión del Banco de
Francia, arts. 1 y 2; ley referente a la acumulación de los sueldos militares con los sueldos
535
ricrlo asegurar, como lo hacen numerosos autores, por ejemplo Moreau (o/>. cit., p. 50) ,
que la ley y el reglamento pueden tener un contenido identico, y que la misma
prescripción podrá llamarse reglamento o ley, según que tenga por autor al jefe del
ejecutivo o al cuerpo legislativo.
civiles en los casos de movilización, art. 8; ley modificando la ley de 14 de diciembre de 1879 «ubre los créditos
suplementarios y extraordinarios que pueden establecerse por decreto para UN necesidades de la defensa nacional; ley
relativa a la admisión de los alsaciano-loreneses en el ejército francés, art. 3). Mediante estas leyes de habilitación el
Parlamento se inclinó unte el Ejecutivo, reforzando considerablemente los poderes de éste. Pero con ello no desconoció
de ningún modo la Constitución ni suspendió su aplicación, puesto que las leyes constitucionales
de 1875 le permitían actuar así.
La postura en que se encontró el Ejecutivo como consecuencia de la votación de dichas leyes se caracterizó
claramente en la declaración presentada a las Cámaras por el gobierno en sesión de 22 de diciembre de 1914. " E l
gobierno —decía dicha declaración— hizo uso del derecho que le había conferido el Parlamento para regular toda clase
de materias." Estas palabras implican que la habilitación conferida por las leyes al Ejecutivo puede extenderse ii toda
clase de asuntos. Adquiere así el gobierno una potestad de acción de las más fuertes, y está llamado a desempeñar, en
lugar del Parlamento, un cometido que parece puede llegar a ser preponderante. Sin embargo, la misma declaración
añade, poco después, que incluso en estas condiciones, y por amplia que sea la extensión de los poderes conferidos
extraordinariamente al Ejecutivo, la situación de éste con respecto al Parlamento no ha sido modificada en cuanto a su
esencia. El Parlamento sigue siendo el amo, no solamente porque "sabe que el gobierno acepta con deferencia su
necesario control", sino además porque "sabe que, mañana como ayer, su soberanía habrá de ser obedecida". Así pues,
incluso cuando el gobierno parece tomar el sitio del Parlamento, eclipsándolo, sólo posee, con su cualidad de ejecutivo,
un poder subalterno, pues independientemente del hecho de quedar sometido a] control de las Cámaras y a la
necesidad de conservar su confianza en cuanto al uso que pueda hacer de esas habilitaciones, puede decirse que al
ejercer esos poderes reglamntarios, por amplios que éstos sean, no hará, ahora y siempre, sino obedecer al Parlamento
y ejecutar la voluntad legislativa de éste.
Ha sido emitida la opinión de que la primera guerra mundial sorprendió a la Constitución francesa; las leyes de
1875, dícese, no habían previsto el caso de guerra y no habían pensado en la necesidad que puede haber en tales
circunstancias de fortalecer los poderes del gobierno. Esta apreciación no está justificada (cf. Barthélemy, Problema de
politique et finances de guerre, p. 110). La Constitución de 1875 estuvo a la altura de las circunstancias.
En efecto, encerraba un principio que, a este respecto, proporcionaba el medio de hacer frente todas las excepcionales
exigencias de la situación. Este principio era precisamente el del art. 3 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875,
que concede al Parlamento la posibilidad de extender, tan ampliamente como las circunstancias lo reclamen, las
facultades reglamentarias del Presidente de la República (cf. la n. 23, p. 549, injra). Hay que reconocer, en efecto, que al
definir al reglamento presidencial por una simple idea de ejecución de las leyes, la Constitución concedió al Parlamento
una prerrogativa que lo convierte en dueño de determinar por sus propias leyes la esfera variable del reglamento
presidencial. La Constitución, así, demostró verdadera discreción, pues se abstuvo de regular por sí misma la materia de
los reglamentos, dejando este cuidado al Parlamento. Demostró también una gran flexibilidad, siendo la misma
flexibilidad de su método en cuanto al establecimiento de la extensión del poder reglamentario lo que permite sostener
que, en este aspecto, podía adaptarse a las circunstancias y a las necesidades extraordinarias de la guerra.
536
Raiga (op.cit., p, 85) expresa con gran exactitud la misma idea al decir que el cuerpo
legislativo, cuando formula reglas por la vía legislativa, y el Presidente de la República,
cuando ejerce poder su poder reglamentario, “pueden considerarse como dos órganos
que ejercen la misma función, el uno a título principal, como dueño, y el otro a título
auxiliar, como subordinado “; y la subordinación, añade dicho autor (ibid., p.180) consiste
en que “ el Presidente, órgano auxiliar, espera del órgano director, que es el cuerpo
legislativo” (cf. Para Suiza, Hiestand , op. Cit., p. 80; Guhl , op.cit., p. 74). De todas
estas observaciones se desprende que la distinción entre la ley y el reglamento es de
orden esencialmente formal (ver núms . 115 ss., supra). Se desprende, no ya de un
dualismo establecido por la Constitución entre materias de las cuales unas son
legislativas y otras reglamentarias, sino únicamente de la jerarquía que existe entre dos
clases de autoridades, de las cuales una, inferior en potestad, sólo puede actuar en
ejecución de las decisiones previas de la otra.
Según una doctrina muy extendida, los reglamentos hechos de esta manera, en
virtud de una habilitación conferida por un texto legislativo formal, tienen su fundamento
en una delegación de potestad legislativa hecha por el cuerpo legislativo al jefe del
Ejecutivo. La habilitación, en efecto, tendría valor de tal delegación.
10 Jellinek ( op. Cit., p. 383) añade que esta posibilidad de delegación por parte del legislador es ilimitada y que por consiguiente,
desde el punto de vista jurídico, no existe asunto que no puedav reglamentarse tanto por las ordenanzas como por la leyes.
538
veces una ley confiere al jefe del Estado el poder de dictar reglas que no Se limitan a
desarrollar en sus detalles de aplicación las disposiciones de leyes existentes.
de administración pública puede ordenar todo aquello que hubiera podido prescribir en la
materia la legislación formal misma. Este es la explicación que de la protestad propia de
esta clase de reglamento dan Laferriere ( op.cit., 2 ed., vol , ll, p.11 ), Moreau (po. Cit., pp.
186 ss), Cahen (op. Cit., pp. 26e5ss.), Fuzier-Herman (Séparation des pouvoirs,
pp.382ss.) .
11 En la sesión de la Cámara de Diputados de 9 de noviembre de 1906 el ministro Briand, al examinar la cuestión de saber si un
reglamento de administración pública puede modificarse por el gobierno, bajo la condición por otra parte, de nueva deliberación en
Consejo del Estado, sostuve que el reglamento de esa especie se hace “en virtud de la ley, o sea mediante una delegación del poder
legislativo” y que “forma parte integral de la ley, mientras no haya sido modificada”. Y añadía después el ministro: “Personalmente, me
inclino a creer que un decreto deliberado en virtud de una delegación legislativa sólo puedes ser revisado por una ley “ ( Journal officiel
del 10 de noviembre de 1906, debates parlamentarios, Cámara de los Diputados, p. 2460).
540
Inmensa mayoría de los autores (Esmein, Éléments, 5ª ed., pp. 616 ss., y “De la
delegation du pouvoir législatif ” , Reuve politique et parlementaire,vol.l, pp. 200 ss.;
Berthélemy, Traité, 7a ed., pp.98 ss., y “Le pouvoir reglementria du Président de la
République” , Reuve politique et parlementaire, vol. Xv, pp. 323 ss.; Duguit, L´Etat, vol. II,
pp.296, 337 ss. y Traité, vol. II, pp. 459 ss.; Hauriou, op. cit., 8ª ed., p. 49; Jéze, “ Le
reglement administratif “, Reuvé génerale d´´administration, 1902, vol. II,p. 14; cf. Raiga,
op. cit., p. 180), que no admiten que semejante delegación sea constitucionalmente
posible.12 Esmein ( Éléments, 5ª ed., p. 618) y Berthélemy (Reuve politique et
parlementaire , vol, xv, pp. 9y 322) deducen de ello, especialmente, que el Presidente no
puede ordenar por un reglamento de administración pública nada más de lo que podría
decretar mediante un reglamento ordinario; de todos modos no puede dictar impuestos ni
penas, por estar materias reservadas a la potestad legislativa.
12 Respecto de la naturaleza jurídica del acto mediante el cual las Cámaras encargan al presidente de la Republica hacer un reglamento
de administración pública, conviene observar ante todo que, incluso se si estableciera que dicho acto constituye una delegación en el
sentido de que contiene una transmisión de poderes, no podría, de todos modos, verse en el una delegación en el sentido contractual
de la palabra mandato. Todo mandato supone acuerdo de voluntades entre dos partes, una de las cuales escoge libremente su
mandatario, mientras que la otra acepta libremente también el mandato que se le propone. A consecuencia al referirse a un
reglamento de administración pública, no pueden elegir la persona, sino que solo pueden conceder la supuesta delegación legislativa al
Presiente. Este, por su parte, no puede rehusar la misión que s ele encarga; la llamada dirigida al Presidente es, por pare de las
Cámaras, un acto de potestad unilateral y dominante. Finalmente, el Presidente no confecciona el reglamento pedido en nombre de las
Cámaras, sino en nombre y por cuenta del Estado; ejerce la potestad del estado y no la del Parlamento, de modo que, ya desde este
punto de vista, es difícil concebir que reciba su competencia reglamentaria de una delegación de poderes de las Cámaras.
541
que puede disponer libremente, sino una competencia constitucional (Duguit, Traite, vol.
II, p.459).Sería contrario a la Constitución que el órgano designado por esta para ejercer
una función pudiera descargarse de ese cometido sustituyéndose por otro órgano que el
mismo designara. Señaladas por la Constitución nacional para el ejercicio de la potestad
legislativa, las Cámaras han de desempeñar esta función dentro de las formas y de las
condiciones fijadas por la Constitución misma, no pudiendo, pues delegar su competencia
en otro órgano de su selección. Únicamente la nación podría realizar semejante
delegación por un acto de poder constituyente. 13
13 Para establecer que la orden constitucional de las competencias no puede alterarse por actos de la voluntad contraria de
las autoridades estatales, se alegra generalmente que la potestad de los órganos constituidos es inferior a la del órgano constituyente.
Pero existe también otro motivo que hay que tener en cuenta, y es que la Constitución, en su cualidad de regla estatutaria, es, por
definición misma, una regla fija previamente trazada, y que una vez instituida, no puede ya, so pena de perder su carácter de
Constitución, depender de modificaciones arbitrarias. (cf. respecto del derecho público suizo, Burckharsdt, op. Cit., 2ª ed., p 55: “Las
reglas de la Constitución respecto de la repartición de las competencias son del zwingendes Recht)
14 Constitución del año III, art. 45: “ En ningún caso puede el cuerpo legislativo delegar en uno o varios de sus miembros, ni
en nadie, ninguna de las funciones de las funciones que le son conferidas por la presente Constitución” (ver respecto de este texto
Esmein, Reuve politique et parlamentaire, vol. I, pp. 203 y 204) Una prohibición expresa de este género hubiera sido inútil en la
Constitución de 1875. La fórmula del art. 1° de la ley de 25 de febrero de 1985, que establece que el principio que “el poder legislativo
se ejerce por dos asambleas, la Cámara de los Diputados y el Senado”, basta por is sola para excluir rigurosamente toda posibilidad de
delegación del poder legislativo, puesto que atribuye este poder, especial y exclusivamente, a las Cámaras.
542
condición, o sea cuando existe una ley que invita al presidente, bien sea a emitir tal cual
prescripción especial o bien a tomar de una manera general todas aquellas medidas que
juzgue útiles respecto de una determinada materia, el reglamento que se produce en
estas circunstancias se funda jurídicamente, no va en la ley particular que lo ha
promovido, sino en el poder de ejecución de las leyes que el jefe del Ejecutivo recibe de la
Constitución mismas ya que la Constitución misma la que le encargo la ejecución de las
leyes.
15 La palabra delegación debe entenderse aquí abajo las reservas que se indicaran en el n° 378, infra.
16 La idea exacta es la siguiente: la ley que encarga al Presidente hacer un reglamento respecto de un asunto
que atribuye a su competencia, no le confiere un poder nuevo puesto que ya posee, en virtud de la misma Constitución
el poder de ejecutar todas las prescripciones de las leyes. Esta ley únicamente atribuye a la potestad ejecutiva del
Presidente un nuevo objeto; introduce en la esfera de su competencia ejecutiva _que según la Constitución es
susceptible de una extensión ilimitada_ una nueva categoría de materias.
Es conveniente, por los demás hacer notar que estas observaciones no se aplican solamente al caso del que el
Presidente este habilitado por una ley para tomar medidas de orden general y reglamentario. En efecto, si la teoría de la
delegación legislativa fuera exacta, habría de extenderse lógicamente incluso a las medidas particulares que las leyes
puedan encargar al Presidente que tome por vía decreto; por lo menos, debería extenderse aquellas medidas que, a
falta de un texto formal de habilitación legislativo, no hubiera podido ser decretadas espontáneamente por el jefe
ejecutivo y hubiera queda reservadas a la competencia del órgano legislativo. Puede parecer sorprendente que la teoría
de la delegación legislativa solo haya sido puesta en circulación y desarrollada para los reglamentos. Esto se debe
siempre a la misma causa (ver p.525, supra) o sea a la predominante influencia de la idea
543
tradicional de que el reglamento, por cuanto se tiene por contenido prescripciones generales, es un acto aparte, un acto de
naturaleza legislativa.
17 Enderecho francés, pues, se deben a todos los decretos reglamentarios las observaciones que hace Jallinek,
para le derecho alemán para caracterizar especialmente aquellas ordenanzas que califica como ordenanzas de ejecución,
entendiendo con ello únicamente aquellas ordenanzas que se producen como consecuencias de las leyes para desarrollar y
completar las prescripciones: “Las ordenanzas se basa en un poder que tiene su origen en la (op. Cit., 126). “El fundamento
jurídico se la ordenanza reside, no ya en la ley especial que ha de ejecutar, sino den el atribuido por la Constitución misma
al gobierno” (ibid., p.378). “No es el fundamento de la ordenanza sino únicamente su existencia y su eficacia lo que
determina la ley especial de la que depende. (ibid., p. 379). “Las ordenanzas suponen evidentemente una ley especial; sin
embargo, se emiten en virtud de un poder reglamentario general anterior a ducha ley especial” (ibid., p.381) Cf. Sobre el
derecho público suizo, Guhl,op. Cit., p. 171: “L ejecución de las leyes (bajo forma de reglamentos) se produce como
consecuencia de un aley de alaque depende, pero se realiza en viryud de un poder conferido por la Costitucion”. De
dondeGuhl concluye que hay que descartar la teoría del reglamento fundado en un delegación legislativa.
544
201. Resumiendo, todo esto viene a significar que la Constitución misma da a la autoridad
administrativa el poder de hacer todo aquello a que las leyes habrán de invitarla. Pero,
puede objetarse, ¿no se juega con las palabras al caracterizar de este modo el sistema de
derecho francés referente al poder reglamentario? Una de dos: o se admite que el cuerpo
legislativo es dueño de conferir por sus leyes al Presidente la competencia que va a
permitirle formular reglas, que si dicha habilitación solo podrían dictarse por una ley
formal, y entonces hay que reconocer francamente que esta atribución de competencia se
reduce, en el fondo, a una verdadera delegación de potestad legislativa, 19 o, por el
contrario, hay que atenerse al principios de la imposibilidad jurídica de las delegaciones
legislativas, pero en este caso se opone a que se admita para el Parlamento una facultad
ilimitada de encajar al jefe del Ejecutivo hacer que las Cámaras nunca pueden confiar al
Presidente de tomar aquellas medidas que la Constitución ha reservado normalmente a la
legislación. Este último punto de vista es el de Esmein (Eléments,5ª ed., p. 518),
Berthélemy (Traité, 7ª ed., pp. 98ss. y Reuve politique et parlamentaire, vol.XV, pp. 322
ss.),así como de Jéze (Reuve du droit public, 1908. P. 50 .;cf. E. Pierre, Traité de droit
politique, electoral et parlamentaire, suplemento, n° 51).
mente de la Constitución. Por ejemplo, cuando las cámaras remiten una cuestión a un reglamento de administración
pública, puede decirse que por esta remisión conceden su poder al ejecutivo, no ya únicamente desde el punto de vista
material, al abrirle un campo nuevo de actividad reglamentaria que comprende un nuevo objetivo a tratar por decretos,
sino también desde le punto de vista formal, por cuantos sustituyen al empleo de la vía legislativa, para el objeto de que
se trata, el empleo de la vía ejecutiva, y encargan a Ejecutivo que provea a la reglamentación de dicho objeto por sus
propios medios constitucionales, o sea por decretos fundados por su potestad subalterna de la ejecución de las leyes. En
una palabra, el Ejecutivo, al tomar las medidas ordenadas por la ley, realiza labor ejecutiva y no legislativa, lo mismo que
en Roma, el magistrado, al obedecer el impulso de los senadoconsultos, creaba derecho honorario y no derecho civil.
19 Moreau (op.cit., p. 195) parece dar entender que entre ambas ideas, delegación legislativa o determinación por la ley
de la competencia reglamentaria del Ejecutivo, no existe gran diferencia. DUguit (Traité, vol. II, pp. 459 ss.) indica, por el
contario, considerables diferencias entre ellas, por ejemplo desde el punto de vista de la viabilidad del recurso por
extralimitación de atribuciones, el cual puede concebirse contra el reglamento hecho en virtud de una determinación de
competencia, mientras no se puede tener lugar contra el mismo reglamento hecho en virtud de una delegación del
poder legislativo. Por otra parte, sin embrago. Diguit reconoce (eod. loc) que las objeciones de orden constitucional
suscritas contra la teoría de la delegación legislativa pueden oponerse con la misma fuerza a la idea de a determinación
de competencia.
546
que reglamentara los objetos que no le haya hecho accesibles un texto constitucional,
pues ello supondría, por parte del Parlamento, alterar el orden de las competencias
establecidas por la Constitución, y supondría también, por su parte, abrogarse un poder
constituyente que no le pertenece. Pero uno de los signos característicos de la
Constitución francesa, precisamente, es el de no haber determinado ratione materiae la
esfera de los dos poderes legislativo y reglamentario (ver nums. 121-123, supra); dicha
Constitución no delimita la legislación y la administración por su materia propia, sino
únicamente por su grado de potestad respectiva, por cuanto la administración sólo puede
ejercerse en ejecución de las leyes; y además, la Constitución establece, a favor del
cuerpo legislativo. Tal preponderancia sobre la autoridad ejecutiva, que esta última está
obligada a conformarse con las leyes dictadas por las Cámaras y a ejecutarlas. Por lo
mismo, la Constitución se encuentra con que concedió al órgano legislativo una especie
de poder constituyente, en el sentido de que le dejo libertad y potestad de regular por si
mismo los cometidos del Ejecutivo. El Parlamento se convierte así en regulador de las
competencias naturales de la autoridad administrativa, delegándole la Constitución el
cuidado de fijar legislativamente, en sus relaciones con el Ejecutivo, la esfera de
intervención y de acción respectivas de la ley y el reglamento. Por una parte, en efecto, el
Parlamento es dueño de encargar al Presidente que haga un reglamento respecto a una
materia cualquiera; y en efecto, al encargarle este reglamento, realmente concede al
Presidente, en cierto sentido, una atribución de competencia material; pero, sin embargo,
no le delega potestad legislativa, y ello por razón de que la competencia que le confiere
no ha sido reservada especialmente por la Constitución al órgano legislativo. Así pues, al
invitar al Presidente a estatuir sobre tal o cual punto cualquiera, el cuerpo legislativo no
mengua en nada su propia competencia constitucional, no delega nada en el Presidente,
sino que se limita a habilitarlo. Por otra parte, es de observarse que estas atribuciones de
competencia tienen su base de legitimidad en la Constitución misma: por lo mismo, en
efecto, que la Constitución ha reducido la función reglamentaria del Presidente de la
República a una misión de ejecución de las leyes, autoriza por anticipado y en cierto
sentido hace suyas todas aquellas habilitaciones que el legislador pueda conferir al
Presidente mediante una ley que le ordene hacer un reglamento.
Se repite con demasiada frecuencia que Francia tiene una Constitución “rígida”.
Esto no es exacto. La constitución francesa es actualmente en extremo lacónica para que
se pueda hablar de su rigidez. En todo caso, falta completamente esta rigidez por lo que
concierne a la determinación de los objetos legislativos reservados exclusivamente al
Parlamento. A este respecto es exacto hablar de Constitución rígida en aquellos países
en
548
20
En un país como Suiza, donde las asambleas no ejercen la potestad legislativa sino bajo reserva del
referéndum popular, parece haber aún otro motivo para negarles la facultad de ampliar, mediante una ley,
el campo de actividad reglamentaria del Consejo federal. Se ha hecho observar (Bossard, op. Cit., p. 173)
que las ordenanzas del Consejo federal no se someten al referéndum y que, por consiguiente, el recurrir a
una resolución reglamentaria del Consejo federal tendría por objeto, sustituyendo la ordenanza a la ley,
eludir los poderes legislativos del pueblo. Pero se debe contestar con Burckhardt (op. Cit., 2ª ed., p. 684) que
la misma ley que habilita al Consejo federal cae bajo el efecto del referéndum y que, por consiguiente, la
extensión de competencia que pretende realizar a favor del Consejo federal no puede realizarse
definitivamente sino mediante el voto favorable o, por lo menos, la ausencia de reclamación del pueblo, que
es, aquí como en todo lo demás, el órgano legislativo supremo y el dueño de las competencias.
21
La doctrina de Moreau respecto de este punto se compone de dos proposiciones, que no es fácil
coordinar entre si. Por una parte sostiene dicho autor (op. Cit., ver especialmente p. 195) que la
Constitución no ha establecido clasificación ni distinción entre las materias legislativas y las materias
reglamentarias; y reconoce, por consiguiente, que el legislador es el que debe establecer esa clasificación y
efectuar la separación entre el reglamento y la ley. Por otra parte, cuando el legislador remite una materia al
reglamento de administración pública, Moreau ve en esta remisión una delegación de potestad legislativa.
Pero, en el momento en que la remisión se refiere a materias que no han sido clasificadas especialmente por
la Constitución dentro de la legislación, no se puede decir que necesite una delegación de poder legislativo.
En estas condiciones, ni siquiera cabe la idea de delegación, pues esta sòlo se concebiría si las Cámaras, en
vez de realizar un simple reparto de materias, trasladaran al Ejecutivo una competencia que, según la
Constitución, les pertenecería como propia.
549
Establecida superiormente por la Constitución. Y por otra parte, el poder que tiene el
Parlamento francés de determinar por sus leyes la competencia reglamentaria del
Presidente se encuentra también reforzado por la disposición constitucional que impone al
Presidente la obligación de asegurar la ejecución de las leyes.
Es interesante observar que el mismo Esmein ha tenido que reconocer
incidentalmente lo acertado del punto de vista que acaba de exponerse. En su estudio
sobre “La délégatio du pouvoir legislatif” (Revue politique et palementaire, col. I, pp. 213-
218), dicho autor examina ciertas leyes que, por ejemplo en materia de enajenación de
dominios nacionales y en materia de estado de sitio, han conferido a la autoridad ejecutiva
atribuciones que anteriormente, en virtud de leyes más antiguas, correspondían al cuerpo
legislativo. Se ha dicho que, al despojarse así en beneficio del jefe del Ejecutivo, el
legislador había hecho delegación de su potestad en éste (Ducrocq,l Personnalité civile de
I’État d’apres les lois civiles et administratives de la France, p. 30). Pero Esmein critica
con razón esta manera de caracterizar la devolución de competencia hecha a la autoridad
ejecutiva por las leyes de referencia; demuestra debidamente que esta devolución no
constituye de ningún modo una delegación de poder legislativo, dando para ello la razón
perentoria de que, en la época en que se produjeron dichas leyes, las reglas de
competencia referentes a la enajenación de los bienes nacionales y al estado de sitio no
eran “constitucionales, sino simplemente legislativa siempre puede modificarse o
abrogarse por una nueva ley. Así pues, depende de las leyes atribuir al gobierno todas las
competencias que no les han sido reservadas a esas mismas leyes por un texto de la
Constitución. Esta es la conclusión que se desprende de la demostración proporcionada
por Esmein. Pero entonces ¿Cómo conciliar con esta demostración esa otra afirmación
del mismo autor de que una ley, incluso para un objeto determinado, no puede conferir al
poder ejecutivo el ejercicio de ningún derecho que entre dentro de las atribuciones del
poder legislativo? (Éléments, 5ª ed., p. 618). La verdad es que, actualmente, al callar la
Constitución, o poco menos, respecto a las materias reservadas a la competencia
legislativa del Parlamento, tiene éste plena y entera libertad, o poco menos,22 para ceder
al jefe del Ejecutivo cualquiere especie de competencia reglamentaria.23
22. Hay que reservar solamente algunos asuntos, muy poco numerosos, tales como la amnistía o la cesión de territorio para los cuales
se ha visto anteriormente (p. 338, supra) que la constitución de 1875 exige una ley.
23. Durante la guerra, el gabinete Briand se había visto obligado a depositar ante las Cámaras un proyecto de ley, fechado el 14 de
diciembre de 1916 y redactado así: “Hasta la cesación de las hostilidades el gobierno queda autorizado para tomar, mediante decretos
dictados
550
tados en Consejo de ministros, todas aquellas medidas que, por adición o derogación de las leyes vigentes, sean
aconsejadas por las necesidades de la defensa nacional en lo que se refiere a la producción agrícola e industrial,
maquinaria de los puertos, transportes, avituallamiento, higiene y sanidad públicas, reclutamiento de la mano de obra,
venta y reparto de mercancías y de productos y su consumo”. Añadía el proyecto: “En cada uno de estos decretos
podrán establecerse penalidades que se fijarán dentro de límites que no pasen de seis meses de prisión y diez mil
francos de multa”.
Se suscitaron contra dicho proyecto muy vivas objeciones, especialmente en el dictamen presentado el 29 de
diciembre de 1916 en nombre de la comisión de la Cámara de Diputados encargada de efectuar el examen del mimo
(ver el Journal officiel del 21 de enero de 1917, anexos, pp. 1858 ss.) Estas objeciones eran de dos clases.
Se trataba primero de objeciones de orden político, sobre las cuales no deben insistirse aquí, por más que
parezcan haber ocupado lugar preponderante entre los móviles que incitaron a los miembros del Parlamento a acoger
desfavorablemente la petición del gobierno y finalmente a oponerse a dicha petición. Desde el punto de vista político se
reprochaba al proyecto del gobierno el aminorar notablemente el cometido de las Cámaras y el fortificar con exceso la
potestad del Ejecutivo, por cuanto que éste iba a ser habilitado para estatuir por si mismo respecto de una serie de
cuestiones, sin duda muy importantes y además muy numerosas, cuya naturaleza había de dar lugar por su parte a
iniciativas y a medidas que podrían desarrollarse, por vía de decretos, en proporcionarse casi ilimitadas. A este respecto
se puede asegurar que hubieran sufrido las Cámaras, si no respecto al control, al menos por lo que se refiere a la
iniciativa y a la decisión, un considerable desposeimiento de hecho. Está claro que disco desposeimiento no
podía serles impuesto contra su grado. El Parlamento es el dueño absoluto de toda ley que entrañe autorizaciones de
este género. ¿En qué medida será conveniente, especialmente en tiempo de guerra, que las Cámaras autoricen al
Ejecutivo para tal o cual categoría de decisiones o prescripciones? Esta es, en el estado de la Constitución francesa, una
cuestión de apreciación política, y sobre todo de confianza, de la que sólo el Parlamento es juez soberano.
Pero, además de estas objeciones políticas, el dictamen anteriormente citado formulaba, contra el proyecto de
autorización, argumentos de orden jurídico y constitucional que gravitaban alrededor de la afirmación de que la
adopción de semejante proyecto hubiera “constituido una violación formal de la ley constitucional de 25 de febrero de
1875” (ver en este sentido Barthelemy, Revue politique et parlementaire, 1917, col. XCI, pp. 8 ss.). Ahora bien, se puede
contestar a dicha afirmación que desconoce los principios esenciales y, además, el genio propio de la Constitución de
1875.
Toda la argumentación dirigida por el dictamen contra la demanda de autorización proviene de la idea de que
la concesión de esta autorización por las Cámaras hubiera constituido jurídicamente una delegación del poder legislativo
en provecho del Ejecutivo para las materias a que se refería el proyecto gubernamental, esas materias, en principio, sólo
podían haber sido tratadas por una ley. Partiendo de esta observación, el relator no duda en calificar, en diferentes
ocasiones, como “decretos-leyes” aquellos actos de reglamentación que, como consecuencia
551
no pueden abandonar a la potestad reglamentaria, porque, dicen los autores citados, esas
prescripciones quedan rigurosamente dentro de la esfera de la legislación, sin que jamás
puedan salirse de ella. Así, si una ley encargara al Presidente de dictar prescripciones de
ese género, dicha ley sería sin duda inconstitucional, y por consiguiente, el decreto hecho
en.
.
de la autorización proveniente del Parlamento, hubieran podido dictarse sobre los diversos asuntos
enumerados en el proyecto; y hasta establece una similitud entre estos decretos-leyes y aquellos que
durante algunos interregnos del derecho constitucional, fueron dictados en Francia en 1848, en 1851-52 y
en 1870-71, por gobiernos circunstanciales, que acumulaban los poderes legislativo y ejecutivo; en una
palabra, sostiene que la habilitación solicitada por el gabinete Briand con el objeto de ampliar el poder
presidencial de reglamentación hubiera tenido por efecto establecer, para la duración de la guerra, “dos
autoridades legislativas”; una, el Parlamento, que continuaría legislando en la forma prevista por la
Constitución de 1875, y la otra, que hubiera sido el Ejecutivo, estatuyendo por vía de decreto, si bien
decretos autorizados, pero que no hubiera sido el Ejecutivo, estatuyendo por vía de decreto, si bien
decretos autorizados, pero que no hubieran dejado de ser, ratione materiae, decretos-leyes.
Así razona el dictamen. Pero realmente, los argumentos jurídicos que invoca, con una vehemencia
acrecentada por preocupaciones políticas claramente confesadas, no responden a los textos positivos de la
Constitución de 1875, ni sobre todo al régimen de reparto de las competencias que se desprende
actualmente de dichos textos. El relator de la Cámara de Diputados razona como si la Constitución hubiera
determinado en forma de principios las materias que constituyen el objeto especial de la competencia
legislativa. Esto es olvidar que, desde este punto de vista “material”, la Constitución de 1875 no es una
constitución rígida, sino, por el contrario, una Constitución de notable flexibilidad. No define a la esfera de
actividad reguladora que corresponde relativamente al Parlamento y al Ejecutivo por un principio de
competencia delimitada ratione materiae, sino que la define únicamente por un principio formal de
subordinación de una de las autoridades a la otra, en el sentido de que no puede actual el Ejecutivo si no es
a consecuencia y en virtud de una ley.
552
virtud de esa ley careciera a su vez de valor (en este sentido ver especialmente
Berthèlemy, Revue politique et parlementaire, vol. XV, p. 324). Pero es conveniente
contestar que ni los tribunales administrativos, ni los tribunales judiciales tendrían
competencia para conocer de esta clase especial de ilegalidad. Razón de ello es que, en
el sistema del derecho
a consecuencia y en virtud de una ley. En cualquier materia, la iniciativa y el primer impulsa han de proceder del
Parlamento; tal es la condición primordial que domina toda la actividad reglamentaria del Ejecutivo. Pero, cumplida esta
condición, puede a su vez el Ejecutivo estatuir en todas aquellas materias para las cuales recibió autorización legislativa,
ya que, desde el punto de vista materia, la Constitución no establece ninguna restricción a su facultad de acción (ver nº
196, supra).
Pero junto al punto de vista material está el punto de vista formal. ¿Deberá decirse, en este segundo aspecto,
que la demanda de autorización dirigida a las Cámaras implicaba una delegación de poder legislativo? Tampoco.
En principio, la habilitación concedida por una ley al Ejecutivo, con objeto de permitirle estatuir por si mismo
respecto de una materia determinada, por otra parte, sea la que fuere esta materia y sean también las que fueren la
naturaleza y la extensión de las medidas que pudieran ser decretadas en virtud de la habilitación, no puede originar en
la persona del Presidente de la República ningún derecho de potestad legislativa ni ninguna cualidad de legislador. Es
este un extremo que se deduce claramente del art. 1º de la ley de 25 de febrero de 1875. Se habrá podido atribuir a este
texto diversas significaciones, pero de todos modos significa que únicamente las Cámaras pueden crear una ley en el
sentido formal de la palabra. Si bien el art. 1º no reserva ninguna materia a las Cámaras, como dependiendo
exclusivamente de ellas, por lo menos les reserva, de una manera absoluta y rigurosa, la potestad orgánica de hacer acto
de legislación. Únicamente el acto hecho en forma legislativa por el Parlamento posee las propiedades formales que son
el signo especifico de la ley en el derecho público francés. De la combinación del art. 1º con el art. 3º, que confiere el
Ejecutivo la facultad ilimitada para hacer reglamentos en ejecución de las leyes, se deduce, pues, que las Cámaras
pueden perfectamente habilitar al Presidente de la República para dictar decretos reglamentarios respecto a todas clase
de materias; pero existe una habilitación que no puede conferir: la de dictar un reglamento que adquiriera el valor y la
fuerza constitucional propios de la ley. El acto mediante el cual emite el Ejecutivo prescripciones reguladoras en
ejecución de una ley de autorización, pues de ningún modo puede ser un acto legislativo, lo mismo desde el punto de
vista formal que desde el punto de vista material; por su forma, por las condiciones en las cuales interviene, y sobre
todo por su origen orgánico y por la fuerza constitucional que deriva de este último, solo es un puro acto ejecutivo, un
decreto propiamente dicho, un decreto que no vale como ley, que no posee ninguna de las virtudes características
553
inherentes al acto legislativo. Especialmente no podría, en lo que por venir, obligar al legislador, o sea al Parlamento,
que siempre será dueño de recoger, para tratarlo en forma de ley, aquella materia respecto de la cual había habilitado
el Ejecutivo para una acción reglamentaria y que conserva, igualmente el poder de dictar medidas legislativas que
habrán de primar sobre los reglamentos ya hechos por el ejecutivo en virtud de una habilitación anterior. Con manifiesto
error, pues, el dictamen presentado a la Cámara de Diputados aplica a los actos reglamentarios para los cuales se pedía
al Parlamento una autorización, el nombre de decretos-leyes. Accediendo a la habilitación pedida, el Parlamento no
hubiera sido substituida de ningún modo por el Ejecutivo como orgánico de legislación, sino que solo hubiera puesto en
movimiento el poder que le corresponde al ejecutivo en virtud de la misma legislación, ósea el poder de ejecución de las
leyes. No hubiera existido en esto ninguna delegación de potestad legislativa. El Parlamento, cuando cede, a favor del
Ejecutivo, una materia por reglamentar, no delega por ello la potestad legislativa en el Presidente de la República, así
como la Asamblea Nacional no ha delegado en las Cámara la potestad constituyente cuando por la ley de revisión de 14
de agosto de 1884 pronuncio la desconstltucionalizaciòn de los Arts. 1º a 7º de la ley de 24 de febrero de 1875
referentes al Senado, destitucionalizaciòn que tuvo por efecto colocar toda la materia de la organización del Senado
dentro de la competencia legislativa ordinaria de la Cámara. Así como la ley orgánica sobre elecciones de Senadores, que
a consecuencia de dicha extensión de la competencia material del Parlamento fue dictada el 9 de diciembre de 1984 no
fue sino una ley pura y simple desprovista de todo carácter constituyente, por más que haya estatuido sobre un objeto
que, hasta 1884 dependía de la competencia constituyente asi también los actos reglamentarios provenientes del
ejecutivo, en consecuencia y en virtud de una ley de habilitación solo constituyen simples decretos a los cuales de
ningún modo se el puede dar el nombre de actos legislativos o decretos-leyes. Este es un punto que , para los
reglamentos de administración pública, ha sido admitido desde hace mucho tiempo por la doctrina, y después de 1907;
incluso cuando los reglamentos de esta clase están autorizados, por la ley en virtud de la cual han sido dictados, a
estatuir sobre cuestiones que anteriormente solo podían tratarse por la vía legislativa, se ha reconocido sobre
cuestiones que anteriormente solo podrían tratarse por vía legislativa, se ha reconocido que no poseen otro carácter
que el de decretos ejecutivos. El hecho de que, según el proyecto de ley de 14 de diciembre de 1916, las prescripciones
reglamentarias que debían dictarse en interés de la defensa nacional había de ser actos acordados en consejo de
ministros”, nada cambia en esta situación. Es, por otra parte, lo que especifico el mismo proyecto de ley, al decir que las
medidas a adoptar se tomarían “mediante decretos”, y acabamos de ver las razones que demuestran la perfecta
corrección de esta denominación.
De las observaciones que preceden se desprende la consecuencia de que no es exacto afirmar como lo hizo el
dictamen sobre el proyecto de ley—que la habilitación solicitada de las cámaras hubiera tenido por efecto suscitar
conflictos agudos e insolubles por el Parlamento y el Ejecutivo, erigidos ambos en autoridades legislativas paralelas y
rivales. No hubiera podido producirse en este caso verdadero conflicto, en el sentido jurídico y constitucional de esta
palabra, pues no existe en el sistema del proyecto de ley un verdadero dualismo de órganos legislativos. Incluso después
de la concesión de la autorización pedida, el parlamento hubiera conservado el solo esta potestad inicial, primordial y
preponderantemente, propia del órgano
554
nos que la crítica y la impugnación de la validez misma de dicha ley. Es este un punto
evidente. Que puede el Consejo, de Estado anular por causa de extralimitación de
atribuciones el reglamento presidencial, incluso prescrito por una ley, cuando este
reglamento ha ido mas allá del límite de las habilitaciones que dicha ley otorgaba al
Presidente, ello se justifica
legislativo; por una parte, los decretos tomados de defensa nacional se hubieran basado en su voluntad primera, puesto
que hubieran sido tomados en virtud de su autorización legislativa, y por otra parte, el Parlamento hubiera tenido
siempre la libertad de revocar la autorización por una nueva ley que señalara un plazo para el ejercicio de los poderes
conferidos anteriormente. En cuanto al gobierno, en sentido inverso, hubiera quedado en su lugar subalterno de
autoridad ejecutiva. No solamente no hubiera actuado sino en ejecución de la ley que lo había habilitado; no
solamente, también, los decretos que se citaban por razón de la habilitación hubiera quedado sometidos al control y a la
apreciación parlamentaria, ejerciéndose por vía de interpelación, con todas las eventualidades que entraña esta última,
son que tampoco estos decretos hubieran podido, ni imponerse al legislador en el futuro, ni entrar en rivalidad con las
leyes futuras, por lo mismo que la ley hubiera conservado siempre esa superioridad esencial e irresistible por la que
prima y abroga los actos que sólo tienen cualidad de decretos, cada vez< que se halla en contradicción con ello (cf.
Berthèlemy, loc. Cit., p.9). No puede, pues, tratarse de un verdadero dualismo legislativo, ni de un conflicto propiamente
dicho entre leyes y decretos. Los decretos siempre han de ceder ante las leyes. Y por ello las Cámaras tienen siempre la
seguridad de decir la última palabra. Particularmente la concesión de la administración para regular tal o cual asunto no
puede significar que se obligue a no legislar en un sentido que pudiese contrariar las medidas ya tomadas por los
decretos autorizados. Por lo tanto es imposible aceptar, con respecto a este punto, la doctrina del dictamen antes
citado, el cual, después de haber caracterizado a al habilitación como una delegación de potestad legislativa, sostiene
que dicha habilitación constituía al menos una “ratificación anticipada”. Esta última afirmación es ciertamente errónea
desde el punto de vista jurídico. Bien pueden las Cámaras autorizar decretos que establezcan cambios o derogaciones en
la legislación preexistentes, pero ningún caso ni bajo ninguna forma pueden conferir a dichos decretos la potestad de
tener en jaque o simplemente de hacer concurrencia a las leyes por venir. La preponderancia del Parlamento, por
consiguiente, excluye todo dualismo o conflicto de competencia.
También en este último aspecto es evidente que los decretos dictados en virtud de habilitaciones legislativas,
por amplias que sean estas, no pueden en ningún grado considerarse como decretos-leyes. El régimen de los decretos-
leyes supone ante todo, como en 1848, en 1851 y en 1870, la ausencia de Constitución regular, así como la ausencia de
cuerpo legislativo superior al gobierno, e implica, por consiguiente, la acumulación en manos de una autoridad única de
los poderes ejecutivos y legislativos, o mejor dicho, tiene por efecto abolir la distinción entre ambos poderes (ver en ese
sentido p. 328, supra). La característica de este régimen es que la autoridad única, investida de esos plenos poderes, es
capaz a la vez de extender por su sola voluntad, su competencia material a todos aquellos objetos o asuntos sobre los
cuales pretende dictar reglas, y además conferir a dichas reglas, formuladas mediante decretos una fuerza formal igual a
la que tienen las leyes en su régimen constitucional normal, de donde proviene entonces el nombre de decretos-leyes,
que significa sobre todo que entre los decretos y las leyes no existe ya diferencia realmente esencial. Muy distinto
hubiera sido la situación que hubiese resultado al conceder las Cámaras los poderes solicitados por el gabinete Briand. El
punto capital que debe observarse aquí es que esta consecución, al producirse bajo el imperio de la Constitución de
1875 y de conformidad con las disposiciones
555
del art. 3 de la Ley constitucional de 25 de febrero de 1875, hubiera tenido por efecto, de ningún modo, eliminar el
Parlamento o dejarlo fuera de funciones. Ya a este respecto es indiscutible que los decretos que habrían surgido en
virtud de los poderes concedidos no hubieran podido calificarse como leyes: desde el momento en que el Parlamento
subsistía. Él solo hubiera conservado la potestad de hacer las leyes propiamente dichas. Además, los decretos citados
sólo hubieran podido ser, en si, actos ejecutivos, puesto que hubieran sido dictados en virtud de una autorización
legislativa, o sea en ejecución de una voluntad previa del Parlamento. El ejercicio del poder reglamentario, en esas
condiciones, solo hubiera sido la aplicación del derecho común, y el principio constitucional por el cual únicamente el
Parlamento regula las competencias reglamentarias, hubiera permanecido intacto. Finalmente, la concesión de la
habilitación hubiera dejado subsistir íntegramente, para lo por venir, la superioridad indeleble del Parlamento; y por ello
aún, se hubiera mantenido intacta la distinción jerárquica entre ambos poderes y ambas clases de actos: los legislativos
y los ejecutivos. Por muchos esfuerzos que se hagan para establecer, por razón de la materia, un acercamiento entre las
leyes y los decretos dictados a consecuencia de autorizaciones legislativas, existe una consideración decisiva que se
opone a que estos últimos puedan caracterizarse como actos de esencia legislativa; no son sino simples decretos, en
razón de que su destino permanece siempre subordinado a las voluntades legislativas de un Parlamento, que es siempre
en suma el dueño supremo, no pudiendo posteriormente el Ejecutivo, sean las que fueren sus habilitaciones actuales,
eludir ni desconocer sus manifestaciones de superioridad.
Finalmente, pues, cuando se formula la cuestión del alcance de la habilitación en el terreno de los principios
jurídicos, hay que sacar la conclusión de que el Parlamento, al habilitar al Ejecutivo, no hace dejación de ninguna de sus
prerrogativas, no abdica en nada de su potestad legislativa, y aunque lo quisiera, por lo demás, no podría despojarse de
sus supremacía. Por otro lado, sin embargo, es necesario admitir que por la concesión de semejante habilitación
manifiesta el Parlamento la intención de asegurar al Ejecutivo, de hecho, cierta libertad de acción. Sin dejar de
reservarse la preponderancia que les pertenece esencialmente, no podrían las Cámaras, cuando conceden al gobierno
autorizaciones más o menos amplias, prepararse al mismo tiempo y por anticipado a contrarrestar su obra. Junto a la
cuestión de derecho puro, existe en todo esto una cuestión política que se origina por hecho de que la concesión de una
amplia autorización, como la que se pidió en el proyecto de ley de 14 de diciembre de 1916, hubiera implicado por parte
de las Cámaras un verdadero espíritu de conciliación, de acomodamiento y, para decirlo todo, de desprendimiento
consentido, constitucionalmente al menos. La Constitución de 1875 se mostró muy flexible, por cuanto le dejó al
Parlamento la facultad de extender a voluntad y de un modo casi ilimitado la competencia reglamentaria del Ejecutivo.
Pero la Constitución de 1875 se mostró muy flexible, por cuanto le dejo al Parlamento la facultad de extender a voluntad
y de un modo casi ilimitado la competencia reglamentaria del Ejecutivo. Pero la Constitución de 1875 exige también,
para el manejo de su sistema orgánico, una gran flexibilidad mutua de disposiciones de espíritu y de habilidad en las
relaciones entre el gobierno y las Cámaras. Corresponde a las Cámaras apreciar, según las circunstancias, la medida en
que puede convenir tratar por decretos tal o cual cuestión que el gobierno parece más particularmente apto a regular
por si mismo. Recíprocamente, incumbe al gobierno, investido de semejantes autorizaciones, mantenerse dentro de una
línea que esté conforme con lo que esperan las Cámara y poder encontrar medidas que obtengan su aprobación. Por
encima de todo, la realización del sistema de habilitaciones, tal como se
mentaría, ahora la anulación alcanzaría a la ley misma en la que dicho decreto se funda,
implicando así, para la justicia administrativa, el poder de estatuir respecto de la validez
de un texto legislativo y de enfrentaría con la voluntad formal del legislador. En Estados
556
Unidos, las cortes de justicia poseen este poder, y es éste uno de los aspectos bajo los
cuales se afirma el carácter "rígido" de la Constitución de los Estados Unidos. En esto, el
sistema norteamericano es perfectamente coordinado. Así como la Constitución
determina la esfera que pertenece como propia a la legislación, así también asigna al
poder de las asambleas ciertos límites de los cuales éstas no deben salirse, y esas
limitaciones se sancionan por la institución del control judicial respecto a la
inconstitucionalidad de las leyes. En Francia no existe este control, demostrándose con
ello precisamente que Francia, en este aspecto, no tiene una Constitución rígida. Por lo
demás, los diversos elementos del sistema francés referentes a la extensión de la
potestad legislativa se encadenan tan lógicamente como los elementos correspondientes
del sistema norteamericano, sólo que en el sentido de la no rigidez, es decir, de la libertad
de acción casi ilimitada del Parlamento. En estas condiciones, de nada sirve sostener, con
los autores antes citados, que las leyes no pueden aumentar, mediante habilitaciones
especiales, la esfera natural y propia de la función reglamentaria. Aun cuando la doctrina
de dichos autores tuviera fundamento en principio, carecería de utilidad práctica, ya que
carece de sanción constitucional.24
halla fundado por la Constitución de 1875, implica que posee el gobierno, en grado suficiente, la confianza del
Parlamento. La cuestión de saber hasta qué punto podrá llegar esta confianza no depende de las teorías jurídicas.
Desde el punto de vista jurídico basta haber demostrado que en la Constitución de 1875 nada se hubiera opuesto a la
adopción por las Cámaras del proyecto de ley presentado en diciembre de 1916 por el ministerio Briand.
24 Por amplias que sean las habilitaciones conferidas al Ejecutivo por las leyes, parece al menos que, por
principio mismo, las Cámaras no pueden llegar hasta autorizar al Presidente de la República para que modifique por
decreto disposiciones enunciadas por el acto constitucional, y por consiguiente tampoco deben poder habilitarlo para
derogar un texto de la Constitución.
No sin sorpresa se observa, en Suiza, la afirmación de una doctrina en contrario entre los considerandos
emitidos por una resolución de la Corte penal del Tribunal federal de 14 de diciembre de 1915, con ocasión de una
demanda en virtud de la ordenanza del Consejo federal de 2 de julio de 1915 "sobre la represión de los ultrajes contra
los pueblos, jefes de Estado y gobiernos extranjeros". Esta ordenanza es una de aquellas, muy numerosas (podrá
encontrarse relación de las mismas, hasta el mes de febrero de 1917, en Hoerni, De Vétat de nécessité en droit public
federal suisse, tesis, Ginebra, 1917, pp. 203 ss.), que fueron formuladas por el Consejo federal con motivo de los
acontecimientos o de las exigencias de la guerra y que se fundaron en lo que se llamó en Suiza los "plenos poderes",
conferidos al Consejo federal por resolución de la Asamblea federal de 3 de agosto de 1914. El art. 3 de esta
resolución especifica que "la Asamblea federal concede poder ilimitado al Consejo federal para tomar todas aquellas
medidas que sean necesarias para la seguridad, la integridad y la neutralidad de S u i z a . . . " . Para la aplicación de la
ordenanza de 2 de julio de 1915, el Tri-
557
bunal superior se vio así llevado a apreciar el alcance de la resolución inicial misma de 1914, f »mpn lilimente a
examinar si “la Asamblea federal había podido autorizar al Consejo federal pitin lilii'iiise de las reglas constitucionales
que en tiempos ordinarios se imponen a la observancia de las autoridades". La resolución de la Corte penal federal
declara que "no hay Hllil" dr que, cuando a consecuencia de circunstancias excepcionales, el Consejo federal queda
Mli'Ni'f.ndii dr tomar todas las medidas e xcepcionales necesarias para el bien público amena-Mil". »» podría quedar
obligado por la Constitución en esta labor indispensable". Por lo Imiln, Invoca ante todo el Tribunal federal la
necesidad de evitar los peligros que puedan «lliHiüAiir al bien público. La resolución de 3 de agosto de 1914, en
efecto, tuvo por objeto asegurar. como expresa su artículo 3, el mantenimiento de la seguridad y de la neutralidad lfl
|»ik v fué autorizado el Consejo federal, de un modo ilimitado, a tomar las medidas adef »m\n» n la realización de
dicho fin. Las exigencias de la salvación del país, pues, deben tener llMliliii'í" sobro cualquier otra consideración. Si las
circunstancias hacen indispensables medimrrprionales concedidas fuera o en contra de las prescripciones
constitucionales, el interés drl KHIIIIIII deberá prevalecer sobre el respeto a la Constitución, y la resolución
anteriormente dlmlM del Tribunal federal añade incluso que, en esta vía extra o anticonstitucional, "es
eviftriiti'tiii'ntr. imposible obligar al gobierno a pararse en un punto determinado, si la salvación lM puÍH rxipe que
vaya más allá". En el fondo, toda esta argumentación gira alrededor de la IIIHI que lia sido expresada en numerosas
ocasiones por la fórmula brutal de " la necesidad no iMinniT leyes". Y no hay más remedio que reconocer, en efecto,
en el terreno de las realidades |irni'li<'iis. que en ciertas circunstancias la gravedad de los intereses nacionales en
peligro no |ii<riiiilr a los gobiernos atenerse al respeto absoluto de los principios jurídicos, aunque éstos fumen de
orden constitucional. Así que no se acostumbra, en esos momentos, recurrir a los JHHHIHS para consultarlos respecto
de la legitimidad de las medidas que deban tomarse. Pero «I «r formula esta cuestión de legitimidad en el terreno del
derecho propiamente dicho —y en Mlr terreno especial es en el que debe ser examinada, cuando se formula ante una
autoridad Jlirlmliccional, como la Corte de Lausana—, se hace muy difícil suscribir el razonamiento adoptados por el
Tribunal federal.
Este razonamiento no podría sostenerse en Francia, donde sin embargo, en el fondo, basta ipir (Mincuerden
las voluntades de ambas Cámaras para que la revisión sea posible e incluso tenga seguridad de realización. Pero la
tesis del Tribunal federal suscita una objeción mucho III/IM fuerte aún, en lo que concierne a Suiza, ya que es un
principio, en este país, que la Conslltiición. sque debe su perfección original a la sanción popular, no puede retocarse
o modificarse de ese modo, sino con el concurso y mediante la aprobación del cuerpo de los ciudadanos. Bien es
verdad que se ha alegado que las resoluciones mediante las cuales la Asamblea
leilmil autoriza al Consejo federal a tomar, excepcionalmente y durante un período de crisis, medidas que deroguen la
Constitución, no tienen por efecto modificar intrínsecamente esta ultima, sino que sólo suspenden
momentáneamente su imperio. Sin embargo, es conveniente nbttervar que esta suspensión momentánea implica, en
el fondo, un cambio introducido en el urden constitucional vigente; este orden constitucional se encuentra ignorado
por cierto tiempo, n» decir, dentro de cierta medida y, por consiguiente también, en parte. El acto que viene a
«impender la Constitución equivale también al acto que opera una revisión parcial; ambos artos son de la misma
naturaleza, y suponen en su autor el mismo poder, pues la idea de revisión parcial se halla realizada lo mismo cuando
los textos constitucionales son objeto de una mmpensión de funciones por una duración ilimitada que cuando uno de
ellos es reemplazado por un nuevo texto. Tocar a la fuerza superior de la Constitución en el tiempo es también
558
lesionarla parcialmente (cf. Bossard, op. cit, pp. 137 ss.). Ahora bien, según los arts. 121 f¡ 123 de la Constitución
suiza, el acto constitucional es intangible en contra de la Asamblea» federal en el sentido de que la revisión del
mismo, incluso parcial, no puede llegar a WUS perfecta sino cuando ha sido aceptada por la mayoría de los
ciudadanos. Ningún texto de lt. Constitución federal prevé, incluso en caso de necesidad excepcional, la posibilidad de
otfO procedimiento para cambiar nada en el régimen constitucional existente. Así, si es incapai la Asamblea federal
de modificar la Constitución o de derogar momentáneamente sus pre§> cripciones. ¿cómo concebir jurídicamente
qua haya podido habilitar al Consejo federal para ejercicio de un poder que ella misma no posee
Estas objeciones de orden orgánico y en cierto sentido técnico pueden presentarse bajo una segunda forma que las
hace aun más apremiantes. En una democracia como Suiza, la doctrina que le presta a la Asamblea federal, y
subsidiariamente al Consejo federal, el poder de librarse momentáneamente del respeto a las reglas constitucionales
no tropieza únicamente con el texto de la Constitución, como se acaba de ver, sino que además parece inconciliable
con el espíritu de esta última, es decir, con los principios, las tendencias y las tradiciones que forman la base misma de
todo el régimen constitucional. Tanto desde el punto de vista jurídico como desde el punto de vista político,' la
característica y la condición esencial de la democracia es que en ella sea el pueblo el órgano supremo del Estado, y
esta supremacía orgánica del pueblo se manifiesta especialmente en el hecho de que la Constitución no puede'
crearse ni revisarse sin la intervención y el asentimiento del cuerpo de los ciudadanos; por lo menos la sanción del
pueblo es indispensable para la perfección de cualquier operación de orden constitucional. En Suiza, el espíritu
democrático del régimen constitucional se desprende especialmente del hecho de que, hasta en lo que concierne a las
Constituciones particulares de los cantones, la Constitución federal (art. 6) exige que se sometan a la aceptación
formal del pueblo cantonal y que sean ratificadas por éste. Así, la Constitución forma, en la democracia helvética, la
ley popular por excelencia, aquella en efecto por medio de la cual limita el pueblo la potestad de sus gobernantes y
que determina en el Estado, por consiguiente, la esfera de acción reservada, en cuyo interior nada puede ser
emprendido sin el concurso de la voluntad popular. Incluso en la democracia suiza se concibe que la Asamblea federal
haya podido ser habilitada por la Constitución (art. 89 y ley federal de 17 de junio de 1874, arts. 1° y 2') para sustraer
por medio de una declaración de urgencia algunas de sus resoluciones generales a la eventualidad de una petición de
votación popular; pero lo que es admisible para las simples resoluciones no se concibe ya para las decisiones que
tienen alcance constituyente. ¿Qué se diría de un Estado monárquico en que las asambleas elegidas emitieran la
pretensión de modificar o suspender la Constitución fuera de toda intervención del monarca? Se diría con razón que
semejante iniciativa de las asambleas, por lo mismo que lesiona a la más esencial de las prerrogativas del monarca,
viene a socavar los fundamentos mismos de la monarquía. Otro tanto puede decirse de la resolución antes citada
mediante la cual admite el Tribunal que la Asamblea federal podía sustraer al Consejo federal del respeto a las reglas
constitucionales vigentes en la Confederación. Por cuanto dicha resolución concede a las autoridades federales la
facultad de derogar la Constitución evitando toda consulta popular, introduce en la democracia suiza una innovación
que no tiende a nada menos que a modificarla esencialmente e incluso a destruirla, ya que substituye, en un punto
capital, el régimen del gobierno popular directo por el principio del gobierno representativo. Pero esto no es todo. La
innovación que resulta de la jurisprudencia del Tribunal federal no solamente altera el equilibrio democrático de
Suiza, sino que además rompe otro equili-
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dido reulizarse sin obstáculos basta para probar que la Constitución, a rale respecto, no
ha limitado la potestad del órgano legislativo. Esta es,
brio, mo menos esencial en dicho país, y que es aquel que se halla establecido en él por los tMliix constitucionales y por
un largo pasado histórico entre la Confederación y los cantones. Un rícelo, la Constitución federal no solamente se basa
en la voluntad popular, sino que también loma su origen en la voluntad de los cantones y depende esencialmente de
esta última. Hi'dijii lim términos del art. 123, ninguna modificación, ninguna lesión puede hacerse al régimen
Constitucional de la Confederación sin el consentimiento de la mayoría de lbs cantones. Pin ln tanto, no se ve cómo las
Cámaras federales, que son órganos de la Confederación y no ili< ln~ cantones, podrían, por su sola potestad, descartar
o suspender la aplicación de los textos internacionales vigentes. Admitir que la Asamblea federal pueda tomar
semejante inividual es desconocer el carácter federalista que entraña esencialmente la Constitución suiza, |inr rn/.ón de
sus orígenes, de su contenido formal y de todo su espíritu; es sustituir pura y simplemente el federalismo por el
estatismo unitario. En esto, también, la jurisprudencia establecida por la resolución de que se trata aparece preñada de
consecuencias. Si? ha tratado en vano, para huir de estas objeciones fundamentales, de alegar (ver v.Wnldkirch, Die
Notverordnungen im schweiz. Bundesstaatsrecht, tesis, Berna, 1915, pp. 21 ss., 71 »\.) que la Constitución federal, en su
art. 2, asigna a la Confederación y por consiguiente * IIIK uutoridades federales, como " f i n " esencial, el mantenimiento
de " l a independencia de la |mliia contra el extranjero" y el mantenimiento de " l a tranquilidad y el orden en el
interior"; ili donde se saca la consecuencia de que, en tiempo de crisis y en caso de mayor necesidad, ln» autoridades
federales están autorizadas para tomar libremente todas aquellas medidas imtiuordinarias cuya adopción se imponga
para la salvación externa e interna del país; aun manilo esas medidas de salvación pública estuvieran en oposición con
ciertas disposiciones r«|niiules del acto constitucional, las autoridades federales, al prescribirlas, no se colocan por
rniimu de la Constitución, sino que, muy al contrario, dícese, no hacen con ello sino conformante fielmente a la misma
Constitución y se mantienen estrictamente dentro de los límites dri KU potestad constituida, puesto que laboran por
mantener, mediante medios apropiados, la «imiridad del país, lo que, según la misma Constitución, constituye el fin
supremo de la Confederación y de la actividad estatal federal. Así pues, según esta doctrina, el art. 2 anteriormente
citado, considerado como el punto culminante de la Constitución, habría de dominar, por la superioridad de su
importancia, todos los demás textos constitucionales, no formando /•dios frente a él sino prescripciones subalternas, en
el sentido de que su aplicación estaría condicionada por la necesidad de dar ante todo satisfacción completa al principio
del art. 2, y de tal suerte que su eficacia se hallaría relegada y en suspenso cada vez que las circunstancias excepcionales,
refiriéndose a los intereses vitales del país, hicieran indispensable el refuerzo de la ampliación de los poderes
normalmente conferidos por la Constitución a las autoridades federales.
Puede contestarse a toda esta argumentación que desnaturaliza el alcance del art. 2, por cnanto pretende
transformar ese texto en una fuente de poderes constitucionales efectivos, eiiundo es así que el art. 2 se limita a definir
los fines políticos para los cuales han sido creadas la Confederación y su Constitución (cf. Burckhardt, op. cit., 2» ed., pp.
45 ss.). Ciertamente, la disposición del artf 2 presenta una importancia de principios en lo que concierne
a la determinación de los cometidos que incumben a las autoridades federales: en efecto, el lexto establece las
direcciones maestras en las cuales debe orientarse el cumplimiento de estos cometidos. Pero, por lo demás, el art. 2 no
puede aislarse del conjunto de la Constitución, al principio de la cual fué colocado, y este conjunto constitucional
constituye, en Suiza como en todas partes, un todo indivisible, en el sentido de que los fines esenciales asignados por
560
por lo demás, una observación cuya expresión se encuentra ahora cada vez con mayor
frecuencia en la literatura. Incluso los autores que se resisten
la Constitución a las autoridades estatales deben perseguirse y alcanzarse por las vías, en lisformas y —como lo decía
la Constitución francesa de 1791, título vil, art. l ' - r - "por los medid tomados dentro de la misma Constitución". La
teoría que trata de distinguir, en el acto conititucional, textos de los cuales unos tendrían por objeto ejercer un
imperio preponderante f absoluto, mientras que otros sólo tendrían un valor subalterno y condicional, parece ser en
sí muy aventurada. Pero de todas maneras, e incluso si se demostrara la posibilidad de establecer semejante jerarquía
de los textos, sería sin embargo indiscutible, por lo que se refiera ^a Suiza, que las disposiciones constitucionales que
hacen depender de la voluntad expresa del ' pueblo y de los cantones cualquier modificación a la Constitución federal
deben considerarse como partes esenciales y fundamentales del orden jurídico absoluto establecido por esta
Constitución y no son susceptibles, por consiguiente, de relegarse entre aquellos textos de segunda clase que, según
se dice, han de inclinarse, en caso de necesidad, ante el principio mayor del art. 2. ; Idénticas objeciones pueden
oponerse a otra doctrina, sostenida en Suiza por hombres políticos y por algunos juristas (Burckhardt, Politisches
Jahrbuch der schweiz. Eidgenossentchaft, vol. XXVIII, p. 10; cf. Jéze, Revue da droit public, 1917, pp. 228, 412 ss.) y que
consiste en buscar las bases de justificación del régimen ilimitado de los plenos poderes en los textos constitucionales
que determinan las competencias de las autoridades federales, particularmente en el art. 85-6', que encarga a la
Asamblea federal tomar las medidas para la seguridad extt-' rior así como para el mantenimiento de la independencia
y de la neutralidad de Suiza, y en el art. 102-8' y 9', que confía al Consejo federal análogo cometido. Estos textos, lo
mismo que el art. 2, no se prestan a una interpretación que tendiese a determinar su alcance por vía de exégesis
aislada, abstracción hecha del resto de la Constitución federal. No significan que las autoridades federales puedan
prescribir ilimitadamente cualquier especie de medidas por el solo hecho de que estas medidas respondan, de un
modo más o menos útil o apremiante, a las exigencias de la seguridad del país. Pero, naturalmente, deben los textos
en cuestión, para su interpretación, mantenerse dentro del cuadro de las instituciones generales de la Constitución y
apreciarse en sus relaciones con estas últimas. Al conferir a la Asamblea federal y al Consejo federal las competencias
enumeradas en los arts. 85 y 102, entendió la Constitución, como cosa evidente, que dichas competencias se
ejercerían bajo las condiciones y, por consecuencia también, en los límites que resulten de las instituciones orgánicas
esenciales de la Confederación suiza. Corresponde desde luego a las autoridades federales cuidar de la seguridad de
Suiza, pero por procedimientos que no se hallen en contradicción con el orden constitucional vigente. El art. 102 hasta
tiene cuidado de explicarlo por lo que se refiere al Consejo federal, pues antes de enumerar las competencias
conferidas a dicha autoridad, especifica que las "atribuciones y obligaciones del Consejo federal" que van a indicarse
en lo que sigue del texto, sólo pueden ejercerse "dentro de los límites de la presente Constitución". En cuanto a la
Asamblea federal, si bien el art. 85, que establece sus competencias, no recuetda de manera expresa el respeto
debido por ésta al conjunto de la Constitución, existe sin embargo un texto que por sí solo bastaría para resolver
imperiosamente la cuestión considerada por el Tribunal federal en la resolución antes citada, y que era saber si la
Asamblea federal puede, a título de medida extraordinaria de seguridad, conferir al Consejo federal plenos poderes,
que llegasen hasta permitir a este último sustraerse a la observancia de las reglas formuladas por la Constitución
federal. Este texto es el art. 71, el cual, colocado a la cabeza de toda la sección en que la Constitución de 1874 trata de
la Asamblea federal, formula en principio que esta Asamblea, por más que haya sido erigida en auto-
561
A admitir que las leyes puedan habilitar al reglamento para todo, se aproximan
singularmente a esta observación cuando confiesan, como Jéze
ililud Miprcma entre las autoridades federales, no puede sin embargo ejercer su potestad aiipriun sino "bajo reserva de
los derechos del pueblo y de los cantones". Ahora bien, entre IIID derechos reservados por el acto constitucional al
pueblo y a los cantones figura principalliimln el de ser consultados para toda modificación y, por consiguiente también,
para toda dningurión de la Constitución federal. Las competencias atribuidas a las Cámaras federales por el art. 85 no
pueden ejercerse, pues, si no es bajo reserva del principio del art. 71, que domina todo el sistema constitucional de la
potestad de la Asamblea federal y que establece ••I limite infranqueable de esta potestad. El art. 71 determina así el
alcance del art. 85-6', y i\r ln combinación de ambos textos se infiere que la facultad conferida a la Asamblea federal
pmn tomar todas las medidas circunstanciales precisadas por las necesidades de la seguridad de Suiza sólo pueden
moverse dentro de los límites de la Constitución vigente, porque la Amunlilea violaría los derechos del pueblo suizo y de
los cantones si pretendiese, por su propia voluntad, dejar en suspenso reglas constitucionales que sólo pueden ser
modificadas con su i'imiiirso. En estas condiciones es igualmente cierto que la Asamblea federal no puede habilitar al
Consejo federal para que éste se coloque por encima de la Constitución federal. La Aimiiihlea federal puede
evidentemente conceder al Consejo federal plenos poderes con relariúu ella misma, puesto que depende de ella, según
la Constitución (art. 102-5') asignarle mediante sus leyes o resoluciones la ejecución de cometidos que, a falta de ley
expresa o de MHoliiiión formal, dependerían de su propia competencia; en este sentido, puede ampliar las
competencias del Consejo federal, pero no puede investir a dicho Consejo federal de plenos poderes con relación a la
Constitución, puesto que la Constitución ya no depende de ella sola, HÍIIO también del pueblo y de los cantones. En
definitiva, ni el art. 2 ni ninguna de las disposiciones de los arts. 85 y 102 pueden iirrvir de base a la doctrina que
sostiene que en tiempo de crisis la Asamblea federal puede dispensarse a sí misma o dispensar al Consejo federal de la
observancia de la Constitución. Este punto ha sido reconocido por lo menos por un autor (Hoerni, op. cit., pp. 23ssJ. Ha
sido reconocido también por el mismo Tribunal federal, el cual, en la resolución antes citada de 14 de diciembre de
1915, confiesa que "la Constitución no contiene disposición formal en ese sentido", o sea en el sentido de la teoría de los
plenos poderes ilimitados con respecto a
la Constitución. El Tribunal federal podía haberse extendido más aún: hubiera debido reconocer que la Constitución
contiene un texto que excluye la posibilidad de plenos poderes susceptibles de ejercerse con desconocimiento de las
disposiciones que figuran en el acto constitucional y que forman en él la expresión de la voluntad suprema del pueblo y
de los Estados cantonales. Este texto, como se ha visto anteriormente, es el art. 71. Debe observarse por otra parte que
la tesis de los plenos poderes ilimitados, tal como ha sido admitida por el Tribunal federal, está condenada por la
enormidad misma de las consecuen cias a que su aplicación podría conducir lógicamente. Si fuera verdad, como lo dice
la resolu ción de 14 de diciembre de 1915, que mediante la concesión de los plenos poderes haya podido la Asamblea
federal habilitar al Consejo federal para que éste se sustraiga a la Constitución, resultaría de ello que la potestad
adquirida por el Consejo federal se habría hallado sin ninguna clase de límites de orden jurídico, y, por ejemplo, se ha
dicho irónicamente que de este modo el Consejo federal hubiera podido hacer uso de la habilitación que le confería la
Asamblea para disolver las Cámaras y constituirse en la única autoridad que hubiera subsistido en el Estado. ¿Cómo
creer que la concesión de los plenos poderes pueda tener semejante significado? En resumen, seguimos ante el
siguiente dilema: o bien la resolución que crea los plenos poderes ha tenido por efecto colocar al Consejo federal por
encima de las reglas cons
562
(Revue du droit public, 1908, p. 50), que "en ninguna parte enumera la ley constitucional
las materias legislativas y las materias reglamentaria».
titucionales que pudiesen estorbar su acción, y en este caso no hay más remedio que convenir en que la Constitución
suiza íntegra quedó inoperante durante el tiempo de guerra, o por el contrario, la creación de los plenos poderes no
pudo tener el alcance de semejante alteración constitucional, pero entonces, para salvar a la Constitución federal en una
cualquiera de sus partes, hay que reconocer que el Consejo federal de ningún modo y en ningún grado pudo ser
dispensado de su observancia. En otros términos, el único modo de limitar la potestad del
Consejo federal a este efecto es admitir que no pudo la Asamblea federal, con el nombre de plenos poderes, conferirle
más facultades que aquellas que recibió ella misma de la Constitución vigente (cf. Jéze, loe. cit., p. 232). El mismo
Consejo federal parece haberse rendido a veces a estas razones. En 1915, por ejemplo, para el establecimiento del
impuesto de guerra como impuesto federal directo, el Consejo federal renunció a hacer uso de sus plenos poderes. En
su mensaje de 12 de febrero de 1915, se explicó a este respecto recordando que " l a Constitución federal no autoriza a
la Confederación a percibir impuestos directos aunque fuese bajo la forma de una contribución' de guerra cobrada de
una vez por todas a título excepcional", y por consiguiente, reconoció que la vía normal para el establecimiento de dicho
impuesto era la de una revisión constitucional, que confiriera a la Confederación el derecho a percibir un impuesto
directo de guerra y que implicaría necesariamente la cooperación del pueblo suizo y de los cantones. Esta revisión, que
consistía en la inserción en la Constitución federal de un nuevo artículo, 42 bis, para dicho efecto, se realizó mediante
votación popular el 6 de junio de 1915. Puede decirse que el método seguido en este caso por el Consejo federal fué un
homenaje que se rindió a la sana doctrina jurídica, que limita la extensión de los plenos poderes por el respeto debido a
las reglas fundamentales de la Constitución. En favor de esta doctrina limitativa, se puede observar que incluso aquellas
Constituciones contemporáneas que prevén y autorizan, en tiempo de crisis, el ejercicio de un poder excepcional de
Notverordnung por ciertas autoridades estatales, tienen sumo cuidado de poner una limitación a dicho poder, limitación
que consiste en la obligación de respetar, por lo menos, las reglas constitucionales vigentes. Este es por ejemplo el caso
de Austria, donde el famoso art. 14 de la ley constitucional de 21 de diciembre de 1867 sobre la representación del
Imperio, previendo que pudiesen sobrevenir "circunstancias urgentes", concedía al Emperador la facultad de tomar, por
vía de ordenanzas y sin el concurso del Reichsrat, las medidas que las circunstancias hicieran "necesarias", pero el texto
especificaba que la adopción de esas medidas se subordinaría "a la condición de que no se establecería ninguna
modificación a las leyes constitucionales" (Dareste, Les constitutions modernes, 3* ed., vol. i, p. 437).
Con mayor razón, esta última restricción debe aplicarse a Suiza, pues aquí la institución misma de las ordenanzas
llamadas de necesidad es, en principio, completamente desconocida por la Constitución federal. Este nuevo punto, que
fué puesto en claro por Hoerni, loe. cit., merece mencionarse. La Constitución de 1874, por más que haya sabido en
ciertos aspectos prever las necesidades inherentes a los períodos de crisis (ver por ejemplo el art. 39, en su último
párrafo, relativo a tiempo de guerra), no organizó en ninguna parte, para las autoridades federales, poder alguno
especial de Notverordnung para el caso de acontecimientos excepcionales. Existe sin embargo una facultad que ha sido
reconocida constantemente a la Asamblea federal por el art. 89 de la Constitución. Según dicho texto, se permite a la
Asamblea estatuir bien sea por vía de leyes, bien por vía de resoluciones, y estas últimas, cualquiera
que sea su alcance general o concreto, y a diferencia de las leyes, pueden sustraerse a la votación del pueblo, cuando
tienen carácter de urgencia. El art. 2 de la ley federal de 17 de junio de 1874, relativo a las votaciones populares sobre
las leyes y resoluciones federale
563
especifica además que a la Asamblea federal es a quien corresponde declarar si la resolución que adoptó reviste carácter
de urgencia. Se desprende de estos textos que en las circunstancian turbulentas que exijan la adopción de rápidas
medidas, la Asamblea federal posee el poder de tomar dichas medidas, generales o particulares, y según el art. 89, este
poder de la Asamblea se desarrolla en contra del pueblo, que en dicho caso no puede exigir que se oiga nú voz. Algunos
autores suizos han creído poder inferir de esto que el art. 89 establece implícitamente la institución de los
Notverordnungen en favor de la Asamblea, que, según ellos, se ((invierte así en titular especial del derecho a emitir las
ordenanzas de necesidad (Bossard, op. cit., pp. 140 ss., Hiestand, op. cit., pp. 86 ss.; Guhl, op. cit., p. 93; ver, sin
embargo, Burckhardt, op. cit., 2* ed., p. 719, que sostiene que la facultad, para la Asamblea general, de decidir que una
resolución tiene carácter de urgencia, no debe servir para sustraer del referéndum, de una manera subrepticia, aquellas
prescripciones que por su naturaleza intrínseca, o sea por razón de su "alcance general"', deben estar sometidas a él).
Sin embargo, importa observar que el poder de declarar urgente una resolución no está reservado a la Asamblea federal
únicamente en el caso de acontecimientos excepcionales, sino que es una facultad que le está concedida en todas
circunstancias. Por lo mismo, parece que este poder no puede depender de la institución de los Notverordnungen, ya
que ésta, como su mismo nombre lo indica, sólo se admitió en algunos países para funcionar en circunstancias
extraordinarias. Por, el contrario, la facultad atribuida por el art. 89 a la Asamblea federal presenta los caracteres de un
poder normal, y no de una competencia exorbitante del derecho común. Esta última observación ofrece gran interés por
lo que se refiere al hecho de saber si puede la Asamblea federal, en caso de crisis, dictar resoluciones que suspendan
ciertos artículos de la Constitución. En efecto, desde el momento en que el art. 89 se toma como base de las
resoluciones urgentes que pueden presentarse en tiempos excepcionales, es evidente que dicho texto no proporciona a
la Asamblea federal, para ese período especial, poderes más amplios de los que pueda conferirle en tiempo ordinario,
pues el texto no hace ninguna distinción de ese género. Ahora bien, en tiempo normal a nadie se le ocurriría pretender
que pueda la Asamblea, bajo pretexto de urgencia, dictar resoluciones que derogasen las reglas de la Constitución o que
suspendieran la aplicación de las mismas. El art. 89 desliga debidamente las resoluciones que se declaran urgentes de la
condición del referéndum, pero no las libera de las demás reglas o instituciones constitucionales. Se infiere de ello que
en tiempo de crisis el art. 89 tampoco permite a la Asamblea federal tomar mediante resolución, ni siquiera a título
excepcional, medidas que pudieran lesionar la Constitución o que paralizasen momentáneamente la vigencia de sus
disposiciones. Nos vemos, pues, traídos de nuevo, en el terreno del art. 89, a las conclusiones que, en la primera parte
de la presente nota, han sido expuestas, en contra de la resolución antes citada del Tribunal federal, de los principios
generales del derecho público de Suiza. Estas conclusiones, por otra parte, se ven corrobaradas por el art. 121 de la
Constitución federal, que establece que cualquier modificación a la ley constitucional debe realizarse "dentro de las
formas establecidas para la legislación federal", lo que excluye igualmente, para esta materia, el empleo por la Asamblea
federal de la forma de resolución. (Respecto a este último punto, ver sin embargo, en sentido contrario, a Burckhardt,
loe. cit., p. 818; Guhl, op. cit., pp. 22, 26 y 41.) Manteniéndose siempre en el terreno del art. 89 y por razones análogas a
las que se han expuesto anteriormente, es conveniente añadir que la Asamblea federal no podría hallar en la
Constitución federal disposición alguna que le permitiese modificar una ley federal por vía de resoluciones declaradas de
urgencia, y libres, como tales, de la eventualidad de un referéndum. En principio, es decir, en tiempos corrientes, la
facultad concedida a la Asamblea
564
para estatuir, unas veces en forma de ley, otras veces en forma de resoluciones, debe entenderse, y se entiende
efectivamnte por los autores (Burckhardt, loe. cit., p. 718; Hoemli op. cit., pp. 41 ss.; ver, sin embargo, Guhl, op. cit., p.
68), en el sentido de que una ley federal no puede modificarse correctamente más que mediante una nueva ley; lo que
se estatuyó en forma legislativa, es decir, con la sanción expresa o tácita del pueblo, no puede sufrir cambio o
derogación sino por medio de un acto legislativo propiamente dicho, que implique su vez la sanción popular. Si se
pretendiera, pues, deducir del art. 89, para la Asamblea federal, el poder de emitir, por vía de resoluciones declaradas
urgentes, Notverordnungen, habría que reconocer que estas resoluciones ni pueden ir contra leyes federales vigentes ni
pueden lesionar las reglas de la Constitución, pues ni el art. 89, ni tampoco otro texto alguno
de la Constitución prevé para el caso de necesidades extraordinarias derogación alguna al principio normal de la
subordinación de las resoluciones, aun urgentes, a las leyes. Finalmente, se debe observar, con referencia al art. 89, que
no contiene la Constitución suiza, en relación con los casos de urgencia, disposiciones especiales más que en lo que
concierne a las esoluciones que provienen de la Asamblea federal. En cuanto al Consejo federal, ningún texto
prevé para los casos extraordinarios ampliación alguna de los poderes que regularmente le corresponden en materia de
ordenanzas (ver, sin embargo, el art. 102-11°). A pesar de los esfuerzos tendenciosos llevados a cabo en Suiza para
establecer la existencia de un derecho de A'oíverordnung en favor del Consejo federal (v. Waldkireh, op. cit., pp. 20 ss.),
no hay más remedio que negarle a este último todo poder especia] de este género. Especialmente no está habilitado el
Consejo federal por la Constitución a prevalerse del caso de necesidad para tomar por sus propias resoluciones medidas
que son de la competencia de la Asamblea federal. Sólo podría tomar semejantes medidas en ejecución de una ley o de
una resolución mediante las cuales la Asamblea le hubiera habilitado para ello. Y ya se entiende que la Asamblea federal
no puede, por sus propias leyes o resoluciones, conferir al Consejo federal el poder, del cual ella misma carece, de
colocarse por encima de la Constitución. Así pues, no solamente no existe ningún texto que permita a la Asamblea
federal o al Consejo federal emitir, en caso de crisis o a título excepcional, Notverordnungen sustraídos a la observancia
de la Constitución, sino que la misma institución de ordenanzas de necesidad, en realidad, no tiene ninguna base en la
Constitución federal. Esto no puede sorprender, ya que dicha institución no es de las que puedan situarse fácilmente en
un Estado democrático como Suiza (ver, sin embargo, las Constituciones del cantón de Berna, art. 39, y del cantón de
Turgovia, art. 39-9Q). La teoría de los Notverordnungen se ha desarrollado en Alemania, donde tiene su base en los
principios del derecho monárquico alemán. Al conceder al monarca el poder de dictar por sí solo y sin el concurso del
Parlamento las ordenanzas de emergencia, las Constituciones de los Estados alemanes, después de todo, no hacen más
que reforzar el poder de un jefe del Estado que ya es normalmente, según el derecho constitucional establecido en el
país, el órgano supremo capaz de emitir la más alta voluntad estatal. Se produce así un aumento excepcional y
momentáneo de potestad en provecho del monarca, pero no se opera cambio alguno en el carácter en que el monarca
ejerce su poder. Muy diferente es la cuestión del poder de Notverordnungen en la democracia, ya que en ella no se trata
de nadamenos que de despojar al pueblo de su potestad constitucional, pues la autoridad investida de la facultad de
dictar en tiempo de crisis ordenanzas fundadas en su única voluntad se erige así, durante ese período, en órgano
supremo, reemplazando al cuerpo de ciudadanos, de donde se infiere una alteración completa, aunque pasajera, en el
edificio constitucional de la democracia
565
A falta de una base constitucional, se ha intentado justificar jurídicamente el sistema iic los plenos poderes atribuidos o
conferidos al Consejo federal en 1914 mediante una argumentación fundada en lo que se llamó el "estado de
necesidad". Esta teoría del estado de necesidad ha sido desarrollada en Suiza por Hoerni (op. cit., pp. 1 ss.) Existe estado
de necesidad, según este autor (p. 12), cuando circunstancias de fuerza mayor colocan al Estado en la imposibilidad de
conformarse a las exigencias del orden constitucional vigente para efectuar, en el derecho positivo, modificaciones que
estas mismas circunstancias hacen indispensables. En semejante caso, los intereses superiores del Estado no pueden
sacrificarse a cuestiones de observancia de las formas; esto ocurre sobre todo cuando el Estado se halla amenazado
hasta en su conservación. De la misma necesidad surge para el Estado un derecho II tomar las medidas de seguridad que
demandan los acontecimientos (ibid., p. 8). Poco importa que dicho derecho haya sido o no establecido por la
Constitución y que ésta se haya cuidado o no de regular sus condiciones de ejercicio o designar los órganos que habrán
de realizarlo. Este derecho de necesidad existe independientemente de toda previsión en las leyes escritas. En efecto, es
inherente a la misma existencia del Estado, (p. 18). Se trata de un estado de legítima defensa, y por lo mismo de "un
derecho natural" (ibid.). Especialmente en la Confederación suiza, donde no se organizó el "derecho de necesidad
constitucional". iy legítimo hacer funcionar y aplicar, en caso de necesidad, el "derecho de necesidad natural" (p. 50). A
condición de hacer caso omiso de las preocupaciones de orden estrictamente jurídico, esta argumentación es
indudablemente muy sensata. Nadie puede negarle al Estado,
en caso de grave peligro, el recurso de hacer uso, para su conservación, de medios que estén a la altura de las
circunstancias. Sólo que es conveniente reconocer que el empleo de esos medios se desarrolla en un terreno que no es
ya el del derecho propiamente dicho. Aunque en semejante circunstancia los órganos del Estado cuidasen de no recurrir
a los medios irregulares, sino en la medida más reducida y se esforzasen, por lo demás, en mantener el orden jurídico
preestablecido, no por ello deja de ser cierto que, en la medida misma en que .sus iniciativas se despliegan fuera o en
contra de las prescripciones constitucionales o legislativas vigentes, estas iniciativas, sea la que fuere la gravedad de los
acontecimientos que las han hecho indispensables, quedan desprovistas de regularidad jurídica y pierden por lo tanto el
carácter de medios jurídicos para revestir exclusivamente el carácter de medios de hecho o de necesidad. Derecho y
necesidad son dos términos que se excluyen, en el sentido de que la
necesidad, si es suficiente para justificar de hecho el recurrir a medios improvisados, no basta para conferir a estos
medios la corrección y el valor de medios legales. En la esfera de actividad de los individuos, es cierto que en razón del
estado de necesidad ciertos medios de salvaguardia, corrientemente prohibidos, adquieren, bajo el nombre de legítima
defensa, carácter de medios de derecho; pero lo que convierte a la legítima defensa en un procedimiento jurídico es
precisamente el hecho de que se autoriza y legitima, en ciertos casos excepcionales, por las prescripciones de la ley
positiva. Asimismo en el sistema moderno del Estado de derecho no pueden concebirse como medios de derecho para
la defensa de los intereses estatales sino aquellos que la Constitución o las leyes pusieron a disposición de las
autoridades constituidas. ¿Por qué, entonces, obstinarse en decorar con colores jurídicos lo que sólo son expedientes de
hecho impuestos por necesidades ineluctables? Antes que malgastarse así en vanos esfuerzos para demostrar la
posibilidad de un "derecho" estatal que existiera al margen e incluso en contra del verdadero derecho, ¿na sería mejor
reconocer simplemente que existen casos en que el derecho orgánico del Estado está condenado a sufrir un eclipse o
una suspensión, porque sus prescripciones no siempre e indefinidamente proporcionan medios regulares
566
respecto de las materias que devuelve a este último (Moreau, op. cii., p. 195; Hauriou, n.
.sub Consejo de Estado, 6 de diciembre de 1907, Sirey,
que permitan hacer frente a todas las eventualidades y porque a veces los hechos pueden más que los principios
constitucionales? En donde el derecho vigente no es ya suficiente para proveer a necesidades que no supo prever, no
puede tampoco imponer su imperio de un modo irresistible.
Este parece haber sido también el sentir del pueblo suizo con respecto a la cuestión de los plenos poderes. Por
poco conforme que fuese el régimen de los plenos poderes con el espí- ritu y las tradiciones de la democracia helvética,
la opinión general no solamente toleré, sino que en resumidas cuentas ratificó tácitamente, por su actitud con respecto
a las decisiones tomadas, la concesión de los plenos poderes que resultaban de la resolución de 3 de agosto de 1914 y,
en un amplio grado, el empleo que de los mismos había hecho el Consejo federal (Hoerni, op. cit., pp. 66 ss.; Jéze, loc.
cit., pp. 266 ss., 404 as.). El pueblo suizo estimó indudablemente que ante la gravedad de los riesgos que para él
originaba la guerra europea y por razón de la insuficiencia de medios ofrecidos por la Constitución a las autoridades
federales para prevenir dichos riesgos, la consideración de la salvación pública, en la medida de las necesidades del
momento, debía tener primacía sobre los argumentos de orden simplemente formal que se desprendían del derecho
positivo vigente. Si pudo el pueblo suizo, por esas razones, acomodaras a un régimen de semi-dictadura, no ha de ser el
jurista quien le llame la atención respecto de este extremo, ya que, después de todo, en un asunto que ponía en juego
en tan alto grado sus intereses políticos, era el pueblo mismo el mejor juez de los sacrificios de libertades
constitucionales que le convenía consentir para salvaguardar esos intereses. Considera da en este último aspecto, la
cuestión de los plenos poderes, de la legitimidad de su con cesión, de la oportunidad de las medidas tomadas en virtud
de dicha concesión por el Consejo federal, se muestra como una Cuestión de orden político más bien que jurídico.
También el Tribunal federal parece haberse adherido, en. cierta medida, a esta manera de ver. Si la tesis jurídica
adoptada por la resolución antes citada de 14 de diciembre de 1915 parece frágil, en cambio es difícil desconocer el
acierto de aquellos considerandos de dicha resolución por los cuales el Tribunal federal, afrontando la cuestión de saber
“si en el caso particular el Consejo federal tenía razones suficientes para salirse del cuadro marcado por la Constitución”,
responde que, sobre semejante problema, “la autoridad judicial no puede arrogarse el derecho de decidir”, pero que “es
la autoridad política por sí sola (es decir, en último término, la Asamblea federal, actuando en virtud de su poder de
control establecido por el art. 5 de la resolución de 3 de agosto de 1914), la que juzga de la necesidad de las medidas”
ordenadas. Así pues, por razón de la naturaleza política del problema formulado, el Tribunal federal se excusa.
Hay una última cuestión, de orden francamente político, que ha sido tomada en consideración y por cierto
resuelta negativamente por la resolución del 14 de diciembre de 1915: la de saber si le corresponde al Tribunal federal
apreciar la constitucionalidad de las ordenanzas del Consejo federal, cuando éstas han sido dictadas en virtud de
poderes ilimitados conferidos por la Asamblea federal. Según los términos del art. 113 de la Constitución federal, el
Tribunal federal tiene que “aplicar las leyes votadas por la Asamblea federal y las resoluciones de dicha Asamblea que
tienen un alcance general”. Esto implica que no es preciso averiguar si esas leyes o resoluciones son o no conformes a la
Constitución. Sin que tengamos que recurrir aquí a la idea de la delegación de potestad legislativa (como lo hace la
resolución de 14 de diciembre de 1915), se puede, pues, deducir del art. 113 que el Tribunal federal tampoco tiene el
poder de apreciar la constitucionalidad de las medidas tomadas por el Consejo federal, cuando dichas medidas son
dictadas en virtud de y conforme a los términos de las
567
1908,3. 2; Cahen op. cit., pp. 247 Ss.; Raiga, op. cit., pp. 152 ss.). Final-mente,
Duguit (Traité, vol. u, p. 461) reconoce que de hecho es regla-
habilitaciones que le han sido conferidas por una ley o por una resolución general de la Asamblea federal; pues, como se
ha dicho anteriormente (p. 556), el examen de la constitucionalidad del acto realizado en estas condiciones por el
Consejo federal equivaldría a poner en tela de juicio la validez de las prescripciones y autorizaciones emitidas por la
Asamblea federal misma. Esta es también la conclusión a la que se adhiere, en la resolución muchas veces citada, el
Tribunal federal. Por lo tanto, según esta primera doctrina, el cometido de la autoridad judicial en este caso consistiría
simplemente en asegurarse de que la resolución formulada por el Consejo federal a consecuencia de una habilitación
recibida de la Asamblea federal no sobrepasa los poderes contenidos en dicha habilitación.
Debe considerarse sin embargo que esta primera opinión no es la que, antes de 1914, prevalecía en la
literatura suiza. Los autores se habían atenido al texto formal del art. 113, el cual, al no pronunciar la exclusión del
control jurisdiccional del Tribunal federal sino respecto de las leyes y resoluciones generales votadas por la Asamblea
federal, da claramente a entender que las resoluciones u ordenanzas del Consejo federal quedan, por el contrario,
sometidas a dicho control. Por ello Burckhardt (op. cit., 2’ ed., p. 803) declara de una manera absoluta, y sin reserva
alguna, que las ordenanzas del Consejo federal no obligan al Tribunal federal, al tener éste el poder de examinar si se
hallan conformes a la Constitución (cf. Schollenberger, Kommentar der schweiz. Bundesverfassung, p. 563; Hoerni, op.
cit., p. 151). En el mismo sentido, Bossard (op. cit., pp. 172 y 173) hace observar, no sin cierta lógica, que la Constitución
suiza ha establecido cierto paralelismo entre los principios consagrados por el art. 113 y las condiciones en las cuales
funciona la institución del referéndum. Es fácil explicarse que los actos legislativos o las resoluciones generales de la
Asamblea federal se sustraigan a todo examen de constitucionalidad ante el Tribunal federal, ya que unos y otros —
salvo no obstante el caso de urgencia, en lo que concierne a las resoluciones generales— han sido, al menos, sometidos
al referéndum facultativo y han recibido así el asentimiento del pueblo, suprema autoridad en materia constituyente. No
se puede decir otro tanto de las ordenanzas del Consejo federal, sobre todo cuando, como ocurre en el caso a que se
refiere la resolución anteriormente citada, estas ordenanzas han sido formuladas en virtud de una resolución de la
Asamblea federal que había sido a su vez sustraída a la posibilidad de una votación popular. El hecho de que, en un caso
de este género, la garantía del referéndum y la garantía de una comprobación jurisdiccional de constitucionalidad falten
a la vez no parece ser a propósito para facilitar la aceptación de la solución admitida en este punto particular por la
resolución de que se trata.
A pesar de estas objeciones, se puede reconocer, sin embargo, el fundamento exacto de esta solución. No
precisamente, como lo han pretendido algunos (y. Waldkirch, op. cit., pp. 101 y 102; Hoerni, op. cit., pp. 153 ss), porque
la resolución sobre los plenos poderes del 3 de agosto de 1914 hubiera tenido por efecto, al sustituir el Consejo federal a
la Asamblea federal, conferir a las ordenanzas del primero naturaleza de ley, lo que las beneficiaría con la exención del
control jurisdiccional asegurado a las leyes por el art. 113. Esta explicación, que sólo es una variante de aquella otra
tomada de la idea de delegación de potestad legislativa, no resiste a una observación que es a la vez capital y elemental
recordar aquí y que se deduce del concepto mismo de la ley. Por muchos esfuerzos que se haga, en efecto, para asimilar
a las leyes las ordenanzas formuladas por el Consejo federal en virtud de poderes “delegados”, por amplias que se las
suponga, no se llegará nunca a demostrar que un acto del Consejo federal puede ser un acto legislativo. Pues la ley,
según la Constitución suiza (art. 85-2’ y art. 89), por definición misma, no puede emanar más que de la As federal. En
cuanto al Consejo federal, no le es posible crear otra cosa que resoluciones u
568
mentario hoy día, en derecho público francés, que “siempre pueda el legislador, en una
materia cualquiera, conceder al gobierno competencia para hacer un reglamento”.25
En cuanto a las influencias que llevan a las asambleas a valerse cada vez más del
reglamento y especialmente del reglamento de administración pública, proviene de
múltiples causas. Ante todo es el fenómeno, frecuentemente señalado
(Berthélemy, loc. cit., vol. xv, p. 6), del aumento tan considerable de la
reglamentación estatal. Al no poder, por sí solo, bastarse para esta
reglamentación, que ha llegado a ser tan abundante y minuciosa, ha tenido el
Parlamento, en casos cada vez más numerosos, que recurrir al poder
reglamentario del jefe del Ejecutivo y descargar en éste las labores que no
conseguía realizar él mismo. Por otra parte, existen en la reglamentación
contemporánea, por razón misma de su minucioso de-
ordenanzas. La Asamblea federal puede, desde luego, en virtud de la obligación que tiene el Consejo federal de ejecutar
sus mandamientos legislativos (art. 102-5’), habilitar a este último para que estatuya respecto de materias que, sin dicha
habilitación, hubieran sido de la competencia del órgano legislativo; no depende de ella, y hasta le es radicalmente
imposible, hacer que las decisiones tomadas en esas condiciones por el Consejo federal, cualesquiera que fuesen su
objeto y su contenido, sean actos provenientes de la autoridad legislativa y adquieran la natura leza propia de los actos
que son obra de dicha autoridad. Desde este punto de vista, pues, los actos realizados en virtud de los plenos poderes
siguen siendo, a despecho de su contenido mate rial, resoluciones u ordenanzas del Consejo federal, que, como tales,
deberían quedar bajo la apreciación del Tribunal federal.
La verdadera razón para sustraer esos actos al examen jurisdiccional del Tribunal federal es la que se ha
expuesto anteriormente (p. 556). Se deduce del carácter ilimitado, de los plenos poderes en virtud de loa cuales han
sido realizados tales actos. Desde el momento en que el Consejo federal recibió de la resolución del 3 de agosto de 1914
habilitaciones que excluían totalmente cualquier especie de limitación, es claro que ninguna de las medidas tomadas por
él a consecuencia de dicha concesión puede ser impugnada como excediéndose de sus poderes. El Tribunal federal no
hubiera podido pronunciar la no aplicación de una de esas medidas más que con la condición de probar que la Asamblea
federal misma había ido más allá de sus poderes al conceder autorizaciones que ni siguiera salvaguardaban la
intangibilidad de la Constitución. En otros términos, no era posible impugnar la decisión del Consejo federal sin
impugnar al mismo tiempo la resolución de 3 de agosto de 1914 en ejecución de la cual había sido tomada esta decisión.
Ahora bien, la resolución inicial de 3 de agosto de 1914 era una de estas resoluciones provenientes de la Asamblea
federal y con un alcance general respecto de las cuales especifica el art. 113 que queda prohibido entablar una discusión
crítica ante el Tribunal federal. Esto equivale a decir que no subsistía ninguna posibilidad de recurso ante el Tribunal
federal contra las decisiones emitidas por el Consejo federal en virtud de sus plenos poderes (cf. Hoerni, op. cit., p. 155).
25
Duguit (loc.. cit.) presenta esta “regla” como el resultado de una “evolución” que, según él, “se produce
actualmente en nuestro derecho constitucional” Realmente, esta regla no es una novedad; tampoco es el producto de
una evolución que se hubiera operado por fuera y, por consiguiente, en contra de la Constitución de 1875. No es sino la
consecuencia normal y el desarrollo natural de los principios formulados por la misma Constitución; deriva particular
mente del hecho de que la Constitución sólo ha determinado la materia eventual de los regla mentos presidenciales por
la idea de ejecución de las leyes.
569
sarrollo, ciertos detalles técnicos cuya fijación exige conocimientos profesionales que el
Parlamento no puede poseer con completa perfección, siendo pues natural que confíe la
elaboración de estas reglas especiales a los agentes y oficinas competentes, para que
éstos preparen un proyecto de reglamento que será decretado después por el jefe del
Ejecutivo. Finalmente, bien podría darse el caso de que una de las causas profundas de
la multiplicación de los reglamentos de administración pública haya de buscarse —como
acertadamente observa Hauriou (nota antes citada, Si rey, 1908, 3. 2)— en el hecho de
que, bajo la Constitución de 1875, el Consejo de Estado ya apenas participa en la
confección de las leyes; y sin embargo la intervención de esta alta asamblea en el
examen de las cuestiones de legislación, y su concurso para la delicada redacción de
ciertos textos, no dejan de ser tan deseables actualmente como en el pasado. Pa rece
como si el Parlamento se hubiera dado cuenta de ello y que fuera éste uno de los motivos
por los cuales recurre tan frecuentemente al reglamento de administración pública, que es
deliberado en Consejo de Estado.
Algunos autores, para explicar el desarrollo que en la práctica ha adquirido el
reglamento de administración pública, y también para determinar la relación
constitucional que existe entre esta clase de reglamento’ y la ley, han pretendido
que esta práctica se funda en una idea de colaboración y de asociación entre el
Parlamento y el gobierno. Esta idea, dícese, se halla conforme con el espíritu del
régimen parlamentario, que es esencialmente un régimen de entendimiento entre
el órgano legislativo y el órgano gubernamental, y también un régimen que implica
su cooperación en labores comunes. Así es como participa el gobierno en la
confección de la ley mediante la iniciativa y por el papel que desempeña en su
discusión. Igualmente colaboran las Cámaras en el reglamento por la invitación
que dirigen al Presidente con vistas a su redacción, y por las atribuciones de
competencia que le consienten a este efecto. Tal es el punto de vista que expone
Duguit (L’État, vol. u, pp. 343 ss.) y que defiende igualmente Hauriou (Précis, 6
ed., p. 309; cf. 8 ed., p. 67, y nota varias veces citada en Sirey, 1908) 26 Este
último autor resume su doctrina a este respecto diciendo que el reglamento de
administración pública, como la ley, es “el resultado de un pacto” entre el
legislador y el Ejecutivo. Pero estas teorías tienen el defecto de ser algo vagas y
de no dilucidar, jurídicamente, la naturaleza del lazo que liga al reglamento con la
ley. Sin contar con que la idea de pacto entre el gobierno y el cuerpo legislativo,
que son órganos de una sola y misma persona jurídica, el Estado, es, en derecho,
de una corrección harto dudosa (ver n° 279, infra)
26
En sentido contrario, Moreau, op. cit., p. 209, dice: “La ley se hace con la colaboración del gobierno... El reglamento no
se hace más que por una sola de las autoridades públicas... Es obra exclusiva del gobierno.”
570
Desde el punto de vista jurídico, la idea esencial que conviene hacer resaltar no es la de
colaboración o de entendimiento común, sino precisamente de habilitación otorgada
superiormente por la ley al Presidente. Y, por otra parte, al reducir los poderes del
gobierno a un cometido general de ejecución de las leyes, lejos de orientarse en el
sentido de una asociación igualitaria entre el gobierno y las Cámaras, la Constitución
francesa se aproximó más bien al régimen gubernamental que convierte al Parlamento en
órgano supremo y preponderante, que impone altamente sus voluntades al Ejecutivo (cf.
núms. 29 ss., mfra).
205. Al menos, con la condición de fundarse en una ley que ejecuta. es decir,
mediante una habilitación consagrada por un texto legislativo, el reglamento puede
adoptar toda clase de medidas, puede realizar todo aquello que hubiera podido realizar la
ley misma, ya que la Constitución no establece límites para la potestad reglamentaria en
sí. Hay que fijar bien la atención, por otra parte, respecto al alcance de esta afirmación.
No significa sin duda que, por el solo hecho de que el Presidente haya sido encargado de
hacer un reglamento de administración pública sobre algún objeto determinado adquiera
con pleno derecho, para la reglamentación de dicho objeto, todos los poderes que
corresponden al cuerpo legislativo. Por ejemplo, del hecho de que la ley hubiera recurrido
a un reglamento destinado a crear derecho aplicable a los ciudadanos no resultaría que el
decreto dictado en ejecución de esta delegación pueda sancionar las obligaciones que
impusiera a los particulares mediante penalidades que estableciera por su propia
iniciativa.27 Pero cuando la ley, al mismo tiempo que prescribe un reglamento respecto de
una materia de terminada, especifica que dicho reglamento podrá dictar medidas policía
cas, penales, fiscales u otras, el jefe del Ejecutivo se hace competente para tomar
aquellas medidas que el texto legislativo autorizó de esa manera, por más que sean estas
medidas, en principio, de la competencia de la legislación.
Esta idea de que el reglamento de administración pública puede crear penas
o impuestos es considerada por Berthélemy (loe. cit., p. 324) como una especie de
monstruosidad constitucional. Si la Constitución, dice este autor, hubiera admitido
realmente, para el legislador, la posibi-
27. En este sentido, pero únicamente en este sentido, Duguit (Traité, vol. II, pp. 463 y 464) tiene razón cuando dice que
“la invitación expresa dirigada al gobierno para hacer un reglamento de administración pública en nada aumenta los
poderes de dicho gobierno, y por consiguiente sólo puede inscribir en este reglamento aquellas disposiciones que
hubieran podido figurar en un reglamento complementario dictado espontáneamente”. Debe entenderse por esto que
la invitación al reglamento no significa para el Presidente, por sí sola, el origen de un aumento de poderes. Otro sería el
caso si a esta invitación se añadiesen habilitaciones especiales para tomar tales o cuales medidas que fueran más allá de
la competencia habitual del jefe del Ejecutivo.
¿Cómo creer, en efecto, en el sistema general del derecho francés, que puede el
Presidente, ilimitadamente, crear nuevos impuestos o dictar penalidades? ¿Podría
admitirse, por ejemplo, que dictara penas privativas de libertad?
Est
a opinión, que ya había sido consagrada por dos resoluciones de la Corte de Casación,
frecuentemente recordadas, de 12 de agosto de 1835, parece haber sido adoptada
también por el Consejo de Estado. En efecto, dicho Consejo de Estado, por la resolución
antes citada de 6 de diciembre
punto: “Cada vez que el legislador, al ordenar al poder ejecutivo que haga un reglamento
para completar determinada ley, dispone en términos expresos que, en dicho reglamento,
podra el gobierno fijar penalidades,, formular reglas de competencia, establecer un
impuesto, cosas todas estas que no podría realizar en virtud de sus poderes normales,
estimamos que dicha disposición se impone y debe prestársele obediencia”. Tardieu
ofrece para ello una doble razón: por una parte, la autoridad gubernamental está obligada
a ejecutar las órdenes que recibe de la ley, y por otra parte, los tribunales, al no deber
discutir las leyes, están obligados igualmente a aplicar todas las disposiciones tomadas
por decreto en ejecución de un texto legislativo (ver las conclusiones de Tardieu en Sirey,
1908,3.4).
Ambos motivos son, uno y otro, exactos. Pero la principal razón que conviene
presentar para, demostrar la posibilidad de habilitaciones legislativas que autoricen al
reglamento a dictar penas e impuestos es que, en el estado actual de los textos
constitucionales, estas materias no se encuentran reservadas por la Constitución al poder
legislativo. Se trata, indudablemente, de materias legislativas, pero, como observa Moreau
(op. cit., p. 209; cf. Caben, op. cit., pp. 266 ss.), son legislativas en virtud de las leyes,
pero no en virtud de la Constitución. Por lo que se refiere a las penas, el único texto que,
al presente, reserva su establecimiento a la legislación es el art. 4 del Código penal, que
dice: “Ninguna contravención, ningún delito, ningún crimen pueden ser castigados con
penas que no estuvieren pronunciadas por la ley antes de que se hayan cometido”. Este
artículo sólo funda una regla legislativa, pero carece del valor de texto constitucional. Lo
mismo ocurre con la regla que exige el voto de las asambleas legislativas para el
establecimiento de impuestos y contribuciones públicas. Esta regla, dice Esmein
(Éléments, 5a ed., pp. 897-898), “es uno de los puntos esenciales de la libertad moderna”.
Pero este autor reconoce que ya, hoy día, no se encuentra escrita en los textos
constitucionales. Por mucho tiempo estuvo formulada en ellos de una manera expresa. La
Constitución de 1791 la consagraba en dos lugares: “Las contribuciones públicas serán
discutidas y fijadas cada año por el cuerpo legislativo” (tít. y, art. 1v). “La Constitución
delega exclusivamente en el cuerpo legislativo los poderes y funciones. . . de establecer
las contribuciones públicas, de determinar su naturaleza, su cuota, su duración y
su modo de percepción” (tít. u, cap. III, sec. 1 art. 10). La Carta de 1814 (art. 48)
decía igualmente: “Ningún impuesto puede establecerse ni percibirse si no ha sido
consentido por las dos Cámaras” (cf. Acta adicional de 1815, art. 35, y Carta de
1830, art. 40) . Actualmente, desde el punto de vista de los textos, esta regla no
tiene más base que la disposición que se reproduce anualmente, desde 1817, al
final de cada ley de presupuestos, y que dice así: “Cualesquiera contribuciones
directas o indirectas distintas de las que se autorizan por la (presente) ley de
presupuestos, sea el que fuere el título o el nombre con que se perciban, se hallan
formalmente prohibidas. - .“ Esto no es ya sino una regla de orden legislativo. Así
pues, bien sea en materia de penas, bien en materia de impuestos, la reserva
573
establecida en favor del poder legislativo no tiene más fundamento que las
prescripciones de la misma ley. Pero el legislador siempre puede derogar sus
propias leyes. Por eso el reglamento, y en particular el reglamento llamado de
administración pública, puede habilitarse para establecer una pena o un
impuesto.30 Por las mismas razones
28
La Constitución de 1848, en su art. 16, emplea una fórmula más amplia; se limita a decir que “no p
establecerse ni percibirse ningún impuesto, sino en virtud de la ley”. Un impuesto creado por un reglamento que haya
sido autorizado por una ley a realizar esta creación es un impuesto establecido “en virtud de la ley”.
29
Duguit (Traité, vol. II, pp. 381 ss.) sostiene que esta regla, por más que haya desaparecido de la Constitución
francesa, conservé su antiguo carácter constitucional al menos en el sentido de que forma parte del derecho
constitucional usual de Francia. Sin entrar en el examen de este punto de vista, es suficiente observar, en cuanto al
asunto tratado anteriormente, que la costumbre constitucional, al no tener la forma de Constitución escrita, tampoco
tiene u fuerza; puede modificarse y pueden establecerse derogaciones en ella, sin procedimiento especial de revisión y
simplemente por la vía legislativa. Esta observación se aplicaría también, en lo que concierne a las penas, al art. 8 de la
Declaración de 1789, la que dice: “Nadie puede ser castigado si no es en virtud de una ley”. Por lo menos debe hacerse
extensiva a este texto, si es verdad, como se dice habitualmente, que a falta del valor constitucional formal que habían
recibido en 1791, los principios de la Declaración de 1789 conservan aún hoy el valor que se asigna a la costumbre
constitucional.
30
Por esto el proyecto de ley del 14 de diciembre de 1916 (citado en la e. 23, p 550, supra)., para formular el
cual el gabinete Briand solicitaba de las Cámaras que autorizasen al gobierno para tomar por decretos, durante la
guerra, todo un conjunto de medidas que respondían a ciertas necesidades de la defensa nacional, sin apartaran de los
principios constitucionales, había podido especificar que los decretos para los cuales se solicitaba la habilitación
parlamentaria podrían establecer como sanción “penalidades que se lijarían dentro de límites que no excederían de seis
meses de prisión y diez mil francos de multa”. Según este texto, las penas habían sido creadas por los decretos mismos,
por limitarse la ley de autorización a fijar el límite de las penalidades por dictar.
La ley de 10 de febrero de 1918, ‘al establecer sanciones a los decretos formulados para el avituallamiento nacional”,
procedió en forma diferente. Después de haber decidido en su art. 1” que “durante la duración de la guerra, los decretos
podrán reglamentar o suspender, con objeto de asegurar el avituallamiento nacional, la producción, la fabricación, la
circulación, la venta, etc, de los productos que sirven para la alimentación del hombre o de los ani-
las leyes que le encargan al Presidente hacer un reglamento, pueden auto- rizarlo para
introducir por decreto modificaciones o excepciones a la legislación existente, así como
también modificar el derecho legal aplicable a los ciudadanos e imponer a éstos nuevas
obligaciones. Se han visto en la práctica frecuentes ejemplos (Moreau, op. cit., pp. 187-
193; Duguit, Trai té, vol. i p. 458); y esta práctica se explica naturalmente por el motivo de
que la Constitución francesa no diferencia la ley y el reglamento por su esfera material,
sino por su potestad formal únicamente.31
206. Del hecho de que los reglamentos, particularmente los de
administración pública, se funden, río ya en una delegación de la potestad
legislativa, sino en el poder ejecutivo que el Presidente recibe de la Constitución
misma, resulta que el acto reglamentario, en todos sentidos, es un puro acto
administrativo. Y es un acto administrativo no solamente, como se dice de
574
males”, esta ley prescribe (art. 2): “Las infracciones a los decretos dictados en aplicación del artículo precedente se
castigarán con penas de dieciséis a dos mil francos de multa y de seis días a dos meses de prisión, o con una de estas dos
penas únicamente. En caso de reinciden cia, la pena de multa será de. dos mil a seis mil francos y la pena db prisión de
dos meses a un año”. Por este texto, las Cámaras ya no confieren al Ejecutivo e] poder de crear penalidades por sus
propios decretos, cuyo máximum sólo es limitado por la ley; sino que aquí es la ley misma la que establece previamente
las sanciones penales destinadas a aplicarse a las infracciones cometidas en violación de decretos futuros. Así, el
Parlamento ya no abandona, pues, al Ejecutivo el poder de dictar penas.
Sin embargo, es conveniente observar que en el sistema de esta ley corresponde al Ejecutivo crear, mediante sus
decretos referentes al avituallamiento, las obligaciones cuya violación entrañaría posteriormente la aplicación de las
penas formuladas por la ley. Si el Ejecutivo no crea la pena, crea el delito: y bajo este aspecto continúa desempeñando
un importante cometido en materia de penalidad, ya que él es el que fija, mediante sus propias prescripciones
reglamentarias, los hechos punibles. Es de observarse, también, que esta situación no constituye una novedad en el
derecho público francés. El art. 21 de la ley del 15 de julio de 1845 sobre la policía de los ferrocarriles, había operado ya
del mismo modo, estableciendo una multa de dieciséis a tres mil francos como sanción a las contravenciones de las
ordenanzas reales que habrían de dictarse en lo futuro para reglamentar la policía, la seguridad y la explotación de los
ferrocarriles. El art. 471 del Código penal castiga asimismo con una multa legal las infracciones que habrán de nacer por
la violación de las prescripciones futuras de las resoluciones municipales o prefectorales.
Ver, para Suiza, en la obra ya citada de y. Waldkirch, pp. 47 ss., una lista de ordenanzas por las cuales el Consejo federal
creó nuevos delitos y nuevas penas en virtud de los plenos poderes que le habían sido concedidos por la resolución de la
Asamblea federal de 3 de agosto de 1914, a efecto de tomar todas las medidas necesarias para el mantenimiento de la
seguridad y de la neutralidad del país.
31
En el caso en que una ley autorice al Presidente de la República para abrogar sus disposiciones en el futuro mediante
un decreto reglamentario, puede seguir diciéndose que, incluso al abrogar esta ley, el Presidente la ejecuta; la ejecuta,
puesto que actúa en virtud de una prescripción de la ley que abroga.
las leyes, o sea un acto de función administrativa, tal como la Constitución define esta
función. Y bajo este último aspecto, no hay lugar a distinguir entre los reglamentos que
hace el Presidente en virtud de una disposición de la ley y aquellos que dicta
espontáneamente. Las medidas contenidas en un reglamento pudieron ser tomadas por el
Presidente por su propia iniciativa, porque se limitaban a ejercitar y a desarrollar
decisiones ya adoptadas por la misma ley a que se refiere el decreto, o por el contrario,
esas medidas reglamentarias pudieron ser autorizadas especial mente por un texto de ley
expreso, por ir más allá de los poderes normales del jefe del Ejecutivo; tanto en un caso
como en otro, el Presidente no hace sino ejecutar una ley. Cuando una ley de interés local
habilita a un municipio para realizar un acto determinado, o cuando una ley autoriza de un
modo general a los municipios para tomar por vía reglamentaria, por ejemplo, tales o
cuales medidas, el acto realizado por los órganos municipales en virtud de la autorización
legislativa es indiscutiblemente un acto administrativo. Asimismo, el reglamento
575
presidencial que ha sido promovido, autorizado u ordenado por un texto de ley especial,
no por eso se con vierte en un acto legislativo, sino que, invariablemente, sólo es un acto
de ejecución administrativa. Aquí es donde hallan lugar las observaciones anteriormente
citadas (p. 546, supra) de Esmein respecto a la imposibilidad de una delegación de
potestad legislativa. En el derecho público francés, puede el Parlamento, de una manera
casi ilimitada, ampliar las competencias del reglamento presidencial, porque la
Constitución no ha delimitado el campo de acción material propio de la legislación; pero lo
que las Cámaras no pueden hacer sin modificar la Constitución y sin transformarse ellas
mismas en órgano constituyente, y lo que la Constitución no les permite realizar, es
decidir que los actos reglamentarios del Presi dente de la República han de valer como
leyes, que tendrán fuerza y autoridad de actos legislativos, pues esto sería
verdaderamente una delegación de potestad legislativa y, por parte del Parlamento, una
usurpación de poder constituyente.
En primer lugar, este reglamento está expuesto a los mismos recursos que los
demás decretos reglamentarios. Particularmente, se le puede atacar de nulidad por causa
de extralimitación de atribuciones. Este es un punto admitido hoy día por casi todos los
autores (Ducrocq, op. cit., 7 ed., vol. u p. 142, n.; Esmein, Élérnerrts, 5a ed., p. 618;
Berthélemy, Revue politique et parlementaire, vol. XV, pp. 333 Ss.; Moreau, op. cit., pr
291 ss.; Nézard, Le contróle juridictionnnel des réglements d’adrninistration publique, pp.
46 ss., 56 Ss.; Jéze, Principes généraux da droit adrninis tratif, p. 114, n.; Cahen, op. cit.,
pp. 408 Ss.; Raiga, op. cit., pp. 182 ss.;
cf. Hauriou, op. cit., 8* ed., p. 67; Duguit, Traite, vol. n, pp. 452, 461, 464-465).3 2 Y tal es
también el principio al que por f i n se ha adherido el Consejo de Estado después de una
larga resistencia, por resolución antes citada de 6 de diciembre de 1907 (asunto de las
Compañías de fe* rrocarriles) .
Se ha dicho de esta resolución que el cambio de jurisprudencia que consagra estaba ya
preparado y se esperaba desde mucho tiempo. No por ello deja de ser verdad que esta
nueva jurisprudencia, desde el punto de vista de la teoría general del reglamento de
administración pública, presenta una capital importancia, pues al admitir la posibilidad del
recurso de nulidad, el Consejo de Estado, en realidad, abolió la única diferencia esencial
que separaba esta clase de reglamento de los demás reglamentos presidenciales (ver
núms. 213 y 214, infra).
576
32 Duguit no siempre sostuvo la misma opinión respecto de este punto. Había empezado por sostener (L'État, vol. n, pp.
330ss.; cf. n9 182, supra) que el reglamento presidencial es un acto de potestad bubernamental, o sea un acto realizado
por el Presidente como gobernante y en virtud de sus poderes de representante de la nación; y por lo tanto pretendía
en aquella época que el reglamento —al menos el reglamento de administración pública— se
sustrae, lo mismo que la ley, al recurso por exceso de poder. En la primera edición de su Manuel de droit constitutionnel,
pp. 1026 y 1027, Duguit ya había llegado a modificar su opinión a este respecto, y declaraba que había tenido que
modificarla, pues había reconocido entre tanto que, bajo la Constitución de 1875, el jefe del Ejecutivo "pierde cada vez
más su carácter de órgano de representación para convertirse en autoridad administrativa", de donde resulta que el
reglamento no puede considerarse como un acto de gobierno, ni como un acto de potestad representativa, sino
únicamente como un acto realizado a título administrativo y en virtud de un poder administrativo. Hoy este autor no
duda en decir, en su Traite (loe. cit.), que, por este mismo motivo, el reglamento de administración pública, como
cualquier reglamento, queda sujeto al recurso por exceso de poder.
577
33 Gracias a este rodeo, el Consejo de Estado evitaba impugnar directamente el reglamento de administración pública.
Lo dejaba intacto y así actuaba como los tribunales judiciales, los cuales, incluso en el caso en que reconocen la
ilegalidad de un reglamento, no pueden pronunciar su anulación. Pero, por otra parte, al anular las medidas individuales
tomadas en virtud del reglamento de administración pública tachado de exceso de poder, el Consejo de Estado,
estatuyendo como los tribunales judiciales por vía de decisión particular, negaba al reglamento impugnado la posibilidad
de ser aplicado y así, en definitiva, impedía que produjera sus efectos.
34 El Consejo de Estado confirmó esta jurisprudencia por una segunda resolución de 7 de julio de 1911 (asunto Omer
Decugis). La nueva resolución incluso llega más allá que la de 1907: ésta se limitaba a aceptar en principio la
admisibilidad del recurso por exceso de poder; la resolución de 1911 pronuncia, por causa de exceso de poder, la
578
reglamento, adoptar más medidas que aquellas que entran dentro de los poderes que le
han sido conferidos por la ley. Quien dice potestad legislativa, en derecho francés, dice
potestad libre, amplia, casi ilimitada. Si el Presidente hubiera recibido del Parlamento una
delegación de potestad legislativa, podría, por este hecho, ordenar cualquier clase de
medidas, al igual que el legislador. El mismo hecho de que nada puede decretar fuera de
las autorizaciones que implícita o explícitamente le concedió la ley a la que sigue el
reglamento, basta para probar que este reglamento no es un acto de potestad legislativa,
sino un acto de ejecución de las leyes, y por consiguiente de potestad administrativa.
Luego el verdadero motivo jurídico por el cual el reglamento de administración pública es
objeto del recurso por extralimitación de atribuciones no es únicamente —como dice la
resolución de 1907 y como lo sostiene en sus conclusiones el comisario del gobierno,
Tardieu (Sirey, 1908, 3. 5 ) — que el reglamento sea obra de una autoridad
administrativa,3 5 sino que el verdadero motivo es, sobre ¿todo, la misma naturaleza del
reglamento en cuanto acto ejecutivo y administrativo.
35 Duguit (Traite, vol. n, p. 464), aunque rechazando la idea de delegación legislativa,funda también la posibilidad del
recurso en la consideración exclusiva deducida del carácter de autoridad administrativa del Presidente. 36 En el fondo,
el Consejo de Estado, al admitir la posibilidad del recurso de nulidad contra el reglamento de administración pública, no
hizo sino consagrar tardíamente una consecuencia lógica de la distinción entre el poder ejecutivo y el poder legislativo.
En otros países, las consecuencias que entraña desde el punto de vista jurisdiccional esta distinción han sido
establecidas, al menos en parte, por la misma Constitución. Así, por ejemplo, la Constitución federal suiza especifica, en
el último párrafo de su art. 113, que únicamente los actos legislativos de las Cámaras, así como aquellas de sus
resoluciones que tienen un alcance general, se sustraen a cualquier control jurisdiccional del Tribunal federal. Este texto
implica, a la inversa, que las ordenanzas del Consejo federal quedan sometidas a dicho control, lo mismo desde el punto
de vista de la comprobación de su constitucionalidad que desde el punto de vista de la apreciación de su legalidad
(Burckhardt, op. cit., 2" ed., p. 803; Guhl, op. cit., pp. 105 y 106; Bossard, op. cit., pp. 169 y 172; cf. para las
Constituciones belga y alemana, la n. 28 in fine del n' 129, supra). No obstante, como no existe hasta ahora ningún
tribunal administrativo en Suiza, se debe observar que las ordenanzas del Consejo federal no pueden ser objeto de un
recurso jurisdiccional directo con fines de anulación. El Tribunal federal, incluso en el caso de inconstitucionalidad o de
ilegalidad reconocida, no puede hacerlas desaparecer; sólo puede impedir su aplicación, con ocasión de cada uno de los
casos que se le sometan, y su decisión ocasional sólo produce efecto en el caso particular que suscitó incidentalmente la
cuestión de la regularidad de la ordenanza. La posición del Tribunal federal, en este aspecto, es análoga a la que se le
produce en Francia a la autoridad judicial con respecto a los reglamentos fichados de ilegalidad; no tiene comparación
con la posición del Consejo de Estado francés. En resumidas cuentas, se comprueba que en el momento actual, Suiza se
encuentra todavía en el punto en que se encontraba antes de 1907 la jurisprudencia francesa, con respecto a los
recursos contra los reglamentos de administración pública. Las ordenanzas del Consejo federal, así como los
reglamentos de administración pública franceses hasta 1907, pueden ser declarados ilegales, y como tales inaplicables
por la autoridad jurisdiccional; pero
579
no son susceptibles de impugnarse por vía de recurso propiamente dicho, es decir, que tienda a pronunciar su invalidez.
Los autores suizos (ver particularmente Guhl, op. cit., pp. 102 ss.,106 ss.) expresa esta situación distinguiendo en dicha
materia la cuestión de la aplicación de la ordenanza (Verbindlichkeit) y la cuestión del recurso (Anfechtung). Cf. respecto
de este último punto la ra. 28, pp. 351 s., supra, donde se demostró ya que la facultad de comprobación de la legalidad
que correspondía a los tribunales judiciales sobre los reglamentos se deduce, no ya de (pie estos tribunales tengan, en
principio, competencia para conocer de los recursos contenciosos dirigidos contra los actos viciosos de la autoridad
ejecutiva, sino más bien del hecho de que son llamados a aplicar los reglamentos como las leyes, de donde surge la
consecuencia de que, en caso de oposición entre el reglamento y la ley, se ven llevados naturalmente a imponer la ley
sobre el reglamento. En defecto del tribunal administrativo, algunos autores suizos (ver v. Salis, Schweiz. Bundesrecht, 2"
ed., vol. ir, p. 6; Guhl, op. cit., pp. 108 ss.) lian mantenido que los particulares que por una ordenanza del Consejo federal
se sienten lesionados en derechos originarios de la Constitución o de la legislación federales, pueden entablar un
recurso contra esta ordenanza ante la misma Asamblea federal. Pero esta opinión es difícil de defender desde que la
Constitución de 1874 se abstuvo de reproducir la disposición de su antecesora, que en 1848 reconocía a las Cámaras
federales, en su art. 74-155, el poder de estatuir respecto de las reclamaciones suscitadas contra las resoluciones del
Consejo federal. Además, si fuera verdad que las ordenanzas del Consejo federal pueden ser impugnadas ante la
Asamblea federal por causa de violación de la Constitución o de la ley, no se comprende por qué las decisiones o
medidas tomadas por el Consejo federal en un caso individual no podrían, del mismo modo, ser llevadas por la parte
interesada ante las Cámaras cuando han sido tachadas de vicio de ilegalidad; ahora bien, la doctrina suiza se halla fijada
hoy en el sentido de que las resoluciones individuales del Consejo federal no son susceptibles de recurso ante la
Asamblea federal (ver sobre estos diversos puntos Burckhardt, op. cit., 2* ed., pp. 732 ss., 744 y 745; Bossard, op. cit.,
pp. 25 ss., y los autores citados en esos diversos lugares). Se advierte cuánto es de sentir, en estas condiciones, el vacío
que resulta en Suiza por la ausencia de un tribunal administrativo, y es explicable, por consiguiente, el movimiento que
en dicho país se ha producido, bien en los medios políticos, bien en la literatura jurídica, con objeto de llenar este vacío
mediante la creación de un tribunal que sea capaz de decidir respecto de los recursos entablados en contra de los actos
del Consejo federal y de las demás autoridades administrativas federales (Burckhardt, I.ot\ cit., p. 734).
580
reglamento, por razón de su carácter de acto administrativo, puede, como todos los actos
de esta especie, abrogarse o corregirse libremente por la autoridad administrativa de la
cual procede. A esta consideración de orden jurídico se añade otra de utilidad práctica:
una de las razones que determinan al Parlamento a confiar al gobierno la reglamentación
de determinadas materias es precisamente que las prescripciones emitidas en forma de
decreto pueden, con mayor facilidad que aquellas contenidas en textos de leyes,
enmendarse y rectificarse, para adaptarse a las circunstancias variables y a las
necesidades actuales reveladas por la experiencia.
había decidido ya que "un reglamento de administración pública es susceptible de modificación por ordenanza real". 38
Rolland (Revue du droit public, 1911, p. 397) resume las razones por las cuales el Presidente "puede siempre modificar,
mediante un reglamento de administración pública, un reglamento anteriormente adoptado bajo igual forma", en esta
fórmula muy clara y exacta: "Puede hacerlo, porque entonces no actúa como un legislador, sino como un administrador,
y porque su decreto no es más que un acto administrativo".
581
Así como todos los reglamentos son actos ejecutivos, así también lodos ellos
tienen su fundamento en la Constitución, en el sentido de que se fundan indistintamente
en la potestad reglamentaria que ha sido conferida por la misma Constitución al jefe del
Ejecutivo. Evidentemente, los reglamentos que tienden a añadir a la legislación nuevas
reglas, sólo pueden dictarse en ejecución de una ley especial, que los haya producido u
ordenado. Pero esta ley no funda la potestad en virtud de la cual va a hacerse el
reglamento que ella suscitó; es la Constitución misma la que prescribe u ordena al jefe del
Ejecutivo ejecutar las leyes y la que le confiere el poder de hacer los reglamentos
previstos u ordenados por ellas. Por consiguiente, es en la Constitución, en realidad, en la
que, aun en este caso, se funda la potestad reglamentaria. No es posible admitir, pues, en
derecho francés, la doctrina alemana, expuesta especialmente por Jellinek (Gesetz uncí
Verordnung, pp. 372 ss.), que distingue entre ordenanzas fundadas en la Constitución y
ordenanzas fundadas en las leyes (ver n" 200, supra). Desde este punto de vista también,
y según el derechopúblico francés, sólo existe una clase de reglamentos, o sea
reglamentos hechos en virtud de la Constitución y del poder ejecutivo que ésta
atribuye al Presidente.
210. Sin embargo, los autores han querido establecer algunas distinciones entre
los reglamentos. La mayor parte de ellos presentan como distinción principal la división en
reglamentos de administración pública, decretos en forma de reglamentos de
administración pública y reglamentos ordinarios (Laferriére, op. cit., 2^ ed., vol. n, pp. 9
ss.; Ducrocq,op. cit., 1* ed., vol. i, pp. 82 ss.; Hauriou, op. cit., 8? ed., p. 50; Berthélemy,
Traite, 7- ed., pp. 97 ss.; cf. Moreau, op. cit., cap. iv y v ) . Esta es una distinción
tradicional y clásica. Sin embargo, no tiene gran valor, como podrá verse en seguida.
ción administrativa, ese término debería de extenderse a todos los reglamentos, ya que
todos ellos son actos administrativos. Igualmente, esta denominación no puede
entenderse en el sentido de que algunos reglamentos
se refieren a los asuntos interiores de la administración, puesto que cualquier reglamento,
sea la que fuere su forma, puede aplicarse a ese objeto. Así pues, la misma expresión
"reglamento de administración pública" no corresponde a ninguna idea precisa. Esto ya es
un indicio de que la distinción y la separación de esta clase de reglamentos no puede
tener un fundamento muy sólido. En derecho, cuando las palabras que se usan son
equívocas, es generalmente porque a los conceptos que amparan les falta también
consistencia y claridad.
211. Las primeras dudas se ven ampliamente confirmadas por las incertidumbres y
contradicciones que, todavía actualmente, reinan en la literatura con referencia a la
característica propia de las diversas clases de reglamentos. Así como las denominaciones
que se les aplica son obscuras, tampoco los autores han conseguido ponerse de acuerdo
respecto a las definiciones respectivas que deba darse a cada uno de ellos. En primer
lugar, existe desacuerdo respecto al concepto de reglamento de administración pública.
En los tratados de derecho público se encuentran hasta cuatro definiciones diferentes
para esta clase de reglamentos. Así, por ejemplo, Laferriére (op. cit., 2* ed., vol. n, p. 9)
admite que, en su sentido amplio, "esta expresión designa a todos los reglamentos que
hace el jefe del Estado para asegurar la ejecución de las leyes", no existiendo distinción
entre aquellos que hace por sí solo y aquellos sobre los que delibera el Consejo de
Estado.1 Según otra teoría, que es la de Duguit (Manuel de droit constitutionnel, P ed., p.
1020 y Traite, vol. n, p.462; cf. Ducrocq, op. cit., 7* ed., vol. i, p. 8 2 ) , la denominación
reglamento de administración pública debe reservarse para los decretos reglamentarios
que han sido objeto de una deliberación en asamblea general del Consejo de Estado,
pero por otra parte, sin que deba distinguirse si el reglamento ha sido hecho
espontáneamente o por invitación del legislador; y para que un reglamento lo sea de
administración pública, es suficiente que, de hecho, haya sido formulado según dictamen
del Consejo de Estado. Esta definición parece sin embargo inconciliable con los textos. La
ley de 19 de j u l i o de 1845, en su art. 12, decía ya, y la
1 Se puede observar, en el mismo sentido, que en los textos —tales como la ley de 10 de agosto de 1871 (arts. 47 y 88) y
la ley de 5 de abril de 1884 (art. 63)— que se refieren £ los recursos de nulidad por "violación de un reglamento de
administración pública", no dudan los autores en declarar que la expresión reglamento de administración pública
designa, no solamente los reglamentos deliberados en asamblea general del Consejo de Estado, sino de un modo más
amplio "todos los reglamentos provenientes del poder central" (Laferriére, loe. cit., vol. I I , p. 537; Hauriou, op. cit., 6"
ed., p. 459 n., 8* ed., pp. 464-465).
583
ley de 24 de mayo de 1872, en su art. 8, vuelve a decir hoy, que fuera de los proyectos de
decreto que pueden serle sometidos por el Presidente y para los cuales la consulta es
sólo facultativa, " e l Consejo de Estado es llamado necesariamente a dar su dictamen
respecto de los reglamentos de administración pública". Al expresarse así, dicho texto da
a entender claramente que el concepto del reglamento de administración pública se lialla
realizado con anterioridad a toda deliberación en Consejo de Estado.
2 Berthélemy (op. cit., 7* ed., p. 100 n.) dice muy acertadamente a este propósito: "No ts el hecho de que se haya
consultado al Consejo de Estado lo que da a un decreto su valor particular de reglamento de administración pública;
es el hecho de haber sido obligado a hacer esta consulta".
584
Por estas indicaciones se ha visto cuan indeciso es, en la doctrina, el concepto del
reglamento de administración pública. Los mismos textos contribuyen a aumentar esta
indecisión, pues unas veces califican a los reglamentos de administración pública de
simples decretos individuales, y otras llaman decretos en forma de reglamentos de
administración pública a reglamentos que son verdaderos reglamentos de administración
pública. Numerosos ejemplos de estas confusiones son señalados por los autores
(Ducrocq, Cours, 7* ed., vol. i, p. 90; Moreau, op. cit., p. .145). 272. ¿De dónde proviene,
pues, esa distinción entre el reglamento de administración pública y los demás
reglamentos? Sus orígenes mismos están rodeados de cierta obscuridad. Existe cierto
acuerdo, sin embargo, para convenir en que se hallan en el período monárquico que se
extiende desde 1814 a 1848 (Laferriére, loe. cit., vol. n, p. 10; Berthélemy, Revue politique
et parlementaire, vol. xv, p. 15, n.; Moreau, op. cit., pp. 132 ss). Durante el Consulado y el
Imperio, la distinción entre las dos clases de reglamentos es muy confusa en los textos, y
sobre todo la idea de que el jefe del Estado pueda hacer los reglamentos de
administración pública, en calidad de apoderado del legislador, no se trasluce de ningún
modo; no podía germinar esta idea en una época en que, hasta en materia de legislación,
el gobierno dominaba al cuerpo legislativo con toda la superioridad de su potestad. Bajo la
Restauración, únicamente, es cuando se trazó una línea de demarcación entre los
reglamentos de administración pública y los demás, y parece, por cierto, que la distinción
que entonces empieza a establecerse entre las dos clases de reglamentos haya nacido
de la desgracia política en que había caído el Consejo de Estado durante dicho período.
En efecto, mientras que durante el Imperio gran número de reglamentos habían sido
elaborados por el Consejo de Estado, el gobierno de la Restauración, al esforzarse por
restringir la influencia de esta asamblea, se abstuvo de solicitar su parecer,
585
213. Estos son los orígenes de la tradición por la cual la unanimidad de los autores
y de las resoluciones, durante la segunda mitad del siglo xix, consideró al reglamento de
administración pública como un acto de potestad legislativa y admitió por consiguiente,
entre otras consecuencias de dicho concepto, que no le alcanza el recurso por extrali-
3 Entre las ordenanzas que han sido dictadas de esta manera, sin el concurso del Consejo de Estado, es clásico citar
aquella, especialmente notable, de 1* de agosto de 1827 para la ejecución del código forestal.
4 El gobierno, al someterse en este caso al control del Consejo de Estado, se conformaba literalmente al principio
formulado por la Constitución del año V I I I , art. 52: "Un Consejo de Estado se encarga de redactar los reglamentos de
administración pública..."
586
5.
En cuanto a la importancia jurídica de la intervención del Consejo de Estado en la confección de los reglamentos de
administración publica, para apreciarla correctamente es esencial no perder de vista que dicha intervención consiste en
emitir simplemente un parecer, que no obliga en derecho al gobierno. Por más que el reglamento de administración
pública deba someterse necesariamente a la asamblea general del Consejo de Estado, conserva como autor especial al
jefe del ejecutivo, y no se le puede considerar como obra de dicha asamblea. Esta confusión, no obstante, se cometió
ante las cámaras por el presidente
587
del Consejo de Ministros, en ocasión del debate que tuvo lugar en marzo y abril de 1911 a propósito de la revisión del
decreto de 17 de diciembre de 1908 que delimitaba la champaña vitícola. En el curso de dicho debate afirmo el jefe de
gabinete en varias ocasiones que la disposición mediante el cual un legislador recurre a un reglamento de
administración publica constituye una delegación legislativa; delegación -decía- que se concede al Consejo de Estado y
en virtud de la cual este es llamado a estatuir soberanamente sobre la cuestión a la que se somete (ver, respecto de la
argumentación expuesta a este respecto por el Presidente del Consejo en 1911, Rolland, “Le Consei d`Etat et les
reglements dàdministration publique”, Revve du droit public 1911, pp. 380 ss.).Rolland demuestra que esta tesis era
completamente errónea. La delegación –si se trata de una delegación- no se dirige al Consejo de Estado, al que solo se
consulta para que el de su parecer, sino que se dirige al gobierno, el cual es libre de seguir o no el parecer dado y que
asume la responsabilidad del decreto formulado por el Presidente de la Republica. Rolland, sin embargo, se pregunta
sino convendría modificar respeto de este punto el sistema de derecho actual, y parece inclinarse hacia un régimen en el
cual el gobierno se vería obligado en esta materia por los dictámenes del Consejo de Estado, el cual se convertiría así en
el verdadero autor de los reglamentos de administración publica (loc. Cit., pp. 389 ss.). Pero no se ve claramente, en el
estado actual de la Constitución francesa, la posibilidad de tal reforma, que llevaría nada menos a convertir una
asamblea irresponsable en jefe de gobierno o que en todo caso la convertiría, en amplio grado, en dueña de este ultimo.
6
Ver especialmente, en este sentido, Duguit, Traitè, vol. II, p. 463: “La invitación expresa dirigida al gobierno
para hacer un reglamento de administración publica complementario de una ley o aumenta en nada los poderes de
dicho gobierno; por consiguiente, solo lo puede incluir en ese reglamento de administración publica aquellas
disposiciones que hubieran podido figurar en un reglamento complementario hecho espontáneamente”.
588
poderes reglamentarios, sino que la verdadera razón de estos amplios poderes es que le
han sido conferidos al Presidente por un texto legislativo especial y formal. Y viceversa, se
podrá concebir perfectamente que una ley le conceda al Presidente considerables
atribuciones reglamentarias, sin que por esto dicha ley ordene un reglamento de
administración publica; de hecho no es fácil que esto se produzca, pues una de las
razones que animan al Parlamento a confiarle al gobierno la misión de tomar poderosas
medidas mediante el reglamento es precisamente que estas medidas abran de ser
discutidas y fijadas por el Consejo de Estado; pero, en derecho, no es de ningún modo
imposible que la ley conceda aun reglamento ordinario, por ejemplo, el poder de crear
nuevo derecho aplicable a los administrados.7 De todas estas observaciones debe
desprenderse, pues, la siguiente conclusión: el hecho de que un reglamento sea o no
reglamento de administración pública es in diferible por lo que se refiere a la amplitud de
la potestad reglamentaria.
Algunos autores han creído hallar un signo particular del reglamento de
administración pública en lo que laman su carácter obligatorio y forzoso. Verthelemy (loc.
Cit., vol.xv, p. 324), Jeze (Revue du droit public, 1908, p. 48) insisten en el punto de que el
gobierno, cuando a sido encargado por una ley de formular un reglamento de esta clase,
esta obligado a hacerlo; existe aquí para el una orden a la que tiene que conformarse.
Otros autores prefieren atenerse a la idea de que solo se trata de una simple invitación
(Hauriou, nota repetidamente citada en sirey, 1908, 3.3). Otros finalmente dudan entre la
idea de invitación y la idea de orden (Esmein, Elements, 5ª ed., p. 617). A decir verdad, la
cuestión de saber si la referencia hecha por la ley al reglamento engendra para el
gobierno una obligación o una facultad, no puede contestarse en tér-
7
Es sabido, en efecto, que cuando una ley ordena un reglamento, ello no implica necesariamente la intervención del
Consejo de Estado. Es preciso, para que sea obligatoria esta intervención, que la ley haya exigido un reglamento de
administración publica. Algunos autores han sostenido que seria inútil “que todos los reglamentos provenientes del jefe
del poder Ejecutivo, sin distinción, fuesen sometidos al examen del consejo de estado” (Aucoc, “Des reglements
d`administration publique et de I`intervention du Conseil d`Etat das la redaction de ces reglements”, Revue critique de
legislation te de jurisprudence, 1872, y Le Conseil d`Etat avant et depuis 1789, p. 154., Cohen, op. cit., pp. 361 ss.); se
han dicho que al menos de via imponerce esta intervención para todos los reglamentos preescritos por una ley, o
tambien sea demostrado el deceo de que fuera hecha necesaria para aquellos reglamentos presidenciales que tengan
un carácter permanente. Una proposición en este sentido fue prestada en la asamblea nacional en 1872, al discutirse la
ley orgánica sobre el consejo de Estado y fue rechazada. El Art. 8 de la ley del 24 de mayo de 1872, según las palabras
mismas de su relator, consagro la tradición según la cual el jefe del Estado “no tiene que solicitar dictamen del Consejo
de Estado mas que cuando la ley lo establece obligatoriamente” (Moreau, op. Cit., p. 140).
589
minos absolutos, sino que todo depende de las intenciones del legislador, o mejor dicho,
de los términos en los cuales formulo sus intenciones. En principio, cuando la ley prescibe
un reglamento de administración publica, esta prescripción equivale a una orden; la idea
de que hay que ver en ella una orden se encuentra conforme con el carácter ejecutivo
común a todos los reglamentos. Pero, incluso para los reglamentos de administración
publica, La ley que los prescribe pudo declarar que el gobierno podrá juzgar por si la
oportunidad de dictarlos (Moreau, po. Cit., p. 150), en cuyo caso esos reglamentos son
puramente facultativos. Por otra parte, es de observarse que el reglamento ordinario, del
mismo modo que el de administración publica, puede prescribirse por la ley de una
manera obligatoria; la redacción obligatoria no constituye, pues, una particular especial
del reglamento de administración publica. Finalmente, incluso en el caso en que hubiese
de admitir que todo texto legislativo que se remite aun reglamento de administración
publica constituye una orden dada al gobierno, este reconocimiento no tendría por efecto
modificar el concepto anteriormente desarrollado respecto a la naturaleza intrínseca de
esta clase de reglamentos.
En efecto, esta es la dirección en que hay que caminar para estudiar las diversas
clases de reglamentos presidenciales. La distinción esencial que debe establecerse entre
ellos deriva de la observación fundamental de que, según la ley constitucional de 25 de
febrero de 1875, Art. 3, la actividad reglamentaria del Presidente se reduce
invariablemente a “la ejecución de las leyes”. Partiendo de este principio, se observa que
el jefe del ejecutivo, por vía de reglamento, puede ejecutar las leyes de dos maneras. En
primer lugar, puede procurar su ejecución tomando al efecto medidas reglamentarias
propias para asegurar la aplicación usual y detallada de las prescripciones formuladas por
la ley misma; por cuanto
590
estas medidas no son sino la ejecución de las prescripciones mismas de la ley, entran
debe luego en la potestad ejecutiva, y, por consiguiente, el Presidente tiene el poder de
dictarlas espontáneamente. Si se trata, por el contrario, de dictar reglas respecto de
materias que no han sido tratadas por el legislador, o también de añadir a las reglas
establecidas por las leyes vigentes alguna nueva prescripción que no se limite a asegurar
la aplicación de los principios formulados por el legislador mismo, no podría el Presidente,
por su sola potestad, tomar semejante iniciativa, ya que se saldría así de su función de
simple ejecución. Pero si bien no puede hacer espontáneamente los reglamentos de esta
segunda clase, adquiere competencia para dictarlos desde el momento en que una ley lo
encarga de ello; es suficiente, en efecto, que un texto legislativo haya prescrito o permitido
un decreto reglamentario respecto de un objeto cual quiera, para que el presidente se
encuentre de nuevo en el terreno que la Constitución asigno a su competencia, ósea en el
terreno de la ejecución de las leyes.
Al colocarnos en este punto de vista, nos vemos llevados a reconocer que los
reglamentos deben dividirse en dos grupos principales: 1º aquellos que el Presidente
puede hacer espontáneamente; y 2º aquellos que solo puede hacer a condición de recibir
para ello el encargo por un texto especial de ley. Esto es lo que los autores expresan
frecuentemente al distinguir, por una parte, reglamentos hechos en virtud de la
Constitución, y por otra parte, reglamentos hechos en virtud de las leyes. Esta forma de
expresarse no es absolutamente incorrecta, ya que los reglamentos de la segunda clase
presuponen una habilitación legislativa. Sin embargo, tiene el inconveniente de ser
equivoca, por que puede suscitar la idea de que existe, para el jefe del Ejecutivo, una
competencia reglamentaria que se funda puramente en las leyes y que no tiene base en
la constitución; se volvería a caer así dentro de la teoría de la delegación legislativa. P
ero esta idea seria totalmente falsa: todo los reglamentos, bien sean hechos
espontáneamente o bien “en virtud” de una ley especial, tienen esencialmente su
fundamento en el Art. 3 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, ya que dicho
texto es el que confiere al Presidente el poder- y también el que le impone el deber- de
“ejecutar” las leyes que le encargan hacer un reglamento cualquiera. Indudablemente, los
reglamentos de la segunda categoría difieren de los reglamentos espontáneos en que
estos se refieren exclusivamente a la constitución, mientras que para aquellos existen,
entre ellos y la constitución, un intermediario indispensable, que es la ley. Pero unos y
otros se fundan, en definitiva, en la posteta de ejecución que el Presidente recibe
directamente de la constitución. No es, pues, exacto decir, como Hauriou (Sirev. 1908, 3
2) que el jefe del Ejecutivo ejerce “dos com-
591
petencias reglamentarias, una que recibe de las leyes constitucionales y otra de las leyes
ordinarias”. Si hubiera de admitirse este punto de vista, habría que sacar la conclusión de
que, junto a los reglamentos constitucionales, existen otros extraconstitucionales, o sea,
en último termino, inconstitucionales. La verdad es que solo existe una competencia
reglamentaria única, la que deriva del Art. 3 antes citado, solo que se ejerce en
condiciones de dos clases, unas veces de manera espontánea, y otras como
consecuencia y bajo la condición de una habilitación legislativa. Hasta pudiera decirse “en
virtud de una ley”, pero en virtud de una ley que se limita a poner en movimiento las
facultades reglamentarias que la constitución misma atribuyo al Presidente.
ciones dictadas por ellas. Este cometido, en efecto, entra directamente dentro de la
función ejecutiva; incluso la Constitución de 1791, que en principio rehusaba al rey el
poder de hacer reglamentos, lo reconocía, como facultad inherente a los deberes de su
función, el poder de “hacer proclamas conforme a las leyes, para ordenar y recordar la
ejecución de las mismas” (tit. III, cap.IV, sec. 1ª, Art.6). Se desprende de ello que el jefe
del Ejecutivo puede en cualquier momento hacer semejantes reglamentos, sin que tenga
que invocar al efecto una invitación o una habilitación formulada por un texto legislativo.
expresa del legislador.8 Conviene observar que el gobierno mismo pude promover
semejantes autorizaciones, bastándole para ello con presentar a las cámaras un proyecto
de ley que contenga a la habilitacion que pretende.
8
La distinción anteriormente establecida, entre los reglamentos dictados para la ejecución de las leyes y aquellos
emitidos en ejecución de las leyes, corresponde a la distinción general ya adoptada con anterioridad (n. 9, p. 458) entre
dos clases de ejecución. Se ha visto, en efecto, que el termino “poder ejecutivo” tiene dos sentidos: designa, no
solamente la actividad subalterna que consiste simplemente en procurar la realización efectiva de prescripciones ya
formuladas por las leyes mismas, sino también la actividad creadora que consiste en producir, desarrollándolas por vía
de medidas apropiadas y libremente escogidas, las consecuencias de una voluntad legislativa, que solo se manifestó por
la manifestación de la labor a realizar o los fines a alcanzar. Estos conceptos se aplican igualmente a los reglamentos. Los
reglamentos son todos ejecutivos, pero no todos lo son del mismo modo. Unos no hacen sino asegurar la ejecución
detallada y el funcionamiento técnico de las prescripciones legislativas vigentes, tratándose aquí de la ejecución en el
sentido mas modesto. Otros implican en la autoridad llamada a dictarlos un poder más o menos amplio de libre
disposición, y aquí la palabra ejecución sirve sobre todo para marcar la dependencia especial en que se encuentra
situado el reglamento frente a la ley. Los reglamentos de esta segunda clase son ejecutivos, por cuanto no pueden
dictarse sino a condición de haber sido promovidos y suscitados por una ley, y en este sentido se conducen de la ley,
pero por otra parte pueden tener un alcance innovador considerable. Análoga distinción fue presentada en la literatura
suiza por Guhl, op. Cit., pp. 82 ss. y Affolter, Grundzüge des schweiz. Staatsrecht, p. 166, que dividen los reglamentos en
Vollziehungsverordnungen y Ausfühurungsverordnungen.
595
reas asegurar en todo el territorio el mantenimiento del orden; ahora bien, no pude
desempeñar esta tarea sin poseer facultades de policía, y especialmente sin el poder de
hacer reglamentos de policía.
Esta es la idea que sostiene Hauriou (op. Cit., 6ª ed., p. 298, texto y n. 2),9 al decir:
“El reglamento tiene en si un objeto propio, que es asegurar el orden publico. . .; esto no
se reduce enteramente a la ejecución de la ley, y supone en muchos caso un poder
espontáneo”. Igualmente Moreau (op. Cit., pp. 164 ss.) se rehúsa admitir que el jefe del
Ejecutivo se vea reducido a la pura ejecución de las leyes. Junto al poder reglamentario
ejecutivo, existe, según este autor, un “poder reglamentario autónomo”; entre otros
reglamentos que puede hacer espontáneamente el Presidente y que no precisan
apoyarse en una ley, Moreau cita aquellos que se refieren al orden general de la sociedad
y que “se explican por un fin policíaco”. Cohen (op. cit., p. 262) admite como tesis general
“que el gobierno haya en si mismo, en su razón de ser, el derecho general de dictar
reglamentos de derecho” y que “cuando suple al silencio del legislador, no hace sino
cumplir con su misión” (p. 312); por consiguiente, y entre otras medidas reglamentarias, le
corresponde tomar todas aquellas que tienden a la conservación del orden (pp.190 ss.,
260 ss., 310 ss.).
Esta doctrina halla su confirmación en el hecho de que, desde 1875, así como
antes de dicha fecha, el jefe del Ejecutivo dicto frecuentemente reglamentos de policía
que no tiene mas fundamento que su propia potestad legislativa. Los autores citan
particularmente el decreto de 2 de octubre de 1888 referente a los residentes extranjeros
de Francia ( cf. La ley respecto al mismo objeto el 8 de agosto de 1893), el decreto del 10
de marzo de 1894 respecto a la higiene de los trabajadores, el de 13 de noviembre de
1896 referente a la vigilancia de los vagabundos, los de 10 de marzo de 1899 y 10 de
septiembre de 1901 sobre la circulación de los automóviles, etc., etc. Entre los decretos
que tienen esos objetos de policía, unos no se refieren a ninguna ley que los autorice y de
la cual constituyan la ejecución; otros se refieren a algún texto legislativo del cual
pretenden derivar pero, en este ultimo caso, la relación entre el reglamento presidencial y
la ley a que se refiere es con frecuencia tan lejana y problemática que mas vale reconocer
francamente que, en realidad, tiene el
9
En su 8ª ed., p. 54, Hauriou dice igualmente: “La materia propia del reglamento reside en su espíritu. Este espíritu
consiste en formular reglas que son para la organización y el mantenimiento del orden, y en formularlas según los
motivos autoritarios del poder político. Así pues, el contenido de las reglas reglamentarias se determinan a priori por la
necesidad de proceder a la organización rápida de ciertas relaciones sociales o de poner fin rápidamente a ciertas
alteraciones que amenazan el orden social. Estas reglas improvisadas van saturadas del espíritu de autoridad propio del
poder político…”
596
decreto carácter puramente espontáneo (Moreau, op. cit., p. 167; Duguit, Traite, vol. n, p.
472). Los autores que así admiten para el jefe del Ejecutivo la existencia de un poder
reglamentario autónomo en materia policíaca, hubieron de precisar la amplitud de este
poder. Según la opinión corriente, hay que atenerse, a este respecto, a la definición que
daba ya de la policía general la ley de 14 de diciembre de 1789 (art. 5 0 ) , que la reducía,
según su objeto, a estos tres términos: asegurar la tranquilidad, la seguridad y la
salubridad públicas. La ley de 16-24 de agosto de 1790 (tít. x i , art. 3) deduce de esta
triple condición una enumeración de los objetos que entran dentro de las funciones de
policía de las autoridades municipales. Este texto fué reemplazado después por el art. 97
de la ley municipal de 5 de abril de 1884, que proporciona una enumeración análoga y por
cierto no limitativa. Con la ayuda de estos mismos textos han definido los autores la
potestad reglamentaria del jefe del Ejecutivo respecto a la policía, al decir que le
corresponde decretar, para el conjunto del territorio, aquellas medidas reglamentarias de
policía que el art. 97 antes citado habilita a los alcaldes a dictar, por vía de resolución
municipal, dentro de los límites de sus municipios. Se reconoce, por otra parte, que el jefe
del Ejecutivo lo mismo que el alcalde, no pueden crear penas para sancionar sus
reglamentos de policía, y a falta de sanción establecida con una ley especial, estos
reglamentos estarán sujetos únicamente a la sanción general del art. 471-159 del Código
penal (ver a este respecto Dalloz, Codes annotés, Lois administratives, \° "Lois
constitutionnelles", vol. i, núms. 291 ss.).
219. Así pues, existiría para el Presidente de la República, y por lo que se refiere a
medidas de policía aplicables en toda la extensión del territorio, una competencia
reglamentaria que corresponde a aquella de que está investida por la ley la autoridad
municipal al estatuir a título local. Pero esta doctrina suscita una objeción decisiva; y es
que no tiene ninguna base en los textos. Existen evidentemente textos particulares, como
la ley de 29 de junio de 1898 respecto al Código rural (art. 57) o la ley de 15 de febrero de
1902 relativa a la protección de la salubridad pública (art. 8 ) , que para materias
especiales, como son policía sanitar i a de los animales en las fronteras y policía sanitaria
de las personas en caso de epidemia, confieren al Presidente la facultad de tomar por vía
de reglamento medidas de salubridad. Pero en la legislación francesa no se encuentra
ningún texto que le conceda al jefe del Ejecutivo un poder de policía general, por el cual
pueda hacer reglamentos destinados a asegurar, en toda Francia, la seguridad, la
salubridad y la tranquilidad.10 Importa hacer constar que esta laguna de la legislación no
debe ser
11 Así entendida, esta expresión, que tantas discusiones suscitó, se justifica plenamente. Su justificación se hace, por el
contrario, muy discutible cuando se trata de interpretarla en el sentido de que el municipio tiene poderes orignarios que
recibe de sí mismo y que no se basan de ningún modo en las leyes del Estado (ver núms. 65-66, supra). Sin embargo,
conviene añadir que por la ley de 22 de diciembre de 1789-enero de 1790 (sección 3, art. 2-9'')
los prefectos son igualmente los encargados de proveer " a l mantenimiento de la salubridad, de la seguridad y de la
tranquilidad públicas", lo que —según la doctrina y la jurisprudencia— implica para ellos el poder de tomar, respecto a
este triple objeto, medidas reglamentarias.
598
lo tanto, que bajo esas Constituciones el jefe del Estado haya podido hacer uso de su
poder autónomo, ejerciéndolo especialmente bajo forma de reglamento espontáneo.12 La
Constitución de 1875, por el contrario, reduce en principio la función presidencial a una
función de ejecución de las leyes, resultando que en materia de policía, muy
especialmente, o sea en una materia en que se trata de imponer obligaciones a los
ciudadanos, no puede el Presidente dictar reglamentos por su propia autoridad. Esto no
significa que no sea muy útil y hasta indispensable que posea el gobierno, en esta
materia, ciertos poderes de reglamentación, pero es necesario que estos poderes le
hayan sido concedidos por leyes. Se observará a este respecto que hasta en las
monarquías, por ejemplo en Prusia, no tiene la Corona el poder autónomo de
reglamentación policíaca, pues el art. 136 de la ley prusiana sobre administración general
del 30 de j u l i o de 1883 dice de un modo expreso que las autoridades centrales del reino
sólo pueden dictar, bajo sanciones penales, réglamentos de policía siempre que un texto
formal de ley les haya encargado de ello respecto a determinados objetos (Rosin,
Polizeiverordnungsrecht in Preussen, 2* ed., pp. 185 ss.; G. Meyer, loe. cit., p. 576;
Anschütz, Begriff der gesetzgebenden Gewalt, 2/ ed., pp. 145-146) . 13
No hay que dudar, pues, al decir que los reglamentos presidenciales de policía, cuando se
hacen espontáneamente, es decir, cuando no se dicten en ejecución de una ley que los
autorice, carecen de valor y son contrarios a la Constitución.14 Así lo reconoce
francamente Duguit (Trai-
12 Es por lo que en Bélgica, donde la Constitución de 1831 se inspira, a este respecto, en las concepciones
monárquicas de las Cartas francesas de 1814 y 1830, la práctica y lá doctrina admiten, a pesar de los términos
aparentemente contrarios de los arts. 67 y 68 de esta Constitución, que el rey, como jefe de la administración general,
tiene derecho "a tomar las medidas reglamentarias que reclame el mantenimiento de la tranquilidad y de la salubridad
públicas" (Girón, Le droit administratif de la Belgique, 2' ed., vol. i, n" 77), lo que implica para el monarca la facultad de
hacer o de dictar reglamentos espontáneos de policía. Ver sin embargo Errera, Traite de droit public belge, p. 207: "Cabe
la pregunta de si, en materia de policía, no tendrá el rey una competencia general. Los art. 67 y 68 de la Constitución, al
retener el poder ejecutivo por entero dentro de los límites que le traza la ley, prohiben al rey dictar reglamentos en
materia de policía, a menos que una ley lo habilite para ello".
13 Hauriou (op. cit., 8' ed., pp. 48 y 54), fundándose en la afirmación de que "el gobierno tiene por misión
mantener el orden", sostiene que el Presidente, en materia de policía, tiene un poder de reglamentación propio y
espontáneo. Esto no es fácil de creer. Si la Constitución hubiera querido conferirle semejante poder, no hubiera podido
dejar de fijar los límites del mismo. ¿Puede concebirse que haya reconocido al Presidente la facultad ilimitada de
imponer obligaciones a los ciudadanos por vía de medidas de policía, cuando, incluso en los Estados monárquicos como
Prusia, no puede el monarca, en principio, sin una habilitación legislativa, dictar ninguna ordenanza, sea de policía o de
cualquiera otra clase, que cree derecho aplicable a los subditos?
14 Es naturalmente a los tribunales a quienes corresponde comprobar desde este punto de vista la regularidad
y la validez de los reglamentos presidenciales de policía.
599
li', vol. II , p. 472). En principio, dice este autor, "las disposiciones de policía que deben ser
las mismas para todo el país, deberían evidentemente, según el derecho constitucional,
establecerse por una ley formal" . Si, de hecho, el Presidente de la República dicta a
veces reglamentos de policía espontáneos, no debe verse en ello, añade Duguit, sino una
inslilución constitucional "consuetudinaria", que se formó a la sombra de las necesidades
de la práctica y que se funda en la tradición de los regímenes (interiores. Dicho de otro
modo, esta institución consuetudinaria no tiene base en la Constitución verdadera, o sea
en la Constitución escrita. El testimonio de Duguit concuerda precisamente con la
demostración presentada o expuesta anteriormente. Y la verdad es que, en definitiva, el
cuadro, demasiado estrecho, sin duda, de la Constitución de 1875, que sólo
previoreglamentos ejecutivos, ha sido forzado.
221. Los autores parecen no haberse fijado en esta última consideración: admiten
sin titubeos que puede el Presidente, sin el concurso de
ninguna ley que para ello le habilite, estatuir en forma reglamentaria respecto de la
composición del personal administrativo o de la conducta que habrán de seguir los
agentes encargados de ejercer la administración. Entre los defensores más decididos de
esta opinión se debe señalar a Hauriou (op. cit., 6* ed., p. 307, texto y n.), que dice: "Los
reglamentos tienen un objeto propio, que es el de crear organizaciones públicas. Esto se
halla bajo el control de la ley, pero no está necesariamente dentro de los límites de la ley,
es para asegurar el cumplimiento de la función administrativa, lo que no es lo mismo". 15
Así pues, entre las princi-
15 En su 8* ed., Hauriou incluso introduce esta idea en la definición principal que expone del reglamento presidencial: "
E l reglamento puede definirse como una regla que tiende a
600
pales atribuciones del Presidente enumera Hauriou (op. cit., 8* ed., p. 220) la siguiente
competencia: "Organiza, en principio, los servicios públicos". Moreau (op. cit., p. 171) no
se muestra menos categórico: "Nadie se atrevería a negarle al jefe del Estado el derecho
de dictar reglamentos referentes a la organización de los servicios públicos". Esmein
(Éléments, 5* ed., p. 631) dice igualmente: "Puede considerarse como una regla de
nuestro derecho público el que el titular del poder ejecutivo pueda, en principio, crear las
funciones y los empleos, y suprimirlos cuando no han sido consagrados por una ley".
Cahen (op. cit., p. 318) sostiene que los decretos reglamentarios que crean órganos
administrativos son "dictados en virtud del derecho de iniciativa que pertenece al gobierno
y debe conservar". En cuanto al fundamento de este poder presidencial, numerosos
autores lo buscan en la misión que tiene el Presidente
de ejecutar las leyes. Esta es la explicación que proporciona por ejemplo Esmein para
justificar los reglamentos que entrañan creación de lunciones o empleos (loe. cit.):
"Incumbe al titular del poder ejecutivo hacer ejecutar las leyes; y es natural que tenga los
poderes necesarios para asegurar este resultado". Jéze (Revue du droit public, 1904, p.
97) se coloca en el mismo punto de vista. En sus conclusiones respecto de un asunto que
llevó al Consejo de Estado a examinar la cuestión de los reglamentos orgánicos
referentes a los servicios públicos, el comisario del gobierno, Romieu, decía igualmente: "
L a competencia general del poder ejecutivo para todo aquello que concierne al personal
puede hacerse derivar del derecho que tiene, por el art. 3 de la ley constitucional de 25 de
febrero de 1875, para asegurar la ejecución de las leyes" (4 de mayo de 1906 (asunto
Babin). Así pues, el poder de organización y de reglamentación de los servicios públicos
sólo es, según este concepto, una
consecuencia inmediata y necesaria de la potestad ejecutiva. Al estar encargado de
ejecutar las leyes, es necesario que pueda el jefe del Ejecutivo crear y dirigir las
autoridades que habrán de procurar esa ejecución. El poder ejecutivo comprende pues en
sí, en principio, el derecho de instituir funciones administrativas y de determinar los
órganos de las mismas; de f i j a r la repartición de las competencias entre éstos, y de
regular el modo de su actividad, y finalmente de dictar todas las prescripciones referentes
al estatuto orgánico, e incluso personal (ver sin embargo la n. 27 del n° 227, infra) de los
funcionarios del orden ejecutivo. Este principal poder de organización solamente deja de
pertenecer al jefe del Ejecutivo en
organización y al mantenimento del orden dentro del Estado..." p. 47*. Diré también (ibib.. pp. 54 y 65), que, según su
"espíritu", el reglamento tiene por "materia" las reglas que sirven para la organización, y que además de su "cometido
de coadjutor de la ley, el reglamento tiene otro cometido que le es propio y que es el de proveer a las necesidades de la
organización".
601
aquellos casos en que el cuerpo legislativo se lo apropie al regular por MIS propias leyes
determinado servicio administrativo.
222. Los autores alemanes admiten igualmente, para los jefes monárquicos de los
Estados comprendidos en el Imperio y para el mismo emperador, el derecho de dictar
ordenanzas de organización adminisIrativa; pero, en general, motivan este derecho de
una manera muy diferente. Según la doctrina que prevalece en la literatura alemana, el
poder de regular por vía de ordenanzas la organización y el funcionamiento de los
servicios públicos deriva especial y directamente de la relación de superioridad y de
subordinación jerárquicas establecida entre las autoridades administrativas y que implica,
para los agentes subalternos, el deber jurídico de conformarse a las prescripciones de sus
jefes, al menos en los casos en que éstas se refieren al servicio. Se infiere de esto que los
Mjperiores administrativos tienen la facultad de emitir, a título de mandamientos dirigidos
a sus subordinados, todas las prescripciones, sean individuales o reglamentarias, que
conciernen, bien a la actividad del personal, bien a la marcha de los asuntos de la
administración. La fuerza jurídica de estas prescripciones se basa en la propia potestad
interna de la autoridad administrativa, y por consiguiente pueden dictarse fuera de loda
ley, especial o general, de habilitación. Se infiere también de esto que el poder de dictar
semejantes prescripciones por vía de ordenanzas no solamente le pertenece al monarca,
como jefe supremo de la administración, sino también a los ministros, en su cualidad de
jefes de un departamento de asuntos públicos, a las autoridades provinciales superiores,
y de una manera general a cualquier jefe de servicio. En lo que se refiere particularmente
al monarca, su poder de reglamentación administrativa se funda, además, en el hecho de
que las Constituciones de Alemania, según la interpretación que de las mismas dan la
mayoría de los autores de dicho país, no exigen el asentimiento legislativo del Parlamento
más que para las reglas que forman materia de ley, para las leyes
materiales, es decir, para las reglas que se refieren al derecho individual de los
ciudadanos. Este es el sentido que dan los autores alemanes al art. 62 de la Constitución
prusiana, por ejemplo. Por lo tanto, se debe admitir recíprocamente que el monarca ha de
poder decretar por sí solo, sin el concurso de las Cámaras, luego en forma de ordenanza,
las prescripciones reglamentarias que no constituyen derecho aplicable a los
administrados,10 sino que rigen únicamente el personal y la conducta de los
16 Hay que añadir, no obstante, que la disposición de las Constituciones alemanas, que conceden al rey el poder de
dictar "las ordenanzas necesarias para la ejecución de las leyes" (ver por ejemplo la Constitución prusiana, art. 45), se
interpreta por la mayor parte de los autores como autorizando al monarca para dictar, para esa ejecución, no solamente
ordenan- ¿as administrativas, sino también ordenanzas "de derecho", que vienen a añadir nuevas obli
602
administradores (ver sobre estos diversos puntos los núms. 101 ss., 157, 170, 183 y 184,
supra, y los autores citados en ellos). Partiendo de estos principios, la doctrina alemana
ha llegado a oponer a las ordenanzas que crean derecho (Rechtsverordnungen), que
presuponen una habilitación legislativa, las ordenanzas de administración
(Verwaltungsverordnungen), que dependen de la libre iniciativa de los jefes de la
administración. Según esta teoría, que como se ha visto anteriormente ( n ? 183) ha
llegado a ser clásica en Alemania (ver también, en la literatura reciente de preguerra, la
exposición de la teoría de los
Verwaltungsverordnungen presentada por Anschütz en la Enzjklopadie der
Rechtswissenschaft de Holtzendorff, 7* ed., vol. iv, pp. 161 ss.), la ordenanza
administrativa tiene por carácter distintivo el de dirigirse únicamente a los agentes
administrativos y no producir sus efectos más que en el interior del organismo
administrativo. Sólo concierne a los asuntos interiores de la administración. Por lo tanto
Laband (op. cit., ed., francesa, vol. n, p. 520) y Jellinek (op. cit., p. 386) la comparan 'con
el reglamento que pueda establecer un propietario privado para la explotación de sus
dominios, para el funcionamiento de sus fábricas o para la gestión de sus negocios. No
por ello deja de ser cierto, .según la opinión en curso en Alemania, que esta clase de
ordenanzas tiene un campo de aplicación muy extenso. Por sus ordenanzas puede el jefe
del Estado, ante todo, organizar la administración, es decir, crear empleos y funcionarios;
al menos, la ordenanza de organización tiene naturaleza de ordenanza administrativa,
cuando las autoridades que instituye no están llamadas a ejercer potestad imperativa
sobre los administrados (Laband, loe. cit., vol. I I , p. 324; Jellinek, op. cit., p. 387; G.
Meyer, op. cit., 6* ed., p. 571, n. 5 y los autores citados en esa nota; en sentido contrario:
Hanel, Studien zum deutschen Staatsrecht, vol. I I , pp. 223 ss., 284 ss.; Arndt, Das
selbstandige Verordnungsrecht, pp. 159 ss.; Preuss, Hirth's Annalen, 1903, p. 525, que
consideran las reglas de organización como reglas esencialmente creadoras de derecho).
En segundo lugar, hay que colocar entre las ordenanzas administrativas aquellas que
regulan el reclutamiento, la carrera y las obligaciones de estado de los funcionarios; tales
prescripciones constituyen, en efecto, medidas de organización interna del personal
administrativo. Finalmente, entran en esta categoría todos los reglamentos referentes al
reparto de las atribuciones administrativas, y todas las prescripciones de naturaleza
instructiva, que trazan a los funcionarios la línea de conducta y el procedimiento que
habrán de seguir en el cumplimiento de los actos de servicio, con la única condición de
gaciones a aquellas que la misma ley por ejecutar ha impuesto a los ciudadanos (ver sobre este punto la n. 3, p. 510,
supra).
603
que no existe ley en la materia, posee el poder de regular y modificar por decreto la
situación y el estado de los funcionarios dentro del organismo administrativo. Con esto, el
Consejo de Estado reconoce de una forma general, al Presidente, un poder de
reglamentación propio en lo que concierne a la organización de los cuerpos y servicios
administrativos. Es también lo que se desprende de las conclusiones presentadas en
dicho asunto por el comisario Romieu. Según estas conclusiones, el principió general del
derecho público francés referente a la delimitación de los poderes legislativo y
reglamentario se reduce a la distinción siguiente: "Dependen, por su naturaleza, del poder
legislativo, todas aquellas cuestiones que se refieren directa o indirectamente a las
obligaciones a imponer a los ciudadanos por vía de autoridad. Recíprocamente, es el
poder ejecutivo, en principio, el que regula la organización interior de los servicios
públicos y las condiciones de su funcionamiento que no lesionan el derecho de terceros.
El poder ejecutivo, especialmente, es el que f i j a las reglas del contrato entre la
administración y sus agentes, el reclutamiento, el ascenso, la disciplina, la destitución,
etc." Esto ocurre, por lo menos, "mientras no haya texto legislativo que a ello se oponga"
(cf. Revue du droit public, 1906, pp. 678 ss.; ver tamibén en el mismo sentido las
conclusiones de Romieu, en la resolución del 2 de diciembre de 1892, asunto
Mogambury).
223. Aunque la distinción así establecida por el comisario del gobierno parece
haber sido adoptada por el Consejo de Estado, y aunque haya obtenido el asenso de la
mayor parte de los autores, se puede pensar que es arbitraria, ya que en el estado actual
de la Constitución francesa, no se ve claramente la base jurídica positiva en que se funda.
Ninguna de las dos explicaciones que se han propuesto para demostrar que el jefe del
gobierno posee una competencia general para organizar y reglamentar los servicios
públicos es satisfactoria. Un primer razonamiento consiste en sostener que dicha
competencia proviene del poder de asegurar la ejecución de las leyes que le concede al
Presidente el art. 3 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875. Se dice que este
texto implica que puede tomar todas las medidas administrativas que tienden a
perfeccionar dicha ejecución. Pero hay que observar que el art. 3 no distingue de ningún
modo entre las medidas ejecutivas de orden administrativo y las medidas ejecutivas de
orden jurídico que lesionan a los ciudadanos en su derecho individual. Por lo tanto, si bien
es verdad que el texto autoriza las medidas de la primera clase, su fórmula, que es
general, autoriza igualmente los reglamentos de la segunda especie, y así,nos vemos
llevados inevitablemente, por esta primera explicación, a admitir la posibilidad de
reglamentos mediante los cuales el Presidente, alegando la necesidad de asegurar la
ejecución de las leyes, crearía por
605
17 Esmein, Élements, 5* ed., p. 631: " E s al titular del poder ejecutivo al que incumbe dirigir la administración, y es
natural que disponga de los poderes necesarios para asegurar dicho resultado".
606
competencia de los funcionarios (cf. nº 172, supra). Por razón misma de este fundamento,
lo característico de la instrucción de servicio es dirigirse exclusivamente a los agentes que
forman parte del servicio; solamente puede reglamentar su actividad administrativa, y
carece de eficacia respecto a los administrados. Finalmente, puesto que es un acto
interior, que debe permanecer confinado dentro del organismo administrativo, no hay
necesidad que se publique en las colecciones o compilaciones que sirven para la
publicación de las leyes y los reglamentos, sino que basta su inserción en los boletines
administrativos de los ministerios, que son instrumentos de información para los
funcionarios solamente. A veces incluso se conservará secreta y será enviada
confidencialmente a los agentes encargados de su aplicación.
Distinto es el caso del decreto reglamentario, incluso cuando dicho decreto se
refiere a la organización y el funcionamiento de la administración. Desde luego conviene
observar que el reglamento presidencial debe publicarse en el Journal officiel o en el
Bulletin des lois (decreto de 5-11 de noviembre de 1870; Hauriou, op. cit., 8ª ed., p. 52;
Moreau, op. cit., nº 151; E. Pierre, Traité de droit politique, electoral et parlementaire, 2ª
ed., p.103; cf. Jèze, Revue du droit public, 1913, pp. 678 ss.). 18 Esta necesidad de
publicación, análoga a la de las leyes, es significativa; excluye la posibilidad de decir que
deba el reglamento presidencial, como la instrucción de servicio, permanecer encerrado
en el interior del establecimiento administrativo. Esto ocurre incluso en el caso en que el
decreto reglamentario se refiera a asuntos puramente internos de la administración; por el
solo hecho de su publicación, este decreto se afirma en el exterior como una
manifestación de potestad nacional, como un acto que formula, en nombre y por cuenta
de la nación, una regla que se convierte en elemento del orden reglamentario del Estado
(cf. pp. 302 ss., supra). Ninguna similitud es posible, pues, entre esta regla del estado,
que en cierto sentido es una regla de derecho público, y las prescripciones reguladoras
que un particular o una sociedad privada pueden darse a sí mismos para la gestión de sus
asuntos domésticos o particulares; por más que la aplicación de los decretos referentes al
servicio no deba salir de la esfera administrativa, las reglas de organización o de
procedimiento que consagran no pueden considerarse como puro estatuto interno de la
autoridad administrativa, que solo a ésta le interese.
18 Con manifiesto error dice Moreau (op. cit. p.236), influenciado por la doctrina alemana (ver en particular
Laband, op. cit., ed. francesa, vol, II, pp. 547, 521 y 522), que los decretos que conciernen únicamente al servicio interior
no necesitan publicarse en el Journal Officiel o en el Bulletin del ois. Esta información se contradice con el texto formal
del art. 1º del decreto de 5 de noviembre de 1870, que no distingue a este respecto entre las diversas especies de
decretos presidenciales.
607
Por las mismas razones, tampoco es posible asimilar las prescripciones de orden
administrativo emitidas por vía de decreto con las prescripciones del mismo orden
emitidas por vía de instrucción de servicio o de circular. Si bien su contenido puede ser
idéntico, las vías por que han sido dictadas son muy eficientes desde el punto de vista
formal.19 Las reglas de administración creadas por vía de instrucción se fundan en la
potestad jerárquica interna de los jefes de servicio, y las que se formulan por vía de
decreto se emiten por el Presidente de la Republica en virtud del poder constitucional que,
bajo ciertas condiciones, posee para hablar en nombre del Estado y para dar a la
colectividad nacional ciertos elementos de su reglamentación. No se pueden reunir en una
misma categoría dos clases de reglas que tienen un fundamento tan diferente. Como dice
muy acertadamente Berthélemy (Traité, 7ª ed., p. 112; cf. O. Mayer, op. cit., ed. francesa,
vol. I, p. 162, n. 9), “con manifiesto error se confunden los reglamentos propiamente
dichos con los reglamentos de orden interior de las administraciones públicas, que solo
son ordenes jerárquicas. Hay que abstenerse de emplear aquí la expresión reglamento”.20
225. La distinción de orden formal que acaba de indicarse entre el reglamento, que
crea una regla pública, y la instrucción, que sólo crea una regla interior, se confirma por
las observaciones siguientes:
En primer lugar, las circulares o instrucciones de servicio que emanan de la
autoridad administrativa no pueden abrogar ni modificar las prescripciones que esta
misma autoridad ha dictado con anterioridad por vía de reglamento propiamente dicho.
Sin embargo, si ambas clases de actos fueran de la misma naturaleza, podrían
modificarse indistintamente uno y otro. En el mismo sentido, se debe observar que
algunas instrucciones especiales pueden derogar libremente, a título individual, las reglas
contenidas en instrucciones generales. Por el contrario, actuaría la autoridad
administrativa de un modo completamente incorrecto si en sus instrucciones particulares
desconociera las prescripciones formuladas por sus reglamentos públicos. Entre las
dos clases de actos existe
19
Esta es precisamente la idea esencial a la que conviene referirse. El reglamento y la instrucción de servicio o
circular constituyen jurídicamente dos vías distintas, dos formas de la facultad de emitir prescripciones generales, vías o
formas que corresponden a grados diferentes de potestad. Esta diferencia entre la potestad reglamentaria y la potestad
instructiva se desprende particularmente del hecho de que la circular o instrucción de servicio queda estrictamente
subordinada al reglamento, como se verá en el nº 225. El reglamento tiene primacía sobre ella.
20
Barthélemy, considerando el caso en que la autoridad administrativa formula reglas que habrán de regir,
bien sea su propia actividad, bien la actividad de los agentes subalternos, dice igualmente (Le rôle du pouvoir exéctif
dans les Républiques modernes, p. 102): “No se trata aquí del poder reglamentario propiamente dicho.”
608
pues una jerarquía de potestad (Grélat, Théorie juridique de I’nstruction de service, tesis,
Nancy, 1908, pp. 546 ss., 569 ss.).
En segundo lugar, muy pocas son las autoridades administrativas que tengan el
poder de dictar reglamentos propiamente dichos, y por el contrario, con muy numerosos
los administradores que tienen facultad para dar instrucciones generales. La razón es que
las autoridades de la primera especie estatuyen cómo órganos de la colectividad, y las
otras actúan como simples jefes de servicio. Esta observación proporciona la solución de
las dificultades que han surgido entre los autores respecto al extremo de saber si los
ministros poseen el poder reglamentario. Se ha dicho que corresponde a los ministros
hacer los reglamentos, bien sea para la organización de servicios, bien para la
determinación del procedimiento aplicable a los asuntos que dependen de su
departamento (Hauriou, op. cit., 8ª ed., p. 51; Duguit, Traité, vol. I, p. 208.). La mayor parte
de los autores enseñan, por el contrario, que los ministros, en principio, carecen de
potestad reglamentaria. Cuando se trata de reglamentos hechos para la totalidad del
territorio francés, esta potestad solo le corresponde al Presidente de la República y solo
en casos muy excepcionales pueden ejercerla los ministros, cuando les ha sido
expresamente, para una materia determinada, por una ley o por un decreto que haya
surgido a su vez en virtud de una ley (Ducrocq, Cours, 7ª ed., vol. I, p. 83; Aucoc,
Conférences sur le droit administratif, 3ª ed., vol. I, pp. 139 ss.; Berthélemy, op. cit. 7ª ed.,
p. 112; Moreau, op. cit., pp. 384 ss.). Ésta última opinión es la única exacta.
Indudablemente, el ministro, por su calidad de jefe de un departamento
administrativo, es llamado a emitir numerosas prescripciones, que regulan en
términos generales la conducta de los funcionarios y el procedimiento en los
asuntos que dependen de dicho departamento. Pero se trata aquí únicamente de
reglas del servicio interior, que no pueden asimilarse a aquellas que se decretan
por reglamentos en el sentido estricto de la palabra. Generalmente se emiten en
forma de circulares, que sólo son, tanto en la forma como en el fondo, actos de
servicio. Pero aún cuando hubieran sido emitidas por vía de resoluciones, sólo
tienen valor de reglamentación interna, y lo que parece probarlo debidamente es que
ningún texto obliga, en principio, a que las resoluciones ministeriales se publiquen en las
colecciones oficiales de reglamentos (Moreau, op. cit., p. 396).21 No es exacto, pues, decir
que los ministros tienen poder reglamentario. Al hablar de reglamentos ministeriales se
comete una confusión idéntica a la que cometen los autores alemanes cuando, al
referirse al poder que tiene todo jefe de servicio de reglamentar la actividad de sus
subordinados, infieren
21
El decreto del 5 de noviembre de 1870, que ordena la publicación de los decretos reglamentarios, no se refiere a la
publicación de las resoluciones ministeriales.
609
que los administradores superiores poseen todos, a titulo de potestad jerárquica el poder
de dictar ordenanzas administrativas22 (ver respecto de esta doctrina alemana las
observaciones de Duguit, Traité, vol. I, pp. 209-210).23
22
. Ver por ejemplo Laband, op. cit., ed. francesa, vol. II, p. 546: “El poder de emitir ordenanzas administrativas
no solamente corresponde al monarca, como jefe de la administración, sino a las autoridades de los diferentes grados
jerárquicos.” Al expresarse así, Laband no deja transparentar ninguna clase de diferencia entre el poder de ordenanza
propiamente dicho, que corresponde al monarca como jefe de Estado, y el poder de emitir prescripciones reguladoras
de orden administrativo interno, que corresponde a los superiores administrativos, como jefes de servicio. Hauriou, sin
dejar de admitir la existencia de un poder reglamentario ministerial (loc. cit), sintió la necesidad de señalar cierta
distinción entre las reglas formuladas por vía de decreto presidencial y las que se formulan por los ministros actuando
en sus respectivos departamentos. Hauriou (op. cit., 6ª ed., p. 302; 8ª ed., p. 51), en efecto, opone a los reglamentos que
llama “territoriales” y que son los del Presidente de la República, los reglamentos ministeriales, que califica de
“reglamentos puramente disciplinarios” y que son los dictados por el ministro en virtud del “poder disciplinario” que
posee en su carácter de “jefe de la jerarquía administrativa”. Esto es tanto como decir que estas dos clases de
reglamentaciones tienen fundamento, alcance y, por consiguiente también, naturaleza, muy diferentes. Por este mismo
motivo, es de estricta lógica no asimilar a los reglamentos presidenciales, hechos para todo el territorio y que por lo
mismo presentan carácter externo, los actos ministeriales que emiten prescripciones reguladoras a titulo disciplinario o
jerárquico y que sólo son medidas interiores de servicio. Sólo las disposiciones tomadas por vía de decreto constituyen
reglamentos propiamente dichos, y el poder regulador que corresponde normalmente a los ministros no es un poder
reglamentario en el sentido tradicional de esta expresión.
23.
Este autor cae en un exceso inverso. Niega (loc. cit.) a las autoridades administrativas que no han recibido
poder reglamentario propiamente dicho, toda facultad para estatuir por vía de disposición general.
610
dichos agentes y sus jefes (Laferrière, op. cit., 2ª ed., vol II, p. 427; Hauriou, op. cit., 8ª
ed., p. 441; Jèze, Revue du troit public, 1906, pp. 246 ss. y 1911, pp. 684 ss.).24
Igualmente, y por idénticos motivos, ha reconocido el Consejo de Estado (19 de marzo de
1868, asunto Champy) que la decisión administrativa que infringe las prescripciones
contenidas en una instrucción no puede ser impugnada por nulidad por este solo hecho.
La violación de las instrucciones no da lugar al recurso por extralimitación de atribuciones,
como la violación de los decretos reglamentarios, porque dichas instrucciones, al no
constituir sino medidas interiores de servicio, no pueden originar reglas que puedan
alegarse en el exterior por los interesados (Laferrière, loc. cit., p.537; Jèze, Revue du droit
public, 1906, pp. 246 ss.; ver sin embargo Consejo de Estado, 6 de agosto de 1909,
asunto Rageot).
Se desprende de estas diversas observaciones que las instrucciones de servicio,
las circulares ministeriales y de un modo general las prescripciones de orden interior
emitidas por las autoridades superiores para regular, bien sea la organización o bien la
actividad administrativa, tienen un alcance muy diferente al de los reglamentos
propiamente dichos que puedan dictarse respecto a estos mismos objetos por el jefe del
Ejecutivo. Las primeras no se han hecho para el público, aun cuando pudieran trazar la
línea de conducta que los agentes hayan de seguir en relación con los administrados. Los
segundos presentan el carácter de reglamentación pública y nacional, aun cuando se
refieran solamente a los asuntos internos de la administración. Ya desde este punto de
vista la doctrina que deduce sus argumentos de la potestad instructiva de los superiores
administrativos para atribuir a la autoridad administrativa un poder general de
reglamentación autónoma referente a la organización y al funcionamiento de la
administración se funda en un equívoco que importaba señalar, pues confunde el poder
instructivo, o sea la facultad de dictar instrucciones, con el poder reglamentario
propiamente dicho. Se ha visto anteriormente, por lo que respecta a los ministros, que se
trata de dos poderes muy diferentes.
226. Pero este equívoco debe combatirse también, y sobre todo desde otro punto
de vista. El principal error de la teoría que admite de un modo general que el Presidente
de la República puede reglamentar la administración mediante decretos espontáneos, es
el de haber desconocido la distinción fundamental que es indispensable establecer en
esta materia entre dos clases de reglas:
En primer lugar, hay reglas que se refieren estrictamente al
funcio-
24
Otra cosa sería si, de hecho, la instrucción de servicio o la circular contuviera una decisión ya tomada por su
autor con respecto a los administrados. En este caso, el Consejo de Estado admite la posibilidad del recurso (Hauriou,
loc. cit., n.).
611
namiento de un servicio creado por las mismas leyes y a la ejecución de las operaciones
que entraña dicho servicio. Muchas de estas reglas tienen carácter puramente técnico,
gobiernan la actividad profesional del personal administrativo y pueden también tener
objeto orgánico, por ejemplo en cuanto reparten las competencias entre los agentes. Es
indudable que, en el interior del servicio, las autoridades dirigentes pueden, en virtud de
su superioridad jerárquica, dictar semejantes prescripciones, pues con ello no hacen sino
proveer al cumplimiento mismo del servicio y realizar el encargo que tienen de las leyes
que las han instituido. Cuando se trata, por ejemplo, de reglamentación de orden militar
referente al servicio en campaña, el tiro, la instrucción de las tropas, o también de
prescripciones reguladoras relativas al funcionamiento, práctico del servicio de correos y
telégrafos, o de las condiciones de ejercicio de la enseñanza en los establecimientos
escolares, o de los procedimientos técnicos de construcción de obras públicas, del
cuidado de los edificios y del material del Estado, etc., es evidente que todas las reglas de
esta clase entran directamente dentro de la competencia de la autoridad administrativa.
Forman la materia propia del poder “instructivo”, que corresponde jerárquicamente a los
jefes de servicio. Es evidente también que pueden ser dictadas por el jefe general de la
administración, o sea por el Presidente de la República, en forma de decretos.25 En todo
caso, para proceder a esta clase de reglamentación, no es necesario que la autoridad
administrativa haya recibido la habilitación especial de una ley. La habilitación resulta
naturalmente por tratarse aquí del servicio, pues el ejercicio de la potestad reguladora por
el Presidente, los ministros o un jefe cualquiera de servicio es, en esa materia, una
consecuencia inmediata de la creación del servicio por las leyes.
Pero esto está muy lejos de la doctrina que pretende que el Presidente de
la República tiene, de una manera ilimitada, el poder de decretar por su propia
iniciativa todas las reglas que conciernen a la organización y el funcionamiento de
la administración, bajo la sola condición de que el decreto no habrá de agravar las
obligaciones de los administrados ni se referirá a materia alguna que el Parlamento
hubiera hecho suya regulándola legislativamente. Junto a las reglas que se refieren
directamente
25
Las facultades reglamentarias que a este respecto tienen el Presidente de la República, con tanto más
amplias cuanto que –como se ha visto anteriormente (p. 478)- el poder jerárquico que corresponde a los jefes
administrativos en sus relaciones de subalternos, no solamente se aplica en las circulares o instrucciones de servicio,
sino que se extiende a los mismos decretos reglamentarios, suponiendo, bien entendido, que dichos decretos solo
conciernen a la actividad de los agentes dentro del servicio, pues en este caso las prescripciones de semejantes decretos
se imponen a los funcionarios obligados por el deber de obediencia administrativa, y, por otro lado, no pueden ser
objeto de impugnación por parte de los administrados, puesto que no conciernen ni afectan a estos últimos.
612
al servicio y cuya adopción constituye en sí misma un acto de servicio, que como tal entra
en la competencia de los administradores encargados de dirigirlos, existe una segunda
clase de reglas que, aun cuando su ejecución no lesione ningún derecho individual, no
pueden dictarse espontáneamente por ninguna autoridad administrativa, ni siquiera por el
jefe del Ejecutivo. Esta segunda categoría comprende los reglamentos que no se limitan a
asegurar la marcha de los servicios establecidos por las leyes, sino que crean a su vez un
nuevo servicio. Comprende a si mismo los reglamentos que no se limitan a estructurar los
organismos administrativos o los establecimientos públicos preexistentes, sino que
pretenden crear organismos o establecimientos hasta entonces desconocidos.
Finalmente, comprende los reglamentos que tiene por objeto no solamente repartir los
empleos ya creados o determinar las atribuciones del personal que compone actualmente
el servicio, sino crear por entero empleos o personal nuevos. Evidentemente, los
reglamentos de esta segunda clase no pueden considerarse como simples medidas
subalternas de servicio; pero en verdad tienen carácter de decisión inicial y autónoma que
excluye la posibilidad de incluirlos en el concepto de poder ejecutivo, tal como se
desprende del sistema constitucional francés.
Tal vez se objete que la distinción doctrinal que acaba de exponerse tiene una
aplicación muy delicada en la práctica. Es evidente, en efecto, especialmente en lo que
concierne a los reglamentos referentes a la organización y a los asuntos administrativos,
que la línea de demarcación entre aquellos que pueden pasar por actos de ejecución y los
aue deben considerarse como teniendo carácter inicial, es, por lo general, muy indecisa y
difícil de reconocer. En la mayor parte de los casos, el decreto que establece medidas de
orden administrativo tratará de referirse a las leyes existentes, en el sentido de que no
hace sino formular reglas de servicio para la ejecución de éstas. Por ésta incertidumbre es
por lo que
26
Entiéndase bien que esto no se refiere únicamente al hecho de que el gobierno no pueda crear, sin el
concurso y el asentimiento de las Cámaras, las organizaciones que entrañarían un aumento de gastos. Las creaciones de
ésta clase quedan necesariamente subordinadas a la autoridad parlamentaria, puesto que exigen una votación
legislativa de créditos. Pero es inútil recurrir a éste reglamento pecuniario; por fuera y por encima del punto de vista
financiero, el principio constitucional es que no puede el Presidente, incluso en el orden de los asuntos administrativos,
hacer innovaciones por su propia voluntad. Para justificar su teoría de un poder reglamentario autónomo,
especialmente en materia de organización de servicios públicos, Hauriou (op. cit., 8ª ed., pp. 48 y 54) se refiere sin
embargo con insistencia a un “principio de autoridad” que, según él, se encuentra en el gobierno. Pero por más que ésta
“autoridad” no pueda ejercerse sino de una manera subalterna, puesto que las Cámaras conservan siempre la facultad
de abrogar o de modificar mediante un texto legislativo los reglamentos que podrían desaprobar, no se advierte que
haya lugar, en la Constitución actual, para un poder de reglamentación especial, que implicaría en el Ejecutivo un
derecho de “autoridad” propiamente dicha, o sea de autoridad verdaderamente inicial; pues en el sistema actual de
parlamentarismo francés, no existe dualismo de autoridades (ver núms. 297 ss., 405 y 406, infra). El Presidente no posee
autoridad realmente distinta o independiente. Fuera de las atribuciones especiales que le confiere de manera expresa la
Constitución, su autoridad general se determina únicamente por el principio del art. 3 de la ley constitucional de 25 de
febrero de 1875. Es lo que reconoce el mismo Hauriou (loc. cit., p. 65) cuando dice: “Asegurar la ejecución de las leyes
mediante el empleo de los reglamentos; solamente bajo éste aspecto y con esta misión es como consideran al
reglamento los textos constitucionales”. Así pues, el Presidente sólo puede, por la vía reglamentaria, dictar medidas
ejecutivas. A éste respecto, el “principio de autoridad” sólo esta en las Cámaras, que son el único órgano de la nación y
que tienen, ellas solas, el poder de querer de una manera inicial y autónoma. Este punto ha sido perfectamente
señalado, especialmente en materia de organización y de funcionamiento de los servicios públicos, por Duguit (Traité,
vol. II, pp. 468 ss.). que se ve llevado a esta conclusión por el hecho mismo de que observa (op. cit., vol. I, pp. 406 y 421,
vol. II, pp. 452 y 464) que en la Constitución de 1875 ya no tiene el Presidente de la República, carácter de “órgano de
representación” sino únicamente el de “simple autoridad administrativa”.
614
crece sin cesar el numero de los decretos de ésta clase. No por ello es menos útil e
importante, desde el punto de vista de la teoría general del derecho público francés, el
haber establecido mediante los estudios que preceden que ni en materia administrativa ni
en ninguna otra materia puede el jefe del Ejecutivo, en principio, emitir reglamentos que
procedan de la sola prerrogativa del gobierno, independientemente de toda ley. Y también
es posible, en apoyo de ésta afirmación de principio, proporcionar ejemplos cuya
naturaleza pueda fijar el alcance práctico de la misma.
227. Uno de los más significativos se refiere a la cuestión del número de los
ministros y a la de la creación de nuevos ministerios. Inspirándose en la idea de que, por
regla general, corresponde al jefe del poder ejecutivo crear funciones y empleos, los
autores admiten, generalmente, que el Presidente de la República, en virtud de su
protestad administrativa, puede crear un nuevo departamento ministerial, salvo la
necesidad de una votación legislativa en cuanto a los créditos a los cuales depende la
constitución efectiva de este nuevo organismo administrativo. Y se admite, también, que
puede suprimir un departamento ministerial, con la única condición de que éste no esté
consagrado por una ley (Esmein, Éléments, 5ª ed., pp. 715 ss.; Diguit, Traité, vol. II, p.
470; Hauriou, op. cit., 8ª ed., p. 221). Para justificar este poder presidencial se alega en
primer lugar que, a diferencia de ciertas Constituciones anteriores (Constitución del año
III, art. 150; Constitución de 1848, art. 66; Ley de 27 de abril de 1791) que hacían
depender del cuerpo legislativo fijar el número de los ministros, las leyes constitucionales
de 1875 guardaron silencio respecto a este punto. Pero éste mismo silencio lleva a
conclusiones diametralmente opuestas, ya que en una Constitución como la de 1875, que
reduce al jefe del Ejecutivo a no ejercer sino aquellos poderes que recibe de la ley
constitucional o de la ley ordinaria, el hecho mismo de que ningún texto autorice al
Presidente a crear ministerios, basta para quitarle toda posibilidad de ello.
que la Corte de Casación no concentra en ella todo el poder judicial. Es tan solo el jefe del
poder ejecutivo, y solamente tiene la dirección de dicho poder, las atribuciones de jefe. Al
colocar a los ministros por debajo de él, la Constitución confiere a éstos aquella parte de
poder ejecutivo que corresponde a la situación que tienen en el gobierno, y por
consiguiente de la Constitución, directamente, es de la que reciben su poder. Lo que
acaba de comprobarlo, es que, según los términos del art. 7 de la ley constitucional de 25
de febrero de 1875, en caso de vacante del Presidente por causa de deceso u otra, el
Consejo de Ministros queda investido del poder ejecutivo, en espera de la elección de un
nuevo Presidente. Ahora bien, si los ministros fueran los delegados del jefe del Ejecutivo,
no podrían substituirse al presidente que los nombró.
las reglas del régimen parlamentario para deducir de ellas la solución de las dificultades
referentes a la creación de los ministerios por el Presidente de la República, es
conveniente, por el contrario, para fijar el alcance actual del parlamentarismo francés,
investigar ante todo cuáles son los poderes que la Constitución de 1875 ha conferido
realmente al Presidente de la República y al gabinete. Pero, precisamente, el hecho de
que dicha Constitución, generalmente, sólo conceda al Ejecutivo y a su jefe poderes de
ejecución, proporciona una indicación de la mayor importancia, respecto a las
características actuales del parlamentarismo en Francia (ver nº 300, infra). Y, en todo
caso, este hecho apenas deja subsistir la posibilidad de admitir que el Presidente tenga
facultades para crear ministerios por su sola voluntad.27
27.
La cuestión de saber si la creación de un ministerio precisa de una ley o puede hacerse mediante un decreto, ha sido
discutida en diferentes ocasiones ante las Cámaras (ver respecto de estos debates parlamentarios y también respecto de
las soluciones divergentes que ha recibido en la práctica esta cuestión desde 1875, Duguit, Traité, vol. n, p. 470; cf Revue
du droit public, 1906, pp. 741 ss.). Otra cuestión, respecto de la cual existieron durante mucho tiempo divergencias,
especialmente entre el Parlamento y el gobierno (ver respecto de este desacuerdo Lefas, Bulletin de la Société d'études
législatives, 1913, pp. 297 ss., y 1914, pp. 26 ss.), se refiere al estatuto de los funcionarios; cabe preguntarse si dicho
estatuto debe fijarse por la vía legislativa o si su establecimiento, lo mismo que la determinación de las reglas que
constituyen su contenido, son de la competencia del Ejecutivo y pueden tomar forma de decretos. Importa observar
inmediatamente que esta cuestión tiene un alcance muy distinto a aquella que se examinó anteriormente respecto al
poder reglamentario del Presidente de la República en materia de organización y funcionamiento interiores de los
servicios públicos. Esta sólo se refería a la reglamentación de asuntos puramente internos de la administración. El
establecimiento del estatuto de los funcionarios entraña claramente una cuestión de derecho individual, bien sea de
derecho que deba reservarse y confirmarse en su provecho, bien sea, por el contrario, de derecho que pueda limitar e
incluso usurpar. Para fundamentar el derecho propio del gobierno a refutar a condición de los funcionarios, se ha
alegado que todo el sistema de la función pública, en Francia, se basa desde el año VIII y debe permanecer
necesariamente basado en el principio de ]a jerarquía y de la disciplina, que implica, dícese, una sujeción particular de
los agentes con respecto a la autoridad administrativa superior, añadiéndose que dicha sujeción de orden disciplinario
debe mantenerse especialmente en el régimen parlamentario actual, que hace responsable al gobierno, ante las
Cámaras, de la conducta de sus agentes. No puede discutirse, en principio, lo acertado de estas consideraciones; sin
embargo, como podrá verse pronto, el argumento que de elIo se ha deducido para establecer la competencia
gubernamental en materia de estatuto de los funcionarios, no es concluyente, pues antes de poder alegar el sistema de
la jerarquía administrativa, es necesario previamente haber establecido cuál es la naturaleza de la potestad jerárquica
de los jefes de la administración y cuál es la extensión de la misma. Ahora bien, el estatuto de los funcionarios tiene por
objeto precisamente determinar este punto capital. De una manera general, puede decirse que la reglamentación a la
que se da hoy día el nombre habitual de estatuto de funcionarios, sólo merece este nombre en cuanto ha de aplicarse
especialmente a personas que ejercen una función pública o que aspiran a ser funcionarios. Por los demás, este esta-
617
tuto tiene por objeto principal y esencial determinar, no ya derechos inherentes al ejercicio de la función considerada en
sí misma, sino aquellos que habrán de pertenecer a la persona misma del funcionario (Houriou, (op. cit., 8ª ed., p. 640).
Por esto mismo, se refiere a derecho individual. Indudablemente, se ha podido decir (Duguit, Traité, vol. I, p., 487) que
ante todo se halla "establecido en interés del servicio público"; sin embargo no reglamenta los asuntos del servicio, sino
la situación y la carrera personales del agente; hasta, para convencerse de ello, examinar aquellas cuestiones cuya
solución se propone hoy día introducir en un estatuto general de funcionarios (ver por ejemplo e] cuestionario
publicado a este respecto por el Bulletin de la Société d'études législatives, 1912, pp. 177 ss.) ; incluso si se admite, en
principio, que el gobierno tiene un poder propio de reglamentación en materia de organización y de funcionamiento de
los servicios, no hay más remedio que reconocer que la mayor parte de las cuestiones a tratar, respecto del estatuto de
los funcionarios, se sustraen a la competencia del gobierno, por lo mismo que no se refieren de ningún modo a la
constitución de] servicio o a la marcha de las operaciones administrativas, sino a] derecho de las personas, en cuanto se
encuentran éstas, por el hecho de sus relaciones con el servicio, colocadas en una situación especial con referencia al
Estado (Hauriou, loc. cit., p. 638). Esto es evidente, en primer lugar, por lo que se refiere a las reglas que conciernen al
ingreso en el servicio, pues si se trata de fijar las condiciones de nacionalidad, edad, rango social o fortuna, moralidad o
lealtad política, que habrán de ser requeridas para la admisión a una función pública, sólo una ley podrá realizarlo. A
decir verdad, las reglas de esta clase ni siquiera pueden considerarse como refiriéndose al régimen especial de los
funcionarios, ya que son aplicables a personas que aún no tienen la cualidad de agentes del Estado; se refieren, en
realidad, al derecho individual de la generalidad de los ciudadanos. Si suponemos ahora al ciudadano dentro de la
carrera administrativa, se observa que entre las reglas que deben constituir su estatuto personal de funcionario hay que
señalar dos categorías particularmente importantes. Algunas de estas reglas tienen por objeto asegurar o garantizar a
los funcionarios la conservación y el libre ejercicio de derechos civiles o cívicos que deben ser comunes a todos los
ciudadanos, y se trata aquí de derechos que se le reservan a] agente en sus relaciones con el Estado y que se le
garantizan contra posibles tentativas de restricción por parte de los jefes de servicio. Las reservas de esta naturaleza, lo
mismo que las reglas protectoras destinadas a garantizar al funcionario contra la arbitrariedad en lo que se refiere a sus
emolumentos, sus ascensos, sus traslados o su cese, deben establecerse por la ley y no pueden depender de simples
decretos: y esto no solamente por la razón política de que las reglas de esta primera especie se consideran hoy día como
medidas de seguridad tomadas en favor de los funcionarios contra abuses de poder o contra el favoritismo del mismo
Ejecutivo, sino también por el motivo jurídico de que tales medidas protectoras no pueden adquirir eficacia positiva sino
a condición de haber sido establecidas en forma legislativa, de modo que sean susceptibles de imponerse al Ejecutivo
con la fuerza y la potestad superiores que son propias del a ley (Hauriou, loc. Cit., p. 639; Demartial. Le statut des
fonctionnarires, pp. 1 ss., 16). Una segunda categoría de reglas del estatuto de funcionarios exige igualmente la
intervención del órgano legislativo; se trata de aquella que, como se ha dicho (Duguit, Traité, vol. i.p. 507), ha de
constituir la parte “negativa” de dicho estatuto. Comprende las restricciones que se refieren, por ejemplo, al derecho de
asociación, al derecho de tomar parte en luchas de partidos, o incluso a derechos de orden patrimonial y no político,
tales como el derecho de formar parte de los consejos de adminis-
618
tración de algunas sociedades o a los derechos resultantes del principio de la libertad de trabajo. Se trata ahora de
medidas tomadas contra los funcionarios en interés exclusivo del Estado y de los servicios públicos. Que el Estado tenga
derecho a imponer tales restricciones a sus funcionarios, es un hecho repetidamente probado por la demostración de
que "el funcionario no es un ciudadano como los demás" (ver especialmente a este respecto las observaciones de
Larnaude en el Bulletin de la Société d’études législatives, 1914, pp. 136 ss.). Pero no se infiere de esto que las
restricciones en cuestión puedan dictarse por el gobierno en virtud, simplemente, de la potestad jerárquica que le
corresponde con respecto a los agentes de los servicios. La razón de hecho es precisamente que estas restricciones
tienen por objeto directo convertir al funcionario en "un ciudadano disminuido" sea la expresión de Larnaude, "un
ciudadano especial" como dice también Hauriou. Duguit (loc. cit.), por su parte, insiste, en el mismo sentido, en la
observación de que no se trata aquí de regular obligaciones de servicio propiamente dichas, o sea de obligaciones
administrativas que le incumben al funcionario en d ejercicio mismo de su competencia o en el cumplimiento de actos
de su cargo; sino que la verdad es que esta parte del estatuto de funcionarios viene a imponer a éstas obligaciones en
cierta forma exteriores a la función pública y que se añaden a aquellas que constituyen inmediatamente obligaciones del
cargo y del servicio. Evidentemente, por razón de su cualidad de funcionario es por lo que el agente sufre estas
restricciones; pero no deja por ello de ser verdad que afectan al ciudadano en sí mismo, en el preciso sentido de que
pretenden regular y limitar su actividad fuera del servicio, de que lo siguen en su vida privada y finalmente de que
constituyen derogaciones al estatuto normal de los ciudadanos. Semejantes restricciones no podrían establecerse por
vía de mandamientos fundados en el principio de la jerarquía, ya que la potestad jerárquica no rige más que la esfera
interna del servicio, por lo que sólo pueden dictarse por la ley, única capaz de modificar el derecho individual normal de
los ciudadanos, aunque éstos sean funcionarios. En todos estos sentidos puede sacarse, pues, la conclusión de que el
estatuto de funcionarios está fuera de la competencia reglamentaria, o por lo menos de que el jefe del Ejecutivo no
podría adoptar por decreto, respecto a categorías de funcionarios, las medidas de que se ha hecho referencia, sino a
condición de haber sido habilitado para ello mediante textos legislativos. De hecho, el gobierno, en tres ocasiones: en
1907, en 1909 y en 1910, ha presentado ya a la Cámara de Diputados proyectos de estatutos de funcionarios, y por la
presentación de estos proyectos al Parlamento parece haber reconocido, en principio, la necesidad de que en esta
materia se dicte una ley.
28
Como ejemplo de leyes que confieren estas habilitaciones, conviene recordar especialmente la ley de presupuestos de
29 de diciembre de 1882 (art. 16): "Antes de ¡o de enero de 1884, la organización central de cada ministerio habrá de
regularse mediante un decreto formulado en forma de reglamento de administración pública, insertado en el Journal
Officiel; ninguna modificación podrá introducir en el mismo sino en idéntica forma y con la misma publicidad". La ley de
presupuestos de 13 de abril de 1900 (art. 35) vino a moderar estas exigencias, diciendo que el parecer o dictamen del
Consejo de Estado no será necesario, en adelante, sino para aquellos decretos, referentes a la organización de los
ministerios, que determinen los emolumentos del personal, el número de los empleos y las reglas relativas al
reclutamiento, ascensos y disciplina. Para todo lo demás bastará un simple decreto. Por excepción, añade el arto 35, el
número de los empleos de jefes de servicio en los ministerios sólo podrá aumentarse mediante una ley. En 1901 se
propuso establecer por la ley de presupuestos un principio mucho más amplio.
619
cho, sin embargo, existen en esta materia gran número de decretos que, a decir verdad,
no dependen de ninguna ley (Duguit, Traité, vol. II, pp. 469 ss.) y cuya validez, sin
embargo, no es discutible. ¿Cómo explicarse que pueda ocurrir esto? Existen para ello
muchas razones.
La primera ya fue indicada anteriormente. Se ha visto (p. 611) que a falta de una
verdadera potestad inicial de reglamentación administrativa, tiene el Presidente, por lo
menos dentro de los servicios administrativos, el poder de prescribir las medidas que
pueden ser consideradas como constituyendo operaciones de servicio. Ahora bien, este
concepto del reglamento de servicio es bastante indeciso, pues los límites de este poder
especial de reglamentación son frecuentemente indefinidos. Su misma indeterminación
favorece las usurpaciones o invasiones del reglamento presidencial sobre las materias
que, en principio, no deberían abordar los reglamentos sin estar autorizados para ello por
el texto de una ley.
Algunas veces, sin embargo, ningún equívoco será posible, pues
aparecerá claramente que un decreto que entraña organización administrativa
carece de base legal. Hasta en este caso, ocurrirá muy frecuentemente que
su validez es indiscutible. Esto proviene, en primer lugar, de que no puede
ser impugnada ni por los administradores ni por los administrados. Los administradores
están obligados a ejecutar semejantes reglamentos, pues les obliga a ello el principio de
jerarquía. En cuanto a los administrados, no son quiénes para intentar el recurso por
extralimitación de atribuciones, ya que se trata de prescripciones que no se dirigen a ellos,
que no les alcanzan, y que solamente conciernen al funcionamiento interno del aparato
administrativo (Laferrière, op. cit., 2ª ed., vol. II, p. 425; Hauriou, op. cit., 8ª ed., pp. 445
ss.; Moreau, op. cit., pp. 301 ss,).29 Así pues, por este lado, el principio constitucional
que reduce
Consistía este principio en admitir, de una manera general, el derecho del gobierno para organizar por vía de decretos
todos los servicios públi.cos, al menos todos aquellos cuya organización no se encuentra fijada ya por una ley; sólo que
estos decretos habían de tener forma de reglamentos de administración pública, hallándose así. la organización
administrativa sometida al control del Consejo de Estado. El arto 55 de la ley de presupuestos de 1901, que formulaba
este principio, fue aprobado por la Cámara de Diputados, pero lo rechazó el Senado.
29
Laferrière, loc. cit.: "Existen actos administrativos que tienen un carácter tan general e impersonal que apenas
se concibe qué parte podría atacados si se les tachara de extralimitación de atribuciones. Tales son, por ejemplo, los
reglamentos que determinan la marcha de un servicio público, que señalan reglas a los subordinados para el
funcionamiento de este servicio, pero que no dirigen ninguna prescripción a las personas extrañas a la administración.
Aun cuando los reglamentos de esta naturaleza fueran tachados de incompetencia, parece dudoso que pudiera
impugnárseles ante el Consejo de Estado. En efecto, ¿quién los impugnaría? Ni los timples ciudadanos, ni los
agentes del servicio interesado parece que tengan título para constituirse en defensores oficiosos de la
legalidad desconocida o en censores
620
de un superior jerárquico." Pero Laferrière añade con razón (p. 426) que la imposibilidad de impugnar proviene, no "de
la naturaleza del acto", sino “de la falta de título de las partes que pretendiesen impugnarlos". En otros términos, el acto
en sí es un acto irregular, y puede decirse realmente, en este caso, que los principios de la Constitución han sido
desconocidos.
30
Duguit (L'État, vol. II, pp. 344-345) caracteriza esta situación diciendo que e! ejercicio de la potestad reglamentaria por
el jefe del Estado implica una colaboración entre él y las Cámaras. Pero esta observación no se justifica bajo el imperio
de la Constitución de 1875. En efecto, la colaboración supone cierta igualdad entre los colaboradores. Todo el sistema
actual del derecho público francés, por lo que se refiere al poder reglamentario, se funda por d contrario en la
desigualdad esencial entre e! Parlamento y la autoridad ejecutiva, no pudiendo actuar ésta sino en ejecución de las
decisiones del legislador (cf. pp. 569-570, supra).
31
Estas observaciones se aplican igualmente a los reglamentos presidenciales de policía, que conciernen y afectan a los
administrados mismos. Aquí también, las Cámaras dejan hacer, porque todo ocurre bajo Sil control y porque saben que
depende de eHas sujetar al gobierno en d momento que lo deseen. En Alemania, las ordenanzas de esta clase no
pueden dictarse por el monarca más que a título de Notverordnungen, o sea por razón de urgencia y para casos
excepcionales. Con relación a estas ordenanzas extraordinarias se adoptan precauciones especiales: el monarca no
puede tomar la iniciativa de ellas sino en aquellos períodos en que el Landtag no se encuentra reunido; además
deben ser presentadas al Landtag en el momento
621
explicable que, de hecho, el gobierno, desde 1875, haya continuado dictando reglamentos
que van más allá de la simple ejecución de las leyes.32 Hasta se ha dicho que estas
prácticas han adquirido hoy día el valor de derecho constitucional consuetudinario (Duguit,
Traité, vol. II, p. 471). Se trata aquí también, en el fondo, de una manera de reconocer que
las prácticas de referencia se han originado fuera de las reglas de la Constitución, ya que.
Cada vez que los autores se ven reducidos a invocar la costumbre para justificar un
estado de cosas establecido de hecho, ello equivale a decir que dicho estado de:"-cosas
carece, de base en derecho. En definitiva, cualquiera que sea la costumbre que haya
podido establecerse referente a
en que éste reanuda sus funciones, y deben ser aprobadas por él. Hasta que hayan recibido su aprobación, sólo tienen
carácter provisional, pues hasta con la oposición de una de ambas Cámaras para despojarlas de su fuerza momentánea,
aunque esta supresión no tiene efecto retroactivo (ver sobre todos estos extremos G. Meyer, op. cit., 6' ed., pp. 577 ss.).
En Francia, todas estas precauciones serían superfluas. Son necesarias en Alemania porque las Cámaras no tienen la
facultad de poner en juego la responsabilidad política de los ministros y porque, además, la ley mediante la cual el
Landtag abrogara una ordenanza del monarca no puede perfeccionarse sin la sanción de éste. En Francia, por el simple
hecho de la responsabilidad parlamentaria del gobierno, las Cámaras siempre tienen la seguridad, en esta materia como
en cualquier otra, de hacer prevalecer su voluntad.
32
Esta extensión del poder reglamentario, en cierto sentido, es la contrapartida de! sistema constitucional general que
subordina actualmente toda la actividad del Ejecutivo a la voluntad preponderante del Parlamento. Incluso la institución
de la responsabilidad ministerial, que tiene por objeto restringir la potestad ejecutiva, tiene también como efecto
inverso el aumentar los poderes del gobierno. Este puede a veces atreverse hasta traspasar los límites estrictos de sus
atribuciones constitucionales; se toma esta libertad cuando sabe o cree que cuenta con la aprobación, tácita o expresa,
de las Cámaras. Esto es lo que ocurrió en materia de reglamentos. Según la fórmula -quizás demasiado estricta-- de la
Constitución de 1875" el jefe del Ejecutivo no tiene por sí mismo ningún poder inicial de decisión reglamentaria, y su
actividad a este respecto depende, en principio, de la autorización de las asambleas legislativas. Sin embargo, el
Ejecutivo se ha mostrado emprendedor en este terreno, y ha tomado espontáneamente, sin esperar el impulso de las
Cámaras, más de una iniciativa. Desde e! punto de vista estricto del derecho vigente, la legitimidad de estas iniciativas
hubiera sido muy discutible. Pero, de hecho, su atrevimiento se explica por e! motivo de que e! gobierno sabía o
esperaba que sus decretos no chocarían con el sentimiento de la mayoría parlamentaria, y pudo así suponer la
aprobación o la tolerancia de las Cámaras. Gracias a esta tolerancia, los decretos dictados en esas condiciones pudieron
subsistir y producir sus efectos por más que se valieran de la competencia normal del Ejecutivo. Queda únicamente por
formular la pregunta de cuál pudiera o debiera ser la actitud de la autoridad jurisdiccional con respecto a aquellos de
dichos decretos que penetraran en la esfera de! derecho individual de los administrados.
Suponiendo que un reglamento de esta clase hubiera sido hecho sin autorización legislativa, es muy dudoso que los
tribunales, que sólo deben aplicar e! derecho vigente, pudieran considerar las prescripciones emitidas por el Ejecutivo
como válidas por el solo hecho de no haber suscitado objeción ni reacción por parte de las Cámaras (ver en este sentido
Duguil, Traté, vol. 11, p. 471).
622
33
¿No deberá admitirse, al menos, que el estado de guerra tiene como efecto aumentar los poderes reglamentarios del
Ejecutivo?
La cuestión se formuló, en el curso de la guerra mundial, ante el Consejo de Estado (ver el caso y la resolución de
30 de julio de 1915, referidas en la Revue du droit public, 1915, pp. 479 ss.), respecto al decreto de 15 de agosto de
1914, que modificó las formalidades exigidas por la ley de 16 de febrero de 1912 referente al retiro de los oficiales
generales.
En esa ocasión, el Consejo de Estado expuso la idea de que dados el estado de guerra y la imposibilidad absoluta
de satisfacer ciertas exigencias de forma, establecidas por la ley de 1912, "correspondía al Presidente de la República
tomar las medidas dictadas por las circunstancias, con objeto de asegurar, en interés de la defensa nacional, la ejecución
de la ley". Por lo tanto, el Consejo de Estado no admite que el estado de guerra engendre para el Presidente un poder
general por el cual pueda tomar por su propia iniciativa toda clase de medidas de circunstancias: no solamente el
Presidente no puede dictar espontáneamente más que los reglamentos que responden a las necesidades de la defensa
nacional, sino que además el interés de la misma defensa nacional no puede legitimar medidas extraordinarias más que
cuando se trata de asegurar la ejecución de las leyes vigentes. Bajo esta reserva, sin embargo, la resolución en cuestión
reconoce, para tiempo de guerra, la existencia en el Presidente de un poder de iniciativa reglamentaria más extenso que
en tiempo normal (cf. Jèze, "Pouvoirs de l'Exécutif en temps de guerre", Revue du droit public, 1915, pp. 487 ss.;
Barthélemy, "Le droit public en temps de guerre", ibid., pp. 571 ss.).
Desde el punto de vista político, en efecto, es indiscutible que las exigencias de la defensa nacional, en razón de
su gravedad, no deben tener primacía, en muchos casos, sobre las consideraciones formales de estricta legalidad. Desde
el punto de vista jurídico, sin embargo, hay que reconocer que el principio formulado por el Consejo de Estado carece de
base en la Constitución. Ni los textos de 1875, ni la ley sobre el estado de sitio de 9 de agosto de 1849 suspenden, en
tiempo de guerra, el régimen de legalidad, ni modifican la regla general según la cual la competencia reglamentaria del
jefe del Ejecutivo se reduce a un poder de ejecución de las leyes. En vano alega el Consejo de Estado que, en interés
mismo de esta ejecución, puede ser indispensable tomar, en el curso de una guerra, ciertas disposiciones especiales,
como por ejemplo simplificar o suprimir las formalidades requeridas por una ley para su aplicación, si el cumplimiento
de estas formalidades, de hecho, se hace imposible por los acontecimientos de la guerra. A esta argumentación se
puede contestar que el Ejecutivo, en principio, no puede asegurar la ejecución misma de las leyes sino por medios
legales, es decir, por medidas tomadas dentro de los límites de los poderes que recibe de la legislación vigente. Ahora
bien, en el caso a que se refería el Consejo de Estado ningún texto legislativo había habilitado al Presidente para
modificar por decr3to la formalidad prescrita por la ley de 16 de febrero de 1912 (cf. Wahl, Le droit civil et commercial
de la guerre, vol. I, pp. 13 ss.).
Todo lo que puede decirse para justificar la doctrina emitida por el Consejo de Estado "" que el gobierno,
colocado entre su obligación constitucional de asegurar la ejecución de las leyes y la prohibición, constitucional también,
de recurrir a medios ejecutivos extralegales, se verá naturalmente llevado en tiempo de guerra -y cuando la ausencia de
las Cámaras se junta con la imposibilidad de recurrir a medios regulares- a tomar por si mismo las iniciativas ejecutivas
cuya urgencia se impone; y nadie podrá razonablemente reprocharle esto, sobre todo si se trata de una ley cuya no
ejecución comprometería el interés superior de la
623
defensa nacional. Este es el caso de decir aquí que entre dos males debe elegirse el menor. No por ello deja de ser cierto
que semejantes iniciativas gubernamentales se saIen fuera del cuadro regular de las previsiones constitucionales, puesto
que la Constitución actual no autoriza en ningún caso nada análogo ni a los "reglamentos necesarios para la seguridad
del Estado" de la Carta de 1814 (art. 14), ni a la institución alemana de las Nortverdunungen. Por indispensables que
sean, pues, de hecho, estas iniciativas, en derecho quedan desprovistas de legitimidad. Pues si bien es verdad que "la
necesidad no reconoce leyes", no se puede llegar hasta pretender que la necesidad tiene valor de ley y constituye una
fuente de derecho legal.
Hay que reconocer, pues, que durante el curso de la guerra, buen número de decretos reglamentarios se han
visto desprovistos de validez, por no apoyarse en ninguna habilitación legislativa. Sin embargo, como parecía oportuno
hacerles producir un efecto útil, múltiples leyes se dictaron posteriormente para regularizar la situación de hecho creada
por esos actos reglamentarios (leyes de 26 de diciembre de 1914, arto 14; de 17 de marzo de 1915; de 30 de marzo de
1915; de 16 de octubre de 1915; de 15 de noviembre de 1915, etc., etc.). La terminología empleada por dichas leyes
consiste en decir que los decretos irregulares a que se refieren quedan en adelante "ratificados" o también "convertidos
en leyes" (cf. Barthélemy, loc. cit., p. 569). Estas expresiones son inexactas. El decreto que se hizo sin poderes carece de
valor, y no puede ser objeto ni de una ratificación por la ley ni de una conversión en ley, ni de una confirmación o
regularización legislativa. Pues cualquiera que sea la denominación jurídica con que se pretenda designar la operación
que consiste en dar validez al decreto, es evidente que esta validez no se concibe, ya que ninguna ley puede dar valor a
un acto que es nulo en sí.
Considerando sin embargo que los decretos hechos sin poderes producen indiscutiblemente cierto efecto útil por
razón de los medios que, de hecho, tiene el gobierno para imponer inmediatamente su ejecución, se ha creído poder
alegar que semejantes decretos tienen por sí mismos cierto valor, valor de hecho en todo caso, que no permite
considerados romo inexistentes. Por lo menos habrían de valer como medidas provisionales, teniendo en este sentido
un principio de existencia, cuya realidad bastaría para que pueda concebirse y admitirse la posibilidad de una ratificación
legislativa posterior, que viniera, no ya a confinar una nada, pero sí a perfeccionar y consolidar un acto al que sólo le
faltaba dicha confirmación para convertirse en regular y legal. Habría, pues, en esto un procedimiento constitucional
que permitiría al gobierno, en caso de necesidad creado por el estado de guerra, hacer a título provisional reglamentos
no previstos por las leyes vigentes, y este procedimiento, empezado por vía de decreto proveniente de la iniciativa
gubernamental, sería después terminado por la votación legislativa de las Cámaras (ver sobre este punto: Jèze, loc. cit, p.
489; Barthélemy, loc. cit., pp. 563 y 566). La hipótesis de la posibilidad de tal procedimiento parece corroborarse por el
hecho de que, entre los decretos hechos sin poderes en el curso de la guerra, algunos de ellos (ver por ejemplo el
decreto de 27 de septiembre de 1914 sobre la prohibición de comerciar con súbditos enemigos, arto 6; los dos decretos
antialcohólicos de 7 de enero de 1915 en sus arts. 2, y el decreto sobre revisión del reemplazo de 1916, de 3 de
diciembre de 1914, arto 5) tienen sumo cuidado de prever y anunciar que posteriormente habrán de ser objeto de
presentación ante las Cámaras, para su ratificación.
ley de la que constituye la ejecución. No puede tratarse de la ejecución de leyes por venir. Con mayor razón, la idea de
ejecución no puede concebirse cuando nada permite afirmar que las Cámaras habrán de votar la ratificación que de ellas
se espera. De un modo genera], es de principio y queda fuera de duda que las autoridades ejecutivas no pueden
empezar a ejercer aquellos poderes que dependen de autorizaciones legislativas sino a partir del momento en que la ley
que confiere la autorización es susceptible de ponerse en ejecución (cf. a este respecto la n. 3, p. 526, supra). Así pues,
no existe lugar en la Constitución francesa actual para un procedimiento que consista en dictar, fuera de las leyes,
decretos espontáneos, que sean destinados a promover en lo sucesivo una, intervención y un examen de las Cámaras
para su ratificación. La iniciativa primera, en materia reglamentaria, debe partir de las Cámaras; a ellas corresponde
preparar el procedimiento, y el gobierno, al invertir los papeles y tomar la delantera, desconoce el sistema de la
Constitución, y realiza un acto inconstitucional. No es posible considerar este acto como conteniendo, a falta de
legalidad, un principio de existencia, y la capacidad de ser completado o terminado posteriormente por un alto
parlamentario. Según el rigor de los principios jurídicos, el acto nulo ab initio no se presta a ninguna ratificación.
Se infiere de esto que no se puede aprobar la fórmula de que se sirvieron las leves que han venido a consagrar
tardíamente las disposiciones de los decretos dictados sin autorización. He aquí, por ejemplo, la ley de 30 de marzo de
1915, que se refiere a 34 decretos que formulaban reglamentaciones sobre cuestiones de orden militar. Esta ley se
expresa en los siguientes términos: "Quedan ratificados, para que sus disposiciones tengan fuerza de ley a partir de su
publicación, los decretos que a continuación se enumeran". La fórmula es incorrecta. La institución de la ratificación, que
se ha pretendido introducir en esta materia para sanear y salvar una situación irregular, no sanea ni salva nada, y lejos
de ocultar los vicios del decreto hecho sin poderes, no hace sino subrayar la inconstitucionalidad del mismo. La palabra
ratificación sólo puede aquí engañar o tranquilizar a quienes no tienen de la Constitución francesa sino nociones
confusas o erróneas. Es un eufemismo cuyo empleo no se justifica verdaderamente sino por un motivo de consideración
y de miramiento con respecto al gobierno, el cual, después de todo, no ha hecho sino cumplir con su deber nacional al
tomar sobre sí la responsabilidad de proveer, mediante medidas apropiadas, a necesidades urgentes de la defensa del
país. .
Una vez reconocida la inexactitud de la idea de ratificación, nos vemos llevados a observar que la cuestión de la
retroactividad de las medidas de saneamiento tomadas por las Cámaras con respecto a los decretos irregulares no deja
de suscitar ciertas dificultades. Con la teoría de la ratificación, el efecto retroactivo es evidente. Por el contrario, su
justificación se hace delicada en el momento en que se comprueba que el juicio inicial que afecta al decreto no puede
subsanarse por ninguna ratificación propiamente dicha. Se ha alegado, a propósito de la ley antes citada de 30 de marzo
de 1915, que las Cámaras no están obligadas por el principio de la no retroactividad de las leyes, puesto que este
principio no ha sido establecido por ningún texto constitucional, sino únicamente por el art. 2 del Código civil; y el
legislador siempre es dueño de derogar sus propias leyes (ver en este sentido las conclusiones del comisario del
gobierno en el asunto que dio lugar a la resolución del Consejo de Estado del 30 de julio de 1915, citado al principio de la
presente nota, Revue du droit public, 1915, p. 481). Esto es muy cierto, y hay que llegar más lejos aún: hay que añadir
que, incluso si el principio de no retroactividad hubiera de considerarse .como formando parte integrante del derecho
público consuetudinario, es decir, como consagrado por la tradición constitucional de Francia, no adquiriría por este
hecho el poder especial, el valor reforzado, que sólo pertenece a la Constitución formal; únicamente aquellos textos
concebidos y adoptados en forma constituyente se imponen al respeto del legislador ordinario (ver sobre este punto
la n. 10 del nº
625
467, infra) Las Cámaras, por lo tanto, pueden dictar reglas que tengan efecto retroactivo. Sólo que existe una
retroactividad que no depende de ellas ordenar: aquella cuyo efecto consiste en convalidar en el pasado, o aún
sencillamente para lo porvenir, decretos reglamentarios que, por su ilegalidad, son originariamente nulos. Esta clase de
retroactividad está prohibida, no ya por una ley ordinaria, sino por la misma Constitución. Pues la Constitución no
admite sino reglamentos ejecutivos, y no autoriza reglamentos preventivos o anticipados. La habilitación legislativa, de
la que deriva para el Ejecutivo el poder de realizar un acto reglamentario, debe preceder a dicho acto, y no puede
sobrevenir después. Al ratificar retroactivamente decretos hechos por anticipado y sin poderes, las Cámaras no
solamente derogarían el art. 2 del Código civil, sino que también desconocerían el art. 3 de la ley de 25 de febrero de
1875, la que sólo admite reglamentos que tengan por objeto asegurar la ejecución de las leyes y que, por consiguiente,
se dicten con posterioridad a la ley que los legitima. Las Cámaras carecen del poder de modificar de tal modo, por vía
legislativa, los principios formulados por la Constitución misma (ver, sin embargo, Wahl, op. cit., vol. 1, pp. 17 ss.).
¿Significa esto que las leyes de supuesta ratificación de 105 decretos irregulares motivados por la guerra no
hayan podido producir ningún efecto retroactivo? Semejante conclusión sería excesiva. Existe en esta materia una
retroactividad que es perfectamente concebible y lícita. Ahora que hay que precisar debidamente el objeto al que se
refiere. Dicho objeto no puede ser el decreto mismo, con el que se relaciona la llamada ley de ratificación. Dictado fuera
de toda ley, dicho decreto se encuentra originariamente afectado por un vicio irremediable y la misma Constitución se
opone a que la ley que viene a sustituido le confiera la validez de la cual carece, por medio de una habilitación
retroactuante. Pero, al menos, el legislador es muy dueño de apropiarse las disposiciones reglamentarias contenidas en
el decreto de referencia; tiene facultad para apropiarse esas disposiciones en virtud de su propia potestad legisladora y
a título de prescripciones legislativas, pudiendo así, sin tropezar ahora con ningún obstáculo constitucional, especificar
que esas prescripciones emitidas por él mismo, se dictan con objeto de tener valor retroactivo a partir de una fecha
señalada en el pasado; por ejemplo, puede hacer retroceder su vigencia hasta la fecha de publicación del decreto que las
había introducido en forma irregular.
Esta es, en realidad, la labor que realizaron las leyes llamadas de ratificación. Los términos de los cuales se
sirvieron para realizar esta operación son defectuosos, pero la operación en sí es perfectamente correcta. Y es correcta
precisamente porque difiere totalmente de una ratificación. El análisis jurídico de 105 hechos lo demuestra plenamente.
Ya nada queda del decreto mismo: lejos de ratificarse, desaparece totalmente, y desaparece retroactivamente. Esto es
lo que algunas de las leyes de que se trata expresan diciendo que el decreto "se ha convertido en ley"; expresión que si
bien no es exacta desde el punto de vista estrictamente jurídico, por lo menos indica perfectamente que la ley, por sí
sola, se substituye a] decreto, sea en lo por venir o en el pasado. Así pues, el decreto queda borrado, como carente de
valor, y por consiguiente la ley rectificadora no lo convalida. Pero si no lo confirma, ni siquiera en el pasado, al menos
adopta su contenido, erigiéndolo en disposición legislativa. So pretexto de ratificación, viene en realidad a consagrar por
vez primera una prescripción que hasta entonc.es carecía de existencia regular y de valor constitucional. Esta
prescripción, en primer lugar, tendrá valor de ley para lo sucesivo, y además el legislador, haciendo uso de su facultad
¡.ara dar valor retroactivo a sus disposiciones legislativas, ordena que la prescripción que establece habrá de entrar en
vigencia, como ley, en la fecha de publicación del decreto del cual, por esto mismo, hace resaltar la inexistencia.
Finalmente, pues, el decreto, aunque desprovisto de valor, se toma en consideración bajo un doble
aspecto: en primer lugar en cuanto a su contenido, que se conserva intacto; además, por su fecha, a la cual la
ley rectificadora hace retroceder el punto de partida de sus
626
propios efectos. Pero por lo demás, importa observar que dicha ley no convalida el decreto mismo. La medida
retroactiva que dicta no tiene por objeto conferir al decreto, respecto del pasado, la fuerza jurídica de la que careció
inicialmente. La retroactividad se refiere exclusivamente a las mismas disposiciones erigidas por la ley rectificadora en
prescripciones legislativas. Estas disposiciones legislativas son las que toman la fecha del día de la publicación del
decreto para su entrada en vigencia. Esto es precisamente lo que se desprende de la misma fórmula empleada por el
legislador en esta materia: “quedan ratificados, para que sus disposiciones tengan fuerza de ley a partir de la fecha de su
publicación, los decretos siguientes...” (ley anteriormente citada del 30 de marzo de 1915). Esta fórmula, aunque
menciona erróneamente la ratificación, indica el modo más claro que esta supuesta ratificación no tiene de ningún
modo por objeto convalidar los decretos de referencia, pues si dichos decretos fuesen convalidados, no podrían, como
tales decretos, tener fuerza de ley. ahora bien, no solamente la ley de 30 de marzo de 1915 dice que las disposiciones
que establece habrán de tener fuerza de ley en lo futuro, sino que además precisa que la fuerza de ley les queda
conferida desde la fecha de su publicación primitiva en forma de decretos. Esto equivale a decir claramente que el
decreto desaparece, y que la ley sola toma su lugar, y esto ab initio desde el momento en que hizo su aparición. Así
pues, lo que se conserva no es el decreto mismo, sino únicamente sus disposiciones. Es evidente, pues, que las medidas
retroactivas tomadas por la ley de 30 de marzo de 1915 y por las leyes del mismo género no constituyen una ratificación
aplicada con posterioridad a los decretos ilegales, que viniera a vivificar in praeteritum estos actos reglamentarios, sino
que la retroactividad solo se refiere a las prescripciones del decreto consagradas tardíamente por estas mismas leyes, y
es exclusivamente en su cualidad de disposiciones legislativas como dichas prescripciones producen sus efectos desde la
fecha de publicación de los decretos, ayándose estos así definitivamente eliminados.
Todas las observaciones que se acaban de presentar se refieren al caso de decretos dictados sin poderes, o sea
a decretos que, jurídicamente, no tienen base legitima, y que solo tienen existencia de hecho, cualquiera que haya sido
su oportunidad y su urgencia, por consiguiente, su legitimidad practica, o mejor dicho su excusabilidad practica. Estos
decretos no son susceptibles de ratificación. Distinto es el caso de aquellos decretos que hubieran sido dictados en
virtud de una ley previa, que hubiese conferido el gobierno facultades de reglamentación mas o menos extensas,
aunque bajo la reserva, sin embargo, de que los reglamentos dictados en virtud de dichos poderes habrán de someterse
a un examen posterior de las Cámaras y deberán obtener la ratificación del Parlamento. La constitucionalidad de
semejante reserva (que ha sido discutida para Suiza, especialmente por Burckhardt, op. cit., 2ª ed., p. 683; ver en
sentido contrario Guhl, op. cit., pp. 88 ss.)., no parece poder negarse en Francia, pero sin embargo con una condición:
que ha de entenderse que la votación parlamentaria que se produzca sobre la cuestión de ratificación solo ha de
producir efecto en lo futuro, y carece de efecto retroactivo. Por lo que se refiere al periodo comprendido entre la
emisión del decreto y su presentación a las Cámaras, dicho decreto permanece como tal y conserva su validez incluso
aunque el Parlamento rehusara confirmarlo. Este mantenimiento del decreto se explica constitucionalmente por la
razón de que el decreto ha sido dictado en ejecución de una ley que habilitó al Ejecutivo para estatuir por si mismo,
respecto de un objeto de terminado, por lo menos a titulo provisional, y semejante habilitación legislativa basta para
asegurar, en este periodo ya pasado la existencia y la regularidad del decreto. La exigencia de la ratificación carece ya
por lo tanto de carácter de condición resolutoria carente de efecto retroactivo. La negativa a ratificar abroga el decreto,
pero únicamente para el porvenir. Con mayor razón, si las Cámaras conceden la ratificación, no es necesario que
revaliden el decreto, transformándolo en ley respecto del pasado: para el periodo que precede a la ratificación
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el decreto se basta a si mismo, puesto que ha sido dictado en virtud de poderes regulares.
Por otra parte, por lo que se refiere al porvenir, la ratificación, tiene por efecto convertir el decreto en ley. A
este respecto, la idea de conversión es más exacta que la de ratificación, y también que la de “sanción” que se encuentra
en algunos textos (Ley de 5 de agosto de 1914, sobre los créditos suplementarios o extraordinarios a establecer por
decretos para las necesidades de la defensa nacional, y la let de 29 de marzo de 1915, concerniente a la regularización
de decretos respecto del presupuesto general del ejercicio de 1945 y de los presupuestos anexos). En este sentido es el
que debe entenderse la palabra ratificación por ejemplo, en la ley de 10 de febrero de 1918, “que establece sanciones
(penales) a los decretos y a las resoluciones dictadas para el autoayamiento nacional”. Se lee en el art. 1 de dicha ley:
“los decretos dictados en aplicación del presente artículo serán sometidos a la ratificación de las Cámaras en el mes
siguiente de su promulgación”. Este texto no puede significar que los decretos de referencia conservaran después de la
ratificación, su naturaleza de decretos, pues en adelante las prescripciones contenidas en el decreto no obtienen ya
solamente su fuerza de la potestad reglamentaria del Ejecutivo, sino que se convierten en manifestaciones de la
voluntad legislativa de las Cámaras. No puede decirse tampoco que la ratificación o la sanción confiera dichos decretos
en carácter mixto de decretos-leyes, ya que no hay lugar para una categoría intermedia de esta clase en la Constitución
francesa actual, que no conoce sino las leyes propiamente dichas por una parte, y por otra parte simples actos de
ejecutivos. Pero el art. 1 anteriormente citado implica, por el hecho de la supuesta ratificación votada por las Cámaras,
que el decreto se encuentra transformado en acto legislativo y que su contenido habrá de tener en adelante el valor
propio de las disposiciones legales.
628
CAPITULO III
LA FUNCION JURISDICCINAL
229.- A imitación de Montesquieu1 los tratados s del derecho público presentan y estudian
la función jurisdiccional como una manifestación especial desde la potestad estatal, y es
evidente, en efecto que considerada desde el punto de vista de su constitución orgánica,
aparece la justicia como un tercer gran poder en el estado.
Sin embargo, los autores no están de acuerdo, ni mucho menos, respecto al punto de
saber en qué sentido la potestad jurisdiccional debe considerarse como distinta de las
otras dos, y hasta existe, a este respecto, una cuestión frecuentemente discutida que se
ha hecho clásica en la doctrina, pero que en suma permanece siempre sobre el tapete: la
cuestión del numero de los poderes del estado.
Según una opinión muy extendida en la literatura jurídica francesa, la función
jurisdiccional no tiene más objeto que el de aplicar a los casos concretos sometidos a los
tribunales las reglas abstractas formuladas por las leyes. Si esta opinión tiene
fundamento, hay que deducir lógicamente de ello que la jurisdicción, en definitiva no es, si
no una operación de ejecución de las leyes, o sea una actividad de naturaleza ejecutiva.
Por lo tanto, la función jurisdiccional no puede considerarse como un tercer poder
principal del Estado, como una potestad igual a las otras dos e irreduciblemente distinta
de ella, sino que constituye simplemente una manifestación y una dependencia del poder
ejecutivo, el que comprende así dos ramos particulares: la administración y la justicia. Las
funciones estatales se encuentran reducidas con esto, esencialmente, a dos poderes
primordiales.
1
Espirit des lois, lib.IX cap VI: “exiten en cada estado tres clases de poderes: La potestad ejecutiva
de aquellas dependen del derecho de gentes y la potestad ejecutiva de aquellas que dependen del
derecho civil ….Se dará a esta ultima el nombre de potestad de juzgar y la otra se llamara
simplemente la potestad ejecutiva del Estado”
629
La formula más clara fue dad entonces por Cazalés: “En toda sociedad política solamente
existen dos poderes, aquel que hace la ley y el que la hace ejecutar. El poder judicial por
mucho que de él hayan dicho varios publicistas solo es una simple fundación, ya que
consiste en la simple aplicación pura y simple de la ley. La aplicación de la ley es una
dependencia del poder ejecutivo” (Archives parlamentaires. 1° serie, vol. xv, p. 392 ).Es
conocida la exclamación que lanzó Mirabeau en el mismo sentido: “Pronto tendremos
ocasión de examinar esta teoría de los tres poderes. . . y entonces los valerosos
campeones de los tres poderes trataran de hacernos comprender lo que entienden por
esta gran frase de los tres poderes, por ejemplo como lo conciben al poder judicial distinto
del poder ejecutivo” (Archives parlamentaires. 1° serie, vol. XIII, p. 2 43). En su memoria
titulada Príncipes Et Plan sur I’ établissement de I’ ordre judiciare, Duport decía también:
“antes de ejecutar las leyes se trata de saber si aplican o no a un hecho ya realizado esta
función no puede con toda seguridad ser desempeñada por ninguno de los otros dos
poderes; forma propiamente el objeto de lo que se llama impropiamente el poder judicial.
Y digo impropiamente porque en realidad, en el poder, judicial, no hay más poderes que el
poder que es el poder ejecutivo, el cual tiene la obligación de consultar a personas
designadas por la constitución antes de mandar a ejecutar las leyes civiles cuando parece
dudosa la ejecución de estas “(archives parlamentaires 1° serie vol. XII, p.410) Mounier
declaraba a su vez en tanto el poder judicial, es tan solo una enajenación del poder
ejecutivo, que tiene que ponerlo en actividad y vigilarlo constante mente” (Archives
Parlamentaires 1° serie vol. VIII, p.409).
Esta doctrina revolucionaria no ha dejado de tener nuevos defensores desde 1789. Entre
los más recientes y enérgicos se pueden citar Ducrocq (Cours de droit administratif. 7°
ed. Vol. I n° 35) Duguit, ( la separation des pouvo irs et I’ Assamblée nationale de 1789,
pp. 14 ss.; traite vol. ! pp. 358 ss.) Y Saint-girons ( Essai sur la separation des pou voirs,
pp. 1, 135 ss.) El principal razonamiento de estos autores solo es, hoy aun la
reproducción del que Cazales enunciaba en 1790 (el espíritu no puede concebir , decía
Ducrocq (loc.cit) en la constitución de las sociedades, si no dos potestades: aquella que
crea la ley y la que hace ejecutar, de manera que no hay lugar para una tercera potestad
junto a las dos primeras . . . Todo el que, en el país, este encargado a titulo cualquiera de
la aplicación de las leyes, participa en la potestad ejecutiva . ahora bien , la autoridad
judicial es la encargada de la aplicación de las leyes” Saint-Girons expone la misma idea
al principio de su libro:
630
"Todo gobierno tiene dos funciones esenciales: dictar las leyes y hacerlas ejecutar"2
Sean o no exactas estas tajantes afirmaciones, parecen a primera vista tener por
lo menos un mérito indiscutible, que es el de determinar perfectamente el terreno en el
cual es conveniente colocarse para poder apreciar el número y la distinción de los
poderes. Los autores antes cita dos sostienen que la jurisdicción, tomada en sí y
considerada en sus caracteres específicos, no es en realidad, lo mismo que la
administración, sino una función de ejecución de las leyes, e infieren de ello que, en
principio, sólo existen en el Estado dos poderes primordiales. Estos autores se colocan,
por lo tanto, en el punto de vista funcional para realizar la discriminación de los poderes,
y en esto por lo menos están en lo cierto. Es evidente, en efecto, que la determinación del
número de los poderes depende ante todo de la diversidad y de la distinción de las
funciones. Pero es importante añadir que, en derecho, las funciones de potestad estatal
no se diversifican únicamente por su naturaleza respecto al fondo, sino también por sus
condiciones de forma. Este es precisamente el caso por lo que se refiere a la función
jurisdiccional. Aunque se demostrara que dicha función es de naturaleza puramente
ejecutiva y debe aproximarse, en este aspecto, a la administración, habría que observar
que, desde el punto de vista de las condiciones en las cuales se ejerce, o sea desde el
punto de vista orgánico, la jurisdicción se halla erigida por el derecho público moderno en
función especial, "claramente separada de las otras' dos, con sus reglas propias y sus
órganos particulares, y que constituye así, en cierto sentido, un tercer poder, que aparece,
en derecho positivo, como enteramente distinto de la legislación y de la administración. En
otros términos, para la jurisdicción así como para las demás funciones, y junto al punto de
vista material, hay que tener en cuenta el punto de vista formal. Se ha visto anteriormente
que en el derecho público francés las diferencias que separan a la legislación de la
administración son esencialmente de orden formal; las indagaciones que siguen traerán
un reconocimiento del mismo género
2 El punto de vista de Duguit es menos claro, pues reconoce dicho autor (L'F:tat, "01. 1,
p. 450; Traité, vol. 1, p. 359) que la función de juzgar es una función totalmente distinta de
la función legislativa y de la función administrativa y que' los caracteres internos de la administración y de la
jurisdicción son esencialmente diferentes.
3 A este respecto, el principio se encuentra ya formulado por la ley de 16·24 de agosto
de 1790, tÍt. 11, arto 13: "Las funciones judiciales son distintas y permanecerán siempre sepa-
radas de las funciones administrativas". Así pues, por más que la función de juzgar. según
el sentir de la Asamblea nacional, no fuese sino una función de naturaleza ejecutiva, el texto
In caracterizaba como una función distinta de la función administrativa, y ello por razón de la
Q
organización que entonces se le daba (ef. n 268, inira),
631
por el autor del recurso como contaría al derecho ."Vigente. seegún Laferriére
(loc. cit., p. 462), esta necesidad de una decisión previa de la autoridad
administrativa se explica, entre otros, por el motico de que la jurisdicción del
Consejo de Estado tiene por objeto preciso “no ya simples pretensiones de
las partes” sino una oposición entre administrados y administradores, que se
haya manifestado por una decisión administrativa expresa, debiendo entonces
ser esta el verdadero objeto de la instancia contenciosa" (ver respecto de este
formalismo las observaciones críticas de Artur, loco cit., pp. 464 ss.).
1
Precisamente por estos motivos los autores actuales emplean más bien la expresión
función jurisdiccional, con preferencia a función judicial. Esmein (Éléments. S' ed., pp.
436 ss.) Habla todavía del "poder judicial". Duguit (Traité, vol. J, pp. 260 ss.) dice "función
jurisdiccional" y explica (p. 261) por qué prefiere servirse de este término. Los autores administrativos,
particulannente Laferriére y Hauriou, emplean corrientemente las palabras "jurisdicción administrativa". La
palabra juzgar despierta particularmente la idea de proceso o juicio, y tiene tradicionalmente un sentido de
arbitraje: e! juez es un árbitro entre partes contrarias. La palabra jurisdicción no implica por sí misma la
existencia de un proceso, sino que designa simplemente una función que consiste en pronunciar el derecho.
Por ejemplo, en el caso de instancia criminal, hay lugar a jurisdicción, aunque no exista propiamente hablando
lucha contenciosa entre dos partes contrarias. Los mismo ocurre en e! caso de! recurso por extralimitación de
atribuciones, a propósito del cual Hauriou pudo decir que dicho proceso se le hace, no a la autoridad
administrativa, sino al acto mismo que se impugna por vicioso (6' ed., pp. 384 ss.; ver también 8' ed., pp. 402
SS., 978). Por otra parte, cada vez que se suscita un recurso contencioso respecto de un acto realizado en
nombre del Estado y en virtud de la potestad estatal, hay que reconocer que la idea de proceso propiamente
dicho entre el Estado, persona dominadora, y el simple administrado que intenta el recurso, no es de las que se
dejan construir fácilmente. La idea de proceso y de arbitraje sólo puede concebirse claramente entre personas
jurídicas iguales. En todas las hipótesis de este género, el único concepto exacto es sencillamente el de
jurisdicción. Ante la reclamación de la parte interesada, el Estado manda examinar por sus agentes
jurisdiccionales e! acto realizado por sus agentes administrativos. La autoridad jurisdiccional comprueba la
regularidad del acto de referencia; si ello es necesario, reconoce y restablece el derecho de la parte
reclamante, si ese derecho ha
635
233. Este es también el concepto al que han llegado casi todos los autores.
"Juzgar, dice Duguit (Traité, vol. 1, pp. 263·264; cf. L'État, vol. 1, pp. 416 ss.), es
reconocer la existencia, bien sea de una regla de derecho, bien de una situación
de derecho. Toda decisión jurisdiccional es un silogismo; la mayor es el
llamamiento a la regla de derecho. El juez no realiza un acto de voluntad, sino
que reconoce el derecho y deduce la conclusión lógica". Laband (Droit public de
l'Empire allemand; ed. francesa, vol II, p. 514) dijo igualmente: "La resolución
(judicial) consiste en aplicar el derecho vigente a un estado de cosas concreto.
sufrido una violación a un daíio ; se encuentra, pues, en efecto, llamada a pronunciar el derecho, pero sin que se
pueda hacer referencia por ello a un verdadero proceso entre el reclamante y el Estado. La idea de arbitraje no
aparece aquí sino desde un solo punto de vista, a saber, por cuanto el examen jurisdiccional de la reclamación se
reserva a una autoridad diferente de aquella que realizó el acto (d. n' 256, infra).
636
siempre que proceda con objeto de asegurar la ejecución de la ley- fijar el sentido
de la misma y el alcance de su aplicación, o compro- bar si es aplicable a un caso
determinado y de qué manera debe ser aplicada al mismo. Aplicar las leyes, tal
es, según la opinión general, la materia propia de la jurisdicción. Así definida, la
función jurisdiccional se presenta como una actividad de naturaleza ejecutiva y
como no siendo sino una manifestación particular de la función de ejecución de las
leyes. En efecto, si bien es verdad que la misión del juez se reduce en todos los
casos a aplicar la legislación vigente, así como la del administrador consiste en
actuar en virtud de prescripciones legislativas, hay que deducir de ello que
cualquier decisión emitida tanto por la autoridad judicial como por la autoridad
administrativa ha de tener su principio, su base primera, en un texto legal, de
manera que, finalmente, sólo la ley posee una potestad creadora inicial; con esto
se ve justificada, por lo tanto, la afirmación de los autores que, como se ha visto
anteriormente, sostienen que fuera de la legislación y de su ejecución no puede
concebirse ninguna tercera función que entrañe una potestad verdadera y
esencialmente autónoma.
Indudablemente, y como observa Jellinek (loc. cit., vol. 11, p. 332), tiene el
juez, en cierto sentido, una misión creadora que se desprende del hecho de que
una disposición legislativa sólo adquiere su completo desarrollo y su alcance
definitivo mediante la aplicación jurisdiccional quede la misma hacen los
tribunales. Estos añaden algo a la legislación, por lo mismo que deducen las
consecuencias de la misma y fijan sus detalles de aplicación. Y a este respecto,
se puede decir que el cometido de las decisiones jurisdiccionales es análogo al de
los reglamentos hechos por la autoridad administrativa, pues así como el
reglamento de ejecución completa a la ley desarrollando sus disposiciones, así
también corresponde a los tribunales proporcionar, mediante 'sus sentencias, el
desarrollo complementario de las leyes que han de aplicar. Importa también
observar, además, que el juez desempeña esta tarea con un amplio perder
depreciación personal; prueba de ello es el hecho, tan frecuente, de diversidad y
hasta de oposición de juicios.
Sin embargo, por amplio que sea el complemento que tienen las leyes en los
juicios, no puede decirse de esta parte de la actividad jurisdiccional que implica en
el juez, realmente y en totalidad, el poder de crear derecho, pues a decir verdad,
todo el desarrollo que con esto aporta la jurisprudencia a las leyes se funda
directa y únicamente en su interpretación. Interpretar la ley, en efecto, no es
únicamente despejar el sentido inmediato de la regla que ha formulado, sino
también determinar cuál es el alcance de aplicación de dicha regla, cuáles son los
casos que rige, y las consecuencias jurídicas que de ella derivan, aunque dichas
638
234. ¿Habrá de inferirse de aquí que esta función se reduce por entero a una
labor subalterna de orden ejecutivo? No, no cabe atenerse a semejante
conclusión, pues ello supondría perder de vista otra parte, muy importante, de la
competencia que comprende en sí la función jurisdiccional. En efecto, se acaba
de comprobar que la jurisdicción, ante todo, consiste en la interpretación y en la
aplicación de las leyes. Pero esto supone naturalmente la existencia de una
prescripción legislativa que se ha de interpretar y aplicar. Ahora bien, pueden
presentarse casos respecto de los cuales la ley no haya estatuido y cuya
reglamentación no contenga de ningún modo, ni siquiera virtualmente. Cuando
falta así toda regla legislativa, no puede haber interpretación, ni se puede decir
tampoco que haya que completar la ley, sino que la verdad es que el juez tiene
entonces precisión de rellenar los vacíos, diciendo derecho allí don- de el
legislador no estableció ningún orden jurídico. En una palabra, junto a los casos
en que la función jurisdiccional consiste simplemente en reconocer y declarar el
derecho legal, hay que situar aquellos en los que ha de consistir en crear
derecho, en ausencia de toda prescripción legislativa.
En este caso, hay que despejar un nuevo aspecto y una nueva definición de
la función jurisdiccional. Según la doctrina corriente, recordada anteriormente,
esta función no entraña más potestad que la de aplicar las leyes; su ejercicio
presupone, pues, la existencia de la ley y sólo se produce a fin de preparar su
ejecución. Si se admitiera esta definición, resultaría inmediatamente que, cuando
la ley nada dice, no podría ejercerse la función jurisdiccional. El juez, al no hallar
texto legislativo en que fundar su sentencia, no podría juzgar, como no podría el
administrador, según el derecho positivo francés, tomar medidas administrativas
cuando para ello no ha recibido poder por una ley," 2
2 Algunos autores han sostenido que a falta de ley aplicable al caso que se le somete, el
juez puede rechazar la pretensión del demandante. y añaden que al rechazar así al demandante, el juez ejerce
también la función de juzgar y pronuncia el derecho, pues declara por su sentencia que la pretensión del
demandante carece de fundamento legal. Pero este 'razonamiento no resiste a un serio examen. Como lo
demostró Geny (Méthode d'interprétotion et sources
639
en droit privé positij, pp. 22, 33 Y 109), el hecho de que el juez rechace una demanda fundándose en el
silencio de la ley equivale en realidad a una negativa a juzgar, y esto, especialmente, a causa de que tal rechazo
equivale, en el fondo, a una negativa a tomar en consideración los argumentos que el demandante haya podido
producir en favor de su pretensión. Pero lejos de pronunciar el derecho, el juez que así actúa declara que las
partes han de pero mantener la situación de hecho que ya se encuentra establecida entre ellas, sin que dicha
situación pueda ser objeto de un examen jurídico. La verdad es, por lo tanto, que este juez se abstiene de
juzgar.
640
Sostiene este autor, en verdad, que la busca del derecho aplicable a esta
segunda clase de casos ha de tener su punto de apoyo en la ley escrita; pero, por
otra parte, reconoce formalmente (p. 33) que el juez habrá de encontrarse a veces
en la obligación de crear derecho, de una manera concreta, para la solución del
litigio que se le somete. Pero es sobre todo a Geny (M éthode d' inier prétation et
sources en droit privé positif) al que corresponde el mérito de haber demostrado la
impotencia del legislador para preverlo todo y el carácter forzosamente incompleto
de la legislación, y por lo mismo la necesidad que tiene el juez de suplir por su
propio esfuerzo y mediante sus propias decisiones las insuficiencias de la ley. Por
lo demás, esta demostración, desde el punto de vista del derecho positivo, tiene
su punto de partida en la misma ley, o sea en el art. 4 del Código civil
anteriormente citado. Contiene este texto, por parte del mismo legislador, la
confesión de que no le es posible a la ley preverlo y regularlo todo. Más
exactamente, y como observa Geny (op. cit., p. 106), "los mismos autores de
nuestra codificación han confesado, al dictar el art. 4, la necesidad de una
autoridad independiente para col- mar las lagunas de su obra". En otros términos,
el citado texto implica que el juez ha de crear el derecho, a título de solución
particular, en todos aquellos casos en que la ley no lo haya establecido por vía de
regla general (cf. las observaciones de Hauriou, op. cit., 8::t ed., pp. 960 SS., sobre
"el poder creador de la jurisprudencia administrativa").
Esta esfera de autonomía del juez es tanto más amplia cuanto que, en
principio, la autoridad imperativa de la ley, su alcance de aplicación, la extensión
de su imperio, se determinan limitativamente por sus mismos términos, de modo
que las únicas consecuencias de sus disposiciones que se imponen al juez son
aquellas que se hallan contenidas, explícita o implícitamente. en su texto formal.
Este es, sin embargo, un punto muy discutido entre los autores. Con el
pretexto de que la autoridad de la ley tiene su fundamento en la voluntad del
legislador, de la que el texto legislativo sólo es una manifestación, se ha sostenido
que para descubrir' el significado íntegro de cada ley )' para apreciar la amplitud
de las consecuencias que entraña no basta con interrogar e interpretar sus
términos, sino que es necesario, ante todo, indagar cuál ha sido la intención del
legislador y determinar el alcance del texto por la voluntad misma que lo inspiró;
en una palabra, hay que fijarse, no solamente en lo que ha dicho el legislador,
sino también en lo
643
Es por cierto fácil darse cuenta de los motivos de orden práctico por los
cuales la virtud y la fuerza legislativa provienen del texto mismo y sólo pueden
corresponderle a dicho texto según el derecho público actual. En efecto,
únicamente el texto posee ese carácter de precisión y de fijeza que puede darle a
la ley el necesario grado de certeza. En este aspecto, el sostener que la intención
del legislador puede buscarse fuera del texto es ir contra todas las tendencias que
en los tiempos modernos han llevado al triunfo del sistema de las leyes escritas,
consideradas como fuente esencial del orden jurídico del Estado. “No tendría
sentido este sistema si el alcance de la ley hubiera de buscarse en elementos
situados fuera de su fórmula escrita.
Por esto el procedimiento de investigación que comiste en interpretar las
intenciones del legislador teniendo en cuenta el estado de espíritu, las
costumbres, las circunstancias que predominaban en la época de confección de la
ley, sólo puede proporcionar al intérprete datos sumamente vagos. Lo mismo
ocurre con el examen de los objetos o fines que se propuso el legislador, ya que,
incluso en el caso en que estos fines fueran perfectamente ciertos, siempre habrá
podido ocurrir que, para alcanzar un fin determinado, se hayan empleado medios
legislativos diversos.
3
Ver en el mismo sentido las observaciones presentadas por Duguit, respecto de los actos.
Administrativos, en la Reme du droit public, 1906, pp. 415-419. Se pregunta asimismo este
autor si es posible, para determinar el sentido y el alcance de un acto administrativo, tener
en cuenta otra voluntad que aquella que se formuló en el acto. Su contestación es la siguiente
(p. 418): "La voluntad del administrador, en efecto, no puede producir derecho sino dentro
de los límites en que se ha manifestado exteriormente, porque sólo con esta condición y en esos
límites es un acto social. La voluntad interior y real del agente, pero no manifestada exteriormente, es su voluntad
personal y no una voluntad representativa de una persona pública.
El agente no es el representante de la persona pública sino cuando manifiesta su voluntad
en las formas y bajo las condiciones prescritas por la ley para que dicha voluntad, que en
realidad es la suya propia, sea considerada como la voluntad de la persona pública en nombré de la cual quiere."
645
4
Igualmente, los fundamentos de las sentencias, normalmente, no tienen fuerza de cosa juzgada, y ésta sólo reside en la
parte dispositiva.
5
Los autores alemanes se encuentran divididos respecto il: esta cu~stlOn. En, el sentido de la doctrina que sostiene que
el juez debe buscar la intencion y el fin del legislador, ver la literatura reciente los desarrollos presentados por Heck,
"Gesetzesauslegung und Inteen .. e , prudenz" Archiv für die civilistische Praxis, vol. cxn, especialmente pp. 59
ss.; entre ressen)UIlS. los autores ,que se adhieren a la idea de que sólo la fórm~la .de la ley obliga al Juez, ver a Wach,
Handbuch des Cioilprocesses, vol. 1, pp. 25~ ss.; Binding, H~~dbu:h de: Str~frechts,ss.: Kohler "Deber die Interpretation
von Gezetzen , Grunhut s Zeitscbrijt, vol. xnr, pp. 1 ss.
646
6 Semejante exclusión sería tanto más inadmisible cuanto que e! texto de la ley, en
cierto modo, renace diariamente y adquiere en cada instante una nueva fuerza, por e! solo
hecho de que el legislador actual, que podría abrogarlo o modificarlo, lo deja subsistir en su
tenor anterior. El argumento tomado del hecho de que lás situaciones a las cuales se aplica
actualmente el texto no existían al tiempo de su confección y no podían ser previstas por el
legislador de entonces, carece totalmente de valor, No obstante, puesto que el alcance de las
disposiciones legislativas debe determinarse según los términos mismos de los cuales se ha
servido e! legislador, parece justo reconocer que esos términos, a pesar de los cambios que
hayan podido producirse en el lenguaje jurídico, deben continuar entendiéndose en el sentido
que tenían corrientemente en la época de la confección de la le)" (W. Jellinek, Ceseu: Gesetzcsanwendung und
Zioeckniissigkcitserusigung, p. 164).
647
238. En resumen, todo esto viene a significar que, una vez decretada por el
legislador, la ley, o sea el texto legislativo, forma una entidad que queda desde
luego separada e independiente de la voluntad de sus autores, en el sentido de
que esta voluntad no produce en adelante efecto imperativo más que en la
medida en que claramente se haya manifestado y afirmado en el texto. Al
redactar y decretar la fórmula legislativa, el legislador ha agotado su labor y su
influencia autoritaria.8 Empieza
7 Estas últimas observaciones contienen los elementos de la respuesta que debe oponerse
a los argumentos que se han invocado para tomar en consideración los trabajos preparatorios.
Realmente, los argumentos propuestos por los defensores de los trabajos preparatorios (por
ejemplo y especialmente por Heck, loco cit., pp. 105 ss.) tienden simplemente a establecer que
no se le puede negar al juez la facultad de consultar esos trabajos y de tener en cuenta las explicaciones o las
intenciones enunciadas por e! legislador en el curso de la elaboración de la
la ley; s trabajos preparatorios.
8 Si el legislador tuviera positivos deseos de obligar a los jueces a respetar tales o cuales
intencionpero estos argumentos no son suficientes para probar que el juez venga ohligado a tener en cuenta loes que
hayan podido guiarlo en el momento de confeccionar la ley, le bastaría para
ello incorporar estas in tendones al texto legislativo, haciendo comenzar la ley por una exposición auténtica y solemne
de los motivos en los cuales se funda y de los fines que persigue.
Revestida de forma legislativa, esta exposición participaría de la fuerza inherente a la parte
dispositiva, de la que constituiría el preámbulo. Es sabido que la Asamblea nacional de 1789
había inaugurado prácticas legislativas de esta clase. Actualmente, por el contrario, el legislador se atiene
sistemáticamente al procedimiento que consiste en resumir sus voluntades o
intenciones en unas cuantas fórmulas secas, que constituyen la parte dispositiva de la ley: y
por lo demás, se remite a la potestad, bien sea de interpretación, bien de apreciación propia
de! juez. Por esta razón misma es por lo que puede decirse que las disposiciones de las leyes
no constituyen en realidad, teniendo en cuenta la infinita varidad de los casos y de las cuestiones presentadas ante
los jueces, sino un número limitado de principios, que no son suficientes, ni con mucho, para proporcionar de una
manera imperativa, a la autoridad judicial,
todas las instrucciones necesarias para la solución de dichos casos o cuestiones. Puede decirse
también que, en estas condiciones, las disposiciones textuales de las leyes constituyen simplemente un cuadro de
principios, en cuyo interior se mueve la potestad propia del juez. Finalmente, conviene observar que, a veces, el
legislador ni siquiera da a los principios que
enuncia una fórmula absolutamente clara y rigurosa, sino que intencionalmente se atiene a
términos que permiten aplicaciones o deducciones en diversos sentidos, y no formula sino un
mínimo de principios, de tal modo que deja a los trihunales la amplitud de fijar por sí mismo,
el alcance de las prescripciones contenidas en la ley.
648
9 No por ello deja de ser verdad que este texto inerte tiene en sí una fuerza más considerable de la que va adherida
a las intenciones que animaban a sus- creadores cuando fué adoptado. La exactitud de esta observación se comprueba,
por ejemplo y especialmente, al examinar la evolución de las teorías constitucionales realizada bajo el imperio de la
Constitución de 1875, en lo que se refiere a la interpretación que debe darse a dicha Constitución. Muchas veces los
primeros comentadores de las leyes fundamentales de 1875 han repetido que estas
leyes tuvieron por objeto y por efecto conferir al Presidente de la República una situación
y obligaciones análogas a los de un monarca constitucional (Leíebvre, Étude sur les lois constitutionnelles de 1875, pp. 67
ss.; Saint-Girons, Manuel de droit constitutionnel, pp. 356 ss.;cf. Esmein, Éléments, 5' ed., pp. 569, 598 ss.), En 1903, un
autor tan esclarecido como Duguit sostenía aún (L'Éta/, vol. II, pp. 330 ss.} que "el Presidente de la República no es un
simple agente administrativo superior, sino que es un gobernante, un representante que colabora con el Parlamento en
las diversas funciones estatales). Esmein (loc. cit., pp: 341 y 603)
ha dicho igualmente que "los poderes presidenciales lo convierten, en sentido propio, en un
verdadero representante de la soberanía nacional". Estas doctrinas se basaban, no sin alguna
razón, en la voluntad de la mayoría de la Asamblea nacional, la cual, como lo recuerda Duguit, "al no poder establecer
en 1875 la monarquía parlamentaria, quiso establecer una república sobre aquel modelo". Un examen más atento de
estos textos de 1875 y una inteligencia más completa de lo que Esmein llamó tan acertadamente "la lógica de las
instituciones"
649
vida propia, es el espíritu con el que rellena el juez los juicios de las leyes. En
cuanto a los textos mismos, éstos permanecen inalterables, y hasta su
abrogación, el juez no puede sino seguir aplicando estrictamente las
disposiciones, expresas o implícitas, que consagran.10 Pero en cuanto a los
puntos no regulados por esos textos, es evidente que el juez se verá
gica que ha sido suficientemente revelada, por lo que se refiere a las instituciones constitucionales de 1875, por las
enseñanzas de la experiencia-e- han llevado a sus autores a reconocer hoy día que estos textos y las instituciones que
consagran no tienen el alcance y por consiguiente no pueden producir los efectos que habían deseado y creído
asegiirarles los constituyentes de 1875. Es por lo que Duguit no duda en decir actualmente (Traité, vol. 1, pp. 412, 420
ss.,vol. 11, pp. 452, 461, 464 y 465) que en realidad el Presidente no es "sino un simple agente
ejecutivo, un simple dependiente del Parlamento" (ver en el mismo sentido Jese, Principes généraux du droit
administrutij, pp. 25·26; cf. núms. 405406, injra), Esta profunda transformación en la manera de caracterizar la
situación jurídica del Presidente no debe considerarse como consecuencia de una evolución que se hubiese producido
accidentalmente en el desarrollo de los efectos de las instituciones de 1875 y que, al desviar el sentido primitivo de
estas instituciones, hubiera modificado su naturaleza original El cambio que sobrevino en
la doctrina responde simplemente a que el alcance real de la Constitución ha ido comprendiéndose mejor a medida que
se ha podido apreciar el valor efectivo de sus disposiciones, según la experiencia práctica de sus naturales
consecuencias que se ha adquirido progresivamente. Se ha necesitado mucho tiempo para llegar a esta clara
apreciación, pero en definitiva, los textos, sus principios, su lógica intrínseca habían de prevalecer forzosamente sobre la
idea que la doctrina pudo formarse, al principio, de la Constitución de 1875, según las intenciones de sus fundadores.
En un orden de ideas parecido, se debe observar --conforme a una observación ya hecha [n. 6, p. 646)- que
mientras más tiempo pasa desde la confección del texto, más vigor projio e independencia adquiere la fórmula del
mismo, por inmutable que sea frente al. pensamiento del antiguo legislador del cual es obra, y esto por razón del hecho
de que dicha fórmula, tal como opera actualmente sus efectos, se mantiene sin cambio, y se encuentra así
implícitamente confirmada por el legislador actual. Estas reflexiones se aplican también, con fuerza
especial, a la Constitución de 18i5. ¿Podrá creerse que esta Constitución se .funda aún, después de cuarenta años de
existencia, únicamente en la voluntad de los constituyentes que la elaboraron. En realidad, en la hora presente se funda
sobre todo en la voluntad de las generaciones sugestivas que .desde 1875 han asegurado su mantenimiento, siendo
dueñas de haberla podido transformar. y es importante añadir que lo que se encuentra de este modo mantenido ante
la generación actual no es necesariamente el pensamiento o la intención primitiva de los constituyentes de 18i5, sino el
texto constitucional mismo, con su alcance y su significación intrínsecos, tales como han sido revelados por la práctica
en el curso de su uso dilatado. Para determinar en el presente la verdadera consistencia del régimen constitucional de
Francia es, pues, conveniente desprender los textos de 1875 de las intenciones o de los planes que pudieron presidir en
su confección. La significación efectiva de dichos textos se aclara y precisa mucho más por los efectos que han causado
progresivamente, que por los fines que habían
perseguido sus fundadores. Actualmente, la orientación y el desarrollo que han adquirido las instituciones
constitucionales, desde su origen. dicen mucho más, respecto al alcance verdadero de la obra de los constituyentes de
1875, que el examen de los conceptos personales o de los móviles particulares que guiaron e inspiraron a estos mismos
constituyentes.
10 Asimismo, no sería correcto. por parte de la autoridad ejecutiva, suspender la ejecución de una ley y detener su
funcionamiento bajo pretexto de que el legislador se prepara o
650
Llevado con frecuencia a admitir soluciones que se apartarán en mayor o menor grado del
espíritu en el cual la materia a que se refieren había sido originariamente comprendida y
reglamentada por el legislador. Al principio, inmediatamente después de la aparición de la
ley, el juez que no encuentra en ésta la solución que busca, hallará generalmente tal
solución en el concepto general que inspiró la legislación referente a la materia de que se
trata. Pero a medida que nos alejamos del tiempo en que la ley fue hecha, se modifican
las ideas, las aspiraciones y las necesidades y, por consiguiente, el juez se ve obligado a
buscar soluciones que corresponden a las nuevas condiciones en las cuales se le
presentan los problemas que resultan del silencio de la ley, soluciones que se apartan
cada vez más del punto de vista inicial en que se había situado el legislador.¹¹ En este
caso, ¿puede decirse que el texto de la ley evoluciona o que su interpretación se adapta
por los tribunales a las transformaciones del medio social? No, puesto que no se trata
aquí de verdadera interpretación; lo que ha evolucionado es únicamente el espíritu
judicial, el espíritu en el cual el juez crea derecho, en virtud de su propia potestad
jurisdiccional y para suplir a la insuficiencia de las leyes (cf. Hauriou, op. Cit., 6ª ed., p.
295, n.).
239. Así pues, en toda la medida en que el juez pronuncia el derecho fuera del
contenido explícito o implícito de los textos, es imposible calificar a la jurisdicción como
función ejecutiva. Sin embargo, parece que pueda existir una duda en lo que concierne a
uno de los procedimientos a los que recurre el juez para colmar las lagunas de la ley. Este
procedimiento, que por la frecuencia de su empleo reviste una gran importancia, es la
analogía. Se práctica de dos maneras diferentes. Unas veces consiste en
Está decidido a abrogar o a modificar las disposiciones de la misma (cf. En este sentido la observación expuesta en la n.
6, p. 646, supra).
11
Igualmente, cuando un texto como el art. 1135 del Código Civil dice que para la interpretación de los
contratos hay que tener en cuenta la “equidad” pero sin que dicho texto indique positivamente lo que en esta materia
debe entenderse por equitqtivo, no se puede pretender que para determinar las exigencias de la equidad deba el juez
indefinidamente inspirarse en las concepciones éticas corrientes en la época de la confección del Código Civil y que
pudieron prevalecer entonces en la mente de sus redactores. Pero la verdad es que, mediante la aplicación de ese art.
1135, cuyos términos se conservan inmutables, podrá el juez, según las épocas y las circunstancias, determinar de un
modo variable la influencia y los efectos que deben ejercer las consideraciones de equidad sobre la amplitud de las
obligaciones que derivan de los contratos. Debe observarse, por lo demás, que los textos legislativos que autorizan e
invitan al juez a estatuir ex aequo et bono, según la buena fe y la equidad, le confieren en esto un poder de apreciación y
de decisión que, en el fondo, es de la misma naturaleza que el de suplir a la insuficiencia de las leyes de que habla el art.
4 del Código Civil; estos textos, en efecto, habilitan al juez para que busque por sí mismo y fije por su propia apreciación
las soluciones particulares proporcionadas por las consideraciones de equidad.
651
Aplicar una disposición legislativa determinada a casos no previstos por la ley, pero que
son del mismo género que aquellos para los cuales fue dictada esta disposición. Otras
veces consite en desprender del conjunto de la legislación determinados principios
generales, que sirven después para regular las relaciones respecto de las cuales no
estatuyó el legislador. En ambos casos, la solución que se obtiene por vía de analogía se
funda en la idea de que la identidad de naturaleza reconocida entre dos situaciones, una
de las cuales está prevista por la ley, mientras que la otra no lo está, ha de entrañar
lógicamente, entre ellas, la identidad de reglamentación jurídica: Ubi eadem ratio, ibi idem
jus.
dejar ningún litigio sin solución; por lo tanto, ¿cómo podría negársele la facultad de
formular, a veces, esta solución fundándola en su propia apreciación? Puesto que el juez
tiene la obligación de estatuir, incluso ante el silencio de la ley, es necesario que cree por
su propio potestad el derecho que no encuentra preestablecido en los textos (Geny, po.
Cit., p. 182).
Es, pues, la misma naturaleza de las cosa al que exige que la función jurisdiccional
contenga en sí cierta potestad inicial de creación de derecho. En apoyo de esta
conclusión, es a la vez muy interesante y útil observar la evolución que ha tenido lugar,
desde 1789, en el sistema del derecho positivo francés, en lo que se refiere a la
naturaleza y ala extensión de los poderes del juez. Los fundadores revolucionarios del
nuevo derecho público habían partido de la idea de que la justicia tiene por único objeto y
por única razón de ser la aplicación de las leyes en vigor. Bajo la presión de las
necesidades prácticas y de las enseñanzas de la experiencia, este primer concepto tubo
que se abandonado; y por más que subsistan aún algunos rastros de él en ciertas partes
no abrogadas de la legislación revolucionaria, se puede afirmar que hoy día se encuentra
en contradicción con el conjunto del derecho positivo establecido en Francia en esta
materia. La evolución que en este sentido se ha realizado respecto a la potestad judicial
es, pues, muy significativa; ha sido puesta perfectamente en claro por Geny en
numerosos pasajes de su obra anteriormente citada (ver especialmente pp. 64-94). Es
importante recordar aquí sus principales etapas.
Este es un punto que ha sido claramente reconocido por los autores. Así por ejemplo
Duguit, después de haber demostrado (La séparation des pouvoirs et I´ Assemblée
nationale de 1789, pp. 70 ss.) que la Constituyente creó orgánicamente tres poderes, se
ve obligado a convenir (L’État, vol. I, p, 450) en que, en sus principios, el derecho positivo
salido de las labores de esta Asamblea consagró el concepto según el cual sólo hay dos
funciones de potestad pública, la legislativa y la ejecutiva. La razón de ello es que en la
época revolucionaria la jurisdicción se consideró como una función de pura aplicación, y
por lo tanto también de ejecución de las leyes.
¹² Bien es verdad que, por los ejemplos que indica de la potestad ejecutiva propiamente dicha hacer la guerra o firmar la
paz, enviar embajada, establecer la seguridad, prevenir las invasiones (Esprit des lois, lib. XI; cap. VI)-, Montesquieu hace
pensar que considera al Ejecutivo, no ya como un poder de simple ejecución de las leyes, sino como un poder que
consiste en operaciones activas y que debe hallarse siempre dispuesto a la acción. No obstante, el resto del capítulo
pone fuera de duda que en la doctrina de Montesquieu la potestad ejecutiva constituye, ante todo, una potestad de
ejecución de las leyes. Esto se desprende particularmente de los pasajes siguientes: “Cuando en la misma persona la
potestad legislativa se reúne con la potestad ejecutiva, puede temerse que el mismo monarca dicte leyes técnicas para
ejecutarlas tiránicamente… En las repúblicas en que estos poderes se hallan reunidos, el mismo cuerpo de magistratura,
como ejecutor de las leyes, tiene toda la potestad que se concedió como legislador… Ambos poderes (legislativo y
ejecutivo) no son otra cosa que, uno la voluntad general del Estado y otro la ejecución de dicha voluntad general.”
655
los jueces han de seguirLa letra de la ley” (Esprit des lois, lib. VI, capl III). Y concluye así:
“Los juicios deben ser hasta tal punto fijos que no sean jamás sino un texto preciso de la
ley. Si fueran una opinión particular del juez, se viviría en la sociedad sin saber con
precisión las obligaciones que en ella se contraían” (ibid., lib. XI, cap. VI).13
¹³ En este sentido, sobre todo, se apoya Montesquieu para decir (lib. XI, cap. VI) que “la potestad de juzgar es en cierto
modo nula”. Si, en efecto, sólo consiste en aplicar las leyes, no es una potestad creadora, y por lo mismo no constituye
una verdades `potestad.
656
que siendo el acto jurisdiccional, lo mismo que el acto Jurisdiccional, lo mismo que el acto
legislativo, una operación intelectual, se diferencia esencialmente del acto ejecutivo, que
consiste en acción. Pero esta doctrina, deducida de un análisis que distingue las diversas
actividades estatales en operaciones mentales y en operaciones actuantes, no habían de
prevalecer en la mayoría de la Asamblea, que permanecía dominaba por la idea de que la
función de juzgar, sea la que fuere la naturaleza psicológica del acto jurisdiccional, se
reduce a la aplicación de las leyes.
14
Contrariamente a las aseveraciones de algunos autores, que presentan el acto jurisdiccional como una “manifestación
de voluntad” (Duguit, Traité , vol. I, p. 268; ef. Jeze, “L’acte juridictionnel”., Tevue du droit public, 1909, p. 667:
Kellerahohn, Des effets de I’anulation pour exces de pouvoirs, tesis, Burdeos 1915, pp. 177 ss.), puede observarse que el
juez al estatuir, no realiza un acto de voluntad, sino únicamente de apreciación. Esto ocurre, al menos, cada vez que el
juez se limita, para solucionar el litigo, a aplicar la ley; como voluntad, no existe aquí más que la del legislador cuya
ejecución ha de asegurar el juez. Bien es verdad que el juez tiene el poder de decisión pero decidir y querer son dos
cosas diferentes. El poder voluntad implica la facultad de disponer. El juez no dispone; sus decisiones, incluso cuando
contienen una orden no consisten sino en determinar y en ordenar lo que es de derecho según la ley. Es la medida en
que el juez no hace sin aplicar la ley, no se puede, pues, considerar a la autoridad jurisdiccional como a un órgano de
voluntad nacional.
Cuando por ejemplo, el art. 9 de la ley de 24 de mayo de 1872 dice que “el Consejo de Estado estatuye
soberanamente sobre los recursos en materia contencioso-administrativa”, esto no significa evidentemente que el
Consejo de Estado tenga un poder de voluntad soberana comparable al del legislador. Ni siquiera sería posible asimilar
las decisiones soberanas del Consejo de Estado a los actos mediante los cuales un superior administrativo da
jerárquicamente órdenes a los administradores colocados bajo su mando: pues el legislador, e igualmente el jefe de
servicio, poseen el rimero de un modo muy amplio y el segundo dentro de los limites de las habilitaciones que recibe de
las leyes, el poder determinar libremente las prescripciones o las medidas que les han de permitir alcanzar ciertos fines
escogidos voluntariamente por ellos mismos; y por consiguiente, en la medida en que gozan de la libertad de elegir los
fines y los medios, sus decisiones aparecen como implicando, por su parte, actos de propio voluntad. El juez, por cuanto
es el llamado a asegurar la aplicación de la ley, no tiene por que hacer obra voluntaria; el fin mismo que persigue, y que
es exclusivamente el mantenimiento de la legalidad, excluye en él todo poder de verdadera voluntad personal.
657
que los administradores, de los que la Constitución de 1791 (tit. III, cap. IV, sección 2, art.
2) decía Que “no tienen ningún carácter de representación”, porque sólo ejercen una
función de ejecución, los jueces sólo podían ser considerados como simples funcionarios.
Esto es lo que afirmaba
Esto ocurre, especialmente, en las relaciones entre la autoridad jurisdiccional y los administradores. Esta es la razón por
la que las decisiones emitidas en materia contenciosa por el Consejo de Estado no podrían considerarse como
mandamientos administrativos que tuvieran la misma naturaleza que las órdenes de servicio dirigidas por un jefe
jerárquico a sus subordinados; pues el agente subalterno, obligado a ejecutar la orden de servicio, obedece en esto, a
veces, un acto de voluntad de su superior. Por el contrario no se puede pretender que, al inclinarse ante la decisión
jurisdiccional del Consejo de Estado, las autoridades ejecutivas ejecuten una voluntad propiamente dicha de ese alto
tribunal administrativo. Evidentemente, la obligación en que se encuentran los administradores de respetar esta
decisión soberana no constituye solamente como se ha dicho en alguna ocasión (Laferriere, op, cit., 2º ed., vol. I, p. 351;
Hauriou, po. Cit., 8º ed., p. 389) un simple deber moral, sino que se trata, para ellos. De una obligación jurídica y
constitucional. Pero, por otra parte, este deber estricto no puede referirse a la idea de una superioridad de la voluntad
misma de este último, no podría, como tal, obligar a los administradores activos. Si la decisión jurisdiccional del Consejo
de Estado se basara en la voluntad misma de este último, no podría, como tal, obligar a los administradores activos; el
concepto francés de la independencia respectiva de las autoridades encargadas de administrar y de las autoridades
jurisdiccionales (ver sobre los efectos de este concepto, Hauriou, po. Cit., 8º ed,. Pp. 393ss., 957ss.) sería un obstáculo a
que la voluntad de éstas se impusiera a aquellas.
Partiendo de este concepto separatista, nos vemos conducidos a observar que la posibilidad de considerar las
decisiones jurisdiccionales del Consejo de Estado como mandamientos dirigidos a los administradores parece
desvanecerse completamente. En realidad, si estas decisiones se imponen de un modo absoluto a los administradores es
precisamente porque son algo muy distinto a los actos de voluntad de parte del Consejo de Estado; lo que constituye su
fuerza obligatoria es el hecho de que tienen carácter, no de cosa querida, sino de cosa juzgada. Más exactamente, los
administradores están obligados a respetarlas y a conformar sus actos a ellas, porque emanan de la autoridad que,
según el orden jurídico establecido en el Estado, se halla investida del poder de resolver soberanamente las dificultades
que suscitan las cuestiones de aplicación y de interpretación de las leyes que rigen la actividad administrativa, cuando
dichas cuestiones se formulan en forma contenciosa y por ello dan lugar a que se produzca una decisión jurisdiccional.
En este sentido también y por el mismo motivo, es por lo que la decisión emitida a título jurisdiccional por el
Consejo de Estado tiene, para las autoridades encargadas de la administración activa, el mismo valor que un
mandamiento. En virtud del sistema de la unidad orgánica del Estado equivale a un mandamiento, por cuanto que a ella
corresponde fijar el alcance y los efectos de las leyes cuya ejecución han de procurar los administradores. No obstante,
esto no significa que la decisión jurisdiccional contenga, para los administradores, como se ha sostenido (Kellershohn,
po. Cit., p. 199) un “emperativo jurisdiccional” que vendría a añadirse al “imperativo legal”. En sus relaciones con los
agentes encargados de la acción administrativa, el juez ya no tiene que ordenar por su propio mandamiento la ejecución
de las leyes y el jefe del Ejecutivo, como superior jerárquico, no tiene que renovar para ellos, por la promulgación por
cualquier otro acto especial, los mandamientos que se hayan contenidos en las prescripciones legislativas y que como se
ha visto anteriormente (p. 385 n. 11, p. 388) imponen, por la sola virtud imperativa de estas prescripciones, su fuerza
ejecutiva implícita a los agentes ejecutivos. La decisión del juez sólo podría constituir para los agentes administrativos un
nuevo imperativo en el caso en que creara para ellos jus novum; pero precisamente es muy dudoso (ver nº 248, infra)
que la autoridad jurisdiccional pueda hacer uso de sus facultades creadoras en las cuestiones concernientes en la
potestad administrativa del Estado.
658
Cazales en su discurso anteriormente citado; “El poder judicial no es más que un simple
función puesto que consiste en la aplicación pura y simple de la ley”. Simple función
significaba, según la terminología de la época, que la jurisdicción no es un poder de
naturaleza representativa.
No es, pues, realmente posible concebir la decisión jurisdiccional referente a lo contencioso-administrativo como un
mandamiento propiamente dicho que se dirigiera a los administradores (ver la tesis contraria desarrollada por
Kellershohn, po. Cit., pp. 18 ss., 50, 147, 148, 151 ss., 174 ss., 183 ss., 196 ss.,). Los autores que quieren ver en ella una
orden o mandamiento, obedecen en el fondo a la tendencia muy discutible que, aquí como en todas partes, y bajo el
pretexto de separación de poderes, consiste en tratar las tres clases de órganos o autoridades estatales como
constituyendo tres personas distintas dentro del Estado (ver núms. 278-279, infra). En realidad, las autoridades
jurisdiccionales y los administradores sólo son los órganos o agentes de una sola y misma persona, el Estado, que no
puede, por sus tribunales que imponen mandamientos a sus administradores, darse órdenes a sí mismo. Esta unidad
esencial del Estado es la que, más que cualquier otra razón, ha permitido asegurar que las reclamaciones y recursos
comprendidos en lo contencioso-administrativo tienen por objeto el acto administrativo mismo,. “considerado en sí”
(Hauriou, op. Cit., 8º ed., p. 102). Es perfectamente evidente, en efecto, que la autoridad administrativa de la cual
emana el acto, no posee, en el Estado, personalidad distinta a la que nos podamos referir; es por lo que fue necesario,
dícese (Hauriou, eod. Loc.), “formar proceso al acto”, pidiendo, contra e lacto mismo, su anulación o su reforma a la
autoridad jurisdiccional.
Por los mismos motivos, la idea de un mandamiento propiamente dicho, dirigido por los jueces administrativos
a los administradores, debe desecharse. Bien es verdad que el concepto de orden y de imperativo, al menos en cierto
sentido, puede hallar su lugar en las relaciones entre el órgano legislativo y las demás autoridades estatales, así como
también se justifica, en el seno del organismo administrativo, en las relaciones entre el jefe del servicio y sus
subordinados. Aquí, el concepto de orden se refiere al sistema de la jerarquía establecida en el interior del Estado, bien
sea entre los órganos, bien entre los agentes, y se legitima por este régimen de organización jerárquica. Igualmente, el
concepto de mandamientos y orden jurisdiccional llega a desprenderse racionalmente respecto de los simples
particulares, por cuanto que el juez tiene sobre ellos, por su cualidad de autoridad estatal, el poder de pronunciar
condenas que restablecen el derecho legal violado e incluso, a veces, de crear derecho extralegal. Por el contrario,
cuando se consideran las relaciones entre autoridades jurisdiccionales y autoridades administrativas, este concepto de
orden se hace impalpable, y ello por razón del hecho de que, desde la Revolución, el derecho positivo francés creyó que
debía fundar, entre las dos clases de autoridades, un principio de independencia, que excluye de una a otra toda
relación de naturaleza jerárquica, así como toda posibilidad de mando. Finalmente, pues, si los administradores tienen la
obligación de conformarse con las decisiones de los tribunales administrativos, no es en virtud de las órdenes o
mandamientos que estos últimos pudieran dictar respecto de ellos, sino porque, en el sistema de la unidad del Estado,
todo acto realizado por una autoridad que opera dentro del cuadro de su competencia regular debe tener valor
normalmente, con respecto a las demás autoridades estatales incluso si éstas son independientes, y con la condición, sin
embargo, de que no sean ellas mismas
659
Del preámbulo del título III de la Constitución de 1791 se desprende que este punto de
vista ha sido consagrado por la misma. En este preámbulo, tres textos especiales, los
arts. 3, 4 y 5, presentan realmente, con la debida separación, los poderes legislativo,
ejecutivo y judicial, como tres poderes principales y enteramente distintos, delegados
separadamente por la Constitución a tres órdenes de autoridades independientes. El art.
5, en particular, trata de la potestad judicial como de un tercer poder primordial, que no
deriva de ninguno de los otros dos. Sino que es delegado directamente por la nación a la
corporación de los jueces; corporación cuya independencia ya se hallaba establecida por
el hecho mismo de que dicho texto mandaba elegir los jueces por el pueblo.15 Este artículo
fue sometido a la Asamblea en la sesión del 10 de agosto de 1791, y se aprobó sin dar
lugar a largos debates. Sin embargo, un diputado, D.J.Garat, suscitó una objeción contra
su redacción: “Esta redacción convierte al poder judicial en un poder distinto y separado,
de manera que los jueces podrán considerarse en el futuro como los representantes del
pueblo. Pido, pues, que se reemplacen las palabras poderes judiciales por éstas:
funciones judiciales” (Archives parlementaires, 1º serie, vol. XXIX, p. 332). Garat, como
todos los oradores anteriormente citados, solo veía en la potestad judicial una función de
aplicación ejecutiva, y nunca una potestad de representación. La observación de dicho
diputado no mereció réplica, pero la redacción del art. 5º no se modificó. Sin embargo, no
cabe duda de que la Constitución de 1791 negó a los jueces la culidad de representantes.
Esto resulta categóricamente del art. 2 del citado preámbulo, que al enumerar a los
representantes de la nación, excluye por su silencio a los jueces. El carácter
representativo fue negado a los jueces en 1791, porque estimaba la Constituyente que el
juez, por más que estatuya libremente, inspirándose únicamente en su conciencia, no
tiene en principio más potestad que la de aplicar las leyes, lo que solo es una función
subalterna, y no un poder de querer por la nación. En suma, pues, si la Constitución de
1791 consideró al poder judicial como un tercer gran- poder, fue por razones orgánicas
únicamente, o sea por el motivo de que entendía que dicho poder había de ser
organizado de una manera independiente, especialmente frente al Ejecutivo. Esto es lo
que Bergasse expresaba al decir: “El poder judicial quedará mal organizado si depende
en su organización de una voluntad distinta de la voluntad de la nación” (Archives
parlementaires, vol. VIII, p. 441). Pero desde el punto de vista funcional la Cons-
15
jerárquicamente superiores, como una manifestación de la actividad de la persona Estado, una e indivisible. Art. 5: “El
poder judicial se delega en jueces elegidos por el pueblo en tiempo oportuno”.
660
tituyente no consideró 'a la potestad de juzgar como un poder verdadero y autónomo, sino
únicamente como una "función" 18 (cf. n' 370, infra). 242. El concepto de la Constituyente
respecto a la naturaleza de la función judicial se manifiesta también en dos instituciones
importantes, creadas por ella: la consulta legislativa y el tribunal de casación. El recurso o
consulta al legislador tiene su origen en el art. 12, título I I , de la ley de 16-24 de agosto
de 1790, que establece que "los t r i bunales se dirigirán al cuerpo legislativo cada vez que
crean necesario interpretar una ley". Este texto implicaba primeramente que los jueces no
pueden interpretar la ley por vía de disposición general y abstracta, y esta prohibición se
desprendía ya suficientemente por el principio formulado al comienzo del mismo texto,
que decía que los tribunales "no podrán hacer reglamentos". Pero además, parece que la
disposición del art. 12 referente a la interpretación de las leyes por el cuerpo legislativo
debió entenderse en el sentido de que, incluso en los casos concretos que se presentan
con regularidad ante los tribunales, no corresponde a los jueces pronunciarse respecto al
alcance de la ley cuando ésta da lugar a dudas graves o a dificultades (Geny, op. cit., n9 4
0 ) . En otros términos, así como aun actualmente los tribunales judiciales están obligados
a aplicar los actos administrativos invocados ante ellos en el curso de los procesos que
dependen de su competencia, pero no están calificados para interpretar esos actos en el
caso en que sea discutido el sentido de los mismos, y deben a este respecto sobreseer
hasta que el acto haya sido interpretado por la autoridad administrativa competente, así
también el punto de vista de la Constituyente, respecto al cometido de los jueces con
referencia a la ley, ha sido el de que únicamente tienen por misión aplicar el texto legal, y
no el de resolver las dificultades que puede originar éste. Por esta idea es por lo que el
art. 12 anteriormente citado reservó al juez la facultad de recurrir al legislador con objeto
de obtener de él la solución de las dificultades que se suscitan en el curso de las
instancias, respecto al sentido de la ley.
16 Duguit (Traite, vol. i, pp. 305-306; cf. Séparation des pouvoirs, p. 76) sostiene que "en el sisterña de la Constitución de
1791, los jueces formaban un cuerpo representativo". Se Lasa sobre todo en el hecho de que la constituyente "convertía
al orden judicial en un tercer poder independiente e igual a los otros dos" (Traite, vol. i, p. 353), "un poder distinto y
autónomo" (Séparation des pouvoirs, loe. cit.). Pero las dos cuestiones de saber si, por una parte, el cuerpo de jueces
forma un tercer poder y si, por otra parte, la función de juzgar implica una potestad de naturaleza representativa, son
muy diferentes. Y por cierto, no se puede decir que el cuerpo de jueces fuera en 1791 totalmente autónomo.
Evidentemente, se elegía por el pueblo y recibía su delegación directamente de la nación y de la Constitución, pero
aeremos en las páginas siguientes que quedaba colocado bajo el control y hasta en la dependencia del cuerpo
legislativo.
661
frecuente de esta consulta facultativa. Pero la Constituyente había establecido, por otra
parte, un sistema de recurso o consulta obligatoria, que fué practicado durante mucho
tiempo y que tiene su origen en el art. 21 de la ley de 27 de noviembre-19 de diciembre de
1790, relativa al t r i bunal de casación. Este texto se refiere al caso en que, entre el
tribunal de casación y los tribunales que dependen de su control, se suscite un conflicto
de decisiones, a resultas de que, después de dos casaciones consecutivas, el tercer
tribunal recurrido estatuye del mismo modo que los dos primeros, cuyos juicios fueron
casados anteriormente. La existencia misma de este conflicto, llegado al estado agudo,
revela que la ley que lo ocasionó suscita graves dificultades de interpretación a las cuales,
según el concepto de la Constituyente, únicamente el legislador puede encontrar una
solución; y por consiguiente, establece el texto que en ese caso, el tribunal de casación, al
que por tercera vez se presenta el caso, habrá de sobreseer hasta que la cuestión haya
sido resuelta por el cuerpo legislativo, que formulará un decreto de interpretación de la
ley, al cual habrá de conformarse el tribunal de casación en su juicio posterior. Este
sistema del recurso o consulta obligatoria al legislador fué confirmado por la Constitución
de 1791 (tít. m, cap. v, art. 2 1 ) . Se desprende del examen de esta institución que, en el
pensamiento de los primeros constituyentes, la función judicial sólo entrañaba un poder
de aplicación de las leyes.
Idéntica comprobación se desprende de la observación de las condiciones en las cuales
el tribunal de casación fué organizado por la ley de 1790 y del cometido que, según esta
ley, había de desempeñar. La institución de Un tribunal de casación, en principio,
respondía a la preocupación de crear un control superior sobre la regularidad de los
juicios dictados por los tribunales judiciales. Pero ¿desde qué punto de vista y con qué
objeto preciso había de ejercerse ese control? En el pensamiento de los autores de la ley
de 1790, la necesidad de un control provenía ante todo de la idea de que, al reducirse el
cometido de los tribunales, estrictamente, a la aplicación de las leyes, se hacía
indispensable establecer una vigilancia sobre la manera como, mediante sus decisiones,
realizaban dicha aplicación.
Tal es, en efecto, el objeto para el cual se estableció la institución de la casación. Esta
tiene por objeto especialmente asegurar la subordinación de los tribunales y la
conformidad de sus decisiones a las leyes dictadas por el cuerpo legislativo. Así
considerada, la casación hubo de aparecer, en 1790, como un poder que le corresponde
naturalmente al cuerpo legislativo mismo. Robespierre lo dijo en la sesión del 9 de
noviembre de 1790: "Es necesario establecer una vigilancia que reduzca a los tribunales a
los principios de la legislación. ¿Formará pa
662
del poder judicial este poder de vigilancia? No, puesto que el poder judicial es
precisamente el que se vigila. .. Este derecho de vigilancia es, pues, una dependencia del
poder legislativo. En efecto, según los principios reconocidos, al legislador es al que
corresponde interpretar la ley que ha hecho" (Archives parlementaires, 1* serie, vol. xx, p.
336). Por su parte, Le Chapelier, ponente de la ley sobre el tribunal de casación, había
dicho en la sesión del 25 de octubre de 1790: "Este derecho de vigilancia debe conferirse
por el cuerpo legislativo, porque después del poder de hacer la ley viene naturalmente el
poder de vigilar la observancia de la misma, de tal modo que, si ello fuera posible, dentro
de los verdaderos principios, los juicios contrarios a la ley habrían de ser casados
mediante decretos" (Archives parlementaires, vol. xx, p. 2 2 ) , es decir, por la asamblea
legislativa misma. La Constituyente no llegó hasta ese punto, sino que concedió el poder
de vigilar la aplicación judicial de las leyes a un órgano especial: el tribunal de casación.
Pero este " t r i b u n a l " recibía una posición y una función especiales. Su posición se
determinó de manera notabilísima al principio mismo de la ley, por el art. I 9 , que decía:
"Existirá un tribunal de casación, establecido cerca del cuerpo legislativo" (cf. Constitución
de 1791, tít. m, cap. v, art. 19). Así pues, dicho tribunal es un auxiliar del cuerpo
legislativo; colocado junto a éste, opera en cierto modo por su cuenta. En cuanto a su
función, consiste principalmente, como dice el art. 3 de la ley de 1790, en anular
"cualquier juicio que contenga una contravención expresa al texto de la ley". Esto
equivalía a decir que el tribunal de casación había de funcionar por el interés
constitucional de la subordinación de los tribunales al cuerpo legislativo y a la ley, antes
que por un interés j u d i c i a l ; la misión propia de este tribunal era la de reprimir
mediante anulación las lesiones directas a la ley. Finalmente, el espíritu en el cual estaba
concebida la institución de la casación se manifestaba también en el art. 24 de la ley de
1790, que imponía al t r i bunal de casación la obligación de enviar cada año a la tribuna
del cuerpo legislativo una diputación de ocho miembros para darle cuenta de las
casaciones pronunciadas y de los textos legislativos cuya violación las hubiera causado.
En estas condiciones es difícil decir si, según la ley que lo instituyó, era o no el tribunal de
casación un órgano judicial en el sentido preciso y completo de esta palabra. Por una
parte, su mismo nombre de tribunal y ciertas atribuciones que le confería el art. 2 y que
implican que poseía respecto a los demás tribunales la preponderancia jurídica de un
órgano judicial superior, y también el hecho de que, contrariamente a las proposiciones
presentadas en primer lugar a la Asamblea constituyente para que fuera el cuerpo
legislativo el que nombrara al tribunal de casación,
663
sus miembros se elegían por el pueblo lo mismo que los jueces ordinarios, todo ello
inducía a considerar al tribunal de casación como un cuerpo udicial y a sus miembros
como jueces, y así era por cierto como los llamaba la ley de 1790 (art. 13 ) , que calificaba
también sus decisiones como juicios. Pero, por otra parte, dicho tribunal se distinguía de
los cuerpos judiciales, según la expresión de Le Chapelier (loe. cit.), en que se hallaba
"colocado entre los tribunales particulares y la l e y " ; establecido cerca del cuerpo
legislativo, que había de proceder (art. 29) a su instalación y del cual dependía por cuanto
había de rendirle cuentas; habilitado únicamente, en f i n , para una misión constitucional
de conservación de las leyes, sin que pudiera "conocer del fondo de los asuntos", cosa
que le prohibía el art. 3, es decir, sin poder ejercer ese arbitraje judicia entre litigantes que
constituye, en caso de litigio , el objeto más elevado de la función jurisdiccional
propiamente dicha; en todos estos aspectos, el tribunal de casación no tenía de tribunal
más que el nombre. Es por lo que Duguit (Séparation des pouvoirs, p. 95) opina que el
tribunal de casación ha sido tratado por la Constituyente, "no ya como un órgano del
poder
judicial, sino como una delegación del cuerpo legislativo"; y éste es también, al parecer, el
sentir de Geny (op. cit., p. 71).
En todo caso, la idea maestra que se halla en la base de toda esta institución no
puede ponerse en duda: en esto, como en lo que concierne a la consulta al legislador, la
Constituyente partió de la convicción, tan profundamente anclada en el espíritu público en
los tiempos de la Revolución,
de que el derecho por entero está contenido en la ley, y que sólo la ley puede querer y por
consiguiente crear derecho; que, por lo tanto, el oficio del juez se reduce a hacer en cada
caso la aplicación casi servil del derecho legal; que no puede tratarse, de ningún modo,
de derecho pronunciado por los tribunales de la ley. Consecuencia de estas ideas fué la
supresión radical de toda jurisprudencia debida a la apreciación o a la iniciativa propia de
los jueces. Los oradores de la Constituyente son categóricos a este respecto: "La palabra
jurisprudencia —dice Robespierre en la sesión de 18 de noviembre de 1790— debe
borrarse de nuestro idioma. En un Estado que posee una Constitución y una legislación,
la jurisprudencia de los tribunales no es otra cosa que la ley misma; por lo tanto, siempre
habrá identidad de jurisprudencia" (Archives parlementaires,1* serie, vol. xx, p. 516). Le
Chapelier decía en la misma fecha:
" E l tribunal de casación, lo mismo que los tribunales de distrito, no debe tener
jurisprudencia propia. Si esta jurisprudencia de los tribunales, la más detestable de las
instituciones, existiera para el tribunal de casación, habría que destruirla. El único objeto
de las disposiciones respecto de las cuales vais a deliberar, es impedir que se introduzca"
(ibid., p. 517).
Así pues, según esta última cita, la institución misma de la casación se
664
Por otra parte, de la ley de 1837 resulta la consecuencia, muy importante, de que
la corte de casación adquiría la facultad de conocer del fondo de los asuntos y, en el caso
que da lugar al recurso, de ejercer la plenitud de la función de juzgar, al menos en el
sentido de que se hallaba habilitada en adelante para resolver por sí misma, con una
potestad que se imponía soberanamente, la cuestión de derecho a dilucidar en el
proceso. Hasta entonces, la corte suprema sólo había ejercido en materia judicial una
actividad que producía efectos negativos; su cometido consistía exclusivamente, según la
ley de 1790, en anular los juicios que
665
suponían infracción de ley; se hallaba reducida a ese poder de casación y no tenía que
estatuir respecto al proceso mismo; esto es precisamente lo que la ley de 1790 expresaba
al prohibirle conocer del fondo de los asuntos. No constituía, pues, por encima de los
tribunales de apelación, un tercer grado de jurisdicción, o sea un juez superior encargado
de substituir en el proceso una nueva sentencia a aquella que pronunciaron los jueces
anteriores. A decir verdad, no juzgaba de ningún modo el proceso, sino que se limitaba a
apreciar la legalidad de los procedimientos y de los juicios que se habían sustanciado con
objeto del proceso o causa. Por la ley de 1837, la corte de casación, dotada ahora de la
facultad de imponer su decisión a los tribunales que de ella dependen, se vio investida de
un poder positivo, que incluso en cierto sentido se puede calificar como poder de plena
jurisdicción. Indudablemente, sigue subsistiendo, del sistema originario de 1790, el
principio de que los jueces supremos no han de conocer de los hechos de la causa y
deben atenerse al control de la legalidad de los juicios a ellos remitidos. Indudablemente
también, este control, hoy día lo mismo que en su origen, continúa traduciéndose,
formalmente, en simples anulaciones de sentencias, seguidas de remisión a una nueva
autoridad jurisdiccional, y no puede la corte de casación substituir directamente su
decisión propia a la que anuló. Pero, al menos, esta anulación, desde 1837, tiene por
efecto imponer al nuevo tribunal que se ha hecho cargo del caso la adopción de una
solución jurídica determinada, y por consiguiente, se infiere de la ley de 1837 que la corte
suprema, implícitamente, tiene la facultad de emitir, por el medio indirecto de la casación,
verdaderas decisiones positivas referentes a las cuestiones de derecho que se suscitan
en los procesos. En esto, esta corte ha llegado a ser realmente una autoridad
jurisdiccional de tercer grado que estatuye, al menos de un modo indirecto, respecto al
fondo mismo de los juicios o sea respecto a su fondo jurídico. Esto ocurre, al menos, en el
caso de la segunda casación; pero en la práctica, los tribunales, habitualmente, no.
habrán de esperar una segunda casación para inclinarse ante la potestad imperativa de la
corte suprema.
Constituyente, que, al confinar a los jueces dentro de la aplicación estricta de las leyes y
bajo el pretexto de la separación de poderes, había reservado la interpretación de los
textos dudosos al cuerpo legislativo.
1T No es, pues, exacto decir, como lo hacen varios autores franceses, que hay lugar a jurisdicción cuando un derecho ha
sido violado (Artur, Revue du droit public, vol. xm, p. 226) ; ni tampoco decir, con los autores alemanes, que la justicia ha
de intervenir cuando ha habido
667
"Stórung der Rechtsordnung" (G. Meyer, op. cit., 6' ed., p. 618) ; pues la autoridad judicial no solamente tiene por labor
o tarea hacer respetar el derecho preexistente, sino tambión resolver toda discusión entre litigantes mediante una
solución que 1 brá de constituir para éstos derecho judicial y nuevo.
668
jueces. . . La previsión de los legisladores es limitada. . . Sería, pues, un error pensar que
pudiera exirtir un cuerpo de leyes que hubiera previsto por anticipado todos los casos
posibles". Así pues, " t an imposible es prescindir de la jurisprudencia como prescindir de
las leyes. A la jurisprudencia es a quien abandonamos los casos raros y extraordinarios,
que no pueden entrar en el plan de una legislación razonable, los detalles demasiado
variables y contenciosos, que no deben ocupar al legislador, y todos aquellos objetivos
que sería inútil esforzarse en prever. La experiencia es la que ha de ir llenando
sucesivamente los vacíos que dejamos". El alcance de estas explicaciones de Portalis se
halla fuera de toda duda por la distinción que establece, a este respecto, entre las leyes
criminales y las leyes civiles. En lo que concierne a las primeras, no puede el juez suplir
su silencio. En cuanto a las segundas, el juez puede suplirlas como "arbitro esclarecido e
imparcial". Tiene que juzgar, porque " l a justicia es la primera deuda de la soberanía".
Esta última idea la desarrolla Portalis en los términos siguientes: " En las materias civiles,
el debate se realiza entre dos o más ciudadanos. Una cuestión de propiedad o cualquier
otra cuestión semejante no puede quedar indecisa entre ellos. No hay más remedio que
pronunciar: de la manera que sea, hay que terminar el l i t i g i o . Si las partes no pueden
ponerse de acuerdo ellas mismas, ¿qué hace entonces el Estado? En la imposibilidad de
ofrecerles leyes sobre todos los objetos, les ofrece, en el magistrado público, un arbitro
esclarecido e imparcial, cuya decisión les impide venir a las manos". De aquí la
conclusión: "Reconocemos en los jueces la autoridad de estatuir respecto a aquellas
cosas que no han sido determinadas por las leyes" (Fenet, Travaux préparatoires du Code
civil, vol. i, pp. 467-476; Locré, La législation de la France, vol. i, pp. 256-265.1 8 Estas
palabras de Portalis constituyen el comentario más claro al art. 4; indican que, tanto en la
intención de sus redactores como en su fórmula expresa, dicho texto convierteal juez en
un arbitro encargado de suplir las lagunas de la ley e investido, por lo tanto, de una
función que —aunque, de hecho, los tribunales no tengan ocasión de ejercer ese arbitraje
sino en muy raras ocasiones— no puede ser definida teóricamente y en principio como
una simple función de aplicación de las leyes.
245. Cabe preguntarse, después de todo esto, cómo es que tantos autores
mantienen aún la definición, tomada de los conceptos revolucionarios,
según la cual juzgar es únicamente aplicar las leyes. Nada en los
18 El proyecto de la comisión gubernamental del año vin decía igualmente, en su libro preliminar, tít. v, art. 11: " E n las
materias civiles, el juez, a falta de ley precisa, es un ministro de equidad"; art. 12: " E l juez que rehusa juzgar se hace
culpable de denegación de justicia"; art. 13: " E n materia criminal, no puede el juez suplir a la ley en ningún caso"
(Fenet, op. cit., vol. I I , p. 7).
669
textos autoriza semejante concepto, y la verdad, por el contrario, es que cute concepto se
halla en oposición directa con la disposición del art. 4 y las declaraciones formales del
legislador de 1804. Pero la supervivencia de esta definición se explica por el hecho de
que la creencia en la omnipotencia de la ley, o sea en su capacidad para preverlo y
regularlo todo, no ha dejado de permanecer profundamente arraigada en el espíritu
público francés. Las ideas de los hombres de la Constituyente en cuanto al cometido
respectivo del legislador y el juez, su desconfianza respecto a la autoridad judicial, han
persistido mucho después de la terminación de la Revolución. Prueba de ello se
encuentra particularmente en las críticas vehementes que, durante la confección del
Código civil , suscitaron algunos tribunales de apelación contra el principio del art. 4, y
sobre todo en la resistencia porfiada que, como se sabe, opuso el Tribunado al título
preliminar el Código civil y en particular a la disposición de dicho artículo 4 (ver
particularmente Fenet, op. cit., vol. v i , pp. 150 ss.).
cuestión de derecho no regulada por un texto, existiera una jurisprudencia que tuviera
cierta solidez; no hubiera sido admisible que algunos tribunales hubieran podido prescindir
de esta jurisprudencia, rompiendo su unidad bien establecida, y rehusado a los litigantes a
un beneficio con el cual estos hubieran podido contar. Es una palabra y de un modo
general, si es necesario que los fallos que aplican e interpretan las leyes se hallen
sometidos a un control de la legalidad, con mayor razón se hace sentir esta necesidad de
control por lo que se refiere a aquellos otros en los que el tribunal pronuncia el derecho
por sus propios medios.
particular, para estatuir, de una manera en cierto modo ideal, respecto a la validez legal
del juicio recurrido. Esta absoluta separación entre el punto de derecho y el punto de
hecho no ha podido mantenerse íntegramente. En efecto, en los casos en que en
ausencia de reglamentación legislativa, los tribunales hubieron de ejercer, entre los
litigantes, el arbitraje que consiste en pronunciar el derecho según los hechos de la causa,
la misión que reconoció a sí misma la corte suprema, de controlar el derecho pronunciado
de ese modo, tenía que llevarla forzosamente a un examen de los hechos de referencia,
puesto que en tal hipótesis, el derecho pronunciado por los jueces “se sale de los hechos
mismos”, como lo declara Geny (op. Cit., p. 565); y por consiguiente es imposible aislarlo
de esos hechos. Indudablemente, los tribunales cuya sentencia es remitida a la corte
suprema tiene un poder soberano en lo que se refiere al puro conocimientote los hechos,
pero al menos caen bajo el control de la corte de casación las soluciones jurídicas que
adoptan en consideración de los hechos, y por lo mismo, aquella ha de examinar estos
hechos, por lo menos desde el punto de vista de la determinación del derecho judicial que
debe aplicárseles. Finalmente, pues, ejerce la facultad de casar las decisiones
impugnadas ante ella, incluso en ausencia de toda violación formal de las leyes, y por el
solo hecho de que la solución de derecho aplicada a los hechos del proceso no le parece
conveniente apropiada a estos; más aun, llega hasta ocuparse especialmente de los
hechos con objeto de establecer el reglamento de derecho que debe ser adoptado a ellos.
En todos estos aspectos se puede decir de nuevo (cf. nº 243, supra) que la corte de
casación esta a punto de constituir un nuevo grado de jurisdicción, pues se parece cada
vez más a un tribunal de instancia superior, al que las partes, después de haber agotado
las jurisdicciones subalternas, se dirigen de nuevo para que se pronuncie el derecho que
habrá de terminar su proceso. Esta transformación del cometido original de la corte
suprema confirme que, en el estado del derecho positivo francés, la función jurisdiccional
no se reduce a la pura aplicación de las leyes.
Las limitaciones que entraña la potestad jurisdiccional derivan todas ellas del
principio fundamenta de que no pueden los jueces, de ningún modo, inmiscuirse en el
ejercicio de la función legislativa, ni invadir las atribuciones reservadas al órgano de la
legislación. Es este un principio que ha sido formulado con gran firmeza por múltiples
textos de la época revolucionaria. La ley sobre la organización judicial de
673
16-24 de agosto de 1970 (tít. II, arts. 10 y 12) prohibía ya a los tribunales “tomar directa o
indirectamente cualquier parte en el ejercicio del poder legislativo”, y deducía de esto
especialmente que “no podía hacer reglamentos”. La Constitución de 1791 (tít. III, cap. V,
art. 3) renueva la misma prohibición en los siguientes términos: “Los tribunales no pueden
inmiscuirse en el ejercicio de l poder legislativo ni suspender la ejecución de las leyes”. La
constitución del año III. (art.203) repite que “los jueces no pueden inmiscuirse en el
ejercicio del poder legislativo ni hacer reglamento alguno”. Después de terminarse la
Revolución, estos principios se vieron confirmados por el art. 5 del Código civil, que dice:
“Queda prohibido a los jueces pronunciarse por vía de disposición general y reglamentaria
sobre las causas que les son sometidas”. Y el art. 127-1° del Código penal sanciona estas
prohibiciones dictando penas contra las autoridades judiciales que resulten culpables se
semejantes invasiones. Todas estas disposiciones no son sino la aplicación del principio
de separación de poderes legislativo y judicial, que, desde 1789, ha sido tan solidamente
establecido en Francia, especialmente contra jueces.
Pero entonces estos textos parecen suscitar inmediatamente una grave objeción
en contra del concepto sostenido anteriormente y que admite en el juez un poder creador
del derecho. Pues, en principio, la creación de una disposición jurídica (de un Rechtssatz,
según la expresión técnica alemana), sea a titulo de regla general, sea a titulo de
prescripción destinada a regir un caso individual, presenta un carácter de decisión inicial,
y por este mismo motivo constituye un acto de potestad legislativa, que entra
normalmente dentro de la competencia exclusiva del órgano legislativo. Así pues, el
principio de la separación de los poderes legislativos y judicial parece excluir de una
manera imperiosa toda posibilidad de reconocer al juez la facultad de pronunciar derecho
que no haya sido ya consagrado por las leyes.
Es innegable, en efecto, que el juez que por su propia iniciativa crea una solución
jurídica para la solución de un l i t i g i o , ejerce con ello un poder que, en sí, es de
esencia legislativa (ver n9 250, infra).19 Tal era, indudablemente, el punto de vista en el
que se colocaban los textos antes citados de la época revolucionaria, cuando prohibían a
los tribunales inmiscuirse, de cualquier forma que fuera, en las funciones del legislador.
19 Este punto no fué advertido por Geny (op. cit., p. 181). Esto se debe a que dicho autor, al limitar sus penetrantes
estudios a la función judicial, no se ocupó en averiguar por sí mismo cuál es, en derecho constitucional francés, el
concepto preciso que debemos formarnos de la ley. Se limita" a reproducir a este respecto la opinión común, y declara
que "lo que especifica la función legislativa, es el carácter general y permanente de sus disposiciones". Y
por consiguiente, declara que el juez que crea derecho para solucionar un caso determinado no realiza obra legislativa.
675
mulado en principio, en su art. 4, que los jueces no podrán dejar ningún litigio sin solución,
no reproduce en su contra sino una sola de las consecuencias de las prohibiciones
formuladas por la legislación revolucionaria: la de estatuir por vía de disposición general
(art. 5). Ya no cabe, pues, desde 1804, prevalerse de los textos de la época intermedia
para negar a la autoridad jurisdiccional a la facultad de esencia legislativa que consiste en
crear derecho, y existe aquí, en el caso de laguna de la ley, un poder de creación que
puede ejercerse tanto por el juez como por el legislador. Ahora bien, este derecho de
creación jurisdiccional no puede ser dictado en forma de prescripción reglamentaria, como
lo especifica el art. 5. Y por otra parte, se infiere de los principios generales del derecho
público –sin que el Código civil tenga necesidad de recordarlo- que las decisiones
jurisdiccionales jamás pueden contradecir las leyes vigentes ni abrogarlas. Estas son las
únicas causas de la limitación a la potestad creadora de los tribunales que subsistan hoy
en día en virtud del principio de separación de los poderes legislativo y judicial.
247. En primer lugar, si el juez esta capacitado para crear algunas veces nuevo
derecho, le esta prohibido darle a estas decisiones la forma y el valor de las reglas
generales. Esta prohibición se aplica lo mismo a aquellas sentencias que solo reconocen
y declaran el derecho legal que a las que pronuncian el derecho praeter legem. Por lo que
se refiere a estas ultimas, es cierto que se parecen a las decisiones legislativas por su
carácter de novedad; pero entre ellas y las leyes existe la enorme diferencia de que la ley
pueda crear el derecho, y lo crea habitualmente, por vía de prescripción general y a titulo
de estatuto de la comunidad, mientras que la sentencia de una autoridad jurisdiccional, en
principio, no tiene más alcance que el de la solución de un caso particular, dictada a titulo
individual y que no origina sino derecho ínter partes. Emitida para las necesidades de la
causa, es decir, para la solución necesaria de un litigio, esta sentencia tan solo tiene valor
con respecto a la causa a la que se aplica. Indudablemente, una decisión judicial que
viene a establecer un principio jurídico nuevo sirve como la ley a las partes para la que ha
sido formulada, pero solo vale como tal para el caso particular a que se refiere. El acto
jurisdiccional no tiene, pues, la potestad propia del acto legislativo, pues tan solo su parte
dispositiva posee fuerza de cosa juzgada (art. 1341, Código civil). Lo mismo ocurre
incluso con las resoluciones de la corte de casación, pues cualquiera que sea su alto
alcance doctrinal, carecen de fuerza legislativa y no obligan – salvo el caso previsto en la
ley del 1° de abril de 1837- a los tribunales que d ependen de dicha corte, como tampoco
la obligan a ella misma.
de derecho, ya que este es un poder que en cierto modo es común al juez y al legislador,
sino como el poder de crear reglas generales.20 Este poder de estatuir generaliter, en
efecto, se le niega al juez, que, por los que a derecho se refiere, no puede sino crear
derecho in concreto, o sea para un caso particular. En este sentido y por la misma razón
es por lo que hay que afirmar enérgicamente que la jurisprudencia, en Francia, no puede
de ningún modo considerarse como una fuente general de derecho positivo, como ocurre
en Inglaterra. Todos los esfuerzos que se han intentado para atribuirle ese carácter de
fuente de derecho (ver a este respecto Geny, op. Cit., pp. 426 ss.) están destinados a
tropezar con la regla constitucional que acaba de recordarse y que por lo mismo que limita
el valor de las decisiones jurisdiccionales al caso para el cual se han distado, excluye
rigurosamente la posibilidad de admitir que puedan constituir jamás una orden jurídica
capaz de regir los casos venideros.
20
Se ha visto no obstante (núms.. 98, 111 ss., supra que la generalidad de la disposición no puede considerarse como el
criterio o característica absoluta de la ley. En efecto, si en su comparación con la jurisdicción se caracteriza la legislación
por el poder que tiene el legislador de fundar el derecho a título de prescripciones generales, este criterio deja de ser
exacto en las relaciones de la potestad administrativa, pues se ha comprobado que esta ultima entraña, lo mismo que la
legislación, el poder de emitir regalas generales.
21
Existe en esto, seguramente, una causa de inferioridad del derecho pronunciado por el juez con respecto al derecho
dictado en forma de regla general por el legislador; el sistema de las decisiones jurisdiccionales particulares perjudica la
estabilidad del derecho y engendra la inseguridad para los justiciables. Pero esta imperfección, por desagradable que
sea, tiene su contrapeso, en su parte, con preciadas ventajas. De todos los defectos inherentes a las instituciones
jurídicas, quizás no haya ninguno más grave, en los tiempos modernos, que el que resulta del sistema que consiste en
establecer el orden jurídico aplicable a los particulares por la vía de reglas generales formuladas por anticipado y
destinadas a regir indistintamente todo un conjunto de casos que suponen se de la misma naturaleza. El temor a lo
arbitrario, la desconfianza respecto de las autoridades publicas y el deseo de limitar su potestad, finalmente la pasión
por la igualdad llevada a su extremo, han sido la causa de que la evolución del derecho, en este aspecto, se haya
orientado en un sentido opuesto al progreso de la ciencia médica, la cual por el contrario, dícese, tiende a reconocer, en
cada uno de los casos individuales que ha de tratar, una especie particular, que suscita un nuevo problema y necesita un
tratamiento apropiado al sujeto. Al contrario de este método, el legislador aborda y resuelve los problemas de orden
jurídico como si cada una de las categorías de relaciones de derecho que considera, pudieran reducirse a un tipo
abstracto, inmutable, susceptible de regularse de una vez por todas por una prescripción fija e invariable. Y los creadores
de las leyes se dan perfectamente cuenta, sin embargo de que sus reglas generales son llamadas a aplicarse a
situaciones múl-
677
se puede por menos de pensar en que la distinción que se establece hoy entre la
protestad jurisdiccional y la potestad legislativa había sido ya claramente advertida por los
romanos. La sacaron a la luz a propósito de los poderes de orden judicial del pretor.
Indican los textos que, en virtud de su potestad de judicii datio, el pretor tenía la jurisdictio,
y por lo tanto podía jus dicere, pero no podía jus facere, según la expresión de los
intérpretes modernos. En otros términos, el magistrado tiene ciertamente el poder de
crear, entre las partes actuantes, situaciones jurídicas que para ellas son equivalentes a
las que pudieran resultar de una ley, pero el pretor queda declarado como incapaz de
crear derecho, en el sentido de que sus decisiones solo tienen el valor de soluciones
jurisdiccionales que se aplican a casos litigiosos y que no se refieren a un poder general
de crear derecho, poder este ultimo que solo pertenece al legislador. Incluso el edicto
honorario, a pesar de su parecido esencial tan notable con la ley, a pesar también de la
generalidad de sus disposiciones, no tenia, propiamente hablado, valor legislativo, ya que
el magistrado sólo
tiples que habrán de ser de hecho muy desiguales, así como ocurre muy frecuentemente que las cuestiones presentadas
ante el legislador se refieren a intereses contradictorios y por su naturaleza han de resolverse de manera muy diferente
según el punto de vista político o económico, individual o general, desde que el se las examine, resulta de ello de la ley ,
al tratar de conciliar todos los intereses y tener en cuenta todas las consideraciones presentes, se que a veces con
soluciones intermedias, que tienen el carácter de compromisos entre postulados opuestos (cf. p. 250,n. 2). El gran
defecto de esta forma de proceder es que haca caso omiso, precisamente, de las circunstancias particulares que en cada
caso concreto, confieren a una situación o a una cuestión jurídica de su verdadero significado y que por lo tanto,
deberían de terminar la solución que habría de aplicarse. Por eso es por lo que el régimen de la reglamentación
legislativa por vía de disposición general no puede engendrar, bajo cierto aspecto, sino un mínimo de justicia, así como
solo realiza, a veces, una de igualdad. El sistema de las decisiones jurisdiccionales concretas, ósea para casos
particulares, permite al juez conceder todo su valor a aquellos hechos de la causa que imprimen a esta su carácter
particular y que, por consiguiente, merecen ser tomados en preponderante consideración en la búsqueda de la decisión
que habrá de adoptarse. En lugar de la solución preconcebida con referencia a un caso ideal, considerado por el
legislador como el caso mas habitual o corriente, pero que en la practica solo muy raras veces habrá de presentarse bajo
el aspecto teórico como fue previsto - solución mixta y neutra que tal vez excluya lo arbitrario, pero cuya ciega
aplicación, a veces , no satisface ni la razón, ni, sobre todo , la equidad - ,el juez tendrá la facultad de matizar su decisión,
adaptándola lo mas cercano posible a las particularidades de la causa sobre la cual ha de estatuir. Bien es verdad que
esta libertad de apreciación jurisdiccional supone jueces dotados de gran discernimiento y cuya absoluta rectitud esté
plenamente asegurada, Ya se observo anteriormente (pp. 232-233) que para el Estado moderno pueda hallarse a la
altura de sus cometidos y a hacer frente a las complejidades de la vida contemporánea, tiene necesidad de estar
secundado por agentes que presentas sólidas garantías de valor personal, que permitan que lo pueda confiar poderes
suficientemente amplios, mas bien que por agentes mediocres, en los cuales la mediocridad se compense por la carencia
de poderes.
678
22
Como ejemplo del “poder propio” de la justicia administrativa, Hauriou (loc, cit., p.79) señale especialmente que le
corresponde a dicha justicia determinar cuales son los “actos de gobierno”. Bien es verdad que esta determinación, en
ultimo termino, depende de la jurisprudencia administrativa; sin embargo, hay que observar que el juez administrativo,
a este respecto, no tiene potestad incondicionada, y su verdadero papel consiste únicamente en indagar y decidir cuales
son, según la Constitución, los actos que entran dentro de la categoría de actos de gobierno (cf. núms.. 176-177, supra).
679
23
Es conveniente, por los demás, que las tendencias innovadoras de la jurisprudencia del consejo de estado se
manifestaron especialmente durante la época en que las decisiones de esta sablea en materia contenciosa solo era
emitidas a titulo de parecer o dictamen, y en que por lo tanto sus innovaciones podían apoyarse en la potestad
jerárquica de jefe de estado. Desde que la ley de 24 de mayo de 1872 concedió al consejo de Estado poder propio en
materia contenciosa, Hauriou hace observar que “el desarrollo del recurso por exceso de poder parece haberse
detenido, por lo menos en lo que se refiere a la admisión de los mismos” (op. Cit., 8ª ed., p.439).
680
se le quiera dar al principio de subordinación de los tribunales a las leyes, siempre les
quedara cierto resquicio para el ejercicio de su potestad propia de decisión jurisdiccional.
194
Esto basta para que la función jurisdiccional no pueda calificarse integra y
uniformemente como función de aplicación ejecutiva de las leyes.
194
Para no citar sino un ejemplo, se puede recordar aquí el papel desempeñado por la jurisprudencia en las
cuestiones de derecho internacional privado.
681
1 No es posible, pues, aceptar la afirmación de Duguit (L'État, vol. i, p. 416) de que el acto jurisdiccional, "si creara una situación jurídica (nueva), sería
un acto de administración".
2 Ver respecto de este texto el Exposé des .motifs de l'avant-projet du Code civil suisse (E. Huber), vol. i, pp. 30 ss.: "El juez debe estar autorizado para
reconocer que el derecho escrito tiene sus lagunas, que ninguna interpretación puede rellenar. Y hecho este reconocimiento, pronuncia fundándose, no
ya en una ley que fuera absolutamente completa, sino en el derecho que debe serlo, y crea él mismo la norma que estimaría justa y prudente en el
cuadro del orden jurídico existente, si hiciera oficio de legislador". En el mismo sentido que el Código civil suizo, el art. 7 del Código civil austríaco de
1911 prescribía ya al juez, en caso de laguna en el derecho positivo vigente, buscar una solución en las "natürliche Rechtsgrundesátze". Por el contrario
el Allgemeine preussische Landrecht, redactado bajo la influencia de las ideas de omnipotencia y de suficiencia universal de la legislación que
dominaban a fines del siglo XVII, declaraba en su art. 49 que en el caso en que la ley no contenga decisión tomada en previsión del caso litigioso actual,
debía recurrir el juez a los principios generales
682
(cf. Rumpf, Gesetz una Richter, p. 19). Conviene, a propósito de esta clase de
sentencias, recordar las palabras de Barnave, que aproximaba las sentencia» y
las leyes diciendo: "La decisión de un juez no es más que un juicio particular,
como las leyes son un juicio general" (Archives parlementaires, 1a serie, vol. xv, p.
410). Si Barnave pudo calificar la ley como juicio general, podría decirse,
recíprocamente, que la sentencia del juez, al menos aquella que realiza una
innovación, tiene el valor de una ley particular.3 La conclusión que se desprende
de estas observaciones es que, bajo este primer aspecto, la función jurisdiccional
sólo se distingue de la función legislativa por diferencias de forma. La creación de
una prescripción jurídica cuyo objeto es regular en una forma nueva un caso
individual puede tener lugar a veces en forma legislativa y a veces en forma
jurisdiccional. La distinción entre estos dos modos de decisión es, por lo tanto, de
orden formal.
admitidos en el Landrecht y sacar de ellos, para la solución del litigio, el mejor partido posible. Estos principios generales del Landrecht, según dicho
texto, se consideraban como suficientes para proveer a todas las necesidades de la práctica.
3 Cuando se dice que, en el silencio de la ley, se comporta el juez como el legislador, esto no significa, como pretende Jellinek (op. cit., pp. 167), que
deba el juez en tal caso limitarse a buscar cuál sería, respecto de la cuestión de derecho que se le somete, la solución por la que se decidiría
verosímilmente el órgano Iegislativo actualmente en funciones. El cometido del juez, a este respecto, no se reduce a una simple averiguación de la
voluntad probable del legislador. Evidentemente, el juez, hasta en este caso, está obligado a respetar esta voluntad superior, en el sentido de que la
solución que trata de buscar por sí mismo no debe, ni directa ni indirectamente, chocar con ninguna de las reglas contenidas en las leyes vigentes. Pero,
con esta importante reserva, el juez ejerce aquí un poder realmente independiente y la verdad es que, en la medida en que las leyes existentes le dejan
campo libre, se encuentra en el lugar del legislador; pues ha de buscar por sí mismo, igual que pudiera hacerlo el legislador, la solución que le parece
más conveniente para la cuestión formulada ante él (ver en este sentido Heck, loe. cit., pp. 239 ssj. En esto es en lo que la competencia jurisdiccional
aparece verdaderamente, en esta hipótesis, como una potestad creadora de soluciones de derecho
683
los poderes legales de los que se hallan investidos los administradores (ley del 24
de mayo de 1872, art. 24; Hauriou, op. cit., 8^ ed., pp. 395 ss.). Así pues, la
autoridad jurisdiccional desempeña una función intermedia entre la legislación y la
ejecución; lo que supone que la actividad del juez, que es consecutiva a la ley,
pero que precede o condiciona la ejecución de la misma, constituye una
manifestación de potestad estatal que es tan distinta del poder ejecutivo como del
poder legislativo. Este es el punto de vista al que se adhiere Esmein. Pero se
puede replicar que, al colocarse en este punto de vista, se hace muy difícil
considerar, en la acción jurisdiccional, otra cosa que no sea una operación
particular de ejecución; puesto que, desde el momento en que se reconoce que el
juez interviene para decidir si la ejecución es posible y de qué manera ha de
realizarse, hay que admitir, por lo mismo, que prepara dicha ejecución, y por
consiguiente, se puede afirmar también que concurre en la misma. Es evidente, en
efecto, que la potestad ejecutiva no se refiere únicamente a los actos de ejecución
directa de las leyes, sino que comprende también todas aquellas operaciones que
tienden a la realización de las prescripciones legislativas. El acto mediante el cual
el juez comprueba y declara que la ley es aplicable a un caso determinado no es
otra cosa sino una de estas operaciones. Se llega así a la conclusión de que la
jurisdicción no es en sí una tercera gran función del Estado, sino que entra en la
función general de -ejecución, de la que no es sino una rama particular. Se ha
visto anteriormente (n 242) que éste era también el sentir de los constituyentes de
1789-1791, los que, partiendo de la idea de que la función jurisdiccional se reducía
a aplicar las leyes para su ejecución, se detenían lógicamente en la conclusión de
que sólo era una función de naturaleza ejecutiva.4 Esmein mismo parece
adherirse a esta opinión, cuando escribe (loe. cit., p. 17) que "la administración de
la justicia es un atributo de la soberanía, separado del haz del imperium", o sea del
haz de los poderes comprendidos en el poder ejecutivo. No se puede reconocer
mejor que la justicia es en sí una función de la misma naturaleza que aquellas a
cuyo conjunto da dicho autor el nombre de poder ejecutivo, y Esmein añade que
se encuentra separada del poder ejecutivo, por cuanto que "tiene órganos distintos
o por lo menos reviste formas especiales". Estas son, en efecto, como se verá
después, la verdadera característica y la única base jurídica de la distinción entre
ambas funciones.
197
4 Ver en este sentido las observaciones de Clermont-Tonnerre (Archives parlementaires, 1* serie, vol. XV, p. 425) : "El poder judicial, lo que se llama
impropiamente poder judicial, es la aplicación de la ley o voluntad general a un hecho particular. No es, pues, en último término, sino la ejecución de la
ley; pero esta ejecución tiene de particular que va precedida por una consulta, por un examen, que abraza a la vez la ley y el hecho".
686
5 La función administrativa se encuentra así contenida entre la ley, de la cual no es sino la ejecución, y la justicia, que la mantiene dentro de la legalidad,
En este sentido, se ha podido decir que la ley es el regulador y la justicia la barrera de la actividad administrativa (Gneist, Der Rechtsstaat, 2 ed., caps,
II-in).
6 Se trata, por lo menos, de la ejecución definitiva, puesto que en general los recursos contra los actos administrativos carecen de efecto suspensivo.
687
7 Idénticas ideas se han defendido en Alemania, especialmente por Ihering (Der Zweck ira Recht, y ed., vol. I, pp. 387 ss.), que formula el criterio de
distinción entre la justicia y la administración diciendo que el juez ejerce una actividad encadenada, mientras que el
690
administrador goza de un poder de libre apreciación que le permite inspirarse, para la determinación de sus actos, en consideraciones de fines e
intereses. Esta cuestión de la libertad respectiva del juez y el administrador con relación a la ley ha dado lugar, en la literatura alemana, a numerosos
trabajos, que se indican en las páginas 2 y 3 de la reciente obra dedicada a esta misma cuestión por Jellinek, con el título de Gesetz,
Gesetzesanwendung uncí Zweckmassigkeitscrwagung.Jellinek (cap. u, ver especialmente pp. 176, 177, 193 y 194) llega a la conclusión de que el juez
carece de verdadero poder de libre y subjetiva apreciación o creación.
8 Ver, sin embargo, las reservas que sobre este punto se hacen en la n, 14, p. 656, supra, por lo que concierne a la posibilidad para los tribunales
administrativos de imponer verdaderas órdenes a los administradores.
9 Ver en el mismo sentido Demogue, Les notions fundamentales du droit privé, pp. 521-522: "Los jueces son a la vez expertos en el derecho y en los
hechos, que tienen una apreciación soberana, y autoridades que tienen el derecho de mandar. Así pues, la justicia lleva en una mano la balanza, por
medio de la cual pesa el derecho, y en la otra la espada, por medio de la cual lo defiende. Esto es particularmente claro en las épocas en que la misma
persona es 3 la vez jefe y juez, como el pretor romano. En esas épocas, nada más natural que
691
por cierto, de una orden administrativa cualquiera". El juez, en efecto, como el administrador, posee una potestad imperativa. La función jurisdiccional no
se reduce al poder de emitir simples sententiae (cf. n. 9, p. 384, supra). No es, pues, desde este punto de vista como puede señalarse una diferencia
material y esencial entre el acto administrativo y el acto jurisdiccional. Ver en el mismo sentido a Jéze, Revue du droit public, 1909, p. 674: "Al deducir
las consecuencias de las comprobaciones hechas por él, el juez realiza un acto cuya naturaleza es idéntica a la de los que realizan los agentes
administrativos".
692
principio de sus decisiones. Ahora bien, sin llegar a negar que la legislación
confiera frecuentemente a ios agentes administrativos amplias facultades de
apreciación y de acción, es evidente también que, especialmente en las relaciones
con los administrados, multitud de decisiones que dependen de la función
administrativa están estrictamente determinadas con anticipación por la ley, de
manera que el cometido del administrador ha de limitarse en este caso a
comprobar si las condiciones previstas por los textos legislativos están reunidas en
el caso especial, y hecha esta comprobación, tiene obligación de aplicar la
decisión legal. Por ello, la negación dada a un administrado por la autoridad
administrativa para realizar un acto al cual estaba legalmente obligada, constituye
una violación de la ley, que da lugar a un recurso por exceso de poder. Y no
solamente el cumplimiento de los actos administrativos puede ordenarse por las
leyes, sino que también es su contenido el que, a veces, se determina
imperativamente por ellas. Cada vez que la actividad administrativa se halla así
determinada estrictamente por la legislación, no puede negarse que se parece
notablemente a la actividad jurisdiccional. El administrador ya no tiene que realizar
aquí obra de voluntad, no puede pretender más resultados que aquellos que
derivan de la pura ejecución de la ley. En tal caso, el acto administrativo procede
10 Duguit (La séparation des poutoirs et l'Assemblée nationale de 1789, pp. 70 ss.; Traite, vol. i, pp. 353 ss.) sostuvo sin embargo que entre la justicia y
la administración existe una diferencia material, en el sentido de que, según el derecho público francés, son de una materia diferente. Dice este autor, en
efecto, que el poder judicial tiene por verdadero objeto aplicar las leyes en cuanto se refieren más directamente al interés individual, y por lo mismo
proteger los derechos individuales. La administración tiene por objeto propio, a la inversa, aplicar las leyes, en cuanto que se refieren directa y
principalmente al interés colectivo, haya o no litigio (ver en el mismo sentido a Ducrocq, op. cit., 7* ed., vol. i, n° 35). Así pues, la ejecución de l as leyes
civiles constituye la materia especial de la competencia judicial y la ejecución de las leyes de interés público es materia de la potestad administrativa.
Duguit recuerda que éste era ya el punto de vista de Montesquieu, que daba a ambas funciones el mismo nombre común de "potestad ejecutiva", pero
que especificaba que la justicia es "la potestad ejecutora de las cosas que dependen del derecho civil". Invoca particularmente el testimonio de los
miembros de la Asamblea nacional de 1789 (citados en la p. 655, supra) que, como Duport por ejemplo, declaraban "que había que distinguir las leyes
políticas y las leyes civiles. Las primeras se refieren a las relaciones de los individuos con la sociedad. Las segundas determinan las relaciones de
individuo o individuo. Para aplicar estas últimas leyes es para lo que los jueces han sido especial y únicamente instituidos" (Archives parlementaires, 1
serie, vol. xn, p. 410). Es evidente, en efecto —por más que haya dicho Artur, Revue du droit public, vol. xvn, pp. 246 ss.—, que dicho concepto, tomado
de la doctrina de Montesquieu, es el que dominó en las asambleas revolucionarias; y es también el que llevó a la Constituyente a atribuir lo contencioso-
administrativo a los mismos cuerpos de administración.
Pero es evidente también, como lo ha demostrado Jacquelin, op. cit., pp. 97 ss., que el criterio propuesto por Ducrocq y Duguit no está ya en armonía
con las reglas que actualmente determinan la esfera respectiva de la competencia administrativa y la competencia judicial; pues se observa que ésta
comprende a veces la interpretación de leyes de interés general, mientras que aquélla se extiende a cuestiones de derecho individual. Por lo demás, la
doctrina de Duguit implica, como consecuencia lógica, que la administración y la justicia, aunque teniendo materia diferente, no constituyen en definitiva
sino una sola y misma función, ya que ambas tienen por objeto común la ejecución de las leyes. Una ejecuta las leyes llamadas políticas, la otra las
leyes civiles; pero ambas se reducen por lo tanto a la idea de función ejecutiva. Es lo que afirma Ducrocq (loe. cit.): "Quienquiera que se halle
encargado, a título cualquiera también, de la aplicación de las leyes, participa en la potestad ejecutiva. Ahora bien, la autoridad judicial es la encargada
de la aplicación de las leyes de derecho privado y de orden
694
En cuanto se limita a aplicar las leyes existentes sin crear nuevas soluciones, la
jurisdicción no es, desde el punto de vista material, una función esencialmente
diferente de la administración, y bajo este mismo aspecto no pueden, pues,
distinguirse en el Estado sino dos funciones principales. Esta doctrina deriva de la
definición misma que se ha dado de la ley. Según el derecho público francés, todo
acto que tiene carácter inicial, o sea que no provenga de la ejecución de una ley
anterior, es en principio un acto de potestad legislativa. Se infiere de aquí que
fuera de la legislación, no hay lugar sino para una sola función o potestad distinta.
Frente al acto inicial que es la ley, todas las demás actividades estatales no
constituyen ya sino una categoría principal única, por cuanto no consisten sino en
ejecutar las reglas o decisiones legislativas. Todas estas actividades subalternas,
cualesquiera que fueren los caracteres especiales o la forma propia del acto
realizado, entran, pues, dentro del concepto general de administración o sea de
función que se ejerce bajo el imperio y en consecuencia de las leyes. Así ocurre,
en particular, con la jurisdicción: ésta no es, en principio, sino uno de los servicios
públicos comprendidos en la idea amplia de administración. El instinto popular no
se equivocó; en esto, pues, el término corriente "administración de justicia"
(empleado por Esmein, Éléments, 5 ed., pp. 17 y 438) se debe indudablemente, al
menos en parte, a que la justicia se presenta ante todo al espíritu como una de las
ramas de la administración general del Estado, en oposición a la legislación.
256. Nos falta ahora averiguar por qué razones y en qué sentido
203
penal, así como la autoridad administrativa es la encargada de la de las leyes de interés general. Tanto en un caso como en el otro, se trata, con el
mismo título, de aplicar la ley y de asegurar su ejecución, lo cual es misión del poder ejecutivo". Este era también el sentir de los oradores de la
Constituyente, cuyo testimonio alega Duguit; y parece, por otra parte, que en su estudio sobre La séparation des pouvoirs et l'Assemblée de 1789, dicho
autor participó, respecto de este punto, de la manera de ver de los primeros constituyentes. Hoy sostiene L'État, vol. i, p. 450; Traite, vol. I, p. 359) que
"los caracteres internos de la administración y de la jurisdicción son esencialmente diferentes" y que, por consiguiente, no son dos las funciones que hay
que atribuir al Estado, sino tres. Esta última afirmación, desde el punto de vista material, es difícil de conciliar con la doctrina que, por otra parte, no ve
en la justicia, lo mismo que en la administración, sino una función de aplicación ejecutiva de las leyes, civiles o políticas. 11 En Alemania, G. Meyer (op.
dt., 6* ed., pp. 25 a 27), partiendo de la idea de que la legislación consiste en emitir prescripciones generales y la administración consiste en regular
casos particulares, presenta también a la jurisdicción como una subdivisión de la función administrativa. Sin embargo, pretende este autor (loe. cit., n. 3)
que en el interior de la función administrativa tomada en su conjunto, la jurisdicción y la administración stricto sensu st distinguen entre sí por diferencias
materiales, reduciéndose éstas, en su doctrina, a diferencias de fines.
695
12 Artur (op. cit., Revue da droit public, vol. XIII, pp. 250 ss.) hace observar que la jerarquía judicial no es de la misma naturaleza ni produce los mismos
efectos que aquella que se establece entre el jefe del Ejecutivo y las diversas autoridades administrativas —al menos aquellas nombradas para la
administración activa— que se escalonan por debajo de él. Pero las diferencias entre ambas jerarquías, administrativa y judicial, se explican
principalmente por el motivo de que la corte de casación, como cualquier tribunal, no puede avocarse de oficio al examen de los juicios emitidos por las
jurisdicciones inferiores; es necesario el recurso de la parte interesada o del ministerio público.
13 "Salvo evidentemente una intervención legislativa en caso de abuso", como lo hace observar Geny (op. cit., p. 557).
699
14
Se verá más adelante, a propósito del régimen parlamentario, que incluso en este régimen debe
dejársele al gabinete ministerial cierta independencia para regir los asuntos gubernamentales. Pero
la independencia asegurada a los curpos judiciales no es ni con mucho de igual naturaleza que
aquella que precisan los ministros. Esta se funda simplemente en motivos de orden político de
utilidad práctica: conviene que las Cámaras dejen, a los hombres a quienes han encargado las
tareas del gobierno, la libertad de acción que les es necesaria para tratar los asuntos con éxito.
Esta es una cuestión de medida, de tacto, de oportunidad política; pero, por lo demás, el
Parlamento se halla estrechamente asociado a la actividad gubernamental, y siempre es dueño de
proyectar sobre ella su influencia superior; especialmente, tiene el poder jurídico de pedir cuentas a
los ministros, los cuales están obligados para con él a una responsabilidad ilimitada. Muy distinto
es el alcance de la independencia que para el cuerpo judicial resulta de la constitución orgánica
que les ha sido dada por el derecho positivo. Para caracterizar esta clase de independencia basta
con señalar el hecho de que los tribunales se sustraen, bien con referencia al Parlamento, bien en
relación con el Ejecutivo, a toda responsabilidad por el hecho de sus decisiones jurisdiccionales y
que los ministros tampoco responden ante las Cámaras de esas decisiones. La independencia
establecida en provecho de los tribunales tiene, pues, por objeto y por efecto sustraer su actividad
jurisdiccional a toda intromisión o a toda influencia proveniente de otra autoridad estatal, y en esto
hay que reconocer que, a diferencia de la supuesta separación entre el cuerpo legislativo y la
autoridad ejecutiva, se refiere directamente al orden de ideas en el cual fundaba Monteaquieu su
sistema de separación de poderes. Y no es, sin embargo, que las decisiones jurisdiccionales de los
tribunales sean por sí mismas actos que difieren siempre de los artos de los administradores, ya
que éstos, a su vez, son llamados frecuentemente a emitir decisiones que implican que pronuncian
el derecho (ver p. 691, supra). En este aspecto, el acto judicial tiene un contenido que no difiere
invariablemente del contenido del acto administrativo, y la función jurisdiccional no aparece como
«irreduciblemente distinta de la función administrativa. Pero, al menos, existe separación de
poderes, por el hecho de que, entre las decisiones que consisten en pronunciar el derecho,
aquellas que emanan de la autoridad jurisdiccional son las únicas que adquieren, por razón misma
de la independencia orgánica de que goza esta autoridad, el valor y la fuerza especial que
confieren a estas decisiones carácter y naturaleza de actos de función jurisdiccional (ver núms.
264-265, infra). La independencia de los tribunales se convierte así en el fundamento mismo y en
la fuente del concepto de jurisdicción; como también la única característica que permite reconocer
específicamente una decisión jurisdiccional ha de buscarse en el origen de esta decisión, o sea en
la cuestión de saber si es o no obra de una autoridad constituida sobre el principio de
independencia propio de los tribunales
700
verdadero medio de acción y de influencia (Artur, op. cit., Revue du droit public,
vol. XII, pp. 480 ss.). Pero, por una parte, es evidente que en el derecho actual los
jueces no son los delegados del Presidente de la República y no reciben de él su
potestad. Y por otra parte, el poder de nombramiento que sobre ellos tiene el
Presidente no implica necesariamente que éste sea el jefe de las autoridades
judiciales, como lo es de las autoridades administrativas, pues este poder se
explica debidamente por la consideración de que cualquier otro modo de
reclutamiento de los cuerpos judiciales presentaría inconvenientes, de orden
diferente sin duda, pero cuya gravedad sería todavía peor. De hecho, la mayor
parte de los autores no ven en este sistema de reclutamiento más que un
procedimiento de designación, y se niegan a deducir de ello que la autoridad
judicial deba hacerse depender de la autoridad ejecutiva (Jacquelin, op. cit., pp.
18-19; Esmein, Éléments, 5 ed., pp. 450 ss.).
Hay en esta doctrina gran parte de verdad, pero también algo de error.
Evidentemente, es cierto 'asegurar que, gracias a su organización, los tribunales
administrativos forman hoy un sistema de autoridades
702
15
alega sin embargo que los tribunales administrativos, no solamente no pueden dar órdenes a los
administradores, mandando, por ejemplo, un acto de administración, sino que, en principio,
tampoco tienen el poder de reformar o de anular los actos administrativos que se les someten. En
este aspecto, dice, no existe diferencia entre los tribunales administrativos y los tribunales
judiciales. Un tribunal, incluso administrativo, no puede casar o reformar un acto administrativo,
porque, como tribunal, sólo tiene un poder de jurisdicción y no un poder de administración.
Es evidente, en efecto, que los poderes de los tribunales administrativos sobre los actos de los
administradores entrañan considerables limitaciones, originadas por el hecho de que estos
tribunales, en principio, no tienen competencia para ejercer la acción administrativa propiamente
dicha. Por ello, Laferriére (loe. cit., vol. II, p. 131) indica que, por lo que concierne a lo contencioso
de los mercados de obras públicas, el consejo de prefectura, aun teniendo en esta materia poder
de plena jurisdicción, no podría, a demanda del contratista, anular las decisiones de los
administradores activos. Esto constituiría por su parte una invasión de la esfera propia de dichos
administradores. Podrá evidentemente el consejo de prefectura, en tal caso, apreciar la legalidad
de la decisión impugnada y determinar las reparaciones pecuniarias que se le deban al contratista;
pero no puede substituir a los administradores competentes tomando, respecto del asunto en
litigio, decisiones reservadas a su competencia (cf. por lo que se refiere a los mercados de
provisiones, Hauriou, op. cit., 85 ed., p. 849). Se infiere de aquí que el concepto de lo contencioso
de plena jurisdicción debe entenderse con ciertas consideraciones; implica desde luego que el
tribunal administrativo que enjuicia tiene la facultad de asegurar al derecho alegado en justicia las
reparaciones que le son debidas, pero únicamente en la forma en que dichas reparaciones sean
posibles.- En ciertos casos, evidentemente, la reparación directa será posible: esto ocurrirá
siempre que el tribunal pueda restablecer el derecho de la parte lesionada, sin que por ello tenga
que hacer u ordenar un acto de administración. Por ejemplo, podrá un tribunal administrativo
decidir que un funcionario tiene derecho a una atención, pronunciar la exención o la reducción de
una contribución directa, liquidar con un contratista; en esto, el tribunal pronuncia el derecho sin
invadir la acción administrativa. Pero hay casos en que el derecho lesionado no puede
restablecerse sino por medio de reformas o anulaciones que implican para la justicia administrativa
el poder de realizar por sí misma actos de administración. En este caso Artur (loe. cit., vol. XII, p.
200 n.) declara que el tribunal administrativo sólo podrá conceder una indemnización. Por ello dice
Hauriou (op. cit., 6l ed., pp, 482, 511 y 958) que el resultado más común del recurso contencioso
ordinario es "la condena de la persona administrativa a pagar una indemnización", y también que
"lo contencioso de plena jurisdicción es puramente pecuniario".
Pero, si bien es verdad que lo contencioso de plena jurisdicción con frecuencia se reduce a una
indemnización, no por ello deja de ser cierto, por otra parte, que la justicia administrativa entraña
también un importante poder de anulación, por ejemplo en el caso del recurso por extralimitación
de atribuciones. Artur (loe. cit., vol. xm, p. 236 n.; vol. xiv, p. 273 n.) dice que se trata aquí de una
derogación a la regla general. Pero esta excepción compromete toda su tesis. ¿Cómo explicar, en
efecto, en su concepto, que el Consejo de Estado pueda anular?
Se comprende que la corte de casación pueda anular los juicios de los tribunales ordinarios; en
esto sólo hace uso de su poder de tribunal supremo sobre los actos de una
705
autoridad del mismo orden que ella. Por idénticos motivos se comprende que el Consejo de Estado
pueda anular las decisiones de los tribunales administrativos que le están subordinados; hasta tal
punto realiza, así, un acto de autoridad jurisdiccional superior, que la anulación sólo operará aquí
ínter partes. Por el contrario, si el Consejo de Estado sólo fuera autoridad jurisdiccional cuando
estatuye en lo contencioso, ¿cómo podría anular actos administrativos?
706
No hay más remedio que admitir que en esto tiene cierta potestad administrativa, aunque no pueda
hacer o prescribir directamente actos de administración. Y la prueba de que anula en virtud de esta
potestad es que la anulación se realiza erga omnes.
de los administradores respecto de los cuerpos judiciales— permanecían fieles a la idea de que lo
contencioso-administrativo sólo puede ser juzgado por una autoridad administrativa, era necesario,
dice Hauriou, que la autoridad a la que se remitía el conocimiento de este contencioso,
"perteneciera de alguna manera a la administración" (op. cit.. 8 ed., p. 951). La habilidad del
sistema del año VIII consistió en remitirlo a los cuerpos consultivos, que se mezclan a los asuntos
707
Sobre los asuntos contenciosos cuya decisión era remitida con anterioridad a los
ministros". Esta disposición, y los términos mismos con que se iniciaba, son muy
notables. Se desprende de ella que, así como en los departamentos los poderes
contenciosos que correspondían anteriormente a los cuerpos encargados de la
administración activa no pasaban a los prefectos, sino a un organismo
jurisdiccional, que es el consejo de prefectura, así también los ministros, que
habían tenido, bajo la Constitución del año ni, una competencia general en materia
contencioso-administrativa, ya han dejado de tenerla, y los asuntos contenciosos
que dependían de su decisión pasan desde ahora al Consejo de Estado.
Indudablemente los ministros, como administradores en jefe de una categoría de
servicios públicos, continúan examinando los asuntos que dependen de estos
servicios y emitiendo en este carácter, decisiones que conciernen a dificultades
que pueden dar lugar a lo contencioso. El texto de nivoso no dice que los ministros
hayan perdido todo derecho de decisión respecto de estos asuntos; pero lo que da
a entender claramente es que, por cuanto se trata de emitir respecto de estos
asuntos una decisión a título jurisdiccional, el poder de estatuir pertenece en
adelante solamente al Consejo de Estado. En otros términos, en el régimen
creado en el año VIII los ministros ya no pueden ser los jueces de lo contencioso-
administrativo, puesto que en este régimen el conocimiento jurisdiccional de los
asuntos contenciosos no pertenece ya a los administradores activos, sino a
autoridades administrativas encargadas especialmente de la jurisdicción, al
consejo de prefectura con exclusión del prefecto y al Consejo de Estado con
exclusión del ministro. Tal es la interpretación que la doctrina y la jurisprudencia
dan hoy día a los textos del año VIII; pero necesitaron mucho tiempo para advertir
el alcance real de estos textos. Durante mucho tiempo, los autores y las
resoluciones han admitido que el ministro estatuye como juez sobre los asuntos
que, no siendo de la competencia del consejo de prefectura, se formulan ante él
antes de pasar al Consejo de Estado, y por consiguiente, cuando el Consejo de
Estado se hacía cargo a su vez de los asuntos, se decía que estatuía en apelación
o como juez de segundo grado. Esta es la famosa teoría del ministro-juez, que
sólo fue desechada en el último cuarto del siglo xix. Y sin embargo, esta teoría
estaba formalmente en contradicción con el reglamento de nivoso del año VIII, que
había establecido claramente que el Consejo de Estado, en el ejercicio de la
jurisdicción, reemplaza los ministros, lo que implicaba que no juzga en apelación
por encima de ellos, sirio que los substituye como juez administrativo. Además, al
pretender que el ministro, que es un administrador, fuese al mismo tiempo un
tribunal administrativo, se des- 'conocía el principio general establecido en el año
VIII, de que la justicia
administrativos, sin participar directamente, sin embargo, en la función de administrar. "No cabría
imaginar —observa Hauriou (6* ed., p. 814)— lazo más ingenioso."
708
Resumiendo, pues: si bien el, derecho público actual se atiene siempre a la idea
de que los jueces propiamente dichos deben permanecer alejados de lo
contencioso-administrativo y que el conocimiento de este contencioso sólo puede
corresponder a las autoridades administrativas, por lo menos la legislación
establecida durante el curso del siglo XIX separó poco a poco, entre autoridades
administrativas diferentes, las funciones de administrar y de juzgar lo contencioso-
administrativo; y además, las autoridades administrativas dedicadas a la
jurisdicción han recibido una organización análoga a la de los tribunales judiciales.
En esto aparecen ya como constituyendo por sí mismas tribunales que,
indudablemente, no son todavía tan perfectos como los tribunales judiciales,
puesto que les faltan siempre ciertas garantías de independencia, particularmente
la inamovilidad de sus miembros, pero que no por eso dejan de ser verdaderos
tribunales. Por lo mismo también, la regla que prohibe a las autoridades judiciales
conocer de lo contencioso-administrativo ha adquirido una significación muy
diferente de la que tenía en su origen. Ya no significa, como en la época
revolucionaria, que los actos de los administradores se hallen fuera de todo control
de la autoridad jurisdiccional, sino que significa únicamente que existen tribunales
de dos clases: los tribunales del orden judicial y, para lo contencioso-
administrativo, tribunales de orden administrativo, que se oponen, no solamente a
los tribunales judiciales, sino también a los administradores, de los cuales son
ahora distintos (Artur, loe. cit., vol. xm, p. 232; Jéze, op. cit., pp. 120-121).
sido patrimonio de la justicia que se ejerce por las autoridades judiciales, han sido
sucesivamente tomadas de ésta para extenderlas, o mejor dicho imponerlas, a la
justicia que ejercen los tribunales administrativos. Esta evolución no fue sino el
desarrollo natural del concepto contenido en la legislación inicial del año v-in, ya
que, por lo mismo que dicha legislación había separado la jurisdicción
administrativa de la administración, implicaba que la actividad de las autoridades
encargadas de estatuir sobre lo contencioso-administrativo debe ejercerse, no ya
dentro de las formas administrativas, sino siguiendo aquéllas que son
características de la jurisdicción. Por lo que concierne al Consejo de Estado, las
ordenanzas del 2 de febrero y el 12 de marzo de 1831 vinieron a aplicar esta
consecuencia del régimen inaugurado el año vm, al prescribir que las sesiones de
la asamblea general del Consejo de Estado, deliberando en lo contencioso, se
convertirían en públicas y serían contradictorias, admitiéndose en adelante a los
abogados de las partes, que presentarán informes orales. Por otra parte, se creó
un ministerio público, cuyas funciones se conferían a magistrados que habían de
presentar sus conclusiones en cada asunto, y la institución del comisario del
gobierno, que formula conclusiones según la ley y según su conciencia, no dejaba
de ser tan útil a los administrados interesados en el proceso como al gobierno.
Estas reformas fueron confirmadas por la ley de 19 de julio de 1845, y gracias a
ellas presenta el Consejo de Estado, desde aquella época, las garantías
esenciales de un verdadero tribunal.En cuanto a los consejos de prefectura, las
reformas destinadas a someter su actividad jurisdiccional a las formas especiales
de la justicia no fueron realizadas sirio mucho más tarde. Desde el año VIII hasta
el segundo Imperio, la legislación referente a su organización y funcionamiento
permaneció estacionaria y totalmente insuficiente; las formas del procedimiento
que había de seguirse ante ellos en materia contenciosa jamás habían sido
reglamentadas. Los diferentes proyectos que habían sido elaborados bajo la
Monarquía de Julio y durante la segunda República, con objeto de llenar esos
vacíos, no habían llegado a ningún resultado. Un importante decreto de 30 de
diciembre de 1862 vino por fin a dar a los administrados que han de acudir ante
los consejos de prefectura garantías análogas a las que les habían sido
conferidas, desde 1831, ante el Consejo de Estado: publicidad de las audiencias;
facultad de las partes para formular observaciones orales personalmente o
mediante mandatario; institución de un ministerio público. Estas mejoras fueron
definitivamente establecidas por la ley de 21 de junio de 1865. La ley de 22 de julio
de 1889 acabó de transmitir a los consejos de prefectura carácter jurisdiccional al
consagrar, para el procedimiento a seguir ante
711
17
Indudablemente existe gran número de actos administrativos que no se conciben como el posible
objeto de una actividad jurisdiccional: así ocurre por ejemplo con todos aquellos que consisten en
operaciones técnicas o en gestiones que implican una actividad de orden físico. Pero es
igualmente cierto —como se verá más adelante— que la función administrativa comprende en sí el
poder de estatuir sobre cuestiones susceptibles de ser reguladas también radiante decisiones
jurisdiccionales. Existen, pues, decisiones jurisdiccionales que tienen el mismo contenido que
algunas decisiones administrativas. En estas condiciones, no puede decirse que ambas funciones,
administración y jurisdicción, cada una por su lado, tengan una materia propia esencialmente
distinta.
712
Para justificar esta conclusión, basta con demostrar que el juez, en virtud de su
misión jurisdiccional, es llamado frecuentemente a ejercer una actividad que es, en
sí, exactamente igual a la que ejercen los administradores por razón de su función
administrativa; y recíprocamente, los administradores expiden con frecuencia, en
virtud de su potestad administrativa, decisiones idénticas a las que, según la
opinión común de los autores, constituyen el objeto propio de la función
jurisdiccional. Existe pues, de todos modos, una zona común entre ambas
funciones. Los actos realizados dentro de esta zona, unas, veces a título
administrativo, otras veces a título jurisdiccional, son semejantes en el fondo, y
sólo difieren por su forma. Pero aquí, como en otros casos, la diversidad de las
formas entraña graves diferencias en cuanto a los efectos del acto; la misma
decisión, según se tome por la vía jurisdiccional o por la vía administrativa, tiene
muy diferente fuerza. Vamos a comprobarlo.
18 Entiéndase bien que sólo se trata siempre del caso en que la jurisdicción no consiste sino en la
aplicación de las leyes.
713
por sí mismo, sin que el juez tenga siquiera necesidad de emitir, propiamente
hablando, una decisión a dicho respecto. Por lo demás, gran número de juicios
que estatuyen respecto a cuestiones de
714
19
Ver también, con referencia a este punto, Demogue, Les notions fundamentales du droit privé,
pp. 521 sí.; "El cometido de los tribunales es doble. Realizan ciertas comprobaciones de hecho o
de derecho y dan órdenes... En un fallo lo que primero llama la atención es la orden que contiene...
Pero detrás de este armazón de la orden dada, existe la comprobación que es su razón de ser...
En el seno de la decisión se sitúa una relación y una apreciación de los hechos."
715
haya realizado por la vía administrativa o haya sido cumplido por la vía
jurisdiccional, el acto que lleva en sí la comprobación de un hecho determinado
tiene en ambos casos la misma naturaleza intrínseca. Si varían sus efectos es
únicamente por razón de su forma. Se aprecia aquí en lo vivo el carácter formal, y
por mejor decir convencional, del derecho. Con objeto de remediar las
imperfecciones de la vía administrativa se ha establecido en provecho de los
interesados todo un conjunto de precauciones y de garantías que constituyen la
vía jurisdiccional. Pero también, mediante esas garantías, el acto cuyos
enunciados se emiten a título de cosa juzgada se convierte en inatacable. No es
que el contenido de dicho acto, de una manera absoluta, sea la expresión cierta
de la verdad: la cosa juzgada se presume simplemente que se halla conforme con
la verdad, pro ventóte habetur; queda erigida artificialmente, por la orden jurídica,
en verdad de la esfera del derecho. El art. 1350 del Código civil especifica que no
existe aquí sino una presunción; pero esta presunción no admite prueba en
contrario.
20
Jéze (loe. cit., pp. 667 ss.) sostiene con insistencia que para determinar los caracteres
esenciales por los que se reconoce el acto jurisdiccional "hay que hacer caso omiso de la cualidad
del autor del acto, de las formas como se ha realizado el acto, y de una manera general de todos
los ementes formales". Por otra parte, sin embargo, reconoce este autor (p. 670) que "solamente la
ley puede dar a cierto reconocimiento o comprobación la naturaleza de juicio propiamente dicho, al
formular la regla de que la comprobación hecha por tales o cuales agentes en tales o cuales
formas será tenida por verdad legal. Por lo tanto, el acto de jurisdicción es toda comprobación a la
que la ley atribuye fuerza de verdad legal" (cf. p. 669- 1 y 2). Estas son afirmaciones contradictorias
que no parece posible conciliar entre sí, pero de las que se desprende claramente que lo que
constituye el acto jurisdiccional su forma.
Por lo demás, es conveniente observar que la definición que de la función jurisdiccional de Jéze es
completamente formal. En los gtudios que dedicó a esta función, repite en diferentes ocasiones
(Revue du droit public, 1909, p. 670 y 1913, p. 437) : "El acto jurisdiccional es una comprobación
hecha por el juez con fuerza de verdad legal". Así pues, caracteriza este autor al acto de
jurisdicción, no ya por su naturaleza intrínseca, por su contenido, sino por la fuerza que le es
propia. Precisa su pensamiento sobre este punto añadiendo (loe. cit., 1913, p. 437 n.) que
"depende del legislador el conferir o no a una comprobación la fuerza de verdad legal, y por lo
tanto, el carácter de acto jurisdiccional". A este respecto no pueden sino aprobarse las
observaciones de Jéze.
716
superior que entraña la cosa juzgada. Todo esto es de orden formal, y resulta de
ello que, cuando la autoridad judicial misma no emplea ya la forma jurisdiccional,
sólo realiza actos administrativos, y esto ocurre incluso cuando estos actos
dependen especialmente de la competencia de los jueces. De igual modo, ocurre
con frecuencia que los administradores pronuncian el derecho, pero como no
estatuyen en forma jurisdiccional, y como, además, no poseen por sí mismos, o
sea por su constitución orgánica, el carácter de autoridades jurisdiccionales, se
infiere de ello que incluso cuando pronuncian el derecho los administradores
realizan acto de administración y no de jurisdicción.22 23
212
21
Debe observarse que hasta los autores que profesan más enérgicamente la teoría de la
distinción material entre la administración y la justicia, se ven obligados a hacer concesiones
en el sentido formal antes indicado. Por ejemplo, cuando Artur (op. cit., Revue du droit public, vol.
xiv, p. 297) se refiere a las "reglas de. la función juzgadora" y cuando las opone (vol. XIII, p. 477) a
las "reglas de la función administrativa", reconoce implícitamente con ello que la función de juzgar
se caracteriza por las reglas que le son propias, que son esencialmente reglas de forma.
22
Igualmente, y por más que hayan dicho, ya los autores (Duguit, Traite, vol. II, pp.302 sí.; cf.
Esmein, Éléments, 5" ed., p. 838), ya la misma Constitución (ley de 16 de julio de 1875, art. 10:
"Cada una de las Cámaras es juez de la elegibilidad de sus miembros y de la regularidad de su
elección"), los actos mediante los cuales las Cámaras comprueban los poderes de sus miembros y
estatuyen sobre la validez de su elección no son propiamente hablando, actos jurisdiccionales.
Para establecer este punto, no es necesario llegar hasta sostener, como se ha hecho algunas
veces, que "la Cámara, al estatuir en materia de comprobación de poderes, no está obligada, ni por
el texto de las leyes, ni por las decisiones del sufragio universal, sino que es soberana, con una
soberanía absoluta y sin reservas" (E. Fierre, Traite de droit politique, electoral et parlementaire, 2*
ed., p. 412). Basta observar que el procedimiento de comprobación de los poderes no está
sometido a ninguna de las reglas o condiciones de forma esenciales que caracterizan a la función y
a los órganos jurisdiccionales. ¿Cómo, por ejemplo, se podría reconocer a la Cámara en esta
materia los caracteres de un tribunal, cuando se observa que aquellos de sus miembros que no
han asistido a todos los debates referentes a una elección impugnada, son admitidos sin embargo
a votar respecto de la validez de dicha elección? Idéntica observación puede hacerse a propósito
del art. 85-12" de la Constitución federal suiza, que encarga a la Asamblea federal estatuir respecto
de "las reclamaciones contra las decisiones del Consejo federal relativas a los pleitos
administrativos". Es difícil ver en esto un recurso por vía jurisdiccional. En vano se alegaría que la
reclamación en cuestión se refiere a asuntos que dan lugar a contencioso ("pleitos"), que se ha
introducido por medio de un recurso sin el cual la Asamblea federal no puede hacerse cargo del
asunto, y que el autor del recurso tiene derecho a obtener una solución de la Asamblea. Incluso
cuando se emite, respecto de un punto contencioso, una decisión formulada por un cuerpo político
tal como la Asamblea federal y mediante un procedimiento enteramente diferente de las formas de
la justicia, no puede tener valor jurisdiccional. Ver a este respecto las observaciones de Bossard,
Das Verhdltniss zwischen B undesversammlung und Bimdesrat, tesis, Zurich, 1909, pp. 29 y 30,
que hace notar especialmente que el tribunal más pequeño ofrece para los justiciables más
garantías de orden jurídico que una asamblea del género parlamentario. Cf. la última parte de la n.
11 del n' 309, infra. En sentido inverso, conviene considerar como una manifestación jurisdiccional
la decisión dictada por el tribunal de conflictos para resolver una cuestión de competencia
suscitada
717
266. Esta última observación tiene capital importancia. Revela de una manera
decisiva que el concepto de jurisdicción, en derecho, tiene
213
entre la autoridad administrativa y la autoridad jurisdiccional. Bien es verdad que esta clase de
conflicto no origina un verdadero proceso entre las dos autoridades que se disputan la
competencia, ya que la competencia respecto de la cual están en disputa no constituye un derecho
subjetivo respecto de ellas, que sea susceptible de ser objeto de una reivindicación propiamente
dicha (ver n9 380, infra). Pero el tribunal de conflictos tiene por su organización caracteres de
autoridad jurisdiccional, y procede y estatuye también según las formas y con las garantías propias
de la justicia. Esto basta para que los actos que realiza deban considerarse como actos de
jurisdicción (cf. Duguit, L'État, vol. II, pp. 517 ss.; Michoud, Théorie de la personnalité morale, vol. I,
pp. 285-286).
23
Las consideraciones anteriormente expuestas (p. 715) constituyen igualmente un obstáculo para
que el Senado pueda ser .considerado como una verdadera autoridad jurisdiccional, en el caso en
que es llamado a conocer, bien sea de atentados cometidos contra la seguridad del Estado, bien
de acusaciones lanzadas contra el Presidente de la República o los ministros. Es cierto que la
Constitución de 1875 repite en varios de sus textos (ley de 24 de febrero de 1875, art. 9; ley de 16
de julio de 1875, arts. 4 y 12) que el Senado ejerce y funciona, en tal caso, como "corte de justicia";
y estos textos dicen también que su función consiste en este caso "en juzgar" a las personas o las
autoridades acusadas ante él. Así pues, no dudan loe autores en calificar al Senado como tribunal
cuando actúa en el ejercicio de esta competencia. Indudablemente, reconocen, con Esmein
(Hl.em.ents, 5* ed., p. 957), que el Senado es "una jurisdicción cuyo carácter político es evidente";
y esto no sólo porque el Senado es esencialmente una asamblea política, sino también porque los
crímenes sometidos a su apreciación "entrañan un juicio más político que penal" (ibid., p. 959).
Esmein, sin embargo, no por eso deja de sacar la conclusión de que el Senado, como corte de
justicia, es "un tribunal regular, el más alto que exista en Francia" (p. 962)); y esta manera de ver
queda definitivamente consagrada por la terminología comente, que aplica al Senado, considerado
en el ejercicio de su competencia justiciera, el nombre de Alta Corte. Este concepto parece de otra
parte corroborado por las dos leyes de procedimiento de 10 de abril de 1889 y 5 de enero de 1918,
que al producirse en virtud del art. 12 ¿re fine de la ley constitucional de 16 de' julio de 1875,
establecieron, para la acusación, la instrucción y el fallo de los asuntos criminales llevados ante el
Senado, reglas de forma idénticas a aquellas que determinan el procedimiento a seguir, en materia
penal, ante los tribunales de represión. A pesar de todas las apariencias que originan estas
diversas observaciones, la idea de que el Senado pueda asimilarse a un tribunal propiamente
dicho es muy difícil de aceptar. El argumento que se saca del hecho de que es el encargado por la
Constitución de determinar, el derecho, al estatuir conforme a las leyes sobre la existencia de
ciertas culpabilidades y al pronunciar, contra la persona declarada culpable, la pena legal (ver
especialmente el art. 2, de la ley de 10 de abril de 1889), de ningún modo es decisivo; y tampoco
se hace más convincente este argumento cuando se alega que la mayor parte de los asuntos
criminales atribuidos por la Constitución a la competencia del Senado siguen dependiendo
paralelamente de la competencia de los tribunales ordinarios de represión, lo que, al parecer,
implica desde luego su carácter judicial. Si esta argumentación tuviera fundamento en lo que se
refiere al Senado, lo tendría también con respecto a los ministros, en los casos en que éstos son
llamados a estatuir sobre cuestiones que pueden dar lugar a juicios contenciosos, y entonces
habría que volver a la antigua doctrina del ministro-juez, la cual, del hecho de que el ministro tiene
poder de pronunciar el derecho sobre multitud de asuntos, deducía que desempeñaba el oficio de
autoridad jurisdiccional y que constituía, por lo tanto, una instancia judicial, o sea un tribunal.
718
Se podrá objetar que, a diferencia del ministro, el Senado opera según las formas propias de la
jurisdicción. Pero el concepto de jurisdicción no reside por entero en una cuestión de
procedimiento. Para que una autoridad tome carácter jurisdiccional no basta que esté obligada a
observar las formas de la justicia. La función jurisdiccional se caracteriza, no solamente por una
condición de forma de los actos, sino también por una exigencia relativa a la cualidad de la
autoridad que pronuncia el derecho. Es necesario que esta autoridad presente por sí misma
caracteres de arbitro desinteresado, situado en una esfera de acción diferente de aquella en que
se debate el proceso y no teniendo más preocupación que la de pronunciar el derecho entre las
partes. Si se trata, en particular, de la regularidad de actos que dependen del ejercicio de una
función estatal, el concepto de jurisdicción implica que la autoridad designada para pronunciar el
derecho referente a estos actos no participa en la función cuyas manifestaciones tiene que juzgar.
Estas dos condiciones, la relativa a la forma de la actividad jurisdiccional y la que se refiere a la
cualidad del agente que juzga, constituyen un conjunto indivisible. El hecho de que el Senado
desempeñe la primera no puede, en ausencia de la segunda, proporcionar la prueba de que las
decisiones de esta asamblea, en los casos en que es llamada a conocer de ciertos crímenes,
posea en sí una naturaleza y una consistencia jurisdiccionales. La cuestión precisa que aquí se
formula es, pues, la de saber si, independientemente de las formas en las cuales elabora sus
decisiones, puede el Senado, en sí mismo, ser reconocido como tribunal.
Así orientada, la cuestión se halla resuelta por anticipado. La expresión constitucional "corte de
justicia" no debe ser objeto de equívoco. Pues —como lo dice muy acertadamente Esmein (loe.
cit., p. 961)— esta supuesta "Alta Corte no es sino el Senado mismo". La Constitución bien pudo
decir (ley de 24 de febrero de 1875, art. 9; ley de 16 de julio de 1875, art. 12) que para juzgar a
ciertas personas o ciertos crímenes, el Senado se "constituye en corte de justicia". Este cambio de
nombre no puede significar que se produzca una transformación análoga a la que recibe el
Parlamento, por ejemplo, cuando se constituye para funcionar en Asamblea nacional. El Senado
no se convierte en un órgano nuevo, sino que sigue siendo el mismo, sin que su naturaleza propia
se haya modificado. Ahora bien, en sí mismo, el Senado, Cámara del Parlamento, es una pura
asamblea política, estrechamente mezclada a toda la acción gubernamental, y que, por este solo
motivo, no puede considerarse como un arbitro neutral con relación a crímenes que tienen a su vez
un color político acentuado o que se refieren especialmente a los asuntos del gobierno. No
solamente se diferencia el Senado de una franca autoridad jurisdiccional por el hecho de que, lejos
de permanecer retenido habitualmente en una esfera especial de dicción del derecho, acumula sus
atribuciones justicieras a sus funciones políticas y gubernamentales; e incluso se desvía muy
raramente de éstas para ejercer su papel de "corte de justicia"; de donde ya resulta que esta corte,
en realidad, no es sino un tribunal de ocasión, aunque se reconozca, con Esmein (loe. cit.. pp. 960
que en derecho está constituida en "tribunal permanente", es decir, "siempre dispuesto a
funcionar", y no en "jurisdicción temporal". También es conveniente observar que el objeto mismo
de la Constitución, al someter delitos políticos a una asamblea parlamentaria, ha sido
principalmente el hacer que se juzgue esos delitos y a sus autores según miras también de orden
político. Precisamente en su cualidad de cuerpo político, y de ningún modo por razón de su
carácter intrínseco de autoridad jurisdiccional, es por lo que el Senado ha sido elegido como "corte
de justicia" para conocer de los crímenes que comprometen graves intereses políticos; y sin dejar
de exigir que proceda el Senado, en tal caso, dentro de las formas de la sana justicia, la
Constitución ha entendido que habría de juzgarlos políticamente. Así
719
cursos entablados ante ellos por la vía jerárquica, bien sobre reclamaciones que
tienen en sí carácter contencioso. En tal caso, la decisión
216
Cámaras" y que el Presidente sólo es "responsable" ante ellas en el caso de alta traición, el art. 6
no puede referirse evidentemente, bajo esta expresión común e idéntica, sino a una
responsabilidad de la misma naturaleza, o sea a una responsabilidad que es política en lo que se
refiere al Presidente lo mismo que en lo que concierne a los ministros. Bien es verdad que la
responsabilidad presidencial no puede, conforme a la opinión común, determinarse sino por una
acusación proveniente de la Cámara de Diputados y formulada solamente ante el Senado (ley
constitucional de 16 de julio dé 1875, art. 12), el cual, como lo demostró Esmein (loe. cit., pp. 709
ssj, a falta de otra pena aplicable a las faltas graves del Presidente, podrá pronunciar por lo menos
su destitución. Pero precisamente es de notarse que esta responsabilidad que se pone en juego
contra el Presidente por la vía de un procedimiento de acusación tendiente a una condena penal,
no es en sí más que la responsabilidad política del art. 6, y se afirma su carácter político, con una
evidencia particularísima, en el caso en que los hechos de alta traición imputados al Presidente no
caen bajo ninguna disposición de ley penal ni pueden ser objeto más que de una simple condena a
la destitución. Nada podría demostrar mejor la estrecha conexión que existe entre la
responsabilidad política, fundada en la preeminencia que corresponde a las Cámaras en el
régimen parlamentario, y la responsabilidad penal o criminal, que es objeto de un juicio del
Senado, funcionando éste bajo el título de corte de justicia. En el caso de alta traición presidencial,
ambas responsabilidades pe confunden al punto de no poder distinguirse una de otra. Lo que es
verdad para el Presidente no lo es menos para los ministros. Sería inexacto creer que la
responsabilidad criminal de los ministros es de esencia diferente de su responsabilidad política, o
procede de un principio que no sea aquel de donde deriva esta última. Sobre todo, no sería exacto
suponer que únicamente la responsabilidad política tiene su fuente en el sistema del
parlamentarismo y que la otra, la responsabilidad criminal, se refiere, en la Constitución de 1875, a
un concepto según el cual las Cámaras, y especialmente el Senado, en cualquier medida, serían
órganos jurisdiccionales y poseerían naturalmente poderes de jurisdicción. A decir verdad, ni
siquiera existen, en las relaciones de los ministros con las Cámaras, dos responsabilidades
diferentes, sino que no hay más que una sola, que proviene del hecho de que, en el régimen
parlamentario, los miembros del gabinete están obligados a rendir cuentas y a justificarse de todos
sus actos ante el Parlamento. Tanto si se trata simplemente de una ruptura del acuerdo entre el
ministro y la mayoría como de faltas ministeriales no sancionadas por un texto legal, el Parlamento
con sus votos obligará a los ministros a que se retiren; si, en el curso de sus investigaciones,
descubre el Parlamento que las faltas atribuidas a un ministro entran en una de las incriminaciones
previstas por las leyes penales, en ese caso no se limitará a desacreditar al ministro culpable con
una censura política, sino que tendrá además el derecho de aplicarle, por la vía de acusación, la
pena señalada por las leyes de represión. Así pues, la responsabilidad criminal, bajo un nombre
distinto y una forma especial, no es sino una manifestación de la responsabilidad general de los
ministros ante el Parlamento, y no es otra que su responsabilidad parlamentaria misma, que
produce, según los casos, efectos unas veces políticos y otras veces penales. Sea la que fuere la
gravedad de la cuenta que se pide a los ministros, siempre es el mismo principio el que se
encuentra en juego, a saber, que el Parlamento es dueño de apreciar y juzgar la actividad
ministerial. Únicamente varían el procedimiento y las sanciones.
Se desprende de estas observaciones que el poder de acusación, de enjuiciamiento y de condena,
conferido por la Constitución de 1875 a las Cámaras sobre los ministros y sobre el Presidente de la
República, no implica de ningún modo que las Cámaras deban considerarse como autoridades
jurisdiccionales. Cuando condena, el Senado no se convierte en órgano de
721
jusrisdicción, lo mismo que la Cámara de Diputados cuando acusa. No solamente sigue siendo el
Senado, desde el punto de vista de su consistencia orgánica, sino que, además, desde el punto de
vista funcional, sigue comportándose como asamblea política y ejerciendo sus atribuciones
normales de control y de apreciación parlamentarias sobre los actos del Ejecutivo. Finalmente,
conviene añadir que el Senado se coloca en el terreno político, o más exactamente se inspira en
sus propias tendencias políticas, para apreciar el valor de esos actos y para determinar si
constituyen o no un crimen calificado y sancionado por la ley penal. El Senado se ve, pues,
llamado a juzgar una política ministerial, sobre la cual tiene a su vez puntos de vista propios; esto
tampoco tiene nada de jurisdiccional (ver también la n. 32, p. 736, infra). En resumen, pues, el
verdadero fundamento de la institución llamada de la Alta Corte de Justicia, según el derecho
constitucional actual de Francia, debe buscarse esencialmente en el régimen especial de jerarquía
establecido, por efecto del parlamentarismo, entre el Ejecutivo y las Cámaras; una jerarquía que no
solamente implica para las asambleas elegidas el poder de vigilar, de influenciar, de dominar, en
una palabra, al Ejecutivo, sino que también, combinándose con el hecho de que el Parlamento es
hoy día el órgano supremo, permite a las Cámaras llegar hasta a acusar a los miembros del
Ejecutivo e incluso hasta pronunciar contra ellos condenas penales. Todo esto, sin que sea
necesario conferir a las Cámaras carácter jurisdiccional, sino simplemente en virtud de la
superioridad que, en principio, les corresponde sobre el Ejecutivo. En estas condiciones, las
denominaciones de Alta Corte o de Corte de Justicia pueden tenerse, hoy día como un
anacronismo. Estas expresiones provienen del tiempo en que las asambleas legislativas quedaban
excluidas de toda preponderancia de orden parlamentario sobre el Ejecutivo y en que, por
consiguiente, había habido que crear, fuera de ellas y para juzgar los crímenes políticos, un alto
tribunal especial, que constituía en ese régimen un verdadero cuerpo judicial. En la Constitución de
1875, estas expresiones tradicionales no tienen lugar; no es ya en calidad de corte de justicia como
la Cámara de Diputados y el Senado ejercen sus poderes de acusación y de juicio; ambas
Cámaras tienen estos poderes en virtud del parlamentarismo y como asambleas parlamentarias.
¿Significa esto que en su calidad de parte componente del Parlamento, órgano supremo, tenga el
Senado la potestad de condenar al Presidente o a los ministros por hechos que no están
calificados como crímenes por ninguna ley preexistente y de aplicarles en tal caso, y a falta de
texto legal, penas que él mismo podría elegir determinando libremente su cuantía?
Ecepción hecha de la destitución, que, como se dijo anteriormente, podría pronunciarse siempre
contra el Presidente de la República al declarársele culpable de alta traición, no parece que tenga
el Senado la facultad, por graves que sean políticamente las faltas cometidas, de aplicar ni la
calificación de los delitos ni una pena cualquiera a hechos que no entren dentro cíe las previsiones
anteriores del texto de una ley penal. Como razón de ello se ha dicho que el derecho público actual
excluye las penas arbitrarias (Código penal, art. 4) y se ha recordado a este propósito el adagio
"Nidia poena sine lege". Es indudable, en efecto, que el Senado, que no es sino la mitad del
Parlamento, no podría por sí solo legislar penalmente. No obstante, esta razón quizás no sea
decisiva, pues la cuestión es precisamente saber si, al decir sin reserva alguna que e] Senado es
el llamado a juzgar al Presidente por actos de alta traición y a los ministros por crímenes cometidos
en el ejercicio de sus funciones, la Constitución de 1875 no se propuso precisamente colocar a la
alta asamblea por encima de los principios habituales del derecho penal y conferirle, en lo que se
refiere a las faltas de orden político, un verdadero pleno poder a efecto de determinar
discrecionalmente, bien sea la criminalidad de la falta, bien la pena que deba aplicársele.
722
Ahora bien, así formulada la cuestión, se podría caer fácilmente en la tentación de recurrir, para su
solución, a la consideración antes expuesta, o sea que el Senado es aquí el llamado a estatuir, no
ya en cualidad de autoridad jurisdiccional, obligada a conformarse a las reglas de la jurisdicción
penal, sino de asamblea política y parlamentaria que cumple una tarea de gobierno y que tiene, a
dicho efecto, el poder de decidir libremente el grado de culpabilidad política de los acusados, así
como de las sanciones que han de corresponder, en cada caso particular, sea al sentimiento
público de reacción suscitado por las faltas cometidas, sea al interés político del país. Esta es
también la opinión a la cual se adhirió Esmein (loe. cit., pp. 761 Este autor recuerda que en la
mayor parte de las antiguas Constituciones francesas se especificó que los ministros no podrían
ser condenados sino por delitos determinados por la ley y castigados con penas legales (ley de 27
de abril-25 de mayo de 1791, art. 31; ley de 10 vendimiado, año IV, art. 11; senadoconsulto del 28
floreal, año XII, art. 130 Constitución de 1848, art. 100). Pero Esmein observa que, en estas
Constituciones, los ministros acusados eran remitidos, no a una asamblea parlamentaria, sino a
una Alta Corte propiamente dicha, con carácter realmente judicial y que, por lo mismo, había de
colocarse exclusivamente en el terreno jurisdiccional. Actualmente, por el contrario, el hecho de
que los ministros son enviados para su enjuiciamiento ante una asamblea política como el Senado
no puede explicarse, según Esmein, sino por la intención que tuvo la Constitución de hacer
prevalecer el punto de vista político sobre las reglas de orden estrictamente jurisdiccional, y de
hacer depender la condena de los acusados de la soberana apreciación de la Cámara llamada a
conocer de su conducta política.
Esta argumentación, sin embargo, no es convincente. Indudablemente, se ha establecido
anteriormente que el Senado no puede considerarse como un cuerpo judicial. Además, se ha
observado que el Senado concurre actualmente a constituir el orden supremo y participa de la
potestad preeminente que corresponde a éste. Pero el concepto de órgano supremo aquí como en
cualquier parte, tiene que entenderse acertadamente, pues no implica una potestad
incondicionada. De la misma Constitución es de donde las Cámaras reciben su cualidad de órgano
supremo; y por consiguiente, no puede el Senado, incluso con esta cualidad, ejercer su potestad
superior más que en la medida y en los términos en que le ha sido conferida por las leyes
constitucionales. Ahora bien, si la Constitución de 1875 no ha conseguido conferir al Senado un
carácter de autoridad jurisdiccional al que la naturaleza misma y las atribuciones normales de esta
asamblea la hacen esencialmente refractaria, al menos se debe reconocer que los textos
constitucionales que, en numerosas ocasiones, califican al Senado de "corte de justicia" y que
especifican, con relación a las personas o a los crímenes llevados a su jurisdicción, que es el
encargado de "juzgarlos", por lo mismo, han dado a entender categóricamente que, en el ejercicio
de esta clase de competencia, el Senado debe comportarse como lo haría un verdadero juez: lo
que, en materia penal, implica que tiene por único papel aplicar las leyes vigentes, excluyendo, en
sentido inverso, la posibilidad para dicha asamblea de crear arbitrariamente delitos y penas. Desde
el momento en que los textos enuncian formalmente que el Senado debe actuar a manera de juez,
se necesitaría una disposición especial y expresa, en la Constitución, para autorizarlo a desviarse
de las reglas de la función jurisdiccional represiva y a tratar como delitos hechos que no están
calificados como tales ni tampoco sancionados por las leyes penales. La Constitución de 1875 no
contiene ninguna disposición de la que se pueda deducir que el Senado posee semejante poder.
Aun sin dejar de aportar, fatalmente, sus propias ideas y sus preocupaciones políticas en la
apreciación de los actos punibles que se le someten, debe pues el Senado, tanto para los ministros
como para el Pre
723
mantenerse dentro de los límites que le trazan las leyes penales vigentes; y esto no ya realmente
porque es una autoridad jurisdiccional, ni siquiera porque las condenas que ha de pronunciar
deberían de considerarse como actos de función jurisdiccional en el sentido pleno de la palabra,
sino porque, de todas maneras, no puede, en el ejercicio de su potestad parlamentaria sobre e]
Ejecutivo, ir más allá de los poderes que le asignó la Constitución. En este sentido, debe
recordarse que ya la Carta de 1814, que entregaba a la Cámara de los Pares el enjuiciamiento de
los ministros acusados de traición o malversación, limitaba la potestad parlamentaria de dicha
asamblea al añadir en su art. 56: "Leyes particulares especificarán esta clase de delitos y
determinarán la persecución de los mismos". Sin embargo, no hay que darle demasiada
importancia a este argumento histórico porque en el sistema monárquico de entonces las Cámaras,
naturalmente, no podían poseer el poder preponderante de apreciación y de dominio que hoy día
les pertenece sobre el Ejecutivo.
Pero existe, a este respecto, otro argumento, que habrá de disipar toda duda. Es aquel que se
deduce de las facilidades antes señaladas entre la responsabilidad política de los ministros y su
responsabilidad criminal. La doctrina que concede al Senado un poder ilimitado de calificación
criminal y de represión penal de los actos ministeriales, procede en el fondo de la idea de que,
además de su responsabilidad política, los ministros estarían obligados para con las Cámaras por
una segunda especie de responsabilidad, totalmente distinta, en virtud de la cual el Parlamento,
representado por el Senado, tendría respecto de los actos ministeriales un poder propio de
incriminación y de sanción penal. Se ha demostrado anteriormente que no existe este dualismo.
Incluso en el caso en que la acusación de los ministros no se injerte, como un procedimiento
incidental, en la apreciación por el Parlamento de su responsabilidad política, aun en el caso en
que constituya un procedimiento principal, intentado por ejemplo contra un ministro que ya no se
halla en funciones, no es en realidad sino un accesorio, una consecuencia y una aplicación de la
amplia responsabilidad establecida en el art. 6 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875. Ni
el Parlamento en general, ni el Senado por su lado, poseen un poder principal y autónomo de
justicia criminal o de castigo espontáneo sobre los ministros. Las Cámaras tienen únicamente el
derecho de estatuir sobre la regularidad y el valor de la acción ministerial; y en esta ocasión, la
Constitución, tomando en cuenta la potestad superior del Parlamento, concede a las Cámaras la
facultad de perseguir y pronunciar contra los ministros la aplicación de aquellas disposiciones de
las leyes penales bajo cuya sanción habrían de caer algunos de sus actos punibles. En lugar de
que las Cámaras deban dejar a las autoridades jurisdiccionales ordinarias el cuidado de sacar las
consecuencias penales de su apreciación política sobre los actos de los ministros, están
autorizadas a no abandonar ese aspecto de la responsabilidad criminal; pueden incluso
arrogársela directamente, y mucho significa ya que la Constitución haya extendido, de lo político a
lo criminal, la competencia jerárquica de las Cámaras, pero por lo demás nada autoriza a pensar
que las Cámaras pueden tomar la responsabilidad de acusar y condenar a los ministros por hechos
que, fuera de toda ley, erigirían, por su propia iniciativa, en actos punibles. La palabra "crímenes",
en el segundo párrafo del art. 12 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875, es bastante para
señalar que la Constitución no quiso en realidad conferir aquí al Parlamento un poder de castigo
extralegal (ver en el mismo sentido el art. 23 de la ley de 10 de abril de 1889, confirmado por el art.
10 de la ley de 5 de enero de 1918). La Constitución se limitó, en las relaciones de los ministros
con el Parlamento, a tratar la responsabilidad penal de los mismos, tal como resulta de las leyes
represivas en vigor, como
724
Laferriére, que, más que ningún otro autor, ha contribuido a producir respecto de
esta materia el cambio de la doctrina y de la jurisprudencia, escribe a este
respecto (op cit., 2 ed., vol. I, p. 450) que "no es posible administrar los asuntos
del Estado sin encontrarse constantemente con cuestiones de derecho y de
justicia", y añade que "la función ministerial quedaría paralizada si el ministro
tuviera que retirarse frente a un juez o esperar a que éste le llamara, cada vez que
su actuación tropezara con una reclamación que invoque un derecho". Así pues, el
ministro pronuncia efectivamente el derecho; y lo pronuncia a veces de oficio.
Hasta lo hace respecto de una reclamación de naturaleza contenciosa, sólo que
"como consecuencia de necesidades administrativas" (ibid., p. 451); estatuye
sobre puntos de derecho "como administrador que cuida de la fortuna del Estado,
de los servicios públicos y de la observancia de las
220
mente: "No digo que sea un verdadero juicio, y lo que le falta es que no emana de
un juez público". En otros términos, el concepto de juicio y de jurisdicción no
puede concebirse sin un elemento formal. Así como en derecho público francés el
concepto de ley presupone esencialmente una disposición tomada por el órgano
legislativo y dentro de las formas de la legislación, de modo que una disposición
que careciera de ese origen y de esa forma dejaría de ser una ley, así también
una decisión que consista en pronunciar el derecho no es un juicio, ni un acto de
función jurisdiccional, sino en cuanto se emite por una autoridad erigida
orgánicamente en tribunal y se expide en forma jurisdiccional. En defecto de esos
elementos de forma, sólo constituye un acto administrativo. Es lo que Hauriou
había advertido claramente ya en su 3^ edición (p. 38):
726
"El derecho francés se ha adherido al principio del predominio del elemento formal,
cuando se trata de distinguir el acto de administración del acto de jurisdicción.
Sólo hay jurisdicción allí donde hay litigio organizado en la forma".27 No se diga,
pues, que cuando el ministro pronuncia el derecho, realiza, desde el punto de vista
material, obra de jurisdicción. En la definición de la jurisdicción, según el sistema
positivo del derecho francés, interviene esencialmente una condición de forma, y
esta condición, como dice Hauriou, hasta es predominante. Sin la forma
jurisdiccional no puede tratarse, en ningún grado, de función ni de acto
jurisdiccional.28
221
27
No decía otra cosa Artur cuando en sus estudios sobre la "Séparation des pouvoirs et les
fonctions" empezó escribiendo (Revue du, droit public, vol. xiv, p. 252; cf. p. 500) : "Para que exista
lo contencioso-administrativo no basta la violación de un derecho; es necesario, además, que la
autoridad que resuelve la controversia sea una autoridad contenciosa", y "no hay autoridad
contenciosa sino cuando la autoridad que pronuncia sobre el derecho violado se somete a las
reglas ideales que dominan la función de juzgar". Mediante estas proposiciones. Artur señalaba
claramente que la noción de jurisdicción se refiere esencialmente a la distinción de orden formal
entre las autoridades jurisdiccionales y las autoridades administrativas; y por lo tanto negaba (pp.
250 ss.) que pueda considerarse al ministro como un juez. Fue con manifiesto error como, más
tarde (ibid., pp. 499 ss.), Artur abandonó este primer punto de vista: ha sido ganado por la idea,
durante mucho tiempo predominante, y sostenida aún por Ducrocq (ver la n. 25, p. 723, supra),
según la que los actos y las autoridades estatales deben estar calificados por "la naturaleza de la
función cumplida"; y bajo esta influencia llegó a decir que, desde el momento en que la parte
reclamante debe empezar por añadirse el derecho sobre su reclamación, el ministro, al hacer
función de juez, tiene en esto que considerarse como una autoridad jurisdiccional. La refutación de
este argumento se encuentra ya contenida, como se vio anteriormente (pp. 706-708), en el
reglamento del 5 nivoso, año VIII.
28
La doctrina que niega que el ministro sea juez, parece, sin embargo, tropezar con una objeción
que ha sido señalada con gran acierto por Artur (loe, cu., vol. xiv, pp. 436 ss.) y que deriva de que
los autores (ver sin embargo Jéze, Príncipes généraux du droit administratif, p. 87, n. 2), las
resoluciones y la legislación misma (ley de 17 de julio de 1900, art. 3) persisten en exigir una
decisión ministerial previa para la admisión de los recursos que han de entablarse ante el Consejo
de Estado. Al menos, la intervención previa del ministro es
727
267. Así pues, la evolución que se realizó respecto a la cuestión del ministro-juez
prueba claramente que la distinción entre la administración y la jurisdicción se
basa puramente en la diferencia de formas. Una misma decisión que pronuncie el
derecho podrá ser decisión administrativa o
222
necesaria cada vez que el recurso al Consejo de Estado no esté dirigido contra una decisión
preexistente de una autoridad administrativa, que posea en el caso particular un poder completo de
estatuir por sí misma (Laferriére, op. cit., 2* ed., vol. i, pp. 323 ss., 460). Este es especialmente el
caso cuando reclamaciones de indemnizaciones se formulan contra el Estado por razón del
perjuicio causado por actuaciones administrativas de puro hecho. Cuando se trata de daños
causados a terceros por la ejecución de obras públicas (respecto a las relaciones entre el
contratista mismo y la autoridad administrativa ver Laferriére, loe. cit., vol. II, p. 136) el consejo de
prefectura, que tiene competencia para conocer de esta clase de demandas, puede entender
dirctamnte en el recurso. Por el contrario, si la demanda de indemnización por perjuicio causado
por un simple hecho administrativo depende de la competencia del Consejo de Estado, éste no
puede hacerse cargo de plano, sino que la parte que se dice lesionada debe dirigir en primer lugar
su reclamación al ministro y promover por parte de este último una decisión en forma. No será sino
después de .haber obtenido esta decisión cuando podrá, si no le satisface, recurrir al Consejo de
Estado. Así pues, es particularmente notable que la decisión previa de una autoridad administrativa
sólo se requiere ante el Consejo de Estado, y no ante los demás tribunales administrativos.
Respecto de este punto, particularmente, el estado de cosas establecido por la jurisprudencia y
consagrado por la doctrina fue confirmado por la ley de 17 de julio de 1900, cuyo art. 3 se
encuentra redactado en la forma siguiente: "En los asuntos contenciosos que no pueden llevarse
ante el Consejo de Estado más que en forma de recurso contra una decisión administrativa,
cuando se hubiere agotado un plazo de más de cuatro meses sin que se haya producido ninguna
decisión, las partes interesadas pueden considerar su demanda como rechazada y acudir ante el
Consejo de Estado". Este texto tuvo por objeto contrarrestar el peligro que presentaba para los
administrados el sistema de la necesidad de decisiones previas; mediante una ficción, asimila el
silencio que guarda la autoridad administrativa, en caso de reclamación, a una decisión formal de
denegación; o mejor dicho, presume, y esta presunción se halla muy conforme con la verosimilitud,
que el silencio prolongado de la autoridad administrativa está motivado por su negativa a atender la
reclamación. Pero importa precisamente observar que el art. 3, que en cualquier otro aspecto tiene
un alcance de aplicación muy general (Hauriou, op. cit., 8" ed., pp. 406 ss.), se convierte por el
contrario en restrictivo por lo que se refiere al tribunal ante el que no se puede prescindir de
decisión previa. Sólo se refiere al caso en que el tribunal que ha de endender en el asunto es el
Consejo de Estado, hace caso omiso de los casos en los cuales se tratara de abordar otro tribunal
administrativo, por ejemplo el consejo de prefectura. En definitiva, la ley de 1900 mantiene en
principio la obligación, para la parte que quiere actuar ante el Consejo de Estado, de dirigirse en
primer lugar al ministro y subordina la admisibilidad o mejor dicho la iniciación del recurso
contencioso ante este tribunal a la preexistencia de una decisión ministerial formal o por lo menos
supuesta.
El mantenimiento de esta exigencia impresionó a tal punto a Artur que este autor, que al principio
se había adherido a la doctrina contemporánea para combatir la teoría del ministro- juez (loe. cit.,
vol. xiv, pp. 263 ss.), se separó de su primera opinión y creyó debía reconocer que en realidad el
ministro continúa formando, por debajo del Consejo de Estado, un primer grado de jurisdicción.
Desde el momento, dice Artur (loe. cit., pp. 460 ss.), en que el derecho de la parte reclamante ha
sido violado por la autoridad administrativa, aunque sólo fuera por efecto de una simple actuación
de hecho, se origina en provecho de esta parte
728
jurisdiccional según que haya sido tomada en una vía o en otra. Recíprocamente,
actos que, si nos atuviéramos al concepto material de administración, habrían de
considerarse como administrativos, se convierten en actos jurisdiccionales por el
solo hecho de haberse realizado 223 Consejo de Estado pronuncia la anulación de
un acto administrativo por causa de extralimitación de atribuciones. Si el Consejo
de Estado se limitara a estatuir sobre la cuestión de la regularidad del acto
un recurso de reparación, que debe poder formularse ante una autoridad jurisdiccional, y que, por
consiguiente, tiene carácter contencioso. Es esto tan cierto que Laferriére (loe. cit., vol. I, pp. 430
ss., 450 ssj califica la decisión del ministro, en tal caso, como "decisión en materia contenciosa";
esta misma expresión implica que por el solo hecho de la violación del derecho del reclamante
existe lo contencioso vivo y actual. Así, si es cierto que el Consejo de Estado, con exclusión del
ministro, es el juez ordinario de primer grado, es de esperar que pueda hacerse cargo
inmediatamente del recurso. Ahora bien, resulta, por el contrario, de las resoluciones, de textos
diversos (citados por Artur, loe. cit., pp. 26355., 492 ss., 501 y sobre todo de la ley de 17 de julio de
1900, que a diferencia de lo que ocurre con respecto al consejo de prefectura, la parte que desea
acudir al Consejo de Estado, si no posee ya alguna decisión administrativa susceptible de ser
remitida a este tribunal, debe empezar por dirigirse al ministro, y no puede hacerse cargo de ella el
Consejo de Estado si no es bajo la forma de recurso contra alguna decisión ministerial previa. Esta
exigencia de una decisión emitida por el ministro no puede explicarse, según Artur (loe. cit., pp.
280, 499 ssj, sino de una sola manera: como una supervivencia de la teoría del ministro-juez. Se
ha creído excluir completamente la institución de la jurisdicción ministerial. En realidad, ni los
autores, ni las resoluciones han conseguido librarse del concepto tradicional, que consistió, hasta
1880, a despecho de los textos del año vm, en ver en el ministro el juez de primera instancia y en
considerar al Consejo de Estado como tribunal de apelación. El mismo legislador no hizo sino
confirmar el sistema del ministro-juez. La prueba de ello se desprende del hecho de que la ley de
17 de julio de 1900 esté redactada en los mismos términos y consagra idéntica ficción o presunción
que el famoso decreto de 2 de noviembre de 1864, que había sido dictado en una época en que la
creencia en el ministro-juez reinaba sin discusión. El mecanismo imaginado en 1864 consistía,
igualmente, en suponer la existencia de una decisión ministerial, sin la cual, pensábase entonces,
no podía recurrirse en apelación ante el Consejo de Estado. El hecho de que la disposición de
1900 sea idéntica a la de 1864, demuestra claramente que ambas obedecen- al mismo concepto
(loe. cit., pp. 416, 471-472). En una palabra, y por sensible que sea esta infracción a la separación
entre los administradores y los jueces, hay que reconocer naturalmente que el ministro sigue
siendo juez de lo contencioso-administrativo. Pero esta argumentación no es convincente. Si el
ministro fuera el juez de primer grado, habría de ser llamado invariablemente a estatuir antes que
el Consejo de Estado. Ahora bien, existen numerosos recursos que se juzgan por el Consejo de
Estado sin que el ministro haya conocido de ellos previamente. Para que el recurso a esta alta
asamblea sea admisible, basta en efecto que se dirija contra una decisión que emane de una
autoridad administrativa que tenga la facultad de estatuir por sí misma respecto a la cuestión en
que se origina la reclamación contenciosa, y esta autoridad no siempre es el ministro. Luego, si la
intervención del ministro no es siempre indispensable, éste no es juez en primera instancia. El
propio art. 3 anteriormente citado recuerda en su último párrafo que la decisión previa sin la cual el
Consejo de Estado no puede hacerse cargo del asunto ha de ser formulada por un "cuerpo
deliberante", consejo general o consejo municipal, qtie tenga cualidad para obligar
administrativamente al departamento o al municipio. Indudablemente, no es posible admitir que
estos consejos intervengan como un grado de jurisdicción, pues sólo pueden estatuir a título
administrativo.
¿Por qué ha de considerarse de manera diferente al ministro, cuando estatuye, en las mismas
condiciones, por cuenta del Estado? (Hauriou, Reiue du droit public, vol. XVII, p. 362 n.).
729
decisiones ministeriales previas debe buscarse en otra dirección que la indicada por Artur.
Según Laferriére (loe. cit., vol. i, pp. 322 as., 462 ss.; cf. Jaquelin, op. cit., p. 191 y Berthélemy, op.
cit., 7* ed., pp. 959 ss.), esta necesidad proviene de que la expresión juez ordinario o de primer
grado no tiene el mismo sentido en lo contencioso-administrativo que para los asuntos
contenciosos que dependen de los tribunales judiciales. A diferencia de los tribunales judiciales de
primera instancia, el Consejo de Estado, por más que sea el juez ordinario de lo contencioso-
administrativo, no puede hacerse cargo directamente de cualquier pretensión suscitada por un
reclamante en contra de "la autoridad administrativa. La razón de ello es que, para que exista lo
contencioso-administrativo, no basta con que la parte actuante invoque una violación dañosa de su
derecho, sino que además es necesario que dicha violación sea el resultado de una decisión
expresa irregular de una autoridad administrativa competente; pues lo contencioso-administrativo
supone, en principio y por su misma definición, según el derecho positivo francés, una oposición
entre la pretensión del reclamante y una decisión administrativa que constituya a la vez la materia
prima y el elemento generador de dicho contencioso administrativo.
Luego, para poder entablar un recurso ante el Consejo de Estado, no basta tener un motivo de
queja contra un hecho administrativo, sino que es necesario tener una decisión en forma que
someterle. Si no existe esta decisión, se hace necesario provocarla, con objeto de poder
impugnarla después en lo contencioso. De ahí la obligación para la parte de dirigirse en primer
lugar al ministro. Indudablemente se trata de una exigencia fuera del derecho común, como lo
sostiene Artur (loe. cit., vol. xiv, pp. 462-464) ; pero no debe perderse de vista que el derecho
administrativo francés se funda, no ya en principios tomados del derecho común, sino en la idea de
que existe desigualdad entre los administrados y la autoridad legislativa, o mejor dicho las
colectividades públicas en cuyo nombre actúan estas autoridades; la necesidad de las decisiones
previas es precisamente uno de los privilegios que se desprenden, para la autoridad administrativa,
de esta desigualdad, y es por lo tanto así, o sea como un "privilegio", como la caracteriza Hauriou
(op. cit., 6* ed., p. 407; cf. la introducción de la 5* ed., en efecto, al recoger la tesis de Laferriére,
declara este autor que para que un simple hecho administrativo o el acto de un agente subalterno
pueda dar lugar a entablar un recurso, es necesario que este hecho o ese acto haya sido
"endosado" por una autoridad cuya decisión tenga la potestad de crear lo contencioso (op. cit., 5
ed., p. 262). Por lo menos, Hauriou dice hoy ("Les Éléments du contentieux", Recueil de législation
de Toulouse, 1905, pp. 55 ss.; Précis, 8 ed., pp. 402 ss.) —modificando en cierto modo su doctrina
anterior— que si bien la decisión así requerida no crea el derecho contencioso de la parte
reclamante, únicamente ella puede ligar la instancia entre dicha parte y el Estado, el departamento
o el municipio; y por lo tanto, es indispensable para la constitución de la instancia, lo mismo que en
Roma el concurso y la actividad bilateral del demandante y el defensor eran indispensables para
que existiera la lis contéstala y el judicium inchoatum. Pero la explicación propuesta por Laferriére y
Hauriou deja en la obscuridad un punto esencial. En efecto, si bien es verdad que una decisión
administrativa previa es necesaria, bien para originar lo contencioso, bien por lo menos para ligar la
instancia, ¿cómo se puede comprender que, según la jurisprudencia y la ley de 1900, dicha
necesidad no se imponga sino para los recursos que se entablan ante el Consejo de Estado, y que
no se haga extensiva a los que dependen de los consejos de prefectura? Como lo ha demostrado
Artur, éste es el hecho primordial que habría que justificar ante todo. La teoría que acaba de
recordarse no pro
Diferencia que existe a este respecto entre el Consejo de Estado y los demás tribunales
administrativos origina en contra de esta teoría una objeción que, en definitiva, la hace inaceptable.
La verdadera explicación de la necesidad de la intervención previa del ministro habría de buscarse
730
226
parece que este último punto de vista haya sido consagrado por la ley de 17 de julio de 1900, ya
que esta ley no se refiere a la necesidad de una decisión anterior sino para los asuntos a entablar
ante el Consejo de Estado. Parece, pues, haber condenado la doctrina de Hauriou tal como lo
sostiene Artur (loe. cit., vol. xiv, p. 471 nj. Y por lo demás, el propio Hauriou reconoce hoy (8' ed., p.
408; "Les éléments du contentieux", loe. cit., p. 65) que no existe razón jurídica que se oponga a
que sea posible el recurso directo, sin previa decisión, ante tribunales distintos del Consejo de
Estado. Pero es preciso ir más lejos aún, y hallaremos un segundo interés en escoger entre ambas
explicaciones. Si se admite que la institución de las decisiones previas es una anomalía, hay que
deducir de ello que debe desaparecer. Lejos de abogar por su extensión, la evolución que tuvo por
efecto modelar cada vez más la jurisdicción de los tribunales administrativos, particularmente del
Consejo de Estado, sobre la de los tribunales judiciales, exige que, incluso ante el Consejo de
Estado, la parte que sufrió una lesión pueda hacer valer directamente sus derechos en lo
contencioso, sin tener que dirigirse en primer lugar al ministro. Y entonces sería conveniente
considerar a la ley de 19.00 como una notable etapa en la marcha progresiva que llevará a la
supresión total de las decisiones previas. Así es como interpreta realmente Artur (loe. cit., p. 473) la
ley de 1900. Esta ley, dice, ha realizado ya un sensible proceso, al admitir que la parte que no
obtiene respuesta del ministro puede efectuar ante el Consejo da Estado prescindiendo de la
decisión ministerial formal; ya sólo queda realizar un último progreso, que se impone y que habrá
de consistir en dispensar totalmente a la parte actuante de la obligación de recurrir previamente al
ministro. Hauriou, por el contrario, empezó por sostener que la innovación de la ley de 1900
constituye el remate de una evolución que se encontró, desde el momento de la aparición de dicha
ley, llegada a su término. Al asimilar el silencio ministerial a una decisión denegatoria, el legislador
de 1900, decía Hauriou, se adelantó lo más que pudo en la vía de las concesiones susceptibles de
hacerse a los administrados, reduciendo la exigencia de las decisiones previas a su estricto
mínimo. Llegar más lejos y sustraer totalmente de esta exigencia a los quejosos sería alterar todo
el sistema de lo contencioso-administrativo francés, que, como dice también este autor, se basa en
el privilegio que tiene la autoridad administrativa de crear lo contencioso por medio de sus actos.
Hauriou afirmaba, pues, que tal alteración era imposible y que no llegaría a producirse (Précis, 5
ed., introducción, p. XXI; Revue du droit public, vol. XII, p. 365). Pero en obras más recientes este
autor mitigó sus afirmaciones anteriores, llegando a prever, en un porvenir más o menos cercano,
la entera supresión del sistema de decisiones previas y la posibilidad de demandar directamente a
las autoridades administrativas ante el juez administrativo; reforma última y que no será, según su
misma confesión, sino el complemento y la consecuencia natural de la que operó la ley de 17 de
julio de 1900 ("Les éléments du contentieux", loe. cit., p. 61 n., pp. 95 ss.; cf. Précis, 8 ed., p. 399 .
732
Se ha dicho que con esto los cuerpos de la administración ejercían una función
jurisdiccional. En la época revolucionaria, dice Artur (op. cit., Revue du droit public,
vol. XIV, pp. 238 ss., 500), por defectuosas que fueran las condiciones en las
cuales los cuerpos administrativos y los ministros impartían justicia, no por ello
deja de ser verdad que, por el solo hecho de estatuir sobre los litigios
administrativos, pronunciaban el derecho y ejercían la función jurisdiccional. Pero
esta manera de ver no encaja en el concepto en el cual se ha inspirado, en esta
materia, la legislación revolucionaria. La verdad es, en efecto, que en el sistema
establecido por la Revolución, la justicia administrativa se ha considerado y
tratado, desde el punto de vista funcional, como operación administrativa.
Ya por lo que concierne a los ministros, Laferriére (op. cit., 2 ed., vol. n, p. 454)
hace observar que "incluso antes del año VII, ninguna ley dijo jamás que los
733
29
No carece de interés recordar aquí los términos en los cuales el diputado Pezous expuso ante la
Constituyente la proposición de entregar lo contencioso-administrativo a los propios cuerpos de
administración. En una memoria que se distribuyó a los miembros de la Asamblea el 5 de agosto
de 1790, Pezous impugnaba el proyecto del comité de Constitución que consistía en crear
"tribunales de administración" que tuvieran el carácter de tribunales judiciales de excepción. Decía
734
expresión, se trata sólo de una apariencia; el hecho de que desde el punto de vista
"subjetivo" el cuerpo judicial sea autónomo y las autoridades jurisdiccionales estén
colocadas orgánicamente en 'una posición de completa independencia respecto a
las autoridades ejecutivas, no basta para probar que la potestad de la que los
tribunales se hallan especialmente investidos constituya objetivamente un poder
en esencia diferente de aquel que por su parte ejercen las autoridades ejecutivas.
Esta idea de Laband ha sido expresada frecuentemente por los autores. No se
debe, dijeron, mezclar la cuestión de la repartición orgánica de los poderes del
Estado con la del número y la distinción de las funciones estatales consideradas
en sí. Del hecho de que, en interés de las partes, las autoridades jurisdiccionales
formen un cuerpo separado y ejerzan su actividad según reglas especiales, no se
infiere que la jurisdicción sea en sí misma una tercera función, esencialmente
distinta de las otras dos. Esta conclusión no debe admitirse. En efecto, sea la que
fuere la naturaleza intrínseca de la jurisdicción, y por muchas semejanzas que se
puedan establecer entre ésta y la función que ejercen los administradores, la
única cuestión que se formula para el jurista es la de saber si, en el sistema
positivo del derecho vigente, constituye una función especial y separada. Ahora
bien, la respuesta a esta cuestión, en derecho francés, no puede ser dudosa. Por
el hecho mismo de que la autoridad jurisdiccional ha recibido una constitución
orgánica que la transforma en una autoridad independiente; por el hecho de que la
autoridad jurisdiccional se halla sometida a formas especiales y las decisiones
jurisdiccionales tienen una fuerza que no corresponde a las decisiones
administrativas, la jurisdicción, desde el punto de vista jurídico, se encuentra
erigida en un poder distinto, es decir, en una tercera función de la potestad de
Estado. Considerarla como tal no es adherirse a una "apariencia", sino más bien
reconocer una realidad jurídica.
cuales la Constituyente se adhirió tan prontamente al sistema propuesto por dicho diputado,
Esmein, "La question de la juridiction administrative devant FAssemblée constituante", Jahrbuch
des offentl. Rechts. 1911, especialmente pp. 30ss ).
736
31
Sólo' se trata aquí del caso en que la autoridad jurisdiccional se limita a pronunciar el derecho
legal. La jurisdicción, en este caso, es una potestad de la misma naturaleza que la administración,
en el sentido de que una y otra consisten en la aplicación de las leyes; pero, con
737
determinar las medidas que deban tomarse (cf. Jéze, Revue du droit public, 1905, p. 110, y 1913,
,p. 34).
739
35
Se verá más adelante (n. 6 del n' 462) que junto a estas tres funciones es necesario, en derecho
francés, considerar una cuarta función: la función o potestad constituyente. Esta presenta, en
efecto, todos los caracteres de una función jurídicamente distinta, reservada a un órgano diferente
del legislador propiamente dicho, que se ejerce en formas diferentes a las de la legislación y que
origina "leyes constitucionales" cuya fuerza es superior a la de las leyes ordinarias. Desde el punto
de vista de su naturaleza intrínseca, sin embargo, las prescripciones contenidas en la Constitución
no son absolutamente diferentes de aquellas que pueda contener una ley ordinaria, y la misma
materia puede regularse, bien por la vía constituyente, bien por la vía simplemente legislativa,
como lo demuestra por ejemplo el caso del Senado, cuya organización y composición han sido
desconstitucionalizadas por la ley de revisión de 14 de agosto de 1884 (art. 3) y devueltas, por lo
mismo, al órgano legislativo habitual.
740
CAPITULO IV
ÓRGANOS DISTINTOS
Y SU SEPARACIÓN
De hecho, la separación de los poderes, desde 1789, se tiene por uno de los
principios esenciales del derecho público francés. Se trata sin embargo de un
principio de origen completamente moderno. Establecido por primera vez en
Francia por la Asamblea nacional de 1789, como una de las bases de su obra de
regeneración política, sólo había hecho su aparición poco tiempo antes,
relativamente, de los acontecimientos revolucionarios. Bien es verdad que desde
la antigüedad la ciencia política se aplicó a denominar y clasificar las diversas
manifestaciones de la potestad estatal. Así, por ejemplo, Aristóteles distinguía en
ella tres operaciones principales: la deliberación, el mando y la justicia; y esta
distinción tripartita correspondía directamente a la organización entonces en vigor,
la cual comprendía la asamblea general o consejo encargado de deliberar sobre
los asuntos más importantes; los magistrados, investidos del poder de mandar y
de obligar, y los tribunales. Pero sería un error pretender remontar hasta
Aristóteles los orígenes de la teoría de la separación de poderes. Aristóteles, como
todos los antiguos, se empeña únicamente en discernir las diversas formas de
actividad de los órganos, y no piensa en establecer un reparto de las funciones
fundado en la distinción de los objetos que corresponden a cada una de ellas
(Saint-Girons, Essai sur la
743
séparation des pouvoirs, p. 17; E. d'Eichtal, Souveraineté du peuple, pp. 105 ss.;
Jellinek, UÉtat moderne, ed. francesa, vol. u, p. 298); y por otra parte, no
encuentra obstáculo en que al mismo tiempo la misma persona forme parte de la
asamblea deliberante, ejerza una magistratura y se siente en el tribunal.
En los tiempos modernos, Locke, que parece haber sido el primero en advertir la
utilidad de una separación de poderes, no consiguió desarrollar sobre este punto
una teoría suficientemente clara. En su Traite du gouvernement civil, escrito
inmediatamente después de la revolución de 1668 (caps, vi, xi ss.), Locke
distingue cuatro potestades: el poder legislativo, que presenta como el poder
preponderante; el poder ejecutivo, que queda subordinado al legislativo; y
además, el poder federativo, o facultad de dirigir las relaciones con el extranjero, y
la prerrogativa, que es el conjunto de los poderes discrecionales conservados
todavía en aquella época por el monarca inglés. Inspirándose en el estado de
cosas que imperaba entonces en Inglaterra, Locke aprueba y recomienda, en
cierta medida, la separación de las potestades legislativa y ejecutiva entre órganos
diferentes. Pero del mismo modo que no trata a estas dos potestades como
iguales e independientes entre sí, así tampoco llega, en definitiva, hasta afirmar la
necesidad absoluta de su separación orgánica. Lo que prueba esto es que no se
muestra extrañado de que el monarca de su tiempo acumule todas las funciones.
No solamente, en efecto, el rey de Inglaterra posee como propios, además de la
prerrogativa, los poderes ejecutivo y federal, que según Locke, aunque distintos,
no pueden atribuirse a personas diferentes, sino que también participa en la
potestad legislativa, en cuanto, por ejemplo, ninguna ley puede hacerse sin su
consentimiento. Locke reconoce esta acumulación sin reprobarla; muy al contrario,
saca argumento de ella, y en particular se basa en la potestad legislativa del rey
para mantener que éste debe considerarse como el "soberano", o sea el órgano
supremo del Estado. En el fondo, la doctrina de Locke se reduce, pues, a una
simple teoría de distinción de las funciones: bajo la reserva de que el rey por sí
solo no puede hacer la ley y que se halla sometido a esta última, no es aún una
doctrina de franca separación de los poderes (cf. Esmein, Éléments de droit
constitutionnel, 7 ed., vol, I, pp. 458 ss.; Jellinek, loe. cit., vol.II, p. 307).
271. Hay que llegar hasta Montesquieu para hallar la verdadera fórmula de
la teoría moderna de la separación de poderes, por lo cual el nombre de
Montesquieu se encuentra estrechamente unido a esta teoría. Entre él y sus
predecesores existe la diferencia capital de que no se limita ya a discernir los
poderes por medio de una distinción abstracta o racional de las funciones. Incluso
su doctrina referente a la naturaleza
744
1
Por esto se reprochó a Montesquieu el no haber proporcionado los elementos detallados
de una definición de la función administrativa (ver sin embargo n' 280, infra). La "potestad ejecutiva
de las cosas que dependen del derecho de gentes"', de la que hace uno de los tres crandes
poderes, corresponde simplemente al poder federativo de Locke (Esmein, loe. cit., p. 461: Jellinek,
loe. cit., vol. u, p. 308).
2
(Indudablemente, a esta clase de Estados es a los que convienen los calificativos de "Estado
moderado'' y de "gobierno temperado", que se encuentran a veces en el Esprit des lois (ver lib. IX,
caps, IV y VIII).
745
entre la realeza y las Cámaras, que se obtuvo, especialmente, por medio de una
distribución entre dichos órganos de los poderes legislativo y gubernamental. Este
reparto y este equilibrio habían sido ampliamente realizados, cuando fue
Montesquieu, durante dos años (1729-1731), a estudiar sobre, el terreno las
instituciones inglesas. Las observaciones que realizó le llevaron a extraer una
teoría general que trajo a Francia y que expone en el más famoso de los capítulos
del Esprit des lois, el cap. vi del libro xi, titulado "De la constitution d'Angleterre".
Con este título trata Montesquieu, en realidad, de una Constitución ideal;
generaliza;3 y por cierto, la separación de los poderes, tal como la expone, va
mucho más allá de lo que pudo observar entre los ingleses.
272. El punto de partida de la doctrina de Montesquieu queda enunciado en
un capítulo anterior (libro XI, cap. IV) del que es conveniente destacar las
proposiciones siguientes, que se han hecho célebres: "Es una experiencia eterna
que todo hombre que tiene poder se ve llevado a abusar del mismo: va hacia
adelante hasta que tropieza con límites. Para que no se pueda abusar del poder,
es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder detenga al poder". En
este párrafo, Montesquieu denuncia el vicio y pronuncia la condena del régimen
autocrático o régimen del poder absoluto. Cuando en un Estado todos los poderes
quedan reunidos en manos de un titular único, bien sea un hombre o una
asamblea, I la libertad pública está en peligro. Es evidente, en efecto, que la
persona o el cuerpo político que es dueño de todos los poderes a la vez, posee
un? potestad ilimitada, puesto que no existe, fuera de él, ninguna potestad que
pueda limitar la suya. Ahora bien, el peligro de toda potestad sin límites es la
posible opresión de los ciudadanos; éstos, frente a tal potestad, quedan expuestos
a la arbitrariedad. Para evitar este peligro, es indispensable, en el principio y en la
base de toda organización de los poderes, hallar una combinación que, al
multiplicar las autoridades públicas y al repartir entre ellas los diversos atributos de
la soberanía, tenga por objeto limitar respectivamente la potestad de cada una de
ellas por la potestad de las autoridades vecinas, de tal modo que ninguna pueda
llegar jamás a una potestad excesiva. Este es el problema que debe resolverse.
Según Montesquieu, la solución de este problema consiste en separar tres
funciones estatales, las funciones legislativa, ejecutiva y judicial, para entregarlas
respectivamente a tres órganos distintos de poseedores. "Todo estaría perdido —
dice Montesquieu (libro XI, cap. VI)— si el mis-
233
3 El mismo declara, al final del capítulo en cuestión, que no se limitó a presentar un cuadro de la
Constitución inglesa, y que no pretende tampoco haber trazado el cuadro fiel de la misma: "No me
toca a mí examinar si los ingleses gozan actualmente o no de dicha libertad. Me basta con decir
que sus leyes la establecen, y no me preocupo de más."
746
mo hombre o el mismo cuerpo ejerciera esos tres poderes: el de hacer las leyes,
el de ejecutar y el de juzgar". Y Montesquieu desarrolla el principio así formulado,
justificándolo por la triple consideración siguiente:
En primer lugar es preciso que los poderes legislativo y ejecutivo estén
separados. Existen para ello dos razones. La primera se refiere a la idea misma
que Montesquieu tiene de la ley. En el régimen del Estado legal, es decir, en el
régimen que tiende a asegurar a los ciudadanos la garantía de la legalidad, lo que
a los ojos de Montesquieu constituye el valor protector de esta garantía es que la
ley es una regla general, abstracta, concebida, no en vista de un caso aislado sino
preexistente a los hechos particulares a los que habrá de aplicarse. La ley es
justa, porque es igual para todos ("Debe ser la misma para todos". Declaración de
los derechos del hombre y del ciudadano de 1789, art. 6), y porque sus preceptos,
al ser formulados para el porvenir, no han sido inspirados al legislador por
preocupaciones actuales de personas o de casos particulares (Esmein, Éléments,
1 ed., vol. i, p. 23; Duguit, L'État, vol. i, pp.470 ss.). Pero, si la ley ha de concebirse
así de una manera desinteresada, es preciso que no pueda ser dictada por la
autoridad gubernamental o administrativa, es decir, por aquella misma que, siendo
la llamada a ejecutarla y también a servirse de ella, pueda tener interés en que
esté orientada en tal o cual sentido. A diferencia del legislador, en efecto, la
autoridad ejecutiva está acostumbrada a actuar y a adoptar medidas oportunas,
con ocasión de los casos particulares y en consideración a los acontecimientos o
necesidades diarias. Así, si retuviera al mismo tiempo la potestad legislativa, sería
muy tentador para ella formular leyes de circunstancias, que respondiesen a su
política, a sus preferencias, quizás a sus pasiones, del momento actual. En una
palabra, y como dice Montesquieu (loe. cit.), sería muy de temer que el monarca
mismo o el Senado hicieran leyes tiránicas para ejecutarlas tiránicamente también.
En estas condiciones, no existe libertad; pues el mismo cuerpo de magistratura,
como ejecutor de las leyes, posee toda la potestad que se ha dado a sí mismo
como legislador; y así, puede destrozar al Estado por sus voluntades generales.
Por otra parte, si los poderes legislativo y ejecutivo estuvieran reunidos en las
mismas manos resultaría con ello que la autoridad encargada de ejecutar no se
consideraría obligada por las leyes vigentes, puesto que sería dueña de
abrogarlas; o también podría, en virtud de su potestad legislativa, modificarlas en
el momento mismo de la ejecución, y así los ciudadanos, sorprendidos por esta
legislación originada en la arbitrariedad del momento, verían desvanecerse toda la
garantía del régimen de la legalidad.
Por las mismas razones, Montesquieu sostiene que es necesario
igualmente separar las potestades legislativa y judicial. Si así no fuera,
747
4
Montesquieu definió perfectamente la relación entre la libertad y la legalidad: "La libertad, dice
(lib. xi, cap. ni), es el derecho de hacer todo aquello que permiten las leyes". Y un poco más
adelante (cap. iv) añade: "Una Constitución puede ser tal que nadie esté obligado a realizar las
cosas a las cuales no le obliga la ley, y a no realizar aquellas que la ley le permite". Los ciudadanos
del Estado que poseen semejante Constitución poseen la libertad, o sea "la tranquilidad de espíritu
que proviene de la opinión que cada uno tiene de su seguridad" (cap. VI).
748
5
Esta es una de las razones por las cuales Montesquieu (lib. ix, cap. vi) declara que "en un Estado
libre, la potestad legislativa (o sea el cuerpo legislativo) no debe tener el derecho de detener la
potestad ejecutora". Le reconoce únicamente "la facultad de examinar de qué manera las leyes que
ha hecho han sido ejecutadas". "Pero —añade inmediatamente—, sea el que fuere este examen, el
cuerpo legislativo no debe tener la facultad de juzgar la persona, y por consiguiente la conducta del
que ejecuta. Su persona debe ser sagrada, porque siendo necesaria al Estado para el cuerpo
legislativo no llegue a ser tiránico, en el momento en que se le acusara o juzgara ya no existiría la
libertad."
749
6
En este sentido, cabe considerar como fundada, a pesar de las críticas de Duguit (Manuel de droit
constitutionnel, 1* ed., p. 333), la afirmación de Artur ("Séparation des pouvoirs et séparation des
fonctions", Revue du droit public, vol. xiv, p. 43) : "El primer elemento constitutivo de todo poder es
la separación de las funciones. El segundo es una independencia suficiente de los depositarios de
cada función."
750
7
La doctrina del contrato social implica igualmente que el poder judicial sólo puede consistir en la
ejecución de las leyes o voluntades del soberano y que, por consiguiente, queda comprendido en
el poder ejecutivo. Rousseau reconoce, sin embargo, que el ejercicio de la justicia debe
corresponder a jueces distintos de los magistrados encargados de la administración (Esmein,
Éléments, 1" ed., vol. i, p. 465).
751
de las cuales estos derechos sólo proporcionan la ejecución." Todo este pasaje
constituye, por parte de Rousseau, una negativa directa de la idea primera sobre
la que se basa la teoría de la separación de poderes (Duguit, Traite, vol. I, pp. 119
y 355).
275. Desde su aparición, la teoría de Montesquieu tuvo una resonancia
considerable. Llegaba muy a propósito, en un tiempo en que el sistema de la
monarquía absoluta había pasado de su apogeo en Francia y estaba destinado a
una destrucción próxima. Uno de los caracteres principales de la Constitución
francesa de los últimos siglos antes de 1789 era, en efecto, la concentración de
todos los atributos de la potestad estatal en la persona del rey, que encarnaba en
sí todos los poderes o, por lo menos, del cual emanaban todos los poderes. Por
reacción contra este absolutismo, la separación de los poderes estaba llamada a
ser uno de los dogmas políticos fundamentales de los hombres que prepararon y
dirigieron la Revolución; desde el comienzo de ésta se consagró, en la forma
solemne de principio absoluto, por el art. 16 de la Declaración de los derechos del
hombre y del ciudadano: "Toda sociedad en la cual la separación de los poderes
no está determinada, carece de Constitución". Se verá más adelante la enorme
influencia que este dogma ejerció sobre las Constituciones de la época
revolucionaria.
Desde dicha época, la doctrina de Montesquieu siguió hallando en Francia
un terreno favorable para su desarrollo. Durante el curso del siglo XIX, la
separación de poderes ha sido constantemente recordada e invocada por los
publicistas franceses. Esto se debe, en gran parte, a la inestabilidad constitucional
que sufrió Francia en el período de 1789 a 1875. Por razón de los frecuentes
cambios de régimen que se sucedieron en dicha época, no pudieron establecerse
tradiciones firmes, que determinaran con precisión y certeza los derechos
respectivos de las grandes autoridades constituidas. Resultó de ello que estas
autoridades vivieron frecuentemente desconfiando las unas de las otras, temiendo
ser víctimas de alguna usurpación por parte de la que, entre ellas, parecía ser más
poderosa. Y de hecho fue necesario en muchas ocasiones invocar la separación
de poderes, con objeto de contener o de mantener a tal o cual de las autoridades
citadas dentro de los límites de su legítima competencia (cf. E. d'Eichtal, op. cit.,
pp. 144 ss.).
El principio de la separación de poderes debió, pues, a causas políticas la
importancia que adquirió durante mucho tiempo en Francia. Hoy día, por el
contrario, y gracias a la desaparición de estas causas, el prestigio de la teoría de
Montesquieu parece estar en baja, al menos en la literatura jurídica.
Indudablemente, esta teoría tiene aún, entre los juristas franceses, eminentes
defensores. A la cabeza de todos conviene citar a Esmein (Éléments, 7* ed., vol. I,
pp. 467 ss.), quien sostiene que los ata
752
ques dirigidos contra ella sólo tienen fundamento en la medida en que se refiere,
no ya a la separación misma de los poderes, sino a las consecuencias exageradas
que a veces se dedujeron de ella. Michoud (Théorie de la personnalité moróle, vol.
I, pp. 281 ss.) expone idéntica tesis. Saint-Girons, en su Essai sur la séparation
des pouvoirs, pp. 138 ss., se aplicó a justificar el principio de Montesquieu
refutando las críticas de que había sido objeto. Y Aucoc, en su dictamen a la
Academia de Ciencias Morales y Políticas sobre la obra de Saint-Girons (op. cit.,
p. XVII, declara a su vez que la mayor parte de dichas críticas "se fundan en
malentendidos".
Pero, junto a estos defensores, la teoría de la separación de poderes
cuenta hoy día con numerosos adversarios cuyo número parece ir creciendo sin
cesar. Se la atacó, primero, desde el punto de vista de su valor político. El
principio de Montesquieu, díjose, es ante todo un principio restrictivo y creador de
impedimentos, que divide el poder, en efecto, entre sus titulares, de tal modo que
cada uno de ellos, encerrado dentro de un círculo de atribuciones especiales,
queda condenado a vegetar en un estado de penuria, que equivale a una especie
de impotencia. Suponiendo que la libertad pública salga gananciosa con esto, la
potestad de acción del Estado se encuentra en cambio singularmente disminuida,
y se ha hecho observar que en período de crisis este parcelamiento del poder
podría tal vez tener por efecto aplicar a los gobiernos de los Estados una parálisis
desastrosa para el país. Análoga idea se expresó al decir que el equilibrio
respectivo de los poderes engendraría su inmovilidad, que haría imposible la vida
del Estado.8 Por otra parte, se ha observado que al seccionar y desmenuzar el
poder entre autoridades que nada pueden la una sin la otra, el sistema de la
separación desmenuza al mismo tiempo las responsabilidades, de tal forma que,
al cometerse una falta, ya no sabrá el país quién es el responsable. Estas
diferentes críticas han sido formuladas particularmente por Woodrow Wilson, el
cual, en su Gouvernement congressionnel, endereza una verdadera requisitoria
contra el régimen separatista establecido en los Estados Unidos. "La Constitución
inglesa —dice este autor, que recuerda, a este respecto, una palabra de
Bagehot— tiene por principio escoger una sola autoridad soberana y hacerla
buena: el principio de la Constitución norteamericana es tener
238
8
Esta objeción había sido prevista por el mismo Montesquieu, que sólo le opone una contestación
muy débil: "He aquí, pues, la constitución fundamental del gobierno de que estamos tratando.
Como el cuerpo legislativo se halla compuesto de dos partes, una de ellas arrastrará a la otra por
su mutua facultad de impedir. Ambas estarán ligadas por la potestad ejecutora, la cual a su vez
estará obligada por la legislativa. Estas tres potestades habrían de formar (así) un reposo o una
inacción. Pero, como por el movimiento necesario de las cosas se ven obligadas a moverse,
habrán de moverse de acuerdo" (Esprít des lois, lib. XI, cap. VI). Bajo la influencia, bien sea de las
críticas teóricas formuladas por la escuela alemana, bien de las observaciones de hecho fundadas
en datos de la experiencia, se ha formado igualmente, en Francia, una escuela que le niega al
principio de Montesquieu todo valor jurídico así como toda posibilidad de realización postiva. A la
cabeza de este movimiento se ha
753
9
Una fórmula: tal es también la apreciación de Larnaude (¿'La séparation des pouvoirs et la justice
en France et aux États-Unis", Revue des idees, 1905, p. 339) : "La separación de los poderes no
es más que una fórmula, y con fórmulas no se gobierna. Montesquieu, mediante esta fórmula,
indicó, sobre todo, el desiderátum de su tiempo y de su país. No pudo ni quiso resolver, de una
manera definitiva y para siempre, todas, las cuestiones que puede originar el gobierno de los
hombres."
755
10
Así como las teorías de Rousseau respecto de la soberanía popular compuesta de soberanías
individuales suscitaron, en la literatura del derecho público, una reprobación que ha llegado a ser
casi general, las ideas de Montesquieu sobre la organización de los poderes continúan gozando de
una reputación de liberalismo, de mesura y de sagacidad, que. Aun actualmente, les asegura
amplio favor. En realidad, bajo un aspecto de sabio liberalismo, las ideas expuestas en el capítulo
sobre la Constitución de Inglaterra han sido, tal vez, más perjudiciales que los sofismas del
Contrato social; pues éstos sólo pudieron ser aceptados por espíritus fáciles de seducir, mientras
las doctrinas separatistas de Montesquieu ejercieron su influencia hasta en los medios más
esclarecidos. Ahora bien, esta influencia es realmente disolvente, porque la separación de los
poderes, al descomponer la potestad estatal en tres poderes, cada uno de los cuales sólo tiene
una capacidad de acción insuficiente, no lleva a nada menos que a destruir en el Estado la unidad
que es el principio mismo de su fuerza. Rousseau, al menos, había respetado esta necesaria
unidad. Desde otro punto de vista, Montesquieu realizó obra inoportuna cuando (Esprit des lois, lib.
XI, cap. VII) opuso, una a otra, la libertad de los ciudadanos y la "gloria" del Estado, dando a
entender que una Constitución no puede pretender realizar la segunda sino a condición de
sacrificar la primera; como si, en la incesante lucha de los pueblos, los ciudadanos pudiesen
esperar conservar una verdadera libertad en un Estado disminuido en "gloria", o sea, en el fondo,
en potestad de acción y, por consiguiente, también en capacidad para defenderse y mantener su
rango. Sobre este último punto, las ideas de Montesquieu presentan con las teorías de Rousseau
sobre la soberanía popular, la analogía de poder convenir sólo a un pequeño Estado cuya
existencia esté garantizada por las condiciones del equilibrio general entre las grandes potencias.
Aquí, en efecto, es posible que, a falta de gloria, los ciudadanos, en el florecimiento de
instituciones que tengan por único objeto aumentar su libertad, consigan gozar de los beneficios de
una vida fácil. Pero, en cuanto a los grandes Estados, la dura tarea a la que han tenido que hacer
frente hasta ahora no les ha dado la posibilidad de abandonarse a esta quietud burguesa.
756
11
Bien es verdad que otro autor reclamó el mérito de este descubrimiento. Se trata de Arndt, que
alega, en el Archiv fur offenll. Recht, vol. xv, p. 346, haber sido el primero en afirmar en su
Kommentar zur Reichsverfassung, p. 101. la consagración de la separación de poderes por el
derecho alemán. Pero Anschütz (loe. cit.. p. 10 n.) indica las razones por las cuales debe negársele
esta prioridad. Ver también Arndt, Archiv fur of/entl. Recht, vol. XVIII. pp. 166 ss.
757
12
Montesquieu se refiere, sin embargo, a cierta parte que toma el monarca en la legislación: "Es
necesario —dice— que tome parte en ella mediante la facultad de impedir", o sea mediante el
derecho de oponer su veto. Pero, por otra parte, tiene especial cuidado Montesquieu en hacer
observar que esta facultad de impedir es totalmente diferente "de la facultad de estatuir". La última
implica que el rey concurre a la confección de la ley: la facultad de impedir sólo se le confiere al
monarca para permitirle "defenderse" y no es sino "el derecho a anular" la decisión adoptada por el
legislador (Esprit des lois, lib. XI. cap. VI). Al oponer así estas dos facultades. Montesquieu, en
definitiva, trata de establecer que. Mediante su derecho a impedir, el rey no toma ninguna parte
positiva en la legislación y que. por consiguiente, este derecho no lesiona de ningún modo el
principio de la separación de poderes. En vano se ha alegado que el ejercicio del veto no puede
considerarse, sin embargo, como un acto de potestad ejecutiva, y que, por lo mismo, aparece esta
prerrogativa como contraria a la separación de poderes (Jellinek, loe. cit.. vol. n, p. 309 n.). Esta es
la tesis que sostenía Sieyés. en su discurso de 7 de septiembre de 1789 (Archives parlementones.
1 serie, vol. vin. pp. 592 ssj, y concluía, a este respecto, diciendo: "El derecho a impedir no es.
según mi parecer, diferente del derecho de hacer. Pero, si bien es exacto que el veto, por su
naturaleza, no es un poder de ejecución, por otra parte, sin embargo, es evidente también que, por
la posesión de dicha facultad, el jefe del Ejecutivo no se convierte en parte integrante del cuerpo
legislativo, ya que —como se ha hecho observar muy acertadamente (Duguit. Traite, vol. II, pp.
447, 448)— el veto supone que la ley ya está hecha, y no es un acto de confección de la ley sino
un impedimento que se opone a la ejecución de una ley ya adoptada (ver suprn, pp. 372 sj. Y en
cuanto a la separación de poderes, lejos de excluir este derecho de impedimento, exige, por el
contrario que le sea reconocido al jefe del Ejecutivo, como lo demostró el mismo Montesquieu (loe.
cit.): "Si la potestad ejecutiva no tiene el derecho de detener las actividades del cuerpo legislativo,
éste será despótico, pues .al poderse conceder todo el poder que puede imaginar, reducirá a la
nada todas las demás potestades". "Sin la facultad de impedir, la potestad ejecutiva se verá pronto
despojada de sus prerrogativas." Existen, en estas observaciones
del Esprit des lois, "unas miras muy profundas", dice Esmein (Éléments. 7 ed-, vol. I. p. 479) ;
evidencian que sin el veto la independencia de los poderes, que es uno de los elementos
esenciales del sistma de separación de Montesquieu, se halla comprometida en detrimento del
Ejecutivo.
758
poderes yuxtapuestos e iguales, en el sentido de que cada una de ellas posee una
parte especial y diferente de la potestad estatal, así como tiene cada una de ellas
su esfera de acción propia, en cuyo interior es independiente y dueña; de donde
se deduce la consecuencia de que, en la esfera de cada uno de los tres poderes,
el titular más elevado tiene realmente carácter de órgano supremo.
Se ha discutido que la doctrina de Montesquieu tuviera este alcance
absoluto, y se ha hecho observar por ejemplo que ni siquiera pronuncia la
expresión "separación de poderes" (Duguit, Traite, vol. I, p. 348), de la que se han
servido los partidarios de su teoría para designar esta última. El pensamiento de
Montesquieu, dícese, nunca fue que los tres poderes hubieran de estar separados
en el sentido propio de la palabra, o sea repartidos orgánicamente entre
autoridades que representaran o expresaran tres voluntades estatales distintas.
Su idea es, sencillamente —como él mismo lo explica—, que la libertad
desaparecería y quedaría reemplazada por el despotismo si dependiera el
ejercicio de la potestad cíe Estado, enteramente y sin reparto, de la voluntad de un
solo hombre o de una sola asamblea (Duguit, loe. cit.; Michoud, op. cit., vol. i, p.
283).
Pero conviene replicar que, si bien la palabra separación no se encuentra
en el capítulo De la Constitution d'Angleterre, la idea de separación sobresale
ciertamente del conjunto de la doctrina que en él se expone. Se desprende ya de
la proposición fundamental con que comienza este capítulo: "Existen en todo
Estado tres poderes", proposición que presenta a la potestad estatal bajo un
aspecto plural y a la que no sigue, en el resto del capítulo, ningún ensayo de
demostración de la unidad necesaria y esencial del Estado, de su potestad, de su
voluntad: de donde parece desprenderse que el concepto de esta unidad pasó
completamente inadvertido para el autor del Esprit des lois. Se desprende también
del hecho de que, en ninguna parte, pone Montesquieu en evidencia ni parece
siquiera advertir la necesidad superior, para los titulares de los poderes
separados, de coordinar sus actividades respectivas asociándolas y fundándolas
en una acción común, de modo que se asegure mediante esta cooperación la
unidad de fines y de resultados que demanda la misma unidad del Estado.
Montesquieu no se preocupa de aproximar las potestades que empezó por
disociar; se limita, a este respecto, a reivindicar para ellas mutuas facultades de
"impedirse", "obligarse" "encadenarse", lo que es muy diferente de una
colaboración o entendimiento común (ver np 284, infra); por lo demás, se fía de
este "movimiento necesario de las cosas", por el cual, según él, "habrán de ir
forzosamente de concierto", pero que en realidad, y para la realización siempre
delicada y difícil de semejante concierto, no ofrece sino una garantía muy vaga e
insuficiente. Finalmente, esta misma misión de "detenerse" uno a otro, que
760
13
Es sobre todo en los Estados Unidos donde este concepto de Montesquieu halló su aplicación.
La separación de los poderes se entendió allí en el sentido de que cada una de las tres grandes
autoridades estatales debe hallarse provista de facultades que le permitan "detener" el poder de la
autoridad vecina. Según la Constitución federal, el Presidente puede oponer su veto a las leyes
regularmente adoptadas por el Congreso. A su vez, las asambleas disponen, contra el Ejecutivo,
del poder de someterle a acusación y de enjuiciarle; y el Senado puede oponerse al uso que
pretende hacer el Presidente de su derecho a concluir los tratados o a nombrar ciertos
funcionarios. La autoridad judicial detiene al poder legislativo por la facultad que posee de rehusar
la aplicación de las leyes tachadas de inconstitucionalidad (W. Wilson, op. cit., ed. francesa, p. 17).
De este sistema general de impedimentos resulta evidentemente una causa de debilidad para el
poder federal, como se ha observado con anterioridad (p. 751). Pero, dice Boutmy (Études de droit
constitutionnel, 2° ed., p. 162), "los americanos apenas tienen ocasión de padecer esa debilidad,
pues todo el tren ordinario de la política interior se lleva por los gobiernos de los Estados,
bastándose éstos a su labor. Los norteamericanos prefieren resignarse a ciertos desfallecimientos
de los poderes federales y no tener nada que, temer para esa autonomía de los Estados que, a sus
ojos, es el mayor de los bienes Sólo que, añade dicho autor, esta debilidad, que en parte
constituye un bien en un Estado federal, sería el peor de los males en un Estado unitario.
761
de poderes. . .", los constituyentes de 1791 se vieron llevados a tratar los poderes
que atribuían respectivamente a los órganos legislativo, ejecutivo y judicial, no ya
como competencias funcionales particulares, o sea como modos variados de
ejercicio de una sola y misma potestad reconocida indivisible en sí, sino —según
la acertada expresión de Duguit—como "porciones desmembradas" y "elementos
fraccionados" de la potestad soberana, considerándose ésta como constituida y
compuesta por tres poderes distintos. Este concepto aparece especialmente en el
preámbulo del título ni de la Constitución de 1791, que lo formula con notable
claridad al presentar en tres textos sucesivos (arts. 3-5) los poderes legislativo,
ejecutivo y judicial como tres potestades esencialmente diferentes, delegadas
separadamente en tres clases distintas de autoridades. Según estos textos, cada
una de estas potestades aparece a la vez como un fragmento de la soberanía y
como un poder que es por sí mismo completo, que se basta a sí mismo y que es,
en este sentido, autónomo. La reunión de estos poderes constituye la soberanía.
En segundo lugar, y teniendo en cuenta que los tres poderes así definidos
se atribuyen separadamente a tres autoridades especiales y distintas, se ha
deducido lógicamente de la doctrina de Montesquieu que cada una de estas
autoridades encarna y figura un poder determinado, una parte divisoria de la
soberanía, y por consiguiente se ha llegado a considerar a estas autoridades
como constituyendo ellas mismas, y cada una de ellas, un "poder".14 O, lo que es
igual, se estableció la costumbre de ver en ellas a los sujetos de tres voluntades
distintas, de tres clases de voluntades, que son igualmente partes, independientes
entre sí, de la voluntad estatal y que concurren, entre las tres, a formar esta última.
De esto a admitir que a estas tres voluntades corresponde, en el Estado, la
existencia de tres personas soberanas, no hay mucha distancia; y tal ha sido, en
efecto, la doctrina de Kant (Metaphysische Anfangsgriide der Rechtslehre, 5 y 48),
que caracteriza a los tres poderes como "otras tantas personas morales que se
completan una a otra" y que funda así la teoría del Estado uno en tres personas.
279. La doble serie de ideas que acaba de indicarse como contenida en la
doctrina de Montesquieu debe ser rechazada, pues estas ideas son inconciliables
con el principio de la unidad del Estado y de su potestad. Desde luego, hay que
tomar posición contra la famosa afirmación con la que comienza el capítulo De la
Constitution d'Angleterre: "Existen en todo Estado tres clases de poderes". Esta
fórmula no es exacta.
244
14
Esta es una de las principales causas de terminología, tan molesta pero tan habitual, que
consiste en aplicar el nombre de poderes en conjunto a las funciones de potestad y a los órganos
que ejercen esas funciones (ver su/ira, p. 249, n. 1).
762
No existen en el Estado tres poderes, sino una potestad única, que es su potestad
de dominación. Esta potestad se manifiesta bajo múltiples formas: su ejercicio
pasa por diversas fases: iniciativa, deliberación, decisión, ejecución. Los diversos
modos de actividad que entraña pueden necesitar de la intervención de órganos
plurales y distintos. Pero, en el fondo, todos estos modos, formas o fases,
concurren a un fin único: asegurar dentro del Estado la supremacía de una
voluntad dominante, que no puede ser otra que una voluntad única e indivisible. La
misma palabra "dominación" excluye la posibilidad de una pluralidad de poderes
propiamente dichos, pues si la potestad del Estado se dividiera en varios poderes
yuxtapuestos e iguales ninguno de ellos podría poseer el carácter dominador, y
por consiguiente, la potestad total de la cual son elementos constitutivos y
parciales, quedaría a su vez desprovista de dicho carácter.
Así mismo, el concepto según el cual la persona estatal habría de
comprender en sí, correlativamente con los tres poderes, tres sujetos o personas
que expresaran cada una por cuenta del Estado una voluntad propia y distinta, es
inaceptable. Se ha reprochado frecuentemente a Kant el haber llevado hasta el
extremo y hasta el absurdo las consecuencias, lógicas por lo demás (Jellinek, op.
cit., ed. francesa, vol.II, p. 161; Duguit, Traite, vol. I, p. 119), de la teoría de
Montesquieu. Pero la idea de Kant se vuelve a encontrar en muchos tratados de
derecho público. Se vuelve a encontrar, por ejemplo, como lo ha demostrado
Laband (op. cit., ed. francesa, vol. II pp. 268 y 291), en el fondo de la doctrina, que
por tanto tiempo no tuvo contradictores, que consistía en decir que, en los Estados
en los que se practica la institución monárquica de la sanción de las leyes, la
formación de la ley depende y deriva de un acuerdo necesario de voluntades entre
el monarca y las Cámaras, o sea de una operación análoga a la que se produce
entre dos personas que contratan entre sí.16
Como si esos dos órganos del Estado, el rey y el Parlamento, pudiesen
considerarse correspondiendo a dos voluntades distintas, capaces de contratar
entre sí.16 Todavía hoy, entre los autores que se niegan a defender el concepto
trinitario reprochado a Kant, más de uno se acerca, en el pen-
245
15
Hanriou definía antes la ley desde el punto de vista de su forma como "una regla obligatoria
escrita, cuya redacción y promulgación son el resultado de un pacto estatutario entre poderes
constitucionales", pacto "que se establece entre el gobierno y el Parlamento" (Précis tle droit
administran!, 6* ed., pp. 292 ss.). La fórmula de esta definición puede ser objeto de crítica por
cuanto despierta la idea de un origen contractual de la ley. Hoy día, Hauriou repudia la idea de
contrato en lo que se refiere a la confección de las leyes (Principes ile droit public, 2* ed., pp. 138
ss.; ver también Précis, 10" ed., p. 57).
16
Igualmente, en el sistema de las dos Cámaras, la necesidad de sus votos concordantes para la
adopción de un texto legislativo no responde de ningún modo a la idea de que la ley tiene su origen
en un acuerdo contractual formulado entre ellas. "Las comparaciones con el
763
concurso de voluntades en los contratos son falsas en esta materia", dice Esmein (Éléments, 6 ed.,
pp. 988 ss).
17
Al decir que el Ejecutivo, sin una orden de su jefe, no tiene por qué tener en cuenta las leyes,
Esmein, en realidad, no hace más que invocar y pretender aplicar aquí el principio res ínter olios
acta... ; en otros términos, trata al Ejecutivo como a un tercero; como si fuese dentro del Estado
una persona distinta del cuerpo legislativo; y esto no es sino hacer revivir el concepto del Estado
en tres personas. Puede suscitarse una crítica del mismo género en contra de la doctrina que ve
en las leyes orgánicas, concernientes a las diversas autoridades públicas y que regulan su
actividad, órdenes que el poder legislativo dirige a los demás poderes. "Esta teoría —dice Laband
(loe. cit., vol. II, p. 362)— destruye el concepto unitario del Estado"; y lo destruye por cuanto trata a
los poderes como a personas distintas que pueden darse órdenes o recibirlas unas de otras. La
superioridad del poder legislativo no puede adquirir ssemejante sentido (cf. Duguit, Traite, vol. I, p.
145; O. Mayer, op, cit., ed, francesa, vol. I, pp. 109 ss).
18
Es conocida la crítica, a la vez jocosa y acerba, pero indiscutiblemente justa, que dirigió
Rousseau en contra de la doctrina que consiste en decir con Montesquieu: "Hay, en el Estado, tres
poderes". Contesta Rouseau (Control social, lib. n, cap. n): "Nuestros políticos, al no poder dividir a
la soberanía en su principio, la dividen en su objeto. La dividen... en potestad legislativa y en
potestad ejecutiva; tan pronto confunden estas partes como las separan. Hacen del soberano un
ser fantástico, constituido por piezas ensambladas; es como si compusieran al hombre con varios
cuerpos, uno de los cuales tuviera ojos, el otro brazos, el otro pies, y nada más. Se dice que los
charlatanes del Japón despedazan a un niño ante los espectadores, y después, arrojando al aire
todos esos miembros uno tras otro, recogen al niño vivo y y recompuesto. Así son,
aproximadamente, los trucos de nuestros políticos: después df
764
lidad del Estado. Este concepto tiene por objeto señalar, entre otras cosas, que,
en el derecho público actual, el Estado debe considerarse como si fuera él mismo,
y él solo, sujeto de la potestad que lleva su nombre, excluyendo por tanto
cualquier doctrina que tendiera a dar a dicha potestad sujetos plurales. Decir que
el Estado es una persona es tanto como decir, en efecto, que es el sujeto unitario
de la potestad pública, la cual es, a su vez —como se acaba de ver—, una
potestad única. Se infiere de ello que en el Estado moderno no cabe distinguir tres
poderes desde el punto de vista subjetivo, lo mismo que, en su potestad, no se
pueden distinguir tres poderes desde el punto de vista objetivo.
Es también, en gran parte, para señalar esta unidad subjetiva del poder
estatal para lo que se ha formado la teoría contemporánea del órgano de Estado.
Sirve para expresar, especialmente, la idea de que, según el derecho público
actual, los titulares de la potestad de Estado, como tales, carecen de personalidad
propia diferente de la del Estado, y que tan sólo componen un todo con ésta,
siendo simplemente sus órganos. El individuo órgano no es, como tal órgano, un
sujeto jurídico, sino que ejerce los poderes de que se halla investido, no con
aptitud personal, sino como competencia estatal (ver núms. 379-380, infra) En
estas condiciones, el Estado puede tener múltiples órganos sin que su unidad se
vea disminuida, ya que cada uno de ellos no hace sino ejercer, en la esfera de su
competencia, la potestad unitaria de la persona única que es el Estado (Michoud,
op. cit., vol. I, pp. 283-284). Pero es evidente también que en estas condiciones no
se puede hablar de separación de poderes, pues no hay ni puede haber, entre los
diversos titulares de la potestad estatal, sino una sola distribución o afectación
especial de competencias (Jellinek, loe. cit., vol. u, pp. 157, 158 y 164; G. Meyer,
op. cit., 6* ed., p. 17 n. 5 y p. 29 n. 14). Los titulares de las funciones legislativas,
ejecutiva y judicial reciben estas funciones, no ya como trozos de potestad estatal,
destinados a incorporarse separadamente en cada uno de ellos, y cuya posesión
los convertiría en fuerzas políticas concurrentes o en personas soberanas
llamadas a tratar juntas a modo de contratantes que alegasen sus derechos e
intereses diferentes, pues, menos que cualquier otra, la Constitución francesa,
fundada en la idea de la indivisibilidad de la nación, no se presta a tales
conceptos, sino que estos múltiples titulares reciben, con diversas competencias,
la misión de cooperar al ejercicio de una potestad única, y por consiguiente
también, la de colaborar en la formación de una voluntad estatal única y común.
247
Desmembrar al cuerpo social por una prestidigitación digna de un circo, no se sabe cómo, juntan
de nuevo las piezas. Este error proviene de no haberse establecido conceptos exactos de la
autoridad soberana, y de haber tomado como partes de esta autoridad lo que sólo eran
emanaciones de la misma."
765
que decisiones particulares, que no pueden tomarse sino bajo el imperio de las
voluntades generales legislativas y de conformidad con éstas.
Al adoptar este punto de vista, Montesquieu demuestra que su sistema de
separación de poderes se funda en la idea particular que se forma de las
funciones a separar y de la naturaleza intrínseca de las mismas o, para hablar en
el lenguaje actual, sobre cierto, concepto "material" de las funciones. He aquí un
nuevo interesante aspecto de su teoría.
Se ha reprochado con frecuencia a Montesquieu no haber dado de las tres
funciones que distingue en la potestad estatal sino un concepto totalmente
insuficiente: no se cuida de definir el objeto preciso de cada una de ellas. Y sin
embargo, es evidente que el principio de separación de poderes, tal como lo
presenta el Esprit des lois, presupone esencialmente un concepto material de las
funciones, sin el cual carecería de sentido. El fin mismo de este principio, en
efecto, es repartir las funciones entre órganos distintos, según la naturaleza
intrínseca de aquéllas.
En realidad, el capítulo De la constitution d'Angleterre presenta, si no una
definición firme o un análisis profundo de las tres funciones, al menos ciertas
indicaciones que permiten establecer con seguridad la doctrina de Montesquieu
referente a la distinción material de las funciones. Se lee en ella, por ejemplo, que
si los tres poderes se reúnen, "el cuerpo mismo de magistratura tiene, como
ejecutor de las leyes, toda la potestad que se ha atribuido como legislador. Puede
destrozar al Estado por sus voluntades generales, y como tiene también la
potestad de juzgar, puede destruir a cada ciudadano por sus voluntades
particulares". Según este párrafo, la potestad legislativa se caracteriza, pues, por
la generalidad de sus prescripciones: consiste en voluntades generales, en
oposición a las decisiones particulares: y esto es lo que se desprende también del
principio del capítulo, donde se dice que por ella "el príncipe o el magistrado
confecciona leyes por algún tiempo o para siempre" (ver también supra, p. 533, n.
8). Si las regla; generales forman la materia propia de la legislación,
recíprocamente, la función ejecutiva sólo entraña el poder de tomar decisiones
particulares o medidas de actualidad. Esto es también lo que declara
Montesquieu: "la potestad ejecutiva se ejerce siempre sobre cosas
momentáneas". \n este mismo capítulo resume y confirma su doctrina sobre la
naturaleza material de los dos poderes considerados en sus relaciones recíprocas,
diciendo que son: "El uno, la voluntad general del Estado, y el otro, la ejecución de
esta voluntad general". En cuanto a la potestad judicial, de la que dice
Montesquieu que se ejerce especialmente sobre los "particulares" a fin de
solventar las diferencias que les conciernen, no consiste, a sus ojos, sino en
aplicarles reglas generales legislativas. Expresa esto último al declarar que "los
juicios deben ser a tal punto fijos que no constituyan jamás sino un texto
767
vas tienen por cometido propio administrar, lo cual, desde el punto de vista
material, excluye de ellas la potestad legislativa, pero es cierto también que la
autoridad administrativa no podría desempeñar su cometido si no poseyera el
poder de tomar a dicho efecto ciertas medidas generales por vía de
reglamentación; hay que reconocerle, pues, el poder reglamentario, por más que
sea verdad que dicho poder es en sí de esencia legislativa. De modo análogo, el
legislador, lo mismo que el juez, no pueden prescindir, el uno para la preparación
de las leyes y el otro para la preparación de sus juicios, de una amplia facultad de
realizar encuestas, investigaciones o comprobaciones, que, según la teoría
material de las funciones, son operaciones de naturaleza administrativa.19
768
19
No sólo las autoridades públicas no podrían desempeñar la misión que les incumbe si su
competencia se redujera al ejercicio de una función material única, sino que también la
independencia de los poderes, que es uno de los objetivos de la teoría de Montesquieu, exige a su
vez que cada una de estas autoridades pueda participar en funciones complementarias de su
función principal. Es lo que indica muy exactamente Hauriou (Précis, 9 ed., p. 12) : "Las garantías
de independencia sólo existen si cada uno de los poderes políticos acumula en cierto grado las
diversas actividades funcionales".
769
20
A su vez, la potestad gubernamental y administrativa se ejerce compartiéndola con los órganos
legislativo y ejecutivo. Sin referirnos, en efecto, a los países de parlamentaao Hay que observar
que este poder reglamentario va directamente en contra de las ideas expresadas por Montesquieu
en el lib. XI, cap. VI, pues permite a la autoridad ejecutiva fijar por sí misma los principios que
habrá de aplicar a los casos particulares en virtud de su función administrativa, y por consiguiente,
le permite también modificar estos principios con relación a ciertos casos particulares. Para
alcanzar su objeto en tales o cuales casos determinados, la autoridad ejecutiva sólo tendrá que
cambiar momentáneamente las disposiciones de sus reglamentos generales; pero deberá actuar
con cierta anticipación, para que no se le oponga el principio de la irretroactividad.
770
21
Incluso si fuera verdad —corno lo pretende una doctrina muy difundida (ver supra, pp. 599 ss.)—
que, según el derecho público francés actual, las reglas relativas a los asuntos administrativos
entran en la competencia reglamentaria del jefe del Ejecutivo, en oposición a las reglas de derecho
individual, que quedan reservadas a la competencia legislativa de las Cámaras, este reparto de
atribuciones tampoco podría calificarse como separación propiamente dicha, pues la separación,
tal como la entiende Montesquieu, no sólo implica atribuciones de competencia, sino también, en el
sentido inverso, exclusiones de competencia. Ahora bien, es cierto que las Cámaras conservan
siempre el poder de crear por sí mismas, en forma de ley, reglas de todas clases, incluso aquellas
que se refieren a los asuntos internos de la administración.
22
Ver, sobre este punto, supra. n" 259. Por otra parte, se ha visto (supra, n' 266) que los ministros
son llamados con mucha frecuencia a resolver cuestiones de derecho. Existe inclusive toda una
categoría considerable de litigios que no pueden presentarse ante el Consejo de Estado sino
después de haber sido objeto de una decisión ministerial. Desde el punto de vista material es
indiscutible que el ministro ejerce así la función jurisdiccional.
771
En resumen, pues, se observa que cada uno de los órganos estatales acumula
funciones materiales diversas. Y esta acumulación es inevitable, pues no se
concibe al cuerpo legislativo sin participación en el gobierno, al Ejecutivo sin poder
reglamentario ni a las autoridades administrativas sin poder de pronunciar el
derecho. La competencia de los órganos no puede coincidir con la distinción de las
funciones, tal como la concibe Montesquieu: la fórmula que éste da de la
separación de funciones es a la vez demasiado flexible y demasiado simplista
para poder adaptarse a la realidad tan compleja de los hechos que condicionan la
organización del Estado y el funcionamiento de su potestad. Por otra parte, en
derecho no es la clasificación racional y preconcebida de las funciones la que
determin a la competencia de los órganos, sino que, por el contrario, es la
competencia de los órganos lo que ha de determinar la distinción jurídica de las
funciones.23
282. C. Si la separación de las funciones, en el sentido en que la concibe
Montesquieu, es inaplicable, y si no se encuentra aplicada en ninguna parte, ¿será
posible, al menos, realizar la otra parte del sistema de Montesquieu, aquella que
se refiere a la igualdad de los órganos y que exige su independencia? Aquí
también encuentra infranqueables obstáculos el principio de la separación de
poderes.
Ante todo, por lo que concierne a la independencia de las tres clases de
autoridades que distingue el capítulo sobre la Constitución de Inglaterra, su
realización tropieza con una imposibilidad que resulta del hecho de que los
diversos órganos estatales no pueden funcionar sin tener unos con otros ciertas
relaciones, que son la negación misma de esta independencia. Se ha comparado
frecuentemente al organismo estatal construido por Montesquieu con un
mecanismo en el cual las diversas autoridades formarían otros tantos engranajes,
de los que cada uno tendría su cometido particular. Esta comparación se reduce a
hacer resaltar con más claridad el punto débil del sistema de la separación de
poderes. El error de este concepto es precisamente haber creído posible regular el
juego de los poderes públicos por medio de una separación mecánica y en cierto
modo matemática; como si los problemas de organización del Estado fueran
susceptibles de resolverse mediante procedimientos de tal rigorismo y precisión.
251
23
Ahí está el error de la teoría que pretende distinguir funciones materiales junto a las funciones
formales. En el fondo, esta teoría material proviene —como se dijo supra. núms. 90., 156 si., 230,
252, 269— del hecho de que nos obstinamos en entender las palabras ley, administración, justicia,
en un sentido que han perdido hoy en el derecho positivo francés; la distinción de las supuestas
funciones materiales no es sino una supervivencia de antiguos conceptos que se suele oponer a
los de la Constitución vigente, aunque, en realidad, son extraños a ésta.
772
te que se hacía cada vez más independiente del monarca para depender, por el
contrario, de los Comunes, por efecto de la responsabilidad parlamentaria de los
ministros, se hallaba contenido en germen y estaba en formación en las prácticas
políticas de Inglaterra; y es evidente que este régimen, por cuanto hace depender
la política del gabinete de la mayoría de los Comunes, es todo lo contrario de una
separación de los poderes ejecutivo y legislativo. Por otra parte, había tan poca
separación entre estos poderes en Inglaterra, que allí es, y sigue siendo todavía,
de tradición que el rey mismo sea, según la fórmula consagrada, una parte
constitutiva del Parlamento. Por lo que Blackstone, sin dejar de adoptar la doctrina
de Montesquieu, establecía esta reserva: "Para mantener la balanza de la
Constitución es necesario que el poder ejecutivo sea una rama del poder
legislativo, sin ser el poder legislativo por entero. Su reunión en una misma mano
conduciría a la tiranía; su separación absoluta produciría en final de cuentas los
mismos efectos" (Commentaires sur les lois d'Angleterre, libro i, cap. n). Los
hombres de 1789 conocían muy bien estas instituciones inglesas, que no gozaban
de favor entre ellos. Reprochaban particularmente a las prácticas parlamentarias
el engendrar la corrupción, al verse llevado el jefe del ministerio a usar de todos
los medios para conciliarse la mayoría de los Comunes. Así pues, no fue en
Inglaterra, sino en Montesquieu, donde los primeros constituyentes franceses
tornaron sus ideas sobre la organización que debía darse a los poderes. Ahora
bien, Montesquieu, si bien no dejó de advertir los elementos ya existentes, en su
tiempo, del parlamentarismo inglés (ver a este respecto Esmein, Elements. 79 ed.,
vol. I, p. 224), cometió por lo menos la falta de no hacer resaltar suficientemente
este aspecto de la Constitución de Inglaterra. Lo que había construido
Montesquieu era un sistema de separación de poderes, más bien que un sistema
de reparto del tipo inglés. Por lo mismo que el caoítulo vi del libro XI del Esprit des
lois opone los poderes unos a otros, el conjunto de este capítulo implica el
aislamiento de sus titulares pero no su unión o asociación. En este concepto
separatista de Montesquieu y, además, en el'reciente ejemplo de los americanos,
es en donde se inspiró la mayoría de la Constituyente. Por lo demás, es explicable
que, por efecto natural de una muy viva reacción contra el sistema absolutista de
la antigua monarquía, la cual, hasta 1789, había concentrado en sí todos los
poderes, los fundadores del nuevo derecho público francés hayan sido impulsados
a llevar hasta sus consecuencias más extremas el principio de separación que
acababan de introducir en él. De tal modo, y por todas estas razones, los primeros
constituyentes, con objeto de establecer —según la palabra de Mounier (Archives
parlementaircs, 1 serie. vol. VIII, p. 243— "límites sagrados" entre los poderes,
fueron llevados
775
24
Se ha repetido con frecuencia que la Constitución de. lo? Estados Unidos fue concebida según
las ideas inglesas y que sólo era una adaptación de la Constitución inglesa. La gran distancia que
hoy las separa resultaría únicamente del hecho* de que. situadas en medios diferentes,
evolucionaron en sentidos opuestos. Y se ha concluido de ello que la Constitución norteamericana,
lo mismo que la de Inglaterra, no se propuso crear una separación completa de los poderes
(Duguit. Traite, yol. I, p. 349). Pero, en la época en que los norteamericanos, con su
independencia, fundaban su régimen constitucional, el desarrollo del parlamento acababa de sufrir
un colapso en Inglaterra: Jorge III se había dedicado, durante e] ministerio North, a restablecer y
mantener el poder personal del príncipe, consiguiéndolo hasta cierto punto. No puede decirse,
pues, que al inspirarse en la Constitución inglesa, los constituyentes de Estados Unidos
encontraran en ella un modelo de asociación de poderes: lo que entonces, les ofrecía era más bien
un modelo de separación (ver en este sentido Sumner Maine. Le eouternentent populaire. ed.
francesa, pp. 291 ss.; pero ver también las observaciones de Boutmy, op. cit., 2' ed., pp. 332 ssj.
776
titución de 1791 (tít. ni, cap. n, sección 4, art. 2). Contrariamente a la opinión de
Mirabeau y a pesar de las censuras de Thouret (Duguit, op. cit., pp. 49 ss.), la
Constituyente decidió, por este texto, que ningún miembro de la legislatura podría
ser promovido al ministerio, ni durante el ejercicio de sus funciones, ni siquiera
durante dos años después de haber cesado en dicho ejercicio.25 El art. 136 de la
Constitución del año ni decía igualmente: "Los miembros del cuerpo legislativo no
podrán ser ministros ni durante el desempeño de sus funciones legislativas, ni
tampoco durante el primer año después de haber cesado en dichas funciones". Se
ve por este último detalle hasta qué punto llevó la Revolución la separación de
poderes.
Una segunda serie de consecuencias de este sistema de separación radical
se hace sentir respecto a lo que concierne a la determinación de las atribuciones
respectivas de los órganos legislativo y ejecutivo. La idea que aquí interviene es
que estos órganos, al ser llamados a ejercer funciones separadas, deben quedar
encerrados dentro de esferas de acción totalmente diferentes. A este respecto, el
carácter más significativo que debe señalarse en las Constituciones anteriormente
citadas consiste en que, al excluir al jefe del Ejecutivo de toda participación en la
función legislativa, le niegan la facultad de tomar, bien sea por sí mismo, bien por
medio de sus ministros, la iniciativa de un proyecto de ley. La Constitución de
1791 (tít. III, cap.III, sección 1, art. 1) declaraba expresamente a este propósito
que delegaba exclusivamente en el cuerpo legislativo el poder de proponer las
leyes; asimismo el art. 163 de la Constitución del año ni especificaba que el
Directorio no podía proponer al Consejo de los Quinientos proyectos redactados
en forma de ley. Como componenda, ambos textos permitían únicamente, el
primero al rey y el segundo al Directorio, "invitar al cuerpo legislativo —o al
Consejo de los Quinientos— a tomar algún asunto en consideración". Asimismo,
en los Estados Unidos, la Constitución (cap. II sección 3, art. I9) dice simplemente
que el Presidente "recomendará al examen del Congreso todas aquellas medidas
que juzgue necesarias y convenientes". Recíprocamente, el concepto de
separación de poderes implica que las asambleas legislativas no pueden
asociarse a la potestad ejecutiva. Si en Norteamérica,
253
25
Conviene añadir que durante este mismo lapso los miembros de la legislatura, según el texto
indicado anteriormente, "no podían recibir ningún puesto, dádivas, pensiones, sueldos o
comisiones del poder ejecutivo". Además de la separación de poderes, la mayor razón alegada
para justificar estas prohibiciones fue —como lo declara Roederer en la sesión del 13 de agosto de
1791— que "no basta con que los legisladores sean incorruptibles; es necesario que el pueblo no
tenga ninguna razón para creer que no lo son; y tendría siempre ese temor si se supiera que el jefe
supremo del poder ejecutivo puede obtener de algunos de los miembros del cuerpo legislativo
condescendencia para sus intenciones mediante la promesa de empleos saperiores y hasta
inferiores" (Archives parlementaires, 1 serie, vol. XXIX, p. 404).
778
la Constitución de 1787 (cap. u, sección 2, art. 2) hizo depender del parecer y del
consentimiento del Senado el cumplimiento por el Presidente de ciertos actos de
su función, esto se debe a que los autores de dicha Constitución concibieron y
consideraron originariamente al Senado, no ya como una pura asamblea
legislativa, sino también como un consejo de gobierno. En Francia, la
Constituyente, partiendo de la doctrina de Montesquieu, había reconocido y
formulado en principio desde el comienzo (sesión de 23 de septiembre de 1789,
Archives parlementaires, P serie, vol. IX, p. 124) que "el poder ejecutivo supremo
reside exclusivamente en manos del rey". Posteriormente abandonó este principio,
y la Constitución de 1791 vino a establecer muchas intromisiones de la Asamblea
legislativa en la función ejecutiva (ver especialmente tít.III, cap. IV, sección 2, art.
8). El abandono que respecto de este punto se hizo de las consecuencias de la
separación de poderes se explica ante todo por la desconfianza que reinaba en
dicha época con respecto a la autoridad ejecutiva, y por la tendencia que tenía la
Constitución de 1791 a subordinar la voluntad del jefe del Ejecutivo a la voluntad
preponderante de la Asamblea (Duguit, op. cit., pp. 26-27; Esmein, Éléments, 7
ed., vol. Ii, p. 481).
En resumen, el sistema de la separación de poderes que acaba de
exponerse se caracteriza por dos rasgos esenciales: de una parte, excluye
cualquier colaboración de las dos autoridades legislativa y ejecutiva en una labor
común; de otra parte, no admite que se establezca comunicación entre ellas. No
deja subsistir, pues entre esas dos autoridades, ninguna relación funcional ni
orgánica. Tales son las consecuencias que se dedujeron del principio de
Montesquieu a fines del siglo XVIII.
284. Se ha pretendido que estas deducciones no podían justificarse de
ningún modo y que las Constituciones del período revolucionario, así como la de
los Estados Unidos, habían interpretado erróneamente la doctrina del Esprit des
lois. Jamás —se dijo (Duguit, op. cit., p. 10, y Traite, vol. I, pp. 348-349— entró en
el pensamiento de Montesquieu que los órganos legislativo y ejecutivo hubieran de
quedar constituidos uno frente a otro, en una postura de completa independencia,
que impidiese toda relación entre ellos. Muy al contrario, la teoría de Montesquieu
implica indudablemente la necesidad de establecer entre estas dos autoridades
ciertas relaciones de dependencia. ¿Cuál es, en efecto, y según esta teoría, el
objeto esencial de la separación de poderes? Este objeto es, ante todo, el imponer
a cada titular de la potestad pública determinados límites. "Es necesario que, por
la disposición de las cosas, el poder detenga al poder", he aquí el punto de partida
de toda la doctrina. Ahora bien,
779
lativo.26 Pero no prevé de ningún modo el caso, muy diferente, de que, junto al
titular principal del Ejecutivo, hubiera ministros, los cuales tuvieran, como en
Inglaterra, orígenes y relaciones parlamentarias, y no reserva la posibilidad de
hacer desempeñar a estos ministros el papel de enlace entre el jefe del gobierno y
las asambleas. Por lo tanto, la clase de relaciones que Montesquieu establece
entre estas dos autoridades no tiene de ningún modo por objeto acercarlas una a
otra, sino que, por el contrario, no sirve más que para fortificar su oposición, y por
lo mismo, sólo constituye uno de los elementos de su separación (ver pp. 758-579,
supra). No puede decirse, pues, que las Constituciones de fines del siglo XVIII
hayan hecho caso omiso del verdadero pensamiento de Montesquieu, al
abstenerse sistemáticamente de organizar la colaboración y la asociación entre el
Ejecutivo y el cuerpo legislativo. Por el contrario, la verdad es que aplicaron
fielmente las consecuencias de la doctrina separatista expuesta en el Esprit des
lois. Esta doctrina excluye las relaciones entre las autoridades ejecutiva y
legislativa, por lo menos todas aquellas que tuvieran por objeto asegurar la unión
de las mismas.
285. En esto, la teoría de Montesquieu es impugnada unánimemente hoy
día. Suscita, en efecto, en este aspecto, múltiples objeciones.
Ante todo, desde el punto de vista teórico, la separación de poderes, sin
relación entre las autoridades, es inconciliable con el concepto mismo de poder. El
poder, en efecto, no tiene más objeto que el de hacer reinar soberanamente la
voluntad del Estado. Ahora bien, esta voluntad es, necesariamente, una.
Racionalmente, pues, es necesario que, incluso si se pretende separar los
poderes, se mantenga entre sus titulares una cierta cohesión o unidad de acción;
de lo contrario, la voluntad del Estado correría el riesgo de verse solicitada por los
múltiples órganos estatales en sentidos divergentes y contradictorios (Duguit, La
séparation des pouvoirs, p. 1; Saint-Girons, op. cit., pp. 291 ss.). Esto no es más
que lógica abstracta. Pero la verdad de este punto de vista teórico se hace todavía
más evidente por el examen de las necesidades de orden práctico. A estas
necesidades prácticas es a lo que Mirabeau aludía cuando lanzaba su famoso
apostrofe: "Los valerosos campeones de los tres poderes tratarán de hacernos
comprender lo que entienden por esta gran frase de los tres poderes, y, por
ejemplo, cómo conciben el poder legislativo sin ninguna participación en el poder
ejecutivo" (sesión del 18 de julio de 1789, Archives parlementaires, P serie, vol.
vin, p. 243). Es evidente, en efecto, que si el legislador tuviera que limitarse a
dictar prescripciones generales
254
26
Esprit des lois, lib. XI, cap. VI: "Que si no hubiese monarca, y la potestad ejecutiva
quedara confiada a cierto número de personas tomadas del cuerpo legislativo, ya no habría
libertad, pues las dos potestades quedarían unidas, al participar a veces las mismas personas en
ambas y poder hacerlo siempre."
781
podido mantenerse de una manera duradera, ni siquiera all^ donde había sido
sistemáticamente querida y establecida por la Constitución. El ejemplo
constantemente citado de los Estados Unidos, a este respecto, lo prueba
suficientemente. La Constitución federal de 1787 había excluido las relaciones
entre el Ejecutivo y el Congreso; especialmente, no había dado a los ministros
entrada al Congreso; las relaciones que había creído innecesario establecer, se
establecieron en la práctica fuera de ella y a pesar de ella. Indudablemente no
existe en Norteamérica colaboración oficial entre los ministros y las Cámaras. Pero
la colaboración se ha establecido oficiosamente; se ejerce por los comités
permanentes de ambas Cámaras, que sólo deben su existencia a los reglamentos
de estas asambleas, y determinado número de los cuales corresponde a los
diversos departamentos ministeriales. De hecho, es en estos comités,
principalente, donde se discuten y se deciden las medidas o reformas legislativas,
limitándose las Cámaras a aprobar rápidamente las leyes que les proponen sus
comités. Ahora bien, no teniendo los ministros entrada en las asambleas, han
tomado la costumbre de ponerse en relación con los presidentes de los comités
competentes, con objeto de que lleguen a buen término los proyectos de ley que el
gobierno, privado de la iniciativa legislativa, desea aprobar. Por otra parte, los
comités no dejan de examinar las cuestiones de administración y de ejercer un
control sobre los actos de los ministros o de los funcionarios administrativos; como
les está permitido tomar los informes que juzguen útiles y especialmente oír a las
personas que puedan orientarlos, convocan a los secretarios de Estado y también
a los funcionarios, bien sea para escuchar el parecer de los primeros respecto de
los proyectos legislativos en preparación, bien para que los primeros y los
segundos les den cuenta de sus actos y tratar de dirigirlos. 27 Se restablece así
cierta colaboración entre ambas autoridades y, en suma, la separación sin
relaciones no subsiste más que en el texto de la Constitución. La única
consecuencia actual del sistema primitivo de la Constitución es que estas
relaciones de las dos autoridades, en vez de tener lugar en sesión pública de las
Cámaras, se ejercen en los comités, a puerta cerrada, y tal es el grave
inconveniente de estas prácticas, que, por otra parte, tienen un origen puramente
usual y no han sido establecidas por ningún texto (ver respecto de estos diversos
extremos, a Esmein, Éléments, 1 ed., vol. I, pp. 482 ss.; Boutmy, op. cit., 2 ed., p.
156; Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 215; Bryce, La République
américaine, 2 ed. francesa, vol. I, pp. 239 ss., 313; W. Wilson, op. cit., ed.
francesa, pp. 281 ss., 293 ss.).
255
27
No existe tendencia más clara, en la historia del Congreso, que la tendencia a
someter todos los detalles de la administración a la vigilancia constante de los
comités permanentes, y toda la politica a su vigilante intervención" (Wilson, op. cit.,
ed. francesa, p. 54).
783
Puesto que los poderes ejecutivo y legislativo no pueden funcionar sin relaciones y
sin entendimiento entre sus titulares, es evidente que las Constituciones tienen el
deber de prever y de regular estas relaciones indispensables. Esta es también,
según la opinión común, una de las razones principales por las cuales un gran
número de Constituciones modernas han adoptado el régimen parlamentario. Este
régimen, dícese, no se limita a atribuir a los titulares de ambos poderes ciertos
medios de acción recíproca, que les permiten detenerse entre sí, según el deseo
de Montesquieu, sino que se propone, además, como uno de sus objetivos
esenciales, establecer entre ellos un constante acercamiento, una estrecha
coordinación Lejos de perseguir su separación, su objeto preciso en este aspecto,
así como su característica, es fundar su asociación (sobre la exactitud de esta
idea de asociación, ver sin embargo los núms. 294 ss., infra). Los asocia haciendo
que cooperen, no ya ciertamente sobre un pie de igualdad, pero al menos por vía
de colaboración, en cada una de las funciones legislativa y ejecutiva. Por una
parte, el gobierno, tomado nominalmente en la persona de su jefe y efectivamente
en las personas de los ministros, participa directamente en la obra de legislación,
por cuanto se reparte con las Cámaras la iniciativa de las leyes y se ve mezclado
íntimamente en su discusión. Recíprocamente, participan las Cámaras en el poder
ejecutivo al estar asociadas al gobierno y a la administración, por cuanto que,
especialmente, según el régimen parlamentario, la actividad gubernamental y
administrativa se ejerce efectivamente, no por el jefe nominal del Ejecutivo, sino
por los ministros, que deben ser elegidos dentro del partido que represente a la
mayoría en el seno de las Cámaras, los cuales, por consiguiente, se eligen
generalmente dentro de las mismas filas de esta mayoría, y que, por último, no
pueden mantenerse en funciones sino mientras los sostiene la confianza de la
mayoría parlamentaria; de donde resulta, en definitiva, que no solamente la acción
gubernamental se determina por las miras y las voluntades de esta mayoría, sino
que además se halla mantenida por un comité ministerial, que en realidad es una
emanación del Parlamento. Tal es el régimen de organización de los poderes que
tiende cada vez más a propagarse en las Constituciones modernas. Por los
caracteres esenciales que del mismo se acaban de recordar, y especialmente por
la fusión orgánica que opera entre los poderes ejecutivo y legislativo, aparece
como siendo precisamente lo opuesto de una separación de estos poderes (ver
respecto del alcance verdadero del régimen parlamentario a este respecto, núms.
297 ss., infra).
286. D. Veamos, finalmente, un último aspecto bajo el cual conviene
examinar la teoría de Montesquieu. Frecuentemente se entendió que implicaba la
igualdad de los poderes, y es así efectivamente como
784
(Duguit, op. cit., pp. 90 ss.) el judicial.28 Así pues, el supuesto principio de la
igualdad de los poderes consistía en establecer o colocar a uno de ellos por
encima de los otros dos.29
287. Pero, podrá decirse, si por su misma naturaleza las funciones son
desiguales entre sí, al menos queda la posibilidad de asegurar la igualdad
constitucional de los órganos, en el sentido de que incluso los titulares de
potestades subordinadas serán personalmente independientes con respecto a los
poseedores de una potestad superior en sí. Y con esto se ataca precisamente el
objeto esencial del principio de la separación; pues, y no hay que perderlo de
vista, el principio de Montesquieu, ante todo, se refiere a los hombres que retienen
el poder. Contra las debilidades o abusos de los gobernantes, mucho más que
contra los peligros que resultan de la desigualdad de las funciones, es contra lo
que dicho principio va dirigido. La separación de poderes no puede impedir que la
potestad legislativa domine, en muchos aspectos, a las demás funciones; pero, al
menos, trata de asegurar a las autoridades ejecutiva y judicial una situación
personal de independencia dentro de los límites de su legítima competencia (cf.
Esmein, Éléments, 7 ed., vol. I, pp. 469 y 470; Rehm, op. cit., pp. 286, 287, 291
ss.). Este parece haber sido también el punto de vista de los autores de la
Constitución de 1791. En esta Constitución establecen desde luego una jerarquía
de las funciones, pero se preocupan por mantener la independencia de los
órganos. Y, por ejemplo, creían haber contribuido especialmente a fundar la
autonomía de los poderes, al decidir que los titulares de las tres funciones por
separar recibirían sus títulos y potestad, no ya unos de otros, sino de una
delegación directa e inmediata hecha a cada uno de ellos por la misma
Constitución (título ni, preámbulo, arts. 3 a 5). Por lo que se refiere particularmente
al poder judicial, su autonomía debía quedar asegurada por el hecho de que los
jueces se elegían por el pueblo (Esmein, loe. cit., p. 506; Duguit, op. cit., pp. 77
ss.; Rehm, op. cit., p. 287). Así pues, a pesar de la desigualdad de las funciones,
los poderes parecían constituidos en una situación de independencia mutua.
Pero esto no era sino una nueva ilusión. La jerarquía de las fun-256
28
Desde este punto de vista, la Constitución de 1791 deja de poder considerarse como la
realizadora de una absoluta separación de poderes (ver en este sentido la acertada observación de
Jellinek, loe. cit., contra Rehm, Allg. Staatslehre, pp. 288 55.). Y por otra parte, esta Constitución
sólo dejaba subsistir, frente a la Asamblea legislativa, que había llegado a ser muy poderosa, un
poder ejecutivo muy debilitado en manos del rey.
29
Asimismo, se puede afirmar que la Revolución colocó a los administradores por encima de los
jueces, por cuanto sustrajo del conocimiento de éstos los litigios suscitados por la actividad
administrativa (cf. n. 2 del n* 307, infra). Esto ha hecho decir a Hauriou (op. cit., 8 ed., p. 33) que
en Francia "la autoridad judicial está rebajada ante la administración: la administración es más
fuerte que la justicia" (cf. 9 ed., p. 997).
786
30
Entiéndase bien que no es a los ciudadanos a quienes se trata aquí de proteger contra la
arbitrariedad del Ejecutivo. Los ciudadanos están ya protegidos por el hecho de poder dirigirse a la
autoridad jurisdiccional a fin de obtener la anulación o la reforma de aquellos actos ejecutivos que
pudiesen violar en su detrimento las leyes vigentes. Pero, con independencia de Ja estricta
cuestión de legalidad que puede suscitarse por los particulares lesionados por una aplicación
viciosa de la ley, existe una cuestión política y de orden general que se plantea en las relaciones
del Ejecutivo con el legislador y que es la del respeto que el Ejecutivo debe a las voluntades de la
autoridad legislativa. Corresponde a las Cámaras emplear su potestad para obligar al Ejecutivo a
que aplique la ley dentro del mismo espíritu en que ha sido concebida por el legislador, cuyas
intenciones, a no ser por eso, podrían desconocerse o falsearse.
787
cuestión capital del poder constituyente: ocupa, sin embargo, un lugar importante
en los conceptos sobre los cuales se basan las Constituciones separatistas de
fines del siglo XVII.
Así, las Constituciones de los Estados norteamericanos, como también la
de la Unión, al distinguir el poder constituyente de los poderes constituidos,
adoptan, como punto de partida de toda la organización de los poderes que
constituyen, y consagran, anteriormente a la separación que establecen entre
ellos, la idea fundamental de que el pueblo es la fuente de todos los poderes, es
decir, el titular originario de todas las potestades que ejercen los diversos órganos
estatales: éstos derivan, en efecto, su potestad respectiva de la delegación que de
la misma les ha hecho el pueblo por la Constitución. Esto es lo que se desprende,
especialmente, del preámbulo de la Constitución federal de 1787: "Nosotros, el
pueblo de los Estados Unidos, con objeto de formar una unión más perfecta, etc. ..
ordenamos y establecemos la presente Constitución para los Estados Unidos de
América". Así se desprende igualmente de los tres textos que, al principio de los
capítulos I, II y III de esta Constitución, presentan a los poderes legislativo,
ejecutivo y judicial como siendo objeto de "investiduras" o sea de delegaciones
distintas, respectivamente consentidas por el pueblo al Congreso, al Presidente y
a las cortes de justicia. Finalmente, la misma idea se confirma por la enmienda X,
que opone a los poderes delegados aquellos que, no estando comprendidos en la
delegación, se encuentran por lo mismo en poder del pueblo, constituyendo, en
este sentido, "poderes reservados". Así pues, sin dejar de dividir la potestad del
Estado en tres clases de órganos iguales, los norteamericanos mantienen la
unidad esencial de dicha potestad, afirmando en principio que el pueblo reúne en
sí, primitivamente, todos los poderes, y haciendo de la delegación popular el título
necesario de todas las autoridades constituidas. Y esto no es solamente un
principio nominal, pues las Constituciones particulares de los Estados, que lo
establecen igualmente en su base, deducen de él la consecuencia de que
cualquier cambio establecido en sus disposiciones debe someterse a la votación
popular y depende de su aprobación por el pueblo.
Es sabido cómo esta teoría americana del poder constituyente pasó a
Francia: fue introducida allí por Sieyes, que se sirvió de ella especialmente para
rectificar y atenuar lo que había de demasiado absoluto e incorrecto en el sistema
de separación de poderes establecido por la Constitución de 1791. Había
declarado esta Constitución "la soberanía una e indivisible" (preámbulo del título
m); por otra parte, sin embargo, tomaba la separación de poderes como la
condición sine qua non de toda organización constitucional (art. 16 de la
Declaración de derechos), y aplicaba esta separación del modo más estricto, por
lo menos en ciertos
789
aspectos. ¿No había en esto una enfadosa contradicción? (Duguit, op. cit., p.19).
Para disipar esta contradicción, Sieyés presenta su teoría del poder constituyente,
que había de desarrollar especialmente en la sesión del 2 termidor del año III
(Réimpression du Moniteur, vol. XXV, pp, 291 ss.): "Una idea sana y útil se
estableció en 1788: es la división entre el poder constituyente y los poderes
constituidos". Esta "división" se basa en la idea de que el poder constituyente
reside esencialmente y en forma inalienable en el pueblo. Los poderes
constituidos pueden desde luego repartirse separadamente entre múltiples
autoridades, pero sólo son, en manos de estas autoridades, emanaciones o
delegaciones parciales y especiales del poder originariamente contenido en el
pueblo, que realiza en sí, de este modo, la unidad de la soberanía y del Estado.
Esto es lo que declara de un modo expreso Sieyés: "Vuelvo a la división de los
poderes, o, si os parece mejor, de las diversas procuraciones que, en interés del
pueblo y de la libertad pública, deben confiarse a diferentes cuerpos de
representantes'". Y precisa su pensamiento diciendo además: "Sólo hay en una
sociedad un poder político: el de la asociación; pero pueden llamarse
impropiamente poderes las diferentes procuraciones que da a sus representantes
el poder único" (loe. cit.). La separación de poderes sólo se establece, pues, por
debajo del pueblo. Este reunió originariamente en sí todos los poderes,'" y es el
único que puede cambiar las condiciones de las delegaciones constitucionales
separadas que de dichos poderes hizo con anterioridad. Se muestra así,
finalmente, por su poder constituyente, como el órgano supremo del Estado32 (cf.
n° 451, infra).
290. La unidad del Estado y de su potestad, así como la imposibi-
258
31
Como se verá más adelante (n9 456), esta idea de Sieyés era enteramente falsa. En el sistema
de la soberanía nacional ningún órgano puede reunir en sí todos los poderes, pues solamente la
nación es soberana. Aun cuando el pueblo, o sea el cuerpo de ciudadanos activos, sea de hecho el
órgano constituyente (lo que, por otra parte, no era el caso, según la Constitución de 1791), no
resultaría de ello que contenga en sí todos los poderes que ha de constituir. Teniendo en cuenta el
principio de la soberanía nacional, el órgano constituyente, sea el que fuere, no posee
íntegramente la soberanía, sino que sólo tiene una competencia constituyente que, por alta que
sea, queda restringida, pues entraña únicamente la potestad de crear los órganos constituidos y
determinar sus poderes. La separación entre el poder constituyente y los poderes constituidos
significa que los órganos constituidos no pueden darse a sí mismos, ni modificar por sí mismos,
sus poderes; implica también que el órgano constituyente es el órgano supremo del Estado; pero
no significa qu'e contenga en su origen todos los poderes, ni, con mayor razón, que pueda
ejercerlos todos. Así lo reconocieron las múltiples Constituciones que prohiben al órgano
constituyente ejercer cualquier otro poder que no Pea el de revisión (ver especialmente la
Constitución de 1791, tít. VII, art. 8; Constitución del año III, art. 342; Constitución de 1848, art.
111).
32
La Constitución separatista del año III (art. 343) aplicará estas ideas, subordinando todo cambio
constitucional a la aceptación del pueblo y sometiéndose ella misma a la sanción popular.
790
lidad de igualar entre sí a todos sus órganos, se afirman ya, por lo tanto, en la
superioridad del poder y del órgano33 constituyentes. Pero hay que ir más allá, y
reconocer que esta unidad estatal y esta desigualdad de los órganos deben
volverse a encontrar también en el orden de los poderes constituidos. No es de
creerse, en efecto, que el principio de unidad, que constituye la base esencial del
Estado unitario moderno, sólo produzca sus consecuencias con ocasión de las
revisiones constitucionales, es decir, en muy raras circunstancias, separadas por
largos intervalos, y casi no puede concebirse que en tiempos ordinarios y durante
el curso de la actividad habitual del Estado, permanezca este principio desprovisto
de efectos. Es indispensable que en todo tiempo exista en el Estado (según la
palabra de Jellinek, L'État moderna, ed. francesa, vol.II, p. 420), un "centro" único
de voluntad, o sea un órgano superior cuyo cometido habrá de ser preponderante,
bien en el sentido de que este órgano tendrá la potestad de imponer su voluntad,
de modo inicial, a las demás autoridades estatales, o bien, por lo menos, en el
sentido de que nada habrá de hacerse sin el concurso de su libre voluntad.
Solamente con esta condición la unidad del Estado habrá de mantenerse; y
quedaría arruinada si coexistieran en él dos centros principales, dos voluntades
diferentes e iguales. Es éste un punto que Duguit (L'État, vol. n, pp. 258-259) ha
establecido igualmente: a propósito de la representación, demuestra muy
claramente este autor que, en el concepto francés que reconoce a la nación una
soberanía una e indivisible, no hay lugar para un dualismo
259
33
Naturalmente, esta especie de manifestación de la unidad estatal sólo es indispensable en el
Estado unitario, y puede faltar en el Estado federal. En éste, el órgano supremo constituyente no
siempre es único, como era el caso (ver supra, p. 119, re. 15) en el Imperio alemán, con el
Bundesrat (G. Meyer, op. cit., 7* ed., pp. 681-682 y los autores citados en la n. 4) : pero puede ser
un órgano doble, y hasta es normal, en aquellos Estados federales en que se practica el sistema
de la democracia directa, que el órgano constituyente sea doble, ya que en principio el Estado
federal tiene por miembros constitutivos, a la vez, Estados y ciudadanos. En razón de este
dualismo, combinado con el sistema de la democracia directa, en Suiza el poder de estatuir
definitivamente respecto a las modificaciones introducidas en la Constitución federal corresponde
juntamente al pueblo federal y a los cantones, actuando éstos mediante sus órganos respectivos,
los pueblos cantonales (Constitución federal de 1874, art. 123). El pueblo federal por una parte y
los cantones por otra, constituyen, pues, de una manera dualista, el órgano supremo de la
Confederación helvética. Igualmente, en los Estados Unidos las enmiendas que hayan de
introducirse en la Constitución de la Unión deben aprobarse a la vez por el Congreso, o por una
Convención convocada al efecto, y por los Estados (por mayoría de sus tres cuartas partes),
actuando mediante sus respectivas legislaturas (Constitución de 1787, cap. V). También aquí el
órgano supremo federal es doble* y en definitiva es de la esencia del régimen federal que así
ocurra, siempre que la Constitución federal no ha hecho de los Estados miembros, como en
Alemania, el órgano supremo ordinario del Estado federal (cf. Jellinek, L'État moderne, ed.
francesa, vol. II, p. 243 y Gezetz und Verordnung, pp. 208-209).
791
34
Este dualismo parlamentario se hace notar hasta en el caso de revisión de la Constitución; pues
si la Asamblea nacional, constituida por la reunión de los miembros de ambas Cámaras, es un
órgano único, al menos la extensión de su poder revisionista depende de las voluntades
previamente manifestadas por ambas Cámaras, en cuanto a éstas corresponde delimitar, mediante
sus resoluciones tomadas separadamente, el programa eventual de la revisión (ver n° 472, infra).
35
Acaba de verse sin embargo (p. 789) que, según Duguit, el principio de la unidad indivisible de la
soberanía nacional habría de excluir la posibilidad del dualismo. Pero, por otra parte, este autor no
cree en la soberanía ni en su unidad indivisible (L'État, vol. n, pp. 258 y 260).
792
a Jellinek (loe. cit., vol. n, pp. 235-236) y a Rehm (op. cit., pp. 193 ss.),
demuestran igualmente que el principio de unidad de la persona y de la voluntad
estatales no excluye de ningún modo la pluralidad de los órganos del Estado.
Es indiscutible, en efecto, que la unidad del Estado puede conciliarse
perfectamente con la diversidad de sus órganos. Ahora que, una vez reconocida
esta posibilidad, importa precisar el sentido de la misma y limitar su alcance y sus
consecuencias. La teoría de la multiplicidad posible y de la colaboración de los
órganos estatales es perfectamente exacta, en cuanto quiere decir que no es de
ningún modo necesario que la potestad del Estado se encuentre concentrada por
entero en un solo y mismo órgano. No solamente no es indispensable semejante
concentración, sino que además se puede añadir que, en el sistema especial del
derecho público francés, queda prohibida por el principio de la soberanía nacional
(ver n9 303, infra). Así pues, nada se opone a que la formación de la voluntad
única del Estado dependa del concurso de varios órganos constituidos; y,
entiéndase bien, se trata aquí de una pluralidad o diversidad que consiste sobre
todo en independencia, en el sentido de que cada uno de estos órganos habrá de
expresar libremente su voluntad y de que no existirá ninguno, entre ellos, que
retenga por sí solo una potestad inicial de la que pudieran derivarse las facultades
que ejercen los demás órganos. Por ello, en la monarquía moderna, la asamblea
de los diputados, nombrados por el país, constituye frente al monarca un órgano
esencialmente distinto, por cuanto tiene un origen electivo, ejerce poderes que no
tienen de ningún modo su origen en el rey y enuncia una voluntad totalmente
independiente de la voluntad real (ver en este sentido Jellinek, loe. cit., vol.II, pp.
412 ss.,
238 n., donde toma, en este aspecto, una posición muy clara en contra de la
doctrina ajemana —sostenida especialmente por G. Meyer, op. cit., 7 ed., pp. 20,
272 ss.— según la cual "el monarca reúne en su persona la potestad íntegra del
Estado").
292. Pero, por otra parte, de la multiplicidad posible de los órganos no
puede sacarse la conclusión de su mutua igualdad; tal conclusión iría directamente
contra las tendencias unitarias sobre las cuales se basa esencialmente la
organización del Estado moderno. Que las Constituciones actuales, en su
mayoría, se hayan opuesto a concentrar en un solo órgano la totalidad de los
poderes y que, por el contrario, establezcan cierto dualismo, consistente en la
coordinación y la colaboración necesaria del gobierno y el Parlamento (Jellinek,
loe. cit., vol. I, p. 501), que algunas de ellas establezcan, aún hoy día, esta forma
estatal mixta de la que se ha dicho (Rehm, op. cit., pp. 192 ss.) que se basa en
una mezcla orgánica de la monarquía, la aristocracia y la democracia, todo esto es
innegable, pero también es cierto que, entre los diversos órganos así cons
793
tituídos, habrá uno que será el órgano superior, no ya porque reúna en él todos los
poderes, lo que le permitiría hacerlo todo por sí solo, sino porque posea una
potestad predominante, al menos en cuanto ningún acto importante podrá
realizarse en el Estado en contra de su voluntad.
De hecho, en primer lugar, la igualdad no podría mantenerse en forma
duradera entre dos órganos que representarían elementos social o políticamente
diferentes. Si hoy día se encuentra establecido un equilibrio suficiente, en Francia,
entre las dos Cámaras, esto se debe a que, según la Constitución de 1875 y la ley
orgánica del 9 de diciembre de 1884, el Senado tiene, en suma, el mismo origen
que la Cámara de Diputados: no se puede decir que esté formado por elementos
especiales, que implicarían un dualismo inicial de voluntades entre ésta y aquél;
por ello pue de sostenerse que las dos Cámaras francesas, en realidad, no forman
sino un órgano único, al menos desde el punto de vista que acaba de indicarse.
(Desde otro punto de vista, ver lo que se dirá en el n 459.) 36 Si, por el contrario,
una Constitución pretendió establecer una 261colaboración igualitaria entre dos
órganos de orígenes diversos y cuyas voluntades se orientan en diferentes
direcciones, es de esperarse que cada uno de ellos trate de aumentar su potestad,
y es casi inevitable que alguno de los dos llegue a ser efectivamente más
poderoso. El recuerdo, reciente aún, del conflicto entre la Cámara de los Comunes
36
La unidad orgánica del Estado, en Francia, no solamente se encuentra realizada en la actualidad
por efecto de la supremacía que —como se verá más adelante, n' 309)— le aseguró al Parlamento
la Constitución de 1875, sino que tuvo también su consagración en el hecho de que, a diferencia
de lo que ocurre en otros Estados, ambas Cámaras constitutivas del Parlamento francés, aun
siendo elegidas mediante procedimientos diferentes, están organizadas, en cuanto a su
reclutamiento y composición, de manera tal que representan idénticamente, tanto una como otra, a
la nación francesa, considerada como universalidad de ciudadanos indistintamente semejantes e
iguales. El Senado, por las condiciones en que se elige, aparece como una asamblea de la misma
esencia que la Cámara de Diputados. Como ésta, desde el punto de vista de sus orígenes,
procede de la asamblea uniforme e indivisible del pueblo francés. El sistema bicameral no presenta
en todas partes este carácter esencialmente nacional y, en este sentido, unitario. Dejando aparte a
los Estados federales, en los cuales la organización dada respectivamente a cada una de ambas
Cámaras federales corresponde al dualismo estatal inherente a este género de Estados (ver xupra,
pp. 127-128), cabe observar, en los países monárquicos que poseen una Cámara señorial o
aristocrática, que la composición de dicha Cámara, formada por una casta especial de nacionales,
implica, en el modo de concebir la nación, un cierto "dualismo, que, al hallar su expresión la
organización estatal de las Cámaras, se comunica y extiende finalmente al Estado mismo; justo es
reconocer, por otra parte, que este dualismo parlamentario sólo se establece en un grado inferior
de la organización del Estado; en el grado supremo la unidad estatal se halla reconstituida en el
monarca. De un modo general, toda organización bicameral que, en un país donde el Parlamento
tenga el rango de órgano supremo, tendiera a transformar una de las Cámaras en la
representación de una categoría especial de ciudadanos, de clases o de intereses, tendría por
efecto introducir en la consistencia del Estado un germen de dualismo que debilitaría la unidad
estatal. La Constitución francesa actual supo evitar cualquier riesgo de este género: aun adoptando
para los senadores una forma de nombramiento diferente de aquella que se aplica a la elección de
los diputados, ha mantenido entre ambas Cámaras la unidad de representación nacional,
excluyendo del régimen de reclutamiento senatorial todo aquello que hubiera podido conferir al
Senado el carácter de asamblea fundada en un desdoblamiento de la nación, de los intereses
nacionales y de la soberanía nacional. Existe aquí un notable aspecto de la unidad estatal
francesa. La composición
794
dada a los colegios electorales de los senadores, y por consiguiente al Senado mismo, contribuye
fuertemente a asegurar y mantener esta unidad. Por lo tanto, sólo con extremada prudencia se
puede tratar de las instituciones características que determinan el reclutamiento de esta segunda
asamblea. Desde el momento en que el Parlamento, en Francia, está llamado a constituir el órgano
supremo, parece que cada una de las Cámaras que lo forman debe ser igualmente, por sus
orígenes y su forma de nombramiento, una emanación del soberano, o sea de la nación una e
indivisible. El Senado francés está destinado, pues, a un régimen de elección de la misma
naturaleza que el relativo a la Cámara de Diputados. Sólo a este precio puede mantenerse
plenamente la unidad francesa.
37
Cabría combatir el sistema de la unidad del Estado y del órgano supremo como instituciones
opresivas. Pero, en los Estados modernos de tendencias liberales y democráticas, se evitan
precisamente los inconvenientes de la unidad realizando ésta en un órgano supremo que no pueda
ejercer su preponderancia de manera opresiva. Así ocurre en la Constitución francesa actual: la
unidad estatal reside en las asambleas elegidas, o sea compuestas de miembros sometidas a
reelección y que sólo tienen poderes temporales. Si las Constituciones modernas se inclinan hacia
la democracia y el parlamentarismo es precisamente porque, reconociendo la imperiosa necesidad
de la unidad estatal, quisieron evitar que esta unidad se encontrase asegurada en la persona y por
la potestad de un solo hombre, que llegara a ser jefe del Estado, o en un colegio compuesto de
hombres salidos de una clase privilegiada. En el caso en que la unidad estatal no se hallara ya
suficientemente realizada y salvaguardada por las instituciones positivas de un Estado democrático
o parlamentario, hay que convenir en que la democracia y el parlamentarismo, en este Estado,
perderían una parte apreciable de las ventajas que son su razón de ser.
795
nes diferentes, pondría en peligro la unidad del Estado. Se concibe desde luego
que en la estructura del Estado puedan entrar materiales de orden diverso,
tomados simultáneamente de la monarquía, de la aristogracia y de la democracia;
se comprende también que la Constitución trate de establecer, entre estos
elementos heterogéneos, cierta mezcla o cierto equilibrio parcial; no se concebiría
que no llegue, en definitiva, a conceder la preeminencia a uno de ellos; y, por
ejemplo, si instituyó conjuntamente un monarca y una asamblea electiva, no es
posible que sea a la vez monárquica y democrática, en el sentido de que no
estableciera, en las relaciones entre estos dos órganos, la superioridad de ninguno
de ellos. Teniendo en cuenta, en efecto, que ninguno de estos órganos reúne en sí
todos los poderes, es indispensable que la unidad de la voluntad estatal se
encuentre restablecida, por cuanto esta voluntad se expresará de una manera
preponderante por uno de los dos. Hay que ir más lejos aún, y hacer extensivo lo
que acaba de decirse de las Constituciones mixtas a las Constituciones de
tendencias democráticas, que sólo instituyen órganos originados en la elección
popular. Incluso en las Constituciones de esta última clase, la balanza no puede
mantenerse con absoluto equilibrio entre las diversas autoridades elegidas: en
efecto, sería contrario a la unidad estatal que el cuerpo legislativo y el jefe elegido
del Ejecutivo pudiesen sostener, cada uno por su lado, dos políticas diferentes;
para evitar semejante dualismo, es necesario que la Constitución haya reservado
a una de estas dos autoridades una potestad especial, que le permita, en caso
necesario, hacer prevalecer sus ideas y sus voluntades.
293. Normalmente, pues, cabe esperar que se encuentre, en toda
Constitución, un órgano preponderante, incluso entre las autoridades constituidas.
Así es como, en los países de democracia directa o absoluta, la cualidad de
órgano supremo se manifiesta del modo más claro en el pueblo, es decir, en el
cuerpo de ciudadanos activos, que, además de su poder constituyente de iniciativa
y de ratificación de las revisiones, posee y ejerce el poder legislativo en su grado
más elevado. En el régimen de la pura democracia la potestad de las asambleas
elegidas es dominada por la potestad del pueblo. Indudablemente, este régimen
confiere a las asambleas una situación altamente predominante frente al Ejecutivo.
Especialmente de Suiza se ha dicho que los consejos ejecutivos '"son, al pie de la
letra, los ejecutores de las voluntades del cuerpo legislativo: el ejercicio de una
voluntad diligente ni siquiera entra en su ánimo" (Esmein, Éléments, 7 ed., vol. I, p.
495 ;38 cf. Constitución de 1793, arts.
263
38
Ver en el mismo sentido a Rehm, op. cit., p. 287, que caracteriza al Consejo federal de Suiza
diciendo que "sus miembros son órganos de ejecución que dependen de la Asamblea federal". En
contra de esta manera de definir al Consejo federal, Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. II, p. 83 n.)
ha suscitado objeciones, que deduce particularmente del hecho
796
39
de que, según los arts. 95 y 102 de la Constitución federal de 1874, el Consejo federal no sólo
ejerce la potestad ejecutiva, sino también la potestad "directorial superior de la Confederación" (art.
95). El art. 102, en sus apartados 1 y 5, distingue entre esos dos poderes y especifica que el
Consejo federal no sólo tiene que "proveer a la ejecución de las leyes", sino que, además, "dirige
los asuntos federales conforme a las leyes y resoluciones de la Confederación", lo cual, se ha
dicho, es cosa muy diferente de la pura ejecución (Schollenberger, Bundesstaatsrecht der Shweiz,
pp. 252 ss.). En el ejercicio de esta actividad dirigente "superior", concluye Jellinek, el Consejo
federal queda constituido, frente a la Asamblea federal y para un amplio conjunto de sus
competencias, como un órgano independiente (cf. las observaciones hechas supra, p. 444, n. 3, p.
455, n. 7; pero ver también la n. 11 del n" 309, infra). Pero, por otra parte, dicho autor se ve
obligado a reconocer (cod. loe.) que no se ha realizado en Suiza una verdadera separación de
poderes, y conviene en que lo que reina en ese país es más bien —según la frase de Dubs (Das
ijffentliche Recht der schweiz. Eidgenossenschaft, vol. II, p. 71)— "la confusión orgánica de los
poderes". A este respecto importa observar que el Consejo federal no presenta los caracteres ni
desempeña el papel de un ministerio; esto se desprende especialmente del hecho de que está
compuesto por miembros provenientes de diferentes partidos.
Como lo demuestra Esmein (loe. cit., p. 500), este hecho se explica precisamente porque el
Consejo federal, en las condiciones especiales de neutralidad y de federalismo en que se
encuentra Suiza, no tiene política propia que mantener. Sus miembros sólo son funcionarios
ejecutivos; no son sino empleados, según la Constitución federal misma, que caracteriza su
función como un simple "empleo" (art. 97). Esto explica también el que sean elegidos para una
duración fija de tres años, y que durante dicho período no estén sujetos a revocación, como lo
serían los ministros. En vano alega Jellinek (loe. cit.) que el Consejo federal tiene derecho a
presentar a la Asamblea federal proyectos de ley (art. 102-4°), lo que implica en él cierto poder
inicial e independiente diferente al de ejecución. Este argumento en modo alguno es decisivo en
este sentido. ¿No es el mismo Jellinek quien, en principio, declaró que el impulso dado por vía de
iniciativa para la formación de la voluntad legislativa del Estado, por sí solo, no tiene carácter de
acto de potestad imperativa, correspondiendo únicamente dicho carácter al acto mediante el cual
se afirma la voluntad legislativa una vez formada (Gezetz und Venrdnung, p. 318; cf. L'État
moderne, ed. francesa, vol. n, p. 421)
39
Ver, no obstante, lo que queda dicho supra, p. 504, n. 2, referente a la distinción que establece el
art. 89 de la Constitución federal suiza entre las leyes y las resoluciones que emanan de la
Asamblea federal. Resulta de dicho texto que el derecho de adopción o de sanción popular no se
aplica de un modo absoluto sino a las prescripciones emitidas por la Asamblea en forma y con el
nombre de leyes. En cuanto a las resoluciones, cualquiera que sea su contenido, pueden
sustraerse a la votación popular siempre que tengan "carácter de urgencia"; y, por otra parte, a la
Asamblea federal misma corresponde apreciar y declarar si la resolución que adopta tiene dicho
carácter. En la medida en que la Asamblea tiene así el poder de dictar prescripciones sustraídas a
la sanción del pueblo, éste pierde su cualidad de órgano legislativo
797
de que, según los arts. 95 y 102 de la Constitución federal de 1874, el Consejo federal no sólo
ejerce la potestad ejecutiva, sino también la potestad "directorial superior de la Confederación" (art.
95). El art. 102, en sus apartados 1o y 5", distingue entre esos dos poderes y especifica que el
Consejo federal no sólo tiene que "proveer a la ejecución de las leyes", sino que, además, "dirige
los asuntos federales conforme a las leyes y resoluciones de la Confederación", lo cual, se ha
dicho, es cosa muy diferente de la pura ejecución (Schollenberger, Bundesstaatsrecht der Shweiz,
pp. 252 ss.). En el ejercicio de esta actividad dirigente "superior", concluye Jellinek, el Consejo
federal queda constituido, frente a la Asamblea federal y para un amplio conjunto de sus
competencias, como un órgano independiente (cf. las observaciones hechas supra, p. 444, n. 3, p.
455, n. 7; pero ver también la n. 11 del n° 309, in fra). Pero, por otra parte, dicho autor se ve
obligado a reconocer (cod. loe.) que no se ha realizado en Suiza una verdadera separación de
poderes, y conviene en que lo que reina en ese país es más bien —según la frase de Dubs (Das
offentliche Recht der schweiz. Eidgenossenschaft, vol. n, p. 71)— "la confusión orgánica de los
poderes". A este respecto importa observar que el Consejo federal no presenta los caracteres ni
desempeña el papel de un ministerio; esto se desprende especialmente del hecho de que está
compuesto por miembros provenientes de diferentes partidos. Como lo demuestra Esmein (loe. cit.,
p. 500), este hecho se explica precisamente porque el Consejo federal, en las condiciones
especiales de neutralidad y de federalismo en que se encuentra Suiza, no tiene política propia que
mantener. Sus miembros sólo son funcionarios ejecutivos; no son sino empleados, según la
Constitución federal misma, que caracteriza su función como un simple "empleo" (art. 97). Esto
explica también el que sean elegidos para una duración fija de tres años, y que durante dicho
período no estén sujetos a revocación, como lo serían los ministros. En vano alega Jellinek (loe.
cit.) que el Consejo federal tiene derecho a presentar a la Asamblea federal proyectos de ley (art.
102-4'), lo que implica en él cierto poder inicial e independiente diferente al de ejecución. Este
argumento en modo alguno es decisivo en este sentido. ¿No es el mismo Jellinek quien, en
principio, declaró que el impulso dado por vía de iniciativa para la formación de la voluntad
legislativa del Estado, por sí solo, no tiene carácter de acto de potestad imperativa,
correspondiendo únicamente dicho carácter al acto mediante el cual se afirma la voluntad
legislativa una vez formada (Gezetz und Verordnung, p. 318; cf. L'État moderne, ed. francesa, vol.
n, p. 421)
89
Ver, no obstante, lo que queda dicho supra, p. 504, n. 2, referente a la distinción que establece el
art. 89 de la Constitución federal suiza entre las leyes y las resoluciones que emanan de la
Asamblea federal. Resulta de dicho texto que el derecho de adopción o de sanción popular no se
aplica de un modo absoluto sino a las prescripciones emitidas por la Asamblea en forma y con el
nombre de leyes. En cuanto a las resoluciones, cualquiera que sea su contenido, pueden
sustraerse a la votación popular siempre que tengan "carácter de urgencia"; y, por otra parte, a la
Asamblea federal misma corresponde apreciar y declarar si la resolución que adopta tiene dicho
carácter. En la medida en que la Asamblea tiene así el poder de dictar prescripciones sustraídas a
la sanción del pueblo, éste pierde su cualidad de órgano legislativo
798
bien por sí mismo, bien por agentes que dependen de él; otorga justicia mediante
jueces que son sus delegados. Acumula, pues, todos los poderes o, en todo caso,
es la fuente y el origen de todos los poderes, tal como se deduce del hecho de que
es también dueño de modificar la Constitución. Esta preponderancia del monarca
se afirma igualmente en la monarquía limitada, suponiendo, bien entendido, que
ésta se haya mantenido, a pesar de sus limitaciones, como una monarquía
verdadera, como era el caso de los Estados alemanes, y que no se haya
convertido en una monarquía simplemente aparente, como la monarquía francesa
de 1791. Incluso cuando se mezclan en ella elementos democráticos, la
monarquía limitada conserva como carácter esencial el ser una forma de gobierno
en la que el jefe del Estado es el centro de toda la vida y de toda la potestad
estatales. Indudablemente, el monarca ya no ejerce aquí, como en el caso de la
monarquía absoluta, la potestad íntegra del Estado; por lo menos, sólo puede
ejercerla con el concurso de otros órganos que no dependen de él, y
especialmente no puede legislar sino mediante el consentimiento previo dado a la
ley por una asamblea elegida. Pero no por eso deja de ser el órgano central y
principal del Estado. Pues, por una parte, a él corresponde —según lo observa
Jelliriek (loe. cit., vol. II pp. 416 ss.)— poner en movimiento la actividad estatal,
dándole impulso a los demás órganos, por ejemplo convocando las Cámaras y
sometiéndoles proyectos legislativos. Y, por otra parte, en él reside igualmente el
poder de decisión definitiva, por ejemplo el poder de perfeccionar la ley después
de su votación por las Cámaras. Este poder de decisión suprema tiene aplicación
particularmente importante y significativa en el caso de revisión de la
Constitución: ningún cambio puede introducirse en ésta sin la intervención del
monarca, y266 también es lo cierto que es él quien decreta en última instancia las
leyes que implican revisión, lo mismo que con su sanción perfecciona las leyes
ordinarias. Este poder de orden constituyente halla su fundamento, en parte, en el
hecho de que la Constitución del Estado fue creada y otorgada por el mismo
monarca, el cual, en este sentido al menos, aparece como siendo primitivamente
el origen de todos los poderes constituidos. Más aún, es decir, fuera de esta
justificación tomada del pasado, la potestad constituyente del monarca se refiere
al concepto general de que, si bien en la actualidad no puede quererlo todo por sí
solo, al menos nada puede hacerse en el Estado sin su voluntad. Y es en realidad
por esta última razón por lo que el monarca limitado sigue siendo, en suma, el
órgano preponderante y supremo, especialmente en sus relaciones con el
supremo, y por lo tanto también, la democracia directa sufre en Suiza una restricción a favor del
gobierno representativo, al cual deja paso en la misma medida. Según la Constitución de 1874, el
carácter representativo de la Asamblea federal era más acentuado aún por lo que se refiere a los
tratados con los Estados extranjeros, ya que, en los términos del art. 85-5, correspondía a la
Asamblea federal aprobar los tratados, o más exactamente (art. 102-8) autorizar al Consejo federal
para ratificarlos por vía de decreto, y esto sin que dichas resoluciones sean susceptibles de
referendum. Así ocurría incluso cuando las cláusulas del tratado modificaban prescripciones
consagradas por leyes vigentes (Burkhardt, Kornmentar der schweiz. Bundesverfassung, 2 ed., pp.
688-689). Importante reforma acaba de ser hecha en este estado de cosas: el 30 de enero de 1921
el pueblo suizo, por medio de una iniciativa popular tendiente a someter los tratados
internacionales mismos al referendum, aprobó esta innovación por fuerte mayoría y amplió así
notablemente en Suiza la aplicación de los principios de la democracia directa.
799
este equilibrio no llega hasta el grado de engendrar entre ellas una completa
igualdad: entre el Presidente y el Congreso existe, en efecto, cierta "balanza" o
equilibrio de poderes; pero, en definitiva, la balanza se inclina del lado del
Congreso, que es el órgano superior. "En todo sistema de gobierno —dice W.
Wilson, op. cu., ed. francesa, p. 15— existe siempre un centro de poder. ¿Qué
ocurre en el sistema del gobierno federal? Ahí la fuerza que domina y controla el
origen de toda potestad motriz y de todo poder regulador es sin disputa el
Congreso." "Las balanzas de la Constitución —dice también este autor, p. 60— en
su mayor parte no son más que ideales. En todas las cuestiones prácticas
predomina el Congreso sobre sus supuestas ramas coordinadas." "En cualidad de
funcionario del Ejecutivo, el Presidente es el servidor del Congreso" (ibid., p. 286).
Bryce (op. cit., 2 ed, francesa, vol. I, p. 332) hace la misma observación: "La
Constitución, al considerar ciertas funciones como siendo naturalmente de la
dependencia del Ejecutivo, las ha reservado al Presidente, excluyéndolas de la
competencia 267 del Congreso. Sin embargo, un atento examen demuestra que no
hay, por decirlo así, ni una sola de estas funciones a la que no alcance el largo
brazo del poder legislativo." A principios del siglo XX, sin embargo, múltiples
causas, entre las cuales hay que recordar especialmente la nueva importancia del
papel desempeñado por los Estados Unidos en la política mundial, habían
aumentado singularmente la potestad de hecho del Presidente: el mismo W.
Wilson señalaba esta transformación en el prefacio de su edición francesa (p.
XXX) y reconocía que había resultado de ello, para el Presidente, un poder de
"dirección e iniciativa efectivas" ver en el mismo sentido Joseph Barthélemy, "De la
condition actuelle de la Présidence des États-Unis", Revue politique et
parlementaire, 1906, vol. I, pp. 277 ss.). Pero no deja de ser cierto, desde el punto
de vista jurídico, que las asambleas estadounidenses reciben de la Constitución
ciertos poderes que les permitirían, si las circunstancias lo exigiesen, afirmar su
preponderancia con respecto al Presidente. Hallan esta preponderancia, en primer
lugar, en la potestad legislativa integral de que están provistas. Se la deben
también a la facultad que les pertenece de desencadenar, contra el Presidente, el
procedimiento del impeachment, no sólo por razón de sus infracciones delictivas,
sino también por su conducta y sus faltas políticas. En el orden gubernamental, el
Presidente no puede ejercer sus atribuciones si no es con el concurso y mediante
el asentimiento del Senado. Por fin, el veto que le corresponde en materia
legislativa, y que los autores norteamericanos consideran como la mayor de sus
prerrogativas,41 sólo tiene efectos suspensivos, y los bilis que han sido objeto de
él pueden mantenerse contra el Presidente, a condición de reunir en cada una de
las Cámaras una mayoría numerosa y bien definida.42 En todos estos aspectos el
Congreso aparece, en derecho, como el órgano superior (Jellinek, loe. cit., vol. u,
pp. 242, 485, 493 ss.). En Francia no cabe duda de que las Cámaras tienen
actualmente este carácter. Sin referirnos al ascendiente político que les da,
respecto del Presidente, el derecho que tienen de nombrarlo y de reelegirlo, es su
40
Así, el sistema de ambas Cámaras sólo se realiza plenamente en aquellos Estados en que la
diversidad de las Cámaras en cuanto a su composición se combina con su igualdad en cuanto a
los poderes, al menos en cuanto a los poderes legislativos (Esmein, Éléments, 7 ed., vol. I, pp. 137
ssj.
801
ficiente,268 para probar esa superioridad jurídica, recordar que tienen por sí
mismas y por sí solas el poder de promover la revisión de la Constitución; que
pueden dirigir esta revisión contra la Presidencia con el fin de modificar la
situación constitucional de esta última, y finalmente que depende también de las
mayorías de cada una de ellas, si están de acuerdo a dicho efecto, operar dicha
revisión y dicha modificación en asamblea nacional, sin que el jefe del Ejecutivo
pueda oponer a ello obstáculo alguno. Además, el Presidente es responsable ante
ellas, al menos en el caso de alta traición. Estas son, en verdad, hipótesis
extraordinarias; en tiempo normal, la superioridad de las Cámaras y la
subordinación del jefe del Ejecutivo se hallan aseguradas por el régimen
parlamentario. Conviene detenerse especialmente en este último punto.
294. E. Según la doctrina que enseñan los más importantes autores
franceses, el gobierno parlamentario está formado por un sistema de dualidad de
poderes, en el sentido de que implica esencialmente el dualismo de los órganos
legislativo y ejecutivo. Esta es la idea primera sobre la cual Esmein, especialmente
(Éléments, 1* ed., vol. i, p. 155), funda toda su teoría del parlamentarismo. "El
gobierno parlamentario —dice— supone ante todo la separación jurídica del poder
legislativo y el poder ejecutivo, que se confieren a titulares distintos e
independientes" (cf. ibid., pp. 158, 469-470, 488 ss.). Duguit sostiene la misma
qpinión. Es verdad que este autor declara en diferentes ocasiones que "el
gobierno parlamentario es, sin disputa, la negación misma de la separación de
poderes" (La separation des pouvoirs et l'Assemblée nationale de 1789, p. 55; cf.
Traite, vol. I, p. 413), pero con esto quiere significar tan sólo que "los dos órganos
(Parlamento y Gobierno) habrán de colaborar en la misma medida en todas las
funciones del Estado" (Traite, loe. cit.). Por lo demás, Duguit admite, como
Esmein, que "el régimen parlamentario se basa esencialmente en la igualdad de
los dos órganos del Estado, Parlamento y Gobierno", e incluso presenta esta
igualdad dualista como "la primera condición" de este régimen (Traite, vol. I, p.
411).
En el fondo y a pesar de ciertas divergencias de detalle, estos dos autores
se forman, pues, idéntica idea del régimen parlamentario. Según Duguit, el
dualismo propio de este régimen se traduce especialmente en el hecho de que el
jefe del Gobierno posee en él, conjuntamente con el Parlamento, el carácter
representativo: es un "segundo órgano de representación " (Traite, vol. I, pp. 405-
406,421, cf. L'État, vol. u, pp. 324 ss.); pues el parlamentarismo implica la
existencia, en el gobierno, de una voluntad y una potestad iniciales, que se ejercen
41
"El Presidente —dice W. "Wilson (loe. cu., p. 280)— debe su potestad sobre todo a su derecho
de veto", y también: "su poder de veto constituye su más formidable prerrogativa" (ibid., p. 59; ver
también p. 273). Bryce (loe. cit., vol. I, p. 333) dice asimismo: "La única fuerza verdadera del poder
ejecutivo, la trinchera tras la cual puede resistir a la asamblea legislativa, es su derecho de veto".
Según dichos autores (loe. cit.), que en este punto siguen la opinión generalmente admitida en los
Estados Unidos, el Presidente llega a ser incluso, gracias a su derecho de veto, "una parte de la
legislatura"; ejerce su veto "no como Ejecutivo, sino como tercera rama de la legislatura". Pero este
último punto de vista no es exacto, ya que el veto presidencial, al carecer de efecto perentorio, es
lógicamente muy distinto de la sanción legislativa (cf. supra, pp. 344 sj.
42
De hecho, sin embargo, es difícil que semejante mayoría pueda constituirse, y ésta es la gran
fuerza efectiva del Presidente.
802
libremente, en forma paralela a las de las Cámaras. Por su parte, Esmein, sin
dejar de reconocer que la superioridad inherente al poder legislativo entraña
naturalmente cierta preponderancia de las Cámaras, caracteriza al
parlamentarismo diciendo que tiene por objeto mantener la independencia
respectiva de ambas autoridades, en particular la de la autoridad gubernamental.
Esta independencia del gobierno, según Esmein, es uno de los elementos
esenciales del sistema parlamentario. Un régimen que privara al Ejecutivo de esta
independencia, subordinándolo al cuerpo legislativo, sería lo más opuesto al
régimen parlamentario (Éléments, 1* ed., vol. i, p. 492). Así es como la
Constitución de 1875, queriendo establecer el parlamentarismo, hubo de hacer del
Presidente de la República "el titular de un poder independiente". Y el signo
distintivo en el que se reconoce esta independencia es la irrevocabilidad del jefe
del Ejecutivo con respecto a las Cámaras. El parlamentarismo mantiene la
separación de poderes, al menos en que "los poderes reconocidos como distintos
deben tener titulares, no sólo distintos, sino independientes, en el sentido de que
uno de los poderes no pueda destituir a voluntad al titular del otro poder. Es aquí,
en la irrevocabilidad recíproca, donde radica el principio" (ibid., pp. 469-470, 488-
489).
Bien es verdad que, según estos autores, los distintos titulares de ambos
poderes deben relacionarse y entenderse, con objeto de ejercer esos poderes en
colaboración. Sin embargo, no debe deducirse de aquí la conclusión de que estos
titulares forman, en su conjunto, un órgano complejo, en el sentido que se indicó
con anterioridad (p. 764). En el caso del órgano complejo hay sin duda cierto
dualismo, que resulta de que la intervención de dos autoridades diferentes es
indispensable para la confección de un acto determinado: así ocurre, por ejemplo,
en aquellos Estados en que la formación de la ley depende a la vez de su
aprobación por las Cámaras y de su sanción por el monarca; pero, en definitiva,
dicho dualismo no llega hasta convertir a cada una de las autoridades que
componen el órgano complejo en el titular especial de un poder distinto e
independiente; reúne ambas autoridades en el ejercicio colectivo de una función
común, pero no las opone una a otra confiriéndoles, respectivamente, medios de
acción y de resistencia recíprocos; así, por ejemplo, en los países de sanción
monárquica, el rey no puede evidentemente hacer ley alguna sin el concurso y el
asentimiento de las Cámaras, pero éstas no poseen, frente el monarca, un poder
legislativo propio e independiente. Muy diferente es el dualismo parlamentario,
según la doctrina que profesan los autores anteriormente citados. Conforme a esta
doctrina, si el régimen parlamentario implica en ciertos aspectos la asociación de
los poderes, en cuanto tiene por objeto asegurar la colaboración del Gobierno y el
Parlamento, funda también la separación de los poderes, en cuanto reserva
respectivamente a cada una de dichas autoridades ciertas facultades o
prerrogativas con objeto de asegurar, en sus relaciones mutuas, su independencia
y hasta su igualdad. En el régimen parlamentario, en efecto, y especialmente en el
que consagra ahora en Francia la Constitución de 1875, la potestad de emitir la
voluntad nacional no se concentra por entero en el cuerpo legislativo, con
exclusión del Gobierno, sino que éste por su parte, en razón de las prerrogativas
concedidas nominalmente a su jefe, posee una potestad que le permite
contrarrestar la de las Cámaras y que implica que, frente a estas últimas,
803
43
Hasta se ha hecho observar, a este propósito, que el derecho a constituir el gabinete, en
principio, no corresponde más que al jefe del Estado, a él solo. '"Teóricamente, el Presidente de la
República es quien forma el ministerio: y ningún texto le prohibe tomar sus ministros donde quiera
y como le plazca, elegirlos él mismo uno a uno, para agruparlos después como pueda" (Lefebvre,
807
cada una de los cuales tiene su propio papel que desempeñar en él. Pero,
además, este dualismo se deduce del hecho de que los ministros, sin dejar de
depender ampliamente de las Cámaras, forman parte de la jerarquía ejecutiva, en
la que son, nominalmente al menos, auxiliares y subalternos del Presidente. Sin
duda, ellos son quienes ejercen efectivamente las atribuciones cuyo titular es,
según la Constitución, el Presidente. Sin embargo, sus actos, las decisiones,
proyectos de ley o disposiciones gubernamentales, se hacen, no ya en su propio
nombre, ni en nombre de las Cámaras, sino en forma de decretos y en nombre del
jefe del Estado.
Así como el Presidente y el Parlamento concurren en la formación del
ministerio, del mismo modo, se dice, existe entre ellos comunidad de influencia
sobre los ministros en lo relativo a la responsabilidad política de éstos. En el
régimen parlamentario, el gabinete depende a la vez del jefe del Ejecutivo y del
Parlamento, por cuanto debe, en principio, poseer a la vez la confianza de uno y
otro. Esto no es tan aparente por lo que se refiere al jefe del Ejecutivo, porque en
realidad rara vez hace uso de su poder de separar a los ministros. Pero la
existencia de este poder no puede ponerse en duda: se deduce del derecho
mismo que tiene el Presidente de nombrar a los ministros, derecho que implica la
facultad inversa de destitución. Hasta en el régimen parlamentario se han
señalado (Esmein, Éléments, 6* ed., p. 791 )44 algunas hipótesis en que este
poder de destitu ción 270 podría ejercerse también de hecho. Y esto basta para que
Elude sur les lois constitutionnelles de 1870, p. 103; cf. Hauriou, Précis, 10 ed., p. 189). Pero esta
afirmación contiene una indudable exageración. No es exacto decir que la Constitución de 1875 le
deje al jefe del Ejecutivo la libertad de elegir los ministros según su propia inspiración. Tal doctrina
se aproximaría singularmente a la tesis sostenida en otro tiempo por algunos autores alemanes
(ver, por ejemplo, en este sentido, Jellinek. op. cit., ed. francesa, vol. II, p. 449), que pretendían que
el régimen parlamentario carece de base jurídica o constitucional y sólo constituye un puro estado
de hecho (cf. respecto y en contra de esta doctrina, Orlando, op. cit,, ed. francesa, pp. 363 ss.; ver
también n. 54, p. 819, infra). Según esta doctrina alemana, si los ministros se toman de la mayoría
y gobiernan, conforme a las inspiraciones de ésta, en lugar del jefe del Estado, no es en virtud de
una regla constitucional de derecho, ya que jurídicamente el poder gubernamental reside en el jefe
del Estado y no en las Cámaras, sino sólo por motivos de hecho y porque en la realidad las Cám
aras han adquirido una potestad que les permite hacer prevalecer su voluntad sobre la del
jefe del gobierno. El régimen parlamentario no sería, pues, sino el producto de la usurpación,
realizada por el Parlamento, de funciones que jurídicamente no le pertenecen. Pero esta tesis se
contradice por la misma Constitución. Por el hecho de que la Constitución de clara en principio que
los ministros son responsables ante el Parlamento, introduce una profunda modificación en la
organización y el mecanismo del poder ejecutivo, y excluye formalmente la posibilidad de pretender
que la potestad gubernamental, en derecho, resida de un modo exclusivo en el jefe del Estado. Por
ejemplo, del hecho de que el ministerio no pueda subsistir sino mediante el apoyo de las Cámaras
resulta inmediatamente que en cada cambio de gabinete, el Presidente estará jurídicamente
obligado a recurrir, para la formación del nuevo gabinete, a hombres que tengan asegurada la
confianza de la mayoría parlamentaria, es decir, por la fuerza misma de las cosas, a hombres
tomados de las propias filas de idicha mayoría, o, por lo menos, que pertenezcan al mismo partido
que ella. Esto es en efecto evidente, ya que los ministros escogidos en contra de las opiniones de
la mayoría serían derribados por ella inmediatamente. De este modo, la influencia soberana que
tienen las Cámaras en el nombramiento de los ministros, así como en la política gubernamental, ya
no es un hecho inconstitucional y extrapolítico, sino una consecuencia directa del principio de la
responsabilidad parlamentaria de los ministros. Por ello, la Constitución de 1875 pudo limitarse,
cuando quiso consagrar el régimen parlamentario, a formular la regla que establece dicha
responsabilidad. Todo lo demás se deriva de esto. Y todas las consecuencias que de ello
808
se pueda afirmar que los ministros están sujetos, con respecto al jefe del
Ejecutivo, por cierta responsabilidad. Por otra parte, importa no exagerar las
consecuencias del principio de que los ministros son responsables ante las
Cámaras. Esta clase de responsabilidad no significa de ningún modo que estén
sometidos directamente a sus voluntades. En el sistema parlamentario, el
cometido del gabinete no consiste en obedecer a la mayoría, sino, al contrario, en
dirigirla; y esto es lógico, ya que los ministros se reclutan precisamente entre los
jefes de dicha mayoría: deben, pues, comportarse como jefes suyos, no como sus
servidores. Desde el punto de vista jurídico, esto se traduce en la regla de que las
Cámaras no pueden dirigirles órdenes directas y formales. Pueden, desde luego,
mediante mociones adecuadas, hacerles sentir sus opiniones y tendencias, pero
no imponerles verdaderas órdenes. No puede decirse, pues, que, mediante el
órgano del ministerio, son en realidad las Cámaras las llamadas a gobernar: es el
ministerio mismo quien gobierna, aunque lo hace bajo su responsabilidad
parlamentaria. El Parlamento no tiene la dirección efectiva, sino simplemente el
control de la acción gubernamental. Por lo demás, por completa que sea, con
respecto al Parlamento, la responsabilidad del gabinete por esa actividad,
tampoco sería exacto deducir de ello que las Cámaras tienen sobre los ministros
un poder jurídico de destitución. Pueden desde luego obligar indirectamente al
gabinete a dimitir, pero no destituirlo directamente, como tampoco nombrarlo. Sólo
al Presidente correspondería el derecho de destituir a un ministro, condenado
formalmente por el Parlamento, que se negara a abandonar sus funciones.
Cámara de Diputados. Habría que suponer, por ejemplo, un ministro que faltara gravemente a sus
obligaciones hacia el jefe del poder ejecutivo, de tal modo que sus colegas mismos no pudiesen
aprobarlo, o también un ministerio derrotado en diferentes ocasiones en la Cámara de Diputados y
que se obstinara en no dimitir."
810
45
A dicho concepto dualista del régimen parlamentario debe atribuirse asimismo, desde el punto
de vista doctrinal, el origen de ciertas tentativas realizadas —especialmente en el transcurso de la
guerra europea— con objeto de ampliar y transformar, en cuanto a sus condiciones de ejercicio, el
poder de control sobre la conducción de los asuntos gubernamentales. que corresponde en
Francia al Parlamento. Según la Constitución y la práctica tradicional, este poder se ejerce
normalmente en forma de petición de explicaciones dirigida a los ministros, jefes de los servicios
públicos, y en caso necesario, por medio de investigaciones realizadas ocasionalmente por
comisiones de las Cámaras. Pero se ha sostenido a veces que el control parlamentario sólo podía
llegar a ser plenamente efectivo a condición de mantenerse, de una manera directa y permanente,
en el seno de los servicios públicos —y especialmente, en tiempo de guerra, en el seno de los
ejércitos en campaña— mediante un comité, también permanente, de miembros de las asambleas;
comité que constituiría así un organismo nuevo y especial, no previsto, en verdad, por la
Constitución, pero que permitiría al menos al Parlamento darse cuenta, directa y constantemente,
de todo lo que ocurre en los servicios por controlar, mediante memorias de sus propios delegados
(ver en este sentido el orden del día votado el 22 de junio de 1916 por la Cámara de Diputados, y
cf., respecto al alcance de dicha votación, las observaciones expuestas por Joseph Barthélemy,
Reme du drait pubh'c, 1916, pp. 557 ss.). La idea básica de esas tentativas es que al Parlamento
no pueden bastarle los informes que recibe del gabinete ministerial, aunque dichos informes sean
susceptibles de comprobarse y profundizarse por medio de una investigación particular. Este
género de información se considera insuficiente, no sólo porque de hecho los ministros pueden ser
engañados respecto de lo que ocurre en sus servicios, sino porque, en principio, dícese, incluso el
testimonio de los ministros emana de una autoridad distinta al Parlamento, por cuanto forma parte
del Ejecutivo, y cuyas declaraciones, por lo tanto, no pueden considerarse, para las Cámaras,
como el equivalente de un instrumento de control que les permitiese instriuirse y aclarar las cosas
por sí mismas. Para que el poder de vigilancia y de apreciación preponderante que corresponde al
Parlamento respecto de la acción ejecutiva se realice en verdad, es preciso, se ha diojho, que las
Cámaras queden en condiciones de ejercer dicho poder por sus propios medios y por sus propios
miembros es decir, por una comisión de delegados destinada especialmente a la inspección
inmediata de aquellos servicios cuyo funcionamiento desea observar. De aquí, entonces, el
propósito de instituir, junto al ministerio y fuera de él, un órgano particular por cuya mediación el
Parlamento se relacione con les diversos agentes u oficinas administrativas, al efecto de estar
continuamente al corriente de sus actuaciones. En el fondo, las proposiciones de este género
implican en sus autores la persistencia del concepto separatista que fundamenta teóricamente el
régimen parlamentario en la oposición y el dualismo entre el Ejecutivo y el Parlamento. Pero,
812
46
La Cámara, en efecto, puede tener interés en promover por sí misma su disolución, no ya con
motivo de un conflicto con el Ejecutivo, sino, por el contrario, de acuerdo con el gabinete. Así pues,
cabe concebir que la mayoría existente sienta el deseo de consultar al país con respecto a una
cuestión importante que se esté discutiendo. Asimismo, una Cámara'dividida e impotente puede
aspirar a su disolución, en la esperanza de que unas elecciones generales traerán a su seno una
mayoría sólida y capaz de decisión. Finalmente, en caso de conflicto con el Senado, la Cámara
podría considerar ventajoso hacerse disolver, con objeto de someter al país la cuestión que divide
a ambas asambleas. En este caso, la disolución sería para la Cámara un medio de obtener la
aprobación política por los electores y de hacerse conferir así por el cuerpo electoral una fuerza
que le permitiera vencer la oposición del Senado. Estas prácticas, de las cuales dio el ejemplo
Inglaterra (ver n. 18 del n° 312, infra), se hallan totalmente conformes con el espíritu del régimen
parlamentario; y en lo que se refiere a la última hipótesis, la de una diferencia entre las dos
asambleas, hay que reconocer sin embargo que una disolución dirigida contra el Senado sería
difícil de realizar, a causa, de las resistencias que el Senado habría de oponerle.
814
47
Entiéndase bien que todo esto sólo se refiere a los países parlamentarios, donde el poder
gubernamental de disolución sólo tiene como contrapartida la responsabilidad parlamentaria del
gabinete. En el Estado monárquico no parlamentario la disolución tiene un significado muy
diferente, pues no está destinada a fortalecer la influencia del cuerpo electoral, y tampoco puede
redundar en beneficio del Parlamento, en el sentido de asegurar, en definitiva, su preponderancia.
Entonces no es sino un medio de reforzar la potestad del monarca y de sus ministros.
Considerando, en efecto, que éstos, si cuentan con el favor del monarca, no se exponen a ningún
riesgo en el caso de que las elecciones promovidas por una medida de disolución resultaran
contrarias a sus proyectos políticos, el empleo de dicha medida sólo constituye para el gobierno
monárquico un medio y una oportunidad de obtener de una cámara renovada lo que no pudo
obtenerse de la asamblea disuelta. Y, por otra parte, los medios de influencia política y de presión
administrativa de que dicho gobierno dispone con respecto al cuerpo electoral no hacen sino
aumentar sus probabilidades de obtener por medio de una disolución las concesiones que desea.
Se verá, pues, naturalmente inducido a recurrir a dicha medida, que con frecuencia debe serle
provechosa. Se servirá también, en esas condiciones, de la amenaza de una disolución para
deshacer las tentativas de resistencia de la asamblea de diputados y para forzarla a doblegarse
ante sus voluntades. En Francia, este régimen fue consagrado por la Constitución de 1852, art. 46;
cf. Constitución del año x, art. 55.
48
Todo lo que podría deducirse de la institución de la disolución, en el sentido indicado por
Esmein, es que, por encima de las dos autoridades que dicho autor trata de equilibrar, existe una
autoridad suprema, que es el cuerpo electoral. Pero entonces ya no puede hablarse de dualismo
parlamentario: la unidad estatal se restablece en el pueblo. Se ha dicho a veces que para apreciar
la extensión y energía verdaderas de los poderes que la Constitución confirió al Presidente de la
República, hay que colocarse, no ya en el caso normal y que vino a ser habitual desde 1875, en
que la política seguida por las Cámaras está de acuerdo con el sentimiento predominante en el
cuerpo electoral, sino, por el contrario, en el caso extraordinario en que llegara a producirse, de
modo persistente, una divergencia más o
815
menos profunda entre el país y las Cámaras, o, por lo menos, entre el país y la Cámara de
Diputados. En este caso especial, dícese, es cuando se hace imposible apreciar todo lo que un
Presidente que goce de la confianza popular podría hacer legalmente. Armado por la Constitución
del poder de nombrar y destituir a los ministros, del poder de suspender las Cámaras, de
imponerles nuevas deliberaciones de las leyes, de enviarles mensajes que, en realidad, irían
dirigidos, por encima de ellas, al país mismo, y finalmente, de disolver la Cámara de Diputados, el
Presidente tal vez conseguiría, con ayuda de todas estas prerrogativas, en un momento de
alteración o de crisis, ejercer una acción política que influyera en forma considerable y hasta
decisiva en el desarrollo de los destinos del país. Semejante eventualidad no tiene, de hecho, nada
de inverosímil; tampoco tendría nada de inconstitucional, desde el punto de vista jurídico; y basta
representársela, se dice, para descubrir y reconocer que, frente al Parlamento, organizó la
Constitución, en el Ejecutivo, una potestad distinta, independiente, capaz no sólo de resistencia
pasiva, sino también de acción enérgica, y que en ciertas coyunturas puede afirmarse como
preponderante. ¿No es ésta la prueba de que subsiste en el régimen parlamentario un cierto y
auténtico dualismo de poderes y de autoridades? Puede contestarse que no existe aquí verdadero
dualismo, pues el dualismo propiamente dicho supone igualdad entre autoridades que se hallan
establecidas en el grado supremo y que estatuyen en última instancia. Ahora bien, y aun
suponiendo 'que el Presidente de la República pueda hallar alguna ocasión extraordinaria para
desempeñar el papel militante al que acabamos de aludir, no habría que concluir de ello que su
voluntad pueda imponerse en forma soberana. Según la Constitución, al cuerpo electoral es a
quien correspondería estatuir superiormente en caso de conflicto entre el Ejecutivo y el
Parlamento. El supuesto dualismo del régimen parlamentario sólo se establecería, pues, por
debajo de los electores, es decir, en un grado inferior. En el grado superior la unidad estatal
quedaría mantenida en el cuerpo electoral. Pero esta idea de un dualismo subalterno parece
también discutible. La verdad es más bien que, en el parlamentarismo actual, el Parlamento y el
cuerpo electoral constituyen juntos —como podrá verse más adelante, n" 409— un órgano
complejo, en el sentido de que la Constitución quiso asegurar entre sus voluntades cierta
conformidad. El objeto de la disolución, haya sido promovida por el Ejecutivo o por la Cámara de
Diputados, es precisamente comprobar o restablecer dicha conformidad. Por lo tanto, el régimen
parlamentario no podría definirse como un sistema de dualismo en el cual el Ejecutivo y las
Cámaras constituyeran dos autoridades iguales bajo la preponderancia del cuerpo electoral. Sino
que el análisis de este régimen conduce a la conclusión de que el Parlamento y el cuerpo electoral
constituyen en conjunto el órgano supremo ante el cual no puede haber para el Ejecutivo,
Presidente o ministros, ni igualdad, ni posibilidad de resistencia, ni, por consiguiente, dualismo
alguno. Por ello, inmediatamente después de la renovación de la Cámara disuelta mediante el
sufragio universal, el Ejecutivo se halla de nuevo, frente a ella, en su habitual condición
subordinada.
49
La exigencia constitucional del "dictamen de conformidad" del Senado (ley de 25 de febrero de
1875, art. 5) prueba también que la disolución, sin dejar de depender, desde el punto de vista
formal, de la competencia y de un decreto del Presidente de la República, no depende, en el fondo,
de la sola potestad o voluntad del Ejecutivo, sino que, considerando que el Senado es una parte
del Parlamento, la necesidad de su dictamen de conformidad implica
816
que la disolución, en esta medida, depende esencialmente de la propia voluntad parlamentaria. Así
pues, el derecho de disolución no ha sido conferido por la Constitución como un poder de reacción
que permita al Ejecutivo luchar contra el Parlamento entero; la aplicación de este derecho supone,
bien que ambas fracciones del Parlamento están en desacuerdo, o, por lo menos, que una de
dichas fracciones, el Senado, reconoce la utilidad y aprueba la idea de consultar al cuerpo
electoral, promoviendo una renovación anticipada de la Cámara de Diputados. En estas
condiciones cabe reproducir aquí, a propósito del Senado, una observación análoga a la que se
presentó en la nota precedente con respecto al cuerpo electoral: así como no hay disolución
posible, o al menos útil, cuando el gobierno se encuentra frente a una mayoría de diputados que
cuenta con la mayoría de los electores, asimismo la posibilidad de una disolución, y por
consiguiente la posibilidad de hablar de dualismo, se desvanece cuando el Ejecutivo tiene ante sí
una Cámara de Diputados y un Senado que están de acuerdo. En suma, pues, la disolución
simplemente permite al gobierno traer de nuevo a la Cámara hacia la política que desean el
Senado y el país, cuando esta política es desconocida por la mayoría actual de los diputados; pero
contra un Parlamento unido o contra una Cámara de Diputados respaldada por el país, el Ejecutivo
no posee potestad de acción o de reacción que lo transforme en una autoridad independiente con
respecto al órgano parlamentario.
817
sultado final, que es el predominio de una de las dos autoridades cobre la otra. En
la forma se limita a establecer una asociación de poderes (p. 782, supra); en el
fondo, el fin a que tiende es directamente la realización de la unidad del poder,
asegurando la preponderancia de la voluntad parlamentaria. La doctrina que
sostiene que el gobierno parlamentario tiene por base el dualismo de los poderes
no expresa, por lo tanto, sino una verdad nominal. Es perfectamente exacto que
este modo de gobierno supone el dualismo, pero sólo lo supone para combatirlo y
paralizarlo.
51
Por esto, algunos autores ingleses (por ejemplo Anson, Loi et pratique constíttitionnelle de
VAngleterre, ed. francesa, vol. i, pp. 348 ss.; cf. vol. u, p. 55) sostienen que aun hoy el rey podría
despedir a un ministerio que tuviera la confianza de la Cámara de los Comunes y, de acuerdo con
el ministerio nuevamente constituido, disolver dicha Cámara. Naturalmente, el monarca sólo llegará
a tales medidas si cree contar con la aprobación del cuerpo electoral.
52
Se ha dicho, sin embargo, que es el monarca el que continúa poniendo en actividad el
Parlamento y que, igualmente, si no hace ya uso de su veto, él es, al menos, quien, mediante su
sanción, continúa dando su perfección legislativa a los bilis adoptados por las Cámaras; siírue
siendo, por lo tanto, caput, príncipium et jinis parliamcnti. "La inacción del rey —declara Jellinek
(loe. cit., vol. II, p. 418)— tendría por efec.to detener la vida del Estado"; pues él. lo pone todo en
movimiento y todo lo concluye. Pero cabe responder que estos actos tan importantes, si bien
dependen siempre de la competencia del monarca, ya no dependen de su libre voluntad, puesto
que, según la fórmula consagrada, el rey sólo quiere lo que quieren sus consejeros. En particular,
el argumento que se deduce del hecho de que siempre interviene regularmente para sancionar las
leyes, carece de valor, pues dicha sanción, que ha llegado a ser una simple formalidad, sólo
fune,ona ya como un vestigio y un recuerdo del pasado.
819
53
Es de observarse, no obstante, que este dualismo se desmiente en cierto sentido por la fórmula
tradicional según la cual el Parlamento inglés es un órgano complejo, ciertamente, pero sin
embargo único, compuesto por el rey, la Cámara de los Lores y la Cámara de los Comunes. Este
punto ha sido perfectamente indicado por Duguit (Traite, vol. i, p. 412), que deduce acertadamente
de él que "en Inglaterra, el Parlamento y la Corona sólo se consideran como dos partes iguales de
un solo órgano". Algunos autores ingleses restablecen, sin embargo, el dualismo, fundándolo en
otra base. "En nuestra Constitución —dice Anson (loe. cu., vol. I, p. 46)— podemos decir que los
poderes ejecutivo y legislativo son distintos. El elemento común a ambos poderes es la Corona...
Los poderes legislativo y ejecutivo de la Corona se han bifurcado. Existe un dualismo real en
nuestra Constitución: la Corona en el Parlamento y la Corona en Consejo." "La elaboración de las
leyes es obra de la Corona en el Parlamento... El Ejecutivo es la Corona en Consejo" (ibid., pp. 38-
39). Y declara Anson que "con esta capacidad (Ejecutivo), la Corona queda completamente fuera
del Parlamento". Pero este género de dualismo tiene en la actualidad un carácter menos real aún
que la dualidad del rey y el Parlamento; esto es perfectamente evidente, puesto que el Consejo
privado, desde hace ya mucho tiempo, ha sido suplantado de hecho por el ministerio. El mismo
Anson lo reconoce (loe. cit.): la Corona en Consejo, dice, es únicamente "el Ejecutivo de jure"; y a
dicho Ejecutivo nominal opone "el Ejecutivo de facto", a saber, "los ministros de la Corona".
820
política o moral que aún ejerce el monarca, ya no existe jurídicamente54 más que
una sola voluntad orgánica principal, la del Parlamento, con la
280
54
Sobre este punto hay que tomar posición contra la opinión que sostienen algunos autores,
especialmente los autores alemanes, según la cual el régimen parlamentario es res facti, non juris,
en el sentido de que la preponderancia que el Parlamento ejerce sobre el Ejecutivo sólo constituiría
un estado de cosas puramente político, debido también a causas políticas, y no un principio jurídico
consagrado por el derecho constitucional vigente. "La preponderancia del Parlamento inglés sobre
el monarca —dice Jellinek (Allg. Staatslehre, 3* ed., pp. 703-704; cf. ed. francesa, vol. n, pp. 448-
449)— es el resultado de un compromiso que se ha establecido, de hecho, en las relaciones
políticas entre el Parlamento y la Corona, pero nunca ha podido ser reconocida en ningún texto
oficial. Este sistema inglés de monarquía con gobierno parlamentario llegó a introducirse en buen
número de Estados del continente europeo, pero en ninguna parte pudo consagrarse como
institución constitucional. Hasta la Constitución actual de la República francesa, aunque tuvo la
intención absoluta de erigir la forma parlamentaria en institución duradera y definitiva, no trató de
dar a dicha institución una expresión o base legal y constitucional." Esmein parece compartir en
cierta medida esta manera de ver. "El gobierno parlamentario —dice (Éléments, 7 ed., vol. I, p.
155)— supone la separación jurídica de los poderes legislativo y ejecutivo, los cuales se confieren
a titulares distintos e independientes.
El poder ejecutivo se confiere a un jefe, monarca o presidente... Pero el poder efectivo de dicho
jefe es singularmente rducido." Esta oposición entre el punto de vista jurídico y la realidad efectiva
parece desprenderse también de lo qué dice el mismo autor (p. 158) a propósito de la
responsabilidad ministerial propia del parlamentarismo: "Esta responsabilidad es propia y
puramente política. Al negarles su confianza, la mayoría de las Cámaras despide indirectamente a
los ministros. Tampoco aquí se trata de una revocación jurídica." G. Meyer (op. cit., 6 ed., pp. 683
ss.) expuso idéntica doctrina sobre la responsabilidad ministerial: "En cuanto a los ministros —
dice—, es necesario distinguir su responsabilidad jurídica y su responsabilidad política. Esta se
hace extensiva a la actividad ministerial entera. Pero no merece ser tomada en consideración por
la ciencia del derecho público propiamente dicho, pues sólo aparece como un asunto de práctica
política y parlamentaria. En derecho público solamente tiene importancia la responsabilidad
jurídica. Ahora bien, jurídicamente los ministros sólo tienen que responder de una cosa: es
necesario y suficiente que tanto sus propios actos como los actos refrendados por ellos se
mantengan dentro de los límites que fijan las leyes." Así pues, según esta doctrina, las instituciones
parlamentarias sólo habrían de aplicarse en la esfera inferior de los hechos; en derecho, el
principio superior es siempre que el jefe del Ejecutivo es el titular independiente de un poder
distinto. En el fondo, todo esto es tanto como decir que el parlamentarismo se ha establecido al
margen y con violación del derecho consagrado por la Constitución. Y precisamente aquí aparece
la falsedad de la doctrina que se acaba de recordar; pues no se podría discutir en serio que las
reglas parlamentarias practica, das en Inglaterra sean allí la expresión del derecho positivo
actualmente vigente en aquel país. Si dichas reglas no han sido formuladas oficialmente por ningún
texto, ello se debe al carácter consuetudinario de la Constitución inglesa, y esto se explica también
por las consideraciones anteriormente indicadas. Pero no puede deducirse de ello que en
Inglaterra las instituciones parlamentarias carezcan de carácter jurídico. De todas maneras, no
cabe discusión posible sobre este punto respecto a Francia: el art. 6 de la ley constitucional de 25
de febrero de 1875, que formula en términos a la vez amplios y precisos el principio de la
responsabilidad ministerial, basta para conferir al régimen parlamentario entero una base jurídica
muy firme. Bien es verdad que esta responsabilidad se designa generalmente con el nombre de
responsabilidad política; y es política, en efecto, en cuanto a su sanción, que consiste únicamente
en la pérdida del poder; también lo es desde el punto de vista de sus causas, ya que
821
reserva, sin embargo, de que esta voluntad, debe realizar los deseos o conseguir,
en caso de disolución, los sufragios del cuerpo electoral.
299. En Francia, la situación, al comienzo, pudo parecer diferente. Bajo la
Constitución de 1875, el parlamentarismo no tuvo que adaptarse, como en su país
de origen, a una monarquía tradicional: aquí no había por qué tener
consideraciones con la dignidad del jefe del Estado, ni salvaguardar, en la forma,
principios de derecho público consagrados por un largo pasado. Desde 1789, las
Constituciones francesas no tuvieron inconveniente en abrogar o renovar el
derecho anterior. Los procedimientos de elaboración del derecho público 1 ranees
no se parecen en nada a los que se acostumbraron en Inglaterra. No existe, pues,
ninguna razón, en Francia, para distinguir entre un ípsum jus o derecho aparente,
que no existiría más que en la letra de los textos, y una práctica constitucional, que
sería el verdadero derecho. Por lo tanto, los textos múltiples (ley constitucional de
25 de febrero de 1875, arts. 3 a 5. art. 8; ley constitucional de 16 de julio de 1875,
arts. 1 y 2, 6 a 9, etc.) que colocan el poder ejecutivo y sus atributos diversos a
nombre del Presidente y no a nombre de los ministros,55 no podrían, al parecer,
interpretarse como simples fórmulas teóricas desprovistas de eficacia positiva.
Estos textos implican que el Presidente es en efecto el titular real de los poderes
que la Consti
281
Recibe su aplicación desde el momento en que se rompe el acuerdo político entre el ministerio y
las Cámaras; pero, por lo demás, en virtud de la Constitución, es una responsabilidad jurídica, lo
mismo que la responsabilidad civil o penal de los ministros (cf. n. 43, p. 806, supra; ver también, en
este sentido: Rehm, op. cit.. pp. 33255., y Anschütz, en G. Meyer. op, cit., 61 ed., p. 683, n. 2). No
es exacto, pues,- decir que. según el régimen parlamentario, el jefe del Ejecutivo sólo ha sido
despojado de la realidad política de su poder y que conserva la realidad jurídica del mismo. La
verdad es, por el contrario, que las instituciones jurídicas propias de dicho régimen están
combinadas de tal manera que hacen depender, en derecho, la acción gubernamental de la
voluntad del gabinete, o sea del Parlamento: y en cambio, es precisamente desde el punto de vista
político como dejan subsistir, en favor del jefe del Ejecutivo, la posibilidad de hacer sentir en cierta
medida su influencia personal. Ya no es por vía de potestad jurídica, sino únicamente por medios
en cierto sentido extraoficiales, por la persuasión, por su habilidad o sus relaciones personales, es
decir, en suma, por su influencia de orden político, por lo que el jefe del Ejecutivo continúa
participando en la acción del gobierno (ver sobre este punto Joseph Barthélemy, Dérnocratie et
politigue étrangére, pp. 142 ss.. que demuestra cuál ha sido, en ciertas circunstancias, la efectiva
importancia del papel extrajurídico desempeñado personalmente por el monarca inglés,
especialmente en las cuestiones relativas a las relaciones internacionales; cf. en el mismo sentido
Redslob, op. cit., pp. 45 ss.).
55
• La Constitución de 1875 ni siquiera se ocupa directamente del Consejo de Ministros, sino que
se limita a hacer incidentalmente algunas alusiones a su existencia (art. 12. ley constitucional de 16
de julio de 1875; arts. 4 y 7, ley constitucional de 25 de febrero de 1875). Este último texto, al
especificar que, en el caso de súbita vacante de la presidencia, "el Consejo de Ministros queda
investido del poder ejecutivo", y ello de una manera puramente momentánea, señala muy
claramente que en cualquier otro momento sólo el Presidente está investido de dicho poder.
822
tución le confiere nominalmente. Sin duda, no puede ejercer estos poderes por sí
solo y como dueño, sino que es el ministerio el que los ejerce en su nombre. Pero
lo esencial es reconocer que, según la Constitución, estos poderes ejercidos por
los ministros los toman de la persona presidencial y no son los de las Cámaras ni
los suyos propios. Si la Constitución hubiera querido situar el poder ejecutivo en el
gabinete ministerial, o aun si hubiera querido que sólo los ministros tuvieran la
realidad de este poder, lo hubiera dicho claramente. Sólo al conferir el poder
ejecutivo a un titular especial, señala claramente que concibe y desea organizar
este poder como una potestad distinta e independiente de aquella que contienen
las Cámaras; y así parece justificar la doctrina de los autores que definen al
régimen parlamentario como un régimen de dualismo de poderes.56
282
56
Del texto mismo de la Constitución, tal como acaba de ser recordado, estos autores deducen
igualmente que no se le puede negar al jefe del Ejecutivo el derecho a participar realmente en el
gobierno. La célebre máxima formulada en 1829 por Thiers: "El rey reina, pero no gobierna", debe
rechazarse, dicese, porque no traduce exactamente los principios propios del parlamentarismo
francés. En efecto, por lo mismo que la Constitución confiere y vincula en la persona presidencial
misma los atributos del poder ejecutivo, es inadmisible que el Presidente haya de permanecer
ajeno a actos que, según los textos mismos, no pueden realizarse sin su concurso, su firma y, por
consiguiente, su consentimiento o su influencia. Este argumento se invocaba ya en la monarquía
de 1830, pues en la célebre discusión que tuvo lugar sobre estas cuestiones ante la Cámara de
Diputados los días 27, 28 y 29 de mayo de 1846, Guizot alegaba, en contra de la tesis de Thiers,
que los textos formales de la Carta excluían la posibilidad de pretender que "el rey no signifique
nada en su gobierno". Con mayor razón, se ha dicho, el Presidente actual, aunque sometido a las
condiciones del gobierno de gabinete, está llamado a desempeñar un cometido gubernamental
efectivo. En efecto, un Presidente electo, por la naturaleza misma de las cosas, está obligado a
menos reserva que un monarca constitucional.
En primer lugar, no se verá cohibido, como un monarca, por el temor de cometer, al gobernar,
faltas que pudieran perjudicar a sus intereses dinásticos. Ya en este aspecto tiene, en el ejercicio
de sus poderes constitucionales, mayor libertad de acción, y no está condenado a un papel tan
borroso como el de un rey hereditario. Por otra parte, a este Presidente electivo debió elegírsele
por su valor personal, por sus altas cualidades políticas. ¿Cómo conseguir que, una vez llamado
por sus méritos al primer puesto del Estado, haya de permanecer en él inactivo y desempeñar
solamente un papel de puro aparato? Esto es tanto menos admisible cuanto que el jefe de una
República no tiene que ejercer las funciones de Majestad; si, no llegando a reinar, no puede
tampoco gobernar, su presencia al frente del gobierno no tiene ya razón de ser. Además, las
opiniones que pueda permitirse dar oficiosamente a los ministros no serán escuchadas con el
mismo respeto que las de un monarca como el rey de Inglaterra. ¿No será conveniente, por lo
tanto, suplir esta insuficiencia de influencia moral reconociéndole un poder jurídico más fuerte? Por
todas estas razones se ha sostenido que el Presidente francés no puede quedar apartado del
gobierno; el régimen parlamentario tiene desde luego por efecto limitar su acción personal, pero no
la excluye totalmente. Este es en particular el parecer de Esmein, que discute el fundamento de la
máxima: "El rey reina, pero no gobierna" Es posible, dice este autor, que dicha máxima exprese
con bastante exactitud el estado de cosas que se ha establecido poco a poco en Inglaterra. En
Francia exagera el carácter imper
823
Los autores que sostienen esta doctrina, alegan, por lo demás, que está
confirmada por hechos de orden constitucional. Así, por ejemplo, invocan la
importancia política del papel que el Presidente puede desempeñar en el
Gobierno, por ejemplo a causa de que, si bien propiamente hablando no preside el
consejo de ministros (Duguit, Traite, vol. II, P. 487) ni toma parte en la votación
(Esmein, Éléments, 6* ed., p. 806), por lo menos asiste a sus sesiones y se
encuentra así asociado a las deliberaciones que preceden a todos los actos
gubernamentales de alguna importancia; lo que de ningún modo le permite obligar
a los ministros, pero sí ejercer sobre sus resoluciones una influencia que, aunque
invisible para el público, en ocasiones puede ser muy importante. Asimismo, se ha
hecho observar que la influencia efectiva del Presidente puede ejercerseen forma
considerable, en el momento de los cambios de ministerio, pues aunque el
Presidente haya de conformarse para el nombramiento de los ministros a las
indicaciones que proporciona la actitud de la mayoría parlamentaria, conserva la
posibilidad, dentro de los límites que le imponen estas indicaciones, de realizar
una selección de personas que es, relativamente, tanto más amplia cuanto que en
Francia el parlamentarismo no se basa, como en Inglaterra, en la oposición de dos
grandes partidos ni en la existencia, al frente de ellos, de jefes titulares; de donde
resulta entonces que el poder presidencial de constituir el gabinete presenta un
interés práctico muy real, ya que la orientación política y los procedimientos de
acción del gabinete en formación podrán variar sensiblemente según sean las
tendencias particulares del hombre que el Presidente elija para formar el
ministerio.
300, No puede negarse la exactitud de estas observaciones; y sin embargo,
no hay más remedio que reconocer que el dualismo establecido en principio por la
Constitución de 1875, de hecho no ha podido mantenerse. En el estado actual de
las prácticas parlamentarias francesas, el gabinete aparece, no como el agente de
ejercicio de un poder cuya residencia estuviera originariamente en el Persidente,
ni tampoco como el intermediario que sirviese de lazo entre dos autoridades que
representaran dos poderes distintos, sino en realidad como un comité
gubernamental dominado únicamente por la potestad y las voluntades del
Parlamento. Era inevitable que se produjera esta evolución. Los constituyentes de
1875, al colocarse en el punto de vista de que un país como Francia no podía
prescindir de un jefe de gobierno que tuviera los caracteres de un verdadero jefe
de Estado —y un jefe de esta clase, en efecto, era indispensable, aunque sólo
fuera por razones de orden internacional y de re
283
sonal del poder presidencial. A diferencia del monarca inglés, "el Presidente de la República
francesa participa activamente en el gobierno del que es jefe'' (Éléments. 6 ed., p. 665, y 7 ed., vol.
I, p. 231; ver, en el mismo sentido. Lefebvre, o¡>. cit., pp. 72 ss., 97 ss.).
824
57
Aun en Francia, el gabinete conserva de hecho una fuerza polítira innegable, que toma, bien sea
de las atribuciones puestas por la Constitución a nombre del Presidente, como por ejemplo el
derecho presidencial de nombrar a los funcionarios, bien sea de todos los poderes administrativos
que quedan a disposición de la autoridad gubernamental y que hacen que los administradores se
vean obligados continuamente a solicitar su concurso. Ello constituye para todo el gobierno un
conjunto de medios de acción que le asegura una influencia más o menos considerable cerca de
los miembros del Parlamento.
825
88
En el sistema de la Constitución de 1875, la semejanza entre el Presidente y un monarca
constitucional consiste sobre todo en que, como en el Estado monárquico transformado en
parlamentario, el Presidente sólo conserva el aspecto y los atributos decorativos del poder propio
de un verdadero jefe de Estado. El Presidente francés carece ya completamente de poder
realmente personal, no teniéndolo ante las Cámaras ni, incluso, ante los ministros. Y, sin embargo,
en Francia parece indispensable no decapitar al Estado, y dejarle un jefe nominal, que encarne en
su persona la más alta magistratura francesa en las solemnidades nacionales, la más alta dignidad
soberana del país en las relaciones con los representantes de los Estados extranjeros. Un Estado
como Francia no puede prescindir de ese aparato. En esto, sobre todo, es en lo que el Presidente
ha sido llamado a desempeñar un. papel comparable al de un monarca. Si la Constitución de 1875,
como la de Estados Unidos, o incluso la de 1848. no estableció un régimen de gobierno
presidencial, al menos se propuso conservar al jefe del Ejecutivo el prestigio presidencial.
826
que es, a su vez, obra de una asamblea nacional y cuyo mantenimiento depende
de la voluntad parlamentaria. Y, además, la Constitución de 1875 sólo convierte a!
gobierno en un Ejecutivo: resume su concepto a este respecto en la fórmula del
art. 3 (ley constitucional de 25 de febrero de 1875): vigila y asegura la ejecución de
las leyes" (ver supra, núms. 158 ss.). Entre las atribuciones presidenciales
enumeradas por los autores como comparables a las de un monarca, algunas de
ellas sólo son, en realidad, de orden ejecutivo: tal es el caso de la promulgación de
las leyes (ver supra, rr 141). Otras, como la iniciativa legislativa, no contienen
ningún derecho efectivo de decisión propia; bien es verdad que las Cámaras están
obligadas a deliberar sobre los proyectos legislativos gubernamentales que se les
presentan mediante un decreto presidencial; pero el acto que consiste en tomar la
iniciativa de una ley, propiamente hablando, no es un acto de potestad legislativa,
sino que es sólo uno de los elementos de la preparación de las leyes, una de las
operaciones preliminares que terminarán, quizás, en la adopción de la ley; sólo
esta última implica una verdadera facultad de potestad (cf. supra, n° 130). Por otra
parte, algunas atribuciones presidenciales, que implican en apariencia un poder de
decisión propia, como las relativas a los tratados, se resuelven efectivamente en
ejecución de leyes de autorización (ver supra, n° 1 78). Otros poderes, como el de
convocar las Cámaras y clausurar sus sesiones, sólo tienen un valor nominal,
teniendo en cuenta las condiciones de ejercicio, tan restrictivas, a las cuales las
subordinó la Constitución de 1875 (cf. n. 17 del n" 406. infra). Otras más, que le
darían al Gobierno una fuerza real, tales como el derecho de disolución o el de
solicitar una nueva deliberación de las leyes, han quedado sin efecto, por haber
revelado la experiencia que no eran susceptibles de aplicarse contra un
Parlamento al que la Constitución había asegurado, por lo demás, una verdadera
superioridad, que impide al Gobierno toda ocasión de enfrentarse a él. En
resumen, abstracción hecha de ciertos reglamentos presidenciales que adoptaron
medidas que sobrepasan ciertamente la simple ejecución de las leyes,
reglamentos que constituían en este aspecto iniciativas poco conformes con la
Constitución y que sólo pueden explicarse por una tolerancia de las Cámaras (ver
supra, n° 228), se observa, por lo demás, que tal v ez no haya sino un solo poder
inicial de acción y de decisión del cual la voluntad gubernamental haya continuado
haciendo uso desde 1875; y lo ha usado porque le era necesario hacerlo, dada la
situación internacional de Francia con respecto a la Europa contemporánea: este
poder es el de negociar acuerdos políticos o alianzas con las potencias
extranjeras. Pudo ejercerse fuera de las Cámaras, pero desde luego con su
constante aprobación59 (cf. Joseph Barthélemy, Démocratie
286
59
una de las principales razones que han contribuido al mantenimiento, para el gobierno,
827
del poder de concluir, por sí mismo y fuera de las Cámaras, tratados políticos, fue expuesta
claramente en sesión de la Cámara de Diputados el 1' de marzo de 1912. por Poincaré, entonces
ministro de asuntos extranjeros: Para que pueda negarse al gobierno el derecho de firmar con
potencias extranjeras convenciones destinadas a permanecer secretas, "sería necesario —decía—
que todas las potencias estuvieran decididas a tratar solamente a la luz del día.
En otro caso nos encontraríamos en un estado de inferioridad con respecto a la mayor parte de las
naciones extranjeras y quedaríamos reducidos a descartar ocasiones de acuerdos ventajosos para
Francia, incluso tratados de alianza o de amistad, por no poder prometer la discreción a los
gobiernos que así lo exigieran. Una regla demasiado inflexible se volvería, pues, en contra de los
intereses de Francia; implicaría el riesgo de aislarnos en Europa."
Joseph Barthélemy (op. cit., pp. 87, 125 ss.) señala otra causa de la potestad diplomática
conservada por el gobierno. Se trata, dice, de que, en el transcurso de la evolución constitucional
de los Estados contemporáneos, "el progreso democrático es infinitamente más lento, y siempre
menos completo, en lo que concierne a la dirección de la política extranjera, que para todo aquello
que afecta a la política interior". Y el citado autor lo explica al afirmar que "la democracia ha sentido
menos aptitudes para regir directamente los destinos del país en el exterior", porque se da perfecta
cuenta de que esta clase de gestión exige competencias especiales, y también medios de acción y
de información de las que reconoce no estar suficientemente provista. Incluso en una democracia
como Suiza, los tratados, a diferencia de las leyes, hasta una fecha muy reciente, han queda
sustraídos a la posibilidad del referendum. En Francia. donde por regla general el gobierno, desde
el punto de vista de los asuntos interiores, sólo tiene un poder de ejecución de las voluntades del
Parlamento, la actitud de este último es evidentemente más reservada en cuanto a las
negociaciones internacionales y hasta en cuanto a los arreglos concluidos con el extranjero. Esta
disminución de los poderes del Parlamento en materia de relaciones internacionales queda
señalada claramente tambié" en Inglaterra, donde las asambleas carecen del derecho de
intervención directa en la conclusión y ratificación de los tratados. Importa observar, no obstante,
con Joseph Barthélemy (op. rit.. n. 95), que. por efecto del régimen parlamentario, es decir, "por el
control que ejerce sobre li conducta de los ministros, ñor la preocupación que tienen estos últimos
de no actuar sino de acuerdo
con la ooinión pública, de la que es el órgano regular, el Parlamento británico (y otro tanto puede
decirse del Parlamento francés en lo que se refiere a las negociaciones internacionales sobre lfs
cuales no está directamente llamado a estatuir) ejerce en realidad, en la dirección general de la
política extranjera del país, un control por lo menos tan enérgico como el que resultaría para él del
derecho de adherirse especialmente a los tratados".
828
60
Tal es la respuesta que conviene oponer a las proposiciones que a veces se han hecho para que
las Cámaras nombrasen directamente a los ministros. Desde el momento en que la Constitución
deja al Ejecutivo un jefe nominal, es preciso que le deje también —por lo menos a título nominal—
ciertas atribuciones que justifican su presencia al frente del Ejecutivo. El nombramiento de los
ministros es la principal entre estas atribuciones necesarias.
829
61
Cuando se dice que, desde 1875, el jefe del Ejecutivo ya no tiene ningún poder personal, no se
pretende dar a entender que el Presidente quede en una completa inercia. La Constitución no le
prohibe, ni podría impedirle, ejercer su influencia personal sobre los ministros y sobre sus
decisiones políticas (cf. n. 56, p. 821, supra). Esta influencia hasta podría llegar a ser considerable
a veces (ver especialmente, sobre el posible papel del Presidente en materia exterior, Joseph
Barthélemy, op. cit., pp. 144 ss.); en este aspecto todo depende de la valía y de la habilidad del
hombre que ocupa la Presidencia. Pero, sean los que fueren esta valía y la autoridad que entrañan
las opiniones del Presidente, el punto capital en que hay que fijarse es que la acción presidencial,
oficial o ignorada por el público, sólo puede desarrollarse en la medida en que obtiene el
asentimiento de los ministros, y sobre todo la aprobación que el Parlamento otorga a estos últimos.
El Presidente bien puede tratar de atraer a su política a los ministros, y, más allá del gabinete, a la
mayoría de las Cámaras. Si consigue que le sigan, su parte de influencia en la política del país
podrá ir creciendo. Pero su voluntad, por hábil que sea, en ningún caso habrá de prevalecer, ni
siquiera continuar tratando de hacerse admitir, si llega a tropezar con la oposición del ministerio o,
con mayor razón, con la del Parlamento. Para demostrar la existencia de un poder gubernamental
del Presidente no basta, pues, alegar que este personaje, si está dotado de altas cualidades
políticas, en ciertas circunstancias podrá arrastrar a los ministros, al Parlamento y al mismo país;
sino que habría que probar que, incluso en caso de divergencias de criterios, el Presidente tiene
derecho a imponer su parecer o a exigir que se tenga en cuenta. Ahora bien, es evidente que la
Constitución excluye semejante pretensión por su parte. El hecho de que el ejercicio de sus
facultades personales por el Presidente queda subordinado a voluntades superiores a la suya
basta para demostrar perentoriamente que estas facultades no constituyen un verdadero poder en
la acepción jurídica de la palabra.
62
En estos diversos aspectos, la posición constitucional del Presidente de la República de 1848
era muy diferente. Y ello por dos razones: de una parte, era responsable (Constitución de 1848.
art. 68) ; de otra, los actos mediante los cuales nombraba y cesaba a los ministros quedaban
exentos de la necesidad del refrendo ministerial (art. 67). "El Presidente de 1848 era todopoderoso;
el Presidente, como lo ha querido la Asamblea nacional, queda reducido a la impotencia" (carta de
Casimir Périer al periódico Le Temps, 22 de febrero de 1905).
831
una monarquía constituye una garantía jurídica real, porque en ella se combina
con el principio monárquico. Lo mismo sucedería en una República no
parlamentaria, en la que el Presidente fuera dueño de elegir y nombrar a los
ministros. En Francia, el mismo Esmein (Éléments, 1 ed., vol. I, pp. 489-490)
reconoce que "el gobierno parlamentario proporciona al poder legislativo un medio
de obligar a retirarse al titular del poder ejecutivo. Basta para ello que las Cámaras
estén perfectamente resueltas a impedir la formación de cualquier ministerio. Esto
se ha hecho, en nuestro tiempo, contra un Presidente de la república (Grévy)".63
La irrevocabilidad presidencial no es completamente efectiva; no es, pues, lo
mismo que las instituciones anteriormente examinadas, una verdadera garantía de
la separación de poderes. Ahora es muy importante añadir que todas las
facultades que se encuentran así aseguradas a las Cámaras en lo referente a la
formación del ministerio, a la dirección de la actividad ejecutiva y a la revocación
de los ministros o a la destitución del mismo Presidente, no son solamente
poderes de hecho, sino verdaderos poderes jurídicos. Todo esto no es solamente
práctica más o menos conforme a los principios constitucionales, sino que forma
realmente el derecho parlamentario, pues todo ello resulta naturalmente del juego
de las instituciones consagradas por la Constitución. Como muy acertadamente
dice Esmein (p. 489), es el mismo gobierno parlamentario el que proporciona a las
asambleas los medios de acción irresistibles que les permiten hacer prevalecer,
bajo tan variadas formas, su voluntad superior.*" No puede negarse, pues, el
carácter jurídico del estado de cosas que tiene en la Constitución misma su origen
esencial. Cuando, por ejemplo, los constituyentes de 1875 inscribían en el art. 6
de la ley de 25 de febrero el principio de la irresponsabilidad presidencial, se
imaginaban fundar así la irrevocabilidad del Presidente. La aplicación y el
desarrollo de la Constitución han revelado claramente que esta irrevocabilidad no
estaba asegurada. No hay duda de que siempre subsiste, del sistema del art. 6, la
consecuencia de que el Presidente no puede ser objeto de una acusación por
hechos de orden político más que en el caso de alta traición. Pero, fuera de esta
destitución pronunciada como consecuencia de un procedimiento criminal, el
mismo art. 6, al instituir la responsabilidad ministerial —como acabamos de
verlo—
290
63
Por otra parte, las Cámaras siempre tendrían la facultad, si sus mayorías estaban de acuerdo a
este respecto, de reunirse en Asamblea nacional y, por medio de una revisión, introducir en la
Constitución una nueva causa de destitución del Presidente. También desde este punto de vista, el
Parlamento domina al Ejecutivo. 64 Cf. Larnaude, "La séparation des pouvoirs et la justice en
France et aux États-Unis". Revue des idees, 1905, p. 339: "Actuamos como si tuviéramos un
Parlamento soberano. Y es que el gobierno parlamentario tiene su lógica: conduce fatalmente, de
hecho, a la cuasi-soberania del Parlamento. Políticamente y en realidad, el Parlamento es
soberano."
832
65
No se objete que el empleo de este medio, por parte de las Cámaras, constituye un abuso de su
poder constitucional. El concepto de la desviación del poder puede concebirse con respecto a una
autoridad cuyos actos quedan sometidos a un control superior de legalidad, especialmente a un
control jurisdiccional; y es jurídicamente inaplicable al órgano supremo que en la actualidad son las
Cámaras en Francia, que no dependen de ningún órgano superior.
66
El régimen parlamentario y el gobierno convencional tienen un punto de partida totalmente
diferente, pero convergen hacia el mismo objeto final y se aproximan por sus resultados. En el
régimen parlamentario no podría decirse que las Cámaras presentan el carácter jurídico de un
"consejo de administración" que cumple por sí mismo los actos de la función ejecutiva- Pero
tampoco sería suficiente caracterizarlas como un simple "consejo de vigilancia", que se limita a
controlar, sin tomar ninguna parte en ella, la acción ejecutiva. El mejor calificativo que puede
aplicárseles sería más bien el de "consejo de dirección". Evidentemente, según la opinión corriente,
el papel del Parlamento no es el de gobernar, sino, por el contrario, el de dejar actuar al gobierno
por su propia iniciativa, vigilando su
833
el sistema actual del derecho público francés, porque toda la acción ejecutiva, en
definitiva, depende de la voluntad eminente del Parlamento;
292
nía misma de la nación. Por amplia que sea, por motivos de orden técnico o de oportunidad
práctica, la libertad de iniciativa y de acción a la que tienen derecho a aspirar los ministros para el
cumplimiento de su misión, el gabinete, en el conjunto de la organización propia del régimen
parlamentario, sólo ejerce una simple "función" de gestión y de administración.Cabría objetar que,
desde 1875, los ministros no han sido elegidos, ni con mucho, en razón de sus aptitudes técnicas.
Muchas veces ocupan los puestos ministeriales hombres políticos y no especialistas. Joseph
Barthélemy (op. cit., p. 154) incluso hace observar que desde este punto de vista el régimen
parlamentario ha podido ser definido como "el gobierno del país por un comité de aficionados". No
obstante, esta objeción no invalida las observaciones que anteriormente se presentaron respecto al
carácter técnico del cometido ministerial. Poco importa, en efecto, a este respecto, que un ministro
haya entrado en el gabinete para ejercer en él aptitudes especiales en relación con los asuntos de
servicio de su departamento, o únicamente para mantener en él una acción política orientada en un
sentido determinado; aun en este último caso hay que dejarle tiempo y libertad para imprimir a sus
oficinas el impulso político para el que se le eligió personalmente. Por otra parte, conviene no
perder de vista que existe una técnica especial de la política misma y que, en este aspecto por lo
menos, los ministros, incluso cuando no son sino personajes políticos, son llamados a actuar —y a
veces en condiciones delicadas— como verdaderos técnicos. Quizás se objete también que, en el
estado actual de la Constitución francesa, la doctrina que reclama para los ministros suficiente
libertad de acción gubernamental no sólo tiene el valor de una recomendación de orden político o
de utilidad pública, sino que las leyes constitucionales mismas han reconocido como propias del
Ejecutivo ciertas atribucones o ciertos poderes de gobierno y al hacerlo así han señalado una
separación y un dualismo de orden jurídico entre la potestad de las Cámaras y la potestad del
Ejecutivo. Prueba de semejante dualismo se desprende del hecho de que, según la Constitución
de 1875, existe una serie de competencias que, incluso jurídicamente, sólo pertenecen al Ejecutivo
y no podrían ejercerse por el Parlamento. Pero este nuevo argumento no es tampoco decisivo.
Cuando, en una sociedad anónima, los estatutos encargan a los administradores o a los directores
dirigir los asuntos de la sociedad y a este efecto les atribuyen competencias que únicamente ellos
son declarados estatutariamente capaces de ejercer, es sin duda cierto que la asamblea de
accionistas no puede, sobre todo en las relaciones con terceros, ponerse en el lugar de los
directores para realizar por sí misma los actos que han sido reservados a la competencia de los
últimos. ¿Podrá decirse por esto que, en la sociedad anónima, el personal encargado de la
dirección es igual a la asamblea de accionistas? ¿Podrá hablarse de un verdadero dualismo de
poderes entre directores que, cualesquiera que fueren sus atribuciones estatutarias, sólo son
agentes técnicos de la sociedad, y la asamblea de los asociados mismos, únicos dueños efectivos
de los asuntos y destinos de la sociedad? Desde principios del siglo actual, en las relaciones del
Parlamento con el Ejecutivo se han producido dos fenómenos que actuaron en sentidos contrarios.
De una parte, el desarrollo de las aspiraciones liberales y populares a las que corresponde el
régimen parlamentario engendró para los elegidos del país un aumento de potestad política que
favoreció en su provecho las tendencias a la supremacía, de donde resultó que las Cámaras se
ven cada vez más impulsadas a ejercer su ingerencia y a dejar sentir la preponderancia de su
voluntad en la esfera de la acción ejecutiva. Pero, por otra parte, también es cierto que la
multiplicación y la complejidad creciente de las tareas gubernamentales exigen que se deje una
libertad cada vez más amplia a la autoridad encargada de tratar los asuntos de gobierno. No se
puede pedir a esa autoridad que lo haga bien, si al mismo tiempo se le niegan las libres facultades
que le son
835
indispensables para llevar su misión a buen fin. El Ejecutivo tiende así a reconquistar una parte de
la potestad independiente que el parlamentarismo tuvo por objeto retirarle. Este último fenómeno
se manifiesta incluso en un país no parlamentario y de franca democracia como Suiza: alcanzó allí
su paroxismo durante la guerra, al amparo del régimen de los "plenos poderes'' otorgados al
Consejo federal por la Asamblea federal. Sin embargo, este fenómeno no debe inducir a error.
Según el régimen parlamentario, corresponde siempre a las Cámaras afirmar la superioridad de su
voluntad en relación con la política gubernamental, y si las necesidades o las complejidades de
dicha política les mandan dejar al Ejecutivo mayor o menor independencia en el ejercicio de su
actividad, al menos conservan siempre el control de esta actividad, por cuanto depende de ellas
administrarle al ministerio la libertad que juzgan útil reconocerle y también por cuanto quedan
dueñas de estatuir en última instancia respecto al empleo que aquél hace de BU libertad.
67
En cierto sentido existe menos dualismo en el gobierno parlamentario que en el régimen de la
monarquía no parlamentaria limitada. Aquí, en verdad,, el monarca es titular, a la vez, de la
potestad legislativa y de la potestad gubernamental. Pero en el orden legislativo, en el que nada
puede decretar sin la adhesión previa de las Cámaras, se expone a encontrar, en la resistencia
opuesta por éstas y especialmente por la Cámara elegida, un obstáculo infranqueable a sus
proyectos de ley. La ley no puede originarse sin la voluntad del monarca, pero su formación
depende también de la voluntad de un órgano distinto e independiente. De este modo la monarquía
limitada se funda en un dualismo de voluntades. En el régimen parlamentario, en cambio, el
Parlamento, en todos los aspectos, posee con relación al gobierno una superioridad absoluta.
68
La disolución, que en principio está destinada a fortalecer la influencia del cuerpo electoral, y que
por consiguiente limita la potestad de la asamblea elegida en sus relaciones con los electores,
tiene también por efecto inverso aumentar la potestad de dicha asamblea en sus relaciones con el
gobierno; pues, por una parte, la Cámara que acaba de ser sometida a
836
una disolución posee, como resultado de la consulta popular, una fuerza parlamentaria irresistible,
y por otra parte, si no se hace uso de la disolución, el hecho mismo de que el Gobierno no se
atreva a arrostrar esa prueba permite a la Cámara afirmar que expresa la voluntad superior del
cuerpo electoral.
837
1
Por las mismas razones, debe rechazarse la teoría alemana del Trager, de la cual
volveremos a hablar más adelante (n. 22 del n° 336) .
839
mostrarlo. Por ello han negado tantos autores que, en derecho francés, hubiese
lugar para una idea de la separación de poderes. Todo esto proviene del hecho de
que la doctrina tradicional y .corriente, conforme al concepto de Montesquieu,
comprendió e interpretó la separación en el sentido de que cada órgano o grupo
de autoridades debe tener una competencia ratione materiae que le sea propia, es
decir, una esfera de actividad especial que quede determinada por la misma
materia del acto a realizar o de la decisión a adoptar. Ahora bien, es evidente que,
en el sistema constitucional del derecho francés, ni la ley, ni el acto administrativo,
ni el acto jurisdiccional se caracterizan por su esfera material o por su contenido;
sino que se diferencian y deben definirse por la potestad que les es propia
respectivamente, potestad que —como se ha visto— varía para cada uno de ellos,
bien sea en cuanto a la iniciativa de las decisiones a adaptar, bien sea en cuanto a
la fuerza y el valor de estas decisiones ya adoptadas. La distinción entre los actos
y las funciones, en derecho francés, tiene una base y un alcance puramente
formales.
306. De esta distinción formal hay que partir para determinar el género
especial de separación de poderes que se halla realmente establecido en Francia
por el derecho positivo actual. En cuanto se entra por esta vía, el concepto de
separación se ilumina con una nueva luz, y se desprende muy claramente por
cierto, de la Constitución vigente. La separación consiste en que: 1 El Parlamento
es el único que puede realizar actos de potestad legislativa, lo que significa que es
el único que puede tomar las medidas iniciales que no se reducen a la ejecución
administrativa de una ley anterior, y asimismo el único que puede conferir validez
legislativa, y particularmente validez estatutaria, a una decisión estatal. 2 Las
autoridades administrativas, por el contrario, no pueden conferir a sus decisiones
sino la validez de actos o de medidas de administración, validez o fuerza inferior a
la que se atribuye a la ley o a los juicios de los tribunales; y además, sólo pueden
realizar actos de potestad ejecutiva, lo que significa que sólo pueden actuar
conforme a las leyes y dentro de los límites de los poderes que las leyes les
confieren. 3 A su vez, los jueces están obligados por las leyes en el sentido de que
no pueden pronunciar sino el derecho legal, si la ley habló ya; y si es muda,
podrán, en caso de litigio, pronunciar derecho extralegal, pero este derecho sólo
valdrá como decisión particular, por no tener fuerza más que ínter partes.
Así pues, se realiza desde luego, en el derecho actual, cierta separación de
poderes, pero de ningún modo en el sentido del principio de Montesquieu. Esta
separación actual en modo alguno significa que el cuerpo legislativo no pueda
realizar actos particulares, e incluso actos referente a los asuntos que entran en lo
que tradicionalmente se llama "la administración"; o que la autoridad administrativa
no pueda dictar regías
840
2
Laband (op. cit., ed. francesa, vol. i, pp. 505 ss.) se fija especialmente en este orden de
consideraciones para definir la legislación y demás actividades del Estado, al menos en sus
relaciones con el sistema moderno de la separación de poderes. Desde este punto de vista, dice,
las funciones o poderes se caracterizan, no ya por el contenido de los actos, sino por la
841
situación de los órganos, tal como la estableció el derecho público positivo, especilmente en lo que
se refiere a la cuestión de las responsabilidades eventuales. Así pues, "los actos legislativos son
actos para los cuales no hay responsabilidad, que se fundan en una voluntad libre. Son libres
incluso en relación Con el derecho vigente. La libertad, la irresponsabilidad del legislador, no
pueden restringirse". Del mismo modo, la característica del poder judicial consiste —a diferencia
del poder administrativo— en ser "un poder independiente del jefe del Estado, autónomo por
consiguiente (en este sentido)", pues "la justicia exige que las autoridades sean independientes de
las órdenes del jefe del Estado y de sus agentes". Por último, la administración se caracteriza por
el rasgo esencial de ser la parte de la actividad estatal por la que los ministros son responsables,
mientras que no lo son ni por los actos del poder legislativo ni por los del poder judicial. Mediante
este análisis establece Laband una división o gradación de poderes que tiene cierto parecido con
las que se expusieron antes. En efecto o, es evidente que la separación de poderes, tal como se
desprende del derecho positivo moderno, se refiere esencialmente a la cuestión de saber en qué
medida se encuentra libre o encadenada la actividad de las diversas autoridades estatales. Sin
embargo, esta separación no se reduce exclusivamente a una cuestión de responsabilidad, sino
que corresponde, de un modo general, a la variedad o diversidad de las potestades de que se
hallan investidas las diferentes autoridades estatales, en cuanto a sus iniciativas y al valor de sus
actos.
3
¿Habrá que referir igualmente a las doctrinas de Montesquieu relativas a la separación de
poderes, el sistema francés —consagrado por la ley de 6-7 de septiembre de 1790— que consiste
en excluir del conocimiento de lo contencioso-administrativo a los tribunales judiciales y remitir a
autoridades administrativas la jurisdicción concerniente al mismo? Esta cuestión ha sido muy
discutida. Conviene, por lo menos, observar que dicho sistema ya se encontraba establecido en el
antiguo régimen, y ello fuera de toda idea de separación de poderes al modo de Montesquieu. A
este respecto basta recordar el edicto de Saint-Germain de 1641, que especificaba que los
Parlamentos "sólo han sido establecidos para administrar la justicia a nuestros subditos" y que, al
ordenarles "contentarse con esta potestad", les prohibía expresamente conocer "generalmente de
todos los asuntos que puedan referirse al Estado, a la administración o al gobierno de éstos". Así
pues, pudo Larnaude (Bulletin de la Sacíete de législation fomparée. 1902, p. 217) decir muy
acertadamente, de este sistema de exclusión de la autoridad judicial en materia contencioso-
administrativa, que "Francia lo tomó de su propia historia más que de Montesquieu. Esta
separación de poderes tan particular es un producto nacional del suelo francés; es una regla
esencial de nuestro derecho público en el último estado del antiguo régi307]
842
men, formulada en términos más claros, pero no inventada, por los hombres de la Revolución".
Artur (op. cit., Revue du droit public, vol. XVII, pp. 234 ss.) ha ido más lejos aún: sostiene que no
son de ningún modo consideraciones tomadas de la necesidad de separar los poderes las que
determinaron a la Asamblea constituyente a conferir lo contencioso-administrativo a autoridades
administrativas; sino que, en el transcurso de los debates que se efectuaron en diferentes
ocasiones con referencia a esta cuestión, los oradores de la Constituyente se fijaron en motivos de
orden muy diferente, por ejemplo, en la necesidad- de que se juzgue dicho contencioso especial
mediante formas y por una autoridad también especiales, o también en el peligro de multiplicación
de las dificultades y conflictos de competencia que hubiera originado la creación de tribunales de
excepción (cf. Esmein, "La question de la juridiction administrative devant l'Assemblée
constituante", Jahrbuch des offentl. Rechtes, 1911, pp. 22 ss.; ver también la n. 29 del n9 267,
supra). Así pues, dice Artur, la Constituyente no se colocó en el terreno de la separación de
poderes para examinar y regular la cuestión de lo contencioso-administrativo; sólo más tarde fue
cuando el principio de Montesquieu se alegó para justificar la solución que la Revolución había
dado a dicha cuestión. Por otra parte, cabe preguntarse si el principio de la separación de poderes
estrictamente aplicado no hubiera exigido más bien que el conocimiento de lo contencioso-
administrativo se hubiese conferido a autoridades judiciales. La Constituyente se dio cuenta, en
efecto, de las dudas que podían suscitarse respecto de este punto. Antes de 1789. la monarquía
absoluta había podido resolver sin inconvenientes los litigios administrativos por medio de sus
intendentes, porque no se paraba entonces en escrúpulos inspirados por la idea de la separación
de poderes. Esta idea, precisada fuertemente al principio de la Revolución, había de ejercer, por el
contrario, una notable influencia en la orientación que tomó primero la Constituyente en la cuestión
de la justicia administrativa. A este respecto, importa observar los términos en los cuales dicha
cuestión se formuló primitivamente ante la asamblea en la sesión de 27 de mayo de 1790:
"¿Tendrán competencia los tribunales ordinarios para todo género de materias, o habrá que
establecer algunos tribunales de excepción?" Esta fórmula implicaba que, en todos los casos, lo
contencioso-administrativo había de remitirse a tribunales. De hecho, el proyecto inicial, que por
tres veces se presentó a la Constituyente en las sesiones de 22 de diciembre de 1789, 27 de mayo
de 1790 y 5 de julio de 1790, proponía conferir este contencioso a un tribunal especial, que con el
nombre de "tribunal de administración" se concebía y organizaba como una autoridad judicial. Este
proyecto fracasó, y la ley de 6-7 de septiembre de 1790 atribuyó en definitiva lo contencioso-
administrativo, conforme a la proposición hecha por el diputado Pezous, a los cuerpos encargados
de la administración activa. Pero no parece que este cambio tuviera por causa la preocupación de
asegurar la separación de la administración y la justicia. La memoria de Pezous, en particular
(Archives parlementaires, 1" serie, vol. xvn, p. 675), no aludía directamente a la necesidad de
mantener esta separación, sino que invocaba, ante todo, la necesidad de no multiplicar los
tribunales de excepción, de simplificar la justicia, de evitar a los litigantes investigaciones de
competencia. Estas últimas consideraciones son las que trajeron la votación de la ley de 6-7 de
septiembre de 1790. Artur concluye de ello que la teoría de la separación de poderes no tuvo nada
que ver en la solución que dicha ley dio a la cuestión de lo contencioso-administrativo. Esta
conclusión es combatida por Duguit (Traite, vol. i, pp. 353 ss.). No es cierto —dice Duguit— que el
sistema adoptado por la Constituyente con relación a lo contencioso-administrativo haya suscitado
en Francia —como lo pretende Artur— un nuevo concepto, especial e inesperado, de la separación
de poderes; sino que la verdad, por el contrario, es que dicho sistema es consecuencia lógica y
natural del principio de separación, tal como se entendía
843
ste en los comienzos de la Revolución, tal como había sido concebido por Montesquieu mismo.
Montesquieu, en efecto, define al poder judicial como "la potestad ejecutiva de las cosas que
dependen del derecho civil", y dice que, por ella, "el magistrado castiga los crímenes o juzga las
diferencias entre particulares" (Esprit des loi.i, lib. xi, cap. vi). Así pues, según este concepto, el
poder judicial consiste evidentemente en aplicar las leyes en caso de litigio, pero no todas las
leyes: fuera de las leyes criminales, los jueces sólo son llamados a estatuir respecto a Ja aplicación
de las leyes civiles, o sea de las leyes que regulan las relaciones jurídicas entre particulares y que
proporcionan la solución de los procesos de orden privado. Si se trata, por el contrario, de las leyes
que regulan las relaciones jurídicas referentes a la sociedad política misma y que suponen
cuestiones de interés público, la aplicación de este segundo género de leyes ya no depende del
poder judicial, sino que, incluso en caso de litigio, entra dentro de la competencia de las
autoridades encargadas de la administración de los asuntos del Estado; por lo que las diferencias
que se refieren a cuestiones administrativas, como todo aquello que se relaciona con el interés
general, deben sustraerse al conocimiento de los jueces y reservarse a las autoridades investidas
del poder administrativo. Este fue también, según Duguit (La séparation des pouvoirs et
FAssemblée de 1789, pp. 70 ss.; ver en el mismo sentido a Esmein, Eléments, 7 ed., vol. I, p. 532,
y Jéze, Principes généraux du drnit administratif. 1* ed., p. 125). el concepto al cual se adhirieron
los constituyentes de 1789-1791 desde el principio de la Revolución. Y Duguit invoca a este
respecto las afirmaciones de varios de ellos, como son Bergasse, Thouret y Duport. El testimonio
de Duport es particularmente claro: "Hay que distinguir dos clases de leyes, las leyes políticas y las
leyes civiles. Las primeras comprenden las relaciones de los individuos con las sociedad o las
diversas instituciones políticas entre sí; las segundas determinan las relaciones particulares de
individuo a individuo. Para aplicar estas últimas leyes es para lo que los jueces están especial y
únicamente instituidos. Con respecto a las leyes políticas, nunca la ejecución de las mismas puede
confiarse a jueces... Hay que prohibir toda función política a los jueces: éstos han de estar
encargados simplemente de decidir las diferencias que surgen entre los ciudadanos" (sesión del 29
de marzo de 1790; Archives parlementaires, 1 serie, vol. XII, pp. 408 ss.) Estas ideas, tomadas
directamente de Montesquieu, eran en realidad las que predominaban en el seno de la
Constituyente, y fue efectivamente por este motivo por lo que la Constituyente, después de
haberse negado durante mucho tiempo a admitir el proyecto de creación de los tribunales de
administración, que hubieran tenido más o menos carácter de autoridades judiciales, se adhirió con
tanta prisa a la proposición hecha por Pezous para remitir lo contencioso-administrativo a los
cuerpos administrativos. Por otra parte, la memoria de Pezous contiene ciertos párrafos o
argumentos que se refieren directamente al orden de ideas indicado por Duport. Esta memoria
opone entre sí lo que llama el "género judicial" y el "género administrativo"; y Pezous, después de
desarrollar su sistema, concluye que "un plan tan simple, tan regular... distingue y separa
perfectamente el orden administrativo del orden judicial". Este sistema, adoptado por la ley de 6-7
de septiembre de 1790, responde, pues, a un concepto claramente definido referente a la
naturaleza y la extensión del poder judicial. "Por más que —dice Duguit (op. cit,, p. 110)— esta ley
se votó sin discusión, la Asamblea comprendía claramente el sistema que establecía y que se
refería a la separación entre la administración y la justicia." No puede negarse que la tesis histórica
de Artur suscita ciertas reservas. Y no obstante, es cierto que la Constituyente, con respecto a esta
cuestión de lo contencioso-administrativo, no precisó sus ideas con la firmeza que demostró para
otros problemas importantes del derecho público; por lo menos no indicó categóricamente que en
su pensamiento la exclusión de la
844
ración consiste, no ya en repartir entre los diversos órganos funciones que difieren
entre sí por la naturaleza intrínseca de las decisiones a adoptar, sino en atribuir a
cada clase de órgano o de autoridad grados diferentes de potestad en el ejercicio
de funciones que, por lo demás, son semejantes, al menos en gran parte. En esto
consiste —como se dijo anteriormente— la gradación de_ los poderes, que no
tiene nada de coman con una separación material de las funciones y que es todo
lo contrarío de la igualdad de los órganos.
308. Y también así mantiene el derecho francés, con la coordinación de los
poderes, la unidad del Estado y de su potestad. En efecto, los órganos del Estado,
ejercen en este sistema la misma potestad* en grados desiguales o, si se prefiere,
funciones iguales con una potestad desigual. Esto es particularmente visible en las
relaciones del poder ejecutivo con el poder legislativo; pues una determinada
decisión, sea cual fuere su naturaleza o su objeto, puede depender lo mismo de la
competencia de la autoridad ejecutiva que de la del órgano legislativo: todo
depende, a este respecto, de saber si, de hecho, ha sido habilitado el Ejecutivo
por el legislador para tomar por sí mismo esta decisión. Desde el punto de vista
material, es, pues, la misma actividad funcional, y en este sentido la misma
potestad, la que se ejerce en ambos casos; sólo que no puede ejercerla la
autoridad ejecutiva sino a consecuencia y en ejecución de una ley. En otros
términos, la potestad ejecutiva, tal como la estableció el derecho francés actual, no
es un poder distinto y autónomo, colocado junto a la potestad legislativa e igual a
ella, teniendo como ésta su esfera y su materia propias y formando así una
porción especial o un elemento separado de la soberanía, pues el derecho
francés, en este sentido, no conoce separación de poderes. Lo que se encuentra
en la Constitución francesa es. una potestad única, que se manifiesta en primer
lugar por actos de voluntad inicial y que, en este grado superior, se llama potestad
legislativa, que luego se ejerce, en un grado inferior, mediante actos de ejecución
de las leyes, tomando entonces, por este motivo, el nombre de potestad ejecutiva.
Esta clase de separación no se refiere, pues, a partes separadas de la
soberanía, sino que resulta del hecho de que el órgano legislativo y el Ejecutivo
ejercen la potestad soberana en condiciones muy diferentes. Uno y otro
desempeñan, cada uno por su parte, las mismas funciones
303
4
Ver en el mismo sentido las observaciones presentadas por Hauriou, La souveraineté nationale,
pp. 150-151, con el nombre de "teoría de la indivisión de la soberanía del Estado". "Siendo
naturalmente indiscutible la soberanía del Estado •—dice este autor—•, se encontrará
perpetuamente en estado de indivisión. Una de las reglas esenciales de la indivisión es que cada
uno de los co-agentes pueda manejar el derecho por entero, y ésta es también en efecto la regla
esencial de la soberanía del Estado, la cual puede ser puesta en movimiento, por entero, por cada
uno de los poderes de gobierno."
847
materiales; trabajan con el mismo fin, estatuyen sobre los mismos objetos y
ejercen, pues, la misma soberanía: pero la ejercen con un poder desigual. 5 Ya
había señalado Rousseau, en este sentido, que el legislador es el soberano por
excelencia. Y de hecho, la separación de poderes del derecho francés actual se
aproxima mucho más a la doctrina de Rousseau, que mantiene la unidad del
Estado, que a la doctrina de Montesquieu, que destruye dicha unidad.6
309. Por lo demás, no es únicamente en la superioridad de potestades del
acto legislativo propiamente dicho, o sea del acto realizado por la vía y en la forma
peculiares de la legislación, donde se manifiesta la preeminencia del órgano
llamado legislativo, sino que esta preeminencia continúa afirmándose en lo que se
refiere al ejercicio del poder ejecutivo mismo. Se ha visto, en efecto, que en el
régimen parlamentario actualmente establecido en Francia, si bien la acción
ejecutiva no se realiza directamente por el Parlamento mismo, al menos se ejerce
por un comité ministerial que emana del Parlamento, que administra y gobierna
bajo el control e incluso bajo el impulso de éste, y que finalmente es responsable"
de todos sus actos ante él. En el fondo de ello resulta que las Cámaras son
dueñas del poder ejecutivo, como lo son del poder legislativo: su voluntad superior
ya no se traduce aquí por actos en forma legislativa; pero las manifestaciones de
esta voluntad cualquiera que sea su forma, votos, resoluciones, órdenes del día
simples o motivados, no dejan de tener por efecto determinar de un modo
preponderante no sólo las decisiones generales de la acción ejecutiva, sino
también las decisiones particulares que constituyen el ejercicio de esta actividad.
También desde este punto de vista la potestad ejecutiva tiene por características,
en el derecho francés, la de ser una potestad dominada y de un grado inferior, así
como también es innegable, desde este punto de vista, que el sistema de derecho
francés de ningún modo realiza, entre las dos autoridades, parlamentaria y
ejecutiva, una separación material de las funciones. Resulta de esto que es en
absoluto inexacto, conforme al régimen constitucional vigente, dar a las Cámaras
el nombre de órgano o cuerpo
304
5
Cf. la doctrina de Duguit respecto de este punto (Traite, vol. i, pp. 346-347, 413- 414). Según este
autor, el Parlamento y el gobierno no ejercen una soberanía dividida, sino que "colaboran en la
misma medida en las funciones del Estado"; sólo que "no participan en el mismo grado en las
funciones de éste", pues participan en ellas "en una forma diferente"; cada uno de ellos "tiene un
modo de participación diferente en el ejercicio de la soberanía". En este sentido admite Duguit
entre ellos una "separación de funciones".
6
No obstante, se ha visto anteriormente (núms. 92 y 110) que Rousseau mezclaba en su definición
de las funciones ejecutiva y legislativa un elemento material, la ley, que según su doctrina consiste
en reglas generales. Este elemento no se encuentra ya en el sistema actual del derecho francés,
en el que la potestad ejecutiva, a condición de habilitaciones suficientes, puede ejercerse tanto por
vía de reglamentación general como por vía de decisiones particulares.
848
7
Esta tradición ha sido establecida por las Constituciones de 1791 (tít. ni, cap. I, titulado '"De la
Asamblea nacional legislativa"), de 1793 (arts. 39 ss., que aparecen bajo la rúbrica "Del cuerpo
legislativo"), del año ni (tít. V, que lleva como encabezado las palabras "Poder legislativo"), del año
VIII (tít. III, "Del poder legislativo", ver especialmente los arts. 25 y 1 ss.. dedicados al "cuerpo
legislativo"), del año X (tít. vn. "Del cuerpo legislativo") y del año XII (tít. X), de 1848 (cap. IV, "Del
poder legislativo"), de 1852 (tít. V, "Del cuerpo legislativo") y de 1870 (tít. VI).
8
Esto es lo que empiezan a hacer algunos autores. Así, Duguit, al estudiar en su Manual la
organización política de Francia, distingue (3* narte, caps. I ss.) "el cuerpo electoral", "el
Parlamento", "el Gobierno y "la Asamblea nacional" (ver especialmente Traite, §§ 69 y 155).
Análogas divisiones en Moreau, Précis de droit constitutionne.l, 9' ed. Esmein, por el contrario, en
sus Éléments de droit constitutionnel, se atiene siempre a las divisiones antiguas: "El poder
ejecutivo"; "El poder legislativo" (6* ed., pp. 636 ss., 855 ss.); y bajo esta última denominación
comprende las Cámaras.
9
Se verá también más adelante —en el transcurso del cap. referente al poder constituyente (n*
482)— que en la actualidad dominan dicho poder.
10
En la forma, las Cámaras no realizan el acto ejecutivo por sí mismas; y por esto puede
849
la cual dan a conocer su voluntad y cualquiera que sea el objeto al que dicha
voluntad se aplica, no deja de ser cierto que la autoridad llamada gubernamental o
administrativa está obligada, en definitiva, a conformarse a ella. Y por este mismo
motivo el Presidente de la República, los ministros, los funcionarios
administrativos, dominados por la potestad y la voluntad superiores del
Parlamento, deben comprenderse en la denominación general de Ejecutivo. Por el
contrario, la expresión "cuerpo legislativo" no tiene ya razón de ser. Las leyes
constitucionales de 1875 se guardaron muy bien de emplearla, como tampoco
emplean el término "asambleas legislativas"; no conocen más que las
"asambleas", las "cámaras", la "Cámara de Diputados y el Senado". Los autores
que a pesar de ello siguen designando a las Cámaras con el nombre de "cuerpo
legislativo" o denominaciones análogas, incurren en la falta de mantener en la
Constitución actual de Francia una separación de poderes al modo de
Montesquieu, que ya no se encuentra en ella11 (ver en el mismo sentido,
306
decirse que no poseen la potestad ejecutiva. Pero en el fondo, sin embargo, dicho acto se realiza
conforme a su voluntad. Sea que la influencia del Parlamento en la actividad ejecutiva se ejerza
por medio de autorizaciones previas dadas en forma legislativa (ley constitucional de 25 de febrero
de 1875, art. 3': "El Presidente asegura la ejecución de las leyes"), o bien se ejerza por medio de
aprobaciones posteriores, cuya renovación es de continuo indispensable al ministerio para que
pueda mantenerse en funciones (misma ley, art. 6), ambos procedimientos, en suma, tienen por
objeto común y por resultado idéntico asegurar la supremacía del Parlamento.
11
Aquí también, como en la n. 8, p. 489, supra, puede citarse un texto de la Constitución suiza que
podría servir para caracterizar en la Constitución francesa actual la posición respectiva de las
Cámaras y el Ejecutivo. Es el art. 71, que dice que "la autoridad suprema de la Confederación se
ejerce por la Asamblea federal". Contrariamente a la opinión de algunos autores (ver por ejemplo
Burckhardt (op. cit., 2" ed., pp. 658 ss., 677 ss.; Bossard, op. cit., pp. 7 ss.; Affolter, Grundziige des
schweiz. Staatsrechts, p. 22), que se esfuerzan todavía en probar que la Constitución suiza
organiza los poderes de las autoridades federales sobre la base del sistema de la separación
funcional según el principio de Montesquieu, el art. 71 indica claramente que en la Confederación
suiza el reparto de los poderes se realiza, no por la vía de una separación "material" de las
funciones, sino en forma de una gradación de
850
Tribunal federal, existen, según el art. 102 de la Constitución federal, muchos actos y medidas que
entran directa y especialmente dentro de la competencia propia del Consejo federal y para la
realización de las cuales este último no queda reducido a un papel exclusivo de expectativa y de
sumisión que consista en aguardar los impulsos de la Asamblea federal o en ejecutar sus órdenes;
el art. 95 especifica inclusive que "la autoridad directorial superior de la Confederación se ejerce
por el Consejo federal", lo cual parece excluir la posibilidad de considerar a la Asamblea federal
como superior al Consejo federal en el cuadro de dicha competencia directorial. Y sin embargo,
con razón caracteriza el art. 71 a la Asamblea federal como siendo, de modo general, la autoridad
suprema; incluso como autoridad directorial "superior", el Consejo federal no es aún sino una
autoridad subalterna. Las razones de afirmar su subordinación son múltiples, y se desprenden de
los textos mismos que, en la Constitución, definen su competencia y sus relaciones con la
Asamblea federal. En primer lugar, es evidente que el Consejo federal sólo puede ejercer su poder
de dirigir los asuntos federales a condición de conformarse a las leyes y resoluciones de la
Confederación (art. 102-1"). Ya en esto resulta evidente que el Consejo federal sólo tiene una
potestad inferior a la de la Asamblea federal, puesto que no puede ir en contra de las reglas o
decisiones adoptadas por ésta; sus iniciativas están dominadas, pues, por las voluntades
formuladas por la Asamblea. Los artículos 71 y 95, citados antes, señalan con claridad, por lo
menos en su versión francesa, esta diferencia jerárquica entre ambas autoridades. Si bien el
segundo de dichos textos califica al Consejo federal como autoridad superior en el orden directorial
y ejecutivo, el primero declara en cambio que la Asamblea federal es la autoridad suprema; y en
efecto, incluso ejerciéndola en el grado superior, la función directorial, lo mismo que la función
ejecutiva, es en sí una función de naturaleza subalterna, ya que su ejercicio, por lo menos, queda
sujeto a la obligación de respetar las leyes vigentes. Pero esto no es todo. La supremacía que la
Constitución reconoce a la Asamblea federal es efectivamente general, por cuanto se manifiesta
incluso en la esfera de la función atribuida a título "superior" al Consejo federal; de modo que la
superioridad de éste no es sino relativa; sólo se halla establecida con referencia a autoridades
diferentes de la Asamblea federal y sólo puede ejercerse bajo reserva de los poderes
gubernamentales y administrativos que corresponden a la misma Asamblea federal. A este
respecto debe señalarse un primer punto: en la literatura suiza se ha podido discutir la cuestión de
saber si la Asamblea federal, por medio He postulados que no revistan la forma de resoluciones,
puede emitir órdenes o instrucciones sobre el modo como desea que el Consejo federal, haciendo
uso de sus poderes, actúe en tal o cual caso determinado (ver en la obra anteriormente citada de
Bofsard, pp. 16 ss., las diversas opiniones sostenidas con relación a esta cuestión). De hecho, esta
cuestión ha sido resuelta por la práctica, y parece asimismo resolverse, en derecho, en el sentido
de que la Asamblea federal tiene la facultad de imponer tales orientaciones o instrucciones, y ello
sobre todo por la razón de que posee, según la Constitución misma, "la autoridad suprema" (cf.
Burckhardt, loe. cit., pp. 660 y 732; ver también la ley federal de 9 de octubre de 1902, referente a
las relaciones entre los Consejos de la Confederación, art. 14). Pero, en todo caso, es evidente —
pues se dice así por la Constitución (art. 102-4°; cf. art. 102-2")— que la función concedida al
Consejo federal consiste, en primer término, en ejecutar o realizar todas las prescripciones
generales o medidas particulares decretadas por las leyes y resoluciones que emanan de la
Asamblea federal; y en el ejercicio de este cometido, estrictamente ejecutivo, es evidente que el
Consejo federal se comporta como autoridad subalterna con relación a la Asamblea federal, que lo
domina, tanto por el poder que le corresponde de reglamentar las condiciones generales de su
actividad administrativa, como por la facultad que tiene de adoptar, mediante resolu
851
ciones, medidas concernientes a los asuntos interiores o a la seguridad exterior del país. En efecto,
importa observar, desde este último punto de vista, que el art. 85-61-1 y 7" y el art. 102-9'' y 10*
colocan, tanto uno como otro, las medidas para la seguridad interior y exterior de Suiza, dentro de
las respectivas competencias del Consejo federal y de la Asamblea federal; pero entiéndase bien,
la acción de estas dos autoridades en dicha materia no se ejerce en pie de igualdad y de una
manera independiente (ver respecto de este punto supra, p. 444, n. 3) ; considerando que el
Consejo federal, ante todo, en esta esfera viene obligado a ejecutar las decisiones de la Asamblea
federal, es ésta, en efecto, el órgano preponderante y, como lo dice el art. 71, la autoridad
suprema. Finalmente, y sobre todo, la superioridad que la Asamblea federal es llamada a ejercer
hasta en la esfera de los asuntos administrativos y gubernamentales se encuentra asegurada,
directamente ahora, por todo un conjunto de disposociones e instituciones constitucionales que
excluyen la posibilidad de considerar al Consejo federal como el titular especial y exclusivo de la
función de administración o de gobierno y que, por consiguiente también, revelan de una manera
decisiva que la Constitución suiza no ha establecido, en las relaciones entre estas dos autoridades,
el principio de la separación de poderes según la fórmula de Montesquieu. Desde luego se puede
invocar en este sentido la disposición capital del art. 84, que reserva a la Asamblea federal el poder
de estatuir "sobre todos los objetos que la presente Constitución coloca bajo la dependencia de la
Confederación y que no queden atribuidos a otra autoridad federal". Resulta de este texto que,
hasta en materia de gobierno y administración, la función directorial superior del Consejo federal no
constituye una competencia general y exclusiva, sinope, muy al cosario, el Consejo íedeial sólo
pede ejei-m en esta materia las atribuciones que le han sido especialmente conferidas por el art
102, en el que se enumeran sus cometidos y sus poderes. Se ha pretendido, sin embargo, que la
enumeración del artículo 102 no es limitativa: el mismo texto empieza, en efecto, diciendo que "las
atribuciones del Consejo federal son especialmente las siguientes". Pero esta fórmula sin duda no
puede significar que las competencias del Consejo federal sean ilimitadas. Sólo significa que el
Consejo federal posee los poderes que derivan implícitamente de la enumeración que habrá de
seguir, aunque dichos poderes no se encontrasen expresamente mencionados en ella. Así es
como el derecho de dictar ordenanzas reglamentarias ha sido generalmente reconocido a] Consejo
federal (ver supra. p. 529. n. 5), por más que el art. 102 no lo establezca en términos formales.
Pero, bajo esta reserva, el Consejo federal, en virtud del art. 84, sólo puede tener una competencia
limitada: y entonces, para todo aquello que exceda de su competencia especial, reaparece la
competencia general de la Asamblea federal. Además, la Asamblea federal es llamada por textos
constitucionales, en forma expresa, a ejercer en la esfera de la administración y del gobierno un
considerable cometido: pues, por una parte, el art. 85, además de las medidas de seguridad
externa o interna de las que se acaba de hacer referencia, le confiere en propiedad toda una serie
de atribuciones —como el nombramiento de altos funcionarios o creación de función"? federales,
conclusión de alianzas y tratados con los Estados extranjeros, amnistía y gracia, disposición del
ejército federal— de las cuales se ha podido decir que son las atribuciones más importantes del
gobierno: de modo que la parte más alta de esta función queda reservada a la Asamblea federal.
Por otra parte, el art. 102-16' establece v destaca la subordinación del Consejo federal con
respecto a la Asamblea, por cuanto impone al Consejo federal la obligación de "dar cuenta de su
gestión a la Asamblea federal en cada sesión ordinaria": y, por su parte, el art. 85-11" reconoce a la
Asamblea un poder de "alta vigilancia de la administración". Bien es verdad que los poderes de
vigilancia de la Asamblea sobre el Consejo federal sólo consisten en un control de la actividad de
éste: la Asamblea no puede anular un acto del Consejo federa!.
852
ni ordenar al Consejo federal que derogue uno de sus actos; sólo tiene la facultad de expresar su
aprobación o su desaprobación, o también de exigir la responsabilidad penal de los miembros del
Consejo federal. Sobre todo, cabe observar, con Burkhardt (loe. cit., p. 659), que, en la medida en
que el Consejo federal recibe de la misma Constitución el poder de actuar administrativamente, las
Cámaras federales no podrían substituirlo para emprender y realizar los actos de su competencia.
Asi pues, en estos diversos aspectos, la forma en la cual se manifiesta la superioridad de la
Asamblea federal parece excluir la posibilidad de considerar a las Cámaras, en Suiza, como un
verdadero órgano de administración. Sin embargo, es notable que los autores suizos (ver de nuevo
Burckhardt, loe. cit., p. 659-660) concuerdan en reconocer que, incluso dentro de la esfera de su
labor administrativa, el Consejo federal queda subordinado a la Asamblea federal. En este sentido
hacen observar que el Consejo federal —que se compone, por cierto, de miembros que pertenecen
a partidos diversos— no podría, en el ejercicio de sus funciones, mantener una voluntad diferente
de la voluntad de la Asamblea. La Constitución federal, que ni siquiera deja lugar a la hipótesis de
crisis parecidas a las crisis ministeriales de los países de parlamentarismo, no permite suponer que
entre las Cámaras y el Consejo federal pueda producirse un conflicto, o solamente un
disentimiento persistente. De hecho, el mismo Consejo federal reconoce la necesidad de
someterse a la voluntad de las Cámaras. Todo ello implica que la Asamblea federal, incluso en el
orden de la acción simplemente administrativa, posee un poder de voluntad superior. Y, por
consiguiente, el derecho de alta vigilancia que le corresponde con respecto a la administración, así
como el deber de dar cuenta que tiene hacia ella el Consejo federal, no se refiere únicamente a la
idea de que sea un órgano de control, sino que deben explicarse más bien por la idea de que está
llamada a desempeñar, por encima del Consejo federal, un papel directivo. Y también se justifica
por ello la facultad, que posee la Asamblea federal, de imponer al Consejo federal instrucciones
imperativas, facultad que se encuentra establecida por la práctica, como anteriormente se ha
dicho. En una palabra, todo este conjunto de superioridades parece conducir a la conclusión de
que. hasta en el orden de las competencias conferidas al Consejo federal, es también la Asamblea
federal la que está investida de la potestad suprema de la Confederación. De todos modos, existe
una competencia de la Asamblea federal a propósito de la cual hay que afirmar especialmente su
potestad administrativa y, por consiguiente, su carácter de órgano administrativo. Se trata de la
competencia que le corresponde en materia de "reclamaciones contra las decisiones del Consejo
federal referentes a discusiones administrativas" (arts. 85-12'-', 102-2', 113; cf. la ley federal de 22
de marzo de 1893 sobre la organización de la justicia federal, arts. 189 y 192). Se trata aquí de
"reclamaciones'"; es decir, por lo tanto, de asuntos contenciosos. En ausencia de un tribunal
administrativo, estos asuntos son examinados y resueltos por el Consejo federal: y después de
esta decisión puede entablarse un recurso ante la Asamblea federal, la que se encuentra así
llamada a estatuir en última instancia y puede anular o reformar la decisión del Consejo federal. La
Asamblea ejerce, pues, en lo que se refiere a las reclamaciones administrativas, un poder de
control al que se le ha dado en Suiza el nombre de control jurisdiccional (Bossard, op. cit., p. 22).
¿Se halla justificada esta denominación? En cierto sentido la Asamblea parece ejercer una función
análoga la de un tribunal. Su intervención con fines de anulación o de reforma supone un asunto
contencioso, no pudiendo, pues, según la opinión corriente (ver los autores citados por Bossard, p.
28, n. 15), producirse esta clase de intervención con respecto a decisiones del Consejo federal que
no se refieran a reclamaciones administrativas. Además, la Asamblea no puede darse por enterada
y estatuir sino en el caso de que haya sido entablado un recurso; una vez enterada, ya no
853
puede negarse a resolver. Por otra parte, sin embargo, es realmente difícil considerar como
jurisdiccional en sí la vía mediante la cual el recurso se entabla ante la Asamblea federal; es cierto,
en efecto, que el procedimiento seguido para la solución del asunto nada tiene de común con las
formas de la justicia; por ejemplo, la decisión a dilucidar puede no estar motivada, y sobre todo, es
evidente que asambleas políticas como los dos consejos que componen la Asamblea federal no
pueden considerarse de ningún modo como autoridades jurisdiccionales (cf. supra, n' 265). Por lo
demás, conviene observar que el Consejo federal mismo, por encima del cual la Asamblea federal
ha de resolver las reclamaciones administrativas, no ha podido intervenir en el examen y resolución
de estas reclamaciones sino como autoridad administrativa, decidiendo a título administrativo. Así
pues, si la Constitución suiza, para la resolución de estos asuntos, organizó una instancia superior
ante la Asamblea federal, puede pensarse con razón que esta disposición constitucional, que no se
explica ciertamente por una vocación jurisdiccional naturalmente inherente a una Asamblea de esta
clase, re refiere, antes bien, a un concepto general según el cual la Asamblea federal, en virtud de
su situación como autoridad suprema, es el órgano lógicamente designado, en caso de recurso,
para apreciar las decisiones del Consejo federal, cuyo examen no entra dentro de la competencia
limitativamente atribuida al Tribunal federal, y respecto de las cuales, sin embargo, la Constitución
no quiere dejar al Consejo federal un poder de resolución definitiva. La disposición del art. 85-12",
que encarga a la Asamblea federal resolver respecto a las reclamaciones formuladas contra las
decisiones del Consejo federal en materia de reclamaciones administrativas, según las
observaciones que preceden, no sería, pues, sino la confirmación de la preponderancia reconocida
a la Asamblea, incluso en la esfera administrativa. Por otra parte —y como lo observa Fleiner, op.
cit., p. 10—, ¿no es también por su cualidad de órgano supremo por lo que la Asamblea federal
queda encargada por el art. 85-13' de decidir los conflictos de competencia entre autoridades
federales, o sea especialmente entre el Consejo federal y el Tribunal federal? De todos modos,
cualquiera que sea la opinión que se adopte respecto a la naturaleza, jurisdiccional o
administrativa, del poder atribuido a la Asamblea federal sobre las decisiones del Consejo federal
en materia de reclamaciones administrativas, una cosa es cierta: no es sin duda el principio de
separación de funciones materiales lo que ha llevado a la Constitución suiza a reconocer
semejante poder a la Asamblea federal.
854
12
Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. n, pp. 240, 481-482) pretende que en las democracias
representativas el órgano supremo no es la asamblea elegida por el pueblo, sino el pueblo mismo
actuando por medio de esta asamblea, que, según esta doctrina, sólo es un órgano secundario.
Pero se verá más adelante (núms. 392-393) que este punto de vista es inconciliable con el
concepto francés de soberanía nacional, el cual, a decir verdad, excluye la democracia pura y
directa e implica un contraste claramente determinado entre esta última y el régimen
representativo. En el sistema de la soberanía nacional, el régimen representativo se funda
esencialmente en la oposición establecida entre la nación, ser colectivo indivisible y por
consiguiente abstracto, y el pueblo o cuerpo de ciudadanos activos, o sea masa de individuos. Los
"representantes" son el órgano, no ya del pueblo (hoc sensu), sino únicamente de la nación, ser
ideal que sólo por ellos llega a ser capaz de querer. La asamblea representativa es, pues, un
órgano primario. Sólo en la democracia absoluta o directa el pueblo, el conjunto de los ciudadanos,
aparece como el órgano primario y, por consiguiente, supremo.
855
13
Existe un tercer caso, el de la democracia pura, en que el órgano supremo es el cuerpo de
ciudadanos. Pero este caso puede omitirse: aquí es al pueblo mismo, dueño de sus destinos, al
que corresponde asegurar su libertad y la de sus miembros.
856
los mismos.14 Así es, especialmente, como impide que administre la justicia por sí
mismo: no puede ejercer su poder judicial sino mediante jueces delegados, "por
tribunales independientes" (Carta de 1814, arts. 57 ss.; cf. Constitución prusiana
de 1850, arts. 86 ss.). Y la administración misma se ejerce por funcionarios o
autoridades designados a dicho efecto por las leyes y de los cuales no puede el
monarca desconocer la competencia legal.
Pero la limitación de la potestad real se infiere también, y sobre todo, del
hecho de que, en el moderno Estado constitucional, no depende del monarca
modificar por su sola voluntad las leyes, ni tampoco la Constitución, que fijan la
extensión de sus poderes. Es verdad que en un sentido el monarca es dueño de la
legislación: pues ninguna ley, constitucional ni de otra clase, puede hacerse sin su
concurso y su sanción. Pero, por otro lado, sólo puede sancionar y decretar
aquellas leyes que hayan recibido previamente el asentimiento de las Cámaras, de
las cuales una, por lo menos, es independiente de él, más independiente aún, por
su origen electivo, que los jueces, cuyo nombramiento y ascenso conserva en su
poder. Por esto, sobre todo, se ha dicho (ver n° 27 6, supra) que la monarquía
moderna se funda en un principio de separación de poderes. Pero esta afirmación
no es exacta. Para que existiera verdadera separación sería necesario que el
monarca estuviera excluido de la potestad legislativa. Pero que no es así lo
demuestra el hecho de que ninguna ley puede originarse sin su intervención y su
consentimiento. Como dicen las Constituciones monárquicas, la potestad
legislativa se ejerce conjuntamente por las Cámaras y por el rey, el cual, por ello
mismo, aparece como parte integrante y esencial del órgano legislativo (cf. n' 135,
supra). Y esto es precisamente todo lo contrario de una separación de poderes. La
verdad es que se produce aquí, como con respecto al poder judicial, no una
separación, sino solamente una limitación de la potestad real. Por lo de-
313
14
De un modo general, en derecho no cabe tomar en consideración los hechos que precedieron al
establecimiento de la Constitución (ver supra, p. 75) Esto se aplica incluso al monarca, cuando es
el autor voluntario de la Constitución y cuando consintió libremente en su otorgamiento. Después
de este otorgamiento no importan las condiciones en las cuales ha sido creada. Los derechos o
poderes del monarca sólo reposan ya en la Constitución misma, ya no existen para él derechos
anteriores a ésta (cf. Jellinek, Gesetz und Verordnung, p. 373 n.). Indudablemente, el monarca,
autor de semejante otorgamiento, podrá- conservar todos los poderes o facultades que no se ha
retirado a sí mismo por el acto constitucional, pero esos poderes derivan para él del principio
monárquico tal como ha sido consagrado por la Constitución vigente, y, por consiguiente,
provienen, en realidad, de esta misma Constitución, y no de un derecho anterior de la persona real.
Igualmente, como lo demuestra Jellinek (LÉtat moderne, ed. francesa, vol. II, pp. 238 n., 412 ss.),,
los derechos de las Cámaras no derivan del monarca, que seguía siendo el sujeto primordial de los
mismos, sino únicamente de la Constitución, aunque ésta sea otorgada.
857
15
Así es como el nombramiento de los jueces por el jefe del Estado, que en los países no
monárquicos sólo tiene el valor de un procedimiento de designación que se estima preferible, en
una monarquía constituye, por el contrario, una institución necesaria. "No existe otro modo posible,
ni siquiera concebible", dice a este respecto Artur (op. cit., Revue du d.roit public. vol. XIV, p. 59; cf.
p. 53), el cual añade que no se puede retirar al monarca el nombramiento de los jueces, lo mismo
que no puede retirarse el nombramiento de los agentes al poder ejecutivo. Y la razón que de ello
da este autor es que "los jueces son sus auxiliares o sus agentes", con igual título que los
funcionarios del orden ejecutivo. El mismo Jellinek (lor. cit., vol. II, pp. 293 y 413) tiene que
convenir, en este sentido, en que el juez, en la monarquía moderna, es, si no el "delegado"
propiamente dicho, al menos el "representante" del monarca: lo cual, según su doctrina sobre la
representación, significa que el juez, a título secundario, es el órgano de un órgano judicial primario
que es el monarca mismo.
16
Se ha hecho observar con frecuencia que, en particular bajo la Revolución, las diversa?
prohibiciones dictadas en nombre de la separación de poderes por los textos constitucionales o
legislativos han sido dirigidas sobre todo contra las autoridades electivas, y más aún, en contra de
las autoridades judiciales. De hecho, las consecuencias de la idea de separación de poderes se
aplicaban, en dicha época, con mucho más rigor al Ejecutivo (Duguit, La séparation des pouvoirs et
l'Assemblée de 7789, pp. 21 ss.) y a los jueces (ibid.. pp. 88 ss.; cf. Larnaude, Bulletin de la
Sacíete de legislarían comparte. 1902, p. 217, y Revue des idees, 1905, pp. 332 ss.) que al cuerpo
legislativo.
858
hasta en lo que concierne al poder judicial, se ha hecho observar (Morcan, op. cit.,
5^ ed., n° 429) que, si bien se les prohibió, en pr incipio, inmiscuirse en su ejercicio
(Constitución de 1791, tít. Hi, cap. v, art. 1'; Constitución del año ni, art. 202), esta
prohibición casi no las obliga: por una parte, carece de sanción, y por otra, queda
a su voluntad modificar mediante una ley retroactiva el derecho aplicable a
procesos en trámite, o ijisiuse —dice Moreau— la solución aplicada a procesos ya
juzgados.
Se ha dicho, sin embargo, que la limitación de la potestad de las Cámaras
queda asegurada por el régimen parlamentario, en cuanto ese régimen implica —
dícese— un dualismo de poderes; y en este sentido se ha alegado sobre todo que
el parlamentarismo proporciona al Ejecutivo el arma de la disolución, que le
permite oponer, por la vía de una apelación al país, una resistencia muy eficaz al
cuerpo de los diputados elegidos. Pero se ha demostrado antes que el régimen
parlamentario, por e] contrario, tiene como objeto esencial y como resultado
efectivo reforzar la potestad de las Cámaras. El parlamentarismo, en realidad, no
tiene más objeto que limitar el poder del jefe del Ejecutivo; así como acaba de
observarse que en la monarquía limitada el rey no puede hacer las leyes sin el
asentimiento de las Cámaras, así en el régimen parlamentario tampoco el jefe del
Estado puede gobernar y administrar si no es con la ayuda de un comité
ministerial, que en el fondo no es otra cosa que una emanación del Parlamento.
En cuanto a la disolución —que, a decir verdad, se refiere especialmente a las
individualidades que componen la Cámara de Diputados más bien que a la
Cámara misma—, se ha observado ya (n9 297) que en el estado actual del
parlamentarismo francés casi no puede ya concebirse como un arma para el
Ejecutivo: en efecto, sólo puede funcionar por la voluntad del Parlamento mismo;17
y en estas condiciones, se ha transformado en un medio, para las propias
Cámaras, de hacer prevalecer su voluntad. En otros términos, hoy está destinada
a aplicarse mucho menos al caso de conflicto entre el Ejecutivo y el Parlamento
que en caso de desacuerdo entre las dos partes integrantes del Parlamento. O
puede ser promovida por la mayoría de la Cámara de Diputados, al tratar ésta de
imponer su superioridad recurriendo con este fin al cuerpo electoral, con objeto de
obtener de él la confirmación de la política que se propone seguir, o con objeto de
que aquél le trace una línea, de conducta determinada (cf. Esmein, Éléments, 6*
ed., p. 753).18 O
315
17
Se vio antes (n. 49, p. 814) que la Constitución de 1875 ya había introducido la disolución en
esta vía, puesto que la hacia depender, no de la única voluntad del Ejecutivo, sino también de la
apreciación del Senado, que es una parte del Parlamento.
18
Así es como en Inglaterra, cuando el conflicto que precedió a la adopción de la Parliament Act de
1911, la disolución se aplicó por dos veces, con objeto de asegurar el triunfo de la voluntad de los
Comunes y de romper la resistencia de los Lores. En Francia, este empleo de la disolución es más
difícil de concebir, ya que la Cámara de Diputados sólo puede ser
859
disuelta mediante el consentimiento del Senado. Esta es también una de las razones por las
cuales esta institución sólo parece susceptible de muy raras aplicaciones en el régimen
parlamentario francés.
19
La evolución que así se realizó con respecto al destino de la disolución, no solamente proviene
de la superioridad constitucional que hoy día tiene el Parlamento con respecto al Ejecutivo, sino
que debe referirse también al sistema de igualdad de ambas Cámaras, que tanto lugar ocupa en la
organización fundada por la Constitución de 1875, y, sobre todo, se halla claramente de
conformidad con el hecho de que, según esta organización, las dos Cámaras concurren —como se
verá más adelante (n" 409)— para formar con el cuerpo electoral un órgano complejo y único, en el
doble sentido de que la voluntad estatal suprema es la resultante de las voluntades coordinadas de
dichos tres factores, en el sentido de que, las voluntades manifestadas por las Cámaras deben ser
conformes y, en todo caso, no pueden ser contrarias a la del cuerpo electoral. Por lo tanto, es
natural que en caso de divergencia entre las dos partes del Parlamento, cada una de ellas pueda
volverse hacia el cuerpo electoral y solicitar una confrontación de las voluntades respectivas de
cada una de las dos asambleas con la voluntad de dicho cuerpo. El hecho de que el Gobierno al
que corresponde pronunciar la disolución se incline en esto hacia una de las asambleas, no impide
el reconocimiento de que la disolución, en el fondo, se promueve por un impulso que proviene del
mismo Parlamento.
860
de su cometido; en este aspecto será tanto más temible, cuanto que, por emanar
del sufragio universal, pretenderá representar soberanamente la voluntad del país.
La dualidad de Cámaras, al hacer depender la acción legislativa y parlamentaria
del concurso de voluntades de dos asambleas distintas, excluye la omnipotencia
de cada una de ellas; tiene además, como efecto útil, asegurar, en cierta medida,
la moderación de sus decisiones y resoluciones, legislativas o de otra clase; pues
de hecho será relativamente raro que una segunda Cámara comparta las pasiones
o los arrebatos de la otra asamblea. Y, sin embargo, hay que convenir en que la
división del Parlamento en dos asambleas sólo proporciona, en este último
aspecto, una garantía imperfecta, pues el Parlamento recobra una potestad
ilimitada cuando sus dos secciones se hallan de acuerdo sobre la política a seguir
y las decisiones a adoptar.
314. Así pues, no es posible contentarse con este primer medio de
limitación. El medio esencial y más eficaz consiste en subordinar la potestad y la
actividad de las asambleas parlamentarias a una ley superior, que fije y contenga
sus poderes: una ley cuya modificación no dependa de las asambleas por sí
mismas. Esta ley superior es la Constitución. La Constitución desempeñará así,
con respecto al Parlamento, el papel que en la monarquía limitada desempeñan
las leyes ordinarias respecto del monarca, al no poder éste gobernar y administrar
sino intra legem. La Constitución formulará, sobre ciertos puntos, principios
superiores, que las Cámaras, como cuerpo legislativo, no podrán vulnerar. Por
ejemplo, les prohibirá hacer leyes retroactivas, determinará los derechos
individuales que reserva y garantiza de manera intangible a los ciudadanos. O
también se reservará a sí misma, es decir, reservará a un órgano constituyente
especial ciertas materias consideradas como particularmente graves, y las cuales,
por lo tanto, no podrán ser objeto de las leyes ordinarias. Las limitaciones de esta
clase no se desarrollan ya en el terreno y sobre el fundamento del principio de
separación de poderes según Montesquieu, sino que aquí nos encontramos en
presencia de un principio muy diferente: el de la separación entre el poder
constituyente y los poderes constituidos.20 Las Cámaras continúan
317
20
Aunque los dos principios sean diferentes, conviene observar que la separación de poderes
constituidos supone necesariamente la separación del poder constituyente. Entre estas dos
separaciones la relación es estrecha. Una verdadera separación entre los poderes legislativo,
ejecutivo y judicial sólo es posible y puede concebirse mientras exista por encima de las
autoridades a separar una autoridad superior que establezca entre ellas la separación, como
ocurre en Estados Unidos, donde el pueblo, autor de la Constitución, delega separadamente los
tres poderes en tres clases de órganos, constituyéndolos en una situación de independencia en
sus relaciones recíprocas, pero dependiendo de él los tres (cf. n" 451, infra). Si no existe en la base
del Estado semejante separación, especialidad y superioridad del poder constituyente; si el poder
constituyente reside en uno de los órganos llamados constituidos, como es el caso ac
861
21
Se verá más adelante (núms. 471 y 472) (pie esta condición suficiente, o sea el acuerdo de
ambas Cámaras, es también una condición necesaria. Al mismo tiempo que fusiona al personal de
ambas Cámaras en una sola Asamblea para la realización de la revisión, la Constitución de 1875,
incluso en este caso, y especialmente en favor del Senado, salvaguardó la igualdad de poderes,
que es en esencia inherente al sistema bicameral francés. La división del Parlamento en dos
Cámaras sigue siendo, pues, lo mismo en materia constituyente que en materia de legislación
ordinaria, uno de los elementos de limitación de la potestad parlamentaria, según el derecho
positivo actual de Francia.
863
22 Cf. Esmein, íléments, 7 ed., vol. I, p. 306, el cual, a propósito de los poderes no limitados en sí
mismos, dice: "La colación por tiempo parece ser la consecuencia natural de la
soberanía nacional".
23
Los autores que hoy persisten en buscar, en la base de la organización constitucional francesa,
una separación de poderes conforme al principio de Montesquieu, parecen olvidar que este
principio se creó pensando en las monarquías. Suponiendo que pueda recibir su aplicación en
éstas, no está hecho para tener otras aplicaciones. Si los norteamericanos lo adoptaron al fundar
su Constitución, ello se debe en gran parte al hecho de que, haciendo abstracción de la evolución
hacia el parlamentarismo que ya en esa época se había realizado en Inglaterra, calcaron la
condición de su presidente popular sobre la de un monarca dotado de poder personal.
864
los elegidos con la de los electores; por último, se fuqda en un hecho político que
Montesquieu no pudo prever ni tener en cuenta: el incremento, tan considerable
hoy, de la fuerza de la opinión popular. Según la frase de un publicista
norteamericano, citado por W. Wilson (op. cit., ed. francesa, p. 17), aplicable a
Francia en amplio grado, "el pueblo tiene en sus manos la balanza contra sus
propios representantes por medio de elecciones periódicas". Al cuerpo electoral
es, pues, a quien corresponde contrarrestar la alta potestad de las Cámaras.
865
PRELIMINARES
316. El problema que domina todo el estudio de los órganos del Estado es
el siguiente:
En cada Estado se encuentran ciertas personas, tales como el rey, el
presidente de la República, los ministros, o también ciertos colegios, como las
asambleas legislativas, que son los titulares efectivos de los poderes del Estado,
los agentes de ejercicio de las diversas funciones de potestad estatal.
Con respecto a estos diversos poseedores del poder, puede formularse una
doble pregunta:
1 ¿Con qué carácter ejercen la potestad del Estado?
2 ¿De dónde procede esta cualidad? ¿De dónde obtienen el poder
que ejercen, así como su vocación para dicho ejercicio?
Estas dos preguntas no se formulan únicamente para los gobernantes? se
plantean en las democracias, para los mismos ciudadanos, por cuanto que en
ellas esos ciudadanos participan en el ejercicio de ciertas funciones de potestad
pública, estando, por ejemplo, llamados a emitir su sufragio para la formación de
las leyes o el establecimiento de la Constitución. ¿Con qué carácter lo hacen? ¿Y
de dónde procede el derecho de ejercer, en todo o en parte, la potestad estatal?
Desde el punto de vista estrictamente jurídico, la contestación a esas dos
preguntas es desde luego muy sencilla:
1 Las personas o cuerpos que ejercen una parte cualquiera de la potestad
pública, son por ello mismo los órganos del Estado, y la potestad que poseen es la
del Estado. En efecto, se observó al iniciar estos estudios (núms. 11 ss.) que el
Estado resulta de determinada organización de la colectividad nacional,
organización de tal índole que la potestad de querer y mandar de la colectividad se
concentra en ciertos individuos cuya voluntad y cuyas decisiones se consideran
como la voluntad y las decisiones de la colectividad misma. Por esta organización,
la colectividad se halla constituida —formalmente (ver supra, pp. 56 ss.)— en una
persona jurídica, es decir, en una unidad corporativa, en la cua! se funden todos
sus miembros individuales y que se convierte así, con el nombre de Estado, en el
sujeto propio de los atributos de la potestad pública. Las personas o asambleas
que expresan la voluntad nacional o ejercen la potestad pública, jurídicamente no
son más que los órganos de
867
1
En principio, sin embargo, parece que hay motivo para declarar ilegítimo a todo gobierno que se
establezca y se adueñe del poder fuera o en contra del derecho público vigente en el momento de
su advenimiento. Pero, como el primer cuidado de los gobernantes que alcanzaron el poder en
esas condiciones es precisamente crear un nuevo estatuto que consagre su autoridad, esta
autoridad, después de sus comienzos contrarios al derecho, acabará adquiriendo un carácter de
legitimidad jurídica, siempre que el nuevo estatuto con el cual se halla actualmente conforme sea
reconocido y aceptado públicamente como estable y regular. Por esto puede decirse que la
legitimidad jurídica de la potestad de los gobernantes no depende tanto de las condiciones en que
adquirieron primitivamente el poder, como del hecho de que estén en situación de conservar la
posesión del mismo de una manera regular y duradera según la Constitución actualmente en vigor.
2 Esta crítica ha sido dirigida con frecuencia a las teorías jurídicas en general. "Los idealistas
reprochan a los juristas el adoptar la teoría del stata quo", dice Joseph Barthélemy
868
ñar en el fondo de las cosas consideran indispensable, pues, indagar cuáles son
las bases racionales de la autoridad que ejercen ciertas personas o cuerpos en
nombre del Estado. Plantean entonces la cuestión teórica de saber cuál es la
fuente primera del poder que ejercen los gobernantes o, para emplear la
terminología establecida en Francia a este respecto, en quién reside
primitivamente la soberanía. Esto ya no es, propiamente hablando, una cuestión
jurídica, sino una cuestión de orden especulativo y de principios. Ya no se trata de
resolver el problema de la soberanía según los datos positivos del derecho
vigente, sino según los conceptos que se fundan en la razón. Y ya se entiende que
estos conceptos varían según las ideas particulares y las tendencias personales
de cada pensador.
En ninguna parte ha sido esta cuestión de principio más agitada que en
Francia. Muchas razones hubo para ello. Ante todo, la necesidad de lógica, y
también de justicia, propia del espíritu francés, o sea la necesidad de referir las
instituciones a ciertas ideas generales, por una parte, y por otra la de encontrar a
la potestad de los gobernantes una justificación que no sea la fuerza de que
disponen o el imperio del hecho existente. Pero —hay que decirlo también—- la
importancia que se ha dado en Francia a la cuestión de los orígenes del poder que
poseen los gobernantes se debió, en gran parte, a la inestabilidad de las
instituciones políticas francesas después de 1789.
En aquellos países que tienen instituciones tradicionales, consagradas por
un largo pasado histórico, los poderes públicos funcionan apaciblemente y la
autoridad de sus titulares es aceptada por el pueblo sin que éste piense en
preguntarse cuál es el fundamento de esta autoridad ni si es legítima. Así ocurrió
en Inglaterra durante mucho tiempo. Los ingleses tomaron la costumbre de decir
que, en Inglaterra, la potestad soberana reside en el Parlamento, y con el nombre
de Parlamento entendían la reunión del rey, la Cámara de los Lores y la Cámara
de los Comunes. En efecto, el rey y las Cámaras fueron durante siglos los titulares
tradicionales e indiscutibles de la potestad estatal; a la larga, esos titulares
acabaron por encarnar, para los ingleses, la potestad soberana, y el pueblo inglés
no se preocupó ya más de indagar de dónde procedía su poder. Lo tenían, ante
todo, por una posesión inmemorial, y a decir verdad este título histórico constituye
la justificación más sólida que pueda invocarse, desde el punto de vista político,
por los gobiernos de los Estados, así como constituye también la mejor garantía
política de su mantenimiento duradero,3 durante tanto tiempo, al menos, como la
tradición del pasado
322
(Démocratie et politique étrangére, p. 456), que, por cierto, reconoce que en esto "los juristas no
han elegido desde luego la mejor parte", aunque no por eso deja de mantener, apoyándose en
buenas razones, que "su papel es necesario".
3
En la época de las monarquías alemanas, muchos autores, en Alemania, elevaron esta verdad
histórica y política a la altura de un principio absoluto. La tesis expresada por ellos
869
era que el monarca no recibe sus derechos de la Constitución, sino del hecho histórico de la
posesión del poder. Ricker, por ejemplo (Frankensteirís Vierteljahrsschrijt fiir Staats und
Volkswirtschaft, vol. IV, p. 261). dice: "La supremacía que corresponde al monarca tiene por base
la potestad de hecho que ha recibido en el transcurso de la historia. Por lo tanto, la cuestión de
saber a quién pertenece jurídica y legítimamente la autoridad estatal suprema se reduce a la de
saber quién está en posesión efectiva de dicha autoridad". G. Meyer (Lehrbuch des deutschen
Staatsrechts, 7* ed., p. 26) declaraba igualmente: "El derecho al ejercicio de la potestad estatal
está condicionado, no ya por la necesidad de un título jurídico de adquisición, sino únicamente por
el hecho de la posesión de dicha potestad". Y uno de los jefe? de esta escuela, Max Seydel
(Grundzüge einer allg. Staatslehre, p. 14), ha expuesto la fórmula del sistema al decir: "La cuestión
de la legitimidad del poder del soberano efectivo no tiene sentido jurídico", y también (p. 16) : "La
Herrschaft es puramente un hecho".
870
CAPITULO I
319. Antes de exponer las dos grande's teorías propuestas actualmente por
los tratados de derecho público francés en respuesta a la pregunta sobre el origen
del poder, que son, por una parte, la de la soberanía del pueblo y, por otra, la de la
soberanía nacional, hay que recordar la solución que se dio a esta cuestión en la
Francia antigua de antes de 1789. En el último estado del antiguo derecho público,
la realeza francesa se fundaba —y hasta la Revolución siguió fundándose— en el
concepto teocrático del derecho divino, concepto que tenía su origen en el
principio de que toda potestad procede de Dios.1 La monarquía de derecho divino
324
1
Los orígenes de la doctrina del derecho divino son seguramente muy lejanos (Brissaud, Histoire
genérale du droit franjáis vol. I, pp. 528-529), como lo atestigua, por ejemplo, la antigüedad de la
máxima: "Le roi de France ne tient son royaume que de Dieu et de son épée" (Debe observarse,
por otra parte, que al principio esta máxima fue invocada especialmente en contra del papado;
significaba que el rey recibe su espada temporal inmediatamente de Dios, sin la mediación del
papa.) No obstante, sólo en los dos últimos siglos del antiguo régimen ha sido profesado como
doctrina oficial el sisterria del derecho divino propiamente dicho (Duguit, L'Étai, vol. I, p. 250). Fue
afirmado especialmente por Luis XV, en el edicto de diciembre de 1770: "Solamente de Dios
recibimos nuestra corona." Respecto de la supervivencia de esta doctrina en la Prusia de
anteguerra, ver Le Fur, Revue du droit public, 1908, p. 415, y Duguit, Traite, 2* ed., vol. i, p. 418. La
doctrina del derecho divino, en efecto, ha sido invocada en diversas ocasiones por Guillermo II,
últimamente en su discurso pronunciado en Koenigsberg el 24 de agosto de 1910: "Aquí es donde
el Gran Elector se declaró, por su propio derecho, como soberano en Prusia. Aquí es donde su hijo
colocó sobre su cabeza la corona de rey. Aquí, Federico Guillermo I estableció su autoridad como
una roca de bronce... Aquí fue igualmente donde mi abuelo puso de nuevo sobre su cabeza, por su
propio derecho, la corona de rey de Prusia, demostrando una vez más, de un modo preciso, que le
estaba concedida solamente por la gracia de Dios, y no por asambleas nacionales ni por
plebiscitos, de tal modo que se consideraba como el instrumento escogido por el cielo y cumplía,
como tal, sus deberes de soberano... Considerándome como un instrumento del Señor e
indiferente a las ideas del día, prosigo mi camino, consagrándome únicamente a la prosperidad de
la patria..." En la sesión del Reichstag de 26 de noviembre de 1910, el canciller del Imperio,
interpelado por los socialistas sobre el discurso de Koenigsberg, si bien no defendió directamente
la teoría del derecho divino, afirmó por lo menos que la monarquía prusiana debía su origen al
desarrollo histórico de la casa de Hohenzollern y que se fundaba, por consiguiente, no ya en una
idea de soberanía nacional, sino en el "derecho propio" del monarca. Y este punto de vista, que, en
efecto, se hallaba conforme con el sistema del derecho público prusiano, fue, en la
873
derivaba de la idea de que Dios había designado y predestinado a una familia para
que ejerciera hereditariamente, en su nombre, la potestad soberana sobre el
pueblo francés. En este concepto, la cuestión del poder constituyente, en el
sentido en que'fue formulada antes (p. 870), ni siquiera podía ser tratada, pues el
rey de Francia no recibía su poder de ninguna Constitución humana, sino
directamente de la institución divina, al ser rey únicamente "por la gracia de Dios".
El' desarrollo que a la terminación del antig uo régimen adquirió la teoría del
derecho divino se explica sobre todo porque encajaba en forma armoniosa y muy
útil en el sistema de la monarquía absoluta, tal como éste había sido edificado
poco a poco por los reyes de Francia, desde Luis XI hasta Luis XIV, y así venía a
justificar el absolutismo real. Gracias al principio del derecho divino, el rey tenía
fundamento para actuar como titular de un poder a la vez ilimitado y exclusivo. De
una parte, en efecto, y puesto que sólo dependía de la institución divina, sólo
había de rendir cuentas a Dios, a su potestad no podían asignarse más reglas o
límites que los que resultaban de las leyes divinas. Humanamente hablando, el
monarca estaba desligado de toda responsabilidad respecto de su pueblo. Por lo
tanto, el poder real era ilimitado, en el sentido de que adquiría su consistencia en
la voluntad omnipotente del monarca. La soberanía, en el sistema de la monarquía
absoluta, se reducía a la idea de que el monarca puede todo lo que quiere. Es lo
que expresa el antiguo adagio: '"Si el rey quiere, la ley quiere"; y esto se
desprende también de la fórmula por la que el rey cierra sus edictos y ordenanzas:
"Por ser ésta nuestra voluntad". Por otra parte, el poder real era exclusivo:
vicario de Dios en lo temporal, el rey concentraba en sí, totalmente, la
potestad del Estado, cualesquiera que fueren sus formas o funciones, y ninguno
de los atributos de dicha potestad podía ejercerse por nadie que no fuera el
monarca, a no ser por delegación consentida por éste, delegación que sólo podía
referirse al ejercicio de la misma. Con razón, pues, podía decir el rey: "El Estado
soy yo". En efecto, el sistema de la monarquía absoluta, fundada en el derecho
divino, conducía a la conclusión de que el Estado encarna en la persona del
monarca, y uno y otro se confunden al punto de no constituir sino uno solo, y el rey
lleva en sí mismo toda la potestad estatal.
325
misma sesión, sostenido igualmente por los oradores de los diversos grupos del Reichstag. Con
excepción del representante del partido demócrata progresista, sin que ninguno de estos
oradoexpresión e los sentimientos cristianos del Emperador. Cf., entre los autores, Bornhak de este
último por el discurso de Koenigsberg fue justificada por diversos oradores como la expresión de
los sentimientos cristianos del Emperador. Cf., entre los autores, Bornhak (Preussisches
Slaatsrecht, 2' ed.. vol. I, pp. 67 y 152), que señalaba como una de las bases sobre las cuales se
ha fundado el derecho público prusiano el principio de que l:los reyes de Prusia reciben su corona
de Dios, y no por la gracia del pueblo y del Parlamento"
874
2
Estos autores observan que, lejos de ser los fundadores y los defensores de la doctrina del
derecho divino de los reyes, los teólogos católicos, en su mayor parte, sostuvieron una tesis
contraria, al declarar de un modo expreso que lo que procede de Dios es únicamente el poder in
abstracto, pero no la designación concreta de los jefes que han de ser titulares del poder. Esta
última doctrina, que San Juan Crisóstomo enseñó desde el siglo iv y que fue reproducida por los
doctores de la Edad Media y confirmada por las encíclicas de León XIII, puede considerarse como
la doctrina tradicional de la Iglesia católica. Incluso Bossuet, el teorizante de la monarquía
absoluta, se aleja en amplio grado del sistema del derecho divino (Le Fur, loe. cit., pp. 416-419,
texto y notas: Duguit, Traite, vol. I, p. 27). Conviene añadir que. Según gran número de teólogos,
entre los cuales debe citarse especialmente a Santo Tomás, al cardenal Belarnino y a Suárez, el
poder es puesto por Dios en la misma comunidad popular, en la "multitud" y ésta es quien trasmite
su ejercicio a sus gobernantes. Los príncipes tienen, pues, su potestad por el consentimiento del
pueblo. De aquí la máxima repetida por muchos teólogos: Omnis potestas a Deo per populum
(Chénon, op. cit., pp. 13 ss.; Duguit, Traite. 2' ed., vol. I, p. 420). Incluso hubo, desde la Edad
Media, teólogos que sostuvieron que el rey dehe su potestad a un contrato. Pero este contrato es
muy diferente de aquel que había de concebirse después, bajo el nombre de contrato social, por la
escuela del derecho natural. No es, en efecto, sino un contrato de sujeción, referente a la
designación y a la institución del sobe
875
rano, y no un contrato de sociedad, que tiene por efecto originar la nación misma o el Estado
(Jellinek, L'État moderne, ed. francesa, vol. I, p. 326).
1
La hipótesis del contrato social, dice Rousseau, es la única explicación que permite conciliar el
estado de sujeción en que se encuentran los individuos que viven en sociedad con el hecho de que
el hombre es esencialmente libre y no puede renunciar a su libertad. "El hombre nació libre, y en
todas partes está aherrojado. ¿Qué es lo que puede hacer legítimo este
876
social no es tan sólo producir "un cuerpo moral y colectivo", sino también, y
esencialmente, crear en el seno de la sociedad una autoridad pública, superior a
los individuos. A este efecto, el contenido del pacto social lo constituye, según
Rousseau, la cláusula siguiente: Cada uno de los contratantes, es decir, cada
miembro del cuerpo nacional en formación, consiente en una enajenación total de
su persona en favor de la comunidad, en tanto que se subordina, él y su voluntad,
"a la suprema dirección de la voluntad general", la que se convierte así en
soberana. Pero, por otra parte, cada miembro es admitido por todos los demás
"como parte indivisible del todo", y por consiguiente, la misma voluntad general no
es sino una resultante de voluntades individuales; es la suma numérica de las
voluntades particulares e iguales de los asociados.2 Así pues, en virtud del
contrato social, los asociados son, a la vez, "ciudadanos, en cuanto participan en
la autoridad soberana, y subditos, en cuanto sometidos a las leyes del Estado"
(Contrat social, libro I, cap. vi). Finalmente, pues, del hecho de que todo nacional
es llamado a concurrir, con su voz y con su voluntad, a la formación de la voluntad
general, resulta que la soberanía tiene esencialmente su residencia en el pueblo, o
sea en los individuos mismos que componen el pueblo, en cada uno de los
miembros, contados uno a uno, de la masa popular. Esto es lo que Rousseau
expresa al decir que "el soberano sólo está formado por los particulares que lo
componen" (ibid., libro i, cap. vn). Y en otra parte: "Supongamos que el Estado
esté compuesto por diez mil ciudadanos. Cada miembro del Estado tiene a su vez
la diezmilésima parte de la autoridad soberana" (ibid., libro III, cap. I) 3
328
cambio? Creo poder resolver esta cuestión" (Contrat social, lib. I, cap. I). "Hallar una forma de
asociación por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sin embargo más que a sí
mismo, y quede tan libre como antes. Tal es el problema fundamental cuya solución da el contrato
social" (ibid,, lib. I, cap. VI). Lo que constituye el valor de esta solución, según Rousseau, es que la
voluntad general comprende en sí la voluntad de cada ciudadano, y de aquí, por lo tanto, que cada
uno sólo se obedece a sí mismo.
2
"La voluntad constante de todos los miembros del Estado es la voluntad general; por ella son
ciudadanos libres" (Contrat social, lib. iv, cap. n).
3
Se ha discutido, sin embargo, si la doctrina de Rousseau debe entenderse en este sentido. Se ha
dicho que cuando Rousseau declara que el soberano sólo está constituido por particulares, esto
significa efectivamente que la sociedad estatal, según él, no es más que un compuesto de
individuos, y esta idea es, en realidad, una de aquellas sobre las cuales la Revolución fundó
posteriormente, de modo esencial, todo el sistema del derecho público francés. Pero, por lo demás,
admite Rousseau que por efecto del contrato social se constituye en esta sociedad una persona
colectiva, un "yo común", que se distingue de los miembros individuales. A este ''yo común"
corresponde una voluntad común o general, que es igualmente diferente de las voluntades de los
miembros. "La soberanía —dice Duguit (Traite, vol. I, p. 35)—, en este concepto, no es la suma de
las voluntades individuales, sno una voluntad general en la que vienen a fundirse, a perderse en
cierto modo, las voluntades individuales." Cuando los ciudadanos son invitados individualmente a
emitir su sufragio, lo que se les pide no es que
877
den a conocer su voluntad particular, sino que digan cuál es, a su juicio, esa voluntad general así
definida; y por ello observa el mismo Rousseau que ''existe mucha diferencia entre la voluntad de
todos y la voluntad general"; por ello también la votación de la mayoría habrá de obligar a la
minoría que había expresado un parecer diferente. Pero toda esta argumentación queda anulada
por la simple observación de que, según la definición misma que da de ella el Contrato social, la
voluntad general tiene su fuente y su consistencia esencialmente en la voluntad de los ciudadanos
mismos, de todos los ciudadanos y, por consiguiente también, de cada uno de los ciudadanos. Es
lo que se desprende, por ejemplo, del concepto de ley tal como lo presenta Rousseau (lib. u, cap.
vi) : si a sus ojos la ley es el acto de soberanía propiamente dicho, por este motivo es la expresión
de la voluntad de todos. "Cuando todo el pueblo estatuye sobre todo el pueblo, entonces la materia
sobre la cual se estatuye es general como la voluntad que estatuye". Así pues, Rousseau no
concibe a la voluntad general como pudiendo tener más elemento constitutivo que las voluntades
de todos. Y es efectivamente por este motivo por lo que se verá obligado a sostener (ver p. 878,
infra) que "el ciudadano consiente todas las leyes, incluso aquellas que se hacen a pesar suyo" (lib.
IV, cap.II). Considerando, en efecto, que "las leyes sólo son registros de nuestras voluntades" (lib.
II, cap. VI), Rousseau no admite que los ciudadanos puedan quedar "sometidos a leyes en las
cuales no han consentido" (lib. iv, cap. 11). Esto implica efectivamente que, según él, la soberanía
reside en todos los ciudadanos y en cada uno de ellos. Esta doctrina de Rousseau, de la que
deduce la conclusión de que los ciudadanos son a la vez soberanos y subditos, no es exacta.
Como se ha observado ya anteriormente (n° 83), la m edida en la que el ciudadano participa en la
soberanía y aquella en la cual está obligado a sujeción no son ni con mucho iguales. El ciudadano
no es soberano individualmente, ya que, en definitiva, la soberanía se halla en el todo y no en las
partes; por el contrario, su sujeción personal a las voluntades del conjunto soberano es total y
absoluta. La soberanía y la sujeción de los ciudadanos no se equilibran entre sí, pues una es
colectiva y la otra es individual.
878
"Sólo existe —dice— una ley que, por su naturaleza, exija un consentimiento
unánime: es el pacto social. Fuera de este contrato primitivo, la voz del mayor
número obliga siempre a los demás; es una consecuencia del contrato mismo"
(Contrat social, libro iv, cap. u). Rousseau quiere decir con esto que es en virtud
de las estipulaciones mismas del pacto social por lo que la minoría se halla
subordinada a la mayoría. Y, en efecto, se acaba de ver que, según el análisis que
presenta de estas estipulaciones, en el pacto social cada uno ha consentido en
abandonarse a la voluntad general: este abandono o renunciación no puede tener
más sentido que el de la sumisión individual de cada uno a la voluntad del mayor
número. Por razón misma de este consentimiento otorgado previamente, la
voluntad general, por más que haya sido determinada por un cálculo de mayoría,
contiene en sí la voluntad de todos, de modo que puede decirse que, al
obedecerla, cada cual sólo se obedece, en suma, a sí mismo; y así se mantiene la
libertad del ciudadano dentro del Estado.4 Sin embargo, parece surgir una
objeción: si, en virtud del contrato social, los ciudadanos se han sometido para el
porvenir a la voluntad de la mayoría, ¿no excluirá esta subordinación la posibilidad
de considerarlos como conservando su libertad y como participando todos, con
igual título, en la soberanía? Soberanía y sujeción a la voluntad ajena son dos
cosas inconciliables. Rousseau mismo se plantea esta objeción: "Se pregunta
cómo el hombre puede ser libre y tener que conformarse a voluntades que no son
las suyas. ¿De qué modo los opositores pueden ser libres y sometidos a leyes que
no han consentido?" (Contrat social, libro IV,cap. II). Veamos por medio de qué
sutil razonamiento trata de soslayar esta objeción (ibid.): "El ciudadano consiente
en todas las leyes, incluso en aquellas que se hacen a pesar suyo. Cuando se
propone una ley a la asamblea del pueblo, lo que se pregunta a los ciudadanos no
es precisamente si aprueban o rechazan la proposición, sino si dicha proposición
es o no conforme a la voluntad general, que es la suya: cada uno de ellos, al emitir
su sufragio, da su parecer a este respecto; y del cómputo de los votos se obtiene
la deducción de la voluntad general. Así, cuando prevalece el parecer contrario al
mío, esto no prueba sino que yo estaba equivocado, y que lo que yo estimaba
como voluntad general, no lo era en realidad". Se desprende de esta
argumentación, particularmente complicada y sobre todo contradictoria, que la
voluntad general no se confunde con la voluntad de todos, ya que puede hallarse
en oposición con los su-
330
4
Contrato social, lib. u, cap. iv: "Mientras los subditos sólo están sometidos a tales convenciones
(las del pacto social), no obedecen a nadie, sino sólo a su propia voluntad, y preguntar hasta
dónde se extienden los derechos respectivos del soberano y de los ciudadanos es como preguntar
hasta qué punto pueden éstos obligarse consigo mismos, cada uno hacia todos y todos hacia cada
uno de ellos."
879
fragios formalmente expresados por una minoría más o menos imponente. Esto
es, por lo demás, lo que declara positivamente Rousseau en otro párrafo de su
obra (libro n, cap. m): "Existe a veces mucha diferencia entre la voluntad de todos
y la voluntad general". Y sin embargo, por otra parte sostiene que esta voluntad
general es desde luego la voluntad de todos los ciudadanos. Es "la suya", no sólo
porque cada uno ha sido llamado a expresar su parecer respecto de ella, o porque
cada ciudadano la hizo suya previamente al suscribir al contrato social, sino
también por la razón de que el parecer expresado por la mayoría sobre la
consistencia de la voluntad general tiene por efecto determinar cuál es realmente
la voluntad de todos: tanto es así que habría que deducir que al emitir un voto
contrario al de la mayoría, la minoría se equivocó respecto de su propia voluntad.
Esta es una conclusión que Rousseau, a pesar de toda su habilidad, no consiguió
hacer admitir (ver núms. 323 y 413, infra).
322. Por muchas que sean sus imperfecciones, la doctrina de Rousseau
demostró, desde su aparición, una gran fuerza de difusión. Respondía a las
aspiraciones hacia la libertad y a las tendencias igualitarias de los hombres de
aquella época; y fue acogida con ansia por ellos. Desde la Revolución, continuó
ejerciendo una gran influencia en las ideas políticas del pueblo francés5 Este no
conoció nunca las explicaciones confusas o paradójicas de dicha doctrina, sino
que sólo retuvo sus fórmulas simples, y precisamente por ello, lo que hizo la
fuerza de esta teoría cerca de las masas fue su apariencia de gran simplicidad al
mismo tiempo que de estricta lógica. ¿No es muy racional, en efecto, admitir que
en las comunidades estatales, lo mismo que en todas las demás sociedades, el
gobierno de los asuntos sociales corresponde, en derecho, a los mismos
asociados, y que cada uno de ellos está calificado para defender, por medio de su
sufragio individual, su respectiva parte de intereses comunes?
La teoría de la soberanía popular, tal como la presenta Rousseau, suscitó,
no obstante, múltiples críticas. Unos la atacaron por razones de orden político. El
sistema de la soberanía popular implica, en efecto, que los gobernantes, reducidos
al papel de apoderados del pueblo, no tendrán más poder que el de recoger y
aplicar las voluntades de la mayoría de los ciudadanos, con respecto a la cual se
encuentran en un estado de completa subordinación. Semejante régimen, dícese,
es impracticable, pues impediría toda acción gubernamental seria, metódica y
provechosa. Otros han alegado consideraciones de equidad. La doctrina del
contrato social, dicen, es destructora de toda justicia. Y han impugnado sobre todo
el concepto que da Rousseau dt la ley, ese concepto según el cual la ley sólo es la
expresión de la voluntad general, o sea, de hecho,
331
5
En lo que se refiere a su influencia mundial sobre la estructura y las instituciones del
Estado moderno, véase .Tellinek, op. cit., ed. francesa, vol, I, pp. 342-343.
880
8
"El pueblo es quien decidirá lo que conviene dejar respecto a libertad y a bienes a cada
ciudadano, y esto hace temblar" (Jules Lemaitre, Jean-Jacques Rousseau, p. 256).
7
Contrat social, lib. i, cap. vi: "Estas cláusulas (las del contrato social), entiéndase bien, se reducerl
todas a una sola: conocer la enajenación total de cada asociado, con todos sus derechos, a toda la
comunidad..." De ahí el poder absoluto de la comunidad con respecto a sus miembros: "Como la
naturaleza concede a cada uno un poder absoluto sobre todos sus miembros, así el pacto social da
al cuerpo político un poder absoluto respecto de todos los suyos; y este mismo poder es el que,
dirigido por la voluntad general, lleva el nombre de soberanía" (lib. II, cap. IV). "Se conviene en que
todo lo que cada uno enajena, mediante el pacto social, referente a su potestad, sus bienes, su
libertad, es únicamente la parte de todo ello cuyo uso importa a la comunidad; pero hay que
convenir también en que solamente el soberano puede juzgar de esta importancia" (ibid). "Va
contra la naturaleza del cuerpo político que el soberano se imponga una ley que no pueda infringir.
Por donde se ve que no hay, ni puede haber, especie alguna de ley fundamental obligatoria para el
cuerpo del pueblo, ni siquiera el contrato social" (lib. I, cap. vil). En estas condiciones, los bienes, la
persona y hasta la vida misma de los ciudadanos quedan a merced del soberano: "El Estado, con
respecto a su? miembros, es dueño de todos sus bienes mediante el contrato social, el cual, en el
Estado, sirve de base a todos los derechos..." (lib. I. cap. IX). "Cuando el príncipe dice al
ciudadano: 'Es conveniente para el Estado que mueras', debe morir, puesto que sólo con esa
condición ha podido vivir con seguridad hasta entonces, y su vida no es ya un beneficio de la
naturaleza, sino un don condicional del Estado" (lib. II, cap. V). Se sabe, por otra parte, mediante
qué sofismas trata Rousseau de demostrar que la soberanía absoluta del pueblo, tal como se
desprende del contrato social, no puede ser nociva ni inquietante para los ciudadanos. Por efecto
del pacto social, "al darse cada uno por entero, la condición es igual para todos; y al ser igual para
todos, nadie tiene interés en que sea onerosa para los demás" (lib. I, cap. VI). "No estando
constituido el soberano sino por los particulares que lo componen, no tiene ni puede tener interés
contrario al suyo; por consiguiente, la potestad soberana no tiene ninguna necesidad de fiador con
respecto a los subditos, ya que es imposible que el cuerpo trate de perjudicar a todos sus
miembros. El soberano, por el mero hecho de ser, es siempre lo que debe ser" (lib. I, cap. VIIl). "La
voluntad general es siempre recta" (lib. II, cap. III). "¿Por qué la voluntad general es siempre recta,
y por qué quieren todos constantemente la felicidad de cada uno de ellos, si no es porque no existe
nadie que deje de apropiarse la expresión 'cada uno', y que no piense en sí mismo al votar por
todos?" (lib. II, cap. IV). "¿Qué es un acto de soberanía? Es una convención del cuerpo con cada
uno de sus miembros; convención equitativa, porque es común a todos; útil, porque no puede tener
más objeto que el bien general" (ibid.).
881
bre, y que consiste en proclamar que por encima de las sociedades no puede
existir más que una sola soberanía: la de la justicia y la razón.8 La soberanía no
tiene por objeto, pues, realizar la voluntad del mayor número, sino que debe servir
únicamente para realizar aquello que, en interés de la nación, es justo y razonable
(Tchernoff, Le partí républicain sous la monarchie de Juillet, pp. 13 ss.; Faguet,
Politiques el moralistes du XIX" siécle, 1 serie, pp. 330 ss.). Esta es una doctrina
ideal, de un alto valor moral, pero que no puede satisfacer al jurista, pues no le
hace avanzar más que el concepto teológico del poder de derecho divino. No
basta, en efecto, formular en principio la soberanía de la justicia y de la razón, sino
que, desde el punto de vista jurídico, toda la cuestión se reduce a saber a quién
corresponde, en el Estado, determinar lo que es justo y razonable.9
333
8
Esta fórmula, por otra parte, no ha sido inventada por los doctrinarios. Por ejemplo. Condorcet, en
su Essai sur les Assemblées provinciales (1* parte, art. 2) decía ya en 1788: "¿No debería tratarse
de destruir la peligrosa idea de que los diputados o representantes han de votar, no ya según la
razón y la justicia, sino según el interés de sus comitentes?"
9
Se pueden dirigir y se han dirigido (Esmein, Élénients, 7" ed., vol. i, p. 46) las mismas críticas a la
teoría que presentó Duguit referente a la soberanía en su importante obra sobre L'État.
Obedeciendo a tendencias que recuerdan en cierto aspecto las de los doctrinarios, este autor —
como ya se ha visto, n° 70, supra— rechaza la idea de la soberanía; no admite que el Estado tenga
una potestad de dominación (L'État, vol. I, pp. 320 ss.), ni que pueda crear el derecho (pp. 422 ss.);
tampoco admite que los gobernantes posean un poder de mando en virtud del cual puedan dar
órdenes a los gobernados (pp. 267 ss., 359ss.). El Estado, así como los gobernantes, no son
soberanos, sino que están subordinados a su vez a un principio superior, que es "la regla de
derecho", o sea una regla de conducta que proviene de las exigencias de la solidaridad social y
que se halla conforme con esta solidaridad (pp. 80-105). "El Estado —dice Duguit (p. 259)— queda
sometido a la regla de derecho Jo mismo que los individuos"; por su parte, "los gobernantes sólo
son individuos como los demás" y su voluntad no es de esencia superior a la voluntad de los
gobernados (p. 360 y 369). La voluntad de los gobernantes, lo mismo que la de los gobernados,
sólo tiene valor jurídico y se impone al respeto de todos cuando se halla conforme con la "regia de
derecho" y en la medida de esta conformidad. En el Estado, lo que merece la obediencia no es,
pues, la voluntad del Estado, ni la de los gobernantes, sino únicamente "la regla de, derecho", que
aparece así como única soberana (pp. 268 y 424; cf. sobre todos estos puntos el Traite de droit
constitutionnel del mismo autor, 1 ed., vol. I, pp. 85 ss., 2* ed., vol. i, pp. 26 ss., 63 ss., 393 ss., 512
ss.) Duguit se refiere a la regla de derecho como otros se han referido a la justicia y a la razón. Se
trata de puros conceptos filosóficos, que tienen como característica y defecto comunes carecer de
alcance práctico, y por consiguiente de interés jurídico. Duguit. indudablemente, se vería muy
apurado si tuviera que decir por qué signo positivo podrá reconocerse, en la realidad de los
hechos, que una orden dada por los gobernantes se halla o no conforme con lo que llama la regla
de derecho; así pues, es de observarse que se abstiene de toda indicación a este respecto; y por
lo mismo que renuncia a abordar esta cuestión de orden práctico, que sin embargo es primordial
para la ciencia del derecho, deja entrever que su doctrina no tiene valor ni eficacia jurídicas. El
mismo conviene en ello a veces: "Los gobernantes —dice (Traite. P ed., vol. I. p. 301)— se hallan
sometidos a una regla superior de derecho, y teóricamente no pueden violar dicha regla; pero esta
regla carece de sanción eficaz con respecto a ellos." Una regla despro882
882
323. Sin insistir más sobre estas críticas de orden moral o político, debemos tratar
especialmente de las objeciones jurídicas que suscita la teoría de Rousseau.
He aquí, en primer término, una objeción que ha sido reproducida con
frecuencia por los autores. Se refiere al régimen mayoritario, que Rousseau
pretende conciliar con la idea de una soberanía individual de los ciudadanos. Se
trata, dícese, de dos cosas inconciliables. Si cada ciudadano es personalmente
soberano por su parte, es imposible explicar la subordinación de la minoría a la
mayoría; o, mejor dicho, el hecho de esta necesaria subordinación basta para
demostrar que los ciudadanos no tienen por sí mismos ninguna parcela de
soberanía (Esmein, Éléments, 7 ed., vol. I, p. 356; Duguit, L'État, vol. II, pp. 68 y
85, y Traite, vol. I, p. 34; Saripolos, La démocratie et l'élection proportionnelle, vol.
I, p. 210, vol. II, pp. 10 ss.). Esta objeción había sido advertida por el mismo
Rousseau y se ha visto anteriormente (p. 878) con qué argumento trata de
prevenirla. Si se adopta, dice, la primera hipótesis del contrato social, no hay
contradicción en admitir después que los ciudadanos quedan libres, aunque
sometidos al principio mayoritario; pues quedan sometidos por su mismo contrato,
siendo precisamente ésta una de las cláusulas de su pacto de asociación.
Cuando, en una confederación de Estados, se ha estipulado en el tratado
federativo que la minoría someterá su voluntad a la voluntad de la mayoría, los
autores no dejan por e]lo de seguir declarando que cada uno de los Estados
confederados conserva su respectiva cualidad de soberano. Esta sumisión de los
Estados confederados a las decisiones eventuales de la mayoría, en efecto, se
origina en el tratado mismo concluido entre ellos; se funda en el libre
consentimiento de cada uno de ellos, y por esto deja subsistir su soberanía
(Laband, Droit public de l'Empire allemand, ed. francesa, vol. i, pp. 101 y 147;
Jellinek, op. cit.. ed. francesa, vol. u, pp. 534-535). Igualmente, dice Rousseau, "el
ciudadano consiente en todas las leyes, incluso en aquellas que se dictan a pesar
suyo" (Contrat social, libro IV, cap. II); consiente en ellas, porque
334
vista de sanción efectiva y que no se impone sino de un modo teórico, no es una regla de derecho.
¿Significa esto que no se pueda concebir ninguna regla de conducta, individual o social, anterior y
superior a la voluntad del Estado? Tal regla existe desde luego, y Duguit tiene razón al afirmar su
existencia. Pero, por mucho esfuerzo que realice dicho autor (L'État. vol. I. pp. 101 ss.) para
demostrar su carácter jurídico, tal repla sólo posee un valor puramente moral, mientras no haya
sido sancionada por el Estado. El derecho, en el sentido propio del término, supone, en efecto, la
sanción de una coacción; por lo menos se ha dicho (Lévy- Ullmann. La définition du droit, p. 151)
que supone la coacción como ultima ratia. "La coacción es una característica esencial del derecho"
(Larnaude, Les méthodes juridiques. leccione» dadas en el Colegio Libre de Ciencias Sociales en
1910, p. 16). El derecho no puede originarse, pues, sino mediante una organización estatal: en
este sentido es cierto decir, en definitiva, que sólo el Estado puede crear derecho.
883
10
Para que los ciudadanos puedan considerarse como soberanos se necesitaría, en todo caso,
que el asentimiento de cada uno de ellos fuese necesario para la adopción de cualquier
modificación a la Constitución, como ocurre en la confederación de Estados. El hecho de que la
Constitución pueda ser modificada a pesar de la oposición de la minoría demuestra que los
ciudadanos no son soberanos, como no lo son los Estados particulares que forman parte de un
Estado federal; pues lo mismo que se está de acuerdo, generalmente, en negar el carácter de
soberanía a los Estados miembros de un Estado federal, y ello por la causa, entre otras, de que el
estatuto federal puede modificarse sin su adhesión unánime, también del mismo modo hay que
reconocer que los ciudadanos no poseen individualmente la soberanía, puesto que las revisiones
constitucionales no quedan subordinadas al consentimiento de cada uno de ellos. Bien es verdad
que en los países de pura democracia el pueblo es el órgano supremo constituyente. Puede
decirse, pues, que en esos países la colectividad de ciudadanos es soberana, lo mismo que los
autores alemanes declaraban que en el Imperio alemán la soberanía correspondía a la colectividad
de los Estados miembros, en cuanto éstos constituían una unidad. Pero, si en
884
comprendidos en él: quedan como extranjeros entre los ciudadanos". Por otra
parte, sin embargo, Rousseau comprende desde luego que esta facultad de los
opositores, de permanecer extraños en el seno del Estado, sería un obstáculo
para la realización de la unión estatal y para el funcionamiento de la potestad
estatal, lo cual es inadmisible. Por lo tanto, establece la consecuencia de que
"cuando el Estado es instituido, el consentimiento está en la residencia; habitar el
territorio es someterse a la soberanía (libro IV, cap. II). Así pues —y por más que
Rousseau añada en nota a este párrafo que sólo se refiere a una residencia
voluntaria y no forzada—, aparece, en último término, que la absorción del
ciudadano por el Estado deriva, al menos para los miembros de la minoría
opositora, de un imperio ejercido por el Estado sobre los individuos que pueblan
su territorio, y no necesariamente de su consentimiento contractual. En estas
condiciones, ¿qué es lo que queda de la demostración que consistía en pretender
que el ciudadano es libre porque sólo está sometido al principio de la mayoría en
virtud de su adhesión al pacto social?
886
325. Más aún, y aunque se demostrara que el ciudadano es libre dentro del
Estado, en el sentido de que su sujeción se basa en su consentimiento, no
resultaría de esto que sea soberano en medida alguna. A este respecto, es útil
recordar de nuevo el caso de los Estados confederados, del cual se acaba de
hablar. Los autores están generalmente de acuerdo en reconocer que tales
Estados son soberanos, y esto significa que cada uno de ellos, antes y después
de entrar en la confederación, conserva una potestad soberana. Pero ¿sobre
quién ejerce esta potestad? Sobre sus propios subditos, sobre su propio territorio,
y de ningún modo sobre los subditos, los territorios o los Gobiernos de los demás
Estados comprendidos en la confederación. Por el tratado que fundó la
confederación, el Estado miembro no adquirió parcela alguna de potestad
dominadora sobre sus confederados; la confederación misma no tiene potestad
estatal (en este sentido, ver sobre todo a Jellinek, loe. cit., vol. II, pp. 531 ss.). En
resumen, el Estado que entra en confederación sigue siendo soberano en el
sentido en que lo era anteriormente. Rousseau, por el contrario, pretende que por
el contrato social los ciudadanos adquieren una potestad soberana de la que
carecían antes de este contrato, una potestad que los hace soberanos a unos
sobre otros. Cabe preguntarse de dónde podrían recibir semejante potestad. No
puede concebirse con anterioridad al contrato social, pues el individuo no tiene
ningún derecho inicial de mando respecto de su semejante. Pero tampoco puede
justificarse posteriormente a dicho contrato, y el ejemplo de las confederaciones
de Estados lo demuestra, puesto que, lo mismo que se reconoce que los Estados
miembros no adquieren, mediante el tratado federativo, poder alguno de
dominación sobre sus confederados, también el pacto social es impotente para
887
1
Cf. para esta misma época, la Constitución dada por Francia a la república helvética
en 1798, art. 2: "La universalidad de los ciudadanos es el soberano".
890
3
Incluso se ha pretendido que la Revolución había eliminado el concepto de Estado,
substituyéndolo por el de nación, como se deduce, se ha dicho, de la fórmula constitucional de
1791: "La Nación, la Ley, el Rey". Es evidente que, en la terminología de aquella época, o sea en
los textos de la Constitución, lo mismo que en los discursos de los primeros constituyentes, la
palabra Nación es de un empleo más frecuente que la palabra Estado; y el sentido mismo en el
que allí se le emplea podría sugerir la idea de que la Constituyente repudió todo concepto estatal y
reemplazó la idea de Estado por la de Nación exclusivamente. Esto sería sin embargo un profundo
error. Al mismo tiempo que aclaraba la nueva idea del Estado como personificación de la Nación,
la Revolución, no solamente mantuvo, sino que también fortaleció el estatismo, o sea en especial
la unidad de voluntad y de potestad estatales del cuerpo nacional. Por otra parte, la palabra Estado
se encuentra también en numerosos textos de la Constitución de 1791, por ejemplo: tít. III, cap. III,
sección 1, art 1: cap. IV, sección 1. arts. 1-4, y sección 3, art. 3; cap.V, art. 23; tít. IV, art. 1 y 3, etc.
4
Hauriou, Principes de droit public, 2* ed., p. 82: "Nótese que la Revolución no renovó la
personalidad jurídica del Estado. La modificó en el sentido de que puso fin a la confusión entre la
personalidad jurídica del Estado y la personalidad jurídica del Rey; restableció la personalidad del
Estado sobre la base de la nación, pero no interrumpió dicha personalidad. En la Revolución existe
un desplazamiento de la soberanía: la soberanía pasó a la Nación.
891
5
Ni siquiera de una manera indivisa. En efecto, se observará que el texto de 1791 no se refiere
solamente a indivisión, sino a indivisibilidad.
6
Al deducir el principio contenido en el art. 1' del preámbulo del tít. ni, consagraba la Constitución
de 1791, al mismo tiempo, la noción de personalidad estatal. Esta noción, en
893
efecto —como se ha visto (supra. pp. 46 ss.)— no es sino la expresión de la unidad que se halla
realizada en el Estado. Ahora bien, esta unidad queda afirmada y puesta totalmente en claro por el
texto anteriormente citado. Desde el momento en que la soberanía es una e indivisible, la nación, a
la que pertenece, no puede declararse titular de dicha soberanía sino en cuanto constituya ella
misma una unidad que presente un carácter de indivisibilidad. La unidad de la soberanía nacional
implica esencialmente la unidad de la nación soberana. Por ello, el art. 1" significa que la nación
fue considerada por la Constituyente como un conjunto que no puede descomponerse, como un
todo no parcelable y, por consiguiente también, como una unidad global superior a sus miembros
individuales. Proclamar esta unidad indivisible era, en el fondo y sin duda alguna, afirmar el
concepto de personalidad estatal de la nación.
7
Podría tratarse de explicar de otra manera la indivisibilidad de la soberanía nacional. Podría
decirse que la soberanía reside evidentemente en los individuos, que es realmente individual en
este sentido, pero que no reside separadamente y por partes divididas en cada uno de ellos, sino
que reside de una manera indivisible en su totalidad. Ahora bien, la totalidad de los miembros que
componen la nación no es ni podrá ser sino una reunión de individuos. Así, uno o más ciudadanos,
considerados aisladamente o constituyendo un grupo parcial, nada pueden hacer soberanamente:
es necesario que todos los miembros de la nación estén reunidos, y sólo entonces estaremos en
presencia de la nación soberana. No deja por ello de ser cierto que la nación soberana consiste en
un total de individuos y que no constituye una entidad abstracta distinta de sus miembros. Esta
explicación no puede admitirse. Tropieza, en primer lugar, con una objeción de orden práctico: si la
reunión de todos los nacionales es necesaria para formar al soberano, esta formación nunca podrá
realizarse, pues en esa asamblea general habrá de haber siempre, y necesariamente, ausentes.
Además, y desde el punto de vista racional, es de observarse que la Constitución de 1791 no se
contentó con decir que ninguna sección del pueblo posee la soberanía, sino que, considerando al
pueblo por entero, al conjunto de todos los nacionales, especifica que la soberanía le pertenece de
una manera indivisible y sin poder fragmentarse. Esto significa, pues, que en ningún sentido y en
ninguna medida reside en cada uno de ellos, sino puramente en su colectividad extraindividual. En
otros términos, todos los nacionales son el soberano en cuanto constituyen una unidad colectiva
que se convierte así jurídicamente en un sujeto diferente de los individuos que contiene en sí.
8
Hauriou, La suaveraineté nationale, p. 8: "La teoría clásica de la soberanía tal como surgió de la
Revolución tiene que considerar a la soberanía nacional como no susceptible de descomposición,
porque confunde la soberanía nacional con la soberanía del Estado". Así es, por ejemplo, como "se
vio llevada a identificar la voluntad general con la soberanía nacional".
894
9 Esta conclusión es también la que se desprende —tal vez sin advertirlo ellas— de la fórmula que
han empleado diversas Constituciones para expresar el principio de la soberanía nacional. Dicen
que ''la soberanía reside en la universalidad de los ciudadanos". Así se expresan las
Constituciones de 1793 (art. 7), del año ni (Declaración de derechos, art. 17) y de 1848 (art. I). El
alcance jurídico de esta expresión es evidente. En efecto, así como la universalidad de un
patrimonio, de una sucesión, es en derecho una entidad distinta de los objetos singulares que
dicha sucesión o dicho patrimonio contienen, así también —ateniéndose al sentido propio de las
palabras— la universalidad de los ciudadanos es cosa muy diferente del total de los individuos,
contados uno a uno, que componen la ciudad. La universalidad de los ciudadanos o nacionales es
la nación considerada en su unidad colectiva y distinta de sus miembros particulares. La fórmula
antes citada puede, por lo tanto, servir muy acertadamente para indicar que la soberanía nacional
no reside en los nacionales mismos, sino en el ser colectivo que concurren a formar y que es la
nación.
10
Este carácter negativo del concepto de soberanía nacional queda puesto en claro por la célebre
fórmula revolucionaria que consiste en afirmar que la soberanía es "indivisible, imprescriptible e
inalienable" (Constitución de 1791, tít. III, preámbulo, art. 1; Constitución de 1793. Declaración de
derechos, art. 25; Constitución de 1R48, art. 1). Es indivisible, en primer lugar, por cuanto que,
hallándose en la universalidad nacional, no puede localizarse, por vía de fraccionamiento,
individualmente en los nacionales. Igualmente es imprescriptible en el sentido dé que la nación,
que es su única titular, no puede ser despojada de ella por ninguna posesión adversa, por
prolongada que ésta sea. Finalmente, es inalienable por el mismo motivo. Todo acto, toda
disposición constitucional que tratara de hacer adquirir personalmente la soberanía a un hombre o
a una asamblea, sería radicalmente nulo por inconciliable con el principio de que únicamente la
nación es soberana. Incluso aunque todos los soberanos, en un momento dado, consintieran
unánimemente en una transmisión o delegación de ese género, se hallarían imposibilitados para
realizar semejante enajenación; pues no sólo la soberanía nacional no les pertenece a los
ciudadanos mismos, ni éstos tienen el poder de disponer de ella, sino que, a decir verdad, ni
siquiera reside en la colectividad indivisible que concurren a formar, en cada uno de los sucesivos
momentos de la vida nacional. La razón de ello es que la colectividad nacional, en la que está
contenida la soberanía, no sólo está constituida por la generación presente de los ciudadanos, sino
que, de un modo ilimitado, comprende la sucesión ininterrumpida de las generaciones nacionales
presentes y futuras. Resulta. pues, que en ningún momento de su historia puede la nación quedar
encadenada para el futuro; la generación actual no puede pretender imponer sus voluntades a las
generaciones venideras. Todo esto viene a ser la condena de la doctrina creada por Napoleón, que
pretendía conciliar el cesarismo con la soberanía nacional, fundando el Imperio en el plebiscito
mediante el cual se suponía que los ciudadanos delegaban en el Emperador la soberanía popular
(cf. Declaración de derechos del 24 de junio de 1793, art. 28: "Una generación no puede sujetar a
sus leves Ins veneraciones futuras").
896
11
La diferencia que separa los dos conceptos de soberanía nacional y soberanía del pueblo, se
precisa especialmente por las observaciones que con frecuencia han formulado los autores con
respecto a la composición y a la forma de reclutamiento actuales del Senado. Por más que el
Senado se reclute mediante un procedimiento distinto al de la Cámara de Diputados, los tratados
de derecho constitucional hacen observar que su composición no se encuentra desde luego en
oposición con el principio de la soberanía nacional. Sin embargo, es innegable que la institución de
esta segunda cámara, que no se elige directamente por sufragio universal, tiene como efecto
disminuir la influencia que ejerce en el Estado la masa común de los ciudadanos, por el poder que
tienen éstos de elegir a los diputados. Bajo este aspecto, el Senado no es, desde luego, una
institución que corresponda a la idea de la soberanía del pueblo. Pero alegan los autores que, al
menos, el Senado no representa clases ni intereses especiales, puesto que los colegios electorales
que lo nombran están formados por electores que son a su vez, directa o indirectamente, elegidos
por el conjunto de los ciudadanos; esto es suficiente, dícese, para que pueda afirmarse que esta
sgunda cámara debe su origen a la universalidad nacional, sin que ninguna categoría de
ciudadanos se halle por ello favorecida o perjudicada; y se añade con razón que el principio de la
soberanía de la nación queda así totalmente satisfecho (Esmein, Éléments, 7 ed., vol. I, pp. 135,
137-138; cf. Duguit, Traite, vol. I, p. 370). Pero precisamente el hecho de que el principio de la
.soberanía nacional no exige nada más, revela claramente la considerable distancia que existe
entre este principio y el sistema de la soberanía popular; y de ello se deduce también que la
interpretación dada a este principio sigue siendo hoy, lo mismo que en su origen, simplemente
negativa.
897
ción constitucional estará combinada de tal modo que ningún órgano del Estado
pueda poseer por sí solo la soberanía. En este sentido se ha podido decir que, al
trasladar la soberanía del monarca a la nación, la Revolución la destruyó
(Berthélemy, Revue du droit public, 1904, p. 212). Por otra parte, al ser impersonal
la soberanía, nadie puede tener derecho individual a ejercerla. En este sentido,
Duguit (Traite, 2 ed., vol. I, p. 436) resume con mucha exactitud el alcance del
sistema fundado por la Constituyente cuando dice: "En la doctrina de la soberanía
nacional, es la persona colectiva la que posee la soberanía, y los ciudadanos
considerados individualmente no tienen la más pequeña parcela de ella; no tienen,
pues, ningún derecho a participar en el ejercicio de la soberanía. La única
consecuencia que deriva del principio de la soberanía nacional es la necesidad de
hallar el mejor sistema para encontrar la voluntad nacional".
333. B. Hasta ahora, el principio de la soberanía nacional se ha presentado
como teniendo solamente un significado negativo. Al situar a la soberanía en la
universalidad nacional, los fundadores del derecho público francés la convirtieron
en anónima e intangible; al declararla indivisible, la sustrajeron a toda posibilidad
de apropiación. Pero algunos autores no se contentaron con señalar este carácter
negativo del principio, sino que pretenden, además, que es un principio
desprovisto de eficacia práctica y, por consiguiente, de valor jurídico. Unos sólo
quieren ver en ella un "concepto de orden exclusivamente político" (Michoud, op.
cit., vol. I, p. 287). Otros le niegan toda utilidad seria. Tal es especialmente la
opinión de Duguit: "Este célebre principio no es sino un engaño, una ficción, que
carece de valor real" (UÉtat, vol. I, p. 251). Más aún: "El principio de la soberanía
nacional es no sólo indemostrable e indemostrado, sino también inútil" (Traite, 2
ed., vol. I, p. 435). Para probar su inutilidad se apoyaron, particularmente, en el
hecho de que este principio no implica, dícese, ninguna forma determinada de
gobierno, sino que puede conciliarse con todas las formas gubernamentales,
democracia, aristocracia o monarquía.12
Por lo que se refiere a la democracia, se admite generalmente, como cosa
evidente, que puede conciliarse con la idea de soberanía nacional. Se ha
discutido, por el contrario, en cuanto a las otras dos formas de gobierno13 (ver
sobre este punto: Esmein, Éléments, 7 ed., vol. I, pp.
343
12
Es lo que afirma especialmente Duguit, L'État, vol. n, p. 59: "El Estado fundado en el principio de
la nación como persona soberana puede ser lógicamente, sin embargo, monárquico o aristocrático"
(Michoud, op. cit.. vol. H, p. 56).
13
Es sabido que Rousseau no dudó en admitir la posibilidad de una combinación de la monarquía
con su sistema de soberanía popular. Pero, como lo hace notar Esmein (Éléments,
898
ción constitucional estará combinada de tal modo que ningún órgano del Estado
pueda poseer por sí solo la soberanía. En este sentido se ha podido decir que, al
trasladar la soberanía del monarca a la nación, la Revolución la destruyó
(Berthélemy, Revue du droit public, 1904, p. 212). Por otra parte, al ser impersonal
la soberanía, nadie puede tener derecho individual a ejercerla. En este sentido,
Duguit (Traite, 2 ed., vol. I, p. 436) resume con mucha exactitud el alcance del
sistema fundado por la Constituyente cuando dice: "En la doctrina de la soberanía
nacional, es la persona colectiva la que posee la soberanía, y los ciudadanos
considerados individualmente no tienen la más pequeña parcela de ella; no tienen,
pues, ningún derecho a participar en el ejercicio de la soberanía. La única
consecuencia que deriva del principio de la soberanía nacional es la necesidad de
hallar el mejor sistema para encontrar la voluntad nacional".
333. B. Hasta ahora, el principio de la soberanía nacional se ha presentado
como teniendo solamente un significado negativo. Al situar a la soberanía en la
universalidad nacional, los fundadores del derecho público francés la convirtieron
en anónima e intangible; al declararla indivisible, la sustrajeron a toda posibilidad
de apropiación. Pero algunos autores no se contentaron con señalar este carácter
negativo del principio, sino que pretenden, además, que es un principio
desprovisto de eficacia práctica y, por consiguiente, de valor jurídico. Unos sólo
quieren ver en ella un "concepto de orden exclusivamente político" (Michoud, op.
cu., vol. I, p. 287). Otros le niegan toda utilidad seria. Tal es especialmente la
opinión de Duguit: "Este célebre principio no es sino un engaño, una ficción, que
carece de valor real" (L'État, vol. I, p. 251). Más aún: "El principio de la soberanía
nacional es no sólo indemostrable e indemostrado, sino también inútil" (Traite, 2
ed., vol. i, p. 435). Para probar su inutilidad se apoyaron, particularmente, en el
hecho de que este principio no implica, dícese, ninguna forma determinada de
gobierno, sino que puede conciliarse con todas las formas gubernamentales,
democracia, aristocracia o monarquía.12
Por lo que se refiere a la democracia, se admite generalmente, como cosa
evidente, que puede conciliarse con la idea de soberanía nacional. Se ha
discutido, por el contrario, en cuanto a las otras dos formas de gobierno13 (ver
sobre este punto: Esmein, Éléments, 7 ed., vol. I, pp.
344
12
Es lo que afirma especialmente Duguit, L'État, vol. II, p. 59: "El Estado fundado en el principio de
la nación como persona soberana puede ser lógicamente, sin embargo, monárquico o aristocrático"
(Michoud, op. cit.. vol. u, p. 56).
13
Es sabido que Rousseau no dudó en admitir la posibilidad de una combinación de la monarquía
con su sistema de soberanía popular. Pero, como lo hace notar Esmein (Éléments,
899
300 55.; Duguit, Traite, P ed., vol. i, pp. 397 ss., y L'État, vol. u, pp. 257 ss.).
No obstante, lo que hay que observar es que, de hecho, el principio de la
soberanía de la nación no ha sido considerado, desde 1789, como implicando o
excluyendo una forma determinada de gobierno. Así, es digno de observarse que
los mismos fundadores del principio, en la Constitución de 1791, admitieron la
realeza, como perfectamente compatible con su concepto de la soberanía.
Igualmente, la Carta de 1830 establecía la monarquía sobre la base de la
soberanía nacional. Asimismo, se ha podido sostener con razón que la
organización gubernamental creada por las Constituciones de 1791 y del año ni
presentaba, en amplio grado, un carácter aristocrático, pues en el régimen
electoral instituido en dicha época el nombramiento de los diputados quedaba
reservado a los possedores de la propiedad inmueble. Lo mismo ocurrió con la
Carta de 1830, que combinaba con el principio de la soberanía de la nación, una
Cámara de los pares reclutada en las clases altas del país y, para la elección de
los diputados, un régimen de censo, según el cual el electorado sólo pertenecía a
las clases adineradas (Duguit, UÉtat, vol. n, pp. 59-60). En resumen, se puede
decir que, desde 1789, las formas de gobierno más diversas han podido
sucederse en Francia, desde la monarquía hasta la república democrática, sin
contar el Imperio, y todas ellas en nombre y al cobijo de la soberanía nacional.
Esto demuestra, pues, que la soberanía nacional autoriza todos los regímenes
gubernamentales. En estas condiciones, se ha afirmado que este principio carece
de alcance práctico y no constituye sino una pura fórmula verbal, a la que no hay
que conceder ningún valor jurídico.
334. Esta afirmación es totalmente exagerada. Indudablemente sería un
error el creer que la soberanía nacional implica necesariamente, como suponen
ciertos autores, la república democrática y el gobierno directo por el pueblo (ver n°
338, infra). Pero, si el principio no tiene esta significación absoluta, sería un error
decir, en sentido inverso, que no produce efectos jurídicos. Importa precisar aquí
su alcance real.
Ante todo hay que ponerse en guardia contra la doctrina tradicional que
reduce las formas gubernamentales a los tres tipos clásicos: monar-
345
7 ed., vol. I, p. 302; cf. Duguit, Traite, 1 ed., vol. I, p. 3991. ello se explica naturalmente por la
distinción que en el Contrato social se establece entre la soberanía y el gobierno. La soberanía, o
sea el poder legislativo, sólo pertenece al pueblo. Lo que puede ser monárquico o también
aristocrático es únicamente el gobierno, que sólo tiene un papel ejecutivo. Desde el momento en
que la soberanía legislativa se reserva al pueblo, nada se opone, según Rousseau, a que el poder
ejecutivo quede delegado en un monarca. Existirá así una combinación entre soberanía popular y
gobierno monárquico. Por lo demás, Rousseau señala que semejante monarquía, en el fondo, no
es más que una república: ''Para ser legítimo, es necesario que el gobierno no se confunda con el
soberano, sino que sea ministro de éste: entonces la monarquía misma es república" (Contrat
social, lib. II. cap. VI. II.).
900
14
Esto no significa que la potestad del monarca carezca de límites. Puede quedar limitada bien sea
por la necesidad constitucional de observar ciertas formas para ciertos actos, o bien por el hecho
de que, según la Constitución, el monarca sólo puede ejercer algunos de sus derechos, por
ejemplo su poder legislativo, mediante el concurso y el asentimiento previo de ciertos órganos más
o menos independientes de él. Esto tampoco significa que el monarca habrá de ejercer
efectivamente todos los poderes. En el derecho monárquico moderno, ya no es él quien administra
justicia, y hasta los funcionarios administrativos, para numerosos asuntos, tienen una competencia
que, al corresponderías de manera especial según las leyes vigentes, excluyen la posibilidad, para
el monarca, de substituirse a ellos y decidir en su lugar. La monarquía, por lo tanto, puede ser
limitada, sin dejar por ello de ser una monarquía verdadera. Pero no será una monarquía sino
mientras se presente el monarca como titular supremo y común de todos los poderes
comprendidos en la potestad del Estado.
15
Montesquieu desconoció la verdadera naturaleza de la monarquía al no conceder al monarca, en
principio, sino una potestad simplemente igual y yuxtapuesta a las otras dos, la legislativa y la
judicial, y hasta una potestad que tiene carácter subalterno en cuanto sólo consiste en la ejecución-
de las leyes (Esprit des lois, lib. XI. cap. VI).
16
Contrariamente a la doctrina, tradicional y oficial, que caracterizaba a la monarquía diciendo que
el monarca, en principio, concentra en sí toda la potestad del Estado (ver especialmente a G.
Meyer, op. cit., 7* ed., pp. 272 ss., así como las Constituciones alemanas y los autores citados en
este mismo lugar, nn. 8 y 9; cf. .Toseph Barthélemy, "Les théories royalistes dans la doctrine
allemande contemporaine", Revue du droit public, 1905, pp. 729 ss.), Jellinek, preocupado por
conciliar el concepto de monarquía con las ideas y los hechos constitucionales de la época
moderna, declara (op. cit., ed. francesa, vol. n, pp. 401, 412 ss., ver también pp.
901
234 ss.) que hoy día no es exacto definir al monarca como titular de la potestad total del Estado. La
fórmula según la cual el rey concentra en su persona todos los poderes era cierta en otro tiempo,
en la época de la monarquía absoluta. Puede servir todavía para explicar las Constituciones
otorgadas, por las cuales los monarcas alemanes limitaron antes su propia potestad, pues es cierto
que en la época en que se realizó ese otorgamiento el rey poseía aún, por sí solo, toda la potestad
estatal, de la cual, mediante esas Constituciones, trasladó una parte a órganos distintos de él Pero
esta fórmula ya no concuerda con el sistema contemporáneo de la monarquía constitucional.
Según Jellinek. ya no se puede decir actualmente que toda la potestad estatal reside en el rey, sino
que la verdad es únicamente que el monarca constituye "el más alto poder" en el Estado (loe. cit.,
p. 416) y que es "el punto de partida"' y el "centro" de unidad de todos los poderes (p. 420) ; y esto,
no ya en el sentido de que participa efectivamente en todas las funciones ípp. 413-414), o de que
todos los órganos quedan necesariamente dentro de su subordinación (p. 421), sino en el de que
depende de él la aplicación de la actividad de todos los demás órganos del Estado. Y de esto, de
esta situación suprema del monarca resulta también la regla —que constituye el más importante de
los signos distintivos de la monarquía y es la condición esencial fuera de la cual ninguna
monarquía puede realizarse (pp. 422 55.)— de que ningún cambio puede introducirse en la
organización constitucional del Estado sin la intervención y la voluntad del monarca. Tanto una
como otra de estas dos doctrinas opuestas, suscitan críticas. Por una parte, la definición que de la
monarquía siguieron G. Meyer y consortes, es demasiado absoluta. Lo que era verdad en la época
del otorgamiento de las Constituciones que fundaron la monarquía limitada, ya no lo es bajo el
imperio de estas Constituciones otorgadas. El principio de que el rey es titular primordial de toda la
potestad del Estado, bien puede ser la expresión de una verdad histórica, pero ya no se conforma
o
con la realidad actual. Por ejemplo, se ha visto anteriormente (n 134) que las Cámaras poseen
conjuntamente con el rey la potestad legislativa, y es cierto que ejercen sus derechos de
participación en la formación de las leyes como un poder que les pertenece en propiedad, y no
como un poder que pertenezca al rey. Indudablemente, este poder les ha sido concedido
antiguamente por la voluntad constituyente del monarca, y en este sentido tiene su origen en una
concesión consentida por éste; pero en la actualidad ya no puede decirse que se funde en la
voluntad real, sino que se funda puramente en la Constitución, considerada como ley del Estado
(cf. n. 14, p. 855, supra). He aquí, pues, toda una porción, y considerable, de la potestad estatal,
que ha dejado de pertenecer al rey. Y es notable sobre todo que las Cámaras alemanas poseyeran
en análogas condiciones una parte de la potestad constituyente misma, ya que, en los Estados
alemanes, las leyes de revisión sólo podían recibir la sanción real después de haber sido
aprobadas por las asambleas legislativas. Pero, si bien es demasiado absoluto pretender que toda
la potestad del Estado reside en el rey, por otra parte es insuficiente decir con Jellinek que la
monarquía se caracteriza por el hecho de que el monarca promueve la actividad de todos los
órganos estatales. No sólo carece de precisión este criterio (sobre este punto ver Duguit, L'État,
vol. n, pp. 264 ss.), sino que además sólo permite darse cuenta con mucha imperfección del
verdadero papel que el monarca desempeña en el Estado y del verdadero sitio que ocupa en el
conjunto de la organización estatal. El rasgo esencial de la monarquía, la característica más
importante de esta forma de Estado es que el monarca es jurídicamente el centro de la unidad y de
la potestad estatales, en primer lugar por cuanto participa en todos los poderes, y sobre todo por
cuanto es el órgano supremo del Estado en todas las ramas de la potestad de éste. Tal es la idea
primordial a la
902
llinek, op. cu., ed. francesa, vol. II, pp. 422 ss.). He aquí el punto capital; luego, por
razón de su potestad constituyente, es el autor de todos los poderes, incluso del
suyo propio. Y aquí se puede observar en seguida que, en la supuesta monarquía
que estableció la Constitución de 1791, la potestad constituyente no le
correspondía al monarca. Desde 1789, no hubo, en Francia, sino una sola
Constitución que se fundara directamente en la potestad del monarca: fue la Carta
otorgada de 1814.17 Pero, precisamente, la Carta de 1814 se mantuvo fuera del
principio de la soberanía nacional; y es importante señalar este punto.
Las mismas observaciones deben hacerse en cuanto a la democracia. Aquí,
el soberano es el pueblo, considerado en sus miembros individuales. El pueblo es,
en ella, lo que el monarca en la monarquía. En la democracia propiamente dicha,
el pueblo es el centro y el origen de todos los poderes. Por ejemplo, hace él
mismo sus leyes, o —lo que es jurídicamente idéntico— las perfecciona al
ratificarlas (cf. n. 15 del n" 136, supra). La justicia se administra en su nombre. Los
agentes administrativos se limitan a ejecutar sus decisiones soberanas. Y sobre
todo, él hace la Constitución. ¿Es esto soberanía nacional? No: es más que
soberanía nacional: es soberanía del pueblo. El soberano, aquí, ya no es la nación
como persona abstracta, sino la masa de ciudadanos, considerados éstos como
poseyendo cada uno el derecho primitivo de concurrir personalmente a la
formación de la voluntad soberana.
Los fundadores del moderno derecho público de Francia, en la Constitución
de 1791, consagraron la soberanía de la nación, conservando al mismo tiempo la
realeza. Y sin embargo —como se verá después—, no instituyeron una verdadera
monarquía, así como tampoco la democracia
348
que hay que adherirse para definir la monarquía, incluso la monarquía limitada. En la monarquía
limitada tal vez no exista ninguna esfera de la actividad estatal en la cual el jefe del Estado pueda
hacerlo todo por su sola voluntad, pero no existe tampoco ninguna en la que su voluntad no
aparezca como la voluntad más alta que existe en el Estado. En esta cualidad de órgano supremo
el rey es llamado a dar a la ley su última perfección mediante la sanción (n" 135, supra).
Igualmente, si en el orden administrativo no puede substituir su competencia a la que
especialmente se atribuye a los funcionarios por las leyes vigentes, por lo menos él es quien dirige,
en virtud de su potestad jerárquica, la actividad de los administradores, así como también vigila y
controla sus actos con el mismo carácter. Incluso en el orden jurisdiccional, si bien no puede
intervenir en persona en el ejercicio de la función de juzgar, al menos la justicia se administra en su
nombre y por jueces que necesariamente obtienen su nombramiento del mismo monarca a título
de delegación (ver re. 15, p. 856, supra). Finalmente, y siempre por la misma razón, de él depende,
en último recurso, la perfección de toda revisión constitucional.
En todos estos aspectos aparece el monarca como la autoridad más alta en la cual, y por la cual,
se realiza la unidad de potestad y de voluntad del Estado en el grado supremo (cf. n' 311, supra).
17
Ver en este sentido el preámbulo de la Carta, que recuerda que "la autoridad por entero reside
en Francia en la persona del rey", y funda la concesión de dicha Carta en "el libre ejercicio de
nuestra autoridad real".
903
18
Por este motivo, la postura constitucional de las Cámaras federales suizas es muy diferente de la
que corresponde a las Cámaras francesas. Mientras que en Francia las asambleas se han
caracterizado desde 1789 como "representantes" de la nación soberana, en el sentido de hallarse
capacitadas para querer, de un modo completo, en nombre y por cuenta de la nación (ver núms.
363 ss., infra), en Suiza, por el contrario, la Asamblea federal se presenta bajo un aspecto muy
diferente, que se desprende del solo hecho de que esta Asamblea se caracteriza en la Constitución
federal (ver el título del cap. n) como siendo solamente una de las "autoridades" (Behorden) de la
Confederación; es la autoridad más alta, indudablemente, pero sin embargo una simple autoridad;
y este calificativo, que la Constitución aplica indistintamente a la Asamblea federal y al Consejo
federal, tiene por objeto señalar que las Cámaras federales, incluso desde el punto de vista
legislativo, sólo poseen una simple función subalterna y no un poder soberano, puesto que su
actividad legislativa sólo se ejerce bajo la reserva de los derechos superiores del cuerpo de
ciudadanos activos, el cual —en cierto sentido (cf. supra, pp. 364 ss.)— es el único órgano de
legislación propiamente dicho, ya que sólo él posee, en el ejercicio de su competencia legislativa,
el poder de querer de un modo absoluto en nombre
904
del soberano. En el fondo, la diferencia entre el Parlamento francés, que quiere por la nación, y la
Asamblea federal suiza, que según la Constitución sólo es una simple autoridad, corresponde a la
oposición establecida por los constituyentes franceses de 1791 ( ver núms. 364 ss., infra) entre el
"representante" y el "funcionario". Esta diferencia proviene del hecho de que, en una democracia
pura, la Constitución sólo puede conferir a las autoridades constituidas poderes para tratar los
asuntos (Gescháftsfiíhrung) bajo el control y con la reserva de la decisión del pueblo, o sea
poderes, no ya de voluntad soberana, sino de los cuales podría decirse que constituyen
únicamente facultades de gestión y de administración (cf. a este respecto la n. 66, p. 831, supra).
En apoyo de estas observaciones, Jellinek (Allg. Staatslehre, 3S ed., p. 727 n.) señala el hecho de
que la aplicación del art. 117 de la Constitución suiza (cf. la ley federal de 9 de diciembre de 1850
sobre la responsabilidad de las autoridades y funcionarios de la Confederación), que consagra el
principio de la responsabilidad de los funcionarios, se extiende a los miembros de ambas Cámaras
federales. Todo ello porque, en una democracia como Suiza, no existe nadie, fuera del pueblo
actuando por su cuerpo de ciudadanos, que pueda aspirar a ejercer un poder de naturaleza
soberana.
19
En suma, la monarquía y la democracia no sólo son, como se dice de ordinario, formas de
gobierno, sino más bien formas y maneras de ser del Estado mismo; formas que reaccionan hasta
sobre la definición que deba darse del Estado. Esta definición, en efecto, no es ni con mucho la
misma en un Estado monárquico o democrático que en el Estado fundado en el principio de la
soberanía nacional. El concepto francés según el cual el Estado es la personificación jurídica de la
nación no puede concillarse con las instituciones monárquicas, que hacen que. en los países de
monarquía, el Estado encuentre en la persona o en la potestad del príncipe el punto culminante y
esencial de la organización que perfecciona su existencia. En estos países el Estado aparece
como un organismo que existe por encima y fuera de la nación. Así es como, en sus definiciones
monárquicas del Estado, los autores alemanes hacían resaltar, como elemento esencial de éste,
no ya la nación que halla en él su unidad, sino esta unidad misma, unidad a la cual se encuentra
reducida la nación por su organización monárquica y que se realiza en el rey. Esto venía a ser
como decir que la dominación ejercida por el monarca es lo que hace el Estado. Por consiguiente,
éste casi se confunde con el monarca; por lo menos, se funda en él. Igualmente, la democracia,
donde la masa de los ciudadanos reunidos ut singuli constituye el órgano supremo, implica, en el
fondo, que el Estado se resuelve aquí en sus mismos miembros, que se confunde con la totalidad
de sus miembros. ¿No es ésta una de las razones por las cuales repudian los suizos lo que llaman
estatismo? La verdad es, en efecto, que en la democracia integra], el Estado —si aún puede
llamársele así— toma su consistencia exclusivamente de sus miembros individuales: no existe en
él otra voluntad estatal sino la suya, y la unidad estatal no se halla realizada entre ellos sino por la
aplicación de la ley de la mayoría. Así, el Estado monárquico sólo existe por el rey; el Estado
democrático es principalmente una reunión de ciudadanos. Sólo la idea que tiene su expresión en
el principio francés de la soberanía nacional permite delinear totalmente el concepto del Estado
que se afirma como sujeto permanente y distinto, o sea con independencia a la vez de sus
órganos, cualesquiera que éstos sean, y de los individuos que lo componen en cada uno de los
momentos sucesivos de su duración. Aquí aparece el
905
dos personas: la nación por un lado y el Estado por otro. Únicamente admitió, y el
principio de la soberanía nacional lo implica exactamente (ver núms. 4 y 329,
supra), que el Estado no es sino la nación organizada.
En otros términos, el Estado y la nación no son más que un todo; el Estado
y la nación sólo son las dos caras de un mismo ente de derecho; en cuanto
persona, la nación se llama Estado. Trátase de un punto que ha sido
perfectamente reconocido y expresado por Michoud (op. cu., vol. I, p. 287): "El
concepto de soberanía nacional no debe traducirse jurídicamente, como se ha
tratado de hacerlo durante mucho tiempo, en la idea de una nación-persona que
sería distinta de la persona Estado. En efecto, la nación no tiene ninguna
existencia jurídica distinta: el Estado no es sino la nación misma (la colectividad)
jurídicamente organizada; y es imposible comprender cómo podría concebirse
ésta como un sujeto de derecho distinto del Estado".21 Y más adelante (p. 291)
añade este autor, no menos acertadamente: "En el concepto del Estado, tal como
se ha expuesto, la potestad pública se considera como perteneciente a un sujeto
de derecho, que es el Estado, es decir, la colectividad nacional organizada".22
352
21
Cf. Hauriou, La souveraineté nationale, p. 149: "Las teorías que ven en la nación una persona
moral secundaria acoplada al Estado son mal recibidas. La nación organizada, provista de su
gobierno central, no es sino el Estado; el Estado no es sino la personificación de la nación, es
decir, la nación considerada como sujeto de derechos. La nación es el Estado, y el Estado es la
nación." En otra parte de este estudio sobre La souveraineté nationale (pp. 8ssJ, Hauriou pretende
que es necesario establecer una distinción rigurosa entre la soberanía nacional, que es, dice, "la
fuerza del organismo nacional", y la soberanía del Estado, que es "un derecho de dominación" de
la persona estatal: y funda esta distinción en la consideración de que la organización constitucional
de la nación es anterior a la personalidad jurídica del Estado, siendo ésta el resultado de aquélla.
Pero más adelante (pp. 149-150), Hauriou conviene en que "el punto de vista de la soberanía
nacional" sólo se aplica a la formación de la soberanía, y que una vez constituida esta soberanía,
sólo subsiste "el punto de vista de la soberanía del Estado", no pudiendo ya la nación y el Estado,
desde ese momento, quedar separados uno de otro. Ahora bien, la teoría jurídica del Estado y la
ciencia del derecho público sólo pueden considerar al Estado una vez constituido, cualesquiera
que fueren los cíícfí que hayan podido preceder a su formación (ver n° 441, infra).
22
Se desprende de esto que, contra la opinión de Duguit (Traite, vol. I, p. 304), no cabe en Frf.ncia
la teoría alemana del Tráger. Según esta teoría, que ha sido sostenida principalmente por G.
Meyer (op. cit., 7* ed., pp. 19 ss., 272) y por Rehm (Allg. Staatslehre, pp. 176 ss.) V que parece
admitida también por Laband —éste último dice que los príncipes alemanes y los senados de las
ciudades libres son tanquam unum corpus, el Tráger de la soberanía del Imperio (Droit public de
l'Empire Allemand. ed. francesa, vol. i, p. 163; Reichsstaatsrecht, 1907, p. 56—. el Tráger es la o
las personas físicas a las que corresponde en propiedad la potestad del Estado. Para justificar esta
teoría del Tráger, alegan sus defensores que en ciertas formas de gobierno el titular primario de la
potestad estatal es distinto de los órganos del Estado encargados del ejercicio de esta potestad.
Por ejemplo, se ha dicho, en el sistema de la soberanía nacional el Tráger de la potestad del
Estado es la nación, mientras que los órganos efectivo? son el jefe del Ejecutivo, el Consejo de
Ministros y las Cámaras.
907
Esta teoría ha sido combatida, en último lugar, incluso en Alemania, especialmente por Jellinek
(loe. cu., vol. n, pp. 237 ss.; ver también las críticas que contra ella dirige Duguit, L'État, vol. II, pp.
238 ss.). De todos modos, no podría aplicarse, en Francia, a la nación, pues por una parte, siendo
la nación una universalidad extra-individual, no puede desempeñar el papel de Tráger, puesto que
el Trager es uno o varios hombres determinados, o sea una o varias personas físicas. Y por otra
parte, según el concepto francés de la soberanía nacional, la nación es más que un Trager, es el
sujeto mismo de la potestad estatal, por cuanto se identifica con el Estado, siendo éste la
personificación de la nación.
908
ción, existe por el hecho de que la nación misma se halla organizada. Finalmente,
y a consecuencia de estas diferencias iniciales, en el primer sistema el monarca
tiene potestad sobre la nación considerada como elemento subalterno del Estado;
en el segundo, por el contrario, es la nación la que tiene potestad sobre el
monarca considerado como órgano nacional.23
337. No se diga que todo esto es simple metafísica jurídica. Por abstractos
que puedan parecer los conceptos que acabamos de exponer, en efecto,
engendrarán como consecuencia numerosos e importantes resultados prácticos,
que demuestran que el principio de la soberanía nacional presenta un interés que
no es simplemente teórico. Para exponer estos resultados, es conveniente razonar
en primer lugar sobre el caso de la monarquía, tal como se dio en 1789-1791. La
Constituyente no pensó en que el principio de la soberanía de la nación hubiera de
excluir la institución de un monarca hereditario, y mantuvo la realeza en la
Constitución de 1791, Solamente que es una realeza transformada por completo.
Y está transformada porque se ha convertido en una monarquía nacional. El
monarca ya no es sólo, como en la antigua Francia o como recientemente aún en
Prusia, un órgano del Estado, sino un órgano de la nación. Y de aquí las
deducciones siguientes:
a) El rey ya no es el soberano. Sólo la nación, es decir, el cuerpo indivisible
y permanente de los nacionales, tiene la soberanía. Nadie, fuera de ella, puede
llamarse soberano (cf. supra, pp. 95-96 y n° 303; v er también n" 456, infra). Nadie,
ni siquiera el monarca, puede pretender que ejerce el poder en virtud de un
derecho personal ni a título de derecho absoluto.
354
23
La Constituyente lo modificó lodo, por el simple hecho de colocar a la nación entre el rey y el
Estado. El Estado, en este concepto revolucionario, ya no es la expresión de la organización que -
anteriormente tenía su realización en el monarca: sino que es la expresión de la unidad nacional y,
en este sentido, la personificación de la nación. Sin duda el Estado presupone la nación
organizada; pero en el sistema de la soberanía nacional, el monarca no puede ser el órgano
supremo de la voluntad última de quien todo depende. Constituir al rey en órgano supremo sería lo
mismo que encadenar a la nación. Ya no es, pues, el monarca quien perfecciona, por sí solo, la
organización y la unidad estatales de la nación: aquél no es ya sino uno de los elementos parciales
y subordinados de esta organización. Es el órgano de una nación que posee, fuera de él,
elementos de organización, si no totalmente completos, suficientes al menos para asegurar en ella
una unidad orgánica. Particularmente, es órgano de una nación que halla fuera del rey sus
facultades orgánicas para crearse a sí misma su Constitución. En estas condiciones, el monarca ya
no es el órgano esencial en el que se realiza la unidad nacional en grado supremo. Y por
consiguiente, aunque desapareciera la institución monárquica, la nación aún tendría, en el resto de
su organización, recursos suficientes para mantener su unidad orgánica de un modo íntegro. Así
pues, en todos aspectos, aparece que la organización de la nación no queda ligada esencialmente
a la persona y a la voluntad del monarca, sino que, por el contrario, es el monarca el que aparece
como dependiente de una organización nacional superior a sí mismo y como siendo, en este
sentido, un monarca nacional.
909
que el rey había "abdicado" (Esmein, Éléments, 1* ed., vol. I, pp. 303-304).24 f) Por
lo mismo que el principio de la soberanía nacional exige que la nación sea siempre
dueña de cambiar libremente su régimen constitucional, se opone a que la revisión
pueda depender de la voluntad del monarca, bien sea en cuanto a su iniciación o
proposición, bien sea en cuanto a su perfección. Si la revisión estuviera
subordinada al consentimiento del rey, ello supondría una confiscación de la
soberanía nacional, especialmente a causa de que el rey, en realidad, se
convertiría en el propietario inamovible de su título y de su poder, ya que nada
podría afectarlo sin su asentimiento.25 Por esto, la Constitución de 1791, después
de haber admitido implícitamente la posibilidad de las revisiones futuras en cuanto
a la institución de la misma realeza, tenía especial cuidado en especificar (tít. VII,
art. 4) que los decretos mediante los cuales el cuerpo legislativo pudiese emitir un
voto de revisión, no estarían —como lo estaban en dicha época las leyes
ordinarias— sujetos a la sanción real. Con mayor razón, las decisiones de la
asamblea que realiza la revisión habían de quedar sustraídas a la condición de
esa sanción.
338. Por todas estas consecuencias,"6 se ve cuan inexacto es decir que la
soberanía nacional, tal como-se proclamó en 1789, no era sino un principio
teórico, desprovisto de eficacia jurídica. Entre la monarquía pura de antes de
1789, o de 1814, o de la Prusia de ayer, y la realeza nacional fundada en 1791,
existe una diferencia tan profunda que sólo puede expresarse por la conclusión
siguiente: La supuesta monarquía
355
24
¿Es necesario hacer notar, de paso, que este carácter precario y revocable del título de los
gobernantes se lleva a su más alto grado por el régimen parlamentario, en el que la potestad
nacional se ejerce, bien por asambleas elegidas temporalmente, bien por ministros sujetos
continuamente a revocación? Únicamente los funcionarios tienen cierto derecho respecto de su
función, pero ésta sólo implica para ellos una participación de naturaleza subalterna en la potestad
de la nación. Así, el parlamentarismo se relaciona con las ideas y las tendencias que en Francia
inspiraron el principio de la soberanía nacional.
25
Desde este punto de vista sobre todo la monarquía es inconciliable con el concepto de la
soberanía nacional. Incluso en la monarquía limitada de los tiempos modernos, el monarca se
mantiene por encima de la Constitución, ya que ésta, hecha originariamente por él, no puede
modificarse sin su sanción. Desde el momento en que el monarca dispone así de la revisión
constitucional, la nación queda privada de su independencia y ya no cabe llamarla soberana.
28
Se verá más adelante (núms. 455-456) que el principio de la soberanía nacional entraña también
la separación entre el poder constituyente y los poderes constituidos. Ni que decir tiene que este
principio implica asimismo, entre sus consecuencias, el carácter nacional de los órganos del
Estado, en el sentido de que el órgano debe tomarse necesariamente de entre los miembros del
cuerpo nacional. La nación dejaría evidentemente de ser soberana si uno cualquiera de sus
órganos estatales procediera de fuera. Ver sobre este punto lo que se dirá en el n* 375, mira. Ver
también la n. 28 del n° 393 y. en lo que concierne a las repercusiones de la idea de la soberanía
nacional en el sistema de las dos Cámaras, el n' 459, infra. Ver también supra, p. 540).
911
27
Cf. Joseph Barthélemy, Démocratie et politique ¿trangere, p. 2: "Sin llegar —como lo hace
Stendhal— a calificar como democracia toda monarquía que tenga Carta y Cámaras,
consideramos como tal cualquier régimen de representación nacional preponderante: el Reino
Unido es una democracia que tiene un rey a su frente".
912
sea localizada a título permanente en los individuos, así fuesen éstos la totalidad
de los ciudadanos. La organización estatal de la nación debe combinarse de tal
manera que los hombre* que concurren a formar un órgano de voluntad nacional
en ningún caso puedan convertirse en el soberano. Concebida la potestad
soberana como un poder que corresponde a la universalidad ideal del pueblo,
habrá de mantenerse siempre independiente de los miembros individuales de la
comunidad popular. Por eso los ciudadanos, incluso reunidos en su totalidad, no
podrían constituir el órgano supremo del Estado; es necesario que este órgano
esté compuesto por miembros renovables que puedan cambiarse a voluntad de la
Constitución, y no de miembros inamovibles que formaran parte del mismo en
derecho. En esto, el principio de la soberanía nacional excluye a la democracia
propiamente dicha, así como excluye a la monarquía verdadera. Se verá más
adelante (n 361) que los fundadores del principio pronunciaron ellos mismos esta
exclusión: lo mismo arriba que abajo, no quisieron el poder personal.28
En resumen, la Constitución de 1791 no admitió ni la monarquía, ni la
democracia;"" ella misma indica de una manera expresa qué forma 357de gobierno
desea consagrar. En efecto, después de haber establecido en principio que todos
los poderes residen primitivamente en la nación, declara (tít. III, preámbulo, art. 2)
que "la nación no puede ejercerlos sino por delegación). Y este texto añade que,
así, "la Constitución francesa es representativa", lo que significa que la nación
28
Sería inexacto, sin duda, decir que, en la democracia, el ciudadano considerado individualmente
es soberano, puesto que los miembros de la minoría están obligados a doblegarse a las voluntades
de la mayoría. Pero, al menos, el principio esencial de la democracia es que la voluntad general se
determina en ella, como lo demuestra Rousseau, por una suma de votos individuales de los
miembros; en este sentido, la voluntad del pueblo sólo se compone de las voluntades de sus
miembros. Ahora bien, esto es precisamente lo que la Constituyente quiso evitar cuando introdujo
su principio de la soberanía nacional. La idea de la Constituyente fue que en el seno de la nación
existiera una voluntad nacional que no se valúa por un cálculo de mayorías, que no es la resultante
de decisiones individuales contadas una a una, sino que, al permanecer flotante en el conjunto de
la colectividad, debe buscarse, deducirse y formularse por los órganos o los representantes de la
nación. Así pues, mientras que la democracia llama a cada ciudadano para que concurra, al menos
con su voto, a la consulta de la que habrá de salir la expresión de la voluntad general, el principio
de la soberanía nacional, fundado en la idea de la unidad y de la indivisibilidad de la potestad y de
la voluntad nacionales, excluye la necesidad de una consulta individual a todos los ciudadanos y
conduce —según la fórmula de los constituyentes de 1789-1791, fórmula que se opone a la de
Rousseau— a la conclusión de que el cuerpo de ciudadanos no puede tener más voluntad que la
de sus representantes. Asi, se separa claramente de la democracia pura para conducir al régimen
representativo.
29
Puede señalarse, a este propósito, la flexibilidad del régimen político que introdujeron en Francia
los hombres de 1789. Conforme al temperamento y a la idiosincrasia del pueblo francés, el sistema
de la soberanía nacional no implica ni soluciones radicales, ni forma rígida de gobierno, sino que
todo él se reduce a matices y a agudeza de intenciones. Sólo una cosa queda implicada, de un
modo absoluto, en el principio de la soberanía nacional: la igualdad entre los miembros de la
nación, tal como se deduce de los textos de 1789-1791, que repiten que nadie puede adquirir un
poder que no reciba de la nación. Al establecer este principio, los fundadores del derecho público
francés tuvieron por objeto principal inmediato la exclufción de todo acaparamiento de la potestad
soberana por tales o cuales miembros del cuerpo nacional, que así hubieran podido volver a
convertirse en privilegiados y dominadores, contra
913
ejerce sus poderes por medio de sus representantes.30 En otros términos, lo que
fundó la Revolucion 358 lución francesa en virtud del principio de la soberanía
nacional es el régimen representativo, un régimen en el cual la soberanía, al
quedar reservada exclusivamente al ser colectivo y abstracto de la nación, no
puede ejercerse por nadie sino a título de representante nacional. Este es, en
último término, el significado de la soberanía nacional. Nos vemos así llevados a
estudiar una fórmula gubernamental nueva y moderna, diferente de los antiguos
tipos monárquico o democrático,31 fundada directamente en la idea de la
soberanía de la nación: el gobierno representativo. Al abordar este estudio,
saldremos del campo de las teorías ideales que acaban de ser expuestas sobre el
origen primero de la potestad ejercida por los órganos estatales, y entraremos en
el examen del sistema jurídico positivo del órgano del Estado, tal como se ha
formado
riamente a la idea de igualdad; y también esto era muy conforme al gusto y las aspiraciones del
espíritu francés. Por lo demás, puede decirse que, al mismo tiempo que despojaba a la monarquía
de sus antiguos poderes soberanos, la Asamblea nacional de 1789 no instituyó un régimen de
soberanía democrática de los ciudadanos ni una plena soberanía de los elegidos, sino que
concedió el ejercicio de la potestad nacional a una asamblea de diputados que, por su carácter
electivo, dependían de la selección de los ciudadanos, y sin embargo, se negó a hacer depender
directamente las decisiones nacionales de la pura voluntad popular. Seguramente que hoy el
pueblo francés ya no se contentaría con el contenido simplemente negativo y las consecuencias
simplemente igualitarias del principio de la soberanía nacional. Quiere poseer una influencia
positiva sobre la actividad de sus elegidos. Y sin embargo, el régimen constitucional de Francia,
todavía en la actualidad, continúa resintiéndose de las tendencias iniciales que presidieron su
fundación durante la Revolución. Bajo la Constitución de 1875, en efecto, se observa que el órgano
supremo de la nación, de un modo concurrente y complejo, se compone del Parlamento y el
cuerpo electoral, de tal manera que sería difícil decir cuál de estos dos factores es el que ejerce
influencia más considerable sobre la formación de las voluntades nacionales; pues, si bien bajo
ciertos aspectos el Parlamento parece tener la primacía en las decisiones por tomar, también es
indiscutible que las Cámaras quedan sometidas a la influencia singularmente poderosa de la
opinión pública y no pueden expresar la voluntad nacional más que en un sentido conforme a los
deseos del país. En este régimen existe una mezcla de influencias provenientes de fuentes
diversas, por lo que la definición de dicho régimen es difícil de precisar. Sin embargo, existe un
punto cierto, y es que, en el estado de la Constitución francesa, ni los electores, ni los elegidos
pueden considerarse verdaderamente dueños de la voluntad nacional, pues la formación de ésta
no depende exclusivamente de las asambleas parlamentarias ni del cuerpo electoral. Nos vemos
llevados así a reconocer que el principio de la soberanía nacional, en Francia, conserva siempre su
alcance negativo del comienzo: sigue excluyendo todo poder absoluto sobre la potestad de
voluntad de la nación. Al abstenerse así de conferir a nadie una preponderancia formal y dejando
igualmente al Parlamento y al cuerpo electoral la facultad de influenciarse recíprocamente y, a
veces, de reaccionar uno sobre otro, la Constitución de 1875 evitó el establecimiento de una forma
rigurosa de gobierno, orientándose en un sentido francamente democrático, sin llegar hasta
consagra la democracia propiamente dicha. Por este motivo se ha podido decir, al comienzo de
esta nota, que las instituciones políticas de Francia se caracterizan por su verdadera flexibilidad.
Esta flexibilidad, uno de los rasgos principales del derecho público francés, se manifiesta
actualmente también en otras esferas de la Constitución. Ya se vio (siípra, pp. 547 ss.) un notable
ejemplo de ello en lo que se refiere a la delimitación de las competencias respectivas del
Parlamento y el Ejecutivo en materia de reglamentación. De igual modo podría decirse
perfectamente que las leyes constitucionales de 1875 no procedieron a una rigurosa delimitación
de potestad entre el cuerpo de los electores y el de los elegidos; sino que se remitieron más bien,
con respecto a este punto, al pacto político y al sentido de la medida propios del espíritu francés.
30
Esta deducción era obligada, pues desde el momento en que la Constitución de
914
CAPITULO II
GOBIERNO REPRESENTATIVO
§ 1. FUNDAMENTO Y NATURALEZA DEL GOBIERNO
REPRESENTATIVO
339. "En la forma del gobierno representativo se demostró y ejerció la soberanía
nacional en los tiempos modernos", dice Esmein (Éléments, 7 ed., vol. I, p. 402).
Al emitir esta proposición, dicho autor señala claramente la relación que existe
entre'el régimen representativo y el principio de soberanía de la nación. Esta
relación se indica no menos claramente por Duguit (Manuel de droit
constitutionnel, P ed., pp. 274-275; Traite, vol. I, p. 303): "La teoría francesa de los
órganos del Estado se funda, ante todo, en la idea de que los individuos que
forman dichos órganos ejercen derechos de los cuales no son titulares, y que
representan a la persona que es titular de esos derechos. . . El punto de partida de
toda la teoría es el reconocimiento de un elemento que es el soporte de la
soberanía del Estado. Este elemento es la nación." Queda así demostrado que el
régimen representativo tiene su punto de partida en el sistema de la soberanía
nacional, así como, recíprocamente, el concepto de soberanía nacional conduce
esencialmente al gobierno representativo. Los lazos y las relaciones de
dependencia que se establecen entre estas dos instituciones han sido indicados
claramente por la misma Constitución que constituye, todavía actualmente, el
origen primero del derecho público de Francia: la Constitución de 1791. En el
prámbulo de su tít. III en el que se encuentra resumido todo su concepto sobre la
nueva organización de los poderes públicos y cuya importancia, por este mismo
en virtud de su potestad jerárquica, la actividad de los administradores, así como también vigila y
controla sus actos con el mismo carácter. Incluso en el orden jurisdiccional, si bien no puede
intervenir en persona en el ejercicio de la función de juzgar, al menos la justicia se administra en su
nombre y por jueces que necesariamente obtienen su nombramiento del mismo monarca a título
de delegación (ver n. 15, p. 856, supra). Finalmente, y siempre por la misma razón, de él depende,
en último recurso, la perfección de toda revisión constitucional. En todos estos aspectos aparece el
monarca como la autoridad más alta en la cual, y por la cual, se realiza la unidad de potestad y de
voluntad del Estado en el grado supremo (cf. n' 311, supra).
17
Ver en este sentido el preámbulo de la Carta, que recuerda que "la autoridad por entero reside
en Francia en la persona del rey", y funda la concesión de dicha Carta en "el libre ejercicio de
nuestra autoridad real".
18
Por este motivo, la postura constitucional de las Cámaras federales suizas es muy diferente de la
que corresponde a las Cámaras francesas. Mientras que en Francia las asambleas se han
caracterizado desde 1789 como "representantes" de la nación soberana, en el sentido de hallarse
capacitadas para querer, de un modo completo, en nombre y por cuenta de la nación (ver núms.
363 ss., infra), en Suiza, por el contrario, la Asamblea federal se presenta bajo un aspecto muy
diferente, que se desprende del solo hecho de que esta Asamblea se caracteriza en la Constitución
federal (ver el título del cap. n) como siendo solamente una de las "autoridades" (Behórden) de la
Confederación; es la autoridad más alta, indudablemente, pero sin embargo una simple autoridad;
y este calificativo, que la Constitución aplica indistintamente a la Asamblea federal y al Consejo
federal, tiene por objeto señalar que las Cámaras federales, incluso desde el punto de vista
legislativo, sólo poseen una simple función subalterna y no un poder soberano, puesto que su
actividad legislativa sólo se ejerce bajo la reserva de los derechos superiores del cuerpo de
ciudadanos activos, el cual —en cierto sentido (cf. supra, pp. 364 ss.)— es el único órgano de
legislación propiamente dicho, ya que sólo él posee, en el ejercicio de su competencia legislativa,
el poder de querer de un modo absoluto en nombre
916
motivo, es primordial, revela esta Constitución de una manera notable cómo llegó
a hacer surgir, de su principio de la soberanía nacional, el gobierno
representativo.Partió de la idea, establecida por el art. I9, de que la soberanía
reside indivisiblemente en la nación, es decir, en el cuerpo nacional tomado por
entero y considerado como un todo indivisible. No hay que confundir a la nación
así considerada con sus miembros individuales. "El derecho político de Francia —
dice Duguit (L'État, vol. II, p. 24)— se basa por entero en esta fórmula: el pueblo
en su totalidad, realidad personal, distinta de los individuos que lo componen, la
nación-persona, es el titular
917
de la soberanía". La nación es, pues, un todo orgánico, una unidad. Por el hecho
de su organización1 constituye una entidad que se convierte en una persona
jurídica: la persona Estado. En esta colectividad unificada, —no en los nacionales
mismos, y menos aún en la asamblea general de Jos ciudadanos activos— es
donde reside la soberanía. Se deduce de esto que ningún individuo, ninguna
sección del pueblo, puede invocar un derecho propio para ejercer la soberanía
nacional (art. 1 antes citado). El art. 3 de la Declaración de 1789, que ya había
formulado este principio, añadía que cualquier potestad ejercida por individuos
cualesquiera había de emanar "expresamente" de la nación, es decir, debía
haberle sdo conferida por la Constitución nacional. El art. 2 (Constitución de 1791,
tít. m, preámbulo), que se enlaza inmediatamente con este principio, repite que,
puesto que todos los poderes emanan de la nación y de ella sola, estos poderes
sólo pueden ejercerse en virtud de una "delegación".
Delegación de poderes: he aquí también uno de los conceptos
fundamentales introducidos en el derecho público francés por la Constituyente.
Al ser la nación el sujeto primitivo de todos los poderes, delega por su
Constitución, no ya la propiedad, ni el goce propiamente dicho, sino únicamente el
ejercicio (art. 2 antes citado, argumento de la palabra "ejercer") de los mismos, en
los diversos individuos o cuerpos que se convertirán, por su cuenta, en sus
titulares efectivos. Este concepto de delegación se desarrolla en los textos
subsecuentes: art. 3: "El poder legislativo se delega en una Asamblea nacional. .
."; art. 4: "El poder ejecutivo se delega en el rey"; art. 5: "El poder judicial se
delega en jueces. . ." (ver también tít. m, cap. n, sección P, art. I9, cap. III, sección
P, art. 1° y cap. IV, art. 1). Así pues, la potesta d que ejerce cada órgano o grupo
de órganos se basa, según estos textos, en una delegación. Duguit (L'État, vol. n,
p. 20; cf. Esmein, "Deux formes de gouvernement", Revue du droit public, vol. I, p.
15) demuestra que este concepto de delegación ha llegado a ser, después de
1789, la idea clave del derecho público francés, una idea que no cesó de
predominar desde entonces (ver especialmente Constitución de 1848 arts. 18, 20
y 43),2 y que subsiste todavía en la base del derecho positivo actual (Duguit, loe.
cit., p. 24). Michoud (op. cit., vol. r, p. 287) llama a esta teoría de la delegación la
"teoría clásica" francesa. Fue formulada especialmente, ante la Asamblea
constituyente, por Sieyés,
362
1
Esta organización existía y.a antes del 3 de septiembre de 1791, fecha en que se terminó la
nueva Constitución, puesto que ya entonces la nación poseía órganos, entre otros la Asamblea
constituyente.
2
Se encuentra hasta en la Constitución de ]4 de enero de 1852, art. 2"; cf. Constitución del año m,
art. 132 y art. 19 de su Declaración de derechos. Acta adicional de 1815, art. 67.
918
que fue su principal intérprete y defensor (ver n9 452, infra; Dandurand, Le mandat
impératif, pp. 60 ss.).
La idea de la delegación implica como consecuencia la de la representación
nacional. Los delegados de la nación son sus representantes. Así pues, del
principio de que la nación soberana ejerce sus poderes mediante sus delegados,
el citado art. 2 deduce que "la Constitución francesa es representativa".
Así, en el pensamiento de los primeros constituyentes el concepto de
representación derivaba directamente del principio de la soberanía nacional. Del
hecho de que la soberanía corresponda indivisiblemente a la universalidad de los
nacionales, se infiere que ninguno de ellos puede ejercerla tampoco en su propio
nombre, sino únicamente en nombre de la nación. Por último las voluntades que
expresan las personas investidas de la potestad pública no valen como voluntades
propias de estos individuos, sino como la expresión de la voluntad nacional. La
Constitución de 1791, por lo tanto, caracteriza esta situación de los titulares
efectivos del poder soberano, con respecto a la nación, diciendo que son los
representantes de ésta. De aquí, el régimen representativo (cf. n. 23, p. 937, infra).
Se ve así cómo llegaron a la idea de la representación los fundadores del
nuevo derecho público. Se ve también cómo el gobierno representativo fundado
en la soberanía nacional se opone a la monarquía y a la democracia puras. El rey
en la monarquía y los ciudadanos en la democracia no son los delegados del
soberano, sino el soberano mismo. El principio de la soberanía nacional, por el
contrario, pareció implicar, en 1789-1791, que todo titular del poder, en el ejercicio
de sus atributos de potestad, no es sino un delegado o representante de la nación,
única soberana. ¿Serán exactas estas deducciones, que hace resaltar el
preámbulo del tít. II de la Constitución de 1791? La relación que en el sistema de
la soberanía nacional se establece entre la nación y las personas o cuerpos que
poseen su poder ¿será verdaderamente una relación de representación? Antes de
contestar a esta pregunta, hay que empezar por averiguar en qué consiste
exactamente el régimen llamado representativo.
340. En su acepción política, que es también su acepción corriente y vulgar,
el término "régimen representativo" designa, de una manera que ha llegado a ser
hoy tradicional, un sistema constitucional en el que el pueblo se gobierna por
medio de sus elegidos, y ello en oposición, tanto al régimen del despotismo, en el
que el pueblo no tiene ninguna acción sobre sus gobernantes, como al régimen
del gobierno directo, en el que los ciudadanos gobiernan por sí mismos. El
régimen representativo implica, pues, cierta participación de los ciudadanos en la
gestión de la cosa pública, participación que se ejerce bajo la forma y en la medida
del electorado. Este régimen implica además cierta solidaridad o armonía
919
entre elegidos y electores; a los elegidos se les nombra sólo por un tiempo
limitado, y están obligados a volver, en intervalos bastantes cortos, ante sus
electores para hacerse reelegir, lo que, naturalmente, sólo conseguirán si se han
mantenido, durante ese tiempo, de acuerdo con sus electores. Finalmente, el
régimen representativo implica que las asambleas elegidas tendrán una poderosa
influencia en la dirección de los asuntos del país. No sólo hacen las leyes, de las
que depende, entre otras cosas, la acción administrativa, sino que también tienen
la votación del impuesto, lo que coloca a la autoridad gubernamental bajo su
dependencia, y además se hallan directamente asociadas a los actos de gobierno
más importantes, no pudiendo hacerse éstos sino mediante su autorización. Este
conjunto de tendencias e instituciones, liberales, electorales y parlamentarias,
constituye el régimen representativo en el sentido político de la palabra. Pero,
junto a este concepto político, hay que deducir el concepto jurídico de dicho
régimen. Y ésta es una cuestión mucho más delicada. Si la expresión "régimen
representativo" es exacta, la esencia de este régimen es que en él se produce un
fenómeno jurídico de representación. Esta representación es lo que hay que
definir jurídicamente. ¿Qué debe entenderse en derecho público por
representación y por representante?
341. Si, como lo hizo la Asamblea nacional de 1789, se parte de la idea de
que, en el sistema de la soberanía nacional, los titulares efectivos de los poderes
estatales sólo pueden ejercer su potestad en calidad de representantes
nacionales, parece que el concepto de representación, así fundado, deba
aplicarse a todos los que poseen la potestad pública, y esto cualquiera que sea la
naturaleza de la función o la forma de nombramiento del órgano. En este
concepto, en efecto, las autoridades ejecutivas o judiciales deben considerarse
lógicamente como siendo, en la esfera de sus atribuciones respectivas,
autoridades representativas exactamente como cuerpo legislativo. Este es un
concepto amplio de la representación de derecho público. No obstante, existe un
segundo concepto de la representación, más restringido que el precedente, pero
mucho más extendido, según el cual el nombre de representantes se reserva a los
diputados a las asambleas legislativas que eligen los ciudadanos.3 La idea de
representación se enlaza aquí con la de elección: los diputados al cuerpo
legislativo son considerados como representantes de la nación, por cuanto los
eligen los miembros del cuerpo nacional o, por lo rnenos, por gran número de
ellos. Por el momento y provisionalmente (ver n 363, infra), conviene colocarse en
este punto restrictivo para averiguar cuál es el sentido jurídico y el alcance de la
idea de representación en derecho público. Se ha-
363
3
Este concepto aparece especialmente en la denominación de "Cámara de representantes", dada
por numerosas Constituciones a la asamblea electa de los diputados.
920
4
"Bien mirado todo, no creo que en adelante le sea posible al soberano conservar entre nosotros el
ejercicio de sus derechos, si la ciudad no es muy pequeña" (Control social, lib. III, cap. XV).
922
5
Sólo se trata anteriormente del poder legislativo. En cuanto al ejecutivo, se presta menos aún a la
posibilidad de una representación; resulta esto de la idea que Rousseau se forma de este poder.
Según la doctrina del Contrato social, la soberanía, que no es sino el poder que entraña la voluntad
general, coincide con el poder legislativo, ejercido por el pueblo, y consiste en emitir
prescripciones, generales también en cuanto a su objeto. Después de que el pueblo, haciendo acto
de soberanía, decretó la ley, hay que ejecutar esta ley, es decir, traducirla "en actos particulares"
de aplicación a los hechos. Esta ejecución habrá de ser obra de magistrados o agentes ejecutivos,
que constituirán el "Gobierno". Este no constituye un cuerpo representativo del pueblo. Y ello
porque no realiza acto de soberanía. La soberanía propiamente dicha ha sido agotada con la
confección de la ley; el Gobierno ya no tiene que ejercerla, sino que únicamente realiza una
ejecución subalterna. Con manifiesto error —dice Rousseau (Contrat social, lib. ni, cap. i)— el
Gobierno ha sido "confundido con el soberano, del cual no es sino el ministro". Así pues, el
Gobierno no representa la soberanía del pueblo; sólo es el ministro de esta soberanía. Rousseau
deduce de ello (ibid., lib. III, cap. XVIII) que "los depositarios de la potestad ejecutiva no son los
amos del pueblo, sino sus oficiales: puede establecerlos y destituirlos cuando le plazca; para ellos
sólo se trata de obedecer". Sólo son los empleados del pueblo soberano, los servidores del poder
legislativo y de la voluntad general. Todo esto excluye respecto al Ejecutivo la idea de
representación. La doctrina de Rousseau sobre este punto fue consagrada por la Convención.
Tiene su expresión, especialmente, en la memoria presentada el 10 de junio de 1793 a la
Convención por Hérault de Sácheles, relativa a la Constitución "montañesa". Respecto del Consejo
ejecutivo, del que decía el art. 65 de dicha Constitución que "no podía actuar sino en ejecución de
las leyes y de los decretos del cuerpo legislativo", Hérault de Séchelles declaraba que "el Consejo
no tiene ningún carácter representativo", y la razón que daba de ello es que "no puede
representarse al pueblo en la ejecución de su voluntad" (Moniteur, reimpresión, vol. XVI, p. 616).
6
Por otra parte, tampoco el pueblo dispondría del tiempo necesario para llevar los asuntos del
Estado, añadía Sieyés, quien a este respecto decía, ante la Asamblea constituyente:
923
de estos peligros que presentaría el sistema del gobierno directo, el pueblo será
admitido simplemente para elegir sus representantes, es decir, hombres
esclarecidos, tomados entre lo mejor de los ciudadanos y que posean aptitudes
suficientes para dirigir los asuntos del Estado. Así es como Montesquieu entiende
la representación: "El pueblo es admirable para elegir a aquellos a quienes debe
confiar alguna parte de su autoridad. . . ¿Pero sabrá conducir un asunto, conocer
los lugares, las ocasiones, los momentos, y aprovecharse de ellos? No, no lo
sabrá" (Es'prit des /oís, lib. II, cap. II). "La gran ventaja de los representantes es
que son capaces de discutir los asuntos. El pueblo en modo alguno lo es, lo que
constituye uno de los grandes inconvenientes de la democracia. . . Existía un gran
vicio en la mayor parte de las antiguas repúblicas: era que el pueblo tenía derecho
a tomar en ellas resoluciones activas, que exigían alguna ejecución, cosa de la
cual era totalmente incapaz. El pueblo no debe entrar en el gobierno más que para
elegir sus representantes, lo que está muy a su alcance. . . El cuerpo
representante debe ser elegido para acer leyes. . . Así pues, la potestad legislativa
será confiada al cuerpo que se elegirá para representar al pueblo (ibid., lib. XI,
cap. vi).7 Según Montesquieu, el régimen representativo tiene por efecto, pues,
una selección: en este sentido se ha podido decir que en el fondo es un régimen
aristocrático. El fin de esta selección o designación de capacidades es hacer
aparecer, entre los ciudadanos, a aquellos que sean más dignos de convertirse en
agentes de ejercicio del poder. El procedimiento de designación, por lo demás,
puede variar. En los Estados que practican el régimen de aristocracia nobiliaria, el
criterio de la designación reside en la filiación, haciendo presumir ésta que los
descendientes de familias nobles heredan las cualidades raciales de sus
ascendientes: entonces se entra en
366
"Los pueblos europeos modernos se parecen muy poco a los pueblos antiguos. Entre nosotros sólo
se trata de comercio, de agricultura, de fábricas; el deseo de riquezas transforma a todos los
Estados de Europa en amplios talleres. Por lo tanto, los sistemas políticos de hoy se fundan
exclusivamente en el trabajo. Nos vemos obligados, pues, a no ver, en la mayor parte de los
hombres sino máquinas de trabajo... La gran mayoría de nuestros conciudadanos no tiene
bastante instrucción ni bastante tiempo disponible para querer ocuparse directamente de las leyes
que han de gobernar a Francia. Su parecer es, por lo tanto, nombrar representantes, y puesto que
es el parecer de la mayoría, los hombres esclarecidos deben someterse a él lo mismo que los
demás" (Archives parlementaires, 1" serie, vol. VIII, p. 592. Pero esta explicación de Sieyés, por
cuanto funda el régimen representativo en la carencia de tiempo disponible, o sea en simples
impedimentos materiales, viene a ser, en el fondo, la misma dada por Rousseau.
7 Basta recordar estos cuantos párrafos, muy conocidos, del Espíritu de las leyes para refutar la
opinión de algunos autores (ver por ejemplo Saripolos, La democratie et l'élecrí.^n proportionnelle,
vol. II pp. 16 ss.) que pretendieron que Montesquieu, como Rousseau, funda el gobierno
representativo exclusivamente en una "necesidad material". El mismo Sirinr.Ior, (loe. cit., p. 16 n.)
no tiene más remedio que convenir en que, según los párrafos antes citados, el régimen
representativo es presentado por Montesquieu como "teniendo valor propio" y distinguiéndose así
esencialmente del gobierno directo.
924
en la gran masa del público y en los medios políticos, la relación que se establece
entre electores y elegidos es una relación de naturaleza contractual, análoga a la
que resulta del contrato civil de mandato.8 Así pues, la elección del representante
se trata como una operación de mandato; se considera al elector como mandante
y al elegido como mandatario. Más exactamente, la idea esencial que se halla en
este punto de vista es que la elección constituye una transmisión de poderes de
los electores a sus elegidos. Y, en efecto, la misma palabra "mandato" implica que
el representante ejerce su función como encargado de representar, es decir, en
virtud de una delegación o comisión que le ha sido dada por los electores-
mandantes. En realidad, este concepto procede directamente de las ideas
emitidas por Rousseau acerca de la soberanía. He aquí, en efecto, cómo se
razona para construir la teoría del mandato electivo. Se admite, como punto de
partida, que la soberanía reside en el pueblo. En el momento de la elección el
pueblo es representado por el cuerpo de los electores; y
367
8
En la literatura jurídica, la teoría del mandato representativo, por el contrario, es generalmente
rechazada. No obstante, en estos últimos tiempos encontró un defensor en Duguit, el cual, sin
llegar hasta declararla fundada, pretende al menos que es la teoría consagrada por el derecho
público francés. "El gobierno representativo, tal como se entendía en 1789-1791, tal como nuestras
posteriores Constituciones lo aceptaron y organizaron, se funda evidentemente, en derecho
positivo, en una idea de mandato" (L'État, vol. n, p. 173; cf. pp. 172-182, y, respecto a la crítica de
este concepto del derecho positivo francés, pp. 190 ssj. En su Traite (vol. I, pp. 30355., 337 ss.)
repite este autor: "En la teoría de 1789-1791, que es todavía la de nuestro derecho constitucional,
importa hacerlo notar, existe verdaderamente un mandato...: el Parlamento es el mandatario
representativo de la nación" (p. 338). Indudablemente, reconoce Duguit que el sistema del derecho
positivo francés excluye la posibilidad de admitir la existencia de un mandato en las relaciones
particulares entre cada elegido y su colegio especial de electores. Pero, al menos, sostiene que
este sistema se funda esencialmente en la idea de un mandato dado por la nación, como unidad
indivisible, al Parlamento, como cuerpo unificado. Y añade que "la palabra mandato es adecuada a
la nueva institución del régimen representativo". Finalmente, especifica que este mandato se
origina en el momento y por efecto de la elección: "El diputado no recibe un mandato de la
circunscripción que lo nombra, pero el Parlamento sí adquiere su derecho de la nación que lo elige.
La asamblea, por el hecho de la elección, adquiere el derecho de querer por la nación" (L'État, vol.
II, p. 174; Traite, vol. I, p. 338). Duguit se encuentra enteramente dentro de la realidad, si desea
expresar que los constituyentes de 1789-1791 presentaron su régimen representativo como un
sistema de delegación y de mandato: la importancia concedida por la Constitución de 1791 a esta
idea de delegación ya fue señalada anteriormente (p. 915). Sin embargo, y cualesquiera que hayan
sido los términos empleados en esta materia por los fundadores del derecho público francés, se
verá más adelante (núms. 377-378) que en realidad el concepto de mandato representativo no era
de ningún modo "adecuado" a la organización estatal creada en 1791: en las relaciones de la
nación con el Parlamento considerado corporativamente no lo era mucho más que en las
relaciones de cada elegido con sus respectivos electores. Y de todos modos, se demostrará (ver n
382) que no puede ser en el momento de la elección, sino únicamente en el instante en que se
crea la Constitución, cuando el supuesto mandato representativo se confiere por la nación al
cuerpo de los diputados.
926
9
Se encuentra una teoría del mismo género en Duguit (Traite, vol. i, pp. 303 y 327) : "El cuerpo de
ciudadanos, llamado frecuentemente cuerpo electoral, puede ser más o menos extenso,
comprender todos los individuos capaces de expresar conscientemente su voluntad o no
comprender sino cierto número de individuos considerados como especialmente competentes,
pero tiene siempre el mismo carácter. No es, en realidad, un órgano del Estado; ni siquiera es un
órgano de la nación: es la nación misma, en cuanto expresa su voluntad". No es explicable que
Duguit pueda decir que, en el régimen representativo francés, el cuerpo de electores se confunde
con la nación, cuando de hecho sólo comprende la cuarta parte de los miembros de ésta. Tampoco
es explicable que en estas condiciones pueda considerar en este cuerpo electoral otra cosa que no
sea un órgano estatal o nacional. Por lo demás, el mismo Duguit no parece estar muy seguro de la
exactitud de su punto de vista, y su doctrina a este respecto carece de firmeza, pues en el mismo
lugar (pp. 303-304) declara que el cuerpo de ciudadanos electores debe considerarse, en Francia,
como "el órgano directo supremo".
10
Toda esta teoría del mandato electivo queda viciada por una contradicción manifiesta. Se parte
de la idea de la soberanía popular tal como ésta fue expresada por Rousseau, y se llega al
régimen representativo pasando por esta otra idea de que, en las elecciones, el pueblo trasmite a
los elegidos su poder soberano. Esto es tanto como olvidar que la soberanía es inalienable, y si se
encuentra en el pueblo, no puede salir de él. Rousseau era más lógico: desde el momento en que,
en principio, había afirmado la soberanía del pueblo, concluía que nadie puede colocarse en su
lugar ni pretender representarlo soberanamente.
927
los electores y sus elegidos. Y sin embargo, esta teoría debe rechazarse
totalmente. Sin hablar de sus graves inconvenientes políticos, ocasionados por el
hecho de que implica una subordinación ilimitada del elegido a sus electores, y
colocándose puramente en el terreno propio de la ciencia del derecho, se observa
que, desde el punto de vista jurídico, suscita objeciones perentorias. Estas
objeciones provienen del hecho de que en el supuesto mandato legislativo no se
encuentra ninguno de los elementos constitutivos del mandato ordinario, así como
ninguno de sus caracteres específicos. En cuanto se entra en el examen de la
relación que se establece entre electores y elegidos, no hay más remedio que
señalar, en efecto, cuatro diferencias primordiales entre la situación del diputado y
la de un mandatario, diferencias que han sido señaladas especialmente por
Orlando ("Du fondement juridique de la représentation politique", Revue du droit
public, vol. m, pp. 9 ss.).
345. a) Ante todo, para que pueda considerarse al diputado como un
mandatario, sería necesario que representara exclusivamente al colegio electoral
que lo nombró. Un mandato, como en principio todo acuerdo contractual, sólo
puede producir efectos entre las partes que intervinieron en el contrato y que
trataron juntas. Así ocurría en la antigua Francia: el diputado, simple mandatario
de la bailía, sólo representaba en los Estados generales la bailía que delegaba en
él. Desde 1789, por el contrario, las Constituciones francesas formulan en principio
de modo expreso que cada diputado no representa a su circunscripción electoral,
sino a la nación entera. ¿Cómo explicar esto mediante la idea del mandato? 11 El
diputado moderno, lo mismo que el diputado del antiguo ré-
369
11
La idea de mandato, en las relaciones entre el elegido y sus electores, no puede construirse,
porque el colegio electoral, según el derecho público francés, no constituye una persona jurídica,
capaz de contratar, sino que sólo constituye jurídicamente una agrupación de ciudadanos.
Tampoco puede decirse que el elegido, incluso cuando es miembro del grupo que lo ha hecho
diputado, sea un órgano de este grupo, ni que, por el hecho de esta organización, el grupo
electoral se convierta en persona jurídica, pues, según el principio formalmente formulado por las
Constituciones francesas, los diputados sólo representan a la nación y sólo constituyen un órgano
de ésta. En los Estados federales, por el contrario, por ejemplo en Suiza, podría parecer aceptable
y hasta conveniente considerar a los miembros del Consejo de los Estados, si no como
mandatarios, puesto que se sustraen a cualquier instrucción que los obligue (Constitución suiza,
art. 91), por lo menos como órgano de los Estados particulares. En efecto, éstos son personas
jurídicas reconocidas por la Constitución federal, e incluso como personas, o más exactamente en
su condición de Estados, es como son llamados a enviar diputados a la Cámara de los Estados,
diputados cuyo modo de nombramiento les corresponde, además, fijar por sí mismos. Parece así
que la Cámara de los Estados sea una reunión de los órganos particulares que allí han constituido
los Estados confederados. Indudablemente, esta asamblea, en su conjunto, es también órgano del
Estado federal, pero se podría sentir inclinación a caracterizarla como un órgano federal
compuesto de los órganos respectivos de los Estados miembros. Sin embargo, este modo de ver
no puede concillarse con el papel que en el Estado federal es llamada a desempeñar la Cámara de
los Estados. Se ha observado anterior
928
mente (pp. 116 ssj que no sólo esta Cámara, considerada como colegio, es un órgano federal, sino
también que sus miembros individuales no tienen que expresar en ella las voluntades particulares
de los Estados, ni tampoco tienen que hablar o votar en ella en nombre y como órganos
particulares de dichos Estados; también a éstos cabe aplicar la máxima francesa
según la cual los diputados sólo representan a la nación considerada como unidad
indivisible.
Bien es verdad que, por razón de sus lazos especiales con cada uno de los Estados
confederados, los miembros de la Cámara federal de los Estados habrán de ser más o menos
influenciados, en el ejercicio de su actividad legislativa o de otra clase, por la comunidad de
opiniones o aspiraciones en que habrán de encontrarse naturalmente con las colectividades
confederadas de las cuales emanan respectivamente. En esto es innegable que las mismas
colectividades, por su derecho propio de nombramiento, adquieren determinada parte de influencia
efectiva en la formación de la voluntad general, tal como esta última habrá de ser elaborada por la
Cámara de los Estados (cf. n. 17, p. 932, infra.). Pero, precisamente, importa observar que la parte
de influencia de los Estados confederados sólo existe jurídicamente en la medida de su poder de
nombramiento, y no llega hasta permitirles constituirse a sí mismos, en el seno de esta Cámara,
órganos propiamente dichos de sus voluntades particulares. Por consiguiente, ni la Cámara de los
Estados como colegio, ni sus miembros componentes considerados en lo individual, pueden
caracterizarse como órganos de los Estados confederados (ver en este sentido, para Suiza,
Burckhardt, Kommentar der schweiz. Verfassung, 2" ed., pp. 725-726). Por ello, estos mismos
Estados no podrían, al menos bajo este aspecto, considerarse como órganos de voluntad del
Estado federal. Sólo funcionan, en lo que se refiere a la Cámara de los Estados, como órganos de
nombramiento de los miembros de esta Asamblea.
12
Se ha tratado de soslayar esta objeción alegando que, según el concepto admitido en 1791, el
diputado nombrado por una sección electoral no sólo era el elegido de esta sección, sino el elegido
de toda la nación. Thouret ya lo había dicho, en la sesión de 11 de agosto de 1791: "Cada una de
las secciones, al elegir inmediatamente, no elige por sí misma, sino que elige por la nación entera".
Y Barnave declara en la misma sesión: "La función de elector no es un derecho, sino que cada uno
la ejerce por todos" (Archives parlementaires, 1 serie, vol. xxix, pp. 356 y 366). Sieyés ya se había
pronunciado en este sentido el 7 de septiembre de 1789: "Un diputado lo es de la nación entera, y
todos los ciudadanos son sus comitentes" (Archives parlementaires, 1* serie, vol. vm, p. 594). Así
pues, cada circunscripción electoral nombra a su diputado en virtud de una comisión nacional; por
consiguiente, el mandato que le confiere debe considerarse jurídicamente como conferido por
Francia entera (ver la n. 20, p. 934, infra). Es la tesis que sostiene aún hoy Duguit (L'Éfat, vol. n,
pp. 173 ss.; Traite, vol. i, pp. 338 ss.): "El diputado no es mandatario de la circunscripción que lo ha
elegido, la cual sólo se constituye ante la imposibilidad material de establecer para el país entero
un solo colegio electoral... El mandato no se da por la circunscripción electoral1, sino por la nación
entera... En derecho, los diputados son representantes del país entero... Un solo mandato es dado
por la nación una e indivisible". Este razonamiento no puede destruir la objeción que antes se
opuso a la teoría del mandato representativo, sino que, por el contrario, la confirma. En efecto,
como dice üuguit, si el diputado no es mandatario de su colegio especial, sólo puede serlo de la
nación considerada en su unidad indivisible. Ahora bien, precisamente la nación así entendida es
incapaz de comunicar su potestad a nadie, ni a los diputados considerados individualmente, ni a la
asamblea de los diputados considerada como corporación. La razón de ello es que, considerada
en su universalidad abstracta, no tiene voluntad que
929
pueda ser representada, ni tampoco potestad que pueda ser objeto de delegación. Como lo
reconocieron los mismos constituyentes de 1791 (ver n* 349, infra), la voluntad y la potestad
nacionales sólo comienzan a existir, para una categoría de actos cualesquiera, a partir del
momento en que la nación queda provista de los órganos competentes para realizar estos actos; la
nación sólo puede querer por medio de sus órganos. La relación que se establece entre la nación y
la asamblea de diputados no es, pues, una relación de representación, y menos aún puede ser una
relación de mandato, pues el cuerpo de diputados no es un mandatario nacional, sino realmente un
órgano nacional. La construcción jurídica propuesta por Duguit no es, pues, aceptable. El error de
esta construcción, propuesta por cierto por otros muchos publicistas, proviene de que se razona
sobre la personalidad de la nación situándose antes de la constitución de sus órganos, como si la
personalidad, la potestad, la voluntad y los derechos estatales de la nación pudiesen existir con
anterioridad a su organización (ver n' 378, infra).
930
13
Esto es por lo menos lo que da a entender Orlando, op. cit., Revue du droit public, vol. III, pp. 12-
13; pero se verá más adelante (n° 359) que este pun to de vista es inexacto, pues hasta en el
sistema del mandato imperativo, la oposición de uno o varios colegios electorales no puede
paralizar la aplicación sin distinción, a todos los ciudadanos, de las leyes o decisiones adoptadas
por la mayoría de la asamblea de diputados. La cuestión de saber si los electores quedan
obligados por los votos de sus elegidos sólo podría formularse en el caso en que la asamblea
electa hubiera desconocido los mandatos conferidos por la mayoría de los colegios electorales.
931
14
Hauriou (Principes de droit public, pp. 438 y 442; ver en otro sentido, 2* ed., pp. 652 y 703)
pretende sin embargo mantener el concepto de un "mandato electivo", pero que, dice, "no contiene
procuración ni verdadera representación", pues "los electores no han trasmitido a su diputado
ningún poder, se han elegido un amo temporal". Hauriou ve en esto una "especie de mandato" de
una naturaleza especial; lo más especial que se encuentra en esta clase de mandato es que ya no
es en modo alguno un mandato, en el sentido esencial de la palabra.
932
15
"Desde el año VIII, el Ejecutivo consideró el nombramiento de los jueces como una de sus
prerrogativas esenciales. Los mismos regímenes republicanos se han guardado de abandonar este
poderoso medio de influencia" (Larnaude, "La séparation des pouvoirs et la justice en France et
aux États-Unis", Revue des idees, 1905, p. 331).
16
No es exacto, pues, decir, como se ha hecho en ocasiones, (ver p. 921, supra) que, en el
sistema del gobierno representativo, la elección sólo es un procedimiento de selección, un medio
de designar a los más capaces. Por lo menos, esta manera de caracterizarla sólo da de ella una
idea incompleta. Si bien el cuerpo de los electores no tiene sobre los elegidos los poderes de un
mandante sobre su mandatario, el régimen electoral no se reduce sin embargo a un simple
régimen de selección, sino que tiene también por objeto proporcionar a los ciudadanos ciertos
medios de acción sobre sus diputados. Sólo que esta acción de los ciudadanos no se manifiesta
sino de un modo indirecto y limitado; resulta únicamente del hecho de que tienen el poder de elegir
a sus diputados y de que éstos tienen que hacerse reelegir periódicamente. Ante la Asamblea
constituyente, ya formulaba Sieyés estas verdades, del modo más preciso, en la sesión de 7 de
septiembre de 1789. A propósito del "grado de influencia" que correspondía a las "asambleas
comitentes sobre los diputados nacionales", distinguía entre "la influencia de los comitentes sobre
las personas" y "la influencia sobre la legislación misma" Sobre las personas, decía, esta influencia
"ha de ser entera"; sobre la legislación, por el contrario, queda excluida (Archives parlementaires,
1* serie, vol. VIH, p. 594). Así marcaba Sieyés la diferencia esencial que separa al régimen
representativo, en el que el pueblo sólo se ocupa de la elección de las personas, siendo llamado
únicamente a elegirlas, y la democracia directa, en la que el pueblo se ocupa de los asuntos
mismos, siendo llamado a tratarlos por su propia voluntad, especialmente creando soberanamente
las leyes.
934
17
Del mismo modo ha de interpretarse la disposición constitucional que, en los Estados federales,
confiere a los Estados confederados el nombramiento de los miembros de la Cámara llamada de
los Estados. La forma de reclutamiento de esta Cámara, combinada con el hecho de que cada
Estado es llamado indistintamente a nombrar el mismo número de sus miembros, permite a los
Estados ejercer en ella cierta influencia sobre la formación de la voluntad general. Es evidente, en
efecto, que los diversos miembros de esta Cámara se verán inclinados a tener en cuenta, lo más
ampliamente posible, los intereses del grupo confederado que los nombró respectivamente. Y con
este objeto, corresponde a cada Estado elegirse diputados cuyas ideas concuerden con sus
propias opiniones y tendencias. El sistema de nombramiento aplicado a la Cámara de los Estados
presenta por lo tanto, para estos últimos, considerable interés. No es, pues, exacto pretender —
como lo ha hecho Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. II, p. 286)— que la institución de una Cámara
de los Estados y el papel conferido a los Estados en el nombramiento de esta asamblea sólo
puedan explicarse de un modo satisfactorio a condición de reconocer que la Constitución federal,
por medio de esta Cámara, quiso erigir a los Estados confederados mismos en órganos primarios
del Estado federal. Según la doctrina de Jellinek, la Cámara de los Estados vendría a ser un
órgano secundario o representativo, destinado a querer en nombre y por cuenta especial de los
Estados. Entre esta Cámara y los Estados confederados, se establecería así una relación de
órgano; y en consecuencia éstos habrían de considerarse como órganos principales, que tienen el
poder de concurrir a la formación de la voluntad federal por mediación del subórgano que es, con
relación a ellos, la Cámara que procede de su nombramiento (cf. n" 386, infra). Pero de ningún
modo es indispensable admitir la teoría de Jellinek para explicar la forma de reclutamiento de la
Cámara de los Estados. El procedimiento de nombramiento aplicado a los miembros de esta
Cámara no implica necesariamente que la Constitución federal haya querido convertir a su colegio
en un órgano especial de los Estados confederados. Indudablemente, la Constitución federal, al
instituir este modo de nombramiento, quiso tener en cuenta la naturaleza federativa del Estado
federal y asignar a los Estados miembros determinado papel en la organización de donde ha de
salir la expresión de la voluntad federal; pero, con este objeto, se ha limitado a conferir a los
Estados un poder de nombramiento. La participación de estos Estados en la formación de la
voluntad general sólo puede ejercerse en la medida de la elección de los diputados que han de
nombrar. Incluso reducidos a este simple poder, los Estados confederados no dejan de conservar,
por mediación de la Cámara originada por su nombramiento, una influencia que tiene valor útil y
apreciable; como decía Sieyés (ver la nota anterior), esta influencia se ejerce sobre y por las
personas que disputan. Por lo demás, la Cámara de los Estados no es un órgano especial de
éstos, así como, en el Estado unitario, las Cámaras tampoco son órganos representativos de los
colegios particulares que las nombraron. No sólo los miembros de la Cámara de los Estados, una
vez nombrados, se sustraen a toda subordinación con respecto al Estado de que proceden, sino
que también la Cámara misma, considerada en su conjunto, es exclusivamente órgano del Estado
federal (cf. Burckhardt, op. cií., 2" ed., p. 673), en cuanto éste personifica a la vez, en una unidad
indivisible, al pueblo federal y a la colectividad de los Estados confederados. En suma, los Estados
confederados, en el acto del nombramiento de los miembros de la Cámara de los Estados, agotan
la influencia que son llamados a ejercer en el Estado federal por medio de dicha Cámara (cf. supra,
pp. 116 ss.; ver también la n. 11, p. 925).
935
18
Desde este punto de vista, cabe criticar como demasiado absoluta la fórmula de los autores que,
como Saripolos especialmente (op. cit., vol. II, p. 29), dicen que "los diputados nombrados por los
ciudadanos electores sólo reciben su poder del Estado". Ver sin embargo n. 13 del n° 428, infra.
19
No solamente los diputados no son representativos del colegio que los ha designado, sino que
además, y propiamente hablando, ni siquiera son diputados o elegidos de ese colegio, sino que
son los diputados y los elegidos de la nación entera. El art. 7 (tít. m, cap. I, sección 3) de la
Constitución de 1791 señala esto por medio de una fórmula prudente. Este texto se refiere a los
diputados "nombrados en los departamentos" y no por los departamentos. Así pues, incluso en lo
que se refiere al nombramiento, el poder de diputación reside indivisible y únicamente en la
universalidad nacional. De donde se infiere la consecuencia, posteriormente desarrollada en las
Constituciones de 1793 (art. 21), del año III (art. 49), de 1848 (art. 29), de que únicamente la
"población", cuyo conjunto constituye esta universalidad, es la "base" de la elección (cf. Esmein,
Éléments, 7* ed., vol. i, pp. 315-316). Los colegios electorales, por lo tanto, sólo aparecen como
elementos parciales de la población total, que ejercen en forma electoral un poder que sólo a ella
pertenece. Los diputados elegidos son los del pueblo francés. El alcance de estas observaciones
es puesto en claro por una comparación
936
regla que se ha hecho clásica, que se invoca frecuentemente y que presenta, para
la inteligencia del régimen representativo, una capital importancia. ¿Qué significa?
La regla de que "los diputados representan a la nación" sólo es susceptible de una
interpretación: significa que representan, no ya a la totalidad de los ciudadanos
considerados individualmente, sino a su colectividad indivisible y extraindividual.
En efecto, esta regla no puede significar que cada diputado, además de a sus
propios electores, represente a los de todos los demás colegios electorales del
país. Semejante interpretación de la regla carecería de sentido jurídico; pues si el
diputado representa a electores, sólo puede representar a los que lo han elegido;
en cuando a los ciudadanos situados fuera de su circunscripción, no ha entrado en
relación con ellos, y no puede, por lo tanto, a ningún título, ser su representante.20
Luego la regla en cuestión no puede evidentemente
377
(ya señalada en la p. 925, n. 11; ver también p. 120, n. 18) con el caso de la Cámara de los
Estados en el Estado federal. En Suiza, por ejemplo, si los diputados del Consejo de los Estados
no son los representantes de sus cantones respectivos, importa observar que, por lo menos, son
nombrados por los cantones, habiendo de realizar éstos el citado nombramiento como Estados
confederados. La Constitución suiza señala muy claramente la profunda diferencia que, en este
aspecto, se establece entre el Consejo nacional y el Consejo de los Estados. Refiriéndose al
primero, dice que "se compone de los diputados del pueblo suizo" (art. 72) ; refiriéndose al
segundo, dice que "se compone de cuarenta y cuatro diputados de los cantones" (art. 80). Esto es
tanto como decir que, a falta del derecho a la representación, los Estados cantonales, al menos,
poseen el derecho de diputación. A ellos corresponde en propiedad "componer" la segunda
Cámara. Y la relación especial que, a este respecto, existe entre ellos y dicha asamblea, se hace
más patente aún por el hecho de que la reglamentación del modo de nombramiento de los
miembros del Consejo de los Estados es abandonada por la Constitución federal al derecho
cantonal; se desprende también del hecho de que la elección de esta clase de diputados se trata
como una elección cantonal, sujeta, a este título, al recurso ante el Tribunal federal, de modo que
el Consejo de los Estados, en principio, no está llamado, como el Consejo nacional, a comprobar la
elección de sus miembros (Burckhardt, ,op. cit., 2 ed., p. 674). Desde todos estos puntos de vista,
el Consejo de los Estados, a pesar de ser un órgano federal o nacional en cuanto a las voluntades
a formular o a las decisiones a tomar, aparece como dependiente de los cantones: éstos son, por
lo menos, respecto a él, órganos de nombramiento. En Francia, el órgano de nombramiento de los
miembros de la asamblea de diputados, como para el Consejo nacional suizo, es el pueblo entero,
actuando en colegios múltiples, pero en colegios que no poseen respectivamente sobre la
asamblea electa ningún poder que les esté conferido en virtud de un derecho propio, ni siquiera el
de diputación. Este último, así como el poder de representación, sólo pertenece a la nación.
20
En su discurso del 7 de septiembre de 1789, pretendía sin embargo Sieyés que el diputado
nombrado por los electores de una determinada circunscripción es el elegido de todos los
ciudadanos. "El diputado de una bailía —decía Sieyés— es inmediatamente elegido por su bailía,
pero mediatamente es elegido por la totalidad de las bailías. He aguí por qué todo diputado es
representante de la nación entera... Todos los ciudadanos son sus comitentes" (Archives
parlementaires, 1 serie, vol. VIII, pp. 593-594). Pero no es exacta esta manera de explicar la regla:
"El diputado representa a la nación". Indudablemente, en el sistema de la soberanía nacional, cada
sección electoral elige, no ya en virtud de un derecho propio,
937
como lo hacía la bailía antes de 1789, sino en nombre y por cuenta de la nación, y es
efectivamente cierto, por consiguiente, que el diputado es el elegido de la nación misma. Ahora
que, aquí como en todas partes, hay que guardarse muy bien de identificar la nación con sus
miembros individuales. En efecto, ¿cual es el acto mediante el cual las diversas secciones
electorales han recibido el poder de elegir en nombre de la nación? Este acto es, o bien la
Constitución, o bien una simple ley electoral. Ahora bien, en el régimen representativo, tanto la
Constitución como las leyes ordinarias son obra, no de los ciudadanos mismos, sino de la
colectividad unificada actuando por sus órganos estatutarios. En ningún momento los ciudadanos,
considerados individualmente y como tales, intervinieron para conferir a cada una de las secciones
electorales la potestad de elegir en nombre de todos. Únicamente la nación, la colectividad una e
indivisible, instituyó estas circunscripciones y fundó su competencia. No puede decirse, pues, que
cada circunscripción electoral nombre a su diputado en virtud de un mandato otorgado por todos
los ciudadanos; y por consiguiente, no puede aceptarse la explicación que daba Sieyes para
demostrar que el diputado es el representante de todos. Así, hay que volver siempre a la
conclusión de que el diputado no puede calificarse como representante de la nación entera sino en
cuanto se considera a ésta como unidad corporativa superior a sus miembros componentes (ver n.
12, p. 926, supra). Estos sólo están representados por los diputados en la medida en que, en su
condición de partes integrantes y de miembros inseparables del cuerpo electoral, se funden y
absorben en la nación, constituyendo un todo con ella y en ella (ver supra, pp. 234 ss.). Por lo
demás, el mismo Sieyes había de rectificar posteriormente su doctrina del 7 de septiembre de
1789, al reconocer que en realidad no es cada diputado, elegido por cada sección, sino
únicamente el cuerpo legislativo, quien posee el carácter representativo (ver n' 382, infra).
21
Duguit, (Traite, vol. n, p. 356) adopta respecto de este punto la misma fórmula de Jellinek: "En el
sistema francés de representación política, el diputado no recibe un mandato de su circunscripción,
sino que simplemente es parte componente del Parlamento, el que representa a la nación entera".
938
n 382, infra), que no podría cada diputado, él solo, querer por la nación.El órgano
propiamente dicho de la nación es el cuerpo legislativo. El diputado sólo es
representante como miembro de la asamblea representativa, o sea en cuanto
concurre a constituir dicha asamblea y es llamado a cooperar en la formación de la
voluntad que ésta expresa. Ahora bien, la asamblea es el órgano indivisible de la
nación, considerada, también ella, en su indivisibilidad colectiva.
349. Si éste es el significado de la regla de que "el diputado representa a la
nación", se advierte ahora cuáles son, desde el punto de vista de la determinación
del alcance del principio de la soberanía nacional, las repercusiones del régimen
representativo moderno. Este régimen confirma la idea, anteriormente
desarrollada (núms. 331 y 338), de que el poder soberano no reside en los
individuos miembros de la nación, ni tampoco en sus agrupaciones particulares,
electorales o de otra clase, sino únicamente en el ser colectivo nacional. Esta es la
respuesta precisa a la pregunta que antes se formuló (p. 933). El objeto de esa
pregunta era saber de quién reciben los diputados su poder. Ahora ya es posible
contestar que ejercen un poder que no es el de los electores, sino precisamente el
de la nación y del Estado, pues como representantes de la nación y del Estado es
como se hallan investidos de dicho poder. De esto hay que deducir la
consecuencia de que la asamblea de diputados tiene como función expresar, no
ya las voluntades de los electores, sino únicamente la voluntad estatal de la
nación. Así, el régimen representativo se aleja totalmente de las concepciones
políticas de la escuela de Rousseau. Para los teorizantes de la soberanía popular,
las decisiones de la asamblea legislativa deben determinarse directamente por la
voluntad mperativa de los electores. Por el contrario, cuando la Asamblea
constituyente formulaba, en la Constitución de 1791, el principio de que los
diputados representan a la nación, con ello creía fundar la representación del
nuevo derecho público francés en la idea de que existe en el Estado una voluntad
nacional, independiente de las voluntades de los individuos, y que es la voluntad
de la nación formando un cuerpo unificado. Este punto de vista se hallaba
totalmente conforme al concepto general que de la nación y de su soberanía se
formaba la Constituyente.
Así como, en efecto, los hombres de 1789-1791 admitieron, como se dijo
anteriormente, que la soberanía corresponde indivisiblemente a la colectividad
nacional, erigida en persona distinta de los nacionales, así también fueron llevados
a admitir la existencia correspondiente de una voluntad nacional, voluntad superior
que no es la resultante de voluntades individuales, que no se determina por un
puro cálculo de votos electorales, sino que es la voluntad unificada de la
universalidad nacional,
939
22
Estas ideas teóricas encuentran todavía hoy su expresión en la doctrina del derecho público.
Ver, por ejemplo, a Joseph Barthélemy, op. cit., p. 202: "Los órganos constitucionales de un país
no representan tendencias más o menos pasajeras, que se dibujan con mayor o menor claridad en
el cuerpo electoral, sino que representan al país mismo, en su pasado y en su porvenir, en sus
aspiraeiones y en sus deberes, en su misión histórica; no representan un número mayor o menor
de individuos, sino la persona moral que es la nación".
23
En definitiva, todos los conceptos que se han expuesto en el curso de este capítulo y del anterior
sobre la soberanía y la representación nacional, se desprenden directamente de la idea primera
que fue el punto de partida de toda la obra de la Revolución en materia de organización
constitucional, o sea la idea de la unidad y de la indivisibilidad de la nación. Desde el momento en
que la Constitución de 1791 afirmó (tít. ni, preámbulo, art. 1) la indivisibilidad nacional, todo lo
demás debía sucederse: el principio de la soberanía nacional, que excluye toda apropiación
individual de cualquier parcela de poder; el gobierno representativo, que hace depender la
formación de la voluntad nacional de las decisiones adoptadas por los órganos centrales de la
nación, fuera de toda necesdad de consulta de los miembros particulares de ésta; y por fin, la regla
de la representación nacional, que implica el que los órganos nacionales no son llamados a
representar sumas de voluntades de individuos o de grupos parciales, sino a formular, de un modo
unitario, una voluntad de conjunto, cuyos elementos han de deducir por sí mismos. En estas
condiciones, bien puede decirse que el concepto de unidad de la nación es, por excelencia,
fundamento y origen de todo el sistema del derecho estatal francés. Otros principios esenciales,
por ejemplo el de la igualdad de los ciudadanos, que tanto lugar ocupa en la obra revolucionaria,
sólo son consecuencias o manifestaciones de esta idea fundamental de la unidad y la
indivisibilidad del cuerpo nacional. Indudablemente Rousseau también había fundado un sistema
esencial y absolutamente unitario de voluntad estatal, pues en la doctrina del Contrato social se
presentaba la voluntad general como un todo indivisible. Pero Rousseau sólo llegaba a esta
especie de unidad, que es uno de los rasgos característicos de su teoría, después de una consulta
previa de los miembros, que tenía por objeto poner de manifiesto una mayoría de votos
individuales, y esta voluntad de la mayoría es la que, después, llegaba a ser la voluntad única de
todos. Los fundadores revolucionarios del derecho público francés adoptaron la actitud inversa:
parten de la unidad de la nación, no ya en el sentido de que tratan de realizarla, sino en el de que
la consideran como ya hecha en el momento mismo en que se trata de tomar alguna decisión, bien
sea legislativa o incluso de orden constitucional, y por consiguiente no titubean en decir que el
pueblo, en principio, no puede tener más voluntad que la de los representantes nacionales. Si es
verdad que todo el sistema representativo fundado en 1789-1791 tiene, por lo tanto, su origen en el
concepto de la unidad nacional, se comprende cuánta gravedad alcanzan los problemas que hoy
suscitan ciertas tendencias particularistas, como las que tratan de asegurar la representación
especial de los partidos, de las clases sociales o de los grupos regionales. En realidad, cualquier
modificación que se haga al régimen de representación indivisible de la nación tiende a socavar el
principio mismo de la unidad francesa, tal como fue consagrado por la Revolución, o sea la base
principal sobre la que, desde 1789, está fundado todo el edificio del derecho público francés.
940
que quiso por ellos en su representación. Ahora bien, nada de esto se encuentra
en el supuesto régimen representativo de derecho público.
Por una parte, el "representante" no representa una voluntad preexistente
de los ciudadanos puesto que el derecho positivo de las Constituciones
representativas niega a éstos el poder de querer más que a través de sus
representantes; en estas condiciones no es posible decir que la voluntad de los
ciudadanos entre en la representación; pero existe aquí, de un lado una voluntad,
la de los ciudadanos, de la que se hace abstracción y qvte se tiene jurídicamente
por inexistente 24 y de otro lado una voluntad, la del "representante", que
reemplaza totalmente a la de los ciudadanos y que finalmente queda como la
única operante. Por otra parte, para el "representante" no existe ninguna
subordinación hacia los iudadanos, pues al no ser, respecto de éstos, ni
responsable, ni revocable, ni obligado a rendir cuentas, no actúa como
representante, sino como dueño. Y no se diga que la superioridad de los
ciudadanos reaparecerá al término de la legislatura. Evidentemente, en ese
momento podrán no reelegir a los antiguos diputados, pero importa observar que,
si el poder electoral de los ciudadanos les permite cambiar sus diputados en la
legislatura siguiente, no les da el medio de anular los actos realizados por ellos
durante la legislatura anterior; las voluntades y decisiones emitidas por los
"representantes" se mantienen firmes, son inatacables, y los ciudadanos no
disponen de recurso alguno contra ellas. Así pues, el poder de los ciudadanos
sobre los diputados no es más que un simple poder de 380 nombramiento;25 no es
un poder sobre las voluntades que los elegidos habrán de expresar durante el
desempeño de su función.26 Por lo demás, del derecho positivo francés resulta
que los ciudadanos no son los sujetos del derecho a la representación.- Según las
Constituciones francesas, el sujeto "representado" por los diputados es
únicamente la nación, una, indivisible, permanente y, por consiguiente, distinta de
los individuos que la componen en cada uno de los instantes sucesivos de su
existencia. Pero, teóricamente, la nación así entendida tampoco es susceptible
jurídicamente de ser representada. Pues, como se vio antes, para que exista
verdadera representación, es necesario, previamente, que existan una persona y
una voluntad representables: la nada no puede ser representada. Así pues, para
que fuera posible una representación de la nación, en el orden legislativo por
ejemplo, sería necesario que preexistiera al cuerpo legislativo una voluntad
legislativa nacional, que pudiese entonces ser representada por este último; y de
modo general, para que se pueda hablar legítimamente de una representación de
24
Véase, sin embargo, lo que se dirá más adelante (n' 398) respecto a la disolución; pero conviene
observar que en el régimen representativo primitivo de 1791 ésta no se admitía aún.
25
La utilidad de dicho poder ha sido señalada anteriormente (nn. 16 y 17, pp. 931-932). Puede
decirse, no obstante, que este poder de dominación no proporcionaría por sí solo a los ciudadanos
sino un medio de acción de restringida eficacia, pues esa eficacia, en todo caso, sería muy inferior
a la de un poder de revocación. A este respecto, basta comparar la situación de los diputados
electos por el pueblo con la de los ministros, en relación con las Cámaras. Aunque el Parlamento
no tenga el poder de nombramiento formal y directo de los ministros, conserva el control de toda la
actividad ministerial, puesto que en todo momento puede obligar al ministerio a retirarse. Por el
solo hecho de haber declarado a los ministros responsables ante las Cámaras, la Constitución de
1875 hizo depender íntimamente la voluntad ministerial de la voluntad de la mayoría parlamentaria.
En realidad, lo que garantiza la potestad del
943
la nación por las personas o cuerpos que ejercen la potestad pública, sería preciso
que con anterioridad a esta representación se haya comprobado la existencia de
una persona nación. Ahora bien, la nación no adquiere jurídicamente voluntad,
legislativa o de otra clase, y no se convierte jurídicamente en persona, sino por el
hecho mismo de su pretendida organización representativa. La formación de un
cuerpo de diputados o de cualquier otra autoridad que tenga poder estatutario de
querer por la nación tiene por efecto, pues, no ya conceder una representación a
la voluntad y a la persona nacionales, sino suscitar y engendrar esta persona y
esta voluntad. 381 Corporativamente, los diputados no son los representantes, sino
los autores de la voluntad nacional; son el órgano de formación de una voluntad
que no empieza a existir, que no tiene su origen más que por ellos.
Finalmente, lo que se encuentra en el régimen llamado representativo no es
un sistema de representación de la persona y de la voluntad nacional es, sino
precisamente un sistema de organización de la voluntad y de la persona
nacionales. El verdadero calificativo que debe darse al cuerpo de los diputados no
es el de representante de la nación, sino el de órgano de la nación. Se ha
resumido todo esto diciendo que lo propio del régimen llamado representativo es
ser un régimen en el que de ningún modo hay representación (Saleilles, Nouvelle
revue historique, 1899, pp. 593-595 ).27
Si el régimen representativo no corresponde a ninguna idea precisa de
verdadera representación, ¿de dónde procede, pues, el concepto de
representación política? ¿Cómo se introdujo en el derecho público moderno? El
concepto moderno de representación, en buena parte, debe su origen a causas
históricas; aparece como una supervivencia de las costumbres del pasado. Para
demostrarlo es conveniente recordar a grandes rasgos la historia del régimen
representativo.
cuerpo electoral sobre sus actuales electores no es tanto el hecho de haber, sido nombrados por él
como el poder que se reserva de reelegirlos o de cambiarlos; aparecía así este poder de
nombramiento peródico, por lo tanto, como conteniendo en sí una facultad intermitente de
destitución.
26
Ver en este sentido un interesante pasaje de un discurso de Royer-Collard citado por Esmein
(Éléments, 7" ed., p. 92, n. 73) : "La palabra representación es una metáfora. Para que la metáfora
sea exacta, es preciso que el representante tenga verdadera semejanza con el representado, y
para ello se requiere que lo que hace el representante sea precisamente aquello que haría el
representado. Se infiere de aquí que la representación política supone el mandato imperativo
determinado con un objeto igualmente determinado, tal como la paz o la guerra, o una ley
propuesta. En efecto, únicamente entonces es cuando queda probado que el mandatario hace lo
que hubiera hecho el mandante y que el mandante hubiera hecho lo que hace el mandatario". En
otros términos, el concepto de representación no puede darse más que cuando el representante
queda subordinado a la voluntad del representado. A falta de esta subordinación, la palabra
representación, en materia política, ya no expresa una realidad: es tan sólo una metáfora, que
carece de exactitud y es contraria a la verdad. Ver además, por lo que se refiere a las relaciones
entre los supuestos representantes y los ciudadanos, las objeciones que ya se expusieron supra,
p. 236, n. 25, en contra del fundamento de la idea de representación
944
27
Ver en el mismo sentido a Hauriou, La souveraineté nationale, p. 5, que resume todo el sistema
del gobierno representativo diciendo que dicho sistema implica esencialmente "la autonomía de los
representantes". Cf. Principes de droit public, p. 426: "El representante de derecho público se
distingue del mandatario en que tiene un derecho de autonomía"; y Précis, 8 ed., p. 117: "Los
órganos representativos producen de manera autónoma sus representaciones de la voluntad
general". Ahora bien, la autonomía, en el que quiere por cuenta ajena, es todo lo contrario de una
representación ajena.
945
Inglaterra desde el fin del siglo xin), y esto se debe a que no constituían personas
feudales (Saripolos, op. cit., vol. i, pp. 97 ss.).
Desde el siglo xv, la reducción de la feudalidad trajo cambios notables en
este régimen inicial. Por una parte, los nobles y los eclesiásticos ya no fueron
convocados personalmente a la asamblea de los Estados; sino que los diputados
de la nobleza y del clero tuvieron, así como los del Tercer Estado, aue proceder de
la elección. Esta reforma correspondía a la desaparición del antiguo derecho
propio que primitivamente tuvieron los señores para representar personalmente a
su señorío; e implica que no hubiese ya representación del señorío mismo. Por lo
de más, parece que los mismos nobles fueron los que causaron este cambio, pues
la comparecencia en los Estados era una pesada carga, y les pareció más
ventajoso hacerse representar colectivamente por diputados elegidos por ellos en
cada bailía que no tener que presentarse cada uno en persona a la asamblea. Por
otra parte, a causa del debilitamiento de las libertades municipales, el derecho a la
representación dejó de ser un privilegio de las ciudades, y la realeza tomó la
costumbre de convocar, para la elección de los diputados del Tercer Estado, y al
mismo tiempo que a los habitantes de las ciudades, a la población de los campos,
que también se había emancipado de la potestad señorial. Estas dos reformas, la
primera de las cuales se había realizado ya cuando los Estados generales de
1484, mientras que la segunda no se realizó completamente sino un poco más
tarde, habían de entrañar una profunda modificación en el alcance del régimen
representativo. Ocurrió, en efecto, de modo natural que los diputados elegidos
respectivamente por la nobleza, el clero y los burgueses o campesinos se
comportaron como los representantes de las clases que los delegaban. A la
antigua representación de las personas feudales se substituye, pues, en el siglo
xvi, una representación de los tres órdenes o estados que componían la nación.
Indudablemente no se trata aquí todavía de representación individual, pues los
individuos no están representados sino en cuanto forman parte de una de las
clases que tienen derecho a la diputación. Pero desde entonces la representación
adquiere cada vez más el carácter de una representación de clases y de intereses
particulares.
Sin embargo, incluso en este nuevo estado de cosas, han subsistido
importantes vestigios de la antigua representación corporativa de los tiempos
feudales, vestigios que consisten, por ejemplo, en el hecho de que, en el derecho
público de los últimos siglos y hasta 1789, la bailía ha sido la unidad
representable, "la persona pública en quien residía el derecho de diputación"
Esmein, Cours d'histoire du droit franqais, 12* ed., p. 553). En efecto, la bailía no
sólo era la circunscripción electoral de la época, sino que además cada diputado
representaba especialmente a la bailía que lo había enviado y la consideraba
como el titular propio del derecho a la representación. Esto se traducía sobre todo
en la consecuencia de que en los Estados generales, el voto tenía lugar, no por
cabeza, sino por bailía, en el sentido de que cada bailía poseía un voto, cualquiera
que fuese el número de sus diputados. En esto el régimen representativo
conservaba siempre el carácter de una representación de personas colectivas.
Antiguamente, los Estados generales habían sido una reunión de personas
feudales, que comparecían por medio de sus representantes; en los siglos
posteriores son una dieta de bailías que se hacen representar por sus diputados.
946
1
Por lo demás, la forma electoral no era la misma para los tres órdenes. Para el clero y la nobleza,
el sufragio era directo. La asamblea electoral del clero comprendía a todos los eclesiásticos que
tuviesen un beneficio en la bailía y, además, representantes de los cabildos y comunidades. Esta
asamblea redactaba un pliego de quejas y designaba a uno de sus miembros para que lo llevara y
sostuviese ante los Estados. La nobleza operaba del mismo modo, componiéndose su asamblea
de todos los nobles poseedores de feudos (condición que es también un vestigio del régimen
feudal). Incluso los menores y las mujeres que poseían feudo \otaban mediante procurador. En
cuanto al Tercer Estado, elegía a sus diputados solamente por sufragio indirecto, y éste es también
un hecho que se relaciona con el concepto feudal según el cual sólo se toma en consideración al
individuo en cuanto es miembro de un grupo. Conforme a este concepto, no se convocaba
individualmente a los habitantes de las ciudades ni a los campesinos a la asamblea electoral de la
bailía, sino que lo eran, colectivamente, las mismas ciudades y las parroquias rurales,
consideradas unas y otras como personas públicas. Después estas colectividades se presentaban
a la asamblea electoral por mediación de delegados elegidos. Se realizaba, pues, en las ciudades
y parroquias campestres, una primera elección, que tenía por objeto el nombramiento de sus
representantes electorales a la asamblea de la bailía, y al mismo tiempo se redactaba en cada una
de ellas un pliego de quejas. Los delegados así nombrados se reunían en las cabeceras de bailía,
en las que constituían una asamblea electoral de segundo grado, donde tenía lugar la elección
definitiva y en la que todos los pliegos procedentes de los diversos puntos de la bailía se refundían
en uno solo.
947
del Tercer Estado especialmente, el cual, sin esta precaución, hubiera podido ser
dominado por una mayoría formada por los otros dos órdenes o estados. En todo
esto, como se ve, el papel del individuo queda muy borrado. Es efectivamente
elector, pero no está representado por sí mismo. Lo que está representado en el
antiguo derecho público es el grupo, la bailía, y en la bailía, el orden: clero,
nobleza, o Tercer Estado (ver también sobre este punto a Saripolos, op. cit., vol. i,
pp. 111 ss.).
352. Las observaciones que preceden permitirán ahora establecer los
caracteres del diputado a los Estados generales, y por consiguiente precisar la
naturaleza jurídica del régimen representativo en la antigua Francia. La relación de
representación, en el derecho público anterior a 1789, constituye claramente una
relación de mandato, de delegación, de comisión. Es éste un signo característico,
no sólo de la primitiva representación feudal, sino también del régimen
representativo posterior, en el cual el diputado es el representante de una bailía y
del orden especial que lo eligió. Este diputado no representa, pues, a la nación
entera, sino a un grupo particular; es el emisario y el apoderado de ese grupo; es
un diputado en el sentido literal de la palabra. Por lo tanto, no tiene poder propio,
sino sólo aquellos poderes que le confiaron sus comitentes. Es un representante,
en la acepción precisa que tiene esta palabra en derecho civil y en materia de
mandato. Como mandatario, llega a la asamblea, portador de las instrucciones y
cuadernos que le remitieron sus electores; tiene obligación de conformarse a ellos
y no puede conceder a la realeza sino lo que le han autorizado sus mandantes;
por ello el rey, cuando envía sus cartas de convocatoria para la elección de los
diputados, recomienda a los diversos órdenes dar a sus elegidos poderes
suficientemente amplios. Como mandatario, el diputado es responsable, con
respecto a sus comitentes, del cumplimiento de su misión, y está obligado a
rendirles cuenta de sus actos; los electores pueden también desaprobarlo y hasta
revocarlo. Finalmente, como todo mandatario, tiene derecho a ser indemnizado
de sus gastos por el mandante, es decir, por la bailía.
Este carácter representativo de los diputados a los Estados generales
puede verse desde un segundo punto de vista no menos importante. A diferencia
del Parlamento inglés, cuya potestad, a partir del siglo xv, va creciendo sin cesar,
los Estados generales jamás participaron directamente en la soberanía.
Muy pronto, sin embargo, en la época turbulenta de Juan el Bueno, se
produjo una notable tentativa para constituir a los Estados generales en un
Parlamento que tuviera sesiones continuas y que ejerciera un estrecho control
sobre la percepción y el empleo de los impuestos, así como sobre la gestión de los
asuntos del reino. Esta tentativa, por un momento, se vio coronada por el éxito; y
las ordenanzas de 1355 y 1356 recono
948
luta, y su jefe, desde entonces, gobierna por sí solo, sin tomar consejo de los
Estados. Una de las causas generales de este fracaso del régimen representativo
en la antigua Francia fue sin duda la división que reinaba, en el seno de los
Estados, entre tres órdenes o estados desunidos, rivales y, por consiguiente,
impotentes. Mientras que en Inglaterra la nobleza y la burguesía supieron, desde
el principio, concertarse con el propósito de limitar una realeza que al principio era
muy poderosa, en Francia, donde la monarquía medieval había sido débil y el
feudalismo muy fuerte, la burguesía buscó en la realeza su punto de apoyo y de
resistencia contra la potestad señorial: se unió a ella y contribuyó, en definitiva, a
traer la monarquía absoluta.Finalmente, pues, se comprueba que no sólo los
diputados del antiguo régimen carecían individualmente de poder propio, ya que
dependían de las instrucciones de sus grupos, sino también que la asamblea de
diputados tomada en conjunto carecía asimismo de todo poder de decisión, en el
sentido de que no podía dictar ninguna medida ni decretar ninguna disposición
legislativa por su voluntad; y sólo podía solicitar del rey, único soberano, reformas
realizadas después mediante ordenanzas reales. Resulta de esto que los
diputados aparecen como los enviados de las diversas bailías y órdenes o
estados, delegados por éstos cerca del rey para exponerle los deseos de sus
subditos, para darles a conocer sus necesidades, para solicitar reformas de él, en
su nombre y de su parte. Son embajadores, enviados a la realeza para hacer oír la
voz de la nación; son plenipotenciarios que, a falta de un poder de decisión
imperativa, van a negociar con la realeza, y que, por ejemplo, no le concederán los
subsidios financieros que pide sino mediante promesas de reformas.
En todo esto, la idea de representación es bien clara. La forma en que los
Estados generales representan ante el rey a los diversos elementos de la nación
recuerda en cierto sentido el modo como un agente diplomático representa a su
país cerca de un soberano extranjero. Y hay que observar desde luego que esta
idea de la representación sólo puede aplicarse, en esta época, a los Estados
generales; ya no tendría razón de ser por lo que se refiere al rey. El rey, según la
pretensión de la monarquía absoluta, es el Estado mismo. No es un representante
del Estado, sino el órgano directo del Estado.
353. El sistema representativo que acaba de exponerse es también el que
presidió la convocatoria y la formación de los Estados generales de 1789. Pero,
apenas reunidos, éstos se transforman en Asamblea nacional, y esta asamblea, a
su vez, transforma completamente y en todos los aspectos la institución de la
representación en derecho público. En la Constitución de 1791 nada queda ya de
las tradiciones y de los principios representativos del antiguo régimen. Entre estos
principios y los del
950
2
Quizás sea aquí donde mejor puede apreciarse el concepto exacto de la Constituyente en
relación con la soberanía nacional. Al declarar soberana a la nación, la Constituyente entendía que
todos los ciudadanos, en cierto sentido, se encuentran asociados en la soberanía, puesto que la
nación, según la idea que privaba en dicha época, sólo es una formación de individuos. Así pues,
las decisiones soberanas tomadas por los representantes nacionales, en especial por el cuerpo
legislativo, han de considerarse como obra de todos los ciudadanos, pues como representante
nacional, el cuerpo legislativo representa implícitamente a todos los ciudadanos que componen la
nación. En este sentido es cierto decir, con el art. 6 de la Declaración de 1789, que "la ley es la
expresión de la voluntad general". Pero si bien el principio de la soberanía nacional significa que
todos los ciudadanos están igual e indistintamente representados por los representantes
nacionales en el acto que consiste en emitir una decisión soberana, dicho principio no lo entendió
la Constituyente en el sentido de que todos los ciudadanos tuvieran derecho a participar
efectivamente en la formación de las decisiones soberanas o en el nombramiento de los
representantes que han de tomarlas. El cuerpo legislativo es el representante de todos, pero no el
elegido de todos. En efecto, bajo este último aspecto, y abandonando el punto de vista
individualista, la Constituyente se apegó a la idea de que la nación es una colectividad unificada de
nacionales, y a ese ser colectivo, erigido en unidad indivisible, es a quien reconoció el derecho
exclusivo de determinar, por su Constitución orgánica, aquellos de sus miembros individuales que,
instituidos representantes de la nación se convertirán por tal hecho en representantes de todos los
ciudadanos. En suma, pues, en el sistema adoptado por la Constituyente, la participación pareja de
todos los ciudadanos en la soberanía nacional es puramente ideal, pues, como lo indica Duguit
(L'État, vol. n, pp. 91 ss.; Traite, vol. I, pp. 315 ss.) —que aclaró perfectamente el pensamiento de
la Constituyente sobre estos diversos puntos—, el ciudadano, como tal, no tiene más derecho que
el de llamarse "parte componente de la nación", y por lo demás, o sea desde el punto de vista de
las realidades prácticas, el derecho de concurrir al ejercicio de la soberanía nacional sólo
corresponde a aquellos ciudadanos a los que la Constitución de la nación les confirió
especialmente el poder de querer por cuenta de todos.
954
su tít. III, cap. I, sección 1, decidía que el reparto de los 745 diputados que habían
de elegirse se efectuaría entre los departamentos "según las tres proporciones del
territorio, la población y la contribución directa" (art. 2). Lo que significaba que se
le atribuían ante todo tres diputados al territorio de cada departamento, y que
además, cada uno de los departamentos recibiría un número de diputados
proporcional a la cifra de su población "activa" (art. 4), por una parte, y por otra, a
la importancia del impuesto directo que pagaran sus habitantes.3
357. B. La segunda modificación capital que la Asamblea nacional de 1789
introdujo en el antiguo régimen representativo se refiere a la extensión de los
poderes del diputado, en las relaciones de éste con sus electores.
En la antigua Francia, el diputado a los Estados generales, delegado de su
grupo, quedaba sometido a las instrucciones que había recibido de dicho grupo,
respecto del cual se comportaba como lo hace un mandatario con relación a su
mandante. En el sistema representativo que fundó la Constituyente, la idea de la
representación se opone a la idea del mandato, lo excluye y es incompatible con
ella. El diputado es el elegido de un colegio de ciudadanos, y no el apoderado de
ellos; durante toda la legislatura es independiente de ellos.
Esta es una regla que ya se desprende del principio de que el dipu-
385
3
Saripolos (op. tit., vol. i, pp. 172-173, 183 ss.) cree poder decir que, basando la representación en
la cifra de la población, las Constituciones revolucionarias introdujeron en el derecho electoral
francés un elemento de representación proporcional. Desde luego, la adopción de esta especie de
base se relaciona con el concepto individualista de la nación, y bajo este aspecto, la consideración
concedida por la Constitución de 1791, y sobre todo por las Constituciones de 1793 y del año ni, a
la importancia respectiva de la población activa o total de los departamentos, respondía en cierto
modo a las ideas en las cuales se fundan hoy las aspiraciones a la representación proporcional.
Entre el proporcionalismo admitido por la Revolución y el régimen de representación proporcional,
existe sin embargo una primordial diferencia, la cual impide, en definitiva, toda clase de
aproximaciones entre ambos sistemas. El objeto esencial del régimen de representación
proporcional es asegurar a cada elector un representante efectivo, o sea un diputado que dicho
elector haya contribuido personalmente a nombrar. Aquí el proporcionalismo se lleva hasta la
representación individual. Por el contrario, las Constituciones anteriormente citadas, sin dejar de
tener en cuenta el número, ya de la población real, ya de los ciudadanos activos, establecían como
uno de los fundamentos mismos del gobierno representativo el principio de la elección mayoritaria,
deduciendo este principio de la idea principal de que el ciudadano es llamado a elegir, no ya en su
propio nombre, sino en nombre de la nación. En estas Constituciones, el proporcionalismo sólo se
aplicaba a la determinación del número de diputados a elegir en cada departamento, pero no se
hacía extensivo al régimen de las elecciones mismas; y menos aún modificaba el principio de la
representación exclusiva de la nación. En contra de los conceptos en que se basa la
representación proporcional, el colegio electoral, en esa época, y cualquiera que fuese el número
de los diputados que tuviera que nombrar, quedaba como unidad ndivisible, lo mismo que la nación
por cuenta de la cual funcionaba.
957
4
En este punto, sin embargo, el rey se había pronunciado en contra de los mandatos imperativos
en su declaración de 23 de junio de 1789, cuyo art. 4 decía así: "El rey casa y anula por
anticonstitucionales, contrarias a las cartas de convocatoria y opuestas a los intereses del Estado,
las restricciones de poderes que, al coartar la libertad de los diputados a los Estados generales, les
impediría adoptar las formas de deliberación tomadas separadamente por orden, o en común
mediante la votación distinta de los tres órdenes". La anulación decretada por ese artículo se
fundaba en la idea de que únicamente al rey le corresponde regular la constitución y el modo de
deliberación de los Estados. El art. 6 de la misma declaración añadía, de un modo general: "Su
Majestad declara que en las sucesivas sesiones de Estados generales no permitirá que los pliegos
t> los mandatos puedan considerarse nunca como imperativos. No deben ser más que simples
instrucciones, confiadas a la conciencia y a la libre opinión de los iputados que se hayan elegido"
(Archives parlementaires, 1 serie, vol. VIII, p. 143). Ya en el antiguo régimen, la realeza se había
pronunciado en contra de la limitación demasiado estricta que los pliegos significaban para los
poderes de los diputados a los Estados generales.
Ver a este respecto la ordenanza real de 24 de enero de 1789 (art. 45): "Los poderes que ostenten
los diputados habrán de ser generales y suficientes para proponer, advertir, aconsejar y consentir,
como se dice en las cartas de convocatoria".
5
Así es como, en la sesión de 7 de julio de 1789, Talleyrand-Périgord se refiere al diputado como
representante especial de su bailía: "El diputado —dice— tendrá todos aquellos poderes que
tendría su bailía misma, sin lo cual ya no sería su representante". Decía también Talleyrand que la
bailía es una parte del Estado "que tiene esencialmente el derecho de con
958
los miembros de la Asamblea invocan con frecuencia los deseos que les fueron
expresados o las limitaciones de poderes que les impusieron sus lectores
(Dandurand, op. cit., pp. 57 ss.). Y sin embargo, para que la Asamblea pudiera
cumplir la misión de regeneración política de Francia que se había asignado, era
preciso que no se encontrara trabada por ninguna restricción; era necesario que
cada uno de sus miembros tuviera un poder de libre iniciativa y que pudiese hacer
caso omiso, llegado el momento, de las instrucciones recibidas de los comitentes.
Desde el principio, la Asamblea sintió la necesidad de ponerse por encima de
todos los mandatos imperativos. La cuestión de la validez de estos mandatos fue
examinada especialmente en las sesiones de 7 y 8 de julio de 1789, dando lugar
en esa fecha a un importante debate en el cual tomaron parte Talleyrand-
Périgord, Lally-Tollendal, Barére, Sieyés y otros más.
359. En los discursos que pronunciaron estos oradores existe una
preocupación que aparece en diversas ocasiones y que al parecer domina toda su
argumentación: que las voluntades y decisiones de la Asamblea no puedan verse
obstaculizadas por las protestas o la abstención sistemática de los diputados que
se creyesen obligados por sus mandatos electorales en un sentido contrario a la
mayoría. Este temor se expresa ya en el discurso de Talleyrand-Périgord, que
declara "reprensible y nula" la cláusula imperativa según la cual una bailía ordenó
a su diputado que se retirara en el caso en que tal o cual opinión llegase a
prevalecer en la
387
currir a la voluntad general". Presentaba así el derecho de diputación como un derecho propio de la
bailia. Igualmente, para combatir los mandatos imperativos, el obispo de Autun se limitaba a alegar
la consideración de que, en el momento de la elección, "la bailia misma no puede conocer con
certeza cuál será su opinión después de que la cuestión haya sido libremente discutida por todas
las demás bailías, no pudiendo, por lo tanto, fijar anticipadamente dicha opinión". De aquí esta
definición: "¿Qué es el diputado de una bailía? Es el hombre al que la bailía encarga de querer en
su nombre, pero -de querer como querría ella misma si pudiera transportarse a la reunión general,
o sea después de haber deliberado debidamente y comparado entre sí los motivos de las diversas
bailías. ¿Qué es el mandato de un diputado? Es el acto que le transmite los poderes de la bailía,
que lo constituye en representante de su bailía." Según esta teoría, la Asamblea nacional hubiera
debido considerarse, pues, como una reunión de todas las bailías, y la prohibición de los mandatos
imperativos se hubiera fundado simplemente en la idea de que la deliberación sólo es posible
cuando todas las bailías se encuentran reunidas en la persona de sus respectivos representantes.
Lally-Tollendal, el mismo día, invocaba análoga doctrina contra los mandatos imperativos: "La
soberanía sólo reside en el todo reunido". Es necesario que todas las, bailías estén presentes para
que pueda empezar la deliberación: ésta es la idea emitida por dichos oradores, que no se elevan
aún a los puros principios del gobierno representativo, es decir, al principio de representación
exclusiva de la nación. Pero, en la misma sesión, Barére ya llega a dicho principio: dice que las
bailías están incapacitadas para otorgar mandatos imperativos, "porque la asamblea general no ha
de ocuparse únicamente de sus intereses particulares, sino del interés general"; con esta última
consideración, la nación va a aparecer como única representable (Archives parlementaires, 1 serie,
vol. VIII, pp. 201, 204 y 205).
959
6
Montesquieu (Esprit des lois, lib. xi, cap. vi) ya había señalado este peligro en los mismos
términos: "No es necesario que los representantes reciban una instrucción particular sobre cada
asunto, como se practica en las dietas de Alemania. Verdad es que, de este modo, la palabra de
los diputados sería en mayor grado la palabra de la nación, pero ello llevaría a dilaciones
ilimitadas, haría de cada diputado el amo de todos los demás y, en las ocasiones más urgentes,
toda la fuerza de la nación podría quedar detenida por un capricho."
7
-Todavía hoy reproducen este razonamiento algunos autores. Duguit por ejemplo (Traite. vol. I, p.
339) dice: "Si el diputado fuera mandatario de su circunscripción y estuviese obligado por las
instrucciones de ésta, impondría su voluntad a la colectividad entera".
960
nes que se invocaron en la discusión de los días 7 y 8 de julio de 1789 por los
adversarios de los mandatos imperativos, la cuestión relativa a estos mandatos
quedó planteada en términos muy diferentes de aquellos en que debía
comprenderse más tarde. Hoy día, cuando la ley de 30 de noviembre de 1875 (art.
13) dice que el mandato imperativo es nulo y sin efecto, hay que entender por ello
que el diputado de ningún modo se halla obligado con respecto a sus electores por
los compromisos que haya podido tomar respecto de ellos en el momento de su
elección; en otros términos, la nulidad del mandato imperativo se establece, ante
todo, en las relaciones del diputado con su colegio electoral. En cuanto a la
Asamblea misma, es evidente que ningún mandato imperativo puede afectar su
libertad de acción ni oponerse a las decisiones soberanas adoptadas por su
mayoría. En junio de 1789, por el contrario, resulta notable que los oradores que
combatían los mandatos imperativos se limitaron a establecer que tales mandatos
eran nulos con relación a la Asamblea. En efecto, como fundaban su tesis sobre la
sola idea de que la bailía, al no ser sino una parte del todo, no puede hacer
prevalecer su voluntad particular en contra de la voluntad general, demostraron así
que la Asamblea no podía quedar encadenada por las cláusulas limitativas
impuestas a algunos de sus miembros; pero, por lo demás, es decir, en cuanto a
los diputados considerados individualmente, la argumentación sostenida ante la
Constituyente no probaba que los mandatos que había recibido de sus comitentes
quedasen desprovistos de valor. Hubo, por lo tanto, un momento de titubeo en la
Constituyente. La nulidad del mandato se reconoció con respecto a la Asamblea
misma; pero quedaba aún dudosa por lo que respecta a las relaciones de los
mandatarios con sus electores. Así pues, Talleyrand-Périgord solicitaba de la
Asamblea que autorizara a aquellos de sus miembros que fuesen portadores de
instrucciones limitativas a volver a sus bailías para que sus comitentes los
desligaran del compromiso. Esta moción fue apoyada por Lally-Tollendal y por
otros diputados. Si hubiera sido adoptada, habría tenido como consecuencia
suspender indefinidamente los trabajos de la Asamblea. El temor a esta
suspensión decidió a la Asamblea, a instancias de Sieyés y de Barére,9 a
rechazar la proposición del arzobispo de Autun, por 700 votos contra 28.
389
9
Las explicaciones de Sieyés, en esta circunstancia, son bastante confusas. Por una parte declara
que la actividad de la Asamblea no puede ser detenida por las protestas o por la abstención de una
minoría que se apoye en sus mandatos imperativos; por otra parte, sin embargo, propone a la
Asamblea invitar a las bailías a que devuelvan a los diputados su entera libertad.
961
que se han excedido en los suyos" (Archives parlementaires, loe. cit.) Según Barére. pues, los
diputados, de pleno derecho y sin que quepa consultar a los electores, quedan liberados de las
condiciones restrictivas que aquéllos pretendieron imponerles.
962
nos bajo la forma del mandato imperativo (Archives parlementaires, Ia serie, vol.
VIII, pp. 581 ss.).
Pero Sieyés vino a combatir esta tesis en su discurso del 7 de septiembre
de 1789 (ibid., pp. 592 ss.), en el que expone sólidamente los principios en que ha
de fundarse el nuevo sistema representativo. Los argumentos jurídicos que alegó
para fundar la nulidad de los mandatos imperativos se reducen a dos puntos
principales. Sieyés comienza recordando el principio de la unidad de la nación y
de la indivisibilidad de su soberanía: "Ya sé —dice—• que a fuerza de distinciones
y de confusión, se ha llegado a considerar al voto nacional como si pudiera ser
distinto al voto de los representantes de la nación; como si la nación pudiese
hablar en otra forma que por sus representantes. Aquí, los falsos principios son
extremadamente peligrosos. Tratan nada menos que de parcelar, de rasgar a
Francia en una infinidad de pequeñas democracias, que sólo posteriormente se
unirían por los lazos de una confederación general. . . Francia no es una colección
de Estados; es un todo único, compuesto de partes integrantes; estas partes no
deben tener separadamente una existencia completa, porque no son todos
simplemente unidos, sino partes que forman un solo todo." Esta argumentación se
funda en una de las ideas capitales que dominaron la Revolución francesa: la idea
unitaria y antifederalista. La nación, según el concepto que impera desde 1789, no
es un compuesto de bailías, posteriormente de departamentos, que formasen
tantos grupos locales o unidades parciales cada una de las cuales tuviese un
derecho propio de participación en la soberanía y estuviese solamente englobada
en una federación nacional. El lazo nacional no es un lazo de orden federativo. Al
contrario, la nación es un cuerpo unificado que no admite desmembraciones, y en
este cuerpo total e indivisible reside exclusivamente la soberanía. Por lo tanto, la
voluntad general, que constituye la expresión de la soberanía, no puede tenerse
por una suma de voluntades particulares, que emanara de cada una de las bailías,
sino que esta voluntad general misma participa de la unidad y la indivisibilidad de
la nación. Resulta de aquí que el derecho de diputación de la bailía se reduce al
envío de los diputados a la Asamblea; solamente en esto concurre la bailía a la
formación de la voluntad general, y no puede concurrir a ella por instrucciones
imperativas. Pues la voluntad general, que ha de deducirse del seno de la
Asamblea, no depende de las voluntades particulares de las bailías, sino que es
superior a ellas y se les impone; y esta voluntad general se manifiesta en la
votación del conjunto de los diputados. Los diputados enviados por las diversas
bailías tienen por única misión indagar y expresar la voluntad general. Si una bailía
prescribiese a un diputado que emitiera una voluntad especial sobre determinado
963
punto, usurparía así una potestad que sólo pertenece a la nación en su totalidad.
Tal es también el concepto que proclama Sieyés: "El diputadolo es de la nación
entera: todos los ciudadanos son sus comitentes. Ahora bien, puesto que en una
asamblea de bailías no quisierais que el que acaba de ser elegido se encargara
del voto del menor número en contra del voto de la mayoría, con mayor razón
tampoco querréis que un diputado de todos los ciudadanos del reino se haga eco
del voto de los habitantes de una sola bailía o de una municipalidad contra la
voluntad de la nación entera. Así pues, para un diputado no hay, no puede haber,
otro mandato imperativo, o incluso otro voto positivo, que el voto nacional." En
estas últimas palabras reaparece la idea que Rousseau había expresado con tanta
fuerza: "Cuando en la asamblea del pueblo se propone una ley, lo que se pregunta
(a los miembros de la asamblea) no es precisamente si aprueban o rechazan la
proposición, sino si esa proposición está o no conforme con la voluntad general"
(Contrat social, lib. IV, cap. II).
361. Pero el principal argumento alegado por Sieyés contra el mandato
imperativo se deduce de la naturaleza misma del régimen representativo. En
efecto, con ocasión de la cuestión de los mandatos imperativos fue cuando los
oradores de la Constituyente, especialmente Sieyés, expusieron su concepto
representativo; y para ello, establece Sieyés una oposición esencial entre dos
formas de gobierno que, según el lenguaje de la época, designa una de ellas con
el nombre de "democracia" y la otra con el de "gobierno representativo". He aquí
cómo define cada una de ellas: "Los ciudadanos pueden dar su confianza a
algunos de ellos. Para la utilidad común designan representantes mucho más
capaces que ellos mismos de conocer el interés general y de interpretar su propia
voluntad a este respecto. La otra manera de ejercer su derecho a la formación de
la ley es concurrir uno mismo inmediatamente para hacerla. Este concurso
inmediato es lo que caracteriza a la verdadera democracia. El concurso mediato
designa al gobierno representativo. La diferencia entre estos dos sistemas
políticos es enorme." He aquí, pues, dos regímenes claramente definidos en su
antinomia. ¿Cuál de los dos debe dársele a Francia? Contesta Sieyés: "La
elección entre estos dos métodos de hacer la ley no puede ser dudosa entre
nosotros". He aquí la razón de ello: "La gran pluralidad de nuestros conciudadanos
no tiene bastante instrucción ni bastantes momentos de ocio para querer ocuparse
directamente de las leyes que han de gobernar a Francia; su parecer es, pues, el
de nombrarse representantes. Y puesto que es el parecer del mayor número, los
hombres esclarecidos, así como los demás, deben someterse a él." Una vez
realizada esta elección, quedan por deducir las consecuen
964
10
Esta célebre y tan clara fórmula de Barére se relaciona con la de la Constitución actual, que, en
términos algo diferentes, tiene en el fondo el mismo alcance. "El poder legislativo se ejerce por dos
asambleas: la Cámara de Diputados y el Senado" (Ley constitucional de 25 de febrero de 1875, art.
1°: ver n" 371 in fine, injra). Cf. en el mismo sen tido la Constitución de 1848, art. 20: "El pueblo
francés delega el poder legislativo en una asamblea única". Con las debidas reservas en cuanto a
la exactitud del concepto de delegación, cuya crítica se presentará más adelante (n9 378), este
texto, en todo caso, significa que, una vez creada la Constitución, la potestad legislaf'va reside
exclusivamente en el cuerpo de diputados.
965
11
La posición que adoptó Sieyés en la cuestión del régimen representativo, la energía con la que
trabajó constantemente en el establecimiento de este régimen, bastan para demostrar cuan poco
exacta es la opinión de ciertos autores (ver por ejemplo Rieker, Die rechtliche Notar der modernen
Volksvertretung, pp. 11 ss.) que sólo quieren ver en él a un discípulo de Rousseau y que pretenden
que sus ideas están tomadas de las doctrinas del autor del Contrato social. Mientras que Rousseau
no acepta el gobierno representativo sino con recelo, como un mal inevitable, como una
derogación desagradable del puro principio de la soberanía popular, Sieyés, por el contrario, hace
de la representación la base misma de toda la organización política en los grandes Estados. No la
considera como un mal necesario, sino como el mejor sistema de gobierno.
12
En sus Considérations sur le gouvernement de Pologne, cap. vil, declara Rousseau que
966
”uno de los mayores inconvenientes de los grandes Estados, el que, entre todo s, es causa de que
la libertad sea más difícil de conservar, es que la potestad legislativa no puede mostrarse en ellos y
sólo puede actuar por diputación". Según Sieyés, por el contrario, no es indispensable que el
pueblo se gobierne por sí mismo para que la libertad quede salvaguardada, y Sieyés incluso da a
entender que en muchos aspectos los ciudadanos acrecientan su libertad haciéndose representar
por la "parte del establecimiento público" que a dicho efecto se encuentra organizada. En apoyo de
esta opinión se ha alegado que, en la esfera de la vida privada, igualmente, los individuos gozan
de una libertad tanto mayor cuanto que poseen en mayor medida la facultad de hacer que otros
hombres trabajen por su propia cuenta (Zweig, Die Lehre vom pouvoir constituant, p. 127). Pero
este último argumento no es convincente. No puede establecerse analogía entre la condición de
los ciudadanos que viven bajo el régimen representativo y la del individuo que hace trabajar en su
provecho. Este último sigue siendo verdaderamente dueño del trabajo que le interesa; pues, si no
realiza este trabajo por sí mismo, al menos lo hace ejecutar según su voluntad y sus instrucciones.
Por el contrario, en el régimen parlamentario tal como lo entendía Sieyés, el pueblo no es un
dueño: pues si bien queda a su arbitrio la elección de sus representantes, no depende de él dirigir
y regular la actividad de éstos hacia un fin común.
13
La cuestión de los mandatos imperativos se suscitaría de nuevo, sin embargo, en el mes de abril
de 1790. En dicha fecha expiraban los poderes de cierto número de diputados, los cuales sólo
habían sido elegidos por sus electores por un año. La oposición realista vino a alegar entonces que
la Asamblea no podía continuar reuniéndose, sino que habían de elegirse otros diputados por el
pueblo y cederles el sitio. El objeto de esta proposición era promover la interrupción de la labor de
confección de la Constitución, la cual se encontraba entonces solamente a media discusión. Para
asegurar la terminación del acto constitucional, el comité de Constitución propuso un decreto que
anulaba el efecto de los pliegos en lo que se refería a la limitación de la duración de los poderes.
Este proyecto de decreto fue combatido por el abate Maury, el cual, en servicio de su causa,
invocó la soberanía nacional, declarando que la Asamblea usurparía los derechos del pueblo si
prolongaba más allá de su mandato los poderes que había recibido del pueblo. Pero Mirabeau
replicó que, desde el juramento del Juego de Pelota, la Asamblea había modificado la naturaleza
de sus poderes y se había transformado en Convención nacional, y esto por efecto mismo del
juramento que sus miembros habían prestado de no separarse sin dar una Constitución a Francia:
"Creada por el invencible estímulo de la necesidad, nuestra Constitución nacional es superior a
toda limitación, así como a toda autoridad; no le debe cuentas sino a sí misma y sólo puede ser
juzgada por la posteridad".
967
Arrastrada por esta apelación de Mirabeau, la Asamblea votó el decreto que aseguraba la
prolongación de sus poderes (sesión del 19 de abril de 1790: Archives parlementaircs, 1 serie,vol.
XIII, p. 114).
968
ridades, todas las funciones públicas; que no tenga ningún modo de retener
alguna parte de ellas. . . No puede decirse que la nación sólo puede ejercer sus
poderes por delegación; no puede decirse que exista un derecho que no tenga la
nación; se podrá reglamentar que no hará uso de ellos, pero no se puede decir
que exista un derecho del cual no pueda hacer uso la nación si así lo quiere"
(Archives parlementaires, P serie, vol. XXIX, pp. 326-327).
Con estas palabras exhibía Robespierre el punto débil, en lógica, de la
construcción edificada por la Constituyente: la nación declarada soberana, pero
bajo la interdicción de ejercer directamente su soberanía. Desde el punto de vista
político, de modo semejante, se ha hecho observar, no sin cierta ironía, que
después de basarse en las instrucciones de sus comitentes para erigirse en
Constituyente,14 la Asamblea de 1789-1791 tuvo como primer cuidado el de
sustraerse, en el presente, a los mandatos recibidos por sus miembros, así como
en la Constitución, que es obra suya, había prohibido definitivamente a los
colegios electorales señalar cualquier instrucción a sus diputados o expresar
cualquier opinión sobre las cuestiones que éstos tuvieran que discutir durante la
legislatura. En realidad, todo esto se explica por el hecho de que la Revolución, en
sus comienzos, fue concebida, orientada y realizada por la burguesía. Esta tuvo
desde luego la intención de destruir el antiguo régimen, en cuanto trataba de
emanciparse a sí misma de la condición política borrosa en que hasta 1789 había
permanecido frente al monarca y a las clases privilegiadas. Pero, por lo demás, no
trató de organizar un régimen popular, comparable con el que acababa de
fundarse, parcialmente al menos, en los Estados Unidos de América. Se contentó
con asegurar su propio predominio; y con este objeto creó un régimen electoral y
representativo que permitiría ocupar las situaciones electivas y que mantenía al
pueblo sistemáticamente apartado del gobierno. La Constitución de 1791 señala el
triunfo del Tercer Estado burgués. Fue solamente con la Constitución de 1793
cuando este régimen burgués se transformó en gobierno popular, y la
transformación, que por cierto no llegó a aplicarse, fue de escasa duración. A
partir del año m, se volvió al gobierno representativo.15
395
14
Ver por ejemplo la memoria presentada a la Asamblea, el 27 de julio de 1789, por el conde de
Clerrnont-Tonnerre, que "contenía el resumen de los pliegos en'lo que se refiere a la Constitución",
donde se dice: "Nuestros comitentes están todos de acuerdo en un punto: quieren la regeneración
del Estado" (Archives parlementaires, I" serie, vol. m, p. 283).
15
Esto se desprende ya del hecho de que la Constitución del año in vuelve a dar a los miembros
del cuerpo legislativo el nombre de "representantes", calificativo que habían perdido en la
Constitución de 1793. Bien es verdad que el art. 21 de esta última, así como su encabezamiento,
emplean la expresión "representación nacional", pero es de notarse también que los miembros del
cuerpo legislativo, en 1793, nunca fueron calificados como representantes, sino que la Constitución
sólo los designa con el nombre de diputados o con aquel otro, más
969
expresivo aún, de "mandatarios del pueblo" (Declaración de derechos de 1793, arts. 29 y 31). En el
año m, los diputados vuelven a tener el nombre de representantes (Declaración de derechos del
año ni, art. 20, y Constitución del mismo año, art. 52). Esta diferencia de lenguaje revela
suficientemente la distancia que existe, a este respecto, entre ambas Constituciones. En el mismo
orden de ideas puede notarse el hecho de que, en la Constitución de 1793, ningún texto había
pronunciado formalmente la prohibición del mandato imperativo, pues el art. 29 se limitaba a
establecerlo indirectamente, diciendo que "cada diputado pertenece a la nación entera". La
Constitución del año ni, en este aspecto, vuelve a las fórmulas de 1791, y su art. 52 especifica que
"no puede darse ningún mandato a los miembros del cuerpo legislativo"; "ningún mandato": por
consiguiente, a diferencia de lo que se decía en 1793, no son, en medida alguna, mandatarios del
pueblo. Finalmente, mientras los arts. 58 ss. de la Constitución de 1793 reservaban a las
asambleas el derecho de ratificar o no los proyectos de ley adoptados por el cuerpo legislativo, el
art. 37 de la Constitución del año ni prescribe que "las asambleas electorales no pueden ocuparse
de ningún objeto ajeno a las elecciones que les han sido encargadas" (ver, sin embargo, art. 343).
Es el retorno al puro régimen representativo, en el cual el cuerpo de ciudadanos no tiene más
poder que el de elegir a los representantes (cf.Duguit. L'État, vol. n, p. 20).
970
valor de prescripciones imperativas, sino que también recibe todos sus impulsos
de una voluntad superior a la suya.16 La distinción entre el representante y el
funcionario se hallaba ya en germen en las doctrinas de Rousseau. Se deriva de la
teoría particular que profesa Rousseau respecto de la soberanía. En el sistema del
Contrato social, la soberanía se confunde con la potestad legislativa, al consistir
ésta, en efecto, en expresar la voluntad general; y por otra parte, el pueblo mismo
es, y tal vez sea él solo, el legislador o soberano, ya que la voluntad general no
puede expresarse sino únicamente por él. Queda por asegurar la aplicación de la
ley en cada caso particular, o sea su ejecución. Rousseau dice que no
corresponde al pueblo proceder a ella por sí mismo, sino que el pueblo concederá
el poder de ejecución a un hombre o a un cuerpo, que en la terminología especial
del Contrato social toma el nombre de "gobierno". El Gobierno, según Rousseau,
es distinto del soberano, y no tiene más misión que procurar la ejecución de la ley
por actos de aplicación particular. Sólo tiene, pues, un poder subalterno, y no es
sino el ministro del soberano o legislador, es decir, del pueblo. Este Gobierno, así
entendido, no tiene sino un poder de funcionario.17
Bajo la Revolución se vuelve a encontrar una distinción análoga entre dos
clases de poderes: los poderes representativos y los poderes comisionados. Fue
claramente formulada por Roederer, en la sesión del 10 de agosto de 1791: "Los
diputados del cuerpo legislativo no sólo son
397
16
El alcance preciso de la distinción entre el representante y el funcionario terminara de exponerse
más adelante, al examinar la teoría del órgano. Se verá (núms. 402-403 y n. 16 del n° 406) que el
órgano —o representante— quiere por la nación, en el sentido de que le proporciona a ésta, de
modo inaugural, una voluntad que sin él no hubiera tenido: origina la voluntad nacional. El
funcionario es el que quiere, decide o actúa, bajo el imperio, el impulso o el control de una voluntad
nacional ya constituida.
17
Control social, lib. ni, cap. i: "La potestad legislativa corresponde al pueblo y sólo a él le puede
corresponder. Es fácil darse cuenta, por el contrario, por los principios anteriormente establecidos,
de que la potestad ejecutiva sólo puede corresponder a la generalidad como legisladora o
soberana, porque esta potestad sólo consiste en actos particulares que no son de la competencia
de la ley, ni, por consiguiente, de la competencia del soberano, cuyos actos sólo pueden ser leyes.
"La fuerza pública necesita, pues, un agente propio, que la aplique según las orientaciones de la
voluntad general... Esta es, en el Estado, la razón del Gobierno, que se confunde erróneamente
con el soberano, del cual no es sino el ministro. "¿Qué es, pues, el Gobierno? Es un cuerpo
intermedio establecido entre los subditos y el soberano..., encargado de la ejecución de las leyes...
"Llamo, pues, gobierno o administración suprema al ejercicio legítimo de la potestad ejecutiva, y
príncipe o magistrado al hombre o al cuerpo encargado de esta administración."— Cf. Lettres
écrites de la montagne, 1* parte, carta 5: "En las repúblicas, el soberano nunca actúa por sí mismo.
Entonces el gobierno no es más que la potestad ejecutiva, y es totalmente distinto de la
soberanía"; carta 6: "El poder legislativo, si es el soberano, precisa de otro poder que ejecute, o
sea que reduzca la ley a actos particulares".
972
representantes del pueblo, sino representantes del pueblo para ejercer un poder
representativo, y por consiguiente igual al del pueblo e independiente como éste,
sin lo cual no serían su imagen, su fiel representación" Así pues, entre las
autoridades públicas solamente poseen una potestad representativa aquellas que
tienen un poder igual al del pueblo, que expresan plenamente su voluntad; tal es el
caso de la asamblea de diputados. En cuanto a los administradores, Roederer los
consideraba desde luego como representantes, en cierto sentido; en el de que en
dicha época ellos mismos eran elegidos del pueblo, pero añadía inmediatamente:
"Los administradores sólo son representantes del pueblo para ejercer un poder
comisionado, un poder subdelegado y subordinado". "Es una idea muy acertada
—decía también— que los administradores elegidos no deban quedar al mismo
nivel que los diputados elegidos a la legislatura." Indudablemente, unos y otros
son elegidos, pero hay que hacer una distinción entre ellos, distinción que
"proviene de la diferencia de los poderes comunicados a los legisladores de una
parte y a los administradores de otra". Y Roederer precisaba esta diferencia en los
términos siguientes: "Los primeros (los administradores) han de rendir cuentas y
ser responsables ante el jefe del poder ejecutivo, mientras que los segundos (los
legisladores) son independientes de él, e incluso tienen funciones superiores a las
suyas, y además, no pueden ser estorbados por mandato alguno del pueblo a
quien representan" (Archives parlementaires, 1 serie, vol. XXIX, pp. 323 ss.). Estas
últimas palabras indican el fundamento de la oposición que se establece entre
poderes representativos y poderes comisionados.
Los diputados son independientes, no están obligados por ningún mandato,
hablan y votan libremente, y no son responsables; el cuerpo legislativo tiene,
pues, el poder de querer soberanamente. El administrador sólo tiene un poder
comisionado, porque es un mandatario, sujeto por la ley y por las instrucciones
que recibe para el ejercicio de su misión, y por consiguiente tiene cuentas que
rendir y una responsabilidad a que someterse. Por más que diputados y
administradores sean personalmente de un mismo carácter en cuanto elegidos, y
en este sentido los califique igualmente Roederer como representantes (cf. n9
369, infra), difieren por la naturaleza de sus poderes. Según la distinción de
Rousseau, los legisladores realizan obra de soberanía y los administradores sólo
realizan actos de magistratura.
Partiendo de estas ideas, Barnave, en la misma sesión, vino a precisar
claramente la distinción entre el representante y el funcionario: "En el orden y
dentro de los límites de las funciones constitucionales, lo que distingue al
representante del simple funcionario público es que aquél tiene, en ciertos casos,
el encargo de querer por la nación, mientras que el
973
simple funcionario nunca tiene más encargo que el de actuar18 por ella". Esta vez
nos encontramos en presencia de la idea clave en la que había de detenerse la
Asamblea nacional, en cuanto al alcance preciso de la representación de derecho
público; esta idea es que el representante quiere por la nación. He aquí el
elemento esencial de la distinción del régimen representantivo. 19 Representar a la
nación es tener el poder de ejercer en su nombre una voluntad que tenga los
mismos caracteres que la voluntad nacional, o sea una voluntad libre y soberana.
365. Por lo tanto, añadía Barnave que, en su acepción plena y absoluta, "la
verdadera representación soberana, general, ilimitada, no existe ni puede existir
más que en el cuerpo constituyente". Una asamblea constituyente, en efecto,
representa en el más alto grado a la nación soberana. En primer lugar, porque
tiene el poder de querer por la nación hasta el punto de darle su Constitución, es
decir, su ley fundamental, aquella que es la fuente primera de todo su orden
jurídico, y además, porque esta Constituyente tiene entera libertad de iniciativa y
de decisión, en cuanto no existe por encima de ella ninguna autoridad de la cual
dependa, ninguna regla ni ley superior que la encadene; existe aquí, por lo tanto,
una representación, o sea una facultad ilimitada de querer por la nación.20 A esta
representación por excelencia oponía Barnave lo que llamaba "la representación
constitucional", aquella que se ejerce por una autoridad constituida, por ejemplo
por la asamblea legislativa. Esta segunda representación no es ya tan completa,
pues el cuerpo legislativo no ejerce un poder enteramente libre, ya que sólo opera
"dentro de los límites de sus funciones constitucionales"; y además, sólo puede
legislar bajo la condición de no lesionar los principios formulados por la
Constitución. No obstante, concluía Barnave, "el cuerpo legislativo es el
representante de la nación, porque quiere por ella: I9 al hacer sus le-
398
18
Se vuelve a encontrar, también en esta definición, una idea de Rousseau: la distinción entre la
voluntad y la acción; idea que hoy se vuelve a discutir, desde otro punto de vista, por Laband (op.
cit., ed. francesa, vol. n, p. 513) : "La administración es la acción del Estado... El Estado no
administra sino mientras aparece actuando." Es inexacto decir, no obstante, que el funcionario no
hace sino actuar, pues también puede querer, pero únicamente de modo subalterno.
19
No carece de interés señalar que ya en la terminología de Montesquieu y de Rousseau la
palabra representación, desde el punto de vista político, se empleaba en el sentido que le atribuyen
los constituyentes de 1789-1791, o sea en el de que el representante es llamado a querer
libremente por el pueblo. Este es el motivo que impulsa a Rousseau, adversario de la substitución
de la voluntad general por la voluntad de los elegidos, a decir que el diputado no debe ser un
representante del pueblo, sino un comisario del misrnov Igualmente, bajo el nombre de
representantes, se refiere Montesquieu a hombres elegidos y capaces, que tratarán por sí mismos
los asuntos del Estado. Así pues, el Contrato social y el Espirita.' de las leyes desvían, tanto uno
como otro, la palabra representación de su auténtica acepción jurídica. Esto
974
que el rey no podía ser un representante, porque era hereditario y no electivo. "La
esencia de la representación —decía— es que cada individuo haya cpnfundido,
mediante una confianza libre, su voluntad individual en la voluntad de su
representante. Así pues, sin elección no existe la representación; así pues, las
ideas de herencia y representación se rechazan una a otra; por lo tanto, un rey
hereditario no es representante." Por esta cita, combinada con los párrafos de
Roederer mencionados antes (p. 972), se ve cuál era la tesis de este orador.
Según dicha tesis, para ser representante no es suficiente ejercer un poder de
naturaleza representativa, sino que hay que poseer además, personalmente, el
carácter representativo, y para ello hay que proceder de la designación de los
ciudadanos. Ahora bien, el rey no era electivo, y por lo tanto, cualquiera que fuese
la naturaleza de sus poderes, no podía ser representante. Por lo demás, Roederer
negaba al rey hasta la posesión de poderes representativos por su naturaleza, y
sólo le reconocía, en el poder ejecutivo, un poder comisionado. Por último, no
admitía que pudiera considerarse al rey como el titular propio del poder ejecutivo
por entero. A este respecto impugnaba la redacción que el comité de Constitución
dio al art. 4 del preámbulo del tít. ni. "El poder ejecutivo —decía dicho texto— se
delega en el rey, para ser ejercido, bajo su autoridad, por ministros y demás
agentes responsables." Roederer combatió esta fórmula, la cual, decía, implica
que "el rey no es ya solamente el jefe supremo del poder ejecutivo, sino que según
dicha fórmula este poder le es delegado en su totalidad". Roederer oponía a este
concepto otro muy diferente: "Todo el mundo ha entendido que el poder ejecutivo
se repartiría entre diferentes manos creadas por la Constitución, siempre, desde
luego, bajo la autoridad del rey, jefe supremo del poder ejecutivo, y no único
depositario de la totalidad de dicho poder" (Archives parlementaries, loe. cu., pp.
323 ss.j. Y más adelante (p. 332) resumía así su punto de vista: "El poder
ejecutivo, en su totalidad, se distribuye entre diferentes cuerpos instituidos para
recibirlo y ejercerlo, bajo la suprema autoridad y la vigilancia eminente del rey, jefe
supremo de dicho poder. Si se dijera simplemente que el poder ejecutivo está en
manos del rey, los cuerpos administrativos ya no tendrían en él una parte
asignada por la Constitución bajo la autoridad del rey." Por lo tanto, según esa
doctrina, el poder ejecutivo, por su naturaleza, no es más que un poder
comisionado y, además, no le pertenece íntegramente al rey, sino que el rey sólo
conserva una parte de ese poder, su vigilancia eminente. No es, pues, desde
todos estos puntos de vista, más que un funcionario público.
Partiendo de estas observaciones, Roederer proponía redactar los arts. 2 y
siguientes del preámbulo del tít. ni en la forma siguiente: "Art. 2.—La nación no
puede ejercer por sí misma su soberanía. A este efecto,
978
21
El decreto referente a la residencia de los funcionarios, aprobado por la Asamblea nacional el 28
de marzo de 1791 y reproducido en la ley de 12 de septiembre de 1791, calificaba igualmente al
rey de "primer funcionario público", pero ello en un sentido bastante diferente del que se indica
antes. El objeto de la Asamblea, al adoptar este calificativo, era hacer extensiva al rey la obligación
de residencia, que por decreto se imponía a los funcionarios. Se desprende de la discusión que se
efectuó a este respecto en las sesiones del 23 y 25 de febrero de 1791 (Archives parlamentaires,
1* serie, vol. xxm, pp. 434 ss., 506 ss.) y en las de 26 y 28 de marzo (ibid., vol. xxiv, pp. 390 ss.,
424 ss.) que el rey se caracterizaba en esa época
979
como funcionario, especialmente en el sentido de tener a su cargo una delegación de la nación: así
se desprende, en particular, de las explicaciones presentadas en el curso de dicho debate por
Thouret (vol. XXIV, pp. 425 ss.).
22
Por otra parte, el rey no recibía en su totalidad la plenitud del poder ejecutivo. La Constitución de
1791 señala perfectamente que sólo es el jefe del Estado: "El poder ejecutivo supremo reside
exclusivamente (es decir, con exclusión del cuerpo legislativo) en manos del rey. El rey es el ¡eje
supremo de la administración general del remo... El rey es el jefe supremo del ejército..." (tít. III,
cap. iv, art. 1'). Reconocer al rey la posesión íntegra del poder ejecutivo hubiera sido —como
señaló Roederer (Archives parlementaires, vol. xxix, p. 324) — darle la facultad de hacer revivir la
institución de los intendentes de provincia y comprometei así toda la obra de la Constituyente en
materia de organización administrativa.
980
cido como representante; bajo este aspecto, la Asamblea nacional sólo vio en él a
un funcionario, pues en el ejercicio de este poder no manifiesta el rey una voluntad
inicial, ya que no hace sino ejecutar las leyes. Por el contrario, el rey quiere por la
nación, y por consiguiente la representa, cuando recibe de la Constitución el
derecho a tomar, en nombre de la nación, alguna iniciativa fundada
exclusivamente en su propia y libre voluntad. Y este es el caso, decían los
oradores citados, cuando opone su veto suspensivo a la ley adoptada por el
cuerpo legislativo, pues para que pueda contrarrestar una decisión de la Asamblea
representativa no hay más remedio que admitir que él también es capaz de querer
por la nación. Esta idea ya había sido expresada, en la sesión de I9 de septiembre
de 1789, por Mirabeau, el cual, para caracterizar y justificar el poder real de veto,
había dicho: "El príncipe es el representante perpetuo del pueblo, así como los
diputados son sus representantes elegidos en ciertas épocas. . . El veto del
príncipe no es sino un derecho del pueblo confiado especialmente al príncipe"
(Archives parlemeníaires, 1 serie, vol. VIII, p. 539).23 Este es también el caso,
decían Thouret y Barnave, cuando el rey entra en negociaciones con los Estados
extranjeros. Para ejercer semejante poder, está constituido desde luego en
representante nacional, pues negocia libremente y la nación quiere por él.
Indudablemente, la Constitución no admitió que el rey pudiese, por su sola
voluntad, imponer los tratados a la nación. La Constitución de 1791 (tít. III, cap. III,
sección P, art. 3) especificaba que "ningún tratado tendrá efecto sino mediante
ratificación del cuerpo legislativo". Pero, si bien la aprobación del cuerpo legislativo
era necesaria, no por eso dejó de considerarse al rey, en esta materia, como
representante de la nación, por cuanto que de él solo dependía la iniciativa de la
negociación y de la conclusión de los tratados, no'teniendo aquí el cuerpo
legislativo más derecho que el de ratificar o no los arreglos debatidos y fijados
fuera de él. Finalmente, la doctrina de Thouret y de Barnave, y el texto del comité
de Constitución que la consagraba, fueron adoptados por la Asamblea, y así es
como el preámbulo del tít. 111 colocó al rey entre los representantes (cf. Joseph
Barthélemy, Role du pouvoir exécutif dans les républiques modernes, pp. 436 ss.).
368. Esta disposición del preámbulo del tít. ni toma una significa-
402
23
Cf. el discurso de Cázales en la sesión de 28 de marzo de 1791 (Archives parlementaires, 1
serie, vol. XXIV, p. 430) : "Cuando le damos al rey el derecho de suspender, durante dos
legislaturas consecutivas, las leyes que se someten a su sanción, el espíritu de este decreto y la
intención del mismo no me parecen equívocas. Habéis dicho: si se suscita una disensión entre el
rey y la Asamblea nacional, entre los representantes electivos y el representante hereditario de la
nación, sobre la utilidad de una ley propuesta, este disentimiento debe someterse al juicio de la
nación."
981
ción más interesante aún cuando se la compara con otro texto de este título, el art.
2 del cap. IV, sección 2, titulada "De la administración interior". Este texto tiene
buen cuidado de declarar que "los administradores no tienen ningún carácter de
representación"; y los caracteriza simplemente como "agentes elegidos
temporalmente por el pueblo, para ejercer, bajo la vigilancia y la autoridad del rey,
las funciones administrativas".Mediante esta fórmula señala el art. 2, más que
ningún otro texto de la Constitución de 1791, cuáles eran el alcance y la base
precisos en dicha época, tanto a la idea de la representación en general como a la
cualidad representativa reconocida al poder real.
Los administradores no son representantes por dos razones: en primer
lugar porque no deciden soberanamente, pues se hallan bajo el control y la
autoridad del rey, que puede anular sus actos (arts. 5 y 7 de la misma sección);
después, y sobre todo, porque se limitan, cada uno dentro de la esfera de sus
atribuciones, a aplicar las disposiciones de las leyes y las órdenes jerárquicas del
rey (arts. 4 y 5, ibid.), de donde resulta que sólo tienen un poder subalterno, que
no les permite querer de una manera inicial por la nación.24 Si la Asamblea
constituyente erigió entonces al rey, a diferencia de los administradores, en
representante, así demostró claramente que quería hacer de él, no solamente el
jefe de la administración francesa y el primero de los funcionarios, sino también el
titular de un poder independiente, en la medida en que lo investía de ciertas
prerrogativas que implicaban en él la libertad primera de querer, especialmente la
de suspender la promulgación de la ley y la de dirigir las relaciones exteriores de
la nación.
369. Esta oposición que la Constitución de 1791 establecía entre el rey, que
es representante, y los administradores, que no lo son, era tanto más notable
cuanto que el rey no era electivo, mientras que el art. 2 anteriormente citado
recuerda que los administradores eran "elegidos temporalmente por el pueblo".
Roederer, en su discurso del 10 de agosto de 1791, había sacado de esto una
objeción, que desarrolló con energía, contra el sistema del proyecto de
Constitución. "Sin elección —decía— no hay representación. Así pues, un rey
hereditario no es un representante." En sentido contrario, sostenía que los
administradores son representantes
403
24
Bien es verdad que el administrador recibe de la Constitución misma cierto poder de voluntad: a
diferencia del juez, que no puede querer sino por la legalidad (cf. supra, n. 14, p. 656), tiene por lo
menos la facultad de esforzarse por alcanzar ciertos resultados, más o menos libremente elegidos
por él (ibid., pp. 687 ss.j. Pero, si bien puede querer los resultados, no es libre de querer los
medios. Con objeto de alcanzar los fines por él premeditados, sólo puede servirse de aquellos
medios que ponen a su disposición las leyes vigentes. En esto su voluntad conserva el carácter de
voluntad subalterna. Únicamente el legislador tiene poder de voluntad plenamente libre, que le
permite elegir y determinar, a la vez, los resultados y obtener y los medios a aplicar para lograrlo.
982
por el hecho de ser electivos: "Si es evidente que no hay representación sin
elección, es claro también que todo ciudadano elegido es representante del que lo
ha elegido, por el tiempo y para lo que es objeto de la elección; y sobre esta
verdad evidente establezco mi proposición, a saber, que los administradores son
representantes". Y concluía Roederer: "Digo, pues, que el rey no es representante,
que los administradores sí lo son y que es necesario que lo sean para que el
comité pueda decir con exactitud: la Constitución francesa es representativa".
Con estas palabras, Roederer planteaba muy claramente ante la Asamblea
la cuestión de saber cuál es el fundamento esencial de la representació del nuevo
derecho público. Colocaba a la Constituyente en la necesidad de elegir entre dos
conceptos posibles en esta materia. Uno consiste en apegarse a la naturaleza de
los poderes ejercidos por los diversos poseedores de la potestad pública, y es un
concepto objetivo de la representación. Son representantes, según este concepto,
las personas o cuerpos, electivos o no, que tienen un poder representativo, es
decir, un poder que implica la facultad de querer por la nación. Desde este punto
de vista, Roederer no tenía más remedio que reconocer que los administradores
no son representantes, pues no ejercen un poder representativo "igual al del
pueblo", sino un simple poder comisionado "subdelegado y subordinado". Sin
embargo, Roederer no paraba mientes en este primer concepto, y defendía un
segundo concepto, que hace provenir la representación de una cualidad subjetiva
de las personas que ejercen la potestad pública, según que estas personas sean o
no designadas por la elección popular. Lo que caracteriza al representante no es
ya entonces la naturaleza de su poder, sino el modo originario por medio del cual
ha sido llamado a él. Y Roederer, al adoptar este segundo punto de vista, urgía a
la asamblea para que reconociese que los administradores, aun poseyendo un
poder comisionado, son, por su persona y en razón de su origen electivo,
representantes (Archives parlementaires, 1 serie, vol. XXIX, pp. 323 ss.).
Pero esta tesis fue rechazada por la Constituyente. No solamente el rey,
aunque no era elegido, fue declarado representante nacional, sino que también, y
esto es más notable, el art. 2 anteriormente citado dice de los administradores,
"elegidos por el pueblo", que "no tienen ningún carácter de representación".25 Se
comprende fácilmente que no sean re-
404
25
Duguit (L'État, vol. u, pp. 704 y 697; cf. pp. 383 ss.) explica esta regla por el motivo de que los
administradores se elegían por el cuerpo electoral de una circunscripción administrativa local.
Ahora bien, una sección electoral particular carece de soberanía, según la Constitución de 1791; y,
por consiguiente, los elegidos de este cuerpo electoral restringido tampoco pueden ser
representantes de la nación, sino solamente de su circunscripción (cf. ley de 22 de diciembre de
1789-8 de enero de 1790, arts 9-10). Pero esta explicación es superflua.
983
Aunque los administradores hubieran sido los elegidos de toda la nación, no hubieran podido ser
representantes, y ello porque sólo tienen un poder de ejecución de las leyes: ahora bien, como
habría de decirlo Hérault de Séchelles en la Convención, el 10 de junio de 1793, "no se representa
al pueblo en la ejecución de su voluntad" (Moniteitr, reimpresión, vol. XVI, p. 618).
26
Esto no significa que cualquiera pueda convertirse en un órgano dotado del poder de querer por
la nación. En efecto, no hay que perder de vista que, en el sistema de la soberanía nacional, de
donde deriva todo el régimen representativo que se instituyó en 1791, el órgano sólo puede existir
y ejercer su competencia en virtud de una Constitución que tenga carácter nacional, es decir, que
.esté fundada en la voluntad de la nación.
984
los jueces no eran representantes, sino que, como los administradores, eran
simples funcionarios elegidos. Fiel a su criterio referente a la representación
nacional, la Asamblea se colocó en el punto de vista de que los jueces, ya que
sólo tienen un poder subalterno de aplicación de las leyes (ver en este sentido
supra, pp. 655 ss.), no podrían ser considerados como capaces de querer
representativamente por la nación.27 Existe, a este respecto, una gran diferencia
entre el concepto del poder judicial que prevaleció en Francia después de 1789 y
el que poco tiempo antes había sido implícitamente establecido por la Constitución
norteamericana. El desarrollo de esta Constitución trajo la consecuencia de que
los jueces norteamericanos tienen un poder propio, en virtud del cual pueden
oponer ciertas limitaciones a la potestad de las asambleas legislativas e incluso
tener en jaque la voluntad de éstas. Corresponde, en efecto, a estos jueces,
controlar la regularidad constitucional de las leyes aprobadas por el cuerpo
legislativo y negar la aplicación de ellas cuando hayan comprobado que entrañan
inconstitucionalidad. En esto se puede decir que los tribunales de Estados Unidos
son llamados a querer por la nación y, por consiguiente, tienen un poder
representativo28 (cf. Larnaude, Bulletin de la Société de législation comparée,
1902, pp. 178-179, 206 ss.). La Asamblea constituyente, por el contrario, no
admitió que la autoridad judicial pudiera ser el arbitro de la validez de los actos del
cuerpo legislativo ni de los actos de sus administradores. En lo que se refiere a los
actos administrativos, había confiado lo contencioso-administrativo, relativo a su
validez, no a la autoridad judicial, sino a los mismos cuerpos administrativos y al
rey, jefe de la administración general. En cuanto a las leyes, impuso a los
tribunales la estricta obligación de aplicarlas, prohibiéndoles inmiscuirse en el
examen de su validez (ley de 16-24 de agosto de 1790, tít. n, art. 10; Constitución
de 1791, tít. III, cap. V, art. 3). Los jueces no estaban elevados, como el rey, al
rango de
406
27
Duguit (op. cit., p. 76; Traite, vol. i, p. 306) admite que la Constitución de 1791 concedía carácter
representativo al cuerpo judicial. Este parecer ya fue combatido (ver supra, n. 16, p. 660). Esmein
(Éléments, 7* ed., vol. i, p. 402), seguido por Saripolos (op. cit., vol. II, p. 90, n.), estima igualmente
que los jueces tienen carácter de representantes, "aunque sólo estén encargados de aplicar la ley";
y esto porque deciden "por un acto libre de su inteligencia, según su conciencia y su clarividencia
personales". Pero una simple función de aplicación de las leyes no puede constituir un poder
representativo, pues la potestad jurisdiccional sólo puede elevarse al grado de potestad de
represntación en el caso de que el juez cree derecho con objeto de llenar las lagunas de las leyes;
y hasta en este último caso es dudoso que el juez sea un verdadero representante (cf. n9 404,
infra).
28
Sieyés enuncia esta idea, ante la Convención, en el discurso de 9 termidor del año III, en el que
expuso su proyecto de jurado constitucional: "Pido ante todo un jury de Constitución, o, para
afrancesar la palabra, un jurado constitucional. Lo que pido es un verdadero cuerpo de
representantes, que tenga la misión de juzgar de las reclamaciones contra cualquier lesión que
pudiera infligirse a la Constitución" (Moniteur, reimpresión, vol. XXV, p. 293).
986
1
Esta distinción entre el ciudadano legislador y el ciudadano elector fue indicada por los primeros
constituyentes, especialmente por Barére, en la sesión del 7 de julio de 1789: "Distingo el caso en
que un particular concede poderes a otro particular respecto a los objetos que le interesan
personalmente, de aquel otro en que las asambleas elementales conceden a diputa371]
988
no son llamados, en la elección, a dar su parecer respecto a las leyes por hacer,
sino simplemente a escoger a las personas que habrán de hacer esas leyes; su
intervención electoral constituye exclusivamente un acto de nombramiento de los
legisladores. En estas condiciones no es posible admitir que los ciudadanos
legislan por representación, y tampoco se puede decir que el diputado representa
la voluntad legislativa de sus electores, pues no puede representarse una voluntad
que no existe o, lo que jurídicamente viene a ser lo mismo, que la Constitución
trata como inexistente.
A este respecto, se ha podido decir que, en los límites de su competencia,
el cuerpo de los diputados "encarna la voluntad, toda la voluntad, del ser colectivo"
(Michoud, op. cit., vol. I, p. 143). La colectividad, en efecto, desde el punto de vista
jurídico, no tiene más voluntad que la que habrá de ser formulada por sus
autoridades regulares; fuera de éstas, nadie está calificado para querer por ella.
Tal es también la idea que de la representación se formaron los hombres de 1789-
1791; cuando hablan de la voluntad general, entienden por ella no ya la voluntad
de la generalidad de los ciudadanos, ni siquiera la de la mayoría de éstos, sino
únicamente la voluntad que se expresa por los representantes en nombre y por
cuenta de la generalidad. La Constituyente se expresó, pues, de un modo
incorrecto al seguir calificando como representativa a la asamblea de los
diputados así transformada. Desde el momento en que rompía los lazos de
subordinación que antes de 1789 unían al diputado con sus electores, excluía en
adelante toda posibilidad de considerar a los elegidos como representantes. Con
mayor razón, la idea de representación es inadmisible en lo que se refiere a los
supuestos representantes que, como el monarca de 1791, ni siquiera están
ligados al cuerpo de los ciudadanos por los lazos de la elección.
Finalmente, desde un tercer punto de vista, la posibilidad de establecer la
relación de representación con los datos proporcionados por el derecho público
que nació después de 1789 desaparece porque no se ve quién entra en esta
relación como representado. A despecho de la regla según la cual los diputados
representan a la nación, la nación no puede ser sujeto de una representación
propiamente dicha. En efecto, si se considera a la nación en sus miembros
individuales, que son los ciudadanos, se acaba de demostrar que éstos de ningún
modo están representados por el cuerpo legislativo, pues carecen de voluntad
legislativa jurídicamente
408
dos poderes que deben ejercerse en una asamblea general. En el primer caso, el comitente es el
legislador: tiene el derecho de someter a su voluntad la de su mandatario. En el segundo caso son
particulares no legisladores los que dan a sus diputados el poder de ser miembros de una
asamblea legislativa y de opinar en ella como sus comitentes. En este último caso, los comitentes
particulares no pueden ser legisladores... (Archives parlementaires, 1 serie, vol. VIII, p. 205).
989
sentativo sería preciso que, con anterioridad a las decisiones emitidas por él,
existiera una voluntad nacional, de la cual estas decisiones no serían sino la
expresión conforme. Ahora bien, nada de esto se encuentra en el régimen llamado
representativo, y este régimen no se basa en una idea de conformidad entre la
voluntad nacional y las voluntades enunciadas por los diputados, sino que consiste
en que las voluntades expresadas por el cuerpo de diputados constituyen la
voluntad misma de la nación. No existe, en este régimen, representación de una
voluntad por otra, sino que entra en juego una sola voluntad, la de la nación, que
se expresa, se realiza por los diputados. Estos no son, pues, los representantes
de una voluntad nacional distinta de la suya, sino que son un órgano por el cual la
nación llega a ser capaz de querer. En adelante hay que sustituir el concepto de
representación por el de órgano nacional o también órgano de Estado.
373. A. ¿Qué es un órgano y, en particular, qué debe entenderse por
órgano de Estado? Para aclarar la teoría del órgano, hay que remontarse, por un
instante, al concepto de persona colectiva. Según la definición comúnmente
propuesta por los autores (ver especialmente a Michoud, op. cit., vol. I, pp. 3 ss.),
la expresión persona jurídica, aplicada a una colectividad, expresa el hecho de
que esta colectividad es un sujeto de derecho y forma, por consiguiente, una
unidad jurídica; el Estado, en particular, personifica a la nación —se dice— porque
es el titular subjetivo de los derechos de la colectividad nacional unificada. Desde
luego, esta definición no es inexacta en sí; es evidente que las colectividades que
tienen la condición de personas jurídicas se caracterizan como sujetos de
derecho, pues en otro caso no serían personas. No obstante, importa observar
que la propiedad de ser sujeto de derecho no es, para las colectividades
personalizadas, el fundamento o el origen de su personalidad, sino una
consecuencia que deriva de ésta. En realidad, la adquisición de la personalidad
jurídica por una colectividad queda subordinada, ante todo, a la condición de que
esta colectividad se haya constituido y organizado de manera que asegure en sí la
unidad de voluntad, de potestad y de actividad; en el cumplimiento de esta
condición es en lo que reside la verdadera causa determinante de la personalidad
jurídica; por ello, en efecto, la colectividad se transforma en un ser único capaz de
convertirse en adelante en un sujeto de derechos (ver supra, núms. 12 ss., 22 ss.).
Ahora bien, esta unidad de voluntad, al engendrar como consecuencia para el
Estado la potestad de dominación, no puede realizarse efectivamente sino
mediante una organización que trate de producir una voluntad propia de la
colectividad por procedimientos formales, ya que, por sí misma, la colectividad no
tiene voluntad única; y como dice Michoud ("La notion
991
de personnalité morale", Revue du droit public, vol. xi, p. 227), en ella "no hay más
que las voluntades a veces confusas y contradictorias de sus miembros,
voluntades que el derecho no puede tener en cuenta". Por ello, el objeto esencial
de toda Constitución es dar a la comunidad nacional —que, por eso mismo, se
encuentra estatizada— una organización que le permita tener y expresar una
voluntad unificada. Y como, por la fuerza de las cosas, esta voluntad, de hecho, no
puede ser sino la de individuos, el papel de la Constitución, a este respecto,
consiste en determinar qué personas tendrán el encargo de querer por cuenta del
ser colectivo. Por lo que acaba de decirse, estas personas no se limitarán a
enunciar una voluntad colectiva ya formada anteriormente, sino que serán los
órganos de voluntad de la persona colectiva, órganos mediante los cuales ésta
puede empezar a querer jurídicamente. Finalmente, pues, por órganos hay que
entender a los hombres que, individual o corporativamente, quedan habilitados por
la Constitución para querer por la colectividad y cuya voluntad vale, por esta
habilitación estatutaria, como voluntad legal de la colectividad.
374. Entre el órgano así definido y el representante, existen jurídicamente
dos diferencias principales.
a) Así como la representación supone esencialmente dos personas
distintas, una de las cuales actúa por cuenta de la otra (ver pp. 938 ss., supra), el
órgano, como tal, carece de personalidad propia. No existen aquí dos personas
diferentes: la colectividad y su órgano, sino que sólo existe una personalidad
única, que es la de la colectividad organizada; y los órganos de la colectividad no
forman con ella más que una sola y misma persona. Incluso de aquí es de donde
proviene principalmente el empleo, en esta materia, de la palabra órgano, y
significa que los órganos de la persona colectiva, al igual que los de la persona
física, no forman con la colectividad sino un solo ser jurídico. No es, por cierto, que
se les pueda asimilar a los órganos del cuerpo humano, pues éstos son
instumentos pasivos de la voluntad del hombre y de esta voluntad reciben su
impulso, mientras que el órgano constitucional, por el contrario, es el llamado a
proporcionar a la colectividad su voluntad legal. La teoría orgánica de que aquí se
trata nada tiene de común con la de ciertos sociólogos que pretendieron asimilar
las sociedades humanas a organismos vivientes y que hicieron así de la sociología
una rama de la biología (contra esta doctrina, que nunca halló crédito entre los
juristas, ver especialmente: Michoud, Théorie de la personnalité morale, vol. i. pp.
71 ss., 138; Deslandres, "La crise de la science politique", Revue du droit public,
vol. XIII, pp. 249 ss.; Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. I, pp. 248 ss.). El concepto
del órgano de Estado de ningún modo se funda en argumentos de orden
psicológico, tomados de las ciencias naturales, sino únicamente
992
ción y los poderes del órgano derivan exclusivamente del estatuto orgánico de la
colectividad. En una palabra, en lo que se refiere a la fundación del órgano, la idea
de Constitución se opone a la idea de contrato (Michoud, op. cit., vol. I, pp. 132,
136-137; Laband, Archiv für civilistische Praxis, vol. LXXIII, p. 187-188, y Droit
public de l'Empire allemand, ed. francesa, vol. i, pp. 99 ss.).
Así pues, la representación presupone una persona representable; por el
contrario, la personalidad jurídica de las colectividades presupone al órgano,
porque es de la esencia misma de la persona colectiva el encontrarse, ante todo,
organizada. Tal es el sentido, muy sencillo y correcto, de esta afirmación de
Jellinek (op. cit., 2 ed., p. 30), que ha suscitado, en la literatura francesa, tan vivas
protestas y ataques contra la teoría del órgano:. "Detrás del representante existe
otra persona; detrás del órgano no hay nada". Duguit saca de estas palabras un
argumento que considera decisivo, pues se refiere a él en diferentes ocasiones
(ver especialmente L'État, vol. I, pp. 8, 238, 240, 271 n. etc.), contra la idea de la
personalidad del Estado: "Si —dice— detrás de lo que se llama órganos de Estado
no hay nada, es que sólo están los órganos, es decir, individuos que imponen su
voluntad a los demás individuos". En el fondo, declara Duguit, Jellinek confiesa la
inexistencia total de una persona-Estado. Esta argumentación no está en modo
alguno justificada. Es posible que la fórmula de Jellinek esté concebida en
términos demasiado absolutos, pues, como lo hace observar muy acertadamente
Michoud (op. cit., vol. I, pp. 139-140), no son los órganos por sí solos los que
forman la persona estatal. Pero, al menos, quiere decir Jellinek, y en esto tiene
razón, que la organización de la colectividad, desde el punto de vista jurídico, es la
condición sine qua non de su personalidad, y que, por consiguiente, esta
personalidad, sin órganos, es totalmente inexistente en derecho. Esto es, en
efecto, lo que, en último término, dice este autor en su Allg. Staatslehre, 3 ed., p.
560: "El Estado sólo puede existir por sus órganos; si, en pensamiento, se
separaran de él esos órganos, no subsistiría una persona-Estado, que apareciera
por lo menos como Tráger de sus órganos, sino que sólo quedaría jurídicamente
la nada". Y esto es indudablemente cierto, sin que de ello, sin embargo, se pueda
deducir nada contra los conceptos puramente jurídicos de personalidad estatal o
de órgano de Estado.
375. b) Así como la representación supone dos voluntades, de las que una
substituye a la otra, en las colectividades orgánicamente unificadas,
particularmente en aquellas que constituyen Estados, no existe sino una voluntad
única, la de la colectividad misma, organizada para querer. Sin duda se ha hecho
observar con razón que el representante no se limita a declarar la voluntad del
representado, pues en este caso no sería sino
994
que decir que la colectividad y su órgano no tienen en conjunto más que una sola
y misma voluntad.2 Pero esta manera de concebir el papel del órgano no puede
admitirse. Como objeta Michoud (op. cit., vol. I, p. 71), Gierke se contenta con
afirmar, pero no prueba de ningún modo, la existencia de una voluntad colectiva
inmanente en el grupo. Para realizar esta prueba no sería suficiente —desde el
punto de vista positivo y práctico en el que debe colocarse la ciencia jurídica—
establecer que de la colectividad se desprende una voluntad común, formada por
todas las voluntades individuales de los miembros, en cuanto éstas se dirigen
hacia ciertos objetos comunes; sino que había que demostrar, además, que estas
aspiraciones individuales hacia un objeto idéntico tienen por resultante una
voluntad que es realmente una en cuanto a los medios a emplear con el fin de
alcanzar el objeto común. Ahora bien, en lo que concierne especialmente a las
colectividades estatales, es evidente que, respecto de ninguna cuestión, las
diversas voluntades que se agitan dentro de ellas constituyen, en este último
aspecto, una unidad real. Tal es precisamente el motivo por el que resulta
indispensable que el Estado posea órganos. Cuando se dice que el Estado no
puede prescindir de los órganos, esto no sólo significa, como pretende Gierke, que
a falta de personas físicas que le sirvan de intermediarios, sería incapaz de
manifestar exteriormente su voluntad interna, sino que, sin órganos, sería incapaz
de querer, pues no subsistirían ya en él,
409
2
Desde el punto de vista psicológico parece necesario, para darse cuenta del alcance preciso del
concepto del órgano según Gierke, recordar la relación que a veces se establece entre la
muchedumbre y los hombres, escritores u oradores, que se dirigen a ella. Ocurre a menudo que al
escuchar a ciertos hombres eminentes que destacan en el discernimiento de los profundos e
íntimos resortes del alma popular, el público reconoce en sus palabras la expresión de sus propios
pensamientos, cuando, sin embargo, se trata de sentimientos que la gran masa de oyentes hubiera
sido incapaz de definirse a sí misma, o que, en todo caso, no hubiera podido formular por sus
propios medios. Se establece así una íntima comunicación entre la muchedumbre y quienes saben
llegar a su espíritu revelándole sus propias aspiraciones y permitiéndole así tener conciencia de
ellas. Sería tentador fundar la teoría del órgano, en gran parte, en un fenómeno del mismo orden.
Los políticos que salen de la masa del pueblo para formular la voluntad nacional son, se ha dicho,
órganos del pueblo, no ya en el sentido de que sus decisiones sólo habrían de ser necesariamente
la expresión de voluntades populares ya fijadas y conscientes de sí mismas, sino, al menos, en el
sentido de que, gracias a sus orígenes nacionales, a su forma de reclutamiento y a las garantías
de todas clases por las que han sido designados como órganos por la Constitución, pueden
considerarse como particularmente aptos para estatuir y obrar en direcciones que estén conformes
con las aspiraciones, notorias o secretas, de la masa por cuya cuenta son llamados a querer. Por
consiguiente, cabe esperar que, en las decisiones o medidas que son obra suya, la colectividad,
normalmente, habrá de reconocer la expresión de sus propios deseos o tendencias, y, por tanto,
de su propia voluntad. En este sentido, se ha dicho, puede afirmarse que realizan la voluntad
existente en el seno de la colectividad, y también por esto se ha sacado la conclusión de que
merecen ser llamados órganos de la colectividad.
996
3
Hauriou (La souveraineté nationale, pp. 16, 33-34) observa que en el seno de toda nación —y ello
es particularmente cierto por lo que se refiere a la nación francesa, que actualmente no comprende
poblaciones conquistadas o retenidas por la fuerza— existe una voluntad general, incluso unánime,
que preexiste a las voluntades expresadas por los órganos y que es la condición previa de toda la
organización estatal: es la voluntad de vivir en común; comprende cierto fondo de ideas morales y
de principios jurídicos comunes, aspiraciones idénticas hacia determinado ideal de cultura y, sobre
todo, la misma fe patriótica, el mismo profundo deseo de conservar intactos, con respecto al
extranjero, el suelo, la población y la potestad social de la nación. Es lo que Hauriou llama (op. cit.,
pp. 23, 33 ss.) el "bloque de las ideas indiscutibles". Existe aquí un bloque de ideas, y también de
personas: los individuos que no compartiesen esta voluntad unánime sobre aquellas cuestiones
que para la nación tienen vital importancia, especialmente en materia de patriotismo o de servicio
militar, se separan ellos mismos de la nación y son tratados por ella como criminales (pp. 20 y 36).
Pero importa añadir, con el propio Hauriou (pp. 21, 56 ss.), que esta voluntad general, referente a
tales puntos primordiales, está muy lejos de la voluntad que se enunciará, como voluntad una de la
nación, por los órganos de ésta, particularmente por el órgano legislativo; pues si la unanimidad
existe entre los nacionales en cuanto a los fines a perseguir, las incertidumbres, las divergencias
de opiniones y de intereses, las contradicciones y las querellas empiezan en el momento en que se
trata de fijar los medios que habrán de emplearse para alcanzar tales fines; a la unanimidad
referente al bloque de ideas indiscutibles se sustituye en seguida la diversidad de las tendencias y
opiniones particulares. En el momento en que el legislador toma partido y estatuye sobre alguna
cuestión interesante para la nación, no se puede decir que reproduzca ni que exponga una
voluntad superior, que tenga carácter de voluntad general en el sentido último que acaba de
indicarse. No sólo la voluntad general, en el régimen llamado representativo, no es una voluntad
soberana, ya que, en el momento de las decisiones por tomar, no tiene parte actual en la adopción
de dichas decisiones, sino que tampoco existe, en ese instante, voluntad verdaderamente general:
sólo existen voluntades discordantes, confusas, que se combaten entre sí. Cuando, según la
fórmula revolucionaria tomada de Rousseau, se repite que la ley es la expresión de la voluntad
general, esto no puede significar que enuncia una voluntad general preestablecida, sino que crea
una voluntad general de la nación, general en el sentido puramente jurídico y formal de que, en
adelante, y por razón del orden estatutario vigente, no se admitirá ni tolerará en derecho, y sobre el
punto regulado por la ley, voluntad alguna particular contraria a la que enuncia el legislador. La
voluntad general, por lo tanto, no tiene papel actual en la obra de la legislación. ¿Puede decirse, al
menos, con Hauriou (op. cit., pp. 17, 27, 118 ss.), que desempeña en ella un papel posterior, por
cuanto las leyes, dictadas en primer lugar por el órgano legislativo, son adoptadas más tarde por el
conjunto de los ciudadanos, y ello en virtud de una "adaptación progresiva que entraña la adhesión
de la voluntad general" y que constituye así una "ratificación por la voluntad general" de la obra del
legislador? Sobre esta cuestión ver lo que se dirá infra, n. 18, p.1028, y cf. supra, pp. 197 y 202 n.
997
sino que las decisiones por él emitidas constituyen, de una manera inicial, la
voluntad nacional. Por lo mismo, en efecto, que la colectividad nacional recibió de
su Constitución órganos regulares encargados de cumplir las diversas funciones
estatales, empezó a encontrarse organizada para querer; al darle órganos
estatutarios, la Constitución creó para ella medios o instrumentos de volición. Por
efecto de esta organización, la voluntad enunciada por la persona u órgano
adquiere valor de voluntad nacional, así como en adelante la colectividad no
tendrá jurídicamente más voluntad que la de sus órganos. Así, cuando el órgano,
actuando dentro de la esfera de su competencia y en las formas fijadas por el
estatuto orgánico de la nación, emite una decisión, ya no hay por qué indagar si
esta decisión corresponde a una voluntad naturalmente, o sea realmente,
existente en la nación. La verdad es que la voluntad enunciada por la persona
órgano sobre un objeto de su competencia constituye, en derecho, por sí misma, y
constituye ella sola, la voluntad estatal de la nación. En este sentido se dijo
anteriormente (pp. 992 ss.) que, a diferencia del representante, la persona órgano,
al enunciar su voluntad, declara propiamente la voluntad nacional; y también en
este sentido el hecho y el acto del órgano son el hecho y el acto de la colectividad
nacional. Así pues, las personas o cuerpos que tienen la cualidad de órganos no
son solamente órganos de expresión de la voluntad colectiva, en el sentido en que
lo entiende Gierke, sino precisamente órganos de formación de esta voluntad. Son
llamados a estatuir, no según una voluntad nacional preestablecida y que se
impusiera a ellos, sino según su propia deliberación y según las circunstancias, a
medida que éstas se vayan produciendo Sin embargo, para determinar
completamente el concepto del órgano, conviene combinar las observaciones que,
con respecto a la potestad de que dispone el órgano, acaban de presentarse, con
otra observación no menos importante. Cuando se dice que el órgano quiere
libremente y de una manera independiente, esto no significa que exista ausencia
total de relaciones entre las voluntades que emite y las tendencias y aspiraciones
que se producen en el seno de la colectividad por la que tiene el encargo de
querer. Muy al contrario, importa no perder de vista, y —como se ha observado
anteriormente (p. 990) —la misma palabra "órgano" basta para recordarlo, que el
individuo que desempeña la función de órgano está en estrechas relaciones con la
corporación: es un miembro, una parte integrante de ésta y no un tercero. Esto
implica ya que el individuo que quiere por el grupo comparte, como miembro del
grupo, las opiniones esenciales de éste. Un extraño, cuya voluntad se impusiera al
grupo por una fuerza venida del exterior, ya no sería un órgano de la colectividad,
sino un amo. Además, en el sistema francés de la soberanía nacional, el órgano
ha de poseer un carácter nacional, en cuanto
998
se relaciona con la nación, bien sea por su forma de nombramiento, por ejemplo y
especialmente por la elección, bien sea, en todo caso, por el hecho de estar
instituido por una Constitución que es a su vez obra de una voluntad que tiene
carácter nacional. Y esto implica, entonces, que el órgano, por razón misma de su
origen o de sus vínculos con el cuerpo nacional, se halla más o menos sometido a
la influencia de las ideas y de los sentimientos que reinan en la nación; por
consiguiente, las decisiones que tome se inspirarán en el espíritu nacional. Esto es
lo que la primera Constituyente quiso expresar al calificar al órgano como
representante. Desviando la palabra representación de su acepción jurídica
normal, la empleó aquí en un sentido puramente político, con objeto de señalar la
relación especial y las afinidades que existen entre la colectividad de los
ciudadanos y sus órganos; y en cuanto a las voluntades del órgano, las
consideraba como representativas, al menos en el sentido de que el órgano, sin
dejar de estatuir libremente, enuncia una voluntad más o menos aproximada a la
que emitiría la nación si pudiese querer por sí misma (cf. sobre estos diversos
puntos la n. 23, p. 1037, infra). En resumen, pues, el concepto de órgano supone
la existencia de ciertos lazos entre el grupo y los individuos que quieren por él. En
virtud de estos lazos, el órgano está calificado para expresar la voluntad del grupo;
constituye, en efecto, una unidad con el grupo, por lo que las decisiones que toma
pueden considerarse como manifestaciones de la voluntad de grupo. No deja de
ser cierto, sin embargo, que el órgano tiene el poder de decidir por sí mismo y bajo
su propia apreciación. En el Estado especialmente, la influencia de la nación en la
formación de las decisiones que sus órganos dictarán por su cuenta se ejerce
desde luego en el acto constitucional que los determina; se ejerce también en el
acto por el que se eligen y designan las personas llamadas a una misión de
órgano. Pero, una vez instituido de conformidad con la voluntad nacional, el
órgano no se comporta como representante de una voluntad superior, sino como
el agente libre de la nación. Al instituirlo, ésta le confió el cuidado de querer por
ella; en el mismo sentido, se ha dado un órgano de voluntad.
376. B. Tal es, en sus principales rasgos, la teoría del órgano. El mérito de
haberla derivado y construido le cabe especialmente a Gierke, que la desarrolló,
para las corporaciones en general, en su importante obra Die
Genossenschaftstheorie und die deutsche Rechtssprechung, a la que hay que
añadir su Deutsches Privatrecht, vol. I, p. 137 ss., 456 ss., así como el estudio
aparecido en el Schmoller's Jahrbuch, vol. VII, pp. 1139 55. (ver también del
mismo autor: Das Wesen der menschlichen Verbdnde). Se ha podido reprochar a
este autor su concepto orgánico del Estado (Jellinek, L'État moderne, ed. francesa,
vol. i, pp. 250 ss.); se puede criticar también (ver pp. 993 55., supra) aquella parte
de su doctri
999
V pp. 237 ss.). En Francia le costó más trabajo hacerse admitir; sin embargo, junto
a adversarios determinados, como sobre todo Duguit (L'État, vol. II, pp. 25 ss;
Traite, vol. I, pp. 311 ss.), cuenta hoy en la literatura francesa con cierto número
de defensores, entre los cuales hay que citar principalmente a Michoud (op. cu.,
vol. I, pp. 129 ss.; vol. II, pp. 41 ss.), Saripolos (op. cit., vol. n, pp. 67 ss.), Mestre
(Les personnes morales et le probléme de leur responsabilité pénale, pp. 211 ss.)
(cf. Saleilles, Nouvelle Revue historique, 1899, pp. 597 ss., y, en un sentido muy
especial, Hauriou, Principes de droit public, 2* ed., pp. 94 ss.).
377. Los adversarios del concepto de órgano de Estado lo combaten
repitiendo que es un concepto de origen y esencia puramente germánicos (ver,
por ejemplo, en este sentido Joseph Barthélemy, Role du pouvoir exécutif dans les
républiques modernes, p. 28). Es posible, en efecto, que esta idea haya
encontrado en el derecho monárquico alemán un terreno especialmente favorable
para su desarrollo, así como parece, en primer lugar, que sea inconciliable con la
idea de "delegación", sobre la cual la Constitución de 1791 (preámbulo del tít. III)
fundó esencialmente, desde el principio, el sistema constitucional moderno del
derecho público francés. Duguit (L'État, vol. II, pp. 15 ss.; Traite, vol. I, núm?. 56-
57) insiste mucho sobre este último punto. A la "teoría alemana del órgano
jurídico" opone la "teoría francesa", que es, dice, la "teoría del mandato
representativo". Esta teoría se formó en 1789-1791, y "no se puede dudar que
constituye aún la base de nuestro derecho público" (Traite, vol. I, pp. 306-307, 337
ss.; cf. Hauriou, Précis, 9 ed., p. 137).
Duguit se halla muy lejos de tenerla por irreprochable; sostiene, al menos,
que su establecimiento por la Constitución de 1791 y por las Constituciones
posteriores de Francia excluye la posibilidad de admitir el sistema del órgano del
Estado en el derecho positivo francés. Pero cabe responder que, si la teoría actual
del órgano jurídico es de construcción alemana, los materiales de la misma han
sido proporcionados, en gran parte, por los trabajos y los discursos de los
constituyentes franceses de 1791. El germen de esta teoría está contenido en su
concepto del régimen "representativo" y en las definiciones mismas que dieron de
este régimen. Indudablemente, la Constitución que es obra suya califica como
"delegados" y "representantes" de la nación a las personas o asambleas a quienes
confiere el ejercicio de la potestad nacional. Pero no hay que dejarse llevar por las
apariencias que resultan de estas palabras. Hay que fijarse, no en lo que pudo
decir la Constitución de 1791, sino en lo que hizo. La Constituyente obedeció a
hábitos mentales fundados en una larga tradición, y trató también de dar
satisfacción a las aspiraciones políticas del pueblo francés, presentándole a sus
diputados
1001
411
Se infiere de esto que de ningún modo puede considerarse fundado el reproche —tantas veces
reproducido en contra de los constituyentes de 1791— de que, con su sistema representativo,
establecieron entre la nación que es supuesta soberana y el cuerpo de diputados que es dueño
efectivo de las decisiones por tomar, un dualismo de potestades que es inconciliable tanto con la
unidad del Estado como con el principio de la soberanía nacional. Este reproche fue formulado
aún, en último lugar, por Redslob (Die Staatstheorie der französischen Nationalversammlung von
1789, pp. 128 ss.). Este autor se apoya en el testimonio de Duguit, el cual sostiene (Traite, vol. i,
pp. 77-78, 338) que, en el concepto francés consagrado por los textos revolucionarios, "la nación
es una persona distinta del Estado, así como es distinta de los individuos que la componen",
persona que, como tal, es "titular de la soberanía originaria". ¿Cómo —dice Redslob— puede
comprenderse que la Constituyente haya podido declarar soberana a la nación y conceder a la vez
el ejercicio de la soberanía efectiva a representantes, o sea a personas diferentes de la nación
misma? Semejante contradicción, añade dicho autor, fue evitada por la teoría alemana, la que, por
una parte, atribuye la soberanía únicamente al Estado y, por otra parte, define a las autoridades
estatales como capaces precisamente de querer por dichos órganos, de modo que en esta
persona única, que actúa así por sus órganos, están reunidas de un modo inseparable la
soberanía nacional y la soberanía real. Pero la Constituyente no es culpable de la contradicción
que así se le imputa. O, por lo menos, sólo es responsable en la medida en que cometió el error de
presentar como representativas a autoridades que, según el papel que les asignaba la Constitución
y según la definición misma que de dicho papel habían dado los oradores de la Asamblea, en el
fondo y en realidad eran puros órganos. En el sistema efectivamente instituido por la
Constituyente, la nación soberana no es una persona diferente del Estado (como ya se ha visto,
núms. 4 y 336; ver también núms. 388 ss., infra), ni tampoco una persona distinta de las que
orgánicamente son llamadas a querer por ella. Tampoco puede decirse, como lo hacen los dos
autores anteriormente citados, que estas últimas personas posean el ejercicio delegado de la
soberanía, de la cual, por su parte, la nación sólo conserva la sustancia. La verdad es que la
nación constituye un todo indivisible, una unidad absoluta, con los supuestos representantes en los
cuales halla su voluntad. Para cerciorarse de ello, basta recurrir otra vez a las claras afirmaciones
de Sieyés y sus colegas, recordadas anteriormente. Se verá que estas afirmaciones excluyen
cualquier idea de dualismo en esta materia: no dejan lugar a dualismo, ni de personas, ni de
voluntades, ni de soberanías.
1002
412
Esta conclusión concuerda con el hecho de que, según el derecho público fundado en 1791 y que desde
entonces ha permanecido vigente, el órgano constituyente queda excluido formalmente de cualquier
participación en los poderes que ha de constituir. El principio francés de la separación entre el poder
constituyente y los poderes constituidos, en efecto, se dirige lo mismo contra el órgano constituyente que
contra los órganos constituidos (ver no. 456, infra). Si el cuerpo legislativo no participa en la función
constituyente, una Constituyente tampoco posee potestad legislativa. Tiene únicamente un poder: el de
determinar los órganos que habrán de ejercer por la nación las diversas potestades a constituir. Así pues, si
bien es verdad que preexiste al cuerpo legislativo cierta voluntad nacional que se halla realizada en el
órgano constituyente, al menos conviene reconocer que dicho órgano sólo proporciona una voluntad a la
nación desde el punto de vista constituyente, y que no engendra directamente en ella una voluntad
legislativa. La potestad legislativa no se encuentra en las asambleas constituyentes, y éstas tampoco la
delegan en las asambleas legislativas, aunque establezcan estas últimas y Fijen competencia.
1004
caso del tutor, de ello resulta una simple representación, pues en todas estas
situaciones la voluntad del que actúa por cuenta ajena se encuentra subordinada,
bajo una u otra forma, a la voluntad o a los derechos superiores del principal
interesado, al que no hace más que representar.413 Por el contrario, si es la
voluntad de la persona por la que se habla la que depende, en cuanto a su
formación, de la voluntad del que habla, entonces ya no hay representación de
una voluntad por otra, sino que la persona que habla aparece como el órgano de
la que sólo por ella puede hablar.
De esto se deduce que las personas físicas encargadas de enunciar voluntades
en nombre de una colectividad poseen carácter de órganos o de representantes
según que hayan recibido el poder de querer de un modo discrecional por el ser
colectivo o se hallen dominadas por una voluntad superior que ya se encuentra
realizada en el ser colectivo por medio de sus órganos.414 Ahora bien, según los
principios del derecho público fundado en Francia en 1789-1791, es indudable que
una vez creada la Constitución por la nación, por medio de su órgano
413
En este sentido precisamente es en el que, en la esfera del derecho privado, y siguiendo en ello el
ejemplo de los romanos, los juristas llaman a veces al representante el "dueño del asunto". Esto ocurre,
particularmente, en el caso de la gestión de negocios (Código civil, arts. 1373 y 1375). ¿Puede decirse
asimismo, en derecho público, que, según el régimen representativo, el pueblo es el amo, y que está
representado por sus elegidos? A esta cuestión contestan los autores, ya como Hauriou (ver n. 27, p. 942,
supra), afirmando la autonomía de los representantes", ya como Esmein (Éléments, 7º. ed., vol. i, p. 402),
diciendo que "lo que caracteriza a los representantes del pueblo es el hecho de que son llamados a decidir
arbitrariamente en nombre del pueblo".
414
El derecho público alemán ofrece un conocido ejemplo de esta distinción. Junto a sus príncipes y
senados, que eran órganos propios de cada uno de ellos, los Estados alemanes de antes de 1918 tenían
también, en el Imperio, un derecho de representación que se ejercía en el seno del Bundesrat. En efecto,
éste se componía de delegados, enviados por los diversos Estados confederados, y que la Constitución del
Imperio (art. 6) caracterizaba como "representantes" y "apoderados" de cada Estado. Este calificativo se
justificaba porque los delegados de los Estados ante el Bundesrat habían de conformarse a las instrucciones
que habían recibido de sus Gobiernos respectivos, que los habían nombrado y con relación a los cuales eran
responsables de sus votos: eran, por lo tanto, pura y simplemente, mandatarios. Así pues, mientras que los
príncipes y los senados alemanes, para cada Estado, eran los órganos constitucionales de una voluntad
estatal por formarse y que se formaba efectivamente por ellos, los miembros del Bundesrat habían de
expresar representativamente en esta asamblea una voluntad estatal ya constituida, la misma que se había
manifestado en las instrucciones dadas a cada uno de ellos por sus Gobiernos particulares (Laband, Droit
public de L’Empire allemand, ed. francesa, vol. I, pp. 365 ss., 383 ss.). En cuanto al Bundesrat, como colegio,
era un órgano, el órgano supremo del Imperio. Hoy día, el Reichsrat, que sucedió al Bundesrat, pero que
sólo posee una pequeña parte de la potestad del antiguo Consejo federal, es igualmente una reunión de
representantes de los diversos Lánder comprendidos en la República imperial (Constitución del 11 de agosto
de 1919, arts 60 ss.): el Reichsrat, en efecto, está compuesto de miembros de los Gobiernos de los Lander,
que son delegados en él por esos mismos Gobiernos (ver, sin embargo, en cuanto se refiere a Prusia, la
particularidad establecida en el art. 63). Por otra parte, cabe preguntarse en qué cualidad los Lánder reciben
en él una representación. La cuestión de saber si tienen carácter de Estados es, en efecto, dudosa (ver, a
este respecto y en sentido diverso, los estudios sobre la nueva Constitución alemana de Stiér-Somlo, pp. 79
ss., de Giese, 2" ed., pp. 65, 200-201, y los autores citados por este último). La modicidad misma de los
poderes del Reichsrat podría inducir a pensar que el Imperio, actualmente, no es ya un Estado federal, sino
un Estado unitario con federación de los países contenidos en él.
1005
415
El representante está dominado por una voluntad más alta que la suya; se parece en esto .al funcionario,
del que ya se trató en los números 364 ss., supra. No obstante, el representante y el funcionario difieren
esencialmente el uno del otro, pues el primero actúa por representación de una voluntad que es en sí una
voluntad libre. Bien es verdad que la voluntad enunciada poj el representante debe hallarse conforme con la
que representa; pero, en suma, enuncia, a ir propio riesgo, Uta voluntad libre. El funcionario, por el
contrario, sólo es el agente de ejecución subalterno de lu voluntad que lo domina.
1006
cia para expresar a dicho efecto la voluntad de la nación, o sea por el órgano
constituyente, por el mismo que instituyó a las autoridades que ahora se trata de
destituir. Ahora bien, acaba de demostrarse que la institución de estas autoridades
por el órgano constituyente no es una operación de mandato; por lo tanto, el acto
por el que este mismo órgano les retira su anterior potestad tampoco puede
constituir una revocación de mandato. Al admitir un estatuto y órganos nuevos, la
nación no hace sino darse un nuevo modo de formación de su voluntad y de su
potestad en el orden de las funciones y de los poderes constituidos. En una
palabra, por encima y por fuera de los órganos variables de la nación no existe
una voluntad nacional de la que éstos serían los representantes revocables, sino
que la voluntad nacional sólo puede constituirse, en derecho, por medio de los
órganos encargados de producirla en cada una de las esferas de actividad estatal
de la nación.416
379. C. Aclarado así el concepto de órgano de Estado, conviene ahora
precisar su alcance. Las mismas precisiones que van a dársele acabarán de
proporcionar su justificación.
Considerando que hubo que buscar otra palabra diferente a la de
representación para caracterizar de modo exacto la relación que se establece
entre la nación y las personas encargadas de querer por ella, la palabra órgano es
un término felizmente escogido, en cuanto expresa naturalmente, en esta materia,
dos ideas principales sobre las cuales conviene insistir:
a) Significa, ante todo, que el individuo que desempeña la función de
órgano opera, no ya como pudiera hacerlo una persona que ejerza, como t a l , un
poder del que fuera el sujeto especial, sino realmente como un instrumento del
que se vale el ser colectivo para el ejercicio de poderes que sólo a él le
pertenecen.
Es evidente que el papel que personalmente desempeña el individuo
órgano en la formación de la voluntad nacional es considerable. Y hasta se puede
reprochar a algunos autores que no hayan reconocido e indicado
416
La teoría de la delegación de la potestad soberana por la nación, después de haber sido durante mucho
tiempo la teoría preponderante en la doctrina del derecho público francés (Duguit, Traite, vol. I, pp. 303 ss.,
338 ss.), es rechazada hoy por la mayor parte de los autores: por Duguit (loe. cil., p. 299), por Michoud (op.
cit., vol. i, pp. 287 ss.), por Hauriou (Principes de droit public, 1ª. ed., pp. 419 ss.; cf. 2» ed., pp. 637 ss.), que
la llama " l a llaga del derecho constitucional francés". Hauriou (op. cit., pp. 434 ss.) propone substituir la
teoría de la delegación por la idea de la "investidura", la cual, a primera vista, parece aproximarse a aquella
otra, anteriormente expuesta, según la cual, al darse constitucionalmente órganos, la nación crea su
potestad de querer. Sin embargo, la teoría de la investidura, tal como la entiende Hauriou, se reduce en
último término a la de la delegación. En efecto, él mismo declara (op. cit., 1' ed., pp. 438 y 442) que "existe
en la investidura una especie de mandato" dado por la nación a las autoridades que inviste. Ahora bien, la
idea de mandato implica forzosamente la idea de transmisión de poder.
1007
como órgano; luego tampoco posee, como órgano, la cualidad de persona. Todo
esto es tanto como decir que la potestad estatal- no es de las que se prestan a
delegaciones, no sólo porque una delegación de soberanía equivaldría a una
enajenación, como lo demostró Rousseau (Contrat social, l i b . I I , cap. i y l i b .
III, cap. x v ) , sino sobre todo porque, si se admitiese la posibilidad de transferirla
a personas diferentes del Estado, se destruiría por ello mismo su carácter
esencial, que consiste en ser una potestad estatal, es decir, una potestad que sólo
se concibe en el Estado (cf. supra, n" 86).
Tal es también el sentido de la proposición, tan frecuentemente reproducida
en la literatura actual, de que el órgano ejerce, no ya un derecho subjetivo ni una
capacidad conferida a la persona que desempeña la función orgánica, sino
únicamente una competencia estatal (ver para la precisión de esta idea los núms.
424 y 428, infra). En estas condiciones, nada se opone a que el Estado posea
múltiples órganos, entre los cuales se repartirán competencias diversas. La unidad
del Estado no puede comprometerse con esto, pues, por su íntima unión con el
Estado, los múltiples órganos no constituyen con él sino un sujeto único. También
resulta de esto que, si se suscitaran entre estos órganos dificultades de orden
jurídico referentes a la extensión de sus competencias particulares, este l i t i g i o ,
por más que se instruyera en forma de proceso, no podría considerarse como un
verdadero proceso entre personas adversas y que hicieran valer sus respectivos
derechos, pues todo conflicto de este género sólo puede dar lugar a un simple
arreglo de competencias en el interior del Estado, sujeto común de los derechos y
poderes aplicados por sus órganos (Jellinek, loe. cit., vol. II, p. 249; Michoud, op.
cit., vol. I, pp. 146, 285; cf. n. 8 del n* 428, infra).
381. Tal vez se diga que toda esta construcción abstracta del sistema del
órgano de Estado no altera en nada el hecho de que, en definitiva, la voluntad del
Estado se reduce a la de los individuos que pasan por sus órganos. Pero sería un
error creer que la teoría del órgano sólo presenta un interés de orden especulativo
y que está desprovista de valor práctico. No solamente es la única que puede
explicar los hechos de que derivan los caracteres distintivos del Estado corporativo
moderno, como lo reconocen sus mismos adversarios (Duguit, L'État, vol. i i , pp.
50-51), sino que, además, proporciona la solución de muchas cuestiones que sin
ella quedarían indecisas.
Desempeña, por ejemplo, un papel decisivo en la cuestión de saber si las
personas o cuerpos designados por la Constitución para ejercer tales o cuales
atributos de la potestad del Estado pueden delegar total o parcialmente su poder
en otras autoridades, que les substituirían así en el
1011
cit., vol. i i , cap. x, y sobre la del Estado, ibid., vol. i, pp. 272 55., vol. 11, pp. 231
ss., 257 ss., con la bibliografía indicada en esos diversos l u gares).417
382. b) La palabra órgano tiene por objeto, en segundo lugar, señalar que el
órgano no se identifica con las personas físicas que desempeñan la función
orgánica. A diferencia de la palabra representante, que llama directamente la
atención sobre la persona que ha de actuar por otra, la palabra órgano hace
abstracción de los individuos encargados de querer por el Estado. Es un término
impersonal, que únicamente se refiere a la organización estatal y que relega al
último plano a los indivi-
417
Otra consecuencia, ya señalada (p. 761), de la teoría del órgano es que los acuerdos o manifestaciones de
voluntades comunes e idénticas que pueden producirse entre autoridades encargadas de querer en nombre
del Estado no pueden constituir contratos en el sentido propio de la palabra. Tanto si las dos Cámaras que
constituyen el cuerpo legislativo se ponen de acuerdo y ocurre así después de negociaciones entre ellas para
adoptar un texto, como si la ley se engendra en concurso por las voluntades concordantes del Parlamento y
de un monarca, es muy posible que exista aquí un caso de Vereinbarung (Jellinek, System der subjektiven
óffentl. Rechte, 2* ed., pp. 204 ss. ) , pero no existe, en ningún grado, acto contractual, puesto que un
contrato supone tratos entre personas diferentes; y las dos Cámaras, el Parlamento y el monarca, quieren
en nombre y por cuenta de una persona única, que es el Estado; tales autoridades actúan en este aspecto
como órganos de la persona estatal, o mejor dicho, constituyen el órgano complejo de la legislación. Con
mayor razón, no pueden considerarse dentro de la categoría de los contratos los entendimientos o
acuerdos, por lo demás frecuentes en la práctica, que se producen entre servicios administrativos, por
ejemplo entre diferentes ministerios; pues un ministerio, aunque se le considere en la persona de su jefe, el
ministro, ni siquiera es un órgano de la persona estatal, sino únicamente un departamento, una subdivisión
del organismo administrativo. Un contrato propiamente dicho no puede concebirse entre dos ministerios,
como tampoco puede concebirse entre oficinas de una misma casa de comercio. Cuando dos órganos o
servicios administrativos entran en negociaciones y llegan a un arreglo, es siempre y únicamente el Estado el
que, en definitiva, habla y actúa por ellos; ahora bien, el Estado no puede contratar consigo mismo,
obligarse a sí mismo. Por lo que se refiere especialmente a los servicios administrativos, sus agentes sólo
operan como autoridades subalternas subordinadas a una autoridad estatal superior y común, que puede
anular los actos concluidos entre ellos; tales actos, pues, no pueden originar entre ellos lazos contractuales,
que constituyan obligaciones efectivas. Diferente es el caso en que se concluyese un convenio entre el
Estado, actuando a través de sus órganos o agentes competentes, y, por ejemplo, un municipio: el concepto
de contrato se encuentra aquí plenamente realizado, ya que el municipio es una persona administrativa
distinta. Ni el órgano del Estado, ni los servicios públicos o departamentos ministeriales del Estado, poseen
ese carácter de personas jurídicas distintas. Ver, además, en la obra anteriormente citada de Michoud, vol.
1, pp. 133, 143-144, la enumeración de otros múltiples intereses que se refieren a la distinción entre el
órgano y el representante. Por ejemplo, en lo que se refiere a los poderes electorales que corresponderían a
una colectividad, debe observarse que, en principio, el derecho de voto no puede trasmitirse a un tercero:
este derecho, por lo tanto, no es susceptible de ejercerse por un representante (ver no 420, infra); por el
contrario, es natural que el poder electoral de la colectividad se ejerza mediante el órgano de ésta, ya que,
al no constituir el órgano sino un todo con la persona colectiva, te esta persona misma la que, a través de su
órgano, hace uso de su derecho de voto.
1013
418
¿No es esa, en el fondo, la verdadera razón por la que se justifica la no caducidad de las proposiciones de
ley adoptadas por la Cémara de Diputados, cuando llega el final de la legislatura, antes de que hayan sido
adoptadas también por el Senado? Las legislaturas sólo son temporales: el órgano legislativo no perece
jamás. Ver sobre este punto y, en parte, en este sentido: Esmein, Éléments, 6* ed., pp. 984 ss.; Hauriou,
"L'institution et le droit statutaire", Recueil de législation de Toulouse, 1906, p. 147 n.
419
Si el órgano se confundiese realmente con la persona física que desempeña su panel, la cualidad de
órgano sería indeleble en dicha persona y todos los actos, cualesquiera que tueien, realizados por ella,
serían actos de órgano, ya que dicha persona es una y permanece siempre igual a sí misma. En realidad, los
únicos actos que, por parte de ella, tengan valor de actos de órgano, son aquellos que realiza a título de
órgano y según las formas especiales que condicionan la actividad del órgano. Así pues, la persona física se
reduce a revestirse de la función de órgano, del mismo modo que un oficial o un funcionario reviste el
uniforme que lo capacita para ejercer los poderes inherentes a su función.
1015
420
Otra cosa ocurre en las Constituciones plebiscitarias, en las que el plebiscito se refiere a la vez a los
poderes representativos y al hombre que habrá de poseerlos. Aquí, la Constitución confunde al órgano con
el hombre elegido como titular de la función. Esta es una de las principales diferencias que separan al
régimen plebiscitario del régimen representativo.
421
Hauriou (Précis, 6' ed., p. 62) expresó ideas análogas, sólo que en términos que parecen discutibles: " E s
el cuerpo electoral soberano, en el que se encuentra el depósito de la potestad pública, el que, por una
especie de acto creador, pone a disposición de una administración pública el poder, y al mismo tiempo,
delega este poder en órganos. En la realidad de las cosas, esta delegación por el cuerpo electoral no se
renueva totalmente en cada elección. Lo que se renueva es la delegación de los poderes a tal o cual
personaje elegido, pero, en cuanto al poder puesto a disposición de una administración pública para ser
ejercido por sus Órgano*, la delegación es permanente y regulada por la ley. Este arreglo se hace posible
mediante la distinción entre el puesto y el titular del puesto: se regulan por la ley, de una vez Conspor todas,
las atribuciones del puesto, y después se delega a alguien en el puesto." La distinción establecida por
Hauriou entre el puesto y sus sucesivos ocupantes (ver también Principes de droit public, 2" ed., p. 646) es
perfectamente exacta. Pero en modo alguno existe la doble delegación de potestad de que habla dicho
autor. Al organizarse mediante su Constitución, la nación no delega su potestad, sino que la crea, como se
ha dicho anteriormente (p. 1002). Y en cuanto al cuerpo electoral, el acto mediante el cual nombra a los
1016
individuos que desempeñarán el papel de órganos consiste en una simple designación de personas y no en
una operación de trasmisión de poder.
No puede aceptarse, pues, la doctrina emitida sobre este punto por Duguit (L'État, vol. I I , pp. 173-174;
Traite, vol. i, pp. 338-339), quien enseña que, según la Constitución de 1791, los diputados, en la elección,
reciben un mandato que les da la nación, de modo que "adquiere la asamblea, por el hecho de la elección, el
derecho de querer por la nación". Suponiendo que el régimen representativo se fundara en un verdadero
mandato, lo que —como se ha visto (n9 377)— no era el caso del sistema de 1791, este "mandato" hubiera
estado contenido en el acto constituyente, pero no en el acto electoral. No es por la elección como la nación
confiere a sus diputados el poder de querer por ella, sino que se lo ha conferido, de una vez por todas, por la
Constitución que se ha dado. O mejor dicho, lo ha conferido, de una manera impersonal, a la asamblea
legislativa, y es indirectamente también, por el hecho de que lleguen a ser miembros de dicha asamblea,
como los diputados lo adquieren a su vez. En otros términos, el representante no adquiere su carácter
representativo de su origen electivo, sino realmente de la naturaleza de los poderes que la Constitución
confiere a la función de que se halla investido. Así se desprende de los textos constitucionales de 1791 y de
las explicaciones que dieron los primeros constituyentes. Según estos textos y según el testimonio de sus
autores, para saber si nos hallamos en presencia de un personaje representativo no hay que fijarse en el
procedimiento que sirvió para nombrar a dicho personaje, sino interrogar a la Constitución y ver si confirió a
su función la potestad de querer por la nación (ver n" 369, supra). En todos estos aspectos, es decir, del
mismo modo que la Constitución crea el órgano, reservando para después la designación de los individuos
que habrán de desempeñar la función orgánica, la creación constitucional del órgano o del "representante"
ofrece muchas diferencias con una delegación o un mandato.
1017
por otra parte, y por completa que sea la independencia de los representantes, la
Constituyente no dejó de admitir que ejercen sus poderes por representación de la
nación, y ello porque la nación misma los ha capacitado, por su Constitución, para
querer por ella. Como dice Esmein, deciden "en nombre del pueblo" y es el pueblo
mismo el que expresa por ellos su voluntad. Así pues, según el concepto inicial del
derecho público francés, los individuos o cuerpos representativos son realmente
órganos de la nación, o sea de la colectividad de los nacionales, como persona
una, indivisible y permanente.
384. A este concepto se opone otro que, hasta ayer mismo, conservó el
crédito de los autores alemanes. En él no se admite que la nación, o sea la
colectividad de los nacionales formando una persona jurídica, sea susceptible de
tener órganos propios. No hay en el Estado, dice la escuela alemana, más
personalidad estatal que la del Estado mismo. El solo es sujeto de derecho, él solo
es el sujeto de la potestad del Estado. Y por Estado entiende esta escuela una
persona pública totalmente distinta de la nación. Indudablemente, se reconoce en
esta doctrina que la nación es un elemento esencial del Estado y que éste no
podría concebirse sin ella; pero se añade que la nación no es más que uno de los
factores que concurren en la formación del Estado. El Estado, dícese aquí, resulta
ante todo de la organización dada al grupo nacional, por lo que aparece como un
ser orgánico superior a la nación. Esta no se identifica con él, sino que sólo es una
parte del todo estatal. Una vez constituido, el Estado no puede considerarse como
la personificación pura y simple de la nación, lo mismo que la nación no puede
considerarse como el sujeto de los derechos estatales, y por otra parte, la nación
no tiene por sí misma ninguna personalidad propia, ni es titular de derechos
particulares dentro del Estado (ver supra, n 94) .
De esta teoría se deriva la importante consecuencia de que las personas o
colegios designados con el nombre de órganos no son los órganos de la nación,
sino únicamente los órganos del Estado. Y así ocurre incluso en lo que se refiere a
aquellos órganos que los ciudadanos han de elegir por mandato de la
Constitución. Tal es especialmente el caso de las asam-
1019
bleas que proceden de elección popular; el hecho de que sean elegidas por el
cuerpo de ciudadanos no basta a hacerlas considerar como órganos del pueblo;
con este último no tienen más relación que la de la elección; los miembros del
pueblo, al elegir los diputados, sólo realizan un acto de nombramiento; la
asamblea electiva no es un órgano popular, sino puramente u i j órgano del
Estado. En otro tiempo, Laband confirió a esta doctrina la autoridad de su nombre.
Según este autor (op. cit., ed. francesa, vol. I, pp. 442 55.), la calificación de
"representantes del conjunto del pueblo", que se aplicaba a los miembros del
Reichstag por el art. 29 de la Constitución de 16 de abril de 1871, tenía por único
objeto establecer el principio de que el diputado al Reichstag no es mandatario de
su colegio particular y no se halla sometido a las instrucciones de sus electores.
Por lo demás, Laband declaraba que el Reichstag no es, propiamente hablando, ni
una representación ni menos un órgano del pueblo alemán. La razón jurídica que
de ello daba Laband es que " e l conjunto del pueblo alemán no tiene una
personalidad diferente de la del Imperio; no es un sujeto de derechos, y carece
jurídicamente de voluntad".422 " Los miembros del Bundesrat son realmente
"representantes de los Estados confederados", porque estos Estados son a su vez
"sujetos de derechos", que tienen, como tales, órganos propios, por mediación de
los cuales pueden darse delegados o apoderados al Bundesrat. Así, si esta
asamblea, en su conjunto, es un órgano del Imperio, al menos los miembros
individuales que la componen son realmente representantes. Por el contrario, el
pueblo alemán, como no es una persona jurídica, no está capacitado para tener
representantes ni órganos propios. En lo que concierne en primer lugar a los
miembros individuales del Reichstag, la denominación de representantes, dice
Laband, no podría tener ninguna significación jurídica positiva, pues "en toda su
situación jurídica no existe un solo punto subordinado a los principios de derecho
que rigen la procuración, los plenos poderes o el mandato". Por otra parte, en
cuanto al Reichstag mismo, "hay que considerar como no jurídico el concepto
según el cual el pueblo, por medio del Reichstag, que es su representante,
participa continuamente en los asuntos del Imperio". En vano se ha sostenido que
el Reichstag formaba, frente a los Gobiernos autoritarios representados en el
Bundesrat, una asamblea en cuyo seno la voluntad y las aspiraciones del pueblo
alemán, considerado en su unidad federal, hallaban su expresión regular y
autorizada (cf. Deslandres,
422
Esta afirmación de que el pueblo alemán no tiene personalidad propia, por lo demás, no puede
sorprender por parte de Laband. Se encuentra forzosamente llevado a ella por su teoría sobre l:t naturaleza
del Imperio, teoría según la cual —como se vio anteriormente ( p , IOS) di.lio I m p c i i o personifica, no ya al
pueblo alemán, sino a la colectividad de los Estados confederados.
1020
Revue du droit public, vol. xm, pp. 446 ss.). Esta manera de caracterizar a la
Cámara electiva del Imperio quizás esté justificada desde el punto de vista
filosófico, histórico o político, decía Laband, pero desde el punto de vista jurídico
es inconciliable con el hecho de que, según el derecho positivo, la participación del
pueblo en la actividad y en las decisiones del Imperio se reduce únicamente al
poder de nombrar los diputados al Reichstag por medio del sufragio universal.
Seguramente resulta de esto, para el pueblo alemán, cierta facultad de i n f l u i r
jurídicamente en la conducta política del Imperio. No obstante, esta influencia sólo
existe en la medida del derecho electoral que corresponde a los ciudadanos.
Pues, una vez elegidos, los diputados son independientes del cuerpo electoral, y
reciben su potestad, no ya de él, sino directamente de la Constitución. En estas
condiciones no se puede decir que la relación existente entre el Reichstag y el
pueblo sea una relación de representación, sino que sólo es una relación de
nombramiento. La participación del pueblo en la dirección de los asuntos del
Imperio no es continua, en efecto, sino que se l i m i t a a una actuación pasajera,
periódica, consistente en elegir y nombrar a los diputados. Terminada la votación,
cesa toda cooperación del pueblo en las decisiones del Imperio. Laband deducía
de esto que si se persistía en calificar al Reichstag como representación nacional,
no sería "'desde el punto de vista de sus obligaciones y de sus derechos, sino
únicamente desde el punto de vista de su formación y de su composición". En
cualquier otro aspecto, " e l Reichstag, dentro de la órbita de su competencia, se
encuentra, lo mismo que el Emperador, investido de derechos propios e
independientes; y no es representante de la colectividad del pueblo en sentido
diferente a como pueda serlo el Emperador mismo".
Tal es la teoría que, bajo la Constitución de 1871, prevaleció en la literatura
alemana. En Francia, varios autores han llegado a conclusiones análogas
partiendo de la idea de que, en la elección de sus diputados, los miembros activos
de la nación no tienen más papel que el de hacer una elección y un
nombramiento. Michoud especialmente (op. cit., vol. i, p. 289) escribe a este
respecto: " L a elección no es un mandato dado por los electores. Es únicamente
un escoger, un procedimiento de selección imaginado para dar al Estado una
representación capaz de proveer a las necesidades que debe satisfacer."
Saripolos (op. cit., vol. I I , p. 99) formula enérgicamente igual idea: " E l cuerpo
electoral es un órgano del Estado y el cuerpo legislativo elegido por él es otro
órgano del Estado; entre ellos no existen relaciones jurídicas" (ver en el mismo
sentido Orlando, op. cit., Revue du droit public, vol. m, pp. 24 ss. y Principes de
droit public, traducción francesa, pp. 102 ss.; cf. Dandurand, op. cit., pp. 60-72).
385. No obstante, estas conclusiones fueron impugnadas por Jellinek,
1021
que trató, en su Allg. Staatslehre (ed. francesa, vol. II, pp., 271 5 5 ) , de dar una
nueva definición jurídica del régimen representativo, muy diferente de la usual
anteriormente en la literatura del derecho público. Jellinek reconoce (loe. cit., vol.
11, pp. 228-229, 2 4 1 , 274 ss.) que el cuerpo electo de los diputados es
esencialmente un órgano y hasta un órgano directo del Estado; y se pronuncia
también resueltamente contra las teorías que fundan el régimen representativo en
un mandato otorgado por el pueblo a sus elegidos. Pero, añade, por importantes
que sean estos dos primeros puntos, su reconocimiento sólo proporciona un
análisis muy incompleto de la institución de la representación, y sobre todo, no se
puede deducir de este reconocimiento que entre el pueblo y las Cámaras electas
no exista otra relación jurídica que la del simple nombramiento. Considerando esta
deducción, la doctrina reinante cometió la falta de hacer caso omiso del punto
capital de todo el sistema representativo, y también se pone absolutamente en
contra de las realidades de hecho. En efecto, pretender —como lo hace la teoría
clásica de la representación— que después de la elección no persiste ningún lazo
jurídico entre el pueblo y sus elegidos es tanto como decir que para el pueblo es
indiferente que sus diputados hayan sido nombrados por sufragio universal o por
sufragio restringido, por sufragio directo o indirecto. Más aún, según esta teoría,
no podrían establecerse diferencias, en cuanto a sus relaciones con el pueblo,
entre las asambleas señoriales compuestas de miembros hereditarios o de
representantes nombrados por el monarca y las asambleas populares procedentes
de la elección por el cuerpo de ciudadanos. ¿Cómo comprender entonces las
transformaciones tan profundas que se han realizado en los Estados
contemporáneos por medio de reformas electorales tratando de ampliar el derecho
de sufragio, y las luchas apasionadas que el pueblo ha sostenido en todas partes
por la conquista del derecho de voto individual? Del mismo modo, ¿cómo explicar
el sistema de las legislaturas de duración limitada y la necesidad de la renovación
periódica de los poderes de los elegidos, la institución tan característica de la
disolución y, por último, la institución de la publicidad de los debates y de las
votaciones parlamentarias, que tiene por objeto asegurar el control de los
electores sobre los actos de los elegidos? La verdad es que estas múltiples
instituciones no son susceptibles más que de una sola explicación: todas ellas
aparecen como medios de derecho, que tienen por objeto y por efecto convertir a
la asamblea electa en un órgano que represente especialmente al pueblo, es
decir, que sirva especialmente para expresar, en un grado más o menos amplio,
las opiniones y la voluntad del pueblo. Significan , pues, indudablemente, que
entre el pueblo que elige y los órgano estatales elegidos por él existe una relación
jurídica de naturaleza par
1022
ticular, de tal índole que se hace imposible establecer, en el terreno del derecho,
una distinción esencial entre estos órganos populares y los demás órganos de
Estado. Cualquier teoría del régimen representativo que no tenga en cuenta esta
distinción y que asimile ambas clases de órganos bajo el pretexto de que, una vez
elegido, el cuerpo de diputados es independiente de los electores, sólo es, para
Jellinek, una construcción sin fundamento, que no puede dar de este régimen sino
una idea incompleta e incluso falsa.
Según Jellinek (loe. cit., vol. H, pp. 241, 278 ss., 481 ss.), el régimen
representativo moderno implica esencialmente que el pueblo es el órgano o, por lo
menos, un órgano del Estado. Para darse cuenta de ello, según este autor, es
conveniente comparar la democracia directa con la democracia representativa. En
un país de gobierno popular directo como Suiza, el pueblo es un órgano colegiado
del Estado, investido del poder de querer y decidir por sí mismo. En la democracia
representativa, dice Jellinek, el pueblo es también órgano del Estado, sólo que en
vez de querer por sí mismo, quiere mediante un subórgano, la asamblea de
diputados; tiene que elegir dicha asamblea que es especialmente el órgano de la
voluntad popular. El Parlamento es, pues, el órgano de voluntad de otro órgano,
que es el pueblo.
Para comprender debidamente el pensamiento de Jellinek, hay que
observar que mediante su construcción no pretende erigir al pueblo en una
persona distinta del Estado. Muy al contrario, especifica (p. 276, n.) que el pueblo
no posee jurídicamente personalidad alguna fuera de la personalidad del Estado, y
(p. 279) que el pueblo es simplemente un órgano estatal. Así pues, en esta teoría,
sólo el Estado queda como persona jurídica, y el pueblo no se convierte en una
persona especial, cuyo órgano fuese el Parlamento. El Parlamento, como órgano
del pueblo, sólo es el órgano de un órgano estatal; es, pues, en definitiva, un
órgano del Estado mismo. Según la terminología particular de Jellinek (pp. 228-
229), es un "órgano secundario" del Estado, mientras que el pueblo es el "órgano
primario" del mismo. Por otra parte, cuando dice este autor que la asamblea electa
es el órgano popular, de ningún modo entiende con esto que entre el pueblo y
dicha asamblea se establezca una relación de mandato o de concesión de poder;
pues, como se vio antes, lo propio del órgano es querer libremente por la
corporación cuya voluntad expresa; y además, el órgano es instituido por la
Constitución misma, que le confiere directamente la función de querer por la
corporación. Así pues, la asamblea de diputados, aunque ligada al pueblo por una
relación de órgano, no es mandataria del pueblo, sino que recibe su poder
únicamente de la Constitución.
1023
refiere al hecho de que, entre los órganos estatales, existen algunos que tienen
carácter especial de órganos populares, en el sentido de que ejercen su función
orgánica por representación del pueblo, considerado éste como un órgano
primario que quiere y actúa por ellos.
En efecto, según Jellinek hay en los Estados modernos dos clases de
órganos: unos representativos y otros que no lo son. Un monarca no es un órgano
representativo, pues no representa a otro órgano, sino que es, puramente y en su
exclusivo nombre, un órgano del Estado. Es un contrasentido, declara Jellinek (pp.
291-292), calificar al monarca de representante de la nación, como lo han hecho
algunas Constituciones, pues entre el rey y el pueblo no existe ni lazo de
nombramiento, ni relación alguna de dependencia. Por el contrario, la idea de
representación tiene su justificación en los órganos que el pueblo elige
temporalmente, y significa aquí que estos órganos son órganos secundarios, o sea
los órganos de un órgano primario, que es la nación o el pueblo. Así, el
Parlamento electo, órgano del Estado, es al mismo tiempo órgano representativo
del pueblo, pues es órgano del Estado en cuanto órgano de la voluntad del pueblo.
Indudablemente, el pueblo no puede enunciar su voluntad directamente por sí
mismo; no puede expresarla sino por sus órganos secundarios, y en especial por
el Parlamento. No obstante, del conjunto de instituciones actuales referentes a la
elección y al funcionamiento del Parlamento se desprende que éste no puede
sustraerse a la necesidad de conformar sus decisiones a las opiniones generales
del pueblo, ni al control popular que tiene por objeto mantener esta conformidad.
En el mismo grado en que se encuentra sometido así a la influencia popular, el
Parlamento aparece, pues, realmente como un órgano especial del pueblo, pues
tiene por función precisa realizar la voluntad de este último, de modo que lo
representa efectivamente. También de este modo, el pueblo aparece a su vez
como un órgano de voluntad del Estado, es decir, no ya solamente un órgano de
creación que no tuviera más papel que el de nombrar un Parlamento, que después
se haría plenamente independiente de él, sino un verdadero órgano primario al
que reconoce la Constitución, realmente, cierta potestad de voluntad y cuya
voluntad halla su expresión representativa en las decisiones del Parlamento.423
Finalmente, debe entenderse por representación, en derecho público, la
relación jurídica que existe entre un órgano de Estado y otra u otras
423
Sobre esta distinción entre el órgano de creación y el órgano primario, por una parte, y entre el órgano
creado y el órgano secundario, por otra, ver Jellinek, loe. cit., vol. I I , pp. 227 ss., 283, y Duguit, Traite, vol. I,
p. 310. A diferencia del órgano secundario, órgano de un órgano primario, el órgano creado no es el órgano
del órgano creador, sino que es completamente independiente de éste, como lo demuestra el ejemplo
clásico del Papa creado por el colegio de cardenales.
1025
424
Hay que notar, sin embargo, que, según el derecho público francés, el Presidente de la República no es el
representante de las Cámaras reunidas, pues los miembros de éstas sólo concurren a formar, con respecto a
él, un puro órgano de nombramiento (Duguit, Traite, vol. I, p. 310).
1026
que los diputados sólo sean nombrados por un tiempo relativamente corto,
expirado el cual se ven obligados a volver a presentarse al sufragio de los
electores. Estos, pues, al renovarse la legislatura, son llamados a expresar por sus
votos si siguen estando de acuerdo con sus diputados. Esta necesidad de un
acuerdo constante entre el Parlamento y el cuerpo de ciudadanos se revela por
toda una serie de instituciones contemporáneas, especialmente por la disolución
(op. cit., vol. H, pp. 232 ss.), que sólo puede interpretarse como un medio que
sirve para comprobar si la voluntad del cuerpo legislativo sigue estando en
armonía con las voluntades del cuerpo electoral. Estos son los hechos. ¿Qué
conclusiones jurídicas cabe deducir de ellos?
Alejándose de toda fórmula jurídica preconcebida, Duguit contesta que de
todo este estado de cosas se infiere una "asociación particular entre electores y
diputados" (p. 2 1 9 ) . Se trata, pues, de una relación de orden especial, una
relación sui generis, que no tiene semejante en la esfera del derecho privado. Para
caracterizar esta relación hay que considerar su fundamento y su objeto. Desde el
punto de vista de su fundamento, la relación de representación resulta de lo que
llama el autor la "penetración recíproca" (p. 216) entre el pueblo y sus elegidos.
Para aclarar esta penetración, Duguit (loe. cit., pp. 159 y 224; Manuel de droit
constitutionnel, P ed., p. 338 ss.) argumenta especialmente por medio del
contraste que se establece entre las asambleas elegidas por el pueblo y las
Cámaras altas, compuestas de miembros hereditarios o nombrados por el
monarca. Claro está que entre el pueblo y sus diputados, considerados individual
o corporativamente, hay un lazo particular y afinidades que no se encuentran ya
en el caso de las Cámaras no elegidas. Este lazo forma el elemento constitutivo
de la representación del pueblo, no habiendo representación más que cuando, por
efecto de este lazo, se establece una penetración recíproca entre el pueblo y el
Parlamento. En lo que concierne a su objeto, la relación de asociación a que se
refiere Duguit se diferencia de una relación de mandato en que no llega a
subordinar rigurosamente las decisiones de los elegidos a las instrucciones
imperativas de los electores; pero, sin embargo, se acerca a ella porque, por una
serie de instituciones combinadas con vistas a este resultado, trata de asegurar
"una conformidad tan grande como sea posible entre la voluntad de los
representantes y la voluntad de los representados" (L'État, vol. I I , p. 2 3 1 ) .
Finalmente, Duguit da del régimen representativo el siguiente concepto: Es un
régimen de solidaridad, fundado en la penetración entre el pueblo y sus
gobernantes y que implica como f i n cierta concordancia entre la voluntad de los
gobernantes y la voluntad popular. Esta definición recuerda mucho la que propuso
Jellinek. Indudablemente entre ambos autores subsiste un grave disentimiento con
respecto a
1027
a una influencia mediata y parcial, que se ejerce por la vía y en la medida del
electorado. En todos estos aspectos adopta Duguit el mismo punto de vista y se
orienta en la misma dirección que Jellinek, pero sobrepasa todavía las
conclusiones de este último, pues no se limita a un acercamiento entre el régimen
representativo y el gobierno directo, sino-que llega a mezclarlos y a confundirlos.
Según Duguit, en efecto, el régimen representativo no trata solamente de dar al
pueblo cierta influencia en la formación de las decisiones estatales, sino que
implica entre la voluntad de los representantes y la de los representados una
"armonía", una "conformidad", que son, dice, " l a esencia misma de la
representación" (L'État, vol. i i , p. 232). Partiendo de esto, dicho autor llegar a
reclamar la introducción, en el gobierno representativo, de instituciones que
constituyen la característica de la democracia directa. Declara especialmente (loe.
cit.) que " u n país que practica el referendum se acerca mucho más a la verdad
del régimen representativo que aquel que no lo ha inscrito en su Constitución".425
425
Idéntica fórmula se encuentra en Hauriou, Principes de droit public, 1ª ed. p. 446: " El referendum,
lejos.de constituir un ataque a los principios del gobierno representativo, es una consecuencia del mismo."
Por otra parte, Hauriou estima que, a falta de referéndum propiamente dicho, el pueblo francés tiene, desde
ahora, cierto poder de ratificación con respecto a sus leyes. En este sentido dice (loe. cit., p. 44) que " l a ley
moderna postula el consentimiento del pueblo", como antiguamente lo hacía la ley romana. Y también
(ibid., p. 445) : "En nuestro régimen actual aparece el Parlamento como un mecanismo constructor, que nos
propone una serie de leyes y que, además, las declara aplicables por ejecución previa, para que las
experimentemos. Pero esta aplicación previa es como provisional, y se entiende que si la nación no quiere
esa ley, manifestará su voluntad en las próximas elecciones, y entonces se cambiará. La ley sólo es votada ya
a beneficio de inventario... Por el momento, en Francia, la nación ejerce su poder de aceptar o rechazar las
leyes bajo la forma difusa de la adhesión lenta o, por el contrario, de la manifestación electoral hostil" (cf.
op. cit., 2ª ed., pp. 656, 810). En su estudio sobre La souveraineté nationale. pp. 118s.s., Hauriou llega más
lejos aún: mientras que, mediante la voz del referendum, los ciudadanos activos son los únicos consultados,
"existe —dice— en nuestro régimen constitucional una verdadera ratificación por la voluntad general" de la
obra legislativa de los "representantes"; y esta voluntad general, añade, si bien no se manifiesta sino por
adhesiones tácitas o implícitas, al menos es mucho más extensa que la voluntad del cuerpo de ciudadanos
activos, ya que es la voluntad del conjunto del pueblo y, por consiguiente, una "voluntad unánime". Pero
cabe objetar que la voluntad general así entendida no tiene medio jurídico de manifestarse; así pues, la
determinación del contenido positivo de esta voluntad se muestra siempre rodeada de oscuridad y de
incertidumbre. De hecho, la supuesta ratificación por la voluntad general, a la que se refiere Hauriou, muy
raramente será obra de la unanimidad del pueblo; ni siquiera supone siempre la adhesión de una verdadera
mayoría, sino que a veces sólo depende de la voluntad del partido o de los grupos sociales que, por razones
políticas, económicas o de otra clase, tienen una influencia preponderante en el país y consiguen así
imponer al conjunto de ciudadanos sus sentimientos y sus preferencias. En cuanto al poder electoral que
pertenece al pueblo, tampoco constituye un poder de ratificación. Indudablemente, los electores tienen la
facultad de nombrar nuevos diputados que desharán la obra de las legislaturas pasadas. Pero los electores
no se encuentran en la posibilidad de formular su juicio sobre cada una de las leyes adoptadas en el
transcurso de la legislatura que termina; siendo indivisible su voto, tal vez pueda tener el valor de una
aprobación de conjunto, pero su carácter global le quita el alcance de una adhesión libre e integral. Más de
una ley se encuentra as! consolidada cuando, sin embargo, no hubiera obtenido la mayoría de los votos del
país de haber sido objeto de una consulta directa y especial del sufragio universal. Ahí está la diferencia
capital entre el régimen representativo y la democracia propiamente dicha, que implica que toda ley
recientemente adoptada habrá de someterse a la aprobación popular. En estas condiciones, y sea la que
fuere la posible acción del cuerpo electoral sobre la lex ferenda, no es exacto pretender que la lex lata recibe
1029
en principio su fuerza de la voluntad y de la ratificación del pueblo. Pero siempre ha) que acabar por
reconocer que Rousseau tenía razón cuando caracterizaba al régimen representativo diciendo que dicho
régimen tiene por objeto y por efecto la subordinación del pueblo i una voluntad más alta que la suya, a la
voluntad de sus elegidos. Ver sobre esta cuestión n. 6 del no. 70 y n. 8 del no. 73, supra, e infra, n. 14 del no.
484.
1030
426
Este punto es muy importante. Para comprobar la exactitud del mismo, no hay más que considerar el
caso del Estado federal. Este comprende en sí Estados particulares que respectivamente poseen sus órganos
propios, órganos que no les ha dado el Estado federal, sino que ellos mismos se asignaron por sus propias
Constituciones. Por lo tanto, son capaces de querer y de actuar por sus propios medios, y si entonces el
Estado federal quiere asociar a los Estados miembros a la formación de su voluntad, les conferirá el poder
de querer colectivamente por su cuenta por tales o cuales de los órganos especiales que a dicho efecto
designe su Constitución, por sus legislaturas, sus gobiernos o sus cuerpos electorales. Estos intervendrán, a
título secundario, como órganos de los Estados confederados, que así aparecerán como siendo ellos mismos
los verdaderos órganos primarios del Estado federal. Muy diferente es el caso del pueblo en los Estados de
régimen representativo. Aquí, el Estado ya no encuentra al pueblo organizado, y no hace uso de los órganos
preexistentes de éste para utilizarlos por su propia cuenta, sino que la verdad es que la Constitución del
Estado viene a crear, en interés del Estado mismo, órganos tales como la asamblea electiva de diputados, a
los que declara órganos representativos de la nación y por los cuales esta última llega a ser, en efecto,
jurídicamente, capaz de voluntad y de acción. En estas condiciones, la nación o el pueblo ¿cómo podrían ser
calificados como órganos del Estado? ¿Y qué es este supuesto órgano —el pueblo— que sólo puede querer
por el Estado después de que el Estado mismo le creó órganos a dicho efecto? No se objete que existe en el
pueblo una voluntad de hecho, cuya manifestación han de proporcionar los colegios electorales y las
asambleas parlamentarias. Del mismo modo que la Constitución del Estado se reserva la facultad de
determinar superiormente las condiciones en las cuales se nombrarán estas asambleas, así como designar
aquellos de los miembros del pueblo que habrán de tener la condición de electores o los que, por diversas
razones, quedarán privados de dicha cualidad, es evidente que modela por sí misma los órganos que
confiere al pueblo; y por consiguiente, puede decirse que el Estado toma al pueblo por órgano, puesto que
la Constitución no erige en voluntad estatal la voluntad bruta que puede existir de hecho en la masa
popular, sino que sólo reconoce como voluntad estatal del pueblo la de los órganos populares a los que ha
conferido la potestad de querer por cuenta del Estado.
1033
427
En vano podrá alegarse que, según el derecho alemán, la unidad del Estado se hallaba salvaguardada por
el hecho de que el monarca era el órgano supremo al que correspondía perfeccionar las decisiones ya
adoptadas por las Cámaras. Según la opinión que prevaleció en la literatura alemana (ver supra, pp. 135 ss.),
las Cámaras, órgano del pueblo, ni siquiera participaban directamente en la potestad legislativa, sino que se
limitaban a dar su asentimiento a la ley. siendo ésta decretada después únicamente por el monarca, órgano
del Estado. No por ello deja de ser verdad que la teoría, anteriormente expuesta, de Jellinek introduce en la
estructura del Estado dos organizaciones diferentes, la del Estado y la del pueblo, las cuales poseen, desde
entonces, un doble efecto personificante: ahí está el dualismo. Respecto de este punto, Laband era más
lógico, cuando, al negar que el pueblo alemán pudiera considerarse como un sujeto de representación
distinto del Imperio, combatía todo pensamiento dualista y se esforzaba por establecer que el Reichstag era,
lo mismo que el Emperador y el Bundesrat, órgano del Imperio exclusivamente (ver pp. 1018 ss., supra). En
efecto, hay que elegir entre los dos términos de la siguiente alternativa: o bien, como pretende Laband, el
Estado se encuentra constituido fuera o al menos por encima del pueblo, y en este caso todas las
autoridades estatales sólo pueden ser órganos del Estado, con exclusión del pueblo; o bien, como implica la
idea francesa de la soberanía nacional, el Estado sólo es la personificación de la universalidad, y en este caso
Ios órganos estatales son, al mismo tiempo y todos indistintamente, órganos de la nación. Podrá discutirse
sobre el valor respectivo de estos dos puntos de vista; pero seguramente no hay lugar, en el moderno
sistema de la unidad estatal, para un tercer concepto según el cual las autoridades constituidas, como lo
sostiene Jellinek, serían unas órganos del Estado y otras del pueblo, oponiéndose éste al Estado o, por lo
menos, siendo considerado como un sujeto de-presentación diferente del Estado.
1034
428
Rieker, op. cit., p. 8, sostiene que los miembros de una Cámara alta, cualquiera que sea su forma de
reclutamiento, representan al pueblo con el mismo título que los de la Cámara electiva. Según este autor, la
representación popular, en efecto, no es sino una "ficción" en virtud de la cual el Parlamento debe
considerarse como figurando al pueblo entero. Esta figuración o ficción, por lo demás, sólo se funda en el
orden jurídico establecido por las leyes constitucionales. Indudablemente, dice Rieker (p. 52), el Parlamento,
en realidad, sólo está formado por una parte reducida de los miembros del pueblo, pero de la legislación
vigente resulta que este reducido número debe considerarse como equivalente al pueblo entero, y que sus
decisiones valen como decisiones de todo el pueblo. En contra de esta manera de ver de Rieker, véanse las
1036
observaciones de Duguit (L'État, vol. II, pp. 221-222), Orlando (op. cit., Revue du droit public, vol. III pp. 14
ss.) y G. Meyer (op. cit., 7* ed., p. 330, n. 5).
429
Por las mismas razones, no es fácil explicarse que Jellinek pueda caracterizar al pueblo, en las
democracias representativas, como "el órgano supremo del Estado" (op. cit., ed. francesa, vol. I I , pp. 239-
240, 482). En vano alega que es al pueblo a quien corresponde dar impulso a la actividad estatal entera, por
cuanto es llamado a elegir a las personas o cuerpos que habrán de ejercer dicha actividad, de modo que,
dice, si el pueblo dejara de desempeñar su papel electoral, la vida entera del Estado quedaría paralizada. En
vano Duguit (Traite, vol. i, pp. 303-304) alega, en el mismo sentido, que "el cuerpo de ciudadanos es el
órgano supremo directo, porque todos los órganos del Estado derivan de él". Esta argumentación no
encuadra en el punto de vista de Jellinek anteriormente indicado. Pues, por una parte, este autor acaba de
decir que el pueblo puede tener por órganos asambleas que no sean nombradas por él. Y por otra parte, en
sus relaciones con las asambleas electivas mismas, ¿cómo podría considerarse al pueblo como el órgano
supremo, siendo así que, según el mismo Jellinek, no está seguro de que su voluntad haya de ser respetada
por sus elegidos? Se concibe que un órgano creado pueda tener una potestad superior a la del órgano
simplemente creador (Jellinek, loe. cit., p. 532; Duguit, loe. cit., p. 310); pero ¿cómo comprender a un
órgano supremo cuya voluntad que daría subordinada a la voluntad de su órgano inferior?
1037
430
Al menos, la reunión de las cualidades de órgano y de representante no podría concebirse en el sentido
de que alguien pudiese ser, a la vez, el representante y el órgano de una sola y misma persona. En efecto, la
representación presupone una voluntad ya existente; el órgano, por el contrario, origina la voluntad que
expresa. Las cualidades de órgano y de representante excluyen, pues, una a otra. En Alemania, el Bundesrat
estaba formado por representantes de loa Estados confederados y era a la vez órgano del Estado federal; y
esto se comprende perfectamente, porque el Bundesrat tomaba su doble carácter de órgano federal y de
asamblea representativa con respecto a personas estatales diferentes. Igualmente, cuando Jellinek dice que
el cuerpo de diputados electos es al mismo tiempo un órgano director del Estado y una asamblea
representativa del pueblo, hasta cierto punto (o sea salvo la cuestión del dualismo que de ello resultaría en
el Estado) puede concebirse. Pero Jellinek no se limita a esto. Especifica que el cuerpo de diputados es
órgano representativo del pueblo, en el sentido de que con respecto al pueblo se establece a la vez en una
relación de órgano y en una relación de representación (op. cit., ed. francesa, vol. II, pp. 228, 256-257), y
esto resulta inadmisible.
La equivocación de Jellinek proviene del hecho de haber querido justificar erróneamente la idea de
representación y hacerle un sitio en una materia en la que no tiene nada que ver. La teoría o la palabra
"delegación" —como se ha dicho (Hauriou, Principes de droit public, 1ª ed., p 419; cf. No. 378, supra)— no
solamente es una "llaga" de la ciencia del derecho público moderno, sino que la palabra y la idea de
representación, que se fundan por lo demás, en parte, en los mismos conceptos que la idea de delegación,
también son propensos por su naturaleza a suscitar y mantener muchos equívocos y errores en la teoría del
gobierno llamado representativo. Se verá más adelante (no. 409) que, incluso actualmente y después de que
las alteraciones sufridas desde la Revolución por el régimen representativo lo han hecho desviarse y
evolucionar hacia el gobierno directo, sigue siendo imposible caracterizar al Parlamento como i un i .i f i m o
representativo" del pueblo, cuando la verdad es que el cuerpo electoral y el Parlamento constituyen en
conjunto un órgano complejo y se encuentran unidos de tal manera que cooperan j participan
concurrentemente, uno con otro, en la formación de la voluntad del Estado.
En el puro régimen "representativo", el cuerpo de diputados sólo está unido al pueblo por los lazos
de la elección. Por potentes que sean los efectos jurídicos que resultan de estos lazos, no se desprende de
ellos relación jurídica de representación efectiva. Sin embargo, lo que ha contribuido a que se diga de una
manera persistente que la asamblea de diputados es representativa, es el hecho de que, a diferencia de los
órganos que no son elegidos por el pueblo, tiene con éste lazos especiales que hacen suponer que la
voluntad que expresa habrá de ser análoga a la que expresaría el pueblo si pudiese querer por sí mismo
directamente. Es representativa en el sentido de que, a consecuencia de sus orígenes, su estado de espíritu
1038
corresponde al que prevalece en los electores. Con más exactitud, se ha dicho, los electores eligen para sus
diputados a hombres que comparten sus ideas y con los que creen poder contar para adoptar aquellas
soluciones que ellos mismos adoptarían si hubieran de estatuir respecto a las cuestiones que puedan
suscitarse ante las Cámaras. Pero conviene contestar a esta argumentación que, al actuar de esta manera, el
cuerpo electoral precisamente no hace más que darse un órgano, pues ni impone a sus elegidos una
voluntad previamente determinada, ni siquiera conoce con certeza las cuestiones que podrán ser llamados a
examinar. Se contenta con designar diputados cuyas opiniones le sean conocidas y respondan a sus propias
ideas y tendencias, y una vez hecha esta elección, se remite a ellos, así como a sus iniciativas y a sus
decisiones, durante la legislatura. No puede decirse que diputados elegidos en esas condiciones tengan el
encargo de representar una voluntad preestablecida, ni tampoco que el cuerpo de elegidos sea llamado a
deducir, de la masa de aspiraciones manifestadas por los colegios electorales, una voluntad nacional cuyos
elementos ya preexistentes sólo tuviera que coordinar y traducir en una fórmula precisa. La verdad es que
los diputados, en su conjunto, constituyen un órgano encargado de querer por cuenta del pueblo; éste ha
hecho de ellos su órgano, por cuanto precisamente l<;s ha elegido como hombres a los cuales podía confiar
el cuidado de querer en su nombre. Así pues, incluso si nos adentramos en las ideas particulares de Jellinek
referentes al lazo especial y estrecho que une a los órganos electivos con el cuerpo electoral, hemos de
sacar también la conclusión de que estos lazos, lo mismo psicológica que jurídicamente, constituyen una
relación de órgano y no una relación de representación. Y es precisamente, en definitiva, lo que el mismo
Jellinek reconoce al declarar (loe. cit., vol. II, p. 279) que el pueblo "tiene (es decir, encuentra) su voluntad
en la voluntad del Parlamento". Jellinek insiste, sin embargo, en hacer observar que, por sus lazos especiales
con el pueblo, la asamblea elegida debe distinguirse de los demás órganos estatales. Entre dicha asamblea y
el pueblo existe un lazo especial que no se encuentra ya en el caso de las autoridades no electivas; así pues,
aparece como siendo propia y particularmente un órgano del pueblo mismo, y en este sentido, por lo
menos, es en el que debe considerarse como representativa del elemento popular del Estado. Pero, a decir
verdad, la idea especial que Jellinek quiere señalar así con la expresión "órgano representativo" se halla
contenida ya en la calificación de "órgano". Evidentemente, entre las autoridades estatales existen algunas
que se encuentran junto al pueblo, que dependen más estrechamente de él, pero, por otra parte, importa
observar también que ningún órgano puede concebirse sin relaciones con el pueblo; una autoridad que no
tuviera carácter de órgano del pueblo dejaría de merecer el nombre de órgano. En efecto, según la
observación que a este respecto ya se hizo anteriormente (ver p. 996), el concepto y el calificativo de órgano
tienen por objeto hacer resaltar, entre otras cosas, la existencia de un lazo necesario entre el grupo y los
individuos que, bajo el nombre de órganos, son llamados a querer por el grupo. Es indudable que, en una
acepción amplia, se ha llegado hoy a hacer extensiva la denominación de órgano a toda persona o todo
colegio que tiene el poder de querer por cuenta de una colectividad o de un ser jurídico abstracto, y ello,
aun cuando la persona que desempeña la función de órgano no forme parte originariamente del grupo que
quiere por ella. Así ocurre, por ejemplo, en muchos establecimientos públicos o de utilidad pública. Pero no
ha sido ciertamente en este amplio sentido en el que el concepto de órgano se fundó implícitamente por los
lumibres de la Revolución, en lo que se refiere a la nación francesa y a la formación de su voluntad. En su
pensamiento, y en el sistema de derecho público que desearon establecer, las personas llamadas a querer
por la nación habían de ser más esencialmente, y ante todo, miembros de ésta, y además, habían de
proceder de la nación por el hecho de que recibían su vocación orgánica de una devolución nacional. Esto es
sobre todo lo que quiso expresar la Constituyente al aplicarles el nombre de "representantes". Con este
denominación se proponía exponer la idea capital de que —en razón de sus afinidades con la nación y de las
condiciones en las cuales se instituyen por la Constitución francesa— pueden y deben considerarse como
enunciando verdaderamente la voluntad de la colectividad nacional, y no, es cierto, en el sentido de que
sean llamados a enunciar una voluntad ya formada anteriormente en el seno de esta colectividad, sino, al
menos, en el sentido de que, si la colectividad fuera capaz de querer por sí misma, querría habitualmente de
la misma manera que sus "representantes". E importa señalar que, al contrario de la doctrina de Jellinek,
que pretende distinguir entre órganos representativos por oposición a otros órganos desprovistos del
carácter de represéntale concepto francés de representación nacional, tal como fue precisado en 1789-
1791, se Hiende a todas las autoridades estatales llamadas a querer por la nación, es decir, lo mismo el rey
que al cuerpo legislativo, puesto que el rey mismo aparecía, en aquella época, y en virtud de sus relaciones
1039
con la nación y de su designación constitucional, que emanaba de una asamblea nacional, como llenando a
este respecto las condiciones que constituyen al "representante".
Al emplear de tal modo la palabra representación, es verdad que la Constituyente desviaba este
término de su acepción jurídica normal. Puede decirse que Jellinek, a su vez, comete en suma la misma falta
que los hombres de 1789-1791, los cuales, del hecho de que las autoridades encargadas de querer por la
nación proceden esencialmente de la comunidad nacional, creyeron poder sacar la conclusión, de que son
representativas de ésta. La doctrina dominante hoy repudia este concepto revolucionario de la
representación, habiéndolo substituido, por la teoría del órgano. Sin embargo, conviene añadir que la idea
especial que la Constituyente había pensado expresar con ayuda de la palabra representación se vuelve a
encontrar siempre en el concepto contemporáneo del órgano. El órgano propiamente dicho, el órgano
nacional en particular, no es un individuo cualquiera, sino que, como su nombre lo indica, es mino de la
nación, llamado como tal a querer por ella. Es éste un punto generalmente hulado por los autores. "Es
necesario —dice Duguit (Traite, vol. I, p. 303)— que la nación pueda expresar su voluntad. Esta función
corresponderá a cierto número de individuos, miembros de la nación..." Señaló este punto con especial
fuerza Michoud, que insiste ante todo en el hecho de que el órgano no es un tercero con respecto a la
persona colectiva: "No es li Huí., .le ella, sino una parte de ella misma" (op. cit., vol. I, p. 132); y añade este
autor (p. 142) que la teoría del órgano "se justifica prácticamente por el hecho de que, formando parte
Integrante de la colectividad, puede considerarse socialmente que los órganos expresan la voluntad
preponderante en el grupo" o, por lo menos, la que se deduciría de él de un modo preponderante si el grupo
estuviera capacitado para querer directamente. Por consiguiente, todo órgano es necesariamente
"representativo", en el sentido en que Jellinek entiende aquí la representación. Es más o menos
representativo, según que sus relaciones con la población nacional sean más o menos estrechas o más o
menos extensas, pero siempre lo es dentro de cierta medida. Si no lo fuera, dejaría de ser órgano del grupo.
Así es como las autoridades, que en determinado país consisten en personas que no forman parte del grupo
local y que proceden de fuera, no podrían considerarse —jurídica ni políticamente— como órganos
propiamente dichos de este país. El Statthalter de Alsacia-Lorena, por ejemplo, por razón de las condiciones
en las cuales era llamado a ejercer sus funciones, no era un órgano de Alsacia- Lorena, sino efectivamente
un órgano del Imperio en Alsacia-Lorena, pues este lugarteniente del Emperador, nombrado por él y
dependiente de él, no era miembro del pueblo Alsacia-Lorena, y su poder de decisión no respondía a la idea
de que hubiera de querer por cuenta de dicho pueblo, sino que las voluntades que expresaba eran las del
Imperio para y sobre Alsacia-Lorena. Asimismo, el prefecto, en Francia, a diferencia del consejo general, no
es un órgano del departamento, sino un agente de la nación en el departamento. En sentido inverso, el
mismo Jellinek (loe. cit., vol. II, p. 381) sabe decir muy bien que los Landtage particulares de los países de
Austria no eran órganos del Estado austríaco, sino solamente órganos de dichos países; y es de observarse
que Jellinek no solamente les negaba, con respecto al Estado austríaco, el carácter de órganos
representativos, sino que les negaba también cualquier carácter de órganos con relación a dicho Estado. Lo
mismo puede decirse del Landtag alsaciano-lorenés de 1911 con relación al Imperio (ver mi estudio sobre la
"Condición juridique de l'Alsace-Lorraine dans l'Empire Allemand", Revue du droit public, 1914, pp. 22 ss.).
Finalmente, estas mismas consideraciones permiten explicar la denominación de "Cámara de los Estados"
que se aplica corrientemente a una de las dos asambleas que constituyen el Parlamento en los Estados
federales. Esta denominación no llega a interpretarse —como dice Jellinek (loe. cit., vol. II, p. 286) — en el
sentido de que los Estados confederados serían "órganos primarios" del Estado federal en materia de
legislación federal. La expresión "Cámara de los Estados" se justifica simplemente por el hecho de que esta
asamblea está constituida por diputados que son nombrados a ella, y en ella se presentan, no sólo en
calidad de miembros del Estado federal, sino también en calidad de miembros y de elegidos de los diversos
Estados confederados. Naturalmente, la actitud y las tendencias de estos diputados se resienten, en un
grado muy notable, de su origen especial y de los lazos que los ligan a sus Estados respectivos, y por
consiguiente, los Estados confederados mismos, aunque desprovistos del derecho de instruir a sus
diputados, llegan, en esta medida (cf. n. 17, p. 932, supra), a ejercer en el seno de esta Cámara una
influencia indirecta en la formación de las decisiones federales. Dados los lazos particulares que unen así a
los miembros de esta Cámara con los diversos Estados confederados, cabría sentirse inclinado a considerar
en cada uno de ellos a i»n órgano del Estado de donde proceden. Esta idea no sería exacta, pues
1040
cualesquiera que sean sus relaciones individuales con los Estados confederados, los miembros de la Cámara
de los Estados son llamados a querer no por cuenta de estos Estados, sino únicamente por cuenta del Estado
federal (ver n. 11, p. 925, supra). Pero, de todas maneras, y aunque la Cámara de los Estados hubiera de
considerarse, en ciertos aspectos, como un órgano de los Estados particulares, tampoco sería posible aún
ver en estos Estados órganos primarios del Estado federal. La razón de esta imposibilidad ya fue indicada (p.
1032). Deriva del hecho de que la Cámara de los Estados no es, como las legislatura los ,"gobiernos o los
cuerpos de ciudadanos activos de los Estados confederados, un órgano propio de éstos, fundado en sus
propias Constituciones, preexistente a la Constitución federal. No puede decirse que esta Cámara sea un
órgano tomado por el Estado federal de los Estado» miembros, sino que es un órgano que el Estado federal,
por su propia Constitución, se han creado a sí mismo, y, por consiguiente, esta Cámara no es un órgano
dado por la Constitución n los Estados miembros mismos, sino únicamente a su colectividad unificada
dentro del Estado Federal. El nombre de Cámara de los Estados no proviene, pues, de que, por ella, los
Estados, ruino órganos primarios, querrían por el Estado federal, sino que se refiere únicamente al poder de
nombramiento que sobre ella tienen los Estados confederados.
Queda por observar que el concepto de órgano, tal como acaba de ser expuesto, o sea de Órgano
nacional que forma parte del grupo, comparte los sentimientos del grupo y tiene sus un sus mismos
intereses, viene a mitigar el concepto de potestad dominadora del Estado. Evidentemente, loa personajes
que tienen calidad de órgano poseen, en virtud de la Constitución, un poder superior de voluntad y de
mando. Pero, al menos por sus afinidades con la comunidad nacional, el individuo órgano es un solo todo
con ella; su voluntad tiene normalmente un carácter nacional. Existe una gran diferencia entre este
concepto del órgano, así comprendido, y la idea alemana del Herrscher, concepto que trata al Herrscher
como si estuviera colocado por encima i lucra de la nación. Aquí sólo queda una pura idea de dominación;
en la teoría del órgano, pin el contrarío, entra esencialmente una idea de autonomía nacional, ya que puede
decirse que la nación se pertenece a sí misma en cuanto se rige por sus órganos. Por ello, la teoría del
órgano únicamente puede conciliarse con el principio de la soberanía nacional. También desde este punto
de vista aparece esta teoría como y a se observó antes , núms. 376 ss., supra- como una emanación de los
conceptos formulados por la Revolución francesa y de ningún modo un concepto de esencia germánica.
1041
uno con otro. Acerca de este extremo, Esmein deslindó magistralmente los
verdaderos principios — t a l como derivan de la obra fundamental de los
constituyentes franceses de 1791 — a l mostrar que la representación fué
concebida por ellos "no como un sucedáneo del gobierno directo, sino como un
sistema de gobierno preferible a éste" ("Deux formes de gouvernement", Revue du
droit public, vol. i, p. 1 6 ) ; es "una forma superior de gobierno", dice en el mismo
sentido Saripolos (op. cit., vol. II, p. 554). En efecto, la verdad es que, incluso en
un Estado de tendencias democráticas, existe una profunda e irreductible
diferencia entre el régimen representativo y el gobierno directo. En un país de
democracia directa, el pueblo, o mejor dicho el cuerpo de ciudadanos activos, es
realmente un órgano de voluntad del Estado, pues crea esta voluntad por sí
mismo, ya que la adopción definitiva de las potestades estatales depende
directamente de él. Por el contrario, lo que caracteriza al régimen representativo
es que en él el pueblo no tiene la potestad de decidir; el cuerpo electoral es desde
luego órgano de creación del Parlamento, pero no órgano de volición; más aún, el
fin mismo del régimen llamado representativo es excluir sistemáticamente al
pueblo de la potestad de querer o sea de decidir por el Estado, y reservarla
únicamente a los representantes. Así pues, en la democracia representativa todos
los esfuerzos que pudieran intentarse para que el cuerpo de ciudadanos activos
fuese considerado como un órgano primario de voluntad estatal, fracasará ante la
infranqueable objeción de que aquí el pueblo se limita a nombrar el órgano
encargado de querer. Querer mediante un órgano, como, según Jellinek, lo hace
el pueblo en el régimen representativo, no es ser órgano por sí mismo, como se
vio antes (p. 1032), sino todo lo contrario. El error de Jellinek, en este respecto,
queda en evidencia por las consecuencias a que ha llevado a algunos autores. Así
es como Duguit llega, bajo la influencia de este falso concepto, a preconizar la
introducción en el régimen representativo actual de instituciones tales como el
referendum (L'État, vol. n, pp. 231-232; Traite, vol. I, p. 3 4 1 ) . En efecto, si, en el
régimen representativo, el pueblo es el órgano primario del Estado y si las
decisiones de las asambleas elegidas deben ser representativas de la voluntad
popular en el sentido en que Jellinek emplea aquí la palabra representación, es
legítimo sostener que el medio más eficaz para asegurar real y completamente
esta representación es confrontar entre sí ambas voluntades, consultando al
pueblo, no ya solamente por la vía indirecta de elecciones generales, sino por la
vía directa del referendum. Más aún, el referendum aparece en estas condiciones
como una necesidad que se impone estrictamente, pues desde el momento en
que se parte de la idea de que la asamblea de diputados no hace sino representar
a la voluntad
1043
431
Distinta es la cuestión política de saber si, a causa de las alteraciones que ha sufrido lll Francia el gobierno
representativo (ver núms. 394 ss., infra), no sería deseable corregir mediante la constitución del referendum
el régimen que, de hecho, funciona aquí actualmente y que, en cierto grado, parece tener los
inconvenientes del sistema de la democracia directa sin presentar sus ventajas. Una de estas ventajas más
apreciables es la de excluir, o al menos disminuir, la influencia de los políticos profesionales. Otra ventaja de
la institución del referendum es la de desarrollar en el pueblo la conciencia de su responsabilidad y, por lo
mismo, aumentar su cultura política, mientras que el régimen representativo, tal como se practica en la
actualidad, tiene el enorme inconveniente de dispersar las responsabilidades y aminorar el sentido de las
mismas en el Parlamento (ver n. 20 del no. 400, infra) y en el pueblo a la vez, pudiendo este último, incluso
cuando pesa sobre las voluntades de sus elegidos, pretender que mi es él quien toma las decisiones. En
ciertos aspectos, por lo tanto, se pueden compartir las simpatías de Duguit (Traite, vol. I, p. 335) por el
referendum. Pero, si no deseamos disfrazar l.i verdad, habrá que reconocer que, al adoptar esta institución,
la Constitución francesa, en definitiva, abandonaría el sistema representativo y lo substituiría en realidad
por el gobierno directo del pueblo.
432
Hay que volver aquí sobre una cuestión a la que ya se hizo referencia (supra, p. 375, II. 15), la de la
naturaleza del referendum en materia legislativa. En la literatura suiza actual parece existir una tendencia
bastante extendida a reducir el alcance de esta institución, y . II, aparentemente con el objeto de disminuir
la idea que se pueda formar del papel legislativo J más generalmente, de la potestad constitucional del
pueblo, al menos desde el punto de vista federal. A este efecto, numerosos autores han afirmado que las
leyes federales son perfectas solo hecho de haber sido adoptadas por los dos Consejos que constituyen la
Asamblea federal, de modo que la potestad de hacer las leyes residiría solamente en esta asamblea, no
teniendo la votación popular, por sí misma, el carácter de un acto de decisión legislativa (ver especialmente
en este sentido: Burckhardt, op. cit., 2* ed., p. 723; Schollenberger, Bundesstaatsrecht der Schweiz, p. 247 y
Kommentar der schweiz. Bundesverfassung, pp. 519-520; Guhl, Bundesgesetz, Bundesbeschluss und
Verordnung nach schweiz. Staatsrecht, pp. 48ss., 60 ss.; Veith, Der rechtliche Einfluss der Kantone auf die
Bundesgewalt, tesis, Estrasburgo, 1902, pp. 104 ss.; Bossard, Das Verháltniss zwischen Bundesversammlung
und Bundesrat, tesis, Zurich, 1909, pp. 39-40). En otros términos, el pueblo suizo no podría considerarse ya
como un órgano de legislación al formarse la ley sin su concurso; y la institución del referendum únicamente
le proporcionaría el recurso de impedir la ejecución de leyes que, por lo demás, se originan sin su
participación; no tendría, pues, en definitiva, más alcance que el que entraña la institución del veto; el
pueblo tendría el poder de paralizar, pero no el de crear. De donde se deduce la consecuencia —afirmada de
1044
un modo expreso por Burckhardt, loe. cit., p. 7231— de que, en el caso de que el referendum no sea
solicitado por un número suficiente de ciudadanos o de cantones, la ausencia de votación popular no podría
constituir una aceptación tácita de la ley; únicamente tendría una significación totalmente negativa, sólo
implicaría que, no habiendo hecho uso el pueblo de su poder de veto, la ley, ya perfeccionada al salir de la
Asamblea federal, no encontró ningún obstáculo para entrar en vigor. Por razones análogas habría que decir
que en el caso de que la votación popular resulte en favor de la ley para la cual fue solicitada, tampoco tiene
el valor de una decisión legislativa, pues nada puede añadir a una ley que ya era perfecta; sólo constituye, a
su vez, una manifestación negativa, o sea una renuncia, por parte del pueblo, al poder de oponer su veto.
Hay que referir a las mismas tendencias otra teoría —ya indicada supra, pp. 505 s., n.— según la cual las
resoluciones de la Asamblea federal sólo se someterían a una posibilidad de referendum en el caso de
referirse al derecho individual de los ciudadanos; tal es la tesis que sostienen especialmente Burckhardt, loe.
cit., pp. 717 ss., y Guhl, op. cit., pp. 32 ss., 42 ss. Esta doctrina, que, hay que repetirlo, tiende nada menos
que a eliminar de la Confederación el régimen de la democracia, para volver a colocar al pueblo suizo bajo el
imperio del gobierno representativo, parece inconciliable con la Constitución federal de 1874. Bien es
verdad que el referendum facultativo, cuando fué introducido en la Constitución de 1874, se presentó como
un simple veto. Particularmente, se caracterizó bajo este nombre por los partidarios del referendum
obligatorio (ver especialmente Curti, Le referendum, ed. francesa, pp. 247 ss.). Pretendían éstos establecer
una oposición esencial entre las dos clases de referendum. Resultaba la oposición, según su razonamiento,
del hecho de que el referendum obligatorio, tal como existía ya en cierto número de cantones, asocia
constante y directamente al pueblo a la formación de cada una de las leyes, en el sentido de que éstas
solamente llegan a ser perfectas mediante la adopción popular, que constituye así una verdadera sanción de
los actos legislativos del Estado por la voluntad del cuerpo de ciudadanos. Por el contrario, en el sistema
consagrado por la Constitución federal se decía que el pueblo no participa, en principio, en la confección de
la ley y que sólo se le consulta, a este respecto, cuando la ley que acaba de ser adoptada por la Asamblea
federal suscita cierto número de reclamaciones entre los ciudadanos. La intervención del pueblo, al
producirse en estas condiciones, sólo le permite oponerse a una ley que sin esta oposición hubiera entrado
en vigor sin necesitar una sanción popular; se ve as! que la institución del referendum facultativo sólo
implica para el pueblo un poder de resistencia ocasional, o sea el veto. Tal era la argumentación de los
partidarios del referendum obligatorio, Pero, a decir verdad, éstos sólo reducían el referendum facultativo a
la calificación de régimen de veto, con el objeto de combatirlo y desacreditarlo. Por lo demás, no cabe duda
de que el poder que había de pertenecer al pueblo en relación con la legislación federal, en el pensamiento
de los autores de la Constitución de 1874, haya estado relacionado con la idea esencial de que, en Suiza, el
pueblo es llamado jurídicamente, por razón misma de su soberanía, a ejercer un derecho de decisión
suprema en materia legislativa; en todo caso nadie se atrevió a refutar directamente esta idea. Ahora bien,
este concepto de la supremacía popular excluye la posibilidad de reducir el referendum, cualesquiera que
sean sus modalidades, a una simple facultad de reclamación y de veto.
En realidad, la preferencia dada al referendum facultativo se explica principalmente por razones de
orden práctico. Al descartar la necesidad de un acto formal de adopción de la ley por el pueblo, la
Constitución suiza evitó los inconvenientes y las complicaciones del sistema de la legislación popular. No por
ello dejó de consagrar el principio de esta especie de legislación y de asegurar las efectivas ventajas de la
misma. Gracias a la combinación del referendum facultativo, el pueblo se sustrae a la molestia y al cansancio
que significaría para él que se recurriera con demasiada frecuencia al cuerpo de votantes, que se repitieran
las convocatorias siempre que apareciera una ley nueva; y sin embargo, sigue siendo efectivamente dueño
de la legislación, ya que ninguna ley puede imponérsele en contra de su voluntad. Por lo tanto, incluso
reducido a una forma facultativa, el referendum proporciona al cuerpo de ciudadanos un instrumento
suficiente de la soberanía popular. En este sentido conviene recordar que el mismo Rousseau (Contrato
social, lib. II, cap. i) sugirió y recomendó esta forma de consulta al pueblo como la que satisfacía los
principios esenciales de la democracia.
La doctrina que no quiere ver en el referendum facultativo más que una variedad del veto es
impugnada formalmente por el art. 89 de la Constitución federal. Si este texto sólo hubiera querido
reconocer al pueblo un derecho de veto, habría debido limitarse a hablar de una posible oposición de los
ciudadanos a la ley adoptada por la Asamblea federal. Ahora bien, el art. 89 emplea un lenguaje muy
1045
diferente. En el caso de que el cuerpo de ciudadanos sea requerido por una petición de votación, especifica
que el pueblo es llamado a pronunciar la "adopción" de la ley reclamada. La palabra "adopción", en esta
materia, tiene un sentido preciso que no puede discutirse y que implica para el pueblo, no sólo el poder de
obstaculizar con su veto la ejecución de una ley ya perfecta, sino realmente el derecho de estatuir sobre la
formación misma de la ley. Habrá de observarse, por cierto, que este término del art. 89 es por lo menos tan
fuerte como el que emplea, para el caso de revisión constitucional, el art. 123, que dice que la Constitución
federal revisada debe ser "aceptada" por el pueblo suizo (cf. la versión alemana de los arts. 89 y 123, que
contiene expresiones idénticas en ambos casos: Annahme y angenommen). Ahora bien, en el caso de
revisión constitucional, el referendum es obligatorio y, BOI consiguiente, el poder de intervención del
pueblo no puede reducirse aquí a una simple facultad de veto, sino que los mismos autores suizos
reconocen (ver especialmente Schollenberger, Kommentar, p. 520; Guhl, op. cit., p. 51) que el pueblo es
llamado a dar su sanción • la Constitución revisada, en el sentido técnico de dicha palabra. Esta
interpretación queda confirmada por otro término del art. 89, pues, en efecto, este texto confiere a los
ciudadanos el poder de pronunciar alternativamente la adopción o el "rechazo". Rechazar la ley no sólo M
obstaculizar su ejecución, sino anular todo el trabajo legislativo realizado hasta entonces por las cámaras, y
esto implica también que dicha labor sólo por la decisión popular llega a dad, éstos sólo reducían el
referendum facultativo a la calificación de régimen de veto, con el objeto de combatirlo y desacreditarlo.
Por lo demás, no cabe duda de que el poder que había de pertenecer al pueblo en relación con la legislación
federal, en el pensamiento de los autores de la Constitución de 1874, haya estado relacionado con la idea
esencial de que, en Suiza, el pueblo es llamado jurídicamente, por razón misma de su soberanía, a ejercer un
derecho de decisión suprema en materia legislativa; en todo caso nadie se atrevió a refutar directamente
esta idea. Ahora bien, este concepto de la supremacía popular excluye la posibilidad de reducir el
referendum, cualesquiera que sean sus modalidades, a una simple facultad de reclamación y de veto. En
realidad, la preferencia dada al referendum facultativo se explica principalmente por razones de orden
práctico. Al descartar la necesidad de un acto formal de adopción de la ley por el pueblo, la Constitución
suiza evitó los inconvenientes y las complicaciones del sistema de la legislación popular. No por ello dejó de
consagrar el principio de esta especie de legislación y de asegurar las efectivas ventajas de la misma. Gracias
a la combinación del referendum facultativo, el pueblo se sustrae a la molestia y al cansancio que significaría
para él que se recurriera con demasiada frecuencia al cuerpo de votantes, que se repitieran las
convocatorias siempre que apareciera una ley nueva; y sin embargo, sigue siendo efectivamente dueño de la
legislación, ya que ninguna ley puede imponérsele en contra de su voluntad. Por lo tanto, incluso reducido a
una forma facultativa, el referendum proporciona al cuerpo de ciudadanos un instrumento suficiente de la
soberanía popular. En este sentido conviene recordar que el mismo Rousseau (Contrat social, lib. II, cap. i)
sugirió y recomendó esta forma de consulta al pueblo como la que satisfacía los principios esenciales de la
democracia. La doctrina que no quiere ver en el referendum facultativo más que una variedad del veto es
impugnada formalmente por el art. 89 de la Constitución federal. Si este texto sólo hubiera querido
reconocer al pueblo un derecho de veto, habría debido limitarse a hablar de una posible oposición de los
ciudadanos a la ley adoptada por la Asamblea federal. Ahora bien, el art. 89 emplea un lenguaje muy
diferente. En el caso de que el cuerpo de ciudadanos sea requerido por una petición de votación, especifica
que el pueblo es llamado a pronunciar la "adopción" de la ley reclamada. La palabra "adopción", en esta
materia, tiene un sentido preciso que no puede discutirse y que implica para el pueblo, no sólo el poder de
obstaculizar con su veto la ejecución de una ley ya perfecta, sino realmente el derecho de estatuir sobre la
formación misma de la ley. Habrá de observarse, por cierto, que este término del art. 89 es por lo menos tan
fuerte como el que emplea, para el caso de revisión constitucional, el art. 123, que dice que la Constitución
federal revisada debe ser "aceptada" por el pueblo suizo (cf. la versión alemana de los arts. 89 y 123, que
contiene expresiones idénticas en ambos casos: Annahme y anrt iiommen). Ahora bien, en el caso de
revisión constitucional, el referendum es obligatorio y, BOI consiguiente, el poder de intervención del
pueblo no puede reducirse aquí a una simple facultad de veto, sino que los mismos autores suizos
reconocen (ver especialmente Schollenberger, Kommentar, p. 520; Guhl, op. cit., p. 51) que el pueblo es
llamado a dar su sanción a la Constitución revisada, en el sentido técnico de dicha palabra. Esta
interpretación queda confirmada por otro término del art. 89, pues, en efecto, este texto confiere a los
ciudadanos el poder de pronunciar alternativamente la adopción o el "rechazo". Rechazar la ley no sólo M
1046
obstaculizar su ejecución, sino anular todo el trabajo legislativo realizado hasta entonces por las Cámaras, y
esto implica también que dicha labor sólo por la decisión popular llega a ser completa, perfecta y definida
(cf. en este sentido el art. 15 de la ley federal, concerniente a las votaciones populares de las leyes y
resoluciones populares federales, de 17 de junio de 1874: " S i la mayoría de los votantes ha rechazado la ley
o la resolución que les fue sometida, esta ley o esta resolución habrán de considerarse como nulas e
inexistentes"). Por último, la misma indicación se desprende del conjunto de los términos del art. 89,
particularmente según el texto alemán. Después de haber anunciado que "las leyes federales no podrán
dictarse sino con acuerdo de los dos Consejos", el art. 89 declara que, además (überdies en el texto alemán),
estas leyes quedan sometidas a la adopción y al rechazo del pueblo, al menos cuando el referendum es
solicitado por 30,000 ciudadanos. Semejante lenguaje revela desde luego que la decisión que se solicita del
pueblo es de la misma naturaleza que la que se requiere de las Cámaras. De todas maneras, excluye en lo
absoluto la posibilidad de aceptar la doctrina (sostenida especialmente por Guhl, op. cit., pp. 48-49) que,
ateniéndose a la primera fase del art. 89, pretende que el acuerdo de las dos Cámaras, por sí solo, es
suficiente para la existencia de la ley. La palabra überdies, que une entre sí las dos disposiciones del art. 89,
señala claramente que no se puede interrumpir la lectura del texto después de su primera frase, y que por
consiguiente el acuerdo de las dos Cámaras no basta para engendrar una ley. Si únicamente las Cámaras
tuvieran la potestad de crear las leyes y si el papel del pueblo, en este aspecto, se redujera a una facultad de
impedimento, la Constitución suiza no hubiera podido emplear una locución que aproxima y asimila la
decisión popular a la decisión parlamentaria, sino que, por el contrario, hubiera tenido que señalar
mediante términos apropiados el contraste que quería establecer entre estas dos clases de decisiones. En
vez de decir überdies hubiera recurrido a tina expresión tal como no obstante o sin embargo. Así pues, del
art. 89 cabe deducir que el voto de las Cámaras no es suficiente para perfeccionar las leyes federales; lo que
asegura la perfección de la ley es su adopción por el pueblo suizo (cf. en este sentido: Signorel, Elude sur le
referendum, pp. 314 y 345; Salis, Reichesbergs Handwórterbuch, v "Bundesgesetzgebung", vol. I, pp. 665 y
671; Keller, Das Volksinitiativrech nach den schweiz. Kantonsverfassungen, tesis, Zurich, 1889, p. 68;
Hiestand, Zur Lehre von den Rechtsquellen im schweiz. Staatsrecht, tesis, Zurich, 1891, p. 16; Hoerni, De
l'état de nécessité en droit public federal suisse, tesis, Ginebra, 1917, p. 46). Al menos así ocurre cuando el
pueblo suizo es consultado. Pero esta primera conclusión conduce inmediatamente a otra que tiene un
alcance general. El hecho de que, en el caso de consulta expresa, la perfección de la ley, como se acaba de
ver, dependa de la votación popular, implica necesariamente que, aun en principio y de un modo general,
esta perfección queda subordinada a la voluntad del cuerpo de ciudadanos. Esto debe aplicarse entonces,
por extensión, incluso al caso en que el referendum, de hecho, no se solicita; tanto más cuanto que sólo
depende de los ciudadanos promover irresistiblemente la votación sobre la adopción de la ley. En otros
términos, no parece posible sustraerse a la idea de que la falta de reclamaciones contra la ley equivalga a un
consentimiento popular tácito (ver en este sentido especialmente Hiestand (op. cit., p. 12), que hasta llega a
decir (p. 16) que, para las resoluciones de alcance general declaradas urgentes y por lo tanto no sujetas al
referendum, la aceptación del pueblo "se presume").
Así, nos vemos llevados a reconocer que la Constitución suiza no sólo ha provisto al pueblo federal
de un poder defensivo de impedimento o de veto que le permite oponerse a la ejecución de leyes que ya
estuviesen perfeccionadas sin su voluntad, sino que en verdad ha convertido al cuerpo de ciudadanos en un
órgano, e incluso, en definitiva, en el órgano supremo de la legislación, el que, mediante su adopción
expresa o tácita, es llamado a perfeccionar las leyes. Si
fuera vendad que el pueblo suizo no participa en la creación de la ley, de ello resultaría que
esa ley halla su fuerza formal únicamente en su adopción por la Asamblea federal, de donde se
inferiría que las leyes a las que el pueblo dio su asentimiento expresa o tácitamente —como
sostiene Guhl, op. cit., pp. 66 ss. (ver en sentido contrario Hoerni, op. cit., pp. 43 ss.)— podrían
derogarse o modificarse por la simple voluntad de la Asamblea federal, o sea por simples
resoluciones, susceptibles de sustraerse al referendum mediante una declaración de urgencia.
Hay más aún: si la votación popular que se produce con respecto a las leyes no tiene carácter
de manifestación de la potestad legislativa del pueblo, de ello debería deducirse lógicamente
que después de rechazar el pueblo una ley adoptada por la asamblea, ésta conservaría el poder
de resucitar el texto desechado y de imponerlo por su sola voluntad, adoptándolo ahora en forma
1047
de resolución declarada urgente. Estas diversas consecuencias no son conciliables con los términos ni con el
espíritu del art. 89, cuyo objeto ha sido con toda certeza hacer depender la obra legislativa de la voluntad
suprema del pueblo. Por esto hay que sacar la conclusión de que el sistema de legislación popular
consagrado por el art. 89 entraña una sola interpretación: debe interpretarse en el sentido de que la
Constitución suiza no sólo confirió al pueblo un derecho de control y de vigilancia en la obra legislativa de la
Asamblea federal, sino que la asoció directamente a dicha obra así como a la potestad de crear las leyes. Se
ha tratado, sin embargo, de socavar esta conclusión, y para ello se ha pretendido que la institución del
referendum facultativo únicamente tiene por objeto proporcionar a los ciudadanos adversos a la ley un
medio de recurso análogo al que, en materia constitucional, permite a los litigantes recurrir de un tribunal
inferior a otro superior. Guhl, que desarrolla esta comparación (op. cit., pp. 60ss.), formula así su
argumentación: lo mismo que el juicio pronunciado en primera instancia tiene existencia jurídica a pesar de
ser susceptible de recurso, y que el hecho de estatuir por el tribunal superior sobre el recurso de ningún
modo implica la participación de dicho tribunal en el primer juicio anteriormente pronunciado, así tampoco
debe considerarse que el pueblo suizo participe en la confección de la ley cuando se hace cargo de un
recurso formulado por cierto número de ciudadanos en contra de ella, sino que sólo estatuye respecto al
recurso, siendo esto lo que explica que, en caso de que el referendum no se solicite, la ley tenga que entrar
en ejecución solamente en virtud de la decisión de las Cámaras, lo mismo que el juicio no recurrido recibe su
ejecución en virtud de su propio valor y como obra de los jueces que lo pronunciaron. Pero esta
argumentación no resiste un atento examen de las dos situaciones parangonadas. En primer lugar, no puede
establecerse comparación alguna entre el caso del litigante que recurre de la sentencia que supone mal
dictada y la facultad, concedida a los ciudadanos, de solicitar una votación popular respecto de una ley, pues
el litigante que hace uso de una vía de recurso, apela a una autoridad distinta de sí mismo. En el caso del
referendum, por el contrario, no puede decirse que el recurso se reanuda ante una autoridad ajena, sino
que es el pueblo mismo el que, después de haberse hecho algo del supuesto recurso por mediación de
cierto número de sus miembros, estatuye directamente respecto de la adopción definitiva o del rechazo de
la ley. Por otra parte, si bien es exacto que el tribunal superior no concurre a la formación del juicio dictado
en primera instancia, por lo menos es indiscutible que tanto los segundos jueces como los primeros
participan en la potestad judicial, sin la que, en efecto, no podrían substituir por su propia sentencia aquella
que ha sido recurrida ante ellos. Pero precisamente el poder que le corresponde al pueblo suizo de estatuir
en última instancia sobre la ley adoptada por las Cámaras, implica que éste este pueblo participa también en
la potestad legislativa, y cuanto más se pretende que la ley originada por las deliberaciones parlamentarias
constituye una decisión que sólo por esto es perfecta, más se fortalece la idea de que el pueblo mismo
queda investido del poder legislativo, pues si asi no fuera estaría incapacitado para invalidar por vía de
"rechazo" la obra del legislador. No hay, pues, más remedio que reconocer que por la institución del
referendum, incluso facultativo, el pueblo no sólo queda habilitado para controlar las decisiones del
legislador y oponerles ciertos impedimentos, sino que es llamado a participar en la legislación misma, lo que
supone esencialmente que desempeña un papel efectivo en la formación propiamente dicha de la ley.
Por esta última razón los autores suizos (Hilty, "Das Referendum im schweiz. Staatsrecht", Archiv jür
óijentl. Recht, vol. I I , p. 367; cf. Guhl, op. cit., p. 32) pudieron decir que la introducción del referendum
legislativo en el derecho público federal constituyó, en 1874, una novedad que confería a la revisión
realizada en dicha época el carácter de una verdadera revisión total, aunque gran número de artículos de la
anterior Constitución de 1848 no fueron objeto de modificación alguna en 1874. Aunque limitada en cuanto
a su extensión, la revisión de 1874, en efecto, tuvo por resultado transformar esencialmente el régimen
constitucional de Suiza, por cuanto confirió al cuerpo mismo de ciudadanos la potestad de pronunciar la
última palabra en la formación de la voluntad legislativa del Estado, habiéndole asignado así, tanto en orden
a las funciones constituidas como en el orden constituyente, la más alta posición entre los órganos de la
Confederación. Esta es también la opinión que prevaleció en la literatura alemana con respecto al alcance de
la institución del referendum. Jellinek, en particular (op. cit., ed. francesa, vol. I I , pp. 241, 485 ss.; cf. Gesetz
und Verordnung, p. 208), demostró que para caracterizar el papel legislativo del pueblo suizo conviene
compararlo con el poder de sanción que corresponde a los monarcas en cuanto órganos supremos de sus
Estados. Esta analogía con la sanción real señala suficientemente la diferencia que separa al referendum,
incluso facultativo, de un simple veto.
1048
Quedan por decir algunas palabras sobre otra tendencia que se apunta con respecto al referendum
y que consiste en referir esta institución a un concepto político del mismo género de aquel que, en cualquier
país y hasta en las monarquías, hizo admitir tradicionalmente que los impuestos no pueden crearse y
ponerse a cargo del pueblo sin el concurso y sin cierta intervención de los contribuyentes. Como dice una
fórmula trivial, es necesario que el impuesto se consienta por quienes han de pagarlo o, por lo menos, por
sus representantes. Recogiendo una fórmula análoga, se ha sostenido en Suiza que el referendum, tal como
se halla establecido actualmente en ese país, se funda simplemente en la idea de que el pueblo debe ser
admitido a desempeñar cierto papel en la labor legislativa siempre que se trate de leyes especialmente
aplicables a los ciudadanos, o sea de leyes que crean para ellos derechos o deberes individuales (ver, por
ejemplo, en este sentido Guhl, op. cit., pp. 32 ss.). Pero, así como en materia de impuestos la fórmula
anteriormente citada no implica que las leyes de presupuestos han de ser deliberadas y votadas por los
mismos ciudadanos, y que, con relación a las monarquías, cierta doctrina —expuesta supra, núms. 131 s s
.— pretende que las leyes, aunque sean destinadas a crear derecho individual, no son decretadas por las
asambleas representativas mismas, sino que son obra del monarca exclusivamente, así también la aplicación
al referendum del concepto que acaba de recordarse conduce a decir que esa clase de consulta popular, en
Suiza, no tiene por objeto asociar directa y formalmente al pueblo a la confección de las leyes; en efecto, los
ciudadanos aparecen como suficientemente garantizados desde el momento en que las leyes aceptadas por
las asambleas no pueden aplicarse contra la voluntad de la mayoría popular, y la Constitución suiza pudo,
por consiguiente, limitarse a proporcionarles una simple facultad de veto, reservando a las Cámaras
federales el poder legislativo propiamente dicho. Así Io es, el referendum no constituiría una institución que
tuviera por objeto preciso fundar jurídicamente la democracia directa, sino que sólo constituiría un
elemento de un régimen político liberal. Además, de este punto de vista resultaría que el pueblo no puede
aspirar a ejercer ninguna acción ni a manifestar su sentimiento bajo ninguna forma con respecto a las leyes
que, sin afectar al derecho individual de los ciudadanos, tienen por objeto y regulan únicamente los asuntos
o servicios del Estado. Dos breves objeciones serán suficientes para i el mar esta manera de ver. En primer
lugar, ya se observó anteriormente que la Constitución federal de 1874 no sólo concede al pueblo un medio
indirecto de ejercer su influencia sobre la legislación o de preservarse contra las leyes que considera
desfavorables, sino que especifica que el pueblo es llamado a estatuir sobre la "adopción" misma de las
leyes. La importancia de este último término ha sido subrayada en el transcurso de la presente nota y
conviene añade que el carácter facultativo del referendum no puede disminuir esta importancia, ya que, en
suma, el pueblo queda admitido a formular expresamente su voluntad legislativa en cuanto manifiesta
deseo de ello. En segundo lugar, el poder de adopción del pueblo no se refiere Únicamente a las leyes que
afectan a los ciudadanos en la esfera privada de sus derechos individuales, sino que, de un modo ilimitado,
se extiende a toda ley, cualquiera que sea el objeto de- la misma, sin hablar de las resoluciones que tienen
alcance general. Así pues, la institución del referendum no solamente responde a la preocupación de
proteger a los ciudadanos contra las autoridades estatales o a la idea de que, en un país libre, el pueblo no
puede asumir i o r a s individuales, fiscales o jurídicas a las que no haya prestado su consentimiento, sino
que HC funda en la idea de que el pueblo debe ser dueño supremo de la legislación. Con más exactitud, el
principio consagrado por la Constitución suiza es el de que una prescripción reguladora o una medida
cualquiera sólo pueden adquirir el carácter especial y la fuerza superior propias de la ley cuando han sido
revestidas de ese carácter y de dicha fuerza por c i c l o d e una adopción popular expresa o tácita. La
adopción por el pueblo se convierte así c u una condición esencial de la forma de la ley. Ahora bien, este
último rasgo es precisamente uno de l o s q u e caracterizan a la verdadera y franca democracia.
1049
433
También sobre este punto la doctrina de Jellinek es inconciliable con los principios que constituyen la
base del derecho público francés. Al distinguir en el Estado dos clases de órganos, de los que unos, como el
Parlamento, son órganos representativos del pueblo, mientras que otros, como el monarca, son
exclusivamente órganos del Estado (puesto este último, por otra parte, en oposición a la nación), Jellinek
introduce en la organización estatal un dualismo que no sólo se encuentra en contradicción con el principio
de la unidad del Estado (ver p. 1033, supra), sino que es igualmente inconciliable con la idea de la soberanía
nacional. En el sistema del derecho público francés, tal como fue concebido y establecido por la Revolución,
. ualquier autoridad encargada de enunciar la voluntad estatal sólo puede ser, indistinta y uniformemente,
órgano de la nación soberana, o sea de la colectividad nacional tomada en su Indivisibilidad abstracta. La
doctrina de Jellinek se presta doblemente a la crítica, pues pretende convertir al monarca en órgano del
Estado con exclusión de la nación, por una parte, y por otra, porque califica al cuerpo de los elegidos como
órgano popular, tomando la palabra pueblo en un sentido diferente del que posee la palabra nación en el
concepto de la soberanía nacional.
1051
434
Por lo menos, y en cuanto al fondo, manifestaron claramente su pensamiento oponiendo a la democracia
el régimen que califican como representativo; y entendían por aquélla la democracia directa (ver
especialmente, sobre este punto, el discurso de Sieyes citado supra, pp 163 ss). El error de Jellinek es
precitamente haber desconocido esta oposición.
1052
435
Este carácter efímero de la función del diputado se señala particularmente en la Constitución de 1791,
que reducía a dos años la duración de las legislaturas (tít. III, cap. I, art. 2). El principio de las legislaturas
bienales había sido adoptado por la Constituyente desde el 12 de septiembre de 1789. Entre las razones que
en esa fecha se invocaron en favor del sistema de las legislaturas de corta duración, conviene recordar
especialmente la argumentación de Le Pelletier de Saint-Fargeau, que quería que dicha duración se redujese
a un solo año: "Fijando en un solo año la duración de la asamblea —dice ese orador—, este período asegura
contra el peligro de usurpar un poder que no debe tenerse. Esta idea debe ser desarrollada. Todo el mundo
aprecia al primer golpe de vista la extensión de las relaciones del cuerpo legislativo; todo el mundo conoce
la inclinación que se tiene a usurpar un poder que no se nos ha confiado; el espíritu de conquista, por decirlo
así, es natural al hombre. Este peligro será tanto menos de temer cuanto más frecuentes sean las elecciones
y más precaria la existencia de dicho cuerpo. Es de desearse, por otra parte, que la opinión pública invista
sin cesar al cuerpo legislativo. Habrá de sentir más fácilmente que lo merece cuando, en corto espacio de
tiempo, no tenga más interés que el de servirse de todo su poder para el bien común" (Archives
parlementaires, 1" serie, vol. III, p. 617). Esta argumentación, que en la misma sesión fue aprobada y
apoyada por numerosos oradores, revela claramente el pensamiento dominante y las tendencias de la
Constituyente en esta materia. Este pensamiento era el de impedir toda apropiación individual de la
soberanía nacional. Como lo observa Le Pelletier de Saint-Fargeau, la Constituyente entregaba al cuerpo
legislativo un poder de gran extensión; pero también trataba de moderar el uso de ese poder, en cuanto los
hombres que se hallaban revestidos del mismo sólo habían de poseerlo durante muy corto tiempo.
Finalmente, pues, ni los ciudadanos, que quedaban apartados del gobierno directo, ni los mismos diputados,
que sólo recibían una potestad efímera, llegaban a ser dueños de la soberanía nacional; nadie había de tener
"más interés que el de servirse de su poder para el bien común". Con esto se manifiesta claramente el
carácter negativo del principio de la soberanía nacional. Por consideraciones del mismo género se
determinó la Constituyente a acoger la proposición de aquellos de sus miembros que pedían que, en el
futuro, los diputados nombrados en dos legislaturas sucesivas no pudiesen reelegirse en la legislatura
siguiente. En los numerosos discursos que se pronunciaron en mayo de 1791 en favor de esta proposición,
se repite sin cesar el argumento de que la posibilidad de una renovación ilimitada de los poderes del
diputado queda excluida por el principio mismo de la soberanía nacional. Este argumento fue desarrollado
especialmente por Barére, en la sesión del 19 de mayo de 1791: " E l gran principio cuyo espíritu habéis
infundido en todas las partes de la Constitución —decía Barére— es que los hombres revestidos de poderes
públicos deben cambiar constantemente, renovarse y alejarse por algún tiempo de las funciones públicas
para volver a ser ciudadanos. Bien sabíais que el gobierno representativo es aristocrático por naturaleza; y
1053
ese vicio natural que habéis querido corregir con vuestra Constitución es el que ha destruido todas las
aristocracias. Así es como habéis sometido a los miembros del poder legislativo a elecciones frecuentes, o
sea a una verdadera censura política, que se ejerce por los cuerpos electorales. Lo que habéis querido
establecer i por lo tanto, una representación nacional y no una aristocracia legislativa, una aristocracia de
oradores, que es la más peligrosa y la más funesta de todas para la libertad de las naciones. Ia verdad, pues,
que la reelección ilimitada constituye un sensible cambio en la naturaleza de nuestro gobierno y una
peligrosa corrupción de su principio representativo." ¿Por qué la reelección corrompe el régimen
representativo? Porque, decía Barére, "hace de la soberanía nacional el patrimonio de algunos oradores, de
algunos charlatanes políticos". Pero añadía l I mismo Barére, "habéis contado con instituciones, y no con
hombres. Pues bien, la reelección Ilimitada coloca a los hombres en el lugar de las instituciones". Y
terminaba diciendo: ''Ved la aristocracia de los representantes, ved el espíritu de perpetuidad y de herencia
que pronto ha de venir a emponzoñar esta fuente de poderes nacionales, y decidnos si estas plagas de la
libertad pública deben conservarse en la Constitución francesa. En fin, después de haber inalado al
despotismo, debéis temer que oradores perpetuos traten de recoger su legado" (Archives parlementaires,
1ª serie, vol. XXVI, pp. 223 ss.). Arrebatada por esta argumentación, la Constituyente decidió, en la misma
sesión, que los miembros de la legislatura que hubiesen Ido reelegidos una vez, no podrían serlo de nuevo
sino después de un intervalo de dos años (ley de 13 de junio de 1791, art. 13; Constitución de 1791, tít. III,
cap. i, sección 3, art. 6). I I i. relator del proyecto de Constitución, y que sin embargo combatía la moción de
Barére, tuvo que reconocer que dicha moción era "el reconocimiento del principio de la soberanía de l i
nación" (ibid., p. 227). En efecto, si la Constituyente repudió el sistema de las reelecciones Indefinidas, que
al permitir el acaparamiento de los asientos del cuerpo legislativo por "oradores perpetuos" hubiera
originado, como decía Barére, una nueva aristocracia: la casta de los diputados vitalicios, lo hizo para
asegurar la integridad de la soberanía nacional. También aquí puede verse el sentido negativo que los
fundadores de la soberanía nacional asignaban a este principio.
436
Si la Asamblea de diputados no representa al pueblo, cabría inclinarse a admitir que, por lo menos, existe
cierta relación representativa entre cada diputado considerado aisladamente y su respectivo colegio de
electores, y podría alegarse en este sentido un razonamiento que ya se desprende de las declaraciones de
algunos de los oradores de la Constituyente, especial- mente de un discurso de Sieyés: "Cuando la gente se
reúne —decía Sieyés— es para deliberar, para conocer las opiniones de unos y otros, para confrontar las
voluntades particulares, para modificarlas, para c aliarlas, en fin para obtener un resultado común a la
pluralidad... Es indiscutible, pues, que los diputados se hallan en la Asamblea nacional para votar en ella
libremente según su opinión actual, esclarecida con todas las luces que la Asamblea haya podido
proporcionar a cada uno de ellos" (sesión del 7 de septiembre de 1789; Archives parlementaires, 1ª serie,
vol. VIII, p. 595). Así pues, según estos párrafos, en la deliberación habría que distinguir dos fases: en la
primera, se producen opiniones individuales, "voluntades particulares" que conviene "confrontar" entre sí; y
aquí parece que nada se opone a que cada diputado se convierta en el representante de su grupo electoral,
aportando y sosteniendo en la asamblea el voto o la voluntad especial de sus comitentes. Pero en la
segunda fase es indispensable que se forme una opinión general, que habrá de ser la expresión de la
voluntad de la nación, y ahora ya no puede el diputado atenerse simplemente al voto de sus electores, sino
que ha de formarse "una opinión actual" y votar según ella, o sea teniendo en cuenta todas las
consideraciones que hayan sido alegadas durante la discusión, modificando por consiguiente las opiniones
que antes había defendido, a fin de poder llegar a un "resultado común".
Así, parece desprenderse de la doctrina de Sieyés que los diputados llegan a la asamblea como
representantes de grupos especiales y que empiezan manifestando los deseos particulares de éstos, sin
perjuicio de refundir después estas voluntades particulares en una voluntad general, que acabará teniendo
la primacía sobre todas las demás opiniones o aspiraciones contrarias. Esta manera de comprender la
1054
representación recuerda lo que ocurría en el antiguo régimen. Entonces cada diputado expresaba en la
asamblea de los Estados las peticiones de su grupo. Luego intervenía el rey como titular de la potestad
soberana; y después de que los representantes le habían dado a conocer el parecer de las diversas partes de
la nación, estatuía en vista del interés general y como órgano del Estado dotado del poder de enunciar la
voluntad superior de éste.
Se ha pretendido que en el Estado moderno, o por lo menos en los Estados monárquicos, el papel
del Parlamento sigue estando conforme con estos antiguos precedentes. Esta tesis ha sido desarrollada
particularmente por Rieker, op. cit., pp. 55-60. Según dicho autor, el Parlamento no puede considerarse
como un órgano del Estado, sino que es simplemente la representación de las diversas tendencias o fuerzas
actuantes que coexisten en el seno de la comunidad nacional; no representa al pueblo en su unidad estatal,
sino en la diversidad e incluso en la oposición de los elementos sociales que lo constituyen. Una asamblea
parlamentaria electa sólo es una reunión de diputados, cada uno de los cuales representa los intereses
particulares y divergentes de sus electores y que se esfuerzan por hacer prevalecer los intereses de un grupo
o de un partido sobre los de los grupos o partidos rivales. Si las cosas se redujesen a esto, la unidad de la
voluntad nacional se vería comprometida. Pero, dice Rieker, esta unidad se restablece gracias al monarca,
que colocado por encima de todas las clases del pueblo, decida soberanamente en nombre del Estado,
aplicándose a mantener una armonía suficiente entre las diversas clases y entre los intereses propios de
cada una de ellas. Suponiendo que este análisis del régimen representativo sea exacto para las monarquía,
seguiría siendo inadmisible en lo que se refiere al derecho constitucional francés. La razón de ello debe
buscarse, ante todo, en la radical transformación que se realizó en 1789 acerca de la naturaleza y la función
de la asamblea de diputados. En el antiguo régimen, donde los diputados a los Estados sólo constituían
asambleas consultivas y postulantes y el poder de decidir únicamente pertenecía al rey, se comprende que
los diputados de las diversas bailías y órdenes pudieran comportarse como simples portavoces de sus
comitentes. Haciéndose cargo de las peticiones o instruido por los pareceres que así le llegaban por
mediación de los Estados, el monarca tomaba las decisiones definitivas. Después de 1789, tanto el poder
como el deber de estatuir se trasladan a la misma asamblea, transformándose ésta directamente en el
órgano estatal de la nación. En estas condiciones, ¿cómo concebir que la asamblea, en un momento
cualquiera de sus deliberaciones, pueda funcionar como una reunión de grupos que debaten sus asuntos
particulares y hacen valer sus intereses propios? La verdad es que esta asamblea, desde el primer momento,
o sea desde que aborda una cuestión, ha de deliberar como asamblea nacional, que tiene exclusivamente
por cometido proveer a los intereses generales de la nación, en cuyo nombre tiene encargo de estatuir. Así,
si la asamblea en su conjunto tiene por misión querer por la nación, resulta imposible admitir que sus
miembros individuales puedan representar a los grupos que los han elegido en ninguna medida y en ningún
momento. Esto es lo que decía la Constitución de 1791, en el famoso texto (tít. m, cap. i, sección 3, art. 7)
que declaraba sin reservas que los diputados, en el nuevo derecho público, tenían que ser "representantes
de la nación entera", y no sólo "de un departamento particular". Al colocar así a los elegidos por encima de
las voluntades de sus colegios electorales, el citado texto señalaba clarimente que, desde el comienzo de la
deliberación, deben preocuparse únicamente de considera- , lunes de orden nacional, y por consiguiente
excluía el concepto según el cual los diputados quedarían autorizados, durante la fase de los debates
preparatorios, para hacerse intérpretes de los deseos especiales de sus electores y unirse después, en un
pensamiento superior de interés nacional, cu el momento final de la decisión. Esto es, por lo demás, lo que
reconocía el mismo Sieyes cuando - como se vio anteriormente (p. 1013)— negaba a los diputados,
considerados, individualmente, l a cualidad de representantes.
1055
1
Esta preocupación de las reelecciones futuras, sobre todo, es la que, por su naturaleza, puede disminuir la
independencia de los elegidos. Se ha visto (p. 1052, n. 28) que la Constitución de 1791 (tít. III , cap. I, sección
3, art. 6; ver también la Constitución del año III, arts. 54-55) había tomado a este respecto una medida de las
más enérgicas: establecía que los miembros del cuerpo legislativo no podrían ser reelegidos más que una
sola vez. Después de una primera reelección, el diputado se convertía en inelegible, al menos para la
legislatura siguiente. Esta regla rigurosa constituye seguramente uno de los rasgos más notables del sistema
representativo que se instituyó en 1791. Se había inspirado principalmente en el deseo de impedir el
acaparamiento de la soberanía nacional por una casta de diputados permanentes; pero respondía también a
la idea de que los diputados, como representantes de la nación, deben guiarse ante todo, en el ejercicio de
su función, por la consideración del interés nacional. Este último motivo lo había indicado claramente
Barére: "La reelección ilimitada crea los aduladores del pueblo", decía en el discurso de 19 de mayo de 1791,
que ganó la votación de la Asamblea en cuanto a la cuestión de la reelegibilidad de los diputados (Archives
parlementaires, 1ª serie, vol. XXVI, p. 226). La obra de la Constituyente en esta materia se compone, pues,
1057
de dos clases de medidas que, al mismo tiempo que atestiguan la altura del patriotismo y del desinterés de
los primeros constituyentes, arrojan clara luz sobre el concepto que se formaron de la soberanía v de la
representación nacionales. Por una parte se esforzaban en sustraer a los diputados de un ascendiente
demasiado considerable por parte de sus electores, y con este objeto los hacían no reelegibles. Esta
prohibición de las reelecciones revela que, en su pensamiento, las elecciones sólo tenían el alcance de un
simple escoger de personas: los electores no tenían que aprobar y confirmar la actividad de sus elegidos al
reelegirlos; se les quitaba así el poder de formular un Juicio sobre la labor de sus elegidos. Pero, por otra
parte, la Constituyente tampoco quería que la independencia del elegido degenerara en un poder sobre la
soberanía de la nación, y por ello limitaba la potestad individual de los diputados, reduciendo a dos años la
duración de las legislaturas. La desaparición de estas dos limitaciones en las Constituciones posteriores, y
sobre todo l a desaparición de la referente a las reelecciones, había de producir una profunda modificación
en el funcionamiento y el alcance del régimen representativo, en lo que se refiere a la independencia de los
elegidos con respecto a los electores.
1058
2
En estas condiciones, y ante la lección que deriva perentoriamente de los hechos actuales, sería ingenuo
querer atenerse estrictamente a la doctrina clásica que, para definir el alcance del régimen electoral, se
limita a argumentar sobre las diferencias que existen entre la situación del diputado y la situación de un
mandatario. Razonar así es mantenerse en la superficie de las cosas. Sin duda es fácil demostrar, aun hoy,
que desde el punto de vista jurídico la elección del diputado no entra dentro de la categoría contractual del
mandato (ver núms. 344 ss., supra). Pero esta demostración no agota el debate. La cuestión capital que
subsiste en esta materia, en efecto, es saber si, a pesar de la exclusión del mandato electivo, la organización
dada por las Constituciones contemporáneas al régimen electoral, en lo que se refiere al cuerpo de
diputados, no conduce por otras vías a asegurar, más o menos altamente, la preponderancia de la voluntad
del cuerpo de electores.
1059
3
Ver , por ejemplo , Duguit, Traite, vol. 1, p. 364: "E s totalmente imposible atribuir el Carácter
representativo a una asamblea no elegida"; e ibid., p. 398: "L a monarquía hereditaria no puede tener
carácter representativo." C f . Esmein, Elemento, 7ª ed ., vol. I, pp. 303 ss.
1060
fondo, a los principios del gobierno directo. Entre ellas están la representación de
intereses y la representación proporcional. Tanto una como otra se basan en la
misma idea, o sea que es necesario que todas las aspiraciones de orden material
o moral que, en el seno del pueblo, existen entre las diversas categorías de
ciudadanos, encuentren su representación en el Parlamento y puedan, no sólo
manifestarse en él, sino también recibir cada una de ellas determinada parte de
satisfacción.
Una representación especial de los intereses particulares se concibe en el
puro régimen representativo, pues según la fórmula expuesta desde principios de
la Revolución, el diputado tiene como única función "representar" a la nación
tomada en su universalidad indivisible, o sea querer libremente por ella ; no puede
ser, pues, el representante o el portavoz de una clase de ciudadanos, de una
categoría de intereses, económicos, profesionales o de cualquier otra clase, de un
grupo cualquiera de electores. La representación de intereses sólo fue admitida en
Francia por una Constitución, el Acta adicional de 1815, cuyo art. 33 decía que,
junto a los diputados nombrados por los colegios electorales ordinarios, la
industria y el comercio tendrían "una representación especial". Pero desde
entonces, y sobre todo en la época actual, cuántas veces no se ha reclamado una
representación especial en las asambleas electivas para ciertas clases sociales,
especialmente para las clases obreras. Estas reivindicaciones proceden del hecho
de que es cosa sabida que el diputado de una clase de ciudadanos se convertirá
en campeón de sus intereses, pese a los textos que formulan el principio de que
los diputados representan a la nación.
Por las mismas razones, se ha reivindicado enérgicamente, a favor de las
minorías, el establecimiento de la representación proporcional. El objeto de esta
institución es asegurar, a las diversas partes en que los electores se dividen en
cada circunscripción electoral, un número de asientos parlamentarios que
corresponda aproximadamente a su fuerza respectiva, o sea al número de
sufragios emitidos a favor de cada uno de ellos; y esto en virtud de la idea de que
el Parlamento debe ser un "espejo" de la situación o composición electoral del
país, o también una "carta geográfica" que reproduzca, en reducción y tan
exactamente como sea posible, todas las partes en que se encuentra dividido el
país, según la cifra de sus adherentes. Los adversarios de la representación
proporcional demuestran tanto ardor en combatirla como sus partidarios en
defenderla. Esmein, particularmente ("Deux formes de gouvernement", Revue du
droit public, vol. i, pp. 23, 36, 55; Éléments, 7* ed., vol. I, pp. 326 5 5 . ) , alegó, no
sin razón, contra esta institución, que no sólo no concuerda con el género del
régimen representativo, sino también que está en absoluta oposición con los
principios mismos sobre los que este régimen fue edi-
1061
ficado en Francia; y este punto fué reconocido en parte incluso por decididos
proporcionalistas (ver por ejemplo Saripolos, op. cit., vol. H, pp. 25-46).
La representación proporcional, en efecto, se justificaría y hasta se
impondría si el régimen llamado representativo fuera un régimen de verdadera
representación, es decir, si tuviera por objeto hacer reinar cierta conformidad entre
la voluntad nacional enunciada por las asambleas electas y la voluntad del cuerpo
de los ciudadanos. Apoyándose en esta idea de conformidad necesaria, reclama
Duguit la representación proporcional, sin la cual, dice (Manuel, 1ª ed., p. 311;
Traite, vol. I, pp. 378 ss.), " u n país no tiene verdaderamente el régimen
representativo". No se le puede negar a Duguit el derecho de afirmar sus
preferencias hacia la representación proporcional; pero lo que sí puede
reprochársele es presentar esta institución como un elemento y una condición del
gobierno representativo. En realidad, la representación proporcional así motivada
se encuentra en oposición con el régimen llamado representativo, pues trata
precisamente de introducir en el derecho público francés un principio de
representación efectiva que los fundadores de este derecho pretendieron excluir
de él. En principio, el supuesto régimen representativo del derecho francés se
opone a la admisión de la representación proporcional, no ya solamente, como lo
da a entender Esmein (Éléments, 7ª. ed., vol. I, p. 330), porque la asamblea de los
diputados "representa" a la nación en su conjunto,4 sino también porque dicha
asamblea, propia-
4
Saripolos (op. cit., vol. I I , pp. 35 ss.) ha demostrado que, por sí sola, la regla "los diputados representan a
la nación", entendida en el sentido que habitualmente tiene la palabra representación, no sería obstáculo a
la representación de los individuos o de los grupos: implicaría solamente que el diputado debe representar a
sus comitentes, en cuanto éstos son órganos de la voluntad general y en cuanto le encargaron un mandato
referente al interés general, pero que, inversamente, no puede representar sus voluntades o sus intereses
particularistas. En suma, la idea de representación, en el sentido propio de este término, conduce siempre y
fatalmente a admitir la representación de los grupos. Esta es desde luego la tesis de Duguit (loe. cit.). A este
propósito conviene recordar aquí el famoso texto de la Constitución de 1791 (tít. III, cap. i, sección 3, art. 7)
que decía: "Los representantes nombrados en los departamentos no serán representantes de un
departamento particular, sino de la nación entera, y no se les podrá conferir ningún mandato." Como lo
observa Saripolos (loe. cit., p. 36), este texto enlaza la prohibición de todo mandato con la regla "los
diputados representan a la nación" y deduce esta prohibición como una consecuencia inmediata de la regla.
De aquí que fije claramente el alcance de esta regla, pues si la Constituyente hubiera querido asignar a los
diputados una función de verdadera representación se hubiera limitado a prohibir los mandatos
particulares, inspirados en consideraciones de interés especial de un grupo y a los que es ajena la
preocupación del inicies general. El hecho de que, por el contrario, la Constitución de 1791 haya excluido
todo mándalo, cualquiera que éste sea, lo mismo los que se confieren con vistas al interés nacional c u i n o
los de orden particular y egoísta, prueba suficientemente que esta Constitución no admitía en ningún grado
que los ciudadanos pudiesen participar en la formación de la voluntad nacional. Esta únicamente podía ser
formulada por los diputados. Los diputados eran, pues, los encargados de querer por la nación de una
manera primaria, y la Constitución no admitía que fuera de ella hubiera en la nación voluntad alguna que
pudiesen representar. En otros términos, el texto anteriormente citado establece que la asamblea de
diputados no era una asamblea de representantes en stricto sensu, sino un órgano de la nación.
1062
uno pueda hacer valer en ella, a prorrata del número de sus electores, sus
tendencias y sus reivindicaciones. No podría sorprender, pues, el movimiento de
ideas que, en Francia como en otros muchos países, se ha desarrollado en favor
de la representación proporcional. Si en el derecho francés esta institución no
puede justificarse por razones jurídicas sacadas de la naturaleza del régimen
representativo; si incluso se encuentra en antinomia con ese régimen, se justifica
por causas políticas, o sea por las transformaciones de hecho que este régimen
ha sufrido y que le han hecho perder su primitiva significación.
397. La segunda causa importante de alteración del régimen representativo
ha sido la adopción y el desarrollo, en el derecho francés actual, del régimen
parlamentario. Existe profunda diferencia entre ambos regímenes. En el puro
sistema representativo, tal como lo concibieron los hombres de 1789, los
representantes expresan superiormente la voluntad de la nación, en el sentido de
que quieren libremente por ella. La idea de que la voluntad de los representantes
debe conformarse a la voluntad del pueblo se encuentra excluida aquí a causa de
que el pueblo es considerado como si no pudiese tener más voluntad que la de
sus representantes, o más exactamente, porque jamás es el órgano de volición de
la nación. No hay, pues, que averiguar si las voluntades emitidas por la asamblea
de diputados corresponden a las del cuerpo electoral. En este concepto, el cuerpo
electoral sólo tiene el poder de elegir y nombrar los representantes. El régimen
parlamentario tiene un alcance muy diferente. Además de implicar un sistema
electoral muy amplio, según la misma definición que de él se ha dado con tanta
frecuencia, es un régimen de gobierno del país por el país, o también un gobierno
de opinión; no ya, seguramente, en el sentido de que los electores puedan dictar
instrucciones a sus elegidos, sino al menos, en el de que, por la orientación de las
elecciones, el país es llamado a determinar por sí mismo las grandes directrices
de la política nacional. Hay en esto, posiblemente, algo más que en el régimen
representativo estricto. En éste se ha podido decir, a lo más —y aún es poco
correcta esta afirmación—, que el diputado es el representante de sus electores,
por cuanto es el hombre elegido por ellos; según esta opinión discutible, los
representa en cuanto lo han creado a su imagen. En el régimen parlamentario, las
elecciones son algo más que operaciones de designación de los representantes:
constituyen, según las tendencias de este régimen, un medio por el que el cuerpo
electoral da a conocer su opinión sobre los asuntos del país.5 En los Estados que
adoptaron el
5
No solamente el cuerpo electoral influye preventivamente en la política del país mediante Las elecciones
que inauguran la legislatura, sino que también se considera, en el régimen parlamentario, que al final de la
legislatura es el llamado a formular un juicio sobre sus diputados y su obra, reeligiéndolos o
reemplazándolos por otros elegidos; concepto bien diferente del de 1791, según el cual los diputados eran
inelegibles al cabo de cuatro años.
1064
6
Duguit, Traite, vol. I I , p. 356: " E n el sistema francés de representación política, el diputado es
simplemente integrante del Parlamento, que representa a la nación entera. No puede decirse que los
electores tienen el derecho de conocer el sentido del voto de sus representantes, ya que los diputados no
son sus representantes." Según las Constituciones de 1791 (tít. III, cap. m, sección 2, art. 1°; Constitución del
año III, art. 64), las sesiones del cuerpo legislativo eran públicas y los debates que en ellas tenían lugar eran
objeto de publicación; pero la forma de votación practicada en dicha época era la de sentados y levantados,
que no permite la publicación del voto individual de cada diputado.
1065
398. Pero existe otra institución que revela más claramente aún las tendencias
características del régimen parlamentario: esta institución es la de la disolución. Es
de observar que no admitieron esta institución las Constituciones representativas
de la época revolucionaria.7 A veces se ha querido explicar este rechazo de la
disolución diciendo que los hombres de la Revolución hubieran considerado como
una injuria a la soberanía popular el acto que consiste, por parte de la autoridad
ejecutiva, en disolver la asamblea elegida por el pueblo. Podría intentarse
explicarlo también por la consideración de que las Constituciones revolucionarias,
al separar rigurosamente los poderes, no podían admitir que el Ejecutivo tuviera
una potestad de revocación sobre el cuerpo legislativo. Estas razones no parecen
decisivas; por lo menos, no han impedido a la Constituyente reconocerle al rey un
poder de veto sobre los decretos adoptados por la Asamblea legislativa. En el
fondo, el verdadero motivo de esta exclusión reside en el concepto representativo
de dicha época, pues en ese concepto no había lugar para la disolución, ya que el
pueblo no se consideraba en ella como el llamado a enunciar en las elecciones
una voluntad propia. El pueblo no hacía más que elegir, y en cuanto a querer, esto
era una facultad reservada exclusivamente a los representantes. El cuerpo
electoral no tenía, pues, por qué inmiscuirse directa ni indirectamente en la
apreciación de las voluntades de sus elegidos; y por consiguiente, no podía
tratarse de ninguna manera de remitir a éstos, durante el curso de la legislatura,
ante los electores, con objeto de que dijese el cuerpo electoral si aprobaba o no su
actitud y sus resoluciones.8
7
Constitución de 1791, tít. III, cap. I, art. 5: " El cuerpo legislativo no podrá ser disuelto."
8
Así se desprende especialmente del célebre discurso pronunciado por Sieyés en la constituyente el 7 de
septiembre de 1789 a propósito de la sanción real. Algunos oradores, como Salle, Dupont de Nemours y
otros, habían propuesto la admisión del voto suspensivo, como “especie de apelación a la nación que hace
intervenir a ésta como juez entre el rey y sus representantes" (Archives parlementaires, 1º serie, vol. VIII,
pp. 529, 567, 736; cf. p. 979, supra). En la sesión del 10 de agosto de 1791, Roederer sostenía también que el
derecho de sanción o veto suspensivo era "un simple derecho de apelación al pueblo, concedido al rey"
(Archives parlementaires, 1ª. serie, vol. XXIX, p. 325, n.). Pero esta idea —que también expone y defiende
Esmein, Éléments, 7ª ed., vol. I, p. 479— no tuvo acogida en la Constituyente. Se la rechazó por el mismo
motivo que había desarrollado magistralmente Sieyés en contra de la sanción real, en aquel discurso del 7
de septiembre en el que, con ocasión de esta cuestión, expuso su doctrina sobre la antinomia existente
entre el gobierno representativo y la democracia o gobierno popular. "L a expresión apelación al pueblo no
es tan mala como impolítica", decía Sieyés. Y la razón decisiva que daba de ello es que, en el régimen
representativo, " e l pueblo o la nación sólo puede tener una voz: la voz de la legislatura nacional. Así pues,
el poder ejecutivo no podrá apelar de l o s representantes ante sus comitentes, puesto que éstos no pueden
hacerse oír más que por los diputados nacionales... El pueblo, repito, en un país que no es una democracia (y
Francia no lo es), no puede hablar, no i n i c i e aduar más que por medio de sus representantes (Archives
parlementaires, 1ª serie, vol. VIII, p. 595). Este mismo motivo —o sea el principio mismo del régimen
representativo— es el que había de oponerse radicalmente a que la Constituyente admitiera la posibilidad
de la disolución, pues en el momento en que los fundadores de dicho régimen partían de la idea de que el
pueblo no tiene más voluntad que la de los representantes nacionales, no cabía en su pensamiento recurrir
al cuerpo de ciudadanos para permitirle expresar su opinión sobre las decisiones de sus elegidos. Por eso las
proposiciones que se hicieron en diferentes ocasiones, desde 1789 a 1791, con objeto de introducir en la
Constitución futura la institución de la disolución, nunca fueron tomadas seriamente en consideración por la
Constituyente, como lo demuestra Duguit (La séparation des pouvoirs et l'Assemblée nationale de 1789, pp.
30 ss.).
1066
Existe, no obstante, un caso en que la Constitución de 1791 exigía que se recurriera al cuerpo de
ciudadanos para la renovación de la legislatura por la vía de elecciones generales. Este caso se daba cuando
la legislatura había de funcionar coco asamblea de revisión. Parece así que esta Constitución haya
consagrado la institución de las consultas electorales al pueblo, al menos para el caso de revisión. Y hasta se
ha deducido de aquí el argumento para sostener que la Constitución de 1791 reservaba especialmente al
pueblo, reunido en sus colegios electorales, el poder de expresar de un modo inicial, mediante sus votos, la
voluntad constituyente en el Estado (en este sentido, ver especialmente a Zweig, Die Lehre vom pouvoir
constituant, pp. 312-313). Pero la renovación de la legislatura con vista a la revisión se explica más bien
porque la Constitución de 1791 se aplicaba a realizar la separación del poder constituyente y el poder
legislativo (ver la n. 6 del n° 449, infra), y así resulta, en particular, del hecho de que, según esta Constitución
(tít. vil, art. 6; ver también la Constitución del año ni, art. 345), los miembros del cuerpo legislativo que
estaban anteriormente en funciones no podían ser elegidos para la asamblea de revisión. Las elecciones
generales exigidas para la constitución de ésta tenían, pues, por objeto no precisamente pedir su parecer al
pueblo, sino constituir, para las necesidades de la revisión, una asamblea esencialmente distinta de la
asamblea legislativa ordinaria.
1067
9
Cf. en este sentido Esmein, Éléments, 7* ed., vol. i, p. 160, quien hace observar que la Institución de la
disolución, en los países de parlamentarismo, tiene un significado muy diferente del que posee en los
Estados cuya Constitución trata de asegurar la preponderancia del príncipe. En éstos, el derecho de
disolución es un "arma ofensiva", destinada a reforzar la potestad del jede del Estado frente a la asamblea
elegida y que, en efecto, le permite ejercer presión sobre dicha asamblea con la amenaza de una revocación.
En el régimen parlamentario, el objeto de esta institución es, ante todo, mantener a la asamblea elegida
bajo la dependencia del cuerpo electoral; está destinada no ya precisamente a aumentar la fuerza del
Gobierno, sino a fortalecer al cuerpo electoral frente a y en contra del Parlamento. Se trata de impedir que
el Parlamento imponga sus voluntades cuando éstas ya no están de acuerdo con el sentir que prevalece en
el cuerpo electoral (cf. Rehm, Allg. Staatslehre, p. 318). Duguit (Ttraité, vol. I, p. 415) dice igualmente: " L a
disolución es la garantía más eficaz del cuerpo Electoral contra los excesos del poder del Parlamento... Es el
medio de asegurar que la mayoría de la Cámara se halla en armonía de pensamiento con la mayoría del
cuerpo electoral."
1068
conformidad real entre la voluntad del pueblo y la de sus elegidos; así pues, dicha
institución basta para probar que en la base del régimen parlamentario hay un
elemento y una condición que no se encontraban en el simple régimen
representativo, o sea la necesidad de una unión constante y de un acuerdo
permanente entre elegidos y electores. En el régimen representativo, la asamblea
de diputados halla su prestigio y su superioridad de potestad en su mismo origen
electivo: para que pueda desempeñar un papel preponderante entre los órganos
constituidos basta que se componga de los elegidos del pueblo; sólo por ese título
quedan éstos habilitados por la Constitución para querer libremente, ellos solos,
por la nación. Tal ha sido, por lo menos, el concepto de los hombres de 1789.10 En
el régimen parlamentario, el cuerpo de los ciudadanos ya no se l i m i t a a elegir,
sino que conserva sobre sus elegidos algunos medios de control y de acción que
le permitirán también, en cierta medida, conservar a sus elegidos en la
observancia de sus voluntades. Lo que constituye la fuerza de la asamblea, ahora,
ya no es únicamente su carácter electivo, sino que sus decisiones son la
expresión del sentimiento público y la realización de los deseos del país. Si se
compromete en una vía diferente de aquella que desea el cuerpo electoral, éste, a
condición de que una disolución le ofrezca ocasión para ello, podrá desaprobarla y
elegir una nueva mayoría que esté de acuerdo con sus aspiraciones.11
10
Este concepto halla siempre defensores. Ver por ejemplo lo que a propósito de la soberanía nacional dice
Villey, Revue du droit public, 1904, pp. 22-23: "Mandan legítimamente aquellos que mandan en virtud de la
voluntad de los que son mandados.—La soberanía nacional es pura y simplemente el derecho a no ser
mandados sino por hombres investidos de la confianza de la nación y aceptados por ella; o, si se quiere, el
derecho de elegir sus amos.— Se llama representantes a los que así han sido elegidos para ejercer el
gobierno, y gobierno representativo al que ellos ejercen."
11
Es conveniente recordar, sin embargo (ver n" 301, supra; cf. No. 406, infra), que, desde 1877, la disolución
se encuentra como en desuso en Francia. Este desuso no proviene solamente, como se ha dicho a veces, del
hecho de que algunos de los adversarios de la disolución hayan llegado a desacreditarla haciéndola pasar
por un golpe de Estado. El fenómeno tiene causas más profundas, que se refieren a la superioridad misma
que la Constitución de 1875 aseguró al Parlamento respecto del Ejecutivo, superioridad tal que,
prácticamente, la disolución, así como el ejercicio de otras muchas supuestas prerrogativas del Gobierno,
dependen en definitiva de la iniciativa parlamentaria misma, o por lo menos de la voluntad del Parlamento.
En todo caso puede decirse que, desde el principio, la Constitución de 1875 ha dirigido la evolución de la
disolución dentro de esta dirección, al subordinar su aplicación por el Ejecutivo al parecer conforme del
Senado (ver p. 814, supra): resulta de esta exigencia, en efecto, que el recurso de elecciones generales se
halla casi excluido si ambas Cámaras marchan de acuerdo; resulta también que, incluso en caso de
desacuerdo entre ellas, podrá a veces el Senado, con su simple oposición, impedir una consulta popular
deseada por la Cámara de Diputados. En estos diversos aspectos no hay más remedio que reconocer que,
todavía hoy, el pueblo francés, en un amplio grado, se encuentra bajo el imperio del régimen representativo
tal como éste fue concebido originariamente, o sea bajo el imperio del concepto antidemocrático de 1791,
en virtud del cual corresponde a las asambleas el querer por sí solas por la nación, sin intervención del
cuerpo de ciudadanos.
1069
12
Cuando se dice del régimen representativo actual que implica el reconocimiento jurídico de una voluntad
popular distinta, con la que debe conformarse la voluntad de los representantes, ello no significa, en el
derecho público actualmente en vigor, que los representantes hayan dejado de poseer sus anteriores
facultades de propia iniciativa y que no conserven ya el poder de determinar por sí mismos, bajo su clara
apreciación, las medidas legislativas o de Otra especie que convenga adoptar según las circunstancias. Pero
la acción de los representantes queda condicionada por cuanto que sus tendencias, su línea de conducta
política, sus mismas decisiones, han de responder a las aspiraciones del país y obtener la aprobación
Implícita de éste. En este aspecto, se puede repetir, a propósito del régimen representativo tal como hoy
funciona en Francia, lo que se ha dicho anteriormente (n. 29, p. 911) respecto al li anee de la idea de
soberanía nacional, o sea que el sistema político de Francia se caracteriza por su flexibilidad y su delicadeza
de matices antes que por instituciones rígidas basadas en principios absolutos. La impresión que se
desprende del estado de cosas a que ha llevado la evolución contemporánea del gobierno representativo es,
por lo tanto, que corresponde a los representantes atraer a su política el cuerpo electoral, y para ello es
preciso que, por la cordura y oportunidad de sus netos, sepan formar en el país una opinión y una voluntad
que estén acordes con su propia manera de ver y de actuar. Esto implica entonces que, en lugar de esta
voluntad conforme, el país podría formarse una opinión y una voluntad opuestas a la política del momento,
y precisamente las instituciones representativas están reguladas hoy de tal modo que, llegado el caso, el
cuerpo electoral puede manifestar e incluso hacer prevalecer su voluntad contraria. Por lo tanto, el gobierno
representativo ya no se funda actualmente, como en el tiempo de la Revolución, en la idea de que el pueblo
no puede tener más voluntad que la emitida por sus representantes. El pueblo es admitido a mantener y a
afirmar una voluntad disidente. En este sentido cabe hablar de una conformidad necesaria con las opiniones
y la voluntad del cuerpo electoral. De la necesidad de esta conformidad resulta, en lodo caso, que los
representantes no podrían imponer al país, de modo duradero, una política a la que el cuerpo electoral
hubiera llegado a ser hostil.
1070
13
Bajo este aspecto, no es exacto, pues, presentar al régimen parlamentario como una forma especia! del
régimen representativo. Según Esmein (Éléments, 7* ed., vol. I, p. 155), “eI gobierno parlamentario, ante
todo, supone al gobierno representativo, del cual es una variedad". Morcan ("Régime parlementaire et
principe representatif", Revue politique et parlementaire, vol. XXVII, pp. 333 ss.; Pour le régime
parlementaire, pp. 16 ss.) declara que "el régimen parlamentario es la forma superior" al mismo tiempo que
la forma más natural del sistema representativo". Orlando (Principes de droit public et eonstitutionnel, ed.
francesa, p. 329) dice igualmente que en el parlamentarismo "debe verse la última forma de desarrollo
alcanzado, hasta ahora, por el régimen representativo". En efecto, es verdad que el gobierno parlamentario
se ha injertado en el régimen representativo, apropiándose algunos de los procedimientos de este último,
especialmente el que consiste en no hacer intervenir a los ciudadanos mi. que en la forma indirecta del
electorado. Y sobre todo, es evidente que el parlamentarismo ya no tiene sentido, o por lo menos llega a ser
superfluo, en la democracia directa. Pero, por Otro lado, el gobierno parlamentario parte de un concepto
político y jurídico muy diferente del gobierno representativo. Este tendía a excluir a los ciudadanos de la
acción gubernamental. Aquél, por el contrario, trata de asociarlos a ella, y por lo mismo que reconoce al
pueblo el derecho de opinar y decir electivamente su parecer respecto a los asuntos que han de debatir loi
elegidos, ya no es el puro régimen representativo, llegando incluso a ser su contrario. En realidad, las
divergencias existentes entre estos dos regímenes se explican porque nacieron en circunstancias y medios
muy diferentes. El parlamentarismo se constituyó originariamente en las monarquías, en Inglaterra, en
Francia bajo las Cartas; intervino allí como medio de limitar la supremacía del monarca. Con objeto de
establecer esta limitación, la Cámara electiva se apoyó en la voluntad del cuerpo electoral, voluntad cuya
importancia se aplicó a desarrollar. No había por qué temer, de otra parte, que la influencia popular llegara
a ser demasiado considerable, puesto que, por el mismo efecto de las instituciones monárquicas, la potestad
del gobierno era siempre preponderante. Muy diferente era, en 1791, el medio en el cual se fundó el
sistema representativo francés. Aquí, la monarquía había sido derribada, y estaba constitucionalmente
asegurada la preponderancia de la asamblea de diputados. Esta de ningún modo necesitaba invocar los
derechos de la voluntad popular para fortalecerse a sí misma, que, muy al contrario, hubiera comprometido
su propia potestad y su libertad de acción de haber admitido, como principio del nuevo derecho público
francés, la idea de una conformidad ni más o menos necesaria entre sus decisiones y las voluntades del
cuerpo electoral. Y por otra parte, conviene observar que el pueblo habría llegado a ser particularmente
poderoso si hubiera dominado de este modo a la asamblea electa, ya que, fuera de esta asamblea, no
subsistía ya en el Estado ningún órgano que estuviese en situación de resistirle o contrarrestarlo. No cabe
extrañarse de que, en estas condiciones, los constituyentes de 1789-1791 hayan sido esencialmente hostiles
a las tendencias y a las instituciones del parlamentarismo, y se hayan orientado en el sentido del gobierno
de autoridad, al encontrarse la autoridad en la asamblea de diputados. En efecto, aquí está la diferencia
característica entre el régimen llamado representativo, que en el pensamiento de sus fundadores significaba
que el pueblo sólo puede querer por sus elegidos, y el régimen parlamentario, que habiendo sido hecho, en
su origen, para Estados donde las asambleas no constituían el órgano supremo, se ha fundado en la idea de
que el país mismo había de desempeñar determinado papel en la formación de las voluntades que hubieran
de expresar las asambleas.
1072
400. Hay que concluir, pues, que Francia no conserva hoy el estricto
régimen representativo. Este ha sido reemplazado por una combinación de
instituciones que provienen, unas del sistema revolucionario de la representación
nacional y otras del parlamentarismo: combinación que ha producido una forma
gubernamental bastarda, para la cual encontró Esmein (loc. cit., pp. 25 ss.)14. el
nombre de gobierno semirepresentativo.15 Por razón de la mezcla de ideas
generatrices y de las instituciones que la caracterizan, esta tercera forma de
gobierno aparece como un régimen intermedio, situado entre el gobierno
representativo y el gobierno directo, y que difiere igualmente de uno y de otro.
En la democracia integral, en efecto, el pueblo, órgano supremo del Estado,
expresa por sí mismo su voluntad, erigida jurídicamente en voluntad estatal. En el
régimen representativo, los "representantes", incluso si han sido elegidos por el
pueblo, no son los representantes de los ciudadanos, sino el órgano de la nación
por la cual quieren en virtud de su sola iniciativa y bajo su libre apreciación. El
régimen semi-representativo toma algo de los dos sistemas precedentes, sin
confundirse con ninguno de ellos. De una parte, el pueblo aquí no puede querer
siempre directamente por la nación, pues continúa teniendo sólo una potestad
electoral. Unicamente los elegidos expresan la voluntad nacional. Pero a esta
continuación del régimen representativo se mezclan, por efecto del
parlamentarismo, instituciones que implican, por otra parte, que la voluntad
expresada por los elegidos, en cuanto sea posible, debe encontrarse conforme
con la del pueblo, instituciones que son, por consiguiente, elementos de
democracia pura. Y la piedra de toque para comprobar si existe esta conformidad
son las elecciones, periódicas o provocadas por una disolución.
El régimen electoral adquiere entonces un significado especial: en realidad
es el medio jurídico, para el pueblo, de dar a conocer su voluntad. La adopción por
el derecho público actual de prácticas tales como la disolución o la representación
proporcional equivale, por parte de la Consti
14
Cf. la terminología de Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. II , p. 485), que caracteriza esta forma
gubernamental diciendo que entraña "la mezcla de los elementos representativos y los elementos de la
democracia directa".
15
De hecho, sin embargo, la mayor parte de los autores siguen designando conjuntamente con el nombre
de régimen representativo: 1° el sistema de la antigua representación en los Estados generales, que era un
puro sistema de mandato: 29 el supuesto régimen representativo inaugurado en 1789-1791 y en el cual el
"representante" es en realidad órgano de formación de la voluntad nacional; 3' el régimen semi-
representativo actual, que se inclina ya hacia la democracia directa. ¡Qué imprecisión de lenguaje y qué
motivo de confusión en las ideas!
1073
siendo, en el fondo, preponderante. Podría sentirse también la tentación de alegar, en favor del régimen
semi-representativo, la consideración de que la voluntad de un grupo como el pueblo de un Estado no se
obtiene por los mismos procedimientos que la voluntad del individuo. Esta se manifiesta directamente
mediante indicaciones formales o actos jurídicos precisos, mandato otorgado previamente y acompañado
de instrucciones imperativa», o ratificación que se produzca posteriormente. Hallándose constituida por
elementos numerosos y diferentes, la voluntad de un pueblo es más confusa y no puede afirmarse por sí
misma con entera claridad. Mediante una asamblea de elegidos en cuyas decisiones habrán de fundirse y
unificarse las múltiples y diversas aspiraciones de los miembros del cuerpo electoral, se manifestará mejor
que por estos mismos miembros cuando formulan, mediante votos especiales y renovados con frecuencia,
su parecer individual. Así pues, tanto desde el punto de vista político como desde el punto de vista jurídico,
podría decirse que la voluntad popular, para realizarse prácticamente, precisa de un órgano; y desde el
momento en que este órgano está constituido por diputados elegidos por los ciudadanos y sometido a su
control y reelección, parece evidente que estos diputados, en su conjunto, serán efectivamente intérpretes,
no ya de su sola y propia voluntad, sino de la voluntad popular, que así llegará a ser superior a la suya. Estas
diversas observaciones pueden contener gran parte de verdad; pero no se puede menos de reconocer,
pensándolo bien, que entre la monarquía directa y el gobierno, representativo o incluso semi-
representativo, subsiste una diferencia esencial, que puede resumirse jurídicamente en estos términos: en
la democracia directa, la ley sólo se perfecciona mediante la adopción pronunciada por el pueblo, el cual
aparece así como siendo él mismo, y sólo él, el órgano supremo; en el caso del régimen semi-representativo,
el pueblo ya no es órgano supremo, porque las decisiones legislativas o de otra clase, pueden convertirse en
definitivas sin su concurso. Bien es verdad que en este régimen existen ciertas instituciones que implican
que la Constitución, aparte de la asamblea electiva, reconoce una voluntad popular independiente a la que
se propone asegurar cierta eficacia. Pero, como estas instituciones no llegan a hacer depender la formación
de cada decisión estatal de una manifestación especial y expresa de la voluntad del pueblo, todo lo que de
ello puede concluirse es que, en dicho régimen, el cuerpo electoral y el de los elegidos constituyen juntos
una unidad orgánica (infra, no. 409), en el sentido de que las voluntades de estos dos cuerpos se
influencian, se compenetran recíprocamente y se apoyan una en otra, pero sin que ninguna de las dos
tenga, con respecto a la otra, una preponderancia absoluta, invariable y exclusiva.
18
En la Constitución francesa existe otra institución que implica la conservación del régimen representativo:
se trata de la institución del Parlamento bicameral. Por su origen y su composición, el Senado y la Cámara de
Diputados, tanto el uno como la otra, son emanaciones de la nación francesa considerada en su
universalidad. No se comprendería su dualidad si la Constitución hubiera querido consagrar un sistema de
gobierno en el que las decisiones que han de tomar los elegidos dependieran pura y simplemente de una
voluntad ya formada y fijada en el cuerpo electoral; pues para obedecer a esta voluntad preexistente
bastaría con una sola asamblea. La dualidad de las Cámaras francesas supone, o bien que ambas Cámaras
Son llamadas, en principio, a querer por sí mismas para la nación, o por lo menos que tienen por cometido
buscar y discernir por sí mismas decisiones o medidas que el conjunto del país pueda reconocer después
como respondiendo a su propio sentir, es decir, como conformes a la voluntad que él mismo hubiera fijado
si se le hubiera admitido a deliberar directamente sobre el asunto. Para esta búsqueda, a veces delicada, no
son muchas dos Cámaras, pero también una búsqueda de este género, al realizarse en las condiciones que
derivan del sistema bicameral, implica el que, según el concepto que inspiró la Constitución de 1875, sigan
siendo las (amaras, en un amplio grado, un órgano de la voluntad nacional francesa, en el sentido que la
palabra órgano adquiere en el puro régimen representativo.
19
Desde el punto de vista teórico, conviene, además, recordar (ver núms. 389 ss.) que la idea de una
representación propiamente dicha del cuerpo electoral por el Parlamento, todavía hoy, no puede conciliarse
con los principios en que se funda por el momento el sistema general del Estado. Esta idea de
representación, en efecto, implicaría que el Parlamento y el cuerpo electoral constituyen dentro del Estado
dos personas jurídicas, distintas de la persona estatal misma; ahora bien, según la teoría que ha prevalecido
hasta ahora, el Estado y sus órganos sólo constituyen una persona única. El cuerpo electoral, por ejemplo,
1075
las respectivas ventajas de ambas formas de gobierno, entre las cuales ocupa el
término medio;20 y para ello se esfuerza por conciliar y tener en
no es una persona susceptible de entrar en representación (ver n. 11, p. 925, supra). En estas condiciones, el
concepto de una relación representativa propiamente dicha entre Parlamento y cuerpo electoral no puede
construirse jurídicamente; y por consiguiente, se deduce de este punto de vista que, aun después de las
transformaciones que experimentó desde sus orígenes, el régimen representativo no puede definirse como
un régimen integral de representación electiva. La idea verdadera, a la que conviene adherirse, es la de
órgano complejo, a la que ya se hizo alusión al final de la anterior n. 17, y a la cual nos referiremos de nuevo
más adelante (n° 409). El cuerpo electoral y el Parlamento concurren entre los dos, para originar la voluntad
de la persona estatal, una e indivisible. La relación que existe entre estos dos órganos es idéntica a la que se
establece entre dos autoridades cuyas voluntades concordantes han de concurrir para la formación de un
acto de potestad estatal, por ejemplo, en la relación que, en el sistema de las dos Cámaras, se establece
entre ambas asambleas. Analizar en forma distinta la situación originada actualmente por la evolución del
régimen representativo sería concederle al órgano electoral una personalidad especial que no siempre
posee.
20
Pero podría decirse también que este régimen acumula los inconvenientes de la democracia directa y del
gobierno representativo, sin poseer suficientemente las ventajas de ninguno de ellos. Por una parte, en
efecto, ocurre a veces que no siendo el Parlamento suficientemente independiente respecto de los
electores, titubea y renuncia a adoptar determinadas medidas útiles, porque disgustaría a una fracción más
o menos influyente del cuerpo electoral. Por otra parte, sin embargo, la voluntad del pueblo suele quedar
eludida, bien sea porque las elecciones se hacen con cierta confusión, habiendo de pronunciarse en ellas los
electores, mediante su voto único e indivisible, respecto de cuestiones múltiples y de orden muy diferente;
bien sea porque estas cuestiones un siempre se formulan con suficiente claridad ante el cuerpo electoral, en
el momento de la renovación de las asambleas; bien sea también porque sólo se suscitan durante el curso
de la legislatura de una manera inesperada. En todos estos aspectos, la institución del referendum
proporciona al pueblo un medio más preciso y eficaz de manifestar su verdadera voluntad, evitándole el
riesgo de encontrarse, al final de la legislatura, frente a medidas ya tomadas, o sea frente a un hecho
consumado que ya no puede deshacer ni impedir. Finalmente, con el régimen semi-representativo nadie
tiene el sentimiento vivo de su responsabilidad en cuanto a las decisiones a tomar: ni el Parlamento, que al
no ser enteramente libre se verá fácilmente llevado a atrincherarse detrás del pretexto de la voluntad
popular y que, justamente, no dejará de invocar este pretexto en los casos en que más se haya esforzado en
realizar sus propias voluntades; ni, por lo tanto, el cuerpo electoral, que no tiene conciencia de ser dueño de
los asuntos del país, y que, en efecto, no lo es francamente.
1076
401. Conviene averiguar ahora cuáles son, en el derecho francés actual, las
autoridades que tienen el carácter de órganos estatales. Este es un punto sobre el
que no están de acuerdo los autores. Por lo menos, la terminología de que hacen
uso en esta materia carece de fijeza y de unidad. Esto se debe a que la palabra
órgano puede emplearse en dos sentidos muy diferentes.
En una primera y amplia acepción, que, ciertamente, no carece de todo
fundamento jurídico, pero parece, al menos, no hallarse muy conforme con los
conceptos especiales del derecho constitucional,1 designa este término a todas las
personas o colegios que tienen el poder de hacer acto de voluntad en nombre y
por cuenta de la colectividad; son los órganos de ésta, simplemente, en el sentido
de que por ellos ejerce su actividad voluntaria. Así entendida, la calificación de
órgano es aplicable, en lo que se refiere al Estado, no sólo a las autoridades
dirigentes que expresan su voluntad primordial y superior, sino también a las
autoridades subalternas que tienen el poder de emitir en su nombre decisiones
provistas
1
En otra acepción, todavía más amplia y vulgar, la palabra órgano designa todos los agentes de ejercicio de
una función cualquiera del Estado. En este caso responde a la idea trivial de que toda función supone un
órgano. Así es como los autores hablan a veces de los órganos de la administración y de los órganos de la
justicia. Este lenguaje carece de valor jurídico; todo lo más sirve para recordar que la actividad personal del
agente se ejerce con. objeto de asegurar el funcionamiento del ser estatal mismo.
1077
de valor propio, incluso cuando esas decisiones no puedan ser tomadas sino bajo
el imperio de las voluntadas enunciadas por los órganos estatales superiores.
Colocándose en este punto de vista, Hauriou, en la 6ª ed. de su Précis (p. 62),
pudo hablar de "órganos administrativos" que tienen el carácter de órganos "por
cuanto poseen el ejercicio de los derechos y' toman al efecto decisiones
ejecutivas".2 Berthélemy (Traite, 9ª ed., pp. 98 ss.) emplea la misma expresión, y
bajo la rúbrica: "Los órganos administrativos" (lib. I, cap. II), clasifica juntos y
estudia sucesivamente al jefe del Estado, los ministros, el Consejo de Estado, los
prefectos, etc. Michoud, particularmente, se explica de la manera más precisa
sobre este punto (op. cit., vol. II, p. 45; "De la responsabilité de l'État á raison des
fautes de ses agents", Revue du droit public, vol. IV, p. 18). Partiendo de la
distinción entre el órgano y el comisionado — e l cual, dice, no es más que un
simple auxiliar, agente técnico de preparación o de ejecución, o también un
empleado de oficina, en resumen, un "funcionario sin poder propio"—, declara
que, en sentido inverso, cabe considerar como "órganos del Estado" no sólo a las
Cámaras y al Presidente de la República, sino también a los ministros, los
prefectos y subprefectos, y de un modo general, a todas aquellas autoridades
administrativas, consejos o funcionarios, investidos, en cualquier materia, de un
poder de decisión propio, y finalmente, a las autoridades judiciales. Según esto, el
Estado se halla provisto de un número de órganos muy considerable.3
2
Ver también 8ª ed., p. 117, donde Hauriou, a lo que él llama "órganos representativos", opone los "órganos
simples agentes". En último lugar (9* ed., p. 140), dicho autor da también una definición muy amplia de los
órganos administrativos: "Todos los agentes comisionados, o sea incorporados a la administración y
apropiados por ésta, bien porque sus empleos estén erigidos a título de oficios o en puestos fijos, o bien
porque correspondan a un cuadro regular do la jerarquía, son órganos. Por lo tanto, únicamente los simples
encargados son agentes no comisionados."
3
Si se ha establecido la costumbre de dar el nombre de órgano a todo agente que tiene un poder de
decisión propio, ello se debe sin duda, en parte, al hecho de que los agentes investidosde semejante poder,
en las relaciones con terceros, están calificados para hablar o tratar al nombre de la colectividad y
especialmente para obligar a la persona corporativa. Visto desde el exterior, el agente aparece, pues, a los
ojos del público, como un órgano de la colectividad, y ello aunque, en sus relaciones internas con ésta, no
llene las condiciones de las que depende la adquisición de la cualidad de órgano. Por ejemplo, en las
sociedades anónimas los directores pueden haber recibido de los mismos estatutos el poder de realizar
ciertas operaciones jurídicas con terceros por cuenta de la sociedad. Podría verse en ellos, por tal razón,
órganos de la sociedad. Sin embargo, los directores no pueden pasar por un órgano propiamente dicho. Lo
demuestra el hecho de que estos agentes no son necesariamente miembros de la sociedad, sino que de
ordinario suelen ser terceros, llamados y empleados por ella en razón di- sus aptitudes técnicas, y en este
caso es evidente que funcionan como sus encargados.
1078
4
As! es como, según la teoría de Jellinek (loe. cit., p. 247), el municipio —en tanto en cuanto es llamado por
el art. 92 de la ley de 5 de abril de 1884 a ejercer mediante su órgano propio, el alcalde, y por cuenta del
Estado, determinadas funciones que le son atribuidas ya por ese texto, ya por las leyes vigentes (cf. supra,
pp. 179 ss.)— se convierte, a estos efectos, en un encano medidlo o indirecto del Estado.
5
Laband los caracterizaba como auxiliares del Emperador (loe. cit., pp. 10 ss.).
1080
ter subjetivo independiente, sino que sólo son miembros de la persona estatal
investidos por el estatuto orgánico de ésta del poder de ejercer sus funciones y
que forman cuerpo con ella; en este sentido se asemejan a los órganos de las
personas físicas.
Se desprende de esto que la calificación de órgano no puede hacerse
extensiva indistintamente a todas las autoridades y a todos los agentes que, en
cualquier medida, ejercen la potestad estatal. En su acepción precisa y racional
debe reservarse esta palabra para designar únicamente a ciertas autoridades, a
saber, aquellas cuyo concurso es indispensable al Estado para que sea una
persona; por consiguiente, a aquellas que son elementos de su personalidad y sin
las cuales desaparecería esta personalidad. Tal es también la idea esencial que
implícitamente se halla contenida en la famosa distinción entre el representante y
el funcionario, que los constituyentes de 1791 colocaron en la base de su sistema
de derecho público. El representante, decían éstos (ver n° 363, supra), es aquel
que se halla encargado de querer por la nación. En el fondo, esto significaba que
el representante le proporciona a la nación una voluntad que no tendría sin él; y
por tanto, realiza su personalidad estatal, pues ésta proviene ante todo de la
organización que tiene por objeto producir en ella una voluntad regular y unificada.
Por el contrario, el funcionario ya no es un creador de la voluntad nacional.
Indudablemente, su actividad implica con frecuencia movimientos de voluntad,
pero ya no trata de originar una voluntad inicial de la nación, sino que consiste
únicamente en aplicar de modo subalterno voluntades ya formadas, y por
consiguiente supone a la nación capaz ya de voluntad estatal, provista ya de
organización, ya personalizada. Unicamente el "representante" es un órgano, en el
sentido propio de la palabra.
Análogos conceptos se encuentran hoy en los principales tratados de
derecho público francés. Si bien los autores no están de acuerdo, como se vio
anteriormente, sobre la nomenclatura de los actuales órganos del Estado francés,
y si bien su terminología se resiente de las incertidumbres y divergencias que
existen entre ellos a este respecto, al menos parece haberse logrado un acuerdo
en cuanto al principio mismo de la distinción entre órganos y funcionarios. Según
Esmein (Éléments, 7ª ed., vol. I, pp. 402 y 445), la oposición entre estas dos
clases de poseedores de la potestad pública consiste en que los primeros "son
llamados a decidir arbitrariamente" y "quieren por la nación", mientras que los
segundos tienen como "única misión el aplicar las reglas trazadas previamente y
sólo realizan actos determinados previamente por reglas legales o instrucciones
obligatorias". Duguit se adhiere a un criterio parecido. Fundándose en la distinción
revolucionaria entre representantes y funciona-
1081
6
Es exagerado decir, como lo hace Duguit (L'État, vol. II, p. 384; Traite, vol. i, p. 305), que los agentes
únicamente expresan su voluntad propia. Tomada a la letra, esta fórmula vendría a significar que el agente
no ejerce el poder del Estado, sino un poder subjetivo. Ahora bien, es evidente que lo mismo los
funcionarios que los órganos, "actúan todos, no en virtud de un derecho propio, sino en nombre de la
nación" (Esmein, Éléments, T ed., vol. I. p. 444). Unos y otros ejercen los derechos y expresan la voluntad
estatal de la nación. Solamente que, a diferencia de lo que ocurre al órgano, la decisión del funcionario sólo
vale como voluntad nacional mientras se conforma a las voluntades iniciales y superiores enunciadas por los
órganos propiamente dichos. En este sentido cabe decir que el funcionario no puede querer por la nación. Si
se excede en su competencia, que de todos modos es esencialmente limitada y subordinada, ya no realiza
sino un acto de voluntad individual sin valor estatal. Por razones del mismo género, la jurisprudencia
francesa ha podido distinguir, en cuanto a las responsabilidades susceptibles de originarse por actos del
funcionario, entre el hecho personal de éste, que lo compromete más que a su responsabilidad propia, y la
falta de servicio que puede implicar la responsabilidad del Estado. Si las decisiones o actos del funcionario
fueran siempre la expresión de su voluntad propia, no se concebiría que, para algunos di- sus actos, el
Estado sea el único responsable con respecto al particular lesionado. En realidad pues, la verdadera
distinción que debe establecerse, a este respecto, entre órganos y funcionarios es la siguiente: el órgano ha
sido habilitado, en cierta esfera de materias, para querer libremente por la nación, y así hizo suyas por
anticipado y de un modo absoluto las Voluntades enunciadas por su órgano en esta esfera; en cuanto al
funcionario, por el contrario la nación sólo hace suyas aquellas voluntades o decisiones que expresa como
consecuencia de las del órgano y en ejecución de ellas. Cf. Hauriou, Précis, 9ª ed., p. 532: "Los agentes
constituyen un todo con la persona moral, cuando actúan dentro de la órbita de su función. En efecto, su
voluntad es la voluntad misma de la persona moral, pero únicamente cuando esta voluntad se coloca dentro
de la linea de la órbita de la función administrativa..."
1082
7
Cf. 9' ed., p. 139: " E l órgano representativo de una administración pública es el agente cuya función es
constitutiva de la persona moral misma. El comisionado o encargado es el agente que queda fuera de la
persona moral."
8
La distinción propuesta anteriormente no es más que la reproducción de aquella que estableció la
Asamblea nacional de 1789, especialmente en la sesión de 10 de agosto de 1791, entre poderes y funciones.
Los poderes —decía Robespierre— deben distinguirse cuidadosamente de las funciones. Los poderes no son
sino las diversas partes esenciales y constitutivas de la soberanía" (Archives parlementaires, 1ª serie, vol.
XXIX , p. 326). La posesión de estos poderes implica en quienes se hallan investidos de los mismos la
cualidad de representantes de Ia nación soberana. Por el contrario, las autoridades que sólo pueden decidir
después del soberano y en ejecución de las voluntades de éste, no ejercen más que una función. Esto es lo
que expresaba Barnave al decir que, a diferencia del representante, que "está encargado de querer por la
nación", "el simple funcionario público no tiene nunca más encargo que el de actuar por ella" (ibid., p. 331).
Partiendo de esto, Thouret distinguía en la potestad del rey por una parte "poderes" y por otra "funciones";
1083
Tales son las ideas directrices en las que hay que fijarse para distinguir a los
órganos propiamente dichos. Y como la personalidad del Estado, sobre todo,
resulta del hecho de que se halla organizado para querer, de las observaciones
que preceden hay que deducir que si, en definitiva, la enumeración de los órganos
se reduce a saber cuál es el momento a partir del cual £e encuentra el Estado
provisto de la capacidad de querer, ¿a partir de qué momento existe en él una
potestad de voluntad suficientemente organizada y suficientemente completa para
que su personalidad se encuentre realizada y para que los actos que han de
cumplirse posteriormente en su nombre deban considerarse como formando
simplemente el desarrollo de una voluntad inicial preexistente y la manifestación
de una personalidad ya constituida? Las autoridades que concurren a la formación
de esta voluntad inicial y de la personalidad que a ella se refiere son órganos; las
que intervienen después ya no son sino funcionarios. El signo exterior por el que
se reconocen unas y otras consiste en que las primeras, dentro de la esfera de su
competencia, tienen el poder de ejercer una voluntad libre e independiente;9 y las
segundas sólo pueden querer de una manera subalterna.
404. Partiendo de estas nociones fundamentales, se llega inmediatamente
a excluir de la lista de los órganos a las autoridades de todas clases que ejercen la
potestad administrativa, pues en el sistema del derecho constitucional francés esta
potestad no es sino una potestad de ejecución de las leyes. Los cuerpos y agentes
administrativos sólo tienen
y en consecuencia reconocía al rey el doble carácter de representante y funcionario (ibid., p. 329). Admitía
Roederer, en el mismo sentido, la existencia de un "poder representativo", que es, decía, "igual al del
pueblo, independiente como el suyo" (ibid., p. 324). Esta distinción pasó a la Constitución de 1791, que
señala claramente la oposición entre los "poderes" (tít. ni, preámbulo, arts. 2 ss.) y las "funciones" (tít. III
cap. IV, sección 2, art. 2) (cf. núms. 364 ss., supra).
9
Así es como, en un país de sanción monárquica, aunque las Cámaras estén incapacitada para hacer la ley
por sí solas, son, propiamente hablando, un órgano de Estado; pues, por una parte, la ley no puede hacerse
sin su voluntad, y esta voluntad es libre con respecto al monarca, que no puede obligarlas a consentir en un
proyecto legislativo; y por otra parte, los poderes legislativos de que se hallan investidas, les son propios en
el sentido de que no están llamadas a ejercerlos por delegación del rey ni en su nombre.
1084
10
Hauriou modificó en este punto, en su 8ª ed. (pp. 117, 497, 620; ver también 9ª ed., pp. 140, 532), la
doctrina que enseñaba anteriormente (6* ed., p. 62). Ya no admite para los agentes administrativos la
calificación de encargados, distintos de la persona moral; sostiene que la voluntad y la actividad de estos
agentes son voluntad y actividad de la misma persona moral. Pero ¿no cae en un exceso contrario cuando
los asimila pura y simplemente a los órganos y cuando reúne en esta calificación idéntica de órganos a las
"autoridades representativas" y a las que carecen de carácter representativo? Por lo menos, habría de
señalarse entonces que las autoridades de esta segunda clase no son órganos en el mismo sentido ni en el
mismo grado que las de la primera especie. Son órganos, en efecto, en el sentido de que, dentro de los
límites de sus funciones, no actúan como personas distintas del Estado. Pero no lo son en el sentido de que
tengan que proporcionar al Estado su voluntad primera e inicial. Por consiguiente, sólo llenan una de las dos
condiciones esenciales que constituyen el órgano. Por ello, parece más correcto reservar el nombre de
órganos a aquellas autoridades estatales que cumplen con esta doble condición; únicamente éstas son
órganos propiamente dichos, en el pleno sentido de la palabra.
11
Tal es el concepto en que se inspiró la jurisprudencia para regular, por ejemplo, las cuestiones de
responsabilidad con respecto a los administrados por razón de las faltas cometidas en el servicio por los
agentes administrativos. Los actos de servicio, a este respecto, se tratan como actos estatales y no como
actos personales del funcionario. La falta de servicio misma aparece, por consiguiente, como un accidente
del servicio más bien que como un hecho imputable al agente. Así se explica que no sólo la jurisprudencia
ponga la reparación de esta clase de faltas a cargo del servicio, o sea del Estado, sino también que, en
cuanto al hecho de servicio, le niega a la víctima del perjuicio la posibilidad de poner en movimiento la
responsabilidad del agente: sólo el Estado es obligado a reparar.
1085
12
Los órganos jurisdiccionales no constituyen un poder. En efecto, no pueden detener ni al órgano ejecutivo
ni al órgano legislativo". Cf. 2» ed., pp. 36 ss.: " E l poder de jurisdicción no es un poder político" (ver pp. 983
ss. supra).
1086
13
Aquí el juez quiere, verdaderamente, en nombre del Estado, pero no por el Estado, es decir, por un asunt
que concierne al Estado mismo.
1088
14
Cf. Joseph Barthélemy, Démocratic et politique étrangére, p. 201: "Es un error pensar que existe una
representación general y completa del pueblo por el Parlamento... El Parlamento es el representante del
pueblo, pero para la función legislativa; el Presidente de la República es su representante para la función
gubernamental."
1090
15
Este punto de vista se halla consagrado especialmente por la jurisprudencia actual del Consejo de Estado,
que acabó reconociendo que el recurso por exceso de poder puede entablarse incluso en contra de los
reglamentos de administración pública (ver supra, n° 207).
1091
16
Poco importa que la Constitución haya colocado junto a las Cámaras un titular especial y distinto del
poder ejecutivo y gubernamental y que haya reservado a este titular, Presidente y ministros —con exclusión
de las Cámaras—, el derecho de ejercer directamente la acción ejecutiva. Desde el momento en que el
ejercicio de esta acción queda sometido a la apreciación y a la influencia parlamentarias, es innegable que
existe ya en el Parlamento una voluntad nacional que se refiere a los actos del poder ejecutivo y a los
asuntos del gobierno, voluntad más alta que la de las autoridades encargadas de mantener la acción
ejecutiva o gubernamental; y eso basta para que pueda afirmarse que la nación tiene en el Parlamento el
órgano inicial de su voluntad gubernamental, aunque la Constitución no haya querido que las Cámaras
gobiernen por sí mismas (cf. Duguit, Traite, vol. I, p. 300: "Llamamos agentes a los individuos que, bajo la
autoridad o el simple control de los gobernantes, desempeñan determinadas funciones..."). También es
cierto que el Ejecutivo es llamado, incluso en el estado actual de la organización constitucional, y tanto en lo
que concierne a la administración interior como en cuanto a las relaciones con el extranjero, a tomar
innumerables medidas o decisiones de orden técnico que dependen necesariamente de su propia
competencia o iniciativa. Pero, así, la relación entre el Ejecutivo y la nación que quiere por las Cámaras —
como se ha visto anteriormente (n. 66, p. 831, supra)— es comparable a la situación de un artesano o de un
técnico que trabaja por cuenta de una persona que recurre a sus servicios. Naturalmente que este técnico
ejecuta el trabajo que se le ha encargado según sus propios conocimientos; pero el objeto o fin que ha de
alcanzar se determina por la voluntad de quien lo emplea, y la manera como se conforma a su quehacer es
también apreciada y juzgada por esa misma persona que emplea, que pronuncia según su voluntad superior.
El técnico o profesional no realiza un acto de potestad soberana, sino que sólo ejerce una función.
1093
Asimismo, en política interior y exterior existe toda una serie de operaciones gubernamentales cuya
conducta hay que dejar evidentemente al Ejecutivo, y en particular al ministerio. Sólo que el ministerio
realiza estas operaciones bajo el impulso y el control de las Cámaras, que con respecto a él son el órgano de
voluntad nacional, y la característica del sistema parlamentario en este aspecto es que las Cámaras pueden
imponerle orientaciones y sobre todo que siempre pueden detenerlo si no se encuentran satisfechas por sus
procedimientos de acción gubernamental. En estas condiciones, aunque esté llamado a tomar iniciativas, el
Ejecutivo, en suma, sólo ejerce una actividad subordinada, porque depende, en la persona de los ministros,
de la voluntad preponderante del Parlamento. Precisamente para caracterizar esta especie de
subordinación, los constituyentes de 1789-1791 precisaron el concepto de "funcionario" en oposición al de
"representante' u "órgano' (ver núms. 364 ss., supra).
1094
las leyes o el derecho de disolución —salvo el caso de que ésta fuera deseada,
bien por la mayoría de la Cámara de Diputados misma, bien al menos por el
Senado, es decir, en ambos casos por la asamblea o al menos por una parte del
Parlamento (ver p. 857, supra)—, hayan caído actualmente en desuso y parezcan
destinadas a quedar sin empleo en adelante. La Constitución de 1875, en efecto,
se puso en contradicción onsigo misma al conferir al Ejecutivo semejantes
facultades de resistencia, cuando, por lo demás, le sometía de un modo general a
la condición de no disponer, en el ejercicio de sus propias facultades, sino de una
voluntad subordinada a la potestad superior del Parlamento; en esto puede
decirse que la Constitución recogía con una mano lo que daba con la otra.17 Si el
Presidente de la República no posee efectivamente los poderes
17
Ya se hizo una observación análoga (n" 178) a propósito de los tratados internacionales. El art. 8 de la ley
constitucional de 16 de julio de 1875. después de formular el principio de que "el Presidente de la República
negocia y ratifica los tratados", enumera limitativamente cierto número de tratados que, en razón de su
objeto, no pueden ser ratificados por el Presidente sino después de la votación de una ley de autorización
por las Cámaras. Parece resultar por lo tanto de este texto que, para todos los objetos no reservados
expresamente al conocimiento de las Cámaras, el Presidente tiene el libre poder de negociar y ratificar por sí
solo. Pero el desarrollo natural del sistema general de organización de poderes establecido por la
Constitución de 1875 tiene por efecto reducir notablemente esta libertad de acción del Presidente en
materia de convenciones internacionales, y hoy puede decirse que las disposiciones del art. 8 son, en gran
parte, no sólo superfluas, sino en realidad inexactas o inaplicables. Por una parte, el régimen parlamentario
implica la extensión del control superior de las Cámaras a cualquier actividad ejercida por el gobierno en la
esfera de los asuntos exteriores (ver sin embargo p. 825, supra). Por otra parte, y sobre todo, del sistema
general de la Constitución resulta que el Presidente, en principio, no tiene más poder que el de ejecutar las
leyes; y, por consiguiente, se ha observado anteriormente (pp. 491 ss.) que la obligación que tiene el
Gobierno de obtener autorización legislativa para la ratificación de los tratados no se reduce a los objetos
enumerados en forma excepcional por el art. 8. sino que se extiende necesariamente a la mayor parte de los
tratados; de tal manera que la posibilidad para el Presidente de ratificar por su sola voluntad, en definitiva,
llega a ser la excepción. As! pues, lo mismo en materia de tratados que en otra cualquiera, los
constituyentes de 1875 se propasaron al atribuir al jefe del Ejecutivo poderes que los principios generales de
la Constitución no le concedían la facultad de ejercer. Otras veces es la Constitución misma la que, después
de haber otorgado al Presidente determinadas facultades que por su naturaleza parecen destinadas a
fortalecer la situación el Ejecutivo, hace desaparecer estos poderes por las limitaciones voluntarias que para
los mismos establece. Ejemplo bien claro de este método nos lo proporcionan los arts. 1° y 2° de la ley
constitucional de 16 de julio de 1875, en lo que Se refiere al régimen de las sesiones parlamentarias. " E l
principio general admitido a este respecto —dice Esmein (Éléments, 7" ed., vol. II , p. 157— es que el
derecho de convocar las Cámaras y de suspender sus sesiones corresponde al Presidente de la República."
Así pues, en principio, la Constitución de 1875 ha excluido el sistema según el cual las Cámaras son dueñas
de sus propias sesiones; partió de la idea de que corresponde al Presidente concederles o retirarles la
palabra. Pero la consagración de este principio por las leyes constitucionales de 1875 sólo es nominal: no
hay aquí sino una apariencia. En realidad, los arts. 1º y 2º anteriormente citados suponen para el principio
en cuestión tales condiciones, y rodean la libertad de acción del Presidente, con relación a la apertura y al
cierre de las sesiones, ordinarias o extraordinarias, de tales restricciones, que puede decirse que, en
definitiva, no le queda al jefe del Ejecutivo, en esta materia, ningún poder verdadero. La Constitución de
1875 sólo pareció adoptar el sistema de las sesiones periódicas, que depende del Presidente, para llegar a
un régimen que, en el fondo, equivale al de la permanencia de las asambleas.
1095
18
No es fácil darse cuenta, en efecto, de dónde el Presidente, elegido por el personal de las Cámaras, y el
ministerio, designado por la mayoría parlamentaria, podrían tomar la fuerza política que les permitiera
emplear contra el Parlamento los medios de acción o de resistencia instituidos por la Constitución para su
uso. Por lo que se refiere especialmente a la disolución, la utilización de ésta como arma destinada a servir
propiamente al Gobierno es posible prácticamente en una monarquía, o también en un país cuya Cámara
alta tiene un origen especial. En Francia, ni el gabinete, ni el Presidente representan una voluntad especial
diferente del sufragio universal, y en caso de conflicto entre el Gobierno y la Cámara de Diputados parece
tanto menos posible para el Ejecutivo recurrir al pueblo francés cuanto que éste demuestra mayor
desconfianza hacia el Ejecutivo que hacia sus elegidos directos. La Constitución de 1875, es cierto, permite al
Gobierno, en caso de conflicto con la Cámara de Diputados, apoyarse en el Senado con objeto de disolver la
Cámara. Pero como el Senado, en el fondo, tiene idéntico origen que la Cámara de Diputados, sería difícil
concebir que esta asamblea pudiese prestar su concurso y apoyo a una disolución emprendida con objeto de
hacer prevalecer la voluntad política del Ejecutivo sobre la del Parlamento. En estas condiciones, casi no se
ven las circunstancias en que el Gobierno podría ejercer su poder de disolución, fuera del caso en que dicha
disolución es deseada por las mismas Cámaras (cf. Duguit, Traite, vol. I, pp. 421 ss., vol. I I , pp. 425, 4 2 8 ) .
Pues, entiéndase bien, no puede mencionarse la hipótesis de que el Presidente llegara'a adquirir, gracias a
su prestigio personal, suficiente fuerza como para poner en jaque la política parlamentaria e imponer su
propia preponderancia en el país, por medio de una apelación al cuerpo electoral. En este caso, en efecto,
saldríamos del régimen parlamentario para encaminarnos hacia el gobierno personal del jefe del Estado. En
el sentido que acaba de indicarse, puede observarse que incluso aquellos autores que todavía creen en la
posibilidad, para el Gobierno, de ejercer su poder de disolución, no consiguen citar sino un número muy
limitado de casos en que la disolución, como arma del Ejecutivo, pueda hallar su "empleo normal" (ver a
este respecto Matter, La dissolution des assemblées parlamentaires, pp. 104-105). Por lo demás, importa
observar que, incluso en el caso de que tales hipótesis subsistiesen aún, no se podría deducir de ellas que el
Presidente de la República, o el Ejecutivo en su conjunto, tenga en el sistema constitucional actual la
situación y los poderes de un órgano; pues —y sin necesidad de tener que invocar el argumento que se
deduce de la necesidad del asentimiento del Senado— basta con recordar (ver la n. 48, p. 813, supra) que la
disolución —empleada de un modo "normal"— no implica para el Presidente ningún poder de decisión
propio referente a la cuestión política que puede ser objeto de un conflicto más o menos grave entre el
Gobierno y la Cámara de Diputados. La disolución sólo es una llamada, a lo más una incitación, dirigida al
cuerpo de los electores. Unicamente éste, con su respuesta electoral, determina la solución del conflicto y la
última decisión. También desde este punto de vista, el poder «le luí lar verdaderamente la voluntad nacional
está fuera del Gobierno.
La disolución, en cuanto concede la palabra al cuerpo electoral, supone en el Ejecutivo cierta facultad de
iniciativa o de resistencia; no es, propiamente hablando, un acto que implica un poder de órgano. Muy
diferente era el caso del monarca de 1791 que oponía su veto suspensivo a los decretos legislativos de la
asamblea. En esa época, el cuerpo electoral —como se vio anteriormente (n9 361)— no se consideraba
llamado a mantener una voluntad propia sobre los asuntos a debatir por los representantes. La remisión de
un decreto del cuerpo legislativo a la siguiente legislatura no podía considerarse, pues, como una llamada a
la voluntad superior del pueblo (ver n. 8, p. 1065, supra). En estas condiciones, tomaba el carácter (al menos
en la medida indicada anteriormente, nv 136) de una oposición suscitada por el rey, en nombre mismo de la
nación soberana, en contra de la voluntad legislativa de la asamblea, y en este sentido constituía, por parte
del monarca, el ejercicio de un poder especial y propio de representación nacional. De ahí que los
constituyentes de entonces pudieran afirmar que el rey adquiría por este motivo la condición de
representante. Hoy, la institución de la disolución no basta ya a justificar para el Presidente de la República
el calificativo de órgano.
1096
19
Es el caso de hablar aquí de esa '"lógica de las instituciones" que Esmein gustaba de invocar en muchas
ocasiones. Cualesquiera que hayan sido las intenciones de los constituyentes de 1875, sean los que fueren
los poderes que atribuyeron al Presidente de la República, las condiciones a que han sometido la aplicación
de estos poderes, por la fuerza misma de las cosas, debían dar lugar a la subordinación del Ejecutivo con
respecto a las Cámaras, y por consiguiente, a hacer depender el uso de las prerrogativas presidenciales de la
voluntad superior del Parlamento. La evolución contemporánea del régimen parlamentario en Francia no ha
sido, a este respecto, sino la consecuencia natural de los principios contenidos en los textos mismos de la
Constitución de 1875. Hay que convenir, sin embargo, por lo que respecta a la disolución, en que los
resultados a que ha llegado el régimen parlamentario se vuelven, en cierto modo, contra el objeto mismo
hacia el que tiende dicho régimen. Al subordinar al Ejecutivo respecto de las asambleas electivas, en el
fondo el parlamentarismo se propuso hacer depender toda la política nacional del sentir mismo del país. Y
es también con este fin como fué creada la disolución por el régimen parlamentario. Como se observó antes
(n' 398), la utilidad de la disolución en dicho régimen es proporcionar al cuerpo electoral un medio que, en
caso de necesidad, le permita hacer que las Cámaras vuelvan a una línea de conducta conforme con la
voluntad de la mayoría de los electores. En realidad, sin embargo, la superioridad de potestad conferida por
el parlamentarismo a las Cámaras frente al Gobierno ha tenido por efecto despojar al Ejecutivo de la
posibilidad de poner en movimiento por sí solo la institución de la disolución; la iniciativa de esta última
depende hoy de las Cámaras mismas; tanto que, en definitiva, la potestad de las Cámaras, que en principio
fué establecida en favor del cuerpo electoral, queda reforzada incluso contra este último, ya que, en la
medida en que las Cámaras han llegado a ser dueñas de la disolución, el cuerpo electoral ha perdido a su
vez, o por lo menos ha visto disminuir en detrimento suyo, el recurso de dar a conocer su sentir, durante el
curso de las legislaturas, con respecto a la política seguida por sus elegidos. Si es verdad que existe una
"lógica de las instituciones", ¿no hay que reconocer que la lógica del parlamentarismo, sobre este punto, es
errónea? Y la conclusión racional a que se ve uno reducido por estas observaciones podría ser que los
colegios electorales mismos habrían de ser capacitados para promover, por su propia iniciativa, la disolución
de la Cámara de Diputados cuando la política seguida por dicha asamblea no responde ya a los deseos del
país. Los obstáculos i o n los cuales tropezaría, indudablemente, la realización de una reforma que tendiese
a atribuir semejante arma directa al cuerpo electoral, hacen pensar que, pese a las alteraciones que en la
época actual haya podido sufrir el régimen representativo, los conceptos en que se fundó dicho régimen
después de 1789 conservan todavía hoy, en Francia, una fuerza considerable.
1097
Queda por examinar una última cuestión, la de saber qué lugar tiene dentro del
Estado el cuerpo electoral y qué posición jurídica ocupa con relación a las diversas
autoridades a que acabamos de referirnos; especialmente, ¿cuáles son sus
relaciones constitucionales con las Cámaras electas? ¿Es el Parlamento, por sí
solo, el órgano estatal, ya forme, por su parte y un órgano distinto, ya concurra a
formar con el Parlamento el órgano único, pero complejo, del pueblo francés? El
examen de esta cuestión encontrará su lugar natural al comienzo del capítulo
siguiente, en el cual, para apreciar el sistema moderno del órgano de Estado en
toda su amplitud, conviene abordar ahora el estudio del electorado.i
1098
CAPITULO III
EL ELECTORADO
en qué medida y hasta qué punto es llamado el cuerpo electoral a querer por
cuenta del Estado, qué clase de voluntades estatales tiene encargo de enunciar y
cuál es el grado de su potestad de querer. En ciertos aspectos es innegable que
esta potestad es independiente, incondicionada, inicial; no solamente el cuerpo
electoral es dueño de escoger libremente a sus elegidos, sino que también
desempeña en el Estado un cometido primordial y capital, por cuanto su actividad
es el elemento primitivo y generador del que depende esencialmente la formación
de los órganos superiores por medio de los cuales el Estado se encontrará
capacitado para tomar decisiones que implican el ejercicio de su más alta
voluntad. Desde este punto de vista parecería legítimo considerar al cuerpo
electoral como a un órgano verdadero y esencial, puesto que por él y a
consecuencia de su intervención el Estado va a adquirir en toda su plenitud la
posibilidad de querer de un modo supremo. Sin embargo, si el cuerpo electoral no
tiene más función que la de nombrar a los órganos de voluntad estatal, no se
puede decir que él mismo presente íntegramente todos los caracteres de un
órgano de Estado, en la verdadera acepción de esta palabra, pues entonces la
verdad es que se limita a preparar la formación de la voluntad estatal, no
realizando directamente esta formación.1 Ahora bien, el concepto de órgano
supone algo más que este simple procedimiento preparatorio, pues lo propio del
órgano es proporcionar por sí mismo una voluntad, la voluntad más alta, al Estado,
o sea crear de un modo inmediato esta voluntad. ¿Es el cuerpo electoral un
órgano en este sentido? En otros términos, ¿debe admitirse .que, además de su
función de nombramiento de las autoridades electivas, tiene también el poder de
determinar por su propia voluntad las decisiones que dichas autoridades habrán
de tomar por cuenta del Estado? Tal es el alcance preciso del problema que se
formula con respecto a él.
Este problema ha sido resuelto hoy por la generalidad de los autores en el
sentido de que el cuerpo electoral es un órgano, e incluso el principal órgano del
Estado. Así es como Duguit (Traite, vol. I, pp. 303-304, vol. II, p, 175) dice que "e l
cuerpo de ciudadanos, llamado cuerpo electoral, expresa directamente la voluntad
soberana de la nación"; y por este motivo, lo caracteriza como "el órgano directo
supremo". Bien es verdad, dice este autor, que en el régimen representativo
francés el cuerpo electoral se limita a designar los individuos que habrán de
expresar "en su nombre" la voluntad nacional. Sin embargo, incluso en este
régimen, "es
1
En cierto sentido, el cuerpo electoral expresa una voluntad estatal, quiere por el Estado. Pero su voluntad,
lo mismo que la del funcionario, no es una voluntad de órgano. El funcionario quiere de un modo
Bubalterno, consecutivo a la voluntad suprema del Estado; el cuerpo electoral quiere de un modo
preparatorio, anterior a la voluntad perfecta que enunciarán los órganos propiamente dichos.
1100
también el órgano supremo directo, porque en realidad todos los órganos del
Estado derivan de é l " . Así pues, no duda Duguit en ver en los electores a los
"gobernantes primarios" (L'État, vol. I I , p. 2 1 8 ) , y declara que "en nuestro país
las fuerzas gobernantes residen, hoy, en el sufragio universal " (Traite, vol. i, pp.
83 ss., 296). Igualmente, Saripolos (op. cit., vol. II, pp. 83-84, 86-87, 92 ss.) afirma
en varias ocasiones que "los electores constituyen, en su conjunto, el órgano
central o soberano del Estado"; según este autor, en el cuerpo electoral es donde
"se opera la concentración del poder supremo", él es quien "conserva más
soberanía", y esto en el sentido de que, llamado a constituir todos los órganos del
Estado, "gracias al nombramiento de las personas que componen estos órganos,
tiene la dirección suprema del Estado". Todas estas fórmulas las toma Saripolos
de Gierke; y la doctrina alemana, en efecto, se pronuncia .respecto de la situación
del cuerpo electoral en el Estado del mismo modo que la doctrina francesa. Gierke
especialmente declara (Genossenschaftsrecht, vol. I, p. 829) que " e l conjunto de
ciudadanos es un órgano constitucional del Estado", e incluso " e l órgano
supremo" (Genossenschaftstheorie, p. 687), por cuanto le corresponde elegir "a
los órganos representativos que habrán de ejercer en su nombre los poderes
supremos del Estado" (Jahrbuch für Gesetzgebung, Verwaltung, etc., 1883, p.
1145). Sostiene Jellinek —como se vio anteriormente (n9 385, supra)— análoga
opinión. En sus primeras obras (Gesetz und Verordnung, p. 209), este autor
dudaba en admitir que "en la democracia representativa, sea el pueblo el órgano
soberano, que posee la potestad entera del Estado"; pues, decía, " e l pueblo, el
conjunto de los ciudadanos, en esta forma de Estado, de ningún modo tiene la
capacidad de enunciar una voluntad valedera". Pero en su Allg. Staatslehre (ed.
francesa, vol. I I , pp. 278 ss., 481), desarrolla Jellinek otras ideas. Aquí, en efecto,
determina el alcance jurídico del sistema representativo moderno diciendo que los
representantes son los órganos secundarios del pueblo, con el cual constituyen
orgánicamente una unidad, y que él mismo aparece así como un órgano primario
del Estado. En esta cualidad de órgano primario, el pueblo, constituido en cuerpo
electoral, elige sus representantes. En estas condiciones, declara Jellinek que hay
que aprobar la doctrina, comúnmente admitida en Francia, que presenta la
institución del sufragio universal como la base esencial de todo el sistema
constitucional francés. Esta doctrina tiene su justificación en el hecho de que,
según el derecho público francés, el pueblo adquiere su organización propia
gracias a sus órganos representativos o secundarios y que "así organizado, posee
y ejerce la más alta potestad en el Estado".
408. Es posible, en efecto, que el pueblo —o mejor dicho el cuerpo electoral
constituido por los ciudadanos activos— posea hoy en Francia
1101
los caracteres y los poderes de un órgano estatal. Pero también hay que tener por
cierto que en esto, el derecho francés actual se aleja mucho de las condiciones y
tendencias especiales del régimen representativo propiamente dicho. Por ello, no
puede aceptarse sin restricciones la teoría de Jellinek y de los diferentes autores
que acabamos de citar. El error de estos autores 'es presentar como uno de los
elementos constitutivos y una de las características del gobierno representativo
aquello que, entre las instituciones actualmente en vigor, debe considerarse, por el
contrario, como atentatorio a esta clase de gobierno.
En el puro sistema representativo, tal como se concibió en 1789-1791, la
elección no era sino un acto de nombramiento del representante. En dicha época,
la Constituyente, al separar rigurosamente el derecho de elegir del derecho de
deliberar, se esforzó por excluir toda intromisión de los colegios electorales en los
asuntos que debía debatir la Asamblea legislativa. La potestad legislativa, en
particular, sólo empezaba a existir en el cuerpo legislativo ya constituido y reunido
(ver p. 963, supra). El cuerpo de los ciudadanos-electores, pues, en modo alguno
formaba parte del órgano legislativo, sino que estaba encargado simplemente de
designar a los legisladores. Sólo tenía una mera competencia electoral y no
participaba en grado alguno en la potestad de tomar decisiones, legislativas o de
otra clase, por cuenta de la nación. Más aún, el objeto mismo del régimen
representativo era —como se vio anteriormente (no. 361) y como lo declararon
formalmente sus fundadores— mantener a los ciudadanos apartados de la
formación de la voluntad soberana.
En este concepto originario, es evidente, pues, que el cuerpo electoral no
era un órgano de decisión. Todo lo más, tal vez podría verse en él un "órgano de
creación", o sea un órgano llamado a originar las autoridades representativas.
Pero esta última calificación tampoco sería entera mente exacta, pues suscita dos
objeciones. En primer lugar, se observó va (pp. 1014 s.) que la elección no es,
propiamente hablando, un acto de Creación del órgano, como tampoco crea la
función o los poderes que ésta entraña. La Constitución misma, y ella sola, es la
que crea o instituye al órgano, al determinar, ya sea su modo de nombramiento, ya
sus poderes; y lo que dicha Constitución reserva al cuerpo electoral es únicamente
la designación de los individuos que habrán de desempeñar la función orgánica y
llegarán a ser sucesivamente los titulares del poder de órgano. No puede decirse,
pues, que el cuerpo electoral desempeñe en realidad un papel creador; el
verdadero nombre que debería dársele, a este respecto, es el de órgano de
nombramiento más bien que de creación. Pero entonces surge una segunda
objeción. Si el cuerpo electoral no tiene otro oficio que el de nombrar a los órganos
representativos, se hace imposible con
1102
2
Ver, en el mismo sentido, lo que dice Hauriou del cuerpo electoral, Précis 6ª d., p. 62 n.: " E l cuerpo
electoral de una circunscripción no es un órgano propio de la personalidad jurídica de ésta, sino únicamente
un cuerpo intermedio destinado a constituir sus órganos. En realidad, este cuerpo intermedio, que nunca se
supo con certeza en qué categoría había de colocarse, es el elemento institucional al que hemos llamado el
país legal." Hauriou tiene razón al no tratar al cuerpo electoral como un órgano propiamente dicho. Pero,
por otra parte, según los párrafos próximos al que acabamos de citar, este autor parece considerar al cuerpo
electoral como algo exterior a la persona estatal. Esta última idea no sería exacta. Indudablemente, el
cuerpo electoral no es un elemento directo de la personalidad del Estado en el régimen representativo, en el
sentido de que no concurre a perfeccionarla; pero al menos es uno de los elementos que concurren a
preparar su formación. Y además, los nombramientos hechos por el cuerpo electoral adquieren
jurídicamente valor por el hecho de que la Constitución los trata como actos de voluntad de la persona
Estado.
3
No es posible adoptar la opinión de Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. I I , p. 289), que pretende que, en el
intervalo entre dos legislaturas y especialmente en el caso de disolución, el pueblo aún se encuentra
organizado; pues en defecto de su órgano secundario, la asamblea de diputados, el pueblo conserva
siempre su órgano primario, el cuerpo electoral, que se encuentra continuamente preparado para
funcionar. Lo mismo para el pueblo que para el Estado, el cuerpo electoral no realiza una organización
completa. Indudablemente, el Estado sigue siendo una personalidad jurídica organizada, incluso mientras la
asamblea de los diputados se encuentra en estado de disolución. Pero esto no se debe al hecho de que el
Estado posea en todo tiempo un órgano efectivo, permanente y completo en el cuerpo electoral; proviene
de cinco desde antes del nombramiento de la asamblea electiva, el Estado posee, en virtud de la
Constitución vigente, una organización virtual, todos los elementos generadores de la cual se encuentran
constituidos desde luego y subsisten igualmente en el intervalo de las legislaturas. el cuerpo electoral es uno
de esos elementos, y a este respecto puede decirse que es uno de los factores de la personalidad estatal.
Pero, obsérvese bien, concurre en la formación de esta persona no va en cuanto es por sí mismo un órgano
de voluntad o de decisión del Estado, sino únicamente por cuanto depende de él nombrar los miembros de
la asamblea a elegir. Solamente ésta, en definitiva, es el elemento constitutivo, directo y efectivo, de la
organización y de la personalidad estatales. Así ocurre, al menos, en el puro régimen representativo.
1103
complejo. Podrá observarse, por lo demás, que esta especie de reparto o equilibrio que se establece entre el
cuerpo electoral y el cuerpo de los elegidos se armoniza con el espíritu del sistema de la soberanía nacional,
según el cual (cf. n. 2, p. 889, supra) el ejercicio de la potestad soberana no puede localizarse de un modo
exclusivo y absoluto en el pueblo ni en las asambleas electivas.
5
Puede decirse, a este propósito, que el derecho público contemporáneo se ha desarrollado en un sentido
diametralmente opuesto al que señaló Montesquieu en el capítulo De la Constituían d'Angleterre.
Montesquieu no pensaba más que en separar las funciones y las autoridad es ; sólo distinguía las funciones
para poder oponer mejor a las autoridades entre sí. Salvo en lo que se refiere a la función de juzgar y a las
autoridades jurisdiccionales, el derecho público actual, por el contrario, tiende a aproximar a las autoridades
en el ejercicio de tareas comunes y a coordinarlas con el fin de lograr su unión. ¿Podría ser de otro modo, sí
el Estado moderno debe su existencia, ante todo, a las necesidades que han obligado a los pueblos a
someterse a un régimen de unidad? A esta tendencia antiseparatista responde el parlamentarismo, aunque,
.i decir verdad, el medio por el cual el parlamentarismo trata de buscar la unión entre el Gobierno y las
Cámaras consiste en subordinar una de estas dos autoridades a la otra antes que criarlas de manera que se
conviertan en un órgano complejo. Se encuentra un ejemplo bien claro de órgano complejo en las
monarquías en que la confección de la ley depende a la vez de la adopción por el Parlamento y de la sanción
por el monarca: la tendencia unitaria del derecho público actual se manifiesta aquí con una fuerza
considerable, ya que en este caso la organización legislativa se obtiene, de un modo complejo, mediante el
acoplamiento de dos autoridades que concurren a formar, entre las dos, un órgano estatal. El régimen
representativo realiza boy un fenómeno análogo: la formación de la voluntad nacional depende en él
concurrentemente del Parlamento y del cuerpo electoral; las relaciones entre ambos órganos, en verdad,
quedan reguladas de tal forma que las decisiones del Parlamento se desarrollan en un sentido conforme con
las indicaciones que trazan las consultas electorales. Es superfluo añadir que el sistema del órgano francés,
cu cuanto hace depender la voluntad estatal del consentimiento de dos autoridades distintas, tiene por
resultado moderar la potestad de cada una de ellas, pero la operación ya no queda asegurada aquí por
medios Separatistas, sino que, por el contrario, se obtiene fusionando dos órganos en uno solo (cf. pp. 764,
801-802, supra).
1106
6
Sobre la distinción que puede establecerse entre los derechos del hombre y los del ciudadano,
especialmente en la presente materia, ver Duguit, L'État, vol. II, pp. 83-84.
1109
1
Montesquieu dice por su parte: "Todos los ciudadanos, en los diversos distritos, deben tener el derecho de
dar su voto por el representante"; sólo exceptúa a aquellos que "se encuentran en tal estado de bajeza que
se supone no tienen voluntad propia" (Esprit des lois. lib. XI, cap. VI ) .
2
Declaración de derechos del hombre y el ciudadano de 1789, art. 1°: "Los hombres nacen y viven libres e
iguales en derechos."
1111
3
Es superfluo hacer observar que esta objeción subsistiría incluso en el caso de que la Constitución
consagrara el sistema de la elección proporcional; pues si, en este sistema, el ciudadano se sustrae al
principio mayoritario en lo que se refiere a la elección de su diputado, vuelve a encontrarse sometido a este
principio en lo que concierne a las decisiones a tomar por la asamblea de los elegidos, decisiones que
quedan determinadas necesariamente por la voluntad de la mayoría.
1113
un solo motivo, a saber, que la soberanía reside en una persona colectiva superior
a los miembros individuales, es decir, en el ser nacional considerado como
indivisible; y tal es, en efecto, la conclusión a que llegan, acerca de la cuestión del
fundamento jurídico del derecho electoral, la mayor parte de los autores
contemporáneos (ver especialmente Duguit, loe. cit.,y Esmein, op. cit., 7- ed., vol.
I, p. 367; cf. n° 326, supra).
En segundo lugar, la doctrina que ve en el derecho de sufragio un derecho
individual de soberanía comete un error fundamental con respecto a la naturaleza
real y a los orígenes de la soberanía. Nadie, en el Estado, puede pretenderse
soberano con anterioridad a la Constitución originaria que fija la organización
estatal. La razón decisiva de ello es que la soberanía sólo se origina por efecto de
esta organización. La soberanía no es un poder innato en los individuos, ni
siquiera en el grupo. Ningún individuo considerado aisladamente tiene, por
derecho, una potestad superior a sus vecinos. El grupo mismo tampoco tiene esta
potestad de un modo primitivo. Una serie de hombres que no poseyeran órganos
regulares provistos de poderes estables, en realidad no tendría soberanía sobre
sus miembros. Se coincide en reconocer que esta colectividad inorgánica no sería
soberana desde el punto de vista internacional; tampoco lo sería desde el punto
de vista interno. La soberanía no es, pues, un derecho inicial, anterior a todo orden
jurídico, sino que, propiamente hablando, es el producto de la organización
estatutaria, que engendra en el seno del grupo una fuerza regular —y en este
sentido, jurídica— de dominación, que no se encontraba en ella con anterioridad;
más exactamente, resulta del hecho de que los miembros múltiples del grupo se
encuentran constituidos orgánicamente y fundidos en una colectividad unificada.
No es posible suponer con Rousseau, pues, que la soberanía pueda originarse
para la nación, considerada en su conjunto, en sus miembros individuales. Muy al
contrario, es la organización del grupo lo que origina, en la colectividad unificada,
una potestad soberana que primeramente no existía en los induviduos. La
soberanía reside en el todo, sin haber residido primero en las partes componentes.
Y si, después, algunos ciudadanos, o incluso la generalidad de ellos, pueden
llamarse soberanos es únicamente en tanto que la potestad colectiva, creada en la
nación por la organización estatutaria, se haya comunicado, en cuanto a su
ejercicio, de la nación a los miembros individuales. Estos sacan de esta misma
organización una potestad que no tendrían sin ella. Por otra parte, el resultado de
esta organización generadora de potestad es que cada miembro quedará
sometido a las decisiones tomadas en nombre de la colectividad por sus órganos
titulados: en esto mismo consiste finalmente la soberanía
1114
primer lugar, la Constitución de 1791 especifica (tít. II, arts. 2 ss.) que todos los
individuos que llenan las condiciones requeridas para ser franceses son al mismo
tiempo, y sólo por esto, "ciudadanos". Según estos textos, las dos cualidades
vanjuntas, y no pueden ni adquirirse ni perderse la una sin la otra. Todo francés
posee, pues, en el orden político, determinado derecho: el derecho de ciudadano.
Este derecho cívico no solamente implica, para cada uno de sus titulares, el igual
disfrute de ciertas facultades eventuales, como, por ejemplo, la admisibilidad a los
empleos públicos en las condiciones fijadas por las leyes, o también —y es
importante observarlo— la admisibilidad igual al derecho de elección en las
condiciones generales impuestas por la Constitución,4 sino que legitima también,
en todo francés, la pretensión de ser, en cuanto ciudadano, reconocido y tratado
como miembro o parte componente de la nación y por consiguiente del soberano.
Este último punto lo expresa formalmente el art. 6 de la Declaración de derechos
colocada al principio de la Constitución de 1791. Después de recordar que la ley,
por definición, es " l a expresión de la voluntad general", dicho texto formula el
principio de que "todos los ciudadanos tienen derecho a concurrir personalmente o
por sus representantes a la formación de la misma". Se ha dicho (Tecklenburg, op.
cit., p. 146) que esta afirmación del art. 6 era difícilmente conciliable con el
régimen de limitación del derecho de elección que adoptó la Constitución de 1791.
Pero conviene contestar con Duguit (loe. cit.) que el pensamiento que apunta en
este texto y cuya manifestación fué intencionalmente mantenida en la Constitución
de 1791, incluso después de las restricciones impuestas al derecho de sufragio,
no está de ningún modo en contradicción con el régimen electoral de dicha época;
el texto significa que, aunque no sea elegida por todos los ciudadanos, la
asamblea que hace las leyes los representa a todos igualmente y sin excepción,
puesto que tiene el encargo de legislar en nombre y por cuenta, o también, según
el lenguaje de la época, por "delegación" de la nación, es decir, de una
colectividad de la cual todos forman parte igualmente e incluso tienen "derecho" a
llamarse miembros. En otros términos, el concepto, muy importante desde luego,
que se encuentra implícitamente contenido en el art. 6, es que todos los
ciudadanos, en principio, participan en la soberanía cuyo sujeto propio es la
nación; y participan en ella en tanto en cuanto la nación
4
En este sentido ver Esmein, Éléments, 7ª ed., vol. i, p. 367: "Del principio mismo de la soberanía nacional
resulta que todos los ciudadanos están naturalmente llamados a ejercer l a función fundamental [el derecho
electoral]; pues restringir su ejercicio deliberadamente, en provecho de una clase particular de ciudadanos,
equivaldría de hecho a concentrar la soberanía en esta clase privilegiada, Pero este ejercicio supone, en el
ciudadano, suficiente capacidad; pues sin ella sería inconciliable con el interés general. En esta medida, por
lo tanto, la ley puede determinar sn s condiciones."
1118
5
Cf. Redslob, Die Staatstheorien der franzósischen Nationalversammlung von 1789, pp, 133 ss. En 1793
prevaleció un punto de vista diferente. En esta época, el derecho a participar en la potestad estatal en la
medida de las facultades reconocidas por la Constitución al conjunto de los ciudadanos se consideró como
un derecho natural inherente a la cualidad de miembro de la comunidad nacional. Incluso el extranjero, si
reúne ciertas condiciones, puede pretender su admisión en la comunidad y la adquisición de los derechos
que derivan de la misma (Constitución de 24 de junio de 1793, art. 4 ) . Únicamente las "funciones públicas",
que no corresponden a la generalidad de los ciudadanos, se consideran como cargas nacionales y por lo
mismo Implican la idea de "deberes" (Declaración de derechos de 1793, art. 30) con exclusión de la de
derecho individual o cívico.
1120
ciones bajo las cuales concede a sus miembros el poder de elegir por su cuerpo y
en su nombre.
418. Así es como la Constitución de 1791, después de formular el principio
de que todos los franceses son ciudadanos, llegó a distinguir entre ellos una
categoría especial, la de los "ciudadanos activos", es decir, los ciudadanos que
cumplen con las condiciones requeridas para participar en el nombramiento
electivo de los diputados a la Asamblea legislativa (tít. III, cap. I, sección 2, arts. 1
y 2 ). Según estos textos, combinados con los arts. 2 ss., ya citados, del tít. II,
existían, pues, en la nación dos clases de miembros: de una parte, aquellos que
quedaban habilitados por la Constitución para tomar, bajo la forma electoral, parte
efectiva en el ejercicio de la soberanía nacional, y que, por numerosos que sean
de hecho, constituían una categoría particular; y de otra parte, la generalidad de
los ciudadanos, que no teniendo papel político activo, recibieron entonces el
nombre de ciudadanos "pasivos".
Esta expresiva terminología tenía un sentido profundo. Ante todo, implicaba
que todos los nacionales tienen igualmente la cualidad de miembros del soberano;
en este aspecto, todos poseen el derecho de ciudadanos. Pero unos, reducidos a
la civitas, en esta condición están simplemente representados (art. 6 de la
Declaración de derechos)6 en la confección de las leyes y, en general, en el
cumplimiento de los actos de soberanía; y de este modo, jurídicamente, sólo
tienen una situación pasiva. Los otros, provistos además por el estatuto orgánico
de la nación de un poder electoral, desempeñan un papel activo; sin embargo,
ejercen este poder por cuenta de la colectividad compuesta de todos los
ciudadanos, y, en este sentido, puede decirse que son, activamente ahora,
representantes (Esmein, Éléments, 1ª ed., vol. I, p. 3 5 7 ).7
6
Entiéndase bien que la palabra representación no debe considerarse, en este texto, sino bajo las reservas
que se hicieron sobre su exactitud durante el estudio del régimen llamado representativo (ver
especialmente los núms. 371 y 372, supra). El art. 6 significa que la asamblea que hace las leyes para la
nación es en esto el órgano de una colectividad que comprende a todos los nacionales sin excepción.
7
Hauriou, La souveraineté nationale, pp. 13-14, oscurece la distinción entre el ciudadano activo y el
ciudadano pasivo cuando declara que "esta distinción es la de dos estados diferentes en los cuales puede
encontrarse el mismo ciudadano": dice además: " E n realidad, se trata de dos cometidos del mismo
ciudadano". En efecto, pretende que "el ciudadano pasivo es considerado como subdito del Estado y el
ciudadano activo como miembro del gobierno del Estado: se trata del mismo ciudadano en el que alternan
dos cometidos". Presentada así, la distinción de que se trata se reduciría simplemente a la alternativa
indicada por Rousseau: "Con respecto a los asociados, se llaman ciudadanos, por participar en la autoridad
soberana, y subditos, como sometidos a las leyes del Estado" (Contrat social, lib. I, cap. VI). Pero esta
manera de presentar la distinción entre ciudadanos activos y pasivos no está de acuerdo, ni con mucho, con
los propósitos de la Constituyente. Por una parte, esta distinción, en el pensamiento de los primeros
constituyentes, se refería a la separación de dos categorías de ciudadanos dentro de la nación, activos los
unos y pasivos los otros, y no, como dice Hauriou, al hecho de que "en el mismo individuo" la condición de
ciudadano activo vendría "a sobreañadirse a la de ciudadano pasivo". Por otra parte el carácter de subdito
del Estado no es especial al ciudadano pasivo; y, sobre todo, la denominación de ciudadano pasivo de
ningún modo tenía por fin particular, en el concepto de 1789-1791, señalar esta sujeción. Muy al contrario,
estaba destinada, a pesar del empleo de la palabra "pasivo", a señalar que todos los ciudadanos son
igualmente miembros del soberano y entran en la representación. Sólo que entran en ella en forma
diferente: unos sólo participan en la representación nacional de un modo pasivo, ya que no concurren al
nombramiento de los diputados que habrán de hablar en su nombre, es decir, en el de la colectividad global
1121
de la que son miembros componentes; otros, por el contrario, dada su función de electores, participan en
ella de un modo activo. Pero, por lo demás, linos y otros se consideran como miembros del cuerpo
soberano, y no como súbditos. La distinción entre el ciudadano pasivo y el ciudadano activo de ninguna
manera se confunde, pues, con la establecida por Rousseau entre el ciudadano y el súbdito. No hay que
tratar de tundir estas dos distinciones en una sola.
8
En este sentido, cabe recordar que la Constitución de 1791 (tít. III, cap. i, sección 1", art. 2 ver igualmente
las Constituciones de 1793, art. 21 y del año III, art. 49) distribuía los diputados a elegir entre los
departamentos según una proporción que no se sacaba del número de electores comprendidos en las
diversas secciones electorales, sino de la cifra de población contenidas en cada departamento. Esta regla se
halla vigente aún (ley de 12 de julio de 1919, art. 2: "Cada departamento elige tantos diputados como veces
contiene 75,000 habitante-, nacionalidad francesa").
1122
9
Declaración de derechos de la Constitución girondina de 1793, art. 27: "Cada ciudadano tiene un derecho
igual a concurrir al ejercicio de la soberanía." Constitución de 24 de junio de 1793, arts. 4 y 11 combinados:
resulta de estos textos que todo francés mayor de 21 años queda admitido al ejercicio de los derechos de
ciudadano, bajo una condición única de domicilio, es decir, admitido a formar parte de las asambleas
primarias de cantón o colegios electorales de la época.
10
Constitución del año m, art. 8. Este texto subordina al pago de una contribución directa o personal no sólo
la entrada en las asambleas primarias compuestas por los electores de primer grado, sino también —por
cierta confusión entre el derecho de ciudadano y el poder electoral— la posesión de la cualidad de
ciudadano.
1123
tución sino un poder electoral basta para probar que el sufragio sólo es una
función constitucional.
Idéntica prueba se desprende, por otra parte, de un segundo hecho —
repetidamente invocado por los autores—: incluso las Constituciones eme
establecen el sufragio llamado universal, están muy lejos de reconocer el derecho
de voto a todos los ciudadanos. Si la terminología de 1791, que distinguía entre
ciudadanos activos y ciudadanos no activos, no se ha conservado, esta distinción,
en el fondo, sigue subsistiendo en el derecho positivo francés. Así es como la
Constitución de 1848, después de formular en su art. 24 el principio de que " e l
sufragio es universal", añadía en el art. 27 que " l a ley electoral determinará las
causas que pueden privar a un francés del derecho a elegir" (Esmein, loe. cit., p.
368; Duguit, L'État, vol. II, p. 105). Y no sólo las Constituciones establecen la
pérdida del derecho electoral, como dice el art. 27, sino que determinan las
condiciones mismas de adquisición, es decir, de disfrute, o incluso de ejercicio, de
ese derecho. En esta materia establecen ante todo distinciones personales, ya
excluyendo sistemáticamente el sufragio femenino, ya descartando a perpetuidad
o de un modo temporal, por indignos, a los ciudadanos que hayan sufrido una
condena penal o incluso simplemente que hayan incurrido en motivo de
desprestigio tal como la quiebra, ya suprimiendo el ejercicio del derecho de voto,
por razones superiores de disciplina y de interés nacional, a todos los militares en
servicio activo. Igualmente, las leyes electorales subordinan el ejercicio del
sufragio, o incluso la capacidad para ese derecho, a condiciones restrictivas, como
la edad, el domicilio o, por lo menos, cierto tiempo de residencia en el municipio, o
la inscripción en una lista electoral especial. De hecho, el resultado de todas estas
restricciones es reducir la composición del cuerpo electoral a diez millones de
franceses aproximadamente, lo que constituye poco más de la cuarta parte del
número total de nacionales. Desde el punto de vista jurídico, estas limitaciones o
exclusiones son inconciliables con la teoría que ve en el derecho de elección un
derecho inherente a la cualidad de ciudadano.11
No es permisible, pues, explicar por razones jurídicas tomadas de la
naturaleza del Estado o de los derechos del ciudadano el fenómeno
contemporáneo de la propagación y la expansión del sistema del sufragio
universal, sino que este fenómeno se debe, puramente, a causas políticas. Se
relaciona, en primer lugar, con el movimiento ascendente de las fuerzas y de las
tendencias democráticas. Pero se explica también, y sobre
11
Por lo que se refiere a las mujeres en particular, no es fácil hallar las razones jurídicas para explicar la
exclusión que contra ellas se lia mantenido hasta ahora en Francia. Pero, por lo menos, esta exclusión
proporciona de manera cierta, la prueba de que el derecho electoral se basa jurídicamente en una concesión
consentida por la ley del Estado.
1124
todo, a causa de que, en el estado de cultura política de los pueblos modernos, las
Constituciones consideran a los ciudadanos como más aptos cada vez para
ejercer todos ellos la competencia electoral y participar, en la medida del derecho
electoral, en la acción gubernamental. En la base del sufragio universal se haya,
por lo tanto, una presunción constitucional de capacidad universal.12
12
Esta manera de ver se halla confirmada por las observaciones que antes hicimos sobre la naturaleza del
sufragio universal. En efecto, se acaba de ver que esa clase de sufragio no implica —como por su nombre
pudiera creerse— el derecho de voto para todos los ciudadanos. En realidad lo que se designa bajo ese
nombre es simplemente el régimen en el cual el derecho electoral no está subordinado a ninguna condición
especial de capacidad, es decir, ni a una condición de censo, ni a una condición de valor intelectual. Ver en
este sentido los arts. 24 y 25 combinados de la Constitución de 1848. El art. 24 dice que "el sufragio es
universal", y el alcance de este texto queda determinado por el art. 25, que especifica: "Son electores, sin
condición de censo, todos los franceses..."
1125
1
Una decisión del tribunal de conflictos, de 22 de julio de 1905, incluso le reconoció el carácter de autoridad
jurisdiccional de orden judicial (ver sobre este punto Jéze, Revue du droit public, 1905, pp, 758 ss.)
1128
"un poder que se les concede para defender sus intereses" (ibid., pp. 150, 287-
291).2
423. Contra la teoría que acaba de exponerse se suscitan graves
objeciones. Ante todo, y por lo que se refiere especialmente al fundamento del
derecho subjetivo de elección, no parece muy posible aceptar los argumentos
propuestos por Michoud. Conforme a su doctrina habitual, que consiste en basar
los derechos sobre intereses, este autor pretende que el derecho de elección se
concede a los ciudadanos "en su propio interés", es decir, en interés individual.
Este es un punto de vista difícilmente conciliable con el concepto francés de la
soberanía nacional que implica, por lo que a los intereses se refiere, la
preponderancia evidente del interés nacional o general con respecto a los diversos
intereses particulares. Desde el momento en que el diputado mismo queda
constituido por el derecho positivo en "representante" de la nación entera, lo que
excluye la representación particular de su colegio respectivo, no es de creerse que
los electores que componen este colegio sean llamados a hacer la elección en su
interés particular; esto sería razonablemente contradictorio e igualmente
desprovisto de sentido en la práctica, ya que el diputado no representa a sus
electores. La institución del sufragio universal se explica de otra manera.
Descansa en la idea de que todo ciudadano debe ser admitido a emitir su parecer
personal sobre los asuntos de interés nacional, y a ejercer, en la medida de su
poder electoral, su parte de influencia personal en la formación de la voluntad
nacional que corresponde a este interés. Invidentemente, de ello resulta para cada
ciudadano elector una prerrogativa personal, aunque no un poder establecido
especialmente en su favor y en su beneficio individual. El objeto del sufragio
universal no es substituir la representación del interés general por la de los
intereses particulares, haciendo prevalecer los últimos sobre el primero; su objeto
es sencillamente asociar, de un modo desde luego indirecto y parcial, todos los
ciudadanos convertidos en electores a la apreciación del interés general y a la
determinación de las medidas que deben tomarse como consecuencia de esta
apreciación.3 Y con esto se vuelve de nuevo precisamente a la con
2
Jellinek, que también cree que "detrás del derecho electoral se encuentra un poderoso Interés individual"
(System der subjektiven óffentl. Rechte, 2* ed., p. 140), da sin embargo una formula más reservada de dicho
interés. No llega a decir que el derecho de voto se confiere a los ciudadanos "para defender sus intereses";
se limita a sostener que todo particular tiene gran interés personal en asociarse a la actividad que se ejerce
en interés general (loe. cit., pp 139-141).
3
El mismo Michoud comprendió tan bien la imperfección de su doctrina sobre el objeto y eI Fundamento
del sufragio universal, que llega a declarar que, en definitiva, "el interés de los electores no se distingue del
interés de la colectividad misma" (loe. cit., p. 291). Esto puede ser verdad si se considera al conjunto de
ciudadanos, abstracción hecha de las personas singulares; pero ya no es exacto si con ello quiere decirse (pie
el interés privado de cada ciudadano siempre está de acuerdo con el interés general. Para establecer que el
derecho electoral es un derecho subjetivo en el sentido en que lo entiende Michoud, habría que probar que
el sufragio universal fué adoptado para permitir a cada ciudadano que, por medio de su papeleta de
votación, hiciere valer su propio interés subjetivo e individual, aunque fuese contrario al interés colectivo.
Esto es precisamente lo que no puede admitirse.
1130
4
Para que pueda verse el carácter subjetivo del poder del elector hay que colocarse en otro punto de vista
(ver p. 1140, infra).
1131
5
Por lo demás, la distinción revolucionaria entre el derecho de ciudadano y la función electoral no se refiere
a la cuestión de saber si el ciudadano investido por la ley positiva del derecho electoral tiene, a consecuencia
y en virtud de esta ley, un derecho subjetivo de sufragio. Significa simplemente que el derecho de ciudadano
proveniente de la cualidad de francés no entraña por sí solo ni comprende en sí el poder electoral, y que
éste sólo pertenece a aquellos ciudadanos a quienes la legislación positiva lo confiere especialmente a título
de función nacional. En otros términos, el ciudadano, como tal, carece del derecho primitivo de elección,
con anterioridad a la ley del Estado. Ahora bien, la cuestión antes debatida es muy diferente, y se presenta
con posterioridad a la ley electoral. Para resolver esta cuestión, pues, no puede deducirse nada del hecho de
que la Constitución de 1791 y la tradición francesa admitieran en la persona del (lector la doble existencia de
un derecho y una función.
1132
observar que esta absorción sólo empieza a producirse en el instante del voto; así
como el individuo órgano no confunde su personalidad con la del Estado, sino en
la medida y en el tiempo en que realiza función de órgano estatal, así también el
ciudadano elector conserva su carácter de persona distinta con respecto al Estado
mientras no ejerce efectivamente su actividad electoral; hasta entonces, es
susceptible de considerarse como un sujeto de derechos, y por consiguiente, en
este momento especial, es decir, antes del voto y de su terminación, es donde hay
que situarse para poder hablar de un derecho electoral del ciudadano. Se ve así la
diferencia que se establece entre esta última manera de ver y la doctrina de
Duguit. Según este autor, el elector, titular de un poder de doble aspecto, actúa al
votar en una doble condición: hace, a la vez, acto de sujeto jurídico, que ejerce su
derecho individual, y de funcionario, que ejerce una competencia nacional. Por el
contrario, en la teoría que acaba de proponerse y que parte del reconocimiento de
que ambas cualidades son incompatibles y en ningún momento pueden coexistir
en un mismo titular, se llega a descomponer el derecho de elección distinguiendo
en la situación del elector dos fases sucesivas. Mientras sólo se trata para el
elector de hacerse admitir al voto haciendo reconocer su aptitud legal para votar,
este elector aparece como invocando un derecho que recibe de la ley y como
reivindicando el ejercicio de una facultad personal legal. En esta primera fase, el
elector no es todavía órgano o funcionario, ya que no se halla aún en el ejercicio
de su función; nada se opone, pues, a que se le considere como alegando un
derecho subjetivo.6 Pero una vez que ha tenido lugar el voto, el elector debe
considerarse como habiendo cumplido una función, pues por efecto del estatuto
orgánico en vigor, la voluntad emitida por los electores vale como voluntad estatal;
según ese estatuto, el Estado recoge esta voluntad por su cuenta y la hace suya;
en razón de los efectos que produce y de la potestad que constitucionalmente
entraña, la actividad electoral adquiere de inmediato los caracteres de una
actividad estatal, y por consiguiente, el elector que se había presentado al voto en
virtud de un derecho personal, aparece ahora como habiendo realizado acto de
funcionario: en el instante mismo de la votación, su derecho se ha transformado
en función.
Así pues, no es posible admitir con Duguit que el derecho de elección sea
simultáneamente un derecho y una función. Pero, en sentido inverso, tampoco
cabe adherirse a las conclusiones de la numerosa escuela que en el carácter de
función pública conferido al derecho electoral ve un
6
No se objete —como hace Laband— que el derecho a una función, o sea a un poder que no es un derecho,
no puede ser un derecho subjetivo: más adelante (pp. 1136 ss.) se responderá a esta objeción.
1133
7
Laband (op. cit., ed. francesa, vol. I, pp. 496-497) objeta que el elector no puede exigir de las personas
privadas de que depende, ni siquiera del Estado, el libre ejercicio de su facultad de voto. Por ello, el
doméstico o el empleado no pueden exigir de su patrón una licencia para votar. Igualmente, el funcionario
retenido por un deber de su cargo, el acusado detenido en prisión preventiva, el militar convocado para un
período de servicio, no pueden exigir del Estado que les conceda la libertad de ir a votar. Todo esto, dice
Laband, demuestra claramente que el elector no tiene en realidad un derecho de votación. Pero esta
objeción en modo alguno es concluyente. Al conferir a los ciudadanos el derecho electoral, el Estado,
naturalmente, no se promete a separar todos los obstáculos físicos o jurídicos que puedan impedir que
algunos de ellos ejerzan su derecho a votar. Nadie pensó nunca en atribuir semejante significado a la
doctrina que afirma el derecho subjetivo del elector. Esta doctrina significa simplemente que el elector que
se presenta a votar ejerce así una capacidad personal que procede de la ley del Estado; pero de ningún
modo significa que el Estado tenga que proporcionar a cada elector la posibilidad efectiva de participar en la
votación y los medios necesarios a dicho efecto.
1138
8
Cf. en este sentido Michoud, " L a personnalité et les droits subjectifs de l'État dans la doi nine frangaise
contemporaine", Festschrift Otto Gierke, 1911, pp. 518-519: "Los miembros di una colectividad tienen, con
respecto a la persona moral que encarna dicha colectividad, derechos y obligaciones, lo mismo que si fueran
terceros..." Por lo tanto, según dicho autor, los nacionales del Estado, lo mismo que los terceros, pueden
tener, respecto a él, derechos subjetivos. " Lo mismo ocurre con los derechos y obligaciones del Estado en
relación con las personas físicas que funcionan en calidad de órganos con respecto a él. Nada se opone a
que existan derechos y obligaciones recíprocos entre el Estado y dichas personas." Según esto, los
ciudadanos que han de desempeñar el papel de órganos tienen a dicho efecto, en sus relaciones con eI
Estado, un derecho subjetivo. Michoud añade únicamente que, junto a las personas físicas que encarnan el
órgano y que quedan sujetas a cambios, existe también, en el órgano, "una Institución abstracta y
permanente, que sobrevive a esas personas", institución a la que da el nombre de "órgano abstracto". De
este órgano abstracto es cierto decir que "no puede considerarse como una persona jurídica frente al
Estado" y que "carece de derecho subjetivo a su competencia". A este órgano abstracto es al que se aplica
también una observación que se expuso antes (p. 1010), a saber, que los conflictos de competencia que
puedan suscitarse entre dos autoridades estatales no constituyen conflictos entre personas distintas que
alegan sus derechos subjetlvos, sino que simplemente ocasionan una regulación de competencias entre
órganos diversos de una sola y misma persona, que es el Estado. Al expresar todas estas proposiciones.
Michoud modifica y rectifica la opinión que había sostenido anteriormente (ver p. 1126, supra) en esta
materia, consistente en negarle de un modo absoluto al individuo órgano todo derecho subjetivo (Thiorie de
la personnalité morale, vol. i, pp. 147 ss.). Ver también Hauriou, Principes de droit public 2ª e d . , pp. 169
ss., 652-653, el cual, mediante razonamientos diferentes, se ve llevado a admitir q u e , respecto a la función
de elector y, en general, respecto a las funciones estatales, “los individuos adquieren derechos reales, y
estos derechos reales constituyen su estatuto indiviilual, estatuto de (doctor, estatuto de funcionario,
estatuto de órgano".
1140
9
La distinción anteriormente establecida ofrece cierta analogía con la propuesta por Laband (ver n° 131,
supra), en materia de elaboración de las leyes, entre la fijación del contenido de la ley y la emisión del
mandamiento que confiere a dicho contenido su valor imperativo y que, según dicho autor (op. cit., ed.
francesa, vol. n, p. 267), es el único que constituye un acto de potestad legislativa. El papel de los agentes
llamados a querer por el Estado es proporcionar el contenido de los actos de voluntad estatal; es, por lo
tanto, un papel subjetivo. Pero el agente, por sí solo, no puede conferir a dichos actos su valor imperativo;
es la Constitución la que confiere al acto la fuerza superior en virtud de la cual habrá de imponerse en
adelante con los caracteres provenientes de la potestad propia del Estado. Esto ya no es una consecuencia
de la voluntad subjetiva del agente, sino una consecuencia del orden estatutario establecido en el Estado.
10
Este punto queda claramente señalado por Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. II. p. 251), quien hace
observar que " l a situación de órgano es soportada siempre por un individuo (Organtriiger)", el cual, añade,
jamás se absorbe completamente en el órgano, ni siquiera desde el punto de vista jurídico. Por ello, dice
Jellinek, "el Estado y el Organtriigrr son dos personalidades distintas, entre las cuales son posibles y
necesarias relaciones jurídicas vanadas".
1143
11
Hasta puede pensarse que la voluntad expresada por los individuos órganos sólo adquiere plenamente el
carácter de voluntad estatal a partir del momento en que su decisión ha llegado a ser jurídicamente perfecta
y definitiva. Cuando la Constitución de 1791 confería al rey el poder de oponer su veto suspensivo a las leyes
adoptadas por el cuerpo legislativo, no es fácil concebir que, con esto, le haya otorgado la potestad
exorbitante de oponerse a la voluntad de la nación misma. El veto real sólo iba dirigido contra la voluntad de
los diputados o de la mayoría de ellos; la voluntad legislativa de estos diputados sólo había de valer
jurídicamente voluntad orgánica del Estado y la nación en el instante en que las facultades de resistencia del
monarca estuviesen agotadas y en que todos los obstáculos que pudiesen oponerse a la entrada en
ejecución de la ley estuviesen definitivamente retirados.
12
Ver en el mismo sentido el análisis que da Laband (op. cit., ed. francesa, vol. I, pp. 381-382) referente a la
participación de los Estados alemanes en las decisiones que dependían de La compencia del Bundesrat: "Los
derechos pertenecientes al Estado particular llegan hasta la Votación en el Bundesrat inclusive; hasta este
momento la individualidad del Estado particular Conserva su importancia . Desde queel Bundesrat toma una
decisión, se convierte inmediatamente en órgano de voluntad del Imperio y ejerce e l poder soberano y
superior a los Estados del Imperio."
1144
13
Puede decirse incluso que el derecho subjetivo de los electores llega hasta la designación de las personas
que habrán de ser miembros del cuerpo de diputados, pues tal es el objeto preciso de la votación; esta
última es un acto mediante el cual el cuerpo electoral escoge y nombra a sus elegidos. Los electores, en este
sentido, tienen un derecho subjetivo de nombramiento. En cuanto al efecto de este nombramiento, es decir,
en cuanto al poder que habrán de ejercer los diputados, una vez elegidos, procede, no ya de los electores,
sino del Estado y de la Constitución. Todo esto ya se observó anteriormente (núms. 347, 369, 382) y se
dedujo por otros argumentos. Cualquiera que sea el punto de vista desde el que se considere la cuestión del
derecho electoral, siempre se llega a reconocer que en esta materia hay que distinguir entre la elección
propiamente dicha, que sólo es una designación de personas y que es obra subjetiva de los electores, y la
concesión a los diputados del ejercicio del poder estatal; esta última es obra de la ley del Estado.
14
Por las observaciones anteriormente recogidas se deduce el sentido preciso en el cual, en suma, hay que
entender la proposición doctrinal anteriormente enunciada (n° 379) y según la cual el órgano, como tal, no
tiene personalidad distinta de la del Estado. Evidentemente, esta proposición no puede tener por objeto
negarle todo carácter personal a la actividad del individuo que interviene como órgano. Incluso colocándose
en el punto de vista de que el órgano no tiene más misión que la de indagar y declarar una voluntad
contenida en la colectividad, se está obligado a reconocer que el individuo órgano, en esta búsqueda o
declaración, desempeña un papel de apreciación que implica por su parte una actividad personal. Pero la
doctrina que le niega personalidad jurídica al órgano de Estado quiere significar así, ante todo, que, por su
estatuto orgánico, el Estado se apropió previamente la actividad de los individuos que convirtió en sus
órganos. Una vez realizado, el acto del individuo órgano, por lo tanto, vale constitucionalmente no como
obra de la persona que lo ha realizado, sino únicamente como obra del Estado. En este sentido, pues, y a
partir de la conclusión del acto, la personalidad del agente se esfuma y, desde el punto de vista jurídico, sólo
queda en escena la personalidad del Estado por cuenta del cual obró el agente.
15
La teoría anteriormente expuesta se funda en una distinción entre el carácter en el que los electores son
llamados a votar y la cualidad en que deben ser considerados por haber ejercido su actividad electoral, en
cuanto se trata de caracterizar a ésta según sus efectos jurídicos. En virtud de una Cualidad individual y
subjetiva, son llamados por la Constitución al derecho de votar; tratándolos como órganos, la Constitución
reconoce a la asamblea de los elegidos designados por ellos el carácter y la potestad de una autoridad
estatal. Igualmente, en el Estado federal, los Estados confederados, asociados por el estatuto federal al
ejercicio de la potestad central, son llamados como Estados y funcionan como órganos. Son Estados desde el
punto de vista de la naturaleza de su vocación; son órganos desde el punto de vista de los efectos de su
participación. Contra esta distinción se ha elevado, sin embargo, una objeción. Incluso cuando sólo se
considera el punto de vista de la vocación, es necesario observar, se ha dicho, lo mismo para los ciudadanos
electores que para los Estados comprendidos en un Estado federal, que ante todo se les llama como
miembros y partes componentes del Estado, Ahora bien, en cuanto miembros de la persona estatal, forman
parte integrante de ésta; no se les puede considerar, pues, como terceros con relación a ella, ni como
sujetos jurídicos distintos (ver núms. 4 y 82. supra). En esto precisamente es en lo que aparecen como
simples órganos del Estado, desprovistos de personalidad independiente en el ejercicio de su función estatal
y, por consiguiente, incapacitados para ser considerados como ejerciendo dicha función a título de derecho
subjetivo. Pero a esta objeción puede responderse que la vocación electoral funda únicamente en la
cualidad de miembro (ver núms. 416 ss., supra). Lo prueba el hecho de que esta cualidad, indudablemente
necesaria, no es suficiente para asegurar al ciudadano del derecho electoral. El poder que la Constitución
confiere al elector no se reconoce indistintamente a todos los miembros del Estado. Quienes son investidos
por la ley del Estado de la función electoral, deben esta investidura al hecho de que, además de su cualidad
de miembros llenan ciertas condiciones especiales o poseen ciertas cualidades subjetivas; así, no puede
negarse la existencia de un aspecto subjetivo en el derecho electoral. Este aspecto subjetivo es más
1145
acentuado aún en las otras personas que desempeñan el papel de órganos; en razón misma de que su
número, comparado al de los electores, es muy restringido, resulta evidente que su vocación no procede de
su simple cualidad de miembros de la colectividad. Esta vocación es para ellos una prerrogativa particular, al
menos en el sentido de que les corresponde por exclusión de los demás miembros del Estado, o sea de la
gran mayoría. La potestad de prestar el concurso de su voluntad personal a la persona abstracta Estado les
es conferida a título especial y porque únicamente ellos, entre los miembros de la nación, reúnen las
condiciones personales exigidas a dicho efecto. Finalmente, en el Estado federal es cierto que a los estados
confederados se les llama al ejercicio de su potestad como miembros de este Estado; hay que añadir, s i n
embargo, q u e BU cualidad de miembros se mezcla con su condición De estados y depende de ella, y en esta
última cualidad, francamente subjetiva, es en l a que adquieren sn vocación para intervenir en la formación
de la voluntad federal.
1146
electorales, son los órganos del Estado... Ahora que la voluntad de cada uno de
estos individuos sólo es susceptible de producir su efecto jurídico cuando
concuerda con la voluntad individual de las demás personas que forman con ellos
el colegio electoral. Es lo que se llama la organización colegiada del órgano" (cf.
Duguit, UÉtat, vol. II, p. 148).
432. He aquí, pues, una nueva manera, muy especial, de llegar a resultados
análogos a los que produciría el régimen de la representación proporcional.
Consiste en referir estos resultados a un principio de derecho electoral personal y,
por consiguiente, a transformar el régimen de la representación proporcional en un
sistema de elección proporcional. Pero esta clase de justificación no es admisible.
Pretender que la elección proporcional se impone porque la función electoral es
una función individual, es invertir el orden lógico y natural del razonamiento. Por el
contrario, la verdad es que el derecho de elección aparecería jurídicamente como
una función individual si la Constitución hubiera admitido la representación o la
elección proporcional. El hecho de que no haya consagrado una ni otra1
constituye, hasta nueva orden, un argumento
1
Se sabe que, a pesar de su título, la ley de 12 de julio de 1919, que se presenta como "estableciendo el
escrutinio de lista con representación proporcional", no ha realizado un régimen de verdadera
proporcionalidad, ni en cuanto a la representación, ni en cuanto a la elección. Evidentemente, esta ley tiene
una gran importancia política, por cuanto parece poder considerarse como el pródromo y el punto de
partida de una evolución que, en lo venidero, conducirá a asegurar en Francia la franca realización del
principio de la proporcionalidad. Pero, por el presente, la ley de 1919 sólo ha realizado de un modo
completo la reforma que consiste en substituir la anterior práctica del escrutinio uninominal, llamado de
distrito, por el sistema de "escrutinio de lista departamental" (art. 1"). En cuanto a la elección misma, es
decir, en cuanto a la atribución de puestos y al nombramiento efectivo de los diputados, la ley de 1919 no
introdujo en el estado de cosas anteriormente vigente más que modificaciones que sólo son parciales y que
dejan subsistir el concepto según el cual el derecho electoral no implica necesariamente el derecho a elegir.
En su art. 10 concede efectivamente determinada parte a la idea proporcionalista, en cuanto prescribe que
"corresponden a cada lista tantos puestos como veces contiene su media el cociente electoral". Pero esta
concesión proporcional queda subordinada por el art. 10 a una condición que domina todo el régimen
electoral establecido en 1919, y que se enuncia, ante todo, por el primer párrafo del texto en estos
términos: "Todo candidato que haya obtenido la mayoría absoluta, queda proclamado electo, dentro del
límite de los puestos disponibles." As! pues, al proporcionalismo sólo subsidiariamente se le admite a
funcionar; sólo se le aplica en la medida en que el número de candidatos que haya obtenido la mayoría sea
inferior al número de los asientos disponibles. En otros términos, el sistema mayoritario subsiste siempre de
un modo preponderante e incluso puede decirse que la votación de diputados queda sometida a la regla
mayoritaria, pues la ley de 1919 no se resigna al proporcionalismo más que en el caso de que los electores
no hayan conseguido crear una mayoría absoluta. El art. 10, además, consagra el concepto mayoritario —y
ahora en favor de la misma mayoría relativa— al añadir que, en caso de atribución proporcional, los puestos
restante*, si queda alguno, se atribuirán a la lista que obtuvo la media más alta. Finalmente, pues, puede
ocurrir, aun hoy, que en algunas circunscripciones, aquellos ciudadanos cuyos sufragios sólo alcanzan un
número inferior a la mitad de los votos, no consigan elegir a ningún diputado.
1150
representativo. Pretende que su doctrina tiene por objeto y por efecto introducir en
el derecho público francés un sistema, no precisarnente de representación
proporcional, sino únicamente de elección proporcional. La representación,
después de la reforma electoral, quedaría como lo que siempre ha sido desde
1789, o sea nacional; solamente el derecho de elección »se convertiría en
individual. Esta manera de presentar y legitimar la reforma proviene de una ilusión
y al parecer constituye un error. Ante todo, es inexacto afirmar —como lo hace
Saripolos (loe. cit., p. 126) — que "el ejercicio colectivo del derecho electoral no es
más que 'una necesidad de hecho", que responde exclusivamente a la verdad
elemental de que, para elegir, tienen que reunirse varios. Ya se observó, en contra
de esta afirmación, que en el puro régimen representativo, la elección —incluso
cuando no se resuelva, según el significado que le atribuye el propio Saripolos
(loe. cit., pp. 111 y 131), en un puro procedimiento de selección y en una simple
selección de capacidades (cf. p. 921, supra, pero ver también p. 931, n. 16)2 — es
por lo menos un procedimiento fundado en la idea de que, entre varios candidatos,
los más calificados para representar a la nación son aquellos que han sido
designados por el mayor número de sufragios (ver p. 1062, supra).3 Esto conduce
naturalmente
2
Este punto de vista parece particularmente justificado en el régimen de escrutinio uninominal, que tiene
por objeto fraccionar el cuerpo electoral en gran número de colegios, cada uno de los cuales sólo
comprende una cantidad relativamente pequeña de electores. Desde que el elegido no queda sometido a un
mandato de sus electores, la multiplicidad y la exigüidad de las circunscripciones electorales implican que la
elección, ante todo, se concibe como una selección de personas, como una operación determinada por el
intuitus personae. Si, por el contrario, las elecciones, en vez de realizarse sobre personas, se consideran
como debiendo proporcionar al cuerpo de los ciudadanos la ocasión y el medio de dar a conocer su voluntad
sobre un programa político general o sobre cuestiones determinadas, conviene lógicamente, para alcanzar
este fin, instituir un modo de consulta electoral que permita deducir, de un modo tan exacto como sea
posible, el sentimiento de la mayoría existente en el conjunto del país, y a este efecto se hace necesario
disminuir el número de circunscripciones y agrupar a los electores en vastos colegios en cuyo seno las
consideraciones locales de personas y de ambiente no puedan ejercer sino una influencia cada vez más
reducida. Esto es tanto más necesario cuanto que la parcelación del colegio electoral en un gran número de
colegios parciales aparece en la práctica como aportando a veces una grave alteración en la manifestación
de la voluntad popular y falseando los resultados de la consulta, por cuanto que la mayoría de personas que,
de hecho, se encuentra elegida por las diversas circunscripciones, no corresponde a la mayoría de opiniones
y de votos que realmente se confirmó, en el transcurso de la consulta, referente a las cuestiones que
motivaron la convocatoria de las elecciones. A este respecto, el restablecimiento del escrutinio de lista por
la ley electoral de 1919 quitó gran parte de su fuerza a la argumentación de los partidarios de la doctrina
que no quieren ver en las elecciones sino un procedimiento de selección fundado en consideraciones
personales.
3
Durante el curso de las discusiones que tuvieron lugar sobre la cuestión del voto plural, se objetó en
distintas ocasiones que esta institución quedaba excluida por el principio de la igualdad de los ciudadanos. A
lo que puede replicarse que la igualdad de los derechos no se impone legítimamente más que cuando se
trata únicamente del Ínteres individual de los ciudadanos; ya no constituye un argumento decisivo cuando
se trata del interés de la nación misma. Es preciso que la nación pueda sacar partido de cada uno de sus
miembros, según las facultades propias de cada uno de ellos. Si estuviese probado que el sistema del voto
plural responde con mayor plenitud a las exigencias del interés general, el principio de la igualdad no sería
suficiente para obstaculizar su adopción. La verdadera objeción que debe oponerse al voto plural es que en
el régimen de elección mayoritaria, que ha prevalecido hasta hoy en Francia, se presume como más digno
de ser elegido el que ha sido designado por el mayor número de votantes; desde este punto de vista, es el
1152
número de sufragios individuales, y no la cualidad respectiva de los electores, lo que debe decidir la
elección.
4
No debe perderse de vista que, a diferencia de lo que ocurrió en Inglaterra, donde el régimen
parlamentario se fundó en la división del país en dos partidos opuestos y se desarrolló en el sentido del
gobierno de partido, la Revolución francesa basó el derecho público que es obra suya en el concepto de la
unidad indivisible del cuerpo de ciudadanos; y este concepto unitario dejó una huella profunda en el espíritu
político y en las instituciones del pueblo francés. Así es como, hablando de "voluntad general" (Declaración
de derechos de 1789, art. 6: de 1793, art. 4; del año m, art. 6), los textos revolucionarios reducen la voluntad
de la nación a la unidad, a pesar de la diversidad de opiniones que puede existir entre los grupos y los
partidos. Igualmente, el régimen electoral de la época revolucionaria se basa en la idea de que los diputados
son los elegidos de la nación entera (ver las notas de las pp. 926, 933 s., 934 s., supra). Estas opiniones
unitarias conducen lógicamente al régimen mayoritario y excluyen la elección proporcional.
5
Dado este concepto, se hace imposible tener en cuenta la consideración tantas veces invocada por los
proporcionalistas, a saber, que el mérito de los candidatos escogidos como capaces por la mayoría no
excluye el mérito de los candidatos designados, también como capaces, por la minoría. En efecto, el sistema
mayoritario no se funda en la idea de que los candidatos que han obtenido mayor número de sufragios son
los únicos capaces, sino en realidad en la presunción de que son los más calificados, y a este título es como
han de triunfar sobre sus concurrentes. Por otra parte, esta manera de comprender el régimen mayoritario
excluye uno de los argumentos que a veces se han presentado para su justificación. "Si —se ha dicho el
poder legislativo estuviese ejercido directamente por el pueblo, únicamente la mayoría legislaría" (Esmein,
Éléments, 7° ed., vol. I, p. 328). Del mismo modo, es natural que ella sola nombre a los representantes. Este
argumento no es decisivo. En el caso del referendum, la aplicación del principio mayoritario constituye
verdaderamente una necesidad de hecho. Por el contrario, en lo que concierne al nombramiento de los
diputados, el procedimiento de la elección proporcional es perfectamente concebible y pratioable. Si, bajo el
régimen mayoritario, la elección es como el voto directo sobre la adopción de la ley, tenida por indivisible,
de ningún modo es porque sea indivisible en sí, sino que ello puede explicarse, entre otras causas, por el
motivo, muy razonable, de que la elección hecha por la mayoría constituye un procedimiento de designación
que se halla conforme con el espíritu del gobierno representativo.
1153
6
Según Esmein, loe. cit., p. 310, la ley de la mayoría debe aceptarse de plano porque "no favorece a nadie
de antemano y coloca a todos los^votantes al mismo nivel". Esta proposición es exacta si con ella quiere
significarse que la mayoría se compone de ciudadanos que han votado en la misma calidad que los de la
minoría; en este sentido es evidente que la ley de la mayoría no erra privilegio alguno comparable a aquellos
que resultarían del nacimiento, la fortuna o el saber. Pero no por ello es menos cierto, por otra parte, que,
desde antes de las elecciones, uno de los partidos entre los cuales se divide el cuerpo electoral, debido a su
número, tiene la seguridad de ser el único que ejercerá la influencia del país en la legislatura venidera; y este
monopolio, asegurado por anticipado a una de las fracciones del cuerpo electoral con exclusión de todas las
demás, constituye un favor discutible en un régimen que pretende proporcionar al país, gracias a las
elecciones, el medio de dar a conocer su sentir sobre la política en curso.
1154
se presentan como tan diferentes, en realidad no constituyen más que una sola.
Una de dos: o el derecho de eligir, ya se le considere como una simple facultad de
designar diputados, ya como una consecuencia del derecho a ser representado,
tiene por titular el cuerpo de los ciudadanos activos tomado en su conjunto, y
entonces el elector, miembro de una minoría que no consigue hacer triunfar a su
candidato, no puede quejarse de que su derecho individual haya sido violado; o,
por el contrario, cada elector tiene la seguridad, gracias a la elección proporcional,
de contribuir al nombramiento efectivo de un candidato y, en la asamblea electa,
de poseer un diputado a cuya elección haya cooperado individualmente. Pero, en
este caso, el poder individual conferido y garantizado a cada uno de los electores
sólo puede explicarse satisfactoriamente por la idea de que cada uno de ellos
tiene personalmente un derecho a ser representado •—en el sentido propio de la
palabra— en dicha asamblea, pues semejante poder individual implica
necesariamente que la Constitución ha querido hacer depender las decisiones que
adopte la asamblea de un procedimiento de formación en el cual cada elector
habrá de ejercer, por medio de su propio diputado, determinada parte respectiva
de influencia real.
7
Tal parece haber sido también el sentir de Saleilles (Nouvelle Revue historique, 1899, p. 604), el cual,
después de analizar y aprobar la doctrina de Saripolos, acaba reconociendo que "en realidad, toda esta
construcción científica conduce a un puro desiderátum psicológico: substituir en el espíritu de los electores y
de los elegidos la idea de representación por la idea de elección propiamente dicha". Sólo sfe trata, pues, en
suma, de producir en los electores un cambio de mentalidad. Espera dicho autor, sin embargo, que a causa
de esta substitución, el elegido quedará más independiente con respecto a sus electores. Semejante
esperanza no parece muy fundada. Un régimen electoral que se basa en el principio de que todo elector
debe tener su propio diputado, lógicamente sólo puede fortalecer, en el cuerpo electoral, la creencia y la
pretensión al derecho, a favor de los ciudadanos, de ser representados efectivamente por sus diputados
personales. La elección proporcional es una institución esencialmente democrática, y que, por ello mismo,
se conciba difícilmente con las tendencias casi aristocráticas que originariamente se hallaban contenidas en
el régimen llamado representativo. Por su misma naturaleza, está destinada a evolucionar en el sentido de
la democracia directa. Duguit, que se declara partidario de la elección proporcional (Traite, vol. I, p. 377), no
disimula el verdadero fundamento y el alcance de esta institución: "E s necesario —dice (ibid., p. 298) — que
el sistema electoral asegure una representación de todos los individuos que componen la colectividad
representada. Por esta razón, el sistema mayoritario es absolutamente antinómico a la noción de la
representación." Y también (p. 379) : "S i la nación misma expresara directamente su voluntad, nos
hallaríamos ante la nación compuesta de sus diferentes partidos. Es necesario, pues, que el Parlamento se
componga de los mismos elementos que la nación y que los partidos que existen en la nación se encuentren
en el Parlamento." Estos son conceptos que pueden defenderse en muchos aspectos, pero que
evidentemente no se relacionan con las tradiciones del régimen llamado representativo; y es evidente
también que la elección proporcional, así motivada y orientada, se confunde con la representación
proporcional.
1157
poder de decisión, sino que simplemente tienden a asociar a todos los grupos de
ciudadanos e incluso a todos los electores a las deliberaciones que preceden, en
la asamblea electa, a la votación de las decisiones; y esto en el sentido de que
cada categoría de electores, en el curso de estas deliberaciones, podrá expresar,
por medio de su respectivo diputado, su opinión particular, sus peticiones
especiales, así como los motivos en que se funda. Al recoger así todos los
pareceres, la asamblea estatuirá después y, sin dejar de tener en cuenta todas las
consideraciones invocadas durante la discusión, decidirá finalmente por mayoría
de votos. En el momento de la adopción de las decisiones, en efecto, se impone el
procedimiento mayoritario, y entonces es inevitable que la minoría se someta a la
voluntad del mayor número; así ocurre incluso en la democracia directa en el caso
de referendum. Pero es necesario que dicha minoría haya sido consultada y que
haya podido expresar su parecer. En el sistema de la representación mayoritaria
se le niega incluso esta posibilidad. Unicamente el sistema de la representación o
de la elección proporcional puede impedir esta exclusión total de la minoría y
mantener la igualdad entre todas las fracciones del cuerpo electoral, y la mantiene
asociándolas, por lo menos, a la deliberación. Por ello los proporcionalistas
declaran que, si la ley de la mayoría es el principio de las decisiones, la
proporcionalidad es el principio de las elecciones. De ahí la máxima tan
frecuentemente repetida: La decisión para la mayoría; la elección para todos
(Saripolos, op. cit., vol. n, pp. 126 ss.).
Pero, a decir verdad, esta máxima no es sino la reproducción de una
doctrina de la que ya se ha hablado y que pretende que la asamblea de los
diputados tiene sucesivamente por función representar a los electores en el
momento de la deliberación y decidir por cuenta de la nación en el momento de la
votación. La falsedad de este concepto ha sido demostrada ya (ver n. 29, p. 1053).
En el régimen llamado representativo, la asamblea electa no funciona de ningún
modo como asamblea consultiva o representativa; en ningún momento tiene por
misión propia averiguar cuáles son los elementos diversos y heterogéneos que
constituyen la voluntad del cuerpo electoral; sino que, en el momento de su
reunión, sólo puede concebirse, en este régimen, como un órgano de la nación,
como el órgano exclusivo por el cual la nación puede querer regularmente. Por
tanto, en ningún momento, ni siquiera en la época de las elecciones, cabe
preocuparse de asegurar, en el seno de la asamblea, una representación de todas
las opiniones o de todos los intereses. Tal vez sea demasiado absoluto decir que
la asamblea "debe construirse y componerse según el principio mayoritario, para
asegurar el derecho de decisión que corresponde a la mayoría" (Esmein,
Éléments, 7* ed., vol. I, p. 331); pues
1159
dicha fórmula, al mismo tiempo que parece hacer depender la voluntad nacional
de una pura cuestión numérica, induce también a pensar que las elecciones
constituyen ya, por parte del cuerpo electoral, un principio de decisión, puesto que
son un principio de formación de la mayoría; semejante idea sería evidentemente
contraria al espíritu del régimen representativo. Pero, en todo caso, si las
elecciones, en este régimen, no tienen por objeto especial constituir una mayoría,
tampoco están destinadas a proporcionar representantes o elegidos especiales de
la minoría. Sólo constituyen una elección de personas. Estas personas son
designadas para deliberar sobre los asuntos de la nación. Forman su opinión, no
ya sobre la de sus electores respectivos, sino mediante un examen objetivo de los
intereses nacionales que tienen a su cargo. Unicamente después de dicho
examen se originarán una mayoría y una minoría. Por último, si el acontecimiento
no justifica la confianza que los electores habían puesto en sus elegidos, el cuerpo
electoral realizará otra selección cuando lleguen cambios de legislatura. Así es
como ocurrirían las cosas si el gobierno representativo hubiera permanecido
intacto. Pero hay que reconocer que, en este aspecto, la obra de la Revolución ha
sido profundamente alterada y que, por consiguiente, los proporcionalistas tienen
muy cumplidas razones para reclamar la elección proporcional. Solamente que no
tienen fundamento para reclamarla en nombre del gobierno representativo.
436. El día en que esta reforma —ya iniciada en Francia por la ley de 12 de
julio de 1919— haya sido totalmente realizada será cierto decir que cada elector
es un órgano estatal,8 por lo menos en el sentido de que cada uno podrá elegir un
diputado e influir así en las deliberaciones de que saldrán las decisiones de la
asamblea electa. Pero, mientras las elecciones continúen haciéndose conforme a
los principios del régimen representativo, es decir, según el procedimiento
mayoritario —que se encuentra, en suma, mantenido por la ley de 1919, puesto
que dicha ley asegura todavía su preponderancia—, será imposible considerar a
cada elector individualmente como órgano. Pues en el actual estado de cosas, el
derecho electoral sólo consiste, en principio, para el elector, en el poder de
concurrir a constituir el cuerpo electoral y participar en la consulta general
destinada a dar a conocer la voluntad de dicho cuerpo. El elector tiene un derecho
subjetivo; pero lo que posee subjetivamente sólo es el derecho de voto y no el de
elegir; este último, de un modo general, reside en el cuerpo de los ciudadanos
activos, el cual, aunque dividido entre múltiples colegios, aparece por el momento
como siendo única
8
El cuerpo electoral, en el sistema de la elección proporcional, no sólo será ya un órgano colegiado, sino un
órgano complejo, constituido por tantas unidades orgánicas como ciudadanos haya que tengan el derecho
individual de elegir.
1160
CAPITULO IV
E L PODER CONSTITUYENTE
SECCION I
439. Una vez situada en este terreno, la cuestión del poder constituyente se
resuelve, digámoslo así, por sí misma. En derecho privado, el estatuto corporativo
de una asociación sólo puede ser obra de los individuos por los cuales y entre los
cuales está fundada la asociación. Indudablemente, una vez constituidos en
sociedad, los asociados, por el hecho de su organización corporativa, se
encuentran reunidos en un grupo unificado que en adelante puede querer por sus
órganos estatutarios y que se convierte así en un sujeto especial de voluntad y de
derechos propios. Pero la organización estatutaria misma tiene por elemento
generador, en sus comienzos, una voluntad anterior a la voluntad social y
extrínseca a la persona social, que es la voluntad de los fundadores del grupo
como individuos. Parece que los mismos conceptos deben admitirse en lo que
concierne al Estado. El estatuto orgánico por el cual una pluralidad de hombres,
que concurren a formar una misma nación, se constituyen en un cuerpo estatal
unificado, debe lógicamente ser obra de estos mismos hombres. En otros
términos, la soberanía primaria, el poder constituyente, reside esencialmente en el
pueblo, en la totalidad y en cada uno de sus miembros.
En esta teoría se reconocen los principios característicos de la doctrina del
Contrato social. Y en efecto, la idea general que aparece en el fondo de toda esta
argumentación es que la Constitución es el acto mediante el cual los ciudadanos
convienen en fundar entre sí al Estado por medio de la creación de la organización
nacional, y por tanto un acto contractual. Resulta también de esto que toda
Constitución nueva constituye una especie de nuevo contrato social, contrato en
cuya renovación es necesario que cada miembro de la nación intervenga de una
manera efectiva, con el fin de operar, mediante el consentimiento de todos, la
reorganización de la asociación nacional.1 Estas ideas de Rousseau ejercieron
una gran influencia en los hombres de la Revolución; y aparecen sobre todo en
ciertos discursos pronunciados en la Convención (Esmein, Éléments, 7a ed., vol. I,
p. 412; Zweig, Die Lehre vom pouvoir constituant, p. 343). Al menos, según la
doctrina expuesta ante la Convención por varios de sus miembros, la creación de
la Constitución se suponía esencialmente la conclusión de un pacto social, pacto
del que el acto constitucional, en efecto, no era sino su consecuencia y su
aplicación. Este pacto sólo.
1
Rousseau especifica que este consentimiento ha de ser unánime. Contrat social, lib. IV, cap. n: "Sólo existe
una ley que, por su naturaleza, exija un consentimiento unánime: el pacto social. Considerations sur le
gouvernement de Pologne, cap. ix: "L a unanimidad ha sido requerida por el derecho natural de las
sociedades para la formación del cuerpo político y para las leyes fundamentales que dependen de su
existencia... Ahora bien, la unanimidad requerida para establecer estas leyes debe serlo también para su
derogación. Por lo tanto, he aquí puntos sobre los cuales el liberum veto puede seguir subsistiendo."
1164
2
Ver, por ejemplo, el discurso del convencional Valdruchc (sesión del 15 de abril de 1793): "Antes de
presentar al pueblo las consecuencias del contrato social, es decir, una Constitución, hemos de presentarle
las bases de dicho contrato, decirle cuál será la cuota de libertad individual, la porción de sacrificios
particulares que habrá de constituir la libertad política de Francia. Habéis de conceder esas bases al pueblo.
En ellas solamente podrá reconocer y apreciar las ventajas del nuevo régimen, de las que no podría juzgar
en la exposición metafísica de una Declaración de derechos. Pido que se trate inmediatamente de la
redacción de las bases de un contrato social" (Archives parlementaires, 1ª serie, vol. LXII, p. 121). En la
sesión de 17 de abril, Romme decía igualmente, al someter a la Convención un proyecto de Declaración de
derechos, que cabe distinguir la Declaración, que "proclama los títulos del hombre al mejor modo de gozar
de la vida", y la "constitución del cuerpo social", que es "el modo convenido para gozar de todos sus
derechos; la expresión de la voluntad general para vivir socialmente de una manera determinada; las
condiciones del pacto; un contrato por el cual cada uno se compromete hacia todos y todos hacia cada uno"
(Archives parlementaires, loe. cit., p. 264). Estas ideas fueron precisadas y desarrolladas especialmente por
Isnard que, en la sesión de 10 de mayo de 1793, estableció claramente la distinción que debe hacerse y el
orden cronológico que debe seguirse entre la Declaración de derechos, el pacto social y el acto
constitucional: "Debe reconocerse en primer lugar cuáles son los derechos naturales de todos y
proclamarlos... Inmediatamente después de la Declaración de derechos, proceder a redactar la Constitución,
decretándola por mayoría de votos, supone la violación de todos los derechos de los asociados-Para seguir
el orden natural de la organización social, hay que proceder, antes de toda ley constitucional, a la redacción
de un pacto social. Este acto debe ser intermedio entre la Declaración de derechos, que le sirve de base, y la
Constitución, a la que sirve de barrera y regulador... Si el pacto social difiere de una simple Declaración de
derechos, difiere más aún de un acto constitucional. Hacer un pacto social es redactar el instrumento
mediante el cual cierto número de personas consienten en formar una asociación con tales o cuales
condiciones previas. Hacer una Constitución, por el contrario, es únicamente determinar la forma de
gobierno o el establecimiento público que ha de regir la sociedad constituida. El uno crea la sociedad, el otro
la organiza. Finalmente, existe entre estos dos actos la diferencia de que la Constitución se decreta por
simple mayoría de sufragios, y comprobada esta mayoría, se hace obligatoria para todos, mientras que el
pacto social debe ser consentido por unanimidad de sufragios, es decir, que todos aquellos que reclamen no
están comprometidos" (Archives parlementaires, vol. LXIV, pp. 417 ss.). En cuanto al carácter inicial y
fundamental de la Declaración de derechos, idénticas ideas habían sido expuestas ante la Constituyente, por
ejemplo por Desmeunier, que sostenía que "es necesario redactar previamente una Declaración de
derechos, que precederá a la Constitución francesa, es decir, una declaración de los principios aplicables a
todas las formas de gobierno", pues "la declaración —decía— contendrá los verdaderos principios del
hombre y el ciudadano. Los artículos de la Constitución sólo serán las consecuencias naturales de ella"
(Archives parlementaires, vol. vm, p. 334). Las mismas ideas defiende, todavía hoy, Duguit (Traite, vol. II, pp.
13 ss.), que sostiene que las Declaraciones de derechos, "en la doctrina individualista que se encuentra aún
en la base de nuestro derecho positivo", deben tenerse por distintas de la Constitución a la que preceden y
dominan.
1165
3
Sieyés lo explica especialmente en la "Exposición razonada" que presentó al comité de Constitución, en 20
y 21 de julio de 1789, con objeto de justificar las bases de su proyecto de Declaración de derechos del
hombre y el ciudadano: "L a Constitución comprende a la vez la formación y la organización interiores de los
diferentes poderes públicos, su necesaria correspondencia y su independencia recíproca. Tal es el verdadero
sentido de la palabra Constitución: se refiere al conjunto y a la separación de los poderes públicos. A'o es la
nación la que se constituye, sino su establecimiento político. La nación es el conjunto de los asociados,
iguales todos en derechos y libres en sus comunicaciones y en sus compromisos respectivos. Los
gobernantes, por el contrario, constituyen, en este único aspecto, un cuerpo político de acción social. Ahora
bien, todo cuerpo precisa organizarse, limitarse y. por consiguiente, constituirse. Así pues, y repitiéndolo
una vez más, la Constitución de un pueblo no es ni puede ser más que la Constitución de su Gobierno y del
poder encargado de dar leyes lo mismo al pueblo que al Gobierno. Los poderes comprendidos en el
establecimiento público quedan todos sometidos a leyes, a reglas, a formas que no son dueños de variar"
(Archives parlementaires, 1° serie, vol. vm , p. 259). Ver sobre la doctrina de Sieyés, n' 452, injra.
4
En la exposición que precede a su proyecto de Declaración de derechos, Sieyés decía a este respecto (21 de
julio de 1789) : "No es necesario que los miembros de la sociedad ejerzan individualmente el poder
constituyente, sino que pueden entregar su confianza a representantes, que sólo se reunirán para dicho
objeto, sin poder ejercer por sí mismos ninguno de los poderes constituidos (Archives parlementaires, eod.
loe). Cf. Zweig, op. cit., p. 132.
1166
Pero, aparte esta reserva, la separación del poder constituyente y los poderes
constituidos, según su doctrina, había de establecerse y funcionar en el cuadro y
bajo el imperio del régimen representativo.
No obstante, esta extensión de la representación a la labor constituyente
era ilógica. Así, en el momento en que nos colocamos en el punto de vista
indicado por Sieyés, nos vemos obligados a reconocer que el régimen
representativo, si bien se concibe para los actos corrientes de la soberanía
constituida, no puede adaptarse al acto fundamental de creación de la
Constitución. Según la teoría de la soberanía popular, en efecto, por la
Constitución es precisamente como el pueblo consiente en el régimen
representativo y abandona el gobierno directo; por ella se da a sí mismo
representantes, por ella declara someterse a la voluntad que habrá de ser
enunciada por ellos en su nombre, por ella hace suyas previamente sus
decisiones. La representación política deriva de la Constitución; por lo tanto la
presupone, y por consiguiente, no puede servir para confeccionarla. Además, si
bien es verdad que la confección de una nueva Constitución implica una
renovación del contrato social, existe una razón decisiva que excluye toda
posibilidad de representación del pueblo en este contrato: la de que el pueblo, en
el momento de realizar semejante pacto, se encuentra en estado inorgánico y no
posee representantes, porque nadie tiene aún cualidad para representarlo. Las
Constituciones revolucionarias posteriores a la de 1791 lo comprendieron así,
pues a diferencia de la Constitución de 1791, que concedía el poder constituyente,
de manera exclusiva, a la legislatura renovada a dicho efecto, no se contentaban
con atribuir este poder a representantes especiales, sino que, partiendo del
principio de la soberanía popular, desde 1793 hasta el año VIII exigieron para la
perfección de toda nueva Constitución una votación popular, o sea la sanción
constituyente del pueblo.
441. ¿Qué debe pensarse de la teoría que parte de la idea de que la
soberanía constituyente reside en principio en el pueblo? Para apreciar el valor de
esta teoría conviene considerar, ante todo, la primera Constitución del Estado,
aquella en la cual se originó. Acabamos de ver que existe, respecto de esta
Constitución inicial, una doctrina muy extendida que se esfuerza en descubrirle
una base jurídica y que pretende hallar dicha base en las voluntades individuales
de los hombres que componen la nación. Pero esta doctrina se basa en un error
fundamental, que es de idéntica naturaleza al que vicia la teoría del Contrato
social. El error es, en efecto, creer que sea posible dar una construcción
1167
5
Ver en el mismo sentido las observaciones de Berthélemy en la Revue du droit public, W15, pp. 667-668,
675. Declara Berthélemy que, para discutir sobre "el fundamento de la autoridad política", no hay que
remontarse a los períodos de formación originaria de esta autoridad, períodos que Berthélemy llama
"épocas de confusión"; sino que hay que fijar el examen sobre "el Estado organizado provisto de un
Gobierno reconocido". Sólo a partir de este momento puede el jurista empezar a examinar el Estado y a
analizar su estatuto y su esencia jurídicos. Y ello porque, como dice también muy acertadamente
Berthélemy, únicamente a partir de este momento es cuando el "estado de hecho" que llegó a establecerse
en el momento de la organización inicial de la comunidad estatal y por efecto de su definitiva y duradera
consagración constitucional, se encontró "transformado en estado de derecho". Es tanto como decir que el
Estado, en su forma primera, no es una creación jurídica, no es el producto de un orden jurídico
determinado. El derecho sólo se aplica al Estado, una vez creado éste, para sostener y proteger mediante
contrafuertes la construcción estatal no edificada por él.
6
Entiéndase bien que la posibilidad de una organización estatal fundada en la fuerza o en una voluntad que
no presentara el carácter de voluntad nacional, queda excluida en Francia, pues es inconciliable con el
concepto de soberanía de la nación, que es la base de todo el derecho público francés. Cuando la Asamblea
nacional de 1789 puso manos a la obra para dotar al pueblo francés de una Constitución, que adquiría en
aquella época y que ha conservado desde entonces un carácter originario en el sentido de que esta
Constitución renovaba totalmente la organización del Estado francés, ya se había admitido y formulado el
principio de que, en Francia, la soberanía es un poder esencialmente nacional, que no puede residir en un
individuo o en un grupo en particular. Este principio, proclamado previamente a toda Constitución positiva,
debía constituir desde entonces el punto de partida de toda la organización constitucional por elaborar.
Tanto en lo que concierne al poder constituyente como en lo que se refiere al orden de los poderes
constituidos, excluía cualquier sistema orgánico que pudiera implicar un acaparamiento en provecho de
algunos sobre la potestad de la que sólo es titular la universalidad nacional. Desde el punto de vista
internacional, es decir, en el terreno de la teoría general del Estado, el derecho público francés se vio
efectivamente obligado, a veces, a reconocer la existencia de Estados que debían a la fuerza su fundación;
desde su propio punto de vista, el derecho público interno de Francia, desde sus orígenes modernos,
1169
condenó y repudió la fuerza como modo de formación de la nación y de su organización estatal. Según el
principio de la soberanía nacional, los órganos estatales de toda clase, empezando por el órgano
constituyente, deben tener el carácter de órganos nacionales, en el sentido de que, bien sea por efecto de
sus relaciones con el cuerpo nacional, bien de su estructura o composición, las voluntades que expresen
pueden considerarse como de la misma naturaleza que las que se deducirían del conjunto de la nación si
ésta pudiese apreciar directamente sus intereses y formular consecuentemente sus voluntades.
1170
7
Por ello “Haurioii, Principes de droit pablic, 1ª ed., pp. 120 ss.. hace observar que la misma Revolueión de
1789 de ningún modo "renovó" ni "interrumpió" la personalidad jurídica del Estado francés.
1171
8
Decreto del 10 de agosto de 1792: "Considerando que el cuerpo legislativo no debe ni puede manchar su
autoridad con ninguna usurpación; que, en las circunstancias extraordinarias en que lo han colocado
acontecimientos imprevistos por todas las leyes, no puede conciliar lo que debe a su fidelidad
inquebrantable a la Constitución, con su firme resolución de sepultarse bajo las ruinas del templo de la
libertad antes que dejarla perecer..."
9
"En 1830 —dice Esmein, Éléments, 7" ed., vol. i, p. 579, n.— no se consideró que la Constitución se había
derrumbado por completo: sólo el trono quedó vacante, y la Carta fué simplemente revisada." Esta
apreciación es discutible. En realidad, la transformación constitucional que se operó en 1830 tuvo mayor
alcance que una simple revisión. La Carta de 1814 se fundaba en un principio de soberanía monárquica, y
desarrollaba las consecuencias de dicho principio. La Carta de 1830 restaura el sistema de la soberanía
nacional, como se desprende de la Declaración votada por las dos Cámaras el día 7 de agosto. El mismo
Esmein reconoce (loe. cit., p. 584) que se trataba de una "transformación radical". De la diferencia que
separaba a las dos Cartas en cuanto a su fundamento respectivo resultaba, en efecto, que, incluso aquellas
de sus disposiciones concebidas en términos idénticos, tomaban en cada una de ellas un significado muy
diferente. Puede decirse, pues, que, con la Revolución de Julio, la Carta de 1814 había sido anulada
totalmente.
1172
nada queda de ella (Esmein, Éléments, 7ª ed., vol. i, pp. 579 ss., vol. ii, pp. 3 ss.);
y por consiguiente, no podrá proporcionar órganos para la confección de la
Constitución futura. El pueblo ya no tiene "representantes" regulares. Así pues,
entre la antigua Constitución, de la que se hizo tabla rasa, y la nueva Constitución,
que hay que hacer por entero, ya no existe lazo jurídico alguno; antes al contrario,
existe entre ambas una solución de continuidad, un interregno constitucional, un
intervalo de crisis, durante el cual la potestad constituyente de la nación no tendrá
más órganos que las personas o cuerpos que, a favor de las circunstancias, hayan
conseguido apoderarse de ella. En suma, la cuestión del poder constituyente se
presenta aquí en los mismos términos que en la época de la formación originaria
del Estado: se reduce a una cuestión de hecho y deja de ser una cuestión de
derecho.
Hay que abandonar, pues, esta primera hipótesis, en la cual la devolución y
el ejercicio del poder constituyente no están regidos por el derecho, pues en la
ciencia del derecho público no hay lugar para un capítulo consagrado a una teoría
jurídica de los golpes de Estado, de la revolución y de sus efectos.10 Y por
consiguiente, conviene fijarse únicamente en un segundo caso, que es el de la
reforma pacífica, regular, jurídica en una palabra, de la Constitución vigente.
445. Esta reforma puede ser más o menos extensa; puede tener por objeto,
bien revisar la Constitución en algunos puntos limitados, bien derogarla y
reemplazarla totalmente. Pero cualquiera que sea la importancia de este cambio
constitucional, sea total o parcial, habrá de operarse según las reglas fijadas por la
misma Constitución que se trata de modificar. Y en efecto, desde el momento en
que se hace abstracción de la revolución y de los golpes de Estado, que son
procedimientos constituyentes de orden extrajurídico, hay que reconocer que el
principio de derecho que se impone en una nación organizada es que la creación
de la nueva Constitución sólo puede ser regida por la Constitución antigua, la cual,
en espera de su derogación, permanece aún vigente; de tal modo que la
Constitución nueva nace en cierto modo de la antigua y la sucede,
encadenándose con ella sin solución de continuidad.11
10
Rousseau (Contrato social, lib. II , cap. VIII) compara las revoluciones con "enfermedades", que "realizan
con los pueblos lo que ciertas crisis realizan en los individuos". Ahora bien, el derecho, el orden jurídico, no
puede aplicarse eficaz y útilmente más que en medios sanos y equilibrados.
11
Esto significa que —como se ha pretendido a veces (ver por ejemplo Burckhardt, Kommentar der schweiz.
Bundesverfassung, 2' ed., p. 7) — la identidad del Estado sólo se conserva en tanto que su Constitución
actual se derive de su Constitución anterior. Ya se observó antes (pp. 62 y 76, supra) que los cambios de
Constitución no alteran esta identidad. Esta observación sigue siendo exacta incluso en el caso de que el
cambio se haya operado por vía extrajurídica. Cualesquiera que sean las transformaciones producidas en la
organización constitucional, cualesquiera que sean los medios por los que estas transformaciones se han
realizado, la colectividad nacional, que por cierto sigue siendo la misma, continúa teniendo una organización
unificante que asegura su unidad estatal; ahora bien, esta misma unidad constituye, por sí sola, el
fundamento de la personalidad del Estado. Por ello, la persona Estado, sin ser afectada en su continuidad y
su identidad, pasa por las revisiones en forma regular, así como por las revoluciones o crisis violentas que
tienen por efecto modificar o alterar la Constitución del Estado.
1174
12
La cuestión de saber en qué medida puede o debe asociarse el pueblo al ejercicio del poder constituyente
no es, pues, en sí una cuestión de orden jurídico, sino realmente de orden político. Esta cuestión tuvo en
1875 una solución negativa. La Constitución de 1875 no hace intervenir directamente a los ciudadanos en la
obra constituyente de revisión, sino que se colocó en el punto de vista de que la intervención del pueblo en
tal materia políticamente no se impone ni jurídicamente es indispensable. Los constituyentes de 1875 se
dejaron influir evidentemente, a este respecto, por el mal recuerdo que en Francia dejaron los numerosos
plebiscitos que se sucedieron desde 1793 a 1870. La institución del plebiscito lleva en sí un vicio
particularmente grave cuando tiene por objeto, como en el sistema imperialista, delegar la soberanía en un
hombre u obligar al pueblo a aceptar una Constitución que excluye después a los ciudadanos de la
participación en el ejercicio de los poderes constituidos. En este caso, el plebiscito equivale a una abdicación
del pueblo y no es sino un medio de confiscar la soberanía nacional. Además, el plebiscito tiene un
inconveniente general, que resulta de que dicha forma de consulta se reduce a solicitar del pueblo un voto
afirmativo o negativo, y ello en bloque, de un modo indivisible, sin enmienda posible. En estas condiciones,
el voto popular ya no es suficientemente libre, porque el pueblo se encuentra en la alternativa de rechazar
totalmente una Constitución, si le desagrada en un punto cualquiera, o de adoptarla por entero, a pesar tal
vez de graves defectos. En Francia, por ejemplo, los nueve plebiscitos que se efectuaron antes de 1875, en
general, tuvieron el carácter de aceptación forzada. En efecto, como no se ofrecía al pueblo elegir entre
varias Constituciones, no tuvo más remedio, en cada cambio de régimen, que adoptar la única que se le
presentaba, y ello quizás por temor a permanecer por más tiempo en la incertidumbre y el desorden
constitucionales. Así se explica que el pueblo francés se haya apresurado siempre a adoptar, por enormes
mayorías, las Constituciones que le fueron sometidas durante ese período de su historia. Pero la historia del
plebiscito en Francia prueba también que allí esta institución casi no tiene valor, puesto que se han podido
hacer ratificar de esta manera por el pueblo todas las Constituciones, por diversas y poco duraderas que
fuesen. Es justo reconocer que estas críticas se refieren especialmente al plebiscito, pero no se extienden al
referendum constituyente aplicado a la revisión de Constituciones estables, que no nacieron mediante
golpes de Estado o acontecimientos desordenados, sino que fueron fundadas por la libre voluntad del
pueblo y que de esta misma voluntad esperan su mejoramiento progresivo.
1175
16
"Nosotros, representantes de la nación francesa, convocados por el Rey, reunidos en Asamblea nacional,
en virtud de los poderes que nos fueron confiados por los ciudadanos de todas las clases y encargados
especialmente por ellos de establecer la Constitución de Francia y de asegurar la prosperidad pública,
declaramos y establecemos, por la autoridad de nuestros comitentes, como Constitución del Imperio
francés, las máximas y reglas fundamentales y la forma de gobierno, tal como serán expresadas a
continuación..." (Archives parlementaires, vol. VIII, p. 285; cf. p. 289)
17
"Los representantes de la nación francesa, reunidos en Asamblea nacional, reconocen que, por sus
mandatos, tienen el encargo especial de regenerar la Constitución del Estado. "E n consecuencia, y con este
título, van a ejercer el poder constituyente; y sin embargo, como la representación actual no está
rigurosamente de acuerdo con lo que exige semejante género de poder, declaran que la Constitución que
van a darle a la nación, aunque provisionalmente obligatoria para todos, no será definitiva sino después de
que un nuevo poder constituyente, convocado extraordinariamente para este solo objeto, le haya otorgado
un consentimiento que reclama el rigor de los principios.
"Los representantes de la nación francesa, ejerciendo desde este momento las funciones del poder
constituyente, consideran que..." (Reconocimiento y exposición razonada de los derechos del hombre y el
ciudadano, leída el 20 de julio de 1789 en el comité de Constitución, Archives parlementaires, vol. vm , p.
256; cf. la Declaración de los derechos del hombre presentada por Sieyés el 12 de agosto de 1789, ibid., p.
422).
1178
18
Esta verdad encuentra hoy su demostración en el hecho de que los tratados de derecho público —
imitando en esto a la Constitución de 1791— sólo emprenden el estudio del poder constituyente en su
último capítulo y después de haber expuesto la organización y el funcionamiento de todos los demás
poderes públicos. Lejos, pues, de presentar la cuestión del poder constituyente como el problema
fundamental y primordial del derecho constitucional, la relegan en cierto modo al último plano y sólo se
ocupan de ella en último lugar, como si su solución hubiera de subordinarse a los principios establecidos
previamente para todo el resto de la organización estatal. Los términos en que se formula esta cuestión son
también muy significativos: en general se la trata, en la literatura actual, bajo el título "De la revisión de la
Constitución" (Esmein, Éléments, 7* ed., vol. n, p. 495; Duguit, Traite, vol. n, p. 515) ; los autores
constitucionales señalan claramente con ello que el problema del poder constituyente, desde el punto de
vista jurídico, no puede formularse sino bajo la forma de una cuestión de revisión de la Constitución vigente;
supone, pues, una Constitución preexistente y debe resolverse según las reglas mismas que, con vistas a su
revisión, formuló esta misma Constitución. Por último, es de notarse que —contrariamente a las teorías del
siglo XVIII, que consideraban al poder constituyente como la fuente de todos los demás poderes y al órgano
constituyente como el autor de todos los demás órganos estatales— los actuales tratados de derecho
público invierten el orden de los poderes y de los órganos; y en lo que se refiere a las relaciones de la
potestad legislativa con la potestad constituyente, por ejemplo, casi no muestran al Parlamento como la
creación de un poder superior, el poder constituyente, sino que, en sentido inverso, empiezan exponiendo
la organización del Parlamento y el funcionamiento de su potestad legislativa, y no es sino posteriormente
cuando llegan a buscar en qué medida las leyes constitucionales de revisión difieren, en el fondo o en la
forma, de las leyes ordinarias. Se verá más adelante que este método es también el que siguió la
Constitución de 1875 para reglamentar el ejercicio del poder constituyente.
1180
SECCION II
Según la Constitución de 1791 (tít. vil, arts. 4 ss.), cuando un voto de revisión ha
sido emitido por tres legislaturas sucesivas, la revisión se emprende por la cuarta
legislatura, aumentándose ésta, a dicho efecto, en 249 miembros y
transformándose así, con el nombre de "Asamblea de revisión" en una
Constituyente. La Constitución de 1793 (arts. 115-117) confiere el poder
constituyente a una Convención, que era asimismo distinta del cuerpo legislativo.
De igual modo, la Constituc'ón del año ni (arts. 338 ss.) confiere la función
constituyente a una asamblea especial llamada "Asamblea de revisión", que se
componía de dos miembros por departamento, elegidos del mismo modo que los
miembros del cuerpo legislativo, pero que sin embargo difería de este último:1 la
duración de esta asamblea en ningún caso podía exceder de tres meses, y le
estaba prohibido ejercer cualquier otro poder fuera de la revisión. La Constitución
del año III, así como la de 1793, exigían además que las decisiones de la
Asamblea de revisión fuesen ratificadas por el pueblo. La Constitución del año VIII
no se ocupaba de su revisión; pero creó un Senado conservador, al que
encargaba especialmente velar por las instituciones constitucionales; desde
entonces, y por una extensión inesperada de su papel conservador, se trató al
Senado como a un órgano predispuesto para un oficio constituyente, y de él se
sirvió el primer Cónsul para reformar la Constitución: el Consulado vitalicio en el
año x, y el Imperio en el año XII, fueron establecidos mediante senado-consultos.2
La Constitución del 14 de enero de 1852, volviendo a las tradiciones napoleónicas,
instituía igualmente (arts. 25 ss.) un Senado "guardián del pacto fundamental" y
que tenía el encargo, llegado el caso, de reformarlo. Según los términos del art.
31, "el Senado puede proponer modificaciones a la Constitución. Si la proposición
es adoptada por el poder ejecutivo, queda estatuida mediante un senado-
consulto". Se desprende de este texto que, tanto bajo el Segundo Imperio como
bajo el Primero, la Constitución sólo podía modificarse por el Senado mediante la
aprobación del jefe del Estado. Además, los cambios constitucionales quedaban
sometidos, en esa doble época, a la condición de la ratificación popular.3 En este
último
1
Así se deduce especialmente del hecho de que, según el art. 345, "los ciudadanos que son miembros del
cuerpo legislativo no pueden ser elegidos como miembros de la Asamblea de revisión". La Constitución de
1791 (tit. VII, art. 6) decia igualmente: "Los miembros de la tercera legislatura que haya pedido la
modificación no podrán ser elegidos para la Asamblea de revisión". Cf. en sentido inverso el decreto de 16
de mayo de 1791, por el que la Constituyente decidió que ninguno de sus miembros pudiese ser elegido
para la próxima Legislativa.
2
El senado-consulto orgánico del 16 termidor del año X (art. 54) cuidaba de especificar que "el Senado
reglamenta mediante un senado-consulto orgánico todo lo que no ha sido previsto por la Constitución y es
necesario a su funcionamiento".
3
El plebiscito que instituía el Consulado vitalicio precedió al senado-consulto del 14 termidor del año x, "que
proclama a Napoleón Bonaparte como primer Cónsul vitalicio". El año XII, el plebiscito referente a "la
herencia de la dignidad imperial" tuvo lugar después del senado-consulto del 28 floreal, que había
establecido y organizado el Imperio.
1183
4
Estas bases, propuestas en la proclama dirigida al pueblo francés el 2 de diciembre de 1851 por el
presidente Luis Napoleón, fueron ratificadas por el sufragio universal consultado a dicho efecto los días 20 y
21 de diciembre de 1851. En la nueva proclama al pueblo del 14 de enero de 1852 decía a este respecto Luis.
Napoleón: "E l Senado, de acuerdo con el Gobierno, puede modificar todo aquello que no es fundamental en
la Constitución; pero, en cuanto a las modificaciones a introducir en las bases primeras, sancionadas por
vuestros sufragios, sólo pueden convertirse en definitivas después de haber recibido vuestra ratificación."
5
Borgeaud, Établissement et revisión des Constitutions en Amérique et en Europe, p. 296, dice, habiendo de
Francia: "Un principio fundamental se desprende claramente de los precedentes y de los textos: la
Constitución sólo puede emanar de un poder constituyente superior B los poderes constituidos."
1184
Constitución, y por otra parte los poderes creados por la Constitución. A los
poderes ordinarios, legislativo, ejecutivo y judicial, pues, se opone y se superpone
un poder supremo y extraordinario, el cual, teniendo por objeto instituir todos los
demás, los domina y debe, dícese, ser distinto de ellos. Es lo que se puede llamar
el principio de la separación del poder constituyente y los poderes constituidos.6
¿Cuál es su fundamento?
6
Conviene observar, sin embargo, que, con excepción de la Constitución de 1793, que, en su art. 115,
reconocía al cuerpo de los ciudadanos el poder de solicitar y promover la revisión del acto constitucional y
que organizaba así la iniciativa constituyente popular, ninguna de las Constituciones francesas antes citadas
admitió íntegramente ni realizó en toda su amplitud el sistema de la separación entre el poder constituyente
y los poderes constituidos. En efecto, estas Constituciones hacen depender la apertura de la revisión de la
iniciativa y de la voluntad de órganos constituidos. Así, la Constitución de 1791 (tít. VII , arts. 2 ss.)
subordinaba la revisión a la condición de una votación repetida tres veces por tres legislaturas consecutivas.
Según la Constitución del año m (art. 337 ss.), el derecho de proponer la revisión correspondía al Consejo de
Ancianos; la proposición de los Ancianos había de ratificarse por el Consejo de los Quinientos; esta
proposición y esa ratificación debían emitirse por tres veces, quedando separadas unas de otras por
intervalos de tres años. Igualmente, la Constitución de 1848 (art. 111) reservaba la iniciativa de la revisión a
la Asamblea legislativa, no pudiendo ésta hacer uso de dicho poder sino en el último año de la legislatura.
Actualmente, a las Cámaras corresponde declarar que ha lugar a revisar las leyes constitucionales (ley
constitucional de 25 de febrero de 1875, art. 8) . Se ha hecho observar en repetidas ocasiones que,
reservando así el cuerpo legislativo la facultad de poner en movimiento el poder constituyente, las
Constituciones desconocieron el principio de la soberanía nacional (Laboulaye, Questions constitutionnelles,
pp. 136 55., 186 ss.). En su Analyse raisonnée de la Constilution jrancaise, publicado en 1791, Clermont-
Tonnerre criticaba ya a este respecto el sistema constituyente establecido en esa época por el tít. vn de la
Constitución. Este título, declaraba, presenta una singular inconsecuencia, ya que empieza por reconocer a
la nación el derecho imprescindible de cambiar su Constitución y más adelante concede exclusivamente al
cuerpo legislativo el poder de iniciar la revisión. "Es evidente —decía Clermont-Tonnerre— que si un solo
poder recibiese el derecho de promover la revisión y de fijar sus puntos, sólo en su ventaja haría uso de él...
La forma de revisión está combinada de manera que fortalezca la autoridad, tan imponente ya, del cuerpo
legislativo; convierte en eternos todos aquellos vicios de los que no se quejará, y en precarios todos los
artículos constitucionales que pueden retenerlo aún dentro de algunos límites... La Asamblea nacional eligió
una forma de revisión que tiende a aumentar continuamente el poder excesivo de las legislaturas y que
jamás reforma ni uno solo de los abusos de los cuales puede sacar ventaja" ((Euvres, París, 1791, vol. iv, p.
404).
El régimen constituyente de 1791 se presta tanto más a la crítica cuanto que, según dicha
Constitución (tít. VII, art. 7), la Asamblea de revisión había de limitarse a estatuir sobre aquellos objetos que
le fueron sometidos por la votación uniforme de las tres Legislaturas precedentes (cf. Constitución del año
ni, art. 342, y Constitución de 1848, art. 111). La Constitución de 1791, en efecto, no preveía ni autorizaba
sino revisiones parciales y limitadas; excluía la posibilidad de una revisión total; por lo menos, retiraba a esta
última la posibilidad de realizarse de manera regular, pacífica y jurídica (Laboulaye, op. cit., pp. 163 ss.;
Zweig, op. cit., p. 305). Así se desprende del art. 7, antes citado, del tít. VII. No se contenta ese texto con
restringir la competencia de las futuras asambleas de revisión a los objetos determinados por el voto de las
legislaturas que a ellos se hayan referido, pues especifica que "los miembros de la Asamblea de revisión
habrán de prestar individualmente el juramento de mantener, además, con todo su poder, la Constitución
del Reino, decretada por la Asamblea nacional constituyente en los años de 1789-1791". Así pues, la
extensión de la revisión había de depender de la voluntad de las legislaturas; y por lo demás, a las asambleas
revisionistas venideras les era prohibido volver a ocuparse de la Constitución.
Sobre este punto, el sistema constituyente adoptado por la Asamblea nacional de 1789-1791 se
apartaba mucho de las ideas que primero se expusieron ante ella. Al comienzo, del principio de la soberanía
nacional parecía resultar que la nación es siempre dueña de revisar y cambiar su Constitución, que no puede
quedar ligada, en este respecto, a la voluntad de órganos constituidos y que, por consiguiente, el poder
1185
constituyente de la nación es a la vez superior y distinto a los poderes constituidos. Así es como, en su
proyecto de Declaración de derechos, expuesto a la Asamblea nacional el 11 de julio de 1789, La Fayette
establecía, como una de las bases del nuevo orden de cosas, el siguiente principio: "Como la introducción de
abusos y el derecho de las generaciones que se suceden precisan de la revisión de todo establecimiento
humano, debe ser posible para la nación disponer, en ciertos casos, de una convocatoria extraordinaria de
diputados cuyo único objeto sea examinar y corregir los vicios de la Constitución, si ello fuere necesario"
(Archives parlementaires, 1ª serie, vol. VIII, p. 222). Sieyés, por su parte, en su proyecto de Declaración de
derechos (art. 42), presentado el 12 de agosto de 1789, decía: "Un pueblo siempre tiene el derecho de
revisar y reformar la Constitución. Y hasta es conveniente determinar épocas fijas en que tendrá lugar dicha
revisión" (Archives parlementaires, vol. VIII, p. 424). E n la Declaración de derechos que se adoptó
efectivamente en agosto de 1789 ya habían desaparecido estas proposiciones. Cuando, en agosto y
septiembre de 1791, después de terminadas todas las demás partes de la Constitución, se volvió sobre la
cuestión de la revisión, la Asamblea tenía con respecto a esta cuestión, y así lo manifestó, ideas muy
diferentes de las que prevalecieron en sus primeras deliberaciones. En ese momento final le preocupaban
sobre todo los medios de hacer duradera su obra. Con ese objeto, algunos constituyentes proponían admitir
que la Constitución no se podría revisar antes de 1821, y el proyecto del tít. VII incluso se concibió al
principio en este sentido. Pero semejante prohibición se hubiera encontrado en evidente oposición con el
principio —establecido igualmente en el proyecto— de que "la nación tiene el imprescriptible derecho de
cambiar su Constitución". Para sustraerse a esta objeción, la Asamblea acabó adoptando un término medio
que, en nombre de los comités, le había sido propuesto por Thouret. La combinación expuesta por Thouret
consistía en distinguir entre la revisión parcial, que se refería solamente "a algunos artículos de detalle", y el
cambio total de la Constitución. Según Thouret, bastaba con autorizar y organizar las revisiones parciales,
para hacer superflua cualquier revisión general. "Lo esencial para la nación —decía— es poder rectificar los
defectos de detalle de la Constitución." En cuanto a "prever la necesidad de una subversión total", ello era
tanto más inútil cuanto que la Constitución creada por la Asamblea nacional era "fundamentalmente
buena", puesto que "se fundaba en las bases inmutables de la justicia y en los eternos principios de la
razón". Por consiguiente, Thouret concluía que no había lugar a reglamentar la revisión total ni a retrasar
por treinta años la posibilidad de las revisiones venideras. Estas conclusiones fueron adoptadas
inmediatamente por la Asamblea (sesión del 3 de septiembre de 1791, Archives parlementaires, vol. XXX,
pp. 186 ss.; ver, sobre el discurso de Thouret y sobre los debates que lo precedieron. Laboulaye, loe. cit.).
Al descartar así la revisión ilimitada y al no permitir en adelante sino revisiones parciales, limitadas por los
votos de las Legislaturas (ver también la restricción impuesta a las dos próximas Legislaturas por el art. 3 del
tít. vn) , la Constitución de 1791 se alejaba del principio de la separación y de la superioridad del poder
constituyente. No obstante, si bien no respetaba íntegramente este principio, hay que reconocer que por
otra parte lo consagraba en amplio grado, por cuanto instituía, para el ejercicio del poder revisionista, una
"Legislatura" especial, compuesta de miembros diferentes a los de las Legislaturas anteriores, que no tenían
más competencia que la relativa a la revisión, y que poseían, finalmente, esta competencia de manera
exclusiva, como lo especificaba uno de los últimos textos de la Constitución de 1791, el cual, en efecto,
cuidaba de manifestar que, fuera de la Asamblea de revisión, "ninguno de los poderes instituidos por la
Constitución tiene el derecho de cambiarla en su conjunto ni en sus partes." Por diferente que fuese este
régimen constituyente del que acababa de establecerse en Estados Unidos, no dejaba de ser un régimen de
separación del poder constituyente.
1186
los franceses",7 esta distinción había sido concebida y aplicada en Estados Unidos
desde antes de la Revolución francesa, como lo demuestran las Mémoires de La
Fayette (París, 1838, vol. IV, pp. 35 ss.)8: en efecto, había sido consagrada tanto
por las Constituciones particulares de los Estados como por la Constitución federal
de 1787. El sistema de las Constituyentes o Convenciones cronológicamente no
es, pues, de origen francés. No obstante, importa precisar las razones específicas
que en Francia contribuyeron a introducir rápidamente y a hacer prevalecer este
sistema en la época de la Revolución.
450. Se ha pretendido que la doctrina francesa de la separación del poder
constituyente sólo tenía relaciones indirectas y lejanas con la doctrina de
Rousseau sobre la soberanía popular (Zweig, op.cit., pp. 73 ss.). Es verdad, en
efecto, que a primera vista, la teoría de Rousseau parece excluir la posibilidad de
una distinción precisa entre la función constituyente y la función legislativa. Según
los conceptos expuestos en el Contrato social, la soberanía se absorbe en la
potestad legislativa, la que consiste esencialmente en el poder que tiene el pueblo
para enunciar imperativamente la voluntad general. Ahora bien, por una parte, la
voluntad general, cualquiera que sea el objeto sobre el que se ejerza, organización
constitucional o reglamentación legislativa cualquiera, presenta siempre los
mismos caracteres específicos, en el sentido de que es la voluntad de todos, que
se manifiesta mediante prescripciones aplicables a todos o que interesan a la
comunidad en su universalidad. Ya desde este
7
Discurso de Sieyés en la Convención: "Un a idea sana y útil se estableció en 1788: la división entre el poder
constituyente y los poderes constituidos. Figurará entre los descubrimientos que hacen adelantar la ciencia;
se debe a los franceses" (sesión del 2 termidor del año ni, Moniteur, reimpresión, vol. xxv, p. 293). Al invocar
esta fecha de 1788, que era la de la composición de su obra sobre el Tercer Estado, Sieyés daba a entender
claramente —como se ha observado repetidas veces— que él mismo era el francés a quien se debía ese
descubrimiento.
8
La Fayette, en este mismo lugar, rechaza las pretensiones de Sieyés a la prioridad de su "descubrimiento".
Sobre este punto, y también sobre la oposición de ideas que apareció en la Constituyente entre La Fayette y
Sieyés a propósito del poder constituyente, ver Laboulaye, op. cit.. pp. 381 y 397.
1187
punto de vista, no hay lugar, en la soberanía tal como la concibe Rousseau, para
un poder constituyente, esencialmente distinto del poder legislativo. Por otra parte,
desde el punto de vista formal, en esta doctrina no cabe buscar fuera y por encima
del legislador ordinario un órgano supremo encargado de constituir los demás
órganos del Estado, pues el soberano mismo, fes decir, el pueblo que hace sus
leyes, está siempre presente, reunido o dispuesto a reunirse para realizar labor
constituyente, de la misma manera que realiza labor legislativa.
En otros aspectos, además, la doctrina del Contrato social se opone a que
pueda concebirse un poder constituyente superior al poder legislativo habitual. En
efecto, lo propio de toda Constitución es obligar, si no a la nación o a la
comunidad, al menos a los órganos constituidos. Ahora bien, en la teoría de
Rousseau, la Constitución no puede adquirir ese efecto obligatorio con respecto al
legislador, puesto que éste es en realidad el pueblo, o sea el soberano mismo. Por
ello, Rousseau mismo declara que para el pueblo no puede existir ninguna ley
fundamental que lo encadene, porque la voluntad general no puede obligarse a sí
misma9 (cf. Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. II, pp. 181-182, y Zweig, op. cit., pp.
78 ss.). Todo el derecho vigente, incluso el estatuto orgánico de la comunidad,
queda sometido así al poder de libre e ilimitada disposición del legislador popular.
Finalmente, en la doctrina del Contrato social, una de las principales
utilidades de la distinción del poder constituyente desaparece, y por consiguiente,
esta distinción pierde en gran parte su razón de ser. La finalidad práctica de la
distinción es, en efecto, limitar la potestad del órgano legislativo, y especialmente
limitarla en lo que se refiere a los derechos individuales de los particulares, en el
sentido de que una vez determinados y garantizados estos derechos por el acto
constitucional, ya no pueden restringirse ni retocarse por el legislador ordinario. A
este respecto, la distinción de un poder constituyente superior al poder legislativo
responde a la idea de que, en el Estado soberano, puede establecerse y
reservarse jurídicamente, en provecho de los ciudadanos, una esfera de
capacidad individual, un estatuto personal de libertad, que se sustrae a la potestad
de las autoridades estatales constituidas; y este es en realidad uno de los
conceptos esenciales que se encuentran realizados en el sistema jurídico
9
Contrato social, lib. i, cap. vn: "Hay que observar que la deliberación pública, que puede obligar a todos los
subditos con respecto al soberano, no puede obligar al soberano consigo mismo, y que, por consiguiente, es
contrario a la naturaleza de! cuerpo jurídico que el soberano se imponga una ley que no pueda infringir. Al
no poder considerarse sino bajo una misma y sola relación, queda entonces en el caso de un particular que
contratara consigo mismo; por donde se ve que no existe ni puede existir ninguna especie de ley
fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, ni siquiera el contrato social."
1188
del Estado moderno. Ahora bien, se vio antes (n9 323) que la teoría del Contrato
social excluye completamente el concepto de derechos individuales hechos
intangibles contra el legislador, y ello por dos razones. Implica ante todo, en
principio mismo y por efecto directo del contrato social, la completa absorción del
individuo por la comunidad, ya que, como dice Rousseau, todo el contrato social
se reduce a una sola cláusula, "la enajenación total de cada asociado, con todos
sus derechos, en favor de toda la comunidad", y ya desde este punto de vista deja
de concebirse el concepto de un derecho individual propiamente dicho. Pero,
además, y aunque se supusiera, de hecho, al individuo provisto de semejante
derecho por la ley del Estado, este derecho no tendría gran valor y la seguridad de
los particulares sería nula, puesto que, en todo caso, la reglamentación de los
derechos individuales y también su modificación extensiva o restrictiva dependen
siempre del soberano, el cual, en la teoría de Rousseau, no es otro que el
legislador. También bajo este aspecto, el derecho vigente, tanto el que concierne
al individuo como el que se refiere al Estado y sus asuntos, depende
uniformemente de la potestad legislativa, sin que, en esta teoría, quepa distinguir
entre leyes constitucionales de una esencia superior y leyes ordinarias
subordinadas a la Constitución y limitadas por ésta en su potestad.
451. Por lo tanto, parece que los orígenes de la teoría revolucionaria de la
separación del poder constituyente habrán de buscarse en otra dirección; en
efecto, se ha sostenido que esta teoría procede de las ideas de Montesquieu
mucho más que de las de Rousseau (Zweig, op. cit., pp. 66 ss.). En un sentido, sin
embargo, la idea de un poder constituyente, o sea de un poder inicial superior que
es la fuente común de todos los poderes constituidos, parece, al primer golpe de
vista, totalmente extraña a una doctrina como la de Montesquieu, que en principio
admite la divisibilidad de la potestad estatal y que incluso exige la división de ésta.
De hecho, Montesquieu —como se vio antes (núms. 278-279)—, ab initio,
descompone esta potestad en tres poderes, sin que parezca preocuparse ni de la
unidad estatal ni de la relación que debe mantenerse entre los tres poderes
separados y la potestad una del Estado. Pero, por otra parte, la teoría de los tres
poderes y de su reparto entre tres clases de órganos implicaba, en el fondo, y
había de hacerla surgir necesariamente después, la teoría especial del poder
constituyente, pues para explicar lógicamente semejante reparto era
evidentemente necesario llegar a la idea de una autoridad primitiva y superior,
que, incluso si no es el sujeto común de los tres poderes, quede colocada por
encima de sus distintos titulares y establezca entre ellos la distribución de las
competencias (cf. n. 20, p. 859, supra). Puede decirse, pues, que la teoría de la
separación de poderes
1189
10
No por ello es menos cierto que la teoría de Montesquieu sobre los tres poderes, en ciertos aspectos, es
una construcción en el aire. El capítulo "De la Constitution d'Angleterre" razona sobre los titulares de estos
poderes, monarca, asamblea, tribunales, tomándolos tal como los encuentra constituidos históricamente.
Pero, racionalmente, ¿de dónde sacan su potestad estas autoridades? ¿Cómo se opera entre ellas la
atribución de los poderes por separar? Igualmente, ¿cómo es que la potestad legislativa —de la que
Montesquieu dice que, en un Estado libre, parece deber corresponderle al pueblo como cuerpo— se ejerce,
no ya por el pueblo, sino por sus representantes? Sobre todos estos puntos, el capítulo "De la Constitution
d'Angleterre" suscita y formula a cada instante la cuestión del poder constituyente, pero no la resuelve y ni
siquiera la aborda (cf. p. 869, supra y pp. 1211-1212, infra).
11
Se observó que esta expresión era tomada de la terminología misma de Montesquieu. Sieyés habla de
"poder" constituyente, así como Montesquieu hablaba de "poder" legislativo o de los tres "poderes"
existentes en el Estado. La expresión de Sieyés, a este respecto, contribuye, pues, a marcar los lazos que se
establecen entre su teoría y la del Espíritu de las leyes.
12
Esta misma distinción se formulaba, en la misma época, por otros eminentes miembros de la Asamblea
nacional. Target, en su proyecto de Declaración, presentaba un artículo 31 redactado en esta forma: "L a
Constitución difiere de la legislación. La Constitución sólo puede ser fijada, cambiada o modificada por el
poder constituyente, es decir, por la nación misma o por el cuerpo de los representantes que ha encargado
de ello mediante un mandato especial. La legislación se ejerce por el poder constituido, es decir, por los
diputados que la nación nombra en el tiempo y según las formas que fijó la Constitución" (27 de julio de
1789, Archives parlementaires, vol. vm, p. 289). Igualmente, el proyecto de Declaración presentado por
Mirabeau decia en su art. 3: "Todos los poderes a los cuales se somete una nación, emanan de esa misma
nación; ningún cuerpo ni individuo puede tener autoridad que no derive expresamente de ella. Toda
1190
asociación política tiene el derecho inalienable de establecer, modificar o cambiar la Constitución, es decir,
la forma de su gobierno y la distribución de los límites de los diferentes poderes que lo componen" (17 de
agosto de 1789, Archives parlementaires, vol. vm, p. 439). Y con su habitual precisión, Thouret resumía estas
ideas en su "Análisis de las principales ideas sobre el reconocimiento de los derechos del hombre", en estos
términos: "Los poderes públicos emanan todos del pueblo; ni pueden constituirse por sí mismos, ni pueden
cambiar la Constitución que han recibido. En la nación reside esencialmente el poder constituyente" (l 9 de
agosto de 1789, Archives parlementaires, vol. yin, p. 326).
13
Se ve también con esto en qué sentido puede decirse que la teoría de Sieyés se relaciona con la de
Montesquieu y es continuación de la misma. La verdad, sobre todo, es que la corregía y que llenaba los
graves vacíos que presentaba, al hacer intervenir en ella un nuevo elemento —e l poder constituyente— en
ausencia del cual el principio de la separación de poderes de Monstesquieu había sido hasta entonces una
construcción sin fundamento (cf. n° 289, supra).
1191
14
Zweig (op. cit., pp. 127 ss.) hace observar que, en su discurso ante la Convención del 2 termidor del año III
, Sieyés extendía dicho razonamiento a la parte del establecimiento público y de la organización
constitucional que se llama el régimen representativo. "E l sistema representativo —decía entonces— ha de
conducirnos al mayor grado de libertad y de prosperidad de que sea posible gozar." Y fundaba esta
afirmación en la idea de que aumenta uno su libertad haciendo trabajar a los demás por su cuenta y en su
lugar (sobre el valor de este argumento, ver la n. 12, pp. 965 ss., supra).
1193
15
En su "Memoria conteniendo el resumen de los pliegos electorales en lo referente a la Constitución",
Clermont-Tonnerre indica muy claramente este punto: "Todos nuestros comitentes quieren la regeneración
del Estado. Pero unos la esperan de la simple reforma de los abusos y del restablecimiento de una
Constitución que existe hace catorce siglos... Otros creen de tal manera viciado el régimen social existente
que piden una nueva Constitución; todos os han dado los poderes necesarios para crear una Constitución.
Aquellos creyeron que el primer capítulo de la Constitución debía contener la Declaración de derechos del
hombre, de aquellos derechos imprescriptibles para el mantenimiento de los cuales fué establecida la
sociedad. La demanda de esta Declaración, por decirlo así, es la única diferencia que existe entre los pliegos
que desean una nueva Constitución y los que sólo piden el restablecimiento de lo que consideran como la
Constitución existente" (27 de julio de 1789, Archives parlementaires, vol. VIII, p. 283).
1194
7a ed., vol. i, pp. 571 ss.; Zweig, op, cit., pp. 134 ss.). Pero, por otra parte, Sieyés
combinaba esta idea con el concepto particular que se formaba de la nación, de su
formación, de las condiciones en las cuales es apta para ejercer su potestad
soberana. Este concepto consistía en extender a la nación misma la teoría del
estado de naturaleza, tal como Rousseau la vulgarizó en cuanto a los individuos.
"Débese —dice Sieyés (Quest-ce que le Tiers État?, cap. v) — concebir a las
naciones en la tierra como individuos fuera del lazo social o, como suele decirse,
en el estado de naturaleza." Y esto en razón de que, a diferencia del "Gobierno",
que "sólo puede pertenecer al derecho positivo, la nación se forma por el solo
derecho natural. Es todo lo que puede ser, solamente porque lo es". En efecto, "si
hubiera tenido que esperar, para convertirse en nación, una manera de ser
positiva, nunca hubiera existido". De estas ideas deduce Sieyés una doble
consecuencia. En primer lugar, la nación no puede quedar sometida a ninguna
Constitución, pues ello sería contrario a su misma esencia, ya que es una pura
formación natural. "Que se nos diga —pregunta Sieyés (loe. cit.)— por qué interés
se habría podido dar una Constitución a la nación misma. La nación existe antes
que todo; es el origen de todo. Su voluntad siempre es legal; es la ley misma.
Antes que ella y por encima de ella no existe más que el derecho natural."16 En
segundo lugar, la nación, que es soberanamente dueña de cambiar su
Constitución, en el ejercicio de su poder constituyente no puede sujetarse a
ninguna forma preestablecida; habrá de ejercer este poder comportándose como
en el estado de naturaleza. Así lo declaraba expresamente Sieyés: "E l ejercicio de
la voluntad de las naciones es libre e independiente de todas las formas civiles. Al
no existir sino en el orden natural, su voluntad, para surtir todo su efecto, sólo
precisa presentar los caracteres naturales de una voluntad. De cualquier manera
que una nación quiera, basta con que quiera; todas las formas son buenas, y su
voluntad siempre
16
Y también (eod. loe): "E l Gobierno sólo ejerce un poder real mientras es constitucional; no es legal sino
mientras permanece fiel a las leyes que le han sido impuestas. La voluntad nacional, por el contrario, sólo
necesita su realidad para ser siempre legal-; es el origen de toda legalidad. Y no solamente la nación no está
sometida a una Constitución, sino que no puede ni debe estarlo, lo que equivale también a decir que no lo
está. ¿De quién pudo, en efecto, recibir una forma positiva? ¿Existe quizás una autoridad anterior que haya
podido decirle a una multitud de individuos: os reúno bajo tales o cuales leyes, formaréis una nación con las
condiciones que os prescribo?"
Cf. Laboulaye, op. cit., p. 145: "No existen, para una nación, ni Constitución ni leyes fundamentales en el
sentido de que dicha Constitución y dichas leyes puedan subsistir con independencia de su voluntad y
dominarla. Se constituye un Gobierno, pero no se constituye una nación. La Constitución y las leyes
fundamentales son simplemente las reglas a las que no pueden tocar los cuerpos constituidos que existen y
actúan por ellas; pero sería absurdo suponer al país ligado por las formalidades a las que él mismo sujeta a
sus agentes."
1195
será ley suprema. Una nación jamás sale del estado de naturaleza y nunca le
sobran todas las maneras posibles de expresar su voluntad. No temamos repetirlo:
una nación es independiente de toda forma, y de cualquier manera que quiera,
basta que aparezca su voluntad para que cualquier derecho positivo desaparezca
ante esa voluntad, como ante la fuente y el dueño supremo de todo derecho
positivo."
Así pues, la nación jamás puede despojarse de su libertad de querer.
Mediante su Constitución, sólo constituye y obliga a sus gobernantes o
autoridades constituidas, pero no se obliga ni se constituye a sí misma, pues no
puede quedar encadenada en su voluntad por ninguna prescripción constitucional
ni por ninguna forma constituida. Sieyés reproducirá estos principios con gran
firmeza ante el comité de Constitución de la Asamblea nacional, en su "Exposición
razonada" del 20 de julio de 1789: "Lo que se constituye no es la nación, sino su
establecimiento político... La Constitución de un pueblo sólo puede ser la
Constitución de su Gobierno... Los poderes comprendidos en el establecimiento
público se hallan todos sometidos a leyes, a reglas, a formas, que no son dueños
de cambiar. Así como no pudieron constituirse a sí mismos, tampoco pueden
cambiar su Constitución, lo mismo que unos nada pueden en relación con la
Constitución de los otros. El poder constituyente todo lo puede en este orden. No
está sometido previamente a una Constitución dada. La nación, que entonces
ejerce el más grande y el más importante de sus poderes, en esta función debe
hallarse libre de toda coacción, de toda forma distinta de la que le place adoptar"
(Archives parlementaires, vol. VIH, p. 259).17
17
Esmein (Éléments, V ed., vol. i, p. 570) refuta con una palabra todos estos sofismas, diciendo que la
consecuencia de semejante doctrina "no es más que una acción revolucionaria reconocida como legítima y
casi permanente". La Constitución de 1791, situándose en el terreno del orden jurídico, condenó igualmente
la doctrina de Sieyés, al formular el principio (tít. VII , art. 1º) de que la nación sólo puede hacer uso del
derecho absoluto de cambiar su Constitución "por los medios sacados de la Constitución misma" (ver p.
1174, supra). La teoría según la cual los cambios de Constitución no dependen de ninguna regla jurídica
preestablecida ha sido recogida por algunos autores contemporáneos, que tratan de rejuvenecerla
mediante argumentos nuevos. Tal es el caso de Burckhardt, por ejemplo (op. cit., 2* ed., pp. 6 ss), que
después de recordar que la fundación de la Constitución originaría del Estado no es susceptible de
construcción jurídica (ver núms. 441-442, supra), desarrolla la idea de que las revisiones constitucionales
posteriores no pueden tampoco quedar subordinadas a una regla de derecho propiamente dicha y quedan
necesariamente como res facti, non juris. El argumento capital que invoca Burckhardt con el fin de
demostrar el carácter extrajurídico de la revisión se deduce del hecho de que, según dicho autor, los
fundadores de una Constitución cualquiera no están calificados para reglamentar sus revisiones futuras.
Para ello precisarían de un poder que no pueden conferirse a sí mismos. En efecto, así como, según un
razonamiento recordado con frecuencia (ver p. 1207, infra), el órgano legislativo no puede atribuirse con sus
propias leyes la potestad de legislar, y no puede adquirirla más que en virtud de un estatuto orgánico
superior a las leyes ordinarias, así también —declara Burckhardt— las prescripciones que contiene una
Constitución sobre su revisión eventual, para ser jurídicamente obligatorias, supondrían la existencia de un
estatuto superior que hubiese atribuido a la autoridad de la cual emanan, el poder de regular el ejercicio
futuro de la potestad constituyente misma. Ahora bien, fuera y por encima de la Constitución por revisar no
existe ningún estatuto supremo que haya podido conferir a nadie dicho poder superconstituyente. A falta de
ese estatuto supremo, el órgano que realiza labor constituyente al crear una Constitución, no puede, pues,
conferirse a sí mismo el poder de reglamentar las revisiones futuras. Es muy cierto que tampoco existía
ningún estatuto primordial que haya conferido al creador de la Constitución primitiva del Estado el poder de
fundar esa Constitución, sino que ésta saca su fuerza no ya de la regularidad jurídica de sus orígenes, sino
1196
simplemente de las circunstancias de hecho que permitieron a su creador imponerla como carta orgánica a
la comunidad, y por consiguiente, bien puede decirse que ha sido creada en virtud de la potestad de hecho
de la cual se halló investido su fundador. Pero precisamente porque la potestad constituyente sólo es una
potestad de hecho, no puede aplicarse más que al hecho actual, es decir, a la Constitución actualmente
establecida, y no podría erigirse en potestad de derecho al pretender fijar previamente, en forma jurídica,
las reglas de revisión de las que dependerá la confección de las futuras Constituciones. Así pues, la potestad
de hecho de los autores de una Constitución sólo subsiste mientras la Constitución que es su obra
permanece a su vez en vigor, y se desvanecerá con esta misma Constitución, no pudiendo, por consiguiente,
ejercerse en las Constituciones posteriores. Admitir que la validez de una Constitución nueva depende de las
condiciones que para su propia revisión había prescrito la Constitución precedente, sería tanto como
reconocer al órgano constituyente consagrado por la Constitución anterior un poder que conservaría su
fuerza, de modo persistente, bajo el imperio de la nueva Constitución; ahora bien, esta persistencia del
poder del autor de la antigua Constitución y de los efectos de ésta no puede concebirse, puesto que la
antigua Constitución dejó de existir. Por otra parte, la experiencia enseña que los esfuerzos intentados para
asegurar semejante persistencia habrían de ser vanos, pues para que una Constitución nuevamente
introducida sea válida no es preciso que haya sido confeccionada según las reglas de derecho fijadas en otro
tiempo, para la revisión, por su antecesora, sino que es suficiente que, de hecho, haya conseguido hacerse
aceptar y respetar como Constitución regular desde el momento en que entró en vigor.
Partiendo de estas observaciones, Burckhardt se ve llevado a sostener que, si bien en principio es
legitimo determinar jurídicamente la naturaleza respectiva de cada Estado según las instituciones que
forman su Constitución actual, en cambio no se puede pretender caracterizar a los Estados por las
condiciones a las que eventualmente están subordinados la transformación de su Constitución presente y el
nacimiento de su Constitución futura. En efecto, desde el momento en que la revisión no puede relacionarse
jurídicamente con ninguna regla imperativa preestablecida, es evidente que las prescripciones relativas a la
reforma de la Constitución no tienen el valor de verdaderas reglas de derecho y no deben tenerse en cuenta
en la apreciación de los caracteres distintivos propios de cada Estado. En otros términos, la cuestión de
saber a quién pertenecerá en el porvenir el poder constituyente y por qué vía deberá ejercerse pierde toda
importancia para la calificación que haya de darse a los diversos Estados.
Al establecer esta consecuencia, Burckhardt piensa principalmente en el caso de los Estados
miembros de un Estado federal; y a ellos especialmente aplica su doctrina. Si la condición de los cantones
suizos, dice (loe. cit., pp. 10, 16), hubiera de juzgarse según las transformaciones constitucionales que
pueden afectarla en lo futuro, habría que negar a los cantones la naturaleza de Estados, pues las
competencias estatales de que gozan en los términos de su estatuto constitucional actual pueden serles
retiradas por revisiones futuras de la Constitución federal, revisiones que ninguno de ellos puede impedir
por su sola voluntad. No puede afirmarse, por lo tanto, la autonomía estatal de las colectividades miembros
de un Estado federal, sino a condición de atenerse a la situación constitucional de que actualmente gozan
dichas colectividades, haciendo abstracción de las posibilidades de reducción a que quedan expuestas sus
atribuciones en el porvenir; tal es también la opinión de Burckhardt. Por otra parte, cabe observar que el
argumento formulado por este autor en favor del carácter estatal de los cantones suizos se vuelve en contra
del Estado federal, pues conduce a negarle al Estado federal la condición de Estado soberano. En efecto, la
afirmación de la soberanía de los Estados federales se funda en la observación de que el Estado federal, a
falta de una competencia general actual, tiene la facultad de extender sus competencias de una manera
ilimitada mediante revisiones eventuales, reduciendo en cambio, ilimitadamente también, las competencias
de los Estados particulares. Por el contrario, si nos atenemos al estatuto constitucional actualmente vigente
en el Estado federal, habrá de decirse que el reparto de las competencias estatales, que existe entre dicho
Estado y los Estados miembros y que constituye uno de los rasgos esenciales de su mutua condición, excluye
toda posibilidad de considerar como soberano al Estado federal. Indudablemente que por revisiones
sucesivas puede el Estado federal conseguir reasumir en sí todas las competencias, despojando poco a poco
a los Estados confederados de todas sus funciones. Pero importa observar primeramente que el día en que
los Estados miembros se encontrasen despojados de toda competencia dejarían de presentar carácter
estatal y, por lo tanto, el Estado federal perdería igualmente su carácter anterior, para transformarse en
Estado unitario. Así pues, la doctrina de Burckhardt conduciría inevitablemente a la conclusión de que el
1197
Estado federal no puede definirse como soberano, pues cualesquiera que sean las perspectivas de revisión
que se le ofrezcan en el futuro, en dicho Estado es esencial no poseer, en el presente, sino una competencia
limitada por las competencias que corresponden a los Estados confederados.
Mediante estas observaciones se ve el interés que .presenta la cuestión de conocer cuál es el
momento en que hay que situarse para determinar la naturaleza de los Estados. Es indudable que la teoría
que pretende caracterizar a cada Estado por las condiciones asignadas al ejercicio eventual del poder
constituyente y al procedimiento de las revisiones futuras tropieza con una objeción. Esta objeción es que
no se puede afirmar por anticipado, con certeza, que la revisión se efectuará efectivamente según la forma
prevista y reglamentada por los textos constitucionales vigentes. Es posible que la próxima Constitución se
cree en circunstancias y por medios muy diferentes de los que había previsto la Constitución actualmente
existente. Esta es la parte de verdad que contiene la doctrina mantenida por Burckhardt. Ahora que
conviene observar inmediatamente que esta doctrina, al querer tener en cuenta la hipótesis en que la
Constitución habría de ser modificada mediante procedimientos contrarios al orden jurídico establecido
actualmente, desconoce el punto de vista que es propiamente el de la ciencia del derecho. Una teoría
jurídica del Estado sólo puede basarse en la hipótesis del mantenimiento del orden regular vigente; desde
que se supone que este orden normal, en un momento dado, podría perder su eficacia, no cabe ninguna
construcción de derecho público, pues en el caso en que las reglas de la Constitución no se tuvieran en
cuenta, se entraría pura y simplemente en la esfera del acaso y de lo arbitrario. Si. como lo propone
Burckhardt para la revisión, hubiese que negar el carácter de reglas de derecho a todas aquellas
prescripciones constitucionales que corren el riesgo de ser consideradas un día como papel mojado, este
criterio tendría por resultado socavar el valor jurídico de gran parte de las instituciones consagradas por la
Constitución vigente.
Queda por averiguar si, por su naturaleza intrínseca, las prescripciones relativas a la revisión forman
parte del orden jurídico del Estado. Según Burckhardt, no pueden considerarse como elementos de derecho,
por la razón de que el autor de la Constitución actual no pudo constituirse a sí mismo en regulador de las
Constituciones futuras. Pero puede responderse que una vez establecida y vigente la Constitución, sería
inexacto fundar sus disposiciones, las revisionistas o cualesquiera otras, en la sola voluntad de su fundador.
Esta sería incapaz de mantener el orden constitucional que fué originariamente obra suya si dicho orden no
tuviera su punto de apoyo y su equilibrio en el hecho de que responde, de un modo suficientemente
adecuado, a las necesidades y conveniencias del medio en que ha de regir. A medida que la Constitución va
pasando por la prueba del tiempo, van consolidándola los mismos acontecimientos que han permitido
apreciar su vitalidad, tanto que, en definitiva, se la puede considerar menos como una creación voluntaria
de sus fundadores que como la resultante y el producto de todas aquellas causas o fuerzas sociales y
nacionales que contribuyeron a asegurar su duración. Por ello, es muy cierto afirmar que el autor mismo de
la Constitución toma los poderes que pudo reservarse en ella, no ya de su propia potestad creadora, sino
efectivamente del conjunto de circunstancias que proporcionan su estabilidad al orden constitucional
vigente. Y esto es efectivamente también lo que la ciencia jurídica quiere dar a entender cuando asegura
que, en resumen, toda potestad que pertenezca a los órganos estatales procede de la Constitución misma,
cualesquiera que sean las condiciones de hecho en las que originariamente se les confirió dicha potestad.
Finalmente, de esta estabilización es de donde nace el concepto de orden jurídico, que en el fondo no es
sino la expresión de un régimen de regularidad, fundado en la preexistencia de cierta regla proporcionada
por el pasado y destinado a procurar la conservación de dicha regla en el porvenir por el hecho mismo de su
aplicación presente y repetida.
Estas verdades naturales deben admitirse lo mismo en lo que concierne a las prescripciones
constitucionales relativas a la revisión que en lo que se refiere a las demás partes de la Constitución. Poco
importa que, según estas prescripciones, la revisión haya de depender del mismo autor de la Constitución a
revisar; la doctrina que por este motivo les niega el valor de reglas de derecho obedece a una idea
superficial. Las prescripciones que tienen por objeto la revisión toman su fuerza, en realidad, no ya de la
pura voluntad de su autor, sino de su consagración por las circunstancias que hicieron que la Constitución en
que se encuentran contenidas haya llegado a ser la regla estatutaria estabilizada del Estado. Más aún, estas
prescripciones deben considerarse como el punto culminante del orden estatutario vigente, al menos en
1198
aquellos países que separan el poder constituyente del poder legislativo: en esos países, en efecto, la
potestad constituyente aparece como la más alta potestad organizada del Estado.
No puede sorprender, por lo tanto, que la generalidad de los autores, tomando esto como el
contrapeso de la doctrina de Burckhardt, se acojan a la revisión para determinar la naturaleza jurídica de
cada Estado. Es cierto que el examen de esta cuestión proporciona al jurista elementos de apreciación que
son de importancia capital para la calificación de los Estados. Por ejemplo, el reconocimiento de que la
revisión depende esencialmente en Francia de la voluntad parlamentaria o de que en Inglaterra el
Parlamento es dueño de sus propias competencias, no puede menos de proyectar una viva claridad sobre
todo el sistema orgánico y estatal del pueblo francés y del pueblo inglés. Igualmente, es explicable que los
autores califiquen como soberano al Estado federal, precisamente porque su Constitución implica para él la
facultad de desarrollar ilimitadamente sus competencias mediante revisiones futuras y a pesar de que
dichas competencias se encuentren necesariamente limitadas, en la actualidad, por las de los Estados
confederados.
Por el contrario, a primera vista puede parecer sorprendente que los miembros confederados del
Estad» federal se reconozcan como Estados siendo así que sus Constituciones respectivas pueden quedar
modificadas por efecto de las revisiones referentes a la Constitución federal y sus competencias particulares
están expuestas a reducciones provenientes del hecho de que una revisión realizada por el Estado federal
viene a ensanchar la competencia de dicho Estado en detrimento de aquéllas. ¿No es contradictorio, por
una parte, pretender definir al Estado federal por las posibilidades que le confieren sus revisiones futuras, y,
por otro lado, hacer abstracción de estas mismas posibilidades cuando se trata de determinar la condición
de los Estados miembros? Desde el momento en que estos Estados no son dueños de conservar su
Constitución y su competencia presentes y estas últimas pueden serles arrebatadas contra su voluntad
mediante revisiones federales, ¿cómo puede sostenerse que poseen una potestad fundada en su propia
voluntad y que realizan así la condición esencial de autonomía que constituye el criterio del Estado? Antes
bien, ¿no habrá de reconocerse que la competencia de los Estados confederados sólo debe su existencia a la
tolerancia del Estado federal y que sólo subsiste, de un modo precario, mientras los órganos constituyentes
del Estado federal no deciden otra cosa?
Tal es, en efecto, la argumentación de Burckhardt. Pero, en realidad, no hay ninguna contradicción
en caracterizar al Estado federal por sus competencias futuras y al Estado particular por sus competencias
actuales. La diversidad de los procedimientos de apreciación empleados para estas dos clases de Estados se
explica racionalmente por la misma diversidad de las cuestiones que se formulan para cada uno de ellos:
cuestión de soberanía en cuanto al Estado federal y cuestión de saber si son Estados en cuanto a los
miembros confederados. Ahora bien, de las definiciones expuestas anteriormente, ya de la soberanía, ya de
la potestad de Estado, se desprende que estas dos cuestiones entrañan muy diferentes procedimientos de
investigación. La soberanía es la facultad, para un Estado, de extender ilimitadamente sus competencias (ver
supra, pp. 131 ss., 172 ss.). Así pues, la soberanía no implica que el Estado soberano posea desde ahora
todas las competencias imaginables, sino que sólo constituye una simple posibilidad orientada hacia el
futuro. He aquí por qué al Estado federal se le juzga según sus facultades de revisión futura: aunque
actualmente sus competencias sean necesariamente limitadas, se le declara soberano porque tiene una
potestad ilimitada para ampliarlas por su propia voluntad constituyente; lo ilimitado en él no es su
competencia presente, sino la facultad que conserva para ensanchar de continuo la esfera futura de dicha
competencia. Si se trata, por el contrario, de comprobar el carácter estatal de los Estados confederados,
conviene recordar que la cualidad de Estados se deduce esencialmente de las condiciones en que se originó
la potestad estatal; una colectividad debe considerarse como un Estado cuando la potestad de que dispone
tiene su fuente originaria en la propia fuerza de voluntad y de determinación de dicha colectividad (ver
supra, pp. 159 ss.). Por consiguiente, para apreciar el carácter estatal de una colectividad no hay por qué
orientarse hacia el futuro, sino que hay que interrogar el presente y aun el pasado. Así es como la cuestión
de saber si los miembros confederados de un Estado federal son Estados se reduce a un examen de las
condiciones en que se creó su potestad; y desde este punto de vista, esas colectividades aparecen
efectivamente como Estados. Sus competencias presentes indudablemente no están a salvo de los cambios
que puedan serles impuestos un día por la voluntad superior del Estado federal; pero, por lo menos, el
punto capital a observar es que, por el momento, estas competencias tienen su origen en Constituciones o
1199
leyes que son propias de los Estados confederados y que se crearon por la voluntad propia de éstos.
Además, si los Estados miembros están dispuestos a sufrir la repercusión de las revisiones federales, no hay
que perder de vista que son dueños de revisar por si mismos sus Constituciones particulares y que también
pueden, por vía de revisión, crearse nuevas competencias, a condición, sin embargo, de no usurpar el
dominio reservado al Estado federal.
De todas las observaciones que preceden se desprende que el examen de las condiciones en que la
Constitución de los Estados es susceptible de sufrir modificaciones presenta, para la determinación de la
categoría jurídica a que pertenece cada Estado, una importancia decisiva en la mayor parte de los casos: por
ejemplo, para apreciar si el Estado es una monarquía, un Estado soberano, un Estado federal, etc. Pero
existen, sin embargo, determinados problemas referentes a la naturaleza del Estado que no pueden
resolverse con este criterio; tal es el caso de la determinación del carácter estatal de las colectividades
confederadas en un Estado federal. Estas son Estados, aunque sus Constituciones puedan transformarse
contra su voluntad. No obstante, es conveniente notar que, si bien la suerte futura de la Constitución del
Estado confederado no depende exclusivamente de este Estado, al menos dicha Constitución, considerada
en su tenor actual, debe su existencia y su fuerza a la potestad autónoma de la colectividad confederada,
que sin esto dejaría de ser un Estado. Esto prueba que, en último término, y contrariamente a la opinión
profesada por Burckhardt, la cuestión del poder constituyente conserva siempre un papel primordial en la
solución de los problemas relativos al Estado, a su formación y a sus caracteres especiales. No cabe
extrañarse de que, para resolver los problemas de esta clase, sea invariablemente necesario, en una u otra
forma, tomar en consideración dicha cuestión del poder constituyente, ya que evidentemente en los actos
en virtud de los cuales el Estado se constituye sus cometidos, sus órganos y sus poderes, es donde se revelan
en más alto grado los signos particulares de su potestad y, por consiguiente también, los rasgos distintivos
de su misma naturaleza jurídica.
1200
18
Se vio antes (n. 13, p. 1176) que, por las razones invocadas, Sieyés negaba a los Estados generales el
derecho de "decidir algo con respecto a la Constitución" (cf. n. 17, p. 1177). Pero fundaba también esta
negativa en otra consideración que presenta como "una prueba apremiante de la verdad de sus principios"
relativos a la separación del poder constituyente. Para exponer esta prueba, dice, hasta examinar el caso en
que "se suscitaran contradicciones entre partes de la Constitución", es decir, entre los diversos órganos
constituidos. Si la nación no está por encima de su Constitución, si está "dispuesta de tal manera que no
pueda actuar más que según la Constitución en disputa", ¿cómo resolver la controversia? "¿Quién será el
juez supremo?" Vemos aquí una de las grandes preocupaciones de Sieyés, la que reaparecería nuevamente
en su discurso del 2 termidor del año m en forma de proposición de un "jurado
constitucional", y que, en el año VIII, acaba logrando satisfacción, en parte, conforme a sus ideas. En 1788-
1789, Sieyés sostenía que, puesto que "las partes de lo que se cree la Constitución no están de acuerdo
entre sí", a la nación misma corresponde decidir. En cuanto a los Estados generales, decía Sieyés, "a dicho
cuerpo constituido no le corresponde pronunciarse sobre una controversia que se refiere a su Constitución,
pues existiría en esto una petición de principio, un círculo vicioso" (op. cit., cap. v) . "U n cuerpo sometido a
formas constitutivas —decía en efecto Sieyés (ibid.)— nada puede decidir sino según su Constitución. No
puede darse otra. Deja de existir desde el momento en que se mueve, habla o actúa fuera de las formas que
se le han impuesto. Los Estados generales son por lo tanto incompetentes para decidir nada respecto a la
Constitución." Esta incompetencia provenía, además, según la doctrina de Sieyés, del motivo de que los
Estados generales quedaban formados según la distinción de los órdenes o estados. Ahora bien, "una
sociedad política sólo puede ser el conjunto de los asociados", y "las voluntades individuales son los únicos
elementos de la voluntad común" (loe. cit.). Por lo tanto, Sieyés declara (cap. vi) que "sólo hay un orden, es
decir, no hay ninguno, puesto que para la nación no puede existir más que la nación". Este orden único, que
cesa de ser un orden para identificarse en adelante con la nación, es el tercero: "El Tercer Estado de la
nación; con esta cualidad, sus representantes constituyen toda la Asamblea nacional." Así pues, la nación
soberana, en la que reside el poder constituyente, se reduce al Tercer Estado, es decir, al conjunto de los
ciudadanos considerados exclusivamente en los "intereses por los cuales se reúnen", intereses que son
también "los únicos mediante los cuales pueden reclamar derechos políticos, y por consiguiente, los únicos
que confieren al ciudadano la condición representable". En cuanto a los privilegiados, no son
representables, al menos en esta condición, pues, como privilegiados, se salen de la clase común de los
ciudadanos y dejan por lo tanto de poder considerarse como miembros del conjunto o asociados. Por ello,
Sieyés concluye que "no pueden ser electores ni elegibles mientras duren sus odiosos privilegios" (ibid.).
1202
19
Debe observarse que, en este pasaje, Rousseau se refiere especialmente a la Constitución, insistiendo en
la idea de que cabe darle una solidez o firmeza particular. Establece, pues, de todos modos, cierta distinción
entre esta ley fundamental y las leyes ordinarias, y en esto se observa, hasta en su teoría, un principio de
separación entre el poder constituyente y el poder legislativo; pero también, en esto, Rousseau se
contradice con la doctrina que él mismo sostuvo en el Contrato social y según la cual el pueblo de ningún
modo puede obligarse ni siquiera por su Constitución.
20
El sistema de revisión adoptado por la Constituyente había sido propuesto en la sesión del 31 de agosto
de 1791 por Frochot, quien, como Sieyés, invocaba el principio de la soberanía nacional en favor de su
proposición, pero sacaba de este principio, con respecto a la cuestión del poder constituyente, conclusiones
diametralmente opuestas a las que Sieyés había desarrollado en su obra sobre el Tercer Estado. Este decía
que la nación, por ser soberana, conserva siempre su absoluta independencia en materia constituyente.
Frochot, en cambio, se basa en la soberanía nacional para sostener que de la nación depende fijar para el
porvenir el modo y el procedimiento según los cuales ejercerá su poder constituyente: "La soberanía
nacional, se dice, no puede encadenarse; su determinación futura no puede interpretarse o preverse, ni
someterse a formas ciertas, pues por su misma esencia puede lo que quiera y de la manera que quiera. Pues
bien, precisamente por efecto de su omnipotencia, la nación quiere hoy, al consagrar su derecho,
prescribirse a sí misma un medio legal y pacífico de ejercerlo, y lejos de hallar en este acto una enajenación
de la soberanía nacional, encuentro en ello, por el contrario, uno de los más bellos monumentos a su fuerza
y a su independencia... No hay una sola ley, desde el acto constitucional hasta el decreto de policía menos
importante, por el que, en efecto, la soberanía nacional no se comprometa consigo misma a querer tal cosa
de tal manera y no de ninguna otra" (Archives parlementaires, 1ª serie, vol. XXX, p. 96).
1204
de que se trata en el Contrato social. Existe sin duda, entre el sistema del Contrato
social y el de Sieyés, la gran diferencia de que el primero se atiene
exclusivamente a la idea de la soberanía del pueblo, mientras que el sistema de
Sieyés se esfuerza por conciliar y combinar la soberanía popular con el régimen
representativo, que declara indispensable. Y para asegurar esta conciliación es
para lo que Sieyés construía su teoría de la "delegación" de los poderes, que tanta
importancia tiene en su doctrina21 y según la cual el establecimiento de la
Constitución consiste jurídicamente en una operación de mandato, en un acto
mediante el cual el pueblo delega separadamente los diversos poderes en los
"representantes".22 Pero, precisamente, esta idea de delegación sólo fué inspirada
a Sieyés por su concepto de la soberanía popular; se relacionaba, en su
pensamiento, con la idea previa de que el pueblo, en principio, posee y reúne en sí
todos los poderes; tenía por objeto especial salvaguardar, hasta en el régimen
representativo, la integridad de dicho principio.23 En esto es en lo que la doctrina
de Sieyés se enlaza íntimamente con la de Rousseau, aunque éste no se haya
ocupado mucho, directamente, del poder constituyente.
De esta idea de la soberanía popular derivan consecuencias lógicas,
21
Ver especialmente, entre los desarrollos del principio del cap. v de Quest-ce que le Tiers-État?: "Los
aso'ciados son demasiado numerosos y están repartidos en una superficie demasiado extensa para ejercer
fácilmente por sí mismos su voluntad común. ¿Qué hacen? Desprenden de ella todo lo que es necesario
para velar por los cuidados políticos y proveer a ellos; y confían el ejercicio de esta porción de voluntad
nacional y de poder a algunos de ellos. Estamos, pues, en la época de un gobierno ejercido por procuración.
Observemos a este respecto algunas verdades: 1ª La comunidad no se despoja del derecho de querer; es su
propiedad inalienable, sólo puede transmitir su ejercicio. 2º El cuerpo de los delegados ni siquiera puede
tener la plenitud de este ejercicio. La comunidad sólo pudo confiarle aquella porción de su poder total que
es necesaria para mantener el buen orden. No se da nada superfluo en esto. 3º No corresponde, pues, al
cuerpo de delegados modificar los límites del poder que se le ha confiado. Es evidente que esta facultad
sería contradictoria consigo misma." Y más adelante dice también Sieyés: "La s leyes constitucionales son
llamadas fundamentales porque los cuerpos que existen y actúan por ellas no pueden modificarlas. En cada
parte, la Constitución no es obra del poder constituido, sino del poder constituyente. Ninguna especie de
poder delegado puede cambiar nada en las condiciones de su delegación."
22
Se vio antes (pp. 915 ss.) que dicha idea de delegación pasó a la Constitución de 1791, donde ocupa todo
el preámbulo del tít. ni (arts. 2-5). O mejor dicho, que ese preámbulo tomó de Sieyés la terminología sobre
dicho punto; pues, en realidad, la Constitución de 1791 de ningún modo establecía un sistema de delegación
de poderes, en el sentido propio de esta palabra. En lo que se refiere, por ejemplo, al poder legislativo, ya se
demostró (pp. 999, 1001 ss.) que excluía totalmente la posibilidad de admitir que dicho poder hubiese
correspondido al pueblo antes de ejercerse por el cuerpo de diputados.
23
La construcción de Sieyés, por otra parte, era totalmente equivocada y falsa, desde el punto de vista
jurídico. Tal como lo demostró Rousseau, la soberanía del pueblo no es susceptible de delegarse o
representarse, ni puede escapársele por vía de enajenación.
1205
que originan otras afinidades entre el sistema constituyente de Sieyés y las teorías
del Contrato social. Desde el momento en que el pueblo contiene en sí
primitivamente todos los poderes reunidos y desde que, además, en el ejercicio de
su poder constituyente es independiente de toda reglamentación constitucional
preexistente, se llega a admitir que el cuerpo de representantes, que, por mandato
especial, habrá sido investido de la soberanía constituyente popular, poseerá
también, en esta condición especial, todos los poderes indefinidamente. Es verdad
que Sieyés dice (op. cit., cap. v) que "el cuerpo de representantes extraordinarios,
que suple a la asamblea de la nación, no necesita quedar encargado de la plenitud
de la voluntad nacional"; habla también, a propósito de la distinción entre las
Asambleas constituyentes y las legislaturas ordinarias, de "procuraciones
especiales", dadas respectivamente a unas y a otras y referentes a "poderes que,
por su naturaleza, no deben confundirse" (eod. loe). Pero, por otra parte y en el
mismo lugar, especifica que los representantes especiales encargados del poder
constituyente "reemplazan a la nación misma" en el sentido de que son
independientes como ella, de que como ella pueden querer de manera
incondicionada y de que su voluntad habrá de valer como la voluntad de la nación.
¿Cómo, pues, podría discutirse a esta asamblea especial, emancipada de todo
yugo constitucional, una potestad de voluntad ilimitada? Así pues, la teoría de
Sieyés conducía fatalmente a la idea de que el órgano investido de la función
constitucional lleva en sí la plenitud de potestad de la nación soberana, y de ahí
que esta teoría se reduzca esencialmente, en definitiva, a la de Rousseau, que
reunió en la misma mano el poder constituyente y el poder legislativo; pero
también por eso se hallaba en último término comprometida y destruida la
separación que, en principio, Sieyés había pretendido establecer entre la función
constituyente y las funciones constituidas. Para probar que ese fué el alcance
verdadero y el último significado de la teoría de Sieyés, basta recordar que, desde
los principios de la Revolución y antes de la época de la Convención, esta teoría
se comprendió e interpretó del modo que acaba de indicarse. Sobre este punto
existe el testimonio de Mounier, el cual, en un informe dirigido en 1789 a sus
comitentes, decía ya que, según la opinión extendida entre los diputados a la
Asamblea nacional, la característica de las Constituyentes o Convenciones
nacionales es reunir todos los poderes.24 La Fayette, que en sus Memorias
24
El informe de Mounier a sus comitentes es reproducido por Thiers, Histoire de la Révolution franqaise,
notas y documentos justificativos del vol. i. Los párrafos de dicho informe referentes al poder constituyente
están redactados del modo siguiente: "Entendían [los diputados en cuestión] por Convenciones nacionales,
asambleas a las cuales hubieran sido llevados todos los derechos de la nación; que hubiesen reunido todos
los poderes, y en consecuencia hubieran anulado, por su sola presencia, la autoridad del monarca y de la
legislatura ordinaria; que hubieran podido disponer arbitrariamente de todo género de autoridad, alterar a
su gusto la Constitución, restablecer el despotismo o la anarquía. En resumen, se quería dejar en cierta
forma la dictadura suprema a una sola asamblea, que hubiera llevado el nombre de Convención nacional."
1206
(París, 1838, vol. iv, pp. 201-202) se ocupa de esta opinión señalada por Mounier,
demuestra que probaba "una gran ignorancia del principio norteamericano de las
Convenciones", pues, decía, una Convención en el sentido norteamericano no es
"n i una reunión del ejercicio de todos los poderes —ya que no ejerce ninguno—,
ni una dictadura suprema"; sino que debe definirse únicamente como "una
delegación de la soberanía nacional para examinar y modificar la Constitución". La
noción que reproducía Mounier en cuanto al cometido y a la naturaleza del poder
de las Constituyentes (combatía por cierto esta institución), pues, de ningún modo
estaba conforme con el sistema norteamericano de la separación del poder
constituyente, pero al menos Mounier decía la verdad cuando presentaba esta
idea como corriente en Francia en tiempos de la Revolución. Y este concepto
francés de las Constituyentes acumulando los poderes provenía directamente de
la teoría del mismo Sieyés, que La Fayette critica vivamente (loe. cit., p. 36),
diciendo que esta teoría "lejos de hacer dar un paso a la ciencia en este punto
(como pretendía Sieyés en su discurso del 2 termidor del año m) , más bien la hizo
retroceder por la mezcla de las funciones constituyente y legislativa en la
Asamblea constituyente y en la Convención nacional, mientras que en Estados
Unidos estas funciones siempre fueron distintas".25
453. Si este concepto erróneo de la potestad propia de las Constituyentes
no llegó a prevalecer, como se vio antes en las Constituciones francesas, desde
1789 no cesó de hallar partidarios en Francia, ya entre los publicistas, ya en los
medios políticos, y ha recibido, de hecho, múltiples aplicaciones, como
consecuencia de las revoluciones y en espera de rehacer nuevas Constituciones
destinadas a reemplazar las abolidas.26
25
Idéntica crítica por parte de Laboulaye, op. cit., p. 381: "Con demasiada frecuencia la Asamblea
constituyente [de 1789-1791] a las ideas norteamericanas prefirió las quimeras inventadas por los discípulos
de Rousseau. Esto fué lo que ocurrió en la cuestión que nos ocupa. Sieyés pudo más que La Fayette, y al
confundir el poder constituyente y el poder legislativo, lo embrolló y lo perdió todo." Ver también Zweig, op.
cit., p. 137.
26
La doctrina de la separación del poder constituyente, entendida en el sentido de la omnipotencia de las
Constituyentes, pudo considerarse con razón como la doctrina tradicional francesa. Sin embargo, se ha
objetado que las Constituciones que consagraron en Francia la institución de las Constituyentes tuvieron
especial cuidado en limitar rigurosamente los poderes de estas asambleas extraordinarias. Tal es el caso, por
ejemplo, de las constituciones de 1791, del año m y de 1848. Pero, como lo observa Lefebvre (Étude sur les
lois constitutionnelles de 1875, pp. 226 ss.), junto a esta tradición constitucional o jurídica, que está a favor
de la limitación del poder de las Constituyentes, existe en Francia la tradición de hecho o histórica que
resulta de que las diversas Constituyentes de 1789, 1793, 1848 y 1871, constituidas inmediatamente
después de revueltas políticas y en medio del desorden constitucional, pudieron comportarse en la práctica
como si hubieran estado investidas de plena e ilimitada soberanía. "Estos son —dice Lefebvre— nuestros
verdaderos precedentes"; y esta tradición de hecho, originada por las circunstancias históricas, llegó a ser,
antes de 1875, mucho más poderosa que la originada en textos que no tuvieron aplicación.
1207
Según los adeptos de esta doctrina, que ha llegado a ser tradicional desde los
tiempos de Sieyés, el principio de la separación del poder constituyente se deduce
ante todo del hecho de que sólo el pueblo es soberano. En el sistema de la
soberanía popular, en efecto, está claro que el poder constituyente no puede
ejercerse por las autoridades constituidas, y particularmente por la Asamblea
ordinaria de los diputados; luego la Constitución no podrá hacerse o rehacerse
sino por el pueblo mismo, o, todo lo más, por una asamblea especial, nombrada
expresamente a dicho efecto por los ciudadanos y representando
extraordinariamente al pueblo, o sea revestida por él de la soberanía
constituyente.
Para precisar más aún, los teorizantes de la soberanía popular hacen
observar que el cuerpo legislativo ordinario sólo ha recibido de sus electores un
simple mandato de legislación, pero carece de delegación de orden constituyente.
Por tanto, dícese, la asamblea ordinaria de los diputados, en el transcurso de la
legislatura, no puede emprender por sí misma la reforma de la Constitución. Esta
sólo puede realizarse por una asamblea que haya recibido con ese fin una
delegación extraordinaria del pueblo, por una Constituyente distinta del cuerpo
legislativo, elegida especialmente para hacer la revisión y provista por los
electores de un mandato especial constituyente con ese objeto.
En apoyo de estas proposiciones se alega, además, la consideración
general de que, en un régimen constitucional, los órganos constituidos no podrían
ser autores de su propia potestad. Como constituidos, derivan del poder
constituyente, están creados por la Constitución; luego, dícese, no pueden a la vez
crear la Constitución y ser creados por ella. De aquí se saca la conclusión de que
la misma autoridad no puede ser al mismo tiempo órgano constituido y órgano
constituyente. La idea misma de Constitución exige que en el Estado haya una
autoridad especial y superior, que, desempeñando el papel constituyente, esté
encargada de fundar y organizar por debajo de ella los poderes constituidos. Lo
más que puede concederse a los titulares de los poderes constituidos es la
facultad de emitir votos de revisión y de poner en movimiento al poder
constituyente. Una vez ejercida esta iniciativa, las autoridades constituidas deben
hacerse de lado, y la labor constituyente comienza. Se desprende de aquí que el
cuerpo legislativo especialmente es declarado impotente tanto para modificar
como para crear las leyes constitucionales. Las asambleas legislativas, se ha
dicho, no pueden tocar la Constitución, no pueden revisar el
1208
27
Sobre la innegable parte de verdad que contiene esta última afirmación, ver. p. 1214, infra.
1209
28
Contrato social, lib. III, cap. xiv: "E n el instante mismo en que el pueblo está legítimamente reunido en
cuerpo soberano, cesa toda jurisdicción del Gobierno, la potestad ejecutiva queda suspendida, porque...
donde se encuentra el representado, ya no hay representante."
29
Conviene observar, sin embargo, que, según las tendencias políticas que predominan actualmente en
Inglaterra, cualquier grave cuestión de legislación, presentada ante el Parlamento, cuando no ha sido
prevista y formulada ante el pueblo en el momento de las últimas elecciones generales, debe someterse al
cuerpo electoral: la disolución es el modo de llevarla ante éste.
1212
¿Y qué debe presumirse en el caso de una Constitución en que no se ha distinguido entre el poder
constituyente y el poder constituido? He aquí la presunción, según lo que ocurrió en Inglaterra y aquí.
Cuando la Constitución no distingue entre un poder constituyente y un poder constituido y se trata de un
acto importante, cualquiera que sea el carácter de éste, ¿a quién hay que dirigirse? A los tres poderes a los
que la Constitución confirió la soberanía... Cualquiera que sea la naturaleza del acto que vais a realizar, os
reto a que os dirijáis a otra cosa que no sean los poderes constituidos" (puede verse toda esta discusión en
el Moniteur de agosto de 1842, pp. 1807 ss.). Asi pues, según esta tercera opinión, la revisión de la
Constitución, en dicha época, debía asimilarse a la legislación ordinaria. Tal es también la idea que parece
haber prevalecido durante la Restauración, y que ya se manifestó en la ordenanza real del 13 de julio de
1815: admitía esta ordenanza, en efecto, que "el poder legislativo en su conjunto estatuirá sobre los
cambios por realizarse en la Carta", y en su art. 14 enumeraba inclusive toda una serie de artículos de la
Carta, especificando que esos artículos "se someterán a la revisión del poder legislativo en la próxima sesión
de las Cámaras". Ta l es, finalmente, el criterio que expresan en la actualidad la mayor parte de los autores,
acerca de la cuestión del ejercicio del poder constituyente, durante el período que se extiende de 1814 a
1848; según la opinión común, la distinción entre leyes constitucionales y leyes ordinarias, durante este
período, estuvo desvanecida (Esmein, Éléments, 7' ed., vol. I p. 574; Duguit, Traite, vol. II, pp. 520-521;
Lefebvre, op. cit., pp. 197 ss.: Arnoult, op. cit., pp. 117 ss., 134 ss.; en sentido contrario: Joseph Barthélemy,
"L a distinction des lois constitutionnelles et des lois ordinaires sous la Monarchie de Juillet", Revue du droit
public, 1909, pp. 19 ss.).
1214
31
Por consiguiente, en el primer artículo de cada uno de sus tres capítulos consagrados a los poderes
legislativo, ejecutivo y judicial presenta esa Constitución a cada uno de estos poderes como concedido,
confiado o conferido por el pueblo a su respectivo titular. El mismo concepto se trasluce en las
Constituciones particulares de los Estados de la Unión. Por ejemplo: Constitución de Pensylvania, cuyo
preámbulo está redactado en nombre del pueblo y cuya Declaración de derechos (art. 2) afirma que "todo
poder es inherete al pueblo" y que "todo gobierno se funda en su autoridad"; Constitución de Virginia, cuya
Declaración de derechos formula que todo poder emana del pueblo y que éste tiene el derecho absoluto de
cambiar su Constitución; Constitución de Georgia, que, en su introducción, declara que todo poder tiene su
origen en el pueblo, etc.
1216
que los derechos o poderes que no han sido "delegados" en los órganos
constituidos, continúan perteneciendo al pueblo, como "reservados", lo cual
demuestra efectivamente que la Constitución, en este concepto, constituye un acto
de delegación de la soberanía popular, y que ésta, por lo tanto, no se comunicó a
los órganos constituidos sino en la medida restringida en que les fué delegada. Así
pues, las mismas asambleas legislativas sólo pueden ejercer su potestad de crear
leyes dentro de los límites que la Constitución les asignó, y por consiguiente, la
Constitución aparece, ya desde este primer punto de vista, como una ley suprema,
que domina al legislador, a la cual está sujeto, y la que, por consiguiente, no
puede menoscabar, ni causarle ninguna modificación.
Pero la superioridad que de este modo se asegura al poder constituyente
no debe referirse exclusivamente a la idea norteamericana de la soberanía
popular. En los Estados Unidos, la institución de un órgano constituyente superior
al legislador ordinario responde además al sentimiento, muy arraigado en el
pueblo de dicho país, de que, en interés de la libertad pública individual, es
necesario limitar con precisión la potestad de las legislaturas en particular, para
preservarlas de la arbitrariedad legislativa. Especialmente en los Estados
particulares de la Unión, donde la revisión de la Constitución, bien sea total o
parcial, no puede realizarse sino con el concurso del pueblo y mediante su
ratificación, este fin limitativo de la separación entre el poder constituyente y el
poder legislativo se manifiesta con una evidencia muy especial: por la
Constitución, que es obra suya y que no puede modificarse sin su consentimiento,
no se limita el cuerpo de ciudadanos, en efecto, a llevar a cabo delegaciones de
potestad, sino que determina superiormente por sí mismo, ya las instituciones que
quiere colocar por encima de la voluntad de las legislaturas, ya también aquellos
derechos individuales que tiene interés en asegurar a título de libertades
intangibles. Estas instituciones o libertades se hallan así sustraídas a la acción de
las legislaturas, y permanecen en poder del pueblo. Por otra parte, la acción de las
asambleas legislativas se halla sometida a una estricta vigilancia, que se ejerce
mediante las Cortes de justicia, que pueden negarse a aplicar las leyes que
juzguen contrarias a la Constitución, en los casos especiales que se les presentan.
En todos estos aspectos, la potestad legislativa, en Estados Unidos, no sólo se
caracteriza como una potestad delegada a causa del principio de la soberanía
popular, sino también como una potestad esencialmente restringida, y que sólo
puede moverse en una esfera de competencia estrictamente limitada. Por este
último rasgo, el sistema norteamericano de las Constituciones
1217
32
Todavía hoy se la encuentra hasta en autores que no pertenecen a esta escuela. Así es como Duguit
(Traite, vol. II, p. 527), al querer demostrar que, bajo el imperio de la Constitución de 1875, la Asamblea
nacional "podría votar una ley ordinaria", halla un argumento en el hecho de que, según él, posee todos los
caracteres de "una verdadera Constituyente". Ahora bien, dice, "las asambleas constituyentes siempre
tuvieron el poder de hacer leyes ordinarias".
33
Incluso en los Estados Unidos, las Constituyentes, fundadas sin embargo en la idea de la soberanía
popular, no podrían considerarse como asambleas soberanas. No sólo carecen del poder legislativo, sino
que, incluso en el orden constituyente y según el derecho positivo actualmente establecido en los diversos
Estados de la Unión, nada pueden decidir soberanamente: en efecto, sus decisiones quedan subordinadas a
la ratificación del pueblo (cf. Laboulaye, op. cit., p. 391). Los norteamericanos supieron evitar el error capital
que consiste, por culpa de una viciosa combinación del régimen representativo con el principio de la
soberanía del pueblo, en identificar al pueblo con la Constituyente elegida por él. También desde este punto
de vista advierte lo mal comprendido que había sido en Francia, en la época de la Constitución, el alcance
del sistema norteamericano de la separación del poder constituyente. El mayor reproche que se puede
hacer a la doctrina francesa de las Constituyentes omnipotentes es el de fundarse en la pretensión de
combinar entre sí dos cosas contradictorias e inconciliables: la soberanía popular y la institución de las
Constituyentes representativas. Por una parte, se sirve de la idea de la soberanía del pueblo para asegurar la
omnipotencia de la Constituyente; pero, por otra parte, invoca los principios del régimen representativo
para excluir, en materia constituyente, la intervención de los ciudadanos. Sin embargo, hay que optar entre
estos dos términos: o bien la potestad que ejercen las Constituyentes tiene por sujeto propio al pueblo, y
entonces estas asambleas no pueden ser representativas y todas sus decisiones sólo pueden valer por la
adopción popular; o bien las Constituyentes no se hallan investidas especialmente de la soberanía del
pueblo, y entonces ya no hay razón para reconocerles una potestad ilimitada. Tanto de un modo como del
otro, la doctrina de la omnipotencia de las Constituyentes aparece como inaceptable.
1219
ejercer más poder que el de efectuar la revisión para cuyo objeto habían sido
convocadas.
Conviene establecer en esta materia, en efecto, una distinción bien clara
entre la monarquía y la democracia propiamente dichas de una parte y el sistema
de la soberanía nacional por otra. En el Estado puramente monárquico o
democrático, el monarca o el cuerpo de ciudadanos, titular primordial de toda la
potestad estatal, mediante el acto constitucional, delega los poderes legislativo,
ejecutivo y judicial en las diversas autoridades que constituye; en el instante en
que va a realizar la delegación, todos estos poderes se encuentran
originariamente contenidos en él. En el Estado fundado en un concepto de
soberanía nacional, el órgano constituyente no lleva en sí los poderes que
constituye, sino que sólo posee el poder constituyente. No tiene, pues, sino una
parte especial y restringida de la potestad estatal, la que consiste en crear los
órganos y las competencias. Evidentemente, una Constituyente, en el sentido
propio de la palabra, aparece como el órgano supremo del Estado, en tanto que
no depende de ningún órgano superior a ella y es dueño de determinar la
extensión de los límites de los poderes que reglamenta. Así, cabría calificarla
como soberana. Pero hay que reconocer que no puede aplicar ninguno de los
poderes que instituye. En cierto sentido, hasta se puede decir que no posee poder
alguno, pues es incapaz de ejercer ni el poder legislativo, ni el ejecutivo, ni el
judicial. Se limita a crear las autoridades que ejercerán activa y efectivamente
estas diversas potestades; por esto debe desaparecer, cediéndoles su lugar, tan
pronto como ha sido cumplida su misión constituyente.34 Tales son las
consecuencias racionales del principio de la soberanía nacional; y aquí se
descubre un nuevo motivo para afirmar que este principio no es, como han
pretendido algunos autores, una vana fórmula o una ficción carente de significado
propio (cf. núms. 333 ss., supra). En un país de soberanía nacional, únicamente la
nación, actuando mediante el conjunto de sus órganos, es soberana; ninguno de
los órganos, considerado en particular, ni aun el órgano constituyente, puede ser
soberano. El órgano constituyente puede aparecer como el órgano supremo, en
tanto que expresa la voluntad más alta en el Estado; no es, sin embargo,
soberano, pues no posee un poder de voluntad ilimitada (cf. pp. 95-96, supra). La
soberanía de la nación excluye la soberanía del
34
Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. n, pp. 243-244; Gesetz und Verordnung, pp. 208209) hace observar, a
este respecto, que la competencia correspondiente al órgano estatal supremo puede ser a veces muy
reducida. Ta l es, dice, en ciertos países, el caso del órgano Constituyente. Sólo se recurre a éste en
circunstancias extraordinarias. En el transcurso normal de la vida del Estado no tiene que enunciar voluntad
alguna, e incluso cuando se recurre a él sólo tiene un poder único, el de revisar la Constitución. Es, sin
embargo, el órgano supremo, por cuanto funda y organiza todos los poderes ordinarios.
1220
órgano. Por negativo que sea este significado del principio de la nación soberana,
este principio no deja de ser susceptible de producir considerables efectos: uno de
esos efectos es excluir el sistema de las Constituyentes omnipotentes (ver sin
embargo lo que sobre este punto se dirá infra, n' 478, in fine).
Se ve, en resumen, cuál es la diferencia entre los dos conceptos que
fundan la especialidad del poder constituyente, el uno en la soberanía del pueblo y
el otro en la idea de la soberanía nacional. Es verdad que ambos exigen que la
potestad constituyente se ejerza por una autoridad distinta de las autoridades
constituidas, pero esta separación tiene un alcance muy diferente según el
concepto que le sirve de base. Si se funda en una teoría de la soberanía popular,
sólo va dirigida, en este caso, contra las autoridades constituidas, y si, además, se
comete el error de combinarlas con el régimen representativo, conduce al régimen
de las Constituyentes de potestad ilimitada. Por el contrario, la separación que
tiene su punto de partida en el principio de la soberanía nacional implica la
limitación de las mismas Constituyentes, pues entonces se dirige a la vez contra el
órgano constituyente y contra los órganos constituidos, y excluye el exceso de
potestad de toda autoridad, cualquiera que sea ésta, incluso en el caso de ser las
llamadas a constituir todas las demás.
SECCION III
que implica esencialmente que las dos Cámaras han sido hechas para reunirse y
deliberar cada una por su lado.
460. Las particularidades o diferencias que así separan a las dos clases de
dualismos parlamentarios, encuentran su expresión suficientemente clara en el
mismo texto de las Constituciones. Si nos referimos a Constituciones federales
tales como las de Estados Unidos o Suiza, se observa que el Parlamento se
presenta y designa en ellas, no ya bajo el aspecto de dos Cámaras separadas,
sino bajo la forma y el nombre de un cuerpo u órgano único, el Congreso en
Estados Unidos y la Asamblea federal en Suiza, órgano del que dicen después
dichas Constituciones que está constituido por dos "Secciones", "Consejos" o
"Cámaras".1 Así pues, estas Constituciones señalan de una manera principal la
unidad del Congreso o de la Asamblea federal, aunque los divida de una manera
secundaria en dos Cámaras distintas. La Constitución de 1875, en esta materia,
adopta una posición muy diferente. No comienza nombrando a la Asamblea
nacional, no presenta al Parlamento como un cuerpo único, dividido en dos
Cámaras, sino que, desde luego, formula el principio de que "el poder legislativo
se ejerce por dos Asambleas, la Cámara de Diputados y el Senado" (ley de 25 de
febrero de 1875, art. 1º), y sólo posteriormente viene a crear, para las necesidades
especiales de la elección presidencial y de la revisión, una Asamblea nacional,
que sólo existe por instantes y que en esos momentos especiales está organizada
por medio de una reunión de las dos Cámaras (según lo que dicen los textos).
Pero entonces se advierte cuál es, en Francia, la naturaleza precisa de la
Asamblea nacional con respecto a las Cámaras. En el sistema constitucional de
1875 no puede decirse que el Parlamento consista en una Asamblea nacional, que
unas veces ejercería sus atribuciones en dos Cámaras separadas y otras en
reunión plenaria. La Asamblea nacional por una parte, el Senado y la Cámara de
Diputados por otra, no son únicamente dos formaciones variadas de un solo y
mismo cuerpo, sino que la verdad es que existen aquí dos órganos claramente
distintos: de una parte, el Parlamento, órgano complejo, formado por
1
Constitución de Estados Unidos, art. I, sección 1': "Todos los poderes legislativos otorgados en la presente
Constitución corresponderán a un Congreso de los Estados Unidos, que se compondrá de un Senado y una
Cámara de Representantes". Cf. ibid., sección 8°, que al enumerar las atribuciones legislativas comunes a
estas Cámaras, las atribuye al Congreso, diciendo: "E l Congreso tendrá el poder de..." Constitución federal
de Suiza: "A reserva de los derechos del pueblo y de los cantones, la autoridad suprema de la Confederación
se ejerce por la Asamblea nacional, que se compone de dos Secciones o Consejos..." (art 71). Cf. ibid., arts.
84 ss., que enumeran los poderes de los dos Consejos antes citados bajo la rúbrica: "Atribuciones de la
Asamblea federal". Así pues, la Constitución federal se ve obligada a decir (art. 92) que, para cierto número
de asuntos dependientes de la competencia de la Asamblea federal, "los dos Consejos se reúnen para
deliberar en común".
1229
No puede aceptarse en esta materia, pues, el punto de vista de los autores que
declaran que en la -Asamblea nacional no debe "verse sino que una de las
Cámaras se une a la otra para deliberar y votar con mayor solemnidad una
revisión ya propuesta y decidida por ellas". Esta fórmula es la de Lefebvre (op. cit.,
p. 236, n.; cf. p. 207), que añade: "¿No es así como en ciertos días las cortes de
justicia emiten sus resoluciones solemnes en salas reunidas?" Esta comparación
no es ni con mucho exacta. Ya estatuya la Corte de casación por una de sus salas
o con todas las salas reunidas, ya delibere el Consejo de Estado en sección, en
asamblea de lo contencioso o en asamblea general, la decisión que resulte será
siempre la de una sola y misma autoridad, Consejo de Estado o Corte de
casación. Como dice Hauriou (Précis, 9ª ed., p. 272) a propósito del Consejo de
Estado, sólo se trata de "formaciones" diversas de un cuerpo único. Por el
contrario, cuando diputados y senadores se reúnen en Asamblea nacional, ambas
Cámaras pierden su individualidad en dicha reunión, pues, según el estatuto que
les asignaron las leyes de 1875, el Senado y la Cámara de Diputados tienen por
carácter específico ser, no ya dos secciones de un mismo órgano, sino dos
órganos separados; desde el momento en que sus miembros se mezclan, ya no
existe, en la Asamblea nacional, Senado ni Cámara, sino que dicha asamblea es
un cuerpo especial y distinto.3 Con mayor razón, definir la función de la Asamblea
2
El art. 11 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875 parece ofrecer igualmente una indicación en este
sentido. Este texto elude la declaración de que la Asamblea nacional tendrá como mesa la mesa del Senado:
se limita a decir que la mesa de la Asamblea nacional se compondrá del presidente y de los vicepresidentes y
secretarios del Senado. Existe aquí un matiz que no es indiferente.
3
Los autores saben reconocerlo, en ocasiones. Por ejemplo, lo reconocen cuando —a propósito de la
cuestión de saber si las leyes revisadas deben ser objeto de una promulgación del Presidente de la
República— hacen observar que dicha cuestión no se halla resuelta expresamente por la Constitución de
1875, puesto que los textos de 1875 (art. 3 de la ley de 25 de febrero y art. 7 de la ley de 16 de julio de 1875)
que exigen la promulgación, dicen, sólo se refieren a las leyes "votadas por las dos Cámaras" o que hayan
dado lugar a un voto de una y otra Cámara", expresiones, se añade, que no son aplicables a las leyes de
revisión votadas por la Asamblea nacional (ver especialmente Bonnet, De la promulgation, tesis, Poitiers,
1908, p. 91; cf. n' 142, supra). El mismo argumento podría formularse con respecto al derecho de pedir una
nueva deliberación: el art. 7, ya citado, sólo se refiere a peticiones de nueva deliberación dirigidas "a ambas
Cámaras", lo que excluye las peticiones de este género dirigidas a la Asamblea nacional.
1230
nacional diciendo que dicha Asamblea sólo delibera de nuevo respecto de una
revisión ya decidida por las Cámaras al estatuir separadamente es contrario al
sistema de la Constitución. Es muy cierto que las deliberaciones de la Asamblea
nacional no se reducen a una simple lectura nueva, en reunión plenaria de las
Cámaras, de un proyecto de revisión ya adoptado por ellas, pues el poder de
revisión constitucional, lo mismo en primero que en segundo término, reside
exclusivamente en la Asamblea nacional, la cual, también en este nuevo aspecto,
aparece como un órgano diferente del Senado y de la Cámara de Diputados. Esta
parece ser también la opinión de Esmein (Éléments, 7* ed., vol. II, pp. 497 y 499).
Al examinar en primer lugar las resoluciones mediante las cuales las Cámaras,
deliberando separadamente, declaran que hay lugar a emprender la revisión,
Esmein hace observar que "aquí, cada una de las dos Cámaras conserva su
individualidad y su independencia". En cuanto a la asamblea que efectúa esta
revisión, "desde luego, está compuesta —dice— de los mismos elementos que
constituyen las dos Cámaras legislativas, pero constituye un cuerpo distinto en
derecho". Y aquí, añade, "ambas Cámaras pierden momentáneamente su
individualidad". Por lo menos, no la conservan en el seno de la Asamblea nacional.
Debe deducirse de esto —aunque Esmein no lo explique formalmente— que una
disolución de la Cámara de Diputados no podría afectar a la Asamblea nacional,
ya que ésta "constituye un cuerpo distinto".4
461. Sobre este último punto podrían suscitarse sin embargo ciertas dudas. Si
bien es verdad que la Cámara de Diputados no se encuentra en la Asamblea
nacional y que no puede buscarla allí el Presidente de la República para
disolverla, al menos parece indiscutible que en ella se encuentran los miembros
individuales de ambas Cámaras, senadores y diputados. Esto es, en efecto, lo que
Esmein se cuidaba de observar (loc. cit.): "Los senadores y los diputados —dice—
adquieren momentáneamente una nueva cualidad complementaria, la de
miembros de la Asamblea nacional. Resulta de ello que los miembros de la
Asamblea nacional, al entrar en ésta, no pierden su cualidad de senador o de
diputado." Ahora
4
En Bélgica, donde, según el art. 71 de la Constitución, la revisión se hace por las Cámaras estatuyendo
separadamente, parece por ello que, conforme al art. 71, la disolución sigue siéndoles aplicable, simultánea
o separadamente, aun cuando las dos asambleas hayan sido ya especialmente renovadas con vistas a la
revisión. Aunque renovadas, en efecto, no constituyen un órgano diferente del Parlamento ordinario, y por
consiguiente, quedan sometidas a las reglas que habitualmente rigen las asambleas constitutivas del
Parlamento (ver en este sentido Orban, Le droit constitutionnel de la Belgique, vol. II, n" 336).
1231
autor observa que el Senado, aunque nombrado por los consejeros generales, los
consejeros de distrito y los delegados de los consejos municipales, no es, en la
Constitución de 1875, el elegido o la representación particular de los
departamentos, distritos o municipios de Francia. Ocurriría así si, en los colegios
de elecciones senatoriales, estos diversos grupos de electores votaran con la
cualidad con que se les admitió en ellos. Por ejemplo, si los miembros de los
consejos generales participaran en la elección de los senadores con esta cualidad
especial, el Senado había de considerarse como siendo, al menos en parte, el
elegido de dichos consejos, es decir, en definitiva, el elegido de los departamentos
mismos, ya que el consejo general es un órgano del departamento. Pero, dice
Esmein (Éléments, 7º ed., vol. II, pp. 341 ss.), los electores senatoriales, "en
realidad no representan ni al municipio, ni al distrito, ni al departamento:
representan a la soberanía nacional, de la que han recibido su misión y sus
poderes". De aquí resulta que el mismo Senado "representa" exclusivamente a la
nación. En otros términos, las diversas categorías de ciudadanos que componen
el colegio de elección senatorial no ejercen su poder de voto con más carácter que
el de funcionarios electorales, que actúan por cuenta de la nación. Evidentemente,
la ley constitucional de 24 de febrero de 1875 y la ley orgánica de 9 de diciembre
de 1884 han unido en esta materia el derecho electoral a un título público y hasta
a una función pública anteriores: en razón de su función de diputados o de su
título de miembros de determinados cuerpos administrativos, esos ciudadanos han
sido llamados a elegir a los senadores. Pero no se trata aquí sino de un sistema
de reclutamiento de los colegios de elecciones senatoriales; en estos colegios,
una vez constituidos, los electores no representan a los cuerpos especiales de que
forman parte respectivamente, sino que son puramente electores senatoriales.
Hay que aplicar las mismas observaciones a los diputados y senadores reunidos
en asamblea especial para la elección presidencial o para la revisión de la
Constitución. Indiscutiblemente, como miembros de las Cámaras es como se les
llama a componer la Asamblea nacional; y en este sentido cabe reconocer que la
Constitución tomó a las Cámaras mismas en consideración para determinar la
composición de dicha asamblea. Sin embargo, en la asamblea así constituida ya
no tienen el carácter único de electores presidenciales o de miembros del cuerpo
constituyente, pues no tienen por función representar allí a la voluntad propia de
su Cámara especial, y no conservan en ella su individualidad de diputados o de
senadores, como tampoco la conservan las Cámaras mismas.5
5
Así, no sería rigurosamente exacto caracterizar a la Asamblea nacional como una formación especial del
personal parlamentario. No sólo no es una formación de las Cámaras o del Parlamento, sino que tampoco
puede decirse que el personal parlamentario adquiera en ella una formación especial, puesto que los
miembros del Parlamento se despojan en esto asamblea, una vez dentro de ella, de la condición de
diputados o senadores en virtud de la cual fueron llamados a ella.
1233
462. Hay que rechazar, por lo tanto, la doctrina que pretende reconocer y
distinguir a cada una de las Cámaras dentro de la Asamblea nacional. Pero, por
otra parte, no puede sacarse de ello la consecuencia de que la convocatoria de la
Asamblea nacional hace desaparecer a las dos Cámaras. Las observaciones que
preceden llevan a una conclusión totalmente opuesta. En efecto, así como
acabamos de demostrar que la Asamblea nacional no está formada por las
Cámaras mismas ni las ha absorbido en sí, también resulta que las Cámaras
continúan existiendo fuera de ella, en su forma y con su competencia
acostumbradas. La afirmación de Duguit, según la cual en cuanto la Asamblea
nacional se halla reunida "ya no existen Cámaras", desconoce la distinción
esencial que se estableció antes (pp. 1228 ss.) entre dicha asamblea y el
Parlamento, pues siendo muy distinta del Parlamento, la Asamblea nacional deja a
éste intacto. Así, no sólo no cabe apropiarse de la competencia que corresponde
especialmente a las Cámaras, comportándose como órgano legislativo y creando
leyes ordinarias, sino que tampoco el hecho de su convocatoria suspende los
poderes legislativos de las Cámaras ni coloca a éstas fuera de función. Si las
Cámaras, en la Asamblea nacional, pierden su individualidad, sobreviven fuera de
ella y conservan así sus poderes (ver en este sentido Esmein, loe. cit.).
En todos estos aspectos, debe concluirse, pues, que la Constitución de
1875, en cierta medida, separó el poder constituyente del poder legislativo.6 No
obstante, desde otro punto de vista, debe observarse que esta separación
orgánica es más teórica y nominal que real. Jurídicamente, ante todo, no es una
separación absoluta, puesto que la Constitución ha unido a la condición misma de
miembro de las Cámaras el derecho de formar parte de la Asamblea nacional.
Además; y sobre todo, desde el
6
De ello resulta que la función constituyente, bajo el imperio de la Constitución de 1875. debe considerarse
como una función especial, distinta de las demás funciones estatales y especialmente de la función
legislativa. Pero se verá más adelante (no. 465) que esta distinción, en el derecho actual, sólo tiene una base
y un significado puramente formales. No se refiere a la naturaleza intrínseca de las materias que pueden
tratarse por la vía legislativa o constituyente, sino que deriva únicamente del hecho de que las materias que
fueron reglamentadas antes en forma constituyente, según el procedimiento y por el órgano constituyentes,
no pueden tratarse de nuevo sino por el mismo órgano y del mismo modo. Ver especialmente en este
sentido lo que se dirá más adelante (n" 466) sobre la organización del Senado, que desde 1875 ha sido
sucesivamente materia constitucional y materia legislativa. En resumen, el acto de función constituyente se
caracteriza, no ya por su contenido material, sino por el grado de potestad formal que le es propio y que
procede sobre todo de la condición especial de su autor.
1234
punto de vista de las realidades, esto no supone una verdadera separación; pues
si en la forma no son las Cámaras las que llevan a efecto la revisión, en el fondo
dicha revisión siempre depende de la voluntad del personal parlamentario. Basta
que, en una y otra Cámara, la mayoría esté decidida a reformar la Constitución en
tal o cual punto o en tal o cual sentido, para que esta misma mayoría realice en
Asamblea nacional la reforma que, mediante sus deliberaciones separadas, había
resuelto previamente. En suma, la Constitución de 187 5 hizo dar al derecho
público francés un gran paso hacia el sistema inglés que no distingue entre
función constituyente y función legislativa, y se acercó a dicho sistema en la
medida en que confirió el poder de revisión, si no al mismo Parlamento, por lo
menos a una Asamblea compuesta por los miembros ordinarios de dicho
Parlamento.7
7
Cf. Esmein, Éléments, 7' ed., vol. n, p. 189: "E l poder constituyente que organizan las leyes constitucionales
de 1875 no difiere en sus elementos constitutivos del poder legislativo ordinario."
1235
de enero de 1892) , que introdujo en provecho del pueblo, por lo menos en materia
de revisión parcial, un poderoso derecho de "iniciativa" constituyente, que se
ejerce por vía de presentación y adopción directa de un proyecto completamente
redactado,1 la Constitución federal se acrecentó con cierto número de nuevas
disposiciones, que en sí no tenían ninguna relación con la organización estatutaria
de los poderes públicos (ver por ejemplo: art. 25 bis, relativo al sacrificio del
ganado, cuya adición fué votada por el pueblo el 20 de agosto de 1893 ; art. 32
ter, que prohibe la fabricación y venta del ajenjo, votado el 5 de julio de 1908) ,
pero que el pueblo hizo incorporar a ella en virtud de su poder constituyente. Este
fenómeno se explica de una manera muy natural, por el hecho de que el pueblo
suizo, hasta ahora, no posee la iniciativa legislativa, al menos en lo que a las leyes
federales se refiere.2 En estas condiciones, cada vez que el pueblo quiso
introducir por sí mismo una nueva regla, cualquiera que fuese el objeto de dicha
innovación, se vio obligado a reclamar y a votar la inserción de la misma, a título
de revisión parcial, en el texto de la Constitución. Por lo demás, en los Estados en
que el pueblo está asociado a la labor constituyente sin estarlo a la legislación
ordinaria, en general se observa una marcada tendencia a introducir en la
Constitución todos aquellos objetos respecto de los cuales parece útil reservar al
cuerpo de los ciudadanos un derecho de control y de voto. Así es como, en los
Estados Unidos, se encuentran en las Constituciones particulares de la Unión
numerosas disposiciones que, con independencia
1
En lo que concierne a la revisión total de la Constitución federal, el pueblo, en cuanto a iniciativa, sólo
posee el poder de promoverla. Los Consejos legislativos son los que, a consecuencia de esta iniciativa
popular, son llamados a "trabajar en la revisión" (art. 120 de la Constitución de 1874). Por el contrario, en lo
concerniente a la revisión parcial, que consiste ya en la adopción de un nuevo artículo constitucional, ya en
la modificación o la derogación de artículos vigentes, el art. 121, tal como salió de la revisión de 1891, bajo
el nombre de iniciativa, confiere al pueblo un poder constituyente completo, en el sentido de que, si la
petición de revisión, autorizada con la firma de 50,000 ciudadanos, no está concebida en términos generales
sino en forma de proyecto totalmente redactado, este proyecto se somete directamente a la aprobación o
desaprobación del pueblo y de los cantones. En este caso, el pueblo realiza, pues, la revisión por sí mismo,
desde el principio hasta el fin, y esto sin que la Asamblea federal pueda obstaculizar la voluntad
constituyente popular, que aparece aquí como plenamente soberana. El único recurso de la Asamblea
federal, en esta circunstancia y según el citado art. 121, es recomendar al pueblo la desaprobación o
elaborar un contraproyecto que se someta a la votación popular al mismo tiempo que el emanado de la
iniciativa de los ciudadanos (sobre estos puntos, ver Binet, L'initiative populaire en Suisse, tesis, Nancy,
1904).
2
Un proyecto que ampliaba a la legislación federal el derecho de iniciativa popular fué presentado al
Consejo nacional por el Consejo federal en 1906. Esta reforma aún no ha sido realizada. En los cantones, la
iniciativa legislativa del pueblo está generalmente establecida (Keller, Das Volksinitiativrecht nach den
schweiz. Kantonsverfassungen, tesis, Zurich, 1889; Binet, op. cit., pp. 37 ss., 67 ss.)
1236
3
Esmein (Éléments, 7' ed., vol. I, p. 573) declara, a propósito de la distinción entre el poder legislativo y el
poder constituyente, que "incluso cuando la Constitución confía la revisión constitucional a los mismos
representantes que componen el cuerpo legislativo, esta distinción no por ello deja de subsistir". Pero se
apresura a añadir que, si subsiste, sólo es mientras "estos representantes funcionan en otras circunstancias
que para la votación de las leyes ordinarias"; esta es, en efecto, la mínima condición de la distinción.
1239
4
Además de este primer elemento formal, es conveniente recordar que el concepto de Constitución
presupone otro elemento, que, por lo demás, es también de orden formal. Un estatuto orgánico o
fundamental no puede considerarse como una Constitución, en el sentido preciso e integral de esta palabra,
sino cuando es obra de la colectividad misma para la cual se ha hecho, es decir, si su creación se basa en la
potestad y la voluntad propias de esta colectividad. En este sentido se dijo antes (n" 58) que la posesión de
una Constitución es un signo distintivo del Estado. En efecto, únicamente las colectividades estatales son
capaces de otorgarse un estatuto fundamental por su libre y propia potestad. El estatuto orgánico de un
municipio, de una provincia, no es, propiamente hablando, una Constitución, pues no tiene su origen en la
propia fuerza de organización de estas colectividades territoriales subalternas, sino que está creado por las
leyes del Estado del cual dependen, y sólo por éstas pueden modificarse. Así es romo la reciente
Constitución dada a Alsacia-Lorena por la ley de 31 de mayo de 1911 — aunque fué calificada de Verfassung
por los autores alemanes (Schulze, Die Verfassung und das Wahlgesetz fur Elsass-Lothringen; cf. Heim, Das
els-tothringische Verfassungsgesetz v. 1911) y por la misma ley de 1911, que se titula Geselz iiber die
Verfassung Elsass-Lothringens— no era una Constitución verdaderamente dijma de este nombre, pues no se
derivaba de la potestad autónoma del país anexionado, sino que la ley de 31 de mayo de 1911, que la creó,
era una ley imperial; y esta ley, en su art. 3, especificaba que las disposiciones que contenía no podrían
derogarse o modificarse sino mediante una ley imperial. Indudablemente, bajo este último aspecto, la
supuesta Constitución de Alsacia-Lorena presentaba el carácter de ley superior a las leyes ordinarias del
país, las cuales dependían de la competencia del Landtag alsaciano-lorenés; y en esta medida aparecía como
un estatuto fundamental, en el sentido formal de la palabra. Pero, por otra parte, no era la obra ni la
propiedad de Alsacia-Lorena, la cual, como Reichsland, continuaba desprovista de toda potestad estatal y a.
Como decía entonces Heitz (Le droit constitutionnel de V Alsace-Lorraine, p. 394), "lo mismo hoy que antes,
no existe Constitución de Alsacia-Lorena". Ver en el mismo sentido Redslob, Abhángige Ldnder, p. 129,
quien hace resaltar que la ley de 31 de mayo de 1911, precisamente porque se presenta como ley imperial,
indica de manera suficiente que no quiso crear una verdadera Constitución, pues, añade este autor, "las
leyes nunca fundan una Constitución, sino que ellas mismas están fundadas en una Constitución anterior".
5
Sin embargo, siguen haciéndose tentativas con objeto de extender a la noción de Constitución la distinción
tan difundida entre el punto de vista material y el punto de vista formal. Se ha hecho observar, por ejemplo
(ver en este sentido Burckhardt, op. cit., 2ª ed., pp. 3 ss.), que hay reglas orgánicas que son necesariamente
anteriores a toda ley y a toda reglamentación legislativa: las que crean la potestad y la organización
legislativas mismas; y esto a causa de que el legislador no puede conferirse a sí mismo el poder de crear las
leyes.
Partiendo de esto, se ha sostenido que, por lo menos, el conjunto de reglas destinadas a fundar el órgano
legislativo y a determinar la extensión de su competencia constituye esencialmente la materia reservada a la
Constitución; de donde se infiere la existencia de un concepto material de Constitución, distinto del
concepto de Constitución formal. Pero el ejemplo de la Constitución francesa actual prueba que la esfera de
la Constitución material, incluso en lo que se refiere a la organización y la delimitación del poder legislativo,
puede reducirse a muy poca cosa. En Inglaterra, del sistema de la potestad ilimitada del Parlamento resulta
que esta clase dfl Constitución material, que se cree lógicamente indispensable, se reduce, en suma, a la
nada.
1241
6
Las expresiones de la ley de 14 de agosto de 1884 (art. 3) confirman de un modo impresionante el
concepto puramente formal, que se expuso antes (n° 465), de la Constitifción, en el sentido jurídico
moderno de esta palabra. Al declarar que subsisten las reglas relativas a la organización del Senado, aunque
despojadas de su "carácter constitucional", la ley de 1884 señala claramente que este carácter se deduce no
ya del hecho de que, por su contenido o su objeto, determinadas prescripciones constituirían ratione
materiae, elementos naturales de la Constitución, sino únicamente del hecho de que estas prescripciones,
por hallarse insertas en la Constitución formal, poseen la fuerza superior inherente al acto constituyente. La
misma regla es así susceptible de convertirse en regla constitucional o en regla simplemente legislativa,
según que haya sido emitida en forma constituyente o por la vía de la legislación ordinaria.
Se ha dicho que, en 1884, la Asamblea nacional se excedió en sus poderes al conservar el carácter legislativo
a textos a los que retiraba el valor constitucional. Como carecía de poder legislativo, en efecto, "era
incompetente para conferirles naturaleza legislativa" (Moreau, Précis, 9ª ed., p. 451). A esta objeción puede
responderse que la Asamblea nacional, al ser llamada en su condición de órgano constituyente a regular las
competencias de los órganos constituidos, de ningún modo se extralimitaba en sus poderes al decidir que el
legislador originario tendría, en adelante, competencia para establecer el estatuto orgánico del Senado y
para dar a esta Cámara una nueva organización que sustituyese su organización vigente; la Asamblea
nacional sólo se hubiera excedido en su poder y hubiera desconocido la separación entre el poder
constituyente y el poder legislativo, si, en vez de limitarse a habilitar al legislador para hacer una ley nueva
en esta materia, hubiera pretendido hacer por sí misma esta nueva ley.
Conviene recordar aquí que el fenómeno de desconstitucionalización puede producirse en un segundo caso,
muy diferente que, hizo resaltar, a propósito del art. 75 de la Constitución del año VIII, una resolución,
frecuentemente citada, de la Corte de casación. Esta resolución, de fecha 30 de noviembre de 1821, decide
que una disposición como la del art. 75, bajo la Carta, sobrevivía a la Constitución en la que había sido
insertada, puesto que "se refería exclusivamente al orden administrativo, y de ningún modo al orden
político". Entiéndase bien que las prescripciones de anteriores Constituciones, cuya supervivencia se
reconocía así, sólo conservan el valor que corresponde a las disposiciones de las leyes ordinarias (cf. p. 335,
n. 17, supra).
1243
7
Esto permitió a las Cámaras, durante la guerra, suspender mediante leyes ordinarias (leyes de 24 de
diciembre de 1914, 15 de abril de 1916, 14 de marzo de 1917) la renovación parcial del Senado y prolongar
así la duración de los poderes de los senadores afectados por dicha renovación. Una ley de 22 de julio de
1893 ya pudo prolongar para la Cámara de Diputados la duración de la legislatura, pues ésta se hallaba
regulada por la ley de 30 de noviembre de 1875 (art. 15). No obstante, esta medida legislativa excepcional
no se refería a la legislatura en curso, sino a la siguiente.
1244
8
En la sesión de la Asamblea nacional de 1* de febrero de 1875, Lepére decía en este sentido: "Hemos
dictado una serie de disposiciones constitucionales, sin empeñarnos en hacer promulgaciones de principios,
ni tampoco en formular declaraciones filosóficas. Nuestros principios son conocidos. Son los principios de
1789, que han reconocido todos los Gobiernos que se han sucedido..." Cf. Esmein, Éléments, 7' ed., vol. I, p.
560.
1245
9
Los autores de la Declaración de 1789 la calificaron ellos mismos del siguiente modo: "L a Declaración —
decía Desmeuniers, en la sesión del 3 de agosto de 1789— contendrá los verdaderos principios del hombre y
el ciudadano." Será, añadía, "una declaración de dere chos, es decir, una declaración de los principios
aplicables a todas las formas de gobierno" (Archives parlementaires, vol. vm, p. 534).
1246
práctica por un juez; no coloca a los ciudadanos en estado de alegar ante los
tribunales tal o cual facultad individual claramente delimitada; las afirmaciones
vagas y generales a que se reduce dejan intocada la cuestión de la
reglamentación legislativa de los derechos individuales que pudo consagrar
implícitamente, y por consiguiente, deja también sin tocar la potestad del legislador
sobre esta reglamentación (Esmein, loe. cit., pp. 561 ss.; Hauriou, Précis, 6* ed.,
p. 319). De nada serviría, pues, demostrar que la Declaración de 1789 sigue en
vigor;10 aunque se estableciera que sobrevive actualmente como ley superior al
poder legislativo y al poder constituyente mismo, ello de ningún modo disminuiría
la potestad incondicionada que, ante el silencio de la Constitución de 1875,
corresponde a las Cámaras en lo que se refiere a los derechos individuales de los
ciudadanos.11
10
Se llegaría a idéntica conclusión si, en esta materia, se partiese de la idea —también muy extendida— de
que los principios de 1789, aunque no hayan sido confirmados explícitamente en 1875, conservaron un valor
constitucional implícito y usual, y ello en la medida en que, desde la Revolución, han formado parte
constantemente del derecho público francés. En efecto, se ha dicho que al pasar de Constitución en
Constitución, consagrados ya por Declaraciones, ya por garantías de derechos, estos principios adquirieron a
la larga carácter tradicional y, en este sentido, definitivo, análogo al de las instituciones no escritas en
Inglaterra. Esto puede ser verdad; sólo que no hay costumbre capaz de resistir a la potestad del legislador.
Suponiendo que las disposiciones de la Declaración de 1789 conserven aún valor usual, de ningún modo
constituirían reglas constitucionales ni podrían proporcionar elementos de separación entre los poderes
constituyente y legislativo. La característica de la Constitución, en efecto —como se vio antes (n 465)— , es
la de ser una ley que posee una potestad reforzada, en tanto que no puede ser modificada por una ley
ordinaria y que limita así la competencia legislativa; el concepto de Constitución sólo se realiza, en derecho,
con esta condición. Esta consideración, por sí sola, basta para excluir la posibilidad de un derecho
constitucional usual. Los términos Constitución y costumbre son incompatibles, pues no siendo escrita la
costumbre, para modificarla no se precisa procedimiento alguno de revisión. La costumbre no posee, pues,
la fuerza superior que caracteriza al derecho verdaderamente constitucional; únicamente las reglas
consagradas por una Constitución escrita aparecen revestidas de dicha fuerza especial. Resulta de aquí que,
incluso si los principios de 1789 hubieran de considerarse hoy como conservando su existencia jurídica a
título usual y tradicional, de todos modos no podrían calificarse como principios constitucionales, ni
considerarse como elementos de la Constitución francesa propiamente dicha, ya que, a consecuencia de su
mismo carácter usual, no se colocaron por encima de la potestad del legislador ordinario. El 21 de diciembre
de 1909 fué presentada a la Cámara de Diputados una proposición tendiente a conferir carácter
constitucional a la Declaración de derechos del hombre y el ciudadano (Revue du droit public, 1910, p. 132).
11
Hay que reconocer, sin embargo, que el poder de reglamentar los derechos individuales sólo corresponde
al órgano legislativo. Así, si se admite que los principios contenidos en las Declaraciones de la época
revolucionaria siguen siempre en vigor, y a pesar de reconocer (ver la nota anterior) que ya no poseen en el
derecho actual valor constitucional, sino solamente un valor usual o legislativo, cabe observar que estos
principios, incapaces de obligar a las Cámaras, al menos obligan a las autoridades administrativas, en el
sentido de que éstas no podrían menoscabarlos, ni mediante prescripciones reglamentarias, ni por ninguna
otra disposición particular. Ver a este respecto Jéze, "Valeur juridique des Déclarations des droits", Revue du
droit public, 1913, pp. 685 ss.
1247
1
Constitución de 1791, tít. vn , art. 1 ss., 7. Constitución del año m, arts. 336 y 342. El art. 111 de la
Constitución de 1848, por el contrario, permitía ya que "la Constitución se modifique en todo o en parte".
Cf. Constitución de 1793 (art. 115), que prevé "la revisión del acto constitucional o el cambio de algunos de
sus artículos".
1249
Asamblea nacional y lleva tan lejos las consecuencias de esta idea, que ni siquiera
admite que esta potestad haya podido disminuirse o limitarse por la cláusula
adicional que desde 1884 prohibió las propuestas de revisión referentes a la forma
republicana de gobierno. Esta cláusula, dice (loe. cit. p. 530), pudo restringir, en
este aspecto, los poderes de las Cámaras, en tanto que éstas proponen la
revisión, pero "no tiene por efecto limitar los poderes del Congreso". Y en efecto,
desde el momento en que se admite que la Asamblea nacional fué concebida y
fundada originariamente en 1875 como una Constituyente provista de un poder
ilimitado, sería contrario a la esencia misma de dicha Constituyente suponer que
hoy pueda hallarse obligada y disminuida por la restricción incorporada después,
en 1884.
470. Cabe responder a toda esta argumentación que incurre en el defecto
de mezclar dos cuestiones que merecen ser distinguidas cuidadosamente. Una
primera cuestión es la de saber si la Constitución actual autoriza las revisiones
totales, y en este primer punto, ni el texto del art. 8 de la ley constitucional de 25
de febrero de 1875, ni las intenciones manifestadas por los constituyentes de
dicha época, pueden dejar subsistir ninguna duda. Aquí es donde Duguit tiene
razón para afirmar que, a diferencia de las Constituciones revolucionarias, que
sólo pensaban en asegurar su conservación futura, al menos en cuanto a sus
principios e instituciones esenciales, la Constitución de 1875 se preocupó más
bien de preparar y facilitar su revisión y hasta su derogación totales. El art. 8 lo
explica formalmente, por cierto, pues especifica que la Asamblea nacional podrá
efectuar la revisión "en todo o en parte". A reserva de la determinación del alcance
de la restricción dictada en 1884 en cuanto a la forma de gobierno, es indiscutible,
por lo tanto, que la Asamblea nacional, en este primer sentido, posee un poder de
revisión ilimitada. Pero, una vez establecido este punto, subsiste otra cuestión,
que queda planteada y que no ha sido resuelta —como parece creerlo Duguit—
por el solo hecho de que la Constitución de 1875, en principio, admitiera la
posibilidad completa de su revisión total. Esta segunda cuestión es la de saber
cuáles son las condiciones a que la Constitución de 1875 sometió su revisión total
o parcial. No se trata aquí ya de buscar los límites de la revisión desde el punto de
vista de su -extensión eventual, sino desde el punto de vista de sus condiciones
de iniciación. Del hecho de que la Constitución de 1875 quiso que la Asamblea
nacional tuviese un poder de revisión ilimitado ¿ha de inferirse que también le
haya reconocido este poder de una manera incondicionada?
471. Para resolver esta segunda cuestión es indispensable acudir de nuevo
al texto del art. 8. En efecto, si existe una materia en la que las
1251
Ahora bien, el sistema del art. 8 se constituye por dos elementos y ambos deben
ser tomados en consideración. Por una parte, el texto prevé y autoriza
ampliamente revisiones totales, es decir, ilimitadas en este sentido. Pero, por otra
parte, el art. 8 subordina toda revisión, total o parcial, a una condición previa: la
declaración de ambas Cámaras, deliberando separadamente, "de que ha lugar a
revisar las leyes constitucionales". Esta condición, por sí sola, implica
naturalmente que la Asamblea nacional sólo podrá reformar los puntos y artículos
respecto de los cuales las dos Cámaras hayan decidido que ha lugar a emprender
una revisión. En este sentido, se deduce directamente del art. 8 un argumento
muy simple, pero —como lo han demostrado Esmein (Éléments, 7ª ed., vol. II, pp.
501 ss.; cf. Arnoult, op. cit., pp. 283 ss., y E. Pierre, Traite de droit politique,
electoral et parlementaire, 4* ed., pp. 27 ss.)— que parece decisivo. En efecto, el
principio formulado por ese texto es que sólo puede comenzarse una revisión en
virtud de una declaración preliminar, es decir, en virtud del consentimiento de las
dos Cámaras. Ahora bien, si el consentimiento de las dos Cámaras es
indispensable, se infiere que la revisión no puede realizarse sino en la medida en
que ha sido concedido dicho consentimiento. Por lo tanto, cuando las Cámaras
han decidido que ha lugar a revisar parcialmente uno o varios artículos
determinados de la Constitución, la revisión sólo puede referirse a aquellos puntos
designados por dicha resolución, pues fuera de ellos ya no existe el
consentimiento de las Cámaras y, por lo tanto, falta la condición primera que da
lugar
1252
2
Cf. en este sentido Lefebvre, op. cit., pp. 217 ss., que reconoce que las Cámaras, mediante sus
deliberaciones separadas, pueden indicar los puntos a revisar, pues, dice, nada se opone a ello en la
Constitución; y este autor incluso deduce de esto, con toda lógica, que si las resoluciones de las dos Cámaras
son disímiles y no concuerdan en los puntos a revisar, la revisión no podrá iniciarse. Pero, por otra parte,
Lefebvre (pp. 223 ss.) declara que "no ve la posibilidad de establecer como punto cierto la obligación para el
Congreso de detenerse en la discusión de los artículos aludidos en las resoluciones de ambas Cámaras". La
doctrina de este autor sigue siendo, pues, en este punto, vacilante y contradictoria.
3
No es exacto, pues, caracterizar el alcance del art. 8, como se ha hecho a veces, diciendo que dicho texto
consagra un sistema de revisión limitada. Por lo menos, dicha expresión es equívoca. Evidentemente, la
Asamblea nacional no puede emprender la revisión sino en la medida que le asignan las resoluciones
anteriores de las Cámaras; y a este respecto, sólo tiene una potestad constituyente limitada. Pero, por otra
parte, y salvo la restricción relativa a la forma de gobierno, el art. 8 no limita la medida en que las Cámaras
pueden iniciar la revisión. No puede decirse, pues, que dicho texto sólo fundó un régimen de revisión parcial
y limitada.
1253
determinar de manera precisa y concreta los puntos cuya revisión se solicita; por
lo menos, esto ocurre cada vez que se trata de introducir una revisión que no se
refiere a toda la Constitución. Además, los términos de la ley de 1884 implican que
la revisión sólo puede ser comenzada y realizada por la Asamblea nacional en
relación con los puntos que fueron objeto de una proposición en las Cámaras y en
la medida en que dicha proposición fué adoptada por cada una de ellas. En otros
términos, el texto añadido en 1884 al art. 8 consagra en la Constitución actual el
principio de las revisiones subordinadas, en cuanto a su extensión y a su
programa, a las iniciativas y decisiones previas de las Cámaras. Finalmente, este
texto presenta, sobre un punto especial, la forma republicana de gobierno, una
notable restricción al sistema de las revisiones ilimitadas que establece la
Constitución de 1875 (Esmein, loe. cit., p. 503; en sentido contrario ver Duguit, op.
cit., vol. II, pp. 529 ss.).
Por lo demás, la doctrina que desde 1875 pretende revivir en la Asamblea
nacional el tipo de las Constituyentes de potestad incondicionada tropieza con otra
objeción. Si esta doctrina fuese exacta, habría que deducir de ella que, incluso en
el caso de que se hubiese reunido únicamente para las necesidades de la elección
del Presidente de la República, la Asamblea nacional, en virtud de su potestad,
puede emprender una revisión. En efecto, no es posible admitir que, según que
haya sido llamada para elegir al Presidente o para proceder a la revisión, la
Asamblea nacional, como declara Esmein (loe. cit., p. 505), constituya "cuerpos
absolutamente distintos en derecho". No puede decirse que existan aquí, según
sea el objeto de la convocatoria, dos órganos diferentes; lo que difiere, según los
casos, son únicamente los cometidos por desempeñar, las competencias por
ejercer: en un caso competencia electoral, en otro competencia constituyente.
Pero, en ambos, el órgano es idénticamente el mismo. Luego, si es cierto que la
Asamblea nacional, constituida por la reunión de los senadores y los diputados,
lleva en sí una potestad constituyente absoluta, de ello resulta que, cualquiera que
sea el motivo por el cual ha sido convocada, esta Asamblea, una vez reunida, no
encontrará obstáculo alguno que le impida emprender, si lo quiere, una revisión
constitucional. Ningún autor ha llegado a emitir, sobre la potestad de la Asamblea
nacional, semejante opinión. Y la razón jurídica que se opone a que dicha opinión
sea concebible, al decir de todos los autores, es la que se deriva del art. 8, en
cuyos términos no puede emprenderse la revisión sino después y en virtud de
declaraciones con fines de revisión emanadas de las Cámaras. Convocada para
una elección presidencial, la Asamblea nacional no puede dedicarse, por su sola
iniciativa, a trabajos de revisión. Pero entonces, esta misma razón demuestra
claramente que
1256
4
En el mismo orden de ideas, se ha hecho observar (Esmein, Éléments, 7* ed., vol. u, p. 507: Bonnet, op. cit.,
pp. 92 ss.) que, en un sistema de completa separación del poder constituyente, las leyes de revisión no
deberían estar sometidas a la necesidad de una promulgación por el jefe del Ejecutivo. Hacer depender su
ejecución de la promulgación por el Presidente de la República es subordinar las decisiones del órgano
constituyente a la actividad de una autoridad constituida. Y sin embargo, los autores coinciden en decir que
esta promulgación es indispensable, aunque no sea expresamente exigida por la Constitución de 1875 (ver
supra, p. 396).
1258
5
Borgeaud, op. cit., p. 306, resume estas observaciones muy exactamente al decir que "el Congreso queda
sujeto por las decisiones de las Cámaras, pero únicamente en cuanto a la materia de sus deliberaciones".
1259
6
La idea de Vereinbarung, que acaba de excluirse en las relaciones de las Cámaras con la Asamblea nacional,
podría hallar su justificación, por el contrario, en lo que se refiere a las declaraciones acordes que preceden
a la apertura de la revisión. Pero lo que en todo caso resulta inexacto es hablar, en esta ocasión, de un
contrato entre las Cámaras, como lo han hecho algunos autores. "E l Congreso —dice Lefebvre (op. cit., p.
220; cf. Arnoult, op. cit., pp. 338-342) sólo puede nacer de un contrato de revisión perfectamente concluido
entre ambas Cámaras", contrato que resulta, según dichos autores, del hecho de que ambas Cámaras "se
han puesto de acuerdo sobre su objeto y sobre sus cláusulas". La doctrina según la cual el acuerdo que se
requiere a veces entre dos órganos de Estado para la formación de una decisión estatal, se resolvería en un
contrato establecido entre esos órganos, es jurídicamente inaceptable; ya antes se demostró su falsedad (n
9 279).
1260
476. Se infiere de esto que las Cámaras, en sus resoluciones que suponen
consentimiento a la iniciación de la revisión, no pueden ciertamente indicar la
manera como entienden que se haga ésta. No sólo no podrían determinar
previamente la nueva redacción de los textos constitucionales que someten al
examen revisionista de la Asamblea nacional (Lefebvre, op. cit., p. 217), pues,
como se dijo antes (p. 1230), las deliberaciones de dicha Asamblea no se reducen
a la segunda lectura de un proyecto ya votado por las Cámaras, sino que además
se excederían en la competencia que les atribuye el art. 8 si pretendiesen
proponer de manera limitativa las diversas soluciones que la Asamblea nacional
podrá dar a la cuestión sometida a revisión (Esmein, Éléments, 7* ed., vol. II, p.
506; Pierre, op. cit., 4? ed., p. 21); semejantes proposiciones o limitaciones no
podrían obligar a la Asamblea nacional, ya que las Cámaras no poseen en esta
materia un derecho de verdadera y completa iniciativa, sino que sólo pueden fijar
el programa de la revisión y no tienen por qué fijar el sentido de ésta.
No obstante, no deben exagerarse las consecuencias del sistema del art. 8.
Del hecho de que este texto excluya a las Cámaras del poder constituyente,
ciertos autores deducen que sus declaraciones previas sobre la revisión deben
limitarse a designar aquellos artículos o partes de artículos de las leyes
constitucionales que someten al examen de la Asamblea nacional, y estos autores
añaden que las Cámaras usurparían los poderes reservados a la Asamblea
nacional si pretendiesen especificar además las cuestiones a propósito de las
cuales se propone la revisión para los artículos así designados. Esta doctrina la
desarrolla especialmente Duguit (Traite, vol. II, p. 526), el cual, en esta ocasión,
critica la parte dispositiva de la resolución adoptada el 29 de julio de 1884 por el
Senado a propósito de la futura revisión de los artículos 1 a 7 de la ley de 24 de
febrero de 1875, en tanto que dicha resolución especificaba que había lugar a
revisar estos artículos "en lo que se refiere a la cuestión de saber si habrán de ser
o no retirados de las leyes constitucionales". Sostiene Duguit que, al precisar y
restringir de esta manera el alcance de la revisión que autorizaba para los
artículos 1 a 7, el Senado se excedía realmente en sus poderes. Pero esta crítica
no tiene fundamento. En 1884, el Senado actuaba
1261
1
A este último autor, en tal caso, no se le ocurre emplear otro recurso constitucional contra la Asamblea
nacional que la disolución de la Cámara de Diputados y el llamamiento al país, lo que supone que las
tentativas hechas en el Congreso con el fin de ir más allá del programa de la revisión emanarían
especialmente de una mayoría constituida por diputados, y, además, que el Senado y el Gobierno estarían
de acuerdo para oponerse a ella. Pero ya se reconocieron antes (pp. 1223 ss.) las razones que obstaculizan
en este caso el empleo de la disolución.
1263
2
El art. 7 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875, en efecto, sólo parece referirse a la promulgación
de las leyes ordinarias; en este sentido se ha alegado especialmente que dicho texto le reserva al Presidente,
durante los plazos de la promulgación, la faculta de pedir nueva deliberación; pero esta facultad es
evidentemente inaplicable a las leyes de revisión (ver sobre este punto n. 3, p. 1229, supra).
3
La opinión de Esmein es combatida especialmente por Pierre, op. cit., suplemento, n9 506, el cual, a este
respecto, deduce un argumento sobre todo de la fórmula del art. 7 de la ley constitucional de 16 de julio de
1875: "E l Presidente promulga las leyes dentro del mes siguiente a la remisión al Gobierno de la ley
definitivamente adoptada", y que sostiene que esta fórmula, por ser general, tiene el valor de una
declaración de principio, que lo mismo puede aplicarse a las leyes de revisión que a las leyes ordinarias. Pero
en la nota anterior se ha visto que este argumento, sacado del art. 7, carece de fundamento.
1264
4
Ver, sin embargo, lo que se dijo supra, p. 400, n. 28. En la sesión del 24 de febrero de 1875 se había
propuesto añadirle al art. 8 una disposición según la cual el Presidente, en forma particular, habría tenido,
durante un mes, el derecho de presentar a la Asamblea nacional una solicitud de nueva deliberación. Esta
proposición fué rechazada.
5
Solamente en este sentido, Duguit (Traite, vol. I, pp. 529-530) encuentra fundamento para sostener que la
disposición del art. 8 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, que prohibe las revisiones que se
refieren a la forma republicana de gobierno, no obliga a la Asamblea nacional (ver p. 1250, supra). No es
que, en el pensamiento de los autores de la ley de revisión del 14 de agosto de 1884, esta prohibición, como
pretende Duguit, estuviera dirigida a las Cámaras; había de aplicarse igualmente a la Asamblea nacional y
obligarla, porque dicha Asamblea no puede hacer recaer la revisión sino sobre aquellos puntos y artículos
señalados por las declaraciones previas de las Cámaras. Pero de hecho la Asamblea nacional no queda
sujeta, porque la prohibición carece, jurídicamente de sanción.
1265
recuerda que ya la Constitución de 1791 (tít. Vil, art. 7), para hacer respetar las
limitaciones que pretendía imponer a las asambleas futuras de revisión, no
encontró otro medio práctico que el juramento, que era exigido por ella a sus
miembros desde el principio de su reunión. Es que, en efecto, las Constituciones
que se inspiran en el principio de la soberanía nacional y repudian el sistema de la
soberanía del pueblo, no tienen el recurso de hacer intervenir, como autoridad
superior a las asambleas constituyentes, al cuerpo de ciudadanos. Estas
asambleas se convierten así, no sólo en el órgano supremo, sino también en un
órgano cuya potestad, aunque la Constitución la declare limitada en principio, de
hecho no podría ser estrictamente paralizada por medios jurídicos plenamente
eficaces.
479. Bien pensado, sin embargo, no puede decirse que esta ausencia de
limitación efectiva de la potestad constituyente de la asamblea de revisión sea
contraria al principio de la soberanía nacional. Todo lo contrario; en definitiva, hay
que reconocer que la independencia del órgano constituyente con respecto a un
órgano constituido tal como las Cámaras no supone en sí sino la realización de
esa separación del poder constituyente que —como se vio antes, pp. 1214 ss.—
parece imponerse necesariamente en un régimen fundado en una idea de
soberanía de la nación. En efecto, si el principio de la soberanía nacional se opone
a que la asamblea de revisión posea y ejerza toda la potestad soberana, al menos
se ha demostrado (n. 6, p. 1184) que este principio implica que el órgano
constituyente se mantendrá, en cuanto al cumplimiento de la revisión y en cuanto
a la fijación de su extensión, independiente de la voluntad de las legislaturas
ordinarias. A decir verdad, la idea de la soberanía nacional no exige de modo
absoluto sino una sola cosa: que las Constituyentes no puedan ejercer por sí
mismas los poderes que están encargadas de instituir (ver p. 1219, supra);
cumplida esta condición,6 la soberanía de la nación no excluye rigurosamente la
posibilidad de que las Constituyentes queden investidas de un poder ilimitado de
revisión, y por consiguiente,
6
Dicha condición queda evidentemente cumplida en la Constitución de 1875. En lo que se refiere
especialmente al poder legislativo, no sólo la Constitución de 1875 lo reservó exclusivamente a las Cámaras
(ley de 25 de febrero de 1875, art. 1'), sino que también existiría prácticamente un medio de obstaculizar las
usurpaciones de potestad legislativa por la Asamblea nacional. En efecto, el Presidente de la República no
estaría obligado a promulgar las decisiones adoptadas por la asamblea de revisión a título de ley, e incluso
debería abstenerse de ello (cf. supra, p. 418). Los términos mismos de la fórmula promulgatoria, que
suponen "una ley aprobada por el Senado y la Cámara de Diputados" (decreto de 6 de abril de 1876),
bastarían para probar que la promulgación presidencial no es susceptible de aplicarse a una ley que emane
de la Asamblea nacional.
1266
podría sostenerse, desde este punto de vista, que actualmente no es extraño que
la Asamblea nacional, de hecho, se encuentre situada por encima de las
limitaciones que pretendieran imponerle previamente las Cámaras.
En cambio, lo que parece difícil de aceptar, lo que parece hasta
inconcebible con el concepto de la soberanía nacional, es el hecho de que, en el
sistema de la Constitución de 1875, el cumplimiento de la revisión, así como su
iniciación, depende, en suma, esencial y exclusivamente, del Parlamento mismo.
Este es un resultado innegable de la actual organización constituyente. En un
sentido se demostró antes (n9 475) que las Cámaras, consideradas como tales,
no tienen parte en la potestad constituyente; en este aspecto, su papel se limita a
promover la revisión. En realidad, sin embargo, son prácticamente dueñas del
poder constituyente. La razón de ello es que la Asamblea nacional, por medio de
la cual se realiza la revisión, está constituida por los mismos miembros de las
asambleas parlamentarias. En este punto, la Constitución de 1875 no reprodujo la
prudente medida que habían adoptado, con objeto de poner a salvo la idea de la
soberanía nacional, las Constituciones de 1791 (tít. VII, art. 6), del año m (art. 345)
y de 1848 (art. 111). Si bien estas Constituciones anteriores no consiguieron
limitar absolutamente la potestad de las Constituciones venideras, si además —
con excepción de la del año ni — no subordinaban a la voluntad y a la ratificación
popular la labor de las asambleas de revisión, por lo menos exigían elecciones
especiales y nuevas para la formación de dichas asambleas, y así establecían
cierta distinción entre estas asambleas y las legislaturas ordinarias; por tanto
mantenían también, en esta medida, una efectiva separación entre el poder
legislativo y el poder constituyente. La Constitución de 1875 no siguió esos
precedentes, sino que coloco el poder constituyente y el poder legislativo en las
mismas manos; es el mismo personal parlamentario el que, adoptando
formaciones diferentes (ver sin embargo la reserva indicada en la n. 5, pp. 1232
s.J, hace y revisa tanto la Constitución como las leyes. La Constitución actual se
aleja esencialmente en esto del sistema de la separación del poder constituyente.
Además, excluye la influencia inmediata, o hasta simplemente próxima, del cuerpo
electoral sobre las revisiones a emprender. Se ha dicho que los electores están
prevenidos: "deben saber —dice Duguit (Traite, vol. ii, p. 533)— que al nombrar
diputados y senadores, nombran quizás a los miembros de una asamblea
constituyente". Pero, en muchos casos, la cuestión de la revisión no queda
formulada en el momento de las elecciones legislativas; en ese momento sólo
existe un vago "tal vez", una lejana e incierta eventualidad que, actualmente, no
interesa a los electores en un grado suficiente
1267
para que influya en su elección.7 La verdad es, pues, que la revisión, según la
Constitución, podrá ser a veces resuelta y realizada fuera de toda intervención del
cuerpo electoral, y con plena independencia frente a este último. Por ello, la
potestad parlamentaria se encuentra notablemente acrecentada.
Encestas condiciones, en fin, las limitaciones que el art. 8 de la ley
constitucional de 25 de febrero de 1875 introdujo en el ejercicio del poder de
revisión no tienen mucho valor. Según el art. 8, la extensión de la competencia
revisionista de la Asamblea nacional se determina estrictamente por las
declaraciones anteriores de las Cámaras. Esta disposición podría tener un efecto
realmente útil, como medio de limitación de la potestad de revisión, si la Asamblea
nacional estuviera compuesta por nuevos elegidos, diferentes de los diputados y
los senadores. Pero, como dicha Asamblea está constituida por el mismo personal
que las Cámaras, el sistema de limitación del art. 8, en todo caso, sólo constituye
una precaución poco eficaz, puesto que el cuidado de establecer los límites de la
revisión se abandona a los mismos hombres que van a componer la Asamblea
nacional y a quienes ha de imponerse la limitación. En suma, la limitación de
referencia sólo puede tener un significado: trata simplemente de mantener la
igualdad entre las dos Cámaras, excluyendo del programa de revisión propuesto a
la Asamblea nacional los puntos sobre los cuales el Senado y la Cámara de
Diputados no hayan conseguido ponerse de acuerdo. Si, por el contrario, existió
acuerdo entre el Senado y la Cámara de Diputados, en este caso la voluntad
revisionista del Parlamento llega a ser todopoderosa, ya que ninguna limitación ni
ningún obstáculo pueden oponérseles desde fuera.
Resulta de esto que la potestad constituyente, que, en principio, queda
reservada por la Constitución de 1875 a la Asamblea nacional, se comunica en
definitiva a las Cámaras mismas, ya que, por una parte, el programa y la amplitud
de la revisión dependen directamente de sus voluntades y declaraciones previas,
a condición únicamente de que éstas sean concordantes, puesto que, por otra
parte, las mismas mayorías que proyectaron la revisión en las Cámaras se
encontrarán de nuevo, para realizarla, en la Asamblea nacional, donde tienen la
seguridad previa de hacer triunfar sus voluntades constituyentes. El Parlamento,
que es el más poderoso de los órganos constituidos, es por lo tanto, al mismo
tiempo,
7
Al tiempo de la revisión de agosto de 1884, las últimas elecciones generales para la renovación de la
Cámara de Diputados se remontaban al 21 de agosto-4 de septiembre de 1881; y las elecciones para la
renovación trienal del Senado se remontaban al 8 de enero de 1882. En cuanto a la revisión de junio de
1879, las últimas elecciones que la precedieron databan de enero de 1879 para el Senado y de octubre de
1877 para la Cámara de Diputados.
1268
dueño del poder constituyente. Parece que con esto queda comprometida la
soberanía nacional.
480. Es cierto, efectivamente, que, en el sistema de la Constitución de
1875, el Parlamento se encuentra en posesión de una potestad casi dimitada.
Desde luego, su potestad legislativa presenta carácter absoluto y casi soberano.
Esto se debe especialmente a la extrema brevedad de la Constitución y al hecho
de que las leyes fundamentales de 1875, muy diferentes en esto de las
Constituciones americanas, sólo regularon muy pocas cosas por sí mismas y
dejaron a las Cámaras el cuidado y el poder de estatuir por vía legislativa sobre la
mayor parte de las cuestiones que se refieren a la fijación del orden jurídico del
Estado, incluso cuando esas cuestiones atañen a la organización y el
funcionamiento de los poderes públicos. Es este un punto que ha sido
frecuentemente señalado por los autores. Así, Larnaude ("Étude sur les garanties
judiciaires contre les actes du pouvoir legislatif", Bulletin de la Société de
législation comparée, 1902, p. 222) califica la potestad de las Cámaras, en materia
de leyes, de "omnipotencia legislativa", y ve en esa omnipotencia parlamentaria
una "regla" del derecho francés actual. Asimismo, Esmein (Éléments, 7? ed., vol. i,
p. 598) resume, a este respecto, el sistema de la Constitución de 1875 diciendo
que "no ha limitado la esfera de acción del legislador". No la ha limitado, en primer
término, por lo que concierne a la delimitación de las materias que dependen del
poder de reglamentación respectiva del cuerpo legislativo o del Ejecutivo; se vio,
en efecto (núms. 201 ss.), que la esfera de la competencia reglamentaria ejercida
a título ejecutivo por el Presidente de la República queda determinada, y tal vez
ampliamente desarrollada, por los actos legislativos del Parlamento, el cual, a este
respecto, desempeña, frente al Ejecutivo, el papel de una autoridad constituyente.
Asimismo, la Constitución de 1875 no limitó el campo de acción del legislador en
sus relaciones con el poder constituyente; o, por lo menos, no enunció en la forma
constituyente más que un número muy reducido de reglas relativas a la
organización de los poderes, y, por lo demás, no reservó a la potestad
constituyente ni sustrajo a la competencia legislativa ninguna materia especial. En
particular, guarda un completo silencio sobre la cuestión de los derechos o
libertades individuales referentes a los ciudadanos, en sus relaciones con las
autoridades constituidas; y, por consiguiente, dejó al legislador una potestad
ilimitada en lo que concierne a la reglamentación extensiva o restrictiva de esos
derechos.
481. La insuficiencia del derecho público francés respecto de este último
punto ha sido frecuentemente señalada y criticada desde 1875. En efecto, es
indiscutible que la limitación de la potestad legislativa por
1269
8
En el citado estudio de Larnaude "sobre las garantías judiciales existentes en ciertos países en favor de los
particulares contra los actos del poder legislativo" (loe. cit., pp. 222 ss.) y en el Tratado de Duguit (vol. I, pp.
156-157) se hallará la indicación de las diversas proposiciones que han sido hechas en este sentido, bien por
los autores, bien en el Parlamento.
1270
derecho público francés, una innovación superflua y estéril, y esto, bien sea
porque la Constitución de 1875 de ningún modo garantizó derechos intangibles a
los particulares9 o bien porque la Declaración de 1789 —s i es verdad que
continúa siempre vigente— sólo dio, de los derechos individuales que proclama,
una fórmula filosófica y doctrinal, que jurídicamente es demasiado vaga para
sujetar realmente al legislador o para proporcionar al juez una base práctica y
precisa de apreciación de la constitucionalidad de las leyes desde dicho punto de
vista.10 Por el contrario, si esos derechos estuviesen contenidos en el acto
constitucional y si, además, estuviesen enumerados en el mismo en términos que
fijaran exactamente y en detalle su consistencia, sus efectos y sus condiciones de
ejercicio, el legislador no podría restringirlos ni modificarlos, bajo el pretexto de
reglamentar su funcionamiento; y por consiguiente, podría empezarse a concebir
que, con ocasión de los casos litigiosos que se les sometan, los tribunales estarían
en adelante autorizados para descartar
9
Ver especialmente sobre este punto las explicaciones decisivas de Larnaude, loe. cit., pp. 219 y 256. Entre
otras cosas, dice este autor: "L a Constitución de 1875 no creyó deber reproducir las Declaraciones de
derechos que, como un frontispicio, decoran la mayor parte de nuestras Constituciones anteriores. Por lo
tanto, ocurrirá muy rara vez que un particular pueda oponer ante un tribunal la excepción de
inconstitucionalidad; pues ¿cómo podría invocarse un derecho lesionado por una ley que hubiese violado la
Constitución, cuando dicha Constitución sólo se ocupa de la organización y de las relaciones de los poderes
públicos?" En estas condiciones, la cuestión de saber si los tribunales tienen el poder de comprobar la
regularidad constitucional de las leyes con respecto a los derechos individuales "tiene hoy muy poco interés
en Francia". Y en este punto Larnaude opone a la Constitución francesa las Constituciones particulares de los
Estados Unidos, en las cuales el poder que tienen los tribunales de justicia para negarse a aplicar las leyes
tachadas de inconstitucionalidad halla su "fundamento jurídico, esencialmente, en el carácter limitado de
los poderes de la legislatura, poder limitado que es a su vez consecuencia necesaria de la existencia de una
Constitución escrita hecha por el pueblo, único soberano dentro del Estado" (ibid., pp. 206 ss.); poder cuya
limitación en Estados Unidos se deriva sobre todo del hecho de que el pueblo, de un modo también
esencial, quiso reservarse en su Constitución los derechos y las facultades que sentía necesidad de hacer
intangibles en contra de las legislaturas. En Suiza es de notarse que algunas Constituciones cantonales (la de
Unterwald-Nidwald, de 2 de abril de 1877, art. 43, y la de Uri, de 6 de mayo de 1888, art. 51) reservan al
ciudadano que se cree lesionado en sus derechos privados por una decisión legislativa emanada de la
Landsgemeinde, la facultad de recurrir ante el juez contra dicha decisión; y sin embargo, el pueblo, cuya
reunión constituye la Landsgemeinde, es el órgano supremo del cantón, y en él reside el poder
constituyente mismo.
10
La Constitución de 1791 (tít. i) decía: "E l poder legislativo no podrá hacer ninguna ley que lesione y
obstaculice el ejercicio de los derechos naturales y civiles contenidos en el presente título y garantizados por
la Constitución." Mucho se la ha elogiado por ello (Duguit, UÉtat, vol. I, p. 274). Pero, por una parte, no
establecía sanción para esta prohibición, y por otra parte, es evidente que correspondía al legislador regular
libremente el ejercicio de esos derechos, sobre todo porque la Constitución misma, al igual que la
Declaración de 1789, no precisó su extensión y su modo de funcionamiento.
1271
11
En el estado actual del derecho constitucional francés, los tribunales no tienen por qué comprobar la
constitucionalidad de las leyes, y por consiguiente no pueden declarar su inaplicabilidad» por causa de
inconstitucionalidad, ni de modo general, ni a título particular en un caso litigioso. Salvo algunas raras
disidencias (Jéze, "Controle des délibérations des Assemblées deliberantes", Revue genérale
d'Administration, 1895, vol. [I, p. 411; Signorel, "Du controle judiciaire des actes du pouvoir législatif", Revue
politique et parlementaire, vol. XL, pp. 526 ss.), los autores están de acuerdo en negar a los jueces dicho
poder (Larnaude, loe. cit., pp. 218 ss.; Esmein, Éléments, V ed., vol. i, pp. 592 ss.; Hauriou, Précis, 6» ed., p.
320 n.; Duguit, Traite, vol. i, p. 158; ver sin embargo ibid., p. 168 y Manuel, 3» ed., p. 305). La jurisprudencia
fué establecida en el mismo sentido por una célebre resolución de la Corte de casación de 11 de mayo de
1833. Esta incompetencia de los tribunales no debe atribuirse al principio de la separación de poderes, el
cual, antes bien, implicaría la igualdad ante la Constitución de la autoridad judicial y el cuerpo legislativo, y,
por consiguiente, el derecho para el juez de controlar la validez constitucional de las leyes (ver sobre este
punto y en este sentido: Duguit, loe. cit., pp. 158-159; Larnaude, loe. cit., pp. 216-217, y Revue des idees,
1905, pp. 336 ss.). Proviene esencialmente de la desconfianza tradicional existente en Francia en contra de
los tribunales. La tradición, en este sentido, se remonta al antiguo régimen, y se formó en el transcurso de
las luchas entre la realeza y los parlamentos, con ocasión de las resistencias opuestas por éstos a las
reformas reales. Con mayor razón, las asambleas revolucionarias habían de temer que los cuerpos judiciales
opusieran resistencias a las reformas radicales que se operaron en esta época; y sobre todo, se inspiraron en
la intención claramente establecida de negar a los jueces cualquier competencia que pudiese permitirles
"desempeñar un papel político" (Esmein, loe. cit., p. 594) en el Estado. Por eso la ley de 16-24 de agosto de
1790 funda el principio de la estricta subordinación de la autoridad judicial frente al cuerpo legislativo
especialmente y frente a las leyes decretadas por éste, especificando (tít. II, art. 10) que "los tribunales no
podrán tomar directa o indirectamente ninguna parte en el ejercicio del poder legislativo, ni impedir o
suspender la ejecución de los decretos del cuerpo legislativo, sancionados por el rey, bajo pena de
prevaricación". Dicho texto prohibe a los jueces cualquier tentativa de comprobación o apreciación de las
leyes que pudiese obstaculizar o sólo retardar su ejecución; y el motivo de esta prohibición es que ello
supondría, por parte de los jueces, una invasión, al menos indirecta, de la potestad legislativa. Desde el
momento en que la ley ha sido decretada por el cuerpo legislativo y el rey la ha promulgado, los tribunales
no tienen más que aplicarla. Esta prohibición fué renovada en la Constitución de 1791, tít. m, cap. v, art. 3 y
en la Constitución del año ni, art. 203. Hoy tiene su fundamento en el art. 127-1' del Código penal, que
reproduce literalmente las ideas y las tendencias de la Revolución sobre este punto, diciendo: "Serán
culpables de prevaricación y castigados con degradación cívica los jueces que se inmiscuyan en el ejercicio
del poder legislativo, ya suprimiendo o suspendiendo la ejecución de una o más leyes, ya deliberando sobre
si las leyes serán o no ejecutadas". Estos textos han fijado el derecho público francés en el sentido de que
los jueces quedan excluidos de toda facultad de apreciación del valor de las leyes o para rehusar su
aplicación por cualquier motivo, incluso por causa de inconstitucionalidad.
Todo lo más, se ha dicho, los tribunales podrían examinar la regularidad constitucional de la ley desde el
punto de vista formal; y algunos autores sostienen, en efecto, que el juez tendría fundamento para negarse
a aplicar una ley, incluso .una ley promulgada regularmente, si esta ley no llenase las condiciones requeridas
para la formación de los actos legislativos, por ejemplo, si no hubiera obtenido mayoría de votos en una u
otra Cámara (Larnaude, Bulletin de la Société de législation comparée, 1902, p. 220; Saleilles, loe. cit., p.
244; Duguit, Trqfté, vol. i, p. 160, ver sin embargo Manuel, 3" ed., p. 306: Nézard, en la 7" ed. de los
Éléments de Esmein, vol. I, p. 598, n. 94). La razón que se da de ello es, dícese, que la ley sólo se impone al
juez en tanto que realmente existe; ahora bien, para esto es necesario que haya sido adoptada
regularmente. Los tribunales tendrían, pues, por misión natural, al menos, asegurarse de la existencia
constitucional de las leyes antes de verse obligados a aplicarlas. Pero esta última doctrina es a su vez
discutible. No corresponde a los tribunales la tarea de comprobar la existencia de la ley; esta función ha sido
confiada por la Constitución al jefe del Ejecutivo y constituye el objeto especial y la razón de ser esencial de
la promulgación. Por la promulgación queda atestiguada la existencia de la ley, así como el texto de la
1272
482. No cabría negar que una reforma constitucional realizada en el sentido que
acaba de recordarse podría dar lugar a cierta limitación en la potestad del cuerpo
legislativo y a una mejora correspondiente en el estatuto individual de los
ciudadanos. En efecto, si la reglamentación de los derechos individuales estuviese
establecida, aunque sólo fuera en sus principios esenciales, por textos
constitucionales, evidente-mente las Cámaras ya no podrían modificar dichos
misma se halla desde entonces autentificado. A consecuencia de esta solemnis edilio legis, ya no
corresponde averiguar si la ley ha sido o no hecha regularmente en cuanto a la forma. El juez debe remitirse
para esto a la promulgación en cuanto a la forma, lo mismo que está obligado a someterse a la voluntad del
cuerpo legislativo en cuanto al fondo. Lo mismo que usurparía la potestad legislativa si llegara a discutir el
valor intrínseco de la ley, invadiría la competencia reservada al Ejecutivo si se mezclara en el examen de la
formación de la ley, una vez regularmente promulgada ésta. En este sentido y por estos motivos ha podido
decirse que la promulgación cubre los vicios formales de la ley (ver supra, no 151).
En suma, de estas observaciones se desprende que, en el sistema actual del derecho público francés, las
limitaciones que la Constitución puede imponer a la potestad legislativa no tienen mucha eficacia, puesto
que los tribunales no pueden sustraerse a la aplicación de las leyes tachadas de inconstitucionalidad y al
Ejecutivo mismo sólo se le permite controlar la regularidad de la ley, a fin de promulgarla, en lo que
concierne al procedimiento de su formación. Por ello dice Barthélemy (Revue du droit public, 1904, p. 209)
que "el respeto a la Constitución no tiene más sanción que la buena voluntad legislativa". También desde
este punto de vista la potestad legislativa de las Cámaras aparece como ilimitada.
Hauriou, que, en su 6' ed. (loe. cit.), decía que la autoridad judicial no tiene derecho a apreciar la
constitucionalidad de las leyes, adopta hoy una opinión contraria (10' ed., p. 892) : "E n los países
anglosajones, los jueces tienen derecho a no aplicar una ley que juzgan inconstitucional. No vemos por qué
no podría reconocerse este poder a los jueces franceses." En su deseo de fortalecer la potestad de la
autoridad jurisdiccional, Hauriou llega incluso a sostener (eod. loe.; ver también una nota de este autor en
Sirey, 1913. 3, 137) que corresponde a dicha autoridad establecer categorías entre las leyes que emanan del
cuerpo legislativo y distinguir, dentro de la labor de este último', leyes que serían "fundamentales" y otras
que sólo serían "leyes ordinarias"; el objeto de esta distinción es ampliar la teoría de la inconstitucionalidad,
por cuanto dependería de los jueces descartar a veces determinadas aplicaciones de las leyes ordinarias, si
les pareciese que se hallaban en contradicción con las prescripciones superiores de las leyes fundamentales.
Esta doctrina de Hauriou ya fué examinada anteriormente (pp. 319 s., n. 8) : allí se encontrará la exposición
de las razones que se oponen a su adopción.
1273
12
Conviene oponer la misma objeción a Borgeaud, quien pretende (op. cit., p. 306) que, en el caso de que
las Cámaras decidan que ha lugar a emprender una revisión, pueden prescribir legitimamente que "la labor
de revisión de la Asamblea nacional se someterá a la sanción del cuerpo electoral". Alega este autor que, en
este sentido, si bien ninguna disposición de la Constitución actual previo una medida de este género,
tampoco hay nada que la prohiba. Debe responderse a este argumento que el art. 8 de la ley de 25 de
febrero de 1875, al atribuir especialmente el poder constituyente a un órgano cuya composición y
naturaleza precisa, excluyó implícitamente por ello la posibilidad de que interviniese en la obra de revisión
cualquier órgano distinto del designado por dicho texto. Unicamente la Asamblea nacional podría modificar
en este punto el régimen constituyente actualmente en vigor.
1275
13
Los autores extranjeros no vacilan al decir, en estas condiciones, que en Francia "el poder constituyente
corresponde exclusivamente al Parlamento" (Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 195). Algunos autores
franceses han reprochado a la Constitución de 1875 que haya substituido la soberanía nacional por la
soberanía parlamentaria.
1276
En este sentido cabe observar, por una parte y desde el punto de vista político,
que el pueblo francés, en su conjunto, y hasta ahora, no ha aspirado a gobernarse
directamente por sí mismo; no estaba inclinado a ello naturalmente; sintió las
dificultades y los inconvenientes que podría presentar para Francia la democracia
directa, sobre todo a causa de la situación internacional que crearon los
acontecimientos de 1870. Se acomodó, pues, y se contentó con el gobierno
representantivo. El punto esencial al que sus tendencias igualitarias lo ligaban más
fuertemente era que ningún ciudadano pudiese elevarse al poder en virtud de un
privilegio o mantenerse en él por razón de un derecho adquirido. En el régimen
que hace depender de la elección el reclutamiento de los gobernantes, estas
tendencias igualitarias encontraron suficiente satisfacción. Por lo demás, el pueblo
francés se tuvo por satisfecho con la certeza de que, gracias a su poder de
reelección, no podrían gobernar de un modo durable o total14
14
Se ha puesto de moda, en la literatura actual del derecho público, tratar de mitigar el principio de
autoridad estatal inherente al régimen llamado representativo, intentando demostrar que los ciudadanos,
considerados individualmente o en cuerpo, tienen una verdadera participación activa en la potestad que
ejercen los gobernantes o agentes del Estado. Por ello, los autores administrativos se refieren a la
colaboración de los administrados en la acción administrativa; igualmente, algunos constitucionalistas
presentan la obra legislativa como la resultante compleja de la actividad del órgano legislativo, por una
parte, y de la adhesión o adaptación del conjunto de los gobernados, por otra. Esta última manera de ver
fué expuesta y« sostenida, en forma estrictamente jurídica, especialmente por Hauriou (La souveraineté
nationale, pp. 116 ss.), que define el cometido respectivo del legislador y los gobernados, en el régimen
representativo actual, como una "gestión de negocios" por parte del órgano legislativo y como una
"ratificación por la voluntad general" de parte del país. Pero estas doctrinas sólo se fundan en ideas vagas,
que responden a puntos de vista discutibles. Desde luego, si se quiere significar que la ley decretada por la
autoridad competente, desde el punto de vista social y político, no es viable y no podrá ponerse
completamente en ejecución, en la práctica, sino mientras se adapte, de manera oportuna, a las
circunstancias y a las necesidades para cuyo objeto fué dictada, es una verdad indiscutible, verdad
elemental, por lo demás, y que no podría considerarse como una novedad. Pero no debe sacarse de aquí la
conclusión, desde el punto de vista jurídico, de que la organización constitucional actualmente establecida
en Francia concede al pueblo un poder de ratificación sobre sus leyes. El mismo Hauriou se ve obligado a
reconocerlo: cualesquiera que sean los medios de control de que hoy dispone el país con respecto a los
actos de los gobernantes, y en particular del Parlamento, y cualquiera que sea también la influencia que el
cuerpo electoral tiene sobre sus elegidos en el régimen representativo reformado de la época presente, "no
hay que creer —dice dicho autor (loe. cit., p. 119) — que se pida a la voluntad general una adhesión formal y
explícita"; y el motivo de no creerlo es que "una ratificación formal no puede ser recogida sin una
organización" (ibid.); ahora bien, el derecho público francés no contiene organización alguna a dicho efecto.
Según la Constitución, el cuerpo de ciudadanos no tiene sobre la legislación más medio jurídico de acción
que el que resulta de su potestad electoral, que le permite, al expirar las legislaturas, no renovar los poderes
de los legisladores anteriores. Y desde luego, este medio de acción tiene una eficacia relativamente
considerable, en el sentido de que, si una de las leyes adoptadas en el transcurso de la última legislatura ha
ofendido gravemente o ha dejado descontenta a la opinión pública, los electores podrán nombrar otros
diputados, que modificarán la ley impopular. Sólo que, como el sufragio es indivisible, los electores no
podrán señalar con su voto su aprobación o desaprobación con respecto a cada una de las leyes dictadas
desde las últimas elecciones. Así pues, las elecciones actuales no pueden considerarse, de hecho ni de
derecho, como una ratificación íntegra de la obra de la legislatura anterior. El hecho de que los electores
reelijan a sus diputados no significa ni con mucho que aprueben todo lo que éstos pudieran hacer
anteriormente; se explica muy a menudo a causa de que los electores, al no poder escindir su voto, se ven
obligados a contentarse con elegidos que representan aproximadamente y en conjunto sus principales
tendencias políticas, aun cuando en muchos puntos la comunidad de opiniones está muy lejos de existir
1279
realmente. En estas condiciones no es posible admitir que el régimen de las elecciones y reelecciones
constituya una organización destinada a hacer depender jurídicamente la legislación de la ratificación
propiamente dicha de la voluntad general. Lo cierto es que este régimen simplemente proporciona un
elemento de limitación de la potestad del Parlamento, en el sentido de que excluye a éste de la posibilidad
de desconocer la voluntad del cuerpo electoral por completo y por tiempo mayor que el de duración de una
legislatura. No es necesario hacer notar que entre la idea de limitación y la de ratificación existe gran
distancia. Asimismo, y contrariamente a las sugestiones de Hauriou (eod. loe.), no se puede establecer
ninguna aproximación entre el sistema electoral del derecho francés y una institución como el referendum,
desde el punto de vista de la participación del pueblo en la potestad legislativa. La característica del
referendum es que proporciona a los ciudadanos la facultad de dar a conocer su opinión, no sólo de una
manera indivisible y vaga sobre la obra global de la legislatura que expira o sobre la orientación general del
programa que seguirá la legislatura por elegir, sino de manera precisa y concreta sobre una cuestión
especial y actual o sobre una ley determinada. No hay más que un caso en el que las elecciones generales
sean comparables a un referendum: cuando se verifiquen después de la disolución ocasionada por un
conflicto o por vacilaciones sobre una cuestión determinada; en este caso, las elecciones se hacen
especialmente sobre esta cuestión misma, y entonces resulta cierto que el cuerpo electoral se halla
directamente asociado a la potestad legislativa o gubernamental. Cf. n. 18, p. 1028, supra.
15
Existe aquí algo análogo a lo que se ha observado ya antes (no 228) en las relaciones entre las Cámaras y
el Ejecutivo, en lo que se refiere a las iniciativas que puede tomar este último. A propósito de los
reglamentos presidenciales, por ejemplo, se vio que el Ejecutivo ejerce su potestad con una amplia libertad
de acción, que llega incluso más allá de la medida íegular de sus poderes de ejecución de las leyes. Las
Cámaras dejan hacer, bien porque encuentran en ello un alivio a su propia tarea, bien porque comprenden
que esta especie de reglamentación puede ser en ciertos casos más ventajosa que una reglamentación
legislativa, bien sobre todo porque saben que siempre les sería fácil detener semejantes iniciativas o
modificar sus efectos si los juzgaran inoportunos o si desaprobaran las medidas tomadas por vía de decreto
presidencial.
1280
modo su parecer sobre la labor de sus elegidos, sino también a ejercer de manera
permanente, sobre éstos, su influencia durante el transcurso de su función
pasajera. En este sentido especialmente se pudo decir antes (p. 862) que el
derecho constitucional actual establece, entre el cuerpo electoral y el Parlamento,
cierto reparto y equilibrio de potestad, sin que ni uno ni otro de ambos órganos
llegue a ser, por sí solo y propiamente hablando, el soberano.
El régimen de las elecciones y reelecciones periódicas, fortalecido mediante
las instituciones de publicidad que, en el parlamentarismo moderno, tienden a
asegurar el control continuo de los electores sobre los elegidos, proporciona, pues,
una cierta y auténtica garantía de limitación de la potestad suprema del
Parlamento. ¿Significa esto que la garantía sea perfecta? Su valor depende, ante
todo, de la cultura y también de la conciencia política del cuerpo de ciudadanos.
La garantía es, pues, variable y totalmente relativa; y a este respecto tal vez haya
que reconocer, en definitiva, que, según la frase de Rousseau, la aplicación
perfecta y la realización completa de la soberanía nacional exigirían también "un
pueblo de dioses" (Contrat social, lib. m, cap. iv). Pero, dícese, fuera de las
medidas o precauciones de orden orgánico y constitucional, existen también otras
garantías de limitación de la potestad parlamentaria. "E l legislador —afirma Duguit
(Traite, vol. I, p. 154) — está en todo limitado por un derecho superior a él. Incluso
en Inglaterra, donde la omnipotencia del Parlamento se considera como un
principio esencial, hay ciertas reglas superiores que la conciencia misma del
pueblo inglés se niega a consentir que el Parlamento viole." Esto es muy cierto.
Pero ya no se trata de garantías de orden jurídico, ni su estudio depende de la
ciencia del derecho.
Sin embargo, sería un error despreciarlas. Bien pesado todo, en materia
constitucional, así como en otras muchas partes de la ciencia jurídica, hay que
acabar reconociendo que no es sólo el derecho —en el sentido preciso y positivo
de esta palabra— el que dirige todas las cosas en las relaciones recíprocas de los
hombres o de los pueblos. Sus posibilidades y sus medios de acción son
limitados. Las prescripciones o instituciones que lo constituyen no podrían bastar a
preverlo todo, a ordenarlo todo, a impedirlo todo. Estas prescripciones pueden
imprimir a ciertos preceptos de orden moral o a determinados postulados de orden
social el carácter y la autoridad especial de reglas de derecho, en tanto que les
confieren la fuerza y la virtud positivas que resultan de la estructura, de la
armadura y de las sanciones, propias de las instituciones jurídicas; en cuanto a lo
demás, hay que contar menos con el derecho mismo que con el valor intelectual
1282
y moral de los hombres que concurren a formar cada nación.16 Y por otra parte,
con las reglas de legislación positiva, por lo que se refiere a las naciones, ocurre
como con las reglas de higiene en lo que concierne a los individuos: unas y otras
sólo producen útilmente su efecto mientras se aplican a un cuerpo, social o
humano, debidamente sano y equilibrado. Si el derecho propiamente dicho sólo
puede nacer y realizarse mediante la intervención y con la ayuda de la potestad
pública, su eficacia depende de condiciones morales y sociales previas, cuyo
cumplimiento puede favorecer y mejorar el Estado por todos los medios de que
dispone, haciendo que sea más completo y perfecto, pero a la ausencia de las
cuales el hecho material de su potestad no puede suplir por sí solo. Estas
conclusiones no pueden aspirar a la originalidad por triviales que puedan parecer;
sin embargo, son la expresión de verdades profundas, que el jurista no debe
perder de vista, a menos que quiera verse expuesto al error capital y a las
decepciones de que son víctimas quienes piden al orden jurídico y esperan de él
más beneficios de los que el derecho, sus instituciones y sus reglas son capaces
de procurar por su sola y propia virtud.
16
Siempre llega un momento en que el derecho es incapaz de asegurar por s! solo el bien de la comunidad y
de sus miembros y en que la legislación positiva, al sentir que se acaba su poder, para conseguir sus fines
tiene que recurrir a las leyes de orden moral y a la cultura moral de los ciudadanos. Por ejemplo, cuando la
Constitución trata de obtener que las autoridades estatales sólo usen su potestad orgánica en interés
general y nacional, puede poner en práctica, con este objeto, determinados medios jurídicos tales como los
que consisten en prohibir el mandato imperativo o hacer al elegido irrevocable con respecto a sus electores.
Estas precauciones, por útUes que sean, no pueden impedir por completo que los electores, al nombrar a
sus diputados, o los elegidos, en el momento de tomar las decisiones, sacrifiquen los intereses superiores
que tienen a su cargo ante opiniones de interés particular. La influencia del derecho, comparada con la de la
moral, es, en definitiva, modesta. Estas verdades han sido repetidas tantas veces que parece pueril
recordarlas. Sin embargo, hay que repetirlas, puesto que todavía hoy subsisten tantas dudas respecto a la
distinción precisa que debe establecerse entre la regla de derecho y la regla de moral. La frase, que ya se ha
hecho proverbial, "Quid leges sine moribus?" implica, sin embargo, en forma indudable, no sólo que el
derecho es ineficaz si no lo secunda la moral, sino también que ambas clases de reglas son de naturaleza
muy diferente. El derecho consiste en prescripciones susceptibles de ser ejecutadas por medios coercitivos;
esto significa a la vez su superioridad y su debilidad, pues si su sanción coercitiva le dota de una fuerza
particular, por el mismo motivo sólo es capaz de regir las acciones externas de los individuos. La moral se
impone en el fuero interno y domina hasta los móviles de los actos humanos. Por eso, el derecho casi no
puede actuar más que en la superficie; sólo asegura el orden formal y externo. Su concurso es ciertamente
indispensable para la realización de muchos de los fines sociales, pero por sí solo no basta a asegurar esta
realización plena y entera.
1283
INDICES
1284
1285
INDICE DE MATERIAS
Bélgica, 348 re. 25, 352 re. 28, 598 re. Comprobación de las elecciones, 715 re.
12. 22.
Derogación de las leyes, 368-369, 574. Estado: distinción entre el Estado y sus
elementos constitutivos, 27, 36, 61-62;
Descentralización: su definición y sus órganos estatales en que se basan el
rasgos característicos, 169 re. 14, 170 re. Estado y su personalidad, 989-950, 991-
15, 177; su diferencia del federalismo, 992, 1079 ss., vid. Personalidad; su
107 re. 6, 134-135, 149 ss., 172; id. y la concepto en el sistema de la soberanía
autonomía, 168 ss. nacional, 904; su continuidad, 61 ss.,
1169 ss., 1173 ra. 11; su definición, 26
Desconstitucionalización: pérdida del ss.; su génesis, 64 ss., 73 ss., 77 ss.,
rango constitucional de determinadas 136 ss., 1167 ss.; su identidad con la
reglas, 1242; supervivencia de las reglas nación, 30 ss., 889-890, 895, 904, 1030;
consagradas por Constituciones su personalidad, 762 ss., 904, 991-992,
derogadas, 335 re. 17. 1079 ss., vid. Personalidad; su
seguridad, 564-565; su signo distintivo,
Diputados: representan a la nación, 933 82-83, 85 ss., 96 ss., 152 ss., 162 ss.,
ss., 941, 969 ss., 974, 987-988; son los 171 ss., 174 ss.; su teoría general, 21; su
elegidos de la nación, 926 re. 12, 933 re. teoría realista, 34 ss.; su unidad, 761 ss.,
19, 934 re. 20; caracteres de la función 786 ss., 791 ss., 835-837. 845846, vid.
de diputado, 925 ss., 1053 re. 29. Unidad; su voluntad, vid. Voluntad; sus
atribuciones o tareas, 250 ss.; sus
Disolución de la Cámara de Diputados: elementos constitutivos, 22 ss.; sus fines,
812 ss., 857-858, 1065 ss., 1095 ra. 18, 150 ss.; sus funciones, vid. Funciones;
1096 re. 19, 1223-1224. vid. también passim.
Gobierno: formas de, 897 ss., 903 re. 19, Imperio alemán: su naturaleza jurídica,
912-913. Gobierno popular directo, 918; 104 s., 107 re. 7; no es una monarquía,
vid. también Gobierno representativo. 112 re. 10, 359; el Bundesrat, su órgano
supremo, 119, 359-360, 370371; función
Gobierno representativo: generalidades, legislativa respectiva del Reichstag y el
918-919; su fundamento, 918 ss., 929, Bundesrat, 295, 359-360, 363 re. 5, 367
937 re. 23, 965; doctrina de Rousseau, re. 8, 370-371; función del emperador en
918 ss.; doctrina de Montesquieu, 910 su legislación, 364 re. 6, 379, 403 n. 32,
ss.; doctrina de Sieyés, 963 ss.; sus 415; sanción de las leyes, 359-360,
relaciones con el principio de la 370371; promulgación y publicación de
soberanía nacional, 912-913, 914 ss., leyes y ordenanzas, 307, 363, 379, 415;
951-952, 1050 ss.; aplicado al ejercicio comprobación judicial de la validez de las
del poder constituyente, 116511C6, 1196 ordenanzas, 352 re.; función del
ss., 1217 ss.; su oposición a la emperador y de las asambleas con
democracia, 912-913, 963 ss., 1041 ss., respecto a los tratados, 492-493 re. 9,
1044 a., 1073 re. 17; teoría que ve en él 497 re.; fuerza obligatoria de los tratados,
una forma de goLierno popular, 1020 ss., 238 re.; y la potestad de Estado, 1004 re.
1025 ss., 1041 ss.; no es un régimen de 7; y !a teoría del órgano de Estado,
verdadera representación, 939 ss., 985 10191020.
ss., 1037 re. 23, 1050-1051, 1075 re. 19;
variaciones de la idea de representación, Imperium, 382, 385 re. 11, 489 re.
1069 ss., 1072 ss.; su evolución Impuesto: su anualidad, 335-336; ¿sólo
histórica, 942 ss., 948-ss., 1055 ss., puede ser establecido por una ley?, 571
1153-1154; influencia del régimen ss.
parlamentario sobre él, 1063 ss., 1069
ss.; su tendencia actual a convertirse en Inglaterra: poder legislativo del
un régimen de representación efectivo, Parlamento, 362: promulgación de las
1057 ss., 1069 ss.; el sistema bicameral leyes, 397 re. 27; tratados, 496 re. 11.
en sus relaciones con él, 1074 re. 18; vid.
también Elecciones, Representantes, Iniciativa de las leyes, 354-355, 355 re. 2,
Representación nacional. 375 re. 15, 767, 776. Instrucciones de
servicio: su naturaleza y caracteres, 304,
Gobierno semi-representativo, 1072 ss. 605 ss.; fundamento del poder de
dictarlas, 606; su diferencia jerárquica
Igualdad de las Cámaras, 370 re. 10, con respecto al reglamento
425-426, 1253. administrativo, 607 ss.; sus efectos, 609-
610; vid. Ordenes de servicio.
Irrevocabilidad del Presidente de la 304 ss., 311 ss., 346 ss., 349 ss., 511
república, 801, 830-831, 1087. ss., 517 ss.; su fuerza formal, 268, 310
ss., 317-318, 326, 342-343, 344 ss., 347-
Jueces: sus poderes con respecto a la 348, 351 ss., 549 re. 23; su fuerza
interpretación de las leyes, 644 ss., 664- material y sus efectos materiales, 268,
665; su poder de injonction, 256 re. 7, 312, 316, 349 ss.; elemento formal
384 re. 9, 386 re. 13, 413 re. 46, 656 re. indispensable en su concepto, 280-281,
14; su potestad creadora en caso de 311 ss., 325 ss., 344 ss., 504 re. 2;
insuficiencia de las leyes, 638 ss., 652- alcance formal de su concepto según el
653, 665 ss.; límites de dicha potestad, derecho constitucional francés, 257 ss.,
1086-1087; les está vedado conocer de 298 ss., 309 ss., 325 ss., 339, 346 ss.,
los actos de administración, 349 ss., 702; 352-353,
independencia de los jueces frente al 444-447; potestad de iniciativa que le es
Ejecutivo, 697 ss.; no tienen el carácter propia, 336 s., 341-342, 347-348, 489; su
de representantes nacionales, 655 ss., alcance estatutario, 318 ss., 325 ss., 331,
983 ss.; no son órganos, 1085 ss. 333 ss., 347-348; C) su esfera material,
269-270, 285, 289 ss., 297 ss., 308 ss.,
Juicios: mandato contenido en ellos, 384 318-319, 330 ss., 336 ss., 340 ss., 347-
re. 9, 413 re. 46, 656 n. 14. 348, 511 ss., 547 ss.; ilimitada, extensión
de su esfera, 309-310, 330 s., 489; D) fi
Jurisprudencia: sentimientos hostiles de jación de su contenido, 358 ss., 364 ss.;
la Asamblea nacional de 1789 frente a emisión del mandato que la crea, 358
ella, 664; no es una fuente general de ss., 364 ss., 378 ss., 382 ss., 389-390,
derecho, 675-676. 393-394; E) expresión de la voluntad
más alta en el Estado, 320-321, 326,
Ley: sentido constitucional de la palabra, 329-330, 347; su forma (por oposición a
257 s., 273, 290, 291, 294 ss.; A) teoría la del simple consentimiento
de la ley como regla, 262263, 323 re. 10. parlamentario), 345 ss.; mandato
352; id. como regla general. 275 ss., 306, contenido en ella, 235 ss., 346 re. 21,
745, 765; id. como regla de derecho, 285 364 ss., 382 ss., 389-390, 393-394, 411;
ss., 289 s., 293-294, 300 ss.; id. de la ley F) distinción entre leyes administrativas y
constituida por un doble elemento de leyes relativas al derecho, 255-256, 288
forma y de fondo, 265-266, 267, 311 ss.; ss., 300 ss., 304 ss., 331 ss., 349 ss.;
doctrina de Rousseau, 258, 265-266, leyes que estatuyen sobre un caso
311-312; su concepto en las particular, 265, 278 ss., 334 ss., 341 ss.;
Constituciones de 1791 y del año III , leyes que establecen medidas de
258259; B) distinción entre leyes administración, 259, 274, 341-342, 345,
formales y materiales, 263 s., 272 s., 349-350; leyes de interés local, 346;
278, 285, 287, 288, 293-294, 299300,
1294
Mandato: teoría del mandato electivo, Montesquieu: su teoría sobre los tres
922 55., 929 55., 1058 re. 2; imperativo, poderes y su separación, 744 ss., 757-
118, 927-928, 1061 re. 4; la cuestión de 758, 764 ss., 111 ss., 1188 ss.; su
los mandatos imperativos en la doctrina sobre el gobierno representativo,
Asamblea nacional de 1789, 956 55., 920 ss., 973 re. 19.
967-968, 1175 ss.
Municipio, 60 re. 38, 150 ss., 176 ss.,
Materias administrativas (por oposición a 185 ss.
las llamadas de derecho), 435-436, 441-
442, 460-461, 472 55., 511 55., 532-533,
601-602.
1295
Organos del Estado: generalidades, 32 244 ss.; utilidad del concepto, 36, 44-45,
ra. 6, 58 ra. 38, 60 ra. 39, 77-78, 122 re. 63, 95, 221, 242 ss.; relaciones entre los
20, 133, 139, 146 ra. 34; como base del ciudadanos y la personalidad del Estado,
Estado y de su personalidad, 51 ss., 73- 31-32, 61 ra. 40, 63 ra. 43, 234 ss., 239-
74, 139-140; su jerarquía, 325 ss., 370. 240, 246, 302.
Organos legislativos, 354 ss., 369 ss., Personalidad jurídica:" en general, 38; de
386. las colectividades, 32 ss., 38 ss., 43-44,
47 ss., 57 ss., 62-63, 75-76, 78.
Parlamento (en la Constitución de 1875) :
teoría que ve en él un órgano especial Plebiscito, 1174 ra. 12.
del pueblo, 1020 ss., 1032, 1036 ss.,
1050; su carácter unitario, 792-793, 1224 Poder constituyente: generalidades,
ss.; como único órgano primordial de 1161, 1179 ss., 1233 ra. 6; teoría
voluntad, 1090 ss.; como órgano norteamericana, 786 ss., 860, 1215 ss.;
supremo, 224 ss., 534 ra. 9, 799-800, doctrina de Sieyés, 787-788, 1165 ss.,
827 ss., 831 ss., 839, 846 ss., 856 ss., 1189 ss., 1193 ss., 1201 ss., 12391240;
1268, 1275 ss.; parece ser omnipotente, teoría de la soberanía constituyente del
1266 ss., 12751276; extensión de su pueblo, 1163 ss., 1203 ss., 1207, 1215-
potestad legislativa, 207, 217 ss., 283- 1216; cambinación del régimen
284, 293, 309, 339, 342; límites de su representativo con el principio de la
potestad, 856 ss., 861 ss., 1276 ss.; soberanía constituyente del pueblo,
carácter inicial de su potestad legislativa, 1165-1166, 1196 ss., 1217 ss.; aplicación
339 ss.; sólo él posee el carácter de de la teoría del órgano, 1161 ss., 1169
órgano legislativo, 354 ss., 376, 386; ss., 1174-1175; circunstancias diversas
órgano limitado por el cuerpo electoral, en que es llamado a ejercerse, 1171 ss.;
219-220; su potestad en materia de carácter jurídico de las prescripciones
organización de los poderes, 1241 ss.; que regulan su ejercicio, 1195 ra. 17; de
sus poderes en la reglamentación de los la Asamblea nacional de 1789, 1175 ss.;
derechos individuales, 1243 ss., 1268 Constituciones que lo ignoran, 1211 ss.;
ss.; su potestad en materia constituyente, sus relaciones: l9 con el principio de la
488 re. 7, 489 re., 1266 ss., 1273 ss.; su soberanía nacional, 1179 ss., 1184 ra. 6,
papel en lo que concierne a la fijación de 1214 ss., 1217 ss., 1261 ss., 1265 ss.; 29
la extensión de los poderes con el principio de la separación de
reglamentarios del Presidente de la poderes, 859 ra. 20, 1188 ss.; 3' con la
República, 534 ss., 543-544, 546 ss., 549 garantía de los 'derechos individuales,
ra. 23; su papel en materia de tratados, 1190 ss., 1216, 1268 ss.; 49 con la
490 ss., 495-496. determinación de la naturaleza propia de
cada Estado, 1195 ra. 17; materias
Penas: ¿pueden ser creadas por medios reservadas a él, 1234 ss.; no
distintos de la ley?, 571 ss. participación actual de las Cámaras en
su ejercicio, 1257 ss.; vid. también
Personalidad del Estado: fundamento de Revisión, Separación del poder
su noción, 27, 38 ss., 46 ss., 50 ss., 53 constituyente.
ss., 61 ss.; alcance del concepto, 29 ss.,
37, 43 sí., 60-61; carácter formal del
concepto, 56 ss.; su realidad, 40 ss., 43
ss., 53 ss., 6162, 79; ataques dirigidos
contra el concepto, 33 ss.; restricciones
propuestas al concepto, 52 ra..33, 240
ss.,
1297
824 ss, 827 ss., 1088 ss., 1093 ss.: promulgación de los decretos, vid.
nistración, 533, 605, 611 ss., 617 ss.; Decretos; promulgación de las leyes de
poder de nombrar para los empleos, 615, revisión de la Constitución, 1262 ss., vid.
699-700; sus poderes en materia Leyes constitucionales.
diplomática, 490 ss.; ¿tiene un poder
general de policía?, 594 ss.; ¿es un Propiedad colectiva: su diferencia de la
representante de la nación?, 455-456, personalidad colectiva, 49-50. Propiedad
613 re. 26; no es un representante ni un comunal (Gesamthand), 49 50.
órgano, 1087 ss.; su irrevocabilidad, 801,
830-831, 1089; vid. también Régimen Prusia y otros Estados alemanes, 117 re.
parlamentario. 13, 119, 130 re. 27, 148 n. 37, 290291,
294 ss., 298-299, 352 re, 359 ss., 363,
Presupuesto: naturaleza de la ley 598.
presupuestaria, 334 ss.; su anualidad.
335-336; su carácter estatutario, 336 Publicación de las leyes: su objeto y
337. efectos, 378 re. 1, 394, 406 re. 38, 407;
su diferencia de la promulgación, 399,
Promulgación de las leyes: 405 ss., 407 ss.; sus relaciones con la
generalidades, 357, 376-377, 405 re. 37; promulgación, 408 ss,
su fórmula, 321, 362 n. 3, 363-364, 377,
394-395, 398-399, 402 re. 31, 403 n. 33, Publicación de los reglamentos. 311,
404 n. 34; término para efectuarla, 377, 606-607.
400 re. 28, 405 re. 37, 408- 409, 411; en
la Constitución de 1793, 412 re. 45; en la Pueblo: teoría que lo presenta como el
Constitución del año vm, 402-403; sn la órgano primario del Estado en el régimen
Constitución de 1852, 404; en las Cartas, representativo, 1022 ss., 1031 ss., 1035
404; teorías que la presentan como un ss., 1051-1052.
acto de potestad legislativa, 377; teoría
que la relaciona con el sistema de la Ratificación: de los decretos
separación de poderes, 380381, 388 ss., reglamentarios dictados sin poderes, 622
412 re. 44, 762; su carácter ejecutivo, re. 33; vid. también Tratados.
384 re. 8, 385 re. 10. 392 ss., 401-402;
¿contiene una orden de ejecución?, 378 Recurso por exceso de poder, 212, 284
ss., 382 ss., 387 ss., 394-395, 399, 402 re. 3, 302, 316, 349. 471, 609-611, 619,
ss.; relaciones entre ella y la fuerza 704 re, 731. Referendum (en materia
ejecutiva de las leyes, 378 ss., 382 ss., legislativa) : su diferencia del veto
387 ss., 394, 399, 411 re. 42; no es un popular, 375 re. 15, 1043 re. 25.
acto realizado públicamente, 407 ss.;
publicación del decreto de, 408 ss.;
¿contiene una orden de publicación?,
409- 410, 414; su diferencia de la
publicación, 399, 405 ss., 407 ss.; su
objeto y utilidad, 395 ss., 398 ss., 401
ss., 407-408, 415 ss., 424; motivos por
los que está confiada al jefe del
Ejecutivo, 411 ss., 421; sus efectos, 409,
414 ss.; ¿cubre los vicios de
inconstitucionalidad de la ley?, 415 ss.;
¿en qué medida presupone una
comprobación de la regularidad de la
formación de la ley?, 399 ss., 417 ss.;
1299
Sieyés (doctrina de) : sobre la nación y el Soberanía popular, 92-93, 875 ss, 902
ciudadano, 949-951; sobre el régimen 903.
representativo, 962; sobre el alcance de
la elección de los diputados, 931 re. 16; Subditos del Estado, 24 ra. 5, 81, 105 ss,
sobre el poder constituyente, 1165 ss, 112 ra. 8, 233 ss, 237 ss.
1189 ss., 1193 ss., 1201 ss., 1239-1240.
Sufragio universal, 1122 ss, 1129, 1160.
Sistema bicameral, 116 ss, 792-793,
858-859, 1074 re. 18, 1224 ss. Suiza: potestad estatal de los cantones,
92 ss.; derechos del pueblo y de los
Soberanía: su definición, 81 ss, 172 ss, cantones, 556 ra. 24; órgano supremo de
225; orígenes históricos de su concepto, la Confederación, 119 ra. 15, 123;
83 ss, 1113-1114, 1117; teorías sobre su Consejo nacional, 115; Consejo de los
sede primitiva, 869 ss.; diferentes Estados, 116, 925 ra. 11, 933 ra. 19;
sentidos de la palabra, 27, 88 ss, 141 ra. distinción entre las leyes territoriales y las
32, 143 ss, 188 ss.; alcance negativo de resoluciones federales, 504 ra. 2, 564 re.;
su concepto, 81 ss, 85-86, 88, 152, 157- iniciativa popular, 355 re. 2, 376 re, 1234-
158; su indivisibilidad, 142-143; su 1235; referendum, 375 re. 15, 504 re. 2,
carácter extraindividual, 886-887, 891, 548 ra. 20, 556 re. 24, 795, 1043 re. 25;
892894, 1111 ss.; no es susceptible de promulgación de las leyes, 412; Consejo
apropiación, 891; interna y externa, 81 federal, 114 ss, 118; poderes del
ss, 88-89;: territorial, 22 ss.; ¿es un Consejo federal, 444 ra. 3, 455 ra. 7, 489
elemento esencial del Estado?, 82-83, 96 rara. 7 y 8; ordenanzas del Consejo
ss, 171 ss.; ¿es una potestad ilimitada?, federal, 529 ra. 5, 556 re. 24; recurso
215, 220 ss, 231-232, 243-244; contra las ordenanzas o resoluciones del
transformación de su concepto en 1789, Consejo federal, 566 ss, 578 re. 36;
896-897. tratados, 493 re. 9, 499 ra.; revisión de la
Constitución federal, 122, 556 re. 24;
Soberanía del órgano, 87, 92 ss, 95. relaciones entre la Asamblea federal y el
Consejo federal, 794, 848 re. 11; carácter
Soberanía nacional: generalidades, 31, de la Asamblea federal en sus relaciones
91, 95-96, 189, 219, 540; principio con el pueblo, 902 ra. 18; sistema
francés, 887 ss.; sus orígenes históricos, bicameral, 1228.
889 ss.; su fundamento y su alcance, 888
ss, 904 ss, 936-937; reside Territorio: generalidades, 21; naturaleza
indivisiblemente en la nación, 239-240, del poder del Estado sobre su territorio,
892 ss, 936-937, 951-952, 1116, 1118; 21 ss.; papel del territorio
su diferencia de la soberanía popular,
894; su significación negativa, 96 ra. 4,
190 ra. 28, 888 ss, 894, 911 ra. 29, 1051
ss.; sus consecuencias, 897 ss, 907 ss,
1179 ss, 1214 ss, 1217 ss.; devolución
de su ejercicio, 892; y las diversas
formas de gobierno, 897 ss, 912913;
relaciones entre este principio y el de la
separación de poderes, 837, 852, 861-
862; vid. también Democracia,
Monarquía, Poder constituyente.
1303
ÍNDICE GENERAL
Prefacio………………………………………………………………………………......VII
Bibliografía de Carré de Malberg…………………………………………………... XXII.
Sumario…………………………………………………………………………………….3
Prólogo……………………………………………………………………………………..5
PRELIMINARES
CAPITULO I
CAPITULO II
DE LA POTESTAD DEL ESTADO
§ 1. EL CONCEPTO FRANCÉS DEL ESTADO SOBERANO
25. El Estado se distingue de todas las demás personas colectivas por la potestad
que le corresponde 80
26. Significación precisa de la palabra soberanía, particularmente en las
expresiones soberanía interna y soberanía externa 81
27. Doctrina que define al Estado por su soberanía 82
28. Orígenes franceses del concepto de soberanía en la Edad Media 83
29. Confusión posterior entre la soberanía y la potestad del Estado e identificación
de la soberanía del Estado con la del príncipe 86
30. Triple sentido que se da a la palabra soberanía en la terminología francesa
contemporánea 88
31. Crítica de esta terminología confusa 94
32. La teoría del Estado soberano ¿es exacta para todos los Estados sin
distinción? 96
33. El caso del Estado federal 98
34. Distinción entre la confederación de Estados y el Estado federal 100
35. Teoría que caracteriza al Estado federal como un Estado de Estados 103
36. Naturaleza compleja del Estado Federal 109
A. Grado de semejanza con un Estado unitario 109 109
37. B. Organización federativa propia del Estado federal y participación de los
Estados confederados en el ejercicio de su potestad 112
38. a) Organos federales que no tienen enlaces especiales con los Estados
confederados 113
39. b) Organos federales que, aun teniendo enlaces con los Estados
confederados, no expresan la voluntad de éstos 116
40. c) Grado en que los Estados confederados aparecen como formando
verdaderamente, en su conjunto, un órgano federal 121
41. Dualidad de miembros propia del Estado federal 122
1307
53. Distinción entre las colectividades territoriales que constituyen Esta, dos y
aquellas que no son sino porciones descentralizadas de un Estado unitario 149
54. Teorías que hacen depender esta distinción de la diferencia de fines
perseguidos por el Estado o por las colectividades inferiores 150
55. Teorías que buscan el criterio del Estado en la naturaleza de sus poderes 152
a) Teoría del derecho propio de dominación 152
56. b) Teoría del derecho incontrolable 156
57. c) Teoría de la autonomía o de la potestad originaria de dominación.. 157
58. Señales distintivas de la autonomía: el poder de auto-organización 159
59. Otras señales de la autonomía: en especial, necesidad para el Estado de
poseer por completo todas las funciones de la potestad del Estado 164
66. Diferencia entre la autonomía, el self-government y la descentralización 168
61. Introducción en la literatura francesa de la teoría que busca el criterio del
Estado fuera de la soberanía 171
62. ¿Cuál es la diferencia exacta que separa al Estado no soberano del Estado
soberano? 172
63. Diferencia esencial entre la potestad del Estado no soberano y la potestad de
la provincia o municipio que se administran por sí mismos 174
64. Aplicación a los poderes de policía municipal 177
65. La cuestión del poder municipal y de su naturaleza originaria 180
66. ¿Puede tratarse de un poder propio del municipio? 183
67. La soberanía como característica del Estado francés 188
1308
PRELIMINARES
CAPITULO I
LA FUNCION LEGISLATIVA
SECCIÓN I
DEFINICION DE LA LEY
105. ¿Tiene esta distinción algún punto de apoyo en los textos constitucionales
franceses? 297
106. Error cometido por los autores franceses que han introducido en la doctrina
francesa la distinción alemana entre leyes materiales y leyes formales 298
107. ¿Es verdad que el concepto de regla de derecho no puede concebirse sino
respecto a las que atañen a las facultades jurídicas de los particulares? 300
108. Incertidumbre de la doctrina alemana en cuanto al punto de saber por qué
signo se conoce que una regla lo es de derecho 304
1310
SECCIÓN II
LA VIA DE LA LEGISLACION.
LOS ACTOS DE LA POTESTAD LEGISLATIVA
130. Diversos actos u operaciones que se producen en vista o con ocasión de la
creación de una ley. ¿Cuáles de ellos constituyen actos de potestad legislativa
propiamente dicha? 353
§ 1. LA SANCIÓN DE LAS LEYES
CAPITULO II
LA FUNCION ADMINISTRATIVA
SECCIÓN I
DEFINICION DE LA ADMINISTRACION
154. Doctrinas que definen a la administración, ya por sus fines, ya por su carácter
de función actuante 427
155. Doctrina que establece las respectivas definiciones de la legislación y la
administración sobre la distinción de la voluntad y la ejecución 428
156. Doctrina que aplica a la función administrativa la distinción entre funciones
materiales y formales 433
157. Doctrina que define a la administración por su propia materia 435
170. Teoría según la cual la autoridad administrativa posee una potestad inicial e
independiente de las leyes en cuanto a aquellos de sus actos o mandatos que no
afectan a los administrados o que sólo se dirigen a los funcionarios 473
171. ¿Se conforma esta teoría a los principios del derecho público francés? 475
172. Naturaleza de la potestad jerárquica de los jefes de servicio: sus efectos
sobre las relaciones entre los jefes y los agentes subalternos 476
173. Límites del deber de obediencia jerárquica de los funcionarios 479
SECCIÓN II
LOS ACTOS DE GOBIERNO
181. A. Cuestión del fundamento del poder reglamentario. Doctrina que hace
depender el poder reglamentario de la idea de ejecución de las leyes 507
182. Doctrina que funda el poder reglamentario en la potestad gubernamental del
jefe del Estado 508
183. Distinción alemana entre ordenanzas que crean derecho y ordenanzas
concernientes a la administración 509
184. B. Cuestión del campo del reglamento. Distinción alemana entre ordenanzas
formales y ordenanzas materiales: materia propia de la ordenanza según esta
teoría 511
185. Tentativas de algunos autores franceses para establecer la existencia de una
esfera propia del reglamento 513
1314
186. Doctrina francesa según la cual el reglamento tiene por objeto la ejecución de
las leyes 515
187. C. Cuestión de la naturaleza interna del reglamento. Solución conforme a la
teoría alemana que distingue entre ordenanzas materiales y ordenanzas
formales 517
188. Autores franceses que consideran el reglamento, en razón de su contenido,
como un acto de naturaleza legislativa 518
189. Doctrina francesa común que caracteriza al reglamento como acto
administrativo 519
206. Por amplias que sean las habilitaciones de que procede, el reglamento de
administración pública se reduce a un acto administrativo 574
207. Consecuencia de este carácter administrativo en cuanto a los recursos que
pueden interponerse contra esta clase de reglamentos 575
208. Otra consecuencia en cuanto al poder de modificar estos reglamentos que
tiene el Presidente de la República 579
§ 3. DIVERSAS ESPECIES DE REGLAMENTOS PRESIDENCIALES
209. En cierto sentido no hay más que una sola clase de reglamentos: los que se
hacen en virtud de la Constitución y aseguran la ejecución de las leyes 580
210. Distinción tradicional entre reglamentos de administración pública y
reglamentos ordinarios 581
211. Desacuerdo que reina entre los autores sobre el alcance de esta
distinción 582
212. Orígenes de la distinción establecida entre los reglamentos de administración
pública y los demás reglamentos 584
213. Esta distinción ha perdido actualmente toda su antigua importancia 585
214. El reglamento de administración pública no difiere esencialmente de los
reglamentos ordinarios 587
215. La principal distinción que debe establecerse en los reglamentos
presidenciales es la de reglamentos espontáneos y reglamentos hechos en virtud
de una ley 589
216 . Reglamentos espontáneos o hechos para la ejecución de las leyes en vigor:
medidas que pueden establecer los reglamentos de esta clase. 591
217. Reglamentos hechos en virtud de una disposición legislativa formal o en
ejecución de las leyes 593
218 . Reglamentos presidenciales de policía 594
219 . ¿Posee el Presidente de la República un poder de policía general que le
habilite para dictar, en esta materia, reglamentos espontáneos fuera de toda
habilitación legislativa especial? 596
220. Reglamentos relativos a la organización y el funcionamiento de los servicios
públicos 599
221 . Doctrina que reconoce al Presidente de la República un poder propio y
general de reglamentación interna de los servicios públicos 599
222 . Teoría alemana de las ordenanzas administrativas 601
223. Crítica y refutación de los argumentos invocados para fundar el poder general
de reglamentación del Presidente en materia administrativa 604
224 . Necesidad de establecer a este respecto una distinción entre los
reglamentos concernientes a los servicios públicos y las prescripciones de orden
interior conocidas con el nombre de instrucciones de servicio 605
225 . Naturaleza especial y caracteres distintivos de la instrucción de servicio:
diferencias de orden formal y jerárquico que la separan de los reglamentos 607
226. Principio constitucional que permite determinar la extensión de la
competencia del Presidente de la República en cuanto a su poder de
reglamentación espontánea de los servicios públicos 610
1316
CAPITULO I
TEORIAS CONTEMPORANEAS SOBRE EL ORIGEN DE LA
POTESTAD DE LOS ORGANOS DEL ESTADO
CAPITULO III
EL ELECTORADO
§ 1. EL CUERPO ELECTORAL EN GENERAL. SU COMETIDO Y SU PODER SEGÚN EL
DERECHO PÚBLICO ACTUAL
429. ¿Es el derecho electoral un derecho a elegir o sólo un derecho a votar? 1145
430. Teoría del derecho individual de elegir 1146
431. Sistema de elección proporcional 1147
432. ¿Cuál es el titular efectivo del poder de elegir en el estado actual del derecho
público francés? 1149
433. Como la representación proporcional, la elección proporcional tampoco está
de acuerdo con los principios del puro régimen representativo 1150
434. El sistema del derecho individual de elegir supone, en el fondo, el derecho de
representación individual 1154
435. Máxima según la cual la decisión por mayoría es la elección de
todos 1157
436. El cuerpo de los electores es el único órgano electoral en el sistema de la
lección mayoritaria; los electores considerados individualmente no lo son 1159
CAPITULO IV
EL PODER CONSTITUYENTE
SECCIÓN I
437. Relaciones entre la cuestión del poder constituyente y la teoría del órgano de
Estado 1161
438. Objeciones que se dirigen contra la teoría del órgano de Estado a propósito
de la creación de la Constitución 1161
439. Aplicación de la doctrina del contrato social a la cuestión del poder
constituyente 1163
440. Doctrina de la soberanía constituyente del pueblo 1165
441. Sobre la Constitución primitiva de la que nació el Estado 1166
442. La cuestión del origen de esta primera Constitución no es de orden
jurídico 1167
443. Justificación de la teoría del órgano de Estado en el dominio de la cuestión
del poder constituyente 1169
444. Casos en que los cambios de Constitución no son regidos por el
derecho 1171
445. Sistema jurídico de la revisión de la Constitución por el órgano regularmente
designado para ello 1173
446. Fundamento de la misión constituyente de la Asamblea nacional de
1789 1175
1326
SECCION II
LA CUESTION DEL PODER CONSTITUYENTE EN SUS RELACIONES CON EL
PRINCIPIO DE LA SOBERANIA NACIONAL. LA SEPARACION DEL PODER
CONSTITUYENTE Y LOS PODERES CONSTITUIDOS
447. Planteamiento de la cuestión 1179
448. El sistema de la especialidad del órgano constituyente en las Constituciones
francesas anteriores a 1875 1181
449. Principio de la separación del poder constituyente y los poderes constituidos:
sus orígenes 1183
450. ¿Tiene cabida este principio en la doctrina del contrato social? 1186
451. Teoría de Sieyés sobre el poder constituyente: sus relaciones con la doctrina
de Montesquieu sobre la separación de los tres poderes constituidos 1188
452. Vínculos que relacionan de manera preponderante la teoría de Sieyés con las
doctrinas de Rousseau 1193
453. La separación del poder constituyente en relación con la idea de la soberanía
popular 1206
454. Crítica de dicha separación así entendida 1208
455. La separación del poder constituyente en relación con el principio de la
soberanía nacional 1214
456. Consecuencias de dicha separación así justificada 1217
SECCIÓN III
EL SISTEMA CONSTITUYENTE ACTUALMENTE ESTABLECIDO EN FRANCIA.
¿EN QUE MEDIDA LA CONSTITUCION DE 1875 ASEGURA
LA SEPARACION DEL PODER CONSTITUYENTE?
§ 1. LA ASAMBLEA NACIONAL COMO ÓRGANO CONSTITUYENTE
457. Composición de la Asamblea nacional 1220
458. ¿Es la Asamblea nacional una reunión de las Cámaras o sólo de sus
miembros? 1222
459. La Asamblea nacional y el sistema bicameral 1224
460. Relaciones de la Asamblea nacional con las Cámaras desde el punto de vista
de, su estructura y de sus elementos constitutivos 1228
461. Carácter con que participan en la Asamblea nacional, una vez formada, los
miembros de ambas Cámaras 1230
462. ¿Hace desaparecer a las Cámaras la formación de la Asamblea
Nacional? 1233
§ 2. EXTENSIÓN DE LA COMPETENCIA CONSTITUYENTE
RESERVADA A LA ASAMBLEA NACIONAL
463. Contenido posible de las Constituciones. Materias que dependen del poder
constituyente con exclusión del poder legislativo 1234
464. Doctrina que extiende al concepto de Constitución la distinción entre los
puntos de vista material y formal 1236
1327
Índices 1283