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SECCIÓN DE OBRAS DE POLÍTICA Y DERECHO


TEORÍA GENERAL DEL ESTADO

Traducción de
JOSÉ LIÓN DEPETRE
3

R. GARRÉ DE MALBERG

TEORÍA GENERAL
DEL ESTADO

Prefacio de
HÉCTOR GROS ESPIELL

FACULTAD DE DERECHO / UNAM


FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
MÉXICO
4

Primera edición en francés, 1922


Primera edición en español, 1948
Segunda edición en español, 1998
Segunda reimpresión, 2001

Se prohibe la reproducción total o parcial de esta obra


—incluido el diseño tipográfico y de portada—.
sea cual fuere el medio, electrónico o mecánico,
sin el consentimiento por escrito del editor.

Título original:
Contribution á la Théorie genérate de l'Élat s¡>écialement
d'aprés les donnees fournies par le Droit constltutionnel franjáis
D. R. © 1922, Société du Recueil Sirey, París
D. R. © 1948, FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
D. R. © 1998, FACULTAD DE DERECHO / UNAM
D. R. © 1998, FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Carretera Picacho-Ajusco 227; 14200 México. D. F.
www.fce.com.mx
ISBN 968-16-5281-9
Impreso en México
5

PREFACIO
HÉCTOR GROS ESPIELL
Profesor de la Universidad de Montevideo
Embajador de Uruguay en Francia
6

1. En 1948 el Fondo de Cultura Económica publicó en un volumen, con el título de


Teoría general del Estado, la versión en español hecha por José Lión Depetre de
la Contribution á la Théorie genérale de l'Etat spécialement d'aprés les
donnéesfournies par le Droit constitutionnel francais, de R. Garre de Malberg. La
obra había sido publicada en su idioma original, es decir, en francés, en París, por
la Société du Recueil Sirey, en dos volúmenes en 1920-1922.Veintiséis años
habían transcurrido, así, entre la primera edición francesa y la primera versión
publicada en español.
2. El libro de Garre de Malberg había aparecido bajo la tercera República
francesa, durante la vigencia de las leyes constitucionales de 1875. Desde su
publicación se le reconoció como uno de los grandes estudios sobre el derecho
constitucional francés, publicado antes de que comenzara el último periodo de
análisis doctrinario de los textos de 1875.'
Se publicó luego del fin de la primera Guerra Mundial (1914-1918). Sin duda,
gran parte de la obra se escribió durante la guerra, con el pensamiento fijo en la
confrontación bélica franco-alemana, lo que aparejaba la ineludible comparación
de los sistemas políticos del Imperio alemán y de la República francesa, y la
utilización y crítica de la doctrina constitucional alemana.2
En el "Prólogo" de la obra, escrito en 1919, Garre de Malberg se refiere a esto
en un párrafo emotivo que no puedo resistirme a reproducir:
Desde 1871 hasta 1914, el mundo tuvo que vivir bajo la creciente amenaza de la
hegemonía alemana. Ante el peligro de agresión o de avasallamiento, la tarea de
los
1

1
Las grandes obras clásicas de derecho constitucional francés anteriores o contemporáneas a la
de Carré de Malherg fueron las de León Duguit, Tríale de Dmit Comtitutionnel, 5 vols., 1921-1929;
Adhemar Esmein, Elemente de Dmit Constitutionnel, 2 vols., 1927; Maurice Hauriou, Prccis de
Droit Ciinstitutionnel, 1923, Principes du Droit Puhlic, París, 1910, y Joseph Barthélémy y Paul
Duez, Trnité Elémertinirc de Droit Constitutionnel,1926.
Un juicio sobre la obra (le Carré de Malberg, cuando comenzaba la etapa final de las leyes
constitucionalesde 1875, puede verse en Georgcs Burdeau, "Raymond Carré de Malberg, son
oeuvre, sa doctrine", Kevue du Droit Puhlic, 1935, pp. 354-381.
2 Carré de Malberg cita y analiza con mucho mayor intensidad que otros autores franceses la
doctrina alemana,
en especial a Gierke, Jellinek, Friclcer, Redslob, Laband, Seidler, Mayer, G. Meyer, Menzel,
Zitelman, Holder,Loening, Kelsen y Rehm.
7

X PREFACIO
Estados amenazados ha sido, ante todo, de defensa y de preservación
nacionales, lo que implicaba por necesidad una fuerte organización de la potestad
de cada Estado. Así que, en una Europa militarizada y siempre dispuesta a entrar
en guerra, el concepto de Estado se había desarrollado principalmente en el
sentido de las ideas de fuerza, de potestad y también, por lo tanto, de dominio
sobre los miembros individuales de la colectividad nacional. Por otra parte, en esa
misma Europa, donde tantas poblaciones se encontraban, como Alsacia y Lorena,
incorporadas a un Estado opresor y retenidas en los lazos de su sujeción estatal
por el solo hecho de la violencia, por fuerza tenía el jurista mismo que reconocer,
en el terreno del derecho positivo, que en la base del Estado contemporáneo se
encontraba sobre todo la idea de dominación.
Hoy, la amenaza alemana se ha disipado. Los Estados que sostuvieran la guerra
de liberación han combatido en nombre de las ideas de libertad, justicia y derecho
de los pueblos. Jamás, tal vez, estas ideas hayan adquirido más altura que en la
guerra que acaba de terminar con su triunfo. ¿Sería posible aún asentar el
derecho público de los nuevos tiempos sobre un principio de dominio y de
coerción?
A este enfoque no es ajena la especial relación de Garre de Malberg con Alsacia.
Hijo fiel de la Alsacia francesa, había enseñado en las universidades de Caen y de
Nancy. Después del armisticio de 1918 retornó a Estrasburgo y puso al servicio de
su universidad todo su saber. Ejerció allí el magisterio y terminó de escribir su
Teoría general del Estado, "elevando así en su querida tierra de Alsacia un
monumento imperecedero a la gloria del pensamiento francés".3
3. No es posible olvidar que Carre de Malberg, sin dejar nunca de reconocer la
especial importancia de la idea de poder o dominación en la Teoría general del
Estado, criticó la teoría alemana de la Herrschaft y destacó siempre la limitación
moral del Estado. Su "Prólogo" termina con estas palabras, tan válidas hoy como
en 1920:
Sin dejar de mantener el principio de autoridad y del poder de mando sin los
cuales el Estado no podría funcionar ni siquiera concebirse, se debe reservar,
pues, su parte a la moral al lado y por encima de la del derecho positivo. En
cuanto a saber por qué medios orgánicos es posible llegar a una conciliación entre
estos dos términos: la potestad indispensable al Estado y el respeto aún más
necesario debido a la ley moral, es un problema de todos los tiempos, cuya
dificultad insuperable, a decir verdad, no podría resolver en forma plenamente
satisfactoria ningún arreglo de orden jurídico. Únicamente la profunda rectitud de
los pueblos y de sus gobiernos puede procurar a este problema elementos
eficaces de relativa atenuación, a falta de un solución verdadera y completa.
2

3; Y. Duquesne, "Introduction", Mélanges, R. Carré de Malberg, Libraire du Recueil Sirey, París,


MCMXXXIII. Christian Pfister comienza su estudio "L'enseignement (iu Droit Romain a l'ancienne
Faculté de Droit de Strashourg (1868-1870)" con estas palabras: "A M. R. Garre de Malberg,
Strasbourgois, qui a mis au service de l Alsace et de sa ville natale sa science et son talent, des le
jour oú le drapeau francais a de nouveau flotté sur la Cathádrale, je dédie ees pages sur l'ancienne
Faculté de Droit de Strasbourg"
8

PREFACIO XI
4. El libro apareció en medio de las esperanzas que para el derecho constitucional
francés se abrían con la victoria de 1918 y con el Tratado de Versalles.
Lo anterior distingue a esta obra de otros libros que son el comentario
constitucional de un momento posterior, como las ediciones hechas después de
1930—por ejemplo el tratado Barthélémy y Duez—, 4 cuando comenzaban las
ideas de decadencia, crisis y desilusión, y era ineludible la comparación con los
regímenes autoritarios y totalitarios surgidos en Europa.
5. La edición española se publicó cuando Francia vivía bajo la Constitución de
1946, después del fin de la tercera República, del régimen de Vichy, ligado a la
derrota militar de 1940, al armisticio de junio de ese mismo año y a la ocupación
alemana de gran parte del territorio francés; de la epopeya de De Gaulle y de la
Francia libre, de la victoria contra el nazismo y del restablecimiento de la
República.
En consecuencia, mucho tiempo había transcurrido entre la edición francesa del
libro de Garre de Malberg y la publicación de su traducción al español.
Había cambiado el sistema constitucional francés luego de tempestuosos
acontecimientos internacionales e internos, que habían significado una verdadera
revolución política e ideológica. Gran parte de la doctrina constitucional francesa,
ligada exclusivamente al análisis de textos que habían desaparecido en medio de
las turbulencias políticas y de la crisis ideológica e institucional, carecía ya de
interés (excepto el histórico), pues era expresión de un pensamiento jurídico
edificado sobre leyes constitucionales ya inexistentes.
Pero la obra de Garre de Malberg, como también la de León Duguit, entre otras,
resistía el tiempo y seguía viva. Continuaba suscitando interés porque, elevándose
más allá del comentario constitucional de circunstancia, apegado a un texto que
podía perder parcialmente su atractivo, era una obra que, partiendo del derecho
constitucional positivo francés, intentaba construir una teoría general del Estado.
De aquí su importancia y su valor, nunca circunstancial y restringido, sino por el
contrario, con amplia proyección temporal y espacial.
6. Poco después de la muerte de Garre de Malberg, Georges Burdeau publicó en
1935 en la Revue du Droit Public* un artículo altamente elogioso sobre la obra y la
doctrina de aquél, que lo ubica entre los más grandes juristas franceses.
Luego de la segunda Guerra Mundial la doctrina francesa siguió rindiéndole este
homenaje.6
3

4 Esto se ve, en particular, en las ediciones posteriores a 1930 del Traite Elémentuire de
Barthélémy y Duez.
5 Retine du Droit Public, 1935.
6 Durante la vigencia de la Constitución de 1946, en especial Julien Laferrifere, Manuel du Droit
Constitutionel, París, 1947; Georges Vedel, Manuel elémentaire de Droit Constitutionnel, París,
1949; Maurice Duverger, Droit Constitutionnel et Institutions Politiques, París, 1956; Marcel Prelot,
Predi du Droit, Constitutionnel París, 1949, e Institutions Politii/ues et Droit Constitutionnel, París,
1957; Georges Burdeau, Traite de Science Politique, t.II, y L'État, París, 1949. En todas estas
obras, Carre de Malberg es el autor más citado, junto con
9

XII PREFACIO

Y después de la Constitución de 1958 este reconocimiento no sólo se mantuvo


sino que se acentuó. La Teoría general del Estado se cita entre las "grandes obras
clásicas"7 y se la evoca como el precedente más destacado, en el campo
teórico,de muchas de la soluciones adoptadas en 1958;8 por tanto, a Garre de
Malberg se le califica como el maestro del derecho constitucional y de la ciencia
política que durante la tercera República supo marcar a fuego, con precisión,
claridad y valor, no únicamente los defectos de la Constitución, sino también las
desviaciones gravísimas de la práctica constitucional y de la vida política. Su
perspicacia vislumbró fórmulas que se promovieron y adoptaron muchos años
después.
7. La primera edición española de la Teoría general del Estado, hecha por el
Fondo de Cultura Económica de México, no contenía un prefacio o prólogo propio
de ella.
Incluía, naturalmente, la traducción del "Prólogo" escrito por Carre de Malberg
en octubre de 1919 y el capítulo que él llamó "Preliminares", que, pese a estar
inserto al comienzo de la parte dedicada a los "Elementos constitutivos del
Estado", debe considerarse, a mi juicio, como un introducción general a su Teoría
general del Estado. Hoy es necesario un prefacio en español.
Y es necesario para precisar no sólo el valor siempre vivo de esta obra de Carre
de Malberg, reeditada en Francia en 1963, sino también para señalar que ésta
esuna de la pocas teorías del Estado escritas en una lengua latina y para destacar
cómo el pensamiento jurídico expuesto en este libro se ha proyectado en el
derecho constitucional francés, de modo que, después de la Constitución francesa
de 1946 y durante la vigencia de la de 1958, lo que Carre de Malberg dijo con
referencia a la de 1875 sigue teniendo un valor muy significativo y es expresión de
una influencia siempre viva y actual.9
8. Esta nueva edición en español de la Teoría general del Estado de Carre de
Malberg es especialmente oportuna. En Alemania la Teoría general del Estado ha
continuado gozando hasta hoy de la atención de la doctrina y el enfoque jurídico
para analizar el complejo fenó-
45

Duguit. Georges Vedel recordal >a en 1989 que a esa fecha, de los grandes constitucionalistas
franceses que comentaron el texto de 1875, sólo se recordaba a tres: Duguit, Hauríou y Garre de
Malherg ("La Gontinuité Constitutionnelle en France de 1789 á 1989", Revue Francaise du Droit
Constiutionnel, núm. 1, 1990, p. 7).
7 Por ejemplo, Philip Ardant, Institutions Politiqucs & Droit Constitutionnel, 6" ed., LCDJ, París,
1944, p. 7.
Esto es así no sólo en referencia a los grandes con.stitucionalistas de hoy, sino a los autores que
escribieron en los años inmediatos a la entrada en vigencia de la Constitución de 1958, como
Duverger, Prelot, André Hauriou (Droit Constitunnel et Institutions Politiquea, París, 1968) y
Georges Burdeau (LÉtat, París, 1970).
8 Oliver Duhamel, Droit Constitutionnel et Politique, Seuil, París, 1993, p. 33; Oliver Passeleq ("De
Tardieu a de Gaulle. Contribution a l'étude des origines de la Constitution de 1958", Revue
Franpiise du Droit Constitutionnel, núm. 3, París, 1990) dice: "Les idees politiques de Tardieu que
l'on vient de présenter reprennent
certaines analyses développées par Garre de Malberg" (p. 395, nota 57).
10

XII PREFACIO
Y después de la Constitución de 1958 este reconocimiento no sólo se mantuvo
sino que se acentuó. La Teoría general del Estado se cita entre las "grandes obras
clásicas"7 y se la evoca como el precedente más destacado, en el campo teórico,
de muchas de la soluciones adoptadas en 1958;8 por tanto, a Carre de Malberg se
le califica como el maestro del derecho constitucional y de la ciencia política que
durante la tercera República supo marcar a fuego, con precisión, claridad y valor,
no únicamente los defectos de la Constitución, sino también las desviaciones
gravísimas de la práctica constitucional y de la vida política. Su perspicacia
vislumbró fórmulas que se promovieron y adoptaron muchos años después.
7. La primera edición española de la Teoría general del Estado, hecha por el
Fondo de Cultura Económica de México, no contenía un prefacio o prólogo propio
de ella. Incluía, naturalmente, la traducción del "Prólogo" escrito por Garre de
Malberg en octubre de 1919 y el capítulo que él llamó "Preliminares", que, pese a
estar inserto al comienzo de la parte dedicada a los "Elementos constitutivos del
Estado", debe considerarse, a mi juicio, como un introducción general a su Teoría
general del Estado.
Hoy es necesario un prefacio en español.
Y es necesario para precisar no sólo el valor siempre vivo de esta obra de Garre
de Malberg, reeditada en Francia en 1963, sino también para señalar que ésta es
una de la pocas teorías del Estado escritas en una lengua latina y para destacar
cómo el pensamiento jurídico expuesto en este libro se ha proyectado en el
derecho constitucional francés, de modo que, después de la Constitución francesa
de 1946 y durante la vigencia de la de 1958, lo que Garre de Malberg dijo con
referencia a la de 1875 sigue teniendo un valor muy significativo y es expresión de
una influencia siempre viva y actual.9
8. Esta nueva edición en español de la Teoría general del Estado de Garre de
Malberg es especialmente oportuna.
En Alemania la Teoría general del Estado ha continuado gozando hasta hoy de
la atención de la doctrina y el enfoque jurídico para analizar el complejo fenó-

Duguit. Georges Vedel recordaba en 1989 que a esa fecha, de los grandes constitucionalistas
franceses que comentaron el texto de 1875, sólo se recordaba a tres: Duguit, Hauriou y Garre de
Malberg ("La Continuité Constítutionnelle en France de 1789 1989", Revuc Franfiiise du Droit
Constitutionnel, núm.1,1990,p. 7).
7 Por ejemplo, Philip Ardant, Institutions Polítiques & Droit Cunstitutiannel, 6" ed., LCDJ, París,
1944, p. 7.
Esto es así no sólo en referencia a los grandes constitucionalistas de hoy, sino a los autores que
escribieron en los años inmediatos a la entrada en vigencia de la Constitución de 1958, como
Duverger, Prelot, André Hauriou (Droit Constitutonnel et Institutions Politiques, París, 1968) y
Georges Burdeau (L'État, París, 1970).
8 Oliver Duhamel, Droit Cunstitutionnel et Politique, Seuil, París, 1993, p. 33; Oliver Passeleq ("De
Tardieu a de Gaulle. Contribution á l'étude des origines de la Constitution de 1958", Revue
Francaaise du Droit Constitutionnel, núm. 3, París, 1990) dice: "Les idees politiques de Tardieu que
l'on vient de présenter reprennent certaínes analyses développées par Carré de Malberg" (p. 395,
nota 57).9 Olivier Duhamel e Yves Móny, Dictiannnire Cimxtitutionnel, París, 1992.
11

PREFACIO XIII

meno político, económico, sociológico y cultural que representa el Estado, y


continúa vigente pese a la evolución de la realidad estatal interna y externa, y a la
cambiante relación del Estado con las nacionalidades, los regionalismos y las
tensiones centralistas y autonomistas.
En los países latinos en cambio —y obviamente aún más en los anglosajones—la
Teoría general del Estado —expuesta en su forma tradicional— ha perdido
actualidad.10 La cuestión se ha polarizado entre la ciencia política y el examen
constitucional de los sistemas de gobierno, camino peligroso que, al alejar al
derecho del análisis del fenómeno estatal, puede traer consecuencias negativas,
como las que siempre se producen cuando el enfoque jurídico se deja de lado o se
deriva hacia otros ámbitos.
Por tanto, bienvenida sea por su utilidad esta reedición de la Teoría general del
Estado hecha por el Fondo de Cultura Económica, una obra fundamental del
pensamiento jurídico francés, que no ha perdido importancia ni significación.
9. Por lo demás, el interés de esta reedición radica en que no se trata únicamente
de una obra de derecho constitucional, sino de una teoría del Estado, construida a
partir de la realidad política y del sistema constitucional democrático. Como Carré
de Malberg muy bien dice en una nota a los "Preliminares":
No debe creerse, si embargo, que la teoría general del Estado sea la base
general, el punto de partida o la condición previa del sistema del derecho público y
del derecho constitucional. Por el contrario —como teoría jurídica al menos—
constituye la consecuencia, la conclusión y el perfeccionamiento de dicho sistema.
Como indica el título de esta obra (Contribution á la Théorie genérale de l'État,
spécialement d'aprés les données fournies par le Droit constitutionnel francais), la
idea general que el jurista debe formarse del Estado depende, no ya de
concepciones racionales o a priori, sino de datos positivos proporcionados por el
derecho público vigente. No se puede definir jurídicamente al Estado ni reconocer
y determinar su naturaleza y su consistencia efectivas, sino después de haber
conocido, teniéndolas en cuenta, sus instituciones de derecho público y de
derecho constitucional. Tal es también el método que se seguirá en esta obra para
separar los elementos de la teoría jurídica general del Estado.
II
10. La teoría del Estado de Carré de Malberg, aunque típicamente francesa por el
pensamiento que expresa y por haber sido constituida sobre la base del sistema
constitucional de un Estado, la tercera República francesa, utiliza de ma-
6

10 Véanse, sin embargo, los libros de Ciorgio del Vecchio, Teoría del Estado, Barcelona, 1956;
Jean Dabin, Doctrina general del Estado, Jus, México, 1955; Arturo Enrique Sampay, Introducción
d la teoría del Estado,
Buenos Aires, 1951. Sobre la cuestión en Francia, véase "État de Droit", en Oliver Duhamel e Yves
Mény, cií., pp. 415-418.
12

XIV PREFACIO
nera constante fuentes provenientes de la doctrina alemana. En ese sentido
constituye la réplica de la teoría del Estado elaborada en Alemania, que culminó,
antes de Garre de Malberg, con la obra de Jellineck;11 la doctrina alemana,
dejando de lado la referencia a la teoría del Estado nacionalsocialista y a la obra
de Karl Schmidt,12 habrá de hacer otros dos aportes capitales al pensamiento
jurídico contemporáneo antes de la segunda Guerra Mundial: la teoría del
Estadode Hans Kelsen13 y la de Hermán Heller.14 Las obras de los tres autores,
Jellineck, Kelsen y Heller —que fueron traducidas al castellano y editadas en
España y México—, influyeron directamente en el pensamiento político y jurídico
español y latinoamericano.
11. ¿En qué corriente del pensamiento y de la filosofía jurídica se ubica Garre de
Malberg?
Alguien tan autorizado como Gény ha dicho que Garre de Malberg se sitúa en el
positivismo jurídico por "haber combatido enérgicamente el principio del derecho
natural".15
La afirmación puede ser correcta si se entiende por positivismo jurídico aquel que
sostiene que no hay verdadero derecho fuera del derecho positivo. Pero no lo es si
se ubica a Garre de Malberg en la misma línea ideológica de Diguit y de aquellos
que sostienen que el derecho no debe inspirarse en ningún criterio metafísico o
religioso. Garre de Malberg, católico militante, nunca sostuvo la indiferencia del
derecho ante los mandatos de la ética y la moral. Sí afirmó, en cambio, "que la
noción de derecho natural no es una noción jurídica".16
12. No puedo vencer la tentación de reproducir las palabras de Garre de Malberg
sobre el derecho y la moral que se encuentran en la nota final de la última
páginade su Teoría general del Estado.
Lo hago con emoción, no sólo por la belleza y la finura filosófica de los conceptos
expuestos por Garre, sino porque coinciden, para mi orgullo, con las ideas que
acabo de exponer en la "Disertación sobre Ética y Derecho", que pronuncié en la
UNESCO, en agosto de 1996, en la "Conferencia sobre Ética, Ciencia y
Sociedad".
Decía así, con palabras necesarias hoy, el maestro de Estrasburgo:
7

11 Jorge Jellinek, Tctirúi general del Estada, trad. y prol. de Femando de los Ríos. Contiene el
prologo de
J. Jellinec.k a la edición de (1900) y a la segunda (1910), Buenos Aires, 1943. Hay un compendio
redactado por García Maynes, publicado en México en 1936.
12 Karl Schmidt, Teoría de Id Constitución.
13 Hans Kelsen, Teoría general del Estado, trad. de Luis Legaz Lecambra, Labor, Barcelona, 1934.
14 Hermán Heller, Teoría del Estada, trad, de Luis Tobio, FCE, México, 1942. [Primera edición
alemana,1934.]
15 Science et Technique en Droit Privé, t. IV, p. 225, citado por Paul Cuche, "A Propos du
'positivisme juridique' de Garre de Malberg", Mélanges, op. cit., p. 73. Véase asimismo Marcel
Waline, "Positivisme philosophique, juridique et sociologique", Mélanges, op. cit., pp. 519-534.
16 Véase p. 7, nota 1 de las Mélanges.
13

PREFACIO XV

Siempre llega un momento en que el derecho es incapaz de asegurar por sí solo


el bien de la comunidad y de sus miembros y en que la legislación positiva, al
sentir que se acaba su poder, para conseguir sus fines tiene que recurrir a las
leyes del orden moral y a la cultura moral de los ciudadanos.
La influencia del derecho, comparada con la de la moral, es, en definitiva,
modesta. Estas verdades han sido repetidas tantas veces que parece pueril
recordarlas. Sin embargo, hay que repetirlas, puesto que todavía hoy subsisten
tantas dudas respecto a la distinción precisa que debe establecerse entre la regla
de derecho y la regla de moral. La frase que ya se ha hecho proverbial, Quid leges
sine moribus? implica, sin embargo, en forma indudable, no sólo que el derecho es
ineficaz si no lo secunda la moral, sino también que ambas clases de reglas son
de naturaleza muy diferente. El derecho consiste en prescripciones susceptibles
de ser ejecutadas por medios coercitivos; esto significa a la vez su superioridad y
su debilidad, pues si su sanción coercitiva le dota de una fuerza particular, por el
mismo motivo sólo es capaz de regir las acciones externas de los individuos. La
moral se impone en el fuero interno y domina hasta los móviles de los actos
humanos. Por eso, el derecho casi no puede actuar más que en la superficie; sólo
asegura el orden formal y externo. Su concurso es ciertamente indispensable para
la realización de muchos de los fines sociales, pero por sí solo no basta a
asegurar esta realización plena y entera.
III
13. El prefacio de una obra no puede ser —en especial cuando se trata de una
obra, como la de Garre de Malberg, publicada hace más de 70 años, ampliamente
difundida y conocida— un resumen de su contenido, una enunciación comentada
de los temas tratados en ella ni de las afirmaciones hechas por el autor sobre la
totalidad de éstos.
Ha de ser una breve presentación de la vida y la personalidad del autor,
delmomento y el ambiente en que la obra fue concebida y escrita, de las líneas
fundamentales de su pensamiento, y un comentario de los criterios sostenidos, y
acerca de los más importantes temas encarados, en función de la influencia que
han tenido en el pensamiento posterior y de su significación actual. Sólo esto es lo
que intentamos hacer.
IV
14. La definición del Estado dada por Garre de Malberg en su Teoría general... se
ha vuelto clásica y ha sido recogida prácticamente por toda la doctrina francesa
posterior. Burdeau la califica como ejemplo de las definiciones eclécticas, que
"asocian en una misma noción elementos materiales: la población y el territorio, y
un elemento no material: la potencia de dominación".17
8

17 Genrges Bimleau, "État", Encyclopédie Universalis, París, 1992, t. 8 p. 844.


14

XVI PREFACIO

Nuestro autor llega a esta definición del Estado: "Es una comunidad humana,
fijada sobre un territorio propio, que posee una organización de la que resulta para
ese grupo, en lo que respecta a las relaciones con sus miembros, una
potenciasuprema de acción, de mando y de coerción".
La nación es para Garre la sustancia humana del Estado. Sin poder decirse que
nación y Estado sean sinónimos en su pensamiento ni en el de la teoría jurídica
francesa tradicional, no puede haber Estado sin nación.18 Era éste un criterio
jurídico admitido en la Francia de los años veinte, pero inaceptable hoy, cuando
existen Estados constituidos por diversas naciones y naciones dispersas en
Estados distintos.
En la actualidad esta definición, a pesar de conservar su valor, presenta la
carencia de no mostrar un elemento necesario: la soberanía externa del Estado,
su naturaleza y sus límites, en cuanto el Estado sólo es plenamente tal en su
coexistencia con otros Estados, en su independencia e igualdad soberana dentro
de la sociedad internacional. Sin embargo, Garre no omitió considerar
estaproyección externa de la soberanía, cuestión que estudia cuidadosamente.19
Pero no llevó su análisis a un tema ineludible en nuestros días: el del Estado en la
comunidad internacional y el sentido actual de las ideas de independencia y
soberanía ante el derecho y la realidad internacionales.
15. El tema de las funciones del Estado ha sido objeto, por parte de Garre de
Malberg, de un tratamiento que puede calificarse de clásico. No sólo ha marcado
profundamente a toda la doctrina francesa posterior, sino que ha influido también
en España y los países latinoamericanos. Como ejemplo, si se quiere curioso,
puede aducirse el caso de Uruguay, donde la parte más citada del libro de
Garrede Malberg en la Teoría del Estado de Justino Jiménez de Aréchaga20 es
justamente la relativa a los fines del Estado.
Es sobradamente conocida la tesis de Garre de que no es posible que el jurista
establezca una distinción material entre las funciones y que sólo puede acogerse a
una distinción orgánica o formal.
La tesis fue y es controversial. Baste recordar al respecto el agudo análisis de
Roger Bonnard sobre "La concepción material de la función jurisdicional", escrito
justamente en las Mélanges R, Garre de Malberg, con el objetivo de "exponer los
esfuerzos hechos por la doctrina francesa para establecer una definición material
de la función jurisdicional.21
Pese a las críticas a que fue sometida inicialmente su teoría sobre las funciones
del Estado y a las de hoy ante los criterios predominantes derivados de los
9

18 "Nation", en Olivier Duhamel e Yves Mény,op. cit., pp. 635-655.


19.O. Beaud, "La souveraineté dans la 'Contrihutiím á lii Thénrie Genérale de l'État de Garrí de
Malberg", RDP, 1994, p. 1253.
20 Justino Jiménez de Aréchaga, Teoría del Estallo, Medina, Montevideo, 1943.
21 Roger Bonnard, "La conception matérielle de la fonction juridictionnelle", en Mélanges, R. Cuné
fie Malberg, Sirey, París, MCMXXXIII, pp. 3-29.
15

PREFACIO XVII

cambios constitucionales ocurridos en todo el mundo en las últimas siete décadas,


no hay duda de que el análisis de Garre continuará siendo de indispensable
lectura, pues es un ejemplo de rigor lógico en el estudio y de profundo
conocimiento histórico-jurídico.
16. Sin duda una de las partes más interesantes y más provocativas del
pensamiento de Garre es su análisis del concepto de ley en el derecho
constitucional francés.22
El tema, importante teóricamente en sí mismo, fue de una proyección política y
práctica evidente y ha incidido en el desarrollo no sólo de la doctrina, sino también
de la evolución constitucional francesa posterior a 1958. Garre, luego de un
análisis exhaustivo, concluyó afirmando que en el derecho francés sólo era
aceptable la concepción formal de la ley.23 Pese a los cambios constitucionales
operados en 1946 y 1958, a la existencia de un ámbito propio de la ley y a la
jurisprudencia del Consejo Constitucional, la tesis de Garre sigue pesando en el
pensamiento francés en la materia.24
17. La ley, para Garre, es expresión de la voluntad general.25 La tesis tradicional
en la doctrina y sobre todo en la práctica francesa, tiene consecuencias
importantes en la teoría del poder constituyente —original y derivado—, en la
cuestión del control de la constitucionalidad de las leyes26 y en la posibilidad del
establecimiento del referéndum o de otras instituciones de gobierno directo.
10

22 Garre trató el tema no solamente en su Teoría general del Estado, sino también en su obra posterior,
escrita en 1931 (La Lei, expresión de la volunté genérale). Rene Capitant ("Journées d'études en l'honneur de
Garre de Malberg organisées par la Faculté de Droit et de Sciences Politiquea et Economiques de Strasbourg,
5-6 mai 1961", en Annalex de In Faculté, Dalloz, París, 1966, p. 73) ha dicho: "el pensamiento del autor
evolucionó sensiblemente de un libro al otro; se precisó, se expresó con más nitidez, incluso a veces se
modificó ligeramente". El análisis que Garre hace al concepto de ley cri la Constitución de 1791 ha permitido
que se diga recientemente que el "gran jurista ha sido el analista más sistemático" de esta Constitución
(Francois Furet y Ran Halevi, La Monarchie Repuhlicaine, La Constitution de 1791, Fayard, París, 1966).
23 Garre de Malberg, como acabo de señalar, no sólo dedicó al asunto un profundo análisis en su Teoría
general del Estado, sino que además lo estudió en varios trabajos, que él mismo cita en la advertencia (p. v),
escrita en julio de 1930, del libro que escribió especialmente sobre el tema: La Loi, expresión de la volonté
genérale. Etude. sur le conce/it de la loi dans la Constitutúm de 1875, Sirey, París, 1931.
24 Catherine Hagueneau, "Le domaine de la loi en droit francais et en droit anglais", Revue Francaúe du Droit
Constitutionnel, núm. 22, 1995, p. 262; Henry Dupeyroux, "Sur la généralite de la loi", en Mélanges, Caire de
Malberg, París, MCMXXXIII, pp. 137-161.
25 Eric Maulin, "R. Carré de Malberg et le controle de Constitutionnalité des Lois", Revue Fmnfaúse du Droit
Constitutionnel, núm. 21, 1995.
26 En los años veinte, la doctrina francesa estalla dividida respecto a la posibilidad de que los jueces pudieran
examinar por vía de excepción la constitucionalidad de la ley. Véase Ch. Eisenmann, Lajustiee
Constitutinnnelle et la Haute Ciiur Constítutionnelle d'Autriche, París, 1928; H. Barthélémy, "Les limites du
pouvoir législatif", Revue Politique et Parlementnire, 1926; E. L. Pisier, León Duguit et le controle de
Constitutionnalité, Mélanges Duverger, París, 1987; Marie-Joelle Redor, De VÉtat legal á État de Droit, París,
1992. Sobre la cuestión de la jerarquía de las normas en el pensamiento de Carré de Malberg, véase Marcel
Waline, "Observations sur la gradation des normes juridiques établie par R. Carré de Malberg", Revue du Droit
Public, París,
1993, p. 532.
16

XVIII PREFACIO

Acerca de la cuestión del control de la constitucionalidad de las leyes, se ha


señalado recientemente la doble posición de Garre a este respecto. Por un lado,
es favorable al control porque piensa que es un buen medio de limitar el excesivo
poder del Parlamento y someter su voluntad a la voluntad constituyente. Por otro,
sostiene que tal control está excluido por la Constitución de 1875 y que él,como
teórico del derecho, debe limitarse a describir el derecho positivo, la lex lata, sin
preocuparse de la lex ferenda. Esta dicotomía ha sido objeto de una aguda e
implacable crítica.27
Si bien esta crítica es a mi juicio correcta desde un punto de vista teórico, en
cambio es injusta en cuanto a la influencia que las ideas de Garre sobre el control
de constitucionalidad han tenido en la evolución constitucional y en la doctrina
francesa posterior. La solución adoptada en 1958 con la creación del Consejo
Constitucional, sobre todo después de la revisión constitucional del 29 de octubre
de 1974, dirigida a limitar el excesivo poder del Parlamento y someter su voluntad
a la voluntad constituyente, debe mucho a Garre de Malberg y es, en parte,
consecuencia de sus críticas al parlamentarismo desbordado.
18. En su análisis del régimen parlamentario y sus diversos tipos,28 Garre
preconizó siempre la conciliación del parlamentarismo con el referéndum.29 Sin
duda este criterio influyó decisivamente —dadas sus críticas a la Constitución de
1875— en la fórmula a que se llegó en 1958 y a la acentuación de la institución del
referéndum en las reformas posteriores.30
En la misma línea se sitúa su propuesta de rehabilitar la institución de la disolución
para restablecer el equilibrio entre la Asamblea Nacional y el pueblo. Esto, junto
con el referéndum, aseguraría la participación real, efectiva y necesaria de los
ciudadanos en el funcionamiento del sistema constitucional y político.
19. Es sabido que la distinción entre soberanía popular y soberanía nacional sigue
constituyendo hoy uno de los temas más difíciles y confusos del derecho
constitucional. Y ello es así pese a la evolución constitucional posterior a los
momentos en que Garre escribió su obra, a la existencia de normas expresas
sobre la cuestión31 —que obviamente no existían en aquel momento— y a los
trabajos de la doctrina.
11

27 Eric Maulin, art. cit., pp. 70 y ss.


28 "Parlementarisme", "Parlementarisme rationalisé", y "Régime d'Assemblée", en Oliver Duhamel
e Yves Mény, op. cit., pp. 695-6, 876-877.
29 Oliver Duhamel, Droit Cunstituionnel et Politique, París, 1994, pp. 98-100.
30 Eric, Maulin, "Démocratie et représentation dans la pensée de R. Garre de Malberg", Droitx,
núm. 22, París, 1995; Emmanuel Aubin, "Un nouveau trou noir dans le Droit Constitutionnel",
Revue Polítique et ParIamentaire, núm. 984, París, julio-septiembre de 1996; Wagdi Sábete,
"Souveraineté Populaire et Souveraineté
Parlementaire", Revue Polítique et ParIamentaire , núm. 984, París, julio-septiembre de 1996.
31 Constitución del 27 de octubre de 1946, artículo 3: "La soberanía nacional pertenece al pueblo.
Ninguna parte del pueblo ni ningún individuo puede atribuirse su ejercicio. El pueblo la ejerce, en
materia constitucional
17

Es conveniente publicar hoy día una obra sobre el Derecho del Estado, que ha
sido escrita, y en parte impresa, antes de la guerra mundial? En un tiempo en que
los pueblos se encuentran aún sacudidos por las convulsiones que provocó la
espantosa tormenta, ¿quién podría prever la estructura y la consistencia que
tomará, en el nuevo mundo político en formación, el Estado de mañana? Quizás,
sin embargo, pudiera no ser inútil, en esta época de transición, y por razón misma
de las probabilidades de transformación próxima, volver la vista, una vez más,
hacia el Estado de ayer, para recoger y fijar sus trazos esenciales, en atención a
comparaciones futuras, antes de que dichos trazos hayan empezado a alterarse
más o menos profundamente.
Desde 1871 hasta 1914, el mundo tuvo que vivir bajo la creciente amenaza de la
hegemonía alemana. Ante el peligro de agresión o de avasallamiento, la tarea de
los Estados amenazados ha sido, ante todo, de defensa y de preservación
nacionales, lo que implicaba por necesidad una fuerte organización de la potestad
de cada Estado. Así que, en una Europa militarizada y siempre dispuesta a entrar
en guerra, el concepto del Estado se había desarrollado principalmente en el
sentido de las ideas de fuerza, de potestad y también, por lo tanto, de dominio
sobre los miembros individuales de la colectividad nacional. Por otra parte, en esa
misma Europa, donde tantas poblaciones se encontraban, como Alsacia y Lorena,
incorporadas a un Estado opresor y retenidas en los lazos de su sujeción estatal
por el solo hecho de la violencia, por fuerza tenía el jurista mismo que reconocer,
en el terreno del derecho positivo, que en la base del Estado contemporáneo se
encontraba sobre todo la idea de dominación.
Esta idea no predominaba únicamente en Alemania, donde los tratados de
derecho público presentaban la Herrschaft como el criterio del Estado y el
fundamento de su potestad jurídica. En la misma Francia, un maestro de la ciencia
del derecho público como Esmein definía al Estado por la "autoridad superior" o
"soberanía" con que se halla investido y "que no reconoce, naturalmente, a
ninguna potestad superior o concurrente". Por lo tanto, en esta definición se
presentaba a la sobera-
7
18

8 TEORÍA GENERAL DEL ESTADO

nía como una cosa natural, que existe de por sí y no puede ser puesta en duda. Y
por consiguiente, Esmein afirmaba que la existencia de esta soberanía, que es "la
cualidad esencial del Estado", forma "el fundamento mismo del derecho público".
Hoy, la amenaza alemana se ha disipado. Los Estados que sostuvieran la guerra
de liberación han combatido en nombre de las ideas de libertad, justicia y derecho
de los pueblos. Jamás, tal vez, estas ideas hayan adquirido más altura que en la
guerra que acaba de terminar con su triunfo. ¿Sería posible aún asentar el
derecho público de los nuevos tiempos sobre un principio de dominio y de
coerción?
En las relaciones de los Estados con sus pueblos, los regímenes de fuerza y de
potestad imperativa parecen irrevocablemente proscritos. Los conceptos y las
prácticas del derecho público internacional podrán encontrarse por ello
profundamente modificados. Pero ¿no se debe igualmente sanear las bases del
derecho público interno sustituyendo en ellas, respecto a los ciudadanos mismos y
en su propio favor, el régimen de la libre colaboración a los regímenes de sujeción
y a las organizaciones de potestad coercitiva? La relación entre el Estado y sus
miembros individuales ¿continuará entendiéndose como una relación de mando y
de sometimiento? O, por el contrario, ¿habrá llegado el derecho público interno a
la aurora de una era mejor, en el curso de la cual el funcionamiento de la actividad
estatal estará asegurado, no ya por medio de órdenes imperiosas y de irresistibles
coacciones ejercidas sobre los individuos y que implican la existencia de una
voluntad estatal superior a ellos, sino por el libre juego de los esfuerzos
individuales que cada ciudadano sentirá deseo de aportar con espontánea
benevolencia al objeto de proveer a sus propios intereses en el cuadro de la
unidad nacional; esfuerzos que concurrirán, en la medida en que converjan hacia
fines comunes, a satisfacer las exigencias vitales del interés nacional? Dominación
o colaboración: ¿en cuál de estos dos sentidos evolucionará el derecho del
porvenir?
Es necesario considerar detenidamente cómo se formula la cuestión de la
colaboración. La idea en sí no podría tomarse como una novedad. Es evidente
que ningún Estado podría realizar sus fines, ni siquiera subsistir, si tuviera al
conjunto de su pueblo en la obediencia y en el cumplimiento de los deberes
nacionales únicamente por métodos de violencia. El Estado se compone, ante
todo, de seres humanos; no puede asentarse sino sobre actos de voluntad
humana. En los tiempos actuales no podría concebirse que las voluntades de
algunos individuos, por poderosos que éstos fueran, acertaran a adueñarse de la
voluntad de la mayoría. Hasta en un país fuertemente regido como Alemania, la
unidad del Imperio se apoyaba realmente sobre la colaboración cierta e
19

PROLOGO 9

intensa de la gran mayoría del pueblo alemán. Cuando los autores alemanes
hacían resaltar la potestad dominadora, o sea en definitiva la fuerza de opresión,
como la base primordial del Estado, querían indicar con ello, en realidad, que
aquellas poblaciones del Imperio que, después de su incorporación al mismo,
oponían aún resistencia al yugo de sus amos, se encontraban, a pesar de todo,
traídas de nuevo a la unidad estatal por el solo hecho de que se veían
englobadas, con el resto del pueblo
alemán, en una organización de conjunto, que sacaba su fuerza de la voluntad de
la masa misma de dicho pueblo. Por lo tanto, no se trata de saber si el Estado
supone la colaboración. Es evidente que ni el Estado puede prescindir de la
colaboración de sus subditos, ni éstos pueden prescindir de ciertas organizaciones
estatales. La colaboración se halla en todas partes. Se encuentra ya en las
elecciones por las cuales el Estado moderno pide a su pueblo que designe las
personas que han de constituir sus órganos. La encontramos de nuevo en la
docilidad con la que la mayor parte de los ciudadanos, celosos de sus propias
ventajas, muestran su conformidad a las leyes que aseguran el orden público o el
desarrollo de la prosperidad nacional. Se revela, asimismo, en la puntualidad con
que aportan a la colectividad, pagando los impuestos, su contribución pecuniaria a
la gestión de los negocios públicos. ¿Pudo manifestarse alguna vez con mayor
fuerza y esplendor como en estos años de guerra mundial, en el curso de los
cuales tantos sacrificios sin límites fueron consentidos generosamente y
consumados por el amor a la patria?
Se puede decir, sin género de duda, que mientras un Estado obtiene de sus
miembros más fiel y útil colaboración, más se acerca al tipo de perfección. El
Estado ideal es desde luego aquél que menos precisa usar de su potestad para
obtener el concurso de todo su pueblo. Pero ¿puede ser ésta una razón para
eliminar la potestad dominadora como elemento de la definición del Estado y, en
particular, de su definición jurídica?
Las tentativas que se han hecho con objeto de llegar a esta eliminación datan ya
de mucho tiempo. Recuérdese a este respecto el sofisma por el cual Rousseau
pretendía establecer que, al pronunciarse contra el voto de la mayoría, los
ciudadanos pertenecientes a la minoría no dejan por ello de sumarse a la voluntad
general y de contribuir así a la formación de esta última. Su disidencia, declaraba
el autor del Contrato Social, proviene únicamente de un error cometido sobre la
orientación verdadera de la voluntad general. Con este razonamiento, Rousseau
trataba, él también, de excluir la idea de que los ciudadanos puedan estar
sometidos a una voluntad estatal basada en la sola potestad del Estado, y con ese
fin caracterizaba a los miembros de la minoría como colaboradores que habían
cooperado a la formación de esa voluntad general cuya
20

10 TEORÍA GENERAL DEL ESTADO

omnipotencia debía, por otra parte, en su doctrina, ser tan opresiva para la libertad
del individuo. El eco de estas teorías repercute en los textos de la época
revolucionaria que definían la ley como la expresión de la voluntad general.
Desde antes de la guerra, las razones que tienden a justificar el cambio de la idea
de sumisión al Estado por la de colaboración a sus fines, se han multiplicado
notablemente y han llegado a ser cada vez más apremiantes. Por una parte, y
sobre el terreno mismo del derecho resultante de las Constituciones en vigor, se
ha podido sostener que la expansión, en todos los países, del derecho al sufragio
y su extensión a todas las categorías de ciudadanos, así como el florecimiento del
régimen parlamentario, es decir, la subordinación de la actividad legislativa y
gubernamental a la voluntad, no ya solamente de los cuerpos elegidos, sino
también y en definitiva del cuerpo electoral mismo, implican una participación
continuamente creciente de todos los ciudadanos en la acción directriz de la que
depende la marcha de los negocios públicos. A este respecto, la consagración de
la que se han beneficiado en diversos países instituciones tales como la
representación de las minorías o la representación proporcional, y en todo caso, el
favor creciente de que gozan por todas partes estas formas representativas,
señalan suficientemente las íntimas tendencias y la efectiva significación del
régimen hacia el cual evoluciona el Estado moderno: el verdadero objeto de este
régimen no es ya solamente asociar a la obra de colaboración estatal el cuerpo de
ciudadanos tomado en su universalidad colectiva, sino conferir a cada ciudadano
personal y especialmente una cierta dosis de influencia propia en el gobierno de
los negocios del país. Por otra parte, se observa que toda esta evolución jurídica
corresponde al considerable aumento que actualmente ha adquirido como fuerza
la opinión pública. Hasta en los Estados autoritarios, los gobiernos se han visto
obligados a contar con esta inmensa fuerza de los tiempos presentes; por lo
menos se han empeñado en conciliarse a la opinión ahormándola a su grado. Por
esta misma razón, cuan difícil ha llegado a ser, en un país como Francia, resistir al
sentimiento popular, cuando éste nace de las auténticas aspiraciones y de las
tendencias comunes de los ciudadanos franceses. Hasta se ha llegado a
pretender que, en Francia, las leyes mismas no adquieren, por el hecho de su
adopción por el Parlamento, sino un valor problemático o provisional, y no llegan a
ser prácticamente aplicables más que cuando se comprueba, por el uso, que son
aceptadas o toleradas por aquellos a quienes deben aplicarse. Por último, existe
otra causa de expansión del sistema de la colaboración que merece señalarse. A
medida que se multiplican y se extienden las labores que incumbe al Estado
realizar, particularmente las
21

PROLOGO 11

económicas, se comprueba que se produce una correspondiente dulcificación o,


en todo caso, una transformación, en el régimen de la potestad estatal. Este
fenómeno resulta, en primer lugar, de que el Estado se siente obligado a hacer
algunas concesiones a los ciudadanos, a cambio de la intromisión que pretende
en dominios que anteriormente dependían de la libre actividad individual. Además,
la naturaleza misma de los asuntos de orden económico se opone a que dichos
asuntos sean tratados según procedimientos sumarios de mando y de pura
dominación. Aquí es, sobre todo, donde los procedimientos de colaboración se
imponen; y por ejemplo, mientras más impelido se encuentra el Estado a
ensanchar su intromisión en la reglamentación económica, más obligado se
encuentra a buscar el concurso de hombres indicados por sus aptitudes
profesionales y que no poseen el carácter de funcionarios públicos. De este modo,
si es verdad que en el Estado de los nuevos tiempos la labor por cumplir es más
de orden económico que político, ello nos lleva a pensar que el crecimiento de la
potestad económica del Estado tendrá por contrapartida la disminución, en ciertos
aspectos, de su poder de dominación propiamente dicho.
Todas estas comprobaciones tienen gran fuerza; y, sin embargo, no pueden llegar
a extirpar de la ciencia del derecho público la noción de potestad estatal tal y como
le ha sido legada por el pasado. Ante todo, hay un campo en el cual esta noción
permanece intangible: el de las relaciones particulares entre los individuos o los
grupos parciales de individuos. En lo que se refiere a mantener el orden y el
respeto al derecho en vigor en las relaciones de los nacionales entre sí, en lo
concerniente especialmente a tratar de apaciguar las diferencias y los conflictos
que surgen entre varías personas o varios grupos, resulta patente que la idea de
colaboración no podría, por sí sola, dar la explicación del papel justiciero o
policíaco desempeñado por el Estado. Sin duda, el mantenimiento del derecho en
el seno de la nación supone que el Estado posee, en el deseo de orden del
conjunto de su pueblo, un punto de apoyo que le permite usar, con relación a cada
miembro individual, los poderes de justicia y de policía que se originan para él de
la organización estatal de la comunidad. Sin embargo, hemos de reconocer que,
en sus relaciones con los individuos cuando hay que regular entre ellos intereses
opuestos o pretensiones rivales, el Estado no puede ya contar con la colaboración
de los propios interesados, puesto que éstos son adversarios entre sí y puesto
que, además, una de las partes podrá a veces tratar de escapar a la intervención
estatal. Llega, pues, a ser indispensable admitir que el Estado interviene entre
estas partes contrarias como autoridad superior, dotada de un poder que domina a
los individuos y llamada, a este título, a separarlos imponiéndoles su decisión por
medio
22

12 TEORÍA GENERAL DEL ESTADO

de mandatos. La supremacía del Estado sobre los individuos, es decir, la potestad


estatal misma, con su carácter dominador, reaparece aquí con toda claridad.
Pero —podría objetarse— esta potestad trascendente del Estado no se afirma dé
este modo sino sobre el individuo considerado aisladamente. En cuanto se trate
de hacer obra colectiva o nacional, por ejemplo de fundar las reglas del derecho
público o privado, o de tomar las determinaciones de donde procederá la acción
gubernamental interna o externa, no se podría pretender hoy que pudieran los
gobernantes dirigir los negocios del país por medio de decisiones y mandamientos
nacidos de su propia y exclusiva voluntad. Pero el examen de los hechos
demuestra que, en las relaciones con su pueblo, el Estado debe sacar de la
voluntad o, por lo menos, de las aspiraciones de este mismo pueblo, los motivos y
hasta los elementos de sus decisiones; decisiones que, a falta de esta base
popular, permanecerían desprovistas de fuerza y de virtud. En esto se comprueba
el hecho y la necesidad de la colaboración. Seguramente, visto desde fuera, el
Estado ha continuado hasta hoy apareciendo como armado de una potestad de la
cual él solo es titular, de la cual es capaz también él solo, y que le permite hablar y
actuar superiormente en nombre y por cuenta de la nación. Pero, considerada en
sí misma, en las relaciones del Estado con el pueblo, esta potestad no procede
sino de la potestad de la comunidad nacional: no solamente se origina en la
organización de la comunidad, sino que tampoco en el fondo sus manifestaciones
son ni pueden ser más que la expresión de la voluntad de la comunidad misma y,
por consiguiente también, de una voluntad formada en colaboración con esta
última.
Por lo tanto, todo esto viene a significar que el Estado, si bien tiene el poder de
imponer la voluntad general a cada miembro particular de la nación, no podría
aspirar a imponer al conjunto de sus nacionales una voluntad distinta de la del
conjunto mismo. La noción de potestad dominadora, pues, debería ceder el paso
ante aquélla, más alta, de colaboración, porque los procedimientos de
colaboración han llegado a ser una necesidad para el Estado respecto a la
generalidad de su pueblo, mientras que los procedimientos de mando y de
potestad no pueden ya aplicarse sino respecto al individuo, y aún así únicamente
en el caso de que éste oponga resistencia a la voluntad general. Pero esta
observación, así formulada, ¿no resulta la justificación misma, una justificación
decisiva, de la teoría tradicional que caracteriza esencialmente al Estado por su
potestad? Es cierto que la colaboración ocupa en la actualidad un lugar
particularmente amplio, que sin duda se ampliará aún, entre los modos de acción
a los cuales tiene que recurrir el Estado para cumplir sus funciones. Puede decirse
que forma desde entonces una condición
23

PROLOGO 13

absoluta de la vida y de la actividad estatales. Y sin embargo, por imperiosas que


sean las exigencias que derivan de esta condición, el jurista no podría convertirlas
en el rasgo esencial de la definición del Estado.
La razón perentoria de esto es que la ciencia jurídica tiene como especialidad
propia definir y caracterizar las diferentes clases de derechos por el máximo de
facultades que cada uno de ellos encierra en provecho de su titular. Un derecho es
un poder: los límites extremos de este poder deben ser tomados en consideración
para determinar no solamente la magnitud del derecho en cuestión, sino su
definición misma. A este respecto, puede decirse que la ciencia jurídica no se
sujeta de manera principal a las situaciones medias y normales, sino que se dirige
más bien a los casos extremos, a las posibilidades extraordinarias, y aun puede
añadirse que es llevada por ello a prever generalmente lo peor.
Ahora bien, lo peor, en lo que concierne al funcionamiento del Estado, es que no
exista acuerdo completo entre sus miembros sobre una cuestión determinada y
que, por consiguiente, no le sea posible a dicho Estado obtener de ellos una
colaboración unánime. Es, pues, también de esta eventualidad misma de la que el
jurista debe preocuparse especialmente aun cuando no hubiera de presentarse
sino en raras ocasiones y a título excepcional. Y entonces, la cuestión precisa que
se plantea en la ciencia del derecho público no es tanto la de saber si el Estado
tiene o no necesidad de colaboración cuanto la de buscar el punto extremo hasta
el cual se extiende el poder del Estado respectó a aquellos de sus miembros que
se negaren a colaborar.
Por lo que hace a la necesidad de la colaboración, se entiende que, en principio, le
sería tan imposible al Estado funcionar sin el concurso del conjunto de ciudadanos
como a una sociedad o a un grupo cualquiera subsistir sin el concurso de sus
miembros. Pero entre el Estado y los demás grupos, sean los que fueren, existe la
diferencia capital de que éstos no pueden imponer relación alguna de obediencia,
ni colaboración con la voluntad común, ni sumisión a esa voluntad, a aquellos de
sus miembros que se mostraran refractarios; así que no pueden, por su propia
fuerza, obligarlos a que obedezcan. Lo propio de las colectividades estatales, por-
el contrario, es que, por efecto de una potestad que sólo a ellas pertenece y que
tiene su consagración en el sistema de su derecho positivo, poseen la facultad de
imponer la voluntad general hasta a los miembros oponentes, y de traer así la
totalidad de los ciudadanos a una unidad que ninguno de ellos podría impedir que
se formara, ni podría romper, por el solo hecho de su oposición. En otros términos,
la característica del Estado es su capacidad de dominar y reducir las resistencias
individuales; y esto tiene lugar "naturalmente", como decía Esmein, es decir, por el
juego natural de las cosas. He aquí por qué el jurista no
24

14 TEORÍA GENERAL DEL ESTADO

puede menos de retener y hacer resaltar la potestad dominadora como el rasgo


específico del Estado, como el punto culminante de su definición. Esto no significa
que la ciencia jurídica pretenda negar la colaboración, ni que trate de combatirla
solapadamente: bien sabe que los agentes del Estado serían impotentes para
conducir la colectividad, tomada en su universalidad, mediante procedimientos
coercitivos. Pero, al hacer resaltar la dominación como el signo distintivo del
Estado, trata simplemente de señalar que, por efecto de su organización
unificadora, la colectividad organizada en Estado se halla investida de una
potestad que, en caso necesario, puede llegar hasta imponerse en forma
dominante a aquellos de sus miembros que entraran en conflicto con ella. La
definición jurídica del Estado precisa así, según las disciplinas propias de la
ciencia del derecho, no ya la forma habitual y deseable de ejercer las facultades
estatales, sino el límite extremo hasta el cual pueden extenderse estas facultades.
Todo esto puede resumirse diciendo que, desde el punto de vista de la ciencia
política, la colaboración merece figurar hoy en primer plano en la definición del
Estado; toda definición jurídica, por el contrario, debe seguir presentando la
potestad propia de las colectividades estatales como característica esencial y
atributo supremo del Estado. Aun cuando esta potestad no debiera funcionar sino
a título extraordinario y aun cuando, también, el recurso a la fuerza coercitiva no
constituyera para el Estado más que un ultimum subsidium y un caso extremo, no
por eso quedaría menos obligado el jurista a caracterizar y calificar los poderes
estatales por su más alto grado de intensidad.
Por lo tanto, como quiera que haya de ser, en los tiempos nuevos, el desarrollo del
régimen de la colaboración, resulta siempre imposible construir la teoría jurídica
del Estado sin que intervenga en ella un elemento de potestad; al menos hay que
recurrir a la idea de potestad para explicar la coacción que puede ejercerse en el
Estado sobre aquellos de sus miembros que pretendieran permanecer al margen
de la colectividad y desconocer ya sea la formación, ya la observancia de las
decisiones estatales tomadas en nombre de ella. Porque el derecho de los
pueblos haya salido victorioso de la guerra, no parece que pueda concluirse el
derecho de los individuos a emanciparse de la subordinación hacia el Estado del
cual son súbditos. Pero se debe ir más lejos aún y llegar a reconocer que la
antigua idea de potestad estatal conserva igualmente su imperio y ocupa siempre
un importante lugar respecto de aquellos miembros mismos de la nación que
prestan su concurso al Estado, es decir, respecto de la masa general de los
ciudadanos. Bien se puede decir que la teoría que pretende edificar el derecho
25

PROLOGO 15

público sobre una simple condición de colaboración se funda en un equívoco. Sin


duda que el Estado moderno no puede ya contentarse con la actividad especial de
sus órganos titulares; necesita del concurso general de sus miembros. Estos son
llamados especialmente a desempeñar un papel activo y muy útil en las
operaciones llamadas de gestión, las que necesitan, fuera del trabajo de los
funcionarios y de los cuerpos públicos, el desarrollo de numerosas fuerzas y
competencias privadas. Mas con razón la literatura jurídica ha distinguido, de
mucho tiempo atrás, y junto a las operaciones de gestión, otros actos a los cuales
ha dado el nombre de actos de potestad: denominación ésta que implica la
existencia, para el Estado, de un campo de actividad en el cual su potestad es
llamada a desempeñar un papel preponderante. No es que en este mismo campo
de potestad pueda funcionar el Estado por sus propias fuerzas y sin la ayuda de la
generalidad de sus miembros. Por ejemplo, resalta claramente del régimen
orgánico consagrado actualmente por la Constitución francesa que toda la vida
estatal se vería paralizada en Francia si los ciudadanos dejaran de prestar al
Estado aquella parte de su concurse que consiste en la elección del Parlamento, o
sea del órgano supremo por el cual se ejerce en su grado más alto la potestad
pública y del que depende el nombramiento ulterior de las demás autoridades
principales llamadas a ejercer esta misma potestad en un grado inferior. He aquí,
pues, un ejemplo de importante colaboración. Pero este ejemplo contiene también
una enseñanza significativa: muestra, en efecto, que la elección de los miembros
del Parlamento por el pueblo tiene ante todo por objeto y obtiene por resultado
procurar al Estado sus órganos de decisión y, por consiguiente también, una
organización de potestad. Al pedir a su pueblo que trabaje en el nombramiento de
las autoridades por las cuales serán ejercidas sus funciones imperativas, al Estado
requiere precisamente a los ciudadanos a cooperar con su acción colectiva en la
erección y en la conservación de su propia potestad. Esto se encuentra
claramente marcado en lo concerniente a las relaciones con el extranjero: las
autoridades creadas con la colaboración del pueblo serán, después de su
nombramiento, investidas del poder de representar a la colectividad nacional en
las relaciones con los Estados extranjeros, y así se encuentra organizada,
respecto de esos Estados, la potestad estatal francesa. Pero idéntico fenómeno se
produce en lo interior: la formación de órganos capacitados para tomar las
decisiones que interesan a la comunidad tiene por consecuencia engendrar en el
seno de ésta una potestad destinada a ejercerse en nombre y a favor de todos los
ciudadanos, pero que también funciona por encima de cada uno de ellos. Y aun
cuando la comunidad estatal tuviera por órgano de sus voluntades el conjunto
mismo de los ciudadanos, como en el caso de la democracia
26

16 TEORÍA GENERAL DEL ESTADO

directa, no por ello sería menos verdadero que esta organización popular es, en
definitiva, productora de una potestad que sin ella no podría organizarse por el
solo juego inorgánico de las actividades privadas.
No es exacto, pues, concluir, del hecho necesario de la colaboración, la
legitimidad de teorías que tratan de suprimir la noción de potestad de la definición
del Estado. Sea cual fuere el origen de la potestad estatal, cuales quiera que sean
las vías por las cuales se establece, conserva siempre el carácter de un poder
superior al de los individuos y que tiene, en este sentido, un alcance dominador.
En estas condiciones, y para evitar todo equívoco, hay que reconocer que la
colaboración no constituye más que un medio; el fin sigue siendo la potestad del
Estado.
Evidentemente, el medio empleado para producir potestad estatal tiene una gran
importancia. Decir que el Estado contemporáneo vive de colaboración es convenir
en que no extrae de sí solo su potestad, sino que tiene que buscar el principio de
ésta en sus mismos miembros, en su apoyo y en su concurso, y de este principio
derivan numerosas consecuencias. Pero esto no significa que el Estado, hoy día,
haya dejado de necesitar potestad. Muy al contrario, la formidable multiplicación
de sus funciones trae fatalmente, incluso en la esfera en la cual estas funciones no
se ejercen sino en forma de control y de coordinación, un fortalecimiento de la
potestad pública. Ya antes de la guerra mundial se había notado que la vida
estatal actual exige una concentración cada vez más fuerte, en las manos del
Estado o bajo la vigilancia del mismo, de los medios de acción o de potestad de la
comunidad nacional. ¿Qué deberá decirse ahora, después de la violenta sacudida
que ha revelado, con luz tan intensa, la necesidad de las disciplinas estrictas y de
las organizaciones sólidas? La potestad de Estado no parece llamada a entrar tan
pronto en una fase de decadencia. Tal vez pueda resultar un aumento de la
colaboración misma. Pues el Estado halla precisamente en esta colaboración un
recurso que le permite, por lo mismo que saca sus fuerzas del pueblo, aumentar
su potestad en energía o desarrollarla en extensión. El requerimiento para
colaborar no se entiende, pues, como una pura concesión hecha a los ciudadanos,
como una especie de abandono de poder, sino que contiene también la demanda
de un esfuerzo mayor, dirigida por el Estado a su pueblo con el fin de obtener una
mayor cohesión de su unidad orgánica y, por consiguiente, de fortificar en la
misma medida la potestad estatal de la nación. Un pueblo que, en la hora
presente, no sintiese la necesidad de ese esfuerzo, tanto en lo político como en lo
económico, se expondría a arruinar su porvenir estatal, y esta ruina sería la de sus
propios ciudadanos. En conclusión, hay que reconocer, pues, que la noción de
potestad de Estado, de esa potestad a la que los alemanes han dado el imperioso
27

PROLOGO 17

nombre de Herrschaftsgewalt, habrá de sobrevivir en la ciencia del derecho


público. Lo que ha desaparecido en la derrota de los Imperios germánicos, lo que
se halla igualmente excluido en el régimen de la colaboración, es la teoría misma
del Herrscher, de ese dominador que en la literatura alemana aparecía situado
fuera y por encima de la nación y respecto al cual los miembros del cuerpo
nacional no tenían, desde luego, sino el carácter de puros súbditos.
En cuanto a la Herrschaft misma, el error de la doctrina alemana no es haber
presentado esta potestad como el criterio jurídico del Estado o como su atributo
prácticamente indispensable, sino que reside, en realidad, en el abuso que han
hecho los alemanes de su teoría de la potestad, es decir, en el hecho de haber
concebido y forjado la Herrschaft como instrumento de conquista, destinado a
procurar al pueblo alemán el medio de dominar y avasallar a los pueblos
extranjeros.
Pero sobre todo, lo que ha hecho odioso el concepto alemán de la Herrschaft es la
ausencia de todo escrúpulo que han demostrado sus propagandistas, en tanto
que, sistemáticamente —rücksichtslos, es el caso de decirlo— han silenciado la
existencia de las reglas de orden moral que dominan con su superioridad más alta
a toda potestad estatal, por absoluta que jurídicamente- sea esta última y por
necesaria que sea políticamente Cuando el jurista se ve obligado a admitir que el
derecho positivo moderno se funda en la potestad del Estado o que la autoridad
de los gobernantes halla el fundamento de su legitimidad en el orden jurídico en
vigor, ello no significa que, fuera de este orden positivo, no pueda concebirse
ninguna clase de precepto ideal que rija los pueblos, los gobiernos y los
individuos. La doctrina alemana de la Herrschaft implica, por el contrarío, que no
solamente el derecho, en su acepción positiva y práctica, sino la ley moral misma,
no dependen más que de la omnipotencia estatal. Constituirá para siempre una
mancha imborrable de la literatura alemana contemporánea del derecho público
no haber señalado, reconocido y honrado, en la base de las sociedades- políticas,
más fuente de reglas de conducta que la voluntad del Estado y la potestad de
hecho de sus órganos. Sin dejar de mantener el principio de autoridad y el poder
de mando sin los cuales el Estado no podría funcionar ni siquiera concebirse, se
debe reservar, pues, su parte a la moral al lado y por encima de la del derecho
efectivo. En cuanto a saber por qué medios orgánicos es posible llegar a una
conciliación entre estos dos términos: la potestad indispensable al Estado y el
respeto aún más necesario debido a la ley moral, es un problema de todos los
tiempos, cuya dificultad insuperable, a decir verdad, no podría resolver en forma
plenamente satisfactoria ningún
28

18 TEORÍA GENERAL DEL ESTADO

arreglo de orden jurídico. Únicamente la profunda rectitud de los pueblos y de sus


gobiernos puede procurar a este problema elementos eficaces de relativa
atenuación, a falta de una solución verdadera y completa.
Wolxheim, octubre de 1919.
21

PRELIMINARES

1. Todo estudio del derecho público en general y del derecho constitucional en


particular encierra y presupone la noción del Estado. En efecto, según la definición
más difundida, se debe entender por derecho público el derecho del Estado
(Staatsrecht), es decir, el derecho aplicable a todas las relaciones humanas o
sociales en las cuales el Estado entra directamente en juego. En cuanto al
derecho constitucional, es —como su nombre indica— la parte del derecho público
que trata de las reglas o instituciones cuyo conjunto forma en cada medio estatal
la Constitución del Estado. No se puede, pues, abordar el estudio del derecho
público o sea de la Constitución del Estado sin caer inmediatamente en la
pregunta de cuál es la idea que conviene formarse del Estado mismo. Precisar
esta idea, tal es también el fin, el objeto propio de la Teoría General del Estado.
Todos los problemas que remueve esta teoría se resumen esencialmente en la
siguiente pregunta; ¿Qué es un Estado (inconcreto)?, o mejor aún: ¿Qué es el
Estado (in abstracto)? 1
2. Si se examinan los hechos, es decir, las diversas formaciones políticas a las
cuales, por costumbre establecida, se da el nombre de Estado, se comprueba que
los elementos constitutivos que forman cada uno de estos Estados se reducen
esencialmente a tres: En cada Estado se encuentra desde luego un cierto número
de hom-
12

1 No debe creerse, sin embargo, que la teoría general del Estado sea la base general, el punto de
partida o la condición previa del sistema del derecho público y del derecho constitucional. Por el
contrario —como teoría jurídica al menos— constituye la consecuencia, la conclusión y el
perfeccionamiento ríe dicho sistema. Como indica el título de esta obra [Contríbution a la théorie
genérale de l'État, spécialement d'aprés les données fournies par le Droit constitutionnel franjáis], la
idea general que el jurista debe formarse del Estado depende, no ya de concepciones racionales o
a priori, sino de datos positivos proporcionados por el derecho público vigente. No se puede definir
jurídicamente al Estado ni reconocer y determinar su naturaleza y su consistencia efectivas, sino
después de haber conocido, teniéndolas en cuenta, sus instituciones de derecho público y de
derecho constitucional. Tal es también el método que se seguirá en esta obra para separar los
elementos de la teoría jurídica general del Estado. Solamente cuando se trata de resolver las
dificultades inherentes al funcionamiento del Estado o también de estudiar el desarrollo de su
derecho en el porvenir, es cuando se puede y se debe recurrir a la teoría jurídica general del
Estado como a una base de razonamiento y a un principio inicial de soluciones o de indicaciones
útiles; pero, entiéndase bien, incluso en este caso es necesario buscar los elementos de esta
teoría general en las instituciones constitucionales o en las reglas de derecho público consagradas
por el orden jurídico vigente.
22

bres. Este número puede ser más o menos considerable: basta que estos
hombres hayan conseguido, de hecho, formar un cuerpo político autónomo, es
decir, distinto de los grupos estatales vecinos. Un Estado es por lo tanto, ante
todo, una comunidad humana. El Estado es una forma de agrupación social. Lo
que caracteriza esta clase de comunidad es que se trata de una colectividad
pública que se sobrepone a todas las agrupaciones particulares de orden
doméstico o de interés privado, o inclusive de interés público local, que puedan
existir entre sus miembros.
Mientras que en su origen los individuos no vivieron más que en pequeños grupos
sociales, familia, tribu, gens, aislados los unos de los otros, aunque coexistiendo
sobre el mismo suelo, sin conocer cada cual sino sus intereses particulares, las
comunidades estatales se formaron englobando a todos los individuos que
poblaban un territorio determinado en una corporación única, fundada sobre la
base del interés general y común que une entre sí, a pesar de todas las
diferencias que los separan, a los hombres que viven juntos en un mismo país:
corporación ésta superior y general, que ha constituido desde entonces un pueblo,
una nación. La nación es, pues, el conjunto de hombres y de poblaciones que
forman un Estado y que son la sustancia humana del Estado.2 En lo que se refiere
a esos hombres considerados individualmente, llevan el nombre de nacionales o
también ciudadanos, en el sentido romano de la palabra civis, término que designa
precisamente el vínculo social que, por encima de todas sus relaciones
particulares y sus agrupaciones parciales, reúne a todos los miembros de la
nación en un cuerpo único de sociedad pública.
El segundo elemento constitutivo de los Estados es el territorio. Ya hemos visto
que una relación de vinculación nacional no puede adquirir consistencia más que
entre hombres que están en contacto por el hecho mismo de su convivencia
permanente sobre uno o más territorios comunes. El territorio es, pues, uno de los
elementos que permiten que la nación realice su unidad. Pero, además, una
comunidad nacional no es apta para formar un Estado sino mientras posea un
suelo, una superficie de tierra sobre la cual pueda afirmarse como dueña de sí
misma e independiente, 3 es decir, sobre la cual pueda, al mismo tiempo, imponer
su
13

2
Se verá después (pp. 31-32, y también n' 388), que en su sentido jurídico exacto, tal como resulta
del sistema positivo del derecho público francés y especialmente del sistema de la soberanía
nacional, la palabra "nación" denomina no ya una masa amorfa de individuos, sino la colectividad
organizada de los nacionales, en cuanto esta colectividad se halla constituida por el mismo hecho
de su organización en una unidad indivisible. En este sentido jurídico, la nación no es ya solamente
uno de los elementos constitutivos del Estado, sino que es, por excelencia, el elemento constitutivo
del Estado en cuanto se identifica con él.
3
Independiente, al menos en cierta medida, que se precisará n° 62, infra
23

propia potestad y rechazar la intervención de toda potestad ajena. El Estado


necesita imprescindiblemente poseer un territorio propio, porque ésta es la
condición esencial de toda potestad estatal. Si, por ejemplo, el Estado tiene alguna
potestad sobre aquellos de sus ciudadanos que se hallan en el extranjero, esto es
únicamente en la medida en que le es posible aplicarles sobre su propio territorio
la sanción de las prescripciones que pretende imponerles mientras se encuentran
fuera de él. En cambio, dentro de su territorio, la potestad del Estado se extiende a
todos los individuos, tanto nacionales como extranjeros.
Los autores modernos concuerdan en afirmar que la relación jurídica que se
establece entre el Estado y su territorio no consiste en un derecho de daminium,
sino realmente de imperium: el Estado no tiene sobre su suelo una propiedad, sino
únicamente una potestad de dominación a la cual se le da habitualmente, en la
terminología francesa, el nombre de soberanía territorial. Por lo demás, subsisten
divergencias respecto a la naturaleza de ese poder territorial. Una primera doctrina
admite que el territorio es para el Estado objeto de un derecho especial de
soberanía, de modo que habría en la potestad estatal dos poderes distintos: uno
que alcanzaría a las personas y otro que recaería especialmente sobre el territorio,
formando así una especie de potestad real, o sea comparable a un derecho real
del Estado sobre el suelo nacional. (A este respecto, ver: Laband, Droit public de
l'Empire Allemand, ed. francesa, vol. i, pp. 288 ss.). Parece más exacto admitir, ríe
acuerdo con un segundo criterio, que el territorio concebido en sí mismo no es de
ningún modo objeto de dominación para el Estado, sino que su extensión
determina sencillamente el marco dentro del cual puede ejercer la potestad estatal
o imperium, el cual no es, por su naturaleza, sino un poder sobre las personas.
Por soberanía territorial no debemos considerar, pues, una rama aparte del poder
del Estado, que se beneficia de un conjunto particular de derechos territoriales. La
territorialidad no es una parte especial del contenido de la potestad estatal, sino
únicamente una conlición y una cualidad de esta potestad. (Michoud, Théorie de la
personnalité moróle, vol. II, n9 201; Duguit, Traite de droit constitutionnel, vol. i, p.
97; Jellinek, L'État nwderne, ed. francesa, vol. n, pp, 23 ss.; G. Meyer, Lehrbuch
des deutschen Staatsrechts, 6* ed., p. 212 y los autores citados eod, loe.., n. 3.)4
En este orden de ideas conviene añadir que el
14

4
A decir verdad, la relación entre el Estado y su territorio de ninún modo dehe considerarse como
una relación de sujeto a objeto. El territorio no es un objeto situado fuera de la persona jurídica
Estado, y sobre el cual esta persona posea un poder más o menos comparable a los derechos que
pueden corresponder a una persona privada sobre los bienes dependientes de su patrimonio, sino
que es un elemento constitutivo del Estado, es decir, un elemento de su ser y no de su haber, un
elemento, pues, de su misma personalidad, y en este
24

cuadro de ejercicio de la potestad del Estado no se reduce al territorio, es decir, a


la superficie o al subsuelo del solar nacional, sino que comprende también la capa
atmosférica situada sobre el suelo y las porción de mar que bañan el territorio del
Estado, al menos en la medida en que dicho Estado puede de hecho ejercer sobre
ellos su acción de dominio. La verdadera idea en la cual debemos fijarnos a este
respecto es, por lo tanto, que la esfera de potestad del Estado coincide con el
espacio sobre el cual se extienden sus medios de dominación. En otros términos:
el Estado ejerce su potestad no solamente sobre un territorio, sino sobre un
espacio; espacio que, ciertamente, tiene por base determinante el territorio
mismo.5
15

sentido aparece como parte integrante de la persona Estado, que sin él no podría ni siquiera
concebirse. Sin duda, el patrimonio de los individuos es, en ciertos aspectos, la prolongación de su
personalidad, por lo que las lesiones delictivas causadas a los bienes comprendidos dentro de ese
patrimonio constituyen realmente ataques a la persona misma de su propietario. Sin embargo, la
existencia de un patrimonio efectivo no es la condición de la personalidad del individuo: éste
seguirá siendo sujeto jurídico aun cuando su patrimonio fuera nulo o llegara a ser destruido. En
ausencia de un territorio, por el contrario, el Estado no puede formarse, y la pérdida de su territorio
supondría su completa extinción. El territorio es, por lo tanto, una condición de existencia del
Estado, y esto es lo que los autores expresan al calificar a éste como corporación territorial (Duguit,
Manuel de droit constitutionnel, 1? ed., p. 102), según la terminología creada en esta materia por
Gierke (Gebietskorperschaft). Por lo cual también la doctrina contemporánea, al repudiar el antiguo
concepto que consistíaen presentar al Estado como sujeto y al territorio como objeto, define al
territorio como elemento constitutivo del Estado en cuanto sujeto jurídico (Jellinek, loe. cit., vol. n, p.
19), o también como un elemento de su personalidad jurídica (cf. Duguit, Traite, vol. i, p. 95). El
mérito de haber despejado esta nueva noción pertenece a Fricker, Vom Staatsgebiet, pp. 16 .(Vid.,
del mismo autor, Gebiet und Gebietshaheit).5 El reconocimiento, en ]a doctrina contemporánea, del
hecho de que el Estado no posee sobre su territorio derecho especial alguno de naturaleza real ha
tenido por efecto agravar las dificultades que suscita la cuestión de las "cesiones territoriales" que
tienen lugar entre dos naciones, especialmente después de una guerra. La posibilidad de tales
cesiones se concebiría fácilmente en el sistema del Estado patrimonial. La idea de cesión de
territorio puede justificarse aún en la doctrina que admite la existencia de una potestad particular
del Estado sobre fu dominio territorial. Esta misma idea llega a ser, por el contrario, muy difícil de
construir jurídicamente en cuanto se le niega al Estado una soberanía territorial distinta de la
potestad que tiene sobre sus subditos; claro está que el Estado no puede ceder sobre su territorio
derechos que no tiene. Esta dificultad teórica se encuentra señalada, más no resuelta, por Duguit
(Traite, vol. i, p. 96). Jellinek (loe. cit., vol. n, pp. 29-30, 33) trata de soslayarla sustituyendo a la
idea de cesión del territbrio la idea de cesión de la "dominación sobre lo*habitantes del territorio".
Pero esta sustitución, en cuanto al objeto cedido, no basta para hacer desaparecer todas las
dificultades inherentes a esta cuestión. Porque, a decir verdad, es la idea misma de cesión la que
suscita graves objeciones jurídicas cualquiera que sea por otra parte el objeto —territorio o
habitantes— sobre el cual se pretende que recaiga la cesión. La posibilidad de una cesión
propiamente dicha no se concibe en ninguna de las doctrinas que rigen en la época presente
respecto al fundamente de la naturaleza del Estado. Colocándose en la teoría que relaciona el
Estado con las hipótesis del contrato social o también afl
25

Finalmente, y por encima de todo, lo que constituye un Estado es el


establecimiento, en el seno de la nación, de una potestad pública que se ejerce
autoritariamente sobre todos los individuos que forman parte
16

liándose a las doctrinas que ven en el Estado una asociación entre sus miembros, habrá que
deducir que, sin el consentimiento —formal o implícito— de los pueblos interesados, ni el Estado
llamado cedente puede, por su sola voluntad, ceder una parte de su pueblo, ni tampoco el Estado
llamado cesionario puede acrecentarse por dicha cesión. Pero la idea de cesión es aún menos
admisible en la doctrina que se expondrá más adelante (núms. 22-23) y según la cual el Estado
debe ante todo su existencia al hecho de su propia potestad dominadora; pues habrá de verse
(núms. 57 ss.) que una potestad no tiene carácter de dominación estatal sino mientras se funda
sobre la propia fuerza y voluntad de la colectividad a la cual pertenece; es preciso que posea —en
este sentido— un carácter originario, y esto mismo excluye la posibilidad de admitir que la potestad
estatal sea susceptible de adquirirse por medio de cesión. Este punto ha sido claramente puesto
de manifiesto, a propósito de Alsacia y Lorena, por Redslob (Abhangige Lander, pp. 68 ss.), quien
demuestra que —contrariamente a la afirmación de Laband (Das Staatsrecht des deutschen
Reichs, 5° ed., vol. u, p. 212)— la soberanía sobre los ter ritorios alsaciano y lorenés no ha podido
ser transferida y adquirida por efecto del tratado concertado entre Francia y Alemania: el Imperio
alemán la adquirió por su propia fuerza, es decir, sea por la conquista, como dice Redslob (loe.
cit.), sea por la ley del 9 de junio de 1871 que decretó la unión de Alsacia y Lorena al Imperio
(Jellinek, loe. cit., vol. n, p. 376). Por lo menos la adquisición de nuevos territorios y el
acrecentamiento territorial de los Estados no pueden considerarse como el producto de una cesión
desde el punto de vista del derecho público interno, es decir, en las relaciones del Estado que se
acrecienta con los habitantes del territorio adquirido que se transforman en súbditos suyos: la
nueva sujeción de éstos es únicamente la obra del Estado adquirente, que por su propia acción
consigue, con o sin su consentimiento, extender sobre ellos su potestad dominadora; a este
respecto la idea y la palabra anexión son más exactos que la idea y el término cesión. Desde el
punto de vista internacional, por el contrario, es decir, en las relaciones entre el Estado disminuido
y el Estado que anexiona, parece que el concepto tradicional de cesión vuelve a hallar su
aplicación. Según los principios del derecho de gentes contemporáneo, en efecto, la conquista no
puede constituir un título de posesión legítimo en tanto no sea consagrada por un tratado que
suponga especialmente una renuncia por parte del Estado despojado. Débase distinguir, pues, en
esta materia el punto de vista del derecho público interno y el punto de vista del derecho
internacional (Jellinek, eod. loe,; Redslob, op. cit., pp. 70-71). Por ello los tratados de derecho
internacional admiten generalmente la idea de cesión territorial. Sin embargo, incluso en el último
sentido resulta dudoso que esta idea sea exacta. Si, particularmente después de una guerra, un
Estado victorioso ha podido por este solo hecho adquirir una potestad de dominio interno sobre un
país subyugado por él, no se ve la posibilidad de que, sobre este país, el Estado vencido pueda, a
título internacional, ceder o transferir una potestad que ya no posee. ¿No es más exacto que. por el
tratado que media en este caso, el Estado despojado se limita a reconocer un estado de cosas que
se ha formado sin su concurso y renuncia a discutir en adelante el hecho realizado, es decir, la
extensión de potestad estatal llevada a cabo por el Estado conquistador? La fórmula de abandono
de Alsacia y parte de Lorena por Francia estaba concebida en este sentido: el artículo 1' de los
preliminares de paz firmados en 26 de febrero de 1871 decía que "Francia renuncia en favor del
Imperio alemán a todos sus derechos y títulos sobre los territorios situados..."; y el texto añadía: "el
Imperio alemán poseerá estos territorios en perpetuidad en plena soberanía y propiedad", lo que
constituía el reconocimiento de la conquista realizada por Alemania. Las
26

del grupo nacional. El examen de los Estados, desde ese punto de vista, revela
que esta potestad pública debe su existencia, precisamente, a una determinada
organización del cuerpo nacional, organización por la cual, en primer término, se
encuentra realizada de modo definitivo la unidad nacional, y cuyo fin esencial es
también crear en la nación una voluntad capaz de tomar por cuenta de aquélla
todas las decisiones que precisa la gestión de sus intereses generales;
organización, en fin, de la que deriva un poder coercitivo que permite a la voluntad
así constituida imponerse a los individuos con fuerza irresistible.6 De esta suerte,
dicha voluntad de dirección y dominación se ejerce con doble fin: por una partease
relaciona con la comunidad, y de otra parte realiza actos de autoridad que
consisten ya en emitir preceptos imperativos y obligatorios, ya en obligar a
ejecutar tales preceptos. Teniendo en cuenta esos diversos elementos
suministrados por la observación de los hechos, podría definirse, pues, cada uno
de los Estados in concreto como una comunidad de hombres fijada sobre un
territorio propio y que posee una organización de la que resulta para el grupo,
considerado en sus relaciones con sus miembros, una potestad superior de
acción, de mando y de coerción.
3. Esta primera definición, aunque resulte conforme con los hechos, no puede
satisfacer plenamente al jurista. La razón de ello es que la ciencia jurídica no tiene
solamente por objeto comprobar los hechos que originan el derecho, sino que
tiene por principal empeño definir las relacio
17

renuncia y reconocimientos de esta clase tienen en muchos casos un carácter forzado: el ejemplo
de Alsacia y Lorena lo demuestra una vez más.
6
En contraposición a la doctrina generalmente admitida, que ve en la potestad pública el tercer
elemento constitutivo del Estado (ver particularmente Esmein, Éléments de droii constitutionnel, 5*
ed., p. 1; Jellinek, loe. cit., vol. II, pp. 61 ssj, ciertos autores (en particular Seidler, Das juristische
Kriterium des Staates, pp. 65 ss.) han sostenido que el verdadero elemento constitutivo del Estado,
en lo que respecta a su potestad, de ningún modo es esta potestad misma, ni siquiera la
organización de donde nace, sino los órganos que la poseen y la ejercen de hecho, pues —dicen—
sin estos órganos la potestad estatal no tendría realidad efectiva. Pero esta manera de ver no
puede admitirse. Seidler mismo hace observar (op. cit., p. 68) que al contrario del pueblo y del
territorio, que son elementos de determinación de la identidad del Estado, los órganos no
determinan más que su forma gubernamental, de tal manera que los órganos pueden variar y
hasta cambiar completamente sin que la identidad del Estado se encuentre por ello modificada en
lo más mínimo. Esto demuestra que la existencia del Estado es independiente de los órganos que
pueda poseer en un momento determinado. Sin duda la potestad del Estado no está constituida
más que por la de sus órganos; es una consecuencia de la organización dada a la comunidad
nacional. Pero por otra parte esta potestad es permanente, mientras que las formas de
organización estatal son pasajeras. Con razón, pues, la mayoría de los autores hacen resaltar
como elemento constitutivo del Estado la potestad invariable que resulta de su organización más
bien que los órganos variables que la mueven.
27

nes jurídicas que se derivan de estos hechos. Ahora bien, desde este punto de
vista, la insuficiencia de la definición antes enunciada proviene manifiestamente
del hecho de que se limita a indicar los elementos que concurren para engendrar
al Estado más bien que a definir el Estado mismo. Y por lo tanto resulta peligrosa,
ya que conduce naturalmente a confundir al Estado con sus elementos, o al
menos con algunos de sus elementos. Es así como se ha pretendido identificar al
Estado con la masa de individuos que lo componen. Otros, considerando a la
potestad pública y a la organización que la origina como elemento capital del
sistema estatal, han llegado a identificar al Estado con las propias personas que,
en virtud de esa organización, aparecen investidas de dicha potestad.7 Estas
doctrinas se deben a una confusión. En efecto: el territorio, el conjunto de
habitantes que viven en común, la organización misma de la colectividad y la
potestad pública que de ella deriva no son sino condiciones de la formación del
Estado. Estos diversos factores combinados tendrán, desde luego, al Estado como
resultante, pero el Estado no se confunde con ninguno de ellos. Tal confusión no
habría tenido lugar si nos hubiéramos elevado de la observación de los elementos
de hecho del Estado a una noción extraída de los elementos de derecho que
determinan su esencia jurídica. Parece indiscutible que estos elementos de
derecho son los que deben predominar en la definición jurídica del Estado.
Ahora bien, desde el punto de vista jurídico, la esencia propia de toda comunidad
estatal consiste primero en que, a pesar de la pluralidad de sus miembros y de los
cambios que se operan entre éstos, se encuentra retrotraída a la unidad 8 por el
hecho mismo de su organización. En efecto, como consecuencia del orden jurídico
estatutario establecido en el Estado, la comunidad nacional, considerada bien sea
en el conjunto de sus miembros actualmente en vida o bien en la serie sucesiva de
las gene-
18

7 Hasta ha habido autores que han identificado al Estado con su territorio. Es así como Seidler (op.
cit,, p 59), partiendo de la idea de que el territorio es un elemento constitutivo del Estado (ver
supra, n" 2, n. 4), declara que "el territorio es el Estado mismo considerado con relación a su
extensión". Pero esta deducción es totalmente exagerada. Seidler es llevado por ella a sostener
que las modificaciones que puedan producirse en las dimensiones del territorio, especialmente
después de una cesión territorial, tienen por efecto modificar al Estado mismo. Tal es también la
tesis de Fricker, Vom Staatsgebiete, p. 27. Esta tesis es rechazada por Jellinek (loe. cit., vol. n, p.
30 n.; ct. Duguit, Traite, vol. i, p. 95), que observa con razón que las modificaciones introducidas en
el territorio estatal no suponen la desaparición del antiguo Estado y su sustitución por un Estado
nuevo. Aunque el territorio sea una de las condiciones de la personalidad estatal, ésta no se
modifica por las variaciones parciales del territorio. Lo que significa, pues, que el Estado no se
confunde con su territorio.
8 Gierke (Genossenschajstheorie, vol. i, pp. 456 ss., y "Grundbegriffe des Staats", Zeitschríft für die
gesammte Staatsivissenschaft, vol. xxx) fue el primero en despejar en toda su amplitud este
concepto de la unidad estatal.
28

raciones nacionales, está organizada en tal forma que los nacionales constituyen
entre todos un sujeto jurídico único e invariable, así como sólo entre todos tienen,
en lo que concierne a la dirección de la cosa pública, una voluntad única: la que se
expresa por los órganos regulares de la nación y que constituye la voluntad
colectiva de la comunidad. Este es el hecho jurídico primordial que debe tener en
cuenta la ciencia del derecho, y no puede tenerlo en cuenta sino reconociendo
desde luego al Estado, expresión de la colectividad unificada, una individualidad
global distinta de la de sus miembros particulares y transitorios, es decir,
definiendo al Estado como persona jurídica. Por consiguiente, en las sociedades
constituidas en forma estatal, lo que los juristas llaman propiamente Estado es el
ente de derecho en el cual se resume abstractamente la colectividad nacional. O
también, según la definición adoptada por los autores franceses: Estado es la
personificación de la nación. (Esmein, Éléments, 5* ed., p. 1; cf. Bluntschli, Théorie
genérale de l'État, trad. francesa, p. 18: "Estado es la persona política organizada
de la nación".)
Sin embargo, para determinar perfectamente el concepto del Estado no es
suficiente presentar a éste como una unidad corporativa, porque no solamente los
grupos estatales realizan tales unidades, sino que numerosas formaciones
corporativas de derecho público o sociedades de derecho privado presentan
también una organización que las unifica y constituyen, como tales, personas
jurídicas. Lo que distingue al Estado de cualquier otra agrupación es la potestad
de que se halla dotado. Esta potestad, que sólo él puede poseer, y que por lo
tanto se puede ya caracterizar denominándola "potestad estatal", lleva, en la
terminología tradicionalmente consagrada en Francia, el nombre de soberanía.
Según esto, se podría concretar, pues, la noción jurídica del Estado a esta doble
idea fundamental: el Estado es una persona colectiva y una persona soberana. Se
verá después, sin embargo, que el empleo en este caso de la palabra soberanía,
aunque se justifica respecto al Estado francés, suscita fuertes objeciones desde el
punto de vista del derecho público en general. Es conveniente, por lo tanto,
abandonar esta expresión discutible y titular del siguiente modo el doble tema que
acabamos de indicar y que pasamos a tratar en seguida: 1º el Estado como
persona; 2º la potestad propia del Estado.
29

CAPITULO I

TEORÍA DE LA PERSONALIDAD DEL ESTADO

§ 1. UNIDAD DEL ESTADO


4. Hay varias maneras de comprender la personalidad del Estado. Según un
primer concepto, que se encuentra sobre todo en la literatura alemana, la noción
de la personalidad del Estado significaría que la organización estatal de un país
tiene por consecuencia engendrar un ser jurídico enteramente distinto no
solamente de los individuos ut singuli que componen la nación, sino aún del
cuerpo nacional de los ciudadanos. Sin duda, se reconoce en esta doctrina que el
Estado no puede concebirse sin la nación; pero se sostiene que la nación no entra
en el Estado sino como uno de los elementos que concurren en su formación. Una
vez constituido, el Estado no es, pues, la personificación de la nación: no
personifica sino a sí mismo. No es tampoco el sujeto de los derechos de la nación,
sino que es el sujeto de sus propios derechos. Según esta doctrina, en efecto, la
personalidad del Estado no es la expresión de una concentración personal de sus
miembros en un ser jurídico único, sino que es el producto y la expresión de una
organización real, en la cual la nación no interviene más que como un elemento de
estructura, al mismo título que el territorio o la potestad gubernamental. El Estado
es, pues, una persona en sí, o para decirlo con más exactitud: lo que se encuentra
personificado en el Estado no es la colectividad de hombres que contiene, sino el
establecimiento estatal mismo. Así la persona estatal se encuentra situad a
completamente aparte de los miembros humanos del Estado, es decir, no ya
solamente aparte de esos miembros tomados individualmente, sino fuera de su
conjunto total e indivisible. Existe en este concepto un verdadero refinamiento de
abstracción: no se contenta esta teoría, en efecto, con admitir que la nación pueda
adquirir, por el hecho de su organización estatal, la cualidad de persona distinta de
sus miembros individuales, cualidad por la que recibiría precisamente la
denominación de Estado, sino que pretende que el Estado debe ser considerado
como una entidad jurídica absolutamente distinta de la nación, como si se tratara
de una persona que adquiere su consistencia y su substratum fuera de la nación.
30

Por lo demás, es decir, en cuanto a la cuestión de la personalidad de la nación


misma, los partidarios del concepto citado anteriormente se dividen en dos
bandos. Los unos le niegan a la nación toda personalidad: según ellos,
únicamente el Estado tiene carácter de persona. Este punto de vista ha sido
sostenido especialmente en Alemania.2 Los otros consideran a la nación como un
sujeto jurídico, pero distinto del Estado; en Francia sobre todo es donde este
segundo punto de vista ha sido admitido, y Duguit —que por cierto lo rechaza
(L'État, vol. n, pp. 57 ss., 62 ss.; Traite, vol. i, pp. 77, 303 ss.)— hasta pretende
que forma desde 1789 una de las ideas fundamentales del derecho público
francés. En efecto, dícese, en virtud del principio de la soberanía nacional, la
nación puede y debe ser considerada, en el derecho francés, como el sujeto
originario de la soberanía, y por consiguiente como una persona anterior al
Estado; es la nación la que da vida al Estado al hacer delegación de su soberanía
en los gobernantes que instituye en su Constitución. Esta doctrina lleva, pues, a
crear en el Estado una dualidad de personas, distintas una de otra: la persona
nación en primer término; la persona estatal después.
Todas estas teorías que separan el Estado de la nación están en contradicción
con el principio mismo de la soberanía nacional, tal como ha sido establecido por
la Revolución francesa. Al proclamar que la soberanía, es decir, la potestad
característica del Estado, reside esencialmente en la nación, la Revolución ha
consagrado implícitamente, en efecto, en la base del derecho francés, la idea
capital de que los poderes y los derechos de los cuales el Estado es sujeto no son
otra cosa, en el fondo, sino los derechos y los poderes de la nación misma. Por
consiguiente, el Estado no es un sujeto jurídico que se yergue frente a la nación
oponien-
19

1
Este concepto se infiere de varios pasajes de Laband (Droit public de l'Empire allemand, ed.
francesa, vol. i, pp. 102, 140 ss., 158 ssj. Se deduce igualmente de la teoría de Jellinek según la
cual, a diferencia de las asambleas electivas, que son órganos de la nación (op. cit, ed. francesa,
vol. n, pp. 278 ss.), el monarca es el órgano del Estado (ibid., pp. 291-292), teoría que establece
con esto una oposición entre el Estado y la nación (ver núms. 385 s., infra). Asimismo O. Mayer
(Die juristische Person und ihre Verwertbarkeit im offentl. Hecht, p. 29) declara que "la persona
jurídica tiene su substrato fuera de los hombres" que forman parte del grupo: lo que está
personificado, según este autor (p. 22), es "la empresa" en vista de la cual se ha formado el grupo,
y no el grupo mismo. Cf. Hauriou, que en la 3* edición de su Précis, de droit administratif, p. 22,
decía ya: "El Estado no se confunde con la nación", y que aun hoy (La souveraineté nationale, pp.
1 ss., 147 ss.) distingue y opone la soberanía nacional y la soberanía del Estado.
2
Ver especialmente Jellinek (loe. cit., vol. i, pp. 34, 279), que se rehúsa a admitir que el pueblo sea
una persona y sostiene que no es más que un órgano del Estado, y Laband (loe. cit., vol. i, p. 443)
: "El conjunto del pueblo alemán no es un sujeto de derecho".
31

dose a ella; desde el momento que se admite que los poderes de naturaleza
estatal pertenecen a la nación, hay que admitir también que existe la identidad
entre la nación y el Estado, en el sentido de que éste no es sino la personificación
de aquella. En vano ciertos autores (por ejemplo Rehm, Allgemeine Stautslehre,
pp. 151 ss.) tratan de evadirse de esta conclusión esforzándose por diferenciar los
dos conceptos de soberanía del Estado y soberanía de la nación. Esta distinción
es inaceptable, pues es claro que si el Estado y la nación son dos personas
diferentes, la soberanía de la una excluye la soberanía de la otra. La soberanía no
puede ser a la vez un atributo estatal y nacional, y la nación no puede ser
soberana al mismo tiempo que el Estado sino a condición de que ambos no
formen más que una sola y misma persona.3 Por esto el principio de la soberanía
nacional excluye la idea de que el Estado pueda, como persona, adquirir su
existencia fuera de la nación.
Se deduce de ello que los mismos miembros de la nación —como lo ha
demostrado muy bien Michoud (op. cit., vol. i, pp. 36 ss., vol. n, pp. 1 ss.)— no
pueden ser considerados, en sus relaciones con la persona Estado, como siendo
de todo punto terceros, completamente extraños a ésta.4 Asimismo no es
enteramente exacto decir, como hace Laband (loe. cit., vol. i, p. 102): "Los
derechos del Estado no son derechos de sus miembros; son derechos que
pertenecen en propiedad al Estado; dichos miembros no tienen parte en ellos, aun
cuando sean llamados a ejercerlos". Sin duda, los fundadores revolucionarios del
derecho moderno de Francia han tenido cuidado de especificar en textos expresos
(ver infra, n' 331) que la soberanía que llamaban nacional reside en la nación
entera, en la colectividad indivisible de los ciudadanos y no dividida en cada uno
de éstos. La soberanía está en el todo; no está en las partes o fracciones. La
nación es soberana en cuanto unidad corporativa, en cuanto persona jurídica
superior a sus miembros individuales. Pero, por otra parte, también es cierto que,
en el concepto revolucionario, la nación adquiere su consistencia en los individuos
que son miembros suyos; es un compuesto de hombres considerados como
iguales entre sí; es la colectividad —unificada— de los ciudadanos, de todos los
ciudadanos (cf. n9 418, infra). Según el derecho francés, éstos no pueden ser,
pues, completamente eliminados en la construcción jurídica
20

3
. "La soberanía nacional implica una correspondencia exacta entre el Estado y la nación" (Duguit,
Les transformations du droit public, p. 19).
4
Esta relación entre la persona colectiva y sus miembros se encuentra igualmente marcada para
las sociedades de derecho privado por Labbé (Sirey, 1881, 2. 249) : "La personificación de las
sociedades no es más que una fuerte concentración de los derechos individuales, y no la creación
de un ser moral absolutamente distinto de los individuos". Cf. Bourcart, De I'organisation et des
pouvoirs des assemblées genérales dans les sociétés par actions, n" 13.32
32

de la persona-nación; entran en la estructura de esta persona jurídica por lo


menos en cuanto concurren a formar entre todos la colectividad indivisible cuya
personificación es el Estado. Resulta ya, pues, del principio de la soberanía
nacional, que el Estado no es otro que la nación misma. Pero si el Estado no se
distingue de la nación, recíprocamente, la nación no podría tampoco concebirse
como una persona diferente del Estado, anterior y superior a él. Muy
erróneamente se sostiene que este concepto ha sido consagrado, como una de
las bases del derecho público francés, por los fundadores del principio de la
soberanía nacional. Bien al contrario, sobresale formalmente de la Constitución
inicial de 1791 que la nación soberana ejerce sus poderes únicamente por los
órganos que le asigna el estatuto estatal (preámbulo del tít.ni), y en particular esta
Constitución especifica que la confección o refección de este estatuto mismo no
puede emprenderse más que por los órganos regulares encargados
constitucionalmente de esta labor (arts. 1° ss.). Así pues, la nación no tiene
poderes, no es sujeto de derecho, no aparece como soberana sino en cuanto que
está jurídicamente organizada y que actúa según las leyes de su organización. En
otros términos, la nación no se convierte en persona más que por el hecho de su
organización estatal, es decir, por el hecho de estar constituida en Estado.
Del mismo modo que el Estado no puede constituir una persona fuera de la
nación, la nación no tiene personalidad sino en y por el Estado.5 Finalmente, pues,
los términos nación y Estado no designan sino las dos caras de una sola y misma
persona. O más exactamente, la noción de personalidad estatal es la expresión
jurídica de la idea de que la nación, al organizarse en Estado, se encuentra por
ello erigida en un sujeto de derecho, el cual es precisamente el Estado: de modo
que lo que personifica el Estado es la nación misma, estatalmente organizada.8

21

5
En este sentido Jellinek (loe. cit., vol. n, p. 60) dice con razón que la nación no puede existir
jurídicamente fuera del Estado. Pero que la nación no sea una persona anteriormente al Estado no
implica que, una vez nacida, no encuentre en él su personificación y que el Estado personifique
otra cosa que la nación.
6
En este sentido: Esmein, Éléments, 5* ed., p. 1: "El Estado es la personificación jurídica de una
nación". Michoud, op. cit., vol. i, p. 288: "La nación no tiene ninguna existencia jurídica distinta; el
Estado no es sino la nación misma (la colectividad) jurídicamente organizada; es imposible
comprender cómo ésta podría concebirse como un sujeto de derecho distinto del Estado". Orlando,
Revue du droit public, vol. III, p. 20: "Esta idea de pueblo o de nación coincide con la idea del
Estado. Pueblo y Estado son las dos facetas de una idea esencialmente única. El pueblo halla en
el Estado su personalidad jurídica; el Estado halla en el pueblo el elemento material que lo
constituye". Le Fur, "L'État, la suveraineté et le droit", Zeitschrift für Volker u. Bundesstaatsrecht,
vol i, p. 222 y p. 234 n.: "El Estado es la nación jurídicamente organizada". Cf. Saripolos, La
démocnttie et l'élection proportionnelle, vol. I, pp. 67 ss.
33

5. Este último concepto, deducido del principio de la soberanía nacional y que


forma desde 1879 uno de los cimientos del derecho público positivo de Francia
(Duguit, L'État, vol. i, pp. 32 ss.), es combatido hoy por una escuela que niega la
personalidad tanto del Estado como de la nación. Los autores que profesan esta
negación la sostienen por diversas razones.
Unos, inspirándose en el concepto mismo que fue introducido en el derecho
moderno por los hombres de la Revolución, han partido de la idea de que el
Estado, considerado desde el punto de vista de la cuestión de su personalidad,
adquiere su consistencia en la nación, es decir, en la colectividad de nacionales de
la que no es sino la expresión sintética y resumida. Ahora bien, una vez adoptada
esta idea, han dado un paso más que los fundadores revolucionarios del derecho
público francés y sostienen que la comunidad nacional no constituye una persona
distinta de sus miembros individuales pero —dicen— no debe verse en la
colectividad de los ciudadanos sino a los ciudadanos mismos tomados
colectivamente; y sacan la consecuencia de que el Estado no es una persona
suplementaria que se añade y superpone a las personalidades individuales de sus
nacionales, sino que representa únicamente a sus nacionales, considerados en su
conjunto colectivo. Esta doctrina tiene su expresión más clara en el Traite
élémentaire de droit administratif (7* ed., pp. 26 ss.) de Berthélemy, que la formula
así (p. 29): "Cuando digo que el Estado es una persona moral no quiero expresar
más que lo siguiente: los franceses son colectivamente propietarios de bienes y
titulares de derechos , colectivamente, es decir, todos ellos, considerados como
siendo uno solo". La particularidad de esta formación colectiva, según Berthélemy,
es que por ella los franceses, tomados en conjunto, no forman sino "un solo sujeto
de derechos"; se debe entender por ello que los derechos y los bienes de la
colectividad no podrían estar "a la disposición de cada uno de ellos", como lo
estarían los bienes o los derechos que les pertenecieran individualmente
proindiviso. El régimen de gestión de los intereses de una colectividad organizada
es necesariamente un régimen unitario, que implica una gestión de conjunto de los
representantes de la colectividad y que excluye la posibilidad, para los miembros
de la comunidad, de ejercer como amos, en los asuntos de ésta, sus voluntades
individuales. Por estas razones, la formación colectiva presenta las apariencias de
un sujeto jurídico distinto de los miembros. Mas si se llega al fondo de las cosas,
se observa que, bajo esta apariencia de una persona distinta, no hay en realidad
otra cosa que las personas de los nacionales mismos reunidos en una especie
peculiar de agolpamiento y en vista de cierto régimen de administración para sus
intereses comunes. La supuesta personalidad moral no expresa ni designa más
que una de las modali
34

dades especiales de las cuales son susceptibles las formaciones entre individuos.
En una palabra, el grupo de individuos que la doctrina personalista pretende
personificar se reduce simplemente a estos mismos individuos agrupados de
cierto modo.' Un punto de vista análogo sostiene Planiol, para las colectividades
de derecho privado calificadas de personas jurídicas, sosteniendo (Traite
élémentaire de droit civil, & ed., vol. i, núms. 3005 ss., ver especialmente núms.
3017-3019 y 3044-3046) que esta falsa calificación no designa realmente sino un
sistema especial de agrupamiento patrimonial y una forma particular de propiedad,
la propiedad corporativa. Teorías del mismo género han sido propuestas por van
den Heuvel (De la situation légale des associations sa?is but lucratif, ver
especialmente pp. 5 55., 53 ss.) y de Vareilles-Sommiéres (Des personnes
morales, ver especialmente pp. 136 ss., 147 ss., 152 ss.), que desarrollan la idea
de que todas las pretendidas personas jurídicas se reducen a simples
asociaciones de individuos.8
Los autores que se adhieren a este primer método de negación de la personalidad
del Estado, tienen al menos el mérito de colocarse sobre el terreno del
razonamiento jurídico; su doctrina procede de cierto concepto de la naturaleza
jurídica de las colectividades organizadas. Mas otros adversarios de la
personalidad estatal se han inspirado en un método bien diferente. Estos
pertenecen a esa escuela realista o empírica que, pretendiendo atenerse a los
hechos materiales y adaptarles las teorías jurídicas, declara que no hay posibilidad
de reconocer la calidad de personas más que a los seres humanos porque —
dicen— sólo el hombre posee, como tal persona, una existencia real, y por lo
demás él solo está

7 Considerando por ejemplo una asociación de diez personas, Betrthélemy (loe. cit., pp. 27-28)
dice que no se puede, en un caso semejante, hallar once personas "a saber, nosotros diez,
considerados separadamente, y la colectividad formada por nuestra asociación... Somos diez y no
once. No hay una undécima persona de más, sea natural o ficticia... Si somos colectivamente
propietarios, las cosas ocurrirán como si formáramos una sola persona. La ficción así comprendida,
aparece ya como un procedimiento que permite explicar con mayor sencillez el funcionamiento de
las reglas de derecho en esa situación particular. No origina por entero una persona más,
independiente de los miembros de la colectividad. La personalidad moral no es, en final de
cuentas, sino un medio de explicar las reglas de la propiedad colectiva".
8 La refutación de estas diversas teorías será expuesta más adelante. Desde ahora es conveniente
observar, con Michoiid (Revue du droit public, vol. xx, pp. 349 ss., y Théorie de la personnalité
moróle, vol. i, pp. 62 ssj y con Capitant (Introduction a Fétude du droit civil, 2* ed., pp-. 170 ss.),
que dejan de lado todo lo concerniente a la potestad cuyo sujeto es el Estado y que tratan al
Estado como una simple comunidad de bienes; como si el problema de la personalidad estatal se
redujera a una pura cuestión de régimen patrimonial. Por otra parte, estas teorías implican que el
Estado tomaría su existencia de un contrato de asociación estipulado entre sus miembros; lo que,
como veremos más adelante, es igualmente inadmisible.
35

dotado de voluntad; y por consiguiente los autores de este segundo grupo


sostienen que el concepto de una personalidad o de una voluntad estatales no es
más que un concepto escolástico nacido por entero del cerebro -de los juristas, sin
tener ningún fundamento real y por cierto totalmente superfluo para la
construcción de la teoría jurídica del Estado. Sobre este terreno (ver Michoud,
Théorie de la personnalité moróle, vol. i, p. 47) se ha colocado, al menos en gran
parte,0 Duguit en la gran obra (L'État, 2 vols., 1901-1903) que ha escrito
expresamente para negar la personalidad estatal. Su doctrina ha hecho discípulos
en Francia: Jéze (Les principes généraux du droit administratif, pp. 15 ss.) la
reproduce en sus trazos esenciales; Le Fur (op. cit., Zeitschrift f. Vójter u.
Bundesstaatsrecht, vol. i, pp. 16 ss.) aprueba las tendencias de Duguit y se
apropia cierto número de sus argumentos realistas; especialmente se coloca,
como Duguit, en el punto de vista de que "la observación nos hace conocer, como
ser que existe realmente, al hombre y sólo al hombre".10 En Alemania, el principal
representante de esta escuela es Seydel (Grundzüge einer all.gemeinen
Staatslehre, cap.1).
Partiendo de este punto de vista, se llega a una u otra de las conclusiones
siguientes: O bien se reduce al Estado a la suma de individuos ut singuli que lo
componen en cada uno de los momentos de su existencia. Esta doctrina
individualista es la que enunciaba Rousseau (Contrat social, lib. i, cap. vn) en su
célebre definición: "El soberano está formado únicamente por los particulares que
lo componen". O bien hay que atenerse a la observación de que, en el orden de
las realidades, la potestad estatal consiste simplemente en el poder que tienen de
hecho los gobiernos de imponer su voluntad a los gobernados, y esto por el único
motivo de ser los más fuertes; concluyéndose de ello que la pretendida persona
estatal se confunde con los gobernantes, al menos con la persona del gobernante
supremo, por ser éste el verdadero sujeto de los derechos del Estado. Tal es el
orden de ideas con el que se relaciona la doctrina de
22

9
La doctrina de Duguit, por otra parte, se funda sobre la teoría general que consiste «i negar la
subjetividad del derecho, y especialmente en negar que cada derecho deba concebirse como una
relación entre dos sujetos. Lo que por costumbre se llama derecho subjetivo Tío es, según este
autor, sino un poder de querer, en virtud del cual la voluntad individual producirá un efecto jurídico,
al menos cuando se conforma a la regla objetiva de derecho. Para que la voluntad expresada por
los gobernantes produzca efectos jurídicos, no es, pues, de ningún modo necesario establecer que
el Estado es una persona, un sujeto de derechos '(ver en particular L'État, vol. 1, cap. ni, y ver
también las objeciones a esta teoría por Michoud, op. cit., vol. i, n9 22 y Saleilles, De la
personnalité juridique, pp. 545 ss.).
10
Sin embargo Le Fur, al definir al Estado como asociación pura y simple de individuos (loe. cit.,
pp. 222 y 231), se relaciona con la escuela de van den Heuvel y de Vareilles-Sommiéres, que no
ven, ellos tampoco, en el grupo personificado, más que una asociación de hombres, y cuya teoría
se aproxima así a las de Berthélemy y Planiol.
36

36 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [5

Seydel (op. cit., pp. 1 ss.) que ve en la Herrschaft, no ya un derecho del Estado
sino un derecho personal del Herrscher.11 Seydel ha sido seguido y adelantado
por Bornhark (Preussisches Staatsrecht, vol. i, pp. 64 ss, 128 ss.; Allgemeine
Staatslehre, p. 13) que identifica completamente al príncipe con el Estado (en el
mismo sentido: Lingg, Empirische Untersuchungen zur allg. Staatslehre,
especialmente pp. 205 ss.; Orban, Droit constitutionnel de la Belgique, vol. i, pp.
315 y 461). Duguit se expresa del mismo modo (ver por ejemplo UÉtat, vol. i, p.
259): "El Estado es simplemente el individuo o los individuos investidos de hecho
del poder, o sea los gobernantes.12 Y esta fórmula es reproducida por Le Fur ("La
souveraineté et le droit", Revue du droit public, 1908, p. 391):"Hablar de los
derechos del Estado es tanto como hablar de los derechos de los gobernantes", y
aún: "La palabra Estado resulta prácticamente carente de todo sentido si no
significa ni los gobernantes ni los gobernados" (ibid., p. 390). Bossuet (Politique
37

tirée des propres paroles de l'Écriture sainte, lib. vi, al principio), había dicho ya:
"Todo el Estado está en la persona del Príncipe." (Ver para la refutación de esta
teoría: Esmein, Éléments, 5" ed., pp. 34 ss.; Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol.
i,pp. 244 ss.; Rehm, op. cit., pp. 156 ss.)13
23

11
Según Seydel (op. cu., pp. 4 ss.), la potestad de dominación, que es la característica de las
agrupaciones estatizadas, no es una potestad de Estado, sino una potestad sobre el Estado. El
Estado no es el sujeto de esta potestad, sino su objeto. El verdadero sujeto es el Herrscher, y por
consiguiente Seydel dice que la relación entre el Herrscher y el Estado es análoga a la relación
entre un propietario y su cosa.
12
En otro lugar (Traite, vol. i, p. 23) Duguit dice que "el Estado no es sino una expresión abstracta
empleada para designar un hecho social", a saber, el hecho de la "diferenciación entre
gobernantes y gobernados". Pero véase en ese mismo Traite, vol. I, p. 49: "Para conformarnos con
el uso, emplearemos frecuentemente la palabra Estado; pero entiéndase bien que en nuestro
pensamiento esta palabra designará, no ya esa pretendida persona colctiva que es un fantasma,
sino a los hombres reales que de hecho poseen la fuerza".
13
O. Mayer (Die juristische Person u. ihre Verwenbarkeit im offentl. Recht) presenta una teoría que
se aproxima a la señalada anteriormente. Pretende, igualmente, que en cierto sentido el Estado no
se distingue de los gobiernos y que, en todo caso, no es independiente de ellos; y sostiene su
doctrina de la forma siguiente: En principio el concepto de personalidad jurídica supone
esencialmente una separación bien clara establecida por el derecho positivo entre la empresa
personificada y los individuos comprendidos en el grupo que se ha formado con vistas a esta
empresa. La separación consiste especialmente en que la ley sustrae el patrimonio de la persona
jurídica a la disposición de los miembros del grupo, así como sustrae también la gestión de sus
asuntos a la omnipotencia de sus voluntades; y esto implica que la separación entre dichos
miembros y la persona jurídica se establece y mantiene por una regla de derecho que emana de
una autoridad superior a los miembros del grupo (op. cit., pp. 12 ss.). Por ejemplo, en el caso de la
sociedad por acciones, de las prescripciones de la ley positiva dictada por el Estado resulta que el
patrimonio social tiene por titular jurídico no ya a los asociados, sino a la persona social. En efecto,
la distinción entre ésta y los asociados es tan clara que los asociados serían responsables para
con la sociedad —o lo que viene a ser
38

38 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [6-7

jurídicos, para no incurrir en la falta de ser artificiales y arbitrarios, deben


corresponder a hechos y realidades. Sólo que, si los conceptos jurídicos se basan
sobre hechos, hay que fijarse bien en que su objeto no es tanto exponer estos
hechos en sí mismos como expresar las relaciones jurídicas que de ellos se
derivan, relaciones que tienen necesariamente un carácter abstracto. La
personalidad humana es una de estas relaciones; la personalidad estatal es otra
semejante; las dos tienen su fundamento en los hechos, pero ambas son
abstracciones, en el mismo grado. (Esmein, Éléments, 59 ed., pp. 34-35; Michoud,
Théorie de la personnalité mor ale, vol. i, pp. 47-48). En cuanto a la consideración
sacada por Duguit15 y por Seydel (op. cit., pp. 4 y 7) de que el Estado no es-
capaz: de querer, es igualmente poco decisiva, pues la personalidad jurídica se
reconoce hasta al hombre incapaz de toda voluntad propia, al infans, al loco, y, por
otra parte, no puede decirse, propiamente hablando, que la voluntad del Estado
forme la base de su personalidad (ver p. 42, infra)- No es, pues, necesario insistir
sobre la refutación de la doctrina que» para negar la personalidad al Estado, se
funda simplemente en que éste no posee individualidad física. Por el contrario,
resulta útil examinar con todo cuidado la otra teoría antes expuesta, la cual,
partiendo de la idea justa de que el Estado no puede constituir una persona
diferente dé la colectividad nacional, sostiene que esta misma colectividad no es
un sujeto jurídico distinto de sus miembros, y ello, se pretende, es porque el
concepto de colectividad corresponde simplemente a una manera particular de
considerar a los individuos en su conjunto, y no a una entidad con sustancia propia
y distinta de ellos. ¿Es exacto este concepto de las colectividades? ¿Es cierto que
el término colectividad, cuando se aplica a una masa organizada, no expresa sino
una de las modalidades, uno de los aspectos bajo los cuales se presentan los
individuos? La colectividad nacional, en particular, ¿es tan sólo la suma de sus
miembros, en cuanto éstos se hallan ligados unos a otros por cierta organización
política? Y por lo mismo, la ciencia jurídica ¿puede o debe, incluso para su
progreso, prescindir desde entonces de la idea de personalidad colectiva?
7. Para resolver esta cuestión es conveniente recordar las principales teorías que
han sido propuestas con objeto de legitimar el concepto» de la personalidad del
Estado.
24

15
Ha sido recordada por este autor en muchas ocasiones. Por ejemplo (L'État, vol.I,p. 240): "En la
realidad no hay voluntad del Estado; el Estado no es (pues) un sujeto de derecho por naturaleza,
una persona". (Ibid,, p. 261) : "La voluntad estatal no es de hecho y en realidad más que la
voluntad de los poseedores del poder, de los gobernantes." (Traitér ol. I, p. 48) : "La teoría del
Estado-persona implica que el Estado es una personalidad dotada de una voluntad superior...
Ahora bien, se trata de puros conceptos imaginarios, desprovistos de toda realidad positiva".
39

7] PERSONALIDAD DEL ESTADO 39

Según una primera doctrina, este concepto tiene su fundamento en el hecho de


que la colectividad estatal tiene intereses propios, distintos de los intereses
respectivos de sus miembros individuales. Conforme a una célebre definición que
no ve en cada derecho subjetivo más que un interés legítimo y, como tal,
jurídicamente protegido (Ihering, Esprit du droit romain, trad. de Meulenaere, vol.
iv, p. 328), se ha sostenido que el Estado es un sujeto de derecho, porque es el
sujeto de los derechos que corresponden al interés colectivo nacional (en este
sentido, Michoud op. cu., vol. i, pp. 65, 102 ss., 113 ss.; cf. Pillet, op. cit., p. 37).16
Para demostrar que el interés nacional no se identifica con los intereses
particulares de los nacionales se han invocado diversas consideraciones. La
principal se funda en que la colectividad nación no consiste solamente en la
generación presente y pasajera de los nacionales, sino que es un ser sucesivo y
durable que comprende la serie de generaciones nacionales presentes y futuras, y
por lo tanto tiene intereses permanentes y a vencimiento remoto, mientras que el
individuo no tiene, o en todo caso no percibe claramente, más que sus intereses
inmediatos y su provecho cercano. Así es que ocurre a menudo que el Estado,
actuando en vista del interés nacional, es obligado a exigir de por sí a los
ciudadanos sacrificios cuyo premio no recogerá la generación actual y que no
serán provechosos sino en las generaciones por venir. En sentido inverso, se
concibe que un régimen político que no aspirara más que a dar satisfacción al
interés instantáneo de los individuos, podría perfectamente tener por efecto
comprometer la potestad y la prosperidad de la nación considerada en cuanto a su
desarrollo futuro. Por lo demás y aun prescindiendo del carácter de continuidad de
la nación, sería también inexacto decir que su interés colectivo se reduce al total
de los intereses particulares de los hombres que la componen en un momento
determinado. Porque se ha hecho observar (Rehm, op. cit., p. 199. Cf. Le Fur,
Zeitschrift f. Volker u. Bundesstaatsrecht, vol. I, p. 18, n. 1) que los intereses
individuales se contradicen y que, por consiguiente, es imposible sumarlos. A lo
sumo el interés nacional podría consistir en un término medio, es decir, ocupar un
justo centro entre estos intereses opuestos.17 Sin duda, son individuos
25

16
Michoud reconoce sin embargo que "el derecho no tiene en cuenta en realidad más que et
interés de los hombres" (Revue du droil public, vol. xx, p. 348). 17 Cf. Rousseau, Control social, lib.
u, cap. ni: "Con frecuencia hay mucha diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general:
ésta sólo mira al interés general; la otra mira al interés privado y no es sino una suma de
voluntades particulares; pero quítense de estas mismas voluntades los más y los menos que se
neutralizan, y queda como suma de diferencias la voluntad general". Se sabe por supuesto que la
teoría de Rousseau sobre la formación del Estado toma como punto de partida la idea del interés
común que ha impelido a los miembros del Estado a estipular entre sí el ¿ontrato social (Mestre,
"La notion de personnalité morale chez Rousseau'!, Revue du droit public, vol. xvm, pp. 450 ss.).
40

40 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [7

los que en último término habrán de salir beneficiados por efecto de las medidas
tomadas por el Estado en el ejercicio de sus derechos propios, pero se hace
observar que no se aprovechan de ellas sino por efecto indirecto y reflejo; pues en
principio la actividad del Estado se ejerce menos en favor de los intereses
particulares de los nacionales que en vista del interés general y extra-individual de
la comunidad nacional. Si, pues, existe realmente un interés colectivo nacional,
distinto de los intereses cuanto es el centro y el sujeto de los intereses de la
nación.
Una segunda teoría, relacionada con el concepto que funda los derechos
subjetivos en la voluntad de sus titulares, hace proceder la personalidad de las
colectividades del hecho de que están dotadas de una voluntad propia, voluntad
colectiva que es realmente distinta de las voluntades de los individuos. El Estado
—dícese aquí— es una persona, en cuanto es el sujeto de la voluntad de la
colectividad estatal, voluntad que es una y continua y que es también una voluntad
superior a las voluntades individuales. Esta teoría de la voluntad colectiva del
Estado, que Rousseau había sostenido ya en su Contrato social18 y de la que se
ha podido decir que forma la base de su doctrina sobre la persona moral Estado
(Mestre, Revue du droit public, vol. xvm, pp. 457 ss.; Michoud, op. cit., vol. i, pp. 82
ss.), es profesada hoy día por una doble escuela. Lo es primeramente por la
escuela orgánica alemana,19 que ve en la colectividad a un organismo, si no en el
sentido fisiológico de la palabra, por lo menos en el sentido de que la corporación,
si bien consiste en una pluralidad de individuos, constituye un ser único, con vida
real propia y realmente capaz de querer y de actuar; ser colectivo cuya voluntad y
actividad se manifiestan por sus órganos, al realizar éstos precisamente la unidad
de vida y de voluntad de la colectividad. Otra escuela, sin inspirarse directamente
en la teoría orgánica, ha pretendido demostrar la existencia real de una voluntad
colectiva, estableciendo que las voluntades de los individuos agrupados en la
colectividad, en cuanto son dirigidas hacia un fin común, están sometidas, por el
hecho mismo de esta comunidad de fin, a una fuerza unificadora en virtud de la
cual se penetran, reaccionan las unas sobre las otras, y finalmente se funden en
una resultante unificada que es la voluntad de la
26

18
Lib. i, cap. vi: "En el mismo instante, y en lugar de la persona particular de cada contratante, ese
acto de asociación (el contrato social) produce un cuerpo moral y colectivo, que recibe de este
mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad".
19
A la cabeza de esta escuela hay que citar a Gierke (Genossenschaftstheorie, ver especialmente
pp. 608 ss.; "Die Grundbegriffe des Staatcs", Zeitschrift für die gesammte Slaatswissenschaft, vol.
xxx, pp. 270 ss.; Rfichtslexikon de Holtzendorff, v* "Korporation"; Das Wessen der menschl.
Verbándc, pp. 12 y 29). Cf. Saleilles, Revue du droit public, 1898, pp. 387 ss. y Nouvelle revue'
historique, 1899, pp. 597 ss.; pero ver también, del mismo autor, De la personnalité jurídique, pp.
583 ss.
41

7-8] PERSONALIDAD DEL ESTADO 41

colectividad.20 Estos diversos razonamientos llevan a la conclusión uniforme de


que la colectividad, puesto que tiene una potestad de voluntad propia, es capaz de
derechos y como tal forma una persona jurídica.
Resulta de las dos teorías anteriores que el Estado es, no solamente una persona
jurídica, sino también una persona real, pues aparece en estas doctrinas como
persona desde antes que se le considere desde el punto de vista especial del
derecho. Un interés supone en efecto un interesado; si, pues, se establece que el
Estado tiene intereses propios, hay que admitir sólo por esto, y fuera de toda
reglamentación o concepción jurídica, que tiene una individualidad propia. Del
mismo modo, a la existencia de una voluntad corporativa estatal debe
corresponder necesariamente un ser dotado de esta voluntad: si el Estado tiene
una voluntad propia real, existe también como persona real. Así habría en el
Estado una doble personalidad: una personalidad real, anterior a su personalidad
jurídica y formando el substratum de esta última, que vendría a juntarse así a la
primera (ver sobre este punto las observaciones críticas de Jellinek, op. cit., ed.
francesa, vol. i, p. 264, n. 1).
8. Esta conclusión debe ser rechazada, lo mismo que las dos teorías de donde
procede. Ante todo se debe abandonar la doctrina que funda la personalidad
estatal sobre la existencia de un interés que sería exclusivamente el interés del
Estado. Admitir que pueda haber en el Estado un interés colectivo que tomara su
consistencia fuera de los intereses individuales, es desconocer que el Estado no
es un fin, sino un medio, es decir, una institución que no existe más que con un
objeto humano. Sólo los hombres, en efecto, pueden ser sujetos de intereses, y
por lo tanto es imposible concebir que el Estado tenga intereses suyos que no
sean intereses humanos. Evidentemente, para que los fines humanos en vista de
los cuales el Estado se ha instituido, puedan ser alcanzados, es indispensable que
ciertos medios de acción, ciertas facultades o recursos le sean asegurados en
propiedad; parece así que el Estado tuviera intereses propios, y que la satisfacción
que reclaman estos intereses sea la condición misma de las satisfacciones a las
cuales aspiran los intereses particulares de sus miembros. No obstante, resulta
siempre que el Estado, ser colectivo y abstracto, es incapaz de gozar por sí
mismo, y por consiguiente no es posible admitir una utilidad o un interés
puramente estatal. Es éste un punto que puede considerarse como establecido
desde la célebre demostración que del mis-
27

20 Esta teoría ha sido desarrollada por Zitelmann, Begriff u. Wesen der sogenannten juristischen
Personen, pp. 62 ss.; se encontrará resumida en la obra antes citada de Michoud, vol. i, pp. 77 ss.
Se puede relacionar con la teoría de Zitelmann la expuesta por Hauriou en la Revue genérale du
droit, 1898, pp. 126 ss. y en sus Legons sur le mouvement social, pp. 92 ss., 144 ss. Cf. Mestre,
Les personnes morales et le probléme de leur responsabilité pénale, tesis, París, 1899, pp. 191 ss.
42

42 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [8

mo dio Ihering (loc. cit., vol. IV, pp. 328, 342 ss.; cf. Duguit, L'État, vol. I, pp. 166
ss., vol. II, p. 70). Aun en el caso en que el concepto de un interés propio del
Estado parece afirmarse con la mayor claridad, este concepto aparente no resiste
a un atento examen; es así como los bienes de dominio privado del Estado,
aunque se traten en derecho como siendo objeto de propiedad de la persona
estatal misma, es decir, como formando sus bienes patrimoniales propios, no
sirven para procurar un fin particular al Estado, sino que son destinados realmente
a procurar a la nación ventajas cuya utilidad, finalmente, recogen sus propios
miembros. Por lo tanto, desde el punto de vista jurídico, se puede hablar de bienes
del Estado o también de intereses del Estado; pero desde el punto de vista de la
realidad, el pretendido interés colectivo del Estado se resuelve invariablemente en
intereses individuales, y ello no solamente en el sentido de que, de hecho, los
individuos son los que se benefician de las medidas tomadas por el Estado en
vista del interés nacional, sino también por el motivo de que la actividad estatal,
cuando se ejerce por cuenta del grupo nacional, no puede tener otro fin,
realmente, que dar satisfacción a los intereses de sus miembros presentes y
futuros, que pasan a ser así los verdaderos destinatarios de las medidas de
interés nacional. Ciertamente está permitido oponer el interés colectivo a los
intereses individuales, si con ello se quiere indicar que el Estado, como gerente de
los asuntos del grupo entero, no puede trabajar para una categoría especial y
privilegiada de sus miembros, sino que debe por el contrario mantener el equilibrio
entre todos los intereses particulares. Esto es precisamente lo que expresa la
fórmula trivial según la cual, en el Estado, el gobierno debe funcionar en interés de
todos; pero esta misma fórmula implica que los intereses a los cuales el Estado
debe atender, no son en realidad otros que los de sus propios miembros.21
El concepto de una voluntad real de la colectividad, incluso basada sobre la idea
de una fusión de las voluntades individuales, no es tampoco aceptable. Es
imposible concebir una voluntad estatal que no sea una vo-
28

21
Cf. sobre estos últimos puntos Larnaude, "La théorie de la personnalité morale", Revue du droit
public, 1906, pp. 581 ss.: "AI conceder derechos al grupo, ¿se los quitamos al individuo? Una
visión muy superficial de las cosas nos impulsa su decir esto. Porque esos derechos, si se los
conferimos al grupo, es para que pueda aprovecharse mejor de ellos el individuo que forma parte
de éste. Cuando el derecho socializa la justicia, las vías de comunicación, la defensa del territorio,
la seguridad individual, refuerza realmente en proporciones gigantescas la protección que el
individuo hubiera podido procurarse con gran esfuerzo —y a veces no hubiera logrado procurarse
en ninguna forma— en esos diferentes aspectos. No olvidemos que, en toda relación jurídica, no
se debe confundir el sujeto jurídico del derecho, que frecuentemente no es sino el sujeto aparente,
con el sujeto final, definitivo, el verdadero destinario; que es el que a menudo aprovecha del
derecho del cual parece gozar exclusivamente el primero. Esto siempre es cierto para las personas
morales."
43

8] PERSONALIDAD DEL ESTADO 43-

luntad humana. En lo que concierne, primeramente, a los miembros de la nación,


cualesquiera que sean las reacciones que se admita que sus voluntades operen
unas sobre otras, combinándose bajo el influjo de su coordinación hacia un fin
común, estas voluntades no dejan por eso de ser voluntades individuales. En
cuanto a las voluntades expresadas por los órganos de la colectividad, es decir,
por los gobernantes, ninguna sutileza de razonamiento puede prevalecer contra el
hecho de que el órgano expresa en realidad su voluntad personal, y por lo tanto
esta voluntad de la persona órgano no puede ser considerada como si fuera
realmente la voluntad de la persona Estado. A este respecto, no se puede menos
de aceptar las ideas de Duguit y decir con él: "La voluntad estatal no es, de hecho,
sino la voluntad de los gobernantes" (L'État, vol. i, p. 261). La consecuencia, muy
importante, que se deduce de estas observaciones, es que el Estado no debe ser
considerado como una persona real, sino sólo como una persona jurídica, o mejor
dicho, que el Estado aparece como persona únicamente desde el momento en
que se le mira bajo su aspecto jurídico. En otros términos, que el concepto de
personalidad estatal tiene un fundamento y un alcance puramente jurídicos
(Jellinek, *op. cit., ed. francesa, vol. i, pp. 267, 271, 277 ss., 295; Michoud, op.
cit.,vol. I, pp. 7 y 98).22 Ello no significa que forme parte de la naturaleza misma de
la colectividad el tener una voluntad propia, intereses también propios y por ello
una personalidad distinta; significa sencillamente que los miembros de la
colectividad, por cuanto se encuentran reunidos en una organización que implica
su sumisión a una autoridad superior encargada de dirigir el funcionamiento del
grupo, se encuentran coordinados, entre todos, en una corporación unificada, en
una unidad jurídica que, elevándose por encima de los individuos, forma así en
derecho —y solamente en derecho— un ser distinto de ellos. Por lo tanto la
personalidad del Estado no es una formación natural, en el sentido de que
preexistiría a toda organización constitucional y resultaría de ciertas propiedades
originarias de las colectividades nacionales, sino que es una consecuencia del
orden jurídico con cuyo establecimiento coincidió la aparición del Estado. Es,
pues, un concepto exclusivamente jurídico, en el sentido de que tiene ya su fuente
en el derecho. También tiene un alcance jurídico, por cuanto los atributos, que se
refieren personalmente al Estado no pueden ser tenidos como de su pertenencia
propia sin colo-
29

22
Es inútil añadir que este concepto puramente jurídico no tiene nada de común con la teoría
naturalista que pretende que el Estado es un organismo viviente tal como el hombre o el animal, y
que funda sobre esta pretendida aseveración la realidad de su ser y de su personalidad. Ver sobre
y en contra de esta teoría, hoy desacreditada, especialmente entre los juristas: Michoud, op. cit.,
vol. i, núms. 33 ss.; Jellineck, loe. cit., vol. i, pp. 247 ss.
44

44 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [8-9

carse, para considerarlos, en el campo del derecho. Así pues, desde el punto de
vista real, no existe voluntad estatal, puesto que, en el orden de los fenómenos
positivos, las voluntades expresadas en nombre del Estado son únicamente
voluntades de individuos. Pero desde el punto de vista jurídico es perfectamente
exacto hablar de una voluntad del Estado, ya que, en virtud de la organización
jurídica de la nación, las voluntades expresadas en ciertas condiciones por ciertos
individuos que tienen para ello competencia constitucional se erigen en voluntad
colectiva del Estado.
Jurídicamente, pues, el Estado se convierte en un ser capaz de querer, aparece
como el sujeto de la voluntad de la colectividad.
9. Pero se ha objetado (Michoud, op. cit., vol. i, p. 98), que este concepto y esta
justificación de la personalidad del Estado viene a ser, en definitiva, aquella
antigua teoría de la ficción, que bajo la influencia de Savigny, predominó durante
mucho tiempo, y que, no viendo en el Estado sino una persona ficticia,23 implicaba
realmente una negación de esta persona. Porque decir que el Estado es una
persona ficticia equivale a reconocer que esta persona no existe o, lo que es lo
mismo, que no existe sino en virtud de una idea arbitraria de los juristas. Por otra
parte, si se confiesa que el concepto de la personalidad del Estado no tiene base
en los hechos de orden real, parece que la afirmación, a título jurídico, de esta
personalidad, no presenta ya verdadero interés, pues parece reducirse, en estas
condiciones, a puro juego de palabras.
30

23
La teoría de la ficción, que se encuentra expuesta en la obra antes citada de Michoud, vol. i, pp.
16 ss., es aún sostenida actualmente por varios autores: Ducrocq, "De la personnalité civile de
l'État d'aprés les lois civiles et administratives de la Trance", Revue genérale du droit, 1894, pp.
101 ss. y Cours de droit administratif, 7" ed., vol. IV, núms. 1372 ss.; Bourcart, Des assemblées
genérales dans les sociétés par actions, p. 32; Bierling, Kritik der furistischenGrunbegriffe, vol. II,
pp. 222 ss., y Juristische Prinzipienlehre, vol. i, pp. 223 ss.; Orban, Droit constitutionnel de la
Belgique, vol. I, pp. 307, 461 ss. Pero la mayor parte de los autores contemporáneos rechazan la
idea de la ficción: Michoud, op. cit., vol. i, pp. 18 ss.; Saleilles, De la personnalité juridique, pp. 517
ss.; G. Meyer, Lehrbach des deutschen Staatsrechts, 6' ed., p. 15 n.; Jellinek, op. cit., ed, francesa,
vol. i, pp. 269, 277 ss., 295, 296; Rehm, op. cit., p. 153; O. Mayer, Die juristische Person, pp. 17-18.
Esmein, Éléments, 5* ed., pp. 4, 34-35, declara que "el Estado, sujeto y titular de la soberanía, no
es más que una persona moral, una ficción jurídica" y presenta especialmente la personalidad del
Estado como "una ficción legal"; por sus fórmulas este autor parece clasificarse entre los
partidarios de la ficción. Pero, como lo hace observar Michoud, "La personnalité et les droits
subjectifs de l'État dans la doctrine Trangaise contemporaine", Festsc.hrift Otto Gierke, p. 498, se
trata sólo de una apariencia. Esmein mismo (loe. cit., p. 34) asegura que esta especie de ficción
''traduce las más altas realidades", y por las explicaciones que proporciona sobre este punto (p. 4
n.) da a entender pues sólo empleó el término ficción para hacer resaltar que la personalidad del
Estado, a diferencia de la de las personas físicas, no es "un elemento suministrado por la
naturaleza, sino un producto del espíritu humano". Según esto, el término ficción debe entenderse
aquí en 1 sentido de abstracción. Una abstracción que traduce las más altas realidades.
45

9] PERSONALIDAD DEL ESTADO 45

Se puede contestar a esta doble objeción diciendo que, primero, la disputa


pendiente entre defensores y adversarios de la personalidad estatal encierra un
carácter grave: en efecto, se acaba de afirmar que la personalidad del Estado
deriva directamente del orden jurídico mismo sobre el cual se asienta el Estado;
por consiguiente, atacar esa idea es querer derribar el orden jurídico por entero,
así como el Estado mismo, cuya base constituye.24 En cuanto al cargo de
desconocer los hechos, no tiene tampoco mayor fundamento. Aun siendo un
concepto jurídico, la personalidad del Estado corresponde sin embargo a
realidades.25 No se reduce, pues, a una ficción. No es, evidentemente, la
expresión de realidades absolutas, sino únicamente de realidades jurídicas, por lo
que no puede tratarse de una persona real del Estado más que en el sentido
jurídico de la palabra. Jurídicamente al menos, este concepto de persona-
31

24 O. Mayer (op. cit., p. 56) trata muy bien el problema cuando dice que, antes de pronunciarse
sobre el punto de saber si el Estado es una persona, es conveniente comprobar el interés que
representa el reconocimiento de esa personalidad; y a la inversa, si la idea de personalidad estatal
es rechazada, ¿qué cambio práctico habrá habido en la situación del Estado? Contestación: El
concepto de personalidad estatal corresponde al hecho, actualmente consagrado por el derecho
público positivo, de que en virtud de la organización que es propia del Estado, los destinos de la
comunidad nacional no son regidos por las voluntades individuales de sus miembros cualesquiera,
sino por la voluntad de aquellos de dichos miembros que han recibido, para dicho efecto, potestad
del órgano jurídico estatutario vigente y que se hallan por ello erigidos en órganos de la voluntad
una y superior, es decir, estatal, de la comunidad. Así pues, el concepto del Estado-persona
depende directamente de la existencia y mantenimiento de cierto orden jurídico que forma el
estatuto orgánico del Estado. Y a la inversa, la negación de la persona Estado implica la
destrucción de este orden jurídico, y llevada a sus últimas consecuencias, conduciría hasta a la
anarquía. Desde este punto de vista, el interés práctico que entraña el concepto de personalidad
estatal no es dudoso, y está bien "claro que, si este concepto no tuviera más que un valor teórico,
sus adversarios no lo combatirían con tanto encarnizamiento. Realmente, el fin que buscan estos
adversarios es el de debilitar la organización estatal y con ella la potestad misma del Estado.
Desde otro punto de vista, el concepto de personalidad estatal tiene por utilidad procurar una base
jurídica firme al moderno sistema de limitación de los poderes de los individuos que sirven de
órganos al Estado. Implica, en efecto, que el Estado se distingue de esos individuos, en el sentido,
al menos, de que los poderes que poseen son ejercidos por ellos, no en su propio nombre, sino en
nombre de la persona Estado y en virtud del estatuto orgánico establecido por el Estado; de donde
se deduce la consecuencia de que estos poderes encuentran en ese estatuto sus condiciones de
ejercicio y sus límites. Por el contrario, la teoría que, al negar la existencia de una persona estatal,
sostiene que la potestad de Estado no tiene más fundamento y existencia que la fuerza que
poseen de hecho los gobernantes, conduciría a la consecuencia de que los poderes de los órganos
de Estado al menos los del órgano supremo, no tienen más límite que los mismos de esta fuerza,
es decir, no son susceptibles de ser jurídicamente limitados.
25 Este concepto, dice Michoud, Personnalité morale, vol. i, p. 4, "expresa un simple hecho: el
hecho de que en las sociedades humanas hay derechos que se atribuyen no solamente a seres
físicos, sino a ciertas agrupaciones, a ciertas asociaciones".
46

46 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [9-11

lidad saca su fuerza y su realidad de que no es posible, sin él, expresar en


derecho los hechos que se refieren a la constitución y al funcionamiento jurídicos
del Estado. Esto es lo que se debe demostrar ahora.
10. De una manera general, el hecho capital que el jurista ha de interpretar y
traducir en lenguaje jurídico, referente a la naturaleza jurídica del Estado es —
como lo ha demostrado Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. i, p. 270)26— su unidad.
Toda teoría del Estado que no tiene en cuenta o no menciona este hecho, queda
fuera de la realidad. Esta unidad del Estado se manifiesta desde dos puntos de
vista principales:
11. A. En primer lugar, el Estado es una unidad de personas. Si existe una
estrecha relación entre el Estado y los hombres que lo componen; si estos
hombres, por lo mismo que son los miembros del Estado, no pueden ser
considerados, con relación a la persona estatal, como terceros en el sentido
absoluto de la palabra; si por lo tanto no se puede negar que en cierto sentido el
Estado consiste en una pluralidad de individuos, por otra parte, sin embargo, es
esencial observar que esta pluralidad se halla constituida y organizada en tal
forma que se resume en una unidad indivisible.
Al parecer, el fundamento de esta unificación debiera buscarse en primer término
en la comunidad de intereses que existe entre los hombres que forman una misma
nación y que los une en el perseguimiento unánime de ciertos fines comunes. A
este punto de vista es al que se adhiere especialmente Jellinek (op. cit., ed.
francesa, vol. i, pp. 288 ss.). La idea estatal, dice este autor, es ante todo una
unidad ideológica. Sin embargo, la idea de comunidad de fines no basta para
explicar lo que hay de característico en la consistencia jurídica del Estado. La
ciencia del derecho tiene por objeto fijar no tanto los fines como la estructura de
las instituciones (Laband, op. cit., ed. francesa, vol. i, p. 117); y por otra parte un
fin determinado puede, en muchos casos, buscarse y conseguirse por vías e
instituciones jurídicas diversas. Para establecer que el Estado es una unidad de
hombres conviene, pues, fijarse esencialmente en su estructura, es decir, en la
organización que realiza esta unidad.
Ahora bien, existen dos combinaciones posibles de unión entre hombres que se
proponen un fin común y se conciertan para conseguirlo. La distinción entre estas
dos formas de agrupamiento ha sido magistralmente expuesta por Laband (loe.
cit., vol. i, pp. 98 ss.,). O bien los individuos se limitan a crear entre ellos una
simple sociedad contractual, y en este caso esa formación, que no es más que
una reunión
32

26
El "criterio de la verdadera teoría del Estado", dice Jellinek (loc. cit.), es que esta teoría "sea
capaz de establecer (erklaren) la unidad del Estado".
47

12] PERSONALIDAD DEL ESTADO 47

de asociados, no engendra sino una relación de derecho, un lazo social entre los
partícipes. O, muy al contrario, los individuos comprendidos en el grupo -se
encuentran unidos en tal forma que constituyen entre todos una comunidad
indivisible o corporación, y entonces esta segunda formación crea un sujeto de
derecho, distinto de los miembros individuales y superior a ellos.
12. Y ahora ¿por qué signo positivo se podrá reconocer cada una de estas formas
de agrupamiento? ¿En qué casos la unión entre individuos puede crear una
persona jurídica? ¿Y en qué caso, por fin, establece una simple relación de
derecho? Ello depende evidentemente de la organización que haya recibido el
grupo, y ante todo del punto de saber si esta organización es o no productora, en
el interior del grupo, de una unidad de voluntad y de potestad.
Es posible en efecto que los individuos que ha reunido el perseguimiento de un
mismo fin, hayan contraído una asociación cuyo funcionamiento deba depender de
las respectivas voluntades de cada uno de ellos. En este caso la voluntad común,
destinada a realizar el fin común, no es sino la suma de las voluntades
individuales expresadas, bien sea por unanimidad, bien por simple mayoría de
votos,27 por los propios miembros del grupo. O, por el contrario, la unión de los
individuos se encuentra organizada sobre la base de un estatuto, en virtud del cual
la voluntad común será expresada por uno o varios miembros del grupo, que estén
jurídicamente calificados para decidir y actuar por cuenta de éste; en este segundo
caso, por elevado que sea relativamente el número de miembros llamados a
concurrir a la formación de esa voluntad, puede decirse realmente que el grupo
posee —si no en el orden de las realidades materiales, al menos jurídicamente—
una voluntad y potestad propias, en el sentido de que su voluntad ya no se
determina por los asociados como tales, sino que se convierte en una voluntad
independiente de ellos y superior a ellos.
Se ve, pues, claramente cuál es la diferencia de las dos funciones humanas que
acaban de ponerse en oposición. En la una no se encuentran más que individuos,
ligados desde luego entre ellos por ciertas relaciones de derecho que resultan de
su contrato, pero que en definitiva quedan personalmente como titulares de los
poderes que se refieren al funcionamiento de su sociedad, quedando asimismo
como sujetos de los derechos correspondientes a los asuntos sociales. En la otra
hay más enlace; se produce una concentración y una síntesis; porque
encontramos aquí, no ya solamente un sistema de unión contractual entre asocia-
33

27
La posibilidad de decisiones tomadas por mayoría se concibe lo mismo en la simple sociedad
que en la corporación (Laband, loe. cit., vol. i, pp. 101 y 147; Jellinek, loe. cit., vol. I, pp. 534-535).
48

48 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [12

dos, sino una organización estatutaria, que realiza a la vez la reducción de las
voluntades individuales en una voluntad unitaria que ha de ser la de la colectividad
(Laband, loc. cit., vol. I, p. 101; Rehm, op. Cit., p.153), y por lo tanto también la
reducción de los miembros del grupo en una unidad orgánica de personas, que
merece entonces el nombre de corporación, y que por ello mismo se convierte
también en sujeto propio de los poderes y de los derechos colectivos; porque, a
este último respecto, la fusión orgánica de los individuos miembros en un ser
corporativo implica necesariamente que éste concentrará desde entonces en sí
mismo las facultades jurídicas del grupo unificado. Es, pues, realmente por su
organización unificante por lo que la colectividad se halla erigida en sujeto de
derechos.28 Finalmente, es esencial añadir que el estatuto de donde deriva toda
esta organización unificante es él mismo obra, no ya de las voluntades
individuales y concordantes de los miembros, sino de la voluntad unilateral del
grupo unificado, en el sentido al menos de que la revisión o renovación, bien sea
parcial, o aun incluso total, de ese estatuto, depende exclusivamente de los
órganos del grupo, es decir, de los personajes o colegios que poseen
jurídicamente competencia para modificarlo. Es éste un rasgo característico que,
más que ningún otro, señala de una manera decisiva la unidad, la autonomía y la
superioridad de la voluntad y de la potestad del grupo en relación con las
voluntades y poderes de sus miembros componentes.
Así pues, la oposición entre las dos combinaciones de unión que se acaban de
distinguir, es decir, entre la sociedad relación de derecho y la corporación sujeto
de derecho, puede resumirse en tres diferencias capitales, que son las siguientes:
1°' en la primera combinación, la relación de derecho que enlaza a los miembros
resulta únicamente del contrato estipulado entre ellos; en la segunda, la formación
del ser colectivo proviene de una organización estatutaria, es decir, que resulta del
esta-
34

28
Cf. Hauriou, Précis de droit administratif, 6" ed., pp. 393-394: "La personalidad jurídica aparece
cuando se han creado, en una individualidad administrativa, unos órganos representativos que
toman decisiones ejecutorias respecto a intereses considerados como propios de esa
individualidad. En efecto, la existencia de órganos representativos que toman decisiones
ejecutorias sobre intereses es bastante para probar que se ejerce sobre estos intereses una
potestad de voluntad destinada a transformarlos en derechos". Este autor dice, en el mismo
sentido (loe. cit., p. 30): "La personalidad moral no es más que un medio de organizar de cierta
manera las relaciones de la vida social... Es posible que las corporaciones tengan intereses, pero
mientras no dispongan de la palabra, es decir, mientras no tengan órganos adecuados para
producir en su nombre una declaración de voluntad propia, carecen de personalidad moral. La
personalidad moral en sí depende, pues, del poder de hacer una declaración de voluntad", y
además (p. 31 n.): "Por consiguiente, es la voluntad únicamente la que pone a la personalidad
jurídica en condiciones de cumplir su verdadera función". Ver, sin embargo, op. cit., 8* ed., p. 118.
49

12] PERSONALIDAD DEL ESTADO 49


tuto en virtud del cual la actividad del grupo será ejercida por los individuos que
este mismo estatuto señala como órganos de dicho grupo; 2? en el caso de la
sociedad, los asociados siguen siendo, cada uno separadamente, sujetos
particulares de los derechos sociales; en el caso de la corporación, los derechos
de la colectividad tienen por sujeto a la comunidad unificada de los miembros,
estando éstos agrupados de tal forma que sólo constituyen uno; 3? por fin, en la
primera situación, los asociados conservan para sí mismos el poder de querer
individualmente para todo lo concerniente a los asuntos comunes, de donde
resulta que los gerentes encargados de la administración de estos asuntos no son
sino los apoderados de los miembros individuales; en la segunda situación, los
agentes del grupo son los órganos de la corporación misma, que quiere y actúa
por mediación de ellos. Esta última circunstancia presenta un interés muy
especial. Para sacarlo a relucir, es conveniente recordar aquí que en ocasiones se
ha señalado, como formando un sistema intermedio entre la corporación persona
jurídica y la sociedad simple relación de derecho, el sistema de la "propiedad
mancomunada" (Gesamthand) que implica, en lo que se refiere a una masa de
bienes que pertenece en copropiedad a varios asociados, un régimen distinto al de
la copropiedad ordinaria; distinto particularmente en cuanto a los puntos
siguientes: los bienes comunes constituyen en él un patrimonio aparte, afectado
especialmente al fin social; se encuentran substraídos a la acción individual de los
asociados, en el sentido de que éstos no pueden disponer de ellos en proporción a
su parle de copropiedad; estos bienes, en fin, están sometidos a una
administración común y unitaria, por cuanto se nombran ciertos representantes del
grupo, a los cuales pertenece de manera exclusiva el poder de administrar el
patrimonio común y enajenar los objetos que lo componen. Hay por lo tanto aquí
una organización que recuerda en varios aspectos el régimen de la corporación. Y
sin embargo no resulta, de este estado de cosas, un sujeto de derechos distinto de
los miembros. La razón de ello es que esta clase de agolpamiento no implica una
organización de la colectividad misma, sino únicamente un régimen particular de
copropiedad de bienes. En esta sociedad mancomunada la ausencia de
organización colectiva se revela particularmente en este hecho jurídico capital de
que los administradores de la masa son, no ya les órganos de un ser corporativo,
sino puramente los mandatarios o apoderados de los miembros interesados, lo
que trae consigo que éstos quedan personal y exclusivamente como sujetos, en
calidad de copropietarios, de los derechos sobre los bienes; lo que excluye en
cambio la posibilidad de admitir que el grupo sea sujeto único de voluntad y de
derechos (sobre todos estos puntos: Michoud, op. cit., vol. I,
50

50 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [12-13

núms. 65-74, dónde se hallará la bibliografía relativa a esta cuestión). Realmente,


este pretendido tipo intermedio entre la persona jurídica y la sociedad contractual
no es más que un género especial de la sociedad simple relación de derecho. En
todo caso, la oposición entre las dos formas, persona jurídica y sociedad, es tan
absoluta que entre estas dos categorías no hay punto medio y no se concibe
ningún conjunto de personas que pueda a la vez asemejarse a una y otra. Estas
observaciones referentes a los agrupamientos con propiedad mancomunada
proporcionan una refutación directa de la teoría Berthélemy- Planiol (ver pp. 33-34,
supra), que sostiene que la pretendida personalidad jurídica se reduce en realidad
a un simple régimen de propiedad colectiva con administración unificada de los
bienes e intereses de los asociados. Es muy cierto, en efecto, que el concepto de
persona jurídica no es de ningún modo necesario para explicar un sistema de
propiedad o de administración colectiva de bienes.29 Pero el error de estos autores
es no haberse dado cuenta de que junto a los agrupamientos que sólo implican
cierto régimen unitario en cuanto a los bienes, hay otros que implican una
organización unitaria de las personas mismas. Pero no se deben confundir estas
dos formaciones. Si el régimen de concentración de los bienes en vista de una
administración unificada envuelve únicamente una idea de propiedad colectiva, el
sistema de fusión de las personas en un cuerpo orgánicamente unificado no
puede explicarse jurídicamente más que por el concepto de personalidad
colectiva.
13. Este es igualmente el fundamento del concepto de la personalidad del Estado.
Cuando se afirma que el Estado es una persona, ello no puede significar
evidentemente que equivale a un ser humano, pero se quiere decir con esto que
es una unidad jurídica. Particularmente, es el Estado un ser del mundo jurídico, en
cuanto que la existencia en él de una voluntad dirigente encargada de la gestión
de los asuntos e intereses de la colectividad implica que esta colectividad se halla
erigida en una unidad distinta, que forma en sí misma, y por encima de sus
miembros,
un sujeto de poderes y de derechos. La colectividad que personifica el Estado se
convierte en.un sujeto de derecho por lo mismo que posee una organización de la
que resulta para ella una voluntad que se ejerce en su nombre y por su cuenta por
medio de sus órganos.30 Entre estos dos
35

29
Esta consideración puede invocarse igualmente en contra de la doctrina de O. Mayer op. cit.,
pp.16s.s., que pretende fundar la personalidad jurídica en el hecho de que un patrimonio se vuelve
independiente (losgelost) de la voluntad y potestad de los individuos a quienes pertenece. Se
puede objetar a O. Mayor que en dichas condiciones la supuesta personalidad jurídica está a un
paso de quedar reducida pura y simplemente a un régimen especial de gestión y disposición de
bienes, constituidos así en estado de masa independiente.
30
Saleilles (De la personnalité juridique, pp. 592 ss., especialmente p. 600) cree po-13]
51

PERSONALIDAD DEL ESTADO 51


términos, voluntad propia y derechos propios, la transición es inmediata, porque,
de un modo general, todo ser admitido jurídicamente a hacer valer como su propia
voluntad, ya sea la voluntad que ejerce él mismo, o la que ejercen por él sus
órganos, adquiere por este mismo hecho un poder jurídico bastante para hacer de
él un sujeto de derecho (supra,p. 48).
Evidentemente, la voluntad estatal no es, desde el punto de vista de las realidades
absolutas, más que la voluntad particular de ciertos individuos (infra, n° 379).31
Mas ello no hace desaparecer el hecho,
36

de distinguir la organización unificante del grupo de la voluntad unificada que procede de esta
organización, como dos elementos constitutivos o dos factores de la personalidad jurídica, que
indudablemente se hallan en estrecha relación el uno con el otro, pero que sin embargo importa —
dice— no confundir. Pero en realidad estos dos elementos no constituyen sino uno solo, pues la
organización unificante existe únicamente con la mira de producir la voluntad unificada. Es lo que
este autor declara él mismo en diversas ocasiones: ''Para que haya un sujeto de derecho es
necesario encontrarse en presencia de un conjunto de relaciones constituidas con la mira de
enlazar directamente un acto de voluntad a ese conjunto orgánico que ha contribuido a producirlo.
En otros términos, es preciso que exista una organización
destinada a producir una manifestación de voluntad, de tal suerte que ésta se presente como un
efecto inmediato y directo de la organización misma" (p. 599). Así pues, "los dos elementos se -
enlazan en una relación íntima. El uno es destinado a producir el otro" (600).
31
Duguit insiste mucho sobre el punto de que los "gobernantes", que "no son más que individuos
como los demás", expresan, no ya la voluntad del Estado, ni menos la de la nación, sino
puramente su propia voluntad (ver por ejemplo Traite, vol. I, p. 81). Esto es, dice, la realidad
incontestable. Y de ello deduce inmediatamente la negación del concepto de potestad pública —
potestad que en manos de los gobernantes no es sino "un poder de hecho" y no "un poder de
derecho" (ibid,, p. 87)— como también la negación del concepto de personalidad estatal. Pero este
autor se olvida del orden jurídico establecido, en virtud del cual esta voluntad individual de los
gobernantes vale como voluntad organizada de la colectividad. En esto está la falla de toda su
teoría, y el porqué ésta, si bien es cierta, quizás, en algunos aspectos, carece de valor desde el
punto de vista especial de la ciencia del derecho. Por lo demás, Duguit, al querer demostrar que el
Estado no tiene ni potestad ni personalidad, hace resaltar por el contrario, de una manera muy
precisa, las razones por las cuales es imposible negarle, ya sea el carácter de persona jurídica, ya
sea la posesión de una potestad dominadora. Por una parte, en efecto, este autor declara (loe. cit.,
p. 86) que el concepto de potestad pública implica "que una persona puede formular órdenes que
se imponen a otras personas y que por consiguiente posee una voluntad que en sí misma es de
cualidad superior a las de esas otras personas". Ahora bien, precisamente por efecto de la
organización estatal adoptada por la colectividad, la voluntad de los individuos órganos se
convierte jurídicamente, es decir, en virtud del orden jurídico establecido en la colectividad, en una
voluntad de esencia superior, que como tal se impone. Esto para la potestad pública. Por otra
parte, Duguit reconoce (ibid, ip. 87) que la existencia de una potestad pública supone
esencialmente la existencia de una personalidad correspondiente del grupo. Los gobernantes, dice,
"no pueden tener una potestad más que si son agentes de una persona colectiva superior. Por más
que se haga, supone una contradicción manifiesta el negar la existencia de la personalidad
colectiva del Estado y admitir al mismo tiempo la existencia de la potestad pública de la que
aparecen investidos los gober
52

52 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [13-14

positivo y capital, de que en virtud del estatuto de la comunidad, la voluntad del


grupo está constituida, no ya por las voluntades individuales de todos sus
miembros, sino por la voluntad de algunos de ellos, y vale sin embargo
jurídicamente como voluntad colectiva de todos. He aquí por lo pronto un hecho
positivo, que están obligados a reconocer hasta aquellos autores que niegan la
personalidad del Estado. Así Berthélemy (op. cit., T ed., p. 29) declara que el
Estado francés es la colectividad de los ciudadanos franceses "'considerados
como siendo uno sólo". Le Fur (op. cit., Zeitschrift f . Volker u. Bundesstaatsrecht,
vol. i., pp. 226-227) hasta confiesa que "el Estado, aunque compuesto de multitud
de individuos, parece no tener sino una sola voluntad"32, y menciona en diversas
ocasiones "esta voluntad única del Estado", que resulta de la organización estatal
que hace que "millones de individuos actúen como si sólo tuvieran una única
voluntad".32 Por otra parte, esta unidad de la voluntad estatal es un hecho capital,
sin el cual la idea de personalidad del Estado aparecería desprovista de todo
fundamento. Lo que hace de la colectividad nacional una persona es precisamente
que se halla organizada de tal modo que puede independizarse de la voluntad de
sus miembros, en cuanto que posee órganos especiales por los cuales es
capacitada, ella misma individualmente, para querer y actuar.33 En este sentido es
37

nantes." Ello está bien claro, y la verdad es que, en efecto, la organización generadora de la
potestad pública aparece como siendo al mismo tiempo la fuente de la personalidad del Estado.
82
Desgraciadamente, este autor no está de acuerdo consigo mismo. Su concepto del Estado es
mudable y contradictorio. Tan pronto define el Estado como "la nación jurídicamente organizada",
definición que marca suficientemente el carácter corporativo del Estado, como, por el contrario, no
ve en el Estado sino "simplemente una gran asociación de individuos", y esta segunda definición,
totalmente individualista, desprecia enteramente el aspecto unitario y orgánico del Estado (loe. cit.,
pp. 222 ss.).
83
Estas observaciones relativas al fundamento jurídico de la idea de personalidad del Estado
excluyen las limitaciones o restricciones que Hauriou —en sus obras más recientes, ver
especialmente Principes de droit public, pp. 100 ss.— ha pretendido poner a esta personalidad. "El
dato de la personalidad jujrídica —dice este autor— se limita prácticamente, en sus efectos, a lo
que puede llamarse la vida de relación: se emplea útilmente cada vez que se concibe al Estado en
relación con lo ajeno, con lo exterior; y no sirve de nada cuando se le considera en su organización
interna". Más claramente: El concepto de personalidad estatal no tiene razón de ser sino cuando se
aplica al comercio jurídico que pueda establecerse entre el Estado y personas que sean
enteramente distintas de él, como por ejemplo en sus. relaciones con Estados extranjeros, o
también en lo concerniente a operaciones administrativas tales como expropiaciones, requisiciones
militares, empréstitos públicos, trabajos públicos, gestiones de dominio, etc. Por el contrario,
existen "situaciones jurídicas" que no implican relación ni comercio con terceras personas y para
las cuales, por lo tanto, no es ya útil hacer intervenir el concepto de personalidad del Estado. Esto
ocurre ya en derecho administrativo, cuando la autoridad estatal, en materia de policía por ejemplo,
toma "la actitud de una potestad", que "para determinar situaciones objetivas" ordena a súbditos
más bien que habla a terceros. Ocurre sobre todo en la esfera del derecho constitucional; en ese
53

14] PERSONALIDAD DEL ESTADO 53

estrictamente exacto decir con Jellinek (Allgemeine Staatslehre, 2* ed.,p. 546. Cf.
ed. francesa, vol. n, p. 248): "El Estado no puede existir más que por medio de sus
órganos; si en el pensamiento se le suprimen los órganos, no queda jurídicamente
sino la nada". En otros términos, sin una organización unificante no puede
concebirse una persona colectiva especial y distinta.
14. Este hecho, innegable y esencial, de la unidad del Estado, no puede
expresarse por la ciencia del derecho sino con ayuda del concepto de
personalidad. Implica, en efecto, que la colectividad de los nacionales no se
reduce a una mera sociedad de individuos, sino que forma, en su conjunto
indivisible, un sujeto único de derechos, por lo tanto una persona jurídica. Ello es
tan verdadero que hasta un adversario de la personalidad del Estado como
Berthélemy (op, cit., 7? ed., p. 29), se ve obligado a conceder que los franceses no
forman, entre todos, "más que un sujeto de derechos". La personalidad del Estado
no es, pues, una ficción, una comparación, una imagen, como han sostenido
tantos autores, sino que es la expresión rigurosamente exacta de una realidad
38

54 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [4

compartimiento del derecho público que tiene por objeto la organización y el funcionamiento de los
grandes poderes públicos, Hauriou declara que el concepto de personalidad estatal se obscurece
hasta el punto de desaparecer totalmente, y añade que por este motivo mismo no se puede menos
de conceder alguna indulgencia a Duguit, cuyos excesivos ataques a este concepto se explican
ante todo por el hecho de que ese autor se ha especializado en el campo del derecho
constitucional. Así pues, Hauriou, que en las primeras ediciones de su Précis de droit administratif
había dado un gran desarrollo a la idea del Estado-persona, está hoy de acuerdo con Duguit, no ya
en verdad para negarla totalmente, pero al menos para descartarla, por inútil, de toda una parte del
sistema de derecho público. La doctrina de Hauriou sobre este punto y sus concesiones a los
adversarios de la personalidad estatal han suscitado objecciones y encontrado resistencias,
especialmente de parte de Michoud, "La personnalité et les droits subjectifs de l'État dans la
doctrine frangaise contemporaine", Festschrift O. Gierke, pp. 511 ss., y de Larnaude, Revue du
droit public,1910, pp. 389 ss. Ante todo, es muy discutible que el concepto de personalidad llegue a
ser inútil en el caso en que el Estado dé órdenes a sus miembros considerados como subditos,
porque, como se ha hecho observar (Larnaude, loe. cit.; Menzel, "Begriff u. Wesen des Staates",
Handbuch der Politik, vol. i, p. 41), es precisamente en ese caso cuando importa —conforme al
régimen del "Estado de derecho"— que el ejercicio de la potestad estatal esté subordinado a
ciertas reglas o limitaciones de orden jurídico, y por ello es preciso que el Estado pueda ser
considerado, en sus relaciones con sus subditos, como una persona que ejerce sus poderes a
título de derecho subjetivo y atenida ella misma a ciertas obligaciones que tienen idéntico carácter
subjetivo. Si la personalidad jurídica, como afirma Hauriou, es "un procedimiento con miras a la
vida de relación", no es de ningún modo inútil- el admitir que el uso, por el Estado, de su potestad
de mando origina una relación entre él y sus subditos. Por otra parte, tampoco se podría decir que
el concepto de personalidad no está en su sitio ni tiene nada que hacer en las relaciones del
Estado con sus órganos. Razonar de este modo es no tener en cuenta que la teoría del órgano
responde por entero a un concepto del Estado-persona y tiene precisamente por objeto hacer
aparecer y mantener intacta su personalidad (cf. n' 379 infra). Bien es verdad que en ciertos
aspectos el Estado y sus órganos no forman entre
54

jurídica. Y esta expresión no interviene solamente para facilidad del lenguaje,


como declara Le Fur (loe. cit., p. 236), que a pesar de negar la personalidad del
Estado, consiente en admitir que la palabra "persona
39

más que una sola y misma persona (ver sin embargo infra, núms. 424 ss.), y esto parece justificar
la tesis de Hauriou, que dice que las relaciones del Estado con sus órganos no son unas relaciones
con lo ajeno, con lo exterior, sino realmente un asunto de organización interna que excluye toda
idea de personalidad. Sin embargo, se puede replicar a esta argumentación! que peca desde el
punto de vista de la lógica, puesto que, en verdad, sería perfectamente ilógico, después de haber
admitido la teoría del órgano, que no puede basarse más que sobre la existencia de una
personalidad del Estado, servirse de esta misma teoría del órgano para combatir o para negar, en
todo o en parte, esta misma personalidad. Pero la principal objeción que se puede oponer a la
doctrina de Hauriou concierne ai fundamento que este autor pretende asignar a la idea de
personalidad. Hauriou hace valer que en principio no pueden establecerse relaciones jurídicas más
que entre personas diferentes, y saca de aquí el argumento para sostener que el Estado no
aparece como persona sino mientras se le considera en sus relaciones con terceros propiamente
dichos; o más exactamente, el concepto de personalidad no es, según este autor, sino un
"procedimiento", un "instrumento" (loe. cit., p. 101), es decir, un medio "destinado" a procurar la
sujeción del Estado a ciertas reglas de derecho respecto de terceros. El Estado no sería, pues,
persona más que en esta medida y con este fin. En realidad el fundamento del concepto de
personalidad es aquí completamente distinto. Este concepto no es un medio imaginado a priori a
efecto de obtener ciertos resultados jurídicos premeditados, medio que aparecería entonces —por
más que diga Hauriou (od. loe.)— como una creación más o menos artificial; sino que es una
consecuencia deducida a posteriori de un hecho positivo e innegable. Saca su fundamento,
únicamente, del hecho de la organización unificante que tuvo por efecto transformar la colectividad
estatizada en una unidad orgánica y, en este sentido, en un ser de derecho. Por esto mismo el
concepto de personalidad se extiende lógicamente a todas las actividades del Estado, y no
solamente a los actos que puede realizar por vía de comercio jurídico con los demás. El Estado se
comporta como una persona —hasta respecto de sus miembros individuales— todas las veces
que, por efecto y en virtud de su organización, actúa como expresión unificada de la colectividad.
En este sentido se puede decir en verdad con Michoud (loe. cit., pp. 515-516) "que no hay actos
del Estado que no sean actos del Estado sujeto de derecho" y por cierto la personalidad! es cosa
indivisible: no es de creer que, en el ejercicio de ciertas actividades, el Estado seauna persona y
que cese de serlo en otros campos de acción. Negar su personalidad en partes destruirla en la
totalidad (cf. Duguit, Manuel de droit constitutionnel, 1* ed., p. 229). Hauriou mismo parece darse
cuenta de esta objeción, porque, para restablecer la continuidad y la permanencia necesarias de la
unidad estatal comprometidas por su teoría sobre la personalidad, se ve obligado a introducir en la
base del Estado el concepto de una "individualidad objetiva subyacente en la personalidad" (op.
cit., pp. 109 ss., 639 ss,), concepto éste que se aplica evidentemente a toda la actividad del
Estado. Pero con esto introduce en la teoría del Estado un dualismo que —como se verá más
adelante (n. 37 del n" 15)— es aceptable, No es posible admitir que entre los actos del Estado,
unos deban relacionarse con su individualidad objetiva y otros con su personalidad jurídica: desde
el punto de vista del derecho, todos son obra de la persona estatal. ¿Significa esto que el concepto
de personalidad agote totalmente la idea que conviene formarse del Estado? Esto es cuestión muy
distinta, sobre la cual véase igualmente .la n. 37 del n" 15, infra. Ver también, respecto a las
limitaciones impuestas por Hauriou a la extensión del concepto de personalidad estatal, lo que se
dirá más adelante (núms. 84-86).
55

14] PERSONALIDAD DEL ESTADO 55


estatal" proporciona "una expresión breve y cómoda para referirse a millones de
individuos nacionales que actúan de concierto y hacen valer sus intereses
comunes mediante el órgano de las autoridades encargadas de hablar en su
nombre".34 En realidad no se trata solamente de una locución cómoda, sino
efectivamente de una expresión que se impone, por cuanto ella sola es capaz de
traducir jurídicamente el hecho de que millones de individuos no forman, en
conjunto, más que un ser orgánicamente unificado. Algunos autores objetan, sin
embargo, que la calificación de persona, en lo que concierne al Estado, sólo tiene
el valor de una metáfora, por la que se hace resaltar que el Estado actúa como
persona, que desempeña el papel de persona, pero no que sea una persona
verdadera. Por ello, se dice, los romanos se habían guardado muy bien de admitir
la existencia de personas jurídicas colectivas. Se limitaban a afirmar que personae
vice fungitur societas (fr. 22, Dig., de fidei., XLVI, 1); no llegaban hasta atribuir a la
societas una personalidad propia. Mas se puede replicar que en realidad la idea
romana expresada en el texto que precede se acerca singularmente al concepto
moderno de la personalidad jurídica. En efecto, cuando dicen que por razón de su
organización ciertas asociaciones funcionan y se comportan como personas, los
jurisconsultos romanos indican muy exactamente el fundamento preciso sobre el
cual ha podido edificarse legítimamente la teoría actual de los grupos
personificados. Lo que hace que un grupo humano constituya una persona jurídica
es, precisamente, la circunstancia de que según la ley vigente, este grupo es
llamado a desempeñar como tal el papel de verdadera persona. En derecho, el
desempeñar el papel de persona es tener cualidad de tal. Como observa O. Mayer
(op. cit., p. 17, texto y n. 2), cuando el derecho positivo habilita a una agrupación
para desempeñar el papel y ejercer la capacidad de una persona, esto viene a
significar que el grupo se halla jurídicamente erigido en persona, en sujeto de
derechos (cf. Saleilles, op. cit.. pp. 77 ss., 108 ss., 608).Estas últimas
observaciones permiten refutar otra objeción que a veces ha sido esgrimida contra
la personalidad del Estado en particular y a la que O. Mayer especialmente
concede una gran importancia. Este autor arguye (op. cit., p. 59) que, a diferencia
de las personas jurídicas reconocidas por la ley positiva, la pretendida
personalidad del Estado no encuentra base alguna en el derecho vigente; pues los
demás grupos personalizados toman su personalidad de textos que les confieren
la capacidad jurídica de una manera expresa. En cuanto al Estado, por el
40

34
Cf. Duguit, L'État, vol., I, p. 259 n.: "Decimos el Estado, porque la palabra es cómoda". Hólder,
Natúrliche u. jurístische Personen, p. 206: "El concepto de personalidad no es sino una metáfora,
un lechnisches Hilfsmittel". .
56

56 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [Í4-15

contrario, no existe ningún texto de esta clase. Afirma O. Mayer que son los
profesores alemanes los que, por su sola autoridad, han erigido al Estado en
persona jurídica. En vano se ha sostenido, respecto del Estado francés, que su
personalidad ha sido confirmada de una manera positiva por las numerosas leyes
que le reconocen capacidades jurídicas diversas que implican su cualidad de
sujeto de derechos. Así razona Ducrocq
"De la personnalité civile de l'État d'aprés les lois de la France", Revue genérale
du droit, xvm, pp. 101 ss.); pero la falla de este razonamiento ha sido
perfectamente exhibida por Michoud (Théorie de la personnalité moróle, vol. i, pp.
265 ss.), que demuestra que las leyes en cuestión presuponen la personalidad
estatal y desarrollan su ejercicio sin crearla por sí misma, y se apoya además
sobre la evidente verdad de que el Estado no puede crearse a sí mismo. Pero si la
argumentación de Ducrocq carece de valor, la de O. Mayer no tiene tampoco
justificación. Porque no hay ninguna necesidad de invocar los textos positivos para
fundamentar la personalidad del Estado. Que la personalidad de las asociaciones
o establecimientos de cualquier clase que se forman en el interior del Estado, no
puedan concebirse sin una ley, general35 o particular, que les sirva de base, se
explica muy naturalmente por la razón de que depende de la voluntad superior del
Estado conceder o no la autorización de existir a aquellos grupos que pretenden
crearse dentro de él y ejercer la capacidad de sujetos de derechos. Pero en
cuanto al Estado mismo, su capacidad es anterior a toda clase de derechos
procedentes de sus órganos. Deriva del hecho mismo de la organización
unificadora con cuyo establecimiento coincidió la aparición de su primera
Constitución. Basta, pues, que en virtud de esa organización estatutaria el Estado
se comporte como sujeto unitario de derechos, para que los profesores alemanes
—y franceses— tengan que convenir en que, según la expresión de los
jurisconsultos romanos, personae vice fungitur, y afirmar por lo tanto que, en este
sentido, es una persona jurídica.
15. Resalta de las explicaciones anteriores, referentes al fundamento del concepto
de personalidad jurídica, que este concepto tiene una base y una significación
esencialmente formales36 (según la frase de Michoud,
41

35
Es así como la ley del 1" de julio de 1901, relativa al contrato de asociación, en sus artículos 2, 5
y 6, ha conferido en bloque la personalidad jurídica a todas las asociaciones (en el sentido que el
artículo 1' de la ley da a esta palabra) que pudieren formarse en lo futuro, con tal de que llenen las
condiciones fijadas por la misma ley.
36
Decir que el grupo estatizado es una persona porque está construido y organizado en forma que
pueda funcionar como sujeto de derechos, es, en efecto, adherirse a un criterio de orden
puramente formal y excluir todas las teorías que, bajo pretexto de llegar al fondo de las cosas,
caen en el error que consiste en confundir la personalidad jurídica con la personalidad humana y
pretenden conceder al concepto jurídico de persona un sentido absoluto que en
57

15] PERSONALIDAD DEL ESTADO 57

op. cit., vol. i, p. 17, que por cierto profesa otra opinión). La personalidad del
Estado especialmente es la resultante de cierta formación entre hombres: existe
aquí ante todo una cuestión de estructura orgánica, de forma de organización de
un grupo. En este sentido se dijo antes que la personalidad del Estado es sólo una
personalidad jurídica.37 Este
42

modo alguno tiene. Cf. Hauriou, Principes de droit public, p. 101: "La personalidad jurídica es un
procedimiento de la técnica jurídica destinado a facilitar la vida de relación con los demás " O más
bien: el concepto de personalidad estatal es la expresión de un fenómeno jurídico, la unidad del
Estado, que es la resultante formal de una organización apropiada. Bien entendido, no significa
esto que no haya en la base del Estado, de su organización unificante y de la personalidad que de
ella deriva, sino causas de orden formal (ver sobre este punto la nota siguiente y cf. infra, n. 13 del
n° 23). 37 Jellinek (L'État moderne, ed. francesa, vol. i, p. 264 n.) hace observar con razón que la
doctrina orgánica de Gierke (Deutsches Privatrecht, vol. i, pp. 456 ss.) —según la cual existe
anteriormente a la personalidad jurídica del Estado una persona colectiva real que forma el
substrato de la persona jurídica— lleva al resultado de que el Estado debería considerarse como
una persona doble. Una doctrina que crea análogo dualismo es desarrollada por Hauriou (op. cit.,
pp. 109 ss., 646 ss; cf. Saleilles, op. cit., pp. 648 ss.), que sostiene que "la personalidad jurídica
tiene por punto de apoyo la individualidad objetiva de una institución" y que "supone un ser
subyacente, al que viene a completar, pero al que no constituye enteramente". "Los Estados, dice
este autor, tienen una individualidad objetiva por debajo de su personalidad jurídica: se llama la
nación." Realmente esto implica que habría en el Estado dos personalidades, una de las cuales se
injertaría sobre la otra. Hauriou añade que "los órganos por los cuales es servida la persona moral
no pertenecen a ésta"; deben relacionarse, no con ésta, sino con la individualidad objetiva que
sirve de base a la personalidad jurídica (op. cit., pp. 752 ss.). Según esto, ]a personalidad del
Estado presupone un elemento social y profundas realidades distintas de la simple organización
jurídica del grupo nacional; es por cierto lo que declara Hauriou (p. 653) : "La organización aparece
como un fenómeno preparatorio de la personificación y que puede precederla de muy lejos". Este
"dualismo" con "atribución de los órganos a la individualidad objetiva" es, sin embargo, inconciliable
con el concepto jurídico del Estado. Seguramente existen, en el seno de una comunidad nacional y
entre sus miembros, lazos unificantes y un cemento de unión corporativa más fuertes que el mero
hecho jurídico de una organización formal. Y ciertamente también el concepto de personalidad
estatal no puede en ningún grado pretender explicar por sí solo todos los fenómenosque se
refieren al nacimiento y a la vida de los Estados. Es lo que Jellinek (loe. cit., pp. 10 ss.) ha
contribuido especialmente a establecer al demostrar que —según el aspecto bajo el cual se le
considere— el Estado aparece unas veces como formación social y otras como institución jurídica;
por lo cual Jellinek distingue en esta materia la teoría social y la teoría jurídica del Estado. Los
partidarios más resueltos de la teoría de la personalidad del Estado —dice Michoud (Festschrift O.
Gierke, p. 519)— saben distinguir bien esta personalidad de las realidades sociales que forman el
substratum de las mismas". (Entre los autores recientes, ver sin embargo Loening, Handworlerbiich
der Staatswissenschaften, v' "Staat", 3* ed., vol. vil, p. 694 y Kelsen, Hauptproblcme der
Staatsrechtslehre, pp. 163 ss., que sostienen que c! concepto de Estado es de orden puramente
jurídico). Pero, sea cual fuere, desde el punto de, vista político y social, la importancia de los
elementos de unión que existen en el seno de la nación, éstos son impotentes para fundar por sí
solos un Estado, una personalidad estatal. Estos elementos o fuerzas unificantes no originan más
que tendencias a la unidad: la unidad verdadera no toma cuerpo, no se realiza plenamente sino
mediante una reorganización deter-
58

58 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [15

punto de vista formal está de acuerdo con los caracteres formales que con
frecuencia presentan los conceptos de derecho. Y por cierto, en este punto de
vista formal hay que colocarse de una manera general para comprobar la
personalidad de todos los agrupamientos calificados por la doctrina como
personas jurídicas: grupos territoriales que constituyen subdivisiones del Estado;
servicios públicos personalizados; establecimientos de utilidad pública;
fundaciones, asociaciones o sociedades de toda clase.38 Sólo por razones de
organización puede justificarse
43

minada. Toda unidad que se funda sobre una base que no sea esta base orgánica no es una
unidad estatal: aun cuando fuese, bastante fuerte para originar una nación en el sentido asignado a
esa palabra por la teoría de las nacionalidades, no engendraría un Estado propiamente dicho. Si,
pues, el Estado no es exclusivamente la resultante de una formación orgánica, al menos es esta
formación la que lo perfecciona, y en este sentido también se puede decir, especialmente en el
terreno especial del derecho, que el Estado existe sólo por ella. He aquí por qué el jurista debe
limitarse, en definitiva, a señalar y a retener esta organización unificante como factor esencial de la
unidad y por consiguiente de la personalidad estatal, la cual, con tal base formal, no puede ser
igualmente sino una personalidad de orden puramente jurídico y formal. 38 Se ha objetado (Planiol,
Traite de dioil civil, 6* ed., vol. i, p. 952, n. 1) que existen comunidades organizadas que no poseen
personalidad. Tal es el caso del cantón. "Tiene su representante, el consejero general; su juez, el
juez de -paz; su oficina de registro; su percepción de impuestos, etc. Se halla, pues, organizado, y
sin embargo se le niega la personalidad". La objeción no tiene valor. Como lo hace notar
atinadamente Michoud (Théorie de la personnalité moróle, vol. i, p. 313 n.), para que una
comunidad pueda ser considerada como organizada, es preciso que posea órganos propios que
puedan tomar decisiones en su nombre. El cantón carece de organización propia de esta clase.
Los funcionarios antes citados no son más que agentes locales del Estado; el consejero general
mismo no es un órgano cantonal, y la asamblea en que lo eligen los electores cantonales es un
mero órgano colegiado del departamento. Una objeción más apremiante parece poder sacarse del
caso de los departamentos franceses, considerados en la época de su creación por la ley de 22 de
diciembre de 1789-enero 1790. Esta ley concedía a los departamentos una organización propia,
una independencia orgánica llevada a tal extremo que no existía ningún lazo entre las autoridades
departamentales y el poder central. Las administraciones de departamento, consejo y dirección de
departamento, y el procurador general-síndico mismo, eran elegidos por los electores del
departamento. La ley de 1790 (art. 9) especificaba que estos elegidos eran "los representantes del
departamento". Este tenía, pues, órganos suyos, órganos que le eran exclusivamente propios; y sin
embargo es evidente que los departamentos de entonces no eran personas jurídicas. Su
personalidad —dice Hauriou (Précis de droit administratif, 8* ed., p. 260)— no ha sido puesta fuera
de duda máí que por la ley de 10 de mayo de 1838. A esta objeción hay que contestar que, si bien
la organización departamental de 1790 era muy defectuosa desde el punto de vista de la unidad
administrativa francesa, no era de ningún modo una organización personificante, por la razón de
que, a pesar de su cualificación de "representantes dei departamento", los cuerpos administrativos
departamentales no tenían ninguna potestad propia; eran sin duda los órganos del departamento
por cuanto a su denominación, pero no eran los órganos de una voluntad departamental distinta de
la voluntad central. La instrucción legislativa de 8 de enero de 1790, consecutiva de la ley de
organización departamental, lo explicaba claramente en su § 5, en
59

15] PERSONALIDAD DEL ESTADO 59

la personalidad atribuida a estos establecimientos o a estos grupos, y


particularmente es esencial comprobar que su organización tiene verda
el que decía: "El principio constitucional sobre la distribución de los poderes administrativos es que
la autoridad desciende del rey a las administraciones de departamento, de éstas a las
administraciones de distrito, etc." Comentando este pasaje, Laferriére (Traite de la juridiction
administrative, 2" ed., vol. i, p. 184) dice muy justamente: "La idea directriz de la Asamblea
constituyente no era, pues, la descentralización, sino por el contrario una estrecha unidad. El
departamento no era un centro de administración autónoma, apenas si tenía servicios públicos que
atender por su propia cuenta, no tenía bienes ni establecimientos públicos, etc. El Estado
conservaba la dirección de todos los servicios públicos de alguna importancia; los directorios «Je
departamento no eran en realidad sino auxiliares del Estado encargados de coadyuvar a la
adminietración general, y sometidos a la autoridad de los ministros, del jefe del Estado y de la
asamblea misma." La instrucción antes citada de 8 de enero ( § 6 ) resumía esta situación al decir
que "el Estado es uno; los departamentos no son sino secciones del mismo todo; una
administración común debe, pues, enlazarlos todos en un régimen común". En estas condiciones
es natural que el departamento no pudiese en aquella época ser considerado como una persona
distinta del Estado. Hay lugar para hacer observaciones del mismo género en lo concerniente a los
diversos servicios públicos entre los cuales se reparte hoy la acción administrativa del Estado.
Como lo demuestra muy bien Hauriou (Principes du droit public, pp. 645 ssj, un ministerio, por
cuanto es departamento de servicios públicos, posee una organización especial en virtud de la cual
se convierte en "un centro de poderes de decisión"; sin embargo, no es posible considerar a los
diferentes ministerios como personas jurídicas diferentes de la persona-Estado. Hauriou lo explica
diciendo (loe. cit., pp. 665 ss.) que un departamento ministerial no puede tener, en derecho, ni
propiedad, ni posesión, ni comercio jurídico; pero este modo de razonar invierte el orden lógico de
las ¡deas, pues si los ministerios no son personas no es porque les falte el jus commercii, sino que,
al contrario, les falta la capacidad para un comercio jurídico porque no están dotados de
personalidad. Michoud (Festschrift O. Gierke, p. 522) parece aproximarse más a la verdadera
explicación de la no-personalidad de los ministerios, al decir que un ministerio, sin dejar de ser por
su distinta organización un "centro de voluntad", no constituye sin embargo un "centro de
intereses", y esto por el motivo de que "los intereses que le están confiados no son ni pueden ser
otros que los del Estado". Esto es muy verdadero, y sin embargo, desde el punto de vista formal,
que e?, habitualmente el de la ciencia del derecho, ¿no se podría concebir una distinción entre los
intereses especiales a los cuales tienen respectiva y separadamente que proveer los diversos
servicios públicos? ¿No se habla frecuentemente, con razón, de la oposición que existe por
ejemplo entre el interés de la defensa nacional y el de alguna otra parte de la administración? ¿No
sería perfectamente admisible que tal servicio fuera dotado de un patrimonio propio destinado al
sostenimiento de su existencia y a favorecer su desarrollo? ¿No intervienen, de hecho, entre los
diversos servicios, acuerdos inspirados en consideración a sus intereses respectivos, que parecen
implicar, por lo tanto, la posibilidad de distinguir, al menos formalmente, intereses propios de cada
uno de ellos? La verdadera explicación del fenómeno de la no-personalidad es que, en la situación
actual de las cosas y por razones que se refieren a las hondas necesidades de la unidad estatal,
los agentes y funcionarios de toda clase que entran en la organización de un departamento
ministerial son en realidad órganos propios de ese ministerio, sino meros agentes del Estado. Un
ministerio no es en realidad un organismo aparte, sino únicamente una subdivisión del gran
organismo estatal. Como dice muy justamente Michoud (eod. loe.), "el ministerio es para el Estado
lo que es una sección especial en un gran almacén". Lo mismo que en el gran almacén los
60

60 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [15-16

deramente por efecto realizar entre ellos una unidad de personas.39 En defecto de
esta clase especial de unidad, la pretendida personalidad jurídica de estas
agrupaciones se resolvería simplemente en un régimen de propiedad colectiva o
en un sistema de patrimonio sin sujeto (Zweckvermogen según la fórmula de
Brinz. Ver sobre este punto Michoud, op. cit., vol. i, pp. 39 ss.)16. Finalmente, las
explicaciones que preceden aportan al concepto de personalidad colectiva la
precisión siguiente: Cuando se dice que el Estado es una persona colectiva, no
debe entenderse por ello una perso-
44

jefes de sección no son órganos dados a la sección misma, sino agentes del gran almacén
destinados a uno de sus servicios y encargados, no ya de originar una voluntad especial de la
sección, sino solamente de aplicar en una sección especial la voluntad general que preside la
dirección de la empresa entera, asimismo las autoridades o jefes de servicios colocados al frente
de un departamento de asuntos públicos, sin dejar de poseer en ciertos aspectos un poder (ie
decisión propio, no mantienen una voluntad del ministerio que pudiese ser distinta de la del Estado;
no hacen sino poner en acción la voluntad estatal misma. Esto se manifiesta particularmente en el
derecho público francés, en el que los jefes de departamento no son más que agentes "ejecutivos":
ejecutan las leyes, es decir, una voluntad preexistente y superior. Se puede, pues, afirmar que
cada ministerio es un centro de decisiones; pero no es exacto considerar en él un centro de
voluntad. El único centro de voluntad estatal en el Estado es el Estado mismo. A este respecto
existe una gran diferencia entre los departamentos de servicios y las colectividades locales, tales
como el municipio por ejemplo. Aunque el municipio no pueda ejercer su actividad sino bajo el
imperio de las leyes del Estado y dentro de los límites de las facultades que éstas le reconocen,
constituye realmente un organismo distinto del Estado, por cuanto sus órganos emiten por su
cuenta una voluntad local que no tiene su fuente en una voluntad estatal anterior, que tampoco
recibe del Estado su impulso; es lo que resalta por ejemplo del hecho de que, en las atribuciones
cuyo ejercicio emana de su propia voluntad, el municipio se halla sometido únicamente a la
inspección y a la vigilancia de la autoridad central, que si bien puede rehusar su aprobación a las
medidas tomadas, no puede ordenar las que hayan de tomarse. Las autoridades municipales
competentes para tomar estas medidas son, pues, realmente órganos del municipio, puesto que
dirigen los asuntos municipales con un poder de voluntad inicial. El municipio es, por lo tanto, un
centro de voluntad local; tiene, pues, una organización propia personificante. La ausencia de este
poder de voluntad inicial en la dirección de los ministerios excluye la posibilidad de considerar a
éstos como provistos de una verdadera organización propia que los convierta en personas jurídicas
distintas. 39 Michoud (Théorie de la personnalité múrale, vol. n, n? 187) dice que a veces "la
persona moral puede considerarse como existente incluso cuando sus órganos no hayan sido
constituidos todavía. Es lo que puede ocurrir en la fundación testamentaria, si se admite que esta
fundación adquiere la personalidad moral desde el momento del fallecimiento del testador, no
debiendo realizarse su organización sino más tarde". Pero no debe concluirse de esto que la
persona jurídica pueda nacer sin órganos o antes que sus órganos, Si en ciertos casos empieza a
existir cuando sus órganos no están formados aún, ello se explica por el hecho de que posee ya
virtualmente suficientes elementos de organización formal. Es lo que reconoce Michoud (loe. cit):
"Para que la persona moral exista se necesita al menos que su organización sea posible en virtud
de reglas ya fijadas, bien sea que estas reglas provengan de la ley, bien que provengan de un
fundador". Realmente la persona jurídica que se encuentra en esas condiciones se halla desde
luego ya organizada.
61

16-17] PERSONALIDAD DEL ESTADO 61


nalidad compuesta de una pluralidad de sujetos; tal concepto sería
contradictorioen sí, por ser la unidad la esencia misma de la persona jurídica. El
Estado es realmente una persona colectiva, en cuanto es la personificación de una
variedad de individuos; pero precisamente esta colectividad no se convierte en
persona sino por el hecho de reducirse a la unidad, es decir, porque los múltiples
individuos que la componen se reúnen en un cuerpo total e indivisible que
constituye jurídicamente una nueva individualidad. Finalmente, pues, el concepto
de personalidad estatal implica esencialmente el carácter unitario de la persona
Estado (Laband, op. cit., ed. francesa, vol. i, pp. 141 ss.).
17. B. La personalidad del Estado resulta de un segundo hecho, que es su
continuidad. Mientras que los individuos que componen el Estado o que expresan
su voluntad en calidad de gobernantes cambian sin cesar, el Estado permanece
inmutable; es permanente y, en este sentido, perpetuo. No solamente, pues, los
individuos que coexisten en cada uno de los momentos sucesivos de la vida del
Estado forman en esos momentos diversos una unidad corporativa, sino que
además la colectividad estatal es una unidad continua, en cuanto que, por el
efecto mismo de su organización jurídica, se mantiene, a través del tiempo,
idéntica a sí misma e independiente de sus miembros pasajeros. Esta
inmutabilidad no es tampoco un concepto arbitrario de los juristas, sino una
realidad que se pone en evidencia por los hechos jurídicos siguientes: Según el
derecho público positivo, las leyes dictadas o, los actos administrativos cumplidos
en virtud de la potestad del Estado, e igualmente los contratos celebrados por el
Estado con los particulares o los tratados firmados con un Estado extranjero,
sobreviven a la generación de individuos y hasta al gobierno en cuyo tiempo
nacieron. Ahora bien, si el Estado fuera solamente un conjunto de individuos o si
se confundiera con los gobernantes, cada cambio de los unos o de los otros daría
origen a un Estado nuevo, que no se relacionaría con el Estado anterior, y así no
podría comprenderse que las nuevas generaciones pudieran hallarse sujetas a
obligaciones contraídas por sus predecesoras, ni que los actos realizados por
Gobiernos» desaparecidos puedan conservar su valor bajo nuevos Gobiernos. Tal
persistencia en cuanto al efecto de las manifestaciones de la voluntad y de la
actividad del Estado implica la existencia en la colectividad estatal de un elemento
durable y permanente, y que por consiguiente esta colectividad forma una entidad
distinta de sus miembros efímeros, por más que esté constituida por ellos.40 Para
ex-
45

40 En este sentido el grupo estatizado permanece indiferente a la personalidad de los individuos


que sin cesar entran y salen de él; en este sentido también el Estado forma respecto de sus
miembros actuales una persona distinta. Pero en este sentido únicamente, puesto que por otra
parte, siendo el Estado la personificación de la colectividad formada por todos su
62

62 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [17


presar este fenómeno jurídico la ciencia del derecho no puede prescindir de la
idea de personalidad: el Estado es la personificación de la colectividad nacional,
en cuanto ésta aparece realmente como una unidad invariable e ininterrumpida
(Esmein, Éléments, 5* ed., pp. 3 y 4; Michoud, op. cit., vol. i, pp. 50 n., 63 ss.;
Hauriou, Principes de droit public, p. 103; Larnaude, Revue du Droit public, 1910,
p. 390; Jellinek, op. cit.,ed. francesa, vol. i, pp. 243, 246, 270; Rehm, op. cit., p.
153).
Resulta de lo anterior que el concepto del ser jurídico Estado debe determinarse
fuera de toda consideración relativa a la forma del gobierno nacional o a la
persona de los gobernantes. Las formas de gobierno son modalidades que afectan
a la constitución política del Estado, pero no a su esencia; pueden variar sin que
los caracteres, la capacidad o la identidad de la persona estatal sean por ello
modificados.41 El concepto de Estado es, pues, superior al de Gobierno.42 El
Estado es la colectividad organizada, pero no es la organización de esta
colectividad. Con mayor razón la observación de los hechos jurídicos referentes a
la inmutabilidad del Estado implica la condenación de la doctrina que confunde al
Estado con los personajes que ejercen el poder estatal: éstos son los tenedores
de la potestad del Estado, mas no encarnan en ellos al Estado (Jellinek, op. cit.,
vol. I, p. 246; Rehm, op. cit., pp. 156 ss; G. Meyer, op. cit., & ed., p. 13).
Finalmente, y por los mismos motivos, el Estado no podría ser identificado con el
pueblo, considerado como el conjunto de individuos que contiene en un momento
determinado. Y aquí se descubre la falsedad •de la tesis que sostiene (ver supra,
p. 33) que el Estado, en cuanto expresión de la colectividad, no es otra cosa que
los ciudadanos mismos tomados colectivamente. Porque por una parte, puesto
que esta colectividad se compone de un número indefinido de individuos que
cambian sin cesar, ¿cómo podría el Estado identificarse con cualquier masa de
hombres determinados? Por otra parte, puesto que la colectividad estatal
constituye una unidad superior a sus miembros sucesivos, ¿no resulta
contradictorio
46

miembros presentes, pasados y futuros, cada uno de éstos —por lo mismo que entra como célula
componente en la formación de esta colectividad— se halla representado en todos los actos <jue
por medio de sus órganos realiza la persona-Estado. Y por lo tanto los miembros variables del
Estado no podrían a este respecto considerarse como terceros, en el sentido habitual de «sta
palabra, con relación a la persona estatal (cf. sobre este punto nv 82, infra). 41 Se ha observado
con frecuencia en este sentido que la Revolución de 1789, que tan profundamente trastornó la
forma gubernamental y todo el sistema de derecho público de Francia —según la expresión de
Hauriou (op. cit.. p. 121)—, no ha "renovado" ni "interrumpido" la personalidad jurídica del Estado
francés. 42 Queda sin embargo patente que una organización estatal y por lo tanto el Estado
mismo lo puede concebirse sin una forma determinada de gobierno (ver infra, n. 11 del n' 22).
Aunque el concepto de Estado no esté ligado a una forma de gobierno única e invariable, es
necesario que todo Estado posea un gobierno determinado.
63

17-18] PERSONALIDAD DEL ESTADO 63

definirla por los individuos que forman, en cada momento de su existencia, su


consistencia actual? 43 Resumiendo, pues, puede afirmarse que la colectividad de
los ciudadanos—bien sea considerando su sucesión a través del tiempo, o bien
asimismo limitándose a considerar su conjunto en un momento determinado—
forma un conjunto indivisible que se opone precisamente a los individuos ut singuli
y que como tal constituye un ser jurídico separado, que encuentra su propia
personificación en el Estado.
18. Despejado así, en el terreno de las realidades jurídicas, el concepto de la
personalidad del Estado aparece como la base del derecho público y hasta —por
más que se haya discutido (Duguit, L'État, vol. i, p. 7)— como la condición de la
existencia de tal derecho. El derecho público no puede concebirse sin él, puesto
que si en el Estado no se considera sino a los individuos y si se admite que
únicamente los individuos pueden ser sujetos de derechos, resulta que el derecho
del Estado, no teniendo ya más objeto que regir las relaciones de hombres a
hombres, se reduce simplemente a derecho privado. El derecho público, por el
contrario, es el derecho de la corporación estatal. Este derecho corporativo
considera al Estado, no solamente en los individuos, gobernantes o gobernados,
que contiene, sino, sobre todo, en su unidad: supone pues, esencialmente, que la
corporación es ella misma un sujeto jurídico. Por eso se ha dicho (G. Meyer, op.
cit., 6* ed., pp. 51 ss. y n. 7) que la distinción entre derecho público y privado se
relaciona directamente con la dualidad de los sujetos jurídicos, es decir, con la
diferencia que separa a las personas humanas de las personas colectivas, o al
menos de algunas de estas últimas. El uno, el derecho privado, regula las
relaciones jurídicas que se refieren a los individuos; el otro comprende las reglas
especialmente aplicables a las colectividades, al menos a las colectividades
estatales o que participan de la potestad propia del Estado.44 Es decir, que el
derecho público se funda esencialmente en la idea de personalidad colectiva.
47

43
El error y la contradicción inherentes a esta doctrina resaltan de los mismos términos en que ha
sido enunciada. La colectividad, dice Berthélemy (ver p. 33, supra), son los ciudadanos
"colectivamente, es decir, considerados como siendo uno solo". Pero justamente porque no
constituyen sino uno sólo los ciudadanos forman así una nueva persona, al menos jurídicamente.
Todo lo que puede deducirse de la demostración de Berthélemy es, con Michoud (op. cit., vol. I, pp.
36ss, que los ciudadanos no son completamente terceros respecto de esta persona colectiva.
44
Si toda corporación dispone de un cierto poder sobre sus miembros, este poder no tiene en
todas ellas los caracteres de la potestad estatal o por lo menos de una potestad delegada por el
Estado. Ahora bien, en lo concerniente a las corporaciones desprovistas de tal potestad, El
derecho que las rige contiene pocas disciplinas diferentes de las del derecho privado. Por una
parte, en efecto, entre las relaciones que afectan a las personas colectivas las únicas que precisan
de la reglamentación especial del derecho público son las que suponen el ejercicio de
64

64 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [19

§ 2. FUNDAMENTO DE LA UNIDAD ESTATAL Y


GÉNESIS DEL ESTADO

19. Después de haber comprobado la unidad del Estado, es conveniente averiguar


el fundamento de la misma. Es éste un problema que se confunde con el de la
fundación del Estado mismo: a decir verdad, la ciencia del derecho no tiene que
averiguar en qué circunstancias de hecho ni bajo la influencia de qué causas
prácticas han nacido los Estados (G. Meyer, op. cit., & ed., p. 23). Esta labor
incumbe al historiador o al sociólogo, no al jurista. Pero el jurista ha de
preguntarse cuál es el fundamento jurídico del Estado una vez constituido éste. Y
puesto que la esencia del Estado es la realización de la comunidad nacional, la
cuestión se reduce a preguntar cuál es el fundamento jurídico de esta unidad. Una
primera teoría, que ejerció gran influencia sobre las ideas políticas de los hombres
de la Revolución, sitúa los orígenes del Estado en un contrato. Esta doctrina había
sido sucesivamente esbozada, desde el siglo xvi, por el alemán Althusio (Gierke,
J. Alíhusius, p. 76, pero ver las reservas de Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. i, p.
328) y por Grocio, desarrollada luego y profundizada en Inglaterra por Hobbes y
Locke' y recogida más tarde por Kant, pero recibió su expresión más precisa y al
mismo tiempo más célebre en el Contrato social publicado en 1763 por J. J.
Rousseau. Rousseau admite un "estado de naturaleza" en el cual los hombres le
aparecen como originariamente independientes de todo lazo social, y que
considera como anterior a la formación de las sociedades, en el sentido de que la
vida social procede, según él, menos de una necesidad primordial inherente a la
naturaleza misma de la humanidad que de un acto de voluntad de los individuos.
Estos, al sentir la utilidad de juntarse y de hacer comunes ciertos intereses, han
renunciado a su independencia primitiva y han establecido un pacto para fundar
entre sí la sociedad y el Estado. Este pacto es el contrato social. Evidentemente,
este contrato social no es un hecho histórico; no se le podría asignar una fecha en
la historia. Rousseau lo reconoce expresa
48

la potestad dominadora propia del Estado. Por otra parte, las corporaciones que no se relacionan
con la organización estatal limitan su actividad a operaciones que derivan de las reglas del derecho
privado, así como sus derechos colectivos se reducen a derechos de naturaleza patrimonial.
Siendo su personalidad puramente patrimonial, no es, pues, más que una personalidad civil. Por
estos motivos, el derecho corporativo que les es aplicable no es en suma sino derecho privado. Por
consiguiente el derecho público puede definirse como el que rige a las colectividades provistas de
una potestad de dominación (G. Meyer, op. cit., 6* ed., pp. 51 ss.; Jellinek, op. cit., ed. francesa,
vol. H, pp. Iss).
65

19-20] PERSONALIDAD DEL ESTADO 65


mente: "Las cláusulas de este contrato tal vez no hayan sido enunciadas jamás"
(Contrat social, lib. i, cap. vi). Su tesis sobre los orígenes del Estado no tiene,
pues, ni puede tener, más que el alcance de una construcción lógica; significa que
el Estado se funda racionalmente sobre un acuerdo implícito de voluntades entre
sus miembros1 (Esmein, Éléments,5" ed., p. 230; Jellinek, op. cit., ed. francesa,
vol. i, p. 335; Rehm, op. cit., p. 267). Por lo demás, este contrato tácito es también
un contrato que se renueva sin cesar. Cada hombre, por lo mismo que sigue
formando parte de una comunidad nacional estatizada, concurre en todo
momentoa la formación de la nación y del Estado.2
La doctrina del contrato social es hoy rechazada universalmente en lo referente a
la fundación de la sociedad. No sólo se halla históricamente desprovista de valor,
puesto que no se descubre, en ningún tiempo ni lugar, las huellas de ese estado
de naturaleza que signifique para los hombres una condición inicial de
individualismo absoluto, sino que es falsa hasta como hipótesis teórica, porque el
hombre es un ser incapaz de subsistir como no sea en sociedad: y por
consiguiente, pretender separar en él al ser individual del ser social, suponer que
el primero precede al segundo, en una palabra, aislar al individuo de la sociedad,
aunque sólo por un instante de razón, es un concepto carente de sentido tanto
desde el punto de vista teórico como desde el punto de vista de las realidades (Le
Fur, Zeitschrift f. Vólker u. Bundesstaatsrecht, vol. i, p. 20; Orlando, Principes du
droit public et constitutionnel, trad. francesa,P.22).
20. Una segunda escuela arranca de la idea de que la vida social no puede
considerarse como obra de la voluntad humana, sino que constituye para el
individuo una condición de existencia que le es impuesta por instintos y
necesidades inherentes a su naturaleza misma. La hipótesis del contrato social,
rechazada en cuanto a la fundación originaria de la sociedad, es igualmente
descartada por esta escuela en cuanto a la génesis del Estado. Es descartada
ante todo por peligrosa, por cuanto arrastra tras de sí tendencias individualistas
nocivas para el desarrollo de las comunidades estatales. Al atribuir al Estado una
base contractual, despierta, en efecto, la idea de que la existencia del Estado, el
alcance de sus funciones, la energía de sus poderes, dependen de las voluntades
particulares de sus miembros, y que pertenece a éstos la reglamentación arbitraria
de su funcionamiento. Esta consecuencia debe ser rechazada, así como el
concepto general del cual deriva. Veamos
49

1 Las cláusulas del contrato social "son en todas partes las mismas, en todas partes tácitamente
admitidas y reconocidas" (Contrat social, lib. I, cap. VI).
2 "Cuando el Estado se halla instituido, el consentimiento está en la residencia; habitar el territorio
es someterse a la soberanía (Contrat social, lib. iv, cap. II).
66

66 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [20


ahora la doctrina que le opone esta segunda escuela referente a la fundación real
del Estado. El Estado, se dice, no se asienta sobre la libre voluntad de los
hombres, sino que es la resultante necesaria de causas y de fuerzas superiores a
la voluntad humana. Para unos el Estado es un organismo natural y espontáneo,
en el sentido de que es el producto de las fuerzas y de los instintos de sociabilidad
que llevan a los hombres a vivir en comunidad (cf. Gierke, "Die Grundbegriffe des
Staatsrechts", Zeitschrift f.die gesammte Rechtswissenschaft, vol. xxx, pp. 170 55.,
301 y 304).
Otros expresan la misma idea en los términos siguientes: Así como la sociedad es
un hecho necesario e independiente de la voluntad humana, hay también leyes
naturales que rigen el desarrollo de las sociedades y que se imponen a los
hombres tan imperiosamente que éstos no podrían desconocerlas sin caer en un
estado de barbarie y de inferioridad. Son estas leyes superiores las que han
obligado a los individuos a plegarse a esa forma de vida social que engendra al
Estado. Son ellas también las que, a medida que evolucionan las sociedades,
determinan los atributos y los poderes del Estado. Y son ellas, finalmente, las que
causan las transformaciones sucesivas de que el Estado es susceptible. En todo
esto la actividad humana se limita a aceptar y a emprender y cumplir las
condiciones de vida en común que le son impuestas por la ley del desarrollo
natural de las sociedades.3
Colocándose en ese punto de vista, hay que reconocer que el Estado tiene su
fuente y su fundamento en el hecho de que, en los medios sociales que han
alcanzado cierto grado de cultura, existen numerosas necesidades e intereses
colectivos a los cuales sólo el Estado puede proveer. Es así como el Estado
aparece cual una institución necesaria, por cuanto que él solo dispone de una
potestad bastante para salvaguardar a los individuos contra los ataques del
extranjero; así también los hombres tuvieron que plegarse instintivamente a la
dominación del Estado, porque éste era la única potestad capaz de asegurar en el
interior el orden y la justicia en-las relaciones de los individuos entre sí. Además,
loque demuestra la necesidad del Estado es que no se concibe, en la situación
actual de los pueblos civilizados, que puedan prescindir de él ni que esté en el
poder de los hombres suprimirlo. Esto prueba que el
50

3 "El poder está constituido sobre las layes naturales y fundamentales del orden social cuyo autor
es Dios: leyes contra las cuales todo lo que se hace, dice Bossuet, es nulo de por sí y a las cuales,
en caso de infracción, el hombre es traído de nuevo por la fuerza irresistible de los
acontecimientos" (de Bonald, Législation primitive, "Discours préliminaire", § II al principio)."El
Estado, como la familia, es una sociedad necesaria y como tal no es obra de un contrato, pero sí
de la misma fuerza de las cosas" (Le Fur, État federal et Confédératlon d Étais,
p. 567). Cf. de Bareilles-Sommiéres, Les principes fondamentaux du droit, pp. 54 ss.
67

20-21] PERSONALIDAD DEL ESTADO 67


Estado no es producto de un arreglo convencional entre los individuos, de un acto
de libre facultad de su parte, pero sí de un acto de sumisión forzada a exigencias
sociales que no depende de ellos eludir. Tal es también la conclusión a la que
llegaríamos en el terreno de las realidades históricas: la historia permitiría
comprobar que el Estado ha nacido fuera de todo acto voluntario de sus miembros
y hasta sin su conocimiento; cuando los hombres empezaron a darse cuenta del
Estado, hacía ya tiempo que éste existía.4
21. Así presentada, la teoría que ve en el Estado un organismo o una formación
naturales, tiene por lo menos un mérito, el de revelar lo que hay de excesivo y de
inaceptable en el concepto según el cual el Estado sólo es una creación arbitraria
y artificial de los individuos (G. Meyer, op. cit., 6* ed., p. 12). Pero por lo demás
esta teoría apenas tiene valor jurídico, porque no responde a la cuestión de la
fundación del Estado tal como ésta se formula para el jurista. Desde el punto de
vista jurídico, en efecto, esta cuestión no es saber cuáles son las causas
profundas que han suscitado el Estado. Pero sí cuál es el acto positivo que lo ha
creado directamente. Ahora bien, es evidente que este acto no puede ser sino un
acto humano y por lo tanto un acto de voluntad humana. Poco importa, desde el
punto de vista especial del derecho, que la voluntad que tuvieron los hombres de
crear el Estado, haya sido determinada por ciertas fuerzas derivadas, bien de sus
propios instintos de sociabilidad, o bien de la ley del desarrollo social. Ciertamente,
es indiscutible que los hombres, al querer el Estado, obedecen a impulsos
procedentes de la naturaleza humana o de alguna otra causa natural. Pero, por
imperiosas que sean las necesidades que hacen actuar al hombre, no por ello es
menos verdad que el acto por el cual el individuo satisface sus necesidades, hasta
las innatas, implica por su parte un movimiento de voluntad. No se puede, pues,
confundir los impulsos naturales, que no son más que la causa remota del Estado,
con el acto de creación efectiva del Estado, que es su causa próxima. Para el
jurista solamente este acto debe ser tomado en consideración; y es por lo que
parece ante todo que cualquier teoría jurídica del Estado debe partir del concepto
de que el Estado es una institución humana, es decir, cuya causa generatriz está
en la voluntad de los hombres (Seydel, Grundzüge einer
51

4 Parece, sin embargo, que la nacionalidad individual que enlaza al hombre a tal Estado
determinado se funda sobre un consentimiento dado a dicho Estado por cada uno de sus
adherentes. Sin embargo, incluso a este respecto, hay reservas que plantear. La teoría contractual,
por ejemplo, es difícilmente conciliable con el doble hecho de que: 1° los Estados pueden imponer
su nacionalidad a los individuos fijados sobre su suelo; 2° el derecho público moderno no admite
en principio que un hombre pueda permanecer sin nacionalidad (cf. Esmein, Elementó, 5' ed., p.
231 n).
68

ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [21

allg. Staatslehre, pp. 1 y 2; Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. i, pp. 285 y 297).
Esta es la parte de verdad que contiene la teoría del contrato social, a la cual, de
este modo, parece que el jurista haya sido traído necesariamente de nuevo. Sin
embargo esta teoría suscita otras objeciones de orden jurídico que la hacen
inadmisible. En primer lugar, contiene una verdadera contradicción. Rousseau, en
efecto, parte de la idea de que el hombre es primitivamente libre; después admite
que esta libertad pudo ser encadenada por un consentimiento contractual entre los
miembros de una misma nación. Pero si el hombre es naturalmente un ser libre,
ninguna renunciación de su parte podría privarle de libertad; ningún contrato social
lo podría sujetar; y así la doctrina de Rousseau, lejos de fundar el Estado, lleva a
su negación (Jellinek, loe. cit., vol. i, pp. 341ss.). Por otra parte, si el Estado se
asienta sobre un contrato estipulado entre sus miembros, se debe deducir
inmediatamente que este contrato no liga sino a aquellos que han concurrido a su
formación. El individuo que rehuse prestarse a la organización estatal, podría,
pues, a su grado, permanecer fuera del Estado. Pero esta conclusión es
desmentida por el derecho positivo moderno, que admite, bien es verdad, que los
ciudadanos pueden despojarse de su nacionalidad, pero a condición que
adquieran otra nueva, excluyendo así la idea de que algún hombre pueda no
pertenecer a ningún Estado. Esto implica que todo individuo debe entrar en el
cuadro de la organización estatal, lo consienta o no; y en todo caso, es cierto que
el principio de autoridad contenido en esta organización se impone en el territorio
de cada Estado, hasta para el heimatlos, el individuo que, de hecho, no está ligado
a ningún Estado determinado. Finalmente, la doctrina de Rousseau gira en un
círculo vicioso, en cuanto hace intervenir al factor jurídico contrato en un momento
en que la sociedad está por fundarse y en el cual, por consiguiente, no puede
existir aún ni derecho social, ni menos contratos con valor jurídico alguno. Esta
objeción ha podido escapar a los publicistas de los siglos XVII y XVIII, porque
estaban poseídos por la creencia en un derecho natural preexistente a toda
organización social, y por consiguiente pensaban hallar en ese derecho el
fundamento obligatorio del consentimiento dado al pacto social. La objeción
aparece por el contrario como decisiva, en cuanto se reconoce que el concepto
positivo de derecho presupone la. organización social, al menos en el sentido de
que solamente esta organización puede asegurar al derecho su eficacia y su
fuerza coercitiva;5 de
5
A las razones expuestas anteriormente contra la teoría del contrato social se añade otra que se
expondrá más adelante (n° 48). No existe ningún con trato ni en general ningún acto jurídico de
voluntad humana, que pueda fundar la potestad de dominación propia del Estado- Se puede, es
verdad, concebir que por contrato los individuos —al menos hasta cierto punto—
69

21] PERSONALIDAD DEL ESTADO 69

modo que el pretendido contrato social, no pudiendo tener valor si no es por la


organización social, no podría ser al mismo tiempo el elemento generador de esta
organización (Duguit, L'État, vol. i, p. 13; Jellinek, loe. cit., vol. i, p. 340; Seydel, op.
cit., p. 2. Cf. Le Fur, État federal,pp. 567 ss.).6
52

lleguen a crear una persona jurídica por encima de sí mismos; y aun esta idea de la creación
contractual de personalidad jurídica de un grupo suscita más de una objeción (ver núms. 11-12,
supra; cf. Jellinek, Lehre von den Staatenver bindungen, pp. 259-260). Pero de todas maneras liay
una cosa que es imposible concebir: la creación, por actos individuales de voluntad contractual, de
potestad dominadora del Estado. Porque la dominación estatal y la sujeción al Estado presuponen
esencialmente la existencia de una voluntad superior a los individuos que componen el Estado,
voluntad que por eso mismo tiene su base fuera de las convenciones que pudieron intervenir entre
ellos. Desde el punto de vista jurídico la base de la potestad estatal es el estatuto orgánico del
Estado, su Constitución, y ésta no se analiza en un contrato entre los miembros del Estado, sino
que se promulga en nombre del Estado mismo y del solo Estado, como un acto de su voluntad
unilateral. Desde el punto de vista de las realidades positivas, esta potestad es un puro hecho que
resulta de causas naturales, que se deben especialmente a cierto equilibrio de fuerzas sociales,
como se verá más adelante (n° 69). Ni su aparición ni su mantenimiento pueden explicarse por un
razonamiento o una construcción de orden jurídico.
A este último respecto las conclusiones proporcionadas por la ciencia del derecho vienen a
coincidir y corroborar la doctrina recordada anteriormente (n' 20) que hace depender el Estado de
leyes y causas superiores a la voluntad de los hombres.
6 En lo que concierne especialmente a la génesis del Estado es patente que no hay lugar en la
teoría general del derecho estatal para ninguna explicación ni hipótesis sacada del derecho natural.
Una de las condiciones esenciales de la formación del Estado es en efecto la existencia de una
potestad dotada de fuerza coercitiva en el seno de la comunidad estatizada. Ningún precepto ideal
de derecho natural puede sustituir a esta potestad organizada ni a esta obligación positiva.
Esto no significa que la distinción entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto, dependa de la sola
apreciación y determinación del Estado. "Los seres inteligentes —ha dicho Montesquieu (Esprit des
lois, libro I, cap. i) pueden tener leyes hechas por ellos; pero tienen también leyes que no han
hecho... Antes de que hubiera leyes hechas, había relaciones de justicia... Decir que no hay nada
de justo ni de injusto fuera de lo que ordenan o defienden las leyes positivas es tanto como decir
que antes de haber sido trazado el círculo todos los radios no eran iguales." Y en este mismo lugar
Montesquieu se refiere a "leyes establecidas por Dios", es decir, a leyes que, por su mismo origen,
son infinitamente superiores a las leyes 'humanas. Pero por más que se esté profundamente
convencido del valor trascendental de los preceptos que derivan de esta fuente suprema, no se
podrá menos, sin embargo, de reconocer que en el orden de las realidades sociales no puede
existir derecho propiamente dicho con ante-prioridad a la ley del Estado. El alto y soberano valor
de estos preceptos no basta a imprimirles el carácter de reglas efectivas de derecho. Porque la
esencia misma de la regla de derecho es el ser sancionada por medios de coerción inmediata o
sea por medios humanos. El derecho supone, pues, necesariamente una autoridad pública capaz
de obligar o constreñir a los individuos a observar mandamientos dictados por ella misma. Por esto
mismo es patente que no puede concebirse, en cuestión de derecho, más que derecho positivo. El
concepto de "derecho natural" no es un concepto jurídico (cf. n' 73 infra). Hasta aquellos autores
que afirman la existencia de un derecho natural se ven forzados a reconocer que dicho pretendido
derecho carece en definitiva de valor jurídico. Es así como Michoud (Théoríe de la personnalité
morale, vol. I,
70

70 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [21


Por lo demás, y aun cuando se comprobara de hecho que tal Estado determinado
se ha formado por el concurso y el acuerdo de las voluntades de sus miembros,
unidos y concertados a este efecto —lo cual no es imposible en la realidad— no
sería exacto decir que al asociar sus voluntades y actividades con objeto de
asociarse estatalmente, estos indi-
53

p.109; cf. vol. ii, p. 59), después de haber establecido en principio que "el derecho existe fuera del
Estado", es decir, desde antes de toda ley estatal, añade: "Es indudable que el derecha no alcanza
su completa realización ni se reviste de una protección realmente eficaz sino cuando es reconocido
por el Estado. El Estado sólo puede poner a la disposición del sujeto el medio jurídico destinado a
asegurar dicha protección. Ningún sistema, ninguna definición puede descartar aquí la brutalidad
del hecho". Este autor confiesa por tanto que sólo el derecho positivo constituye el derecho
verdadero. Por eso (vol. n, p. 12) declara que "la legislación del derecho natural", como "legislación
exterior al Estado", es "completamente ideal"; puede existir en el campo de las ideas, pero no en el
de las realidades. Sólo se puede decir de ella que "es de la naturaleza que puede actuar a título de
idea-fuerza en el interior del grupo (estatizado)" (vol. 11p. 60) ; y esto, en efecto, es indudable; sólo
que la fuerza que se atribuye a esta clase de ideas no tiene —en tanto no son consagradas por la
ley positiva del Estado— carácter de fuerza jurídica.
En vano los defensores del derecho natural se esfuerzan en dar una significación útil a doctrina
haciendo valer que, puesto que existe un principio de derecho superior a la voluntad estatal, el
Estado no puede ser considerado como el creador del derecho; sino que, dicen, sólo reconocen el
derecho y lo proveen de medios de protección. Pero los mismos autores que sostienen este punto
de vista, como por ejemplo Le Fur (op. cit., pp. 433 ss. y p. 577), se ven obligados por otra parte a
convenir (p. 441) en que "el Estado constituye una persona libre'" y por consiguiente "puede
realizar actos contrarios al derecho, como puede hacerlo toda persona física o moral; hasta puede
trastornar los principios de derecho en su existencia objetiva". Por lo tanto de nada sirve decir que
el Estado debe limitarse a reconocer el derecho, puesto que lo reconoce libre y soberanamente. E
incluso cuando lo reconoce erróneamente, sea por cálculo, sea por error, las reglas que dicta
tienen desde el punto de vista estrictamente jurídico un valor positivo innegable, puesto que las
sanciona la coacción irresistible de que dispone el Estado. Es lo que Rousseau afirmaba ya
cuando, al hablar del pueblo, declaraba que éste-"siempre es dueño de cambiar sus leyes, aun las
mejores, porque si es su gusto hacerse mala sí mismo, ¿quién tiene el derecho de impedírselo?"
(Control social, lib. II, cap. XIl). Se debe hacer notar que Rousseau no dice que todo lo que decida
el pueblo esté bien; especifica por el contrario que el pueblo tiene la libertad de obrar mal, de
hacerse daño a sí mismo. Aquí está, en efecto, la sanción de los preceptos superiores, cuyo
conjunto forma el pretendido derecho natural. Los pueblos y los Estados son dueños de violar esos
preceptos, pero no los violan impunemente. Es una sanción temible, mas no es una sanción de
orden jurídico.
Geny, que estudia estas cuestiones desde un punto de vista muy elevado, invoca en el mismo
sentido consideraciones de utilidad social: "Se ha podido protestar, en nombre de la conciencia y
del derecho inmanente, contra las leyes positivas que desconocen los principios de la eterna
justicia o que causan ultrajes a la evidente equidad. No ha habido más remediré que reconocer, sin
embargo, en el terreno del derecho positivo, que tales leyes no dejaban de imponerse a la
obediencia, provisionalmente, y que permitir a cada cual erigirse en juez de las disposiciones
legales que hieren sus propios sentimientos significaría legitimar la anarquía. Por razones de orden
general y de seguridad social, todos deben presumir que la ley revela el derecho tal como existe"
(Méthode d'ínterprétation et sources en droit privé positif, pp. 61-62- Ver del mismo autor: "Les
procedes d'élaboration du droit civil", en Les méthodes juridiqu.es-,
71

21] PERSONALIDAD DEL ESTADO 71

viduos han estipulado un contrato entre sí. Porque un contrato tiene por objeto
preciso establecer entre los contratantes mismos derechos y obligaciones a
prestaciones. Ahora bien, si los hombres, al querer el Estado de común acuerdo,
se imponen deberes de sujeción hacia él, al menos no crean con esto ninguna
clase de obligaciones que los liguen unos a
54

lecciones profesadas en el Colegio libre de Ciencias sociales en 1910, pp. 173 ss., 194). Esta
última consideración es, al parecer, aquella en la cual debe fijarse especialmente la atención (ver
sin embargo las reservas que a la misma serán hechas en la n. 8 del n' 73, infra). Respode al
hecho ineluctable de que el derecho, considerado en su acepción humana y positiva, descansa
sobre bases esencialmente convencionales. Del mismo modo que la res judicata, la cosa que ha
sido juzgada por una autoridad competente y con arreglo a formas determinadas, es tenida por
verdad jurídica (pro veníate habetur) y se convierte así en verdad irrefragable, al menos en. la
esfera jurídica, lo mismo también y por razones tomadas igualmente de las necesidades de la vida
social, la regla dictada por el órgano legislativo y en las condiciones fijadas para la creación de las
leyes adquiere por este mismo hecho, y en virtud de la organización estatal vigente, la autoridad de
un precepto de derecho verdadero, sin que sea posible, desde el punto de vista estrictamente
jurídico, socavar esta autoridad oponiendo a las prescripciones del legislador los principios
superiores y las verdades ideales de un "derecho natural" (cf. La n. 8 del n' 73, infra). En su última
obra, Science et technigue en drolt privé positif, 1a parte, pp. 55-56, Geny no solamente reconoce
que el derecho positivo no puede existir sino mediante "la formación de un verdadero poder social",
capaz de "asegurar la realización eficaz del mismo" y que por consiguiente "el derecho positivo
emana, ante todo y esencialmente, del Estado" (p. 57), siendo el Estado "el agente necesario del
derecho positivo" (p. 64), sino que exige aún, en principio y de una manera general, para toda
clase de derechos, que los preceptos de éstos sean por lo menos "susceptibles de una sanción
social coercitiva" (p. 51), y esto, en el pensamiento del autor, parece aplicarse hasta a lo que llama
"el derecho ideal" (p. 53). Cf. Larnaude, Les méthodes juridiques, p. 16: "La coacción es una de las
características esenciales del derecho". Hauriou, en el curso de un estudio crítico sobre "Les idees
de M. Duguit" (Recueil de législation de Toulouse, 1911), expone una opinión que presenta algunos
puntos de contacto con la de Geny antes citada. Declara que la ley positiva y de una manera
general las órdenes de los gobernantes deben presumirse conformes al derecho mientras no se
haya demostrado que están en contradicción con él (loe. cit., p. 14). Y por lo tanto establece una
distinción entre "dos clases de derechos: el derecho positivo que procede de la regla de justicia y el
derecho que procede de la soberanía gubernamental" (ibid). Puede ocurrir que haya conflicto entre
ambos (pp. 19 ss.). Pero, en este conflicto, "la salud social" y el "orden material" exigen que las
Ieyes dispositivas y los mandamientos de los gobernantes sean obedecidos, al menos
provisionalmente y a título previo, hasta que la presunción de legitimidad que va unida a dichas
leyes o mandamientos sea anulada por una nueva ley o decisión que venga a sustituir este
"derecho provisional" por la solución dictada por el derecho ideal (pp. 22 ss.). "En este beneficio de
lo previo —dice Hauriou— consiste el principio de autoridad"; y por otra parte este principio se
justifica racionalmente por una consideración tomada de las condiciones de organización y del
procedimiento constitucionales, condiciones que hacen presumir la legitimidad de las decisiones u
órdenes dictadas por los gobernantes (pp. 30-32). Pero es conveniente objetar a esta doctrina que
es completamente ilógico aplicar indistintamente la denominación de "derecho" a dos clases de
reglas de esencia tan diferente. Una de estas dos clases de derechos, la que se impone a la
obediencia de los ciudadanos, tiene por carácter específico, como el mismo Hauriou lo declara, el
de "proceder de la soberanía gubernamental"; por tanto se hace imposible
72

72 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [21

otros (Rehm, op. cit., p. 273). Así pues, el acto de voluntad común por el cual los
fundadores de un Estado han establecido éste por encima de sí mismos, no puede
ser un contrato, puesto que no produce efectos contractuales. Y es ésta una de las
razones por las cuales el Estado, una vez formado, constituye, no ya una sociedad
contractual entre sus miembros, sino un sujeto jurídico superior a ellos. Además, si
se considera este acto de fundación voluntaria del Estado en sí mismo y en el
momento de cumplirse, el análisis jurídico no permite tampoco descubrir en él los
elementos constitutivos de un acto contractual. Pues la característica de un
contrato es la de ser un entendimiento entre personas que, al tratar
conjuntamente, se proponen respectivamente fines diferentes y quieren cosas
diferentes. Un contrato nace del encuentro de dos voluntades, que hallan su
acomodo una con otra, precisamente por razón de la diversidad de objetos que
han de tratar. En el caso de la fundación de un Estado, por el contrario, se
produce entre los fundadores una concordancia de voluntades individuales que
convergen todas hacia un fin único y común, que es la institución de ese Estado.
Estas voluntades paralelas tienen un contenido idéntico. Concuerdan, no ya en el
sentido transaccional que posee la palabra "acuerdo" en materia contractual, sino
que su acuerdo consiste en la colaboración que entre ellas se establece en
razónde la identidad de su objeto. Desde luego este acuerdo no puede incluirse en
la categoría jurídica de los contratos; pero según se tome en principal
consideración, bien la comunidad de fines que se proponen los fundadores, o bien
el hecho de que su fundación es el resultado de actividades paralelas e idénticas
de su parte, se caracterizará la operación, como lo hace la terminología alemana,
ya sea con el nombre de V'ereinbarung, que Duguit (L'État, vol. i, p. 395) traduce
por la palabra "colaboración", o con el nombre de Gesamtakt, que Hauriou traduce
por "acto complejo", pero que sería más exacto traducir aquí por "acto colectivo" o
"hecho conjunto".7
55

considerar como derecho a la otra clase de reglas, la que ni es dictada por el soberano ni
obligatoria para los subditos. En vano podría decirse que las órdenes del soberano no tienen más
que un valor provisional y no pueden pretender sino una autoridad previa: la verdad es que la ley
dictada por el legislador no puede revisarse, corregirse o mejorarse sino por un acto de voluntad de
ese mismo legislador, cuya potestad aparece así como imponiéndose de una manera constante y
definitiva. En cuanto a la regla procedente de la justicia, no se convierte en derecho en el sentido
preciso y positivo de esta palabra sino desde el día en que ha sido consagrada y provista de
sanción por un acto legislativo. En todo esto sigue sin poderse descubrir esas "dos series
jurídicas", ese dualismo de sistemas de derecho diferentes e iguales entre sí, de que habla Hauriou
(p. 19), dualismo que según este autor (p. 21) implicaría que "puede haber un derecho contra el
derecho". Muy lejos de ser dualista, el sistema del derecho es uno, puesto que su formación
depende invariablemente de la potestad del legislador. 7 Sobre la Vereinbarung, Duguit, L'État, vol.
i, pp. 394 ss. Sobre el acto complejo,
73

22] PERSONALIDAD DEL ESTADO 73

22. Pero poco importan en definitiva las condiciones de hecho en las cuales ha
podido nacer un Estado. Sean las que fueren estas condiciones, siempre hemos
de recaer en la observación, antes expuesta, de que el concepto de derecho
presupone la organización social y que, por tanto, ni un contrato social, ni ninguna
otra categoría de acto jurídico cualquiera podría concebirse anteriormente a esta
organización. De esta última consideración se desprende la verdad, muy
importante, de que la formación originaria de los Estados no puede ser reducida a
un acto jurídico propiamente dicho. El derecho, en cuanto institución humana, es
posterior al Estado, es decir, nace por la potestad del Estado ya formado, y por lo
tanto no puede aplicarse a la formación misma del Estado. La ciencia jurídica no
ha de buscar, pues, la fundación del Estado: el nacimiento del Estado no es para
ella sino un simple hecho, no susceptible de calificación jurídica.8
Desde el punto de vista jurídico, este hecho generador del Estado consiste
precisamente en que un grupo nacional se halla constituido en una unidad
colectiva, desde el punto que en un momento dado empieza a estar provisto de
órganos que quieren y actúan por su cuenta y en su nombre. A partir del momento
en que está organizada de un modo regular y estable, la comunidad nacional se
convierte en Estado.9 Poco
56

Hauriou, Principes de droit public, pp. 158 ss., donde se encontrarán indicaciones sobre la
bibliografía relativa a esta categoría jurídica.
8 En Jellinek (ver sobre todo Statenverbindungen, pp. 262 ss., y L'État moderne, ed. francesa, vol.
i, pp. 422 ss.) recae principalmente el mérito de haber fijado este punto. En •el mismo sentido:
Borel, Étude sur la souveraineté et l'État fédératif, p. 130: "El Estado no descansa sobre ninguna
base puramente jurídica y es ocioso empeñarse en buscarle una. El Estado creador y protector del
derecho no puede ser creado en virtud del derecho público que se origina precisamente en él y por
su voluntad. Buscar la base jurídica del Estado es, pues, tuscar la cuadratura del círculo. La
aparición de todo Estado es un simple hecho que se sustrae a toda calificación jurídica. Al filósofo
le corresponde buscar las causas de este acontecimiento; al historiador, describir los actos por los
cuales se ha manifestado y que han marcado las diferentes fases de su génesis; el jurista debe
esperar para comenzar su examen científico a que el nuevo orden de cosas haya sido establecido.
Entonces lo estudia tal como es, sin preocuparse de los hechos que lo han precedido." Michoud,
op. cit., vol. i, p. 263, dice también: "La existencia del Estado es un hecho natural, que el derecho
sólo tiene que interpretar y del que debe sacar las consecuencias jurídicas. El Estado nace cuando
ciertas condiciones de hecho se encuentran reunidas." Esmein, Éléments, 5* ed., p. 351: "El
Estado resulta del hecho natural de la formación nacional".
9 Erróneamente, pues, algunos autores empiezan por afirmar la personalidad del Estado y no se
preocupan sino en segundo lugar de los órganos de la persona estatal. Ver por ejemplo Esmein,
Éléments, 5* ed., p. 4: "No siendo el Estado, sujeto de la soberanía, más que una persona moral,
es preciso que esa soberanía sea ejercida en su nombre por personas físicas que quieran y actúen
por él". Esta manera de razonar invierte el orden natural de las cosas. No es exacto decir que el
Estado necesita órganos porque es una persona, sino que en realidad es una persona porque es
una colectividad organizada. Lógicamente, el concepto de órgano
74

74 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [22

importa el medio por el cual los individuos que le sirven de órgano han conseguido
esta cualidad o capacidad, y han logrado establecer que su voluntad valga como
voluntad unificada de la colectividad. Es posible que la organización inicial del
Estado se funde en los consentimientos tácita o formalmente otorgados por sus
miembros individuales. Pero es posible también que los individuos que han llegado
a ser órganos del grupo nacional, se hayan impuesto como tales, bien por medios
persuasivos, bien por el prestigio de su poder, o también por la fuerza. A condición
desde luego que posean una fuerza suficiente para mantener su autoridad de una
manera duradera.10 Si esta autoridad es aceptada, reconocida o soportada por
cualquiera de estas causas, por la masa de los miembros de la nación, la
organización que de ello resulta para la nación basta para engendrar un Estado.11
57

precede al de Estado. Sin órganos no podría haber persona estatal, ni Estado en ningún sentido de
esta palabra. Cf. los desarrollos que sobre la personalidad jurídica ha dado Hauriou(Principes de
droit public, pp. 460 ss.J, que demuestra que, en esta materia, "hay que proceder de lo objetivo a lo
subjetivo" (p. 642).
10
La fuerza creadora de organización estatal, a la que se alude aquí, puede ser la de un hombre o
la de una clase; puede ser también la del número. Pero, sean cuales fueren los que la pongan en
acción, es necesario, desde luego, que esta fuerza sea capaz de producir, en el seno de la
comunidad estatizada, un equilibrio político durable, y esto implica que el medio en el cual se
ejerce, era previamente favorable a su desarrollo. Cf. las observaciones presentadas sobre este
punto por Hauriou, op. cit., pp. 130 ss. Según este autor, la organización existente en la base del
Estado, para ser duradera debe llenar una doble condición: debe estar "establecida en relación con
el orden general de las cosas", es decir, que debe "haber encontrado su punto de equilibrio con el
mundo exterior"; y además de este equilibrio externo, es preciso que "la permanencia de esta
organización esté asegurada por un equilibrio de las fuerzas internas", y particularmente, "si una
organización de hecho se crea por el único efecto de fuerzas materiales", es necesario para su
mantenimiento que se consolide posteriormente por la combinación de "fuerzas morales" con
aquellas fuerzas materiales. Ver también lo dicho sobre este punto, n" 69, injra.
11
En este sentido Michoud, op. cit., vol. i, p. 118: "La formación de la voluntad colectiva de un
grupo puede presentarse bajo formas diversas. En el Estado se produce espontáneamente: es un
hecho que el derecho está obligado a tener en cuenta tal como se lo presenta la realidad. La
voluntad colectiva se expresa en él bien sea por el consentimiento de todos, bien sea por la fuerza;
desde el punto de vista moral el primer caso es preferible; desde el punto de vista jurídico, poco
importa. Para que la voluntad dirigente sea considerada como la del grupo es suficiente que acierte
a imponerse en una forma o en otra, por la persuasión o por la coacción, al grupo entero. Este es
el hecho social que perfecciona la personalidad del Estado, cuando las demás condiciones de su
existencia están, por supuesto, reunidas. El derecho no tiene aquí poder de apreciación, no crea
nada; sólo puede limitarse a reconocer la personalidad así constituida. Esta se le impone, si no
quiere desconocer los hechos" (cf. ibid., p. 264). Bien es verdad que Francia, contrariamente a
ciertos otros Estados actuales, tiene la gran ventaja de ser un Estado fundado, en toda su
extensión territorial, no sobre hechos de conquista o anexión, ni sobre la fuerza de ima mayoría de
habitantes que impongan su nacionalidad a una minoría refractaria, sino sobre el sentimiento
nacional y común de todas las partes de la población. Desde la Revolución, el sistema del derecho
público francés se ha des
75

22]PERSONALIDAD DEL ESTADO 75

La conclusión que se desprende de estas observaciones es que es inútil pretender


buscar una fundación jurídica del Estado fuera del hecho de su organización
inicial. Indudablemente, el Estado debe en realidad su creación a voluntades y a
actividad humarías; pero la cuestión de saber en qué condiciones y en qué forma
estas voluntades y actividades se han manifestado, es jurídicamente indiferente.
El jurista no debe, pues, preocuparse de las circunstancias que han precedido a la
aparición de un Estado. Pues de una parte el orden jurídico, único objeto de la
ciencia del derecho, no se remonta más allá de la organización estatal los actos
que han traído y fundado esta organización permanecen, pues, fuera de la esfera
del derecho y escapan por lo tanto a toda denominación jurídica; y a de otra parte,
aun cuando fuera posible encontrar una construcción jurídica a los actos por los
cuales, de hecho, ha sido creado un Estado, esta construcción sería también inútil,
por el motiva de que, sean cuales fueren los acuerdos u operaciones que hayan
podido preparar la formación del Estado, éste, una vez formado, extrae las causas
jurídicas de su personalidad y de sus poderes esencial y exclusivamente en su
estatuto orgánico, que lo hace capaz de voluntad y de acción propias. Los actos
de voluntad individual anteriores a esta organización estatutaria no deben, pues,
tomarse ya en consideración.12 A este respecto debe establecerse una diferencia
capital entre la formación de la persona estatal y la de las demás personas
colectivas. En cuanto al Estado, como su creación precede a la aparición del
derecho, no puede constituir un acto jurídico. Por el contrario, las asociaciones o
agrupaciones de todas clases que se forman en el Estado una vez constituido
éste, nacen en un medio jurídico y bajo el imperio del orden jurídico
58

arrollado o por lo inenos descansa hoy por entero sobre la base de este estado de cosas: y ha
sacado de ello preciadas cualidades de sinceridad, de rectitud y por lo tanto de nitidez y claridad.
Sin embargo, es conveniente observar que aun esta unidad de sentimiento nacional no es
suficiente para perfeccionar un Estado; lo que hace el Estado, lo que acaba de unificar en. un
cuerpo estatal a los hombres animados de un mismo espíritu nacional, es una organización
constitucional determinada y realizada; y uno de los elementos necesarios de esta organización
es la forma de gobierno. Pero a este respecto no se encuentra ya la uniformidad de miras y de
aspiraciones entre todos los franceses; aquí reaparece en cierta medida la influencia déla fuerza:
fuerza democrática del número; fuerza política de. un gobierno activo y poderoso; fuerza
económica de clases sociales que disponen de considerables recursos. Aun en Franci» la
organización estatal, y por consiguiente el Estado mismo, no es integral y exclusivamente producto
del consentimiento unánime y del entendimiento universal de los ciudadanos.
12
Cf. la n. 5 del n' 21, supra. Esta última observación destruye la objeción especial
formulada por Le Fur (État federal, pp. 567 ss., p. 585 n. 1), que sostiene que por lo menos el
Estado federal puede originarse en un tratado o contrato y que, para establecerlo, hace valer que
el Estado federal está fundado la mayor parte de las veces por Estados preexistentes, es decir, en
un medio que se encuentra ya incontestablemente regido por el derecho estatal. Ver sobre esta
cuestión el n' 48, infra.
76

76 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [22-23

establecido en ese Estado. Los actos que las engendran son, pues, susceptibles
de construcción jurídica. Pero de esto resulta también la consecuencia de que, a
diferencia del Estado, que es una persona moral de hecho, todas las demás
agrupaciones, al ser la formación de su personalidad condicionada por el derecho,
no pueden alcanzar esa personalidad más que si llenan las condiciones jurídicas
impuestas por el Estado a dichos efectos. Indudablemente, la personalidad de
cualquier colectividad se funda esencialmente sobre el hecho de su organización.
Pero para las agrupaciones que no son el Estado, este hecho no basta ya para
erigirlas en personas jurídicas: es preciso, además, que su personalidad de hecho,
que resulta de su organización, haya sido reconocida por el Estado como
personalidad de derecho mediante el cumplimiento de las condiciones requeridas
por la ley de dicho Estado. En este sentido y por ese motivo, la formación de toda
persona jurídica que no sea el Estado ha de depender inevitablemente de la
voluntad estatal.
23. De todo lo que precede resalta finalmente que el Estado debe su existencia,
ante todo, al hecho de que posee una Constitución. Si la organización de la
comunidad nacional es en efecto el hecho primordial en virtud del cual se
encuentra erigida en Estado, hay que deducir de ello que el nacimiento del Estado
coincide con el establecimiento de su primera Constitución, sea o no escrita, es
decir, con la aparición del estatuto que por primera vez ha provisto a la
colectividad de órganos que aseguran su voluntad y que hacen de ella una
persona estatal. Seguramente esta Constitución generadora del Estado podrá, en
el transcurso del tiempo, variar notablemente, sin que la personalidad de la
comunidad estatizada se encuentre por ello modificada en modo alguno. Bajo este
aspecto, el Estado es independiente de las sucesivas formas de gobierno que le
dan sus Constituciones (supra, p. 62): la determinación constitucional de los
órganos variables que tendrán el poder de voluntad por la comunidad unificada no
tiene influencia alguna sobre la continuidad y la identidad de la persona Estado.
Pero al menos la existencia de una Constitución es la condición absoluta y la base
misma del Estado, en el sentido de que éste no puede existir si no es gracias a un
estado de cosas orgánico que realiza la unión de todos sus miembros bajo la
potestad de su voluntad superior. Si, pues, el contenido de la Constitución
permanece indiferente a este respecto, la existencia de un régimen estatutario
alcanza una capital importancia que se comunica desde entonces al concepto
mismo de Constitución.13
59

13
Bien entendido, cuando se asegura que la existencia y la personalidad del Estado se deben a su
Constitución, no se pretende decir con ello que sea la Constitución la que, por las reglas orgánicas
que consagra, haya creado por sí sola, y sea capaz por sí sola de mantener el «quilibrio político y
social en virtud del cual el Estado y la potestad de los gobernantes sub
77

23]PERSONALIDAD DEL ESTADO 77

Por eso se puede decir, en último análisis, que el nacimiento del Estado tiene
lugar en el preciso momento en que se encuentra provisto de su primera
Constitución. Esta Constitución originaria no es, como el Estado mismo al que da
vida, más que un mero hecho, refractario a toda cualificación jurídica. Su
establecimiento no depende, en efecto, de ningún orden jurídico anterior a ese
Estado. Es, pues, un error fundamental querer —como lo han intentado algunos
autores— encontrar siempre el derecho en la fuente de los Estados y de sus
Constituciones. Duguit por ejemplo (UÉtat, vol. u, pp. 51-52, 78) sostiene que el
principal y "verdadero proble del derecho público" es investigar la fundación y la
génesis jurídica de la Constitución primordial que ha inaugurado el Estado. Y hace
valer que, para procurarse sus primeros órganos, la colectividad tenía que poseer
ya una voluntad organizada. Pero Michoud (op. cu., vol. i, p. 136) replica muy
justamente que la creación de los primeros órganos del Estado en formación es,
no ya la obra jurídica de la voluntad y actividad de la persona Estado, sino un
simple hecho material con el cual el nacimiento mismo de esa persona es
concomitante. "El órgano es parte esencial de la persona moral; no es creado por
ella, sino que es creado, al mismo tiempo que ella, por las fuerzas sociales que
han ocasionado su nacimiento y al mismo tiempo han determinado su
Constitución. No ha existido un instante de razón durante el cual la persona moral,
nacida sin órganos, se ha recogido para crearlos. No ha existido jurídicamente
sino en el momento en que ha tenido órganos. La denominación o los poderes de
estos órganos no han sido determinados por ella, sino por los primeros estatutos,
obra de las personas físicas que han concurrido a su formación o, si no hay
estatutos, por las costumbres que se han formado en el interior de la colectividad y
que poco a poco han ido dándole la organización necesaria a la vida jurídica. En
los dos casos el origen del órgano se remonta a una causa más elevada que la
voluntad de la persona moral" (cf. Borel, op. cit., p. 153). En otros términos, la
formación del Estado, de su primera Constitución, de sus primeros órganos, por
muchos esfuerzos que se hagan para encontrarle una base jurídica, queda en un
simple hecho que es imposible
60

sisten y se imponen a la comunidad nacional. Simples textos estatutarios no podrían por su propia
virtud poseer una eficacia tan poderosa. Pero, si la Constitución no es por sí misma la fuente
generadora del estado de cosas o del equilibrio al que corresponde el Estado, al menos es la
resultante y la expresión jurídicas del mismo. Por eso el jurista, fjue no puede naturalmente sino
adherirse a las manifestaciones jurídicas de los fenómenos políticos y sociales, se encuentra
necesariamente llevado a observar y a decir —en el terreno de la ciencia del derecho— que el
Estado no existe sino por su Constitución. Es, por lo tanto, innegable que ésta, en cuanto es factor
de orden público y organización social, es —aun desde el punto de vista de la ciencia política—
uno de los elementos esenciales que contribuyen positiva y prácticamente á asegurar la
conservación del Estado.
78

78 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [23-24

comparar con ningún acto de derecho (ver infra, núms. 441-442). Y de una
manera general, todo el derecho presupone un hecho inicial que es el punto de
partida de todo orden jurídico; este hecho es la aparición de la potestad creadora
del derecho, es decir, del Estado mismo. El problema de la fundación del derecho
y el de la fundación del Estado son uno mismo, dice Jellinek (op. cit., ed. francesa,
vol. i, p. 357).
24. Para concluir, los conceptos que han sido expuestos hasta aquí pueden
resumirse en las proposiciones siguientes:
1ª El Estado es una formación que resulta de que, en el seno de un grupo nacional
fijado sobre un territorio determinado, existe una potestad superior ejercida por
ciertos personajes o asambleas sobre todos los individuos que se encuentran
dentro de los límites de ese territorio.
Desde el punto de vista de la teoría jurídica general del Estado, poco importa la
forma en que, de hecho, se ha establecido dicha potestad, y cómo sus poseedores
efectivos fueron investidos de ella: sea por su propia fuerza o con el
consentimiento de los miembros de la nación, el Estado se halla realizado desde
el momento en que, de hecho, existen a la cabeza del grupo ciertas autoridades
que quieren y actúan por éste con una potestad que se impone de un modo
estable y regular. Se dice entonces que el grupo posee una Constitución, es decir,
una organización de la que resulta un poder efectivo de dominación ejercido por
ciertos miembros del grupo sobre éste por entero. Y poco importa también que el
número de los poseedores de ese poder sea más o menos considerable: el
poseedor puede ser un solo hombre, un autócrata, como puede ser también la
masa de los ciudadanos activos.
2ª Como persona jurídica, el Estado es una formación resultante de que una
colectividad nacional y territorial de individuos se halla, bien sea en el presente,
bien en el transcurso del tiempo, reducida a la unidad por el hecho de su
organización. Esta unidad se basa, no ya sobre una asociación entre los
individuos, sino sobre la organización estatal misma, teniendo ésta por efecto
englobar y fundir en un cuerpo nacional unificado a todos los elementos
individuales de que se compone la nación.
Lo que convierte a la colectividad en una persona con el nombre de Estado son
sus órganos. Pues ella misma, la colectividad nacional, no tiene unidad, y
especialmente no tiene voluntad única, real; no adquiere esa voluntad sino cuando
se encuentra organizada. La organización de la colectividad es, pues, el hecho
generador inmediato de la personalidad estatal. Personalidad ésta que es
puramente jurídica y no ya real, en el sentido de que hubiera existido desde antes
de toda organización jurídica
79

24] PERSONALIDAD DEL ESTADO 79


de la colectividad. Personalidad, por consiguiente, abstracta, mas no ficticia, tiene
una realidad jurídica.
3ª El fundamento del concepto de personalidad jurídica es el mismo para todas las
colectividades personalizadas que para el Estado. Lo que convierte a un grupo o a
un establecimiento en una persona es que se halla constituido en un organismo
dotado de una capacidad de derechos propia. Pero entre el Estado y las otras
personas jurídicas existe la diferencia capital de que éstas, nacidas bajo el imperio
del derecho estatal, toman el origen de su organización en un acto jurídico, y
pueden tomarlo particularmente en un contrato estipulado entre los fundadores del
grupo; por el contrario, en la base del Estado no puede existir ningún contrato
social, porque no existiendo el derecho sino por el Estado, este contrato pre-
estatal no tendría valor jurídico alguno. Por lo tanto, la organización inicial del
Estado es un mero hecho; el intentar investigar la génesis jurídica de esta
organización es pretender resolver un problema insoluble.
Asimismo la Constitución primitiva del Estado, que se confunde con esta
organización inicial, no es sino un mero hecho al que es imposible asignar un
origen jurídico.
80

CAPITULO II

DE LA POTESTAD DEL ESTADO

§ 1. EL CONCEPTO FRANCÉS DEL ESTADO SOBERANO

25. El concepto del Estado-persona no basta para caracterizar al Estado. Además


del Estado existe en efecto un gran número de formaciones humanas en las
cuales la organización dada al grupo realiza la unidad personal de este por encima
de las personalidades individuales e sus miembros (Jellinek, L'État moderne, ed.
francesa, vol. i, p. 267). Tal es el caso de las colectividades que corresponden a
subdivisiones territoriales del Estado, como la provincia, el municipio, la colonia; tal
es el caso también de muchas sociedades corporativas de derecho privado.
Importa, pues, indagar cuál es el sigo característico que permite distinguir al
Estado de todas estas otras agrupaciones. Este signo característico es la potestad
propia del Estado. Le es inherente en un doble sentido:
Una sociedad cualquiera no podría subsistir sin un poder social destinado a
asegurar su funcionamiento. Ahora bien, en las sociedades estatales el poder
social de la nación pertenece como propio al Estado, es decir, al ser colectivo que
personifica a la nación. No ya, como se ha dicho alguna vez (Esmein, Éléments, 5*
ed, p. 1), porque el poder nacional esté atribuido idealmente al Estado por los
teorizantes del derecho, y en este ca-so esta atribución sólo tendría el valor de un
concepto arbitrario. Pero es realmente cierto decir que la potestad estatal reside
jurídicamente, no en los individuos, príncipe o ciudadanos, que la ejercen de
hecho, sino en la persona Estado misma. Prueba de ello es que los actos de
autoridad realizados por estos individuos sobreviven a los mismos con su eficacia
jurídica; y eso implica que estos actos son efectivamente, en derecho, los actos
mismos de la persona permanente Estado. El concepto que pone en el Estado la
potestad nacional no es, pues, una ficción teórica, sino que corresponde a
realidades jurídicas. El Estado, que en el curso de los estudios hechos con
anterioridad se nos había presentado ya como el titular de la personalidad de la
nación, se presenta ahora como siendo también el titular propio de la potestad
nacional. Por esto los nacionales toman habituálmente el nombre de súbditos del
Estado, lo que significa que cada uno de ellos está sometido a
81

25-26] POTESTAD DEL ESTADO

la potestad del Estado. Potestad que también se llama potestad pública, en


oposición a las diversas potestades privadas que pueden regir a los hombres en
su vida privada.
La existencia de un poder superior de la corporación sobre sus miembros no es
privativa del Estado: hasta sociedades privadas pueden tener un poder
disciplinario sobre sus afiliados. Pero la potestad que pertenece al Estado le es
propia en este segundo sentido de ser de una esencia aparte, y presenta
caracteres que la diferencian radicalmente de toda otra potestad del derecho
público o privado. Por lo que se la podría caracterizar ya suficientemente
designándola con el nombre de potestad de Estado, es decir, una potestad que no
se concibe más que en el Estado y que constituye su signo distintivo. La
terminología francesa, para distinguir a esta potestad, que es el atributo esencial y
característico del Estado, emplea otra palabra: la designa con el nombre, especial
y técnico, de soberanía.
26. Tomada en su acepción precisa, la palabra soberanía designa, no ya una
potestad, sino una cualidad, cierta forma de ser, cierto grado de potestad. La
soberanía es el carácter supremo de un poder; supremo, en el sentido de que
dicho poder no admite a ningún otro ni por encima de él, ni en concurrencia con él.
Por lo tanto, cuando se dice que el Estado es soberano, hay que entender por ello
que, en la esfera en que su autoridad es llamada a ejercerse, posee una potestad
que no depende de ningún otro poder y que no puede ser igualada por ningún otro
poder. Así entendida, la soberanía del Estado se presenta habitualmente como
doble: se la divide en soberanía externa y soberanía interna. La primera se
manifiesta en las relaciones internacionales de los Estados. Implica para el Estado
soberano la exclusión de toda subordinación, de toda dependencia respecto de los
Estados extranjeros. Gracias a la soberanía externa, el Estado tiene, pues, una
potestad suprema, en el sentido de que su potestad se halla libre de toda sujeción
o limitación respecto a una potestad exterior.1 Decir que los Estados son
soberanos en sus relaciones recíprocas significa también que son
respectivamente iguales los unos a los otros, sin que ninguno de ellos pueda
pretender jurídicamente una superioridad o autoridad cualquiera sobre ningún otro
Estado. En la expresión "soberanía externa" la palabra soberanía es, pues,
61

1
Naturalmente que esto no significa que el Estado soberano no pueda tener obligaciones respecto
a otro Estado, pues puede estar ligado jurídicamente con Estados extranjeros, así <wmo en. el
interior cotí particulares. Aliora que solamente podrá estarlo en virtud de su propia y libre voluntad,
de su consentimiento, y en esto mismo consiste su soberanía. "La soberanía •—dice Le Fur (Btat
federal et confédération d'États, p. 443)— es la cualidad que tiene el Estado de no hallarse
obligado sino por su propia voluntad". (Cf. Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. ii, p. 136.)
82

82 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [26-27

en realidad sinónima de independencia: no tiene así sino un alcance


completamente negativo. Por el contrario, en la expresión "soberanía interna"
parece tomar una significación positiva. La soberanía interna implica en efecto que
el Estado posee, bien en las relaciones con aquellos individuos que son miembros
suyos o que se hallan dentro de su territorio, o bien en sus relaciones con todas
las demás agrupaciones públicas o privadas formadas dentro de él, una autoridad
suprema, en el sentido de que su voluntad predomina sobre todas las voluntades
de esos individuos o grupos, al no poseer éstas sino una potestad inferior a la
suya. La palabra soberanía sirve, pues, aquí para expresar que la potestad estatal
es la más alta potestad que existe en el interior del Estado, que es una summa
potestas. Por lo tanto la soberanía tiene dos facetas. Y sin embargo no debe
verse, en la soberanía interior y exterior, a dos soberanías distintas. Una y otra se
reducen a este concepto único de un poder que no reconoce a otro ninguno por
encima de él. Una y otra significan igualmente que el Estado es dueño en su
territorio. La soberanía externa no es otra cosa que la expresión, a la vista de los
Estados extranjeros, de la soberanía interior de un Estado. Recíprocamente, la
soberanía interna no es posible sin la soberanía externa: un Estado que estuviera
obligado a alguna sujeción respecto a un Estado extranjero no podría poseer
tampoco una potestad soberana en el interior. Evidentemente, el concepto de
soberanía se analiza o descompone en independencia en el exterior y
superioridad en el interior del Estado, por lo que este concepto parece doble. Pero,
en definitiva, soberanía interna y soberanía externa no son sino los dos lados de
una sola y misma soberanía. Y por cierto una y otra no tienen, en verdad, sino un
alcance igualmente negativo. Al decir que la potestad estatal, en virtud de su
soberanía interna, tiene carácter de potestad que se ejerce a título supremo por
encima de todos los individuos o grupos situados dentro del Estado, no se
determina de ningún modo el contenido positivo de esta potestad, sino que con
ello se quiere afirmar simplemente, en realidad, que excluye respecto de ellos todo
obstáculo o limitación. La palabra soberanía no expresa, pues, jamás sino una
idea negativa: la soberanía es la negación de toda traba o subordinación (Le Fur,
op. cu., p. 444; Duguit, Manuel de droit constilutionnel, 1" ed., p. 134; Mérignhac,
Traite de droit International, vol. i, p. 163; Pillet, "Les droits fondamentaux des
États", Revue genérale de droit international public, 1899, pp. 521-522; Jellinek,
loe. cu., p. 127).
27. Según la doctrina tradicionalmente establecida en Francia, la característica del
Estado es su soberanía. Este es precisamente el punto de vista que se manifiesta
en la terminología francesa cuando se aplica el nombre de soberanía a la potestad
característica del Estado. Este punto de
83

27-28] POTESTAD DEL ESTADO 83

vista se encuentra ya claramente indicado por los antiguos juristas franceses.


Loyseau (Traite des seigneuries, cap. n, núms. 4 ss.) decía a este respecto: "La
soberanía es totalmente inseparable del Estado. La soberanía es la forma que da
el ser al Estado: hasta el Estado y la soberanía tomada zra concreto son
sinónimos, y el Estado es llamado así porque la soberanía es el colmo o período
de la potestad, en donde el Estado debe detenerse y establecer". Este concepto
del Estado soberano ha dominado hasta la época actual en los conceptos
estatales admitidos en Francia. Es así como Esmein, resumiendo sobre este punto
la doctrina francesa, escribe al principio de sus Éléments de droit constitutionnel:
"Lo que constituye en derecho una nación es la existencia, en esta sociedad de
hombres, de una autoridad superior a las voluntades individuales. Esta autoridad
se llama la soberanía . . . El fundamento mismo del derecho público consiste en
que provee a la soberanía de un titular ideal que personifica a la nación. Esta
persona moral es el Estado, que se confunde así con la soberanía, siendo ésta su
cualidad esencial." Entre los principales defensores contemporáneos de la teoría
francesa del Estado soberano conviene citar en primer lugar a Le Fur, que en su
notable obra sobre L'État federal, se ha esforzado muy particularmente en
demostrar (ver por ejemplo pp. 395 ss.) que la soberanía es una condición
esencial del Estado.
Esta doctrina del Estado soberano es ciertamente fundada por lo que se refiere a
Francia, pero ¿es igualmente cierta para cualquier Estado? ¿Está permitido decir
de una manera absoluta que la potestad propia del Estado tenga por carácter
específico el de ser soberana, y por lo tanto será exacto calificar a la potestad
estatal con el nombre general de soberanía? En1 una palabra, ¿es la soberanía el
criterio, el signo distintivo del Estado? Ciertamente lo es en un sentido, puesto que
sólo el Estado puede ser soberano. Pero si la soberanía no puede concebirse más
que en el Estado, recíprocamente, ¿no puede el Estado concebirse sin la
soberanía? ¿Forma ésta desde luego un elemento indispensable de la potestad de
Estado y del Estado mismo? Para contestar a estas preguntas es necesario
recordar previamente los orígenes y la historia sucinta del concepto de soberanía.
28. La soberanía, dice Jellinek (loe. cit., vol. n, pp. 126 y 144), no pertenece a las
categorías absolutas, sino a las categorías históricas. En •otros términos, el
concepto de soberanía se ha formado bajo el imperio de causas históricas, y no
tiene, al menos como criterio del Estado, sino -un valor histórico y relativo.
La palabra soberanía es un término puramente francés, que no tiene -equivalente
en los otros idiomas y que basta para atestiguar el origen francés del concepto de
soberanía (G. Meyer, Lehrbuch des deutschen
84

84 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [28

Staatsrechts, 6ª ed., pp. 5 y 20; Rehm, Allgemeine Staatslehre, p. 40 y Geschichte


dcr Staatswissenschaft, p. 193 n. En Francia es, en efecto, donde este concepto
ha hecho su aparición. Ha nacido de la lucha emprendida en la Edad Media por la
realeza francesa para establecer su independencia externa respecto del Imperio y
del Papado, así como su superioridad interna frente a la feudalidad. Los reyes de
Francia, al combatir la pretensión del Santo Imperio romano de extender su
supremacía por encima de todos los Estados cristianos y de tener en
subordinación a todos los reyes como feudatarios suyos, afirmaron siempre que
no reconocían a ningún superior y que "el rey de Francia es emperador en su
reino"; asimismo, y conforme a la máxima: "Li rois n'a point de suverains es dioses
temporiex" (Étahlissements de saint Louis, ed. Viollet, vol. u, p. 370), se formó en
Francia, especialmente con ocasión del conflicto entre Felipe el Hermoso y
Bonifacio VIII, una doctrina que proclama la independencia estatal de la realeza
respecto del papa. Finalmente, para triunfar de los obstáculos que le oponía en el
interior el régimen feudal y extender su poder directo sobre todo el reino, el rey de
Francia se esfuerza por establecer su preeminencia sobre la potestad señorial.
Para alcanzar este triple resultado es por lo que el concepto de soberanía real fue
despejado: aparece así como un arma forjada por la realeza para las necesidades
de su lucha con el emperador, el papa y" los señores, lucha de la cual es ella
misma un producto directo (Jellinek, loe. cit., vol. u, pp. 79 ss); Duguit, L'Etat, vol. i,
pp. 337 ss.).
Primitivamente, sin embargo, la calificación de soberano no parece haberse
referido exclusivamente a la persona real; se aplicaba a todos aquellos que
poseen alguna superioridad de potestad. Así dice Beaumanoir (Coutumes de
Reauvoisis, ed. Beugnot, vol. n, p. 22): "Cada barón es soberano en su baronía".
Pero ya aparece el rey en esa época como el soberano por excelencia, como
atestigua también Beaumanoir (loe. cit.): "Porque él (el rey) es soberano por
encima de todos, lo nombramos cuando hablamos de alguna soberanía que le
pertenece". Estat idea se fortifica a medida que la realeza, al desarrollar su
predominio* sobre la feudalidad, llega a fundar la potestad del Estado francés y se
transforma ella misma —según la frase de Loyseau (Des seigneuries^. cap. II, n"-
92)— de monarquía señorial en monarquía real. En el siglo xvi esta transformación
se termina, y entonces la palabra soberanía va a tomar un sentido absoluto.
Antiguamente esta palabra no implicaba: una independencia total: sólo era un
comparativo que indicaba ciertogrado de potestad. En la doctrina del siglo xvi el
sentido de la palabra se modifica grandemente; la soberanía es el carácter de una
potestad que no depende de ninguna otra y no admite a ninguna otra en
concurrencia con ella; en vez de ser relativa, la soberanía se ha convertido era
85

28] POTESTAD DEL ESTADO 85

absoluta; el comparativo se trocó en superlativo. Resulta, pues, que la soberanía


es indivisible, en el sentido de que no admite ni el más ni el menos. Resulta
además que únicamente la potestad real puede ser calificada de soberana, porque
sólo ella es suprema (Duguit, L'État, vol. i, pp. 339 ss.; Rehm, Allg. Staatslehre, p.
43; Jellinek, loe. cu., vol. II, pp. 97-98; G. Meyer, op. cit., 6ª ed., p. 20). Es lo que
dice Pasquier (Recherches sur la France, libro VIH, cap. xix): "He aquí cómo la
palabra soberano, que se empleaba comúnmente para todos los que ostentafcan
las primeras dignidades de Francia, pero no en absoluto, la hemos aplicado con el
tiempo al primero de todos los primeros, quiero decir al rey". Loyseau (Des
seigneuries, cap. u, núms. 4-9) se expresa igualmente: "La soberanía es el colmo
y el período de potestad en que el Estado tiene que establecerse"; y también: "La
soberanía consiste en potestad absoluta, es decir, perfecta y entera de todo punto;
y por consiguiente no tiene grado de superioridad, pues el que tiene un superior no
puede ser supremo y soberano".
Toda esta evolución viene a parar en la célebre definición de Bodino (Les six livres
de la République, lib. i, cap. 1): "El Eslado es un recto gobierno de varias
agrupaciones (ménages) y de lo que les es común, con potestad soberana". En
esta definición, la palabra soberano se entiende como equivalente de supremo:
prueba de ello es que, en su «dición latina, Bodino traduce potestad soberana por
summa potestas. La potestad soberana se le aparece, pues, como la más alta
potestad posible, y la soberanía como el grado más elevado de la potestad. Por
otra parte, la definición de Bodino tiene de notable que se eleva de golpe hasta el
concepto de Estado. Mientras que, anteriormente a él, la soberanía sólo había
sido considerada como un atributo personal del monarca, Bodino despeja la idea
de que es, además, un elemento constitutivo del Estado, en el sentido de que el
concepto de Estado no se encuentra realizado, según su definición, más que en
los países en los que existe una organización gubernamental que contenga el
ejercicio de una potestad soberana. Hasta Bodino mismo, pues, se remonta la
doctrina que ve en la soberanía una condición esencial del Estado.
En resumen, la soberanía es definida por los autores franceses del siglo xvi como
la cualidad de una potestad que es suprema y absoluta en el doble sentido de que,
por una parte, desde el punto de vista internacional, esta potestad se halla exenta
de toda subordinación a una potestad extranjera, y de otra parte, desde el punto
de vista interno, se eleva por encima de toda otra potestad dentro del Estado. Así
entendido, el concepto de soberanía sólo tiene una significación negativa. Esto es,
por otra parte, lo que se deduce de su formación histórica. Este concepto se ha ido
formando, en efecto, con el objeto de libertar a la realeza
86

86 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [28-29

francesa, bien de toda dependencia respecto de ciertas potestades externas, bien


de los impedimentos que le oponía en el interior la potestad señorial; sólo es la
negación de esa dependencia y de esos impedimentos. Por ello mismo, el
concepto de soberanía aparece ante todo como muy distinto del de potestad
estatal. La potestad estatal consiste esencialmente en poderes efectivos, en
derechos activos de dominación: tiene necesariamente un contenido positivo. En
la pura idea de soberanía no entra, por el contrario, sino un elemento negativo: la
palabra soberanía, considerada en sí misma, no revela en nada la consistencia,
misma de la potestad que es soberana. En su acepción propia e históricamente
originaria, la soberanía no es, pues, más que un carácter de la potestad del
Estado: pero no se confunde con esta última (Duguit, L'État, vol. I. p. 340; Jellinek,
loe. cit., vol. u, p. 98).
29. Pero este sentido primitivo va a oscurecerse muy pronto. Bodino mismo
empezó a confundir las categorías en esta materia. La causa de esta confusión ha
sido que, junto al concepto precedente de soberanía, adopta otro segundo
concepto totalmente diferente, según el cual la soberanía no es ya únicamente
una cualidad de la potestad estatal, sino que se identifica con esta misma
potestad. Es fácil comprender cómo pudo producirse esta transformación. Puesto
que la soberanía es un atributo que en el siglo xvi no pertenece ya más que a la
potestad estatal y que, según la doctrina de Bodino, entra en la definición misma
del Estado, los autores de esa época se han ido dejando llevar a designar a la
potestad estatal por su cualidad esencial, y a confundir así esta potestad con uno
de sus caracteres. Bodino antes que ninguno da el ejemplo de esta confusión, al
enumerar, con el nombre de "verdaderos signos de soberanía", una serie de
poderes, como el de hacer las leyes, hacer la guerra y la paz, juzgar a título
supremo, crear oficinas, etc. (Six libres de la République, lib. I, caps. VIH y x).
Estos derechos no provenían del concepto de soberanía, puesto que ésta es
sobre todo negativa; son, propiamente hablando, partes integrantes de la potestad
estatal. El error cometido por Bodino y sostenido por sus sucesores consistió en
querer dar entrada en la soberanía al contenido positivo de la potestad de Estado,
y así es como han llevado a la primera lo que era una consecuencia de la
segunda. Al pretender atribuir a la soberanía tales o cuales poderes determinados,
no se dieron cuenta de que entre esos poderes hay algunos que incluso
pertenecen al Estado no soberano, es decir, no completamente independiente. Así
se prepara y se establece la grave confusión que se ha mantenido hasta la época
presente y que, por lo mismo que refería a la idea de soberanía las prerrogativas
esenciales de la potestad estatal, llevó la doctrina a considerar a la soberanía
como un elemento indispensable del Estado, cuando ésta no es, a decir verdad,
87

29J POTESTAD DEL ESTADO 87

más que un carácter, no esencial, de algunos Estados. De un concepto de


soberanía que había nacido bajo el imperio de causas históricas especiales de
Francia, se ha caído en el error de querer hacer el criterio lógico y absoluto del
Estado (Duguit, UÉtat, vol. i, pp. 340 ss.; Jellinek, loe, cit., vol. u, pp. 109 ss.).
Otra causa de equívoco en toda esta teoría proviene de la confusión que no cesó
de reinar en la antigua Francia entre la soberanía del Estado y la del monarca.
Junto a la soberanía ¿re abstracto que va unida al Estado, se colocaba la
soberanía ¿re concreto o soberanía del principe (Loyseau, Des seigneuries, cap.
u, n9 7). Diversas causas contribuyeron a que se considerara a la soberanía como
un atributo del rey. Una de estas causas era que la lucha que había de establecer
la independencia del Estado francés en el interior y en el exterior había sido
emprendida y sostenida por el mismo rey, y por otra parte el objeto efectivo de esa
lucha había sido asegurar la supremacía personal del rey. Entonces es natural
que, una vez conquistada la soberanía, ésta fuera puesta en manos del monarca
mismo, que se convierte pues en soberano. Esta es la doctrina profesada por
Loyseau (loe. cit.): "La soberanía, según la diversidad de los Estados, se comunica
a los diversos poseedores de éstos, a saber: en la democracia a todo el pueblo; en
la aristocracia reside en los que tienen la dominación, y finalmente, en las
monarquías pertenece al monarca, que por esta causa es llamado príncipe
soberano o soberano señor". Es también el punto de vista de Bodino. Cuando
Bodino declara que la soberanía es un elemento esencial del Estado no quiere
indicar con eso que el Estado mismo sea el sujeto de la potestad soberana, sino
que entiende simplemente que todo Estado supone la existencia de un gobierno
dotado de potestad soberana. La soberanía, según esto, no es pues la potestad
del Estado, sino una potestad que existe dentro del Estado. En Francia, aquél en
quien reside es el monarca. El monarca es el sujeto de la soberanía. Bodino no
conoce, en realidad, soberanía alguna del Estado, sino únicamente la soberanía
del príncipe, o sea una soberanía del órgano (Jellinek, loe. cit., vol. n, pp. 101 ss.;
Rehm, Geschichte der Staatsrechtswissenschaft, p. 224 y Allg. Staatslehre, p. 55;
G. Meyer, loe. cit,, p. 20).
Si ahora se combina este concepto de la soberanía personal del monarca con la
doctrina que define a la soberanía como una potestad de la clase más elevada,
resulta de esta combinación que el rey es soberano en el sentido de que es el
órgano más alto del Estado. Posee como tai una potestad que es a la vez
independiente de la de cualquier otro órgano y superior a la de cualquier otro
órgano. Pero, además, lo que caracteriza al monarca soberano en el concepto
monárquico que triunfa en Francia a partir del siglo xvi es que la soberanía es un
atributo inhe
88

88 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [29-30

Tente a su persona, en el sentido de que tiene un derecho propio a ser el órgano


supremo del Estado. Y por consiguiente la soberanía va a tomar un nuevo sentido,
que viene a añadirse a los precedentes: es la cualidad personal en virtud de la
cual el rey posee la más alta potestad en el Estado. Esta soberanía personal del
príncipe no le viene, pues, del Estado, ni del orden jurídico establecido por el
estatuto del Estado, sino que le pertenece como derecho innato, anterior al Estado
y a toda Constitución. El príncipe, como tal soberano, aparece así colocado por
encima del Estado (Le Fur, op. cit., p. 359; Rehm, Allg. Staatslehre, pp. 55-56:
Jellinek, loe. cit., vol. u, p. 103). Es precisamente este concepto el que, en los
últimos siglos del antiguo régimen, halla su expresión en la teoría del derecho
divino, y la que, poco tiempo aún antes de la Revolución, se formulará de la
manera más absoluta por el Edicto de diciembre de 1770, en el que dice Luis XV:
"No tenemos nuestra corona más que de Dios." Por lo demás este concepto tiene
sus orígenes jurídicos en teorías muy anteriores a la teoría del derecho divino. Se
remonta hasta el régimen feudal, en el cual el señorío y los derechos de potestad
que éste lleva consigo eran considerados como propiedad personal. Cuando la
monarquía francesa se transformó de señorial en real, la potestad real conservó el
carácter de patrimonio que antiguamente tenía la potestad señorial. Se llega así,
en el siglo xvi, a la teoría del Estado patrimonial, en el cual aparece el rey como
propietario de la potestad soberana y donde se aplican a esta potestad los
principios del derecho romano sobre la propiedad. Loyseau (Traite des offices, lib.
u, cap. n, núms. 21-26) expresa esto diciendo que el rey no solamente tiene el
ejercicio de la soberanía, sino que tiene la propiedad de ésta, y añade que "los
reyes han prescrito la propiedad de la potestad soberana y la han juntado al
ejercicio de ella" (cf. Duguit, LÉtat, vol. i, pp. 328 ss.).
30. Resulta de esta ojeada histórica que la palabra soberanía ha adquirido en el
pasado tres significados principales, bien distintos. En su sentido originario
designa el carácter supremo de una potestad plenamente independiente, y en
particular de la potestad estatal. En una segunda acepción significa el conjunto de
los poderes comprendidos en la potestad de Estado, siendo por lo tanto sinónimo
de esta última. Finalmente, sirve para caracterizar la posición que dentro del
Estado ocupa el titular supremo de la potestad estatal, y aquí la soberanía se
identifica con la potestad del órgano.
Ahora bien, estos tres conceptos, tan diferentes, de la soberanía, se han
conservado hasta la época actual: se les encuentra de nuevo en la literatura
contemporánea, enmarañados uno con otro, y esta persistencia <je conceptos
diferentes sólo puede naturalmente embrollar y oscurecer
89

30] POTESTAD DEL ESTADO 89

la teoría de la soberanía (Duguit, Manuel de droit constitutionnel, 1ª ed., n9 28;


Rehm, op. cit., p. 59; Jellinek, loe. cit., vol. ir, pp. 123 ss.).
Ante todo, la palabra soberanía continúa empleándose en sentido negativo, según
el cual designa la cualidad de potestad de un Estado que no reconoce ninguna
potestad superior a la suya en el exterior; ninguna potestad igual a la suya en el
interior. Sin embargo, incluso bajo este primer aspecto, los autores no están de
acuerdo sobre el valor de la idea de soberanía. Entendida en este primer sentido,
la soberanía consiste en efecto, por una parte, en absoluta independencia
respecto de los Estados extranjeros, y por otra parte en absoluta superioridad en
el interior del Estado. Entonces algunos autores, olvidando que estas dos
consecuencias de la soberanía no son sino los dos aspectos de una sola y misma
cualidad del Estado soberano, han caído en el equívoco de querer identificar a la
soberanía con una de ellas únicamente, con exclusión de la otra. Así es como
Duguit (UÉtat, vol. i, p. 348) ha negado la existencia de una soberanía interna y ha
pretendido que el concepto de soberanía no puede concebirse más que en las
relaciones internacionales de los Estados, porque solamente en el exterior es
donde expresa la idea de independencia conforme a su alcance originario. Al
razonar así, este autor no tiene en cuenta que el Estado no puede aparecer como
soberano en el exterior si no es al mismo tiempo soberano en el interior. En su
Manuel de droit constitutionnel (1* ed., p. 134), Duguit ha reconocido que la
soberanía interna y la soberanía externa son inseparables, y que la una no puede
existir sin la otra. En sentido inverso, algunos autores se han adherido
especialmente a la idea de superioridad de potestad que se halla contenida en el
concepto de soberanía; y como, por razón de la igualdad de los Estados, ningún
Estado podría aspirar a un poder superior sobre otro Estado, han sacado la
consecuencia, como Despagnet (Essai sur les prolectorats, pp. 12 ss.), de que
debería reservarse la palabra soberanía para el interior y reemplazarla en el
exterior por la de independencia; o como Le Fur (op. cit., pp. 443, 465), sostienen
que "no existe, propiamente hablando, la soberanía exterior". Seguramente estos
autores tienen razón si quieren dar a entender que la soberanía llamada exterior
no es otra cosa que la soberanía interna del Estado vista desde fuera, y esto es
sin duda el fondo de su pensamiento. Sin embargo, como la summa potestas en el
interior no puede realizarse sino mediante la absoluta independencia en el
exterior, se hace indispensable, si no desdoblar el concepto de soberanía en dos
soberanías diferentes, al menos marcar debidamente y separar, en el concepto de
soberanía, las dos direcciones distintas, interna y externa, en las cuales se orienta
este concepto, aunque en realidad puede como uno en sí.
Se ve con esto que la palabra soberanía, incluso tomada en su sen
90

90 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [30

tido más correcto, es de uso delicado. Pero lo que complica aún más las cosas es
que esta palabra se aplica frecuentemente al Estado en un segundo sentido, bien
diferente, según el cual se designa a la potestad estatal misma, es decir, al
conjunto de derechos de dominación comprendidos en esta potestad. Esta manera
de entender la soberanía es muy corriente en la literatura francesa (Duguit,
Manuel, 1* ed., p. 115 y Traite, vol. i, p. 113). Esmein (Éléments, 5ª ed., p. 1) se
hace intérprete de la doctrina, en cierto modo oficial, de la escuela francesa sobre
este punto, cuando escribe: "La soberanía tiene dos facetas: la soberanía interior,
o el derecho de mandar a todos los ciudadanos . . ., y la soberanía exterior, o el
derecho de representar a la nación y de obligarla en sus relaciones con las demás
naciones". Resulta de esta definición que la soberanía no consiste solamente en
una cualidad negativa de independencia, sino también en derechos positivos de
potestad: por una parte, en el interior, potestad para el Estado de dictar e imponer
las medidas de leda clase que juzgue útiles; por otra parte, potestad en el exterior
de realizar los actos que responden al interés nacional. En otros términos, la
soberanía es la suma de derechos de potestad activa, sean interiores, sean
exteriores. Y el hecho mismo de que en este concepto la distinción entre la
soberanía interna y externa se establezca según la naturaleza de los poderes
ejercidos en el interior o en el exterior, revela suficientemente que la soberanía se
considera en ella como un conjunto de poderes, por lo tanto, realmente, como
identificándose con la potestad de Estado.2
Este concepto ha llevado a ciertos autores a confundir la soberanía del Estado con
su capacidad jurídica y su personalidad. Del mismo modo que el conjunto de los
derechos que pertenecen a los individuos constituye su capacidad, así la
soberanía, considerada como el conjunto de los derechos del Estado, ha sido
presentada como la expresión de la capacidad estatal. Es así como Orlando
(Principes de droit public et constitutionnel, ed. francesa, n" 59) define la soberanía
diciendo que es para el Estado lo que la capacidad jurídica es para los individuos.
Moreau (Précis de droit constitutionnel, 7* ed., núms. 9 y 11), colocándose en el
mismo punto de vista, deduce que la soberanía, como conjunto de derechos del
Estado, implica que el Estado es un sujeto jurídico, y por con-
62

2
Le Fur (op. cit., p. 444) se deja llevar de la misma idea al declarar que no ve "ningún
inconveniente" en que la palabra "soberanía externa" se emplee para designar los derechos de
guerra, legación, negociación, que posee el Estado soberano en sus relaciones con los Estados
extranjeros. En otro lugar (p. 465) este autor dice también: "La expresión soberanía exterior no es
sino una expresión abreviada para designar el conjunto de derechos por los cuales se manifiesta la
soberanía interior frente a los Estados extranjeros". Pillet, op. cit, Kevue genérale du droit
international public, 1899, pp. 503 y 509, se refiere igualmente a "diversas funciones en las cuales
consiste la soberanía", y da una relación de las "funciones comprendidas en la soberanía interior y
en la soberanía exterior".
91

30] POTESTAD DEL ESTADO 91

siguiente, define a la soberanía como "la afirmación de la existencia del Estado"


como "ser colectivo", y también como "la expresión de la individualidad del
Estado". Por haber partido de una falsa acepción de la palabra soberanía, estos
autores llegan así a confundir completamente dos conceptos tan profundamente
diferentes como los de soberanía y personalidad.
Pero no es solamente en la doctrina, sino que en los mismos textos
constitucionales se encuentra la confusión entre la soberanía y la potestad estatal.
Desde el principio de la Revolución la Declaración de los derechos del hombre y
del ciudadano proclama en su artículo 3 que "el principio de toda soberanía reside
esencialmente en la nación". En este texto la palabra soberanía apunta a la
potestad pública misma. El resto del artículo 3 no deja lugar a dudas a este
respecto; pues del principio de que la soberanía reside en la nación, el texto
deduce en seguida la consecuencia de que "ningún cuerpo, ningún individuo,
puede ejercer autoridad que no emane expresamente de dicha soberanía".
Resulta, por lo tanto, de esta segunda parte del texto que lo que se apunta en la
primera bajo el nombre de soberanía es autoridad, potestad. El texto quiere decir
que todos los poderes que se ejercen en el Estado tienen su base en la nación
exclusivamente. Es lo que se llama el principio de la soberanía nacional. Y esta
expresión misma, al menos entendida en el sentido que acaba de ser indicado,
consagra una confusión entre la potestad estatal y la soberanía. Esta confusión se
ha perpetuado desde entonces en las diversas Constituciones francesas. Por
ejemplo, la Constitución de 1791, tít. III, preámbulo, art. I9, declara que "la
soberanía pertenece a la nación". El alcance del término soberanía en e'ste texto
se pone fuera de duda en el artículo siguiente, así concebido: "La nación, de la
cual únicamente emanan todos los poderes, no puede ejercerlos sino por
delegación". Luego por soberanía la Constitución de 1791 entiende realmente el
conjunto de los poderes estatales, y es como sujeto propio de todos estos poderes
como la nación es declarada soberana en dicha Constitución. La Constitución de
1848 entiende la soberanía del mismo modo, al decir (art. 1"): "La soberanía
reside en la universalidad de los ciudadanos franceses. Ningún individuo, ninguna
fracción del pueblo puede atribuirse su ejercicio". Esta última palabra revela que,
bajo el nombre de soberanía, se trata en este texto de la potestad de Estado (ver
sobre estos textos y en este sentido Duguit, Manuel, 1* ed., p. 116 y Traite, vol. i,
p. 113". Finalmente, la tradición fundada por estas Constituciones ha sido
mantenida por la Asamblea nacional de 1871, la que en el preámbulo de la ley del
31 de agosto de 1871 afirma su "derecho a usar del poder constituyente, atributo
esencial de la soberanía de la que se halla investida". Este lenguaje es
significativo: presenta al poder cons-
92

92 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [30

tituyente como elemento de la soberanía ésta se considera, pues, como el


conjunto de los poderes de naturaleza estatal.
Este concepto de la soberanía se encuentra igualmente en algunas Constituciones
extranjeras. La Constitución federal suiza de 1874, por ejemplo, en su artículo 3
dice: "Los cantones son soberanos por cuanto su soberanía no se halla limitada
por la Constitución federal, y como Jales ejercen todos los derechos que no son
delegados en el poder federal". Si por soberanía se entiende el carácter de una
potestad de la especie más alta, no es posible calificar como soberanos a los
cantones suizos, ya que la potestad particular de cada uno de ellos está, sobre su
propio territorio, dominada y limitada por la potestad de la confederación que, a
este respecto, es la única que puede calificarse de soberana. Pero el art. 3, antes
citado, precisa en qué sentido declara soberanos a los cantones: son soberanos
en la medida hasta donde han conservado sus derechos de potestad estatal, y
donde éstos no han pasado a la Confederación. El lenguaje de la Constitución
federal suiza implica, pues, que identifica a la soberanía con los atributos
constitutivos de la potestad estatal (Blumer-Morel, Handbuch des schweizerischen
Bundesstaatsrechts, vol. i, p. 214; Orelli, Das Staatsrecht der schweiz.
Eidgenossenschaft, en el Handbuch des offentlichen Rechtes der Gevenwart de
Marquardsen, vol. iv, p. 97; Borel, Étude sur la souveraineté de l'État fédératif, p.
182; Schollenberger, Das Bundesstaatsrecht der Schweiz, pp. 146 ss.).
He aquí ya, pues, dos conceptos de la soberanía que se encuentran de nuevo en
la terminología moderna. Volvemos a encontrar también el tercer concepto antes
citado, el que consiste en referir la soberanía a la persona o al conjunto de
personas que forman el órgano supremo de la potestad del Estado. En este
sentido se ha establecido la expresión actual de soberanía del pueblo. En esta
expresión la palabra soberanía designa la posición que ocupa, entre los
poseedores de la potestad estatal, el más elevado de entre ellos. Esta manera de
comprender la soberanía no es, por otra parte, en la teoría del pueblo soberano,
más que la prolongación de la antigua doctrina de la monarquía absoluta francesa,
con la sola diferencia de que la soberanía ha pasado, del rey, a la masa total de
los ciudadanos (Duguit, L'État, vol. i, pp. 344 ss.). Del mismo modo, en efecto, que
antiguamente la soberanía del príncipe implicaba que la potestad del Estado
reside únicamente en su persona, y que, por ejemplo, la ley estaba fundada
exclusivamente sobre su propia voluntad, según el adagio "Si quiere el rey, quiere
la ley", así la Revolución despejó este principio de que la ley no es sino "la
expresión de la voluntad general" (Declaración de 1789, art. 6. Duguit, op. cit., vol.
i, pp. 488 ss.). Del mismo modo también que antiguamente Bodino definía la
potestad del príncipe, como so-
93

30]POTESTAD DEL ESTADO 93

berano, cual una potestad indefinida que hace que aquél esté "absuelto de la
potestad de las leyes" (Six livres de la Républigue, lib. i, cap. vm) ,3 así el pueblo
es llamado soberano, al menos según la doctrina inspirada por Rousseau, en el
sentido de que su poder no tiene límites. Finalmente, así como la antigua
soberanía monárquica significaba que el rey de Francia tenía un derecho personal,
innato, a ser el órgano supremo de la potestad estatal, así también en la teoría
absoluta de la soberanía popular el cuerpo de ciudadanos es soberano en el
sentido de que posee la potestad suprema, no en virtud de una devolución
derivada del orden jurídico establecido en el Estado, sino en virtud de un derecho
primitivo anterior al Estado y a toda Constitución. Por lo tanto, el concepto de
soberanía popular se funda directamente sobre una confusión entre la soberanía
estatal y la potestad del más alto órgano del Estado. Esta confusión existe, por
ejemplo, en las Constituciones de 1793 (art. 7) y del año ni (art. 2), que dicen: "El
soberano es la universalidad de los ciudadanos franceses."
Por lo demás, esta confusión no es exclusiva de la teoría de la soberanía popular.
Si los unos hablan de soberanía del pueblo, los otros continúan hablando de la del
príncipe. Y sin embargo no es ya muy posible, en lo que concierne a los
monarcas, admitir que poseen plena independencia ni summa potestas, pues el
establecimiento del régimen constitucional ha tenido por efecto limitar y subordinar
su potestad. Parece, desde entonces, que la distinción entre el Estado soberano y
la persona del príncipe se impone; pero la terminología corriente no por eso ha
dejado de aplicar a este último el nombre de soberano.
Por fin, este relajamiento en el concepto de soberanía ha hecho que el calificativo
de soberano sea aplicado no solamente al órgano más elevado del Estado, sino
también a algunos órganos que sin embargo sólo ejercen potestades subalternas
en sí. En esto la palabra soberanía ha vuelto a tomar el sentido relativo que tenía
a principios del feudalismo. Así pues, para explicar el art. 9 de la ley de 24 de
mayo de 1872, que dice: "El Consejo de Estado estatuye soberanamente sobre los
recursos contencioso-administrativos", Laferriére (Traite de la juridiction
administrative,2' ed., vol. I, p. 315) hace valer que "la jurisdicción del Consejo de
Estado es soberana, por cuanto las decisiones de éste, que estatuyen en lo
contencioso, no pueden ser invalidadas ni reformadas por ninguna autoridad
jurisdiccional ni gubernamental". Según esto, es soberana toda autoridad que, en
el orden de su competencia —aunque ésta fuera subalterna por naturaleza— no
depende de ninguna autoridad su-
63

3
Bodino (De re publica, lib. i. cap. vm) dice también que la potestad del príncipe es "infinita, ab
omni conditione libera" y que no halla límites sino en las leyes divinas y naturales (cf. Rehm,
Geschichte der Staatsrechtswisscnschaft, pp. 222 ss.).
94

94 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [30-31

perior y que tiene por consiguiente el poder de decidir a título definitivo e


irrevocable (cf. Duguit, Manuel, p ed., pp. 113-114).
En resumen, resulta de la extensión del concepto de soberanía a los órganos
estatales que habría que admitir dos clases de soberanía: por una parte la del
Estado y por otra la de ciertas personas dentro del Estado. Este dualismo aparece
claramente en la doctrina de Esmein (Éléments, 5ª ed., pp. 1 a 4). Este autor
comienza por decir que "el fundamento mismo del derecho público consiste en que
da a la soberanía, por fuera y por encima de las personas que la ejercen en tal o
cual momento, un sujeto o titular ideal, que personifica a la nación entera: esta
persona moral es el Estado". Con eso Esmein presenta a la soberanía como un
atributo del Estado. Pero un poco más lejos da de la misma una noción bien
diferente: "No siendo el Estado, sujeto de la soberanía, sino una persona moral, es
preciso que la soberanía se ejerza en su nombre por personas físicas. Es
necesario que la soberanía, junto a su titular perpetuo y ficticio, tenga otro titular
actual y actuante, en el que residirá el libre ejercicio de ésta soberanía. Es aquel a
quién se llama soberano en derecho constitucional." Esta vez el soberano es una
persona física, o en todo caso es el órgano.
31. Este es el triple sentido que el lenguaje contemporáneo asigna a la palabra
soberanía. Y el imperio de esta terminología es tan fuerte que hasta aquellos
autores que han reconocido la verdadera naturaleza de la soberanía no creen
posible sustraerse a la tradición que ha hecho que se desvíe esta palabra de su
sentido exacto, hacia acepciones equívocas. Así Rehm (Allg. Staatslehre, pp. 61
ss.), después de haber distinguido minuciosamente entre la soberanía
propiamente dicha, la potestad de Estado y la situación de órgano estatal
supremo, y después de haber demostrado que hay tres conceptos diferentes,
concede finalmente que se puede, de acuerdo con el uso, servirse del término
soberanía interna para designar a la potestad de Estado y del término soberanía
orgánica para designar la condición en el Estado del órgano más alto (ver las
objeciones de Jellinek, loe. cit., vol. u, p. 126 n. en contra de ese lenguaje).
Asimismo G. Meyer (op. cit., 6* ed., pp. 21 ss.) declara que hay que discernir dos
acepciones del término soberanía: una por la que designa cierta relación del
Estado con las demás personas físicas o jurídicas situadas en su interior o su
exterior, y la otra por la que apunta a la postura jurídica de los personajes o
cuerpos que son titulares supremos de la potestad estatal. Y G. Meyer conviene
en que la palabra soberanía debería reservarse para el primero de estos
conceptos. Sin -embargo, añade que es imposible para la ciencia del derecho
dejar de tener en cuenta la tradición, que junto a la soberanía del Estado admite
una soberanía del órgano. Y, como consecuencia, da de la soberanía
95

3I] POTESTAD DEL ESTADO 95

una doble definición: Es primeramente la cualidad en virtud de la cual el Estado


soberano posee una independencia completa en el exterior y una superioridad
absoluta en el interior. Y es además la cualidad de la persona o del colegio que
posee como titular primordial (Trager) la potestad de Estado.
Es natural, sin embargo, que en esta materia, como en cualquier otra materia
jurídica, la terminología no pueda ser satisfactoria sino a condición de presentar un
término propio para cada concepto especial. El peligro de los términos de doble
sentido es introducir la confusión en las ideas. Desgraciadamente el idioma
francés es en esto bastante escaso de medios. El vocabulario jurídico alemán
ofrece más recursos y permite más claridad en las teorías del derecho público. Los
alemanes tienen a su servicio tres términos correspondientes a las tres nociones
distintas que la literatura francesa confunde bajo la expresión única de soberanía.
Primero tienen la palabra Souveranitizt, que han tomado del idioma francés y que
aplican a la potestad estatal cuando quieren significar su absoluta independencia.
Tienen después la palabra Staatsgewalt, que designa la potestad de Estado, en
cuanto ésta consiste en poderes efectivos. Por fin, en cuanto a los órganos, al
menos para designar al monarca, emplean la palabra Herrscher, que Esmein
(Éléments, 5ª ed., p. 36) traduce por "Señor" (Maitre) y que sugiere en efecto la
idea de un poder de dominación y de mando. A pesar de todo, el idioma francés
se prestaría también a ciertas distinciones necesarias. Si bien conviene conservar
la antigua palabra francesa de soberanía en su sentido de potestad superlativa,
hay que abstenerse de emplearla cuando se quiere designar no ya la cualidad
suprema del poder de los Estados soberanos, sino este mismo poder considerado
en sus elementos activos: el término más apropiado es entonces el de potestad de
Estado (ver sin embargo n9 67, infra).
En cuanto al órgano supremo del Estado, puede parecer a primera vista
perfectamente legítimo calificarlo de soberano. La soberanía, en efecto, es el
carácter de una potestad que no depende de ninguna otra. Ahora bien, la potestad
cuyo ejercicio pertenece al órgano supremo es realmente, al menos en cuanto a
dicho ejercicio se refiere, una potestad superlativa, puesto que ese órgano no
depende de ningún otro que le sea superior, y que tiene el poder de querer, para
el Estado, de un modo absolutamente libre. Junto a la soberanía del Estado, no
parece, pues, incorrecto hablar, con Esmein y con G. Meyer (loe. cit.), de una
soberanía dentro del Estado, es decir, de la soberanía de un órgano. Por eso
Jellinek mismo (Gesetz una Verordnung, pp. 207 y 208) aplicó la denominación de
soberano a la persona que posee el más alto poder en el Estado. El derecho
público francés ha tomado en este asunto una postura muy diferente. El principio
fundamental establecido a este respecto
96

96 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [31-32

por la Revolución francesa (Declaración de 1789, art. 3; Const. de 1791, tít. ni,
preámbulo, arts. 1 y 2) es que solamente la nación es soberana; y por nación
entienden los fundadores del principio de la soberanía la colectividad "indivisible"
de los ciudadanos, es decir, una entidad extraindividual, luego también un ser
abstracto, el mismo, en definitiva, que encuentra su personificación en el Estado
(ver n9 331, infra). Únicamente esta persona nacional y estatal se reconoce como
soberana. Y los textos antes citados especifican que por razón de la soberanía
exclusiva de la nación, ningún cuerpo, ningún individuo puede ejercer autoridad
sino en virtud de una concesión y delegación nacionales. En estas condiciones no
podría calificarse de soberano ni al órgano supremo mismo de la nación, pues su
poder, que procede de la Constitución nacional, depende también de las
condiciones que la Constitución haya puesto al ejercicio de dicho poder. En el
sistema francés de la soberanía nacional no hay ningún órgano que posea una
potestad enteramente independiente e incondicionada. Así es como, según la
Constitución de 1875, el órgano constituyente no posee, según la opinión
predominante, sino una potestad de revisión limitada, es decir, condicionada por
las resoluciones previas de las Cámaras diciendo que hay lugar a revisión (ver
núms. 468 ss., infra). Si se ha podido, pues, criticar la terminología francesa por
cuanto confunde los conceptos de soberanía y de potestad estatal, en cambio hay
que reconocer que el punto de vista adoptado por los fundadores del derecho
público francés moderno, en lo concerniente a la sede de la soberanía, es
irreprochable, puesto que consiste en entregar la soberanía, de un modo
exclusivo, a la nación misma, a la colectividad unificada, sin que ésta pueda jamás
desasirse de ella en provecho de quienquiera que fuere.4

§ 2. ¿Es LA SOBERANÍA UN ELEMENTO ESENCIAL DE LA POTESTAD DE


ESTADO?

32. La docrina tradicional que confunde en un solo y mismo concepto las nociones
de potestad de Estado y de potestad soberana contiene en todo caso el error de
hacer planear un grave equívoco sobre la
64

4 Se verá más adelante (núms. 329 ss.) que el principio de la soberanía nacional tiene en si un
alcance puramente negativo: significa que la voluntad nacional está dotada de una independencia
absoluta y que jamás podría estar ligada a la voluntad de ningún hombre ni de ningún grupo
parcial; a este respecto es la voluntad más alta y más fuerte en el Estado. Por otra parte se verá
también (n9 378) que los poderes cuyo conjunto y cuya reunión forman la potestad de Estado no
son, propiamente hablando, transmitidos o delegados por la nación, sino solamente creados y
constituidos por ella. Sólo pueden considerarse como poderes nacionales en el sentido de que
están fundados por la nación y ejercidos para ella. El principio de la
97

32] POTESTAD DEL ESTADO 97

cuestión fundamental de saber si la soberanía es un elemento esencial del Estado.


Si por soberanía se entiende la potestad de Estado misma, no hay duda de que la
soberanía forma una condición absoluta del Estado, pues el Estado no puede
concebirse sin potestad de dominación. Si, por el contrario, se quiere designar con
el nombre de soberanía la cualidad de un Estado cuya potestad no depende de
ningún otro, es ya muy discutible que la soberanía pueda ser considerada como
un elemento indispensable del Estado.
Numerosos son, en efecto, los grupos humanos que parecen reunir en todos
aspectos los caracteres del Estado y que sin embargo se encuentran en una
relación de dependencia respecto de otro Estado. En lo que concierne a ciertos
grupos de éstos, por ejemplo los conocidos con el nombre de Estados protegidos,
se ha podido sostener hasta cierto punto que las restricciones puestas a su
independencia por el protectorado no les impide quedar como Estados soberanos,
pues estas restricciones, se dice, por cuanto resultan de un tratado estipulado
entre el Estado protector y el Estado protegido, tienen por base, en definitiva, la
voluntad misma de este último, y por lo tanto no se les debe considerar como más
exclusivas de la soberanía que las obligaciones restrictivas que hubiese contraído
un Estado por medio de un tratado cualquiera. Al emitir esta opinión se cuida por
cierto de añadir que el Estado protegido se considera soberano tan sólo mientras
no puede serle impuesta por el protector ninguna restricción fuera de las previstas
en el tratado de protectorado. Es muy cierto, en efecto, que si el Estado protector
puede, por su propia autoridad y sin el asentimiento del Estado protegido, acrecer
su poder de intervención en los asuntos de éste, no le quedará al Estado protegido
ninguna independencia ni soberanía (ver en este sentido Le Fur, op. cit., pp. 446
ss.). Incluso con ésta última reserva, la opinión que acaba de ser expuesta suscita
motivos de duda. Evidentemente, las limitaciones a su independencia que un
Estado puede consentir por tratado no tienen generalmente por efecto suprimir su
soberanía, como tampoco puede destruirse la libertad de los individuos por las
obligaciones que pueden
65

soberanía nacional, pues, no podría significar realmente que la potestad estatal misma tenga su
asiento efectivo en la nación, sino que únicamente significa que la creación, organización y
funcionamiento de dicha potestad dependen esencialmente de la voluntad nacional y no de las
voluntades particulares. Entendido así, este principio encaja totalmente en el sentido propio y
preciso de la palabra soberanía. En la expresión "soberanía nacional" la palabra soberanía es
sinónimo de absoluta independencia, y marca también una cúspide de voluntad y <¡e potestad.
Pero no significa que las diversas funciones de potestad estatal hayan residido primitivamente en
la nación antes de hallarse constituidas en sus órganos. Al constituirse, la nación no transmite a
sus mandatarios tales o cuales poderes concretos que preexistieran en ella, sino que, por el
contrario, la verdad es que solamente da vida a estos poderes y los adquiere por el hecho mismo
del establecimiento de su Constitución.
98

98 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [32-33

contraer los unos con los otros. Pero es necesario para ello que el abandono de
derechos consentido por el Estado que se obliga no llegue hasta coartar en su
principio mismo la independencia de este Estado. Ahora bien, parece ser que, al
menos en ciertos casos, las restricciones impuestas por los tratados de
protectorado a la libertad de los Estados protegidos alcanzan a destruir su
independencia, pues a veces el Estado protector se apodera no solamente de la
dirección de los asuntos exteriores del Estado protegido, sino de una parte tan
considerable de sus asuntos interiores que se hace muy difícil sostener que el
Estado protegido conserva sin embargo su soberanía. En vano podrá alegarse
que las restricciones sufridas por este Estado provienen de su propia voluntad.
Esta manera de razonar es tan inexacta como inexacto sería pretender que el
individuo que consiente contractualmente y en provecho de tercero en el
abandono de los derechos esenciales de la persona humana, conserva sin
embargo intacta ésta. Todo lo que puede decirse es que el Estado protegido ha
consentido en la pérdida de su soberanía, mas no por eso dejará ésta de haberse
perdido. Por lo tanto, en el concepto que subordina la existencia del Estado a la
posesión de la soberanía, entendida ésta como cualidad de completa
independencia, cabe afirmar que los Estados protegidos ya no son Estados.
33. En todo caso existe actualmente una numerosa categoría de Estados que no
pueden considerarse como soberanos: son los que entran en la combinación
estatal conocida con el nombre de Estado federal. Esta forma de Estado, cuyas
ventajas se han hecho valer (Le Fur, op. cit., pp. 332 ss,; Polier y de Marans,
Esquisse d'une théorie des États compases, pp. 9 ss.)1 y de los cuales incluso se
ha dicho que sus aplicaciones se multiplicarán en el porvenir (Jellinek, L'État
moderne, ed. francesa, vol. II, pp. 563 ss.), se encuentra desde ahora realizada en
Europa por las Constituciones de la Confederación suiza y del Imperio alemán, y
en América por la Constitución de los Estados Unidos y las de varios países de la
América central y meridional. La forma federativa se encuentra también en ciertos
países dependientes de la corona de Inglaterra: en el Canadá, cuyas diversas
provincias fueron constituidas por el acta de unión de 29 de marzo de 1867 en una
federación que lleva el nombre de Dominion of Canadá; en Australia, donde las
diversas colonias se han unido, bajo el nombre de Commonwcalth, en una
federación cuya Constitución federal ha sido confirmada por una ley del
Parlamento inglés del 9 de julio de 1900.
Esta forma federativa no es nada nueva. Sin embargo no era fre-
66

1 Montefiquinii (Esprit des luis, lili, ix, cap. i) y Rousseau (Considératlons sur le gouvernement de
Púlugnc, cap. v) ya habían recomendado el gobierno federativo como "el único que eúne las
ventajas de los grandes y pequeños Estados".
99

33] POTESTAD DEL ESTADO 99

cuente aún en la época en que empezó a elaborarse la doctrina del Estado uno y
soberano. El desarrollo contemporáneo del federalismo ha venido a sembrar una
gran desorientación en esta doctrina tradicional. La teoría del Estado soberano ha
sido deducida en el siglo xvi en vista del Estado unitario. En esa época respondía
exactamente al principio de completa independencia y de igualdad jurídica sobre
cuya base se formaban entonces los grandes Estados unitarios de Europa
(Michoud y de la Pradelle, Revue du droit public, vol. xv, pp. 45 ss.). Se
armonizaba particularmente con el hecho de que el Estado unitario, normalmente,
es soberano en todas las acepciones de la palabra: su potestad es realmente una
summa potestas, puesto que por una parte es independiente de toda dominación
exterior y por otra se eleva en el interior por encima de toda otra potestad.
Particularmente en Francia, donde la unidad estatal se halla realizada desde el
siglo XVI, y donde se combina con el hecho secular e ininterrumpido de la
independencia exterior del Estado francés, se comprende que la teoría del Estado
soberano haya llegado a ser la doctrina clásica y que lo sea todavía hoy. Todas
las tradiciones de historia y de espíritu del pueblo francés lo llevan a ver en el
Estado unitario y soberano el tipo ideal del Estado. Pero, en la época actual, esta
teoría es ya insuficiente; es demasiado estrecha por cuanto prescinde de un
segundo tipo de Estado, que ha llegado a ser muy importante: el del Estado
federal.
Es evidente que la antigua doctrina del Estado soberano no cuadra ya con esta
nueva categoría de Estados. Por una parte, en efecto, esta doctrina ha sido
concebida con miras al Estado que posee una potestad absoluta y que no admite
en su territorio ningún reparto de esta potestad entre él y ninguna colectividad
interna dependiente de él. Ahora bien, una de las características del Estado
federal consiste por el contrario en el encuentro y la concurrencia sobre el mismo
suelo de dos potestades distintas, la del Estado federal y la de los Estados
particulares que éste lleva en sí. Por otra parte, la teoría del Estado soberano
descansa esencialmente sobre la idea de la igualdad de derecho de los Estados;
no concibe al Estado sino dotado de una potestad suprema que implique su entera
independencia, y resiste a todo concepto de subordinación jerárquica entre
Estados. Por esto mismo se encuentra imposibilitada para explicar la condición
jurídica de los Estados particulares en el Estado federal, al no poseer éstos, sobre
su propio territorio, sino una parte de la competencia que deriva de la potestad
estatal y al permanecer además subordinados al Estado federal, lo que excluye
incontestablemente para ellos el carácter de soberanía en el sentido propio de
esta palabra. En presencia de estos hechos ¿es posible mantener la definición
según la cual la soberanía es el signo distintivo del Estado? ¿Se precisa por con
100

100ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO 13.3-34

siguiente sacar la conclusión de que los Estados comprendidos en un Estado


federal no son Estados sino de nombre, no conservan este nombre sino en virtud
de hábito del lenguaje y no constituyen jurídicamente verdaderos Estados? O, por
el contrario, ¿conviene rechazar la teoría del Estado soberano y admitir que a
pesar de la ausencia de soberanía las colectividades federalizadas que contiene el
Estado federal son efectivamente Estados? Pero en este caso, si la soberanía no
es el carácter esencial del Estado, ¿a qué criterio conviene adherirse en adelante
para reconocer y caracterizar al Estado? Estos son los problemas que suscita en
la ciencia jurídica moderna el caso del Estado federal. Antes de resolverlos es
indispensable determinar con precición la naturaleza de esta clase de Estados.
34. Una federación entre Estados puede realizarse bajo dos formas: la
confederación de Estados y el Estado federal. En ambos casos hay una formación
y un lazo federativo; en ambos casos también los Estados confederados
concurren a la creación de la voluntad central. Pero, por lo demás, existe entre
estas dos clases de formaciones federativas una diferencia fundamental que
hacen resaltar sus mismas denominaciones. La una es calificada tan sólo de
Confederación de Estados; la otra lleva el nombre de Estado federal. La
terminología alemana es igualmente significativa: por un lado Staatenbund, es
decir, lazo federativo entre Estados confederados; por el otro Bundesstaat, es
decir, Estado que resulta de una federación, luego también Estado distinto de los
Estados confederados y superpuesto a ellos. Esta sola diferencia de lenguaje
basta para revelar que la oposición entre confederación y Estado federal consiste
esencialmente en que la una no es más que una sociedad2 entre Estados que se
han unido para administrar en común algunos asuntos en los cuales están
interesados de una manera común, mientras que la otra formación realiza, por
encima de los Estados confederados, una unidad estatal distinta, de la que nace
un nuevo Estado, el Estado federal (cf. pp. 46 ss., supra). En el primer caso no se
encuentra, ni la palabra confederación expresa, sino una simple relación entre
Estados confederados; esta relación que se descompone para ellos en derechos y
obligaciones recíprocos, es de orden puramente contractual; tiene su origen en el
tratado por el cual los Estados partícipes se han confederado; es, pues, una mera
relación internacional y se rige exclusivamente por el derecho público externo. El
Estado federal, por el contrario, como todo Estado, está fundado sobre su
constitución; la condición de los Estados confederados en el Estado federal, el
funcionamiento de este Estado, sus relaciones con los Estados confederados,
todo esto no depende ni de estipulaciones
67

2
Montesquieu (Esprit des lors, lib. IX, cap. i) lo llama "una seriedad de sociedades".
101

34] POTESTAD DEL ESTADO 101

contractuales ni de los principios del derecho internacional; pero todo ello depende
del derecho público interno y se rige por la constitución federal.
Si el Estado federal constituye un Estado propiamente dicho por encima de los
Estados particulares, mientras que la confederación de Estados no es más que
una sociedad de Estados confederados, esta diferencia capital no puede provenir
sino de una diferencia de organización. Seguramente la confederación de Estados
no excluye la posibilidad de cierta organización; Jellinek (loe. cit., vol. n, pp. 530-
531) incluso hace observar que es por su organización por lo que se distingue de
una simple alianza. Sólo que esta organización es impotente para crear una
unidad estatal, porque tiende simplemente a proporcionar a los Estados
confederados el medio de ejercer en común sus voluntades propias. Consiste
principalmente en la institución de una dieta o asamblea en la cual se debaten y se
regulan los asuntos que el pacto federativo ha convertido en comunes. Pero esta
dieta no es un órgano estatal, sino simplemente una reunión de los Estados que
en ella comparecen en la persona de sus delegados, es decir, una conferencia
internacional. Las decisiones de la dieta no son, pues, sino la resultante de las
voluntades particulares expresadas r unanimidad o al menos por mayoría de
votos por los Estados confederados. Así, la organización misma de la
confederación implica que ésta no es en definitiva más que una unión de Estados
que quieren y actúan, en común ciertamente, pero personal y directamente por sí
mismos. Muy diferente es la organización que da origen a un Estado federal. Esta
organización es concebida de modo que se realice la existencia de una voluntad
federal, si no totalmente independiente, al menos diferente de las voluntades
particulares de los Estados confederados. Sin duda el Estado federal, como
formación federativa, supone esencialmente cierta participación de los Estados
confederados en la potestad central y en la creación de la voluntad federal. Ahora
bien, los Estados federados ejercen esta participación, no ya en calidad de
asociados que expresan su voluntad individual respecto de los negocios comunes
en virtud de derechos contractuales, sino en calidad de órganos de una
corporación superior, es decir, en virtud del estatuto mismo que los instituye como
órganos de esta corporación. Y por otra parte los Estados confederados no son los
únicos órganos del Estado federal: éste posee, además, órganos múltiples en la
formación de los cuales permanece más o menos al margen la consideración de
los Estados confederados (ver n9 38, infra). Así, la organización federal implica
que esta especie de formación federativa produce un efecto mucho más enérgico
que la simple confederación, pues por ella no se produce ya únicamente una unión
social de Estados con la mira de una acción común, sino una fusión de los
Estados confederados
102

102 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [34

en una unidad estatal superior que constituye un Estado nuevo y distinto. El


Estado federal es por lo tanto un Estado, porque tiene órganos suyos, órganos
que expresan su voluntad propia y ejercen su potestad propia; órganos
constitucionales que le son asignados también por su estatuto propio; órganos
que, en una palabra, lo convierten en una entidad estatal superpuesta a los
Estados confederados.
De estos principios nace una tercera diferencia entre el Estado federal y la
confederación de Estados. Por no tener la confederación de Estados potestad
estatal propia, resulta que no puede mandar directamente por sí misma sobre el
territorio y a los subditos de los Estados confederados. Únicamente los Estados
confederados poseen la potestad de Estado. Y por consiguiente, las decisiones
tomadas por la confederación no adquieren fuerza imperativa sobre su territorio y
para sus súbditos respectivos más que de una forma mediata, es decir, después
de haber sido respectivamente decretadas, en el interior de los Estados
confederados, por cada uno de esos Estados individualmente y a título de
decisiones propias de estos Estados. Por el contrario, uno de los signos
característicos del Estado federal es que su potestad de Estado le permite mandar
directa e inmediatamente sobre los territorios y a los subditos de los Estados
confederados, sin necesidad de recurrir a la mediación de estos Estados para
asegurar a esas decisiones la fuerza imperativa. En el Estado federal, en efecto, el
territorio y los individuos dependen a la vez de una doble potestad estatal: la del
Estado confederado del cual son subditos y la del Estado central.
Finalmente, hay una cuarta diferencia esencial: En la confederación de Estados,
los Estados confederados, al no estar subordinados a ninguna potestad superior a
sus voluntades propias y ejercer solamente, en común, sus voluntades
individuales, conservan por eso mismo su entera soberanía. En cuanto a la
confederación, ésta no es soberana; es más, no tiene potestad estatal propia y no
es un Estado. La no-soberanía de la confederación y la soberanía de los Estados
confederados se manifiesta particularmente en que la confederación no tiene el
poder de determinar su propia competencia; así que no puede aumentar sus
atribuciones extendiendo el círculo de los objetos o fines puestos en común por el
tratado de confederación; cualquier modificación de este tratado sólo puede ser
hecha por los Estados confederados mismos y exige su unanimidad, o por lo
menos, si no se requiere la unanimidad, se reserva una facultad de secesión a
aquellos Estados que no acepten la modificación del pacto federativo adoptado
por la mayoría. El Estado federal, por el contrario, domina por la superioridad de
su potestad a los Estados particulares que comprende en él. No solamente puede,
por sus propios órganos y en la medida de la competencia que le atribuye la
Constitución federal, emitir
103

84-35] POTESTAD DEL ESTADO 103

decisiones que se impondrán, en el territorio mismo de los Estados particulares, al


respeto de éstos, sino que además puede, por su propio órgano constituyente,
revisar la Constitución federal y extender el campo de su competencia, y ello sin
que sea necesario que esta revisión obtenga el consentimiento de todos los
Estados confederados. Estos se hallan, pues, expuestos a ver disminuir su
competencia sin su adhesión. En estas condiciones, parece indiscutible que el
Estado federal es realmente soberano y que lo es él solamente: los Estados
confederados no poseen la soberanía.
35. En resumen: en la confederación de Estados sólo existe una asociación
contractual entre Estados que siguen siendo soberanos. Por eso el concepto de
confederación es relativamente sencillo.3 La teoría
68

3
Subsisten sin embargo profundas diferencias entre los autores, respecto a la naturaleza y los
efectos de esta formación federativa. Por ejemplo, hay desacuerdo sobre el punto fundamental de
saber si la confederación de Estados constituye una simple sociedad fundada en una- relación
contractual entre los Estados confederados o, por el contrario, una corporación unificada,
constituyendo desde luego una persona jurídica que se superponga a las personalidades de dichos
Estados. Unos sostienen que la confederación no posee ninguna personalidad: es ciertamente una
unión entre Estados, pero no una unidad de Estados (Laband, Droit public de l'Empire allemand,
ed. francesa, vol. T, pp. 98 ss.; Jellinek, loe. cit., vol. TT, pp. 532 ss.). Oíros han sostenido que es
una persona desde el punto de vista internacional por lo menos, en oposición al punto de vista
interno. Hacia esta opinión se había inclinado en un principio Jellinek (Staatenverbindungen, pp.
181 ss.). Y otros aún la tienen por una persona de derecho público interno tanto como internacional
(Le Fur, op. cit., pp. 511 ss., 745 ss.; G. Meyer, op. cit., 6* ed,, p. 41).
Existe asimismo controversia respecto a la naturaleza y extensión de la potestad que pertenece a
la confederación de Estados. Según G. Meyer (loe. cit., pp. 42-44), tiene poderes de dominación
sobre los Estados miembros, que por consiguiente no son soberanos. Esta opinión de G. Meyer
sobre la no-soberanía de los Estados miembros es rechazada por todos los autores. Por lo menos,
G, Meyer (pp. 39 y 41) enseña que la confederación sólo posee poder de dominación sobre los
Estados confederados, pero no directamente sobre los subditos de éstos. Según la opinión
corriente, no puede en efecto existir potestad de la confederación sobre los subditos de los
Estados, y además, suponiendo que existiera un poder social para la confederación
(Vereinsgewalt), éste, en todo caso, no tiene el carácter de poder de dominación estatal
(Herrsckafts o Staatsgewalt) (Jellinek, L'État moderne, ed. francesa, vol. i, pp. 531 ss.). Por eso
Laband (loe. cit., vol. I, pp. 135-137, 157; cf. Esmein, Éléments, 53 ed., p. 8) niega a la
confederación toda potestad legislativa, así como el poder de tener una administración propia y de
hacer cumplir leyes por sí misma. Le Fur, por el contrario (op. cit., p. 723) sostiene que "la
naturaleza de la confederación de Estados no excluye de niiigún modo una acción directa del
poder central sobre los individuos". Sostiene también que las confederaciones pueden ejercer
atribuciones legislativas (pp. 508 ss.) y que no podrían prescindir de la potestad ejecutiva (pp. 723
y 507). Por lo tanto este autor, aun reconociendo que las confederaciones no son Estados (pp. 498
ss.), declara que pueden poseer una organización completa en el triple aspecto legislativo,
ejecutivo y judicial (p. 721).
Todas estas divergencias en la doctrina provienen en parte de la dificultad de concebir
teóricamente y sobre todo de asegurar prácticamente el funcionamiento de esta formación
federativa, en la cual, por una parle, los Estados confederados permanecen soberanos y por otra
104

104 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [35

del Estado federal, por el contrario, es sumamente compleja y difícil de construir.


Esta complejidad proviene de que, bajo cierto aspecto, el Estado federal aparece
como un Estado unitario, mientras desde otro punto de vista se presenta como
una agrupación federativa de Estados, inferiores, es cierto, a 61 mismo, pero que
sin embargo participan esencialmente en su potestad y concurren a formar, con
sus voluntades particulares, su voluntad de Estado. La coexistencia de estos dos
caracteres opuestos, en el Estado federal, y la dificultad de conciliarios en una
definición que los tenga en cuenta a ambos a la vez, ha sido origen, en la literatura
actual, de múltiples y divergentes doctrinas respecto a la naturaleza jurídica de
esta especie de Estado.
Se ha observado antes (p. 100) que la agrupación de varios Estados en una
simple confederación sólo establece entre ellos una unión contractual e
internacional, mientras que en el Estado federal la agrupación de Estados origina
por encima de éstos una unidad estatal nueva y distinta. Se puede tener la
tentación de buscar el fundamento de esta diferencia esencial entre las dos
formaciones federativas en la idea de que, si bien la una consiste en una mera
sociedad entre los Estados confederados, la otra se analiza corno una corporación
de Estados, es decir, en una unión corporativa cuyos miembros son
exclusivamente los Estados confederados, hallándose la colectividad formada por
éstos, por efecto mismo de su organización estatutaria, reducida a un cuerpo de
Estados unificado. En otros términos, la distinción entre la confederación de
Estados y el Estado federal correspondería pura y simplemente a la oposición
general y elemental que en repetidas ocasiones ha sido señalada entre la
sociedad mera relación de derecho, y la corporación, persona organizada. Del
mismo modo, en efecto, que hay lugar a distinguir entre individuos dos
formaciones diferentes, la de sociedad contractual y la de corporación estatutaria,
constituyendo esta última una persona jurídica mientras que la primera sólo
implica un lazo de derecho entre asociados (ver np 12, supra), asimismo también
se ha sostenido que las agrupaciones federativas entre Estados pueden afectar la
forma, ya sea de una simple sociedad internacional regida por ti tratado estipulado
entre los Estados confederados, bien de una corporación de Estados organizada
por una Constitución federal y regida, como tal, por los principios del derecho
público constitucional. Esta es la tesis que sostiene en particular Laband (op. cit.,
ed. francesa, vol. i, pp. 98 ss., vol. II, p. 568. Ver con el mismo objeto Polier y de
Marans, Théorie des États composés, pp. 13 ss.). Este autor califica a la
confederación de Estados como unión en forma de
69

35] POTESTAD DEL ESTADO 105

parte no existe potestad central que se ejerza directamente sobre los súbditos de aquéllos. Por ello
la confederación de Estados no ha logrado mantenerse de un modo durable en ninguna parte (Le
Fur. op. cit.. p. 735; Jellinek, op. cit.. ed. francesa, vol. n, p. 540).
105

sociedad, y al Estado federal como unión en forma corporativa: sólo ve en la


primera una relación de derecho entre Estados miembros, y caracteriza al
segundo como una corporación de Estados, o más exactamente como un "Estado
de Estados".11 Por ello se debe entender que, a diferencia del Estado unitario que
está formado por ciudadanos, el Estado federal tiene exclusivamente Estados
como unidades componentes. En lo que concierne especialmente al Estado
federal alemán, Laband (loc.cit., vol. i, p. 162) dice que no son los ciudadanos
alemanes quienes forman los miembros del Imperio, sino los Estados alemanes
mismos, y sólo ellos: "El Imperio alemán no es una persona jurídica de 50 millones
de miembros, sino de 25 miembros."
Esta manera de definir al Estado federal, por más que ofrece una explicación
seductora del contraste entre este Estado y la confederación, y aunque se concilie
bastante bien con el hecho de que, por su participación en el ejercicio de la
potestad estatal federal, los Estados confederados desempeñan en el Estado
federal un papel comparable al de los ciudadanos en una república democrática
unitaria, debe sin embargo ser rechazada.
La teoría de Laband contiene ante todo una contradicción indudable. Según este
autor, la característica del Estado federal es tener a Estados por miembros.
Considerados, por una parte, en sus relaciones con sus respectivos subditos, los
Estados confederados son efectivamente Estados, puesto que tienen sobre esos
subditos una potestad de dominación estatal. Considerados, por otra parte, en sus
relaciones con el Estado federal, los Estados confederados continúan aún siendo
Estados, sólo que Estados miembros de un Estado superior, y como tales,
subditos del Estado federal. "El Estado particular —dice Laband (loc. cit., p. 104)—
es dominador si se mira hacia abajo; subdito si se mira hacia arriba." Por lo tanto,
según Laband, el Estado federal es una corporación de Estados en el sentido de
que los Estados miembros conservan, incluso en su cualidad de subditos del
Estado federal, su carácter de Estados. Pero —como lo hace notar con acierto
Jellinek, loe. cit., vol. n, pp. 545 55.— por cuanto, precisamente, que los Estados
confederados se hallan sometidos a la potestad dominadora del Estado federal, se
hace imposible considerarlos como Estados. La característica del Estado, en
efecto, es ser dominador y no subdito. El Estado confederado aparece, pues,
realmente como un Estado, en la medida en que tiene sobre sus propios subditos
un poder de dominación; por el contrario, en la medida en que aparece colocado
bajo la dominación federal, pierde la cualidad de Es-
70

4
Cf. lo que dice Montesquieu (Esprit des lois, lib. ix, cap. i) a propósito de la "república federativa":
"Esta forma de gobierno es una convención por la cual varios cuerpos políticos consienten en
convertirse en ciudadanos de un Estado más grande que quieren formar."
106

106 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [35

tado y no aparece ya sino como una simple provincia del Estado federal. Bajó este
aspecto la cualidad de Estado es inconciliable con la de súbdito del Estado
federal. Por cuanto son subditos del Estado federal, los Estados confederados no
pueden ser a la vez Estados. El concepto de un Estado de Estados es, pues,
contradictorio en sí mismo.
Pero además la doctrina de Laband, incluso si explicara convenientemente la
relación de sujeción del Estado confederado respecto del Estado federal, seguiría
inadmisible por razón de que es impotente para explicar la relación de sujeción
que existe entre el Estado federal y los subditos de los Estados particulares, así
como la potestad y la acción directa que pertenecen al Estado federal respecto a
estos subditos. Según la teoría que caracteriza al Estado federal como una
corporación de Estados, en efecto, los Estados confederados deben considerarse
como siendo ellos solos los miembros propiamente dichos del Estado federal, el
cual desde luego no podría lógicamente poseer y ejercer acción dominadora sobre
el territorio y los subditos de los Estados confederados sino por mediación de
estos Estados. La teoría de Laband se funda, como lo dice él mismo (loc. cit., pp.
104 ss.), sobre la idea de "mediatización" de los Estados. El Estado federal no
podría, pues, mandar más que a los Estados particulares, los cuales a su vez
impondrían a sus nacionales las decisiones federales. Se recaería así en el
régimen de la confederación de Estados. Los hechos desmienten completamente
esta teoría de la mediatización. En primer lugar, no puede conciliarse con el hecho
de que todas las Constituciones federales conceden al pueblo federal,
considerado en su conjunto e independientemente de su repartición entre los
Estados confederados, cierta participación inmediata en el ejercicio de la potestad
federal o en todo caso la creación de órganos de esta potestad. Si el Estado
federal tuviera exclusivamente por miembros los Estados particulares, éstos
deberían también participar ellos solos en la potestad federal, y no se ve a qué
título el cuerpo federal de los ciudadanos podría ser llamado por su propia cuenta
a tomar parte en ella. En sentido inverso, se observa en el Estado federal que el
territorio y los nacionales de los Estados particulares se encuentran sometidos de
una manera inmediata a la dominación federal:5 las leyes federales, por ejemplo,
ejercen directamente su imperio sobre los territorios y los individuos que dependen
respectivamente de los Estados particulares, sin que sea necesario para ello que
hayan sido confirmadas, decretadas o promulgadas por dichos Estados;
71

5
Este poder de dominación directa sobre los subditos de los Estados particulares es con seguridad
uno de los signos característicos del Estado federal. Sin embargo no es exacto pretender, como lo
hace G. Meyer (op, cit., 6" ed., pp. 43 ss.), que este poder directo forma el criterio único de la
distinción entre Estado federal y confederación.
107

35] POTESTAD DEL ESTADO 107

aun más, las autoridades federales pueden hacer ejecutar por sí mismas, en los
territorios de los Estados confederados, las decisiones dictadas por el Estado
federal.6 En una palabra, los subditos y territorios que dependen de la potestad
particular de los Estados confederados son a la vez, e inmediatamente, subditos y
territorios propios del Estado federal. Y, además, no podría ser de otra manera,
pues un Estado no puede concebirse sin un territorio y unos subditos que le
pertenezcan en propiedad 7
72

6
Contra esos argumentos, Lahand (Deutsches Reichtsstaatsrechl, 1907, p. 20, texto y n. 1) alega
para el Imperio alemán que por regla general el Imperio deja a los Estados particulares la tarea de
proseguir, por su propia potestad y coacción, la ejecución de las leyes o decisiones federales sobre
el territorio y contra los subditos de dichos Estados particulares. En esto al menos —dice este autor
—se manifiesta la mediatización que caracteriza al Estado federal. Pero, por una parte, el mismo
Laband (loe. cit.; cf. Droit puhlic de l'Empire allemand, ed. francesa, vol. i, p. 136) admite en cierto
grado la existencia de una potestad directa de ejecución del Imperio, y por lo tanto esta concesión
basta para echar abajo su teoría de mediatización, pues implica el reconocimiento de un lazo de
sujeción inmediato entre el Estado federal y los subditos de los Estados particulares. Por otra
parte, se debe observar que la potestad de hacer ejecutar las leyes del Estado federal se ejerce
por los Estados particulares, como colectividades que poseen un poder de administración propio
(Laband, op. cit., ed. francesa, vol. i, pp. 171 ss.). Cuando los Estados particulares ejercen poderes
administrativos bajo el imperio y en ejecución de las leyes establecidas por el Estado federal, no se
debe habla de mediatización, sino de descentralización. Como lo indica Le Fur (op. cit., p. 647),
esta descentralización no es de ningún modo especial de los Estados federales, sino que se
encuentra también en los Estados unitarios. Cada vez que un Estado, unitario o federal, se limita,
en las materias de su competencia, a formular las reglas legislativas y abandona la ejecución de
dichas leyes a autoridades locales, se produce sencillamente con ello descentralización
administrativa. Cabe sin embargo hacer notar, en este aspecto, la diferencia siguiente entre el
Estado unitario y el Estado federal: en el Estado unitario, la colectividad subalterna, dotada de un
poder de administración propio, sólo pudo adquirir dicho poder por efecto de una delegación de
imperium proveniente del Estado del cual depende. En el Estado federal, por el contrario, al tener
cada Estado confederado un imperium propio, le basta al Estado federal recurrir a ese imperium
local cuando quiera utilizarlo en provecho propio para la ejecución de sus propias leyes o
decisiones. A este respecto, es realmente por su condición de Estados por lo que los Estados
particulares son llamados a hacer ejecutar las decisiones del Estado federal por sus propias
autoridades. Entiéndase bien que esta ejecución tiene lugar bajo la vigilancia del Estado federal.
Pero no ocurre siempre así: hay cometidos que el Estado federal ha podido reservarse para sí, y
que desempeña integralmente por sí mismo, quedándose así, a la vez, con la legislación y la
ejecución administrativa. En Suiza, por ejemplo, la Confederación se ha atribuido todo lo
concerniente a los asuntos extranjeros, las aduanas, la moneda, el correo y el telégrafo
(Constitución de 1874, arts. 8 y 102-89, 28, 36, 38). Estas actividades quedan centralizadas, y
respecto a ellas los Estados particulares se encuentran completamente desposeídos y colocados
fuera de funciones. 7 A este respecto se debe observar que el territorio del Estado federal no
coincide necesariamente con la totalidad de los territorios particulares de los Estados
confederados. Así es como en Alemania el territorio de Imperio comprende a Alsacia-Lorena
además de los territorios de los Estados alemanes. Y esto prueba también debidamente que el
Estado federal no es un Estado de Estados, sino realmente un Estado superpuesto a los Estados
confederados.
108

108 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [35

(ver para la crítica de la teoría de Laband: Le Fur, op. cit., pp. 640 ss.; O. Mayer,
Droit administratif allemand, ed. francesa, vol. iv, p. 367; Jellinek, loc. cit., vol. n,
pp. 54555.; G. Meyer, op. cit., 6* ed., pp. 43-44, texto y n. 4, así como a los
autores citados en esta nota).
73

Sobre este punto, sin embargo, se han suscitado algunas dudas. En la teoría que define al Estado
federal como Estado de Estados, hay que reconocer, en efecto, que Alsacia-Lorena, al caer bajo la
dominación del Imperio, no ha sido, propiamente hablando, incorporada a éste ni se ha convertido
en parte integrante del mismo. El Imperio, ai anexionarse Alsacia-Loreria, conservó intacta su
consistencia anterior, tanto desde el punto de vista de su pueblo y de su territorio como en el
aspecto de su organización de potestad. La consistencia y la estructura del Imperio no han podido
modificarse por la anexión del país alsaciano-lorenés, puesto que el Imperio es un compuesto de
Estados y Alsacia-Lorena no es un Estado; no ha podido, pues, entrar en la composición de dicho
Imperio. Este puntó de vista acaba de ser formalmente fixpuesto y defendido por Redslob,
Abhangige Lcinder. pp. 125 su., que —a pesar de las reservas que presenta respecto al concepto
de Estado de Estados fibid., p. 64)— declara que Alsacia-Lorena se encuentra en el Imperio como
"un cuerpo extraño'': depende evidentemente de dicho Imperio, desde el momento en que está
sometida a su dominación, pero no forma parte de él, ni es uno de sus elementos constitutivos. Y
este autor llega incluso a sostener (p. 129) que a pesar de la ley imperial de 25 de junio de 1873,
que introdujo la Constitución del Imperio en Alsacia-Lorena, dicha Constitución no se encuentra de
ningún modo vigente en ese país. Porque —dice— no solamente el Imperio se ha constituido sin el
concurso de Alsacia- Lorena y fuera de ella, sino que también su Constitución fue hecha con miras
a confederar colectividades territoriales que ya estaban organizadas en Estados, por lo cual dicha
Constitución es inaplicable y no pudo hacerse extensiva a Alsacia-Lorena, al no ser ésta sino un
territorio conquistado y no un Estado (cf. Laband, op. cit.. ed. francesa, vol. n, pp. 567 ss.). Esta
tesis no es aceptable. Si tuviera fundamento habría que admitir que las poblaciones anexionadas
no han sido reunidas al pueblo alemán y permanecen fuera de él. Y parece en efecto que pueda
argumentarse en el sentido del art. 1° de la ley im perial de 1' de junio de 1871, que declara en
principio que la adquisición de la cualidad de ciudadano del Imperio está ligada a la adquisición de
la cualidad de ciudadano de un Estado confederado y depende de esta última. Pero entonces,
¿cómo explicar que el pueblo de Alsacia-Lorena participa de los derechos del pueblo alemán, por
ejemplo, en lo que concierne al nombramiento colectivo ¿el Reichstag? Asimismo, la teoría del
Estado de Estados implicaría que el territorio alsaciano- lorenés, igual en esto a los Schutzgebiete
alemanes, no forma parte de la extensión de suelo que fue delimitada por la Constitución del
Imperio como formando la base territorial de la personalidad estatal de este último. Alsacia-Lorena
quedaría así como un territorio especial, separado del del Imperio (ver para los Schutzgebiete,
Laband, loe. cit., vol. II, pp. 690 ss.).De hecho la Constitución que fundó el Imperio establece en
principio en su art. P que el territorio federal está formado por los territorios de los Estados
confederados que dicha Constitución enumera limitativamente. Pero entonces ¿qué sentido lógico
tendrían el art. 1" de la ley imperial de 9 de junio de 1871, que realiza la reunión (Vereinigung) de
Alsacia y Lorena al Imperio, así como el art. 2 de la ley imperial de 25 de junio de 1873, que
especifica que el territorio de Alsacia-Lorena queda incorporado al territorio federal? ¿Y cómo
podría explicarse que las leyes federales elaboradas para el Imperio rijan inclusive a Alsacia-
Lorena y sean directamente, y con pleno derecho, aplicables a su territorio? ¿No habría de decirse
de dichas leyes federales lo que Redslob sostiene a propósito de la Constitución del Imperio, o sea
que no pueden extenderse a Alsacia-Lorena como leyes federales y que sólo pueden tener fuerza
en dicho país como leyes especiales del mismo? La verdad es que el
109

36] POTESTAD DEL ESTADO 109


36. Descartada la idea de corporación de Estados, ¿cómo debe caracterizarse al
Estado federal? Para determinar la naturaleza de este Estado es esencial
observar que en su Constitución entran a la vez un principio unitario y un principio
federativo. El Estado federal es a la vez un Estado y una federación de Estados.
Por una parte tiene algo de Estado unitario, y por ello se distingue de la
confederación de Estados; por otra parte está formado de Estados múltiples
ligados entre sí por un lazo federativo y por ello se diferencia del Estado unitario.
Hay que examinar sucesivamente estos dos aspectos del Estado federal.
A, El Estado federal se presenta ante todo bajo un aspecto unitario. Un Estado
federal puede formarse de dos maneras: por la unión de Estados anteriormente
independientes, y por el parcelamiento de un Estado anteriormente unitario. Si se
razona en particular sobre el primer caso, se puede decir que la formación del
Estado federal implica la unificación de los múltiples territorios de los Estados
confederados en un nuevo territorio estatal que es el del Estado federal, y además
la unificación de las diversas naciones comprendidas respectivamente en los
Estados confederados en un cuerpo nacional superior y global que es la nación
federal. Desde el punto de vista político, en efecto, la aparición
74

país anexionado no puede caracterizarse como "cuerpo extraño" respecto al Imperio. La


calificación de "Reichsland" aplicada a este país no significa solamente que Alsacia-Lorena se halla
sometida a la dominación del Imperio, como dependencia exterior de éste, sino que debe
entenderse también en el sentido de que Alsacia-Lorena se ha convertido en parte integrante del
Imperio por el hecho de su reunión a él. El Imperio no la posee como un territorio o una
corporación situada fuera de él, sino que es un elemento del territorio del Imperio y está
incorporada al mismo. El término "país de Imperio" se emplea para marcar, además, que Alsacia-
Lorena forma parte del Imperio, por cuanto se considera a éste como constituido por un solo
pueblo, formado por un solo territorio y poseedor de una potestad unificada. Alsacia- Lorena es
país de Imperio en el sentido de que queda fuera de la formación federativa especial establecida
entre los Estados alemanes desde antes de su reunión al Imperio. Como país de Imperio, ocupa en
este Imperio una situación análoga a la que pudiera ocupar "una provincia en un Estado unitario.
Sin duda se resiente fuertemente, hasta en esta situación, del hecho de que el Imperio es un
Estado federal y así por ejemplo se encuentra, como el resto del Imperio, regida por un órgano
supremo, el Bundesrat, que es una reunión de Estados confederados. Sin duda también, el
Imperio, al no tener organización propia para los asuntos no federales, se ha visto en la necesidad,
para aquellos asuntos concernientes en particular a Alsacia- Lorena, de crear órganos especiales,
como por ejemplo el Landesausschuss de antes de 1911 o el Landtag actual, que al ser llamados a
tratar de los asuntos especiales del Reichs- and, tomaban así un carácter análogo al de los
órganos particulares que pertenecen respectivamente a los Estados confederados. Pero por otra
parte, y a diferencia de estos Estados, Alsacia-Lorena no entra como elemento especial en la
estructura federativa del Imperio ni siquiera desde que la ley de 31 de mayo de 1911 le concedió
tres votos en el Bundesrat, pues sus apoderados en el Bundesrat no reciben instrucciones de ella).
Los Estad os alemanes forman parte del Imperio como miembros componentes de un Estado
federativo. Alsacia-Lorena forma parte de dicho Imperio como dependencia interna de un todo
unificado.
110

110 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [36

del Estado federal responde a las aspiraciones unitarias de pueblos que, bien sea
porque han tenido conciencia de sus afinidades o bien porque aspiran a un
aumento de potestad, tienden a reunirse en una sola y misma población nacional.
Desde el punto de vista jurídico el Estado federal, tomado en sí mismo y
considerado en el ejercicio de la competencia que le asigna en propiedad la
constitución federal, se asemeja a un Estado unitario en que —como lo observa
Jellinek (loe. cit., voí. u, pp. 542- 543 y 546-547—, en la medida de esta
competencia federal, las separaciones y fronteras que existen entre los Estados
particulares desaparecen: por cuanto están sometidos a la potestad general, los
territorios y poblaciones múltiples de estos Estados no forman más que un
territorio y un pueblo únicos. Más aún, en la medida de la competencia federal, los
Estados, particulares se desvanecen, pues por cuanto sus subditos y territorios se
hallan sometidos a la potestad directa del Estado federal, dejan por ello de ser
Estados, como no son Estados los municipios o provincias de un Estado unitario
(cf. G. Meyer, op. cit., & ed., p. 46). Bajo este primer aspecto, pues, no se puede
considerar como Estados a los Estados particulares, ni al Estado federal como un
Estado de Estados. Bajo otro aspecto, por el contrario, los Estados particulares se
distinguen esencialmente del municipio o de la provincia, y por lo tanto el Estado
federal se diferencia, él también, del Estado unitario. La diferencia capital entre los
unos y los otros proviene de que, para todas aquellas materias que no han sido
reservadas a la competencia especial del Estado federal, los Estados particulares
conservan, con la organización estatal que les es propia, la facultad de
determinarse libremente a sí mismos su propia competencia: en esto sí son
Estados. Desde el punto de vista político, en efecto, el tipo de Estado federal
responde al hecho de que los diversos pueblos que componen ese Estado han
querido, aun unificándose con él en ciertos aspectos, conservar por lo demás su
parcelación y organización en agrupaciones estatales particulares, agrupaciones
que conservan desde luego el poder de extender su competencia a todas las
materias que no se han convertido en federales. Desde el punto de vista jurídico,
la constitución federal reconoce a estas agrupaciones particulares como
verdaderos Estados, por cuanto admite que cada una de ellas tiene el derecho de
organizarse y de fijar su competencia por sí misma, y además por cuanto admite
que este derecho se funda en su propia potestad y no en una delegación
proveniente del Estado federal. En esta esfera, por lo tanto, el Estado particular se
comporta como un Estado ordinario (Jellinek, loe. cit., p. 547); solamente que,
estando su competencia limitada por la de] Estado federal, es claro que no es un
Estado soberano. En todo lo que acaba de decirse no se descubre ninguna razón
que
111

36] POTESTAD DEL ESTADO 111

permita sostener que la relación entre el Estado federal y los Estados particulares
se descomponga en una relación de Estado a subditos, o también de Estado
compuesto a Estados miembros. Considerados en el ejercicio de su respectiva
competencia, el Estado federal y el Estado particular aparecen, al contrario, como
dos agrupaciones estatales distintas, que no se combinan entre sí. Por una parte
el Estado federal, en la esfera de su competencia, manda sobre el territorio y a los
subditos de los Estados particulares directamente, sin que sus órdenes precisen
pasar por la mediación de estos Estados. En este sentido, se comporta con estos
últimos, no ya como respecto a Estados, sino como lo haría un Estado unitario con
relación a sus subdivisiones territoriales. Y por otra parte, el Estado particular, en
la medida en que su organización y su competencia no dependen sino de él
mismo, actúa, no ya como la provincia de un Estado unitario, ni mucho menos
como miembro de un Estado superior, sino que en esta medida actúa de la misma
manera que un Estado independiente. En estas condiciones no se podría suscribir
en todo punto y sin reservas la doctrina de ciertos autores (ver por ejemplo Le Fur,
op. cit., pp. 639-640, cf. pp. 609 y 643), que afirman de un modo absoluto que el
Estado federal tiene por miembros y subditos especiales, además de los
individuos que componen el pueblo federal, a los Estados particulares. Esta
afirmación no es completamente exacta. La verdad es que, si los Estados
particulares entran en la composición del Estado federal por cuanto le
proporcionan su territorio y su pueblo, al menos estos Estados no aparecen, bajo
ciertos aspectos, ni como subditos ni como miembros del Estado federal. En
cambio se puede decir con toda exactitud con Le Fur (op. cit., pp. 615-616) que en
el Estado federal aparece un único y mismo pueblo organizado en dos
formaciones estatales distintas: por una parte el Estado federal, que comprende a
este pueblo en su conjunto, y por otra parte los Estados particulares, que
comprenden este mismo pueblo organizado y repartido en agrupaciones estatales
especiales y separadas. Por lo tanto parece que la verdadera calificación que
debe darse —'según lo que se ha dicho hasta hoy— al Estado federal en sus
relaciones con los Estados particulares, no sea precisamente la de Estado
compuesto, sino la de Estado yuxtapuesto o mejor aún superpuesto a las
agrupaciones estatales particulares. La idea de superposición es más exacta,
porque siendo el Estado federal dueño de determinar y extender su competencia
en detrimento de la competencia de los Estados particulares, posee así con
respecto a estos últimos una potestad de un grado superior. Pero, bajo esta
reserva, hay lugar a resumir las observaciones recogidas hasta ahora, diciendo
que el Estado federal y los Estados particulares funcionan cada uno por su lado
como Estados ordinarios, y también como Estados independientes entre sí.
112

112 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [36-37

Se podrá objetar, sin embargo, que el Estado federal tiene, sobre los Estados
particulares que comprende, poderes de idéntica naturaleza que aquellos que
pertenecen a un Estado respecto de sus miembros. Posee sobre ellos, por
ejemplo, un poder jurisdiccional en virtud del cual los conflictos que pueden surgir,
bien sea entre los Estados particulares o bien entre uno de estos Estados y el
mismo Estado federal, son resueltos por la autoridad federal (Const. suiza, arts.
110 y 113; Const. de los Estados Unidos, cap. ni, sec. 2, art. 1'; Const. del Imperio
alemán.art. 76), que estatuye como tribunal federal, con un poder superior que
ejerce en nombre del Estado federal, exactamente como en un Estado unitario
estatuyen los tribunales sobre los litigios que surgen entre dos ciudadanos o entre
un ciudadano y el Estado. Pero esta potestad del Estado federal sobre los Estados
particulares no implica de ningún modo que éstos sean sus miembros y sus
subditos en las mismas condiciones que los ciudadanos de un Estado unitario son
miembros y subditos de este Estado. Los poderes del Estado federal pueden
explicarse fácilmente por otra razón. Es muy natural, en efecto, que el Estado
federal, por razón de la potestad estatal que posee sobre todo su territorio, ejerza
su dominación sobre los Estados que existen dentro de él, tal como un Estado
unitario ejerce su potestad sobre las agrupaciones o colectividades personalizadas
que existen en el seno de su población, sin que por ello estos grupos o
colectividades formen, por encima de los ciudadanos, miembros propiamente
dichos del Estado unitario. Del mismo modo que los grupos parciales que están
bajo la dominación de un Estado unitario no pueden considerarse como unidades
componentes de este Estado, así también el hecho de que los Estados
particulares estén en algunos aspectos sometidos a la dominación federal no
basta por sí solo a demostrar que sean miembros del Estado federal
conjuntamente con los ciudadanos federales.8
37. B. Hasta ahora no ha aparecido, ni el aspecto federativo del Estado federal, ni
la relación de federación que une entre sí a los Estados particulares, y por lo que
el Estado superior en el cual se hallan comprendidos lleva el nombre de Estado
federal. Según la opinión corriente (Le Fur, op. cit., pp. 600 ss., 682; Jellinek, loe.
cit., vol. n, pp. 243, 540-
75

8 Estas observaciones tienden a demostrar que las dos cualidades de subdito y de miembro del
Estado no están ligadas una con otra, sino que son independientes. Toda persona colectiva
situada en el territorio del Estado está sometida a su dominación, y constituye en este se o un
subdito que depende de su potestad, aunque no sea un miembro especial o elemento componente
del Estado. A la inversa, según la teoría antes citada (n' 35) de Laband, que caracteriza al Estado
federal como un Estado de Estados, los subditos de los Estados confederados son subditos del
Estado federal, aunque no sean miembros de éste. Es lo que dice expresamente Laband
(Staatsrecht des deutschen Reiches, 5* ed., vol. i, p. 97 n.) para el Imperio alemán.
113

37-38] POTESTAD DEL ESTADO 113


541, 543-544), el carácter federativo de este Estado se manifiesta en la
organización especial y federativa de su potestad estatal. El signo distintivo del
Estado federal, a este respecto, consiste en efecto en que los Estados particulares
son llamados como tales a participar en su potestad y a concurrir a la formación de
su voluntad. No ya sin duda en el sentido de que la voluntad federal se confunda
con aquélla, incluso unánime,9 de los Estados confederados: si así fuera, el
Estado federal no se distinguiría de la confederación de Estados y no dejaría de
ser un Estado, pues cualquier Estado no puede existir sino con la condición de
poseer voluntad propia o más exactamente órganos propios de su voluntad. Pero
los Estados particulares participan en la potestad federal porque precisamente son
llamados por la constitución federal a ser órganos del Estado federal. Esta
participación es una condición esencial del Estado federal: el mismo nombre de
este Estado implica en sí federalismo. Además, es por su condición de Estados
por lo que los Estados particulares reciben de la constitución federal el derecho a
participar, como órganos, en la formación de la voluntad federal (ver
especialmente Jellinek, loc. cit.,p. 556).
El primer punto a dilucidar es el de saber en qué medida son órganos del Estado
federal. A este respecto se observa que el Estado federal posee órganos de tres
clases. 38. a) En todo Estado federal se hallan ante todo ciertos órganos que no
tienen lazos especiales con los Estados confederados y que no podrían en ningún
sentido considerarse como realizando una verdadera participación de estos
Estados en la potestad federal. Son pura y simplemente órganos constitucionales
del Estado federal y la organización de éste, bajo este aspecto, es igual a la de un
Estado unitario (Jellinek, loc.cit., vol. II, p. 544; Le Fur, op. cit., pp. 614 ssj. Estos
órganos corresponden en efecto a la unidad estatal que existe en el Estado federal
y que debe encontrar en él su expresión en la organización de su potestad, así
como se ha comprobado antes esa unidad en cuanto a los otros dos elementos de
este Estado: la población y el territorio. Los órganos de esta primera categoría
pueden ser, bien un jefe de Estado hereditario,10
76

9
Así es como, incluso en el Imperio alemán en que los Estados confederados son el órgano
supremo y único del Estado federal, la voluntad unánime de los Estados o gobiernos confederados
carecería de poder para crear una ley o para revisar la Constitución sin el asentimiento previo del
Reichstag.
10
Este jefe del Estado no puede calificarse como monarca. Hay que reconocer, en efecto, que el
Estado federal no puede conciliarse con la monarquía propiamente dicha. Porque, en esta clase de
Estado, el órgano supremo no puede ser un monarca, sino que el órgano federal supremo ha de
ser necesariamente, o bien el cuerpo de los ciudadanos, es decir, el pueblo federal tomado en su
conjunto, o la colectividad de los monarcas, senados o pueblos, que son respectivamente los
órganos supremos de los Estados particulares, o también, finalmente, en un
114

114 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [38

bien un presidente traído por la elección del cuerpo federal de los ciudadanos,
bien un consejo ejecutivo federal, o bien el cuerpo mismo de los ciudadanos en
países como Suiza, en los cuales los ciudadanos son llamados a gobernarse
directamente. Además, existe en todo Estado federal una asamblea legislativa
elegida por todos los ciudadanos activos que comprende ese Estado.
En lo concerniente a este primer grupo de órganos, no puede pretenderse que
proporcione a los diversos Estados particulares un medio de participar, como la
les, directamente y cada uno distintamente, en la potestad superior del Estado
federal. Bien es verdad que los Estados particulares no permanecen totalmente
extraños a la creación de los órganos de esta primera clase; es posible que
contribuyan en cierta medida a la formación de algunos de ellos, o al menos es
poco común que los Estados particulares no sean tomados en consideración en lo
absoluto para la formación de esos órganos. En los Estados Unidos, por ejemplo,
la Constitución (cap. II, sec. P, art. 2) dice que, para la elección del Presidente de
la Unión, cada Estado nombrará tantos electores como senadores y
representantes puede enviar al Congreso; y añade este texto que corresponde a
los Estados fijar por sus propias leyes las reglas según las cuales serán
nombrados los electores presidenciales. En Suiza, el Consejo federal es
nombrado por la Asamblea federal (Const. de 1874,art. 96), que comprende un
Consejo de los Estados compuesto de miembros elegidos en números iguales por
cada uno de los cantones. Así pues, los Estados particulares tienen la mayor parte
de las veces cierto papel que desempeñar en el nombramiento de los órganos del
Estado federal. Y en este sentido pudo decir ya Jellinek (loe. cu., vol. n. p. 540; cf.
G. Meyer, op. cit., & ed., p. 46) que la potestad del Estado federal, al menos
considerada en su organización, "proviene de los Estados que lo componen". Mas
no resulta de ello que, por los órganos de esta primera categoría, posean los
Estados particulares una participación efectiva en la creación de la voluntad
federal, pues a decir verdad ni siquiera existen relaciones directas entre esos
órganos y los Estados particulares. Esta ausencia de enlace es patente sobre todo
en lo que se refiere a la Cámara federal popular. Evidentemente, para la elección
de esta
77

sentido complejo y doble, estos dos conjuntos reunidos. Ver a este respecto Laband, op. cit.,ed.
francesa, vol. i, p. 162: "El Imperio alemán no es una monarquía; la soberanía del Imperio reside en
todos los miembros del Imperio, pero no en el emperador". Jellinek (loc. cit.,vol. n, pp. 462 y 464)
declara que "el Imperio alemán, en el que la dominación pertenece a la colectividad de los
gobiernos confederados, entra en el tipo del régimen republicano". O. Mayer (Archiv für óffentl.
Recht, 1903, pp. 337 ss.) llega más lejos aún, y pretende que el Estado federal verdadero y
perfecto sólo puede establecerse en un medio republicano, como Suiza y los Estados Unidos (cf.
Zorn, Staatsrecht des deutschen Reiches, 2" ed., vol. I, pp. 39 ss. Ver sin embargo Le Fnr, op. cit.,
pp. 624 ss.).
115

38] POTESTAD DEL ESTADO 115

Cámara, el Estado federal emplea como electores a los ciudadanos de los


Estados particulares.11 Ahora que estos electores votan, no como ciudadanos de
los Estados particulares, sino como miembros del Estado federal (Laband, op. cit.,
ed. francesa, vol. i, p. 441). El Reichstag alemán, el Consejo nacional de Suiza, la
Cámara de representantes de los Estados Unidos, son órganos que realizan la
unidad nacional federal. Estas asambleas son elegidas por el pueblo federal
tomado en su conjunto y considerado como cuerpo de población unificada. Es por
lo que los Estados particulares no tienen derecho a enviar a estas asambleas un
número igual y determinado de diputados, sino que este número depende de la
cuantía de su población respectiva, y es la Constitución o la legislación federal la
que fija el número de habitantes al que le corresponde elegir un diputado (Const.
suiza, art. 72; Const. de los Estados Unidos, enmienda XIV, sec. 2). Asimismo, a
la Constitución federal corresponde normalmente regular la forma de elección, las
condiciones de elegibilidad y capacidad electoral para la formación de esta
asamblea.12 Así es como en Alemania la Constitución del Imperio ha establecido
para la elección del Reichstag el sufragio universal y directo, que en 1871 era
desconocido por las legislaciones electorales de los Estados alemanes. Sólo se
tiene en cuenta la repartición de la población entre los Estados particulares en un
punto: las circunscripciones electorales están recortadas de tal modo, en efecto,
que ninguna de ellas comprenda partes de territorio de Estados diferentes (Const.
suiza, art. 73; Const. del Imperio alemán, art. 20). Con la reserva anterior, los
Estados particulares no se toman generalmente en consideración para la
formación de la Cámara federal popular. Las mismas observaciones han de
aplicarse al cuerpo federal de ciudadanos en los países de democracia directa,
como Suiza, donde el pueblo federal, tomado en su conjunto, sin tener en cuenta
su repartición en los cantones, forma el órgano legislativo supremo de la
Confederación. Por lo tanto el Estado federal, en lo concerniente a esta parte de
su organización, conserva la fisonomía de un Estado unitario. Laband incurre,
pues, en inexactitud cuando caracteriza al Estado federal diciendo
78

11
Esto no significa que para ser admitido a concurrir a la elección de la Cámara federal popular
sea necesario ser ciudadano de un Estado particular o poseer en él con anterioridad los derechos
electorales. Desde 1874, por ejemplo, y en virtud de la ley imperial de 25 de junio de 1873, la
población de Alsacia-Lorena nombra diputados al Reichstag, y no podría ser de otra manera,
puesto que forma parte del pueblo alemán. Los electores alsaciano-loreneses, sin embargo, no son
ciudadanos de ninguno de los Estados confederados (cf. Laband, op. cit.,ed. francesa, vol. n, pp.
585 ss.).
12
En los Estados Unidos, sin embargo, la Constitución federal (cap. i, sec. 2, art. 1) hacedido a los
Estados de la Unión el poder de regular por sus leyes particulares las condiciones de los derechos
electorales para el nombramiento de la Cámara de Representantes.
116

116 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [38-39

(loe. cit., vol. I, p. 106) que en dicho Estado la potestad estatal pertenece a la
colectividad de los Estados confederados. Esta aseveración, en todo caso, es
demasiado absoluta, puesto que existen en el Estado federal cierto número de
órganos que se refieren al aspecto unitario de este Estado y que no proporcionan
a los Estados particulares ninguna participación verdadera en la potestad federal.
E incluso si los Estados particulares intervienen en cierta medida en la formación
de algunos de ellos, como se ha visto antes, no por ello es menos evidente que los
órganos de esta especie no son de ningún modo órganos que representen a estos
Estados, sino exclusivamente órganos de decisión propios del Estado federal.
39. b) El aspecto federativo del Estado federal empieza a manifestarse de una
manera bien clara en una segunda clase de órganos federales, que tienen lazos
particulares con los Estados confederados, pero de los cuales no cabría sin
embargo afirmar que tengan por objeto absoluto expresar y hacer valer, en el
Estado federal, las voluntades especiales de los Estados confederados. Tal es el
caso de un órgano que se encuentra en todo Estado federal y que constituye una
de las instituciones características de esta forma de Estado: a saber, la llamada
asamblea de los Estados.
En todo Estado federal se observa en efecto que junto a la Cámara elegida por el
cuerpo federal de los ciudadanos, existe una segunda asamblea, que
seguramente es en su conjunto un órgano del Estado federal, pero cuyos
miembros, tomados individualmente, deberían ser considerados, según una
opinión muy extendida (ver por ejemplo Jellinek, loc. cit., vol. it, p. 286), como
"representando" especialmente a los Estados confederados. La composición de
esta segunda asamblea varía según se encuentre, el Estado federal establecido
en un medio monárquico o en un medio democrático. En el primer caso, esta
asamblea está formada por los monarcas que reinan en los diversos Estados
confederados o —lo que viene a ser lo mismo— por los mandatarios delegados
por los gobiernos monárquicos de estos diversos Estados. Así ocurre en
Alemania, donde el Bundesrat está compuesto por los apoderados enviados por
los diferentes príncipes alemanes, y también por los senados de las ciudades
libres, de donde resulta que esta asamblea no tiene de ningún modo carácter de
cuerpo parlamentario, sino únicamente de reunión de plenipotenciarios de los
Estados. En el Estado federal democrático, por el contrario, existe una verdadera
segunda Cámara, que es elegida como la primera y que incluso puede, como es
generalmente el caso en Suiza (Veith, Der rechtliche Einfluss der Kantone auf die
Bundesgewalt, tesis, Estrasburgo, 1902, pp. 84 ss.; de Seroux, Le Conseil des
États et la représentation cantónale en Suisse, tesis, París, 1908, p. 123), ser
elegida por los mismos electores que la primera Cámara. Pero mientras
117

39] POTESTAD DEL ESTADO 117

que la primera Cámara correspondía a la unidad del pueblo federal tomado en


conjunto y considerado sin distinción de Estados, no solamente es indiscutible, en
la organización dada a la segunda Cámara, que los Estados particulares se toman
en consideración, sino también parece que se encuentran, en cierto sentido al
menos, especial y respectivamente representados en ella. Esto se desprende del
hecho de que cada uno de ellos, sean cuales fueren la cuantía de su población y
la extensión de su territorio, tienen en ella un número igual de representantes.13
Esta segunda Cámara aparece pues, a diferencia de la primera, como la Cámara
de los Estados. Así es natural que cada uno de los Estados particulares, y no el
Estado federal, determine por sus propias leyes el régimen electoral aplicable al
nombramiento de los miembros que a dicha Cámara ha de enviar. En suma, en
esta segunda Cámara es donde se manifiestan los lazos federativos que ligan a
los Estados confederados entre sí y con ~el Estado federal, y además se pretende
que por esta asamblea los Estados se encuentran ya habilitados para concurrir a
la formación de la voluntad legislativa del Estado federal. Hay que ponerse
perfectamente de acuerdo, por otra parte, sobre el sentido de esta participación.
Evidentemente, la Cámara de los Estados no es de ningún modo un órgano del
mismo género que la dieta de las confederaciones. Esta, en efecto, no es más que
una conferencia entre delegados de los Estados confederados; y la segunda
Cámara, en el Estado federal, está por el contrario instituida por la Constitución
federal como un órgano propio de este Estado (ver por ejemplo Laband, loc cit.,
vol. i, pp. 381-382). Pero, por otro lado, lo que caracteriza a este órgano es, según
se dice, que estando compuesto de representantes de los Estados, está por lo
tanto destinado a proporcionar a estos Estados los medios de expresar sus
voluntades particulares. Así, en el seno de esta asamblea las decisiones tomadas
por mayoría serían la resultante de las voluntades particulares de los Estados, tal
como éstas provienen de les votos de sus respectivos representantes. Pero esta
resultante de sus voluntades respectivas vale, según el estatuto federal, como
voluntad del Estado federal. Del mismo modo, en una democracia directa, las
voluntades individuales de los ciudadanos concurren a formar la volun-
79

13 Según la Constitución suiza (art. 80), "cada cantón nombra dos diputados" al Consejo de
Estados. Según la Constitución de los Estados Unidos (cap. i, sec. 3, art. 1), "el Senado se
compone de dos senadores por cada Estado, elegidos por la Legislatura de cada Estado". En
Alemania, por el contrario, los Estados confederados no tienen igual número de votos en el
Bundesrat. De los 61 votos con que cuenta dicha asamblea, 17 pertenecen a Prusia, 6 a Baviera, 4
a Sajonia y a Wurtemberg, y la mayor parte de los demás Estados sólo tienen un voto. La ley sobre
la Constitución de Alsacia-Lorena de 31 de mayo de 1911, en su art. 1" (este art. Se introdujo como
texto adicional al art. 6 de la Constitución del Imperio) concede a Alsacia- Lorena tres votos en el
Bundesrat.
118

118 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [39

tad misma del Estado unitario, encontrándose erigido el cuerpo de los ciudadanos
en órgano de Estados por la Constitución democrática. En esto precisamente
consistirá, para los Estados particulares, el poder de concurrir a la formación de la
voluntad federal (cf. Le Fur, op. cit.,pp. 620, 631 ss.).
Puede sin embargo formularse la pregunta de si la organización dada por las
Constituciones a la Cámara de los Estados implica realmente para éstos una
participación propiamente dicha en la potestad federal. Parece en efecto que esta
organización pueda explicarse sencillamente por la intención de restablecer entre
ellos, por medio de la segunda Cámara, la igualdad que se halla en la primera, al
estar elegida ésta a prorrata de la población de los Estados. Cuando, por ejemplo,
la Constitución suiza (art. 96) prescribe que los miembros del Consejo federal
deben ser reclutados en cantones diferentes, esta precaución tiene únicamente
por objeto mantener en lo posible la igualdad entre los cantones, y no resulta por
ello que el Consejo federal deba considerarse como un órgano por el cual
participan los Estados cantonales en la potestad federal. Sin embargo, se puede
replicar a esta argumentación que, por lo que concierne a la Cámara de los
Estados, su composición característica no responde únicamente a la idea de
mantener la igualdad entre los Estados, sino que el punto verdaderamente
importante de observar es que las decisiones que son de la competencia de las
Cámaras federales deben tomarse por mayoría de votos en cada una de ellas, de
donde resulta que ninguna de estas decisiones podrá adoptarse sin el voto
favorable de la mayoría de los representantes de los Estados. La igualdad
asegurada a los Estados en la segunda Cámara engendra, pues, al parecer, un
medio de hacer depender efectivamente la formación de la voluntad federal de las
voluntades particulares de los Estados o al menos de la mayoría de ellos.
Pero, admitido este punto, se presenta otra objeción. Conviene observar, en
efecto, que los diputados a la Cámara de los Estados no necesitan instrucciones
del Estado que los ha nombrado. Esto se dice expresamente en la Constitución
suiza (art. 91). En la Unión Americana del Norte, donde antiguamente los
senadores votaban según las instrucciones de sus Estados, la costumbre contraria
ha sido establecida hoy. Sólo el Imperio alemán constituye una excepción: los
delegados al Bundesrat se hallan sometidos a las instrucciones que recibieron de
sus gobiernos. En estas condiciones es algo difícil —por más que diga Le Fur (op.
cit.,pp. 631 ss.)—sostener que, por el hecho de su tratamiento en pie de igualdad
en la segunda Cámara, ejercen los Estados particulares una verdadera
participación en la potestad federal. Los diputados a esta Cámara representan
realmente, en un sentido, a los diversos Estados,
119

39] POTESTAD DEL ESTADO 119

pero propiamente hablando esa representación es tan relativa como la del


diputado en el régimen instituido por la Constitución francesa de 1791, donde
dicho representante había de encontrarse libre de toda subordinación con
respecto a su colegio electoral. En Alemania, por razón de las instrucciones dadas
a los encargados de negocios que componen el Bundesrat, los autores están
perfectamente autorizados para decir —como Jellinek (loe. cit., vol. n, p. 286)—
que esta asamblea está formada por los representantes de los diversos Estados
confederados, puesto que los órganos supremos de los Estados alemanes, o sea
los monarcas y los senados, están jurídicamente presentes en el Bundesrat en la
persona de sus delegados, y más aún: por sus órganos supremos así
representados, son en definitiva los mismos Estados confederados los que se
reúnen en el Bundesrat. Este es jurídicamente un verdadero colegio de los
Estados alemanes (cf. Laband, loe. cit., vol. i, pp. 162 ss., 352 ss.).14 Por esto,
realmente, el Imperio alemán se aproxima a una confederación (hay aproximación,
pero no identidad como pretende O. Mayer, Droit administratif allemand, ed.
francesa, vol. iv, p. 365).15 Por el contrario, en Suiza y en los Estados Unidos,
donde los miembros del Consejo de los Estados y los senadores votan libremente,
y donde inclusive los votos de dos enviados de un mismo Estado pueden
contradecirse y por lo tanto neutralizarse, no puede decirse que los Estados
particulares, por mediación de la segunda Cámara, tengan una participación real y
directa en la voluntad federal. En Alemania es rigurosamente exacto asegurar que
el carácter federativo del Estado federal se manifiesta en el Bundesrat; en los
demás Estados federales, esta misma afirmación, por lo que concierne a la
Cámara llamada de los Estados, está lejos de
80

14
Contrariamente a Laband, G. Meyer (op. cit., 6" ed., pp. 420 ss., 581) sostiene que el "portador"
(Trager) de la potestad de Imperio, no es la colectividad de los Estados alemanes, sino realmente
la colectividad de los gobiernos confederados, príncipes y senados. Pero dicho autor no tiene más
remedio que convenir en que los príncipes alemanes ejercen su participación en la potestad de
Imperio, no ya a título de derecho "personal", sino en su cualidad de jefes y órganos supremos de
los Estados alemanes. Y G. Meyer reconoce también (pp. 421 y 430) que los Estados y ciudades
libres están "representadas" (vertreten) por sus príncipes y senados. Luego los Estados son en
realidad, colectivamente, titulares de la potestad ejercida por el Bundesrat.
15
Los autores franceses, para recalcar que el Imperio alemán difiere de los demás Estados
federales, ponen de manifiesto especialmente que uno de los Estados miembros del Imperio,
Prusia, ejerce en él derechos preponderantes. Pero la diferencia principal entre el Imperio alemán y
el Estado federal normal consiste en que el órgano supremo del Imperio se halla constituido
únicamente por los Estados confederados mismos, representados en el Bundesrat por los
enviados de sus gobiernos (cf. Esmein, Éléments, 5" ed., p. 7, n.) En otras partes, los Estados
Unidos, Suiza, el órgano federal supremo es doble, conforme a la naturaleza compleja del Estado
federal. Así en Suiza el pueblo federal por una parte y los cantones por otra forman
concurrentemente los dos óiganos supremos de la Confederación.
120

120 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [39

tener fundamento en todos aspectos: sólo parcialmente es exacta, cuando se trata


de la forma de nombramiento y de la composición de esta Cámara.16
Erróneamente, pues, Jellinek (loe. cu., vol. n, pp. 286 y 543) ha sostenido,17 a
propósito de esta Cámara, que por ella aparecían los Estados omo órganos
primarios del Estado federal. En realidad sólo puede verse en la composición
especial que presenta esta asamblea un procedimiento particular de
reclutamiento, que con seguridad es característico del Estado federal, que además
se funda sobre la consideración de la distinción y de la igualdad de los Estados
confederados que implica incluso que el nombramiento de los miembros de esta
Cámara pertenece especialmente a los Estados, como tales Estados, pero que no
consigue, al fin, que los Estados puedan, por medio de esta Cámara, expresar sus
voluntades particulares ni que estén individualmente representados en ella, en el
sentido jurídico de la palabra "representación", ni, por consiguiente, que formen
bajo este aspecto verdaderos órganos de decisión del Estado federal.18 Otra cosa
ocurriría si en los Estados Unidos y en
81

16 Para que los Estados federales participen realmente, o sea directamente, en la potestad federal
es preciso que intervengan en el ejercicio de dicha potestad, bien sea por sus propios órganos,
pueblo, legislatura o gobierno, o bien por apoderados designados e instruidos por aquéllos. Si el
Estado particular se limita a concurrir a la creación de órganos federales que luego, con plena
independencia respecto a él, han de tomar decisiones que la Constitución federal deja a su
competencia, sólo resulta para el Estado particular una participación indirecta en la potestad del
Estado federal, sin que se pueda decir que la asamblea compuesta de miembros que solamente
han sido nombrados por los Estados sea una asamblea representativa de éstos.
17 Jellinek (Staatenverbindungen, p. 288, n. V)-a) admitió al principio la opinión contraria.
Reconocía entonces que los miembros de la Cámara de los Estados ,desde el momento en que
votan sin instrucciones, no son en realidad representantes de los Estados. El nuevo punto de vista
que expone en sus obras posteriores, referentes a dicha Cámara, proviene de la teoría general que
adoptó (L'État moderne, ed. francesa, vol. II, pp. 228-229, 278 ss.) sobre la naturaleza de la
representación y sobre el "órgano representativo". Esta teoría de Jellinek se analizará después
(núms. 385 ss.) y será rechazada.
18 Existe evidentemente una gran diferencia entre el caso del Estado confederado que nombra sus
diputados a la Cámara de los Estados y el caso del colegio electoral de un Estado unitario que
nombra a los miembros de la asamblea nacional. Cuando, por ejemplo, la Constitución de 1791
transformaba al departamento en un colegio electoral, es evidente —y los oradores de la
Constituyente habían tenido buen cuidado de decirlo— que dicho colegio departamental no elegía
para sí mismo, sino para toda la nación. Con esto, el departamente no ejercía un poder propio de
elección, sino que ejercía el poder electoral de la nación: funcionaba simplemente como una
sección o circunscripción electoral (ver n" 410, injra). Por el contrario, cuando el cantón suizo elige
sus diputados al Consejo de los Estados, cuando los Estados de la Unión norteamericana nombran
por el órgano de sus Legislaturas a sus senadores al Congreso de los Estados Unidos, estos
Estados o cantones actúan en su propio nombre y ejercen el poder electoral como derecho propio
(ver la n. 23 del n9 391, infra). En esto se manifiesta el federalismo, y en cambio no había ningún
elemento de federalismo en la elección
121

39-40] POTESTAD DEL ESTADO 121

Suiza las leyes votadas por el Cuerpo legislativo federal tuvieran para su validez
que obtener la ratificación de los Estados particulares. Estos se convertirían, en
este caso, en órganos legislativos de la Unión y de la Confederación. Es así como
el pueblo suizo es órgano legislativo federal, puesto que, si bien no puede dar
instrucciones a sus elegidos los consejeros nacionales, al menos la formación
definitiva de las leyes federales depende de su adopción por el pueblo, que por
ello participa directamente en la potestad legislativa del Estado federal. Si la
Constitución suiza hubiese querido conceder a los cantones una participación
efectiva en la legislación federal no se habría limitado a encargarles la elección del
Consejo de los Estados, sino que, además, hubiera subordinado a la ratificación
de los cantones la validez de las leyes votadas por esa asamblea. Pero como, por
el contrario, la Constitución suiza (art. 89; cf. ley federal del 17 de junio de 1874,
art. 14) se contenta con la adopción de las leyes federales por la mayoría de los
ciudadanos y no exige su aceptación por la mayoría de los cantones, se deduce
claramente de ello que los cantones no pueden considerarse como órganos
legislativos federales, sino que son simplemente órganos de creación de una de
las dos Cámaras federales. En suma, la influencia ejercida por los Estados
particulares en la formación de la voluntad federal por medio de la Cámara
llamada de los Estados se reduce a una participación indirecta en la potestad del
Estado federal.19 40. c) En cambio es innegable que los Estados particulares
tienen, bajo un tercer aspecto, una verdadera y directa participación en la potestad
federal. Este derecho de participación se manifiesta principalmente en materia de
revisión constitucional. Los Estados particulares poseen, ante todo, la iniciativa
constituyente. Así la Constitución de los Estados Unidos (art. v) concede a los
Estados el poder de convocar la
82

de los diputados por los departamentos bajo la Constitución de 1791, como tampoco en la elección
actual de los senadores bajo la Constitución de 1875. Ahora que este derecho propio electoral que
los Estados ejercen como tales Estados no significa que tengan también un derecho propio de
participación en la potestad legislativa federal misma. Así como en el régimen representativo los
ciudadanos-electores no son ciudadanos-legisladores, y sólo pueden influir en la legislación por la
elección de las personas que depende de ellos nombrar, así también en el Estado federal los
Estados confederados sólo tienen respecto de la Cámara de los Estados un derecho de elección
de sus miembros, y toda su influencia sobre la legislación federal se reduce a este acto de
elección. Se puede, pues, afirmar que dicha Cámara es la de los Estados en el sentido de que
estos Estados tienen sobre ella un derecho de elección, y que tienen este derecho por ser
miembros especiales del Estado federal. Pero no puede decirse que sea la Cámara de los Estados
en el sentido de que, por ella, los Estados sean llamados, como miembros especiales, a concurrir
19
directamente a la formación de las leyes federales. Cf. las observaciones expuestas más
adelante (n° 459) sobre ciertas diferencias o parti cularidades propias del sistema bicameral en el
Estado federal y que no se encuentran en los Estados unitarios, al menos no en todos ellos.
122

122 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [40-41

reunión de una Convención, a condición de que la petición vaya suscrita por las
Legislaturas de los dos tercios de ellos. En Suiza, resulta de la combinación de los
arts. 93, 119 y 121, primer párrafo, de la Constitución federal, que el derecho de
iniciativa constituyente pertenece a cada cantón individualmente. Además, tanto
en Suiza como en Estados Unidos, toda modificación hecha a la Constitución
federal debe ser ratificada por los Estados, es decir, según la Constitución suiza
(art. 123) por la mayoría de los cantones y según la Constitución norteamericana
(art. v) por las tres cuartas partes de las Legislaturas de los Estados. Según la
Constitución del Imperio alemán (art. 78), las modificaciones propuestas a la
Constitución federal serán consideradas como rechazadas siempre que, en el
Bundesrat, catorce votos hayan sido emitidos en contra. Fuera de esta
participación en la potestad constituyente, se debe indicar que en Suiza cada
cantón tiene, por el art. 93 de la Constitución federal, el derecho individual de
tomar la iniciativa de las leyes federales ordinarias; los cantones pueden también,
siempre que lo soliciten en número de cinco, convocar la reunión del Consejo
nacional y del Consejo de los Estados (ibid., art. 86); finalmente, en los términos
del art. 89, las leyes federales deben ser sometidas a la votación popular cuando
lo soliciten por. lo menos ocho cantones (Veith, op. cit., pp. 89 ss., 98 ss., 103 ss.).
Ahora se trata realmente de una participación efectiva de los Estados en la
potestad federal. Se observará en efecto que, en los diversos casos que acaban
de ser indicados, los Estados ya no se limitan a una participación indirecta
consistente en proporcionar al Estado federal tal o cual elemento de su
organización propia, sino que concurren tácitamente a crear la voluntad federal por
sí mismos, es decir, por sus propios órganos, como Legislaturas, Gobiernos o
cuerpos particulares de ciudadanos. Las voluntades particulares expresadas por
esos órganos de los Estados son erigidas por la Constitución federal en voluntad
del Estado federal. En esto, pues, los Estados son órganos del Estado federal, que
quiere y decide por ellos.20
41. En la medida en que los Estados particulares participan de este modo, directa
o indirectamente, en la potestad del Estado federal, aparece éste como una
federación de estos Estados y también, en cierto aspecto, como un Estado
compuesto. No ya desde luego como Estado compuesto en el sentido en que lo
entiende Laband, que sostiene que el Estado federal
83

20
Desde luego que los Estados confederados no merecen por completo dicha
calificación de órganos sino en la medida en que ejercen, por cuenta del Estado
federal, un poder de decisión propiamente dicha. Es patente, por ejemplo, que el
hecho de que los cantones suizos tengan el derecho de proponer una ley federal o
pedir el referéndum no basta para transformarlos en órganos propiamente dichos
del Estado federal, ya que sólo se trata de facultades constitucionales de iniciativa
y no de verdadera decisión.
123

41] POTESTAD DEL ESTADO 123

es una corporación de Estados, un Estado de Estados, o sea un Estado que tiene


únicamente otros Estados por miembros; sino un Estado compuesto en el sentido
indicado por Le Fur (op. cit., pp. 609, 639, 643) o sea en el sentido de que el
Estado federal comprende, como elementos constitutivos, dos clases de
miembros: los individuos que forman el pueblo federal y además los
Estadosparticulares.
En efecto, el hecho de que los Estados particulares tengan, cada uno
especialmente, un derecho de participación en la potestad federal y que unos y
otros participen de ella sobre un pie de igualdad —hecho que es condición
esencial 21 del Estado federal y por razón del cual se ha podido decir (Le Fur, op.
cit., pp. 638 y 682) que los Estados particulares desempeñan con relación al
Estado federal un papel análogo al que desempeñan los ciudadanos de una
democracia respecto del Estado unitario del cual son miembros— implica que los
Estados particulares tienen, también ellos, la cualidad de miembros y de
ciudadanos del Estado federal. En este sentido sobre todo hay lugar a observar
que la voluntad estatal federal tiene por factores, no solamente a los órganos
centrales por los cuales se encuentra realizada la unidad nacional del Estado
federal, sino también, y además, a los Estados particulares, sin cuyo concurso
federativo el Estado federal no puede querer, por ejemplo en lo concerniente a la
cuestión primordial de los cambios en la Constitución federal. Así es como, en un
Estado federal que practica la democracia directa, como Suiza, se acaba de
observar (n' 40) que junto al cuerpo total de los ciudadanos, órgano supremo que
corresponde a la unidad del Estado federal, la voluntad federal tiene como órgano
supremo, concurrente y esencial, a la colectividad de los Estados confederados,
que quieren y deciden por sus órganos respectivos, o sea por sus propios cuerpos
de ciudadanos (Jellinek, Gesetz und Verordmmg, p. 208 y L'État moderne, ed.
francesa, vol. II, p. 243; Dubs, Das óffentliche Recht der schweiz.
Eidgenossenschaft, vol. II, pp. 40 $$.)." Esta organización dua-
84

21
La participación de los Estados particulares, al menos, es una condición esencial del Estado
federal (Laband, op. cu,, ed. francesa, vol. i, pp. 105-106. En sentido contrario, G. Meyer, op. cit.,
6* ed., p. 46, texto y n. 10). En cuanto a la igualdad de la participación, ya se sabe que no existe en
el Imperio alemán.
22
Esta dualidad de órganos supremos proviene en Suiza del art. 123 de la Constitución federal, en
cuyos términos la revisión constitucional sólo es perfecta cuando ha sido adoptada a la vez por la
mayoría de los ciudadanos en el conjunto de la Confederación y por las mayorías populares en la
mayoría de los cantones. También en los Estados Unidos el órgano constituyente supremo es, por
duplicado, el Congreso y la Convención por una parte, y por otra los Estados de la Unión que
estatuyen por sus Legislaturas y Convenciones particulares (cap. v de la Constitución). Sólo
Alemania tiene por órgano supremo único el Bundesrat, o sea los Estados confederados. Mas esta
dualidad de órganos supremos no significa que en el Estado federal haya dualismo de soberanías
(veí n° 52, infra). El pueblo federal y los canto
124

124ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [41-42

lista no puede explicarse jurídicamente sino por la idea, desarrollada por Gierke
(Schmoller's Jahrbuch, vol. vn, pp. 1153 ss.) y recogida por Le Fur (op. cit., pp.
652 ss.), de que el Estado federal está formado por la reunión de la comunidad
unitaria correspondiente al conjunto de la población y del territorio federal por una
parte, y por la otra parte de la comunidad federativa de los Estados particulares.
Así, mientras que el Estado unitario moderno es exclusivamente un Estado de
individuos en el sentido de que —conforme a las ideas de la Revolución
francesa— está constituido únicamente por "la universalidad de los ciudadanos"
(Constitución de 1793, art. 7; Constitución del año ni, art. 2; Constitución de 1848,
art. 1°), de tal modo que las corporaciones o las c olectividades locales de
individuos que contiene en sí el Estado unitario no forman, como tales y con
distinción de los ciudadanos, unidades componentes o miembros especiales de
este Estado, el Estado federal, por el contrario, tiene por miembros, a la vez, a los
individuos que son nacionales suyos y a las agrupaciones estatales constituidas
dentro de él por esos individuos, siendo así, conjuntamente, una comunidad de
ciudadanos y de Estados confederados. Al menos, los Estados confederados
aparecen realmente como miembros suyos y tienen trato de tales en lo que se
refiere a su participación en la potestad federal. Evidentemente, la cualidad de
miembro de un Estado no implica por necesidad la participación en su potestad:
en un Estado unitario los nacionales no son siempre, ni todos, ciudadanos activos.
Asimismo, en el Estado de Estados, Laband (loe. cit., vol. i, p. 105) observa que la
potestad central puede pertenecer a uno de los Estados miembros solamente, con
exclusión de los otros. Pero, en sentido inverso, la participación en la potestad
estatal supone la cualidad de miembro del Estado; por el solo hecho de que la
Constitución federal hace depender la formación de la voluntad federal de las
voluntades articulares de los Estados confederados, hay que admitir
necesariamente que estos Estados entran en la composición del Estado federal
como miembros distintos de sus nacionales. Esta manera de concebir y de definir
el Estado federal se confirma por la terminología corriente, que califica a los
Estados particulares como Estados "miembros" (Gliedstaaten).
42. En resumen, las particularidades jurídicas que se observan en
la estructura y en el funcionamiento del Estado federal implican que
este Estado posee doble carácter: en ciertos aspectos se caracteriza como
Estado unitario, y en otros se caracteriza como federación de Estados.
En primer lugar, el Estado federal se presenta como Estado unitanes,
85

en Suiza; el Congreso y los Estados en América, son en conjunto los órganos supremos de
un soberano único, que es el Estado federal.
125

42] POTESTAD DEL ESTADO 125

rio por cuanto posee en propiedad un territorio que, aunque está repartido entre
varios Estados particulares, forma, por lo que al ejercicio de la competencia
federal se refiere, y en la medida de esta competencia, un territorio estatal único,
sometido a su potestad una y directa. Se presenta igualmente como Estado
unitario, por cuanto tiene por miembros a individuos que, aunque se hallen
repartidos entre diversos Estados particulares, son sus propios subditos y forman,
desde el punto de vista de la competencia federal, un cuerpo nacional único,
sometido además a su potestad una y directa. En esto el Estado federal se
distingue totalmente del Estado de Estados, que es exclusivamente una formación
entre Estados, una corporación de Estados, corporación indudablemente
unificada, pero cuyos miembros y elementos componentes son puramente los
Estados particulares mismos, de modo que los territorios y súbditos de estos
Estados no se convierten en territorio y subditos del Estado compuesto sino de
una manera mediata, por la mediación de los Estados componentes.
El Estado federal se asemeja también al Estado unitario en que, para todo aquello
que es de su competencia, ejerce su potestad de Estado sobre todas las
colectividades inferiores que contiene en sí, comprendidos los Estados
particulares. A este respecto la condición de los Estados particulares es idéntica a
la de la provincia de un Estado unitario. El Estado particular, al estar sometido a la
dominación del Estado federal, deja de aparecer como Estado: no es sino una
circunscripción territorial del Estado federal.23
Finalmente, el Estado federal se parece a un Estado unitario en lo que se refiere a
sus órganos centrales. En efecto, aunque los Estados particulares concurren a la
formación de esos órganos centrales, ya sea proporcionando sus elementos de
composición o de nombramiento, o bien contribuyendo con sus propias leyes a
fijar las reglas relativas a
86

33
Es muy cierto que de hecho los Estados particulares se encuentran siempre más o menos
mezclados en la actividad y en las decisiones del Estado federal. Por ejemplo, las determinaciones
legislativas adoptadas por el Estado federal son obra de dos asambleas, en la formación de una de
las cuales, por lo menos, han desempeñado cierto papel los Estados particulares. Estos
intervienen igualmente para mandar ejecutar, por sus propios agentes y autoridades
administrativas, las decisiones federales. Siempre hay cierta manifestación de fede rslismo en la
actividad del Estado federal y bajo este aspecto puede sostenerse con razón que las cosas no
ocurren nunca en este Estado como en el Estado unitario. Esto es precisamente lo que constituye
la complejidad del concepto del Estado federal. Pero precisamente por razón de dicha complejidad,
y por estrecha o constante que sea la penetración entre este Estado y los Estados confederados,
el jurista tiene la obligación de separar, entre sus elementos constitutivos, aquellos que pertenecen
al federalismo propiamente dicho de aquellos otros que, por el contrario, tiene en común con el
Estado unitario. Este análisis y esta distinción se imponen, ya que no hay que perder de vista que
el Estado federal no seria un Estado si no hubiera en él, junto al federalismo, un principio y cierta
parte de unitarismo.
126

126 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [42

su nombramiento, los órganos de esta clase no son destinados a expresar las


voluntades particulares de los Estados miembros, sino que en verdad realizan la
unidad de voluntad del Estado federal, como también realizan en él una verdadera
unidad orgánica.
Bajo todos estos aspectos el Estado federal se comporta como Estado unitario,
hasta el punto de que puede decirse que en este Estado predomina el aspecto
unitario. Es lo que explica que, de hecho, los Estados federales tengan una
tendencia a encaminarse hacia el unitarismo, la centralización, el "estatismo",
como dicen los suizos.
Pero si la mayoría de los fenómenos jurídicos que se observan en el Estado
federal dependen de su carácter unitario, hay uno que sólo puede explicarse por
su carácter federativo: es la participación que corresponde a los Estados
particulares en la formación de la voluntad federal. Esta participación es un
obstáculo para que se pueda considerar al Estado federal y al Estado particular
como extraños el uno al otro,, como dos Estados que funcionan cada cual
separadamente en su propia esfera; implica entre ellos una relación de
dependencia y de coordinación, una combinación. Si los Estados particulares
están asociados por la Constitución a la vida, a la actividad y a la potestad del
Estado federal, ello supone necesariamente que entran como miembros
confederados en la composición de este Estado. Desde este punto de vista
especial, el Estado federal aparece como una formación federativa.
Teniendo en cuenta estas diversas observaciones, se podría, pues, definir al
Estado federal como un Estado cuya organización y funcionamiento están
fundados a la vez sobre un principio unitario y sobre un principio de federalismo.
Sin embargo, esta definición sería incompleta. La organización federativa, por más
que sea una condición esencial del Estado federal, no forma por sí sola el criterio
de este Estado. La razón de ello es que la participación federativa de los Estados
particulares en la poteslad federal no es suficiente para establecer una diferencia
absoluta e irreducible entre el Estado federal y el Estado unitario.21 Conviene, en
efecto, observar que esta participación se funda sobre la Constitución misma del
Estado federal; además, los Estados particulares están llamados a ejercerla a
título de órganos del Estado federal. Por consecuencia,
87

24
Por más que diga Le Fur (op, cu., pp. 668-669), el federalismo puede concebirse fuera del
Estado federal. Un Estado cuya Constitución llamara a las diferentes provincias territoriales a
participar en su potestad a títulos iguales (cf. Preuss, Gemcindc, Staat, Reich ..., p. 59), si bien
presentaría un carácter de federalismo, que lo distinguiría en cierto grado del Estado unitario
normal, no sería sin embargo un verdadero Estado federal. Seguramente las provincias así
asociadas a la potestad central adquirirían por este hecho la cualidad y la naturaleza de miembros
confederados del Estado del cual'forman parte, pero ello no sería suficiente para erigirlas en
verdaderos Estados (ver la n. siguiente). Este Estado federativo no sería, en el fondo, a pesar de
su dualismo orgánico, sino una variedad del Estado unitario.
127

42] POTESTAD DEL ESTADO 127

los Estados particulares, incluso bajo este aspecto, aparecen como siendo, según
la frase de Laband (op. cit., ed. francesa, vol. i, p. 139), "partes constitutivas" del
Estado federal; como "instituciones" de este Estado y de los elementos de su
organización, organización evidentemente federativa, pero que por sí sola no
implica de ningún modo que las colectividades confederadas, dentro del Estado
federal, sean verdadera y esencialmente diferentes del municipio o de la provincia
de un Estado unitario.25 Indudablemente se desprende, de la participación
federativa de estas colectividades en la potestad del Estado federal, que existe
dentro de este Estado un dualismo orgánico, que consiste en que el Estado
federal tiene por órganos dobles, a la vez, sus órganos centrales o especiales y
sus miembros confederados, y es ésta en realidad una de las características
principales del Estado federal; pero no resulta de esto que exista en él una
verdadera dualidad estatal, de manera que si hubiera que atenerse a la
participación federativa de los Estados miembros habría que decir que el Estado
federal no se diferencia esencialmente del Estado unitario. Para que se diferencie
realmente de éste, no basta que las colectividades en él confederadas tengan el
derecho de participar en su potestad por cuanto son órganos instituidos por su
Constitución: es preciso además que tengan derechos y poderes originados, no ya
en la Constitución federal, sino en su propia voluntad y potestad; en otros
términos, derechos que impliquen que estas colectividades son en efecto Estados,
por sí mismos y con distinción del Estado federal. Tal es también, de hecho, el
signo distintivo del Estado federal moderno: la verdadera característica de este
Estado es precisamente que hay en él una dualidad estatal, que resulta de que los
miembros confederados que contiene son ellos mismos Estados. El Estado federal
no es una federación de colectividades cualesquiera, sino una federación de
Estados.26
88

25
Así, por ejemplo, Alsacia-Lorena, dotada por la ley (imperial) titulada Gesetz über die Verfassung
Els/us-Lothringens, del 31 de mayo de 1911 (art. I9), del poder de ser representada en el
Bundesrat, donde cuenta con tres votos, no ha cambiado por ello su naturaleza jurídica, es decir,
no ha dejado de formar un Reichsland, o sea una provincia del Imperio. Bien es verdad que desde
la concesión de esos tres votos debe considerársela como participando en la potestad de Imperio y
como desempeñando el papel de miembro confederado del mismo, y en este sentido el art. 1* ya
citado pudo decir que "vale (gilt) como Estado confederado" (al menos en ciertos aspectos). Pero
únicamente en ese sentido se parece a los Estados alemanes, ya que no tiene ni organización, ni
Constitución, que se funde en su propia potestad y voluntad (cf. Heitz, "La loi constitutionnelle de
l'Alsace-Lorraine du 31 mai 1911", Revue du droit public, 1911, pp. 48 ss., 462 ss.).
28 Se debe distinguir, pues, en derecho público, el federalismo y el Estado federal. Este no existe
sin aquél, pero el federalismo no basta para hacer que el Estado sea federal (ver sobre este punto
mi estudio sobre "La condition juridique de l'Alsace-Lorraine dans l'Empire allemand", Revue du
droit public, 1911, pp. 38ssJ.
128

128 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [42-43

Falta por determinar este último punto, que es el punto capital de la definición y de
la teoría del Estado federal. Se ha visto antes que, bajo ciertos aspectos, las
colectividades confederadas en el Estado federal están desprovistas del carácter
estatal. Así ocurre particularmente, por cuanto están sometidas a la dominación
federal. No puede ser tampoco por su participación en la potestad federal por lo
que se caracterizan como Estados; a este respecto, L. Fur (op. cit., pp. 671 ss.,
679 ss.) tiene sobrada razón cuando sostiene que la participación que toman estas
colectividades no implica por sí sola que sean Estados; bien es verdad que es en
su cualidad de Estados como son llamadas por la Constitución federal a participar
en la potestad del Estado federal, como órganos de este último (Jellinek, loe. cu.,
vol. n, p. 556) ; pero no es por esta participación por lo que adquieren su cualidad
de Estados. Si deben considerarse como Estados, es por otra razón muy
diferente. ¿Cuál es esa razón?
43. Con toda seguridad, si el criterio del Estado es la soberanía, las colectividades
miembros de un Estado federal no son Estados, puesto que no son soberanas. En
tanto que en la Confederación de Estados la soberanía pertenece exclusivamente
a los Estados confederados y falta en la Confederación, que ni siquiera es un
Estado (Le Fur, op, cit., pp. 498 ss.; Laband, loe. cit., vol. I, p. 102; Jellinek,
Staatenverbindungen, pp. 184 ss.), en los Estados federales los papeles están
invertidos. La soberanía del Estado federal y la no-soberanía de los Estados
miembros se manifiestan por numerosos signos.
Se manifieslan desde luego, dice Laband (loe. cit., vol. i, pp. 153 ss.), por el
amplio carácter y por la tendencia extensiva de las atribuciones que la
Constitución federal entrega al Estado federal. Indudablemente la competencia del
Eslado federal se limita en principio a aquellas materias que le han sido
reservadas expresamente por la Constitución federal. Así es como el art. 4 de la
Constitución del Imperio alemán enumera restrictivamente las atribuciones del
Imperio. Pero, añade Laband, de hecho estas atribuciones son tan numerosas y
considerables que le permiten al Imperio intervenir en la mayor parte de los
aspectos de la vida nacional del pueblo alemán. Y por ejemplo, el solo hecho de
que el art. 4, § 13, introduzca en el círculo de la legislación imperial el derecho
civil, el derecho penal y los procedimientos judiciales, implica para el Imperio el
poder de ejercer sobre el desarrollo interior de los Estados una acción tan vasta
que no es posible prever hasta dónde alcanzarán sus consecuencias. Por lo tanto,
en razón de la amplitud de las atribuciones federales, la potestad de acción del
Estado federal, y en sentido inverso, la subordinación de los Estados particulares
a su voluntad superior, aparecen como susceptibles de una extensión conrinua y
casi indefinida.
129

43] POTESTAD DEL ESTADO 129

La superioridad del Estado federal sobre los Estados miembros se revela en


segundo lugar en que las leyes que el primero ha dictado y promulgado con
referencia a objetos de su competencia, se convierten por este solo hecho en
ejecutorias y obligatorias, como leyes federales, en cada Estado particular. No
solamente el Estado particular va a encontrarse así dominado, sobre su propio
territorio, por la voluntad legislativa de un Estado superior, sino que además, y
conforme al adagio: "Bundesrecht bricht Landesrecht", las leyes federales
descartan las leyes de los Estados particulares, por cuanto tienen por efecto
abrogar de pleno derecho cualquier disposición de un Estado particular que les
sea contraria. Esta regla se halla estipulada expresamente por las Constituciones
federales del Imperio alemán (art. 2), de los Estados Unidos (cap. vi, art. 2) y de
Suiza (art. 113 in fine y disposiciones transitorias, art. 2).
La preponderancia del Estado federal se afirma además por el hecho de que su
propia Constitución se inmiscuye a veces en la organización constitucional de los
Estados miembros. En principio, sin embargo, éstos han conservado el derecho de
determinar libremente por sí mismos su régimen constitucional. No obstante, la
Constitución federal puede imponer á esta libertad ciertas limitaciones. Así la
Constitución americana (cap. iv, sec. 4) prohibe a los Estados adoptar otra forma
de gobierno que no sea la forma republicana. El art. 6 de la Constitución suiisa
impone a las Constituciones cantonales la obligación de asegurar el ejercicio de
los derechos políticos según la forma republicana, bien democrática, bien al
menos representativa. Este texto exige también que las Constituciones cantonales
hayan sido ratificadas por el pueblo del cantón, lo que implica el referéndum
obligatorio, y además les ordena conferir al pueblo cantonal la iniciativa de su
revisión, sin que el número de votos requeridos para la eíicacia de esta iniciativa
popular pueda ser superior a la mayoría absoluta de los ciudadanos del cantón (cf.
Schollenberger, Bundesstaatsrecht der Schweiz, pp. 143 ss.).
La subordinación de los Estados particulares al Estado federal aparece igualmente
en lo que concierne a los conflictos que pueden surgir, bien sea entre los mismos
Estados particulares, bien entre uno de estos Estados y el Estado federal. Para la
solución de estos conflictos, la Constitución suiza ha instituido en efecto una
autoridad jurisdiccional que estatuye, no en virtud de un poder arbitral que le
venga de las partes interesadas, sino en virtud de un poder propio que es el poder
justiciero del Estado federal mismo. El órgano encargado de juzgar los conflictos
que se refieren a los Estados será, pues, siempre, un órgano federal. Las más de
las veces será un tribunal propiamente dicho: tal es el caso de Suiza, donde según
la Constitución federal (art. 106 ss.) estos conflictos son resueltos por el tribunal
federal, y de los Estados Unidos, donde son
130

130 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [43-44

juzgados por la Suprema Corte federal (Constitución de los Estados Unidos, art.
ni, sec. 1* y art. ni, sec. 2*, § I9). El órgano federal para la solución de los
conflictos entre los Estados puede también ser diferente de un tribunal: así, según
la Constitución suiza de 1848, su resolución correspondía a la Asamblea federal;
según la Constitución del Imperio alemán (art. 76), pertenece al Bundesrat (cf. Le
Fur, op. cit., pp. 594 y 684).

44. Finalmente la soberanía del Estado federal halla su más alta y decisiva
expresión en el derecho que tiene ese Estado a determinar su propia competencia
por sí mismo y de modo ilimitado. No solamente tiene el Estado federal la
"competencia de la competencia", según expresión de los autores alemanes, lo
que significa que tiene poder de extender su competencia por su propia voluntad y
por sus propios órganos, sino que tiene además el poder de extenderla
indefinidamente, y en esto su potestad estatal se afirma como una potestad de la
más alta especie, es decir, como potestad soberana. Y aquí hay dos puntos que
examinar. Que el Estado federal tenga la competencia de la competencia se
infiere ante todo por el hecho de que pueda, por la vía de una revisión de su
Constitución, ampliar la esfera actual de sus atribuciones apropiándose nuevas
competencias, y ello con absoluta independencia de cada uno de los Estados
miembros considerados separadamente, o sea en contra, tal vez, de la voluntad
de tal o cual de ellos. Sin duda los Estados particulares concurren a la revisión de
la Constitución federal por cuanto los órganos federales encargados de efectuar
esa revisión, como antes se ha visto, están compuestos en cierto modo por
elementos proporcionados por esos Estados mismos. Sin duda también, como ya
se ha visto, y ello es muy notable, la revisión de la Constitución federal exige
especialmente para su realización el asentimiento expreso de una mayoría de los
Estados, y la mayoría requerida es incluso más fuerte que la simple mayoría
absoluta. Mas el punto capital que debe observarse es que la revisión puede
efectuarse, puede acrecentarse la competencia del Estado federal y disminuir la
de los Estados miembros a pesar de que algunos de estos Estados hicieran
oposición. El Estado particular no puede con su veto impedir la realización de la
revisión.2' Así pues, la unanimidad de los Estados no se requiere: este solo hecho
es suficiente para probar que la
89

27
Una sola excepción existe actualmente en esto. Según el art. 78 de la Constitución del Imperio
alemán, basta que en el Bundesrat se emitan 14 votos en contra de la revisión para que ésta sea
rechazada. Al disponer Prusia de 17 votos, puede, pues, por sí sola vetar dicha revisión. Esta
particularidad demuestra que la organización del Estado federal alemán se ha combinado a fin de
asegurar la hegemonía prusiana.
131

44] POTESTAD DEL ESTADO 131

determinación de la competencia federal depende de una voluntad superior a la de


cada Estado federal tomado individualmente, voluntad superior que no puede ser
otra que la del Estado federal mismo (Le Fur, op. cu., pp. 490, 590, 593, 730).
Por otra parte, el derecho del Estado federal a fijarse a sí mismo
su competencia se infiere de la observación de que la revisión de la Constitución
federal se realiza, no por medio de un tratado o acuerdo estipulado entre los
Estados confederados, sino por un acto unilateral del Estado federal, por una ley
de este Estado, ley que se impone a los Estados confederados. En otros términos:
la determinación de la competencia federal proviene del orden jurídico estatutario
del Estado federal mismo. Esto se dice expresamente en las Constituciones
actuales de los Estados federales, las cuales especifican que estos Estados
pueden modificar su competencia por sus órganos de legislación, es decir, por sus
propios órganos. Es así como la Constitución del Imperio alemán (art. 78)
prescribe que "las modificaciones constitucionales se hacen en forma de ley (de
Imperio)". Asimismo, la Constitución suiza (arts. 119 y .121) dice que "la revisión
tiene lugar según las formas estatuidas para la legislación federal". Según la
Constitución de los Estados Unidos, las enmiendas a la Constitución serán hechas
bien por el Congreso mismo por mayoría de los dos tercios de ambas Cámaras, o
bien por una Convención especial que el Congreso ha de reunir cuando se lo
pidan las legislaturas de los dos tercios de los Estados. Si, por otra parte, las
modificaciones hechas a la Constitución federal han de someterse a la ratificación
de los Estados confederados y han de obtener la votación de la mayoría de ellos,
no por eso deja de ser verdad que esas modificaciones son en definitiva la obra de
una ley del Estado federal (Laband, loe. cit., vol. i, p. 156; Borel, Elude sur la
souveraineté el l'État federatif, p. 63).2S
No solamente el Estado federal regula él mismo su competencia, sino que además
es dueño de extenderla indefinidamente, y por esta segunda circunstancia, sobre
todo, confirma su cualidad de Estado soberano. Contra la soberanía del Estado
federal se ha presentado a veces la objeción de que la potestad de este Estado es
esencialmente limitada, puesto que, sobre su propio territorio, tiene que aceptar el
ejercicio
90

28
Podrá decirse quizás que el Estado federal no puede considerarse como soberano, sino que
depende de los Estados confederados, ya que no puede modificar su Constitución sin el
consentimiento de. un gran número de éstos. Puede responderse a esta objeción que dichos
Estados toman parte en la revisión citada, no ya como Estados extranjeros y en virtud de una regla
de derecho internacional, sino como miembros del Estado federal, llamados por su mismo estatuto
interior. El Estado federal no deja por eso de ser soberano, como tampoco deja de serlo el Estado
unitario en el cual la revisión de la Constitución depende de la adopción popular tomada por
mayoría de votos por los ciudadanos que son sus miembros.
132

132 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [4*

de la potestad concurrente de los Estados confederados en la medida en que


éstos han conservado su competencia propia. Es evidente, en efecto, que la
coexistencia sobre el suelo federal de una doble potestad estatal es uno de los
elementos esenciales del Estado federal. Sin embargo, esta concurrencia de los
Estados miembros no excluye de ningún modo la soberanía del Estado federal.29
La razón de ello es que el Estado federal, al tener el poder de aumentar
continuamente sus atribuciones en detrimento de las de los Estados
confederados, puede por sucesivas revisiones de su Constitución reducir
indefinidamente la competencia de aquellos Estados. Puede así llegar hasta
hacerla desaparecer o sea hacer desaparecer su carácter de Estados, hasta
transformarlos en simples provincias, en cuyo caso el mismo Estado federal se
habría transformado en un Estado unitario. Sin duda, el Estado federal se verá
moderado en sus tentativas de transformación unitaria por la necesidad de obtener
el asentimiento de la mayoría de los Estados miembros. Sin duda también y desde
el punto de vista político, la situación actual de los Estados federales
contemporáneos no permite casi entrever la posibilidad, de hecho, de una
evolución de esa naturaleza (Jellinek, L'État moderne, ed. francesa, vol. II, pp.
561-562). Pero, desde el punto de vista jurídico, basta que el Estado federal posea
en principio la facultad de aumentar indefinidamente su competencia, para que se
deba deducir inmediatamente que este Estado es realmente soberano (Le Fur, op.
cit,, pp. 708 ss.; Laband, loe. cit., vol. i, p. 204; Jellinek, loe. cit., vol. n, pp. 559-
560).
En sentido inverso, resulta patente que en dichas condiciones los Estados
confederados no poseen la soberanía. Es verdad que el Estado confederado se
halla asociado a la formación de la voluntad federal: pero, dice Laband (loe. cit.,
vol. i, p. 156), la voluntad individual expresada por él sobre los asuntos federales,
por ejemplo sobre la revisión de la Constitución federal, no es "la voluntad
suprema, última.y definitiva", ya que, en el caso de que este Estado pertenezca a
la minoría, no puede evitar la voluntad del Estado federal de formarse en un
sentido opuesto a la suya. La no-soberanía de los Estados confederados se pone
en evidencia, sobre todo, por el hecho de que estos Estados, si no son más que
una
91

29
Tampoco lesiona la soberanía del Estado federal la existencia de los derechos garantizados que
se haya podido reservar a tales o cuales Estados miembros, a los cuales no se les puede despojar
de dichos derechos sin su propio consentimiento (Constitución del Imperio alemán, art. 78, n" 2;
Constitución de los Estados Unidos, art. v, in fine). Se ha hecho observar, en efecto, que esos
derechos están reservados y garantizados al Estado miembro por la propia Constitución federal:
luego se fundan en la voluntad misma del Estado federal, y no pueden mermar su soberanía, como
tampoco merman la soberanía del Estado unitario los privilegios que su Constitución pueda
garantizar a ciertos ciudadanos (Le Fur, op. cit., pp. 456 ssj.
133

44] POTESTAD DEL ESTADO 133

minoría de oposición, pueden encontrarse en el caso de tener que aceptar las


disminuciones que el Estado federal decida sobre la competencia de ellos. No
solamente el Estado particular no es dueño de determinar indefinidamente su
competencia, sino que es impotente individualmente para impedir que el Estado
federal restrinja su actual competencia de Estado particular. Esto significa pues,
como observa Hánel (Studen zum deutschen Staatsrechte, vol. I, p. 240), incluso
en la esfera de capacidad que le pertenece actualmente según la Constitución
federal, que el Estado particular permanece sometido a la voluntad superior del
Estado federal. Finalmente el Estado particular está expuesto a verse
teóricamente despojado por el Estado federal, no ya solamente de sus
atribuciones, sino también de su cualidad de Estado: su misma existencia como
Estado es precaria y depende de una voluntad que está por encima de él; esto es,
con mayor razón, la negación de su soberanía.
A cambio de su perdida soberanía, los Estados confederados reciben de la
Constitución del Estado federal, bien es verdad, un derecho de participación más o
menos extensa en el ejercicio de su potestad soberana. Esto es, dice Laband (loe.
cit., vol. i, p. 156), más que una compensación para ellos, puesto que adquieren
así considerables ventajas políticas. Mas el hecho de que los Estados
confederados participen en la potestad soberana federal no implica que se
conviertan ellos mismos en soberanos. Dado, en efecto, que los Estados
confederados, si quedan en minoría, no pueden impedir la formación de una
voluntad federal contraria a la suya, se ve claramente que la voluntad individual de
cada uno de ellos no se toma en consideración por sí misma, sino que sólo tiene
valor efectivo por cuanto forma parte del conjunto de voluntades de los Estados
miembros, que constituyen en definitiva la voluntad del Estado federal mismo. En
otros términos, los Estados confederados no concurren a la formación de la
voluntad federal más que en calidad de órganos del Estado federal. Ahora bien,
como tales órganos, no tienen personalidad distinta del Estado federal; no pueden,
pues, ejercer la potestad soberana del Estado federal como un derecho subjetivo,
sino que la verdad es que son simplemente los "agentes de ejercicio" de una
potestad cuyo único titular es el Estado. En el Estado unitario democrático, en el
que el pueblo es llamado a ratificar las decisiones tomadas por las autoridades
públicas, y en el que el cuerpo de ciudadanos se convierte así en órgano de
Estado, los ciudadanos no se convierten por eso, tomados individualmente, en
soberanos. Asimismo, el hecho de que los Estados confederados sean llamados
por la Constitución federal a concurrir, como órganos del Estado federal, a la
formación de su voluntad, no significa de ningún modo que sean sujetos de la
soberanía federal: el carácter de soberanía sólo pertenece al Estado federal (Le
Fur, op. cit., pp. 457-459,
134

134 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [44-46


671-673); aquí, como en el Estado democrático unitario, la soberanía
está en el todo, y no en las partes.
45. La comprobación de la no-soberanía de los Estados miembros de un Estado
federal ha hecho que algunos autores les nieguen el carácter de Estados, y por lo
tanto, también, nieguen que el Estado federal mismo constituya una forma de
Estado verdaderamente especial y distinta. Es cierto en efecto que el Estado
federal verdadero no puede concebirse en la teoría que desde Bodino considera a
la soberanía como un elemento esencial del Estado. En esta teoría, el Estado
llamado federal se reduce necesariamente a un Estado unitario o a una
confederación de Estados. Los autores que defienden la doctrina del Estado
soberano se
encuentran, en efecto, orillados a la siguiente alternativa: o se ven obligados a
deducir de la no-soberanía de los Estados miembros que sólo el Estado federal es
un Estado, y por consiguiente convierten, en último término, al Estado federal en
un Estado unitario, o por el contrario, para mantener en su cualidad de Estados a
los Estados confederados se ven forzados a establecer su soberanía y en este
caso, como sobre un mismo suelo no pueden concebirse dos soberanías, la
soberanía de los Estados miembros excluye la del Estado federal, el cual, por
consiguiente, deja de ser un Estado y se convierte en una simple confederación.
46. a) De las dos opiniones anteriores, la primera tiene como principal
representante a Le Fur (op. cit., pp. 680 ss.). Este autor parte de la antigua
doctrina que ve en la soberanía un carácter indispensable del Estado. Según él,
basta la comprobación de que las colectividades miembros del Estado federal no
son soberanas para que se deba deducir enseguida que no son Estados (ver, en
el mismo sentido: Borel, op. cit., pp. 167 ss.; Zorn, Staatsrecht des deustchcn
Ruches, 2* ed., vol. i, p. 84; Combothecra, La conception juridique de L'État, pp.
104 ss., 149). La consecuencia que lógicamente se deriva de esta tesis es que el
Estado federal sólo es en realidad una especie particular de Estado unitario, y en
cuanto a los pretendidos "Estados" confederados, parece que se les deba asimilar
a las subdivisiones o a las provincias descentralizadas de un Estado unitario. Sin
embargo, Le Fur niega enérgicamente que su doctrina haya justificado esa
conclusión y asimilación. Sin duda —dice— las colectividades que se encuentran
confederadas en el Estado federal no son Estados, pero no por eso deja de
subsistir una diferencia esencial entre ellas y la provincia de un Estado unitario.
Esta, en efecto, aun cuando se halle descentralizada, es decir, aun cuando posea
un amplio poder para administrarse por sí misma, sólo tiene, sin embargo, en
definitiva, derechos de administración local; ejerce realmente su potestad
particular sobre su territorio especial, pero no participa en la potestad central que
se ejerce sobre la totalidad del territorio nacional. Por el contrario,
135

4647] POTESTAD DEL ESTADO 135


lo que caracteriza al Estado federal es que no solamente las colectividades
confederadas que en él contiene se administran por sí mismas en la medida en
que la Constitución federal ha dejado subsistir sus competencias propias, sino que
además participan en la potestad central del Estado federal. Esta participación es
lo que las convierte en miembros especiales del Estado federal, y por esa
participación también se distingue claramente el Estado federal del Estado
unitario. Esta distinción existe por cuanto el primero tiene por miembros que
participan de su potestad, no sólo a los individuos que son nacionales, sino
además, a las colectividades confederadas contenidas en él (Le Fur, op. cit., pp.
600 ss., 639, 652 55., 681 55. Al mismo respecto: Borel, op. cit., pp. 177 y 196;
Zorn, op. cit., vol. i, p. 87 y Hirtstis Annalen, 1884, p. 480). Pero Le Fur
seguramente se hace ilusiones al creer que con eso ha diferenciado radicalmente
al Estado federal del Estado unitario. Porque, como él mismo lo dice (por ejemplo,
pp. 458 ss., 490), la participación de los miembros confederados del Estado
federal en la potestad del mismo se ejerce por ellos en calidad de órganos
federales, y además se basa directamente en la Constitución federal. Por
consiguiente, bajo este aspecto, la colectividad confederada se asemeja a la
provincia de un Estado unitario en este punto capital de que los derechos de
participación en la potestad central ejercidos por la primera, así como los derechos
de potestad local que ejerce la segunda, les vienen, tanto a la una como a la otra,
exclusivamente del Estado del cual dependen respectivamente. Al estar fundada
sobre la propia voluntad del Estado federal, la participación de las colectividades
confederadas, por más que se ejerza a título federativo, no podría por sí sola
destruir real y enteramente la unidad de este Estado.30 Por ello la doctrina que
rehusa a los Estados particulares la cualidad de Estados llega a la conclusión de
que el Estado llamado federal no es en definitiva sino una variedad del Estado
unitario (Jellinek, loe. cit., vol. II, pp. 541-542). Es por otra parte lo que confiesa el
mismo Le Fur, al decir (p. 692) que los Estados particulares son "sujetos comunes
de un Estado único".
47. b) Una segunda teoría consiste en admitir que la unión de Es-
92

30
Ya se observó anteriormente pp. 126 ss.) que el federalismo puede concebirse hasta en el
Estado unitario. Para que un Estado pierda verdaderamente su carácter de unitario no es suficiente
que contenga colectividades que tengan, en virtud de la Constitución misma de este Estado, el
poder de tomar parte en su potestad central, sino que es preciso, esencialmente, que dichas
colectividades tengan poderes que resulten en su provecho, por su propia Constitución f por sus
exclusivas voluntades. El Estado federal sólo puede diferenciarse absolutamente del Estado
unitario cuando, juntamente con los derechos de participación en la potestad central que les otorga
la Constitución federal, las colectividades confederadas en dicho Estado I federal poseen además
derechos que toman de sus propias potestades, o sea, en definitiva, derechos que las convierten
en Estados distintos.
136

136 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [47-48

lados conocida con el nombre de Estado federal no da origen, de ningún modo, a


un Estado superior, sino que viene a ser únicamente una sociedad contractual
entre Estados que siguen siendo soberanos, es decir, una mera eonfederación.
Esto también es la negación del Estado federal.
Esta teoría, sostenida primero en los Estados Unidos por Calhoun (Discourse on
the Constitution of the United States), tuvo por principal representante a Seydel,
que la sostuvo especialmente para el Imperio alemán ("Der Bundesstaatsbegriff",
Tübinger Zeitschrift f. die gesammte Staatswissenschaft, 1872, pp. 186 ¿s.;
Kommentar zur Reichsverfassung, pp. 1 ss.). Domina a Seydel la idea de que el
Estado no puede concebirse sin la soberanía. Además, parte de la idea muy justa
de que la soberanía es indivisible y que dos Estados no pueden ser a la vez
soberanos sobre un mismo territorio. Es incluso uno de los autores que han
contribuido en mayor grado a demostrar esta indivisibilidad (ver n9 50, infra). Por
consiguiente, Seydel, al observar que según la Constitución del Imperio alemán
los Estados miembros son incontestablemente Estados, no tiene más remedio que
sostener que el Imperio mismo no es un Estado, sino una confederación de
Estados soberanos.
48. Pero además la doctrina de Seydel proviene de la opinión que mantiene
respecto a la fundación de la unión federativa llamada comúnmente Estado
federal. De una manera general, la aparición de un Estado coincide con el hecho
de su organización originaria: es en este sentido como, por una parte, la formación
de los Estados debe considerarse como un mero hecho no susceptible de
construcción jurídica (cf. núms. 22 y 23, supra), y por otra parte todo Estado
aparece como teniendo su fundamento, la fuente jurídica de su existencia, en su
propia Constitución. En todo caso, ningún Estado podría concebirse como creado
por un acuerdo contractual entre sus miembros y como basado sobre sus
voluntades. La fundación contractual de un Estado es algo imposible de concebir,
porque semejante origen, lejos de explicar la potestad esencialmente dominadora
del Estado sobre sus miembros, implicaría, por el contrario, la subordinación del
Estado a sus fundadores. El mismo hecho de que la voluntad del Estado, según
los datos del derecho público positivo, aparece como siendo de una esencia
superior a la voluntad de sus miembros, excluye la posibilidad de buscar el origen
del Estado en un acto de voluntad de aquéllos. El Estado, jurídicamente, sólo
puede fundarse en su Constitución, y sobre una Constitución que provenga de su
propia voluntad, no de la voluntad ajena. Resulta de ello que una formación
corporativa, que toma su origen en un acto contractual estipulado entre sus
miembros, no puede en ningún caso constituir un Estado. Esto ocurre tanto en las
formaciones federativas estipuladas entre Estados como en las asociaciones
establecidas entre individuos. Así como los individuos
137

48] POTESTAD DEL ESTADO 137

no pueden, mediante un contrato, engendrar un Estado, tampoco los tratados que


se conciertan entre Estados pueden constituir, por encima de éstos, un Estado
nuevo. Como muy justamente dicen Le Fur (op. cit., p. 546) y Borel (op. cit., pp.
125 ss.; cf. Laband, loe. cit., vol. i, p. 101), la hipótesis del contrato social es tan
inadmisible por lo que atañe a la formación de un Estado federal por encima de
IOB Estados miembros como por lo que se refiere a la formación de un Estado
unitario por encima de los individuos. Esto es también el parecer de Seydel. Este
autor establece en principio que por medio de tratados sólo pueden crearse
relaciones contractuales entre los Estados contratantes, y no un Estado superior.
Pero una vez establecido esto, Seydel deduce inmediatamente de ello que las
formaciones federativas a las que se aplica el nombre de Estado federal no son de
ningún modo Estados. Sostiene, en efecto, que estas uniones federativas se
basan únicamente en la voluntad de los Estados confederados y en los pactos
federativos estipulados entre ellos. Seydel atribuye particularmente la fundación
del Imperio alemán a los tratados entre los Estados alemanes que lo precedieron.
El Imperio no es, pues, para él más que una confederación de Estados. Esta
teoría no ha logrado aceptación.31 Es muy cierto que la base de un Estado no
puede consistir en un tratado: la base de todo Estado es únicamente su estatuto
orgánico, su Constitución. Pero Seydel se equivoca al asegurar que los Estados
federales que existen actualmente están fundados en tratados; su error proviene
de que confunde la fundación constitucional de esos Estados con los tratados que
la han preparado. Y de una manera general se pueden considerar como erróneas
todas las tentativas que se han hecho, por múltiples autores, con miras a
relacionar el Estado federal con los tratados mediante los cuales, anteriormente a
su fundación, se pusieron de acuerdo los Estados confederados para poner las
bases de su Constitución. Lo cierto es que la aparición del Estado federal, como la
de cualquier Estado, es un mero hecho al cual no es posible aplicarle una
calificación jurídica (ver a este respecto: Jellinek, Staatenverbindungen, pp. 256
ss. y L'État moderne, ed. francesa, vol. II, pp. 548 ss.; Borel, op. cit., p. 130; Zorn,
op. cit., 2* ed., vol. i, p. 30; Bornhak, Allg. Staatslehre, p. 245).
La fundación de un Estado federal puede realizarse de dos maneras. O bien un
Estado hasta entonces unitario transforma a sus antiguas provincias en Estados
confederados y por ello se transforma él mismo en Estado federal: así se formaron
en 1891 los Estados Unidos del Brasil.
93

31
Una crítica detallada de ello se verá en Rehm, Allg. Staatslehre, pp. 127 ss. Cf. Laband, loe. cit.,
vol. I, pp. 149,«. Ver, sin embargo, G. Meyer, Lehrbuch des deutschen Staatsrechts, 6* ed., pp. 175
ss., 185 ss. y Archiv für óffentl. Recht, vol. xvm, pp. 337 ss., que pretende que el Imperio alemán
tiene su origen y su fundamento jurídico en contratos.
138

138 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [48

O bien varios Estados soberanos, por-ejemplo: Estados que hasta entonces no


estaban más que reunidos en una confederación, se ponen de acuerdo para
unirse en adelante en un Estado federal. En el primer caso la aparición del Estado
federal proviene de un acto de voluntad unilateral del Estado unitario, que actúa
conforme a su derecho público vigente, es decir, que actúa por la vía jurídica de
una revisión de su Constitución, Constitución que, de unitaria, como lo era con
anterioridad, es transformada por él en Constitución federal. El acto generador del
Estado federal es aquí, evidentemente, un acto jurídico: consiste en una revisión
constitucional. Pero también importa observar que, en el primer caso, no existe,
propiamente hablando, al menos en lo que concierne al Estado federal mismo,
formación originaria de un Estado: el Estado creado no es en efecto, un Estado
enteramente nuevo, sino sólo la continuación del Estado unitario transformado.
Más delicada es la segunda situación, la de un Estado federal que nazca, como
nuevo Estado, de la unión federativa de Estados anteriormente soberanos.
Algunos autores, entre los cuales conviene citar principalmente a G. Meyer (op.
cit., & ed., pp. 175 ss.; ver también los autores citados en nota, ibid., pp. 176 ss),
sostienen, a propósito de este segundo caso, que la idea según la cual el Estado
federal se funda originariamente sobre un contrato internacional puede justificarse
perfectamente. Y, para evitar las objeciones que Seydel formuló contra esta idea,
presentan la siguiente teoría: Cuando varios Estados se han puesto de acuerdo
para fundar por encima de ellos una Constitución federal, esta Constitución
convenida entre ellos se funda, por lo que se refiere a su origen, en el tratado
estipulado entre las parles contratantes, y por consiguiente hay que reconocer a
este respecto que el Estado federal tiene su origen ante todo en una convención.
Pero, una vez puesta en vigor, esta Constitución convencional adquiere el valor de
una verdadera ley constitucional del Estado federal. Lo que lo demuestra
perentoriamente —dice G. Meyer (p. 176)— es que, conforme al tratado mismo
que ha fundado al Estado federal, las revisiones eventuales de la Constitución
federal deben realizarse, no ya por medio de un nuevo contrato entre los Estados
confederados, sino ajustándose a la forma de la legislación federal. Una vez en
vigencia, la Constitución federal pierde su carácter contractual y se transforma en
estatuto que de ahí en adelante ya no depende más que de la voluntad soberana
del Estado federal. De manera que las relaciones puramente contractuales que se
habían establecido primeramente por efecto del tratado entre los Estados
contratantes se encuentran ahora sustituidas por relaciones realmente
constitucionales. Esta sustitución implica que en el Estado federal ya fundado, los
Estados miembros se hallan regidos por una Constitución que, si bien es obra de
ellos respecto de su origen primitivo,
139

48] POTESTAD DEL ESTADO 139


debe ser considerada, desde el punto de vista de su eficacia, como una ley propia
y una ley superior del Estado federal. Ahora que el grave cargo que hay que hacer
a esta teoría es que no explica cómo pudo realizarse semejante transformación,
por lo que los adversarios de esta doctrina han podido decir con razón que esta
novación de un tratado internacional en un estatuto interno de Estado resultaba
incomprensible.
Le Fur apenas hizo otra cosa que recoger esta última doctrina, aunque tratando de
precisar las condiciones en las que se efectúa el paso de la convención a la
Constitución. No admite (op. cit,, pp. 560 ss.) que sea suficiente, en todos los
casos, contentarse con asignar como origen al Estado federal un mero hecho:
quiere encontrarle una base jurídica, y según él, esa base debe buscarse en los
tratados por los cuales los Estados particulares han convenido en fusionarse en un
Estado federal y han fijado la Constitución futura de ese Estado. Por otra parte, sin
embargo, Le Fur reconoce que el Estado federal no puede fundarse sobre simples
relaciones contractuales entre los Estados miembros, relaciones que sólo
implicarían un lazo internacional entre ellos. Lo propio del Estado federal, así
como de todo Estado, es mantener con sus miembros relaciones de dominación
que se caracterizan como relaciones de derecho público interno y que sólo pueden
tener por base la Constitución de este Estado. Así pues, el Estado federal tiene su
fuente en ese tratado de unión, y sin embargo se funda sobre su propia
Constitución. ¿Cómo conciliar estas dos afirmaciones en apariencia antinómicas?
Para conciliarias, Le Fur se inspira en la teoría, ya sostenida por Hanel (Deutsches
Staatsrecht, vol. i, pp. 31 ss.; Studien zum deutschen Staatsrechte, vol. i, pp. 68
ss.), según la cual es necesario, en la formación del Estado federal, distinguir dos
fases: la fase contractual y la fase constitucional. Los Estados contratantes
empiezan ligándose por el tratado de unión, por el cual se obligan a someterse a
la potestad superior del Estado federal, cuya competencia y órganos ellos mismos
determinan. El Estado federal va a salir de este tratado, en el sentido de que los
Estados, obligados los unos con los otros a ejecutar las obligaciones que resultan
para ellos de dicho tratado, van a realizar, por esa misma ejecución, las
condiciones preliminares a la formación del Estado federal. La formación del
Estado federal no se confundirá sin duda con el tratado, pero será el resultado de
la ejecución de ese tratado; se relaciona pues realmente, en este aspecto, con el
tratado como base jurídica (cf. Laband, loe. cit., vol. I, pp. 65 ss.). Una vez
ejecutado, ese tratado desaparece, y ahora empieza la fase constitucional.
¿Cuándo y cómo comienza? Comienza cuando los órganos federales creados por
el proyecto de Constitución contenido en el tratado de unión toman posesión de
sus funciones. Lo primero que van a hacer esos órganos, en efecto, será pro140
140

ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [48-49

mulgar la Constitución federal. La promulgarán, no como expresión de la voluntad


de los Estados particulares, pues ya no se trata de la voluntad contractual de
dichos Estados, sino en nombre del Estado federal, como expresión de la voluntad
unilateral de ese Estado, como ley propia de ese Estado. Y en efecto, por el hecho
mismo de que el Estado federal se encuentre ahora organizado, es ya capaz por
sus órganos propios de querer y de actuar en su propio nombre. Por lo tanto, la
Constitución que promulga por sus órganos —aunque haya sido convenida antes
por los Estados concurrentes al tratado de unión— no vale ya sino como
Constitución del Estado federal; deja de ser una simple convención entre los
Estados particulares y no se basa en adelante más que en la voluntad del Estado
federal (ver sobre estos diversos puntos Le Fur, op. cit., pp. 560 a 589). En una
palabra, todo esto viene a significar que el Estado federal aparece como Estado,
con existencia propia e independiente de la voluntad contractual de los Estados
confederados, en el mismo momento en que, por la ejecución del tratado de unión,
los órganos de ese Estado han sido creados y han entrado en funciones. Pero de
esta conclusión misma se desprende, como observa Jellinek (L'État moderne, ed.
francesa, vol. II, p. 550 n.), que el hecho generador del Estado federal es
únicamente su organización. Una vez provisto de órganos, el Estado federal no se
funda ya sobre los tratados que, han preparado su formación; esta formación ya
no proviene jurídicamente sino del hecho material de su organización. Y así la
teoría de Hánel y de Le Fur no hace más que confirmar la doctrina según la cual la
formación del Estado federal sólo es un mero hecho al cual es imposible dar una
construcción jurídica.
49. c) Además de las teorías que acaban de exponerse y que niegan la soberanía,
y por consiguiente el carácter de Estados, ya sea al Estado federal, o bien a los
Estados miembros, la doctrina clásica del Estado soberano ha promovido un tercer
grupo de teorías, que reconocen la cualidad de Estados lo mismo a los Estados
miembros que al Estado federal, y que también sostienen que los Estados
miembros, del mismo modo que el Estado federal, poseen la soberanía.
Entre los autores que han defendido esta opinión conviene citar en Francia a
Tocqueville (De la démocratie en Amérique, 1835), en Alemania a Waitz
(Grundzüge der Politik, 1862, pp. 153 ss.), que sostienen ambos que se produce
en el Estado federal una división de la soberanía entre este Estado y los Estados
confederados. Aunque antigua y generalmente abandonada, esta tesis sigue
encontrando partidarios en la literatura reciente. En Suiza, por ejemplo, a
Schollenberger (Bundesstaatsrecht der Schweiz, pp. 3 ss., 146 ss.).
Se relaciona en primer lugar, en gran parte, con el concepto que ve
141

49] POTESTAD DEL ESTADO 141

en el tratado federativo estipulado entre los Estados particulares la base jurídica


del Estado federal. Se parte aquí, en efecto, de la idea de que por dicho tratado
los Estados particulares han cedido al Estado federal cierta parte de sus
atribuciones anteriores, pero que han conservado para sí otra parte de esas
atribuciones. De hecho, es cierto que la Constitución federal misma determina
limitadamente los objetos reservados a la competencia federal; para lo demás, o
sea para todos los objetos no reservados, deja subsistir la competencia de los
Estados confederados. Se deduce de esto que si, en la esfera de sus atribuciones,
el Estado federal es soberano, también lo son sus Estados confederados en la
esfera de su propia competencia. Evidentemente esta competencia no es
completa ni para el Estado federal, ni para el Estado miembro. Pero la soberanía
no tiene por esencia el ser ilimitada; para que un Estado pueda ser calificado de
soberano, no es necesario que su potestad sea infinita en cuanto a su extensión;
basta que, en la medida en que existe, esta potestad sea independiente de toda
potestad superior en cuanto a su origen y en cuanto a sus condiciones de
ejercicio. Tal es el caso en el Estado federal. La potestad, bien sea del Estado
federal, bien del Estado particular, es una potestad independiente, aunque no
exista para cada uno de estos Estados sino en los límites de sus respectivas
atribuciones. Por lo que concierne especialmente a los Estados confederados, si
bien es verdad que sus atribuciones pueden ser restringidas en el porvenir por una
revisión de la Constitución federal, al menos la competencia que poseen
actualmente estos Estados no proviene de una delegación hecha por el Estado
federal, sino que se funda en su propia potestad, y no es otra que la porción de su
antigua competencia ilimitada que han conservado, después de la creación del
Estado federal, en virtud de un derecho propio anterior a ese Estado. Además los
Estados particulares tienen, hasta donde subsiste su competencia, una potestad
independiente, en el sentido de que son dueños de ejercer por su libre voluntad
las atribuciones que no les ha quitado el Estado federal. Estos Estados son, pues,
perfectamente soberanos, como lo dice el art. 3 de la Constitución suiza.
Finalmente se deduce que se produce en el Estado federal una división de la
soberanía.32
94

32
Esta es también, según parece, ]a doctrina enseñada por Esmein (Elementa, 5" ed., p. 6), que
admite que el Estado federal y el Estado particular son soberanos uno y otro: "El Estado federativo
fracciona la soberanía. Es un compuesto de varios Estados particulares, cada uno de los cuales
conserva en principio su soberanía interior, sus leyes propias y su gobierno. Pero la nación entera
forma un Estado de conjunto o Estado federal, que también posee un Gobierno completo. Ciertos
atributos de la soberanía son retirados a los Estados particulares por la Constitución, que los
transfiere al Estado federal. Este, cuando actúa en virtud cié su propia soberanía, obliga
directamente a toda la nación. Así es como, sobre ciertas materias, puede dictar leyes generales..."
Sin embargo, un atento examen de este párrafo produce la impresión de que, según la
terminología que le es habitual y que se funda en una confusión
142

142 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [50

50. Pero esta teoría tropieza claramente con una imposibilidad cuyo rigen está en
la misma naturaleza de la soberanía. En su acepción propia la soberanía es el
carácter supremo de una potestad. Ahora bien, está claro que una potestad
suprema no puede pertenecer a dos Estados a la vez sobre un mismo territorio. La
idea misma de la más alta potestad excluye toda posibilidad de compartimiento. O
la soberanía es entera, o cesa de ser soberanía. Hablar de soberanía restringida,
relativa o dividida es cometer una contradictio in adjecto (Laband, loe. cit., vol. I, p.
110; Jellinek, Staatenverbindungen, p. 35 y UÉtat moderne, ed. francesa, vol. H,
pp. 157 ss.; Borel, op. cit., pp. 51 ss.). Evidentemente, se concibe perfectamente
que dos Estados yuxtapuestos sobre territorios diferentes puedan ser
simultáneamente soberanos. El carácter superlativo de la soberanía no implica
que únicamente pueda establecerse sobre toda la tierra un solo Estado soberano.
En efecto, la coexistencia de varias potestades soberanas localizadas sobre
territorios diversos no impide que cada una de ellas sea, en su propio territorio,
una potestad del grado más elevado. El principio de la individualidad de la
soberanía no significa, pues, que la soberanía no entrañe limitaciones en cuanto a
los lugares en los que puede ejercerse. Desde este punto de vista territorial, la
soberanía puede ser limitada y relativa: no se halla dividida por ello, porque
permanece íntegra sobre cada territorio de Estado soberano. Pero sobre un solo y
mismo territorio ya no se puede concebir la divisibilidad de la soberanía. En vano
Le Fur (op. cit., p. 485) sostiene que, puesto que la soberanía puede ser limitada
en cuanto a la extensión de su territorio, no hay razón para que no pueda serlo
también en cuanto a la extensión de las atribuciones que ejerce sobre ese mismo
territorio por Estados diferentes. Cuando, dice ese autor, hay sobre un suelo
determinado reparto de atribuciones entre dos potestades, cada una de las cuales,
en su esfera propia de competencia, goza de una independencia absoluta
respecto de todo poder extraño, cada una de esas potestades independientes
permanece perfectamente soberana. Pero el argumento tomado por Le Fur de la
limitación territorial de la soberanía no permite de ninguna manera sacar la
conclusión de una posible limitación en cuanto a la extensión de las atribuciones.
Las dos clases de limitaciones tienen, en efecto, un alcance muy diferente: la
primera no entraña de ningún modo división de la soberanía; la segunda, por el
contrario, se analiza en una división que sería la negación de la soberanía. Si un
propietario cede a un tercero la mitad territorial de su herencia, el derecho de
propiedad que conserva sobre la mitad no cedida sigue siendo un derecho de
propie
95

Que ya se criticó antes (pp. 89 ss.), Esmein se refiere, y designa aquí bajo el nombre de
soberanía, no ya a una potestad que tenga verdaderamente el carácter de summa potestus, sino
simplemente a la potestad de Estado, sea o no soberana.
143

50-51] POTESTAD DEL ESTADO 143

dad absoluta; pero si cede, de dicha herencia, algunos- de los derechos jurídicos
comprendidos en su derecho de propiedad, ésta deja de ser una plena propiedad,
puesto que ya no es el derecho absoluto de potestad sobre la herencia. Del mismo
modo, la soberanía se conserva íntegra aunque se restrinja a una determinada
superficie de suelo; pero dividida entre varios Estados sobre ese mismo suelo, ya
no es soberanía.
No es posible, pues, admitir en el Estado federal un repartimiento de la soberanía,
ni tampoco la concurrencia de dos soberanías distintas. Tampoco es exacto decir,
como lo han hecho de Tocqueville y Waitz, que eí Estado federal y el Estado
miembro, dentro de los límites de sus atribuciones respectivas, son Estados
iguales e independientes el uno respecto del otro. En todo caso, esta igualdad y
esta independencia no podrían ser absolutas. En efecto —dice Laband (loe. cit.,
vol. i, pp. 110-111)—, por claramente delimitadas que estén las respectivas
competencias, puede suscitarse una duda sobre la extensión de las atribuciones
bien sea del Estado federal o bien del Estado particular. ¿Cuál de los dos Estados
decidirá la duda? Además, y de una manera general, ¿quién está capacitado para
reglamentar y delimitar las competencias? Claro está que aquel de ambos Estados
clel cual dependa esa reglamentación domina al otro Estado. Ahora bien, según
las Constituciones federales vigentes, este poder superior de determinación de
competencias pertenece al Estado federal sobre los Estados particulares, mientras
que el Estado particular nada puede a este respecto sobre el Estado federal.
Luego el Estado federal tiene la soberanía y la tiene por entero. Al Estado
particular le falta totalmente.

51. Se acaba de ver que la soberanía propiamente dicha no es susceptible de


división. Pero los autores que hablan de soberanía compartida entienden a veces
a la soberanía en un segundo sentido. A lo que se refieren, bajo ese nombre, es a
la potestad estatal misma, que consideran como el contenido de la soberanía. Y
entonces la cuestión de la divisibilidad de la soberanía se reduce en realidad a la
de la divisibilidad de la potestad de Estado.
Es evidentemente en este sentido que la Constitución de 1791, tit. ni, preámbulo,
art. 1", declaraba que "la soberanía es una, indivisible". La indivisibilidad afirmada
por ese texto es la de la potestad nacional. El final del texto lo demuestra, pues de
que la "soberanía" pertenece indivisiblemente a la nación, deduce que "ninguna
sección del pueblo, ni ningún individuo puede atribuirse su ejercicio". Ahora bien,
no puede haber caso de ejercicio de la soberanía más que si ésta ge identifica con
la potestad pública.
La misma confusión ha sido la causa de que se forme la teoría del Estado semi-
soberano. Esta teoría parece desde el principio totalmente
144

144 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [51

irracional. La expresión "semi-soberanía" está formada por términos


contradictorios, pues la soberanía, como plenitud suprema de potestad
independiente, no puede concebirse parcialmente. En realidad, el concepto del
Estado semi-soberano tiene por base la consideración de que ciertos Estados, sin
dejar de depender de un Estado superior, poseen en grado más o menos amplio
derechos de potestad pública, derechos de legislación, de jurisdicción y otros, que
constituyen para el Estado que es sujeto de ellos una potestad análoga a la del
Estado soberano. Se ha llegado como consecuencia a reconocer a dichos Estados
dependientes la posesión de la soberanía. De ahí un doble concepto de la
soberanía: la calificación de soberano se aplica primero al Estado independiente
de toda potestad superior: esto es la soberanía perfecta y plena. Pero se califica
también de soberano al Estado que posee los atributos de la potestad estatal, a
pesar de que dependa de otro Estado, y como para marcar la diferencia que existe
entre este Estado y aquél que es totalmente independiente, se le llama semi-
soberano (Rehm, Allg. Staatslehre, pp. 51 ss.,
57-58).
Toda esta teoría tiene el defecto de fundarse en una confusión entre la soberanía
y la potestad estatal. Pero además es errónea en el fondo, pues si la soberanía
propiamente dicha es incompartible, la potestad estatal misma no puede tampoco
existir divisiblemente. Lo que, en el Estado federal en particular, ha inspirado a
ciertos autores la idea de una división de la potestad estatal, es el hecho, por
cierto incontestable, de que se produce entre él y los Estados confederados un
reparto de atribuciones, por cuanto la Constitución coloca cierlos objetos dentro de
la competencia federal, mientras otros asuntos permanecen a cargo de los
Estados confederados. De este reparto de atribuciones y de competencias se
deduce la división de la potestad estatal. Pero la limitación de la potestad estatal
en cuanto a los objetos sobre los cuales puede ejercerse no implica de ningún
modo una división de esta potestad en sí. Como lo hace observar Jellinek (L'État
móderné, ed. francesa, vol. n, pp. 166-167), la potestad de Estado puede ser
completa y entera, aunque la actividad del Estado al cual pertenece sólo se ejerza
en una esfera restringida. Por ejemplo, si se compara el Estado moderno con el
Estado de los tiempos pasados, se observa que este último no administraba por sí
mismo algunos servicios que hoy se han convertido en públicos, como la
enseñanza. ¿Podría decirse por esto que en aquella época el Estado no poseía
sino una parte de la potestad pública? La verdad es que el Estado posee una
potestad completa desde que retiene integralmente las diversas funciones del
poder, de manera que pueda ejercer por sí mismo una dominación perfecta, sea
cual fuere, por otra parte, la extensión de los asuntos a los cuales se aplique dicha
dominación. En otros términos, hay plenitud de
145

51-52] POTESTAD DEL ESTADO 145

potestad estatal por el solo hecho de que el Estado tiene, sobre los objetos que
entran en su competencia, poder legislativo, poder gubernamental y administrativo
y poder judicial. Si uno solo de estos tres poderes existiera en provecho de una
colectividad, entonces sería exacto decir que dicha colectividad no poseía sino un
fragmento de potestad estatal, o mejor dicho que esta colectividad, al no tener sino
una potestad parcial de dominación, no tiene la potestad de Estado, y por ello
mismo no sería un Estado. La potestad de Estado aparece así como indivisible. En
el Estado federal no está fragmentada. Si el Estado particular no es soberano, al
menos se halla investido de una potestad estatal integral. Evidentemente hay
reparto de competencias entre él y el Estado federal, pero lo decisivo es que cada
uno de esos Estados posee, para el ejercicio de su respectiva competencia, todos
los atributos de la potestad estatal y también todos los órganos, legislativos,
gubernamentales o administrativos y judiciales, necesarios para el ejercicio de
esta potestad.
52. d) Para evitar las críticas que acaban de ser hechas contra la idea de una
posible división de la soberanía y para mantener sin embargo el carácter a la vez
estatal y soberano tanto de los Estados confederados como del Estado federal,
una última doctrina ha sido propuesta por Hanel (Studien, vol. i, pp. 63 ss.;
Deutsches Staatsrecht, vol. i, pp. 200 ss.) y desarrollada por Gierke (Schmollcr's
Jahrbuch, vol. vn, pp. 1157 ss.; cf. Bornhak, Allg. Staatslehre, pp. 246 ss.). Según
la construcción establecida por estos autores, el Estado federal consistirá en la
comunidad orgánica formada por una parte por los Estados particulares y por otra
parte por el Estado central mismo, convirtiéndose este Estado central y esos
Estados particulares, entre todos y por efecto de su coordinación constitucional, en
el sujeto, no único, sino plural, de la soberanía, la cual, según los referidos
autores, pertenece así en común al Estado central y al Estado particular, sin
hallarse dividida entre ellos.38 Esta teoría parece a primera vista conforme con el
hecho de que en el Estado federal la voluntad federal no puede formarse más que
por el concurso de los órganos especiales del Estado central por una parte y de
los Estados
96

96
33
Según Hanel (Studien, vol.-i, p. 63), "ni el Estado particular ni el Estado central son en realidad
Estados. Solamente son colectividades organizadas y que actúan a manera de Estados. El único
Estado verdadero es el Estado federal, considerado como totalidad del Estado central y de los
Estados particulares". Según Gierke (loe. cit., vol. vil, p. 1.168), por el contrario, "la comunidad
orgánica formada por la reunión del Estado central y los Estados particulares no constituye una
nueva personalidad estatal por encima de los Estados que la componen". No solamente no
constituye un nuevo Estado, sino que ni siquiera es una persona
jurídica, pues Gierke declara (eod. loe.) que en la comunidad formada por la reunión del Estado
federal con los Estados particulares —comunidad que se convierte en el sujeto de la potestad
estatal federal— no se debe ver a una personalidad única, sino a una pluralidad de personas
colectivas, o sea al Estado central y a los Estados particulares.
146

146 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [52

particulares por la otra. Pero la doctrina de Hánel y Gíerke tiene el defecto de dar
al Estado federal una construcción tripartita, cuyos elementos son, según dichos
autores, los Estados particulares, el Estado central y finalmente la comunidad de
éste y aquéllos, cuando en realidad no hay en el Estado federal más que dos
clases de organismos estatales: los Estados particulares y el Estado central.
Además, esta doctrina ha suscitado, desde un doble punto de vista, las objeciones
siguientes:

Unos, como Le Fur y Laband, han hecho observar que Gierke, al querer evitar que
se le reproche dividir la soberanía, incurre en una falta mucho más grave, que
es la de destruir la unidad estatal misma, pues en su construcción la comunidad,
que es el sujeto de la soberanía, ya no es una persona estatal única, sino que
consiste en una pluralidad de Estados, pluralidad que ni es una persona, ni es un
Estado. Y al destruir así la unidad del Estado federal, Gierke destruye al mismo
tiempo la unidad de la soberanía que por su construcción pretendía mantener. La
unidad o indivisibilidad de la soberanía, en efecto, está ligada a la del Estado
mismo. Fraccionar el Estado federal en una pluralidad de sujetos es establecer
fatalmente el fraccionamiento correlativo de la soberanía entre dichos múltiples
sujetos. Es, pues, dividir la soberanía en vez de mantener su unidad.34
97

97 34
El error fundamental de la teoría de Gierke es el de haber confundido, en esta materia, dos
conceptos que es de esencial importancia distinguir: el del Estado soberano y el del órgano que
actúa por dicho Estado. Del hecho de que. los Estados particulares concurren a la formación de la
voluntad soberana del Estado federal, Gierke deduce erróneamente que participan do la
substancia misma de la soberanía federal, y que por lo tanto ésta tiene por sujeto plural al Estado
central junto con los Estados particulares. Pero, en realidad, los Estados confederados
no participan en la soberanía federal más que en calidad de órganos del Estado
federal, llamados a desempeñar este papel orgánico por la misma Constitución de dicho Estado; su
situación en este aspecto es idéntica a la de los ciudadanos que, en una democracia directa,
participan en la potestad de Estado; así como en las democracias esta participación no convierte a
los ciudadanos en sujetos de la soberanía estatal, tampoco en el Estado federal el hecho de que
los Estados miembros tomen parte en la potestad soberana significa de ningún modo que ellos
mismos sean soberanos.
Esta errónea confusión de Gierke se manifiesta igualmente en lo que concierne a la pretendida
"comunidad orgánica" que dicho autor cree hallar entre el Estado federal y los Estados particulares.
Como lo observa Le Fur (up. cit., pp. 659, 665), bajo el nombre de Estado central (Gcsamtstaat)
Gierke se refiere en realidad a los órganos centrales del Estado federal, o sea a los órganos
federales distintos de los Estados particulares. Ahora bien, la existencia cié esos órganos
especiales no implica de ninguna manera que exista en el Estado federal, además de los Estados
particulares, un Estado central correspondiente a dichos órganos especiales y que fuera diferente
del Estado federal mismo. Los órganos en cuestión son pura y simplemente órganos del Estado
federal. Sólo existen, pues, como Estados verdaderos, el Estado federal y los Estados particulares.
La construcción tripartita que consiste en intercalar entre éstos y aquél un Estado central o
Gesamtstaat, no tiene fundamento.
En definitiva, sólo el Estado federal es soberano; no existe comunidad de potestad sobe]
147

52 POTESTAD DEL ESTADO 147


Otros autores, como Rehm, Laband, Jellinek, alegan contra Hanel, especialmente,
que su teoría, a pesar de cuantos esfuerzos hace para distinguir el Estado federal
de los Estados unitarios, llega en definitiva a la conclusión de que el primero sólo
es un Estado unitario. La teoría de Hanel recuerda en ciertos aspectos la de
numerosos autores americanos (ver sobre este punto Rehm, op. cit., pp. 121 ss,)
que, apoyándose especialmente sobre el hecho de que el preámbulo de la
Constitución federal de los Estados Unidos presenta al pueblo enlero como
fundador de esta Constitución y por lo tanto como el sujeto primario de la potestad
soberana, construyen el Estado norteamericano de la manera siguiente: El pueblo,
dicen, tiene en ese Estado una doble organización. Se halla organizado en una
Unión, y también en Estados particulares, y bajo este aspecto parece constituir,
pues, no ya un Estado unitario, sino una dualidad de Estados (cf. pp. HOilll,
supra). Pero, bajo otro aspecto, estos autores restablecen la unidad estatal del
pueblo norteamericano, pues según sus doctrinas, por una parte los órganos
centrales de la Unión, así como los Estados particulares como órganos de la
Unión, dependen igualmente del pueblo que los ha creado; y por otra parte estas
dos clases de Estados ejercen no ya soberanías distintas ni menos partes
diferentes de soberanía, sino una soberanía única, que es la del pueblo. En
realidad, esta doctrina reduce el Estado federal a un Estado unitario, pues un solo
y mismo pueblo, aunque estuviese organizado en forma dualista y su potestad
soberana tuviera que ejercerse mediante el concurso y la coordinación de órganos
centrales y órganos locales, no puede jamás constituir sino un solo y mismo
Estado.85 La doctrina de Hanel lleva a la misma conclusión. Al presentar a los
Estados particulares como simples partes constitutivas del Estado federal y al
decir que los Estados particulares no tienen carácter estatal más que por su
coordinación con el Estado federal y por su participación en su potestad, y al
añadir finalmente que sólo éste, como totalidad del Estado central y de los
Estados particulares, es un Estado verdadero, Hanel funda por lo tanto la idea de
que el Estado federal no es, en verdad, sino una clase especial de Estado unitario:
es un Estado unitario organizado federativamente. Porque Hanel excluye

rana entre él y los Estados particulares; éstos sólo tienen participación en dicha potestad como
órganos. Por lo demás, si se admitiera inie los Estados particulares participan en la potestad
federal soberana no solamente como órganos del Estado federal sino como sujetos comunes de la
soberanía federal, se haría imposible caracterizar al Estado federal como Estado soberano, porque
en dicho caso ya la soberanía no le correspondería de una manera exclusiva; resulta contrario a la
esencia misma de la soberanía el que, sobre el territorio federal, pueda residir en común, a la vez,
en el Estado federal y en los Estados particulares. 35 Es también lo que sostiene O. Mayer (Droit
administratif allemand, ed. francesa, vol. IV, p. 365), que admite para Estados Unidos y Suiza una
organización análoga a la indicada anteriormente.
148

148 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [52

precisamente de su definición del Estado federal al elemento esencial que permite


distinguir este Estado del Estado unitario. Este elemento es el siguiente: el Estado
federal tiene como miembros confederados a las colectividades que, pr sí mismas
e independientemente de su coordinación con el Estado federal, son Estados, y es
por su misma condición de Estados por lo que estas colectividades tienen parte en
la potestad federal 3C (ver contra la teoría de Hanel y de Gierke: Le Fur, op. cit.,
pp. 488-489, 651-673; Borel, op. cit., pp. 161 ss.; Duguit, L'État, vol. n, pp. 686 ss.;
Laband, loe. cit., vol. I, PP- 138 ss.; Rehm, op. cit., pp. 120 ss.; Jellinek, loe. cit.,
vol. u, p. 166 y 2If ed. alemana, p. 751, texto y n. 1; G. Meyer, op. cit., 60ed., p. 45,
n. 6).37
En resumen, se deduce del examen de los diversos sistemas que acaban de
exponerse que en el concepto tradicional que ve en la soberanía el
98

36
Las observaciones antes presentadas respecto a la doctrina de Hanel confirman este concepto
ya expuesto (pp. 126-127, supra), o sea que la participación de los Estados particulares en la
potestad federal no basta para constituir una diferencia esencial entre el Estado federal y el Estado
unitario. Esta participación, en efecto, deriva jurídicamente de la Constitución federal; por
consiguiente, y por cuanto participa en la potestad del Estado federal, así como por cuanto es parte
componente que concurre a la formación de un Estado soberano, el Estado particular no se
diferencia en nada de la provincia de un Estado unitario, la cual, también, ha podido recibir de la
Constitución de dicho Estado competencias o prerrogativas que se salgan del derecho común. La
participación de los Estados particulares en la potestatí del Estado federal atestigua debidamente
el carácter de dualismo de este Estado desde el punto de vista orgánico, pero no implica en él un
dualismo estatal, pues no convierte en Estados a las colectividades participantes. Este dualismo
estatal no aparecerá, y por consiguiente el Estado federal no será verdaderamente diferente de un
Estado unitario, más que en el caso de que las colectividades miembros se afirmen ellas mismas
como Estados. Este es el punto capital de la estructura del Estado federal. Hanel comete el error
de desconocer este punto cuando niega que las colectividades confederadas sean Estados por sí
mismas. 87 Para despejar la teoría del Estado federal, único soberano con exclusión de los
Estados particulares, sólo se han presentado, en las páginas que preceden, argumentos de orden
jurídico. En Alemania esta teoría responde, además, a preocupaciones de orden político. Se
adapta a la perfección a los designios políticos de los fundadores del Imperio alemán, y en
particular a las intenciones de Prusia. Ni la teoría de Calhoun, que reduce el Estado federal a una
confederación de Estados soberanos, ni menos las teorías que admiten que la soberanía
pertenece a la vez al Estado federal y a los Estados miembros al encontrarse repartida entre éstos
y aquél, concuerdan con el objeto mismo de la creación del Imperio, que es el de establecer un
centro de dominación superior fuertemente constituido por encima de los Estados particulares.
Bien es verdad que éstos llevan cierta participación en el ejercicio de dicha dominación, pero cada
uno de ellos, individualmente, y exceptuada Prusia, sólo tienen acción efectiva sobre lo? asuntos
del Imperio a condición de colocarse en la mayoría, que constituida bajo la influyente
preponderancia del Estado prusiano, decide y estatuye. Y, por consiguiente, sólo funcionan a este
respecto en calidad de órganos del Estado federal. Así pues, se ha obtenido el fin buscado: los
Estados alemanes, si bien conservan su carácter de Estados para los asuntos que quedan de su
competencia, no tienen —fuera de dicha competencia, limitada a asuntos de orden relativamente
secundario— parte verdadera en la potestad estatal, y en todo caso en una potestad soberana,
sino por el Imperio y en el Imperio.
149

52-53] POTESTAD DEL ESTADO 149

criterio del Estado, el Estado federal se reduce necesariamente, bien a una


confederación de Estados, bien a un Estado unitario. Esto es realmente lo que
constituye hoy el interés del estudio del Estado federal, desde el punto de vista de
la teoría general del Estado. El caso del Estado federal es particularmente
interesante, porque entraña la cuestión de saber si el criterio del Estado no debe
buscarse fuera de la soberanía. Ha llegado el momento de abordar esta cuestión.

§ 3. EL VERDADERO SIGNO DISTINTIVO DEL ESTADO


Y DE SU POTESTAD

53. Son los autores alemanes, sobre todo, los que se han empeñado en la busca
del signo distintivo del Estado y cíe su potestad. Razones nacionales les imponían
ese cometido: dado, en efecto, que la Constitución alemana de 1871 ha
reconocido claramente y ha consagrado el carácter de las colectividades
confederadas dentro del Imperio, la ciencia alemana ha tenido que precisar los
motivos jurídicos por los cuales estas colectividades conservan su naturaleza de
Estados.
Los autores alemanes han formulado generalmente el problema en los términos
siguientes: ¿Cuál es el criterio que permite distinguir al Estado de las demás
colectividades territoriales, como provincia, municipio, colonia, que tienen con
personalidad propia sus órganos particulares y su competencia respectiva, y sin
embargo sólo constituyen circunscripciones más o menos descentralizadas del
Estado del cual dependen? Los autores franceses tratan hoy la cuestión en
términos análogos; buscan, como Duguit (L'Etat, vol. u, pp. 754 ss.; Traite, vol. i,
pp. 125 ss.), la diferencia que separa a la provincia descentralizada de un Estado
unitario, del Estado miembro de un Estado federal. Es lo que se ha llamado la
cuestión de distinción entre la descentralización y el federalismo.1 Tanto en un
caso como en el otro, aparece la provincia descentralizada y el Estado
confederado ejerciendo por sí mismos, la primera de una manera independiente
respecto del Estado unitario del cual forma parte, y el segundo de una manera
autónoma respecto del Estado federal del cual es miembro, determinados
derechos o poderes que en cierto sentido aparecen siendo, para la una y para el
otro, derechos propios. Y sin embargo la escuela alemana ha pretendido
establecer una diferencia esencial entre las colectividades inferiores que
dependen de un Estado unitario —aunque gocen de una amplia facultad de
administración, propia— y los Estados parti-
99

Este modo de exponer el problema no es enteramente correcto. Se ha visto antes (pp. 126 ss.) que
una colectividad federalizada no es necesariamente, sólo por eso, un Estado.
150

150 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [53-54

culares comprendidos en un Estado federal. El elemento esencial de esta


diferenciación no podía buscarse en la soberanía, puesto que se ha demostrado
que el Estado confederado no es más soberano que la provincia descentralizada.
Ha habido, pues, que descubrir un criterio del Estado, diferente de la soberanía.
Así, en el terreno de la comparación entre la descentralización y el federalismo se
encuentra hoy colocada la cuestión de la búsqueda del signo distintivo del Estado.
Esta búsqueda, precisamente por ser nueva, suscitó grandes dificultades.
Múltiples teorías fueron propuestas. Pueden reducirse a dos grupos
principales.
54. Un primer grupo de doctrinas pretende hallar el fundamento de la distinción
entre Estado y colectividades territoriales inferiores, no ya en Sos poderes que
respectivamente les pertenecen, sino en la diferencia de fines perseguidos por una
y otra parte. Esta teoría de los fines ha tenido por principales representantes a
Rosin ("Souveranetat, Staat, Gemeinde . . . ", Hirts's Annalen, 1883) y Brie
(Theorie der Staateverbindungen). Rosin (loe. cit., p. 291) opone el Estado a la
Gemeinde o municipio (ver respecto a la significación de esta palabra Le Fur, op.
cit., p. 366 n.) en los términos siguientes: "El municipio es el organismo de la
colectividad local; el Estado el organismo de la colectividad nacional". Y lo que
diferencia a estas dos colectividades es su fin mismo. "Mientras que el fin del
municipio es la satisfacción de las necesidades comunes basadas sobre el hecho
de la reunión de los habitantes en un mismo lugar y en las proximidades, el Estado
persigue el fin de realizar los intereses nacionales, que son los de la totalidad del
pueblo como colectividad natural." Distinción entre fines locales y nacionales: tal
sería, pues, el criterio de la noción de Estado.
Esta teoría de los fines debe ser rechazada. En primer lugar conviene observar
que en principio el jurista no podría referirse exclusivamente al fin de las
instituciones jurídicas para definir éstas. Si, en efecto, no hay duda de que las
instituciones se hallen en gran parte determinadas por su fin, también es cierto
que, a diferencia de otras ciencias, la ciencia del derecho tiene por objeto propio
despejar no ya el fin de las instituciones, sino su estructura, sus elementos
constitutivos y sus efectos jurídicos. Así es como, en derecho privado, se define la
propiedad, no por los fines a cuya realización puede servir, sino por los poderes
que encierra. De la misma forma un contrato se define, no por los fines variables a
que aspiran los contratantes, sino por su contenido jurídico y por las obligaciones
que origina. El mismo método se impone en derecho público. Por eso las
consideraciones de fin deben permanecer fuera
151

54] POTESTAD DEL ESTADO 151


de la definición jurídica del Estado (Laband, loe. cit., vol. i, p. 117; Le Fur, op. cit.,
p. 367 n,; Borel, op, cit., p. 90).
Por lo demás, la consideración de los fines no podría proporcionar un criterio
satisfactorio del Estado. En primer lugar la distinción entre fines locales y
nacionales tiene el inconveniente de ser muy vaga en sí. Rosin trata de precisarla
relacionando los fines locales con las necesidades nacidas de la reunión de los
habitantes en un mismo lugar. Pero hay Estados, como las tres ciudades libres
alemanas, que no pueden tener más que fines locales por razón misma de sus
exiguas dimensiones. Y por el contrario, existen provincias cuyo territorio es
extenso y considerable su población, que, aunque teniendo que proveer a los
intereses comunes de una numerosa colectividad, no por ello son Estados. Una
segunda objeción contra la teoría de los fines es su incapacidad para explicar el
carácter estatal que el mismo Rosin reconoce a las colectividades miembros de un
Estado federal. Parece que en este Estado, el Estado central sea el encargado de
mirar por los intereses nacionales de la totalidad del pueblo y que los Estados
particulares sólo tengan, como las provincias de un Estado unitario, que dar
satisfacción a intereses locales. ¿Cómo explicar entonces que los Estados
miembros sean sin embargo Estados? Y si eon Estados, ¿cómo explicar que
puedan existir en el Estado federal dos clases de intereses nacionales
superpuestos? Finalmente, en el terreno de los hechos, se puede objetar a la
teoría de los fines nacionales o locales que puede existir una provincia, una
colonia, dotada de un poder de self-government, cuya competencia y cuyo
cometido sean mucho más amplios que los de ciertos Estados no soberanos,
Estados protegidos o Estados miembros de un Estado federal. ¿Cómo aplicar a
estas diversas colectividades el criterio propuesto por Rosin? No debe, pues,
extrañar que ese criterio haya sido rechazado por numerosos autores (Le Fur, op.
cit., pp. 368 ss.; Michoud y de Lapradelle, Revue du droit public, vol. xv, pp. 50 ss.;
Polier y de Marans, Théorie des États compases, p. 28; Laband, loe. cit., vol. i, p.
118; G. Meyer, op. cit., 6* ed., p. 7). Estos autores añaden que no existe diferencia
esencial entre los cometidos del Estado y los de las colectividades inferiores; la
verdad es solamente que, en cuanto a estas últimas, su esfera de acción está
determinada por la voluntad del Estado del cual forman parte.
La teoría de los fines ha sido recogida por Brie, pero presentada bajo otra forma.
Este autor (op. cit., p. 5.) no se detiene ya en la distinción de fines locales o
nacionales, pero pretende que el signo característico que distingue al Estado de
cualquier otra colectividad es la universalidad de su fin, y deduce de ello, para el
Estado, una universalidad correlativa de competencia (cf. B. Schmidt, "Der Staat",
Staatsrechtliche Abhandlungen, publicadas por Jellinek y G. Meyer, 1896, pp. 51
ss.).
152

152 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [54-55


Rosin había dicho ya en el mismo sentido que hay en el fin del Estado "una
totalidad potencial con una particularidad actual": lo que significa que, por más
que, de hecho, los fines del Estado se restringieran actualmente a tales o cuales
objetos, permanecerían en realidad ilimitados, porque el elemento distintivo del
Estado es un poder absoluto de señalarse libremente sus fines. En otros términos,
el Estado es dueño de darse a sí mismo su competencia. Pero entonces Laband
(loe, cil., vol. i, p. 118 n.; cf. Le Fur, op. cit., p. 3 2) hace observar justamente que
la universalidad de fin no es más que una manera nueva de expresar la soberanía
del Estado; se confunde con la libre "competencia de la competencia", y así se
vuelve a adoptar como criterio del Estado la soberanía, que es lo que pretendía
evitar precisamente la teoría de de Brie. Además, esta teoría va directamente en
contra de los resultados que busca su autor. Brie quiere demostrar que los
Estados no soberanos, y en particular los Estados miembros de un Estado federal,
son Estados. Ahora bien, es cierto que en el Estado federal los Estados
confederados no son indefinidamente dueños de su competencia; luego la
universalidad de competencia, y por consiguiente de fines, les falta. Si esta
universalidad fuera la marca distintiva del Estado, no habría, pues, diferencia, a
este respecto, entre el Estado miembro y la simple provincia (Le Fur, op. cit., p.
373). Finalmente, es absolutamente contradictorio admitir, como lo hace Brie, que
en el Estado federal haya coexistencia de dos fines universales, el del Estado
central y el del Estado particular. La idea de que el Estado particular tenga,
aunque sólo fuera en germen o en vocación, el derecho de competencia universal,
es la negación misma del Estado federal, ya que pertenece a la esencia de este
último poder extender indefinidamente su competencia, mientras que sus
miembros confederados, por principio, no tienen sino una competencia limitada (G.
Meyer, loe. cit., p. 8).
55. Un segundo grupo de teorías busca el criterio del Estado en la naturaleza
jurídica de los poderes que le pertenecen y que sólo a él pertenecen. Los dos
principales representantes de este grupo son Laband y Jellinek.
a) Laband (loe. cit., vol. i, p. 112) parte de la idea de que la soberanía no puede
ser el elemento esencial de la definición del Estado. En realidad, esta idea ya
había sido emitida antes que él, particularmente por R. v. Mohl en su Enzyklopadie
der Staatswissenschaften, § 13, y por G. Mayer, Staafsrechtliche Erorterungen
über d. deutsche Reichsverfassung, pp. 3 ss.; pero Laband fue quien por primera
vez la precisó y desarrolló debidamente. La soberanía —dice este autor (loe. cit.,
p. 124) — no es más que una cualidad del poder, y además el concepto de
soberanía no es en sí sirio un concepto negativo. Por soberanía se debe entender
el carácter supremo de una potestad por encima de la cual no existe ninguna
153

POTESTAD DEL ESTADO 153

otra potestad que pueda darle órdenes que la obliguen jurídicamente. Pero esto no
expresa nada positivo respecto del contenido de la potestad que se halla revestida
de soberanía, ni sobre los derechos que contiene en sí. Este contenido positivo de
la potestad de Estado es lo que hay que determinar.
A este respecto Laband —invocando la autoridad de v. Gerber (Grtindzüge cines
Systems des deutschen Staatsrechts, 3ª ed., pp. 3 ss.)2-— declara que el
verdadero signo distintivo del Estado es "el poder de dominar que tiene el Estado",
y por consiguiente es en este poder de dominación, y no en la soberanía, en lo
que consiste la potestad de Estado. La soberanía les falta a muchos Estados:
basta en efecto que un Estado se halle en cualquier aspecto sometido a la
voluntad de un Estado extranjero para que deje de ser soberano. Pero no por eso
dejará de ser un Estado. Si, a falta del carácter de soberanía, la potestad de que
se halla investido presenta los caracteres de una potestad dominadora, es
realmente una potestad estatal, y dicho Estado, aunque no sea un Estado
soberano, debe ser tenido por un Estado verdadero.
Queda por determinar en qué consiste la potestad de dominación, que es la
característica del Estado. En la primera edición de su Staatsrecht (vol. I, p. 106),
Laband no lo había explicado sino de una manera imperfecta. Había insistido
especialmente sobre la idea de que el Estado, a diferencia de las colectividades
inferiores, ejerce su dominación en virtud de un derecho propio. Por ello el
"derecho propio" aparecía como elemento capital de la potestad de Estado. Ahora
bien, este concepto del derecho propio no era muy claro y había suscitado muchas
objeciones. ¿Habría de entenderse por derecho propio un derecho del cual el
Estado no puede ser despojado? Seguramente esta interpretación no hubiera
podido conciliarse con el hecho de que, en el Estado federal, los Estados
miembros pueden verse despojados de sus derechos propios por una revisión de
la Constitución federal que realice, en detrimento de esos Estados, una extensión
de la competencia federal. Por derecho propio entendía Laband otra cosa:
entendía un derecho nacido históricamente en la persona del que lo posee, y éste
es el caso de la dominación poseída por el Estado, en tanto que los derechos que
tienen las colectividades inferiores no son sino derechos posteriores y que derivan
de una delegación. Así es como Laband (op. cit., ed. francesa, vol. I, p. 177)
alegaba que en el Imperio alemán los derechos de los Estados confederados, aun
dependiendo del Imperio en el sentido de que éste puede, por una revisión
constitucional, retirárselos, no tienen sin embargo su fuente en la voluntad
100

2
Gerber es el fundador de la teoría moderna que caracteriza a la potestad de Estado diciendo que
ósta tiene por contenido y por signo distintivo la "dominación" (Herrschen),
154

154 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [55

del Imperio y no derivan de su potestad, pues "tienen su fundamento positivo en el


hecho histórico de que los Estados particulares son más antiguos que el Imperio, y
que eran ya comunidades soberanas antes de que el Imperio fuera fundado". Pero
contra esta definición cronológica del derecho propio se ha podido objetar
fácilmente que, según esto, los municipios —cuya formación precedió la del
Estado— tienen derechos que son históricamente anteriores a los del Estado. El
criterio histórico del derecho propio no permitiría distinguir, pues, al Estado del
municipio. Por otra parte, y en sentido inverso, el criterio *de Laband no podía
explicar el carácter estatal de los Estados miembros en aquellos Estados que,
como el Brasil, de unitarios se transformaron en federales. Históricamente, los
Estados particulares del Brasil, nacidos en 1891, sólo tienen derechos que les han
sido concedidos por el Estado brasileño unitario, convertido, por esta concesión,
en federal. Además, la naturaleza jurídica de un derecho no podría —-según el
mismo Laband— determinarse por consideraciones históricas, sino únicamente
por los elementos jurídicos que constituyen este derecho (ver, para el desarrollo
de estas objeciones, Le Fur, op. cit., pp. 378 ss.; Duguit, Traite, vol. i, p. 123;
Polier y de Marans, op. cit., p. 22; Rosin, op. cit., Hirth's Annalen, 1883, pp. 279
ss.).3
En vista de las objeciones suscitadas por la teoría del derecho propio, Laband tuvo
que modificarla en sus ediciones ulteriores. Sin abandonar el concepto del
derecho propio, lo relega al último plano al decir (loe. cit., vol. i, p. 116) que la
característica del Estado no es solamente el derecho propio, sino más bien el
derecho propio de dominación, es decir, la dominación misma en cuanto se ejerce
por derecho propio. Esta nueva fórmula tiene por objeto destacar la dominación
como el elemento esencial del Estado. Ahora bien, ¿qué es la dominación? Para
definirla, Laband la opone, como ejemplo, a los derechos de crédito que se
originan entre los individuos. Estos derechos no implican un poder superior en el
acreedor sobre el deudor, pues por una parte tienen su origen en la voluntad del
obligado, voluntad que es idéntica a la del acreedor, y por otra parte el acreedor
no adquiere, por el hecho de su crédito, ningún poder personal de mando o de
coerción sobre el deudor, puesto que no puede, por sus propios medios, obtener
el cumplimiento de su derecho, cosa que sólo puede hacer mediante la
intervención coers
101

Se ha hecho observar también que la expresión "derecho propio" no tiene el sentido en el cual la
emplea Laband. El derecho propio se opone lógicamente al derecho ajeno. En el momento en que
un derecho pertenece, en virtud del orden jurídico vigente, al sujeto que lo ejerce, se convierte para
éste en un derecho propio, aunque sea derivado. Por ejemplo, los derechos que posee el municipio
en virtud de las leyes del Estado son para él derechos propios (Rosin, loe. cit., pp. 279 ss.; Le Fur,
op. cit., p. 397; Duguit, loe. cit.).
155

55] POTESTAD DEL ESTADO 155

citiva del Estado. Por el contrario, los derechos de dominación implican


esencialmente una superioridad de poder en el sujeto sobre las personas
dominadas, en este doble sentido: I9 el dominador saca sus derechos de
dominación de su propia potestad, en lo que ya se ve aparecer la idea de que el
poder de dominación se funda esencialmente sobre un "derecho propio"; 29 el
dominador tiene el poder de obligar a las personas que domina a hacer lo que les
mande, y esto también implica un "derecho propio" en la base de esta potestad de
dominación.
Así definida, la dominación es una propiedad esencial, así como la marca distintiva
del Estado. Todo Estado —dice Laband (loe. ciL, vol. i, p. 123)—, hasta el más
pequeño, tiene una potestad de dominación, y a la inversa, cualquier otra
colectividad territorial —así fuese más grande que puedan serlo muchos
Estados— se halla desprovista de dicha potestad. Y en primer término, todo
Estado tiene una potestad cuyo contenido es dominación. Esto no significa que la
actividad del Estado consista exclusivamente en operaciones que constituyan el
ejercicio de su poder dominador, pues junto a sus actos de potestad el Estado
realiza numerosos actos de gestión, que podría realizar cualquier colectividad no
estatal4
(Laband, Loe. cu., vol. i, p. 120; Jellinek, Cesetz und Verordnung, p. 190 n. y L'État
moderne, ed. francesa, vol. I, p, 291; G. Meyer, Lehrbuch des deutschen
Staatsrechts, 6* ed., p. 13). Pero, al menos, la existencia de derechos de
dominación es la condición absoluta del Estado, y es por cierto la única. Un
Estado puede perfectamente no ser soberano, porque dependa más o menos de
una voluntad superior a la suya; pero una comunidad política no es un Estado más
que si posee una esfera de actividad propia en la cual tiene derechos de
dominación. Puede ocurrir en realidad que, incluso en esta esfera, el Estado sólo
sea dueño de ejercer su dominación bajo la reserva de respetar ciertas
prescripciones que le sean impuestas por otro Estado del cual dependa. Sin
embargo, su dominación, aun así limitada, sigue siendo un poder propio, por
cuanto la toma de sí mismo y no del Estado superior al cual se halla subordinado.
Por el contrario, cualquier colectividad que no sea el Estado no tiene derechos
propios de dominación. Una provincia, un municipio, y con mayor razón una simple
asociación entre particulares, pueden tener el poder de hacer reglamentos, de
imponer a sus miembros ciertos mandamientos. Pero una de dos: o son incapaces
de obligar a sus miembros a obedecer sus ór-
102

4
Sin embargo, hay que observar que, si los simples actos de gestión de los asuntos o intereses de
la nación no constituyen en sí actos de potestad estatal propiamente dicha, hay dominación, a
pesar de todo, en la base de esta gestión. No hay más remedio, en efecto, que recurrir a la idea de
potestad superior del Estado para explicar que éste pueda avocarse la gestión de los asuntos de la
colectividad y determinar por sí mismo la extensión de su competencia de gerente (ver la n. 1 del
n" 68, infra).
156

156 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [55-56

denes, necesitando, para lograr esta coacción, dirigirse al Estado, y en ese caso
es patente que no tienen dominación; o bien el municipio, por ejemplo, podrá por
sí mismo mandar ejecutar de manera coercitiva sus mandamientos, pero para eso
será necesario que el Estado le transfiera parte de su propia potestad, y en este
caso el municipio tendrá realmente un derecho de dominación, pero no lo tendrá
en calidad de derecho propio, sino tan sólo en virtud de una delegación del Estado
(Laband, loe. cit., vol. i, pp. 121 ss.). Por lo tanto la dominación, a título de derecho
propio, sólo puede pertenecer al Estado.
56. b) A la teoría de Laband se le aproxima mucho la de Jellinek. Al principio, en
su Lehre der Staatenverbindungen, pp. 41 ss., Jellinek, como Laband, se había
inclinado al concepto de derecho propio y había tratado de fijar el alcance de este
concepto. Enunció entonces una idea que ha seguido sosteniendo después y que
es ésta: la característica del Estado es no verse obligado más que por su propia
voluntad (op. cit., p. 34). Cuando, bajo todos aspectos, un Estado no puede ser
obligado sino por su propia voluntad, este Estado es soberano. Por el contrario,
las colectividades inferiores al Estado, en todas las esferas de su actividad,
pueden ser obligadas por una voluntad superior a la suya. Finalmente, entre
ambos se halla el Estado no soberano, que en parte es obligado por la voluntad
del Estado por el cual se encuentra dominado y que en esto se parece a las
colectividades inferiores, pero que, en parte también, no depende más que de su
propia voluntad y es, por esto mismo, un Estado (cf. L'État moderne, ed. francesa,
vol. II, p. 136).
Ahora bien, ¿cómo puede reconocerse si una colectividad posee un derecho
propio, que implique para ella esta capacidad total o parcial de no obligarse sino
en virtud de su propia voluntad? Jellinek (Staatenverbindungen, p. 40 a 44) había
sostenido primeramente que el derecho propio de potestad se reconocía por el
signo de que el sujeto de esa potestad la ejerce libremente, sin tener que dar
cuentas del uso que hace de ella, es decir, fuera de toda intervención. Así pues,
las colectividades territoriales que no son Estados, como la provincia, la colonia o
el municipio, no solamente están sometidas en principio a las órdenes del Estado
del que forman parte, sino que además y aun suponiendo que estén dotadas de
un poder de administración propio, siguen estando, por cuanto se refiere al
ejercicio de las facultades que pueden pertenecerles especialmente, subordinadas
a la intervención superior de dicho Estado. Sólo el Estado es dueño de regirse a sí
mismo, de ejercer su potestad, por ejemplo de crear su. orden jurídico por sus
leyes, sin intervención ajena. Y Jellinek establecía, pues, esta definición: "Por
derecho propio se debe entender un derecho que, jurídicamente, escapa a toda
intervención". Tal es el caso, añadía (op. cit., p. 306), del Estado miembro de un
Estado federal:
157

56-57] POTESTAD DEL ESTADO 157

aunque no soberano, este Estado miembro es realmente un Estado, porque


posee, al menos en cierta esfera, esos derechos exentos de intervención. Pero
precisamente este caso del Estado miembro proporciona la refutación de la teoría
del derecho propio "incontrolable", pues está fuera de duda que, incluso en la
esfera que se ha dejado a su libre actividad, el Estado miembro se halla sometido
a la intervención superior del Estado federal, y esto por la razón de que es
indispensable que el Estado federal pueda verificar si el Estado particular no se ha
excedido en su competencia o no ha contravenido a las reglas establecidas por la
Constitución y las leyes federales (Laband, loe. cit., vol. I, p. 115; Le Fur, op. cit.,
pp. 387 ss.; Borel, op. cit., p. 82; Duguit, UÉtat, vol. u, p. 681).
57. c) En sus escritos posteriores, Jellinek abandonó la teoría del derecho
incontrolable, pero conservó y profundizó la idea de que el Estado se caracteriza
esencialmente por su capacidad de regirse y de regir a sus subditos, en virtud de
su propia potestad. Esta idea, que ya había expuesto en Staatenverbindungen, pp.
40 ss., y después afirmó de nuevo en Gesetz und Verordnung, pp. 196 ss., ha sido
expuesta por él con importantes desarrollos en su Allgemeine Staatslehre (2* ed.,
pp. 475 ss.; ed. francesa, vol. H, pp. 147 ss.). La teoría presentada en esta última
obra referente al verdadero signo distintivo del Estado considerado en las
diferencias que lo separan de las colectividades territoriales inferiores, puede
considerarse como la más completa que existe actualmente sobre este asunto.
La teoría de Jellinek ofrece con la de Laband el detalle común de que, para
distinguir al Estado de las colectividades inferiores, no se refiere a la soberanía. El
concepto del Estado soberano, dice Jellinek (UÉtat moderne, ed. francesa, vol. II,
p. 144), sólo tiene un valor histórico. La soberanía pudo en otro tiempo
considerarse como elemento esencial del Estado, pero esto no puede ocurrir hoy
día. Por lo demás, no sí podría definir al Estado ni a su potestad por la soberanía,
que no es en realidad sino una cualidad negativa, puesto que consiste
esencialmente en independencia. Incluso si se expresa esta independencia bajo
una forma positiva, destacando el carácter de supremacía que ella implica para la
potestad del Estado soberano, y dando así a la soberanía un valor positivo, no se
consigue aún determinar, con esta definición positiva, cuál es el contenido efectivo
de la potestad de Estado (loe. cit., p. 141). De hecho, no siendo la soberanía sino
una manera de ser y un grado supremo de la potestad estatal, no puede tener un
contenido determinado. Cuantos esfuerzos se han hecho para darle ese contenido
proceden de la confusión que durante mucho tiempo reinó en la ciencia jurídica
entre la soberanía y la potestad de Estado. Se identificaba a esta potestad misma
con una cualidad, la soberanía, que dicha potestad presenta a veces, pero
158

158 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [57

no siempre. Por razón de esta confusión es por lo que frecuentemente se han


hecho depender de la soberanía las prerrogativas que derivan de la potestad
estatal, como el poder de legislar, el derecho de justicia, etc. Había en ello un error
manifiesto: estos poderes no forman el contenido ni son las consecuencias de la
soberanía; para darse cuenta de ello basta observar que estos poderes
pertenecen incluso al Estado no soberano.
El verdadero atributo común e indispensable a todo Estado no es, pues, la
soberanía, sino la "potestad de Estado", cuyo mismo nombre atestigua, por una
parte, que no puede pertenecer más que al Estado, pero también, por otra parte,
que ningún Estado puede existir sin ella. ¿En qué consiste esta potestad, y cuál es
su signo distintivo?
Para caracterizarla, Jellinek (loe. cit., pp. 61 ss.) la compara con la potestad de los
grupos unificados diferentes del Estado. Toda comunidad o asociación constituida
en unidad jurídica tiene cierto poder sobre sus miembros, en el sentido de que
puede imponerles ciertas prescripciones y amenazarles con determinadas penas
en caso de contravención. Y sin embargo, no tiene sobre ellos un verdadero poder
de dominación, puesto que no puede, por sus propias fuerzas, obligarles a
ejecutar sus órdenes. Necesita, para obtener esta coacción, dirigirse hacia una
potestad superior a sí misma y que disponga de la fuerza coercitiva, o sea hacia el
Estado. Esta imperfección de la potestad de los grupos no estatales se manifiesta
por ejemplo en las asociaciones, que no tienen más que un simple poder
disciplinario sobre sus adherentes. Verdad es que, a pesar de la existencia de este
poder, no tienen a sus adherentes bajo su dominación, pues éstos pueden
sustraerse a esa potestad disciplinaria retirándose de la asociación, así como la
asociación, como recurso supremo contra los miembros recalcitrantes, no tien«
más medio propio que la exclusión de los mismos.
Muy diferente es la potestad de Estado. Aparece ésta como teniendo por esencia
la dominación. Dominar —dice Jellinek (p. 64)— es poder mandar de una manera
absoluta y con una potestad de coacción irresistible. Tal es precisamente el
carácter del poder que pertenece al Estado. Su dominación es irresistible,
particularmente porque quien se halla sometido a ella, no puede sustraerse a sus
efectos por ninguna dimisión: aun cuando el individuo declinara su cualidad de
nacional o incluso demostrara su condición de extranjero, mientras se encuentre
en el territorio del Estado no puede escapar a la potestad dominadora de éste.
Esta potestad dominadora, que es común a todos los Estados, no existe por cierto
sino en el Estado. La dominación es el criterio por el cual la potestad estatal se
distingue de cualquier otra potestad. Cuando se encuentra potestad dominadora
en las colectividades regionales o locales que forman parte del Estado, se puede
tener por seguro —incluso si ha llegado
159

57-58] POTESTAD DEL ESTADO 159

a ser un derecho propio5 para la colectividad, o sea un derecho cuyo ejercicio le


pertenece especialmente, como es el caso, por ejemplo, de los municipios cuando
se trata del poder de policía municipal o al menos del imperium que sirve para
asegurar el ejercicio de este poder (ver infra, n9 65 in fine)— que esta potestad no
es para la colectividad de que se trata una potestad originaria, sino una potestad
derivada de la del Estado mismo.
Así pues, la marca distintiva y la condición de Estado es la existencia en él de una
potestad originaria de dominación. La extensión mayor o menor de las
atribuciones que se ejercen en virtud de esta potestad es indiferente. Lo esencial
es que esta potestad debe fundarse en la voluntad y en la fuerza propias de la
colectividad a la cual pertenece: a esta condición se habrá realizado el concepto
de Estado (loe. cit., p. 148). Al adoptar este criterio, Jellinck se aproxima al fondo
de la teoría sustentada por Laband bajo la forma de la teoría del "derecho propio".6
58. Queda entonces por averiguar en qué casos podrá decirse que nos
encontramos ante una potestad originaria de dominación y de coacción, o sea
determinar por qué signos se reconoce a un Estado. Sobre este punto, Jellinek ha
llevado más lejos que Laband la determinación de los signos exteriores que
revelan la potestad estatal. La doctrina de Jellinek se relaciona con una idea
primitiva, que ha sido expuesta por G. Meyer (op. cit., 6* ed., p. 9; cf. Rosenberg,
"Unterschied zwischen Staat u. Kommunalverband", Archiv für offentl. Recht, vol.
xiv, pp. 328 ss.) del siguiente modo: El Estado —dice este autor—• se caracteriza
por la facultad que tiene de regular por sí mismo, es decir, por sus propias leyes,
su propia organización. Recogiendo este concepto, Jellinek declara a su vez que
la potestad propia de dominación estatal se manifiesta por
103

5
Con esta observación, Jellinek (loe. cit., p. 65, texto y n. 2) rechaza la idea de que ladominación
no pueda existir a título de derecho propio más que en el Estado. Al concepto del derecho propio
defendido por Laband y que él mismo había adoptado anteriormente (Staatenverbindungen, pp. 41
ss.), substituye aquella otra —más exacta— de potestad originaria.
6
Entre las doctrinas de estos dos autores subsiste, sin embargo, la diferencia de que Laband se
adhiere sobre todo a la idea de que los derechos de las colectividades inferiores al Estado sólo
pueden ser derechos derivados, concedidos o delegados; de ahí su teoría del derecho propio;
Jellinek por el contrario, no demuestra gran empeño por esta cuestión del derecho propio, pero
insiste especialmente sobre el punto de que las colectividades distintas al Estado carecen de
fuerza coercitiva originaria para realizar o cumplir sus derechos, propios o no propios; por este
motivo, sobre todo, es por lo que les niega potestad de dominación (ver, a este respecto, loe. cit.,
p. 66, la nota en la que Jellinek declara que, en definitiva, la negación de potestad originaria de
dominación en las colectividades se reduce a la idea de que carecen de derecho de Selbsthilfe).
En el Estado moderno, en efecto, este derecho sólo lo tiene el Estado, y sólo en virtud de un
permiso estatal puede ser ejercido, excepcionalmente, sobre su territorio porcolectividades distintas
a dicho Estado.
160

160 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [58

la capacidad de auto-organización del Estado. Y desarrolla esta idea del modo


siguiente (loe. cít., pp. 147 ss.).
La facultad de auto-organización consiste, ante todo, para una colectividad, en el
poder de darse a sí misma su Constitución, o sea de determinar por su propia
voluntad, bien los órganos que ejercerán su potestad, o bien la extensión y las
condiciones de ejercicio de esta potestad. La colectividad territorial que tiene esta
facultad de organización propia es un Estado. Por el contrario, si una colectividad
ha recibido su Constitución de un Estado que la domina; si no puede modificarla
sin la autorización de ese Estado; en una palabra, si su organización no se basa
sobre su propia voluntad, sino en las leyes del Estado del cual depende, en este
caso ya no es un Estado, sino únicamente un país, una provincia o un municipio,
que constituye una simple subdivisión o una dependencia territorial del Estado al
cual se halla subordinada. He aquí por qué —dice Jellinek— los Estados
miembros del Imperio alemán son realmente Estados, puesto que pueden
organizarse por sus propias Constituciones; Constituciones que se fundan en su
voluntad propia y que son para ellos leyes propias, y no leyes del Imperio.
Asimismo, las Constituciones orgánicas de los cantones suizos y las de los
Estados de la Unión norteamericana se fundan especialmente en la voluntad y la
potestad de dichos Estados y no en la del Estado federal del cual forman parte.
Podríase, sin embargo, oponer a esta teoría algunas objeciones. Podría darse el
caso, primeramente, de que la Constitución del Estado federal impusiera a los
Estados particulares ciertas limitaciones que restringieran su libertad de
organización; es más, podría imponerles directamente ciertas reglas de
organización. Se ha visto (p. 129, supra), que las Constituciones federales de
Suiza y de Estados Unidos imponen a los Estados miembros la forma republicana.
¿No resultará de esto que el Estado miembro se ve privado de la capacidad de
auto-organización y pierde, por lo tanto, la cualidad de Estado? No, pues debe
observarse que a pesar de esas limitaciones, que provienen del hecho de que no
es soberano, el Estado miembro no deja de conservar el poder de darse a sí
mismo su Constitución. Y ésta no es obra del Estado federal, sino que está
contenida en las leyes que son propias del Estado confederado; además, las
instituciones consagradas por estas leyes dependen de su libre voluntad, hasta
donde no le sean dictadas por la Constitución federal. Realmente, el poder de
auto-organización del Estado miembro se encuentra limitado, pero no suprimido
(Jellinek, loe. cit., pp. 149 ss. Cf. Michoud y de Lapradelle, Revue du droit public,
vol. XV, p. 54).
Hay más: Jellinek (loe. cit.) observa que el Estado inferior puede haber recibido su
Constitución hecha por entero por un Estado superior. Pero no dejará por eso de
ser un Estado si esa Constitución, aunque con
161

58] POTESTAD DEL ESTADO 161

cedida en su origen, le ha sido otorgada como un estatuto que deba depender de


su voluntad misma en el porvenir, de tal modo que pueda por ejemplo modificarla
por su propia potestad y sin tener necesidad, para ello, de la intervención o del
asentimiento del Estado superior. Por esta última observación se ve que el signo
distintivo de la auto-organización debe buscarse menos en el origen primitivo de la
Constitución del Estado inferior que en el hecho de que dicho Estado sea
actualmente dueño de su Constitución.
Pero colocándose en este último punto de vista parece que surge una nueva
objeción. ¿Puede decirse; que los Estados miembros de un Estado federal sean
dueños de su organización? Indudablemente tienen el poder de modificar, por su
sola voluntad, su Constitución particular dentro de los límites que les asigna la
obligación de no violar la Constitución. Pero también se sabe que el Estado
federal, por su lado., tiene el poder de ampliar por sí mismo e indefinidamente su
propia competencia por medio de revisiones a su Constitución. Y esta extensión,
que tiene lugar en detrimento de los Estados particulares, puede llegar hasta la
destrucción de toda competencia para estos Estados, o sea hasta su desaparición,
lo que traería la conversión del Estado federal en Estado unitario. En estas
condiciones, parece que el Estado particular no sea muy dueño de su
Constitución. Esta queda a la discreción del Estado federal, estando el Estado
particular expuesto a que aquél le retire la existencia estatal, sin que pueda
oponerse a ello. Realmente esto viene a significar que la Constitución de los
Estados miembros sólo subsiste por una pura tolerancia del Estado federal, a título
completamente precario; en una palabra, que depende de la voluntad del Estado
federal. Sin embargo esta objeción no es tampoco decisiva. Ante todo es
conveniente observar que si el Estado federal tiene el poder de reducir
indefinidamente la competencia de los Estados miembros, se ve limitado en el uso
de esta potestad por la interdicción de retirar a uno de estos Estados derechos
que dejaría subsistir en provecho de los demás. Así pues, los autores alemanes
que como Laband admiten que el imperio puede hacer desaparecer los Estados
particulares, reconocen al menos (loe. cit., vol. i, p. 205) que no podrían suprimir
uno de ellos aisladamente sin su consentimiento. Los Estados son, pues, a este
respecto, iguales unos a otros; están todos igualmente interesados en las
revisiones que puedan significar extensión de la competencia federal. Pero, por
otra parte, si la resistencia de un Estado determinado contra esa revisión no
podría por sí sola impedirla, no se puede tampoco olvidar que el Estado federal
sólo puede llevar a efecto la revisión según ciertos procedimientos, que se
imponen a él y que precisan el consentimiento de cierto número de Estados
confederados, de manera que éstos, si carecen de la potestad de detener indi
162

162 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [58

vidualmente la revisión federal, toman al menos una parte importante en ella y


tienen sobre la misma una acción notable. Finalmente, se observa que si el Estado
federal domina con su superioridad a los Estados confederados, al menos no
puede ejercer sobre ellos su potestad sino siguiendo ciertas reglas y bajo ciertas
condiciones limitativas (Laband, loe. cu., pp. 175-176, 205; Michoud y de
Lapradelle, loe. cit., p. 53). Y entonces ello nos lleva a admitir a este respecto una
idea importante que G. Meyer (op. cit., 6* ed., p. 8) ha expuesto en estos términos:
La diferencia entre el Estado miembro y las demás colectividades territoriales
consiste en que éstas dependen de un Estado que tiene sobre ellas una potestad
jurídicamente no limitada, mientras que el Estado federal sólo tiene sobre el
Estado miembro una potestad jurídicamente limitada. En otros términos, el Estado
miembro goza de una situación de verdadera independencia frente al Estado
federal y posee derechos que pueden ser opuestos a éste, por cuanto en las
relaciones de ambos existen reglas jurídicas que limitan la potestad del Estado
federal y constituyen la garantía del Estado particular. Entre el Estado federal y los
Estados miembros está la Constitución federal, que deja a los últimos cierta esfera
dentro de la cual pueden determinar libremente su competencia. Esta constitución,
además, no puede cambiarse sino bajo ciertas condiciones precisas y mediante
cierto concurso de estos Estados; tal es la limitación jurídica de la potestad
federal.7 Por el contrario, en el Estado unitario, el municipio, la provincia, no
poseen respecto del Estado esta situación independiente: no solamente carecen
de campo propio en el cual puedan determinar su grado su competencia, pues en
todos los campos esta competencia proviene de las leyes del Estado del cual
dependen, sino que además no tienen ninguna garantía jurídica del mantenimiento
de las competencias o derechos, que proceden de hecho de las leyes del Estado;
éste tiene el poder incondicionado de retirárselas. Tiene sobre ellas, por lo
104

7
No existe contradicción entre esta afirmación y aquella otra antes expuesta (núms. 43 y 44)
referente a la soberanía del Estado federal. Los derechos de participación en la revisión federal
que tienen los Estados particulares, y las garantías jurídicas que por ello resultan en su provecho,
provienen en efecto de la Constitución federal, o sea, en el fondo, de la voluntad del Estado federal
mismo. A pesar de haberse limitado así por su propia Constitución, con respecto a sus miembros
confederados, el Estado federal no pierde su soberanía, como no la perdería un Estado unitario
que hubiera garantizado constitucionalmente a sus ciudadanos tales o cuales derechos políticos o
libertades individuales. Sin duda la revisión federal depende de las voluntades particulares de los
Estados confederados, o por lo menos de su mayoría, y es para ellos un derecho; pero en el
ejercicio de ese derecho actúan como órganos del Estado federal. La potestad constituyente
inherente a sus voluntades individuales proviene de que dichas voluntades, en su conjunto
colectivo, han sido convertidas por el estatuto federal en •voluntad orgánica del Estado federal
mismo.
163

58] POTESTAD DEL ESTADO 163

tanto, una potestad jurídicamente ilimitada (cf. Duguit, L'État, vol. H, pp. 756 ss.;
Michoud, Théorie de la personnalité moróle, vol. i, p. 239).
En resumen, Jellinek considera como criterio del Estado la capacidad de
organizarse por sus leyes propias. El Estado miembro tiene esta capacidad. Por el
contrario, una colectividad territorial que ha recibido su organización de un Estado
superior, no a título de ley propia, sino a título de ley de este Estado, no es un
Estado, incluso aunque tuviera un poder de dominación, pues entonces ese poder
de dominación no es para ella un poder originario, fundado sobre su propia
voluntad. Esto ocurre no solamente con el municipio o la provincia ordinaria, sino
también con muchas colectividades respecto de las cuales se han suscitado
dudas. La Alsacia-Lorena, que varios autores alemanes (enumerados por Jellinek,
loe. cit., p. 153 TI. y por G. Meyer, loe. cit., p. 204, n. 8) califican como Estado, no
es un Estado, pues su organización constitucional se funda no ya sobre sus leyes
o su potestad propias sino sobre leyes del Imperio. No existe una Constitución
alsaciano-lorenesa, sino la ley del 31 de mayo de 1911 que fija ¡a organización del
país y que es una pura ley del imperio alemán.8 Lo mismo ocurre con las colonias
inglesas, incluso con aquellas que poseen con respecto a la metrópoli la
autonomía aparente más amplia y parecen más completamente emancipadas de
ella. De hecho estas colonias se han organizado por sí mismas en gran parte; en
derecho, sus Constituciones son obra del Parlamento de Inglaterra y están
consagradas por un acto legislativo inglés. Véase por ejemplo lo que ocurrió en
1900 con el establecimiento de la Constitución federal australiana (ver, respecto a
la génesis de esta Constitución, Moore, Revue du droit public, vols. xi y Xii). Esta
Constitución había sido hecho por una Convención compuesta «le diputados
elegidos por las diversas colonias australianas, y después fue sometida, por vía de
referéndum, a la votación popular y aprobada por el pueblo de Australia. A pesar
de esta aprobación sólo existía aún en estado de proyecto. Fue la ley del
Parlamento británico de 9 de julio de 1900 la que, al ratificarla, la erigió
definitivamente en Constitución de la federación australiana. Por lo tanto, aunque
estas colonias sean en realidad casi completamente independientes, el poder de
dominación y de organización no reside primitivamente en ellas, sino en el Estado
Inglés. De hecho se asemejan singularmente a Estados, y se comprende que
Esmein (Éléments, 5'' ed., pp. 8 y 12) se haya dejado llevar a califi-
105

8
El. art. 3 de esta ley especifica que no puede ser abrogada ni modificada sino por una ley
imperial. Alsacia-Lorena no tiene, pues, ni autonomía, ni potestad originaria de dominación.
Asimismo la ley de 4 de julio de 1879, que regía antes de 1911 la organización y administración del
Reichsland, era una ley imperial, cuya modificación dependía de la legislación del Imperio; por ello
su art. 2 había sido modificado por una ley imperial de 18 de junio de 1902.
164

164 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [58-59

car la federación australiana como "nuevo Estado". Jurídicamente, sin embargo,


deben colocarse en la misma categoría que la simple provincia. No son Estados,
porque su organización se funda, en último término, no en su propia voluntad, sino
en una concesión del Estado del cual dependen»
Además, lo que prueba claramente que no son Estados es el hecha de que no
posean una forma gubernamental que permita situarlas en una categoría
determinada de Estados. A este respecto se reconocerá un Estado en que, incluso
si no es soberano, será siempre una república o una monarquía. Ocurre lo propio
por ejemplo, con el Estado miembro dentro de un Estado federal: Sajonia, Baviera,
Badén son monarquías; Haraburgo, ¡os cantones suizos, los Estados de la Unión
Norteamericana son repúblicas. Alsacia-Lorena, como cualquier provincia, no
entra en ninguna de estas categorías: su nombre de Reichsland lo demuestra. En
cuanto a las federaciones coloniales inglesas, es igualmente notable que no lleven
el nombre de reino o de república, sino que han recibido una calificación neutra
como la de Dominion para la federación del Canadá y de Commomvealth para la
federación australiana, denominaciones que tienen por objeto precisamente
indicar que quedan en principio como dependencias del Estado inglés (cf. Esmein,
op. cit., p. 12).
59. Una organización autónoma fundada en una voluntad autónoma: tal es, pues,
según Jellinek, el primer signo distintivo del Estado, pero no el único. Para que
una colectividad constituya un Estado hace falta, además, que reúna dos
condiciones que por otra parte no son más que consecuencias de la necesidad del
poder -de auto-organización.
La primera consiste en que toda comunidad estatal debe poseer un órgano
supremo propio, es decir, que no se confunda con el órgano de otro Estado. Lo
que hace a un Estado, en efecto, es su organización. Si una comunidad se halla
constituida de tal manera que su órgano supremo sea el de un Estado superior a
ella, carece de organización autónoma, ya no es, pues, un Estado, sino que se
vincula a aquel Estado en el que encuentra su órgano supremo. La identidad de
órgano —dice Jellinek (loe. cit., p. 151 )9— implica la identidad de Estado. Así
sucede con las colonias inglesas: aunque se hubiese demostrado que poseen la
facultad de organizarse por sí mismas en los límites que les señala su
Constitución otorgada por la metrópoli, siempre sería cierto que tienen como
órgano supremo al rey de Inglaterra, tomado precisamente en tal cualidad, y esta
simple razón bastaría para excluir la posibilidad de considerarlas corro Estados. La
supremacía de la Corona inglesa es reconocida, por ejemplo, en la Constitución
federal australiana (arts. 58 a 60), que reserva al rey el poder legislativo supremo,
en cuanto hace depender de su asentimiento
106

9
Para el caso de las uniones personales, ver Jellinek, Allg. Staatslekre, 2" ed, p. 478 n.
165

59] POTESTAD DEL ESTADO 165

la perfección de las leyes votadas por las dos Cámaras federales de Australia. El
gobernador general, que representa al rey, puede negar su .asentimiento a estas
leyes o hacer uso del derecho de reservation al ¿asentimiento de la Corona.10 El
hecho de que, como consecuencia de esta reserva, la Corona deje transcurrir dos
años sin prestar su asentimiento al bilí, le impide convertirse en definitivo. Más
aún, durante un año, el rey puede anular la vigencia ulterior de los bilis a los que el
gobernador no se hubiese opuesto. El rey es asimismo el supremo órgano judicial
de las colonias inglesas con poderes de self-government. De este modo, las
resoluciones de la Corte Suprema del Canadá son recurribles ante el rey: y este
mismo principio ha sido consagrado por el artículo 74 de la Constitución
australiana (Esmein, loe. cit., p. 11). }
La segunda consecuencia y condición que proviene de la necesidad «leí poder de
auto-organización, es la posesión para toda colectividad que aspire a la cualidad
de Estado, de todas aquellas funciones que comprende esencialmente la potestad
estatal. Es preciso que posea como propios los poderes de legislación, de
administración y de justicia. En efecto, una comunidad que no ejerciera por sí
misma, por sus propios órganos, alguna de las tres funciones de la potestad de
Estado, teniendo que dejar que un Estado superior ejerciera por su cuenta dicha
función, ya no tendría un poder completo de auto-organización, y entonces no se
podría ya decir que está organizada en virtud de su propia potestad.
Indudablemente el Estado no soberano, en particular el Estado miembro de un
Estado federal menos, en cuanto a los objetos que caen dentro de su
competencia, aparece como Estado, porque posee y ejerce por sus propios
órganos todos ral,11 no puede ejercer su potestad dominadora más que en una
restringida esfera de atribuciones: hay competencias que no le pertenecen. Pero
los poderes del Estado. El campo de acción de su potestad es limitado, pero dicha
potestad misma es completa.
107

10
Hay en esto más que un simple veto: reduciéndose el veto a la pura facultad de impedir, no
implicaría que el monarca inglés posea verdaderamente la potestad legislativa en lo que se refiere
a los asuntos de la legislación australiana (cf. n" 136, infra). Lo que los arts. 58 y siguientes de la
Constitución de la confederación de Australia exigen para la perfección de las leyes australianas es
el asentimiento del rey de Inglaterra; subordinan, pues, la confección de (dichas leyes a su sanción
propiamente dicha, y con esto lo transforman en el órgano legislativo supremo de la confederación.
11
Por lo menos, el Estado confederado sólo puede ejercer su potestad legislativa en una esfera
restringida, es decir, para aquellas materias que no han sido reservadas a la competencia federal.
Por el contrario, es propio del Estado federal, incluso para aquellos objetos que dependen de la
competencia federal, ejercer la potestad administrativa y la potestad jurisdiccional por medio de sus
propias autoridades administrativas o judiciales. Pero se ha visto (pp. 106 s . 6 y p. 125, n, 23) que
para los objetos de esa especie, la actividad particular de esas autoridades se ejerce por cuenta
del Estado federal, que en ese caso utiliza en su provecho la potestad dominadora respectiva y los
propios órganos de los Estados confederados.
166

166 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [56

En esto precisamente es indivisible la potestad de Estado (ver n* 51, su-pra). Su


campo de aplicación puede ser restringido, por cuanto la actividad de ciertos
Estados no puede ejercerse más que en cierta esfera determinada; pero en el
interior de esta esfera su potestad entraña necesariamente el goce integral de
todos los poderes estatales, pues si no ya no sería una potestad de Estado ni
sería característica de un Estado. Se deduce de aquí que todo Estado debe tener
ante todo la potestad de hacer sus leyes en los asuntos de su competencia y en
particular en el funcionamiento de su misma potestad.12 Si una colectividad tiene
que recibir de
108

12
Recíprocamente, el hecho de que mía comunidad territorial posea la potestad legislativa basta
para revelar que es un Estado. La legislación es una función específica del Estado:, tas
comunidades territoriales distintas del Estado podrán ejercer poderes de administración, sea una
actividad subordinada a las leyes, pero no pueden tener la potestad inicial de legislar (ver n' 66,
infra). Ahora bien, existen países como Alsacia-Lorena, las colonias inglesas deself- govcrnment,
los reinos y Lander austríacos, que poseen órganos legislativos propios, Parlamentos o Landtage,
que cooperan a la confección de sus leyes particulares. Indudablemente,., esos países no hacen
completamente sus leyes por sí mismos, pues si poseyeran integralmente la potestad legislativa
serían totalmente Estados. Pero, por medio de sus órganos legislativos., participan más o menos
en dicha potestad, y por consiguiente existe en ellos potestad de Estado, así como sus
Parlamentos o Lanrltage tienen carácter de órganos estatales. Jellinek ("Ueber Staatsfragmenle",
Heidelberger Fnstgabe, 1896, y UÉiut moderna, ed. francesa, vol. n, pp. 372 ss.) ve en esto una
especie particular de descentralización, la descentralización por países; y por tener dichos países
una organización rudimentaria de Estados deduce, no sin cierta razón. que forman una categoría
intermedia entre la simple provincia y el Estado verdadero. Para caracterizar esos países les da el
nombre de fragmentos de. Estado. (Esta teoría de los fragmento?: de Estado ha sido aceptada por
G. Meyer, op. cit., 6* ed., pp. 32-33, 475-476; la combaten Michoud y de Lapradelle, loe. cit., pp. 77
ss.; Duguit, L'ÉtM, vol. n, pp. 669 ss., y en parte Rehm, Allg. Staastlehre, pp. 169 ss.). Realmente,
en un Estado formado por una reunión de países, como por ejemplo Austria (Ldnderstaut), el "país"
no podría reducirse a una simple provincia, como por ejemplo la provincia belga o prusiana, y
asimismo los Landtage de dichos "países" resnltnn completamente diferentes de los Landtage
provinciales prusianos, pueír éstos sólo ejercen poderes de administración bajo el imperio de las
leyes mientras que aquéllos concurren a la creación de la ley (cf. Laband, op. cit., ed. francesa, vol.
II, p. 610). Sin embargo, es importante observar que la organización legislativa de esos "países" no
se funda: exclusivamente sobre su propia potestad, sino que deriva de un estatuto que les ha sido
concedido por el Estado central del cual son elementos componentes. Bajo este aspecto hay que.-
reconocer que los países dotados de una participación en la función legislativa, a pesar de las
diferencias que los separan de la provincia común, deben de clasificarse con ésta, en definitiva., en
la categoría general de las colectividades no estatales (cf. Le Fur, op. cit.. p. 314). Conviene sin
embargo separar el caso —señalado por Jellinek (L'État moderne, ed. francesa, vol. u, p. 383)— en
que el estatuto local que reconoce a un "país" semejante participación en la potestad legislativa no
puede ser modificado por el Estado central sin el concurso y el asentimiento de los órganos
legislativos propios del país al que dicho estatuto pertenece. En este caso no solamente hay que
convenir en que el país así organizado participa en funciones —la: legislativa y la constituyente -
que son esencialmente funciones de Estado, sino que además. el punto capital que debe
observarse es que semejantes países tienen, respecto del Estado central del que dependen,
derechos independientes y oponibles a dicho Estado, mientras que el
167

59] POTESTAD DEL ESTADO 167

un Estado superior las leyes referentes a sus propios asuntos, deja de ser en sí
misma un Estado. Ejemplo de ello es Alsacia-Lorena. En primer lugar, como los
Estados alemanes, se halla sometida a las leyes del Imperio respecto a aquellas
materias que, en toda la extensión del Imperio, dependen de la competencia
federal. Además, para las materias que no entran en la competencia general del
Imperio y que dan lugar a una legislación especial en cada uno de los Estados
alemanes, Alsacia-Lorena difiere de éstos en que no puede dictar por sí misma las
leyes que la conciernen particularmente; por lo menos no puede dictarlas por sí
sola, sino que, hasta en lo que concierne a esta legislación especial e interior, la
potestad legislativa de Alsacia-Lorena pertenece, por lo menos en última instancia,
al Imperio mismo.13 En segundo lugar, el poder de auto-orga-
109

estatuto que les ha sido concedido y la potestad que en su provecho resulta del mismo no pueden
serles retirados sin su consentimiento. Es evidente que esos países no son dueños de modificar su
Constitución por su sola voluntad, pues cualquier modificación de ese género exige un acto de
potestad del Estado que los domina. Carecen, pues, del poder de auto-organización, y por ese
motivo difieren esencialmente del Estado miembro de un Estado federa], y no puede
considerárseles como Estados. Existe en este caso una unidad estatal que tiene mayor fuerza que
en el caso del Estado federal, donde las colectividades confederadas conservan la facultad de
organizarse exclusivamente por su propia voluntad. Pero, al menos, dichos países tienen un
derecho a la conservación de su Constitución actual que no puede serles suprimido, y poseen con
esto una garantía especial de orden jurídico contra el Estado central. La consecuencia esencial
que resulta de esta situación es que el Estado central sólo tiene sobre ellos una potestad jurídica
limitada (ver pp. 161-162, supra). Por ello se diferencian —ahora esencialmente— de la provincia,
cuyos derechos de potestad, sean los que fueren, son jurídicamente revocables (Michoud y de
Lapradelle, loe. cit., p. 79; Michoud, Théorie de la personnalité morale, vol. i, pp. 239-240). Ya que
no son verdaderos Estados, hay que convenir, pues, en que forman una categoría intermedia entre
la provincia y el Estado.
13
La situación de Alsacia-Lorena, en este aspecto, no ha sido modificada por la pretendida
"Constitución" que le fue concedida por la ley imperial de 31 de mayo de 1911. Desde antes de
1911, Alsacia-Lorena tenía una asamblea electiva, el Landesausschuss o Delegación del país,
cuyo cometido era muy diferente del de una simple asamblea provincial, puesto que éstas sólo se
ocupan de asuntos administrativos, mientras que el Landesausschuss había sido asociado, por la
ley imperial de 2 de mayo de 1877, a la confección de las leyes concernientes particularmente al
Rcichsland, y hasta poseía la iniciativa legislativa en virtud de la ley imperial de 4 de julio de 1879
(art. 21). Sin embargo —y sin llegar hasta adoptar la doctrina de Laband (op. cit., ed. francesa, vol.
n, p. 611), que al caracterizar al Landesausschuss como "órgano del Imperio", desconocía que
dicha asamblea era, ante todo, un órgano del paísque lo nombraba (Jellinck, loe., cit., vol. n, pp.
380-381)—, es cierto que Alsacia-Lorena nótenla, en lo que se refiere a sus asuntos especiales, un
poder de legislación propio, distinto del riel Imperio. En efecto, según la vía legislativa ordinaria y
principal instituida por la citada ley de 1877, las leyes para Alsacia-Lorena, deliberadas y
consentidas por el Landesausschuss» tenían que ser sometidas después a la aprobación del
Bundesrat, y luego sancionadas por el Emperador, el cual por esa sanción había de perfeccionar la
ley, en lo que aparecía como órgano legislativo supremo para el Reichsland. El Bundesrat mismo,
comparado con el Landesausschuss, desempeñaba ya, en esta tramitación de la legislación
alsaciano-lorenesa, el papel de
168

168 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [59-60

nización implica que, en la misma medida en que pueda legislar, pueda también el
Estado administrarse y aplicar la justicia. Si no ocurriese así, ya no se
pertenecería a sí mismo ni sería capaz de desempeñar ningún cometido de su
grado.
60. El Estado miembro de un Estado federal, al tener competencia en su propia
legislación, su administración y su justicia, tiene todas las
110

una autoridad superior encargada de perfeccionar y sancionar. El art. 1' de la ley de 2 de mayo de
1877 señalaba suficientemente éste último punto por los términos especiales de que se servía para
calificar comparativamente los cometidos respectivos atribuidos en esta labor al Bundesrat y al
Landesausschuss; luego, en resumen, en el caso de emplearse esa primera vía,
la legislación alsaciano-lorcnesa dependía esencialmente de la voluntad y de la potestad del
Imperio y de sus órganos. Y también dependía del Imperio por el segundo motivo de que, junto a la
vía legislativa principal que acaba de indicarse, la ley de 2 de mayo de 1877 (art. 2) había dejado
subsistir, a título de vía subsidiaria, la vía legislativa anteriormente aplicada en f'í Reichsland, que
no era sino la que se hallaba en vigor para la legislación del Imperio mismo. Y en caso de
emplearse esta segunda vía, el Landesausschuss no tenía ya por qué intervenir en modo alguno:
el Reichstag y el Bundesrat eran entonces, ellos solos, los órganos legislativos para Alsacia-
Lorena. De este doble mecanismo legislativo se deduce que el Imperio era, en definitiva, el dueño
de la legislación aplicable en Alsacia-Lorena, tanto en lo que se refería a la legislación especial e
interior de dicho país como en lo concerniente a la competencia que ejercía el Imperio sobre todo
el territorio federal. La ley de 31 de mayo de 1911 vino a transformar esta organización legislativa
en dos puntos principales. Por una parte, abrogó la vía subsidiaria, excluyendo así la competencia
del Reichstag en la labor de la legislación alsaciano-lorenesa. Por otra parte, excluyó la
intervención del Bundesrat en dicha labor. En los términos de su art. 2, § 5, las leyes propias de
Alsacia-Lorena son deliberadas y adoptadas actualmente por las dos Cámaras que componen el
Landtag alsaciano-lorenés, que se substituyen en este aspecto al Landesausschuss y al
Bundesrat. Este Landtag es un órgano propio del país, solamente que no tiene el poder de
adopción definitiva. Según el art. 2, § 5, antes citado, la adopción última o sanción sigue, como
antes, reservada al emperador, que actúa en esto como órgano del Imperio encargado de ejercer
en Alsacia-Lorena el poder imperial, que pertenece a la colectividad de Estados alemanes
confederados. Así pues —incluso si se admite que el Landtag no sólo se limita al trabajo de fijar el
contenido de la ley, sino que concurre también al mandato que reviste a este contenido de fuerza
legislativa (ver n° 134, infra)—, resulta siempre que Alsacia-Lorena carece de potestad legislativa
propia, ya que no tiene, como tienen los Estados alemanes, el poder de perfeccionar sus leyes
internas por medio de sus propios órganos legislativos. Desde 1911, así como antes de dicha
fecha, puede decirse realmente que en verdad no existen leyes alsaciano-lorcnesas, en el sentido
en que existen leyes prusianas, sajonas o hadesas; éstas son obra exclusiva de los órganos
legisladores de los Estados confederados a los cuales están detinadas, mientras que las leyes
para Alsacia-Lorena son, por •encima de todo, obra del Imperio, que actúa por uno de sus órganos
principales: el emperador {Laband, loe, cit., vol. u, pp. 610, 648 ss.,' G. Meyer, loe. cit., pp. 204,
608 ssj. En estas condiciones, Alsacia-Lorena no es un Estado (Jellinek, loe. cit., vol. u, p. 153;
Laband, loe. cit., "vol. H, pp. 567 ss.; G. Meyer, loe. cit., pp. 204, 475). Existen por cierto otras
muchas razones. Igualmente decisivas, para negarle la cualidad de Estado; se encuentran
expuestas especialmente por Laband, Staatsrecht des deutschen Reiches, 5ª ed., vol. 11, pp. 232
ss. (Ver también Heitz, Le droit constitutionnel de l'Alsace-Lorraine, pp. 392 ss. y mi estudio sobre
"La condition juridique de l'Alsace-Lorraine dans l'Empire allemand", Revue du droit public, 1914,
pp. 14 ss.)
169

60] POTESTAD DEL ESTADO 169

funciones de la potestad estatal, por lo que debe calificársele de Estado. Jellinek


(loe. cit., vol. II, p. 152) caracteriza la situación del Estado miembro, en este
aspecto, diciendo que posee la "autonomía". Es necesario, en efecto, guardarse
muy bien de hablar aquí de self-government o de descentralización administrativa
(Selbstverwaltung).14 Estos dos conceptos, "Selbstverwaltung" y autonomía, son
completamente diferentes. Como dice Laband (op. cit., ed. francesa, vol. i, p. 173
re.), la propia palabra Selbstverwaltung despierta la idea de que la colectividad
que se administra por sí misma está subordinada a una colectividad superior, que
hubiera podido administrarla por sus propios medios. En otros términos, la
Selbstvenvaltung es una facultad de administración que se funda, no ya en la
potestad propia de la colectividad inferior que la ejerce, sino en una concesión que
emana de la colectividad superior que autoriza su ejercicio. Esta definición
concuerda perfectamente con la situación de la provincia o del municipio, dotados
con poderes de administración propia. Por el contrario, no puede convenirle al
Estado miem-
111

14
La palabra Selbstverwaltung es a la vez más expresiva y más exacta que la de
"descentralización" (Michoud, Théorie de la personnalité monde, vol. i, p. 310 n.). En efecto, con el
nombre de descentralización los autores franceses se refieren en realidad al régimen en el cual la
colectividad regional o local llamada descentralizada administra sus asuntos no ya por agentes
nombrados por la autoridad central, sino por sus propios órganos, o sea por agentes nombrados
por ella misma. Por eso Hauriou (op. cit., 6* ed., p. 64; 8" ed., p. 143) dice que se reconoce la
descentralización por "el origen electivo de las autoridades locales, ya que este origen indica
realmente un principio de administración del país por el país". Asimismo Berthélemy (op. cit., 7*
ed., p. 89) dice que se descentraliza siempre que se recluta a los administradores locales por un
procedimiento distinto al del nombramiento por la autoridad central, de modo que se les hace
independientes de ésta. Duguit (L'État, vol. n, p. 654) define los "agentes descentralizados" como
aquellos que "se nombran sin la participación directa ni indirecta de los gobernantes; su forma de
nombramiento es por lo general la elección". Resulta de esas definiciones, en la terminología
francesa, que la palabra descentralización significa la situación de una colectividad local que tiene
la facultad de administrarse por sus propios órganos, nombrados por ella, y que expresan su propia
voluntad y no la voluntad del Estado. En cuanto a las medidas que tienden simplemente a
acrecentar los poderes de los agentes locales del gobierno, como el prefecto, ya no constituyen,
según expresión de los autores franceses, medidas de "descentralización", sino únicamente de
"desconcentración" (Aucoc, Conférences fur le droit administratij, 3ª ed., vol. i. p. 112: Berthélemy,
loe. cit.). Esta terminología no es muy satisfactoria, pues ambos términos, "desconcentración" y
"descentralización", sólo expresan en efecto, por sí mismos, conceptos esencialmente distintos. La
atribución de poderes propios a los agentes locales nombrados por la autoridad central es desde
luego una operación de descentralización. En cambio, cuando una provincia o un municipio ha
recibido del Estado el derecho a regir sus asuntos por sus propios órganos, que actúan en su
nombre y no en nombre del Estado, ya resulta poco hablar de descentralización. La verdad,
entonces, es que se trata de la administración de la colectividad subalterna por sí misma, o sea
administración independiente (aunque se ejerza bajo la vigilancia de la autoridad central) y no
solamente administración descentralizada. Esto es lo que la palabra alemana Selbstverwaltung
expresa más exactamente que el término "descentralización" usado por los autores franceses.
170

170 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [60

bro de un Estado federal. En el caso de este Estado hay algo más que auto-
administra'ción, pues el Estado miembro no se administra en virtud de las leyes o
autorizaciones del Estado federal, sino que su administración se funda en su
propia potestad y voluntad. No debe, pues, hacerse intervenir aquí la idea de auto-
administración o de descentralización, sino más bien la de autonomía.15
En resumen, según Jellinek, para que una colectividad territorial sea un Estado, es
necesario y suficiente que posea y ejerza en virtud de su propia Constitución, es
decir, de su propia potestad de organizarse, todas aquellas funciones que
pertenecen a la potestad estatal. Así pues, el Estado no soberano no difiere del
Estado soberano más que por la extensión del campo de actividad dentro del cual
puede ejercer su potestad completa de Estado. Resulla de esto una última
diferencia entre el Estado no soberano y la colectividad descentralizada que se
administra por sí misma. En el caso en que viniera a desaparecer un Estado que
domina a un Estado no soberano, éste se encontraría inmediatamente
transformado en Estado soberano, sin necesitar para ello crearse una nueva
organización. Era un Estado anteriormente, y sigue siéndolo después; antes
poseía todas las funciones de potestad estatal y todos los órganos referentes a
esas funciones, y continúa poseyendo las unas y los otros; el único cambio que
sufre consiste en que, al no estar ya limitado en la extensión de su cometido por la
competencia de un Estado superior, va a poder ejercer en adelante, con sus
antiguos órganos, sus funciones de potestad en un campo de acción ilimitado.
Esto es lo que ocurriría, por ejemplo, con los Estados miembros de un Estado
federal si este último desapareciera. Otra cosa ocurriría con la provincia
descentralizada, si el Estado del cual forma parte llegara a disolverse. Después de
dicha disolución esa provincia no se convertiría en Estado sino con la condición de
darse la organización estatal que hasta entonces le faltó, o también, y si con
anterioridad poseía un principio de organización estatal, con la condición de
rellenar los vacíos que hasta entonces existieron en su organización de Estado.
Si éste es el criterio jurídico del Estado, poco importa después de todo que las
provincias o territorios descentralizados de ciertos Estados
112

15
Hay lugar, pues, a distinguir en esta materia tres situaciones bien diferentes: la autonomía, que
es el caso del Estado miembro de un Estado federal; el self-government o la selfadministration, que
es el caso de las colectividades territoriales que tienen el derecho de administrarse por sí mismas,
pero no en virtud de su propia potestad, ya que tienen sus poderes de administración
independientes por la voluntad del Estado del cual son partes integrantes, y finalmente la
descentralización propiamente dicha o desconcentración, que resulta de la extensión de las
atribuciones o poderes concedidos a los agentes locales nombrados por la autoridad central y que
actúan en nombre del Estado.
171

60-61] POTESTAD DEL ESTADO 171

unitarios, en virtud de sus facultades de administración propia, posean


atribuciones más amplias que aquellas que ejercen en virtud de su autonomía
estatal algunos Estados miembros de un Estado federal. Realmente, de hecho
puede existir más descentralización en un Estado unitario que en un Estado
federativo (Laband, loe. cit., vol. u, p. 570; Le Fur, op. cit., pp. 370, 601, 713). Así
pues, colocándose en el punto de vista político, se podría llegar a admitir que las
colonias inglesas de self-government presentan un carácter estatal más marcado
que el cantón suizo cuyas atribuciones propias se encuentran actualmente tan
mermadas. Pero desde el punto de vista jurídico, la distinción entre el Estado y las
colectividades inferiores no se basa en una cuestión de descentralización o de
amplitud de competencias, sino que depende únicamente del origen jurídico de los
poderes que ejercen respectivamente estas dos clases de comunidades.
61. La teoría propuesta por Jellinek acerca de los signos distintivos del Estado y
de su potestad puede considerarse actualmente como la que más se aproxima a
la realidad.
Un primer punto debe tenerse por cierto; en el derecho público contemporáneo la
soberanía no es una condición esencial del Estado. A este respecto las
conclusiones obtenidas por la escuela alemana empiezan a ser admitidas en la
literatura francesa. Entre los autores franceses, la mayor parte, en verdad, se
conservan fieles al concepto clásico del Estado soberano (ver a este respecto:
Esmein, Éléments, 5? ed., pp. 1 ss.; Duguit, Traite, vol. i, pp. 121 ss.; Le Fur, op.
cit., pp. 354 ss., 395 ss.- Despagnet, Cours de droit internacional public, 3* ed.,
núms. 79 ss.; Mérignhac, Traite de droit public internacional, vol. i, pp. 154 ss.; cf.
En Alemania: Zorn, Staatsreckt des deutschen Reiches, 29 ed., vol. i, pp. 63 ss.;
Bornhak, Allg. Staatslehre, pp. 9-10, y los autores cuyas teorías se han citado en
los núms. 47 ss., supra: Seydel, Gierke, Hanel). Sin embargo, la doctrina que
admite la posibilidad de Estados no soberanos ha tenido defensores hasta en
Francia. Fue sostenida allí por vez primera por Michoud y de Lapradelle, Revue du
droit public, vol. xv, pp. 45 ss. Desde el punto de vista político, estos autores le
reprochan a la teoría del Estado soberano el ser una teoría de absolutismo. Desde
el punto de vista jurídico, sostienen que "para distinguir al Estado de otras
colectividades con base territorial hay que fijarse, no en la independencia, cualidad
totalmente negativa, sino en las prerrogativas positivas" que constituyen lo
característico del Estado. Estas prerrogativas consisten en "los derechos de
potestad pública" que ejerce el Estado, y la "cualidad de Estado existirá (en una
comunidad) en el momento en que sus derechos de potestad pública sean
protegidos contra todo ataque por una delimitación jurídica", sin que haya que
averiguar por lo demás si dicha comunidad es o no soberana.
172

172 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO ["61-62

En su Théorie de la personnalité moróle, vol. i, pp. 236 ss., Michoud repite:


"Aprobamos enteramente las tentativas que se han hecho para tuscar el criterio
jurídico del Estado fuera del concepto de soberanía. . . Incluso cuando el Estado
se halla limitado por una potestad superior, no resulta que pierda la cualidad de
Estado. Sólo la pierde cuando los derechos de potestad pública que ejerce pueden
considerarse como delegados por la potestad extraña de la cual depende." La
doctrina de Jellinek también se vuelve a encontrar parcialmente en los escritos de
Hauriou. Según este autor (Répertoire de Béquet, v9 "Décentralisation", n" 19 y
Principes de droit public, p. 458), la diferencia esencial entre la descentralización y
el federalismo reside en el hecho de que en el Estado unitario existe "unidad de la
ley", o sea unidad de potestad y de órganos legislativos, mientras que en el caso
del federalismo hay "diversidad de leyes", en el sentido de que existen varias
potestades legislativas secundarias por debajo de una potestad legislativa común,
pero que está restringida a fines determinados. Este punto de vista se aproxima al
de los autores alemanes que ven en la autonomía legislativa uno de los signos
distintivos del Estado. El pensamiento de Hauriou ha sido recogido y desarrollado
por Polier y de Marans, en su Esguisse d'une théorie des États compases. Estos
autores reconocen (pp. 18 y 70) que es necesario buscar el criterio del Estado
fuera de la idea de soberanía. Y lo encuentran en la existencia de una potestad
legislativa. La ley •—dicen (pp. 41 ss.)—es a la vez la expresión y la característica
del "régimen de Estado". Para que una comunidad territorial sea un Estado, es
necesario y suficiente que posea la potestad legislativa, por ser ésta el elemento
esencial de la potestad de dominación estatal. La potestad de Estado se revela,
pues, en esa comunidad por la presencia de un órgano legislativo (pp. 49 ss., 52
ss.).
62. Así pues, un Estado puede tener una potestad de dominación sin ser por ello
soberano. Ahora que, después de haber comprobado que la soberanía no le es
indispensable al Estado, importa no caer en una exageración inversa
imaginándose que al excluir la condición de soberanía de la definición del Estado
se haya modificado con ello de una manera esencial el concepto de Estado y de
su potestad estatal.
En efecto, según una definición adoptada actualmente por numerosos autores, la
soberanía consiste esencialmente en la facultad, para el Estado que se halla
investido de ella, de determinar su competencia en virtud de su voluntad
exclusivamente, es decir, de fijarse libremente a sí mismo los cometidos que ha de
desempeñar. La soberanía se reduce así a la "competencia de la competencia".
Esta idea ha sido expuesta primeramente por Hanel, Studien zum deutschen
Staatsrecht, vol. i, p. 149, en estos términos: "En el derecho que tiene el Estado de
regular su competencia es donde reside la más alta condición de su existencia
propia e
173

62] POTESTAD DEL ESTADO 175

independiente, el punto esencial de su soberanía." Fue aceptada por Laband, loe.


cit., vol. i, pp. 111 n., 156 TÍ. Otros autores proponen una definición parecida.
Según Jellinek (Allg. Staatslehre, 2* ed., p. 467; ed. francesa, vol. u, p. 136. Cf.
Gesetz und Verordnung, pp. 196 ss.)f "la soberanía consiste en la cualidad
especial que reviste la potestad de Estado, cuando ésta es exclusivamente dueña
de determinarse por sí misma, como también de obligarse jurídicamente"; esto es
la teoría del poder exclusivo de auto-determinación, auto-obligación y auto-
limitación del Estado soberano. Esta definición es adoptada por Le Fur, op. cit., p.
443: "La soberanía es la cualidad que tiene el Estado de no obligarse ni
determinarse sino por su propia voluntad" (cf. Borel, Étude sur la souveraineté de
l'État fédcratif, p. 47).16
Estas definiciones son exactas. Sin embargo —no hay que engañarse— la
competencia de la competencia, la capacidad de elegir libremente sus cometidos,
el derecho a determinarse en virtud de su propia voluntad, la facultad de auto-
obligación y limitación, todo eso no es exclusivo del Estado soberano, sino que
son facultades comunes a todos los Estados, sean o no soberanos. Se ha visto
antes, en efecto, que una colectividad
113

18
No carece de interés observar que, según estas definiciones, la soberanía no consiste ya en una
competencia que sería desde luego indefinida, sino en la facultad que tiene el Estado soberano de
extender indefinidamente su potestad en lo por venir. La observación es particularmente importante
por lo que respecta al Estado federal. Uno de los signos característicos de dicho Estado es el
reparto de las competencias estatales que sobre su propio territorio se establecen entre dicho
Estado y los Estados confederados, y lo más notable, sobre todo, es que las competencias que
ejercen los Estados confederados se fundan sobre su sola potestad, ya que se las han conferido a
sí mismos por sus propias Constituciones y leyes. Se asegura que la potestad y las competencias
de los Estados miembros pueden ser comprimidas y aminoradas hasta su desaparición por la
voluntad constituyente unilateral del Estado federal. Pero esta desaparición de los Estados
particulares sólo tiene carácter eventual, y entrañaría precisamente la transformación del Estado
federal en un Estado unitario. Debe, pues, apreciarse al Estado federal por su situación actual y no
por las competencias que pudiese adquirir si se convirtiera en Estado unitario. Ahora que, si se
considera al Estado federal en su tenor actual, no hay más remedio que reconocer que su
competencia está limitada. Esto prueba que el concepto de soberanía no tiene hoy día el alcance
absoluto que pudo tener en otros tiempos. Al Estado federal se le llama soberano en el sentido de
que puede extender indefinidamente su competencia en el porvenir. Débese notar, sin embargo,
que esa extensión de competencia presupone el asentimiento de una mayoría de Estados
particulares. Estos, en realidad, darán dicho asentimiento en calidad de órganos del Estado
federal, pero no por ello es menos cierto que la voluntad constituyente del Estado federal depende,
en este grado, de las voluntades de los Estados particulares. Pero, en el Estado unitario, ¿la
formación de las decisiones estatales no depende también de la voluntad de los ciudadanos o de
sus elegidos? El puro concepto de soberanía, o sea la dominación absoluta de la voluntad
totalmente independiente de un monarca que encarna en sí al Estado, no existe ya en ninguna
parte hoy día, al menos desde el punto de vista interno. Desde el punto de vista de las relaciones
internacionales, el concepto de soberanía permanece intacto.
174

174 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [62-63

territorial, provista de potestad dominadora, no constituye un Estado mientras no


posea dicha potestad, no ya a título derivado, sino a título de potestad originaria
fundada en su propia voluntad y fuerza; y el signo por el que se reconoce esa
potestad estatal consiste precisamente en el hecho de que la colectividad ha sido
capaz de fundarse, organizarse y reglamentarse jurídicamente por sí misma. Así
pues, todo Estado posee una facultad de auto-determinación y una competencia
de la competencia; sin esto no sería Estado. Pero, como tan claramente lo ha
establecido Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 155), la verdadera diferencia
entre el Estado soberano y el Estado no soberano está en que ambos se
determinan, se organizan y se obligan por su propia potestad, pero en cuanto al
Estado no soberano, esta facultad de auto-determinación no es ilimitada; al
hallarse subordinado a un Estado superior, sólo puede regular su competencia
dentro de los límites en que no le ha sido retirada por el Estado dominador. Por el
contrario, el Estado soberano, al no depender de ninguna voluntad extraña, tiene
capacidad para determinarse exclusiva e indefinidamente por sí mismo. En una
palabra, todo Estado tiene necesariamente cierto poder para regirse por sí mismo.
La única diferencia entre el Estado soberano y el no soberano es que en uno dicho
poder no tiene límites y en el otro se halla limitado.
Por ello se ve que entre el Estado soberano y el Estado no soberano que la
distancia entre el Estado soberano y el Estado no soberano no es poder de
diferente esencia que la potestad estatal no soberana. La soberanía no es un
poder especial, no es ni siquiera un poder, sino únicamente un grado de poder.
Entre la potestad estatal soberana y la no soberana sólo existe una diferencia de
extensión o amplitud. Y si la doctrina moderna, al excluir la soberanía de la
definición del Estado, parece haber empeñecido así el concepto de Estado, hay
que reconocer sin embargo que la distancia entre el Estado soberano y el Estado
no soberano no es tan considerable como podía parecer al principio, ya que en
definitiva el uno y el otro poseen igualmente una potestad de dominación de la
misma naturaleza y que entraña idénticas prerrogativas, potestad que varía
únicamente en la amplitud de su aplicación, según sea o no soberana. Finalmente,
pues, hay que definir la soberanía, con los autores antes citados, no como una
potestad, sino como una cualidad de la potestad estatal, cualidad por la cual el
ejercicio de dicha potestad por el Estado soberano no depende más que de su
sola voluntad.
63. Si la teoría que busca el criterio del Estado fuera de la soberanía obtuvo
adhesiones notables en Francia, en cambio estas adhesiones no llegan hasta la
adopción del criterio propuesto por los autores alemanes. Ni la teoría del derecho
propio de Laband, ni la de la potestad orí
175

63]POTESTAD DEL ESTADO 175

ginaria de Jellinek, han sido juzgadas como plenamente satisfactorias por los
juristas franceses.
Por eso Michoud y de Lapradelle (loe. cit., pp. 51, 79; cf. Michoud, Théorie de la
personnalité moróle, vol. I, p. 239) sostienen que para distinguir al Estado de la
provincia o del municipio que se administra por sí mismo, hay que fijarse
únicamente en esta consideración: el Estado no soberano tiene derechos de
potestad pública oponibles al Estado soberano del cual depende, de modo que
éste sólo tiene sobre aquél poderes jurídicamente limitados. Por el contrario, el
poder de dominación estatal sobre la provincia o el municipio es jurídicamente
ilimitado, por cuanto puede el Estado, sin que haya violación de sus derechos,
retirarles todas o parte de las facultades que les pertenecen. Pero este criterio es
insuficiente. Para que una comunidad dominada por un Estado soberano sea un
Estado, no basta que posea derechos de potestad que le sean garantizados, sino
que es necesario además que esos derechos garantizados sean por sí mismos
derechos de Estado, de potestad estatal. Si, por ejemplo, una comunidad
subordinada a un Estado sólo tuviera como derechos garantizados facultades de
administración propia, sin potestad legislativa, ya no sería un Estado, puesto que
ningún Estado puede concebirse sin dicha potestad.17 Por lo tanto la posesión de
derechos garantizados no puede constituir por sí sola el criterio del Estado.
Bien comprendió Hauriou esta importancia de la potestad legislativa: ve en ella
una condición esencial del Estado. Le siguen en esto Polier y de Marans. Pero
estos autores tienen el defecto de admitir que la existencia de un órgano
legislativo en una comunidad territorial basta para caracterizar a ésta como
Estado, y por consiguiente esto los lleva a considerar como Estados (Théorie des
États compases, pp. 61 ss.) bien sea a las colonias británicas de self-government,
bien a los países de la Corona de Austria, cuando esas colonias o países no son,
jurídicamente, sino dependencias de la metrópoli inglesa o de la monarquía
austriaca, como se demuestra por el mismo hecho de que las leyes adoptadas por
sus órganos legislativos sólo adquieren vigencia por la aprobación o sanción del
monarca, considerado como soberano de aquellos. Finalmente, entre los
adversarios declarados de la doctrina de Jelli-
114

17
Es también lo que afirma G. Meyer (ver pp. 161-162, supra), cuya opinión es mencionada por
Michoud y de Lapradelle como parecida a su doctrina. Según dicho autor (op. cit., 6ª ed., pp. 8 ss.),
no sólo el Estado dominador no tiene sobre el Estado dominado más que poderes jurídicamente
limitados, sino que además éste tiene capacidad para realizar su cometido y regular su
organización por sus propias leyes. G. Meyer exige, pues, que los poderes oponibles al Estado
superior sean de determinada naturaleza. En esto concuerda su opinión con la de Jellinek, como
ambos lo reconocen (G. Meyer, loe. cit,, p. 9, n. 20; Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. u, p. 147 n.).
176

176 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [63

nek, se debe citar especialmente a Duguit (L'État, vol. n, pp. 679 ss.; Traite, vol. i,
p. 123) que pone como objeción a la teoría del derecho originario que carece de
valor jurídico, y esto principalmente por la razón de que la naturaleza de un
derecho no se determina por el origen de la adquisición o la procedencia de este
derecho, sino únicamente por su contenido y sus efectos. Pero esta objeción no es
concluyente, pues cuando se califican los derechos de potestad de una comunidad
no estatal como derechos no originarios se entiende precisamente por esto una
manera de ser de estos derechos que influye directamente sobre su naturaleza
intrínseca, su alcance y sus condiciones de ejercicio.18 Duguit tiene mucha razón
cuando escribe (loe. cit.) que no interesa averiguar si la propiedad ha sido
adquirida de un modo originario o derivado, puesto que se trata siempre del mismo
derecho de propiedad, cualquiera que sea su origen. Por el contrario, sí es
interesante comprobar que una colectividad territorial tiene derechos de potestad
derivados del Estado al cual se encuentra subordinada, pues la cualidad y la
energía de dichos derechos se hallarán por ello profundamente afectados (ver n9
66, infra). Se ha visto anteriormente que entre el Estado soberano y el Estado no
soberano sólo existe diferencia en cuanto a la extensión de sus potestades
respectivas, pero no en cuanto a la esencia de las mismas. Muy diferente es el
caso del municipio, de la provincia o de la colonia. Por amplia que sea su facultad
de administrarse por sí mismas, se diferencian radicalmente de cualquier Estado,
incluso no soberano, en que su potestad no solamente es de un grado o extensión
menor, sino que en realidad es de una esencia diferente de la potestad del Estado.
Para determinar este último punto, se puede tomar como tipo el municipio, porque
constituye el caso más frecuente de colectividad inferior que se administra por sí
misma. Si se considera en particular el municipio francés, se observa ante todo
que está en posesión de un derecho de administración propio, por cuanto las
autoridades encargadas de la gestión de sus asuntos consisten en el consejo
municipal, que es elegido por los electores del municipio desde la ley de 21 de
marzo de 1831, y en el alcalde, elegido por el consejo municipal desde la ley de 28
de marzo de 1882. Alcalde y consejeros municipales son, no ya agentes del poder
central, ni funcionarios de carrera, sino ciudadanos llamados a ejercer un cargo de
administración comunal como miembros del municipio. Existe aquí
indudablemente la administración de los intereses de un grupo
115

18
A este respecto, ver por ejemplo lo que dice Berthélemy, op. cit., 7* ed., p. 205, a propósito de la
cuestión de saber si los poderes de policía municipal que ejercen los alcaldes constituyen para el
municipio derechos originarios o derechos derivados. "La cuestión •—dice dicho autor— es
interésate en cuanto a la determinación de las condiciones en las cuales deben realizarse las
funciones policíacas."
177

63-64] POTESTAD DEL ESTADO 177


por los mismos interesados. Por efecto de su organización, el municipio reúne por
cierto las condiciones requeridas para convertirse en persona jurídica, al estar
constituido en forma de poder querer jurídicamente por sus propios órganos. Y
también, por estos mismos órganos, ejerce poderes de dominación, pues no
solamente es titular de derechos patrimoniales, sino que tiene atribuciones de
potestad pública, puesto que, por ejemplo, al alcalde, en virtud de los arts. 91, 97
ss. de la ley de 5 de abril de 1884 (ver también la ley de 21 de junio de 1898),
tiene el poder de tomar medidas de policía generales o individuales para el
municipio, que de este modo ejerce por sí mismo su policía. Asimismo establece
impuestos sobre sus miembros, cuya tasa fija por el órgano del consejo municipal,
que posee para ello poderes suficientes por la ley de 1884 (art. 319 y arts. 141 a
143 modificados por la ley de 7 de abril de 1902). Se trata incontestablemente de
actos de potestad pública. Ahora bien, dice Hauriou (Répertoire de Béquet, v°
"Décentralisation", n9 84), la posesión de derechos de potestad pública constituye
precisamente la característica de las personas administrativas descentralizadas.
Así, pues, el municipio tiene, al igual que el Estado, su territorio, sus subditos, sus
órganos que expresan no ya la voluntad del Estado, sino su voluntad propia y que
son para él órganos de auto-administración. Y hasta ejerce una potestad
dominadora. En todos estos aspectos, se asemeja a un Estado miembro de un
Estado federal. ¿Cuál es su diferencia de estos Estados? ¿Cómo es que un
municipio, una provincia, pueden administrarse por sí mismos, con potestad de
dominación, sin que el Estado del cual dependen pierda por ello su carácter
unitario?
64. Esta pregunta se formula generalmente bajo otra forma en la literatura
francesa. Se trata de saber si los derechos de potestad pública que ejercen las
autoridades municipales son derechos propios del municipio. La discusión se•
entabla principalmente respecto de los poderes que tiene el alcalde en materia de
policía. En los términos del art. 91 de la ley de 1884, "el alcalde está encargado de
la policía municipal, de la policía rural, etc., bajo la vigilancia de la autoridad
superior". Cabe preguntar si ejerce sus atribuciones policíacas como órgano del
municipio y en nombre de éste, o por el contrario como órgano y en nombre del
Estado. Particularmente los derechos de potestad inherentes a las atribuciones de
policía municipal ¿tienen por titular al municipio mismo o al Estado? Así formulada,
esta pregunta ha dado lugar a discusiones bastante confusas.
La mayor parte de los autores consideran que el alcalde actúa como órgano del
municipio (Hauriou, Précis de droit administratif, 8* ed., pp. 306 ss.; Berthélemy,
op. cit., 7' ed., pp. 205 ss.; Michoud, Théorie de la personnalité moróle, vol. i, pp.
302 y 322; Tchernoff, Pouvoir
178

178 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [64

réglementaire des maires, tesis, París, 1899, p. 55). En favor de esta opinión se ha
invocado una consideración que es muy discutible: se ha dicho (Berthélemy, loe.
cit., n.) que los fines para los cuales se toman las medidas de policía municipal
sólo interesan al municipio, de manera que el alcalde, cuando toma esas medidas,
aparece como agente ejecutivo de derechos cuyo sujeto es únicamente el
municipio. Pero es muy difícil sostener que el Estado no está interesado en la
forma en que se realizan las funciones policíacas en los municipios que componen
su territorio (Duguit, UÉtat, vol. n, p. 717; Michoud, loe. cit., p. 302). La mejor
prueba de que está interesado en ello es el texto antes citado, según el cual ejerce
un derecho de vigilancia sobre los actos que realiza el alcalde en 'virtud de sus
poderes policíacos. Además, y especialmente, el interés del Estado se demuestra
en la importante disposición del art. 99, que reserva al prefecto, agente del Estado,
el derecho de tomar, en el municipio, las medidas de policía que juzgue útiles, en
el caso de que el alcalde, después de la correspondiente advertencia, mostrara
negligencia en tomarlas por sí mismo. Por lo tanto, si se lleva la cuestión de la
policía municipal al terreno de los intereses que afecta, habría que decir que, por
razón del doble interés que a ella se refiere, la actividad policíaca del alcalde se
ejerce tanto en calidad de órgano del municipio como de agente del Estado en
dicho municipio. Habría que admitir por tanto, con ciertos autores (Morgand, La loi
municipale, 7* ed., vol. i, núms. 793-794; Ducrocq, Cours de droit administratif, 79
ed., vol. i, p. 316; Hauriou, op. cit., 8" ed., p. 50) que las funciones municipales de
policía tienen un carácter mixto y son a la vez funciones municipales y funciones
de Estado, (cf. Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 369). Pero la razón principal
que permite sostener que el alcalde ejerce la policía en nombre del municipio se
deduce de la oposición señalada por la ley misma entre las funciones de policía
municipal y aquellas otras que el alcalde desempeña fiomo agente del Estado.
Respecto de estas últimas, el art. 92 de la ley de 1884 dice que las ejerce "bajo la
autoridad de la administración superior"; respecto ¿e las primeras, el art. 91 se
limita a colocar al alcalde "bajo la vigilancia" del Estado. Resulta de estos textos
que en la medida en que actúa por cuenta del Estado, el alcalde se halla
estrechamente subordinado a la potestad jerárquica de las autoridades
gubernamentales; recibe cíe ellas sus instrucciones y no hace más que ejecutar
sus órdenes. Por supuesto, el hecho de que para la policía municipal, el art. 91 no
establezca sobre los actos del alcalde más que una simple vigilancia, que no
entraña en principio sino el derecho de suspender o anular las decisiones
tomadas, y no el derecho de reformarlas o de prescribir su contenido, basta para
probar que la ley lo considera como ejerciendo dicha función en calidad de jefe de
la agrupación municipal. Por ello
179

«4] POTESTAD DEL ESTADO 179


-
—bajo reserva de la disposición del art. 99— el alcalde actúa aquí por su propia
iniciativa y en virtud de la competencia que le confiere su carácter de órgano del
municipio.
Estas conclusiones, sin embargo, son rechazadas por Duguit (UÉtat, vol. ii, pp.
700 ss.), que sostiene de una manera general que el municipio carece de
derechos de potestad pública, y en particular que la policía municipal es
exclusivamenle un poder de Estado. Este autor funda su opinión esencialmente en
el principio de la unidad estatal, principio del cual deduce que la potestad pública
no puede tener sino un titular único e indivisible: el Estado. Ahora bien, los actos
de policía constituyen incontestablemente manifestaciones de potestad pública.
Todo acto de policía, cualquiera que sea la autoridad que tiene competencia para
realizarlo, es la expresión de una voluntad dominadora; implica, pues, el ejercicio
de un poder estatal, porque únicamente en el Estado reside, áegún el derecho
público moderno, el poder de dominación (eod. loe., pp. 712 ss.). Partiendo de
este principio, Duguit ni siquiera, admite •que, en el ejercicio de sus funciones
policíacas, el alcalde pueda ser considerado como actuando en calidad de "agente
descentralizado" (pp. 487- 489, 740).
En el fondo, esta teoría viene a significar que el municipio no posee —haciendo
reserva de sus derechos patrimoniales— más que derechos concedidos y
derivados de los del Estado, y esto vuelve a llevar, por lo tentó, a la antigua
doctrina que primeramente había parecido adoptar Laband y por la cual
únicamente el Estado es sujeto de derechos "propios". Tal concepto no es
admisible: se funda en una confusión que importa hacer resaltar a fin de
desvanecerla.
En el actual sistema del derecho público, el papel que desempeña el municipio en
el Estado es doble, como lo ha hecho notar Jellinek (loe. cil., vol. u, pp. 368 ss.).
Por una parte, el Estado emplea al municipio para la realización de actos relativos
a sus propios asuntos, o con mas exactitud (Duguit, L'État, vol. u, p. 707), el
Estado utiliza a dicho efecto a los agentes municipales; esto ocurre cuando estima
el Estado que sus agentes locales son especialmente aptos para efectuar ciertos
actos estalales que deben cumplirse en el mismo municipio (ver especialmente lo
actos enumerados en el art. 92 de la ley de 1884). En tal caso, el Estado confiere
y delega a las autoridades municipales la potestad necesaria para el desempeño
del cometido que les impone, pero también las incorpora a su propia organización
administrativa. Los agentes municipales actuarán aquí, pues, como agentes del
Estado. Pero por otra parte el municipio tiene también sus cometidos, funciones y
derechos propios, o sea ¿derechos que no provienen ya de una delegación
estatal, sino que responden a la administración de sus propios intereses y
asuntos; derechos que
180

180 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [64-65

ejerce, no ya por cuenta o como órgano del Estado, sino en su propia nombre;
derechos, en fin, en cuyo ejercicio no expresa ya la voluntad del Estado, sino su
propia voluntad. Indudablemente, obtiene una considerable utilidad de esta
actividad ejercida a título de derecho propio por cada uno de los municipios que
componen su territorio. Esto es patente, por ejemplo, en cuanto a la policía
municipal. Indudablemente también, el Estado no dejará de intervenir para
reglamentar con sus leyes el uso de esos derechos y el funcionamiento de esta
actividad municipal. No por ello sería menos erróneo creer que los poderes que
posee el municipio sólo corresponden a la existencia de derechos delegados por
el Estado. En efecto, como agrupación local, el municipio posee necesariamente
ciertos derechos propios especiales, que son independientes de los derechos
generales del Estado (en el sentido de que existirían inclusa si el municipio no
formara parte del Estado) y que se fundan en las exigencias inmediatas que
origina la reunión de sus habitantes en un mismo lugar. Estos derechos se pueden
comparar a los de la persona humana o< también a los de una asociación privada.
Ciertamente estos derechos municipales no alcanzan eficacia jurídica —al igual
que los derechos de una asociación o el derecho de propiedad de un particular—
sino mediante su reconocimiento por el Estado y a condición de haber sido
provistos por él de una sanción. Sin embargo, no resulta de ello que estos
derechos estén en sí mismos fundados en una delegación o concesión estatal. 19
La propiedad privada no es concedida, puesto que el Estado no es el sujeto
primordial del derecho de propiedad sobre todo su territorio. Asimismo, los
derechos patrimoniales del municipio e igualmente aquellos otros que, como la
policía, precisan para su sanción el ejercicio de la potestad dominadora, no son
concedidos, aunque jurídicamente sólo tengan valor por la protección que el
Estado consiente en darles y por las delegaciones de potestad coercitiva que
concede al municipio para su ejercicio.
65. Se debe distinguir, pues, entre los derechos que el municipio ejerce en calidad
de mandatario del Estado y aquellos otros que posee ere propiedad. Esta es
también la distinción que establecían los arts. 49 a 51 de la ley de 14 de diciembre
de 1789 sobre la constitución de las municipalidades. Estos textos, que han dado
lugar a tantas discusiones, que a
116

10
Laband (op. cit., ed. francesa, vol. i, p. 176) : "Sería un punto de vista completamente falso el
considerar todos los derechos reales, todos los derechos de crédito de los individuos, como
derivados del Estado o concedidos por el Estado. El Estado no es, positivamente, el origen, la
fuente, el creador ni el sujeto de esos derechos; su voluntad es únicamente una condición
negativa, al no poder nacer ni subsistir ningún derecho que no tenga la tolerancia del Kstado." Cf.
Le Fur, op. cit., p. 393. La idea exacta, por lo que se refiere a la consagración que a estos
derechos da la ley del Estado, es que dicho Estado permite y asegura su ejercicio,
181

65 POTESTAD DEL ESTADO 181

veces han sido tan mal entendidos y de los cuales la misma Constituyente dedujo
consecuencias tan discutibles, reconocían al municipio "dos clases de funciones
que realizar: unas propias del poder municipal20 y otras propias de la
administración general del Estado y delegadas por ésta a las municipalidades".21
Por más que se haya dicho (Duguit,L'État, vol. VII, pp. 705 ss.; cf. Michoud,
"Responsabilité des communes",Reviie du droit public, vol. vn, núms. 4 a 10),
había en este concepto de la Constituyente cierta parte de verdad, que subsiste
aun hoy día. Si el concepto de un "poder municipal" distinto del poder del Estado
no es muy aceptable, en cambio, la Constituyente tenía mucha razón al adoptar el
punto de vista de que el municipio, como el individuo, tiene derechos inherentes a
la existencia misma del grupo municipal y tiene un círculo la actividad que le
pertenece en propiedad.22 Lo que era cierto en dicho concepto, y sigue siendo
exacto,23 es la idea de que, incluso en lo que
117

20
Cf. Constitución belga, arte. 31 y 108: "Los intereses exclusivamente municipales o provinciales
se hallan regulados por los consejos provinciales o municipales." Por ello los autores belgas
concluyen en la existencia de un "poder municipal" y de un "poder provincial" (ver por ejemplo
Pandectes belges, v* "Pouvoir provincial").
21
Cf. Constitución de 1791, tít. TI, arts. 9 y 10: "Podrán delegarse en los oficiales municipales
algunas de las funciones relativas al interés general del Estado. Las reglas a que los oficiales
municipales tendrán que atenerse en el ejercicio de las funciones tanto municipales como las que
les hayan sido delegadas por el interés general, se fijarán por las leyes."
22
Entre las funciones que caen dentro de este círculo de actividad, debe observarse que el art. 50
de la ley de 14 de diciembre de 1789 colocaba a la policía junto a otras atribuciones de orden
patrimonial.
23
Para hacer aparecer actualmente, todavía, la existencia de ciertos derechos propios en el
municipio, basta recordar (ver n. 38, p. 58, supra) la importante diferencia que existe entre su
organización y la de los ministerios o departamentos de los servicios del Estado. Mientras que los
ministerios no son, tanto por su naturaleza como por su organización, sino subdivisiones del
organismo administrativo estatal, que no poseen ninguna personalidad distinta, y a los que se ha
podido comparar con las secciones especiales de una gran casa comercial, el municipio, por el
contrario, ha recibido una organización que tiende a asegurarle la facultad de tener, en la gestión
de sus asuntos, cierta voluntad propia, y que implica igualmente que constituye, no ya únicamente
un engranaje administrativo del Estado, sino una persona administrativa distinta de éste. A
diferencia del ministro, que sólo es un jefe de servicio estatal, un agente superior del Estado, el
consejo municipal es un órgano de voluntad del municipio, y el alcalde, como agente ejecutivo
municipal, no solamente es agente del Estado, sino del mismo
municipio. Evidentemente que el municipio no saca de sí mismo, de su propia potestad, la
organización y la capacidad de querer que lo personifican, sino que las tiene por la ley del Estado.
Pero por el hecho mismo de que el Estado consagra su personalidad, reconoce en él aptitud para
ejercer por sí mismo ciertas facultades que resultan del hecho de la agrupación de los habitantes
de una localidad, facultades que aparecen, por lo tanto, no como derechos del Estado que se
ejercen en el lugar por los órganos del municipio, sino como derechos propios de la colectividad
municipal, consagrados y sancionados por la ley del Estado. En este aspecto existen, pues,
funciones y derechos propios del municipio. La existencia de derechos semejantes en favor de un
ministerio no podría concebirse.
182

182 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [65

concierne a la potestad pública de que se halla investido, el municipio no puede


considerarse como actuando exclusivamente en calidad de mandatario del Estado,
puesto que, si no la misma potestad, al menos los derechos para cuya realización
el municipio recibió del Estado esa potestad constituyen para él derechos propios
y no derivados.24
No se puede, pues, determinar la situación jurídica en que se encuentra el
municipio frente al Estado diciendo que sólo tiene atribuciones delegadas, pues
incluso aquellos de sus derechos que necesitan el ejercicio de la potestad pública
no son puramente derechos de] Estado. Ahora bien, después de haber descartado
la doctrina que no reconoce al municipio ningún derecho ni función propia, fuera
de sus derechos patrimoniales, no se debe caer en la exageración contraria, por lo
que tampoco sería exacto admitir que el municipio, en cualquier medida, está
dotado de verdadera autonomía respecto del Estado ni que la potestad que ejerce
le pertenezca en virtud de un derecho natural y primitivo. Sin duda, el derecho que
tiene el municipio a administrarse por sí mismo es para él, en cierto modo, un
derecho propio, lo mismo que el derecho que pueda tener una asociación privada
a dirigir sus asuntos. Ahora que, por una parte, así como los estatutos de una
sociedad cualquiera sólo adquieren valor jurídico obligatorio por efecto de una ley,
en virtud de la potestad del Estado y mediante la ayuda de dicha potestad,
asimismo también los derechos y atribuciones del municipio dependen de la
voluntad estatal, por cuanto es indispensable que hayan sido consagrados y
provistos de protección eficaz por las leyes del Estado. En-otros términos,
mientras que el Estado determina y sanciona él mismo sus derechos en virtud de
su propia potestad y voluntad, los derechos del municipio se fijan, reglamentan y
convierten en jurídicamente eficaces por la ley superior del Estado del que
depende. Ya en este sentido no se les puede califi-
118

24 Duguit (L'État, vol. u, p. 707) sostiene que los arts. 49 ss. de la ley de 14 de diciembre de 1789
tenían simplemente por objeto fijar las funciones de los agentes municipales., y que no establecían
de ningún modo que el municipio mismo tuviera derechos correlativo a:las atribuciones de potestad
pública conferidas a sus agentes. Esta interpretación parece ha sido rechazada por varios párrafos
de la instrucción de la Asamblea nacional que sigue a dicha. ley. En la citada instrucción se lee, por
ejemplo: "Todas las funciones detalladas en el art.- que interesan a la nación como corporación y
a la uniformidad del régimen general, excede: a los derechos y a los intereses particulares del
municipio; los oficiales municipales no pueden ejercer esas funciones en calidad de simples
representantes de su municipio, sino únicamcamente te en calidad de encargados y de agentes de
la administración general... No ocurre lo mismo las funciones expuestas en el art. 50.' Dichas
funciones —entre otras la policía— son propias del poder municipal, porque interesan directa y
particularmente a cada municipio representado por su municipalidad o ayuntamiento. Los
miembros de la municipalidad tienen el derecho; propio y personal de deliberar y actuar en todo
cuanto concierne a esas funciones, verdaderamente municipales."
183

65-66] POTESTAD DEL ESTADO 183

car de derechos originarios: no ya porque, al ejercerlos, el municipio ejerce un


derecho ajeno, un derecho del Estado, un derecho verdaderamente delegado o
concedido, sino porque los poderes que tiene para ejercerlos —al igual que los
poderes de un propietario sobre su cosa— toman su fuerza positiva en su
consagración estatal, y por lo tanto las facultades municipales se basan, desde el
punto de vista de su eficacia, en derecho positivo, en la voluntad del Estado, el
cual, al consagrar esas facultades naturales, las convierte en derechos
propiamente dichos. Por otra parte, la situación del municipio dentro del Estado
difiere de la de una asociación privada, primero, en que el ejercicio de muchos de
los derechos municipales interesan a la administración general, lo que implica la
vigilancia del Estado sobre la actividad municipal, y sobre todo en que el ejercicio
de dichos derechos, y especialmente del derecho de policía, supone la posesión
de una potestad dominadora. Ahora bien, según el derecho público moderno, no
existe en principio potestad de dominación más que en el Estado. Si deben
considerarse, pues, las facultades municipales, bajo ciertos aspectos, como
derechos propios, hay que reconocer al menos que la potestad pública de que
dispone el municipio para el ejercicio de algunas de aquellas facultades sólo
puede pertenecerle a título derivado y en razón de una delegación propiamente
dicha por parte del Estado.26
66. Aquí es donde se hace posible establecer la precisa y capital diferencia que
existe entre el Estado y el municipio. Uno y otro tienen, en un sentido, derechos
propios, pero mientras que los derechos propios del Estado se ejercen por éste en
virtud de su sola potestad y voluntad, los del municipio no pueden ejercerse con
efectividad sino con el permiso y conforme a la ley del Estado. Y además, mientras
que los derechos estatales llevan en sí originariamente la fuerza proveniente de la
potestad pública inherente al Estado, los del municipio sólo adquieren dicha fuerza
por cuanto el Estado asegura su realización mediante su potestad o delega ésta
en el municipio para su realización. En esto precisamente
119

25
Ocurre en este aspecto con el municipio lo mismo que con el individuo. Al decir que el individuo
tiene sus derechos del Estado, no se quiere significar que las facultades que ejerce han sido
creadas únicamente por la ley del Estado. Significa simplemente que le han sido reconocidas y
garantizadas por el Estado, por cuanto dicho Estado, por sus leyes, les asegura la protección de su
fuerza coercitiva. El individuo puede afirmar que la existencia de esas facultades le pertenece en
propiedad, pero no puede revestirlas él mismo de la debida sanción social. La sanción social le
proviene de ley del Estado. Sus facultades no se convierten en derechos efectivos, o sea eficaces,
sino por dicha sanción social.
26
Hauriou, Répertoire de Béquet, v' "Décentralisation", p. 483 n.: "En la teoría general de la
potestad pública, se puede establecer la regla de que, por su misma naturaleza, es delegada
directamente por el Soberano." Cf. Michoud, Théorie de la personnalité múrale, vol. I, p. 307
184

.184 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [66


aparece con claridad que los derechos del Estado son de esencia diferente a los
del municipio, como antes se ha dicho (p. 177). Los primeros son derechos de
dominación, o en todo caso van acompañados de potestad dominadora; los
segundos pueden tal vez ser derechos propios, derechos que el municipio ejerce
en su propio nombre, pero ni son derechos de dominación, ni llevan en sí potestad
dominadora, al menos originariamente. Estas últimas observaciones ponen en
claro el error que contenía el concepto municipal consagrado por la ley de 14 de
diciembre de 1789. Del hecho de que el municipio tiene un círculo de actividad y
atribuciones que le pertenecen a título de derecho propio, la Constituyente creyó
poder deducir la existencia de un "poder" municipal, es decir, de un poder que es
también propio del municipio y que es distinto del poder del Estado (Jellinek, op.
cit., ed. francesa, vol. n, pp. 367-368 y también p. 68). Dicha deducción resultaba
185

falsa, pues si la Constituyente tuvo razón al afirmar que el municipio tiene sus
funciones propias, erró al hablar de poder municipal: en cuanto a poder, sólo
existe el poder del Estado,27 Bien es verdad que los constituyentes de 1789 se
colocaron en
120

27 Tampoco se puede aceptar sin restricciones la fórmula de Michoud (op. cit, vol. I, n' 121), que
habla de "derecho de potestad pública que pertenece al municipio". Si Michoud se limitara a decir
que el municipio tiene, como derechos propios, facultades que necesitan la intervención de la
potestad pública para la realización de los fines para los cuales dichas facultades le pertenecen, tal
fórmula sería irreprochable. Incluso si Michoud pretende decir que cuando el municipio usa de la
potestad pública para la realización de sus derechos policíacos, ejerce dicha potestad en su propio
interés y hace que sirva al cumplimiento de funciones que ln pertenecen en propiedad, esta
manera de ver parece igualmente exacta. Pero lo que no es exacto es dar a entender que el
municipio puede, incluso en el cumplimiento de sus cometidos policíacos u otros, ejercer la
potestad pública a título de derecho que le perteneciera en propiedad. Tal punto de vista sería
inconciliable con lo que el mismo autor dice respecto de la potestad pública (loe. cit., p. 307) : "El
derecho público moderno no reconoce más derecho de soberanía que el del Estado. Este
considera como delegaciones suyas aquellas parcelas de soberanía que cede a los organismos
inferiores". Así pues, lo propio del municipio en la policía es el cometido o el fin en vista del cual
dicho municipio ejerce la policía local; es también el interés para el que se mantiene esa policía, y
en este aspecto puede decirse que la policía constituye, para el municipio, una función propia y
hasta un derecho propio. Pero en cuanto a la potestad dominadora y coercitiva que tiene que
acompañar necesariamente a dicha función, esa potestad, en el Estado moderno, no puede
considerarse como propia del municipio, sino que proviene de una delegación del Estado. Sólo
puede provenir de esa fuente superior, porque, en el derecho público actual, el Estado, de modo
general, es el sujeto primitivo de toda potestad pública que se ejerza en su territorio. Se puede
decir que el Estado delega la potestad pública en el municipio para el cumplimiento de una función
municipal que le pertenece especialmente a este último, pero no se puede decir que la potestad así
delegada "pertenezca" verdaderamente al municipio. Debe distinguirse en esta materia entre la
función y el poder: la función es municipal; el poder no lo es.
186

186 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO 66

autoridad municipal, una competencia que procede, no ya de un estatuto creado


por el municipio mismo, sino de la ley dictada por el Estado. No solamente el
municipio descentralizado se distingue del Estado no soberano en que su
organización y sus competencias se fundan en las leyes del Estado del cual forma
parte, sino también en que carece totalmente de poder legislativo. Mientras que el
Estado federal se caracteriza por la diversidad de leyes de los Estados
confederados, en el Estado unitario descentralizado no existe sino una ley única.
Los municipios o colectividades territoriales que contiene este Estado pueden
poseer una independencia administrativa, un poder de auto-administración, pero
nunca constituyen colectividades autónomas desde el punto de vista legislativo
(Hauriou, loe. cit., v° "Décentralisalion", n' 19; Polier y de Marans, op. cit., pp. 41
ss, 52 ss.; Laband, op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 276; G. Meyer, op. cit., 6* ed., p.
32). Duguit (L'État, vol. u, pp. 724 ss., 755) pretende por el contrario que no hay
ninguna diferencia en este aspecto entre el Estado miembro de un Estado federal
y el municipio de un Estado unitario que se administre por sí mismo, pues el
municipio posee un poder reglamentario que le permite dictar reglas locales que,
según dicho autor (cf. Jellinek, loe. cu., vol. n, pp. 351 y 371), tienen naturaleza de
leyes materiales, Este punto de vista no puede aprobarse: entre la ley hecha por el
Estado y el reglamento municipal existe toda la diferencia que separa la legislación
y la administración. La regla legislativa, en efecto, se caracteriza como estatuto
superior, hecho en virtud de una potestad inicial y libre. Con el reglamento, por el
contrario, el alcalde no hace sino ejecutar las leyes del Estado, pues por una parte
no puede hacer reglamentos y por otra parte tampoco puede, por la vía
reglamentaria, dictar cualquier género de medidas, por ejemplo medidas de
policía, sino en virtud de una habilitación legislativa. Eri esto mismo el reglamento
municipal es de una esencia inferior a la ley: es tan sólo un acto realizado en
cumplimiento de leyes existentes. La actividad reglamentaria del municipio no es,
pues, más que una actividad de naturaleza administrativa (ver núms. 109 ss., 190
ss., infra). Como lo indica la terminología corriente, el municipio descentralizado no
tiene más poder que el de administrarse por sí mismo; sólo tiene poderes
administrativos. En el municipio francés en particular no existe en ningún grado
verdadera autonomía administrativa. El poder de legislar es esencialmente un
poder estatal, y no se concibe sino en el Estado.
b) Entre el Estado miembro de un Estado federal y el municipio que se administra
por sí mismo, se nota una segunda diferencia. El Estado confederado, al tener una
potestad propia de dominación, puede obligar al cumplimiento de sus
mandamientos por sus propios medios de coacción. El municipio no tiene dicho
poder; al menos no lo tiene a título
187

66] POTESTAD DEL ESTADO 187

originario. Sin duda, como antes se ha visto, tiene derechos propios que implican
que puede emitir en su propio nombre prescripciones reglamentando la conducta
de sus miembros, especialmente prescripciones de policía. En la medida en que el
Estado autoriza por sus leyes al municipio para ejercer tales facultades, no hace
sino consagrar derechos propios del grupo municipal. Queda solamente hacer
cumplir los mandamientos así emitidos por el municipio, y para ello precisa el
municipio ejercer eí imperium. Pero en los tiempos modernos el Estado se ha
apropiado del imperium, y lo monopoliza íntegramente. El Estado unitario
particularmente, por descentralizadas que estén sus circunscripciones, debe
definirse como un Estado al que pertenece exclusivamente, en principio, toda
potestad dominadora que se ejerza en su territorio (Jellinek, loe. cit., vol. i, p. 291;
vol. u, p. 351). Luego, para que el municipio posea el imperium, tiene que haberlo
recibido del Estado. La ley que le hace esta concesión no se limita ya a consagrar
un derecho propio del grupo municipal, sino que realiza ahora una delegación
propiamente dicha (Jellinek, loe. cit., vol. u, pp. 65 ss., 366-367; Laband, loe. cit.,
vol. i, pp. 121 y 122; Michoud, Théorie de la personnalité moróle, vol. i, p. 307).
c) Finalmente, si los derechos, incluso los propios, del municipio no pueden
ejercerse efectivamente por él sino con la condición de haber sido reconocidos y
sancionados por las leyes del Estado, resulta naturalmente que el ejercicio de
estos derechos puede serle retirado por nuevas leyes que modifiquen la
legislación anterior. Más aún: la existencia misma del municipio depende de la
voluntad del Estado. Del mismo modo que el Estado crea municipios, puede
suprimirlos reuniendo a varios en uno solo. Este es un punto que ha sido
claramente establecido por Duguit (L'État, vol. H, pp. 757 ss.). Este autor, que
había sostenido que es indiferente averiguar si los derechos del municipio se
basan o no en su potestad originaria, muestra también el gran interés de
semejante distinción. Señala, en efecto, que el Estado no está obligado a respetar
las libertades o atribuciones que pudo reconocer anteriormente al municipio y que
en todo momento puede retirárselas total o parcialmente. Por el contrario, Duguit
dice que la autonomía de que gozan los Estados miembros de un Estado federal
no puede serles retirada por dicho Estado. Esta última afirmación es sin embargo
demasiado absoluta. Se ha visto antes que el Estado federal puede, por revisiones
sucesivas de su Constitución, retirar a los Estados miembros incluso su carácter
de Estados; pero se ha observado también que estas revisiones no pueden
efectuarse sin el concurso de los Estados miembros y sin el consentimiento de
una gran mayoría de ellos, de modo que, si bien no puede decirse que los
derechos de estos Estados son irrevocables respecto del Estado federal, al menos
está permitido establecer la conclusión de que no se hallan enteramente
188

188 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [66-67

a su discreción. Otra cosa ocurre con el municipio: sin dejar de concederle


ampliamente la facultad de administrarse por sí mismo, "el Estado se reserva
sobre él los derechos del dueño que puede retirar lo que ha dado" (Michoud, loe.
cit., p. 307 y Revue du droit public, vol. VII, pp. 53 ss.). Los poderes que tiene el
Estado sobre sus municipios son jurídicamente ilimitados.
67. La conclusión que se deduce de estos estudios es que, en una buena y sana
terminología, no es conveniente emplear indistintamente, una por otra, las dos
expresiones potestad de Estado y soberanía, puesto que estas expresiones se
refieren a dos conceptos claramente diferentes. Debe evitarse al menos esta
confusión de lenguaje cuando se está en el terreno de la teoría general del
Estado. Desde el punto de vista especial del derecho público francés, hay que
reconocer por el contrario que la característica esencial del Estado y de su
potestad, al menos por lo que a Francia se refiere, es la soberanía. Y por
consiguiente, se explica que los autores y los textos hayan adoptado y continúen
ateniéndose a la tradición verbal que designa con ese nombre especial la potestad
propia del Estado francés. La continuación de esta costumbre no proviene
únicamente del hecho de que la terminología francesa —corno es el caso en
Alemania— no haya tenido que respetar y salvaguardar la situación que en el
interior del país ocupan Estados que, a falta de potestad soberana, tenían una
potestad autónoma. Pero el lenguaje adoptado en esta materia por los escritores
franceses se explica sobre todo, e incluso puede decirse que se justifica, por la
consideración de que entre todos los caracteres inherentes a la potestad del
Estado francés, el más importante es la soberanía. En vano los- autores alemanes
han criticado esta terminología, alegando que el concepto de soberanía es de
orden simplemente negativo, que no hace sino marcar la ausencia de toda
subordinación o limitación respecto de una potestad superior y que no puede por
consiguiente usarse en una definición positiva del Estado y de su potestad (ver p.
152, supra). A esta objeción se le puede responder que, si la soberanía
considerada en sí carece de contenido positivo, al menos es la cualidad de una
potestad que se encuentra elevada a su grado más alto. Ahora bien, este grado
supremo de potestad sólo puede concebirse en el Estado. Por eso la expresión
francesa "soberanía", aplicada a la potestad de un Estado como Francia, es a la
vez perfectamente apropiada a lo que quiere significar y totalmente significativa.
Calificar a esta potestad de potestad de Estado, de potestad dominadora o de
potestad autónoma no sería decir bastante: ninguno de estos calificativos sería
suficiente para revelar que la potestad estatal francesa está, a mayor
abundamiento, exenta en toda su amplitud de cualquier dependencia o restricción.
Por el contrario, al darle el nombre de soberanía, al mismo tiempo que se pone de
relieve
189

67] POTESTAD DEL ESTADO 189

su carácter de potestad suprema, se recalca que es una potestad de naturaleza


estatal, fundada sobre la fuerza dominadora y la voluntad autónoma el Estado
francés, puesto que la soberanía presupone esencialmente todo esto. El empleo
de la palabra "soberanía", en lo que se refiere a la potestad estatal francesa, no
puede, pues, dar lugar a ningún equívoco, y seguramente los autores alemanes,
que critican esta locución, no habrían dudado en emplearla para su propia teoría
del Estado si su país hubiese estado en la misma situación unitaria que Francia y
si no hubiesen tenido que guardar ciertos miramientos respecto a los Estados
no soberanos que contiene el Imperio alemán. No hay duda, en fin, de que la
costumbre francesa de designar a la potestad estatal con el nombre de soberanía
debe atribuirse en gran parte» desde 1789, al principio de la soberanía nacional.
Ya se ha visto (p. 91, supra) que los textos que enuncian este principio se refieren
en realidad, con el nombre de soberanía, a la potestad pública misma con todos
los poderes que forman su contenido. Todos estos poderes tienen por sujeto
propio a la nación. Pero además, al hablar de "soberanía" nacional, estos textos
quieren dar a entender que la potestad que reside en la nación es de la clase más
alta que se pueda concebir, que no es subdita de ninguna otra potestad y que
domina por el contrario a todas las potestades que se ejercen en el seno de la
comunidad nacional. Las mismas causas que antiguamente habían determinado
que se diera a la potestad de los reyes de Francia el nombre de soberanía han
provocado, después de 1789 la aplicación de esta denominación a la potestad de
la cual declaraba titular a la nación. Así como en la Edad Media el término
soberanía servía para señalar el carácter supremo de la potestad que le
pertenecía al rey en el interior del reino, también los fundadores revolucionarios
del derecho público moderno de Francia han calificado a la potestad nacional de
soberanía, para especificar debidamente que esta potestad es de una esencia
superior a cualquier otra, que está por encima de toda otra potestad que pueda
tener en el interior cualquier individuo o grupo y especialmente que la voluntad
nacional no puede nunca ligarse de una manera definitiva e irrevocable a la
voluntad de los gobernantes del momento, sean éstos quienes fueren. Ningún
órgano nacional, ni siquiera el cuerpo legislativo, compuesto por miembros
elegidos, sometidos a frecuentes reelecciones, absorbe en sí totalmente la
voluntad nacional. La potestad suprema de voluntad estatal no reside en particular
en ningún órgano: está en la nación, actuando por el conjunto de sus órganos, y
por órganos compuestos por individuos cuyo título provisional está sujeta a
revocación o renovación. En estas condiciones, bien se puede decir que los
gobernantes, los personajes o colegios que forman las diversas autoridades,
ejercen poderes de la potestad estatal; pero en cuanto a la
190

190 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [67-68

nación, la palabra potestad sería del todo insuficiente: el término más conveniente
para caracterizar la postura tomada por la nación desde 1789 •es el de
soberanía.28
§ 4. FUNDAMENTO Y EXTENSIÓN DE LA POTESTAD DE ESTADO.
SUJETO ACTIVO Y PASIVO DE DICHA POTESTAD

68. A. Puesto que la dominación, la potestad de mandar con fuerza irresistible y —


según la terminología francesa, así como según el derecho público francés— la
"soberanía", son el signo característico del Estado, resulta muy importante
averiguar de dónde le viene al Estado esta potestad, cuál es el fundamento de la
misma. Hay que guardarse muy bien de confundir esta cuestión con la de la
justificación o de la legitimidad de la potestad estatal. Esta no corresponde a la
ciencia del derecho público (cf. G. Meyer, op. cit., & ed., pp. 23 ss.). La potestad
dominadora del Estado es, en efecto, un hecho natural, un hecho que se impone,
y que no hay más remedio que comprobar y aceptar, puesto que no se le puede
eliminar. Esto no significa que no se pueda ni se deba averiguar cuáles son las
causas justificativas de este hecho. Una afirmación como la de Orlando (Principes
de droit public et constitutionnel, ed. francesa, p. 68), que a propósito de la
legitimidad de la potestad estatal declara que "todo lo que se refiere al orden
121

28 El empleo de este término parece justificarse por el motivo de que la nación, en el sistema de la
soberanía nacional, se considera como un ser colectivo y abstracto y no como un conjunto de
individuos (ver n° 331, infra). Pero un ser abstracto no puede en verdad ejercer poderes, ni poseer
una potestad. La potestad sólo puede existir en personas físicas, capaces de actividad efectiva por
sí mismas. En el fondo, el principio de la soberanía nacional ha tenido por objeto no tanto el afirmar
la existencia de una potestad activa de la nación como el limitar y subordinar a condiciones
restrictivas la potestad que de hecho ejercen las autoridades nacionales. En esto, dicho principio —
como se verá después (núms. 329 ss.) tiene ante todo un alcance negativo: significa que los
poderes que tienen las autoridades constituidas no les provienen de sí mismas y no están
destinados a asegurar pura y simplemente la supremacía de su propia voluntad, sino que dichos
poderes derivan de un estatuto orgánico nacional superior a los gobernantes, y que tienen por
objeto establecer una voluntad nacional superior a las voluntades particulares de sus respectivos
titulares. La posición superior que resulta para la nación en ese concepto no proviene, pues, de
que se le reconozca una potestad activa que ejercería efectivamente por sí misma, de un modo
preponderante, por encima de sus diferentes órganos, sino que dicha posición de superioridad
resulta esencialmente de que los poderes atribuidos a los órganos, en las relaciones de éstos con
la nación, quedan como poderes derivados, condicionados y en este aspecto subordinados. La
¡dea de preeminencia de la nación aparece así como puramente negativa. No puede causar
sorpresa el que, para expresar esa idea negativa, se haya elegido el nombre, igualmente negativo,
de soberanía (cf. n. 4, p. 96, supra).
191

68] POTESTAD DEL ESTADO 191

natural de las cosas no necesita justificación", es poco admisible. Contra tales


afirmaciones, Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. i, pp. 297-298) tace observar que,
cualesquiera que sean los orígenes de las instituciones humanas, estas
instituciones tan sólo pueden subsistir en tanto que aparezcan, ante cada nueva
generación, como razonablemente justificadas. Y tal es precisamente —añade el
autor citado— el caso del Estado. Toda generación recién llegada se formula
forzosamente la pregunta de saber a qué se debe el Estado con su potestad y por
qué el individuo debe doblegarse a la voluntad estatal. Pero también reconoce
Jellinek (ibid.t p. 300) que no es por esas consideraciones de orden jurídico por lo
que se puede resolver de manera satisfactoria esa cuestión, y da sobre todo la
razón decisiva (p. 357) de que el problema del origen del Estado se confunde en
definitiva con el del origen del derecho (cf. n° 22, supra). En realidad, el Estado y
su potestad se justifican por los fines para los cuales existen uno y otro, y por el
hecho de que estos fines, cuya realización presenta capital interés para toda
nación e incluso para los miembros individuales del cuerpo nacional, no podría
cumplirse sin la ayuda de la potestad estatal.1
122

1 Esto no significa que toda la actividad estatal consista en actos de mando. Junto a los actos
llamados de potestad, el Estado realiza innumerables actos de gestión. Para alcanzar los fines
para cuyo cumplimiento existe, el Estado, en efecto, no solamente tiene que dar órdenes, sino que
también tiene que regir los asuntos públicos de la colectividad. Entre los actos que en este aspecto
realiza, algunos recuerdan a los de un particular al administrar su patrimonio. Sin embargo, incluso
en lo que respecta a esta gestión de los asuntos de la comunidad, interviene una idea de potestad
dominadora: la potestad estatal se deja sentir en esta materia, por cuanto ya el Estado, en virtud
de la facultad soberana que tiene de determinar por sí mismo su competencia, es dueño de fijar,
por vía de autoridad, el grado en que pretende regir los intereses colectivos de la nación, y se
manifiesta también por cuanto tiene el poder de imponer al respeto de todos las medidas que
adopta a título de gestión. Duguit (Traite, vol. i, p. 102) cree poder afirmar que existe toda una serie
de servicios públicos "de orden técnico" que "se realizan por medio de simples operaciones
materiales", y respecto a los cuales —dice ese autor— "se debe reconocer que la noción de
potestad pública, de imperium, nada tiene que ver". Esta afirmación es perfectamente impugnable:
en todos los actos del Estado, incluso en aquellos de simple gestión material, entra la potestad, o
por lo menos existe, en la base del acto, la potestad. Y no se diga que el cuidado en la gestión de
dichos intereses materiales de la comunidad no constituye para el Estado un campo de autoridad,
puesto que la actividad estatal, en semejante materia, es de igual naturaleza que la de los
particulares al gobernar sus asuntos privados. Hasta cuando el acto del Estado no es, por su
contenido, un acto de potestad, lo es por las condiciones en las cuales se produce. Porque es
preciso recurrir a la idea de potestad para explicar el hecho de que el Estado se haga cargo de la
gerencia de los intereses que él mismo declara colectivos, en vez de dejar dicha gerencia a la
iniciativa individual de los miembros de la nación. Poco importa, pues, que ciertos actos estatales
no sean en sí mismos actos de mando. Emprender obras públicas, impartir instrucción, realizar
todas las operaciones técnicas que menciona Duguit, no es, en sí, realizar actos de mando; sin
embargo, es por su potestad dominadora por lo que el Estado se dedica a todas esas operaciones.
Así pues, Esmein (Éléments, 5* ed., p. 1) no vacila en calificar como "soberanía exterior" el
dere192
192

ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [68-69

Por lo tanto la teoría de la legitimidad de esta potestad no es una teoría jurídica.


Pero es jurídica la cuestión de saber por qué medios dicha potestad se ha
constituido y realizado efectivamente, y cuál es, en este sentido, el fundamento de
la misma. Ahora bien, desde el punto de vista especial de la ciencia del derecho,
la potestad dominadora del derecho aparece como teniendo su fuente en la
Constitución del Estado, sin que el jurista tenga que remontarse más allá de la
Constitución inicial con la que coincidió el nacimiento de la persona estatal. Fue
esta Constitución, en efecto, la que fundó la organización de la colectividad
nacional, organización de la que resultan a la vez la unificación de la colectividad
en una persona jurídica y la reducción de la voluntad del grupo en una voluntad
unificada, que se expresará por los órganos constitucionales del grupo y que se
convierte por eso mismo, jurídicamente hablando, en la voluntad más poderosa
que existe en el seno del grupo. Así, en el terreno particular de la ciencia del
derecho, la potestad estatal no puede considerarse sino como el resultado de la
organización nacional, por cuanto que esta organización produce en la nación una
voluntad estatal superior, en derecho, a cuantas puedan existir, de hecho, junto a
ella.
69. ¿Quiere decirse con esto que sea suficiente esta organización jurídica para
asegurar, desde el punto de vista de las realidades positivas, la superioridad
efectiva de la voluntad así constituida? Evidentemente que no. La potestad
dominadora del Estado presupone otros factores que no sean las reglas
abstractas que contiene un acto constitucional. Para que la organización
estatutaria dada a la nación se mantenga en una forma estable y regular es
preciso que se apoye en un conjunto de circunstancias de hecho favorables a su
funcionamiento, o lo que es lo mismo, que sea apropiada al medio en el cual se
encuentra establecida. Esta es la negación de la doctrina que funda la potestad
estatal únicamente en la fuerza de los individuos que son los órganos de ejercicio
de dicha potestad. Esta doctrina, que es muy antigua (Jellinek, loe. cit., vol. I,pp.
309 ss.), tiene actualmente en la literatura francesa un decidido defensor en la
persona de Düguit. Según las afirmaciones muchas veces repetidas de dicho autor
(le État, vol. i, pp. 9, 97, 242 ss., 256; Traite, vol. i, pp. 37 ss., 79 ss., 90 ss.), la
potestad de Estado tiene su fuente única en un hecho: "la diferenciación entre
gobernantes y gobernados"f diferenciación que no es ella misma sino la
consecuencia de la diferencia que existe entre los fuertes y los débiles y que es
causa de que los prime
123

cho que tiene el Estado a "representar a la nación en sus relaciones con las demás naciones",
especialmente para la gestión de sus intereses. El derecho a representarla en el interior, rigiendo
sus asuntos de todas clases, es igualmente soberanía, y las innumerables manifestaciones de ese
derecho son manifestaciones de soberanía.
193

69] POTESTAD DEL ESTADO 193

ros, por razón de la fuerza de que disponen, impongan su voluntad a los


segundos. Indudablemente, al reducir así la potestad estatal a la voluntad de los
más fuertes, Duguit no pretende referirse exclusivamente a la fuerza material, sino
que junto a dicha fuerza material tiene en cuenta la fuerza moral, la fuerza
intelectual, la fuerza económica (L'Etat, vol. i, p. 243). No por ello es menos cierto
que el Estado por entero se apoya en el hecho de "la mayor fuerza" retenida por
algunos de sus miembros. "Los gobernantes han sido siempre, y son y serán
siempre también, los más fuertes de hecho. El hecho simple e irreductible es la
posibilidad para algunos de dar a otros órdenes sancionadas por una coacción
material; es esta coacción monopolizada por cierto grupo social; es la fuerza de
los más fuertes dominando la debilidad de los más débiles" (Traite? vol. i, p. 38).
Ya Rousseau había contestado a esta teoría sobre el fundamento de la potestad
pública (Control social, lib. i, cap. ni): "En cuanto sea la fuerza la que hace el
derecho, toda fuerza que pueda más que la primera sucede a su derecho. Y
puesto que el más fuerte siempre tiene razón, lo único que hay que hacer es
conseguir ser el más fuerte". En otros términos, y como lo observa justamente
Jellinek (loe. cit., pp. 313 55.; cf. Esmein, Éléments, y ed., p. 35), la teoría de la
fuerza conduce a destruir al Estado antes que a darle un fundamento resistente.
Porque no es suficiente caracterizar al Estado como un hecho debido a ciertas
fuerzas. El Estado es también una institución jurídica, especialmente en el sentido
de que su potestad gira en el cuadro de un orden jurídico determinado y se ejerce
según ciertas reglas que forman, de un modo estable, el derecho público de la
comunidad. Ahora bien, en la teoría de la fuerza, esta estabilidad se encuentra
comprometida en su principio mismo: desde el momento en que la potestad estatal
consiste exclusivamente en la dominación de los que poseen actualmente la
mayor fuerza, los individuos dominados, para sustraerse a este yugo de hecho, no
tendrán más que utilizar cuantas ocasiones se les presenten e intentar todos los
medios para conquistar a su vez una fuerza semejante, o mejor aún, destruir toda
fuerza de ese género, suprimiendo a la vez todo régimen estatal. Y así la teoría de
la fuerza, en vez de reconocer y poner en evidencia el fundamento estable del
Estado y de su potestad, abre el camino, por el contrario, a la acción
revolucionaria permanente y a la rebelión legítima contra la dominación estatal. En
realidad, el profundo error de esta teoría es el haber creído que la fuerza por sí
sola —una fuerza cualquiera— pueda servir de base al Estado. Los casos en los
cuales la pura fuerza pudiera poseer esta virtud sólo pueden ser muy
excepcionales en los presentes tiempos. Y sobre todo, este efecto de fuerza sólo
sería pasajero, sin dar por resultado ese orden regular y estable sin el cual el
Estado no
194

194 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [69

puede existir. Para que el Estado se halle constituido con la estabilidad de un


orden jurídico digno de este nombre no basta con que exista en el seno de la
nación una "fuerza mayor" que se eleve por encima de todas las fuerzas rivales y
las domine con su potestad preponderante, sino que hace falta, por el contrario,
que esas fuerzas múltiples se equilibren entre sí, de tal suerte que sobre la base
misma de su coordinación pueda fundarse una organización estatal durable y
permanente (cf. nn. 10 y 11, p. 74, supra). Pero entonces ya no es exacto decir
que la potestad organizada del Estado tiene su origen pura y simplemente en la
fuerza; la verdad es que resulta de cierto equilibrio de las fuerzas sociales en
presencia, lo que es muy distinto. Y uno de los efectos más notables de este
equilibrio es que la organización gubernamental, que se encuentra así adaptada a
las condiciones especiales del medio social, llegará por eso mismo a hacerse
aceptar, como hecho natural y necesario, por la gran masa de los miembros de la
nación. De donde se deduce la consecuencia de que los órganos estatales, por la
misma virtud del concurso prestado por la sumisión de la masa, adquirirán una
potestad que se erguirá con una fuerza irresistible2 por encima de cualquier otra
potestad que exista en la nación y que triunfará de todas las oposiciones
individuales, parciales, locales o momentáneas que pudieran formarse contra ella.
Aquí es donde aparece la fuerza mayor de que habla Duguit; pero esa fuerza
suprema no es la causa primera del Estado, de su organización, de su potestad,
como lo dice dicho autor. Es, por el contrario, un efecto de dicho Estado,
organización y potestad. Es una resultante del equilibrio de fuerzas que ha
producido al Estado.3 No es cierto que la potestad de 124puede existir. Para que el
Estado se halle constituido con la estabilidad de un orden jurídico digno de este
nombre no basta con que exista en el seno de la nación una "fuerza mayor" que
se eleve por encima de todas las fuerzas rivales y las domine con su potestad
preponderante, sino que hace falta, por el contrario, que esas fuerzas múltiples se

2 Haurimí (La souverainetá nationale, p. 13) dice: "La soberanía es una voluntad armada de un
poder de ejecución; la decisión no es suficiente, es preciso que la ejecución esté dispuesta a
seguir." Por consiguiente, este autor declara que es necesario "discernir, en la soberanía,
elementos de voluntad y elementos de ejecución"; de ese modo parece, pues, separarlos. En
realidad esos dos elementos son inseparables, incluso desde el punto de vista analítico. Lo que
convierte a la voluntad del Estado en una voluntad dominadora es la fuerza coercitiva de ejecución
que lleva en SÍ. Dicha fuerza no es un elemento distinto que viene a añadirse a la voluntad estatal,
sino que es un carácter esencial de esa voluntad, e incluso constituye el carácter específico de la
misma. La potestad de dominación del Estado está formada ante todo por la fuerza de realización
que le es propia y que sólo a ella pertenece, al menos de una manera inicial.
3 Una de las condiciones del mantenimiento de este equilibrio es también que la fuerza estatal que
de él se deriva se ejercerá en forma reglada y en particular según ciertas reglas de derecho. Desde
este punto de vista, también, la teoría de Duguit no cuadra mucho con el sistema del Estado
moderno. Si la potestad estatal sólo se fundara en la fuerza preponderante de un hombre, de una
clase o de la mayoría, esta fuerza de los goberriantes, al no ser más que un puro hecho, escaparía
a toda limitación de orden jurídico, y en vez de un "Estado de derecho" sólo podrían establecerse
formas despóticas de Estado. Por otra parte, ¿cómo podría comprenderse, en la teoría de la
fuerza, que aquellos mismos gobernantes que, en ciertos as-
195

69-70 POTESTAD DEL ESTADO 195


equilibren entre sí, de tal suerte que sobre la base misma de su coordinación
pueda fundarse una organización estatal durable y permanente (cf. nn. 10 y 11, p.
74, supra). Pero entonces ya no es exacto decir que la potestad organizada del
Estado tiene su origen pura y simplemente en la fuerza; la verdad es que resulta
de cierto equilibrio de las fuerzas sociales en presencia, lo que es muy distinto. Y
uno de los efectos más notables de este equilibrio es que la organización
gubernamental, que se encuentra así adaptada a las condiciones especiales del
medio social, llegará por eso mismo a hacerse aceptar, como hecho natural y
necesario, por la gran rnasa de los miembros de la nación. De donde se deduce la
consecuencia de que los órganos estatales, por la misma virtud del concurso
prestado por la sumisión de la masa, adquirirán una potestad que se erguirá con
una fuerza irresistible por encima de cualquier otra potestad que exista en la
nación y que triunfará de todas las oposiciones individuales, parciales, locales o
momentáneas que pudieran formarse contra ella. Aquí es donde aparece la fuerza
mayor de que habla Duguit; pero esa fuerza suprema no es la causa primera del
Estado, de su organización, de su potestad, como lo dice dicho autor. Es, por el
contrario, un efecto de dicho Estado, organización y potestad. Es una resultante
del equilibrio de fuerzas que ha producido al Estado.3 No es cierto que la potestad
de 125los gobernantes sólo se funda en su propia fuerza; pero lo que sí es cierto es
que la organización consagrada por la Constitución sobre la base de este
equilibrio y de conformidad con él, origina en ellos una fuerza gubernamental
superior, que por la razón misma de fundarse en el orden jurídico y estatutario
establecido a título regular y permanente, aparece esencialmente como una
potestad de derecho y no como un simple poder de hecho.
70. Se acaba de observar que la teoría de la fuerza es en el fondo, y por todas sus
tendencias, una teoría destructiva del Estado. Prueba de ello es la obra científica
de Duguit. La insistencia que pone este autor en sostener que los gobernantes
sólo deben su potestad a la fuerza preponderante de la cual son, de hecho, los
tenedores, se explica primeramente por el deseo de socavar y hasta de destruir el

2
Hauriou (La souveraineté naliunale, p. 13) dice: "La soberanía es una voluntad armada de un
poder de ejecución; la decisión no es suficiente, es preciso que la ejecución esté dispuesta a
seguir." Por consiguiente, este autor declara que es necesario "discernir, en la soberanía,
elementos de voluntad y elementos de ejecución"; de esc modo parece, pues, separarlos. En
realidad esos dos elementos son inseparables, incluso desde el punto de vista analítico. Lo que
convierte a la voluntad del Estado en una voluntad dominadora es la fuerza coercitiva de ejecución
que lleva en sí. Dicha fuerza no es un elemento distinto que viene a añadirse a la voluntad estatal,
sino que es un carácter esencial de-esa voluntad, e incluso constituye el carácter específico de la
misma. La potestad de dominación del Estado está formada ante todo por la fuerza de realización
que le es propia y que sólo a ella pertenece, al menos de una manera inicial.
3
Una de las condiciones del mantenimiento de este equilibrio es también que la fuerza estatal que
de él se deriva se ejercerá en forma reglada y en particular según ciertas reglas de derecho. Desde
este punto de vista, también, la teoría de Duguit no cuadra mucho con el sistema del Estado
moderno. Si la potestad estatal sólo se fundara en la fuerza preponderante de un hombre, de una
clase o de la mayoría, esta fuerza de los gobernantes, al no ser más que un puro hecho, escaparía
a toda limitación de orden jurídico, y en vez de un "Estado de derecho" sólo podrían establecerse
formas despóticas de Estado. Por otra parte, ¿cómo podría comprenderse, en la teoría de la
fuerza, que aquellos mismos gobernantes que, en ciertos as-
196

196 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [70


concepto, considerado hasta hoy como fundamento, de potestad estatal y de
soberanía. De la afirmación de que la voluntad de los gobernantes no es sino la
voluntad de individuos que no poseen sobre los gobernados más superioridad que
la que sacan de la potestad de coacción que resulta para ellos de su mayor fuerza
(Traite, vol, i, núms. 24 y 25), Duguit deduce inmediatamente la consecuencia de
que la voluntad de los gobernantes no tiene por sí misma ninguna virtud especial
que permita asegurar que es jurídicamente, es decir, de derecho, una voluntad
dotada de valor soberano. Y como prácticamente la potestad del Estado está
constituida por la de sus órganos, la negación de la potestad de mando en los
gobernantes entraña en seguida la negación de la soberanía estatal misma. Esta
negación ocupa un lugar importante en la doctrina de Duguit: "Los gobernantes
son individuos como los demás, y su voluntad es una voluntad exclusivamente
individual. Los gobernantes no poseen más derecho de potestad que los
gobernados"(L'État, vol. i, p. 350). "Negamos la soberanía del Estado. Afirmamos
que los gobernantes no tienen el derecho de mandar, como tales gobernantes, ya
que una voluntad individual es siempre igual a otra voluntad individual, porque
ningún hombre tiene el derecho de mandar a otro hombre" (loc. cit., p. 424).
"Cuando en un país un Parlamento, un jefe de Estado expresan su voluntad, no
puede decirse que expresan la voluntad del Estado o la de la nación: expresan su
propia voluntad…Comprendiendo bien esto, se ve que e! concepto de potestad
pública desaparece. Puesto que los gobernantes no son sino individuos como los
demás, no pueden formular órdenes, no tienen la potestad pública. La potestad
pública es un concepto sin valor, que hay que desterrar de toda pecios, tienen el
poder de imponer su voluntad a título de mandamiento estatal, en otro respecto
sean sometidos a su vez a mandamientos que los obligan y que emanan de una
voluntad extraña? Ver sobre este punto las objeciones de Menzel contra la
doctrina de Duguit (Oester-Teichische Tléilsr.hrift für offentl. Recht, 1914, p. 118)
construcción del derecho público" (Traite, vol. i, p. 86). "Decimos que el Estado no
es una persona soberana, que el concepto de soberanía es un concepto sin valor
y sin realidad, que de hecho existen en las agrupaciones nacionales grupos de
individuos que retienen una fuerza, que son gobernantes,." (loc. cit., p. 107).4 No
es que dicho autor niegue la existencia ni tampoco la necesidad de los gobiernos.
"La potestad gubernamental —dice (loe. cit., p. 88)-— existe, y no puede dejar de
existir." Ahora que, como dicha potestad sólo es la consecuencia de la
diferenciación entre los fuertes y los débiles, añade en seguida que no puede, en
esas condiciones, ser un derecho. "Afirmamos que aquellos que retienen esa
potestad retienen una potestad de hecho y no una potestad de derecho.
Queremos decir que no tienen el derecho de formular órdenes." Al menos, las
voluntades de los gobernantes no podrían, por su propia virtud, imponerse a los
gobernados. Sólo tienen valor en la medida en que se conforman a lo que Duguit
llama "la regla de derecho" (L'État, vol. I,cap. ll), y por ello entiende una regla que
—sin ser por cierto inmutable— deriva de la solidaridad social. Esta regla domina
lo mismo a los gobernantes —que tan sólo son individuos como los demás— que
197

a los gobernados.5 Y, por consiguiente, éstos sólo tienen la» obligación de


obedecer las prescripciones de los gobernantes, las leyes por ejemplo,6126
71] POTESTAD DEL ESTADO 197
si esas prescripciones son legítimas por su conformidad con la regla de derecho.
Si no existe esta conformidad, los gobernados tienen fundamento para la
resistencia. Y recíprocamente, los gobernantes no tienen fundamento para
emplear la potestad de coacción o fuerza material monopolizada por ellos, para la
ejecución de sus decisiones, sino cuando esas decisiones vienen determinadas
con un fin que esté conforme con la solidaridad social (le État, vol. I, p. 267).
71. El carácter generoso de las intenciones que han inspirado a Duguit su tentativa
de limitación de la potestad efectiva de los gobernantes por un principio de
derecho objetivo superior a las voluntades individuales no ha escapado a ninguno
de los juristas que han tratado de apreciar esa tentativa. En la tesis que acaba de
ser expuesta unos han creído reconocer la famosa teoría de la escuela de los
doctrinarios, que no admitían más soberanía que la de la justicia y de la razón
(Esmein, Éléments, 5* ed., p. 36). Existe, sin embargo, entre ambas doctrinas esta
diferencia: una, la de Royer-Collard y de Guizot, se refería a la idea •de que existe
un derecho fundado en la razón, es decir, un derecho que sólo la razón puede
discernir, mientras que la otra, la teoría actual de la regla de derecho, no se apoya,
según su autor, más que en la experiencia
127

4
En su última obra, Les transformations du droit public (cap. i, pp. 6 a 9 y cap. 11, §§ I y II). Duguit
cree incluso poder afirmar que los conceptos de potestad pública, de soberanía y de soberanía
nacional se han desmoronado ante la crítica positiva, porque están en contradicción con los
hechos y que la fe de los hombres políticos, así como la de los juristas, en estos conceptos, se
encuentra hoy día por ]o menos socavada, "Hoy —dice (ibid., p. 41)— ya no se cree en el dogma
de la soberanía nacional, como tampoco se cree en el dogma del derecho divino."
5
"La voluntad estatal no es, de. hecho y en realidad, sino la voluntad de los poseedores
del poder político, o sea la voluntad de los gobernantes. En lo que se llama la voluntad del Estado
sólo aparece una cosa: las manifestaciones de voluntad de uno o de varios individuos. Ahora bien,
dichos individuos forman parte de la sociedad, están sujetos, como todos los individuos, por los
lazos de la solidaridad social, y por lo tanto están sometidos, como todos los individuos también, y
en los mismos términos, a la regla de derecho, que no es más que la solidaridad social que se
impone a todas las voluntades individuales. La voluntad de los gobernantes sólo es una voluntad
jurídica, susceptible de imponerse por la coacción, cuando se manifiesta dentro de los límites que
le impone la regla de derecho" (L'État, vol. i, pp. 259 y 261).
6
"En nuestro concepto la ley no tiene el carácter de orden dada por el Parlamento, que se impone
por ser el Parlamento quien la formula. Los 900 individuos que componen el Parlamento no pueden
darme esa orden; la ley sólo se impondrá a la obediencia de los ciudadanos si es la expresión o la
realización de una regla de derecho" (Traite, vol. i, p. 88). "Hay que decir sin titubeos que la
desobediencia a una ley contraria al derecho (ideal) es perfectamente legítima" (ibid., p. 153; cf. del
mismo autor Les transformations du droit public, pp. 13ss).Otra manera de debilitar e invalidar la
potestad de la ley, y por lo tanto la potestad estatal misma, es la de Hauriou, que sostiene con
insistencia (Principes de droit public, pp. 43, 444 ss.; La souveraineté nationale, pp. 17, 27, 118 ss.)
que "las leyes votadas (por el Par70-

sólo son por sí mismas proposiciones de leyes y sólo pueden convertirse en leyes verdaderas por
una aceptación definitiva de la nación". Y Hauriou se refiere en esta ocasión a una "adhesión
lenta", a una "adaptación progresiva", a una "ratificación implícita y tácita", por las cuales se
realizaría dicha aceptación por la nación, única que puede dar a la ley «1 carácter definitivo. Se
verán después (nn. 8 del n' 73, 18 del n' 387, 14 del n9 484) las objeciones que suscitan estas
198

198 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [71

proporcionada por la observación positiva, no siendo en efecto la solidaridad social


sino un mero hecho (Duguit, Traite, vol. i, p. 108). Otros han dicho que el "derecho
objetivo" recuerda, en muchos aspectos, el antiguo derecho natural, considerado
en tiempos pasados como predominante en todas las leyes positivas (Geny,
Revue critique de législation,1901, pp. 508 ss.). Hay que observar, sin embargo,
que el derecho natural se presentaba en el pasado como un conjunto de preceptos
universales e inmutables, y según Duguit, por el contrario, "la regla de derecho
deriva de las condiciones actuales de vida, momentáneas y mudables, de una
sociedad dada" (loe. cit,, p. 109). Pero cualquiera que sea el mérito de las
intenciones de este autor, hay que fijarse en que, en cuanto al fondo —y el fondo,
para un jurista, es o bien el empleo de un concepto jurídico, o bien, sobre todo, los
resultados prácticos a los cuales lleva dicho concepto—, la apreciación dominante
y muy clara que ha sido emitida por los maestros actuales de la ciencia francesa
del derecho público respecta al valor de la doctrina de Duguit, se resume en esta
objeción capital: esta doctrina conduciría a la anarquía. En la 4a edición de sus
Éléments de droit constitutionnel (p. 40), Esmein ha pronunciado, respecto de esa
doctrina, la expresión "quimera anarquista". Hauriou la calificó igualmente de
"anarquismo doctrinal", y llama a su autor "anarquista de cátedra" (Revue du droit
public, vol. xvn, pp. 348 y 353; Principes de droit public, p. 79; "Les idees de M.
Duguit", Recueil de législation de Toulouse, 1911). Michoud formuló sobre esa
teoría un juicio idéntico: "Es una teoría propiamente anárquica, incompatible con
las necesidades sociales" (Théorie de la personnalité moróle, vol. i, p. 52; "La
personnalité et les droits subjectifs de l'État dans la doctrine frangaise
contempérame", Festschrift O. Gierke, 1911, pp. 500 ss. Ver también Larnaude,
Les méthodes juridiques, pp. 11 ss.; Berthélemy, Revue du droit public, 1914, p.
493 n. Idéntica apreciación de Merizel en su análisis crítico de las doctrinas de

afirmaciones desde el punto de vista jurídico. Por ahora conviene observar que no cuadran
precisamente con la opinión expresada por Hauriou, respecto de la potestad propia del legislador,
en otras partes de la misma obra, en la que presenta •en efecto a esta potestad como un poder
superior de potestad y de mando (ver pp. 199 s., infra). Desde el momento en que el Parlamento
tiene constitucionalmente un poder propio de iniciativa y de adopción perfecta de la ley, no es
posible decir que tan sólo labora por el establecimiento de la legislación bajo la condición,
suspensiva o resolutoria, de una ratificación o adaptación popular ulterior. Sería inútil recordar que
las únicas leyes durables son aquellas que responden efectivamente a las aspiraciones y a las
necesidades del pueblo al que son •destinadas. Por cierta que sea esta verdad política, no es
menos verdadero que, jurídicamente, la ley saca su valor inmediato y perfecto del hecho de su
adopción por el órgano legislativo competente. El argumento, tomado por Hauriou (Principes de
droit public, p. 445) del hecho de que el gobierno vacile a veces o renuncie a aplicar ciertas leyes
porque tropiecen en el país con una reprobación más o menos viva, tampoco es concluyeme. La
abstención gubernamental, en este caso, proviene del temor de dificultades políticas y no de la
invalidez jurídica de las reglas legislativas vigentes. El fenómeno, por cierto, es frecuente y bien
conocido: incluso en la esfera de las relaciones jurídicas de orden privado ocurre a veces que el
titular de un derecho se abstiene de hacer uso, contra terceros, de sus poderes Jurídicos más
incontestables, porque teme represalias de otra clase de parte de dichos terceros o porque no
tiene, respecto a ellos, suficiente libertad de acción. A nadie se le ocurriría por ello poner en duda
la perfecta existencia del derecho que permanece así inaplicable.
199

Duguit, loe. cit., p. 127). Contra ese ataque procedente de tantos adversarios,
Duguit trata de defenderse alegando que su teoría difiere esencialmente de la
teoría anarquista, ya que no impugna la necesidad de hecho de los gobiernos
(Traite, vol. i, p. 87; Le droit social, le droit individué et la transformation de l'État,
2* ed., p. 56). Pero, a decir verdad,esta teoría solamente deja subsistir una
apariencia, una sombra de gobierno, puesto que le resta al gobierno lo que
constituye su fuerza y su utilidad: el principio de autoridad. Según la fórmula de las
Pastorales de Jurieu —fórmula tal vez brutal y desprovista de miramientos, pero
que contiene una parte de profunda verdad—, "tiene que haber en cada Estado
una autoridad que no necesite tener razón para convalidar sus actos", y por esto
se debe entender —como lo hace observar Hauriou ("Les idees de M. Duguit", p.
11)— que lo característico de la potestad estatal
71-72] POTESTAD DEL ESTADO 199
es que los mandamientos expedidos de una manera regular, o sea conforme al
estatuto orgánico vigente, en virtud de dicha potestad, no precisan de la debida y
previa justificación de su contenido para imponerse a la obediencia de los
gobernados. En esto precisamente consiste el carácter dominador, incondicional o
soberano de dicha potestad. Si, para ser cumplidos, los mandamientos expedidos
por las autoridades estatales tienen que confrontarse previamente con ese tipo
ideal que llama Duguit "regla de derecho" y si Ja fuerza imperativa de los mismos
depende de su conformidad con esa regla, el concepto mismo de potestad estatal
y gubernamental se esfuma, puesto que dicha potestad no conserva por sí misma
ninguna virtud ni eficacia propias; viene, pues, la anarquía. Es por cierto lo que
reconoce el mismo Duguit, pues en el mismo lugar donde protesta contra la
acusación de anarquismo doctrinal (Traite, vol. i, p. 87), declara que "niega la
potestad pública". Esta negación implica la del gobierno mismo.
72. El alcance de estas negaciones se agrava aún más por razón de que el criterio
de la regla de derecho, tal como la entiende Duguit, ha de buscarse únicamente
en las sugestiones de la conciencia individual. "La ley —dice, por ejemplo, este
autor-— es la expresión de una regla que, bajo la acción de la solidaridad social,
se forma en las conciencias de los individuos miembros de una colectividad dada.
La opinión pública no se convierte en factor de legislación más que cuando las
conciencias individuales que concurren a su formación tienen u-n contenido
jurídico", es decir, cuando las conciencias individuales que la forman "han llegado
a considerar que una cierta regla se impone a los miembros del grupo social de
hacer o de no hacer alguna cosa" (Traite, vol. i, p. 151). Lógicamente debe
deducirse de ello que también es asunto de conciencia, y no solamente de
conciencia colectiva, sino de "conciencia individual", la apreciación de la
conformidad de la ley con la regla de derecho que deriva de la solidaridad social,
así como el derecho de resistencia eventual que constituye su corolario. Es tanto
como decir que el respeto a las reglas positivas dictadas por el legislador depende
de los conceptos que puede formarse subjetivamente cada cual en cuanto a la
regla ideal de derecho, y por ello queda socavado hasta en sus cimientos todo
concepto de orden jurídico positivo. Por eso se puede observar que los mismos
autores que admiten la existencia de preceptos de derecho anteriores a la
voluntad del Estado, reconocen la necesidad práctica de una potestad organizada
que se ejerza con objeto de comprobar y formular dichos preceptos a fin de
200

transformarlos en leyes positivas y obligatorias. En todo caso, "una autoridad es


necesaria —dice Michoud (Théorie de la personnalité moróle, vol. i, p. 52)— para
proclamar e interpretar el derecho; y es necesario que pueda imponer su manera
de comprenderlo e interpre-
200 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [72
tarlo". En efecto, incluso cuando se parte de la idea de que los gobernantes están
efectivamente sometidos al derecho ideal, no basta afirmar que su voluntad es por
sí misma incapaz de crear reglas jurídicas, sino que falta aún averiguar cómo es
que la regla de derecho ideal, una vez reconocida y comprobada por ellos,
adquiere un valor positivo y obligatorio; o, lo que viene a ser lo mismo desde el
punto de vista de las realidades prácticas, cómo es que las reglas dictadas por los
gobernantes adquieren dicho valor cuando se hallan conformes a la regla de
derecho que deriva de la solidaridad social. Sobre este punto la teoría de Duguit
presenta un grave vacío que ha sido señalado por diversos autores. "Es necesario
—dicen Hauriou y Mestre (Revue du droit public, vol. xvn, pp. 350 ss.)— explicar el
fenómeno de la legislación positiva; esa regla de derecho que es ley del mundo
social y lo rige soberanamente es preciso explicar que debe ser formulada de
alguna manera, puesto que prácticamente sólo se impone a los hombres después
de haber sido determinada a título de ley positiva."7 Y estos autores reprochan a
Duguit no explicar "por qué la regla de derecho, para ser positiva, o sea
prácticamente obligatoria, ha tenido siempre necesidad de ser comprobada por la
ley o por cualquier otra fuente de derecho". Michoud (Fesíschrift O. Gierke, p. 505)
dice asimismo: "Duguit no nos explica el fenómeno de la legislación de Estado, es
decir, la existencia de una autoridad quetiene el legítimo poder de proclamar y de
interpretar el derecho. Una teoría que admita la idea de legitimidad del poder es la
única que puede dar la explicación del carácter obligatorio de la legislación
positiva".7 Además, este autor señala otra insuficiencia en la doctrina de Duguit.
Contrariamente a esta doctrina (L'État, vol. i, p. 305), resulta cierto, en efecto, que
la actividad del Estado no puede depender por entero de la entrada en vigor de la
regla de derecho o de actos impuestos por esta
128

7
Análoga objeción puede oponerse a la teoría de Duguit respecto a los servicios públicos. Rechaza
la distinción entre "servicios de autoridad" y "servicios de gestión", declarando que el Estado no es
"potestad mandante" ni en los primeros ni en los segundos, y para deshacerse en esta materia de
lo que llama "el antiguo concepto del Estado-potestad", expone la idea de que "los gobernantes no
son órganos de una persona colectiva que manda, sino que son los gerentes de los asuntos de la
colectividad" (Traite, vol. I, p. 102). Al substituir así la idea de gerencia a la de mando, Duguit cree
eludir o eliminar el concepto de soberanía. Y esto es un error. No porque la idea de gerencia sea
en sí misma inexacta, sino porque existe un punto capital que dicha teoría no explica: ¿de dónde
sacan los gobernantes el poder para regir los asuntos de la colectividad? Por otra parte, ¿cómo
podrían los gobernantes desempeñar su tarea de gerencia si no dispusieran para ello de una
potestad superior que les permita imponer a todos aquellas decisiones o medidas que creen deber
adoptar en interés de su gestión? También aquí se comprueba que el concepto de potestad estatal
no es de los que se pueden disipar fácilmente, y las tentativas realizadas para eludirlo son vanas,
pues renace constantemente bajo nueva forma (cf. n. 1, p. 191, sufra).
201

72-73 POTESTAD DEL ESTADO 201

regla. Muchos de estos actos, por su misma naturaleza, dependen de la


apreciación discrecional de los gobernantes y consisten en medidas arbitrarias
que nada tienen que ver con la pretendida regla de derecho y de las cuales lo más
que puede decirse es que tienen que mantenerse dentro de los límites del derecho
que deriva de dicha regla. Aquí también —dice Michoud (loe. cit., p. 505;
Personnalité morale, vol. i, pp. 52- 53)— "el legítimo derecho de mandar es lo
único que puede explicar por qué esos actos, indiferentes al derecho en sí
mismos, entrañan para los subditos la obligación de obedecer". Por lo que se
refiere a la cuestión del fundamento del carácter imperativo de la ley, Esmein
(Éléments, 5* ed., pp. 37-38), en pocas palabras, refutó de una manera decisiva la
teoría de Duguit. Demuestra que es el producto de una confusión entre dos cosas
que se podrían calificar, según la terminología de Montesquieu, como "la
naturaleza y el principio del poder legislativo". Cualquiera que sea la idea que se
tenga del papel y del deber del legislador, y aun cuando se haya establecido que
las prescripciones legislativas deben de hallarse conformes con la opinión pública,
o con los usos y costumbres del pueblo al cual habrán de aplicarse, o con un
precepto superior de justicia ideal, hay un punto cierto: que la ley saca su fuerza
jurídica positiva de la potestad constitucional del legislador; y esto no solamente
en el sentido de que una regla, sea la que fuere, sólo puede adquirir valor de ley
mediante su consagración por el órgano que tiene competencia para legislar, sino
además también en el sentido de que, en todo Estado que posea una organización
regular, a la autoridad legislativa es a la que pertenece determinar por su propia
potestad las reglas que han de ser erigidas en leyes, cualesquiera que sean las
fuentes de donde provengan. Negarle esta competencia al legislador es en
realidad querer negar el valor de la misma Constitución, que proporciona al Estado
sus órganos regulares y confiere a éstos sus poderes, legislativos o de otra clase;
y por ello mismo es también destruir el principio de todo orden jurídico en el
Estado. Tal vez sea por este motivo por lo que Duguit no trata, en ninguna parte
de su Traite de droit constitutionnel, de exponer ni de analizar el concepto de
Constitución. Bien es verdad que no hay sitio para este concepto en una doctrina
que le niega a los órganos regulares del Estado toda potestad estatutaria de
decisión imperativa.
73. Por otra parte, y como muy justamente dice Esmein (loe. cit.),el confundir los
preceptos superiores en que la ley debe inspirarse con la fuerza jurídica inherente
a la legislación positiva es "embrollar las categorías". Que en razón como en
justicia, desde el punto de vista de la oportunidad política como bajo el aspecto de
la utilidad social, la ley no pueda depender exclusivamente de la voluntad arbitraria
del legisla-
202

202 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [73

dor; que por encima de esta voluntad actual pueda concebirse, y existan
efectivamente, verdades o reglas permanentes de las que pueda afirmarse que
ninguna prescripción legislativa positiva debería desconocer la superioridad
trascendente, es lo que las observaciones expuestas anteriormente no tienen la
menor intención de negar. Pero lo que sí es eminentemente discutible es la
posibilidad de conciliar la inviolabilidad de estas reglas superiores con el hecho
positivo de la potestad del Estado por una parte, y por otra parte con un segundo
hecho, aun más grave: la necesidad social de dicha potestad. Los autores que han
intentado contribuir a esta conciliación no parecen haber conseguido hasta ahora
resultados jurídicos que tengan un valor apreciable.8 Por muchos esfuerzos que se
hagan, en
8
Entre los juristas actuales que han abordado esta cuestión, conviene citar a Geny (Revue critique
de législation, 1901, p. 508), que sugiere la idea de que convendría al menos revestir los actos do
la autoridad, mediante las garantías que presenta su legítima constitución, de una presunción de
conformidad al derecho objetivo, que los garantizara contra toda crítica temeraria". Según esto, la
ley se impondría a la obediencia por el motivo jurídico de que, por las garantías que rodearon su
confección, habría de tenerse, hasta prueba en contrario, por conforme a los preceptos superiores
de justicia absoluta. Con esta teoría, parece que se evita fundar exclusivamente la fuerza
imperativa de la ley en la potestad estatal. A la soberanía del Estado se substituye, en efecto,
como fundamento de la ley, la soberanía del "derecho objetivo", con el cual se presume que la ley
se halle conforme. Ahora bien, ¿hasta cuándo habrá de subsistir dicha presunción, y quién podría
hacerla desaparecer? En realidad no puede eliminarse, regular o jurídicamente, sino por una nueva
ley que venga a modificar la ley antigua, cuando ésta, por experiencia, se ha juzgado poco
satisfactoria. En otros términos, de la.autoridad estatal es de quien depende realmente la suerte de
la ley. En estas condiciones, no existe gran utilidad en sostener que la fuerza de la ley se funda
sobre una presunción de conformidad con el derecho ideal; prácticamente esa fuerza deriva de la
voluntad o de la apreciación del legislador y subsiste hasta que dicho legislador manifieste una
voluntad o una apreciación contraria. Por lo demás, Geny parece haber abandonado actualmente
el punto de vista que sostenía en 1901 en la Revue critique. En su estudio sobre "Les procedes
d'élaboration du droit civil" (Méthodes juridiques, p. 194) hace esta declaración He principio: "Tengo
por inadmisible la idea de restringir o limitar la autoridad categórica de la ley escrita". Y da para ello
la razón de que "aunque la ley no sea siempre imagen fiel de la exacta justicia, un interés esencial
de la vida social exige la indiscutibilidad de la ley escrita". Parecida objeción puede formularse
contra la doctrina expuesta en estos últimos tiempos por Hauriou (Les idees de M. Diiguit,, p. 23;
La souveraineté nationale, pp. 120 ssj según la cual la obediencia debida a las órdenes de la
autoridad cttatal, especialmente a las leyes, tan sólo sería "previa" y "provisional", y esto —dice el
autor— "en el sentido de que la orden la autoridad siempre podrá ser revisada". "Todo es revisable
—declara Hauriou— porque todo se ejecuta provisional y previamente." Y bace constar que existen
"procedimientos de revisión para toda clase de órdenes del gobierno, para los actos
administrativos, para los juicios, para los actos legislativos". Por lo tanto, según esta teoría, la
potestad estatal dejaría de ser una verdadera potestad de dominación. Asimismo, v sisuif?m.(o la
doofria antres citada de Geny, la ley merece obediencia, no ya por ser ley, sino porque se presume
provisionalmente de conformidad con el derecho ideal. Así también de la doctrina expuesta por
Hauriou
203

73] POTESTAD DEL ESTADO 203

efecto, para, en la cuestión del fundamento del carácter imperativo de la ley, salvar
el respeto debido a esos preceptos superiores, tropezará siempre con el obstáculo
infranqueable que resulta de que, en el terreno de la ciencia del derecho, no es
posible •—sin comprometer a la vez todo el orden jurídico y todos los principios de
organización estatal— negar a la autoridad legislativa establecida por la
Constitución el poder de determinar y formular las reglas que, por razón de su
valor intrínseco e ideal, merecen ser erigidas en leyes positivas, ni menos negar a
esas decisiones positivas del legislador un valor imperativo, que por cierto no cabe
poner en duda, dada la potestad coercitiva del Estado. Esto no sig» niñea que
toda decisión legislativa sea irreprochable por el solo hecho de provenir de una
autoridad competente, pero sí significa que el derecho no podría, por sus propios
medios, impedir de una manera absoluta que se produzcan a veces divergencias e
incluso oposiciones más o menos violentas entre la regla ideal y la ley positiva.
Por lo tanto, frente a estos conflictos siempre posibles, el jurista se ve obligado, en
último término, a reconocer que en esta materia no hay más remedio que distinguir
dos campos que son, uno el de la conciencia individual y la libre sumisión» y otro
el de la actividad exterior de los hombres y la obediencia forzosa; dos campos de
la actividad humana que se rigen respectivamente por dos clases de reglas: la
regla ideal, fundada en un principio de inmutable justicia, que tiene su fuerza
imperativa en sí misma, en su propio valor, y por otra parte la regla positiva, que
para ser perfecta debería inspirarse en la justicia ideal, aunque de hecho está muy
lejos de
129

resulta que el mandamiento actual del legislador sólo tiene valor como medida provisional y en
cierto sentido a título precario; saca su valor, no ya de la fuerza inherente a la voluntado
apreciación actuales del legislador, sino, por el contrario, de que se halla esencialmente sujeto a
revisión, es decir, que no crea derecho firme y estable, sino que sólo constituye un derrotero hacia
un derecho definitivo que se obtendrá mediante revisiones sucesivas, y por lo tanto no puede
pretender, en el presente, mas que el beneficio de la ejecución previa bajo la reserva de las futuras
revisiones. Pero esta forma de mitigar la potestad de Estado, presentando sus decretos como
simplemente provisionales, no puede modificar el concepto de dicha potestad. Porque, en lo que
concierne especialmente a las leyes, hay que convenir, también en esto, en que su revisión
eventual depende en realidad del legislador mismo: la posibilidad de las revisiones futuras deja
subsistir, pues, en el órgano legislativo la posesión exclusiva de la potestad legislativa. Por otra
parte, y suponiendo que la ley sólo deba ser considerada como una medida provisional y
momentánea, no deja de ser cierto que, mientras llega una legislación perfecta y definitiva, la
legislación actualmente vigente se impone de una manera irrefragable, cual si realizara un derecho
que está fuera de toda discusión. La ley, se dice, sólo tiene un valor pasajero de expectativa, pero
no por ello se deja de exigir a los subditos una absoluta obediencia actual; y por otra parte, ¿no
renace sin cesar la expectativa de lo definitivo? Los "estados de derecho provisional" de los cuales
habla Hauriou, pueden transformarse cuanto quieran; entre sus cambios sucesivos, una cosa
permanece idéntica y constante: la potestad dominadora actual del Estado (cf. infra. n° 77, in fine).
204

204 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [73

conformarse siempre a ella, pero que en todos los casos toma su fuerza
imperativa en la organización estatal vigente, organización que se funda a su vez
en una imperiosa necesidad. Esta distinción entre dos clases de reglas ha sido
señalada por los autores en repetidas ocasiones. En la literatura reciente, Michoud
(Festschrift O. Gierke, p. 502) se refiere a ella cuando —al analizar la regla de
derecho tal como la entiende Duguit— declara que esa pretendida regla de
derecho "es en el fondo una mera regla filosófica, que sólo tiene existencia en la
conciencia individual". Por su lado Hauriou (I¿es idees de M. Duguil, pp. 14 ss.)
desarrolla ampliamente una doctrina según la cual habría lugar a discernir dos
"sistemas jurídicos", constituidos por "dos especies de derechos" y formando "dos
series jurídicas": por una parte ,"el derecho que procede de la soberanía
gubernamental" y por otra parte "el derecho que deriva de la regla de justicia".
Hauriou marca así debidamente la diferencia que, desde el punto de vista de su
origen, de su fundamento y también de su naturaleza respectiva, separa estas dos
clases de reglas, una de las cuales toma de la "soberanía gubernamental" de su
autor una fuerza positiva que le falta a la otra, pero sin poseer en sí el valor moral
que es inherente a ésta. Sin embargo, la doctrina de Hauriou merece una crítica
en un punto esencial: no es cierto que esas dos clases de reglas correspondan a
dos clases de derechos. Precisamente porque tienen un origen y una naturaleza
diferentes no se las puede calificar, a una y a otra, de reglas "jurídicas". No basta
afirmar que hay ahí "dos series jurídicas diferentes", pues la verdad es que, de
estas dos series, una es jurídica y la otra no lo es. Asimismo, no es exacto decir
que junto al derecho procedente de la soberanía gubernamental está la regla de
justicia, "que es otra especie de derecho". Este punto de vista,según el cual "el
derecho está siempre dividido en dos cuerpos de reglas"(loc. cit., p. 25 n.), lleva a
Hauriou a admitir que en caso de contradicción entre las dos series de reglas
podrá producirse un "conflicto del derecho contra el derecho", y por ello su
doctrina se aproxima, de una manera inesperada, a la de Duguit, combatida por él,
y que habla también de "leyes contrarias al derecho" (Traite, vol. i, n9 152). Pero
es evidente que esta teoría de Hauriou —como la de Duguit— embrolla las
categorías, según la frase ya citada de Esmein. No se puede concebir que lleguen
a producirse conflictos del derecho contra el derecho. Lo que sí es posible es que
el derecho y la ley positiva se hallen en contradicción con las reglas de la moral,
con la justicia inmutable, con el interés social sanamente comprendido. Pero en
esto el conflicto no surge entre dos sistemas jurídicos, entre dos reglas que aun
siendo de diferente especie, no dejarían sin embargo de ser reglas jurídicas. Si se
reconoce que la regla legislativa fundada en la soberanía gubernamental consti
205

73-74 POTESTAD DEL ESTADO 205

tuye una regla jurídica, un elemento de derecho propiamente dicho, sería contrario
a toda lógica designar con el mismo nombre y colocar igualmente en la categoría
del derecho la regla ideal de justicia que no ha sido consagrada por un acto de la
potestad soberana. Porque estas dos clases de reglas no son subdivisiones de un
sistema jurídico general, que estaría simplemente "dividido en dos cuerpos de
prescripciones" o que contendría "dos capas de derecho"; sino que son de orden y
esencia absolutamente diferentes. La regla legislativa se funda en la voluntad
soberana del Estado. Ahora bien •—y lo dice Hauriou mismo (La souveraineté
nationale, p. 13)—, "la soberanía es una voluntad armada con un poder de
ejecución: la decisión no es suficiente, es preciso que la ejecución esté dispuesta
a seguir". Así pues, la característica de esta clase de regla es el estar sancionada
por la coacción, y ésta es también la condición del derecho en el sentido positivo
de la palabra. De aquí se deduce inmediatamente que la regla de justicia ideal no
puede considerarse como una regla jurídica, ya que no interviene ninguna
coacción material para asegurar su ejecución: ejerce su imperio en una esfera
distinta a la del derecho. Como dice con toda exactitud Michoud, es "una pura
regla filosófica" y sólo tiene eficacia por sí misma en el campo de la "conciencia
individual". Y Hauriou mismo indica la profunda diferencia que separa las dos
clases de reglas, al oponer —en el mismo lugar en que habla de ellas (Les idees
de M. Duguit, pp. 22-23)— el "orden moral" al "orden material", añadiendo que el
cometido de los gobiernos consiste principalmente en mantener éste (cf. n. 6, p.
69, supra).
74. Es necesario, pues, mantener una distinción esencial entre la regla jurídica y la
regla de justicia. Duguit, sin embargo, niega esta distinción, pretendiendo
identificar estas dos reglas al declarar la imposibilidad de descubrir para la primera
distinto fundamento que aquél sobre el cual descansa la segunda. En otros
términos, niega la legitimidad de toda voluntad estatal soberana, así como también
la legitimidad del título que los gobernantes puedan derivar de la Constitución
vigente. Así, mientras que los tratados de derecho público, hasta ahora,, referían
todo el sistema de dicho derecho al concepto primero de potestad estatal y
afirmaban, como por ejemplo Esmein (Éléments, 5? ed., pp. 1 y 31), que "el
fundamento mismo del derecho público consiste en el hecho de que el Estado se
confunde con la soberanía", o como Jellinek (Allg. Staatslehre, 29 ed., p. 419; ed.
francesa, vol. n, p. 70), que "toda la teoría jurídica del Estado se reduce
esencialmente a la teoría de la potestad estatal, de sus órganos y de sus
funciones", Duguit pretende hoy reconstruir integralmente el sistema del derecho
público sobre una nueva base de la que estaría totalmente excluida la idea de
potestad estatal. A decir verdad, no parece que esta reconstrucción se encuentre,
por el momento, muy
206

206 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [74


I
adelantada, ni siquiera que esté empezada de ningún modo. Porque la "regla de
derecho" que debe servir de base a todo este nuevo edificio apenas aparece, del
modo que la concibe dicho autor, como un principio ideal, cuyo contenido depende
de la apreciación subjetiva de cada individuo, del que ninguna autoridad regular se
halla calificada para determinar con precisión los términos imperativos y al que, en
esas condiciones, le faltan todos los caracteres por los cuales, sobre el terreno
esencialmente práctico de las realidades jurídicas, se reconoce una regla de
derecho verdaderamente digna de ese nombre (Hauriou, Principes de droit public,
p. 66; Larnaude, Les méthodes juridiques, p. 12). Pero si bien la parte positiva y
constructiva de la tesis de Duguit no ha adelantado mucho, en cambio dicho autor
va muy lejos en la senda de las negaciones. Según él, la supresión de la potestad
estatal es, desde ahora, un hecho realizado o, por lo menos, en vía de cumplirse.
"El Estado soberano —dice— está muerto o a punto de morir", y por lo tanto, para
un porvenir próximo, prevé el establecimiento ele un régimen "del cual el concepto
de potestad pública será eliminado por completo" (Le droit social, le droit individuel
et la transformalion de l'État, 29 ed., pp. 20 y 150). Asimismo, en su Traite de droit
constitutionnel, vol. I, p. 89), alude a la "transformación profunda" que cree está en
vías de operarse en el derecho público francés, y asevera que "esta
transformación proviene totalmente de la desaparición del concepto de potestad
pública"9Para demostrar ese ocaso de la soberanía, Duguit tenía necesariamente
que impugnar aquella autoridad estatal que, en el actual sistema del derecho
público francés, constituye el órgano supremo del Estado, o sea al cuerpo
legislativo. Si el concepto de potestad dominadora, en Francia, se halla
comprometido, hasta en lo que concierne a las decisiones legislativas de las
Cámaras, con mayor razón debe de haber desaparecido toda potestad de dicho
género en los demás órganos o autoridades. Por ello, este autor trata de
establecer (Traite, vol. i, pp. 149 ss., 160 ss.) que el acto legislativo ya no posee
hoy día fuerza soberana. Para llevar a cabo esta demostración, lleva la cuestión,
particularmente, al terreno de la responsabilidad que pueda incumbirle al Estado
por sus actos legislativos. Su razonamiento es el siguiente (loe. cit., p. 177): Si el
Estado fuera realmente soberano, su soberanía se manifestaría, por ejemplo, en el
ejercicio de su potestad legislativa, y por consiguiente no
130

9
Menzel (loc. cit., p. 129) se extraña, no sin razón, de que se pueda mencionar
una desaparición o solamente una disminución de la potestad dominadora del
Estado, en estos tiempos en que dicha potestad se afirma en todas partes por la
extensión de los cometidos policíacos de) Estado y de una manera aún más
notable, por el aumento de las cargas militares de los ciudadanos, las cuales —
añade— implican tan claramente la subordinación del ciudadano, tomado
individualmente, a la potestad y a la voluntad soberanas del Estado.
207

74-75) POTESTAD DEL ESTADO 207

podría incurrir en responsabilidad por razón de las voluntades que expresa en sus
leyes. Ahora bien, el Estado ya no es irresponsable de sus leyes. Su
irresponsabilidad en este aspecto ha sufrido ya golpes graves, que en un porvenir
próximo han de multiplicarse aún. Esto es bastante para que se pueda afirmar
desde ahora la decadencia y hasta la eliminación del concepto de soberanía.
75. En vista de la gravedad de tales afirmaciones sería de esperar que los
elementos de demostración de su debido fundamento se buscaran en la
Constitución misma, tanto más cuanto que —según las observaciones antes
expuestas (n9 68)— la soberanía es ante todo un producto de la organización
constitucional vigente; del examen de los principios formulados por la Constitución
depende, pues, la solución de la cuestión del mayor o menor grado de la potestad
que pertenece al Estado. No obstante, Duguit no se inclina del lado de los textos
constitucionales; con su causa y razón, ya que la Constitución de 1875 en
particular —como después se verá (por ejemplo en los núms. 312, 479 ss.) y como
los autores han señalado muchas veces— apenas si ha limitado la potestad de las
Cámaras, especialmente su potestad legislativa. No es, pues, de las leyes
constitucionales de 1875 de donde podría sacarse un principio de responsabilidad
que alegar contra el Estado por sus actos legislativos. Así que los autores que
bajo el imperio de la Constitución actual han examinado esta cuestión de la
responsabilidad han estado de acuerdo para darle una respuesta totalmente
negativa. La opinión común sobre este punto ha sido resumida por Laferriére
(Traite de la jurisdiction administrative, 2a ed., vol. ii, p. 13) en esta fórmula bien
firme: "Por principio, los daños causados a particulares por actos legislativos no
les dan ningún derecho a indemnización. La ley es, en efecto, un acto de
soberanía, y lo propio de la soberanía es imponerse a todos, sin que se le pueda
reclamar ninguna compensación. Únicamente el legislador puede apreciar si debe
conceder esa compensación; las jurisdicciones no pueden aprobarla en su
nombre; sólo pueden valuar su monto según las bases previstas por la ley." La
misma observación se ha hecho, con idéntica precisión, por Michoud ("De la
responsabilité de l'État", Revue du droit public, vol. IV,p. 254): "En nuestra
organización constitucional la cuestión de responsabilidad por falta no puede
formularse respecto a los actos del poder legislativo." La razón de ello es que,
según dicho autor, "es estrictamente cierto decir que el legislador no comete falta
en el sentido jurídico de la palabra, porque su derecho no tiene límite de orden
constitucional. Su responsabilidad queda siempre dentro del orden puramente
moral, y no puede dar lugar .a ninguna condena pecuniaria. Resulta de esto que,
en presencia de una ley que daña los intereses privados, incluso de una manera
completamente arbitraria, ante una ley injusta, contraria a los
208

208 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [75

principios generales de nuestro derecho, el juez no podrá fundarse en la idea de


una falta del Estado para conceder una indemnización a las víctimas del perjuicio"
(ver a este respecto: Berthélemy, op. cit., 7* ed., pp. 73 ss.; Teissier, La
responsabilité de la puissance publique, núms. 17 ss.).10 Puede el Estado, por
cierto, estimar que es justo conceder, en la misma ley que causa el daño, una
indemnización a los particulares perjudicados, mas desde el punto de vista jurídico
esta indemnización es puramente voluntaria por su parte.
Estos son los principios que derivan de la Constitución de 1875. Pero, según
Duguit, estos principios constitucionales ya no se hallan intactos; están en vías de
desaparición. Y para demostrarlo, este autor invoca varias clases de litigios en los
cuales —dice— el Consejo de Estado, rompiendo en esto con su jurisprudencia
anterior, ha llegado en época reciente a admitir, en una medida tímida aún pero
que habrá de ensancharse, el derecho a indemnización de la parte lesionada por
un acto legislativo. Es muy cierto -—dice Duguit (Traite, vol. i, p. 168) — que los
tribunales, sean cuales fueren, no pueden pronunciarse sobre la legalidad
constitucional de una ley, así como tampoco decretar su anulación. Las decisiones
del órgano legislativo no pueden ser atacadas, pues, ante ninguna autoridad
jurisdiccional. Pero, al menos, compete a los tribunales reconocer el derecho de
indemnización de la parte lesionada por una ley, ya sea en el caso en que el
Estado haya de obtener de dicha ley una ventaja especial, porque entonces es
jurídicamente normal que toda la colectividad soporte el perjuicio infligido a tal o
cuaj de sus miembros individuales en consideración a su interés superior, o sea
también en el caso en que una ley desconociera los compromisos contraídos por
el Estado con los particulares con los cuales trató, porque aquí no puede el
Estado, sin haber proporcionado una compensación, hallarse libre de las
obligaciones que había contraído regularmente. "El solo hecho —-dice Duguit— de
que en hipótesis de ese género haya admitido el Consejo de Estado la posibilidad
de una responsabilidad del Estado
131

10 Para explicar la irresponsabilidad del Estado por razón de sus actos legislativos, se ha alegado
también (Barthélemy y Jéze, Revue du droit public, 1907, pp. 95 ss., 453) que la ley, al contener
siempre disposiciones generales e impersonales, no puede, por eso mismo, lesionar ningún
derecho individual. Esta explicación es a todas luces insuficiente, ya que resultaría que, en el caso
en que el legislador haya estatuido, de hecho, en una forma individual y contrariamente a las reglas
de la legislación general, el Estado sería responsable del perjuicio que dicho acto legislativo
hubiera causado al individuo respectivo o a terceros. Y en realidad ningún acto legislativo, sea
general o individual, puede nunca originar un recurso ni contra el Estado ni contra el autor de dicho
acto (ver n" 98, infra) La verdadera explicación de la irresponsabilidad del Estado en materia
legislativa ha sido dada M supra por Laferriére y por Michoud, y proviene del ilimitado poder que,
en este aspecto, atribuyó la Constitución francesa al órgano legislativo.
209

75-76] POTESTAD DEL ESTADO 209

basta para probar que ya no se considera hoy que la ley, como manifestación de
voluntad soberana, deba quedar fuera de toda especie de discusión y de recurso.
Al menos en lo que concierne a las consecuencias de sus leyes, el Estado puede
ser declarado responsable del ejercicio de su potestad legislativa". Esta "mella
profunda" al principio de la irresponsabilidad en materia legislativa constituye al
mismo tiempo una mella al concepto de soberanía (loe. cit., p. 177), y por
consiguiente este autor cree encontrar en la nueva jurisprudencia la consagración
de su tesis, según la cual "no existe la soberanía, y por consiguiente e)
Parlamento no puede poseer una soberanía que no existe" (ibid., p. 168). Sería en
verdad muy sorprendente que la jurisprudencia, aunque fuese la del Consejo de
Estado, haya podido así, por sus propias fuerzas y por sus solos recursos, causar
una modificación tan profunda al sistema de la potestad casi ilimitada del
legislador que deriva de la Constitución de 1875. Y es menos de creer aún que
esta misma jurisprudencia haya podido permitirse y haya sido efectivamente capaz
de trastornar hasta en sus cimientos esenciales y tradicionales el concepto y el
derecho del Estado, infiriendo a la soberanía estatal golpes tales que prepararían
su destrucción en plazo breve, o incluso que implicarían desde ahora su negación.
Es por lo que cuesta trabajo admitir, desde luego, que las pocas decisiones de
justicia que cita Duguit en apoyo de su tesis estén basadas en dicha negación. De
hecho, el examen de esas decisiones revela prontamente que carecen de ese
alcance, en cierto modo revolucionario.
76. He aquí, por ejemplo, la famosa resolución de 6 de diciembre de 1907 (ver n9
207, infra), que se refiere al caso en que el Estado modifica por un acto de
potestad soberana las condiciones de funcionamiento de un servicio público
concedido y agrava, para el concesionario, las cargas que habían sido convenidas
entre este último y él. Esta resolución fue dictada con referencia a un recurso
presentado por las grandes compañías de ferrocarriles contra el reglamento de
administración pública del 1° de marzo de 1901, que modificaba la ordenanza de
15 de noviembre de 1846 sobre la explotación de los ferrocarriles, agravando las
cargas de las compañías al imponerles de un modo eventual un suplemento de
medidas de seguridad y otras, de donde resultaba para dichas compañías
obligaciones y gastos no previstos al principio. Duguit invoca especialmente en
favor de su tesis esta resolución,11 en la cual hace obser-
11 Quizás pudiera criticarse como equivocado el ejemplo puesto por Duguit,
puesto que el decreto de 1° de marzo de 1901, a con secuencia del cual intervino
la resolución de 6 de diciembre de 1907, no es un acto legislativo que emane del
Parlamento, sino un acto administrativo, Obra del jefe del Ejecutivo. Ahora bien, el
Presidente de la República no es un órgano investido del ejercicio de la potestad
soberana, sino únicamente —y esto sobre todo en lo que concierne al fundamento
y a la extensión de su poder reglamentario (ver núms. 190 ss.,
210

210 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [76

var que el Consejo de Estado, declarando desde luego que el decreto de 1901 no
está invalidado por exceso de poder y rechazando por consiguiente el recurso de
anulación de las compañías interesadas, admite sin embargo expresamente que
dichas compañías tienen la facultad de reclamar una indemnización por las cargas
extracontractuales que se les podría imponer en virtud del citado decreto. Así
pues, el Estado, por más que haya actuado por mediación de una autoridad que
se mantenía en los límites regulares de sus poderes, va a ser responsable del
perjuicio causado. "Esto —dice Duguit (Traite, vol. i, p. 174)— nos conduce mucho
más allá de esa irresponsabilidad general del Estado legislador, que Laferriére
expresaba en términos tan absolutos." Y en esto también, añade, el concepto de
soberanía se encuentra fuertemente socavado. En realidad no aparece por
ninguna parte que la resolución de 1907 justifique esta última conclusión. El
Consejo de Estado no emite en esta decisión ninguna proposición que pueda
interpretarse como restricción puesta a la potestad soberana del Estado. Muy al
contrario, los conside-
132

infra)— una autoridad subalterna que sólo tiene potestad de ejecución de las
leyes. En vano Duguit (Traite, vol. I, p. 171) alega que los reglamentos
presidenciales, según su doctrina, son actos de legislación material. Este
argumento no es pertinente, puesto que la cuestión suscitada por este autor es en
este caso )a de saber hasta qué punto los tribunales deben de respetar los actos
de potestad soberana del Estado. Ahora bien, está claro que el carácter de acto de
potestad soberana se deduce de la forma del acto y no de su contenido, de la
cualidad o superioridad del órgano que lo ha realizado y no de la naturaleza de las
disposiciones que constituyen su materia. Luego se podría, al parecer, objetar a la
tesis de Duguit que la resolución de 1907, que dicho autor invoca para establecer
la declinación de la potestad legislativa del Estado, no es en ningún modo
decisiva, puesto que dicha resolución va dirigida, no ya contra un acto de
soberanía legislativa, sino contra un simple decreto de naturaleza ejecutiva. A
pesar de todo, esta objeción no tendría fundamento. En el fondo, la resolución que
se trata se refiere a una hipótesis en la cual se encuentra comprendida la cuestión
de la extensión de la potestad legislativa del Estado, pues el decreto de 1° de
marzo de 1901, por razón del cual se produjo dicha resolución, había sido dictado
en virtud de las leyes de 11 de junio de 1842 (art. 9) y de 15 de julio de 1845 (art.
21), que dieron al jefe del Ejecutivo el poder de determinar, por medio de
reglamentos de administración pública, las medidas necesarias para el
funcionamiento de la policía, seguridad y explotación de los ferrocarriles, y la
resolución de 6 de diciembre de 1907 reconoce expresamente que las
disposiciones tomadas por el decreto de 1901 caían dentro de los límites de los
poderes conferidos al ejecutivo en esta materia por aquellas dos leyes. Por
consiguiente, el caso preciso que se presentaba al Consejo de Estado era
precisamente el de saber si el legislador puede bien modificar por sí mismo o bien
habilitar al ejecutivo para modificar por vía de decreto las cláusulas del contrato
estipulado entre el Estado y las compañías de ferrocarriles. Se trataba, pues, de
211

76] POTESTAD DEL ESTADO 211

randos de la resolución especifican que la autoridad estatal, incluso al introducir en


las cargas de la explotación elementos que no podían haber entrado en las
previsiones de las partes contratantes, no ha hecho más que "ejercer un derecho
que le pertenecía", y el mismo Duguit desarrolla prolijamente (loe. cit., pp. 171 ss.)
la idea de que la existencia de una convención que forme la base de una relación
de cargos no podría aminorar el poder que tiene el Estado de modificar, por el
interés público, las condiciones de funcionamiento de un servicio público
concedido. Luego la cuestión de soberanía no entra para nada en juego. Lo que
entra en juego es únicamente la cuestión de saber si, como consecuencia de una
ley que tiene por objeto directo agravar respecto de un concesionario las
obligaciones que éste tenía coritractualmente con el Estado, el concesionario
perjudicado tiene o no derecho a una indemnización por causa de la modificación
hecha a las cláusulas del contrato. En contestación a esta pregunta se ha alegado
(Duguit, ibid., p. 170) que en derecho privado la superveniencia de un cambio de
legislación, o acto arbitrario, que viene a perturbar las relaciones contractuales que
existen entre dos particulares, siempre fue tratada como un caso fortuito del cual
la parte perjudicada no puede deducir argumentos para reclamar una reducción de
sus compromisos, ni daños y perjuicios. Pero es patente que, en las relaciones del
Estado con sus contratantes, la aparición de una ley de esta clase no podría
asimilarse a un caso fortuito. La razón de ello es que el Estado, autor de esta ley,
se presenta aquí con una doble cualidad: como Estado tiene una potestad
212

soberana de legislación, pero como contratante no puede por su sola voluntad


eximirse de sus compromisos ni imponer un aumento de obligaciones a la parte
con la cual ha tratado. Al aplicar estas dos ideas hay que separar la parte de cada
una de ellas. Por un lado no podría impugnarse la validez de una ley que hace
más onerosas las cargas de un concesionario, por más que dicha ley perturbe el
juego de las estipulaciones que habían sido libremente establecidas entre el
Estado y la parte concesionaria; y de una manera general, el hecho de que el
Estado se haya ligado por una convención no podría alcanzar a su poder
soberano para tomar las nuevas medidas que pueda reclamar el interés público
que salvaguarda, incluso si dichas medidas estuvieran en contradicción con sus
anteriores compromisos. Pero por otro lado el
213

76] POTESTAD DEL ESTADO 213

compañías la posibilidad de una acción con miras a una reparación; y como la


anulación del decreto que aumenta las cargas se excluye por razón misma del
principio de la soberanía del Estado, la única forma de hacer posible la reparación
es la indemnización pecuniaria. Así pues, la resolución de 1907 discierne y separa
claramente estas dos cuestiones totalmente diferentes: la de la soberanía y la de
la responsabilidad. Establece el derecho a indemnización no ya sobre la idea de
que el Estado se ha extralimitado en su poder o sobre una restricción a la
soberanía, sino sobre una base muy distinta: la de la ''perturbación causada a las
convenciones establecidas entre las partes", por cuanto el decreto de 1901 había
originado a las compañías un aumento de cargas "que no pudo entrar en las
previsiones de las partes contratantes". Por estas mismas fórmulas la resolución
establece con toda precisión el fundamento jurídico de la acción por
indemnización. La reclamación de las compañías se declara admisible por cuanto
se apoya en la violación de su contrato. La justifica, de una parte, el hecho de que
las nuevas cargas que le han sido impuestas no se habían previsto en el momento
del contrato, siempre que este hecho haya sido demostrado; pero por otra parte —
sin que haya tenido que decirlo la resolución, pues se entiende de por sí—,
también el hecho de que la reforma legislativa introducida por el Estado en virtud
de su potestad soberana tuvo por objeto y por efecto directos modificar las
cláusulas del contrato. Si el aumento de cargas hubiera sido consecuencia de
medidas legislativas que no se relacionaran especialmente con la explotación de
los ferrocarriles por las compañías concesionarias, sino que reglamentaran, por
ejemplo, las condiciones de trabajo y la situación de los empleados para todas las
industrias o explotaciones, las compañías no tendrían indemnización que
reclamar.13 Su derecho a indemnización supone, pues, una perturbación que
concierne especialmente a su contrato, y en estos términos también les fue
reconocido ese derecho, al menos en principio, por la legislación misma: la ley de
3 de diciembre de 1908, referente a la coordinación de las vías férreas con las
vías de agua, les reservó, en efecto, en su artículo 3, la posibilidad "de reclamar
indemnizaciones por causa del perjuicio que les causaría la aplicación de la
presente ley". En todo esto, como se ve, la legislación y la jurisprudencia dejan
intacta la potestad soberana del Estado, incluso en el caso en que
133

13 Ver a este respecto Consejo de Estado, 10 de enero de 1908, asunto Noiré y Beyssac. Esta
resolución rechaza la demanda de indemnización formulada por contratistas de obras públicas, que
se quejaban de perjuicios causados a sus intereses por las disposiciones de la ley de 9 de abril de
1898 sobre accidentes de trabajo, promulgada durante la realización de sus obras: "Considerando
que en ausencia de cualquier reserva inscrita en la ley de 9 de abril de 1898, el carácter general de
dicha ley se opone a que el requirente pueda reclamar la reparación del perjuicio que dicha ley le
hubiere causado".
214

214 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [76

éste se halle ligado por contratos anteriores. Ni la una ni la otra autorizan la


confusión cometida por Duguit entre la cuestión de soberanía y la de
responsabilidad contractual.14 Los autores han sabido, en general, huir de esa
confusión. En su tratado de la Responsabilité de la puissance publique (núms. 17
y 25), Teissier expone en los siguientes términos la jurisprudencia del Consejo de
Estado sobre la cuestión: "Cuando algunos actos legislativos impiden la ejecución
de una convención hecha anteriormente entre el Estado y una parte privada o
cuando modifican gravemente las cláusulas de esta convención, puede haber
lugar a responsabilidad del Estado, por causa del aumento de las cargas de la
parte que contrató con él, sin que sean necesarias cláusulas formales que prevean
esta eventualidad." Pero este autor tiene sumo cuidado de añadir: "En todas estas
hipótesis, y es importante darse cuenta exacta de ello, la responsabilidad del
Estado tiene por causa, no ya directamente el ejercicio por éste de su poder
legislativo, sino realmente el incumplimiento de sus obligaciones contractuales."
Por lo tanto, Teissier mantiene en principio que "las leyes constituyen en primer
lugar actos de soberanía y los daños que causan a los particulares no pueden,
salvo disposición en contrario, dar lugar a una acción de responsabilidad contra el
Estado". Es, pues, inexacto hablar aquí, como lo hace corrientemente Duguit (loc.
cu., pp. 161, 169-170), de responsabilidad "del Estado legislador"; si, en el caso a
que se refiere la resolución ya citada de 1907, el Estado pudo ser declarado
responsable, no lo fue como legislador sino como contratante (cf. Jéze, Revue du
droit public, 1908, pp. 60 ss.). Es precisamente la idea que expresaba Michoud en
las frases suyas citadas (pp. 207 s., supra). El juez —decía este autor— no puede
fundarse en la idea de una falta del Estado legislador para conceder una
indemnización a las víctimas del perjuicio originado con ocasión de la ley, y la
razón que aducía era que "el legislador no comete ninguna falta (legislativa),
porque su derecho no tiene límite constitucional"; la responsabilidad y la falta sólo
son de orden contrac-
134

14 Con mayor razón no puede considerarse como atentatorios al principio de la soberanía del
Estado, ni como inconciliables con dicho principio, las dos resoluciones de 8 de agosto de 1896 y
del 1° de julio de 1904, por las cuales el Consejo de Estado reconoció a ciertos establecimientos
eclesiásticos de Saboya el derecho a reclamar del Ministerio de Hacienda la liquidación de una
deuda contraída en su favor por el Estado francés cuando la anexión de la Saboya, habiendo
condenado así al Estado, implícitamente, al pago de dicha deuda, y ello a pesar de que las
Cámaras habían rehusado con anterioridad los créditos incluidos en el presupuesto para el pago
correspondiente. Como Duguit mismo lo reconoce (Traite, vol. i, p. 178; L'État, vol. I, pp. 377 ss.),
estas resoluciones no afectan ni a la cuestión de soberanía ni a la responsabilidad del Estado
legislador; se limitan únicamente a comprobar la existencia de obligaciones contractuales, que na
pudo hacer desaparecer por sí sola la falta de aprobación, en el presupuesto, de los créditos
necesarios para su liquidación.
215

76-77J POTESTAD DEL ESTADO 215

tual. La resolución de 1907 adopta de lleno este punto de vista: no es en la idea de


falta legislativa o de limitación de la potestad legislativa en lo que se apoya para
admitir la posibilidad de la indemnización, puesto que, muy al contrario, el Consejo
de Estado reconoce formalmente que el decreto de 1901 ha sido correcto y
permanece inatacable; es en una cosa totalmente diferente, en las obligaciones
nacidas del contrato, donde se basa el derecho a indemnización. Idéntica doctrina
se encuentra en Hauriou (Précis de droit administratif, T ed., pp. 479 y 488; 8* ed.,
pp. 492 ss). Este autor declara que "las medidas legislativas que producen daños
deben causar indemnización, incluso cuando ésta no hubiera sido prevista por el
legislador; el carácter legislativo del acto no es obstáculo para ello". Esta fórmula
puede parecer muy amplia y absoluta. Pero Hauriou (Précis de droit administratif,
T ed., pp. 479 y 488; 8' ed., pp. 492 indemnizar cuando "la medida legislativa
oculta una operación económica por la cual haya podido enriquecerse el
patrimonio administrativo". Así motivada, la opinión de Hauriou se aproxima mucho
a la de los autores que acaban de ser nombrados. Se basa en la idea de que
nadie puede, sin compensación, enriquecerse a expensas de otro. En este
concepto, también, no hay lugar a discutir la ley en sí misma ni la potestad del
legislador: la indemnización concedida a la víctima del daño depende
exclusivamente de los principios clásicos que gobiernan, según el derecho común,
el caso de enriquecimiento sjn causa (ver, sin embargo, n. 16, p. 217, infra)
77. En resumen, ni la legislación, ni la jurisprudencia, ni el estado actual de la
doctrina justifican la afirmación de Duguit (loe. cit., p. 89) de que el derecho
público sufre en la época presente "una transformación rápida y profunda, que
depende por entero de la desaparición del concepto de potestad pública y que
aparece de una manera particularmente característica en la responsabilidad cada
vez más grande del Estado", El desarrollo de la responsabilidad del Estado,
especialmente por causa de sus leyes, no implica de ningún modo la desaparición
del concepto de potestad dominadora; sólo es la natural consecuencia de la idea
sencilla de que el Estado, sin dejar de ser soberano, se halla normalmente
sometido a las reglas de derecho que él mismo ha creado. Soberanía significa
ciertamente potestad dominadora, mas no potestad exenta de todo concepto de
derecho. Las decisiones de jurisprudencia del género de la resolución varias veces
citada de 1907 no son más que la ilustración de esta verdad y no hay que darles
distinta interpretación. En todo caso, no parece que dichas decisiones consagren
nada parecido a ese "derecho de resistencia" 15 a la ley, del que habla Duguit (ver
p. 197, supra), fun-
135

15
La teoría del "derecho" de resistencia, desarrollada en varias ocasiones en la obra de Duguit (ver
por ejemplo Traite, vol. i, pp. 149 ss., 152 ss.; cf. vol. u, pp. 164 ss.), no está
216

216 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [77


dado, según él, en el hecho de que los gobernantes legisladores son "individuos
como los demás", y que implicaría la posibilidad "de rehusar obediencia a la ley
contraria al derecho" o sea a la ley que no llena la condición de expresar de una
manera suficientemente adecuada la regla ideal de derecho, tal como ésta "se
forma, bajo la acción de la solidaridad social, en la conciencia de los individuos
miembros de la colectividad". Para demostrar que la soberanía está en vías de
desaparición o solamente de decrecimiento habría que establecer que este
derecho de resistencia o de negativa a conformarse con la ley empieza a ser
reconocido por los tribunales y sería preciso, por ejemplo —junto a las
resoluciones que por razones provenientes de los principios generales de la
legislación admiten cierta responsabilidad del Estado por causa de sus leyes—,
poder citar decisiones de justicia que concedan una indemnización aun en caso en
que la ley que causa el daño hubiera especificado formalmente que no había de
pagarse ninguna. Mientras no se hayan presentado juicios de esta clase, seguirá
siendo imposible pretender que la jurisprudencia haya habierto en el concepto de
soberanía una brecha que permita pronosticar su próxima y definitiva destrucción.
Ahora bien, no parece que la actual Constitución francesa favorezca una evolución
de este género, ni siquiera que le deje de ningún modo la posibilidad de realizarse.
En su estudio antes citado, sobre "La personnalité et les droits subjectifs de État"
(Festschrift O. Gierke, p. 516), Michoud declara que "si el acto legislativo escapa a
toda acción" es "a consecuencia de dificultades de forma y de competencia", es
decir, "porqueninguna autoridad se halla instituida en Francia para juzgarlo". Esta
afirmación no es inexacta en sí, solamente que no hay que entender por ella que
la ausencia de vías de recurso o de medios de resistencia contra los actos
legislativos se debería sencilla y únicamente a un vacío, en cierta forma
accidental, que existiera en la Constitución francesa por haber omitido dicha
Constitución, de hecho, designar una autoridad que tenga competencia para
estatuir sobre tales recursos y autorizar esas re
136

muy conforme con su doctrina general sobre la potestad estatal. Si dicha potestad no se funda
sobre un derecho de los gobernantes, sino únicamente sobre el hecho de su fuerza, la resistencia
de los gobernados sólo puede constituir un hecho en sentido inverso, y el concepto de "derecho"
debe de quedar ausente tanto en lo que se refiere a los gobernados como en lo que concierne a
los gobernantes. La objeción general que puede hacerse en este aspecto .a las doctrinas de dicho
autor, respecto al Estado y a su potestad, es que han sido concebidas y desarrolladas en un
cuadro que no es el de la ciencia del derecho. En esta ciencia no cabe el concepto de "derecho" de
resistencia, como tampoco cabe una teoría jurídica de las revoluciones (cf. n" 444, infra). Como
dice Menzel (loe. cit., pp. 126 ss.), éstas no son "cuestiones de derecho". Dupuit mismo lo
reconoce (Traite, vol. n, p. 173) : "Es evidente que la cuestión de la legitimidad de una insurrección
nunca podrá formularse en derecho positivo ante un tribunal".
217

77] POTESTAD DEL ESTADO 217

sistencias. La ausencia de modo de ataque o de posibilidad de oposición contra


los actos legislativos tiene una causa mucho más profunda. Se relaciona con el
sistema de la Constitución actual de Francia, por cuanto ésta, al investir al
Parlamento no solamente de potestad legislativa, sino también de potestad
constituyente (ver n° 482, infra), lo ha convertido, en realidad, en el órgano
supremo del Estado. Por este mismo motivo se hacía imposible yuxtaponer a las
Cámaras una autoridad encargada de juzgar sus actos. Ello hubiera sido
comprometer la unidad estatal, la unidad de voluntad y de potestad del Estado.10
En Estados Unidos, una
137

16 En las páginas que preceden se acaba de comprobar que después de un acto de soberanía,
puede achacársele cierta responsabilidad al Estado por la vía de una- simple decisión
jurisdiccional, por ejemplo, en virtud y por la aplicación de los principios generales que rigen las
situaciones contractuales. Sin embargo, no se vaya a creer que cualquier caso de responsabilidad
del Estado, sin distinción ni reserva, pueda ser resuelto en esa forma. Ciertos autores
administrativos tienen tendencia a tratar estos casos de responsabilidad estatal como cuestiones
de orden puramente administrativo, susceptibles de resolverse en todos casos por decisiones de
tribunales administrativos y que no dependieran de los principios del derecho público general o
constitucional. Esto es olvidar que el derecho constitucional —como ya lo dijo Rossi— proporciona
al derecho administrativo los encabezamientos de sus capítulos. Porque el Consejo de Estado
pudo, en la época en que floreció su "jurisdicción pretoriana", y por un fenómeno que provenía
esencialmente, por cierto, de que dicha jurisdicción se apoyaba en la potestad del Príncipe de
entonces, multiplicar los casos en los cuales cabe el recurso contra actos de potestad que —hay
que decirlo— provenían de autoridades simplemente ejecutivas, parece que se quiere deducir
actualmente que el Consejo de Estado —que sólo posee ahora, sin embargo, en lo que concierne
a sus decisiones jurisdiccionales, carácter de tribunal administrativo— podría igualmente, por su
propia potestad y fundándose únicamente en ciertos principios generales de derecho privado o en
ciertos conceptos que responden a una nueva orientación de las doctrinas jurídicas, establecer
vías de recurso contra actos del órgano supremo mismo, o por lo menos contra las consecuencias
de dichos actos, y erigirse así en autoridad que se encargara de vigilar o limitar al legislador. Mas
existe una profunda diferencia entre esas dos situaciones. Que haya podido el Consejo de Estado,
por su sola jurisprudencia, introducir nuevos recursos contra los actos de autoridades
administrativas se explica por la razón de que, con eso, sólo aseguraba la legalidad de la actividad
administrativa, al no ser ésta sino una función subalterna de ejecución de las leyes. Por el
contrario, el admitir que un tribunal cualquiera, así fuese el Consejo de Estado, tenga de un modo
general el poder de contrarrestar la suprema voluntad del Parlamento, bien al inmiscuirse
directamente en el examen de la validez de sus decisiones, bien empleando el medio indirecto
consistente en declarar al Estado responsable por actos legislativos de las Cámaras, sería en
realidad trastornar todo el sistema de la Constitución francesa, al destruir la unidad estatal
asegurada por la organización constitucional vigente, y en ese caso sería cierto asegurar con
Duguit que el concepto de soberanía se encuentra hondamente lesionado y comprometido. Todo
aquel jurista que no tenga por objeto, declarado u oculto, la destrucción de ese concepto esencial,
difícilmente admitirá que la autoridad jurisdiccional, con argumentos tomados de teorías propias del
derecho civil, como la teoría del enriquecimiento sin causa o de la reparación de daños causados
en propiedad ajena, o por aventuradas deducciones sacadas de la idea de la igualdad de los
ciudadanos frente a las cargas de los servicios públicos, o incluso de vagas consideraciones de
equidad, pueda echar por tierra los principios fun
218

218 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [77

yuxtaposición de este género ha podido establecerse especialmente en lo


concerniente a la supervisión o "control" de la validez de las leyes desde el punto
de vista de su constitucionalidad. Esto ocurre porque en Estados Unidos existe, lo
mismo por encima de las asambleas legislativas que de las demás autoridades
estatales, un órgano supremo en el cual se halla mantenida la unidad del Estado,
el órgano constituyente. En Francia, donde no subsiste separación verdadera
entre el poder constituyente y el poder legislativo, y donde por lo tanto la potestad
de creación del derecho, que pertenece a las Cámaras, es casi ilimitada, es
imposible subordinar la eficacia de las leyes a la apreciación de una autoridad
jurisdiccional cualquiera o de reconocer a cualquier tribunal la facultad de poner en
juego una responsabilidad propiamente dicha del Estado legislador.El
138

Fundamentales del orden constitucional vigente, al crear por entero, frente a la voluntad
parlamentaria, un régimen de responsabilidad legislativa del Estado, que ni está previsto por la
Constitución, ni puede conciliarse con su sistema general de organización de poderes. Por amplios
que sean los poderes que para la autoridad jurisdiccional derivan del hecho de ser llamada a
resolver, por sus propios recursos e iniciativas, las cuestiones litigiosas de casos que no
encuentren de antemano su solución en la legislación positiva existente, es necesario sin embargo
afirmar y mantener que el juez, en esa función creadora, y sea el que fuere, no puede desconocer
el conjunto del dercho vigente y en particular del derecho que se desprende de la ley fundamental
del Estado. Sobre todo, no está en las atribuciones de ninguna autoridad jurisdiccional el poder
resolver por sí sola dificultades jurídicas que entrañan cuestiones de interés general del Estado.
Tan sólo al Parlamento le corresponde estatuir sobre problemas de tal envergadura. El poder de
creación cedido a los jueces sólo les ha sido atribuido para la solución de litigios que no entrañan,
en principio, sino puras cuestiones subalternas de orden o interés privado y patrimonial (ver a este
respecto los núms. 248 y 404, infra). Todo esto es aplicable incluso a los jueces administrativos.
Del hecho de que el tribunal administrativo superior posea hasta cierto punto el imperium, por
cuanto puede estatuir sobre actos de potestad pública y decretar su anulación, no se puede colegir
que tenga, en mayor grado que los tribunales judiciales, el poder de corregir o de paralizar los
actos del órgano supremo mismo estableciendo, con ocasión de dichos actos y especialmente de
los actos legislativos, sanciones de ninguna clase contra el Estado. Hauriou parece haber
comenzado también, en estos últimos tiempos, a hacer algunas concesiones a la teoría que tiende
a socavar la soberanía de la ley, y que por eso mismo trata de reforzar la potestad de la autoridad
jurisdiccional en detrimento de la potestad del legislador. En la 8a edición de su Précis y también
en una nota del Recueil de Sirey (1913, 3, 137). Hauriou se refiere al poder que dice tiene el
Consejo de Estado para "corregir la ley", a) menos en determinados casos. Trata además de
introducir la idea de que los jueces pudieran tener de un modo general el poder de distinguir, en la
obra del legislador, "leyes fundamentales" y "leyes ordinarias", siendo éstas de una esencia inferior
a aquéllas. Y, por lo tanto, declara que el juez, por su propia potestad, puede descartar la
aplicación de las leyes ordinarias, siempre que estime que se hallan en oposición con otras leyes
erigidas por él en leyes superiores y fundamentales. Esto constituiría para el juez, según Hauriou,
un poder análogo al de la comprobación de la constitucionalidad de las leyes que existe en algunos
países. Más adelante (n. 8 del n° 114) se verán las objeciones que suscitan las ideas propuestas
sobre este punto por dicho autor.
219

77] POTESTAD DEL ESTADO 219

hecho de que la Constitución actual excluya toda intervención jurisdiccional de


esta naturaleza no debe, pues, imputarse a una omisión más o menos deplorable;
tampoco proviene, de un modo exclusivo, de simples dificultades de forma o de
competencia; es la consecuencia forzada y hasta parte integrante del régimen
constitucional de 1875, por el cual las decisiones de las Cámaras son la expresión
de la voluntad más alta en el Estado.
El derecho francés ha buscado en otra dirección la solución al problema agitado
por Duguit. No ha subordinado la validez de las manifestaciones de la potestad
estatal a su conformidad con una regla de derecho ideal: en esto ha mantenido la
existencia de una soberanía. Pero ha despejado la idea de soberanía nacional, la
que —como se vio anteriormente (cf. No 31, supra)— excluye la soberanía
especial de un órgano determinado. Con eso trató de moderar la soberanía. El
sistema de la soberanía se relaciona con un conceplo según el cual ningún
individuo ni ninguna agrupación de individuos puede apropiarse de una manera
absoluta y exclusiva el poder de expresar la voluntad de la nación. Esto se aplica
incluso al órgano legislativo. Por grande que sea la potestad del Parlamento,
encuentra sus límites en el hecho de que las Cámaras sólo se componen de
miembros provisionales, que tienen su título por una elección hecha para un
período más o menos breve y que solamente pueden conservar ese título
mediante reelecciones periódicas. En estas condiciones, la legislación rio depende
enteramente de la sola voluntad de las Cámaras; depende también del cuerpo
electoral, que después de haber escogido a sus legisladores, podrá cambiarlos.
De esta organización del cuerpo legislativo es de donde la Constitución espera la
limitación de la potestad del legislador. Esta limitación no consiste, como pretende
Duguit, en que los tribunales tengan el poder de resistir a la soberanía del Estado
legislador o de secundar, mediante condenas de daños y perjuicios, las
resistencias que a dicha soberanía oponen los gobernados; tiene su origen
únicamente en el régimen de elecciones y reelecciones sucesivas. Es aquí, y en
este aspecto, donde se hace legítimo invocar el argumento presentado por
Hauriou (ver n. 8, p. 202, supra) de que las decisiones del órgano legislativo están
sometidas a una continua posibilidad de "revisión". Son revisables por cuanto la
obra de los legisladores pasados siempre puede ser modificada por las
legislaturas nuevamente elegidas. El régimen constitucional de reclutamiento y
renovación de las asambleas no impide que las decisiones del órgano legislativo
tengan al principio una fuerza irrefragable; tiene, sin embargo, por efecto quitarle a
la potestad legislativa una parte de su carácter absoluto, al menos en cuanto
excluye, para el órgano legislativo, la posibilidad de imponer sus voluntades a
perpetuidad. Sólo que conviene observar que esta especie de
220

220 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [77-78

limitación es de naturaleza muy diferente de aquella cuyo defensor es Duguit. En


el sistema de derecho público vigente, las temperanzas llevadas a la potestad del
Estado legislador no resultan de que esta potestad sólo podría ejercerse bajo el
imperio de una regla ideal de derecho y con la condición de una efectiva
conformidad con esta regla superior, en cuyo caso perdería su carácter de
soberanía, sino que resultan de la organización constitucional positiva por la cual
el mismo Estado, por su voluntad soberana, ha limitado la fuerza de dominación
de sus leyes proporcionando al cuerpo electoral el medio de efectuar la revisión de
éstas.
78. B. Las últimas observaciones que acaban de presentarse referentes a la
potestad del Estado legislador contienen ya los elementos de solución de otra
cuestión a la que se debe dedicar ahora la atención y que es la de los límites de la
soberanía. Esta cuestión comprende en realidad dos extremos distintos: 1° ¿Es la
soberanía una potestad sin límites? ¿Qué origen tienen sus limitaciones? El
simple enunciado de estas dos cuestiones basta desde luego para demostrar que
están íntimamente ligadas entre sí.
Sobre el primer punto, el acuerdo está hoy más o menos realizado en la doctrina.
La mayor parte de los tratados de derecho público reconocen que, si bien esta
soberanía es la potestad de grado más elevado, por lo menos en el orden de las
realidades positivas y de las cosas humanas, ello no significa que sea un poder
ilimitado, o en todo caso eso no quiere decir que no sea susceptible de limitación.
Muy al contrario, la teoría moderna del Estado está penetrada de la idea de que la
potestad de dominación estatal, al ser una potestad de naturaleza jurídica, es por
lo mismo una potestad sometida al derecho, luego también y necesariamente una
potestad limitada. La soberanía, en efecto, como se ha visto antes (n" 69), no es
una mera fuerza brutal: es el producto de un equilibrio de fuerzas que ha llegado a
ser lo suficientemente estable para que resulte una organización duradera de la
colectividad. El Estado supone esencialmente esta organización, es decir, supone
una fuerza organizada. Hay que entender por esto una fuerza regida por principios
jurídicos, llamada a ejercerse según ciertas formas y por medio de ciertos
órganos, y por lo tanto limitada por el derecho. De que el Estado no puede estar
realizado sin este orden jurídico resulta inmediatamente que sólo se le puede
concebir como subordinado, en cuanto a su persistencia y funcionamiento, al
mantenimiento de una regla de derecho. Toda potestad que sólo pueda nacer y
subsistir mediante el establecimiento y la aplicación de una regla jurídica es
forzosamente una potestad limitada por el derecho. Como dice Jellinek (el État
moderne, ed. francesa, vol. n, pp. 129-130; cf. pp. 6-7), por absoluta que sea la
potestad del Estado, e incluso cuando le fuere
221

78] POTESTAD DEL ESTADO 221

jurídicamente posible hacerlo todo, siempre existe una cosa que el Estado no
puede hacer: no puede suprimir todo el orden jurídico y fundar la anarquía, pues
así se destruiría él mismo. Ahora bien, es innegable que el orden jurídico vigente
no solamente liga a los subditos, sino también al Estado. No los liga sin duda de la
misma manera: a diferencia de los subditos, el Estado puede cambiar el derecho
existente. Pero mientras subsiste ese derecho, el Estado no puede desconocerlo,
y sólo puede ejercer su potestad en la forma y de la manera que determina la
organización constitucional preestablecida; y además sólo puede abrogar el
derecho y la organización vigentes creando una organización y un derecho
nuevos, que continuarán limitando su potestad. No se puede decir, pues que la
potestad estatal no conozca más que limitaciones de hecho, o de orden moral, o
de orden político; se encuentra realmente contenida en límites de derecho. La
teoría de Seydel (Grandzüge einer allg. Staatslehre, pp. 1 ss., 8) según la que el
derecho sólo serviría para obligar a los súbditos y no se impondría al Estado, no
puede de ningún modo aceptarse. Esta teoría proviene por cierto del hecho de que
Seydel identifica completamente al Estado con la persona del Herrscher, y ésta es
también sin duda la razón que ha llevado a los antiguos autores franceses que
pertenecen a la escuela del derecho natural a considerar a la soberanía como una
omnipotencia que no admite límites; al menos no tenía, según la doctrina de
entonces, ningún límite de orden jurídico; sólo estaba subordinada a las leyes
divinas y a los preceptos del derecho natural.17 Desde la Revolución, el Estado se
concibe y se trata como persona distinta de los gobernantes, y este concepto
fundamental lleva consigo, como consecuencia normal, la limitación de la potestad
estatal. Esta encuentra primeramente su limitación en manos de los gobernantes,
que en el sistema del derecho público anterior a 1789 poseen, no ya una potestad
soberana, sino únicamente competencias constitucionales. Además, el
reconocimiento de una "persona Estado" distinta, y el atribuir la soberanía a esta
persona jurídica, permite y trae la idea de limitaciones que se imponen al Estado
mismo. Como dice muy bien Michoud (Théorie de la personnalité moróle, vol. u, p.
209; cf. núms. 114 y 196), "la teoría del Estadopersona permite colocar al Estado
en los cuadros del pensamiento jurídico y por tanto imponerle la disciplina de
éste". Duguit (Traite, vol. I, p. 16) reconoce también que "si se concibe al Estado
como una persona,, o sujeto de derechos, hay que admitir por eso mismo que cae
en la esfera del derecho, que no solamente es titular de derechos subjetivos, sino
139

17
En sus Lettres écrites de la montagne (2* parte, carta 7), Rousseau dice a este respecto: "En
todo Estado se necesita una potestad suprema, un soberano que todo lo pueda. Pertenece a la
esencia de la potestad soberana el no poder ser limitada: o todo lo puede » nada es."
222

222 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [78-79

también obligado por el derecho objetivo". Y Larnaude (Revue du droit public,


1910, p. 391) precisa las consecuencias del concepto de personalidad estatal al
declarar que, incluso en lo concerniente a la potestad pública, "no hay más
remedio que decir que el Estado ejerce un derecho, y conceder por consiguiente al
individuo el poder de exigir que en el ejercicio de ese derecho el Estado no
traspase los límites que se le han trazado".
Así pues, la soberanía, como poder e institución jurídicos y no solamente como
fuerza o hecho material, aparece como una potestad sometida al imperio del
derecho y, como tal, limitada. Contrariamente a las afirmaciones de Seydel, se
debe observar en esta materia que el orden jurídico, condición esencial del
Estado, no puede concillarse con la anarquía de arriba ni con la anarquía de
abajo: no tolera la ausencia de regla jurídica en lo que concierne al ejercicio de la
potestad pública ni en lo que se relaciona con la obediencia debida por los
subditos. Queda por averiguar cuál es la fuente de donde provienen las
limitaciones que rodean la soberanía del Estado moderno o, si se prefiere, cuál es
la naturaleza de estas limitaciones. Sobre este segundo punto, que es
infinitamente más delicado que el anterior, ya no hay acuerdo entre los autores.
79. Aquí es donde los juristas alemanes han expuesto su teoría de la
Selbstverpflichtung, Selbstbindung o Selbstbeschránkung del Estado, expresiones
a las cuales los escritores franceses han substituido la palabra única de "auto-
limitación". La idea esencial que se encuentra en la base de esta doctrina es que
el Estado no puede estar obligado, ligado o limitado más que en virtud de su
propia voluntad. En esto mismo consiste su soberanía. Por consecuencia, las
reglas de derecho que han de regir el ejercicio de la potestad estatal sólo pueden
ser obra del Estado mismo. Si la. soberanía no es necesariamente un poder sin
límites, por lo menos pertenece a la esencia del Estado soberano determinar por
sí solo, por su propia voluntad, las reglas jurídicas que deberán formar la limitación
de su potestad soberana. El Estado dejaría verdaderamente de ser soberano si
tales limitaciones pudieran serle impuestas por una voluntad o una potestad
superiores a la suya. Al exponer la génesis de esta doctrina, Duguit (L'État, vol. I,
pp. 107 ss.) hace observar que tuvo su primera expresión jurídica en la obra de
Ihering, que después de haber reconocido que el derecho, al suponer la coacción
estatal, tiene su origen en la voluntad y en la potestad del Estado (Der Zweck im
Recht, 3* ed., vol. i, pp. 307 ss., 318, 320 ss.) añade sin embargo que la regla
impuesta por el Estado no constituye una regla de derecho, en toda la extensión
de la palabra, sino mientras obliga y liga a la vez a los subditos a quienes manda y
al Estado que la dicta. De esto deriva el sistema del Rechísstaat. Indudablemente
las restriccio-
223

79]POTESTAD DEL ESTADO 223

nes que para el Estado nacen de este sistema proceden-de su propia voluntad,
pero —dice Ihering (loe. cit., pp. 241 ss., 357 ss., 376 ss.), sea cual fuere la
potestad del Estado, es su mismo interés, su interés bien comprendido, el que lo
lleva a subordinarse así a su propio orden jurídico y a renunciar en esa medida al
empleo de su única fuerza, y ello por la razón de que el Estado asegurará tanto
más el respeto a su orden jurídico cuanto que él mismo habrá sido el primero en
sujetarse a dicho orden.18
Esta doctrina de Ihering suscita sin embargo dos objeciones: Ante todo, no puede
decirse que esté en la esencia de la regla de derecho el obligar a la vez a los
subditos y al Estado mismo. Por lo menos no lo obliga en todos los aspectos; así
se verá después (núms. 98 y 125) que en el sistema actual del derecho
constitucional francés el Estado no se encuentra ligado de una manera absoluta
por las reglas generales que consagran estas leyes, pues el órgano legislativo
conserva el poder de derogar, por una ley particular, la legislación general vigente.
Por otra parte, el motivo alegado por Ihering, aquel que deduce del interés
debidamente entendido del Estado, no corresponde directamente al asunto que se
trata. Este motivo es de orden político. Y la cuestión que aquí se debate es una
cuestión de derecho: no se trata de saber si es conveniente o útil que el Estado
solamente pueda ejercer en potestad dominadora bajo ciertas restricciones; se
trata de comprobar si el Estado puede ser limitado de un modo efectivo, y cómo
esas limitaciones pueden aparecer e imponerse a él. Así expuesta, la cuestión de
la limitación del Estado es muy diferente de la del Rechtsstaat. El sistema del
Rechtsstaat presupone la posibilidad de una limitación del Estado, pero sobrepasa
en mucho la simple idea de limitación. Llegado a su completo desarrollo, implica
que el Estado sólo puede actuar sobre sus subditos conforme a una regla
preexistente, y particularmente que nada puede exigir de ellos sino en virtud de
reglas preestablecidas. El concepto de limitación del Estado tiene un alcance
menor: es tan sólo la expresión del hecho de que, en el sistema del derecho
público moderno, toda organización estatal, en lo que concierne a la potestad del
Estado, produce un efecto a la vez positivo y negativo, pues por lo mismo que la
Constitución determina las formas o condiciones de ejercicio de la potestad
estatal, excluye toda potestad que pudiera ejer-
140

18
"El derecho, en la completa acepción de la palabra, es la fuerza bilateralmente obligatoria que
tiene la ley tanto para el individuo como para el Estado. Es la auto-subordinación de la potestad
estatal a las leyes que emanan de ella misma" (Ihering, loe. cit., p. 358). "El derecho es la política
sanamente entendida de la fuerza; no ya la política de vista corta del momento presente o del
interés pasajero, sino la política de largo alcance que escruta el porvenir y suputa los resultados
definitivos" (ibid., p. 378).
224

224 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [79

cerse fuera de esas condiciones o formas, o también, por lo mismo que confiere a
los órganos del Estado los poderes que enumera, les niega aquellas otras
facultades de potestad que no están comprendidas en dicha enumeración. La
limitación que de ello resulta no es únicamente asunto de conveniencia política o
de oportunidad práctica, sino que es la consecuencia del hecho mismo de la
organización estatal, hecho que es —como se ha visto antes (núms. 13 ss., 22
ss.)— una condición esencial del Estado. Cuando, por ejemplo, la Constitución
decide que las reglas o medidas que modifican el derecho aplicable a los
ciudadanos no se podrán dictar más que por el órgano legislativo y en forma de
ley, resulta de esta prescripción orgánica una disminución de la potestad estatal,
por cuanto pierde el Estado la posibilidad de tomar, por la simple vía
administrativa, las medidas que su Constitución reserva a la competencia del
Parlamento. La potestad del Estado se ve limitada, sobre todo, cuando su
Constitución, realizando la separación del poder legislativo y del poder
constituyente, determina por sí misma ciertos derechos individuales que garantiza
a los ciudadanos, y cuando reserva la reglamentación de esos derechos al órgano
constituyente con exclusión de todas las autoridades constituidas. En este caso, la
limitación del Estado es tanto más fuerte cuanto que la revisión constitucional se
subordina a condiciones especiales, como por ejemplo la ratificación popular. Pero
sean las que fueren las condiciones a las cuales se puede someter la formación
de las leyes o la revisión constitucional en el Estado soberano, hay que convenir
en que, como punió cierto, tanto la Constitución que organiza su potestad y rige su
funcionamiento como las leyes que establecen en todos aspectos su orden
jurídico, son obra de su voluntad y tienen su origen exclusivamente en el poder
que tiene de determinarse a sí mismo. Aun en el caso de que la perfección de sus
leyes dependa de su adopción por el cuerpo de los ciudadanos, como ocurre en la
democracia, o que la reforma de su Constitución, como ocurre con el Estado
225

federal, deba ser ratificada por una mayoría más o menos numerosa de sus
miembros confederados, siempre se puede decir con certeza que la voluntad
legislativa o constituyente que se ejerce en él no le llega de fuera ni se le impone
por una fuerza exterior, puesto que es en calidad de órganos designados por la
Constitución misma del Estado del que forman parte integrante, como el cuerpo de
ciudadanos o el de los Estados miembros cooperan a la formación de su voluntad.
Luego si el orden jurídico y la organización estatutaria del Estado soberano se
asientan sobre su propia voluntad, las limitaciones a su potestad que resultan de
esta organización o de este orden jurídico derivan igualmente de esta misma
voluntad. Y por cierto es patente que esas limitaciones engendradas por el
derecho positivo vigente son las únicas que tengan en rea-
226

226 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [80

Por un autor que, como Mérignhac (Traite du droit public international, vol. i, pp.
225 ss.), se adhiere decididamente a la teoría de Jellinek, podrían citarse muchos
que rechazan categóricamente dicha teoría. Duguit (L'État, vol. i, pp. 12255.;
Traite, vol. i, pp. 50 ss.) se muestra adversario decidido de la misma y la combate
alegando por ejemplo que "una limitación que puede ser creada, modificada o
suprimida a voluntad de aquel a quien atañe, deja de ser limitación". Jéze (Les
príncipes généraux du droit administratif, p. 14) adopta la misma postura e invoca
idéntico argumento. Michoud (op. cit., vol. n, pp. 57 ss.) declara que "la idea de
derecho es independiente de la idea de Estado; es anterior y superior a ésta"; ve
en "la subordinación del Estado al derecho" el principio de "una limitación de los
poderes del Estado soberano"; esta limitación —añade- no es contraria a la idea
de soberanía del Estado", pues por soberanía debe entenderse "el hecho de no
estar sometido a ninguna voluntad humana superior, y de ningún modo el hecho
de no estar sometido a ninguna regla". Reconoce, sin embargo, que la limitación
de que se trata es "totalmente ideal", pero piensa que "por su naturaleza puede
actuar a título de idea-fuerza en el interior del grupo, adquiriendo así la sanción
eficaz que le falta". Le Fur (État federal, pp. 422 ss., 438) sostiene la misma
doctrina: "Lejos de hallarse exclusivamente determinado por su propia voluntad, el
Estado, como cualquier otra persona, está determinado en parte por un poder
ajeno, que es a la vez anterior y superior a él, y este poder superior es el del
derecho, bien se le llame con ciertos autores "derecho" solamente o se le
denomine, con otros, "derechonatural" o "derecho racional". Por consiguiente, Le
Fur (loe. cit.,p. 443) no admite, para el Estado soberano, la facultad de
determinarse por sí mismo sino "dentro de los límites del principio superior del
derecho". Hauriou (Principes de droit public, p. 73; ver, sin embargo, pp. 706 ss.)
declara que en ia teoría de la auto-lirnitación "no se puede evitar la sospecha de
un colosal equívoco", porque, dice, considerando a la inversa esta teoría, que
"atribuye el establecimiento del régimen de derecho a la acción de la persona
moral Estado, ¿no sería más bien la persona moral Estado la que resultaría del
régimen de derecho establecido en una nación?" Para apreciar el valor de estas
críticas conviene ante todo examinar las proposiciones hechas por los adversarios
de la teoría de la auto-limitación con miras a sustituir ésta por un principio de
limitación tomado fuera del Estado y de la voluntad de éste. Estas proposiciones
son de muchos géneros. Unas derivan de la doctrina de los derechos individuales
innatos en la persona de cada nacional y que se imponen luego al respeto del
Estado como derechos superiores a su voluntad. Es el concepto de los hombres
de la Revolución; fue proclamado por la Declara-
227

POTESTAD DEL ESTADO 227

ción de 1789 (art. 2). Pero proviene de un error indudable, pues los derechos en
cuestión, "derechos del hombre y del ciudadano", sólo adquieren valor jurídico
propiamente dicho con la condición de haber sido declarados, es decir,
reconocidos y consagrados, por la ley, y en todo caso es la ley la que debe fijar
sus condiciones de ejercicio, reglamentar su ejecución y asegurar su sanción
positiva. Se vuelve así de nuevo, desde el punto de vista especial de la ciencia del
derecho, pura y simplemente al sistema de la auto-limitación. La Constitución de
1791 creyó fundar un importante principio al prescribir en su título I que "el poder
legislativo no podrá dictar ningunas leyes que lesionen el ejercicio de los derechos
naturales y civiles"; en realidad sólo se trataba de una fórmula desprovista de
eficacia, pues por otra parte esa misma Constitución confería al cuerpo legislativo
la potestad de reglamentar el uso, las modalidades y por consiguiente, en el fondo,
la consistencia misma de esos derechos.
Las conclusiones que Duguit saca de su teoría de la regla de derecho fundada en
la solidaridad social no son más satisfactorias desde el punto de vista jurídico. Por
lo que se refiere a las necesarias limitaciones de la dominación estatal, este autor
recusa al Estado, a su potestad y a su. voluntad. La intervención del Estado,
imponiéndose a sí mismo ciertos límites, no es necesaria, puesto que la regla de
derecho lleva en sí misma, de modo suficiente, su sanción social. Esta sanción
está asegurada por el hecho mismo de que los miembros del cuerpo social tienen
conciencia del lazo de solidaridad social y no dejarían pasar sin reprobación y sin
resistencia las lesiones que podrían causarse al mismo. "Si —dice Duguil (UÉtat,
vol. i, p. 116)— se supone un acto contrario a la regla de conducta, éste es un acto
que lesiona la solidaridad social considerado como tal por los individuos
conscientes de la solidaridad social, y, por consecuencia, que provoca una
reacción en la masa de individuos que tiene conciencia del lazo social." Cuenta,
pues, Duguit con esta conciencia y con esas reacciones de la masa para realizar,
fuera del Estado y de su potestad, la sanción del derecho social. Aplicada a la
cuestión de la limitación de los poderes de los gobernantes en sus relaciones con
los gobernados, esta doctrina lleva, pues, a hacer depender la apreciación de la
validez de los actos de los gobernantes, no de un orden jurídico determinado por
adelantado y precisado por la ley del Estado, sino de un sentimiento que nace en
el espíritu de la masa y de las reacciones que del mismo puedan resultar. Es esto
un género de limitaciones que escapa a toda prueba de calificación jurídica y cuyo
examen está fuera de la ciencia del derecho, pues supone substituir a los medios
sacados de un orden jurídico preestablecido, otros medios sin más fundamento
que la indeterminación desordenada de las reacciones que puedan producirse
228

228 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [80

en la masa de los individuos. Verdaderamente, la teoría de la auto-limítación no


puede conciliarse con estos conceptos extrajurídicos. Y es indudable también que
tales conceptos, por lo mismo que buscan la solución de los problemas relativos a
la potestad estatal fuera del hecho necesario de un orden jurídico preexistente,
son incompatibles con el concepto elemental del Estado mismo. La doctrina de
Michoud y Le Fur, que limita la soberanía con los principios del "derecho natural",
parece que merezca más consideración. En efecto, no se puede negar la
existencia de ciertas reglas de justicia, ni tampoco la de ciertas leyes que
gobiernan las sociedades humanas, reglas o leyes que son superiores a la
voluntad del Estado. El hecho mismo de que no puede el Estado —como se ha
visto anteriormente— propasarse en su derecho, sería suficiente para probar que
el Estado, al igual que los individuos, está subordinado a leyes divinas o naturales
que no puede eludir. Asimismo, el hecho de que el Estado reconoce por sus leyes
la personalidad jurídica a sus miembros individuales o a ciertas agrupaciones que
existen entre ellos, implica esencialmente que considera que tanto los unos como
los otros desempeñan por sí mismos, por su propia naturaleza y sus propias
capacidades, las condiciones requeridas para ser sujetos de derecho, y esto
también excluye la posibilidad de extender indefinidamente con respecto a esas
personas los poderes soberanos del Estado, porque —como observa Jellinek (loe.
cit., vol. II, p. 137)— toda extensión de la potestad estatal no puede operarse sino
a expensas de los individuos y de sus derechos; ahora bien, desde el momento en
que el Estado reconoce a los individuos una personalidad distinta de la suya no
puede tratarlos después como a esclavos sobre los que poseyera la potestad
ilimitada de un dueño sobre su cosa. Finalmente, resulta superfluo añadir que la
actividad y las decisiones del Estado no se determinan únicamente por los
movimientos de su libre voluntad, sino que en gran parte lo son por inumerables
influencias exteriores, a las cuales no tiene más remedio que doblegarse y que
son causa de que sus actos, en definitiva, al igual que las acciones humanas,
dependan muchas veces de las circunstancias, de las posibilidades de hecho, de
la fuerza de los acontecimientos, más bien que del libre juego de su potestad
soberana. En todos estos aspectos es indudable que las restricciones u
obstáculos con los cuales tropieza la potestad del Estado no siempre provienen
del hecho de su libre y voluntaria auto-limitación. Y sobre todo, no hay más
remedio que colocarse en el punto de vista de los autores que, como Michoud y Le
Fur, dan a entender que el criterio de la distinción entre lo justo y lo injusto no
reside de una manera absoluta en la apreciación del legislador y en las decisiones
que crean las reglas legislativas. El concepto de justicia es más alto que el de
voluntad estatal. Incluso hay lugar
229

80-81] POTESTAD DEL ESTADO 229

a observar que el respeto a los preceptos superiores contenidos en el concepto de


justicia constituye para el Estado uno de los elementos de ese equilibrio social que
ha sido presentado anteriormente como una condición normal de su estabilidad y
de su buen funcionamiento. Estas son verdades que no pueden desconocerse y a
las que la teoría de la auto-limitación no puede pretender dar de lado. Nadie, por
cierto, incluso entre los defensores de esta teoría, ha sostenido que el Estado no
pueda jamás cometer faltas al hacer uso de su potestad soberana. Ahora que
estas verdades no podrían de ningún modo proporcionar la base, ni siquiera
formar un elemento de la teoría jurídica del Estado: la razón de ello es que la regla
de conducta que trazan a los Estados es puramente una regla de orden moral o
político, que no es susceptible de reducirse a fórmula jurídica o de expresarse en
regla de derecho. Ahí está el error capital de los juristas que persisten en sostener
la doctrina del "derecho natural", error del que sería de desear se viera librada de
una vez por todas la ciencia del derecho.
81. Cualquiera que sea, en efecto, la opinión que pueda tenerse del fin que deba
alcanzar el derecho y del ideal al cual ha de responder, existe un hecho cierto: el
de que, en el orden de las realidades efectivas, una regla cualquiera, regla de
conducta de los gobernantes o regla que determine las facultades individuales de
los particulares, sólo se convierte en regla de derecho propiamente dicho en
cuanto que posee una sanción .material, por la que su cumplimiento puede
procurarse o su incumplimiento reprimirse por medios humanos de coacción
inmediata, que presenten además el carácter de medios regulares, es decir, que
se funden a su vez en otra regla de derecho. La regla de derecho adquiere por
esto mismo un carácter formal, que la distingue desde luego de toda otra regla,
moral o utilitaria, y que excluye especialmente la posibilidad de concebir, junto al
derecho en el sentido positivo de la palabra, la existencia de un verdadero
"derecho natural". Esta última expresión contiene visiblemente una contradictio in
adjecto, pues una regla que saca su origen del orden natural de las cosas no
puede calificarse como regla de derecho mientras no haya entrado en el orden
jurídico vigente, y a la inversa, no se la puede calificar como regla natural desde el
momento en que se ha convertido en regla de derecho. Es lo que reconocen
implícitamente los mismos teorizantes del derecho natural al caracterizar al
derecho vigente con el nombre de derecho positivo. Esta denominación denota
claramente que sólo esta última clase de reglas consigue llenar las condiciones de
las cuales depende la formación de un derecho efectivo y verdadero. Revela al
mismo tiempo que es completamente ilógico pretender reunir en el concepto y
nombre comunes de derecho dos clases de reglas que
230

230 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [81

pertenecen a categorías tan esencialmente distintas (cf. pp. 204-205,supra).En su


sentido positivo y formal, la regla de derecho se caracteriza, por lo tanto, no ya por
la naturaleza ideal de sus disposiciones, sino por la naturaleza material de su
sanción y por la fuerza especial que saca de esta sanción en lo que se refiere a su
ejecución. Ahora bien, en los tiempos modernos es necesario además convenir en
este otro hecho: que sólo el Estado posee la potestad de conferir esa fuerza
especial a las reglas que han de regir la conducta y las relaciones humanas. De
ahí el lazo necesario que se establece entre el derecho y la potestad estatal. Es
también en este sentido como se ha podido decir que el Estado es el creador del
derecho. Finalmente, por este mismo motivo es por lo que el jurista —cuando se
coloca en el puro terreno de la ciencia jurídica— no puede buscar la fuente del
derecho "positivo" más allá de la potestad o de la voluntad del Estado. Esto no
significa que antes que la ley del Estado, o que fuera y hasta por encima de la
misma no se pueda concebir o no exista efectivamente ningún precepto que
proporcione una regla de conducta a los hombres o a las sociedades, pero esto no
significa que únicamente la regla dictada y admitida por el Estado constituya una
regla dederecho propiamente dicho. Cuando, por ejemplo, se afirma que la
determinación de los derechos individuales reservados a los miembros de la
nación depende de la ley del Estado, ello no significa que dichos derechos, en
todos aspectos, sólo tengan su fundamento o su razón de ser en la voluntad
estatal y no sean sino un reflejo de dicha voluntad. Pero significa que, desde el
punto de vista de la ciencia del derecho, una facultad, incluso natural, del individuo
no adquiere valor sino cuando ha sido reconocida, proclamada y sancionada por la
ley del Estado. No se convierte en derecho, no adquiere eficacia jurídica y práctica
sino cuando» ha sido provista de protección por el Estado y garantizada por él
mismo contra cualquier ataque, comprendidos los suyos propios (ver p.
183.,supra).19
19 De las observaciones concernientes a la creación del derecho por el Estado se
desprende que, en esta materia, hay que tener en cuenta dos ideas, que se limitan
una a otra. Por una parte, el individuo, como persona, posee ciertas facultades,
inherentes a su misma cualidad de hombre o de ciudadano, y que por lo tanto no
son producto de un acto de potestad" estatal y cuya consagración por la ley
positiva no se puede considerar, por eso mismo, comes concesión benévola o
medida de favor consentida arbitrariamente por el Estado. Desde ese punto de
vista se puede repetir (ver p. 229, supra) que los miembros individuales del
Estado» no se hallan, con respecto a éste, en condición de esclavos, que tienen
cuanto poseen por la sóla potestad de su dueño. Esto es lo que se ha expresado
con toda exactitud diciendo que el Estado, al consagrar tales derechos en
beneficio de sus subditos, no los crea integralmente, sino tan sólo se los reconoce.
Pero, por otro lado, la legitimidad intrínseca de la pretensión del individuo de
ejercer sus facultades naturales no basta para erigir a esa pretensión era
231

81] POTESTAD DEL ESTADO 231

Aplicadas a la cuestión de la limitación de la soberanía, estas observaciones


conducen al reconocimiento de que el Estado es la fuente de derecho que limita
su propia potestad, así también como del derecho que la organiza y la desarrolla.
De ahí la teoría de la auto-limitación, teoría de orden puramente jurídico y por lo
tanto formal (cf. Jellinek, loe. cit., vol. ii, p. 137), sin tener nada de orden político ni
moral. Al decir que el Estado no puede verse limitado más que en virtud de su
propia voluntad, no se quiere dar a entender que el Estado pueda permitírselo
todo moralmente, ni tampoco se niega que se presenten a veces, de hecho,
circunstancias de muchas clases que tengan por obejto obstaculizar su voluntad.
Lo que quiere decirse es que, desde el punto de vista formal —que es el que
predomina en la ciencia del derecho, tanto en lo que concierne a la técnica jurídica
como por lo que se refiere a la formación de los conceptos jurídicos mismos— no
existe, por encima del Estado soberano, ninguna potestad que sea capaz de
limitarlo jurídicamente. Es este un hecho que es inútil discutir, pues su
comprobación se impone. La doctrina que pretende limitar el Estado por un
principio de derecho natural carece de valor jurídico, pues los autores que la
sostienen ni siquiera intentan indicar cuál es la organización jurídica que pudiera
asegurar la realización positiva del derecho natural. En vano afirman que el
Estado, al hallarse obligado por una regla de derecho superior a su voluntad, tiene
el deber de reconocer dicha regla y consagrarla por sus leyes; siempre resulta que
la intervención del Estado es indispensable para trasladar la regla ideal de
derecho al campo de las realidades jurídicas positivas, y así forzosamente hay que
volver a la conclusión de que sólo puede formarse el derecho propiamente dicho
por la potestad y la voluntad del Estado. En el momento en que se reconoce que
los preceptos naturales de la justicia natural sólo pueden adquirir eficacia jurídica
por el empleo derecho formal y completo. Cualquier derecho, en efecto, sea cual
fuere la fuerza con la que se desprende de la personalidad humana, se analiza no
solamente como una facultad individual cuya legitimidad debería apreciarse
exclusivamente en relación con su titular, sino también como una facultad social, o
sea llamada a ejercerse con respecto a los demás miembros del cuerpo social y
que como tal, en toda sociedad organizada, exige para su actividad el concurso y
el apoyo de la autoridad pública. En este aspecto la cooperación del Estado
aparece como indispensable para la formación del derecho. A la fuerza ideal
inherente a la legitimidad de las reivindicaciones naturales de los individuos, el
Estado va a añadir la fuerza positiva de su ayuda y de su coacción. Y en este caso
el Estado hace realmente acto de presencia; no se limita a reconocer el derecho
como facultad creada en sí, sino que por un mandamiento autoriza su ejercicio
social y asegura su eficacia mediante la atribución al interesado de un arma que
sirve para realizarlo, o sea la acción en el sentido procesal de la palabra. Este acto
de potestad estatal es el que crea definitivamente el derecho, ya que solamente él
puede procurarle su sanción. A este respecto puede decirse en verdad, hoy como
en Roma, que no existe derecho sin acción, ya que la acción o sanción del
derecho sólo puede originarse por la ley del Estado.
232

232 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [81

de medios humanos, se ve claramente que el objeto preciso de la ciencia del


derecho no es el de indagar si existe una ley moral anterior a las leyes positivas,
sino de qué modo los preceptos de dicha ley moral van a entrar en la esfera de las
reglas o instituciones jurídicas positivas. Y no entran en dicha esfera sino por la
voluntad del Estado, puesto que en la potestad estatal es donde se hallan los
medios regulares de los cuales depende, en último término, la creación efectiva
del derecho. Por ello el jurista, desde el punto de vista jurídico, al tener que
aceptar esta realidad final, no puede menos de establecer la conclusión de que el
Estado, así como crea su derecho, se limita por la potestad de su voluntad.
Se ha objetado que, en estas condiciones, las limitaciones impuestas a la
soberanía por el derecho vigente han de ser esencialmente precarias. Esto es
evidente, pero aquí también se puede replicar a los autores que suscitan esta
objeción que ni ellos mismos son capaces de indicar cuál pudiera ser el
procedimiento o la organización jurídica que asegurara de una manera absoluta,
contra el Estado, el mantenimiento y la inconmutabilidad de tales o cuales
limitaciones determinadas. La verdad es, en efecto, que el derecho, por sus solos
medios, no podría proporcionar esa seguridad o garantía. Y no se vaya a decir que
el derecho tiene precisamente por objeto y por encargo crear organizaciones o
reglas que obliguen, bien a los particulares en sus relaciones mutuas, bien al
Estado mismo respecto a sus miembros, a mantenerse dentro de límites
estrictamente fijados. Este argumento carecería de valor, pues, sea la que fuere la
eficacia habitual del derecho en este aspecto, es preciso, además, en lo que
concierne al Estado, que las restricciones u obstáculos que han de limitarlo no
sean contrarios a su misma esencia, o sea precisamente a su potestad de
dominación. Cualquier barrera absoluta que se opusiera a la voluntad estatal
podría verse barrida tarde o temprano por esa misma potestad inherente al
Estado. Por lo tanto no se puede contar con el derecho propiamente dicho, ni
sobre las organizaciones o instituciones jurídicas, para obtener, frente al Estado,
un sistema de limitaciones que inspire absoluta seguridad. La seguridad sólo
puede venir de otra parte. En vez cíe ir contra el Estado y de pretender imponerle,
en el terreno jurídico, condiciones que resultan inconciliables con su potestad,
sería mejor reconocer que, entre los factores de limitación de la soberanía que
dependen de la actividad humana, es decir, entre aquellos que no están
comprendidos dentro de los obstáculos de hecho que el curso de los
acontecimientos puede oponer al Estado o que no se refieren a las sanciones
especiales y extrajurídicas que derivan de las leyes superiores por las cuales se
rige la marcha de las sociedades, el único que es verdaderamente eficaz es un
factor de orden moral: del valor moral de los gobernantes y, en las democracias
contemporáneas, del valor moral del mismo
233

81-82] POTESTAD DEL ESTADO 233

pueblo, es de donde hay que esperar la garantía de moderación del Estado que el
derecho, por sí sólo, sería incapaz de asegurar. Desde este punto de vista aún,
nos vemos traídos de nuevo a la idea de limitación voluntaria. Solamente que esta
última clase de auto-limitación no depende ya de la ciencia jurídica, y no se la
podría considerar como uno de los elementos del sistema de derecho del
Estado.20
82, C. Para acabar de precisar el concepto de potestad de Estado queda por
determinar cuál es el sujeto pasivo de esta potestad. Ahora bien, a primera vista
parece que dicho sujeto no podría ser la colectividad nacional misma. La idea de
una potestad estatal existiendo sobre la colectividad es imposible de construir
jurídicamente. La razón de ello es que el Estado —como se ha visto anteriormente
(n9 4)— no es sino la personificación de la colectividad nacional misma. Asimismo,
la voluntad estatal no es jurídicamente más que la voluntad de la colectividad
hallándose ésta organizada en Estado con objeto, precisamente; de querer de un
modo unificado y metódico por sus órganos. Cuando los órganos estatales hacen
acto de voluntad y de potestad es la colectividad misma la que por ellos quiere y
manda. Ahora bien, jurídicamente la relación de potestad sólo puede concebirse
entre sujetos distintos. Siendo la colectividad el sujeto activo de la potestad
estatal, no puede al mismo tiempo ser el sujeto pasivo de la misma. No es posible,
pues, admitir la doctrina expuesta sobre este punto por Haumou (La souveraineté
nationale, pp. 14
y 15), que pretende que, en el sistema de la soberanía nacional, "la nación es
alternativamente gobernante y subdita": gobernante por cuanto
141

20
Singular empeño es el de pretender determinar el concepto jurídico de la potestad del Estado, y
particularmente la extensión de dicha potestad, por consideraciones sacadas de la distinción entre
lo justo y lo injusto. Al proceder así, se mezclan y se confunden el punto de vista del derecho y el
de la moral. Repitiendo (ver n. 6, p. 69, supra): no hay duda de que el Estado, en el ejercicio de su
potestad, se encuentra dominado por reglas morales independientes de su voluntad. La distinción
entre el bien y el mal se le impone lo mismo que a los individuos. Pero así como a nadie se le
ocurre impugnar en su principio los derechos formales del individuo por razón del mal «so que éste
pudiera a veces hacer de sus derechos jurídicos, convendría también realmente renunciar de una
vez por todas a las tentativas demasiado repetidas para hacer depender la definición jurídica de la
soberanía y de la extensión de la misma de una condición justificativa relativa a la moralidad de los
actos del Estado. La ciencia del derecho público no tiene, como tiene la ciencia política, por qué
preocuparse de los deberes morales del Estado, sino únicamente de sus poderes efectivos. Por lo
demás, y desde el punto de vista político mismo, la potestad estatal aparece a la vez como hecho y
como necesidad. Se puede decir realmente que pertenece a las Constituciones regular el ejercicio
de esta potestad de modo que se prevengan los abusos en un grado cada vez más amplio. Tras
maduro examen, y por minuciosas que sean las precauciones constitucionales que con este objeto
se hayan tomado, no parece que, por razón misma de la especial naturaleza de la potestad propia
del Estado, dichas precauciones puedan adquirir una eficacia absoluta y completa. La mejor
garantía en este aspecto no deja de ser siempre la que proviene del valor moral de los gobiernos.
234

234 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [82

ejerce el "poder de dominación" del cual, en este sistema, es titular; y subdita por
cuanto es el objeto de dicho poder dominador. Esta doctrina contiene dos términos
contradictorios: sujeción y poder de dominación son dos cosas que se excluyen
mutuamente, incluso cuando se trata de hacerlas funcionar de un modo
alternativo. Si la nación es subdita, no puede ser soberana. Y por otra parte, una
potestad de dominación sobre sí mismo es una cosa desprovista de sentido desde
el punto de vista jurídico.
Estos diferentes extremos han sido señalados claramente por Duguit en la primera
edición de su Manuel de droit constitutionnel, p. 81: "No se puede comprender
cómo, lógicamente, la nación considerada como entidad podría ser al mismo
tiempo objeto de la potestad pública y elemento constitutivo del sujeto titular de
dicha potestad." La verdad, según este autor, es que "esta potestad no se ejerce
sobre la nación considerada como tal (o sea tomada como entidad), sino
precisamente sobre los individuos considerados por separado" que componen el
cuerpo nacional. Este último análisis parece más satisfactorio, y sin embargo
pudieran oponérsele ciertas objeciones. Las objeciones proceden del hecho de
que la colectividad nacional, por cuyos órganos estatales se ejerce la potestad
soberana, saca su consistencia de los ciudadanos que son sus miembros
individuales (ver n" 4y supra). Estos se hallan, pues, asociadas en cierto grado a
los actos realizados en nombre de la colectividad. Por ejemplo, cuando los
órganos estatales competentes hacen las leyes, es la colectividad entera la que
por ellos se fija a sí misma ciertas reglas. Pero es evidente que los ciudadanos,
por su lado, y por lo mismo que forman parte de la colectividad, de la que son
elementos componentes, no podrían ser considerados como totalmente extraños a
la realización de dichos actos legislativos; participan en ellos por lo, menos en un
sentido (cf. Michoud, Revue du droit public, vol. xi, pp. 227 y 228). 21 Esto es
precisamente lo que decían las Constituciones de la época revolucionaria: las
Declaraciones de derechos de 1789 (art. 6), de 1793 (art. 4), del año ni (art. 6)
especificaban que todos los ciudadanos concurren a la confección de las leyes, al
menos por sus representantes; todos se hallan presentes o representados en el
acto de potestad que origina la ley (cf. núms. 416 y 418, infra). La idea de que las
decisiones adoptadas por la asamblea de los diputados son obra de todos los
ciudadanos ha sido, en efecto, una de las en que más empeño
142

21
Cf. Michoud, Théorie de la personnalité moróle, vol. i, p. 38: "No se concibe a ninguna persona
moral sin los miembros físicos que, de cierto modo, forman su cuerpo. Habrá de buscarse, pues,
una teoría que mantenga la unidad de la persona moral, pero sin perder de vista que se trata de
una unidad compleja, y que las personas físicas que la componen no son terceros para ella."
235

82] POTESTAD DEL ESTADO 235

mostró la Constituyente (ver a este respecto Duguit, L'État, vol. u, p. 93).Puesto


que los ciudadanos son las partes componentes de la nación, puede decirse de
ellos que, por los órganos legislativos de dicha nación, se dan a sí mismos las
reglas que constituyen la legislación nacional. En estas condiciones, parece que el
concepto de potestad dominadora de orden imperativo por una parte y de sujeción
por otra, se desvanece. Este concepto, que ya no conseguía delinearse por lo que
a la colectividad nacional se refiere, al no poder ser ésta subdita de sí misma,
parece igualmente difícil de construir respecto a los ciudadanos. Si los miembros
de la nación son los autores de las leyes, no pueden considerarse, por otra parte,
como siendo sujetos pasivos de la potestad soberana. Por la precisa razón de que
la idea jurídica de potestad implica la dominación de una voluntad exterior, es
decir, de una voluntad ajena que obligue a aquellos a quienes se impone,
coaccionándoles para que respeten sus mandamientos. 22 Por cuanto que los
ciudadanos forman parte de la colectividad, las reglas legislativas dictadas por los
órganos de ésta no pueden ser consideradas como mandamientos que se
destinen a sí mismos. En esto los ciudadanos no hacen sino fijarse, cada cual en
lo que le concierne, una regla de conducta cuya creación, por lo mismo que es
obra de los mismos a quienes ha de regir, no puede considerarse como acto de
potestad y de dominación.23 Para darse cuenta de este punto basta comparar el
cas» del ciudadano con el del extranjero que se halla sobre suelo francés: en lo
concerniente al individuo que no es miembro de la colectividad francesa, el
concepto de potestad se despeja plenamente. El extranjero se halla realmente
sometido a una potestad exterior de dominación;24 los
143

22 Asi pues, el hecho de que las Cámaras se fijen sus reglamentos internos o introduzcan en ellos
nuevas disposiciones no .puede considerarse como un acto de potestad y de mando en toda la
acepción de la palabra. En efecto, como el mantenimiento y la observancia de esas disposiciones
reglamentarias dependen de la voluntad de la asamblea misma, y como no existe autoridad
externa que pueda imponer a las Cámaras una coacción en esta materia, es patente que el
reglamento no constituye para las Cámaras la obra de una voluntad superior, y tampoco puede
decirse que las prescripciones que dicta constituyan reglas que tengan por efecto establecer
obligaciones para aquéllas.
23
A este respecto se puede observar que numerosas leyes no contienen, en términos expresos,
prescripciones ni prohibiciones que se refieran a subditos en forma externa. Por la misma forma en
que están redactadas, dichas leyes aparecen como simples reglas que la colectividad se traza a sí
misma y que, desde este punto de vista, recuerdan en cierta forma el reglamento interno que
podría dictarse un particular para la gestión de sus asuntos privados y para el gobierno de su casa.
En el momento en que esas reglas se adoptan por el legislador y se promulgan por el Ejecutivo, la
idea de mando y de prescripción imperativa aún no se desprende claramente.
24
Ver a este respecto lo que dice Duguit (Traite, vol. i, pp. 16 ss.) de los indígenas de las colonias
o de los habitantes de países de protectorado que son subditos de la potestad francesa sin ser
franceses, o por lo menos sin ser ciudadanos franceses.
236

236 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [82

nacionales, por el contrario, y en la medida en que han sido


"representados"(Declaración de 1789, art. 6) 25 en la confección de las leyes por
los órganos de la colectividad, no aparecen, en su subordinación a dichas leyes,
como subditos de una potestad superior, ya que puede decirse que al conformarse
con la ley, observan su propia voluntad.26
144

25
La palabra "representación" debe entenderse aquí en el sentido especial que ha adquirido en
derecho público, bajo la influencia de la terminología empleada tradicionalmente con respecto al
gobierno "representativo". Se verá después —en el curso del estudio dedicado a esta forma de
gobierno— que dicha terminología, jurídicamente, es muy incorrecta. En su acepción precisa, la
representación es una relación que, en primer lugar, supone que el representante y el
representado son dos personas distintas, y que además se establece y ejercita exteriormente
respecto de terceros, en el sentido de que los actos realizados por mediación del representante
van a producir directamente sus efectos de derecho entre dichos terceros y el representado. Ni una
ni otra de ambas condiciones se dan en la pretendida representación de la que hablaba el art. 6 de
la Declaración de 1789. Por una parte, la confección de las leyes por los "representantes" no es
una operación que tenga lugar entre éstos y terceros, sino que el término "representantes" se
emplea aquí para designar exclusivamente las relaciones internas entre el cuerpo de diputados
legisladores y la totalidad de los ciudadanos" representados". Desde este primer punto de vista se
concebiría la idea de representación de los ciudadanos respecto a la confección de los tratados
estipulados por los representantes nacionales con Estados extranjeros; en lo que concierne al acto
de potestad legislativa, no puede concebirse una representación de los ciudadanos cerca de ellos
mismos. Por. otra parte, importa observar que, al calificar de representantes a los órganos
legislativos de la nación, la Declaración de 1789 no pensaba de ningún modo en marcar una
oposición o una separación entre la nación cuyos órganos son los diputados y los ciudadanos
"representados" por ellos, sino que, muy al contrario, quería señalar la íntima y estrecha relación
establecida en aquella época entre la nación y sus miembros individuales, que provenía del hecho
de que, en el concepto recién formulado por la Revolución, la nación se halla constituida esencial y
únicamente por los ciudadanos, al formar éstos con ella una unidad indivisible. De donde se
sacaba la consecuencia de que los actos realizados por la nación, es decir, por sus órganos
regulares, deben considerarse como obra de los mismos ciudadanos, y de todos ellos. Y ello se
aplicaba en ese caso tanto a los actos de legislación interna como a los acuerdos concluidos con
Estados extranjeros. Asi pues, la "representación" del art. 6 de la Declaración de 1789 se fundaba
precisamente en la idea capital de que. para todo lo que se refiere a la formación y manifestación
de la voluntad pública nacional, los ciudadanos componen un todo con la nación y no constituyen
personas distintas respecto a ella. También desde este segundo punto de vista, la palabra
"representación" no era la más apropiada para la idea que pretendía expresar, pues por lo mismo
que los ciudadanos forman parte integrante de la nación y constituyen, bien con ella o bien con sus
órganos, una sola y misma persona, es patente pues no hay lugar a una relación de
representación, ya que la representación propiamente dicha sólo puede concebirse entre personas
distintas. Pero si bien los términos introducidos en esta materia por la Constituyente traicionaron su
pensamiento, al menos dicho pensamiento permanece bien claro en sí: se resume en que los
ciudadanos, como miembros constitutivos de la colectividad soberana, no pueden considerarse
como extraños a los actos de soberanía que realiza la colectividad por mediación de sus órganos;
participan en ella por el motivo y en el sentido de que la nación, por cuyos órganos se realiza el
acto, no es otra cosa que la universalidad de los ciudadanos.
26
Las consideraciones antes expuestas se oponen a que se pueda aceptar como exacta
237

83] POTESTAD DEL ESTADO 237

83. Así pues, la cuestión del sujeto pasivo de la potestad de Estado no deja de
suscitar hoy día algunas dificultades. La idea de potestad dominadora y de
sujeción se presentaba fácilmente en los tiempos pasados, cuando el derecho
público se fundaba en el concepto de la soberanía del príncipe, pues éste
mandaba efectivamente a subditos. Pero esta misma
145

la famosa doctrina de Laband, según la cual la creación de la ley se compondría de dos


operaciones esencialmente distintas: la determinación del contenido de la ley y la emisión del
mandamiento legislativo que convierte a dicho contenido en prescripción obligatoria. Según este
análisis de Laband (Drnit public de FEmpire allemand, ed. francesa, vol. n, pp. 263 ss, la adopción
del texto de la ley por las asambleas legislativas no es suficiente para conferir a dicho texto el valor
de una regla que tenga carácter imperativo para los subditos. Es preciso que, a la adopción del
texto, se añada una orden expresa, que contenga la obligación para los subditos de conformarse al
contenido de la ley. E incluso esa orden es la que, según Laband, constituye el punto culminante
de toda la obra legislativa: es el acto legislativo por excelencia. Laband (loe. cit., pp. 437 ss.,
44955., 484 55.] aplica el mismo análisis a los tratados internacionales. Distingue aquí, por una
parte, la formación del tratado en las relaciones internacionales entre los Estados contratantes y,
por otra parte, la emisión de órdenes que, en el interior de cada uno de los Estados contratantes, y
en- las relaciones de dicho Estado con sus subditos, transforman las reglas contenidas en el
tratado en prescripciones de derecho interno que tienen, para los subditos, el valor imperativo de
leyes. "Un tratado internacional—dice Laband (p. 438)— carece, por su naturaleza, de efectos
jurídicos en el interior, respecto a los cuerpos constituidos y a los subditos, pero los tiene pura y
simplemente en el exterior"; porque (p. 484) "los tratados obligan únicamente a los Estados, pero
jamás a sus subditos. Crean siempre derechos y deberes internacionales, nunca reglas de
derecho; los subditos se encuentran obligados, no ya por transacciones internacionales, sino
únicamente por órdenes de sus gobiernos". De ello deduce Laband (eod. cit) que "la validez de los
tratados internacionales, desde el punto de vista del derecho público interno, se funda, no en su
firma, sino en las órdenes del Estado de considerar el texto del tratado como disposición
imperativa". Esta teoría, según la cual ni la adopción de una disposición legislativa, ni la firma de un
tratado son suficientes, en sí, para "obligar a los subditos" en ningún grado, se debe a que Laband
considera al Estado como persona jurídica, respecto a la cual los "subditos" son terceros en el
sentido absoluto de la palabra. Por consiguiente, los actos que puede realizar el Estado, si no van
dirigidos especialmente hacia los subditos y no se refieren directamente a ellos, no producen
ninguna clase de efectos respecto a estos últimos. Por eso Laband se ve obligado a distinguir entre
los efectos exteriores de los tratados, que se producen desde el mismo momento en que el tratado
queda perfeccionado, y los efectos internos, que sólo pueden empezar a producirse —para los
tratados como para las leyes— cuando el contenido de éstas y de aquéllos se haya hecho
obligatorio para los subditos por mandamientos especiales. Este parecer no puede considerarse
como de todo punto exacto; por lo menos no puede concillarse enteramente con los conceptos
fundamentales del derecho público francés, tal como los expresa el art. 6 de la Declaración de
1789. El concepto que se destaca en dicho texto es el de que los ciudadanos, por cuanto entran en
la composición de la colectividad que se halla unificada y personificada en el Estado, no pueden
considerarse como totalmente extraños al acto realizado por un órgano de la colectividad al actuar
dentro de los límites de su competencia constitucional. Se hallan presentes o "representados" en
dicho acto. Detrás del órgano de Estado que realiza el acto por cuenta de la colectividad, se hallan,
formando parte
238

238 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [83

ma idea es más delicada de precisar en el derecho público moderno, que parte del
concepto de que el Estado dominador es la personificación de la nación. Para
lograr que reaparezca el concepto de potestad estatal es indispensable, como lo
indica Duguit (citado p. 234, supra), considerar no ya las relaciones del Estado con
la colectividad tomada en su conjunto,
146

integrante de ésta, todos sus miembros actuales y por venir, respecto de los cuales, por
consiguiente, no puede considerarse el acto como absolutamente res ínter alias acta. Ellos
mismos, al menos en su totalidad indivisible, han participado en el acto por los órganos de la
colectividad. No es, pues, inconcebible que recojan directamente el beneficio del mismo, o que
asuman sus consecuencias obligatorias fuera de toda necesidad de una orden imperativa que
estableciera en su cargo la obligación jurídica de conformarse con el contenido del acto. Así ocurre
en cuanto a las leyes. En los países de Sanción monárquica se ha podido sostener que la sanción
tiene especialmente carácter de mandamiento legislativo por el cual el monarca perfecciona una
ley de la que las cámaras sólo determinaron y adoptaron el contenido; esta manera de definir la
sanción no deja de ser muy discutible (ver núms. 131,«., infra). En Francia, con la constitución
actual, el papel de las cámaras se limita a adoptar el texto de la ley. Después de dicha adopción no
interviene ninguna orden especial dirigida a los ciudadanos con objeto de obligarlos a la
observancia del texto legislativo: la promulgación, articularmente, no es de ningún modo una orden
legislativa (ver. núm. 139 ss., infra). Del mismo modo la distinción que establece Laband entre
condiciones de formación de los tratados desde el punto de vista internacional y condiciones de
eficacia o vigencia desde el punto de vista interno no ha sido de ningún modo consagrada en la
práctica. Indudablemente, en Francia, el art. 8 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875 exige
para la mayor parte de los tratados la intervención de un voto legislativo de las cámaras, pero dicho
voto no tiene lugar después de la formación definitiva del tratado y no tiene por objeto asegurar su
cumplimiento interno; es un elemento o por lo menos una condición de la formación misma del
tratado en las relaciones del Estado francés con las potencias extranjeras y su preciso fin es
autorizar legislativamente al presidente de la república para que proceda a la ratificación del
tratado (cf. la n. 11 del n? 178, infra). Por lo demás, una vez ratificado, el tratado produce su efecto
directamente en favor o contra los nacionales, sin que haya necesidad de orden cualquiera del
Estado para imponer a los franceses las obligaciones que para ellos derivan de dichas cláusulas o
para conferirles los derechos que en ellas se estipulan en su provecho. Es éste un punto que en
varias ocasiones ha sido observado por los autores: "Los tratados válidamente firmados y
ratificados —dice Esmein (Éléments, 5* ed., p. 693)— obligan a los ciudadanos como las mismas
leyes." Y Despagnet (Cours de droit intemaüonal public, 4a ed. p. '698) declara que "los tratados
son contratos que obligan a los nacionales de los Estados contratantes, representados por la
autoridad competente que los ha firmado y ratificado, así como a los Estados mismos considerados
como colectividades". Verdad es que el tratado firmado y ratificado no puede empezar a recibir su
aplicación interna sino después y por efecto de una promulgación o de un acto equivalente, que
sea la editlo solemnis de este tratado en Francia, o sea que compruebe y certifique su existencia y
su carácter ejecutivo y obligatorio con relación a los ciudadanos. Pero, tanto para los tratados
como para las leyes, la promulgación no tiene el alcance de una orden que imprima a su contenido
un valor imperativo. No tiene, pues, por objeto convertir las reglas adoptadas por el tratado en
prescripciones de derecho interno, sino que, por el contrario, presupone que dichas reglas, por
efecto mismo de la ratificación del tratado, se han convertido en obligatorias para los ciudadanos.
Así pues, la práctica actualmente seguida en Francia para establecer la vigencia de los tratados en
el interior del país implica que, por el sólo hecho de que un tratado ha sido firmado y ratificado
239

83] POTESTAD DEL ESTADO 239

sino sus relaciones con sus miembros individuales o también con los grupos
parciales, debiéndose además suponer que algunos de estos individuos o de
estos grupos opongan resistencias al cumplimiento de las decisiones adoptadas
por los órganos de la colectividad. El concepto de potestad estatal vuelve a tomar
entonces toda su consistencia. El sujeto pasivo de esta potestad es el individuo, al
resistir a las medidas decididas con anterioridad. En otros términos, el concepto de
potestad dominadora se funda esencialmente en la distinción de dos cualidades
muy diferentes en la persona del ciudadano. Como miembro de la colectividad, el
ciudadano es miembro del soberano, y participa por este hecho en la formación de
la voluntad estatal. Pero al no ser soberana la colectividad sino cuando se halla
constituida por entero, resulta que los ciudadanos no pueden considerarse como
teniendo participación en la potestad pública sino en su cualidad de partes
integrantes y miembros inseparables del todo. Como individuo tomado
separadamente, el ciudadano deja de tener parte en la soberanía y, por
consiguiente, vuelve a poderse convertir, en esa cualidad de individuo, en sujeto
pasivo de ésta. Al hallarse la soberanía en el todo, en efecto, puede muy bien
comunicarse a los miembros componentes, mientras éstos se consideren como
formando parte del conjunto colectivo. Pero en el momento en que, por su
resistencia a las decisiones de la colectividad, el ciudadano trata de disociarse del
conjunto, no es ya más que un simple individuo sometido a la potestad colectiva.
En este aspecto pudo decir Rousseau (Contrat social, lib. I, cap. VI) que los
ciudadanos aparecían a la vez "como participando de la autoridad soberana y
como subditos sometidos a las leyes del Estado". Participan en las condiciones
prescritas por el art. 8 de la ley constitucional del 16 de julio de 1875, con pleno
derecho y sin que medie al efecto ningún mandamiento interno por parte del
Estado francés, adquiere su contenido el valor de una regla interior susceptible de
producir derechos u obligaciones para los nacionales franceses. En el imperio
alemán, que por cierto ha seguido en esto costumbres anteriormente adoptadas
por Prusia en esta materia, se siguen prácticas análogas; según la práctica en
curso en el Imperio, los tratados ni siquiera son objeto de una promulgación
propiamente dicha, sino únicamente de una publicación. Laband, al observar este
hecho (loe. cit., pp. 443 sí., 491 ssj, lo declara "lamentable en el mayor grado" y
"totalmente condenable". Es verdad que estas prácticas oficiales no cuadran
mucho con las ideas de Laband, según las cuales un tratado, por cuanto es simple
promesa .hecha aun Estado extranjero, nunca puede obligar imperativamente a
los nacionales. En cambio, estos procedimientos oficiales vienen a apoyar la
doctrina antes expuesta, que, conforme al concepto formulado en Francia en
1789, considera que los ciudadanos no son extraños a cualquier acto
regularmente realizado por los órganos estatutarios de la colectividad, sino que
están presentes en los mismos. Distinto es el caso en que un tratado se limita a
imponer a uno o a cada uno de los Estados contratantes la obligación de adoptar
por su legislación interna las medidas que han de servir a la realización de
determinado resultado. Aquí, sin duda, habrán de intervenir leyes internas, o
decretos, posteriormente a la promulgación del tratado, para dictar las medidas
mencionadas.
240

240 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [83-84

del poder de la colectividad en cuanto no forman sino un todo con ésta; son
subditos en cuanto que son individuos distintos de ella. Más exactamente, hay que
considerar en definitiva que lo soberano de la nación es el ser colectivo unificado,
que resulta de la organización de la totalidad de los nacionales en una unidad
corporativa, y lo que está dominado y gravado con sujeción es, no ya la nación en
su conjunto, sino sus miembros individuales tomados aisladamente. No se trata
aquí, como decía Hauriou (ver p. 234, supra), de una alternancia de soberanía y
sujeción en la misma persona, sino que, en último término, hay separación de la
soberanía y de la sujeción entre dos clases de personas jurídicas distintas. En el
fondo, todas estas observaciones se reducen al concepto de indivisibilidad de la
nación y de su potestad. Según una observación hecha en diversas ocasiones,
esta indivisibilidad se manifiesta especialmente en que el ciudadano que en su
cualidad de miembro del cuerpo nacional estuvo asociado en las decisiones
tomadas por los órganos de la nación, no puede posteriormente por su resistencia
individual desprenderse de la observancia de dichas decisiones. Estas subsisten
indivisiblemente con respecto a todos, por la razón de que se adoptaron
indivisiblemente por los órganos del conjunto colectivo. Si el ciudadano que opone
resistencia hubiera participado en la adopción de la decisión a título puramente
individual, podría luego retirar su adhesión de un modo igualmente individual; pero
como participó en la decisión a título colectivo y como miembro del conjunto,
queda ligado a la voluntad colectiva mientras ésta no se modifique por otra nueva
decisión colectiva. Su oposición individual no lo libra del imperio de la voluntad
común, y en esto mismo consiste finalmente su sujeción.
84. El reconocimiento de la existencia de sujetos pasivos de la potestad estatal
implica, correlativamente, la existencia de un sujeto activo de la soberanía. En
otros términos, implica el carácter subjetivo de la relación de potestad que se
establece entre el Estado y los individuos que dependen de su' dominación, y por
esto mismo entraña necesariamente la idea de que la potestad estatal debe
considerarse como un derecho de la persona Estado y, por lo tanto, como uno de
los elementos de la personalidad del Estado. Este punto de vista ha sido
impugnado en estos últimos tiempos, sin embargo, por Hauriou, que ha llegado
ahora —después de haber admitido ampliamente en sus primeras obras el
concepto de personalidad estatal— a poner fuertes restricciones a dicho concepto,
especialmente en lo que se refiere al poder de mando del Estado (Principes de
droit public, pp. 98 a 122, 690 ss.; Précis de droit administradf, 8* ed., pp. 108 ss.;
ver también La souveraineté nationale, pp. 7 ss.). La doctrina actual de Hauriou se
relaciona en primer lugar con la idea de que no todas las situaciones jurídicas se
componen de relaciones
241

84] POTESTAD DEL ESTADO 241

personales o relaciones de derecho (Principes de droit public, p. 104); así, dice, el


carácter absoluto del derecho de propiedad no se explica tanto por las relaciones
subjetivas con los demás como por la situación objetiva en que se encuentra el
propietario frente a la cosa. Esta primera consideración, cualquiera que sea su
valor (ver respecto de este punto las objeciones de Michoud, "La personnalité et
les droits subjectifs de l'État dans la doctrine frangaise contemporaine", Festschrift
O. Gierke, pp. 515 ss.), no podría ejercer influencia en la solución de la cuestión
de la personalidad del Estado. Sea la propiedad una relación entre sujetos
diferentes o una situación objetiva frente a la cosa, supone en todo caso un titular
personal o sea la personalidad del propietario. Asimismo, el hecho de que deba
considerarse a la potestad estatal como la resultante de situaciones objetivas,
tampoco demostraría que el Estado, titular del poder de mandar, deja de aparecer
como persona en el ejercicio de este poder. Se puede, por cierto, objetar a
Hauriou que, en el mismo orden de ideas, es difícil concebir cómo, entre los actos
del Estado, podrían unos considerarse como los de una persona jurídica mientras
que otros carecían de este carácter; una vez admitido, el concepto de
personalidad jurídica no es de los que se dejan limitar fácilmente: no se aviene a
ser introducido o aceptado sólo en parte.
Insiste sin embargo Hauriou, alegando (op. cit-, p. 100) que, si "la idea
fundamental de la personalidad jurídica del Estado es teóricamente ilimitada"
como "construcción lógica" que es, encuentra "prácticamente" un límite que
proviene del hecho de que sus efectos no se extienden a todos los problemas del
derecho público. "Se emplea útilmente —dice— cada vez que se concibe al
Estado en relación con los demás, y no sirve de nada cada vez que se le
considera en su organización interna." Así poco importa que lógicamente se
justifique la idea de personalidad en todos los campos de actividad del Estado;
jurídicamente existen campos en los que esta idea nada tiene que hacer, al
encontrarse en ellos desprovista de eficacia y de interés práctico. Y los campos en
que se ha hecho de este modo inútil son precisamente aquellos en que el Estado
no entra en relaciones con los demás. Así pues, el concepto de personalidad
desempeña un importante papel en la esfera del derecho internacional público;
aquí es donde posee toda su utilidad, porque se aplica a relaciones entre
personas estatales diferentes. En la esfera del derecho público interno hay que
establecer una distinción según que los individuos con los cuales se relaciona el
Estado aparezcan o no, en dichas relaciones, como terceros respecto a él. Se
verá después, por ejemplo (núms. 374, 379-380, 428), que en muchos aspectos
los órganos del Estado en sus relaciones con él no constituyen personas distintas;
asimismo se ha observado ya (p. 234, supra) que las relaciones entre el Estado y
sus miembros no
242

242 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [84-85

pueden asimilarse completamente a las relaciones del Estado con los demás.
Fundándose en estas observaciones, Hauriou declara que ya, en la esfera del
derecho administrativo, existen "compartimientos enteros" en los que la idea de
personalidad estatal no tiene por qué intervenir, pues no tendría ningún papel qué
desempeñar en ellos. Dicha idea encuentra su lugar en lo que concierne a "las
operaciones realizadas para la gestión de los servicios públicos, sean o no de
potestad pública"; por el contrario, en el campo en que el Estado, al actuar por
medio de sus autoridades administrativas, "toma la postura de una potestad que
se dirige a súbditos para determinar situaciones jurídicas objetivas", el
administrado ya no aparece —según la distinción anterior— como un tercero, y el
concepto de personalidad estatal resulta inútil.2' Finalmente, Hauriou sostiene (ver
sobre estos diversos puntos op. cit., pp. 106 ss.) que en el campo del derecho
constitucional, en el que se trata de "la organización de los grandes poderes
públicos y de la soberanía", el concepto de la personalidad del Estado debe
quedar sin aplicación, por razón de encontrarse aquí casi completamente
desprovisto de interés práctico. El Estado actúa aquí, en efecto, no ya corno una
persona susceptible de relaciones subjetivas con terceros, sino como una
"institución" que constituye una "individualidad objetiva", como un "conjunto de
situaciones establecidas, equilibrado con un poder de dominación"; institución o
conjunto que debe considerarse únicamente "en su organización interna", y por
consiguiente de una forma puramente objetiva, (pp. 100, 690 ss.).
85. De las diversas consideraciones que acaban de resumirse brevemente se
destacan dos argumentos esenciales. El primero consiste en decir que cuando el
Estado toma la actitud de una potestad que manda a sus subditos, no pueden
éstos, ante dicha actitud, considerarse como terceros, sino que han de tenerse
como miembros, como partes del todo, inseparables del conjunto. Hauriou (op. cit.,
p. 105 n.) invoca a este respecto el testimonio de Michoud que, como se ha visto
antes (p. 31), no admite que las relaciones del Estado con sus miembros sean
exactamente de la misma naturaleza que las que se establecen entre personas
totalmente distintas. Pero este último autor ha protestado él mismo (Festschrift O.
Gierke, p. 518) de la interpretación que Hauriou dio a su pensamiento: si el Estado
y sus miembros —dice— no son personas abso-
147

27
Según Hauriou (op. cit., pp. 101 ss., 107; Précis de droit administratif, 6' cd., pp. 486ss, cf. 8* eu.,
pp. 500 ssJ, el criterio de la distinción entre la vía de gestión y la vía de potestad pura se halla en el
hecho de que los actos de la primera especie son los únicos que pueden dar lu'sar a una
responsabilidad pecuniaria del Estado; los de la segunda especie sólo podrán ocasionar un recurso
de nulidad. En el fondo, en toda esta teoría hay una tendencia a volver a la antigua doctrina que
restringía la intervención de la idea de personalidad estatal únicamente a los actos de gestión y a
las operaciones de comercio jurídico.
243

85] POTESTAD DEL ESTADO 243

hitamente extrañas una a otra, no por ello deja de ser verdad que la existencia de
relaciones subjetivas entre esas dos clases de personas puede concebirse
perfectamente. Ocurre así precisamente en el caso en que el Estado se ve
obligado a recurrir a su potestad y a usar de ella para forzar a tal o cual de sus
miembros a conformarse a la voluntad estatal, por ejemplo, a conformarse a las
prescripciones contenidas en las leyes. Evidentemente, se ha confirmado con
anterioridad (pp. 234 se.) que los ciudadanos no son extraños a la obra legislativa
y que en este sentido tampoco son terceros propiamente dichos con respecto al
Estado legislador. Sin embargo, esta última observación no se justifica plenamente
sirio mientras que el ciudadano adopte como regla propia de conducía la
prescripción legislativa establecida por la, colectividad o por sus órganos, y siga
esta prescripción haciéndola suya. Entonces es cierto asegurar que cada nacional
compone un todo con la colectividad o con el Estado. Pero en el momento en que
ciertos individuos se coloquen en posición de resistencia Irente a la ley, esa
unidad se disipa y se manifiesta la oposición de las personas. El nacional, en
dicho caso, se coloca en una postura semejante a la que, ocupa frente al Estado
el individuo extraño a la comunidad. Desde ese momento las relaciones del
Estado con ese miembro individual se convierten a la vez en relaciones de
potestad y en relaciones con extraños, y se vuelve así a estar colocado sobre el
terreno en que Hauriou mismo reconoce que son posibles las relaciones subjetivas
entre el Estado considerado como persona y los individuos. El nombre de subdito
y el de sujeción, aplicados tradicionalmente a esos individuos y a su subordinación
a la potestad estatal, basta desde luego a revelar el carácter subjetivo de la
relación que se establece entre los nacionales y el Estado, incluso cuando éste
toma actitud de mando. El segundo argumento que se invoca contra la extensión
del concepto de personalidad a los derechos de potestad estatal tampoco tiene
fundamento. Este argumento, sobre el que insiste mucho Hauriou (op. cit., pp. 107
y 691), consiste en decir que esa extensión no tendría "ningún interés práctico" y
que el hacer depender los derechos de dominación de la persona Estado,
considerados esos derechos como subjetivos, sólo puede inspirarse en "un puro
espíritu de simetría". En cuanto a interés práctico, Hauriou sólo conoce, en efecto,
aquél que se relaciona con la cuestión de responsabilidad del Estado, y en cuanto
se trata de actos que no tienen que ver con dicha cuestión declara que el concepto
de personalidad pierde toda utilidad. Ahora bien, dicha utilidad ha sido por el
contrario claramente indicada y demostrada, hasta en lo que concierne al ejercicio
de los poderes de pura dominación, por muchos autores, como Michoud
(Fcstschrift O. Gierke, p. 519; Théorie de la pfírsonnalité morale, vol. I, pp. 293 ss.,
vol. u, pp. 74 s«.), Larnaude (Revue du droit
244

244 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [85-86


public, 1910, p. 391), Jellinek (System der subjektiven offentl. Rechte, 2a ed., pp.
193 ss.).28 El mayor interés de la aplicación del concepto de personalidad y de
subjetividad bilateral a las relaciones de potestad dominadora es que únicamente
dicho concepto permite transformar esa potestad de hecho en una potestad de
derecho, es decir, en una potestad jurídicamente reglamentada y limitada. Lejos
de exaltar la soberanía y de ampliar indefinidamente sus posibilidades de
agrandamiento, la idea del Estado sujeto jurídico obligado a comportarse con
respecto a sus miembros como con respecto a sujetos de derecho constituye, en
beneficio de éstos, una fuente de preciadas garantías, ya que implica que el
Estado no podrá hacer uso de su potestad con relación a ellos sino en la forma
que se usa de un derecho, o sea conforme al orden jurídico vigente; y en este
aspecto, dicha idea adquiere una capital importancia, puesto que es la condición
misma del sistema moderno del "Estado de derecho". Recíprocamente, la
consagración en la época presente del régimen del Estado de derecho basta para
proporcionar la prueba del carácter subjetivo del Estado y de su potestad. En
efecto, el hecho de que el Estado se limite a sí mismo obligándose a no ejercer su
dominación más que en ciertas condiciones y según ciertas reglas; el hecho de
que, hasta en el ejercicio de esa dominación, reconozca a los individuos que a ella
están sometidos la cualidad y los derechos de personas distintas de sí mismo, y el
hecho, por fin, de que, hasta en el uso que hace de su soberanía, se considera
ligado con dichas personas por ciertas obligaciones o restricciones, todo ello es
suficiente para convertir su potestad en una relación jurídica entre sujetos de
derecho, si no iguales, al menos distintos e independientes en cuanto se limitan
recíprocamente.
86. Queda la parte de la actividad estatal que se refiere a la organización misma
del Estado. En esto se inclinan los autores a admitir, con Hauriou, que la
personalidad del Estado no se manifiesta ni en la forma en que éste se organiza,
ni en aquella en que se halla organizado. "La teoría de la personalidad —dice
Michoud (Festschrift O. Gierke, p. 519)— resulta insuficiente si se pretende que
abarque todo el derecho público. Convengo en que, por ejemplo, el estudio de las
relaciones recíprocas entre los grandes poderes públicos no se refiere a ella." Y
asimismo Larnaude (loe. cit.): "Mientras el Estado no entra en contacto con el
ciudadano, la teoría de la personalidad no puede sernos de ninguna utilidad. No
nos enseñará cómo deben organizarse las elecciones, las Cámaras, los tribunales.
Pero desde el momento en que se trata, no ya del órgano considerado en sí
mismo, sino de la función, en cuanto ésta
148

28
Cf. Esmein (Élérnents, 5* ed., p. 35), que objeta a la doctrina de Duguit, negando radicalmente
toda personalidad al Estado, que esa doctrina "sólo tiene un resultado bien claro: el de afirmar el
reinado de la fuerza... Es el hecho puesto en el lugar del derecho."
245

86] POTESTAD DEL ESTADO 245

puede alcanzar al individuo, creo que es indispensable decir que el Estado ejerce
un derecho". Es evidente, en efecto, que el órgano no tiene personalidad distinta a
la de la colectividad por cuya cuenta actúa; por lo tanto, no pueden existir
relaciones personales entre los órganos, y por lo mismo la relación entre el Estado
y sus órganos no es fino cuestión de organización estatal interior, y no relación de
naturaleza subjetiva. Sin embargo, al reconocer estas particularidades
características del órgano no debe tampoco perderse de vista que dicho órgano es
uno de los elementos esenciales de la personalidad del Estado. Por una parte, la
teoría del órgano ha sido expuesta en la literatura contemporánea —como se verá
después (núms. 373 ss.)— precisamente con el objeto de hacer constar que los
derechos y poderes ejercidos por los individuos órganos tienen por sujeto propio,
no ya a dichos individuos, sino a la colectividad misma, y por consiguiente esta
Leoría responde por enlero a la idea de la personalidad del Estado. Emplea el
término "órgano" para disfrazar la personalidad de los agenles que desempeñan
funciones organizadas, y para destacar de una manera exclusiva, con ocasión del
ejercicio de dichas funciones, la personalidad de la colectividad estatal. Tiende
asimismo a poner en evidencia la unidad de la persona estatal en la multiplicidad
de sus órganos. Y tiene por objeto también establecer que la potestad poseída y
puesta en actividad por el órgano tiene por único titular al Estado. En todos estos
aspectos es, pues, imposible sostener que la consideración de la personalidad del
Estado es ajena a su organización, sino que muy al contrario, se manifiesta
especialmente en ella ocupando un lugar de los más importantes. Así pues, no se
comprende bien cómo Hauriou (op. cu., p. 107) puede pretender que no existe
"interés alguno en que los grandes poderes públicos se consideren como órganos
de la persona Estado o en que la soberanía sea considerada como la voluntad de
dicha persona jurídica". El interés de la teoría del órgano es suficientemente
conocido, y es capital: se trata nada menos que de asegurar, por esa distinción
entre el Estado y sus órganos, la limitación jurídica de la potestad de estos
últimos. Por otra parte, es igualmente esencial no perder de visla que la
organización del Estado es la condición misma de que depende la formación de su
personalidad. Bajo este aspecto también, no es exacto decir que el concepto de
personalidad nada tiene que ver con la organización estatal, pues existe entre
ambos términos un lazo de los más estrechos, ya que la una es la resultante de la
otra. Sin duda, al remontarse al momento primitivo en el que se ahormaron, bajo la
exclusiva influencia de los hechos, los elementos de la organización que dio vida
al Estado, hay que reconocer que en dicho momento inicial la unidad estatal no se
había formado aún. Pero, una vez formada, esa unidad es indeleble, extiende su
imperio y se aplica incluso a las cuestiones de
246

246 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [86

organización o reorganización futura. No le está permitido, pues, al juriou conviene


en ello (La souveraineté nationale, pp. 149-150): "El punrista, prescindir de ella en
el examen de estas cuestiones. El mismo Hauto de vista de la soberanía del
Estado es el del ejercicio de una soberanía totalmente formada. Durante el
período de formación, se puede admitir que la soberanía se constituye a la manera
de una fuerza compuesta, y una vez unificada es cuando el fenómeno de la
personificación viene a sobreponerle una unidad indivisible, hallándose entonces
totalmente formada". Reconoce, pues, Haurion que cuando el Estado y su
potestad han salido de su período de formación la unidad estatal y el concepto de
personalidad, que constituye su corolario, empiezan a mostrarse y hallan su
aplicación, incluso en lo que a dicha potestad se refiere. Ahora bien, este "punto
de vista del ejercicio de una soberanía totalmente formada" es precisamente el
punto de vista del jurista. La ciencia jurídica sólo debe considerar al Estado ya
formado, y no aquellos hechos que hayan podido proceder o incluso determinar su
formación (ver p. 75, supra, y núms. 441-442, infra). He aquí por qué dicha ciencia
jurídica no debe dudar en extender la calificación de derechos subjetivos del
Estado a los poderes de dominación estatal, o sea de derechos asegurados a la
persona estatal por el orden jurídico vigente en el Estado.
247
248

FUNCIONES DEL ESTADO

PRELIMINARES

87. Se entiende por funciones estatales, en derecho público, las diversas


actividades del Estado en cuanto constituyen diferentes manifestaciones, o
diversos modos de ejercicio, de la potestad estatal.1
249

La teoría de las funciones no debe confundirse con la de las atribuciones o


cometidos del Estado. Consideradas en sus relaciones con los cometidos por cuyo
motivo se ejercen, las diversas actividades del Estado pueden reducirse a los tres
principales grupos siguientes:
149

1
En principio, la potestad del Estado es una. Consiste, de una manera invariable, en el poder que
tiene el Estado de querer por sus órganos especiales por cuenta de la colectividad y de imponer su
voluntad a los individuos. Cualesquiera que sean el contenido y la forma variable de los actos por
medio de los cuales se ejerce la potestad estatal, todos estos actos se reducen en definitiva a
manifestaciones de la voluntad del Estado que es una e indivisible. Es necesario, por lo tanto,
empezar por establecer la unidad del poder del Estado. Pero, hecho esto, y desde el punto de vista
jurídico, es preciso también distinguir, en este poder que es uno, por una parte las funciones del
poder, que son múltiples, y por otra parte los órganos del poder, que pueden ser igualmente
múltiples. Las funciones del poder son las diversas formas bajo las cuales se manifiesta la
actividad dominadora del Estado; dictar la ley, por ejemplo, es uno de los modos de ejercicio de la
potestad estatal, o sea una función del poder. Los órganos del poder son los diferentes personajes
o cuerpos públicos encargados de desempeñar las diversas funciones del poder. El cuerpo
legislativo, por ejemplo, es el órgano que desempeña la función legislativa del poder estatal. Esta
distinción tan sencilla entre el poder, sus funciones y sus órganos, está obscurecida,
desgraciadamente, por el lenguaje usado en materia de poder, lenguaje que es completamente
vicioso. En la terminología vulgar, y hasta en los tratados de derecho público, se emplea
indistintamente la palabra "poder" para designar a la vez, sea el mismo poder, o sus funciones, o
sus órganos. Así, por ejemplo, se emplea el término "poder legislativo", bien para designar a la
función legislativa o bien para referirse a las asambleas que redactan las leyes. Es evidente, sin
embargo, que el cuerpo legislativo y la función legislativa son dos cosas muy diferentes. En virtud
de la misma confusión se designa por costumbre con el nombre de "poderes públicos" o "poderes
constituidos" a las diversas autoridades, como jefes de Estado, Cámaras, Ministros, etc., que
poseen las diferentes funciones de la potestad de Estado (ver n. 1, p. 272, infra). Dicha
terminología ilógica y equívoca es peligrosa, pues su naturaleza suscita y mantiene numerosos
malentendidos en esta materia. Así, por ejemplo, ha contribuido a embrollar y agravar la
controversia sin fin que reina entre los autores en lo referente al problema fundamental del número
de los "poderes" (ver núms. 249 ss., infra) Un lenguaje claro y preciso es la primera condición en
todo estudio científico. Débese, pues, emplear separadamente los tres términos poder, función y
órganos para designar sin ambigüedad y respectivamente a la potestad del Estado, a las diversas
actividades que entraña y a las varias autoridades que ejercen esas actividades.
250

250 FUNCIONES DEL ESTADO [87


1° El Estado tiene por fin resguardar la seguridad de la nación respecto de las
naciones extranjeras.
2° Tiene por misión, en el interior, asegurar el orden y el derecho2 en las
relaciones que entre sí mantienen los individuos.
3° Además, y frente a la doctrina del "Estado-gendarme", que sos-
150

2
.De todas las teorías que tienden a exaltar al Estado, sus funciones y su potestad, una de las más
atrevidas es quizás la que afirma que "el objeto de toda organización jurídica no es más que lo
justo", puesto que "las reglas de derecho tienden necesaria y exclusivamente a realizar la justicia"
(Geny, Science et technique en droit positif, pp. 49ssJ. Combinada en efecto con la comprobación
del hecho de que "el derecho positno moderno emana ante todo y esencialmente del Estado" (ibid.,
p, 57), esta afirmación viene a significar prácticamente que le corresponde al Estado, como creador
del derecho, apreciar y determinar, en virtud de su potestad dominadora, lo que es justo y lo que
no lo es. No es fácil concebir que pueda pedirse para e] Estado un papel o un poder más
considerable que éste. En realidad, es muy discutible que el Estado sea llamado a desempeñar
una tarea tan alta. El Estado tiene efectivamente por misión la creación del derecho, lo que ya es
una labor de capital importancia y de orden muy elevado, pero la noción de derecho no se
confunde con la de lo "justo" en el sentido propio y absoluto de esta palabra. El objeto de las reglas
de derecho no es tanto realizar la justicia en sí como asegurar el mantenimiento del orden social en
las relaciones de los hombres entre sí. Esto, claro está, no significa que no deba tener el Estado
ante sí cierto ideal de justicia cuando elabora las reglas que tienden a establecer y a conservar el
orden y la justicia entre los individuos. Evidentemente también, el Estado moderno ya no merecería
el nombre de "Estado de cultura" si desconociera el deber que le incumbe de trabajar, por todos
aquellos medios de acción y de potestad de que se halla investido, en el perfeccionamiento moral
del pueblo y de los ciudadanos; y esto también implica el desarrollo de la idea de justicia. Pero de
aquí no resulta que el derecho estatal y los principios superiores de la justicia perfecta sean
idénticamente de la misma esencia. Sin tratar de entrar en el examen profundo de las diferencias
que los separan, es suficiente, para establecer entre ellos una innegable distinción, recordar los
dos puntos siguientes. Por una parte, el derecho propiamente dicho consiste únicamente en reglas
cuya observancia sea susceptible de imponerse por medio de una coacción. Por lo mismo, esas
reglas sólo pueden ejercer su imperio sobre las manifestaciones exteriores de la actividad humana.
Por ello también, el derecho adquiere ab initio un carácter formal que excluye toda posibilidad de
confundirlo con los preceptos de la justicia: éstos se dirigen a la conciencia de los hombres; el
derecho sólo puede afectar y regir aquellos actos que son aparentes y tangibles. No se diga que
"únicamente hay en esto una diferencia cuantitativa y no cualitativa" (Geny, op. cit., p. 49), pues
estas dos clases de reglas son de naturaleza absolutamente distinta, ya que unas sólo exigen la
corrección externa de las formas, mientras las otras penetran hasta en los móviles íntimos de los
actos humanos. No es difícil que individuos que son hábiles en manejar y explotar la legalidad
consigan, por medio de ingeniosas combinaciones jurídicas, eludir las intenciones de justicia
esencial del legislador, lo cual por sí solo prueba que el derecho es impotente para realizar la
verdadera y plena justicia. Por otra parte, esta impotencia proviene también del hecho de que, por
razón misma de su objeto eminentemente social, el derecho estatal se refiere, no ya a las
circunstancias especiales en las que puede encontrarse cada individuo, sino precisamente a la
condición común y media del conjunto de miembros de la colectividad. El Estado moderno
especialmente, como "Estado de derecho", crea habitualmente el orden jurídico en forma de reglas
generales preconcebidas, aplicables a la totalidad de los súbditos. Por lo mismo, se ve obligado a
la necesidad de atenerse, en sus leyes, a soluciones de conjunto, o sea a soluciones medias y
aproximadas, que tal vez convengan, mal que bien, a la pluralidad de las especies, pero que de
ningún modo pueden pretender realizar, en cada ocasión, la justicia plena y entera. Ahora bien,
ésta, la justicia plena y entera, no admite término medio; bajo este aspecto tampoco es posible
referirse a diferencias puramente "cuantitativas" entre la justicia y el derecho, ya que la verdadera
justicia no es susceptible de más o de menos. La verdad es que el Estado moderno con sus
251

87]PRELIMINARES 251

tiene que fuera de su cometido de conservación nacional, la misión del Estado se


limita a desempeñar un papel policíaco y a mantener el derecho, 3 es indudable
que el Estado está llamado a desempeñar una misión cultural, en virtud de la cual
ha de trabajar por sí mismo, o sea por cuantos medios especiales de que dispone,
en el desarrollo de la prosperidad moral y material de la nación. En este orden de
ideas se puede sostenener que el Estado está autorizado para avocarse todas
aquellas atribuciones que responden a una necesidad o utilidad nacional, al
menos en la medida en que la actividad privada de los nacionales se muestra
impotente o insuficiente en su realización. Por lo demás, la cuestión de los
cometidos estatales no es una cuestión jurídica, sino un problema que depende de
la ciencia política; en el terreno jurídico, el único punto a observar en esta materia
es que, por razón de su poder de dominación, el Estado es dueño de determinarse
a sí mismo y ampliar a su grado el círculo de su competencia4.

considerables dimensiones, que siempre trata de constituye para la regla jurídica una causa de
inferioridad o imperfección "cualitativa", inherente a la misma naturaleza de las cosas, por lo que se
impone la necesidad de reconocer que siempre existirán ciertas diferencias irreducibles entre los
conceptos de justicia y de derecho.
3
Si sólo se tratara de asegurar a los individuos el orden público y la protección de sus derechos, las
grandes formaciones estatales de los tiempos modernos se explicarían difícilmente, pues simples
comunidades locales bastarían para desempeñar esa labor policíaca. La verdad es que el Estado
moderno con sus considerables dimensiones, que siempre trata de ampliar, tanto en población
como en extensión de territorio, tiene sobre todo por objeto el desarrollo y el fortalecimiento de la
potestad nacional, es decir, de la potestad militar, diplomática y económica de la nación con
respecto a los países extranjeros, y su potestad de progreso y de bienestar en el interior.
4
A este respecto se ha podido decir anteriormente (p. 26) que el Estado administra los asuntos de
la comunidad nacional. Esto no significa desde luego que el Estado tome por sí mismo la dirección
de todos los intereses particulares de sus miembros, ni siquiera que regente por sí la totalidad de
los intereses generales de la nación. De hecho, y a pesar del gran desarrollo que en la época
presente han tomado las tendencias al estatismo, el número de asuntos que asume directamente
el Estado es relativamente poco considerable, y por lo demás el Estado deja que los particulares
colaboren con su propia actividad en la satisfacción de las necesidades y en el aumento de la
prosperidad de la colectividad nacional, bien seguro de recoger ampliamente los frutos de toda
esta actividad privada. No por ello es menos cierto que el Estado puede considerarse como el
gerente de los asuntos de la nación, y esto en
primer lugar por cuanto es dueño de influenciar y de dirigir, por sus leyes y decisiones de. todas
150
clases, la actividad de sus miembros individuales, y sobre todo por cuanto tiene el poder
252

252 FUNCIONES DEL ESTADO [87-38

Muy distinto es el objeto de la teoría jurídica de las funciones. Sean cuales fueren
la extensión y la variedad de las competencias estatales, esta teoría responde a la
cuestión de saber cuáles son los actos por los cuales el Estado realiza las
diversas atribuciones que él mismo pudo asignarse. Al analizar jurídicamente esos
actos, establece su distinción y los clasifica en grupos separados, cada uno de los
cuales forma una rama de actividad que es una parte de potestad o función del
Estado.
Así entendidas, las funciones estatales, conforme a una tradición muy antigua, se
reducen por unanimidad de los autores a tres grandes clases de actividad: la
legislación, la administración y la justicia. Falta discutir si en esta división tripartita
debe considerarse a la justicia como función principal y esencialmente distinta, o
si, por el contrario, debe ser tenida como rama especial y parcial de la función
general de administrar.
Para determinar, en este conjunto de funciones, el alcance y el objeto propio de
cada una de ellas, es indispensable ante todo averiguar cuál es el fundamento de
su clasificación en tres ramas. ¿Cómo se ha llegado a distinguir una de otra la
legislación, la administración, la justicia? Respecto de este punto inicial existen en
la literatura contemporánea múltiples tendencias y doctrinas divergentes.
88. Según una primera escuela, de la cual Jellinek (L'État moderne, ed. francesa,
vol. II, pp. 317 ss.; Gesetz una Verordnung, pp. 213 ss.) es el principal
representante, la distinción de las funciones corresponde, al menos en parte, a la
diversidad de los fines estatales, fines que, según dicho autor, se reducen
esencialmente, por una parte, a la creación y al mantenimiento del derecho y por
otra parte a la conservación de la nación y al desarrollo de su cultura. Jellinek
comienza por comprobar que la actividad del Estado consiste unas veces en
formular reglas abstractas, que son leyes, y otras a desempeñar múltiples
cometidos mediante disposiciones tomadas de conformidad con las leyes o dentro
de los límites de las leyes, y el conjunto de estas disposiciones constituye así el
objeto de una segunda función. Pero, al llegar a este punto, Jellinek hace
intervenir la consideración de los fines:5 observa que entre los actos de la segunda
especie, unos se refieren a la conservación y a la cultura nacionales, mientras que
los otros, consistentes en fijar jurisdiccionalmente un
151

de avocarse y de ejercer por sí mismo aquellos cometidos para cuyo cumplimiento juzgue útil
susituir su actividad superior a la de los individuos, en interés general.
5
Esta consideración de los fines, que constituye uno de los signos característicos e incluso una de
las bases principales de la teoría de Jellinek respecto al Estado y al sistema del derecho público,
reaparece con frecuencia en las obras de dicho autor (ver por ejemplo Gesetz und Verordnung, p.
240, donde se recurre a ella para fundar la distinción entre leyes materiales y formales).
253

88] PRELIMINARES 253

derecho dudoso o discutido, tienden al mantenimiento y a la protección del


derecho. De la combinación de ambos puntos de vista, dicho autor deduce, pues,
la distinción entre la legislación, la administración y la justicia. Este método de
clasificación de los actos del Estado según el fin de los mismos ha sido seguido
por numerosos juristas. Así, por ejemplo, G. Meyer (Lehrbuch des deutschen
Staatsrechts, 6ª ed., p. 641) escribe: "La justicia se distingue de la administración
en que ésta tiene por objeto, no ya el mantenimiento del derecho, sino la
realización de intereses". O. Mayer (Droit administratif allemand, ed. francesa, vol.
i, pp. 6 y 13) define a la justicia y a la administración por sus respectivos objetos:
dice de la primera que es "la actividad del Estado para mantener el orden jurídico",
y de la segunda que es "la actividad del Estado en la realización de sus fines". En
Francia, Artur ("Séparation des pouvoirs et sépa: ration des fonctions", Revue du
droit public, vol. xm, pp. 237 ss.) funda esencialmente la distinción entre la
administración y la justicia en que se ejercen con fines diferentes, al tener la
primera por único fin asegurar el mantenimiento del derecho creado por las leyes y
la segunda, por fin verdadero, incluso cuando ejecuta la ley, el de proveer a todas
las necesidades del cuerpo social.
Esta teoría de los fines debe rechazarse. Tiene el defecto de involucrar dos
cuestiones muy diferentes: la de los cometidos del Estado y la de las funciones del
mismo. Como claramente lo ha demostrado Laband (Droit public de l'Empire
allemand, ed. francesa, vol. i, p. 117), la ciencia del derecho no es la ciencia de los
fines, pues no tiene por objeto definir las instituciones o los actos jurídicos según
su finalidad, sino según su estructura, sus elementos constitutivos, su contenido y,
sobre todo, sus efectos de derecho. La razón de ello es que actos jurídicos de
naturaleza diferente pueden perfectamente ser utilizados con un mismo fin y,
recíprocamente, el hecho de que dos actos tiendan a fines diferentes no prueba
que dichos actos tengan necesariamente una consistencia jurídica distinta. Esto se
prueba precisamente por lo que a las funciones estatales se refiere. Según
Jellinek, la legislación y la justicia responden ambas, en oposición a la
administración,' a un fin de derecho; por razón de su fin común deberían, pues,
hallarse reunidas en una función única, y sin embargo Jellinek las trata como
funciones diferentes. Por ello mismo dicho autor reconoce que funciones diversas
pueden ejercerse con un fin idéntico, y esto demuestra bien claro que la
preocupación de los fines debe permanecer extraña a la definición de las
funciones. En sentido inverso, una misma función puede referirse a múltiples fines:
por ejemplo, la legislación tiene como uno de sus fines establecer el derecho; pero
numerosas leyes tienen también por objeto inmediato la reorganización de la
potestad de conservación del Estado o el aumento
254

254 FUNCIONES DEL ESTADO [88-89

de la prosperidad de la nación; por lo tanto, si la calificación de los actos estatales


dependiese de su fin, las leyes de esta última clase deberían incluirse en la
función administrativa. Por estas cuantas observaciones puede verse que la teoría
de los fines sólo puede traer embrollo y contradicción en la distinción de las
funciones (cf. en este sentido Duguit, L'État, vol. i, pp. 442 ss. y Traite, vol. i, pp.
130 y 200).
152

89. Según una segunda doctrina, sostenida por Laband (op. cit., ed. francesa, vol. n, pp. 511 ss.),
la diferencia específica que separa los diversos actos del Estado consiste en que dichos actos se
componen, los unos de operaciones intelectuales y los otros de operaciones actuantes. Por una
parte las leyes y decisiones jurisdiccionales tienen por carácter común enunciar juicios en el
sentido lógico de la palabra. La legislación consiste en emitir afirmaciones. Por ella el Estado no
hace más que establecer un precepto jurídico, una regla abstracta que juzga apropiada a la
relación de derecho que dicha regla ha de regir. Asimismo, la resolución de justicia es una
declaración mediante la cual el Estado, en la persona del juez, afirma que según su criterio tal o
cual regla de derecho legal se aplica al hecho constitutivo de la especie litigiosa, hecho que el juez
hubo de comprobar y calificar previamente. Si la ley es un juicio in abstracto, la sentencia
jurisdiccional es un juicio in concreto. Por otra parte, sin embargo, estos juicios de orden legislativo
o justiciero no pueden ser suficientes para asegurar el funcionamiento del Estado. Un Estado que
no hiciera sino emitir máximas legislativas u opiniones judiciales sería impotente para desempeñar
prácticamente su misión. Junto a las operaciones del espíritu se necesitan actos efectivos. El
primero de estos actos habrá de consistir en procurar el cumplimiento de las leyes y de las
resoluciones: este cumplimiento es una función activa. Sin embargo no sería suficiente definir la
función activa del Estado mediante una pura idea de ejecución. No solamente tiene que realizar el
Estado el derecho consagrado por las leyes o reconocido por las resoluciones de justicia, sino que
también tiene que conservarse y desarrollar la cultura del pueblo. Para esto es indispensable que
el Estado realice numerosos actos positivos, es decir, operaciones actuantes. El conjunto de
dichos actos constituye la administración, en la cual la noción demasiado estrecha de simple
ejecución debe sustituirse por el amplio concepto de función actuante. Lo que caracteriza a la
administración es, pues, ante todo, que consiste esencialmente en actuación, y además que, a
diferencia de la legislación, que opera por medio de máximas abstractas, y a diferencia también de
la resolución de justicia, que no es un juicio preconcebido, sino una decisión emitida ex lege,
desprendida de la ley y mandada por ella, la administración consiste en acciones, cada una de las
cuales tiende
255

89] PRELIMINARES 255

a producir un "resultado determinado", o sea un resultado a la vez concreto y


premeditado.6
El desarrollo de este concepto ha llevado a Laband a admitir en relación con él
ciertas consecuencias muy importantes. En lo que concierne especialmente a la
delimitación entre la administración y la legislación, enseña (loe. cit., p. 516) que
por acciones del Estado debe entenderse "no solamente aquellos actos que
producen directamente un resultado exterior, sino también las decisiones que
provocan tales actos". La acción estatal, en el sentido activo de la palabra, debuta
en el preciso momento en que el Estado empieza a tomar disposiciones en vista
de un resultado determinado. Por ejemplo, si el Estado desea construir alguna
obra pública, la decisión por la que decreta dicha construcción constituye ya un
primer eslabón de la cadena de actos positivos que llevarán a la realización del
resultado deseado. De esto deduce Laband que, en el caso en que esa decisión
se tome por el órgano legislativo en forma de ley, dicha pretendida ley, que ya no
se limita a formular una máxima abstracta, sino que entra ella misma en la serie de
operaciones dirigidas hacia la construcción proyectada, constituye por ello mismo
un principio de acción administrativa, una operación actuante, en una palabra: un
acto de administración. Tal es, por lo menos en parte, el origen de la importante
distinción que dicho autor establece entre dos categorías de leyes: unas a las que
llama leyes concernientes al derecho (Rechtsgesetze), porque formulan reglas de
orden puramente jurídico, y otras a las que califica de leyes administrativas
(Verwaltungsgesetze), y que sólo son, para él, actos administrativos.
. Más adelante (núms. 101 ss., 119) se volverá sobre esta distinción, para
combatirla especialmente. Por el momento, hay que limitarse a oponer a la teoría
de Laband, tomada en su conjunto, las objeciones generales que han de
descartarla. En primer lugar, si bien es verdad, en gran parte, que las decisiones
legislativas y jurisdiccionales implican un juicio de parte del Estado, mientras que
la administración consiste sobre todo en acción, esta oposición entre las dos
especies de funciones no es sin embargo absoluta, ni mucho menos. En lo que
concierne a la administración se debe observar ante todo que en numerosos
casos el acto administrativo presupone una operación de juicio. Igual ocurre
cuantas veces la ley prescribe por anticipado la disposición administrativa que
habrá de aplicarse
153

6
La doctrina de Laband había sido ya enunciada,, en términos casi idénticos, por Barnave, ante la
Constituyente (sesión del 6 de mayo de 1790, Archives parlementaires, 1» serie, vol. xv, p. 410):
"Es falso que el poder judicial sea una parte del poder ejecutivo. La decisión de un juez es sólo un
juicio particular, así como las leyes son un juicio general; uno y otro son obra de la opinión y del
pensamiento, y no una acción o una ejecución"
256

256 FUNCIONES DEL ESTADO [89

a tal o cual situación determinada; así, en especial, cuando los administrados


recibieron de la ley el derecho propiamente dicho a pedir y obtener que
determinado acto administrativo se realice con relación a ellos (Laferriére, Traite
de la juridiction administrative, 2' ed., vol. n, p. 546). El cometido del administrador
en semejante caso consiste en cerciorarse y apreciar si en el mismo se han
cumplido las condiciones previstas por la ley, y si ésta deberá aplicarse a la
situación creada. Dicho administrador, que ahora sólo aplica la ley, por cuanto se
limita a reconocer lo que debe decidirse en dicho caso según la ley misma, emite
él también un verdadero juicio en el sentido lógico de la palabra, e incluso se
puede añadir con O. Mayer (op. cit., ed. francesa, vol. i, pp. 71 y 127) que su
decisión se parece en forma singular a un juicio judicial. Pero además, aun en el
caso en que la autoridad administrativa no se halla atada por un texto legislativo y
tiene por la ley el poder de actuar libremente según su inspiración, es evidente que
antes de tomar una determinación cualquiera habrá de proceder a un juicio cuyo
objeto será establecer si la disposición proyectada es legalmente posible en
derecho y convenientemente apropiada de hecho al fin propuesto (ver en este
sentido Duguit, L'État, vol. i, pp. 458 ss.). Recíprocamente, las leyes, incluso
aquellas calificadas por Laband como Rechtsgesetze, no podrían reducirse
exclusivamente a operaciones de juicio. Pues, según el mismo Laband (loe. cit.,
vol. II, pp. 263 ss.), toda ley creadora de derecho contiene necesariamente una
orden, una prescripción de observar la regla que consagra, y por lo tanto viene a
ser un mandamiento.7 En la creación de la ley, no solamente entra un acto
intelectual de juicio, sino también un acto de voluntad, y de voluntad* que tiende a
producir determinados resultados. Por lo tanto, como lo propone Duguit (loe. cu.,
pp. 463 ss.; Traite, vol. i, p. 201), se debe aplicar a las Rechtsgesetze el
razonamiento expuesto por Laband para las leyes administrativas, y se debe
afirmar que toda ley creadora de derecho, por cuanto contiene una orden con el fin
de obtener un resultado determinado de antemano, constituye el punto de partida
de toda una serie de acciones que se emprenderán posteriormente para obtener
dicho resultado, convirtiéndose así ella misma en una acción, por idéntica razón
que las leyes administrativas. También puede oponerse a toda la teoría de Laband
esta última objeción: funda la clasificación de las funciones más en un análisis
psicológico de las diversas actividades del Estado que en la observación de los
caracteres y del alcance jurídico de los actos estatales. Por eso Duguit (L'État, vol.
i, pp. 447 ss.) cali-
154

7
Asimismo, la resolución de justicia ya no consiste únicamente, como en el proceso romano de la
antigüedad, en una simple sentencia u opinión emitida por el juez. Además de ese juicio
propiamente dicho, contiene esencialmente un mandamiento, para la parte condenada, de
conformarse a la decisión del tribunal. Es también el mismo Laband (op. cit., ed. francesa, vol. IV,
p. 159) el que lo observa.
257

89-90] PRELIMINARES 257

fica a las teorías del género de la de Laband como doctrinas psicológicas, y este
epíteto indica de sobra que tales doctrinas no pueden satisfacer al jurista, porque
no responden al especial orden de ideas de la ciencia del
derecho.
90. Frente a las precedentes doctrinas, existe una tercera teoría que declara
precisamente que se coloca en el terreno especial del derecho, y particularmente
del derecho constitucional vigente. Desde el punto de vista jurídico, los actos del
Estado han de definirse y distinguirse, no ya según las consideraciones racionales
sacadas de su objeto y de su naturaleza intrínseca, sino por los datos positivos
concernientes a su tenor externo y a sus efectos de derecho, tal como éstos se
hallan fijados por la Constitución. Ahora bien, las Constituciones hacen depender
la calificación y la eficacia jurídicas de los diversos actos estatales de una cuestión
de forma y de órgano. Así pues, la decisión emitida en la forma legislativa por el
órgano de la legislación lleva, en la terminología constitucional, el invariable
nombre de ley, sean cuales fueren su contenido y su naturaleza interna. Y no se
trata sólo de una cuestión de palabras, sino que en verdad todo acto en forma
legislativa que emane del cuerpo legislativo posee fuerza efectiva de ley, como
también, recíprocamente, la decisión que emana de una autoridad administrativa o
judicial nunca tendrá la virtud legislativa; aunque el contenido de dicha decisión
fuese, por su naturaleza, idéntico al contenido de las leyes, jurídicamente sólo
tendrá valor como decisión administrativa o judicial. En una palabra, desde el
punto de vista jurídico, los actos del Estado constituyen actos de legislación, de
administración o de justicia, según tengan por autores a los órganos legislativos,
administrativos o judiciales. Cualquier otra clasificación quedaría desprovista de
exactitud jurídica, al encontrarse en oposición con el sistema positivo del derecho
constitucional.
Es cierto, en efecto, que las Constituciones francesas particularmente se atienen
al punto de vista y al criterio formales, que consisten en definir a la función por el
órgano. Esto se desprende sobre todo de la definición de la ley que dan dichas
Constituciones. Bien es verdad que las de la época revolucionaria parecen
haberse inclinado en un principio a un concepto de la ley que se fundaba en el
alcance y en la naturaleza intrínseca de su contenido. Han sido dirigidas en este
sentido por la doctrina de Rousseau, cuya influencia fue tan considerable en dicha
época. Rousseau —como se verá después (n° 92)— había expuesto la idea de
que la ley se caracteriza por la generalidad de sus disposiciones, en el sentido de
que no estatuye sobre un hecho o sobre un hombre en particular, sino de un modo
abstracto y para el cuerpo todo de ciudadanos. En cuanto a la decisión que recae
sobre un objeto particular, aunque fuese emitida por el propio legislador, no
constituiría una ley, sino un
258

258 FUNCIONES DEL ESTADO [90

simple "decreto" o acto de administración. Este concepto de la ley fue consagrado


en parte por las primeras Constituciones francesas. Así la Declaración de 1789
(art. 6), al especificar que "la ley debe ser la misma para todos" (ver respecto de
este texto n° 98, infra), parece destacar la generalidad de la disposición como un
rasgo esencial de la ley y como un elemento de su definición. Asimismo la
Constitución de 1791 (tít. m, cap. ni, sec. 1% art. lp), al enumerar las diversas
competencias del cuerpo legislativo, coloca en primera línea el poder de "proponer
y decretar las leyes"; después este mismo artículo expone una larga lista de otros
objetos sobre los cuales el cuerpo legislativo ha de estatuir igualmente, por lo que
dicho texto establece una distinción entre leyes propiamente dicha? y otras
decisiones del órgano legislativo, las cuales aunque llevarán el título de leyes,8 no
son leyes sino en la forma y no en cuanto al fondo. Se vuelven a encontrar huellas
de este concepto en las Constituciones de 1793 y del año m. La Constitución de
1793, conforme a la teoría de Rousseau, divide las decisiones del cuerpo
legislativo en leyes y decretos, debiéndose observar que las decisiones colocadas
por su art. 55 en la categoría de los decretos consisten en su mayor parte en
disposiciones particulares de administración, en oposición a las leyes que, según
el art. 54, se refieren principalmente a objetos generales dependientes de la
reglamentación general. A su vez la Constitución del año III distingue en su art.
128 "las leyes y los oíros actos del Cuerpo legislativo", dando con ello a entender
que todo acto que emana de dicho órgano no es, por ese solo hecho, una ley.
Pero desde el principio de la Revolución y junto con el concepto que se desprende
de los textos citados, aparece otro concepto de la ley, y este segundo concepto,
que se limitaba a definir la ley por sus elementos formales, abstracción hecha de
su objeto intrínseco, había de prevalecer poco a poco, hasta acabar por reinar de
una manera exclusiva. Aparece ya en la ley del 12 de octubre-6 de noviembre de
1789, especificando en su art. 7 que "los decretos (de la Asamblea nacional)
sancionados por el rey llevarán el nombre y el título de leyes". Se confirma en la
ley del 2-5 noviembre de 1790, y halla de nuevo su consagración en la
Constitución de 1791 (tít. m, cap. m, sec. 3, art. 6): "Los decretos (del cuerpo
legislativo) sancionados por el rey tienen fuerza de ley y llevan el nombre y el título
de leyes". Se afirma aún más en la Constitución del año ni, que dice en su art. 92:
"*'Las resoluciones del Consejo de los Quinientos, adoptadas por el Consejo de
los Ancianos, se llaman leyes".
155

8
Ver especialmente el tít. ni, cap. m, seo. 3, art. 8: "Los decretos del cuerpo legislativo que
conciernen al establecimiento y percepción de las contribuciones públicas llevarán el nombre y
título de leyes." Y sin embargo el art. 1', sec. 1* del mismo capítulo, distinguía el poder de
"establecer las contribuciones" del poder de hacer las leyes.
259

90] PRELIMINARES 259

Finalmente se consagra en forma definitiva y exclusiva en la Constitución del año


vm y en las Constituciones posteriores, en las que se puede buscar en vano
cualquier vestigio de una definición de fondo de la ley o de la función legislativa. El
único concepto que se desprende de las Constituciones posteriores a la
Revolución, es que cualquier acto hecho en forma de ley por el órgano legislativo,
sea el que fuere su objeto o contenido, constituye una ley propiamente dicha, una
ley en el sentido constitucional, por el motivo de que saca de su origen y de su
consistencia formal "fuerza de ley".9 Todavía hoy, cuando el art. I9 de la ley
constitucional de 25 de febrero de 1875 —único texto del que se pueda deducir en
la actualidad alguna indicación fundamental referente al concepto constitucional de
ley— declara simplemente a este respecto que "el poder legislativo se ejerce por
dos asambleas: la Cámara de los Diputados y el Senado". Esta disposición puede
interpretarse en un doble sentido: o bien significa que toda decisión (en forma
legislativa) de las Cámaras es una ley, o por lo menos que no puede haber
ejercicio de la potestad legislativa sino por parte de las Cámaras, en el sentido de
que una ley, en la acepción constitucional de la palabra, sólo puede resultar de
una decisión que emane de ellas. Ambas interpretaciones implican el carácter
esencialmente formal del concepto de ley en el derecho positivo francés.10
Si el punto de vista formal predomina así en la Constitución, no puede sorprender
que la doctrina, a su vez, haya sufrido la misma influencia. En los principios, sin
embargo, hubo por parte de la doctrina alguna resistencia. Merlin, por ejemplo,
formula en su Repertoire, v" "Loi", § 2, la cuestión de saber "si todo acto de la
autoridad investida del poder legislativo es una ley". Y siempre fiel a las ideas que
la Revo-
156

9
Ver respecto de esta historia del concepto constitucional de ley en Francia: Duguit (L'Éiat, vol. i,
pp. 488 ssj, Jellinek (Gesetz und Verordnimg, pp. 73 ssj.
10 Duguit L'État, vol. i, p. 431) pretendió sin embargo que el art. 1' de la ley constitucional de 25 de
febrero de 1875 podría entenderse también en el sentido de que únicamente las Cámaras tienen el
poder de dictar una prescripción que tuviera en sí y era cuanto al fondo naturaleza de ley. Pero
esta interpretación sólo sería sostenible si la Constitución de 1875, por otro lado, hubiera
determinado los elementos de fondo que caracterizan a la ley y a la competencia legislativa así
entendidas. Ahora bien, importa observar que desde el año vm las Constituciones francesas, a
diferencia de las de la Revolución, no se preocupan ya en lo más mínimo de determinar, ni siquiera
por vía de enumeración, ni menos aún por medio de definición de principio, cuál es la naturaleza
intrínseca de la ley o cuáles son las materias que entran especialmente en el campo de la
legislación (Jellinek, op. cit., p. 81). Su mismo silencio, a este respecto, prueba de nuevo que sólo
conocen el aspecto formal de la ley. Es cierto lo que reconoció Duguit en su Traite, vol. n, p. 377:
"El art. 1' de la ley de 25 de febrero de 1875 significa únicamente que un acto sólo tiene carácter y
fuerza de ley formal cuando emana de un voto de las Cámaras, y por otra parte que todo acto
votado por las Cámaras, cualquiera que sea su carácter intrínseco, posee carácter y fuerza de ley
formal."
260

260 FUNCIONES DEL ESTADO 190

iución había tomado primeramente de Rousseau, contesta: "Es evidente que no se


pueden considerar como leyes propiamente dichas aquellos actos del cuerpo
legislativo que sólo estatuyen sobre objetos de interés local o individual. Así,
autorizar a un establecimiento público a enajenar un inmueble, permitir a un
municipio imponerse ciertos impuestos, no es hacer una ley, sino un acto de alta
administración. A la larga, sin embargo, los autores se han inclinado por el sistema
adoptado por las Constituciones sucesivas, y es cierto que, en su conjunto, la
literatura jurídica francesa del siglo xix presenta, por lo que se refiere a la ley,
definiciones principalmente formales,11 Los últimos representantes de dicha
escuela fueron Ducrocq (Cours de droit adminístratef, T ed., vol. I, pp. 12 ss.) y
Beudant (Cours de droit civil, introducción, núms. 4 y 31; cf. Moreau, Le réglement
administratif, pp. 50 ss.), que declaran que debe considerarse como ley toda
decisión adoptada por las Cámaras en forma legislativa.12
Es conveniente sin embargo establecer una distinción entre los autores que
profesan esta teoría formal. Unos se limitan a sostener que es la teoría
consagrada por el derecho público vigente. Este es el caso de Hauriou (Précis de
droit administratif, 3* ed., pp. 37 ss.) Duguil (L'État, vol. i, pp. 431-432), Labancl
(op. cit., ed. francesa, vol. u, p. 346 «.), JeJlinek (op. cit., pp. 80 ss.), los cuales
declaran que el derecho positivo francés se vale únicamente, para declarar la ley,
del elemento formal. Asimismo ocurre en Alemania, donde Arndt, en una serie de
obras y artículos de polémica (ver particularmente Die Verfassungsurhunde für
den preussischen Staat, & ed., pp. 241 ss.) defendió la teoría formal, sosteniendo
por ejemplo que, en el art. 62 de la Constitución prusiana
157

11
Bastará con citar aquí, a título de ejemplo, a Aubry y Rau (Cours de druit civil franyais, 4' ed., vol.
i, p. 7 y p. 48 n.) que declaran que por "leyes propiamente dichas" hay que entender "aquellas
reglas formuladas por el poder legislativo", excluyendo aquellas que puedan ser formuladas por
otra autoridad. Este concepto de la ley se mantiene en la edición actual (5" ed., pp. 11 y 14).
12
Reudant (loe. cit.): "Se llama leyes a las decisiones que emanan del poder legislativo ... El único
carácter esencial de la ley, en el sentido técnico de la palabra, es el de ser una decisión que
emana del poder más alto del Estado, el poder legislativo." Moreau, loe. cit.: "¿En que se
diferencian el reglamento y la ley? En que la ley emana de un órgano preponderante: el
Parlamento... El reglamento y la ley difieren por la autoridad que los hace, y su diferencia es
jerárquica." Ver también Raga, Pouvoir réglementaire du Présidenl de la République, tesis, París,
1900, p. 181: "En nuestro derecho público, la cualidad del acto no depende de su naturaleza
propia, sino del procedimiento por el cual dicho acto ha sido elaborado. Sólo son leyes aquellas
proposiciones que han sido discutidas y votadas por ambas Cámaras. La palabra ley es el nombre
genérico con el cual se designa a todas las decisiones tomadas por el poder legislativo. El
presupuesto, las autorizaciones de impuestos, etc., considerados en su naturaleza, son actos
administrativos, y sin embargo, al emanar del Parlamento, son por ello leyes. La forma se impone
al fondo."
261

90-91] PRELIMINARES 261

de 1850, las palabras ley y potestad legislativa deben entenderse en un sentido


puramente formal; este autor se dio también cuenta perfectamente de que el
derecho positivo francés sólo conoce el concepto formal de la ley (op. cit., p. 244;
Das selbstandige Ferordnungsrecht, pp. 59 ss.). En a mi¿ma categoría de
escritores se puede colocar a O. Mayer, el. Cual •—sin dejar de distinguir
perfectamente los elementos y efectos de forma o de fondo de la ley (op. cit., ed.
francesa, vol. i, pp. 4 ss.,)— declara que, desde el punto de vista jurídico, "no
existen dos conceptos de ley. La ley es la ley constitucional, el acto resultante del
concurso del príncipe y de la representación nacional según la vía prescrita por la
Constitución, o sea la ley en el sentido formal" (loe. cit., vol. T, pp. 88 ss., texto y n.
7). Pero hay otros autores que llegan mucho más lejos: pretenden que no es
posible encontrar para la ley más definición que una definición formal. Según ellos,
no sólo el concepto formal es el único que está conlorme con el derecho
constitucional moderno, sino que •—dicen— incluso elevándose por encima del
sistema positivo de las Constituciones, no es posible descubrir más elemento
esencial de la ley que su forma, siendo esta la única fuente de donde deriva la
fuerza legislativa. Así Zorn (Staatsrecht des deutschen Reichs, 2ª ed., vol. i, p.
404; ver también pp. 401 ss.) dice que "la ley sólo es una forma destinada a la
creación del derecho". Asimismo v. Martitz (Zeitschrift f. die gesammte
Staatswissenschaft, vol. xxxvi, pp. 241 ss.) y Hanel ("Das Gesetz im formellen und
materiellen Sinne", Studicn zuñí deutschen Staatsrecht, vol. II, ver por ejemplo pp.
233, 234, 245 )13 sostienen que toda decisión adoptada por vía legislativa adquiere
por esto mismo todos los caracteres y todo el valor intrínseco de una regla
legislativa. Por lo tanto, una autorización administrativa, una subvención a un
establecimiento público, siempre que sean concedidas en forma de ley, llenan
todas las condiciones constitutivas de la regla legal de derecho (ver a este
respecto las autoridades citadas por G. Meyer, op. cit., & ed., p. 551, n. 3).
91. Esla teoría formal de las funciones es rechazada hoy día por la gran mayoría
de los autores. Dicen que choca demasiado brutalmente con la razón, que
contradice demasiado directamente los hechos más evidentes para ser aceptable,
incluso desde el punto de vista jurídico. El hecho de que, jurídicamente, una
decisión dependa de la competencia del órgano legislativo o de la competencia de
la autoridad administrativa, no puede por sí sólo proporcionar la base de la
respectiva definición o de una delimitación exacta entre la legislación y la
administración. La substancia de un acto estatal no varía según la cualidad de su
autor o según la forma en la que se ha gestado. Bien sea que el acto se realice
por la
158

13
Se hallará el resumen de la doctrina de Hanel en Laband, op. cit., ed. francesa, vol. VI, pp. 381
ss.
262

262 FUNCIONES DEL ESTADO [91

autoridad administrativa en la forma propia de la administración, o por el cuerpo


legislativo estatuyendo en forma de ley, el contenido y la naturaleza interna de
dicho acto permanecen idénticos. Indudablemente que el derecho se halla, en
general, impregnado de formalismo; que presenta, en amplio grado, carácter
formal, y que la forma de los actos jurídicos influye profundamente sobre sus
efectos. Sin embargo, la forma no siempre es decisiva por sí sola: junto a las
condiciones de forma, existen condiciones de fondo de las que no puede
prescindir la ciencia jurídica. Esto se manifiesta particularmente en lo referente a la
ley. Se puede, en verdad, sostener racionalmente que una prescripción, cualquiera
que ésta sea, no llega a realizar el concepto jurídico de ley sino cuando haya sido
dictada por el órgano que tiene la potestad de legislar y decretada a título de ley
según la forma constitutiva de la legislación. Entraría así en el concepto de ley un
elemento formal, y en este aspecto las condiciones de aparición de la ley
dependerían de las variables exigencias de las Constituciones positivas (cf. n9
110, infra). Pero, cualquiera que sea la importancia que convenga conceder a
estas cuestiones de forma, de competencia y de órgano, no deja de ser necesario
que aquella decisión para la que se reclama el carácter de ley se ajuste a ciertas
condiciones de fondo, sin las cuales la ley no puede concebirse. Si faltan esas
condiciones, es decir, si el contenido de una disposición adoptada por el legislador
es de tal naturaleza que dicha disposición no es susceptible de producir ningún
efecto legislativo, será inútil haberle aplicado la forma constitucional de la
legislación, pues en ese caso la forma será impotente para imprimirle al fondo el
valor de ley.
Ahora bien, cualquiera que sea la idea que de la ley se forman las diversas
escuelas de juristas, existe al menos un punto, en cuanto al fondo, sobre el cual
casi todas se hallan de acuerdo. Según la doctrina generalmente admitida, el
concepto de ley implica esencialmente la idea de regla. Lo que distingue la ley de
cualquier otro acto de autoridad es su carácter regulador. Este concepto de la ley
está tan profundamente arraigado en la opinión corriente que entre los autores
más empeñados en defender el criterio puramente formal de la ley, algunos, como
v. Martitz y Hanel,14
antes citados, para establecer su teoría se han creído obligados a sostener que
toda decisión tomada por vía legislativa adquiere por este solo hecho el carácter
de una regla, y como tal llega a ser ley. Pero precisamente
159

14
Sostiene Hanel que la forma de ley es suficiente para transformar en regla jurídica a «toda
prescripción a la que haya sido aplicada. Reconoce sin embargo que entre las prescripciones
dictadas en forma legislativa, existen algunas que de ningún modo pueden considerarse como
reglas; pero declara que el empleo de la forma legislativa en semejantes casos es un
"contrasentido" por parte del legislador, y se niega entonces a hallar categorías jurídicas para tal
clase de contrasentidos, (loe. cit., pp. 171 ss.).
263

91] PRELIMINARES 263

esta pretensión es ía que no se puede aceptar. Cualquiera que sea la forma en


que se entienda el concepto de ley, en efecto, parece que una prescripción no
puede constituir una regla, hasta en el sentido más reducido de la palabra, sino
mientras llena por lo menos estas dos condiciones: que contenga algún precepto
obligatorio y, además, que la disposición de que trata sea de tal naturaleza que
constituya en el futuro, o sea durante un lapso de tiempo más o menos largo, un
elemento del orden jurídico de la comunidad estatal (salvo, claro está, precisar lo
que se entiende por orden jurídico del Estado). Una simple máxima filosófica, una
proposición de orden científico, una declaración solemne que atestigüe que tal o
cual ciudadano ha merecido bien de la patria, por más que se emitan en forma
legislativa, nunca podrán constituir ni una regla, ni por consiguiente una verdadera
ley, puesto que carecen prácticamente de cualquier alcance obligatorio (cf.
Laband, op. cit., ed. francesa, vol. n, pp. 345, 363 ).15 Lo mismo ocurre con
cualquier ley formal que no haga sino estatuir sobre un caso particular por una
disposición actual cuyo efecto se acaba instantáneamente, pues una ley de este
género no establece ninguna situación jurídica durable en lo por venir.
Así pues, no siempre una decisión legislativa tiene la naturaleza y los efectos de
una ley verdadera. Partiendo de esta observación, se ha llegado a dividir las leyes
en leyes en cuanto a la forma y leyes en cuanto al fondo, o —empleando la
terminología alemana hoy aclimatada en Francia— en leyes formales y leyes
materiales. Esta distinción, por cierto, no se reduce a la función legislativa, sino
que se extiende a todas las funciones del Estado. De un modo general, la
repartición de las competencias entre los órganos no coincide estrictamente con la
distinción objetiva de las funciones. Así como el legislador, a veces, dicta en forma
de ley disposiciones que carecen de naturaleza legislativa, la autoridad
administrativa también ejerce, además de su cometido de administración
propiamente dicha, un poder reglamentario en cuya virtud toma parte en la
legislación material, y un poder de decisión jurisdiccional por el cual participa de la
función judicial. A su vez los tribunales, o los jueces individualmente, se hallan
investidos de atribuciones tales como la organización y vigilancia de las tutelas, la
intervención de ciertos registros, etc., que no son, propiamente hablando,
atribuciones jurisdiccionales. 16 Por esas razones —dícese— es necesario
distinguir, paralelamente
160

15
Según Laband (loe. cit.), semejantes proposiciones o afirmaciones sólo valen como leyes
formales. Pero Jellinek (op. cit., p. 328) y O. Mayer (loe. cit., vol. i, p. 90) parecen razonar con más
exactitud al declarar que ese mismo valor les falta y que, según su teoría, no son leyes en ningún
sentido.
16
En numerosos textos se confiere a la autoridad jurisdiccional el poder de realizar
264

264 FUNCIONES DEL ESTADO [91-92

a la distinción entre la legislación material y formal, la administración en el sentido


material y en el sentido formal del término; por lo que muchos autores consideran
a los reglamentos que emanan de la autoridad administrativa como actos que sólo
son administrativos en la forma, y en cambio ciertas leyes formales se califican
como actos de administración material. Finalmente, se distinguen también los
actos realizados por autoridad de justicia, y que no son sino actos judiciales
formales, de aquellos que consisten efectivamente en juzgar y que son actos de
jurisdicción material. (Se hallará esta distinción presentada en toda su amplitud en
Jellinek, L'Élat moderne, ed. francesa, vol. u, pp. 315 ss.; Laband, loe cit., vol. ii,
pp. 342 ss,, 505 ss.; G. Meyer, loe. cLl., pp. 549 ss.; cf. Duguit, Traite, vol. i, pp.
130 ss. y L'État. vol. i, pp. 429 ss.).
La oposición entre funciones materiales y formales se desprende pues de la falta
de concordancia entre la competencia constitucional de los órganos y el campo
natural de las funciones consideradas en sí mismas. Por funciones formales se
debe entender las diversas actividades ejercidas respectivamente por las tres
clases de órganos del Estado en la forma propia de cada uno de dichos órganos.
Aquí la función se halla determinada por el agente que ejerce y por la forma en
que se ejerce. Pero este criterio puramente formal —dícese— no puede constituir
la base de una definición objetiva y de una distinción de las funciones por lo, que
se refiere a su fondo. De ahí la teoría de las funciones materiales, en la que las
diversas actividades del Estado se caracterizan y diferencian según la substancia
misma y el contenido de les actos por los cuales se ejercen respectivamente,
haciendo abstracción de las condiciones orgánicas o formalistas en las cuales se
cumplen dichos actos.
92. La distinción entre funciones formales y materiales se ha calificado alguna vez,
en Francia, como teoría alemana. Jellinek (Gesetz und Verordnung, pp. 51 ss.)
pretende por el contrario que el fundador de esta teoría no es otro que el mismo
Rousseau; pero ello es una afirmación muy discutible, por lo menos en lo que
concierne a las leyes. Desde luego tiene razón Jellinek al decir que Rousseau
distingue en la ley un elemento de forma y un elemento de fondo. Rousseau define
la ley, en efecto, como la expresión de "la voluntad general"; y tiene especial
cuidado de especificar que entiende con ello no solamente que la ley tiene su
fuente y su consistencia en la voluntad universal del pueblo, sino también que
tiene, y que sólo puede tener, un objeto general únicamente, que es el
161

actos que, según la opinión pública, no son en si actos de jurisdicción. Ver por ejemplo en el
Código civil, los arts. 115, 120, 218 a 222, 353, 356, 458, 467, 477, 494 a 496, 1007, 1008, 1555,
1558, 2103, 2174, 2208; en el Código de procedimientos civiles, los arts. 72, 418, 819, 822, 861,
865, 978, 1017, etc.
265

92] PRELIMINARES 265

de estatuir abstractamente por y sobre el pueblo entero. Así pues, una voluntad
estatal sólo es voluntad general mientras es general juntamente en cuanto a su
origen y en cuanto a su objeto.17 El acto estatal que carezca de alguna de estas
dos condiciones, deja de ser ley, para ser un acto de administración. Esto es lo
que Rousseau declara formalmente. De su teoría sobre la voluntad general, en
efecto, deduce la doble consecuencia siguiente: así como la voluntad de sólo una
parte del pueblo, y con mayor razón la voluntad de un hombre, jamás puede
engendrar una ley,18 tampoco la voluntad universal del pueblo, cuando se ejerce
sobre un objeto particular, podrá constituir una ley, sino un simple decreto, un acto
de magistratura, o sea un acto administrativo.19 En otros términos, la ley, además
de la condición de forma relativa a su origen, ha de llenar una condición de fondo
referente a su materia, a falta de la cual la decisión tomada por el pueblo
legislador entra en realidad en el concepto material de administración. Bien es
verdad que al formular este último principio, Rousseau establecía implícitamente
una distinción material entre la legislación y la administración, con lo que tal vez
esté permitido decir que, hasta cierto punto, preparó la distinción contemporánea
entre leyes materiales y leyes formales. Pero en definitiva, no admite Rousseau de
ningún modo esta distinción. En efecto, muy lejos de establecer separación entre
el fondo y la forma y de constituir dos categorías de leyes, sólo
162

17
Control social, lib. II, cap. vi: "Cuando todo el pueblo estatuye sobre todo el pueblo, sólo se
considera a sí mismo; y si se establece entonces una relación, es del objeto por entero bajo un
punto de vista al objeto por entero desde otro punto de vista. Entonces la materia sobre la cual se
estatuye es general, como es general la voluntad que estatuye. A este acto es al que llamo ley."
"Cuando digo que el objeto de las leyes es siempre general, entiendo que la ley considera a los
súbditos en cuerpo y a las acciones como abstractas, y nunca a un hombre como individuo, ni a
una acción particular... Toda función que se refiere a un objeto individual no pertenece a la
potestad legislativa."
18
Ibid., lib. II, cap. n: "La voluntad es general o no lo es. Es la del cuerpo del pueblo o solamente
de una parte. En el primer caso esta voluntad declarada es un acto de soberanía y hace ley. En e]
segundo caso no es sino una voluntad particular o un acto de magistratura: a lo sumo es un
decreto." Cf. lib. II, cap. vi: "Debiendo la ley reunir la universalidad de la voluntad y la del objeto,
aquello que un hombre, sea el que fuere, ordena por sí, no es una /ey, sino un decreto."
19
Ibid., lib. u, cap. vi: "Incluso lo que ordena el soberano sobre un objeto particular
tampoco es una ley, sino un decreto; ni es un acto de soberanía, sino de magistratura." Cf. lib. II,
cap. IV: "Así como una voluntad particular no puede representar a la voluntad central, la voluntad
general a su vez cambia de naturaleza al tener un objeto particular, y como voluntad general no
puede pronunciarse ni sobre un hombre ni sobre un hecho. Cuando el pueblo de Atenas, por
ejemplo, nombraba o deponía a sus jefes, concedía honores a uno o imponía penas a otro, o por
multitud de decretos particulares ejercía indistintamente todos los actos de gobierno, el pueblo de
entonces no tenía ya voluntad general propiamente dicha, no actuaba ya como soberano, sino
como magistrado."
266

266 FUNCIONES DEL ESTADO [92

conoce, por el contrario, un concepto único de la ley, y exige positivamente que


ésta reúna, a la vez, un elemento material y un elemento formal, debiendo
necesariamente combinarse dichos dos elementos para que se realice el concepto
de ley (Duguit, UÉtat, vol. i, p. 496). La doctrina del Contrato social es muy clara
en este sentido: una ordenanza general dictada por una autoridad distinta del
legislador no es para Rousseau una ley material, sino un mero "decreto"; una
decisión particular emitida por la autoridad legislativa tampoco es calificada por él
corno ley formal, sirio que solamente constituye, a su criterio, un "acto de
magistratura".20
Por el contrario, lo que caracteriza la teoría moderna de las funciones materiales y
formales es que, al referirse alternativamente a la consideración exclusiva, bien
sea de la forma o bien del fondo, llega a disociar totalmente estos dos elementos y
a admitir, para cada una de las actividades del Estado, dos definiciones
enteramente distintas, concebida la una desde el punto de vista formal y la otra
desde el punto de vista material. Este concepto dualista de los actos estatales se
afirma particularmente en materia legislativa. La mayoría de los autores
concuerdan actualmente en decir que hay que discernir dos clases dfi leyes: leyes
formales en primer lugar, designando así a todos los actos que han sido realizados
por vía legislativa, es decir, por el órgano y según el procedimiento normalmente
requeridos por la Constitución para la legislación material. Estos actos presentan,
pues, todos los signos exteriores de la ley, y además las condiciones en las cuales
han sido realizados aseguran a su contenido la fuerza que es propia y especial del
acto legislativo. La ley en el sentido material, por el contrario, se reconoce
únicamente por su tenor interno, por la misma consistencia de sus disposiciones;
es ley material toda prescripción, de cualquier forma que sea, cuyo contenido lleva
en sí el alcance de una regla legislativa.
Esta distinción ha llegado a ser corriente hoy día en la literatura francesa. "La
diversidad de funciones (del cuerpo legislativo) —dice Esmein (Éléments, 5* ed.,
p. 879)— no impide que toda decisión tomada por las dos Cámaras lleve el
nombre de ley: es el nombre genérico con el que se designan toda clase de
decisiones tomadas por el poder legislativo. De modo que, en cierta terminología,
se hacen entrar todos estos actos dentro del poder legislativo, siendo ello exacto
desde el punto de vista de la forma. Pero en cuanto al fondo, muchos de ellos no
son leyes."
163

20
Jellinek está por lo tanto equivocado al pretender (op. cit., p. 54) que Rousseau ha reconocido
claramente la posibilidad de leyes simplemente formales. En realidad, la distinción entre funciones
formales y materiales no se remonta hasta Rousseau, sino que dicha distinción se originó en
Alemania, bajo la influencia de causas jurídicas propias de ese país y de las que se volverá a tratar
más adelante (n' 106).
267

92] PRELIMINARES 267

Duguit (UÉtat, vol. i, p. 435) rechaza enérgicamente toda doctrina que sólo admita
definiciones formalistas para la legislación o las demás funciones del Estado: "No
comprendemos cómo puede variar el carácter de un acto según sea el órgano que
realiza dicho acto. O el acto legislativo, el acto jurisdiccional y el acto
administrativo no tienen ninguna diferencia entre sí, o si existe esa diferencia,
debe subsistir, cualquiera que sea el agente que realiza el acto, cualquiera que
sea la forma en que se manifiesta." Partiendo de esto, Duguit (Traite, vol. I, pp.
132 ss.) distingue y define separadamente dos categorías de leyes: las leyes en
sentido material y las leyes en sentido formal. Artur ("Séparation des pouvoirs et
des fonctions, Revue du droit public, vol. xm, p. 224) sostiene igualmente que "en
aquello que se califica como ley, hay que distinguir entre las verdaderas leyes y
las impropiamente llamadas leyes", y desarrolla firmemente dicha distinción (pp.
219 ss.). Antes que estos autores, Lafcrriére (op. cit., 2* ed.. vol. H, pp. 3 ss.)
había afirmado ya que el Parlamento, "fuera de sus atribuciones legislativas",
posee una "autoridad que consiste en realizar actos de administración en forma de
leyes". "En verdad —añadía Laferriére (ibid., p. 17)— estos actos hechos en forma
de ley llevan este nombre. Pero la forma de los actos no cambia su naturaleza
intrínseca. Así como algunos actos legislativos pueden realizarse en forma de
decretos, también algunos actos administrativos pueden realizarse en forma de
leyes" (ver en igual sentido: Planiol, Traite élémcntaire de droit civil, 6* ed., vol. i, p.
65; Bouvier y Jéze, "Véritable notion de la loi de finances", Revue critique de
législation et de jurisprudence, 1897; Cahen, La loi et le réglement, pp. 46 ss.;
Moreau, Le réglement administr tif, p. 4). En cuanto a Hauriou, después de que en
las primeras ediciones de su Précis de droit adrninistratif, adoptó la distin0ción
entre las dos especies de leyes (ver por ejemplo 3' ed., pp. 37 ss.), presenta hoy
(6" ed., pp. 292 ss.; 8? ed., pp. 45 ss.) a la ley como constituida por dos
elementos, uno de forma y otro de fondo, debiendo ambos tenerse en cuenta en
su definición (ver n' 110, infra).
Pero es en Alemania sobre todo donde la distinción entre leyes materiales y
formales se ha profundizado más, habiendo sido adoptada desde luego por casi
todos los autores. (La relación de esos autores se encontrará en Laband, op. cit.,
ed. francesa, vol. u, p. 346 n. y en G. Meyer, op. cit., 6' ed., p. 550, n. 3). Entre sus
partidarios más decididos conviene señalar a G. Meyer (loe. cit., pp. 549 ss.),
Jellinek (op. cit.,pp. 226 ss.), Anschütz (Kritische Studien zur Lehre vom
Rechtssatz y Gegenwartige Theorien über den Begriff der gesetzgebenden
Gewalt, 29 ed., pp. 15 ss.), Seligmann (Der Begriff des Gesetzes, pp. 1 ss.). El
mismo Laband, si bien no descubrió la distinción, al menos tuvo el mérito de
precisar, más que ningún otro, su significación y su alcance (ver loe. cit.,
268

268 FUNCIONES DEL ESTADO [92

vol. u, § 56 entero). Indicó con claridad, particularmente, que "entre a ley en


sentido material y la ley en sentido formal no existe relación de género a especie,
o sea que la segunda no es una subdivisión de la primera, sino que se trata de dos
conceptos completamente diferentes, cada uno de los cuales se caracteriza por un
signo propio y distinto. La ley material se determina por su contenido; la ley formal
se determina por su forma" (traducido de la 5* ed. alemana del Staatsrecht des
deuíschen Reiches, vol. II, p. 63). Indudablemente, una misma decisión puede ser
a la vez ley material y ley formal; pero también una ley formal puede no ser, en el
fondo, sino un acto administrativo, y recíprocamente, una ordenanza dictada por la
autoridad administrativa puede constituir una ley material, aunque no sea ley
formal. Se desprende de esto, pues, que el concepto de ley es doble. Esta
dualidad —añade Laband— responde a la diversidad de efectos que las leyes
pueden producir, según sean leyes por su contenido o por su forma. Laband (op.
cit,, ed. francesa, vol. u, pp. 353 ss.; cf. Jellinck, op. cit., pp. 248 ss.; G. Mcyer, loe.
cit., p. 554) declara en efecto que hay lugar a distinguir entre la fuerza formal y la
fuerza material de la ley. La fuerza formal es consecuencia de la forma de la ley.
Consiste ante todo en que en cualquier decisión tomada por vía legislativa no
puede modificarse o abrogarse sino por esa misma vía. De donde resulta la
consecuencia de que la ley formal constituye, para todas as autoridades diferentes
del legislador, una prescripción de valor superior, por cuanto ni los
administradores, ni los jueces pueden tomar decisión alguna que contradiga o
derogue dicha ley. En cambio, la ley formal tiene el poder de derogar las leyes
formales vigentes, y puede particularmente, en un caso especial, derogar las leyes
generales establecidas por la legislación existente. Finalmente, y en virtud siempre
de su superioridad, la ley formal nunca puede ser objeto, ante ninguna autoridad
jurisdiccional, del recurso de anulación por cualquier causa que fuere (cf. Hauriou,
op. cit., & ed., p. 47; Laferriére, op. cit., 2ª ed., vol. u, p. 18).
Por el contrario, la fuerza material de la ley deriva de su contenido. Para que una
decisión estatal tenga fuerza material de ley no es necesario que haya sido
dictada en forma legislativa, pero es preciso que sea, por su misma naturaleza,
una ley material. Se entiende, desde luego, que los efectos materiales de esta
clase de leyes varían según el tenor especial de las prescripciones de cada una de
ellas. Pero además, y dado que la ley material, según Laband, se caracteriza por
su naturaleza de regla de derecho, toda ley material produce los efectos generales
inherentes a la regla de derecho. Estos efectos son los que producen propiamente
lafuerza material de ley. Laband cita un ejemplo tomado del derecho alemán. A
diferencia del derecho francés, que no formula ninguna preci-
269

92-93] PRELIMINARES 269

sión en lo tocante a las condiciones bajo las cuales la violación de las leyes por los
tribunales ocasiona la apertura de la casación de los juicios, el Código de
procedimiento-civil del Imperio alemán (art. 550) especifica que, por lo que se
refiere a la casación, "el vicio de violación de la ley sólo existe cuando una regla
de derecho ha sido desconocida o erróneamente aplicada por el tribunal" (cf.
Código penal alemán, art. 376). Así pues, la violación de una simple ley formal no
puede servir de base a la casación; únicamente la ley material produce el efecto
de iniciar la casación, en caso de violación de sus disposiciones. Existe aquí —
dice Laband (op. cit., ed. francesa, vol. II, p. 355)— una indicación que evidencia
el contraste entre la fuerza material y la fuerza formal de la ley.
En resumen, Laband y la escuela alemana creen que deben admitirse dos
categorías legislativas -distintas. Por una parte, la regla legislativa, que lleva en sí
fuerza material de ley y que dicen se concibe independientemente de la forma, ley
u ordenanza administrativa, en la que fue dictada. Y por otra parte, el acto
legislativo, que en cierto sentido —como así se reconoce21— sólo es una forma de
decisión y de actividad estatales, pero una forma que entraña la fuerza legislativa
formal. Y se pretende aplicar a cada una de esas dos categorías el nombre de ley:
leyes en sentidos completamente diferentes, pero leyes a pesar de todo por una
parte y por otra. 93. Todo esto no constituye simple escolástica. Si se quiere
conocer el verdadero alcance jurídico y eminentemente práctico de la teoría
dualista de la ley, importa hacer notar, en la teoría de Laband y concordes, un
último punto que es seguramente el punto capital de la misma y que se refiere a la
cuestión, tan delicada y debatida, de la delimitación del campo administrativo con
relación a la ley. Entre los diversos objetos sobre los cuales el Estado ha de tomar
decisiones, ¿cuáles exigen una intervención del órgano legislativo, que estatuya
por la vía legislativa, y cuáles pueden tratarse por las autoridades administrativas
en forma de actos de administración? Y en particular, ¿cuál es la esfera reservada
a la legislación y cuál es la que pertenece propiamente al reglamento
administrativo? La gran utilidad de la distinción entre leyes formales y materiales, y
desde luego el objeto esencial que persiguen los autores alemanes que la
defienden, es precisamente el proporcionar a esta cuestión la siguiente solución,
muy simple y muy clara a la vez.
En principio, toda prescripción que lleve en sí el carácter de ley material depende
de la competencia de la autoridad legislativa. En su sentido propio y esencial, en
efecto, la ley material no es, en definitiva, sino
164

21
Laband (loe. cit., p. 344) dice que en la expresión "ley formal", la palabra "ley" designa realmente
una forma bajo la que se manifiesta la voluntad del Estado.
270

270 FUNCIONES DEL ESTADO [93

la ley ratione materiae, la ley caracterizada por su materia. Decir que una
prescripción tiene naturaleza de ley material es, pues, como decir que constituye,
por su misma naturaleza, la mater-ia de una ley, y por consiguienle debe
normalmente dictarse por la vía especial de la legislación. También, cuando la
Conslitución declara que el poder de hacer las leyes sólo pertenece a tal o cual
órgano por ella designado, se debe entender por ello que cualquier disposición
que contenga materia de ley sólo puede, en tesis general, decretarse por la forma
y el órgano legislativos. En una palabra, la legislación material constituye el campo
especial y natural de la legislación formal. Las demás prescripciones o reglas
emitidas por el Estado no entran en principio en dicho campo reservado, sino que
dependen de la potestad administrativa. Y si de hecho o por alguna razón jurídica
derivada de una exigencia expresa de los textos legislativos vigentes, han sido
emitidas por la la vía de-la legislación, sólo constituyen leyes formales. La
distinción entre leyes materiales y formales constituye así la base misma de la
delimitación de las competencias legislativa y administrativa (Laband, loe, cit., vol.
H, p. 384; Jellinek, op. cit., pp. 254 ss.; G. Meyer, loe. cll., p. 563; Anschütz,
Gegenwartige Theorien über den Begriff der gfisetzgebenden Gewalt, 2ª ed., pp.
15 ss.). Y de una manera general, la teoría de las funciones materiales tiene por
efecto poner de manifiesto, para cada una de las categorías de órganos del
Estado cuál es en principio el campo reservado a su competencia especial. Este
es el gran interés práctico de esta teoría.
Tal como acaba de ser expuesta, la teoría dualista de las funciones prevalece hoy
día en la literatura. ¿Está justificada esa preponderancia? Desde luego,
colocándose en el punto de vista racional, parece perfectamente lógico definir
doble y distintamente a las funciones por su forma constitucional por una parte y
por otra parte por su naturaleza misma. Ahora que para el jurista —y es importante
observarlo-—• no se trata de saber si este doble concepto de las funciones
estatales sirve para satisfacer al espíritu, sino de cerciorarse, en el terreno del
derecho positivo, de si posee algún valor jurídico y si está conforme con el sistema
de derecho público establecido por las Constituciones vigentes. La Constitución
francesa en particular, ¿admite o autoriza la distinción entre funciones materiales y
formales? Y puesto que el verdadero interés jurídico de esta distinción consiste
ante todo en determinar, por la misma definición que se ha dado de las funciones
materiales, aquellos objetos que en derecho constituyen la materia propia y el
campo reservado de cada una de las funciones formales, ¿proporciona la
Constitución francesa los elementos de una determinación de ese género? Por
ejemplo, y particularmente en lo que se refiere a la función legislativa, ¿se
encuentra en el derecho positivo francés alguna definición de la ley o alguna
indicación
271

93] PRELIMINARES 271

referente a su contenido natural que permita discernir objetivamente aquellas


materias que dependen de la legislación formal de las que dependen de la función
formal administrativa, particularmente de la función reglamentaria? Este es el
problema que debe examinarse, estudiando ahora separadamente cada una de
las funciones del Estado,
272

CAPITULO I

LA FUNCIÓN LEGISLATIVA

SECCIÓN I

DEFINICIÓN DE LA LEY

94. Los autores que admiten la distinción entre dos clases de leyes, o sea que
sostienen que existen leyes formales que no son leyes materiales, y
recíprocamente, afirman que dicha distinción tiene su fundamento y halla su
consagración en el derecho positivo de las Constituciones modernas.
Evidentemente, los textos constitucionales ponen de relieve en forma especial el
concepto formal de la ley. Esto se debe a que la Constitución, al colocarse
inmediatamente en el punto de vista de las realidades prácticas, no se preocupa
gran cosa de destacar la definición abstracta de las funciones, sino que toma en
consideración principalmente la actividad de los órganos.1 Por consiguiente, tiene
cierta tendencia a confundir a la función con la actividad del órgano y a tratar como
ley, por ejemplo, cualquier acto del cuerpo legislativo. La Constitución no
construye una teoría funcional, sino un sistema orgánico de los poderes. Por eso
las funciones del Estado no suelen aparecer, en los textos constitucionales, más
que en su aspecto formal. Sin embargo, hay lugar a suponer que
1 Se podrá observar en este aspecto que los textos constitucionales no hablan de
funciones, sino de poderes, y esta misma palabra revela que la Constitución tiende
ante todo a establecer la competencia o potestad de los órganos. Así, por ejemplo,
el art. 1* de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875 utiliza la expresión
"poder legislativo" al referirse o la función ejercida por el órgano de la legislación; y
asimismo el art. 7 de la misma lev designa con el nombre de "poder ejecutivo" a la
fanción que ejerce el Presidente de la República. En otros términos, la
Constitución define a las funciones estatales por la potestad de los órganos. De
ahí vino en parte la deplorable costumbre de identificar verbalmente a los órganos
constitucionales con la potestad que les pertenece en propiedad y de la que son,
en cierto modo, la misma encamación. El legislador tomó el nombre del poder
legislador; la? autoridades ejecutivas reciben comúnmente el nombre de poder
ejecutivo. La misma Constitución emplea este lenguaje al calificar de "poder
público" a las diversas autoridades constituidas
(ver la titulación de la ley de 25 de febrero de 1875 comparada con la de la ley de
24 de febrero de 1875; ver asimismo la titulación de la ley de 16 de julio de 1875;
ver también, en la ley de 25 de febrero de 1875, el art. 9 que se refiere a "la sede
del poder ejecutivo"). Ya fue presentada la crítica de dicha terminología (n. 1 del n°
87).
273

94] FUNCIÓN LEGISLATIVA 273

la Constitución, al regular la acción de los órganos, se inspira en cierto concepto


éste puramente material, según el cual se califica la ley por su textos
constitucionales huellas que revelan de un modo indudable que, junto al concepto
formal de la ley, puesto particularmente en evidencia por dichos textos, existe en
la Constitución un segundo concepto de la ley, concepto éste puramente material,
según el cual se califica la ley por su contenido e independientemente de su origen
y de su forma.
Los autores alemanes son los que principalmente han tratado de demostrar que la
palabra "ley" se entiende y se emplea en sus Constituciones nacionales en un
doble sentido, formal y material (Laband, Budgetrecht, pp. 4 55.; Jellinek, op. cu.,
pp. 252 ss.; Anschütz, op. cit., 2* ed., pp. 30 ss.; Seligmann, op. cit., pp. 22 ss¡,
161 ss.). Pero ¿no puede decirse otro tanto de la Constitución francesa? Cuando
la ley constitucional de 16 de julio de 1875 (art.'7) dice que "el Presidente de la
República promulga las leyes", o (art. 8) que "ninguna cesión de territorio puede
realizarse sino en virtud de una ley"; cuando la ley constitucional de 25 de febrero
de 1875 (art. 3) prescribe que "las amnistías sólo pueden concederse por una ley";
cuando el art. 8 de la Declaración de los derechos de 1789 (cf. Código penal, art.
4) declara que "nadie puede ser castigado sino en virtud de una ley"; cuando el
art. I9 de la ley de 27 de julio de 1870 decide que "las grandes obras públicas sólo
pueden ser autorizadas por una ley"; cuando la ley del I9 de julio de 1901 (art. 13)
formula en principio que "ninguna congregación religiosa puede constituirse sin
una autorización dada por una ley", en todos esos textos mencionados,,y en
muchos otros del mismo género, la palabra ley se toma evidentemente en el
sentido de ley formal (cf. Duguit, Traite, vol. n, pp. 377 ss.). Por el contrario, en la
máxima constitucional que dice: "Todos los ciudadanos son iguales ante la ley"
(Declaración de 1789, art, 6; Declaración de 1793, art. 3; Declaración del año ni,
art. 1°), no cabe duda de que, con el nombre de ley , debe entenderse cualquier
regla general, bien sea que provenga de una ley por la forma o de un reglamento
administrativo. Asimismo, es evidente que el motivo de recurso de casasión
conocido con el nombre de infracción de ley no solamente comprende la violación
de una ley formal, sino también la de ciertos reglamentos que emanan de la
autoridad administrativa (Moreau, op. cit., p. 348). Finalmente, la distinción entre
ley formal y material se vislumbra en la jurisprudencia, la que, en presencia de
leyes formales que contengan decisiones referentes a asuntos administrativos,
admite que el conocimiento de lo contencioso a que pudiera dar lugar la
interpretación de dichos actos legislativos no pertenece a los tribunales judiciales,
intérpretes ordinarios de las leyes, sino a la jurisdicción administrativa, y esto por
el motivo de que, a pesar de su carácter formal de leyes, en el fondo dichos actos
lo son de administra-
274

274 FUNCIONES DEL ESTADO [94

ción, por lo que las dificultades de interpretación o de aplicación que pueden


provocar forman parte de lo contencioso-administrativo (Laferriére, op. cit., 23 ed.,
vol. i, pp. 18 ss.; Hauriou, op. cit., 8* ed., p. 941; Duguit, loe cit.i p. 377). En
cambio, la regla general y absoluta que prohibe a los tribunales judiciales conocer
de los actos de administración no es extensiva a los reglamentos administrativos.
No solamente los tribunales judiciales son llamados a aplicar dichos reglamentos,
por ejemplo a pronunciar las penas que constituyen su sanción, sino que además
han de interpretarlos, del mismo modo que interpretan las leyes, y sobre todo es
de observar que tienen competencia (Código penal, art. 471-15°) para examinar y
apreciar su legalidad, lo que implica, para los tribunales judiciales, el poder de
negar eficacia a los reglamentos tachados de violación de ley.2 En todos estos
aspectos, el reglamento, si bien está hecho en forma administrativa, es
considerado de distinto modo qu'e un acto administrativo (Laferriére, loe. cit,, vol. I,
pp. 480 ss.; Moreau, op. cit., pp. 294 ss., 332 ss.; Berthclerny, Traite de droit
administratif, T ed., pp. 23, 937-938; llauriou, op. cit., 8' ed., pp. 60 ss.). Así pues,
la naturaleza intrínseca de un acto no puede ser modificada por su forma: llega
siempre un momento en el que se manifiesta y en el que se sobrepone a la forma,
al determinar los efectos del acto. Por ese motivo y en dicho sentido —dícese— es
por lo que la distinción entre los puntos de vista material y formal está reconocida
implícitamente en el derecho positivo francés, por más que, en apariencia, la
Constitución sólo se refiere al aspecto formal de las funciones. A su vez, la
doctrina no puede eludir la necesidad de reconocer, en derecho, la existencia de
un doble concepto de la ley.
Para llegar a desprender este doble concepto, hay que investigar en qué consiste
—y ahí está el punto capital del asunto— la ley material, según el derecho público
positivo. ¿Cuál es la naturaleza propia de la ley? ¿Cuál es su signo distintivo?
Cuantos autores abordan esta cuestión están de acuerdo en definir la ley material
como una regla. Ha de ser, pues, por su alcance regulador por lo que, en principio,
la legislación se diferencia de la administración. Pero ¿qué hemos de entender por
regla? ¿En qué condiciones habrá de constituir una regla una decisión del Estado?
Además, ¿es toda regla una ley material? ¿O existen por el contrario reglas que
tengan carácter de prescripciones administrativas? Y en este caso, ¿cuáles son
165

2
Ocurre así al menos para los reglamentos cuyas prescripciones producen efectos que alcanzan a
los administrados. En cuanto a los reglamentos que se refieren únicamente a la organización y
funcionamiento internos de los servicios administrativos, los tribunales no tienen por qué
inmiscuirse en su apreciación.
275

94-95] FUNCIÓN LEGISLATIVA 275

las diferencias esenciales que separan las reglas legislativas de las reglas
administrativas? Sobre todos estos puntos los autores se hallan muy lejos de
llegar a un acuerdo.

§ I. TEORÍA DE LA GENERALIDAD DE LA LEY

95. Según una primera doctrina, lo que constituye la regla es la generalidad de la


disposición, y por consiguiente, se presenta esta generalidad como la condición
esencial de la ley y el principal elemento de su definición.
Al hablar de generalidad no debe entenderse por ello únicamente que la decisión
produce su efecto erga omnes, pues un acto administrativo puede muy bien ser
general en ese sentido. Por ejemplo, Jellinek (op. cit., p. 249) observa que en
aquellos Estados en que la naturalización puede conferirse por decreto
administrativo, el naturalizado adquiere su nueva nacionalidad erga omnes,
exactamente lo mismo que en los Estados en que la naturalización ha de
oblenerse por vía legislativa.
El concepto de regla general tiene otro sentido muy diferente. Por regla general
debe entenderse, primero, una decisión emitida, no ya in concreto, en relación a
un caso particular o actual, sino in abstracto, para alcanzar a todos los casos de la
misma naturaleza que puedan presentarse en lo futuro, siempre que dichos casos
se encuentren comprendidos en los términos del texto regulador; segundo, una
decisión que no se toma en relación con uno o más individuos determinados, sino
que está concebida sin referencia a personas y destinada a aplicarse a todos los
individuos que se encuentren comprendidos en las condiciones previstas en el
texto. Por lo demás, esto no significa de ningún modo que, de hecho, haya de
recibir la regla un número más o menos considerable de aplicaciones. Es muy
posible que el caso al que se refiera in abstracto una ley no se produzca en
realidad sino una sola vez, pero sin embargo es necesario que la disposición legal
haya sido dictada con objeto de aplicarse en el futuro cuantas veces se repita la
situación por ella prevista, bastando por lo tanto, para que sea una regla general,
que sea susceptible de ser aplicada un número indeterminado de veces. Del
mismo modo, la generalidad no significa que la ley se refiera indistintamente a
todos los ciudadanos, pues existen numerosas leyes que sólo consideran a
determinadas categorías de personas; que se refieren, por ejemplo, a cierta clase
de funcionarios, de obreros, etc. Una ley, de hecho, puede aplicarse tan sólo a un
escaso número de individuos. En realidad, lo que caracteriza a la regla legislativa
es que estatuye impersonalmente, o sea que no regula
276

276 FUNCIONES DEL ESTADO [95-96

la situación de tales o cuales personas determinadas, sino que ha de regir, según


las palabras de O. Mayer (Droit administratif allemand, ed. francesa, vol. i, p.
114ra.), sobre "cada uno de aquéllos a quienes su contenido se refiera". En este
sentido también puede decirse, con la Declaración de los derechos de 1789 (art.
6) que "la ley es la misma para todos" (cf. Moreau, op. cit., núms. 2-12).
96. La teoría que considera a la generalidad como el signo distintivo de la ley se
remonta hasta la antigüedad. Ya Aristóteles decía (Política, ni, 10) que "la ley
siempre dispone por vía general y no prevé los casos accidentales". En Roma,
Papiniano (fr. 1, Dig., de legibus, i, 3) define la ley en estos términos: "Lex est
commune praeceptum", y Celso (fr. 4, cod. tit.) declara: "Ex his quae forte uno
aliquo casu accidere possunt, jura non constituuntur"; Ulpiano (fr. 8, end. tit.) dice
asimismo: "Jura non in singulas personas, sed generaliter constituuntur". En los
tiempos modernos, la leoría de la generalidad de la ley ha sido renovada por
Rousseau. Rousseau consigue exponer su célebre definición de la ley con una
argumentación que se ha calificado de "escolástica y sutil" (Esmeiri, Élém&nts, 5*
ed., p. 229 n.) y que se íunda efectivamente en un juego de palabras que facilita la
pluralidad de sentidos del termino "generalidad". Según la doctrina del Contrato
social, la ley es la expresión de la voluntad general. Pero esta voluntad, de la que
brota la ley, es general en un doble sentido: en primer lugar, por cuanto es la
voluntad común del pueblo entero, teniendo éste, únicamente, la soberanía o
potestad de legislar; y además, en cuanto dicha ley tiene un objeto general, es
decir, un objeto que tiene un alcance general y presenta un interés también
general. Según Rousseau, el pueblo sólo puede expresar voluntad general sobre
objetos generales; estatuye sobre los asuntos de la comunidad entera; ni siquiera
tiene competencia, en principio, para estatuir sobre objetos particulares (Contrat
social, lib. n, cap. vi).
Desde Rousseau la doctrina de la generalidad de la ley ha sido captada, en primer
lugar, por los hombres de la Revolución. "Las leyes —-dice Mounier en un informe
hecho en nombre del Comité de Constitución— al ser dictadas para la sociedad en
general, imponen a todos los ciudadanos obligaciones comunes" (Archives
parlementaires, 1ª serie, vol. vin, p. 408). Portalis, en su Discurso preliminar sobre
el Código civil (Fenet, Travaux préparatoircs du Codc civil, vol. i, pp. 475 y 477)
repite: "La ley estatuye para todos: considera a los hombres en masa, y nunca
como particulares; no debe inmiscuirse en los hechos individuales ... La ley es una
declaración solemne de la voluntad del soberano, respecto a un objeto de interés
común." La mayoría de los autores contemporáneos se han adherido a la misma
idea: Esmein, Éléments, 5ª ed., p. 15: "La ley puede definirse como "una regla
imperativa formulada
277

96] FUNCIÓN LEGISLATIVA 277

por el soberano, el cual estatuye, no ya para un interés particular, sino para el


interés común; no ya para un individuo aislado, sino respecto de todos y para lo
por venir." Y en la p. 879: "En cuanto al fondo, muchos de los actos de las
Cámaras no son leyes. En efecto, todos aquellos que son actos particulares y no
establecen una regla general, no responden a la definición exacta de la ley."
Duguit, L'État, vol. i, p. 502: "La ley es una regla general, y toda disposición que
carezca de este carácter no es una ley, aunque haya sido dictada por un supuesto
soberano." Aríur, op. cit., Revue du droit public, vol. xin, p. 219: "La ley se
distingue de los demás actos de potestad pública por dos caracteres esenciales:
es una regla general. . ." Bouvier y Jéze, "Véritable notion de la loi de finances",
Revue critique de législation et de jurisprudence, 1897, p. 428: "La ley es algo
general. Es general en cuanto al alcance de su aplicación, pues la ley rige a todo
un conjunto de seres y de fenómenos." Jéze, Principes généraux du droit
administratif, p. 56: "El acto legislativo es aquel que formula una regla general e
impersonal de derecho." Barlhélemy, Role du pouvoir cxécutif dans les
Républiques modernes, p. 10: "El poder legislativo expresa su voluntad por medio
de una forma general." Guillois, Application dans le temps des lois et réglements,
tesis, Paris, 1912, pp. 2 ss.: "El carácter jurídico esencial de la ley consiste en
dictar disposiciones por vía general." En los civilistas se vuelven a encontrar las
mismas definiciones: Planiol, Traite élémentaire de droit civil, 6' ed., vol. i, p. 64:
"La ley se establece permanentemente para un número indeterminado de actos y
de hechos. Cualquier decisión de la autoridad pública que sólo deba ejecutarse
una vez no es ley, sirio un acto de administración." Geny, Méthode d'interprétation
et sources e,n droit privé positif, p. 181: "Lo que caracteriza a la función legislativa
es el carácter general y permanente (relativamente al menos) de sus
disposiciones." Capitant, Introduction á l'étude du droit civil, 2* ed., p. 35: "La ley
es una regla general y abstracta, es decir, que no se hace para una especie
particular, sino para todos aquellos casos en que la relación que reglamenta
pueda reproducirse." Las mismas ideas se hallan en el extranjero: "La ley —dice
Blackstone (Commenlaire sur les lois anglaises, traducción francesa, 1822, p. 67)-
— es una regla, y no una orden súbita y transitoria referente a un particular; es
una disposición permanente, uniforme y universal." Bagehot (La Constitution
anglaise, traducción francesa, 1869, p. 203) define la ley como una prescripción
general que se aplica a un número indefinido de casos. Por lo que a Alemania se
refiere, se hallará una larga lista de autores que sostienen idéntica opinión en G.
Meyer (op. cit., 6' ed., p. 25, n. 2). Ver por ejemplo, Bluntschli (La Politique,
traducción francesa, pp. 299 ss.; cf. Droit public general, traducción francesa, p.
86): "La ley y la administración
278

278 FUNCIONES DEL ESTADO [96-97

se oponen entre sí como la voluntad general y la voluntad particular, como la


orden general y la disposición especial." O. Mayer (op. cit., ed. francesa, vol. i, p.
4; cf. p. 114, teito y ra.): "Legislación significa el establecimiento, por el soberano,
de regías generales y obligatorias."
Inspirándose en esas definiciones, se llega a dividir a las diversas actividades del
Estado en legislación, que consiste en formular las reglas generales, y
administración, la cual consiste en la adopción de disposiciones particulares,
apropiadas a casos concretos, o en la emisión de decisiones especiales
concernientes a una o varias personas individualmente designadas. El autor que
más claramente se ha pronunciado en ese sentido es G. Meyer, que dice (loe. cit.,
p. 551) que lo contrario de la ley es el decreto (Verfügung) que estatuye a título
particular, y que por consiguiente (pp. 25 y 647) establece la siguiente oposición:
por un lado, las prescripciones generales o leyes, y por el otro las decisiones
individuales o de especie, que entran en la administración. Seligmann (op. cit., pp.
64 ss.) afirma que si no se admite este criterio de distinción entre las dos
funciones, se hace totalmente imposible trazar con precisión la línea de
demarcación que las separa. Por lo tanto, las decisiones particulares emitidas por
el órgano legislativo no son leyes materiales, sino únicamente leyes formales. En
cambio, un reglamento hecho por la autoridad administrativa, aunque no tenga
forma de ley, es una ley material por razón de su generalidad. Este último punto lo
sostiene enérgicamente Duguit (L'État, vol. i, p. 511, vol. u, p. 296; cf. Traite, vol. i,
pp. 138, 201 ss.) que deduce muy lógicamente esta consecuencia de su doctrina
sobre la generalidad de la ley. O. Mayer (loe. cit., vol. i, pp. 115, 158, 159) deduce
de ello esta otra consecuencia de orden constitucional: que el poder de actuar por
vía de reglamentación general es una prerrogativa que en principio sólo pertenece
al órgano legislativo, y que solamente puede comunicarse a la autoridad
administrativa mediante una concesión o delegación consentida por la ley o por la
Constitución (cf. Duguit, Traite, vol. i, pp. 209, 210).
97, ¿Sobre qué bases se funda esta teoría de la generalidad de la ley? Entre sus
partidarios, unos adoptan, como demostrada, la doctrina de Rousseau, sin
experimentar su valor y sin darse cuenta de que su lógica aparente casi no
consiste más que en un hábil manejo de palabras de doble sentido. Otros
consideran como verdad sobreentendida que la ley es una regla y que toda regla
es necesariamente general. Invocan en este sentido una supuesta analogía entre
las leyes jurídicas y las leyes físicas, morales y sociales que rigen los fenómenos
de la naturaleza, la vida moral del hombre, la evolución de las sociedades. Unas y
otras —dicen— tienen un carácter común de constancia y de generalidad, por el
que merecen su calificación idéntica de leyes. Esta doctrina puede relacionarse
279

97] FUNCIÓN LEGISLATIVA 279

con la famosa definición de Montesquieu (Esprit des lois, lib. I, cap. I):"Las leyes,
en su significación más extendida, son las necesarias relaciones que se derivan
de la naturaleza de las cosas." Pero las leyes del orden jurídico se diferencian
precisamente de las leyes naturales, morales y sociales en que, desde el estricto
punto de vista del derecho, dependen de la sola voluntad positiva del legislador, y
en que presentan por lo tanto un carácter artificial y efímero que excluye, por lo
que a ellas se refiere, cualquier posibilidad de relacionar el concepto de regla con
la idea de una necesidad constante y absoluta. Finalmente, un argumento de
orden político que se ha invocado frecuentemente en la literatura francesa
consiste en sostener que la generalidad responde al objeto mismo de la ley y
constituye esencialmente su razón de ser.
Al principio —dice Duguit (L'État, vol. i, capítulo vi, §§ 5 y 6; capítulo vn, § 1; Traite,
vol. i, pp. 138 ss.)— el poder de los gobernantes sólo se ejercía por medio de
mandamientos individuales. Pero llegó un momento en que se sintió la necesidad
de sustraer a los ciudadanos de la incertidumbre y de la arbitrariedad de las
decisiones individuales, así como de limitar la potestad de los gobernantes
mediante reglas superiores que condicionaran su intervención en cada caso
particular. De aquí nació la ley, o sea la regla concebida en términos generales y
abstractos, que enuncia previamente ciertos preceptos fijos, de los cuales sólo son
aplicaciones particulares las decisiones posteriores de los gobernantes, o por lo
menos que formula en principio las condiciones y los límites entre los cuales podrá
fluctuar, con relación a cada caso individual, la actividad de los gobernantes. La
regla legislativa da de este modo origen, en el Estado, a un orden jurídico superior,
que rige a la vez a los gobernantes y a los gobernados. Estos tienen, en dicho
régimen legal, protección y seguridad dobles: por una parte están a salvo de
cualquier sorpresa, por cuanto conocen previamente las disposiciones que podrán,
llegado el caso, serles aplicadas por los administradores, o el derecho que, en
cada caso, podrá serles enunciado por los jueces. Y por otra parte lo que
garantiza la seguridad de los ciudadanos es que, por razón misma de su carácter
abstracto e impersonal, la ley será dictada por la autoridad legislativa en un
espíritu relativamente desinteresado, y por lo tanto en un espíritu más equitativo
que las decisiones individuales inspiradas en el interés del momento o en
consideración a las personas. La ley será tanto menos arbitraria u opresiva cuanto
que todos, incluso los mismos gobernantes, estén igualmente sometidos a ella.
Todas estas ventajas vienen directamente de la generalidad, y Duguit demuestra
(UÉtat, vol. i, p. 475) que ha sido considerada, desde la antigüedad, en la ciudad
griega lo mismo que en Roma, como la condición de la libertad. Este autor deduce
como consecuencia (p. 503) que la ley es esencialmente
280

280 FUNCIONES DEL ESTADO [97-98

"desde su mismo origen, una regla general". Esta es también la característica de


la ley según Esmein (Éléments, 5* ed., pp. 14 y 15): "Se conciben como posibles
dos modos de ejercicio de la soberanía: o el soberano habrá de ejercer la
soberanía arbitrariamente y según su sola voluntad, inspirándose en las
circunstancias para tomar cada decisión, o tendrán que existir reglas fijas,
conocidas previamente, que para tal o cual caso dado dictarán al soberano la
decisión que deba tomar. Estas reglas son I las leyes . . . Lo que constituye la
virtud protectora de la ley en su mismo concepto. Puede, en efecto, definirse como
una regla que no estatuye en interés particular, sino en interés común; no ya con
referencia a un individuo aislado, sino respecto de todos, para lo por venir y para
siempre". Así pues, según esta doctrina, hay que admitir que la ley es general,
pues si no el concepto de ley no tiene ya razón de ser.
98. La teoría que ve en la generalidad el criterio o carácter de la ley es refutada sin
embargo, hoy día, por Laband (Droit public de í'Empire allemand, ed. francesa, vol.
n, p. 260 ss.), por Jellinek (op. cit., pp. 236 ss.), en la literatura francesa por Cahen
(La loi et le réglement, pp. 113 ss.) y por otros muchos más (la relación de éstos
se encontrará «i G. Meyer, loe. cit., p. 25 TI.), cuyo número parece que va
creciendo sin cesar. Esta teoría, en efecto, suscita múltiples críticas.
En primer lugar, aquellos autores que sostienen que toda disposición general
constituye una ley sólo dan una noción incompleta de la ley, desde el punto de
vista mismo de la protección que cíe dicha ley pretenden sacar para los
ciudadanos. En efecto, para alcanzar ese fin de protección no basta que la ley
aplicable a los ciudadanos sea general, sino que se precisa además, y sobre todo,
que lleve en sí una fuerza predominante, por la que obligue a la autoridad
administrativa, pues de lo contrario ésta podría dejar de cumplirla en los casos
individuales, y entonces toda la eficacia de la generalidad desaparecería. La
verdadera virtud protectora de las leyes no deriva tanto de su generalidad como
del hecho de que dependan y emanen de una autoridad superior. El reglamento
hecho por los administradores es desde luego general, y sin embargo ¿quién
podría admitir que su generalidad basta para asegurar un completo régimen de
legalidad? En realidad es indispensable que la autoridad administrativa no pueda
modificar por sí misma el derecho legal, ni siquiera por la vía de regla general.
Pero entonces aparece que el concepto de ley, para el establecimiento mismo del
régimen de la legalidad, implica esencialmente un elemento formal, y por ello
aparece también, al menos bajo este aspecto, la imposibilidad de fundar una
categoría de leyes puramente material sobre la generalidad o sobre cualquier otro
criterio análogo.
En segundo lugar, no es exacto sostener que el concepto de regla y de orden
jurídico del Estado supone necesariamente una disposición ge
281

98] FUNCIÓN LEGISLATIVA 281


neral susceptible de poderse aplicar a un conjunto de personas o de
casos.Indudablemente, gran número de leyes formulan reglas generales. Esto
proviene de que la mayoría de las situaciones consideradas por las leyes son de
tal naturaleza que suelen reproducirse, puesto que —como hace notar Jellinek
(op. cit., p. 238)— las relaciones sociales que las leyes tienen como objeto de
regulación presentan, en la realidad práctica, carácter de constancia, y por
consiguiente la ley que trata de regular estas relaciones estatuye en forma de
aplicarse a ellos a título constante, o sea permanente y general. Por eso Laband
(loe. cit., vol. II, p. 261) pudo decir que en la naturaleza de la ley está el estatuir
generaliter para un número indeterminado de casos. Pero aunque la generalidad
sea habitual en la regla, no es indispensable a la misma. Entre las disposiciones
dictadas por el Estado, algunas, indiscutiblemente, se refieren a su orden
regulador y llegan a constituir parte integrante del mismo, por más que sólo tengan
por objeto un caso aislado y actual. Como ejemplo de reglas de esta clase, puede
citarse la ley de 20 de noviembre de 1873, que daba el poder ejecutivo, por siete
años consecutivos, a la persona individual del mariscal de MacMahon,
atribuyéndole el título de Presidente de la República, o también la ley de 22 de
julio de 1893, que decidió que, "excepcionalmente", los poderes de la próxima
legislatura serían prorrogados por varios meses más allá del término normal fijado
por la ley de 30 de noviembre de 1875, art. 16. No puede discutirse el carácter de
reglas de esas prescripciones en forma de ley, por más que la primera fuera
individual y excepcional la segunda, pues durante el período en el cual habían de
producir efectos, sus disposiciones constituyeron muy importantes elementos de la
organización constitucional de los poderes públicos, luego también, y en el más
alto grado, fueron elementos del orden jurídico fundamental del Estado. Otro tanto
puede decirse de la ley de 22 de junio de 1886, que prohibía pisar territorio francés
a ciertos miembros de las antiguas familias reinantes. Esta prohibición,
indudablemente individual puesto que se refiere a personas determinadas,1 forma
desde 1886 una de las reglas constitutivas del estatuto de la República francesa.
Más marcado aún es ese carácter estatutario en la disposición que declara
inelegible para la presidencia de la República a los miembros de
166

1
Algunos autores han tratado de negar que las medidas tomadas en esa época por vía legislativa
contra los miembros c!e las familias que reinaron en Francia tuvieran carácter individual. Ahora
bien, no sólo es lógicamente imposible pretender que leyes de esa naturaleza se hayan referido a
una categoría abstracta de personas indeterminadas, sino que también es conveniente observar
que las personas contra las cuales iban dirigidas especialmente se determinaban por razón de una
cualidad que les era individualmente propia, por hallarse dicha cualidad adherida a su personalidad
de un modo a la vez originario e indeleble, lo que acaba de dar a dichas leyes naturaleza de
disposiciones individuales.
282

282 FUNCIONES DEL ESTADO [98

las antiguas familias reinantes. El alcance estatutario de esta última disposición se


evidencia por el hecho de haber sido dictada por la ley de revisión de 14 de agosto
de 1884 e incorporada, a título de disposición constitucional, al art. 8 de la ley de
25 de febrero de 1875 referente a la organización de los poderes públicos, lo que
demuestra que ha llegado a ser una de las reglas permanentes y fundamentales
que componen el estatuto del Estado francés (ver respecto a estas leyes y otras
más del mismo género, a Cahen, op. cit., pp. 119 ss., el cual admite que se trata
de leyes materiales, por más que carezcan del carácter de generalidad). Pero la
principal objeción que puede oponerse a la teoría de la generalidad de la ley es
que de ninguna manera está conforme con el sistema actual del derecho público
francés y que, por lo tanto, carece totalmente de valor jurídico. A este respecto es
muy significativo observar que los más decididos defensores de esta teoría sólo
encuentran, para justificarla, argumentos de orden extrajurídico. Duguit, por
ejemplo, al hacer grandes esfuerzos para demostrar que la ley sólo puede ser
general, insiste largamente en el fundamento racional, político e histórico de su
tesis (L'État, vol. i, pp. 466 ss., 503 ss.; Traite, vol. i, pp. 134 ss.), pero ni siquiera
trata de establecer su fundamento jurídico, lo cual, sin embargo, debería ser el
punto capital de su demostración. La verdad, en efecto, es que la doctrina
sostenida por dicho autor carece por completo de toda base de derecho positivo.
En ninguna parte la Constitución define a la ley como regla general, en ningún
momento da a entender que las reglas generales constituyan la materia propia y
reservada de la legislación. Muy al contrario, junto a las reglas generales que
dependen de la potestad y del órgano legislativos, admite la Constitución la
existencia de un poder de reglamentación general que considera como una
dependencia de la potestad administrativa y que pertenece a ciertas autoridades
encargadas de administrar. Ya desde este punto de vista se ve patentemente que
la generalidad no es el carácter específico de la ley, al menos de la ley en el
sentido constitucional y jurídico de la palabra. En sentido inverso, ¿puede decirse
que la esfera legislativa comprende únicamente la reglamentación general y que el
poder de tomar decisiones particulares de toda clase entra jurídicamente dentro de
la función y la competencia administrativas? Semejante afirmación se hallaría
igualmente en contradicción evidente con los principios de la Constitución
francesa, porque, según la Constitución, la administración no supone más
decisiones o actos que aquellos que tienen por objeto ejecutar las leyes o por lo
menos aquellos que están autorizados por las leyes, de donde se saca la
consecuencia de que cualquier decisión particular que sobrepasa la ejecución de
las leyes o los poderes administrativos por ellas fijados excede de los límites de la
función administrativa y exige la intervención de la potestad
283

98 FUNCIÓN LEGISLATIVA 283

legislativa misma. Así pues, es tan falso que la generalidad constituya el carácter
indispensable de la ley —en el sentido constitucional— que, según el derecho
francés, por el contrario, se necesita precisamente una ley cada vez que se trata
de estatuir a título particular respecto de algún caso no previsto por la legislación
existente.2
En el estado actual del derecho público francés, la doctrina que pretende que la
esencia y la razón de ser de la ley consiste en su generalidad parece, pues,
desprovista de todo alcance práctico y de todo interés jurídico. No obstante,
alegan sus defensores que existe gran interés en reconocer que la decisión
particular adoptada en forma legislativa no es una ley, sino un acto de
administración. Dicho interés consistiría en que, como cualquier acto
administrativo, esa decisión se halla subordinada a las leyes existentes y no puede
adoptarse sino conforme a las reglas generales vigentes. Por eso, Laferriére (op.
cit., 2* ed., vol. u, p. 17) sostiene que el legislador está obligado por las leyes
existentes siempre que estatuye a título particular. Esmein (Éléments, 5? ed., p.
645) declara asimismo que la ley es "una regla uniforme para todos, e inevitable
en el sentido de que ninguno de los poderes públicos puede, en derecho,
prescindir de su aplicación en un caso particular. El poder legislativo puede
derogar una ley, pero mientras ésta se halle vigente no puede suspenderla o
prescindir de su aplicación en una hipótesis especial que se encuentre
exactamente dentro de la regla que dicta". Duguit (L État,vol. i, pp. 521 ss.; Traite,
vol. n, p. 317) no teme afirmar que una decisión individual, aunque fuera dictada
por el Parlamento en forma de ley, es ilegal si contraviene a la legislación general
existente, o aun simplemente si no encuentra alguna regla legislativa anterior con
la que pueda relacionarse (cf. en el mismo sentido, y a propósito de dos leyes
individuales de 13 de julio de 1906, Delpech, Revue du droit public, 1906, pp. 507
55.; ver también Barthélemy, "De la dérogation aux lois par le pouvoir législatif", en
la misma Revue, 1907, pp. 478 ss.). Pero esta consecuencia práctica de la teoría
de la generalidad está precisamente en completa oposición con el sistema francés
de los poderes constitucionales del Parlamento como órgano legislativo, así como
con el concepto moderno de la fuerza constitucional inherente a la ley. Los autores
antes citados se ven ellos mismos obligados a reconocer que, contra la ley indi-
2 En Alemania, Kleischmann ("Die materielle Gesetszgebund", Handbuch der
Politik, vol. I, p. 271) hace notar que en la época actual es muy raro que el
legislador estatuya por una ley sobre un caso particular; pero esto no es de ningún
modo imposible ni inconstitucional, y dicho autor cita diversos ejemplos tomados
de la legislación alemana contemporánea, ejemplos que demuestran que la
intervención de una ley es necesaria cuantas veces se trata de estatuir, aunque
fuere a título particular, sobre alguna r.uestión de derecho que no se halle
regulada por las leyes vigentes.
284

284 FUNCIONES DEL ESTADO [98

vidual que deroga el orden jurídico general, no existe ninguna vía de recurso que
permita a cualquiera alegar la supuesta ilegalidad (Duguií, Traite, vol. i, p. 136). En
vano invócase aquí el principio proclamado en el art. 6 de la Declaración de 1789,
que dice: "La ley habrá de ser la misma para todos". Como muy justamente
observa Arndt (Das selbslándige Verordnungsrecht, p. 58), dicha prescripción, por
cuanto se dirige al legislador, no tiene mayor alcance que el de una
recomendación política, ya que actualmente el derecho positivo francés no habilita
a ningún órgano constitucional para que pueda controlar la regularidad de los
actos legislativos de las Cámaras, y en caso de irregularidad, decretar su casación
o paralizar sus efectos. Finalmente, ninguna autoridad se halla tampoco
capacitada para conceder indemnización a la parte que se considera dañada por
una ley individual que transgriede la legislación general (cf. Tirard, La
responsabilité de la puissance publique, p. 151; Barthélemy, Kevue du droit public,
1907, pp. 92 ss.; ver también los núms. 75 y 77, supraJ. En estas condiciones, la
supuesta obligación para el legislador de respetar las leyes y sus reglas generales
carece de valor jurídico o, mejor dicho, no existe jurídicamente.3 La conclusión
que se desprende de estas observaciones es, por lo tanto, que, lejos de
caracterizarse por su generalidad, la ley, en la acepción constitucional de la
palabra, tiene, por el contrario, como uno de sus principales caracteres el poder
derogar, por vía de disposición particular, las reglas generales vigentes (Cahen,
op, cit., p. 308). Por eso igualmente, la potestad legislativa se diferencia
esencialmente de la potestad administrativa, la cual, por su misma definición, sólo
puede ejercerse bajo el imperio de las leyes y reglamentos. Todo esto, en el
fondo, viene a. significar que en materia de decisiones individuales el legislador no
se halla limitado más que por sus propios sentimientos de equidad y por
3 Cf. a este respecto Larnaude, "Elude sur les garandes judiciaires qui existent
dans certains pays au profit des particuliers centre les actes du pouvoir legislatif",
Bulletin de la Société de législation compares, 1902, p. 221: "No solamente en el
caso de un conflicto entre la ley y la Constitución es cuando los tribunales se
encuentran desarmados a consecuencia del principio de la omnipotencia
legislativa. No se hace notar suficientemente, en efecto, que la situación de los
tribunales es la misma cuando las Cámaras han violado una ley cuya aplicación
habían de realizar. Esto es lo que puede ocurrir cada vez que las Cámaras
realizan actos de administración... Los actos de administración realizados en
forma de ley no pueden ser conferidos a los tribunales y especialmente no pueden
ser objeto de un recurso por extralimitación de poderes ante el Consejo de
Estado." Y este autor lo explica con doble razonamiento: "La primera razón que
aduce es que dicho recurso ante el Consejo de Estado debería acabar en una
anulación, pero en el estado actual del derecho público francés ninguna autoridad,
y con mayor razón ningún tribunal, puede anular un acto legislativo. La segunda
razón consiste en que "una ley siempre puede derogar otra ley anterior" y
especialmente una ley que se refiera a un caso particular puede derogar el orden
jurídico general consagrado por la legislación preexistente.
285

98-99] FUNCIÓN LEGISLATIVA 285

consideraciones de oportunidad política. Desde el punto de vista jurídico, su


potestad es absoluta. Aquellos autores que desconocieron estas realidades
jurídicas cayeron en infranqueables dificultades y contradicciones. Por ejemplo,
por haber negado que la ley pudiera derogar la legislación general por la vía de
decisión particular, Duguit se ve obligado a sostener que una ley que conceda una
amnistía individual es un acto anticonstitucional y antijurídico, que no se puede
catalogar en ninguna de las funciones regulares del Estado (L'État, vol. I, p. 536;
Traite, vol. i, p. 217). Y también dicho autor se ve obligado a sostener que la ley de
1893, que prorroga los poderes de la próxima legislatura, así como la ley que
prohibe la entrada en territorio francés a los miembros de las tintiguas familias
reinantes han sido ilegales (L'État, vol. i, pp. 533 ss.). Sería inútil buscar en la
Constitución de 1875 algún texto o principio que autorice tales asertos. En
resumen, el error de la teoría de la generalidad es construir el concepto de la ley
material de un modo puramente arbitrario, sin tener para nada en cuenta el
sistema de derecho positivo establecido por la Constitución.

§ 2. TEORÍA DE LA LEY COMO REGLA DE DERECHO

99. Hay que reconocer con justicia que la teoría de los autores alemanes respecto
a la naturaleza intrínseca de la ley y respecto a la distinción entre la ley material y
la ley formal busca su punto de apoyo y su justificación en la Constitución misma.
Según la terminología que prevalece en Alemania, se entiende por ley material
aquellas reglas para cuyo establecimiento, y por razón misma de su materia, exige
la Constitución el empleo de la vía legislativa formal. La ley material es por lo tanto
aquella regla que en principio ha sido reservada por la Constitución a la
competencia especial de los órganos legislativos y que, en ese sentido, constituye
la materia propia de la legislación. La oposición entre leyes materiales y formales
corresponde así a la delimitación establecida objetivamente por el derecho
constitucional positivo entre el campo de la competencia legislativa y el de la
competencia administrativa. Al colocar su teoría de la ley material en ese terreno
claramente jurídico, los alemanes no pueden caer en el defecto de arbitrariedad.
Queda únicamente por comprobar si el criterio de la ley que pretenden hallar en
las Constituciones alemanas se encuentra efectivamente en ellas. Pero esto es
otra cuestión, y sobre todo, ya habrá lugar a indagar si ese criterio es realmente el
del derecho público francés. Según la doctrina alemana, el criterio constitucional
de la ley se
286

286 FUNCIONES DEL ESTADO [99-100

deduce de la observación de que, según las Constituciones modernas, toda regla


que crea derecho es materia de ley. Por lo tanto, la ley material deberá definirse
como regla de derecho. Esta definición se halla muy extendida hoy día en la
literatura alemana. "La ley, en el sentido material de la palabra —dice Laband (op.
cit., ed. francesa, vol. n, p. 261) — es, por definición misma, el establecimiento de
una regla de derecho." Jellinek (op. cit., pp. 240 ss.) declara asimismo que la ley
material se caracteriza esencialmente por su objeto, que es fundar nuevo derecho.
Anschütz (op. cit., 2* ed.. pp, 62 ss.) sostiene con vehemencia la misma opinión:
"La ley —dice— no es simplemente una regla, sino una regla de derecho". Se
trata, dice dicho autor, de dos conceptos muy diferentes: el concepto de regla y el
concepto de regla de derecho. Y reprocha vivamente a Arndt (Archiv für óffentl.
Recht, vol. xv, pp. 336 ss.; ver también las otras obras de Arndt citadas por
Anschütz, loe. cit., n. 55) el haberlas confundido (cf. en el mismo sentido G. Meyer,
op. cit., & ed., pp. 551 ss., 560 ss.).1 En la literatura francesa, Moreau (Précis de
droit consliluiionnel T ed., n9 253) y Cahen (op cit., pp. 96 ss., 133 ss.; 152 ss.)
definen también la ley diciendo que formula principios de derecho. Así pues, toda
regla no es una ley: únicamente la regla de derecho es una ley material.
100. Ahora bien, ¿qué se debe entender por regla de derecho? Según los autores
citados, una regla posee naturaleza de regla de derecho cuando modifica en
cualquier medida la situación jurídica personal de los gobernados, bien sea en sus
relaciones recíprocas, bien sea en sus relaciones con el Estado y sus órganos o
agentes, creando en su provecho o a su cargo nuevos derechos u obligaciones, o
también acrecentando, disminuyendo o extinguiendo antiguos derechos u
obligaciones. Así, por ejemplo, dice Laband (loe. cit., vol. n, p. 518): "El derecho
consiste en limitar los derechos y deberes mutuos de los individuos". Jellinek
(op.cit., p. 241) dice asimismo: "Para que una prescripción sea una ley materiales
necesario que cree derecho nuevo, es decir, que funde, para el Estado o para los
subditos, derechos o deberes que hasta entonces no estaban contenidos en el
orden jurídico vigente"; y (p. 240): "Si una ley tiene por objeto directo el delimitar !a
esfera de libre actividad de las personas en sus relaciones mutuas, contiene por lo
mismo una regla de derecho y por lo tanto es una ley material; si no, es
únicamente una ley formal" (cf. ibid., p. 215). Poco importa, por supuesto, para
dichos autores, que la regla de 1 O. Mayer (op. cit., ed. francesa, vol. I, p. 5)
declara también que "la legislación supone siempre la creación de una regla de
derecho". Pero, por otra parte, observa y afirma que la Constitución (ibid., pp. 88
ss., ver especialmente la n. 7) sólo conoce un concepto de ley, concepto según el
cual no es cierto que "cada ley sea una regla de derecho".
287

100-101] FUNCIÓN LEGISLATIVA 287

derecho así comprendida se refiera a un número indeterminado de casos


semejantes o únicamente a un caso aislado. Según Laband, por ejemplo (loe. cu.,
vol. II, p. 263) una ley formal que en circunstancias excepcionales viniera a
establecer un régimen electoral especial que hubiera de funcionar una sola vez
para la constitución de la asamblea legislativa, no dejaría de ser una ley material,
pues semejante ley confiere a los ciudadanos poderes jurídicos y por consiguiente
sus disposiciones presentan los caracteres esenciales de las prescripciones o
reglas de derecho, por más que dicho derecho electoral solamente deba aplicarse
en un caso único y extraordinario. Jellinek (op. cit., p. 238) llega más lejos aún:
imagina teóricamente un Estado en el cual el estatuto jurídico de los subditos, en
cada caso particular, habría de fijarse por medio de decisiones de especie, y en
esa hipótesis admite la posibilidad de un orden jurídico que sólo consistiera en
prescripciones particulares. Esta última proposición se funda en la idea de que
toda decisión que crea nuevo derecho tiene, sólo por eso, naturaleza de ley. Sin
embargo, el régimen de prescripciones particulares al que así alude Jellinek
supone un Estado en el que una sola y misma autoridad ejerciera todas las
funciones de potestad pública por vía administrativa. Ahora bien, como se verá
más adelante (n° 116), en semejantes condiciones !a distinción entre la ley y el
acto administrativo ya no presentaría interés jurídico.2
101. Antes de averiguar si la teoría que identifica a la ley material con la regla de
derecho tiene una base positiva en las Constituciones actuales, conviene conocer
las consideraciones racionales con las cuales tratan de justificarla sus defensores.
Es Laband (loe. cit., vol. u, pp. 516 ss.) el que ha proporcionado las más precisas
explicaciones sobre este punto. Según este autor hay que distinguir dos clases de
reglas: unas tienen por objeto la determinación de la condición jurídica de los
ciudadanos, y están destinadas a producir su efecto en la esfera de capacidad
jurídica de los individuos, por cuanto se refieren a su estatuto personal, o a sus
derechos patrimoniales, o a sus libertades individuales, o a los derechos que
respecto de ellos tengan los órganos o agentes del Estado. Cualquier regla que
actúe sobre las facultades jurídicas de los subditos del Estado es, según Laband,
una regla de derecho, y las leyes que dictan reglas de ese género son calificadas
por dicho autor como Rechtsgesetze, o sea leyes que conciernen al derecho, que
establecen derecho. Estas son tam-
2 Lo que sí es cierto es que, según la interpretación dada al derecho público
positivo por la doctrina anterior, cualquier decisión, incluso cuando sea tomada a
título particular, si modifica el orden jurídico vigente, precisa de una ley, y por lo
tanto, en este sentido, es materia de ley. En esto se funda Jellinek al decir que
toda disposición que crea derecho individual nuevo es una ley material, incluso
cuando sólo se refiera a una o varias personas determinadas.
288

288 FUNCIONES DEL ESTADO [101


bien, para él, leyes materiales. Existen, por el contrario, otras reglas por las
cuales, sin tocar para nada a la esfera del derecho individual, sino permaneciendo
dentro de los límites del orden preestablecido en cuanto a sus subditos, se limita el
Estado a fijarse a sí mismo, o sea a sus agentes, cierta línea de conducta. Estas
reglas, puesto que no atañen a los ciudadanos ni crean para ellos ningún derecho
ni carga, sino que interesan exclusivamente al funcionamiento interno del "aparato
administrativo" del Estado, ya no son reglas de derecho. El derecho —dice en
efecto Laband—
supone esencialmente una potestad ejercida por el Estado sobre personas
distintas de sí mismo. Las reglas de conducta que el Estado se da a sí mismo no
pueden constituir derecho, como tampoco pueden constituirlo las reglas que un
particular se trazara personalmente para la gestión de sus negocios. Pues nadie
puede obligarse jurídicamente consigo mismo, nadie puede crearse derecho a sí
mismo. Así pues, el Estado realiza derecho y funda su orden jurídico cuando en
virtud de su potestad sobre sus subditos impone a éstos alguna prescripción
concerniente a sus relaciones entre ellos o consigo mismo. Pero por lo que se
refiere a las prescripciones por las cuales el Estado regula su propia actividad sin
que de ello resulte para los subditos ninguna modificación en su situación jurídica,
no son reglas jurídicas, y por consiguiente, al faltarles el fondo jurídico, no pueden
constituir leyes materiales, aunque hubieran sido dictadas en forma de leyes.
Laband aplica primero estas observaciones (loe. cit., vol. ir, pp. 517 y 520) a la ley
formal que, por ejemplo, ordena la construcción de una obra pública, o que
autoriza un empréstito. Semejantes leyes —dice— no son en ningún caso fuentes
de derecho, y por supuesto ni siquiera son reglas.3 Pero idéntica idea ha de
aplicarse, según este autor, a aquellas leyes formales que regulan "simplemente"
la actividad del Estado (loe.cit., vol. II, p. 361); y cita como ejemplo las leyes que
determinan o regulan "la organización, la competencia y el modo de proceder de
las autoridades públicas, el sistema de la hacienda pública, el régimen de los
servicios públicos". Semejantes prescripciones son evidentemente reglas, y
además Laband reconoce que el ciudadano "resiente la consecuencia de las
mismas", pues tienen profunda influencia sobre la sociedad nacional donde se
hallan en vigor. Sin embargo, no atañen directamente a los subditos, al no estar
hechas para fijar su derecho individual, y no son por lo tanto reglas de derecho.
Finalmente, y de un modo general, hay que hacer extensivas estas observaciones
a todas aquellas leyes que contengan prescripciones tan sólo para los
funcionarios, sin suponer ningún cargo
167

3
Hemos visto antes (n9 89) que ya Laband había llegado, por otro camino, a negar naturaleza de
ley a esta clase de decisiones. Según dicho autor, en efecto, forman parte de las operaciones
actuantes del Estado, pero no de sus operaciones legisladoras.
289

101-102] FUNCIÓN LEGISLATIVA 289

ni ninguna nueva facultad para los ciudadanos mismos. Las leyes de esta especie
no se refieren al orden jurídico del Estado, sino que, al tener únicamente por
objeto asegurar la marcha de los servicios públicos, conciernen solamente al
funcionario de la administración estatal y producen sus efectos reguladores
exclusivamente dentro de la esfera administrativa.
Por esto Laband las caracteriza con el nombre de "leyes
administrativas"(Verwaítungsgesetzse), es decir, leyes referentes a la
administración o que hacen administración, en oposición a las "leyes referentes al
derecho". Y por ello entiende que, en el fondo, sólo constituyen manifestaciones
de la función y de la potestad administrativas, o sea actos administrativos. Ya
Rousseau había distinguido, en este mismo sentido, "dos voluntades generales,
una con respecto a todos los ciudadanos y la otra para los miembros de la
administración únicamente" (Contrat social, lib. III, cap. v). Por lo tanto, en esta
segunda teoría, habrá de dividirse la actividad del Estado en la forma siguiente.
Por una parte, las decisiones que crean reglas —generales o especiales
(Rechtssatz)— de derecho. Cualquiera que fuere la autoridad de la que emanan,
estas decisiones constituyen en el fondo actos de legislación. Así pues, Laband
(loe. cit., vol. n, p. 381) no duda en calificar de leyes materiales los reglamentos
dictados por la autoridad administrativa, cuando contienen prescripciones que
atañen a los ciudadanos en su derecho individual; Jellinek (op. cit., p. 385) afirma
asimismo que una ordenanza administrativa que tenga por contenido una
prescripción referente al derecho individual es una ley material en forma de acto
administrativo, y deduce de ello (L'État moderne, ed. francesa, vol. u, p. 323) que
por su poder reglamentario la autoridad administrativa participa, en algunos casos,
en la legislación material. Por otra parte, existen actos administrativos que no
entrañan, para los ciudadanos, ninguna nueva consecuencia jurídica, sino que
manteniéndose dentro de los límites del derecho individual existente, se reducen a
aplicar ese derecho a los ciudadanos por la vía de decisiones particulares, o
también, cuando proceden por la vía de prescripciones reglamentarias, se ciñen a
la organización y a la reglamentación internas de los servicios públicos. Las
decisiones o prescripciones de esta clase, desde el punto de vista material, son
actos administrativos, incluso en el caso de que tuvieran por autor al órgano
legislativo. Se puede, pues, definir la administración como el conjunto de aquellos
actos del Estado que no crean nuevo derecho para los subditos.
102. Toda esta teoría ha salido de las tendencias inherentes al
constitucionalismomoderno. Mientras que la antigüedad había concebido a la ley
como siendo ante todo una regla general, el concepto según el cual la ley tiene por
función propia y por especial objeto regular el dere
290

290 FUNCIONES DEL ESTADO [102

cho referente a los particulares, responde directamente a la preocupación política


moderna de limitar la potestad de la autoridad gubernamental y administrativa
respecto de los ciudadanos, haciendo depender esencialmente la reglamentación
del derecho individual de la voluntad de las asambleas legislativas electas. Este
concepto se ha formado especialmente en los países de monarquía limitada. Así,
por ejemplo, en Alemania, donde se ha extendido tanto la doctrina de la ley-regia
de derecho, dicha doctrina, desde el punto de vista político, se inspira en la idea
de que el monarca puede desde luego, por virtud de su potestad administrativa,
organizar y reglamentar por sus propias ordenanzas los servicios administrativos,
pero que en cambio no puede admitirse que los derechos de los subditos puedan
ser modificados por el monarca al estatuir por su sola voluntad en forma de
ordenanza administrativa; así como los impuestos no pueden establecerse sino
mediante el consentimiento de la asamblea que representa al pueblo, así también
se precisa en principio de una ley para la adopción de cualquier regla que alcance
a los ciudadanos en sus derechos, lo que significa que semejante regla no podrá
ser decretada por el monarca sino mediante la intervención y el consentimiento
previo de las Cámaras. Este es también, según Duguit (l État vol. ii, pp. 293 ss.) el
punto de vista que prevaleció en Francia en la época monárquica de las Cartas y
particularmente durante la Carta de 1830 (cf. Jellinek, Gesetz und Verordnung, p.
255). De este concepto se deriva una importante consecuencia práctica, sobre la
que los autores alemanes gustan de insistir y que se refiere a la distinción entre
las materias legislativas y administrativas, o lo que es lo mismo, a la delimitación
de los respectivos campos de la ley y del reglamento. Dicha consecuencia es la
siguiente: En principio, cualquier regla de derecho es materia de ley, pues exige
una ley formal y no puede ser dictada más que por el órgano legislativo; y en este
mismo sentido la regla de derecho, desde el punto de vista constitucional, forma la
ley material. La ordenanza o el reglamento administrativo sólo tiene, pues, por
campo o materia propia, las reglas de ejecución de las leyes y aquellas otras
relativas a la organización y al funcionamiento de los servicios administrativos.
En cuanto a crear reglas de derecho que sean obligatorias para los ciudadanos, el
reglamento sólo puede hacerlo cuando la autoridad administrativa haya recibido
de una ley un poder especial para dicho efecto. A falta de una habilitación "que
resulte de un texto legislativo, la autoridad administrativa no puede decretar en
legislación material. Para legitimar la definición material de la ley que acaba de
indicarse, los autores alemanes no se atienen a las consideraciones racionales o
políticas, sino que invocan ante todo derecho positivo vigente, deduciendo de la
Constitución misma el concepto de la ley-regia de derecho.
291

102] FUNCIÓN LEGISLATIVA 291

Anschütz, particularmente, que dedica a esta demostración su monografía ya


citada, Die gegenwartigen Theorien über den Begriff der gesetzgebenden Gewalt,
se esfuerza por demostrar (2a ed., pp. 170 a 172) que el concepto de la ley-regia
de derecho tiene su fuente en las antiguas tradiciones del derecho público alemán
y que se confirmó por las diversas Constituciones que, durante la primera mitad
del siglo xix, han llegado a fundar en los Estados alemanes el régimen de la
monarquía limitada. Anschütz se apoya especialmente en las numerosas
Constituciones del período 1814-1830,4 que especifican que la intervención y el
asentimiento del Landtag son necesarios "para todas aquellas leyes que se
refieren a la libertad y a la propiedad de las personas". Con dicha fórmula —dice
Anschütz-— Jas Constituciones de dicha época establecen claramente que la
reglamentación de los derechos de los ciudadanos constituye el objeto propio de
la competencia legislativa reservada a las Cámaras y que por lo tanto la regla de
derecho es la materia especial de la ley en el sentido constitucional de la palabra.
De este modo -—añade dicho autor—se desprende definitivamente el concepto
según el cual la palabra ley, en su acepción material, designa la regla de derecho
individual. A medida que ese concepto se fue afirmando en la práctica
constitucional y en el criterio público, se fue haciendo superfluo especificar
explícitamente, en los textos, aquellas materias para las cuales es indispensable
una ley formal. Es por lo que las Constituciones posteriores se limitan a declarar
que la forma legislativa, es decir, el concurso y el consentimiento del Landtag, son
necesarios para "cualquier ley". Este lenguaje, empleado por vez primera en la
Constitución wurtemburguesa de 1819 (art. 88) es reproducido por la Constitución
sajona de 1831 (art. 86) y finalmente la Constitución prusiana de 1850 (art. 62). Su
alcance —según Lnschütz— no puede ponerse en duda, y significa que para toda
ley mairial, es decir, para toda prescripción que contenga una regla de
derechoplicable a los ciudadanos, la Constitución exige una ley formal y exclue la
vía de la ordenanza que se funda en la sola voluntad del monarca.esta
interpretación de los textos constitucionales es adoptada hoy por la•an mayoría de
los autores alemanes. Así se ve que Laband (loe. Cit ti. ii, pp. 382 ss.) declara que
la Constitución del Imperio, así como las Prusia y de los otros Estados
confederados, "sobreentiende, como un ioma, que las disposiciones jurídicas
(Rechtssaíze) han de establecerse la vía legislativa". O. Mayer (op. cit,, ed.
francesa, vol. i, pp. 92 ss.) •e igualmente que "de una manera general, todo
aquello que se tradupor una lesión a la libertad o a la propiedad" forma parte de la
esfera reservada a la ley, esfera en favor de la cual existe constitucionalmente
También se encontrará la lelación de dichas Constituciones en O. Mayer, op. cit.,
6' ed.,52. n. 6.
292

292 FUNCIONES DEL ESTADO [102-103

una "exclusión de la iniciativa del Ejecutivo". G. Meyer (op. cit., 6* ed.,pp. 561 ss.,
p. 603.; texto y n. 10) deduce de ello que la vía de la ordenanza queda excluida
para todo aquello que sea reglamentación de los derechos de las personas. La
autoridad administrativa sólo puede emitir ordenanzas que contengan semejante
reglamentación en los casos en que se encuentra expresamente habilitada para
ello por un texto de ley (ver en el mismo sentido: Anschütz, op. cit., 2* ed., pp. 15
ss., 28 ss.; Jellinek, op. cit., pp. 254 ss.; Seligman, op. cit., pp. 113 ss., y los
demás autores citados por G. Meyer, loe. cit., p. 563, re. 7 y por Fleischmann,
"Diematerieíle Gesetzgebung", Handbuch der Politik, vol. i, pp. 269 ss.)
103. Los autores alemanes no se han limitado a despejar su teoría de la ley
material en el terreno de su derecho nacional, sino que pretenden además que
dicha teoría es la del derecho francés. Jellinek (op. cit.,pp. 77 y 99) sostiene que
desde 1789 la regla de derecho, en Francia, constituye la materia especial de la
ley, y en ese sentido invoca la Declaración de los derechos del hombre y del
ciudadano, cuyos arts. 4, 5, 7, 8, 10 y 11 implican, según él, que la reglamentación
y la limitación de los derechos de los ciudadanos dependen de la ley, y sólo de
ella. El art. 4, en particular, parece consagrar claramente ese principio, al decir: "El
ejercicio de los derechos de cada hombre no tiene más límites que los que
aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de esos mismos
derechos. Dichos límites sólo pueden ser determinados por la ley". De esto bien
parece resultar que las facultades jurídicas de los ciudadanos no pueden
modificarse por un simple reglamento administrativo. Esto
168

5
Cf. Hubrich, Das Reichsgerícht übcr dun Gesetzes und Verordnungsbegrijf nach Reichsrecht (ver
especialmente pp. 10 ss., 57 ss.), que analiza buen número de decisiones del tribunal del Imperio
señalando la interpretación que debe darse a los textos de la Constitución del Imperio referentes al
concepto de ley y de poder legislativo, y que muestra que esos textos fueron interpretados por la
Corte de Leipzig como estableciendo el concepto material de la ley-regia de derecho. Ha habido,
sin embargo, disidencias. El representante principal de la opinión opuesta es Arndt, el cual, en una
serie de escritos (ver especialmente Das Verordnungfirecht des deutschen Reiches, pp. 57 ss.; Die
Verfassungsurkunde für den premsischen Staat, 6 ed., pp. 241 ss.; Das selbstandige
Verordnungsrecht, pp. 37 ss.,- 64ssJ, sostiene que, para Prusia así como para el Imperio, "el
concepto de ley, en los textos constitucionales alemanes, es un concepto puramente formal, libre
de toda consideración relativa al contenido del acto hecho en forma legislativa" (traducido del
Staatsrccht des deutschen Reiches de Arndt, pp. 157 ss.). En lo que se refiere especialmente a
Prusia, Arndi desarrolla la tesis de que la esfera reservada a la legislación, en oposición a la
ordenanza, se determina únicamente por la enumeración limitativa de las materias para las cuales
se exige una ley formal por un texto expreso de la Constitución. Todo aquello que no se halla
comprendido dentro de dicha enumeración constitucional puede, según ese autor, regularse
mediante ordenanzas del monarca, el cual estatuye praetcr legern. En el mismo sentido: Bornhak.
Preussisches Staatsrecht, vol. i, p. 486 ss. y Allg. Staatslehre, pp. 165 ss., y los autores citados por
G. Meyer, op. cit., 6" ed., p. 563, n. 7. En Francia, Cahen (op. cit., p. 296) declara que adopta,
respecto a este último punto, las ideas de Arndt.
293

103-104] FUNCIÓN LEGISLATIVA 293

es, en efecto, lo que enseñan corrientemente los autores franceses. Duguit, por
ejemplo (UÉtat, vol. n, pp. 334 y 335), dice: "Existe un principio cierto, y es que
una ley formal, únicamente, puede afectar a los derechos individuales. En cuanto
a las materias sobre las cuales puede legislarse en forma reglamentaria, son todas
aquellas que no se refieren directamente a los derechos individuales de los
ciudadanos". Asimismo, E. Fierre, Traite de droit politique, electoral et
parlementaire 2* ed., n° 5.1, dice: "El poder legislativo es el ú nico que puede
regular el estado de las personas, los derechos civiles y políticos, los efectos de
las convenciones, tocar al derecho de propiedad, etc." Idéntica doctrina profesa
Hauriou. Este autor, que en la 59 edición de su Précis de droit administrctif (p. 20)
había escrito ya: "El campo reservado del derecho legal es la personalidad
jurídica", repite hoy que el derecho legal se elabora "con la idea de la garantía de
las libertades individuales" y "en el interés individual" de los miembros del Estado
(6* ed., p. 297; cf. 8? ed., p. 46). Formula después este principio: "Es y debe ser
materia de ley toda nueva condición impuesta al ejercicio de una libertad",
añadiendo que la organización de la libertad individual comprende asimismo "las
reglas orgánicas cíelos poderes públicos y aquellas que organizan las
transacciones privadas (derecho civil y derecho comercial)" (8? ed., p. 47). Por
esto la teoría de Hauriou se aproxima mucho a la de Laband, que identifica la ley
material con la regla de derecho individual.
104. ¿Qué debe pensarse de esta teoría? Para apreciar el valor de la misma, es
preciso percatarse bien de su alcance. Al decir que el elemento propio de la
legislación es la regla de derecho, los autores alemanes no pretenden de ningún
modo limitar la extensión de la potestad legislativa a ese objeto especial.
Reconocen que dicha extensión, en un sentido, es indefinida, pues la potestad
legislativa no tiene límites, por cuanto el órgano legislativo siempre es dueño de
atraer hacia sí y de apropiarse cualquier materia, sea regla de derecho u otra,
sobre la que desee legislar. Bajo este aspecto, cualquier prescripción puede llegar
a ser materia de ley; y, por el hecho mismo de que una prescrioción haya sido
emitida en forma legislativa, la materia a la cual se refiere se encuentra
incorporada al campo de la legislación, en el sentido de que se sustrae a la
autoridad administrativa, que ya no puede reglamentarla por sus ordenanzas. Esto
ocurre, según Laband (loe. cit., vol. II, pp. 353 ss., 485 y 486), en lo que concierne
a las reglas cíe orden administrativo. La autoridad administrativa no puede estatuir
sobre aquellos objetos de administración que, de hecho, se encuentran ya
regulados por las leyes. Pero al menos tiene competencia para estatuir por su
propia potestad sobre las materias administrativas, hasta donde la ausencia de ley
en cuanto a dichas materias le deje el campo libre. No puede, pues, decirse
294

294 FUNCIONES DEL ESTADO [104

que la reglamentación administrativa sea, en principio, materia reservada a la ley.


Por el contrario, las prescripciones que producen algún efecto por encima de la
esfera administrativa, o sea con respecto a los ciudadanos mismos, constituyen,
propiamente hablando, "la reserva de la ley" (según expresión de O. Mayer, loe.
cit., vol. i, p. 92), por el motivo de que dependen exclusivamente de la potestad del
órgano legislativo y no pueden, salvo en el caso de una habilitación legislativa, ser
dictadas por la autoridad administrativa. En este preciso sentido es,en el que los
autores alemanes definen la ley material como regla de derecho. Y fundan dicha
definición en esta doble afirmación: por una parte, que las Constituciones sólo
reservan especialmente para la competencia legislativa aquellas materias que se
refieren al "derecho" (individual); y por otra parte, que reservan especialmente el
nombre de ley para aquellas reglas que contengan "derecho" (individual).
Ahora bien, ambas afirmaciones, precisamente, pueden ser objeto de
impugnación. Como se ha visto antes (pp. 291-292), las Constituciones alemanas,
desde el punto de vista de los principios que formulan respecto a la competencia
del órgano legislativo, pueden dividirse en dos grupos. Unas plantean esta
competencia diciendo que la intervención de las Cámaras es necesaria "para
cualquier ley"; y otras afirman que la intervención de las Cámaras es necesaria
"para todas las leyes que afectan al derecho de las personas". Ninguna de estas
fórmulas justifica la doble afirmación de los autores alemanes referente al
concepto de ley material. La primera fórmula es la de la Constitución prusiana, por
ejemplo, cuyo art. 62 dice: "La potestad legislativa se ejerce colectivamente por el
rey y dos Cámaras (cf. Carta de 1814, art. 15 y Carta de 1830, art. 14). El acuerdo
entre el rey y ambas Cámaras es indispensable para toda ley". Según Laband
(Budgetrecht, p. 10), al que siguen en este punto numerosos autores (Anschütz,
op. cit., 2* ed., pp. 16, 18 ss.; Seligmann, op. cit., pp. 114 ss.; G. Meyer, op. cit., 6"
ed., p. 560, y los autores citados por G. Mcyer, eod. loe., n. 5), la palabra ley al
final de dicho texto debió emplearse en un sentido material, pues de lo contrario
los dos párrafos del texto no harían sino repetir la misma cosa, careciendo
totalmente de sentido dicha repetición. Se sostiene, pues, que el art. 62 contiene a
la vez un concepto formal y un concepto material de la ley. La definición formal se
deduce del hecho de que el texto exige en primer lugar, para la formación de la
ley, el concurso de las Cámaras y el rey. Pero para darle un sentido lógico al
segundo párrafo, que dice que la forma legislativa se requiere "para cualquier ley",
hay que admitir que dicho párrafo tuvo por objeto imponer la condición del
asentimiento previo de las Cámaras para ciertas disposiciones de determinada
naturaleza; en otros términos: que la palabra ley se entendió aquí en sentido
material. Ahora que este sentido
295

104] FUNCIÓN LEGISLATIVA 295

material, revelado, según se dice, por los precedentes constitucionales y por los
debates parlamentarios anteriores a la Constitución de 1850 (Ansehütz, loc. cit.,
pp. 136 ss.), no puede ser otro que el de la regla de derecho. Así pues, el art. 62
vendría a significar que se precisa una ley formal para la adopción de cualquier
regla concerniente al derecho individual. Pero para el jurista que emprende sin
prevención la lectura del art. 62, la argumentación que acaba de exponerse no es
decisiva ni mucho ráenos. Como sostiene Arndt (Verordnungsrecht des deutschen
Reiches, pp.2055., 49 ss.; Verfassungsurkunde für den preussischen Staat, 6a ed.,
pp. 241 ss.), es muy posible que el art. 62 haya tenido únicamente por objeto
determinar cómo nace una ley, sin que dicho texto haya tenido jamás la intención
de fijar los casos en los cuales una ley es necesaria. Puede, en efecto,
interpretarse el art. 62 en la forma siguiente: dicho texto, después de haber
formulado en principio, en su primer párrafo, que el rey con las Cámaras
concurren para formar el órgano legislativo de Prusia, cuida especialmente de
precisar en qué sentido la Corona y el Parlamento se hallan investidos
"colectivamente" de la potestad legislativa, y con dicho objeto especifica, en un
segundo párrafo, que una ley no puede formarse más que por medio de un
"acuerdo" entre el monarca y las asambleas. El objeto de la segunda mitad del
texto es, pues, afirmar especialmente la necesidad de ese acuerdo para la
formación de toda ley. Esta lectura o interpretación le da un sentido útil a ambas
partes del art. 62.
La impresión que produce así el art. 62 parece fortificarse aun más por los
términos en los cuales está redactado el art. 5 de la Constitución del Imperio, que
formula para el Imperio una regla que corresponde a la que establece para Prusia
el art. 62. Según dicho art. 5, "la potestad legislativa del Imperio se ejerce por el
Bundesrat y el Reichstag. El acuerdo entre las decisiones tomadas por mayoría de
votos por esas dos asambleas es necesario y suficiente para la adopción de una
ley imperial". Por mucho que digan Laband (Droit public de l'Empire allemand, ed.
francesa, vol. II, pp. 384 ss J, Seligmann (op. cit., pp. 120 ss.) y otros más (citados
por G. Meyer, loe. cit., p. 603, n. 10), el mismo tenor de esta última frase induce a
pensar, a todo lector no prevenido, que se trata únicamente de las condiciones
requeridas para la confección de la ley formal y que en ningún modo tiene el texto
por objeto ni por efecto fijar el campo de la legislación ni tampoco el concepto
material de la ley."
6 Cuando, por ejemplo, el art. 5 de la Constitución del Imperio declara que el
acuerdo de las mayorías del Bundesrat y del Reichstag es "suficiente" para la
formación de las leyes de Imperio, el objeto de dicho texto es el de especificar que
•—a diferencia de lo que exige el art. 78 para la adopción de las leyes
modificativas de la misma Constitución— la simple
296

296 FUNCIONES DEL ESTADO


Se puede, pues, sacar la conclusión de que las Constituciones de este primer
grupo solamente proporcionan una base muy incierta para la opinión que pretende
que únicamente la regla de derecho forma la materia propia de la ley. La expresión
de los textos citados, antes bien, despierta ía idea de que en el actual estado del
derecho alemán sólo existe coristitucionalmente una definición formal de la ley. Y
en cuanto a la materia de la ley, el único punto que se destaca con certeza en
dichos textos es que la citada materia es ilimitada; ilimitada por lo menos en el
sentido de que basta con la voluntad del órgano legislativo para erigir toda regla,
cualquiera que fuere su objeto en materia de ligisiación. Alegan sin embargo los
autores alemanes que el concepto de ley ha sido claramente precisado por otra
serie de Constituciones, o sea aquellas que datan cíe la primera parte del siglo xix
y que —como antes se ha visto— tienen especial cuidado en declarar que el rey
precisa del concurso de las Cámaras "para todas aquellas leyes que se refieren al
derecho de las personas". Según Anschütz (loe cil., p. 168), esa fórmula
constitucional implica una distinción fundamental entre las reglas de derecho, que
son las únicas que constituyen leyes, y las reglas de administración, que no entran
dentro del concepto de legislación. Pero esta manera de ver se contradice por los
mismos términos de las Constituciones citadas por Anschütz. Debe observarse, en
efecto, que las Constituciones de este segundo grupo de ningún modo restringen
el concepto de ley a las reglas de derecho únicamente, sino que se limitan a
requerir el con- ?entimienlo de las Cámaras "para agüellas leyes" que entrañan
derecho individua], dando así a entender que, entre las reglas que no conciernen
al derecho de los subditos, y que por consiguiente dependen únicamente del
monarca, existen algunas que son en sí "leyes". Lejos, pues, de identificar a la ley
con la regla de derecho, las Constituciones referidas dejan indeciso el concepto de
ley, y en realidad —como muy acertadamente lo indica Jellinck (op, cu., pp. 109-
110)— dividen el campo de la legislación en dos partes: una en la cual la voluntad
del monarca se subordina a la adhesión de las Cámaras, y otra en la que el rey
conserva el poder de legislar por sí solo. Así pues, desde esíe punto de vista
tampoco puede afirmarse con certeza que la oposición entre leyes materiales y
formales, tal como la entienden los autores alemanes, haya sido francamente
percibida y adoptada por sus Constituciones nacionales.
7mayoría de votos, tanto en el Budesrat como en el Reichstag, basta para la
adopción de las leyes ordinarias. Esto tiende desde luego a probar que el art. 5 no
se preocupa más que de las condiciones formales requeridas para el ejercicio de
la potestad legislativa.
En el sentido antes indicado se puede añadir que actualmente un gran número de
leyes alemanas se cuidan mucho —al emplear, en el curso de su texto, la palabra
"ley" en la acepción especial de la regla de derecho— de prevenir al lector y al
intérprete. Por ejemplo.
297

105] FUNCIÓN LEGISLATIVA 297


105. Por lo demás, y sea la que fuere la solución que convenga dar a dicho
problema de derecho constitucional alemán, no hay duda de que el concepto de
ley material-regia de derecho carece totalmente de fundamento en el derecho
francés. El argumento que se ha intentado deducir de los textos de la Declaración
de 1789 para la distinción entre los campos de la ley y el reglamento (ver p. 292,
supra) no prueba gran cosa, ya que la Asamblea nacional de 1789 no reconoció al
rey ningún poder reglamentario. En cambio, es absolutamente cierto que desde el
año VII las Constituciones francesas no se adhieren a ningún concepto material de
la ley. Actualmente, al decir el art. P de la ley de 25 de febrero de 1875 —que es el
texto que corresponde en la legislación francesa al art. 62 prusiano y al art. 5
alemán— que "el poder legislativo se ejerce por dos asambleas: la Cámara de
diputados y el Senado", no es posible sacar de esta fórmula, ni tampoco de ningún
otro artículo de las leyes constitucionales de 1875, la menor indicación que
permita afirmar que, encuentra una advertencia de esa especie en el art. 2 de la
ley introductoria del Código civil de 18 de agosto de 1896, concebido así: "Ley en
el sentido del Código civil y de la presente ley, es toda regla de derecho". Ver
asimismo las leyes introductorias de la Civilproccssordnung, art. 12, de la
Strafprocessordnung, art. 7, de la Konkursordnung, art. 2 (cf. p. 269, supra). Se ha
dado la explicación de esas advertencias de orden terminológico exponiendo que
la palabra "ley" posee otra acepción, formal ésta, por la que designa todo acto
hecho en forma de ley por el órgano legislativo; y siendo el objeto de los artículos
de introducción antes citados, ciertamente, el excluir esta segunda acepción, se ha
llegado a la conclusión de que, en rl sistema del derecho alemán, la palabra ley —
cuando no se refiere a la ley formal— designa la regla de derecho, al constituir
ésta la ley material. Pero la precaución terminológica que toman los artículos de
referencia ¿no podría sustituirse perfectamente por la idea de que la ley,
considerada en su contenido en oposición a su forma, o sea la ley material, no
solamente puede consistir en reglas de derecho, sino también en reglas de
diferente naturaleza, en cuyo caso dichos artículos implicarían que la "regla de
derecho" no forma de manera exclusiva la materia normal de la legislación? La
verdad es que, en efecto, entre las reglas legislativas, unas son reglas de derecho
(individual) y las otras no tienen ese carácter. Ahora bien, la regla de derecho
tiene, como tal regla, es decir, por cuanto penetra en la condición jurídica de los
particulares, ciertos efectos de derecho que le son peculiares y que no pertenecen
a cualquier regla legislativa indistintamente. Por eso es por lo que las
leyesintroductorias antes citadas se refieren a la regla de derecho como a una
regla de clase especial. Pero, por lo demás, no significan por sí solas que el
concepto de ley material se identifique con el de regla de derecho. A este
propósito es conveniente observar que, en la literatura alemana actual, existe una
tendencia muy clara a darle en principio n la palabra ley un sentido formal. O.
Mayer op.cit., ed. francesa, vol. i, p. 88 n.) había dicho ya: "Para nosotros no
existen dos conceptos de ley: La ley es la ley constitucional, el acto proveniente
del concurso del príncipe y de la representación nacional en la vía prescrita por la
Constitución, o sea la ley en el sentido formal". En el reciente Handbuch der
Politik, vol. I, Fleíschmann (Die materielle Gesetzgebung,p. 273) dice igualmente:
"Únicamente la ley en el sentido formal es ley en el sentido constitucional"
298

.298 FUNCIONES DEL ESTADO [105-106

en derecho positivo francés, la ley se confunde con las reglas de derecho


individual o con cualquier clase de reglas que tengan un contenido especial
determinado por la Constitución. En Francia, el concepto constitucional de ley es
independiente del contenido de la prescripción elaborada en forma legislativa. Una
regla de orden administrativo, es decir, que no ha de surtir efectos sino en el
interior del organismo administrativo, es susceptible de constituir la materia de una
ley con el mismo título que una regla destinada a ser aplicada a los ciudadanos.
Verdad es que esta última clase de prescripciones, en principio, están reservadas
al órgano legislativo; pero nada autoriza a afirmar que, según el derecho francés,.
legislación sólo comprenda como materias reservadas las reglas que se refieren al
derecho de las personas,
106. Los autores franceses que adoptaron la teoría alemana de laley material-
regia de derecho han cometido el error de perder de vista que el problema relativo
al concepto constitucional de la ley se formula en Francia de muy diverso modo
que en Alemania. El concepto alemán de la ley, como tan bien lo ha demostrado
Anschiitz (loe. cit., pp. 6ss.; cf. Arndt, Verordnungsrecht des deutschfin Reiches,
pp. 64 ss.; G. Meyer, loc. cit,, pp. 244 ss.), tiene su punto de partida en el sistema
monárquico de los Estados alemanes, y en particular de Prusia, según el cual,
teóricamente todos los derechos de potestad estatal residen en-principio en el rey,
así como históricamente le perteneció plenamente el ejercicio de dichos derechos
hasta el advenimiento del régimen constitucional moderno. Este régimen
constitucional fue introducido, en el curso del siglo xix, por las diversas
Constituciones alemanas que vinieron, o bien a transferir el ejercicio efectivo de
los poderes cuyo titular propio sigue siendo el monarca, a órganos distintos de él,
o por lo menos a subordinar el ejercicio de dichos poderes por el monarca al
concurso y a la adhesión de órganos distintos, entre los cuales figuran
particularmente, para el ejercicio de la potestad legislativa, las asambleas
llamadas representativas (Aiischütz, loc. cit., p. 11). Pero esas Constituciones
alemanas, que así sustituyeron la monarquía limitada a la antigua monarquía
absoluta, hallaron su origen, histórica y jurídicamente, en la voluntad del príncipe,
en el sentido de que éste fue quien en su origen las concedió y quien, por dicha
concesión, restringió y limitó él mismo su potestad anterior. Sigúese de aquí que el
monarca conservó para sí indefinidamente, no sólo nominalmente, sino también
en cuanto a su libre ejercicio, todos aquellos poderes suyos anteriores que no
delegó por la Constitución a nuevas autoridades, o que no subordinó, por lo que
se refiere a las condiciones de su ejercicio, a la intervención de órganos diferentes
de él. Se comprende entonces por qué la doctrina alemana se ha esforzado por
demostrar que en los textos que subordinan la confección de la ley al asentimiento
de las Cámaras,
299

106] FUNCIÓN LEGISLATIVA 299

por ejemplo en el art. 62 prusiano, la palabra ley sólo se refiera, según su sentido
tradicional y según los trabajos preparatorios, a la regla referente al derecho de los
ciudadanos. El objeto —muy considerable— de dicha-demostración, fue el de
establecer que el monarca solamente se despojó del libre ejercicio de la potestad
legislativa en aquello que concierne a las regías llamadas de derecho, pero que
para todas las demás reglas conservó el poder constitucional de dictarlas por sí
solo en forma de ordenanzas. Junto a las reglas que así exigen la deliberación y la
adopción por las asambleas, existe, pues, según esta tesis, un amplio campo de
reglamentación que es el de la ordenanza y que sigue perteneciéndole al monarca
estatuyendo por su sola potestad. De esto ha salido la distinción en Alemania
entre leyes materiales y leyes formales. La ley material es toda prescripción
susceptible de producir algún nuevo efecto jurídico con respecto a los subditos.
Toda prescripción de esta clase, o sea toda regla de derecho, constituye en efecto
materia de ley, en el preciso sentido de que debe ser objeto de una ley formal, es
decir, de una ley que habrá de someterse al voto de las Cámaras antes de poder
ser decretada por el rey. El campo de la legislación material es, pues, aquel que
depende de la competencia del Parlamento. En sentido inverso, toda decisión,
prescripción o reglamentación que no concierne a los súbditos o que permanece
dentro de los límites del orden jurídico individual vigente, deja de formar parte del
campo de la legislación, no es ya materia de ley. Puesto que, en efecto, el
monarca ha conservado para sí solo todos aquellos poderes de los que no se ha
despojado por la Constitución, resulta por la interpretación dada en Alemania al
art. 62 de la Constitución prusiana y a los textos análogos de las demás
Constituciones alemanas, que las decisiones o reglas de este segundo género
pueden ser dictadas por el monarca actuando por su sola voluntad por vía de
ordenanza y sin la intervención de las Cámaras. Esta es la parte de su antiguo
poder legislativo que el rey continúa poseyendo y ejerciendo de manera exclusiva.
Y si, de hecho, algunas prescripciones de este segundo género son emitidas en
forma legislativa con el concurso de las Cámaras, la ley así creada sólo constituirá
una ley formal, es decir, una ley que se refiere a una materia no legislativa en sí.
Se ve con ello que la teoría de las leyes materiales y formales se ha formado en
Alemania por la evolución del derecho monárquico propio de dicho país,
relacionándose íntimamente con dicha evolución y explicándose tan sólo por ella.
Muy distinto es, a este respecto, el punto de partida del sistema francés. El rey
después de 1789, y actualmente el Presidente de la República, no tiene más
poderes que aquellos que le son conferidos especialmente por la Constitución.
Esto ocurre, por ejemplo, en lo que concierne a su poder de reglamentación. Y la
fórmula constitucional que determina el
300

300 FUNCIONES DEL ESTADO [106-107

fundamento y la extensión del poder reglamentario del jefe del Estado


(actualmente la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, art. 3: "El Presidente
asegura la ejecución de las leyes") es —como luego se verá (núms. 190 ss.)—
muy significativa, y al mismo tiempo de una precisión muy rigurosa, pues implica
que los reglamentos presidenciales sólo pueden dictarse en ejecución de las
leyes. Resulta de ello que en derecho francés no existe ningún campo de
reglamentación en el que pueda ejercerse libremente la iniciativa propia del jefe
del Ejecutivo, pues sea cualquiera la materia de que se trate, el reglamento
presidencial sólo puede intervenir en cuanto se refiera a una ley anterior de la cual
constituya la ejecución. En sentido inverso, al no poder intervenir el reglamento
sino a consecuencia de una ley, resulta que ésta, en virtud misma de dicha
prioridad, tiene un campo y una materia ilimitada: lo que está reservado a la ley no
es ya solamente la regla de derecho, sino toda prescripción que no se halle dentro
del cuadro de las leyes existentes. Por estos motivos, es evidente que en derecho
francés no hay sitio para la doctrina que define a la ley, desde el punto de vista
material, como regla de derecho. Y de una manera general se puede afirmar que
los autores franceses que tornaron de la literatura alemana el concepto de ley
material para introducirlo en el derecho público francés cometieron con ello un
error completo, pues no se dieron cuenta de que dicho concepto procede de
causas jurídicas que son especiales de Alemania y que no se encuentran para
nada en el sistema constitucional actual de Francia.
301

107, Si se examina ahora la teoría de la ley-regia de derecho desde el punto de


vista de su valor racional o práctico, parecerá tan injustificable, bajo este aspecto,
como injustificada está desde el punto de vista del derecho constitucional vigente.
Ante todo se le puede reprochar el proceder de una idea preconcebida y arbitraria
referente al concepto de regla de derecho. Laband y Jellinek sólo consideran
como derecho aquellas prescripciones que tienen por especial objeto fijar la
condición jurídica de los subditos del Estado. Pero el concepto de derecho es
mucho más amplio: comprende indistinta e indefinidamente todas las
prescripciones que concurren para establecer en el Estado cierto orden, cierta
reglamentación, que gobierne superiormente su actividad o la de sus miembros.
Las reglas relativas a la organización interior de los cuerpos públicos, los
principios directores que rigen el funcionamiento de los servicios administrativos,
forman parte integrante y constituyen un elemento importante de ese orden
regulador. No es posible, pues, negarles su carácter de reglas de derecho: dichas
reglas constituyen indudablemente derecho administrativo, pero derecho al fin. Al
negarles el valor de reglas jurídicas, Laband y Jellinek se aproximan,
302

302 FUNCIONES DEL ESTADO [107

en provecho del administrado lesionado, un recurso tendiente a asegurar el


respeto a su derecho y que, como tal, dé lugar a jurisdicción. La existencia de esta
vía de derecho es precisamente, según Laband, un criterio que permite discernir la
regla jurídica o ley material de la regla simplemente administrativa, la que sólo
puede constituir legislación formal.
Es perfectamente cierto, en efecto, que no todas las leyes formales engendran
derecho individual, y particularmente, que no de todas nace un recurso
propiamente dicho a favor del ciudadano que pretenda haber sido lesionado por su
inobservancia. Se tiene prueba de ello, en derecho francés, en el hecho de que la
violación de la ley por un acto administrativo no basta por sí sola para entablar el
recurso de anulación contra el acto por causa de extralimitación de poderes. Es
necesario, además, que la parte reclamante justifique que el acto contrario a la ley
la lesiona en su derecho personal. Es por lo que esta causa particular de recurso
por extralimitación de poderes lleva el nombre de "violación de la ley y de los
derechos adquiridos". Esto es como decir que la violación de la ley no origina el
recurso sino en cuanto la ley legal desconocida por la autoridad administrativa ha
establecido en favor de los administrados un derecho subjetivo frente al Estado y a
sus agentes administrativos. Este punto ha sido claramente indicado por Hauriou
(op. cit., 8" ed., p. 463). Así pues, el vicio de violación de la ley, por lo que
concierne al recurso por extralimitación de poderes, consiste exactamente en 3a
violación de un derecho legal de los administrados, de manera que la violación de
dicho derecho individual constituye, no ya sólo una condición de admisión del
recurso, como dice Hauriou (loe. czí., pp. 460 ss.), sino también, como indica
Laferriére (loe. cu., 2* ed., vol, u, p. 534), una condición de interposición del
recurso.
Es, pues, indiscutible que numerosas leyes limitan su eficacia al interior de la
esfera administrativa y no pretenden —incluso cuando en el fondo sus
disposiciones vayan a favor de los administrados— conferir a éstos ningún
derecho propiamente dicho. Sin embargo, no es esto motivo para negar a dichas
leyes el carácter de reglas de derecho. Semejante conclusión, de ser admitida,
nos llevaría riada menos que a la negación del carácter jurídico de gran parte del
derecho público, o sea de toda aquella parte que constituye el "derecho del
Estado" en el sentido estricto de la palabra, es decir, un derecho propio del Estado
y rio el derecho especial de sus subditos. Pero esta conclusión, así como la
oposición establecida por Laband entre las "leyes que crean derecho" y las "leyes
concernientes a la administración", se funda en un completo desconocimiento de
la íntima relación que liga al Estado con sus subditos. Laband pretende tratar al
Estado como personalidad totalmente independiente de los hombres que lo
componen, cuando en realidad es imposible, no ya
303

107] FUNCIÓN LEGISLATIVA 303

concebir al Estado sin sus subditos, sino también ver en él otra cosa que la
personificación de la colectividad de sus miembros orgánicamente unificada (ver 4,
supra). Se deduce de esto que las prescripciones que conciernen al
funcionamiento administrativo del Estado no pueden considerarse como una
reglamentación enteramente indiferente a los ciudadanos, como derecho que les
sea perfectamente extraño. El derecho del Estado, aunque no consista
absolutamente en reglas de derecho individual. es sin embargo el derecho de los
ciudadanos por cuanto éstos son miembros de la colectividad.10 No hay, pues,
comparación posible entre las reglas de conducta que un particular pueda fijarse
para la gestión de sus asuntos y las reglas legislativas que el Estado dicta para la
administración de sus servicios. El reglamento adoptado por un simple particular
no es sino un acto esencialmente privado. Por el contrario, el Estado no podría
concebirse de tal manera distinto de sus miembros que se pudiera suponer que, al
formular reglas para la organización y la marcha de sus servicios, actúa
exclusivamente dentro de los límites de su esfera de intereses propios, en
oposición a la esfera de intereses de sus miembros. Porque se considere al
Estado con respecto a sus organismos administrativos, no puede convertirse por
eso en una persona de la que pueda decirse que sus asuntos sólo a ella le
interesan.
11
Cualquier regla emitida con el objeto de regir la actividad estatal, incluso en el
interior del aparato administrativo, constituye un elemento del orden jurídico de la
comunidad de los ciudadanos.12 El hecho de que los ciudadanos, en el caso de
violación del derecho referente a los asuntos del Estado, carecen de recurso
individual, se explica naturalmente por el carácter colectivo propio de este
derecho. Así como los ciudadanos, en efecto, sólo participan de este derecho del
Estado en su cualidad de miembros de la colectividad, así también sólo pueden
reaccionar contra la violación de dicho derecho estatal por mediación de los
órganos competentes de la colectividad y en las formas constitucionales previstas
por el estatuto de dicha colectividad. La reacción, el recurso, no son individuales;
el derecho que nos ocupa tampoco lo es, mas ello no significa que dicho derecho
o dicho orden jurídico referente a los asuntos del Estado sea algn indiferente o
extraño a los ciudadanos cuya colectividad personifica el Estado.
169

11 La teoría que exige una ley únicamente para las reglas concernientes al derecho de los individuos y abandona al reglamento o a la ordenanza todo lo
que se refiera al funcionamiento interno de los servicios del Estado es una teoría atrasada, que recuerda en cierto modo el concepto primitivo del Código
civil, por el cual la propiedad inmueble, considerada, en relación con el adagio "res mobilis, res vilis", como muy superior a la mueble, se hallaba rodeada
de muy especiales precauciones, que se rehusaban entonces a la propiedad mueble. Pero en la época presente una disposición, sea general o sea
incluso particular, referente a la organización interna del Estado o al funcionamiento de sus asuntos, ¿no tiene a veces repercusiones políticas o
económicas que presentan para los ciudadanos mismos un interés más fuerte y poderoso que el que pueda entrañar para ellos una prescripción que se
relacione, directamente sin duda, pero quizás en un punto mínimo, con su estado, su capacidad o su patrimonio? 12 Es lo que afirmaba, en el año VIII,
el Profet de Code civil, elaborado por la Comisión
304

304 FUNCIONES DEL ESTADO [107-108

La distinción que sostiene Laband entre reglas de derecho y reglas administrativas


podría, en verdad, defenderse por lo que se refiere a las prescripciones o
instrucciones dirigidas por los superiores administrativos a sus agentes
subalternos por medio de circulares. La característica de esas recomendaciones o
mandamientos es, en efecto, que permanecen lealmente encerrados dentro del
círculo de los asuntos internos de la administración y no operan fuera de él, puesto
que no solamente los ciudadanos no pueden prevalerse ni quejarse de ellos, sino
que tampoco tienen conocimiento de ellos por medio de ninguna publicación
oficial, y a veces hasta han de permanecer secretos; no constituyen, pues,
derecho "público" (ver n9 224, infra). Otra cosa ocurre con las prescripciones
concebidas y publicadas en forma de ley o de ordenanzas: incluso cuando no
resultara de dichas prescripciones ningún derecho individual para los ciudadanos,
hay que reconocer que crean derecho público, por cuanto trazan la línea de
conducta que la autoridad administrativa habrá de seguir jurídicamente para
alcan/ar sus fines, y por cuanto también dicha regla de conducta se erige, por el
hecho mismo de su publicación, en una regla pública de la nación. El mismo
Jellinek parece reconocer implícitamente la exactitud de este punto de vista, al
mostrar (op. cit., pp. 255 y 256) que en el Estado constitucional moderno las
asambleas legislativas no se contentan con tener dentro de su competencia la
reglamentación de la condición jurídica de los ciudadanos, sino que quieren
también extender su actividad legisladora a las reglas que rigen la administración,
por lo menos a las que tienen más importancia, para así ejercer sobre la
administración una influencia directora. Por lo mismo que dichas reglas
administrativas tienen alcance de reglamentación pública, que a la vez gobierna
superiormente la acción administrativa, aparecen como formando parte esencial
de ese orden jurídico superior y nacional cuyo establecimiento constituye
indiscutiblemente uno de los principales objetos de la legislación del Estado.
108. La oposición establecida por Laband entre las "leyes que crean derecho" y
las "leyes administrativas" no tiene, pues, justificación. Parece, por otra parte, que
dicho autor se haya dado cuenta él mismo de cuan discutible era su teoría, pues la
somete a diversas restricciones, tan considerables que reducen el alcance de
dicha teoría a una cosa insignificante y acaban incluso comprometiéndola por
entero.
Primeramente, per ejemplo, Laband reconoce que entre las leyes que según su
primera definición debieran entrar en la categoría de leyes
170

del Gobierno, en su libro preliminar, tít. n, art. 2: "Las leyes, sean de la naturaleza que fueren,
interesan a la vez al público y a los particulares. Aquellas que interesan a la sociedad más
inmediatamente que a los individuos, forman el derecho público de una nación" (Fenet, Travaux
préparatoires du Code civil, vol. n, p. 5).
305

108] FUNCIÓN LEGISLATIVA 305

administrativas, conviene separar y considerar como leyes materiales la mayor


parte de las leyes de organización administrativa, a saber: todas aquellas que
conciernen a la creación misma del aparato administrativo y al nombramiento de
las autoridades administrativas (loe. cit., vol. n, pp. 523 ss.J. Las reglas relativas al
reclutamiento de dichas autoridades, a la cualidad de sus miembros e incluso a la
conducta que habrán de seguir, son desde luego para Laband reglas de derecho,
porque extienden sus efectos hacia fuera, por cuanto las autoridades de que se
trata están provistas de poderes que íes permiten actuar sobre los administrados.
Esto ocurre por ejemplo cuando esas reglas han sido formuladas en la
Constitución, pero también ocurre cuando se hallan contenidas en las leyes
ordinarias. Laband lo explica diciendo que una ley que reglamenta la organización
y la actividad de autoridades llamadas a entrar en relación con los ciudadanos
ejerce por lo mismo un efecto directo sobre el régimen jurídico que concierne a
éstos. Otros autores añaden que con esta clase de reglas el Estado se obliga a
ejercer sus poderes por los agentes y según el modo que a sí mismo se impone,
limitándose así con respecto a sus subditos y creando por consiguiente derecho
individual (Cahen, op. cit., p. 145). En el fondo, la idea contenida en estos diversos
razonamientos í=e aproxima singularmente a la tesis sostenida antes, que
consiste en afirmar que las prescripciones destinadas a organizar y dirigir la
administración forman parte del orden jurídico del cuerpo de ciudadanos. De todos
modos Laband (loe. cit.) se ve obligado, por estas consideraciones, a confesar
que, en materia de organización administrativa, su doctrina se tiene que reducir
finalmente a aplicarse tan sólo a "secretarías, archivos, oficinas técnicas", que a
decir verdad sólo ocupan en el organismo administrativo un lugar relativamente
restringido y por completo subalterno.
Pero este autor le pone a su doctrina una limitación aún mucho más considerable,
al abordar la cuestión de averiguar por qué signo positivo podrá reconocerse
cuándo una regía relativa a asuntos de administración constituye una simple
prescripción administrativa para los funcionarios únicamente o una regla de
derecho para los ciudadanos. Esta cuestión suscita muy grandes dificultades
(Hauriou, op. cit., 8* ed., p. 44 TI.) y aquí es donde se ve cómo la característica
que la doctrina alemana propone para reconocer la ley material, es en la práctica
oscura e incierta,
Según una primera opinión sostenida por Seligmann (op. cit., pp. 105 ss.), es en la
naturaleza y en el objeto mismos de cada regla en lo que hay que fijarse para
comprobar si constituye una prescripción de orden jurídico o de orden
administrativo.13 Por ejemplo, una regla que
171

13
Este punto de vista conduce por otra parte a sutilezas inadmisibles. Por ejemplo, en el caso de
una ley de organización judicial, Seligmann distingue según diga el texto: "Tul
306

306 FUNCIONES DEL ESTADO [108

fije las horas de trabajo en una oficina del Estado presenta en sí misma, y en el
más alto grado, según Seligmann, el carácter de una prescripción que sólo
concierne a la actividad interna de los funcionarios adscritos al servicio, y por lo
tanto dicha regla, aunque estuviera consagrada por una ley formal, sólo puede
constituir una prescripción administrativa.
A esto ha replicado O. Mayer (op. cit., ed. francesa, vol. i, p. 117, n. 18) que entre
las disposiciones referentes a la conducta de los agentes administrativos que
están en contacto con el público, pocas hay cuya naturaleza o cuyo contenido se
oponga a que puedan interpretarse como reglas de derecho que producen efectos
con respecto a los administrado ver en el mismo sentido Duguit, Traite, vol. i, p.
207). Así, en el ejemplo citado por Seligmann, la persona que, debiendo realizar
un acto dentro de cierto plazo, se ve impedida de hacerlo por haberse cerrado la
oficina antes de la hora reglamentaria, sufre por este motivo una lesión o daño y
tendría manifiesto interés en que se le permitiera alegar la regla sobre las horas de
servicio; luego dicha regla se concibe como perfectamente susceptible de formar
una regla de derecho, que pudieran invocar los administrados y que impusiera una
obligación a la autoridad administrativa con respecto al público. Se desprende de
este ejemplo que hasta aquellas prescripciones que por su naturaleza parecen
referirse más estrictamente al funcionamiento interno de la administración, pueden
perfectamente estar orientadas hacia un fin de creación de derecho individual y
erigidas en reglas de orden jurídico, alegables por los interesados. Y es evidente
que la tendencia de la legislación moderna es la de aumentar sin cesar la
protección a los administrados, multiplicando los casos en los cuales puedan
precaverse contra el acto administrativo que haya desconocido alguna
prescripción que rija la actividad de la autoridad administrativa.
Sin embargo, no puede llegarse hasta decir, como hacen ciertos autores, que
cualquier prescripción susceptible de producir efectos de derecho con respecto a
los administrados debe considerarse como si creara para ellos un derecho
subjetivo, por el solo hecho de haber sido establecida por una ley formal. O.
Mayer, que sostiene esta opinión, la funda en "la eficacia general de la ley para
todos los interesados" (loe. cit., vol. i, p. 117) y pretende que, como consecuencia
de ese carácter de regla general, la ley formal debe poder ^invocarse como fuente
de derecho por
172

tribunal, para poder tomar una decisión, debe estar formado por tres miembros", o simplemente:
"Tal tribunal está compuesto de tres miembros". Según ese autor, la primera fórmula es de una ley
material, porque el texto, al hablar de una decisión que ha de tomarse, se refiere al poder del juez
con relación a los justiciables, y la segunda fórmula, por el contrario, al no expresar más que una
regla de organización judicial, no podría ser considerada como ley material.
307

108] FUNCIÓN LEGISLATIVA 307

los administrados, aun cuando en el momento de su confección no se hubiera


previsto que pudiese tener interés para sus relaciones con la autoridad
administrativa. Rosin (Polizeiverordnungsrecht in Preussen, 2ª ed., p. 31 y n. 12)
sostiene asimismo que las reglas referentes a las relaciones de la autoridad
administrativa con los administrados se convierten en invocables por éstos en
cuanto han recibido forma de ley. Pero la forma legislativa de ningún modo es
decisiva en este aspecto, pues sin dejar de querer estatuir por sí mismo sobre la
materia, el legislador bien pudo dictar la regla a título puramente administrativo y
sin proveerla de la sanción de un recurso para el caso de que fuera violada. El
hecho de que dicho recurso no haya sido excluido expresamente por la ley no
basta para que se presuma su existencia en provecho de los administrados. Mas
la verdad es que cada vez que el mismo texto de la ley no expresa claramente el
alcance, respecto a los administrados, de una prescripción referente a la
administración, corresponde a la jurisprudencia fijar dicho alcance por medio de
una interpretación que no deja por cierto, como dice Hauriou (op. cit., 8^ ed., p.
463, n. 1), de ser a veces muy delicada.
En cuanto a Laband (loe. cit., vol. 11, pp. 521 ss.), reconoce él también que en
presencia de una disposición cuyos términos son indecisos, ofrece dificultad
averiguar si sólo actuará con respecto a la autoridad administrativa o si originará
algún derecho para los particulares. En el caso en que la disposición haya sido
tomada por vía de ordenanza, Laband sale de apuros haciendo la distinción de si
la ordenanza ha sido o no publicada en la forma prescrita para las reglas de
derecho, y pretende en efecto que, según el art. 2 de la Constitución del Imperio,
las ordenanzas de Imperio que crean derecho, a diferencia de las ordenanzas
simplemente administrativas, deben publicarse en la forma requerida para las
leyes formales.14 Por lo tanto, por el solo hecho de que una ordenanza haya sido
publicada en dicha forma se presume que está destinada a producir efecto
respecto a los ciudadanos, y por consiguiente esa forma de publicación basta para
caracterizarla como ley material, Por el contrario, para las reglas adoptadas en
forma de leyes ya no se tiene el recurso de fijarse en el indicio de la publicación,
pues, según el art. 2 antes citado, toda ley formal supone indistintamente el mismo
modo de publicación. Pero aquí admite Laband que basta que la prescripción
dudosa pueda tener eficacia de regla de derecho individual para que se la deba
considerar inmediatamente como tal. Y la razón que de ello da es que
173

14
La argumentación empleada por Laband (loe. cit., vol. u, pp. 412 ssj en este
sentido, refiriéndose al art. 2 de la Constitución del Imperio, es impugnada por
varios autores, e incluso se contradice por algunas resoluciones del tribuna] de
Imperio. Ver, con relación a esta jurisprudencia y respecto al estado de esta
cuestión en la literatura alemana, G. Meyer, op. cit., 6" ed., p. 574, n. 9.
308

308 FUNCIONES DEL ESTADO [108-109

en principio "la forma es adecuada al fondo"; en virtud de dicho principio, el


empleo de la forma de ley implica que el contenido de la ley formal es en sí una
ley material. Así pues, Laband, que empezó por afirmar que la distinción entre la
ley creadora de derecho y la ley administrativa dependía únicamente del contenido
de cada una de ellas, llega finalmente a abandonar ese criterio y a fijarse
solamente en una cuestión de forma. Con ello dicho autor reniega de su propia
doctrina, como se le ha echado en cara (Duguit, L'État, vol. i, p. 454), y al mismo
tiempo compromete toda su teoría sobre la oposición entre la ley material y la ley
formal.15 Pero con eso también se aproxima sensiblemente a la verdadera
definición que conviene dar de la ley, según el derecho constitucional moderno. Ha
llegado, pues, el momento de presentar dicha definición.

§ 3. EL VERDADERO CONCEPTO CONSTITUCIONAL DE LA LEY SEGÚN


EL DERECHO POSITIVO FRANCÉS

109. La teoría de la ley material —tal como ha sido expuesta hasta ahora—
proviene de pretender que la ley, por razón de su naturaleza misma, tiene una
función o destino especial que, según unos, es el de crear prescripciones
generales, y según otros, el de regular el derecho individual. Así pues, la
legislación habría de distinguirse de la administración en que tiene por materia
propia, por campo especial, el establecer reglas generales o determinar el derecho
aplicable a los ciudadanos.
Esta manera de definir la ley no tiene ninguna base positiva en el derecho público
francés. En ninguna parte dice la Constitución francesa que la legislación consista
en dictar reglas generales o reglas de derecho. En ningún momento define la
Constitución al campo de la ley como coincidente con la reglamentación general o
con la reglamentación de los derechos de las personas. Y en sentido inverso, en
vano habría de buscarse un texto constitucional que confiera a la autoridad
administrativa, y especialmente al jefe del Ejecutivo, el poder de estatuir, por su
propia iniciativa y por vía de reglamento administrativo, respecto a los objetos que
no interesen directamente a los ciudadanos, o el poder de tomar todas aquellas
decisiones que carezcan del carácter de prescripciones generales.
174

15
Sin embargo, en la doctrina sostenida por Laband y por la generalidad de los autores alemanes,
queda siempre subsistente la muy importante consecuencia de la distinción entre leyes formales y
materiales, por la que el rey, o en un sentido más amplio la autoridad administrativa,
concurrentemente con los órganos legislativos, tiene el derecho de dictar las reglas administrativas
en virtud de su sola y propia potestad.
309

109] FUNCIÓN LEGISLATIVA 309

Por el contrario, resalta claramente de la Constitución (ley de 25 de febrero de


1875, art. 3)1 que las autoridades administrativas sólo pueden realizar actos que
consistan en ejecutar las leyes. Y esto implica por lo pronto que los órganos
legislativos son los únicos que tienen competencia para tomar todas aquellas
decisiones que no se reduzcan a la ejecución de alguna ley vigente. Este es
precisamente el sentido del art. 1° de la ley constitucional de 25 de febrero de
1875. Cuando dice este texto que "el poder legislativo" se ejerce por dos
asambleas, "la Cámara de Diputados y el Senado", ello significa ante todo que
sólo las Cámaras tienen la potestad de tomar cualquier decisión que no se refiera
a una ley anterior de la que constituya la ejecución. Esta potestad se califica en el
texto como potestad legislativa, no solamente porque pertenece únicamente a los
órganos legislativos, sino también porque —como consecuencia de la tradición
fundada en derecho público francés por las Constituciones de 1791 (tít. ni, cap. m,
sec. 3, art. 6) y del año m (art. 92)— toda decisión emitida por el cuerpo legislativo,
en la forma propia del órgano de la legislación, constituye una ley en el sentido
constitucional de la palabra. Por este motivo dicen los autores comúnmente, a
propósito de los actos que exceden de la competencia administrativa y entran
denlro de la competencia del órgano legislativo, que dichos actos exigen una ley.
Por consiguiente, según los datos proporcionados por el derecho positivo francés,
éste es el concepto constitucional de la ley. La ley es, ante todo, cualquier decisión
procedente de las asambleas legislativas, adoptada por ellas en forma legislativa.
Esto es sin duda una definición puramente formal. Y en cuanto al fondo, la ley —
en el sentido de la Constitución— no se caracteriza ni por su materia, ni por la
naturaleza intrínseca de sus prescripciones.
El campo de la ley es en efecto ilimitado. Y lo es no solamente en el sentido de
que la Constitución no indica materias que se excluyan de la potestad legislativa y
se reserven a la competencia administrativa, de donde resulta que el legislador
puede extender a su arbitrio su actividad a cualquier clase de objetos,2 sino
también que el campo de la ley es
175

1
"El Presidente de la República vigila y asegura la ejecución de las leyes". Ver, respecto al alcance
de este importante texto, el n' 106, supra y sobre todo los núms. 158 ss., infra.
2
Entiéndase bien que sólo se trata aquí de las relaciones entre la función legislativa y la función
administrativa. En las relaciones de la ley con la Constitución el campo legislativo está limitado por
el principio de que las materias reguladas por la vía constituyente ya no pueden ser tratadas por la
vía de la legislación ordinaria (ver n" 465, infra). Veremos sin embargo (n° 466) que, en el estado
actual de la Constitución francesa, el campo de la legislación no se halla muy limitado en este
aspecto. Asimismo, en las relaciones entre la función legislativa y la función judicial, el campo de la
ley, hasta cierto punto, se halla limitado por el principio de que los justiciables no pueden ser
substraídos a sus jueces naturales y legales, como lo etablecía ya la Constitución de 1791, tít. m,
cap. v, arts. 1 y 4; el cuerpo legislativo
310

310 FUNCIONES DEL ESTADO [109

indefinido, al no enumerar limitativamente la Constitución materias que hayan de


reservarse especialmente al legislador, lo que hubiera determinado, en sentido
inverso, para la autoridad administrativa, la facultad de estatuir respecto a aquellos
objetos no comprendidos en dicha enumeración. El único principio que se
desprende de la Constitución a este respecto es que la competencia legislativa
comprende indistinta e indefinidamente todas aquellas disposiciones o medidas
que no entran dentro de la ejecución de las leyes.
La ley —en el sentido constitucional de la palabra—, en cuanto al fondo, no se
caracteriza pues por su materia, sino únicamente por la fuerza que le es propia,
por su potencia, sea inmediata o virtual. La polencia inmediata de la ley consiste,
en todos los casos, en que la decisión, regla general o medida particular decretada
a título legislativo se impone con fuerza superior no solamente a los subditos del
Estado, sino también a todas las autoridades estatales distintas del legislador
mismo, por cuanto que estas autoridades, por una parte, han de ejecutar la ley, y
por otra parte, de ningún modo pueden contrariarla. La potencia virtual de la ley
consiste en que puede decidir y ordenar, sin necesidad de apoyarse en una ley
anterior que a ello le autorice; más aún, puede modificar a título particular las leyes
existentes, como también abrogarlas totalmente. Así pues, la verdadera función
material de la ley moderna es doble. Primero tiene la ley como función imprimir un
valor superior a las prescripciones que dicta, haciéndolas depender en adelante de
la exclusiva voluntad del cuerpo legislativo, único que podrá modificarlas o
derogarlas en lo sucesivo. Y la segunda función de la ley es la de estatuir, bien a
título de regla general, o bien como disposición particular, sobre todos aquellos
objetos que, al no haber sido previstos por la legislación vigente, no pueden
regularse por la vía de una decisión o medida que constituya una ejecución
administrativa de las leyes. Pero esta doble potencia, precisamente, que
constituye el carácter esencial de la ley moderna y que determina su cometido
propio en el derecho público actual, le viene directamente de su fuerza formal:
proviene del origen mismo de la ley, y resulta de la superioridad del órgano por el
cual la ley es hecha. Lejos, pues, de prestarse a una definición dualista de la ley,
fundada sobre la distinción entre el fondo y la forma, el concepto constitucional de
ley aparece hoy, esencial y uniformemente, como un concepto formal.
176

no puede, por lo tanto, sustituirse a los tribunales competentes para estatuir por sí mismo respecto
a un juicio en trámite. Sin embargo, la Constitución francesa actual no tomó ninguna precaución
para impedir que el cuerpo legislativo pueda modificar, mediante una ley dictada durante la
tramitación de una instancia judicial, el derecho aplicable a la causa pendiente (cf. n" 312, infra).
311

109-110] FUNCIÓN LEGISLATIVA 311

Esto es lo que ha de establecerse ahora, al estudiar sucesivamente los dos puntos


principales que acaban de deducirse del derecho positivo francés.
A. La ley no se caracteriza por su contenido, sino por su forma y por la fuerza
inherente a dicha forma.
B. La ley debe definirse, no por su materia propia, sino por su potencia especial de
decisión inicial.
110. A. Según la doctrina que prevalece en la literatura jurídica contemporánea, lo
que caracteriza a la ley propiamente dicha es el hecho de que consagra reglas de
cierto tenor. En cuanto a la fuerza especial que pueden revestir esas reglas, y en
cuanto a su potencia de reglas superiores, no se quiere ver en ello más que un
fenómeno ajeno a la naturaleza esencial de la ley, fenómeno que en efecto deriva,
según se dice, de causas puramente formales y externas, y que por consiguiente
de ningún modo deben tenerse en cuenta en la definición de la función legislativa
tomada en sí. Esta manera de ver proviene directamente de la costumbre que han
tomado los autores de descomponer la noción de ley en dos conceptos, que
presentan como enteramente distintos uno de otro: el de la ley material y el de la
ley formal. No se han dado cuenta de que al proceder así, se eliminaba de la
definición de la ley un elemento sin el cual no puede concebirse ninguna ley
verdadera.
El error de la doctrina reinante es, en efecto, el haber creído que era posible llegar
a un concepto de la ley que se hallara desprovisto de todo elemento formal.
Aquellos autores que pretenden fundar esta definición puramente material invocan
la autoridad de Rousseau, hasta el cual hacen remontar el honor de haber
distinguido en la ley, antes que nadie, su materia y su forma (Jellinek, op. cit., p.
54; cf. Duguit, L'État, vol. i, p. 496). En realidad, la teoría contemporánea de las
leyes materiales no está conforme, ni mucho menos, con lo que dice Rousseau.
Para que el concepto de ley se halle realizado, no solamente exige Rousseau una
condición de fondo, sino también una condición de forma: según la doctrina del
Contrato social (lib. u, cap. vi), es necesario a la vez que la ley exprese la voluntad
general en cuanto a su origen y que constituya una voluntad general en cuanto a
su objeto. Rousseau, en efecto, sin dejar de hacer depender el concepto de ley de
una condición relativa al contenido del acto legislativo, se dio perfectamente
cuenta de que era imposible definir la ley por la naturaleza intrínseca de sus
disposiciones únicamente. Comprendió que semejante definición sólo daría de la
ley una idea totalmente incompleta. La ley, según Rousseau, no es toda regla
general cualquiera, sino que, para que una regla sea ley en el sentido propio de la
palabra, es necesario, además, que posea una virtud y una fuerza transcendentes,
que la convierta en un elemento del orden jurídico superior del Estado, y para ello
es necesario que dicha regla emane de una
312

312 FUNCIONES DEL ESTADO [110

autoridad que se halle por encima de las demás autoridades estatales y cuya
voluntad domine a cualquier otra voluntad dentro del Estado. Así, aun cuando
hubiera que admitir, como sostiene Rousseau, que la ley ha de tener determinado
contenido, seguiría siendo inexacto, según la doctrina del Contrato social, el
caracterizar a la ley según su materia exclusivamente. Según esta doctrina, la
naturaleza legislativa del contenido de una decisión no puede por sí sola darle a
dicha decisión valor comple- LQ de ley. La ley, lógicamente, ha de tener un origen
especial: ha de ser obra de un órgano distinto. El concepto de ley implica pues,
esencialmente, un elemento formal. En una palabra: no es posible fundar una
categoría de leyes puramente material (ver n9 92, supra).
Es ésta una verdad que ha sido advertida por varios autores. O. Mayer, por
ejemplo (op. cit., ed. francesa, vol. i, pp. 89, 90 y n. 7), critica el concepto tan
extendido según el cual la fuerza material de ley provendría únicamente de la
naturaleza interna de una determinada decisión o prescripción. Este concepto —
dice— es erróneo, pues la fuerza material de ley, en particular la fuerza de crear
una regla de derecho legal, "no solamente es efecto del contenido, sino también
de la forma de la ley, única que imprime a dicho contenido la fuerza de actuar en
esa forma, o sea de ser una regla de derecho". Hauriou adoptó un punto cíe vista
del mismo género, al escribir (op. cit., 5* ed., p. 16, texto y n.): "No solamente la
ley propiamente dicha carece de valor de derecho postitivo si no ha sido
deliberada por una autoridad constitucional, sino que tampoco ninguna regla de
derecho positivo que tenga idéntica materia que la ley podría establecerse sin la
deliberación de una autoridad constitucional competente"; y dicho autor deduce de
ello que la ley ha de ser "obra de una determinada autoridad, única que según la
Constitución puede darle valor de derecho positivo". De este punto de vista resulta
naturalmente que en el concepto de ley entran a la yez un elemento de fondo y un
elemento de forma, y esto es, en efecto, lo que admite Hauriou (5ª ed., pp. 15 ss.;
6* ed., pp. 292 ss.; 8ª ed., pp. 45 ss.) al declarar expresamente que es necesario,
para definir la ley, contar con dichos dos elementos. Su teoría de la ley —bajo este
aspecto— es, pues, semejante a la de Rousseau.
El derecho público francés, fundado desde 1789, no adoptó sin embargo el
concepto de Rousseau. En efecto, no subordina la noción de ley a ninguna
condición de fondo, sino que únicamente tiene en cuenta la forma. Por una parle,
cualquier prescripción puede ser objeto de una ley; más adelante se volverá a
tratar este punto (núms. 118 y 122). Y por otra parte, desde ahora hay que
observar que, en el sistema del derecho francés (que en esto al menos, se
aproxima a la tesis de Rousseau), una regla, sea la que fuere, sólo puede
constituir una ley verdadera y perfecta cuando ha sido dictada en forma legislativa.
Esto proviene primeramente
313

110-111] FUNCIÓN LEGISLATIVA 313

del hecho de que las sucesivas Constituciones de Francia, desde la de 1791 hasta
la ley de 25 de febrero de 1875 (art. 1?), ponen ante todo de relieve el aspecto
formal de la ley y la caracterizan por su origen. Esto resulta además del papel
preponderante que la ley ha de desempeñar en el Estado, por cuanto que
determina superiormente la actividad de las autoridades administrativas y
judiciales. Esta primacía de la ley, que constituye uno de los rasgos dominantes
del sistema constitucional francés, supone necesariamente que la ley emana de
una autoridad distinta y especialmente alta. Finalmente, esto resulta de la
oposición que establece la Constitución entre las prescripciones dictadas en forma
de ley y otra categoría de reglas que, consideradas en su tenor, se asemejan sin
embargo, en muchos aspectos, a las reglas legislativas: aquellas reglas
contenidas en los reglamentos administrativos.
777. Este último punto encierra gran importancia. El caso del reglamento es
particularmente interesante porque prueba de una manera decisiva que la regla,
por sí sola, no crea la ley. El reglamento, considerado en su concnido, présenla
con la ley —al menos con aquella ley que enuncia reglas generales— grandes
analogías, y sin embargo, como dice muy bien Esmein (Élém,ents, 5* ed,. p. 474),
"el reglamento no es la ley", Resulta con esto que una de las primeras tareas de
toda teoría sobre la función legislativa consiste en fijar, por la definición misma que
se da de la ley, la diferencia esencial que separa a la ley d^l reglamento, así como
en despejar sobre lodo la causa iurídica de donde proviene dicha diferencia. Como
lo indicó Hauriou (op. cit., 5* ed., pp. 15, 18 55.; 6' ed., p. 292; 8* ed., pp. 36 ss.),
ninguna definición de la ley es plenamente satisfactoria si no contiene los
elementos de una distinción bien clara entre dichas dos clases de
reglamentaciones.
314

Según un buen número de autores, el reglamento y la ley se distinguen


particularmente por su materia propia (ver n" 185, infra). Pero no parece muy
posible llegar en esta dirección a resultados satisfactorios referentes a la
determinación de la naturaleza propia de la ley. Indudablemente el reglamento,
según el derecho constitucional, no puede intervenir más que a continuación y en
ejecución de las leyes, o por lo menos en consecuencia de una habilitación
legislativa. En este aspecto se puede, hasta cierto punto, y en un sentido muy
especial, sostener que el reglamento, en cuanto a su materia, es de diferente
esencia que la ley, y en este sentido también es muy cierto decir, con Esmein (op.
cit., 5ª ed., p. 610), que "el poder reglamentario es totalmente distinto del poder
legislativo". Pero, por otra parte, también es indudable que el reglamento puede,
mediante habilitación legislativa, dictar prescripciones idénticas a las que figuran
en las leyes (ver núms. 196 y 201 a 205, infra). Y sin embargo, el acto
reglamentario que emite tales prescripciones no se con
315

111- 112] FUNCIÓN LEGISLATIVA 315

extensión del territorio por un decreto reglamentario del jefe del Ejecutivo, o por el
contrario dejarse a la apreciación de las autoridades administrativas locales para
estatuir por la vía de reglamentos locales, lo mismo también puede el legislador,
en relación con un objeto determinado, formular por sí a título legislativo las reglas
útiles o, si lo prefiere, encargar por medio de una ley a la autoridad administrativa
estatuir por sus propios reglamentos. ¿Cuáles son los móviles que habrán de
determinar al cuerpo legislativo a emplear uno u otro de estos dos
procedimientos? Al examinar esta cuestión es cuando aparece el verdadero
alcance de la ley en sus relaciones con el reglamento. Indudablemente, lo que
caracteriza a la ley, en su oposición con el reglamento, es su forma, la que le
confiere su particular eficacia. Sin embargo, es indiscutible que, en la distinción
entre la ley y el reglamento, existe algo más que una simple diferencia de forma.
En efecto, el principal resultado que pretende el legislador, cuando para la
creación de una regla emplea la forma legislativa, es, en la mayoría de los casos,
el de erigir a dicha regla en una prescripción colocada por encima de la voluntad
de las autoridades administrativas, con la doble intención de que habrá de regir
superiormente la actividad de dichas autoridades y será intangible para las
mismas. Bajo este aspecto, pues, el verdadero fin y la auténtica función de la ley
es crear reglas de esencia superior, crear el orden regulador superior del Estado.
Existe en esto una consideración que necesariamente debe entrar en la definición
de la ley, y por más que esa superioridad de la regla legislativa dependa
totalmente de una condición formal, no por eso deja de constituir, en cierto
sentido, un elemento esencial del concepto de ley.
112, Así orientada, la comparación entre la ley y el reglamento administrativo
proporciona, pues, el mejor medio de discernir la verdadera naturaleza actual de la
ley, al menos en cuanto se trate de leyes que consistan en la creación de reglas.
En esa comparación, hay que notar ante todo los rasgos de semejanza. Tanto el
reglamento como la ley establecen reglas; ambos concurren a fundar el orden
regular del Estado. De este alcance regulador que tienen en común, resulta que
uno y otro poseen también cierta fuerza reguladora que les es común, y ambos
producen igualmente los efectos comunes a toda regla. Así se explica cómo el
principio de la igualdad de los ciudadanos ante la ley deba entenderse como
implicando parejamente su igualdad ante el reglamento. Y así también, el
reglamento tiene la misma eficacia general que la ley: si ha regulado in abstracto
algún caso que por su naturaleza pueda reproducirse, su aplicación se repetirá, lo
mismo que la de la ley, cada vez que se renueve el caso a que se refiere. Así se
explica también que los tribunales, bien judiciales o bien administrativos, se vean
obligados a aplicar las reglas esta
316

316FUNCIONES DEL ESTADO [112

blecidas por vía reglamentaria del mismo modo que aplican las reglas establecidas
por leyes; y por lo mismo que los tribunales judiciales vienen obligados a aplicar
los reglamentos, se desprende que habrán de tener asimismo competencia para
interpretarlos (ver la n. 28 del n9 129, infra). Finalmente, así se explica también
que la violación de los decretos reglamentarios esté asimilada a la violación de la
ley en lo que se refiere a entablar, bien sea el recurso de casación en contra de un
juicio, o bien el recurso de anulación por extralimitación de poderes contra un acto
administrativo. Y ello sin que haya lugar a distinción entregos reglamentos de la
administración pública y los demás reglamentos presidenciales (ver sobre este
punto especial: Laferriére, op. di., 2* ed., vol. u, p. 536; Hauriou, op. cit., 8* ed., p.
464; Cahen, op. cit., p. 363). Esla última semejanza entre la ley y el reglamento,
que es expresamente declarada por algunos textos (ley de 10 de agoslo de 1871,
arts. 47 y 88; ley de 5 de abril de 1884, art. 63), ha sido citada en muchas
ocasiones como prueba de la identidad de naturaleza entre el acto legislativo y el
acto reglamentario: Laband, entre otros (op. cií., ed. francesa, vol. n, p. 355), ve en
ella la prueba decisiva de que el reglamento, al menos cuando crea derecho
individual, es una ley material. Pero si las reglas creadas en forma de decreto
administrativo participan, bajo estos diversos aspectos, del poder de las reglas
legislativas, ello no proviene de que, en el sistema del derecho público actual,
tengan la ley y el reglamento, de un modo absoluto, la misma naturaleza material.
Lo contrario es lo cierto, ya que según la Constitución el objeto propio de la ley no
sólo consiste en reglas generales, sino que el campo legislativo comprende
también a toda clase de decisiones particulares. La semejanza de efectos que
acaba de observarse, en ciertos aspectos, entre la ley y el reglamento, proviene
sencillamente de que la igualdad de los ciudadanos ante la ley, o el efecto general
de la ley, o también la institución del recurso de casación o de anulación por
infracción de ley, provienen directa y exclusivamente del orden de consecuencias
jurídicas que derivan del concepto de regla en general. Se trata aquí de efectos
producidos por la ley, no ya como ley, sino como prescripción que tiene carácter
de regla.3 Desde luego se comprende que estos efectos deben ser los mismos
para toda clase de reglas, lo mismo
177

3
' Es lo que dice expresamente el art. 550, ya citado (p. 269, siipra), del Código alemán de
procedimiento civil. Dicho texto expresa que "el vicio de infracción de ley sólo existe —como causa
de apelación— cuando una regla de derecho haya sido desconocida por el tribunal". Esto significa
que, en el caso de apelación conocido con el nombre de infracción de ley, la casación es posible
no porque, haya habido infracción de una ley, sino porque la hubo de una regla de derecho. En
otros términos, se desprende del texto que el origen de este motivo de casación no es efecto de la
ley misma, sino de la regla de derecho.
317

112-113] FUNCIÓN LEGISLATIVA 317

para aquellas que proceden del ejercicio de la función administrativa que para las
que derivan de la legislación.4
113. Pero, por lo demás, el poder legislativo y el poder reglamentario difieren
profundamente el uno del otro. Lo que los hace totalmente difirentes es que el uno
es de esencia más alta que el otro. Tanto el reglamento como la ley son fuentes
de derecho, pero el derecho que crean respectivamente no tiene el mismo valor, y
no lo crean, en efecto, con igual potencia. Por una parte, la regla emitida por la vía
legislativa tiene por consiguiente, sobre todas las reglas preexistentes que puedan
hallarse, una fuerza superior, que consiste: 1°, en que tiene primacía, anulándolas
en oposición con ella;5 y 2", en que no puede modificarse ni derogarse más que
por una nueva disposición de orden legislativo. A dicha superioridad de la regla
legislativa corresponde por una parte la subordinación del reglamento a la ley,
pues el reglamento no puede moverse sino dentro de los límites de la ley; más
aún, la actividad reglamentaria sólo puede ejercerse en ejecución de las leyes, y
con mayor razón no puede el reglamento ni contradecir ni derogar las leyes
existentes. Finalmente, la regla establecida por un reglamento se halla a merced
de la ley, que en iodo momento puede desconocerla, contradiciéndola, y
modificarla o abrogarla.
Así pues, según las condiciones dentro de las cuales ha sido emitida, la misma
regla puede adquirir dos diferentes naturalezas. Entiéndase bien que su
naturaleza no varía desde el punto de vista de su contenido, sino que, con idéntico
contenido, tiene un alcance diferente en cuanto a
178

su eficacia se refiere, ya que puede establecerse para valer bien a título de regla
legislativa, bien a título de prescripción simplemente reglamentaria. En el primer
caso, la regla erigida en ley domina por su superioridad a toda reglamentación
futura que no sea la reglamentación legislativa y, de un modo general, rige por
encima de todas las actividades estatales distintas de la actividad legisladora.0 En

4
Según la jurisprudencia actual del Consejo de Estado (cf. Hauriou, o¡>. cit., 8a ed., p. 464), el
principio por el cual la autoridad debe ajusfar sus decisiones particulares a las reglas generales
rigentes no se aplica sólo al caso en que la regla general haya sido formulada por una ley formal o
por un reglamento presidencial, sino que la aplicación de dicho principio se extiende al caso en que
la regla general se ha establecido por un reglamento local, en el sentido de que el autor de dicho
reglamento local no podrá apartarse de ella por vía de decisión particular. Por lo tanto, un alcalde
no podría tomar medidas particulares que desconocieran los reglamentos de policía establecidos
por él mismo, o que los derogasen a título excepcional. Sin embargo, nadie podrá deducir de esto
la conclusión de que los reglamentos municipales sean leyes en sentido alguno. Si el alcalde ha de
respetar sus propios reglamentos mientras estén vigentes, esto proviene únicamente de que las
reglas contenidas en los mismos tienen la condición propia de las prescripciones formuladas en
términos generales. Sólo se trata de una consecuencia de la generalidad de la disposición. Esto
demuestra perentoriamente que es necesario saber distinguir los efectos de las reglas generales
de los efectos propiamente dichos de la ley (ver, respecto a esta distinción, n' 129, infra),
5
A este respecto, la relación que se establece entre la ley y el reglamento recuerda la que existe,
en el Estado federal, entre la ley federal y las leyes particulares de los Estados confederados,
expresada por la fórmula: Bundesrecht brícht Landesrecht. Cf., respecto de este punto. O. Mayer,
op. cit., ed francesa, vol. iv, p. 366, que pone perfectamente en claro dicha analogía.
318

este sentido es cuando aparece como elemento del orden jurídico superior y
fundamental del Estado. En el segundo caso, la regla, aun teniendo el mismo
tenor, sólo vale ya como regla subalterna del orden administrativo, y no solamente
no obliga al legislador, sino que además tampoco obliga a la misma autoridad
administrativa, por lo menos no la obliga del mismo modo que la ley, puesto que
dicha autoridad administrativa es dueña de modificar por bí misma sus
reglamentos, mientras que no puede modificar las leyes. En estas condiciones, el
contraste entre la ley y el reglamento se caracteriza ante todo por la idea de que la
ley tiene un alcance estatutario del que carece el reglamento. Desempeña en el
Es.tado el papel de un estatuto superior, bajo cuyo imperio se ejercen las demás
actividades estatales. El carácter distintivo del derecho legislativo es el de ser un
derecho estatutario. Y por consiguiente, la legislación, en cuanto tiene por objeto
formular leyes, debe definirse como "la parte de la actividad del Estado que
consiste en dictar las reglas que han de valer a título de estatuto".
114. Este es también el concepto que ha expuesto Hauriou en la 6 edición
de su Précis de droit administran f (pp. 289 ss.; cf. 8 ed., pp. 44 ss.) y en su
estudio sobre "L'institution et le droit statutaire" (Recueil de législation de
Toulouse, 1906, pp. 134 ss.; ver también Principes de droit public, cap. ni). La
resume en esta fórmula: "Ley o estatuto son de la misma especie" (Précis, 6 ed.,
Introducción, p. XVII); y precisa su pensamiento sobre este punto diciendo que las
leyes ordinarias deben considerarse como perteneciendo al estatuto fundamental
por las mismas razones y en el mismo sentido que las leyes constitucionales (ibid.,
179

6 La regla legislativa se impone a todas las autoridades estatales salvo al legislador. La


regla formulada por el art. 2 del Código civil, por ejemplo, que dice: "La ley sólo dispone para lo por
venir; no tiene, efecto retroactivo", obliga a las autoridades administrativas y judiciales, que en sus
aplicaciones de la ley no pueden hacerla retroactuar en el pasado. Pero esta regla, incluso si se
probara que va dirigida al legislador mismo, no puede encadenarlo, ya que, como lo reconoció el
Tribunal de Casación por una resolución de 7 de junio de 1901, el legislador es siempre dueño de
derogar e] principio de no retroactividad, por lo mismo que es dueño normalmente de derogar sus
propias leyes o de modificarlas (ver, sin embargo, Duguit, Traite. vol. I, pp. 180 ss.). En cambio,
una regla como la del art. 4 del Código civil, que ordena al juez que juzgue, incluso en el caso de
insuficiencia de la ley, o como la del art. 5 del mismo Código, que prohibe al juez pronunciarse por
vía de disposición general, posee con respecto a las autoridades judiciales, por cuanto tiempo la
deje subsistir el legislador, idéntica fuerza superior y obligatoria .que si hubiera sido consagrada
por la misma Constitución.
319

p. 292). Bien es verdad que no se pueden aprobar desde todos los puntos
de vista las consideraciones en las cuales funda dicho autor su concepto
estatutario de la ley. Por ejemplo, no es posible aceptar la idea de que la ley es un
estatuto por cuanto el derecho elaborado por ella se establece '"en interés
individual de los miembros" del Estado (Recueil de législation de Toulouse, 1906,
pp. 161 y 168). Hauriou se equivoca al pretender que la materia propia de la ley
consiste únicamente en las reglas que atañen directa o indirectamente al derecho
de los individuos (Précis, & ed., p. 297; cf. 8 ed., pp. 46 y 47). Excluye con esto del
concepto de ley y de estatuto toda la parte del derecho del Estado que no se se
refiere especialmente a los subditos tomados individualmente, con lo que se
aproxima a la teoría de Laband, que identifica a la ley material con la regla de
derecho individual.7 Pero, al menos, el gran mérito de dicho autor es el de haber
esclarecido perfectamente que la naturaleza estatutaria de la ley, sin dejar de ser
consecuencia de la fuerza formal de la misma, constituye también un elemento
importante de su definición material. Bajo este aspecto, hay que suscribir las
fórmulas por las cuales Hauriou afirma que "la ley es una regla estatutaria tanto
desde el punto de vista del fondo o de la materia" como "en virtud de su forma" (&
ed., p. 296) o también que "la ley, carta estatutaria, tiene una materia propia, que
es el estatuto nacional" (ibid., p. 292), Ahora que estas fórmulas deben
interpretarse, no en el sentido de que la materia de la ley se limita a ciertos objetos
o reglas,'sino en este otro sentido de que toda regla ascendida a la altura de ley
por su forma legislativa adquiere por ello la naturaleza intrínseca de estatuto
nacional.8
180

7
Se puede observar por cierto que Laband reconoce también implícitamente el carácter estatutario
de la ley cuando establece (op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 519) que las reglas de derecho
individual, que según él mismo son las únicas que constituyen leyes, fijan los limites dentro de los
cuales puede actuar el Estado administrativamente. Estas reglas, en otros términos, son el estatuto
bajo cuyo imperio puede y debe ejercerse la administración.
8
En oposición al criterio de Hauriou, que solamente atribuye carácter estatutario a la ley en cuanto
concierne a los subditos y al derecho individual, veremos después (núms. 161 ss., 202) que dicbo
carácter estatutario se acentúa particularmente en las relaciones entre la ley y la autoridad
administrativa, ya que, en derecho francés, desempeña la ley el papel de Constitución con relación
a los administradores, por cuanto sólo pueden ejercer estos, de un modo general, aquellas
competencias que las leyes les reconocen, ni pueden realizar más actos que los autorizados por
las leyes. Recientemente, en una nota publicada en el Recueil de Sirey (1913, 3. 137), introdujo
Hauriou una importante modificación a su teoría del carácter estatutario de la ley. Esta nota se
refiere a una resolución del Consejo de Estado de I9 de marzo de 1912 (ver asimismo una
resolución de 7 de agosto de 1909, Sirey, 1909, 3. 145) que establece que en el caso de huelga de
funcionarios la destitución pronunciada contra uno de ellos por causa de abandono de servicio es
regular y firme, por más que no haya precedido la comunicación de antecedentes que prescribe el
art. 65 de la ley de presupuestos de 22 de abri' de 1905. Por lo tanto, parece haber
320

Este concepto de la ley se hallaba ya en germen en teorías que se remontan hasta


la antigüedad (ver respecto de estas teorías a JeÜinek, op. cit., pp. 35 ss.) las que
distinguían en la ley dos elementos: la regla general primero, y también una regla
proveniente de la más alta voluntad en el Estado. También se hallaba, en forma
latente, en la doctrina
181

creado el Consejo de Estado, por su jurisprudencia, una restricción a la aplicación del art. 65,
restricción que dicho precepto no había establecido ni previsto. Y Hauriou observa que con esto
quiso el Consejo de Estado hacer prevalecer respecto de la disposición especial de la ley de 1905
los principios generales de la legislación relativa a la organización y a la jerarquía administrativas.
Partiendo de esta observación, Hauriou llega a decir que deben distinguirse leyes de dos clases:
unas que llama "fundamentales" y otras que denomina "leyes ordinarias", debiendo estas últimas
"estar subordinadas a las leyes fundamentales". En oíros términos, no todas las leyes son
estatutarias. "Existe una jerarquía entre ellas." Hasta ahora establecían los autores esa jerarquía
entre las leyes constitucionales, provenientes del órgano constituyente, y las leyes propiamente
dichas, que provienen del cuerpo legislativo. Hauriou traslada esta jerarquía a la esfera interior de
la legislación corriente, en la obra legislativa de las Cámaras.
Bien es verdad que las leyes elaboradas por el Parlamento no presentan ningún signo de
diferenciación entre ellas. Pero Hauriou declara que debe el juez realizar la necesaria selección
entre ellas, con objeto de determinar cuáles tienen el carácter de reglas fundamentales. Resultado
de dicha selección será proporcionar al juez la facultad y el medio de restringir a veces el alcance
de la aplicación de una ley nueva, si las disposiciones de esa ley, a su juicio, están en pugna con
los principios anteriormente establecidos por la legislación fundamental. Así los tribunales
adquirirían el poder de retflner al legislador dentro del respeto a las reglas legislativas que ellos
mismos hubieran erigido en preceptos fundamentales y estatutarios del orden jurídico del Estado.
Ilauriou llega incluso a referirse, a este propósito, a un derecho del juez para "corregir" las leyes
recién adoptadas por las Cámaras. Existe ahí —dice (Précis, 8 ed., p. 962)— un nuevo género de
comprobación jurisdiccional de la constitucionalidad de las leyes, y si en el momento actual los
tribunales, en Francia, apenas tienen ocasión de comprobar la inconstitucionalidad de la ley con
respecto a la Constitución, tan breve, de 1K75, al menos serán requiridos, cada vez con más
frecuencia, a negarse a aplicar ciertas reglas por causa de "inconstitucionalidad", por cuanto que la
aplicación de dichas leyes o de algunas de sus disposiciones lesionará al orden estatutario
establecido por la legislación fundamental.Este es el movimiento jurisprudencial cuyas primeras
manifestaciones, ya bien delimitadas, cree encontrar Hauriou en las resoluciones del Consejo de
Estado anteriormente citadas. En realidad, estas resoluciones por ningún concepto parecen tener
el alcance audazmente innovador que les concede dicho autor. El fenómeno señalado por Hauriou
no es desconocido, ni tampoco data de ayer. Cada ve?, que una ley reciente contiene
disposiciones especiales, que parecen estar en conflicto con las reglas generales de la legislación
vigente, y cuando además el texto nuevo no especifica en qué medida sus especiales
disposiciones derogan los principios generales del orden jurídico preexistente, corresponde
directamente a la competencia jurisdiccional de los tribunales determinar esa medida, investigando,
con ocasión de los diversos casos en que han de pronunciarse, cuál es el alcance de aplicación
respectivo de, las dos leyes en presencia, y cuál de las dos es la que debe prevalecer en cada
caso. Si después de esta investigación estima el juez que las disposiciones de la ley reciente no se
aplican a tal o cual caso actual, y decide por lo tanto que ese caso ha de regirse por la anterior
legislación, no es posible aseverar en semejante caso que la jurisprudencia se eleve contra la
voluntad reciente del legislador, ni que corrija la obra del cuerpo legislativo. El juez realiza así el
oficio de intérprete, que es su labor propia y normal, y de ningún modo se erige en censor de los
actos legis
321

de Rousseau que define a la ley como la expresión de la voluntad general y que


por lo tanto identifica la potestad legislativa con la soberanía. Dichas teorías
implican que la ley, por razón de su origen, tiene valor de regla superior, a la que
habrán de subordinarse todas aquellas prescripciones generales o decisiones
particulares que pudieran emitirse posteriormente en el Estado, al menos por
autoridades distintas del legislador. Una indicación en el mismo sentido parece
desprenderse hoy día de la fórmula de promulgación de las leyes, tal como se fija
en el decreto de 6 de abril de 1876. Conforme a dicho decreto, y a una tradición
que data ya de la Restauración, el acto de promulgación, después de reproducir el
texto de la ley que ha de promulgarse, añade: "La presente ley se ejecutará como
ley del Estado". Estas últimas palabras no eirañan más que una sola
interpretación: significan que la parle dispositiva del texto promulgado tiene el valor
superior que es inherente a la ley, y que a ese título, si consagra una regla, ha de
valer como regla fundamental del Estado. No debe deducirse de esto, por cierto,
que el reglamento administrativo, que sin duda no es "ley del Estado" y que
ninguna fórmula oficial presenta corno tal, sólo origine —como pretende Laband
(op, cit., ed., francesa, vol. II, pp. 377 ss.)— una regla que es simplemente la
expresión de la voluntad de la autoridad administrativa, en oposición a la voluntad
estatal y nacional, y que sólo puede producir efectos en el interior de la esa
administrativa. Este modo de ver sería completamente erróneo. El reglamento
hecho por la autoridad constitucional competente es una manifestación de la
voluntad del Estado, igualmente que la ley, y la regla que establece es una regla
del Estado y de la colectividad nacional, lo mismo que la regla establecida por una
ley (ver núrns. 224-225, infra). Sin embargo, el reglamento no es '7ej del Estado",
porque su contenido no se ha dictado para valer como elemento estatutario, sino
182

lativos de las Cámaras. El criterio según el cual tendrían los tribunales facultad para distinguir, de
entre las leyes adoptadas por las Cámaras, prescripciones de primera y de segunda clase, y para
descartar unas por vicios de, inconstitucionalidad con respecto a las otras, conduciría a afirmar
que, incluso en el caso en que el legislador hubiera manifestado formalmente su voluntad
derogatoria, en un caso determinado, de la legislación preexistente, depende de Jos jueces ligarlo
al mantenimiento de dicha legislación, si ellos estiman que debe tenerse por fundamental e
intangible. Atribuir a la autoridad jurisdiccional semejante potestad sería tanto como desconocer los
principios esenciales y las constantes tradiciones del derecho público francés.
Según el derecho francés, todas aquellas leyes que dictan una prescripción abstracta no limitada a
casos individuales tienen igualmente carácter estatutario; es evidente que su efecto estatutario sólo
puede dejarse sentir en el cuadro más o menos amplio de aquellas situaciones para las que han
sido creadas por el legislador, por lo que puede ocurrir a veces que la aplicación jurisdiccional o
administrativa de algunas de ellas se restrinja a un círculo de hipótesis relativamente determinado.
322

únicamente como elemento reglamentario y subalterno del orden jurídico estatal.9


La oposición que acaba de establecerse entre el derecho estatutario y el derecho
simplemente reglamentario parece conciliarse también con ciertas observaciones
que a menudo han sido reproducidas en la literatura moderna referente al alcance
respectivo de la ley y el reglamento. En efecto, según gran número de autores
(cuya relación se encuentra en la obra de Moreau, Le réglement administratif, p.
40, re.), la ley funda en general principios, mientras que el reglamento estatuye
sobre puntos secundario .
Es la idea que ya expresaba Portalis, en un pasaje frecuentemente citado
de su Discours préliminaire sur le Code civil (Fenet, Travaux préparaíoires du
Code civil, vol. i, p. 478): "Las leyes propiamente dichas difieren de los simples
reglamentos. Corresponde a las leyes formular en cada materia las reglas
fundamentales así como determinar las formas esenciales. Los detalles de
ejecución, las precauciones provisionales o accidentales, los objetos instantáneos
o variables, en una palabra, todas aquellas cosas que solicitan más la vigilancia de
la autoridad que administra que la intervención de la potestad que instituye o crea,
son de la competencia del reglamento. Los reglamentos son actos de
magistratura, y las leyes actos de soberanía". Resulta de ello que el reglamento
tiene carácter de prescripción variable, mientras que la ley es llamada
normalmente a durar de manera permanente. Esto es lo que también reconocía el
art. 3, tít. n del libro preliminar del proyecto elaborado por la comisión encargada
en el año vm de preparar el Código civil: "Las leyes difieren de los reglamentos.
Los reglamentos son variables, la perpetuidad está en el deseo de las leyes"
(Fenet, op. cit., vol. II, p. 5). De hecho los reglamentos administrativos, en general,
no tienen la estabilidad de las leyes. La reglamentación por decretos es en
realidad más móvil, más
183

9
Así se explica la importancia que algunos autores conceden a muchas leyes que sin embargo tan
sólo han consagrado reformas ya realizadas en forma de reglamentos. Por ejemplo, la ley orgánica
sobre el Consejo de Estado de 19 de julio de 1845 casi no hacía otra cosa que reproducir las
ordenanzas de 1831 y de 1839, las cuales ya habían reglamentado la organización de esa alta
asamblea, y asegurar a los justiciables ante ella garantías análogas a las que implican las
instancias judiciales. Sin embargo, los autores administrativos concuerdan en decir que dicha ley
señala una fecha memorable en la historia de la jurisdicción del Consejo de Estado. Y las razones
que aducen confirman plenamente la doctrina antes expuesta. Lo que constituye la importancia de
la ley de 1845 —dice Laferriére (op. cit., 2 ed., vol. I, p. 240) — es que "por primera vez se
consagraron legislativamente las reformas que las ordenanzas de 1831 y de 1839 habían realizado
provisionalmente". "Por ella —dice asimismo Berthélemy (op. cit., 7S ed., p. 120)— la organización
del Consejo había de tener en lo sucesivo una base más firme y un carácter más inmutable". Y
Auroc, sobre todo (Le Conseil d'État avant et depvis 1789, p. 118), señala exactamente el alcance
jurídico de dicha ley, al decir que tuvo por efecto imprimir al Consejo de Estado "el carácter de
institución fundamental del país".
323

cambiante, más abundante en textos que la reglamentación por leyes. Se ha


podido decir, pues, que el legislador recurre principalmente a la ley cuando quiere
introducir en el orden jurídico del Estado alguna regla que haya de durar, siendo
ésta una de las razones por las que se justifica el concepto estatutario de la ley.
Por el contrario, en lo que se refiere a las leyes relacionadas con puntos sujetos a
frecuentes variaciones, es preferible abandonarlas a la autoridad administrativa,
para que ésta las establezca a título de prescripciones administrativas, y en este
sentido se las puede calificar como medidas de administración, a pesar de su
alcance regulador, y en oposición a la verdadera legislación. Finalmente, conviene
relacionar al mismo orden de observaciones el hecho, señalado por varios autores
(ver especialmente Cahen, op. cit., pp. 315 ss.), de que sobre las materias que
aún no han sido objeto de ninguna reglamentación, ocurre con bastante frecuencia
que un reglamento administrativo estatuye primero a título de experimentación, y
luego, cuando dicho ensayo ha dado resultados concluyentes, viene a su vez la
ley a dictar disposiciones definitivas, y si hay lugar a ello, a transformar las reglas
provisionales y flotantes en reglamentación estable y fundamental. Hasta se ha
recomendado este procedimiento como método que presenta una doble ventaja: la
de la rapidez en primer lugar, ya que el reglamento administrativo se elabora más
rápidamente que una ley, y en segundo lugar la de permitir experimentar el mérito
de la regla antes de que ésta se haya consolidado como ley. Pero, a decir verdad,
todas estas diferencias entre el reglamento y la ley no tienen relativamente sino
una importancia secundaria. La principal y esencial diferencia entre la regla
legislativa y la regla establecida por vía de reglamento consiste en el alcance
estatutario de la primera y en el alcance simplemente reglamentario de la
segunda. 10
775. Ahora bien, ¿cuál es el fundamento de esa diferencia? Según una
primera opinión, la distinción entre la ley y el reglamento es independiente de toda
consideración formal referente a su origen. En razón pura, el concepto de regla
superior y estatutaria, dícese, puede concebirse haciendo abstracción de las
condiciones de forma en las cuales se fundó la regla y del órgano al que debe su
creación. La cuestión de saber si una decisión estatal que entrañe reglamentación
engendra una regla legislativa o simplemente una prescripción reglamentaria,
debe resolverse ante todo por la fuerza y los efectos inherentes a dicha decisión.
Cualesquiera
184

10
Resulta de estas observaciones que es insuficiente la definición común que consiste en
decir que la ley es una regla. Toda regla no es ley, pero junto a las reglas formuladas a título
legislativo y estatutario, algunas lo son a título administrativo o simplemente reglamentario.
Se verá después (ri' 124) que no sólo es insuficiente esta definición, sino que además es inexacta,
ya que, recíprocamente, toda ley no es una regla.
324

que sean el autor y la forma del acto que crea la regla, ésta será ley o reglamento
según que haya sido emitida para valer como estatuto o simplemente para tener el
alcance de una disposición reglamentaria. Es así como Laband, después de haber
afirmado en principio (loe. cit., vol. II, p. 353) que la fuerza superior de la ley
proviene especialmente de su forma, declara que la fuerza de regla legislativa no
depende exclusivamente del origen formal de la regla. Cita, en efecto (ibid., p. 359;
cf. O. Mayer, op. cit., ed. francesa, vol. I, p. 91; Seligmann, op. cit., p. 21), algunos
ejemplos de ordenanzas alemanas cuyas prescripciones, aunque no fueron
creadas por la vía legislativa, tuvieron fuerza de ley, porque no podían ser
modificadas sino por un acto legislativo. Y recíprocamente, cita reglas emitidas en
forma de ley que no tuvieron fuerza legislativa, porque las leyes que las dictaban
habían especificado que podrían ser modificadas por vía de ordenanza.
En el mismo orden de ideas, se ha sostenido que en la antigua Francia
existió la distinción entre las leyes y los reglamentos reales. Indudablemente, en la
época en que la monarquía no se hallaba limitada por ninguna separación de
poderes, tanto las leyes como los reglamentos provenían indistintamente del
mismo rey. Pero, dijese, la diferencia material que separa estas dos clases de
reglamentaciones es tan fuerte, deriva tan imperiosamente de la misma naturaleza
de las cosas, fuera de toda cuestión de formas, que se había abierto camino hasta
en el antiguo derecho público, afirmándose entonces, de una manera
suficientemente clara, por la subordinación del reglamento a la ley, no pudiendo el
reglamento real, en principio, ni modificar ni abrogar la ley (Balachowsky-Petit, La
loi et l'ordonnance dans les Etats qui ne connaissent pas la séparation des
pouvoirs, tesis, París, 1901, pp. 68 y 205).
Desde 1789, ha ocurrido igualmente, en diversas ocasiones, que ambos
poderes, el legislativo y el reglamentario, se vieron reunidos en la misma mano.
Un gobierno provisional, que poseía a la vez la potestad legislativa y la potestad
administrativa, dictaba reglas por vía de decretos, de los cuales unos habrían de
valer como leyes y otros como simples reglamentos. Así es como, durante el
período dictatorial que siguió al 2 de diciembre de 1851, se dictaron, entre otros,
dos decretos, que llevan la misma fecha del 2 de febrero de 1852, 'que estatuyen
sobre la misma materia, la elección de los diputados del cuerpo legislativo, y que
están dictados en la misma forma y por la misma autoridad. Pues bien, a pesar de
todas estas semejanzas, uno de estos decretos es considerado por los autores
como una verdadera ley, que no puede modificarse sino por una ley formal,
mientras que al otro lo tienen como simple reglamento. Y esto es, dicen, porque el
primero, titulado "decreto orgánico sobre la
325

al o sea esencial de la ley, por lo que concierne a las decisiones creadoras de


reglas, depende directamente de circunstancias de forma.
116. El concepto moderno de ley se funda esencialmente en un sistema
orgánico de multiplicidad y de desigualdad de las autoridades encargadas de
querer para el Estado y, por lo tanto, en un principio de separación de poderes.
Lejos de haber embrollado la teoría de las funciones estatales, como pretenden
tantos autores (Duguit, UÉtat, vol. I, p. 437; Cañen, op. cu., p. 61; Laband, loe. cit.,
vol. II, pp. 342 ss.; Anschütz, op. cit., 2 ed., p. 15; Seligmann, op. cit., p. 1), la
separación de los poderes era lo único que podía permitir que el concepto de ley
adquiriera su completo desarrollo y su plena significación, porque únicamente
dicha separación establece entre las autoridades estatales la jerarquía de
potestades que es causa de que la ley se presente como manifestación de la más
alta voluntad en el Estado (ver a este respecto Moreau, op. cit.f núms. 39-40).
Gracias a la separación de los poderes, el carácter estatutario de la ley ya no es
solamente la consecuencia de una distinción teórica y artificial entre la regla
legislativa y las demás prescripciones reglamentarias, sino que dicho carácter
estatutario corresponde a una superioridad realmente inherente a la ley y que
proviene de que esa ley es obra de una autoridad que domina y rige a todas las
demás autoridades estatales. Así pues, en el Estado constitucional moderno, las
condiciones mediante las cuales adquiere fuerza estatutaria una regla, se reducen
precisamente a condiciones de forma y de origen. Este es un punto que ha sido
sacado a relucir plenamente por O. Mayer (loe. cit., vol. i, pp. 87 ss.), cuyo gran
mérito a este respecto fue el de mostrar que el concepto actual de la ley proviene
directamente del sistema de separación de poderes.12
326

Se hace la objeción, sin embargo, de que la separación de los poderes es


totalmente moderna, mientras que el concepto de ley es muy antiguo. Artur
("Séparation des pouvoirs et des fonctions", Rcvue du droit public, vol. XIII, p. 224)
y Duguit (op. cit., vol. i, p. 437; cf. Seligmann, op. cit., p. 78) observan que en la
antigua Francia todos los actos de Estado provenían o por lo menos aparentaban
provenir del rey, de modo
185

12 Se puede ver, sin embargo, que la separación de los poderes a que se hace aquí referencia es
muy diferente de aquella otra que defendió Montesquieu. Bien es verdad que la autoridad que
elabora las leyes y la que hace los reglamentos ejercen poderes diferentes. Pero la diversidad de
sus poderes no se debe a que la potestad de Estado sea causa de una división de funciones entre
ellas, difiriendo una de otra por el contenido respectivo de las decisiones que deban tomar. La
diversidad consiste en que la misma decisión o prescripción habrá de tener alcance y fuerza
diferentes, según sea manifestación del poder legislativo o del poder reglamentario. Lo que se
expresa aquí con el nombre de separación de poderes es, pues, en realidad, una jerarquía o
gradación de los poderes, y no una separación formal tal como la entendía Montesquieu (ver núms.
305 ss., infra).
327

que, por lo que se refiere a su origen así como a la potestad de su autor, no podía
establecerse diferencia alguna entre ellos y, sin embargo, ¿cómo suponer que,
hasta 1789, sólo haya habido una especie de función estatal, y cómo admitir
igualmente que no haya existido en aquella época ninguna diferencia material
entre las funciones de legislación, de administración y de justicia? Debe darse por
contestación a dicha pregunta que por razón misma de la falta de separación de
los poderes, la distinción entre las diversas funciones era entonces de la mayor
imperfección; se distinguían tan poco una de otra, por ejemplo, la legislación y la
administración, que en el ejercicio de su potestad administrativa era dueño el
monarca de eximirse de aplicar la ley (Duguit, op. cit., vol. i, p. 492).
El hecho mismo de que la ley no obligara a la potestad administrativa, por lo
menos en la persona de su supremo titular, prueba precisamente, sin que haya
temor en asegurarlo, que en dicha época no existían aún leyes verdaderas, ya que
una regla que no obligue por su fuerza superior a la autoridad encargada de su
aplicación deja de ser una ley en el sentido integral de la palabra.13 Existía, sin
embargo, en el antiguo régimen una categoría especial de reglas que respondían
plenamente al concepto de ley: aquellas "leyes fundamentales del reino" que se
imponían al rey, el cual no podía desconocerlas. Pero, como lo hace notar Duguit
(op, cit., vol. I, pp. 490 ss.), si las leyes del reino eran superiores al rey era
precisamente por el motivo de no ser obra suya, o por lo menos de no provenir
sólo de él. Era por lo tanto a su origen especial, o sea a una causa formal, a lo que
debían su superioridad y por consiguiente su naturaleza de verdaderas leyes.
Idénticas observaciones deben aplicarse a los decretos-leyes que se
dictaron durante los períodos dictatoriales de 1851-1852 y 1870-1871. Entre los
decretos promulgados en esas diversas épocas, algunos se consideran como
teniendo fuerza de ley, pudiendo ser modificados únicamente por una ley formal, y
otros son simplemente reglamentos que pueden modificarse por un decreto
reglamentario. Mas los autores se ven muy apurados para distinguir los decretos-
leycs de los decretos-reglamentos. Se ha sostenido que habían de considerarse
como legislativos aquellos decretos que estatuyen sobre materias que por su
misma naturaleza entran dentro del campo de la legislación, pero este criterio es
inaplicable, ya que no se encuentran en las Constituciones francesas ninguna
relación ni definición de las materias que son por su naturaleza legislativas, en
oposi-
186

13
En estas condiciones, en efecto, la ley ya no es ni una regla superior, ni una regla general, ni una
regla de derecho que fije de un modo cierto la situación individual de los particulares. No se le
puede aplicar, pues, ninguna de las definiciones propuestas para el concepto de ley.
328

ción a las que son simplemente reglamentarias. Así pues, en último término, los
autores tienen que reducirse a admitir que la fuerza legislativa de algunos de los
decretos citados se reconoce únicamente por la circunstancia de que han
estatuido sobre objetos que, de hecho, habían sido regulados anteriormente por
medio de leyes formales, o también que habían sido reservados a la legislación
por un texto legislativo expreso" (ver en este sentido: Laferriére, op. cit., 2 ed-, vol.
II, pp. 7-8; Duguit, Traite, vol. II, p. 474; cf. Hauriou, op. cit., 8* ed., p. 62 texto y n.
ó). Por lo demás, la comprobación del carácter legislativo de dichos decretos sólo
presenta interés porque desde la época de su aparición fue restablecida una
autoridad legislativa distinta de la autoridad administrativa; si el régimen dictatorial
bajo el cual esos decretos legislativos fueron dictados hubiera subsistido, la
autoridad administrativa de la que provenían hubiera continuado teniendo el poder
de modificarlos o de abrogarlos del mismo modo que los decretos reglamentarios,
y de hecho, no se hubieran distinguido de estos últimos. Todo esto prueba que es
imposible despejar el concepto de ley en los regímenes que no reconocen la
separación jerárquica de los poderes. En realidad, los supuestos decretos-ieyes
de ios gobiernos provisionales de 1848, 1851 y 1870 no son verdaderas leyes,
sino •—como su mismo nombre indica— decretos, o sea actos de reglamentación
por vía administrativa. Asimismo, antes de 1789, no existían leyes propiamente
dichas, fuera de las llamadas leyes del reino. Realmente sólo existía entonces una
sola función: la administración, y el rey tan sólo administraba cuando dictaba
reglas que hoy se pretende llamar leyes materiales, pero que entonces,
desprovistas de la fuerza superior y característica de la ley, sólo tenían en el fondo
el valor de actos de administración. Finalmente, en la actualidad, en la medida en
que el orden jurídico y regulador aplicable en las colonias francesas, en virtud del
senado-consulto de 3 de mayo de 1854, ha sido creado y puede ser modificado
por decretos presidenciales, la única fórmula conveniente para
187

14
Esto ha sido reconocido de una manera expresa en 1872 por los decretos emitidos por el
gobierno de la Defensa Nacional. Habiendo sido nombrada en aquella época una comisión por la
Asamblea Nacional para averiguar cuáles de dichos decretos presentaban carácter legislativo el
relator hubo de confesar que dicha selección era irrealizable, alegando que: "El nombre atribuido al
acto no permite prejuzgar si sus autores han querido hacer una ley o un simple reglamento
administrativo, pues todos los actos, cualesquiera que fueren su alcance y su naturaleza, reciben el
nombre de decretos, y además, bajo el gobierno de la Defensa Nacional provenían de la misma
autoridad". En cuanto a calificar al decreto como legislativo "por razón de las disposiciones que
contiene", esto constituye, decía el relator, "un método cuya aplicación no está exenta de duda y de
dificultad". Para salir de dudas, no hubo más remedio que adoptar la solución de que únicamente
aquellos decretos que modificaban o derogaban leyes formales anteriores debían considerarse
como legislativos (Journal officiel del 18 de abril .de 1872, p. 2006).
329

caracterizar ese estado de cosas es decir que las colonias se hallan sometidas a
un régimen administrativo y no gozan del régimen legislativo. Por lo tanto, desde el
punto de vista jurídico, no se despeja en toda su amplitud la función legislativa y la
ley no puede definirse de un modo completo sino mediante un elemento formal.
Mientras que los actos del Estado tengan el mismo origen, la misma forma y por
consiguiente la misma fuerza constitucional, no es posible establecer entre la
administración y la legislación sino diferencias parciales y relativamente
secundarias, que no son bastantes para fundar entre ellas, y en el terreno jurídico,
una absoluta distinción. Únicamente la diversidad y la separación de las
autoridades legislativa y administrativa imprimen a la regla formulada por vía de
legislación ese carácter estatutario que es el signo distintivo de la regla-ley. En
todo caso, este concepto de la regla legislativa, condicionado por un elemento
formal por lo que se refiere a su misma definición material de regla estatutaria, es
el del derecho público actual. Suponiendo que pudieran admitirse otros conceptos
de la ley para el derecho público de tiempos anteriores, aquéllos ya no serían
valederos en la época actual. No existen en derecho categorías absolutas y
perpetuas.
117. En el Estado moderno, no solamente se caracteriza la ley como la
decisión de un órgano legislativo distinto de la autoridad administrativa, sino que
también lo que ha contribuido particularmente a que se la considere como estatuto
superior es la especial naturaleza y la cualidad propia del órgano que la formó. La
ley moderna, en efecto, sólo puede engendrarse mediante el asentimiento de una
asamblea elegida por el cuerpo de ciudadanos o por lo menos por un número
relativamente considerable de los mismos. En Francia es creada directamente por
asambleas electas. El órgano legislativo se distingue, pues, de la autoridad
administrativa en que no es ya solamente un órgano de la nación en el sentido
general y amplio de esta expresión, sino también un colegio "representativo" del
cuerpo de ciudadanos; representación que puede ser por razón de los lazos
electorales que lo unen a este último, o más bien por razón de que el régimen
parlamentario contemporáneo implica —al menos en la medida que se señalará
después (ver especialmente los núms. 397 ss., 409)— la conformidad de las
voluntades manifestadas por las asambleas elegidas con la voluntad del cuerpo
electoral. En resumen, se puede decir que en el Estado parlamentario actual es el
cuerpo de ciudadanos, o por lo menos de los electores, el que elabora las leyes
nacionales por mediación de las asambleas representativas. En esas condiciones,
la ley aparece como expresión de la voluntad que, en las democracias modernas,
constituye la voluntad más alta en el Estado (cf. Moreau, op. cit., ir 40), puesto
que, mientras que los actos administrativos, por ejemplo
330

los decretos reglamentarios, emanan de una autoridad que carece del carácter de
representación popular, las leyes son obra, si no del pueblo mismo, o sea del
conjunto de ciudadanos, por lo menos de la autoridad que más se acerca al
pueblo, o sea de la asamblea elegida por los ciudadanos activos. Por eso mismo,
la regla-léy aparece también como estatuto popular, por lo mismo que es la regla
fundamental adoptada por el pueblo o por sus representantes, regla que en razón
misma de su origen se halla investida de una potestad superior, en cuya virtud
regirá la actividad subalterna, reglamentaria o no, de todos los demás órganos de
la comunidad, como regla fundamental de la misma.15
118. Se comprende ahora por qué la ley no fue definida ni podía ser
definida por su contenido en la Constitución, en lo referente a las decisiones que
consisten en formular reglas. La razón de ello es que, por una parte, no puede
adquirir una regla cualquiera la potestad superior de efectos que constituye la
característica de la. ley en el sentido constitucional y el carácter estatutario que
especifica a la regla legislativa sino mediante una condición de forma. Por otra
parte, y recíprocamente, dicha potestad especial y dicho carácter superior son
susceptibles de comunicarse a cualquier regla, sea cual fuere su contenido. Este
es, en efecto, el doble concepto que consagra el art. 1 de la ley de 25 de febrero
de 1875, al decir: "El poder legislativo se ejerce por dos asambleas: la Cámara de
Diputados y el Senado". Se desprende de ese texto que únicamente las Cámaras
tienen la potestad de conferir a una regla el valor legislativo, y se desprende
asimismo que toda regla dictada por las Cámaras dentro de las formas requeridas
para el ejercicio de su poder legislativo se convierte en una ley por ese solo hecho,
o sea por virtud de la potestad legisladora inherente a dichas asambleas.
331

Se deduce de aquí que el campo de la ley, considerada en sus relaciones


con el reglamento, es ilimitado. Según las Constituciones modernas, el cuerpo
legislativo eleva a la superioridad de materia legislativa a todo objeto susceptible
de reglamentación que le plazca avocarse, tratar por sí mismo e incorporar así al
campo de la legislación estatutaria. En el Estado moderno, en efecto, la ley tiene
por verdadera función, que le sea exclusivamente propia, el regir superiormente la
actividad de las autoridades administrativas, y en particular el situar por encima de
la voluntad de dichas autoridades, y a salvo de cualquier perjuicio de su parte, a
todas aquellas materias y disposiciones reguladoras respecto de las cuales
188

15
La idea de que las leyes son la expresión de la voluntad más alta en el Estado es una de
aquellas por las que más empeño mostraron los constituyentes de 1789-91, y por la que
expresaron en la Constitución de 1791, tít. III, cap. II, sec. 1, art. 3, que: "No existe en Francia
autoridad superior a la de las leyes".
332

les el cuerpo legislativo se reserva una exclusiva competencia. Cada vez que el
cuerpo legislativo desea conseguir ese resultado, sólo necesita apropiarse de la
materia para reglamentarla por sí mismo. Como lo dice Moreau (op. cit., p. 195):
"El Parlamento siempre tiene libertad de tomar o dejar algún objeto que entrañe
reglas".
119. Si el legislador posee de esta manera una competencia ilimitada, se
debe llegar a la conclusión de que, por lo menos en derecho francés, es
absolutamente arbitrario e injustificable negar el carácter material a aquellas
prescripciones que, estando contenidas en una ley formal, regulan el
funcionamiento interno de la administración. Poco importa que dichas
prescripciones se refieran únicamente a la autoridad administrativa y no
establezcan ninguna facultad ni carga individual para los administrados. Según la
observación de Moreau (op. cit., p. 162) "el legislador tiene una competencia
universal que abarca igualmente a las leyes de derecho privado y a las de derecho
público". Basta que el cuerpo legislativo decrete respecto a un objeto cualquiera
una regla en forma legislativa, para que nazca una ley en el sentido integral de la
palabra. Una regla referente a los asuntos administrativos es tan apta como una
regla de derecho individual para convertirse, por su adopción a título de ley, en un
estatuto nacional. Con manifiesto error desconocieron este punto los autores
alemanes, seguidos por Hauriou, el cual —según vimos ya (p. 318)— reserva el
concepto de estatuto para las leyes que elaboran derecho en interés del individuo,
considerando al derecho de esa clase como única materia propia de la ley.
I
333

Laband, que puede considerarse como el jefe de esta escuela, reconoce sin
embargo (op. cit., ed. francesa, vol. II, p. 355) que "el campo de la legislación no
solamente comprende al derecho y a los objetos que se le asignan por especial
disposición de la Constitución, sino también todos aquellos casos en que la
voluntad del Estado se manifiesta en forma de ley", por cuanto la regla formulada
para esos casos no podrá modificarse después más que por vía legislativa. Pero al
decir esto, Laband declara que sólo se refiere al campo de la legislación formal, y
no admite que una regla administrativa, incluso hallándose dentro de dicho campo,
constituya por ello una ley material. Es interesante hacer notar que dicho autor
había enseñado primitivamente otra opinión. En su primera edición alemana (vol.
II, pp. 68, 208-210) manifestaba que la reglamentación de los asuntos
administrativos puede establecerse lo mismo por medio de un acto de legislación
que por la vía administrativa, especificando que una regla que se refiera a la
actividad de los funcionarios administrativos se convierte en un elemento del orden
jurídico del Estado, o sea en una ley material, en el momento en que dicha regla
ha sido adoptada en forma y cualidad de
334

ridad administrativa está obligada legalmente a conformarse a las reglas


consagradas por las leyes formales, poco importa que dichas reglas no se hallen
sancionadas por un recurso abierto a todos los ciudadanos que se quejen de su
inobservancia. No por ello dejan de constituir reglas de derecho. Porque el orden
jurídico del Estado no solamente consiste en el derecho individual referente a los
subditos, sino que aquellas reglas que originan para los administradores
obligaciones y deberes legales constituyen también una parte importante de dicho
orden jurídico. Y por cierto, aunque no atañan a los ciudadanos tomados
individualmente y considerados en su esfera privada, les interesan como
miembros unificados de la colectividad estatal, a los cuales no puede considerarse
como ajenos a nada de lo que se refiera a los asuntos de dicha colectividad. El
desconocimiento de semejantes reglas tiene, pues, carácter de violación del
derecho, incluso de violación del derecho estatutario, establecido en el Estado.
Por estas observaciones se ven las diferentes tendencias que animan a las
dos doctrinas puestas anteriormente en oposición relativas al concepto de ley.
Mientras Laband se ve llevado por su teoría a hacer resaltar sobre todo la falta de
recurso en los administrados contra los actos administrativos que violan leyes
formales que no crean derecho individual, la teoría que caracteriza a la regla
administrativa, sea la que fuere, por su alcance estatutario, implica, por el
contrario, la lógica necesidad de organizar de una manera eficaz ciertos medios,
especialmente un poder de control y de coacción por parte del cuerpo legislativo, a
fin de mantener a la autoridad administrativa dentro del respeto a las
prescripciones reguladoras que le imponen las leyes vigentes. En esto está el
interés práctico de toda esta controversia, puramente teórica en apariencia.
120. Falta observar que el concepto de regla estatutaria puede aplicarse
racionalmente, en sentido lato, a toda prescripción dictada por acto legislativo,
bajo la doble condición únicamente de que, por una parte, el efecto actuante del
mandamiento legislativo no se agote inmediatamente por su aplicación a la
situación a que se refiere, y por otra parle, que la decisión emitida interese a la
comunidad estatal en su conjunto y no solamente a tal o cual persona considerada
en particular. Toda prescripción que llene esta doble condición puede considerarse
como regla y, por consiguiente, puede convertirse, por su adopción en forma
legislativa, en un elemento del orden estatutario del Estado. Así es como una
prescripción en forma de ley, incluso cuando se dicte solamente para un lapso de
tiempo limitado de antemano (Duguit, Traite, vol. I, p. 141; Cahen, op. cit., p. 118),
o aunque sólo estatuyera sobre un caso aislado, adquiere carácter estatutario. Se
encuentra un ejemplo de ello, bien claro, en la ley ya citada (ver p. 281, supra) de
22 de julio de 1893. Dicha
335

ley, que prolongaba el período de una legislatura, estatuía a título particular y


hasta excepcional, pues sólo había de producir efecto durante un tiempo limitado;
pero durante dicho período no dejó de presentar todos los caracteres de una regla
estatutaria del Estado. Lo mismo ocurre con las disposiciones legislativas tomadas
a título transitorio, así como con las leyes elaboradas para un período crítico,
como la de 27 de febrero de 1858 (arts. 5 a 8). Finalmente, hay que hacer
extensivas las mismas observaciones a una categoría de leyes temporales cuyo
carácter material ha sido particularmente discutido: las leyes que fijan los
presupuestos. Según ciertos autores, la ley anual de presupuestos no puede ser
una ley en cuanto al fondo, por tener solamente una vida efímera, al no surtir
efecto por un año (Bouvier y Jéze, "La véritable notion de la loi", Revue critique de
législation, 1897, p. 444). Otros arguyen que el presupuesto, por su naturaleza,
sólo es un acto administrativo, ya que sus efectos consisten únicamente, en
cuanto a los gastos, en "asegurar el funcionamiento de instituciones creadas por la
ley" —en lo que no es más que un acto ejecutivo— y en cuanto a los ingresos, tan
sólo en autorizar la ejecución de leyes anteriores que establecieron los impuestos
(Duguit, La séparation des pouvoirs et l'Assemblée nationale de 1789, p. 26;
Bouvier y Jéze, loe cit., pp. 445 ss.). Esmein (Éléments, 5^ ed., pp. 898 ss.)
sostiene la misma idea. Distingue por una parte "las leyes que establecen los
impuestos y que determinan la naturaleza y reglas de los mismos", que tienen —
dice— el carácter de "verdaderas leyes", y por otra parte la ley de presupuestos,
que tiene, es cierto, forma legislativa, pero que "en realidad tiene otra naturaleza".
El presupuesto, en efecto, "contiene, para un tiempo determinado, la previsión de
los gastos y los ingresos del Estado, y ordena el pago de unos y la percepción de
los otros". Así definido, el presupuesto, para Esmein, no es más que "un acto
particular", "un acto de administración superior". Los autores alemanes profesan la
misma doctrina. Según Laband (op. cit., ed. francesa, vol. VI, pp. 268, 381 ss.), "el
establecimiento del presupuesto no tiene nada que ver con la legislación,
considerada como reglamentación de orden jurídico, sino que pertenece
únicamente a la administración". Jellinek (op. cit., pp. 284 ss.) dice que, desde el
punto de vista material, el presupuesto no es una ley, sino un acto de
administración, ya que, tomado en sí, no es más que una evaluación de los
ingresos y de los gastes con miras al próximo ejercicio; no contiene reglas, sino
cifras. Idéntica definición da O. Mayer (op. cit., ed. francesa, vol. u, p. 185): "La ley
de presupuestos, por su contenido, sólo presenta una cuenta, un presupuesto, un
plan para el futuro ejercicio." G. Meyer (op. cit., & ed., p. 752, y los autores citados
en re.) se expresa en la misma forma.
336

Este punto de vista no debe admitirse. Ha sido descartado en parte por Duguit,
que hoy repudia (LÉtat, vol. i, pp. 524 ss.) su anterior doctrina. Por lo que
concierne a la parte del presupuesto referente a los gastos, es cierto que dicho
autor continúa negándole el valor de ley material, viendo en ella tan sólo un acto
administrativo que consiste en autorizar a los funcionarios competentes a gastar
las sumas votadas (Traite, vol. ii, p. 389). Pero en lo referente a la parte de los
impuestos a percibir, dice Duguit que se trata de una verdadera ley material, y
funda esta aseveración en el principio de la anualidad del impuesto. "Si el
impuesto —dice (LÉtat, vol. i, p. 526; Traite, vol. r, p. 141, vol. u, p. 387)— se
estableciera de una vez para siempre, sin que fuera necesario renovar
periódicamente su votación, la ley de presupuestos, que se limitaría a evaluar
cada año el monto de su probable producto, sólo constituiría una simple previsión
de ingresos, es decir, una operación puramente administrativa. Pero en el sistema
francés, que exige que los impuestos se voten anualmente por el Parlamento, las
leyes de presupuestos no pueden considerarse como simples medidas de
ejecución de leyes existentes que crearon los impuestos, determinando su cuota y
su reparto. La verdad, por el contrario, es que los impuestos se establecen de
nuevo cada año por la ley de hacienda, de tal forma que no solamente no podrían
percibirse, sino que se verían suprimidos si no fueran votados por el Parlamento.
En estas condiciones la ley de presupuestos, por cuanto renueva los impuestos
establecidos por la legislación fiscal, tiene el mismo alcance que una ley que
creara nuevos impuestos. En este aspecto contiene una regla general y por lo
tanto es una verdadera ley material. Distinto es el caso de la parte del presupuesto
en la que se evalúan en ingresos las rentas de las propiedades del Estado. En
este caso sólo se trata de establecer una previsión de ingresos, lo cual no es más
que una operación administrativa. Pero, a decir verdad, no hay necesidad de
referirse a la anualidad del impuesto" para establecer la naturaleza legislativa del
presupuesto.1T Esta anualidad no es por cierto un principio constitucional que se
imponga de modo absoluto al cuerpo legislativo. Como dice Esmein (ÉUments, 5*
ed., p. 900), "en realidad las Cámaras podrían actualmente votar el impuesto por
varios años". Alega Duguit inútilmente (Traite, vol. II, p. 386) que la anualidad del
impuesto ha sido consagrada sucesivamente por la Constitución de 1791 (tít. v,
art. 1*), por la Constitución del año ni (art. 302) y, al menos en cuanto se refiere al
impuesto directo, por la Carta de 1814 (art. 49), por el Acta adicional de 1815 (art.
34), por la Carta de 1830 (art. 41) y por la Constitución de 1848 (art. 17). Dado el
silencio de la Constitución actual, esta regla ya no tiene sino el valor de una
costumbre, y todo lo más tendría valor legislativo si se admitiera que sobre este
punto siguen teniendo efecto las Constituciones desaparecidas; tanto en un caso
como en el otro, el legislador es muy dueño de modificarla o derogarla. En realidad
son razones políticas, pero no jurídicas, las que mantienen la práctica de la
anualidad.
337

121-122] FUNCIÓN LEGISLATIVA 337

constitucional en particular, el interés esencial de la distinción entre las funciones


legislativas y administrativas es el de proporcionar un principio que permita
determinar con certeza cuáles son las decisiones que dependen de la
competencia del legislador y cuáles entran dentro de la competencia
administrativa. Particularmente, debe esperarse de esa definición y de esa
distinción que aporten a la práctica jurídica un medio seguro y preciso de
reconocer aquellas materias que exigen una ley formal y que no podrían tratarse
por un simple reglamento de las autoridades administrativas. Se ha visto, en
efecto, que en el derecho público actual el concepto de ley no coincide con el
concepto de regla. El poder de crear reglas no pertenece exclusivamente al
órgano legislativo, sino que se ejerce también, como dependencia de la función
administrativa, por los titulares de dicha función. La ley no es toda regla,
cualquiera que ésta sea, sino únicamente la regla emitida en cierta forma. Desde
el momento en que la decisión que crea una regla es calificada como ley por la
Constitución, no ya por los caracteres específicos de su contenido, sino por su
forma, existe, al parecer, una nueva razón para suponer que la Constitución,
puesto que no define a la ley por la naturaleza de su contenido, debe tratar
esencialmente de determinar las materias que constituyen el objeto especial de la
legislación. Ya se observó, sin duda, que el campo de la ley es ilimitado, en el
sentido de que el legislador puede atraer hacia sí cualquier regla que desee erigir
en ley, y toda materia que quiera reservarse como de su competencia. En este
aspecto no existe para el reglamento administrativo ninguna esfera que le
pertenezca de una manera exclusiva. Pero, al menos, entre las materias que, de
hecho, no han sido aún objeto de ninguna reglamentación legislativa, ¿existe
alguna sobre la cual la autoridad administrativa por sus propios reglamentos,
pueda estatuir por su propia iniciativa? Y a la inversa, ¿existen prescripciones que
eslén reservadas exclusivamente por la Constitución a la competencia legislativa y
que formen por ello la materia propia de la ley? En otros términos, ¿existen, en
virtud de la Constitución, reglas que sean leyes ratione materiae, o sea leyes
materiales, en oposición a otras reglas cuya adopción dependa de la función
administrativa?
189

122. La mayoría de los autores responden afirmativamente a esta cuestión. Casi todos los tratados
de derecho público francés contienen, en efecto, una relación de objetos que presentan como
reservados para la ley. Dicen, por ejemplo, que sólo la ley puede dictar una pena, establecer un
impuesto, organizar una jurisdicción, crear autoridades administrativas que tengan el poder de
mandar a los administrados, etc. Esta enumeración de materias legislativas por los autores implica
en sentido inverso
338

338 FUNCIONES DEL ESTADO [122

que los objetos que no se reservan especialmente a la legislación quedan


abandonados a la potestad administrativa. Por muy extendida que esté esta
doctrina, se puede asegurar que, en el estado actual de la Constitución francesa,
carece enteramente de fundamento. Ni en las leyes constitucionales de 1875, ni
en las Constituciones anteriores, se encuentra ninguna relación detallada, ni
mucho menos ninguna definición de principio, que permita clasificar por divisiones
las materias que originen reglamentación, en materias legislativas y materias
administrativas. Por una parte, en efecto, no puede tratarse de ningún modo de
considerar que establecen una lista de las materias legislativas algunos escasos
textos en los cuales la Constitución de 1875, saliendo de la habitual reserva que
en este aspecto guarda, especifica incidentalmente que es necesaria una ley en
tal o cual caso. Esos textos se reducen al art. lp de la ley constitucional de 25 de
febrero, que dice: "La Cámara de los Diputados se nombra por sufragio universal,
en las condiciones determinadas por la ley electoral. La composición, la forma de
nombramiento y las atribuciones del Senado se regularán por una ley especial"; al
art. 3 de la misma ley: "Las amnistías no pueden concederse sino por una ley"; al
art. 8 de la ley constitucional del 16 de julio: "Ninguna cesión, ningún cambio,
ninguna incorporación de territorio podrá tener lugar si no es en virtud de una ley";
al art. 12 de la misma ley, que, en lo referente al procedimiento que habrá de
seguirse ante el Senado, cuando éste funcione como alta corte de justicia, dice:
"Una ley determinará el modo de proceder para la acusación, la instrucción y el
juicio". En presencia de esos textos, tan escasos, es manifiesto que no hay
posibilidad de sostener para el derecho francés la doctrina de Arndt (ver por
ejemplo Verfassungsurkunde für den preussischen Staat, 6? ed., pp. 245 ss.) que
pretende que en Prusia todos los objetos no reservados a la ley por un texto
expreso de la Constitución de 1850 pueden ser reglamentados por una ordenanza
del monarca (ver n. 5, p. 292, supra). Lo que permitió a Arndt sostener esa opinión
—que por otra parte es rechazada por la generalidad de los autores alemanes (ver
especialmente Anschütz, op. cit., 2* ed., pp. 34 ss.)— es el hecho de que la
Constitución prusiana señala en numerosos artículos determinados objetos para
los cuales es necesaria una ley. En la Constitución francesa, por el contrario, esta
clase de textos, como se acaba de ver, falta casi por complelo. Por otra parte, en
lo que se refiere a la administración, no solamente la Constitución de 1875 no
señala a ésta materia especial alguna para su reglamentación, sino que además
expresa formalmente que no existe ninguna materia que le pertenezca
propiamente. En efecto, en un texto cuya importancia ya fue señalada y del que
volveremos a hablar más
339

122] FUNCIÓN LEGISLATIVA 339

adelante, o sea el art. 3 de la ley constitucional de 25 de febrero, se establece en


principio que la función administrativa consiste, únicamente, en asegurar la
ejecución de las leyes. Tiene esta definición un alcance considerable. Significa
que, para la autoridad administrativa, no existe ningún campo dentro del cual
tenga enteramente libre acción, pues en cualquier materia la función administrativa
se limita a hacer cumplir prescripciones dictadas anteriormente por el legislador.
Sólo puede ejercerse después de la ley y conforme a ésta, en virtud de poderes
conferidos a la autoridad administrativa por una ley. Si éste es el concepto
constitucional de la administración, se explica inmediatamente por qué la
Constitución no formula ninguna definición material o ratione materiae de la ley. La
razón perentoria de ello es que la materia de la ley es indefinida, en el sentido de
que es necesaria una ley cada vez que se trata de estatuir sobre un objeto
cualquiera respecto al cual no existe en la legislación vigente ningún texto que
proporcione a la autoridad administrativa la posibilidad de decidir por sí misma.
Por consiguiente, la competencia reservada al legislador no se reduce solamente
a las reglas generales, o a las reglas de derecho individual, o a un orden
determinado de materias, sino que comprende indefinidamente todos aquellos
casos en los cuales se deba tomar una decisión o medida —general o particular,
relativa a los ciudadanos o concerniendo solamente a los funcionarios— para la
cual carece de poder legal la autoridad administrativa. En estas condiciones, se
comprende claramente que en el derecho positivo francés no hay lugar para un
concepto material de la ley, considerada desde el punto de vista de su objeto. El
concepto constitucional de ley es un concepto puramente formal. La distinción
constitucional entre la legislación y la administración no se refiere a una diferencia
material entre ciertos objetos que pudieran ser legislativos o administrativos en sí,
sino que se refiere únicamente a la diferencia de potestad de los órganos. La
Constitución francesa no conoce una materia legislativa, conoce únicamente una
potestad legislativa, un "poder legislativo", según expresión de la ley constitucional
de 25 de febrero de 1875, art. I9. Debe entenderse con es lo que únicamente el
cuerpo legislativo tiene la potestad de estatuir de una manera inicial, autónoma y
libre. Los agentes administrativos, en todos los grados de su jerarquía, sólo
pueden querer y estatuir, bien por vía de reglamentación general, bien a título de
decisión particular, mientras puedan invocar una ley de la cual derive para ellos un
poder a dicho efecto. Este es, ratione materiae, el único criterio constitucional del
concepto de ley.18 En una palabra, así como hemos visto
18 Es un derecho francés la materia misma de la ley sólo es susceptible de una
definición formal. No consiste, en efecto, en un objeto de naturaleza determinada,
sino que comprende
340

340 FUNCIONES DEL ESTADO [122-123

antes que, desde el punto de vista del valor de su contenido, la ley no se


caracteriza por la naturaleza intrínseca de sus disposiciones, sino por la fuerza
que le confiere su forma, así también vemos aquí que desde el punto de vista de
su campo de acción, la ley no se caracteriza por su materia especial, sino por la
potestad de decisión inicial que le pertenece por su origen.
123. Esto se aplica en primer lugar a las decisiones que consisten en formular
reglas. En vano se tratará de delimitar el campo respectivo de la ley y del
reglamento mediante la distinción entre materias legislativas y materias
reglamentarias. Cualquier tentativa en este sentido acabará en un indudable
fracaso. Es éste un punto que, después de haber sido negado por mucho tiempo,
llegó por fin a ser reconocido por los autores. "El sistema del derecho francés
actual —dice Cahen (op. cit.,p. 247)— no implica de ningún modo la determinación
de las materias llamadas legislativas." En efecto, "en ningún momento enumera la
Constitución las materias legislativas y las materias reglamentarias" (Jéze, Revue
du droit public, 1908, p. 50). Duguit (Traite, vol. n, p. 451) dice igualmente:
"Cuantas veces se ha tratado de determinar un criterio general para la distinción
entre materias legislativas y materias reglamentarias, se ha tropezado con la
imposibilidad de hacerlo". Asimismo Moreau (op. cit., p. 195) dice: "No existe
catálogo de materias legislativas, y materias reglamentarias", y en la p. 220: "La
distinción entre materias naturalmente legislativas y materias naturalmente
reglamentarias carece de fundamento y hasta de sentido". Carece de sentido por
el motivo de que el campo de la legislación se determina, no ya por su materia,
sino únicamente por el principio constitucional de que la ley solamente es capaz
de formular las reglas cuya creación no entra dentro del poder administrativo de
ejecución de las leyes vigentes. Por lo tanto, los autores se reducen ahora a
reconocer que la distinción entre la ley y el reglamento no se funda en la distinción
de su materia propia. Pero mucho antes de haberse admitido este punto en la
literatura, ya había sido reconocido claramente y señalado por las Constituciones
francesas. Prueba de ello es el hecho tan notable de que las Constituciones de la
época revolucionaria, que como antes se ha visto (pp. 257 ss.), empezaron por
tratar de establecer un concepto material de la ley según su objeto (Constitución
de 1791, tít. ni,cap. ni, sec. 1?, art. 1°; Constit ución de 179,)arts. 54 y 55), tuvieron
que abandonar rápidamente este punto de vista por inconciliable con el concepto
en ellas expuesto de potestad legislativa y potestad administrativa una respecto a
la otra, y se atuvieron desde entonces a definiciones pu-

indistintamente todo aquello que excede de la ejecución de las leyes, coincide con la potestad
formal del órgano legislativo y no puede definirse sino de un modo extra-objetivo por el grado de
potestad formal propio de dicho órgano.
341

123-124] FUNCIÓN LEGISLATIVA 341

ramente formales de la ley. Ya a partir del año ni no se encuentra en la


Constitución la enumeración de las materias o competencias legislativas.
Actualmente lo que se desprende de los textos constitucionales a este respecto
es, únicamente, que la autoridad administrativa, en principio, no puede
reglamentar un objeto cualquiera si no es en ejecución de las leyes o en virtud de
un poder legal. Además, la Constitución se abstiene de abordar la irrealizable
tarea que habría de consistir en precisar respectivamente la especial esfera
material de la ley y del reglamento.
124, Pero de este sistema constitucional deriva otra consecuencia, no menos
importante. Del hecho de que la potestad administrativa sólo pueda ejercerse en
ejecución de las leyes existentes resulta que las disposiciones incluso particulares,
que no se hallen previstas por una ley anterior, precisan de la intervención del
cuerpo legislativo, que estatuya por vía legislativa, y por consiguiente también
resulta que el concepto de potestad legislativa y de ley se extiende incluso a
decisiones individuales y a medidas circunstanciales, que de ningún modo
concurren a establecer el orden regulador del Estado (cf. respecto a este punto p.
282, supra) y que por lo tanto no parecen poder ser consideradas como
constitutivas de reglas (ver sin embargo p. 344, infra). Se trata aquí de esas leyes,
por ejemplo, que ordenan la construcción de una obra pública, o autorizan un
empréstito, o conceden una explotación, etc. Casi todos los autores se niegan a
considerar los actos legislativos de esa clase como verdaderas leyes; según ellos
sólo se trata de medidas administrativas en forma de leyes. Y la principal razón
que aducen es que semejantes decisiones son, por su naturaleza, idénticas a
aquellas decisiones particulares que, según la opinión corriente, constituyen el
ejercicio normal de la función de administrar. Ahora bien —dicen—, el hecho de
que una decisión, que es administrativa, sea adoptada por el órgano legislativo,
no es suficiente para modificar la naturaleza y el valor intrínseco de dicha decisión.
Pero los numerosos autores que persisten en negar a las leyes que nos ocupan la
cualidad de verdaderas leyes parten de una idea preconcebida, o sea de la idea
tradicional de que la ley se caracteriza por cierto alcance regulador, inherente a la
misma prescripción que establece. No quieren darse cuenta de que el concepto de
ley está completamente transformado en el derecho francés actual y que, según la
misma Constitución, la ley no tiene solamente por materia las decisiones que
constituyen reglas. La característica actual de la ley, considerada en cuanto a su
materia, es que sólo ella puede estatuir sobre todos aquellos objetos que no han
sido colocados, por la legislación anterior, dentro de la competencia de alguna
autoridad administrativa. En otros términos, la ley no se caracteriza por la especial
naturaleza de su objeto, sino por la potestad de iniciativa que sólo a ella
pertenece. Mientras que el administrador no puede
342

342 FUNCIONES DEL ESTADO [124-125

realizar ningún acto, bien sea reglamentario o particular, que no esté fundado en
una disposición legislativa que a ello le autorice, la ley, por el contrario, está hecha
en virtud del poder propio del legislador, en el sentido de que éste no precisa
habilitación de ningún texto previo para tomar cualquier medida, pues posee a
este respecto un poder general que le viene de la Constitución misma. En este
sentido tiene la ley un carácter inicial. Se deduce de esto que si hay necesidad de
tomar una disposición, incluso particular, y que no tenga nada de regulador, la cual
no haya sido prevista por ninguna ley vigente, la autoridad administrativa carece
de poder para hacerlo y únicamente una ley podrá dictar esa disposición. Así
pues, el concepto de ley es totalmente independiente del concepto de regla, y
recíprocamente, las decisiones o medidas particulares que no tienen el alcance de
reglas, no son todas ellas objetos de la administración. Muchas de ellas, todas
aquellas que no tienen carácter simplemente ejecutivo, son de la incumbencia de
la legislación. Y la disposición en forma legislativa mediante la cual adoptan las
Cámaras semejantes medidas, es una ley propiamente dicha en el sentido
constitucional, ya que toda medida de ese género implica un poder inicial de
creación, que es precisamente, según los principios constitucionales franceses,
uno de los principales atributos y signos distintivos de la potestad legislativa.
125. Si se precisa de una ley para adoptar aquellas medidas que no consisten
simplemente en ejecutar administrativamente la legislación preestablecida, con
mayor razón entran en la esfera exclusiva de la legislación las decisiones que, en
un caso particular, vienen a derogar las leyes vigentes. A este respecto, hay que
señalar que la ley se distingue del acto administrativo no porque no necesita, para
estatuir, fundarse en ninguna prescripción legislativa anterior, sino además porque
no se halla ligada por la legislación ya existente. Este es también uno de los
caracteres específicos de la ley, una de las fuerzas que le pertenecen
especialmente. A diferencia de la autoridad administrativa, que no puede derogar
a título particular ni las leyes ni sus propios reglamentos, el legislador tiene la
potestad de derogar, por vía de medida singular y excepcional, las reglas
generales anteriormente formuladas por él. La ley tiene, pues, como carácter
distintivo el de no depender de leyes anteriores, en el doble sentido de ser un acto
de potestad inicial y de potestad exenta del respeto a las reglas vigentes, con
excepción de las reglas' constitucionales (cf. a este respecto Artur, op. cit., Revue
du droit public, vol. xnr, p. 221). Se ve por estas observaciones cuan poco exacto
resulta repetir, como hacen todavía tantos autores, que las decisiones o medidas
que se refieren a un hecho aislado, a un caso especial o a determinada persona,
son todas ellas actos de administración material. En realidad, todas las decisiones
de ese género sobre las cuales no exista disposición legislativa que habí
343

125-126] FUNCIÓN LEGISLATIVA 343

lite a la autoridad administrativa para estatuir por sí misma, son propiamente


objetos de legislación, leyes ratione materiae. Esto se aplica por ejemplo a las
decisiones que atenían o entrañan excepción a las reglas que constituyen el orden
general del Estado. Si se consideran, por ejemplo, las dos leyes de 13 de julio de
1906, una de las cuales decreta la reintegración en el ejército y la promoción al
grado de general de brigada de teniente coronel en disponibilidad, y la otra decide
que un capitán diplomado sea ascendido a jefe de escuadrón, especificando que
deroga con esto el art. 4 de la ley de 24 de junio de 1890, relativo al ascenso de
los oficiales diplomados, no es posible adoptar la opinión de Duguit (Traite, vol. i,
p. 135; cf. Delpech, Revue du droit public, 1906, pp. 507 ss.) que se niega a ver en
dichas decisiones individuales otra cosa que actos administrativos. Dicho autor no
tiene en cuenta que esas decisiones, por lo mismo que derogaban leyes no
abrogadas, implicaban el ejercicio de la potestad legislativa, de manera que su
naturaleza legislativa no solamente resulta de su ferma, sino también de su objeto
(ver también los ejemplos de leyes individuales citados por Beudant, Cours de
droit civil, Introducción, p. 36, y las observaciones hechas eod. loe. sobre el
alcance de esas leyes).
126. Así pues, las decisiones particulares o individuales que el cuerpo legislativo
adopta en forma legislativa entran directamente en el concepto constitucional de
ley, por cuanto estatuyen, bien de un modo inicial,bien a título derogatorio y
excepcional, pues la potestad de estatuir en esa forma sólo pertenece a la ley. Se
ha objetado sin embargo (Caben, op. cit,, pp. 128 ss.) que entre las decisiones en
forma legislativa, un buen número de ellas se producen en aplicación de una ley
anterior y les falta por consiguiente el carácter de iniciativa y de independencia
que caracteriza a la ley. El art. 13 de la ley de I9 de julio de 1901, por ejemplo,
prescribe que "ninguna congregación religiosa puede constituirse sin una
autorización dada por una ley". Seguramente el Parlamento es libre de conceder o
no esa autorización; sin embargo, la libertad de apreciación de que dispone en
este caso el cuerpo legislativo no difiere de la que tiene la autoridad administrativa,
cuando esta última ha recibido de una ley el poder discrecional de realizar o no
cierto acto, y además, parece que el acto legislativo que autorizara una
congregación sería exactamente igual por su naturaleza a un acto administrativo,
por cuanto su intervención constituiría, no ya un acto de potestad inicial, sino una
ejecución de la ley de I9 de julio de 1901. Sin embargo, esta similitud no sería
exacta, pues las autorizaciones legislativas concedidas en virtud de la ley de 1901
no podrían haber sido consideradas como simples actos ejecutivos. Importa, en
efecto, observar que, por razón de la potestad inicial que le es habitual, el
Parlamento, a diferencia de la autoridad administrativa, no
344

344 FUNCIONES DEL ESTADO [126-127

tenía ninguna necesidad de hallarse habilitado por una ley expresa para adquirir el
poder de conceder semejantes autorizaciones. En realidad, la disposición del art.
13 antes citado se explica únicamente por el motivo de que el legislador de 1901
ha querido recalcar que la futura autorización de las congregaciones queda como
materia reservada a la ley, y para la cual queda excluida la competencia de las
autoridades administrativas. Las leyes formales de autorización que intervienen en
esas condiciones habían de seguir siendo, pues, actos legislativos propiamente
dichos y no actos ejecutivos, puesto que se referían a objetos reservados a la
potestad legislativa.
127. Por lo demás, incluso en el caso de que una ley particular o individual se
dicte como aplicación de una ley anterior, e igualmente en el caso en que el
cuerpo legislativo hubiera de tomar por vía formal una diaposición para la cual
hubiera tenido competencia la misma autoridad administrativa, dicha decisión
constituiría también una verdadera decisión legislativa, por cuanto contendría la
virtud superior inherente a las leyes. No es que se pueda decir, como Hanel
(Studicn zum deutschen Staatsrecht, vol. u, pp. 233-234, 246), que toda
prescripción en forma de ley, así fuera la que ordena la construcción de un canal o
de un ferrocarril, o que encarga a la autoridad administrativa realizar tal acto
determinado, adquiera naturaleza de precepto de derecho por razón misma de su
forma solamente, pues al sostener esta tesis, Hanel cae en exageración, lo que
provocó justamente la ironía de Laband contra su doctrina (op. cit., ed, francesa,
vol. vi, pp. 381 ss.). Pero por lo menos se puede asegurar que las leyes formales
que prescriben medidas particulares poseen a veces cierto valor regulador, en el
sentido de que sus prescripciones constituyen un principio de acción para la
autoridad administrativa encargada de ejecutarlas; y en todo caso, toda decisión,
incluso particular, en forma legislativa, tiene valor constitucional de ley. por cuanto
se impone a todas las autoridades estatales subordinadas al legislador con la
fuerza propia de la ley (ver en este sentido Sarwey, Allg. Verwaltungsrecht, en
Marquardsen, Handbuch des offentlichen Rechtes, vol. i, p. 27). Bajo este último
aspecto, es cierto asegurar que toda decisión contenida en una ley formal vale
"como ley del Estado", conforme a los términos de su promulgación. La especial
significación y la importancia que acaban de atribuirse a la forma legislativa para
fijar el concepto de ley, se ven confirmadas por un hecho que los autores olvidan
generalmente de tomar en consideración y cuyo interés fue sin embargo señalado
por Laband (loe. cit., vol. I pp. 450 ss.). Este autor observa que no toda voluntad
expresada por el cuerpo legislativo es una ley. En efecto, las decisiones que
dependen de la voluntad del Parlamento pueden ser tomadas por éste bajo dos
formas:
345

127] FUNCION LEGISLATIVA 345

“Junto a la forma de ley —dice Laband— está la forma de consentimiento”, es


decir, la simple aprobación, que consiste, bien en una adhesión concedida
previamente, bien en una ratificación concedida, previo su cumplimiento, a un acto
proveniente de la autoridad administrativa. En la Constitución de 1875, el art. 9 de
la ley de 16 de julio parece proporcionar un ejemplo de aprobación de esta clase,
cuando dice: “El Presidente de la República no puede declarar la guerra sin el
previo asentimiento de las dos Cámaras”.190 Pero también puede intervenir el
Parlamento con el empleo de la forma legislativa, pues numerosos textos exigen
una ley formal para la adopción de medidas como la declaración del estado de
sitio (ley de 3 de abril de 1878, art. 1), la declaración de utilidad pública relativa a
ciertas obras públicas (ley de 27 de julio de 1870; cf. la ley de 11 de junio de 1880,
art. 2), la creación de un nuevo municipio o algunas transformaciones en la
circunscripción territorial o términos municipales (ley de 5 de abril de 1884, arts. 5
y 6), etc., medidas todas ellas calificadas por los autores como gubernamentales o
administrativas (La. ferriere, op. cit., 2a ed., vol. II, pp. 16 ss.; Esmein, Éléments, 5
ed., pp. 952 Ss.; Duguit, Traité, voL u, pp. 377 ss.). Ahora bien, el empleo de
dichas dos formas produce efectos muy diferentes. Por la pura resolución que
aprueba un acto de la autoridad administrativa, se limita el cuerpo legislativo a
legitimar o confirmar dicho acto, el cual sigue siendo sin embargo un acto
puramente administrativo. Por el contrario, cuando el Parlamento es llamado a
estatuir en forma de ley, se apropia el acto, transformándolo en un acto legislativo.
Sentado esto, es muy difícil suscribir la explicación que los autores generalmente
dan con objeto de motivar la intervención de la ley en la elaboración de actos
considerados por ellos como actos administrativos en &í. Los autores (por
ejemplo, Esmein, loc. cit., p. 952) dicen que por razón de la gravedad de ciertas
medidas administrativas se ha creído necesario que el legislador tuviera
participación en su adopción, subordinando ésta a su consentimiento. Esta
explicación es visiblemente insuficiente. Si sólo se tratara de obtener la adhesión
del Parlamento, bastaría para ello solicitar de él una decisión en forma de simple
consentimiento. El hecho de que las Cámaras reciban el encargo de estatuir
directamente por sí mismas y en forma de ley tiene, pues, una significación
especial: implica la decisión que se les pide no solamente debe constituir una
decisión de orden administrativo, sino un elemento del orden legislativo superior

190
Otro ejemplo de decisión tomado por el Parlamento en forma de consentimiento: “Las Cámaras tendrán el derecho de declarar que
hay lugar a revisar las leyes constitucionales” (ley constitucional de 25 de febrero de 1875, art. 8). La decisión de referencia no es una
ley, sino una simple “resolución”, según el texto mismo (cf. E. Pierre, Traité de droit politique, electoral a parlementaire, 2 ed., nº 12).
346

346 FUNCIONES DEL ESTADO [127-128

del Estado. Por lo mismo, la decisión que hubiera podido tomarse solamente a
título de medida administrativa se convierte en una medida legislativa. La
exigencia de la forma de ley responde así al concepto constitucional moderno,
según el cual esta forma es la condición misma de la ley considerada como
expresión de la más alta voluntad estatal. Se deben extender estas
observaciones191 a las leyes que tienen por objeto autorizar un acto que depende
de la voluntad del Ejecutivo, un tratado por ejemplo (ver especialmente el final del
art. 8 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875), y en particular a las leyes
llamadas de interés local, que autorizan ciertos actos que interesan a los
municipios o a los departamentos: Estas leyes, a diferencia de aquellas de que
acabamos de hablar, no cumplen por sí mismas el acto al que se refieren, sino
que se limitan a autorizarlo, y el acto consecutivo a dicha autorización es un acto
administrativo. Por lo menos, esa autorización debe darse en forma de ley, y en
esto también la exigencia de esta forma especial sólo puede explicarse
plenamente por la idea de que el acto administrativo de que se trata debe
realizarse, no ya simplemente con la aprobación del Parlamento —en cuyo caso
bastaría el consentimiento de éste—, sino en ejecución de una ley, o sea en virtud
de una prescripción superior que constituya para la autoridad administrativa un
principio determinante de actividad.
128. La conclusión que se deduce de este estudio es que la tan extendida
distinción entre ley material y ley formal debe tenerse como error verdadero de la
literatura contemporánea, al menos en lo que al derecho público francés se refiere.
El concepto de ley material podría justificarse si la Constitución hubiera exigido
que la ley formal reuniera ciertas condiciones de fondo respecto a su contenido,
por ejemplo que la ley, para ser válida, tuviera que estatuir por vía de disposición
general. Pero se ha visto que no solamente pueden estatuir las leyes a título
particular, sino que además numerosas decisiones particulares caen especial y
exclusivamente dentro de la competencia de la legislación. Y como muchas de
dichas decisiones particulares no pueden considerarse de ningún modo como
constitutivas de leyes por sí mismas, resulta patente que la legislación no consiste
esencialmente en reglamentación, y por lo tanto que la idea de regla no constituye
un elemento necesario en la definición de la ley.192

191
En idéntico orden de ideas, es conveniente también distinguir entre el caso en que las Cámaras invitan al gobierno, por una simple
resolución, a realizar un acto de su competencia, y aquél en que por una ley le ordenan la realización de dicho acto. Aquí también la
forma legislativa imprime a la decisión de las Cámaras un especial alcance regulador del que carece en el caso de simple resolución.
192
Asimismo, no es exacto introducir en la definición de la ley la idea de que “la ley es
347

128] FUNCION LEGISLATIVA 347

A falta de condiciones especiales referentes a los caracteres internos de las


disposiciones legislativas, podría justificarse el concepto de ley material si la
Constitución, al menos, estableciera una distinción entre materias legislativas y
administrativas que reservara ciertos objetos, bien sea reglamentarios o bien
particulares, a la exclusiva competencia del legislador, y recíprocamente hubiera
admitido que la autoridad pudiera estatuir en virtud de su propia potestad sobre
otros objetos considerados como dependientes de la función de administrar. Pero,
bajo reserva de lo que más adelante diremos respecto a los actos de gobierno (ver
núms. 174 ss., infra), la Constitución no señala a la administración una esfera
propia para sus decisiones, sino que el principio general que formula a este
respecto es que la función administrativa consiste simplemente en ejecutar las
leyes; el campo reservado a la ley comprende, por lo tanto, todo aquello que
sobrepase dicha ejecución. Desde este punto de vista también, el derecho francés
no establece distinción material alguna entre la legislación y la administración.

En realidad, según la Constitución francesa, la ley sólo puede definirse


intrínsecamente, en cuanto a sus efectos, por la fuerza que le es propia, y en
cuanto a su campo u objeto, por la potestad que le corresponde.

En lo referente a sus efectos, la fuerza especial de la ley consiste en


que sus prescripciones, sean las que fueren, se imponen, por ser la expresión de
la voluntad más alta que existe dentro del Estado,22 a todas las autoridades
estatales distintas del legislador.

En lo relativo a su campo o esfera, la potestad propia de la ley consiste en que


sólo la ley puede emitir en forma inicial y libre todas aquellas decisiones que no se
reduzcan a la ejecución de una ley anterior ni a una ejecución para la cual sea
legalmente competente la autoridad administrativa.

una disposición imperativa”, como lo pretende Duguit (Traité, vol. i, pp. 142 SS.). No hay duda de que existe algo imperativo en todo
acto legislativo, en el sentido de que la ley no admite ninguna afirmación o disposición contraria a su contenido. Pero no es cierto que
ese contenido constituya siempre un mandamiento. Incluso la ley que no emite ningún mandamiento —por ejemplo, aquella que
declara que un ciudadano ha merecido bien de la patria— es una verdadera ley, en el propio sentido de la palabra, por cuanto es una
manifestación de voluntad que depende de la especial competencia del legislador o, en todo caso, por cuanto adquiere esta
manifestación, por el mero hecho de provenir del legislador, una significación y un valor que no adquiriría si procediese de otra
autoridad estatal.
22. Este carácter de más alta voluntad Jellinek (op. cit., p. 249) se lo niega a la ley tan sólo porque no quiere admitir la idea de
separación de poderes. Pero dicha idea se impone, al menos en cuanto se refiere a una jerarquía de los poderes y de los órganos. Bajo
esta forma, la aceptan hasta los mismos autores alemanes. Ver aún, a este respecto, Fleischmann, “Dic materielle Gesetzgebung”,
Handbuch der Politik, vol. j, pp. 272 Ss., que define la ley como obra del “hochste Machthaber” y que dice que el concepto de ley
supone una manifestación de voluntad de la autoridad más altamente colocada en el Estado.
348

348 FUNCIONES DEL ESTADO [128-129

Así pues, según el derecho francés, la ley tiene actualmente como función
especial, no ya el crear reglas generales ni fijar el derecho individual, sino el dictar,
por una parte, las decisiones destinadas a dominar al resto de las actividades
estatales, y por otra parte, las decisiones que tienen carácter inicial23 o que
derogan el orden legislativo vigente.

Ahora bien, esta fuerza y esta potestad superiores por las que se caracteriza la
ley, provienen directamente de su origen y se relacionan esencialmente con
causas formales. Provienen de la superioridad propia de la voluntad del órgano
legislativo que estatuye legislativamente. Finalmente, pues, el concepto de ley se
reduce, en derecho positivo francés, a un concepto puramente formal.24

129. Cualquier otra definición de la ley es arbitraria y a la vez carece de interés


jurídico positivo, por lo menos desde el punto de vista constitucional.25 Se hace,
sin embargo, la objeción de que, junto al con-

23 Se verá después, sin embargo (núms. 234 ss.), que también puede el juez, de un modo inicial, crear el derecho. Pero sólo puede
hacerlo a título de solución específica y no por vía de reglamentación general. Bajo este aspecto, es decir, en comparación con el acto
jurisdiccional, la generalidad de la disposición constituye un carácter y una potestad propios de la ley. Además no puede el juez, ni aun
a título particular, derogar la ley: también es éste un poder reservado únicamente a la ley.

24 De un modo general, toda definición constitucional de las funciones estatales tiene tendencia a ser de orden formal principalmente,
pues la Constitución tiene por objeto, antes que nada, determinar la potestad de los órganos. Por la razón misma de que la Constitución
es un estatuto orgánico de los poderes, el punto de vista constitucional es naturalmente un punto de vista formal. En este aspecto no
debe sorprender que el concepto constitucional de ley sea principalmente un concepto formal. Pero, además, el concepto de ley, según
el derecho francés, es especial y exclusivamente formal, por cuanto la Constitución francesa, para determinar la competencia y los
poderes legislativos reservados a las Cámaras, no se inspira en consideraciones referentes a las materias sobre las cuales puede haber
lugar a estatuir, sino Únicamente en el principio de que en cualquier materia, sea la que fuere, la potestad de querer y de decidir de
una manera inicial ha de pertenecer normalmente al órgano legislativo, estatuyendo éste en forma de ley. Desde cualquier punto de
vista, pues, el concepto francés de ley es de orden formal.

25 Idéntica conclusión se impone respecto al derecho público belga, como lo reconoce Vauthier (“Staatsrecht des Königreichs Belgien”,
Handbach des öffentlichen Rechtes. de Marquardsen, vol. IV, pp. 77-78): “Consideramos superfluo definir la ley según su naturaleza
intrínseca. La distinción establecida por los autores alemanes entre leyes en sentido material y leyes en sentido formal, carecería en
Bélgica de todo interés práctico. Se puede asegurar que lo que imprime a la ley su carácter realmente distintivo —cualquiera que fuere
su contenido— es la fuente de donde proviene. Ley es esencialmente todo acto que emana de la autoridad Legislativa en la forma
regular de la legislación. En efecto, la potestad legislativa se caracteriza por ser, dentro de los límites que fija la Constitución, la más alta
potestad en el Estado, por cuanto expresa la voluntad general. Por eso se considera a la ley como la expresión de dicha voluntad. Y, por
lo tanto, cualquier acto estatal que por su aspecto formal se presente como obra de la voluntad general es propiamente una ley”
(traducido del texto alemán). Ver en este mismo sentido Errera, Traite de droit public beige, p. 120: “Desde un punto de vista
puramente doctrinal, se puede sostener que la expresión de la voluntad nacional sólo merece el
349

l29] FUNCION LEGISLATIVA 349

cepto formal que se desprende de la Constitución, contiene el derecho francés los


elementos de un segundo concepto, material éste, de la ley (ver núms. 94 y 112,
supra). Se alega, en efecto, que existen leyes formales que se tratan como actos
administrativos; por ejemplo, las dificultades de interpretación que se suscitan a
propósito de leyes que contienen una declaración de utilidad pública, o un cambio
de circunscripción administrativa, o una concesión de dominio, etc., dan lugar a
recursos contencioso-administrativos y son de la competencia de la autoridad
administrativa, porque, dícese (Lafarriére, op. cit., 2 ed., vol. ti, pp. 16 ss.), dichas
leyes contienen actos de administración. En sentida inverso, la interdicción a los
tribunales judiciales para conocer de los actos de administración no alcanza a los
reglamentos de la autoridad administrativa, pues la aplicación e interpretación de
dichos reglamentos corresponde a los tribunales judiciales, que tienen incluso el
poder de comprobar su legalidad, y la razón que de ello se ha dado (Ducrocq,
Cours de droit adm.inistratif, 7 ed., vol. i, p. 83; vol. ¡ti, pp. 291 y 294) es que los
reglamentos, por más que carezcan de la forma legislativa, tienen naturaleza
material de leyes. Por lo tanto, dícese también, junto a los efectos especiales que
se refieren a la forma legislativa o administrativa de los actos, hay igualmente
otros efectos determinados por el contenido del acto y que, por lo mismo, implican
que, junto a la distinción formal de las funciones estatales, haya que tener también
en cuenta su distinción material.

Esta argumentación no es decisiva. En primer lugar, no es enteramente exacta. El


hecho de que ciertas leyes formales, por razón de su contenido, dependan de la
autoridad administrativa, no invalida de ningún modo su carácter legislativo;26
prueba de ello es que la autoridad revestida de la jurisdicción administrativa,
aunque tenga la facultad de interpretar esas leyes, carece del poder de control y
anulación respecto de ellas, poder que le corresponde sobre los actos
administrativos (Lafarriere, loc. cit., p. 18) •27 Asimismo, la facultad que tienen los
tribunales.

nombre de ley cuando estatuye en forma general, y no cuando se limita a regular casos particulares. Pero, en derecho positivo, es ley
todo aquello que votan ambas Cámaras y que sanciona el Rey. La misma Constitución nos obliga a hablar de esta manera”.

26 La distinción entre lo contencioso-administrativo y lo contencioso-judicial no se funda de ningún modo en una distinción material
entre la legislación y la administración. La competencia jurisdiccional atribuida a la autoridad administrativa con referencia a las
reclamaciones que constituyen lo contencioso-administrativo, no corresponde a consideraciones deducidas de la naturaleza intrínseca
de los actos administrativos, sino realmente a la preocupación de asegurar una protección especial bien sea a los agentes del Estado o
bien a los actos administrativos del mismo (cf. Jacquelin, Les principes dominants du contentieux administratif, p. 107). Las leyes a que
antes nos referimos entrañan intereses de este género, por cuya razón su interpretación contenciosa se ha reservado a la jurisdicción
administrativa.

27 Asimismo se ha hecho observar (Teissier, De la res ponsobilité de la puissance publique. 26) que, por razón de su naturaleza
legislativa, estas leyes no pueden causar ninguna
350

350 FUNCIONES DEL ESTADO [129

judiciales de descartar la aplicación de un reglamento tachado de ilegalidad no


proviene ciertamente de la naturaleza legislativa de las prescripciones
reglamentarias, pues el derecho público francés excluye para los jueces, sean los
que fueren, todo poder de apreciar la regularidad y validez de las disposiciones
legislativas (Laferrire, ¿oc. cit., vol. 1, pp. 482 Ss.; Berthélemy, op. cit., 7? ed., pp.
937 Ss.; Jacquelin, Les principes dominants ¿u contentieux administratif, pp.
89ss.). Desde este último punto de vista, hay que observar, inclusive, que, además
de la vigilancia de legalidad que se ejerce por los tribunales judiciales sobre los
reglamentos, tiene el Consejo de Estado poder para dictar su anulación por causa
de extralimitación de atribuciones, y con esto basta para probar que en sí no es
sino un acto de potestad administrativa.28

responsabilidad para el Estado, ni dar lugar a ningún recurso de indemnización en contra del mismo.

28. Laferriére (loc. cf.; Merthélesny, loc. cit., y Hauriou, op. cit., 8 ed., p. 60, n. 3) pretende que el poder que tienen los tribunales
judiciales de apreciar la legalidad de los reglamentos “deriva de los derechos inherentes al ejercicio de la justicia penal”. Es necesario,
según este autor, que el juez llamado a dictar las penas que corresponden a la violación de los reglamentos “tenga plenitud de
jurisdicción sobre todas las demandas y excepciones referentes a la aplicación o exención de dichas penas”. Esta explicación parece
hallar su confirmación en el hecho de que el único texto que establece la facultad, para los jueces, de comprobar la legalidad de los
reglamentos, es el art. 471-15° del Código penal. Dicho art. 471 subordina, en materia penal, la aplicación de la multa señalada para la
violación de un reglamento, a la condición de que dicho reglamento haya sido “legalmente dictado”. Pero la explicación que da
Laferriére no es admisible, siendo hoy rechazada por numerosos autores (Moreau, op. cit., pp. 262 Ss.; Jacquelin, op. cit., p. 90; Caben,
op. cit., pp. 372 Ss.). Por una parte, en efecto, los tribunales judiciales han afirmado y ejercido su derecho de examinar la validez de los
reglamentos, desde antes de que la revisión del Código penal, en 1882, hubiera introducido en éste el art. 471 actual (ver a este
respecto una importante resolución de la Corte de Casación de 15 de enero de 1829). Por otra parte, y muy especialmente, es esencial
observar que ese poder de examen no se reduce al caso en que los tribunales represivos tengan que aplicar la sanción penal de los
reglamentos, sino que en realidad, cada vez que en un asunto litigioso un tribunal, sea el que fuere (Nézard, Le controlé juridictioneel
des réglements d’administration publique, p.70), se halla en presencia de un reglamento que deba aplicarse, ha de comprobar la validez
del mismo, bien sea a petición de la parte interesada, bien sea, incluso, de oficio; y si reconoce que dicho reglamento viola las leyes
vigentes, habrá de negarse a tomarlo en cuenta. (Ejemplo tomado entre otros muchos: El art. 11 del decreto de 13 de agosto de 1889,
dictado para ejecución de la ley de 26 de junio de 1889, había autorizado a los representantes de menores que se encontraran en el
caso a que se refiere el art. 8-4° del Código civil, para que renunciasen por cuenta de ellos a la facultad de declinar la nacionalidad
francesa en el año siguiente a su mayos-la de edad. Por una resolución de 26 de julio de 1905 [Sirey, 1906, 1. 113), la Corte de Casación
decidió que esa disposición del art. 11 carecía de valor legal, por cuanto invadía el campo reservado al poder legislativo.) Así pues, los
reglamentos sólo son obligatorios para los jueces cuando han sido dictados legalmente. Es una regla general que se aplica a toda clase
de reglamentos, cualquiera que sea la naturaleza de sus disposiciones, con la única condición de que dichas disposiciones se refieran a
los particulares y no a los asuntos internos de la administración.
351

129] FUNCION LEGISLATIVA 351

Por lo demás, el argumento consistente en alegar que se debe distinguir en las


leyes sus efectos formales y sus efectos materiales, se reduce a la constancia de
que las decisiones adoptadas en forma de ley no poseen en todos los aspectos el
mismo contenido, ni por lo tanto el mismo alcance ni los mismos efectos. Esto, en
efecto, es muy cierto. Puesto que el cam-

Pero entonces, ¿cómo explicar esta derogación del principio general por el cual los tribunales judiciales no pueden inmiscuirse en la
apreciación de los actos de la autoridad administrativa? Moreau (op. cit., pp. 260 Ss.; cf. Nézard, ¿oc. cit.) sostiene que la facultad de
control de los reglamentos que tienen los jueces, deriva de la misión misma de los tribunales, consistente en aplicar las leyes y, por
consiguiente, en asegurar l respeto a las mismas; el juez hará respetar la ley negando efectividad a los reglamentos que la desconocen.
Pero esta forma de razonar conduce directamente a admitir el dominio o el control de legalidad de los tribunales sobre todos aquellos
actos administrativos que se aleguen ante ellos, es decir, lo mismo sobre los actos individuales que sobre los actos reglamentarios, y
entonces dejaría de subsistir todo lo relativo a la prohibición de inmiscuirse en lo contencioso-administrativo que pesa sobre la
autoridad judicial.

La verdadera razón de la facultad de control de los tribunales debe buscarse, no ya en su misión de aplicar las leyes, sino más bien en su
misión de aplicar los reglamentos mismos. Por la fuerza de los hechos, en efecto, incumbe a los tribunales judiciales aplicar, al mismo
tiempo que las leyes, los reglamentos vigentes, por lo menos aquellos que estatuyen sobre los derechos y las obligaciones de los
particulares. En este aspecto no se debe establecer diferencia entre los reglamentos y las leyes. Resulta ya de esto la primera
consecuencia de que los jueces habrán de intervenir en el examen de los reglamentos para interpretar las disposiciones de los mismos
que deban aplicar: los tribunales judiciales son competentes para interpretar los actos reglamentarios, mientras que no lo son para
interpretar los demás actos administrativos. Por idénticos motivos, en segundo lugar, los jueces se ven compelidos a comprobar la
legalidad de los reglamentos. Antes de aplicarlos, en efecto, tienen que asegurarse de su existencia material y de su validez jurídica.
Respecto a las leyes, no necesitan los tribunales realizar esta comprobación previa, ya que el decreto del Presidente de la República que
las promulga basta para establecer su existencia de hecho y su fuerza obligatoria en derecho; reduciéndose por lo tanto la labor del
juez, por lo que a dichas leyes se refiere, a su aplicación e interpretación. Por el contrario, cuando se trata, para los tribunales, de
aplicar un decreto reglamentario, el juez debe empezar necesariamente por comprobar que el decreto es aplicable, es decir, que ha de
verificar la realidad y la legalidad del mismo, y ello especialmente por la decisiva razón de que los tribunales judiciales, al estar
encargados igual y parejamente de aplicar y de interpretar las leyes y los reglamentos, en caso de conflicto entre aquéllas y éstos,
naturalmente deberán dar preferencia a la ley sobre el reglamento. La facultad de control que tienen los tribunales judiciales sobre los
reglamentos cuya aplicación les incumbe, deriva, pues, de la naturaleza misma de los hechos: el art. 471 del Código penal no hace sino
consagrar esta facultad general en una esfera particular. En apoyo de esta explicación es conveniente observar, además, que el control
de los tribunales judiciales sobre los reglamentos no les autoriza para decretar la anulación de los mismos, en caso de reconocer su
ilegalidad, pues el poder de anulación sólo incumbe al Consejo de Estado. Los tribunales judiciales se limitan a hacer constar que el
reglamento no es aplicable, y por lo tanto se niegan a aplicarlo en el caso especial que dió origen a la cuestión de validez. Esto
demuestra también que la facultad de control o verificación de los tribunales judiciales sobre la legalidad d los reglamentos únicamente
se refiere a la misión que tienen de aplicarlos: de estos dos poderes, uno no es sino la consecuencia forzosa del otro.

Aunque el poder judicial de control de los reglamentos derive así de la naturaleza de


352

352 FUNCIONES DEL ESTADO [129

po de la ley formal es hoy día ilimitado y puesto que el legislador, en forma


legislativa, puede tomar decisiones de todo género, es evidente que esas
decisiones no pueden tener todas, indistintamente, los mismos efectos. Entre esas
decisiones en forma de ley, unas presentan naturaleza de reglas generales,
mientras que otras estatuyen respecto de un hecho aislado o un caso individual;
unas establecen derechos y obligaciones para los ciudadanos, mientras que otras
sólo han de actuar dentro del organismo administrativo; unas tienen un contenido
idéntico al de los reglamentos administrativos, así como otras son análogas a las
decisiones particulares, de gestión o de mando, de las autoridades
administrativas. Naturalmente que estas decisiones tan diversas producen también
distintamente, según su respectiva naturaleza, los efectos propios bien de la regla
general, bien de la regla de derecho, bien del acto de gestión administrativa, etc.
Así se explican las particularidades que pueden referirse a tal o cual grupo de
leyes consideradas en cuanto a sus efectos. Todo esto es tanto como decir que no
se deben confundir los efectos que corresponden propiamente a la ley con
aquellos otros efectos que pueden producir las decisiones de todas clases
susceptibles de constituir el contenido de una ley. En particular, importa
establecer, en esta materia, una distinción bien clara entre ciertos efectos que son
propiamente los de la ley y otros que son los de las reglas, reglas generales o
reglas de derecho. Los errores que sobre este punto se encuentran en la doctrina
provienen de que los autores,

los hechos y, por lo tanto, no sea necesaria su consagración por un texto constitucional, algunas Constituciones extranjeras han tenido
especial cuidado de enunciarla formalmente. Los términos en que lo hacen confirman la explicación que se acaba de exponer. Ver
principalmente a este respecto la Constitución belga, art. 107: “Las cortes y tribunales sólo aplicarán las resoluciones y reglamentos
generales cuando sean acordes con las leyes”. Asimismo la ley austriaca de 21 de diciembre de 1867 sobre el poder judicial, dice en su
art. 7 (Dareste, Constjtutions rnodernes, 2’ cd., vol. i, p. 447): “Los tribunales no son jueces de la validez de las Leyes publicadas
regularmente; en cambio, pueden apreciar la validez de las ordenanzas con ocasión y en la tramitación de los procesos de que conocen
legalmente”. Algunas Constituciones alemanas, sin embargo, niegan a los jueces la apreciación de la validez de las ordenanzas del
monarca. La Constitución prusiana, especialmente, dice en su art. 106: “La apreciación de la validez jurídica de las ordenanzas reales
publicadas regularmente no corresponde a las autoridades administrativas o judiciales (Behórden), sino únicamente a las Cámaras”.
Pero los autores alemanes reconocen que dicha disposición constituye un resto de absolutismo, que no puede tener justificación en el
sistema moderno del Estado de derecho (Jellinek, op. cit., pp. 408-409). Por lo demás, al no referirse el art. 106 más que a las
ordenanzas reales, deja subsistir, para los tribunales, el derecho de comprobar la legalidad de las ordenanzas de todas las demás
autoridades administrativas (Arndt, Verfassungsurkunde jür den preitssjschen Staat, 6’ cd., p. 370). En lo referente a las ordenanzas
imperiales el silencio de la Constitución del Imperio .respecto a la cuestión de su legalidad permitió a los autores sostener que
corresponde al juez comprobar su validez (Laband, op. cit., ed. francesa, vol, II. p. 409; G. Meyer, op. cit., 6’ ed., p. 35; Hubrich, Das
Reichsgericht über den Geseizes und Verordnungs begriff nach Reichsrecht, pp. 34 ss.).
353

129-130] FUNCION LEGISLATIVA .353

desconociendo en esto al sistema efectivo del derecho público moderno, persisten


en confundir los conceptos de ley y de regla, y creen por consiguiente hallarse con
una ley cada vez que se encuentran frente a una decisión que produce efectos de
regla, o recíprocamente, niegan el carácter de ley a toda decisión que carezca del
alcance y de los efectos inherentes a las reglas. La idea verdadera y sana a la que
hay que adherirse para librar a la ciencia jurídica de estos errores y equívocos es
la que Laband (op. cit., ed. francesa, vol. II, pp. 36 ss.; cf. Jellinek, op. cit., p. 250)
expresó muy correctamente al decir: “Los efectos materiales de las leyes se
determinan por su contenido, pudiendo por consiguiente presentar la misma
variedad que las leyes mismas”.

Pero, precisamente porque toda clase de decisiones pueden tomarse a título de


ley y por vía legislativa, hay que reconocer que la ley no puede definirse ni por su
variable contenido, ni por los variables efectos que derivan de dicho contenido. Por
eso es por lo que las Constituciones francesas renunciaron a definirla de otro
modo que por sus elementos formales. Se colocaron, en efecto, en el punto de
vista de que, por encima de los caracteres o efectos particulares y diferentes que
dependen de la naturaleza intrínseca de las diversas especies de decisiones
tomadas por vía legislativa, existe una potestad y un efecto que son comunes a
todas las leyes, y que en el derecho público actual constituyen el signo distintivo,
uniforme y constante de la ley propiamente dicha. Este efecto, esa potestad,
derivan del origen y de la forma de la ley. Ley, en el sentido constitucional de la
palabra, es, pues, toda decisión que se toma en forma legislativa por el órgano
legislativo.

SECCION II

LA VÍA DE LA LEGISLACJON

LOS ACTOS DE LA POTESTAD LEGISLATIVA

130. En los estudios que preceden se ha caracterizado a la ley como expresión de


una voluntad especial: la voluntad legislativa, y se ha comprobado que esta
voluntad legislativa debe su especial carácter tanto a la forma en la cual -se
manifiesta como al órgano de donde proviene. Queda ahora investigar cuáles son,
entre 1os diferentes actos jurídicos que tienden a crear cada ley y a conferirles su
propia virtud, aquellos que constituyen propiamente hablando actos de potestad
legislativa. Según el análisis comúnmente presentado por la doctrina corriente, las
diversas etapas por las cuales ha de pasar toda ley para originarse y entrar en
vigencia
354

354 FUNCIONES DEL ESTADO [130

son cinco: la iniciativa, la deliberación, la adopción, la promulgación y la


publicación. En sentido amplio todas estas operaciones pueden considerarse
como formando parte de la vía legislativa; son factores de la legislación, elementos
del procedimiento legislativo, por cuanto que el concurso de cada una de ellas y su
reunión total son indispensables para que una prescripción o disposición sea
erigida en ley y pueda producir sus efectos legislativos. Sin embargo, es necesario
establecer entre estos diversos actos algunas distinciones. Todos ellos no son
verdaderos actos de potestad legislativa. El objeto del presente estudio es
determinar precisamente cuáles, entre ellos, son los que implican la posesión y el
ejercicio de esa potestad especial.

En su acepción estrictamente exacta, la potestad legislativa consiste en el poder


jurídico, atribuido por la Constitución a ciertos órganos, de imprimir a una
prescripción o disposición el carácter y la fuerza imperativa propios de la ley.
Unicamente son órganos legislativos aquellas personas o cuerpos que han
recibido semejante poder. Y asimismo sólo es acto legislativo, en el sentido
preciso de la palabra, el acto que produce semejante efecto. En otros términos,
para que una operación que concurre a la confección de la ley deba definirse
como un acto de potestad legislativa no basta que ponga a esta potestad en
movimiento, o que prepare la adopción de la ley, o que tienda a poner en vigencia
a la ley ya adoptada, sino que es necesario que sea, de manera inmediata, uno de
los elementos constitutivos de la decisión imperativa de donde proviene
directamente la ley, y que presente por sí misma los caracteres de un
mandamiento legislativo. Unicamente esta decisión que lleva en sí mandamiento
es un acto de legislación. Igualmente, para que un órgano estatal pueda ser
considerado como partícipe de la potestad legislativa no basta que tenga el poder
de originar el procedimiento legislativo al provocar el examen de una posible
medida de legislación, o que esté asociado a la discusión y la elaboración
preparatoria de la ley, o también que sea el encargado de hacer entrar a la ley ya
adoptada en su fase de ejecución. Es necesario que dicho órgano tome parte en la
emisión misma de la voluntad legislativa del Estado, es decir, es preciso que su
consentimiento sea necesario para la misma adopción de la ley.

Así pues, la iniciativa o presentación a las Cámaras de un proyecto legislativo no


es por sí sola un acto de potestad legislativa; y esta observación se extiende a la
enmienda, que sólo es, como se ha dicho, una nueva iniciativa que se injerta
sobre una iniciativa anterior. Indudablemente la iniciativa es una operación
esencial del procedimiento legislativo, ya que éste sólo puede iniciarse por cuanto
que las Cámaras han sido llamadas a examinar un texto, y es evidente también
que, para ser adoptada, la ley ha de ser antes propuesta. Incluso es posible que
las proposiciones
355

130] FUNCION LEGISLATIVA 355

hechas a las Cámaras se impongan a éstas, en el sentido de que han de tomarlas


en consideración y deliberar sobre ellas. Tal es el caso actualmente, en virtud de
la misma Constitución, de los proyectos presentados por el gobierno. Sin
embargo, es incontestable que la iniciativa no es un acto de decisión legislativa,
sino que solamente da impulso a la labor de la legislación; por indispensable que
sea, sólo constituye una condición preliminar de la formación de la ley y no una
parte integrante de su adopción. En efecto, no sólo no es previamente seguro que
se llegue a dicha adopción, sino que además, aunque efectivamente hubiera de
llegarse a ella, no se la podría incluir en las operaciones de potestad legislativa, ya
que no contiene en sí ningún mandamiento legislativo. Como dice Jellinek (op. cit.,
pp. 318), “no es en el impulso dado a la formación de la voluntad legislativa del
Estado donde se manifiesta la potestad efectiva de mando y de dominación, sino
únicamente en el enunciado de dicha voluntad definitivamente formado”. En
Francia, especialmente, no es posible pretender que el derecho de iniciativa
conferido actualmente al Presidente de la República asegure a éste alguna
participación en el poder legislativo, ya que el Presidente en ningún caso puede
dictar una ley, y además no se requiere su consentimiento para la adopción de
ninguna ley; el poder de iniciativa atribuido al Ejecutivo sólo es en realidad una
consecuencia de su función y de su tarea de administración, y el ejercicio de dicho
poder por él mismo sólo es una manifestación de su actividad administrativa.1 2

Las mismas observaciones deben hacerse en lo que concierne al examen y


discusión de la ley ante las Cámaras. Así como corresponde natu-

1 Con manifiesto error, pues, las Constituciones de 1791 (tít, III, cáp. III, sec. 1ª, art. 1) y del año III (arts. 76 y 163) se valieron, tanto una
como otra, del principio de la separación de poderes para negar al Ejecutivo la iniciativa de las leyes, pues por su participación en el
poder de proponer la ley, dicho Ejecutivo no se halla de ningún modo asociado al ejercicio efectivo de la potestad legislativa.
Montesquieu mismo (Esprit des lois, lib. XI, cap. VI) se había limitado a decir que “no es necesario que la potestad ejecutora proponga
las leyes”.

2 Muy distinto es el alcance de la institución establecida en Suiza bajo el nombre de “iniciativa popular” por la Constitución federal (art.
121) en materia de revisión parcial y por las Constituciones cantonales en materia constituyente y en materia legislativa. Con ese
nombre, permiten las Constituciones suizas a los ciudadanos iniciadores, no solamente presentar a las asambleas elegidas el proyecto
concebido y redactado por ellos, sino promover sobre dicho proyecto, en el caso de que las asambleas se resistan a admitirlo, mas
votación popular que habrá de decidir su adopción o su abandono. En realidad, gracias a esta prerrogativa, depende, pues, del pueblo
realizar la revisión y hacer la ley, desde el principio hasta el fin, por sí mismo y por sí solo. En esto posee el pueblo, íntegramente, la
potestad constituyente o legislativa (Binet, L’iniciative populaire en Suisse, tesis, Nancy, 1904; Berney, “L’initiative populaire en droit
publie fédéral”, Recueil inaugural de b’Univeriité de Lausanne, 1892, y “L’initiative populaire et la législation fédóral”, Recucil publié par
l’Université de Lausanne ó l’occasion de l’Exposition nationale suisse, 1896; Keller, Das Volksin.itiativrecht nach den schweizerischen
Kantonsverfassungen, tesis, Zurich, 1889).
356

356 FUNCIONES DEL ESTADO [130

ralmente al gobierno proponer y pedir al Parlamento todas aquellas medidas o


reformas legislativas que considera necesarias para desempeñar útilmente su
labor de dirección de los servicios públicos y de gestión de los asuntos del país,
así también es conveniente que el Ejecutivo se halle íntimamente asociado a los
debates que preceden y preparan la adopción o la no admisión de cada ley.
Particularmente en el régimen parlamentario el Ministerio, constituido por los jefes
de la mayoría y responsable ante ella de toda la acción gubernamental, se
encuentra por lo mismo llamado necesariamente a guiar dicha mayoría en la
elaboración de las leyes y a dar a conocer su parecer respecto de las medidas
legislativas en trámite de discusión, medidas que le interesan directamente, puesto
que él mismo tendrá que aplicarlas una vez que hayan sido adoptadas. Esta es
una de las razones capitales por las cuales el art. 6 de la ley constitucional de 16
de Julio de 1875 concedió a los ministros el derecho de entrar a las Cámaras, de
hacerse oír en ellas y de tomar parte en todos sus trabajos. Resulta de dicho texto,
así como de sus motivos, que el Ministerio se halla investido de un importante
cometido respeto a la deliberación de las leyes. Si se trata de proyectos originados
en su propia iniciativa, el Ministerio no dejará de defenderlos ante las asambleas; y
en cuanto a las propuestas debidas a la iniciativa parlamentaria, intervendrá
igualmente para apoyarlas o combatirlas según las juzgue o no oportunas. Todo
esto se ha resumido diciendo que, en el régimen parlamentario, el gabinete
ministerial posee la dirección de toda la labor legislativa. Sin embargo, por
importante que sea su influencia en la preparación de las leyes, es evidente que el
Ejecutivo, en la Constitución francesa actual, no participa en la potestad legislativa
misma; ya que, aunque el Parlamento tienda a hacer depender la labor de
legislación del concierto y del entendimiento entre el Ministerio y las Cámaras, no
por ello deja de ser verdad que en definitiva éstas son las Únicas que gozan del
derecho de decisión legislativa y que el gobierno no participa en el acto de mando
que origina realmente la ley, sino que solamente figura como asociado a las
operaciones previas de las cuales dicho acto constituye la conclusión, y esta
conclusión, única que da valor imperativo a todas las voluntades legislativas
previamente tomadas en el curso de la discusión, tiene por exclusivo autor al
Parlamento. Así pues, en los países en los que la adopción de la ley es obra de
las Cámaras únicamente no puede surgir ninguna dificultad respecto a la
naturaleza jurídica del acto con él cual crean definitivamente la ley; dicha adopción
constituye por su parte un acto de completa potestad legislativa. Otra cosa ocurre
en los Estados monárquicos, en que el origen de la ley depende a la vez del voto
de las asambleas y de la adopción por el jefe del Estado, siendo esta última la que
se designa entonces con el nombre de sanción. No cabe duda que la sanción real
es un acto de
357

130] FUNCION LEGISLATIVA 357

potestad legislativa en el más alto grado,3 ya que no solamente tiende a confirmar,


ratificar o dar vigencia a una ley ya nacida, sino que tiene por objeto preciso
perfeccionar la ley por el consentimiento y la voluntad del monarca; viene, pues, a
perfeccionar totalmente una ley que hasta entonces aún no existía, y por
consiguiente es un elemento directo y esencial de la formación de la ley; es
especialmente, en toda la fuerza de la palabra, un acto de mandamiento
legislativo. Pero, si en este sentido constituye el acto supremo de la legislación,
¿habremos de considerarla también como un acto legislativo de distinta esencia
que la adopción por las Cámaras? La decisión por la cual las Cámaras otorgan su
consentimiento a un proyecto de ley ¿tiene distinto contenido que aquella por la
cual el monarca sanciona dicho proyecto? O, por el contrario, ¿habrá tan sólo una
simple diferencia de grado entre la potestad legislativa que se manifiesta por parte
de las Cámaras en su adhesión a la ley, y aquella que se manifiesta por parte del
rey en la sanción? Esta es la cuestión que han suscitado los autores alemanes,
especialmente, respecto al derecho público monárquico de los Estados
comprendidos en el Imperio. Esta cuestión se suscita igualmente en la época de
las Cartas en Francia. Se trata de saber cuál es, en lo referente a la creación de
las leyes, el papel propio del rey y el que corresponde al Parlamento, cuál es el
alcance, la significación precisa de la adopción pronunciada por cada uno de estos
órganos.

Entre los actos que se producen con ocasión de la creación de una ley, hay uno
cuya naturaleza jurídica suscitó igualmente dificultades y controversias. Incluso en
los Estados donde la adopción de la ley se reserva a las asambleas, el jefe del
Ejecutivo es llamado a ejercer, posteriormente a esa adopción, un poder que sólo
a él le pertenece: promulga la ley, y por efecto de dicha promulgación convierte a
la ley en ejecutiva, por lo menos en el sentido de que la hace entrar en la fase
donde empezará a recibir ejecución. ¿Cuál es el carácter de este acto? ¿Es
conveniente considerar a la promulgación, en cuanto permite que se ejecute la ley,
como un acto que concurre a imprimirle su fuerza imperativa y por consiguiente
como un mandamiento legislativo y una manifestación de potestad legislativa?
¿No debe verse en ello, por el contrario, sino una operación}

3 Este punto ya lo indicaron claramente los oradores de la Asamblea nacional de 1789, en el transcurso de la larga discusión que tuvo
lugar entre ellos respecto a la cuestión de la sanción real, en las sesiones de 28 de agosto de 1789 y de los días siguientes. Según los
términos empleados repetidas veces durante dicha discusión, la admisión del sistema de la sanción había de hacer del rey “una parte
integrante del cuerpo legislativo”, y hacía entrar su consentimientos “como parte integrante, en la formación de la ley” (Archives
parlementaires, 1’, serie, vol. VIII, pp. 509, 521, 534, 559, 566 y 593).
358

358 FUNCIONES DEL ESTADO [130-131 131]

que, al suponer a la ley perfectamente formada ya, se limita a provocar su


ejecución, o sea un acto de potestad simplemente ejecutiva?
Hay que estudiar por separado estas dos cuestiones que acaban de plantearse en
cuanto a la sanción y en cuanto a la promulgación.

&1. LA SANCIÓN DE LAS LEYES

131. Según una teoría expuesta por Laband (op. cit., ed. francesa, vol. II, pp. 263
ss.) y que actualmente ha llegado a tener preponderancia en la literatura alemana
(ver los autores citados por Lahand, loc. cit., p. 267 n. y por G. Meyer, op. cit., 6’
ed., p. 560, n. 4), pero que al parecer también ha obtenido en Francia algunas
adhesiones notables (Duguit, Traité, vol. II, p. 447), es necesario, para comprender
el papel que desempeñan respectivamente, uno junto al otro, el Parlamento y el
rey en el sistema monárquico de la sanción, observar que en la confección de las
leyes existen dos momentos esenciales que deben distinguirse lógicamente: por
una parte la determinación del contenido de la ley, y por otra parte la emisión de la
orden que da a dicho contenido el valor imperativo y obligatorio que la convierte en
una ley del Estado. Ahora bien, de estas dos operaciones, únicamente la última
constituye propiamente hablando un acto de potestad legislativa, ya que
solamente ella presenta los caracteres de un acto de mando y de imperium. La
determinación del contenido de la ley no es en sí un acto de potestad dominadora,
sino que solamente es una actividad mental e intelectual, que consiste
simplemente en pesar y apreciar lo que conviene que la ley contenga. Este
cometido ni siquiera implica necesariamente la intervención del legislador; el
cuidado de investigar y hallar el contenido de la ley puede encomendarse a una
comisión de juristas o profesionales, o también los pensamientos, las ideas, los
preceptos que habrán de establecerse por un texto legislativo pueden tomarse de
la costumbre, de la legislación de un Estado extranjero, de algunas obras
científicas; hasta con recordar, en este último aspecto, las compilaciones de
Justiniano. Todo este trabajo preparatorio no implica necesariamente la posesión y
el funcionamiento de la potestad de Estado. Esta no comienza realmente a
ejercerse y su intervención no es enteramente indispensable sino en el momento
en que se trata de sancionar las máximas, proposiciones o reglas apuntadas y
escogidas previamente, confiriéndoles la fuerza de prescripciones destinadas a
formar parte del orden jurídico obligatorio del Estado.

Esta es, según Laband, la distinción que hay que establecer para definir en las
monarquías constitucionales alemanas la función legislativa
propia del rey y del Landtag. En efecto, en el sistema de derecho público de los
Estados alemanes únicamente el monarca posee, en principio, el
359

131] FUNCION LEGISLATIVA 359

imperium. Sólo él puede emitir el mandamiento por el cual adquiere una


determinada proposición jurídica fuerza de ley. Su sanción aparece, pues, como el
acto legislativo propiamente dicho. En este aspecto es una manifestación de
potestad estatal muy diferente de la adopción por el Landtag y muy superior a esta
última. El Landtag, en efecto, no tiene más poder que el de fijar el contenido de la
ley; es el monarca quien, al emitir la orden que convierte este contenido en
obligatorio, elabora definitivamente, y elabora por sí solo, la ley. Evidentemente, el
monarca sólo puede decretar como leyes aquellos textos a los cuales las Cámaras
hayan otorgado su asentimiento, y en este aspecto parece no podérsele negar a
las Cámaras participación en la potestad legislativa, ya que sin su adhesión no
puede formarse la ley. Sin embargo, según Lahand, importa observar que el acto
de voluntad que se manifiesta de parte del Parlamento por la votación de la ley no
tiene ni con mucho el mismo objeto que el acto que consiste en sancionarla por
parte del rey. El voto parlamentario no se refiere más que a la determinación del
texto legislativo: únicamente la sanción, con la cual emite el monarca el
mandamiento que erige en ley a dicho texto, es un acto de verdadera potestad
legislativa.

La distinción así establecida entre la votación de la ley y su sanción en los Estados


monárquicos del Imperio alemán la extiende Laband (Ion. cit., pp. 273, 294 ss.
307), por lo demás, al Imperio mismo. Bien es verdad que éste, como Estado
federal, no puede ser una monarquía (ver n. 10, p 113, supra) y su Constitución
(art. 5, especialmente segundo párrafo; cf. art 17) señala claramente —sobre todo
al comparársela con la Constitución prusiana (art. 62)— que el emperador no
tiene, como tal, que dar su consentimiento ni por consiguiente su sanción a las
leyes del Imperio. Según el art. 5 antes citado, la creación de dichas leyes
depende únicamente del Reichstag y del Bundesrat. Sin embargo, el cometido
jurídico de dichas dos asambleas en la elaboración de la legislación no es idéntico.
En el Estado federal alemán, el cuerpo unificado de los Estados confederados es
el que posee la potestad dominadora, que le corresponde al monarca en cada uno
de dichos Estados tomados particularmente. En él es en quien residen el imperium
y el poder de emitir un decreto o mandamiento legislativo. La sanción de la ley
pertenece, pues, al Bundesrat o a las asambleas de los Estados alemanes
reunidos en la persona de sus delegados. En cuanto al Reichstag, se limita, como
acaba de decirse para el Landtag de los Estados particulares, a concurrir a la
determinación del contenido de la ley, en la cual el Bundesrat, por lo demás, es
llamado también a participar. Unicamente así se puede explicar la práctica que
hace que los proyectos de ley que, de hecho, han sido adoptados en primer lugar
por el Bundesrat, y votados en segundo lugar por el Reichstag, vuelvan después
de nuevo ante el Bundesrat para ser objeto de una nueva de-
360

360 FUNCIONES DEL ESTADO [131-132

cisión legislativa. La necesidad de esta práctica, prescrita por la misma


Constitución (art. 7, &. 1º), se funda en el hecho de que, a diferencia del Richstag,
el Bundesrat no solamente tiene que cooperar a fijar el texto de la ley, sino que
además le corresponde, y sólo a él corresponde, emitir el mandamiento por el cual
la ley habrá de ser sancionada. Aquí también, la sanción por el Bundesrat
constituye el punto esencial de toda la obra de la legislación, por lo menos según
la teoría de Laband.

132. Sin dejar de aprobar la distinción establecida por Laband entre la


determinación del contenido intelectual de la ley y el decreto ordenatorio que
confiere a ésta su fuerza imperativa, Jellinek (op. cit., pp. 315 ss.; cf. G. Meyer,
loc. cit.) ha introducido en la doctrina expuesta una modificación importante.
Según Jellinek, no es exacto reducir la función de las Cámaras a un puro cometido
de fijación preparatoria de los textos legislativos. Sobre este punto el análisis de
Laband es defectuoso, por cuanto no establece suficientemente la diferencia que
separa al Parlamento de una simple comisión preparatoria de las leyes. Ahora
bien, esta diferencia es esencial, y consiste en que las Cámaras son llamadas, no
solamente a dar su asentimiento al texto, sino a darlo también para que el
monarca dicte el mandamiento del que habrá de nacer definitivamente la ley. Si
bien es verdad que no participan en el mandamiento mismo, sin embargo la
emisión de éste se deriva de su voluntad4 en el sentido de que de ellas depende
autorizar al monarca a transformar la proposición legislativa sometida a su voto en
una ley perfecta, y ello en virtud del principio de que, a diferencia del monarca
absoluto que todo lo puede querer por sí solo, el monarca constitucional, para
ciertas decisiones y especialmente para las decisiones legislativas, no puede
querer sino aquello a que le autoriza el Parlamento. En esta medida, el
consentimiento legislativo dado por las Cámaras no se aplica, pues, solamente al
texto de la ley, sino que también se refiere al mandamiento que le da a la ley su
perfección. Recíprocamente —añade Jellinek—, no sería suficiente caracterizar la
actividad del monarca en esta materia como de simple decreto ordenatorio. La
sanción real no solamente tiende a dar fuerza imperativa a una regla jurídica cuyo
contenido ha sido querido por otro órgano, sino que se refiere igualmente a este
mismo contenido. Al sancionar la ley, declara el monarca querer, él también, lo
que aquélla contiene. Es su propia voluntad legislativa la que decreta, y no
solamente la del Parlamento.

En todos estos aspectos, la teoría de Jellinek se separa de la de Laband, pero por


lo demás vuelven a estar de acuerdo en un punto primor. dial. En efecto, después
de haber establecido que las Cámaras son las llamadas a dar su consentimiento
no solamente a la parte dispositiva de la ley, sino también al mandamiento que las
sanciona, Jellinek (op. cit., pp. 37 ss.) reconoce que este mandamiento sólo es
emitido por el monar-
361

132-133] FUNCION LEGISLATIVA 361

ca y es exclusivamente obra del mismo. Así como —dice—- el tutor que habilita a
su pupilo para contraer matrimonio no toma sin embargo parte alguna en el acto
por el cual se realiza el matrimonio,1 tampoco el consentimiento de las Cámaras, si
bien condiciona el mandamiento legislativo del rey, se confunde con éste. Así
pues, en definitiva, tanto según Jellinek como según Laband, el rey guarda para sí
solo el poder de hacer la ley. Aunque su potestad de querer legislativamente esté
limitada por la necesidad del asentimiento de las Cámaras, sólo él puede
engendrar la voluntad legislativa del Estado. En este sentido es realmente cierto
decir que la potestad legislativa no se halla compartida entre el monarca y las
Cámaras; o, en todo caso, el poder legislativo de éstas es de esencia muy
diferente que el del monarca. Esto es lo que repite todavía Jellinek en su Allg.
Staatslehre (2 ed., pp. 666-667, 692; ed. francesa, vol. II, pp. 420 Ss., 457): “El
acto de voluntad legislativa es exclusivamente un acto del monarca, al cual dió
previamente su consentimiento el Parlamento”. Esta es, por lo demás, la doctrina
sustentada por la mayoría de los autores alemanes. Tiene su base en la idea
primordial de que en el derecho público alemán “el monarca, como titular de la
potestad del Estado en su integridad, es el único que posee la cualidad de
legislador” (esta fórmula está tomada de G. Meyer, op. cit., 6! cd., p. 559.; cf. del
mismo autor, Der Anteil der Reichsorgane un der Reichsgesetzgebung, pp. 18 ss.)
Para conciliar estas afirmaciones con los textos constitucionales que subordinan la
formación de la ley al asentimiento de las Cámaras, los autores alemanes
introducen en esta materia la distinción entre el jus y el exercitium juris. El rey —
dicen— es el único que posee la potestad legislativa quoad jus; su poder sólo se
halla subordinado a la asistencia del Parlamento quoad exercitiurn (ver por
ejemplo Anschütz, Begriff der gesctzgebunden Gewalt, 2ª ed., p. 3).2

133. Toda esta teoría alemana que pretende reducir de modo exclusivo al acto de
la sanción la integridad de la potestad legislativa suscita vivas objeciones. En
primer lugar, es evidente que no podría aplicarse a todos los Estados
monárquicos. Entre estos Estados existen algunos cuya Constitución reparte
incontestablemente la potestad legislativa entre el mo-

1 El derecho público proporciona ejemplos del mismo género. Así Jellinek (Gesetz u. 1”., p. 318) señala que en la monarquía
constitucional, el rey, en el cumplimiento de sus actos de gobierno, está sometido a la necesidad de obtener el consentimiento de sus
ministros, lo que no impide que esos actos sean realizados por él, en su propio nombre, en virtud de su propia voluntad. En el derecho
constitucional francés se puede citar asimismo la disolución de la Cámara de los Diputados, subordinada a la conformidad del Senado,
pero que se lleva a cabo mediante un decreto presidencial; la ratificación de los tratados, que presupone la habilitación por las
Cámaras, pero que queda reservada al Presidente de la República, etc.

2 Contra el empleo que se hace, en esta materia, del jus y del exercistum, ver especialmente J. Lukas, Die rechtliche Steflung des
Parlamentes, pp. 228 ss.
362

362 FUNCIONES DEL ESTADO [133

narca y el Parlamento, en el sentido de que en ellos se presenta a la ley como


producto de la voluntad común de ambas autoridades, reunidas en un solo
órgano.3 Es por lo que Jellinek —sin dejar de afirmar (Gesetz und Verordnung, pp.
17 ss.) que en Inglaterra “el Parlamento ejerce derechos del rey”, que la potestad
legislativa es allí una dependencia de la potestad real y que aun hoy es el rey
mismo el que hace la ley con la condición del asentimiento de las Cámaras—
reconoce por otra parte (L’État moderne, ed. francesa, vol. u, pp. 457-458) que,
según el derecho público inglés, la ley se funda en un acto de voluntad común del
monarca y del Parlamento, y ello por la razón especial de que el Parlamento
participa en la potestad de mando que forma la esencia misma de la legislación.
La teoría citada —la que caracteriza la participación de las Cámaras en la
confección de las leyes afirmando que el Parlamento no tiene más poder que el de
limitar por su voluntad el ejercicio de una potestad legislativa que, por lo demás,
pertenece únicamente al rey— debería, pues, considerarse como propia y especial
de las monarquías de Alemania, siendo por lo demás razones históricas propias
de dicho país las que han llevado a los autores citados a tratar de justificarla.
Dicen éstos que en la época en que los diversos monarcas alemanes otorgaron a
sus pueblos las Constituciones que establecieron en sus Estados la monarquía
limitada, no se despojaron de la potestad estatal que anteriormente se encontraba
concentrada íntegramente en ellos mismos, sino que se limitaron a someter, para
lo por venir, el ejercicio de su potestad a ciertas condiciones restrictivas que
habían de limitar dicho ejercicio. Esto ocurre, por ejemplo, en materia de
legislación: el monarca conservé para sí solo y por entero la potestad legislativa,
sin compartirla con las Cámaras; y al subordinar la confección de las leyes al
previo asentimiento del Landtag, sólo se obligó desde el punto de vista del
ejercicio de su poder legislativo. Si bien el asentimiento del Landtag ha llegado así
a constituir un factor limitativo del ejercicio de la potestad legislativa del rey, no por
eso dejó ésta de continuar residiendo exclusivamente en la persona real (ver
respecto de esta doctrina oficial alemana Berthélemy, “Les théories royalistes dans
la doctrine allemande contemporaine”, Revue du droit public, 1905, pp. 727 ss.).
Por otra parte, estas deducciones históricas parecen corroborarse por las fórmulas
actualmente empleadas para la promulgación dichas fórmulas, por las que el
monarca expresa concurrentemente su voluntad sancionando la ley, señala
claramente que ésta es decretada por él únicamente y que el

3. Esta cooperación de voluntades se ha puesto en claro particularmente por las fórmulas de promulgación de la ley. En Bélgica, por
ejemplo, se lee: “Las Cámaras han adoptado y Nos sancionamos lo que sigue”; en Italia: “El Senado y la Cámara de Diputados han
aprobado, Nos hemos sancionado y promulgamos lo que sigue”. Cf. Constitución de 1791, tít, III, cap. tu, sec. 1ª, art. 3.
363

133-1341 FUNCION LEGISLATIVA 363

papel de las Cámaras consiste simplemente en un previo asentimiento a tal


decreto.4

134. Sea el que fuere el valor de estas razones históricas, hay que reconocer que
la doctrina que se dedujo de ellas en Alemania respecto al alcance histórico de la
sanción real no se concilia realmente con los textos constitucionales vigentes. En
esto hubo de convenir Laband (op. cit., ed. francesa, vol. u, p. 271). Tomando
como ejemplo la Constitución prusiana de 1850, reconoce que “en dicha
Constitución, la más importante de Alemania, se afirma la similitud del cometido
deL rey y el cometido del Landtag en la legislación”. En ella, en efecto, l art. 62 se
expresa así: “La potestad legislativa se ejerce en común (gemeinschaftlich) por el
rey y por ambas Cámaras. El acuerdo entre el rey y las dos Cámaras es
indispensable para la formación de toda ley”. Este texto de ningún modo indica
que el consentimiento que se pide a las Cámaras sea de distinta naturaleza ni
posea otra eficacia que el consentimiento prestado por el rey. Muy al contrario, el
art. 62 coloca a ambas autoridades, Landtag y monarca, en pie de igualdad, por
cuanto atribuye el ejercicio de la potestad legislativa en común a ellas dos,
haciendo depender igualmente la formación de la ley de la voluntad de una y otra.5
Después de esto, poco importa el tenor de las fórmulas de promulgación, pues la
práctica que haya podido establecerse con referencia a dichas fórmulas no
constituye

4 “Wir (es el rey quien habla)... verordnen, mit Zustimmung der beiden Hauser des Landtages, was folgt” (ver respecto de esta fórmula
Bornhak, Preussisciaes Staatsrecht, vol i, p. 492).

5 Asimismo hay que observar, y Laband lo reconoce en varias ocasiones (op. cit., vol, II, pp. 273, 294 y 309) que el art. 5 de la
Constitución del Imperio, que declara que la legislación se halla dentro de las atribuciones del Bundesrat y del Reichstag, no establece
en este aspecto ninguna diferencia entre dichas asambleas. Por el contrario, dicho texto, al especificar que “el acuerdo entre las
decisiones votadas por la mayoría de cada una de dichas asambleas basta para la formación de una ley imperial”, les confiere en esta
materia idénticos derechos y excluye la posibilidad de considerar al Bundesrat como investido de un poder legislativo exclusivo. Según
el art. 5, la situación respectiva del Bundesrat y del Reichstag, con respecto a la legislación del Imperio, es la misma que la que resulta
del art. 62 anteriormente citado, entre las dos Cámaras del Landtag de Prusia, con relación a la legislación prusiana. Bien es verdad que
el art. l-1 de la Constitución del Imperio exige que el Bundesrat estatuya en último lugar respecto de todas las decisiones que emanan
del Reichstag, y por lo tanto también respecto de sus decisiones legislativas. Pero dicho texto no implica por necesidad que el Reichstag
no tenga más competencia legislativa que la determinación del contenido de la ley y que sólo el Bundesrat pueda añadirle el
mandamiento legislativo. Se verá después (nº 135) que la disposición del art. 7-1º puede explicarse de otra manera. La fórmula de
promulgación de las leyes imperiales no señala tampoco diferencia alguna entre el cometido del Reichstag y el del Bundesrat por lo que
se refiere a la confección de las leyes (ver respecto a este punto la nota siguiente).
364

364 FUNCIONES DEL ESTADO [134

ningún argumento que pueda prevalecer sobre las disposiciones formales de la


Constitución.6

Pero no solamente el texto de las Constituciones vigentes parece condenar la


distinción que establece Laband entre el mando generador de la ley y la decisión
que fija su tenor, sino que en verdad, y sobre todo, esta decisión no se concibe
como razonable, por ser imposible separar a los dos elementos de formación de la
ley que Laband pretendió disociar.

Ante todo, no es posible negar que la actividad legislativa de las Cámaras,


comparada con la del monarca, no se puede reducir a la simple busca y
determinación intelectual de una proposición o máxima de derecho, determinación
que se hallaría desprovista de todo carácter de acto de potestad estatal. Respecto
a este punto, niega Laband que trate la decisión del Parlamento relativa a una
proposición de ley como una simple resolución análoga a la que pudiera provenir
de un congreso de juristas, “ya que —dice (loc. cit., vol. u, p. 267 n.)— la decisión
del Parlamento tiene por objeto incorporar la proposición adoptada al orden del
derecho positivo, siendo una condición constitucional de la sanción de dicha pro.
posición”. En esto difieren las Cámaras de una reunión de juristas, pues. Lo que
intervienen y actúan en nombre del Estado, como autoridades estatales y en virtud
de la potestad del Estado. Pero, por lo demás, Laband les niega el poder de hacer
acto de voluntad legislativa: podrán adoptar un texto, al que el monarca no podrá
cambiar los términos y al cual se

6 Si hubiera que apegarse a los términos de la fórmula de promulgación habría que admitir, tanto para el Imperio como para Prusia,
que el emperador es el titular del poder legislativo, pues la fórmula de promulgación de las leyes imperiales esté redactada en términos
análogos a aquellos que se emplean para los leyes prusianas: “Wir Wilhclm... verordnen im Namen des Reíches, nach erfolgter
Zustimmung des Bundesrats und des Reichstag, was folgt”. De estas palabras, dice Laband (Ioc. cit., vol, u, p. 301), parece desprenderse
que es al emperador a quien corresponde dar la orden legislativa y que la misión del Bundesrat y del Reichstag se limita a una simple
autorización. Ahora bien, es absolutamente cierto que la formación de las leyes imperiales no depende de la voluntad del emperador.
El art. 5 de la Constitución del Imperio, en efecto, especifica que el poder legislativo corresponde al Bundesrat y al Reichstag, o sea sólo
a ellos, y el art. 17 de esta misma Constitución no confiere al emperador, en materia legislativa, más poder que el de promulgación y el
de publicación. Finalmente, la disposición del art. 5, in fine, que por excepción, y sólo para proyectos de leyes imperiales referentes a
ciertos objetos determinados, reserva al rey de Prusia la posibilidad de evitar su adopción con su sola oposición, sería ininteligible si en
todos los casos fuera necesario el consentimiento del emperador para la legislación imperial. Por lo tanto, la fórmula promulgatoria
empleada en esta legislación no expresa con fidelidad el verdadero cometido que les corresponde respectivamente al emperador y a
las asambleas en semejante materia, lo que demuestra que no hay que fiarse de fórmulas de esa clase. Realmente, el tenor de la
fórmula concerniente a las leyes imperiales se explica únicamente por el hecho de que la práctica la calcé de la formula empleada para
las leyes prusianas (Schon, “Die formellen Gesetze”, Handbuch der politik, vol. i, p. 291; Radnitzky, “Ueber den Anteil des Parlamentes
so Staatsgesetz”, Jarhbuch des offentl. Rechtes, 1911, p. 52).
365

134] FUNCION LEGISLATIVA 365

halla ligado en este sentido, pero carecen del poder de añadir a dicha adopción ni
pronunciar sobre dicho texto el mandamiento ita jus esto, que en definitiva es el
único que posee el carácter y la virtud de un acto legislativo. Pero, al razonar de
este modo, Laband en el fondo no hace otra cosa que asimilar el cometido de las
Cámaras al de una simple comisión preparatoria, oficial y estatal sin duda alguna,
pero desprovista, en suma, de potestad verdadera. Pues, como objetó muy
justamente Gierke (Crünhut’s Zeitschrift, vol. VI, p. 229; cf. Schulze, Deutsches
Staatsrecht, vol. r, p. 527), una de dos: o bien el contenido del texto adoptado por
las Cámaras recibe por esta adopción el alcance de una prescripción jurídica, y
entonces el texto lleva en sí, necesariamente, el mandamiento de observar dicha
prescripción; o el voto emitido por las Cámaras se halla desprovisto de fuerza
imperativa y no contiene en sí ningún mandamiento, en cuyo caso la disposición
votada —por más que su adopción parlamentaria sea condición de la sanción
real— ya no constituye, intrínsecamente, una prescripción jurídica y no se
diferencia ya, en sí, de una proposición adoptada por cualquier comisión.7

En todo caso, la situación que Laband le atribuye al Parlamento recuerda en cierto


aspecto aquélla que se le asignaba, en Francia, al Consejo

7 En el Archiv für óffentl. Rechi, 1902, p. 441, Laband vuelve de nuevo sobre esa cuestión de la distinción entre el Gesetzesinhalt y el
Geseizesbefehi, y sin dejar de mantener que la adopción de la ley por las Cámaras se diferencia esencialmente de un simple voto
académico en que es la condición constitucional previa de la sanción real y constituye por lo tanto una manifestación de actividad y de
potestad estatales, precisa nuevamente su teoría respecto del cometido de las Cámaras en esta materia y respecto a la oposición que
según él existe entre la decisión de éstas y la sanción del monarca, diciendo que la decisión del Parlamento sólo crea una “proposición
de derecho” (Rechtssaiz) y que la sanción o mandamiento legislativo viene a transformar esta proposición en una “prescripción de
derecho” (Rechtsvorschrift). Pero esta manera de definir el cometido del Parlamento tropieza con la objeción de que la parte dispositiva
adoptada por las Cámaras, habiendo de constituir el contenido de la futura ley, no puede constituir realmente un Rechtssotz si no
adquiere por dicha adopción ninguna significación imperativa, pues el derecho, según el concepto del mismo Laband, supone
esencialmente una obligación positiva, y por tanto también un mandamiento que entraña coacción. Por consiguiente, la oposición que
establece dicho autor entre el Rechtssaiz y el Rechmvorschrift no se concibe. Si la parte dispositiva adoptada por las Cámaras no tiene
carácter alguno imperativo, no puede constituir un elemento de derecho, y sólo valdrá como simple fórmula, quedando en una
proposición que no puede tener naturaleza de proposición de derecho. Y nos encontramos reducidos así a la conclusión de que la
decisión de las Cámaras no tiene más valor que el parecer de una simple comisión; por lo menos, y a pesar de ser constitucionalmente
necesaria y de obligar al monarca a una parte dispositiva determinada, en sí no se diferencia de la decisión de cualquier comisión, en el
sentido de que no contiene ningún germen de obligación ni de mandamiento para aquellos a quienes se refiere. Laband acabó por
convencerte de esto, ya que dice ahora (Deutsches Reichssaatsrecht, 1907. p. 108 n.) que al calificar la decisión de las Cámaras como
decisión que crea un Rechtssatz, quiso designar con ese último término una proposición de derecho análoga a la que se expresaría, por
ejemplo, en un tratado jurídico.
366

366 FUNCION DEL ESTADO [134

de Estado, en la época, anterior a 1872, en que este no tenia potestad jurisdiccional


propia, cuando sus disposiciones antes a los asuntos contenciosos no llegaban a ser
decisiones verdaderas sino por medio del decreto por el cual es jefe del Estado les
expedía él mismo apropiándoselas; de hecho, el jefe de Estado no hacia sino reproducir la
solución adoptada por el Consejo de Estado, como si –según la frase de Hauriou (op. Cit.,
8a ed., p. 956)- “la verdadera autoridad contenciosa hubiese residido en esa asamblea”.
Pero, en derecho, la solución admitida por el Consejo de Estado solo tenia el valor de un
dictamen, y no adquiría eficacia jurídica sino en cuanto había sido revestida de fuerza
imperativa mediante un decreto. En los estados en que la legislación depende de la
sanción del monarca, la adopción de la ley por las Cámaras tiene, en cierto sentido, más
valor que un dictamen, ya que el jefe de Estado solo puede sancionar disposiciones
legislativas votadas por las asambleas; y sin embargo, al decir de Laband, la situación
creada en materia legislativa al Landtag en las monarquías alemanas se parecía a aquella
que en materia jurisdiccional ocupaba el Consejo de Estado francés antes de 1872, en
que la sanción real en que erige en ley la decisión del Landtag seria la única que posee
carácter de acto de potestad legislativa.

Pero esto es precisamente los que no se puede admitir. Pretender que la adopción
de un proyecto de ley por las Cámaras no es una participación en el poder legislativo es
reducir su decisión respecto a este proyecto a una simple opinión; en vano se dice que
dicha opinión es necesaria, ya que constituye la condición constitucional previa del
decreto legislativo del monarca; en vano tambien se añade que tiene cierto alcance
obligatorio, ya que el monarca no puede apartarse del texto adoptado. A pesar de su
importancia capital en este doble aspecto, la decisión de las Cámaras solo tiene el valor
de una opinión o dictamen por lo que se refiere al punto esencial de la legislación sea en
cuanto a la creación de la fuerza imperativa de la ley, puesto que dicha fuerza imperativa
proviene únicamente de la voluntad del monarca. Ahora bien, esta manera de caracterizar
el cometido de las Cámaras en materia de legislación supone que el desconocimiento de
la verdadera naturaleza del poder legislativo. Este no consiste únicamente en un derecho
a ser consultado y a dar opiniones o asentimientos, sino que es un poder de voluntad. En
el caso antes citado el Consejo de Estado antes de 1872, el jefe de Estado, al estatuir
sobre un asunto contencioso, solo decretaba su propia decisión; en el régimen de la
sanción de las leyes no solamente entra en juego la voluntad del monarca sino que
aquello que sanciona el monarca es, edemas de su propia voluntad legislativa, la
voluntad de las Cámaras. Y es evidente que no se puede hablar aquí de una verdadera
voluntad de las Cámaras sino cuanto su poder de querer se refiere de una manera
completa y
367

134] FUNCION LEGISLATIVA 367

directa a todos los elementos de la ley, es decir, lo mismo a su fuerza imperativa que al
tenor de sus disposiciones. Pues una disposición cualquiera solo puede adquirir
significación legislativa y considerarse como tenor de ley en cuanto ha sido adoptada para
valer como tal, es decir, para, adquirir la fuerza propia de la ley. Por eso estos dos
elementos de la legislación, determinación del contenido y mandamiento legislativo, son
inseparables uno del otro. La distinción que entre ellos hace Laband no se concibe. Al
adoptar un proyecto legislativo, las Cámaras no se limitan a exponer idealmente el posible
contenido de una ley eventual, lo que seria por su parte un acto de verdadera voluntad,
sino que crean un dispositivo, una prescripción, y en derecho pertenece a la esencia de
toda prescripción contener en si un mandamiento. La adopción de la ley por las Cámaras
implica, pues, que toman parte por si mismas en la orden ita jus esto. El acto de voluntad
que así realizan no se refiere solamente al texto, no se reduce tampoco, como dice
Jellenek, a otorgar un consentimiento a aquello que el monarca emite según un
mandamiento que de él solo dependería emitir, sino que contiene desde luego dicho
mandamiento y es por consiguiente, por su propia virtud, un acto de potestad y de
voluntad legislativas.8 Evidentemente la voluntad así manifestada por las Cámaras

8
Cf., respecto de todos estos puntos, J. Lukas, op. cit., que ha sometido a una profunda critica la teoría de Laband y de Jellinek referente
a al distinción entre el Gesetzesinhalt y el Gesetzesbefeh, en cuanto a esta teoría pretende que la declaración de voluntad que emana
del Parlamento referente al contenido de la ley no implica de ningún modo emisión de mandamiento legislativo, quedando este
reservado al monarca. Demuestra Lukas (pp. 111 ss., y especialmente pp. 120-121) que “es imposible concebir que la declaración de
voluntad de las Cámaras respecto del contenido de la ley no contenga al mismo tiempo la emisión de una orden legislativa”. A esto
contesta Laband (Deutsches Reichsstaatsrecht, 1907, p. 110; ed. francesa, vol. II, p.266) que la decisión del Parlamento no puede tener
valor de una orden, ya que ni siquiera se dirige a los súbditos, y tan solo confiere al monarca la autorización de lanzar una orden que,
finalmente, se dirija a los súbditos. Lukas (op. cit., pp 194 ss.) ha replicado muy acertadamente que en este caso debería considerarse el
Bundesrat, en lo que se refiere a las leyes imperiales, como simple colaborador del Reichstag, y en pie de igualdad con este, en la
determinación del contenido de las leyes, pues, como subraya el mismo Laband (ed. Francesa, bol. II, p. 309), el Bundesrat tampoco se
dirige a los súbditos, sino que es al emperador, èl solo, el que mediante la promulgación enuncia con respecto a aquellos la orden
formal de obediencia la ley. Y sin embargo Laband (loc. cit., p.301 ss.) desarrolla con brío la idea de que la sanción por el Bundesrat “es
el punto de toda pbra legislativa”, por lo que se refiere a las leyes imperiales, y en otra parte (loc. cit., p. 273) asimila la sanción a la
orden legislativa. Asimismo, en el derecho publico actual de Francia la adopción del texto de la ley por las Cámaras tiene el valor de
mandamiento legislativo y produce directamente su efecto imperativo respeto de los súbditos, sin que haya necesidad, después de
dicha adopción, de ninguna orden especial para imponerles las obligaciones que establece el texto legislativo. Se vera, en efecto (no
139), que la promulgación por el jefe del Ejecutivo no constituye de ningún modo una orden de ese genero. Y sin embargo, es cierto
que la votación de la ley por las Cámaras no es un acto que se dirija de modo exterior a los súbditos (cf. Radnitzky, op. cit., Jahrbuch
368

368 FUNCION DEL ESTADO [134

no basta por si sola a engendrar la ley, sino que esta solo será perfecta a partir del
momento en que una voluntad legislativa idéntica haya sido expresada por el monarca.9
Pero estas dos voluntades cuya coexistencia e identidad son indispensables para la
formación definitiva de la ley, desempeñan en la obra de la legislación el mismo papel, por
cuanto se refiere a los mismos objetos. Se completan la una a la otra, no ya el sentido de
que se apliquen respectivamente a elementos legislativos diferentes, cuya reunión es
necesaria para que la ley se constituya, sino en el sentido de que cada uno de los
elementos de la legislación debe ser querido paralelamente y de un modo dualista por el
monarca y por el Parlamento, que forma así entre los dos un órgano legislativo complejo,
como se dirá más adelante (nums. 279 y 311). Así como el monarca quiere a la vez el
contenido de la ley y su fuerza imperativa, así tambien la voluntad de las Cámaras abarca,
además de este contenido, el mandato legislativo.

Si el mandato legislativo proviniera solamente del monarca y si por adopción de la


ley las Cámaras no hicieran otra cosa que autorizar al monarca para emitirla, habría que
deducir lógicamente de ello que el monarca tambien podría, por su única voluntad, retirar
la orden legislativa que emitiera anteriormente, y por lo tanto destruir, sin el concurso de
las Cámaras, el efecto obligatorio y la fuerza imperativa de la ley. Así es como, en materia
de tratados, Laband (op. cit., ed. francesa, vol. II, pp.495 ss.; cf. Jellinek, Gesetz und
Verordnung, pp. 362 ss.), fundandose

des öffentl. Rechtes, 1911, pp. 51-52). Esta observación referente al sistema legislativo del derecho publico francés proporciona un
decisivo argumento en contra de la distinción establecida por Laband entre la adopción del contenido de la ley y la emisión de la orden
legislativa, demostrando, en efecto, que la adopción de un texto, cuando no proviene de una simple comisión encargada de dar
pareceres y cuando se emite a titulo legislativo, puede tener perfectamente por si misma, e incluso tiene necesariamente, fuerza
imperativa. Entre una comisión preparatoria y las Cámaras, incluso en el estado monárquico, existe la notable diferencia de que las
Cámaras, al adoptar la ley, realizan un acto de voluntad, pues su votación del texto de la ley tiene carácter de verdadera decisión. Ahora
bien, el poder de voluntad y de decisión implica un poder de mando, como se dirá ,mas adelante (no 139).
9
Uno de los principales argumentos que en favor de la distinción entre el Gesetzesinhalt y el Gesetzesbefeh se alega por Laband
(op. cit., ed. francesa, vol. II, p. 267 n.; Archiv für offentl. Recht, 1902, p. 441; Staatsrecht des deutschen reiches, 5a ed., vol. II, p. 6 n.) es
que la parte dispositiva adoptada por las Cámaras carece de fuerza obligatoria hasta el momento de la sanción. Esto significa, dice
Laband, que solamente la sanción contiene el mandamiento que convierte a esta parte dispositiva en verdadera ley, en prescripción
obligatoria. Este argumento no es decisivo. El hecho de que el texto adoptado por la Cámaras no produzca inmediatamente efecto
obligatorio no implica por necesidad que la votación de las Cámaras no contenga mandamiento alguno. Este hecho se explica
simplemente por el motivo de que la formación de la ley exige a la vez, juntamente coordinadas, la orden de las Cámaras y la orden del
rey. Mientras solamente exista la orden de las Cámaras, no puede la ley producir su efecto obligatorio. Pero en el momento en que la
sanción monárquica haya venido a juntarse con la votación del Parlamento, la ley ejercerá su fuerza imperativa en virtud, a la vez, del
mandamiento de las Cámaras y del mandamiento del monarca.
369

134-135] FUNCION LEGISLATIVA 369

en que, según el art. 11 de la Constitución de 1891, el derecho de representar a la Imperio


desde el punto de vista internacional reside en el Emperador, declara que “el Emperador
se halla autorizado para hacer que deje de tener fuerza de ley un tratado internacional sin
la colaboración del Bundesrat y del Reichstag, retirándole la base internacional sobre la
cual se funda su valor”. Esta clase de abrogación por la sola voluntad del jefe del Estado,
según la observación de Laband, no se aplica más que a aquellas disposiciones que en
derecho interno han adquirido fuerza de ley, al ser consagradas en tratados
internacionales. Pero si en los países de sanción monárquica el jefe del Estado
representara tambien, por sí solo, al Estado, en lo referente al derecho a imprimir fuerza
imperativa a las disposiciones de las leyes ordinarias, un razonamiento análogo al que se
alega respecto a los tratados conduciría igualmente a reconocer el derecho de abrogar
esas leyes, despojándolas de la fuerza de que anteriormente las había investido. Y no se
valla a objetar que la ley, una vez hecha, solo puede abrogarse en principio por un actus
contrarius, por una ley nueva, que necesite a su vez la doble intervención del monarca y
de las asambleas, pues en el fondo esta necesidad de una nueva ley adoptada por el
Parlamento es en si misma consecuencia del hecho de que la ley que va a abrogarse es
en todos aspectos –contenido y mandamiento- obra de las Cámaras tanto como del rey, lo
cual proporciona precisamente la demostración. Si la potestad legislativa perteneciera
únicamente al monarca, si solamente la sanción real el acto legislativo propiamente dicho
y si la orden legislativa del rey bastara por si sola para hacer la ley, al darle su fuerza
imperativa, la orden contraria del mismo monarca bastaría tambien para deshacerla, y
seria superfluo hacer invertir a las Cámaras para obtener de ellas que se retirase un
mandamiento en el cual, anteriormente, no hubieran tomado parte. La necesidad de su
intervención para abrogar dicho mandamiento implica que originalmente habían tenido
parte en el.

135. ¿Debe afirmarse, por lo tanto, que en el sistema de sanción real no se puede
establecer ninguna diferencia entre los cometidos desempeñados respectivamente por el
Parlamento y el monarca en la labor legislativa? Esto sería mucho decir. Subsiste desde
luego cierta diferencia, pero es de naturaleza muy distinta a la que hacen resaltar la
mayoría de los autores alemanes. Lo diferente no el punto u objeto al que se refieren las
dos voluntades legislativas concurrentes del Parlamento y del rey, sino que el concepto en
que ambos órganos cooperan a la formación de la ley. En una monarquía, incluso si ésta
es limitada, el rey es el órgano estatal supremo, sino en el sentido en que entraña de un
modo inicial la potestad entera del Estado, por lo menso en el sentido de que participa,
por cuanto es al autoridad más alta, en todas las funciones de potestad
370

370 FUNCION DEL ESTADO [135

estatal. Esto ocurre especialmente en materia legislativa. Si bien pudo el monarca, al


otorgar la Constitución, compartir su potestad legislativa con las asambleas, no pudo
despojarse de su cualidad de órgano supremo del Estado, ya que al hacerlo hubiera
destruido la monarquía misma (ver no 334. infra). Quedó, pues, como órgano legislativo
supremo, y en esta cualidad especial interviene en la confección de las leyes. En otros
términos, en materia legislativa, la voluntad mas alta que existe en el Estado, y entonces
esto implica que su cometido especial consiste en emitir la decisión definitiva y suprema
que originará la ley. La idea precisa que hay que formarse de la sanción es, pues, que por
ella el jefe de Estado es llamado a estatuir en ultimo término, ejerciendo, con el nombre
de sanción, un poder que consiste en perfeccionar la ley, después de haber sido
adoptada ésta por las Cámaras (cf. No 293, infra). No es que entre en la sanción un
elemento de mando o de potestad especial que no estuviera contenido en la adopción
votada por las Cámaras, pues desde el punto de vista objetivo, tanto la sanción del rey
como la adopción por el Parlamento son actos de la misma naturaleza, y las voluntades
expresadas por cada una de dichas autoridades son idénticas en cuanto a su contenido.
Pero si bien, de una parte y de otra, el acto es el mismo, no lo realizan ambas autoridades
en la misma cualidad, ya que no se hallan en pie de igualdad. La distinción entre la
sanción y la adopción parlamentaria se refiere a una cuestión de jerarquía de los
órganos,10 y la sanción adquiere su significación particular del hecho de ser la
manifestación de voluntad de la autoridad más elevada así como de aquélla en que se
realiza la voluntad superior del Estado. Así se explica que la sanción debe producirse en
último lugar. Incluso cuando el Parlamento ha adoptado sin modificación alguna un
proyecto de ley proveniente de la iniciativa del jefe de Estado, será preciso que éste
intervenga de nuevo –aunque no se dude de su consentimiento- para sancionar el texto
legislativo. Intervendrá como órgano supremo, y a este titulo, en efecto, le corresponde
concluir y pronunciar la ultima palabra. Se debe explicar de la misma manera la
disposición del art. 7-1o de la constitución del Im-

10
Liebenow, Die Promulgation, p.35, dice muy acertadamente a este respecto: “Cuando la Constitución, al crear los varios factores de la
legislación, reserva a uno de ellos el poder de la sanción, tal cosa supone que dichos factores no son iguales entre sí, y ello significa
tambien que el factor llamado a sancionar la ley es el más elevado”. Añade dicho autor que en las repúblicas, donde las dos asambleas
legislativas, Senado y Cámara de Diputados, poseen en igual grado la potestad legislativa, no puede haber sanción, ya que esas dos
asambleas desempeñan en la obra de la confección de la ley un cometido absolutamente idéntico. En efecto, es inexacto afirmar, como
lo hace Laband (op. cit., ed. francesa, vol II, p. 288), que según la constitución francesa de 1875, las leyes son “sancionadas” pos las
Cámaras, siendo así que la sanción es una institución que ya no puede hallar lugar en el sistema legislativo actual del derecho público
francés.
371

135] FUNCION LEGISLATIVA 371

perio alemán, que dispone que el Bundasrat estatuya después que el Reichstag y por
encima de éste sobre todas las decisiones tomadas por esta asamblea. Por razón de la
generalidad de sus términos, esta regla del art. 7 se explica incluso a aquellas leyes que
hubieran sido sometidas en primer lugar al Bundesrat y que ya hubieran sido adoptadas
por él antes de serlo por el Reichstag. Esta necesidad de una reiterada decisión del
Bundesrat –cuando su adhesión a la ley ya ha sido concedida – sería, según Laband, una
incomprensible singularidad, si no se admitiera que solo el Bundesrat tiene competencia
para formular el mandamiento legislativo; y naturalmente este mandamiento sólo puede
formularse después de que ambas asambleas se hayan puesto de acuerdo al tenor de la
ley. Pero, por más que diga Laband la exigencia del arti. 7 se explica sencillamente por la
razón de que el Imperio alemán, el órgano supremo esta constituido por el conjunto de
príncipes y senados de los Estados confederados. Por lo tanto, el Bundesrat, constituido
por los delegado de los príncipes o de los senados es llamado, al mismo titulo que el rey
en un estado monárquico, a emitir respecto a la ley la suprema decisión, o sanción, que la
confirma y la perfecciona. La diferencia que así se establece entre los poderes legislativos
del Reischtag y los del Bundesrat no se refiere a la esencia de esos poderes, sino
únicamente a su grado respectivo y a la cualidad en la que se ejercen por una y por otra
parte.

La doctrina que acaba de exponerse referente a la naturaleza del derecho de


sanción real debe aplicarse igualmente a aquellas Constituciones francesas que, antes de
1875, reservaron esta prerrogativa el jefe del Estado. Según la Constitución de 1852 (arts.
4 y 10), el jefe del Estado participaba esencialmente en la potestad legislativa, por cuanto
que la perfección de la ley dependía de su sanción: pero no seria exacto afirmar que solo
el estuviera investido del poder legislativo. Duguit, reproduciendo a este respecto las
teorías alemanas, caracteriza la actividad legislativa del rey y de las Cámaras, en la época
en que las Cartas, declarando que las Cámaras tan sólo “establecían la parte dispositiva
de la ley”; y añade dicho autor que “la parte dispositiva votada por las Cámaras sólo era
una ley cuando el rey le había dado fuerza legislativa por su sanción”, ya que solamente
al monarca le corresponde “dar a la ley fuerza obligatoria” (Traité, vol. II, pp. 447). Esta
doctrina tropieza con la objeción antes señalada (p. 367): el texto votado por las
asambleas no puede constituir una “materia dispositiva” más que si posee la “fuerza
legislativa” sin la cual no sólo constituía una formula jurídicamente inoperante. Además,
esta doctrina se contradice por el texto de las Cartas, que precisaba que “la potestad
legislativa se ejerce colectivamente por el rey, la Cámara de los pares y la Cámara de
diputados”; este texto no señala diferencia alguna entre la potestad legislativa de las
Cámaras y la del monarca; por el
372

372 FUNCION DEL ESTADO [135-136

contrario, especifica que el ejercicio de las mismas es colectivo, lo que únicamente puede
interpretarse en el sentido de que las Cámaras por su parte participaban plenamente en la
función legislativa. Por último, las Cartas indicaban claramente el fundamento y la
naturaleza del poder legislativo del rey: si el art. 22 de la Carta de 1814 y el art. 18 de la
de 1830 asentaban que “sólo el rey sanciona las leyes”, esta prerrogativa exclusiva
provenía del echo de que cada una de las dos Cartas, en un artículo anterior (art. 14, art.
13), había formulado en principio que “el rey es el jefe supremo del Estado”. Así
fundamentada, la sanción parecía realmente como un poder de decisión más alta, que
solamente podía pertenecer al monarca, en el sentido de que, en su cualidad especial de
jefe del Estado, sólo él tenía derecho a pronunciar la adopción definitiva de la ley. Pero,
aparte de ese derecho de última decisión, la potestad legislativa correspondía en todos
los aspectos, determinación del contenido de la ley y emisión del mandamiento legislativo,
a las Cámaras y al rey de una manera igual y colectiva.

136. Nos queda recordar brevemente que las observaciones que preceden no
pueden aplicarse a la prerrogativa que en 1791 había sido conferida al rey bajo el nombre
de “sanción” (Constitución de 1791, tít. III, cap. III sec 3) y que en realidad solo consistía
en un derecho de veto suspencivo.11 Los autores concuerdan en reconocer que esta
supuesta sanción no implicaba para el monarca participación ninguna efectiva en la
potestad legislativa. Pertenecía ésta exclusivamente, en dicha época, al cuerpo
legislativo. Es lo que se desprende ya de la denominación de “decretos” dada por la
Constitución de 1791 (sec. 3 antes citada) a las decisiones legislativas de la asamblea y
por cierto el art. 1º del cap III tenía buen cuidado de decir que “la Constitución delega
exclusivamente en el cuerpo legislativo el poder de decretar las leyes”. Así pues, a
diferencia de la sanción verdadera, que es un elemento esencial de la formación de la ley,
el derecho de veto de 1791 era concedido al rey encontrar de leyes que se formaban sin
su participación, y le proporcionaba los medios, no ya de oponer una negativa absoluta de
consentimiento a la ley adoptada por el cuerpo legislativo, poniendo así perentoriamente
un obstáculo a su
11
La palabra “sanción” era tan sólo la consecuencia de una ficción, empleada por la Constitución de 1971 con un propósito de
deferencia y miramiento respecto del monarca. El carácter ficticio de esta supuesta “sanción real” se desprende suficientemente de los
términos mismo en los cuales se desarrollaba el funcionamiento de esta institución el la sección 3, tít. III, cap. III. Es así como el articulo
2 de esta sección decía que, en el caso de que un decreto del cuerpo legislativo que haya sido objeto de devolución suspensiva se
adoptase de nuevo por las dos legislaturas siguientes, “se consideraría que el rey había otorgado la sanción”. No se atrevían aún a
declarar brutalmente que en adelante podría hacerse la ley sin el consentimiento del rey; la sec. 3 se refiere incluso en varias ocasiones
a dicho consentimiento, como si fuera siempre necesario, y sin embargo el rey estaba excluído de la potestad legislativa.
373

136] FUNCION LEGISLATIVA 373

realización, sino simplemente de volver a tratar dicha ley, impidiendo así, durante un
cierto tiempo, su formación, y consiguiendo su pase a una legislatura ulterior que estatuía
definitivamente respecto a su adopción.12 En esto, la distinción entre el veto y la sanción
correspondiente a la célebre diferencia establecida por Montesquieu (Esprit des lois, lib.
XI, cap. VI) entre la “faculta de estatuir”, que asocia íntimamente al jefe del Estado con la
legislación, convirtiéndolo en una parte integrante del órgano legislativo, y la “facultad de
impedir”, que sólo es un poder de resistencia y que por lo consiguiente, lejos de dar
participación a su titular en la potestad legislativa, supone por el contrario que en el
principio es extraño a la misma (ver la n. 12 del nºn276, infra).13

Con mayor razón el poder de pedir a las Cámaras una nueva discusión de la ley,
actualmente concedido al Presidente de la República por el art. 7 de la ley constitucional
de 16 de julio de 1875 (cf. Constitución de 1848, art. 58), no puede considerarse como
elemento de participación en la potestad legislativa, pues por más que digan ciertos
autores (Duguit, Traité, vol. II, pp. 446 ss.), dicha prerrogativa ni siquiera constituye un
veto propiamente dicho. Bien es verdad que no pueden las Cámaras, según el art. 7,
rehusar la discusión pedida y que por lo tanto este texto confiere al Ejecutivo el poder de
ponerles una suspensión de la promulgación. Pero importa observar que la Constitución
de 1875 no exige, como la de 1791, que la nueva discusión sea obra de una legislación
ulterior”: el Presidente no apela de la legislatura presente ante las legislaturas futuras,
sino que dirige su petición a los mismos miembros de las asambleas que acaban de
adoptar la ley. En estas condiciones, el supuesto veto pre-

12
El art. 6 de la sec 3, antes citado, indica claramente que, con el empleo de su veto, no participa el rey en su adopción de las leyes, y
que ésta quedaba reservada únicamente a la asamblea legislativa. Dicho texto, en efecto, dice: “Los decretos que hayan sido
presentados al rey por tres legislaturas consecutiva tienen fuerza de ley y llevan el nombre y el título de leyes” esto es tanto como decir
que la formación de la ley depende y resulta de la votación de las legislaturas y no del consentimiento del monarca.
13
Más exactamente, la institución del veto se refiere a las tendencias especiales de la teoría separatista de Montesquieu, de la cual
no es sino una pura aplicación. Proviene, en efecto, de la idea de que el monarca y el cuerpo legislativo, en el Estado descompuesto en
tres titulares de potestad, son dos autoridades enteramente distintas, una de las cuales, el monarca, tiene el poder de paralizar por su
voluntad, al menos de momento, el efecto de las decisiones adoptadas por el otro. Es éste un juego de frenos y contrapesos entre las
autoridades concebidas como independientes. La institución de la sanción proviene de una fuente muy diferente. Se encuentra en
estrecha correlación con el concepto de la unidad fundamental del Estado. Parlamento y monarca son en conjunto, en cuanto a las
creación de las leyes se refiere, n o ya autoridades diferentes y separadas, previstas de poderes respectivos que les permiten luchar una
contra otra, sino un órgano único, indivisible dentro de su complejidad, y la intervención del monarca responde a la idea de que ha de
realizar en sí la unidad superior del Estado y, por consiguiente, que la ley no puede producirse sin su consentimiento.
374

374 FUNCION DEL ESTADO [136

sidencial viene a ser, no ya un poder de verdadero impedimento opuesto a la voluntad de


las Cámaras actuales, sino simplemente facultad de llamar su atención sobre ciertos
inconvenientes que el Ejecutivo cree hallar en la disposición legislativa recientemente
votada por él; e una palabra, sólo constituye, en favor del Ejecutivo, la facultad de suscitar
un examen complementario de la ley. Distinto es el caso del Presidente de los Estados
Unidos. También él posee el derecho de devolver a las Cámaras el bill que acaba de ser
adoptado por ellas, y se ha establecido igualmente entre los autores la costumbre de
designar esta prerrogativa con el nombre de veto. Sólo que, a diferencia del sistema de
Constitución francesa de 1875, la surte de esta nueva deliberación ya no depende pura y
simplemente de la mayoría parlamentaria que con anterioridad votó la ley sometida de
nuevo a discusión. Para que dicha ley pase definitivamente, precisa reunir en cada una de
las Cámaras una mayoría de votos especial, y más fuerte, o sea los dos tercios de los
votos. Por esto mismo, la petición presidencial de nueva discusión carácter de oposición
efectiva a la voluntad expresada en primer lugar por las asambleas, y en este aspecto
también es decir, por cuanto la mayoría anteriormente constituída, no es dueña ya de
hacer prevalecer por sí sola su voluntad legislativa, no puede negarse que el poder
presidencial de devolver un bill a las Cámaras adquiere el alcance de un veto
suspencivo.14 La Constitución de los Estados Unidos parece incluso llegar más lejos: en
su cap. 1º, sec.7, art.2 dice: “todo bill que halla pasado por la Cámara de los
Representantes y por el Senado, entes de convertirse en ley deberá ser presentado al
Presidente de los Estado Unidos…” Según estos términos, la devolución a las Cámaras
no sería solamente un veto, es decir, un medio para en Presidente de detener una ley ya
perfecta, sino que el texto parece implicar que el bill adoptado por las Cámaras aún no se
ha convertido en ley. Y en efecto, si se le ha aplicado la devolución será necesario, para
su transformación en ley, que sea adoptado de nuevo por una mayoría de los dos tercios.
Luego, podría decirse, la ley sólo recibe su perfeccionamiento por su reiterada adopción
mediante una mayoría especial o por expiración de un plazo de diez días durante en cual
tiene el Presidente derecho de

14
En Estados Unidos la devolución a las Cámaras hace desaparecer la ley anteriormente adoptada, ya que tiene por objeto
subordinar su definitiva formulación a la nueva condición de una adopción por una mayoría diferente y extraordinaria. En esto aparece
dicha devolución como un verdadero veto. En Francia, donde la devolución a las Cámaras no tiene, en suma, más efecto que el de
promover una lectura suplementaria de la ley, la adopción tomada después de esta deliberación no hace sino confirmar una votación
anterior, por lo que no se puede decir que el Presidente francés esté provisto de un verdadero veto (cf. A este repecto Esmein,
Elémentes. 5ª ed., p. 608). La experiencia, por lo demás, ha demostrado en Estados Unidos la eficiencia y la energía del medio de acción
concedido al Presidente en la esfera de la legislación (ver la n. 41 del nº 293, infra).
375

136] FUNCION LEGISLATIVA 375

Volverla a las asambleas. Así pues, tendría el Presidente más que un poder de veto,
porque su aprobación, expresa o tácita, sería un elemento de perfección de la ley. Esta
conclusión no es exacta, como lo demuestra la segunda parte del artículo 2. Añade este
artículo, en efecto, que si, después de un segundo examen, la adopción reúne los dos
tercios de votación en cada una de las Cámaras, “el bill se convertirá en ley”. Es, pues, la
decisión de las Cámaras, y no el asentimiento presidencial, lo que hace la ley. Asimismo,
cuando un bill no ha sufrido la devolución, a partir del momento en que la nooposición del
Presidente es indudable, debe ser considerado como obra exclusiva de las asambleas.15

15
Duguit (Traité,vol. I, p.328), al examinar las diversas formas de la intervención del pueblo en la obra legislativa, y tratando de
señalar la diferencia que separa a las dos clases de instituciones conocidas respectivamente conocidas con el nombre de referéndum
obligatorio y referéndum facultativo, pretende que hay equivalencia entre esta segunda clase de referéndum y el regímen de veto. Pero
esta aproximación es muy discutible, tanto desde el punto de vista práctico como desde el punto de vista teórico. En el sistema de veto
popular, el pueblo, según la terminología de Montesquieu, no tiene más que una simple facultad de impedir; no está llamado, pues, a
estatuir por sí mismo sobre la ley. Así es como el proyecto de Constitución girondino de 1793, en su título VIII, bajo en nombre de
“censura del pueblo” establecía un régimen de veto, por el cual determinado número de ciudadanos podían, por medio de un
procedimiento por cierto muy complicado, promover la reunión de las asambleas primarias, a efecto de consultarlas respecto al punto
de saber si había o no lugar a conseguir la “revocación” de una ley adoptada por el cuerpo legislativo. Pero, como esto sólo debá
constituir para el pueblo un derecho de censura y de veto, el proyecto girondino no admitía, en el caso de una respuesta afirmativa de
las asambleas primarias, que la revocación fuera realizada por el cuerpo mismo de los ciudadanos. El voto popular que tendía a la
revocación únicamente tenía por consecuencia la renovación del cuerpo legislativo, y a la legislatura nuevamente elegida en esas
condiciones quedaba reservado el poder de pronunciar la revocación referida. En ese sistema no participaba realmente el pueblo en la
potestad legislativa, pues la formación de la ley no dependía de su sanción; por lo cual el art. 29 del título VII especificaba que, por más
que el mantenimiento de las leyes adoptadas por el cuerpo legislativo dependiese de la censura popular, “la ejecución provisional de la
ley sería siempre de rigor”. Esta es la característica del veto. Muy diferente es el alcance del referéndum, incluso del referéndum
facultativo. En éste el pueblo ya no recibe solamente un poder de resistencia o de impedimento, sino que posee la facultad de estatuir.
Es lo que dice formalmente el art. 89 de la Constitución federal suiza, que establece en materia legislativa esta clase de referéndum:
“Las leyes federales se someten a la adopción y a la revocación del pueblo, mediante la petición por 50,000 ciudadanos activos o por 8
cantones. Según este texto pertenece al pueblo pronunciar la adopción de la ley, y su intervención es necesaria para la perfección de
ésta. Si, a falta de la reclamación formulada por un número suficiente de ciudadanos, las leyes federales no se someten a la adopción
popular, no sería porque el referéndum facultativo es de la misma naturaleza que el veto popular y presupone esencialmente una
reacción intentada en contra de la ley, a efecto de dar lugar a su revocación; sino porque la palabra “facultativo” se refiere únicamente
al hecho de que la ausencia de reclamación por parte de un número suficiente de ciudadanos tiene todo el valor de una aprobación
popular táctica que hace superflua la aprobación expresa, como ya lo decía Rousseau (Contrat social, libro II, cap. I in fine). Resulta ello
que en el sistemas del referéndum, y a diferencia de lo que ocurre en el caso del veto, la ley adoptada por el cuerpo le-
376

376 FUNCION DEL ESTADO [137

& 2. PROMULGACIÓN DE LAS LEYES

Acabamos de ver que en la Constitución de 1875 el Presidente de la República,


reducido, en lo que refiere a la formación de las leyes, a la facultad de pedir una
nueva deliberación o discusión, con ello no participa en la potestad legislativa.
Esta pertenece exclusivamente a las Cámaras. Por otra parte, así se desprende
claramente del art. 1 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, que dice
que “el poder legislativo se ejerce por dos asambleas: Cámara de Diputados y
Senado”, Parece así que las discusiones que se suscitan en Alemania a propósito
de la sanción real, referentes a la naturaleza de la participación del jefe del Estado
en la legislación, se han evitado en Francia. Pero estas discusiones renacen sin
embargo en la literatura francesa a propósito del derecho de promulgación.

Antes de adentrarnos en la parte controvertida del tema, será bueno recordar y


fijar los puntos del mismo que no ofrecen duda. La promulgación es el acto por el
cual la autoridad designada a dicho efecto por la Constitución, que en Francia es
el jefe del poder ejecutivo, reconoce y atestigua la existencia de una ley que acaba
de ser adoptada por el órgano legislativo. El objeto de dicho acto, o si se quiere su
efecto, es el de hacer entrar la ley en su fase de ejecución, pues hasta ese
momento no era ejecutiva. A esta respecto se puede decir que la promulgación
convierte a

gislativo no existe nunca más que en estado de proyecto. Esto es también lo que expresaba positivamente la Constitución de 24 de
junio de 1793, que en sus arts. 58 ss. Establecía para la elaboración de las leyes y dicta decretos”. Según dicho texto (confirmado por le
art. 58), la ley no adquiría, al ser adoptada por el cuerpo legislativo, más que el valor de una proposición la que debía dirigirse al pueblo,
y no se convertía en ley perfecta sino por la adopción expresa o la falta de reclamación del pueblo, en una palabra el referéndum
facultativo difiere totalmente del veto popular (ver esta diferencia claramente desarrollada por Esmein (Elements, 5ª ed., pp. 356 ss.,
371 ss.), en que el pueblo desempeña en él un cometido legislativo semejante al que ejerce el monarca por medio de la sanción. Así
como el monarca sanciona la ley tácitamente cuando la promulga sin más formalidad, así también el pueblo, en el sistema del
referéndum facultativo, concede al a ley su táctica sanción al dejarla pasar sin reclamación. En la democracia directa, así como en la
monarquía, el fundamento jurídico del derecho de sanción o de adopción popular reside en el hecho de que le pueblo es,
constitucionalmente el órgano supremo del Estado, lo cual ya no es verdad en el caso del simple veto. En las democracias, donde tiene
el pueblo, además del poder de ratificación, la iniciativa de las leyes (en el sentido suizo de los términos “iniciativa popular”), su
potestad legislativa llega a ser mucho más fuerte. Aquí se observa, en efecto que a diferencia del monarca, que, con la sanción, no es
sino una parte del órgano legislativo, el pueblo es por sí solo un órgano legislativo completo, pues al tener a la vez la iniciativa y el
derecho de adopción, puede hacer la ley por sí mismo desde le principio hasta el fin.
377

137-138] FUNCION LEGISLATIVA 377

la ley en ejecutiva. Todo ello se desprende de la fórmula misma actualmente


empleada en Francia para la promulgación. Esta fórmula, establecida por el
decreto de 6 de abril de 1876, dice así; “El Senado y la Cámara de Diputados han
aprobado, y el Presidente de la República promulga la ley cuyo tenor sigue: (aquí
viene el texto de la ley promulgada)… La presente ley, discutida y aprobada por el
Senado y por la Cámara de Diputados, será ejecutas como ley del Estado. Hecho
en …, el…” En esta fórmula, como se ve, entran dos cosas: por una parte el
Presidente de la República afirma que la ley de referencia ha cumplido con las
condiciones fijadas por la Constitución (ley de 25 de febrero de 1875, art. 1) para
el ejercicio del poder legislativo, y por ello, atestigua de una manera oficial el
nacimiento de la ley, su existencia regular. Por otra parte, declara, por una
afirmación que presenta idéntico carácter oficial, que la ley que promulga es apta
en adelante para se ejecutada y que lo será efectivamente. Por último, para
completar estas primeras nociones, conviene observar inmediatamente que en las
constituciones que no subordinan la formulación de la ley a la adopción y al
consentimiento del jefe del Estado, la promulgación constituye para éste no tanto
una prerrogativa como una obligación, que debe cumplirse en un plazo
generalmente breve. Así, el art. 7 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875
impone al Presidente de la República la obligación de pronunciar la promulgación
“en el mes siguiente ala transmisión al gobierno de la ley definitivamente
aprobada”. Esta plazo se reduce, según el mismo texto, a tres días para aquellas
leyes cuya promulgación, por un voto expreso de ambas Cámaras, haya sido
declarada urgente. Respecto a estos diversos puntos elementales, los autores
franceses se hallan más o menos de acuerdo; pero, por lo demás, no existe
acuerdo ni sobre la naturaleza constitucional de la promulgación ni sobre sus
efectos, ni siquiera sobre el fundamento del poder presidencial de promulgar las
leyes, ni por consiguiente sobre la definición que deba darse de este acto.

138. Según una opinión muy extendida entre los autores y que incluso parece
haber llegado a ser opinión corriente, debe considerarse la promulgación como un
acto de naturaleza legislativa, como una operación de la confección de la ley; en
una palabra, como una dependencia de la función del poder legislativos. Las
razones aducidas son múltiples y, por cierto, de orden diversos.

Se alega en primer lugar que las disposiciones adoptadas por el órgano legislativo
no adquieren realmente valor de ley sino a partir de su promulgación, y en este
sentido se aducen ya dos motivos bien diferentes.

Ante todo, se dice, debe la voluntad del legislador, para adquirir existencia jurídica,
se objeto de una declaración que releve dicha existencia o sea de una
promulgación, ya que, desde el punto de vista del derecho,
378

378 FUNCION DEL ESTADO [138

una voluntad cualquiera no puede tornarse en consideración ni ser operante mientras no


se manifieste al exterior por un signo palpable, por un documento que la haga sensible;
hasta la promulgación, que da esa expresión exterior a la ley, permanece ésta como
inexistente; la promulgación es, pues, lo que le da jurídicamente vida. Este argumento ha
sido desarrollado especialmente por escritores alemanes (Laband, op. cit., ed. francesa,
vol. n, pp. 277 y 278; Jellinek, op. cit., pp. 319-320).1 Ut, segundo argumento del mismo
género se saca del hecho de que la ley no se convierte en ejecutiva sino a partir de su
promulgación; Iuego, dícese, le falta hasta entonces un elemento esencial ya que no tiene
fuerza actuante de ley, y por consiguiente también es la promulgación la que perfecciona
la ley y la completa haciéndole adquirir Ia fuerza ejecutiva de la que deriva su eficacia. Tal
es la idea por Ia que se pronuncia especialmente Deuguit, cuando dice: "La promulgación
es el complemento indispensable de la ley; mientras no hay promulgación, no se puede
hablar propiamente de ley", .y ello porque" nadie tiene la obligación de obedecer a esa
supuesta ley que aún no ha sido promulgada" (Traité, vol. II, p. a 3); y en otro lugar
(L'Étaf, vol.II, p.331), Duguit dice igualmente: "La promulgación es indispensable para la
perfección de Ia ley, ya que una ley no promulgada, aunque haya sido votada por ambas
Cámaras donde se impone a la aplicación de los tribunales ni al respeto de los
ciudadanos". Otros autores alegan en el mismo sentido razones de orden diferente y aun
más enérgico. No se contentan con recordar que la ley no se convierte en ejecutiva sino
desde el momento de su promulgación sino que añaden que es la promulgación misma o
por sí sola, la que le confiere su fuerza ejecutiva, debiéndose considerar por este motivo,
a fortíori, que es la que le da Ia perfección. La idea general que se desprende de esta
nueva doctrina es que las disposiciones legislativas aprobadas por las Cámaras sólo
poseen en virtud de dicho voto el valor de simples decisiones, si bien las Cámaras pueden
imprimirles carácter de decisiones imperativas que obligan o prohíben, no pueden
revestirlas de fuerza ejecutiva; únicamente el Ejecutivo es capaz de conferirles esta
última. Esta doctrina, en cierto modo, ha llegado a ser tradicional en la literatura francesa.
La ferriére (op. cit.,2a ed., vol. r, p. 454) la describió firmemente en estos términos: Puede
decirse que el derecho de imprimir fuerza efectiva a

1
Este argumento entraña, por otra parte, que se extienda al publicación lo que se dice anteriormente a la promulgación, pues resulta
cierto decir respecto de la publicación misma que, hasta su cumplimiento, la ley carece de eficacia jurídica, por lo menos en lo que se
refiere a la ejecución de sus prescripciones. Esto es, por lo demás, lo que aseveraban Laband (loc. Cit., p. 273); “Para converitre el
proyecto adoptado por el legislador en una ley se necesita al más; la promulgación y la publicación”, y Jellinek (op. Cit., p. 321); “Solo
mediante el cumplimiento de la orden de publicación la ley se convierte en perfecta en derecho público”.
379

138] FUNCION LEGISLATIVA 379

una decisión es atributo exclusivo del poder ejecutivo. Las decisiones judiciales mismas
sólo poseen esa fuerza en virtud de la fórmula ejecutiva estampada en los juicios, fórmula
que contiene un mandamiento dirigido a los agentes ejecutivos por el poder ejecutivo".
Hauriou (Principes de droit public, p. 448) expone la misma idea: "Todos los actos del
poder ejecutivo van revestidos de la fórmula ejecutiva; recíprocamente, la fuerza ejecutiva
no puede concederse a un acto jurídico proveniente de otro poder sino por intervención
del poder ejecutivo. Por lo tanto, las leyes sólo se convierten en ejecutivas por la
promulgación que de ellas hace el jefe del Estado". Por la promulgación, dice Hauriouo y
no solamente desde la promulgación; es por lo tanto el acto citado del jefe del Estado el
que constituye propiamente el origen de la fuerza ejecutiva,2 y el fundamento de la
necesidad del acto así comprendido reside indudablemente en el concepto de que en
principio, corresponde al jefe del Estado -en cuanto éste es el encargado de procurar la
ejecución de las leyes- el tomar todas las medidas y emitir todos los mandamientos que
llevan a asegurar dicha ejecución. En otros términos Ia promulgación, en dicha doctrina,
ya no tiene solamente por objeto afirmar la existencia de la ley, sino que contiene
esencialmente una orden, apareciendo corno un acto de mando. De esta manera es como
realmente la entiende y define Laband (loc. cit., vol. II, pp.309 y 319). Después de
demostrar que en el Imperio alemán la sanción que da a la ley su fuerza imperativa
pertenece únicamente al Bundesrat y que el emperador, reducido, como tal, por el art. 17
de la Constitución federal, al poder de promulgar la ley, no tiene por qué participar en el
mandamiento legislativo contenido en la sanción (ver n. 6, p. 364, supra), declara Laband,
sin embargo, que en la fórmula de introducción de las leyes del Imperio que sirve al
mismo tiempo de fórmula de promulgación, "es el emperador el que da Ia orden de
obedecer la ley"; pues, dice: "El Bundesrat se limita exclusivamente a tomar decisiones y
nunca da formalmente órdenes. En el terreno de la legislación es el emperador el que
ejecuta las decisiones sancionadas -o sea hechas impe

2 En sus Principes de droit public (pp. 151 y 153), Hauriou precisa su pensamiento respecto a este punto con la mayor claridad. “La
confección de la ley – dice- supone por lo menos tres actos sucesivos; la votación por cada una de las dos Cámaras y la promulgación
por el Presidente de la República. Hay que encontrar un medio de amalgamar esos tres actos sucesivos. A mi entender constituyen una
operación enlazada, en la que el consentimiento de la segunda autoridad viene a juntarse a la decisión tomada por la primera… El jefe
de Estado se encontrará, pues, en presencia de dos hechos a los cuales, a su vez, se adherirá mediante la promulgación”. “Solo la
promulgación por le jefe del Estado dará al contenido de la ley fuerza obligatoria con respecto a los ciudadanos; sólo ella dará a dicho
contenido el velos de un acto y también, mediante un rodeo, al ordenar a todos los agentes de la fuerza pública que la hagan ejecutar.
Así pues, la forma ejecutiva es un elemento perfectamente separable del contenido del a decisión…” (p.149).
380

380 FUNCION DEL ESTADO [138

rativas- por Ios gobiernos confederados, al ordenar observarlas" (op.cit., p.309).3 La


doctrina de Laband es reproducida por Duguit, que la adapta al derecho público francés al
decir (Traité, vol. II, p. 444) que "por la promulgación, el Presidente de la República
ordena realizar los actos prescritos por la ley que promulga: ordena que se ejecute la ley".
Y en este camino, Duguit llega incluso más lejos que Laband. Pretende que al dar esa
orden de ejecución, el Presidente no realiza simplemente un acto de función ejecutiva:
"Ordenar que se ejecute una ley no es ejecutar dicha Iey ", sino que, dice, al promulgar la
ley, realiza el Presidente un verdadero acto de potestad legislativa: "Por la promulgación,
el Presidente queda directa y verdaderamente asociado a la confección de la ley" (ibíd. p,
a3). "Participa en la confección de las leyes, porque la promulgación es indispensable
para la perfección de las mismas" (L'Étot, vol. II, p.331).4 En una palabra, según Duguit y
según los autores franceses antes citados, l a promulgación es uno de los factores
esenciales de la legislación, en cuanto es ella la que termina la ley, añadiéndole y
confiriéndole la fuerza ejecutiva que es la condición misma de su eficacia.. Y no hay más
remedio que reconocer que esta doctrina tan extendida tiene un muy firme punto de
apoyo en el art. la del Código civil, según el cual "las leyes son ejecutivas en virtud de la
promulgación que de las mismas

Hace el Presidente de la República". Esmein adopta en esta cuestión una postura


especial. "La promulgación dice (Éléments,5' ed., p. 60a)- es el acto mediante el cual el
jefe del poder ejecutivo declara ejecutiva una ley votada regularmente por el cuerpo
legislativo", e incluso especifica que "la ley es realmente perfecta

3 Así parece explicarse el hecho anteriormente señalado (n. 6, p. 364) de que en la fórmula de promulgación el emperador emite una
orden (wir…verordenen). Aunque tenga apariencia de orden legislativa, esa orden no es sino un mandamiento de ejecución que forma
parte de la promulgación y no tiene naturaleza de sanción. “El Bundesrat – dice también a este respecto Laband (loc. Cit., p. 319)-. Al
votar la sanción, no ha dado la orden formal de obedecer a la ley, sino que solamente ha decidido que dicha orden habrá de darse e
nombre del Imperio. Al emperador es a quien el art. 17 de la Constitución del Imperio confiere la misión de declarara formalmente cuál
es la voluntad legislativa del Imperio; a él le corresponde la promulgación.” Contra esta afirmación de Laband, ver las objeciones
expuestas en el n. 32 del No. 144, infra, y también las que se desprenden del hecho de que, según el mismo Laband, la potestad
legislativa, en el Imperio, corresponde exclusivamente al Reichstag y al Budesrat (nn. 6 y 8 del NO. 134, supra).

4. Saint-Girons, Manuel dedroit constittutionnel, pp. 374 ss., caifica asimismo la promulgación como “acto legislativo”. Es, dice, “un
acto que contempla la ley”. Dicho acto es “preliminar indispensable de la ejecución, no es un acto de ejecución”, sino, mejor dicho, “un
acto que debe considerarse como una colaboración del jefe del Estado con el Parlamento”. Idéntica doctrina sostiene de Vareilles-
Sommiéres, De la promulgation et de la publication des lois et decrets, p.6, que dice que la promulgación “completa ley” y constituye
en ese aspecto “un acto legislativo”.
381

138] FUNCION LEGISLATIVA 381

y definitiva cuando ha sido votada por el poder legislativo".5 Por esta prudente definición,
Esmein parece dar a entender que la promulgación sólo tiene un efecto declarativo, y no
atributivo, de fuerza ejecutiva y que por lo tanto no es un acto de potestad legislativa. Pero
lo que sigue de las explicaciones proporcionadas por este autor respecto de la
promulgación demuestra que se coloca con referencia a dicho, acto' dentro de la doctrina
que acaba de exponerse en último lugar como la que ha llegado a tener preponderancia
en los tratados de derecho público francés. Se distingue únicamente Esmeind de Ios
autores antes citados en que aporta a Ia doctrina

común, un argumento nuevo y de distinto género. Su argumento capital se toma del


principio de la separación de los poderes. En efecto, según Esmein, la promulgación, al
mismo tiempo que declara la ley ejecutiva, es también, el acto mediante el cual el jefe del
poder ejecutivo da a los agentes de la autoridad pública la orden de mirar por su ejecución
y prestarle asistencia en caso necesario" (ibíd.,). Ahora bien, la "necesidad" de dicha
orden especial" es una lógica consecuencia de la separación de los poderes. La razón de
ello es que "el derecho y la obligación de velar por la ejecución de la ley pertenecen al
poder ejecutivo; mientras éste no haya dado orden de proceder a ello, ninguna de las
autoridades públicas ha de tenerla en cuenta". Así pues, Esmein se distingue de los
demás autores antes citados en que asigna a la promulgación un fundamento especial, al
cual aquéllos no habían hecho referencia: según el, la promulgación es la consecuencia
directa y necesaria del sistema constitucional de separación de las diversas autoridades.
Puede la autoridad legislativa confeccionar las leyes; pero estas leyes, aunque perfectas y
definitivas, no pueden imponerse a las autoridades ejecutivas y obligar a los agentes
ejecutivos a procurar su ejecución, mientras éstos n o hayan recibido al efecto una orden
especial de su jefe propio y separado, el Presidente de la República. Eh aquí, pues, un
nuevo motivo dé promulgar que viene a añadirse a todos aquellos que se enumeraron
antes antes. Pero, en suma, Ia alegación de dicho motivo distinto supone que Esmein
comparte en el fondo el sentimiento común de los autores franceses respecto a la
naturaleza y a los efectos de la promulgación. Pues si bien es verdad que las autoridades
ejecutivas no se hayan ligadas a la ley ni empiezan a tener que ejecutarla

si no por efecto de la orden especial que so les dirige con ese objeto por el

5 Asimismo Ducroc q (Etudes de droit public, p. 12; Cours de droit administratif, 7ª edición vol. I, pp 21 y 68) dice que la
promulgación es el acto por el cual el poder ejecutivo convierte la ley en ejecutiva; la define como “la orden de ejecución de
la ley”; y añade que sólo por ella adquiere la ley fuerza coercitiva. Pro, por otra parte, insiste especialmente sobre el punto
de que , a su parecer, la promulgación no es un acto de potestad legislativa, puesto que – dice – “la ley existe y está
completa antea de su promulgación”. Esa sólo constituye el primer acto de ejecución del a ley.
382

382 FUNCION DEL ESTADO [138-139

Por el decreto presidencial que Ia promulga, hay que deducir de inmediato que sólo dicho
decreto comunica a la ley su fuerza ejecutiva, su virtud y su eficacia positiva so y así nos
encontramos en realidad traídos de nuevo a la conclusión de que la promulgación es una
de las partes integrantes del procedimiento que tiende a crear las leyes como decisiones
que imponen la obediencia, es decir, que ella misma es un acto de potestad legislativa.

139. Todas estas teorías referentes al fundamento, la naturaleza y los efectos de la


promulgación descansan sobre un equíoco que conviene señalar desde ahora para
disiparlo. Del hecho de que el jefe del Ejecutivo es el encargado por la Constitución (ley
de 25 de febrero de 1875, art. 3) de tomar todas aquellas medidas prácticas y concretas
que tienden a asegurar la ejecución de las leyes, y particularmente de dar a los agentes
que dependen jerárquicamente de él las órdenes que puedan sr necesarias a dicho
efecto, se deduce que también se halla investido del poder constitucional de emitir, en el
momento de aparecer la ley, la orden general y abstracta que, al conferir a ésta su
carácter de prescripción ejecutiva, conduce a convertirla en una ley perfecta y verdadera,
es decir, en una prescripción realmente provista, en adelante, de fuerza imperativa, y por
consiguiente, se llega así a afirmar que no merece jurídicamente la ley producir sus
efectos ni es ejecutiva en dicho sentido sino en virtud y por la potestad del mandato
contenido en la promulgación. En el fondo, esta doctrina se confunde --o poco le falta- con
la teoría alemana anteriormente expuesta (n° 131), que sostiene que corresponde
exclusivamente al jefe del Estado emitir el mandato por el cual adquiere la ley su valor de
prescripción imperativa y obligatoria. Entre los juristas franceses, Duguit es el que más se
acerca actualmente a este concepto alemán. Desde el momento -dice este autor- en que
es el Presidente de la República el que ordena que se ejecute la ley, y desde el momento
en que emite esa orden, no ya a título ejecutivo, sino en cuanto está "directa y realmente
asociado a la confección de la ley", ya no se percibe diferencia apreciable entre la
promulgación, considerada en este aspecto,6 y la sanción monárquica tal como la
describen los autores alemanes. En realidad toda esta concepción equivocada, todas
estas incertidumbres respecto a la verdadera naturaleza de Ia promulgación provienen de
la persistencia de ideas esencialmente monárquicas en Ia literatura del derecho público
francés. La doctrina que ve en la promulgación una orden general que imprime a la ley su
fuerza ejecutiva supone, en efecto, como punto de partida y como base esencial, que el
jefe del Ejecutivo en Francia –como el monarca en otros sitios- es el único que posee el
imperio (cf. Esmein, Éléments. 5ª

6 En otros aspectos difiere evidentemente de la sanción, ya que tiene por objeto certificar y atestiguar la ley. Y, sobre todo,
existe entre ambos actos la diferencia de que uno, la sanción, es libre, y el otro, la promulgación – al menos en el derecho
francés actual -, no lo es.
383

139] FUNCION LEGISLATIVA 383

ed., p. 17). Sólo éI es capaz de emitir mandamientos que tengan una verdadera virtud
imperativa, es decir, que puedan tener por efecto desencadenar el movimiento de la
fuerza pública. En este concepto, las asambleas llamadas legislativas, así como los
tribunales, sólo pueden emitir decisiones; e incluso si dichas decisiones deben
considerarse como llevando en sí algo imperativo, es necesario aún que el jefe del
Ejecutivo, desempeñando así el cometido de un verdadero jefe del Estado y erigido por
ello en órgano supremo, intervenga para revestirlas, por su propio mandamiento y en
virtud de su derecho exclusivo de imperio, de la fuerza coercitiva que ha de vivificarlas,
atribuyéndoles de una manera completa y definitiva un valor real y definitivo y una eficacia
de órdenes propiamente dichas.7 Que tal condición haya podido prevalecer en Alemania,
donde Ios tratados de derecho público están impregnados del espíritu monárquico, y que
los alemanes (especialmente Laband, ver supra, p. 380 y n. 3) hayan tratado de hacerlas
prevalecer hasta en el Imperio (que, sin embargo, no es una monarquía) en lo que
concierne a la promulgación hecha por el emperador, tiene su explicación; pero resulta
sorprendente que ese concepto haya podido sobrevivir en Francia a las monarquías de
antaño y hasta conservar preponderancia. Esto demuestra cuán tenaces son las ideas
jurídicas formadas sobre antiguas tradiciones históricas y con qué fuerza subsiste el rastro
de regímenes políticos anteriores, incluso cuando dichos regímenes se consideran como
enteramente desaparecidos. En realidad, lo que imprime a la ley la fuerza imperativa en
virtud de la cual su ejecución se impone por sí misma es la orden de conformarse a las
disposiciones que enuncia. Ahora bien, en el derecho público actual de Francia esta orden
proviene directa y exclusivamente del cuerpo legislativo mismo, y proviene del acto por el
cual las Cámaras adoptan la ley. Forma parte integrante y es elemento esencial de la
confección de las leyes por las asambleas. Hasta 1789, los Estados generales carecían
del poder de mandamiento propio, y se reducían, especialmente en materia legislativa, a
postular cerca del rey, que era el único que podía decretar (ver n 352, infra). En esa
época resultaba cierto decir que la fuerza en virtud de la cual la Iey ha de recibir su
ejecución proviene de la orden del jefe del Estado. Hoy ya no puede convenir esta
afirmación, y hasta es inconciliable con el sistema de derecho público vigente. Ya en 1791
Ia Asamblea legislativa había adquirido el derecho de decisión imperativa, y según frase
de los constituyentes de aquella época, se había elevado a la potestad de "querer por la
nación (ver n 363, ínfra), particularmente

7 En resumen, según esta teoría, la adopción de la ley por la Cámaras no tendría por sí misma efecto plenamente imperativo más que
en un solo aspecto; respecto al presidente de la República, por cuanto éste está obligado, por el solo hecho del a adopción regular, a
efectuar la promulgación.
384

384 FUNCION DEL ESTADO [139

en la esfera de la legislación. Bien es verdad que en la fórmula de la promulgación de


1791, la ley también se presentaba como fundada en la voluntad del rey. "La
promulgación -decía la Constitución de 179l (tít. III, cap. IV, sec. 1, art. :1)- estará
redactada en la forma siguiente: La Asamblea nacional ha decretado y, nos queremos y
ordenamos lo que Sigue”. Mas los términos de esta fórmula se explican por el motivo de
que, según esta Constitución, la ley promulgada por el monarca se entendía como
sancionada por el mismo; pero, como se demostró anteriormente (n 136, texto y n. Il), la
supuesta sanción de entonces sólo era una ficción.

En definitiva, para averiguar de qué mandato obtiene la ley su fuerza, sea imperativa o
sea incluso ejecutiva, es indispensable y suficiente también indagar cuál es la voluntad en
la cual se funda, ya que la idea de mando supone un acto de voluntad por parte del que
manda. En el derecho público actual de Francia, eI acto de voluntad, en lo que se refiere
a la creación de las leyes, es visible con toda claridad en las Cámaras, sin que se pueda
decir que se perciba del mismo modo en el presidente de la República. La promulgación,
en efecto, no es, por parte del citado Presidente un acto libre: quiera la ley o no la quiera,
está obligado a promulgarla.8 No se puede decir, pues, que la fuerza propia de la ley –
llámese como se llame, imperativa o ejecutiva- procede de la voluntad o del mandato del
Ejecutivo, sino que Ia orden legislativa proviene únicamente de las asambleas y se halla
contenida en la adopción de la ley por éstas.9 Así pues, la promulgación no es un
verdadero acto de mando, porque la voluntad de las cámaras tiene por sí sola una fuerza
completa y suficiente. Contra lo que dice Duguit (citado p.380, supra), no es necesario
que el Presidente ordene que se ejecute la ley, pues la orden

8 Según Laband (loc.cit, vol. II p. 302 n.), no es la ley adoptada por las Cámaras la que crea por sí misma, respecto del jefe del Ejecutivo,
la obligación de promulgarla, ya que las leyes no contienen ningún texto que dirijan a éste semejante orden; sino que, por el hecho de
ser adoptada una ley, deriva para el jefe del Ejecutivo la obligación constitucional de realizar la promulgación de la misma. Este análisis
parece exacto a primera vista; sin embargo, hay que reconocer que si la Constitución impone al jefe del Ejecutivo la obligación de
promulgar las leyes, es porque considera que la voluntad legislativa de las Cámaras se impone por sí misma, de una manera superior, a
la autoridad ejecutiva encargada de la promulgación. En este sentido se puede decir, pues, que la adopción de la ley por las Cámaras
contiene implícitamente una verdadera orden de promulgación. Po lo menos equivale a esa orden, en cuanto son las Cámaras las que,
por la votación de la ley, colocan al jefe del Ejecutivo en la obligación de cumplir con su deber constitucional de promulgación.

9 Hasta las resoluciones judiciales tiene contenido imperativo. El juez no se limita a emitir una simple sententia, dejando a toras
autoridades el cuidado de derivar de ella sus consecuencias, sino que ordena, prohíbe, y emita así mandamientos, que obtiene su
fuerza en la potestad propia de la autoridad jurisdiccional (cf. La n. 7, p. 256, supra, y la n. 46 del no. 147, infra).
385

139] FUNCION LEGISLATIVA 385

de ejecución es inherente a la misma ley; deriva de la potestad propia de la ley.10 La ley,


en el momento de su ejecución, se ejecuta en virtud de la voluntad de las asambleas, y no
de la voluntad del Ejecutivo.11 La

10
Hasta las deliberaciones de los consejos generales y de los consejos municipales se califican hoy día por los autores como "ejecutivas
por sí mismas" (Hauriou, Précis de droit administratif, 8* ed., pp. 270 y 324), aunque habitualmente no puedan ejectuarse antes de que
transcurra cierto plazo durante el cual quedan sometidas al control de la autoridad central (ley

de 10 de agosto de 1871, arts. 47 y 49; ley de 5 de abril de 1884, art. 68, in fine). Con mayor razón las leyes adoptadas por las Cámaras
deben considerarse como "ejecutivas por sí mismas", aunque no puedan ser ejecutadas sino después de su promulgación, ya que el
Presidente de la República ni siquiera tiene que ejercer control respecto a su valor intrínseco (ver núms.

148-149, infra). Las deliberaciones legislativas de las Cámaras, en este sentido, son soberanas, poseen por sí mismas un valor completo
y perfecto, y no esperan de la promulgación ningún aumento de fuerza ni virtud alguna que ya no posean. Particularmente en lo que se
refiere al Presidente de la República, es evidente que las leyes adquieren, por el solo hecho de su adopción parlamentaria, el carácter
de decisiones ejecutivas: esto lo prueba precisamente el hecho de que, por causa de su adopción, el Presidente se ve obligado a
promulgarlas y, desde luego, a proceder a su ejecución (cf. Hauriou, op. cit., 8" ed., p. 210 y también 6* ed., p. 417, n.).

11
¿No es ésta la idea contenida en el pasaje, frecuentemente recordado, de Tácito (Annalcs, m, 69) : "Nec utendum imperio ubi legibus
agi possit"? Resulta superfluo hacer intervenir el imperium, como potestad especial del magistrado, allí donde la potestad de la ley es
por sí sola suficiente. Fué en virtud de esta idea por lo que los actos realizados por el pretor romano conforme a las leyes y mediante un
poder legal no se consideraban como actos de potestad pretoriana, sino como provenientes directamente de la ley, y sus efectos se
tenían como derivados de la ley misma. Por ejemplo, las instancias judiciales organizadas por el magistrado

dentro de los límites fijados por la ley que le había conferido su poder jurisdiccional se calificaban c'omo indicia legitima, y no como
judicia imperio continentia: por más que dichas instancias estuviesen fundadas en una judicii dado realizada por el pretor y que fuesen,
en este sentido, obra de él mismo, los romanos se guardaban muy bien de hacer resaltar respecto a ellas la potestad del magistrado
que las había formulado, sino que las trataban exclusivamente como instancias legítimas. Así también se sabe —y aquí se hace más
estrecha la analogía con el caso de la promulgación moderna—, gracias a los trabajos y a la luminosa demostración de Wlassak (Edikt
und Klageform, ver especialmente pp. 54 s s j , que en Roma no había edictos civiles, o sea edictos que garantizasen a los litigantes la
disposición de las acciones que tienen por la ley misma o por una fuente civil equivalente a la ley. Estas acciones sólo estaban
representadas, en el álbum del magistrado, por un esquema de fórmula y no por una cláusula edictal anunciando la judicii dado; sólo
eran objeto, según las palabras de los textos, de un proponerse acdonem y no de un polliceri acdonem. Es que, en efecto, el edicto
honorario no tenía que confirmar o consagrar el derecho civil, al menos en los casos en que éste había provisto a las necesidades de la
práctica de modo que se bastara a sí mismo. En semejante caso, los romanos

no admitían que hubiese intermediario entre la ley y los ciudadanos que invocaban un derecho que habían recibido de la misma; y es
también por lo que el pretor no tenía que renovar, por una medida edictal o por una orden proveniente de su propia potestad de
imperium, las prescripciones o mandamientos que habían sido emitidos por la ley misma. E tas verdades lógicas vuelven a tener
actualmente su necesaria aplicación en lo que se refiere a la determinación del alcance de la promulgación. La doctrina que define la
promulgación como una orden de ejecución, o sea de obediencia a la ley, tropieza con la siguiente alternativa: o bien

la orden dada por el Presidente de la República es una nueva orden que no se hallaba ya contenida en la adopción de la ley por las
Cámaras, y entonces se cae en la teoría alemana que
386

386 FUNCION DEL ESTADO [139

doctrina por la cual el Presidente sería el llamado a perfeccionar la ley añadiéndole la


fuerza que le falta12 se contradice por la Constitución, ya que ésta, como se observó
antes, coloca el poder legislativo, por entero, en las Cámaras (ley de 25 de febrero de
1875, art. I 9 ) y sólo atribuye al Presidente de la República (art. 3) la "ejecución" de la ley.
Estos textos implican que la ley sale de las asambleas totalmente perfectas, sin que el
Presidente tenga que añadirle ni completarle nada. El poder ejecutivo es por consiguiente
un poder de pura ejecución, y nunca un poder de dar a la ley la fuerza ejecutiva.13

no reconoce al Parlamento sino un poder de deliberación legislativa y le niega la potestad de mando legislativo, o
bien el Presidente no hace sino repetir una orden que ya provenía de la creación de la ley por las Cámaras; ahora bien,
esta repetición es inútil, y ni siquiera se concibe, así como no podían concebirse edictos civiles en derecho romano. La
razón de ello es que el Ejecutivo no tiene por qué confirmar los mandamientos del cuerpo legislativo, pues éste se
halla investido de una potestad de mandar que le basta a sí mismo. La ley es ejecutiva, manda obedecer, no ya
porque haya sido promulgada por el Ejecutivo, sino porque es la ley, la expresión de la voluntad imperativa de un
órgano, el Parlamento, que es el órgano supremo del Estado.

Entre esta voluntad superior y los subditos a los cuales impone prescripciones, no hay necesidad de intermediario
alguno que venga, por una orden nueva y especial, a darle fuerza ejecutiva. De hecho, una vez que la ley ha entrado
en ejecución, a nadie se le ocurriría decir que al conformarse a sus prescripciones, los ciudadanos o los funcionarios
obedecen a la orden del Presidente de la República. La palabra "obediencia a la l e y " , o según la terminología de la
Constitución de 1791 (tít. m, cap. i, sec. 5, art. 6 y cap. I I , sec. 1", art. i v ; tít. v n , art. 7 ) , "fidelidad a la ley" significa
únicamente obediencia a la voluntad del cuerpo legislativo. Y, en efecto, no cabe en la imaginación que el deber de
obediencia a las leyes provenga de un mandamiento de aquel mismo que está obligado a promulgarlas y a asegurar su
ejecución.

12 La doctrina de Hauriou (indicada en la p. 379, supra), según la cual los decretos del Presidente de la República
habrían de tener por sí mismos, bajo el nombre de fuerza ejecutiva, una fuerza especial que no poseen las leyes (ver
también a este respecto una nota del mismo autor en Sirey, 1914, 3. 2 ) , tampoco es admisible. No es de creer que los
actos y voluntades del cuerpo legislativo, la más alta autoridad, tengan una potestad menor que los actos del jefe del
Ejecutivo, autoridad subalterna, y que tengan necesidad de la ayuda de este último para adquirir pleno valor. Bien es
verdad que las leyes son objeto de una promulgación especial, que es obra del Presidente de la República, a la que no
se hallan sometidos los decretos presidenciales; y, por consiguiente, también es cier'o que estos últimos pueden ser
ejecutados desde el momento en que han sido dictados, mientras que, para las leyes, la fase de ejecución sólo
empieza a partir de la promulgación (ver n' 142, infra). Pero esto no significa que sea la promulgación la que confiere
a las leyes la fuerza especial en virtud de la cual tienen derecho a la ejecución.

13. Respecto a estos diversos extremos, ver Beudant, Cours de droit civil, introducción, n.80, que se rebela contra la
idea de que la promulgación sea una orden de ejecución dada por el jefe del Ejecutivo, diciendo: " ¿ De qué sirve, en
efecto, esa orden de ejecución de la ley ya votada? ¿No resulta superflua? ¿No se entiende de por sí que una ley debe
ejecutarse cuando ha sido votada? Hoy día, el jefe del poder ejecutivo ya no participa en el ejercicio de la autoridad
legislativa, y la ley votada por las Cámaras es perfecta y definitiva. ¿A qué responde entonces esa orden de ejecución,
que no puede dejar de darse?" En el mismo sentido, Bonnet, De la promulgation, tesis, Poitiers, 1908, pp. 67, 128 ss.,
150, dice: " L a orden final de la fórmula promulgatoria es perfectamente inútil, cualquiera que sea el sentido que se
le atribuya.
387

140] FUNCION LEGISLATIVA 387

140. Todo esto viene a significar que la fuerza ejecutiva de la ley no es más que su misma
fuerza imperativa, que se llama imperativa en estado de reposo y se califica de ejecutiva
cuando se halla en movimiento. Y realmente, al Ejecutivo es a quien le corresponde
ponerla en movimiento, sin que esto signifique que sea ese Ejecutivo el que la crea. Se ha
tra-

La ley, como ley, lleva en sí misma una orden de obediencia, que se dirige a los agentes del Estado, en todos los
grados de la jerarquía, así como a los simples particulares. No existe ley sin mandamiento. ¿De qué sirve, entonces
una vez que está hecha, dar la orden de ejecutarla? "Cf. para los juicios, Jéze, Revue du droit public, 1913, pp. 455-456,
que, a propósito del "deber jurídico" que tienen los agentes púhlicos de prestar su ministerio a la realización de las
decisiones del juez, dice muy acertadamente: " Esta obligación existe con independencia de toda fórmula ejecutiva,
ya que su deber proviene, no ya de la fórmula ejecutiva, sino de la ley que organiza su función y de la autoridad del
juez" . Y dicho autor recuerda a este respecto —según Laferriére, op. cit., 2* ed., vol. i, p. 379— el caso de los juicios
de los consejos de prefectura, para los cuales no existe fórmula ejecutiva y que, sin embargo, en ausencia de cualquier
requerimiento especial dirigido a los agentes públicos de ejecución, crean a éstos la obligación de ejecutarlos. Sin
embargo, existe una categoría de juicios que no tienen fuerza ejecutiva en Francia mientras no han sido objeto de una
orden especial de ejecución: se trata de los juicios que provienen de tribunales extranjeros, y ello por la razón de que
los mandamientos emitidos por una autoridad extranjera no pueden tener fuerza imperativa en territorio francés. Es
necesario, pues, para su ejecución en Francia, que estos juicios sean investidos, por una autoridad francesa, de la
fuerza ejecutiva que les falta. Ahora bien, conviene observar que la autoridad a la cual ha de pedirse la orden de
ejecución necesaria para los juicios extranjeros no es otra que los mismos tribunales franceses. Esto es lo que afirman
los arts. 546 del Código de procedimientos civiles y 2123 del Código civil, los cuales especifican que los juicios
extranjeros no llegan a 'ser "susceptibles de ejecución en F r a n c i a " sino " e n cuanto han sido declarados ejecutivos
por un tribunal francés". Las palabras de estos textos implican que la fuerza en virtud de la cual los juicios son
ejecutivos proviene de las decisiones de la autoridad jurisdiccional y de ninguna otra parte. Por lo demás, es lógico
pensar que en principio todo acto realizado por una autoridad estatal que actúa dentro de la esfera de su
competencia debe llevar en sí su fuerza ejecutiva. Es fácil de explicarse que el Estado deba interevnir necesariamente
para conferir semejante fuerza a las voluntades o convenciones de los particulares, ya que sólo él puede, mediante su
mandamiento, poner en movimiento la potestad pública. Pero cuando es el mismo Estado el que por uno de sus
órganos regulares ha hecho acto de voluntad o de decisión imperativa, la intervención de un mandamiento especial y
posterior, destinado a conferir a dicho acto estatal la fuerza ejecutiva, parece superflua, puesto que la voluntad
estatal tiene por carácter propio y esencial poseer por sí misma una fuerza inmediata y absoluta de realización, que
implica que por el solo hecho de su emisión, cualquier orden que emana de una autoridad pública competente tiene
directamente derecho a ser ejecutada. Considerándolo bien, la doctrina tan difundida que pretende reservar al
Ejecutivo el poder de conferir fuerza ejecutiva a las decisiones estatales sólo podría justificarse en el caso de que el
jefe del Ejecutivo fuese llamado por la Constitución a funcionar dentro del Estado como órgano supremo, de que
tuviera él solo capacidad para formular voluntades definitivas, y de que debiera desde ese momento intervenir
necesariamente para hacer suyas, por su mandamiento superior, las decisiones imperativas enunciadas por las demás
autoridades. Por lo que concierne especialmente a las leyes adoptadas por las Cámaras, este último punto de vista —
bajo el imperio de la Constitución de 1875— sería tanto menos defendible cuanto que el órgano supremo del Estado,
según dicha Constitución, es precisamente el Parlamento.
388

388 FUNCION DEL ESTADO [140

tado, sin embargo, de distinguir esas dos fuerzas. La ley —dice Esmein (citado p. 380,
supra) es "perfecta y definitiva " ; tiene por lo tanto también fuerza imperativa, desde el
momento en que ha sido adoptada por las Cámaras. Pero no adquiere fuerza ejecutiva
sino por su promulgación, en el sentido de que los agentes ejecutivos no pueden proceder
a su ejecución más que en virtud de una orden que les haya sido dada por su propio jefe,
el Presidente de la República. Puede objetarse a esta doctrina el provenir de una
confusión entre la fuerza ejecutiva y los medios de ejecución. Realmente, en efecto, es al
Ejecutivo a quien corresponde emplear estos últimos y aplicar los medios de coacción, por
lo que también corresponde al jefe del Ejecutivo dar a los agentes competentes las
órdenes necesarias a dicho efecto.14 Pero sólo se trata aquí de medios de ejecución, y no
de la fuerza ejecutiva propiamente dicha, la que proviene de una "oluntad superior a la del
Presidente, y es inherente, con pleno derecho, a las prescripciones legislativas
provenientes de las Cámaras. Se podría, pues, creer que Esmein sólo quiso referirse a las
órdenes relativas a las medidas de ejecución. Sin embargo, dicho autor no se refiere
solamente a órdenes de esa naturaleza, sino que trata de la fuerza ejecutiva misma,
considerada in abstracto, y exige para la creación de dicha fuerza una orden general y de
principio, proveniente especialmente del Presidente de la República. La necesidad de
dicha orden —dice— se deduce del sistema de la separación de poderes. En ese sistema,
las Cámaras carecen

de potestad jerárquica sobre los agentes del Ejecutivo, y por lo tanto, la ley adoptada por
las Cámaras no puede tener valor de mandamiento para ellos. Sólo habrán de "tener en
cuenta" dicha ley cuando hayan recibido de su jefe la orden correspondiente. Así pues,
según esa doctrina, sólo la promulgación puede imprimir a la ley la fuerza ejecutiva, y ello
no solamente con respecto a los agentes ejecutivos, sino en definitiva respecto a los
mismos particulares, ya que los agentes ejecutivos son los que mandan ejecutar la ley por
estos últimos. Por lo demás, Esmein aplica su teoría tanto a las decisiones judiciales,
como a las prescripciones legislativas. "La justicia —dice dicho autor (Éléments, 5* ed., p.
6 2 8 )— se administra, no ya en nombre del Presidente de la República, sino en nombre
del pueblo francés, pero la fórmula ejecutiva que termina la expedición de las
resoluciones, juicios y mandamientos judiciales se hace en nombre del Presidente de la
República. Aquí, como en la promulgación de las leyes, existe una aplicación exacta del
principio de la separación de poderes”.15

14 Es lo que se desprende particularmente de los términos de la fórmula ejecutiva que se pone a las decisiones de
justicia: " El Presidente de la República manda y ordena a todos los actuarios, por este requerimiento, ejecutar dicha
resolución o juicio . . . "

15 Artur ("Séparation des pouvoirs et des fonctions", Revue du droit public, vol. xiv,
389

140] FUNCION LEGISLATIVA 389

Se verá más adelante (n* 279) las graves críticas que pueden suscitarse contra el sistema
de separación de poderes tal como Esmein lo entiende. La base que dicho autor pretende
asignarle a la institución de la promulgación supone que las diversas autoridades
estatales —por ejemplo el cuerpo legislativo y el Ejecutivo— se hallan separadas y son
extrañas unas a otras, a tal punto que los mandamientos del legislador sólo adquieren
valor para los agentes ejecutivos mediante una orden formal y especial del jefe de dichos
agentes. Si tal fuera el alcance de la separación de poderes, ésta nos llevaría nada
menos que a comprometer e incluso a arruinar totalmente la necesaria unidad del Estado.
Volveremos a tropezar después con esta objeción fundamental, pero desde ahora es
conveniente refutar la teoría de Esmein sobre la promulgación por razones especiales
tomadas de la misma naturaleza de la ley y del poder legislativo. Se debe observar ya que
en principio, aquello que se quiere, ordena

o cumple por un órgano estatal que actúa dentro de la esfera de su competencia


estatutaria, debe considerarse jurídicamente como la voluntad, la orden o el hecho del
Estado mismo, y vale como tal para todos los demás órganos estatales. Esto solo bastaría
para excluir la idea de que los actos realizados regularmente por una autoridad pública
puedan, bajo el pretexto de la separación de poderes, ser ignorados o tenerse por
inexistentes e inoperantes por las demás autoridades. Con mayor razón, es inadmisible
que la ley sólo adquiera fuerza y tenga valor para los agentes encargados de su ejecución
después de que éstos hayan recibido a tal respecto una orden del jefe del Ejecutivo,
puesto que la adopción de la ley por las Cámaras constituye por sí misma una orden que,
en virtud de la superioridad del órgano legislativo, se impone inmediatamente a todos,
tanto gobernantes como gobernados. Si se consideran en particular aquellas leyes que
sólo se refieren a los funcionarios para regular su conducta dentro de los servicios, ¿cómo
poder admitir oue, según la frase de Esmein, éstos sólo tengan que "tenerlas en cuenta"
por razón de un mandamiento proveniente del Presidente de la República?.16 Y de un
modo ge-

p. 57) sostiene que " l a fuerza ejecutiva se adhiere con pleno derecho a las decisiones de justicia", y hace observar, en
este sntido, que de hecho "es el actuario el que pone esta fórmula a los juicios" . Bien es verdad que el Presidente de la
República no interviene, después de cada juicio, para emitir una orden de ejecución, como interviene después de cada
ley adoptada para hacer la promulgación de la misma, pero no deja de ser cierto también que la fórmula ejecutiva de los
juicios está redactada en nombre del Presidente y esto basta, al parecer, para que se deba sacar la conclusión de que la
fuerza ejecutiva de las decisiones judiciales se origina en la orden que da el jefe del Ejecutivo en la fórmula de referencia
(ver la nota precedente).

10 Bonnet, op. cit., pp. 67 y 151, alega, en el sentido antes indicado, que las leyes se imponen, según la misma
Constitución, por su sola cualidad de leyes, al Presidente de la República, el cual está obligado a promulgarlas y tiene el
deber de asegurar su ejecución. " Si ocurre así —añade con razón dicho autor—, si el Presidente, que es el representante
más eminente
390

390 FUNCION DEL ESTADO [140

neral, en el sistema francés de jerarquía de las autoridades ¿cómo concebir que la ley
dictada por el cuerpo legislativo, que es el órgano preponderante, sólo deba su eficacia a
la voluntad del Ejecutivo, que es una autoridad subalterna? Semejante concepto resultaría
especialmente chocante en lo que se refiere a las leyes constitucionales. Según la opinión
común, deben estas leyes, después de su adopción por la Asamblea nacional, ser
promulgadas por el Presidente de la República. ¿Podrá sostenerse aquí también que la
fuerza por la cual son ejecutivas proviene de dicha promulgación y del mandamiento del
Ejecutivo, cuando, según el mismo Esmein (Éléments, 5* ed., p. 9 8 3 ) , "son obra de una
autoridad superior al poder ejecutivo, y también al poder legislativo"? 17

Sería inútil alegar, en respuesta a esos argumentos, que la ejecución de las leyes no se
impone a los agentes encargados de dicha función sino a partir del momento en que han
sido promulgadas. Es cierto, en efecto, que para que dichos agentes procedan a la
ejecución de la ley es necesar i o que hayan sido informados previamente de su
existencia, y por consiguiente después de la adopción de la ley, transcurrirá forzosamente
un intervalo más o menos largo durante el cual aquélla carecerá de eficacia. Más aún,
será necesario a veces que los agentes de ejecución esperen de sus jefes, y
particularmente del jefe del Ejecutivo, órdenes respecto a la manera como habrán de
ejecutar la ley. La emisión de dichas órdenes entra directamente en las funciones del
Presidente de la República, puestoque la Constitución le encarga especialmente de
"asegurar la ejecución de las leyes" (ley de 25 de febrero de 1875, art. 3 ) . Pero no debe
confundirse este poder de ejecución con el poder de imprimir a la ley, de manera inicial,
su fuerza ejecutiva. El uno sólo es un poder subalterno de naturaleza estrictamente
ejecutiva; el otro supondría que el Presidente participa del mando superior del cual toma
la ley su potestad, que es de esencia francamente legislativa. El hecho de que sea
llamado el Presidente, como

del poder ejecutivo, puede recibir directamente la orden legislativa, sin que el principio de la separación de poderes
reciba con ello ninguna merma, ¿cómo admitir que la orden de la ley no puede obligar directamente a los subordinados
del Presidente? ¿Por qué la ley, que por su cualidad de ley se impone al jefe del poder ejecutivo, no ha de imponerse
igualmente al poder ejecutivo por entero?"

17 En su estudio sobre la promulgación, el autor citado en la nota precedente pretende establecer a este respecto una
distinción entre leyes constitucionales y leyes ordinarias. Estas deben ser promulgadas para llegar a ser ejecutivas (op.
cit., núms. 138 ss.J. Aquéllas son ejecutivas indepedientemente de dicha formalidad (op. cit., núms. 93 ss.). La razón de
ello es que la ley constitucional es obra de un poder constituyente, superior por esencia a los poderes constituidos, y por
consiguiente sería inadmisible que la puesta en ejecución de esta clase de ley estuviera subordinada a un acto del jefe
del Ejecutivo. Pero esta razón de orden jerárquico ¿no se aplica con idéntica fuerza a las leyes ordinarias? Estas leyes
emanan del cuerpo legislativo, que es, entre los órganos constituidos, el más alto; su ejecución, pues, no puede
depender de la voluntad del jefe del Ejecutivo, que no es sino una autoridad inferior en potestad.
391

140] FUNCION LEGISLATIVA 391

jefe del Ejecutivo, a tomar aquellas medidas que tienen por objeto asegurar la ejecución
de las leyes y a dar a los agentes que de él dependen cuantas órdenes tiendan a dicho
resultado, no demuestra de ningún modo que sea él quien le imprime a la ley la primera
fuerza que la convierte en ejecutiva para sus agentes.18 Muy al contrario, del hecho de
que, por el art. 3 antes citado, tenga constitucionalmente el Presidente la obligación

18 Se desprende de estas observaciones que hay que hacer extensiva al acto legislativo la muy juiciosa distinción
establecida por Hauriou (op. cit., 6* ed., p. 419 nj, con relación a los actos administrativos, entre la decisión ejecutiva y
las medidas de ejecución. Los agentes administrativos subalternos, puestos en contacto con los administrados y
encargados de ejecutar las decisiones de la autoridad administrativa, emiten a veces, con este fin, órdenes por las cuales
hacen producir efectos concretos y positivos a decisiones que hasta entonces sólo habían sido emitidas de un modo
abstracto y de principio; así pues, la orden del agente ejecutivo parece comunicar a la decisión, respecto a los
interesados, una eficacia, y por consiguiente una fuerza ejecutiva, de la que carecía con anterioridad. En realidad, sin
embargo, y como lo señala acertadamente Hauriou, la orden dada por el agente subalterno no es una decisión nueva,
sino que solamente constituye una medida o procedimiento de ejecución de una decisión preexistente. La verdadera
decisión ejecutiva, en este caso, no es la orden de ejecución emitida por el agente subalterno, sino la primera decisión
en virtud de la cual dicha orden ha sido emitida; y el administrado que acata la orden del agente subalterno no hace en
realidad sino acatar el mandamiento contenido en la decisión inicial, de la cual esa orden posterior es únicamente la
ejecución. Estos conceptos deben aplicarse al acto legislativo. Después de la votación de una ley, múltiples órdenes
pueden ser dirigidas, por la autoridad ejecutiva, bien a los agentes administrativos o bien a los administrados, con objeto
de asegurar la ejecución detallada de dicha ley. Pero, en primer lugar, no hay evidentemente ninguna comparación qué
establecer entre esas órdenes particulares, que se refieren a las diversas aplicaciones o consecuencias de la ley, y el
mandato general de ejecución que los autores han creído ver en la promulgar ción, el cual tendría por objeto conferir a
la ley la fuerza misma por razón de la cual tendrá derecho a ser ejecutada. Como se ha visto anteriormente (n. 11, p.
385), no hay lugar en el derecho público actual de F r a n c i a para semejante mandamiento por parte del Ejecutivo. Ya
desde este punto de vista, las órdenes dadas a consecuencia de la adopción de la ley sólo pueden ser medidas de
ejecución, y presentan dicho carácter, además, desde un segundo punto de vista. Cualquiera que fuere su objeto, en
efecto, y aun cuando las hubiera emitido la autoridad ejecutiva en virtud de su propia potestad o que tal o cual de entre
ellas constituyese por sí misma una decisión especial que tuviera una fuerza ejecutiva distinta de la de la ley, no por ello
dejará de ser cierto que dichas órdenes presuponen una fuerza ejecutiva primordial, que es aquella de la ley a la cual se
refieren. La misma expresión "poder ejecutivo", de la que se sirve la Constitución para caracterizar toda la potestad y
toda la actividad ejercida por el Presidente de la República y por los agentes de los cuales es el superior jerárquico, basta

para demostrar que las leyes llevan en sí mismas, a partir del instante de su formación parlamentaria, la fuerza
imperativa por la cual pueden pretender su ejecución. Esto es como decir que cualesquiera órdenes que tienden a
asegurar esa ejecución se producen a consecuencia de una fuerza ejecutiva que se encuentra ya contenida en la ley que
va a ejecutarse. No se puede, pues, tomar de dichas órdenes argumento alguno para sostener que corresponde al
Ejecutivo conferir a la ley 6U fuerza ejecutiva. Con mayor razón, no puede alegarse el argumento en lo que concierne a
la promulgación, pues se verá, en efecto (pp. 394 y 3 9 9 ) , que la promulgación no es ni siquiera una orden, sino un
simple reconocimiento y una enunciación; es, pues, totalmente imposible considerarla como un acto que engendre la
fuerza ejecutiva de la ley.
392

392 FUNCION DEL ESTADO [140-141


de promulgar y hacer ejecutar, debe deducirse que, desde antes de su promulgación, y
tanto respecto del Presidente como respecto de sus subordinados, tiene la ley carácter
ejecutivo, del cual la misma promulgación no

es sino el reconocimiento y la consagración. Por lo demás, no es el Presidente

de la República el jefe jerárquico de las autoridades judiciales, y si los tribunales tienen la


obligación de aplicar la ley a partir de su promulgación, ya no puede decirse que lo hacen
en virtud de una orden que les haya dado el jefe del Ejecutivo en el acto que la promulga.
Hay que admitir, pues, que la fuerza ejecutiva inherente a la ley, cuyo efecto empieza a
producirse después de la promulgación, proviene de fuente distinta a una orden
presidencial contenida en aquélla. Esta observación referente a las autoridades judiciales
basta también para demostrar que no se debe tratar de explicar la institución de la
promulgación por el principio de la separación de poderes.

141. La conclusión que se desprende de todo lo precedente es que, al promulgar


la ley, el Presidente de la República de ningún modo realiza un acto de función legislativa,
sino que únicamente provee a la ejecución de aquélla. No ejerce en esto un poder de
mando, sino que desempeña respecto al cuerpo legislativo cuya obra promulga, y
respecto a esta obra legislativa misma, un deber de sumisión, una obligación de su cargo
ejecutivo.19 Por ello, la promulgación se diferencia esencialmente de la sanción, pues
mientras que ésta constituye una adhesión prestada a la ley por el jefe del Estado,
destinada a perfeccionar la ley por efecto de la reunión de las voluntades legislativas
paralelas e idénticas del gobierno y de las Cámaras, la promulgación por el Ejecutivo, por
el contrario, supone terminada la obra legislativa y perfeccionada la ley, y su único objeto
es asegurar la ejecución de ésta. Como ya se ha dicho (Ducrocq, Études de droit public,
p. 8;20 " Beudant, Cours de droit civil, introducción, p. 84), la promulgación es el primer
acto de la ejecución de la ley.21 Por lo tanto,

19 Al promulgar las leyes adoptadas por el cuerpo legislativo, el Presidente de la República no realiza un acto de
potestad legislativa, como tampoco realiza labor jurisdiccional al ordenar a los agentes de la fuerza pública, en la
fórmula ejecutiva puesta al pie de las sentencias, que se hace en su nombre (ver n. 14, p. 388, supra), ejecutar dichos
juicios.

20 La doctrina de Ducrocq es además poco lógica. Por una parte afirma que la promulgaciónes " l a orden de ejecución
de la ley" (Cours de droit administran), 7» ed., vol. I, p. 68) y que "sólo por ella adquiere la ley fuerza coercitiva" (ibid., p.
21). Por otra parte sostiene (loe. cit.) que " l a promulgación no es más que el primer acto de ejecución de la ley". Si en la
promulgación es donde se halla contenido el mandamiento que confiere a la ley su fuerza imperativa, no es posible
considerarla como un puro acto ejecutivo.

21 Se ha objetado (Bonnet, op. cit., p. 73) que " l a s leyes no ordenan su propia promulgación" y que, por consiguiente,
ésta no es propiamente hablando una ejecución de la ley. Duguit (Traite, vol. n, p. 444) dice asimismo que, al promulgar
la ley, el Presidente de la República no ejecuta, pues "no realiza un acto prescrito por la ley que promulga". Razonar de
esta
393

141] FUNCION LEGISLATIVA 393

cuando se repite que constituye el acto que origina la ley, hay que interpretar esta fórmula
banal en el sentido de que no es la promulgación el acto que da origen a la ley, sino que
es simplemente el acto que hace constarla aparición de la ley, aparición que, según el
derecho francés, tiene lugar el día de la última votación mediante la cual el Parlamento dio
por terminada la adopción del proyecto legislativo."22 Débense aplicar a este acto de
adopción final , mutatis mutandis, las fórmulas mismas tan acertadamente empleadas por
Laband (op. cit., ed. francesa, vol n, pp. 301-302) para caracterizar la sanción en los
países monárquicos, pues se aplican a él con toda exactitud. Se puede decir, en efecto
(trasponiendo las palabras de Laband), que "en la aprobación de las leyes por las
Cámaras es

manera es hacer un juego de palabras. Se verá más adelante que por función ejecutiva debe entenderse, no solamente
aquellos actos que consisten en ejecutar una prescripción formal de la ley, sino también todas aquellas medidas que
pueden tomarse con objeto de asegurar la ejecución de las leyes, por cuanto dichas medidas quedan dentro de la
competencia reconocida'al Ejecutivo por la Constitución o la legislación vigente. Así pues, los autores no dudan en
admitir (ver n' 216, infra) que la disposición del art. 3 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875,

que encarga al Presidente la ejecución de las leyes, supone para él el poder de hacer los reglamentos necesarios a dicho
efecto; y aun cuando esos reglamentos no hayan sido prescritos especialmente por la ley a la cual se refieren, no por eso
dejan de constituir actos que tienden a asegurar su ejecución, y por consiguiente actos ejecutivos. La promulgación de
las leyes es en primer lugar un acto ejecutivo de esta naturaleza, ya que tiene por objeto hacer entrar a la ley
promulgada en su fase de ejecución. No sin razón el art. 3 antes citado coloca juntos en el mismo párrafo el poder de
promulgar las leyes y el poder de asegurar su ejecución. Se trata, en efecto, de poderes de idéntica naturaleza, o sea de
poderes de orden ejecutivo. La promulgación y los reglamentos hechos espontáneamente con objeto de asegurar la
ejecución de una leyson actos de naturaleza y de potestad ejecutivas, si no por cuanto ejecutan una orden formalmente
dada por la ley a la cual se refieren, al menos por cuanto tienen un fin ejecutivo y también se refieren a la obligación de
ejecutar la ley, obligación que tienen las autoridades ejecutivas con respecto a las decisiones del cuerpo legislativo. Tal
parece ser también el sentir de Esmein (Éléments, 5' ed., p. 603), que asimila la promulgación al poder reglamentario,
clasificando a ambos bajo la rúbrica de "poderes del Presidente que tienden a la ejecución de las leyes".

22. Existe una gran diferencia, a este respecto, entre la promulgación de las leyes y el pronunciamiento de los juicios
previsto y ordenado por el art. 116 del Código de procedimiento civil . No basta con que el juicio haya sido visto y
adoptado por el tribunal para que sea perfecto; la decisión de ese tribunal no llega a ser perfecta sino después de haber
sido leída y publicada en la audiencia por el presidente. Hasta ese pronunciamiento, los jueces tienen lafacultad de
modificar su sentencia, y si entre la adopción del juicio y su lectura en la audiencia falleciese uno de los jueces, con la
consecuencia de impedir que el tribunal quedara completo, el juicio tendría que celebrarse de nuevo. Así pues, la
publicación de la sentencia es necesaria para que ésta adquiera carácter definitivo. Muy distinta es la significación de la
promulgación de las leyes. Desde el momento en que la ley ha sido adoptada por

las Cámaras, éstas ya no pueden modificarla; al menos, sólo podrían modificarla por una nueva ley (cf. Esmein, Éléments,
5' ed., p. 895, que dice que, cuando las Cámaras han estatuido en calidad de legislador, " e l acto realizado adquiere
valor definitivo"). Desde este punto de vista tampoco puede decirse que la promulgación añada algo a la ley; no la
origina, sino que reconoce su aparición o existencia, que se remonta a su adopción por las Cámaras.
394

394 FUNCION DEL ESTADO [141

donde se manifiesta directamente la voluntad dominadora del Estado. Constituye el punto


esencial de toda la obra legislativa: todo aquello que se produce antes, en el trámite de la
legislación, no es sino su preparación; todo lo que se produce después es la necesaria
consecuencia jurídica de la adopción de la ley, el efecto que produce sin que nada pueda
detenerla". Y sigue diciendo Laband: " La libre voluntad que decide la formación y la
potestad de la ley se ejerce exclusivamente en la adopción por las Cámaras". Esta
adopción constituye " e l acto decisivo" que lleva consigo la promulgación, la publicación
y, de un modo general, todo aquello que ha de concurrir a la formación de la ley. Todos
estos actos ejecutivos se cumplen ulteriormente, en virtud de la obligación de ejecutar la
voluntad legislativa de las Cámaras, impuesta por la Constitución al jefe del Ejecutivo,
pero no en virtud de la voluntad de éste. Se desprende de aquí que las consecuencias
jurídicas que puede producir la ley después de su promulgación y de su publicación, así
como las diversas fuerzas que habrá de tener a consecuencia de estos actos, no deben
atribuirse tanto a estos mismos actos ejecutivos como a la adopción de la ley, única que
puede engendrar estas consecuencias y en la cual se encuentran contenidas en principio.
Se dice habitualmente que la promulgación convierte a la ley en ejecutiva; y esta fórmula
debe entenderse en el mismo sentido que aquella otra, análoga, que consiste en decir
que la publicación hace obligatoria a la ley. En realidad, no es la publicación la que
imprime a la ley su fuerza obligatoria. Esta le viene de más alto: de la voluntad de las
Cámaras, que se manifestó definitivamente por la adopción de la ley. La publicación, a
decir verdad, sólo determina el momento en que la fuerza obligatoria conferida a la ley por
el voto parlamentario empezará a producir su efecto. Lo mismo ocurre con la fuerza
ejecutiva. Esta fuerza se pone en movimiento por la promulgación, pero no es transmitida
(conferida) por ella. Al igual que la publicación, la promulgación no es un acto de mando,
que aporte a la ley una nueva potestad, sino que se limita a hacer entrar en vigencia a la
ley, apoyándose, a dicho efecto, en el mandamiento anterior del legislador, único que
tiene el poder de comunicar a la ley sus diversas fuerzas. Esto es precisamente lo que se
desprende de la fórmula actual de la promulgación. Se ha pretendido (Duguit, Traite, vol.
II , p. 443) que los términos de esta fórmula (antes indicados, p. 377) demuestran
claramente que el jefe del Ejecutivo perfecciona la ley y le confiere su fuerza ejecutiva.
Parece, por el contrario, que dichos términos son ahora muy discretos y reservados. Al
decir: " La presente ley, discutida y aprobada por las Cámaras, será ejecutada como ley
del Estado", el Presidente, en realidad, no da una orden, sino que reconoce únicamente, y
afirma, que la ley será ejecutada. No hay aquí expresión de mando.,
395

141-142] FUNCION LEGISLATIVA 395

que atribuya fuerza ejecutiva,23 sino que se trata de una simple declaració reconocimiento
de la fuerza que la discusión y la aprobación parlamentarias han conferido a la ley. 24

142. Pero entonces ¿cuál es el objeto preciso de la promulgación? Teniendo en


cuenta que el Presidente ya no sanciona las voluntades legislativas de las Cámaras y que
tampoco tiene nada que añadir a una ley que ya es perfecta por el voto de las asambleas,
¿por qué exige la Constitución su intervención para promulgarla? Finalmente, puesto que
la promulgación sólo es un acto de ejecución, ¿para qué es necesario dicho acto
ejecutivo?

23 Si se compara la fórmula actual de promulgación con la fórmula ejecutiva que termina el pronunciamiento de los
juicios y las actas notariales, no se puede menos de advertir entre ellas una notable diferencia. La fórmula ejecutiva
puesta al pie de las sentencias ejecutorias contiene, en efecto, el siguiente mandamiento: " En consecuencia, el
Presidente de la República francesa manda y ordena a todos los actuarios, mediante este requerimiento, ejecutar dicha
sentencia, a los procuradores generales y a los procuradores de la República cuidar de la misma, a todos los
comandantes y oficiales de la fuerza pública prestar su ayuda cuando sean legalmente requeridos para ello" (decreto del
2 de septiembre de 1871). Estas palabras son verdaderamente de mandamiento; hay aquí una verdadera orden de
ejecución, dirigida a los agentes que han de realizarla. Por el contrario, al afirmar que " la ley adoptada por las Cámaras
será ejecutada", el Presidente no emite ningún mandamiento, sino que afirma sin ordenar. Entre las dos fórmulas
referidas existe la profunda diferencia de que aquella que va al pie de los actos suscptibles de forzada ejecución es
realmente una fórmula ejecutiva, y la que sigue a las leyes sólo es una fórmula promulgatoria. Respecto a saber si es
lógicamente necesario que la fórmula ejecutiva de las sentencias esté redactada en nombre del Presidente de la
República, ver la n. 46 del n' 147, infra.

24 En este sentido, se debe observar que la fórmula de promulgación, que ya una vez había reconocido que " el Senado
y la Cámara de Diputados adoptaron la ley en cuestión", hace notar nuevamente, en su parte referente a la ejecución de
la ley promulgada, el hecho de la adorrción por las Cámaras. "La presente ley, discutida y aprobada por el Senado y la
Cámara de Diputados, se ejecutará como ley del Estado". Esta repetición sólo puede explicarse por la

intención de referir directa y exclusivamente la ejecución de la ley a su adopción parlamentaria.

La significación más natural y verosímil de esta parte de la fórmula promulgatoria es que la ley de referencia será en
adelante ejecutada, no ya en virtud de la promulgación hecha por el Presidente, sino a causa de haber sido discutida y
aprobada por las Cámaras. Cf. Beudant, op. cit., introducción, p. 86, que, a propósito de las fórmulas de promulgación
actualmente vigentes, dice que " y a no se trata de la fórmula ejecutiva que contiene la orden dada por el poder
ejecutivo; ésta se juzga superflua. La promulgación es simplemente el anuncio, hecho oficialmente, de que la ley existe y
va a ser ejecutada". En sentido contrario, Bonnet, op. cit., p. 66, sostiene que, en la fórmula de promulgación, la
proposición que dice: "La presente ley será ejecutada como ley del Estado" , continúa teniendo al presente la
significación y el valor de una orden. Tampoco es exacto afirmar, como a veces se ha dicho, que mediante la
promulgación, el jefe del Ejecutivo transmite al cuerpo de ciudadanos la orden contenida en la ley, pues la
promulgación, aunque destinada esencialmente a ser llevada a conocimiento de los ciudadanos, no es en sí un acto
rodeado de publicidad (ver n' 146, infra). La transmisión de la orden legislativa sólo tendrá lugar mediante la publicación
de la ley. En cuanto a la promulgación, se limita a afirmar la existencia de esa orden proveniente de las Cámaras.
396

396 FUNCION DEL ESTADO [142

Para establecer la necesidad de la promulgación, se ha dicho a veces que bajo la


Constitución actual, que reserva al Presidente de la República el poder de pedir a las
Cámaras una nueva deliberación, es indispensable que el Presidente —en el caso en
que renuncie a hacer uso de dicha facultad— realice un acto especial para manifestar que
no opondrá ninguna resistencia a la ley. Esta consideración no es decisiva. Puesto que,
en efecto, la petición de nueva deliberación sólo puede formularse dentro de un plazo
limitado, el simple hecho de expirar dicho plazo bastaría para significar que la ley
adoptada por las Cámaras no encuentra objeciones por parte del jefe del Ejecutivo y que
no será devuelta. Por otra parte, se debe observar que la exigencia de la promulgación se
extiende por los autores a las leyes de revisión constitucional, por más que las leyes de
ese género no pueden ser objeto de la petición presidencial de nueva discusión (ver n9
478, infra). Esto demuestra bien a las claras que la institución de la promulgación se
refiere a causas distintas de la facultad presidencial de suscitar un nuevo examen de la
ley. La verdad es, en efecto, que la promulgación —incluso en aquellos Estados en que el
Ejecutivo queda excluido de toda participación en la formación de las leyes— responde a

una necesidad jurídica que deriva de la naturaleza misma de los hechos. Y precisamente
el caso de las leyes de revisión, al que nos acabamos de referir, proporciona a dicho
respecto una indicación significativa. Acaba de decirse que, según la doctrina
generalmente admitida, estas leyes deben promulgarse como las demás leyes ordinarias;
sin embargo, la Constitución de 1875 no ha previsto, ni prescrito, su promulgación, y los
dos textos constitucionales que se ocupan de promulgación, o sea el art. 3 de la ley de 25
de febrero de 1875 y el art. 7 de la ley de 16 de j u l i o de 1875, no se refieren, ninguno
de los dos, sino a leyes "votadas por ambas Cámaras", dejando pues de lado las leyes de
revisión adoptadas por la Asamblea nacional (cf. la n. 3 del n9 460, infra). Sin embargo, ni
los autores (Esmein, Éléments, 5* ed., p. 983; Duguit, Traite, vol. n, p. 532; E. Pierre,
Traite de droit politigue, electoral et parlementaire, suplemento, n9 506), ni la práctica
(cuando las revisiones de 1879 y 1884), han dudado en admitir la necesidad de la
promulgación para las leyes de naturaleza constituyente. Se ha tomado como argumento,
en este sentido, que las leyes constitucionales de 1875 (ley de 25 de febrero, art. 4 y ley
de 24 de febrero, art. 11) han hecho mención expresamente de su propia promulgación.
Pero, fuera de estos textos, existen otras razones profundas que militan en favor de la
promulgación de todas las leyes. Es tal la fuerza de estas razones que algunos autores
hablan de promulgación incluso respecto de actos que nada tienen de legislativo, como
por ejemplo los decretos reglamentarios.

Y sin embargo, se ha observado con razón que la promulga-


397

142] FUNCION LEGISLATIVA 397


c.ión difícilmente se concibe para los decretos, ya que no se distinguiría de la confección
misma del decreto, puesto que ambas operaciones tendrían un mismo autor (Hauriou, op.
cit., 8* ed., p. 52; Bonnet, op. cit.,p. 97 ) ; y por cierto no se ve en qué consistiría dicha
promulgación, ni por qué vía podría hacerse, pues la fórmula promulgatoria actual, cuyo
tenor se fijó por el decreto de 6 de abril de 1876, no se refiere más que a las leyes y no es
aplicable a los decretos.25 A pesar de estas objeciones, algunos autores continúan
afirmando que los decretos mismos deben ser objeto de promulgación 26 (ver sobre todo
Beudant, loe. cit., p. 89; Moreau, Le régtement administratif, p. 236), lo que demuestra la
tendencia a considerar dicha formalidad como natural y necesaria.27

25 Es cierto que la ordenanza de 27 de noviembre de 1816 y el decreto de 5 de noviembre de 1870 se refieren


igualmente a la promulgación de las leyes y de los decretos. Pero la larga controversia que se ha suscitado respecto a
ambos textos está resuelta hoy día en el sentido de que la palabra promulgación debe entenderse en ella como
sinónimo de publicación. La inserción en el Journal Ojjiciel o en el Bulletin des loís, prescrita por la ordenanza de 1816 y
el decreto de 1870, no puede considerarse en efecto más que como una medida de divulgación, que tiene por objeto
hacer correr los plazos a cuya xpiración la ley o el decreto insertado se considerarán publicados; esta inserción es ya,
pues, un elemento de la publicación, y no un acto que tiende a realizar la promulgación, como erróneamente lo
establecen los dos textos antes citados (Bonnet, op. cit., pp. 51 SÍ.; Cass., Cámaras reunidas, 22 de junio de 1874).
Respecto a la publicación de los decretos reglamentarios, cf. n" 224, infra.

26 Esta opinión ha sido rechazada implícitamente por la jurisprudencia del Consejo de Estado, que se pronuncia en el
sentido de que los decretos presidenciales son ejecutables desde el momento mismo de su emisión, bastando ésta —
fuera de toda necesidad de cualquier formalidad— para asegurar su existencia y su eficacia legales. Es así como una
resolución de 18 de julio de 1913 (ver respecto a esta resolución la nota de Hauriou, Sirey; 1914, 3. 1) reconoce que el
acto administrativo realizado en ejecución de un decreto recientemente emitido es regular válido, por más que dicho
acto se haya realizado antes de la publicación del decreto en el que se apoya. Evidentemente, las disposiciones de los
decretos sólo son aplicables a los administrados mediante su publicación y al expirar el plazo posterior a la publicación
que fija el decreto de 5 de noviembre de 1870; y por consiguiente, los administrados no pueden ser obligados a
someterse a las medidas ejecutivas de un decreto mientras dicho plazo no haya vencido. Pero, por lo menos, las
medidas o decisiones tomadas por las autoridades administrativas entre la emisión del decreto y la publicación del
mismo no pueden considerarse como desprovistas de fundamento, prematuras e irregulares, ya que, una vez emitido el
decreto, posee inmediatamente, a falta de fuerza obligatoria respecto a los particulares, una completa fuerza de
ejecución, suficiente para proporcionar una base de regularidad a las decisiones tomadas por agentes administrativos en
virtud de sus disposiciones; y por consiguiente, estas decisiones

producirán sus efectos jurídicos respecto a los administrados mismos, una vez efectuada la publicación. Esto implica
que, a diferencia de lo que ocurre con las leyes, no existe para los decretos ninguna formalidad promulgatoria que haya
de colocarse entre su emisión y su publicación, y de la que dependa su ejecución.

27 Es verdad que en Inglaterra las leyes no son objeto de promulgación especial. El tradicional ceremonial de aceptación
por el rey, al que se someten en la Cámara de los Lores los bilis adoptados por las dos Cámaras (Anson, Loi et pratique
constitutionnelles de l´Angleterre,ed. Francesa, vol. I, pp. 355 ss.; E. Mayr, Traitédes lois, priviéges et usages du
Parlament, ed.
398

398 FUNCION DEL ESTADO [143

143. Para reconocer y apreciar la utilidad y la razón de ser de la promulgación, es


conveniente referirse a su fórmula, tal como se halla establecida actualmente por el
decreto de 1876 (ver p. 377, supra). Según los términos mismos de dicha fórmula, la
promulgación tiene un triple objeto: es ante todo un reconocimiento de la adopción de la
ley por el órgano legislativo; en segundo lugar, es la certificación de la existencia de la ley
y de su texto, y finalmente, es la afirmación de su valor imperativo y ejecutivo.

El jefe del Ejecutivo empieza por considerar un hecho: " El Senado y la Cámara de
diputados han aprobado. . ." Esta parte de la fórmula promulgatoria tiene el alcance de un
protocolo, pues en ella se levanta acta de que la ley en cuestión ha sido votada por
ambas Cámaras. Y al mismo tiempo se indica en ella implícitamente que dicha doble
adopción se ha realizado en las condiciones requeridas para la formación regular de las
leyes. Bien es verdad que el fragmento de fórmula que acabamos de citar no expresa esto
categóricamente, pero así se desprende de la combinación de dicho fragmento con la
frase siguiente, por la cual el Presidente de la República va a declarar que promulga la
ley, y por cosiguiente, si la promulga, es porque ha sido regularmente confeccionada y
aprobada. Este es, en efecto, el segundo enunciado contenido en la fórmula: " El
Presidente de la República promulga la ley cuyo tenor sigue: (texto de la ley)" . Esta parte
de la fórmula tan sólo deduce una consecuencia del reconocimiento que precede. Del
hecho de que la ley ha sido aprobada por las Cámaras, deduce el Presidente que ésta se
halla definitivamente formada, y por consiguiente, la promulga, como se lo manda el art. 3
de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875. La promulga, es decir, afirma su
existencia y atestigua que ha tomado cuerpo por efecto de los votos

parlamentarios y, en el mismo orden de manifestaciones, fija y atestigua el texto, el


contenido. Finalmente, la última parte de la fórmula promulgatoria no hace tampoco más
que deducir las consecuencias de los enunciados que preceden: "La presente ley,
discutida y aprobada por el Senado y la Cámara de Diputados, se ejecutará como ley del
Estado". Reconocer la existencia de la ley es, en efecto, tanto como reconocer su fuerza
imperativa; así pues, desde el momento en que la perfección de la ley ha sido comproba-

francesa, vol. n, pp. 142 ss.), parece —a pesar de lo que dice Laband, op. cit., ed. francesa, vol. I I , pp. 282-283— tener el
alcance de una aprobación real de la ley más bien que de una verdadera promulgación. Pero esta ausencia de
promulgación ¿no puede provenir de que el pueblo inglés se supone que está presente en todos los actos que se
realizan en sesión pública del P a r lamento, y como consecuencia de esta ficción, de que no hay necesidad de atestiguar
especial y solemnemente, por medio de una promulgación formal, la aparición de una ley a cuya formaciónse supone
que ha asistido el pueblo?
399

143] FUNCION LEGISLATIVA 399

da y atestiguada, el Presidente declara que la ley es apta para producir su efecto


ejecutivo, y anuncia que va a entrar en ejecución. En todo esto, como se ve, nada dice el
jefe del Ejecutivo que pueda hacer considerar que ejerce un poder de naturaleza
legislativa; en el curso de las diversas declaraciones o afirmaciones que contiene la
fórmula promulgación no interviene ninguna palabra que signifique verdadero
mandamiento, ninguna orden propiamente dicha, ni siquiera (cf. n9 147, infra) una orden
de publicación. Antes bien, los términos mismos de d i cha fórmula revelan claramente
cuál es el significado, el alcance de la promulgación. Del principio hasta el f i n , sus
términos vienen a ser un testimonio formal y auténtico aportado por el Presidente a la ley
que promulga.

El testimonio es t r i p l e : el Presidente atestigua sucesivamente la existencia de la ley, el


contenido de la misma y finalmente la reunión de las condiciones exigidas para que
empiece a ejecutarse. Tal es el objeto preciso de la promulgación; tal es también el objeto
exclusivo de la misma. Esto no significa que la promulgación carezca de utilidad. Del
hecho de que su objeto se encuentre reducido a las modestas proporciones de una simple
declaración oficial no se desprende que deba ser considerada en definitiva como "una
condición superflua que se pone a la ejecución de las leyes", condición que, por lo tanto,
"podría ser borrada sin inconveniente de la Constitución de 1875" (Bonnet, op. cit., pp.
148 ss.), ni tampoco que pueda considerársela como uno de los elementos de la
publicación, elemento que formaría parte del "conjunto de medidas por las cuales una ley
nueva se hace del conocimiento del público" (Planiol, Traite elémentaire de droit civil, 6*
ed., vol. i, pp. 69 ss.), y que, por lo tanto, no constituiría un acto especial que respondiese
a una necesidad distinta. Contrariamente a estas opiniones, la promulgación es una
operación necesaria, que se coloca entre la adopción y la publicación de la ley, sin
confundirse ni con la una ni con la otra. La necesidad de este acto ha sido demostrada
claramente por Laband (op. cit., ed. francesa, vol. II, pp. 277 ss., 318, 324; cf. Jellinek,
Gesetz und Verordnung, pp. 321 ss.). Cuando —dice Laband— una ley acaba de ser
creada, se necesita, antes de que entre en vigencia, que su existencia y su regularidad
constitucionales queden establecidas y fuera de duda mediante un acto formal, para que
no pueda nadie, en el transcurso de su ejecución, suscitar discusiones a este respecto. A
esta necesidad de certidumbre responde la promulgación. No tiene de ningún modo el
mismo objeto que la publicación, pues ésta tiene por objeto poner la ley en conocimiento
de los ciudadanos. La promulgación no es por sí misma un acto o un medio de publicidad,
sino tan sólo un procedimiento de certificación. El Presidente de la República, al hacerla,
desempeña en cierto aspecto un papel comparable al de un
400

400 FUNCION DEL ESTADO [143

otario público que recibiera un acta con objeto de comunicarle carácter de autenticidad.
Esto ocurre por ejemplo, en lo que se refiere al tenor de la ley, al fujar la promulgación con
perfecta exactitud los términos de aquél. Pero además el Presidente ejerce también un
poder de comprobación o verificación sobre las operaciones que han conducido a la
formación de la ley. Para poder certificar su existencia, es necesario que se cerciore
previamente 28 de la observación de las formas prescritas por la Constitución para la
confección de la misma; así, al atestiguar su existencia, atestigua al mismo tiempo la
regularidad de su adopción.29 Una vez comprobados y fijados estos tres puntos —
existencia, regularidad y tenor

2 8 Así se explica el plazo de un mes conferido al Presidente por el art. 7 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875
para el cumplimiento de la promulgación. Esmein (Éléments,5* ed., p. 606) dice que dicho plazo permite al jefe del
Ejecutivo "prepararse para la aplicación de las leyes y escoger el momento oportuno para hacerlas entrar en vigor".
Pero, si tal fuerael objeto del plazo, hay que convenir en que la elección del momento oportuno quedaría encerrada en
un intervalo muy corto de tiempo. La verdad es, más bien, que ha parecido convenientedejar al Presidente un cierto
plazo con objeto de que tenga tiempo para comprobar la regularidad de la formación de la ley. Por lo demás, el plazo se
imponía por el solo hecho de que la Constitución concedía al Presidente el poder de reclamar una nueva deliberación
(ver también lo que, para justificar dicho plazo, dice E. Pierre, op. cit., suplemento, p. 223).

29 En su monografía titulada Die Promulgation, Liebenow trata de demostrar que, contrariamente a la doctrina de
Laband, ni el derecho francés ni el derecho alemán admiten, entre la adopción o la sanción de las leyes y su publicación,
la intervención de un acto especial, que, con el nombre de promulgación, estuviese destinado a reconocer y declarar de
modo auténtico el nacimiento constitucional de la ley (op. cit., pp. 61 ss., 100 ss., 107 ss.). Liebenow combate
especialmente (ibid., pp. 86, 98, 108 ss.) la idea de que la promulgación constituya una declaración solemne de la
regularidad constitucional de la ley promulgada. Es cierto, en efecto, que, en Francia particularmente, la promulgación,
considerada en sí misma, no tiene por objeto proporcionar al jefe del Ejecutivo un poder de control sobre la
constitucionalidad de las leyes adoptadas por el cuerpo legislativo, ni el medio de hacer pesar una especie de anulación
sobre aquellas leyes que juzgara inconstitucionales. Pero, por otra parte, no se puede negar tampoco que, al atestiguar
por la promulgación la aparición de una ley, el jefe del Ejecutivo asegura al mismo tiempo, e implícitamente, que la ley
de que se trata ha cumplido con las condiciones esenciales sin las que ninguna ley, según la Constitución vigente, puede
ser adoptada. En este sentido, Laband tiene perfecto fundamento para decir (op. cit., ed. francesa, vol. n, pp. 278 y 321)
que la promulgación es una declaración de la formación regular de la l e y ; es —dice (p. 330 )— "el reconocimiento
formal de que la ley ha sido discutida, votada y sancionada constitucionalmente". Y lo que constituye la fuerza de esta
afirmación de Laband es que se deduce de la misma naturaleza de las cosas, pues, por ejemplo, cuando el Presidente de
la República francesa atestigua, en su decreto de promulgación, que ambas Cámaras han adoptado tal o cual texto, cuyo
tenor reproduce, es evidente, sin que tenga que decirlo la Constitución, que el Presidente sólo puede enunciar
semejante testimonio cuando el texto legislativo promulgado ha sido realmente adoptado, en términos idénticos, por
ambas asambleas. La promulgación

implica, pues, necesariamente, por parte del promulgante, cierta comprobación, al menos exterior (cf. n' 150, infra), de
la validez de la ley cuya existencia certifica (ver por lo demás la réplica de Laband a las objeciones de Liebenow en Archiv
für óffentl. Recht., xvn, pp. 440 ss.).
401

143-144] FUNCION LEGISLATIVA 401

de la ley—, ésta podrá, en adelante, ser ejecutada. Y esto es en efecto lo que declara el
Presidente en la última frase del decreto de promulgación.

144. Tal es también el concepto que parecen haber admitido, respecto de la


naturaleza y el objeto de la promulgación, los diversos oradores que durante la confección
del Código civil tomaron parte en las largas discusiones suscitadas por la redacción del
art. I9 del título preliminar.

La idea que se destacó especialmente en el transcurso de dichos debates fué que la


promulgación tiene por utilidad y por razón de ser el reconocimiento de la existencia de la
ley. Entre los mútiples testimonios que concuerdan a este respecto, el más famoso es
aquel de Portalis, que en su discurso de 23 frimario del año x al cuerpo legislativo, definía
la promulgación como " e l medio de comprobar la existencia de la ley cerca del pueblo" y
que la calificaba, seguidamente, como "edición solemne de la ley, solemnis editio". Y
Portalis precisaba su pensamiento añadiendo que " la ley es perfecta antes de su
promulgación". La promulgación, decía también Portalis, "no hace la ley" , pero "los
efectos de la ley sólo pueden comenzar después de su promulgación". En estas
condiciones sacaba la conclusión de que " l a promulgación es una forma exterior a la ley,
así como la palabra y la escritura son exteriores al pensamiento", (Fenet, Travaux
préparatoires du Code Civil, vol. v i , p. 256, cf. p. 350).

Era como decir que el acto de la promulgación desempeña el mismo oficio que el acta
auténtica levantada por un notario para recoger, atestiguar y conservar la voluntad de las
partes contratantes; y así como el notario que registra y certifica la voluntad de las partes
no realiza acto alguno de voluntad contractual, así la promulgación — s i n dejar de
suponer en su autor cierta potestad pública— tampoco es un acto de potestad legislativa,
sino que únicamente autentifica la ley. En la misma sesión, Andrieux expresaba con gran
firmeza ideas idénticas: "Cuando —decía a los miembros del cuerpo legislativo— habéis
adoptado la ley, ésta ya está hecha; es completa, entera. . . La promulgación no es en
modo alguno un acto legislativo, sólo tiene por objeto certificar la ley y declarar que ésta
no ha sido atacada por razón de inconstitucionalidad." También, criticando la redacción
del art. I 9 del Código ci vil , declaraba Andrieux: "No es en virtud de la promulgación, sino
después de la promulgación, cuando la ley debe ser ejecutada" (Fenet, loe. cit., pp. 231
ss.). El tribuno Grenier, en la sesión del Tribunado del 9 ventoso del año XI , decía
asimismo: "No es de la promulgación de donde obtiene su existencia la ley, pues ya antes
existía. Pero no basta que exista, es necesario que exista una prueba auténtica de esa
existencia, y esta prueba es la que se desprende de la promulgación. Esta promulgación
es lo que atestigua ante el cuerpo social la existencia del acto que constituye la ley y que
este acto ha sido
402

402 FUNCION DEL ESTADO [144

revestido de todas las formas constitucionales. Entonces solamente es cuando la ley


impone la obediencia. . . " (Fenet, loe. cit., p. 364). El tribuno Maillia-Garat había dicho por
su lado: " La promulgación no es un carácter constitutivo de la ley; sólo es una forma
exterior de ésta, el primer acto de su ejecución. Las leyes son ejecutivas en virtud de que
son leyes; y son leyes en virtud de las condiciones a las cuales el acto constitucional
sometió su formación" (Fenet, loe. cit., pp. 147 ss.). Igualmente el tribuno Savart dice: " La
promulgación es una manifestación auténtica de que la ley es expresión de la voluntad
general." "No es más que el sello del gobierno, que atestigua que la ley ha recibido todos
aquellos caracteres que la constituyen en ley, y que no ha sido denunciada ante el
Senado por causa de inconstitucionalidad" (Fenet, loe. cit., pp. 190 y 3 1 5 ) . 8 0 Más aún,
bajo la Constitución del año v m , la fórmula de promulgación de las leyes, cuyos términos
habían sido fijados por una resolución del primer Cónsul, de 29 nivoso del año v m , no
contenía ninguna orden de ejecución, ni siquiera se aludía en la misma a la ejecución de
la ley promulgada. 31 El artículo primero del Código civil no podría, pues, pretender que la
promulgación haya tenido por objeto ni por efecto el conferir a las leyes la fuerza
ejecutiva.

¿Cómo habrá de explicarse, pues, la incorrecta redacción, o por lo menos la


equívoca redacción de dicho texto? Laband (op. cit., ed. francesa, vol. II , pp. 286-287)
cree que dicha redacción ha sido inspirada por el deseo de hacerle desempeñar al primer
Cónsul un cometido legislativo más importante que aquel que le había atribuido la
Constitución del año VII. Según esa Constitución (art. 2 5 ) , el gobierno sólo intervenía en
la legislación mediante su poder, por cierto exclusivo, de proponer las leyes, siendo
"decretadas" éstas por el cuerpo legislativo únicamente. El Código civil quiso realzar el
prestigio del jefe del gobierno, dando a entender que de él detraen las leyes parte de su
fuerza. Considerando que la adopción de la ley, el poder de adoptarla, pertenecía
constitucionalmente al cuerpo legislativo, y sólo a él, pareció oportuno conceder por lo
menos su fuerza ejecutiva a la promulgación, la que, según el art. 41 de la Cons-

30 Un parecer del Consejo de Estado, referente a la cuestión de la fecha de las leyes, del 5 pluvioso del año v m ,
reconoce igualmente que la "promulgación es el primer medio de ejecución de la ley. Cuando el gobierno promulga, ya
no lo hace como parte integrante del poder legislativo, sino únicamente como poder ejecutivo. Hay que evitar que se
confunda esta promulgación con la sanción que le correspondía al rey en 1791. Dicha sanción constituía parte necesaria
de la formación de la ley y en nada se parecía a la promulgación".

31 Esta fórmula estaba redactada de la siguiente forma: "Bonaparte, primer Cónsul, proclama como ley de la República
el siguiente decreto, emitido por el cuerpo legislativo e l . . . (texto de la l e y ) . Sea la presente ley revestida con el sello
del Estado, inserta en el Boletín de las leyes, inscrita en los registros de las autoridades judiciales y administrativas y
quede el ministro de Justicia encargado de vigilar su publicación”.
403

144] FUNCION LEGISLATIVA 403

titución del año vm, era decretada por el primer Cónsul. Este se encontraba por lo tanto
llamado a participar en la perfección de la ley. De ahí los términos del art. I9 del Código c i
v i l , que declara que las leyes son ejecutivas "en virtud de su promulgación". Estas
palabras no correspondían, en 1804, ni a las disposiciones formales de la Constitución ni
a los términos de la fórmula promulgatoria entonces en uso; como dice Laband,32
"atribuyen a la promulgación un efecto que no le corresponde". El senadoconsulto del 28
floreal del año XII vino a restablecer la armonía entre la afirmación del Código civil y el
derecho constitucional, estableciendo en suart. 140 una nueva fórmula promulgatoria,
según la cual correspondía al Emperador, no ya solamente "proclamar la ley", hacer la
editio solemnis de la misma, sino también dar la orden de su ejecución.33

La confusión creada por el Código civil entre la promulgación y elmandamiento


legislativo debía de haberse disipado desde la época de la Restauración. La Carta de
1814, en efecto, al decir en su art. 22 que "sólo el rey sanciona y promulga las leyes",
señalaba claramente que la sanción, que es un acto de adopción por el monarca, y la
promulgación, son dos cosas totalmente diferentes. Esta distinción se reproducía en
idénticos términos en el art. 18 de la Carta de 1830 y en el art. 10 de la Constitución de
1852. En presencia de estos textos, parece que hubiera debido renunciarse a considerar
la promulgación como un mandamiento legislativo cualquiera, ya que es evidente que
todos los mandamientos de este género que tuviera que emitir el jefe del Estado se
encontraban ya emitidos por él en la sanción y, por consiguiente, no se ve qué clase de
orden

32 ¿Se le podría reprochar hoy día a Laband lo mismo que él les reprocha a los autores del Código civil? Por una parte,
demuestra perentoriamente Laband (loe. cit., vol. n, pp. 300 5 5 J que en el Imperio alemán la sanción de las leyes, o sea
el poder de perfccionarlas y emitir el mandamiento legislativo, pertenece total y únicamente al Bundesrat. Por otra
parte, sin embargo, sostiene dicho autor que, tn la promulgación, " e l Emperador da la orden de obedecer la ley" (p.
309) ; ya que, dice, el Bundesrat nunca puede tomar más que decisiones; en cuanto a las órdenes, al Emperador es a
quien corresponde darlas (ver p. 380, supra). Por más que Laband hace observar que la orden legislativa dada en la
fórmula promulgatoria por el Emperador se emite en virtud y en ejecución de la decisión imperativa tomada por el
Bundesrat, ¿no podría decirse que dicho autor hace actualmente para el Emperador alemán lo que reprocha a los
redactores del Código civil francés haber hecho para el primer Cónsul? Y al pretender encontrar en la promulgación
imperial alemana una orden legislativa, ¿no comete Laband, también, el error que consiste en "atribuir a la
promulgación un efecto que no le corresponde"?

33 Senado-consulto del 28 floreal, año x n , art. 140: " La promulgación será redactada como sigue: El cuerpo legislativo
ha emitido el siguiente decreto, conforme a la proposición hecha en nombre del Emperador y después de haber sido
oídos los oradores del Consejo de Estado y de las secciones del Tribunato: (texto de la l e y ) . Mandamos y ordenamos
que las presentes, revestidas con los sellos del Estado, insertas en el Boletín de las leyes, sean dirigidas a las cortes,
tribunales y autoridades administrativas para que las inscriban en sus registros, las observen y las hagan observar, y el
gran juez, ministro de Justicia, queda encargado de vigilar su publicación".
404

404 FUNCION DEL ESTADO [144

el pretexto tomado por Esmein (ver pp. 381 y 388, supra), del principio de separación de
poderes, no puede aducirse para esta época constitucional,ya que, aun si fuera exacto
que los agentes ejecutivos necesitasen de una orden especial de su jefe para tener en
cuenta a la ley y ejecutarla, ha de observarse que, bajo las Constituciones de 1814, 1830
y 1852, dicha orden especial resultaba suficientemente clara respecto a ellos por la
sanción dada a la ley por el jefe del Ejecutivo. Bien es verdad que las fórmulas
promulgatorias empleadas en aquellas épocas seguían expresando una orden dirigida por
el jefe del Estado tanto a los ciudadanos como a las autoridades encargadas de ejecutar
la ley, orden que reunía todos los caracteres de un mandamiento legislativo.34 Pero la
presencia de esta orden en las fórmulas promulgatorias se explicaba con toda naturalidad
por el motivo, señalado por todos los autores, de que bajo esos regímenes de sanción
monárquica la promulgación era el acto exterior por el cual el jefe del Estado manifestaba
su voluntad de sancionar la ley; de lo que se desprende entonces que las palabras de
mando pronunciadas por él en dicho acto debían referirse, no ya a la promulgación
misma, sino únicamente a la sanción que en ella se hallaba contenida implícitamente.35
Así

34 Ver, por ejemplo, la fórmula promulgatoria adoptada bajo la Restauración: "Nos hemos propuesto, las Cámaras han
adoptado y ¡Nos hemos ordenado y ordenamos lo que sigue: (texto de la ley ) . La presente ley, discutida, deliberada y
aprobada por las Cámaras de los pares y de los diputados y sancionada por Nos hoy día, será ejecutada como ley del
Estado. Queremos en consecuencia que sea guardada y observada en todo nuestro reino . . . Damos por mandamiento a
nuestras cortes y tribunales, prefectos, cuerpos administrativos y todos los demás, que guarden

y mantengan las presentes, hagan guardar, observar y mantener . . . ; pues tal es nuestra voluntad".

35 Jellinek (Gesetz und Verordnung, p. 319), seguido por Liebenow (op. cit., pp. 17, 21 ss., 3 7 ) , pretende que la sanción
no es un acto exterior, sino un acto de voluntad interior del monarca; es, dice, la resolución que toma el monarca de
emitir su mandamiento legislativo sobre el texto de la ley (cf. la n. 53 del n? 152, infra). Según esta doctrina, la sanción
no es, por lo tanto, objeto de una declaración expresa o de una manifestación aparente; así añade Jellinek que no es ella
la que puede darle a la ley su fuerza imperativa, pues no es susceptible de producir efectos jurídicos una voluntad que
no se manifiesta al exterior. Pero, precisamente porque las voluntades sólo tienen valor, desde el punto de vista jurídico,
en cuanto revisten una forma sensible, no es de creer que las Constituciones que subordinan la perfección de la ley a la
sanción del monarca, sólo hayan considerado, con ese nombre de sanción, un movimiento de voluntad interna del jefe
del Estado. Por eso la sancin se consideró siempre, por la generalidad de los autores, como un acto positivo y una
manifestación externa de voluntad. " Es —dice Laband (Archiv fiir óffentl. Recht, 1902, p. 441; cf. Lukas, Die rechtliche
Stellung desParlamentes, p. 1 8 5 )— un acto gubernamental; ahora bien, los actos gubernamentales del monarca exigen
el refrendo de un ministro responsable, pero ¿cómo podría darse ese refrendo a una simple decisión mental? "En la
época de las Cartas, y bajo la Constitución de 1852, no cabe duda, pues, de que, salvo en los casos en los que había sido
objeto de un acto firmado aparte, la sanción sólo podría resultar del acto de la promulgación.
405

144-145] FUNCION LEGISLATIVA 405

pues, no subsistía ya ninguna razón seria para considerar a la promulgación como una
operación cuyo objeto fuera perfeccionar la ley, ni prestarle otra significación que la de un
testimonio auténtico de su existencia. Pero, por otra parte, el art.1 del Código civil
permanecía siempre en pie con sus enunciados ambiguos sobre " la virtud " de la
promulgación.

A pesar de las objeciones de orden constitucional que suscitaba la afirmación de


dicho texto, a pesar de la evolución posterior a 1804 que se acaba de recordar, la
influencia del art. 1* sigue siendo preponderante, y los autores persisten en decir que la
promulgación es la que confiere a la ley su fuerza ejecutiva. Basta citar como ejemplo a
Aubry y Rau (Cours de droit civil, 4* ed., vol. i, p. 48 ) : "Los preceptos jurídicos a los
cuales ha conferido carácter de leyes la potestad legislativa no son ejecutivos en sí, sino
que sólo llegan a serlo en virtud de la promulgación, o sea de una orden de ejecución
proveniente del jefe del Estado." 36

145. Pero si bien es conveniente reaccionar contra esta clase de error, no se debe
tampoco, por espíritu de reacción, caer en el defecto opuesto, que consiste en negar a la
promulgación toda significación o virtud propia y a confundirla pura y simplemente con la
publicación. Según varios autores, la promulgación y la publicación, bajo dos nombres
diferentes, no son sino una sola y misma cosa, o en todo caso, la promulgación no es sino
uno de los actos que tienden y concurren a realizar la publicación, en el sentido de que la
declaración oficial o solemne proclamación de la existencia de la ley, hecha por el jefe del
Ejecutivo, no tiene, en el fondo, más objeto que el de dar a conocer esta ley a los
ciudadanos y a las autoridades que, desde entonces, van a tener la obligación de
observarla y ejecutarla. En este sentido declara Huc (Commentaire théorique et pratique
du Code civil, vol. i, p. 48) que " l a promulgación constituye uno de los elementos de la
publicación".37 Pero es en Alemania

36 Esta proposición se encuentra reproducida todavía hoy en la 5' ed. de la obra de Aubry y Rau, vol. i , p. 84.

37 Planiol (op. cit., 6" ed., vol. I, pp. 69 ss.) declara también que la promulgación y la publicación son dos cosas
idénticas; se apoya, para establecer esa identidad, en la significación originaria y natural de la palabra "promulgar" y
también en el hecho, desgraciadamente exacto, de que los redactores de los textos legislativos, así como esos mismos
textos (ver n" 146, infra), han empleado frecuentemente ambos términos como equivalentes. Pero, sin dejar de
criticar la distinción, que es clásica hoy día, entre la promulgación y la publicación, reconoce dicho autor, por otra
parte, que antes de la publicación se produce un acto especial del jefe del Ejecutivo, que tiene por triple objeto, dice,
atestiguar la existencia y la regularidad de la ley, ordenar su publicación y dirigir un mandamiento de ejecución a los
agentes ejecutivos. Solamente que Planiol no admite que se dé a dicho decreto presidencial, que precede a la
publicación y que es distinto de ella, el nombre de promulgación. "Este decreto — dice — ordena la promulgación o
publicación, pero no la constituye; ésta es su consecuencia y su ejecución." La crítica suscitada por Planiol no va
dirigida, pues, más que contra la terminolog
406

406 FUNCION DEL ESTADO [145

sobre todo donde la distinción entre la publicación y la promulgación encontró más


adversarios. Una relación de ellos se encuentra en G. Meyer (Lehrbuch des deutschen
Staatsrechts, 6* ed., p. 566, n. 8 ) , que sostiene él mismo, frente a Laband (op. cit., ed.
francesa, vol. n, pp. 277 ss.) y a Jellinek (Gesetz und Verordnung, pp. 321 ss.), que la
doctrina que ve en la promulgación un acto especial, colocado entre la adopción y la
publicación de la ley, carece de base en derecho alemán tanto como en derecho francés.
"Lo que Laband llama promulgación —dice G. Meyer— no es más que una medida que
ordena la publicación", y entra, por consiguiente, dentro de las operaciones que tienen por
objeto publicar la ley.

Esta manera de considerar la promulgación desconoce las diferencias bien claras


que la separan de la publicación. Conviene observar desde luego que la promulgación es
un acto jurídico propiamente dicho, ya que no solamente consiste, por parte del jefe del
Ejecutivo, en poner una firma al pie del texto de la ley, sino que es un testimonio de la ley,
que, como t a l , produce ciertos efectos jurídicos especiales, de los cuales se hablará
más adelante (núms. 148 ss.).38 La publicación, por el contrario, no

corriente y no desconoce la necesidad de un acto distinto mediante el cual el jefe del Ejecutivo certifique la aparición
de la ley, y conduce solamente a pretender que se distinga en los términos el "decreto de promulgación",
propiamente dicha, que, declara el repetido autor, consiste en la inserción en el Journal Officiel. (La misma distinción
sostiene Beudant, op. cit., introducción, núms. 102-103; ver también E. Pierre, op. cit., 2' ed. p. 509, y suplemento, p.
222, que parece admitir que la promulgación se lleva a efecto mediante la inserción en el Journal Officiel y que
consiste por consiguiente en esa misma inserción). Quizás no carezca de fundamento esta crítica desde el punto de
vista racional; es evidente que la palabra "promulgación" no expresa bien el verdadero alcance del acto presidencial
al que se le da hoy dicho nombre. Y sin embargo, cabe preguntarse si sería muy ventajoso, en una materia en la que
reina ya mucha confusión, socavar la terminología consagrada por el uso actual. Además, y sobre todo, conviene
observar que esta costumbre actual del lenguaje tiene su origen y su justificación en la misma Constitución. En efecto,
la Constitución de 1875 no conoce ni permite la distinción que establecen los autores anteriormente citados entre el
decreto de promulgación y la promulgación misma. No cabe duda de que los textos de 1875 que tratan de la
promulgación de las leyes se refieren con ese nombre al decreto mismo por medio del cual atestigua el Presidente la
existencia de la ley. Esta comprobación relativa a la terminología consagrada no deja de presentar un interés práctico.
Dicho interés se verá más adelante (n° 146), al tratar de averiguar si la inserción en el Journal Officiel debe realizarse
dentro de los plazos fijados para la promulgación o si basta que el decreto que promulga la ley haya sido firmado por
el Presidente dentro de los mismos plazos.

38 Se trata aquí de efectos que provienen especialmente de la promulgación, abstracción hecha de la fuerza ejecutiva,
la cual, como se ha visto anteriormente (p. 394), no es, propiamente hablando, un efecto de la promulgación. La
publicación no produce por sí misma ningún efecto especial de ese género. Abre, es verdad, una nueva fase, durante
la cual va a recibir la ley su aplicación; pero la fuerza en virtud de la cual las leyes habrán de entrar así en vigor no
proviene de la publicación. El único efecto propio de ésta es el de hacer presumir la ley conocida. Sin embargo, no es
el Ejecutivo el que, al hacer la publicación, crea por sí mismo y asigna a la ley esa presunción. Por el contrario,
mediante la promulgación, es realmente el
407

145-146] FUNCION LEGISLATIVA 407

es en sí un acto jurídico; es un simple hecho, que consiste en una inserción de la ley en el


Journal Officiel (decreto de 5 de noviembre de 1870) y que, por sí mismo, no produce
directamente efectos de derecho. La ley no se considera como puesta en conocimiento de
los interesados y no se convierte en realmente susceptible de ejecución sino al
vencimiento de cierto plazo fijado por el citado decreto de 1870, vencimiento que también
es un simple hecho. Merlin (Répertoire de Jurisprudence, V" Loi " 4) hacía ya resaltar esta
diferencia entre promulgación y publicación,al decir que la primera es " e l acto por el cual
el jefe del Estado atestigua ante el cuerpo social la existencia del acto legislativo que
constituye la ley" y que la segunda es el "modo empleado para poner la ley en
conocimiento de todos los ciudadanos". Jellinek (op. cit., p. 327) dice asimismo hoy día
que la publicación es un hecho. Y efectivamente, la publicación no es sino un hecho, bien
sea que por publicación se entienda la inserción en las hojas oficiales, o bien que con esta
palabra se designe el estado de cosas que resulta del vencimiento de los plazos previstos
por el decreto de 1870.

Por otra parte, se ha dicho anteriormente (p. 399) que la promulgación y la


publicación difieren por su objeto. Aunque la promulgaciónfuera, como erróneamente
parece darlo a entender su nombre, una pública afirmación de la existencia de la ley, no
por eso se confundiría con la publicación, ya que siempre se hallaría en ella,
esencialmente, un testimonio de la confección de la ley, cuyo tenor certifica al mismo
tiempo, mientras que la publicación no tiene más significación que la de una medida de
información 39 destinada a propagar el conocimiento de la ley en el país. Así pues, incluso
si la promulgación fuera un anuncio público, subsistiría aún entre ella y la publicación
propiamente dicha una diferencia análoga a la que, en materia de juicios, se establece
entre el pronunciamiento de la sentencia y su notificación a los interesados. El juicio
desde luego se tramita públicamente; pero el acto por el cual se dicta en la audiencia no
hace sino asegurar su existencia y convertir a la vez en cierto y definitivo su contenido;
incluso después de este pronunciamiento, hay que proceder aún a su notificación.

146. Pero la promulgación ni siquiera es un acto que se realiza en público.


Indudablemente el decreto que promulga la ley es esencialmente

jefe del Ejecutivo el que confiere a la ley el carácter de certidumbre y autenticidad que hacen que en adelante su
existencia y su texto sean indiscutibles.

39 "Divulgatio promulgationis", así es como califica Portalis a la publicación, que es, dice, el conocimiento de que una ley
ha sido promulgada (Fenet, op. cit., vol. v i , p. 259) ; y con esto señalaba claramente Portalis que la promulgación y la
publicación son dos cosas muy diferentes: la segunda presupone la primera, puesto que tiene por objeto ponerla en
conocimiento del público.
408

408 FUNCION DEL ESTADO [146

llamado a recibir una publicidad inmediata. A decir verdad, este decreto sólo se dicta para
producir ciertos efectos, lo mismo que el notario que autentifica una voluntad mediante un
documento levantado en su bufete trabaja con miras a resultados que habrán de
producirse fuera. No deja sin embargo de ser cierto que la promulgación no se hace a la
luz del día: como ya se ha dicho, se realiza en el despacho del jefe del Ejecutivo, y el
público nada sabría de ella si posteriormente no le siguiera la publicación de la ley.
¿Cómo es, pues, que los autores hayan presentado tantas veces la promulgación como
un testimonio hecho "ante el cuerpo social", o como un anuncio dirigido a la nación, o
también como una "proclamación” de la ley? Por más que estos modos de definir o
calificar la promulgación no sean enteramente exactos, se explican fácilmente por la razón
de que existe un estrecho lazo entre el decreto que promulga la ley y la inserción en el
Journal Officiel que tiene por objeto publicarla. En efecto, si la publicación, en sí o por su
objeto, es netamente distinta jurídicamente de la promulgación; si es una operación
posterior a la promulgación y que supone que ésta ha terminado completamente; si, por
consiguiente, estos dos actos no deben confundirse en teoría, por otra parte, sin embargo,
se debe reconocer que se aproximan mucho y se relacionan inmediatamente el uno con el
otro, y ello —como acertadamente lo observa Esmein (Éléments, 5ta ed., p. 604)— a
causa de que en la práctica" la ley es publicada por la publicación del acto mismo de la
promulgación", siendo también por la inserción de dicho decreto en el Journal Officiel
como llega a conocimiento de los ciudadanos el tenor de la ley. Pollo tanto, sin formar
parte de la publicación, y persiguiendo un f i n distinto de esta última, el decretó de
publicación parece en cierto aspecto formar un todo con ella, por cuanto la prepara
directamente y es seguido inmediatamente por ella. En este sentido, puede decirse que la
promulgación va encaminando a la ley hacia su publicación; y por consiguiente, se
comprende que los autores hayan sido inducidos a considerarla como una manifestación
que se dirige al "cuerpo social", tanto más cuanto que, en definitiva, es para dicho cuerpo
social para quien se ha realizado. Esto explica también, aunque no se justifique desde el
punto de vista jurídico, el lenguaje de la ordenanza real de 27 de noviembre de 1816 y del
decreto del 5 de noviembre de 1870, que prescriben ambos que en adelante "la
promulgación de las leyes resultará de su inserción en el Journal Officiel (en el Bulletin
Officiel en 1816)". La clásica controversia que se suscitó respecto de estos textos, parece
terminar hoy día (Bonnet, op. cit., p. 51 ss.) en el sentido de que hay que considerar, tanto
en el uno como en el otro, una confusión entre la promulgación y la publicación. Así como
la promulgación no forma parte integrante de la publicación, tampoco la in -
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146] FUNCION LEGISLATIVA 409

serción en las hojas oficiales constituye un elemento de la promulgación, y no hubiera


debido designársela bajo este último nombre. Pero de hecho el error de lenguaje
cometido por la ordenanza de 1816 y por el decreto de 1870 se explica al considerar que
la promulgación, sin dejar de tener por objeto propio y exclusivo, mediante un documento
auténtico, fijarla existencia de la ley, tiene también por resultado inmediato promover la
publicación 40 y se manifiesta exteriormente en la inserción por la cual se opera aquélla.
Más aún, el decreto de 1870 —y lo mismo puede decirse de la ordenanza de 1816—
obedeció a la idea esencial, que se desprende ya tan claramente del art. 1* del Código
civil, de que la promulgación, si bien no es por sí misma un acto público, está hecha para
ser conocida y debe por consiguiente publicarse inmediatamente. Al decir que "la
promulgación de las leyes resulta de su publicación en el Journal Officiel", el texto de
1870 se expresa sin duda en forma incorrecta, pero al menos da a enteder claramente
que el Ejecutivo no agotó sus obligaciones hacia la ley que acaba de ser adoptada por el
cuerpo legislativo cuando, mediante un decreto de promulgación, atestiguó su existencia y
certificó su tenor, sino que además ha de publicar ésta. El objeto del texto de 1870 es el
de indicar que la publicación debe estar ligada a la promulgación. Esto no significa que la
promulgación sólo sea perfecta por la publicación, y el texto de 1870 cometió una f a l ta
al emplear un lenguage que, al pie de la letra, conduciría a esa conclusión, sino que dicho
texto significa que el cometido que le incumbe al Ejecutivo sólo se encuentra realizado de
modo perfecto cuando el decreto de promulgación ha sido inserto en el Officiel. Este es
sin duda el pensamiento del texto y este pensamiento es totalmente correcto y exacto. Por
consiguiente, no se puede deducir del decreto de 1870 que la inserción en el Journal
Officiel deba efectuarse en el plazo de un mes, asignado al Presidente de le Rpública
para la promulgación por el art. 7 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875,

sino que es suficiente que el decreto presidencial reconociendo la aparición de la ley haya
sido dictado dentro de ese plazo para que las prescripciones del art. 7 referentes a la
promulgación se vean satisfechas, ya que, por la emisión de dicho decreto, se consuma la
promulgación. Equivocadamente ciertos autores (Ducrocq, Cours de droit administratif,
vol.I, p. 68; Duguit, Traite, vol. n, p. 245) han sostenido que la inserción debe hacerse
dentro del plazo fijado para la promulgación; estos autores añadenal art. 7 precitado una
exigencia que éste no contiene. Pero, en cambio, resulta del decreto de 5 de noviembre
de 1870 que cuando la promulgación tuvo lugar al vencimiento del plazo previsto por la
ley de 1875, la publicación por inserción debe realizarse en este caso en el acto mismo

40 Es lo que Portalis expresaba ya al decir que " l a publicación es la consecuencia de la promulgación y tiene por objeto
dar a conocer la ley" (Fenet, op. cit,, vol, vi, p. 12).
410

410 FUNCION DEL ESTADO [146

y sin ninguna prórroga, ya que según el texto de 1870 la promulgación es un acto


destinado esencialmente a ser publicado, que debe enlazarse con la publicación, y que
por consiguiente no puede considerarse como realizado en una forma regular si no le
sigue la inserción que sirve para darlo a conocer públicamente.

De estas observaciones al decreto de 1870 combinado con las disposiciones de la


Constitución de 1875 referentes a la promulgación, se desprende que la publicación se
realiza hoy día por el Ejecutivo en virtud de una obligación que le impone la Constitución
misma. No es, pues, exacto afirmar, como lo han hecho algunos autores (ver por ejemplo
Planiol, op. cit., vol. i, p. 69, que la promulgación "ordena la publicación de la ley" ni
siquiera que "contiene una orden virtual de publicación" (Huc, op. cit., vol. i, p. 4 2 ) . En
Alemania, igualmente, numerosos autores enseñan —y tal es particularmente el caso de
Jellinek (op. cit., p, 321 ; cf. G. Meyer, op. cit., 6* ed., p. 566 n.)— que la promulgación
contiene, entre otras cosas, una orden de publicación. Esta doctrina, en todo caso, es
inaceptable en derecho público francés. Ya es inconciliable con el sistema de publicación
establecido en 1804, puesto que, según el art. 1° del Código civil, la publicación resultaba
únicamente del vencimiento de cierto plazo que corría a partir del decreto de
promulgación. En ese régimen, la promulgación no era la orden de publicar, sino tan sólo
el punto

de partida del plazo de publicación; producía, por sí sola, al expirar dicho plazo, la
publicación.4 1 Hoy ni siquiera se puede ya, para sostener que la publicación se ordena
en el decreto de promulgación, deducir argumentos de los términos de dicho decreto,
pues a diferencia de lo que ocurría en los regímenes anteriores, la fórmula promulgatoria
ni siquiera enuncia la orden de publicar la ley. La enunciación de semejante orden ha
desaparecido de la fórmula de promulgación por razón misma de que hubiera sido en ella
totalmente superflua. En efecto, la obligación de publicar la ley, no deriva para la
autoridad ejecutiva del decreto que la promulga.

Evidentemente, se ha podido decir a veces que la publicación es una consecuencia de la


promulgación, y esto en el sentido, que acabamos de comprobar, en que se enlazan una
con otra; por lo menos es la promulgación, según expresión de un autor (de Vareilles-
Sommiéres, De la promul-

41 Bien es verdad que desde aquella época había de insertarse la ley en el Bulletin des lois y enviarse mediante dicho
boletín a los departamentos. Mas la omisión de este procedimiento de publicación no impedía de ningún modo que la
ley fuera obligatoria, puesto que el art. 1' del Código civil se contentaba a este respecto con la expiración del plazo fijado
en su texto. Este sistema del art. 1' se explicaba por la razón de que, según la Constitución del año v m , la ley había de
ser promulgada a los diez días de aquel en que había sido decretada por el cuerpo legislativo; los ciudadanos, al conocer
por las hojas públicas la adopción de la ley por el cuerpo legislativo, sabían, pues, de antemano, la fecha de su
promulgación.
411

146-147] FUNCION LEGISLATIVA 411

gañón et de la publication des lois, p. 4 ) , la "señal" de la publicación. Pero, por lo demás,


no es posible admitir que la necesidad de publicar provenga de una orden presidencial
contenida en el acto de promulgación. Esta necesidad se establece por el decreto de 5 de
noviembre de 1870, por una parte, y por otra parte resulta constitucionalmente de la orden
legislativa contenida en la misma ley que se trata de publicar. Así como la adopción de
esta ley por las Cámaras supone una orden de ejecución que entrará en vigor una vez
que haya sido llevada su existencia al conocimiento de los ciudadanos, así como implica
una orden de promulgación que ha de ejecutarse dentro de un plazo determinado, así
también implica una orden de publicación, la cual ha de realizarse una vez efectuada la
promulgación. Toda adopción de ley por las Cámaras lleva en sí estas diferentes órdenes
(cf. supra, pp. 393-395, y también n. 8, p. 384 y n. 21, p. 393). 42 Sólo una cosa no puede
llevar en sí: el testimonio auténtico de la existencia de la ley y de la regularidad de su
formación. Es necesario que este testimonio sea proporcionado por un acto o un
documento especial, y — a l parecer— por una autoridad distinta; para esto sirve
particularmente la promulgación.

147. Así pues, la promulgación no tiene más objeto propio que el de conferir a la
ley señales de autenticidad. Pero, partiendo de esto y sin dejar de reconocer también que
es indispensable que intervenga un acto particular entre la adopción y la publicación de
las leyes, con objeto de comprobar su existencia, se ha llegado a formular la pregunta de
si es indispensable también que dicho acto se realice por el jefe del Ejecutivo. En
respuesta a dicha pregunta, algunas críticas han sido formuladas en contra del sistema de
promulgación consagrado por el derecho positivo francés. Se ha dicho (Bonnet, op. cit.,
pp. 63 y 150) que " e l poder de autentificar la ley no aparece como necesariamente
dependiente de la persona del jefe del Estado"; y en efecto, se añade, "¿por qué las
firmas puestas al pie de la expedición de la ley transmitida por el poder legislativo con
fines de promulgación no han de hacer fe respecto de todos?" En este sentido, se puede
alegar que la Constitución de 1848 (art. 59) , al prever el caso en que el Presidente de la
República no cumpliera con su obliga-

42 Se desprende de esto que el efecto imperativo de la voluntad legislativa de las Cámaras sólo se realiza positivamente,
en primer lugar, respecto del Ejecutivo, obligado inmediatamente a promulgar, y después a publicar (cf. supra, p. 392 y
también n. 7, p. 383 y n. 16, p. 390). En cuanto a los ciudadanos, la orden legislativa contenida en la votación de las
Cámaras no empezará realmente a producir su efecto imperativo respecto de ellos sino después de la publicación que
suceda a la promulgación. No deja de ser verdad, sin embargo, que lo que se comunica a los ciudadanos por medio de la
publicación no es una orden presidencial contenida en el decreto de promulgación, sino una orden legislativa que
emana únicamente de las asambleas (cf. Radnitzky, op. cit.. Jahrbuch des offentl. Rechtes. 1911, p. 51).
412

412 FUNCION DEL ESTADO [147

ción de promulgar la ley en los plazos prescritos por los arts. 57 y 58, decidió que al
expirar estos plazos "se proveería a la promulgación por el presidente de la Asamblea
nacional.43 Parece, pues, que lo que se reconocía como posible en un caso particular 44
sería susceptible de generalizarse, y que nada podría oponerse a que la promulgación, en
vez de efectuarse por el jefe del Ejecutivo, fuera realizada por regla general por los
presidentes de las asambleas legislativas. Esta es también la forma de promulgación
admitida en Suiza. Por los términos de la ley federal de 9 de octubre de 1902, "respecto
de la forma de promulgación y de publicación de las leyes y resoluciones" (art. 3 2 ) ,
"después que una ley o una resolución ha sido votada por las dos secciones de la
Asamblea federal, la Cancillería federal lleva a cabo la expedición original, la cual va
firmada en nombre de la Asamblea federal por los presidentes y los secretarios de ambos
Consejos, con indicación de la fecha de adhesión de estos últimos, y comunicada al
Consejo federal para que éste la mande publicar y, eventualmente, la haga ejecutar". Los
autores suizos hacen observar que en esta comunicación hecha al Consejo federal con
vistas a la publicación y a la ejecución de la ley y referente a la expedición original firmada
por los presidentes de los dos Consejos legislativos, es en lo que consiste, propiamente
hablando, la "promulgación" de las leyes federales (Schollenberger, Das
Bundesstaatsrecht der Schweiz, p. 247; cf. Laband, op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 3 3 0 ) :
según esto, el cometido del Ejecutivo en esta materia se limita a la publicación en el
Recueil Officiel des lois et ordonnances de la Confédération suisse.'1' Podría deducirse la
conclusión, por

43 Al no haber tomado la Constitución de 1875 ninguna precaución de este género, ni haber previsto siquiera el caso en
que el Presidente no cumpliría con su obligación de promulgar las leyes dentro de los plazos que le son impuestos, los
autores admiten que dicha obligación presidencial no tiene hoy día sanción especial, y que solamente está sancionada
por el principio general de la responsabilidad ministerial (Duguit, Traite, vol. u, p. 446; Esmein, Éléments, 5' ed., p. 607)
Esmein se pregunta sin embargo (loe. cit., pp. 709 ss.) si la negativa del Presidente a promulgar la ley no podría, " a l
menos en ciertos casos, entrar en la hipótesis de alta traición" y poner en juego por este hecho su responsabilidad
personal.

44 Aunque la disposición del art. 59 de la Constitución de 1848 no se refiriera sino a un caso particular y que había de
conservarse como excepcional, basta para demostrar, sin embargo, que, contrariamente a la doctrina antes citada (p.
381) de Esmein, la orden del jefe del Ejecutivo no es indispensable para que las autoridades encargadas de la ejecución
de las leyes estén obligadas a proceder a dicha ejecución. Si fuera exacto el argumento que dicho autor deduce del
principio de la separación de poderes y los agentes ejecutivos sólo pudiesen proceder a la ejecución en virtud de una
orden de su jefe jerárquico contenida en la promulgación, la Constitución de 1848 no hubiera podido admitir que la
orden dada por el presidente de la Asamblea nacional fuera capaz, en ningún caso, de suplir a la que había de provenir
necesariamentedel Presidente de la República.

45 Según la Constitución de 1793, el Consejo ejecutivo no tenía igualmente más que asegurar la publicación de las leyes,
pero en dicha época la promulgación había sido suprimida
413

147] FUNCION LEGISLATIVA 413


estas observaciones, de que en Francia tampoco es indispensable, para conferir a la ley
su carácter de autenticidad, darle intervención al Presidente de la República, pues el
documento auténtico que en el estado actual de la práctica constitucional se trasmite al
Presidente de la República por los presidentes de las Cámaras con miras a la
promulgación de las leyesadoptadas por ellas, podría, al parecer, ser suficiente para
determinar su lexto de una forma cierta, y en todo caso, si es necesario que un acto
especial continúe produciéndose, con el nombre de promulgación, a continuación de la
votación de las leyes y para atestiguar su formación, se podría concebir que dicho acto
proviene del cuerpo legislativo mismo y especialmente del presidente da las asambleas.46
Sin embargo, y cualquiera que sea el valor de las consideraciones que preceden, hay que
reconocer que la función que consiste en certificar, por la promulgación, la existencia y el
tenor de las leyes recae naturalmente y con preferencia en el Ejecutivo, y ello no
solamente a causa de que la promulgación —como se ha visto antes ( n 9 141, supra)—
es un acto de potestad ejecutiva, que como tal, incumbe normalmente a la autoridad
encargada de asegurar la ejecución; pero además, y sobre todo, por la razón de que es
natural pedir el testimonio de la ley a alguien que no sea el autor mismo de dicha ley.
Como testimonio, la promulgación, lógicamente, debe ser obra de una autoridad diferente
del legislador, y supone un intermediario colocado entre el cuerpo legislativo y el público,
que le garantice a éste, de algún modo, la perfección de la ley creada por aquél. Es en
este sentido, especialmente, como se ha tomado la costumbre de decir que la
promulgación es un testimonio hecho "ante la nación" (ver p. 408, supra). Y esto es
también lo que explica que la promulgación no se aplica a los decretos del jefe del
Ejecutivo, como se ha dicho anteriormente (p. 397). Si estos decretos no se someten,

por completo; la Constitución de 1793 (art. 61) sólo fijaba un "encabezamiento de las leyes" así redactado: " En nombre
del pueblo francés, el a ñ o . . . de la República francesa". 46 Asimismo Artur, op. cit., Revue du droit public, vol. xiv, p. 57,
dice, por lo que se refiere a las sentencias, que bien podría concebirse, sobre todo en el sistema de separarción de los
poderes ejecutivo y judicial, que la fórmula ejecutiva que les pone al pie el actuario del tribunal esté redactada en
nombre del tribunal, y no en nombre del Presidente de la República, como se hace actualmente. Por una parte, en
efecto, y contra la opinión de Esmein (Eléments, 5* ed., p. 628), debe admitirse que la fuerza en virtud de la cual son
ejecutadas las sentencias proviene de la decisión misma del juez, y no de un mandamiento del jefe del Ejecutivo (ver las
nn. 9 y 13 del n° 139, supra). En todo caso, no es indispensable que el mandamiento de ejecución provenga del jefe del
Ejecutivo mismo; prueba de ello se tiene en el hecho de que la fórmula ejecutiva puesta al pie de las resoluciones del
Consejo de Estado no hace intervenir a la persona del Presidente. En virtud del decreto de 2 de agosto de 1879, esta
fórmula se halla redactada del siguiente modo: "La República manda y ordena al ministro d e . . . , en lo que le concierne,
proveer a la ejecución de la presente decisión". Por otra parte, ¿no tiene

la autoridad judicial suficiente calidad para autentificar por sí misma sus propias decisiones sin la ayuda del Ejecutivo?
414

414 FUNCION DEL ESTADO [147-148

como las leyes, a la formalidad de la promulgación, no es —como tantas veces se ha


sostenido (ver p. 379, y también n. 12, p. 386, supra)— porque lleven en sí una fuerza
ejecutiva congénita de la que carecen las leyes, sino que la verdadera razón de ello es
que una promulgación que no fuera, por parte del que promulga, más que el testimonio de
su obra personal, la certificación de sus propios decretos, tendría ya muy poco sentido.No
se comprende qué es lo que la firma del Presidente de la República, en dichos decretos, a
título de promulgación, podría añadir a la firma ya estampada por él como autor del
decreto. Existe por lo demás una última razón que excluye la posibilidad de hacer
promulgar un acto, legislativo o de otra especie, por la autoridad misma que ha realizado
dicho acto. Es que, por la misma fuerza de los hechos, la promulgación no puede
atestiguar la existencia de un acto sin atestiguar, al mismo tiempo, la regularidad de sus
funciones.47 Ahora bien, no cabe duda de que este último testimonio no tendría sino un
mediocre valor si proviniese del autor mismo del acto. Así pues, aun desde este punto de
vista, sería poco satisfactorio confiar a la autoridad legislativa la promulgación de las
leyes; ello sería retirarle a ésta gran parte de su utilidad. Nos vamos a dar cuenta de este
último punto al examinar ahora cuáles son los efectos de la promulgación.

148. Entre estos efectos, algunos sólo se refieren a la promulgación desde un


punto de vista cronológico y solamente en el aspecto de que la promulgación señala el
momento en que van a empezar a producirse. Ya han sido señalados. Así, se ha visto que
la promulgación lleva tras ella a la publicación; está hecha esencialmente para ser
publicada, pero de ella no deriva, para la autoridad ejecutiva, la obligación de publicar la
ley, y no es, propiamente hablando, una orden de publicación. Asimismo, y con la
condición de su publicación, hace entrar a la ley en su período de ejecución, pero la
fuerza en virtud de la cual la ley va a ser ejecutada proviene de una fuente distinta de la
promulgación. Realmente, el único efecto directo y propio de la promulgación es el de
comunicar certeza a la existencia de la ley y al tenor de la misma. Este es un efecto que
deriva especial y únicamente de la intervención promulgatoria del jefe del Eje-

47 También en este aspecto carecería de utilidad la promulgación de los decretos presidenciales, especialmente de los
decretos reglamentarios. En efecto, corresponde a los tribunales comprobar la regularidad de los reglamentos, bien sea
por lo que se refiere a la forma que se ha seguido en su confección, bien por lo que concierne al fondo y a la legalidad de
su contenido. La ausencia de promulgación no constituye, pues, una causa de inferioridad de los decretos
reglamentarios con respecto a los administrados, sino que, muy al contrario, el control que la autoridad jurisdiccional
ejerce sobre dichos decretos es, para los interesados, una garantía muy superior a aquella que resulta del control, por lo
demás muy limitado (ver n° 150, infra), que el Presidente de la República ejerce sobre la formación de las leyes antes de
promulgarlas
415

148 -149]] FUNCION LEGISLATIVA 415

cutivo. Una vez que éste ha atestiguado que tal ley ha-sido adoptada en tales términos
por ambas Cámaras, ni la existencia de dicha ley ni su texto podrán ponerse en tela de
juicio. Y por consiguiente, por este hecho, la ley ya no encontrará ningún obstáculo para
su ejecución.

149. Algunos autores han creído poder deducir de esto que la promulgación tiene
por consecuencia subsanar los vicios de inconstitucionalidad de la ley. Se trataría aquí de
un nuevo y considerable efecto del decreto de promulgación. Así se explicaría que los
jueces no puedan, en caso alguno, comprobar la validez constitucional de las leyes
regularmente promulgadas. Desde este punto de vista especial, la promulgación vendría a
conceder a la ley una cierta fuerza ejecutiva, de un nuevo género, que no podría
discutírsele. Esta tesis ha sido sostenida sobre todo por Laband (op. cit., ed. francesa, vol.
I I , pp. 321 ss.), al que se unen Jellinek (op. cit., pp. 402 ss.) y los autores citados por G.
Meyer (op. cit., 6* ed., p. 632, n. 6 ) . Según Laband (loe. cit., pp. 329 ss.), la
promulgación tiene valor de " j u i c i o " , es decir, de una apreciación referente al punto
de saber si la ley ha sido creada, bien por cuanto al fondo, bien por cuanto a la forma, en
conformidad al orden estatutario vigente. Antes de promulgar, el jefe del Estado debe,
pues, comprobar por sí mismo si la ley ha sido confeccionada según el procedimiento
establecido por el acto constitucional; si el legislador no se extralimitó en su competencia
constitucional al estatuir por la vía legislativa sobre tal o cual objeto reservado al poder
constituyente, y si las prescripciones contenidas en la ley no están en oposición con
aquellas que consagra la Constitución. Por la promulgación, el jefe del Estado certifica en
todos respectos la validez constitucional, material y formal de la ley. Este es también
según Laband el principal objeto y el alcance esencial de la promulgación, particularmente
en el Imperio alemán. Pues dicho autor hace observar que desde antes de la
promulgación por el Emperador, las decisiones legislativas del Reichstag y del Bundesrat
han sido objeto por parte de los presidentes de dichas asambleas de una especie de
promulgación que consiste en fijar, por medio de un documento auténtico, el texto de la
ley. Si se tratara, pues, únicamente de dar autenticidad a la ley, dicho documento sería
suficiente y sólo faltaría publicar la ley. El hecho de que la Constitución exija, además, una
promulgación especial hecha por el Emperador sólo puede explicarse por la idea de que
el Emperador es llamado a reconocer y atestiguar formalmente la completa regularidad de
la ley. De esto concluye Laband, contra la opinión que prevalece en Alemania (G. Meyer,
loe. cit., pp. 631 ss. y los autores citados allí, n. 6 ), 48 que no corresponde a los

48 Por lo menos sostienen los autores alemanes que el juez tiene la facultad de comprobar si la ley ha sido regularmente
confeccionada: reconocen que su poder no se extiende
416

416 FUNCION DEL ESTADO [149

Jueces encargados de aplicar las leyes del Imperio examinar la constitucionalidad de las
mismas, pues ésta se halla a cubierto de toda discusión en virtud de la promulgación.

La argumentación de Laband no es por cierto aceptable en derecho público francés. Por


una parte, en Francia no hay ninguna necesidad de que el jefe del Ejecutivo venga a
atestiguar la realidad de la ley, para que los tribunales queden excluidos del derecho de
apreciar su validez constitucional intrínseca. Esta exclusión no se funda, en efecto, en la
idea de que los tribunales deben inclinarse ante la promulgación hecha por el Ejecutivo,
sino únicamente en el hecho de que, desde 1789, numerosos textos han prohibido a los
jueces inmiscuirse en el ejercicio de la potestad legislativa, particularmente suspendiendo
la ejecución de las decisiones legislativas de las asambleas. Entre los autores, algunos
explican esta prohibición por consideraciones tomadas del principio de separación de
poderes; otros la refieren, bien a la desconfianza de que fueron objetos los cuerpos
oficiales en la época de la Revolución, bien a la intención de colocar las voluntades del
legislador a salvo y por encima de todo control de los tribunales, bien finalmente a la
consideración de que sería peligroso socavar la autoridad de la leyes dejando en
suspenso y en la incertidumbre la cuestión de su validez ( ver respecto de estos motivos
de la prohibición y sobre los textos que la establecen, la n. 11 del nº 481, infra)Pero ( ver
sin embargo Bonnet, op. cit., pp. 122-123) nadie ha tratado de explicar la exclusión de que
son objeto los jueces, en esta materia, por el respeto debido a la palabra del jefe del
Ejecutivo y al testimonio de la validez constitucional proporcionado por él en la
promulgación. Por otra parte, es igualmente indiscutible que en el derecho positivo actual
el Presidente de la República de ningún modo se halla autorizado para dedicarse a un
examen de la validez del contenido de las leyes antes de realizar su promulgación. Admitir
que pueda subordinar la promulgación a dicho examen sería en realidad reconocer el
poder de oponer a las voluntades legislativas de las Cámaras una especie de veto, al
menos por causa de inconstitucionalidad. Ahora bien, la Constitución le impone, de modo
absoluto, la obligación de promulgar, por el solo hecho de haber sido adoptada la ley por
las asambleas. En estas condiciones no es posible pretender que la promulgación
presidencial constituya un certificado o patente de validez y el contenido de la ley, ni
mucho menos, por consiguiente, que comunique a la le, desde este punto de vista
especial, una fuerza nueva y suplementaria, de la que habría que hacer para depender
del hecho de

hasta la comprobación de la validez constitucional del contenido de la ley (ver especialmente, en este sentido, G. Meyer, loc. Cit.,
p.635).
417

149 -150]] FUNCION LEGISLATIVA 417

que la regularidad interna de la ley no podrá en adelante ser discutida, por nadie y ante
ninguna autoridad.49

150. ¿Significa esto que el Presidente de la República, sin exámen y a ojos


cerrados, debe promulgar toda ley transmitida al gobierno por haber sido adoptada por las
asambleas? Tal conclusión es poco aceptable. Si el Presidente no tiene la facultad de
rehusar la promulgación de las leyes votadas por el cuerpo legislativo, es necesario, sin
embargo, para que esté obligado a promulgarlas, que dichas leyes tengan realmente
existencia. A falta de poder examinar su constitucionalidad, es necesario pues, por lo
menos, que se cerciore de su existencia. Esto supone que el Presidente, antes de
promulgar, deberá proceder a una comprobación de la formación constitucional de la ley,.
Suponiendo, por ejemplo, que el presidente de la Cámara de Diputados o del Senado
transmita al Presidente de la República, para su promulgación (art. 143 del reglamento de
la Cámara de Diputados, art. 128 del reglamento del Senado) un texto legislativo que aún
no hubiera sido votado por la otra asamblea, o que no hubiera sido votado por ambas
Cámaras en términos absolutamente idénticos,50 no hay duda de que el Presidente de la
República deberá abstenerse de promulgar dicho texto, el cual, en efecto, en esas
condiciones no se hallaría aún convertido en ley. Asimismo Esmein ( Èlements, 5ª ed., p.
983), al examinar el caso en que una ley a revisión constitucional hubiera sido votada por
la Asamblea nacional no hallándose ésta reunida más que para proceder a la elección
presidencial, no duda en decir que “el Presidente de la República no habrá de tenerla en
cuenta para nada”, y ello por el motivo de que “dicha les es inexistente”, por no haber sido
votada por una asamblea que sólo se hallaba reunida como colegio electoral y que no
podía, por lo tanto, ejercer el poder constituyente. Así pues, hay que dar por cierto que la
promulgación presupone, por parte del promul-
49 Incluso en el año VIII, a decir verdad, no era la promulgación la que cubría el vicio de la inconstitucionalidad de las leyes adoptadas
por el cuerpo legislativo, sino la expiración de un plazo de diez días durante el cual la ley hubiera podido ser objeto de recursos ante el
Senado de dicho vicio. Entonces, como ahora, el jefe del Ejecutivo no tenía por qué atestiguar, en la promulgación, la constitucionalidad
del contenido de la ley; se limitaba a certificar, como dice el tributo Favart (Fenet, op. cit., vol. VI, p. 313), “que no había denuncia al
Senado por causa de inconstitucionalidad, y que habiendo expirado el plazo constitucional sin que hubiese habido reclamación, la ley se
ha convertido en inatacable”. En el derecho actual carece de interés la cuestión de saber si la promulgación cubre los vicios de
inconstitucionalidad de la ley en cuanto al fondo, ya que, como de verá más adelante (núms. 488 ss.), las leyes constitucionales de
1875, por decirlo así, no han limitado en nada la competencia material de las Cámaras como órgano legislativo.
50 No deja de haber ejemplos de que hayan sido cometidos errores de esra clase. Ver los casos citados respecto de Francia por Duguit,
Traité, vol. I, p. 160, y para los países extranjeros, por Liebenow, op. cit., p. 114.
418

418 FUNCION DEL ESTADO [150

gante, un examen de las condiciones en las cuales se ha sido confeccionada la ley. Si el


promulgante no tiene que pronunciarse sobre la cuestión de constitucionalidad material de
las suposiciones dictadas por el órgano legislativo., que es una cuestión de validez interna
de la ley, tiene por lo menos que comprobar la regularidad formal del acto legislativo que
le presentan para su promulgación, puesto que es una cuestión esencial de la existencia
misma de la ley. Ya no se puede decir aquí –como hizo Liebenow (op. cit., pp. 86 y 98) –
que al rehusar promulgar la ley por causa de un vicio de orden formal, el jefe del
Ejecutivos erige censor del legislador, y que la posesión de ese poder de control
conduciría a colocarle por encima del cuerpo legislativo. No se diga tampoco de dicha
facultad de control inconcebible con la Constitución, la que no admite que el Presidente
tenga libertad de promulgar o no, sino que le impone la estricta obligación de realizar la
promulgación. A estas objeciones se puede contestar que la obligación de referencia sólo
existe cuando la ley ha satisfecho las condiciones de forma requerida por la Constitución
para su existencia misma, o sea la adopción por ambas Cámaras y la identidad de los
textos adoptados. Cuando falta una de estas condiciones esenciales, el Presidente, al
rehusar la promulgación, no se coloca por encima de las Cámaras, no hace desaparecer
sus voluntades legislativas, puesto que una cosa es anular y otra reconocer la inexistencia
de la ley por defecto de adopción. (cf. N. 29, p. 400, supra).

Sólo falta ahora averiguar cuales son las causas de orden formal por la cuales el
Presidente puede rehusar la promulgación. Respecto a este punto han propuesto los
autores aun fórmula bastante amplia. Dicen que la negativa a la promulgación podría
extenderse a todas aquellas leyes “a las cuales faltaran condiciones de forma que la
Constitución y el reglamento imponen a las Cámaras” (Larnaude, “Étude sur les garanties
judiciaires qui existent dans certains pays au profit des particuleirs contre les actes du
pouvoir législatif”, Bulletin de la Societé de législation copareé, 1902, p.220). Esta formula
implica que el Presidente habría de verificar o comprobar la regularidad de todo el
procedimiento parlamentario; sus investigaciones habrían de ejercerse, no solamente
respecto a la adopción de la ley, sino también respecto de las condiciones en las cuales
ha sido discutida, desde el principio hasta el fin, respecto de las formalidades de la doble
lectura, respecto de la manera como ha tenido lugar la citación, etc., etc.. Pero es muy
difícil admitir que el control presidencial deba extenderse indefinidamente a todas esas
formalidades y que éstas constituyan sin excepción formalidades substanciales, cuya
inobservancia bastaría para justificar por parte del Ejecutivo la negativa a promulga.
Realmente tampoco parece que tenga el jefe del Ejecutivo, de ningún modo, que
ocuparse de la conformidad del procedimiento par-
419

150] FUNCION LEGISLATIVA 419

lamentario de los reglamentos de las Cámaras; pues las prescripciones dictada por dichos
reglamentos, concernientes al procedimiento legislativo, no forman, propiamente
hablando, reglas constitucionales, elementos o condiciones de la formación constitucional
de las leyes. En efecto, el reglamento de las Cámaras ni siquiera tiene el alcance de una
ley; como obra de cada una de las asambleas, que por siempre y respectivamente dueñas
de modificarlo, sólo constituye para ellas un estatuto interno, que no puede obligarlas al
exterior, ni serles impuesto por más autoridad que ellas mismas. Si la Constitución
francesa, por sus propios textos, hubiera determinado las condiciones del procedimiento
legislativo, la extensión del poder de inspección que ejerce el Presidente sobre la
regularidad formal de la confección de las leyes podría ser considerables; pero en el
estado actual de las cosas, y considerando que dicho procedimiento sólo es para las
asambleas en asunto interior, que depende exclusivamente de la voluntad de aquéllas, no
corresponde al Presidente de la Repúblicas obligarlas a observar su reglamento. Por
consiguiente, el reconocimiento del derecho y de la obligación para el Presidente de
cerciorarse, antes de la promulgación, de la regularidad de las formas seguidas en la
creación de las leyes, sólo presenta – hay que confesarlo—un interés relativamente poco
considerable en práctica. En realidad, la extensión de dicho poder presidencial se
determina por los términos mismos de la fórmula de la promulgación, que se limitan a
promulgar que la ley promulgada ha sido primeramente discutida y después aprobada por
las Cámaras. Se desprende de ello qe la comprobación que condiciona la promulgación
no se refiere tanto a las formas de deliberación como a la conclusión, aprobación o
desaprobación de la misma. No solamente esta comprobación es completamente externa,
por cuanto que no se ejerce sobre la cuestión de la validez constitucional del contenido de
la ley, sino que, además, en la esfera formal en que permanece contenida, no se refiere
realmente sino al resultado obtenido, o sea la aprobación, sin tener en cuenta, de modo
esencial, el carácter de los procedimientos empleados para llegar a ese resultado. En
definitiva, el testimonio de constitucionalidad de la ley, contenido en el decreto de la
promulgación, no se refiere, pues, verdaderamente, sino a estos dos puntos capitales:
aprobación para ambas Cámaras y aprobación de un mismo texto. 51

51 Por esencialmente formal que sea este testimonio de aparición de la ley, no deja de tomar en cuenta, en la adopción de la ley por las
Cámaras, ciertos elementos intencionales. Por ejemplo, se ha hecho observar que el Presidente no podría promulgar como ley
aprobada por ambas asambleas un texto que, habiendo sido votado por una de ellas como un proyecto determinado, sólo hubiera sido
votado por la otra como parte del proyecto más amplio. Para que exista aprobación, en el sentido requerido por la promulgación, se
precisa a la vez el corpus y el animus (E. Pierre, op. cit., suplemento, p. 221).
420

420 FUNCION DEL ESTADO [151

151. Incluso reducido a estas modestas proporciones, el testimonio contenido en la


promulgación no deja de tener un alcance útil y un importante efecto. Afirma el nacimiento
constitucional de la ley. Este es un punto que, después de la promulgación, ya no podrá
discutirse. Este efecto del decreto que promulga la ley ha sido desconocido, sin embargo,
por numerosos autores, que sostienen que apresar de la promulgación los tribunales
tienen la facultad de rehusar la aplicación de una ley que no se ajustara a las condiciones
de adopción establecidas por la Constitución o por los reglamentos de las Cámaras
(Larnaude, loc. Cit., pp. 220-221; Saleilles, Bulletin de la Societé de législation comparée,
1902, p. 244). Esta opinión es difícilmente admisible. Respecto a lo que concierne a las
violaciones de los reglamentos parlamentarios, se ha visto que no corresponde al jefe del
Ejecutivo señalarlas y tomarlas como motivo para negar la promulgación; en mayor razón,
los tribunales no han de dirigir sus averiguaciones por ese lado. Del hecho de que la ley
fuera tachada de en vicio de forma, que por la Constitución misma pueda afectar a su
existencia, se ha dicho que tal vicio no podría ser subsanado por la promulgación, ya que,
según los autores anteriormente citados, están obligados los jueces a aplicar la ley por el
solo hech de su existencia, sino que, para que exista, no basta que haya sido
promulgada, pues es necesario que haya sido hecha regularmente. En efecto, es muy
cierto que el decreto de promulgación no puede prestar existencia a una ley inexistente,
pero ésta no es la cuestión. La verdadera cuestión que aquí se formula es únicamente el
saber quién esté calificado para comprobar la existencia de la ley y para estatuir sobre las
dificultades de dicha comprobación pueda suscitar. Ahora bien, segón la Constitución, no
se puede negar que esta comprobación forme parte de la misión de la autoridad
encargada de promulgar las leyes; y hasta se puede añadir que la promulgación carecería
de sentido si, después de hecha esa comprobación, y luego que el jefe del Ejecutivo,
conforme a su competencia, haya atestiguado la adopción de la ley, pudiera ésta ser
discutida de nuevo ante los tribunales. Por idéntico motivo se puede considerar como
carente de valor el hábil argumento sustentado por Duguit ( Treité, vol. I, p. 160) en esta
materia. Dicho autor, suponiendo el caso de que el Presidente hubiera promulgado como
ley un texto que no hubiera sido votado por las dos Cámaras, declara que dicha hipótesis
“sólo existiría en simple decreto reglamentario, del cual pueden los tribunales juzgar la
legalidad, según opinión que se va haciendo unánime”. Se puede oponer como respuesta
a ese argumento que un decreto no puede juzgarse como ilegal sino cuando el Presidente
actuó sin poderes. Ahora bien, a menos que se suponga el caso inverosímil en que el
Presidente tratara de hacer aceptar, promulgándolo como ley, un texto del cual él mismo
fuese autor, es indiscutible que al resolver
421

151-152] FUNCION LEGISLATIVA 421

Mediante su decreto de promulgación las dudas que pudieran suscitarse respecto a la


regularidad de la votación de una ley por las Cámaras, el Presidente no hace sino usar de
sus poderes constitucionales, ya que es la Constitución misma la que le encarga de
comprobar la existencia de las leyes que han de promulgarse. Se decreto de
promulgación no puede, pues, considerarse como un acto ilegal. Sin duda, dicho decreto,
de hecho, puede ser resultado de un error; pero no es a los tribunales a quienes
corresponde señalar dicho error y ponerle remedio. A la autoridad de la promulgación y a
ella sola queda conferido el poder de comprobar la existencia de la ley. Por consiguiente,
en el momento de aplicar la ley, los tribunales sólo tienen que examinar una cosa: ¿ha
sido la ley promulgada? Bien entendido que la promulgación sólo es eficaz en cuanto le
sigue la publicación. Si la promulgación se ha realizado, los tribunales no tienes que
preocuparse de ninguna otra cosa. En otros términos, no es necesario que se cercioren
por sé mismos de la existencia de la ley en cuanto a su forma, i pueden tampoco apreciar
su constitucionalidad en cuanto al fondo (cf. Ls n. 11 del nº 481, infra).52

En resumen, se acaba de reconocer que la promulgación tiene por objeto certificar


la existencia de la ley o, en todo caso, hacerla indiscutible. Esta es una de las rezones por
las cuales se ha anticipado anteriormente (nº 147) que la promulgación debe ser obra de
una autoridad distinta del cuerpo legislativo. En efecto, sería poco comprensible que el
legislador mismo fuera el llamado a pronunciarse respecto del valor de sus propias leyes y
a disipar las dudas que puedan surgir de las irregularidades de su adopción. No es el
autor de la ley quien corresponde decir: “Mi ley está bien hecha, merece que sea
reconocida su existencia”. Es necesario que este testimonio de existencia dado a la ley le
venga de fuera; de una autoridad distinta. Por eso no se puede admitir la proposición que
hace dicho autor (ver p. 412, supra) de reemplazar la institución de la promulgación por
“firmas estampadas sobre la expedición de la ley transmitida al gobierno por el poder
legislativo”.

152. De cuantas observaciones preceden resulta que la promulgación es la que, al


darle certeza a la ley y entrañar su publicación, la coloca prácticamente en el campo de
las realidades exteriores. No es que la promulgación pueda considerarse como el
momento jurídicamente preciso de la parición de la ley. En aparición, como se ha visto (p.
394, supra), coincide con la votación final, por la cual aquella de las dos Cámaras que
obró la última, aprobó el provecto legislativo.53 Pero al menos, por la

52
Por lo que concierne a los reglamentos presidenciales, se ha visto, por el contrario (nº 142), que no puede ser objeto de
promulgación; pero también (n.28 p. 350, supra) corresponde a los tribunales asegurarse de su existencia, comprobándola.
53 Para los Estados monárquicos alemanes sostiene Jellinek (op. cit., p. 319) que no es
422

422 FUNCION DEL ESTADO [152

Promulgación es por la que la ley, cuya existencia había permanecido hasta ahora, no ya
en secreto, pero sin embargo careciendo de los testimonios oficiales que son
indispensables en un acto de importancia, recibe si carácter de certidumbre y se prepara
también a adquirir, por medio de la publicación que ha de sucederla, se carácter de
eficacia. Esta conclusión es de tal naturaleza que puede ejercer una apreciable influencia
en la solución que conviene dar a la controversia que reina entre los autores respecto a la
fecha de las leyes.

De hecho, el modo de fechar las leyes se fija actualmente por la práctica de la


Cancillería, que ha adoptado como fecha el día de la firma del decreto de la promulgación,
y que justifica esa práctica sosteniendo que dicha firma implica por parte del Presidente
de la República una renuncia al derecho de solicitar una nueva deliberación, renuncia
ante la cual no es completamente cierta la suerte definitiva de la ley. Esta práctica se
aceptó naturalmente sin dificultad alguna por aquellos autores que, como Duguit (Tretairé,
vol. II, p. 442), consideran la promulgación como un acto por el cual “el Presidente de
halla realmente asociado a la confección de la ley”. Suscitó, por el contrario, muy vivas
protestas de parte de aquellos que, por razones muy convincentes que se expusieron
antes (nº 141), no ven la promulgación sino una operación de naturaleza ejecutiva. Estos
no dejan de recordar que, según el principio formulado respecto a dicha materia por la
opinión (antes citada, n.30, p. 402)
la sanción la que constituye el momento de la aparición de la ley, y ello porque, al no tener lugar de una manera pública, la sanción no
puede tener valor de orden, de mandamiento legislativo. En efecto, el mandamiento, por esencia, se manifiesta al exterior, y mientras
no se formula exteriormente podrá constituir una voluntad imperativa, pero no es un orden jurídicamente operante. La sanción, dice
Jellinek, no es, pues, sino la terminación del proceso evolutivo del que resulta la formación embrionario de la ley, y ésta sólo nace
cuando su formación se anuncia al exterior. En otros términos, las sanción, como acto de voluntad, es “la causa psicológica” pero no “la
fuente jurídica” de la fuerza legislativa (ver en el mismo sentido Leibenow, op. cit. Pp. 21 ss., 37). En apoyo a este análisis, Jellinek alega
que hasta el anuncio de la ley el monarca no se halla obligado por la sanción ya concedida, pues es dueño de retirarla. Esto prueba
evidentemente, dice ese autor, que la sanción sólo es un acto de voluntad interior, que no basta para conferir a la ley su fuerza
definitiva. A esta argumentación es conveniente responder (ver también las objeciones anteriormente hechas, n. 35, p. 404, a la
doctrina de Jellinek referente a la sanción) que si, en efecto, el mandamiento legislativo no se convierte en jurídicamente eficaz sino a
partir del instante en que se anuncia de un modo exterior, por otra parte, sin embargo, en innegable que una vez publicado, no es en
virtud de su publicación como existe dicho mandamiento, sino únicamente en virtud de la sanción ( o de la adopción por las Cámaras),
y, por consiguiente, de dicha sanción hay que hacerlo depender. No hay en esta materia una causa remota de la fuerza legislativa, que
seria la sanción o adopción parlamentaria, y una causa próxima, que es la publicación; solo hay una causa única, que es exclusivamente
la voluntad del órgano legislativo. La formación y también la parición de la ley coinciden con el último acto de voluntad legislativa en
este órgano.
423

152-153] FUNCION LEGISLATIVA 423

del Consejo del Estado de 54 pluvioso del año VIII, “la verdadera fecha de la ley es
aquella en que fue emitida por el cuerpo legislativo”. Ahora bien, el no haber sido
rectificada dicha opinión, sigue permaneciendo en vigor. Hasta 1865 este principio
siempre fue respetado. Es verdad bajo las Cartas, y también bajo la Constitución de 1852,
las leyes fueron designadas por la fecha de su promulgación. Pero esto se justifica por la
razón de que su perfección dependía entonces de la sanción del jefe del Estado, que
tenia lugar al mismo tiempo que la promulgación y en el mismo acto. Por e contrario, bajo
la constitución de 1848 las leyes llevaban la fecha de su adopción en tercera lectura por la
Asamblea legislativa; y por otra parte, el decreto presidencial de promulgación, en dicha
fecha, ni siquiera se hallaba fechado. Ya bajo la Constitución del año III las leyes tomaban
exclusivamente la fecha de la votación legislativa que las perfeccionaba. Lo mismo ocurrió
en 1871 a 1875. La costumbre actual, adoptada por el Ministerio de Justicia, de fechar las
leyes en el día en que han sido promulgadas, parece pues estar en oposición a la vez con
los precedentes y con los principios. Así se la ha combatido como completamente
incorrecta. Drucocp (Études de droit public, pp. 3, 7 ss.; Cours de droit administratif, 7ª
ed., vol. I, p. 68-69) declara que desde 1875 “las leyes francesas están mal fechadas”.
Beudant (op. cit., introducción, pp. 104 ss.) estima simismo que si no se les quiere dar la
fecha de la última citación parlamentaria que les da definitivamente la existencia, al
menos se hubiera debido escoger para designarlas la fecha de la inserción del decreto de
las promulgas en el Officiel. Es incomprensible –dice dicho autor—que se haya escogido
la fecha de la firma de ese decreto, fecha intermedia, de la que se puede decir que no
tiene ninguna importancia (cf. Planio), op. cit., 6ª ed., vol. I, nº 178).

153. Bien mirado todo, se puede pensar con E. Pierre (op. cit., 2ª ed., nº 508) que
este asunto de fechas no tiene la importancia que se le ha pretendido darle, Sin duda no
es ilógico sostener en principio que las fechas que llevan las leyes debería variar según
que exija o no la Constitución la sanción del jefe del Estado. Si la exige, al no adquirir
existencia la ley sino en el día de su sanción, es decir, de hecho, de su promulgación,
debería llevar la fecha de ésta última. Por el contrario, bajo la Constitución actual las leyes
recibirían la fecha de la votación emitida por aquélla de las dos Cámaras que la hubiera
adoptado en último lugar. Este sistema no seria ilógico, y sin embargo tampoco se puede
decir que la solución practicada anteriormente sea viciosa. En efecto, no es exacto
declarar que carece de importancia la firma del decreto de promulgación; por el contrario,
desempeña un cometido considerable, si no en la formación misma de la ley que
presupone, al menos en lo que concierne
424

424 FUNCION DEL ESTADO [153

a su entrada en la fase de ejecución y de eficacia real. no puede sorprendernos que


conserve la ley fecha del día en que, al convertirse en cierta e indiscutible, ha llegado a
ser al mismo tiempo apta para el conocimiento del público y para su ejecución. La
promulgación es una etapa decisiva en la vida de la ley, ya que – según se ha dicho
(Bonnet, op. cit., p. 118)—ella es la que confiere a la ley un carácter práctico que permite
aplicarla: a este título, se concibe que la fecha de este acontecimiento pueda ser
recordado del mismo modo que la de la citación final que ha perfeccionado la ley. La
prueba de que no es indiferente esta fecha, es que se especifica en la formula
promulgatoria, la que determina con estas palabras: “Dado en …, el…”, y si – como se ha
visto anteriormente p. 407) – la promulgación por si misma una operación públicamente
hecha, al menos su fecha se revela por la inserción del decreto correspondiente en el
Officiel. Dicha fecha es también, con respecto a cada nueva ler, la única que llega a
conocimiento del publico, ya que el decreto de promulgación no indica la fecha de la
votación respectiva de las Cámaras. Esta permanece, pues, obscura. ¿Cómo extrañarse
que en esas condiciones la práctica se haya atendido a la fecha indicada por la
promulgación?

Este último punto lo reconoce el mismo Ducrocq, al confesar (Études de droit


public, p.8) que la practica que consiste en fechar las leyes por el decreto de su
promulgación se halla actualmente “impuesta”, ya que el acto que las promulga no
contiene ninguna otra fecha. Pero dicho autor ataca también fuertemente el decreto de 6
de abril de 1876, que fijò a los términos actuales de la fórmula promulgatoria y al que,
según él ( loc. Cit., pp. 9 ss.), hay que imputar esa practica. El error de ese decreto, según
Ducrocq, es el no haber exigido, como en1848, que la formula promulgatoria hiciera
mención de la fecha de la citación parlamentaria que perfeccionaría la ley que se
promulga. Al contentarse, en la formula promulgatoria, con una fecha única, o sea la de la
promulgación misma, el decreto de 1876 ha actuado como si la promulgación fuera el acto
esencial de la potestad legislativa, o sea el acto que confiere a la ley su perfección, Para
poner las cosas en su punto seria preciso, dice el autor, que el decreto de 1876 se
revisara que en adelante el Presidente de la Republica fuera obligado a insertar, en la
formula de promulgación, la fecha de la ultima votación legislativa por medio de la cual el
Parlamento terminó su obra de creación de la ley. Pero cabe la duda de si dicha reforma
no sucintaría nuevas criticas. Evidentemente, como dice Ducrocq, la ley no es obra del
Presidente que la promulga, sino de las Cámaras que la adoptan. Pero, precisamente por
ese motivo, no sería muy satisfactorio dar a la ley la fecha de su aprobación definitiva, ya
que dicha fecha es la
425

153] FUNCION LEGISLATIVA 425

de una votación emitida solamente por una de las Cámaras, por aquella que
estatuyó en último lugar; y si se le pone esa fecha a la ley, parecería que se le
resta importancia a la otra asamblea, o en otro caso habría de dársele al a ley las
fechas de las sucesivas votaciones de las dos Cámaras, lo cual sería una
complicación inútil, que tiene la ventaja de ser evitada en el sistema que ahora se
aplica.54 En cuanto a la adopción del a echa de la inserción del a ley en el Officiel,
como la ha propuesto Beudant (ver p. 423, supra), tampoco sería acertada, pues
dicha inserción pertenece ya al procedimiento de publicación, existiendo menos
razones aún para fechas las leyes. 55 Por otra parte, sin embargo, para justificar la
práctica actual no es de ningún modo necesario, y por el contrario conviene
guardarse de ello, hacer intervenir la consideración de orden constitucional,
alegada por la Cancillería y por ciertos autores (Bonnet, op. Cit., pp. 118 ss.),
consistente en sostener que, hasta el momento de la promulgación, la existencia
del a ley no es definitivamente cierta, ya que el Presidente conserva hasta
entonces el derecho a pedir nueva deliberación.

Este argumento debe ser abandonado. Evidentemente, el hecho de que el


Presidente tenga el derecho de devolver la ley a las Cámaras dentro de los plazos
de la promulgación, deja planeando sobre la formación de dicha ley cierta
incertidumbre mientras no haya sido promulgada. Pero no se infiere de aquí que el
Presidente deba considerarse como en posesión del poder de participar en la
adopción de la ley. Se ha visto antes (p.373) que esa prerrogativa presidencial ni
siquiera constituye un verdadero veto, sino que sólo es para el Ejecutivo la
facultad de promover un examen suplementario de la Ley. Así como en el caso de
una nueva deliberación, la ley sometida a esa prueba especial se hallaría
perfeccionada el día en que se adopción fuera confirmadas por las Cámaras, al
estar obligado ineludiblemente a promulgar al Presidente, así también, cuando se
promulga la ley de una manera normal y cuando, por esa promulgación, existe la
certidumbre de que no será objeto de la petición de deliberación suplementaría, se
deduce así, por el hecho mismo del decreto que la pro-

54 Estas consideraciones no se aplican a las leyes de revisión, que son votadas por una asamblea única. “Ningún equivoco respecto de
la fecha es posible aquí”, dice E: Pierre ( op. Ci., ed. No. 508), y por consiguiente dicho autor declara con razón que esas leyes debían
designarse por la fecha de su adopción por la Asamblea nacional. Erróneamente el Bulletin del lois ha dado a las dos leyes de revisión
de 1789 y 1884 la fecha del decreto que las promulgó. Las tres leyes constitucionales de 1875 han sido fechadas correctamente en el
día de su votación definitiva.

55. En Alemania, las leyes del Imperio toman igualmente la fecha de su promulgación y no la de la sanción por el Bundesrat, que les
otorga la perfección legislativa (Lanband, op. Cit., ed. Francesa, vol. II, p. 334.
426

426 FUNCION DEL ESTADO [153

mulga, que dicha ley obtuvo su perfección el día de la ultima votación que consumo su
adopción (cf. A este respecto Ducrocq, op. Cit., pp. 13 ss.). por consiguiente, y a partir de
ese momento, la razón especial y supuestamente imperiosa que alega la cancillería para
darle fecha de su promulgación no subsiste ya en ningún grado. Es por lo que en 1848 las
leyes llevaban la fecha de su adopción, aunque la constitución (art.58) hubiese conferido
al presidente el derecho de solicitar nueva deliberación; en esa época, por lo demás, las
leyes eran obra de una asamblea única. Hoy día la única verdadera razón para fechar las
leyes en el día de la promulgación es – además de lo dicho referente a la votación de las
dos cámaras—la que anteriormente se alego, o sea que la promulgación, respecto al
cuerpo nacional, es un acto capital, ya que es ella la que produce como consecuencia
inmediata la publicación y la vigencia de las leyes.
427

CAPITULO II

LA FUNCION ADMINISTRATIVA

SECCION I

DEFINICION DE LA ADMINISTRACION

& 1.- DIVERSAS TEORIAS RESPECTO A LA FUNCION ADMINISTRATIVA

154.- la definición de administración ha dado lugar naturalmente, en la literatura, a las


mismas divergencias que la definición de la legislación. Estas divergencias provienen de
que los autores se colocan en diferentes puntos de vista para estudiar y discernir las
funciones del Estado.

Nos encontramos de nuevo, primeramente, en lo que concierne a la administración, con la


teoría que pretende distinguir las funciones del Estado según los fines en vista de los
cuales se ejerce la actividad estatal. Así pues, Jellinek (L´État moderne, ed. Francesa, vol.
II, p.317) opone la administración a la legislación y a la justicia, diciendo que, a diferencia
de estas dos últimas funciones, que tienen por fin la creación y la protección del derecho,
la función administrativa tiende a realizar los fines de conservación y de cultura del
Estado; es, pues, la parte de la actividad estatal que se dirige hacia ese doble fin.1 Así
mismo, G. Meyer (Lehrbuch des deutschen Staatsrechts, 6ª ed., p, 641) recurre a la idea
de fin para definir la administración, por lo menos para distinguirla de la justicia.

Dice que consiste en decisiones o actos in concreto destinados a dar satisfacción a los
intereses del Estado, mientras que la decisión concreta de justicia tiene por único fin la
conservación del orden jurídico existente.

Entre los autores franceses, Hauriou (Précis de droit administratif, 5ª ed, p.182) declara
que “la función administrativa aparece en si misma caracterizada por su fin”, y
colocándose en este punto de vista la define

1 A decir verdad, la administración así definida no aparece como actividad especial del Estado. El individuo, cuando actúa dentro de su
esfera privada con objeto de proveer a sus intereses, realiza, también él, administración. Pero, dice Jellinek y coacción propio del
Estado(loc. Cit., vol. II, pp. 337-338; Gesetz und Verordnung, p. 219), la administración estatal se distingue de la que ejercen los simples
particulares por los medios de los cuales dispone para conseguir sus fines, medios que provienen del poder de dominación y de
coacción propio del Estodo.
428

428 FUNCION DEL ESTADO [154-155

(6ª ed., p.53)2 como “la actividad del Estado, en cuanto se emplea en crear y hacer vivir la
institución del Estado”; lo cual es una definición finalista. Artur (“Separation des pouvoirs
et des fonctions”, Revue du droit public, vol. XIII, pp. 232 ss.) funda esencialmente la
distinction entre la justicia y la administración en que “corresponden a misiones diferentes,
y no se ejercen con el mismo fin”; e inspirándose en esta idea de fin, formula la siguiente
definición: “administrar consiste en proveer por actos inmediatos e incesantes a la
organización y al funcionamiento de los servicios públicos”. Ya se ha demostrado (n° 88,
supra) que esas definiciones tomadas de los fines del Estado deben ser descartadas,
pues no solamente no aciertan a precisar el carácter especifico de las diversas
actividades estatales, sino que además la consideración de los fines es indiferente desde
el punto de vista puramente jurídico, a causa de que la naturaleza jurídica de los actos del
Estado sólo puede depender de su consistencia, de su alcance intrínseco y de sus
efectos.

Según una segunda doctrina, que tiene por principal defensor a Laband (Droit public de
l´Empire allemand, ed. Francesa, vol.II, pp.511 ss.), la administración se opone a la
legislación por ser “la acción del Estado” mientras que la ley expresa su pensamiento;
mediante la legislación emite el Estado juicios abstractos: “solo administra en tanto que
aparece actuando” Hauriou (op. Cit., 6ª ed., p.55; 8ª ed., p.28; cf. N. 11 de n° 165, infra)
dice en el mismo sentido que “lo propio del poder que administra es estar pasando
continuamente a la actuación”, y por consiguiéndote se ve “ a la administración resolverse
naturalmente en actos”, Pero este punto de vista, aunque acertado en algunos aspectos,
no puede realmente conciliarse con el sistema del derecho constitucional moderno. Ya se
ha observado, en efecto (p.256, supra), que, según el derecho publico francés, se deben
considerar como leyes propiamente dichas muchas decisiones del orden legislativo que
tienden, como dice Laband (loc. Cit., vol. II, p.154), a “la producción de un resultado
deseado”, y que son por lo tanto, según dicho autor, verdaderas “acciones”.
Recíprocamente, se comprobara mas adelante que, según el concepto constitucional
francés, la función administrativa comprende en si el poder de dictar prescripciones
reglamentarias, entre las cuales un buen numero de ellas presenta el carácter de juicios o
pensamientos, en el cual cree encontrar Laband el signo distintivo de la legislación.

155. una tercera tendencia, muy extendida en la literatura francesa, consiste en ver la
administración una función de ejecución de leyes.

2c
f.8° ed., p.9: la función administrativa tiene por objeto proveer, por medio de actos y operaciones, jurídicas y técnicas a la vez, a la
satisfacción de las necesidades publicas y a la gestión de los servicios públicos”. Esta es también una definición teleológica, como lo
observa Duguit (Traité, vol. I, p.199)
429

155] FUNCION ADMINISTRATIVA 429

“la función de juzgar y la función de administrar –dice Berthélemy (Traité élémentaire de


droit administratif, 7ª ed., p.1)—concurren al mismo fin, que es la ejecución de las leyes.
Todos aquellos diversos servicios, a excepción del servicio judicial, que concurren a la
ejecución de las leyes, son servicios administrativos.” Ducrocq (cours de droit
dministración, 7ª ed., vol. I, pp.35 ss.) define asimismo a la dministración como “una
rama del poder ejecutivo”, y precisa su pensamiento afirmado que, en la potestad del
Estado, solo pueden concebirse dos poderes principales: aquel que crea la ley y el que la
pone en ejecución, lo que significa que fuera de la legislación sólo puede concebirse una
función que consista en actos de ejecución. Es evidente, en efecto, que el derecho publico
francés considera a la administración como una función de orden ejecutivo ; basta, para
demostrarlo, recordar que desde 1789 la mayoría de las constituciones de Francia,
apropiándose así a la terminología creada por Montesquieu, designan con el nombre de
poder ejecutivo a la potestad que corresponde a la función administrativa (Constitucion de
1971, tit. III, preámbulo, art.4, y cap.IV; Constitucion de 1793,arts. 62ss.; Constitución del
año III, tit. VI; Constitucion de 1848, cap.V; ley de 25 de febrero de 1875, arts.7 y 9; cf.
Las leyes de 31 de agosto de 1871 y 20 de noviembre de 1873). Se vera mas adelante
que esta función puede con todo derecho calificarse de ejecutiva, por cuanto que, según
el derecho positivo actual, solo puede ejercerse en virtud de y con fundamento en textos
legislativos.

Pero la doctrina que define a la administración como una función de ejecución ha


sido considerada frecuentemente, por los autores franceses, en un sentido mucho mas
absoluto. Proviene, en cierto sentido, de la distinción entre la voluntad y la ejecución.
Según este concepto, que encontró su expresión mas precisa en el contrato social de
Rousseau,3 hay que distinguir, en la actividad del cuerpo social lo mismo que en la de los
seres humanos, aquellos actos de voluntad que consisten en definir y los actos físicos que
permiten a la voluntad realizarse. A esta distinción, dícese, es a lo que responde
esencialmente la diferencia entre la legislación y la administración, El poder de tomar una
decisión cualquiera que implique un acto de voluntad forma parte de la protestad
legislativa; en cuanto a la protestad administrativa, se reduce a procurar la ejecución, en
el sen-

3”toda acción libre tiene dos causas que concurren a producirla: una causa moral, o sea la voluntad que determina el acto; otra física,
que es la potestad que lo jecuta. Cuando camino hacia un objeto es necesario en primer lugar que yo quiera ir hacia el, en segundo
lugar, que mis pies me lleven a él. El cuerpo político tiene idénticos móviles; también se distingue en él la fuerza y la voluntad: ésta con
el nombre de potestad legislativa, y aquella con el nombre de potestad ejecutiva; nada se realiza en él, ni debe realizarse, sin su
concurso” (contrat social, libro III, cap. I)
430

430 FUNCION DEL ESTADO [155

Tido material de la palabra, de decisiones anteriormente adoptadas por las leyes.4 Se ha


expresado a veces la misma idea diciendo, desde el punto de vista organico, que el
legislador es la cabeza que concibe y decide, mientras que la autoridad administrativa
solo es el brazo que ejecuta. Comprendida asi, la administración no es únicamente una
función subalterna subordinada a las leyes, sino que aparece como una tarea servil, como
una actividad estrechamente encadenada, que no entraña ningún poder propio de
iniciativa o apreciación, e incluso, a decir verdad, no consiste de ninguna manera en actos
d evoluntad.

Esta teoría es hoy rechazada universalmente, Se funda en la idea errónea de que las
leyes pueden proveer a todas las necesidades del Estado. Pero un Estado que se
impusiera vivir exclusivamente de sus leyes, en el sentido de que su actividad estuviera
indefinidamente encadenada a decisiones o medidas tomadas previamente por via
legislativa, se colocaría prácticamente en la imposibilidad de subsistir y, de hecho, en
ninguna parte existe un Estado de este género (Jellinek, Gesetz und Verordnung, pp.369-
370, y L´État moderne, ed., francesa, vol. II, p.328). En la mayor porte de los casos, en
efecto, las leyes se limitan a formular reglas generales y abstractas, o sea a fijar de
manera preventiva un cierto orden jurídico para el porvenir. Ahora bien, es evidente que la
ley no podría preverlo todo, Existen innumerables medidas circunstanciales que al Estado
ha de tomar, dia tras dia y de una manera incesante, por razón de acontecimientos
variables que las leyes no han podido presentir; y aunque la legislación hubiera previsto
ciertas eventualidades, no podría prescribir por anticipado las disposiciones que deban
adaptarse a ellas. A menudo, en efecto, estas disposiciones solo pueden escogerse
últimamente a medida que se van produciendo los incidentes que las hacen necesarias.
Sin duda, como se ha visto anteriormente, en el derecho actual el campo de la legislación
es ilimitado, hasta tal punto que el órgano legislativo puede siempre, en un momento
dado, estatuir por si mismo en forma de ley respecto a las situaciones que diariamente
surgen por las circunstancias. Sin embargo, conviene observar que, en la practica, el
cuerpo legislativo no es muy apto para esta tarea. Razon de ello es, en primer lugar, que
el procedimiento legislativo , con sus dilaciones, no se presta precisamente a la adopción
de medidas que han de tomarse rápidamente, con objeto de hacer frente de modo
inmediato a las circunstancias pasajeras. Ademas, las asambleas legislativas no poseen
ni los medios de información, ni las ca

4 Sin embargo, la doctrina que divide la actividad del Estado en función consistente en ejecutar las leyes, se entiende por la escuela
oriunda de Rosseau en el sentido de que la potestad administrativa se reduce invariablemente a aplicar casos particulares disposiciones
o medidas dictadas por vía de reglas generales por el legislador.
431

155] FUNCION ADMINISTRATIVA 431

pacidades técnicas indispensables para determinar conveniente esas medidas. Esta es


una misión que solo la autoridad administrativa es capaz de desempeñar con éxito. Por
último, lo que demuestra claramente que la constitución no cuenta con el Parlamento para
el cumplimiento de este cometido es el hecho de que no ha permitido que las asambleas
funcionen permanentemente, sin embargo, en los intervalos de las sesiones, es preciso
que el Estado conserve la posibilidad de tomar, por vía administrativa, aquellas medidas
de emergencia cuya necesidad se deja sentir constantemente. Por otra parte, es también
evidente que esas medidas, precisamente porque dependen de los acontecimientos
diarios y varían según los hechos que las producen, han de poder decidirse por la
autoridad administrativa a que corresponda según las necesidades del momento, y por lo
libremente, con un poder de apreciación actual. El legislador no puede pretender fijar por
medio de una regla estable e inflexible aquello que la autoridad administrativa habrá de
decidir en cada caso especial; es necesario que tenga el administrador cierta libertad de
iniciativa, una potestad de decisión propia, en una palabra, la facultad de querer y de
actuar con criterio personal. Por esto, de hecho, es por lo que las leyes que rigen la
actividad administrativa no llegan hasta dictar por anticipado, a la autoridad competente,
todas aquellas medidas que habrá de adoptar en cada caso particular, y con frecuencia se
limitan a poner a disposición del administrador cierto numero de medios de acción, entre
los cuales podrá escoger, o también le confiere autorizaciones generales. Puede
caracterizarse, pues, la función del administrador diciendo que consiste en tomar de las
leyes existentes los medios de acción que juzgue mas apropiados a las circunstancias
presentes. La autoridad administrativa actúa y estatuye en virtud y dentro de los límites de
los poderes que le son conferidos por las leyes. Pero entonces no es exacto reducir la
administración a una idea de ejecución pasiva de las leyes; la verdad es, mas bien, que el
administrador hace uso de un poder legal. Ejecutar la ley, en el sentido dado por Rosseau
a la palabra ejecución, o tener de la ley un poder de acción y de voluntad, son dos
conceptos muy diferentes. A este respecto Duguit (Traite, vol. I, p. 198) ha podido decir
muy acertadamente: “la mayor parte de los actos administrativos no son en realidad
ejecución de la ley. Cuando, por ejemplo, un ministro firma un contrato en nombre del
Estado, actúa dentro de los límites de la competencia que la ley le ha otorgado; pero en
realidad no ejecuta la ley, así como tampoco la ejecuta un particular que firma un contrato
dentro de los limites de capacidad que la ley le reconoce”

no solamente no se reduce la función administra a la pura ejecución material, sino que


también, en muchos aspectos, parece que entraña una
432

432 FUNCION DEL ESTADO [155

Potestad igual o incluso superior a la del legislador. Se ha señalado (Duguit, L´État, vol. I,
pp.414 y 471) que históricamente el acto administrativo fue la manifestación primitiva de la
voluntad estatal. En la época actual se puede observar que, a diferencia del poder
legislativo, que sólo funciona de una manera intermitente, la administración se ejerce
permanente, sin interrupción, y ello por la razón de que el Estado no puede, ni por un
instante, dejar de hacer frente a los acontecimientos que exigen el desarrollo continuo de
su actividad administrativa (Esmein, Éléments, 5ª ed., p.17). Además, se ha alegado que
dicha función tiene un campo infinitamente vasto, puesto que comprende en principio
todos los actos que pueda necesitar el interés del Estado, en cuanto dichos actos no
queden comprendidos dentro de la legislación o de la jurisdicción; así que muchos autores
definen la administración diciendo que abarca toda la actividad del Estado que no sea su
actividad legislativa y judicial (Laband , op. Cit., ed. Francesa, vol. II, p.509; o. Mayer,
Droit llemande tive llemande, ed.francesa, vol. I, p.9, texto y n.12; Jellinek, L´État
modern, ed. Francesa, vol. II p.321); en este mismo sentido Duguit (L´État vol. I, p. 414)
declara que “el acto administrativo es la manifestación ormal de la voluntad gobernante”.
Si a esto se añade que las Constituciones del Estado comprenden dentro de la función
administrativa ciertos actos de la mas alta gravedad, como la declaración de guerra o la
negociación de los tratados, se desprende finalmente que, por la frecuencia de su
intervención, por la extensión de su campo de acción, por la importancia de sus actos,
dicha función constituye en efecto uno de los mas considerables poderes. El instinto
popular no se ha equivocado en esto: da al titular supremo de la potestad administrativa el
nombre de jefe del estado (Jellinek, loc. Cit., vol. II, p.331) por todas estas
consideraciones, numerosos autores contemporáneos rechazan la distinción entre la
legislación y la ejecución que llegó a ser tradicional en Francia bajo la influencia de
Montesquieu y de Rosseau, y se niegan a admitirativa pueda caracterizarse con el
nombre de poder ejecutivo. Hauriou (op. Cit., 6ª ed., p. 55; cf. 7ª ed., p.9) por ejemplo,
califica de “herejía constitucional” la doctrina que pretende que el poder llamado ejecutivo
“se limita a ejecutar la ley” Esta doctrina es criticada y rechazada igualmente por Duguit
(L´État, vol. I, p.450, y Manuel de droit constitutionel, 1ª ed., pp. 187, 261 ss.), Berthélemy
(Le role du pouvoir exécutif dans les republiques modernes, pp. 446 ss.). se vera sin
embargo (n|165) que existen sólidas razones para definir a la administración como una
función de orden ejecutivo; sólo que es ejecutiva en un sentido
433

155-156] FUNCION ADMINISTRATIVA 433

muy diferente al que se acaba de iniciar, según el cual dicha función sólo consistiría en la
ejecución física de decisiones tomadas por entero por leyes.

156. Actualmente la mayor parte de los autores, para definir la función administrativa, se
inspiran en la teoría comúnmente admitida que distingue entre funciones materiales y
funciones formales. El punto de vista que domina en la literatura contemporánea es que el
acto administrativo debe caracterizarse por su naturaleza intrínseca, especialmente por su
contenido. Evidentemente, en cierto sentido, se permite, o por lo menos se ha establecido
el uso de llamar actos administrativos a todos aquellos actos, cualesquiera que sean, que
emanan de la autoridad administrativa y se cumplen en la forma administrativa. Pero,
junto a este concepto completamente formal, que, dícese, solo es superficial y se funda
sobre consideraciones externas de pura forma, se pretende que existe un concepto
material de la administración, concepto éste racional, que se deduce del fondo de las
cosas (Duguit, Traité, vol. I, pp. 194-195; laband, loc. Cit., vol. I, p. 511) se añade que el
concepto material de la ley. En efecto, al oponerse entre sí la legislación y la
administración, y debiendo tener la ley material un determinado contenido, todo acto que
no presente semejante contenido será por ello mismo un acto de administración material
(cf. Laband, loc. Cit., p.379)

Colocándose en este punto de vista, un primer grupo de autores, aquellos que ven
en la generalidad de la disposición el criterio de la ley, definen la administración diciendo
que comprende todas las decisiones que regulan un asunto particular o un caso
individual. El principal defensor de esta teoría es G.Meyer (op. Cit., 6ª ed., pp.25, 641 y
grunhut´s zeitschriift, vol. VIII, pp. 15ss.), que resume el concepto del acto administrativo
en el calificativo de decisión particular (Verfugung). Se ligmann (Begriff des Gesetzes,
pp.64 y 68) declara que se hace imposible la delimitación entre la legislación y la
administración si se aparta uno de la idea que la ley estatuye a titulo general y el acto
administrativo a título particular. Este modo de comprender la dministración se
encuentra muy extendido sobre todo en la literatura francesa . así Esmein que empezó
carecterizando a la Ley como una regla general (Éléments, 5ª ed., p.15), no podía menos
de definir el acto administrativo como un “acto particular” (eod.loc., p.898). Duguit (L´État ,
vol. I, pp.412 ss.; Traité. Vol. I, p.195) afirma que “el acto administrative es siempre un
acto individual y correcto” – Jéze (príncipes generaux du droit administratif, p. 59) sostiene
que el acto administrativo tiene por carácter distintivo “referirse a un caso particular “.
Toda esta teoría tiene como
434

434 FUNCION DEL ESTADO [156

Primer fundador a Rosseau, que había dicho ya que el acto administrativo solo era “una
voluntad particular, un acto de magistratura , un decreto” ( Contat social, libro II , cap. II ;
cf. Cap. IV y VI)-

Pero, como observa muy acertadamente Jellinek (Gesetz und Verordnung, p.


237), tales definiciones solo presentan en realidad un concepto formal de la
administración. Decir que el acto administrativo consiste en una desición particular viene a
ser fijarse en un simple signo exterior ; semejante criterio no permite de ningún modo
penetrar en la naturaleza intima de dicho acto. Los autores anteriormente citados
pretenden despejar el concepto material de la Administración, y a decir verdad sólo
sustituyen una nueva definición formal a la generalmente usada. Es lo que comprendió
perfectamente Duguit . Se esfuerza este autor por dar su definición de la administración
un fundamento material, para lo cual trata de mostrar (ver especialmente Traité, vol. I , pp.
195 ss., 226 ss-; cf. Jéze, op. Cit. , pp. 59 ss.)que si el acto administrativa se caracteriza
como acto concreto e individual, es de carácter externo se relaciona estrechamente con la
naturaleza intima de dicho acto, considerado en cuanto a su alcance y a sus efectos.
Duguit define en efecto la función administrativa como aquella mediante la cual crea el
Estado “ situaciones jurídicas subjetivas “ (L´État , vol. I . pp. 412 ss.). Mientras que la ley,
como regla abstracta y general crea derecho objetivo, la administración que se ejerce por
cierto bajo el imperio de la ley y de conformidad con ella, origina derecho subjetivos,; y
engendra situaciones jurídicas subjetivas, precisamente porque tiene por objeto regular
especies individuales que conciernen a personas determinadas, he aquí por qué el acto
administrativo es necesariamente una decisión particular y concreta. Pero esta definición
sólo conviene a una parte, relativamente reducida, de los actos administrativos, dejando.

De lado a numerosos actos de la función administrativa, como los reglamentos, que son
generales; toda la categoría considerable, de las operaciones administrativas de orden
técnico o práctico, las cuales no tienen por objeto directo producir efectos de derecho;
finalmente, toda la serie, también numerosa, de los actos de control o de instrucción
administrativa, por cuanto dichos actos emanan de autoridades que, en concreto, carecen
del poder de decisión propia, no pueden , por consiguiente, crear situaciones jurídicas y
subjetivas. Duguit trata de soslayar esta objeción alegando que to dos estos actos no
están contenidos en la función administrativa propiamente dicha; pero, salvo para los
reglamentos, que clasifican dentro de la legislación, omite indicar con que función del
Estado es conveniente relacionar estos casos. Su función de la administración es por lo
tanto incompleta; además es arbitraria, al no tener – como se verá más adelante—ningún
punto de
435

155-156] FUNCION ADMINISTRATIVA 435

apoyo en el derecho público, francés, derecho que, por otra parte, dicho autor se abstiene
de citar al fundamentar su doctrina.

157.Un segundo grupo de autores pretende que se debe buscar el fundamento


material de la distinción , no ya en la oposición entre los actos generales y los actos
individuales, sino en consideraciones tomadas del examen del campo que, ratione
materiae, pertenece como propio a cada una de esas dos funciones. El acto legislativo y
el acto administrativo pueden, tanto el uno como el otro, tener indistintamente un alcance
general o individual, pero no tienen la misma materia. Según el derecho público moderno,
lo que con el nombre de leyes se reserva a la autoridad legislativa son únicamente las
prescripciones que consisten en crear un nuevo derecho, debiéndose entender por éste
toda disposición que tiene por objeto modificar el anterior estatuto jurídico de los
ciudadanos, por cuanto entraña para ellos la creación de alguna facultad o carga nueva.
De este concepto de la ley se deduce recíprocamente el de la administración. Si las
disposiciones referentes al derecho individual constituyen la materia especial de la ley,
hay que admitir, en sentido contrario, que toda prescripción general o decisión particular
que no implique para los particulares ninguna modificación a su régimen jurídico, tal como
éste se halla establecido por las leyes vigentes, pertenece a la administración y
constituye. Según los principios del derecho positivo actual, un acto de naturaleza
administrativa.

Esta doctrina ha nacido en Alemania. La definen allí particularmente Laband ( loc.


Cit.,vol.II, pp. 518 ss.) y jellinek (Gesetz und Verordnung, pp. 240 ss; L´État odern, ed.
Francesa , vol. II, p.318), Anschutz le consagra importantes desarrollos ( Gegenwartige
Theorien uberdem Begriff der gesetzgebenden Gewalt, 2ª ed., especialmente pp. 61 ss. ).
En francia, Hauriou (Up. Cit., 8ª ed.,pp. 37, 46,54) la ha abrazado en gran parte, y ha sido
igualmente adoptada por Cahen (la loi et le réglement, pp. 152 ss.). La teoría de dichos
actores se resume en la idea de que el conjunto de prescripciones que fijan los derechos
y las obligaciones de los individuos forman el orden jurídico y legal del Estado. Toda
decisión tomada dentro de los límites de este orden jurídico es una manifestación de la
actividad administrativa del Estado. Según esto, deben considerarse en primer lugar como
actos administrativos todos aquellos que se limitan a aplicar particular e individualmente a
los ciudadanos las reglas legales. La creación de situaciones jurídicas subjetivas de que
habla Duguit , cuando se produce en virtud del derecho objetivo estableciendo por las
leyes , no tienen en ningún modo por efecto original para los individuos derechos o
deberes nuevos, puesto que dichos deberes u obligaciones se hallaban ya consagrados in
abstracto por la legislación anterior, se hallaban contenidos en potencia en el orden
jurídico existente, y por con-
436

436 FUNCION DEL ESTADO [157

siguiente esta creación aparente no es definitiva sino un acto de ejecución de las leyes.
Pero, además de la ejecución de las leyes, la administración entraña también un amplio
poder de acción y decisión iniciales.

Entran, en efecto, en el campo de acción de esta función todas las medidas que tienen
por objeto proveer a las necesidades del Estado, por cuanto se encuentran dentro del
cuadro del orden jurídico vigente, o sea por cuanto no introduce ningún cambio en el
estatuto legal que rige a los ciudadanos y este segundo radio de actividad administrativa
comprende no solamente innumerables decisiones especiales, sino también todas
aquellas prescripciones de orden general o reglamentario por las cuales la autoridad
administrativa se traza así misma una línea de conducta, ordena sus propios asuntos,
organiza sus servicios y determina el funcionamiento de los mismos, todo ello mediante
reglas que solo se dirigen a los funcionarios y no alcanzan a los administrados toda esta
actividad, que solo se desarrolla y produce efectos en el interior del organismo
administrativo es una actividad libre y espontánea, que no puede reducirse a la noción de
ejecución de las leyes. La función administrativa, dícese, tiene como efecto como la
legislación su campo de acción y su materia propios.

Desde el punto de vista de su materia, o se en su sentido material, la administración,


además de la aplicación, del orden jurídico vigente comprende todos los actos o medidas
que, aunque no hayan sido previstos por ese orden jurídico, por lo menos lo dejan intacto.
La importante consecuencia práctica que se desprende de toda esta teoría es que la
autoridad administrativa tendrá competencia para tomar por si misma, es decir, por su
propia potestad y sin tener necesidad de apoyarse a dicho efecto sobre un texto
legislativo, todas las medidas particulares o generales, que entran dentro de la esfera
administrativa así entendido.

La doctrina que acaba de exponerse tiene méritos apreciables explica la presencia


de prescripciones reglamentarias ante los actos administrativos. Establece un amplio
concepto de la administración, que permite comprender en esta incluso las operaciones
administrativas de orden práctico, finalmente, y sobre todo, el mérito indiscutible de la
escuela alemana es el haber llevado el debate a su verdadero terreno: desde el punto de
vista jurídico, en efecto, la cuestión de saber cuál es el objeto de la función administrativa
viene a ser, ante todo, investigar cuales son los actos que según el derecho público
vigente, y especialmente según la constitución, entran dentro de la competencia de la
autoridad administrativa.

Este criterio, tomado de derecho positivo, es el único que puede proporcionar el concepto
constitucional y de administración ; todas las demás teorías, por lógicas que sean en sus
deducciones, tienen el defecto de no ser sino conceptos personales, desprovistos de
fundamento y de valor jurídicos. Ahora bien, al colocarse así en el terreno de derecho
positivo, hay
437

157-158] FUNCION ADMINISTRATIVA 437

que reconocer que la definición de la administración propuesta por Hauriou, Laband y


consortes no se aviene precisamente con el sistema actual de dicho derecho; por lo
menos se halla en desacuerdo con el derecho publico francés. Según estos autores, la
legislación y la administración se diferencian constitucionalmente una de otra en que
tienen cada una su esfera propia, su materia especial y, por consiguiente también, su
concepto material distinto. Se vera enseguida, por el contrario, que la constitución
francesa no define a la administración por su materia; sino que los elementos de
definición que de la misma proporciona se refieren a un orden de consideraciones
completamente diferentes.

& 2. EL VERDADERO CONCEPTO DE LA ADMINISTRACION

SEGÚN EL DERECHO POSITIVO FRANCES.

158. Se ha observado anteriormente (núms. 90, 109, 118 y 123) que desde el año
VIII las constituciones de Francia, particularmente la de 1875, no contienen ninguna
definición expresa de la ley ni de la potestad legislativa. Por el contrario, existe en la ley
constitucional de 25 de febrero de 1875 un texto que proporciona los elementos precisos
para una definición de la función administrativa. Se trata del art.3, que al considerar a esta
función en manos de su mas elevado titular, el Presidente de la Republica, especifica que
consiste de una forma general, en vigilar y asegurar la ejecución de las leyes.1 se ha dicho
que esta fórmula del art 3
1 Art3: ”El presidente de la republica promulga las leyes; vigila y asegura la ejecución de las mismas”, algunas de las constituciones
anteriores de 1875 han dado una definición más amplia de la potestad administrativa del jefe de estado. La constitución de 1791 (tit.III,
cao. IV, art 1°) decía: “el rey es el jefe supremo de la administración general del reino; el cuidado de mirar por el mantenimiento del
orden y de la tranquilidad pública le esta confiado”. Por otra parte, sin embargo, esta misma constitución anotaba como principio
(tit.III, cap. II, sec.1°, art. 3) que “el rey no reina sino por la ley, y únicamente en nombre de la ley puede existir la obediencia” la
constitución del 24 de junio de 1793 (art65) encarga el consejo ejecutivo “la dirección y la vigilancia de la administración general”, pero
carga al consejo ejecutivo “la dirección y vigilancia de la administración general”, pero especificando que no puede actuar sino “ en
ejecución de las leyes y de los decretos del cuerpo legislativo” según los términos del art 144 de la constitución del año III, el “directorio
provee, según las leyes, a la seguridad exterior o interior de la republica. Puede hacer proclamaciones conforme a las leyes y para la
ejecución de las mismas” según la constitución del año VIII (art.44), “el gobierno propone leyes y para la ejecución de las mismas” la
carta de 1814 decía en su art.14 que el “rey hace reglamentos y ordenanzas necesarias para la ejecución de las mismas” y la de 1830,
en su art 13, que “hace los reglamentos y ordenanzas necesarios para la ejecución de las leyes, sin que pueda jamás suspender las leyes
mismas, ni dispersar de su ejecución” la constitución de 1848, en su art 49, se limita a declarar que el presidente vigila y asegura la
438

438 FUNCION DEL ESTADO [158

es vaga, obscura y que carece de utilidad (Duguit, Traité, vol. I, p. 289; cf. Moreau, Le
reglement administratif, p.159), L a verdad, por el contrario, es que presenta para el
establecimiento del concepto constitucional de administración una considerable
importancia; y no sin razón fue reproducida en 1875 en los mismos términos en que había
sido enunciada ya por el art 49 de la constitución de 1848 (cf. La ley de 31 de agosto de
1871, art 2). Al repetir que el presidente de la republica, fuera de los poderes especiales
que le atribuyen expresamente los diversos textos constitucionales de 1875, no tiene más
potestad general que la de ejecutar las leyes, la constitución consagra el principio esencial
de que, incluso en la cúspide de la jerarquía administrativa, los actos realizados por la
autoridad encargada de administrar deben basarse siempre en una ley en cuya ejecución
interviene. Evidentemente, la palabra ejecución no debe entenderse en un sentido
demasiado riguroso. Por ejemplo, al encargar el art. 3 al presidente de “asegurar la
ejecución de las leyes” debe deducirse legítimamente que la autoridad administrativa,
además de la ejecución propiamente dicha de las leyes, es llamada a tomar medidas
subsidiarias o de detalle, pero ejemplo las medidas de organización que juzgue
convenientes para que la ley se ejecute. Pero, en todo caso, siempre es necesario que las
decisiones administrativas se refieran a una ley, bien sea a una ley que las autorice, o
sea, al menos, a una ley que vengan a completar mediante prescripciones que tengan por
objeto asegurar la ejecución de la misma; y en este último caso es indudable que, por
razón misma de su fundamento puramente ejecutivo, estas prescripciones han de
limitarse a desarrollar y a ejecutar los principios formulados por la ley que complementan,
sin que puedan sobrepasar esta ley añadiendo algún nuevo principio que no estuviera ya
expresa o implícitamente establecido en la misma.

Así pues, resulta muy notable que la constitución francesa no caracterice al acto
administrativo ni por la naturaleza intrínseca de sus disposiciones, ni por su materia
especial. En esto, emplea respecto de la administración el mismo método que respecto a
la legislación. Así como los textos constitucionales no definen a la ley por su objeto, su
campo de acción o su contenido, así también el art 3 antes citado se abstiene de
especificar las materias a las cuales podrá referirse la acción administrativa del
presidente, o los caracteres internos que habrá de presentar, respecto
ejecución de las leyes. Las constituciones de 1852 y 1870, en sus arts 6 y 14, respectivamente, dicen que el jefe del Estado “hace los
reglamentos y decretos necesarios para la ejecución de las leyes” Estas diversas formulas son más o menos amplias; pero se observa sin
embargo que casi todas refieren la potestad administrativa a una idea de ejecución de las leyes, y esta es, en efecto, la idea
fundamental y tradicional del derecho público francés respecto a este punto desde 1789.
439

158-159] FUNCION ADMINISTRATIVA 439

a su contenido, el acto administrativo presidencial. Según el derecho positivo francés, el


concepto del acto administrativo, así como el de la ley, es independiente del contenido de
uno y otro y no existe materia propia de la administración, como tampoco reserva la
constitución materia especial a la ley. Pero, para señalar la diferencia esencial que separa
la administración y la legislación, la constitución se refiere exclusivamente a la
desigualdad de los poderes inherentes a cada una de estas funciones, desigualdad que,
por lo demás, sólo es una consecuencia de la desigualdad de sus órganos. De ahí la
definición del art 3. En ese texto, la función de administradores, empezando por el
Presidente de la Republica, se caracteriza únicamente por la relación de dependencia y
subordinación que en él se establece entre el acto administrativo y la ley, subordinación
que se lleva a tal punto que, según la fórmula del art.3, la función administrativa sólo
consiste normalmente en la ejecución de las leyes.

De este sistema del derecho publico francés derivan, como consecuencia, los dos
conceptos siguientes:

159. en primer lugar, la autoridad administrativa carece de potestad general que le


permita, en un orden determinado de materias, actuar o estatuir por su propia iniciativa
por vía de reglamentos generales o de medidas particulares. Sin duda alguna el
Presidente de la Republica tiene directamente de la constitución cierto número de
poderes, como el de dirigir los asuntos exteriores, convocar o aplazar las cámaras, etc;
poderes cuya importancia es desde luego considerable y que ejerce, no ya a
consecuencia y en virtud de leyes que emanan del cuerpo legislativo, sino fundado en su
propia competencia constitucional. Pero fuera de estas atribuciones especiales, que sólo
entrañan ciertos actos limitativamente determinados, el principio general formulado por el
art.3 antes citado es que la actividad administrativa sólo puede ejercerse en ejecución de
una prescripción legislativa, y ello sin que deba distinguirse, ratione materiae, entre los
actos que se refieren a los ciudadanos y aquellos cuyo efecto debe permanecer confinado
dentro del organismo administrativo. Según el art 3 no existe materia que dependa
directamente de la función administrativa. El campo de acción de la administración es
sencillamente la ejecución de las leyes.

Esta condición de ejecución de las leyes se encuentra realizada, no solamente


cuándo los actos de la autoridad administrativa se limitan a asegurar la limitación de
medidas ya dispuestas por las leyes existentes, sino además cuantas veces la autoridad
administrativa toma por sí misma medida en virtud de una habilitación que le ha sido
conferida por un texto legislativo, puesto que, en este último caso el acto administrativo
halla su origen y adquiere su legitimidad (en el sentido jurídico romano de esta palabra)
en la ley que lo autoriza y en lo cual, en este sentido,
440

440 FUNCION DEL ESTADO [159

Constituye la ejecución. Los textos mismos califican como medida de ejecución d ela ley a
aquellos actos realizados por la autoridad administrativa en virtud de una competencia
atribuida a esta por una ley. El art 38 de la ley de presupuestos de 17 de abril de 1906,
por ejemplo, que vino a conferir al Presidente de la Republica la facultad de regular por
vía de decreto las condiciones de nombramiento y ascensos en la magistratura, especifica
que el derecho a que se refiere, constituirá “un reglamento de administración pública,
dictado en ejecución de la presente ley”. La determinación de las reglas que rigen el
nombramiento para las funciones judiciales depende sin duda, en principio, de la
competencia del legislador. Al atribuir al Presidente el poder de formular esas reglas por sí
mismo, la ley de 1906 le confería, pues, al parecer una competencia de esencia legislativa
(a este respeto, ver Duiguit, Traité vol.II, pp.457. ss.). A pesar de esto, el texto de
referencia define al decreto que habrá de dictarse como un acto de la función
administrativa consistente en asegurar la ejecución de las leyes, y por lo mismo como un
acto administrativo.

Se desprende, pues, del art.3 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, que no


existe materia general sobre la cual tenga la autoridad administrativa el derecho de
estatuir por su propia potestad, es decir, en ausencia de todo texto que la habilite a dicho
efecto. Fuera de los casos de que el presiente de la republica encuentra en la constitución
misma el poder de realizar ciertos actos determinados, la autoridad administrativa sólo
puede ejercer su actividad a condición de apoyarse en textos de leyes. La fórmula que
mejor resume respecto a este punto el sistema del derecho público franceses la del art 78
de la Constitución Belga, que dice: “El rey no tiene más poderes que aquellos que le
atribuyen formalmente la constitución o las leyes formuladas en virtud de la constitución”.
Este texto expresa en términos particularmente claros y afortunados la naturaleza y el
alcance de la función administrativa que consiste, en todos los casos, en actuar en virtud
de poderes legales, provengan, esos poderes de la ley constitucional, misma o de las
leyes ordinarias.

Este es un punto admitido hoy día por la mayor parte por los autores franceses,
pero no por todos, sin embargo. Algunos sostienen aún, como Barthélemy (op. Cit., pp.6
ss., 14 ss.;ef. Revuet du droit public, 1907, pp.298 ss.), que “el cometido del gobierno no
puede limitarse a la obediencia de la ley”, que “no está permitido, pues, caracterizar este
contenido por la ejecución de las leyes”, sino que “consisten en velar por los intereses
generales, proveer a las necesidades del gobierno, etc;.”. Esta fórmula vaga e
indefinidamente amplia, si fuera exacta, supondría en suma la emancipación casi
completa del gobierno respecto de la legislación en la literatura reciente se afirma la
opinión contraria. Así, según Duguit, (L´État vol.I. pp.459 y 465), “ la administración solo
puede actuar den-
441

159] FUNCION ADMINISTRATIVA 441

tro de los limites que le son trazados por una regla legislativa, y debe ocurrir siempre
así… La administración solo puede intervenir dentro de estos límites fijados previamente
por una leyescrita”, y ( Manuel 1ª ed., pp.661): “Un acto administrativo solo es valido
cuando esta realizado por un funcionario que actúa dentro de los limites de la
competencia que la ley le confiere”. Artur (“Separtion des pouvairs et des fonctions”,
Reciso: “Los actos de administración siempre suponen una ley anterior que lo autorice y
con lo cual deben hallarse de acuerdo”. Las formulas mas absolutas las proporcionan
Berthélemy (“De l´exercise de la souverainete par l´autorité administrative”, revue dud
droit public, 1904, pp.214, 220, 226): “La administración solo puede actuar, actuar, para
procurar la ejecución de la ley, dentro de las formas prescritas por la laey, y únicamente
en la medida prevista por la ley… es principio de nuestro derecho publico que la
administración no puede ejercer sino aquellos poderes que le son conferidos
rigurosamente por la ley.. solo la ley reina… el legislador determina que hombres
procuraran por la acción y porque acción, la ejecución de las leyes que dicta. Los
administradores son los agentes designados para realizar la tarea legal que el programa
legal les asigna” 2 Laferriére (Traité de la juridiction administrative, 2ª ed., vol. II,
p.45)dice asimismo, al menos en cuanto a las medidas administrativas susceptibles de
afectar a los particulares, que no es admisible “que las autoridades públicas puedan
revestirse por si mismas de poderes que legislador hubiera omitido concederles”.

Los autores alemanes, si bien deducen de sus constituciones positivas, para la


autoridad administrativa, el derecho de estatuir en virtud de su sola potestad respecto a
los asuntos interiores de los servicios públicos, reconocen al menos que en lo que se
refiere a las medidas que afectan a los administrados, la autoridad administrativa no
puede tomarlas sino con la condición absoluta de haber recibido de la ley el poder
correspondiente. Esta es la doctrina que Laband, particularmente, sostiene en forma muy
clara: “El imperium no es, en el Estado moderno civilizado, un poder arbitrario, sino que se
halla regulado según máximas jurídicas; es

2. Ver también las objeciones suscitadas por Berthelemy (loc. Cit.,p.213) contra la siguiente afirmación de O. Mayer (op. Cit., ed.
Francesa, vol. I p. 108): “existe para la administración la posibilidad de actuar fuera de la esfera de ejecución, fuera de cualquier
dirección por parte de la ley. Este caso se presenta cuantas veces no existe ley en la materia de que se trata, o cuando no se trata de la
esfera reservada” por esfera reservada entiende O.Mayer la esfera del derecho individual. Su afirmación referente a la posibilidad para
la autoridad administrativa de actuar fuera de la ley no concierne, pues, sino a las decisiones que no se refieren a los administradores
respecto de su derecho individual. Berthélemy declara, sin embargo, que dicha información “puede ser cierta mas allá del rin, pero
nadie en francia puede suscribirla”
442

442 FUNCION DEL ESTADO [159-160

Característica del Estado de derecho, que dicho Estado no puede exigir de sus súbditos
ningún acto positivo o negativo, imponerles o prohibirles lo que fuere, sino en virtud de un
prinicipio jurídico. Estas reglas jurídicas tienen generalmente a las leyes por sanción etas
leye proporcionan las prescripciones jurídicas referentes a las usurpaciones que pueda
permitirse el Estado sobre la persona y la fortuna de sus subordinados” (op.cit., ed.
Francesa, vol. III p.526) y en otro lugar (p.538): “El deber de obediencia que incumbe al
ciudadano en el estado moderno no es ilimitado; la determinación de su amplitud no
queda al buen criterio del gobierno… los derechos del poder político respecto al individuo
están determinados por dispociones jurídicas y son consiguientes, restringidos. Luego
toda orden administrativa debe fundarse en una ley que confiera el poder de exigir de los
súbditos tal o cual acto, tal o cual prestación , tal o cual abstención. Este principio no
admite excepción y no solamente se aplica a las cargas financieras o militares, sino
también, en la misma medida, a las ordenes de la policía” (cf.Rosin,
Polizeiverordnungsrecht in Preussen 2ª ed., pp.15 ss.) este criterio de laband ha sido
impugnado por G. Meyer (Lehrbuch des deutschen staatsrechts, 6ª ed., p.649; cf. Sarwey,
allg Verwaltungsrecht, en el Handbuch des offentlichen Rechets de marquardsen, vol. I
p.36) , que pretende que la administración no se reduce a la ejecución de prescripciones
legales, sino que consiste en actuar dentro de los limites fijados por la ley, formando ésta
así, no ya la condición, sino únicamente la barrera de la actividad administrativa. G Meyer
aplica esta proposición, particularmente, a la policía, la que según él no necesita texto
especial para emitir una orden o una prohibición. Pero anschutz, que hizo publicar la 6ª
edición de la obra antes citada de G Mayer, declara (p.649, n.3) que la opinión de dicho
autor ha sido abandonada actualemente por la doctrina alemana, demostrando asimismo
que ha sido rechazada por el tribunal administrativo superior de Prusia

160. El derecho público francés no autoriza la distinción alemana entre materias


jurídicas y materias administrativas. Pero por el sistema de la constitución francesa resulta
el segundo concepto: que la administración, si bien en cierto sentido no posee materia
propia, tiene por lo menos, en otro sentido, no posee materia propia, tiene por lo menos,
en otro sentido, un campo de acción ilimitado. Con la única condición de fundarse en un
texto legislativo que a ello la habiite, puede la autoridad administrativa tomar cualquier
clase de medidas respecto a cualquier clase de objetos. Pues la constitución no entra en
ninguna distinción ni formula ninguna rserva a este respecto. No dice que el presidente
solo podrá ejecutar las leyes por actos particulares, con exclusión de los actos de
reglamentación general; no dice tampoco que su potestad de ejecución de las leyes se
limite a aquellas medidas que solo tienen efecto en el interior de los servicios públicos, ni
excluye de ningún modo
443

159] FUNCION ADMINITRATIVA 443

las medidas que afectan a los ciudadanos en su derecho individual. La constitución no


define a la administración por su materia , si no únicamente por su carácter ejecutivo ,
exige que todo acto administrativo se haga en ejecución, o sea en virtud, de una ley; pero
no hace indicación de materia respecto de las cuales prohíba a las leyes encargar a la
autoridad administrativa de estatuir. La mayor parte de los autores franceses han
desconocido este punto; no pudieron creer que la administración pudiera ejercerse
indefinidamente sobre los mismos objetos que la legislación, y se esforzaron por
determinar las materias que se reservan exclusivamente a la ley. Pero, si se consideran
aquellas mismas materias que, según los autores, constituyen el mas alto grado de la
esfera reservada al legislador, se observa que la competencia administrativa. Es evidente,
por ejemplo, que la autoridad administrativa puede, mediante sus reglamentos de policía,
imponer restricciones a la libertad de los individuos, y se verá asimismo (n° 2059) que no
es imposible que algunos reglamentos administrativos establezcan sanciones que tengan
el carácter penal o tasas que tengan carácter de impuestos. Indudablemente, la autoridad
administrativa solo puede dictar semejantes medidas bajo la condición general que
constituye la regla fundamental de toda su actividad, o sea bajo la condición de actuar en
virtud de un texto que a ello la autorice. Esto es ciertamente una reserva capital. Pero,
bajo esa reserva, no es menos importante observar que la autoridad administrativa, al
tomar esas decisiones, realiza verdaderamente un acto de función administrativa, y hace
uso de su propia potestad. La condición de legalidad a la que se halla subordinada la
acción administrativa no impide que el administrador, cuando actúa a consecuencia de la
ley y mediante un permiso legal, realice en definitiva un acto de competencia, puesto que
así ejecuta la ley, lo que constituye por definición misma el poder administrativo, esto
significa, pues que la administración puede referirse a los mismos objetos que la
legislación. Así como la ley puede atraer hacia si toda decisión, cualquiera que sea, para
emitirla a titulo legislativo, así también el acto administrativo puede, apoyarse en un texto
legal, adoptar cualquier clase de disposiciones. Ambas funciones tienen igualmente, en
este sentido, un campo de acción indefinido.

En apoyo de estas últimas observaciones es interesante hacer notar una diferencia


claramente señalada entre el método seguido por la Constitución actual y aquél del cual
se sirvieron las primeras Constituciones de la época revolucionaria para determinar y
limitar la potestad administrativa respecto de la legislación. La Declaración de 1789, por
ejemplo, en sus artículos 4, 5, 7, 8, 10, y 11, enumeraba toda una serie de derechos
individuales a los cuales tan sólo una ley podía tocar o transformar. La
444

444 FUNCION DEL ESTADO [160-161

protección de los ciudadanos por el régimen de la legalidad provenía por lo tanto del
hecho de que la constitución tenía el cuidado de especificar aquellos derechos
fundamentales cuya reglamentación reservaba al poder legislativo. Únicamente una ley
formal podría determinar las condiciones de ejercicio de esos derechos y marcar a dicho
ejercicio los límites o restricciones que exige el orden público. Esta reserva, establecida a
favor de la legislación, tenia precisamente por objeto limitar los poderes de la autoridad
administrativa (ver en este sentido O. Mayer, op. Cit., ed. Francesa, vol I, pp. 92 ss.,
Jellinek, Gesetz und Verordnung, pp. 77 y 99). Las constituciones posteriores, al menos la
de 1875, abandonaron dicho método, y ya no formulan reservas de ese genero. Se
reconoció que tales reservas resultaban superfluas en presencia de la regla general que
hace depender los actos administrativos del permiso de la ley. La protección de los
ciudadanos consiste hoy en que la autoridad administrativa no puede, en principio,
ordenarles ni prohibirles nada sino en ejecución de las leyes.

161. considerando el régimen administrativo que se acaba de exponer según la


constitución, ¿Cuál es, según el derecho positivo francés, el concepto constitucional de la
función administrativa? ¿cuál es la diferencia esencial que distingue la administración de
la legislación?

En su aspecto constitucional, la administración debe definirse como la actividad


que ejerce la autoridad administrativa bajo el imperio y en ejecución de las leyes.

Debe observarse ante todo que en esta definición la administración no se


caracteriza ni por su objeto, ni por sus procedimientos especiales, ni por su campo de
acción. Desde el punto de vista de sus fines, la administración y la legislación – por mas
que se haya dicho lo contrario(ver n°154, supra)—no persiguen fines diferentes, sino que
proveen, cada una por su lado, a las diversas necesidades del Estado, y concurren
paralelamente a regular el derecho aplicable a los ciudadanos, a asegurar el orden
público, a organizar a las autoridades y servicios estatales, a desarrollar la cultura
nacional.3 asimismo, y en cuanto a los procedimientos
3. Eesto se dice de una manera afirmativa en algunas constituciones. Por ejemplo, la constitución suiza, que en su art 85-6° coloca
dentro de la competencia de la asamblea federal “las medidas para la seguridad exterior y para el mantenimiento de la independencia y
de la neutralidad de suiza”, dice igualmente, en el art 102, enumera las atribuciones del consejo federal, que este ultimo “cuida de la
seguridad exterior de suiza y del mantenimiento de su independencia y de su neutralidad” (art. 102-9°) igualmente el art 85-7°
menciona, entre los asuntos de la competencia de la asamblea federal, “las medidas para a seguridad interior de suiza, para el
mantenimiento de la tranquilidad y el orden”, mientras que, por su parte, el art. 102-10° dice que el consejo federal “cuida de la
seguridad interior de la confederación, del mantenimiento de la tranquilidad y del orden” así pues, ambas autoridades federales, la
encargada especialmente de la legislación y la que tiene por objeto
445

161] FUNCION ADMINISTRATIVA 445

empleados, debe señalarse que ambas funciones entrañan, tanto una como otra,
decisiones particulares y prescripciones generales, pues si bien un buen numero de
medidas particulares dependen de la legislación (ver n° 124, supra). Recíprocamente,
consiste a veces la administración en estatuir por la via de reglas generales concebidas ni
abstracto. Finalmente,

exclusivamente la administración, reciben de la constitución atribuciones idénticas, referentes a los mismos objetos y redactadas, en lo
que concierne a dichos objetos, en términos idénticos. Y por lo demás nada hay en ello de sorprendete, puesto que el art.2 de la
constitución suiza sienta como principio que “la confederación tiene por objeto asegurar la independencia de la patria frente al
extranjero y mantener la tranquilidad y el orden en el interior”; es evidente, pues, que las diversas autoridades federales deben
trabajar igualmente para que estos fines esenciales sean conseguidos. Ahora bien, hay diferencias de procedimiento. Si el consejo
federal y la asamblea federal colaboran en las mismas tareas, no ejercen las mismas funciones de potestad. La asamblea es la autoridad
superior, única que puede formular las voluntades principales y darles valor de leyes. En cuanto al consejo federal, solo es una
autoridad subalterna y su cometido, sea ejecutivo, sea incluso “directorial”, solo puede ejercerse bajo el imperio de las leyes en vigor y
de conformidad con las leyes (art.102-1°). La asamblea federal y el consejo federal se caracterizan también, incluso cuando sus
actividades respectivas se ejercen para la realización de un fin común, como órganos investidos de funciones diferentes. La diferencia
consiste, ante todo, en que la asamblea federal posee un poder de legislación, mientras que el consejo federal no posee sino un poder
de administración. Parece pues, que la constitución federal misma haya querido señalar esta diferencia funcional por los términos
apropiados de los que ha servido para definir separadamente los cometidos de la asamblea federal y del consejo federal referentes a
las tareas que le son comunes. La variedad de las expresiones constitucionales se manifiesta particularmente, a este respecto, en el
texto alemán de esta constitución. El art. 85-6°, 7° y 8°, por ejemplo, atribuye a la asamblea federal los Massregeln, que tienen por
objeto asegurar la seguridad exterior, el orden y la seguridad interiores, etc … El art.102 que le encarga al consejo federal ocuparse de
los mismos objetos, se limita a decir, bajo los incisos 3°,8°,9° y 10°, er wacht, er whart, er sorgt; estas expresiones se traducen
uniformemente en los números correspondientes del texto francés por la palabra: II veille (el cuida). Se trata aquí, evidentemente, de
matices del lenguaje, que sin embargo no pueden considerarse como debidos simplemente a una casualidad de redacción. Solo pueden
explicarse, en los textos citados, por la intención de establecer una diferencia entre los procedimientos empleados por una y otra parte
para conseguir los fines comunes, diferencia que proviene de la desigualdad de las potestades propias de ambas partes. Partiendo de
estas observaciones, he aquí cómo, en el terreno de las tareas idénticas de las dos autoridades, abra de establecerse entre ellas el
reparto de las competencias. Corresponde primeramente al consejo federal tomar todas aquellas medidas tendientes a la realización
de los fines a los cuales debe proveer, por cuantas dichas medidas están ordenadas en virtud de las leyes vigentes; en este consejo
federal no hace sino ejercer una actividad de orden estrictamente ejecutivo. Si, por el contrario, se trata de adoptar medidas que no
están previstas por la legislación y que incluso crean nuevo derecho, entonces no pueden negarse que el consejo federal, en virtud de
los textos antes citados, tenga el poder de hacerlo juntamente con la Asamblea federal y fuera de la misma, y debe reconocercele a
este respecto un poder propio de ordenanza reglamentaria, en cuyo ejercicio se manifiesta su competencia “directoral” (ver la n|5 del
n°195 infra). Pero, al menos, sus actos reglamentarios se hayan siempre dominados por la legislación federal, en el sentido de que no
pue-
446

446 FUNCION DEL ESTADO [161-162

Se acaba de demostrar que ambas funciones tienen el mismo campo de acción:


particularmente, no es exacto pretender que las reglas de derecho dependen que la
función legislativa únicamente, y que, por el contrario, la administración comprende en sí
la reglamentación administrativa y del funcionamiento de los servicios públicos
corresponde a la potestad legislativa, lo mismo que función administrativa supone
necesariamente el poder de emitir prescripciones obligatorias para los administrados.

Pero si ambas funciones se parecen en todos los aspectos se dis- tinguen por su
potestad respectiva, por cuanto que n o entraña igual grado de iniciativa para el
cumplimiento de sus actos respectivos y por cuanto dichos actos no tienen la misma
eficacia. Según la Constitución francesa, la Constitución y la legislación colaboran en las
mismas tareas, pero con cometidos y poderes desiguales. La diferencia esencial entre
estas actividades es una “diferencia jerárquica”,4 que depende de la superioridad de la ley
por una parte y por otra de la subdirección de la administración con respecto a la ley.
Esta diferencia de potestad se manifiesta desde un doble punto de vista.

162. Entre el acto legislativo y el acto administrativo hay en primer lugar una
diferencia de potestad por lo que se refiere a sus efectos. Una misma prescripción o
decisión, según sea emitida a titulo administrativo a titulo legislativo, tiene un alcance y
una fuerza. Muy diferentes. Así
den modificar ni contrariara a ésta. Tampoco pueden invadir el campo de acción que se encuentra ya reglamentado por soluciones de
las asamblea. Es éste un punto que ha sido notado expresamente por los autores suizos. Burckhardt, especialmente (Kommentar der
schweiz. Bundesverfassung, 2ª ed., p. 693),hace notar, enel art.102-9° y 10°combinando con el art.85-6°y

7°, que,por razones de identidad de los objetos confiados por estos textos a la actividad de la Asamblea federal y el consejo federal,
ambas autoridades tienen, tanto una como otra, competencia para adoptar las medidas tendientes a garantizar la seguridad interna y
externa de Suiza, pero bajo las mismas reservas, sin embargo, de que la competencia del gobierno federal en estas Materias solo
puede ejercer en cuanto la Asamblea federal no haya intervenido por si misma Para prescribir las medidas referentes a una cuestiono
situación determinada. Esta observación demuestra bien a las claras que aunque posea ciertas competencias semejantes a las de la
Asamblea federal, el consejo federal, incluso en el orden de las tareas comunes , sólo posee

una potestad subordinada a la potestad de el asamblea. Finalmente, las medidas reglamentarias provenientes del consejo federal no
adquiere valor de leyes; a este respecto debe observarse que no solamente la asamblea federal es dueña de cambiar las reglas
contenidas en las ordenanzas del consejo federal, sino que además, el art.113 de la constitución, que especifica que el tribunal federal
tiene obligación de aplicar las leyes y las resoluciones de la asamblea federal que tenga un alcance general, no menciona las
ordenanzas del consejo federal, de donde se deduce que estas últimas caen bajo el control jurisdiccional del tribunal federal del mismo
modo que se encuentra bajo el control parlamentario de la asamblea federal(cf. Respecto de estos puntos, la n. ll del n.309,infra).

4. Según expresión de Hauriou (op. Cit,5ª ed; p.39) quien por otra parte (cf.8ª ed., p.379) Niega la distinción entre ambas funciones se
reduzca a esta referencia jerárquica.
447

162-163] FUNCION ADMINITRATIVA 447

Como la ley es una disposición de esencia superior, que se coloca entre las reglas
estatutarias o entre las manifestaciones de la más alta voluntad del Estado, en el sentido
de que en el porvenir no podrá modificarse más que por una nueva ley, y que, por lo
tanto, no solamente se impone a los gobernadores, sino también a los gobernantes
distintos del legislador, el acto administrativo solo tiene el valor de una regla o decisión
subalterna, que de un modo general no obliga a legislador ni, en cierto sentido, a la
autoridad administrativa. Puesto que, por una parte, la ley tiene el poder de modificar o
derogar las disposiciones tomadas por vía administrativas; así pues, abroga con el pleno
derecho cualquier disposición de un reglamento administrativo que le sea contrario. Por
otra parte las decisiones administrativas no obligan de una manera absoluta al
administrador, y en la medida que éste es dueño de modificarlas o derogarlas no tiene, en
lo que a él se refiere sino una fuerza inferior a la fuerza de la ley.

Estas diferencias entre la función legislativa y la función administrativa

deriva únicamente, por cierto, de la diferencia de potestad de los órganos de legislación y


administración, y por lo mismo, la distinción entre ambas funciones aparece en lo que
acaba de decirse, con una significación permanente formal. Pero precisamente este punto
de vista formal es el único que cuadra hoy en día con el sistema de derecho público
francés, ya que en dicho sistema las cualidades especiales que caracterizan el acto
administrativo y lo distinguen de la ley derivan exclusivamente de la desigualdad de
potestad constitucional que existe entre las autoridades legislativas y administrativas.

163. Esta desigualdad de poderes y la subordinación de la administración a la ley


se manifiesta más aún desde un segundo punto de vista

si en cierto sentido el campo de acción de la administración es ilimitado, lo mismo que el


de la legislación, ambas funciones no implican igual potestad de iniciativa y de decisión en
el terreno en el cual se ejerce concurrentemente. Así como la legislación es libre la
administración de halla constitucionalmente obligada (cf. O. Mayer, loc. Cit., vol. I, p.97;
Jellinek, l’ É tat moderne, ed. Francesa, vol. II, p.327 ss.), solo pueden ejercerse, bajo el
imperio de las leyes, que la denomina y delimitan jurídicamente; háyase, pues, obliga a
obedecer la leyes y a conformarse a ellas. Ésta es una consecuencia de la superioridad –
particularmente de la superioridad estatutaria- de la ley.

Resulta de esto que la función administrativa tiene como primer cometido el de


poner en ejecución, ya sea las reglas abstractas, ya sea las decisiones particulares, o, de
un modo general, todas las prescripciones o medidas cualesquiera decretadas por las
leyes. Esta es la parte estrictamente ejecutiva de dicha función. Entre las medidas que
son administrativamente aplicadas para la realización de los fines estatales deben
448

448 FUNCION DEL ESTADO [161-162

Figurar en primera línea aquellas que han sido decretadas por la ley misma. Si las
leyes no han establecido por sí mismas las medidas que deben tomarse, no podrá ejercer
la acción administrativa –en segundo lugar- bajo la condición de no desconocer la
legislación existente; habrá de mantenerse intra legen, es decir, dentro de los limites que
resulten, bien del orden jurídico general establecido por la legislación, bien de las
decisiones particulares emitidas por la vía legislativa. Esto implica especialmente que la
autoridad investida de la potestad administrativa no podrá en ningún caso derogar por un
acto individual las reglas generales contenidas en las leyes.

Pero, en este ultimo aspecto, importa hacer notar otra diferencia de potestad mas
profunda entre la administración y la legislación. Una de las principales características de
la ley, como se ha visto anteriormente (núms. 98 y125), es la de poder dictar a título
particular medidas que deroguen la ley general establecida por la legislación vigente. No
existe en efecto, medio jurídico alguno que permita impugnar la validez de tales leyes
excepcionales y por otra parte, la constitución francesa no establece limites para la
potestad legislativa, ni en lo que se refiere a su materia ni en lo que concierne a las
decisiones que entraña. Así pues, la ley es soberana; el legislador es legibus solutus, y
escapa a la necesidad de observar sus propias leyes. La autoridad administrativa, por el
contario, se encuentra sometida, no solamente a las leyes, al provenir éstas de un órgano
que es superior a ella sino también en las reglas generales que ella misma haya podido
crear; eso ocurre, al menos, cuando dicha regla se refieren individualmente a los
administrados. No puede el administrador, por vía de decisiones particulares, introducir en
el orden jurídico general ninguna modificación que atente contra los individuos, cualquiera
que sea la fuente de donde provenga dicho orden. Evidentemente la autoridad
administrativa no está obligada por sus propios reglamentos en el sentido que puede
revisarlos y sustituirlos en el porvenir con una nueva reglamentación general. Está
obligada a respetarlas, en el sentido de que no puede mientras el reglamento está
vigente, adoptar ninguna nueva desición individual que se halle en contradicción con
dicho reglamento (Deuguit, Traité, Vol. I, p.210; Mayer, loc. Sit., vol. I, pp. 97 y 116). Esta
limitación de la potestad administrativa es completamente cierta, porque en el derecho
positivo actual existe, contra los actos administrativos, un recurso por infracción de la ley
que también se extiende a la infracción de los reglamentos; mientras que con el acto
administrativo no es posible ningún recurso de este género. Existe pues, en esto una
diferencia muy marcada de la potestad entre la legislación y la administración. Esta nueva
diferencia, por otra parte viene a revelar claramente cuál es el fundamento
449

163-164] FUNCION ADMINISTRATIVA 449

preciso de la potestad especial inherente a la ley. Si el legislador puede derogar las leyes
no es por la razón que, en principio, el autor de una regla general sea siempre dueño de
aportar excepciones individuales a la regla formulada por él mismo, pues esta explicación
seria in exacta, ya que no puede aplicarse a las autoridades administrativas ni a los
reglamentos hechos por ella. En realidad, el poder que tienen la ley para derogar la
legislación existente se fundamenta únicamente en la potestad propia del órgano
legislativo, y proviene que la voluntad del cuerpo legislativo, según el derecho
constitucional actual, es enteramente independiente de cualquier sujeción o limitación.

Así pues, desde el punto de vista de su potestad de iniciativa, la administración


se halla obligada por el hecho de que, por la vía administrativa, nada puede emprenderse
en contra de la ley, y la función administrativa debe permanecer siempre contenida intra
legem, dentro de los limites que resultan dentro de las leyes. Ya en este primer sentido
se encuentra estrechamente subordinada la ley; pero además, según el derecho francés,
esta subordinación alcanza a un grado tal que la administración solo puede ejercerse
secundum legem, de conformidad con las leyes, o sea a consecuencia y en virtud de un
texto legislativo, o como dice el art. 3, antes citado, de la ley constitucional de 25 de
febrero de 1875, “en ejecución de las leyes”. La ley no es, pues, únicamente el límite de
la actividad administrativa, sino que forma también la condición de la misma. Esta
actividad sólo puede consistir en actos o medidas que tiendan a procurara o asegurar la
ejecución de las leyes vigentes, o por lo menos que estén autorizadas por una ley. Este
es el sistema constitucional consagrado por el art.3.

164. no hay que confundir este sistema con lo que se llama el régimen del Estado
de derecho, en oposición{on al estado de policía. El Estado de policía es aquel en el cual
puede la autoridad administrativa, de una manera discrecional y con una libertad de
decisión m{as o menos completa, aplicar a los ciudadanos todas aquellas medidas cuya
iniciativa juzgue útil tomar por si misma , a fin de hacer frente a las circunstancias y
conseguir en cada momento los objetos que se proponen. Este régimen de policía se
funda en la idea de que el fin basta para justificar los medios.

Al Estado de policía se opone el Estado de derecho, el “RECHTSSTAAT” de los alemanes


(cf.p. 223, supra).5.Por estado de derecho debe entenderse Un estado que, en sus
relaciones con sus súbditos y para garantía del es-
5 la teoría del estado ha sido construida en su forma científica, por los autores alemanes, u sus principales fundadores son v.Mohl (Die
Polizewissenschaft nach den Grundsätzen des Rechtsstaates, & 2), Stahl (Rechts- und Staatslehre, 3ª ed., vol. II. p. 133) y

Gneist (Der Rechthsstaat,2ª ed., p. 33; cf. Bähar, Der Rechthsstaat, pp. 1ss). Pero en Francia, y por la asamblea nacional de 1789, donde
han sido expuestas las ideas primordiales y en
450

450 FUNCION DEL ESTADO [164

tatuto individual de estos, se somete el mismo a un régimen de derecho, por cuanto a


encadena su acción, respecto a ello por un conjunto de reglas, de las cuales unas
determinan los derechos otorgados a los ciudadanos y otras establecen previamente las
vías y los medios en que podrán emplearse con vistas a realizar los fines estatales: dos
clases de reglas que tienen por efecto común limitar la potestad del Estado
subordinándola al orden jurídico que consagra. Uno de los signos característicos del
régimen del estado de derecho consiste precisamente en que, respecto a los
administrados, la autoridad administrativa solo puede emplear medios autorizados por el
orden jurídico vigente, especialmente por las leyes. Esto implica dos cosas: por una parte,
cuando entra en relación con los administradores, no puede la autoridad administrativa ir
en contra de las leyes existentes ni apartarse de las mismas, sino que está obligada a
respetar la ley. Por otra parte, en el Estadio de derecho que ha alcanzado su completo
desarrollo, la autoridad administrativa no puede imponer nada a los administrados si no es
en virtud de una ley, y no puede aplicar, respecto a ellos, sino aquellas medidas previstas
explícitamente por las leyes o al menos implícitamente autorizadas por ella. El
administrador que exige de un ciudadano un hecho o una abstención debe empezar por
mostrarle el texto de la ley de donde toma el poder para dirigirle ese mandamiento.

Por consiguiente, en sus relaciones con los administrados, la autoridad administrativa no


solo mente debe abstenerse de actuar contra legem, sino que además está obligada a
actuar solamente secumdum legem, ose en virtud de habilidades legales. Finalmente el
régimen del Estado de derecho implica esencialmente que las reglas limitativas que el
Estado se ha impuesto a sí mismo en interés de sus súbditos podrán ser alegadas por
éstos de la misma manera que se alega el derecho, ya que sólo con esa condición habrá
de constituir, para los súbditos, verdadero derecho. El estado de derecho es pues, aquel
que al mismo tiempo que formula prescripciones relativas al ejercicio de su potestad
administrativa, asegura a los administrados, como sanción de dichas reglas un poder
jurídico de actuar ante una autoridad jurisdiccional con objeto de obtener la anulación, la
reforma o por lo menos la no aplicación de loa actos admnistrativos que las hubieran
infringido.

Por lo tanto, el régimen del Estado de derecho se establece en interés de los


ciudadanos y tiene por fin especial preservarlos y defenderlos contra la arbitrariedad de
las autoridades estatales. Muy diferente es el
parte de las instituciones sobre las cuales descanza el sistema del Estado de derecho. El origen Francés de este sistema ha sido
reconocido y puesto en claro por O. Mayer(loc. Cit. Vol. I, pp. 74 ss., 81). Respecto al Estado de derecho, ef. Duguit, Traité, vol. I, pp. 50
ss., vol.II, pp. 1 sss.; Jellinek op. cit., ed. Francesa, vol. II, p. 322; G. Meyer. Op. cit., 6ª ed., p.27.
451

164] FUNCION ADMINISTRATIVA 451

Sistema establecido por la Constitución francesa, en lo que se refiere a la subordinación


de la potestad administrativa a la legislación. Este sistema no solo consiste en hacer
depender las habilitaciones legislativas aquellos actos de las autoridades administrativas
que interesan individualmente a los administrados, sino que el principio formulado por el
art. 3 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1985 tiene un alcance mucho más
absoluto: implica, de una manera general e ilimitada, que la actividad administrativa
cualesquiera que fuera su objeto y sus defectos, sólo puede ejercerse normalmente con
posterioridad a la ley, tomando como punto de partida y como base de legitimidad una
decisión o una prescripción legislativa. El régimen establecido por el art. 3 significa, pues,
que la función administrativa por entero se reduce, por definición misma a una la función
de la ejecución de las leyes. Ya no se trata aquí solamente del sistema del Estado de
derecho, sino que la verdadera denominación que debe darse al Estado francés en este
aspecto sería más bien la de Estado legal, es decir, un Estado en el cual todo acto de
potestad administrativa presupone una ley de la que depende y de la cual debe asegurar
la ejecución.

Entre el régimen del Estado legal y el del Estado de derecho existen muchas
diferencias:

1° El Estado de derecho se establece simple y úni camente en interés y


para la salvaguardia de los ciudadanos; solo tiende a asegurar la pro-

tección de su derecho o su estatuto individual. El régimen del Estado legal está orientado
a otra dirección. Se relaciona con un contexto político referente a la organización
fundamental de los poderes, concepto según el cual debe la autoridad administrativa, en
todos los casos y respecto a todas las materias subordinarse al órgano administrativo en
el sentido de que no podrá actuar sino en ejecución o por autorización de la ley. Esta
subordinación no se reduce desde luego a aquellos actos de administración que producen
efectos de orden individual respecto a los administrados, sino que se extiende, en
principio, a todas las medidas de administración, hasta aquellas – reglamentarias o
particulares- que, sin tocar el derecho de los administrados, concierne únicamente al
funcionamiento interno de los servicios administrativos y solo deben dejar sentir sus
efectos en el interior del organismo administrativo. Tal es actualmente el sistema que
haya su expresión en el art. 3 antes citado de la ley de 25 de febrero de 1975. Dicho texto,
en efecto, no establece distinciones. Lo mismo en lo que concierne al funcionamiento
interior del aparato administrativo que en lo que se refiere a las medidas externas
aplicables a los administrados formula como regla invariable que la autoridad
administrativa solo puede “asegurar la ejecución de las leyes” , lo que significa que habrá
de buscar siempre un texto legislativo la legitimación y la fuente
452

452 FUNCION DEL ESTADO [164

primera de su actividad. Lo que establece el art. 3 no es solamente por lo tanto el régimen


del Estado de derecho, sino precisamente el de Estado legal.

2° El sistema del Estado de derecho se encuentra es tablecido actualmente en la


mayor parte de los estados por lo menos en lo que a la potestad administrativa se refiere.
Ha llegado a imponerse hasta a los países de monarquía pura. Asi es como la mayor
parte de los autores alemanes enseñan que en Alemania la autoridad administrativa y el
mismo monarca no puede dictar ninguna regla ni medida que pueda afectar a los
ciudadanos sino en virtud de una ley. Todo aquello que puede, modificar el derecho
individual, como se ha visto anteriormente (núms. 99 ss) es considerado en la literatura
jurídica alemana como una materia de ley. El sistema de jerarquía de las funciones
establecidas por el art. 3 es especial de las democracias; se refiere a la idea de que el
cuerpo legislativo, en cuanto lo constituyen los elegidos por el país, es la autoridad
superior, única que tiene un poder de voluntad y de decisión iníciales, y tiene por objeto
directo hacer depender toda la actividad subalterna de las autoridades administrativas,
incluso al jefe del ejecutivo de voluntades previamente enunciadas por el legislador, por lo
que no pueden las autoridades administrativas, en dicho sistema tener mas facultades,
competencias o poderes que aquellos que le sean atribuidos por una ley preexistente. Así
pues, de estos dos regímenes, el uno solo tiende a proporcionar a los ciudadanos ciertas
seguridades individuales que pueden conciliarse con todas las formas gubernamentales;
el otro constituye por sí mismo una forma especial de gobierno.6

3° El sistema de derecho, por más que tenga en cuan to a la extensión de la


potestad administrativa, un alcance menos absoluto que el del sistema del Estado legal,
posee, en otros aspectos, un alcance, mayor que este ultimo. El estado legal tiene
puramente a asegurar la supremacía de la voluntad del cuerpo legislativo y solo implica la
subordinación de la administración de las leyes. El régimen del Estado de derecho
significa que no podrán imponerse a los ciudadanos otras medidas administrativas que
aquellas que estén autorizadas por el orden jurídico vigente, y por consiguiente exige la
subordinación de la administración,
6 no hay que confundir, sin embargo esta fórmula gubernamental con aquella que se conoce habitualmente con el nombre de
“gobierno convencional”. A pesar de ciertas tendencias comunes, estas dos formas están separadas por una diferencia muy clara como
su nombre lo indica, el régimen convencional en el cual la acción administrativa suprema se ejerce directamente por las Asambleas
mismas, al concentrar estas en sí a la vez, la Potestad legislativa y la potestad administrativa. En el caso del Estado legal realmente la
autoridad ejecutiva solo puede actuar en virtud de una ley; al menos bajo esta reserva actúa por si sola, y las Cámaras no ejercen en el
orden administrativo, en principio, sino un poder de control y de vigilancia.
453

164] FUNCION ADMINISTRATIVA 453

Tanto a los reglamentos administrativos como a las leyes. Además, el desarrollo natural
del principio sobre el cual descansa en Estado de derecho implicaría que el legislador
mismo no puede, mediante las leyes hechas a titulo particular derogar las reglas
generales consagradas por la legislación existente. Estaría igualmente de acurdo con el
espíritu de dicho régimen que la constitución determine superiormente y garantice a los
ciudadanos , aquellos derechos individuales que deben permanecer fuera del alcance del
legislador. El régimen del Estado de derecho es un sistema de limitación, no solamente
de las autoridades administrativas , sino también del cuerpo legislativo. Desde este punto
de vista se debe observar que el principio del art.3° antes citado, que en cierto sentido
sobrepasa las exigencias del estado de derecho, permanece, en otro sentido, por debajo
de dichas exigencias. Por un lado, la Constitución francesa llega mas alla que al
establecimiento del estado de derecho, puesto que subordina a las leyes incluso
aquellos actos administrativos que no se refieren directamente a los ciudadanos
considerados individualmente. Pero, por otro lado no se ha elevado hasta la perfección
del estado de derecho, pues si bien asegura a los administrados una protección eficaz
contra las autoridades ejecutivas, no obliga a al legislador a un principio de respeto del
derecho individual que deba imponerse a él de un modo absoluto. Para que el Estado de
derecho se encuentre realizado, es indispensable, en efecto, que los ciudadanos estén
provistos de una acción de justicia, que les permita atacar a los actos estatales viciosos
que lesionen su derecho individual. Ahora bien, según el derecho francés, semejante
acción solo existe contra los actos administrativos y jurisdiccionales, únicos que pueden
ser objeto de un recurso contencioso por violación del orden jurídico vigente.

En cuanto al acto legislativo, no puede ser objeto de ningún recurso por parte de los
ciudadanos y no ha instituido la constitución ninguna autoridad que sea capaz de apreciar
la validez de los mismos. Como dice BerThélemi (Revuedu droit public, 1904, p. 209, n.),
el respeto de las leyes hacia las reglas que el Estado se impuso para limitar su potestad
no tiene mas garantía que la “buena voluntad del legislador”; ahora bien, la buena
voluntad de la autoridad legislativa, en cuanto se trata de obligar a dicha autoridad, es un
factor que carece de valor jurídico. En realidad pues, el sistema del Estado de derecho, tal
como se haya establecido en Francia, solo concierne y rige, además de a la justicia,
como a la administración.

El principio del Estado legal debe entenderse por lo demás en un sentido


razonable, o sea suficientemente amplio. Por lo tanto del hecho de que la Constitución
encargue a la autoridad administrativa de asegurar la ejecución de las leyes, resulta
lógicamente que la potestad legislativa comprende en sí el poder de emitir aquellas
prescripciones que puedan ser necesarias para que dicha ejecución se consiga
plenamente. A este
454

454 FUNCION DEL ESTADO [164-165

respecto, es cierto que la función administrativa de ejecución de las leyes entraña cierta
facultad de iniciativa. La cuestión de saber cuáles son prácticamente la medidas que
puedan tomarse en este sentido, es por otra parte muy delicada. De hecho, si los actos
realizados espontáneamente por la autoridad administrativa interesan individualmente a
ciudadanos, a la autoridad jurisdiccional corresponderá estatuir respecto a su legalidad, y
por lo mismo, en ese caso, serán los tribunales los que determinen los limites efectivos de
la iniciativa legislativa. Si dichos actos no tocan al derecho individual permanecen siempre
sometidos al control parlamentario, y corresponde a las cámara poner coto a los actos de
la autoridad administrativa, bien mediante leyes que modifiquen los reglamentos que esta
haya podido dictar, bien por la aplicación de la responsabilidad ministerial. Sin embargo,
por vigilada y limitada que este la autoridad administrativa, no deja de subsistir para ella
cierto poder de iniciativa.

Pero es esencial observar que , según la Constitución dicha iniciativa solo puede
ejercerse de una manera consecutiva a la ley, y que únicamente se justifica por su objeto
y por su carácter ejecutivo. Si tiene por efecto añadirle algo a la ley, solo puede hacerlo en
la medida en que se trata simplemente de desarrollar las consecuencias naturales de
ésta, y así, por ejemplo la autoridad administrativa no podría, bajo el pretexto de asegurar
la ejecución de la ley, tomar medidas que entrañarían para los administrados en aumento
de cargar no previstas por dicha ley. Finalmente, pues, puede seguirse diciendo que solo
la ley está dotada de potestad inicial absoluta, y que todo acto administrativo presupone
una ley que lo autorice expresamente o de la cual pueda considerarse que asegura la
ejecución en el sentido de que se acaba de indicar.

165. el fundamento de esta conclusión, sin embargo, es impugnado por buen


numero de autores. En lo que concierne por ejemplo, a la potestad administrativa
reglamentaria, se ha alegado (Hauriou, op. Cit., 8ª ed., pp.48 y 54; Moreau, op .cit., pp.
159,165,168 ss.; Cahen, op. cit., pp.190 ss., 260 ss., 299,310 ss.) que es tradicional en el
derecho publico francés que el jefe del estado posea por lo menos, paralelamente al
cuerpo legislativo, la facultada de dictar reglas de policía obligatorias para los ciudadanos
asi como de regular la organización y la marcha de los servicios públicos. Estos
reglamentos, hechos praeter legem , es decir, que no precisan apoyarse sobre ninguna
ley anterior sino que sirven por el contrario para suplir las lagunas de la legislación y que
reemplazan a la ley, se fundan, dícese, en la potestad propia del jefe de estado. Y para
demostrar que esa es la tradición, se enumera, bajo los mismos regímenes anteriores a
1875, los precedentes y las practicas que suponían en su persona el citado poder
reglamentario propio. Pero precisamente debe observarse que el mantenimiento de dicha
tradición ha sido excluido por la
455

165] FUNCION ADMINISTRATIVA 455

Constitución de 1875. Es cierto que el jefe del Estado ha tenido, paralelamente al cuerpo
legislativo, una potestad independiente bajo aquellas constituciones que, con las Cartas, y
como la Constitución de 1852 también, subordinaban a su sanción la formación de la ley,
concediéndole el derecho de firmar por si solo los tratados con los Estados extranjeros;
bajo tales constitucionales era natural que el poder propio del jefe del Estado se
manifieste también por la espontaneidad de sus reglamentos, reglamentos que dependían
puramente de su voluntad. Pero esa tradición fue ya interrumpido por la Constitución de
1948, que le negaba al presidente de la República el poder de construir en la adopción de
la ley; que hacia depender igualmente de la asamblea nacional la perfección de los
tratados y que, por fin, en cuanto a los reglamentos encerraba a la potestad presidencial
dentro de la estricta formula de art. 49, que decía: “Asegura la ejecución de las leyes”. La
Constitución de 1875 siguió respecto

de este punto el sistema de 1848. Algunos autores, sin embargo, como Duguit (L’État, vol.
II, p. 329; Traité, vol. I, p.405) y Barthélemy (PouVoire executif les republiques modernes,
pp. 629, ss.),insisten y demuestran que los constituyentes de 1875 tuvieron la intención de
hacer del presidente un “representante” de la nación, que tuviera, lo mismo que las
asambleas, la facultad de estatuir por su libre y plena iniciativa; de donde, por lo tanto,
surge la consecuencia de que puede por ejemplo, hacer reglamentos que no se limiten a
la ejecución de las leyes (Barthélemy, op. Cit., pp. 647 ss.). Pero es conveniente fijarse en
lo que los constituyentes de 1875 tuvieron de la intención de hacer que en lo que en
realidad hicieron. Es posible que en ciertos aspectos se haya propuesto conferir al
presidente poderes de naturaleza representativa. Pero, en lo que concierne a su potestad
administrativa y reglamentaria, se ha atenido el principio de 1848 de que el presidente
solo puede ejecutar las leyes.

Hasta es conveniente observar que aquellos textos constitucionales que se han alegado
que como implicado como presidente el carácter de “representante” solo le confiere
habilitaciones especiales, el único texto que define de una manera general y en su
conjunto la competencia presidencial, el único también que proporciona los elementos
constitucionales de una definición de principio de la función administrativa, a saber, el art.
3 de la ley de 25 de febrero de 1875, solo reconoce al presidente un poder de orden
ejecutivo.7 Esta es una de las principales razones que han im-

7 Si queremos darnos cuenta del alcance del sistema establecido a este respecto por la Constitución de 1875, será útil compararla con
otras Constituciones extranjeras, por ejemplo y especialmente con la Constitución federal suiza. Tanto en la confederación suiza como
en la república francesa, solo puede el ejecutivo, en realidad, ejercer los poderes que le hayan sido conferidos por los textos
constitucionales (ef. la n. 8 del n° 177, infra). Pero, por lo menos,
456

456 FUNCION DEL ESTADO [165

pedido desde 1875 que el Presidente desempeñe el papel de representante que los
autores de la Constitución se imaginaban haberle asegurado. Duguit mismo se ve
obligado hoy día (Traité, vol. l, p. 406, vol II, p. 464) a reconocer, particularmente en lo
que se refiere a los decretos reglamentarios, que en definitiva no tiene el Presidente la
potestad de una autoridad representativa.

Así pues, la Constitución francesa, después de haberse contentado, en tiempos


pasados, con asignar la ley como límite a la potestad administrativa, acabó por formular el
principio de que la legislación domina por completo a la administración, en el sentido de
que esta última función solamente puede ejercerse, por su misma definición, para la
ejecución

se debe observar, para Suiza, que el art. 102 de la Constitución de 1874, que determina las
atribuciones del Consejo federal, no se limita a enumerar poderes que se refieren a un objeto
especial o consisten en tomar medidas estrictamente definidas por anticipado, como el poder de
hacer los nombramientos, o de proponer el presupuesto, o de reclutar tropas en ciertos casos, o de
presentar proyectos de ley{ sino que, además, confiere este texto al Consejo federal ciertas
competencias generales, definidas menos por su objeto o por la naturaleza del acto a realizar que
por los fines que debe alcanzar, y que implican también para su titular una amplia esfera de
iniciativa, en la cual dicho titular tiene entonces facultad de adoptar, a su arbitrio, aquellas medidas
variables que juzgue necesarias. Así es como el Consejo federal “dirige los asuntos federales” (art.
102-1°){ “provee a la ejecución de las leyes” (art. 102-8°) “cuida de la seguridad exterior de Suiza,
del mantenimiento de su independencia y de su neutralidad” (art. 102-9°){ “cuida de la seguridad
interior de la Confederación, del mantenimiento de la tranquilidad y del orden” (art. 102-10°){
“tienen a su cargo todos los ramos de la administración que pertenecen a la Confederación”
(art.102-12°). Si las atribuciones del Consejo fede ral son, pues, limitadas respecto a su número,
algunas de ellas, al menos, suponen en él un poder a la vez general e inicial, que excluye la
posibilidad de reducir su competencia a una pura potestad de ejecución. Muy diferente es, a este
respecto, la posición que toma la Constitución francesa. Fuera de los textos que confieren al
Presidente es aquella que tiene su expresión en la fórmula del art. 3 de la le de 25 de febrero de
1875, que dice: “Vigila y asegura la ejecución de las leyes”. La ejecución de las leyes, he aquí todo
lo presidencial, por lo menos desde el punto de vista de los asuntos interiores. Ni siquiera se
encuentra, en las leyes de 1875, texto alguno que conceda al jefe del Ejecutivo el poder de dirigir
por su propia potestad, la administración, especialmente de dirigirla formulando libremente las
reglas referente a la acción administrativa. Por eso el único nombre general que le conviene a la
función presidencial es el de función ejecutiva puesto que, desde el momento en que el Presidente
no se halla en el terreno de la ejecución de las leyes, no puede, a excepción de lo que concierne a
las relaciones exteriores, tomar más medidas que aquellas que han sido especialmente previstas y
claramente determinadas por un texto formal de la Constitución. Y se verá más adelante (Nº 177)
que las medidas o actos que así decide o realiza en cierto sentido merecen el nombre de actos
ejecutivos.
457

165] FUNCION ADMINISTRATIVA 457

de las leyes o en virtud de un poder legal. Esto justifica la costumbre, desde largo tiempo
establecida en Francia, de designar a la potestad administrativa con el nombre de poder
ejecutivo.8 Esta denominación se justifica, no ya, realmente---como lo dice Artur (op.cit.,
Revue du droit public, vol xIII, pp. 234,ss.)---, por el motivo de que la administración
“consiste en resolver la ley en hachos de ejecución”, lo cual significaría que el
administrador no hace nunca otra cosa que aplicar las medidas previamente
determinadas por la ley, sino que justifica por el motivo, señalado muy exactamente por
O.Mayer (loc. Cit., vol. I, pp. 107 ss.), de que la autoridad administrativa, incluso cuando
estatuye por sí misma, y con una amplitud más o meno grande en virtud de un poder
legal, no hace con ello sino actuar conforme a la ley que la habilita, y ejecuta la ley, a la
cual, aun en este caso, está subordinada. Esto es precisamente lo que quiere indicar el
art. 3 de la ley de 25 de febrero de 1875, al declarar que la potestad del jefe mismo de la
administración sólo consiste en asegurar la ejecución de las leyes.

La denominación de función ejecutiva parece sin embargo haber suscitado ciertas


objeciones, Se ha dicho que es una expresión inexacta que no traduce ni con mucho el
verdadero alcance de la función administrativa en sus relaciones con la legislación. En un
gran número de casos la función del administrador consiste en actuar en virtud de una
habilitación legislativa ahora bien, no se puede decir en semejantes casos que el
administrador ejecute una ley, sino que la verdad es que ejerce los poderes que la ley le
confiere hacer uso de un poder legal es muy diferente a realizar un acto de ejecución de
las leyes (cf. P. 431, supra). Pero la Constitución francesa tuvo sus razones para
caracterizar la administración como poder ejecutivo. Quiso señalar con ello de una
manera bien clara que no puede la autoridad administrativa realizar más actos que
aquellos para los cuales ha sido habilitado por una ley, o los que desarrollan con un objeto
ejecutivo los principios contenidos en las leyes, sin añadirles innovación alguna. En otros
términos, por esa misma expresión de poder ejecutivo la Constitución excluye el sistema
según el cual tendría la autoridad administrativa un poder inicial que le permitiera tomar

8
Esta expresión, ahora más que nunca, tiene, en el derecho público actual de Francia, su
tradicional valor jurídico y constitucional, consagrado por textos formales. El art. 7 de la ley
constitucional de 25 de febrero de 1875 especifica que, en caso e vacante súbita de la presidencia
de la República, “el Consejo de Ministerios queda investido del poder ejecutivo” (se trata aquí de la
función o protestad ejecutiva). Igualmente, el art. 9 de esta ley decía que “la sede del poder
ejecutivo y de las dos Cámaras está en Varsalles” (se trataba en este caso de la autoridad
ejecutiva misma). El art. 1° de la ley de 22 de jul io de 1879 se expresa en idénticos términos. Cf. La
ley del 31 de agosto de 1871, art. 1°[ “El jefe del poder ejecutivo tomará el título de Presidente de
la República francés”. Ley de 20 de noviembre de 1873, art. 1° “El poder ejecutivo se confía por el
término de siete años al mariscal de Mac-Mahon”.
458

458 FUNCION DEL ESTADO [165

propia iniciativa, todas las disposiciones que juzgar útiles, con única condición de
mantenerse dentro de los límites de las leyes, es decir de no infringir ni contrariar ninguna
ley. La Constitución no solamente exige que el administrador actúe intra legem, sino que
le manda actuar secundum legem, en el sentido de que todo acto administrativo debe
fundarse en leyes que le autoricen o de las cuales busque la ejecución. En este sentido es
cierto afirmar, sin forzar el alcance natural de las palabras, que la administración es tan
sólo una potestad de orden ejecutivo.9
9
La resistencia que se ha opuesto a la doctrina que caracteriza el cometido del gobierno
calificándolo de ejecutivo parece provenir en parte del hecho de que el alcance del término “poder
ejecutivo” no ha sido siempre advertido totalmente por aquellos que critican el empleo de esos
términos. En realidad, la palabra ejecución, en el idioma francés, sirve para expresar dos ideas
sensiblemente diferentes. Designa en primer lugar la operación que consiste simplemente en
realizar, por vía de cumplimiento positivo, una decisión que se encuentra ya enteramente formada
y definida, o un mandamiento manifestado por órdenes precisas y formales. El agente de ejecución
sólo tiene aquí un papel de obediencia puntual o de realización material y no ejerce sino una
actividad puramente subalterna; no es más que un instrumento puesto al servicio de una voluntad
superior, y que funciona con docilidad bajo el imperio exclusivo y absoluto de dicha voluntad. Pero
la palabra ejecución no siempre tiene un sentido tan humilde. Cuando se dice de un escultor que
ejecuta la obra de arte que fue solicitada de su talento, o de un general que ejecuta un plan de
campaña, o de un gabinete ministerial que ejecuta el programa político que le fue asignado por los
votos parlamentarios, es evidente que la clase de ejecución de que aquí se trata no es ya de la
misma naturaleza que aquella otra mediante la cual un agente de la fuerza pública ejecuta un juicio
o por la cual un funcionario administrativo ejecuta una orden de servicio. Con un término único se
designan, pues, en idiomas francés, dos actividades que tienen un alcance muy diferente. Los
alemanes han marcado esta diferencia por medio de dos términos distintos: Vollziehung, o sea
cumplimiento adecuado de una decisión anterior, y Ausführung, que designa principalmente la
conducción de un asunto y despierta la idea de una actividad que se ejerce en condiciones de
libertad más o menos amplia, con efecto de desarrollar, con todas sus consecuencias, el
pensamiento sucinto o las intenciones generales contenidas en una manifestación de voluntad
primordial. Es verdad que en ambos casos la palabra ejecución sirve para indicar que la actividad
del ejecutor se produce como consecuencia y en virtud de un impulso o de un acto de voluntad
previos y que puede por lo tanto condicionarse mediante instrucciones que la dominen obligándolo
desde este punto de vista la función ejecutiva presenta siempre cierto carácter de subordinación, y
también en este sentido el acto ejecutivo no es nunca, de un modo absoluto, un acto primario.
Pero, por lo demás, importa hacer notar, entre las dos clases de ejecuciones, un contraste que,
guardando las debidas proporciones, recuerda en cierto aspecto la oposición clásica establecida
entre la capacidad del funcionario y la protestad del representante (ver núms.. 364 ss., infra). En la
esfera del Ejecutivo se encuentran, en efecto, junto a las medidas de ejecución que no son sino la
realización de prescripciones emitidas por una voluntad superior y que no implican por parte de su
autor ningún poder de verdadera iniciativa personal, una segunda clase de ejecución, que consiste
ahora en tomar iniciativas y determinaciones, en dictar prescripciones nuevas, en tratar y dirigir
operaciones administrativas, en conducir toda una política gubernamental, y en este segundo caso
es innegable que la decisión primitiva que ha puesto en movimiento la actividad de las autoridades
ejecutivas ha hecho un llamamiento, no y solamente a su concurso material o a su deber de
obediencia, sino también a sus facultades de esclarecida apreciación
459

165] FUNCION ADMINITRATIVA 459

Duguit, sin embargo (Traité, vol. I, pp. 131, 288 ss.), no admite esta denominación
de función ejecutiva. La crítica haciendo observar que “la función ejecutiva no es una
función específica del Estado”, puesto que no consiste en actos que tengan un objeto o un
contenido determinados y uniformes. Las palabras “función ejecutiva” expresan
únicamente la idea de que la actividad de las autoridades distintas del legislador sólo
puede ejercerse en virtudes de las leyes; pero no existe ninguna categoría particular de
actos que sean, por su misma naturaleza, actos ejecutivos. Desde el punto de vista de su
consistencia intrínseca, los actos del Estado sólo pueden dividirse, según Duguit, en actos
legislativos, que formulan reglas generales, y en definiciones particulares, que son actos
administrativos. Pero, en el concepto de actividad ejecutiva, están comprendidos a la vez
actos reglamentarios y decisiones individuales, y además, estos actos o decisiones
pueden referirse a los más diversos objetos. Duguit se extraña de ello; pero su extrañeza
proviene precisamente de que se empeña en buscar en la Constitución una clasificación
material de las funciones, que no se encuentra en ella. La Constitución, en efecto, no
distingue a los actos del Estado por su materia o su contenido, sino únicamente según la
potestad que atribuye respectivamente a los órganos. Así como identifica a la función
legislativa propia del cuerpo legislativo, así también califica a la función ejercida por las
autoridades administrativas como poder ejecutivo, por el motivo de que en sus manos,
cualquiera que

a su inspiración y a su espíritu de empresa, a su especial competencia profesional y a su habilidad


política. Es evidente que no depende del agente ejecutivo elegirse a sí mismo, de una manera
discrecional, sus cometidos y sus medios de acción, pero por lo menos dicho agente desempeña,
en el cumplimiento del cometido ya designado, así como en el empleo de los medio puestos a su
disposición, un papel cuya importancia no es ya subalterna, sino que a veces llega a ser capital,
puesto que en adelante va a girar sobre su propia habilidad o destreza toda la tramitación del
asunto que se le ha candidato. No es, pues, de ningún modo, humillar al gobierno, ni rebajarlo a un
rango de servilismo, calificar su función como ejecutiva. Aunque el Ejecutivo reciba de una
voluntad más alta que la suya propia la orientación a la que ha de conformarse o la indicación de
los objetivos en vista de los cuales habrá de actuar; aun también cuando solamente pueda, para
conseguir los fines buscados, usar de los medios puestos a su servicio por la autoridad que lo
domina: incluso, finalmente, cuando su actividad se halle sometida al control de dicha autoridad
preponderante y no pueda proseguir sino mediante la aprobación o la confianza que
continuamente debe esperar de ella, no por eso deja de ser cierto que, en la medida en que es
llamado a llevar por sí mismo los asuntos internos y externos del Estado, aparece el Ejecutivo
como teniendo entre los gobernantes un lugar de los más importantes, y por consiguiente parece
también que esta parte de su función presenta realmente los caracteres de función directorial y
merece recibir este nombre. Si, no obstante, se persiste en calificarla como ejecutiva, es para
mantener en principio y recordar constantemente, como un punto esencial, que por amplias y altas
que puedan llegar a ser las competencias atribuidas al Ejecutivo, no hay ninguna que dicho
Ejecutivo pueda tribuirse a sí mismo, y solamente pueden pertenecerle en virtud de la voluntad
legislativa de las asambleas parlamentarias, conservando en este aspecto el carácter de
competencias ejercidas en ejecución de las leyes.
460

460 FUNCION DEL ESTADO [165

sea, por otra parte, la naturaleza esencial de las decisiones tomadas, la protestad de
Estado se reduce a actos realizados en ejecución o para la ejecución de las leyes.
Realmente, la Constitución francesa ni siquiera conoce la distinción de las funciones en
legislación, administración, etc. Sólo conoce el “poder legislativo” (ley de 25 de febrero de
1875, art. 1) y necesario hacer observar el carácter puramente formal de esta terminología
constitucional? La misma expresión de “poder ejecutivo”, aplicada por la Constitución a la
función administrativa, basta para probar que el derecho francés no admite sino una
noción formal de esta función.

De las observaciones que preceden se desprende ahora que para despejar los dos
conceptos de legislación y administración el camino a seguir no es el mismo en el derecho
positivo francés que en el derecho alemán. En Alemania, las Constituciones vigentes, por
lo menos tal como las interpretan los autores (ver núms.. 102 y 104, supra), no han
reservado a la ley, en principio, sino las prescripciones calificadas por la literatura
alemana como jurídicas, es decir, aquellas que tienen por efecto alemanes deducen la
conclusión del concepto de la administración: esta última función, dicen, comprende todos
los actos que no se refieren directamente a los ciudadanos, o que, si se refieren a ellos,
quedan dentro de los límites del derecho individual establecido por las leyes vigentes. En
Francia, según la Constitución, hay que seguir un método inverso para llegar a la
definición respectiva de ambas funciones. La Constitución francesa, en efecto, no define
a la legislación, sino únicamente a la administración, diciendo que su campo de acción
coincide con la ejecución de las leyes; de esto se deduce, pues, la definición de la
protestad legislativa: comprende ésta todos aquellos actos que no entran dentro de la
función de ejecución.10 Por consiguiente, no es posible, en derecho francés, admitir la
doctrina, tan extendida en Alemania (ver por ejemplo Jellinek, Gesetz und Verordnung, p.
256), según la cual existiría una categoría de actos que son administrativos por su misma
naturaleza, y que a ese título podrían realizarse por la autoridad administrativa sin que
ésta hubiera de fundarlos en leyes, y que, finalmente, sólo necesitarían de la intervención
del órgano legislativo en el caso de que hubieran sido reservados expresamente a su
competencia por la Constitución o por un texto legal.
10
Por ejemplo, en la primera parta del art. 1° de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, que dice: “El poder legislativo
se ejerce por dos asambleas…”, el término “poder legislativo” significa la protestad de tomar todas aquellas decisiones que no se
reducen a la ejecución de las leyes. Y el sentido general del texto es, por consiguiente, que todas estas decisiones, cualesquiera que
sean su materia o su naturaleza intrínseca, dependen exclusivamente de la competencia legislativa de las Cámaras.
461

165] FUNCION ADMINISTRATIVA 461

Esta doctrina alemana es inconciliable con el derecho positivo francés, según el cual la
autoridad administrativa, por regla general, no tiene más poder que el de ejecutar las
leyes.11
11
El término “poder ejecutivo” no significa por lo demás que la función administrativa no entrañe ninguna
iniciativa, ninguna facultad de acción espontánea (ef. n° 155, supra, y la n. 9 del presente número). Nadie mejor que
Hauriou ha señalado este punto. Sólo que, en su preocupación de salvaguardar a la autoridad administrativa la potestad
de acción libre sin la cual no tendría capacidad para desempeñar sus tareas, Hauriou ha llegado a desnaturalizar y
desconocer completamente el concepto constitucional francés de poder ejecutivo. Según dicho autor, este término
debe entenderse en un sentido especial, muy diferente de su aceptación tradicional. En primer lugar (op. Cit., 8° ed., p.
28; Principes de droit public, p. 448), dice que el poder administrativo en su poder ejecutivo en el sentido de que pasa
constantemente a la acción por sí mismo, sin tener necesidad del juez, y por vía administrativa. Esto alude al poder de
“acción directa” del cual está provista la autoridad administrativa y que le permite proceder inmediatamente a la
ejecución de sus decisiones, sin tener necesidad de que un juez las controle, y sin que pueda tampoco el recurso judicial
de los administrados, en principio, paralizar esa ejecución. En segundo lugar, el poder administrativo es ejecutivo, según
Hauriou, en cuanto tiene por objeto ejecutar las leyes de policía y de los servicios públicos haciendo funcionar esos
servicios; pero en esto, añade (Précis de droit administratif, 8° ed., pp. 9-10), el fin esencial de la acción administrativa es
la ejecución de los servicios, más bien que “la ejecución de las leyes”, no siendo esta última, en definitiva, sino un medio,
o “una consecuencia”, o “una condición” de la gestión de los servicios. Finalmente, Hauriou llega a decir que para
determinar la verdadera naturaleza de la administración “es conveniente dejar de lado el punto de vista de la ejecución
de la ley, para fijarse en el punto de vista de la actividad con objeto de satisfacer las necesidades públicas” y, por
consiguiente, establece un tercer sentido del término “poder ejecutivo”, al declara que (loc. Cit., pp. 10, 28-29) si la
administración ha de considerarse como una función ejecutiva, es en cuanto “tiene por objeto ejecutar un serie de actos
prácticos para la gestión de los servicios”. Así pues, en la doctrina de Hauriou el concepto de poder ejecutivo sufre una
completa transformación. La calificación de función ejecutiva, aplicada a la administración, ya no significa, como lo
admitían corrientemente los autores franceses, que la administración sea esencialmente una función subalterna, que no
suponía potestad inicial y había de ejercerse en virtud de las leyes, sino que significa, por el contrario, que esta función
es esencialmente actuante, emprendedora, libre de trabas y limitada únicamente por un principio de legalidad, o sea
por la condición de no ejercerse contra las leyes vigentes. Sea el que fuere al alcance de la doctrina de Hauriou, esto es
lo que se desprende especialmente de las consecuencias de ella deduce su autor en lo que se refiere al fundamento y a
la extensión del poder reglamentario de la autoridad administrativa. Partiendo de la idea de que la función
administrativa es ejecutiva, en cuanto tiene por objeto asegurar servicios, Hauriou se ve llevado, en efecto (loc cit., pp.
48 y 54), a sostener que dicha función implica, en los agentes que la ejercen superiormente, la existencia de un
“principio de autoridad” por el cual el jefe de la administración, sobre todo, podrá, “con intenciones autoritarias,
formular reglas para la organización y el mantenimiento del orden”, y ello a causa de la misión de asegurar los servicios
comprende necesariamente la de crear los organismos indispensables para dicho efecto, y de que, además entre todos
los servicios que deben asegurarse, el primero y más apremiante es sin duda alguna el que se refiere al mantenimiento
del orden. En este doble terreno, por lo menos, Hauriou llega a la conclusión de la “independencia constitucional del
poder reglamentario del jefe del Estado2 (ibid., p. 48 n.). Esta conclusión no parece conciliarse con la Constitución, la
cual, para fundar el poder reglamentario presidencial.
462

462 FUNCION DEL ESTADO [166

& 3. ¿EN QUÉ SENTIDO ES LA ADMINISTRACIÓN UNA FUNCIÓN

DE EJECUCIÓN DE LAS LEYES?

166. Cuando se caracteriza a la administración dándole la denominación de


función ejecutiva, esto no significa que le administrador esté reducido a un papel de
ejecución servil, que no entrañe por su parte ninguna posibilidad de apreciación libre o de
decisión personal. En realidad, como veremos en breve, el administrador, con frecuencia,
se halla investido de amplios poderes. Pero, al menos, el punto capital en el Estado legal
es que, amplios o reducidos, los poderes del administrador sólo pueden provenir de la ley.
Por esto la función administrativa ha podido se calificada con razón como ejecutiva.
Tampoco se quiere dar a entender con esto que las leyes sean suficientes para preverlo y
regularlo todo, sino que únicamente se ha querido dar a entender que los actos de
potestad administrativa no pueden realizarse si no es en virtud de un texto legislativo:
presuponen una ley, sobre la cual puedan apoyarse y cuya ejecución, en este sentido,
constituyen.

Por lo demás, hay que añadir inmediatamente que el régimen de la legalidad no


puede llegar hasta la pretensión de determinar previamente, de una manera inflexible,
todas aquellas medidas que la autoridad administrativa habrá de adoptar o prescribir en
cada caso particular. Si el Estado se obligara hasta ese punto; se colocaría en la
imposibilidad de hacer frente a su cometido. Así pues, importa observar que las leyes que
tienen por objeto habilitar a la autoridad administrativa tienen buen cuidado, en muchos
casos –y ello precisamente para evitar los inconvenientes que presentaría la exageración
del régimen de la legalidad-, en conferir al administrador, respecto a ciertas situaciones y
con relación a algunos asuntos, autorizaciones generales y amplios poderes, de manera
que el administrador pueda determinar por sí mismo y por su propia apreciación, según
las circunstancias y el fin propuesto, las medidas que le parezcan más convenientes. No
por ello deja de ser verdad que, incluso en este caso, el administrador habrá de operar en
virtud de un poder legal.

Al colocarse en este punto de vista, se observa que las leyes que regu-

Se ha limitado a decir que “el Presidente asegura la ejecución de las leyes” (ve n° 191, infra). Será
siempre difícil admitir que por esta fórmula la Constitución haya querido crear un poder
independiente y autónomo. De una manera general, no es de creer que al designar la función
administrativa con el nombre de poder ejecutivo, la Constitución haya querido indicar que dicha
función consiste precisamente en cualquier otra cosa que en una función de ejecución de las leyes
463

166-167] FUNCION ADMINISTRATIVA 463

regulan la actividad administrativa pueden proceder de tres manera distintas: 1° La ley ha


podido precisar con tanta exactitud la conducta que haya de observar el administrador, en
tal o cual caso previsto por ella, que éste sólo tenga que aplicar a dicho caso la medida
que le dicta imperativamente el texto legislativo. En realidad, la adopción de medidas de
esta clase constituye para la autoridad administrativa, no ya un poder, sino una obligación.
Se trata aquí de la ejecución en el sentido estricto de la palabra. 2° Ha podido la ley, al
fijar por sí misma lo que el administrador tenga el poder de hacer, confiarse sin embargo a
él, a su apreciación personal, en cuanto al extremo de decidir si, en cada caso especial,
hay lugar a tomar la medida que ella ha autorizado. O también ha podido la ley conceder
al administrador la libertad de elegir, según lo juzgue más útil, entre varias medida que
pone a su disposición. 3° Finalmente, ha podido la ley, sin fijar por sí misma ninguna
medida precisa, darle al administrador, para una categoría especial de intereses o de
eventualidades, poderes amplios y hasta ilimitados que le permitan prescribir todo aquello
que juzgue necesario. En esta caso los poderes administrativos adquieren carácter
discrecional y sin embargo, aquí también, las decisiones tomadas por la autoridad
administrativa se basan, en el fondo, en la ley (cf. O. Mayer, op. Cit., ed. Francesa, vol. I,
pp. 407 ss.).

167. La gradación que acabamos de observar referente a la extensión de los


poderes conferidos por las leyes a la autoridad administrativa, halla ejemplo,
especialmente, en materia de policía. De un modo general, la policía, al tener por objeto
asegurar el orden público, consiste en medidas que ponen restricciones a las libertades
individuales de los ciudadanos (Hauriou, op. Cit., 8a ed., pp. 517 ss; Duguit, Traité, vol. I,
p. 204; Rosin, Polizieverordnungsrecht, 2a ed., pp. 130 ss.; G. Meyer, op. cit., 6a ed., p.
644). En el Estado moderno, la policía, como cualquier otra actividad administrativa, se
halla sometida al régimen de derecho, en el sentido de que, para conseguir su objeto, sólo
puede ejercerse por medio y en virtud de poderes legales. No es, pues, completamente
exacto decir, como hace O. Mayer (loc. Cit., vol. I, p. 8), que se encuentran en la policía
actual aquellas ideas sobre las cuales se fundaba el Estado de policía de tiempos
pasados, o de oponer, como hace Duguit (Traité, vol. II, pp. 23 ss.), el régimen de policía
al régimen de derecho. Pues por graves y apremiantes que puedan ser en algunos casos
las exigencias del orden o del interés público, la policía queda sometida a la regla general
que manda que la actividad administrativa sólo pueda ejercerse con fundamento en
autorizaciones legislativas.

Pero estas autorizaciones pueden ser más o menos amplia. A este respecto, es
cierto que la policía se distingue de la demás actividades administrativas, como observa
Laband (op. Cit., ed. Francesa, vol. II, p. 541)
464

464 FUNCION DEL ESTADO [167

en que entraña necesariamente ciertos poderes generales, o por lo menos poderes más
amplios que aquellos que generalmente confieren las leyes a la autoridad administrativa
para el cumplimiento de sus otras funciones. Además, la función de policía implica
naturalmente una cierta dosis de potestad discrecional, ya que es necesario
frecuentemente que la autoridad policial pueda determinar libremente, inspirándose en
consideraciones de pura oportunidad práctica, las medidas que convenga tomar para
conseguir un resultado determinado. Pero no hay que concluir de esto que la policía sea
una potestad arbitraria: lo que prueba que permanece bajo el régimen de la legalidad es
que el acto realizado a título de medida de policía puede ser combatido ante la autoridad
jurisdiccional, en el momento en que su autor se haya excedido en los poderes que
recibió de la ley o los haya desviado de su objeto legal.

Desde el punto de vista de la naturaleza y de la extensión de esos poderes se


pueden distinguir tres clases de leyes de policía:

Unas, refiriéndose a un objeto especial, enuncian formalmente las medidas que


podrá o deberá tomar la autoridad administrativa. Así, por ejemplo, el art. 7 de la ley de 3
de diciembre de 1849 confiere al ministro del Interior, y en los departamentos fronterizos
al prefecto, el poder de expulsar a los extranjeros como medida de policía. La ley de 30 de
junio de 1838, en su art. 18, autoriza a los prefectos para ordenar, motivando dicha orden,
el internamiento en un establecimiento de alienados de aquellas personas cuyo estado de
enajenación mental compromete el orden o la seguridad públicos. La ley de 21 de junio de
1898 referente al Código rural (arts. 3 y 5) permite al alcalde ordenar la reparación o la
demolición de los edificios alineados en la vía pública cuando amenazan ruina e incluso,
si hay peligro inmediato, y bajo ciertas condiciones previas, hacer ejecutar de oficio las
obras indispensables. Esta misma ley, por lo que se refiere a la policía sanitaria de los
animales, enumera toda una serie de poderes que deja en manos de la autoridad
administrativa: por ejemplo, el art. 33 establece que la declaración de infección hecha por
una resolución del prefecto, para un determinado perímetro, puede entrañar la aplicación
de medidas tales como el aislamiento de los animales, la interdicción de su circulación, la
prohibición de las ferias, la desinfección de las cuadras; los arts. 34 y 36 autorizan al
alcalde a ordenar el sacrificio de los animales contagiados de ciertas enfermedades. Por
lo que concierne a la protección de la salud pública, la ley del 15 de febrero de 1902
confiere al alcalde el poder de prescribir, mediante reglamentos sanitarios comunales,
sometidos por otra parte a determinadas aprobaciones administrativas, medidas tales
como la desinfección o destrucción de los objetos usados por los enfermos y que pudieran
convertirse en vehículo del contagio (arts. 1 ss.), etc., etc,
465

167] FUNCION ADMINISTRATIVA 465

Se observa también que, incluso en el caso en que la ley sólo le brinda al administrador,
como medios de policía, la aplicación de una medida única, subsiste también para la
autoridad policíaca cierta latitud u holgura que resulta de que, generalmente, es llamada a
apreciar si conviene o no emplear el medio fijado por la ley. Por consiguiente, si en este
caso la autoridad policíaca se encuentra obligada por la ley respecto al contenido del acto
de policía, conserva su libertad de acción en cuanto al cumplimiento mismo de dicho acto.

En segundo lugar, se encuentran en las leyes de policía textos que confieren a la


autoridad administrativa, respecto a un objeto dado y con un fin determinado, el poder de
tomas cuantas medidas crea útiles, confiriéndole por consiguiente dichos textos, para ese
objeto especial, verdaderos plenos poderes. Ni que decir tiene que semejantes
autorizaciones especiales se le conceden respecto de eventualidades graves y
extraordinarias; se refieren, además, a una situación momentánea, y finalmente, los
poderes que de ellas derivan sólo habrán de ejercerse para una categoría de asuntos
estrictamente limitada. Así, por ejemplo, se atribuyen poderes ilimitados en materias
sanitarias al jefe del Ejecutivo con objeto de prevenir, en las fronteras, o también en el
interior, la propagación de epidemias peligrosas. Por lo que concierne a las enfermedades
del extranjero, ya la ley de 3 de marzo de 1822 decía en su art. 1° que “el rey determina
mediante ordenanzas las medidas extraordinarias que el temor de una enfermedad
pestilente hiciera necesarias”. Asimismo, la ley de 21 de junio de 1898, en su art. 57,
referente a la policía sanitaria de los animales en las fronteras, después de haber indicado
diversas medidas especiales que pueden ser tomadas por decreto, tales como la
prohibición de la entrada de los animales, cuarentena o sacrificio sin indemnización,
añade: “Finalmente, el gobierno, en la frontera, puede tomar todas aquellas medidas que
el temor a la invasión de una enfermedad hiciera necesarias”. En el interior, el art. 8 de la
ley de 15 de febrero de 1902, al prever el caso en que una epidemia amenazare una parte
del territorio o en que los medios de defensa locales fueran reconocidos como
insuficientes, concede al Presidente de la República el poder de decidir por decreto “Las
medidas convenientes para impedir la propagación de dicha epidemia”. Estas medidas no
se precisan de otro modo; pero los autores reconocen que dicho texto tiene por objeto
hacer extensivos a todas las enfermedades graves que se desarrollan en el interior los
poderes extraordinarios que la ley de 1822 atribuye al jefe del Estado para detener en la
frontera la invasión de enfermedades pestilentes provenientes del exterior (ver respecto
de estas diversas leyes: Hauriou, op. Cit., 8a ed., pp. 527 ss., 538; Duguit, Traité, vol. II,
pp. 45 ss.).
466

466 FUNCION DEL ESTADO [168

168. Existe una tercera categoría de leyes de policía, que carecen de la


precisión de las dos clases precedentes. Se pueden caracterizar con Hauriou (op.
cit,, 8? ed., p. 521) diciendo que, más bien que determinar los poderes de policía
de la autoridad administrativa, le asignan ciertos fines de policía. Se limitan, en
efecto, a indicar aquellas labores policíacas que la autoridad administrativa habrá
de desempeñar, pero no fijan los medios de que podrá valerse a dicho efecto. Si
se considera por ejemplo el art. 97 de la ley de 5 de abril de 1884, texto que
enumera las principales atribuciones que entran en la misión general que tiene la
autoridad municipal de "mantener el orden, la seguridad y la salubridad públicas"
en el municipio, se lee en dicho artículo que la policía municipal comprende: "1
todo aquello que interese la seguridad y la comodidad del tránsito en las calles, lo
que se refiere a la limpieza, alumbrado, retirar los escombros, etc.; 2 el cuidado de
reprimir las faltas a la tranquilidad pública, tales como riñas acompañadas de
aglomeraciones en las calles, tumultos promovidos en los lugares de reuniones
públicas, grupos, ruidos y reuniones nocturnas; 3 el mantenimiento del buen orden
en los sitios donde tienen lugar grandes reuniones de personas, tales como las
ferias, mercados, espectáculos, cafés, iglesias, etc.; 4 el modo de transporte de
los cadáveres, inhumaciones, etc.; 5 la inspección respecto a la exactitud de las
ventas de los artículos que se expenden por peso o medida y a la salubridad de
los comestibles expuestos en venta; 69 el cuidado de prevenir, mediante las
precauciones convenientes, los accidentes y las calamidades públicas, tales como
incendios, inundaciones, etc." En realidad estos textos no hacen sino enumerar los
objetos respecto de los cuales la autoridad municipal es llamada a asegurar el
orden público; y sólo se refieren a los fines, sin definir los medios. De ahí surge la
delicada cuestión de saber qué medios o cuales medidas habrán de emplearse y
cuál será en esos casos la amplitud de los poderes de la autoridad administrativa.

Un primer punto es indiscutible. La falta de precisión de la ley no puede


interpretarse en el sentido de que, para desempeñar su cometido, la autoridad
administrativa tenga el poder de recurrir a cualquier clase de medios. Esta tesis es la de
G. Meyer (op. cit., 6* ed., pp. 649 ss.), el cual sostiene que las órdenes de policía no
necesitan fundarse en una disposición especial de ley que autorice expresamente tal
mandamiento o prohibición, sino que es suficiente, para la legalidad de dichas órdenes,
que se refieran a las leyes generales que instituyen la policía y le trazan su misión; en
otros términos, G. Meyer, sin dejar de reconocer que la autoridad policíaca sólo puede
actuar en virtud de la ley, pretende que toda ley que asigne al administrador una labor
policíaca, le proporciona con ello una base legal, que basta para justificar cualquier
especie de medidas tomadas para cumplir dicha labor. Pero esa doctrina es inadmi-
467

168] FUNCION ADMINISTRATIVA 467

sible. Hasta en materia policíaca, la concesión por las leyes de poderes ilimitados al
administrador tiene un carácter exorbitante, que no permite presumirla; por lo tanto los
poderes de policía respecto a los administrados sólo pueden desprenderse de un texto
formal. Sin ir más lejos que el citado autor, Hauriou (op. cit., 8* ed., p. 522, n. 1) declara
que no se puede aceptar la opinión radical que consiste en pretender que no existe, I ni ra
la autoridad administrativa, "ningún derecho de mandamiento o de prohibición, si dicho
derecho no tiene su principio en una ley". Pero Hauriou enseña que, en ausencia de un
texto preciso, puede la autoridad ¡ulministrativa, para realizar los fines de policía que le
son fijados por las leyes, llegar hasta "oponer restricciones a una libertad, por cuanto
precisamente no ha sido determinada ésta por una ley " . Así pues, en los casos en que la
ley sólo ha definido la función de policía por su objeto, los poderes generales de la
autoridad competente sólo encontrarían su limite en el principio que le prohibe lesionar
derechos concedidos a los administrados por las leyes, pero, como lo ha demostrado O.
Mayer (loe. cit.. vol. i, p. 92, nn. 12 y 1 3) , esta manera de comprender la subordinación
de la administración a la ley no está muy conforme con el régimen del Estado de derecho;
pues precisamente lo característico de este régimen es que proporciona a los ciudadanos,
por su sola virtud, la garantía de que nada podrá exigirse de ellos fuera o más allá de lo
fijado por las leyes. Por consiguiente, el hecho de que una libertad no se halle
determinada, en cuanto a su alcance, por la legislación, no puede interpretarse en el
sentido de que la autoridad administrativa pueda, mediante sus resoluciones de policía,
poner restricciones a dicha libertad. En el Estado legal no es a la autoridad administrativa
a quien corresponde determinar, mediante medidas de policía, la amplitud y los límites de
las libertades individuales, sino que, muy al contrario, el sistema del Estado legal significa
que esta amplitud y estos límites sólo pueden trazarse por una ley.

Finalmente, la indeterminación legal de una ley no puede dar lugar, para la autoridad
administrativa, a una extensión de sus poderes de policía.

Nos vemos traídos de nuevo al principio de que la autoridad encargada de la


policía no puede imponer a los administrados ningún mandamiento sin haber sido
habilitada para ello por un texto legislativo (ver en este sentido Berthélemy, op. cit., 7* ed.,
p. 343; Duguit, Traite, vol. II, p. 25; 0. Mayer, loe. cit., vol. H, p. 36 y re. 2, p. 11 y n. 19).
No hay que deducir de esto, sin embargo, la conclusión de que las leyes de policía que
establecen los fines y guardan silencio respecto a los medios dejan con bsoluta carencia
de poderes a los agentes a quienes es les encarga su ejecución. Suponen para éstos,
desde luego, ciertos poderes. No ya únicamente porque es lógico admitir que al querer el
fin , la ley también quiso los medios, pues a decir verdad esta razón carece de valor, ya
que en ma-
468

468 FUNCION DEL ESTADO [168

y por lo tanto una ley que manda a los agentes administrativos cumplir ciertos fines sin
darles para ello los medios, es una ley incompleta, que queda inoperante. Pero la verdad
es que en ciertos casos el solo enunciado legislativo del fin basta para autorizar ciertos
medios, y sin que la ley haya tenido necesidad de decirlo, autoriza aquellos medios de
ejecuciónque se enlazan tan estrechamente con el fin definido por ella que se encuentran
virtualmente contenidos en esa misma definición. Por ejemplo, l comprender la ley de 5 de
abril de 1884 dentro de la función de policía municipal "todo aquello que se refiere a la
seguridad y comodidad del tránsito en las calles", no es posible discutir la validez legal de
las resoluciones mediante las cuales reglamenta el alcalde el estacionamiento en la vía
pública, prohibe los depósitos de materiales en las calles (cf. Código penal, art. 471-49 ) o
prohibe el paso de vehículos por ciertas calles con ocasión de una fiesta pública.
Semejantes medidas entran directamente dentro de la labor que consiste en asegurar la
debida circulación por la vía pública, y por consiguiente, tienen su fuente inmediata y
hallan su autorización indiscutible en los términos mismos de la ley que impone esta labor
a la autoridad municipal. Además, se debe observar que las prescripciones qúe este
género no lesionan de ningún modo los derechos individuales de los particulares,1 o por lo
menos no imponen a éstos ninguna restricción cuyo principio se encuentre esencialmente
contenido en el texto que ha fijado el objeto de la policía municipal. Por el contrario, dado
el silencio de la ley, una resolución de policía no podría dirigir a los administrados
mandamientos o prohibiciones que les afectaran en sus derechos individuales, en su
propiedad, en la libertad de que disfrutan en el interior de su domicilio y, de una manera
general, en sus facultades de libre actividad. Asimismo, los mandamientos emitidos con
un f i n policíaco quedarían sin valor en cuanto tuvieran por efecto gravar los patrimonios
con obligaciones, o l i m i t a r las libertades individuales con restricciones que fueran más
allá de las estrictas consecuencias que provienen irreductiblemente, para los
administrados, de los mismos términos de las leyes de policía vigentes. Ejemplo: en v i r t
u d de su poder referente a la limpieza de las calles (art. 97 antes citado), puede el alcalde
ordenar a los habitantes que barran la nieve delante de sus casas, pero se excedería en
los poderes que resultan de este texto si los obligara a proporcionar caballos y carros para
llevarse la nieve que han quitado. Asimismo, no podría pres-

1 Ocurre así para todo aquello que concierne al uso de la libertad individual en la vía pública. La razón de ello es que
los administrados no tienen sobre el dominio público ningún derecho individual. Esto explica el hecho, señalado por
los autores (Hauriou, op. cit., 8* ed., pp. 522 ss; cf. Duguit, Traite, vol. 11, pp. 24 y 25), de que los poderes de la
autoridad policial son muchos más considerables sobre las vías públicas que en las propiedades privadas.
469

168] FUNCION ADMINISTRATIVA 469

cribir la autoridad administrativa, para la ejecución de una ley de policía, un procedimiento


de ejecución del cual resultara, para los particulares, un aumento de las cargas que les
incumben en virtud de dicha ley (Herthélemy, Revue du droit public, 1904, pp. 215 ss.; O.
Mayer, loe. cit., vol. II, pp. 11 y 137). En último término, a la jurisprudencia, mediante los
recursos de los interesados, es a la que corresponde determinar, por medio de la
interpretación del texto de la ley, cuáles son los poderes que dicho texto contiene para la
autoridad administrativa.

Por lo demás, hasta en los casos en que las leyes de policía no proporcionan, ni
explícita ni virtualmente, ningún medio preciso de ejecución de sus prescripciones, la
autoridad administrativa no se encuentra por ello reducida a la impotencia, sino que
conserva aún ciertos medios de acción indirectos, que provienen de la idea general de
que el ejercicio de los derechos individuales, aunque estuvieran determinados y
garantizados por las leyes, no pueden llegar a ser una causa de alteración del orden
público. Por ejemplo, si, en principio, no puede la autoridad administrativa, sin la ayuda de
una habilitación legal, imponer a los particulares obligaciones o abstenciones especiales
en el interior de su propiedad o de su domicilio, no hay duda por lo menos de que esta
autoridad, por cuanto tiene encargo de la ley para asegurar el orden, la tranquilidad y la
seguridad públicas, tiene facultades para exigir a cada quien que no los altere. Más
exactamente, el poder del administrador habrá de consistir en esto, en ordenar a los
particulares que tomen en su domicilio o dentro de su propiedad las precauciones
necesarias para evitar perturbaciones exteriores. Pero la orden de policía habrá de
abstenerse por lo demás de imponer a los particulares cualquier medio determinado.
Como dice Hauriou (op. cit., 8* ed., pp. 522, 61 n.), el habitante se verá así en la
obligación

de asegurar por sí mismo el orden público, y esto por los medios de su elección. Al
proceder así, la autoridad administrativa se conforma fielmente a las leyes que le
asignaron ciertos fines de policía, sin indicarle de manera precisa las vías o medios para
alcanzarlos; evitará, en efecto, el prescribir a los administrados ningún deber especial,
que vendría a aumentar sus obligaciones legales; pero permanecerá perfectamente
dentro de los límites de su cometido y de su competencia legal al obligarles a actuar de
manera que se mantenga el orden público del cual tiene la responsabilidad (cf. J.
Laferriére, Le droit de propriété et le pouvoir de pólice, tesis, París, 1908, pp. 133 ss.; O.
Mayer, loe. cit., vol. n, pp. 9 ss.).

Finalmente, para determinar el alcance del principio general que manda que la
función de policía sólo pueda ejercerse en virtud de poderes legales es conveniente
presentar una última observación, que se refiere a la hipótesis de que ya exista
perturbación actual en el orden pú-
470

470 FUNCION DEL ESTADO [168

blico y que, por consiguiente, ya no se trata de medidas preventivas, sino de medidas de


represión. Hauriou (op. cit., 8*ed., p. 525) hace observar que la misma ley estableció una
distinción entre el poder de prevenir y el poder de reprimir (art. 97 antes citado, párrafos
2* y 6 ") ; y esta distinción no puede tener sino una sola significación: supone que, en
ciertos casos en los que la autoridad administrativa no tiene el poder de prevenir, tiene por
lo menos el de reprimir. Por una parte, en efecto, la existencia de una perturbación ya
consumada crea una situación más grave que la simple amenaza de su realización, y por
consiguiente, es explicable que los poderes de policía sean más fuertes en el primer caso
que en el segundo. Por otra parte, y sobre todo, se debe observar que el autor de la
perturbación ha violado desde luego la ley de policía que, al ordenar de una manera
general el mantenimiento de la seguridad, tranquilidad y salubridad públicas, establece
por ello implícitamente la obligación para cada quien de no contravenirla. Se comprende,
pues, que la autoridad policíaca tenga obligación de hacer cesar semejante perturbación,
puesto que a ella corresponde guardar el orden público. No es necesario para ello ningún
texto especial que le proporcione el poder de intervenir. Si la autoridad administrativa
necesita autorización legal administrativa para imponer

a los administrados determinadas obligaciones a efecto de disipar la amenaza de


perturbaciones eventuales, los textos generales que la encargan de mantener tal o cual
parte del orden público bastan para habilitaría para hacer cesar, por la fuerza si es
necesario, la perturbación ya realizada (cf. O. Mayer, loe. cit., vol.II, pp. 11, 138 ss.).

169. Teniendo en cuenta la diversidad de los deberes o poderes que las leyes
imponen o confieren a la autoridad administrativa en sus relaciones con los administrados,
nos vemos llevados a discernir, entre los actos administrativos que interesan a los
particulares, dos clases de actos, que los autores alemanes han llamado, para
distinguirlos, "decisiones" y "disposiciones" (O. Mayer, loe. cit., vol. i, pp. 126 ss.; Laband,
op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 539; G. Meyer, op. cit., 6* ed., 649). He aquí la base de
esta distinción. Cuando la ley ha determinado estrictamente por sí misma el contenido de
un acto administrativo, así como las condiciones en las cuales debe intervenir, el
administrador, obligado por esta prescripción legislativa, no goza de ninguna libertad de
acción, y su papel se limita a aplicar pura y simplemente la medida formulada por la ley,
cada vez que se presente el caso por ésta previsto. El acto administrativo presenta aquí
gran analogía con el acto jurisdiccional, ya que el administrador, en dicha hipótesis, no
tiene que ejercer su voluntad personal, pero está obligado a aplicar la ley como habría de
hacerlo un juez. Aprecia los hechos para comprobar si entran dentro de las previsiones de
la ley, y en caso afirmativo, no tiene más que pronunciar la aplicación
471

169] FUNCION ADMINISTRATIVA 471

a estos hechos de lo que ha prescrito el texto. Según expresión de O. Mayer (loe. cit., vol.
i, p. 127; cf. pp. 80 y 120), el acto administrativo no hace entonces sino "declarar lo que es
de derecho"; en esto es en lo que se parece a la decisión de un juez y por lo que merece,
por consiguiente, lomar el nombre de "decisión". El tipo de esta clase de actos se
encuentra en las decisiones de las autoridades administrativas que consisten en estatuir
respecto a lo contencioso-administrativo. La "disposición", por el contrario, supone en el
administrador una mayor o menor libertad, que resulta, bien de que depende de él realizar
o no el acto, bien de que puede elegir entre varios medios para alcanzar el fin fijado por la
ley. La disposición se caracteriza, pues, por el hecho de que se apoya a la vez en la
voluntad o el permiso del legislador y en un acto de voluntad de la autoridad
administrativa.

El interés de esta distinción se manifiesta especialmente desde el punto de vista


de los recursos que pueden ser entablados por los administrados contra las dos especies
de actos. En principio un acto administrativo cualquiera sólo tiene valor constitucional a
condición de ejecutar la ley o de estar fundado en ella. Esta es la regla esencial sobre la
que se basa actualmente el concepto jurídico de función administrativa. Esta regla tiene
su sanción efectiva, particularmente en los textos que aseguran a los administrados la
facultad de ir contra los actos administrativos que a ellos se refieren, cuando estos actos
entrañan ilegalidad, por medio de un recurso que será entablado ante una autoridad
encargada de pronunciar el derecho, es decir, obligada a acceder a la reclamación del
administrado, si se le reconoce fundamento. Así es como, en el derecho actual, el
principio constitucional de la ley de 25 de febrero de 1875, art. 3, según el cual la
autoridad administrativa sólo puede actuar en ejecución de las leyes, recibe su sanción,
por lo que se refiere a los administrados, de los textos legislativos que encargan al
Consejo de Estado, decidiendo a título jurisdiccional, estatuir "sobre los recursos en
materia contencioso-administrativa y respecto a las demandas de anulación por
extralimitación de atribuciones formuladas contra los actos de las diversas autoridades
administrativas". En definitiva, de este sistema de recurso contencioso deriva, desde el
punto de vista del derecho positivo, la realización o consagracióndel régimen del Estado
de derecho.

La posibilidad de estos recursos se aplica tanto a las decisiones como a las


disposiciones. Sin embargo, varía la naturaleza y los efectos del recurso, según se
entable contra una decisión o contra una disposición. En lo que concierne al acto
administrativo que implica decisión, el administrador está obligado a reconocer y a aplicar
al administrado el derecho que le asegura la ley misma; así, si la decisión administrativa
ha desco-
472

472 FUNCION DEL ESTADO [169

nocido o violado ese derecho, el administrado tendrá contra ella un medio de ataque
tendiente a restablecer su derecho lesionado; el recurso conducirá, pues, a la reforma del
acto ilegal. En el caso de la disposición, la autoridad administrativa, sin dejar de quedar
obligada a proceder en ejecución de las leyes, no se limita a ya a pronunciar aquello que,
según la ley misma, es de derecho, sino que hace uso de su poder legal al efecto de
adoptar ciertas medidas variables que dependen de su apreciación. Se precisa además,
sin embargo, que la medida tomada a título de disposición se mantenga dentro de los
límites de los poderes conferidos por la ley al administrador. Así, si la disposición es
tachada de extralimitación de atribuciones, los administrados a los cuales se refiere
podrán por lo mismo recurrir contra ella, para que se declare su invalidez; el recurso
conducirá, ahora, no ya a una reparación del acto vicioso, sino a su anulación. La
autoridad que estatuye en lo contencioso no tendrá ya que reconocer un derecho especial
del administrado, puesto que éste no tenía derecho legal a una medida administrativa
determinada, sino que habrá de limitarse a restablecer para los administrados la situación
anterior al acto atacado, no teniendo así el recurso sino un efecto negativo y destructor.
Se desprende de esto que la distinción desde el punto de vista de lo contencioso entre la
reforma y la anulación corresponde a la diferencia entre la decisión y la disposición
administrativa (Berthélemy, Traite de droit administratif, 7* ed., pp. 957 ss., 961 ss.).

Además, la disposición es susceptible de una segunda especie de recurso, que no


podría concebirse en cuanto a la decisión se refiere. Al no consistir ésta, en efecto, sino
en una estricta aplicación de la ley, es inatacable

en el momento en que se conforma a las prescripciones legislativas. Por el contrario, al


tener la disposición carácter facultativo, por cuanto su adopción depende de la
apreciación administrativa, puede ser criticada por causa de simple inoportunidad de
hecho. El particular cuyo interés lesiona, sin dejar de reconocer que la autoridad
administrativa, en derecho, ha procedido de una manera regular, puede sostener que,
dadas las circunstancias, hubiera tenido la posibilidad o incluso hubiera hecho mejor
absteniéndose de actuar o adoptando cualquier otra medida. Por consiguiente, mientras
que a la decisión sólo se la puede atacar por vicio jurídico, la disposición, además, puede
ser objeto de un recurso fundado en consideraciones de oportunidad. Pero este último
recurso no será entablado ante una autoridad que estatuya a título jurisdiccional, sino que
habrá de entablarse, bien sea ante el autor del acto por vía de súplica o bien ante su
superior por la vía jerárquica, es decir, que en uno y otro caso se empleará la vía
administrativa y no la vía contenciosa. La misma existencia de esta clase de recurso basta
para revelar que la autoridad admi-
473

169-170] FUNCION ADMINISTRATIVA 473

nistrativa, en materia de disposiciones, se halla investida de una libertad de acción de la


cual carece en materia de decisiones.

§ 4. LA FUNCIÓN ADMINISTRATIVA CONSIDERADA ESPECIALMENTE EN

SU EJERCICIO EN EL INTERIOR DEL ORGANISMO

ADMINISTRATIVO

170. El principio constitucional que prohibe a la autoridad administrativa actuar sin


poder legal, entraña, según determinada doctrina, una limitación importante en lo que
concierne al funcionamiento interno de los servicios administrativos. Esta doctrina, que ha
tenido su principal desarrollo en la literatura alemana, consiste en distinguir dos clases de
actos u órdenes administrativas: unos que han de producir efecto con respecto a los
administrados, bien sea que se refieran al conjunto de los administrados o que solamente
afecten a uno de ellos; y otros que se refieren únicamente a los agentes administrativos y
no conciernen sino a los asuntos interiores de la administración. Ahora bien, se ha dicho
que únicamente en las relaciones de la autoridad administrativa con los ciudadanos es
donde la actividad administrativa se subordina a la condición de fundarse en una
determinación y autorización de la ley. En cuanto a los ciudadanos, en efecto, el actual
régimen del Estado legal implica esencialmente que nada podrá ordenárseles sino en
virtud de una prescripción legislativa, pues la ley constituye la única base de la relación de
sujecióny del deber de obediencia que obliga a los ciudadanos con respecto a la autoridad
administrativa y les impone la obligación de conformarse a los mandamientos de esta
última; por consiguiente, cualquier medida administrativa que por su naturaleza pueda
afectar a los administrados ha de tener su fuente en la ley y sólo de ella puede tomar su
fundamento obligatorio. Otra cosa ocurre en lo que se refiere a las medidas de
administración que sólo deben aplicarse en el interior del organismo administrativo,
particularmente en lo que se refiere a los mandamientos que reciben los agentes
administrativos de sus superiores jerárquicos, al menos cuando dichos mandamientos
sólo se refieren a los agentes y sólo a ellos obligan. Se trata aquí de órdenes de servicio
que emite la autoridad administrativa superior en virtud de su poder jerárquico, pues los
impone no ya al público, sino a sus propios subordinados. Puede tratarse de órdenes
generales, que tengan carácter reglamentario, o de órdenes individuales, que prescriban a
un agente tal o cual acto determinado. Los agentes tienen la obligación de ejecutar esas
órdenes aun cuando el superior que las emite no pueda fundarlas en ningún texto legal. A
diferencia de los de-
474

474 FUNCION DEL ESTADO [170

más ciudadanos, el agente administrativo, en efecto, no solamente se encuentra obligado


por el deber de obediencia cívica que subordina a todos ios subditos a la potestad general
del Estado, bajo la condición, por lo demás, de que dicha potestad sea de un Estado
legal, sino que, como agente del orden administrativo, se encuentra además colocado en
una relación de sujeción particular, que proviene de sus deberes jerárquicos, al implicar la
jerarquía, para los jefes de servicio, el poder de mandar a sus subordinados dentro del
servicio. Resulta de aquí que las medidas administrativas cuyo efecto no ha de
extenderse fuera de la esfera de acción interna de la administración, no necesitan
depender de una habilitación legislativa, pues el mandamiento administrativo adquiere
aquí su fundamento en la potestad propia de la autoridad administrativa, y saca su fuerza
jurídica del especial deber de obediencia de los agentes llamados a ejecutar. Pero,
entiéndase bien, esta orden de servicio, al no tener valor más que en virtud de la sujeción
particular en que se encuentran los agentes administrativos, no puede producir efecto
respecto a los administrados.

Esta es la tesis que sostienen en Alemania numerosos autores, entre los cuales se
puede citar a Laband (op. cit., ed. francesa, vol. I I , pp. 146 ss., 380, 520, 544 ss.),
Jellinek (Gesetz und Verordnung, pp. 254 ss, 384 ss.)', O. Mayer (op. cit., ed. francesa,
vol. i, pp. 130, 137 y 162), Anschütz (Gengenwartige Theorien über den Begriff der
gesetzgebenden Gewalt. 2* ed., § m; ver especialmente pp. 62 ss., 73, 76, 153 ss.), G.
Meyer (op.cit., & ed., pp. 571 ss.), Rosin (Polizeiverordnungsrecht, 2* ed., pp. 27 ss.; cf.
Cahen, La loi et le réglement, pp. 146 ss., 190, 197 y 220). Importa observar que, una vez
dentro de esta dirección, no solamente aplican los autores alemanes su teoría a las
órdenes individuales y a las instrucciones generales o circulares que pueden emitir los
jefes administrativos con objeto de d i r i g i r o regular la actividad de sus subordinados,
sino que, según los autores citados, la potestad propia de la autoridad administrativa
comprende también, en lo que se refiere a los asuntos administrativos, el poder de emitir
reglamentos propiamente dichos, en cuanto dichos reglamentos no contengan
prescripciones obligatorias más que para el personal administrativo; por ejemplo, el
monarca es competente para dictar sin

habilitación legislativa las ordenanzas llamadas de organización, entre otras aquellas que
crean autoridades administrativas, con la única condición de que no resulte de esa
creación u organización un aumento de la potestad administrativa con respecto a los
administrados.1

1 Toda esta teoría referente a la potestad inicial que corresponde a la autoridad administrativa respecto a los asuntos
interiores de la administración, se desprende del principio que se considera en Alemania como la base misma de la
distinción entre la legislación y la administración, o sea del principio según el cual las reglas o medidas que afectan a los
subditos en su derecho individual son las únicas que constituyen materia de ley, y por lo tanto las únicas que
475

171] FUNCION ADMINISTRATIVA 475

171. En principio, la teoría alemana que acaba de exponerse no puede aceptarse en


derecho francés. La definición de la función administrativa tal como resulta de la
Constitución francesa, no permite distinguir entre los actos que sobrepasan la esfera de
actividad interna de la autoridad administrativa y aquellos otros que quedan dentro de
dicha esfera, entre los mandamientos dirigidos a los administrados y aquellos que se
refieren a los agentes administrativos. De un modo general, el principio constitucional del
derecho francés es que la autoridad administrativa sólo puede proceder en ejecución de la
ley (Duguit, UÉtat, vol. I I , pp. 619 ss., 446 ss., y Traite, vol. i, p. 230). Es por otra parte
temerario pretender que las medidas o reglas prescritas por la autoridad administrativa
dentro de los servicios públicos sólo la interesen a sí misma: la mayor parte de las veces
habrán de tener repercusión en el exterior, sobre el público; y en todo caso, no puede
considerarse a la esfera administrativa como de tal manera especial, cerrada y distinta del
resto de los asuntos de la nación que todo lo que en ella ocurra deba considerarse como
correspondiendo a la libre voluntad de los jefes administrativos (cf. núms. 107 ss., supra).

Por otra parte, sin embargo, y por firme que sea el principio que se acaba de
recordar, no puede negarse que al organizar la jerarquía administrativa2 haya establecido
la ley, a cargo de los funcionarios, un deber de obediencia jerárquica, que implica por lo
tanto, para la autoridad superior, el poder de imponer órdenes de servicios generales o
individuales a los agentes subalternos. Mejor dicho, este deber de obediencia tiene su
origen en la misma ley: "Es por la ley misma —dice Duguit (UÉtat, vol.II, p. 6 1 9 )— que
el funcionario se encuentra en tal situación que ha de conformarse a las instrucciones que
recibe de otro funcionario"; existe en esto, según dicho autor, una consecuencia de la ley
que rige el ejercicio de la función pública. Así, si las órdenes dadas por la autoridad
administrativa en virtud de la potestad jerárquica tienen en la ley el fundamento de su
fuerza obligatoria, parece que el acto realizado, a consecuencia de esas órdenes, por el
agente subordinado, se encuentra a su vez contenido dentro de la idea general de
ejecución de las leyes. Por consi-

presuponen, para su adopción por la autoridad administrativa, un poder legal (ver núms. 99 ss., supra).

2 Se encontrará un primer ejemplo de esta organización jerárquica en la Constitución de 1791, tít. in, cap. iv, sección
2.art. 1ro: "Existe en cada departamento una administración superior, y en cada distrito una administración
subordinada", y art. 6: "Los administradores de departamento tienen el derecho de anular los actos de los sub-
administradores de distrito que sean contrarios a las resoluciones de los administradores de departamento o a las
órdenes que estos últimos les hubieran dado". El principio de la jerarquía administrativa es asimismo consagrado por
el art. 59 de la Constitución del año vm (cf. Duguit, L'État, vol. n, pp. 485 ss.; Hauriou, op. cit., 8* ed., pp. 137 ss.).
476

476 FUNCION DEL ESTADO [171-172

de obediencia de los funcionarios han originado también, por lo mismo, para la autoridad
administrativa superior, cierto poder que les permite tomar, por su propia iniciativa y sin
ayuda de ningún texto especial, las medidas de administración interna cuya realización
puede obtenerse por medio de la sola activdad de los funcionarios y en virtud únicamente
de la obligación que éstos tienen de ejecutar las órdenes superiores de servicio. Nos
veríamos llevados de nuevo, así, a distinguir dos potestades distintas en la función
administrativa: la que obliga a los administrados y está sometida a la ley, o sea que sólo
puede ejercerse mediante habilitación legislativa, y aquella otra que obliga únicamente a
los administradores, y que se ejerce libremente de una manera autónoma. 72. Esta
conclusión, sin embargo, no estaría justificada. Del hecho de que el funcionario se
encuentre bajo el mando de los jefes de servicio no se desprende que éstos posean,
incluso en el interior del servicio, una potestad inicial y principal, o sea independiente de la
del legislador e igual a ella. La potestad jerárquica, en efecto, no existe para sí misma,
sino que sólo se confiere a los administradores superiores, comprendido el jefe supremo
de la administración, para el cumplimiento del cometido constitucional que le incumbe a la
autoridad administrativa, o sea del cometido que consiste en ejecutar las leyes. En otras
palabras, para la autoridad administrativa superior no existen dos potestades distintas,
una que fuera su potestad jerárquica y otra la potestad de hacer ejecutar las leyes. Sólo
hay una potestad única, la de ejecución de las leyes, potestad para cuyo ejercicio tiene la
autoridad superior un poder jerárquico sobre los agentes subalternos. Y recíprocamente:
la sujeción especial a que están obligados los agentes subalternos en virtud de la
jerarquía no tiene más fin u objeto que la ejecución de las leyes.

Se desprende de esto que la orden de servicio que obliga a los agentes a realizar
un acto determinado no puede dar a dicho acto un fundamento jurídico nuevo, que baste
por sí solo para legitimarlo. O bien el acto ordenado se funda en una prescripción o
autorización administrativa, en cuyo caso tiene puramente carácter de medida de
ejecución de la ley, o bien, por el contrario, la

autoridad administrativa carece de poder legal para realizar ese acto, y en este segundo
caso, el hecho de que el acto haya sido ordenado a los agentes subalternos por los jefes
administrativos no podría servirle de base legal, ni tampoco conferirle el carácter legal de
que carece originariamente. Por idénticas razones, la potestad jerárquica no puede
constituir, para la autoridad administrativa, el fundamento de un poder reglamentario
propio, por lo que respecta a la organización y al funcionamiento de la administración.

¿Significa esto que el deber de obediencia jerárquica no entrañe


477

172] FUNCION ADMINISTRATIVA 477


inadmisible. Es evidente, en efecto, que el principio de la jerarquía administrativa excluye
el concepto según el cual el agente que recibe una orden de su jefe, por regla general,
sería dueño de no ejecutar dicha orden sino después de que personalmente hubiera
apreciado y admitido su regularidad, o sea después de haber interpretado él mismo,
según su propio juicio, el texto que proporciona al acto ordenado la base de su
legitimidad. Admitir semejante derecho de apreciación sería, como dice Laband (Inc. cit.,
vol. I I , pp. 150 ss.), ir directamente contra el principio jerárquico y hasta echar totalmente
por tierra la jerarquía, ya que el agente Niibalterno se transformaría así en autoridad
superior, puesto que él mismo sería quien decidiera en último término si conviene o no
realizar el neto ordenado.3 Las leyes que coordinan a las diversas autoridades
administrativas en un conjunto jerárquico tienen precisamente por consecuencia con
ceder a los jefes de servicio el poder de determinar superiormente las medidas que
puedan tomarse en v i r t u d de los textos legislativos vigentes y prescribir el empleo de
dichas medidas a sus subordinados. En esto precisamente consiste el efecto de la
jerarquía administrativa. En las relaciones de las autoridades administrativas con los
administrados la solución de las dificultades que pueden surgir respecto a la extensión de
los poderes legales de los administradores y por lo que se refiere a la interpretación de las
leyes de las cuales derivan dichos poderes sólo pertenece a la autoridad jurisdiccional,
que pronuncia entre los administrados y la autoridad administrativa. En las relaciones
entre la autoridad administrativa superior y los agentes subordinados, esta misma
interpretación corresponde a los jefes de servicio y, en virtud de la jerarquía, se impone a
los funcionarios subalternos.4

Se desprende de estas últimas observaciones que, en el interior de la jerarquía


administrativa, depende de la autoridad superior determinar aquello que entra
legítimamente dentro de la ejecución de las leyes. En este sentido se puede decir, pues,
que en virtud de su poder jerárquico tiene la autoridad administrativa, respecto de los
agentes subordinados, una potestad que no posee respecto de los administrados. No deja
por ello de ser cierto que, incluso en el caso en que la actividad administra-

3 Este parece ser también el parecer del Consejo de Estado. Ver a este respecto su resolución de 13 de marzo de 1908,
asunto Municipio de Boutevilliers.

4 Entiéndase bien que este poder de interpretación autoritaria sólo corresponde a los superiores administrativos en lo
que se refiere a los asuntos del servicio. En cuanto a las dificultades que puedan suscitarse entre los jefes de las
administraciones públicas y los funcionarios subalternos referente a la interpretación de las leyes o reglamentos que
fijan el estatuto personal de estos últimos y les confieren derechos relativos a su estado o carrera, el examen de

estas dificultades debe depender de las autoridades jurisdiccionales, que habrán de interponerse aquí entre los jefes
administrativos y sus subordinados.
478

478 FUNCION DEL ESTADO [172

tiva se ejerza por medio de órdenes de servicio dirigidas a agentes obligados a obedecer,
dichas órdenes se basan en definitiva en las leyes, y no en la potestad jerárquica de la
autoridad que ordena. El único arbitrio de que dispone esta autoridad consiste en el poder
que tiene de fIjar el alcance de las leyes que han de ejecutarse.

Los mismos conceptos deben aplicarse a los reglamentos que organizan los
servicios administrativos o regulan su funcionamiento. En principio el jefe del Ejecutivo
sólo puede hacer reglamentos en virtud de un poder legal o, por lo menos, con objeto de
asegurar mediante reglas complementarias la ejecución de las leyes vigentes. La potestad
reglamentar ia tiene, pues, un carácter puramente ejecutivo. Por otra parte, sin embargo,
y en lo que concierne a los reglamentos que sólo han de actuar en el interior de la esfera
administrativa, bien sean reglamentos de organización o reglamentos que rijan la
actividad de las autoridades administrativas, se desprende del principio de la jerarquía
que, en las relaciones con esas autoridades, corresponde al jefe del Ejecutivo determinar,
por su propia interpretación de las leyes existentes, la extensión de la competencia
reglamentaria que le confieren dichas leyes. Por consiguiente, las disposiciones
reglamentarias de orden administrativo interno cuya iniciativa

toma con objeto de asegurar la ejecución de las leyes se imponen a las autoridades
administrativas a él subordinadas. Pero las reglas creadas en esas condiciones no dejan
por eso de fundarse en una pura idea de ejecución de las leyes. Esto es lo que observan
algunos de los autores alemanes mismos (ver* por ejemplo, G. Meyer, op. cit., 6* ed., p.
572 n.), que muy correctamente hacen depender los reglamentos concernientes a la
organización o a los asuntos administrativos de la potestad ejecutiva de las leyes que le
corresponde al jefe del Estado, y no de su potestad jerárquica sobre los agentes. Por lo
demás, si los reglamentos de esta clase quedan fuera del control de las autoridades
jurisdiccionales, y si el jefe de la administración tiene, en el interior del organismo
administrativo, el poder de determinar por sí mismo las medidas que las leyes le permiten
adoptar, no hay que perder de vista que dicha potestad reglamentaria interna se ejerce
bajo el control de las Cámaras y bajo la responsabilidad parlamentaria habitual del
gobierno, no siendo, pues, ilimitada.5

5 Se ha visto anteriormente (núms. 100 ssj que, según los autores que profesan la teoría de la ley-regla de derecho, las
prescripciones reglamentarias que se dirigen únicamente a los funcionarios y que se refieren sólo a su actividad dentro
del servicio no constituyen derecho propiamente dicho. Otros autores han razonado en forma diferente. Admiten éstos
que semejantes prescripciones originan verdadero derecho, y reconocen, por lo tanto, que las reglas

que establecen forman realmente un elemento del orden jurídico del Estado (ver en este sentido, por ejemplo:
Burckhardt, op. cit.. 2" ed., p. 721; Guhl, Bundesgesetz, Bundesbeschlus: und Verordnung nach schweiz. Staatsrecht, p.
79). Ahora que, añaden, este derecho tiene una
479

173] FUNCION ADMINISTRATIVA 479

173. Si tal es el alcance de la potestad jerárquica, se advierte ahora que entraña


además, respecto a los mismos subordinados, la doble limitación siguiente:

En primer lugar, sólo engendra el deber de obediencia para los actos de la función.
La potestad jerárquica, en efecto, no está constituida por un poder personal del jefe de
servicio sobre los funcionarios que de él dependan, sino que sólo es una manifestación
particular y un accesorio, en sus relaciones con éstos, de su poder ordinario de ejecutar
las leyes. Resulta, pues, que el jefe de servicio sólo puede usar de su superioridad
jerárquica para prescribir los actos que son legalmente de su competencia. Con mayor
razón, no puede hacer uso de ella para dar a los subalternos órdenes referentes a su vida
privada o a su conducta fuera del servicio.

En segundo lugar, no puede en ningún caso extenderse el deber de obediencia a


aquellos actos que supongan una violación de las leyes. Que la autoridad superior pueda
imponer a los funcionarios la interpretación que ella misma ha hecho de las leyes
existentes se explica no solamente por la necesidad práctica de asegurar dentro de la
administración la unidad de acción y de dirección, sino también por la consideración
jurídica le que la orden de servicio general o individual emitida en esas condiciones se
refiere, en principio, a alguna ley de la que deduce ciertas consecuencias.
Indudablemente es posible que dichas consecuencias sean discutibles, y que los poderes
administrativos que el jefe de servicio creyó encontrar en las leyes vigentes puedan ser
inciertos y discutibles. Pero en razón precisamente de la jerarquía administrativa, el
alcance de los textos legislativos dudosos se determina y fija, en el cuadro interior de

base especial; se creó por la relación de subordinación que existe entre los jefes de servicio y sus subalternos; estos
últimos tienen obligación de conformarse a él por razón de su deber de obediencia jerárquica, o sea por razón de
obligación inherente a la función pública, y es también por lo que este derecho, fundado en principios que rigen el
servicio, no puede obligar más que a los agentes del servicio, y no obliga a los demás ciudadanos. Así habría, pues, dos
clases de derecho: el derecho para los ciudadanos, que no puede ser creado sino por las leyes o en ejecución de las
leyes, y el dercho para los funcionarios, que no depende ya rigurosamente de las leyes, sino que se funda en el hecho de
que los funcionarios, además de su sujeción respecto de la ley, están obligados a obedecer las órdenes que reciben de
sus superiores por razón de su deber de sumisión personal hacia éstos. Pero este concepto de una dualidad, así
entendida, del derecho, es inconciliable con el sistema general de la Constitución francesa, según la cual la función
administrativa sólo consiste uniformemente en una potestad de ejecución de las leyes.

Resulta de este principio constitucional que la potestad jerárquica misma, que no es más que uno de los grados de la
potestad ejecutiva, sólo puede ejercerse a efecto de asegurar esta ejecución y no puede pretender imponer a los
subalternos reglas de derecho y obligaciones que no tuvieran su base en las leyes vigentes. No hay en Francia, desde el
punto de vista de la fuente de las obligaciones jurídicas, e incluso para los funcionarios, más que un derecho único, aquel
que deriva de las leyes. La potestad jerárquica no puede por sí sola erigirse en una fuente

especial e independiente de derecho.


480

480 FUNCION DEL ESTADO [173-174

los servicios administrativos, por los superiores jerárquicos, y por consiguiente el


funcionario subalterno debe conformarse a las órdenes que le son transmitidas en virtud
de dicho poder de apreciación, sin que tenga que indagar personalmente el sentido de la
ley. Por el contrario, cuando la orden dirigida a los agentes no encuentra ninguna ley en la
cual pueda apoyarse, desaparece la base misma de toda potestad jerárquica, porque
dicha potestad, no siendo más que una auxiliar del poder de ejecutar las leyes, deja de
concebirse en el momento en que no existe ninguna ley que ejecutar. El deber de
obediencia en el servicio se justifica, pues, por lo que se refiere a las órdenes basadas en
textos dudosos, pero si la orden excede abiertamente de los poderes fijados por una ley
que no es dudosa, o si ataca directamente una prescripción formal de las leyes, el
funcionario está desligado de toda obligación de obediencia e incluso la verdad es que, en
tal caso, tiene el deber de negar su obediencia6 (Duguit, UÉtat, vol. i i , pp. 624 ss.; G.
Meyer, op. cit., 6* ed., § 146, in fine).

Hay que reconocer, por lo demás, que todas estas observaciones sólo pueden

aplicarse realmente a las órdenes de servicio cuya ejecución es susceptible de producir


efectos respecto a los administrados; en cuanto a aquellas prescripciones que conciernen
al servicio interior, éstas siempre encuentran una base más o menos lejana en la
legislación vigente, y por consiguiente difícilmente se concibe que pueda dudarse de su
fuerza obligatoria para los funcionarios a los que van dirigidas, por lo que a estos últimos
se refiere.

SECCION II

LOS ACTOS DE GOBIERNO

174. Hasta ahora se ha comprobado que la función administrativa se caracteriza y


debe definirse por su subordinación a la ley. Según cier-

6 Esta última solución parece desprenderse también de los artículos 114, 184 y 190 del Código penal. Estos textos, que
se refieren a ciertos abusos de potestad de los funcionarios^ prevén el caso en que el autor del acto protestado "justifica
que obró por orden de sus superiores, respecto a objetos que dependen de éstos, y sobre los cuales les debía
obediencia jerárquica". En tal caso, estos diversos artículos eximen, en realidad, al agente subalterno de la pena
aplicable a su acto, debiendo aplicarse esta pena únicamente al superior que ordenó el acto. Pero, por otra parte, es
importante observar que estos textos presentan la exención penal como mero efecto de una excusa absolutoria, y de
ningún modo como fundada en la inculpabilidad del agente. Así pues, la obediencia del agente se declara excusable,
pero en el fondo el Código penal establece sin embargo el principio de que el agente hubiera debido, y desde luego
podido, dejar de obedecer (cf. Duguit, UÉtat, vol. n, pp. 621 ss.). Ver sin embargo Hauriou, Recueil de législation de
Toulouse, 1911, pp. 7 ss., que sostiene que el agente administrativo obligado a la previa obediencia a las órdenes de los
funcionarios superiores, no debe de ningún modo examinar la legalidad de éstas.
481

174] FUNCION ADMINISTRATIVA 481

Los autores, sin embargo, existe toda una parte, y muy importante, de la función
administrativa que queda fuera de dicha definición. Es evidente, en efecto, que el Estado
no puede obligarse de una manera absoluta y sin reservas, haciendo depender
integralmente de las leyes su actividad administrativa. Por otra parte, entre las iniciativas o
decisiones que se salen así de la esfera de la ejecución de las leyes, existen algunas que
no pueden estar comprendidas dentro de la competencia del cuerpo legislalivo. Por
ejemplo, difícilmente se podría concebir que la dirección de los asuntos exteriores pueda
conferirse a otra autoridad que no sea el jefe del Ejecutivo. Exige, pues, el interés del
Estado que haya, dentro de la función de que está investida la autoridad administrativa,
un campo de libre actividad (Jellinek, UÉtat moderne, ed. francesa, vol.II, pp. 327 ss.). Es
por lo que, además de la fórmula general: "E l Presidente de la República asegura la
ejecución de las leyes", la Constitución de 1875 enumera otros poderes presidenciales
que no entran desde luego en dicha fórmula. Por esto también la doctrina, la
jurisprudencia y la legislación misma distinguen, dentro de la función general de
administración, dos actividades diferentes: el gobierno y la administración stricto sensu;
consiste ésta solamente en potestad ejecutiva y no puede ejercerse sino en virtud de
autorizaciones legislativas; aquélla, por el contrario, se mueve libremente y no puede ser
reducida a una idea de ejecución de las leyes.

Esta distinción, que apareció con claridad muy particular en la literatura y el derecho
positivo francés, se expresa por los autores mediante la oposición que establecen entre
los actos de administración propiamente dichos y los actos de gobierno (Laferriére, Traite
de la juridiction administrative, 2* ed., vol.II pp. 32 ss.; Aucoc, Conférences sur
Vadministration 3* ed., vol. i, p. 11 y 92; Ducrocq, Cours de droit administratif, 7* ed., vol.
i, núms. 52 y 70; Hauriou, op. cit., 8* ed., pp. 11 ss.; Esmein, Éléments,5* ed., p. 1 8 ) . 1

La teoría del acto de gobierno se remonta hasta los orígenes del derecho público
de Francia, o sea a la Constitución de 1791. Esta Constitución

negaba cualquier carácter representativo a los funcionarios (tít. m, cap. IV, sec. 2, art. 2 ) ,
ya que sólo pueden actuar en virtud de las leyes. Igualmente, la Constituyente había
negado la cualidad de representante al mismo rey, como jefe de la administración general,
porque a este respecto sólo veía en él a un funcionario, el primero de los funcionarios
públicos. Pero, por otra parte, la Constitución de 1791 (tít. m, preámbulo, art. 3) reconocía
al rey, como jefe del gobierno, el carácter de repre-

1 Cf. el decreto referente a la descentralización administrativa de 25 de marzo de 1852, que dice: "Considerando que
se puede gobernar desde lejos, pero que no se administra bien más que de cerca; que, por consecuencia, tanto
importa centralizar la acción gubernamental del Estado como es necesario descentralizar la acción puramente
administrativa..."
482

482 FUNCION DEL ESTADO [174-175

sentante nacional, teniendo por esa cualidad la facultad indudable de querer, de una
manera libre e inicial, por cuenta de la nación. Los oradores de la Constituyente
especificaban particularmente que el rey representa a la nación, por cuanto la negociación
y la conclusión de los tratados a negociar con los Estados extranjeros dependen
esencialmente de él (ver núms. 366 y 367, infra).

175. Aun hoy, éste es uno de los ejemplos más importantes que puedan darse de
los actos de gobierno. Según los términos del art. 8 de la ley constitucional de 16 de julio
de 1875, al Presidente de la República es a quien corresponde negociar y ratificar los
tratados y es evidente que ninguna ley podría reglamentar el ejercicio de ese poder
diplomático, ni determinar imperativamente las cláusulas de los tratados a negociar. Pero
no sólo en las relaciones internacionales, sino también en el interior, se halla investido el
Presidente de ciertos poderes de gobierno. Los autores presentan una lista de esos
poderes que comprende especialmente: actos que se producen en las relaciones del
Presidente con las Cámaras, por ejemplo los decretos de convocatoria o de aplazamiento
de las Cámaras; aquellos que deciden la disolución de la Cámara de Diputados; los actos
por los cuales el Presidente ejerce su derecho de iniciativa legislativa; aquellos por los
cuales ejerce su derecho de gracia. Se pueden añadir a esta enumeración los actos
presidenciales que disponen de la fuerza armada; los de nombramiento de funcionarios; el
decreto por el cual el Presidente constituye al Senado en alta corte de justicia, y de un
modo general, todos los actos que realiza en virtud de poderes que no le confieren las
leyes, sino la Constitución directamente.

En cambio, no parece posible considerar como actos de gobierno ciertos actos que
se presentan habitualmente como tales. Por ejemplo, los autores clasifican como actos de
gobierno a los decretos que establecen el estado de sitio y a los dictados en materia de
policía sanitaria (Laferriére, op. cit., 2* ed., vol. I I , pp. 35 ss.; Hauriou, op. cit., 8* ed., p. 8
0 ). Pero no se puede decir que al dar esos decretos actúe el jefe del Ejecutivo fuera del
orden jurídico establecido por las leyes. Evidentemente, el estado de sitio es un régimen
que se sale del derecho común y que tiene por efecto imponer a los ciudadanos graves
restricciones en el ejercicio de sus libertades ordinarias, pero no por ello deja de ser cierto
que al declarar el estado de sitio en los casos y bajo las condiciones previstas por la ley
de 3 de abril de 1878a (arts. 2 y 3 ) , el Presidente sólo hace uso de un poder legal y no
realiza por consiguiente sino un acto eje-

2 En principio, el art. I9 de esta ley exige una ley formal para la declaración del estado de sitio. El Presidente de la
República no puede proclamarlo por decreto sino en caso de receso de las Cámaras, o también en el caso en que la
Cámara de los Diputados esté disuelta, pero en este último caso únicamente si hay estado de guerra.
483

175-176] FUNCION ADMINISTRATIVA 483

cutivo. Por otra parte, se desprende de los arts. 9 y 11, siempre vigentes, de la ley de 9 de
agosto de 1849, que la autoridad que aplica las consecuencias el estado de sitio no
puede realizar otros actos que aquellos que permiten las leyes que regulan dicho régimen
(Laferriére, loe. cit., p. 3 7) .

Asimismo, por amplios y extraordinarios que sean en tiempos de epidemia los poderes de
policía sanitaria del Presidente, debe observarse que dichos poderes tienen su
fundamento en las leyes que autorizan al Ejecutivo a prescribir, contra el peligro de
contagio, todas aquellas medidas de seguridad que juzgue necesarias. En resumen, pues,
todas las medidas de esta clase, por cuanto se ordenan en v i r t u d de leyes existentes,
permanecen bajo el imperio del orden legal del Estado, y como tales no se oponen de
ningún modo al concepto general del acto de administración. Como dice muy
acertadamente Berthélemy (op. cit., 7* ed., p. 105), cada vez que la autoridad
administrativa actúa en virtud de poderes legales, no existe ninguna razón, por amplios y
discrecionales que sean dichos poderes, para invocar el concepto de acto de gobierno,
pues no hay diferencia esencial, desde el punto de vista de su fundamento, entre estos
actos y aquellos otros mediante los cuales desempeña habitualmente la autoridad
administrativa su cometido de ejecución de las leyes.3

176. Lo que caracteriza al acto de gobierno, por el contrario, es precisamente el


hecho de que, a diferencia de los actos de administración, se encuentra libre de la
necesidad de habilitaciones legislativas y se cumple por la autoridad administrativa con un
poder de libre iniciativa, en virtud de una potestad que le es propia y que procede de un
origen distinto de las leyes, de modo que el gobierno puede calificarse, al menos en este
sentido, como actividad independiente de las leyes. Como lo indica Jellinek (loe. cit., vol.
n, p. 330), la teoría del acto gubernamental supone esencialmente que, junto a su
potestad condicionada por la legislación y que sólo es una potestad de ejecución de las
leyes, tiene la autoridad administrativa una potestad autónoma que proviene de una
concesión superior a los permisos legislativos, y que por consiguiente no puede
considerarse como un poder ejecutivo de las leyes, sino que es verdaderamente un poder
de gobierno. La fuente superior de donde proviene este poder es la Constitución misma y
no puede ser otra que ella. La teoría del acto de gobierno se refiere directamente a la
distinción entre la ley constitucional y las leyes ordinarias.4 Si el jefe del Ejecutivo tiene,
por su sola inicia-

3 Esta es la parte de verdad que se halla contenida en las objeciones y ataques que se han dirigido a la teoría del acto de
gobierno por Michoud, "Des actes de gouvernement", Anuales de Grenoble, 1889 y Brémond, "Des actes de
gouvernement", Revue du droit public, vol. v, pp. 23 ss.; ver respecto de esta teoría, Hauriou, op. cit., 8* ed., pp. 82 ss.;
Duguit, Traite, vol. I, pp. 210 ss.; Jacquelin, Príncipes dominants du contentieux administranf, pp. 297 ss.

4 Ducrocq, op. cit., 7* ed., vol. i, p. 88: " L a fórmula que nos parece exacta consiste en no
484

484 FUNCION DEL ESTADO [176

tiva, el poder de realizar cierto número de actos independientes de toda autorización


legislativa previa, es porque ha recibido ese poder, formalmente, de la Constitución. Al
conferírselo, la Constitución lo ha relevado de la obligación de esperar sus impulsos de
los textos legislativos, o más exactamente, ha creado para él cierta esfera de atribuciones
que es precisamente la esfera del gobierno, en la cual ocupa dicho jefe del Ejecutivo una
posición constitucional análoga a la del legislador, en el sentido de que, al igual que el
cuerpo legislativo, toma directamente de la Constitución misma sus poderes referentes a
estas atribuciones. Ocurre así con todos los poderes concedidos al Presidente por la
Constitución, además de su función administrativa de ejecución de las leyes.

Resulta entonces, de la superioridad de la ley constitucional respecto a las leyes


ordinarias, que el órgano legislativo no puede restringir esos poderes presidenciales de
gobierno ni determinar imperativamente, por vía de reglas generales, o por prescripciones
particulares de especie, el uso que debe hacerse de ellas. Cuando, por ejemplo, la
Constitución de 1875 sienta el principio de que corresponde al Presidente negociar y
ratificar los tratados, hay que entender por ello, no sólo que el Presidente tiene en esta
materia un permiso para actuar, que procede inmediatamente de la Constitución, sin
intervención del legislador, sino también, que se halla investido, en lo que se refiere a las
negociaciones con los Estados extranjeros, de una potestad particular y exclusiva de
iniciativa y de decisión a la que no puede afectar ninguna reglamentación ni disposición
legislativa (Esmein, Éléments, 5* ed., pp. 691 ss.; Michon, Les traites internationaux
devant les Chambres, pp. 214 ss.). Constituye esto una esfera dentro de la cual el jefe del
Ejecutivo, para una categoría de atribuciones que se considera formando parte del
gobierno, está colocado en pie de igualdad con el legislador y de independencia respecto
de éste.

Asimismo, en presencia de la disposición constitucional que pone en manos

del Presidente el ejercicio discrecional del derecho de gracia no es

reconocer carácter de decretos gubernamentales más que a aquellos que son ejecución directa de una disposición
formal de la Constitución. En el momento en que un decreto del Presidente de la República se dicta para la ejecución de
leyes distintas de las leyes constitucionales, debe negársete el carácter de los decretos gubernamentales y reconocer en
él un decreto administrativo."Idéntica fórmula en Le Courtois, Des actes de gouvernement, pp. 112 ss. Este criterio es el
único que proporciona una base firme a la distinción entre la administración y el gobierno.

Todas las demás definiciones de las dos funciones carecen de precisión y de eficacia jurídicas. Así, por ejemplo, la de
Hauriou, op. cit., 8* ed., p. 78: " E l gobierno tiene por función asegurar la centralización política, mientras que la
administración tiene por función ejecutar los servicios públicos". Igualmente la de Laferriére, op. cit., 2* ed., vol. I I , p.
38. Con mayor razón, las antiguas definiciones: "Gobierno en las escalas superiores del poder ejecutivo; administración
en las escalas inferiores," o, también: " E l gobierno es la cabeza, la administración es el brazo", carecen de valor jurídico.
485

176] FUNCION ADMINISTRATIVA 485

posible admitir que una ley pueda limitar ese derecho fijando los casos en los cuales su
titular podrá o deberá usar de él.5 En todos estos aspectos, pues, la función
gubernamental aparece libre de la subordinación a las leyes.

También se halla relevada de dicha subordinación, por cuanto los actos de


gobierno, según el derecho positivo francés (ley de 24 de mayo de 1872, art. 2 6) ,
quedan fuera de los recursos contenciosos que por regla general pueden entablarse por
los administrados contra los actos de autoridades administrativas tachados de ilegalidad.
Esta es la segunda diferencia capital que separa al acto gubernamental del acto
administrativo. Por lo que concierne a la administración, su subordinación a la ley se
realiza especialmente mediante la institución del recurso contencioso, que permite al
particular lesionado en sus derechos, e incluso a veces en sus simples intereses, atacar
en modificación o en anulación los actos administrativos contrarios a las leyes. Por lo que
se refiere al acto de gobierno, por el contrario, queda excluida toda posibilidad del recurso
contencioso.6 La jurisprudencia aplica rigurosamente dicha exclusión, particularmente, a
los actos diplomáticos, y no admite que los actos realizados por una autoridad
administrativa en ejecución de una convención internacional puedan ser atacados ante los
tribunales, ni que la negativa de protección diplomática de un subdito francés cerca de un
Estado extranjero pueda originar, para dicho subdito francés, una demanda de i n
demnización, ni que los tribunales que sean competentes para aplicar las

5 Se ha hecho la objeción de que la disposición constitucional (art. 3 de la ley de 25 de febrero de 1875) que encarga al
Presidente de la República el nombramiento de todos los empleos civiles y militares, no es de ningún modo obstáculo
para que ciertas leyes regulen las condiciones, bien sea de este nombramiento, bien sea del ascenso o del cese. Esta
objeción carece de fundamento. Al decir que el Presidente nombra a los funcionarios y al no añadir que determina las
condiciones de su reclutamiento, se limitó la Constitución a confiarle únicamente un poder de elección y designación de
las personas. Por lo demás, las leyes siguieron predominando (Esmein, Éléments, 5* ed., pp. 623ss.; Duguit, Traite, vol. II,
p. 439). De ahí también la perfecta legitimidad de las decisiones jurisprudenciales que declaran admisibles los recursos
de nulidad por causa de extralimitación de atribuciones, formulados por funcionarios contra los decretos que lesionan
los derechos establecidos por las leyes con respecto a la propiedad de sus grados o títulos (Laferriére, op. cit., 2, ed., vol.
n, pp. 540 ss.). La Constitución de 1791 (tít. ni cap. iv, preámbulo, art. 2) , que concedía al rey el derecho de nombrar
para cierto número de empleos militares, decía ya que el rey no podría hacer estos nombramientos más que
"conformándose a las leyes respecto a los ascensos". Cf. Hauriou, op. cit., 8 ed., p. 80 n.

6 En esto se diferencia el acto de gobierno del acto de administración discrecional, el cual, incluso si ha sido realizado
por la autoridad competente queda sujeto al recurso por violación de forma o desviación de atribuciones. Los actos de
administración discrecional quedan, pues, sometidos en cierta medida al control jurisdiccional; los de gobierno sólo
dependen del control político del Parlamento (Jacquelin, op. cit., pp. 299 ss.J.
486

486 FUNCION DEL ESTADO [176-177

cláusulas de los tratados que se relacionan con los derechos privados de los ciudadanos
puedan interpretar las disposiciones dudosas de dichos tratados (ver sin embargo las
distinciones que a este respecto hace Brémond, loe. cit., pp. 50 ss. y Le Courtois, op. cit.,
pp. 177 ss.), no correspondiendo esa interpretación, en efecto, más que a la autoridad
gubernamental que negoció el tratado (ver respecto a estos puntos Lafarriére, loe. cit., vol.
II , pp. 47 ss.).

177. Del hecho de que la función gubernamental se libre de esta manera a la vez
de la necesidad de autorizaciones legislativas previas y de todo control constitucional, se
ha deducido que se encuentra fuera del régimen de la legalidad, y por consiguiente que
se diferencia radicalmente de la administración, la cual fué definida anteriormente como
una función que ha de ejercerse bajo el imperio y en ejecución de las leyes. Esta
oposición entre el gobierno y la administración ha sido particularmente acentuada por los
autores alemanes (ver, por ejemplo, O. Mayer, op. cit., ed. francesa, vol. I, p. 10) , que
sostienen que el gobierno queda fuera del concepto general de administración, y ello a
causa de que, a diferencia de la actividad administrativa, que se ejerce dentro de los
límites del orden jurídico del Estado, la actividad gubernamental no se halla contenida
dentro de esos límites y no está sometida al régimen de derecho. Pero esta doctrina se
basa en un equívoco y en una exageración.

Ante todo en un equívoco. Es cierto que tiene la autoridad.gubernamental, según


la Constitución, diversas atribuciones que ejerce en virtud de su propia potestad y no en
ejecución de leyes dictadas por el cuerpo legislativo. Pero esto no significa que sea dueña
de emprender cualquier clase de operaciones, bajo pretexto de gobierno, ni de decretar,
de modo enteramente discrecional, cualquier clase de medidas. La verdad, por el

contrario, es que no puede realizar ningún acto, aun a título de medida de gobierno, sin
haber recibido para ello poder de la Constitución. Si bien no se halla subordinada a
habilitaciones legislativas provenientes del órgano legislativo, la potestad gubernamental
sólo existe bajo la condición y dentro de los límites de las habilitaciones constitucionales.
Este es un extremo reconocido implícitamente hoy día por todos los autores. La
unanimidad de la doctrina y la misma jurisprudencia están de acuerdo para rechazar, por
inconciliable con el sistema moderno del Estado de derecho, la teoría por mucho tiempo
admitida que colocaba al criterio del acto de gobierno dentro de los móviles políticos en
los cuales se inspira, y que, por consiguiente, llevaba a decir que un acto, que en sí es
arbitrario, es decir, que no está autorizado por las leyes, puede convertirse en legítimo e
inatacable cuando ha sido realizado a título de acto de gobierno y con un f i n de
seguridad política o de salvaguardia de los intereses superiores del Estado (ver, en contra
de esta teoría del móvil: Laferriére, loe. cit.,
487

177] FUNCION ADMINISTRATIVA 487

vol. II , pp. 33 y 3 4 ; Berthélemy, op. cit., 7* ed., pp. 101 ss.; Hauriou, op.til., 8' ed., p. 79;
Duguit, Traite, vol. I, pp. 211 ss.; Jacquelin, op. cit., pp. 365 ss.). Cualesquiera que fueren
la gravedad y la urgencia de las situaciones que pueden surgir en la práctica, la autoridad
que gobierna sólo puede hacerles frente por medios tomados del derecho establecido por
los textos vigentes, y en ningún caso puede arrogarse a sí misma poderes que
sobrepasan aquellos que para ella derivan del orden jurídico legal existente en el Estado.

De estos medios o poderes, unos se basan en simples leyes, y entonces los actos
realizados con ese fundamento entran plenamente dentro del concepto de ejecución de
las leyes, o sea de la administración. A falta de leyes, la autoridad gubernamental no
puede actuar sino con la condición de poder alegar a dicho efecto habilitaciones
constitucionales. Es por lo que ha podido afirmarse con razón que el acto de gobierno ha
de tener su fundamento en una disposición formal de la Constitución (Ducrocq, op. cit., 7*
ed., vol. i, p. 88; Le Courtois, op. cit., pp. 112 ss.; Cahen, op. cit., p. 332). ¿Significa esto
que se encuentre la función gubernamental elevada, por ello, a actividad l i b r e de la
necesidad de fundarse en el orden legal del Estado? De ninguna manera. Es evidente que
el gobierno se ejerce fuera de toda legalidad, si por legalidad se entiende el conjunto de
leyes que provienen del órgano legislativo propiamente dicho. Indudablemente también, al
gobierno no se le puede calificar como función ejecutiva en el mismo sentido que a la
administración, ya que no espera, para ejercerse, que las leyes ordinarias hayan conferido
a su titular una habilitación, sino que se ejerce por razón de habilitaciones contenidas en
la misma Constitución, las que, por lo mismo, son superiores a las leyes. Sin embargo, no
por ello la función gubernamental se desarrolla fuera del orden jurídico vigente, pues, a
decir verdad, es precisamente la Constitución, en la que se apoya el acto gubernamental,
uno de los factores esenciales, mejor dicho, la fuente fundamental de dicho orden jurídico.
En el derecho público francés, que distingue entre leyes constitucionales y leyes
ordinarias, se puede diferenciar debidamente el acto administrativo ordinario del acto
gubernamental, por cuanto aquél se funda en un poder simplemente legal, y éste en un
poder constitucional. Pero, en definitiva, tanto el uno como el otro quedan comprendidos
dentro del concepto general de administración lato sensu, o sea de actividad que se
ejerce de conformidad con el orden jurídico establecido en el Estado. Con más exactitud,
ambas clases de actos tienen como cualidad común que, tanto el uno como el otro,
derivan su derecho a la existencia de una ley superior — ley constitucional o ley
ordinaria—, por lo que el acto de gobierno aparece tam-
488

488 FUNCION DEL ESTADO [177

Bién como acto ejecutivo, en el sentido general que ha sido reconocido anteriormente a la
expresión "poder ejecutivo".7

7 Cf. Artur, op. cit., Revue du droit public, vol. X I I I , p. 222: " E l carácter inicial e independiente les falta a los actos de
gobierno. Poco importa la definición que se dé de los mismos. Los actos de gobierno están todos, en principio,
dominados por leyes y, en cierto sentido, son la aplicación de la ley a los hechos particulares."

Considérese en este sentido la profunda diferencia que se establece entre el sistema del derecho público
francés y el de las Constituciones monárquicas extranjeras, en lo que se refiere al origen y al fundamento de los poderes
de gobierno del jefe del Estado. En el sistema de las Constituciones monárquicas, el monarca realiza los actos de
gobierno en virtud de su propia potestad. Esto ocurre, por ejemplo, en las monarquías alemanas. Indudablemente, el
monarca, aquí también, se funda en la Constitución para ejercer sus atribuciones gubernamentales. Pero, por una parte,
esta Constitución es obra del monarca mismo, y por lo tanto el monarca saca de sí mismo, y no de una voluntad superior
a la suya, su habilitación constitucional para realizar tal o cual acto de gobierno. En el ejercicio de sus poderes
gubernamentales, el monarca no es ejecutor de ninguna otra voluntad habilitante que no sea la suya propia. Por otra
parte, los poderes de gobierno de los que se halla investido, a decir verdad, no son sino supervivencias de su antigua
potestad general y absoluta; e incluso establece la doctrina alemana, a este respecto, que el monarca conservó todo
aquello que no cedió él mismo por la Constitución que vino a limitar la monarquía. Igualmente, en Inglaterra, los
poderes del rey se fundan en su prerrogativa histórica y tradicional. Finalmente y en todo caso, es de observarse que, en
la monarquía, los poderes del jefe del Estado no pueden modificarse sino por vía de una revisión que necesita la sanción
real. En el sistema actual del derecho público francés, por el contrario, el Ejecutivo, sean las que fueren las facultades de
iniciativa y de libre apreciación inherentes a sus atribuciones llamadas de gobierno, no puede, a título gubernamental,
realizar más actos que aquellos para los cuales ha sido formalmente habilitado por una Constitución que es obra de los
elegidos por el país; no actúa sino en virtud, o sea en ejecución, de una voluntad superior a la suya. Más aún, esta
Constitución, aunque distinta en ciertos aspectos de las leyes ordinarias, se aproxima a estas últimas por cuanto su
mantenimiento o su cambio dependen de la voluntad de las Cámaras, a las cuales les basta poner de acuerdo sus
mayorías respectivas para ser capaces de realizar cualquier revisión proyectada por ellas (ver n9 482, injra). Una vez
decidida 1 a revisión, se efectuara por el personal parlamentario mismo; como dice Esmein (Éléments, 5' ed., p. 694), "el
poder constituyente que organizan las leyes constitucionales de 1875, en cuanto a sus elementos constitutivos, no
difiere del poder elgislativo ordinario; son los mismos senadores y los mismos diputados los que estatuyen por una y
otra parte, entrando en una nueva combinación y por un procedimiento particular para el ejercicio del poder
constituyente". Así pues, hasta para los actos de gobierno se vuelve a encontrar siempre, en definitiva, el sistema
general del derecho francés, por el cual no puede actuar el Ejecutivo sino mediante autorizaciones parlamentarias y en
ejecución de una voluntad previa del Parlamento.

Se llegaría a las mismas conclusiones al comparar, desde el punto de vista de los poderes de gobierno, la
situación del Ejecutivo francés con la del Ejecutivo estadounidense. En los Estados Unidos el Congreso no puede por su
propia voluntad modificar las competencias constitucionales del jefe del Ejecutivo, pues la revisión no depende allí
únicamente de las decisiones del órgano legislativo. Por lo tanto puede decirse que en Estados Unidos los poderes del
Presidente no solamente tienen carácter de poderes ejecutivos, o sea fundados en una habilitación recibida de las
Cámaras, sino que son verdaderos poderes de gobierno, poderes independientes que el Presidente recibe de una
Constitución superior a la voluntad parlamentaria. Idéntica observación puede hacerse para Suiza, con mayor fuerza
aún. Se ha comparado frecuentemente las
489

177] FUNCION ADMINISTRATIVA 489

Tal vez se objete que, por lo tanto, la legislación misma podría quedar comprendida
dentro de la amplia definición de la administración, ya que también el poder legislativo se
funda en la Constitución. Pero este acercamiento entre el acto legislativo y el acto de
gobierno no estaría justificado. En efecto, conviene señalar una diferencia esencial entre
los poderes que la Constitución confiere respectivamente al órgano legislativo y a la
autoridad gubernamental. Por lo que se refiere al legislador, la Constitución, en realidad,
le reconoce un poder ilimitado tanto en lo que se refiere a las decisiones que pueda
tomar, como en lo relativo a los objetos a los cuales pueda extenderse su actividad. Por el
contrario, el acto de gobierno, por más que tenga carácter discrecional, no se funda en un
poder ilimitado, sino que se realiza en virtud de una autorización constitucional especial
que se refiere a un objeto determinado o a una categoría particular de atribuciones. El
acto de gobierno permanece, pues, comprendido, en suma, bajo el régimen de permisos
derivados del orden estatutario vigente.8 En cuanto a los actos legislativos, por el
contrario, la verdad

relaciones establecidas en Suiza entre la Asamblea federal y el Consejo federal con aquellas que el régimen
"convencional" consagrado por la Constitución francesa de 1793 establecía entre el cuerpo legislativo y el Ejecutivo de
entonces. Esta comparación se funda en el hecho de que no hay en Suiza, propiamente hablando, jefe del Ejecutivo; es
exacta en lo que se refiere al carácter colegial del Consejo federal y al nombramiento de sus miembros por la Asamblea
federal. Es cierto también que el Consejo federal, en muchos aspectos, queda subordinado a la Asamblea federal. Sin
embargo, el régimen federal suizo de organización y de funcionamiento del Ejecutivo difiere en muchos detalles del
régimen llamado convencional. Y sobre todo, debe observarse que el Consejo federal, respecto de las cámaras federales,
posee cierta independencia que proviene de que sus atribuciones constitucionales, tales como se determinan en el art.
102 de la Constitución federal, no se basan únicamente en la voluntad parlamentaria. En este aspecto el Consejo federal,
en sus relaciones con la Asamblea federal, tiene una situación más fuerte que aquella que le concede la Constitución
francesa de 1875 al Presidente de la República con respecto al Parlamento; pues la Asamblea federal carece del poder
de modificar por sí sola las atribucions del Consejo federal, y tampoco provienen de ella exclusivamente las
competencias que posee el Consejo federal. Las competencias del art. 102 son instituidas por una Constitución que es
ante todo obra del pueblo mismo, y también de los cantones. En Suiza, como en Estados Unidos, la condición especial en
que se halla el Ejecutivo proviene del hecho de que existe en estos dos países una separación del poder constituyente
que no se encuentra ya o que sólo subsiste débilmente en el parlamentarismo francés.

8 La posición en que se halla el Ejecutivo a este respecto es análoga a la que en Suiza está caracterizada por el
art. 84 de la Constitución federal. Dice ese texto que las cámaras federales "deliberan respecto de todos los objetos que
no se atribuyen a otra autoridad federal". Se infiere de esta fórmula que el Consejo federal, particularmente, sólo tiene
atribuciones esencialmente limitadas, por lo menos en cuanto a su número y en cuanto a su objeto (cf. la n. 7 del n9
165, supra): su competencia sólo puede hacerse extensiva a los actos o cometidos que le han sido positivamente
conferidos por un texto de la Constitución, o al menos por una ley federal. Cualquier decisión, cualquier acto, para los
cuales no exista un texto que habilite al Consejo federal para actuar por sí mismo, quedan por este solo hecho
reservados a la Asamblea federal (excepción hecha de las competencias atribuidas al Tribunal federal). La
490

490 FUNCION DEL ESTADO [177-178

es que tienen la potestad de crear dicho orden estatutario a consecuencia y de acuerdo


con la Constitución.

178. En segundo lugar, la doctrina que define al gobierno como una

restricción propuesta por diversos autores (Schollenberger, Bundesstaatsrecht der Schwciz, p. 243; Burckhardt, op. cit.,
2* ed., pp. 678 y 658), que interpretan el art. 84 en el sentido de que dicho texto no establece la competencia general
de la Asamblea federal más que para los objetos que necesitan una ley, es poco aceptable; pues el art. 84 carecería en
este caso de utilidad; es evidente que únicamente la Asamblea federal posee el poder legislativo y puede hacer una ley.
Implica el texto, por el contrario, que una ley o una resolución de la Asamblea federal es necesaria para cualquier objeto
que no entre dentro de la competencia concedida a otras autoridades federales. Así pues, la Constitución suiza, sin dejar
de establecer dos autoridades especiales, ejecutiva la una y la otra judicial, junto a la Asamblea federal, formula en favor
de esta última una presunción general de competencia (ver en este sentido Fleiner, Entstehung und Wandlung moderner
Staatstheorien, p. 10). Al ser éste el sentido del art. 84, puede decirse que el estado de cosas consagrado por la
Constitución francesa actual con referencia a los poderes del Ejecutivo podía haber sido expresado por los textos de
1875 en una fórmula análoga a aquella que aparece en el texto suizo. En efecto, se infiere del sistema constitucional de
1875 que cualquier atribución que no esté comprendida dentro de la ejecución de las leyes en vigor o que no haya sido
conferida al Ejecutivo por un texto de la Constitución misma, sólo puede ejercerse por las Cámaras, cuya competencia
presenta así carácter ilimitado. El Ejecutivo, por el contrario, sólo tiene las competencias que le han sido formalmente
conferidas por un texto; su actividad ha de apoyarse siempre en un texto que la legitime. Poco importa que dicho texto
esté contenido en la Constitución misma o en un acto legislativo; tanto en un caso como en otro, los poderes del
Ejecutivo deben tomar su origen en una prescripción anterior de las Asambleas; en este sentido tienen invariablemente
el carácter de poderes de ejecución.

Se desprende de estas observaciones que no existe, en derecho público francés, acto alguno que esté fundado
puramente en el imperium del Ejecutivo. La distinción romana entre el acto legitimus y el acto imperio continens, no
halla lugar en Francia. Cualquier acto de la autoridad ejecutiva se realiza sobre la base de un poder legal, bien se
produzca en virtud de una ley ordinaria o bien se realice en virtud de la ley constitucional. Es simpre legal, legítimo, y en
este sentido, ejecutivo de las leys. El dualismo romano (lex-imperium), que suponía dos potestades independientes,
podría concebirse actualmente en Francia si, como en Estados Unidos, el Parlamento y el Ejecutivo recibieran sus
respectivas competencias de una autoridad constituyente especial, superior y única, que creara por debajo de sí misma
el cuerpo legislativo y el gobierno, y que confiriera a cada uno de ellos su propia potestad, de tal modo que estableciera
así una franca separación de poderes. En Francia no existe actualmente esta clase de separación. El Parlamento mismo
constituye —en su unión, por cierto estrecha, con el cuerpo electoral— la suprema autoridad que, al ser dueña de la
Constitución misma, fundamenta todos los poderes, comprendido el suyo propio. En el Estado francés, no hay
competencia que no se ejerza en virtud y en ejecución de esta voluntad primera y superior del Parlamento. No existe
acto alguno que pueda hacerse en virtud de potestad distinta a la que deriva de las leyes, constitucionales u ordinarias,
dictadas por el Parlamento. La potestad del Ejecutivo no es, por entero y en todas sus manifestaciones, sino un poder
exlege, y los actos que proceden de esta potestad son en el fondo, y esencialmente, actos ex lege, legítimos y ejecutivos.
Una de las principales transformaciones realizadas por la Revolución en el derecho público francés consistió en
substituir, en todas partes, la ley al imperium, en el sentido de que el imperium ya rio es un poder paralelo al poder
legislativo e independiente de éste, sino que no es él mismo más que una competencia legal que sólo puede ejercerse
en virtud de la ley.
491

178] FUNCION ADMINISTRATIVA 491

función libertada de las leyes contiene una exageración. Del hecho de que la autoridad
gubernamental recibe directamente de la misma Constitución ciertos poderes
discrecionales, no resulta que, de una manera absoluta, sea legibus soluta, ni que, en
todos aspectos, se halle por encima de las leyes. Un notable ejemplo de ello se encuentra
en materia de poderes diplomáticos del Presidente de la República. En principio, el art. 8
de la ley constitucional de 16 de julio de 1875 instituye al Presidente en órgano exclusivo
del Estado francés para Ias negociaciones internacionales y la ratificación de los tratados.
Ese texto enumera únicamente cierto número de tratados, especialmente importantes,
para los cuales la ratificación presidencial se subordina a la condición de un voto
favorable de las Cámaras. Pero los autores conciierdan en general en decir que la
enumeración proporcionada por el art. 8 es limitativa. Por lo tanto, según la opinión
común, el Presidente tiene así plenos poderes para negociar y ratificar, por sí solo, todos
aquellos tratados para los cuales no ha exigido el texto de referencia la intervención del
parlamento (Esmein, Éléments, 5* ed., p. 689; Michon, op. cit., pp. 228 ss.; Barthélemy,
Démocratie et politique étrangére, pp. 105 ss.). Así es como corresponde al Presidente
ratificar por su sola autoridad los tratados de orden puramente político, especialmente los
de alianza, lo que resulta, de una manera evidente, de la disposición del art. 8, que le
permite no comunicar a las Cámaras aquellos tratados que " e l interés y la seguridad del
Estado" mandan conservar en secreto. Es evidente, en efecto, que esa disposición se
refiere ante todo a los tratados políticos (Traite, vol. H, p. 477).

Así pues, parece desprenderse del art. 8 que el Presidente, como órgano del
Estado en las relaciones internacionales, tiene un poder general de decisión y de
reglamentación mucho más amplio y enérgico que aquel que le corresponde, en el
interior, como jefe de la administración. En la competencia de la administración interior
sólo puede dictar prescripciones y adoptar cualquier medida en ejecución de las leyes o
en virtud de habilitaciones legislativas; en los tratados que negocia con los Estados
extranjeros está capacitado para adoptar todas aquellas reglas o medidas que no están
comprendidas en alguno de los objetos reservados especialmente por el art. 8 al
conocimiento del Parlamento. El art. 8, pues, derogaría gravemente el sistema general de
la Constitución francesa, que en principio hace depender las iniciativas de las autoridades
administrativas de permisos o autorizaciones legislativas.

Sin embargo, según la doctrina y la práctica, este poder gubernamental

del Presidente entraña una primera y muy importante limitación, que, aunque no prevista
por el art. 8, se desprende de los principios generales del derecho público francés. Es
regla fundamental, en efecto, que
492

492 FUNCION DEL ESTADO [178

sólo el legislador puede aportar modificaciones a las leyes vigentes. Por la aplicación de
este principio, los autores (Esmein, ojo. cit., 5" ed., p. 686; Michon, op. cit., pp. 293 ss., cf.
pp. 222 ss.; Laband, op. cit., ed. francesa, vol. I I, pp. 485 ss.) están de acuerdo en admitir
—y se ha establecido la práctica en este sentido— que todo tratado que signifique cambio
o derogación de la legislación existente, o incluso refiriéndose simplemente a una materia
ya legislada, necesita una intervención del órgano legislativo.

Pero hay que ir más lejos aún. En virtud de los mismos principios, es lógicamente
necesario reconocer que el gobierno está obligado a solicitar de las Cámaras un voto
favorable para todos los tratados que, i cluso sin referirse positivamente a la legislación
formal vigente, tienden a engendrar y a hacer aplicables en Francia prescripciones o
reglas que el Presidente no podría dictar por su propia potestad en forma de reglamentos
administrativos internos; y se puede extender esta consecuencia de los principios
generales de la Constitución francesa, no solamente a las disposiciones de los tratados
que se refieren a los franceses en cualquiera de sus derechos individuales, sino también a
las que se refieren a los asuntos o servicios administrativos del Estado mismo, en cuanto
se tratara de adoptar por tratado medidas internas de administración que no estuvieran
comprendidas dentro de los poderes ejecutivos ordinarios del Presidente. Por lo menos,
se ha observado que tratados de esta índole no pueden tener eficacia en Francia, es
decir, ser ejecutados allí, sino a condición de que las Cámaras, por una ley, hayan
transformado sus cláusulas en reglas internas de derecho francés o dictado a título
interno la adopción de las medidas que sus estipulaciones imponen al Estado francés,
(Michon, op. cit., pp. 293 ss., 299 y 304; cf. Laband, loe. cit.). Sin embargo, la reserva así
formulada no sería aún suficiente. Por lo que concierne a los tratados cuyas cláusulas
sobrepasan o exceden a los poderes de reglamentación interna del Ejecutivo, no podría
bastar solicitar del Parlamento, después de la ratificación del tratado, una ley que implante
en Francia las reglas o medidas adoptadas por el tratado, sino que la verdad es que debe
el Ejecutivo, para semejantes convenciones internacionales, proveerse de la autorización
del Parlamento con anterioridad a la ratificación, no pudiendo ésta tener lugar en tal caso
sino mediante una votación previa de las Cámaras. Esta nueva limitación tiene entonces
por objeto restringir considerablemente los poderes, tan amplios en apariencia, que
confiere el art. 8 al Presidente en materia diplomática; significa que, a pesar de su
cualidad de representante del Estado francés en el exterior y a pesar también de la
competencia general que parece atribuirle el art. 8, el Presidente, en definitiva, no puede
por su propia potestad imponer a Francia, por vía de obligación internacional, ninguna
493

178] FUNCION ADMINISTRATIVA 493

disposición cuya aplicación en el interior equivalga por su parte a la creación de reglas o


medidas que excedan de su poder interno de simple ejecución, ya que semejantes
creaciones dependen de la potestad legislativa y no pueden realizarse sino por una ley.
En resumen, todo esto se reduce a decir que sería contrario al sistema general de la
Constitución de 1875 fijarse estrechamente en la enumeración especial y restringida del
art. 8, sino que hay que inspirarse más bien, para la interpretación de dicho texto, en el
principio sobre el cual se funda dicha enumeración.9

9 La regla enunciada en términos generales por el art. 8 debe interpretarse, pues, con prudencia. Parece más exacta la
fórmula empleada por la Constitución del Imperio alemán, en nu nrt. 11: '"Cada vez que los tratados con las potencias
extranjeras se refieren a materias que «ni de la esfera de la legislación, no pueden ser resueltos (por el Emperador) si no
es con el iiNi'ntimicnto del Bundesrat, y su validez queda subordinada a la aprobación del Reichstag" (ver respecto a este
texto Laband, op. cit., ed. francesa, vol. n, pp. 485ss.). Ahora bien, según rl derecho francés, la esfera de la legislación
comprende todos aquellos actos o decisiones que mi se producen en ejecución de las leyes o en virtud de un poder
atribuido de manera expresa a la autoridad ejecutiva por la Constitución. Incluso admitiendo, según la letra del art. 8,
querldo Presidente de la República haya sido habilitado por la Constitución para negociar y ratificar por sí solo los
tratados a que antes se hace referencia, siempre sería cierto que nada en la

Constitución lo autoriza a promulgar las disposiciones de estos tratados como reglas aplicables ni Francia, ni a dictar
administrativamente las medidas adecuadas para asegurar su ejecución en Francía (cf. respecto de la interpretación del
art. 8, Jéze, " L e pouvoir de conclure les frailes internationaux", Revue du droit public, 1912, p. 320; ver también la n. 14
del n' 406, infra).

En resumen, y contrariamente a la primera impresión que se desprende de la lectura del II rt. 8, se puede decir que el
régimen francés actual de negociación de los tratados se aproxima bastante al que establece para esta misma materia la
Constitución federal suiza. Esta, aunque encarga (art. 102-8") al Consejo federal de representar a la Confederación suiza
en las relaimies internacionales y de perfeccionar en nombre de Suiza en las relaciones internacionales y de perfeccionar
en nombre de Suiza los actos concertados con los Estados extranjeros, especifica (art. 85-5°) que "las alianzas y los
tratados" dependen de la competencia de la Asamblea federal. Se pudo discutir en Suiza respecto al punto de saber si la
fórmula del art. 85 implica que la ratificación de los tratados queda reservada a la Asamblea federal misma, o si significa
Himplemente que el Consejo federal sólo puede proceder a su ratificación después de haber sido habilitado para ello
por una resolución de dicha asamblea que apruebe el tratado (verrespecto a esta cuestión Bossard, Das Verhaltniss
zwischen Bundesversammlung und B undesrat, tesis, Zurich, 1909, pp. 106 ss.). Pero, en todo caso, es evidente que
todos los tratados sin excepción deben someterse a la Asamblea federal, de cuya superior voluntad dependen; al menos
así ocurre cada vez que el tratado, por su naturaleza, puede originar obligaciones a cargo de Suiza (Burckhardt, op. cit.,
2* ed., pp. 689-ssJ. Partiendo de estas consideraciones, muchos autores han creído poder establecer, en esta materia,
una oposición claramente señalada entre Suiza, donde la Constitución, en principio y de un modo general, subordina la
formación de los tratados a una decisión de la Asamblea federal, y Francia, donde, dícese, la "regla general" (Esmein,
Éléments, 5' ed., pp. 687 y 689) es la de que corresponde únicamente al Ejecutivo negociarlos y ratificarlos, fallando
solamente esta regla general, por excepción, para aquellas categorías de tratados limitativamente enumerados en el art.
8. Por resuelta que se halle en

apariencia la diferencia entre las fórmulas empleadas a este respecto por la Constitución suiza v la Constitución
francesa, el distanciamiento real entre ambos regímenes está, sin embargo, muy lejos de ser tan considerable como se
ha dicho; pues la enumeración en términos limi
494

494 FUNCION DEL ESTADO [178


Este principio es que no puede el Presidente, sin el concurso de las Cámaras, realizar a
título internacional ni hacer aquello que no puede realizar en el interior por vía de decreto
especial o reglamentario. Y esto

tativos del art. 8 se dictó, en el fondo, por un principio que constituye a su vez una regla constitucional general, a saber:
que el Ejecutivo no puede por sí solo regular por vía de convención internacional aquello que no podría regular por vía
de decretos internos sin una habilitación del Parlamento. Y el alcance de aplicación de este principio establecido por la
segunda parte del art. 8 es tan amplio que la supuesta "regla general" contenida en la primera parte del texto se ve
rechazada y restringida, en cuanto a la extensión de su eficacia, hasta el punto de no constituir ya sino una excepción o
poco menos. Parece con esto que en definitiva la voluntad de las Cámaras, al manifestarse por la vía de decisiones
habilitantes, es preponderante en materia de tratados, tanto en Francia como en Suiza. Pues, a decir verdad, el Ejecutivo
francés no puede prescindir correctamente de la autorización parlamentaria para la ratificación de los acuerdos
concertados con el extranjero más que en el caso en que el objeto de estos acuerdos entre dentro de la categoría de los
objetos para los cuales ya posee el Ejecutivo, en virtud de las leyes existentes, un poder ejecutivo de libre decisión y
reglamentación. Por eso la única diferencia realmente clara entre el régimen suizo y el régimen francés consiste en que,
al menos con respecto a los objetos de la categoría especial que acaba de indicarse, la Constitución francesa deja al
Ejecutivo la facultad de concertar y ratificar tratados con los Estados extranjeros sin la intervención de las Cámaras,
mientras que en Suiza parece desprenderse de los términos absolutos del art. 85-5* que, incluso para los asuntos
confiados al Consejo federal por los textos vigentes, no puede éste concertar definitivamente un acuerdo internacional
sino a condición de obtener a dicho efecto una decisión favorable de la Asamblea federal. La competencia interna del
Consejo federal no logra, pues, en tal caso, reaccionar sobre la impotencia esencial de esta autoridad para obligar a
Suiza por su propia voluntad, por vía de tratados (Burckhardt, loe. cit., p. 690; ver sin embargo en Bossard, op. cit., pp.
115 ss., las pretensiones emitidas en sentido contrario por el Consejo federal). En cuanto a las alianzas, se verá después
(n° 300, in fine) que a causas políticas más bien que a razones jurídicas es a lo que hay que referir las diferencias
susceptibles de señalarse en esta materia entre lo que pasó en Francia desde 1875 y aquello que es regla absoluta en
Suiza, donde el art. 85-5' reserva de un modo expreso a la Asamblea federal la facultad de estatuir respecto de
semejantes acuerdos. Se desprende de estas observaciones que, para gran número de tratados, se reduce la libertad de
acción del Ejecutivo francés, en realidad, a la facultad de tomar la iniciativa de su negociación y de su conclusión. Bajo
este aspecto, al menos, posee el Ejecutivo, según el art. 8, un poder que sólo a él le corresponde. A diferencia de las
leyes, cuya iniciativa es conferida por la Constitución de 1875 conjuntamente al Presidente de la República y a las
Cámaras, la negociación de las reglas a introducir en Francia por vía de convención internacional y, por consiguiente
también, la iniciativa de su redacción, tanto en la forma como en el fondo, dependen únicamente de la actividad del
Ejecutivo. No .parece que la Constitución haya dejado a las Cámaras la posibilidad de redactar por sí mismas, por medio
de proyectos divididos en artículos, las cláusulas de los acuerdos a negociar con los Estados extranjeros. A lo más
podrían las Cámaras, mediante una resolución referente a un objeto determinado, invitar al Ejecutivo a que entable
conversaciones, respecto a ese objeto, con los Estados extranjeros, indicando, a título de orientación general, aquellas
medidas cuya adopción les pareciera útil. En esto ejercerían una facultad análoga a la que las Constituciones de 1791
(tít. m, cap. m, sec. 1', art. 1") y del año I I I (art. 163) concedían al rey y al Directorio en materia legislativa y que la
Constitución de los Estados Unidos (cap. n, sec. 3, art. 1°) reconoce para esta misma materia al Presidente de la Unión.
495

178] FUNCION ADMINISTRATIVA 495

se extiende entonces a muy numerosos tratados, y no solamente a algunos de éstos,


como podría .dar a entender la enumeración "del art. 8 (ver en este sentido Moreau,
Précis de droit constitutiormel, 7* ed., n* 324; Clunet, Du défaut de validité de plusieurs
traites diplomatiques, pp. 10 ss.). Si los tratados llamados políticos quedan fuera de la
aplicación de este principio, es únicamente por cuanto las obligaciones que establecen no
entrañan la ejecución inmediata, es decir, por cuanto no implican actualmente ninguna
nueva reglamentación ni actividad especial por parte del Estado francés y en el interior del
mismo (Esmein, loe. cit., p. 690; Michon, op. cit.. pp. 306ss . ) .

Por lo demás, es muy útil e interesante señalar las condiciones y las formas en las
que el gobierno somete a examen de las Cámaras los tratados para los cuales se exige
una votación favorable del Parlamento, bien expresamente según el art. 8, bien
implícitamente según los principios fundamentales generales del derecho constitucional.
La forma usual de consulta al Parlamento, respecto de los tratados, consiste en solicitar
de las Cámaras la votación de una ley que diga lo siguiente: " E l Presidente de la
República queda autorizado para ratificar y, si es necesario, hacer ejecutar la
convención". Así pues, las Cámaras no toman parte directamente en la ratificación, que
queda como atribución y acto exclusivamente presidencial. Más aún, ni siquiera conceden
una aprobación propiamente dicha al tratado, ya que para una aprobación sería suficiente
una simple resolución, que no estuviera redactada en forma de ley y se limitara a
atestiguar que el Parlamento está de acuerdo con el gobierno. Pero el cometido preciso
de las Cámaras consiste, en esto como en otras cosas, en emitir una ley (cf. reglamento
del Senado, art. 73; de la Cámara de los Diputados, art. 32) ; y el objeto especial de esta
ley es conceder al jefe del Ejecutivo una autorización,10 o sea conferirle la facultad de
adoptar, por

10 Así pues, resulta esencial observar que el tratado autorizado por las Cámaras es exclusivamente obra del Presidente.
Indudablemente, las Cámaras concedieron al Presidente la autorización para ratificar por medio de una ley. Pero dicha
ley no tiene por objeto ratificar por i-í misma el tratado, sino que se limita a habilitar al Presidente para realizar el acto
de ratificación, o sea a hacerlo por sí solo. Se infiere de aquí que dicho acto no es un acto legislativo y que el tratado
mismo no es una ley, del mismo modo que no sería una ley el decreto emitido por el Presidente en ejecución de una ley,
o sea mediante habilitación legislativa. Pero la ratificación del tratado y el tratado mismo siguen siendo, uno y otro, un
acto puramente administrativo; el acto es administrativo porque tiene por verdadero autor una autoridad administrativa
y porque está hecho en ejecución de una ley (cf. Lafferriére, op. cit., 2* ed., vol. 11. pp. 50 y 51; Esmein, Éléments, 5' ed.,
pp. 688 y 689; David, De Vinterprétation des traites diplomatiques, tesis, Nancy, 1909, pp. 51 ss. De aquí surgen
consecuencias importantes, bien en cuanto al punto de saber si el Presidente autorizado a ratificar tiene obligación de
proceder a dicha ratificación, bien por cuanto se refiere a saber en qué condiciones podrá, en lo sucesivo, denunciar el
tratado que fué autorizado a ratificar (cf. E. Pierre, Traite de droit politique, electoral et parlementaire, suplemento, n°
547). Pero, por otra parte, habiendo sido autorizado
496

496 FUNCION DEL ESTADO [178

el tratado de referencia, disposiciones que deban constituir en Francia prescripciones o


medidas que las leyes anteriormente vigentes no le hubieran habilitado a dictar por vía de
decreto presidencial. Esta forma de proceder se funda en el sistema general de la
Constitución de 1875, según el cual la actividad de la autoridad ejecutiva debe basarse en
autorizaciones que provengan de las leyes, y por consiguiente, este procedimiento
proporciona también la prueba de que ese sistema general se extiende incluso a los
tratados, al menos a todos aquellos cuyas estipulaciones implican la introducción, en el
interior, de reglas o medidas que no entran dentro de la potestad ejecutiva del
Presidente.11

el tratado por el legislador, podrá derogar las prescripciones de las leyes vigentes, así como originar en Francia nuevas
reglas, referentes al derecho de los ciudadanos o a otros objetos; y en virtud de los términos de la ley de autorización,
podrá adoptar igualmente el Presidente, por vía de decretos posteriores, aquellas medidas que tengan por objeto
asegurar la ejecución del tratado ratificado.

11 Según algunos autores (ver sobre todo Laband, op. cit., ed. francesa, vol. II pp. 437 ss., 449 ss., 484 ss.)
conviene lógicamente distinguir, con relación a la validez y a la eficacia de los tratados, condiciones de dos clases.
Unas se refieren a la formación del tratado, desde el punto de vista internacional, y se trata de saber en qué forma se
origina el tratado, como convención que crea un lazo de derecho obligatorio entre los Estados contratantes, y en
particular qué órganos tienen competencia constitucional para tratar en nombre del Estado en las relaciones
internacionales y para obligarlo con respecto a las potencias extranjeras. Una segunda serie de condiciones se refiere
a la cuestión de la ejecución del tratado, desde el punto de vista del derecho público interno del Estado obligado; se
trata ahora de saber cuál es, en el interior de dicho Estado, es decir, para sus subditos o también para sus autoridades
administrativas, el valor obligatorio de las disposiciones que contiene el tratado definitivamente concertado con
Estados extranjeros. ¿Poseen las cláusulas del tratado, en el interior del Estado, valor y fuerza imperativa de
prescripciones obligatorias, por el solo hecho de que el tratado haya sido concertado regularmente por el órgano que
tiene la facultad de obligar al Estado desde el punto de vista internacional? ¿O habrá de ser necesario, para que
adquieran dicho valor, que sean dictadas por sus sórganos legislativos u otros como leyes o prescripciones internas de
dicho Estado?

Algunas Constituciones separan claramente, en esta materia, los puntos de vista internacional e interno. Así,
por ejemplo, en Inglaterra, el monarca, en principio, se halla investido del completo poder de representar al Estado en
el exterior y de concertar por sí solo todos los tratados. Pero, por otra parte, es igualmente un principio de derecho
público inglés que el rey no puede, por su única voluntad y sin el concurso de las Cámaras, ni introducir un cambio en
la legislación del país, ni modificar el derecho aplicable a los particulares, ni imponer nuevas cargas financieras al
Estado. Por consiguiente, las cláusulas de los tratados concertados por la Corona que entrañen semejantes efectos no
pueden tener ejecución interna en Inglaterra si no es por medio de un acto legislativo del Parlamento. La colaboración
de las Cámaras, si bien no es necesaria de ningún modo para la conclusión de los tratados, es sin embargo
indispensable para la ejecución de algunos de ellos. Lo mismo ocurrió en Francia durante el imperio de las Cartas:
según el art. 14 de la Carta de 1814 y el art. 13 de la de 1830, el poder de concertar y ratificar los tratados residía de
modo ilimitado y exclusivo en el rey, pero en virtud de los

arts. 15 y 48 de la primera Carta y de los arts. 14 y 40 de la segunda, cuando la ejecución del tratado implicaba, bien
sea una modificación en las leyes vigentes, bien una creación de impuesto, era necesaria una ley consentida por las
Cámaras para que fuera posible dicha ejecució
497

179] FUNCION ADMINISTRATIVA 497

179. Con este ejemplo referente a los tratados se ve que de ninguna manera es exacto
pretender que los actos de gobierno no entran dentro de la definición ejecutiva de la
administración o se hallan relevados de la obligación de respetar las leyes. En definitiva,
el acto de gobierno sólo puede realizarse en virtud de un permiso de la Constitución.
Además, cada

(Michon, op. cit., pp. ñOss., lOOss., 3l0ss.). Actualmente, en el Imperio alemán, se desprende, HÍ no de la Constitución
misma, al menos por la práctica que se ha establecido de hecho,ipil' rl Emperador, por sí solo, tiene plena cualidad
para representar al Imperio en las relaciones internacionales, y que el cometido, bien sea del Reichstag, o incluso del
Bundesrat, por lo que se se refiere a los tratados para los cuales el art. 11 antes citado exige la intervención de de
dichas asambleas, consiste únicamente en darles, bien la aprobación o también la sanción que son necesarias, desde
el punto de vista interno, para su ejecución. Esta es, por lo menos, la opinión que sostiene Laband (loe. cit., vol. n, pp.
461 ss., 471 ss., 487 ss.). Igualmente también, en los Estados Unidos, no puede el Presidente, en verdad, concertar y
ratificar tratados si no i's con el asentimiento del Senado, y la validez incluso internacional del tratado queda
subordinada a dicho asentimiento. Sin embargo, la Cámara de los representantes no tiene que desempeñar ningún
papel en la conclusión del tratado y la necesidad de su intervención no llega n sentirse sino en el caso de que sea
necesaria una ley. en razón del contenido del tratado, para isrgurar su ejecución en el interior de la Unión.

Así pues, desde el punto de vista jurídico, parece posible y hasta lógico establecer la dislineión entre la
conclusión o firma de los tratados, cuyo objeto propio es el de regular relaciones internacionales y cuyo efecto preciso
se descompone en una simple promesa hecha al exterior, y la ejecución de dichos tratados, que es cosa de derecho
interno y de reglamentación nacional, que se refiere a las autoridades y a los subditos del Estado que ha prometido
(ver sin embargo la n. 26 del n° 82, supra). Por consiguiente, es natural pensar también que, en derecho, se requieren
condiciones diferentes para la validez internacional de los tratados, por una parte, y por otra parte para su eficacia en
el interior de los Estados interesados. Esta distinción ha sido sostenida, además, por una consideración práctica, sobre
la que Laband (loe. cit., vol. I I , pp. 462 ss.; ver también Michon, op. cit., pp. 490 ss.) ha insistido vivamente. Este
autor, en efecto, hace notar que la necesidad de una votación legislativa de las Cámaras con relación a los tratados
concertados por el jefe del Estado depende de la situación actual de la legislación interna del país. Si esa votación,
pues, que constituye una condición de ejecución interna, fuera también una condición de validez internacional del
tratado, los gobiernos extranjeros con los cuales los tratados se negocian, habrían de dedicarse a averiguaciones muy
complicadas para comprobar, en relación con cada una de las cláusulas del tratado, si las reglas que dichas cláusulas
entrañan dependen de la potestad legislativa del Estado que se obliga, o si el jefe de dicho Estado es competente para
decretarlas por sí solo. Esto constituiría una fuente de dificultades e incertidumbres, que paralizarían las
transacciones internacionales. Importa, pues, que en las relaciones internacionales el jefe del Estado se halle
investido por la Constitución de plenos poderes para concertar los tratados y para ratificarlos, de modo que los
Estados extranjeros puedan contar con certeza con la validez de las obligaciones tomadas por el Estado que
representa en el exterior.

Sin embargo, el sistema que acaba de ser expuesto presenta, desde el punto de vista práctico un peligro
muy serio. En efecto, en el caso de que la ejecución del tratado necesite un acto de legislación interna puede ocurrir
que dicho tratado, después de haber sido concertado a título definitivo por el jefe del Estado, en virtud de su poder
absoluto de representación exterior, se vea desaprobado después por las Cámaras, pudiendo ocurrir entonces que
éstas se nieguen a erigir las cláusulas adoptadas por medio de un tratado en reglas de legislación interna.
498

498 FUNCION DEL ESTADO [179


uno de estos permisos constitucionales es especial; sólo entraña el poder de realizar una
categoría de actos determinados, de manera que el Presidente procede verdaderamente
en ejecución del texto constitucional que le proporciona la autorización. Y cuando por
excepción llega la Constitución a conferir al Presidente un poder general, como el de
negociar los

Esta situación, que constituye la no ejecución por el Estado de las obligaciones contraídas formalmente por su
representante titulado con respecto a potencias extranjeras, puede originar entonces, para dicho Estado, importantes
complicaciones diplomáticas.

Esta objeción de orden práctico tiene también un alcance jurídico: revela el vicio jurídico del sistema que
pretende separar las dos cuestiones de la validez externa de los tratados y la ejecución interna de los mismos. En
efecto, como ha demostrado claramente Jellinek (Gesetz und Verordnung, pp. 347 ss.; cf. Unger, "Ueber die Gültigkeit
von Staatsvertrágen", Grunhut's Zeitschrift, vol. vi, pp. 349 ss.), un jefe de Estado, como represéntate del Estado en el
exterior, no puede válidamente contraer por tratado sino aquellas obligaciones que puede cumplir por su sola
voluntad y potestad. Si la ejecución de las cláusulas del tratado depende de la voluntad

de otro órgano, por ejemplo del cuerpo legislativo, no es posible decir jurídcamente que el jefe del Estado, a quien
corresponde la facultad de negociar las cláusulas y establecer los términos de las mismas, tiene también en esto el
poder de obligar al Estado con respecto a las potencias extranjeras, pues la promesa hecha por dicho jefe de Estado a
las potencias contratantes sólo tiene un valor condicional, quedando su eficacia subordinada a la condición —por lo
menos resolutoria— de que las Cámaras voten las prescripciones o medidas estipuladas por el tratado. Para que el
jefe del Estado pueda obligar a éste, al Estado, en el exterior, sería necesario que tuviese en el interior la potestad de
obligar, por el tratado que ratifica, a los órganos que habrán de ordenar la ejecución de dicho tratado. Pero carece de
esta potestad interna. Por estas diversas razones hay que deducir la conclusión, con un segundo sistema, de que la
validez de los tratados no es susceptible de división y que un tratado no puede ser

válido desde el punto de vista internacional si ha de permanecer amenazado de invalidez en el interior. La doctrina
que pretende que el Estado queda obligado en el exterior por las promesas de su jefe, mientras que los órganos
estatales no lo están en el interior, lleva nada menos que a romper la unidad del Estado. El razonamiento por el cual
se esfuerza Laband en separar en esta materia el punto de vista internacional y el punto de vista constitucional o
interno, peca en lo demás por su base; pues ¿de dónde obtiene el jefe del Estado el poder de representar al Estado en
el exterior y obligarlo por vía de tratados? Recibe este poder únicamente de la Constitución. Luego también sólo lo
tiene en la medida y bajo las condiciones fijadas por el acto constitucional. Por consiguiente, en el momento en que la
Constitución hace depender la ejecución del tratado, en el interior, de la voluntad de órganos distintos del jefe del
Estado, ya no puede decirse que este último tenga constitucionalmente un verdadero poder de obligar al Estado a
título internacional. Con mayor razón, estas consideraciones han de ser decisivas en un país como Suiza, donde la
Constitución federal, al mismo tiempo que deposita en el Consejo federal el poder de representar a la Confederación
en el exterior y de firmar en nombre de

ésta los arreglos concertados con los Estados extranjeros (art. 102-8'), especifica por otra parte (art. 85-5') que las
alianzas, y de un modo .general todos los tratados, dependen de la competencia de la Asamblea federal. Algunos
autores (Burckhardt, op. cit., 2" ed., pp. 687ss.; Bossard, op. cit., pp. 106 ss.) han interpretado estos textos en el
sentido de que, no solamente se limita el cometido de la Asamblea en esta materia a autorizar al Consejo federal para
que ratifique por sí mismo (lo que excluye a la Asamblea del poder de ratificación propiamente dicha), sino además
que el tratado que hubiese ratificado indebidamente el Consejo federal sin que éste se hubiese provisto previamente
de la habilitación de las Cámaras no dejaría por
499

179] FUNCION ADMINISTRATIVA 499

tratados, inmediatamente restringe dicho poder (art. 8 antes citado), por lu necesidad de
requerir de las Cámaras una autorización legislativa para la ratificación de la mayor parte
de los tratados.

Algunos utores insisten, sin embargo, alegando que, a diferencia del aelo de
administración, que incluso cuando es discrecional, continúa sien-

eso de ser obligatorio para Suiza, y esto, dícese, por el motivo de que, sean las que fueren desde el punto de vista
interno las responsabilidades constitucionales asumidas en tal caso por el Consejo federal en relación con la
Asamblea, dicho Consejo federal no dejaba de hallarse capacitado para obligar a la Confederación en las relaciones
internacionales. Pero esto es precisamente lo que parece imposible admitir, pues desde el momento en que la
Constitución formula de manera expresa, en principio, que los tratados son de la competencia de la Asamblea, no en
comprende cómo podría sostenerse aún que el Consejo federal conserva el poder, por sí solo, de obligar a Suiza con
respecto a los Estados extranjeros (ver a este respecto Blumer-Morel, Uandbuch des schweiz. Bundesstaatsrechts, 2"
ed., vol. m, p. 349; Schollenberger, Kommentar dcr schweiz. Bundesverfassung, p. 164).

La Constitución de 1875 establece el sistema que se acaba de sostener. En efecto, con referencia a los
tratados que subordina a una votación parlamentaria, el art. 8 de la ley de 16 de julio especifica que sólo "son
definitivos después de haber sido votados por ambas Cámaras". Esta misma fórmula implica que el asentimiento de
las Cámaras es necesario para la perfección del tratado desde el punto de vista internacional, y no solamente para su
eficacia desde el punto ile vista interno (Michon, op. cit., p. 199 ss., 202 ss.). Así, si el Presidente de la República
ratifica un tratado sin la autorización de las Cámaras, en el caso de que dicha autorización fuese necesaria, comete un
acto irregular y no puede obligar al Estado francés (Barthélemy, op. cit., p. 119). Evidentemente, según el art. 8, el
poder de negociar y de ratificar los tratados reside únicamente en el Presidente, en el sentido de que dicho Presidente
es, como dice Esmein (Éléments, 5* ed., p. 688), " l a única autoridad que entra en relación jurídica con las naciones
extranjeras para la negociación de los tratados". Esto ocurre también en los Estados Unidos, donde sin embargo la
Constitución declara formalmente que la ratificación de los tratados depende del asentimiento del Senado. Pero si
bien las Cámaras no toman parte directa en la ratificación de los tratados, al menos las potencias extranjeras que
contratan con Francia están prevenidas por el art. 8 de que, según la Constitución francesa, el tratado ratificado por el
Presidente sólo adquiere valor "definitivo", incluso por lo que a ellas se refiere, a condición de haber recibido la
aprobación de las asambleas.

Ahora bien, ¿no resulta de esto una causa de incertidumbre y una amenaza de invalidez del tratado para el
Estado extranjero, quien, después de que dicho tratado haya sido ratificado por el Presidente, podrá verlo vetado por
la negativa de asentimiento de las Cámaras francesas? No precisamente, pues esta amenaza queda atenuada por el
hecho de que, por otra parte, el art. 8, al subordinar la perfección internacional de ciertos tratados a una votación
parlamentaria, impone por este mismo hecho al Presidente de la República, de un modo simplemente implícito pero
sin embargo indiscutible, la obligación constitucional y el deber jurídico de no proceder a la ratificación de estos
tratados sin haberse asegurado antes de la conformidad del Parlamento (cf. Michon, op. cit., pp. 202 ss., 492 ss.;
Laband, loe. cit., vol. I I , pp. 460 y 483).

Esta es también la interpretación que, conforme a los precedentes nacidos de la Constitución de 1848 (art. 53) y
puestos de nuevo en vigencia desde 1871, prevaleció en la práctica parlamentaria después de 1875. Esta práctica, que
consiste en someter a las Cámaras un proyecto de ley que entraña la autorización, para el Presidente, de ratificar el
tratado una vez que haya sido concertado, se basa en la idea de que la petición de autorización presentada por
500

500 FUNCION DEL ESTADO [179

do objeto de ciertos recursos, por ejemplo por causa de desviación de poder, el acto de
gobierno, por el contrario, no solamente es un acto arbitrar i o , sino también un acto
contra el cual no puede entablarse recurso por ninguna vía jurisdiccional y por ningún
motivo (Jacquelin, op. cit., pp. 299 ss.). Así pues, el Consejo de Estado no podría
realmente conocer de la regularidad de los decretos de aplazamiento de las Cámaras o
de disolución de la Cámara de Diputados; asimismo, los actos diplomáticos están exentos
de todo recurso ante cualquier tribunal (Laferriére, op. cit., 2* ed., vol. I I , p. 422). Si bien
es verdad que la institución del recurso contencioso constituye la garantía misma de la
legalidad de los actos admi-

gobierno a las Cámaras ha de preceder naturalmente a la ratificación presidencial, ya que la habilitación legislativa
forma jurídicamente la condición de la perfección del tratado. Por otra parte, se infiere de los principios mismos que
establece el art. 8 que debe aplicarse dicho procedimiento no solamente a los tratados enumerados en el texto, sino
también a todos aquellos que exigen para su ejecución un acto legislativo. Esto ha sido impugnado, por lo que
respecta a estos últimos, apoyándose en la letra del art. 8 (Michon, op. cit., pp. 299 ssj, pero debe sin embargo
admitirse, incluso por lo que a ellos se refiere, por razón del sistema general establecido por el art. 8, ya que dicho
texto implica lógicamente que la intervención parlamentaria, cada vez que es indispensable para asegurar al tratado
su valor definitivo, debe producirse con anterioridad a su ratificación por el Presidente. Gracias a esta forma de
proceder, las potencias extranjeras con las que el Presidente cambia las ratificaciones de los tratados tienen
normalmente el derecho de creer que el jefe del Ejecutivo francés ha obrado de conformidad con las exigencias de la
Constitución francesa.

Esta seguridad, sin embargo, no es absoluta. Hay que convenir, en efecto, en que el sistema del art. 8, tal
como acaba de ser descrito, deja subsistir un resquicio de dificultades diplomáticas en el caso en que el Presidente,
sin consultar a las Cámaras, hubiera concertado y ratificado un tratado cuyo contenido consideró como dependiente
de su propia competencia, mientras que, según la opinión posterior de las asambleas, algunas cláusulas del tratado
necesitaban la votación parlamentaria. Cuando el gobierno se equivocó así respecto de la extensión de sus facultades
constitucionales, la convención carece de validez internacional. Pero esto no es lo bastante para sostener, como lo
han hecho algunos autores (Michon, op. cit., p. 201), que deberían los tribunales, si dicha convención se invocara ante
ellos, tenerla por nula y rehusar su aplicación. Aquí es donde vuelve a presentarse la teoría del acto de gobierno.
Según esta teoría los tribunales no tienen por qué apreciar la validez de los tratados regularmente promulgados, así
como no han de comprobar la constitucionalidad de las leyes. Unicamente las Cámaras podrían suscitar dicha nulidad
y obligar al gobierno a abrogar mediante nuevo decreto el derecho de promulgación que hizo ejecutivo en el interior
la convención indebidamente ratificada por el Presidente sin habilitación legislativa.

De hecho se ha observado en diferentes ocasiones (Esmein. Éléments, 5* ed-, p. 693; Barthélemy op. cit., pp.
136 ss.) que las Cámaras ejercen sin gran energía sus prerrogativas referentes a la autorización para ratificar los
tratados. La opinión antes expuesta (pp. 492 ss.), según la cual el Presidente sólo puede hacer por tratados aquello
que pudiera hacer por reglamentos. no aparece realmente confirmada por la práctica parlamentaria. Es que aquí,
precisamente, el fenómeno es el mismo que en materia de reglamentos (ver n' 228, infra): las Cámaras dejan pasar
cierta clase de tratados por las mismas razones que, a veces, dejan pasar disposiciones reglamentarias respecto de las
cuales, en principio, hubiera sido necesaria una habilitación legislativa.
501

179] FUNCION ADMINISTRATIVA 501

niatralivos, la ausencia de dicho recurso en lo que se refiere a los actos de gobierno ¿no
parece implicar que dichos actos se encuentran fuera del régimen de la legalidad? Esta
conclusión, aunque ampliamente justificada, peca de exageración. Bien es verdad que los
particulares no poseen individualmente medios jurídicos que les permitan atacar, por
causa de ilegalidad, los actos de gobierno. A este respecto el acto de gobierno está, lo
mismo que el acto legislativo, por encima de la legalidad. Pero, por otra parte, existe entre
estas dos clases de actos la diferencia esencial de que, en ausencia de todo órgano
constituido que sea superior a las Cámaras, no existe ningún medio de mantener al poder
legislativo dentro de la legalidad, mientras que la autoridad ejecutiva se encuentra
subordinada, incluso en el ejercicio de sus prerrogativas gubernamentales, al control
superior del Parlamento y a las responsabilidades que pesan sobre los ministros. A falta
de medios jurisdiccionales propios de los administrados, existen pues, por lo menos,
ciertos medios constitucionales que permiten influenciar a la autoridad gubernamental y
contenerla hasta cierto punto dentro del respeto a la legalidad.

Por lo demás, importa observar que la exención de control jurisdiccional de que


gozan los actos de gobierno entra también bajo ciertos aspectos en el régimen de la
legalidad. Entra dentro de dicho régimen en el sentido de que no proviene de una
violación anárquica del orden jurídico establecido en el Estado sino que es una
consecuencia de dicho orden jurídico mismo, tal como se encuentra establecido por las
leyes. Como lo alegan Laferriére (op. cit., 2* ed., vol. n, p. 32 ) , Houriou (op. cit., 8* ed., p.
77) y Jacquelin (op. cit., p. 301) , la exclusión de los medios de recurso contra los actos de
potestad gubernamental no es una creación arbitraria de la autoridad ejecutiva o de la
jurisprudencia, sino que tiene su base en textos legales, actualmente en el art. 26 de la ley
de 24 de mayo de 1872, que reproduce aproximadamente los términos del art. 47 de la
ley de 3 de marzo de 1849 y que está redactado como sigue: "Los ministros tienen el
derecho de reivindicar ante el tribunal de conflictos los asuntosllevados a la sección de lo
contencioso que no pertenezcan a lo contencioso-administrativo". Se deduce de este texto
que entre las dificultades
que pueden suscitarse referentes a la validez de los actos realizados por la autoridad
administrativa, algunas quedan fuera de la competencia habitual del Consejo de Estado
en esta materia, y ello en razón de que la misma ley los coloca fuera de lo contencioso, o
sea de la competencia de los tribunales. Todos los autores se ven obligados a aceptar
esta interpretación del texto. Algunos, sin embargo, exponen dudas respecto al extremo
de saber a qué categoría de actos se aplica el texto (ver Berthélemy, op. cit., 7* ed., p.
106.). Pero conviene observar que el legislador se ha abstenido intencionalmente de
determinar, mediante una enumera-
502

502 FUNCION DEL ESTADO [179-180

ción rigurosa, aquellos actos que no dependen de lo contencioso-administrativo. Dejó esta


tarea al tribunal de conflictos, es decir, como indica Hauriou (loe. cit., p. 79), a la
jurisprudencia administrativa, que decide bajo la autoridad del tribunal de conflictos.
Corresponde a dicha jurisprudencia establecer cuáles son, según la Constitución, los ctos
de gobierno, y cuál es la extensión de los poderes de que se halla in vestida, respecto a
dichos actos, la autoridad administrativa. Así es como se halla legislativamente
consagrada la institución de los actos de gobierno.

SECCION I I I
REGLAMENTOS ADMINISTRATIVOS

180. Los reglamentos, al menos en la forma, son actos administrativos. Esto lo


reconoce la literatura contemporánea de derecho público, al designarlos habitualmente
con el nombre de reglamentos administrativos.1

Lo característico del reglamento, en efecto, es que lo hacen, no ya el órgano


legislativo —pues entonces sería una l e y— sino las autoridades administrativas.Y sin
embargo los autores le conceden al reglamento un sitio aparte entre los diversos actos
administrativos, tratándolo como una categoría diferente del acto administrativo
propiamente dicho, y ello por razón principalmente de las semejanzas que señalan entre
el reglamento y la ley, tal como la definen generalmente.

Así es como los tratados de derecho público distinguen con especial cuidado,
entre los decretos del Presidente de la República, actos de dos clases:

Existen decretos que tienen un carácter especial o individual, en el sentido de que


son dictados con referencia a un hecho aislado o a una persona
determinada. Por ejemplo: un decreto que convoque a las Cámaras, que nombre a un
funcionario, que reconozca a un establecimiento de útilidad pública, que autorice un
cambio de nombre. A nadie se le ocurre comparar estos decretos con las leyes.

Pero a estos decretos especiales o individuales se oponen los decretos generales


o reglamentarios. Estos ya no estatuyen sobre un asunto particular, sino que, dicen los
autores, se aproximan en muchos aspectos a la ley. Se aproximan a la ley, ante todo, por
su contenido, ya que formulan reglas igual que la ley; de ahí su nombre de reglamentos.
Además, como

1 Ver jor ejemplo el título de la obra de Moreau: "Le reglement administratif". Hauriou op. cit., 8* ed., pp.
36 y 1012) emplea también por momentos dicha expresión. Se puede argumentar en el mismo sentido respecto al
término técnico "reglamento de administración pública".
503

180] FUNCION ADMINISTRATIVA 503

la ley, estatuyen por vía de disposición general, de modo que rigen abstracta e
impersonalmente todos los casos y todos los individuos a que su parte dispositiva
concierne. Lo mismo que la ley también, el reglamento puede dictar reglas de derecho
individual, es decir, engendrar en provecho o a cargo de los ciudadanos derechos y
obligaciones. En segundo lugar, losreglamentos, ante los tribunales, tienen la misma
fuerza y el mismo valor que las leyes. Se aplican e interpretan por los jueces de la misma
manera que ésta. Incluso la violación de un reglamento por una decisión judicial puede,
como la violación de una ley, causar un recurso de casación, igualmente la violación de
un reglamento por un acto administrativo da lugar a un recurso de nulidad contra dicho
acto ante el Consejo de Eslado, estatuyendo a título jurisdiccional. Finalmente, el
reglamento, como la ley, es susceptible de una sanción penal. Una sanción de este
género está escrita en el art. 471-15' del Código penal, que de una manera general se
aplica a todas las contravenciones a los reglamentos de policía, al menos en cuanto no
estén sometidas por un texto especial a una pena más elevada (con referencia a este
paralelo entre la ley y el reglamento, ver especialmente Ducrocq, op. cit., 7* ed., vol. I,
núms. 65 ss.; ver también n9 112, supra).

En todos estos aspectos, el reglamento, se dice, no presenta diferencias


"materiales" con la ley, concluyéndose de ello que sólo difiere de ésta por su forma y por
su autor.

La semejanza entre la ley y el reglamento había llamado igualmente la atención de


los hombres de la Revolución, y les había parecido tan notable que las Constituciones de
1791 y del año m, que tendían a excluir sistemáticamente a la autoridad ejecutiva de toda
participación en la potestad legislativa, negaron a esta autoridad, o por lo menos sólo le
concedieron en un grado muy restringido, el poder de hacer reglamentos (Constitución de
1791, tít. 3, cap. IV, sec. 1*, art. 6; Constitución del año m, art. 144; ver respecto de estos
textos Esmein, Éléments, 5* ed., p. 6 1 1 ; Moreau, Le reglement administratif, núms. 48
55.; Duguit, UÉtat, vol. n, p. 293; La séparation des pouvoirs et FAssamblée nationale de
1789, p. 23 y Traite, vol. I I , p. 466). Solamente a partir del año vm el poder reglamentario
le ha sido reconocido francamente al jefe del Estado; así, le ha sido reconocido
sucesivamente por la Constitución del año vm (árt. 4 4 ) , la Carta de 1814 (art. 14), la de
1830 (art. 13) y la Constitución de 1852 (art. 6 ) . Además del jefe del Estado, tienen
también este poder, desde el año v m , los prefectos y los alcaldes, que hacen
reglamentos locales para sus departamentos o sus municipios mediante resoluciones
prefectorales o municipales. Los reglamentos del jefe del Ejecutivo se hacen por el
contrario, para toda Francia, y precisamente por este motivo mismo conviene ocuparse
aquí de ellos. La cuestión que suscitan inmediatamente
504

504 FUNCION DEL ESTADO [180

es la siguiente: ¿Cómo es que el jefe del Ejecutivo puede dictar reglas que parecen reunir
todos los caracteres y producir todos los efectos de la ley? Esta cuestión sólo se formula
después del advenimiento del régimen constitucional moderno. En la antigua monarquía
absoluta, la distinción entre la ley y el reglamento no existía, o por lo menos —por más
que se haya dicho (ver Balachowsky-Petit, La loi et Vordonnance dans les États qui ne
connaissent pas la séparation des pouvoirs, tesis, París, 1901, pp.68 y 205)— no
presentaba interés práctico verdadero (cf. núms. 115, 116, supra). En efecto, cuando el
monarca acumula en su plenitud los poderes legislativo y administrativo, poco importa que
las reglas dictadas por él sean emitidas en calidad de leyes o de reglamentos
administrativos, pues en ambos casos gozan de la misma ilimitada libertad, en cuanto a la
iniciativa y en cuanto al contenido de la decisión que se tome. La distinción entre la ley y
el reglamento sólo adquiere verdaderamente toda su importancia en el Estado
constitucional moderno (Duguit, UÉtat, vol. n, p. 292; Moreau, op. cit., n9 42; Laband, op.
cit., ed. francesa, vol. I I , p. 343; Jelli'- nek, Gesetz und Verordnung, p. 366; G. Meyer, op.
cit., 6* ed., p. 570; Anschütz, Gegenwartige Theorien über den Begriff der
gesetzgebenden Gewalt, 2- ed., p. 15). 2 Aquí, en efecto, ya no posee el jefe del Estado el

2 Se ha observado ya (pp. 325-326, supra) que la distinción entre la ley y los actos —reglamentosu otros— que por su
contenido presentan con ella más o menos semejanzas no puede establecerse plenamente desde el punto de vista
jurídico y no llega a funcionar, de hecho, de una manera satisfactoria sino en cuanto dicha distinción se refiere a un
dualismo de orden formal entre autoridades dotadas respectivamente de potestades diferentes y desiguales. Cualquier
clasificación de actos que se haga desde el punto de vista constitucional presupone la pluralidad de las autoridades y la
diversidad de sus respectivos poderes. Si una sola y misma autoridad posee el poder de estatuir bajo dos formas
diferentes, a una de las cuales se la llama legislativa, mientras que la otra lleva nombre distinto, se hace muy difícil
mantener, lógica c prácticamente, una distinción verdaderamente clara entre las dos clases de actos que corresponden a
esta forma doble. La dificultad se agrava aún más, e incluso degenera en imposibilidad, cuando la Constitución no ha
precisado los objetos, materias o cuestiones que dependen separadamente de cada una de las formas de actos. Suiza
ofrece un ejemplo que permite comprobar, todavía hoy, la realidad de estas observaciones (ver especialmente sobre
este punto Hiestand, Zur Lehre von den Rechtsquellen im schweiz. Staatsrecht, tesis, Zurich, 1891, pp. 5ss., 17, 23 ss.;
ver también Signorel, Étude sur le referendum, pp. 317 ss.). Según los términos del art. 89 de la Constitución federal, la
Asamblea federal, que con el pueblo es el órgano legislativo de la Confederación, puede, junto a las "leyes" propiamente
dichas, emitir "resoluciones", siendo por lo demás a ella misma a quien corresponde presentar y caracterizar con uno u
otro de estos dos nombres las decisiones cuya adopción ha pronunciado. A primera vista, la distinción entre estas dos
clases de actos parece ofrecer gran interés. Desde 1874, en efecto, cualquier decisión proveniente de las Cámaras
federales con el nombre de ley se somete a una posibilidad de referéndum; por el contrario, las resoluciones sólo
quedan bajo a aplicación del referéndum cuando tienen un "alcance general" y no han sido señaladas por la Asamblea
federal como presentando "carácter de urgencia" (ley federal del 17 de jupio de 1874, art. 2) ; e incluso cuando esta
doble condición se ha cumplido, y cuando de
505

180] FUNCION ADMINISTRATIVA 505

poder legislativo, que pertenece a las asambleas. ¿Cómo puede explicarse entonces que
un monarca o un presidente pueda, paralelamente o lucra del cuerpo legislativo, por vía
de ordenanzas o decretos, dictar prescripciones reglamentarias que parecen constituir
una nueva legislación, ¡unto a la que emana del órgano legislativo propiamente dicho?

hecho la resolución ha sufrido la prueba de la votación popular, se diferencia aún de las leyes cu que éstas solamente
pueden ser modificadas por un nuevo acto legislativo (Burckhardt, op. cit., 2" ed., p. 718; Hoerni, De l'état de
nécessité en droit public federal suisse, tesis, Ginebra, 1917, pp. 44s.<¡.; en sentido contrario: Guhl, op. cit., pp. 66 ss.),
mientras que la resolución, incluso cuando ha sido adoptada por el pueblo, es susceptible de ser abrogada por una
simple resolución nueva, que esta vez, mediante una declaración de urgencia, puede hallarse libre del referéndum. En
estas condiciones, la división constitucional de las decisiones de la Asamblea federal en leyes y resoluciones parece
adquirir considerable importancia (Guhl, op. cit., p. 8). Ahora que, para que esta división conserve realmente su
importancia, es preciso que se puedan separar de un modo preciso los casos en los cuales la decisión de las Cámaras
debe redactarse en forma de ley y aquellos en que puede emitirse en forma de simple resolución. Ahora bien, la
Constitución suiza no proporciona indicaciones respecto a este punto (ver especialmente a este respecto la
demostración de Guhl, op. cit., pp. 18 ss., 37 ss.); y por otra parte, difícilmente hubiera podido proporcionar
indicaciones precisas. Por otro lado, sin embargo, y aunque de hecho dependa de la Asamblea federal misma designar
sus decisiones, unas veces bajo el nombre de leyes, otras bajo el nombre de resoluciones, no es de creer que la
Constitución haya querido dejar a las Cámaras federales, de un modo ilimitado, la facultad de elegir arbitrariamente
entre esas dos formas. De todos modos, el hecho de que el art. 89, en principio y salvo la eventualidad de urgencia,
haya mantenido al pueblo el derecho de estatuir sobre aquellas de las resoluciones que tengan un alcance general,
basta para probar que la Constitución no ha admitido que la Asamblea federal pueda servirse de la forma de
resolución liara librarse de la intervención de la voluntad popular. Y por consiguiente, se desprende también del art.
89 que la Asamblea federal desconocería a la Constitución si, para resoluciones de esta índole, recurriese a la
declaración de urgencia con el único objeto de evitar un referéndum. Esta declaración sólo es lícita cuando se precisa
por una verdadera urgencia, y eneste sentido se puede argumentar, según la expresión del art. 89, que en su texto
alemán se refiere al "dringliehe Natur". Esta última expresión significa que la declaración de urgencia debe fundarse
en la naturaleza de las cosas y no solamente en la voluntad arbitraria de la Asamblea federal.
Así pues, sería desde luego muy útil —y hasta parece que de una utilidad apremiante determinar claramente
el alcance de la distinción entre leyes y resolucions, fijando particularmente la esfera de intervención respectiva de
éstas y de aquéllas. Tal es también la labor a que se han dedicado los autores suizos, sin que sus esfuerzos hayan
logrado llegar a un resultado positivo. Un primer extremo es indudable: el empleo de una u otra de estas dos formas
no puede corresponder a la distinción frecuentemente propuesta entre las prescripciones generales y las decisiones
que se refieren a un punto particular. El art. 89, en efecto, especifica que las resoluciones pueden tener un alcance
general. Bien es verdad que se ha tratado de sostener que, incluso entre las decisiones que se refieren a un hecho
especial, algunas adquieren alcance general, en el sentido de que presentan interés para toda la colectividad, y
obedece a ese motivo, dícese, que el art. 89, por lo que a ella se refiere, reserve el derecho popular de referéndum (cf.
Hiestand, op. cit., pp. 7, lO.ssJ. Pero ¿por qué signo podrá reconocerse prácticamente que una decisión presenta en
realidad carácter de generalidad en ese sentido? Para las prescripciones emitidas en forma de leyes, su misma forma
legislativa basta para revelar que, a
506

506 FUNCION DEL ESTADO [180

Esta cuestión se reduce a la pregunta de cuál es el fundamento del poder


reglamentario. Pero además se debe indagar cuál es la naturaleza intrínseca del
reglamento y el alcance de sus efectos. Finalmente, otro problema capital es el de
conocer cuáles son las materias que dependen de la potestad reglamentaria del jefe del
Ejecutivo y cuáles son, por el

los ojos del legislador, tienen carácter de importancia "general"; pero, para las resoluciones, ¿cómo evaluar su grado
de importancia? Además, el grado de importancia no puede constituir el criterio de distinción entre leyes y
resoluciones, puesto que se deduce del art. 89 que puede la Asamblea federal, por vía de resolución, dictar
disposiciones de alcance "general" Otros autores, basándose en el texto, bien alemán o bien italiano, del art. 89, que
caracteriza más explícitamente las resoluciones de alcance general designándolas bajo el nombre de resoluciones
creadoras de una obligación general ("allgemein verbindlich" y "di carattere obligatorio genérale"), deducen de estas
expresiones que las prescripciones que afectan a los ciudadanos en general en su derecho individual forman una
categoría separada y deben considerarse como constitutivas de leyes "materiales" (Burckhardt, op. cit., 2* ed., p. 719)
; pero no deja de ser verdad que según el art. 89 dichas prescripciones de orden a la vez general e individual pueden
dictarse por la Asamblea federal lo mismo en forma de resoluciones que por la vía legislativa. Ahora bien, la cuestión
es precisamente saber cuál es constitucionalmente la esfera propia de cada una de estas dos formas. Cabría entonces
sentirse inclinado a buscar la solución de esta cuestión en el hecho de que la Asamblea federal no solamente es
llamada a funcionar como órgano legislativo, sino que también se halla erigida por la Constitución en autoridad
administrativa, como se desprende especialmente del art. 85, que le atribuye potentes facultades de administración.
Tal vez fuera conveniente, por consiguiente, admitir que la distinción entre las leyes y las resoluciones corresponde a
la dualidad de atribuciones y cometidos de la Asamblea. La forma de ley impondríase así para aquellos actos
realizados por la Asamblea en virtud de su poder legislativo y la forma de resolución sólo hallaría empleo normal para
los actos realizados por aquélla a título administrativo (ver en este sentido: Fleiner, Zeitschrift für schweiz. Recht, vol.
xxv, p. 401; Bossard, op. cit.,
pp. '43, 67, 168 y 169). Así entendida, la distinción entre las leyes y las resoluciones recordaría mucho, por su
fundamento y su significación, la que la Constitución francesa de 1793 había establecido (arts. 53 a 55) entre las leyes
y los decretos provenientes del cuerpo legislativo. Pero este nuevo criterio no sería más satisfactorio que los
precedentes; por ejemplo, entre las prescripciones que entrañan ciertas obligaciones para los ciudadanos, ¿cómo
discernir con certeza las que constituyen propiamente leyes y aquellas que, emitidas por la Asamblea en su condición
de autoridad administrativa, pueden emitirse simplemente a título de medidas de administración y por vía de
resoluciones?

Teniendo en cuenta todas estas incertidumbres, no puede causar sorpresa la oscuridad y las contradicciones
que reinan en la literatura suiza respecto de esta cuestión, tan elemental sin embargo y tan importante, de la
distinción entre las leyes y las resoluciones federales. Cada autor expone respecto de este punto una teoría y
definiciones diferentes (ver especialmente en Burckhardt, op. cit., 2* ed., pp. 716 ss., la exposición de algunas de las
doctrinas de referencia). Los intérpretes del art. 89 de la Constitución federal comprenden desde luego que la
Asamblea federal no tiene completa libertad para servirse a su grado de la forma de la resolución, pero no consiguen
despejar claramente el principio que habrá de permitir reconocer <ie un modo cierto los casos en que dicha forma es
posible y aquellos otros en que queda excluida. La práctica a su vez es de lo más confuso (ver también a este respecto
Burckhardt, op. cit., 2* ed., pp. 720 ss.; cf. Hiestand, opj cit., pp. 12 ss., 24; Guhl, op. cit., pp. 23 ss., 62 y 63). Es que, en
efecto, la Constitución suiza ha hecho que la doctrina y la práctica presenten
507

180-181] FUNCION ADMINISTRATIVA 507

contrario, aquellas que quedan reservadas al cuerpo legislativo, o en otros términos, cuál
es respectivamente el campo de la ley y el del reglamento.
Todas estas cuestiones, aunque diversas en apariencia, están, como se verá después,
íntimamente enlazadas. Un completo desacuerdo reina entre losautores respecto a cada
una de ellas, y apenas hay teoría, en derecho público francés, que haya dado lugar a más
divergencias que la del reglamento.

§ 1. DIVERSAS TEORÍAS RESPECTO AL FUNDAMENTO Y ALCANCE


DEL PODER REGLAMENTARIO

181. A. Primeramente existe desacuerdo con respecto al fundamento del poder


reglamentario. Según una doctrina que puede calificarse como doctrina tradicional
francesa, el poder reglamentario es una dependencia de la potestad ejecutiva y proviene
de la misión que tiene el jefe del Ejecutivo de asegurar

dificultades inextricables, al dar a la Asamblea federal la facultad de formular reglas bajo dos formas diferentes. Cada
vez que una misma autoridad es dueña de elegir por sí misma entre dos procedimientos para el cumplimiento de sus
actos, se hace realmente imposible establecer entre estos dos procedimientos algo más que una diferencia de
nombres y de palabras (cf. Schollenberger, Kommentar der schweiz. Bundesverfassung, p. 523, que subraya y acentúa
este último punto pretendiendo que todas las decisiones de la Asamblea federal, lo mismo las emitidas en forma de
resoluciones que las dictadas en forma legislativa, constituyen realmente leyes en el sentido formal). Por esto los
autores suizos quedan obligados, en su mayor parte, n admitir como conclusión que la Asamblea federal ha de
adoptar la forma legislativa para las prescripciones más importantes, por lo menos cuando se trata de prescripciones
que se refieren i.l derecho de los ciudadanos, y la forma de la resolución sólo sería posible para aquellas
prescripciones que no conciernen al derecho individual de los ciudadanos o que, por lo menos, sólo ofrecen un interés
secundario con relación al derecho de los ciudadanos (ver en este sentido: Burckhardt, op. cit., 2* ed., p. 719; Guhl,
op. cit., p. 65). Esta conclusión recuerda la tendencia que frecuentemente han mostrado los autores franceses a
diferenciar las leyes y los reglamentos por el grado de importancia de su contenido. La ley, dicen, formula las reglas
principales, y el reglamento formula las disposiciones accesorias (ver p. 322, supra). Pero este último criterio es
siempre vago y escurridizo. ¿Con qué se mide la importancia de una regla de derecho público o privado? En realidad,
las Cámaras federales son las que han de estatuir respecto al grado de importancia que desean atribuir a sus propias
prescripciones (como lo dice de una manera expresa la ley federal del 17 de junio de 1874, referente a las votaciones
populares sobre las leyes y resoluciones federales, art. 2) ; y por consiguiente, la teoría que hace depender la
distinción entre las leyes y las resoluciones de la distinción entre lo principal y lo accesorio no hace sino señalar más
aún la libertad de que goza la Asamblea federal a este respecto. En resumen, todo esto viene a significar que, entre
las reglas dictadas por la Asamblea federal, solamente se hallan ineludiblemente sometidas al régimen del
referéndum eventual aquellas
para las cuales decidió la Asamblea adoptar la forma de ley. No es, pues, el contenido de la regla, sino solamente su
forma legislativa, lo que asegura completamente al pueblo la facultad de hacer uso del referéndum.
508

508 FUNCION DEL ESTADO [181-182

la ejecución de las leyes. Su fundamento debe buscarse únicamente en el concepto de


poder ejecutivo, tomando esta palabra en su sentido literal.

Laferriére (op. cit., 2? ed., vol. i, p. 482) resume sobre este punto el sentir de la
generalidad de los autores administrativos, al escribir: " El poder reglamentario depende
directamente de la potestad ejecutiva, ya que ésta, encargada de asegurar la ejecución de
las leyes, no podría hacerlo sin dictar las prescripciones secundarias que dicha ejecución
entraña". Se encuentran afirmaciones análogas en numerosos autores. Ducrocq, por
ejemplo, dice (op. cit., T ed., vol. I, n 965) : "Asegurar la ejecución de las leyes, tal es el f i
n y el único objeto de los reglamentos". Esmein escribe también (Éléments, 5* ed., p. 611)
: " E l derecho de hacer reglamentos para la ejecución de las leyes parece naturalmente
inherente al poder ejecutivo". Berthélemy (op. cit., T ed., p. 9 6 ) : "Para asegurar la
ejecución de las leyes, el jefe del Estado dicta decretos reglamentarios", y en la Revue du
droit public, 1904, p. 212, este mismo autor escribe: "Los administradores han recibido la
facultad de tomar disposiciones reglamentarcon objeto de procurar la ejecución de las
leyes". Artur dice asimismo (op. cit., Revue du droit public, vol. xm, p. 222) respecto de los
reglamentos que "su razón de ser es asegurar la ejecución de las leyes". En este
concepto, pues, el reglamento sólo es, en manos del jefe del Ejecutivo, un
medio de ejecución.

182. Contra esta doctrina tradicional se ha manifestado un movimiento de reacción


en un sector de la literatura actual. En oposición a la teoría del reglamento que tiende
únicamente a asegurar la ejecución de las leyes, se ha formado en Francia una doctrina
que sostiene que el poder reglamentario no solamente se ejerce para la ejecución de las
leyes, sino que se funda también en la potestad gubernamental del jefe del Estado. Para
justificar esta idea, algunos, como Moreau (op. cit., núms. 105 a 115), Hauriou (op. cit., 8*
ed., p. 48) y Cahen (op. cit., pp. 260 ss.), alegan la naturaleza de las cosas y las
necesidades del gobierno. El gobierno, dicen, se haría imposible, y los intereses cuya
salvaguardia tiene el Estado se verían comprometidos, si junto al cuerpo legislativo y en
caso de silencio de las leyes, no tuviera el jefe del Ejecutivo el poder de toma aquellas
medidas reglamentarias cuya necesidad puede sentirse imperiosamente. Otros autores, y
particularmente Duguit (UÉtat, vol. u, cap. m, § § 5 y 9 ) , han desarrollado la tesis de que,
en el sistema constitucional francés, no solamente el jefe del Estado es un agente o
funcionario encargado de asegurar la ejecución subalterna de las leyes, sino que, junto
con el cuerpo legislativo, es un gobernante, un "representante", según la frase de la
Constitución de 1791, es decir, un órgano competente para dictar reglamentos por sí
mismo, espontáneamente y a título gubernamental. Así pues, según esta escuela, el
poder reglamentario se funda en la potesta
509

182-183] FUNCION ADMINISTRATIVA 509

de gobernar, y es de una esencia muy superior al poder de simple ejecución de las leyes.
Por eso Moreau (op. cit., ver particularmente p. 172) refiere los reglamentos, al menos
aquellos que no son de orden ejecutivo, al poder propio de gobierno que corresponde al
jefe del Estado. Duguit (op. cit., vol. I I , pp. 329, 331 ss.) sostenía también en sus
primeras obras que el reglamento no es un acto administrativo, o sea un acto subalterno
de ejecución, sino un acto de gobernante, o sea uq acto de potestad inicial y autónoma.1
Hauriou (op. cit., 6- ed., p. 299; 8- ed., p. 48) declara que "las autoridades administrativas
reciben su poder reglamentario de la naturaleza misma de las cosas, al ser imposibles, sin
el imperium, el gobierno y la administración. . . En donde dicho poder funcione, lo hace
por su propia virtud. . . El reglamento no se reduce enteramente a la ejecución de la ley,
sino que supone en muchos casos un poder espontáneo". Cahen (op. cit., ver
especialmente p. 262) defiende el mismo punto de vista: " E l gobierno toma de sí mismo,
de su razón de ser, el derecho general de dictar reglamentos". Orlando (Principes de droit
public, ed, francesa, n9 290) dice igualmente: " E l poder ejecutivo tiene una voluntad
propia, que halla su expresión jurídica en el derecho de ordenanza. La ordenanza es la
expresión de la voluntad del poder ejecutivo, así como la ley es la expresión de la
voluntad del poder legislativo".

183. En Alemania, en lo que se refiere al fundamento del poder reglamentario, la


mayor parte de los autores establecen una distinción entre dos clases de ordenanzas:
unas que califican como ordenanzas referentes al derecho (Rechtsverordnungen), y otras
como ordenanzas administrativas (Verwaltungsverordnungen). Las primeras tienen por
objeto crear nuevo derecho o modificar el derecho existente, entendiendo aquí por
derecho los autores alemanes el derecho individual, el que concierne a las facultades
jurídicas de los ciudadanos. La ordenanza de derecho es, pues, aquella que tiene por
objeto modificar el orden jurídico aplicable a los ciudadanos, por cuanto origina para ellos
facultades u obligaciones nuevas. Las ordenanzas administrativas se mueven dentro de
los límites del derecho vigente, es decir, no entrañan ninguna modificación en la situación
jurídica de los particulares, su eficacia permanece estrictamente dentro del organismo
administrativo, sólo se dirigen a los funcionarios, y su objeto es únicamente el de formular
para éstos reglas aplicables a los asuntos administrativos; pueden, pues, crear así un
orden reglamentario para la autoridad administrativa, pero no constituyen un orden
jurídico para los administrados.2 Según la doctrina alemana, estas dos clases de

1 Como se verá más adelante (n. 32 del n* 207) que, en sus obras posteriores, Duguit modificó notablemente su
primera opinión respecto a este punto (cf. núms. 301 y 406, infra).

2 Definida así, la división de las ordenanzas en ordenanzas referentes al derecho y ordenanzas refetnesa ldecho y
ordenanazaa administrativas es una suma división, en la que entran todas la s ordenanzas posibles.
510

510 FUNCION DEL ESTADO [183


ordenanzas tienen un fundamento muy diferente. Las ordenanzas administrativas tienen
su fuente en la potestad administrativa. Al no dirigirse al público ni afectar a los
ciudadanos, sino constituir prescripciones obligatorias únicamente para los funcionarios,
se fundan directamente en la relación de potestad jerárquica que existe dentro del
organismo administrativo entre los jefes de servicio y sus subordinados. En virtud de esta
relación de sujeción particular, tienen los superiores administrativos el poder de imponer a
los agentes subalternos, que tienen la obligación de conformarse a ellas, cualesquiera
reglas referentes a la organización administrativa, al funcionamiento de los servicios, a la
actividad profesional de los funcionarios. Por lo tanto, las ordenanzas administrativas
emitidas por los jefes de servicio así como por el jefe del Ejecutivo se fundan en la
potestad propia de la autoridad administrativa. Por el contrario, cuando se trata de dictar
reglas que puedan oponerse a los ciudadanos o que éstos puedan invocar, no le
corresponde a la autoridad administrativa, en principio, hacerlo por vía de ordenanzas. La
potestad administrativa, en efecto, sólo tiene por subditos a los administradores
subalternos y no se extiende a los administrados; por lo menos, las autoridades
administrativas, sean las que fueren, y el mismo jefe del Ejecutivo, en el derecho
constitucional moderno, sólo tienen potestad sobre los ciudadanos en virtud del orden
jurídico establecido por las leyes que determinan los derechos y las obligaciones de éstos.
Por eso los administradores y el jefe del Ejecutivo sólo pueden reglamentar de nuevo la
situación jurídica de los ciudadanos, en un punto cualquiera, por vía de ordenanza, a
condición de haber recibido para ello poder especial de la ley, bien de la ley
constitucional,3 bien de

Es así como Laband (loe. cit., vol. I I , p. 383) hace observar que las ordenanzas de ejecución, o sea aquellas que fijan las
medidas que tienden a asegurar la ejecución de las leyes, pueden consistir, ya en prescripciones de derecho impuestas a
los ciudadanos o ya en prescripciones administrativas dirigidas a los agentes encargados de ejecutar la ley. Asimismo, las
ordenanzas complementarias que se producen por invitación de la misma ley que se trata de completar pueden ser
ordenanzas de derecho "b simples prescripciones administrativas.

3 Entre las ordenanzas que se fundan en la Constitución, deben citarse especialmente aquellas que están destinadas a
asegurar la ejecución de las leyes. En derecho público prusiano, por ejemplo, estas ordenanzas están previstas y
autorizadas por el art. 45 de la Constitución de 1850 que dice: " E l rey dicta las ordenanzas necesarias para asegurar la
ejecución de las leyes", fórmula que resulta análoga a las de la Constitución del año vm (art. 44), de la Carta

de 1814 (art. 14), de la Carta de 1830 (art. 13) y de la Constitución de 1852 (art. 6). Esta disposición constitucional ¿ha de
implicar la facultad de emitir, con respecto a la ejecución de las leyes, reglas de derecho que se impongan a los
ciudadanos, o únicamente reglas administrativas que se dirijan a los agentes ejecutivos? La mayor parte de los autores
alemanes alegan que la Constitución no establece distinción entre ambas clases de ordenanzas y que, por consiguiente,
legitima lo mismo a las unas que a las otras. En este sentido: G. Meyer, op. cit., 6* ed., p. 573, ra. 8; Rosín,
Polizeiverordnungsrecht, 2' ed., p. 35, ra. 5; O. Mayer, op. cit.,
511

183-184] FUNCION ADMINISTRATIVA 511

una ley ordinaria. En otros términos, la ordenanza que se refiere al derecho tiene su
fundamento en una autorización o habilitación legislativas. Esta distinción entre
ordenanzas administrativas y ordenanzas de derecho tiene como principal defensor a
Laband (op, cit,, ed. francesa, vol. 11, pp. 379 ss,, 518 ss., 544 ss.); ha sido adoptada por
la mayor parte de los autores alemanes (Jellinek, op. cit., pp. 384 ss.; G. Meyer, op. cit., 6*
ed., pp. 570 ss.; O. Mayer, loe. cit., vol. i, pp. 159 ss.; Anschütz, op. cit., 2* ed., pp. 62 ss.,
73 ss., 92; Seligmann, Der Begriff des Gesetzes, pp. ¿104 ss.). En Francia la distinción es
aceptada, en parte, por Cahen (op. cit., pp. 190 ss.), que le opone sin embargo ciertas
objeciones y reservas pp. 202 55.j. Se verá más adelante ( n 9 222) que esta distinción,
aunqueno tiene base en la Constitución francesa, ha sido consagrada actualmente por la
jurisprudencia del Consejo de Estado.

184. B. Los autores se hallan igualmente divididos respecto a la cuestión del


campo de acción respectivo de la ley y del reglamento.

Según la teoría alemana que distingue entre las ordenanzas de derecho y


las ordenanzas de administración, el principio de delimitación entre los campos de acción
legislativo y reglamentario lo proporciona la misma Constitución. Se desprende de los
textos constitucionales, tales como el art. 62 de la Constitución prusiana, el art. 88 de la
Constitución wurtemburgesa y el art. 86 de la Constitución sajona, que exigen, para la
formación de cualquier ley, la intervención y el consentimiento de las Cámaras. La tesis
de los autores alemanes es que, tanto en esos textos como en el art. 5 de la Constitución
del Imperio, la palabra ley ha sido empleada por los fundadores de dichas Constituciones,
y debe entenderse también por los intérpretes del derecho alemán, en el sentido que
posee tradicionalmente en Alemania, o sea en el sentido de regla de derecho o, con
mayor precisión, de regla concerniente al derecho de los ciudadanos (ver n° 102, supra).
Se deduce, pues, de los textos antes citados que las reglas de esta clase sólo pueden
dictarse mediante el concurso de las Cámaras y en forma de legislación; en otros
términos, constituyen la materia propia, el campo de acción reservado de la ley;
constituyen también, por lo tanto, en ese sentido y por esas razones constitucionales, las
leyes propiamente dichas, las leyes según el objeto al cual se aplican, en una palabra, las
leyes "materiales". Así expresado, el concepto de ley material adquiere desde luego una
importancia capital, pues proporciona precisamente el criterio que va a permitir distinguir
las materias legislativas de las materias reglamentarias. Considerando, en efecto, que el
establecimiento de las reglas de derecho queda reservado a la potestad legislativa y a las
Cámaras, el jefe del Estado no puede, en principio, decretar dichas reglas

Preussisches Staatsrecht, vol. i, pp. 448 ss.; Jellinek, op. cit., pp. 379 ss. Jellinek modificó su

opinión a este respecto en Verwaltungsarchiv, vol. xn, pp. 266 ss.


512

512 FUNCION DEL ESTADO [184

el monarca conservó el poder de emitir por sí solo, sin el asentimiento de las asambleas,
o sea en forma de ordenanza, aquellas reglas que sólo conciernen al orden administrativo
del Estado y que no afectan a los ciudadanos; estas reglas, en efecto, no entran dentro de
la esfera atribuida a la legislación por las Constituciones anteriormente citadas, sino que
son la materia propia de las ordenanzas, bajo la condición, desde luego, de que los
objetos administrativos a los cuales se refieran no se encuentren regulados ya por una ley
formal, puesto que, por principio constitucional una simple ordenanza no puede modificar,
en cuanto a la forma, una ley (cf. n9 106, supra). Laband (loe. cit., vol. 11, pp. 379 ss.)
resume toda esta teoría presentando, por lo que se refiere a las ordenanzas, una
distinción análoga a la de las leyes materiales y formales. Así como la ley material es
aquella que tiene como contenido alguna regla de derecho, así también se puede, según
Laband, en sentido inverso, calificar como ordenanza material aquella que, según su
contenido, formula reglas administrativas y se mantiene en el terreno especial de la
administración. La definición material de la ordenanza corresponde así al hecho de que
existe, según la Constitución misma, un campo de reglamentación, aquel que concierne a
los asuntos administrativos, que se abandona a la libre voluntad y potestad del jefe del
Estado, como jefe del poder ejecutivo. Pero junto a las ordenanzas materiales, señala
también Laband ordenanzas formales, que son aquellas que contienen reglas de derecho.
Desde el punto de vista de su fondo y de su contenido, son leyes materiales; pero se trata
aquí de reglas de naturaleza legislativa, que han sido establecidas en forma de
ordenanza.
La ordenanza formal que se refiere a puntos de derecho corresponde, pues, la ley formal
referente a objetos administrativos; esta última no es, en sí, sino una ordenanza material.
Solamente que, mientras el legislador siempre puede apoderarse de las materias
administrativas para reglamentarlas en forma legislativa, el jefe del Estado no tiene, en
principio, competencia propia a efecto de crear reglas de derecho. Por residir
exclusivamente en el órgano legislativo, esta competencia no puede comunicarse al
monarca sino por medio de una transmisión de potestad legislativa consentida por el
legislador mismo, y a la cual Laband (loe. cit., vol. II, p. 395) y Jellinek (op. cit., p. 381)
aplican el nombre de delegación. Dicha delegación se cumple por vía de ley que habilita
al jefe del Estado a dictar ordenanzas concernientes al orden jurídico sobre determinado
punto especial. Toda ordenanza de orden jurídico supone, pues, una ley que la autorice;
por el contrario, la ordenanza adminfstrativa o material puede hacerse praeter legem,
bastando para ello que no actúe contra legem. Esta es la doctrina general sostenida por la
mayoría de los autores alemanes
513

184-185] FUNCION ADMINISTRATIVA 513

(Laband, loe. cit., vol. n, pp. 260ss., 376ss.; Jellinek, op. cit., pp. 2.'. 1 ss., 373 ss.; (',.
Meyer, op. cit., pp. 560 ss., 571 ss.; O. Mayer, loe. cil., vol. I, pp. 158 ss.; Seligmann, op.
cit., pp. 103 ss., 113 ss.; Anscliülz, op. cit., pp. 15 ss., y los autores citados ibid., p. 22) .4
Entre los disidentes, hay que citar especialmente a Arndt, el cual, en sus diversos escritos
(ver particularmente Verfassungsurkunde für den preussischen Staat, 6? ed., pp. 241 ss.),
sostiene que el campo de la legislación sólo comprende los objetos ya legislados, o
reservados a la ley por un texto constitucional o legislativo, y que en cuanto a lo demás, el
jefe del Estado conserva el poder de hacer reglamentación mediante sus propias
ordenanzas,

185. El contraste que los autores alemanes han creído encontrar en su


Constitución entre las ordenanzas, que tienen por objeto propio las prescripciones
administrativas, y las leyes, que tienen por materia la reglamentación del derecho
individual, tiene la gran ventaja de haberles permitido trazar una línea precisa de
demarcación entre el campo de la ley y el del reglamento, tanto desde el punto de vista
práctico como desde el punto de vista teórico. En Francia, la doctrina es más dudosa; a
decir verdad, carece por completo de firmeza y de precisión.

En la hora presente sólo existe en Francia un autor que exponga claramente la


idea de que existe un dominio propio de la ley y del reglamento.
Este autor es Hauriou (op. cit., 8* ed., pp. 37, 46, 47 y 5 4 ) , que adopta respecto de este
punto un principio análogo a los conceptos alemanes. Enseña que la ley tiene por materia
propia "cualquier condición nueva impuesta al ejercicio de una libertad y cualquier
organización importante para la garantía de una l i b e r t a d " , es decir, en suma,
cualquier regla que

4 Algunos autores alemanes pretendieron que el derecho positivo francés está dominado por idénticos principios. Así,
por ejemplo, Jellinek (op. cit., pp. 77 y 99) dice que la esfera de la legislación, en oposición a la del reglamento, se fijó
desde el principio de la Revolución por la Declaración de 1789. cuyos artículos 4, 5, 8, 10 y ll implican que únicamente la
ley puede determinar, en cuanto a sus condiciones de ejercicio, o restringir, los derechos individuales
de libertad, propiedad o seguridad de los ciudadanos. O. Mayer (loe. cit., vol. T. p. 93, texto y n. 13) dice igualmente que
el verdadero alcance práctico de la Declaración de los Derechos del hombre ha sido excluir, en lo que concierne a las
restricciones que cabe imponer a esos derechos, cualquier intervención del poder reglamentario, y hacer necesaria una
ley cada voz que se trata de modificar alguno de ellos. Pero olvidan esos autores que, en dicha época, apenas si podía
tratarse de derecho reglamentario. El jefe del Estado no podía hacer reglamentos, "sino únicamente proclamas
conformes a las leyes para ordenar o recordar su ejecución" (Constitución de 1791, título ni, capítulo iv, sección 1*, art.
6). El sistema actual del derecho francés, en esta materia, ha sido, por el contrario, comprendido y expresado muy
exactamente por Arndt, que declara en diversas ocasiones (Das selbstandige Vorordnungsrecht, pp. 18, 242, 243 y 279)
que en Francia las autoridades administrativas y el mismo jefe del Estado no pueden dictar otros reglamentos que
aquellos que tienen su punto de apoyo y su habilitación en una ley o en la Constitución, sin distinción alguna entre los
reglamentos de orden jurídico y los reglamentos administrativos.
514

514 FUNCION DEL ESTADO [185

afecte en sus capacidades jurídicas a los ciudadanos. Aplicando esta idea, dicho autor
coloca dentro de la esfera de la ley las reglas orgánicas de los poderes públicos y
aquellas, también orgánicas, de las libertades individuales y de los derechos privados
referentes al estatuto y al patrimonio de las personas, las reglas penales y las reglas que
organizan, bien sea autoridades jurisdiccionales, bien autoridades administrativas que
tienen poderes de mando sobre los administrados. El reglamento, por el contrar i o , tiene,
según Hauriou (6* ed., p. 298, ra. 2 ) , " un objeto propio, que es asegurar el
funcionamiento de la administración", lo que corresponde a la ordenanza administrativa de
los autores alemanes. Hauriou admite sin embargo también que el reglamento podrá
imponer obligaciones a los administrados, pero solamente en cuanto se trate de
"mantener el orden público", io que es, según dicho autor, su segundo objeto propio.

En su libro acerca de UÉtat (vol. H, pp. 333, 291 ss., 298), Duguit profesaba
también la misma opinión. Admitía la existencia de "materias sobre las cuales se puede
legislar en forma reglamentaria", y que "son todas aquellas que no se refieren
directamente a los derechos individuales de los interesados". Hoy día dicho autor ha
abandonado esa idea (Traite, vol. I I , p. 451) : "Se ha tratado — dice— de hacer una
distinción entre las materias llamadas legislativas y las llamadas reglamentarias, pero
cuando se ha querido determinar un criterio general de distinción entre las materias
legislativas y reglamentarias no ha habido posibilidad absoluta de hacerlo".

La doctrina de Moreau es incierta y contradictoria. Por una parte, sostiene este


autor (op. cit., núms. 109 y 136) que el jefe del Ejecutivo tiene un poder de reglamentación
propio, que no consiste solamente en ejecutar la ley, sino que, al derivar de su cualidad
de administrador supremo, comprende "las materias administrativas, la organización de
los asuntos públicos y de sus dependencias", materias todas que "ofrecen al reglamento
un inmenso campo de acción" (p. 219) , en oposición a las materias de derecho privado
que forman el campo especial de la ley. Por ello Moreau parece seguir la distinción
alemana de las materias jurídicas y las materias administrativas. Por otra parte, sin
embargo, declara este autor (núms. 137 y 33) que " l a distinción entre materias
naturalmente legislativas y naturalmente reglamentarias está desprovista de fundamento e
incluso de sentido" (p. 220) . 5

Cahen (op. cit., ver especialmente p. 296; cf., pp. 255 y 299) declara abrazar la
tesis de Arndt, según la cual el jefe del Estado puede formular

5 Cf. el Manuel de droit administratif de Moreau, donde se dice por un lado (p. 206) que en su calidad de jefe de la
administración, el Presidente de la República es el llamado a organizar los servicios públicos, y por otra parte, sin
embargo (p. 14), que las respectivas esferas de la ley y de] reglamento son indeterminadas.
515

185-186] FUNCION ADMINISTRATIVA 515

por decreto reglas sobre cualquier materia, con la excepción únicamente de aquellas que
la Constitución o alguna ley reserva expresamente al Irgislador.

186. Los demás autores franceses, o sea la gran mayoría, al no encontrar en la


Constitución texto alguno que pueda, como en Alemania, inlerpretarse en el sentido de
una distinción claramente marcada entre la esfera de acción del poder legislativo y la del
poder reglamentario, se refugia en la fórmula t r i v i a l que consiste en decir que el
reglamento sólo puede servir a la ejecución de la ley. Esta es la idea que expresa Esmein
(Éléments, 5* ed., p. 474) : " E l reglamento es simplemente una prescripción que tiene
por objeto asegurar la ejecución de la l e y " ; por lo tanto (p. 611) "sólo puede desarrollar
y completar en detalle las reglas que la ley ha formulado". Ducrocq (op. cit., 7- ed., vol. I,
p. 84) dice que el reglamento encuentra en la ejecución de las leyes la razón de ser y, al
mismo tiempo, el límite de su acción. Artur (Revue du droit public, vol. xm, p.225) dice así:
" E l poder reglamentario sólo debe reglamentar para la ejecución de las leyes; si se sale
de este campo de la ejecución, usurpa
la función legislativa".

Pero, presentado en esta forma, este concepto del reglamento ejecutivo


permanece muy obscuro, y queda en la indecisión el punto capital del objeto, que es
precisamente el de saber cuáles son las medidas y prescripciones a las que puede
recurrir el jefe del Ejecutivo para desarrollar y completar la ley, con objeto de asegurar su
ejecución. ¿Debe limitarse el reglamento ejecutivo a regular los detalles de aplicación de
las disposiciones establecidas por el texto legislativo, o puede añadir a la ley
prescripciones que ésta no contiene, pero que son adecuadas para asegurar su
ejecución? Particularmente, ¿puede imponer a los ciudadanos, para la ejecución de las
leyes, otras obligaciones que aquellas que ponen a su ¿cargo esas mismas leyes?

Sobre todos estos puntos la teoría dominante del reglamento como acto ejecutivo
deja flotando gran incertidumbre respecto a la extensión del campo reglamentario y de la
competencia reglamentaria de las autoridades administrativas. La generalidad de los
autores se halla de acuerdo, sin embargo, para precisar que la potestad reglamentaria
sufre, en todo caso, las limitaciones siguientes: 1* Un reglamento no puede dictar penas,
pues el art. 4 del Código penal, reproduciendo un principio ya establecido por el art. 8 de
la Declaración de 1789, especifica, en efecto, que las penas sólo pueden establecerse por
las leyes; se deduce de aquí, en particular, que el reglamento no puede darse a sí mismo
su sanción penal, sino que sólo puede sacar dicha sanción de un texto legislativo. 2* Un
impuesto tampoco puede crearse mediante un reglamento. Es un principio general del
derecho público francés, en efecto —y dicho principio, formulado por
516

516 FUNCION DEL ESTADO [186

La Constitución de 1917 ( tít. III, cap. III sec. 1a, art. 1-3°) y confirmado por la ley de
finanzas de 25 de marzo de 1817 (art. 135), se encuentra desde 1817 reproducido cada
año en el ultimo artículo de las leyes de presupuestos --, que ningún impuesto o tasa
puede ser percibido si no ha sido establecido por una ley. 3a También es de principio, en
virtud de la ley de 16-24 de agosto de 1790 referente a la organización judicial (tít. I, art.
17; cf. Constitución de 1791, tít. II cap. v, art. 4°), que el orden jurisprudencial (ver
respecto a estos dos puntos, Moreau, Reglament administratif, núms.. 132 ss.; Hauriou,
op. cit.; 8a ed., p. 61 n.; Bertélemuy, Traité, 7a ed., pp. 98 ss.). y “Le pouvoir règlementaire
du President de la Rèpublique et parlamentaire, Revue politique et parlamentaire, vol. xv,
pp. 325 ss.;cf. Cahen, op. cit., pp. 265 ss.). 4a. Por último, es evidente que el poder
reglamentario no podría ejercerse ni sobre aquellas materias para las cuales exige la
Constitución una ley,6 ni sobre aquellas que han sido expresamente reservadas por una
ley a la potestad legislativa, ni siquiera sobre aquellas que constituyen ya el objeto de de
una ley. Por lo que a estas últimas se refiere, al menos, el reglamento sólo puede
desarrollar las prescripciones de la legislación vigente.

Sin embargo, según algunos autores, ni siquiera estas últimas limitaciones de la


potestad reglamentaria son absolutas, pues se ha pretendido en efecto que no se aplican
a los reglamentos llamados de administración
Pública. En su estricta acepción, el reglamento de administración pública es aquel sobre
el cual no sólo se ha deliberado en el Consejo de Estado, sino que además ha sido
especial y expresamente prescrito por una ley, bien sea que esta ley haya encargado al
Presidente de la República completar por un decreto sus propias disposiciones, a efecto
de asegurar la detallada ejecución de las mismas, bien le haya conferido el poder de
reglamentar por entero una materia cuyos principios se abstiene ella misma de formular y
sobre la cual tampoco haya estatuído la legislación anterior. Ahora bien, según una
opinión que, como se verá más adelante (no. 197), ha sido adoptada a la vez por la
jurisprudencia y por una gran parte de la doctrina, el reglamento dictado en esas
condiciones se distingue de los demás decretos reglamentarios en que se funda, no ya
solamente en el poder general de ejecución de las leyes que la Constitución confiere al
jefe del Ejecutivo, sino en una delegación especial hecha a este último por el legislador en
la misma ley que ha prescrito ese reglamento. En otros términos, el jefe del Ejecutivo,
dícese, se halla investido respecto de esta categoría de

6. Se ha visto anteriormente ( n°. 122, supra) que el número de textos constitucionales que exigen una ley para determinada materia es
insignificante, y que dichos textos sólo designan como materias legislativas algunos raros objetos.
517

186-187] FUNCION ADMINISTRATIVA 517

reglamentos de la misma potestad legislativa, y el reglamento hecho en virtud de


semejante delegación se identifica con la ley que lo ordenó, adquiriendo el valor y los
efectos de está. Los reglamentos de la administración pública constituyen así, según la
expresión consagrada, una “legislación secundaria” que participa de la fuerza propia de la
legislación principal. Resulta de ello – y este es el interés capital de la teoría – que puede
el jefe del Ejecutivo, en este caso, tomar mediante reglamento todas las disposiciones que
pudiera dictar una ley propiamente dicha; como delegado del cuerpo legislativo, puede
establecer penas e impuestos, así como tiene también el poder de modificar o derogar las
leyes existentes, todo ello, bien entendido, bajo la condición de que estos poderes
exorbitantes se desprendan de los términos de la delegación especial hecha al Presidente
por el legislador. Tal es la doctrina de Laferriere (op. cit., vol. II, p. 11), Ducrocq (op. cit.,8a
ed., p. 85), Moreau (op. cit., pp. 186-190) y Cahen (op. cit., pp 265 ss.); Hauriou (op. cit.,
8a ed., p. 67 ), sin adoptar la idea de la delegación legislativa, propone una teoría que
parece aproximarse a la de la delegación, si no en sus consecuencias, al menos en su
principio. Duguit (L’ Éta, vol. II, p. 345) había adoptado primeramente estas
consecuencias; pero se pasó después a la opinión contraria (Traité, vol. II pp. 463 ss.),
que es también la de Esmein (Élément, 5a ed., p. 618) y Berthélemy (Traité, 7a ed., pp. 98
ss.).

187. C. No podrá sorprender, después de todas las divergencias que acaban de


indicarse, el reconocer que el desacuerdo reina igualmente entre los autores respecto a la
naturaleza propia y los caracteres intrínsecos del acto reglamentario.

Los autores alemanes, aquí como en otras partes, hacen intervenir, de un lado, su
habitual distinción los puntos de vista material y formal, y de otro, su división de las
ordenanzas en ordenanzas creadoras de derecho y ordenanzas administrativas. Las
primeras, dice Laban (loc. cit., vol. II, p. 381), son realmente actos administrativos en la
forma; pero en razón de su contenido, y desde el punto de vista material, constituyen
leyes, pues, lo mismo que la ley material, crean reglas de derecho. En cuanto a las
ordenanzas administrativas, en todos aspectos, tanto en la forma como en el fondo,
constituyen actos administrativos, y Laband (vol. II, pp. 544 ss.), las estudia entre los
actos que forman parte de la administración. Por el contrario, una ley formal que contenga
reglamentación administrativa sólo es, a pesar de su forma legislativa, una ordenanza
material. Jellinek (op. cit., p. 385) define igualmente la ordenanza de derecho como una
ley material que tiene la forma propia de los actos administrativos. G. Meyer (op.cit., 6a
ed., pp. 550 ss) desarrolla la misma doctrina, la que también presenten Anschutz (op. cit.,
2a ed.,
518

518 FUNCION DEL ESTADO [187-188

pp. 15 ss.), Seligmann (op. cit., pp. 103 ss) y, en la literatura francesa, Cahen (op. cit., pp.
220, 189 ss).

188. Existen en Francia dos doctrinas principales respecto de esta cuestión. La


primera tiene por representante a Duguit. Este autor se acerca a la escuela alemana, por
cuanto que se inspira, como ésta, en la distinción entre las leyes materiales y formales, y
cree que debe buscar en el contenido del acto reglamentario los elementos que han de
servir para caracterizar dicho acto. Pero se separa de los autores alemanes en que, para
distinguir la legislación de la administración, se refiere, no ya al alcance jurídico o
administrativo de la desición tomada, sino únicamente al alcance general o particular,
abstracto o concreto de la misma. La generalidad de la disposición, su concepto objetivo y
no subjetivo, tal es según Duguit, la característica de la ley. Ahora bien, el reglamento
tiene por contenido una regla general; desde el punto de vista material, y sea el que fuere
su valor formal, es, pues, esencialmente un acto legislativo.
Al calificarlo así, Duguit no solamente quiere hacer notar que, en cuanto a su
contenido, presenta grandes semejanzas con la ley. Estas semejanzas las hacen notar
casi todos los autores franceses. Ducrocq (op. cit., 7a ed., vol. I, p. 57) dice a este
respecto: “Los reglamentos tienen por signo distintivo el de presentar los mismos
caracteres que la ley. Como ella, presentan la generalidad de la disposición, la
reglamentación de lo por venir, etc., etc.” Berthélemy (op. cit., 7a ed., p. 96) señala
igualmente que los decretos reglamentarios, como la ley, son imperativos y generales; y
añade este autor que la utilidad del reglamento es aligerar el trabajo legislativo, al permitir
inscribir en la ley los principios fundamentales únicamente, lo que es tanto como decir que
los reglamentos contienen una parte de la legislación. Asimismo Moreau (op. cit., p. 50):
“El reglamento y la ley, parecidos por cuanto contienen una disposición general, tienen la
misma naturaleza intrínseca.” Esmein (Éléments, 5a ed., p. 474), sin aceptar la asimilación
del reglamento con la ley, quiere demostrar que la potestad reglamentaria de los
administradores no es contraria a la separación de los poderes, y esta preocupación en
dicho autor revela que considera realmente a la potestad reglamentaria como implicando
en ciertos aspectos una participación en la función legislativa. Pero Duguit no se limita,
como lo hacen esos diversos autores, a considerar ciertas similitudes entre el contenido
de la ley y el del reglamento; pretende que desde el punto de vista material ambas clases
de actos se identifican. “Una ordenanza por vía general – dice (L´ État, vol. II, p. 296) – es
siempre una ley en el sentido material.”El reglamento administrativo contiene una
disposición que tiene en sí carácter legislativo” (ibid., p. 377) “Toda decisión que estatuye
por vía general es una ley. Los reglamentos del jefe del Estado son leyes propiamente
dichas. Así como el Parlamento, al realizar un acto individual, rea-
519

188-189] FUNCION ADMINISTRATIVA 519

lizar un acto individual, realiza un acto que no es una ley, así también el jefe del Estado, al
formular un reglamento por vía general, hace una ley” (vol. I, p. 508; ver también Traité,
vol. I, PP. 196, 202 ss., vol. II, pp. 377 ss., 451 y 452). Según esta doctrina, se produce,
pues, en el Estado moderno, una división de la potestad legislativa entre el cuerpo
legislativo y el jefe del Ejecutivo. Duguit incluso ha sostenido que esta división puede
explicarse por causas históricas. En los países monárquicos, por lo menos, el poder
reglamentario del jefe del Estado vendría a ser solamente un fragmento y un vestigio de
su antigua potestad absoluta e ilimitada para legislar:7 “Lo que se llama el poder
reglamentario del rey es aquella parte de su poder legislativo que ha conservado a pesar
de la información de un Parlamento junto a él” (L’ État, vol. II, pp. 296 ss.; reglamento es
de orden puramente formal, y desde el punto de vista material no existe ninguna
diferencia entre ambos actos.
189. la mayor parte de los autores franceses, por el contrario, estiman que el
reglamento, por su misma naturaleza, difiere de la ley. Sin duda, las disposiciones que
contienen estas dos clases de actos son análogas por su generalidad; sin embargo, esta
generalidad, realmente, sólo constituye un signo de semejanza externa y casi formal entre
ellos. En cuanto al fondo, es decir, en cuanto a su contenido mismo, hay entre ellos,
según la opinión común, la gran diferencia de que no solamente el reglamento se halla
subordinado sólo pueden consistir en medidas de ejecución. En esto aparece la potestad
reglamentaria como siendo realmente de otra esencia que el poder legislativo, por lo que
el reglamento no puede ser calificado de ley. Así pues, la doctrina de Duguit respecto a la
identidad material entre la ley y el reglamento se ha mantenido poco menos que aislada, y
casi todos los autores califican al reglamento de acto administrativo por oposición a la ley.
Asi pues, Laferriére (op. cit., vol. I, p. 482), después de haber formulado claramente la
cuestión de saber si los reglamentos son “actos administrativos propiamente dichos” o
“actos legislativos”, contesta que el reglamento “de ningún modo es de esencia legislativa,
sino que se relaciona directamente con la potestad ejecutiva”.

7. Si este punto de vista fuera exacto, se sacaría la consecuencia de que el poder reglamentario del jefe actual del Ejecutivo está
llamado a desaparecer poco a poco. Ahora bien, lejos de declinar, el uso de los reglamento, por el contrario, va creciendo. Este
fenómeno es señalado, por lo que se refiere a los reglamentos, del Presidente de la República, por Berthélemy (Revue politique et
parlamentaire, vol. Xv, p. 6 ) y por el mismo Duguit (Traité, vol. II, p. 452). En Inglaterra, donde la legislación es más detallada y el
empleo de los reglamentos más restringido, se ha reconocido que dicho régimen presenta inconvenientes. Dicey (Introduction á l’
étude du droit constitucionnel, ed. Francesa, p. 46) recomienda la practica de los reglamentos y desea su extensión conforme ocurre en
los Estados continentales.
520

520 FUNCION DEL ESTADO [189

Esmein (Éléments, 5a ed., pp. 475 y 610) dice igualmente: “Los reglamentos son actos
administrativos”, y también: “el reglamento no es una ley sino que, al hacerse en
ejecución de la ley, está completamente subordinado a está”. Berthélemy se pronuncia
claramente en el mismo sentido: “Sólo vemos en los reglamentos de administración
pública actos administrativos semejantes a los reglamentos ordinarios”. (Traité, 7a ed., p.
98 y Revue politique et parlementaire, vol. xv, p. 9 ): “Los reglamentos no pueden hacer
nada que salga de la esfera normal de los actos de su categoría o sea de los actos
administrativos”. Le sigue Jeze (Principes géneraux du droit administratif, pp. 31 y 56 y
“Le reglement administratif”, Revue générale d’administration, 1902, vol. II, P. 7): “La ley,
por su naturaleza, es diferente del reglamento. El punto de diferencia es la absoluta
subordinación del reglamento. El punto de diferencia es la absoluta subordinación del acto
reglamentario al acto legislativo”. Hauriou, que en sus primeras ediciones enseñaba que
según el derecho positivo francés la ley y el reglamento sólo difieren por su forma (op. cit.,
3a ed., pp. 37 ss), pronto abandonó ese punto de vista y en sus ediciones más recientes
(ver actualmente 8a ed., pp. 36 ss., 54) da deficiones distintas del reglamento y de la ley,
tanto desde el punto de vista material como desde el punto de vista formal. 193 Moreau
(op. cit., n° 45) adopta una opinión mixta, considerando que el reglamento tiene la misma
naturaleza que la ley por lo que se refiere a la generalidad de la prescripción, pero
reconociendo también que el reglamento es un acto administrativo por razón de su origen
y de su subordinación a la ley; por lo tanto dice que, teniendo en cuenta ese doble
carácter, se le deben aplicar distributivamente las reglas que fijan ya el alcance de las
leyes, ya el de los actos de administración. Jacqelin (op. cit., p. 89) dice asimismo: “Los
reglamentos, a pesar de su carácter general, no pueden asimilarse a las leyes, pues,
cumplidos por los agentes del poder ejecutivo, siempre son actos administrativos”.

El interés que entraña este concepto es considerable. Si el reglamento constituye


un acto administrativo de ejecución de las leyes hay que deducir inmediatamente de ello
que está sujeto a los mismos recursos que los demás actos de administración, y
especialmente al recurso de nulidad ante el Consejo de Estado por razón de cada uno de
los vicios constitutivos de extralimitación de atribuciones. Esta es igualmente la
consecuencia que

193
Hauriou (8° ed., p. 37) se funda particularmente en “la teoría de la ilegabilidad de los reglamentos” para
afirmar que la ley y el reglamento no tienen la misma materia. Pero el alcance que concede a este
argumento es discutible. La “teoría de la ilegabilidad” demuestra, en efecto, que el reglamento y la ley no
son actos de idéntica naturaleza, pero no que su materia sea diferente. Lo que hace el reglamento y la ley no
son actos de idéntica naturaleza, pero no que su materia sea diferente. Lo que hace que el reglamento sea
ilegal no es el hecho de que haya referido a tal o cual materia, sino únicamente el hecho de que se haya
referido a ella sin que su autor haya recibido al efecto un poder legal. La “teoría de la ilegalidad” no es una
teoría de orden material, pero sí de orden formal.
521

189] FUNCION ADMINISTRATIVA 521

deducen Laferriere (op. cit., 2a ed., vol. II, p. 8) Esmein (Éléments, 5a ed., pp. 614 y 618),
Berthélemy (Traité, 7a ed., pp. 98 ss. Y Revue politique et parlementaire, vol. xv, pp. 9 y
333), Hauriou (op. cit., 8ª ed., pp. 60 ss.), Moreau (op. cit., núms.. 192 ss.) y Cahen (op.
cit., pp. 408 ss.).

La doctrina que define al reglamento como un acto legislativo nos lleva, por el contrario, a
admitir que, lo mismo que la ley, está fuera del alcance de todo recurso contencioso. Así
es como Duguit (L´État, vol. II, pp. 330 ss.) había expresado primeramente la opinión de
que los reglamentos presidenciales se sustraen a cualquier control de los tribunales; esta
opinión cuadraba perfectamente con su tesis sobre el carácter legislativo de la potestad
reglamentaria; además, se apoyaba en la idea de que el Presidente ha recibido de la
Constitución de 1875, al menos por lo que se refiere a algunas de sus atribuciones, el
carácter y la potestad de un “representante” de la nación; y Duguit sostenía precisamente
que el poder reglamentario del jefe del Ejecutivo, como el poder legislativo, es una
potestad de naturaleza representativa, que implica que el Presidente hace los
reglamentos a título de representante y no como autoridad ejecutiva. Actualmente, Duguit
renunció a esta manera de ver, y reconoce (Traité, vol. II, pp. 461, 464, 468 y 473) que los
reglamentos presidenciales son susceptibles de recurso, especialmente del recurso de
nulidad por causa de extralimitación de atribuciones.

La jurisprudencia y algunos de los autores antes citados, sin embargo, opusieron


durante mucho tiempo una restricción importante a este principio del posible recurso. Si,
en general, los reglamentos no son sino actos administrativos y como tales dependen de
lo contencioso-administrativo, las resoluciones del Consejo de Estado anteriores a 1907
creyeron que debían tratar en forma diferente, a este respecto, los reglamentos llamados
de administración pública. La razón que se alegaba era que los reglamentos de esa clase
están hechos en virtud de una legislación de potestad legislativa, y por consiguiente
participan de la naturaleza de la ley. El Consejo de Estado deducía de esto la
consecuencia de que los reglamentos de administración pública se hallan libres del
recurso de nulidad, y sólo exceptuaba de esta solución de principio el caso en que las
disposiciones contenidas en esos reglamentos hubieran excedido patentemente el
alcance de la delegación concedida por la ley. Esta jurisprudencia tenía la aprobación de
Laferriere (op. cit., 2ª ed., vol. II, pp. 11, 12 y 422). Hauriou la defendía igualmente (5ª ed.,
p. 32) y en su 6ª ed, la exponía aún (p. 308), sin combatirla. Se verá más adelante (n°
207) que hoy ha sido abandonada por el Consejo de Estado. Ya antes de este cambio de
la jurisprudencia, la mayor parte de los autores, bien sea porque rechazan la teoría de la
delegación legislativa, como Berthélemy (Traité, 7ª ed., p. 98), Duguit (Traité , vol. II. pp.
464 ss.), Esmein

522 FUNCION DEL ESTADO [189


522

(Éléments, 5ª ed., p. 618), o bien porque se adhieren a la idea de la delegación, como


Moreau (op. cit., n° 195) y Cahen ( op. cit., pp. 408 ss.), han asimilad, desde el punto de
vista de los posibles recursos, los reglamentos de administración pública a los demás
reglamentos de administración.
Ofrece otro interés la cuestión de la naturaleza del reglamento. Si las prescripciones
contenidas en los actos reglamentarios hubieran de considerarse como leyes, habría que
deducir de ello que la autoridad administrativa no puede modificar ni derogar sus propios
reglamentos. Se verá más adelante (n° 208, infra) q ue tampoco desde este punto de vista
tiene el reglamento carácter de ley.

§ 2. VERDERO CONCEPTO DEL REGLAMENTO ADMINISTRATIVO


SEGÚN EL DERECHO POSITIVO FRANCÉS

190. Entre las múltiples teorías divergentes que acaban de exponerse referentes al
fundamento, al campo de acción y a la naturaleza del reglamento, y aunque algunas de
ellas contengan una mayor o menor parte de verdad, ninguna expone de manera
totalmente satisfactoria el verdadero punto de vista en que hay que situarse para apreciar
y definir jurídicamente, ya sean las relaciones, ya sea el contraste, que existen entre la ley
y el reglamento.

Desde el primer momento, es evidente que este punto de vista debe buscarse en
la Constitución misma. Por ejemplo, cuando Duguit (Traité, vol. I, p. 202) pretende
justificar la asimilación de la ley con el reglamento alegando que “racionalmente sólo se
puede ver en los reglamentos, desde el punto de vista material, actos legislativos”, este
razonamiento no tiene valor, ya que, seguramente, no es la misión del jurista construir la
teoría racional, sino exponer la teoría jurídica, o sea constitucional, del reglamento.

Ahora bien, desde este punto de vista estrictamente jurídico se observa que la
Constitución francesa condena por igual las dos ideas principales alrededor de las cuales
se agrupan las diversas doctrinas a las cuales se ha pasado revista anteriormente.
Algunas de estas doctrinas consideran a los reglamentos como una clase de actos
profundamente diferentes de los demás actos administrativos, y ello evidentemente
porque están dominadas por la idea de que el reglamento, por su contenido, se parece
más o menos a la ley. En sentido inverso, un segundo grupo de teorías, al establecer una
oposición absoluta entre el acto legislativo y el acto reglamentario, admite que estos dos
actos no solamente se diferencian por la potestad que sacan respectivamente de su
origen, sino también por su campo de acción propio, al menos en el sentido de que puede
haber objetos que
523

190-191] FUNCION ADMINISTRATIVA 523

queden esencialmente reservados a la legislación. Vamos a ver que ni una ni otra de


estas dos ideas puede justificarse.

191. A. En primer lugar, con manifiesto error los autores, incluso aquellos que
reconocen la naturaleza administrativa del reglamento, conceden a éste un sitio entre los
actos de administración y lo presentan como un acto de una especie particular. Así, por
ejemplo, Ducrocq (op. cit., 7ª ed., vol. I p. 86) no cuenta menos de ocho diferencias entre
los reglamentos y los demás actos de administración. En todo caso, la mayoría de los
autores estudian separadamente al reglamento, como si formara una categoría especial y
extraordinaria. Berthélemy (Revue politique et parlamentaire, vol. xv,. p. 9) es tal vez el
único que declara que los reglamentos entran pura y simplemente en la categoría
ordinaria de los actos administrativos.

Sin embargo, nada autoriza a los autores para hacer semejante distinción. Muy al
contrario, es digno de notarse que por lo que concierne, por ejemplo, al jefe del Ejecutivo,
la Constitución de 1875 no le confiere expresamente el poder reglamentario. Se limita a
decir (ley de 25 de febrero, art. 3) que el Presidente “vigila y asegura la ejecución de las
leyes” y de esta fórmula, que no es sino la reproducción de la del art. 49 de la
Constitución de 1848, los autores deducen el derecho presidencial de reglamento. Todos,
en efecto, están de acuerdo en decir que dicho texto implica natural y necesariamente
para el Presidente el poder de tomar todas aquellas medidas y de emitir todas aquellas
prescripciones que tengan por objeto o que constituyan la ejecución de una ley (ver en
este sentido: Laferriere, op. cit., 2ª ed., vol. II, p. 9 y n. 1; Esmein, Éléments, 5ª ed., p. 613
y “De la délégation du povoir legislatif”, Revue politique et parlementaire, vol. I, p. 212;
Hauriou, op. cit., 8ª ed., p. 48 n. 3; Berthélemy, Traité, 7ª ed., p. 96; Moreau, op. cit., n° 81;
Duguit, Traité, vol. II, pp. 466 ss.). Si tal es el alcance del texto, presenta su disposición,
para la teoría constitucional del reglamento, una considerable importancia. En efecto, por
lo mismo que comprende y confunde en una fórmula común e idéntica a todos los actos
administrativos de ejecución, comprendidos los actos reglamentarios, implica el art. 3°, de
una manera indudable, que el reglamento, en todos los aspectos, no es más que un acto
administrativo puro y simple propiamente dicho. Lo que es muy notable en este texto es
que, en efecto, no establece dos categorías de actos administrativos: aquellos que
consisten en medidas particulares, de una parte, y de otra aquellos que suponen
reglamentación. Según el derecho positivo francés, el reglamento no procede de un poder
especial en la autoridad administrativa, sino que es una consecuencia del poder
administrativo en general. Según el texto mismo de la Constitución, entra dentro de la
fórmula y de la definición general de la administración. En realidad, nadie podría decir
mejor que el texto del art. 3° que el acto reglamen tario es, de todo
524

524 FUNCION DEL ESTADO [191

Punto, un acto exclusivamente administrativo. Esta es una conclusión que se desprende


irrefragablemente de la Constitución.

Para corroborar esta conclusión, importa observar que desde la restauración, en el


año de VIII, del poder reglamentario del jefe del Estado, la distinción que había sido
señalada primeramente por la Constitución entre el reglamento y los demás actos
administrativos ha ido atenuándose sin cesar, acabó por desaparecer completamente en
los textos constitucionales. La Constitución del año VIII (art. 44) se ocupaba
especialmente del acto reglamentario diciendo que “el gobierno hace los reglamentos
necesarios para asegurar la ejecución de las leyes”. En dicha época, en efecto, se
precisaba un texto expreso para establecer francamente el poder reglamentario, que
hasta entonces no había sido realmente reconocido al jefe del Ejecutivo por las
Constituciones revolucionarias. La Carta de 1814 (art. 14) vino a añadir a los reglamentos
para la ejecución de las leyes aquellos otros “necesarios para la seguridad del Estado”, lo
que implicaba para el rey un poder de reglamentación que excedía de la simple ejecución
de las leyes en vigor. La Carta de 1830 (art. 13) y la Constitución de 1852 (art. 6)
volvieron a la fórmula del año VIII. Todos estos textos presentaban, pues, a la potestad
reglamentaria como un poder que merecía especial mención. La Constitución de 1848
(art. 49), por el contrario, se limita a decir que el Presidente “vigila y asegura la ejecución
de las leyes”, pero, sin embargo, formulaba en su art. 75 algunas reglas especiales en lo
que concierne a aquellos reglamentos de la administración pública respecto a los cuales
la Asamblea legislativa concediera al Consejo de estado una delegación especial que le
permitiera hacerlos por sí solo. En la Constitución de 1875 (art. 3, anteriormente citado; cf.
ley del 31 de agosto de 1871, art. 2) no se encuentra ya sino una fórmula única, que
comprende indistintamente los actos reglamentarios y los demás actos administrativos del
jefe del Ejecutivo; y esta fórmula, que señala el término de toda la evolución1 realizada en
esta materia, significa claramente que el reglamento tiene los mismos fundamentos, la
misma naturaleza e idénticos efectos que cualquier otro acto de potestad administrativa
realizado por el Presidente.
Con manifiesto error, pues, en gran número de obras de derecho público se habla del
reglamento como un acto de una especie aparte.

1 Lo más significativo de esta evolución constitucional es el proceso depuración de depuración que se ha realizado, respecto del
reglamento, desde el año VIII hasta 1875. Al nombrar separadamente el poder reglamentario, las antiguas Constituciones permitían
hasta cierto punto considerar a los reglamentos como una categoría de actos aparte. La Constitución de 1875 ni siquiera nombra al
reglamento; únicamente hace resaltar, a este respecto, la idea de ejecución de las leyes; sólo esta idea en la base del poder
reglamentario.
525

191-192] FUNCION ADMINISTRATIVA 525

En esto los autores se muestran muy poco lógicos consigo mismos, pues todos, en
efecto, hacen depender la competencia reglamentaria del Presidente del texto
constitucional que le confiere el encargado de ejecutar las leyes, y sin embargo muchos
de ellos presentan al reglamento como un acto de naturaleza y de potestad legislativas.
Esta forma de tratar el reglamento proviene directamente del concepto que consiste en
ver la generalidad de la prescripción o en su carácter de regla de derecho la característica
de la ley. Por ser general el reglamento, o por poder contener prescripciones que se
refieren al derecho individual, se pretende ver en él a un acto aparte, que tiene más o
menos analogía con la ley. Este punto de vista está en absoluta contradicción con la
Constitución. La fórmula antes citada del art. 3, en efecto, consagra el concepto de que la
función administrativa entraña los mismos procedimientos de desición que la función
legislativa, y al igual que la legislación, entraña el poder de formular reglas, tanto
generales como de derecho. Sólo que estas reglas, al no estar dictadas en forma
legislativa y a título legislativo, no tienen valor de leyes, sino que valen solamente lo que
pueda valer un acto de administración. Además, por ser el reglamento obra de la
autoridad administrativa, no posee la potestad de iniciativa que corresponde a la ley y al
autor de ésta, el Parlamento. En este doble aspecto, el calificativo, de “legislación
secundaria” tantas veces aplicado por los autores a los reglamentos en general, o al
menos a los reglamentos de administración pública (Aucoc, “Des reglements
d´administration publique”, Revue critique de legislation, 1871-1872, pp. 75 ss.; Ducrocq,
op. cit., 7ª ed., vol. I, p. 83; Moreau, op. cit., p.61; Esmein, Elements, 5ª ed., p. 610), es
totalmente contraria a la Constitución: los reglamentos no constituyen en grado alguno
legislación, ya que, como actos administrativos, se hallan totalmente desprovistos de la
potestad, de los caracteres y de los efectos que constituyen el signo propio de la ley en el
sentido constitucional de esta palabra. Las diferencias esenciales entre la ley y el
reglamento se reducen a tres:

192. a) El reglamento y la ley, si bien pueden tener el mismo contenido, no tienen


la misma potestad de efectos. La ley, comparada con el reglamento, se caracteriza como
estatuto, es decir, como una regla de esencia superior, que se impone al respecto de
todas las autoridades estatales distintas del legislador, en tanto que todas las desiciones
que emanan de estas autoridades subalternas sólo podrán adoptarse bajo la condición de
respetar el orden general establecido por las leyes. El reglamento carece de ese valor
estatutario, y no es sino una fuente de derecho inferior. No solamente no se impone al
legislador, ya que es evidente que el derecho estatutario domina y abroga al derecho
simplemente reglamentario, sino que además no obliga a las autoridades administrativas,
en el sentido de que éstas siguen siendo naturalmente dueñas de modificar sus propios
526

526 FUNCION DEL ESTADO [192-193

reglamentos.2 En el mismo orden de ideas hay que añadir que el reglamento carece
también de la segunda fuerza característica de la ley, que es la de poder, en un caso
individual, derogar el orden general vigente; no solamente carece del poder de derogar el
orden superior creado por la legislación, y ello por razón de su subordinación a la ley, sino
que tampoco podría la autoridad administrativa, sirviéndose de la vía reglamentaria,
prescribir a título excepcional medidas que supusieran la violación, en detrimento de los
administrados, del orden jurídico general que resulta de sus propios reglamentos.

193. b) El reglamento no tiene la misma potestad de iniciativa y de libre exposición


que la ley. Mientras el poder legislativo se ejerce de una manera inicial e incondicional, el
reglamento, como todo acto administrativo, es un acto subalterno que, en principio y por
su definición misma, sólo puede producirse en ejecución de las leyes. Es éste un carácter
esencial del reglamento, especialmente señalado por la Constitución, puesto que
comprende al poder reglamentario dentro de la actividad general que consiste en ejecutar
las leyes. Resulta de ello que no solamente el reglamento queda sometido a la ley y
contenido intra legem, en el sentido de que no puede ir en contra de las leyes ni referirse
a una materia que el legislados ha hecho suya al estatuir sobre ella por vía legislativa,
sino que también, como acto ejecutivo, no puede el reglamento concebirse sino como
consecuencia de la ley; la presupone y es un acto secundum legem, en el sentido de que
sólo es lícito y válido mientras se funda en la ley o al menos mientras depende de un texto
legislativo que entrañe ejecución.3

2 Así como la forma de la ley, como manifestación de un poder preponderante, queda reservada al Estado con
exclusión de la provincia, del municipio o de cualquier otra colectividad territorial subalterna (ver pp. 166 ss., 175, 186,
supra), así también la facultad de servirse de esta forma y el poder de conferir por dicho medio valor legislativo a una
prescripción o decisión estatal sólo pertenece en el Estado a aquel de los órganos constituidos que ha sido llamado a
expresar en el mismo la más alta voluntad. Unicamente los actos que emanen de dicho órgano pueden recibir el nombre
de leyes. Aquellos que emanan de una autoridad de menos categoría, aunque sean idénticos a la ley por su contenido,
habrán de tomar una denominación diferente: reglamento, ordenanza, resolución, puesto que sólo son la manifestación
de una voluntad menor y obra de una potestad jerárquicamente inferior (ver pp. 326 ss., supra). La misma regla
adquiere, pues, carácter y efectos de ley o de reglamento según sea su autor. 3 Del carácter ejecutivo de los decretos
reglamentarios puede deducirse que su eficacia sólo puede empezar a tener lugar a partir de la entrada en vigor de la
ley de que dependen, e inversamente, la abrogación de dicha ley entrañaría al mismo tiempo la de los reglamentos que
se refieren a su ejecución. Más aún, es conveniente observar que no puede el reglamento, en principio, decretarse sino
después de la promulgación de la ley, pues el poder de ejecutar determinada ley no puede legítimamente empezar a
existir y a ponerse en movimiento sino a partir del momento en que esta ley ha llegado a ser en sí misma ejecutiva, es
decir, a partir de su promulgación. Al ser ejecutivo, el reglamento no puede originarse sino a consecuencia de una ley.
No solamente es cronológicamente posterior al acto legislativo, sino también a la promulgación misma de dicho acto.
Bien es verdad que se ha visto que, desde antes de su
527

194] FUNCION ADMINISTRATIVA 527

194. c) Finalmente, la consecuencia de este carácter ejecutivo es que, a diferencia de la


ley, el reglamento se halla sujeto a los mismos remisos que los demás actos
administrativos. En el sistema francés del listado legal, el mismo hecho de que el
reglamento sólo puede crearse en ejecución de las leyes implica respecto a este acto un
control de legalidad, con objeto de comprobar si se mantiene correctamente dentro de los
límites de la ley que ejecuta. Este control se ejerce especialmente por la vía jurisdiccional.
Si el reglamento ha sido hecho sin poder legal o si ha tomado medidas que van más allá
de los poderes que para la autoridad administrativa se desprenden de la ley, la parte
interesada, para suprimir esta ilegalidad, dispone de dos medios: uno de ataque y otro de
defensa. Puede atacar al reglamento, en nulidad, por extralimitación de atribuciones, ante
el Consejo de Estado. A este respecto, el reglamento está sometido a los mismos
recursos que los demás actos administrativos. Pero, además, existe una vía especial
contra él: la parte interesada puede desconocer al reglamento ilegal, y cuando sea
perseguida penalmente por esta violación del reglamento podrá defenderse invocando la
ilegalidad de éste. El art. 171-15' del Código penal especifica, en efecto, que el juez
encargado de perseguir al contraventor no debe aplicarle la multa sino después de haber
comprobado la legalidad del reglamento violado. Con esto el art. 471 establece una
importante derogación a la regla general según la cual las autoridades judiciales no
pueden conocer de las dificultades que surgen respecto de la validez de los actos de la
autoridad administrativa. Es de preguntarse cómo algunos autores (Ducrocq, op. cit., 7*
ed., vol. I, p. 83, vol , p. 291) han podido tratar de explicar esta derogación por la razón de
que los reglamentos tienen en sí carácter legislativo. Si esta consideración tuviera
fundamento resultaría, por el contrario, que los tribunales judiciales no podrían comprobar
la regularidad de los reglamentos, como no pueden controlar la constitucionalidad de las
leyes, y resultaría, además, que el Consejo de Estado no podría tampoco conocer del
recurso de nulidad. Otros autores han sostenido que la derogación consagrada por

promulgación, tiene la ley cierta fuerza ejecutiva respecto al jefe del Ejecutivo (p. 392, supra).Sin embargo, importa
observar que esta fuerza ejecutiva, que se adhiere de golpe al acto legislativo por el solo hecho de la aprobación de la
ley por las Cámaras, no puede llegar hasta permitir al Ejecutivo poner inmediatamente en ejecución las diversas
disposiciones que constituyen el contenido de dicho acto. Con relación al público, no pueden éstas entrar en ejecución
sino •i partir de la promulgación. Ahora bien, el hecho de que el Presidente de la República, en virtud de una ley, emita
las medidas reglamentarias para las cuales dicha ley le habilita expresa o implícitamente, constituye por parte del
Ejecutivo un acto de ejecución del contenido del acto legislativo. Semejante acto de ejecución sólo es susecptible de
producirse después de la promulgación. Por eso un decreto que supone reglamentación para la ejecución de una ley no
pued' tener fecha anterior al decreto que promulga la ley misma (cf., respecto a estas
cuestiones, la n. 26, p. 397, supra).
528

528 FUNCION DEL ESTADO [194-195

el art. 471 está motivada únicamente por los principios relativos al ejercicio de la justicia
penal. Pero se ha demostrado anteriormente (n. 28, p. 350) que el poder de comprobar la
legalidad de los reglamentos no se reduce al caso en que un tribunal de represión se hace
cargo de una contravención punible, sino que este poder se extiende a todos aquellos
reglamentos que pueden alegarse ante un tribunal judicial cualquiera, al menos en cuanto
se trata de reglamentos cuyas prescripciones crean derecho aplicable a los particulares. Y
precisamente el motivo de la derogación establecida por el art. 471 , como se vio antes,
en el sitio señalado, debe buscarse en la consideración de que, para todos los
reglamentos de esta clase, a los jueces encargados de su aplicación incumbe apreciar, no
solamente en qué sentido deben aplicarse, sino también y ante todo si son aplicables, es
decir, si están hechos legalmente.

195. B. Hay que referirse ahora a la segunda idea que aparece en la doctrina, o
sea a la teoría tan extendida en Alemania e incluso en Francia según la cual el
reglamento y la ley se distinguen uno de otro por su objeto, su materia y su campo de
acción respectivos. Esta teoría está igualmente en contradicción con la fórmula
constitucional que hace depender el poder reglamentario, únicamente, de la función de
ejecución de las leyes. Como lo ha observado Moreau (op. cit., pp. 195 y 220) y como lo
reconocen actualmente la mayoría de los autores (Duguit, Traite, vol. H, p. 451; Jéze,
Revue du droit public, 1906, p. 678 y 1908, p. 50; Raiga, Pouvoir réglementaire du
Président de la République, tesis, París, 1900, p. 152; Cahen, op. cit., p. 247) , es notable
que ni el art. 3 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, ni ningún otro texto de la
Constitución, determinan las materias que son de la competencia reglamentaria de la
autoridad administrativa, y la Constitución tampoco contiene principio general alguno que
implique cualquier distinción entre las materias legislativas y las materias reglamentarias.
Por otra parte, no se podría decir que existen, naturalmente y por definición, materias que
sean legislativas
en sí y materias que sean por sí mismas de orden reglamentario, ya que la legislación y la
administración, al perseguir en el fondo los mismos fines, no tienen objetos esencialmente
diferentes.4 Lo que las distingue

4 En sv discurso preliminar sobre el Código civil (Fenet, Travaux préparatoires du Codecivil, vol. i, p. 478),
Portalis trataba sin embargo de determinar el papel respectivo de la ley y el reglamento, al establecer a este respecto el
principio siguiente: "Las leyes son las que deben formular en cada materia las reglas fundamentales y determinar las
formas esenciales. Los detalles de ejecución, las precauciones provisionales o accidentales, los objetos instantáneos o
variables son de la competencia del reglamento". Pero esta expresión, frecuentemente referida, no significa que el
reglamento se caracterice jurídicamente y se distinga de la ley por su materia y por la naturaleza de su contenido. La
afirmación de Portalis respecto de este punto, en efecto, no tiene el alcance de una regla de derecho positivo; tan sólo
tiene valor de consejo o recomendación de orden político (cf. p. 322, supra).
529

195] FUNCION ADMINISTRATIVA 529

como se ha visto (núms. 162 ss., supra)— son únicamente los poderes dexiguales que
entrañan respectivamente estas dos funciones para alcanzar sus fines comunes.

En este terreno de los poderes es precisamente donde se coloca el art.. 3 de la ley


de 25 de febrero de 1875 para formular el principio único que determina y delimita, en el
derecho positivo actual, la esfera de accion y la extensión de potestad del reglamento
comparado con la ley. Este principio es que el reglamento, asimilado en esto a los demás
actos administrativos por el art. 3, es un acto de potestad subalterna, que no solamente
no puede ser realizado más que por el imperio estatutario del orden natural creado por las
leyes y bajo la observancia de todas las decisiones emitidas a título legislativo, sino
también que, conforme al sistema general del derecho público francés, sólo puede
producirse en ejecución de las leyes. Ejecutar las leyes: tal es, pues el único e invariable
campo de acción del poder reglamentario. Esto significa que, para el reglamento, no
existen materias que le pertenezcan en propiedad. O, por lo menos, si se tiene absoluto
empeño en hablar de materias reglamentarias, hay que decir que la materia del
reglamento es ejecución y, en sentido inverso, es materia legislativa toda regla que no
tenga por objeto ejecutar las prescripciones de las leyes vigentes.5

5 En otras Constituciones, el poder reglamentario del Ejecutivo tiene base más amplia. En Suiza por ejemplo,
se ha observado ya (n. 7, p. 455) que el Consejo federal, además de su cometido de ejecución, recibe de la Constitución
(art. 102) competencias generales que implican es el llamado a desempeñar en diversos campos de acción un cometido
paralelo, aunque iiirrrior en potestad, al de la Asamblea federal. Estas competencias suponen para el consejo federal el
correspondiente poder reglamentario. Cuando se lee en el art. 102-12" (ver también mi. 102-15°) que el Consejo federal
"es el encargado de todas las ramas de la administración que pertenecen a la Confederación", se debe deducir de ello
que la misma Constitución lo habilita directamente, con anterioridad a toda invitación procedente de las asambleas
legislativas, para formular por vía de ordenanza las reglas destinadas a asegurar el funcionamiento de los diversos ramos
de la administración federal, de los que tiene la dirección y también la responsabilidad. Bien es verdad que las
ordenanzas de esta primera clase sólo conciernen a la marcha interna de los servicios y no se aplican sino a los
funcionarios. Pero existen en el art. 102 otros textos que implican a su vez para el Consejo federal el poder de emitir
ordenanzas que crean reglas obligatorias para los ciudadanos Por ejemplo, y especialmente, el art. 102-10'' le impone la
obligación de "cuidar de la seguridad interior de la Confederación, del mantenimiento de la tranquilidad y del orden". No
se comprende cómo podría el Consejo federal desempeñar esta obligación constitucional si no tuviera la facultad de
dictar, además de las medidas particulares apropiadas para casos aislados, ciertas prescripciones generales que se
refieran al conjunto de la colectividad. Los autores suizos están de acuerdo en reconocer que le corresponde al Consejo
federal emitir por su propia iniciativa las ordenanzas que califican como administrativas (Verwaltungsverordnungen), o
sea aquellas que sólo se refieren a la conducta que han de seguir los agentes administrativos y que no deben producir su
efecto sino en el interior del servicio. Si se trata, por el contrario, de dictar ordenanzas de derecho
(Rechtsverordnungen), que crean obligaciones para los ciudadanos mismos, la doctrina
530

530 FUNCION DEL ESTADO [196

196. No se debe olvidar, por cierto (óf. núms. 159 y 166, supra), que la palabra ejecución
debe entenderse en un sentido relativamente amplio. Según la tradición constitucional, el
concepto de reglamento eje' cutivo no significa que el reglamento ha de limitarse a
asegurar la ejecución de disposiciones ya decretadas por el legislador mismo, sino que,
por

es más dudosa. Cierto número de autores estiman que el Consejo federal, en principio, no el competente para emitir
ordenanzas de esta segunda clase; incluso cuando se producen con objeto de asegurar la ejecución de disposiciones
legislativas, estas últimas ordenanzas presuponen, cuando han de crear derecho, una habilitación recibida de la
Asamblea federal, o mal exactamente una "delegación", bien sea formal, bien por lo menos tácita (ver v. Salis, Schweiz.
Bundesrecht, 2* ed., vol. 11, p. 180; Blumer-Morel, op. cit., 2* ed., vol. m, p. 89; Burckhardt, op. cit., 2" ed., pp. 683 y
684; Guhl, op. cit., pp. 71 ss., 85-86, 91-92, 102 ss.; cf. Hiestand, op. cit., p. 81). El Consejo federal mismo parece haberse
colocado en este primer punto de vista. Se ha observado, en efecto (Guhl, op. cit., pp. 84, 86, 92 y 103), que el Consejo
federal presenta por lo general sus ordenanzas como medidas de "ejecución" de las leyes (Vollziehungsverordnungen); e
incluso cuando contienen reglas obligatorias para los ciudadanos, tiene buen cuidado, con objeto de poner su
competencia a salvo de toda discusión, no solamente de hacer depender su ordenanza de una ley determinada, sino
además de referirse en esta ley al artículo especial del que depende su intervención reglamentaria y de tal modo
demuestra que cree hallar en él el fundamento de su delegación. A pesar de la reserva así observada respecto de esta
cuestión por una parte de la doctrina y por la práctica, parece preferible adherirse a una segunda opinión
(Schollenberger, Bundesstaatsrecht der Schweiz, p. 254 y Kommentar der schweiz. Bundesverfassumg, p. 548; Bossard,
op. cit., pp. 165 ss., 176-177), según la cual los poderes de reglamentación del Consejo federal no se deducen
únicamente de la función de ejecución de las leyes que le incumbe a dicha autoridad, y no se reducen tampoco a la
facultad de regular la marcha interna de los servicios en virtud de la potestad territorial asignada al Consejo federal
sobre todas las ramas de la administración, sino que comprenden también, y naturalmente, la facultad de emitir
ordenanzas que crean derecho aplicable a los ciudadanos, por cuanto que estas ordenanzas se producen con fines cuya
realización tiene encargo de asegurar el Consejo federal por la Constitución. La teoría de la delegación debe rechazarse.
Además de ser la idea de delegación inconciliable con los principios del derecho público suizo, lo mismo que con los del
derecho constitucional francés (ver respecto a este punto las objeciones especiales de Bossard, op. cit., pp. 171 ss.),
conviene observar que esta idea es superflua: no se precisa de una delegación consentida por la Asamblea federal, toda
vez que la misma Constitución federal ha encargado al Consejo federal que actúe; y éste es especialmente el caso por lo
que concierne a las medidas de seguridad interior, como se ha visto anteriormente por el art. 102-10". Bien es verdad —
como lo recuerda Burckhardt, op. cit., 2" ed., p. 683— que, según el art. 16 de la Constitución federal, el mantenimiento
de la tranquilidad y del orden corresponde en primer término a los cantones y no a la Confederación; el poder de
ordenanza del Consejo federal se encuentra, pues, reducido correlativamente. No por ello deja de ser cierto que dicho
poder puede encontrar aún algunas ocasiones de ejercerse. La práctica ofrece ejemplos de ordenanzas que regulan las
facultades jurídicas de los ciudadanos, cuya iniciativa tomó el Consejo federal sin hallarse habilitado para ello por
ninguna delegación (ver especialmente los casos señalados por Guhl, op. cit.. pp. 87-88). Se podrían encontrar sobre
todo ejemplos de este género en el reciente período de la guerra, período que, bien es verdad, ha sido regido por el
sistema de los "plenos poderes", pero en el curso del cual parece que el Consejo federal, incluso en ausencia de sus
poderes extraordinarios, hubiera podido adoptar, por encima de los cantones, ciertas medidas de seguridad externa o
interna en interés de la Confederación. Ver
531

196] FUNCION ADMINISTRATIVA 531

M I S reglamentos, también la autoridad administrativa puede estatuir de una manera que,


en cierto sentido, es inicial, es decir, sobre materias que no han sido reguladas
anteriormente por ninguna ley. Ahora bien, ¿nulo puede hacerlo en virtud de un texto
legislativo que le confiera poder para ello. En tal caso, no constituye el reglamento la
prolongación o el complemento de una ley anterior, puesto que al intervenir en una
materia que no ha sido legislada, su objeto no es completar la ley, prescribiendo medidas
de detalle propias para asegurar la ejecución de reglas ya lo rumiadas por ellas. Los
reglamentos de esta clase no pueden, pues, calificarse como actos ejecutivos en el
sentido l i t e r a l de esta palabra (Duguit, Traite, vol. II, p. 4 5 8 ) . Y sin embargo, el
reglamento hecho en estas condiciones, desde el punto de vista constitucional, sigue
siendo un acto ejecutivo, por cuanto está hecho por la autoridad administrativa en virtud
de una invitación o de una orden legislativa, y tiene así su punto de partida y el
fundamento de su legitimidad en una ley de la que, al menos en este sentido, constituye la
ejecución.6 7

en este sentido la resolución del Consejo federal del 12 de julio de 1918, referente "a las medidas que deben tomarse
por los gobiernos cantonales para el mantenimiento de la tranquilidad y del orden". Débese observar, en el texto de
dicha resolución, que, para tomarla, el Consejo federal no solamente se apoya en los poderes especiales que tenía desde
el 3 de agosto de 1914, Hiño también, y en primer término, en aquellos que recibe del art. 102-9" y 10" de la
Constitución federal. Así pues, y en resumen, la competencia reguladora del Consejo federal no se limita al poder de
hacer ordenanzas que tengan carácter estrictamente ejecutivo, o sea dictadas en consecuencia y en virtud de una
prescripción legislativa de la Asamblea federal, sino que constituye también, para ciertas materias, un poder propio e
inicial de reglamentación, inherente a la misma naturaleza de las atribuciones de que el Consejo federal ha sido
investido por la Constitución, bien sea dentro de la esfera de los servicios administrativos, bien sea con relación a los
ciudadanos; poder reglamentario que tiene, no obstante, carácter de subordinación, por cuanto que las ordenanzas del
Consejo federal deben desde luego respetar normalmente, además de la Constitución, las leyes y las resoluciones que
emanan de la Asamblea federal. Finalmente, se ve que la comparación de la Constitución federal suiza con la
Constitución francesa de 1875, respecto de dicho punto, tiene por resultado hacer resaltar el estrecho fundamento y la
naturaleza puramente ejecutiva del poder reglamentario del Presidente de la República en Francia. En la Constitución de
1875 no existe ningún texto que proporcione al Presidente la base para una facultad "material" de reglamentación
comparable a las competencias que, en virtud del art. 102 de la Constitución suiza, permiten al Consejo federal emitir
espontáneamente ordenanzas concernientes a la administración y que obligan a los ciudadanos. El único texto que han
podido alegar los autores franceses para fundamentar el poder reglamentario del Presidente es la disposición del art. 3
de la ley de 25 de febrero de 1875, que le encarga de ejecutar las leyes. La Constitución de 1875 no crea ningún poder
independiente e inicial de reglamentación para el jefe del Ejecutivo, y solamente lo habilita para dictar reglamentos en
consecuencia de una ley y que sean la ejecución de ella.

6 Podrá decirse quizás que la palabra ejecución no expresa de una manera exacta la relación de dependencia que existe
entre el reglamento y la ley. En efecto, frecuentemente concede la ley al jefe del Ejecutivo un amplio poder para tomar
por decreto aquellas medidas reglamentarias que juzgue útiles. En tal caso, dícese, el jefe del Ejecutivo, al formular el
532

532 FUNCION DEL ESTADO [196

Por las observaciones que preceden se ve que la Constitución no ha definido la


administración en general, y la actividad reglamentaria en particular, ni por su f i n , ni por
la naturaleza de las disposiciones que entraña el reglamento, ni por las materias en las
cuales puede intervenir,

sino que define al reglamento únicamente por su subordinación a las ledecreto, no ejecuta la ley, sino que en verdad
hace uso de un poder legal. Ya se ha contestado a esta objeción (p. 457, supra). Al caracterizar al reglamento como acto
de ejecución, la Constitución francesa ha querido marcar con toda claridad que el Presidente de la República sólo puede
hacer uso de su poder reglamentario sin excederse de los permisos legislativos; en otros términos, el art. 3 de la ley de
25 de febrero de 1875 significa que el poder reglamentario no solamente está limitado por las leyes vigentes en el
sentido de que no puede ir contra legem, sino además que se encuentra condicionado por la ley. Condicionado no ya
ciertamente en el sentido de que no pueda contener el reglamento más que medidas ya decretadas por una ley, puesto
que con frecuencia el Presidente recibe de la ley el poder de determinar por s; mismo las medidas convenientes, sino al
menos condicionado por la ley en el sentido de que siempre debe tener en su base una ley que lo autorice o de la que
asegure la ejecución.

7 La interpretación que ?e ha dado anteriormente al art. 3 de la ley de 25 de febrero de 1875 y el concepto del
poder reglamentario que de la misma se desprende han sido impugnados. Se ha dicho que el reglamento tiene por
cometido procurar la ejecución de las leyes, en el sentido de que desarrolla las prescripciones discutidas y aprobadas
legislativamente por el Parlamento a fin de asegurar la ejecución de las mismas, pero no en el sentido de que se
substituya a la ley al estatuir respecto de asuntos a los que no se refirió el cuerpo legislativo. Esta objeción la formuló
especialmente Larnaude, en el curso de una discusión que tuvo lugar en la Sociedad General de Prisiones respecto de la
disposición, ya citada (p. 439), del art. 38 de la ley de presupuestos de 17 de abril de 1906. Mediante dicho texto el
Parlamento encargaba al Presidente de la República establecer por un reglamento de administración pública las
garantías especiales de capacidad profesional para los candidatos a las funciones judiciales e instituir para los
magistrados una escala de ascensos. Larnaude reprocha en primer lugar a ese texto el establecer "una abdicación del
poder legislativo, impotente o incapaz, en manos del poder ejecutivo". Esta es una apreciación de orden político de la
que no debe hacerse caso aquí. Pero, además, Larnaude impugna desde el punto de vista jurídico el procedimiento
empleado en esta circunstancia por el Parlamento, alegando que en este caso, no habiendo dictado por sí misma la ley
de presupuestos ninguna disposición respecto a las condiciones de nombramiento y de ascenso en la magistratura, no
había lugar para un reglamento ejecutivo, por el motivo de que dicho reglamento nada tenía que ejecutar. La ley en
cuestión "no dice ni prescribe nada que deba ejecutarse: no puede ejecutarse la nada". Esta objeción desconoce el
verdadero alcance del concepto de ejecución.
Ejecutar la ley no es únicamente ejecutar los principios que haya podido enunciar respecto de una materia que ya se
encuentra legislada, sino que, además, es obedecer a los mandamientos que haya podido dirigir la ley a la autoridad
ejecutiva. En el caso que nos ocupa, el Presidente tenía que ejecutar la ley de presupuestos, .emitiendo el reglamento
que le había ordenado dictar en Consejo de Estado. Esto es por otra parte lo que dice de una manera expresa el art. 38:
"Un reglamento de administración pública, dictado en ejecución de la presente ley, dentro de los tres meses siguientes a
su promulgación, fijará..." Pero entonces, si tal es rl sentido del art. 38, declara Larnaude que dicho texto contiene "una
verdadera disposición anti-constitucional". Se debe contestar a esto, y se comprobará después (núms. 201 ss.) que en la
Constitución francesa nada se opone a que el Parlamento encargue al Presidente de la República estatuir por vía
reglamentaria sobre una materia cualquiera. Ahora bien, aquel
533

196] FUNCION ADMINISTRATIVA 533

yes, subordinación llevada a tal extremo por el art. 3 antes citado, que la autoridad
administrativa nada puede emprender por vía reglamentaria niño a consecuencia o en
virtud de una ley. El carácter dominante del reglamento no es, pues, que reglamenta
detalles ni que estatuye sobre ciertos objetos que constituyen su esfera especial en
oposición a la esfera legislativa, sino que lo que caracteriza esencialmente al reglamento
es que estatuye en consecuencia y en ejecución de la ley. En este aspecto, el art.3
anteriormente citado no distingue de ningún modo entre las prescripción es que se
refieren a los asuntos administrativos y aquellas que eonciernen a los ciudadanos. Esta
distinción, admitida por tantos autores, es " arbitraria" , como dice Duguit (Traite, vol. II, p.
471), el cual añade que, por lo que se refiere a los reglamentos que estatuyen sobre el
funcionamiento de los servicios administrativos, "no se puede fundar la competencia del
gobierno en el art. 3 de la ley de 25 de febrero de 1875". En cualquier materia, en efecto,
este texto reduce la competencia reglamentaria a la misión de ejecutar las leyes. En otros
términos, la Constitución ha querido reservar a la ley, incluso para las materias llamadas
administrativas, el poder inicial de estatuir por sí misma o de habilitar a la autoridad
administrativa a estatuir en lugar del legislador. En vano se alega
que el Presidente de la República es incompetente, por su misma cualidad de jefe de la
administración, para dictar espontáneamente los reglamentos referentes a los servicios
adminstrativos. Este razonamiento carece de justificación, ya que, según la Constitución,
la potestad del Presidente como jefe de la administración consiste simplemente en
asegurar la ejecución de las leyes.8

que no le está prohibido al legislador por la Constitución, debe serle permitido, y el uso que el legislador puede hacer de
esta libertad no puede, por consiguiente, considerarse como inconstitucional. Queda únicamente la cuestión de saber si
el Consejo de Estado y el Presidente podían, mediante su reglamento, derogar o modificar las leyes anteriormente
vigentes, que fijaron ciertas condiciones de nombramiento a las funciones judiciales; respecto de este punto hay que
contestar negativamente, habida cuenta de que la ley de presupuestos de 1906 no les confería ningún poder especial de
esta naturaleza (ver las observaciones de Larnaude en el Bulletin de la Société Genérale des Prisons, vol. xxx, pp. 1004
ss.; cf. ibid., pp. 996 ss., 1001 ss.).

8 La teoría contemporánea que distingue entre las reglas de derecho, materia propia de la ley, y las reglas concernientes
a los asuntos administrativos del Estado, que pueden ser materia de reglamentos lo mismo que de leyes, se desprende
en gran parte de las doctrinas de Montesquieu sobre la separación de poderes. Estas doctrinas tendían esencialmente a
garantizar, contra la arbitrariedad de las autoridades estatales, " l a vida y la libertad de los
ciudadanos, así como la seguridad de los mismos" (Esprit des lois, libro xi, cap. vi,), y con este objeto Montesquieu
expresaba la idea de que las prescripciones que se refieren a los derechos de los ciudadanos no pueden ser dictadas por
las autoridades ejecutivas o judiciales, sino que solamente puede establecerlas el cuerpo legislativo, estatuyendo a título
de ley y en forma de regla general. Así pues, la doctrina de Montesquieu implica que no comprende la
534

534 FUNCION DEL ESTADO [196

Pero, por otra parte, no es menos importante observar que el art. 3 no limita de ningún
modo el campo de intervención del reglamento. En ninguna parte dice la Constitución que
la competencia reglamentaria de la autoridad administrativa se reduzca a una clase de
materias o a un orden de prescripciones determinadas. Bajo la única reserva de la
necesidad de la autorización legislativa, la esfera del reglamento es ilimitada. La única
delimitación que puede establecerse entre la esfera de la ley y la del reglamento proviene
del principio que subordina la iniciativa reglamentaria a la condición de una autorización
de la ley, pero por lo demás no existe diferencia " material " entre ambas esferas. En una
palabra, si el reglamento nada puede hacer sin una habilitación legislativa, puede hacerlo
todo mediante dicha habilitación.9 Desde este punto de vista es

legislación, como objeto propio, sino aquellas reglas referentes al derecho individual. El principio de la separación de
poderes se funda en un concepto según el cual los ciudadanos sólo pueden pretender la protección que resulta del
régimen de la legalidad y sólo merecen en cierto modo esta protección en la esfera y en la medida de sus intereses
privados. Por el contrario, para todo aquello que se salga de esta esfera, es decir, para todo lo que concierne a la cosa
pública, los asuntos del Estado, sus servicios administrativos, sus relaciones con los Estados extranjeros, el Ejecutivo
vuelve a ser dueño de tomar por sí solo aquellas medidas que juzgue útiles y de formular las reglas que habrán de
gobernar su actividad en este aspecto. El interés de los ciudadanos se considera que no tiene nada que ver en esto: sólo
el interés del Estado está en juego. Estas ideas de Montesquieu, que aun hoy día sirven de principio conductor en
monarquías integrales como las de los Estados alemanes, no resisten un atento examen. Ya se demostró (n° 107, supra)
que los ciudadanos no tienen interés únicamente en la seguridad de sus derechos privados, pues las medidas que
conciernen el funcionamiento de los asuntos públicos tienen repercusiones que pueden alcanzar a cada uno de ellos de
la manera más sensible en sus intereses individuales o por lo menos en sus sentimientos o aspiraciones cívicas. Es por lo
tanto explicable que el derecho constitucional de los pueblos libres, en principio, introduzca en la legislación lo mismo
las reglas referentes a los asuntos administrativos del Estado que las que conciernen al derecho de los ciudadanos. El
cometido normal del Ejecutivo se limita a ejecutar estas dos especies de reglas. 9 La fórmula propuesta anteriormente,
según la cual el reglamento puede hacerlo todo, con la condición de hallarse habilitado para ello, parecerá sin duda
singularmente absoluta a primera vista, y ha tenido muchos adversarios. Evidentemente, no es fácil comprender, en
tiempo normal, que el Parlamento, abdicando de sus derechos, se someta a las iniciativas del Ejecutivo. Pero pueden
surgir algunas circunstancias graves en las que se hace útil, y hasta necesario, que las competencias reglamentarias del
Ejecutivo se aumenten y fortifiquen más o menos ampliamente. En esos momentos es cuando el principio constitucional
que permite al Parlamento conferir legislativamente al gobierno habilitaciones ilimitadas encuentra su legítima
aplicación.

Los acontencimientos de la primera guerra mundial proporcionaron interesantes enseñanzas a este respecto.
Con fecha de 4 de agosto de 1914, fué votada una serie de leyes mediante las cuales las Cámaras autorizan al Presidente
de la República a estatuir por decreto sobre numerosas materias de derecho público, de derecho civil o comercial, de
derecho financiero, etc. (ley relativa al estado de sitio; ley relativa a la prórroga de los plazos de los valores negociables,
arts. 2 y 3; ley estableciendo el aumento de la facultad de emisión del Banco de
Francia, arts. 1 y 2; ley referente a la acumulación de los sueldos militares con los sueldos
535

196] FUNCION ADMINISTRATIVA 535

ricrlo asegurar, como lo hacen numerosos autores, por ejemplo Moreau (o/>. cit., p. 50) ,
que la ley y el reglamento pueden tener un contenido identico, y que la misma
prescripción podrá llamarse reglamento o ley, según que tenga por autor al jefe del
ejecutivo o al cuerpo legislativo.

civiles en los casos de movilización, art. 8; ley modificando la ley de 14 de diciembre de 1879 «ubre los créditos
suplementarios y extraordinarios que pueden establecerse por decreto para UN necesidades de la defensa nacional; ley
relativa a la admisión de los alsaciano-loreneses en el ejército francés, art. 3). Mediante estas leyes de habilitación el
Parlamento se inclinó unte el Ejecutivo, reforzando considerablemente los poderes de éste. Pero con ello no desconoció
de ningún modo la Constitución ni suspendió su aplicación, puesto que las leyes constitucionales
de 1875 le permitían actuar así.

La postura en que se encontró el Ejecutivo como consecuencia de la votación de dichas leyes se caracterizó
claramente en la declaración presentada a las Cámaras por el gobierno en sesión de 22 de diciembre de 1914. " E l
gobierno —decía dicha declaración— hizo uso del derecho que le había conferido el Parlamento para regular toda clase
de materias." Estas palabras implican que la habilitación conferida por las leyes al Ejecutivo puede extenderse ii toda
clase de asuntos. Adquiere así el gobierno una potestad de acción de las más fuertes, y está llamado a desempeñar, en
lugar del Parlamento, un cometido que parece puede llegar a ser preponderante. Sin embargo, la misma declaración
añade, poco después, que incluso en estas condiciones, y por amplia que sea la extensión de los poderes conferidos
extraordinariamente al Ejecutivo, la situación de éste con respecto al Parlamento no ha sido modificada en cuanto a su
esencia. El Parlamento sigue siendo el amo, no solamente porque "sabe que el gobierno acepta con deferencia su
necesario control", sino además porque "sabe que, mañana como ayer, su soberanía habrá de ser obedecida". Así pues,
incluso cuando el gobierno parece tomar el sitio del Parlamento, eclipsándolo, sólo posee, con su cualidad de ejecutivo,
un poder subalterno, pues independientemente del hecho de quedar sometido a] control de las Cámaras y a la
necesidad de conservar su confianza en cuanto al uso que pueda hacer de esas habilitaciones, puede decirse que al
ejercer esos poderes reglamntarios, por amplios que éstos sean, no hará, ahora y siempre, sino obedecer al Parlamento
y ejecutar la voluntad legislativa de éste.

Ha sido emitida la opinión de que la primera guerra mundial sorprendió a la Constitución francesa; las leyes de
1875, dícese, no habían previsto el caso de guerra y no habían pensado en la necesidad que puede haber en tales
circunstancias de fortalecer los poderes del gobierno. Esta apreciación no está justificada (cf. Barthélemy, Problema de
politique et finances de guerre, p. 110). La Constitución de 1875 estuvo a la altura de las circunstancias.
En efecto, encerraba un principio que, a este respecto, proporcionaba el medio de hacer frente todas las excepcionales
exigencias de la situación. Este principio era precisamente el del art. 3 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875,
que concede al Parlamento la posibilidad de extender, tan ampliamente como las circunstancias lo reclamen, las
facultades reglamentarias del Presidente de la República (cf. la n. 23, p. 549, injra). Hay que reconocer, en efecto, que al
definir al reglamento presidencial por una simple idea de ejecución de las leyes, la Constitución concedió al Parlamento
una prerrogativa que lo convierte en dueño de determinar por sus propias leyes la esfera variable del reglamento
presidencial. La Constitución, así, demostró verdadera discreción, pues se abstuvo de regular por sí misma la materia de
los reglamentos, dejando este cuidado al Parlamento. Demostró también una gran flexibilidad, siendo la misma
flexibilidad de su método en cuanto al establecimiento de la extensión del poder reglamentario lo que permite sostener
que, en este aspecto, podía adaptarse a las circunstancias y a las necesidades extraordinarias de la guerra.
536

536 FUNCION DEL ESTADO [196-197

Raiga (op.cit., p, 85) expresa con gran exactitud la misma idea al decir que el cuerpo
legislativo, cuando formula reglas por la vía legislativa, y el Presidente de la República,
cuando ejerce poder su poder reglamentario, “pueden considerarse como dos órganos
que ejercen la misma función, el uno a título principal, como dueño, y el otro a título
auxiliar, como subordinado “; y la subordinación, añade dicho autor (ibid., p.180) consiste
en que “ el Presidente, órgano auxiliar, espera del órgano director, que es el cuerpo
legislativo” (cf. Para Suiza, Hiestand , op. Cit., p. 80; Guhl , op.cit., p. 74). De todas
estas observaciones se desprende que la distinción entre la ley y el reglamento es de
orden esencialmente formal (ver núms . 115 ss., supra). Se desprende, no ya de un
dualismo establecido por la Constitución entre materias de las cuales unas son
legislativas y otras reglamentarias, sino únicamente de la jerarquía que existe entre dos
clases de autoridades, de las cuales una, inferior en potestad, sólo puede actuar en
ejecución de las decisiones previas de la otra.

197. C. En resumen, pues, el sistema del derecho público francés , en lo que se


refiere al poder reglamentario del jefe del Ejecutivo, consiste en la combinación siguiente:
el Presidente recibe la Constitución misma una potestad general e ilimitada para hacer
reglamentos sobre cualquier especie de objetos, y estos reglamentos pueden también
dictar prescripciones de todas las clases; solamente que la Constitución hace depender el
ejercicio de esta potestad ilimitada, en cuanto a su objeto, de una condición de ejecución
de la leyes, en el sentido de que, en cualquier materia, el reglamento presupone una ley,
bien una ley cuyas prescripciones desarrolle para asegurar su aplicación o bien una ley
que haya invitado u obligado al jefe del Ejecutivo, para un objeto determinado por ella, a
hacer uso de su poder constitucional de reglamentación.

De aquí se desprende la solución de la cuestión muy controvertida suscitada


entre los autores respecto a la naturaleza jurídica de la disposición legislativa que, por vía
de autorización, de invitación o de mandamiento, habilita al Presidente de la República
para hacer un reglamento, bien sea para completar una ley anterior, bien sea para regular
mediante decreto una materia no legislada aún.

Según una doctrina muy extendida, los reglamentos hechos de esta manera, en
virtud de una habilitación conferida por un texto legislativo formal, tienen su fundamento
en una delegación de potestad legislativa hecha por el cuerpo legislativo al jefe del
Ejecutivo. La habilitación, en efecto, tendría valor de tal delegación.

Esta idea de delegación legislativa es adoptada corrientemente por los autores


alemanes. Según la teoría alemana, el jefe del Estado puede perfectamente, en la esfera
de los asuntos administrativos, hacer reglamentos por su propia potestad,
537

197] FUNCION ADMINISTRATIVA 537

o sea en virtud de la protestad administrativa que tiene directamente de la Constitución


misma. Pero, en principio, carece de competencia para dictar por sí solo, y sin el
concurso de las Cámaras, reglas de derecho aplicables a los ciudadanos . El poder de
dictar semejantes reglas, según la Constitución, entra en la potestad legislativa, y no
puede comunicarse al jede del Estado sino mediante una concesión de esta potestad,
que emane del legislador. Laband (op. Cit., ed. Francesca, vol. II, p. 394), Jellinek (op.
cit., p. 381), O. Mayer (op. cit., ed. Francesa , vol. , p. 158) , G. Meyer (ap. cit., 6 ed., p.
573) y otros numerosos autores admiten sin dificultad que al no haber limitado la
Constitución , este respecto, la libertad del legislador, éste puede delegar en la autoridad
administrativa su protestad legislativa (cf. Los autores suizos citados en la n. 5, p. 530,
supra ).10
En Francia, se desprende de la doctrina generalmente admitida que debe establecer, a
este respecto, una distinción entre dos clases de reglamentos. Existen primeramente
reglamentos que se producen con objeto simplemente de fijas los detalles de aplicación
de las leyes, a fin de asegurar la ejecución de las mismas. En cierto sentido, estos
reglamentos tienen realmente por efecto completar la ley a la cual se refieren; sin
embargo, no le añaden nada de verdaderamente nuevo, ya que se limitan a desarrollar
las consecuencias de las prescripciones no dudosas que ha dictado (Moreau, op. Cit., n
126; Duguit, Traité, vol. Ll, p. 467). Los autores están de acuerdo en admitir que los
reglamentos de esta clase están hechos por el Presidente en virtud del poder
reglamentario que tiene de la Constitución, es decir, del art. 3 muchas veces citado (ver
especialmente en este sentido Duguit, loc. Cit., pp. 462, 465 ss.). Por lo tanto, el
Presidente puede hacer estos reglamentos espontáneamente, sin que la ley que
complementa haya exigido su actividad reglamentaria. Por el contrario, cuando se trata
de dictar reglas que o se refieren a ninguna ley preexistente o que, refiriéndose a una ley
vigente, añadan a ésta prescripción que no se encontraban contenidas en ella en
embrión, cuando se trata por ejemplo de imponer a los ciudadanos obligaciones que
excedan de las que la ley pone a su cargo, las medidas de esta clase ya no entran en el
poder de reglamentación ejecutiva definido por el art. 3, sino que exigen una habilitación
legal. El efecto de esta habilitación, dícese, es el de conferir al Presidente una
competencia que no había recibido de la Constitución; y le confiere un poder que, según
la Constitución; sólo le corresponde en principio al legislador, y constituye, pues, una
delegación de protestad legislativa. Una delegación de este género se produce cuantas

10 Jellinek ( op. Cit., p. 383) añade que esta posibilidad de delegación por parte del legislador es ilimitada y que por consiguiente,
desde el punto de vista jurídico, no existe asunto que no puedav reglamentarse tanto por las ordenanzas como por la leyes.
538

538 FUNCION DEL ESTADO [197-198

veces una ley confiere al jefe del Estado el poder de dictar reglas que no Se limitan a
desarrollar en sus detalles de aplicación las disposiciones de leyes existentes.

Esta teoría de la delegación legislativa, admitida por la Corte de Casación y por el


Consejo de Estado (ver también el 6b de diciembre de 1907, asunto de las Compañías
del Este, del Mediodía, del Norte, etc.), que ha sido por mucho tiempo sostenida
unánimemente por los autores administrativos (Aucoc, Conférences sur le droit
administratif , 3 ed., vol. 1,n 54; Ducrocq, op. Cit., 7ª ed., vol. L, p. 85; Laferriere, op. cit.,
2 ed., vol. ll, pp 10 ss.; cf. Hauriou, op. cit., 8 ed., pp. 66-67), y que ha sido recogida y
defendida de nuevo por Moreau (op. Cit., pp. 185 ss.) y por Cahen (op.cit., pp.240 ss.), se
ha construido sobre todo una relación a reglamentos llamados de administración pública.
Estos reglamentos se producen en circunstancias de dos clases: unas veces han sido
ordenados por un ley, que después de haber establecido ella misma reglas respecto de
una materia sobre la cual legisla, manda al Presidente de la República completas sus
disposiciones mediante decreto, con objeto por ejemplo de fijar las medidas auxiliares
apropiadas para asegurar la aplicación de los principios formulados por esa ley, y en este
caso, el legislador delega en el jefe del Ejecutivo, a título complementario, su protestad
legislativa, y por este motivo, el reglamento que así se coloca a continuación de una ley
forma cuerpo con éstas, se convierte en parte integrante de la misma, legis vicem optinet,
y tiene la misma potestad y el mismo valor que la ley a la cual se refiere. Otras veces las
Cámaras autorizan o invitan al Presidente, facultativa u obligatoriamente, a estatuir sobre
una materia respecto de la cual se abstienen de legislar por sí mismas, respecto a la cual
incluso no exista quizás, en la legislación vigente, ningún principio de reglamentación. En
este caso, como en el anterior, se ha sostenido que el Parlamento concede y transfiere al
jefe del Estado su poder legislativo para la materia en cuestión, deduciéndose de ello que
el reglamento hecho en virtud de dicha delegación participa de la naturaleza y de la fuerza
de la ley.

198. Según los partidarios de la teoría de la delegación legislativa, el interés que


presenta esta teoría es considerable. En efecto, si los reglamentos de administración
pública dictan frecuentemente disposiciones idénticas a aquellas que, en principio, sólo
puede tomas el legislador: si imponen a los ciudadanos nuevas obligaciones; si llegan
hasta de crear tasas o penas; si también aportan, a veces, modificaciones o derogaciones
a una ley formal, esto proviene, se ha dicho, de que están hechos con fundamento en una
comisión legislativa, otorgada al Presidente por las Cámaras. Como delegado del cuerpo
legislativo, el Presidente ejerce, en su plenitud, los poderes del legislador; sucedáneo de
la ley, el reglamento
539

198-199] FUNCION ADMINISTRATIVA 539

de administración pública puede ordenar todo aquello que hubiera podido prescribir en la
materia la legislación formal misma. Este es la explicación que de la protestad propia de
esta clase de reglamento dan Laferriere ( op.cit., 2 ed., vol , ll, p.11 ), Moreau (po. Cit., pp.
186 ss), Cahen (op. Cit., pp. 26e5ss.), Fuzier-Herman (Séparation des pouvoirs,
pp.382ss.) .

Pero no s éste el único interés de esta doctrina .Si realmente el reglamento de


administración pública se funda en un mandato legislativo que emana del Parlamento, hay
que deducir de él , con Laferriére ( loc. Cit.; cf. Hauriou, op. Cit., 8ª ed ., p. 67 ),que se
halla libre del recurso por extralimitación de atribuciones, y esto es también lo que durante
mucho tiempo decidió la jurisprudencia del Consejo de Estado ( 20 de diciembredev 1872,
asunto Fresneau; 1 de abril de 1892, asunto del municipio de Montreuil-sous-bois; 8 de
julio dev 1892, asunto de la ciudad de Chartres). En Vno se ha alegado (Moreau, op. Cit.,
pp. 290 ss.;Cahen, op. Cit., pp.305, 408ss.) que el reglamento, incluso cuando está hecho
en virtud de una delegación legislativa, sigue siendo obra de una autoridad administrativa
y por consiguiente queda, como tal, expuesto a los recursos que pueden entablarse
contra todos los actos de esta clases de autoridad (ley de 24 de mayo dev1872, art.9).
Como observa muy acertadamente Jeze (Revue du droit public, p. 479, este razonamiento
no es concluyente, ya que no basta, para que el recurso por extralimitación de
atribuciones tenga lugar, que el acto emane de una autoridad administrativa, sino que es
necesario, además, que consista el ejercicio de un poder sometido al control jurisdiccional
del Consejo de Estado. Ahora bien, como delegado del cuerpo legislativo, el Presidente
está investido de una protestad cuyas manifestaciones están fuera de todo control
jurisdiccional.

Finalmente, la teoría de la delegación legislativa implica lógicamente, para el


reglamento de administración pública, una autoridad y una estabilidad análogas a las de
la ley; por ra<ón de su carácter legislativo, y a diferencia de los reglamentos ordinarios,
sólo podrá modificarse o abrogase por un ley formal o por lo menos mediante una nueva
delegación legislativa (Moreau, op .cit., p. 220,n. 6).11

199. La idea de delegación legislativa es rechazada hoy día por la

11 En la sesión de la Cámara de Diputados de 9 de noviembre de 1906 el ministro Briand, al examinar la cuestión de saber si un
reglamento de administración pública puede modificarse por el gobierno, bajo la condición por otra parte, de nueva deliberación en
Consejo del Estado, sostuve que el reglamento de esa especie se hace “en virtud de la ley, o sea mediante una delegación del poder
legislativo” y que “forma parte integral de la ley, mientras no haya sido modificada”. Y añadía después el ministro: “Personalmente, me
inclino a creer que un decreto deliberado en virtud de una delegación legislativa sólo puedes ser revisado por una ley “ ( Journal officiel
del 10 de noviembre de 1906, debates parlamentarios, Cámara de los Diputados, p. 2460).
540

540 FUNCION DEL ESTADO [199

Inmensa mayoría de los autores (Esmein, Éléments, 5ª ed., pp. 616 ss., y “De la
delegation du pouvoir législatif ” , Reuve politique et parlementaire,vol.l, pp. 200 ss.;
Berthélemy, Traité, 7a ed., pp.98 ss., y “Le pouvoir reglementria du Président de la
République” , Reuve politique et parlementaire, vol. Xv, pp. 323 ss.; Duguit, L´Etat, vol. II,
pp.296, 337 ss. y Traité, vol. II, pp. 459 ss.; Hauriou, op. cit., 8ª ed., p. 49; Jéze, “ Le
reglement administratif “, Reuvé génerale d´´administration, 1902, vol. II,p. 14; cf. Raiga,
op. cit., p. 180), que no admiten que semejante delegación sea constitucionalmente
posible.12 Esmein ( Éléments, 5ª ed., p. 618) y Berthélemy (Reuve politique et
parlementaire , vol, xv, pp. 9y 322) deducen de ello, especialmente, que el Presidente no
puede ordenar por un reglamento de administración pública nada más de lo que podría
decretar mediante un reglamento ordinario; de todos modos no puede dictar impuestos ni
penas, por estar materias reservadas a la potestad legislativa.

Es evidente, en efecto------- y Esmein (Reuve politique et parlementaire, vol. I, pp.


202 ss. ) lo ha demostrado de una forma efectiva ------, que los principios generales del
derecho público francés se oponen a la posibilidad de una delegación del poder legislativo
hecha por las Cámaras al jefe del Ejecutivo. En el sistema francés de la soberanía
nacional, el cuerpo legislativo no posee la propiedad de la potestad legislativa, sino que
sólo posee el ejercicio de la misma en nombre y por cuenta de nación, que es la única
soberana; no puede, pues, disponer de ella. Puede expresarse la misma idea diciendo
que el Parlamento no saca de sí mismo su potestad legislativa, sino que la recibe de la
nación a través de la Constitución. Ahora bien, la Constitución, al conceder a las
asambleas el ejercicio del poder legislativo (ley de 25 de febrero de 1875, art. 1), las erige
en órganos legislativos de la nación, confiriéndoles, no ya un derecho del

12 Respecto de la naturaleza jurídica del acto mediante el cual las Cámaras encargan al presidente de la Republica hacer un reglamento
de administración pública, conviene observar ante todo que, incluso se si estableciera que dicho acto constituye una delegación en el
sentido de que contiene una transmisión de poderes, no podría, de todos modos, verse en el una delegación en el sentido contractual
de la palabra mandato. Todo mandato supone acuerdo de voluntades entre dos partes, una de las cuales escoge libremente su
mandatario, mientras que la otra acepta libremente también el mandato que se le propone. A consecuencia al referirse a un
reglamento de administración pública, no pueden elegir la persona, sino que solo pueden conceder la supuesta delegación legislativa al
Presiente. Este, por su parte, no puede rehusar la misión que s ele encarga; la llamada dirigida al Presidente es, por pare de las
Cámaras, un acto de potestad unilateral y dominante. Finalmente, el Presidente no confecciona el reglamento pedido en nombre de las
Cámaras, sino en nombre y por cuenta del Estado; ejerce la potestad del estado y no la del Parlamento, de modo que, ya desde este
punto de vista, es difícil concebir que reciba su competencia reglamentaria de una delegación de poderes de las Cámaras.
541

199-200] FUNCION ADMINISTRATIVA 541

que puede disponer libremente, sino una competencia constitucional (Duguit, Traite, vol.
II, p.459).Sería contrario a la Constitución que el órgano designado por esta para ejercer
una función pudiera descargarse de ese cometido sustituyéndose por otro órgano que el
mismo designara. Señaladas por la Constitución nacional para el ejercicio de la potestad
legislativa, las Cámaras han de desempeñar esta función dentro de las formas y de las
condiciones fijadas por la Constitución misma, no pudiendo, pues delegar su competencia
en otro órgano de su selección. Únicamente la nación podría realizar semejante
delegación por un acto de poder constituyente. 13

200. Estos principios son indiscutibles, y hasta tienen en un texto constitucional su


expresa consagración.14 Pero realmente hubiera sido superfluo recordarlos en lo que se
refiere a los reglamentos de administración pública, ya que la cuestión de saber si, en
principio, una delegación de potestad legislativa es posible o no, presenta interés por lo
que a estos reglamentos se refiere. La verdadera y única razón por la cual la teoría de la
delegación legislativa debe rechazarse en esta materia es que los reglamentos del jefe del
Ejecutivo, sea el que fuere su objeto o su contenido, no exigen ni implican ninguna
delegación de este órgano.

En efecto, según el derecho publico francés, el Presidente de ninguna necesita


una concesión de potestad legislativa para estatuir por decreto sobre un objeto cualquiera,
sino que recibe su potestad de la Constitución misma para este efecto; la Constitución no
ha limitado el campo de intervención del reglamento ni las materias a las a cuales puede
referirse, contentándose con subordinar el reglamento a la condición de que exista un
texto de la ley que llame al Presidente a estatuir. Cumplida esta

13 Para establecer que la orden constitucional de las competencias no puede alterarse por actos de la voluntad contraria de
las autoridades estatales, se alegra generalmente que la potestad de los órganos constituidos es inferior a la del órgano constituyente.
Pero existe también otro motivo que hay que tener en cuenta, y es que la Constitución, en su cualidad de regla estatutaria, es, por
definición misma, una regla fija previamente trazada, y que una vez instituida, no puede ya, so pena de perder su carácter de
Constitución, depender de modificaciones arbitrarias. (cf. respecto del derecho público suizo, Burckharsdt, op. Cit., 2ª ed., p 55: “Las
reglas de la Constitución respecto de la repartición de las competencias son del zwingendes Recht)

14 Constitución del año III, art. 45: “ En ningún caso puede el cuerpo legislativo delegar en uno o varios de sus miembros, ni
en nadie, ninguna de las funciones de las funciones que le son conferidas por la presente Constitución” (ver respecto de este texto
Esmein, Reuve politique et parlamentaire, vol. I, pp. 203 y 204) Una prohibición expresa de este género hubiera sido inútil en la
Constitución de 1875. La fórmula del art. 1° de la ley de 25 de febrero de 1985, que establece que el principio que “el poder legislativo
se ejerce por dos asambleas, la Cámara de los Diputados y el Senado”, basta por is sola para excluir rigurosamente toda posibilidad de
delegación del poder legislativo, puesto que atribuye este poder, especial y exclusivamente, a las Cámaras.
542

542 FUNCION DEL ESTADO [200

condición, o sea cuando existe una ley que invita al presidente, bien sea a emitir tal cual
prescripción especial o bien a tomar de una manera general todas aquellas medidas que
juzgue útiles respecto de una determinada materia, el reglamento que se produce en
estas circunstancias se funda jurídicamente, no va en la ley particular que lo ha
promovido, sino en el poder de ejecución de las leyes que el jefe del Ejecutivo recibe de la
Constitución mismas ya que la Constitución misma la que le encargo la ejecución de las
leyes.

Indudablemente, para que haya lugar a reglamento, es necesaria la preexistencia de


una ley que ejecutar; a este respecto, la ley condiciona el reglamento, y solo en este
sentido se puede decir que lo autorice. Pero esto no significa que el reglamento, incluso el
de administración pública, se funde en una delegación especial del legislador. Al recurrir a
la actividad reglamentaria del Presidente, la ley no hace sino poner en movimiento la
potestad reglamentaria propia que poseía el jefe Ejecutivo desde antes de esa ley que ha
recibido de una delegación15 general de la Constitución.

La idea de delegación legislativa supone que el Parlamento, al prescribir un


reglamento, transfería al presidente de la Republica un nuevo poder, que este no había
recibido aun de la constitución. Ahora bien, cuando una ley encarga al Presidente de
regular por decreto una materia cualquiera, el Presidente, que ejecuta esta ley dictando su
reglamento que ella prescribe, no hace con ello sino ejercer la función y la potestad
ejecutivas que ha recibido de la Constitución (art. 3 de la ley de 25 de febrero de 1875).
No existe aquí ni en la creación ni el ejercicio de un nuevo poder. 16

15 La palabra delegación debe entenderse aquí abajo las reservas que se indicaran en el n° 378, infra.

16 La idea exacta es la siguiente: la ley que encarga al Presidente hacer un reglamento respecto de un asunto
que atribuye a su competencia, no le confiere un poder nuevo puesto que ya posee, en virtud de la misma Constitución
el poder de ejecutar todas las prescripciones de las leyes. Esta ley únicamente atribuye a la potestad ejecutiva del
Presidente un nuevo objeto; introduce en la esfera de su competencia ejecutiva _que según la Constitución es
susceptible de una extensión ilimitada_ una nueva categoría de materias.
Es conveniente, por los demás hacer notar que estas observaciones no se aplican solamente al caso del que el
Presidente este habilitado por una ley para tomar medidas de orden general y reglamentario. En efecto, si la teoría de la
delegación legislativa fuera exacta, habría de extenderse lógicamente incluso a las medidas particulares que las leyes
puedan encargar al Presidente que tome por vía decreto; por lo menos, debería extenderse aquellas medidas que, a
falta de un texto formal de habilitación legislativo, no hubiera podido ser decretadas espontáneamente por el jefe
ejecutivo y hubiera queda reservadas a la competencia del órgano legislativo. Puede parecer sorprendente que la teoría
de la delegación legislativa solo haya sido puesta en circulación y desarrollada para los reglamentos. Esto se debe
siempre a la misma causa (ver p.525, supra) o sea a la predominante influencia de la idea
543

200] FUNCION ADMINISTRATIVA 543

Así pues, la habilitación conferida al Presidente por la ley no constituye una


delegación de poder. El cometido de la ley en esta materia consiste puramente en iniciar
el ejercicio de la potestad reglamentaria, fijando los casos y los objetos para los cuales
podrá o deberá el Presidente hacer uso de su poder constitucional de reglamentación. La
ley ofrece, pues, a dicho poder una ocasión de ejercerse-, realiza la condición a cuyo
cumplimiento ha sido subordinado su uso por la Constitución; pero si bien es ella la que
legitima el ejercicio de la actividad reglamentaria, no es ella la que funda el poder del que
depende dicha autoridad. Es por ello que hay que establecer la conclusión de que todo
reglamento, aunque presuponga esencialmente una ley que vaya a ejecutarse, procede
directamente, en definitiva de la Constitución.17

Es la Constitución misma, en efecto, la que por anticipado ha conferido al Ejecutivo


los poderes que le son eventualmente necesarios a efecto de desempeñar los cometidos
o de cumplir las órdenes que le serán impuestas por las leyes. Le confirmo estos poderes,
dándoles el calificativo de poderes de ejecución de las leyes, marcando claramente por
ello que solo puede entrar en acción mediante un acto de voluntad previa del órgano
legislativo, pero, bajo esta reserva, tuvo buen cuidado de investir por si misma al Ejecutivo
de toda potestad de que pudiera necesitar, en cada circunstancia, para asegurar de las
prescripciones legislativas. Así, cuando el órgano legislativo da al Ejecutivo una orden o le
encarga un cometido, no es de ningún modo indispensable y tampoco se concebiría que
el legislador tenga que comunicar al Presidente de la Republica, para la ejecución de sus
órdenes, una potestad que este posee ya. En caso, el Parlamento se limita a utilizar y
hacer entrar en

tradicional de que el reglamento, por cuanto se tiene por contenido prescripciones generales, es un acto aparte, un acto de
naturaleza legislativa.

17 Enderecho francés, pues, se deben a todos los decretos reglamentarios las observaciones que hace Jallinek,
para le derecho alemán para caracterizar especialmente aquellas ordenanzas que califica como ordenanzas de ejecución,
entendiendo con ello únicamente aquellas ordenanzas que se producen como consecuencias de las leyes para desarrollar y
completar las prescripciones: “Las ordenanzas se basa en un poder que tiene su origen en la (op. Cit., 126). “El fundamento
jurídico se la ordenanza reside, no ya en la ley especial que ha de ejecutar, sino den el atribuido por la Constitución misma
al gobierno” (ibid., p.378). “No es el fundamento de la ordenanza sino únicamente su existencia y su eficacia lo que
determina la ley especial de la que depende. (ibid., p. 379). “Las ordenanzas suponen evidentemente una ley especial; sin
embargo, se emiten en virtud de un poder reglamentario general anterior a ducha ley especial” (ibid., p.381) Cf. Sobre el
derecho público suizo, Guhl,op. Cit., p. 171: “L ejecución de las leyes (bajo forma de reglamentos) se produce como
consecuencia de un aley de alaque depende, pero se realiza en viryud de un poder conferido por la Costitucion”. De
dondeGuhl concluye que hay que descartar la teoría del reglamento fundado en un delegación legislativa.
544

544 FUNCION DEL ESTADO [200


Acción la potestad legislativa que ha recibido el jefe del Ejecutivo de la Constitución
misma, desde el principio. 18
18 Esto nos recuerda hasta cierto punto el trayecto seguido en Roma por varios senadoconsultos, el
Macedonio, el Valleiano, el Trabeliano, para conseguir sus fines. O Estos senadoconsulto no tomaban por si
mismos las medidas que debían de asegurar ña realización de la voluntad senatorial, sino que se limitaban a
recurrir a la actividad del magistrado, invitándole a hacer uso de los mejores que dependía de su propia
potestad para alcanzar el fin deseado y definido por el Senado. Esto es ki que se desprende, por ejemplo, de
la fórmula del Valleiano: Arbitrari Senatum recte atque ordine facturos ad quos de ea in jure asitum erit, su
dederint ut ea re sebatus voluntas servetur (fr. 2, § I, Dig., as senatusconsultus Valleianum, XVI, 1). Como
consecuencia de esta indicación, las medidas dictadas por el pretor con objeto de satisfacer el deseo del
Senado presentaban carácter de medidas pretorianas; las acciones o defensas creadas por el Edicto de
conformidad con los postulados del Senado eran , no ya acciones o defensas civiles, sino acciones honorarias
y excepciones.
La situación en hoy en día se encuentra el Ejecutivo como consecuencia de una ley que le ordena tomar
medidas por vía del reglamento, presenta verdaderas analogías con lo que acaba de decirse del pretor
romano. Evidentemente, existe entre dos casos la gran diferencia de que el Ejecutivo moderno no posee de
ningún modo potestad reglamentaria inicial que pueda compararse con el jus edicendi, que permitía que el
magistrado romano apoderarse de una cuestión de derecho para tratar de ella espontáneamente. El jefe del
Ejecutivo, en efecto, solo puede emitir prescripciones reglamentarias a consecuencia de un mandato o
habilitación contenidos en una ley. En este aspecto, el reglamento, y particularmente el reglamento de
administración pública, no procede de un poder inicial del Ejecutivo, e incluso podría legitima en el sentido
romano de la palabra, ya que actúa en virtud y en ejecución de una ley. Sin embrago, el ejecutivo no realiza
acto de potestad legislativa. Pero, así como en Roma las medidas tomadas por ek magistrado de
conformidad con los senadoconsultos anteriormente citados conservaban el carácter de medidas
pretorianas, así también los actos reglamentarios emprendidos hoy por la autoridad ejecutiva de
conformidad con una prescripción de la ley no constituye en si sino actos de potestad ejecutiva, simples
decretos, y no actos legislativos. En efecto, si bien presuponen esencialmente una ley que los promueve, y
si, en este sentido, están dominados por un principio de legalidad, por otra parte sin embargo resulta
primordial observar que la ley que recurre al reglamento se funda en un texto de la Constitución que
confirmo al Ejecutivo el poder de ejecución de las leyes, socavando así un poder que recibió el Ejecutivo de
la Constitución misma. La habilitación concedida al Ejecutivo por un texto legislativo, con el objeto de
confeccionar un reglamento, tiene exactamente por fin y por efecto el permitir o promover en su
consecuencia una ejecución de la ley; de modo que el acto reglamentario que se produce despees entra
exactamente dentro de la fórmula del art. 3 de la ley de 25 de febrero de 1975; vine a “asegurar la ejecución
de las leyes2, realiza ejecución. Así pues, incluso aquellos reglamentos hechos en ejecución de una ley que
encargo al Presidente de la Republica estatuir por sus propios decretos respecto de determinada materia,
no toman fuerza obligatoria de dicha ley, no han sido creados en virtud de una delegación recibida por el
legislador. Sino que, por mas que es condicionados por la ley, si la cual no hubiera podido dictarse
espontáneamente, están creados en virtud del poder de ejecución de las leyes que la misma Constitución
concedió a l Ejecutivo. Y por siguiente, en este sentido, el reglamento, en este sentido, e reglamento, incluso
el de administración pública, se dicta, como en otros tiempos en Roma la actio, o la exceptio senatusconsulti,
en virtud de un poder propios de su actor, sigue siento un acto ejecutivo, o sea un acto fundado en una
competencia que el Ejecutivo pese como propia y que recibe, no ya del cuerpo legislativo, sino directa y
única-
545

201] FUNCION ADMINISTRATIVA 545

201. Resumiendo, todo esto viene a significar que la Constitución misma da a la autoridad
administrativa el poder de hacer todo aquello a que las leyes habrán de invitarla. Pero,
puede objetarse, ¿no se juega con las palabras al caracterizar de este modo el sistema de
derecho francés referente al poder reglamentario? Una de dos: o se admite que el cuerpo
legislativo es dueño de conferir por sus leyes al Presidente la competencia que va a
permitirle formular reglas, que si dicha habilitación solo podrían dictarse por una ley
formal, y entonces hay que reconocer francamente que esta atribución de competencia se
reduce, en el fondo, a una verdadera delegación de potestad legislativa, 19 o, por el
contrario, hay que atenerse al principios de la imposibilidad jurídica de las delegaciones
legislativas, pero en este caso se opone a que se admita para el Parlamento una facultad
ilimitada de encajar al jefe del Ejecutivo hacer que las Cámaras nunca pueden confiar al
Presidente de tomar aquellas medidas que la Constitución ha reservado normalmente a la
legislación. Este último punto de vista es el de Esmein (Eléments,5ª ed., p. 518),
Berthélemy (Traité, 7ª ed., pp. 98ss. y Reuve politique et parlamentaire, vol.XV, pp. 322
ss.),así como de Jéze (Reuve du droit public, 1908. P. 50 .;cf. E. Pierre, Traité de droit
politique, electoral et parlamentaire, suplemento, n° 51).

Para justificar su doctrina a este aspecto, Esmein se apoya primeramente en la


consideración de que las leyes que prescriben su reglamento de administración pública se
limitan a recurrir a poder de reglamentación

mente de la Constitución. Por ejemplo, cuando las cámaras remiten una cuestión a un reglamento de administración
pública, puede decirse que por esta remisión conceden su poder al ejecutivo, no ya únicamente desde el punto de vista
material, al abrirle un campo nuevo de actividad reglamentaria que comprende un nuevo objetivo a tratar por decretos,
sino también desde le punto de vista formal, por cuantos sustituyen al empleo de la vía legislativa, para el objeto de que
se trata, el empleo de la vía ejecutiva, y encargan a Ejecutivo que provea a la reglamentación de dicho objeto por sus
propios medios constitucionales, o sea por decretos fundados por su potestad subalterna de la ejecución de las leyes. En
una palabra, el Ejecutivo, al tomar las medidas ordenadas por la ley, realiza labor ejecutiva y no legislativa, lo mismo que
en Roma, el magistrado, al obedecer el impulso de los senadoconsultos, creaba derecho honorario y no derecho civil.

19 Moreau (op.cit., p. 195) parece dar entender que entre ambas ideas, delegación legislativa o determinación por la ley
de la competencia reglamentaria del Ejecutivo, no existe gran diferencia. DUguit (Traité, vol. II, pp. 459 ss.) indica, por el
contario, considerables diferencias entre ellas, por ejemplo desde el punto de vista de la viabilidad del recurso por
extralimitación de atribuciones, el cual puede concebirse contra el reglamento hecho en virtud de una determinación de
competencia, mientras no se puede tener lugar contra el mismo reglamento hecho en virtud de una delegación del
poder legislativo. Por otra parte, sin embrago. Diguit reconoce (eod. loc) que las objeciones de orden constitucional
suscritas contra la teoría de la delegación legislativa pueden oponerse con la misma fuerza a la idea de a determinación
de competencia.
546

546 FUNCION DEL ESTADO [201-202

que el presidente ha recibido ya de la Constitución; por consiguiente, no siendo el


reglamento de administración pública sino el ejercicio del poder reglamentario actual del
Presidente, no puede contener nada más que los reglamentos presidenciales ordinarios y
espontáneos. Pero este autor saca argumentos, especialmente, de un principio que se ha
alegado frecuentemente como una de las bases del derecho público francés: el principio
de la separación de los poderes constituidos. “Bajo nuestras Constituciones nacionales y
rígidas, los diversos poderes constituidos no toman su existencia y sus atribuciones más
que de la Constitución misma. Solo existen en virtud de esta Constitución, en la medida y
en las condiciones fijadas por ella… Por lo mismo que la Constitución ha establecido
poderes diversos y distintos y ha repartido entre diversas autoridades los atributos de la
soberanía, prohíbe implícitamente, pero también necesariamente, que uno de esos
poderes pueda ser descargado de su función en otro… Esto sería sustituir
momentáneamente, por la duración de la delegación, una nueva Constitución a la
Constitución existente” (Revue politique et parlementaire, vol. I, p. 203). En otros términos,
el principio de la separación entre poderes constituyentes y poderes constituidos no
solamente presenta un obstáculo –como se ha dicho anteriormente, p. 541—a que el
cuerpo legislativo conceda a nadie una delegación de potestad legislativa, sino que
además se opone a que el Parlamento pueda determinar a su grado, bien sea su propia
competencia, bien sea la competencia de las demás autoridades creadas por la
Constitución. Que en Inglaterra el Parlamento puede hacerlo todo, se explica por la razón
de que por encima de el no existe ni órgano constituyente que lo domine, no Constitución
rígida que lo encadene. Pero en Francia, donde las autoridades constituidas están
subordinadas a la Constitución que las ha instituido y que ha fijado superiormente sus
respectivas atribuciones, es inadmisible que el cuerpo legislativo, órgano constituido, se
convierta en el repartidor de las competencias constitucionales, erigiéndose así en órgano
constituyente.

202. No es éste el lugar de discutir en su conjunto la cuestión de la separación del


poder constituyente (ver respecto de esta cuestión nums. 447 ss., infra). Bastará con
observar que la Constitución no ha establecido en contra del cuerpo legislativo ninguna
separación de esta clase en lo que concierne a la determinación de las competencias
respectivas del Parlamento, cuando estatuye por vía de reglamento. La argumentación
mantenida por Esmein seria decisiva siempre que la Constitución francesa hubiera
distribuido, entre el Parlamento y el jefe del Ejecutivo, las atribuciones legislativas o
reglamentarias, y sobre todo si hubiera indicado aquellas materias que hubiese reservado
especialmente al legislador. En este caso, es evidente que las Cámaras no podrían
ordenar al Presidente
547

202] FUNCION ADMINISTRATIVA 547

que reglamentara los objetos que no le haya hecho accesibles un texto constitucional,
pues ello supondría, por parte del Parlamento, alterar el orden de las competencias
establecidas por la Constitución, y supondría también, por su parte, abrogarse un poder
constituyente que no le pertenece. Pero uno de los signos característicos de la
Constitución francesa, precisamente, es el de no haber determinado ratione materiae la
esfera de los dos poderes legislativo y reglamentario (ver nums. 121-123, supra); dicha
Constitución no delimita la legislación y la administración por su materia propia, sino
únicamente por su grado de potestad respectiva, por cuanto la administración sólo puede
ejercerse en ejecución de las leyes; y además, la Constitución establece, a favor del
cuerpo legislativo. Tal preponderancia sobre la autoridad ejecutiva, que esta última está
obligada a conformarse con las leyes dictadas por las Cámaras y a ejecutarlas. Por lo
mismo, la Constitución se encuentra con que concedió al órgano legislativo una especie
de poder constituyente, en el sentido de que le dejo libertad y potestad de regular por si
mismo los cometidos del Ejecutivo. El Parlamento se convierte así en regulador de las
competencias naturales de la autoridad administrativa, delegándole la Constitución el
cuidado de fijar legislativamente, en sus relaciones con el Ejecutivo, la esfera de
intervención y de acción respectivas de la ley y el reglamento. Por una parte, en efecto, el
Parlamento es dueño de encargar al Presidente que haga un reglamento respecto a una
materia cualquiera; y en efecto, al encargarle este reglamento, realmente concede al
Presidente, en cierto sentido, una atribución de competencia material; pero, sin embargo,
no le delega potestad legislativa, y ello por razón de que la competencia que le confiere
no ha sido reservada especialmente por la Constitución al órgano legislativo. Así pues, al
invitar al Presidente a estatuir sobre tal o cual punto cualquiera, el cuerpo legislativo no
mengua en nada su propia competencia constitucional, no delega nada en el Presidente,
sino que se limita a habilitarlo. Por otra parte, es de observarse que estas atribuciones de
competencia tienen su base de legitimidad en la Constitución misma: por lo mismo, en
efecto, que la Constitución ha reducido la función reglamentaria del Presidente de la
República a una misión de ejecución de las leyes, autoriza por anticipado y en cierto
sentido hace suyas todas aquellas habilitaciones que el legislador pueda conferir al
Presidente mediante una ley que le ordene hacer un reglamento.

Se repite con demasiada frecuencia que Francia tiene una Constitución “rígida”.
Esto no es exacto. La constitución francesa es actualmente en extremo lacónica para que
se pueda hablar de su rigidez. En todo caso, falta completamente esta rigidez por lo que
concierne a la determinación de los objetos legislativos reservados exclusivamente al
Parlamento. A este respecto es exacto hablar de Constitución rígida en aquellos países
en
548

548 FUNCION DEL ESTADO [202


que los textos constitucionales definen por si mismos los cometidos y los objetos de
reglamentación que deben quedar afectados en propiedad al órgano legislativo. La
Constitución de los Estados Unidos (cap. I, sec. 8) y la Constitución federal suiza (arts. 84
y 85)20 contienen textos de este género. Las primeras Constituciones francesas
(Constitución de 1791, tit. III, cap. III, sec. 1ª; Constitución de 1793; art. 54) enumeraban
igualmente, de una manera expresa y detallada, las funciones legislativas y especificaban
(Constitución de 1791, loc. Cit., atr. 1º) que “la Constitución delega exclusivamente sus
funciones en el cuerpo legislativo”. Bajo tales condiciones, en realidad, el órgano
legislativo no podría mediante una ley transferir a ninguna otra autoridad las competencias
materiales que le han sido reservadas de este modo; se precisaría, para este
desplazamiento de competencias, un acto superior de nueva delegación constituyente, o
sea un procedimiento de revisión constitucional. Muy distinta es la situación en el estado
actual de la Constitución francesa. Por el solo hecho de haberse abstenido de exigir una
ley para tales o cuales materias ha dejado a las asambleas la suficiente holgura para
confiar dichas materias a la regulación del jefe del Ejecutivo. Al actuar así, las Cámaras
no realizan ninguna transmisión de potestad legislativa, puesto que la esfera objetiva de
esta potestad no ha sido definida por la Constitución;21 no realizan tampoco una
desclasificación de materias, puesto que no hay clasificación

20
En un país como Suiza, donde las asambleas no ejercen la potestad legislativa sino bajo reserva del
referéndum popular, parece haber aún otro motivo para negarles la facultad de ampliar, mediante una ley,
el campo de actividad reglamentaria del Consejo federal. Se ha hecho observar (Bossard, op. Cit., p. 173)
que las ordenanzas del Consejo federal no se someten al referéndum y que, por consiguiente, el recurrir a
una resolución reglamentaria del Consejo federal tendría por objeto, sustituyendo la ordenanza a la ley,
eludir los poderes legislativos del pueblo. Pero se debe contestar con Burckhardt (op. Cit., 2ª ed., p. 684) que
la misma ley que habilita al Consejo federal cae bajo el efecto del referéndum y que, por consiguiente, la
extensión de competencia que pretende realizar a favor del Consejo federal no puede realizarse
definitivamente sino mediante el voto favorable o, por lo menos, la ausencia de reclamación del pueblo, que
es, aquí como en todo lo demás, el órgano legislativo supremo y el dueño de las competencias.
21
La doctrina de Moreau respecto de este punto se compone de dos proposiciones, que no es fácil
coordinar entre si. Por una parte sostiene dicho autor (op. Cit., ver especialmente p. 195) que la
Constitución no ha establecido clasificación ni distinción entre las materias legislativas y las materias
reglamentarias; y reconoce, por consiguiente, que el legislador es el que debe establecer esa clasificación y
efectuar la separación entre el reglamento y la ley. Por otra parte, cuando el legislador remite una materia al
reglamento de administración pública, Moreau ve en esta remisión una delegación de potestad legislativa.
Pero, en el momento en que la remisión se refiere a materias que no han sido clasificadas especialmente por
la Constitución dentro de la legislación, no se puede decir que necesite una delegación de poder legislativo.
En estas condiciones, ni siquiera cabe la idea de delegación, pues esta sòlo se concebiría si las Cámaras, en
vez de realizar un simple reparto de materias, trasladaran al Ejecutivo una competencia que, según la
Constitución, les pertenecería como propia.
549

202] FUNCION ADMINISTRATIVA 549

Establecida superiormente por la Constitución. Y por otra parte, el poder que tiene el
Parlamento francés de determinar por sus leyes la competencia reglamentaria del
Presidente se encuentra también reforzado por la disposición constitucional que impone al
Presidente la obligación de asegurar la ejecución de las leyes.
Es interesante observar que el mismo Esmein ha tenido que reconocer
incidentalmente lo acertado del punto de vista que acaba de exponerse. En su estudio
sobre “La délégatio du pouvoir legislatif” (Revue politique et palementaire, col. I, pp. 213-
218), dicho autor examina ciertas leyes que, por ejemplo en materia de enajenación de
dominios nacionales y en materia de estado de sitio, han conferido a la autoridad ejecutiva
atribuciones que anteriormente, en virtud de leyes más antiguas, correspondían al cuerpo
legislativo. Se ha dicho que, al despojarse así en beneficio del jefe del Ejecutivo, el
legislador había hecho delegación de su potestad en éste (Ducrocq,l Personnalité civile de
I’État d’apres les lois civiles et administratives de la France, p. 30). Pero Esmein critica
con razón esta manera de caracterizar la devolución de competencia hecha a la autoridad
ejecutiva por las leyes de referencia; demuestra debidamente que esta devolución no
constituye de ningún modo una delegación de poder legislativo, dando para ello la razón
perentoria de que, en la época en que se produjeron dichas leyes, las reglas de
competencia referentes a la enajenación de los bienes nacionales y al estado de sitio no
eran “constitucionales, sino simplemente legislativa siempre puede modificarse o
abrogarse por una nueva ley. Así pues, depende de las leyes atribuir al gobierno todas las
competencias que no les han sido reservadas a esas mismas leyes por un texto de la
Constitución. Esta es la conclusión que se desprende de la demostración proporcionada
por Esmein. Pero entonces ¿Cómo conciliar con esta demostración esa otra afirmación
del mismo autor de que una ley, incluso para un objeto determinado, no puede conferir al
poder ejecutivo el ejercicio de ningún derecho que entre dentro de las atribuciones del
poder legislativo? (Éléments, 5ª ed., p. 618). La verdad es que, actualmente, al callar la
Constitución, o poco menos, respecto a las materias reservadas a la competencia
legislativa del Parlamento, tiene éste plena y entera libertad, o poco menos,22 para ceder
al jefe del Ejecutivo cualquiere especie de competencia reglamentaria.23

22. Hay que reservar solamente algunos asuntos, muy poco numerosos, tales como la amnistía o la cesión de territorio para los cuales
se ha visto anteriormente (p. 338, supra) que la constitución de 1875 exige una ley.
23. Durante la guerra, el gabinete Briand se había visto obligado a depositar ante las Cámaras un proyecto de ley, fechado el 14 de
diciembre de 1916 y redactado así: “Hasta la cesación de las hostilidades el gobierno queda autorizado para tomar, mediante decretos
dictados
550

550 FUNCION DEL ESTADO [203

203. Por lo demás, la teoría que le niega al Parlamento la facultad de remitirse al


reglamento de administración pública respecto de cualquier materia tropieza con una
objeción capital, que invalida toda la argumentación en la que dicha teoría se funda.
Según esmein, Berthèlemy y Jèze (loc. Cit., ver p. 545, supra), existen prescripciones que
las Cámaras

tados en Consejo de ministros, todas aquellas medidas que, por adición o derogación de las leyes vigentes, sean
aconsejadas por las necesidades de la defensa nacional en lo que se refiere a la producción agrícola e industrial,
maquinaria de los puertos, transportes, avituallamiento, higiene y sanidad públicas, reclutamiento de la mano de obra,
venta y reparto de mercancías y de productos y su consumo”. Añadía el proyecto: “En cada uno de estos decretos
podrán establecerse penalidades que se fijarán dentro de límites que no pasen de seis meses de prisión y diez mil
francos de multa”.

Se suscitaron contra dicho proyecto muy vivas objeciones, especialmente en el dictamen presentado el 29 de
diciembre de 1916 en nombre de la comisión de la Cámara de Diputados encargada de efectuar el examen del mimo
(ver el Journal officiel del 21 de enero de 1917, anexos, pp. 1858 ss.) Estas objeciones eran de dos clases.

Se trataba primero de objeciones de orden político, sobre las cuales no deben insistirse aquí, por más que
parezcan haber ocupado lugar preponderante entre los móviles que incitaron a los miembros del Parlamento a acoger
desfavorablemente la petición del gobierno y finalmente a oponerse a dicha petición. Desde el punto de vista político se
reprochaba al proyecto del gobierno el aminorar notablemente el cometido de las Cámaras y el fortificar con exceso la
potestad del Ejecutivo, por cuanto que éste iba a ser habilitado para estatuir por si mismo respecto de una serie de
cuestiones, sin duda muy importantes y además muy numerosas, cuya naturaleza había de dar lugar por su parte a
iniciativas y a medidas que podrían desarrollarse, por vía de decretos, en proporcionarse casi ilimitadas. A este respecto
se puede asegurar que hubieran sufrido las Cámaras, si no respecto al control, al menos por lo que se refiere a la
iniciativa y a la decisión, un considerable desposeimiento de hecho. Está claro que disco desposeimiento no
podía serles impuesto contra su grado. El Parlamento es el dueño absoluto de toda ley que entrañe autorizaciones de
este género. ¿En qué medida será conveniente, especialmente en tiempo de guerra, que las Cámaras autoricen al
Ejecutivo para tal o cual categoría de decisiones o prescripciones? Esta es, en el estado de la Constitución francesa, una
cuestión de apreciación política, y sobre todo de confianza, de la que sólo el Parlamento es juez soberano.

Pero, además de estas objeciones políticas, el dictamen anteriormente citado formulaba, contra el proyecto de
autorización, argumentos de orden jurídico y constitucional que gravitaban alrededor de la afirmación de que la
adopción de semejante proyecto hubiera “constituido una violación formal de la ley constitucional de 25 de febrero de
1875” (ver en este sentido Barthelemy, Revue politique et parlementaire, 1917, col. XCI, pp. 8 ss.). Ahora bien, se puede
contestar a dicha afirmación que desconoce los principios esenciales y, además, el genio propio de la Constitución de
1875.

Toda la argumentación dirigida por el dictamen contra la demanda de autorización proviene de la idea de que
la concesión de esta autorización por las Cámaras hubiera constituido jurídicamente una delegación del poder legislativo
en provecho del Ejecutivo para las materias a que se refería el proyecto gubernamental, esas materias, en principio, sólo
podían haber sido tratadas por una ley. Partiendo de esta observación, el relator no duda en calificar, en diferentes
ocasiones, como “decretos-leyes” aquellos actos de reglamentación que, como consecuencia
551

203] FUNCION ADMINISTRATIVA 551

no pueden abandonar a la potestad reglamentaria, porque, dicen los autores citados, esas
prescripciones quedan rigurosamente dentro de la esfera de la legislación, sin que jamás
puedan salirse de ella. Así, si una ley encargara al Presidente de dictar prescripciones de
ese género, dicha ley sería sin duda inconstitucional, y por consiguiente, el decreto hecho
en.

.
de la autorización proveniente del Parlamento, hubieran podido dictarse sobre los diversos asuntos
enumerados en el proyecto; y hasta establece una similitud entre estos decretos-leyes y aquellos que
durante algunos interregnos del derecho constitucional, fueron dictados en Francia en 1848, en 1851-52 y
en 1870-71, por gobiernos circunstanciales, que acumulaban los poderes legislativo y ejecutivo; en una
palabra, sostiene que la habilitación solicitada por el gabinete Briand con el objeto de ampliar el poder
presidencial de reglamentación hubiera tenido por efecto establecer, para la duración de la guerra, “dos
autoridades legislativas”; una, el Parlamento, que continuaría legislando en la forma prevista por la
Constitución de 1875, y la otra, que hubiera sido el Ejecutivo, estatuyendo por vía de decreto, si bien
decretos autorizados, pero que no hubiera sido el Ejecutivo, estatuyendo por vía de decreto, si bien
decretos autorizados, pero que no hubieran dejado de ser, ratione materiae, decretos-leyes.

Pero, continúa diciendo el dictamen, es indiscutible que semejante delegación de potestad


legislativa y tal dualismo de autoridades llamadas a legislar son inconciliables con los principios
fundamentales del derecho público francés. Por una parte, los conceptos que desde 1789 se resumen en la
idea de soberanía nacional excluyen de modo absoluto toda posibilidad de delegación de competencia
realizada por un órgano constitucional a favor de otra autoridad (ver nº 199, supra). Por otra parte, el art. 1º
de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875 especifica que el poder legislativo es conferido y reservado
a las Cámaras; únicamente éstas constituyen el órgano de la legislación; para derogar este texto e instituir,
junto a las Cámaras, una segunda autoridad legislativa, no podía ser suficiente una simple ley, sino que
hubiera sido necesaria una revisión propiamente dicha de la Constitución. E incluso semejante dualidad,
aunque se hubiese realizado por vía constituyente, hubiera presentado en la práctica numerosos peligros,
pues el paralelismo de las competencias legislativas sólo hubiera suscitado entre el Parlamento y el Ejecutivo
graves conflictos, en el caso en que esas dos autoridades no hubieran estado de acuerdo sobre la
regularidad y la oportunidad de las medidas tomadas en forma de decretos con el valor de leyes. La
infranqueable dificultad que hubiera habido, en ese caso, para conciliara la competencia legislativa del
Ejecutivo con la preponderancia general, y particularmente con la preponderancia legislativa normal del
Parlamento, hubieran engendrado fatalmente el caos y la anarquía. El proyecto de ley presentado por el
gobierno no tropezaba, pues, únicamente con imposibilidades jurídicas, sino que la aplicación de sus
disposiciones hubiera encontrado también, en la práctica, impedimentos que hubieran hecho irrealizable su
funcionamiento.

Así razona el dictamen. Pero realmente, los argumentos jurídicos que invoca, con una vehemencia
acrecentada por preocupaciones políticas claramente confesadas, no responden a los textos positivos de la
Constitución de 1875, ni sobre todo al régimen de reparto de las competencias que se desprende
actualmente de dichos textos. El relator de la Cámara de Diputados razona como si la Constitución hubiera
determinado en forma de principios las materias que constituyen el objeto especial de la competencia
legislativa. Esto es olvidar que, desde este punto de vista “material”, la Constitución de 1875 no es una
constitución rígida, sino, por el contrario, una Constitución de notable flexibilidad. No define a la esfera de
actividad reguladora que corresponde relativamente al Parlamento y al Ejecutivo por un principio de
competencia delimitada ratione materiae, sino que la define únicamente por un principio formal de
subordinación de una de las autoridades a la otra, en el sentido de que no puede actual el Ejecutivo si no es
a consecuencia y en virtud de una ley.
552

552 FUNCION DEL ESTADO [203

virtud de esa ley careciera a su vez de valor (en este sentido ver especialmente
Berthèlemy, Revue politique et parlementaire, vol. XV, p. 324). Pero es conveniente
contestar que ni los tribunales administrativos, ni los tribunales judiciales tendrían
competencia para conocer de esta clase especial de ilegalidad. Razón de ello es que, en
el sistema del derecho

a consecuencia y en virtud de una ley. En cualquier materia, la iniciativa y el primer impulsa han de proceder del
Parlamento; tal es la condición primordial que domina toda la actividad reglamentaria del Ejecutivo. Pero, cumplida esta
condición, puede a su vez el Ejecutivo estatuir en todas aquellas materias para las cuales recibió autorización legislativa,
ya que, desde el punto de vista materia, la Constitución no establece ninguna restricción a su facultad de acción (ver nº
196, supra).

En este primer aspecto, el proyecto gubernamental no lesionaba de ningún modo la constitucional de 25 de


febrero de 1875. Bien es verdad que, según dicho texto, la potestad de legislar sólo reside en las Cámaras, pero el art. 1º
debe completarse inmediatamente con el art. 3 in fine de la misma ley, del que resulta que el poder reglamentario, con
tal de que se produzca en ejecución de una ley, es en si mismo, en cuanto a su materia eventual, ilimitado. Desde el
punto de vista material no se puede, pues, afirmar que la concesión de la autorización pedida por el gobierno a las
Cámaras hubiera implicado de ningún modo una delegación de poder legislativo, sino que la petición contenida en el
proyecto de ley estaba, por el contrario, totalmente conforme con el mecanismo constitucional establecido por la ley de
25 de febrero de 1875.

Pero junto al punto de vista material está el punto de vista formal. ¿Deberá decirse, en este segundo aspecto,
que la demanda de autorización dirigida a las Cámaras implicaba una delegación de poder legislativo? Tampoco.

En principio, la habilitación concedida por una ley al Ejecutivo, con objeto de permitirle estatuir por si mismo
respecto de una materia determinada, por otra parte, sea la que fuere esta materia y sean también las que fueren la
naturaleza y la extensión de las medidas que pudieran ser decretadas en virtud de la habilitación, no puede originar en
la persona del Presidente de la República ningún derecho de potestad legislativa ni ninguna cualidad de legislador. Es
este un extremo que se deduce claramente del art. 1º de la ley de 25 de febrero de 1875. Se habrá podido atribuir a este
texto diversas significaciones, pero de todos modos significa que únicamente las Cámaras pueden crear una ley en el
sentido formal de la palabra. Si bien el art. 1º no reserva ninguna materia a las Cámaras, como dependiendo
exclusivamente de ellas, por lo menos les reserva, de una manera absoluta y rigurosa, la potestad orgánica de hacer acto
de legislación. Únicamente el acto hecho en forma legislativa por el Parlamento posee las propiedades formales que son
el signo especifico de la ley en el derecho público francés. De la combinación del art. 1º con el art. 3º, que confiere el
Ejecutivo la facultad ilimitada para hacer reglamentos en ejecución de las leyes, se deduce, pues, que las Cámaras
pueden perfectamente habilitar al Presidente de la República para dictar decretos reglamentarios respecto a todas clase
de materias; pero existe una habilitación que no puede conferir: la de dictar un reglamento que adquiriera el valor y la
fuerza constitucional propios de la ley. El acto mediante el cual emite el Ejecutivo prescripciones reguladoras en
ejecución de una ley de autorización, pues de ningún modo puede ser un acto legislativo, lo mismo desde el punto de
vista formal que desde el punto de vista material; por su forma, por las condiciones en las cuales interviene, y sobre
todo por su origen orgánico y por la fuerza constitucional que deriva de este último, solo es un puro acto ejecutivo, un
decreto propiamente dicho, un decreto que no vale como ley, que no posee ninguna de las virtudes características
553

203] FUNCION ADMINISTRATIVA 553

público Francés, no corresponde a los tribunales apreciar la constitucionalidad de


los actos del cuerpo legislativo. Ahora bien, según la observación muy acertada de
un autor (Raiga, op. Sit., pp 272 ss.), la decisión de justicia que viniera a impugnar
la regularidad de una medida reglamentaria autorizada por una ley formal no
vendría a ser nada me-

inherentes al acto legislativo. Especialmente no podría, en lo que por venir, obligar al legislador, o sea al Parlamento,
que siempre será dueño de recoger, para tratarlo en forma de ley, aquella materia respecto de la cual había habilitado
el Ejecutivo para una acción reglamentaria y que conserva, igualmente el poder de dictar medidas legislativas que
habrán de primar sobre los reglamentos ya hechos por el ejecutivo en virtud de una habilitación anterior. Con manifiesto
error, pues, el dictamen presentado a la Cámara de Diputados aplica a los actos reglamentarios para los cuales se pedía
al Parlamento una autorización, el nombre de decretos-leyes. Accediendo a la habilitación pedida, el Parlamento no
hubiera sido substituida de ningún modo por el Ejecutivo como orgánico de legislación, sino que solo hubiera puesto en
movimiento el poder que le corresponde al ejecutivo en virtud de la misma legislación, ósea el poder de ejecución de las
leyes. No hubiera existido en esto ninguna delegación de potestad legislativa. El Parlamento, cuando cede, a favor del
Ejecutivo, una materia por reglamentar, no delega por ello la potestad legislativa en el Presidente de la República, así
como la Asamblea Nacional no ha delegado en las Cámara la potestad constituyente cuando por la ley de revisión de 14
de agosto de 1884 pronuncio la desconstltucionalizaciòn de los Arts. 1º a 7º de la ley de 24 de febrero de 1875
referentes al Senado, destitucionalizaciòn que tuvo por efecto colocar toda la materia de la organización del Senado
dentro de la competencia legislativa ordinaria de la Cámara. Así como la ley orgánica sobre elecciones de Senadores, que
a consecuencia de dicha extensión de la competencia material del Parlamento fue dictada el 9 de diciembre de 1984 no
fue sino una ley pura y simple desprovista de todo carácter constituyente, por más que haya estatuido sobre un objeto
que, hasta 1884 dependía de la competencia constituyente asi también los actos reglamentarios provenientes del
ejecutivo, en consecuencia y en virtud de una ley de habilitación solo constituyen simples decretos a los cuales de
ningún modo se el puede dar el nombre de actos legislativos o decretos-leyes. Este es un punto que , para los
reglamentos de administración pública, ha sido admitido desde hace mucho tiempo por la doctrina, y después de 1907;
incluso cuando los reglamentos de esta clase están autorizados, por la ley en virtud de la cual han sido dictados, a
estatuir sobre cuestiones que anteriormente solo podían tratarse por la vía legislativa, se ha reconocido sobre
cuestiones que anteriormente solo podrían tratarse por vía legislativa, se ha reconocido que no poseen otro carácter
que el de decretos ejecutivos. El hecho de que, según el proyecto de ley de 14 de diciembre de 1916, las prescripciones
reglamentarias que debían dictarse en interés de la defensa nacional había de ser actos acordados en consejo de
ministros”, nada cambia en esta situación. Es, por otra parte, lo que especifico el mismo proyecto de ley, al decir que las
medidas a adoptar se tomarían “mediante decretos”, y acabamos de ver las razones que demuestran la perfecta
corrección de esta denominación.
De las observaciones que preceden se desprende la consecuencia de que no es exacto afirmar como lo hizo el
dictamen sobre el proyecto de ley—que la habilitación solicitada de las cámaras hubiera tenido por efecto suscitar
conflictos agudos e insolubles por el Parlamento y el Ejecutivo, erigidos ambos en autoridades legislativas paralelas y
rivales. No hubiera podido producirse en este caso verdadero conflicto, en el sentido jurídico y constitucional de esta
palabra, pues no existe en el sistema del proyecto de ley un verdadero dualismo de órganos legislativos. Incluso después
de la concesión de la autorización pedida, el parlamento hubiera conservado el solo esta potestad inicial, primordial y
preponderantemente, propia del órgano
554

554 FUNCION DEL ESTADO [203

nos que la crítica y la impugnación de la validez misma de dicha ley. Es este un punto
evidente. Que puede el Consejo, de Estado anular por causa de extralimitación de
atribuciones el reglamento presidencial, incluso prescrito por una ley, cuando este
reglamento ha ido mas allá del límite de las habilitaciones que dicha ley otorgaba al
Presidente, ello se justifica

legislativo; por una parte, los decretos tomados de defensa nacional se hubieran basado en su voluntad primera, puesto
que hubieran sido tomados en virtud de su autorización legislativa, y por otra parte, el Parlamento hubiera tenido
siempre la libertad de revocar la autorización por una nueva ley que señalara un plazo para el ejercicio de los poderes
conferidos anteriormente. En cuanto al gobierno, en sentido inverso, hubiera quedado en su lugar subalterno de
autoridad ejecutiva. No solamente no hubiera actuado sino en ejecución de la ley que lo había habilitado; no
solamente, también, los decretos que se citaban por razón de la habilitación hubiera quedado sometidos al control y a la
apreciación parlamentaria, ejerciéndose por vía de interpelación, con todas las eventualidades que entraña esta última,
son que tampoco estos decretos hubieran podido, ni imponerse al legislador en el futuro, ni entrar en rivalidad con las
leyes futuras, por lo mismo que la ley hubiera conservado siempre esa superioridad esencial e irresistible por la que
prima y abroga los actos que sólo tienen cualidad de decretos, cada vez< que se halla en contradicción con ello (cf.
Berthèlemy, loc. Cit., p.9). No puede, pues, tratarse de un verdadero dualismo legislativo, ni de un conflicto propiamente
dicho entre leyes y decretos. Los decretos siempre han de ceder ante las leyes. Y por ello las Cámaras tienen siempre la
seguridad de decir la última palabra. Particularmente la concesión de la administración para regular tal o cual asunto no
puede significar que se obligue a no legislar en un sentido que pudiese contrariar las medidas ya tomadas por los
decretos autorizados. Por lo tanto es imposible aceptar, con respecto a este punto, la doctrina del dictamen antes
citado, el cual, después de haber caracterizado a al habilitación como una delegación de potestad legislativa, sostiene
que dicha habilitación constituía al menos una “ratificación anticipada”. Esta última afirmación es ciertamente errónea
desde el punto de vista jurídico. Bien pueden las Cámaras autorizar decretos que establezcan cambios o derogaciones en
la legislación preexistentes, pero ningún caso ni bajo ninguna forma pueden conferir a dichos decretos la potestad de
tener en jaque o simplemente de hacer concurrencia a las leyes por venir. La preponderancia del Parlamento, por
consiguiente, excluye todo dualismo o conflicto de competencia.
También en este último aspecto es evidente que los decretos dictados en virtud de habilitaciones legislativas,
por amplias que sean estas, no pueden en ningún grado considerarse como decretos-leyes. El régimen de los decretos-
leyes supone ante todo, como en 1848, en 1851 y en 1870, la ausencia de Constitución regular, así como la ausencia de
cuerpo legislativo superior al gobierno, e implica, por consiguiente, la acumulación en manos de una autoridad única de
los poderes ejecutivos y legislativos, o mejor dicho, tiene por efecto abolir la distinción entre ambos poderes (ver en ese
sentido p. 328, supra). La característica de este régimen es que la autoridad única, investida de esos plenos poderes, es
capaz a la vez de extender por su sola voluntad, su competencia material a todos aquellos objetos o asuntos sobre los
cuales pretende dictar reglas, y además conferir a dichas reglas, formuladas mediante decretos una fuerza formal igual a
la que tienen las leyes en su régimen constitucional normal, de donde proviene entonces el nombre de decretos-leyes,
que significa sobre todo que entre los decretos y las leyes no existe ya diferencia realmente esencial. Muy distinto
hubiera sido la situación que hubiese resultado al conceder las Cámaras los poderes solicitados por el gabinete Briand. El
punto capital que debe observarse aquí es que esta consecución, al producirse bajo el imperio de la Constitución de
1875 y de conformidad con las disposiciones
555

203] FUNCION ADMINISTRATIVA 555

Fácilmente a causa de que la anulación, en este caso, se refiere exclusivamente al


acto presidencial y no a la ley que origino dicho acto. Pero cuando el reglamento
se ha mantenido dentro de los límites fijado por la ley que ejecuta, si pudiera el
Consejo de Estado anular el decreto presidencial por meterse en una esfera que
está fuera de la potestad regla-

del art. 3 de la Ley constitucional de 25 de febrero de 1875, hubiera tenido por efecto, de ningún modo, eliminar el
Parlamento o dejarlo fuera de funciones. Ya a este respecto es indiscutible que los decretos que habrían surgido en
virtud de los poderes concedidos no hubieran podido calificarse como leyes: desde el momento en que el Parlamento
subsistía. Él solo hubiera conservado la potestad de hacer las leyes propiamente dichas. Además, los decretos citados
sólo hubieran podido ser, en si, actos ejecutivos, puesto que hubieran sido dictados en virtud de una autorización
legislativa, o sea en ejecución de una voluntad previa del Parlamento. El ejercicio del poder reglamentario, en esas
condiciones, solo hubiera sido la aplicación del derecho común, y el principio constitucional por el cual únicamente el
Parlamento regula las competencias reglamentarias, hubiera permanecido intacto. Finalmente, la concesión de la
habilitación hubiera dejado subsistir íntegramente, para lo por venir, la superioridad indeleble del Parlamento; y por ello
aún, se hubiera mantenido intacta la distinción jerárquica entre ambos poderes y ambas clases de actos: los legislativos
y los ejecutivos. Por muchos esfuerzos que se hagan para establecer, por razón de la materia, un acercamiento entre las
leyes y los decretos dictados a consecuencia de autorizaciones legislativas, existe una consideración decisiva que se
opone a que estos últimos puedan caracterizarse como actos de esencia legislativa; no son sino simples decretos, en
razón de que su destino permanece siempre subordinado a las voluntades legislativas de un Parlamento, que es siempre
en suma el dueño supremo, no pudiendo posteriormente el Ejecutivo, sean las que fueren sus habilitaciones actuales,
eludir ni desconocer sus manifestaciones de superioridad.
Finalmente, pues, cuando se formula la cuestión del alcance de la habilitación en el terreno de los principios
jurídicos, hay que sacar la conclusión de que el Parlamento, al habilitar al Ejecutivo, no hace dejación de ninguna de sus
prerrogativas, no abdica en nada de su potestad legislativa, y aunque lo quisiera, por lo demás, no podría despojarse de
sus supremacía. Por otro lado, sin embargo, es necesario admitir que por la concesión de semejante habilitación
manifiesta el Parlamento la intención de asegurar al Ejecutivo, de hecho, cierta libertad de acción. Sin dejar de
reservarse la preponderancia que les pertenece esencialmente, no podrían las Cámaras, cuando conceden al gobierno
autorizaciones más o menos amplias, prepararse al mismo tiempo y por anticipado a contrarrestar su obra. Junto a la
cuestión de derecho puro, existe en todo esto una cuestión política que se origina por hecho de que la concesión de una
amplia autorización, como la que se pidió en el proyecto de ley de 14 de diciembre de 1916, hubiera implicado por parte
de las Cámaras un verdadero espíritu de conciliación, de acomodamiento y, para decirlo todo, de desprendimiento
consentido, constitucionalmente al menos. La Constitución de 1875 se mostró muy flexible, por cuanto le dejó al
Parlamento la facultad de extender a voluntad y de un modo casi ilimitado la competencia reglamentaria del Ejecutivo.
Pero la Constitución de 1875 se mostró muy flexible, por cuanto le dejo al Parlamento la facultad de extender a voluntad
y de un modo casi ilimitado la competencia reglamentaria del Ejecutivo. Pero la Constitución de 1875 exige también,
para el manejo de su sistema orgánico, una gran flexibilidad mutua de disposiciones de espíritu y de habilidad en las
relaciones entre el gobierno y las Cámaras. Corresponde a las Cámaras apreciar, según las circunstancias, la medida en
que puede convenir tratar por decretos tal o cual cuestión que el gobierno parece más particularmente apto a regular
por si mismo. Recíprocamente, incumbe al gobierno, investido de semejantes autorizaciones, mantenerse dentro de una
línea que esté conforme con lo que esperan las Cámara y poder encontrar medidas que obtengan su aprobación. Por
encima de todo, la realización del sistema de habilitaciones, tal como se

556 FUNCION DEL ESTADO [203

mentaría, ahora la anulación alcanzaría a la ley misma en la que dicho decreto se funda,
implicando así, para la justicia administrativa, el poder de estatuir respecto de la validez
de un texto legislativo y de enfrentaría con la voluntad formal del legislador. En Estados
556

Unidos, las cortes de justicia poseen este poder, y es éste uno de los aspectos bajo los
cuales se afirma el carácter "rígido" de la Constitución de los Estados Unidos. En esto, el
sistema norteamericano es perfectamente coordinado. Así como la Constitución
determina la esfera que pertenece como propia a la legislación, así también asigna al
poder de las asambleas ciertos límites de los cuales éstas no deben salirse, y esas
limitaciones se sancionan por la institución del control judicial respecto a la
inconstitucionalidad de las leyes. En Francia no existe este control, demostrándose con
ello precisamente que Francia, en este aspecto, no tiene una Constitución rígida. Por lo
demás, los diversos elementos del sistema francés referentes a la extensión de la
potestad legislativa se encadenan tan lógicamente como los elementos correspondientes
del sistema norteamericano, sólo que en el sentido de la no rigidez, es decir, de la libertad
de acción casi ilimitada del Parlamento. En estas condiciones, de nada sirve sostener, con
los autores antes citados, que las leyes no pueden aumentar, mediante habilitaciones
especiales, la esfera natural y propia de la función reglamentaria. Aun cuando la doctrina
de dichos autores tuviera fundamento en principio, carecería de utilidad práctica, ya que
carece de sanción constitucional.24

halla fundado por la Constitución de 1875, implica que posee el gobierno, en grado suficiente, la confianza del
Parlamento. La cuestión de saber hasta qué punto podrá llegar esta confianza no depende de las teorías jurídicas.
Desde el punto de vista jurídico basta haber demostrado que en la Constitución de 1875 nada se hubiera opuesto a la
adopción por las Cámaras del proyecto de ley presentado en diciembre de 1916 por el ministerio Briand.

24 Por amplias que sean las habilitaciones conferidas al Ejecutivo por las leyes, parece al menos que, por
principio mismo, las Cámaras no pueden llegar hasta autorizar al Presidente de la República para que modifique por
decreto disposiciones enunciadas por el acto constitucional, y por consiguiente tampoco deben poder habilitarlo para
derogar un texto de la Constitución.

No sin sorpresa se observa, en Suiza, la afirmación de una doctrina en contrario entre los considerandos
emitidos por una resolución de la Corte penal del Tribunal federal de 14 de diciembre de 1915, con ocasión de una
demanda en virtud de la ordenanza del Consejo federal de 2 de julio de 1915 "sobre la represión de los ultrajes contra
los pueblos, jefes de Estado y gobiernos extranjeros". Esta ordenanza es una de aquellas, muy numerosas (podrá
encontrarse relación de las mismas, hasta el mes de febrero de 1917, en Hoerni, De Vétat de nécessité en droit public
federal suisse, tesis, Ginebra, 1917, pp. 203 ss.), que fueron formuladas por el Consejo federal con motivo de los
acontecimientos o de las exigencias de la guerra y que se fundaron en lo que se llamó en Suiza los "plenos poderes",
conferidos al Consejo federal por resolución de la Asamblea federal de 3 de agosto de 1914. El art. 3 de esta
resolución especifica que "la Asamblea federal concede poder ilimitado al Consejo federal para tomar todas aquellas
medidas que sean necesarias para la seguridad, la integridad y la neutralidad de S u i z a . . . " . Para la aplicación de la
ordenanza de 2 de julio de 1915, el Tri-
557

204] FUNCION ADMINISTRATIVA 557

204. No es de extrañar, pues, que la Constitución de 1875 se haya desarrollado ,


de hecho, en el sentido de que las Cámaras tengan libertad,

bunal superior se vio así llevado a apreciar el alcance de la resolución inicial misma de 1914, f »mpn lilimente a
examinar si “la Asamblea federal había podido autorizar al Consejo federal pitin lilii'iiise de las reglas constitucionales
que en tiempos ordinarios se imponen a la observancia de las autoridades". La resolución de la Corte penal federal
declara que "no hay Hllil" dr que, cuando a consecuencia de circunstancias excepcionales, el Consejo federal queda
Mli'Ni'f.ndii dr tomar todas las medidas e xcepcionales necesarias para el bien público amena-Mil". »» podría quedar
obligado por la Constitución en esta labor indispensable". Por lo Imiln, Invoca ante todo el Tribunal federal la
necesidad de evitar los peligros que puedan «lliHiüAiir al bien público. La resolución de 3 de agosto de 1914, en
efecto, tuvo por objeto asegurar. como expresa su artículo 3, el mantenimiento de la seguridad y de la neutralidad lfl
|»ik v fué autorizado el Consejo federal, de un modo ilimitado, a tomar las medidas adef »m\n» n la realización de
dicho fin. Las exigencias de la salvación del país, pues, deben tener llMliliii'í" sobro cualquier otra consideración. Si las
circunstancias hacen indispensables medimrrprionales concedidas fuera o en contra de las prescripciones
constitucionales, el interés drl KHIIIIIII deberá prevalecer sobre el respeto a la Constitución, y la resolución
anteriormente dlmlM del Tribunal federal añade incluso que, en esta vía extra o anticonstitucional, "es
eviftriiti'tiii'ntr. imposible obligar al gobierno a pararse en un punto determinado, si la salvación lM puÍH rxipe que
vaya más allá". En el fondo, toda esta argumentación gira alrededor de la IIIHI que lia sido expresada en numerosas
ocasiones por la fórmula brutal de " la necesidad no iMinniT leyes". Y no hay más remedio que reconocer, en efecto,
en el terreno de las realidades |irni'li<'iis. que en ciertas circunstancias la gravedad de los intereses nacionales en
peligro no |ii<riiiilr a los gobiernos atenerse al respeto absoluto de los principios jurídicos, aunque éstos fumen de
orden constitucional. Así que no se acostumbra, en esos momentos, recurrir a los JHHHIHS para consultarlos respecto
de la legitimidad de las medidas que deban tomarse. Pero «I «r formula esta cuestión de legitimidad en el terreno del
derecho propiamente dicho —y en Mlr terreno especial es en el que debe ser examinada, cuando se formula ante una
autoridad Jlirlmliccional, como la Corte de Lausana—, se hace muy difícil suscribir el razonamiento adoptados por el
Tribunal federal.

Este razonamiento no podría sostenerse en Francia, donde sin embargo, en el fondo, basta ipir (Mincuerden
las voluntades de ambas Cámaras para que la revisión sea posible e incluso tenga seguridad de realización. Pero la
tesis del Tribunal federal suscita una objeción mucho III/IM fuerte aún, en lo que concierne a Suiza, ya que es un
principio, en este país, que la Conslltiición. sque debe su perfección original a la sanción popular, no puede retocarse
o modificarse de ese modo, sino con el concurso y mediante la aprobación del cuerpo de los ciudadanos. Bien es
verdad que se ha alegado que las resoluciones mediante las cuales la Asamblea
leilmil autoriza al Consejo federal a tomar, excepcionalmente y durante un período de crisis, medidas que deroguen la
Constitución, no tienen por efecto modificar intrínsecamente esta ultima, sino que sólo suspenden
momentáneamente su imperio. Sin embargo, es conveniente nbttervar que esta suspensión momentánea implica, en
el fondo, un cambio introducido en el urden constitucional vigente; este orden constitucional se encuentra ignorado
por cierto tiempo, n» decir, dentro de cierta medida y, por consiguiente también, en parte. El acto que viene a
«impender la Constitución equivale también al acto que opera una revisión parcial; ambos artos son de la misma
naturaleza, y suponen en su autor el mismo poder, pues la idea de revisión parcial se halla realizada lo mismo cuando
los textos constitucionales son objeto de una mmpensión de funciones por una duración ilimitada que cuando uno de
ellos es reemplazado por un nuevo texto. Tocar a la fuerza superior de la Constitución en el tiempo es también
558

558 FUNCION DEL ESTADO [204

en todas materias, para atribuir competencia al reglamento llamado administración


pública. El mismo hecho de que este desarrollo haya po-

lesionarla parcialmente (cf. Bossard, op. cit, pp. 137 ss.). Ahora bien, según los arts. 121 f¡ 123 de la Constitución
suiza, el acto constitucional es intangible en contra de la Asamblea» federal en el sentido de que la revisión del
mismo, incluso parcial, no puede llegar a WUS perfecta sino cuando ha sido aceptada por la mayoría de los
ciudadanos. Ningún texto de lt. Constitución federal prevé, incluso en caso de necesidad excepcional, la posibilidad de
otfO procedimiento para cambiar nada en el régimen constitucional existente. Así, si es incapai la Asamblea federal
de modificar la Constitución o de derogar momentáneamente sus pre§> cripciones. ¿cómo concebir jurídicamente
qua haya podido habilitar al Consejo federal para ejercicio de un poder que ella misma no posee
Estas objeciones de orden orgánico y en cierto sentido técnico pueden presentarse bajo una segunda forma que las
hace aun más apremiantes. En una democracia como Suiza, la doctrina que le presta a la Asamblea federal, y
subsidiariamente al Consejo federal, el poder de librarse momentáneamente del respeto a las reglas constitucionales
no tropieza únicamente con el texto de la Constitución, como se acaba de ver, sino que además parece inconciliable
con el espíritu de esta última, es decir, con los principios, las tendencias y las tradiciones que forman la base misma de
todo el régimen constitucional. Tanto desde el punto de vista jurídico como desde el punto de vista político,' la
característica y la condición esencial de la democracia es que en ella sea el pueblo el órgano supremo del Estado, y
esta supremacía orgánica del pueblo se manifiesta especialmente en el hecho de que la Constitución no puede'
crearse ni revisarse sin la intervención y el asentimiento del cuerpo de los ciudadanos; por lo menos la sanción del
pueblo es indispensable para la perfección de cualquier operación de orden constitucional. En Suiza, el espíritu
democrático del régimen constitucional se desprende especialmente del hecho de que, hasta en lo que concierne a las
Constituciones particulares de los cantones, la Constitución federal (art. 6) exige que se sometan a la aceptación
formal del pueblo cantonal y que sean ratificadas por éste. Así, la Constitución forma, en la democracia helvética, la
ley popular por excelencia, aquella en efecto por medio de la cual limita el pueblo la potestad de sus gobernantes y
que determina en el Estado, por consiguiente, la esfera de acción reservada, en cuyo interior nada puede ser
emprendido sin el concurso de la voluntad popular. Incluso en la democracia suiza se concibe que la Asamblea federal
haya podido ser habilitada por la Constitución (art. 89 y ley federal de 17 de junio de 1874, arts. 1° y 2') para sustraer
por medio de una declaración de urgencia algunas de sus resoluciones generales a la eventualidad de una petición de
votación popular; pero lo que es admisible para las simples resoluciones no se concibe ya para las decisiones que
tienen alcance constituyente. ¿Qué se diría de un Estado monárquico en que las asambleas elegidas emitieran la
pretensión de modificar o suspender la Constitución fuera de toda intervención del monarca? Se diría con razón que
semejante iniciativa de las asambleas, por lo mismo que lesiona a la más esencial de las prerrogativas del monarca,
viene a socavar los fundamentos mismos de la monarquía. Otro tanto puede decirse de la resolución antes citada
mediante la cual admite el Tribunal que la Asamblea federal podía sustraer al Consejo federal del respeto a las reglas
constitucionales vigentes en la Confederación. Por cuanto dicha resolución concede a las autoridades federales la
facultad de derogar la Constitución evitando toda consulta popular, introduce en la democracia suiza una innovación
que no tiende a nada menos que a modificarla esencialmente e incluso a destruirla, ya que substituye, en un punto
capital, el régimen del gobierno popular directo por el principio del gobierno representativo. Pero esto no es todo. La
innovación que resulta de la jurisprudencia del Tribunal federal no solamente altera el equilibrio democrático de
Suiza, sino que además rompe otro equili-
559

204] FUNCION ADMINISTRATIVA 559

dido reulizarse sin obstáculos basta para probar que la Constitución, a rale respecto, no
ha limitado la potestad del órgano legislativo. Esta es,

brio, mo menos esencial en dicho país, y que es aquel que se halla establecido en él por los tMliix constitucionales y por
un largo pasado histórico entre la Confederación y los cantones. Un rícelo, la Constitución federal no solamente se basa
en la voluntad popular, sino que también loma su origen en la voluntad de los cantones y depende esencialmente de
esta última. Hi'dijii lim términos del art. 123, ninguna modificación, ninguna lesión puede hacerse al régimen
Constitucional de la Confederación sin el consentimiento de la mayoría de lbs cantones. Pin ln tanto, no se ve cómo las
Cámaras federales, que son órganos de la Confederación y no ili< ln~ cantones, podrían, por su sola potestad, descartar
o suspender la aplicación de los textos internacionales vigentes. Admitir que la Asamblea federal pueda tomar
semejante inividual es desconocer el carácter federalista que entraña esencialmente la Constitución suiza, |inr rn/.ón de
sus orígenes, de su contenido formal y de todo su espíritu; es sustituir pura y simplemente el federalismo por el
estatismo unitario. En esto, también, la jurisprudencia establecida por la resolución de que se trata aparece preñada de
consecuencias. Si? ha tratado en vano, para huir de estas objeciones fundamentales, de alegar (ver v.Wnldkirch, Die
Notverordnungen im schweiz. Bundesstaatsrecht, tesis, Berna, 1915, pp. 21 ss., 71 »\.) que la Constitución federal, en su
art. 2, asigna a la Confederación y por consiguiente * IIIK uutoridades federales, como " f i n " esencial, el mantenimiento
de " l a independencia de la |mliia contra el extranjero" y el mantenimiento de " l a tranquilidad y el orden en el
interior"; ili donde se saca la consecuencia de que, en tiempo de crisis y en caso de mayor necesidad, ln» autoridades
federales están autorizadas para tomar libremente todas aquellas medidas imtiuordinarias cuya adopción se imponga
para la salvación externa e interna del país; aun manilo esas medidas de salvación pública estuvieran en oposición con
ciertas disposiciones r«|niiules del acto constitucional, las autoridades federales, al prescribirlas, no se colocan por
rniimu de la Constitución, sino que, muy al contrario, dícese, no hacen con ello sino conformante fielmente a la misma
Constitución y se mantienen estrictamente dentro de los límites dri KU potestad constituida, puesto que laboran por
mantener, mediante medios apropiados, la «imiridad del país, lo que, según la misma Constitución, constituye el fin
supremo de la Confederación y de la actividad estatal federal. Así pues, según esta doctrina, el art. 2 anteriormente
citado, considerado como el punto culminante de la Constitución, habría de dominar, por la superioridad de su
importancia, todos los demás textos constitucionales, no formando /•dios frente a él sino prescripciones subalternas, en
el sentido de que su aplicación estaría condicionada por la necesidad de dar ante todo satisfacción completa al principio
del art. 2, y de tal suerte que su eficacia se hallaría relegada y en suspenso cada vez que las circunstancias excepcionales,
refiriéndose a los intereses vitales del país, hicieran indispensable el refuerzo de la ampliación de los poderes
normalmente conferidos por la Constitución a las autoridades federales.

Puede contestarse a toda esta argumentación que desnaturaliza el alcance del art. 2, por cnanto pretende
transformar ese texto en una fuente de poderes constitucionales efectivos, eiiundo es así que el art. 2 se limita a definir
los fines políticos para los cuales han sido creadas la Confederación y su Constitución (cf. Burckhardt, op. cit., 2» ed., pp.
45 ss.). Ciertamente, la disposición del artf 2 presenta una importancia de principios en lo que concierne
a la determinación de los cometidos que incumben a las autoridades federales: en efecto, el lexto establece las
direcciones maestras en las cuales debe orientarse el cumplimiento de estos cometidos. Pero, por lo demás, el art. 2 no
puede aislarse del conjunto de la Constitución, al principio de la cual fué colocado, y este conjunto constitucional
constituye, en Suiza como en todas partes, un todo indivisible, en el sentido de que los fines esenciales asignados por
560

560 FUNCION DEL ESTADO [204

por lo demás, una observación cuya expresión se encuentra ahora cada vez con mayor
frecuencia en la literatura. Incluso los autores que se resisten

la Constitución a las autoridades estatales deben perseguirse y alcanzarse por las vías, en lisformas y —como lo decía
la Constitución francesa de 1791, título vil, art. l ' - r - "por los medid tomados dentro de la misma Constitución". La
teoría que trata de distinguir, en el acto conititucional, textos de los cuales unos tendrían por objeto ejercer un
imperio preponderante f absoluto, mientras que otros sólo tendrían un valor subalterno y condicional, parece ser en
sí muy aventurada. Pero de todas maneras, e incluso si se demostrara la posibilidad de establecer semejante jerarquía
de los textos, sería sin embargo indiscutible, por lo que se refiera ^a Suiza, que las disposiciones constitucionales que
hacen depender de la voluntad expresa del ' pueblo y de los cantones cualquier modificación a la Constitución federal
deben considerarse como partes esenciales y fundamentales del orden jurídico absoluto establecido por esta
Constitución y no son susceptibles, por consiguiente, de relegarse entre aquellos textos de segunda clase que, según
se dice, han de inclinarse, en caso de necesidad, ante el principio mayor del art. 2. ; Idénticas objeciones pueden
oponerse a otra doctrina, sostenida en Suiza por hombres políticos y por algunos juristas (Burckhardt, Politisches
Jahrbuch der schweiz. Eidgenossentchaft, vol. XXVIII, p. 10; cf. Jéze, Revue da droit public, 1917, pp. 228, 412 ss.) y que
consiste en buscar las bases de justificación del régimen ilimitado de los plenos poderes en los textos constitucionales
que determinan las competencias de las autoridades federales, particularmente en el art. 85-6', que encarga a la
Asamblea federal tomar las medidas para la seguridad extt-' rior así como para el mantenimiento de la independencia
y de la neutralidad de Suiza, y en el art. 102-8' y 9', que confía al Consejo federal análogo cometido. Estos textos, lo
mismo que el art. 2, no se prestan a una interpretación que tendiese a determinar su alcance por vía de exégesis
aislada, abstracción hecha del resto de la Constitución federal. No significan que las autoridades federales puedan
prescribir ilimitadamente cualquier especie de medidas por el solo hecho de que estas medidas respondan, de un
modo más o menos útil o apremiante, a las exigencias de la seguridad del país. Pero, naturalmente, deben los textos
en cuestión, para su interpretación, mantenerse dentro del cuadro de las instituciones generales de la Constitución y
apreciarse en sus relaciones con estas últimas. Al conferir a la Asamblea federal y al Consejo federal las competencias
enumeradas en los arts. 85 y 102, entendió la Constitución, como cosa evidente, que dichas competencias se
ejercerían bajo las condiciones y, por consecuencia también, en los límites que resulten de las instituciones orgánicas
esenciales de la Confederación suiza. Corresponde desde luego a las autoridades federales cuidar de la seguridad de
Suiza, pero por procedimientos que no se hallen en contradicción con el orden constitucional vigente. El art. 102 hasta
tiene cuidado de explicarlo por lo que se refiere al Consejo federal, pues antes de enumerar las competencias
conferidas a dicha autoridad, especifica que las "atribuciones y obligaciones del Consejo federal" que van a indicarse
en lo que sigue del texto, sólo pueden ejercerse "dentro de los límites de la presente Constitución". En cuanto a la
Asamblea federal, si bien el art. 85, que establece sus competencias, no recuetda de manera expresa el respeto
debido por ésta al conjunto de la Constitución, existe sin embargo un texto que por sí solo bastaría para resolver
imperiosamente la cuestión considerada por el Tribunal federal en la resolución antes citada, y que era saber si la
Asamblea federal puede, a título de medida extraordinaria de seguridad, conferir al Consejo federal plenos poderes,
que llegasen hasta permitir a este último sustraerse a la observancia de las reglas formuladas por la Constitución
federal. Este texto es el art. 71, el cual, colocado a la cabeza de toda la sección en que la Constitución de 1874 trata de
la Asamblea federal, formula en principio que esta Asamblea, por más que haya sido erigida en auto-
561

204] FUNCION ADMINISTRATIVA 561

A admitir que las leyes puedan habilitar al reglamento para todo, se aproximan
singularmente a esta observación cuando confiesan, como Jéze

ililud Miprcma entre las autoridades federales, no puede sin embargo ejercer su potestad aiipriun sino "bajo reserva de
los derechos del pueblo y de los cantones". Ahora bien, entre IIID derechos reservados por el acto constitucional al
pueblo y a los cantones figura principalliimln el de ser consultados para toda modificación y, por consiguiente también,
para toda dningurión de la Constitución federal. Las competencias atribuidas a las Cámaras federales por el art. 85 no
pueden ejercerse, pues, si no es bajo reserva del principio del art. 71, que domina todo el sistema constitucional de la
potestad de la Asamblea federal y que establece ••I limite infranqueable de esta potestad. El art. 71 determina así el
alcance del art. 85-6', y i\r ln combinación de ambos textos se infiere que la facultad conferida a la Asamblea federal
pmn tomar todas las medidas circunstanciales precisadas por las necesidades de la seguridad de Suiza sólo pueden
moverse dentro de los límites de la Constitución vigente, porque la Amunlilea violaría los derechos del pueblo suizo y de
los cantones si pretendiese, por su propia voluntad, dejar en suspenso reglas constitucionales que sólo pueden ser
modificadas con su i'imiiirso. En estas condiciones es igualmente cierto que la Asamblea federal no puede habilitar al
Consejo federal para que éste se coloque por encima de la Constitución federal. La Aimiiihlea federal puede
evidentemente conceder al Consejo federal plenos poderes con relariúu ella misma, puesto que depende de ella, según
la Constitución (art. 102-5') asignarle mediante sus leyes o resoluciones la ejecución de cometidos que, a falta de ley
expresa o de MHoliiiión formal, dependerían de su propia competencia; en este sentido, puede ampliar las
competencias del Consejo federal, pero no puede investir a dicho Consejo federal de plenos poderes con relación a la
Constitución, puesto que la Constitución ya no depende de ella sola, HÍIIO también del pueblo y de los cantones. En
definitiva, ni el art. 2 ni ninguna de las disposiciones de los arts. 85 y 102 pueden iirrvir de base a la doctrina que
sostiene que en tiempo de crisis la Asamblea federal puede dispensarse a sí misma o dispensar al Consejo federal de la
observancia de la Constitución. Este punto ha sido reconocido por lo menos por un autor (Hoerni, op. cit., pp. 23ssJ. Ha
sido reconocido también por el mismo Tribunal federal, el cual, en la resolución antes citada de 14 de diciembre de
1915, confiesa que "la Constitución no contiene disposición formal en ese sentido", o sea en el sentido de la teoría de los
plenos poderes ilimitados con respecto a
la Constitución. El Tribunal federal podía haberse extendido más aún: hubiera debido reconocer que la Constitución
contiene un texto que excluye la posibilidad de plenos poderes susceptibles de ejercerse con desconocimiento de las
disposiciones que figuran en el acto constitucional y que forman en él la expresión de la voluntad suprema del pueblo y
de los Estados cantonales. Este texto, como se ha visto anteriormente, es el art. 71. Debe observarse por otra parte que
la tesis de los plenos poderes ilimitados, tal como ha sido admitida por el Tribunal federal, está condenada por la
enormidad misma de las consecuen cias a que su aplicación podría conducir lógicamente. Si fuera verdad, como lo dice
la resolu ción de 14 de diciembre de 1915, que mediante la concesión de los plenos poderes haya podido la Asamblea
federal habilitar al Consejo federal para que éste se sustraiga a la Constitución, resultaría de ello que la potestad
adquirida por el Consejo federal se habría hallado sin ninguna clase de límites de orden jurídico, y, por ejemplo, se ha
dicho irónicamente que de este modo el Consejo federal hubiera podido hacer uso de la habilitación que le confería la
Asamblea para disolver las Cámaras y constituirse en la única autoridad que hubiera subsistido en el Estado. ¿Cómo
creer que la concesión de los plenos poderes pueda tener semejante significado? En resumen, seguimos ante el
siguiente dilema: o bien la resolución que crea los plenos poderes ha tenido por efecto colocar al Consejo federal por
encima de las reglas cons
562

562 FUNCION DEL ESTADO [204

(Revue du droit public, 1908, p. 50), que "en ninguna parte enumera la ley constitucional
las materias legislativas y las materias reglamentaria».

titucionales que pudiesen estorbar su acción, y en este caso no hay más remedio que convenir en que la Constitución
suiza íntegra quedó inoperante durante el tiempo de guerra, o por el contrario, la creación de los plenos poderes no
pudo tener el alcance de semejante alteración constitucional, pero entonces, para salvar a la Constitución federal en una
cualquiera de sus partes, hay que reconocer que el Consejo federal de ningún modo y en ningún grado pudo ser
dispensado de su observancia. En otros términos, el único modo de limitar la potestad del
Consejo federal a este efecto es admitir que no pudo la Asamblea federal, con el nombre de plenos poderes, conferirle
más facultades que aquellas que recibió ella misma de la Constitución vigente (cf. Jéze, loe. cit., p. 232). El mismo
Consejo federal parece haberse rendido a veces a estas razones. En 1915, por ejemplo, para el establecimiento del
impuesto de guerra como impuesto federal directo, el Consejo federal renunció a hacer uso de sus plenos poderes. En
su mensaje de 12 de febrero de 1915, se explicó a este respecto recordando que " l a Constitución federal no autoriza a
la Confederación a percibir impuestos directos aunque fuese bajo la forma de una contribución' de guerra cobrada de
una vez por todas a título excepcional", y por consiguiente, reconoció que la vía normal para el establecimiento de dicho
impuesto era la de una revisión constitucional, que confiriera a la Confederación el derecho a percibir un impuesto
directo de guerra y que implicaría necesariamente la cooperación del pueblo suizo y de los cantones. Esta revisión, que
consistía en la inserción en la Constitución federal de un nuevo artículo, 42 bis, para dicho efecto, se realizó mediante
votación popular el 6 de junio de 1915. Puede decirse que el método seguido en este caso por el Consejo federal fué un
homenaje que se rindió a la sana doctrina jurídica, que limita la extensión de los plenos poderes por el respeto debido a
las reglas fundamentales de la Constitución. En favor de esta doctrina limitativa, se puede observar que incluso aquellas
Constituciones contemporáneas que prevén y autorizan, en tiempo de crisis, el ejercicio de un poder excepcional de
Notverordnung por ciertas autoridades estatales, tienen sumo cuidado de poner una limitación a dicho poder, limitación
que consiste en la obligación de respetar, por lo menos, las reglas constitucionales vigentes. Este es por ejemplo el caso
de Austria, donde el famoso art. 14 de la ley constitucional de 21 de diciembre de 1867 sobre la representación del
Imperio, previendo que pudiesen sobrevenir "circunstancias urgentes", concedía al Emperador la facultad de tomar, por
vía de ordenanzas y sin el concurso del Reichsrat, las medidas que las circunstancias hicieran "necesarias", pero el texto
especificaba que la adopción de esas medidas se subordinaría "a la condición de que no se establecería ninguna
modificación a las leyes constitucionales" (Dareste, Les constitutions modernes, 3* ed., vol. i, p. 437).
Con mayor razón, esta última restricción debe aplicarse a Suiza, pues aquí la institución misma de las ordenanzas
llamadas de necesidad es, en principio, completamente desconocida por la Constitución federal. Este nuevo punto, que
fué puesto en claro por Hoerni, loe. cit., merece mencionarse. La Constitución de 1874, por más que haya sabido en
ciertos aspectos prever las necesidades inherentes a los períodos de crisis (ver por ejemplo el art. 39, en su último
párrafo, relativo a tiempo de guerra), no organizó en ninguna parte, para las autoridades federales, poder alguno
especial de Notverordnung para el caso de acontecimientos excepcionales. Existe sin embargo una facultad que ha sido
reconocida constantemente a la Asamblea federal por el art. 89 de la Constitución. Según dicho texto, se permite a la
Asamblea estatuir bien sea por vía de leyes, bien por vía de resoluciones, y estas últimas, cualquiera
que sea su alcance general o concreto, y a diferencia de las leyes, pueden sustraerse a la votación del pueblo, cuando
tienen carácter de urgencia. El art. 2 de la ley federal de 17 de junio de 1874, relativo a las votaciones populares sobre
las leyes y resoluciones federale
563

204] FUNCION ADMINISTRATIVA 563

por consiguiente, corresponde al Parlamento establecer si tal o cual materia es legislativa


o reglamentaria". Otros autores admiten francamente

especifica además que a la Asamblea federal es a quien corresponde declarar si la resolución que adoptó reviste carácter
de urgencia. Se desprende de estos textos que en las circunstancian turbulentas que exijan la adopción de rápidas
medidas, la Asamblea federal posee el poder de tomar dichas medidas, generales o particulares, y según el art. 89, este
poder de la Asamblea se desarrolla en contra del pueblo, que en dicho caso no puede exigir que se oiga nú voz. Algunos
autores suizos han creído poder inferir de esto que el art. 89 establece implícitamente la institución de los
Notverordnungen en favor de la Asamblea, que, según ellos, se ((invierte así en titular especial del derecho a emitir las
ordenanzas de necesidad (Bossard, op. cit., pp. 140 ss., Hiestand, op. cit., pp. 86 ss.; Guhl, op. cit., p. 93; ver, sin
embargo, Burckhardt, op. cit., 2* ed., p. 719, que sostiene que la facultad, para la Asamblea general, de decidir que una
resolución tiene carácter de urgencia, no debe servir para sustraer del referéndum, de una manera subrepticia, aquellas
prescripciones que por su naturaleza intrínseca, o sea por razón de su "alcance general"', deben estar sometidas a él).
Sin embargo, importa observar que el poder de declarar urgente una resolución no está reservado a la Asamblea federal
únicamente en el caso de acontecimientos excepcionales, sino que es una facultad que le está concedida en todas
circunstancias. Por lo mismo, parece que este poder no puede depender de la institución de los Notverordnungen, ya
que ésta, como su mismo nombre lo indica, sólo se admitió en algunos países para funcionar en circunstancias
extraordinarias. Por, el contrario, la facultad atribuida por el art. 89 a la Asamblea federal presenta los caracteres de un
poder normal, y no de una competencia exorbitante del derecho común. Esta última observación ofrece gran interés por
lo que se refiere al hecho de saber si puede la Asamblea federal, en caso de crisis, dictar resoluciones que suspendan
ciertos artículos de la Constitución. En efecto, desde el momento en que el art. 89 se toma como base de las
resoluciones urgentes que pueden presentarse en tiempos excepcionales, es evidente que dicho texto no proporciona a
la Asamblea federal, para ese período especial, poderes más amplios de los que pueda conferirle en tiempo ordinario,
pues el texto no hace ninguna distinción de ese género. Ahora bien, en tiempo normal a nadie se le ocurriría pretender
que pueda la Asamblea, bajo pretexto de urgencia, dictar resoluciones que derogasen las reglas de la Constitución o que
suspendieran la aplicación de las mismas. El art. 89 desliga debidamente las resoluciones que se declaran urgentes de la
condición del referéndum, pero no las libera de las demás reglas o instituciones constitucionales. Se infiere de ello que
en tiempo de crisis el art. 89 tampoco permite a la Asamblea federal tomar mediante resolución, ni siquiera a título
excepcional, medidas que pudieran lesionar la Constitución o que paralizasen momentáneamente la vigencia de sus
disposiciones. Nos vemos, pues, traídos de nuevo, en el terreno del art. 89, a las conclusiones que, en la primera parte
de la presente nota, han sido expuestas, en contra de la resolución antes citada del Tribunal federal, de los principios
generales del derecho público de Suiza. Estas conclusiones, por otra parte, se ven corrobaradas por el art. 121 de la
Constitución federal, que establece que cualquier modificación a la ley constitucional debe realizarse "dentro de las
formas establecidas para la legislación federal", lo que excluye igualmente, para esta materia, el empleo por la Asamblea
federal de la forma de resolución. (Respecto a este último punto, ver sin embargo, en sentido contrario, a Burckhardt,
loe. cit., p. 818; Guhl, op. cit., pp. 22, 26 y 41.) Manteniéndose siempre en el terreno del art. 89 y por razones análogas a
las que se han expuesto anteriormente, es conveniente añadir que la Asamblea federal no podría hallar en la
Constitución federal disposición alguna que le permitiese modificar una ley federal por vía de resoluciones declaradas de
urgencia, y libres, como tales, de la eventualidad de un referéndum. En principio, es decir, en tiempos corrientes, la
facultad concedida a la Asamblea
564

564 FUNCION DEL ESTADO [204

que en ausencia de textos constitucionales que tracen una línea de demarcación


cualquiera entre la esfera reservada como propia de la legislación

para estatuir, unas veces en forma de ley, otras veces en forma de resoluciones, debe entenderse, y se entiende
efectivamnte por los autores (Burckhardt, loe. cit., p. 718; Hoemli op. cit., pp. 41 ss.; ver, sin embargo, Guhl, op. cit., p.
68), en el sentido de que una ley federal no puede modificarse correctamente más que mediante una nueva ley; lo que
se estatuyó en forma legislativa, es decir, con la sanción expresa o tácita del pueblo, no puede sufrir cambio o
derogación sino por medio de un acto legislativo propiamente dicho, que implique su vez la sanción popular. Si se
pretendiera, pues, deducir del art. 89, para la Asamblea federal, el poder de emitir, por vía de resoluciones declaradas
urgentes, Notverordnungen, habría que reconocer que estas resoluciones ni pueden ir contra leyes federales vigentes ni
pueden lesionar las reglas de la Constitución, pues ni el art. 89, ni tampoco otro texto alguno
de la Constitución prevé para el caso de necesidades extraordinarias derogación alguna al principio normal de la
subordinación de las resoluciones, aun urgentes, a las leyes. Finalmente, se debe observar, con referencia al art. 89, que
no contiene la Constitución suiza, en relación con los casos de urgencia, disposiciones especiales más que en lo que
concierne a las esoluciones que provienen de la Asamblea federal. En cuanto al Consejo federal, ningún texto
prevé para los casos extraordinarios ampliación alguna de los poderes que regularmente le corresponden en materia de
ordenanzas (ver, sin embargo, el art. 102-11°). A pesar de los esfuerzos tendenciosos llevados a cabo en Suiza para
establecer la existencia de un derecho de A'oíverordnung en favor del Consejo federal (v. Waldkireh, op. cit., pp. 20 ss.),
no hay más remedio que negarle a este último todo poder especia] de este género. Especialmente no está habilitado el
Consejo federal por la Constitución a prevalerse del caso de necesidad para tomar por sus propias resoluciones medidas
que son de la competencia de la Asamblea federal. Sólo podría tomar semejantes medidas en ejecución de una ley o de
una resolución mediante las cuales la Asamblea le hubiera habilitado para ello. Y ya se entiende que la Asamblea federal
no puede, por sus propias leyes o resoluciones, conferir al Consejo federal el poder, del cual ella misma carece, de
colocarse por encima de la Constitución. Así pues, no solamente no existe ningún texto que permita a la Asamblea
federal o al Consejo federal emitir, en caso de crisis o a título excepcional, Notverordnungen sustraídos a la observancia
de la Constitución, sino que la misma institución de ordenanzas de necesidad, en realidad, no tiene ninguna base en la
Constitución federal. Esto no puede sorprender, ya que dicha institución no es de las que puedan situarse fácilmente en
un Estado democrático como Suiza (ver, sin embargo, las Constituciones del cantón de Berna, art. 39, y del cantón de
Turgovia, art. 39-9Q). La teoría de los Notverordnungen se ha desarrollado en Alemania, donde tiene su base en los
principios del derecho monárquico alemán. Al conceder al monarca el poder de dictar por sí solo y sin el concurso del
Parlamento las ordenanzas de emergencia, las Constituciones de los Estados alemanes, después de todo, no hacen más
que reforzar el poder de un jefe del Estado que ya es normalmente, según el derecho constitucional establecido en el
país, el órgano supremo capaz de emitir la más alta voluntad estatal. Se produce así un aumento excepcional y
momentáneo de potestad en provecho del monarca, pero no se opera cambio alguno en el carácter en que el monarca
ejerce su poder. Muy diferente es la cuestión del poder de Notverordnungen en la democracia, ya que en ella no se trata
de nadamenos que de despojar al pueblo de su potestad constitucional, pues la autoridad investida de la facultad de
dictar en tiempo de crisis ordenanzas fundadas en su única voluntad se erige así, durante ese período, en órgano
supremo, reemplazando al cuerpo de ciudadanos, de donde se infiere una alteración completa, aunque pasajera, en el
edificio constitucional de la democracia
565

204] FUNCION ADMINISTRATIVA 565

y la de los decretos reglamentarios, el Parlamento es dueño de regular, como mejor lo


entienda, aquellas habilitaciones que confiere al Presidente.

A falta de una base constitucional, se ha intentado justificar jurídicamente el sistema iic los plenos poderes atribuidos o
conferidos al Consejo federal en 1914 mediante una argumentación fundada en lo que se llamó el "estado de
necesidad". Esta teoría del estado de necesidad ha sido desarrollada en Suiza por Hoerni (op. cit., pp. 1 ss.) Existe estado
de necesidad, según este autor (p. 12), cuando circunstancias de fuerza mayor colocan al Estado en la imposibilidad de
conformarse a las exigencias del orden constitucional vigente para efectuar, en el derecho positivo, modificaciones que
estas mismas circunstancias hacen indispensables. En semejante caso, los intereses superiores del Estado no pueden
sacrificarse a cuestiones de observancia de las formas; esto ocurre sobre todo cuando el Estado se halla amenazado
hasta en su conservación. De la misma necesidad surge para el Estado un derecho II tomar las medidas de seguridad que
demandan los acontecimientos (ibid., p. 8). Poco importa que dicho derecho haya sido o no establecido por la
Constitución y que ésta se haya cuidado o no de regular sus condiciones de ejercicio o designar los órganos que habrán
de realizarlo. Este derecho de necesidad existe independientemente de toda previsión en las leyes escritas. En efecto, es
inherente a la misma existencia del Estado, (p. 18). Se trata de un estado de legítima defensa, y por lo mismo de "un
derecho natural" (ibid.). Especialmente en la Confederación suiza, donde no se organizó el "derecho de necesidad
constitucional". iy legítimo hacer funcionar y aplicar, en caso de necesidad, el "derecho de necesidad natural" (p. 50). A
condición de hacer caso omiso de las preocupaciones de orden estrictamente jurídico, esta argumentación es
indudablemente muy sensata. Nadie puede negarle al Estado,
en caso de grave peligro, el recurso de hacer uso, para su conservación, de medios que estén a la altura de las
circunstancias. Sólo que es conveniente reconocer que el empleo de esos medios se desarrolla en un terreno que no es
ya el del derecho propiamente dicho. Aunque en semejante circunstancia los órganos del Estado cuidasen de no recurrir
a los medios irregulares, sino en la medida más reducida y se esforzasen, por lo demás, en mantener el orden jurídico
preestablecido, no por ello deja de ser cierto que, en la medida misma en que .sus iniciativas se despliegan fuera o en
contra de las prescripciones constitucionales o legislativas vigentes, estas iniciativas, sea la que fuere la gravedad de los
acontecimientos que las han hecho indispensables, quedan desprovistas de regularidad jurídica y pierden por lo tanto el
carácter de medios jurídicos para revestir exclusivamente el carácter de medios de hecho o de necesidad. Derecho y
necesidad son dos términos que se excluyen, en el sentido de que la
necesidad, si es suficiente para justificar de hecho el recurrir a medios improvisados, no basta para conferir a estos
medios la corrección y el valor de medios legales. En la esfera de actividad de los individuos, es cierto que en razón del
estado de necesidad ciertos medios de salvaguardia, corrientemente prohibidos, adquieren, bajo el nombre de legítima
defensa, carácter de medios de derecho; pero lo que convierte a la legítima defensa en un procedimiento jurídico es
precisamente el hecho de que se autoriza y legitima, en ciertos casos excepcionales, por las prescripciones de la ley
positiva. Asimismo en el sistema moderno del Estado de derecho no pueden concebirse como medios de derecho para
la defensa de los intereses estatales sino aquellos que la Constitución o las leyes pusieron a disposición de las
autoridades constituidas. ¿Por qué, entonces, obstinarse en decorar con colores jurídicos lo que sólo son expedientes de
hecho impuestos por necesidades ineluctables? Antes que malgastarse así en vanos esfuerzos para demostrar la
posibilidad de un "derecho" estatal que existiera al margen e incluso en contra del verdadero derecho, ¿na sería mejor
reconocer simplemente que existen casos en que el derecho orgánico del Estado está condenado a sufrir un eclipse o
una suspensión, porque sus prescripciones no siempre e indefinidamente proporcionan medios regulares
566

566 FUNCION DEL ESTADO [204

respecto de las materias que devuelve a este último (Moreau, op. cii., p. 195; Hauriou, n.
.sub Consejo de Estado, 6 de diciembre de 1907, Sirey,

que permitan hacer frente a todas las eventualidades y porque a veces los hechos pueden más que los principios
constitucionales? En donde el derecho vigente no es ya suficiente para proveer a necesidades que no supo prever, no
puede tampoco imponer su imperio de un modo irresistible.

Este parece haber sido también el sentir del pueblo suizo con respecto a la cuestión de los plenos poderes. Por
poco conforme que fuese el régimen de los plenos poderes con el espí- ritu y las tradiciones de la democracia helvética,
la opinión general no solamente toleré, sino que en resumidas cuentas ratificó tácitamente, por su actitud con respecto
a las decisiones tomadas, la concesión de los plenos poderes que resultaban de la resolución de 3 de agosto de 1914 y,
en un amplio grado, el empleo que de los mismos había hecho el Consejo federal (Hoerni, op. cit., pp. 66 ss.; Jéze, loc.
cit., pp. 266 ss., 404 as.). El pueblo suizo estimó indudablemente que ante la gravedad de los riesgos que para él
originaba la guerra europea y por razón de la insuficiencia de medios ofrecidos por la Constitución a las autoridades
federales para prevenir dichos riesgos, la consideración de la salvación pública, en la medida de las necesidades del
momento, debía tener primacía sobre los argumentos de orden simplemente formal que se desprendían del derecho
positivo vigente. Si pudo el pueblo suizo, por esas razones, acomodaras a un régimen de semi-dictadura, no ha de ser el
jurista quien le llame la atención respecto de este extremo, ya que, después de todo, en un asunto que ponía en juego
en tan alto grado sus intereses políticos, era el pueblo mismo el mejor juez de los sacrificios de libertades
constitucionales que le convenía consentir para salvaguardar esos intereses. Considera da en este último aspecto, la
cuestión de los plenos poderes, de la legitimidad de su con cesión, de la oportunidad de las medidas tomadas en virtud
de dicha concesión por el Consejo federal, se muestra como una Cuestión de orden político más bien que jurídico.
También el Tribunal federal parece haberse adherido, en. cierta medida, a esta manera de ver. Si la tesis jurídica
adoptada por la resolución antes citada de 14 de diciembre de 1915 parece frágil, en cambio es difícil desconocer el
acierto de aquellos considerandos de dicha resolución por los cuales el Tribunal federal, afrontando la cuestión de saber
“si en el caso particular el Consejo federal tenía razones suficientes para salirse del cuadro marcado por la Constitución”,
responde que, sobre semejante problema, “la autoridad judicial no puede arrogarse el derecho de decidir”, pero que “es
la autoridad política por sí sola (es decir, en último término, la Asamblea federal, actuando en virtud de su poder de
control establecido por el art. 5 de la resolución de 3 de agosto de 1914), la que juzga de la necesidad de las medidas”
ordenadas. Así pues, por razón de la naturaleza política del problema formulado, el Tribunal federal se excusa.

Hay una última cuestión, de orden francamente político, que ha sido tomada en consideración y por cierto
resuelta negativamente por la resolución del 14 de diciembre de 1915: la de saber si le corresponde al Tribunal federal
apreciar la constitucionalidad de las ordenanzas del Consejo federal, cuando éstas han sido dictadas en virtud de
poderes ilimitados conferidos por la Asamblea federal. Según los términos del art. 113 de la Constitución federal, el
Tribunal federal tiene que “aplicar las leyes votadas por la Asamblea federal y las resoluciones de dicha Asamblea que
tienen un alcance general”. Esto implica que no es preciso averiguar si esas leyes o resoluciones son o no conformes a la
Constitución. Sin que tengamos que recurrir aquí a la idea de la delegación de potestad legislativa (como lo hace la
resolución de 14 de diciembre de 1915), se puede, pues, deducir del art. 113 que el Tribunal federal tampoco tiene el
poder de apreciar la constitucionalidad de las medidas tomadas por el Consejo federal, cuando dichas medidas son
dictadas en virtud de y conforme a los términos de las
567

204] FUNCION ADMINISTRATIVA 567

1908,3. 2; Cahen op. cit., pp. 247 Ss.; Raiga, op. cit., pp. 152 ss.). Final-mente,
Duguit (Traité, vol. u, p. 461) reconoce que de hecho es regla-

habilitaciones que le han sido conferidas por una ley o por una resolución general de la Asamblea federal; pues, como se
ha dicho anteriormente (p. 556), el examen de la constitucionalidad del acto realizado en estas condiciones por el
Consejo federal equivaldría a poner en tela de juicio la validez de las prescripciones y autorizaciones emitidas por la
Asamblea federal misma. Esta es también la conclusión a la que se adhiere, en la resolución muchas veces citada, el
Tribunal federal. Por lo tanto, según esta primera doctrina, el cometido de la autoridad judicial en este caso consistiría
simplemente en asegurarse de que la resolución formulada por el Consejo federal a consecuencia de una habilitación
recibida de la Asamblea federal no sobrepasa los poderes contenidos en dicha habilitación.

Debe considerarse sin embargo que esta primera opinión no es la que, antes de 1914, prevalecía en la
literatura suiza. Los autores se habían atenido al texto formal del art. 113, el cual, al no pronunciar la exclusión del
control jurisdiccional del Tribunal federal sino respecto de las leyes y resoluciones generales votadas por la Asamblea
federal, da claramente a entender que las resoluciones u ordenanzas del Consejo federal quedan, por el contrario,
sometidas a dicho control. Por ello Burckhardt (op. cit., 2’ ed., p. 803) declara de una manera absoluta, y sin reserva
alguna, que las ordenanzas del Consejo federal no obligan al Tribunal federal, al tener éste el poder de examinar si se
hallan conformes a la Constitución (cf. Schollenberger, Kommentar der schweiz. Bundesverfassung, p. 563; Hoerni, op.
cit., p. 151). En el mismo sentido, Bossard (op. cit., pp. 172 y 173) hace observar, no sin cierta lógica, que la Constitución
suiza ha establecido cierto paralelismo entre los principios consagrados por el art. 113 y las condiciones en las cuales
funciona la institución del referéndum. Es fácil explicarse que los actos legislativos o las resoluciones generales de la
Asamblea federal se sustraigan a todo examen de constitucionalidad ante el Tribunal federal, ya que unos y otros —
salvo no obstante el caso de urgencia, en lo que concierne a las resoluciones generales— han sido, al menos, sometidos
al referéndum facultativo y han recibido así el asentimiento del pueblo, suprema autoridad en materia constituyente. No
se puede decir otro tanto de las ordenanzas del Consejo federal, sobre todo cuando, como ocurre en el caso a que se
refiere la resolución anteriormente citada, estas ordenanzas han sido formuladas en virtud de una resolución de la
Asamblea federal que había sido a su vez sustraída a la posibilidad de una votación popular. El hecho de que, en un caso
de este género, la garantía del referéndum y la garantía de una comprobación jurisdiccional de constitucionalidad falten
a la vez no parece ser a propósito para facilitar la aceptación de la solución admitida en este punto particular por la
resolución de que se trata.

A pesar de estas objeciones, se puede reconocer, sin embargo, el fundamento exacto de esta solución. No
precisamente, como lo han pretendido algunos (y. Waldkirch, op. cit., pp. 101 y 102; Hoerni, op. cit., pp. 153 ss), porque
la resolución sobre los plenos poderes del 3 de agosto de 1914 hubiera tenido por efecto, al sustituir el Consejo federal a
la Asamblea federal, conferir a las ordenanzas del primero naturaleza de ley, lo que las beneficiaría con la exención del
control jurisdiccional asegurado a las leyes por el art. 113. Esta explicación, que sólo es una variante de aquella otra
tomada de la idea de delegación de potestad legislativa, no resiste a una observación que es a la vez capital y elemental
recordar aquí y que se deduce del concepto mismo de la ley. Por muchos esfuerzos que se haga, en efecto, para asimilar
a las leyes las ordenanzas formuladas por el Consejo federal en virtud de poderes “delegados”, por amplias que se las
suponga, no se llegará nunca a demostrar que un acto del Consejo federal puede ser un acto legislativo. Pues la ley,
según la Constitución suiza (art. 85-2’ y art. 89), por definición misma, no puede emanar más que de la As federal. En
cuanto al Consejo federal, no le es posible crear otra cosa que resoluciones u
568

568 FUNCION DEL ESTADO [204

mentario hoy día, en derecho público francés, que “siempre pueda el legislador, en una
materia cualquiera, conceder al gobierno competencia para hacer un reglamento”.25
En cuanto a las influencias que llevan a las asambleas a valerse cada vez más del
reglamento y especialmente del reglamento de administración pública, proviene de
múltiples causas. Ante todo es el fenómeno, frecuentemente señalado
(Berthélemy, loc. cit., vol. xv, p. 6), del aumento tan considerable de la
reglamentación estatal. Al no poder, por sí solo, bastarse para esta
reglamentación, que ha llegado a ser tan abundante y minuciosa, ha tenido el
Parlamento, en casos cada vez más numerosos, que recurrir al poder
reglamentario del jefe del Ejecutivo y descargar en éste las labores que no
conseguía realizar él mismo. Por otra parte, existen en la reglamentación
contemporánea, por razón misma de su minucioso de-

ordenanzas. La Asamblea federal puede, desde luego, en virtud de la obligación que tiene el Consejo federal de ejecutar
sus mandamientos legislativos (art. 102-5’), habilitar a este último para que estatuya respecto de materias que, sin dicha
habilitación, hubieran sido de la competencia del órgano legislativo; no depende de ella, y hasta le es radicalmente
imposible, hacer que las decisiones tomadas en esas condiciones por el Consejo federal, cualesquiera que fuesen su
objeto y su contenido, sean actos provenientes de la autoridad legislativa y adquieran la natura leza propia de los actos
que son obra de dicha autoridad. Desde este punto de vista, pues, los actos realizados en virtud de los plenos poderes
siguen siendo, a despecho de su contenido mate rial, resoluciones u ordenanzas del Consejo federal, que, como tales,
deberían quedar bajo la apreciación del Tribunal federal.

La verdadera razón para sustraer esos actos al examen jurisdiccional del Tribunal federal es la que se ha
expuesto anteriormente (p. 556). Se deduce del carácter ilimitado, de los plenos poderes en virtud de loa cuales han
sido realizados tales actos. Desde el momento en que el Consejo federal recibió de la resolución del 3 de agosto de 1914
habilitaciones que excluían totalmente cualquier especie de limitación, es claro que ninguna de las medidas tomadas por
él a consecuencia de dicha concesión puede ser impugnada como excediéndose de sus poderes. El Tribunal federal no
hubiera podido pronunciar la no aplicación de una de esas medidas más que con la condición de probar que la Asamblea
federal misma había ido más allá de sus poderes al conceder autorizaciones que ni siguiera salvaguardaban la
intangibilidad de la Constitución. En otros términos, no era posible impugnar la decisión del Consejo federal sin
impugnar al mismo tiempo la resolución de 3 de agosto de 1914 en ejecución de la cual había sido tomada esta decisión.
Ahora bien, la resolución inicial de 3 de agosto de 1914 era una de estas resoluciones provenientes de la Asamblea
federal y con un alcance general respecto de las cuales especifica el art. 113 que queda prohibido entablar una discusión
crítica ante el Tribunal federal. Esto equivale a decir que no subsistía ninguna posibilidad de recurso ante el Tribunal
federal contra las decisiones emitidas por el Consejo federal en virtud de sus plenos poderes (cf. Hoerni, op. cit., p. 155).

25
Duguit (loc.. cit.) presenta esta “regla” como el resultado de una “evolución” que, según él, “se produce
actualmente en nuestro derecho constitucional” Realmente, esta regla no es una novedad; tampoco es el producto de
una evolución que se hubiera operado por fuera y, por consiguiente, en contra de la Constitución de 1875. No es sino la
consecuencia normal y el desarrollo natural de los principios formulados por la misma Constitución; deriva particular
mente del hecho de que la Constitución sólo ha determinado la materia eventual de los regla mentos presidenciales por
la idea de ejecución de las leyes.
569

204] FUNCION ADMINISTRATIVA 569

sarrollo, ciertos detalles técnicos cuya fijación exige conocimientos profesionales que el
Parlamento no puede poseer con completa perfección, siendo pues natural que confíe la
elaboración de estas reglas especiales a los agentes y oficinas competentes, para que
éstos preparen un proyecto de reglamento que será decretado después por el jefe del
Ejecutivo. Finalmente, bien podría darse el caso de que una de las causas profundas de
la multiplicación de los reglamentos de administración pública haya de buscarse —como
acertadamente observa Hauriou (nota antes citada, Si rey, 1908, 3. 2)— en el hecho de
que, bajo la Constitución de 1875, el Consejo de Estado ya apenas participa en la
confección de las leyes; y sin embargo la intervención de esta alta asamblea en el
examen de las cuestiones de legislación, y su concurso para la delicada redacción de
ciertos textos, no dejan de ser tan deseables actualmente como en el pasado. Pa rece
como si el Parlamento se hubiera dado cuenta de ello y que fuera éste uno de los motivos
por los cuales recurre tan frecuentemente al reglamento de administración pública, que es
deliberado en Consejo de Estado.
Algunos autores, para explicar el desarrollo que en la práctica ha adquirido el
reglamento de administración pública, y también para determinar la relación
constitucional que existe entre esta clase de reglamento’ y la ley, han pretendido
que esta práctica se funda en una idea de colaboración y de asociación entre el
Parlamento y el gobierno. Esta idea, dícese, se halla conforme con el espíritu del
régimen parlamentario, que es esencialmente un régimen de entendimiento entre
el órgano legislativo y el órgano gubernamental, y también un régimen que implica
su cooperación en labores comunes. Así es como participa el gobierno en la
confección de la ley mediante la iniciativa y por el papel que desempeña en su
discusión. Igualmente colaboran las Cámaras en el reglamento por la invitación
que dirigen al Presidente con vistas a su redacción, y por las atribuciones de
competencia que le consienten a este efecto. Tal es el punto de vista que expone
Duguit (L’État, vol. u, pp. 343 ss.) y que defiende igualmente Hauriou (Précis, 6
ed., p. 309; cf. 8 ed., p. 67, y nota varias veces citada en Sirey, 1908) 26 Este
último autor resume su doctrina a este respecto diciendo que el reglamento de
administración pública, como la ley, es “el resultado de un pacto” entre el
legislador y el Ejecutivo. Pero estas teorías tienen el defecto de ser algo vagas y
de no dilucidar, jurídicamente, la naturaleza del lazo que liga al reglamento con la
ley. Sin contar con que la idea de pacto entre el gobierno y el cuerpo legislativo,
que son órganos de una sola y misma persona jurídica, el Estado, es, en derecho,
de una corrección harto dudosa (ver n° 279, infra)

26
En sentido contrario, Moreau, op. cit., p. 209, dice: “La ley se hace con la colaboración del gobierno... El reglamento no
se hace más que por una sola de las autoridades públicas... Es obra exclusiva del gobierno.”
570

570 FUNCION DEL ESTADO [204-205

Desde el punto de vista jurídico, la idea esencial que conviene hacer resaltar no es la de
colaboración o de entendimiento común, sino precisamente de habilitación otorgada
superiormente por la ley al Presidente. Y, por otra parte, al reducir los poderes del
gobierno a un cometido general de ejecución de las leyes, lejos de orientarse en el
sentido de una asociación igualitaria entre el gobierno y las Cámaras, la Constitución
francesa se aproximó más bien al régimen gubernamental que convierte al Parlamento en
órgano supremo y preponderante, que impone altamente sus voluntades al Ejecutivo (cf.
núms. 29 ss., mfra).

205. Al menos, con la condición de fundarse en una ley que ejecuta. es decir,
mediante una habilitación consagrada por un texto legislativo, el reglamento puede
adoptar toda clase de medidas, puede realizar todo aquello que hubiera podido realizar la
ley misma, ya que la Constitución no establece límites para la potestad reglamentaria en
sí. Hay que fijar bien la atención, por otra parte, respecto al alcance de esta afirmación.
No significa sin duda que, por el solo hecho de que el Presidente haya sido encargado de
hacer un reglamento de administración pública sobre algún objeto determinado adquiera
con pleno derecho, para la reglamentación de dicho objeto, todos los poderes que
corresponden al cuerpo legislativo. Por ejemplo, del hecho de que la ley hubiera recurrido
a un reglamento destinado a crear derecho aplicable a los ciudadanos no resultaría que el
decreto dictado en ejecución de esta delegación pueda sancionar las obligaciones que
impusiera a los particulares mediante penalidades que estableciera por su propia
iniciativa.27 Pero cuando la ley, al mismo tiempo que prescribe un reglamento respecto de
una materia de terminada, especifica que dicho reglamento podrá dictar medidas policía
cas, penales, fiscales u otras, el jefe del Ejecutivo se hace competente para tomar
aquellas medidas que el texto legislativo autorizó de esa manera, por más que sean estas
medidas, en principio, de la competencia de la legislación.
Esta idea de que el reglamento de administración pública puede crear penas
o impuestos es considerada por Berthélemy (loe. cit., p. 324) como una especie de
monstruosidad constitucional. Si la Constitución, dice este autor, hubiera admitido
realmente, para el legislador, la posibi-

27. En este sentido, pero únicamente en este sentido, Duguit (Traité, vol. II, pp. 463 y 464) tiene razón cuando dice que
“la invitación expresa dirigada al gobierno para hacer un reglamento de administración pública en nada aumenta los
poderes de dicho gobierno, y por consiguiente sólo puede inscribir en este reglamento aquellas disposiciones que
hubieran podido figurar en un reglamento complementario dictado espontáneamente”. Debe entenderse por esto que
la invitación al reglamento no significa para el Presidente, por sí sola, el origen de un aumento de poderes. Otro sería el
caso si a esta invitación se añadiesen habilitaciones especiales para tomar tales o cuales medidas que fueran más allá de
la competencia habitual del jefe del Ejecutivo.

205] FUNCION ADMINISTRATIVA 571

lidad de habilitar al Presidente para dictar penas o impuestos, no hubiera dejado de


establecer, por lo menos, ciertos límites a la potestad presidencial en semejante materia.
571

¿Cómo creer, en efecto, en el sistema general del derecho francés, que puede el
Presidente, ilimitadamente, crear nuevos impuestos o dictar penalidades? ¿Podría
admitirse, por ejemplo, que dictara penas privativas de libertad?

Es evidente, en efecto, que las tradiciones políticas establecidas en Francia desde


1789 serían obstáculo para que el gobierno pudiera ejercer normalmente poderes tan
considerables, y desde luego, no es muy vero símil que las Cámaras consintieran en
concederle tales prerrogativas. Pero, por otra parte, es indudable que los textos
constitucionales vigentes no excluyen de ningún modo la posibilidad jurídica de
habilitaciones legislativas referentes a penas o a impuestos. Y además, si no es de desear
que el gobierno reciba habilitaciones que lleguen hasta el poder de decretar la prisión o de
modificar el régimen de impuestos, puede ser útil, a ve ces, que la ley lo autorice a regular
o a instituir cierto impuestos o a sancionar mediante determinadas penalidades ciertas
disposiciones de sus reglamentos. Precisamente, la práctica ofrece algunos ejemplos de
reglamentos de administración pública que han establecido impuestos o penas.
Berthélemy (loe. cit., pp. 325 ss.) niega que ningún decreto presidencial haya contenido
jamás semejantes prescripciones, y se esfuerza por demostrar que ciertos reglamentos,
de los cuales se dice comúnmente que han creado impuestos o penas, no han tenido en
realidad ese alcance. Pero, fuera de los casos que discute dicho autor, existen otros
muchos en que es indiscutible que las leyes han autorizado al jefe del Ejecutivo a emitir
disposiciones fiscales o penales. Así, Duguit (Traité, vol. u, pp. 457-458) cita diferentes
casos en que el gobierno ha establecido impuestos por decreto; Moreau (op. cit., pp. 186
ss.) enumera gran cantidad de textos legislativos que han autorizado al jefe del Ejecutivo
a crear impuestos y penas; Cahen (op. cit., pp. 265 ss.) y Raiga (op. cit., pp. 164 ss.)
señalan ejemplos del mismo género. Y de un modo general, sin que sea necesario entrar
en el examen especial de tal o cual de dichos casos, se reconoce hoy, por el conjunto de
la teoría, que en principio no hay nada en la Constitución que se oponga a que pueda el
reglamento de administración pública, si tal es la voluntad expresada por el legislador,
dictar disposiciones fiscales o penales (Laferriére, op. cit., 2a ed., vol. II, p. 11; Ducrocq,
Cours de droit administratif, 7a ed., vol. i, p. 85; Hauriou, op. cit., 8a ed., pp. 61-62).

Est
a opinión, que ya había sido consagrada por dos resoluciones de la Corte de Casación,
frecuentemente recordadas, de 12 de agosto de 1835, parece haber sido adoptada
también por el Consejo de Estado. En efecto, dicho Consejo de Estado, por la resolución
antes citada de 6 de diciembre

572 FUNCION DEL ESTADO [205

de 1907, declara que los reglamentos de administración pública “entrañan, en toda su


plenitud, el ejercicio de ios poderes que le han sido conferidos al gobierno por el
legislador”. Y en las conclusiones presentadas sobre el asunto que motivó esa resolución,
el comisario del gobierno, Tardieu, por su parte, había dicho de la manera más categórica,
teniendo buen cuidado de oponer su tesis a la de Berthélemy y Esmein, respecto de este
572

punto: “Cada vez que el legislador, al ordenar al poder ejecutivo que haga un reglamento
para completar determinada ley, dispone en términos expresos que, en dicho reglamento,
podra el gobierno fijar penalidades,, formular reglas de competencia, establecer un
impuesto, cosas todas estas que no podría realizar en virtud de sus poderes normales,
estimamos que dicha disposición se impone y debe prestársele obediencia”. Tardieu
ofrece para ello una doble razón: por una parte, la autoridad gubernamental está obligada
a ejecutar las órdenes que recibe de la ley, y por otra parte, los tribunales, al no deber
discutir las leyes, están obligados igualmente a aplicar todas las disposiciones tomadas
por decreto en ejecución de un texto legislativo (ver las conclusiones de Tardieu en Sirey,
1908,3.4).

Ambos motivos son, uno y otro, exactos. Pero la principal razón que conviene
presentar para, demostrar la posibilidad de habilitaciones legislativas que autoricen al
reglamento a dictar penas e impuestos es que, en el estado actual de los textos
constitucionales, estas materias no se encuentran reservadas por la Constitución al poder
legislativo. Se trata, indudablemente, de materias legislativas, pero, como observa Moreau
(op. cit., p. 209; cf. Caben, op. cit., pp. 266 ss.), son legislativas en virtud de las leyes,
pero no en virtud de la Constitución. Por lo que se refiere a las penas, el único texto que,
al presente, reserva su establecimiento a la legislación es el art. 4 del Código penal, que
dice: “Ninguna contravención, ningún delito, ningún crimen pueden ser castigados con
penas que no estuvieren pronunciadas por la ley antes de que se hayan cometido”. Este
artículo sólo funda una regla legislativa, pero carece del valor de texto constitucional. Lo
mismo ocurre con la regla que exige el voto de las asambleas legislativas para el
establecimiento de impuestos y contribuciones públicas. Esta regla, dice Esmein
(Éléments, 5a ed., pp. 897-898), “es uno de los puntos esenciales de la libertad moderna”.
Pero este autor reconoce que ya, hoy día, no se encuentra escrita en los textos
constitucionales. Por mucho tiempo estuvo formulada en ellos de una manera expresa. La
Constitución de 1791 la consagraba en dos lugares: “Las contribuciones públicas serán
discutidas y fijadas cada año por el cuerpo legislativo” (tít. y, art. 1v). “La Constitución
delega exclusivamente en el cuerpo legislativo los poderes y funciones. . . de establecer
las contribuciones públicas, de determinar su naturaleza, su cuota, su duración y

205] FUNCION ADMINISTRATIVA 573

su modo de percepción” (tít. u, cap. III, sec. 1 art. 10). La Carta de 1814 (art. 48)
decía igualmente: “Ningún impuesto puede establecerse ni percibirse si no ha sido
consentido por las dos Cámaras” (cf. Acta adicional de 1815, art. 35, y Carta de
1830, art. 40) . Actualmente, desde el punto de vista de los textos, esta regla no
tiene más base que la disposición que se reproduce anualmente, desde 1817, al
final de cada ley de presupuestos, y que dice así: “Cualesquiera contribuciones
directas o indirectas distintas de las que se autorizan por la (presente) ley de
presupuestos, sea el que fuere el título o el nombre con que se perciban, se hallan
formalmente prohibidas. - .“ Esto no es ya sino una regla de orden legislativo. Así
pues, bien sea en materia de penas, bien en materia de impuestos, la reserva
573

establecida en favor del poder legislativo no tiene más fundamento que las
prescripciones de la misma ley. Pero el legislador siempre puede derogar sus
propias leyes. Por eso el reglamento, y en particular el reglamento llamado de
administración pública, puede habilitarse para establecer una pena o un
impuesto.30 Por las mismas razones

28
La Constitución de 1848, en su art. 16, emplea una fórmula más amplia; se limita a decir que “no p
establecerse ni percibirse ningún impuesto, sino en virtud de la ley”. Un impuesto creado por un reglamento que haya
sido autorizado por una ley a realizar esta creación es un impuesto establecido “en virtud de la ley”.

29
Duguit (Traité, vol. II, pp. 381 ss.) sostiene que esta regla, por más que haya desaparecido de la Constitución
francesa, conservé su antiguo carácter constitucional al menos en el sentido de que forma parte del derecho
constitucional usual de Francia. Sin entrar en el examen de este punto de vista, es suficiente observar, en cuanto al
asunto tratado anteriormente, que la costumbre constitucional, al no tener la forma de Constitución escrita, tampoco
tiene u fuerza; puede modificarse y pueden establecerse derogaciones en ella, sin procedimiento especial de revisión y
simplemente por la vía legislativa. Esta observación se aplicaría también, en lo que concierne a las penas, al art. 8 de la
Declaración de 1789, la que dice: “Nadie puede ser castigado si no es en virtud de una ley”. Por lo menos debe hacerse
extensiva a este texto, si es verdad, como se dice habitualmente, que a falta del valor constitucional formal que habían
recibido en 1791, los principios de la Declaración de 1789 conservan aún hoy el valor que se asigna a la costumbre
constitucional.

30
Por esto el proyecto de ley del 14 de diciembre de 1916 (citado en la e. 23, p 550, supra)., para formular el
cual el gabinete Briand solicitaba de las Cámaras que autorizasen al gobierno para tomar por decretos, durante la
guerra, todo un conjunto de medidas que respondían a ciertas necesidades de la defensa nacional, sin apartaran de los
principios constitucionales, había podido especificar que los decretos para los cuales se solicitaba la habilitación
parlamentaria podrían establecer como sanción “penalidades que se lijarían dentro de límites que no excederían de seis
meses de prisión y diez mil francos de multa”. Según este texto, las penas habían sido creadas por los decretos mismos,
por limitarse la ley de autorización a fijar el límite de las penalidades por dictar.
La ley de 10 de febrero de 1918, ‘al establecer sanciones a los decretos formulados para el avituallamiento nacional”,
procedió en forma diferente. Después de haber decidido en su art. 1” que “durante la duración de la guerra, los decretos
podrán reglamentar o suspender, con objeto de asegurar el avituallamiento nacional, la producción, la fabricación, la
circulación, la venta, etc, de los productos que sirven para la alimentación del hombre o de los ani-

574 FUNCION DEL ESTADO [205-206

las leyes que le encargan al Presidente hacer un reglamento, pueden auto- rizarlo para
introducir por decreto modificaciones o excepciones a la legislación existente, así como
también modificar el derecho legal aplicable a los ciudadanos e imponer a éstos nuevas
obligaciones. Se han visto en la práctica frecuentes ejemplos (Moreau, op. cit., pp. 187-
193; Duguit, Trai té, vol. i p. 458); y esta práctica se explica naturalmente por el motivo de
que la Constitución francesa no diferencia la ley y el reglamento por su esfera material,
sino por su potestad formal únicamente.31
206. Del hecho de que los reglamentos, particularmente los de
administración pública, se funden, río ya en una delegación de la potestad
legislativa, sino en el poder ejecutivo que el Presidente recibe de la Constitución
misma, resulta que el acto reglamentario, en todos sentidos, es un puro acto
administrativo. Y es un acto administrativo no solamente, como se dice de
574

ordinario, porque emana de una autoridad administrativa, sino también, y sobre


todo, porque es en sí un acto de ejecución de

males”, esta ley prescribe (art. 2): “Las infracciones a los decretos dictados en aplicación del artículo precedente se
castigarán con penas de dieciséis a dos mil francos de multa y de seis días a dos meses de prisión, o con una de estas dos
penas únicamente. En caso de reinciden cia, la pena de multa será de. dos mil a seis mil francos y la pena db prisión de
dos meses a un año”. Por este texto, las Cámaras ya no confieren al Ejecutivo e] poder de crear penalidades por sus
propios decretos, cuyo máximum sólo es limitado por la ley; sino que aquí es la ley misma la que establece previamente
las sanciones penales destinadas a aplicarse a las infracciones cometidas en violación de decretos futuros. Así, el
Parlamento ya no abandona, pues, al Ejecutivo el poder de dictar penas.

Sin embargo, es conveniente observar que en el sistema de esta ley corresponde al Ejecutivo crear, mediante sus
decretos referentes al avituallamiento, las obligaciones cuya violación entrañaría posteriormente la aplicación de las
penas formuladas por la ley. Si el Ejecutivo no crea la pena, crea el delito: y bajo este aspecto continúa desempeñando
un importante cometido en materia de penalidad, ya que él es el que fija, mediante sus propias prescripciones
reglamentarias, los hechos punibles. Es de observarse, también, que esta situación no constituye una novedad en el
derecho público francés. El art. 21 de la ley del 15 de julio de 1845 sobre la policía de los ferrocarriles, había operado ya
del mismo modo, estableciendo una multa de dieciséis a tres mil francos como sanción a las contravenciones de las
ordenanzas reales que habrían de dictarse en lo futuro para reglamentar la policía, la seguridad y la explotación de los
ferrocarriles. El art. 471 del Código penal castiga asimismo con una multa legal las infracciones que habrán de nacer por
la violación de las prescripciones futuras de las resoluciones municipales o prefectorales.

Ver, para Suiza, en la obra ya citada de y. Waldkirch, pp. 47 ss., una lista de ordenanzas por las cuales el Consejo federal
creó nuevos delitos y nuevas penas en virtud de los plenos poderes que le habían sido concedidos por la resolución de la
Asamblea federal de 3 de agosto de 1914, a efecto de tomar todas las medidas necesarias para el mantenimiento de la
seguridad y de la neutralidad del país.

31
En el caso en que una ley autorice al Presidente de la República para abrogar sus disposiciones en el futuro mediante
un decreto reglamentario, puede seguir diciéndose que, incluso al abrogar esta ley, el Presidente la ejecuta; la ejecuta,
puesto que actúa en virtud de una prescripción de la ley que abroga.

206-207] FUNCION ADMINISTRATIVA 575

las leyes, o sea un acto de función administrativa, tal como la Constitución define esta
función. Y bajo este último aspecto, no hay lugar a distinguir entre los reglamentos que
hace el Presidente en virtud de una disposición de la ley y aquellos que dicta
espontáneamente. Las medidas contenidas en un reglamento pudieron ser tomadas por el
Presidente por su propia iniciativa, porque se limitaban a ejercitar y a desarrollar
decisiones ya adoptadas por la misma ley a que se refiere el decreto, o por el contrario,
esas medidas reglamentarias pudieron ser autorizadas especial mente por un texto de ley
expreso, por ir más allá de los poderes normales del jefe del Ejecutivo; tanto en un caso
como en otro, el Presidente no hace sino ejecutar una ley. Cuando una ley de interés local
habilita a un municipio para realizar un acto determinado, o cuando una ley autoriza de un
modo general a los municipios para tomar por vía reglamentaria, por ejemplo, tales o
cuales medidas, el acto realizado por los órganos municipales en virtud de la autorización
legislativa es indiscutiblemente un acto administrativo. Asimismo, el reglamento
575

presidencial que ha sido promovido, autorizado u ordenado por un texto de ley especial,
no por eso se con vierte en un acto legislativo, sino que, invariablemente, sólo es un acto
de ejecución administrativa. Aquí es donde hallan lugar las observaciones anteriormente
citadas (p. 546, supra) de Esmein respecto a la imposibilidad de una delegación de
potestad legislativa. En el derecho público francés, puede el Parlamento, de una manera
casi ilimitada, ampliar las competencias del reglamento presidencial, porque la
Constitución no ha delimitado el campo de acción material propio de la legislación; pero lo
que las Cámaras no pueden hacer sin modificar la Constitución y sin transformarse ellas
mismas en órgano constituyente, y lo que la Constitución no les permite realizar, es
decidir que los actos reglamentarios del Presi dente de la República han de valer como
leyes, que tendrán fuerza y autoridad de actos legislativos, pues esto sería
verdaderamente una delegación de potestad legislativa y, por parte del Parlamento, una
usurpación de poder constituyente.

207. Del carácter administrativo del reglamento de administración pública se


deducen, especialmente, las dos consecuencias siguientes:

En primer lugar, este reglamento está expuesto a los mismos recursos que los
demás decretos reglamentarios. Particularmente, se le puede atacar de nulidad por causa
de extralimitación de atribuciones. Este es un punto admitido hoy día por casi todos los
autores (Ducrocq, op. cit., 7 ed., vol. u p. 142, n.; Esmein, Élérnerrts, 5a ed., p. 618;
Berthélemy, Revue politique et parlementaire, vol. XV, pp. 333 Ss.; Moreau, op. cit., pr
291 ss.; Nézard, Le contróle juridictionnnel des réglements d’adrninistration publique, pp.
46 ss., 56 Ss.; Jéze, Principes généraux da droit adrninis tratif, p. 114, n.; Cahen, op. cit.,
pp. 408 Ss.; Raiga, op. cit., pp. 182 ss.;

576 FUNCION DEL ESTADO [207

cf. Hauriou, op. cit., 8* ed., p. 67; Duguit, Traite, vol. n, pp. 452, 461, 464-465).3 2 Y tal es
también el principio al que por f i n se ha adherido el Consejo de Estado después de una
larga resistencia, por resolución antes citada de 6 de diciembre de 1907 (asunto de las
Compañías de fe* rrocarriles) .
Se ha dicho de esta resolución que el cambio de jurisprudencia que consagra estaba ya
preparado y se esperaba desde mucho tiempo. No por ello deja de ser verdad que esta
nueva jurisprudencia, desde el punto de vista de la teoría general del reglamento de
administración pública, presenta una capital importancia, pues al admitir la posibilidad del
recurso de nulidad, el Consejo de Estado, en realidad, abolió la única diferencia esencial
que separaba esta clase de reglamento de los demás reglamentos presidenciales (ver
núms. 213 y 214, infra).
576

Durante mucho tiempo se negó el Consejo de Estado a admitir que los


reglamentos del jefe del Estado, sean los que fueren, pudieesn ser objeto de ningún
recurso contencioso. Fué únicamente hacia la mitad del siglo cuando el recurso por
extralimitación de atribuciones empezó a ser declarado admisible en lo que concierne a
los decretos reglamentarios, pero continuó el Consejo de Estado, en esta esgunda fase, y
hasta 1907, oponiendo un no ha lugar a los recursos formulados contra los reglamentos
de administración pública, y ello porque esos reglamentos, considerados como fundados
en una delegación legislativa, debían, al igual que las leyes, hallarse fuera del alcance de
cualquier recurso, o por lo menos de todos los recursos que tendieran directamente a su
anulación. A part i r de 1872, en efecto, el Consejo de Estado trajo a su jurisprudencia
una notable componenda, consistente en distinguir entre el recurso directo y las
impugnaciones que pueden suscitarse referente a la legalidad de un reglamento de
administración pública con ocasión de la aplicación de sus dispocisiones a los
administrados. En cuanto al recurso directo, las reso-

32 Duguit no siempre sostuvo la misma opinión respecto de este punto. Había empezado por sostener (L'État, vol. n, pp.
330ss.; cf. n9 182, supra) que el reglamento presidencial es un acto de potestad bubernamental, o sea un acto realizado
por el Presidente como gobernante y en virtud de sus poderes de representante de la nación; y por lo tanto pretendía
en aquella época que el reglamento —al menos el reglamento de administración pública— se
sustrae, lo mismo que la ley, al recurso por exceso de poder. En la primera edición de su Manuel de droit constitutionnel,
pp. 1026 y 1027, Duguit ya había llegado a modificar su opinión a este respecto, y declaraba que había tenido que
modificarla, pues había reconocido entre tanto que, bajo la Constitución de 1875, el jefe del Ejecutivo "pierde cada vez
más su carácter de órgano de representación para convertirse en autoridad administrativa", de donde resulta que el
reglamento no puede considerarse como un acto de gobierno, ni como un acto de potestad representativa, sino
únicamente como un acto realizado a título administrativo y en virtud de un poder administrativo. Hoy este autor no
duda en decir, en su Traite (loe. cit.), que, por este mismo motivo, el reglamento de administración pública, como
cualquier reglamento, queda sujeto al recurso por exceso de poder.
577

207] FUNCION ADMINISTRATIVA 577

liiriuncH se empeñaban en declararlo inadmisible, pero admitían que las pintes


interesadas discutieran las medidas individuales tomadas en ejecución del reglamento, y
se previnieran contra dichas medidas, en razón de hi ilegalidad del reglamento del cual
eran aplicación3 3 (Moreau, op. cit., 2H4 ss.; Jéze, op. cit., pp. 111 ss.). La resolución de
1907 terminó la evolución al admitir el recurso directo.34 Lo admitió en estos términos: " Si
los actos del jefe del Estado que mirarían un reglamento de administración pública se
realizan en virtud de una delegación legislativa, por el hecho de emanar de una autoridad
mlministrativa no dejan sin embargo de estar sujetos al recurso previsto por el art. 9 de la
ley de 24 de mayo de 1872; y por lo mismo corresponde al Consejo de Estado,
estatuyendo en lo contencioso, examinar si las disposiciones 'dictadas por el reglamento
de administración pública etilnm dentro de los límites de los poderes conferidos al
gobierno por el legislador". Así pues, la resolución mantiene la teoría de la delegación de
potestad legislativa, y funda la admisión del recurso directo únicamente en la
consideración de que el Presidente de la República, incluso cuando enlatuye como
delegado del legislador, conserva personalmente su carácter de autoridad administrativa.
Ahora bien, según el art. 9 antes citado, "los actos de las autoridades administrativas"
están sujetos al recurso por extralimitación de atribuciones. Esta argumentación no es
más que la reproducción de la que sostienen Moreau, Cahen y Raiga (loe. cit.), que se
habían esforzado por conciliar la idea de la delegación con la iniciación del recurso de
nulidad. Es de lamentar que el Consejo de Estado se haya empeñado tardíamente en
esta idea de la delegación. Es evidentemente inexacta, y por otra parte de ningún modo
se halla en armonía con los principios enunciados por la resolución. La prueba de que el
reglamento de administración pública no se funda en una delegación legislativa es que
precisamente —como lo afirma la resolución de 1907— no puede el Presidente, por dicho

33 Gracias a este rodeo, el Consejo de Estado evitaba impugnar directamente el reglamento de administración pública.
Lo dejaba intacto y así actuaba como los tribunales judiciales, los cuales, incluso en el caso en que reconocen la
ilegalidad de un reglamento, no pueden pronunciar su anulación. Pero, por otra parte, al anular las medidas individuales
tomadas en virtud del reglamento de administración pública tachado de exceso de poder, el Consejo de Estado,
estatuyendo como los tribunales judiciales por vía de decisión particular, negaba al reglamento impugnado la posibilidad
de ser aplicado y así, en definitiva, impedía que produjera sus efectos.
34 El Consejo de Estado confirmó esta jurisprudencia por una segunda resolución de 7 de julio de 1911 (asunto Omer
Decugis). La nueva resolución incluso llega más allá que la de 1907: ésta se limitaba a aceptar en principio la
admisibilidad del recurso por exceso de poder; la resolución de 1911 pronuncia, por causa de exceso de poder, la
578

578 FUNCION DEL ESTADO [207

reglamento, adoptar más medidas que aquellas que entran dentro de los poderes que le
han sido conferidos por la ley. Quien dice potestad legislativa, en derecho francés, dice
potestad libre, amplia, casi ilimitada. Si el Presidente hubiera recibido del Parlamento una
delegación de potestad legislativa, podría, por este hecho, ordenar cualquier clase de
medidas, al igual que el legislador. El mismo hecho de que nada puede decretar fuera de
las autorizaciones que implícita o explícitamente le concedió la ley a la que sigue el
reglamento, basta para probar que este reglamento no es un acto de potestad legislativa,
sino un acto de ejecución de las leyes, y por consiguiente de potestad administrativa.
Luego el verdadero motivo jurídico por el cual el reglamento de administración pública es
objeto del recurso por extralimitación de atribuciones no es únicamente —como dice la
resolución de 1907 y como lo sostiene en sus conclusiones el comisario del gobierno,
Tardieu (Sirey, 1908, 3. 5 ) — que el reglamento sea obra de una autoridad
administrativa,3 5 sino que el verdadero motivo es, sobre ¿todo, la misma naturaleza del
reglamento en cuanto acto ejecutivo y administrativo.

35 Duguit (Traite, vol. n, p. 464), aunque rechazando la idea de delegación legislativa,funda también la posibilidad del
recurso en la consideración exclusiva deducida del carácter de autoridad administrativa del Presidente. 36 En el fondo,
el Consejo de Estado, al admitir la posibilidad del recurso de nulidad contra el reglamento de administración pública, no
hizo sino consagrar tardíamente una consecuencia lógica de la distinción entre el poder ejecutivo y el poder legislativo.
En otros países, las consecuencias que entraña desde el punto de vista jurisdiccional esta distinción han sido
establecidas, al menos en parte, por la misma Constitución. Así, por ejemplo, la Constitución federal suiza especifica, en
el último párrafo de su art. 113, que únicamente los actos legislativos de las Cámaras, así como aquellas de sus
resoluciones que tienen un alcance general, se sustraen a cualquier control jurisdiccional del Tribunal federal. Este texto
implica, a la inversa, que las ordenanzas del Consejo federal quedan sometidas a dicho control, lo mismo desde el punto
de vista de la comprobación de su constitucionalidad que desde el punto de vista de la apreciación de su legalidad
(Burckhardt, op. cit., 2" ed., p. 803; Guhl, op. cit., pp. 105 y 106; Bossard, op. cit., pp. 169 y 172; cf. para las
Constituciones belga y alemana, la n. 28 in fine del n' 129, supra). No obstante, como no existe hasta ahora ningún
tribunal administrativo en Suiza, se debe observar que las ordenanzas del Consejo federal no pueden ser objeto de un
recurso jurisdiccional directo con fines de anulación. El Tribunal federal, incluso en el caso de inconstitucionalidad o de
ilegalidad reconocida, no puede hacerlas desaparecer; sólo puede impedir su aplicación, con ocasión de cada uno de los
casos que se le sometan, y su decisión ocasional sólo produce efecto en el caso particular que suscitó incidentalmente la
cuestión de la regularidad de la ordenanza. La posición del Tribunal federal, en este aspecto, es análoga a la que se le
produce en Francia a la autoridad judicial con respecto a los reglamentos fichados de ilegalidad; no tiene comparación
con la posición del Consejo de Estado francés. En resumidas cuentas, se comprueba que en el momento actual, Suiza se
encuentra todavía en el punto en que se encontraba antes de 1907 la jurisprudencia francesa, con respecto a los
recursos contra los reglamentos de administración pública. Las ordenanzas del Consejo federal, así como los
reglamentos de administración pública franceses hasta 1907, pueden ser declarados ilegales, y como tales inaplicables
por la autoridad jurisdiccional; pero
579

208] FUNCION ADMINISTRATIVA 579

208, El carácter administrativo del reglamento de administración pública implica


como segunda consecuencia la facultad, para el Presidente de la República, de modificar
o abrogar las disposiciones del mismo mediante nuevos decretos, con la única condición
de que éstos sean igualmente deliberados en Consejo de Estado. Se han suscitado dudas
a este respecto. Por una parte y dentro del concepto que trata al reglamento de
administración pública como un acto de legislación, era lógico pretender que dicho acto
legislativo no puede derogarse o rehacerse por la autoridad ejecutiva sino mediante una
nueva delegación de potestad legislativa. Por otra parte, se ha alegado que cuando el
legislador encarga al Presidente la reglamentación de determinada materia, éste agota su
poder al firmar un primer decreto y por consiguiente, no puede volver a tratar dicho primer
reglamento por decretos posteriores (cf. n. 11, p. 539, supra). Estas objeciones carecen
de Valor, y para refutarlas basta con observar que el

no son susceptibles de impugnarse por vía de recurso propiamente dicho, es decir, que tienda a pronunciar su invalidez.
Los autores suizos (ver particularmente Guhl, op. cit., pp. 102 ss.,106 ss.) expresa esta situación distinguiendo en dicha
materia la cuestión de la aplicación de la ordenanza (Verbindlichkeit) y la cuestión del recurso (Anfechtung). Cf. respecto
de este último punto la ra. 28, pp. 351 s., supra, donde se demostró ya que la facultad de comprobación de la legalidad
que correspondía a los tribunales judiciales sobre los reglamentos se deduce, no ya de (pie estos tribunales tengan, en
principio, competencia para conocer de los recursos contenciosos dirigidos contra los actos viciosos de la autoridad
ejecutiva, sino más bien del hecho de que son llamados a aplicar los reglamentos como las leyes, de donde surge la
consecuencia de que, en caso de oposición entre el reglamento y la ley, se ven llevados naturalmente a imponer la ley
sobre el reglamento. En defecto del tribunal administrativo, algunos autores suizos (ver v. Salis, Schweiz. Bundesrecht, 2"
ed., vol. ir, p. 6; Guhl, op. cit., pp. 108 ss.) lian mantenido que los particulares que por una ordenanza del Consejo federal
se sienten lesionados en derechos originarios de la Constitución o de la legislación federales, pueden entablar un
recurso contra esta ordenanza ante la misma Asamblea federal. Pero esta opinión es difícil de defender desde que la
Constitución de 1874 se abstuvo de reproducir la disposición de su antecesora, que en 1848 reconocía a las Cámaras
federales, en su art. 74-155, el poder de estatuir respecto de las reclamaciones suscitadas contra las resoluciones del
Consejo federal. Además, si fuera verdad que las ordenanzas del Consejo federal pueden ser impugnadas ante la
Asamblea federal por causa de violación de la Constitución o de la ley, no se comprende por qué las decisiones o
medidas tomadas por el Consejo federal en un caso individual no podrían, del mismo modo, ser llevadas por la parte
interesada ante las Cámaras cuando han sido tachadas de vicio de ilegalidad; ahora bien, la doctrina suiza se halla fijada
hoy en el sentido de que las resoluciones individuales del Consejo federal no son susceptibles de recurso ante la
Asamblea federal (ver sobre estos diversos puntos Burckhardt, op. cit., 2* ed., pp. 732 ss., 744 y 745; Bossard, op. cit.,
pp. 25 ss., y los autores citados en esos diversos lugares). Se advierte cuánto es de sentir, en estas condiciones, el vacío
que resulta en Suiza por la ausencia de un tribunal administrativo, y es explicable, por consiguiente, el movimiento que
en dicho país se ha producido, bien en los medios políticos, bien en la literatura jurídica, con objeto de llenar este vacío
mediante la creación de un tribunal que sea capaz de decidir respecto de los recursos entablados en contra de los actos
del Consejo federal y de las demás autoridades administrativas federales (Burckhardt, I.ot\ cit., p. 734).
580

580 FUNCION DEL ESTADO [208-209

reglamento, por razón de su carácter de acto administrativo, puede, como todos los actos
de esta especie, abrogarse o corregirse libremente por la autoridad administrativa de la
cual procede. A esta consideración de orden jurídico se añade otra de utilidad práctica:
una de las razones que determinan al Parlamento a confiar al gobierno la reglamentación
de determinadas materias es precisamente que las prescripciones emitidas en forma de
decreto pueden, con mayor facilidad que aquellas contenidas en textos de leyes,
enmendarse y rectificarse, para adaptarse a las circunstancias variables y a las
necesidades actuales reveladas por la experiencia.

También desde este punto de vista importa que el gobierno conserve


continuamente el poder de modificar sus reglamentos. Este poder le ha sido reconocido
formalmente por la resolución muchas veces citada de 1907.37 Conforme a las
conclusiones del comisario del gobierno, declara el Consejo de Estado que, a menos que
surja una excepción resultante de la misma naturaleza del objeto a reglamentar, o de una
disposición expresa de la ley que ha recurrido al reglamento, éste siempre puede ser
modificado por el Presidente, del cual depend en por lo tanto su creación primitiva y su
ulterior destino (ver en el mismo sentido Moreau, op. cit., p. 368; Raiga, op. cit., p. 1 9 1 ) .
38

§ 3. DIVERSAS ESPECIES DE REGLAMENTOS PRESIDENCIALES

209. En cierto sentido, sólo existe una clase de reglamentos presidenciales,que


son los reglamentos de ejecución de las leyes. Esto se desprende de los mismos términos
en los cuales funda implícitamente la Constitución el poder reglamentario. El art. 3 de la
ley constitucional de 25 de febrero de 1875, en efecto, comprende a este poder dentro de
la misión general que tiene el jefe del Ejecutivo de "asegurar la ejecución de las leyes".
Bien es verdad que esta ejecución entraña reglamentos ¿de dos clases: unas veces el
Presidente, bien a invitación del legislador,bien por su propia iniciativa, dicta
prescripciones complementarias destinadas a procurar la aplicación de disposiciones ya
estipuladas por las leyes, y que no son sino el desarrollo de dichas disposiciones, a las
cuales no añaden nada verdaderamente nuevo, tratándose aquí de la ejecución 37 Una
resolución de la Corte de casación del 11 de enero de 1837 (Sirey, 1837, 1. 640)

había decidido ya que "un reglamento de administración pública es susceptible de modificación por ordenanza real". 38
Rolland (Revue du droit public, 1911, p. 397) resume las razones por las cuales el Presidente "puede siempre modificar,
mediante un reglamento de administración pública, un reglamento anteriormente adoptado bajo igual forma", en esta
fórmula muy clara y exacta: "Puede hacerlo, porque entonces no actúa como un legislador, sino como un administrador,
y porque su decreto no es más que un acto administrativo".
581

209-210] FUNCION ADMINISTRATIVA 581

en el sentido estricto de la palabra. Y otras veces los decretos reglamentarios se refieren


a materias no legisladas o introducen en el derecho vigente principios completamente
nuevos. Pero, incluso en este caso, el reglamento se produce en ejecución de la ley, ya
que sólo puede el Presidente dictar reglamentos de esta clase a condición de fundarse en
una ley que de ello lo haya encargado. En este sentido, cualquier reglamento presupone
una ley que ejecuta.

Así como todos los reglamentos son actos ejecutivos, así también lodos ellos
tienen su fundamento en la Constitución, en el sentido de que se fundan indistintamente
en la potestad reglamentaria que ha sido conferida por la misma Constitución al jefe del
Ejecutivo. Evidentemente, los reglamentos que tienden a añadir a la legislación nuevas
reglas, sólo pueden dictarse en ejecución de una ley especial, que los haya producido u
ordenado. Pero esta ley no funda la potestad en virtud de la cual va a hacerse el
reglamento que ella suscitó; es la Constitución misma la que prescribe u ordena al jefe del
Ejecutivo ejecutar las leyes y la que le confiere el poder de hacer los reglamentos
previstos u ordenados por ellas. Por consiguiente, es en la Constitución, en realidad, en la
que, aun en este caso, se funda la potestad reglamentaria. No es posible admitir, pues, en
derecho francés, la doctrina alemana, expuesta especialmente por Jellinek (Gesetz uncí
Verordnung, pp. 372 ss.), que distingue entre ordenanzas fundadas en la Constitución y
ordenanzas fundadas en las leyes (ver n" 200, supra). Desde este punto de vista también,
y según el derechopúblico francés, sólo existe una clase de reglamentos, o sea
reglamentos hechos en virtud de la Constitución y del poder ejecutivo que ésta
atribuye al Presidente.

210. Sin embargo, los autores han querido establecer algunas distinciones entre
los reglamentos. La mayor parte de ellos presentan como distinción principal la división en
reglamentos de administración pública, decretos en forma de reglamentos de
administración pública y reglamentos ordinarios (Laferriére, op. cit., 2^ ed., vol. n, pp. 9
ss.; Ducrocq,op. cit., 1* ed., vol. i, pp. 82 ss.; Hauriou, op. cit., 8? ed., p. 50; Berthélemy,
Traite, 7- ed., pp. 97 ss.; cf. Moreau, op. cit., cap. iv y v ) . Esta es una distinción
tradicional y clásica. Sin embargo, no tiene gran valor, como podrá verse en seguida.

Es de observar ante todo que la expresión "reglamento de administración pública"


no tiene ningún sentido en sí; por lo menos, no tiene
sentido preciso. Se introdujo en la terminología mediante los arts. 52 y 54 de la
Constitución del año v m ; pero estos textos no precisan en qué difiere el reglamento de
administración pública de los demás reglamentos (Moreau, op. cit., p. 132). Si la
expresión "reglamento de administración pública" ha de significar que dicho reglamento es
un acto de la fun
582

582 FUNCION DEL ESTADO [210-211

ción administrativa, ese término debería de extenderse a todos los reglamentos, ya que
todos ellos son actos administrativos. Igualmente, esta denominación no puede
entenderse en el sentido de que algunos reglamentos
se refieren a los asuntos interiores de la administración, puesto que cualquier reglamento,
sea la que fuere su forma, puede aplicarse a ese objeto. Así pues, la misma expresión
"reglamento de administración pública" no corresponde a ninguna idea precisa. Esto ya es
un indicio de que la distinción y la separación de esta clase de reglamentos no puede
tener un fundamento muy sólido. En derecho, cuando las palabras que se usan son
equívocas, es generalmente porque a los conceptos que amparan les falta también
consistencia y claridad.

211. Las primeras dudas se ven ampliamente confirmadas por las incertidumbres y
contradicciones que, todavía actualmente, reinan en la literatura con referencia a la
característica propia de las diversas clases de reglamentos. Así como las denominaciones
que se les aplica son obscuras, tampoco los autores han conseguido ponerse de acuerdo
respecto a las definiciones respectivas que deba darse a cada uno de ellos. En primer
lugar, existe desacuerdo respecto al concepto de reglamento de administración pública.
En los tratados de derecho público se encuentran hasta cuatro definiciones diferentes
para esta clase de reglamentos. Así, por ejemplo, Laferriére (op. cit., 2* ed., vol. n, p. 9)
admite que, en su sentido amplio, "esta expresión designa a todos los reglamentos que
hace el jefe del Estado para asegurar la ejecución de las leyes", no existiendo distinción
entre aquellos que hace por sí solo y aquellos sobre los que delibera el Consejo de
Estado.1 Según otra teoría, que es la de Duguit (Manuel de droit constitutionnel, P ed., p.
1020 y Traite, vol. n, p.462; cf. Ducrocq, op. cit., 7* ed., vol. i, p. 8 2 ) , la denominación
reglamento de administración pública debe reservarse para los decretos reglamentarios
que han sido objeto de una deliberación en asamblea general del Consejo de Estado,
pero por otra parte, sin que deba distinguirse si el reglamento ha sido hecho
espontáneamente o por invitación del legislador; y para que un reglamento lo sea de
administración pública, es suficiente que, de hecho, haya sido formulado según dictamen
del Consejo de Estado. Esta definición parece sin embargo inconciliable con los textos. La
ley de 19 de j u l i o de 1845, en su art. 12, decía ya, y la

1 Se puede observar, en el mismo sentido, que en los textos —tales como la ley de 10 de agosto de 1871 (arts. 47 y 88) y
la ley de 5 de abril de 1884 (art. 63)— que se refieren £ los recursos de nulidad por "violación de un reglamento de
administración pública", no dudan los autores en declarar que la expresión reglamento de administración pública
designa, no solamente los reglamentos deliberados en asamblea general del Consejo de Estado, sino de un modo más
amplio "todos los reglamentos provenientes del poder central" (Laferriére, loe. cit., vol. I I , p. 537; Hauriou, op. cit., 6"
ed., p. 459 n., 8* ed., pp. 464-465).
583

211] FUNCION ADMINISTRATIVA 583

ley de 24 de mayo de 1872, en su art. 8, vuelve a decir hoy, que fuera de los proyectos de
decreto que pueden serle sometidos por el Presidente y para los cuales la consulta es
sólo facultativa, " e l Consejo de Estado es llamado necesariamente a dar su dictamen
respecto de los reglamentos de administración pública". Al expresarse así, dicho texto da
a entender claramente que el concepto del reglamento de administración pública se lialla
realizado con anterioridad a toda deliberación en Consejo de Estado.

Según el art. 8, en efecto, se exige la intervención del Consejo de Estado respecto a


ciertos reglamentos, porque son, en sí, reglamentos de administración pública, y no
porque se conviertan en reglamentos de administración pública; luego no es la
deliberación del Consejo de Estado la que, por sí sola, hace al reglamento de
administración pública.2 Por eso, los autores han tratado de precisar, fuera del hecho de la
intervención del Consejo de Estado, la característica de esta categoría de reglamentos.
De aquí surge una tercera definición, que es la más extendida: el reglamento de
administración pública es aquel que está hecho en virtud de un texto especial de ley, o
sea aquel que ha sido ordenado, o por lo menos formalmente autorizado, por una ley
(Moreau, op. cit., p. 132; Berthélemy, op. cit., Ir ed., p. 9 7 ) . Sin embargo, esta
definiciónle parece todavía demasiado amplia a Hauriou (op. cit., 8* ed., pp. 50 y 66; cf.
Laferriére, loe. cit., vol. I I , p. 1 0 ) , que presenta una cuarta definición, fundada en una
subdivisión que este autor establece entre los reglamentos hechos en virtud de un texto
especial de ley. Entre estos reglamentos, unos tienen por objeto completar la misma ley
que los ordena, siendo la prolongación de la misma; otros, por el contrario, en virtud de
una ley, son llamados a reglamentar una materia cuyas reglas no formula dicha ley; no se
limitan ya, pues, a completar la legislación, sino que en realidad substituyen a la ley y
toman el lugar de la misma. Según Hauriou, solamente los primeros son reglamentos de
administración pública; los segundos son simplemente "reglamentos en forma de
reglamentos de administración pública". Unos y otros, por lo demás, han de ser
examinados por la asamblea general del Consejo de Estado. El concepto de los actos en
forma de reglamentos de administración pública no se ve menos impugnado que el de los
reglamentos de administración pública. Acabamos de ver el significado que concede
Hauriou (loe. cit., pp. 50-51) a esta expresión técnica. Según la opinión corriente, por el
contrario, no existen reglamentos en forma de reglamentos de administración pública, sino
únicamente decretos que se dictan en esa for-

2 Berthélemy (op. cit., 7* ed., p. 100 n.) dice muy acertadamente a este propósito: "No ts el hecho de que se haya
consultado al Consejo de Estado lo que da a un decreto su valor particular de reglamento de administración pública;
es el hecho de haber sido obligado a hacer esta consulta".
584

584 FUNCION DEL ESTADO [211-212

ma (argumento en este sentido de la ley de 24 de mayo de 1872, art. 8) Esta categoría,


en efecto, no se aplica a los reglamentos, sino únicamente a los actos individuales
realizados por el Presidente. Entre estos último», se llaman decretos en forma de
reglamentos de administración pública aquellos que se dictan previo dictamen del
Consejo de Estado, deliberando en asamblea general; y esta misma denominación indica
en forma suficiente que se trata de actos que sólo tienen la forma de los reglamentos, y
cuyo contenido no tiene en sí nada de reglamentario (Ducrocq, op. cit., 7* ed., vol. i, pp.
89 ss. y Revue genérale d'administration, 1878, vol. i, pp. 232 ss.; Moreau, op. cit., p. 144;
Berthélemy, op. cit., 7* ed., p. 100; Duguit, Manuel de droit constitutionnel, P ed., p. 1020
y Traite, vol. I I , p. 432).

Por estas indicaciones se ha visto cuan indeciso es, en la doctrina, el concepto del
reglamento de administración pública. Los mismos textos contribuyen a aumentar esta
indecisión, pues unas veces califican a los reglamentos de administración pública de
simples decretos individuales, y otras llaman decretos en forma de reglamentos de
administración pública a reglamentos que son verdaderos reglamentos de administración
pública. Numerosos ejemplos de estas confusiones son señalados por los autores
(Ducrocq, Cours, 7* ed., vol. i, p. 90; Moreau, op. cit., p. .145). 272. ¿De dónde proviene,
pues, esa distinción entre el reglamento de administración pública y los demás
reglamentos? Sus orígenes mismos están rodeados de cierta obscuridad. Existe cierto
acuerdo, sin embargo, para convenir en que se hallan en el período monárquico que se
extiende desde 1814 a 1848 (Laferriére, loe. cit., vol. n, p. 10; Berthélemy, Revue politique
et parlementaire, vol. xv, p. 15, n.; Moreau, op. cit., pp. 132 ss). Durante el Consulado y el
Imperio, la distinción entre las dos clases de reglamentos es muy confusa en los textos, y
sobre todo la idea de que el jefe del Estado pueda hacer los reglamentos de
administración pública, en calidad de apoderado del legislador, no se trasluce de ningún
modo; no podía germinar esta idea en una época en que, hasta en materia de legislación,
el gobierno dominaba al cuerpo legislativo con toda la superioridad de su potestad. Bajo la
Restauración, únicamente, es cuando se trazó una línea de demarcación entre los
reglamentos de administración pública y los demás, y parece, por cierto, que la distinción
que entonces empieza a establecerse entre las dos clases de reglamentos haya nacido
de la desgracia política en que había caído el Consejo de Estado durante dicho período.
En efecto, mientras que durante el Imperio gran número de reglamentos habían sido
elaborados por el Consejo de Estado, el gobierno de la Restauración, al esforzarse por
restringir la influencia de esta asamblea, se abstuvo de solicitar su parecer,
585

212-213] FUNCION ADMINISTRATIVA 585


3
incluso para aquellas ordenanzas reales cuyo objeto era importante, y se limitó a solicitar
este parecer en los casos en que la ley que ordenaba el reglamento especificaba que éste
había de ser "un reglamento de administración pública".4 Así se va formando el concepto
de que los reglamentos de administración pública constituyen una categoría aparte; y la
característica de esta clase de reglamentos era precisamente que debían ser formulados
en Consejo de Estado. Durante la monarquía de julio, esta distinción se consolida. Por
una parte, la consagra la ley de 19 de julio de 1845 (art. 12) , que dice: " El Consejo de
Estado puede ser llamado a dar su dictamen respecto a los proyectos de ordenanzas. Es
llamado necesariamente a dar ese dictamen respecto a todas las ordenanzas que
implican reglamentación de administración pública". Por otra parte, la distinción adquiere
un nuevo sentido, que viene a añadirse a su anterior significación: los progresos de la
autoridad de las Cámaras, én las relaciones de éstas con la realeza, originan, en efecto,
la idea de que el legislador, cuando ordena un reglamento de administración pública,
confiere con ello un mandato al gobierno y delega en éste, para el cumplimiento de este
cometido, un fragmento de su propia y superior potestad. Este concepto se manifiesta por
vez primera en 1844 en el Cours de droit administrad^ (vol. i, pp. 48 ss., vol. I I , p. 628) de
Macarel, que caracteriza al reglamento de administración pública como una ordenanza
hecha en virtud de una delegación legislativa. Para revelar el éxito que tuvo
inmediatamente esta idea, basta recordar que tuvo su expresión en la Constitución de
1848 (art. 75) y en la ley de 3 de marzo de 1849 (art. 4) . Estos textos fundan en una
"delegación" aquellos reglamentos de administración pública que una ley especial
encargó al Consejo de Estado que dictara por sí solo; y poca duda puede haber de que,
en el pensamiento de los autores de la Constitución de 1848, se aplicara también esta
idea de la delegación a los reglamentos de administración pública decretados por el jefe
del Ejecutivo (ver sin embargo Esmein, Éléments, 5? ed., p. 618).

213. Estos son los orígenes de la tradición por la cual la unanimidad de los autores
y de las resoluciones, durante la segunda mitad del siglo xix, consideró al reglamento de
administración pública como un acto de potestad legislativa y admitió por consiguiente,
entre otras consecuencias de dicho concepto, que no le alcanza el recurso por extrali-

3 Entre las ordenanzas que han sido dictadas de esta manera, sin el concurso del Consejo de Estado, es clásico citar
aquella, especialmente notable, de 1* de agosto de 1827 para la ejecución del código forestal.
4 El gobierno, al someterse en este caso al control del Consejo de Estado, se conformaba literalmente al principio
formulado por la Constitución del año V I I I , art. 52: "Un Consejo de Estado se encarga de redactar los reglamentos de
administración pública..."
586

586 FUNCION DEL ESTADO [213


mitacion de atribuciones. ¿Qué queda, hoy día, de este punto de vista tradicional?

Poco queda de el. La distinción entre el reglamento de administración publica y los


reglamentos ordinarios se esta borrando actualmente, y a perdido ya gran parte de su
importancia. Desde el punto de vista teórico, toda la importancia de esta distinción se
hallaba en la idea de que el reglamento de administración publica se basa en una
delegación legislativa; ahora bien, esta idea no se puede sostener, como se ha visto
anteriormente (núms... 197 ss.), y Haurin (nota antes citada en Sirey, 1908, 3.2) reconoce
que por su resolución de 6 de diciembre de 1907, el mismo Consejo de Estado ha
“matado” esta idea. Desde el punto de vista práctico, el capital interés de la distinción era
liberal a los reglamentos de administración pública del recurso por extralimitación de
atribuciones; pero hoy día, el Consejo de Estado admite que están sometidos a dicho
recurso al igual que los demás reglamentos. El interés de esa distinción era también,
según cierta doctrina, que el jefe del Ejecutivo, por medio de sus reglamentos de
administración publica y en cuanto se hallaba investido de una verdadera protestad
legislativa, pudiera hacer todo aquello que pudiera hacer el mismo legislador. Ahora bien,
esta doctrina es ciertamente errónea, y el Consejo de Estado, siempre por medio de la
misma resolución (ver p. 578, supra.), ha reconocido que si el legislador puede encargar
al Presidente de la Republica dictar por reglamento toda clase de medidas, por otra parte,
sin embargo, el gobierno, por esa vía, no puede decretar mas prescripciones que aquellas
que entran dentro de los limites de las habilitaciones que ha recibido la ley.

En todos estos aspectos, la distinción tradicional entre reglamentos de


administración pública y reglamentos ordinarios ha sido abandonada hoy día. Por lo tanto,
en el asunto que dio lugar a la resolución de 6 de diciembre de 1907, hubo de confesar el
comisario de gobierno que se ha hecho muy difícil, en este nuevo estado de cosas,
diferenciar entre si ambas clases de reglamentos. Hauriou, a su vez (loc. Cit.) confiesa lo
mismo. Indudablemente, subsiste entre ellos la diferencia en que el dictamen del Consejo
de Estado es necesario para los reglamentos de administración pública y facultativo para
los reglamentos ordinarios. Pero, cualquiera que sea prácticamente5 la importancia de la
intervención del

5.
En cuanto a la importancia jurídica de la intervención del Consejo de Estado en la confección de los reglamentos de
administración publica, para apreciarla correctamente es esencial no perder de vista que dicha intervención consiste en
emitir simplemente un parecer, que no obliga en derecho al gobierno. Por más que el reglamento de administración
pública deba someterse necesariamente a la asamblea general del Consejo de Estado, conserva como autor especial al
jefe del ejecutivo, y no se le puede considerar como obra de dicha asamblea. Esta confusión, no obstante, se cometió
ante las cámaras por el presidente
587

213-214] FUNCION ADMINISTRATIVA 587

Consejo de Estado, se trata solo de una diferencia de procedimiento, que no se refería a


la naturaleza intrínseca de estos diversos reglamentos, es decir, que no modifica el grado
de potestad de que se hayan dotados indistintamente.

214. Lo cierto es, en efecto, que el reglamento de administración publica no es de


diferente esencia que el reglamento ordinario. Como dice Berthèlemy (Revve politique et
parlementaire, Vol. Xv, pp. 9, 15 y 322; cf. Caben, op. Cit., pp. 303 y 304), entre este
reglamento y los reglamentos simples no hay “mas que una diferencia de formas”, y por lo
demás “ningún texto hace alusión a la diferencia de alcance que pudiera existir entre
ellos”. Particularmente, el reglamento de administración publica no entrañe por si mismo
poderes mas amplios que el reglamento ordinario. Para convencerse de ello, basta
considerar el caso en que una ley ordena al Presidente hacer un reglamento de
administración pública complementario que asegure la aplicación de las reglas
enunciadas en ella. Suponiendo que nada mas haya añadido la ley, el Presidente, en tal
caso, no habrá de tener más poderes que si hubiese hecho por su propia iniciativa el
reglamento ejecutivo de que se trata.6 Luego no es por que el reglamento ordenado por la
ley sea un reglamento de administración publica por lo que tiene el Presidente, en ciertos
casos, amplios

del Consejo de Ministros, en ocasión del debate que tuvo lugar en marzo y abril de 1911 a propósito de la revisión del
decreto de 17 de diciembre de 1908 que delimitaba la champaña vitícola. En el curso de dicho debate afirmo el jefe de
gabinete en varias ocasiones que la disposición mediante el cual un legislador recurre a un reglamento de
administración publica constituye una delegación legislativa; delegación -decía- que se concede al Consejo de Estado y
en virtud de la cual este es llamado a estatuir soberanamente sobre la cuestión a la que se somete (ver, respecto de la
argumentación expuesta a este respecto por el Presidente del Consejo en 1911, Rolland, “Le Consei d`Etat et les
reglements dàdministration publique”, Revve du droit public 1911, pp. 380 ss.).Rolland demuestra que esta tesis era
completamente errónea. La delegación –si se trata de una delegación- no se dirige al Consejo de Estado, al que solo se
consulta para que el de su parecer, sino que se dirige al gobierno, el cual es libre de seguir o no el parecer dado y que
asume la responsabilidad del decreto formulado por el Presidente de la Republica. Rolland, sin embargo, se pregunta
sino convendría modificar respeto de este punto el sistema de derecho actual, y parece inclinarse hacia un régimen en el
cual el gobierno se vería obligado en esta materia por los dictámenes del Consejo de Estado, el cual se convertiría así en
el verdadero autor de los reglamentos de administración publica (loc. Cit., pp. 389 ss.). Pero no se ve claramente, en el
estado actual de la Constitución francesa, la posibilidad de tal reforma, que llevaría nada menos a convertir una
asamblea irresponsable en jefe de gobierno o que en todo caso la convertiría, en amplio grado, en dueña de este ultimo.
6
Ver especialmente, en este sentido, Duguit, Traitè, vol. II, p. 463: “La invitación expresa dirigida al gobierno
para hacer un reglamento de administración publica complementario de una ley o aumenta en nada los poderes de
dicho gobierno; por consiguiente, solo lo puede incluir en ese reglamento de administración publica aquellas
disposiciones que hubieran podido figurar en un reglamento complementario hecho espontáneamente”.
588

588 FUNCION DEL ESTADO [214

poderes reglamentarios, sino que la verdadera razón de estos amplios poderes es que le
han sido conferidos al Presidente por un texto legislativo especial y formal. Y viceversa, se
podrá concebir perfectamente que una ley le conceda al Presidente considerables
atribuciones reglamentarias, sin que por esto dicha ley ordene un reglamento de
administración publica; de hecho no es fácil que esto se produzca, pues una de las
razones que animan al Parlamento a confiarle al gobierno la misión de tomar poderosas
medidas mediante el reglamento es precisamente que estas medidas abran de ser
discutidas y fijadas por el Consejo de Estado; pero, en derecho, no es de ningún modo
imposible que la ley conceda aun reglamento ordinario, por ejemplo, el poder de crear
nuevo derecho aplicable a los administrados.7 De todas estas observaciones debe
desprenderse, pues, la siguiente conclusión: el hecho de que un reglamento sea o no
reglamento de administración pública es in diferible por lo que se refiere a la amplitud de
la potestad reglamentaria.
Algunos autores han creído hallar un signo particular del reglamento de
administración pública en lo que laman su carácter obligatorio y forzoso. Verthelemy (loc.
Cit., vol.xv, p. 324), Jeze (Revue du droit public, 1908, p. 48) insisten en el punto de que el
gobierno, cuando a sido encargado por una ley de formular un reglamento de esta clase,
esta obligado a hacerlo; existe aquí para el una orden a la que tiene que conformarse.
Otros autores prefieren atenerse a la idea de que solo se trata de una simple invitación
(Hauriou, nota repetidamente citada en sirey, 1908, 3.3). Otros finalmente dudan entre la
idea de invitación y la idea de orden (Esmein, Elements, 5ª ed., p. 617). A decir verdad, la
cuestión de saber si la referencia hecha por la ley al reglamento engendra para el
gobierno una obligación o una facultad, no puede contestarse en tér-
7
Es sabido, en efecto, que cuando una ley ordena un reglamento, ello no implica necesariamente la intervención del
Consejo de Estado. Es preciso, para que sea obligatoria esta intervención, que la ley haya exigido un reglamento de
administración publica. Algunos autores han sostenido que seria inútil “que todos los reglamentos provenientes del jefe
del poder Ejecutivo, sin distinción, fuesen sometidos al examen del consejo de estado” (Aucoc, “Des reglements
d`administration publique et de I`intervention du Conseil d`Etat das la redaction de ces reglements”, Revue critique de
legislation te de jurisprudence, 1872, y Le Conseil d`Etat avant et depuis 1789, p. 154., Cohen, op. cit., pp. 361 ss.); se
han dicho que al menos de via imponerce esta intervención para todos los reglamentos preescritos por una ley, o
tambien sea demostrado el deceo de que fuera hecha necesaria para aquellos reglamentos presidenciales que tengan
un carácter permanente. Una proposición en este sentido fue prestada en la asamblea nacional en 1872, al discutirse la
ley orgánica sobre el consejo de Estado y fue rechazada. El Art. 8 de la ley del 24 de mayo de 1872, según las palabras
mismas de su relator, consagro la tradición según la cual el jefe del Estado “no tiene que solicitar dictamen del Consejo
de Estado mas que cuando la ley lo establece obligatoriamente” (Moreau, op. Cit., p. 140).
589

214-215] FUNCION ADMINISTRATIVA 589

minos absolutos, sino que todo depende de las intenciones del legislador, o mejor dicho,
de los términos en los cuales formulo sus intenciones. En principio, cuando la ley prescibe
un reglamento de administración publica, esta prescripción equivale a una orden; la idea
de que hay que ver en ella una orden se encuentra conforme con el carácter ejecutivo
común a todos los reglamentos. Pero, incluso para los reglamentos de administración
publica, La ley que los prescribe pudo declarar que el gobierno podrá juzgar por si la
oportunidad de dictarlos (Moreau, po. Cit., p. 150), en cuyo caso esos reglamentos son
puramente facultativos. Por otra parte, es de observarse que el reglamento ordinario, del
mismo modo que el de administración publica, puede prescribirse por la ley de una
manera obligatoria; la redacción obligatoria no constituye, pues, una particular especial
del reglamento de administración publica. Finalmente, incluso en el caso en que hubiese
de admitir que todo texto legislativo que se remite aun reglamento de administración
publica constituye una orden dada al gobierno, este reconocimiento no tendría por efecto
modificar el concepto anteriormente desarrollado respecto a la naturaleza intrínseca de
esta clase de reglamentos.

215. En resumen, de todas las observaciones que proceden se desprende que,


salvo la necesidad de la deliberación en Consejo de Estado, no existe diferencia esencial
entre los reglamentos ordinarios y los de administración pública. Erróneamente, pues, los
tratados de derecho público presentan esta distinción como la división capital que ha de
establecerse entre los reglamentos presidenciales. En la literatura reciente, algunos
autores mejor inspirados han relegado esta división al último plano. Moreau (op. Cit.,
caps. IV y V) dio el ejemplo, al adoptar como distinción principal la de los (reglamentos
espontáneos), por una parte, y, por otra parte, los “reglamentos formulados en virtud de
una ley”; Duguit (Traite, vol. II, nums. 160-161) establece una clasificación detallada sobre
la misma base, en la que, como Moreau, solo concede a la distinción entre los
reglamentos de administración publica y los demás una importancia secundaria.

En efecto, esta es la dirección en que hay que caminar para estudiar las diversas
clases de reglamentos presidenciales. La distinción esencial que debe establecerse entre
ellos deriva de la observación fundamental de que, según la ley constitucional de 25 de
febrero de 1875, Art. 3, la actividad reglamentaria del Presidente se reduce
invariablemente a “la ejecución de las leyes”. Partiendo de este principio, se observa que
el jefe del ejecutivo, por vía de reglamento, puede ejecutar las leyes de dos maneras. En
primer lugar, puede procurar su ejecución tomando al efecto medidas reglamentarias
propias para asegurar la aplicación usual y detallada de las prescripciones formuladas por
la ley misma; por cuanto
590

590 FUNCION DEL ESTADO [215

estas medidas no son sino la ejecución de las prescripciones mismas de la ley, entran
debe luego en la potestad ejecutiva, y, por consiguiente, el Presidente tiene el poder de
dictarlas espontáneamente. Si se trata, por el contrario, de dictar reglas respecto de
materias que no han sido tratadas por el legislador, o también de añadir a las reglas
establecidas por las leyes vigentes alguna nueva prescripción que no se limite a asegurar
la aplicación de los principios formulados por el legislador mismo, no podría el Presidente,
por su sola potestad, tomar semejante iniciativa, ya que se saldría así de su función de
simple ejecución. Pero si bien no puede hacer espontáneamente los reglamentos de esta
segunda clase, adquiere competencia para dictarlos desde el momento en que una ley lo
encarga de ello; es suficiente, en efecto, que un texto legislativo haya prescrito o permitido
un decreto reglamentario respecto de un objeto cual quiera, para que el presidente se
encuentre de nuevo en el terreno que la Constitución asigno a su competencia, ósea en el
terreno de la ejecución de las leyes.

Al colocarnos en este punto de vista, nos vemos llevados a reconocer que los
reglamentos deben dividirse en dos grupos principales: 1º aquellos que el Presidente
puede hacer espontáneamente; y 2º aquellos que solo puede hacer a condición de recibir
para ello el encargo por un texto especial de ley. Esto es lo que los autores expresan
frecuentemente al distinguir, por una parte, reglamentos hechos en virtud de la
Constitución, y por otra parte, reglamentos hechos en virtud de las leyes. Esta forma de
expresarse no es absolutamente incorrecta, ya que los reglamentos de la segunda clase
presuponen una habilitación legislativa. Sin embargo, tiene el inconveniente de ser
equivoca, por que puede suscitar la idea de que existe, para el jefe del Ejecutivo, una
competencia reglamentaria que se funda puramente en las leyes y que no tiene base en
la constitución; se volvería a caer así dentro de la teoría de la delegación legislativa. P
ero esta idea seria totalmente falsa: todo los reglamentos, bien sean hechos
espontáneamente o bien “en virtud” de una ley especial, tienen esencialmente su
fundamento en el Art. 3 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, ya que dicho
texto es el que confiere al Presidente el poder- y también el que le impone el deber- de
“ejecutar” las leyes que le encargan hacer un reglamento cualquiera. Indudablemente, los
reglamentos de la segunda categoría difieren de los reglamentos espontáneos en que
estos se refieren exclusivamente a la constitución, mientras que para aquellos existen,
entre ellos y la constitución, un intermediario indispensable, que es la ley. Pero unos y
otros se fundan, en definitiva, en la posteta de ejecución que el Presidente recibe
directamente de la constitución. No es, pues, exacto decir, como Hauriou (Sirev. 1908, 3
2) que el jefe del Ejecutivo ejerce “dos com-
591

215-216] FUNCION ADMINISTRATIVA 591

petencias reglamentarias, una que recibe de las leyes constitucionales y otra de las leyes
ordinarias”. Si hubiera de admitirse este punto de vista, habría que sacar la conclusión de
que, junto a los reglamentos constitucionales, existen otros extraconstitucionales, o sea,
en último termino, inconstitucionales. La verdad es que solo existe una competencia
reglamentaria única, la que deriva del Art. 3 antes citado, solo que se ejerce en
condiciones de dos clases, unas veces de manera espontánea, y otras como
consecuencia y bajo la condición de una habilitación legislativa. Hasta pudiera decirse “en
virtud de una ley”, pero en virtud de una ley que se limita a poner en movimiento las
facultades reglamentarias que la constitución misma atribuyo al Presidente.

Ahora bien, los reglamentos hechos en ejecución de una prescripción legislativa


especial pueden, a su vez, subdividirse en diversa categorías. A veces la ley los ha
prescrito imperativamente; otras veces se contento con autorizarlos. Por otra parte, la ley
puede recurrir a la potestad reglamentaria del Presidente bien sea encargándole
completar reglas que ella misma acaba de enunciar, bien encargándole de regular
totalmente una materia respeto de la cual la legislación vigente no estatuyo aun.
Finalmente, si de hecho la mayor parte de las leyes que prescriben reglamentos, exigen
reglamentos de administración publica, algunas de ellas ordenan o permiten reglamentos
ordinarios, o sea reglamentos que no tendrán necesidad de ser deliberados en asamblea
general del Consejo de Estado; y en derecho importa observar que, aun en este ultimo
caso, el legislador puede autorizar al Presidente para que adopte, mediante estos
reglamentos ordinarios, medidas que no podrían prescribirse por reglamentos
espontáneos. La práctica ofrece diversos ejemplos de ello (Moreau, op. Cit., pp. 199-200).
He aquí, pues, entre los reglamentos hechos en consecuencia de una habilitación
legislativa, múltiples subdistinciones. Por estas subdistinciones no responden a
diferencias esenciales entre las diversas categorías, sino que, por el contrario, provienen
de que todos los reglamentos hechos bajo habilitación legislativa tienen como carácter
común el de ser registrados por la ley que los ha previsto, de modo que bien sea su
forma, bien sea su contenido eventual, se determinan por esa ley, y ello sin que exista
una relación de dependencia necesaria y constante entre esa forma y ese contenido.

La única distinción principal que debe establecerse entre los reglamentos


presidenciales es, pues, la de reglamentos espontáneos y reglamentos que presuponen
una habilitación legislativa.

216. En virtud de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875 (Art. 3), el


Presidente de la republica tiene ante todo el poder de hacer espontáneamente los
reglamentos que tienen por objeto asegurar la ejecución de las leyes, regulando los
detalles de aplicación de las prescrip-
592

592 FUNCION DEL ESTADO [216

ciones dictadas por ellas. Este cometido, en efecto, entra directamente dentro de la
función ejecutiva; incluso la Constitución de 1791, que en principio rehusaba al rey el
poder de hacer reglamentos, lo reconocía, como facultad inherente a los deberes de su
función, el poder de “hacer proclamas conforme a las leyes, para ordenar y recordar la
ejecución de las mismas” (tit. III, cap.IV, sec. 1ª, Art.6). Se desprende de ello que el jefe
del Ejecutivo puede en cualquier momento hacer semejantes reglamentos, sin que tenga
que invocar al efecto una invitación o una habilitación formulada por un texto legislativo.

Pero estos reglamentos, a los cuales dan los autores el nombre de


complementarios, y que tienen carácter de actos adicionales a la ley, solo pueden
prescribir aquellas medidas cuyo principio se encuentra contenido, al menos
implícitamente, en la misma ley a la que vienen a continuar. El cometido de estos
reglamentos es doble. Por una parte tienen por objeto dar vida a las disposiciones de las
leyes y, en caso necesario, sostener la aplicación de las mismas, si dicha aplicación
tuviera tendencia a desaparecer; en una palabra, y según la expresión de 1791,
recuerdan la ejecución de las leyes y evitan que esta caiga en el olvido. Por otra parte
aseguran la ejecución de la l4ey al determinar, bien sea para los agentes administrativos
o bien para los mismos ciudadanos, las condiciones en las cuales abra de ser aplicada
aquella ley. Pero bajo este aspecto, el reglamento solo puede desarrollar las
consecuencias de las reglas establecidas por la ley, y no hace sino parafrasear la ley, o
también acomoda su aplicación a las circunstancias variables, pero sin poder jamás
añadir ningún principio nuevo a los que dicha ley consagra, ni, con mayor razón, contrariar
o desviar sus disposiciones (Moreau, op.. cit., pp.202 ss.; Duguit, Traite, vol.II, p. 467-468;
Laband, op. cit., ed. Francesa, Vol. II, p. 383; Jellinek, op. cit., pp. 378-380). Como dicen
estos autores, podrá el reglamento espontáneo, por ejemplo, precisar las condiciones de
realización de las formalidades prescritas por una ley, pero sin añadir ninguna formalidad
a aquellas que previo dicha ley, y sin que puede tampoco resultar de ese reglamento
complementario ninguna agravación de obligaciones formalistas para los ciudadanos. Si
no puede el reglamento agravar las condiciones de forma fijadas por la ley, con mayor
razón tampoco podría modificar las condiciones de fondo determinadas por los textos
legislativos.

Aunque el Presidente de la Republica pueda dictar por su propia iniciativa los


reglamentos de esta primera clase, ocurre frecuentemente que las leyes establecen
específicamente que habrán de ser completadas, respeto de tal o cual punto a que se
refiere su texto, por un reglamento de administración pública. El efecto de este
mandamiento legislativo es doble. En primer lugar, la confección del reglamento com-
593

216-217] FUNCION ADMINISTRATIVA 593

plementario, en vez de depender de la iniciativa del Ejecutivo, se convierte en obligatoria


para el Presidente. En segundo lugar, el Presidente habrá de solicitar dictamen del
Consejo de Estado, mientras que para los reglamentos espontáneos ese dictamen solo es
facultativo. Pero, en cualquier otro aspecto, no cabe establecer diferencias entre el
reglamento complementario ordenado por una ley y aquel otro hecho libremente por el
jefe del Ejecutivo. Especialmente, la invitación o el mandamiento legislativo, en tal caso,
no tiene por efecto aumentar los poderes reglamentarios del Presidente. Aquí puede
decirse en realidad-como lo hacen Esmein (Elements, 5ª ed., pp.616ss.) y Berthelemy
(Traite, 7ª ed., pp. 98 ss.)- que el reglamento de administración publica no entraña
poderes mas amplios que el reglamento espontáneo (cf.Duguit, Traite, Vol. II, p.463; Jeze,
Revue du droit public, 1908, p. 48). Y esto demuestra bien a las claras que el reglamento
de administración pública no es en si de esencia diferente a los reglamentos ordinarios.
Pero si el simple hecho de recurrir a un reglamento de administración publica no tiene por
si solo como efecto aumentar los poderes del Presidente, se pude admitir –
contrariamente a la doctrina de Esmein y Berthelemy- que dichos poderes son siempre
susceptibles de recibir una extensión especial; adquirirán dicha extensión cuando la ley
que remite el reglamento complementario haya prescrito formalmente que mediante dicho
reglamento - sea o no de administración publica- puede el Presidente adoptar tales o
cuales medidas que excedan de su potestad normal de reglamentación espontánea. En
este caso, el decreto reglamentario corresponde ala segunda categoría de reglamentos
ejecutivos, de la que se va a hablar enseguida.

217. Siendo el reglamento, esencialmente, un acto ejecutivo, presupone siempre


una ley. Si se trata de regular, mediante un decreto complementario, los detalles de
ejecución de una ley, el jefe del Ejecutivo, como se acaba de ver, puede hacerlo por su
propia iniciativa, por que ello significa, por su parte, una actividad esencialmente ejecutiva.
Por el contrario, para que puede el Presidente estatuir por decreto respecto de materias
no legisladas, o también para que pueda crear, referente a una materia ya legislada,
reglas nuevas que se salgan de la esfera de la simole reglamentación complementaria, es
preciso que se haya invitado para ello, o por lo menos autorizado, por un texto legislativo
especial, cuya consecuencia y ejecución habrá de ser el reglamento. Junto a los
reglamentos espontáneos hechos para la ejecución de las leyes, están pues los
reglamentos hechos en ejecución de las leyes, o como dicen algunos autores, en virtud de
una ley, o sea mediante un permiso o invitación
594

594 FUNCION DEL ESTADO [217-218

expresa del legislador.8 Conviene observar que el gobierno mismo pude promover
semejantes autorizaciones, bastándole para ello con presentar a las cámaras un proyecto
de ley que contenga a la habilitacion que pretende.

La cuestión capital que se formula respecto de los reglamentos de este segundo


grupo es la de saber en que casos dicha habilitación es necesaria: cuales son los
reglamentos que no pueden hacerse espontáneamente por el Presidente y para los
cuales se precisa de una ley que los autorice. La respuesta es que en principio no puede
el Presidente decretar por su propia iniciativa sino aquellas reglas que sean el desarrollo
de otras formuladas por las leyes, y toda reglamentación que valla mas allá de estos
limiotes solo puede ser emprendida por la autoridad gubernamental en virtud de un texto
que encargue al gobierno de este cometido. Sin embargo, muchos autores clasifican
aparte, como no estando sujetos a este principio y perteneciendo a la propia potestad del
jefe del Ejecutivo, los reglamentos de policía y los reglamentos que conciernen a la
organización y el funcionamiento de los servicios públicos. Deben estudiarse
especialmente estas dos clases de medidas reglamentarias.

218. Números autores afirman, como cosa evidente, que el Presidente de la


Republica tiene la facultad de dictar espontáneamente, es decir, sin necesidad de que una
ley lo invite o autorice previamente a ello, los reglamentos que tengan un fin policíaco. Se
funda esta afirmación en la idea de que el gobierno tiene como una de sus principales ta-

8
La distinción anteriormente establecida, entre los reglamentos dictados para la ejecución de las leyes y aquellos
emitidos en ejecución de las leyes, corresponde a la distinción general ya adoptada con anterioridad (n. 9, p. 458) entre
dos clases de ejecución. Se ha visto, en efecto, que el termino “poder ejecutivo” tiene dos sentidos: designa, no
solamente la actividad subalterna que consiste simplemente en procurar la realización efectiva de prescripciones ya
formuladas por las leyes mismas, sino también la actividad creadora que consiste en producir, desarrollándolas por vía
de medidas apropiadas y libremente escogidas, las consecuencias de una voluntad legislativa, que solo se manifestó por
la manifestación de la labor a realizar o los fines a alcanzar. Estos conceptos se aplican igualmente a los reglamentos. Los
reglamentos son todos ejecutivos, pero no todos lo son del mismo modo. Unos no hacen sino asegurar la ejecución
detallada y el funcionamiento técnico de las prescripciones legislativas vigentes, tratándose aquí de la ejecución en el
sentido mas modesto. Otros implican en la autoridad llamada a dictarlos un poder más o menos amplio de libre
disposición, y aquí la palabra ejecución sirve sobre todo para marcar la dependencia especial en que se encuentra
situado el reglamento frente a la ley. Los reglamentos de esta segunda clase son ejecutivos, por cuanto no pueden
dictarse sino a condición de haber sido promovidos y suscitados por una ley, y en este sentido se conducen de la ley,
pero por otra parte pueden tener un alcance innovador considerable. Análoga distinción fue presentada en la literatura
suiza por Guhl, op. Cit., pp. 82 ss. y Affolter, Grundzüge des schweiz. Staatsrecht, p. 166, que dividen los reglamentos en
Vollziehungsverordnungen y Ausfühurungsverordnungen.
595

218] FUNCION ADMINISTRATIVA 595

reas asegurar en todo el territorio el mantenimiento del orden; ahora bien, no pude
desempeñar esta tarea sin poseer facultades de policía, y especialmente sin el poder de
hacer reglamentos de policía.

Esta es la idea que sostiene Hauriou (op. Cit., 6ª ed., p. 298, texto y n. 2),9 al decir:
“El reglamento tiene en si un objeto propio, que es asegurar el orden publico. . .; esto no
se reduce enteramente a la ejecución de la ley, y supone en muchos caso un poder
espontáneo”. Igualmente Moreau (op. Cit., pp. 164 ss.) se rehúsa admitir que el jefe del
Ejecutivo se vea reducido a la pura ejecución de las leyes. Junto al poder reglamentario
ejecutivo, existe, según este autor, un “poder reglamentario autónomo”; entre otros
reglamentos que puede hacer espontáneamente el Presidente y que no precisan
apoyarse en una ley, Moreau cita aquellos que se refieren al orden general de la sociedad
y que “se explican por un fin policíaco”. Cohen (op. cit., p. 262) admite como tesis general
“que el gobierno haya en si mismo, en su razón de ser, el derecho general de dictar
reglamentos de derecho” y que “cuando suple al silencio del legislador, no hace sino
cumplir con su misión” (p. 312); por consiguiente, y entre otras medidas reglamentarias, le
corresponde tomar todas aquellas que tienden a la conservación del orden (pp.190 ss.,
260 ss., 310 ss.).

Esta doctrina halla su confirmación en el hecho de que, desde 1875, así como
antes de dicha fecha, el jefe del Ejecutivo dicto frecuentemente reglamentos de policía
que no tiene mas fundamento que su propia potestad legislativa. Los autores citan
particularmente el decreto de 2 de octubre de 1888 referente a los residentes extranjeros
de Francia ( cf. La ley respecto al mismo objeto el 8 de agosto de 1893), el decreto del 10
de marzo de 1894 respecto a la higiene de los trabajadores, el de 13 de noviembre de
1896 referente a la vigilancia de los vagabundos, los de 10 de marzo de 1899 y 10 de
septiembre de 1901 sobre la circulación de los automóviles, etc., etc. Entre los decretos
que tienen esos objetos de policía, unos no se refieren a ninguna ley que los autorice y de
la cual constituyan la ejecución; otros se refieren a algún texto legislativo del cual
pretenden derivar pero, en este ultimo caso, la relación entre el reglamento presidencial y
la ley a que se refiere es con frecuencia tan lejana y problemática que mas vale reconocer
francamente que, en realidad, tiene el
9
En su 8ª ed., p. 54, Hauriou dice igualmente: “La materia propia del reglamento reside en su espíritu. Este espíritu
consiste en formular reglas que son para la organización y el mantenimiento del orden, y en formularlas según los
motivos autoritarios del poder político. Así pues, el contenido de las reglas reglamentarias se determinan a priori por la
necesidad de proceder a la organización rápida de ciertas relaciones sociales o de poner fin rápidamente a ciertas
alteraciones que amenazan el orden social. Estas reglas improvisadas van saturadas del espíritu de autoridad propio del
poder político…”
596

596 FUNCION DEL ESTADO [218-219

decreto carácter puramente espontáneo (Moreau, op. cit., p. 167; Duguit, Traite, vol. n, p.
472). Los autores que así admiten para el jefe del Ejecutivo la existencia de un poder
reglamentario autónomo en materia policíaca, hubieron de precisar la amplitud de este
poder. Según la opinión corriente, hay que atenerse, a este respecto, a la definición que
daba ya de la policía general la ley de 14 de diciembre de 1789 (art. 5 0 ) , que la reducía,
según su objeto, a estos tres términos: asegurar la tranquilidad, la seguridad y la
salubridad públicas. La ley de 16-24 de agosto de 1790 (tít. x i , art. 3) deduce de esta
triple condición una enumeración de los objetos que entran dentro de las funciones de
policía de las autoridades municipales. Este texto fué reemplazado después por el art. 97
de la ley municipal de 5 de abril de 1884, que proporciona una enumeración análoga y por
cierto no limitativa. Con la ayuda de estos mismos textos han definido los autores la
potestad reglamentaria del jefe del Ejecutivo respecto a la policía, al decir que le
corresponde decretar, para el conjunto del territorio, aquellas medidas reglamentarias de
policía que el art. 97 antes citado habilita a los alcaldes a dictar, por vía de resolución
municipal, dentro de los límites de sus municipios. Se reconoce, por otra parte, que el jefe
del Ejecutivo lo mismo que el alcalde, no pueden crear penas para sancionar sus
reglamentos de policía, y a falta de sanción establecida con una ley especial, estos
reglamentos estarán sujetos únicamente a la sanción general del art. 471-159 del Código
penal (ver a este respecto Dalloz, Codes annotés, Lois administratives, \° "Lois
constitutionnelles", vol. i, núms. 291 ss.).

219. Así pues, existiría para el Presidente de la República, y por lo que se refiere a
medidas de policía aplicables en toda la extensión del territorio, una competencia
reglamentaria que corresponde a aquella de que está investida por la ley la autoridad
municipal al estatuir a título local. Pero esta doctrina suscita una objeción decisiva; y es
que no tiene ninguna base en los textos. Existen evidentemente textos particulares, como
la ley de 29 de junio de 1898 respecto al Código rural (art. 57) o la ley de 15 de febrero de
1902 relativa a la protección de la salubridad pública (art. 8 ) , que para materias
especiales, como son policía sanitar i a de los animales en las fronteras y policía sanitaria
de las personas en caso de epidemia, confieren al Presidente la facultad de tomar por vía
de reglamento medidas de salubridad. Pero en la legislación francesa no se encuentra
ningún texto que le conceda al jefe del Ejecutivo un poder de policía general, por el cual
pueda hacer reglamentos destinados a asegurar, en toda Francia, la seguridad, la
salubridad y la tranquilidad.10 Importa hacer constar que esta laguna de la legislación no
debe ser

10 Esto es lo que reconoce Hauriou mismo (op. cit., 8* ed., p. 50).


597

219] FUNCION ADMINISTRATIVA 597

achacada simplemente a una negligencia del legislador. La ausencia de un It'Xto que


atribuya al jefe del Ejecutivo un poder de policía general nr explica por la consideración de
que las medidas a tomar respecto a los tres objetos generales de la policía han de variar
necesariamente según los lugares, y que, por consiguiente, no sería posible, de ordinario,
determinar dichas medidas por vía de reglamentación uniforme y nacional (cf. (/. Meyer,
op. cit., 6* ed., p. 575). Es por lo que las leyes de 14 de diciembre de 1789 y de 16-24 de
agosto de 1790 colocaban bajo hi vigilancia de las autoridades municipales el triple objeto
salubridad, seguridad y tranquilidad, que hacían entrar dentro de la noción general de
policía; y la ley de 1789 precisaba su pensamiento a este respecto al especificar que el
cometido de velar por estos objetos constituye "una función propia del poder municipal".11
Hoy día, aún, el poder de hacer los reglamentos que tienen por objeto la policía general
es atribuido por el art. 97 de la ley de 1884, en principio, a las autoridades locales. Se
infiere de esto que en ausencia de todo texto que le confiera un poder general de policía,
el Presidente de la República sólo puede dictar reglamentos de policía en el caso en que
una ley especial lo haya habilitado para ello respecto de un objeto determinado. Los
decretos que formulan una regla de policía, que invocan para su legitimación una ley
anterior, no hacen sino rendir homenaje a este principio; y esto ocurre así incluso cuando,
de hecho, la ley a que se refieren no contiene en ningún modo la habilitación que el
decreto en cuestión pretende tomar de ella.

Sin embargo, los autores que admiten la posibilidad de reglamentos espontáneos


de policía, insisten alegando que, bajo las Constituciones anteriores a la de 1875, el poder
de dictar semejantes reglamentos fue ejercido constantemente por el jefe del Estado y
jamás se le discutió. No es de creer que la Constitución de 1875 le haya retirado esta
tradicional competencia (Moreau, op. cit., pp. 170 y 178). Pero es conveniente replicar con
la observación, hecha ya con anterioridad (pp. 454-455), de que la Constitución de 1875
limitó mucho más estrictamente que sus antecesoras los poderes del jefe del Ejecutivo.
Estas le concedían diversas prerrogativas que implicaban en él una potestad autónoma e
independiente de la potestad del cuerpo legislativo. Es explicable, por

11 Así entendida, esta expresión, que tantas discusiones suscitó, se justifica plenamente. Su justificación se hace, por el
contrario, muy discutible cuando se trata de interpretarla en el sentido de que el municipio tiene poderes orignarios que
recibe de sí mismo y que no se basan de ningún modo en las leyes del Estado (ver núms. 65-66, supra). Sin embargo,
conviene añadir que por la ley de 22 de diciembre de 1789-enero de 1790 (sección 3, art. 2-9'')
los prefectos son igualmente los encargados de proveer " a l mantenimiento de la salubridad, de la seguridad y de la
tranquilidad públicas", lo que —según la doctrina y la jurisprudencia— implica para ellos el poder de tomar, respecto a
este triple objeto, medidas reglamentarias.
598

598 FUNCION DEL ESTADO [219

lo tanto, que bajo esas Constituciones el jefe del Estado haya podido hacer uso de su
poder autónomo, ejerciéndolo especialmente bajo forma de reglamento espontáneo.12 La
Constitución de 1875, por el contrario, reduce en principio la función presidencial a una
función de ejecución de las leyes, resultando que en materia de policía, muy
especialmente, o sea en una materia en que se trata de imponer obligaciones a los
ciudadanos, no puede el Presidente dictar reglamentos por su propia autoridad. Esto no
significa que no sea muy útil y hasta indispensable que posea el gobierno, en esta
materia, ciertos poderes de reglamentación, pero es necesario que estos poderes le
hayan sido concedidos por leyes. Se observará a este respecto que hasta en las
monarquías, por ejemplo en Prusia, no tiene la Corona el poder autónomo de
reglamentación policíaca, pues el art. 136 de la ley prusiana sobre administración general
del 30 de j u l i o de 1883 dice de un modo expreso que las autoridades centrales del reino
sólo pueden dictar, bajo sanciones penales, réglamentos de policía siempre que un texto
formal de ley les haya encargado de ello respecto a determinados objetos (Rosin,
Polizeiverordnungsrecht in Preussen, 2* ed., pp. 185 ss.; G. Meyer, loe. cit., p. 576;
Anschütz, Begriff der gesetzgebenden Gewalt, 2/ ed., pp. 145-146) . 13
No hay que dudar, pues, al decir que los reglamentos presidenciales de policía, cuando se
hacen espontáneamente, es decir, cuando no se dicten en ejecución de una ley que los
autorice, carecen de valor y son contrarios a la Constitución.14 Así lo reconoce
francamente Duguit (Trai-

12 Es por lo que en Bélgica, donde la Constitución de 1831 se inspira, a este respecto, en las concepciones
monárquicas de las Cartas francesas de 1814 y 1830, la práctica y lá doctrina admiten, a pesar de los términos
aparentemente contrarios de los arts. 67 y 68 de esta Constitución, que el rey, como jefe de la administración general,
tiene derecho "a tomar las medidas reglamentarias que reclame el mantenimiento de la tranquilidad y de la salubridad
públicas" (Girón, Le droit administratif de la Belgique, 2' ed., vol. i, n" 77), lo que implica para el monarca la facultad de
hacer o de dictar reglamentos espontáneos de policía. Ver sin embargo Errera, Traite de droit public belge, p. 207: "Cabe
la pregunta de si, en materia de policía, no tendrá el rey una competencia general. Los art. 67 y 68 de la Constitución, al
retener el poder ejecutivo por entero dentro de los límites que le traza la ley, prohiben al rey dictar reglamentos en
materia de policía, a menos que una ley lo habilite para ello".

13 Hauriou (op. cit., 8' ed., pp. 48 y 54), fundándose en la afirmación de que "el gobierno tiene por misión
mantener el orden", sostiene que el Presidente, en materia de policía, tiene un poder de reglamentación propio y
espontáneo. Esto no es fácil de creer. Si la Constitución hubiera querido conferirle semejante poder, no hubiera podido
dejar de fijar los límites del mismo. ¿Puede concebirse que haya reconocido al Presidente la facultad ilimitada de
imponer obligaciones a los ciudadanos por vía de medidas de policía, cuando, incluso en los Estados monárquicos como
Prusia, no puede el monarca, en principio, sin una habilitación legislativa, dictar ninguna ordenanza, sea de policía o de
cualquiera otra clase, que cree derecho aplicable a los subditos?

14 Es naturalmente a los tribunales a quienes corresponde comprobar desde este punto de vista la regularidad
y la validez de los reglamentos presidenciales de policía.
599

219-221] FUNCION ADMINISTRATIVA 599

li', vol. II , p. 472). En principio, dice este autor, "las disposiciones de policía que deben ser
las mismas para todo el país, deberían evidentemente, según el derecho constitucional,
establecerse por una ley formal" . Si, de hecho, el Presidente de la República dicta a
veces reglamentos de policía espontáneos, no debe verse en ello, añade Duguit, sino una
inslilución constitucional "consuetudinaria", que se formó a la sombra de las necesidades
de la práctica y que se funda en la tradición de los regímenes (interiores. Dicho de otro
modo, esta institución consuetudinaria no tiene base en la Constitución verdadera, o sea
en la Constitución escrita. El testimonio de Duguit concuerda precisamente con la
demostración presentada o expuesta anteriormente. Y la verdad es que, en definitiva, el
cuadro, demasiado estrecho, sin duda, de la Constitución de 1875, que sólo
previoreglamentos ejecutivos, ha sido forzado.

220. La cuestión de saber en qué medida puede el Presidente de la República,


mediante decretos espontáneos, reglamentar la organización y el funcionamiento de los
servicios públicos, es de las más delicadas, Cuando se aborda esta cuestión, se tropieza
en efecto con la dificultad de conciliar los dos principios siguientes: por una parte, la
Constitución encarga al Presidente asegurar la ejecución de las leyes en vigor, y por lo
mismo parece como que le da implícitamente competencia para decretar por su propia
iniciativa todas las reglas referentes a la organización o a la actividad de las autoridades
administrativas, por cuanto esas reglas tienden a asegurar la ejecución de las
prescripciones legislativas; por otra parte, sin embargo, la Constitución, de una manera
general, reducela función presidencial a un simple "poder ejecutivo", y por consiguiente,e
incluso en materia de reglamentación de los servicios públicos, excluye la posibilidad de
decretos autónomos que se fundarían exclusivamente en la potestad del Presidente, o
sea que serían dictados por él fuera de una habilitación legislativa.

221. Los autores parecen no haberse fijado en esta última consideración: admiten
sin titubeos que puede el Presidente, sin el concurso de
ninguna ley que para ello le habilite, estatuir en forma reglamentaria respecto de la
composición del personal administrativo o de la conducta que habrán de seguir los
agentes encargados de ejercer la administración. Entre los defensores más decididos de
esta opinión se debe señalar a Hauriou (op. cit., 6* ed., p. 307, texto y n.), que dice: "Los
reglamentos tienen un objeto propio, que es el de crear organizaciones públicas. Esto se
halla bajo el control de la ley, pero no está necesariamente dentro de los límites de la ley,
es para asegurar el cumplimiento de la función administrativa, lo que no es lo mismo". 15
Así pues, entre las princi-

15 En su 8* ed., Hauriou incluso introduce esta idea en la definición principal que expone del reglamento presidencial: "
E l reglamento puede definirse como una regla que tiende a
600

600 FUNCION DEL ESTADO [221

pales atribuciones del Presidente enumera Hauriou (op. cit., 8* ed., p. 220) la siguiente
competencia: "Organiza, en principio, los servicios públicos". Moreau (op. cit., p. 171) no
se muestra menos categórico: "Nadie se atrevería a negarle al jefe del Estado el derecho
de dictar reglamentos referentes a la organización de los servicios públicos". Esmein
(Éléments, 5* ed., p. 631) dice igualmente: "Puede considerarse como una regla de
nuestro derecho público el que el titular del poder ejecutivo pueda, en principio, crear las
funciones y los empleos, y suprimirlos cuando no han sido consagrados por una ley".
Cahen (op. cit., p. 318) sostiene que los decretos reglamentarios que crean órganos
administrativos son "dictados en virtud del derecho de iniciativa que pertenece al gobierno
y debe conservar". En cuanto al fundamento de este poder presidencial, numerosos
autores lo buscan en la misión que tiene el Presidente
de ejecutar las leyes. Esta es la explicación que proporciona por ejemplo Esmein para
justificar los reglamentos que entrañan creación de lunciones o empleos (loe. cit.):
"Incumbe al titular del poder ejecutivo hacer ejecutar las leyes; y es natural que tenga los
poderes necesarios para asegurar este resultado". Jéze (Revue du droit public, 1904, p.
97) se coloca en el mismo punto de vista. En sus conclusiones respecto de un asunto que
llevó al Consejo de Estado a examinar la cuestión de los reglamentos orgánicos
referentes a los servicios públicos, el comisario del gobierno, Romieu, decía igualmente: "
L a competencia general del poder ejecutivo para todo aquello que concierne al personal
puede hacerse derivar del derecho que tiene, por el art. 3 de la ley constitucional de 25 de
febrero de 1875, para asegurar la ejecución de las leyes" (4 de mayo de 1906 (asunto
Babin). Así pues, el poder de organización y de reglamentación de los servicios públicos
sólo es, según este concepto, una
consecuencia inmediata y necesaria de la potestad ejecutiva. Al estar encargado de
ejecutar las leyes, es necesario que pueda el jefe del Ejecutivo crear y dirigir las
autoridades que habrán de procurar esa ejecución. El poder ejecutivo comprende pues en
sí, en principio, el derecho de instituir funciones administrativas y de determinar los
órganos de las mismas; de f i j a r la repartición de las competencias entre éstos, y de
regular el modo de su actividad, y finalmente de dictar todas las prescripciones referentes
al estatuto orgánico, e incluso personal (ver sin embargo la n. 27 del n° 227, infra) de los
funcionarios del orden ejecutivo. Este principal poder de organización solamente deja de
pertenecer al jefe del Ejecutivo en

organización y al mantenimento del orden dentro del Estado..." p. 47*. Diré también (ibib.. pp. 54 y 65), que, según su
"espíritu", el reglamento tiene por "materia" las reglas que sirven para la organización, y que además de su "cometido
de coadjutor de la ley, el reglamento tiene otro cometido que le es propio y que es el de proveer a las necesidades de la
organización".
601

221-222] FUNCION ADMINISTRATIVA 601

aquellos casos en que el cuerpo legislativo se lo apropie al regular por MIS propias leyes
determinado servicio administrativo.

222. Los autores alemanes admiten igualmente, para los jefes monárquicos de los
Estados comprendidos en el Imperio y para el mismo emperador, el derecho de dictar
ordenanzas de organización adminisIrativa; pero, en general, motivan este derecho de
una manera muy diferente. Según la doctrina que prevalece en la literatura alemana, el
poder de regular por vía de ordenanzas la organización y el funcionamiento de los
servicios públicos deriva especial y directamente de la relación de superioridad y de
subordinación jerárquicas establecida entre las autoridades administrativas y que implica,
para los agentes subalternos, el deber jurídico de conformarse a las prescripciones de sus
jefes, al menos en los casos en que éstas se refieren al servicio. Se infiere de esto que los
Mjperiores administrativos tienen la facultad de emitir, a título de mandamientos dirigidos
a sus subordinados, todas las prescripciones, sean individuales o reglamentarias, que
conciernen, bien a la actividad del personal, bien a la marcha de los asuntos de la
administración. La fuerza jurídica de estas prescripciones se basa en la propia potestad
interna de la autoridad administrativa, y por consiguiente pueden dictarse fuera de loda
ley, especial o general, de habilitación. Se infiere también de esto que el poder de dictar
semejantes prescripciones por vía de ordenanzas no solamente le pertenece al monarca,
como jefe supremo de la administración, sino también a los ministros, en su cualidad de
jefes de un departamento de asuntos públicos, a las autoridades provinciales superiores,
y de una manera general a cualquier jefe de servicio. En lo que se refiere particularmente
al monarca, su poder de reglamentación administrativa se funda, además, en el hecho de
que las Constituciones de Alemania, según la interpretación que de las mismas dan la
mayoría de los autores de dicho país, no exigen el asentimiento legislativo del Parlamento
más que para las reglas que forman materia de ley, para las leyes
materiales, es decir, para las reglas que se refieren al derecho individual de los
ciudadanos. Este es el sentido que dan los autores alemanes al art. 62 de la Constitución
prusiana, por ejemplo. Por lo tanto, se debe admitir recíprocamente que el monarca ha de
poder decretar por sí solo, sin el concurso de las Cámaras, luego en forma de ordenanza,
las prescripciones reglamentarias que no constituyen derecho aplicable a los
administrados,10 sino que rigen únicamente el personal y la conducta de los

16 Hay que añadir, no obstante, que la disposición de las Constituciones alemanas, que conceden al rey el poder de
dictar "las ordenanzas necesarias para la ejecución de las leyes" (ver por ejemplo la Constitución prusiana, art. 45), se
interpreta por la mayor parte de los autores como autorizando al monarca para dictar, para esa ejecución, no solamente
ordenan- ¿as administrativas, sino también ordenanzas "de derecho", que vienen a añadir nuevas obli
602

602 FUNCION DEL ESTADO [222

administradores (ver sobre estos diversos puntos los núms. 101 ss., 157, 170, 183 y 184,
supra, y los autores citados en ellos). Partiendo de estos principios, la doctrina alemana
ha llegado a oponer a las ordenanzas que crean derecho (Rechtsverordnungen), que
presuponen una habilitación legislativa, las ordenanzas de administración
(Verwaltungsverordnungen), que dependen de la libre iniciativa de los jefes de la
administración. Según esta teoría, que como se ha visto anteriormente ( n ? 183) ha
llegado a ser clásica en Alemania (ver también, en la literatura reciente de preguerra, la
exposición de la teoría de los
Verwaltungsverordnungen presentada por Anschütz en la Enzjklopadie der
Rechtswissenschaft de Holtzendorff, 7* ed., vol. iv, pp. 161 ss.), la ordenanza
administrativa tiene por carácter distintivo el de dirigirse únicamente a los agentes
administrativos y no producir sus efectos más que en el interior del organismo
administrativo. Sólo concierne a los asuntos interiores de la administración. Por lo tanto
Laband (op. cit., ed., francesa, vol. n, p. 520) y Jellinek (op. cit., p. 386) la comparan 'con
el reglamento que pueda establecer un propietario privado para la explotación de sus
dominios, para el funcionamiento de sus fábricas o para la gestión de sus negocios. No
por ello deja de ser cierto, .según la opinión en curso en Alemania, que esta clase de
ordenanzas tiene un campo de aplicación muy extenso. Por sus ordenanzas puede el jefe
del Estado, ante todo, organizar la administración, es decir, crear empleos y funcionarios;
al menos, la ordenanza de organización tiene naturaleza de ordenanza administrativa,
cuando las autoridades que instituye no están llamadas a ejercer potestad imperativa
sobre los administrados (Laband, loe. cit., vol. I I , p. 324; Jellinek, op. cit., p. 387; G.
Meyer, op. cit., 6* ed., p. 571, n. 5 y los autores citados en esa nota; en sentido contrario:
Hanel, Studien zum deutschen Staatsrecht, vol. I I , pp. 223 ss., 284 ss.; Arndt, Das
selbstandige Verordnungsrecht, pp. 159 ss.; Preuss, Hirth's Annalen, 1903, p. 525, que
consideran las reglas de organización como reglas esencialmente creadoras de derecho).
En segundo lugar, hay que colocar entre las ordenanzas administrativas aquellas que
regulan el reclutamiento, la carrera y las obligaciones de estado de los funcionarios; tales
prescripciones constituyen, en efecto, medidas de organización interna del personal
administrativo. Finalmente, entran en esta categoría todos los reglamentos referentes al
reparto de las atribuciones administrativas, y todas las prescripciones de naturaleza
instructiva, que trazan a los funcionarios la línea de conducta y el procedimiento que
habrán de seguir en el cumplimiento de los actos de servicio, con la única condición de

gaciones a aquellas que la misma ley por ejecutar ha impuesto a los ciudadanos (ver sobre este punto la n. 3, p. 510,
supra).
603

222] FUNCION ADMINISTRATIVA 603

wrtrt* prescripciones no entrañen ninguna modificación en el régimen IHleo aplicable a los


administrados. Importa señalar que el Consejo de Estado, en dos resoluciones de lebrero
de 1904 y de 4 de mayo de 1906, adoptó, como principio inliieióri de las dificultades que
en el derecho público francés se suscirr* peclo a la extensión de los poderes
reglamentarios espontáneos del •Mente de la República, una distinción análoga a la que
sienta autoridad en la doctrina alemana. Ia resolución de 1904 estatuye respecto a la
legalidad de los decre entrañan creación y organización de consejos de trabajo, que
ftorron dictados en 17 de septiembre de 1900 y 2 de enero de 1901, visto ti dictamen de
Millerand, ministro de Comercio e Industria. La validez 4f rulos decretos había sido objeto
de enconadas discusiones, cuyo eco M#gó hasta el Parlamento. En la sesión del Senado
de 11 de noviembre * 1902, el senador Francis Charmes impugnaba la regularidad de
dichos jbmretos, diciendo: "No basta con un decreto, sino que se necesita una |fy para
crear una institución que, por su misma naturaleza, ha de influir poderosamente en la vida
económica, política y social del país (Journal officiel, debates parlamentarios, Senado,
1902, p. 1113). El ClmiHejo de Estado admitió sin embargo la validez de la institución de
los Himsejos de trabajo. La resolución de 19 de febrero de 1904 se funda #ft la
consideración de que tienen " un carácter puramente consultivo", y I j u r "son
esencialmente, órganos de información" y finalmente, y sobre todo, que "no se hallan
investidos de ningún poder propio de decisión". A propósito de este último punto, Romieu,
comisario del gobierno, había rrHiielto en el mismo sentido, sentando este principio: El
"gobierno siempre puede tomar las medidas de administración que crea necesarias al
Interés general, con tal de no imponer a nadie ninguna obligación ni lenionar ningún
derecho". Se encuentra en esta afirmación, y en los considerandos de la resolución que la
consagran, la teoría alemana que con en distinguir entre los reglamentos que crean,
autoridades que tienen un poder de decisión imperativa respecto a terceros y los
reglamentos que, creando autoridades que carecen de esa potestad, se mantienen así
dentro del cuadro del derecho individual vigente y sólo tienen el alcance de medidas
internas de administración (cf. Revue du droit public, 1904, pp. 88 ss.).
Esta jurisprudencia se confirmó por la resolución de 4 de mayo de 1906 (asunto Babin),
que estatuye respecto al recurso entablado por un funcionario contra una decisión
referente a él, en virtud de decretos que habían modificado la condición administrativa del
cuerpo de agentes al cual pertenecía. Esta resolución decide que el Presidente de la
República, en ausencia de toda ley que le autorice a ello y por el solo hecho de
604

604 FUNCION DEL ESTADO [222-223

que no existe ley en la materia, posee el poder de regular y modificar por decreto la
situación y el estado de los funcionarios dentro del organismo administrativo. Con esto, el
Consejo de Estado reconoce de una forma general, al Presidente, un poder de
reglamentación propio en lo que concierne a la organización de los cuerpos y servicios
administrativos. Es también lo que se desprende de las conclusiones presentadas en
dicho asunto por el comisario Romieu. Según estas conclusiones, el principió general del
derecho público francés referente a la delimitación de los poderes legislativo y
reglamentario se reduce a la distinción siguiente: "Dependen, por su naturaleza, del poder
legislativo, todas aquellas cuestiones que se refieren directa o indirectamente a las
obligaciones a imponer a los ciudadanos por vía de autoridad. Recíprocamente, es el
poder ejecutivo, en principio, el que regula la organización interior de los servicios
públicos y las condiciones de su funcionamiento que no lesionan el derecho de terceros.
El poder ejecutivo, especialmente, es el que f i j a las reglas del contrato entre la
administración y sus agentes, el reclutamiento, el ascenso, la disciplina, la destitución,
etc." Esto ocurre, por lo menos, "mientras no haya texto legislativo que a ello se oponga"
(cf. Revue du droit public, 1906, pp. 678 ss.; ver tamibén en el mismo sentido las
conclusiones de Romieu, en la resolución del 2 de diciembre de 1892, asunto
Mogambury).

223. Aunque la distinción así establecida por el comisario del gobierno parece
haber sido adoptada por el Consejo de Estado, y aunque haya obtenido el asenso de la
mayor parte de los autores, se puede pensar que es arbitraria, ya que en el estado actual
de la Constitución francesa, no se ve claramente la base jurídica positiva en que se funda.
Ninguna de las dos explicaciones que se han propuesto para demostrar que el jefe del
gobierno posee una competencia general para organizar y reglamentar los servicios
públicos es satisfactoria. Un primer razonamiento consiste en sostener que dicha
competencia proviene del poder de asegurar la ejecución de las leyes que le concede al
Presidente el art. 3 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875. Se dice que este
texto implica que puede tomar todas las medidas administrativas que tienden a
perfeccionar dicha ejecución. Pero hay que observar que el art. 3 no distingue de ningún
modo entre las medidas ejecutivas de orden administrativo y las medidas ejecutivas de
orden jurídico que lesionan a los ciudadanos en su derecho individual. Por lo tanto, si bien
es verdad que el texto autoriza las medidas de la primera clase, su fórmula, que es
general, autoriza igualmente los reglamentos de la segunda especie, y así,nos vemos
llevados inevitablemente, por esta primera explicación, a admitir la posibilidad de
reglamentos mediante los cuales el Presidente, alegando la necesidad de asegurar la
ejecución de las leyes, crearía por
605

223-224] FUNCION ADMINISTRATIVA 605

«ii propia iniciativa nuevas obligaciones a cargo de los administrados. Semejante


consecuencia es inaceptable, y no es aceptada en efecto por ningún autor francés. Hay
que renunciar, pues, a fundar en dicho texto supuesto poder presidencial de crear
espontáneamente instituciones Administrativas. Esto es lo que han visto claramente
diversos autores, que IIIIII introducido entonces una segunda idea, sensiblemente
diferente de ln anterior. Según esta nueva explicación, la potestad propia e inicial del
Presidente en materia de reglamentación administrativa se basa en el hecho de que es el
jefe del poder administrativo y en que es el llamado, en esta misma cualidad, a d i r i g i r
la administración.17 Mas esta segunda justificación no vale más que la primera, pues al
colocarnos en este punto de vista, nos encontramos traídos de nuevo al principio general
que la Constitución expresa precisamente en el citado art. 3, según el cual no tiene el
Presidente, como titular supremo de la función administrativa, más poder que el de
ejecutar las leyes, lo que excluye en él toda potestad i n i c i a l , incluso en lo que se
refiere a la administración.
224. En cuanto a la teoría alemana, que funda las ordenanzas adminislrativas-
en la potestad jerárquica de los jefes del servicio adminisinilivo, presenta el error de
mezclar dos categorías de prescripciones reguladoras muy distintas. Por una parte,
aquellas que, dirigidas a los ngentes administrativos por medio de circulares,
instrucciones u órdenes de servicio, que no se publican exteriormente, tienen carácter de
pura reglamentación interior. Por otra parte, aquellas otras, redactadas en forma de
ordenanzas o decretos, anunciadas y publicadas exteriormente en forma parecida a la
que se emplea para la publicación de las leyes, que, por lo mismo, tienen el carácter de
reglas que concurren a constituir el derecho público del Estado. Es importante precisar la
diferencia indiscutible que separa estas dos categorías de prescripciones. Para ello, es
conveniente inspirarse, ante todo, en la denominación misma que se aplica
corrientemente a las prescripciones de la primera clase: se llaman instrucciones de
servicio. Esta calificación no solamente significa que se trata de reglas referentes al
servicio, sino además que estas reglas se originan dentro del servicio, que se dictan en
virtud de las relaciones que engendra el servicio entre jefes y subalternos, y que no son
susceptibles de producir efectos más que en el interior del servicio, la instrucción de
servicio se funda inmediatamente en la potestad jerárquica de los superiores
administrativos, especialmente en el poder que tienen éstos para imponer a sus
subordinados la interpretación que estiman deben dar a las leyes que rigen los servicios
públicos y que fijan la

17 Esmein, Élements, 5* ed., p. 631: " E s al titular del poder ejecutivo al que incumbe dirigir la administración, y es
natural que disponga de los poderes necesarios para asegurar dicho resultado".
606

606 FUNCION DEL ESTADO [224

competencia de los funcionarios (cf. nº 172, supra). Por razón misma de este fundamento,
lo característico de la instrucción de servicio es dirigirse exclusivamente a los agentes que
forman parte del servicio; solamente puede reglamentar su actividad administrativa, y
carece de eficacia respecto a los administrados. Finalmente, puesto que es un acto
interior, que debe permanecer confinado dentro del organismo administrativo, no hay
necesidad que se publique en las colecciones o compilaciones que sirven para la
publicación de las leyes y los reglamentos, sino que basta su inserción en los boletines
administrativos de los ministerios, que son instrumentos de información para los
funcionarios solamente. A veces incluso se conservará secreta y será enviada
confidencialmente a los agentes encargados de su aplicación.
Distinto es el caso del decreto reglamentario, incluso cuando dicho decreto se
refiere a la organización y el funcionamiento de la administración. Desde luego conviene
observar que el reglamento presidencial debe publicarse en el Journal officiel o en el
Bulletin des lois (decreto de 5-11 de noviembre de 1870; Hauriou, op. cit., 8ª ed., p. 52;
Moreau, op. cit., nº 151; E. Pierre, Traité de droit politique, electoral et parlementaire, 2ª
ed., p.103; cf. Jèze, Revue du droit public, 1913, pp. 678 ss.). 18 Esta necesidad de
publicación, análoga a la de las leyes, es significativa; excluye la posibilidad de decir que
deba el reglamento presidencial, como la instrucción de servicio, permanecer encerrado
en el interior del establecimiento administrativo. Esto ocurre incluso en el caso en que el
decreto reglamentario se refiera a asuntos puramente internos de la administración; por el
solo hecho de su publicación, este decreto se afirma en el exterior como una
manifestación de potestad nacional, como un acto que formula, en nombre y por cuenta
de la nación, una regla que se convierte en elemento del orden reglamentario del Estado
(cf. pp. 302 ss., supra). Ninguna similitud es posible, pues, entre esta regla del estado,
que en cierto sentido es una regla de derecho público, y las prescripciones reguladoras
que un particular o una sociedad privada pueden darse a sí mismos para la gestión de sus
asuntos domésticos o particulares; por más que la aplicación de los decretos referentes al
servicio no deba salir de la esfera administrativa, las reglas de organización o de
procedimiento que consagran no pueden considerarse como puro estatuto interno de la
autoridad administrativa, que solo a ésta le interese.

18 Con manifiesto error dice Moreau (op. cit. p.236), influenciado por la doctrina alemana (ver en particular
Laband, op. cit., ed. francesa, vol, II, pp. 547, 521 y 522), que los decretos que conciernen únicamente al servicio interior
no necesitan publicarse en el Journal Officiel o en el Bulletin del ois. Esta información se contradice con el texto formal
del art. 1º del decreto de 5 de noviembre de 1870, que no distingue a este respecto entre las diversas especies de
decretos presidenciales.
607

224-225] FUNCION ADMINISTRATIVA 607

Por las mismas razones, tampoco es posible asimilar las prescripciones de orden
administrativo emitidas por vía de decreto con las prescripciones del mismo orden
emitidas por vía de instrucción de servicio o de circular. Si bien su contenido puede ser
idéntico, las vías por que han sido dictadas son muy eficientes desde el punto de vista
formal.19 Las reglas de administración creadas por vía de instrucción se fundan en la
potestad jerárquica interna de los jefes de servicio, y las que se formulan por vía de
decreto se emiten por el Presidente de la Republica en virtud del poder constitucional que,
bajo ciertas condiciones, posee para hablar en nombre del Estado y para dar a la
colectividad nacional ciertos elementos de su reglamentación. No se pueden reunir en una
misma categoría dos clases de reglas que tienen un fundamento tan diferente. Como dice
muy acertadamente Berthélemy (Traité, 7ª ed., p. 112; cf. O. Mayer, op. cit., ed. francesa,
vol. I, p. 162, n. 9), “con manifiesto error se confunden los reglamentos propiamente
dichos con los reglamentos de orden interior de las administraciones públicas, que solo
son ordenes jerárquicas. Hay que abstenerse de emplear aquí la expresión reglamento”.20
225. La distinción de orden formal que acaba de indicarse entre el reglamento, que
crea una regla pública, y la instrucción, que sólo crea una regla interior, se confirma por
las observaciones siguientes:
En primer lugar, las circulares o instrucciones de servicio que emanan de la
autoridad administrativa no pueden abrogar ni modificar las prescripciones que esta
misma autoridad ha dictado con anterioridad por vía de reglamento propiamente dicho.
Sin embargo, si ambas clases de actos fueran de la misma naturaleza, podrían
modificarse indistintamente uno y otro. En el mismo sentido, se debe observar que
algunas instrucciones especiales pueden derogar libremente, a título individual, las reglas
contenidas en instrucciones generales. Por el contrario, actuaría la autoridad
administrativa de un modo completamente incorrecto si en sus instrucciones particulares
desconociera las prescripciones formuladas por sus reglamentos públicos. Entre las
dos clases de actos existe

19
Esta es precisamente la idea esencial a la que conviene referirse. El reglamento y la instrucción de servicio o
circular constituyen jurídicamente dos vías distintas, dos formas de la facultad de emitir prescripciones generales, vías o
formas que corresponden a grados diferentes de potestad. Esta diferencia entre la potestad reglamentaria y la potestad
instructiva se desprende particularmente del hecho de que la circular o instrucción de servicio queda estrictamente
subordinada al reglamento, como se verá en el nº 225. El reglamento tiene primacía sobre ella.
20
Barthélemy, considerando el caso en que la autoridad administrativa formula reglas que habrán de regir,
bien sea su propia actividad, bien la actividad de los agentes subalternos, dice igualmente (Le rôle du pouvoir exéctif
dans les Républiques modernes, p. 102): “No se trata aquí del poder reglamentario propiamente dicho.”
608

608 FUNCION DEL ESTADO [225

pues una jerarquía de potestad (Grélat, Théorie juridique de I’nstruction de service, tesis,
Nancy, 1908, pp. 546 ss., 569 ss.).
En segundo lugar, muy pocas son las autoridades administrativas que tengan el
poder de dictar reglamentos propiamente dichos, y por el contrario, con muy numerosos
los administradores que tienen facultad para dar instrucciones generales. La razón es que
las autoridades de la primera especie estatuyen cómo órganos de la colectividad, y las
otras actúan como simples jefes de servicio. Esta observación proporciona la solución de
las dificultades que han surgido entre los autores respecto al extremo de saber si los
ministros poseen el poder reglamentario. Se ha dicho que corresponde a los ministros
hacer los reglamentos, bien sea para la organización de servicios, bien para la
determinación del procedimiento aplicable a los asuntos que dependen de su
departamento (Hauriou, op. cit., 8ª ed., p. 51; Duguit, Traité, vol. I, p. 208.). La mayor parte
de los autores enseñan, por el contrario, que los ministros, en principio, carecen de
potestad reglamentaria. Cuando se trata de reglamentos hechos para la totalidad del
territorio francés, esta potestad solo le corresponde al Presidente de la República y solo
en casos muy excepcionales pueden ejercerla los ministros, cuando les ha sido
expresamente, para una materia determinada, por una ley o por un decreto que haya
surgido a su vez en virtud de una ley (Ducrocq, Cours, 7ª ed., vol. I, p. 83; Aucoc,
Conférences sur le droit administratif, 3ª ed., vol. I, pp. 139 ss.; Berthélemy, op. cit. 7ª ed.,
p. 112; Moreau, op. cit., pp. 384 ss.). Ésta última opinión es la única exacta.
Indudablemente, el ministro, por su calidad de jefe de un departamento
administrativo, es llamado a emitir numerosas prescripciones, que regulan en
términos generales la conducta de los funcionarios y el procedimiento en los
asuntos que dependen de dicho departamento. Pero se trata aquí únicamente de
reglas del servicio interior, que no pueden asimilarse a aquellas que se decretan
por reglamentos en el sentido estricto de la palabra. Generalmente se emiten en
forma de circulares, que sólo son, tanto en la forma como en el fondo, actos de
servicio. Pero aún cuando hubieran sido emitidas por vía de resoluciones, sólo
tienen valor de reglamentación interna, y lo que parece probarlo debidamente es que
ningún texto obliga, en principio, a que las resoluciones ministeriales se publiquen en las
colecciones oficiales de reglamentos (Moreau, op. cit., p. 396).21 No es exacto, pues, decir
que los ministros tienen poder reglamentario. Al hablar de reglamentos ministeriales se
comete una confusión idéntica a la que cometen los autores alemanes cuando, al
referirse al poder que tiene todo jefe de servicio de reglamentar la actividad de sus
subordinados, infieren

21
El decreto del 5 de noviembre de 1870, que ordena la publicación de los decretos reglamentarios, no se refiere a la
publicación de las resoluciones ministeriales.
609

225] FUNCION ADMINISTRATIVA 609

que los administradores superiores poseen todos, a titulo de potestad jerárquica el poder
de dictar ordenanzas administrativas22 (ver respecto de esta doctrina alemana las
observaciones de Duguit, Traité, vol. I, pp. 209-210).23

En tercer lugar, el contraste formal entre el verdadero reglamento y las


instrucciones reglamentarias de servicio se manifiesta claramente en el caso
en que las prescripciones enunciadas en esas dos clases de actos se
refieren a las relaciones de las autoridades administrativas con los
administrados. El reglamento tachado de extralimitación de atribuciones puede
impugnarse inmediatamente en nulidad por la parte interesada. Por el contrario, las
instrucciones reguladoras dadas a los agentes por sus superiores jerárquicos, con
objeto de prescribirles tal o cual modo de proceder con respecto a los
administrados, no pueden dar lugar al recurso por extralimitación de atribuciones.
La razón de ello es que, según la jurisprudencia del Consejo de Estado (7 de julio
de 1905, asunto Borel), “estas instrucciones no constituyen una decisión susceptible
de ser llevada al Consejo de Estado estatuyendo en lo contencioso”. Al menos, no
constituyen una decisión ya existente con respecto a los administrados y que
pueda lesionar a éstos, pues normalmente la instrucción o la circular sólo se
dirige a los agentes administra-tivos y no produce su efecto jurídico, jerárquico y
disciplinario, sino en las relaciones entre

22
. Ver por ejemplo Laband, op. cit., ed. francesa, vol. II, p. 546: “El poder de emitir ordenanzas administrativas
no solamente corresponde al monarca, como jefe de la administración, sino a las autoridades de los diferentes grados
jerárquicos.” Al expresarse así, Laband no deja transparentar ninguna clase de diferencia entre el poder de ordenanza
propiamente dicho, que corresponde al monarca como jefe de Estado, y el poder de emitir prescripciones reguladoras
de orden administrativo interno, que corresponde a los superiores administrativos, como jefes de servicio. Hauriou, sin
dejar de admitir la existencia de un poder reglamentario ministerial (loc. cit), sintió la necesidad de señalar cierta
distinción entre las reglas formuladas por vía de decreto presidencial y las que se formulan por los ministros actuando
en sus respectivos departamentos. Hauriou (op. cit., 6ª ed., p. 302; 8ª ed., p. 51), en efecto, opone a los reglamentos que
llama “territoriales” y que son los del Presidente de la República, los reglamentos ministeriales, que califica de
“reglamentos puramente disciplinarios” y que son los dictados por el ministro en virtud del “poder disciplinario” que
posee en su carácter de “jefe de la jerarquía administrativa”. Esto es tanto como decir que estas dos clases de
reglamentaciones tienen fundamento, alcance y, por consiguiente también, naturaleza, muy diferentes. Por este mismo
motivo, es de estricta lógica no asimilar a los reglamentos presidenciales, hechos para todo el territorio y que por lo
mismo presentan carácter externo, los actos ministeriales que emiten prescripciones reguladoras a titulo disciplinario o
jerárquico y que sólo son medidas interiores de servicio. Sólo las disposiciones tomadas por vía de decreto constituyen
reglamentos propiamente dichos, y el poder regulador que corresponde normalmente a los ministros no es un poder
reglamentario en el sentido tradicional de esta expresión.
23.
Este autor cae en un exceso inverso. Niega (loc. cit.) a las autoridades administrativas que no han recibido
poder reglamentario propiamente dicho, toda facultad para estatuir por vía de disposición general.
610

610 FUNCION DEL ESTADO [225-226

dichos agentes y sus jefes (Laferrière, op. cit., 2ª ed., vol II, p. 427; Hauriou, op. cit., 8ª
ed., p. 441; Jèze, Revue du troit public, 1906, pp. 246 ss. y 1911, pp. 684 ss.).24
Igualmente, y por idénticos motivos, ha reconocido el Consejo de Estado (19 de marzo de
1868, asunto Champy) que la decisión administrativa que infringe las prescripciones
contenidas en una instrucción no puede ser impugnada por nulidad por este solo hecho.
La violación de las instrucciones no da lugar al recurso por extralimitación de atribuciones,
como la violación de los decretos reglamentarios, porque dichas instrucciones, al no
constituir sino medidas interiores de servicio, no pueden originar reglas que puedan
alegarse en el exterior por los interesados (Laferrière, loc. cit., p.537; Jèze, Revue du droit
public, 1906, pp. 246 ss.; ver sin embargo Consejo de Estado, 6 de agosto de 1909,
asunto Rageot).
Se desprende de estas diversas observaciones que las instrucciones de servicio,
las circulares ministeriales y de un modo general las prescripciones de orden interior
emitidas por las autoridades superiores para regular, bien sea la organización o bien la
actividad administrativa, tienen un alcance muy diferente al de los reglamentos
propiamente dichos que puedan dictarse respecto a estos mismos objetos por el jefe del
Ejecutivo. Las primeras no se han hecho para el público, aun cuando pudieran trazar la
línea de conducta que los agentes hayan de seguir en relación con los administrados. Los
segundos presentan el carácter de reglamentación pública y nacional, aun cuando se
refieran solamente a los asuntos internos de la administración. Ya desde este punto de
vista la doctrina que deduce sus argumentos de la potestad instructiva de los superiores
administrativos para atribuir a la autoridad administrativa un poder general de
reglamentación autónoma referente a la organización y al funcionamiento de la
administración se funda en un equívoco que importaba señalar, pues confunde el poder
instructivo, o sea la facultad de dictar instrucciones, con el poder reglamentario
propiamente dicho. Se ha visto anteriormente, por lo que respecta a los ministros, que se
trata de dos poderes muy diferentes.
226. Pero este equívoco debe combatirse también, y sobre todo desde otro punto
de vista. El principal error de la teoría que admite de un modo general que el Presidente
de la República puede reglamentar la administración mediante decretos espontáneos, es
el de haber desconocido la distinción fundamental que es indispensable establecer en
esta materia entre dos clases de reglas:
En primer lugar, hay reglas que se refieren estrictamente al
funcio-
24
Otra cosa sería si, de hecho, la instrucción de servicio o la circular contuviera una decisión ya tomada por su
autor con respecto a los administrados. En este caso, el Consejo de Estado admite la posibilidad del recurso (Hauriou,
loc. cit., n.).
611

226] FUNCION ADMINISTRATIVA 611

namiento de un servicio creado por las mismas leyes y a la ejecución de las operaciones
que entraña dicho servicio. Muchas de estas reglas tienen carácter puramente técnico,
gobiernan la actividad profesional del personal administrativo y pueden también tener
objeto orgánico, por ejemplo en cuanto reparten las competencias entre los agentes. Es
indudable que, en el interior del servicio, las autoridades dirigentes pueden, en virtud de
su superioridad jerárquica, dictar semejantes prescripciones, pues con ello no hacen sino
proveer al cumplimiento mismo del servicio y realizar el encargo que tienen de las leyes
que las han instituido. Cuando se trata, por ejemplo, de reglamentación de orden militar
referente al servicio en campaña, el tiro, la instrucción de las tropas, o también de
prescripciones reguladoras relativas al funcionamiento, práctico del servicio de correos y
telégrafos, o de las condiciones de ejercicio de la enseñanza en los establecimientos
escolares, o de los procedimientos técnicos de construcción de obras públicas, del
cuidado de los edificios y del material del Estado, etc., es evidente que todas las reglas de
esta clase entran directamente dentro de la competencia de la autoridad administrativa.
Forman la materia propia del poder “instructivo”, que corresponde jerárquicamente a los
jefes de servicio. Es evidente también que pueden ser dictadas por el jefe general de la
administración, o sea por el Presidente de la República, en forma de decretos.25 En todo
caso, para proceder a esta clase de reglamentación, no es necesario que la autoridad
administrativa haya recibido la habilitación especial de una ley. La habilitación resulta
naturalmente por tratarse aquí del servicio, pues el ejercicio de la potestad reguladora por
el Presidente, los ministros o un jefe cualquiera de servicio es, en esa materia, una
consecuencia inmediata de la creación del servicio por las leyes.

Pero esto está muy lejos de la doctrina que pretende que el Presidente de
la República tiene, de una manera ilimitada, el poder de decretar por su propia
iniciativa todas las reglas que conciernen a la organización y el funcionamiento de
la administración, bajo la sola condición de que el decreto no habrá de agravar las
obligaciones de los administrados ni se referirá a materia alguna que el Parlamento
hubiera hecho suya regulándola legislativamente. Junto a las reglas que se refieren
directamente

25
Las facultades reglamentarias que a este respecto tienen el Presidente de la República, con tanto más
amplias cuanto que –como se ha visto anteriormente (p. 478)- el poder jerárquico que corresponde a los jefes
administrativos en sus relaciones de subalternos, no solamente se aplica en las circulares o instrucciones de servicio,
sino que se extiende a los mismos decretos reglamentarios, suponiendo, bien entendido, que dichos decretos solo
conciernen a la actividad de los agentes dentro del servicio, pues en este caso las prescripciones de semejantes decretos
se imponen a los funcionarios obligados por el deber de obediencia administrativa, y, por otro lado, no pueden ser
objeto de impugnación por parte de los administrados, puesto que no conciernen ni afectan a estos últimos.
612

612 FUNCION DEL ESTADO [226

al servicio y cuya adopción constituye en sí misma un acto de servicio, que como tal entra
en la competencia de los administradores encargados de dirigirlos, existe una segunda
clase de reglas que, aun cuando su ejecución no lesione ningún derecho individual, no
pueden dictarse espontáneamente por ninguna autoridad administrativa, ni siquiera por el
jefe del Ejecutivo. Esta segunda categoría comprende los reglamentos que no se limitan a
asegurar la marcha de los servicios establecidos por las leyes, sino que crean a su vez un
nuevo servicio. Comprende a si mismo los reglamentos que no se limitan a estructurar los
organismos administrativos o los establecimientos públicos preexistentes, sino que
pretenden crear organismos o establecimientos hasta entonces desconocidos.
Finalmente, comprende los reglamentos que tiene por objeto no solamente repartir los
empleos ya creados o determinar las atribuciones del personal que compone actualmente
el servicio, sino crear por entero empleos o personal nuevos. Evidentemente, los
reglamentos de esta segunda clase no pueden considerarse como simples medidas
subalternas de servicio; pero en verdad tienen carácter de decisión inicial y autónoma que
excluye la posibilidad de incluirlos en el concepto de poder ejecutivo, tal como se
desprende del sistema constitucional francés.

En vano se ha tratado de justificar éstos reglamentos innovadores, alegando que


las creaciones que introducen en la administración tienden, en el fondo, a asegurar el
funcionamiento de las instituciones y la ejecución de los principios consagrados por la
legislación vigente, y afirmando, por lo tanto, que éstas creaciones, en realidad, tiene un
objeto ejecutivo. Al razonar así se amplía en forma abusiva la idea de ejecución de las
leyes. Para que un acto de la autoridad administrativa pueda calificarse como ejecutivo no
basta que sea ejecutivo por su objeto, sino que es necesario que lo sea en cuanto a su
fundamento, en el sentido de que se base en una prescripción o en una habilitación de la
ley. Así pues, en lo que se refiere a la validez de los reglamentos presidenciales relativos
a la organización y a la actividad administrativa, toda la cuestión se reduce al punto de
saber si tienen su origen en la ley. Acabamos de ver que existe una primera clase de
decretos que cumplen con esta condición de legitimidad constitucional, que son aquellos
que intervienen como consecuencia de las leyes para asegurar mediante reglas de
organización o de procedencia la marcha de servicios, establecidos por la misma
legislación; éstos son reglamentos ejecutivos propiamente dichos; por el contrario, no se
puede admitir que el Presidente, mediante decretos espontáneos, pueda fundar servicios,
empleos u organismos cuyo principio no esté consagrado por la ley, pues éste sería tanto
como admitir que existen instituciones administrativas que, fuera de toda ley, pueden
613

226] FUNCION ADMINISTRATIVA 613

fundarse en una sola voluntad, iniciativa y protestad de la autoridad administrativa. Hasta


la esfera interna de la administración, según el derecho francés, no hay lugar para
semejantes instituciones. Los reglamentos de esta segunda clase solo pueden hacerse en
virtud de una autorización administrativa.26

Tal vez se objete que la distinción doctrinal que acaba de exponerse tiene una
aplicación muy delicada en la práctica. Es evidente, en efecto, especialmente en lo que
concierne a los reglamentos referentes a la organización y a los asuntos administrativos,
que la línea de demarcación entre aquellos que pueden pasar por actos de ejecución y los
aue deben considerarse como teniendo carácter inicial, es, por lo general, muy indecisa y
difícil de reconocer. En la mayor parte de los casos, el decreto que establece medidas de
orden administrativo tratará de referirse a las leyes existentes, en el sentido de que no
hace sino formular reglas de servicio para la ejecución de éstas. Por ésta incertidumbre es
por lo que

26
Entiéndase bien que esto no se refiere únicamente al hecho de que el gobierno no pueda crear, sin el
concurso y el asentimiento de las Cámaras, las organizaciones que entrañarían un aumento de gastos. Las creaciones de
ésta clase quedan necesariamente subordinadas a la autoridad parlamentaria, puesto que exigen una votación
legislativa de créditos. Pero es inútil recurrir a éste reglamento pecuniario; por fuera y por encima del punto de vista
financiero, el principio constitucional es que no puede el Presidente, incluso en el orden de los asuntos administrativos,
hacer innovaciones por su propia voluntad. Para justificar su teoría de un poder reglamentario autónomo,
especialmente en materia de organización de servicios públicos, Hauriou (op. cit., 8ª ed., pp. 48 y 54) se refiere sin
embargo con insistencia a un “principio de autoridad” que, según él, se encuentra en el gobierno. Pero por más que ésta
“autoridad” no pueda ejercerse sino de una manera subalterna, puesto que las Cámaras conservan siempre la facultad
de abrogar o de modificar mediante un texto legislativo los reglamentos que podrían desaprobar, no se advierte que
haya lugar, en la Constitución actual, para un poder de reglamentación especial, que implicaría en el Ejecutivo un
derecho de “autoridad” propiamente dicha, o sea de autoridad verdaderamente inicial; pues en el sistema actual de
parlamentarismo francés, no existe dualismo de autoridades (ver núms. 297 ss., 405 y 406, infra). El Presidente no posee
autoridad realmente distinta o independiente. Fuera de las atribuciones especiales que le confiere de manera expresa la
Constitución, su autoridad general se determina únicamente por el principio del art. 3 de la ley constitucional de 25 de
febrero de 1875. Es lo que reconoce el mismo Hauriou (loc. cit., p. 65) cuando dice: “Asegurar la ejecución de las leyes
mediante el empleo de los reglamentos; solamente bajo éste aspecto y con esta misión es como consideran al
reglamento los textos constitucionales”. Así pues, el Presidente sólo puede, por la vía reglamentaria, dictar medidas
ejecutivas. A éste respecto, el “principio de autoridad” sólo esta en las Cámaras, que son el único órgano de la nación y
que tienen, ellas solas, el poder de querer de una manera inicial y autónoma. Este punto ha sido perfectamente
señalado, especialmente en materia de organización y de funcionamiento de los servicios públicos, por Duguit (Traité,
vol. II, pp. 468 ss.). que se ve llevado a esta conclusión por el hecho mismo de que observa (op. cit., vol. I, pp. 406 y 421,
vol. II, pp. 452 y 464) que en la Constitución de 1875 ya no tiene el Presidente de la República, carácter de “órgano de
representación” sino únicamente el de “simple autoridad administrativa”.
614

614 FUNCION DEL ESTADO [226-227

crece sin cesar el numero de los decretos de ésta clase. No por ello es menos útil e
importante, desde el punto de vista de la teoría general del derecho público francés, el
haber establecido mediante los estudios que preceden que ni en materia administrativa ni
en ninguna otra materia puede el jefe del Ejecutivo, en principio, emitir reglamentos que
procedan de la sola prerrogativa del gobierno, independientemente de toda ley. Y también
es posible, en apoyo de ésta afirmación de principio, proporcionar ejemplos cuya
naturaleza pueda fijar el alcance práctico de la misma.

227. Uno de los más significativos se refiere a la cuestión del número de los
ministros y a la de la creación de nuevos ministerios. Inspirándose en la idea de que, por
regla general, corresponde al jefe del poder ejecutivo crear funciones y empleos, los
autores admiten, generalmente, que el Presidente de la República, en virtud de su
protestad administrativa, puede crear un nuevo departamento ministerial, salvo la
necesidad de una votación legislativa en cuanto a los créditos a los cuales depende la
constitución efectiva de este nuevo organismo administrativo. Y se admite, también, que
puede suprimir un departamento ministerial, con la única condición de que éste no esté
consagrado por una ley (Esmein, Éléments, 5ª ed., pp. 715 ss.; Diguit, Traité, vol. II, p.
470; Hauriou, op. cit., 8ª ed., p. 221). Para justificar este poder presidencial se alega en
primer lugar que, a diferencia de ciertas Constituciones anteriores (Constitución del año
III, art. 150; Constitución de 1848, art. 66; Ley de 27 de abril de 1791) que hacían
depender del cuerpo legislativo fijar el número de los ministros, las leyes constitucionales
de 1875 guardaron silencio respecto a este punto. Pero éste mismo silencio lleva a
conclusiones diametralmente opuestas, ya que en una Constitución como la de 1875, que
reduce al jefe del Ejecutivo a no ejercer sino aquellos poderes que recibe de la ley
constitucional o de la ley ordinaria, el hecho mismo de que ningún texto autorice al
Presidente a crear ministerios, basta para quitarle toda posibilidad de ello.

Se buscaron, pues, otros argumentos. Algunos autores han recurrido a la idea de


que los ministros son los delegados del Presidente de la República. Se dijo que el jefe del
Ejecutivo está “investido con la plenitud de la protestad ejecutiva”, y que por ese motivo
tiene derecho a fijar el numero de los ministerios y de repartir entre ellos los servicio
públicos (Brémond, revue critique de législation, 1984, p. 325). Ésta idea de delegación
debe rechazarse (Esmein, Éléments, 5ª ed., pp. 716 ss.; Duguit, L’État, vol. II, p. 387).
Implicaría que los ministros, así como todos los funcionarios ejecutivos, sólo ejercen sus
atribuciones en virtud de un poder prestado por el Presidente. Ahora bien, el jefe del
Ejecutivo, en principio, no posee el poder ejecutivo por entero, lo mismo, por ejemplo,
615

227] FUNCION ADMINISTRATIVA 615

que la Corte de Casación no concentra en ella todo el poder judicial. Es tan solo el jefe del
poder ejecutivo, y solamente tiene la dirección de dicho poder, las atribuciones de jefe. Al
colocar a los ministros por debajo de él, la Constitución confiere a éstos aquella parte de
poder ejecutivo que corresponde a la situación que tienen en el gobierno, y por
consiguiente de la Constitución, directamente, es de la que reciben su poder. Lo que
acaba de comprobarlo, es que, según los términos del art. 7 de la ley constitucional de 25
de febrero de 1875, en caso de vacante del Presidente por causa de deceso u otra, el
Consejo de Ministros queda investido del poder ejecutivo, en espera de la elección de un
nuevo Presidente. Ahora bien, si los ministros fueran los delegados del jefe del Ejecutivo,
no podrían substituirse al presidente que los nombró.

Hubo de proponerse, pues, otra explicación. Se trató de encontrarla en la


disposición constitucional que le atribuye al Presidente el poder de nombrar para todos los
empleos civiles y militares. Esta prerrogativa, dice, Esmein (loc. cit., p. 718), no implica
solamente, para el Presidente, el derecho de nombramiento para los empleos creados por
la ley, sino que implica también el derecho de crear nuevos empleos y modificarlos
empleos así creados. Pero éste razonamiento no es aceptable. Se funda en el fondo, en
la idea de que el Presidente es en autor de los empleos para los cuales nombra, y se
vuelve a caer, por un camino desviado, en la teoría de la delegación que acaba de ser
rechazada. Pero la facultad de nombrar a los titulares de los empleos públicos, y en
particular a los ministros, no tiene realmente esta significación. Por más que se funde
jurídicamente en a consideración de que queda dentro del cometido presidencial de
dirección del poder ejecutivo el proveer a los empleos comprendidos dentro de dicho
poder, solamente constituye un derecho de elegir y designar a los titulares de esos
empleos y sólo supone un acto de puro nombramiento. Es lo que reconoce Esmein mismo
(p. 627) cuando dice que, al ejercer su derecho de nombramiento, “el Presidente, en
realidad, desempeña realmente el papel de elector”. No puede, pues, deducirse ningún
argumento de esta prerrogativa del Presidente a favor de la teoría que pretende que éste
puede crear empleos y ministerios.

Queda un último argumento, de orden político tanto como jurídico. Se ha alegado


que, bien sea el espíritu, bien sean las necesidades prácticas del régimen parlamentario,
exigen que, en determinadas circunstancias “pueda un nuevo gabinete, con referencia a
su misma constitución, modificar el número de sus ministros o la demarcación de los
departamentos” (Esmein, loc. cit., p.718; cf. Revue du droit public. 1906, p. 745). Pero
desde el punto de vista jurídico de puede contestar a esta argumentación que constituye
una petición de principio, ya que se funda en una idea preconcebida referente a la
naturaleza del parlamentarismo
616

616 FUNCION DEL ESTADO [227

las reglas del régimen parlamentario para deducir de ellas la solución de las dificultades
referentes a la creación de los ministerios por el Presidente de la República, es
conveniente, por el contrario, para fijar el alcance actual del parlamentarismo francés,
investigar ante todo cuáles son los poderes que la Constitución de 1875 ha conferido
realmente al Presidente de la República y al gabinete. Pero, precisamente, el hecho de
que dicha Constitución, generalmente, sólo conceda al Ejecutivo y a su jefe poderes de
ejecución, proporciona una indicación de la mayor importancia, respecto a las
características actuales del parlamentarismo en Francia (ver nº 300, infra). Y, en todo
caso, este hecho apenas deja subsistir la posibilidad de admitir que el Presidente tenga
facultades para crear ministerios por su sola voluntad.27

27.
La cuestión de saber si la creación de un ministerio precisa de una ley o puede hacerse mediante un decreto, ha sido
discutida en diferentes ocasiones ante las Cámaras (ver respecto de estos debates parlamentarios y también respecto de
las soluciones divergentes que ha recibido en la práctica esta cuestión desde 1875, Duguit, Traité, vol. n, p. 470; cf Revue
du droit public, 1906, pp. 741 ss.). Otra cuestión, respecto de la cual existieron durante mucho tiempo divergencias,
especialmente entre el Parlamento y el gobierno (ver respecto de este desacuerdo Lefas, Bulletin de la Société d'études
législatives, 1913, pp. 297 ss., y 1914, pp. 26 ss.), se refiere al estatuto de los funcionarios; cabe preguntarse si dicho
estatuto debe fijarse por la vía legislativa o si su establecimiento, lo mismo que la determinación de las reglas que
constituyen su contenido, son de la competencia del Ejecutivo y pueden tomar forma de decretos. Importa observar
inmediatamente que esta cuestión tiene un alcance muy distinto a aquella que se examinó anteriormente respecto al
poder reglamentario del Presidente de la República en materia de organización y funcionamiento interiores de los
servicios públicos. Esta sólo se refería a la reglamentación de asuntos puramente internos de la administración. El
establecimiento del estatuto de los funcionarios entraña claramente una cuestión de derecho individual, bien sea de
derecho que deba reservarse y confirmarse en su provecho, bien sea, por el contrario, de derecho que pueda limitar e
incluso usurpar. Para fundamentar el derecho propio del gobierno a refutar a condición de los funcionarios, se ha
alegado que todo el sistema de la función pública, en Francia, se basa desde el año VIII y debe permanecer
necesariamente basado en el principio de ]a jerarquía y de la disciplina, que implica, dícese, una sujeción particular de
los agentes con respecto a la autoridad administrativa superior, añadiéndose que dicha sujeción de orden disciplinario
debe mantenerse especialmente en el régimen parlamentario actual, que hace responsable al gobierno, ante las
Cámaras, de la conducta de sus agentes. No puede discutirse, en principio, lo acertado de estas consideraciones; sin
embargo, como podrá verse pronto, el argumento que de elIo se ha deducido para establecer la competencia
gubernamental en materia de estatuto de los funcionarios, no es concluyente, pues antes de poder alegar el sistema de
la jerarquía administrativa, es necesario previamente haber establecido cuál es la naturaleza de la potestad jerárquica
de los jefes de la administración y cuál es la extensión de la misma. Ahora bien, el estatuto de los funcionarios tiene por
objeto precisamente determinar este punto capital. De una manera general, puede decirse que la reglamentación a la
que se da hoy día el nombre habitual de estatuto de funcionarios, sólo merece este nombre en cuanto ha de aplicarse
especialmente a personas que ejercen una función pública o que aspiran a ser funcionarios. Por los demás, este esta-
617

228] FUNCION ADMINISTRATIVA 617

228. El Presidente, como jefe y director de la administración, sólo tiene poderes de


ejecución de las leyes. Esta es, en efecto, la conclusión a la que hay que llegar. Esta
conclusión implica que, aun en materia de

tuto tiene por objeto principal y esencial determinar, no ya derechos inherentes al ejercicio de la función considerada en
sí misma, sino aquellos que habrán de pertenecer a la persona misma del funcionario (Houriou, (op. cit., 8ª ed., p. 640).
Por esto mismo, se refiere a derecho individual. Indudablemente, se ha podido decir (Duguit, Traité, vol. I, p., 487) que
ante todo se halla "establecido en interés del servicio público"; sin embargo no reglamenta los asuntos del servicio, sino
la situación y la carrera personales del agente; hasta, para convencerse de ello, examinar aquellas cuestiones cuya
solución se propone hoy día introducir en un estatuto general de funcionarios (ver por ejemplo e] cuestionario
publicado a este respecto por el Bulletin de la Société d'études législatives, 1912, pp. 177 ss.) ; incluso si se admite, en
principio, que el gobierno tiene un poder propio de reglamentación en materia de organización y de funcionamiento de
los servicios, no hay más remedio que reconocer que la mayor parte de las cuestiones a tratar, respecto del estatuto de
los funcionarios, se sustraen a la competencia del gobierno, por lo mismo que no se refieren de ningún modo a la
constitución de] servicio o a la marcha de las operaciones administrativas, sino a] derecho de las personas, en cuanto se
encuentran éstas, por el hecho de sus relaciones con el servicio, colocadas en una situación especial con referencia al
Estado (Hauriou, loc. cit., p. 638). Esto es evidente, en primer lugar, por lo que se refiere a las reglas que conciernen al
ingreso en el servicio, pues si se trata de fijar las condiciones de nacionalidad, edad, rango social o fortuna, moralidad o
lealtad política, que habrán de ser requeridas para la admisión a una función pública, sólo una ley podrá realizarlo. A
decir verdad, las reglas de esta clase ni siquiera pueden considerarse como refiriéndose al régimen especial de los
funcionarios, ya que son aplicables a personas que aún no tienen la cualidad de agentes del Estado; se refieren, en
realidad, al derecho individual de la generalidad de los ciudadanos. Si suponemos ahora al ciudadano dentro de la
carrera administrativa, se observa que entre las reglas que deben constituir su estatuto personal de funcionario hay que
señalar dos categorías particularmente importantes. Algunas de estas reglas tienen por objeto asegurar o garantizar a
los funcionarios la conservación y el libre ejercicio de derechos civiles o cívicos que deben ser comunes a todos los
ciudadanos, y se trata aquí de derechos que se le reservan a] agente en sus relaciones con el Estado y que se le
garantizan contra posibles tentativas de restricción por parte de los jefes de servicio. Las reservas de esta naturaleza, lo
mismo que las reglas protectoras destinadas a garantizar al funcionario contra la arbitrariedad en lo que se refiere a sus
emolumentos, sus ascensos, sus traslados o su cese, deben establecerse por la ley y no pueden depender de simples
decretos: y esto no solamente por la razón política de que las reglas de esta primera especie se consideran hoy día como
medidas de seguridad tomadas en favor de los funcionarios contra abuses de poder o contra el favoritismo del mismo
Ejecutivo, sino también por el motivo jurídico de que tales medidas protectoras no pueden adquirir eficacia positiva sino
a condición de haber sido establecidas en forma legislativa, de modo que sean susceptibles de imponerse al Ejecutivo
con la fuerza y la potestad superiores que son propias del a ley (Hauriou, loc. Cit., p. 639; Demartial. Le statut des
fonctionnarires, pp. 1 ss., 16). Una segunda categoría de reglas del estatuto de funcionarios exige igualmente la
intervención del órgano legislativo; se trata de aquella que, como se ha dicho (Duguit, Traité, vol. i.p. 507), ha de
constituir la parte “negativa” de dicho estatuto. Comprende las restricciones que se refieren, por ejemplo, al derecho de
asociación, al derecho de tomar parte en luchas de partidos, o incluso a derechos de orden patrimonial y no político,
tales como el derecho de formar parte de los consejos de adminis-
618

618 FUNCION DEL ESTADO [228

organización y funcionamiento de los servicios públicos, no puede el Presidente -


fuera de los reglamentos de servicio, que sólo son la ejecución y el desarrollo de
las leyes que crean el servicio- tomar iniciativas parlamentarias más que en virtud
de una habilitación legislativa.28 De he-

tración de algunas sociedades o a los derechos resultantes del principio de la libertad de trabajo. Se trata ahora de
medidas tomadas contra los funcionarios en interés exclusivo del Estado y de los servicios públicos. Que el Estado tenga
derecho a imponer tales restricciones a sus funcionarios, es un hecho repetidamente probado por la demostración de
que "el funcionario no es un ciudadano como los demás" (ver especialmente a este respecto las observaciones de
Larnaude en el Bulletin de la Société d’études législatives, 1914, pp. 136 ss.). Pero no se infiere de esto que las
restricciones en cuestión puedan dictarse por el gobierno en virtud, simplemente, de la potestad jerárquica que le
corresponde con respecto a los agentes de los servicios. La razón de hecho es precisamente que estas restricciones
tienen por objeto directo convertir al funcionario en "un ciudadano disminuido" sea la expresión de Larnaude, "un
ciudadano especial" como dice también Hauriou. Duguit (loc. cit.), por su parte, insiste, en el mismo sentido, en la
observación de que no se trata aquí de regular obligaciones de servicio propiamente dichas, o sea de obligaciones
administrativas que le incumben al funcionario en d ejercicio mismo de su competencia o en el cumplimiento de actos
de su cargo; sino que la verdad es que esta parte del estatuto de funcionarios viene a imponer a éstas obligaciones en
cierta forma exteriores a la función pública y que se añaden a aquellas que constituyen inmediatamente obligaciones del
cargo y del servicio. Evidentemente, por razón de su cualidad de funcionario es por lo que el agente sufre estas
restricciones; pero no deja por ello de ser verdad que afectan al ciudadano en sí mismo, en el preciso sentido de que
pretenden regular y limitar su actividad fuera del servicio, de que lo siguen en su vida privada y finalmente de que
constituyen derogaciones al estatuto normal de los ciudadanos. Semejantes restricciones no podrían establecerse por
vía de mandamientos fundados en el principio de la jerarquía, ya que la potestad jerárquica no rige más que la esfera
interna del servicio, por lo que sólo pueden dictarse por la ley, única capaz de modificar el derecho individual normal de
los ciudadanos, aunque éstos sean funcionarios. En todos estos sentidos puede sacarse, pues, la conclusión de que el
estatuto de funcionarios está fuera de la competencia reglamentaria, o por lo menos de que el jefe del Ejecutivo no
podría adoptar por decreto, respecto a categorías de funcionarios, las medidas de que se ha hecho referencia, sino a
condición de haber sido habilitado para ello mediante textos legislativos. De hecho, el gobierno, en tres ocasiones: en
1907, en 1909 y en 1910, ha presentado ya a la Cámara de Diputados proyectos de estatutos de funcionarios, y por la
presentación de estos proyectos al Parlamento parece haber reconocido, en principio, la necesidad de que en esta
materia se dicte una ley.
28
Como ejemplo de leyes que confieren estas habilitaciones, conviene recordar especialmente la ley de presupuestos de
29 de diciembre de 1882 (art. 16): "Antes de ¡o de enero de 1884, la organización central de cada ministerio habrá de
regularse mediante un decreto formulado en forma de reglamento de administración pública, insertado en el Journal
Officiel; ninguna modificación podrá introducir en el mismo sino en idéntica forma y con la misma publicidad". La ley de
presupuestos de 13 de abril de 1900 (art. 35) vino a moderar estas exigencias, diciendo que el parecer o dictamen del
Consejo de Estado no será necesario, en adelante, sino para aquellos decretos, referentes a la organización de los
ministerios, que determinen los emolumentos del personal, el número de los empleos y las reglas relativas al
reclutamiento, ascensos y disciplina. Para todo lo demás bastará un simple decreto. Por excepción, añade el arto 35, el
número de los empleos de jefes de servicio en los ministerios sólo podrá aumentarse mediante una ley. En 1901 se
propuso establecer por la ley de presupuestos un principio mucho más amplio.
619

228] FUNCION ADMINISTRATIVA 619

cho, sin embargo, existen en esta materia gran número de decretos que, a decir verdad,
no dependen de ninguna ley (Duguit, Traité, vol. II, pp. 469 ss.) y cuya validez, sin
embargo, no es discutible. ¿Cómo explicarse que pueda ocurrir esto? Existen para ello
muchas razones.
La primera ya fue indicada anteriormente. Se ha visto (p. 611) que a falta de una
verdadera potestad inicial de reglamentación administrativa, tiene el Presidente, por lo
menos dentro de los servicios administrativos, el poder de prescribir las medidas que
pueden ser consideradas como constituyendo operaciones de servicio. Ahora bien, este
concepto del reglamento de servicio es bastante indeciso, pues los límites de este poder
especial de reglamentación son frecuentemente indefinidos. Su misma indeterminación
favorece las usurpaciones o invasiones del reglamento presidencial sobre las materias
que, en principio, no deberían abordar los reglamentos sin estar autorizados para ello por
el texto de una ley.
Algunas veces, sin embargo, ningún equívoco será posible, pues
aparecerá claramente que un decreto que entraña organización administrativa
carece de base legal. Hasta en este caso, ocurrirá muy frecuentemente que
su validez es indiscutible. Esto proviene, en primer lugar, de que no puede
ser impugnada ni por los administradores ni por los administrados. Los administradores
están obligados a ejecutar semejantes reglamentos, pues les obliga a ello el principio de
jerarquía. En cuanto a los administrados, no son quiénes para intentar el recurso por
extralimitación de atribuciones, ya que se trata de prescripciones que no se dirigen a ellos,
que no les alcanzan, y que solamente conciernen al funcionamiento interno del aparato
administrativo (Laferrière, op. cit., 2ª ed., vol. II, p. 425; Hauriou, op. cit., 8ª ed., pp. 445
ss.; Moreau, op. cit., pp. 301 ss,).29 Así pues, por este lado, el principio constitucional
que reduce

Consistía este principio en admitir, de una manera general, el derecho del gobierno para organizar por vía de decretos
todos los servicios públi.cos, al menos todos aquellos cuya organización no se encuentra fijada ya por una ley; sólo que
estos decretos habían de tener forma de reglamentos de administración pública, hallándose así. la organización
administrativa sometida al control del Consejo de Estado. El arto 55 de la ley de presupuestos de 1901, que formulaba
este principio, fue aprobado por la Cámara de Diputados, pero lo rechazó el Senado.

29
Laferrière, loc. cit.: "Existen actos administrativos que tienen un carácter tan general e impersonal que apenas
se concibe qué parte podría atacados si se les tachara de extralimitación de atribuciones. Tales son, por ejemplo, los
reglamentos que determinan la marcha de un servicio público, que señalan reglas a los subordinados para el
funcionamiento de este servicio, pero que no dirigen ninguna prescripción a las personas extrañas a la administración.
Aun cuando los reglamentos de esta naturaleza fueran tachados de incompetencia, parece dudoso que pudiera
impugnárseles ante el Consejo de Estado. En efecto, ¿quién los impugnaría? Ni los timples ciudadanos, ni los
agentes del servicio interesado parece que tengan título para constituirse en defensores oficiosos de la
legalidad desconocida o en censores
620

620 FUNCION DEL ESTADO [228

la competencia presidencial a un cometido de ejecución carece de sanciones, y la libertad


de acción del jefe del Ejecutivo en materia de reglamentación administrativa se encuentra
con ello notablemente ampliada.

La verdadera sanción debe buscarse en las Cámaras. Las Cámaras tienen el


recurso de la interpelación. Además, las iniciativas orgánicas tomadas por el gobierno, en
gran número de casos, no adquirirán eficacia definitiva sino a condición de una votación
parlamentaria concediendo los créditos necesarios para la organización creada por vía de
decreto. Finalmente, las Cámaras conservan siempre el poder de avocarse la materia que
ha sido reglamentada por decreto y de modificar mediante una ley el reglamento
presidencial. A veces invitarán al gobierno mismo para que prepare el proyecto de ley, el
cual, una vez adoptado por ella, substituirá al reglamento que reprueba (ver un ejemplo de
esta clase en la Revue du droit public, 1904, p. 173). Pero, precisamente porque las
Cámaras tienen la seguridad de que la suerte de todo reglamento, cualquiera que sea el
objeto del mismo, depende en definitiva de su voluntad superior, toleran fácilmente en la
práctica que el gobierno, por su sola iniciativa, dicte reglamentos para los cuales hubiera
sido necesaria una autorización legislativa previa, según los puros principios de la
Constitución. Bien sea que se ejerza bajo forma de habilitación, dada por anticipado, o por
vía de control, produciéndose con posterioridad, la preponderancia del Parlamento queda
siempre salvaguardada, y son siempre las Cámaras las que, en último término, regulan el
uso que puede hacer el Presidente de su potestad reglamentaria.30 31Por ello mismo es

de un superior jerárquico." Pero Laferrière añade con razón (p. 426) que la imposibilidad de impugnar proviene, no "de
la naturaleza del acto", sino “de la falta de título de las partes que pretendiesen impugnarlos". En otros términos, el acto
en sí es un acto irregular, y puede decirse realmente, en este caso, que los principios de la Constitución han sido
desconocidos.
30
Duguit (L'État, vol. II, pp. 344-345) caracteriza esta situación diciendo que e! ejercicio de la potestad reglamentaria por
el jefe del Estado implica una colaboración entre él y las Cámaras. Pero esta observación no se justifica bajo el imperio
de la Constitución de 1875. En efecto, la colaboración supone cierta igualdad entre los colaboradores. Todo el sistema
actual del derecho público francés, por lo que se refiere al poder reglamentario, se funda por d contrario en la
desigualdad esencial entre e! Parlamento y la autoridad ejecutiva, no pudiendo actuar ésta sino en ejecución de las
decisiones del legislador (cf. pp. 569-570, supra).
31
Estas observaciones se aplican igualmente a los reglamentos presidenciales de policía, que conciernen y afectan a los
administrados mismos. Aquí también, las Cámaras dejan hacer, porque todo ocurre bajo Sil control y porque saben que
depende de eHas sujetar al gobierno en d momento que lo deseen. En Alemania, las ordenanzas de esta clase no
pueden dictarse por el monarca más que a título de Notverordnungen, o sea por razón de urgencia y para casos
excepcionales. Con relación a estas ordenanzas extraordinarias se adoptan precauciones especiales: el monarca no
puede tomar la iniciativa de ellas sino en aquellos períodos en que el Landtag no se encuentra reunido; además
deben ser presentadas al Landtag en el momento
621

228] FUNCION ADMINISTRATIVA 621

explicable que, de hecho, el gobierno, desde 1875, haya continuado dictando reglamentos
que van más allá de la simple ejecución de las leyes.32 Hasta se ha dicho que estas
prácticas han adquirido hoy día el valor de derecho constitucional consuetudinario (Duguit,
Traité, vol. II, p. 471). Se trata aquí también, en el fondo, de una manera de reconocer que
las prácticas de referencia se han originado fuera de las reglas de la Constitución, ya que.
Cada vez que los autores se ven reducidos a invocar la costumbre para justificar un
estado de cosas establecido de hecho, ello equivale a decir que dicho estado de:"-cosas
carece, de base en derecho. En definitiva, cualquiera que sea la costumbre que haya
podido establecerse referente a

en que éste reanuda sus funciones, y deben ser aprobadas por él. Hasta que hayan recibido su aprobación, sólo tienen
carácter provisional, pues hasta con la oposición de una de ambas Cámaras para despojarlas de su fuerza momentánea,
aunque esta supresión no tiene efecto retroactivo (ver sobre todos estos extremos G. Meyer, op. cit., 6' ed., pp. 577 ss.).
En Francia, todas estas precauciones serían superfluas. Son necesarias en Alemania porque las Cámaras no tienen la
facultad de poner en juego la responsabilidad política de los ministros y porque, además, la ley mediante la cual el
Landtag abrogara una ordenanza del monarca no puede perfeccionarse sin la sanción de éste. En Francia, por el simple
hecho de la responsabilidad parlamentaria del gobierno, las Cámaras siempre tienen la seguridad, en esta materia como
en cualquier otra, de hacer prevalecer su voluntad.
32
Esta extensión del poder reglamentario, en cierto sentido, es la contrapartida de! sistema constitucional general que
subordina actualmente toda la actividad del Ejecutivo a la voluntad preponderante del Parlamento. Incluso la institución
de la responsabilidad ministerial, que tiene por objeto restringir la potestad ejecutiva, tiene también como efecto
inverso el aumentar los poderes del gobierno. Este puede a veces atreverse hasta traspasar los límites estrictos de sus
atribuciones constitucionales; se toma esta libertad cuando sabe o cree que cuenta con la aprobación, tácita o expresa,
de las Cámaras. Esto es lo que ocurrió en materia de reglamentos. Según la fórmula -quizás demasiado estricta-- de la
Constitución de 1875" el jefe del Ejecutivo no tiene por sí mismo ningún poder inicial de decisión reglamentaria, y su
actividad a este respecto depende, en principio, de la autorización de las asambleas legislativas. Sin embargo, el
Ejecutivo se ha mostrado emprendedor en este terreno, y ha tomado espontáneamente, sin esperar el impulso de las
Cámaras, más de una iniciativa. Desde e! punto de vista estricto del derecho vigente, la legitimidad de estas iniciativas
hubiera sido muy discutible. Pero, de hecho, su atrevimiento se explica por e! motivo de que e! gobierno sabía o
esperaba que sus decretos no chocarían con el sentimiento de la mayoría parlamentaria, y pudo así suponer la
aprobación o la tolerancia de las Cámaras. Gracias a esta tolerancia, los decretos dictados en esas condiciones pudieron
subsistir y producir sus efectos por más que se valieran de la competencia normal del Ejecutivo. Queda únicamente por
formular la pregunta de cuál pudiera o debiera ser la actitud de la autoridad jurisdiccional con respecto a aquellos de
dichos decretos que penetraran en la esfera de! derecho individual de los administrados.
Suponiendo que un reglamento de esta clase hubiera sido hecho sin autorización legislativa, es muy dudoso que los
tribunales, que sólo deben aplicar e! derecho vigente, pudieran considerar las prescripciones emitidas por el Ejecutivo
como válidas por el solo hecho de no haber suscitado objeción ni reacción por parte de las Cámaras (ver en este sentido
Duguil, Traté, vol. 11, p. 471).
622

622 FUNCION DEL ESTADO [228

la extensión de la potestad reglamentaria del Presidente de la República, el


intérprete de las leyes constitucionales de 1875 no puede menos de mantener
que, en principio, la Constitución francesa sólo admite reglamentos hechos para la
ejecución o en ejecución de las leyes.33

33
¿No deberá admitirse, al menos, que el estado de guerra tiene como efecto aumentar los poderes reglamentarios del
Ejecutivo?
La cuestión se formuló, en el curso de la guerra mundial, ante el Consejo de Estado (ver el caso y la resolución de
30 de julio de 1915, referidas en la Revue du droit public, 1915, pp. 479 ss.), respecto al decreto de 15 de agosto de
1914, que modificó las formalidades exigidas por la ley de 16 de febrero de 1912 referente al retiro de los oficiales
generales.
En esa ocasión, el Consejo de Estado expuso la idea de que dados el estado de guerra y la imposibilidad absoluta
de satisfacer ciertas exigencias de forma, establecidas por la ley de 1912, "correspondía al Presidente de la República
tomar las medidas dictadas por las circunstancias, con objeto de asegurar, en interés de la defensa nacional, la ejecución
de la ley". Por lo tanto, el Consejo de Estado no admite que el estado de guerra engendre para el Presidente un poder
general por el cual pueda tomar por su propia iniciativa toda clase de medidas de circunstancias: no solamente el
Presidente no puede dictar espontáneamente más que los reglamentos que responden a las necesidades de la defensa
nacional, sino que además el interés de la misma defensa nacional no puede legitimar medidas extraordinarias más que
cuando se trata de asegurar la ejecución de las leyes vigentes. Bajo esta reserva, sin embargo, la resolución en cuestión
reconoce, para tiempo de guerra, la existencia en el Presidente de un poder de iniciativa reglamentaria más extenso que
en tiempo normal (cf. Jèze, "Pouvoirs de l'Exécutif en temps de guerre", Revue du droit public, 1915, pp. 487 ss.;
Barthélemy, "Le droit public en temps de guerre", ibid., pp. 571 ss.).
Desde el punto de vista político, en efecto, es indiscutible que las exigencias de la defensa nacional, en razón de
su gravedad, no deben tener primacía, en muchos casos, sobre las consideraciones formales de estricta legalidad. Desde
el punto de vista jurídico, sin embargo, hay que reconocer que el principio formulado por el Consejo de Estado carece de
base en la Constitución. Ni los textos de 1875, ni la ley sobre el estado de sitio de 9 de agosto de 1849 suspenden, en
tiempo de guerra, el régimen de legalidad, ni modifican la regla general según la cual la competencia reglamentaria del
jefe del Ejecutivo se reduce a un poder de ejecución de las leyes. En vano alega el Consejo de Estado que, en interés
mismo de esta ejecución, puede ser indispensable tomar, en el curso de una guerra, ciertas disposiciones especiales,
como por ejemplo simplificar o suprimir las formalidades requeridas por una ley para su aplicación, si el cumplimiento
de estas formalidades, de hecho, se hace imposible por los acontecimientos de la guerra. A esta argumentación se
puede contestar que el Ejecutivo, en principio, no puede asegurar la ejecución misma de las leyes sino por medios
legales, es decir, por medidas tomadas dentro de los límites de los poderes que recibe de la legislación vigente. Ahora
bien, en el caso a que se refería el Consejo de Estado ningún texto legislativo había habilitado al Presidente para
modificar por decr3to la formalidad prescrita por la ley de 16 de febrero de 1912 (cf. Wahl, Le droit civil et commercial
de la guerre, vol. I, pp. 13 ss.).
Todo lo que puede decirse para justificar la doctrina emitida por el Consejo de Estado "" que el gobierno,
colocado entre su obligación constitucional de asegurar la ejecución de las leyes y la prohibición, constitucional también,
de recurrir a medios ejecutivos extralegales, se verá naturalmente llevado en tiempo de guerra -y cuando la ausencia de
las Cámaras se junta con la imposibilidad de recurrir a medios regulares- a tomar por si mismo las iniciativas ejecutivas
cuya urgencia se impone; y nadie podrá razonablemente reprocharle esto, sobre todo si se trata de una ley cuya no
ejecución comprometería el interés superior de la
623

228] FUNCION ADMINISTRATIVA 623

defensa nacional. Este es el caso de decir aquí que entre dos males debe elegirse el menor. No por ello deja de ser cierto
que semejantes iniciativas gubernamentales se saIen fuera del cuadro regular de las previsiones constitucionales, puesto
que la Constitución actual no autoriza en ningún caso nada análogo ni a los "reglamentos necesarios para la seguridad
del Estado" de la Carta de 1814 (art. 14), ni a la institución alemana de las Nortverdunungen. Por indispensables que
sean, pues, de hecho, estas iniciativas, en derecho quedan desprovistas de legitimidad. Pues si bien es verdad que "la
necesidad no reconoce leyes", no se puede llegar hasta pretender que la necesidad tiene valor de ley y constituye una
fuente de derecho legal.

Hay que reconocer, pues, que durante el curso de la guerra, buen número de decretos reglamentarios se han
visto desprovistos de validez, por no apoyarse en ninguna habilitación legislativa. Sin embargo, como parecía oportuno
hacerles producir un efecto útil, múltiples leyes se dictaron posteriormente para regularizar la situación de hecho creada
por esos actos reglamentarios (leyes de 26 de diciembre de 1914, arto 14; de 17 de marzo de 1915; de 30 de marzo de
1915; de 16 de octubre de 1915; de 15 de noviembre de 1915, etc., etc.). La terminología empleada por dichas leyes
consiste en decir que los decretos irregulares a que se refieren quedan en adelante "ratificados" o también "convertidos
en leyes" (cf. Barthélemy, loc. cit., p. 569). Estas expresiones son inexactas. El decreto que se hizo sin poderes carece de
valor, y no puede ser objeto ni de una ratificación por la ley ni de una conversión en ley, ni de una confirmación o
regularización legislativa. Pues cualquiera que sea la denominación jurídica con que se pretenda designar la operación
que consiste en dar validez al decreto, es evidente que esta validez no se concibe, ya que ninguna ley puede dar valor a
un acto que es nulo en sí.

Considerando sin embargo que los decretos hechos sin poderes producen indiscutiblemente cierto efecto útil por
razón de los medios que, de hecho, tiene el gobierno para imponer inmediatamente su ejecución, se ha creído poder
alegar que semejantes decretos tienen por sí mismos cierto valor, valor de hecho en todo caso, que no permite
considerados romo inexistentes. Por lo menos habrían de valer como medidas provisionales, teniendo en este sentido
un principio de existencia, cuya realidad bastaría para que pueda concebirse y admitirse la posibilidad de una ratificación
legislativa posterior, que viniera, no ya a confinar una nada, pero sí a perfeccionar y consolidar un acto al que sólo le
faltaba dicha confirmación para convertirse en regular y legal. Habría, pues, en esto un procedimiento constitucional
que permitiría al gobierno, en caso de necesidad creado por el estado de guerra, hacer a título provisional reglamentos
no previstos por las leyes vigentes, y este procedimiento, empezado por vía de decreto proveniente de la iniciativa
gubernamental, sería después terminado por la votación legislativa de las Cámaras (ver sobre este punto: Jèze, loc. cit, p.
489; Barthélemy, loc. cit., pp. 563 y 566). La hipótesis de la posibilidad de tal procedimiento parece corroborarse por el
hecho de que, entre los decretos hechos sin poderes en el curso de la guerra, algunos de ellos (ver por ejemplo el
decreto de 27 de septiembre de 1914 sobre la prohibición de comerciar con súbditos enemigos, arto 6; los dos decretos
antialcohólicos de 7 de enero de 1915 en sus arts. 2, y el decreto sobre revisión del reemplazo de 1916, de 3 de
diciembre de 1914, arto 5) tienen sumo cuidado de prever y anunciar que posteriormente habrán de ser objeto de
presentación ante las Cámaras, para su ratificación.

Sin embargo, la ingeniosidad de esta construcción de procedimiento es inútil, pues semejante


procedimiento no sólo carece de base en la Constitución, sino que también se halla evidentemente en
contradicción con las disposiciones constitucionales referentes al poder reglamentario. En efecto, éstas solo
prevén reglamentos dictados para la ejecución o en ejecución de las leyes. Ahora bien, importa observar que la
palabra ejecución, vaga en ciertos aspectos, tiene, al menos respecto a un punto particular, un sentido que no es
equívoco: implica claramente que el decreto ejecutivo sólo puede situarse cronológicamente después de la
624

624 FUNCION DEL ESTADO [228

ley de la que constituye la ejecución. No puede tratarse de la ejecución de leyes por venir. Con mayor razón, la idea de
ejecución no puede concebirse cuando nada permite afirmar que las Cámaras habrán de votar la ratificación que de ellas
se espera. De un modo genera], es de principio y queda fuera de duda que las autoridades ejecutivas no pueden
empezar a ejercer aquellos poderes que dependen de autorizaciones legislativas sino a partir del momento en que la ley
que confiere la autorización es susceptible de ponerse en ejecución (cf. a este respecto la n. 3, p. 526, supra). Así pues,
no existe lugar en la Constitución francesa actual para un procedimiento que consista en dictar, fuera de las leyes,
decretos espontáneos, que sean destinados a promover en lo sucesivo una, intervención y un examen de las Cámaras
para su ratificación. La iniciativa primera, en materia reglamentaria, debe partir de las Cámaras; a ellas corresponde
preparar el procedimiento, y el gobierno, al invertir los papeles y tomar la delantera, desconoce el sistema de la
Constitución, y realiza un acto inconstitucional. No es posible considerar este acto como conteniendo, a falta de
legalidad, un principio de existencia, y la capacidad de ser completado o terminado posteriormente por un alto
parlamentario. Según el rigor de los principios jurídicos, el acto nulo ab initio no se presta a ninguna ratificación.

Se infiere de esto que no se puede aprobar la fórmula de que se sirvieron las leves que han venido a consagrar
tardíamente las disposiciones de los decretos dictados sin autorización. He aquí, por ejemplo, la ley de 30 de marzo de
1915, que se refiere a 34 decretos que formulaban reglamentaciones sobre cuestiones de orden militar. Esta ley se
expresa en los siguientes términos: "Quedan ratificados, para que sus disposiciones tengan fuerza de ley a partir de su
publicación, los decretos que a continuación se enumeran". La fórmula es incorrecta. La institución de la ratificación, que
se ha pretendido introducir en esta materia para sanear y salvar una situación irregular, no sanea ni salva nada, y lejos
de ocultar los vicios del decreto hecho sin poderes, no hace sino subrayar la inconstitucionalidad del mismo. La palabra
ratificación sólo puede aquí engañar o tranquilizar a quienes no tienen de la Constitución francesa sino nociones
confusas o erróneas. Es un eufemismo cuyo empleo no se justifica verdaderamente sino por un motivo de consideración
y de miramiento con respecto al gobierno, el cual, después de todo, no ha hecho sino cumplir con su deber nacional al
tomar sobre sí la responsabilidad de proveer, mediante medidas apropiadas, a necesidades urgentes de la defensa del
país. .

Una vez reconocida la inexactitud de la idea de ratificación, nos vemos llevados a observar que la cuestión de la
retroactividad de las medidas de saneamiento tomadas por las Cámaras con respecto a los decretos irregulares no deja
de suscitar ciertas dificultades. Con la teoría de la ratificación, el efecto retroactivo es evidente. Por el contrario, su
justificación se hace delicada en el momento en que se comprueba que el juicio inicial que afecta al decreto no puede
subsanarse por ninguna ratificación propiamente dicha. Se ha alegado, a propósito de la ley antes citada de 30 de marzo
de 1915, que las Cámaras no están obligadas por el principio de la no retroactividad de las leyes, puesto que este
principio no ha sido establecido por ningún texto constitucional, sino únicamente por el art. 2 del Código civil; y el
legislador siempre es dueño de derogar sus propias leyes (ver en este sentido las conclusiones del comisario del
gobierno en el asunto que dio lugar a la resolución del Consejo de Estado del 30 de julio de 1915, citado al principio de la
presente nota, Revue du droit public, 1915, p. 481). Esto es muy cierto, y hay que llegar más lejos aún: hay que añadir
que, incluso si el principio de no retroactividad hubiera de considerarse .como formando parte integrante del derecho
público consuetudinario, es decir, como consagrado por la tradición constitucional de Francia, no adquiriría por este
hecho el poder especial, el valor reforzado, que sólo pertenece a la Constitución formal; únicamente aquellos textos
concebidos y adoptados en forma constituyente se imponen al respeto del legislador ordinario (ver sobre este punto
la n. 10 del nº
625

228] FUNCION ADMINISTRATIVA 625

467, infra) Las Cámaras, por lo tanto, pueden dictar reglas que tengan efecto retroactivo. Sólo que existe una
retroactividad que no depende de ellas ordenar: aquella cuyo efecto consiste en convalidar en el pasado, o aún
sencillamente para lo porvenir, decretos reglamentarios que, por su ilegalidad, son originariamente nulos. Esta clase de
retroactividad está prohibida, no ya por una ley ordinaria, sino por la misma Constitución. Pues la Constitución no
admite sino reglamentos ejecutivos, y no autoriza reglamentos preventivos o anticipados. La habilitación legislativa, de
la que deriva para el Ejecutivo el poder de realizar un acto reglamentario, debe preceder a dicho acto, y no puede
sobrevenir después. Al ratificar retroactivamente decretos hechos por anticipado y sin poderes, las Cámaras no
solamente derogarían el art. 2 del Código civil, sino que también desconocerían el art. 3 de la ley de 25 de febrero de
1875, la que sólo admite reglamentos que tengan por objeto asegurar la ejecución de las leyes y que, por consiguiente,
se dicten con posterioridad a la ley que los legitima. Las Cámaras carecen del poder de modificar de tal modo, por vía
legislativa, los principios formulados por la Constitución misma (ver, sin embargo, Wahl, op. cit., vol. 1, pp. 17 ss.).

¿Significa esto que las leyes de supuesta ratificación de 105 decretos irregulares motivados por la guerra no
hayan podido producir ningún efecto retroactivo? Semejante conclusión sería excesiva. Existe en esta materia una
retroactividad que es perfectamente concebible y lícita. Ahora que hay que precisar debidamente el objeto al que se
refiere. Dicho objeto no puede ser el decreto mismo, con el que se relaciona la llamada ley de ratificación. Dictado fuera
de toda ley, dicho decreto se encuentra originariamente afectado por un vicio irremediable y la misma Constitución se
opone a que la ley que viene a sustituido le confiera la validez de la cual carece, por medio de una habilitación
retroactuante. Pero, al menos, el legislador es muy dueño de apropiarse las disposiciones reglamentarias contenidas en
el decreto de referencia; tiene facultad para apropiarse esas disposiciones en virtud de su propia potestad legisladora y
a título de prescripciones legislativas, pudiendo así, sin tropezar ahora con ningún obstáculo constitucional, especificar
que esas prescripciones emitidas por él mismo, se dictan con objeto de tener valor retroactivo a partir de una fecha
señalada en el pasado; por ejemplo, puede hacer retroceder su vigencia hasta la fecha de publicación del decreto que las
había introducido en forma irregular.

Esta es, en realidad, la labor que realizaron las leyes llamadas de ratificación. Los términos de los cuales se
sirvieron para realizar esta operación son defectuosos, pero la operación en sí es perfectamente correcta. Y es correcta
precisamente porque difiere totalmente de una ratificación. El análisis jurídico de 105 hechos lo demuestra plenamente.
Ya nada queda del decreto mismo: lejos de ratificarse, desaparece totalmente, y desaparece retroactivamente. Esto es
lo que algunas de las leyes de que se trata expresan diciendo que el decreto "se ha convertido en ley"; expresión que si
bien no es exacta desde el punto de vista estrictamente jurídico, por lo menos indica perfectamente que la ley, por sí
sola, se substituye a] decreto, sea en lo por venir o en el pasado. Así pues, el decreto queda borrado, como carente de
valor, y por consiguiente la ley rectificadora no lo convalida. Pero si no lo confirma, ni siquiera en el pasado, al menos
adopta su contenido, erigiéndolo en disposición legislativa. So pretexto de ratificación, viene en realidad a consagrar por
vez primera una prescripción que hasta entonc.es carecía de existencia regular y de valor constitucional. Esta
prescripción, en primer lugar, tendrá valor de ley para lo sucesivo, y además el legislador, haciendo uso de su facultad
¡.ara dar valor retroactivo a sus disposiciones legislativas, ordena que la prescripción que establece habrá de entrar en
vigencia, como ley, en la fecha de publicación del decreto del cual, por esto mismo, hace resaltar la inexistencia.

Finalmente, pues, el decreto, aunque desprovisto de valor, se toma en consideración bajo un doble
aspecto: en primer lugar en cuanto a su contenido, que se conserva intacto; además, por su fecha, a la cual la
ley rectificadora hace retroceder el punto de partida de sus
626

626 FUNCION DEL ESTADO [228

propios efectos. Pero por lo demás, importa observar que dicha ley no convalida el decreto mismo. La medida
retroactiva que dicta no tiene por objeto conferir al decreto, respecto del pasado, la fuerza jurídica de la que careció
inicialmente. La retroactividad se refiere exclusivamente a las mismas disposiciones erigidas por la ley rectificadora en
prescripciones legislativas. Estas disposiciones legislativas son las que toman la fecha del día de la publicación del
decreto para su entrada en vigencia. Esto es precisamente lo que se desprende de la misma fórmula empleada por el
legislador en esta materia: “quedan ratificados, para que sus disposiciones tengan fuerza de ley a partir de la fecha de su
publicación, los decretos siguientes...” (ley anteriormente citada del 30 de marzo de 1915). Esta fórmula, aunque
menciona erróneamente la ratificación, indica el modo más claro que esta supuesta ratificación no tiene de ningún
modo por objeto convalidar los decretos de referencia, pues si dichos decretos fuesen convalidados, no podrían, como
tales decretos, tener fuerza de ley. ahora bien, no solamente la ley de 30 de marzo de 1915 dice que las disposiciones
que establece habrán de tener fuerza de ley en lo futuro, sino que además precisa que la fuerza de ley les queda
conferida desde la fecha de su publicación primitiva en forma de decretos. Esto equivale a decir claramente que el
decreto desaparece, y que la ley sola toma su lugar, y esto ab initio desde el momento en que hizo su aparición. Así
pues, lo que se conserva no es el decreto mismo, sino únicamente sus disposiciones. Es evidente, pues, que las medidas
retroactivas tomadas por la ley de 30 de marzo de 1915 y por las leyes del mismo género no constituyen una ratificación
aplicada con posterioridad a los decretos ilegales, que viniera a vivificar in praeteritum estos actos reglamentarios, sino
que la retroactividad solo se refiere a las prescripciones del decreto consagradas tardíamente por estas mismas leyes, y
es exclusivamente en su cualidad de disposiciones legislativas como dichas prescripciones producen sus efectos desde la
fecha de publicación de los decretos, ayándose estos así definitivamente eliminados.

Todas las observaciones que se acaban de presentar se refieren al caso de decretos dictados sin poderes, o sea
a decretos que, jurídicamente, no tienen base legitima, y que solo tienen existencia de hecho, cualquiera que haya sido
su oportunidad y su urgencia, por consiguiente, su legitimidad practica, o mejor dicho su excusabilidad practica. Estos
decretos no son susceptibles de ratificación. Distinto es el caso de aquellos decretos que hubieran sido dictados en
virtud de una ley previa, que hubiese conferido el gobierno facultades de reglamentación mas o menos extensas,
aunque bajo la reserva, sin embargo, de que los reglamentos dictados en virtud de dichos poderes habrán de someterse
a un examen posterior de las Cámaras y deberán obtener la ratificación del Parlamento. La constitucionalidad de
semejante reserva (que ha sido discutida para Suiza, especialmente por Burckhardt, op. cit., 2ª ed., p. 683; ver en
sentido contrario Guhl, op. cit., pp. 88 ss.)., no parece poder negarse en Francia, pero sin embargo con una condición:
que ha de entenderse que la votación parlamentaria que se produzca sobre la cuestión de ratificación solo ha de
producir efecto en lo futuro, y carece de efecto retroactivo. Por lo que se refiere al periodo comprendido entre la
emisión del decreto y su presentación a las Cámaras, dicho decreto permanece como tal y conserva su validez incluso
aunque el Parlamento rehusara confirmarlo. Este mantenimiento del decreto se explica constitucionalmente por la
razón de que el decreto ha sido dictado en ejecución de una ley que habilitó al Ejecutivo para estatuir por si mismo,
respecto de un objeto de terminado, por lo menos a titulo provisional, y semejante habilitación legislativa basta para
asegurar, en este periodo ya pasado la existencia y la regularidad del decreto. La exigencia de la ratificación carece ya
por lo tanto de carácter de condición resolutoria carente de efecto retroactivo. La negativa a ratificar abroga el decreto,
pero únicamente para el porvenir. Con mayor razón, si las Cámaras conceden la ratificación, no es necesario que
revaliden el decreto, transformándolo en ley respecto del pasado: para el periodo que precede a la ratificación
627

228] FUNCION ADMINISTRATIVA 627

el decreto se basta a si mismo, puesto que ha sido dictado en virtud de poderes regulares.

Por otra parte, por lo que se refiere al porvenir, la ratificación, tiene por efecto convertir el decreto en ley. A
este respecto, la idea de conversión es más exacta que la de ratificación, y también que la de “sanción” que se encuentra
en algunos textos (Ley de 5 de agosto de 1914, sobre los créditos suplementarios o extraordinarios a establecer por
decretos para las necesidades de la defensa nacional, y la let de 29 de marzo de 1915, concerniente a la regularización
de decretos respecto del presupuesto general del ejercicio de 1945 y de los presupuestos anexos). En este sentido es el
que debe entenderse la palabra ratificación por ejemplo, en la ley de 10 de febrero de 1918, “que establece sanciones
(penales) a los decretos y a las resoluciones dictadas para el autoayamiento nacional”. Se lee en el art. 1 de dicha ley:
“los decretos dictados en aplicación del presente artículo serán sometidos a la ratificación de las Cámaras en el mes
siguiente de su promulgación”. Este texto no puede significar que los decretos de referencia conservaran después de la
ratificación, su naturaleza de decretos, pues en adelante las prescripciones contenidas en el decreto no obtienen ya
solamente su fuerza de la potestad reglamentaria del Ejecutivo, sino que se convierten en manifestaciones de la
voluntad legislativa de las Cámaras. No puede decirse tampoco que la ratificación o la sanción confiera dichos decretos
en carácter mixto de decretos-leyes, ya que no hay lugar para una categoría intermedia de esta clase en la Constitución
francesa actual, que no conoce sino las leyes propiamente dichas por una parte, y por otra parte simples actos de
ejecutivos. Pero el art. 1 anteriormente citado implica, por el hecho de la supuesta ratificación votada por las Cámaras,
que el decreto se encuentra transformado en acto legislativo y que su contenido habrá de tener en adelante el valor
propio de las disposiciones legales.
628

CAPITULO III
LA FUNCION JURISDICCINAL

229.- A imitación de Montesquieu1 los tratados s del derecho público presentan y estudian
la función jurisdiccional como una manifestación especial desde la potestad estatal, y es
evidente, en efecto que considerada desde el punto de vista de su constitución orgánica,
aparece la justicia como un tercer gran poder en el estado.
Sin embargo, los autores no están de acuerdo, ni mucho menos, respecto al punto de
saber en qué sentido la potestad jurisdiccional debe considerarse como distinta de las
otras dos, y hasta existe, a este respecto, una cuestión frecuentemente discutida que se
ha hecho clásica en la doctrina, pero que en suma permanece siempre sobre el tapete: la
cuestión del numero de los poderes del estado.
Según una opinión muy extendida en la literatura jurídica francesa, la función
jurisdiccional no tiene más objeto que el de aplicar a los casos concretos sometidos a los
tribunales las reglas abstractas formuladas por las leyes. Si esta opinión tiene
fundamento, hay que deducir lógicamente de ello que la jurisdicción, en definitiva no es, si
no una operación de ejecución de las leyes, o sea una actividad de naturaleza ejecutiva.
Por lo tanto, la función jurisdiccional no puede considerarse como un tercer poder
principal del Estado, como una potestad igual a las otras dos e irreduciblemente distinta
de ella, sino que constituye simplemente una manifestación y una dependencia del poder
ejecutivo, el que comprende así dos ramos particulares: la administración y la justicia. Las
funciones estatales se encuentran reducidas con esto, esencialmente, a dos poderes
primordiales.

Este es el concepto que desde el principio de la revolución fue sostenido por


numerosos oradores de la asamblea constituyente, y que parece haberse impuesto en el
espíritu de la mayoría de dicha asamblea (cf. Redslob, Die Staststheorien der
französischen Nationalversammlung v1789, pp. 292 ss., 360 ss.)

1
Espirit des lois, lib.IX cap VI: “exiten en cada estado tres clases de poderes: La potestad ejecutiva
de aquellas dependen del derecho de gentes y la potestad ejecutiva de aquellas que dependen del
derecho civil ….Se dará a esta ultima el nombre de potestad de juzgar y la otra se llamara
simplemente la potestad ejecutiva del Estado”
629

229] FUNCION JURISDICCIONAL 629

La formula más clara fue dad entonces por Cazalés: “En toda sociedad política solamente
existen dos poderes, aquel que hace la ley y el que la hace ejecutar. El poder judicial por
mucho que de él hayan dicho varios publicistas solo es una simple fundación, ya que
consiste en la simple aplicación pura y simple de la ley. La aplicación de la ley es una
dependencia del poder ejecutivo” (Archives parlamentaires. 1° serie, vol. xv, p. 392 ).Es
conocida la exclamación que lanzó Mirabeau en el mismo sentido: “Pronto tendremos
ocasión de examinar esta teoría de los tres poderes. . . y entonces los valerosos
campeones de los tres poderes trataran de hacernos comprender lo que entienden por
esta gran frase de los tres poderes, por ejemplo como lo conciben al poder judicial distinto
del poder ejecutivo” (Archives parlamentaires. 1° serie, vol. XIII, p. 2 43). En su memoria
titulada Príncipes Et Plan sur I’ établissement de I’ ordre judiciare, Duport decía también:
“antes de ejecutar las leyes se trata de saber si aplican o no a un hecho ya realizado esta
función no puede con toda seguridad ser desempeñada por ninguno de los otros dos
poderes; forma propiamente el objeto de lo que se llama impropiamente el poder judicial.
Y digo impropiamente porque en realidad, en el poder, judicial, no hay más poderes que el
poder que es el poder ejecutivo, el cual tiene la obligación de consultar a personas
designadas por la constitución antes de mandar a ejecutar las leyes civiles cuando parece
dudosa la ejecución de estas “(archives parlamentaires 1° serie vol. XII, p.410) Mounier
declaraba a su vez en tanto el poder judicial, es tan solo una enajenación del poder
ejecutivo, que tiene que ponerlo en actividad y vigilarlo constante mente” (Archives
Parlamentaires 1° serie vol. VIII, p.409).
Esta doctrina revolucionaria no ha dejado de tener nuevos defensores desde 1789. Entre
los más recientes y enérgicos se pueden citar Ducrocq (Cours de droit administratif. 7°
ed. Vol. I n° 35) Duguit, ( la separation des pouvo irs et I’ Assamblée nationale de 1789,
pp. 14 ss.; traite vol. ! pp. 358 ss.) Y Saint-girons ( Essai sur la separation des pou voirs,
pp. 1, 135 ss.) El principal razonamiento de estos autores solo es, hoy aun la
reproducción del que Cazales enunciaba en 1790 (el espíritu no puede concebir , decía
Ducrocq (loc.cit) en la constitución de las sociedades, si no dos potestades: aquella que
crea la ley y la que hace ejecutar, de manera que no hay lugar para una tercera potestad
junto a las dos primeras . . . Todo el que, en el país, este encargado a titulo cualquiera de
la aplicación de las leyes, participa en la potestad ejecutiva . ahora bien , la autoridad
judicial es la encargada de la aplicación de las leyes” Saint-Girons expone la misma idea
al principio de su libro:
630

630 FUNCION DEL ESTADO [229

"Todo gobierno tiene dos funciones esenciales: dictar las leyes y hacerlas ejecutar"2

Sean o no exactas estas tajantes afirmaciones, parecen a primera vista tener por
lo menos un mérito indiscutible, que es el de determinar perfectamente el terreno en el
cual es conveniente colocarse para poder apreciar el número y la distinción de los
poderes. Los autores antes cita dos sostienen que la jurisdicción, tomada en sí y
considerada en sus caracteres específicos, no es en realidad, lo mismo que la
administración, sino una función de ejecución de las leyes, e infieren de ello que, en
principio, sólo existen en el Estado dos poderes primordiales. Estos autores se colocan,
por lo tanto, en el punto de vista funcional para realizar la discriminación de los poderes,
y en esto por lo menos están en lo cierto. Es evidente, en efecto, que la determinación del
número de los poderes depende ante todo de la diversidad y de la distinción de las
funciones. Pero es importante añadir que, en derecho, las funciones de potestad estatal
no se diversifican únicamente por su naturaleza respecto al fondo, sino también por sus
condiciones de forma. Este es precisamente el caso por lo que se refiere a la función
jurisdiccional. Aunque se demostrara que dicha función es de naturaleza puramente
ejecutiva y debe aproximarse, en este aspecto, a la administración, habría que observar
que, desde el punto de vista de las condiciones en las cuales se ejerce, o sea desde el
punto de vista orgánico, la jurisdicción se halla erigida por el derecho público moderno en
función especial, "claramente separada de las otras' dos, con sus reglas propias y sus
órganos particulares, y que constituye así, en cierto sentido, un tercer poder, que aparece,
en derecho positivo, como enteramente distinto de la legislación y de la administración. En
otros términos, para la jurisdicción así como para las demás funciones, y junto al punto de
vista material, hay que tener en cuenta el punto de vista formal. Se ha visto anteriormente
que en el derecho público francés las diferencias que separan a la legislación de la
administración son esencialmente de orden formal; las indagaciones que siguen traerán
un reconocimiento del mismo género

2 El punto de vista de Duguit es menos claro, pues reconoce dicho autor (L'F:tat, "01. 1,
p. 450; Traité, vol. 1, p. 359) que la función de juzgar es una función totalmente distinta de
la función legislativa y de la función administrativa y que' los caracteres internos de la administración y de la
jurisdicción son esencialmente diferentes.
3 A este respecto, el principio se encuentra ya formulado por la ley de 16·24 de agosto
de 1790, tÍt. 11, arto 13: "Las funciones judiciales son distintas y permanecerán siempre sepa-
radas de las funciones administrativas". Así pues, por más que la función de juzgar. según
el sentir de la Asamblea nacional, no fuese sino una función de naturaleza ejecutiva, el texto
In caracterizaba como una función distinta de la función administrativa, y ello por razón de la
Q
organización que entonces se le daba (ef. n 268, inira),
631

229-230] FUNCION JURISDICCIONAL 631

En lo que se refiere a la distinción entre la función jurisdiccional y las otras


dos funciones.
Por estas explicaciones preliminares se ve que el estudio de esta
nueva función depende directamente y desde el primer momento de la
controvertida cuestión del número de poderes. Para resolver esta cuestión, se
deben examinar sucesivamente los dos puntos siguientes: 1° ¿Es cierto que
la función jurisdiccional se reduce únicamente a una función de ejecución de
las leyes? 2° ¿En qué sentido puede considerarse como manifestación
especial y distinta de la potestad...de Estado? Y por consiguiente, ¿en qué
sentido puede decirse que hay en el Estado, desde el punto de vista
funcional, tres poderes en vez de dos únicamente?

§ 1. DEFINICIÓN DE LA FUNCIÓN JURISDICCIONAL


SEGÚN SU OBJETO

230. Para determinar la naturaleza de la función jurisdiccional es


conveniente averiguar en primer lugar cuál es su objeto propio.

Según el concepto que de ello exponen numerosos autores, este objeto


sería el de resolver los litigios que se suscitan, bien sea entre dos personas
con ocasión de sus relaciones de orden privado, bien entre un administrado y
la autoridad administrativa respecto a los actos realizados por ésta. Así pues,
el ejercicio de la jurisdicción supondría necesariamente un litigio, una
discusión entre partes que sostienen pretensiones contrarias, o por lo menos,
sería suficiente que tal litigio se suscitara, para que hubiese lugar a una
intervención jurisdiccional.
Esta es la definición que propone Artur con respecto a la función de
juzgar: "Juzgar es pronunciar el derecho con objeto de asegurar el respeto del
mismo, cuando hay lugar a hacerlo, o sea cuando ha sido violado o
impugnado" ("Séparation des pouvoirs et séparation des fonctions", Rente du
droit public, vol. XIII, p. 226) ; y este autor precisa su pensamiento al añadir
(ibid., pp. 487 Y 488): "Para que la función de juzgar se ejer- za es necesario
que existan cuestiones contenciosas a dilucidar". Según esto, el concepto de
jurisdicción implica esencialmente la existencia de un debate contencioso.
Pero, dice J acquelin (Principes dominarus du cotüentieux administrau], p. 191;
cf. Hauriou, "Les éléments du contentieux", Recueil de législation de Toulouse,
1905, p. 13), para que haya "contencioso" la primera de todas las condiciones
es que exista un "litigio". Luego sólo puede tratarse de función jurisdiccional
en el caso en que haya un litigio a resolver. Por esto se ha caracterizado a la
autoridad judicial diciendo que es "aquella que, en un proceso entre dos o más
personas, ha de interpretar y aplicar la ley y reconocer así dónde se
encuentra el derecho "(Saint-Girons, op; cit., p. 411). Los autores alemanes
632

632 FUNCION DEL ESTADO [230-231

se expresan en términos análogos. Por ejemplo, J ellinek (L' État moderne,


ed. francesa, vol. II, p. 318) dice que el objeto de la función jurisdiccional es
el de fijar un derecho incierto o impugnado. Y Montes quien había declarado
ya que mediante esta función el príncipe o el magistrado juzga los litigios de
los particulares (Esprit des lois, libro XI, cap. VI) En resumen, la idea general
que se desprende de estas diversas definiciones es que la función
jurisdiccional está llamada a ejercerse siempre que se, suscite un litigio para
cuyo apaciguamiento sea necesario proceder, bien sea a una aplicación o a
una interpretación de la ley. Hay que observar, en efecto, que el desacuerdo
que origina los casos litigiosos puede referirse ya a un punto de derecho o
ya a un punto de hecho. Existe el litigio sobre un punto de derecho cuando el
desacuerdo se suscita respecto al sentido mismo de una disposición legal
cuyo alcance es puesto en duda por una de las partes rivales. La solución de
este litigio precisa entonces de una interpretación de la legislación vigente.
Pero puede ocurrir también que el debate se refiera simplemente a la
existencia de hechos que condicionan la aplicación de la ley, y en este
último caso ya no es el sentido de la ley el que se pone en tela de juicio, sino
que el litigio es respecto al punto de saber si las leyes aplicable de hecho, y
se trata entonces solamente de un caso de aplicación de la ley. Por lo
demás, para que el titular de un derecho pueda poner en movimiento la
actividad jurisdiccional del Estado no es indispensable que su derecho haya
sufrido ya una- violación efectiva, sino que basta que ese derecho le sea
discutido; a decir verdad, cuando un derecho tiene existencia regular, negar
su realidad constituye ya una violación del mismo.

231. Si esta primera doctrina tuviera fundamento, habría de decir-


se que la función jurisdiccional tiene por esfera propia y por materia el
examen de los casos litigiosos y la solución de los procesos; y así se
despejarían los elementos de una definición material de dicha función. Sin
embargo, esta forma de definirla no sería exacta. Indudablemente, en la
mayor parte de los casos, la actividad jurisdiccional se ejerce con objeto de
resolver litigios. A veces también, sólo puede ejercerse en cuanto el litigio
está claramente caracterizado por ciertas circunstancias formales, que
ponen en absoluta evidencia la oposición y la lucha contenciosa que existen
entre las partes rivales. Es por lo que los tribunales administrativos
(Laferriére, Traité de la juridiction adminístrative, 2" ed., vol. 1, p. 322;Hauriou,
Précis de droit administratij, 8:). ed., pp. 402 ss.; Jacquelin, op. cit., p.191), o por
lo menos el Consejo de Estado (Artur, op. cit., Revue du droit public,vol. XIV,
pp. 248 ss., 436 ss.), no pueden intervenir en un recurso contencioso sino a
condición de que exista con anterioridad una decisión administrativa formal
que pueda serles deferida
633

321] FUNCION JURISDICCIONAL 633

por el autor del recurso como contaría al derecho ."Vigente. seegún Laferriére
(loc. cit., p. 462), esta necesidad de una decisión previa de la autoridad
administrativa se explica, entre otros, por el motico de que la jurisdicción del
Consejo de Estado tiene por objeto preciso “no ya simples pretensiones de
las partes” sino una oposición entre administrados y administradores, que se
haya manifestado por una decisión administrativa expresa, debiendo entonces
ser esta el verdadero objeto de la instancia contenciosa" (ver respecto de este
formalismo las observaciones críticas de Artur, loco cit., pp. 464 ss.).

La teoría según la cual la función jurisdiccional tiene por objeto resolver


las cuestiones contenciosas, contiene pues gran parte de verdad. Sin
embargo existen numerosos casos en los cuales esta teoría ya no está de
acuerdo con los hechos; pues por una parte, las decisiones estatales que
estatuyen respecto a puntos litigiosos no constituyen necesariamente y sólo
por esto actos de jurisdicción. Por ejemplo, cuando se suscita un litigio entre
una autoridad administrativa y un administrado referente a la regularidad de un
acto de administración que es combatido todos los autores están de acuerdo
en negar todo carácter Jurisdiccional
a la decisión mediante la cual el superior administrativo que se
Hace cargo de un recurso jerárquico contra dicho acto pronuncia su
confirmación, su modificación o su anulación. Por otra parte, y en sentido
inverso, hay que reconocer con Duguit (L' État, vol. 1, p. 422; Traité, vol. 1, p.
269) que la función jurisdiccional se ejerce frecuentemente fuera de toda
impugnación respecto del hecho o respecto del derecho. Cita este hace cargo
de un recurso jerárquico contra dicho acto pronuncia su con autor el caso en
que el titular de una obligación que consta en documento privado cita para
reconocimiento de firma al deudor, hallándose éste totalmente de acuerdo con
aquél respecto a la existencia de la obligación. La decisión judicial que se
produce en estas condiciones no hace sino registrar el acuerdo de las partes.
Hay que hacer extensiva esta observación a los llamados convenios judiciales.
El objeto de la intervención judicial en este caso no es de ningún modo
resolver un litigio, sino, antes al contrario, re- conocer un entendimiento y una
transacción entre las partes, a fin de conferir a su acuerdo carácter de
autenticidad y fuerza ejecutiva. Se ha podido decir con razón que cuando las
partes celebran un convenio de esta
clase, el papel del tribunal es el mismo que el del notario que es requerido
para elevar a escritura pública un contrato, y sin embargo los convenios
judiciales no dejan de ser decisiones jurisdiccionales. Otro ejemplo: según
los términos de los arts. 99 ss. del Código civil y 855 ss. del Código de
procedimiento civil, la parte que desea rectificar un acta concerniente a su
estado civil ha de dirigirse a los tribunales civiles, Ahora bien, esta petición no
implica necesariamente un litigio, y el artículo 858 del Código
634

634 FUNCION DEL ESTADO [231

De procedimiento civil hasta prevé especialmente el caso en que no hubiera mas


parte que el demandante para rectificación. No por ello deja de ser verdad que la
rectificación de las actas del estado civil en todos los casos, constituye una
operación de naturaleza jurisdiccional, y es lo que establecen los textos
anteriormente citados, ya que califican como JUICIO la decisión judicial que
pronuncia la rectificación.
En el mismo sentido, es conveniente, sobre todo invocar el caso de la
jurisdicción represiva. Como alega Esmein (tlem;nts, 5il ed., p. 439), la ejecución
de la ley penal presupone siempre un juicio de condena, es decir un acto
jurisdiccional y ello aun cuando ni el hecho punible, ni el ~ alcance de la ley que.
Castiga ese hecho pudieran ponerse en duda por el inculpado DI fuera Impugnado
por él. En efecto, así como el derecho penal moderno se basa en el principio nulla
poena sine lege, así también es un principio de derecho público actual el que la
pena legal no puede ejecutar la autoridad administrativa sino después de haber
sido pronunciada judicialmente por un tribunal represivo, el que previamente tiene
la obligación de comprobar la existencia de los hechos imputados al acusado, y
además de apreciar esos hechos están comprendidos entre las, infracciones
previstas y sancionadas por la legislación penal. Aquí también el concepto de
jurisdicción aparece como independiente de la existencia de un litigio y de la idea
de contencioso en el sentido propio de esta palabra.1

1
Precisamente por estos motivos los autores actuales emplean más bien la expresión
función jurisdiccional, con preferencia a función judicial. Esmein (Éléments. S' ed., pp.
436 ss.) Habla todavía del "poder judicial". Duguit (Traité, vol. J, pp. 260 ss.) dice "función
jurisdiccional" y explica (p. 261) por qué prefiere servirse de este término. Los autores administrativos,
particulannente Laferriére y Hauriou, emplean corrientemente las palabras "jurisdicción administrativa". La
palabra juzgar despierta particularmente la idea de proceso o juicio, y tiene tradicionalmente un sentido de
arbitraje: e! juez es un árbitro entre partes contrarias. La palabra jurisdicción no implica por sí misma la
existencia de un proceso, sino que designa simplemente una función que consiste en pronunciar el derecho.
Por ejemplo, en el caso de instancia criminal, hay lugar a jurisdicción, aunque no exista propiamente hablando
lucha contenciosa entre dos partes contrarias. Los mismo ocurre en e! caso de! recurso por extralimitación de
atribuciones, a propósito del cual Hauriou pudo decir que dicho proceso se le hace, no a la autoridad
administrativa, sino al acto mismo que se impugna por vicioso (6' ed., pp. 384 ss.; ver también 8' ed., pp. 402
SS., 978). Por otra parte, cada vez que se suscita un recurso contencioso respecto de un acto realizado en
nombre del Estado y en virtud de la potestad estatal, hay que reconocer que la idea de proceso propiamente
dicho entre el Estado, persona dominadora, y el simple administrado que intenta el recurso, no es de las que se
dejan construir fácilmente. La idea de proceso y de arbitraje sólo puede concebirse claramente entre personas
jurídicas iguales. En todas las hipótesis de este género, el único concepto exacto es sencillamente el de
jurisdicción. Ante la reclamación de la parte interesada, el Estado manda examinar por sus agentes
jurisdiccionales e! acto realizado por sus agentes administrativos. La autoridad jurisdiccional comprueba la
regularidad del acto de referencia; si ello es necesario, reconoce y restablece el derecho de la parte
reclamante, si ese derecho ha
635

232-233] FUNCION JURISDICCIONAL 635

232. Descartada esta primera teoría, se encuentra en la literatura


contemporánea otra definición, que parece adaptarse bastante bien a los
diversos casos de intervención de la función jurisdiccional que han sido
citados como ejemplo. En estas diversas hipótesis (convenios judiciales,
rectificación de actas del estado civil, condena penal), el cometido jurisdiccional
de la autoridad judicial consiste, haya o no litigio, en reconocer, bien sea el
derecho que habrá de tener ella misma que aplicar a un caso del que se ha
hecho cargo, bien sea una situación jurídica que se halla ya establecida. Juzgar
es, por lo tanto, reconocer y declarar el derecho aplicable a cada justiciable o el
derecho existente para cada uno
de ellos. Idéntica idea se sugiere con la misma palabra jurisdicción. Traducida
literalmente, esta palabra significa que la función jurisdiccional, en su sentido
material, es la parte de la actividad del Estado que consiste en decir el derecho,
en pronunciado (respecto del valor de esta definición, ver lo que se dirá en el n"
268, in/ra).

Queda por precisar lo que debe entenderse por "pronunciar el derecho". En


el Estado moderno, el derecho es el conjunto de reglas formuladas por las leyes
o en virtud de las leyes, que constituyen el orden jurídico del Estado. Pronunciar
el derecho no es, pues, creado, sino reconocerlo. Según la expresión de O.
Mayer (Droit administrati/ allemand, ed. fran- cesa, vol. 1, p. 7), es "declarar lo
que, según el orden jurídico (existente), debe ser de derecho en el caso
individual". El acto jurisdiccional consiste, pues, en buscar y determinar el
derecho que resulta de las leyes, a fin de aplicado a cada uno de los casos de
que se hacen cargo los tribunales. El cometido de éstos, por consiguiente, es
aplicar las leyes, o sea asegurar el mantenimiento del orden jurídico establecido
por ellas. Por esto se califica generalmente a los jueces como guardianes de las
leyes.

233. Este es también el concepto al que han llegado casi todos los autores.
"Juzgar, dice Duguit (Traité, vol. 1, pp. 263·264; cf. L'État, vol. 1, pp. 416 ss.), es
reconocer la existencia, bien sea de una regla de derecho, bien de una situación
de derecho. Toda decisión jurisdiccional es un silogismo; la mayor es el
llamamiento a la regla de derecho. El juez no realiza un acto de voluntad, sino
que reconoce el derecho y deduce la conclusión lógica". Laband (Droit public de
l'Empire allemand; ed. francesa, vol II, p. 514) dijo igualmente: "La resolución
(judicial) consiste en aplicar el derecho vigente a un estado de cosas concreto.

sufrido una violación a un daíio ; se encuentra, pues, en efecto, llamada a pronunciar el derecho, pero sin que se
pueda hacer referencia por ello a un verdadero proceso entre el reclamante y el Estado. La idea de arbitraje no
aparece aquí sino desde un solo punto de vista, a saber, por cuanto el examen jurisdiccional de la reclamación se
reserva a una autoridad diferente de aquella que realizó el acto (d. n' 256, infra).
636

636 FUNCION DEL ESTADO [233

Las consecuencias de este derecho se presentan por sí mismas con una


necesidad intrínseca". Es por lo que los autores alemanes definen generalmente a
la justicia (Rechtspflege) como "una actividad que tiene por objeto ase- gurar la
conservación (Aufrechterhaltung) del orden jurídico existente"(G. Meyer, Lehrbuch
des deutschen Staatsrechts, 6~ ed., pp. 26, 618, 641).

En cuanto a la cuestión de saber cuál es la fuente de donde el juez puede


tomar los elementos del orden jurídico vigente, los autores contestan
generalmente que dicha fuente la constituye la ley. De aquí la definición clásica:
"La función jurisdiccional consiste en aplicar las leyes".
En este sentido, Artur (op. cit., Reoue du droit public, vol. XIII, p. 222) escribe: "Los
juicios son la aplicación de una o de varias leyes a hechos particulares y a
personas determinadas. Por definición, los juicios siempre suponen una ley
anterior que aplicar". Asimismo, Moreau (Précis de droit constiuuionnel, 5~ ed.,
núms. 422.423): "La autoridad judicial tiene por misión dar solución a las
dificultades jurídicas que suscita la aplicación de las leyes. Sólo puede aplicar las
leyes a los casos que examina". Berthélemy (Reuue du droit public, vol. XIX, p.
210) enuncia la misma doctrina: "La resolución judicial sólo vale por la ley, de la
que es la fiel traducción. El juez no añade nada a la ley, sino que dice el sentido
de ésta y precisa su significación". Michoud (Revue du droit public, vol. IV, p. 273)
dice igualmente:" uestro derecho es un jus scriptum. Indudablemente, no debe
entenderse en un sentido demasiado estricto la necesidad de un texto como base
de obligación jurídica. Puede resultar ciertamente, del conjunto de los textos, un
principio jurídico que
no se exprese en ellos de un modo formal, y que corresponderá al intérprete
despejar. Desde este punto de vista, la tarea del intérprete, así como la de la
jurisprudencia, es muy extensa. Pero es necesario además que este principio
jurídico se halle en germen en los textos. Es preciso que exprese, no ya la forma
en que concibe el intérprete las relaciones
sociales, sino la forma en que las ha concebido el legislador." Los autores
alemanes sostienen las mismas ideas. La ley, dice O. Mayer (op. cit., ed. francesa,
vol. 1, p. 92), procura a la justicia el fundamento in- dispensable de su actividad;
no hay juicio si no es sobre la base de una regla de derecho". Y también (loc. cit.,
p. 106): "Para la justicia, la
ley siempre ha previsto lo que debe hacerse y contiene, para cada caso individual,
la determinación de lo que es de derecho en ese caso. No le queda al tribunal sino
pronunciar de una manera expresa lo que ha querido la ley. El tribunal no hace
más que aplicar la ley". G. Meyer (op. cit., 6~ ed., p. 27) resume todo esto en la
siguiente fórmula: "La justicia es únicamente una función de ejecución de las
leyes".

En definitiva, de la doctrina generalmente admitida por los autores se


desprende que la potestad jurisdiccional está llamada a ejercerse
637

233] FUNCION JURISDICCIONAL 637

siempre que proceda con objeto de asegurar la ejecución de la ley- fijar el sentido
de la misma y el alcance de su aplicación, o compro- bar si es aplicable a un caso
determinado y de qué manera debe ser aplicada al mismo. Aplicar las leyes, tal
es, según la opinión general, la materia propia de la jurisdicción. Así definida, la
función jurisdiccional se presenta como una actividad de naturaleza ejecutiva y
como no siendo sino una manifestación particular de la función de ejecución de las
leyes. En efecto, si bien es verdad que la misión del juez se reduce en todos los
casos a aplicar la legislación vigente, así como la del administrador consiste en
actuar en virtud de prescripciones legislativas, hay que deducir de ello que
cualquier decisión emitida tanto por la autoridad judicial como por la autoridad
administrativa ha de tener su principio, su base primera, en un texto legal, de
manera que, finalmente, sólo la ley posee una potestad creadora inicial; con esto
se ve justificada, por lo tanto, la afirmación de los autores que, como se ha visto
anteriormente, sostienen que fuera de la legislación y de su ejecución no puede
concebirse ninguna tercera función que entrañe una potestad verdadera y
esencialmente autónoma.

Indudablemente, y como observa Jellinek (loc. cit., vol. 11, p. 332), tiene el
juez, en cierto sentido, una misión creadora que se desprende del hecho de que
una disposición legislativa sólo adquiere su completo desarrollo y su alcance
definitivo mediante la aplicación jurisdiccional quede la misma hacen los
tribunales. Estos añaden algo a la legislación, por lo mismo que deducen las
consecuencias de la misma y fijan sus detalles de aplicación. Y a este respecto,
se puede decir que el cometido de las decisiones jurisdiccionales es análogo al de
los reglamentos hechos por la autoridad administrativa, pues así como el
reglamento de ejecución completa a la ley desarrollando sus disposiciones, así
también corresponde a los tribunales proporcionar, mediante 'sus sentencias, el
desarrollo complementario de las leyes que han de aplicar. Importa también
observar, además, que el juez desempeña esta tarea con un amplio perder
depreciación personal; prueba de ello es el hecho, tan frecuente, de diversidad y
hasta de oposición de juicios.

Sin embargo, por amplio que sea el complemento que tienen las leyes en los
juicios, no puede decirse de esta parte de la actividad jurisdiccional que implica en
el juez, realmente y en totalidad, el poder de crear derecho, pues a decir verdad,
todo el desarrollo que con esto aporta la jurisprudencia a las leyes se funda
directa y únicamente en su interpretación. Interpretar la ley, en efecto, no es
únicamente despejar el sentido inmediato de la regla que ha formulado, sino
también determinar cuál es el alcance de aplicación de dicha regla, cuáles son los
casos que rige, y las consecuencias jurídicas que de ella derivan, aunque dichas
638

638 FUNCION DEL ESTADO [233-234

consecuencias no se hallen expresadas en el texto legislativo. Fijar todos estos


puntos es indudablemente desarrollar los principios consagrados por las leyes,
así como también desarrollarlos por vía de interpretación. En otros términos, las
soluciones así adoptadas por los tribunales hallan su origen primero en una
disposición legislativa, no son sino !a ejecución de un principio formulado por la
legislación y están contenidas, al menos en embrión, en los textos legales. En
todos estos aspectos, por consiguiente, la función jurisdiccional sigue
constituyendo, en el fondo, una función de ejecución.

234. ¿Habrá de inferirse de aquí que esta función se reduce por entero a una
labor subalterna de orden ejecutivo? No, no cabe atenerse a semejante
conclusión, pues ello supondría perder de vista otra parte, muy importante, de la
competencia que comprende en sí la función jurisdiccional. En efecto, se acaba
de comprobar que la jurisdicción, ante todo, consiste en la interpretación y en la
aplicación de las leyes. Pero esto supone naturalmente la existencia de una
prescripción legislativa que se ha de interpretar y aplicar. Ahora bien, pueden
presentarse casos respecto de los cuales la ley no haya estatuido y cuya
reglamentación no contenga de ningún modo, ni siquiera virtualmente. Cuando
falta así toda regla legislativa, no puede haber interpretación, ni se puede decir
tampoco que haya que completar la ley, sino que la verdad es que el juez tiene
entonces precisión de rellenar los vacíos, diciendo derecho allí don- de el
legislador no estableció ningún orden jurídico. En una palabra, junto a los casos
en que la función jurisdiccional consiste simplemente en reconocer y declarar el
derecho legal, hay que situar aquellos en los que ha de consistir en crear
derecho, en ausencia de toda prescripción legislativa.

En este caso, hay que despejar un nuevo aspecto y una nueva definición de
la función jurisdiccional. Según la doctrina corriente, recordada anteriormente,
esta función no entraña más potestad que la de aplicar las leyes; su ejercicio
presupone, pues, la existencia de la ley y sólo se produce a fin de preparar su
ejecución. Si se admitiera esta definición, resultaría inmediatamente que, cuando
la ley nada dice, no podría ejercerse la función jurisdiccional. El juez, al no hallar
texto legislativo en que fundar su sentencia, no podría juzgar, como no podría el
administrador, según el derecho positivo francés, tomar medidas administrativas
cuando para ello no ha recibido poder por una ley," 2

2 Algunos autores han sostenido que a falta de ley aplicable al caso que se le somete, el
juez puede rechazar la pretensión del demandante. y añaden que al rechazar así al demandante, el juez ejerce
también la función de juzgar y pronuncia el derecho, pues declara por su sentencia que la pretensión del
demandante carece de fundamento legal. Pero este 'razonamiento no resiste a un serio examen. Como lo
demostró Geny (Méthode d'interprétotion et sources
639

234-235] FUNCION JURISDICCIONAL 639

Ahora bien, existe el principio, por el contrario, de que el juez que se ha


hecho cargo de un litigio tiene obligación, en todo caso, de estatuir sobre el
mismo, bien sea que la cuestión litigiosa expuesta ante él haya Sido prevista por
una ley o bien que no exista en la legislación ningún elemento de solución
aplicable al citado litigio. Este principio se halla consagrado en el derecho francés
por el arto 4 del Código civil, que dice que el Juez que se ampara en el silencio de
la ley para negarse a fallar cometió, una denegación de justicia, o sea que
traiciona los deberes de su función, Esto demuestra que la función jurisdiccional
no se reduce al poder de aplicar ejecutivamente las leyes a los casos concretos
sometidos a los tribunales, sino que, además de la aplicación de las leyes,
comprende también poder y el deber de pronunciar el derecho, con objeto de
resolver los litigios cuya reglamentación no se encuentra en las leyes. Pronunciar
el derecho no consiste únicamente, por parte del juez, en reconocer y en declarar
el derecho legal, sino que consiste también, a veces, en. Crear nuevo derecho,
cuando respecto a una cuestión determinada no exista derecho establecido por la
ley misma.

Es necesario por lo tanto, ampliar el concepto de jurisdicción. Al definir la


jurisdicción como una función de aplicación de las leyes, no se expresa sino una
parte del cometido del juez, y sobre todo no se explica cómo es que .el juez
puede decir derecho en ausencia de toda ley. Para que el la autoridad
jurisdiccional tenga ese poder, es indispensable que la función de juzgar tenga un
fundamento y una esfera de acción más amplios que la simple aplicación de las
reglas legislativas vigentes a verdadera definición que debe darse de esta función
es la de que consiste en pronunciar el derecho, en el sentido de que el juez, en
cada uno de los casos que regularmente se le someten, tiene la obligación de
deducir de la ley o difundir Por .sí mismo una solución que, sea el que fuere su
origen, habrá de constituir el derecho aplicable al caso formulado. Esto es al
menos lo que ocurre en caso de litigio, ya que en este caso el
cometido del juez es el de fijar, es decir, reconocer o crear el derecho que, entre
las partes litigantes, ha de regir la relación respecto de la cual están en
desacuerdo. Pronunciar el derecho, sea legal o extralegal, es el objeto verdadero
y completo de la jurisdicción.

235. Por esta definición se ve cuáles son, en realidad, las relaciones

en droit privé positij, pp. 22, 33 Y 109), el hecho de que el juez rechace una demanda fundándose en el
silencio de la ley equivale en realidad a una negativa a juzgar, y esto, especialmente, a causa de que tal rechazo
equivale, en el fondo, a una negativa a tomar en consideración los argumentos que el demandante haya podido
producir en favor de su pretensión. Pero lejos de pronunciar el derecho, el juez que así actúa declara que las
partes han de pero mantener la situación de hecho que ya se encuentra establecida entre ellas, sin que dicha
situación pueda ser objeto de un examen jurídico. La verdad es, por lo tanto, que este juez se abstiene de
juzgar.
640

640 FUNCION DEL ESTADO [235

entre la jurisdicción y la ley. Indudablemente, cada vez que el juez se halla en


presencia de un caso comprendido en las previsiones de un texto legal, debe,
para este caso, pronunciar el derecho legal. En el Estado legal moderno, el juez
viene obligado ante todo, por lo que se refiere al derecho, a pronunciar el que la
misma ley consagra. No ya porque por su naturaleza se reduzca la función de
juzgar a una pura tarea de aplicación de las leyes, sino por la razón de que la ley
se impone superiormente todas las autoridades estatales subordinadas en
potestad al legislador. Además, por razón del carácter estatutario que se
desprende de la ley, en el caso en que ésta haya dispuesto por vía de regla
general (ver n" 114, supra), es evidente que toda la cuestión referente a un punto
que ha sido previsto y regulado por un estatuto legislativo halla su previa res-
puesta en el orden jurídico estatutario y debe ser resuelta judicialmente por una
aplicación directa de la regla legal. Bajo ese aspecto, es cierto, pues, que la ley
domina y gobierna el ejercicio de la función jurisdiccional. Pero no se infiere de
esto que dicha función no tenga razón
de ser sino en cuanto existen leyes que hayan de aplicarse. Muy por el
contrario, se puede afirmar que mientras menos leyes existan en el Estado, más
amplitud adquirirá la función del juez. Históricamente, esta afirmación se justifica
por la observación de que la justicia viene funcionando, en forma arbitral, desde
antes de que el derecho fuera elaborado en forma de reglas generales por la ley
(Esmein, Éléments, 5"
ed., p. 438). En dicha .época le correspondía al juez fundar por vía de soluciones
particulares el orden jurídico, el cual no se hallaba fijado aún por vía de estatuto
legal. Más tarde, especialmente en la hora presente, la multiplicación de las leyes
ha tenido por efecto enrarecer cada vez más los casos en que el juez ha de hallar
por sus propios medios el derecho que ha de pronunciar entre litigantes. Pero
aunque de hecho no subsistiera más que un solo y único caso de este género, ello
bastaría para que se pudiera y se debiera afirmar, en principio, que la función
judicial se concibe independientemente de la existencia previa de leyes aplicables.

Resulta también de ello que esta función no puede calificarse como


potestad puramente ejecutiva; de todas maneras, no es de orden ejecutivo
exclusivamente. En el momento en que el juez viene obligado a pronunciar el
derecho, incluso fuera de los casos regulados por las leyes, no hay más remedio
que admitir que en la potestad judicial entra algo más que un simple poder de
ejecución. Sin embargo, la doctrina reinante niega este punto de vista .A medida
que, en el Estado moderno, aumentó tan considerablemente el número de las
leyes y que, además, su codificación ha llegado a ser hecho habitual, se ha
establecido el uso, entre los auto- res, de afirmar que en adelante no hay lugar,
ante los tribunales, más que para la aplicación de las leyes y de los códigos; de
donde se ha llegado
641

235] FUNCION JURISDICCIONAL 641

a la conclusión de que, en resumen, la justicia sólo es ya un oficio de naturaleza


ejecutiva. Este concepto proviene de la idea primera de que las leyes,
actualmente, en Francia, bastan para resolver por anticipado todas las cuestiones
de derecho que puedan presentarse a los tribunales. Pero precisamente esta idea
de que la ley puede bastar a todas las necesidades de la práctica judicial, se funda
en un desconocimiento absoluto de las realidades positivas. Por abundante que
sea la legislación, siempre será insuficiente para prever ilimitadamente todos los
casos judiciales que nacen, a cada instante, por la enorme complejidad de la vida
jurídica; y particularmente, no es posible que el legislador presienta íntegramente
las relaciones jurídicas nuevas, que bajo la influencia de la incesante
transformación de las costumbres y de las necesidades socia-
les podrán originarse de una forma inesperada en el curso de los tiempos, y a las
cuales no habrá entonces más remedio que aplicar el derecho por la vía
jurisdiccional, ante el silencio de las leyes o de los códigos en vigor.
Indudablemente, por lo que se refiere a la administración, se ha visto
anteriormente (núms. 159 ss.) que existe el principio, en el derecho público
moderno, de que el administrador no puede tomar más decisiones
o medidas que aquellas previstas o autorizadas por las leyes. Esta condición de
legalidad ha tenido por objeto, en el Estado actual, limitar la potestad de la
autoridad administrativa, y a veces incluso reducir a esta autoridad a la impotencia
y a la inacción. El Estado ha hecho aquí un sacrificio a sus expensas. Pero, por lo
que se refiere a la justicia, no es admisible que en un Estado ordenado las
diferencias que se suscitan entre los particulares puedan nunca quedar sin
solución regular y que la protección que un litigante le pide al Estado, en ningún
caso pueda faltarle, pues a tales peticiones no se puede contestar por una
denegación de justicia. Por esto es indispensable que el juez pronuncie el
derecho, incluso en el caso en que no encuentre ley que aplicar.

Estas verdades, por mucho tiempo desconocidas, encontraron al fin


defensores. Contra la antigua teoría que sólo veía en la jurisdicción una función de
aplicación de las leyes, sea formado en la literatura reciente una corriente de ideas
que consiste en admitir que la misión del juez no se limita a pronunciar el derecho
dictado por las leyes, sino que implica también la tarea de crear el derecho
destinado a regir los casos que no están contenidos en ninguna de las previsiones
del legislador. Así, por ejemplo, Capitant (Introduction a l' éuule du: droit civil, 2" ed.,
pp. 61 ss., 32 ss.; ver también los autores citados en nota, p. 34) coloca junto a los
casos regulados por la ley, bien de una manera expresa, bien virtualmente, y que
sólo exigen por parte del juez una interpretación de los textos,
"aquellos otros casos en que la ley no ha estatuido" y en los que por consiguiente
"ya no puede tratarse de interpretar una voluntad (legislativa) que falta".
642

642 FUNCION DEL ESTADO [235-236

Sostiene este autor, en verdad, que la busca del derecho aplicable a esta
segunda clase de casos ha de tener su punto de apoyo en la ley escrita; pero, por
otra parte, reconoce formalmente (p. 33) que el juez habrá de encontrarse a veces
en la obligación de crear derecho, de una manera concreta, para la solución del
litigio que se le somete. Pero es sobre todo a Geny (M éthode d' inier prétation et
sources en droit privé positif) al que corresponde el mérito de haber demostrado la
impotencia del legislador para preverlo todo y el carácter forzosamente incompleto
de la legislación, y por lo mismo la necesidad que tiene el juez de suplir por su
propio esfuerzo y mediante sus propias decisiones las insuficiencias de la ley. Por
lo demás, esta demostración, desde el punto de vista del derecho positivo, tiene
su punto de partida en la misma ley, o sea en el art. 4 del Código civil
anteriormente citado. Contiene este texto, por parte del mismo legislador, la
confesión de que no le es posible a la ley preverlo y regularlo todo. Más
exactamente, y como observa Geny (op. cit., p. 106), "los mismos autores de
nuestra codificación han confesado, al dictar el art. 4, la necesidad de una
autoridad independiente para col- mar las lagunas de su obra". En otros términos,
el citado texto implica que el juez ha de crear el derecho, a título de solución
particular, en todos aquellos casos en que la ley no lo haya establecido por vía de
regla general (cf. las observaciones de Hauriou, op. cit., 8::t ed., pp. 960 SS., sobre
"el poder creador de la jurisprudencia administrativa").

236. Se desprende de las observaciones que acaban de exponerse que la


función jurisdiccional, sin dejar de estar subordinada a las leyes, entraña para el
juez cierta esfera de libertad, en el interior de la cual, y de una manera inicial y
autónoma, le corresponde a él pronunciar el derecho fundándose en su propia
potestad.

Esta esfera de autonomía del juez es tanto más amplia cuanto que, en
principio, la autoridad imperativa de la ley, su alcance de aplicación, la extensión
de su imperio, se determinan limitativamente por sus mismos términos, de modo
que las únicas consecuencias de sus disposiciones que se imponen al juez son
aquellas que se hallan contenidas, explícita o implícitamente. en su texto formal.

Este es, sin embargo, un punto muy discutido entre los autores. Con el
pretexto de que la autoridad de la ley tiene su fundamento en la voluntad del
legislador, de la que el texto legislativo sólo es una manifestación, se ha sostenido
que para descubrir' el significado íntegro de cada ley )' para apreciar la amplitud
de las consecuencias que entraña no basta con interrogar e interpretar sus
términos, sino que es necesario, ante todo, indagar cuál ha sido la intención del
legislador y determinar el alcance del texto por la voluntad misma que lo inspiró;
en una palabra, hay que fijarse, no solamente en lo que ha dicho el legislador,
sino también en lo
643

236-237] FUNCION JURISDICCIONAL 643

que ha querido decir. Los medios de investigación a los cuales habrán de


recurrir el intérprete doctrinal y el juez para descubrir esta voluntad legislativa,
son numerosos. Por una parte, habrán de consultarse los tra-
bajos preparatorios, por revelar éstos el pensamiento que presidió en la
elaboración de la ley y el alcance que el legislador mismo le confirió; por otra
parte, es conveniente tener en cuenta el objeto que se propuso el legislador al
dictar la ley, ya que el alcance de un acto de voluntad depende esencialmente del
objeto hacia el cual se orientó dicha voluntad. Además, los precedentes históricos
y también las circunstancias de todo orden entre las cuales, fue creada la ley,
habrán de tomarse en consideración, pues estos elementos hubieron de influir en
la voluntad del legislador y por consiguiente su examen puede dar a conocer por
su naturaleza el estado de espíritu de aquél en el momento en que concibió y
adoptó la ley. Por otra parte también, si bien es verdad que el alcance de la ley
depende de la voluntad de sus autores, es evidente que, para interpretar sus
prescripciones, habrá que remitirse al momento en que ha sido dictada, o sea
querida. Poco importa que, desde dicha época, hayan variado las circunstancias
o las necesidades en vista de las cuales fue hecha, pues en realidad la voluntad
del legislador no ha podido determinarse por acontecimientos posteriores a su
obra; luego la ley ha de interpretarse según los hechos coetáneos a su
confección, y no según
las transformaciones que hayan podido producirse desde su vigencia (ver
respecto de estos extremos: Geny, op. cit., núms. 97-99, 103-104; Capi- tant, op.
cit., pp. 61 ss., y los autores citados en estas dos obras).

237. Toda esta teoría se funda en un equívoco que no es difícil de disipar.


Procede, en efecto, de la idea de que la leyes una obra de voluntad humana, un
acto de voluntad. Esta idea no es realmente discutible, solamente que importa
observar que, según los principios del derecho público orgánico del Estado, la
voluntad dominante que origina la ley no pro-
duce efecto legislativo ni adquiere fuerza de ley sino con la condición de
manifestarse y exteriorizarse en cierta forma constitucional; y esta forma es,
precisamente, el texto legislativo. Ni por un solo momento sería posible pretender
que cualquier voluntad, enunciada en forma también cual- quiera por el legislador,
tenga por este sólo hecho el valor de ley. Por más que el legislador declare
conferir a su voluntad ese valor, no lo conseguiría si no empleara a dicho efecto el
procedimiento y la forma legislativos. Para que la voluntad del legislador se
convierta en leyes preciso que tome cuerpo en un texto oficial, adoptado en forma
solemne, y por consiguiente también -sin caer de ningún modo en las
exageraciones de un estrecho formalismo-, cabe y hasta se debe afirmar que la
voluntad del legislador no puede tenerse por ley y no se impone como tal,
especialmente al juez, sino en la medida en que ha recibido su expresión
644

644 FUNCION DEL ESTADO [237

Formal, auténtica y regular, en un texto legislativo. En otros términos, si bien la


voluntad del legislador es el fundamento de la ley, no debe ser confundida con la
ley misma. Lo que en la ley tiene fuerza obligatoria no es la voluntad que animaba
al legislador en el momento de la confección del texto, sino la voluntad que
expresó legislativamente en ese mismo texto. Esta expresión de voluntad, a saber,
la fórmula legislativa, los términos del texto, tal es la ley propiamente dicha, lo que
tiene fuerza de ley. 3 Los términos de que se sirve el legislador no son solamente,
según la comparación consagrada, el ropaje de su pensamiento, sino que se
puede decir que son estos términos los que dan verdaderamente cuerpo a su
pensamiento, y de todas maneras, por ellos únicamente este pensamiento llega a
ser jurídicamente capaz de producir sus efectos.

Es por cierto fácil darse cuenta de los motivos de orden práctico por los
cuales la virtud y la fuerza legislativa provienen del texto mismo y sólo pueden
corresponderle a dicho texto según el derecho público actual. En efecto,
únicamente el texto posee ese carácter de precisión y de fijeza que puede darle a
la ley el necesario grado de certeza. En este aspecto, el sostener que la intención
del legislador puede buscarse fuera del texto es ir contra todas las tendencias que
en los tiempos modernos han llevado al triunfo del sistema de las leyes escritas,
consideradas como fuente esencial del orden jurídico del Estado. “No tendría
sentido este sistema si el alcance de la ley hubiera de buscarse en elementos
situados fuera de su fórmula escrita.
Por esto el procedimiento de investigación que comiste en interpretar las
intenciones del legislador teniendo en cuenta el estado de espíritu, las
costumbres, las circunstancias que predominaban en la época de confección de la
ley, sólo puede proporcionar al intérprete datos sumamente vagos. Lo mismo
ocurre con el examen de los objetos o fines que se propuso el legislador, ya que,
incluso en el caso en que estos fines fueran perfectamente ciertos, siempre habrá
podido ocurrir que, para alcanzar un fin determinado, se hayan empleado medios
legislativos diversos.

3
Ver en el mismo sentido las observaciones presentadas por Duguit, respecto de los actos.
Administrativos, en la Reme du droit public, 1906, pp. 415-419. Se pregunta asimismo este
autor si es posible, para determinar el sentido y el alcance de un acto administrativo, tener
en cuenta otra voluntad que aquella que se formuló en el acto. Su contestación es la siguiente
(p. 418): "La voluntad del administrador, en efecto, no puede producir derecho sino dentro
de los límites en que se ha manifestado exteriormente, porque sólo con esta condición y en esos
límites es un acto social. La voluntad interior y real del agente, pero no manifestada exteriormente, es su voluntad
personal y no una voluntad representativa de una persona pública.
El agente no es el representante de la persona pública sino cuando manifiesta su voluntad
en las formas y bajo las condiciones prescritas por la ley para que dicha voluntad, que en
realidad es la suya propia, sea considerada como la voluntad de la persona pública en nombré de la cual quiere."
645

237] FUNCION JURISDICCIONAL 645

En cuanto a los trabajos preparatorios, ya es un lugar común hacer notar su insuficiencia


para ayudar al intérprete de ley. Con demasiada frecuencia son obscuros o
contradictorios, y además ocurre muchas veces, en las asambleas legislativas, que la
mayoría que se forma para la adopción de una ley se ha decidido no tanto por los motivos
públicamente alegados durante el curso de la discusión parlamentaria como por
tendencias secretas o causas mal definidas. Por lo demás, aun en el caso de que los
motivos, el fin y el alcance de la ley hubieran sido clara y firmemente revelados por tal o
cual de sus autores, abría que asegurar aunque estas indicaciones, por precisas que
fueran, no tienen el carácter imperativo reservado a los enunciados del texto,4 y ello
desde luego, por la razón elemental de que la potestad legislativa no reside en los
miembros individuales del parlamento, si no solamente en el colegio que estos
constituyen, de manera que únicamente las decisiones adoptadas por este colegio, en la
forma a fijada por el estatuto orgánico de estado, pueden tener el valor constitucional de
las leyes. Se desprende de aquí que las opciones anunciadas por el poder de la ley, o por
el autor del proyecto legislativo, o por un miembro de la mayoría que adopto la ley, no
pueden en ningún grado obligar al juez llamado a aplicar su texto.

De todas estas consideraciones-como se ve obligado a reconocerlo geny


(op.sit.,pp.106,218.140)-se desprende que la formula de la ley es la única que puede
expresarse como expresión jurídica de la voluntad del legislador y que por lo tanto, en la
interpretación de los actos legislativos así como en la de los actos solemnes del derecho
privado (ibit.,pp.107.231.258), se deben excluir todos los elementos de apreciación de
voluntad que no se desprendan de los mismos términos del acto. 5 lo que no puede
extraerse de la parte dispositiva de la ley, tal como ha sido formulada, aprobada,
promulgada y publicada por la autoridad constitucional completamente, no tiene existencia
legal y no puede producir efecto legislativo. por consiguiente una de dos : o la formula de
la ley es obscura, incierta, en contradicción con otros textos vigentes, y en este caso solo
se puede decir una cosa: Que el legislador no ha conseguido enunciar una voluntad que
tenga fuerza efectiva de la ley, que erró su objeto.

4
Igualmente, los fundamentos de las sentencias, normalmente, no tienen fuerza de cosa juzgada, y ésta sólo reside en la
parte dispositiva.
5
Los autores alemanes se encuentran divididos respecto il: esta cu~stlOn. En, el sentido de la doctrina que sostiene que
el juez debe buscar la intencion y el fin del legislador, ver la literatura reciente los desarrollos presentados por Heck,
"Gesetzesauslegung und Inteen .. e , prudenz" Archiv für die civilistische Praxis, vol. cxn, especialmente pp. 59
ss.; entre ressen)UIlS. los autores ,que se adhieren a la idea de que sólo la fórm~la .de la ley obliga al Juez, ver a Wach,
Handbuch des Cioilprocesses, vol. 1, pp. 25~ ss.; Binding, H~~dbu:h de: Str~frechts,ss.: Kohler "Deber die Interpretation
von Gezetzen , Grunhut s Zeitscbrijt, vol. xnr, pp. 1 ss.
646

646 FUNCION DEL ESTADO [237

e hizo obra inútil, y el juez no se encuentra obligado; o, por el contrario, la


redacción de la leyes clara y precisa, y en este caso el intérprete habrá de
atenerse al texto. Esto quiere decir, en primer lugar, que habrá de aplicar todas las
consecuencias que se desprenden del texto, aunque se estableciera que algunas
de esas consecuencias no han sido advertidas por el legislador. Puede ocurrir, en
efecto, que una disposición legislativa, algún día, llegue a ser aplicable a
relaciones jurídicas que no existían aún al tiempo de su promulgación, y no es
difícil que produzca efectos que no hayan sido calculados, ni siquiera previstos,
por el legislador. , Pero pretender excluir estos efectos o sustraer estas relaciones
al imperio del texto sería realmente socavar el principio mismo de la autoridad de
las leyes,6 ya que, si se permitiera al intérprete desconocer en un grado cualquiera
los términos positivos y el sentido indudable de un enunciado legislativo, no
subsistiría ya autoridad alguna en provecho de la ley, frente a una interpretación
que se tendría por desligada del texto formal. Cualquier sistema de interpretación
restrictiva de este género debe, pues, rechazarse radicalmente. Al legislador es a
quien incumbe pesar sus palabras y medir sus términos, cuando desea que la
aplicación de sus prescripciones se restrinja a una situación determinada o no
pueda producir más efectos que aquellos que él desea. Sentado este primer
punto, y en sentido inverso, se debe repudiar el sistema de interpretación
extensiva, que implica que debe el intérprete hacer producir a la ley los efectos
deseados por su autor, incluso cuando estos efectos no se desprenden de su
texto. En efecto, desde el momento en que el régimen de interpretación de las
leyes se funda en el principio de la autoridad del texto, hay que admitir que
únicamente el texto constituye autoridad y obliga al intérprete. ¿Significa esto que
le queda prohibido al juez inspirarse en la intención del legislador, en el objeto de
la ley, en las circunstancias en vista de las cuales fué dictada, y que nunca podrá,
ten do en cuenta estos elementos extrínsecos, extender la disposición del texto a
casos o relaciones que no estén comprendidos en él? Semejante conclusión sería
muy poco razonable. Con toda certeza, cuando el juez no encuentre en

6 Semejante exclusión sería tanto más inadmisible cuanto que e! texto de la ley, en
cierto modo, renace diariamente y adquiere en cada instante una nueva fuerza, por e! solo
hecho de que el legislador actual, que podría abrogarlo o modificarlo, lo deja subsistir en su
tenor anterior. El argumento tomado del hecho de que lás situaciones a las cuales se aplica
actualmente el texto no existían al tiempo de su confección y no podían ser previstas por el
legislador de entonces, carece totalmente de valor, No obstante, puesto que el alcance de las
disposiciones legislativas debe determinarse según los términos mismos de los cuales se ha
servido e! legislador, parece justo reconocer que esos términos, a pesar de los cambios que
hayan podido producirse en el lenguaje jurídico, deben continuar entendiéndose en el sentido
que tenían corrientemente en la época de la confección de la le)" (W. Jellinek, Ceseu: Gesetzcsanwendung und
Zioeckniissigkcitserusigung, p. 164).
647

237-238] FUNCION JURISDICCIONAL 647

la fórmula misma de la ley los elementos de una solución jurisdiccional, tiene la


facultad de recurrir a la intención del legislador para extraer esta solución. Ahora
bien, aunque tenga el poner de hacerlo, no tiene la obligación. Únicamente el
texto tiene valor autoritario de ley. La decisión que emite el juez en consideración
a los trabajos preparatorios, a las intenciones del legislador o a las circunstancias
cualesquiera que rodearon la confección de la ley, se basa, pues, en definitiva, en
la apreciación del juez, es decir, en su propia potestad jurisdiccional, y no ya en
una interpretación propiamente dicha o en una aplicación de la ley.7

238. En resumen, todo esto viene a significar que, una vez decretada por el
legislador, la ley, o sea el texto legislativo, forma una entidad que queda desde
luego separada e independiente de la voluntad de sus autores, en el sentido de
que esta voluntad no produce en adelante efecto imperativo más que en la
medida en que claramente se haya manifestado y afirmado en el texto. Al
redactar y decretar la fórmula legislativa, el legislador ha agotado su labor y su
influencia autoritaria.8 Empieza

7 Estas últimas observaciones contienen los elementos de la respuesta que debe oponerse
a los argumentos que se han invocado para tomar en consideración los trabajos preparatorios.
Realmente, los argumentos propuestos por los defensores de los trabajos preparatorios (por
ejemplo y especialmente por Heck, loco cit., pp. 105 ss.) tienden simplemente a establecer que
no se le puede negar al juez la facultad de consultar esos trabajos y de tener en cuenta las explicaciones o las
intenciones enunciadas por e! legislador en el curso de la elaboración de la
la ley; s trabajos preparatorios.

8 Si el legislador tuviera positivos deseos de obligar a los jueces a respetar tales o cuales
intencionpero estos argumentos no son suficientes para probar que el juez venga ohligado a tener en cuenta loes que
hayan podido guiarlo en el momento de confeccionar la ley, le bastaría para
ello incorporar estas in tendones al texto legislativo, haciendo comenzar la ley por una exposición auténtica y solemne
de los motivos en los cuales se funda y de los fines que persigue.
Revestida de forma legislativa, esta exposición participaría de la fuerza inherente a la parte
dispositiva, de la que constituiría el preámbulo. Es sabido que la Asamblea nacional de 1789
había inaugurado prácticas legislativas de esta clase. Actualmente, por el contrario, el legislador se atiene
sistemáticamente al procedimiento que consiste en resumir sus voluntades o
intenciones en unas cuantas fórmulas secas, que constituyen la parte dispositiva de la ley: y
por lo demás, se remite a la potestad, bien sea de interpretación, bien de apreciación propia
de! juez. Por esta razón misma es por lo que puede decirse que las disposiciones de las leyes
no constituyen en realidad, teniendo en cuenta la infinita varidad de los casos y de las cuestiones presentadas ante
los jueces, sino un número limitado de principios, que no son suficientes, ni con mucho, para proporcionar de una
manera imperativa, a la autoridad judicial,
todas las instrucciones necesarias para la solución de dichos casos o cuestiones. Puede decirse
también que, en estas condiciones, las disposiciones textuales de las leyes constituyen simplemente un cuadro de
principios, en cuyo interior se mueve la potestad propia del juez. Finalmente, conviene observar que, a veces, el
legislador ni siquiera da a los principios que
enuncia una fórmula absolutamente clara y rigurosa, sino que intencionalmente se atiene a
términos que permiten aplicaciones o deducciones en diversos sentidos, y no formula sino un
mínimo de principios, de tal modo que deja a los trihunales la amplitud de fijar por sí mismo,
el alcance de las prescripciones contenidas en la ley.
648

648 FUNCION DEL ESTADO [238

Ahora la labor de la. Jurisdicción. La jurisdicción habrá de consistir en


primer lugar en aplicar la parte dispositiva de la ley, deduciendo del
texto todas las consecuencias que se encuentren contenidas implícitamente
en él. En esto, la jurisdicción no hace más que declarar el derecho
establecido por la ley. Por lo demás, o sea cada vez que la interpretación
propiamente dicha, obtenida mediante análisis gramatical y lógico del
contenido del texto, no proporcione al juez firme indicación respecto a la
voluntad del legislador y al alcance de sus prescripciones, éste recobra su
libertad de pronunciar el derecho por sí mismo, y consiste entonces la
jurisdicción en conseguir una solución para las necesidades del caso,
teniendo en cuenta, bien sea las circunstancias que han precedido a la
confección de las leyes, lo que constituye simplemente una facultad del juez,
bien sea, sobre todo, las circunstancias o condiciones actuales en las cuales
se formula la cuestión que se le somete.

Esto ha sido expresado diciendo que el texto, una vez adoptado, y


abandonado a su suerte por el legislador, es llamado a vivir una vida propia,
en el sentido de que le corresponde al juez, en el curso del tiempo, adaptarlo
a las transformaciones del medio social en el cual ha de aplicarse de un modo
sucesivo. Pero esta tesis (ver las referencias dadas a este respecto por Geny,
op. cu., núms. 97 y 99, y Capitant, op. cit., p. 62, que por cierto la rechazan)
no es exacta. No es el texto el que es susceptible de modificarse bajo la
influencia de las transformaciones socia- les, ya que, lejos de tener vida
propia, los textos sólo constituyen un material legal, que por su misma
naturaleza está condenado a la inercia y a la inmovilidad;9 sino que lo que es
móvil, lo que se halla dotado de

9 No por ello deja de ser verdad que este texto inerte tiene en sí una fuerza más considerable de la que va adherida
a las intenciones que animaban a sus- creadores cuando fué adoptado. La exactitud de esta observación se comprueba,
por ejemplo y especialmente, al examinar la evolución de las teorías constitucionales realizada bajo el imperio de la
Constitución de 1875, en lo que se refiere a la interpretación que debe darse a dicha Constitución. Muchas veces los
primeros comentadores de las leyes fundamentales de 1875 han repetido que estas
leyes tuvieron por objeto y por efecto conferir al Presidente de la República una situación
y obligaciones análogas a los de un monarca constitucional (Leíebvre, Étude sur les lois constitutionnelles de 1875, pp. 67
ss.; Saint-Girons, Manuel de droit constitutionnel, pp. 356 ss.;cf. Esmein, Éléments, 5' ed., pp. 569, 598 ss.), En 1903, un
autor tan esclarecido como Duguit sostenía aún (L'Éta/, vol. II, pp. 330 ss.} que "el Presidente de la República no es un
simple agente administrativo superior, sino que es un gobernante, un representante que colabora con el Parlamento en
las diversas funciones estatales). Esmein (loc. cit., pp: 341 y 603)
ha dicho igualmente que "los poderes presidenciales lo convierten, en sentido propio, en un
verdadero representante de la soberanía nacional". Estas doctrinas se basaban, no sin alguna
razón, en la voluntad de la mayoría de la Asamblea nacional, la cual, como lo recuerda Duguit, "al no poder establecer
en 1875 la monarquía parlamentaria, quiso establecer una república sobre aquel modelo". Un examen más atento de
estos textos de 1875 y una inteligencia más completa de lo que Esmein llamó tan acertadamente "la lógica de las
instituciones"
649

238] FUNCION JURISDICCIONAL 649

vida propia, es el espíritu con el que rellena el juez los juicios de las leyes. En
cuanto a los textos mismos, éstos permanecen inalterables, y hasta su
abrogación, el juez no puede sino seguir aplicando estrictamente las
disposiciones, expresas o implícitas, que consagran.10 Pero en cuanto a los
puntos no regulados por esos textos, es evidente que el juez se verá

gica que ha sido suficientemente revelada, por lo que se refiere a las instituciones constitucionales de 1875, por las
enseñanzas de la experiencia-e- han llevado a sus autores a reconocer hoy día que estos textos y las instituciones que
consagran no tienen el alcance y por consiguiente no pueden producir los efectos que habían deseado y creído
asegiirarles los constituyentes de 1875. Es por lo que Duguit no duda en decir actualmente (Traité, vol. 1, pp. 412, 420
ss.,vol. 11, pp. 452, 461, 464 y 465) que en realidad el Presidente no es "sino un simple agente
ejecutivo, un simple dependiente del Parlamento" (ver en el mismo sentido Jese, Principes généraux du droit
administrutij, pp. 25·26; cf. núms. 405406, injra), Esta profunda transformación en la manera de caracterizar la
situación jurídica del Presidente no debe considerarse como consecuencia de una evolución que se hubiese producido
accidentalmente en el desarrollo de los efectos de las instituciones de 1875 y que, al desviar el sentido primitivo de
estas instituciones, hubiera modificado su naturaleza original El cambio que sobrevino en
la doctrina responde simplemente a que el alcance real de la Constitución ha ido comprendiéndose mejor a medida que
se ha podido apreciar el valor efectivo de sus disposiciones, según la experiencia práctica de sus naturales
consecuencias que se ha adquirido progresivamente. Se ha necesitado mucho tiempo para llegar a esta clara
apreciación, pero en definitiva, los textos, sus principios, su lógica intrínseca habían de prevalecer forzosamente sobre la
idea que la doctrina pudo formarse, al principio, de la Constitución de 1875, según las intenciones de sus fundadores.
En un orden de ideas parecido, se debe observar --conforme a una observación ya hecha [n. 6, p. 646)- que
mientras más tiempo pasa desde la confección del texto, más vigor projio e independencia adquiere la fórmula del
mismo, por inmutable que sea frente al. pensamiento del antiguo legislador del cual es obra, y esto por razón del hecho
de que dicha fórmula, tal como opera actualmente sus efectos, se mantiene sin cambio, y se encuentra así
implícitamente confirmada por el legislador actual. Estas reflexiones se aplican también, con fuerza
especial, a la Constitución de 18i5. ¿Podrá creerse que esta Constitución se .funda aún, después de cuarenta años de
existencia, únicamente en la voluntad de los constituyentes que la elaboraron. En realidad, en la hora presente se funda
sobre todo en la voluntad de las generaciones sugestivas que .desde 1875 han asegurado su mantenimiento, siendo
dueñas de haberla podido transformar. y es importante añadir que lo que se encuentra de este modo mantenido ante
la generación actual no es necesariamente el pensamiento o la intención primitiva de los constituyentes de 18i5, sino el
texto constitucional mismo, con su alcance y su significación intrínsecos, tales como han sido revelados por la práctica
en el curso de su uso dilatado. Para determinar en el presente la verdadera consistencia del régimen constitucional de
Francia es, pues, conveniente desprender los textos de 1875 de las intenciones o de los planes que pudieron presidir en
su confección. La significación efectiva de dichos textos se aclara y precisa mucho más por los efectos que han causado
progresivamente, que por los fines que habían
perseguido sus fundadores. Actualmente, la orientación y el desarrollo que han adquirido las instituciones
constitucionales, desde su origen. dicen mucho más, respecto al alcance verdadero de la obra de los constituyentes de
1875, que el examen de los conceptos personales o de los móviles particulares que guiaron e inspiraron a estos mismos
constituyentes.
10 Asimismo, no sería correcto. por parte de la autoridad ejecutiva, suspender la ejecución de una ley y detener su
funcionamiento bajo pretexto de que el legislador se prepara o
650

650 FUNCION DEL ESTADO [238-239

Llevado con frecuencia a admitir soluciones que se apartarán en mayor o menor grado del
espíritu en el cual la materia a que se refieren había sido originariamente comprendida y
reglamentada por el legislador. Al principio, inmediatamente después de la aparición de la
ley, el juez que no encuentra en ésta la solución que busca, hallará generalmente tal
solución en el concepto general que inspiró la legislación referente a la materia de que se
trata. Pero a medida que nos alejamos del tiempo en que la ley fue hecha, se modifican
las ideas, las aspiraciones y las necesidades y, por consiguiente, el juez se ve obligado a
buscar soluciones que corresponden a las nuevas condiciones en las cuales se le
presentan los problemas que resultan del silencio de la ley, soluciones que se apartan
cada vez más del punto de vista inicial en que se había situado el legislador.¹¹ En este
caso, ¿puede decirse que el texto de la ley evoluciona o que su interpretación se adapta
por los tribunales a las transformaciones del medio social? No, puesto que no se trata
aquí de verdadera interpretación; lo que ha evolucionado es únicamente el espíritu
judicial, el espíritu en el cual el juez crea derecho, en virtud de su propia potestad
jurisdiccional y para suplir a la insuficiencia de las leyes (cf. Hauriou, op. Cit., 6ª ed., p.
295, n.).

239. Así pues, en toda la medida en que el juez pronuncia el derecho fuera del
contenido explícito o implícito de los textos, es imposible calificar a la jurisdicción como
función ejecutiva. Sin embargo, parece que pueda existir una duda en lo que concierne a
uno de los procedimientos a los que recurre el juez para colmar las lagunas de la ley. Este
procedimiento, que por la frecuencia de su empleo reviste una gran importancia, es la
analogía. Se práctica de dos maneras diferentes. Unas veces consiste en

Está decidido a abrogar o a modificar las disposiciones de la misma (cf. En este sentido la observación expuesta en la n.
6, p. 646, supra).
11
Igualmente, cuando un texto como el art. 1135 del Código Civil dice que para la interpretación de los
contratos hay que tener en cuenta la “equidad” pero sin que dicho texto indique positivamente lo que en esta materia
debe entenderse por equitqtivo, no se puede pretender que para determinar las exigencias de la equidad deba el juez
indefinidamente inspirarse en las concepciones éticas corrientes en la época de la confección del Código Civil y que
pudieron prevalecer entonces en la mente de sus redactores. Pero la verdad es que, mediante la aplicación de ese art.
1135, cuyos términos se conservan inmutables, podrá el juez, según las épocas y las circunstancias, determinar de un
modo variable la influencia y los efectos que deben ejercer las consideraciones de equidad sobre la amplitud de las
obligaciones que derivan de los contratos. Debe observarse, por lo demás, que los textos legislativos que autorizan e
invitan al juez a estatuir ex aequo et bono, según la buena fe y la equidad, le confieren en esto un poder de apreciación y
de decisión que, en el fondo, es de la misma naturaleza que el de suplir a la insuficiencia de las leyes de que habla el art.
4 del Código Civil; estos textos, en efecto, habilitan al juez para que busque por sí mismo y fije por su propia apreciación
las soluciones particulares proporcionadas por las consideraciones de equidad.
651

239] FUNCION JURISDICCIONAL 651

Aplicar una disposición legislativa determinada a casos no previstos por la ley, pero que
son del mismo género que aquellos para los cuales fue dictada esta disposición. Otras
veces consite en desprender del conjunto de la legislación determinados principios
generales, que sirven después para regular las relaciones respecto de las cuales no
estatuyó el legislador. En ambos casos, la solución que se obtiene por vía de analogía se
funda en la idea de que la identidad de naturaleza reconocida entre dos situaciones, una
de las cuales está prevista por la ley, mientras que la otra no lo está, ha de entrañar
lógicamente, entre ellas, la identidad de reglamentación jurídica: Ubi eadem ratio, ibi idem
jus.

Así definida, la analogía, según la opinión corriente, constituye un puro


procedimiento de interpretación y de aplicación de las leyes. Esta opinión, en primer lugar
se deriva de la creencia, tan extendida entre los autores, de que la legislación francesa
actual contiene un fondo de principios y de reglas que debe bastar para todas las
necesidades de la práctica judicial, porque proporcionan al juez los datos que le permiten
suplir todas las aparentes lagunas de los textos; no siendo la analogía sino la ejecución o
la realización de estos datos legislativos. Por otra parte, la doctrina comúnmente admitida,
referente a la naturaleza y al fundamente de este procedimiento jurisdiccional, proviene de
la idea de que, incluso en el caso en que los textos guardan silencio respecto a una
cuestión de derecho, los tribunales ante los cuales es llevada esta cuestión, para
resolverla, deben inspirarse en la ley, apoyarse en ella, sacar de ella la solución que
necesita, y ello por el motivo de que el juez no se halla obligado únicamente por los textos
formales, sino también por el espíritu de la ley, por las tendencias generales de la
legislación, por las intenciones de los autores de la ley y, en una palabra, por la voluntad
del legislador, aunque ésta sea latente y no formulada. Se deduce de estos diversos
puntos de vista que el procedimiento de la extensión por vía de analogía se basaría
esencialmente en una averiguación de la voluntad íntima del legislador, y por eso la
mayor parte de los autores la consideran como un procedimiento que entra también en la
interpretación de las leyes.

Esta manera de considerar la analogía no puede aceptarse, ya que como se ha


dicho anteriormente el juez sólo se encuentra ligado por las intenciones de la ley y por la
voluntad de sus autores, mientras éstas se deducen positivamente de un texto. Por lo
demás, se debe observar que, al recurrir a la analogía, el juez ni siquiera indaga lo que el
legislador ha querido efectivamente, sino que más bien presume lo que hubiera querido
el legislador si su atención hubiera sido llamada por el punto al que se aplica la analogía.
La conclusión que debe deducirse de esto es que el juez no está obligado legalmente a
razonar y a decidir por vía de
652

652 FUNCION DEL ESTADO [298-240

analogía, y que si recurre al empleo de este procedimiento, ello no constituye, por su


parte, una verdadera aplicación de la ley, sino que la decisión obtenida por esta vía se
basa, en realidad, sobre su propia apreciación y su propia potestad, por más que en cierto
sentido se funde en argumentos sacados de la ley (cf, en este sentido, Geny, po. Cit.,
núms. 16, 107, 108, 165-166; en sentido contrario, W. Jellinek, op. Cit., pp. 167 ss.). Así
pues, también en este aspecto la función jurisdiccional tiene un alcance que va más allá
del simple concepto de ejecución.

|240. En definitiva, si tantos autores han caracterizado a la función


jurisdiccional como una función ejecutiva de aplicación de las leyes, ello es porque
han atribuido a la legislación una virtud y una amplitud de eficacia sumamente
exageradas. En efecto, desde el momento en que se parte de la creencia de que
las leyes y los códigos modernos bastan a solucionar todas las cuestiones que
pueden presentarse ante un juez; desde el momento en que se admite que toda
decisión judicial tiene su principio en un texto legislativo y se encuentra contenida
previamente en él, aunque sólo fuese en embrión, no hay más remedio que decir
que la función de juzgar sólo consiste en poner en ejecución reglas formuladas por
la ley y que se reduce por lo tanto a una tarea de interpretación y de aplicación; en
una palabra, que no tiene más objeto que asegurar la ejecución de las
disposiciones legislativas vigentes. Pero se acaba de demostrar que este concepto
no responde a la realidad de los hechos. Por extensos que sean los códigos, por
considerable que haya llegado a ser en la época presente el aumento de la
producción legislativa, siempre subsistirán, en las predicciones de las leyes,
lagunas a casusa de las cuales existirá siempre lugar para una función judicial que
consista en pronunciar el derecho fuera de los textos por vía de soluciones
particulares. En vano se ha invocado, en contra de la potestad creadora del juez,
el principio constitucional de la subordinación de la autoridad judicial a las leyes:
este principio no debe entenderse en el sentido de que sólo la ley pueda crear
derecho. Indudablemente, la subordinación de los jueves a la legislación, como se
verá después (nª 248), es el origen de considerables limitaciones a la potestad de
juzgar. Pero. Bien mirado, estas limitaciones se desprenden simplemente del
hecho de la superioridad de la ley, .y no implican ni mucho menos su exclusiva
omnipotencia en materia de creación de soluciones jurídicas. Orea cosa sería
reconocer que el juez sólo puede ejercer su actividad jurisdiccional dentro de los
límites que le trazan las leyes, otra cosa también pretender que cualquier
sentencia judicial debe tener necesariamente su fundamento y su punto de partida
en un texto que la determina previamente. Del hecho de que la ley mande con una
fuerza superior que se impone al juez, no resulta que la legislación vigente sea
bastante para regularlo todo. Y sin embargo, el juez no puede
653

240-241] FUNCION JURISDICCIONAL 653

dejar ningún litigio sin solución; por lo tanto, ¿cómo podría negársele la facultad de
formular, a veces, esta solución fundándola en su propia apreciación? Puesto que el juez
tiene la obligación de estatuir, incluso ante el silencio de la ley, es necesario que cree por
su propio potestad el derecho que no encuentra preestablecido en los textos (Geny, po.
Cit., p. 182).

Es, pues, la misma naturaleza de las cosa al que exige que la función jurisdiccional
contenga en sí cierta potestad inicial de creación de derecho. En apoyo de esta
conclusión, es a la vez muy interesante y útil observar la evolución que ha tenido lugar,
desde 1789, en el sistema del derecho positivo francés, en lo que se refiere a la
naturaleza y ala extensión de los poderes del juez. Los fundadores revolucionarios del
nuevo derecho público habían partido de la idea de que la justicia tiene por único objeto y
por única razón de ser la aplicación de las leyes en vigor. Bajo la presión de las
necesidades prácticas y de las enseñanzas de la experiencia, este primer concepto tubo
que se abandonado; y por más que subsistan aún algunos rastros de él en ciertas partes
no abrogadas de la legislación revolucionaria, se puede afirmar que hoy día se encuentra
en contradicción con el conjunto del derecho positivo establecido en Francia en esta
materia. La evolución que en este sentido se ha realizado respecto a la potestad judicial
es, pues, muy significativa; ha sido puesta perfectamente en claro por Geny en
numerosos pasajes de su obra anteriormente citada (ver especialmente pp. 64-94). Es
importante recordar aquí sus principales etapas.

241. Al principio, la Asamblea nacional de 1789 no vio en la función jurisdiccional


sino un función de aplicación de las leyes, Indudablemente, desde el punto de vista
orgánico, no es muy discutible que la mayoría de la Asamblea se haya pronunciado por el
sistema que consiste en erigir el poder judicial en un tercer poder, enteramente distinto del
Ejecutivo. A este punto de vista se refiere especialmente, en la Constitución de 1791 (tit.
III, preámbulo, art. 5 y cap. V, art. 2), el principio de la elección de los jueces por el
pueblo, pues desde el momento en que se deseaba constituir a las autoridades judiciales
en un tercer gran poder orgánico, pareció necesario admitir que los jueves habrían de
recibir su delegación directamente del pueblo, y no simplemente del jefe del Ejecutivo.
Según esto, podría creerse que los fundadores del nuevo derecho público de Francia
consideraron la función jurisdiccional como una actividad esencialmente diferente de
aquella que calificaban como ejecutiva. No hay nada de esto, y no se puede dudar de que
la Constitución de 1791, aunque en apariencia y desde el punto de vista orgánico asigne
la dignidad de tercer poder a la justicia, se haya abstenido, en el fondo y desde el punto
de vista funcional, al concepto de los dos poderes.
654

654 FUNCION DEL ESTADO [241

Este es un punto que ha sido claramente reconocido por los autores. Así por ejemplo
Duguit, después de haber demostrado (La séparation des pouvoirs et I´ Assemblée
nationale de 1789, pp. 70 ss.) que la Constituyente creó orgánicamente tres poderes, se
ve obligado a convenir (L’État, vol. I, p, 450) en que, en sus principios, el derecho positivo
salido de las labores de esta Asamblea consagró el concepto según el cual sólo hay dos
funciones de potestad pública, la legislativa y la ejecutiva. La razón de ello es que en la
época revolucionaria la jurisdicción se consideró como una función de pura aplicación, y
por lo tanto también de ejecución de las leyes.

Ya esta manera de ver se desprendía de la doctrina de Montesquieu, cuya


influencia en las ideas de los hombres de 1789 fue tan grande en materia de
distinción y de definición de poderes. Debe observarse, en efecto, que si en su
célebre capítulo sobre la Constitución de Inglaterra, comienza Montesquieu
diciendo que “existen en cada Estado tres clases de poderes”, por lo que parece
tratar a la potestad judicial como un tercer poder claramente distinto de los otros
dos, si también Montesquieu afirma vehementemente la necesidad de separar
orgánicamente la potestad judicial de la ejecutiva, en cambio, en ese mismo
capítulo, el autor del Esprit des lois aplica indistintamente la calificación de
potestad ejecutiva al gobierno, que llama “potestad ejecutiva de las cosas que
dependen del derecho de gentes”, y a la justicia, que llama “potestad ejecutiva de
las cosas que dependen del derecho civil”. Y aunque más adelante diferencia
estas dos potestades, dicha y que debe darse a la segunda el nombre de
“potestad de juzgar”, subsiste de la primera denominación común de potestad
ejecutiva, aplicada por igual a ambas funciones, la idea de que deben juntarse en
un concepto común de ejecución.12 En otro lugar, Montesquieu precisa su doctrina
en estos términos: “En el gobierno republicano se desprende de la Constitución
que

¹² Bien es verdad que, por los ejemplos que indica de la potestad ejecutiva propiamente dicha hacer la guerra o firmar la
paz, enviar embajada, establecer la seguridad, prevenir las invasiones (Esprit des lois, lib. XI; cap. VI)-, Montesquieu hace
pensar que considera al Ejecutivo, no ya como un poder de simple ejecución de las leyes, sino como un poder que
consiste en operaciones activas y que debe hallarse siempre dispuesto a la acción. No obstante, el resto del capítulo
pone fuera de duda que en la doctrina de Montesquieu la potestad ejecutiva constituye, ante todo, una potestad de
ejecución de las leyes. Esto se desprende particularmente de los pasajes siguientes: “Cuando en la misma persona la
potestad legislativa se reúne con la potestad ejecutiva, puede temerse que el mismo monarca dicte leyes técnicas para
ejecutarlas tiránicamente… En las repúblicas en que estos poderes se hallan reunidos, el mismo cuerpo de magistratura,
como ejecutor de las leyes, tiene toda la potestad que se concedió como legislador… Ambos poderes (legislativo y
ejecutivo) no son otra cosa que, uno la voluntad general del Estado y otro la ejecución de dicha voluntad general.”
655

241] FUNCION JURISDICCIONAL 655

los jueces han de seguirLa letra de la ley” (Esprit des lois, lib. VI, capl III). Y concluye así:
“Los juicios deben ser hasta tal punto fijos que no sean jamás sino un texto preciso de la
ley. Si fueran una opinión particular del juez, se viviría en la sociedad sin saber con
precisión las obligaciones que en ella se contraían” (ibid., lib. XI, cap. VI).13

Tales ideas habían de predominar en el seno de la Constituyente, Esta, imbuida en


la creencia de la omnipotencia de la ley, sólo ve en la decisión de los jueces así como en
los actos de los administradores, aplicaciones ejecutivas de las reglas legislativas. Aplicar
las leyes, ejecutarlas, tal es la definición que da, con mucha frecuencia, los oradores de
la Constituyente, de la función jurisdiccional. Así, por ejemplo, Thouret, dirigiéndose al
comité de Constitución y enumerando los diversos poderes públicos, caracteriza a esta
función en los términos siguientes: “La ejecución de las leyes que tienen por objeto las
acciones y las propiedades de los ciudadanos, necesita la creación de los jueces: de ahí
los tribunales de justicia, en los que reside el poder judicial” (Archives parlementaires, 1ª
serie, vol. VIII p. 326). Bergasse (ibid., p. 440) define a los jueces como “una clase de
hombres encargados de aplicar las leyes a las diversas circunstancias para las cuales han
sido hechas”. Idénticas frases en Duport (ibid, vol. XII, pp. 408-410): “He dicho que los
jueces sólo han sido instituidos para aplicar las leyes civiles… Los jueces deben limitarse
a la aplicación de las leyes”, y en Cazales (ibid., vol. XV, p. 392): “El poder judicial
consiste en la aplicación pura y simple de la ley”. Duguit (Séparation des pouvois, p. 73)
deduce de estas definiciones” que el orden judicial no es un poder distinto, sino
simplemente una dependencia del poder ejecutivo… El orden judicial no constituye un
poder, sino que es un agente de ejecución subordinado al poder ejecutivo”. Estas
deducciones habían sido establecidas ante la misma Constituyente particularmente por
Duport (loc. Cit.): “No hay realmente más poder en el orden judicial que el poder
ejecutivo”, y por Cazales (loc. Cit): “La aplicación de la ley es una dependencia del poder
ejecutivo”.

En vano Barnave se esforzaba por modificar el sentir de la Constituyente, al hacer


observar que las operaciones en que consisten respectivamente la actividad del juez y la
del agente ejecutivo son de naturaleza totalmente diferente: “Es perfectamente falso que
el poder judicial sea una parte del poder ejecutivo. La decisión de un juez sólo es un juicio
particular, así como las leyes son un juicio general; uno y otro son obra de la opinión y del
pensamiento, y no una acción o una ejecución” (Archives parlementaires, 1ª serie, vol. XV,
p. 410). Barnave sostenía también

¹³ En este sentido, sobre todo, se apoya Montesquieu para decir (lib. XI, cap. VI) que “la potestad de juzgar es en cierto
modo nula”. Si, en efecto, sólo consiste en aplicar las leyes, no es una potestad creadora, y por lo mismo no constituye
una verdades `potestad.
656

656 FUNCION DEL ESTADO [241

que siendo el acto jurisdiccional, lo mismo que el acto Jurisdiccional, lo mismo que el acto
legislativo, una operación intelectual, se diferencia esencialmente del acto ejecutivo, que
consiste en acción. Pero esta doctrina, deducida de un análisis que distingue las diversas
actividades estatales en operaciones mentales y en operaciones actuantes, no habían de
prevalecer en la mayoría de la Asamblea, que permanecía dominaba por la idea de que la
función de juzgar, sea la que fuere la naturaleza psicológica del acto jurisdiccional, se
reduce a la aplicación de las leyes.

Las tendencias de la Constituyente a este respecto se revelan claramente


también por el hecho de que se negó a reconocer a los jueces la cualidad de
representantes nacionales. Según la teoría de la época, el representante es, en
efecto, solamente aquel que, bien sea persona o corporación pública, tiene el
poder de querer por la nación de una manera inicial. Ajora bien, si el juez está
encerrado en una misión exclusiva de aplicación de las leyes, no puede
considerársele como queriendo de esa manera, y a decir verdad, el juez
comprendido en esa forma no tiene ningún moder de voluntad propia, pues no
hace sino deducir judicialmente las aplicaciones de una voluntad anterior, que es
la voluntad legislativa.14 Este juez no sería, pues, un representante, sino que, lo
mismo

14
Contrariamente a las aseveraciones de algunos autores, que presentan el acto jurisdiccional como una “manifestación
de voluntad” (Duguit, Traité , vol. I, p. 268; ef. Jeze, “L’acte juridictionnel”., Tevue du droit public, 1909, p. 667:
Kellerahohn, Des effets de I’anulation pour exces de pouvoirs, tesis, Burdeos 1915, pp. 177 ss.), puede observarse que el
juez al estatuir, no realiza un acto de voluntad, sino únicamente de apreciación. Esto ocurre, al menos, cada vez que el
juez se limita, para solucionar el litigo, a aplicar la ley; como voluntad, no existe aquí más que la del legislador cuya
ejecución ha de asegurar el juez. Bien es verdad que el juez tiene el poder de decisión pero decidir y querer son dos
cosas diferentes. El poder voluntad implica la facultad de disponer. El juez no dispone; sus decisiones, incluso cuando
contienen una orden no consisten sino en determinar y en ordenar lo que es de derecho según la ley. Es la medida en
que el juez no hace sin aplicar la ley, no se puede, pues, considerar a la autoridad jurisdiccional como a un órgano de
voluntad nacional.

Cuando por ejemplo, el art. 9 de la ley de 24 de mayo de 1872 dice que “el Consejo de Estado estatuye
soberanamente sobre los recursos en materia contencioso-administrativa”, esto no significa evidentemente que el
Consejo de Estado tenga un poder de voluntad soberana comparable al del legislador. Ni siquiera sería posible asimilar
las decisiones soberanas del Consejo de Estado a los actos mediante los cuales un superior administrativo da
jerárquicamente órdenes a los administradores colocados bajo su mando: pues el legislador, e igualmente el jefe de
servicio, poseen el rimero de un modo muy amplio y el segundo dentro de los limites de las habilitaciones que recibe de
las leyes, el poder determinar libremente las prescripciones o las medidas que les han de permitir alcanzar ciertos fines
escogidos voluntariamente por ellos mismos; y por consiguiente, en la medida en que gozan de la libertad de elegir los
fines y los medios, sus decisiones aparecen como implicando, por su parte, actos de propio voluntad. El juez, por cuanto
es el llamado a asegurar la aplicación de la ley, no tiene por que hacer obra voluntaria; el fin mismo que persigue, y que
es exclusivamente el mantenimiento de la legalidad, excluye en él todo poder de verdadera voluntad personal.
657

241] FUNCION JURISDICCIONAL 657

que los administradores, de los que la Constitución de 1791 (tit. III, cap. IV, sección 2, art.
2) decía Que “no tienen ningún carácter de representación”, porque sólo ejercen una
función de ejecución, los jueces sólo podían ser considerados como simples funcionarios.
Esto es lo que afirmaba

Esto ocurre, especialmente, en las relaciones entre la autoridad jurisdiccional y los administradores. Esta es la razón por
la que las decisiones emitidas en materia contenciosa por el Consejo de Estado no podrían considerarse como
mandamientos administrativos que tuvieran la misma naturaleza que las órdenes de servicio dirigidas por un jefe
jerárquico a sus subordinados; pues el agente subalterno, obligado a ejecutar la orden de servicio, obedece en esto, a
veces, un acto de voluntad de su superior. Por el contrario no se puede pretender que, al inclinarse ante la decisión
jurisdiccional del Consejo de Estado, las autoridades ejecutivas ejecuten una voluntad propiamente dicha de ese alto
tribunal administrativo. Evidentemente, la obligación en que se encuentran los administradores de respetar esta
decisión soberana no constituye solamente como se ha dicho en alguna ocasión (Laferriere, op, cit., 2º ed., vol. I, p. 351;
Hauriou, po. Cit., 8º ed., p. 389) un simple deber moral, sino que se trata, para ellos. De una obligación jurídica y
constitucional. Pero, por otra parte, este deber estricto no puede referirse a la idea de una superioridad de la voluntad
misma de este último, no podría, como tal, obligar a los administradores activos. Si la decisión jurisdiccional del Consejo
de Estado se basara en la voluntad misma de este último, no podría, como tal, obligar a los administradores activos; el
concepto francés de la independencia respectiva de las autoridades encargadas de administrar y de las autoridades
jurisdiccionales (ver sobre los efectos de este concepto, Hauriou, po. Cit., 8º ed,. Pp. 393ss., 957ss.) sería un obstáculo a
que la voluntad de éstas se impusiera a aquellas.

Partiendo de este concepto separatista, nos vemos conducidos a observar que la posibilidad de considerar las
decisiones jurisdiccionales del Consejo de Estado como mandamientos dirigidos a los administradores parece
desvanecerse completamente. En realidad, si estas decisiones se imponen de un modo absoluto a los administradores es
precisamente porque son algo muy distinto a los actos de voluntad de parte del Consejo de Estado; lo que constituye su
fuerza obligatoria es el hecho de que tienen carácter, no de cosa querida, sino de cosa juzgada. Más exactamente, los
administradores están obligados a respetarlas y a conformar sus actos a ellas, porque emanan de la autoridad que,
según el orden jurídico establecido en el Estado, se halla investida del poder de resolver soberanamente las dificultades
que suscitan las cuestiones de aplicación y de interpretación de las leyes que rigen la actividad administrativa, cuando
dichas cuestiones se formulan en forma contenciosa y por ello dan lugar a que se produzca una decisión jurisdiccional.

En este sentido también y por el mismo motivo, es por lo que la decisión emitida a título jurisdiccional por el
Consejo de Estado tiene, para las autoridades encargadas de la administración activa, el mismo valor que un
mandamiento. En virtud del sistema de la unidad orgánica del Estado equivale a un mandamiento, por cuanto que a ella
corresponde fijar el alcance y los efectos de las leyes cuya ejecución han de procurar los administradores. No obstante,
esto no significa que la decisión jurisdiccional contenga, para los administradores, como se ha sostenido (Kellershohn,
po. Cit., p. 199) un “emperativo jurisdiccional” que vendría a añadirse al “imperativo legal”. En sus relaciones con los
agentes encargados de la acción administrativa, el juez ya no tiene que ordenar por su propio mandamiento la ejecución
de las leyes y el jefe del Ejecutivo, como superior jerárquico, no tiene que renovar para ellos, por la promulgación por
cualquier otro acto especial, los mandamientos que se hayan contenidos en las prescripciones legislativas y que como se
ha visto anteriormente (p. 385 n. 11, p. 388) imponen, por la sola virtud imperativa de estas prescripciones, su fuerza
ejecutiva implícita a los agentes ejecutivos. La decisión del juez sólo podría constituir para los agentes administrativos un
nuevo imperativo en el caso en que creara para ellos jus novum; pero precisamente es muy dudoso (ver nº 248, infra)
que la autoridad jurisdiccional pueda hacer uso de sus facultades creadoras en las cuestiones concernientes en la
potestad administrativa del Estado.
658

658 FUNCION DEL ESTADO [241

Cazales en su discurso anteriormente citado; “El poder judicial no es más que un simple
función puesto que consiste en la aplicación pura y simple de la ley”. Simple función
significaba, según la terminología de la época, que la jurisdicción no es un poder de
naturaleza representativa.

No es, pues, realmente posible concebir la decisión jurisdiccional referente a lo contencioso-administrativo como un
mandamiento propiamente dicho que se dirigiera a los administradores (ver la tesis contraria desarrollada por
Kellershohn, po. Cit., pp. 18 ss., 50, 147, 148, 151 ss., 174 ss., 183 ss., 196 ss.,). Los autores que quieren ver en ella una
orden o mandamiento, obedecen en el fondo a la tendencia muy discutible que, aquí como en todas partes, y bajo el
pretexto de separación de poderes, consiste en tratar las tres clases de órganos o autoridades estatales como
constituyendo tres personas distintas dentro del Estado (ver núms. 278-279, infra). En realidad, las autoridades
jurisdiccionales y los administradores sólo son los órganos o agentes de una sola y misma persona, el Estado, que no
puede, por sus tribunales que imponen mandamientos a sus administradores, darse órdenes a sí mismo. Esta unidad
esencial del Estado es la que, más que cualquier otra razón, ha permitido asegurar que las reclamaciones y recursos
comprendidos en lo contencioso-administrativo tienen por objeto el acto administrativo mismo,. “considerado en sí”
(Hauriou, op. Cit., 8º ed., p. 102). Es perfectamente evidente, en efecto, que la autoridad administrativa de la cual
emana el acto, no posee, en el Estado, personalidad distinta a la que nos podamos referir; es por lo que fue necesario,
dícese (Hauriou, eod. Loc.), “formar proceso al acto”, pidiendo, contra e lacto mismo, su anulación o su reforma a la
autoridad jurisdiccional.

Por los mismos motivos, la idea de un mandamiento propiamente dicho, dirigido por los jueces administrativos
a los administradores, debe desecharse. Bien es verdad que el concepto de orden y de imperativo, al menos en cierto
sentido, puede hallar su lugar en las relaciones entre el órgano legislativo y las demás autoridades estatales, así como
también se justifica, en el seno del organismo administrativo, en las relaciones entre el jefe del servicio y sus
subordinados. Aquí, el concepto de orden se refiere al sistema de la jerarquía establecida en el interior del Estado, bien
sea entre los órganos, bien entre los agentes, y se legitima por este régimen de organización jerárquica. Igualmente, el
concepto de mandamientos y orden jurisdiccional llega a desprenderse racionalmente respecto de los simples
particulares, por cuanto que el juez tiene sobre ellos, por su cualidad de autoridad estatal, el poder de pronunciar
condenas que restablecen el derecho legal violado e incluso, a veces, de crear derecho extralegal. Por el contrario,
cuando se consideran las relaciones entre autoridades jurisdiccionales y autoridades administrativas, este concepto de
orden se hace impalpable, y ello por razón del hecho de que, desde la Revolución, el derecho positivo francés creyó que
debía fundar, entre las dos clases de autoridades, un principio de independencia, que excluye de una a otra toda
relación de naturaleza jerárquica, así como toda posibilidad de mando. Finalmente, pues, si los administradores tienen la
obligación de conformarse con las decisiones de los tribunales administrativos, no es en virtud de las órdenes o
mandamientos que estos últimos pudieran dictar respecto de ellos, sino porque, en el sistema de la unidad del Estado,
todo acto realizado por una autoridad que opera dentro del cuadro de su competencia regular debe tener valor
normalmente, con respecto a las demás autoridades estatales incluso si éstas son independientes, y con la condición, sin
embargo, de que no sean ellas mismas
659

241] FUNCION JURISDICCIONAL 659

Del preámbulo del título III de la Constitución de 1791 se desprende que este punto de
vista ha sido consagrado por la misma. En este preámbulo, tres textos especiales, los
arts. 3, 4 y 5, presentan realmente, con la debida separación, los poderes legislativo,
ejecutivo y judicial, como tres poderes principales y enteramente distintos, delegados
separadamente por la Constitución a tres órdenes de autoridades independientes. El art.
5, en particular, trata de la potestad judicial como de un tercer poder primordial, que no
deriva de ninguno de los otros dos. Sino que es delegado directamente por la nación a la
corporación de los jueces; corporación cuya independencia ya se hallaba establecida por
el hecho mismo de que dicho texto mandaba elegir los jueces por el pueblo.15 Este artículo
fue sometido a la Asamblea en la sesión del 10 de agosto de 1791, y se aprobó sin dar
lugar a largos debates. Sin embargo, un diputado, D.J.Garat, suscitó una objeción contra
su redacción: “Esta redacción convierte al poder judicial en un poder distinto y separado,
de manera que los jueces podrán considerarse en el futuro como los representantes del
pueblo. Pido, pues, que se reemplacen las palabras poderes judiciales por éstas:
funciones judiciales” (Archives parlementaires, 1º serie, vol. XXIX, p. 332). Garat, como
todos los oradores anteriormente citados, solo veía en la potestad judicial una función de
aplicación ejecutiva, y nunca una potestad de representación. La observación de dicho
diputado no mereció réplica, pero la redacción del art. 5º no se modificó. Sin embargo, no
cabe duda de que la Constitución de 1791 negó a los jueces la culidad de representantes.
Esto resulta categóricamente del art. 2 del citado preámbulo, que al enumerar a los
representantes de la nación, excluye por su silencio a los jueces. El carácter
representativo fue negado a los jueces en 1791, porque estimaba la Constituyente que el
juez, por más que estatuya libremente, inspirándose únicamente en su conciencia, no
tiene en principio más potestad que la de aplicar las leyes, lo que solo es una función
subalterna, y no un poder de querer por la nación. En suma, pues, si la Constitución de
1791 consideró al poder judicial como un tercer gran- poder, fue por razones orgánicas
únicamente, o sea por el motivo de que entendía que dicho poder había de ser
organizado de una manera independiente, especialmente frente al Ejecutivo. Esto es lo
que Bergasse expresaba al decir: “El poder judicial quedará mal organizado si depende
en su organización de una voluntad distinta de la voluntad de la nación” (Archives
parlementaires, vol. VIII, p. 441). Pero desde el punto de vista funcional la Cons-

15
jerárquicamente superiores, como una manifestación de la actividad de la persona Estado, una e indivisible. Art. 5: “El
poder judicial se delega en jueces elegidos por el pueblo en tiempo oportuno”.
660

660 FUNCION DEL ESTADO [241-242

tituyente no consideró 'a la potestad de juzgar como un poder verdadero y autónomo, sino
únicamente como una "función" 18 (cf. n' 370, infra). 242. El concepto de la Constituyente
respecto a la naturaleza de la función judicial se manifiesta también en dos instituciones
importantes, creadas por ella: la consulta legislativa y el tribunal de casación. El recurso o
consulta al legislador tiene su origen en el art. 12, título I I , de la ley de 16-24 de agosto
de 1790, que establece que "los t r i bunales se dirigirán al cuerpo legislativo cada vez que
crean necesario interpretar una ley". Este texto implicaba primeramente que los jueces no
pueden interpretar la ley por vía de disposición general y abstracta, y esta prohibición se
desprendía ya suficientemente por el principio formulado al comienzo del mismo texto,
que decía que los tribunales "no podrán hacer reglamentos". Pero además, parece que la
disposición del art. 12 referente a la interpretación de las leyes por el cuerpo legislativo
debió entenderse en el sentido de que, incluso en los casos concretos que se presentan
con regularidad ante los tribunales, no corresponde a los jueces pronunciarse respecto al
alcance de la ley cuando ésta da lugar a dudas graves o a dificultades (Geny, op. cit., n9 4
0 ) . En otros términos, así como aun actualmente los tribunales judiciales están obligados
a aplicar los actos administrativos invocados ante ellos en el curso de los procesos que
dependen de su competencia, pero no están calificados para interpretar esos actos en el
caso en que sea discutido el sentido de los mismos, y deben a este respecto sobreseer
hasta que el acto haya sido interpretado por la autoridad administrativa competente, así
también el punto de vista de la Constituyente, respecto al cometido de los jueces con
referencia a la ley, ha sido el de que únicamente tienen por misión aplicar el texto legal, y
no el de resolver las dificultades que puede originar éste. Por esta idea es por lo que el
art. 12 anteriormente citado reservó al juez la facultad de recurrir al legislador con objeto
de obtener de él la solución de las dificultades que se suscitan en el curso de las
instancias, respecto al sentido de la ley.

A decir verdad, sólo se hizo, durante la Revolución, un uso poco

16 Duguit (Traite, vol. i, pp. 305-306; cf. Séparation des pouvoirs, p. 76) sostiene que "en el sisterña de la Constitución de
1791, los jueces formaban un cuerpo representativo". Se Lasa sobre todo en el hecho de que la constituyente "convertía
al orden judicial en un tercer poder independiente e igual a los otros dos" (Traite, vol. i, p. 353), "un poder distinto y
autónomo" (Séparation des pouvoirs, loe. cit.). Pero las dos cuestiones de saber si, por una parte, el cuerpo de jueces
forma un tercer poder y si, por otra parte, la función de juzgar implica una potestad de naturaleza representativa, son
muy diferentes. Y por cierto, no se puede decir que el cuerpo de jueces fuera en 1791 totalmente autónomo.
Evidentemente, se elegía por el pueblo y recibía su delegación directamente de la nación y de la Constitución, pero
aeremos en las páginas siguientes que quedaba colocado bajo el control y hasta en la dependencia del cuerpo
legislativo.
661

242] FUNCION JURISDICCIONAL 661

frecuente de esta consulta facultativa. Pero la Constituyente había establecido, por otra
parte, un sistema de recurso o consulta obligatoria, que fué practicado durante mucho
tiempo y que tiene su origen en el art. 21 de la ley de 27 de noviembre-19 de diciembre de
1790, relativa al t r i bunal de casación. Este texto se refiere al caso en que, entre el
tribunal de casación y los tribunales que dependen de su control, se suscite un conflicto
de decisiones, a resultas de que, después de dos casaciones consecutivas, el tercer
tribunal recurrido estatuye del mismo modo que los dos primeros, cuyos juicios fueron
casados anteriormente. La existencia misma de este conflicto, llegado al estado agudo,
revela que la ley que lo ocasionó suscita graves dificultades de interpretación a las cuales,
según el concepto de la Constituyente, únicamente el legislador puede encontrar una
solución; y por consiguiente, establece el texto que en ese caso, el tribunal de casación, al
que por tercera vez se presenta el caso, habrá de sobreseer hasta que la cuestión haya
sido resuelta por el cuerpo legislativo, que formulará un decreto de interpretación de la
ley, al cual habrá de conformarse el tribunal de casación en su juicio posterior. Este
sistema del recurso o consulta obligatoria al legislador fué confirmado por la Constitución
de 1791 (tít. m, cap. v, art. 2 1 ) . Se desprende del examen de esta institución que, en el
pensamiento de los primeros constituyentes, la función judicial sólo entrañaba un poder
de aplicación de las leyes.
Idéntica comprobación se desprende de la observación de las condiciones en las cuales
el tribunal de casación fué organizado por la ley de 1790 y del cometido que, según esta
ley, había de desempeñar. La institución de Un tribunal de casación, en principio,
respondía a la preocupación de crear un control superior sobre la regularidad de los
juicios dictados por los tribunales judiciales. Pero ¿desde qué punto de vista y con qué
objeto preciso había de ejercerse ese control? En el pensamiento de los autores de la ley
de 1790, la necesidad de un control provenía ante todo de la idea de que, al reducirse el
cometido de los tribunales, estrictamente, a la aplicación de las leyes, se hacía
indispensable establecer una vigilancia sobre la manera como, mediante sus decisiones,
realizaban dicha aplicación.
Tal es, en efecto, el objeto para el cual se estableció la institución de la casación. Esta
tiene por objeto especialmente asegurar la subordinación de los tribunales y la
conformidad de sus decisiones a las leyes dictadas por el cuerpo legislativo. Así
considerada, la casación hubo de aparecer, en 1790, como un poder que le corresponde
naturalmente al cuerpo legislativo mismo. Robespierre lo dijo en la sesión del 9 de
noviembre de 1790: "Es necesario establecer una vigilancia que reduzca a los tribunales a
los principios de la legislación. ¿Formará pa
662

662 FUNCION DEL ESTADO [242

del poder judicial este poder de vigilancia? No, puesto que el poder judicial es
precisamente el que se vigila. .. Este derecho de vigilancia es, pues, una dependencia del
poder legislativo. En efecto, según los principios reconocidos, al legislador es al que
corresponde interpretar la ley que ha hecho" (Archives parlementaires, 1* serie, vol. xx, p.
336). Por su parte, Le Chapelier, ponente de la ley sobre el tribunal de casación, había
dicho en la sesión del 25 de octubre de 1790: "Este derecho de vigilancia debe conferirse
por el cuerpo legislativo, porque después del poder de hacer la ley viene naturalmente el
poder de vigilar la observancia de la misma, de tal modo que, si ello fuera posible, dentro
de los verdaderos principios, los juicios contrarios a la ley habrían de ser casados
mediante decretos" (Archives parlementaires, vol. xx, p. 2 2 ) , es decir, por la asamblea
legislativa misma. La Constituyente no llegó hasta ese punto, sino que concedió el poder
de vigilar la aplicación judicial de las leyes a un órgano especial: el tribunal de casación.
Pero este " t r i b u n a l " recibía una posición y una función especiales. Su posición se
determinó de manera notabilísima al principio mismo de la ley, por el art. I 9 , que decía:
"Existirá un tribunal de casación, establecido cerca del cuerpo legislativo" (cf. Constitución
de 1791, tít. m, cap. v, art. 19). Así pues, dicho tribunal es un auxiliar del cuerpo
legislativo; colocado junto a éste, opera en cierto modo por su cuenta. En cuanto a su
función, consiste principalmente, como dice el art. 3 de la ley de 1790, en anular
"cualquier juicio que contenga una contravención expresa al texto de la ley". Esto
equivalía a decir que el tribunal de casación había de funcionar por el interés
constitucional de la subordinación de los tribunales al cuerpo legislativo y a la ley, antes
que por un interés j u d i c i a l ; la misión propia de este tribunal era la de reprimir
mediante anulación las lesiones directas a la ley. Finalmente, el espíritu en el cual estaba
concebida la institución de la casación se manifestaba también en el art. 24 de la ley de
1790, que imponía al t r i bunal de casación la obligación de enviar cada año a la tribuna
del cuerpo legislativo una diputación de ocho miembros para darle cuenta de las
casaciones pronunciadas y de los textos legislativos cuya violación las hubiera causado.
En estas condiciones es difícil decir si, según la ley que lo instituyó, era o no el tribunal de
casación un órgano judicial en el sentido preciso y completo de esta palabra. Por una
parte, su mismo nombre de tribunal y ciertas atribuciones que le confería el art. 2 y que
implican que poseía respecto a los demás tribunales la preponderancia jurídica de un
órgano judicial superior, y también el hecho de que, contrariamente a las proposiciones
presentadas en primer lugar a la Asamblea constituyente para que fuera el cuerpo
legislativo el que nombrara al tribunal de casación,
663

242] FUNCION JURISDICCIONAL 663

sus miembros se elegían por el pueblo lo mismo que los jueces ordinarios, todo ello
inducía a considerar al tribunal de casación como un cuerpo udicial y a sus miembros
como jueces, y así era por cierto como los llamaba la ley de 1790 (art. 13 ) , que calificaba
también sus decisiones como juicios. Pero, por otra parte, dicho tribunal se distinguía de
los cuerpos judiciales, según la expresión de Le Chapelier (loe. cit.), en que se hallaba
"colocado entre los tribunales particulares y la l e y " ; establecido cerca del cuerpo
legislativo, que había de proceder (art. 29) a su instalación y del cual dependía por cuanto
había de rendirle cuentas; habilitado únicamente, en f i n , para una misión constitucional
de conservación de las leyes, sin que pudiera "conocer del fondo de los asuntos", cosa
que le prohibía el art. 3, es decir, sin poder ejercer ese arbitraje judicia entre litigantes que
constituye, en caso de litigio , el objeto más elevado de la función jurisdiccional
propiamente dicha; en todos estos aspectos, el tribunal de casación no tenía de tribunal
más que el nombre. Es por lo que Duguit (Séparation des pouvoirs, p. 95) opina que el
tribunal de casación ha sido tratado por la Constituyente, "no ya como un órgano del
poder
judicial, sino como una delegación del cuerpo legislativo"; y éste es también, al parecer, el
sentir de Geny (op. cit., p. 71).

En todo caso, la idea maestra que se halla en la base de toda esta institución no
puede ponerse en duda: en esto, como en lo que concierne a la consulta al legislador, la
Constituyente partió de la convicción, tan profundamente anclada en el espíritu público en
los tiempos de la Revolución,
de que el derecho por entero está contenido en la ley, y que sólo la ley puede querer y por
consiguiente crear derecho; que, por lo tanto, el oficio del juez se reduce a hacer en cada
caso la aplicación casi servil del derecho legal; que no puede tratarse, de ningún modo,
de derecho pronunciado por los tribunales de la ley. Consecuencia de estas ideas fué la
supresión radical de toda jurisprudencia debida a la apreciación o a la iniciativa propia de
los jueces. Los oradores de la Constituyente son categóricos a este respecto: "La palabra
jurisprudencia —dice Robespierre en la sesión de 18 de noviembre de 1790— debe
borrarse de nuestro idioma. En un Estado que posee una Constitución y una legislación,
la jurisprudencia de los tribunales no es otra cosa que la ley misma; por lo tanto, siempre
habrá identidad de jurisprudencia" (Archives parlementaires,1* serie, vol. xx, p. 516). Le
Chapelier decía en la misma fecha:
" E l tribunal de casación, lo mismo que los tribunales de distrito, no debe tener
jurisprudencia propia. Si esta jurisprudencia de los tribunales, la más detestable de las
instituciones, existiera para el tribunal de casación, habría que destruirla. El único objeto
de las disposiciones respecto de las cuales vais a deliberar, es impedir que se introduzca"
(ibid., p. 517).
Así pues, según esta última cita, la institución misma de la casación se
664

664 FUNCION DEL ESTADO [242-243

inspiraba esencialmente en la idea de que la función judicial, al consistir enteramente en


la aplicación de las leyes, no entraña para los tribunales el poder de formular derecho
extralegal por vía jurisdiccional y de jurisprudencia.
243. ¿Qué ocurrió, después de la Revolución, con este concepto de la función judicial? Es
evidente que se modificó profundamente en un primer aspecto. La idea revolucionaria, tan
estrecha, de que los jueces tienen por única misión la de aplicar las leyes en cuanto que
las disposiciones de éstas son claras y ciertas, pero que no pueden interpretarlas en caso
de duda o de obscuridad, no se ha mantenido. Prueba de ello se encuentra en la
desaparición de la institución de la consulta al legislador En primer lugar la consulta
facultativa ha sido implícitamente abrogada por el art. 4 del Código c i v i l , que le prohibe
al juez negarse a fallar en caso de obscuridad de la ley. El art. 4 especifica que semejante
negativa por ese motivo constituye por parte del juez una denegación de justicia, es decir,
una defección, una falta grave a su función; esto significa, pues, que la función de juzgar
comprende en sí, esencialmente, no sólo la aplicación de las leyes cuyo alcance no es
dudoso, sino también la interpretación de aquellas que dan lugar a dificultades. La
consulta obligatoria,
confirmada por la ley de 16 de septiembre de 1807, sobrevivió hasta la ley del 30 de j u l i
o de 1828, que ya repudia el principio sobre el cual se basaba, y su abrogación fué
confirmada definitivamente por la ley de 1* de abril de 1837, que establece que después
de dos casaciones sucesivas, pronunciadas por el mismo motivo, el tercer tribunal al que
se remite el asunto habrá de conformar su juicio a la decisión de la corte de casación
respecto al punto de derecho juzgado por ésta. Se infiere de esta ley que, incluso en los
casos en que las dificultades de interpretación de la ley sean tan grandes que susciten un
conflicto prolongado entre las jurisprudencias contradictorias de la corte de casación y de
los tribunales que estatuyen en última instancia, no hay lugar a recurrir a la interpretación
por el legislador, sino que esta interpretación, considerada como una dependencia de la
función de juzgar, debe corresponder directamente a la autoridad judicial.

Por otra parte, de la ley de 1837 resulta la consecuencia, muy importante, de que
la corte de casación adquiría la facultad de conocer del fondo de los asuntos y, en el caso
que da lugar al recurso, de ejercer la plenitud de la función de juzgar, al menos en el
sentido de que se hallaba habilitada en adelante para resolver por sí misma, con una
potestad que se imponía soberanamente, la cuestión de derecho a dilucidar en el
proceso. Hasta entonces, la corte suprema sólo había ejercido en materia judicial una
actividad que producía efectos negativos; su cometido consistía exclusivamente, según la
ley de 1790, en anular los juicios que
665

243] FUNCION JURISDICCIONAL 665

suponían infracción de ley; se hallaba reducida a ese poder de casación y no tenía que
estatuir respecto al proceso mismo; esto es precisamente lo que la ley de 1790 expresaba
al prohibirle conocer del fondo de los asuntos. No constituía, pues, por encima de los
tribunales de apelación, un tercer grado de jurisdicción, o sea un juez superior encargado
de substituir en el proceso una nueva sentencia a aquella que pronunciaron los jueces
anteriores. A decir verdad, no juzgaba de ningún modo el proceso, sino que se limitaba a
apreciar la legalidad de los procedimientos y de los juicios que se habían sustanciado con
objeto del proceso o causa. Por la ley de 1837, la corte de casación, dotada ahora de la
facultad de imponer su decisión a los tribunales que de ella dependen, se vio investida de
un poder positivo, que incluso en cierto sentido se puede calificar como poder de plena
jurisdicción. Indudablemente, sigue subsistiendo, del sistema originario de 1790, el
principio de que los jueces supremos no han de conocer de los hechos de la causa y
deben atenerse al control de la legalidad de los juicios a ellos remitidos. Indudablemente
también, este control, hoy día lo mismo que en su origen, continúa traduciéndose,
formalmente, en simples anulaciones de sentencias, seguidas de remisión a una nueva
autoridad jurisdiccional, y no puede la corte de casación substituir directamente su
decisión propia a la que anuló. Pero, al menos, esta anulación, desde 1837, tiene por
efecto imponer al nuevo tribunal que se ha hecho cargo del caso la adopción de una
solución jurídica determinada, y por consiguiente, se infiere de la ley de 1837 que la corte
suprema, implícitamente, tiene la facultad de emitir, por el medio indirecto de la casación,
verdaderas decisiones positivas referentes a las cuestiones de derecho que se suscitan
en los procesos. En esto, esta corte ha llegado a ser realmente una autoridad
jurisdiccional de tercer grado que estatuye, al menos de un modo indirecto, respecto al
fondo mismo de los juicios o sea respecto a su fondo jurídico. Esto ocurre, al menos, en el
caso de la segunda casación; pero en la práctica, los tribunales, habitualmente, no.
habrán de esperar una segunda casación para inclinarse ante la potestad imperativa de la
corte suprema.

Por lo tanto, la cuestión de saber si la corte de casación debe considerarse como


un órgano judicial , no puede suscitar ninguna de las dudas
permitidas en la época revolucionaria. Por una parte, no tiene ya ningún contacto con el
cuerpo legislativo, respecto del cual ha llegado a ser completamente independiente, al
tener ella misma el poder de interpretar soberanamente las leyes para la solución de los
litigios; por otra parte, participa positivamente en la función de juzgar, por cuanto que a su
antiguo poder negativo de simple tribunal de casación se añade ahora el poder implícito
de pronunciar definitivamente el derecho aplicable al proceso. En todos estos aspectos
nada queda ya del punto de vista de la
666

666 FUNCION DEL ESTADO [243-244

Constituyente, que, al confinar a los jueces dentro de la aplicación estricta de las leyes y
bajo el pretexto de la separación de poderes, había reservado la interpretación de los
textos dudosos al cuerpo legislativo.

244. Pero esto no es todo. No solamente la legislación posterior a la Revolución


abrogó las instituciones especiales, creadas en 1790, que tendían a excluir de la función j
u d i c i a l la interpretación de las leyes, sino que además el derecho positivo que se
formó después del período revolucionario estableció, respecto a la naturaleza y a la
extensión de la potestad de juzgar, un concepto nuevo, según el cual comprende esta
potestad, además de la aplicación de las leyes y de su interpretación propiamente dicha,
una amplia facultad para pronunciar el derecho en casos particulares, con objeto de
colmar las lagunas de la ley. Este es, en efecto, el concepto general que se deduce
irremisiblemente del art. 4 del Código civil , cuya capital importancia, a este respecto,
nunca se acentuará bastante. Este texto, cuyo alcance es tan considerable como el de
muchos de los textos constitucionales que organizan actualmente los diversos poderes
públicos (sobre el alcance del art. 4, ver Hauriou, op. cit., 6* ed., p. 295 n.), precisa de la
manera más clara las diferentes dificultades con que puede encontrarse el juez llamado a
resolver un l i t i g i o con su sentencia, en cuanto estas dificultades resultan de la
imperfección de la ayuda que le dan las leyes: estas dficultades son el "silencio", la
"obscuridad" o " l a insuficiencia de la ley". Puede ocurrir , en primer lugar, que la ley haya
resuelto la cuestión llevada ante los tribunales, pero que el sentido de la regla legal sea
obscuro y dudoso: en este caso, el art. 4 manda al juez disipar esa incertidumbre,
determinando por su apreciación personal el alcance verosímil del texto; se trata aquí,
digamos, de un simple caso de interpretación. Pero el art. 4 llega más lejos aún: prevé el
caso en que la ley que debe aplicarse sólo solucione el caso litigioso en parte y de
manera insuficiente, y ordena entonces a la autoridad judicial que supla estas
insuficiencias con su propia decisión. Más aún, el art. 4 considera la eventualidad de que
la ley guardara un completo silencio respecto a la cuestión de que se trata en el l i t i gio, y
también esta vez prohibe a los tribunales tomar como "pretexto" este silencio para
negarse a fallar. En esta última hipótesis habremos de colocarnos, sobre todo, para
darnos cuenta de toda la amplitud de los poderes que el art. 4 reconoce al juez. Se infiere
de este texto que el juez, habilitado, o mejor dicho, obligado a juzgar incluso ante el
silencio de laley, habrá de crear necesariamente por sí mismo los elementos de
soluciónque le niega esta ley.17 Así ocurrirá al menos, en el caso en que la

1T No es, pues, exacto decir, como lo hacen varios autores franceses, que hay lugar a jurisdicción cuando un derecho ha
sido violado (Artur, Revue du droit public, vol. xm, p. 226) ; ni tampoco decir, con los autores alemanes, que la justicia ha
de intervenir cuando ha habido
667

244] FUNCION JURISDICCIONAL 667

función de juzgar se ejerza para resolver un l i t i g i o . El art. 4 convierte pues al juez en


un arbitro de Estado, que tiene un poder ilimitado para apaciguar los litigios y que posee a
dicho efecto, no solamente la facultad de pronunciar el derecho legal por aplicación pura y
simple o por interpretación de la ley, sino también la de pronunciar derecho judicial
siempre que sea necesario suplir el silencio de las leyes. En una palabra, el art. 4, en el
derecho positivo francés, establece el principio capital de que la función jurisdiccional
consiste a veces- en crear inter partes derecho originado en la única potestad del juez.
Algunos autores han intentado sin embargo huir de esta conclusión, alegando el
razonamiento siguiente: si el Código c i v i l prohibe al juez atrincherarse detrás del
silencio de la ley para no emitir su juicio, ello se debe a que, en el pensamiento de sus
creadores, la codificación del derecho francés tuvo por efecto desprender un conjunto de
principios que habían de bastar ampliamente a todas las necesidades de la práctica y
dentro de los cuales tenía el juez la seguridad de encontrar, en todo caso, elementos de
solución para las causas judiciales. El art. 4 significaría también que no pueden los
tribunales, en ningún caso, tomar como pretexto el silencio de la ley, ya que en ningún
caso sería admisible semejante pretexto. Pero esta explicación, que no se aviene mucho
con el contenido mismo del art. 4, se desmiente también por las declaraciones
expresas emitidas por los redactores del Código c i v i l con referencia al alcance de su
obra de codificación. Portalis, por ejemplo, afirma con claridad perfecta que la nueva
legislación codificada no pretende de ningún modo proporcionar a la práctica judicial todas
las soluciones que ésta habrá de formular para regular las relaciones litigiosas de
derecho. Veamos, a este respecto, algunos extractos particularmente significativos del
discurso preliminar presentado por Portalis en nombre de la comisión de redacción del
Código civil . Partiendo de la confesión de. que "preverlo todo es un f i n imposible de
alcanzar", el discurso preliminar declara que "por mucho que se haga, nunca las leyes
positivas han de poder reemplazar el uso de la razón natural en los asuntos de la v i d a " .
La razón de esto es que "las necesidades de la sociedad son tan variadas, la
comunicación entre los hombres es tan activa, sus intereses tan multiplicados y sus
relaciones tan extensas que no le es posible al legislador preverlo todo un código, por
completo que pueda parecer, apenas se acaba cuando mil cuestiones inesperadas vienen
a ofrecerse al magistrado. Numerosos asuntos se abandonan, pues, necesariamente al
arbitrio de los

"Stórung der Rechtsordnung" (G. Meyer, op. cit., 6' ed., p. 618) ; pues la autoridad judicial no solamente tiene por labor
o tarea hacer respetar el derecho preexistente, sino tambión resolver toda discusión entre litigantes mediante una
solución que 1 brá de constituir para éstos derecho judicial y nuevo.
668

668 FUNCION DEL ESTADO [244-245

jueces. . . La previsión de los legisladores es limitada. . . Sería, pues, un error pensar que
pudiera exirtir un cuerpo de leyes que hubiera previsto por anticipado todos los casos
posibles". Así pues, " t an imposible es prescindir de la jurisprudencia como prescindir de
las leyes. A la jurisprudencia es a quien abandonamos los casos raros y extraordinarios,
que no pueden entrar en el plan de una legislación razonable, los detalles demasiado
variables y contenciosos, que no deben ocupar al legislador, y todos aquellos objetivos
que sería inútil esforzarse en prever. La experiencia es la que ha de ir llenando
sucesivamente los vacíos que dejamos". El alcance de estas explicaciones de Portalis se
halla fuera de toda duda por la distinción que establece, a este respecto, entre las leyes
criminales y las leyes civiles. En lo que concierne a las primeras, no puede el juez suplir
su silencio. En cuanto a las segundas, el juez puede suplirlas como "arbitro esclarecido e
imparcial". Tiene que juzgar, porque " l a justicia es la primera deuda de la soberanía".
Esta última idea la desarrolla Portalis en los términos siguientes: " En las materias civiles,
el debate se realiza entre dos o más ciudadanos. Una cuestión de propiedad o cualquier
otra cuestión semejante no puede quedar indecisa entre ellos. No hay más remedio que
pronunciar: de la manera que sea, hay que terminar el l i t i g i o . Si las partes no pueden
ponerse de acuerdo ellas mismas, ¿qué hace entonces el Estado? En la imposibilidad de
ofrecerles leyes sobre todos los objetos, les ofrece, en el magistrado público, un arbitro
esclarecido e imparcial, cuya decisión les impide venir a las manos". De aquí la
conclusión: "Reconocemos en los jueces la autoridad de estatuir respecto a aquellas
cosas que no han sido determinadas por las leyes" (Fenet, Travaux préparatoires du Code
civil, vol. i, pp. 467-476; Locré, La législation de la France, vol. i, pp. 256-265.1 8 Estas
palabras de Portalis constituyen el comentario más claro al art. 4; indican que, tanto en la
intención de sus redactores como en su fórmula expresa, dicho texto convierteal juez en
un arbitro encargado de suplir las lagunas de la ley e investido, por lo tanto, de una
función que —aunque, de hecho, los tribunales no tengan ocasión de ejercer ese arbitraje
sino en muy raras ocasiones— no puede ser definida teóricamente y en principio como
una simple función de aplicación de las leyes.

245. Cabe preguntarse, después de todo esto, cómo es que tantos autores
mantienen aún la definición, tomada de los conceptos revolucionarios,
según la cual juzgar es únicamente aplicar las leyes. Nada en los

18 El proyecto de la comisión gubernamental del año vin decía igualmente, en su libro preliminar, tít. v, art. 11: " E n las
materias civiles, el juez, a falta de ley precisa, es un ministro de equidad"; art. 12: " E l juez que rehusa juzgar se hace
culpable de denegación de justicia"; art. 13: " E n materia criminal, no puede el juez suplir a la ley en ningún caso"
(Fenet, op. cit., vol. I I , p. 7).
669

245] FUNCION JURISDICCIONAL 669

textos autoriza semejante concepto, y la verdad, por el contrario, es que cute concepto se
halla en oposición directa con la disposición del art. 4 y las declaraciones formales del
legislador de 1804. Pero la supervivencia de esta definición se explica por el hecho de
que la creencia en la omnipotencia de la ley, o sea en su capacidad para preverlo y
regularlo todo, no ha dejado de permanecer profundamente arraigada en el espíritu
público francés. Las ideas de los hombres de la Constituyente en cuanto al cometido
respectivo del legislador y el juez, su desconfianza respecto a la autoridad judicial, han
persistido mucho después de la terminación de la Revolución. Prueba de ello se
encuentra particularmente en las críticas vehementes que, durante la confección del
Código civil , suscitaron algunos tribunales de apelación contra el principio del art. 4, y
sobre todo en la resistencia porfiada que, como se sabe, opuso el Tribunado al título
preliminar el Código civil y en particular a la disposición de dicho artículo 4 (ver
particularmente Fenet, op. cit., vol. v i , pp. 150 ss.).

Por lo demás, se ha creído encontrar en favor de la doctrina nacida de la


Revolución un argumento bastante sólido en algunas disposiciones, todavía vigentes, de
la ley de 27 de noviembre-19 de diciembre de 1790 que creó el tribunal de casación. En
efecto, si bien la institución de la consulta al legislador ha desaparecido del derecho
francés, así como la dependencia de la corte de casación respecto del cuerpo legislativo,
por otra narte, sin embargo, debe observarse que, conforme a la ley de su fundación, la
corte suprema, aun actualmente, no está autorizada para casar una decisión judicial sino
únicamente "por contravención expresa al texto de la ley". Ningún texto posterior ha
modificado esta disposición limitativa del art. 3 de la ley de 1790. El art. 7 de la ley de 20
de abril de 1810, por el contrario, la confirmó; y por esto, todavía hoy día, cualquier
decisión de la corte suprema que pronuncie una casación, tiene especial cuidado de
especificar el texto legal cuya violación o indebida aplicación constituye el fundamento
mismo y la justificación jurídica de la casación pronunciada. ¿No constituye esto la prueba
más clara del " r e i no exclusivo de la ley como fuente de decisiones judiciales"? (Geny,
op. cit., p. 7 8 ) . Y el hecho mismo de que, según el derecho positivo v i gente, tenga la
corte de casación por misión única la de casar por infracción de ley, ¿no implica
manifiestamente que las decisiones judiciales sólo consisten en la aplicación de los textos
legislativos? Es difícil negar, en efecto, que la disposición no abrogada del art. 3 de la ley
de 1790 constituya, en el derecho actual, un vestigio del antiguo concepto que reducía los
tribunales a un cometido de pura aplicación de las leyes y que también, por consiguiente,
sólo confería al tribunal de casación el poder de anular sus sentencias por causa de
infracción de ley.
670

670 FUNCION DEL ESTADO [245

Pero precisamente porque este concepto se halla actualmente en contradicción con el


conjunto de la legislación referente al alcance de la función judicial, con el art. 4 del
Código Civil, con la ley de 1837 que reconoce a la corte de casación una potestad
jurisdiccional que va mucho más allá de su poder originario de pura anulación, se ha dado
el caso de que durante el siglo XIX, la corte suprema ha intentado continuamente, y ha
conseguido un amplio grado, salirse de las limitaciones anticuadas del art. 3,
transformando el antiguo control que ejercía sobre los juicios, desde el punto de vista
exclusivo de su conformidad con los textos, en un control muchísimo más amplio, que se
refiere, de un modo general, a la legalidad del derecho llamado inter partes por las
resoluciones de justicia. Indudablemente, la corte de casación expresa con todo cuidado
su diferencia hacia la ley que la instituyó, refiriendo siempre las anulaciones que
pronuncia a un texto legal. No por ello deja de ser cierto que, desde su fundación y por su
propia jurisprudencia, la corte suprema ha modificado notablemente y ha ampliado su
poder de control sobre los tribunales que de penden de su censura.

Esto es lo que ha demostrado perfectamente Geny (op. Cit., núms. 45 y 117-183).


Este autor expresa y resume la transformación operada en el control de la corte se
casación, bien sea lo que a su naturaleza se refiere, bien sea en lo que concierne a su
extensión, repitiendo en diferentes ocasiones (pp. 77, 78, 85, 557, 563 y 568) que hoy en
día es “interprete soberana para el conjunto del campo jurídico privado”, que “ejerce una
completa soberanía de interpretación en toda la esfera jurídica (privada)”, que “tiene
control y la dirección soberana de toda la interpretación jurídica”, y finalmente que “tiene la
plenitud de control y que posee una soberanía general” en materia jurisdiccional (pp.559 y
570). Esta evolución era inevitable. En efecto, desde el momento que se había reconocido
que los tribunales no se limitan a realizar la aplicación de las leyes vigentes, sino que
además pueden pronunciar derecho para colmar las lagunas de la legislación, se hacía
indispensable también que el control de la corte suprema sobre las decisiones de los
tribunales pudiera ejercerse no solamente a fin de comprobar su legalidad propiamente
dicha y de salvaguardar así la aplicación de las leyes, sino también a fin de vigilar, desde
el punto de vista de su valor intrínseco, el derecho creado por los jueces ante el silencio
de la ley. Pues si no, los tribunales, en el caso en que la ley no diga nada, al hallarse a la
vez libertados de la estricta obligación de seguir los textos y la censura de la corte de
casación, hubieran adquirido una facultad de estatuir arbitrariamente, que no hubiera
dejado de presentar grandes inconvenientes y hasta verdadero peligro para los
justiciables. Estos inconvenientes hubieran sido particularmente sensibles en el caso en
que, respecto de una
671

245] FUNCION JURISDICCIONAL 671

cuestión de derecho no regulada por un texto, existiera una jurisprudencia que tuviera
cierta solidez; no hubiera sido admisible que algunos tribunales hubieran podido prescindir
de esta jurisprudencia, rompiendo su unidad bien establecida, y rehusado a los litigantes a
un beneficio con el cual estos hubieran podido contar. Es una palabra y de un modo
general, si es necesario que los fallos que aplican e interpretan las leyes se hallen
sometidos a un control de la legalidad, con mayor razón se hace sentir esta necesidad de
control por lo que se refiere a aquellos otros en los que el tribunal pronuncia el derecho
por sus propios medios.

La corte de casación, por otra parte, ha necesitado una gran prudencia y


verdadera habilidad para conseguir extender su inspección a esta última clase de
sentencias. Regularmente, por la ley que gobierna su actividad, instituida con objeto de
impedir que se lesione la integridad de las leyes, y al no tener que examinar las
resoluciones impugnadas más que desde el punto de vista de su conformidad extrínseca
con los textos formales, la corte suprema no hubiera debido ocuparse de estos arbitrajes
que ejerce el juez en virtud de su propia potestad y fuera de la esfera reglamentada por
las leyes. Pero, por una parte, la misma naturaleza de las cosas exigía que, en una esfera
donde impera libremente la apreciación propia de la autoridad jurisdiccional, la corte de
casación fuera especialmente llamada a intervenir, ya que, en el estado de la
organización judicial francesa, presenta esta corte, en el grado más elevado, las garantías
de alta sabiduría que son las únicas que pueden justificar la existencia de semejante
poder de apreciación libre de los tribunales. Por otra parte, la corte de casación ha podido
realizar esta extensión gracias al hecho de que ella misma no esta subordinada a ningún
control superior, y al hallarse así dueña soberana de determinar los casos en los cuales
existe violación de la ley, al pronunciar por si misma la casación, ha podido ejercer su
influencia sobre todas las decisiones de los jueces que dependen de ella, es decir, tanto
sobre lasque pronuncian derecho extralegal como sobre aquellas que se formulan en
aplicación a las leyes.

De esta extensión del primitivo cometido de la corte suprema ha resultado la


importante consecuencia de que a su tarea ordinaria, que solo consistía en vigilar la
aplicación de las leyes con objeto de salvaguardar la unidad de la legislación, se ha
añadido una segunda facultad, que en la de asegurar la unidad de jurisprudencia. Pero de
esta misma evolución ha surgido otra consecuencia no menos considerable. Según su
estudio inicial, el tribunal de casación no habría de conocer del fondo de los asuntos, y
especialmente no podía inmiscuirse en el examen de los hechos constitutivos de los
casos particulares; por razón misma del objeto especial de su misión, debía colocarse por
encima y fuera del caso
672

672 FUNCION DEL ESTADO [245-246

particular, para estatuir, de una manera en cierto modo ideal, respecto a la validez legal
del juicio recurrido. Esta absoluta separación entre el punto de derecho y el punto de
hecho no ha podido mantenerse íntegramente. En efecto, en los casos en que en
ausencia de reglamentación legislativa, los tribunales hubieron de ejercer, entre los
litigantes, el arbitraje que consiste en pronunciar el derecho según los hechos de la causa,
la misión que reconoció a sí misma la corte suprema, de controlar el derecho pronunciado
de ese modo, tenía que llevarla forzosamente a un examen de los hechos de referencia,
puesto que en tal hipótesis, el derecho pronunciado por los jueces “se sale de los hechos
mismos”, como lo declara Geny (op. Cit., p. 565); y por consiguiente es imposible aislarlo
de esos hechos. Indudablemente, los tribunales cuya sentencia es remitida a la corte
suprema tiene un poder soberano en lo que se refiere al puro conocimientote los hechos,
pero al menos caen bajo el control de la corte de casación las soluciones jurídicas que
adoptan en consideración de los hechos, y por lo mismo, aquella ha de examinar estos
hechos, por lo menos desde el punto de vista de la determinación del derecho judicial que
debe aplicárseles. Finalmente, pues, ejerce la facultad de casar las decisiones
impugnadas ante ella, incluso en ausencia de toda violación formal de las leyes, y por el
solo hecho de que la solución de derecho aplicada a los hechos del proceso no le parece
conveniente apropiada a estos; más aun, llega hasta ocuparse especialmente de los
hechos con objeto de establecer el reglamento de derecho que debe ser adoptado a ellos.
En todos estos aspectos se puede decir de nuevo (cf. nº 243, supra) que la corte de
casación esta a punto de constituir un nuevo grado de jurisdicción, pues se parece cada
vez más a un tribunal de instancia superior, al que las partes, después de haber agotado
las jurisdicciones subalternas, se dirigen de nuevo para que se pronuncie el derecho que
habrá de terminar su proceso. Esta transformación del cometido original de la corte
suprema confirme que, en el estado del derecho positivo francés, la función jurisdiccional
no se reduce a la pura aplicación de las leyes.

246. Después de haber dejado sentado que la función jurisdiccional no consiste


únicamente en aplicar e interpretar las leyes, sino que también comprende una amplia
facultad de pronunciar nuevo derecho, conviene ahora indicar los limites de esta potestad
creadora de las autoridades judiciales.

Las limitaciones que entraña la potestad jurisdiccional derivan todas ellas del
principio fundamenta de que no pueden los jueces, de ningún modo, inmiscuirse en el
ejercicio de la función legislativa, ni invadir las atribuciones reservadas al órgano de la
legislación. Es este un principio que ha sido formulado con gran firmeza por múltiples
textos de la época revolucionaria. La ley sobre la organización judicial de
673

246] FUNCION JURISDICCIONAL 673

16-24 de agosto de 1970 (tít. II, arts. 10 y 12) prohibía ya a los tribunales “tomar directa o
indirectamente cualquier parte en el ejercicio del poder legislativo”, y deducía de esto
especialmente que “no podía hacer reglamentos”. La Constitución de 1791 (tít. III, cap. V,
art. 3) renueva la misma prohibición en los siguientes términos: “Los tribunales no pueden
inmiscuirse en el ejercicio de l poder legislativo ni suspender la ejecución de las leyes”. La
constitución del año III. (art.203) repite que “los jueces no pueden inmiscuirse en el
ejercicio del poder legislativo ni hacer reglamento alguno”. Después de terminarse la
Revolución, estos principios se vieron confirmados por el art. 5 del Código civil, que dice:
“Queda prohibido a los jueces pronunciarse por vía de disposición general y reglamentaria
sobre las causas que les son sometidas”. Y el art. 127-1° del Código penal sanciona estas
prohibiciones dictando penas contra las autoridades judiciales que resulten culpables se
semejantes invasiones. Todas estas disposiciones no son sino la aplicación del principio
de separación de poderes legislativo y judicial, que, desde 1789, ha sido tan solidamente
establecido en Francia, especialmente contra jueces.

Pero entonces estos textos parecen suscitar inmediatamente una grave objeción
en contra del concepto sostenido anteriormente y que admite en el juez un poder creador
del derecho. Pues, en principio, la creación de una disposición jurídica (de un Rechtssatz,
según la expresión técnica alemana), sea a titulo de regla general, sea a titulo de
prescripción destinada a regir un caso individual, presenta un carácter de decisión inicial,
y por este mismo motivo constituye un acto de potestad legislativa, que entra
normalmente dentro de la competencia exclusiva del órgano legislativo. Así pues, el
principio de la separación de los poderes legislativos y judicial parece excluir de una
manera imperiosa toda posibilidad de reconocer al juez la facultad de pronunciar derecho
que no haya sido ya consagrado por las leyes.

Esta consideración constitucional ejerció gran influencia en la formación de las


ideas relativas a la función jurisdiccional. Contribuyo notablemente a crear en los autores
ese estado de espíritu que consiste en no ver la jurisdicción sino una potestad de
reconocimiento y aplicación del derecho vigente. Este estado de espíritu se manifiesta,
todavía actualmente, en las definiciones corrientes de la función jurisdiccional, por
ejemplo en las que propone Duguit (L’Etat, Vol. I, pp. 416 ss.; Traité, vol. I, pp. 263 ss).
Según dicho autor, la jurisdicción no tiene más objeto ni más razón de ser que la de
“reconocer” el derecho existente, comprobarlo y declararlo, a fin de asegurar su
realización. Deguit insiste en el que el juez no tiene que realizar obra creadora, pues su
cometido se limita a reconocer y a emitir “una decisión que es la consecuencia natu-
674

674 FUNCION DEL ESTADO [246

ral y lógica del reconocimiento". Necesariamente también, este reconocimiento


presupone derecho ya existente, y por ello este autor termina reproduciendo la máxima
trivial : "Los juicios no crean derechos, sino que los reconocen". Ahora bien, ¿cuál es el
origen de estos derechos, de los que el juez ha de limitarse a comprobar y afirmar la
existencia? Ese origen no puede ser otro que la ley, y esto es lo que atestigua Duguit,
cuando dice: " La decisión del Estado-juez es una decisión que debe ser la consecuencia
lógica de la l e y " (Manuel de droit constitutionnel, ed., p. 249). Así pues, esta doctrina
conduce a la conclusión de que la función jurisdiccional consiste, en suma, en pronunciar
el derecho legal.
Esto es lo que otros autores, como Artur (Revue du droit public, vol. X , p. 227), expresan
directamente diciendo: " E l juez tiene por misión esencial y única aplicar la ley". Si se
saliera de esta esfera, si él mismo creara derecho, usurparía la potestad del legislador.

Es innegable, en efecto, que el juez que por su propia iniciativa crea una solución
jurídica para la solución de un l i t i g i o , ejerce con ello un poder que, en sí, es de
esencia legislativa (ver n9 250, infra).19 Tal era, indudablemente, el punto de vista en el
que se colocaban los textos antes citados de la época revolucionaria, cuando prohibían a
los tribunales inmiscuirse, de cualquier forma que fuera, en las funciones del legislador.

Por eso también la legislación de entonces reservaba a los jueces la facultad de


dirigirse al legislador, cuando no encontraban en las leyes vigentes
los elementos de una solución suficiente de las cuestiones que les eran sometidas (ley de
16-24 de agosto de 1790, tít. n, art. 12; ver 242, supra). Pero desde que esa institución de
la consulta al legislador fué suprimida, y desde que se impuso al juez la estricta obligación
de resolver por sí mismo y en todos los casos todos los procesos que se le presentan, el
alcance de la separación de los poderes legislativo y judicial, tal como había sido
concebido durante la Revolución en contra de los tribunales, ha sufrido una modificación,
mejor dicho una restricción, notable. Desde el momento en que el juez estaba obligado a
estatuir, incluso ante el silencio de la ley, ¿cómo se hubiera podido mantener en su contra
la prohibición de crear, por su propia sentencia, la solución de derecho que no encuentra
en los textos, actuando así a modo de legislador? Por eso debe observarse que el Código
c i v i l , después de haber for-

19 Este punto no fué advertido por Geny (op. cit., p. 181). Esto se debe a que dicho autor, al limitar sus penetrantes
estudios a la función judicial, no se ocupó en averiguar por sí mismo cuál es, en derecho constitucional francés, el
concepto preciso que debemos formarnos de la ley. Se limita" a reproducir a este respecto la opinión común, y declara
que "lo que especifica la función legislativa, es el carácter general y permanente de sus disposiciones". Y
por consiguiente, declara que el juez que crea derecho para solucionar un caso determinado no realiza obra legislativa.
675

246-247] FUNCION JURISDICCIONAL 675

mulado en principio, en su art. 4, que los jueces no podrán dejar ningún litigio sin solución,
no reproduce en su contra sino una sola de las consecuencias de las prohibiciones
formuladas por la legislación revolucionaria: la de estatuir por vía de disposición general
(art. 5). Ya no cabe, pues, desde 1804, prevalerse de los textos de la época intermedia
para negar a la autoridad jurisdiccional a la facultad de esencia legislativa que consiste en
crear derecho, y existe aquí, en el caso de laguna de la ley, un poder de creación que
puede ejercerse tanto por el juez como por el legislador. Ahora bien, este derecho de
creación jurisdiccional no puede ser dictado en forma de prescripción reglamentaria, como
lo especifica el art. 5. Y por otra parte, se infiere de los principios generales del derecho
público –sin que el Código civil tenga necesidad de recordarlo- que las decisiones
jurisdiccionales jamás pueden contradecir las leyes vigentes ni abrogarlas. Estas son las
únicas causas de la limitación a la potestad creadora de los tribunales que subsistan hoy
en día en virtud del principio de separación de los poderes legislativo y judicial.

247. En primer lugar, si el juez esta capacitado para crear algunas veces nuevo
derecho, le esta prohibido darle a estas decisiones la forma y el valor de las reglas
generales. Esta prohibición se aplica lo mismo a aquellas sentencias que solo reconocen
y declaran el derecho legal que a las que pronuncian el derecho praeter legem. Por lo que
se refiere a estas ultimas, es cierto que se parecen a las decisiones legislativas por su
carácter de novedad; pero entre ellas y las leyes existe la enorme diferencia de que la ley
pueda crear el derecho, y lo crea habitualmente, por vía de prescripción general y a titulo
de estatuto de la comunidad, mientras que la sentencia de una autoridad jurisdiccional, en
principio, no tiene más alcance que el de la solución de un caso particular, dictada a titulo
individual y que no origina sino derecho ínter partes. Emitida para las necesidades de la
causa, es decir, para la solución necesaria de un litigio, esta sentencia tan solo tiene valor
con respecto a la causa a la que se aplica. Indudablemente, una decisión judicial que
viene a establecer un principio jurídico nuevo sirve como la ley a las partes para la que ha
sido formulada, pero solo vale como tal para el caso particular a que se refiere. El acto
jurisdiccional no tiene, pues, la potestad propia del acto legislativo, pues tan solo su parte
dispositiva posee fuerza de cosa juzgada (art. 1341, Código civil). Lo mismo ocurre
incluso con las resoluciones de la corte de casación, pues cualquiera que sea su alto
alcance doctrinal, carecen de fuerza legislativa y no obligan – salvo el caso previsto en la
ley del 1° de abril de 1837- a los tribunales que d ependen de dicha corte, como tampoco
la obligan a ella misma.

Así pues, en sus relaciones con la potestad jurisdiccional, se caracteriza la


potestad legislativa, no ya como un poder de crear soluciones
676

676 FUNCION DEL ESTADO [247

de derecho, ya que este es un poder que en cierto modo es común al juez y al legislador,
sino como el poder de crear reglas generales.20 Este poder de estatuir generaliter, en
efecto, se le niega al juez, que, por los que a derecho se refiere, no puede sino crear
derecho in concreto, o sea para un caso particular. En este sentido y por la misma razón
es por lo que hay que afirmar enérgicamente que la jurisprudencia, en Francia, no puede
de ningún modo considerarse como una fuente general de derecho positivo, como ocurre
en Inglaterra. Todos los esfuerzos que se han intentado para atribuirle ese carácter de
fuente de derecho (ver a este respecto Geny, op. Cit., pp. 426 ss.) están destinados a
tropezar con la regla constitucional que acaba de recordarse y que por lo mismo que limita
el valor de las decisiones jurisdiccionales al caso para el cual se han distado, excluye
rigurosamente la posibilidad de admitir que puedan constituir jamás una orden jurídica
capaz de regir los casos venideros.

En resumen, pues, no puede la autoridad jurisdiccional erigir en regla común el


derecho que a veces se ve llamada a pronunciar de un modo inicial para resolver los
procesos. El derecho pronunciado por el juez no vale sino como derecho in concreto, o
sea para el caso particular, y en esto, legis vicem non obtinet.21 Al recordar esta fórmula
romana no

20
Se ha visto no obstante (núms.. 98, 111 ss., supra que la generalidad de la disposición no puede considerarse como el
criterio o característica absoluta de la ley. En efecto, si en su comparación con la jurisdicción se caracteriza la legislación
por el poder que tiene el legislador de fundar el derecho a título de prescripciones generales, este criterio deja de ser
exacto en las relaciones de la potestad administrativa, pues se ha comprobado que esta ultima entraña, lo mismo que la
legislación, el poder de emitir regalas generales.
21
Existe en esto, seguramente, una causa de inferioridad del derecho pronunciado por el juez con respecto al derecho
dictado en forma de regla general por el legislador; el sistema de las decisiones jurisdiccionales particulares perjudica la
estabilidad del derecho y engendra la inseguridad para los justiciables. Pero esta imperfección, por desagradable que
sea, tiene su contrapeso, en su parte, con preciadas ventajas. De todos los defectos inherentes a las instituciones
jurídicas, quizás no haya ninguno más grave, en los tiempos modernos, que el que resulta del sistema que consiste en
establecer el orden jurídico aplicable a los particulares por la vía de reglas generales formuladas por anticipado y
destinadas a regir indistintamente todo un conjunto de casos que suponen se de la misma naturaleza. El temor a lo
arbitrario, la desconfianza respecto de las autoridades publicas y el deseo de limitar su potestad, finalmente la pasión
por la igualdad llevada a su extremo, han sido la causa de que la evolución del derecho, en este aspecto, se haya
orientado en un sentido opuesto al progreso de la ciencia médica, la cual por el contrario, dícese, tiende a reconocer, en
cada uno de los casos individuales que ha de tratar, una especie particular, que suscita un nuevo problema y necesita un
tratamiento apropiado al sujeto. Al contrario de este método, el legislador aborda y resuelve los problemas de orden
jurídico como si cada una de las categorías de relaciones de derecho que considera, pudieran reducirse a un tipo
abstracto, inmutable, susceptible de regularse de una vez por todas por una prescripción fija e invariable. Y los creadores
de las leyes se dan perfectamente cuenta, sin embargo de que sus reglas generales son llamadas a aplicarse a
situaciones múl-
677

247] FUNCION JURISDICCIONAL 677

se puede por menos de pensar en que la distinción que se establece hoy entre la
protestad jurisdiccional y la potestad legislativa había sido ya claramente advertida por los
romanos. La sacaron a la luz a propósito de los poderes de orden judicial del pretor.
Indican los textos que, en virtud de su potestad de judicii datio, el pretor tenía la jurisdictio,
y por lo tanto podía jus dicere, pero no podía jus facere, según la expresión de los
intérpretes modernos. En otros términos, el magistrado tiene ciertamente el poder de
crear, entre las partes actuantes, situaciones jurídicas que para ellas son equivalentes a
las que pudieran resultar de una ley, pero el pretor queda declarado como incapaz de
crear derecho, en el sentido de que sus decisiones solo tienen el valor de soluciones
jurisdiccionales que se aplican a casos litigiosos y que no se refieren a un poder general
de crear derecho, poder este ultimo que solo pertenece al legislador. Incluso el edicto
honorario, a pesar de su parecido esencial tan notable con la ley, a pesar también de la
generalidad de sus disposiciones, no tenia, propiamente hablado, valor legislativo, ya que
el magistrado sólo

tiples que habrán de ser de hecho muy desiguales, así como ocurre muy frecuentemente que las cuestiones presentadas
ante el legislador se refieren a intereses contradictorios y por su naturaleza han de resolverse de manera muy diferente
según el punto de vista político o económico, individual o general, desde que el se las examine, resulta de ello de la ley ,
al tratar de conciliar todos los intereses y tener en cuenta todas las consideraciones presentes, se que a veces con
soluciones intermedias, que tienen el carácter de compromisos entre postulados opuestos (cf. p. 250,n. 2). El gran
defecto de esta forma de proceder es que haca caso omiso, precisamente, de las circunstancias particulares que en cada
caso concreto, confieren a una situación o a una cuestión jurídica de su verdadero significado y que por lo tanto,
deberían de terminar la solución que habría de aplicarse. Por eso es por lo que el régimen de la reglamentación
legislativa por vía de disposición general no puede engendrar, bajo cierto aspecto, sino un mínimo de justicia, así como
solo realiza, a veces, una de igualdad. El sistema de las decisiones jurisdiccionales concretas, ósea para casos
particulares, permite al juez conceder todo su valor a aquellos hechos de la causa que imprimen a esta su carácter
particular y que, por consiguiente, merecen ser tomados en preponderante consideración en la búsqueda de la decisión
que habrá de adoptarse. En lugar de la solución preconcebida con referencia a un caso ideal, considerado por el
legislador como el caso mas habitual o corriente, pero que en la practica solo muy raras veces habrá de presentarse bajo
el aspecto teórico como fue previsto - solución mixta y neutra que tal vez excluya lo arbitrario, pero cuya ciega
aplicación, a veces , no satisface ni la razón, ni, sobre todo , la equidad - ,el juez tendrá la facultad de matizar su decisión,
adaptándola lo mas cercano posible a las particularidades de la causa sobre la cual ha de estatuir. Bien es verdad que
esta libertad de apreciación jurisdiccional supone jueces dotados de gran discernimiento y cuya absoluta rectitud esté
plenamente asegurada, Ya se observo anteriormente (pp. 232-233) que para el Estado moderno pueda hallarse a la
altura de sus cometidos y a hacer frente a las complejidades de la vida contemporánea, tiene necesidad de estar
secundado por agentes que presentas sólidas garantías de valor personal, que permitan que lo pueda confiar poderes
suficientemente amplios, mas bien que por agentes mediocres, en los cuales la mediocridad se compense por la carencia
de poderes.
678

678 FUNCION DEL ESTADO [247-248

anunciaba en el las condiciones en las cuales habría de ejercer su poder jurisdiccional y


de procedimiento durante el ejercicio de su cargo. 248. Del principio de subordinación de
los tribunales a las leyes deriva una segunda serie de limitaciones a la potestad
jurisdiccional. Del hecho de la autoridad jurisdiccional se halla investida de la facultad de
suplir las lagunas de ley no se infiere que pueda aquella, ante el silencio de esta, adoptar
cualquier solución particular que se le parezca conveniente. Por amplia que a veces
pueda ser la potestad creadora de los tribunales, resulta siempre que no pueden dictar
ninguna solución que contravenga en cualquier grado a las disposiciones de las leyes
vigentes. Este principio tiene por efecto reducir notablemente a la facultad de decisión
inicial que reconoce a dicho tribunales el art. 4 del código civil.
En la esfera del derecho privado, por ejemplo, ah señalado Geny (op. Cit., p. 522). Que
el juez no puede crear discapacidad jurídica alguna distinta a aquellas que están previstas
en las leyes, pues según los principios de la legislación civil, las incapacidades son de
derecho escrito, en el sentido de que la lista de las mismas solo puede ser ampliada por
el mismo legislador. Igualmente, no se le permite al juez crear restricciones al principio
legal de la libertad de contratación. Por idénticos motivos, es evidente que los tribunales
de represión puedan pronunciar las cadenas penales que aquellas que tienen su base en
un texto legal (cf. p. 668, supra). El código penal, en efecto, dice en su art. 4 de nadie
puede ser castigado si en virtud de una disposición legislativa que pronuncie la sanción y
determine la pena.

En la esfera del derecho público se pueden hacer análogas reservas en lo que


concierne a las dificultades litigiosas que pueden suscitarse entre los particulares y el
Estado. Evidentemente los tribunales administrativos, lo mismo que los judiciales, están
obligados a resolver todos los procesos que se les presentan, y por lo mismo pueden ser
llamados también a suplir las lagunas de la legislación, creando con sus sentencias
derecho in concreto aplicable a casos particulares. De donde se infiere la notable
consecuencia de que la autoridad administrativa, en cuanto ejerce la función
jurisdiccional, tiene cierto poder de creación, (Hauriou, op. Cit., pp. 101,960 ss.),22
mientras que, en sus cometidos de administración propiamente dicha, tan solo tiene
poderes de ejecución de las le-

22
Como ejemplo del “poder propio” de la justicia administrativa, Hauriou (loc, cit., p.79) señale especialmente que le
corresponde a dicha justicia determinar cuales son los “actos de gobierno”. Bien es verdad que esta determinación, en
ultimo termino, depende de la jurisprudencia administrativa; sin embargo, hay que observar que el juez administrativo,
a este respecto, no tiene potestad incondicionada, y su verdadero papel consiste únicamente en indagar y decidir cuales
son, según la Constitución, los actos que entran dentro de la categoría de actos de gobierno (cf. núms.. 176-177, supra).
679

248] FUNCION JURISDICCIONAL 679

yes. Es sabido especialmente cuan considerable ha sido la letra creadora de la


jurisprudencia del Consejo de Estado en materia de extralimitación de poderes. Ha sido
su carácter innovador el que le ha valido a dicha jurisprudencia el calificativo de
“pretoriana”. Ha sido pretoriana, dice Laferriere (op. Cit., 2 ed., vol. II, p. 412), en primer
lugar por su objeto, que ha sido el “colmar las lagunas del derecho antiguo y a suavizar el
rigor del mismo”. Ha sido también pretoriana, además, dice Hauriou (op. Cit.,8ª ed., p.
436) por sus resultados, que han sido “crear el derecho introduciéndolo en regiones
nuevas”.23 Sin embargo , no cabe duda de que el juez administrativo no podría, bajo el
pretexto de arbitraje entre los administrados y los administradores, tomar una solución
que implicara para estos un aumento de poderes, ya que esto constituye un principio de
derecho publico actual el que los administradores no tengan mas poderes de los que
reciben de las leyes. Así mismo, la autoridad jurisdiccional, no podría emplear su potestad
creadora para originar, a cargo de los administrados, obligaciones que no le estén
impuestas por las leyes. Por otra parte, no se puede concebir que un tribunal, sea el que
fuere, limite por su propia iniciativa la potestad creadora del Estado, pues solo el Estado,
actuando por medio de su órgano supremo, puede imponerse semejante limitaciones, y
autoridades subalternas tales como, los tribunales no le esta permitido usurpar ese
cometido de limitación que las igualaría a las mas altas autoridades estatales. Por todas
estas razones, el poder creados de lo jueces, dentro de la esfera el derecho publico, es
por lo tanto bastante restringido (cf. n° 77, supra y n° 404,Infra ).

La subordinación de la autoridad jurisdiccional a las leyes es, pues, el origen de


importantes limitaciones a su potestad de creación jurisprudencial. Pero, en definida,
estas limitaciones se refieren a princio de superioridad de la ley y no implica e las leyes
vigentes basten a preverlo y a regular todo. Otra cosa es que reconocer que el juez solo
puede ejercer su actividad dentro de los limites que le han sido trazados por las leyes;
otra cosa es también pretender que toda solución jurisdiccional debe tener
invariablemente su fundamento en un texto que la determine positivamente por
anticipado. Pues por amplia que sea la interpretación que

23
Es conveniente, por los demás, que las tendencias innovadoras de la jurisprudencia del consejo de estado se
manifestaron especialmente durante la época en que las decisiones de esta sablea en materia contenciosa solo era
emitidas a titulo de parecer o dictamen, y en que por lo tanto sus innovaciones podían apoyarse en la potestad
jerárquica de jefe de estado. Desde que la ley de 24 de mayo de 1872 concedió al consejo de Estado poder propio en
materia contenciosa, Hauriou hace observar que “el desarrollo del recurso por exceso de poder parece haberse
detenido, por lo menos en lo que se refiere a la admisión de los mismos” (op. Cit., 8ª ed., p.439).
680

680 FUNCION DEL ESTADO [248-250

se le quiera dar al principio de subordinación de los tribunales a las leyes, siempre les
quedara cierto resquicio para el ejercicio de su potestad propia de decisión jurisdiccional.
194
Esto basta para que la función jurisdiccional no pueda calificarse integra y
uniformemente como función de aplicación ejecutiva de las leyes.

2. DEFINICION DE LA FUNCION JURISDICCIONAL SEGÚN SUS CONDICIONES DE


EJERCICIO

249. Es conveniente examinar ahora la segunda cuestión que se enuncio anteriormente


(p. 631). Se trata de saber si la función jurisdiccional ha de considerarse como una
manifestación principal, y esencialmente distinta, de la potestad del Estado, y si, por
consiguiente, se deben contar con el Estado, desde el punto de vista funcional, tres
grandes poderes. En caso de respuesta afirmativa, se trata, además, de saber en que
sentido puede y debe considerarse a la jurisdicción como un tercer poder.
En el momento de abordar este problema, importa recordar que, en una teoría jurídica
de Estado, hay que situarse ante todo en el punto de vista jurídico para buscar su
solución. No se trata de, en efecto, de saber si, por razón y según el análisis de sus
elementos internos como puede considerarse la jurisdicción como una actividad diferente
de las demás actividades estatales, sino que el punto capital del asunto es comprobar si
el derecho positivo francés la considera como un potestad distinta de las potestades
legislativa y ejecutiva.
En contestación a este pregunta, debe observarse, ante todo, que la función
jurisdiccional (según frases de Deguit, Traité, vol, I, nº 51, pero por cierto en distinto
sentido a como la entiende este autor) es compleja.
Según la definición que de la misma se ha dado anteriormente, tiene, en efecto, doble
objeto. Unas veces consiste en reconocer y declarar a titulo jurisdiccional el derecho de
cada uno, tal como resulta del orden jurídico vigente; y haya o no litigio, es una actividad
que entra dentro de la función jurisdiccional. Otras veces también se ejerce con el objeto
de resolver litigios, lo que constituye a si mismo un oficio jurisdiccional, sino que en este
caso no habrá de consistir siempre innecesariamente en reconocer derechos
preexistentes, pues puede ocurrir, además, que cree nuevo derecho. Importa, pues,
distinguir, dentro de las jurisdicciones, dos clases de potestades.
250. En el caso de que el juez cree derecho, la jurisdicción en un

194
Para no citar sino un ejemplo, se puede recordar aquí el papel desempeñado por la jurisprudencia en las
cuestiones de derecho internacional privado.
681

amplio grado, participa de los caracteres y de las facultades de la potestad


legislativa, pues no solamente la autoridad jurisdiccional establece aquí una
solución jurídica, que constituye entre las partes en litigio, y para la resolución de
sus diferencias, el equivalente de una ley, sino que también ejerce un poder de
decisión inicial que, en principio, sólo le corresponde al legislador. Indudablemente
que el juez carece de la plenitud del poder legislativo. A diferencia del legislador,
tan sólo puede estatuir sobre lo que ha de juzgar. Su sentencia en ningún caso
puede contravenir ni derogar las leyes vigentes. Le está vedado pronunciar por vía
de disposición general. En todos estos aspectos, no tiene el acto jurisdiccional la
potestad del acto legislativo. Pero es un acto de naturaleza legislativa, en cuanto
que suple la insuficiencia de las leyes pronunciando derecho praeter legem. Poco
importa, a este respecto, que ese derecho no se cree a título reglamentario, sino
como solución concreta e individual. Según el principio del derecho público
francés, cualquier decisión que suponga creación de nuevo derecho, aunque sólo
fuera a título particular, es decir, cualquier decisión que no se reduzca a la
ejecución de las leyes existentes, es en sí una decisión legislativa. El juez que en
un caso litigioso funda una proposición jurídica nueva (Rechtssatz), realiza, pues,
lo que, en principio, sólo puede hacer el legislador. Realiza un acto de potestad
legislativa.1 Es lo que ha tenido que reconocer en parte Geny; por más que no
llegue a caracterizar la actividad creadora de los tribunales como una actividad de
orden legislativo (ver n. 19, p. 674, supra), confiesa (op. cit., p. 459) que "la
búsqueda que se le impone al juez en el terreno del derecho por descubrir
aparece como muy análoga a la que le incumbe al mismo legislador". El art. I9 del
Código civil suizo de 1907 expresa idéntica idea, sólo que en una fórmula más
precisa y enérgica: "A falta de una disposición legal aplicable, el juez
pronuncia.según las reglas que establecería si tuviera que actuar como legislador"
2
195

1 No es posible, pues, aceptar la afirmación de Duguit (L'État, vol. i, p. 416) de que el acto jurisdiccional, "si creara una situación jurídica (nueva), sería
un acto de administración".
2 Ver respecto de este texto el Exposé des .motifs de l'avant-projet du Code civil suisse (E. Huber), vol. i, pp. 30 ss.: "El juez debe estar autorizado para
reconocer que el derecho escrito tiene sus lagunas, que ninguna interpretación puede rellenar. Y hecho este reconocimiento, pronuncia fundándose, no
ya en una ley que fuera absolutamente completa, sino en el derecho que debe serlo, y crea él mismo la norma que estimaría justa y prudente en el
cuadro del orden jurídico existente, si hiciera oficio de legislador". En el mismo sentido que el Código civil suizo, el art. 7 del Código civil austríaco de
1911 prescribía ya al juez, en caso de laguna en el derecho positivo vigente, buscar una solución en las "natürliche Rechtsgrundesátze". Por el contrario
el Allgemeine preussische Landrecht, redactado bajo la influencia de las ideas de omnipotencia y de suficiencia universal de la legislación que
dominaban a fines del siglo XVII, declaraba en su art. 49 que en el caso en que la ley no contenga decisión tomada en previsión del caso litigioso actual,
debía recurrir el juez a los principios generales
682

(cf. Rumpf, Gesetz una Richter, p. 19). Conviene, a propósito de esta clase de
sentencias, recordar las palabras de Barnave, que aproximaba las sentencia» y
las leyes diciendo: "La decisión de un juez no es más que un juicio particular,
como las leyes son un juicio general" (Archives parlementaires, 1a serie, vol. xv, p.
410). Si Barnave pudo calificar la ley como juicio general, podría decirse,
recíprocamente, que la sentencia del juez, al menos aquella que realiza una
innovación, tiene el valor de una ley particular.3 La conclusión que se desprende
de estas observaciones es que, bajo este primer aspecto, la función jurisdiccional
sólo se distingue de la función legislativa por diferencias de forma. La creación de
una prescripción jurídica cuyo objeto es regular en una forma nueva un caso
individual puede tener lugar a veces en forma legislativa y a veces en forma
jurisdiccional. La distinción entre estos dos modos de decisión es, por lo tanto, de
orden formal.

251. Si se considera ahora el caso en que el juez se limita a aplicar al


asunto que se le somete el derecho establecido por un texto legislativo, hay que
reconocer que la función jurisdiccional, en esta ocasión, es de naturaleza
ejecutiva, ya que se limita a poner en ejecución los principios establecidos por la
legislación, y que sólo los aplica a los casos litigiosos u otros con objeto de
asegurar su realización. Evidentemente, la misión ejecutiva del juez no es
exactamente igual a la de los agentes de ejecución propiamente dichos, y la
diferencia que existe entre ellas se desprende especialmente del hecho de que no
le corresponde al juez hacer ejecutar sus propios juicios. Una vez que el juez ha
estatuido sobre la aplicación de la ley, abandona el asunto, y son entonces los
agentes especialmente ejecutivos los que intervienen para procurar la ejecución
de la sentencia judicial. En esto se ve que la función jurisdiccional no es una
función
196

admitidos en el Landrecht y sacar de ellos, para la solución del litigio, el mejor partido posible. Estos principios generales del Landrecht, según dicho
texto, se consideraban como suficientes para proveer a todas las necesidades de la práctica.
3 Cuando se dice que, en el silencio de la ley, se comporta el juez como el legislador, esto no significa, como pretende Jellinek (op. cit., pp. 167), que
deba el juez en tal caso limitarse a buscar cuál sería, respecto de la cuestión de derecho que se le somete, la solución por la que se decidiría
verosímilmente el órgano Iegislativo actualmente en funciones. El cometido del juez, a este respecto, no se reduce a una simple averiguación de la
voluntad probable del legislador. Evidentemente, el juez, hasta en este caso, está obligado a respetar esta voluntad superior, en el sentido de que la
solución que trata de buscar por sí mismo no debe, ni directa ni indirectamente, chocar con ninguna de las reglas contenidas en las leyes vigentes. Pero,
con esta importante reserva, el juez ejerce aquí un poder realmente independiente y la verdad es que, en la medida en que las leyes existentes le dejan
campo libre, se encuentra en el lugar del legislador; pues ha de buscar por sí mismo, igual que pudiera hacerlo el legislador, la solución que le parece
más conveniente para la cuestión formulada ante él (ver en este sentido Heck, loe. cit., pp. 239 ssj. En esto es en lo que la competencia jurisdiccional
aparece verdaderamente, en esta hipótesis, como una potestad creadora de soluciones de derecho
683

actuante, sino que consiste únicamente en operaciones intelectuales, y se limita a


emitir juicios. Sin embargo, si bien se mira, no hay más remedio que reconocer
que cuando resuelve decidiendo aplicar la ley, el juez no tiene más objeto que
preparar y asegurar la ejecución de la misma. Juzgar si la ley es aplicable, y de
qué manera debe aplicarse, significa ya proveer a su ejecución. La autoridad
jurisdiccional concurre, pues, a su manera, a la ejecución de las leyes, y en esto la
función de jurisdicción se refiere al poder ejecutivo y entra dentro del concepto
general de dicho poder. Y hasta se puede añadir que la jurisdicción, cuando
consiste únicamente en aplicar leyes, es una función cuyo carácter es más
estrictamente ejecutivo aún que el de la administración; pues el administrador
recibe a menudo de la ley poderes más o menos amplios; le cabe elegir entre
diversos medios y puede emplear los poderes que aquélla le confiere o, por el
contrario, permanecer inactivo. La autoridad jurisdiccional, por el contrario, si se
encuentra en presencia de un texto legislativo, tiene la estricta necesidad de
aplicar las disposiciones del mismo a los litigios que ha de resolver.
Así pues, la jurisdicción, por lo que precede, y según que cree derecho
puramente jurisdiccional o que aplique derecho legal, entra en la definición, bien
sea de la función legislativa, bien de la función administrativa. Hasta este
momento, pues, no aparece como una manifestación principal e irreduciblemente
distinta de la actividad estatal. Y en realidad parece indiscutible, en principio, que
todas las manifestaciones de potestad estatal se reduzcan necesariamente a
actos que tienen por contenido decisiones iniciales, o a actos de realización, y por
consiguiente de ejecución subalterna de estas decisiones. En este sentido se ha
podido decir que la potestad estatal sólo comprende dos funciones esenciales: la
legislación y la ejecución.
¿Significa esto que desde el punto de vista jurídico la jurisdicción no deba
de ningún modo considerarse como un poder distinto, ni que deba confundirse con
la administración, o por lo menos aproximarse de ésta para no formar con ella sino
una sola función principal? Tal conclusión es inadmisible. La desmiente el sistema
del derecho público moderno, cuyas diferentes tendencias a este respecto han
sido y son aún el separar cada vez más la administración y la justicia. El solo
hecho de esta separación basta para probar que debe distinguirse a la justicia
como un tercer poder.
¿Pero cuál es el fundamento preciso de esta distinción?
Esto es lo que hay que averiguar ahora.
252. Los autores que sostienen la distinción entre funciones materiales y
formales declaran que, para apreciar si la función jurisdiccional constituye una
función especial, hay que hacer abstracción de las condiciones orgánicas en las
cuales se ejerce, y fijarse únicamente en el exa
684

men de su naturaleza y de sus caracteres intrínsecos. Es evidente que, desde el


punto de vista orgánico y por razones provenientes de la necesidad de asegurar a
las partes las garantías de una buena justicia, la potestad jurisdiccional debe
ejercerse y se ejerce en el Estado moderno por autoridades diferentes de los
administradores ordinarios y en formas diferentes a las de la administración
propiamente dicha. Pero no resulta de esto que la jurisdicción, considerada en sí
misma, sea una función esencialmente distinta. Del hecho de que, bajo el aspecto
orgánico, existan constitucionalmente tres poderes separados, no se infiere,
dícese, que deba deducirse la conclusión de la distinción de tres funciones
principales. Según la expresión de Bluntschli (Théorie genérale de ('État, trad.
francesa, p. 443), de la "división subjetiva de los órganos" no se puede deducir la
"distinción objetiva de las funciones". El razonar de este modo sería cometer una
burda confusión entre las funciones del poder y los órganos del poder (cf. Duguit,
L'État, vol. i, pp. 437 y 451; Orlando, Principes de droit public et constitutionnel,
trad. francesa, p. 93). Para establecer que existen en el Estado tres poderes en el
sentido funcional, la mayoría de los autores se han esforzado, pues, por encontrar
una diferencia "material" entre la jurisdicción y las demás funciones,
especialmente la función ejecutiva. ¿Cuáles son las razones que se han alegado,
en este terreno, para justificar la doctrina de los tres poderes?
253. Algunos autores alegan como decisiva la consideración de que "el
juicio es siempre previo a la ejecución" (Esmein, Éléments, 5* ed., p. 439). Así
pues, en materia de represión penal, la autoridad encargada de hacer ejecutar las
penas no puede cumplir la ley penal sino después de que el juez haya intervenido
para pronunciar la pena legal. Y de un modo general, basta que se suscite una
controversia con respecto a la aplicación de la ley, para que la ejecución de ésta,
en principio, se suspenda hasta que un juicio haya fijado sí la ley es aplicable al
caso y cómo ha de aplicarse. Este principio se realiza incluso en el caso en que se
suscite una diferencia entre un administrado y la autoridad administrativa,
referente a un acto que ésta se prepara a realizar o que ha empezado a realizar.
Indudablemente la autoridad administrativa, en un amplio grado, goza del privilegio
de poder hacer ejecutar sus decisiones a título provisional y sin necesidad de
obtener previamente un juicio que le permita vencer las resistencias que se
opongan a dicha ejecución. Sin embargo, cuando el sentido y el alcance de la ley
en la cual el administrador pretende fundarse para actuar son impugnados, la
suerte definitiva del acto y la cuestión de su validez queda en suspenso hasta que
una autoridad jurisdiccional haya estatuido respecto a su legalidad, de modo que,
incluso en este caso, corresponde a la autoridad jurisdiccional intervenir con objeto
de fijar, en cada caso particular, la extensión de
685

los poderes legales de los que se hallan investidos los administradores (ley del 24
de mayo de 1872, art. 24; Hauriou, op. cit., 8^ ed., pp. 395 ss.). Así pues, la
autoridad jurisdiccional desempeña una función intermedia entre la legislación y la
ejecución; lo que supone que la actividad del juez, que es consecutiva a la ley,
pero que precede o condiciona la ejecución de la misma, constituye una
manifestación de potestad estatal que es tan distinta del poder ejecutivo como del
poder legislativo. Este es el punto de vista al que se adhiere Esmein. Pero se
puede replicar que, al colocarse en este punto de vista, se hace muy difícil
considerar, en la acción jurisdiccional, otra cosa que no sea una operación
particular de ejecución; puesto que, desde el momento en que se reconoce que el
juez interviene para decidir si la ejecución es posible y de qué manera ha de
realizarse, hay que admitir, por lo mismo, que prepara dicha ejecución, y por
consiguiente, se puede afirmar también que concurre en la misma. Es evidente, en
efecto, que la potestad ejecutiva no se refiere únicamente a los actos de ejecución
directa de las leyes, sino que comprende también todas aquellas operaciones que
tienden a la realización de las prescripciones legislativas. El acto mediante el cual
el juez comprueba y declara que la ley es aplicable a un caso determinado no es
otra cosa sino una de estas operaciones. Se llega así a la conclusión de que la
jurisdicción no es en sí una tercera gran función del Estado, sino que entra en la
función general de -ejecución, de la que no es sino una rama particular. Se ha
visto anteriormente (n 242) que éste era también el sentir de los constituyentes de
1789-1791, los que, partiendo de la idea de que la función jurisdiccional se reducía
a aplicar las leyes para su ejecución, se detenían lógicamente en la conclusión de
que sólo era una función de naturaleza ejecutiva.4 Esmein mismo parece
adherirse a esta opinión, cuando escribe (loe. cit., p. 17) que "la administración de
la justicia es un atributo de la soberanía, separado del haz del imperium", o sea del
haz de los poderes comprendidos en el poder ejecutivo. No se puede reconocer
mejor que la justicia es en sí una función de la misma naturaleza que aquellas a
cuyo conjunto da dicho autor el nombre de poder ejecutivo, y Esmein añade que
se encuentra separada del poder ejecutivo, por cuanto que "tiene órganos distintos
o por lo menos reviste formas especiales". Estas son, en efecto, como se verá
después, la verdadera característica y la única base jurídica de la distinción entre
ambas funciones.
197

4 Ver en este sentido las observaciones de Clermont-Tonnerre (Archives parlementaires, 1* serie, vol. XV, p. 425) : "El poder judicial, lo que se llama
impropiamente poder judicial, es la aplicación de la ley o voluntad general a un hecho particular. No es, pues, en último término, sino la ejecución de la
ley; pero esta ejecución tiene de particular que va precedida por una consulta, por un examen, que abraza a la vez la ley y el hecho".
686

En el orden de ideas que acabamos de examinar, podríamos sin embargo


dejarnos impresionar por la consideración de que la autoridad jurisdiccional está
llamada, en el moderno Estado de derecho, a desempeñar el papel de arbitro y a
servir de intermediaria entre los administrados y la autoridad administrativa, en los
casos en que se entabla un recurso, por un administrado, contra un acto
administrativo. Así, si depende de la función jurisdiccional el estatuir respecto de la
regularidad de la acción administrativa, es necesario, al parecer, deducir de ello
que, lejos de estar comprendida dentro de la administración, la jurisdicción domina
a ésta y es, por consiguiente, distinta de ella.
Esta conclusión parece imponerse sobre todo en los casos en que se suscita
alguna dificultad respecto de la interpretación y de la aplicación de las leyes que
determinan los poderes de las autoridades administrativas en sus relaciones con
los administrados. En caso de una controversia de este género, el sistema del
derecho público actual consiste en dar a interpretar estas leyes a una autoridad
jurisdiccional, excluyendo a los administradores activos, de modo que la ejecución
de estas leyes se descompone en dos partes o actividades distintas: en primer
lugar se fija el alcance de la ley, y luego viene su ejecución propiamente dicha,
que no puede realizarse sino después de que las operaciones jurisdiccionales
hayan terminado y que, se entiende, ha de tener lugar conforme a las decisiones
jurisdiccionales a las cuales se halla subordinada.5 Parece, pues, que desde el
punto de vista jurídico se tienen que distinguir necesariamente, como
consecuencia de la legislación, dos funciones claramente diferentes: la jurisdicción
y la función ejecutiva. Parece igualmente que la aplicación o la interpretación
jurisdiccional de la ley es esencialmente previa a su ejecución administrativa, 6 así
como también el poder jurisdiccional está situado entre el poder legislativo y el
poder ejecutivo. Todo esto es jurídicamente indiscutible, y todo esto implica
realmente que, en derecho, la jurisdicción, por su organización y desde el punto de
vista formal, debe ser una función especial, como se dirá después. Pero todo esto
no demuestra que la jurisdicción, desde el punto de vista material, sea otra cosa
que una función de naturaleza ejecutiva. Y precisamente en el caso al que nos
acabamos de referir y en el que se trata de fijar el alcance de las leyes que
regulan los poderes de la autoridad administrativa, existe un hecho que prueba
claramente que la intervención de la jus-
198

5 La función administrativa se encuentra así contenida entre la ley, de la cual no es sino la ejecución, y la justicia, que la mantiene dentro de la legalidad,
En este sentido, se ha podido decir que la ley es el regulador y la justicia la barrera de la actividad administrativa (Gneist, Der Rechtsstaat, 2 ed., caps,
II-in).
6 Se trata, por lo menos, de la ejecución definitiva, puesto que en general los recursos contra los actos administrativos carecen de efecto suspensivo.
687

ticia sólo constituye un incidente de la ejecución. Este hecho es que la autoridad


jurisdiccional no puede hacerse cargo del debate respecto de estas leyes sino en
cuanto exista ya en el caso particular una decisión administrativa aplicable a la
misma. Se hace alusión aquí a la necesidad de una decisión administrativa previa,
que constituye una de las condiciones de la formación de lo contencioso-
administrativo, por lo menos en lo que se refiere a los asuntos que han de
presentarse al Consejo de Estado (Hauriou, op. cit., 8^ ed., pp. 402 ss. y Les
éléments du contentieux, pp. 46 ss.). Se infiere de esto que la interpretación de las
leyes que determinan los poderes de la autoridad administrativa se injerta en su
ejecución, de la cual aparecen, por lo tanto, como una parte integrante y como una
dependencia.
254. Si se examinan las demás teorías que se han propuesto con objeto de
fundar una distinción material entre la administración y la jurisdicción, hay que
reconocer que se reducen todas, en el fondo, a la idea de que ambas funciones
deben tenerse por esencialmente diferentes, por la razón de que se ejercen con
fines muy diferentes.
Así, por ejemplo, Laband (op. cit., ed. francesa, vol. n, pp. 511 ss.) opone la
justicia a la administración alegando que ésta consiste en actuar con objeto de
producir un efecto deseado previamente, y aquélla, por el contrario, no implica
ningún designio preconcebido, ninguna actividad orientada hacia un resultado
premeditado. Mientras que el acto administrativo presupone una voluntad
inspirada en móviles interesados y que trata de alcanzar determinado fin escogido
intencionalmente, en el ejercicio de la función jurisdiccional no interviene ningún
movimiento de voluntad, sino que la resolución de justicia se limita a aplicar a un
caso particular actual el derecho vigente, reconoce y declara derechos subjetivos
mediante la aplicación del derecho objetivo; en esto, los juicios de los tribunales
aparecen, no ya como actos que 'tienden a realizar una voluntad preconcebida,
sino, así lo indica su nombre, como operaciones intelectuales, como juicios en el
sentido lógico de la palabra, o sea "silogismos", dice Duguit (Traite, vol. I, p. 263),
quien reproduce sobre este punto la definición de Laband.
Realmente, Laband quiere decir que la administración y la justicia persiguen fines
diferentes, pues una tiene por objeto satisfacer los intereses del Estado mediante
el empleo de medidas apropiadas al resultado por obtener, y la otra sólo se
preocupa de asegurar, mediante sentencias, la observación y la aplicación de las
reglas establecidas por las leyes vigentes.
Esta es también la base de distinción de las dos funciones que adoptan la mayoría
de los autores alemanes. O. Mayer, por ejemplo (op. cit., ed. francesa, vol. i, pp. 6
y 13), dice que "la justicia es la actividad del Estado para mantener el orden
jurídico", mientras que "la ad-
688

ministración es la actividad del Estado para la realización de sus fines".G. Meyer


(op. cit., (y ed., pp. 27, 618 y 641) enseña igualmente que la administración y la
justicia se diferencian una de otra en que la primera tiene por objeto proveer a
intereses, mientras que la segunda no tiene más objetivo que el mantenimiento del
derecho existente. Pero es Jellinek sobre todo el que ha desarrollado y precisado
esta teoría de los fines. Según dicho autor (Gesetz und Verordnung, pp. 213-225;
UÉtat moderne, ed. francesa, vol. u, pp. 317 ss.), la distinción material de las
funciones se determina por la relación que existe entre las actividades estatales
y los fines estatales. Estos se dividen esencialmente en fines de derecho por una
parte y fines de potestad y de cultura por otra. Por lo que concierne especialmente
a la administración y a la jurisdicción, su distinción material se funda precisamente
en el hecho de que corresponden a esta dualidad de fines. Indudablemente, se
aproximan una a otra por cuanto ambas se ejercen bajo el imperio del orden
jurídico creado por la legislación, y por cuanto consisten también ambas en
decisiones que estatuyen de un modo concreto con respecto a un caso especial o
a una circunstancia determinada. Pero lo que las separa es el fin para el cual se
ejercen respectivamente: por la jurisdicción, el Estado realiza únicamente su fin de
derecho; por la administración, se esfuerza en realizar sus fines de potestad y de
cultura.
En la literatura francesa, este mismo criterio ha sido aceptado de nuevo por
Artur, que le dedica, en su estudio sobre la "Séparation des pouvoirs et des
fontions" (Revue du droit public, vol. XIII, pp. 218ss.) importantes desarrollos.
Dicho autor formula claramente la cuestión de saber "si la función de administrar y
la función de juzgar son idénticas, si constituyen una sola y misma función de la
potestad pública"; y contesta que dichas dos funciones, por más que según él
sean ejecutivas las dos, son "irreducibles una a otra". La razón que da de ello es
que corresponden a misiones diferentes, por cuanto que no se ejercen con el
mismo fin. Los administradores ejecutan la ley con objeto de proveer mediante sus
actos ejecutivos a todas las necesidades de la comunidad nacional, exceptuando
la necesidad de justicia. Los jueces ejecutan las leyes con el único fin de asegurar
el respeto a las mismas. El administrador, al ejecutar la ley, no tiene generalmente
como fin el de asegurar la realización de la ley por sí misma, sino que en verdad
se sirve de la ley para alcanzar determinado resultado, que corresponde a
intereses de orden administrativo. Ejecuta, pues, la ley con un fin que va más allá
de la simple idea de ejecución. A decir verdad, la ejecución de las leyes, para la
autoridad administrativa, no es sino un medio de acción con objeto de alcanzar los
fines útiles que se propone. Para el juez, por el contrario, la ejecución de la ley
constituye el único objetivo que pueda pro-
689

ponerse legítimamente. Al tener que estatuir directa y exclusivamente respecto a


una cuestión de aplicación de la ley, el juez sólo interviene para asegurar el
mantenimiento de las prescripciones legales y sólo debe preocuparse de este fin.
Así pues, el objetivo del administrador es la ventaja del Estado o el interés
general, y el del juez la legalidad.
De esta diferencia de fines se infiere, según la observación de Artur, que los
poderes del administrador son mucho más flexibles y amplios que los del juez.
Encerrado en una estricta misión de legalidad, el juez está obligado a aplicar
estrictamente la ley a los casos que se le presentan; la relación que se establece
entre la ley y él es una relación de estrecha subordinación, de ejecución
obligatoria. La autoridad administrativa, por el contrario, tiene en sus relaciones
con la ley cierta libertad de apreciación y de acción. La naturaleza misma de la
función administrativa, en efecto, exige que la autoridad encargada de asegurar el
debido orden, la salubridad, la seguridad pública, tenga la facultad de apreciar,
según las circunstancias, las medidas que, en virtud de las leyes, convendrá tomar
con objeto de alcanzar esos fines. Es por lo que puede caracterizarse la misión del
administrador diciendo que consiste en tomar de las leyes vigentes los medios de
acción que, en cada ocasión, parezcan los más propios para dar satisfacción a los
intereses cuya guardia tiene. Esto explica que el administrador, si lo juzga
oportuno, pueda llegar a veces hasta a abstenerse de ejecutar la ley, es decir,
hasta dejarla dormir, absteniéndose de hacer uso de los poderes que de la misma
ha recibido. Se han expresado estas mismas ideas diciendo que la jurisdicción
consiste en pura ejecución de las leyes, mientras que la administración, junto a la
ejecución propiamente dicha, entraña un poder de actuar libremente dentro de los
límites trazados por las prescripciones legales (G. Meyer, loe. cit., p. 27). En una
palabra, la ley constituye, para el juez, un precepto cuya aplicación viene obligado
a realizar fielmente, y en cuanto al administrador, la verdad es, más bien, que la
ley constituye una fuente de poder que le confiere el de hacer uso de tal o cual
medida que pone a su disposición. Obligación estricta por un lado; poder más o
menos amplio por el otro. Por este motivo es por lo que el recurrir al juez
constituye, en favor de los interesados, una garantía de su derecho a la legalidad
mucho más fuerte que la que resulta de recurrir a la autoridad administrativa.
En todos estos aspectos, ambas potestades, administrativa y jurisdiccional,
entrañan según Artur procedimientos ejecutivos tan esencialmente diferentes que
no le parece posible aproximarlas o confundirlas en un poder o función única.7
199

7 Idénticas ideas se han defendido en Alemania, especialmente por Ihering (Der Zweck ira Recht, y ed., vol. I, pp. 387 ss.), que formula el criterio de
distinción entre la justicia y la administración diciendo que el juez ejerce una actividad encadenada, mientras que el
690

255. Por diversos que sean sus respectivos procedimientos de ejecución, no


parece que Artur haya demostrado realmente la dualidad de naturaleza de las
funciones administrativa y jurisdiccional. Lo único que se desprende claramente de
la teoría expuesta por dicho autor es que, por razón de la diversidad de sus fines,
existe entre la administración y la justicia una notable diferencia respecto a la
extensión de los poderes que entrañan para el administrador y para el juez. En sus
relaciones con las leyes, la función administrativa es una función más libre que la
función jurisdiccional. Esto, evidentemente, es muy interesante de observar, pero
no basta para probar que exista entre ambas funciones una diferencia material, es
decir, una diferencia que consista en que la decisión administrativa y la decisión
jurisdiccional, consideradas en sí, tengan una naturaleza absolutamente diferente.
El hecho de que una función sea más o menos libre, no basta para modificar la
naturaleza intrínseca de esta función. Por consiguiente, la administración y la
justicia no pueden diferenciarse irreductiblemente entre sí por el grado variable de
libertad que suponen en provecho de sus agentes de ejecución respectiva.

La argumentación de Laband y de Jellinek tampoco es decisiva. Por lo que


concierne al primero de dichos autores, su afirmación de que la jurisdicción
consiste en operaciones lógicas y mentales no es enteramente exacta. Como hace
observar Duguit (Traite, vol. i, pp. 264 y 270), el juez no se limita a declarar el
derecho, sino que también decreta. Ordena actos, abstenciones, reparaciones,
restituciones, etc.; emite todas estas decisiones por aplicación de la ley, pero, en
suma, actúa del mismo modo que podría actuar un administrador, apoyándose en
la ley.9 Además, ¿no puede decirse que la función jurisdiccional,
200

administrador goza de un poder de libre apreciación que le permite inspirarse, para la determinación de sus actos, en consideraciones de fines e
intereses. Esta cuestión de la libertad respectiva del juez y el administrador con relación a la ley ha dado lugar, en la literatura alemana, a numerosos
trabajos, que se indican en las páginas 2 y 3 de la reciente obra dedicada a esta misma cuestión por Jellinek, con el título de Gesetz,
Gesetzesanwendung uncí Zweckmassigkeitscrwagung.Jellinek (cap. u, ver especialmente pp. 176, 177, 193 y 194) llega a la conclusión de que el juez
carece de verdadero poder de libre y subjetiva apreciación o creación.
8 Ver, sin embargo, las reservas que sobre este punto se hacen en la n, 14, p. 656, supra, por lo que concierne a la posibilidad para los tribunales
administrativos de imponer verdaderas órdenes a los administradores.
9 Ver en el mismo sentido Demogue, Les notions fundamentales du droit privé, pp. 521-522: "Los jueces son a la vez expertos en el derecho y en los
hechos, que tienen una apreciación soberana, y autoridades que tienen el derecho de mandar. Así pues, la justicia lleva en una mano la balanza, por
medio de la cual pesa el derecho, y en la otra la espada, por medio de la cual lo defiende. Esto es particularmente claro en las épocas en que la misma
persona es 3 la vez jefe y juez, como el pretor romano. En esas épocas, nada más natural que
691

veces, entraña el poder de estatuir con objeto de obtener un resultado deseado


previamente? Según Laband, esta forma de actuar es la característica de la
función administrativa. Pero el tribunal represivo, que concede a un delincuente al
que condena el beneficio del recurso por lo que se refiere a la ejecución de la
pena, o que admite en su favor la existencia de circunstancias atenuantes (y es
sabido que éstas no necesitan ser razonadas en el fallo), ¿no se determina a ello,
frecuentemente, en consideración al fin que desea alcanzar, fin que es,
especialmente, la salvación del culpable? Y por consiguiente, si el criterio de
Laband tuviera fundamento, ¿no sería preciso reconocer que, en esto, el juez de
represión actúa como un administrador penal más bien que como una autoridad
que se limite estrictamente a pronunciar el derecho? Duguií (loe. cit., p. 271) tiene
razón, pues, al hacer observar que "existe algo de administrativo en la función
jurisdiccional".

Recíprocamente, es indudable que en la función administrativa entra con


frecuencia algo de jurisdiccional. Por ejemplo, el administrador que litiga la
pensión de retiro de un funcionario o las cuentas de un empresario con el Estado,
debe hacer esta liquidación de conformidad con las prescripciones establecidas
por la legislación, y no puede sino aplicar dichas prescripciones; y si, con este
motivo, resuelve alguna dificultad suscitada por la parte interesada, la decisión que
emite tiene, en cierto sentido, carácter jurisdiccional, puesto que por dicha decisión
—con la potestad propia de su cualidad de agente estatal— manifiesta cuál es,
según él, el derecho que se deriva de las leyes vigentes para el caso particular.

Estas observaciones tienen un amplio alcance. En el derecho público


moderno la oposición general establecida por los autores antes citados entre el
administrador, que según ellos actúa con vistas a un resultado deseado por
anticipado, y el juez, que no hace más que pronunciar el derecho, es
completamente exagerado. Erigir estas definiciones en principio de distinción
material entre ambas funciones, es perder de vista que en el sistema actual del
Estado legal, la administración es una actividad que debe ejercerse en ejecución
de las leyes. Antes de estatuir, el administrador, así como el juez, debe referirse a
la ley, tomar de ella el
201

por cierto, de una orden administrativa cualquiera". El juez, en efecto, como el administrador, posee una potestad imperativa. La función jurisdiccional no
se reduce al poder de emitir simples sententiae (cf. n. 9, p. 384, supra). No es, pues, desde este punto de vista como puede señalarse una diferencia
material y esencial entre el acto administrativo y el acto jurisdiccional. Ver en el mismo sentido a Jéze, Revue du droit public, 1909, p. 674: "Al deducir
las consecuencias de las comprobaciones hechas por él, el juez realiza un acto cuya naturaleza es idéntica a la de los que realizan los agentes
administrativos".
692

principio de sus decisiones. Ahora bien, sin llegar a negar que la legislación
confiera frecuentemente a ios agentes administrativos amplias facultades de
apreciación y de acción, es evidente también que, especialmente en las relaciones
con los administrados, multitud de decisiones que dependen de la función
administrativa están estrictamente determinadas con anticipación por la ley, de
manera que el cometido del administrador ha de limitarse en este caso a
comprobar si las condiciones previstas por los textos legislativos están reunidas en
el caso especial, y hecha esta comprobación, tiene obligación de aplicar la
decisión legal. Por ello, la negación dada a un administrado por la autoridad
administrativa para realizar un acto al cual estaba legalmente obligada, constituye
una violación de la ley, que da lugar a un recurso por exceso de poder. Y no
solamente el cumplimiento de los actos administrativos puede ordenarse por las
leyes, sino que también es su contenido el que, a veces, se determina
imperativamente por ellas. Cada vez que la actividad administrativa se halla así
determinada estrictamente por la legislación, no puede negarse que se parece
notablemente a la actividad jurisdiccional. El administrador ya no tiene que realizar
aquí obra de voluntad, no puede pretender más resultados que aquellos que
derivan de la pura ejecución de la ley. En tal caso, el acto administrativo procede

a la manera, del acto jurisdiccional; como la sentencia de un juez, va a "declarar lo


que es de derecho", como lo observa O. Mayer (loe. cit., vol. i, p. 127). Se
comprueba así que existe toda una parte de la función administrativa que se
resiste a la tentativa hecha por la mayor parte de los autores para fundar la
distinción entre la administración y la justicia en la diversidad de sus fines. Importa
añadir que mientras más se desarrolla el sistema del Estado de derecho, más
tiende a crecer el número de los actos administrativos de esta segunda clase.

En definitiva, la conclusión que se desprende del examen de las diversas


explicaciones propuestas con objeto de diferenciar "materialmente" la
administración y la justicia, es que desde luego se ha podido establecer entre
ambas funciones ciertas diferencias más o menos importantes, más o menos
completamente ciertas, en cuanto a sus fines, en cuanto a sus procedimientos de
ejecución, en cuanto a la naturaleza psicológica de las operaciones que entrañan,
en cuanto a las circunstancias en las cuales son llamados a intervenir, bien sea el
juez o bien sea el administrador. Pero, a decir verdad, se trata aquí solamente de
diferencias de orden externo o que tienen carácter puramente formal. En cuanto al
fondo, ninguna de las teorías propuestas demuestra ni trata siquiera de demostrar
que la administración y la justicia, consideradas desde el punto de vista de su
naturaleza esencial, es decir, de la consistencia intrínseca de sus actos
respectivos, sean irreductiblemente diferentes, sobre todo
693

en el sentido de que el acto administrativo no pueda tener jamás el mismo


contenido que el acto jurisdiccional. Muy al contrario, es evidente que el acto
jurisdiccional, al menos en cuanto se limita a aplicar las leyes vigentes, no hace
más que lo mismo que numerosos actos administrativos.

Y es precisamente porque estas dos clases de actos pueden tener y tienen


frecuentemente idéntico contenido, por lo que ios autores han quedado reducidos,
para distinguir ambas funciones, a referirse únicamente a consideraciones de fines
y de condiciones de ejecución. Pero entonces el hecho mismo de que la doctrina
contemporánea haya tenido que atenerse a semejantes criterios, basta para
despertar la idea de que en realidad no hay diferencia material absoluta y
constante entre la administración y la jurisdicción10 y que, desde el punto de vista
material, ésta no es sino
202

10 Duguit (La séparation des poutoirs et l'Assemblée nationale de 1789, pp. 70 ss.; Traite, vol. i, pp. 353 ss.) sostuvo sin embargo que entre la justicia y
la administración existe una diferencia material, en el sentido de que, según el derecho público francés, son de una materia diferente. Dice este autor, en
efecto, que el poder judicial tiene por verdadero objeto aplicar las leyes en cuanto se refieren más directamente al interés individual, y por lo mismo
proteger los derechos individuales. La administración tiene por objeto propio, a la inversa, aplicar las leyes, en cuanto que se refieren directa y
principalmente al interés colectivo, haya o no litigio (ver en el mismo sentido a Ducrocq, op. cit., 7* ed., vol. i, n° 35). Así pues, la ejecución de l as leyes
civiles constituye la materia especial de la competencia judicial y la ejecución de las leyes de interés público es materia de la potestad administrativa.
Duguit recuerda que éste era ya el punto de vista de Montesquieu, que daba a ambas funciones el mismo nombre común de "potestad ejecutiva", pero
que especificaba que la justicia es "la potestad ejecutora de las cosas que dependen del derecho civil". Invoca particularmente el testimonio de los
miembros de la Asamblea nacional de 1789 (citados en la p. 655, supra) que, como Duport por ejemplo, declaraban "que había que distinguir las leyes
políticas y las leyes civiles. Las primeras se refieren a las relaciones de los individuos con la sociedad. Las segundas determinan las relaciones de
individuo o individuo. Para aplicar estas últimas leyes es para lo que los jueces han sido especial y únicamente instituidos" (Archives parlementaires, 1
serie, vol. xn, p. 410). Es evidente, en efecto —por más que haya dicho Artur, Revue du droit public, vol. xvn, pp. 246 ss.—, que dicho concepto, tomado
de la doctrina de Montesquieu, es el que dominó en las asambleas revolucionarias; y es también el que llevó a la Constituyente a atribuir lo contencioso-
administrativo a los mismos cuerpos de administración.
Pero es evidente también, como lo ha demostrado Jacquelin, op. cit., pp. 97 ss., que el criterio propuesto por Ducrocq y Duguit no está ya en armonía
con las reglas que actualmente determinan la esfera respectiva de la competencia administrativa y la competencia judicial; pues se observa que ésta
comprende a veces la interpretación de leyes de interés general, mientras que aquélla se extiende a cuestiones de derecho individual. Por lo demás, la
doctrina de Duguit implica, como consecuencia lógica, que la administración y la justicia, aunque teniendo materia diferente, no constituyen en definitiva
sino una sola y misma función, ya que ambas tienen por objeto común la ejecución de las leyes. Una ejecuta las leyes llamadas políticas, la otra las
leyes civiles; pero ambas se reducen por lo tanto a la idea de función ejecutiva. Es lo que afirma Ducrocq (loe. cit.): "Quienquiera que se halle
encargado, a título cualquiera también, de la aplicación de las leyes, participa en la potestad ejecutiva. Ahora bien, la autoridad judicial es la encargada
de la aplicación de las leyes de derecho privado y de orden
694

una dependencia de aquélla.11 Tal es también la conclusión en la que conviene


detenerse.

En cuanto se limita a aplicar las leyes existentes sin crear nuevas soluciones, la
jurisdicción no es, desde el punto de vista material, una función esencialmente
diferente de la administración, y bajo este mismo aspecto no pueden, pues,
distinguirse en el Estado sino dos funciones principales. Esta doctrina deriva de la
definición misma que se ha dado de la ley. Según el derecho público francés, todo
acto que tiene carácter inicial, o sea que no provenga de la ejecución de una ley
anterior, es en principio un acto de potestad legislativa. Se infiere de aquí que
fuera de la legislación, no hay lugar sino para una sola función o potestad distinta.
Frente al acto inicial que es la ley, todas las demás actividades estatales no
constituyen ya sino una categoría principal única, por cuanto no consisten sino en
ejecutar las reglas o decisiones legislativas. Todas estas actividades subalternas,
cualesquiera que fueren los caracteres especiales o la forma propia del acto
realizado, entran, pues, dentro del concepto general de administración o sea de
función que se ejerce bajo el imperio y en consecuencia de las leyes. Así ocurre,
en particular, con la jurisdicción: ésta no es, en principio, sino uno de los servicios
públicos comprendidos en la idea amplia de administración. El instinto popular no
se equivocó; en esto, pues, el término corriente "administración de justicia"
(empleado por Esmein, Éléments, 5 ed., pp. 17 y 438) se debe indudablemente, al
menos en parte, a que la justicia se presenta ante todo al espíritu como una de las
ramas de la administración general del Estado, en oposición a la legislación.

256. Nos falta ahora averiguar por qué razones y en qué sentido
203

penal, así como la autoridad administrativa es la encargada de la de las leyes de interés general. Tanto en un caso como en el otro, se trata, con el
mismo título, de aplicar la ley y de asegurar su ejecución, lo cual es misión del poder ejecutivo". Este era también el sentir de los oradores de la
Constituyente, cuyo testimonio alega Duguit; y parece, por otra parte, que en su estudio sobre La séparation des pouvoirs et l'Assemblée de 1789, dicho
autor participó, respecto de este punto, de la manera de ver de los primeros constituyentes. Hoy sostiene L'État, vol. i, p. 450; Traite, vol. I, p. 359) que
"los caracteres internos de la administración y de la jurisdicción son esencialmente diferentes" y que, por consiguiente, no son dos las funciones que hay
que atribuir al Estado, sino tres. Esta última afirmación, desde el punto de vista material, es difícil de conciliar con la doctrina que, por otra parte, no ve
en la justicia, lo mismo que en la administración, sino una función de aplicación ejecutiva de las leyes, civiles o políticas. 11 En Alemania, G. Meyer (op.
dt., 6* ed., pp. 25 a 27), partiendo de la idea de que la legislación consiste en emitir prescripciones generales y la administración consiste en regular
casos particulares, presenta también a la jurisdicción como una subdivisión de la función administrativa. Sin embargo, pretende este autor (loe. cit., n. 3)
que en el interior de la función administrativa tomada en su conjunto, la jurisdicción y la administración stricto sensu st distinguen entre sí por diferencias
materiales, reduciéndose éstas, en su doctrina, a diferencias de fines.
695

fue erigida la jurisdicción como función aparte en el conjunto de la administración.


Desde el punto de vista de su contenido, el acto administrativo y el acto
jurisdiccional (cuando éste aplica las leyes) son con frecuencia de naturaleza
idéntica, puesto que la autoridad administrativa es llamada frecuentemente, por su
misma función de administración, a estatuir respecto de cuestiones de derecho
idénticas a las que se formulan ante el juez. Así lo reconoce Artur (op. cit., Revue
du droit public, vol. xiv, p. 266) cuando dice: "Un administrador, haciendo uso de
poderes que le pertenecen indiscutiblemente, resuelve en nombre de la potestad
pública, lo mismo que los tribunales, cuestiones susceptibles de ser remitidas a los
tribunales; parece, pues, desempeñar el mismo oficio que un tribunal". Esto es, en
efecto, indiscutible. Ahora que también es indiscutible que el derecho pronunciado
por el administrador no habrá de presentar para los administrados las mismas
garantías que el derecho pronunciado por un tribunal, pues no existe la seguridad
de que la autoridad administrativa desempeñe este "oficio", semejante en sí al de
un juez, del mismo modo que puede hacerlo este último. La razón trivial de esto es
que el administrador, al tener que hacer frente a las necesidades del Estado,
puede hallarse dominado o al menos influenciado por la consideración de los
intereses administrativos a los que debe proveer, y su decisión respecto a
cuestiones de derecho es hasta cierto punto sospechosa, ya que es más o menos
interesada, pudiendo por lo tanto ser más o menos tendenciosa. El juez, por el
contrario, estatuye en una forma relativamente desinteresada, porque no tiene
acción directa que ejercer en la administración de los asuntos del Estado ni asume
responsabilidad alguna en cuanto a los resultados de esta última. Puede
esperarse, pues, que su decisión habrá de ser más imparcial, más objetiva, o sea
más plenamente adecuada al derecho vigente. Esto es evidente, sobre todo en el
caso en que por un administrado se entabla un recurso contra un acto proveniente
de un administrador. Si el juzgar lo contencioso-administrativo correspondiera a
los administradores activos, éstos habrían de estatuir respecto de la legalidad de
sus propios actos, y la autoridad administrativa que pronunciara así el derecho en
asuntos en los cuales tiene un interés directo, sería juez y parte a la vez. Es de la
mayor importancia para los administrados el que las reclamaciones interpuestas
contra las decisiones de los administradores puedan formularse ante una
autoridad extraña a la administración activa y dispuesta especialmente para el
ejercicio de la jurisdicción. Esta autoridad jurisdiccional, que no está mezclada en
los asuntos que ha de juzgar, sino que se halla colocada en forma exterior, se
interpondrá y podrá desempeñar imparcialmente un papel comparable al de un
arbitro entre los administradores y los administrados. Libre de toda preocupación
administrativa, podrá hacer abstra
696

ción de las consideraciones de oportunidad, interés general y fines a alcanzar, y


no tendrá más preocupación que asegurar en cada caso particular el
mantenimiento de la legalidad o dar satisfacción a la equidad. Ha sido con objeto
de mantener a la justicia en el respeto estricto del derecho legal o en una tarea de
pura equidad por lo que la función que consiste en resolver las cuestiones de
derecho dudosas, especialmente en caso de litigio, ha sido conferida a
autoridades distintas de los administradores propiamente dichos. Esto no significa
ni mucho menos que el administrador, en el mismo grado que el juez, deje de
estar sometido a la legalidad. A este respecto, no es posible admitir el punto de
vista de aquellos autores que, como Hauriou (ed., p. 951), oponen las decisiones
jurisdiccionales a las decisiones administrativas, pretendiendo que éstas son ante
todo "declaraciones de voluntad con objeto de ejercer derechos de la
Administración". En el sistema actual del Estado legal, el administrador que se
halla frente a una cuestión de derecho, no ha de realizar obra de voluntad, sino de
aplicación de la ley. Lo mismo que el juez, llegado el caso, tiene que pronunciar el
derecho. Ahora que su decisión no presenta en grado suficiente las garantías de
imparcialidad que constituyen la seguridad de los administrados y de los litigantes.
\r eso podrán éstos, luego que el administrador ante un juez. Así pues, la
separación entre las funciones jurisdiccionales y administrativas responde ante
todo a la necesidad de proveer a los ciudadanos de jueces que estatuyan con
plena independencia de espíritu. Es esto una necesidad cuya demostración
perentoria proporcionó Montesquieu (Esprit des lois, lib. XI, cap. VI). Pero esta
separación se funda también en la necesidad de someter la jurisdicción a formas
de procedimiento destinadas a proporcionar a los administrados y a los litigantes
garantías de veracidad, o sea de conformidad a la ley, o de alta imparcialidad, en
el derecho que debe serles pronunciado. Las formas ordinarias de la
administración son demasiado sencillas, demasiado rápidas, e incluso por demás
arbitrarias, para proporcionar a las partes una seguridad suficiente. Importa, pues,
sujetar la justicia a formas especiales y rigurosas, cuyo empleo asegure a las
decisiones jurisdiccionales un valor y una fuerza que permitan a los litigantes
aceptarlas con confianza y al Estado imponérselas como inatacables. Estas son
las razones que han traído, en el derecho público moderno, la separación entre la
jurisdicción y la administración, Finalmente, se desprende de estas mismas
razones que dicha separación consiste jurídicamente en que la jurisdicción ha
recibido una organización distinta y formas también distintas. Es necesario
examinar sucesi
697

vamente estas dos diferencias establecidas entre la jurisdicción y la


administración.

257. Por lo que se refiere a su organización, la jurisdicción puede hallarse


más o menos profundamente separada de la administración. En primer lugar,
puede estar confiada a tribunales que formen un cuerpo especial totalmente
distinto de las autoridades administrativas. Este es el caso de la justicia civil y
criminal. Los tribunales que administran esta justicia forman, con el nombre de
cuerpo judicial (stricto sensu), una autoridad que por la forma misma en que se
halla constituida aparece como no formando en modo alguno parte del personal ni
de la jerarquía de los administradores y como siendo de una esencia diferente de
la autoridad administrativa. Pero puede ocurrir también que la función
jurisdiccional se entregue a cuerpos administrativos, es decir, que formen parte del
grupo de autoridades administrativas; solamente que dichos cuerpos se componen
de funcionarios que no tienen carácter de administradores activos, y que no
participan, al menos directamente, en las operaciones activas de administración,
apareciendo así como distintos, lo mismo desde el punto de vista orgánico que en
el aspecto funcional, de las autoridades administrativas actuantes. Esto es lo que
ocurre en Francia con respecto a la justicia llamada administrativa. Los tribunales
administrativos franceses, particularmente el Consejo de Estado y los consejos de
prefectura, no son, propiamente hablando, cuerpos judiciales. En efecto, desde la
Revolución, uno de los principios esenciales del derecho público francés es que
las autoridades judiciales propiamente dichas no pueden inmiscuirse en los
asuntos administrativos, y especialmente que una autoridad administrativa es la
única que puede apreciar la regularidad de los actos administrativos. Así pues, lo
contencioso-administrativo es juzgado por tribunales que entran dentro de la
categoría de las autoridades administrativas, que incluso participan en cierta
medida en la potestad administrativa, pero que, por su organización y sus
funciones particulares, no dejan de ser tribunales, y tribunales en los cuales se
halla realizada la separación entre la administración y la jurisdicción, ya que tienen
en principio, por cometido especial, si bien no absolutamente exclusivo, el de
pronunciar el derecho. He aquí, pues, dos grados, dos sistemas diferentes de
separación. Importa precisar qué es lo que los diferencia y también qué es lo que
tienen de común.

258. Cuando se examinan las condiciones en las cuales se halla organizada


la justicia civil o criminal, aparece claramente la separación entre la autoridad
administrativa y la autoridad jurisdiccional. Esta justicia, en efecto, es administrada
por tribunales constituidos en una postura de completa independencia respecto del
jefe y de los agentes del poder ejecutivo, a los que se reserva, por este mismo
motivo, el califica
698

tivo especial y característico de tribunales judiciales. Desde el punto de vista


orgánico, es indiscutible que la potestad judicial, tal como se ejerce por estos
tribunales, no forma un tercer poder estatal enteramente distinto de los otros dos.
Por lo que concierne a estos tribunales, en efecto, el derecho positivo vigente se
ha aplicado a asegurar, en interés de las partes, la independencia más perfecta
posible de los jueces. Con este objeto estableció primero su inamovilidad, que
actualmente existe en especial en contra del jefe del Ejecutivo. El principio de la
inamovilidad (bajo reserva del caso de prevaricación) ha sido formulado por
numerosas Constituciones, por las de 1791 (cap. VI, art. 2) y del año III (art. 206),
por la del año III (art. 41), por las Cartas de 1814 (art. 58) y de 1830 (art. 49), por
la Constitución de 1848 (art. 87) y por la de 21 de mayo de 1870 (art. 15); ha sido
confirmado implícitamente por la ley de 30 de agosto de 1883, que suspendió de
momento la aplicación de la misma. Por otra parte, el jefe del Ejecutivo no puede
ejercer sobre los jueces la potestad jerárquica que le corresponde respecto de los
funcionarios administrativos: no puede darles órdenes, pues los jueces no le
deben obediencia; no puede censurarlos ni anular o reformar sus sentencias;
desde el punto de vista disciplinario, los jueces no pueden ser objeto de censura,
suspensión, traslado o cesantía que entrañe su revocación si no es por una
decisión de la corte de casación, actuando como consejo superior de la
magistratura y estatuyendo todas sus cámaras reunidas (ley de 30 de agosto de
1883, arts. 13 ss.). Por lo demás, los jueces son igualmente irresponsables, en lo
que se refiere a sus sentencias, con relación a las partes, salvo únicamente la
posibilidad de querella en caso de malversación, prevaricación u otra falta grave.
Finalmente, la independencia de la autoridad judicial, su separación orgánica de la
autoridad administrativa, se halla realizada y atestiguada claramente —como lo ha
demostrado Jacquelin, op. cit., pp. 20 y 52— por el hecho capital de que todos los
tribunales judiciales están exclusivamente bajo el control y la potestad jerárquica
de un órgano supremo, la corte de casación,12 que es a su vez una autoridad
puramente judicial y que no depende de ninguna autoridad superior.13
204

12 Artur (op. cit., Revue da droit public, vol. XIII, pp. 250 ss.) hace observar que la jerarquía judicial no es de la misma naturaleza ni produce los mismos
efectos que aquella que se establece entre el jefe del Ejecutivo y las diversas autoridades administrativas —al menos aquellas nombradas para la
administración activa— que se escalonan por debajo de él. Pero las diferencias entre ambas jerarquías, administrativa y judicial, se explican
principalmente por el motivo de que la corte de casación, como cualquier tribunal, no puede avocarse de oficio al examen de los juicios emitidos por las
jurisdicciones inferiores; es necesario el recurso de la parte interesada o del ministerio público.
13 "Salvo evidentemente una intervención legislativa en caso de abuso", como lo hace observar Geny (op. cit., p. 557).
699

Gracias a este conjunto de disposiciones relativas a la organización y al


funcionamiento de la justicia, los jueces forman un cuerpo autónomo, enteramente
distinto del cuerpo ejecutivo y con plena libertad. Constituye así la justicia, al
menos orgánicamente, un poder aparte.14 En vano se ha tratado de quebrantar
esta conclusión, objetando que los jueces, lo mismo que los funcionarios
ejecutivos, son nombrados por el jefe del Ejecutivo, y pretendiendo deducir de este
origen común la prueba de que la autoridad judicial depende del poder ejecutivo,
que comprendería por lo tanto en sí, desde el punto de vista orgánico lo mismo
que desde el punto de vista funcional, la administración y la justicia (Ducrocq, op.
cit., 7 ed., n9 35). Bien es verdad que por su poder de nombrar los jueces y de
concederles el ascenso, adquiere el gobierno sobre ellos un
205

14
Se verá más adelante, a propósito del régimen parlamentario, que incluso en este régimen debe
dejársele al gabinete ministerial cierta independencia para regir los asuntos gubernamentales. Pero
la independencia asegurada a los curpos judiciales no es ni con mucho de igual naturaleza que
aquella que precisan los ministros. Esta se funda simplemente en motivos de orden político de
utilidad práctica: conviene que las Cámaras dejen, a los hombres a quienes han encargado las
tareas del gobierno, la libertad de acción que les es necesaria para tratar los asuntos con éxito.
Esta es una cuestión de medida, de tacto, de oportunidad política; pero, por lo demás, el
Parlamento se halla estrechamente asociado a la actividad gubernamental, y siempre es dueño de
proyectar sobre ella su influencia superior; especialmente, tiene el poder jurídico de pedir cuentas a
los ministros, los cuales están obligados para con él a una responsabilidad ilimitada. Muy distinto
es el alcance de la independencia que para el cuerpo judicial resulta de la constitución orgánica
que les ha sido dada por el derecho positivo. Para caracterizar esta clase de independencia basta
con señalar el hecho de que los tribunales se sustraen, bien con referencia al Parlamento, bien en
relación con el Ejecutivo, a toda responsabilidad por el hecho de sus decisiones jurisdiccionales y
que los ministros tampoco responden ante las Cámaras de esas decisiones. La independencia
establecida en provecho de los tribunales tiene, pues, por objeto y por efecto sustraer su actividad
jurisdiccional a toda intromisión o a toda influencia proveniente de otra autoridad estatal, y en esto
hay que reconocer que, a diferencia de la supuesta separación entre el cuerpo legislativo y la
autoridad ejecutiva, se refiere directamente al orden de ideas en el cual fundaba Monteaquieu su
sistema de separación de poderes. Y no es, sin embargo, que las decisiones jurisdiccionales de los
tribunales sean por sí mismas actos que difieren siempre de los artos de los administradores, ya
que éstos, a su vez, son llamados frecuentemente a emitir decisiones que implican que pronuncian
el derecho (ver p. 691, supra). En este aspecto, el acto judicial tiene un contenido que no difiere
invariablemente del contenido del acto administrativo, y la función jurisdiccional no aparece como
«irreduciblemente distinta de la función administrativa. Pero, al menos, existe separación de
poderes, por el hecho de que, entre las decisiones que consisten en pronunciar el derecho,
aquellas que emanan de la autoridad jurisdiccional son las únicas que adquieren, por razón misma
de la independencia orgánica de que goza esta autoridad, el valor y la fuerza especial que
confieren a estas decisiones carácter y naturaleza de actos de función jurisdiccional (ver núms.
264-265, infra). La independencia de los tribunales se convierte así en el fundamento mismo y en
la fuente del concepto de jurisdicción; como también la única característica que permite reconocer
específicamente una decisión jurisdiccional ha de buscarse en el origen de esta decisión, o sea en
la cuestión de saber si es o no obra de una autoridad constituida sobre el principio de
independencia propio de los tribunales
700

verdadero medio de acción y de influencia (Artur, op. cit., Revue du droit public,
vol. XII, pp. 480 ss.). Pero, por una parte, es evidente que en el derecho actual los
jueces no son los delegados del Presidente de la República y no reciben de él su
potestad. Y por otra parte, el poder de nombramiento que sobre ellos tiene el
Presidente no implica necesariamente que éste sea el jefe de las autoridades
judiciales, como lo es de las autoridades administrativas, pues este poder se
explica debidamente por la consideración de que cualquier otro modo de
reclutamiento de los cuerpos judiciales presentaría inconvenientes, de orden
diferente sin duda, pero cuya gravedad sería todavía peor. De hecho, la mayor
parte de los autores no ven en este sistema de reclutamiento más que un
procedimiento de designación, y se niegan a deducir de ello que la autoridad
judicial deba hacerse depender de la autoridad ejecutiva (Jacquelin, op. cit., pp.
18-19; Esmein, Éléments, 5 ed., pp. 450 ss.).

Es necesario hacer las mismas observaciones en lo que respecta al poder


de vigilancia que corresponde a la autoridad ejecutiva en relación con los jueces.
Por este poder de vigilancia, el art. 17 de la ley anteriormente citada de 30 de
agosto de 1883 reconoce al Ministro de Justicia el derecho de dirigir a los jueces
una "reprimenda" y también el de "apercibir y mandar venir a cualquier magistrado
a fin de recibir sus explicaciones". Además, le corresponde al Ejecutivo poner en
movimiento a la justicia, al menos cada vez que el orden público lo demanda, y
hasta existen a este efecto, cerca de los tribunales judiciales, ciertos funcionarios
ejecutivos u oficiales del ministerio público, situados jerárquicamente bajo las
órdenes del Ministro de Justicia, que son los encargados, bien sea de promover
algunas acciones (ley de 20 de abril de 1810, art. 46), bien de procurar la
aplicación de las leyes. Este cometido de vigilancia y de ejercicio de las acciones
se explica naturalmente por la consideración de que la administración de la
justicia, en suma, es uno de los servicios públicos del Estado, pomo ya se dijo
anteriormente (p. 694). En este carácter, incumbe a la autoridad ejecutiva
"asegurar la debida administración de la justicia" (Duguit, Traite, vol. I, p. 360;
cf.Esmein, loe. cit., p. 441). Pero no se infiere de esto que las autoridades
judiciales deban considerarse como si formaran parte de la categoría general de
las autoridades ejecutivas y como si simplemente constituyeran, entre éstas, un
departamento especial. Si el gobierno, bajo su responsabilidad, está obligado a
vigilar a los jueces y a actuar por mediación del ministerio público con objeto de
asegurar la aplicación judicial de las leyes, resulta siempre que ni él, ni ninguna
autoridad administrativa, puede dirigir a los tribunales órdenes referentes a las
decisiones jurisdiccionales que han de pronunciar, ni tampoco puede ejercer sobre
los miembros de dichos tribunales los poderes jerárquicos o disciplinarios
701

que corresponden a los superiores administrativos respecto de los funcionarios


ejecutivos.

259. A los tribunales judiciales se oponen los tribunales administrativos.

La distinción entre estas dos clases de autoridades jurisdiccionales se establece


ya claramente por la observación de que dependen de dos tribunales supremos
diferentes. Los tribunales administrativos están bajo la dependencia y el control del
Consejo de Estado, que ocupa así, en la cúspide de la justicia administrativa, una
situación semejante a la que corresponde a la corte de casación por encima de los
tribunales judiciales. Ello establece la completa independencia de estas dos
justicias separadas. Pero, más que nada, lo que caracteriza y distingue a los
tribunales administrativos es que, corno su nombre lo indica, ejercen su función
como autoridades administrativas, y son realmente autoridades de esta clase.
Esto, sin embargo, ha sido discutido. Según Artur (loe. cit., vol. XII, p. 241), la
teoría tradicional que consiste en decir que el ejercicio jurisdiccional de lo
contencioso-administrativo corresponde a la autoridad administrativa pudo ser
exacto en otros tiempos, y lo fue especialmente en la época revolucionaria, pero la
persistencia de esta teoría en la hora presente constituye un anacronismo.
Observa este autor, en efecto, que con motivo de la evolución que se operó
durante el siglo XIX respecto a su organización y a su funcionamiento, los
tribunales administrativos son ahora completamente independientes del resto de
las autoridades administrativas; pues no sólo ejercen su función jurisdiccional
según las reglas practicadas por los tribunales judiciales y no según aquellas que
practican las autoridades administrativas, sino que además, y en especial, están
situados totalmente fuera de la jerarquía administrativa e independizados por
completo de los jefes de la administración. Los ministros, particularmente, no
tienen sobre ellos la potestad que tienen sobre los agentes administrativos; no
pueden dictarles las decisiones que habrán de pronunciar, ni reformar o anular las
que han pronunciado; y lo que demuestra la independencia de estos tribunales
respecto de los jefes administrativos es que los ministros no son responsables de
sus juicios, como en principio lo son de todos los actos que provienen de los
administradores. En estas condiciones, termina diciendo Artur, "¿cómo podría
considerarse que los tribunales administrativos forman parte de la autoridad
administrativa? Constituyen un sistema distinto de autoridades".

Hay en esta doctrina gran parte de verdad, pero también algo de error.
Evidentemente, es cierto 'asegurar que, gracias a su organización, los tribunales
administrativos forman hoy un sistema de autoridades
702

especiales y separadas. Pero de ello no se infiere que hayan perdido su carácter


de autoridades administrativas. Si lo hubieran perdido, no podrían conservar ya
ninguna participación en la función administrativa, ninguna competencia de orden
administrativo. Ahora bien, tanto el Consejo de Estado como los consejos de
prefectura siguen conservando atribuciones de esta clase; por ejemplo, deben dar
dictámenes a los administradores activos para el cumplimiento de los actos de la
administración, con la que así quedan mezclados. Esto ya implica que poseen la
cualidad de autoridades administrativas. Por otra parte, y especialmente, la
doctrina presentada por Artur es inconciliable con el principio esencial que, según
el derecho público francés, domina toda la organización jurisdiccional en materia
contencioso-administrativa. Este principio es el de que únicamente la autoridad
administrativa puede conocer de las dificultades contenciosas que suscitan sus
propios actos. Los textos revolucionarios enunciaron esta regla en los términos
más enérgicos: "'Las funciones judiciales son distintas, y permanecerán siempre
separadas de las funciones administrativas. Los jueces no podrán, bajo pena de
prevaricación, alterar de cualquier manera las operaciones de los cuerpos
administrativos" (ley de 16-24 de agosto de 1790, tít. n, art. 13).

"Los tribunales no pueden invadir las funciones administrativas ni citar ante


ellos a los administradores por razón de sus funciones" (Constitución del 1791, tít.
ni, cap. v, art. 3). "Reiterada prohibición se hace a los tribunales de conocer de los
actos de administración, de cualquier especie que sean' '(ley de 16 fructidor, año
ni). Si los tribunales quedan excluidos del conocimiento de lo contencioso-
administrativo, éste sólo puede corresponder a autoridades administrativas. Por
ello, la ley de 6-7 de septiembre de 1790 empezó por atribuir esta competencia a
los mismos cuerpos que estaban encargados de la administración activa: los
directorios administrativos. Posteriormente, la competencia en los asuntos
contencioso-administrativos fue retirada a los administradores activos y transferida
a cuerpos especiales, erigidos por este hecho en tribunales, Pero estos cuerpos,
Consejo de Estado y consejos de prefectura, eran puras autoridades
administrativas: estaban asociados al ejercicio de la función administrativa, y se
componían de miembros reclutados entre los funcionarios administrativos, los que
quedaban bajo la dependencia del jefe del Ejecutivo, especialmente desde el
punto de vista de su cese. Actualmente, aún, conservan estos caracteres y esta
composición. Admitir con Artur que el Consejo de Estado y los consejos de
prefectura estatuyen respecto a lo contencioso-administrativo en carácter distinto
del de autoridades administrativas sería desconocer el concepto francés
tradicional, según el cual el control de los actos administrativos sólo co
703

rresponde a la autoridad administrativa, con exclusión de toda autoridad


puramente judicial.

Además, la doctrina casi unánime se pronuncia en este último sentido. No


son ya únicamente los adversarios de la justicia administrativa los que, como
Jacquelin por ejemplo (op. cit., pp. 181-210), alegan en su contra que el poder de
juzgar lo contencioso-administrativo permanece, en suma, en manos de la
autoridad administrativa, sino que los mismos defensores de esta justicia lo
reconocen así de una manera expresa. "En Francia, dice Duguit (Traite, vol. I, p.
361; cf. pp. 353 ss.), la función jurisdiccional corresponde a los agentes del orden
administrativo." Berthélemy (Traite, 7^ ed., p. 919) dice asimismo: "La justicia
administrativa es el órgano jurisdiccional mediante el cual el poder ejecutivo
impone a la administración activa el respeto al derecho. Los tribunales
administrativos son una de las formas por las cuales se ejerce la autoridad
administrativa." Hauriou (op. cit., 8* ed., p. 951) observa que los tribunales
administrativos "son, a la vez que tribunales, consejos administrativos"; y también
(p. 934): "El juez administrativo es un juez porque no es el administrador mismo,
pero, por otro lado, pertenece lo bastante a la Administración para poder obligar a
ésta" (cf. Esmein, Éléments, ed., p. 470; Larnaude, "La séparation des pouvoirs et
la justice en France et aux États-Unis", Revue des idees, 1905, pp. 333 ss.).

Esta última observación de Hauriou señala claramente una de las


principales razones por las cuales es indispensable que la jurisdicción
administrativa se ejerza por una autoridad administrativa. Si se ejerciera por los
cuerpos judiciales, éstos adquirirían sobre los administradores una superioridad
que les permitiría dominarlos, y por razones políticas, el derecho francés quiso
evitar esta dominación. Pero, además de las razones políticas, interviene aquí una
consideración jurídica decisiva: la que Hauriou alega anteriormente, y que ya
había sido señalada por Laferriére (op. cit., 2* ed., vol. i, p. 12). Las reclamaciones
dirigidas contra los actos administrativos, dice este autor, pueden tener por efecto
promover la reforma o la anulación del acto impugnado. Ahora bien, para que la
autoridad ante la que se reclama pueda casar el acto impugnado o sustituirle por
un acto nuevo, es preciso que se halle ella misma investida de la potestad
administrativa; un simple juez sólo podría comprobar la irregularidad de los actos
viciosos, y no tendría el poder de invalidarlos o de modificarlos. Por lo tanto,
termina diciendo Laferriére, "la autoridad llamada a controlar la decisión
administrativa hará oficio de juez, puesto que resolverá una diferencia". Pero
también es necesario que haga "oficio de administrador" y que, por consiguiente,
sea ella mis
704

ma autoridad administrativa.10 Con esto se justifica la clasificación tradicional que


establecen los autores (ver especialmente Ducrocq, op. cit., 7 ed., vol. i, pp. 75
ss.) en el interior del organismo administrativo, entre tres clases de autoridades:
los agentes encargados de un cometido
206

15
alega sin embargo que los tribunales administrativos, no solamente no pueden dar órdenes a los
administradores, mandando, por ejemplo, un acto de administración, sino que, en principio,
tampoco tienen el poder de reformar o de anular los actos administrativos que se les someten. En
este aspecto, dice, no existe diferencia entre los tribunales administrativos y los tribunales
judiciales. Un tribunal, incluso administrativo, no puede casar o reformar un acto administrativo,
porque, como tribunal, sólo tiene un poder de jurisdicción y no un poder de administración.
Es evidente, en efecto, que los poderes de los tribunales administrativos sobre los actos de los
administradores entrañan considerables limitaciones, originadas por el hecho de que estos
tribunales, en principio, no tienen competencia para ejercer la acción administrativa propiamente
dicha. Por ello, Laferriére (loe. cit., vol. II, p. 131) indica que, por lo que concierne a lo contencioso
de los mercados de obras públicas, el consejo de prefectura, aun teniendo en esta materia poder
de plena jurisdicción, no podría, a demanda del contratista, anular las decisiones de los
administradores activos. Esto constituiría por su parte una invasión de la esfera propia de dichos
administradores. Podrá evidentemente el consejo de prefectura, en tal caso, apreciar la legalidad
de la decisión impugnada y determinar las reparaciones pecuniarias que se le deban al contratista;
pero no puede substituir a los administradores competentes tomando, respecto del asunto en
litigio, decisiones reservadas a su competencia (cf. por lo que se refiere a los mercados de
provisiones, Hauriou, op. cit., 85 ed., p. 849). Se infiere de aquí que el concepto de lo contencioso
de plena jurisdicción debe entenderse con ciertas consideraciones; implica desde luego que el
tribunal administrativo que enjuicia tiene la facultad de asegurar al derecho alegado en justicia las
reparaciones que le son debidas, pero únicamente en la forma en que dichas reparaciones sean
posibles.- En ciertos casos, evidentemente, la reparación directa será posible: esto ocurrirá
siempre que el tribunal pueda restablecer el derecho de la parte lesionada, sin que por ello tenga
que hacer u ordenar un acto de administración. Por ejemplo, podrá un tribunal administrativo
decidir que un funcionario tiene derecho a una atención, pronunciar la exención o la reducción de
una contribución directa, liquidar con un contratista; en esto, el tribunal pronuncia el derecho sin
invadir la acción administrativa. Pero hay casos en que el derecho lesionado no puede
restablecerse sino por medio de reformas o anulaciones que implican para la justicia administrativa
el poder de realizar por sí misma actos de administración. En este caso Artur (loe. cit., vol. XII, p.
200 n.) declara que el tribunal administrativo sólo podrá conceder una indemnización. Por ello dice
Hauriou (op. cit., 6l ed., pp, 482, 511 y 958) que el resultado más común del recurso contencioso
ordinario es "la condena de la persona administrativa a pagar una indemnización", y también que
"lo contencioso de plena jurisdicción es puramente pecuniario".
Pero, si bien es verdad que lo contencioso de plena jurisdicción con frecuencia se reduce a una
indemnización, no por ello deja de ser cierto, por otra parte, que la justicia administrativa entraña
también un importante poder de anulación, por ejemplo en el caso del recurso por extralimitación
de atribuciones. Artur (loe. cit., vol. xm, p. 236 n.; vol. xiv, p. 273 n.) dice que se trata aquí de una
derogación a la regla general. Pero esta excepción compromete toda su tesis. ¿Cómo explicar, en
efecto, en su concepto, que el Consejo de Estado pueda anular?
Se comprende que la corte de casación pueda anular los juicios de los tribunales ordinarios; en
esto sólo hace uso de su poder de tribunal supremo sobre los actos de una
705

activo, los consejos que deliberan a título consultivo y los tribunales


administrativos.

Con esto también se justifica la expresión "tribunales administrativos", en cuanto


implica que dichos tribunales deben chitarse entre las autoridades administrativas.

260. Pero si lo contencioso-administrativo queda colocado fuera de la


competencia de los tribunales judiciales, es esencial observar ahora que las
autoridades a las cuales queda confiado forman, en el conjunto de las autoridades
administrativas, un grupo aparte, que se caracteriza a la vez por su organización
especial y por la tarea jurisdiccional a la cual se halla especialmente dedicado.
Aun siendo tribunales administrativos, los cuerpos que ejercen la jurisdicción
administrativa no dejan por ello de ser tribunales. Como dice Laferriére (loe. cu.),
ha sido necesario que los capacitaran para desempeñar oficio de jueces; por lo
que recibieron una organización análoga a la de los tribunales judiciales. Al
menos, así ocurrió a partir del año VIH. Hasta entonces, eran los administradores
mismos los que estatuían respecto de lo contencioso-administrativo en las formas
habituales de la administración. El año VIII empieza una evolución de la que han
salido principalmente los dos progresos siguientes: En primer lugar, el
conocimiento de lo contencioso-administrativo fue transferido de los
administradores activos a autoridades administrativas distintas, de manera que los
actos de administración sean sometidos, en cuanto a su regularidad, a un control
distinto del de sus mismos autores. El punto de partida de esta reforma se
encuentra, por una parte, en el art. 52 de la Constitución del año VIII, que instituía
cerca de los cónsules un Consejo de Estado, que había de asistirlos en el ejercicio
de algunas de sus funciones, y especialmente "de resolver las dificultades que se
susciten en materia administrativa", y por otra parte, en la ley de 28 pluvioso del
año VIII, que colocaba junto al prefecto, en cada departamento, un consejo de
prefectura, al que concedía (art. 4) las atribuciones contenciosas que la ley de 6
de septiembre de 1790 había confiado en primer lugar a los directorios de
departamento. Se ha intentado en diversas ocasiones rebajar la importancia de
esta legislación del año VIII diciendo de ella que sólo establecía reforma
207

autoridad del mismo orden que ella. Por idénticos motivos se comprende que el Consejo de Estado
pueda anular las decisiones de los tribunales administrativos que le están subordinados; hasta tal
punto realiza, así, un acto de autoridad jurisdiccional superior, que la anulación sólo operará aquí
ínter partes. Por el contrario, si el Consejo de Estado sólo fuera autoridad jurisdiccional cuando
estatuye en lo contencioso, ¿cómo podría anular actos administrativos?
706

"de fachada" (Jéze, Principes généraux du droit administratif, p. 132), Bien es


verdad que Ids condiciones en las cuales la jurisdicción administrativa se ejercía al
principio resultaban muy defectuosas. El Consejo de Estado carecía de poder
jurisdiccional propio, y sus decisiones en materia contenciosa no se hacían
definitivas sino mediante la firma del jefe del Estado, al que venía a parar así todo
lo contencioso-administrativo. Además, incluso después de la creación, en 1806,
de la comisión de lo contencioso, el Consejo de Estado continuó pronunciándose
respecto de los asuntos contenciosos en asamblea general, es decir, que
conservaba la misma formación para el juicio de estos asuntos que para el
examen de los asuntos administrativos. En cuanto al consejo de prefectura, si bien
estatuía por sí mismo, lo hacía bajo la presidencia del prefecto, administrador
activo, que incluso tenía voto decisivo en caso de empate.

A pesar de estas imperfecciones, la legislación del año VIII tiene capital


importancia e inaugura verdaderamente una nueva era, por cuanto tuvo el mérito
de establecer el principio de cierta separación entre la administración activa y la
jurisdicción administrativa. La idea que presidió la creación del Consejo de Estado
y de los consejos de prefectura es la de que únicamente deben ser cuerpos
deliberantes y que pronuncian la justicia administrativa, y no cuerpos encargados
de administrar efectivamente. Esta idea se resume en la máxima fundada en aquel
tiempo y desarrollada en el célebre dictamen de Roederer respecto de la ley de 28
pluvioso del año VIII: "Administrar debe ser la obra de un hombre solo; juzgar, la
obra de varios".16 Ahora bien, el concepto que halla su expresión en esta máxima
contenía en embrión la institución moderna de la justicia administrativa, al menos
por lo que implicaba que en adelante lo contencioso-administrativo no podría ya
ser juzgado pura y simplemente por los administradores. Tal era la consecuencia
inmediata y muy importante del nuevo estado de cosas. Y esta consecuencia fue
lógicamente aplicada desde el año vm, especialmente a los ministros.

El reglamento de 5 nivoso del año VIII, en efecto, viene a dilucidar el


alcance del art. 52 de la Constitución del año VIII y a precisar el poder
jurisdiccional del Consejo de Estado, al especificar que éste "pronuncia
208

No hay más remedio que admitir que en esto tiene cierta potestad administrativa, aunque no pueda
hacer o prescribir directamente actos de administración. Y la prueba de que anula en virtud de esta
potestad es que la anulación se realiza erga omnes.
de los administradores respecto de los cuerpos judiciales— permanecían fieles a la idea de que lo
contencioso-administrativo sólo puede ser juzgado por una autoridad administrativa, era necesario,
dice Hauriou, que la autoridad a la que se remitía el conocimiento de este contencioso,
"perteneciera de alguna manera a la administración" (op. cit.. 8 ed., p. 951). La habilidad del
sistema del año VIII consistió en remitirlo a los cuerpos consultivos, que se mezclan a los asuntos
707

Sobre los asuntos contenciosos cuya decisión era remitida con anterioridad a los
ministros". Esta disposición, y los términos mismos con que se iniciaba, son muy
notables. Se desprende de ella que, así como en los departamentos los poderes
contenciosos que correspondían anteriormente a los cuerpos encargados de la
administración activa no pasaban a los prefectos, sino a un organismo
jurisdiccional, que es el consejo de prefectura, así también los ministros, que
habían tenido, bajo la Constitución del año ni, una competencia general en materia
contencioso-administrativa, ya han dejado de tenerla, y los asuntos contenciosos
que dependían de su decisión pasan desde ahora al Consejo de Estado.
Indudablemente los ministros, como administradores en jefe de una categoría de
servicios públicos, continúan examinando los asuntos que dependen de estos
servicios y emitiendo en este carácter, decisiones que conciernen a dificultades
que pueden dar lugar a lo contencioso. El texto de nivoso no dice que los ministros
hayan perdido todo derecho de decisión respecto de estos asuntos; pero lo que da
a entender claramente es que, por cuanto se trata de emitir respecto de estos
asuntos una decisión a título jurisdiccional, el poder de estatuir pertenece en
adelante solamente al Consejo de Estado. En otros términos, en el régimen
creado en el año VIII los ministros ya no pueden ser los jueces de lo contencioso-
administrativo, puesto que en este régimen el conocimiento jurisdiccional de los
asuntos contenciosos no pertenece ya a los administradores activos, sino a
autoridades administrativas encargadas especialmente de la jurisdicción, al
consejo de prefectura con exclusión del prefecto y al Consejo de Estado con
exclusión del ministro. Tal es la interpretación que la doctrina y la jurisprudencia
dan hoy día a los textos del año VIII; pero necesitaron mucho tiempo para advertir
el alcance real de estos textos. Durante mucho tiempo, los autores y las
resoluciones han admitido que el ministro estatuye como juez sobre los asuntos
que, no siendo de la competencia del consejo de prefectura, se formulan ante él
antes de pasar al Consejo de Estado, y por consiguiente, cuando el Consejo de
Estado se hacía cargo a su vez de los asuntos, se decía que estatuía en apelación
o como juez de segundo grado. Esta es la famosa teoría del ministro-juez, que
sólo fue desechada en el último cuarto del siglo xix. Y sin embargo, esta teoría
estaba formalmente en contradicción con el reglamento de nivoso del año VIII, que
había establecido claramente que el Consejo de Estado, en el ejercicio de la
jurisdicción, reemplaza los ministros, lo que implicaba que no juzga en apelación
por encima de ellos, sirio que los substituye como juez administrativo. Además, al
pretender que el ministro, que es un administrador, fuese al mismo tiempo un
tribunal administrativo, se des- 'conocía el principio general establecido en el año
VIII, de que la justicia

administrativos, sin participar directamente, sin embargo, en la función de administrar. "No cabría
imaginar —observa Hauriou (6* ed., p. 814)— lazo más ingenioso."
708

administrativa se ejerce no ya por los administradores activos, sino por


autoridades administrativas especialmente destinadas al examen de las
cuestiones jurisdiccionales. Sin embargo, la fuerza de este principio, contenida en
el sistema del año VIH, era tal, que había de acabar por imponerse. Por mucho
que haya durado el error de la doctrina y de la jurisprudencia respecto a este
punto, no hay más remedio que reconocer hoy día que es a la legislación del año
vm a la que se remonta originariamente la separación entre la administración
propiamente dicha y la jurisdicción administrativa.

El desarrollo de este principio de separación, posteriormente al año VIII,


trajo una segunda serie de progresos, que sirvieron para fortificar cada vez más el
carácter jurisdiccional de los tribunales administrativos, al modelar su organización
sobre la de los tribunales judiciales y eliminar de esta organización los elementos
que implicaban, bien sea una confusión de las funciones administrativa y
jurisdiccional, bien sea una intromisión de los administradores activos en la justicia
administrativa. Entre las reformas que se realizaron sucesivamente en este
sentido, la más importante, al menos desde el punto de vista teórico, consistió en
la atribución al Consejo de Estado de un poder propio de decisión en materia
contenciosa, liberándolo así de los lazos que le sujetaban anteriormente al jefe del
Ejecutivo y encontrándose, por lo mismo, erigido en un verdadero tribunal (ley de
24 de mayo de 1872, art. 9). En el mismo orden de ideas, debe observarse que el
Ministro de Justicia, como miembro del Ejecutivo, ha sido despojado del poder de
presidir, bien sea la sección de lo contencioso, bien sea la asamblea pública
estatuyendo en lo contencioso (leyes de 24 de mayo de 1872, art. 10 y de 13 de
julio de 1879, art. 5). De igual modo, los consejeros en servicio extraordinario no
pueden tomar parte en el juicio de los asuntos contenciosos (ley de 1872, art. 10;
cf. ordenanza del 12 de marzo de 1831, art. 4). Finalmente, el Consejo de Estado
reviste formas diferentes, según delibere a título administrativo o estatuya a título
jurisdiccional (ley de 1872, arts, 10 y 17; cf. decreto de 25 de enero de 1852, arts.
17 y 19); y por lo tanto, en el interior de esta asamblea, se encuentra así
asegurada la separación de las funciones de administración deliberante y de
jurisdicción administrativa. Con el mismo objeto, la ley de 1872 (art. 20; cf.
ordenanza del 12 de marzo de 1831, art. 3) establece que los consejeros de
Estado que en las secciones administrativas han tomado parte en las
deliberaciones que preparan una decisión, no podrán participar después en los
juicios de los recursos que pudieran entablarse contra dicha decisión. En cuanto al
consejo de prefectura, sólo tiene, en verdad, una organización única, que es la
misma tanto cuando delibera en materia administrativa como cuando juzga; sin
embargo, desde que la ley de 21 de
709

junio de 1865 le adjudicó un vicepresidente, nombrado cada año entre sus


miembros, el prefecto, de hecho, se abstiene de presidir las sesiones dedicadas a
asuntos contenciosos.

Resumiendo, pues: si bien el, derecho público actual se atiene siempre a la idea
de que los jueces propiamente dichos deben permanecer alejados de lo
contencioso-administrativo y que el conocimiento de este contencioso sólo puede
corresponder a las autoridades administrativas, por lo menos la legislación
establecida durante el curso del siglo XIX separó poco a poco, entre autoridades
administrativas diferentes, las funciones de administrar y de juzgar lo contencioso-
administrativo; y además, las autoridades administrativas dedicadas a la
jurisdicción han recibido una organización análoga a la de los tribunales judiciales.
En esto aparecen ya como constituyendo por sí mismas tribunales que,
indudablemente, no son todavía tan perfectos como los tribunales judiciales,
puesto que les faltan siempre ciertas garantías de independencia, particularmente
la inamovilidad de sus miembros, pero que no por eso dejan de ser verdaderos
tribunales. Por lo mismo también, la regla que prohibe a las autoridades judiciales
conocer de lo contencioso-administrativo ha adquirido una significación muy
diferente de la que tenía en su origen. Ya no significa, como en la época
revolucionaria, que los actos de los administradores se hallen fuera de todo control
de la autoridad jurisdiccional, sino que significa únicamente que existen tribunales
de dos clases: los tribunales del orden judicial y, para lo contencioso-
administrativo, tribunales de orden administrativo, que se oponen, no solamente a
los tribunales judiciales, sino también a los administradores, de los cuales son
ahora distintos (Artur, loe. cit., vol. xm, p. 232; Jéze, op. cit., pp. 120-121).

261. Por lo demás, no es únicamente por su organización y por sus


funciones especiales por lo que los tribunales administrativos se diferencian de las
demás autoridades administrativas, sino que también se diferencian de ellas,
apareciendo como tribunales propiamente dichos, por cuanto ejercen su actividad
en las formas propias de la jurisdicción y no en aquellas con las cuales se
contenta la administración. Como se dijo con anterioridad (p. 696), la jurisdicción
se distingue esencialmente de la administración por sus formas destinadas a
garantizar a las partes el alto valor de la sentencia del juez. Entre estas formas
tutelares, se debe señalar especialmente la obligación que tiene el juez de statuir
cuando se hace cargo de un asunto; la observancia de un procedimiento riguroso
para instrucción del asunto; la publicidad de las audiencias; la institución del
debate contradictorio; la necesidad de motivar la sentencia; el sistema de las
instancias sucesivas en múltiples grados de jurisdicción, etc. Ahora bien, estas
diferentes formas protectoras, después de haber
710

sido patrimonio de la justicia que se ejerce por las autoridades judiciales, han sido
sucesivamente tomadas de ésta para extenderlas, o mejor dicho imponerlas, a la
justicia que ejercen los tribunales administrativos. Esta evolución no fue sino el
desarrollo natural del concepto contenido en la legislación inicial del año v-in, ya
que, por lo mismo que dicha legislación había separado la jurisdicción
administrativa de la administración, implicaba que la actividad de las autoridades
encargadas de estatuir sobre lo contencioso-administrativo debe ejercerse, no ya
dentro de las formas administrativas, sino siguiendo aquéllas que son
características de la jurisdicción. Por lo que concierne al Consejo de Estado, las
ordenanzas del 2 de febrero y el 12 de marzo de 1831 vinieron a aplicar esta
consecuencia del régimen inaugurado el año vm, al prescribir que las sesiones de
la asamblea general del Consejo de Estado, deliberando en lo contencioso, se
convertirían en públicas y serían contradictorias, admitiéndose en adelante a los
abogados de las partes, que presentarán informes orales. Por otra parte, se creó
un ministerio público, cuyas funciones se conferían a magistrados que habían de
presentar sus conclusiones en cada asunto, y la institución del comisario del
gobierno, que formula conclusiones según la ley y según su conciencia, no dejaba
de ser tan útil a los administrados interesados en el proceso como al gobierno.
Estas reformas fueron confirmadas por la ley de 19 de julio de 1845, y gracias a
ellas presenta el Consejo de Estado, desde aquella época, las garantías
esenciales de un verdadero tribunal.En cuanto a los consejos de prefectura, las
reformas destinadas a someter su actividad jurisdiccional a las formas especiales
de la justicia no fueron realizadas sirio mucho más tarde. Desde el año VIII hasta
el segundo Imperio, la legislación referente a su organización y funcionamiento
permaneció estacionaria y totalmente insuficiente; las formas del procedimiento
que había de seguirse ante ellos en materia contenciosa jamás habían sido
reglamentadas. Los diferentes proyectos que habían sido elaborados bajo la
Monarquía de Julio y durante la segunda República, con objeto de llenar esos
vacíos, no habían llegado a ningún resultado. Un importante decreto de 30 de
diciembre de 1862 vino por fin a dar a los administrados que han de acudir ante
los consejos de prefectura garantías análogas a las que les habían sido
conferidas, desde 1831, ante el Consejo de Estado: publicidad de las audiencias;
facultad de las partes para formular observaciones orales personalmente o
mediante mandatario; institución de un ministerio público. Estas mejoras fueron
definitivamente establecidas por la ley de 21 de junio de 1865. La ley de 22 de julio
de 1889 acabó de transmitir a los consejos de prefectura carácter jurisdiccional al
consagrar, para el procedimiento a seguir ante
711

ellos, reglas e instituciones de procedimiento análogas a las que se emplean ante


los tribunales judiciales.

262. El establecer un conjunto de reglas particulares y de garantías


protectoras para la organización de los tribunales y para el funcionamiento de su
actividad tuvo por objeto, desde el punto de vista jurídico, originar una vía especial
de ejercicio de la potestad de Estado: la vía jurisdiccional, en oposición a la vía
administrativa. De aquí se desprende la distinción entre la jurisdicción y la
administración. No es que el acto realizado en las condiciones propias de la
jurisdicción sea en sí mismo y en su naturaleza intrínseca esencialmente diferente
de todos los actos que dependen de la función administrativa; bajo este aspecto,
muchos actos administrativos tienen idéntico contenido que los actos
jurisdiccionales; pero, por razón del régimen especial a que se halla sometida en
cuanto a su ejercicio, la función que consiste en estatuir en formas jurisdiccionales
sobre cuestiones litigiosas u otras, adquiere el carácter de una actividad estatal
distinta de la administración y constituye, en este sentido, un tercer poder. Con
esto queda de manifiesto cuáles son los verdaderos fundamentos y la significación
de la clasificación tripartita establecida entre la legislación, la administración y la
jurisdicción. Mientras que la legislación y la administración son dos funciones
irreductiblemente diferentes, por lo menos en cuanto la actividad administrativa no
puede ejercerse sino en ejecución de las leyes, la potestad administrativa y la
potestad jurisdiccional tienen como signo común el ser ambas potestades de eje-;
lición.

Por esto la jurisdicción18 y la administración aparecen, ante todas como dos


ramas de una sola y única función: la función ejecutiva. Sólo se distinguen
profundamente por sus fines y por sus formas. Pero la distinción de los fines no
constituye en sí una distinción jurídica: el hecho de que las decisiones
administrativas y las decisiones jurisdiccionales estén inspiradas en
preocupaciones diferentes no impide que, entre estas dos clases de decisiones,
haya algunas que sean jurídicamente de naturaleza y consistencia idénticas. En
cuanto a las diferencias de forma, es209

17
Indudablemente existe gran número de actos administrativos que no se conciben como el posible
objeto de una actividad jurisdiccional: así ocurre por ejemplo con todos aquellos que consisten en
operaciones técnicas o en gestiones que implican una actividad de orden físico. Pero es
igualmente cierto —como se verá más adelante— que la función administrativa comprende en sí el
poder de estatuir sobre cuestiones susceptibles de ser reguladas también radiante decisiones
jurisdiccionales. Existen, pues, decisiones jurisdiccionales que tienen el mismo contenido que
algunas decisiones administrativas. En estas condiciones, no puede decirse que ambas funciones,
administración y jurisdicción, cada una por su lado, tengan una materia propia esencialmente
distinta.
712

evidente que no pueden ser fundamento para un principio de distinción material


entre ambas funciones. Esta es también la conclusión a la que hay que llegar
respecto de la jurisdicción. Desde el punto de vista estrictamente jurídico, no se
encuentra diferencia material entre las dos funciones, administrativa y
jurisdiccional, pues la jurisdicción sólo constituye una función realmente distinta
por razón de su forma. La subdistinción establecida, dentro de la función ejecutiva,
entre la justicia y la administración, no tiene pues sino un valor formal. Todo esto
puede resumirse diciendo: en derecho no existe, en sentido material, una función
jurisdiccional distinta, sino que existen solamente formas jurisdiccionales y una vía
jurisdiccional distintas de las formas y de la vía administrativas.

Para justificar esta conclusión, basta con demostrar que el juez, en virtud de su
misión jurisdiccional, es llamado frecuentemente a ejercer una actividad que es, en
sí, exactamente igual a la que ejercen los administradores por razón de su función
administrativa; y recíprocamente, los administradores expiden con frecuencia, en
virtud de su potestad administrativa, decisiones idénticas a las que, según la
opinión común de los autores, constituyen el objeto propio de la función
jurisdiccional. Existe pues, de todos modos, una zona común entre ambas
funciones. Los actos realizados dentro de esta zona, unas, veces a título
administrativo, otras veces a título jurisdiccional, son semejantes en el fondo, y
sólo difieren por su forma. Pero aquí, como en otros casos, la diversidad de las
formas entraña graves diferencias en cuanto a los efectos del acto; la misma
decisión, según se tome por la vía jurisdiccional o por la vía administrativa, tiene
muy diferente fuerza. Vamos a comprobarlo.

263. En primer lugar, debe observarse que, contrariamente a las


suposiciones a que pudiera dar lugar su denominación, la función jurisdiccional no
siempre y únicamente consiste en pronunciar el derecho. Muy a menudo el juez ha
de resolver litigios que se refieren principal e incluso exclusivamente a la
existencia de ciertos hechos, hechos que afirma una de las partes mientras la otra
los niega. Indudablemente, la comprobación y el reconocimiento de estos hechos
presentan un interés jurisdiccional, en el sentido de que de dicha comprobación
depende y habrá de resultar el establecimiento de cierta relación de derecho entre
las partes causantes. No por ello es menos cierto que, en el caso en que el litigio
se refiera a un punto de hecho, sin que exista discusión en cuanto al punto de
derecho, el cometido del juez se limita a comprobar la existencia de los hechos
alegados, y una vez reconocidos estos hechos, el derecho legal se aplica a ellos

18 Entiéndase bien que sólo se trata siempre del caso en que la jurisdicción no consiste sino en la
aplicación de las leyes.
713

por sí mismo, sin que el juez tenga siquiera necesidad de emitir, propiamente
hablando, una decisión a dicho respecto. Por lo demás, gran número de juicios
que estatuyen respecto a cuestiones de
714

derecho empiezan por comprobar y establecer hechos. "La comprobación, dice


Jéze ("L'acte juridictionnel", Revue du droit public, 1909, pp. 668 ss.) es la misión
esencial del juez"; y añade dicho autor que las comprobaciones jurisdiccionales se
refieren, entre otras cosas, a hechos.19 Ahora bien, las comprobaciones de hecho
realizadas por los tribunales a título jurisdiccional tienen exactamente la misma
naturaleza, en sí, que las que hacen los agentes administrativos en virtud de su
tarea de administración. Dejando de lado las comprobaciones que constituyen uno
de los principales cometidos de la autoridad policial, ocurre constantemente que,
antes de tomar una decisión que depende de su competencia, los administradores
proceden, y tienen obligación de proceder, a la comprobación de ciertos hechos,
siendo afirmados e invocados estos hechos como motivos en el texto mismo de la
decisión administrativa que resulta de ellos; a veces también, antes de estatuir, la
autoridad administrativa aprecia los hechos sobre los cuales se basa para actuar,
exactamente lo mismo que pudiera hacerlo un juez. En todos estos aspectos, no
es posible establecer una diferencia de orden material entre el acto administrativo
y el acto jurisdiccional.

264. Veamos dónde va a aparecer la diferencia entre ambas clases de


actos. Como indica muy acertadamente Jéze (loe. cu., especialmente p. 683), las
dos comprobaciones, la hecha por un juez y la otra realizada por un agente
administrativo, no tendrán el mismo valor ni el mismo efecto. La característica de
la comprobación o afirmación emitida por la vía jurisdiccional es, desde este punto
de vista, que posee la fuerza, la autoridad especial que entraña la cosa juzgada.
Según la máxima tradicional, la cosa reconocida por esta vía, pro veritate habetur,
no puede ya tratarse de nuevo. Mientras que el hecho que ha sido comprobado
por un administrador puede discutirse aún ante el superior jerárquico, o por lo
menos ante un juez, y mientras que el autor mismo de la comprobación puede
hacer desaparecer ésta al reconocer que se equivocó, la misma comprobación
hecha mediante un juicio pronunciado como cosa juzgada adquiere valor de
verdad irrefragable; en cambio, este juicio sólo tiene autoridad ínter partes,
mientras que el acto administrativo, en principio, produce su efecto erga omnes.
Los efectos de ambas clases de actos son, pues, muy diferentes. Pero ¿en qué se
funda esta diferencia? Seguramente no se funda en motivos de orden material. Se
210

19
Ver también, con referencia a este punto, Demogue, Les notions fundamentales du droit privé,
pp. 521 sí.; "El cometido de los tribunales es doble. Realizan ciertas comprobaciones de hecho o
de derecho y dan órdenes... En un fallo lo que primero llama la atención es la orden que contiene...
Pero detrás de este armazón de la orden dada, existe la comprobación que es su razón de ser...
En el seno de la decisión se sitúa una relación y una apreciación de los hechos."
715

haya realizado por la vía administrativa o haya sido cumplido por la vía
jurisdiccional, el acto que lleva en sí la comprobación de un hecho determinado
tiene en ambos casos la misma naturaleza intrínseca. Si varían sus efectos es
únicamente por razón de su forma. Se aprecia aquí en lo vivo el carácter formal, y
por mejor decir convencional, del derecho. Con objeto de remediar las
imperfecciones de la vía administrativa se ha establecido en provecho de los
interesados todo un conjunto de precauciones y de garantías que constituyen la
vía jurisdiccional. Pero también, mediante esas garantías, el acto cuyos
enunciados se emiten a título de cosa juzgada se convierte en inatacable. No es
que el contenido de dicho acto, de una manera absoluta, sea la expresión cierta
de la verdad: la cosa juzgada se presume simplemente que se halla conforme con
la verdad, pro ventóte habetur; queda erigida artificialmente, por la orden jurídica,
en verdad de la esfera del derecho. El art. 1350 del Código civil especifica que no
existe aquí sino una presunción; pero esta presunción no admite prueba en
contrario.

265. Así pues, la característica de la jurisdicción no es el contenido material


del acto, sino la forma del mismo.20 El signo distintivo por el que se reconoce el
acto jurisdiccional es, por una parte, su origen, por cuanto es obra de una
autoridad organizada especialmente para el ejercicio de la jurisdicción, y por otra
parte, su procedimiento, por cuanto ha sido realizado según las reglas propias de
la función que consiste en juzgar.21 Por razón de esta forma especial, el acto
posee también la fuerza
211

20
Jéze (loe. cit., pp. 667 ss.) sostiene con insistencia que para determinar los caracteres
esenciales por los que se reconoce el acto jurisdiccional "hay que hacer caso omiso de la cualidad
del autor del acto, de las formas como se ha realizado el acto, y de una manera general de todos
los ementes formales". Por otra parte, sin embargo, reconoce este autor (p. 670) que "solamente la
ley puede dar a cierto reconocimiento o comprobación la naturaleza de juicio propiamente dicho, al
formular la regla de que la comprobación hecha por tales o cuales agentes en tales o cuales
formas será tenida por verdad legal. Por lo tanto, el acto de jurisdicción es toda comprobación a la
que la ley atribuye fuerza de verdad legal" (cf. p. 669- 1 y 2). Estas son afirmaciones contradictorias
que no parece posible conciliar entre sí, pero de las que se desprende claramente que lo que
constituye el acto jurisdiccional su forma.
Por lo demás, es conveniente observar que la definición que de la función jurisdiccional de Jéze es
completamente formal. En los gtudios que dedicó a esta función, repite en diferentes ocasiones
(Revue du droit public, 1909, p. 670 y 1913, p. 437) : "El acto jurisdiccional es una comprobación
hecha por el juez con fuerza de verdad legal". Así pues, caracteriza este autor al acto de
jurisdicción, no ya por su naturaleza intrínseca, por su contenido, sino por la fuerza que le es
propia. Precisa su pensamiento sobre este punto añadiendo (loe. cit., 1913, p. 437 n.) que
"depende del legislador el conferir o no a una comprobación la fuerza de verdad legal, y por lo
tanto, el carácter de acto jurisdiccional". A este respecto no pueden sino aprobarse las
observaciones de Jéze.
716

superior que entraña la cosa juzgada. Todo esto es de orden formal, y resulta de
ello que, cuando la autoridad judicial misma no emplea ya la forma jurisdiccional,
sólo realiza actos administrativos, y esto ocurre incluso cuando estos actos
dependen especialmente de la competencia de los jueces. De igual modo, ocurre
con frecuencia que los administradores pronuncian el derecho, pero como no
estatuyen en forma jurisdiccional, y como, además, no poseen por sí mismos, o
sea por su constitución orgánica, el carácter de autoridades jurisdiccionales, se
infiere de ello que incluso cuando pronuncian el derecho los administradores
realizan acto de administración y no de jurisdicción.22 23
212

21
Debe observarse que hasta los autores que profesan más enérgicamente la teoría de la
distinción material entre la administración y la justicia, se ven obligados a hacer concesiones
en el sentido formal antes indicado. Por ejemplo, cuando Artur (op. cit., Revue du droit public, vol.
xiv, p. 297) se refiere a las "reglas de. la función juzgadora" y cuando las opone (vol. XIII, p. 477) a
las "reglas de la función administrativa", reconoce implícitamente con ello que la función de juzgar
se caracteriza por las reglas que le son propias, que son esencialmente reglas de forma.
22
Igualmente, y por más que hayan dicho, ya los autores (Duguit, Traite, vol. II, pp.302 sí.; cf.
Esmein, Éléments, 5" ed., p. 838), ya la misma Constitución (ley de 16 de julio de 1875, art. 10:
"Cada una de las Cámaras es juez de la elegibilidad de sus miembros y de la regularidad de su
elección"), los actos mediante los cuales las Cámaras comprueban los poderes de sus miembros y
estatuyen sobre la validez de su elección no son propiamente hablando, actos jurisdiccionales.
Para establecer este punto, no es necesario llegar hasta sostener, como se ha hecho algunas
veces, que "la Cámara, al estatuir en materia de comprobación de poderes, no está obligada, ni por
el texto de las leyes, ni por las decisiones del sufragio universal, sino que es soberana, con una
soberanía absoluta y sin reservas" (E. Fierre, Traite de droit politique, electoral et parlementaire, 2*
ed., p. 412). Basta observar que el procedimiento de comprobación de los poderes no está
sometido a ninguna de las reglas o condiciones de forma esenciales que caracterizan a la función y
a los órganos jurisdiccionales. ¿Cómo, por ejemplo, se podría reconocer a la Cámara en esta
materia los caracteres de un tribunal, cuando se observa que aquellos de sus miembros que no
han asistido a todos los debates referentes a una elección impugnada, son admitidos sin embargo
a votar respecto de la validez de dicha elección? Idéntica observación puede hacerse a propósito
del art. 85-12" de la Constitución federal suiza, que encarga a la Asamblea federal estatuir respecto
de "las reclamaciones contra las decisiones del Consejo federal relativas a los pleitos
administrativos". Es difícil ver en esto un recurso por vía jurisdiccional. En vano se alegaría que la
reclamación en cuestión se refiere a asuntos que dan lugar a contencioso ("pleitos"), que se ha
introducido por medio de un recurso sin el cual la Asamblea federal no puede hacerse cargo del
asunto, y que el autor del recurso tiene derecho a obtener una solución de la Asamblea. Incluso
cuando se emite, respecto de un punto contencioso, una decisión formulada por un cuerpo político
tal como la Asamblea federal y mediante un procedimiento enteramente diferente de las formas de
la justicia, no puede tener valor jurisdiccional. Ver a este respecto las observaciones de Bossard,
Das Verhdltniss zwischen B undesversammlung und Bimdesrat, tesis, Zurich, 1909, pp. 29 y 30,
que hace notar especialmente que el tribunal más pequeño ofrece para los justiciables más
garantías de orden jurídico que una asamblea del género parlamentario. Cf. la última parte de la n.
11 del n' 309, infra. En sentido inverso, conviene considerar como una manifestación jurisdiccional
la decisión dictada por el tribunal de conflictos para resolver una cuestión de competencia
suscitada
717

266. Esta última observación tiene capital importancia. Revela de una manera
decisiva que el concepto de jurisdicción, en derecho, tiene
213

entre la autoridad administrativa y la autoridad jurisdiccional. Bien es verdad que esta clase de
conflicto no origina un verdadero proceso entre las dos autoridades que se disputan la
competencia, ya que la competencia respecto de la cual están en disputa no constituye un derecho
subjetivo respecto de ellas, que sea susceptible de ser objeto de una reivindicación propiamente
dicha (ver n9 380, infra). Pero el tribunal de conflictos tiene por su organización caracteres de
autoridad jurisdiccional, y procede y estatuye también según las formas y con las garantías propias
de la justicia. Esto basta para que los actos que realiza deban considerarse como actos de
jurisdicción (cf. Duguit, L'État, vol. II, pp. 517 ss.; Michoud, Théorie de la personnalité morale, vol. I,
pp. 285-286).
23
Las consideraciones anteriormente expuestas (p. 715) constituyen igualmente un obstáculo para
que el Senado pueda ser .considerado como una verdadera autoridad jurisdiccional, en el caso en
que es llamado a conocer, bien sea de atentados cometidos contra la seguridad del Estado, bien
de acusaciones lanzadas contra el Presidente de la República o los ministros. Es cierto que la
Constitución de 1875 repite en varios de sus textos (ley de 24 de febrero de 1875, art. 9; ley de 16
de julio de 1875, arts. 4 y 12) que el Senado ejerce y funciona, en tal caso, como "corte de justicia";
y estos textos dicen también que su función consiste en este caso "en juzgar" a las personas o las
autoridades acusadas ante él. Así pues, no dudan loe autores en calificar al Senado como tribunal
cuando actúa en el ejercicio de esta competencia. Indudablemente, reconocen, con Esmein
(Hl.em.ents, 5* ed., p. 957), que el Senado es "una jurisdicción cuyo carácter político es evidente";
y esto no sólo porque el Senado es esencialmente una asamblea política, sino también porque los
crímenes sometidos a su apreciación "entrañan un juicio más político que penal" (ibid., p. 959).
Esmein, sin embargo, no por eso deja de sacar la conclusión de que el Senado, como corte de
justicia, es "un tribunal regular, el más alto que exista en Francia" (p. 962)); y esta manera de ver
queda definitivamente consagrada por la terminología comente, que aplica al Senado, considerado
en el ejercicio de su competencia justiciera, el nombre de Alta Corte. Este concepto parece de otra
parte corroborado por las dos leyes de procedimiento de 10 de abril de 1889 y 5 de enero de 1918,
que al producirse en virtud del art. 12 ¿re fine de la ley constitucional de 16 de' julio de 1875,
establecieron, para la acusación, la instrucción y el fallo de los asuntos criminales llevados ante el
Senado, reglas de forma idénticas a aquellas que determinan el procedimiento a seguir, en materia
penal, ante los tribunales de represión. A pesar de todas las apariencias que originan estas
diversas observaciones, la idea de que el Senado pueda asimilarse a un tribunal propiamente
dicho es muy difícil de aceptar. El argumento que se saca del hecho de que es el encargado por la
Constitución de determinar, el derecho, al estatuir conforme a las leyes sobre la existencia de
ciertas culpabilidades y al pronunciar, contra la persona declarada culpable, la pena legal (ver
especialmente el art. 2, de la ley de 10 de abril de 1889), de ningún modo es decisivo; y tampoco
se hace más convincente este argumento cuando se alega que la mayor parte de los asuntos
criminales atribuidos por la Constitución a la competencia del Senado siguen dependiendo
paralelamente de la competencia de los tribunales ordinarios de represión, lo que, al parecer,
implica desde luego su carácter judicial. Si esta argumentación tuviera fundamento en lo que se
refiere al Senado, lo tendría también con respecto a los ministros, en los casos en que éstos son
llamados a estatuir sobre cuestiones que pueden dar lugar a juicios contenciosos, y entonces
habría que volver a la antigua doctrina del ministro-juez, la cual, del hecho de que el ministro tiene
poder de pronunciar el derecho sobre multitud de asuntos, deducía que desempeñaba el oficio de
autoridad jurisdiccional y que constituía, por lo tanto, una instancia judicial, o sea un tribunal.
718

un fundamento puramente formal y no material. Los autores, durante mucho


tiempo, se han equivocado respecto de este punto, particularmente
214

Se podrá objetar que, a diferencia del ministro, el Senado opera según las formas propias de la
jurisdicción. Pero el concepto de jurisdicción no reside por entero en una cuestión de
procedimiento. Para que una autoridad tome carácter jurisdiccional no basta que esté obligada a
observar las formas de la justicia. La función jurisdiccional se caracteriza, no solamente por una
condición de forma de los actos, sino también por una exigencia relativa a la cualidad de la
autoridad que pronuncia el derecho. Es necesario que esta autoridad presente por sí misma
caracteres de arbitro desinteresado, situado en una esfera de acción diferente de aquella en que
se debate el proceso y no teniendo más preocupación que la de pronunciar el derecho entre las
partes. Si se trata, en particular, de la regularidad de actos que dependen del ejercicio de una
función estatal, el concepto de jurisdicción implica que la autoridad designada para pronunciar el
derecho referente a estos actos no participa en la función cuyas manifestaciones tiene que juzgar.
Estas dos condiciones, la relativa a la forma de la actividad jurisdiccional y la que se refiere a la
cualidad del agente que juzga, constituyen un conjunto indivisible. El hecho de que el Senado
desempeñe la primera no puede, en ausencia de la segunda, proporcionar la prueba de que las
decisiones de esta asamblea, en los casos en que es llamada a conocer de ciertos crímenes,
posea en sí una naturaleza y una consistencia jurisdiccionales. La cuestión precisa que aquí se
formula es, pues, la de saber si, independientemente de las formas en las cuales elabora sus
decisiones, puede el Senado, en sí mismo, ser reconocido como tribunal.
Así orientada, la cuestión se halla resuelta por anticipado. La expresión constitucional "corte de
justicia" no debe ser objeto de equívoco. Pues —como lo dice muy acertadamente Esmein (loe.
cit., p. 961)— esta supuesta "Alta Corte no es sino el Senado mismo". La Constitución bien pudo
decir (ley de 24 de febrero de 1875, art. 9; ley de 16 de julio de 1875, art. 12) que para juzgar a
ciertas personas o ciertos crímenes, el Senado se "constituye en corte de justicia". Este cambio de
nombre no puede significar que se produzca una transformación análoga a la que recibe el
Parlamento, por ejemplo, cuando se constituye para funcionar en Asamblea nacional. El Senado
no se convierte en un órgano nuevo, sino que sigue siendo el mismo, sin que su naturaleza propia
se haya modificado. Ahora bien, en sí mismo, el Senado, Cámara del Parlamento, es una pura
asamblea política, estrechamente mezclada a toda la acción gubernamental, y que, por este solo
motivo, no puede considerarse como un arbitro neutral con relación a crímenes que tienen a su vez
un color político acentuado o que se refieren especialmente a los asuntos del gobierno. No
solamente se diferencia el Senado de una franca autoridad jurisdiccional por el hecho de que, lejos
de permanecer retenido habitualmente en una esfera especial de dicción del derecho, acumula sus
atribuciones justicieras a sus funciones políticas y gubernamentales; e incluso se desvía muy
raramente de éstas para ejercer su papel de "corte de justicia"; de donde ya resulta que esta corte,
en realidad, no es sino un tribunal de ocasión, aunque se reconozca, con Esmein (loe. cit.. pp. 960
que en derecho está constituida en "tribunal permanente", es decir, "siempre dispuesto a
funcionar", y no en "jurisdicción temporal". También es conveniente observar que el objeto mismo
de la Constitución, al someter delitos políticos a una asamblea parlamentaria, ha sido
principalmente el hacer que se juzgue esos delitos y a sus autores según miras también de orden
político. Precisamente en su cualidad de cuerpo político, y de ningún modo por razón de su
carácter intrínseco de autoridad jurisdiccional, es por lo que el Senado ha sido elegido como "corte
de justicia" para conocer de los crímenes que comprometen graves intereses políticos; y sin dejar
de exigir que proceda el Senado, en tal caso, dentro de las formas de la sana justicia, la
Constitución ha entendido que habría de juzgarlos políticamente. Así
719

en la cuestión del ministro-juez, que es muy interesante recordar aquí.


Los ministros son llamados frecuentemente a estatuir, bien sea sobre re-
215

la elección de Senado como autoridad competente no se desprende de preocupaciones de orden


jurisdiccional, sino, por el contrario, de un plan esencialmente político. En estas condiciones es
evidentemente imposible considerar al Senado como autoridad que tenga en sí, o que adquiera
constitucionalmente, carácter jurisdiccional. Poco importa, por lo tanto, que el Senado se halle
investido del poder de pronunciar una condena, que es, por su naturaleza, un acto de jurisdicción.
Por lo mismo que el ministro no se convierte en juez cuando como jefe administrativo de servicios
ejerce sus atribuciones consistentes en pronunciar el derecho, tampoco el Senado puede
encontrarse erigido en cuerpo judicial por el solo hecho de que ejerza, como asamblea política,
poderes que normalmente son los de una autoridad jurisdiccional. Por lo tanto, la impresión general
que se desprende del examen de las causas que determinaron la institución actual de la "Alta
Corte de Justicia", es que el Senado es llamado a ejercer, con este nombre, una función que es,
ante todo, de orden gubernamental. Pero esta impresión se acentúa más aún cuando se considera
la competencia atribuida al Senado con respecto de los ministros, relativa a los crímenes
cometidos por éstos en el ejercicio de sus funciones. Aquí es, sobre todo, donde debe establecerse
una relación entre las atribuciones justicieras del Senado y sus atribuciones ordinarias de gobierno.
Por lo que concierne a la acusación de un ministro por la Cámara de Diputados, Esmein observa
(loe. cit., p. 767) que esta prerrogativa parlamentaria, aun cuando se ejerza contra un antiguo
ministro, debe ser y ha sido siempre considerada como la sanción y el corolario de la
responsabilidad ministerial.
Esta fórmula de Esmein se aplica con el mismo acierto a la prerrogativa justiciera conferida al
Senado respecto de los ministros. El origen de esta prerrogativa es muy distinto en Francia y en
Inglaterra. Si los ministros, desde 1875, son los justiciables del Senado por sus crímenes
ministeriales, no es, no puede ser, porque el Senado francés sea, como lo es la Cámara de los
Lores en virtud de una tradición secular, la más alta corte de justicia dentro del Estado. El poder de
justicia del Senado sobre los ministros, como el de acusación que corresponde a la otra Cámara,
debe relacionarse, ante todo, con los conceptos del parlamentarismo, tal como son actualmente
aceptados en Francia, y sobre todo con el que coloca al Ejecutivo bajo la dependencia y la
estrecha vigilancia de las Cámaras. El poder de acusa a los ministros y de estatuir respecto de su
culpabilidad no es, en el derecho público francés, sino la prolongación y la consecuencia de la
potestad general y superior de control y de investigación que les pertenece a las asambleas
elegidas sobre los asuntos y sobre los hombres del gobierno. La facultad de pronunciar una
condena, en caso de faltas criminales del Ejecutivo, apareció como consecuencia natural de la
facultad de enjuiciamiento político de dichas faltas: pareció lógico que el poder de castigar se
colocara accesoriamente en las mismas manos que el poder de juzgar y de calificar los actos
punibles. Y sí, por otra parte, este poder de condenar ha sido reservado al Senado, esa reserva
encaja bastante bien con la idea que se formaban los constituyentes de 1875 de una asamblea
que, en su pensamiento, debía encarnar en sí, con las tradiciones del régimen, la más alta
sabiduría de la República, y que, por lo mismo, parecía especialmente designada para
desempeñar, en asuntos de tal gravedad, el papel de arbitro supremo entre la Cámara que acusó y
los miembros del gobierno acusados. Que el poder de condena penal, así atribuido al Senado
sobre los miembros del Ejecutivo, sea el desarrollo del sistema de su responsabilidad política y
parlamentaria, es lo que se desprende ya, en cuanto al Presidente de la República, de la expresión
y del encadenamiento de los dos párrafos del art. 6 de la ley constitucional de 25 de febrero de
1875. Que se refieren respectivamente a la responsabilidad ministerial y a la responsabilidad
presidencial. Al decir sucesivamente que los ministros son ilimitadamente "responsables ante las
720

cursos entablados ante ellos por la vía jerárquica, bien sobre reclamaciones que
tienen en sí carácter contencioso. En tal caso, la decisión
216

Cámaras" y que el Presidente sólo es "responsable" ante ellas en el caso de alta traición, el art. 6
no puede referirse evidentemente, bajo esta expresión común e idéntica, sino a una
responsabilidad de la misma naturaleza, o sea a una responsabilidad que es política en lo que se
refiere al Presidente lo mismo que en lo que concierne a los ministros. Bien es verdad que la
responsabilidad presidencial no puede, conforme a la opinión común, determinarse sino por una
acusación proveniente de la Cámara de Diputados y formulada solamente ante el Senado (ley
constitucional de 16 de julio dé 1875, art. 12), el cual, como lo demostró Esmein (loe. cit., pp. 709
ssj, a falta de otra pena aplicable a las faltas graves del Presidente, podrá pronunciar por lo menos
su destitución. Pero precisamente es de notarse que esta responsabilidad que se pone en juego
contra el Presidente por la vía de un procedimiento de acusación tendiente a una condena penal,
no es en sí más que la responsabilidad política del art. 6, y se afirma su carácter político, con una
evidencia particularísima, en el caso en que los hechos de alta traición imputados al Presidente no
caen bajo ninguna disposición de ley penal ni pueden ser objeto más que de una simple condena a
la destitución. Nada podría demostrar mejor la estrecha conexión que existe entre la
responsabilidad política, fundada en la preeminencia que corresponde a las Cámaras en el
régimen parlamentario, y la responsabilidad penal o criminal, que es objeto de un juicio del
Senado, funcionando éste bajo el título de corte de justicia. En el caso de alta traición presidencial,
ambas responsabilidades pe confunden al punto de no poder distinguirse una de otra. Lo que es
verdad para el Presidente no lo es menos para los ministros. Sería inexacto creer que la
responsabilidad criminal de los ministros es de esencia diferente de su responsabilidad política, o
procede de un principio que no sea aquel de donde deriva esta última. Sobre todo, no sería exacto
suponer que únicamente la responsabilidad política tiene su fuente en el sistema del
parlamentarismo y que la otra, la responsabilidad criminal, se refiere, en la Constitución de 1875, a
un concepto según el cual las Cámaras, y especialmente el Senado, en cualquier medida, serían
órganos jurisdiccionales y poseerían naturalmente poderes de jurisdicción. A decir verdad, ni
siquiera existen, en las relaciones de los ministros con las Cámaras, dos responsabilidades
diferentes, sino que no hay más que una sola, que proviene del hecho de que, en el régimen
parlamentario, los miembros del gabinete están obligados a rendir cuentas y a justificarse de todos
sus actos ante el Parlamento. Tanto si se trata simplemente de una ruptura del acuerdo entre el
ministro y la mayoría como de faltas ministeriales no sancionadas por un texto legal, el Parlamento
con sus votos obligará a los ministros a que se retiren; si, en el curso de sus investigaciones,
descubre el Parlamento que las faltas atribuidas a un ministro entran en una de las incriminaciones
previstas por las leyes penales, en ese caso no se limitará a desacreditar al ministro culpable con
una censura política, sino que tendrá además el derecho de aplicarle, por la vía de acusación, la
pena señalada por las leyes de represión. Así pues, la responsabilidad criminal, bajo un nombre
distinto y una forma especial, no es sino una manifestación de la responsabilidad general de los
ministros ante el Parlamento, y no es otra que su responsabilidad parlamentaria misma, que
produce, según los casos, efectos unas veces políticos y otras veces penales. Sea la que fuere la
gravedad de la cuenta que se pide a los ministros, siempre es el mismo principio el que se
encuentra en juego, a saber, que el Parlamento es dueño de apreciar y juzgar la actividad
ministerial. Únicamente varían el procedimiento y las sanciones.
Se desprende de estas observaciones que el poder de acusación, de enjuiciamiento y de condena,
conferido por la Constitución de 1875 a las Cámaras sobre los ministros y sobre el Presidente de la
República, no implica de ningún modo que las Cámaras deban considerarse como autoridades
jurisdiccionales. Cuando condena, el Senado no se convierte en órgano de
721

ministerial se refiere, bien a un litigio cuyos elementos de hecho ya se encuentran


establecidos, bien a una reclamación que invoca un derecho
217

jusrisdicción, lo mismo que la Cámara de Diputados cuando acusa. No solamente sigue siendo el
Senado, desde el punto de vista de su consistencia orgánica, sino que, además, desde el punto de
vista funcional, sigue comportándose como asamblea política y ejerciendo sus atribuciones
normales de control y de apreciación parlamentarias sobre los actos del Ejecutivo. Finalmente,
conviene añadir que el Senado se coloca en el terreno político, o más exactamente se inspira en
sus propias tendencias políticas, para apreciar el valor de esos actos y para determinar si
constituyen o no un crimen calificado y sancionado por la ley penal. El Senado se ve, pues,
llamado a juzgar una política ministerial, sobre la cual tiene a su vez puntos de vista propios; esto
tampoco tiene nada de jurisdiccional (ver también la n. 32, p. 736, infra). En resumen, pues, el
verdadero fundamento de la institución llamada de la Alta Corte de Justicia, según el derecho
constitucional actual de Francia, debe buscarse esencialmente en el régimen especial de jerarquía
establecido, por efecto del parlamentarismo, entre el Ejecutivo y las Cámaras; una jerarquía que no
solamente implica para las asambleas elegidas el poder de vigilar, de influenciar, de dominar, en
una palabra, al Ejecutivo, sino que también, combinándose con el hecho de que el Parlamento es
hoy día el órgano supremo, permite a las Cámaras llegar hasta a acusar a los miembros del
Ejecutivo e incluso hasta pronunciar contra ellos condenas penales. Todo esto, sin que sea
necesario conferir a las Cámaras carácter jurisdiccional, sino simplemente en virtud de la
superioridad que, en principio, les corresponde sobre el Ejecutivo. En estas condiciones, las
denominaciones de Alta Corte o de Corte de Justicia pueden tenerse, hoy día como un
anacronismo. Estas expresiones provienen del tiempo en que las asambleas legislativas quedaban
excluidas de toda preponderancia de orden parlamentario sobre el Ejecutivo y en que, por
consiguiente, había habido que crear, fuera de ellas y para juzgar los crímenes políticos, un alto
tribunal especial, que constituía en ese régimen un verdadero cuerpo judicial. En la Constitución de
1875, estas expresiones tradicionales no tienen lugar; no es ya en calidad de corte de justicia como
la Cámara de Diputados y el Senado ejercen sus poderes de acusación y de juicio; ambas
Cámaras tienen estos poderes en virtud del parlamentarismo y como asambleas parlamentarias.
¿Significa esto que en su calidad de parte componente del Parlamento, órgano supremo, tenga el
Senado la potestad de condenar al Presidente o a los ministros por hechos que no están
calificados como crímenes por ninguna ley preexistente y de aplicarles en tal caso, y a falta de
texto legal, penas que él mismo podría elegir determinando libremente su cuantía?
Ecepción hecha de la destitución, que, como se dijo anteriormente, podría pronunciarse siempre
contra el Presidente de la República al declarársele culpable de alta traición, no parece que tenga
el Senado la facultad, por graves que sean políticamente las faltas cometidas, de aplicar ni la
calificación de los delitos ni una pena cualquiera a hechos que no entren dentro cíe las previsiones
anteriores del texto de una ley penal. Como razón de ello se ha dicho que el derecho público actual
excluye las penas arbitrarias (Código penal, art. 4) y se ha recordado a este propósito el adagio
"Nidia poena sine lege". Es indudable, en efecto, que el Senado, que no es sino la mitad del
Parlamento, no podría por sí solo legislar penalmente. No obstante, esta razón quizás no sea
decisiva, pues la cuestión es precisamente saber si, al decir sin reserva alguna que e] Senado es
el llamado a juzgar al Presidente por actos de alta traición y a los ministros por crímenes cometidos
en el ejercicio de sus funciones, la Constitución de 1875 no se propuso precisamente colocar a la
alta asamblea por encima de los principios habituales del derecho penal y conferirle, en lo que se
refiere a las faltas de orden político, un verdadero pleno poder a efecto de determinar
discrecionalmente, bien sea la criminalidad de la falta, bien la pena que deba aplicársele.
722

para su justificación; esta decisión es, pues, en el fondo, de idéntica naturaleza a


aquella por la cual un juez pronuncia el derecho. Así pues, durante
218

Ahora bien, así formulada la cuestión, se podría caer fácilmente en la tentación de recurrir, para su
solución, a la consideración antes expuesta, o sea que el Senado es aquí el llamado a estatuir, no
ya en cualidad de autoridad jurisdiccional, obligada a conformarse a las reglas de la jurisdicción
penal, sino de asamblea política y parlamentaria que cumple una tarea de gobierno y que tiene, a
dicho efecto, el poder de decidir libremente el grado de culpabilidad política de los acusados, así
como de las sanciones que han de corresponder, en cada caso particular, sea al sentimiento
público de reacción suscitado por las faltas cometidas, sea al interés político del país. Esta es
también la opinión a la cual se adhirió Esmein (loe. cit., pp. 761 Este autor recuerda que en la
mayor parte de las antiguas Constituciones francesas se especificó que los ministros no podrían
ser condenados sino por delitos determinados por la ley y castigados con penas legales (ley de 27
de abril-25 de mayo de 1791, art. 31; ley de 10 vendimiado, año IV, art. 11; senadoconsulto del 28
floreal, año XII, art. 130 Constitución de 1848, art. 100). Pero Esmein observa que, en estas
Constituciones, los ministros acusados eran remitidos, no a una asamblea parlamentaria, sino a
una Alta Corte propiamente dicha, con carácter realmente judicial y que, por lo mismo, había de
colocarse exclusivamente en el terreno jurisdiccional. Actualmente, por el contrario, el hecho de
que los ministros son enviados para su enjuiciamiento ante una asamblea política como el Senado
no puede explicarse, según Esmein, sino por la intención que tuvo la Constitución de hacer
prevalecer el punto de vista político sobre las reglas de orden estrictamente jurisdiccional, y de
hacer depender la condena de los acusados de la soberana apreciación de la Cámara llamada a
conocer de su conducta política.
Esta argumentación, sin embargo, no es convincente. Indudablemente, se ha establecido
anteriormente que el Senado no puede considerarse como un cuerpo judicial. Además, se ha
observado que el Senado concurre actualmente a constituir el orden supremo y participa de la
potestad preeminente que corresponde a éste. Pero el concepto de órgano supremo aquí como en
cualquier parte, tiene que entenderse acertadamente, pues no implica una potestad
incondicionada. De la misma Constitución es de donde las Cámaras reciben su cualidad de órgano
supremo; y por consiguiente, no puede el Senado, incluso con esta cualidad, ejercer su potestad
superior más que en la medida y en los términos en que le ha sido conferida por las leyes
constitucionales. Ahora bien, si la Constitución de 1875 no ha conseguido conferir al Senado un
carácter de autoridad jurisdiccional al que la naturaleza misma y las atribuciones normales de esta
asamblea la hacen esencialmente refractaria, al menos se debe reconocer que los textos
constitucionales que, en numerosas ocasiones, califican al Senado de "corte de justicia" y que
especifican, con relación a las personas o a los crímenes llevados a su jurisdicción, que es el
encargado de "juzgarlos", por lo mismo, han dado a entender categóricamente que, en el ejercicio
de esta clase de competencia, el Senado debe comportarse como lo haría un verdadero juez: lo
que, en materia penal, implica que tiene por único papel aplicar las leyes vigentes, excluyendo, en
sentido inverso, la posibilidad para dicha asamblea de crear arbitrariamente delitos y penas. Desde
el momento en que los textos enuncian formalmente que el Senado debe actuar a manera de juez,
se necesitaría una disposición especial y expresa, en la Constitución, para autorizarlo a desviarse
de las reglas de la función jurisdiccional represiva y a tratar como delitos hechos que no están
calificados como tales ni tampoco sancionados por las leyes penales. La Constitución de 1875 no
contiene ninguna disposición de la que se pueda deducir que el Senado posee semejante poder.
Aun sin dejar de aportar, fatalmente, sus propias ideas y sus preocupaciones políticas en la
apreciación de los actos punibles que se le someten, debe pues el Senado, tanto para los ministros
como para el Pre
723

mucho tiempo, la doctrina y la jurisprudencia han admitido que, al pronunciar


semejantes decisiones, los ministros ejercen un poder de juris
219

mantenerse dentro de los límites que le trazan las leyes penales vigentes; y esto no ya realmente
porque es una autoridad jurisdiccional, ni siquiera porque las condenas que ha de pronunciar
deberían de considerarse como actos de función jurisdiccional en el sentido pleno de la palabra,
sino porque, de todas maneras, no puede, en el ejercicio de su potestad parlamentaria sobre e]
Ejecutivo, ir más allá de los poderes que le asignó la Constitución. En este sentido, debe
recordarse que ya la Carta de 1814, que entregaba a la Cámara de los Pares el enjuiciamiento de
los ministros acusados de traición o malversación, limitaba la potestad parlamentaria de dicha
asamblea al añadir en su art. 56: "Leyes particulares especificarán esta clase de delitos y
determinarán la persecución de los mismos". Sin embargo, no hay que darle demasiada
importancia a este argumento histórico porque en el sistema monárquico de entonces las Cámaras,
naturalmente, no podían poseer el poder preponderante de apreciación y de dominio que hoy día
les pertenece sobre el Ejecutivo.
Pero existe, a este respecto, otro argumento, que habrá de disipar toda duda. Es aquel que se
deduce de las facilidades antes señaladas entre la responsabilidad política de los ministros y su
responsabilidad criminal. La doctrina que concede al Senado un poder ilimitado de calificación
criminal y de represión penal de los actos ministeriales, procede en el fondo de la idea de que,
además de su responsabilidad política, los ministros estarían obligados para con las Cámaras por
una segunda especie de responsabilidad, totalmente distinta, en virtud de la cual el Parlamento,
representado por el Senado, tendría respecto de los actos ministeriales un poder propio de
incriminación y de sanción penal. Se ha demostrado anteriormente que no existe este dualismo.
Incluso en el caso en que la acusación de los ministros no se injerte, como un procedimiento
incidental, en la apreciación por el Parlamento de su responsabilidad política, aun en el caso en
que constituya un procedimiento principal, intentado por ejemplo contra un ministro que ya no se
halla en funciones, no es en realidad sino un accesorio, una consecuencia y una aplicación de la
amplia responsabilidad establecida en el art. 6 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875. Ni
el Parlamento en general, ni el Senado por su lado, poseen un poder principal y autónomo de
justicia criminal o de castigo espontáneo sobre los ministros. Las Cámaras tienen únicamente el
derecho de estatuir sobre la regularidad y el valor de la acción ministerial; y en esta ocasión, la
Constitución, tomando en cuenta la potestad superior del Parlamento, concede a las Cámaras la
facultad de perseguir y pronunciar contra los ministros la aplicación de aquellas disposiciones de
las leyes penales bajo cuya sanción habrían de caer algunos de sus actos punibles. En lugar de
que las Cámaras deban dejar a las autoridades jurisdiccionales ordinarias el cuidado de sacar las
consecuencias penales de su apreciación política sobre los actos de los ministros, están
autorizadas a no abandonar ese aspecto de la responsabilidad criminal; pueden incluso
arrogársela directamente, y mucho significa ya que la Constitución haya extendido, de lo político a
lo criminal, la competencia jerárquica de las Cámaras, pero por lo demás nada autoriza a pensar
que las Cámaras pueden tomar la responsabilidad de acusar y condenar a los ministros por hechos
que, fuera de toda ley, erigirían, por su propia iniciativa, en actos punibles. La palabra "crímenes",
en el segundo párrafo del art. 12 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875, es bastante para
señalar que la Constitución no quiso en realidad conferir aquí al Parlamento un poder de castigo
extralegal (ver en el mismo sentido el art. 23 de la ley de 10 de abril de 1889, confirmado por el art.
10 de la ley de 5 de enero de 1918). La Constitución se limitó, en las relaciones de los ministros
con el Parlamento, a tratar la responsabilidad penal de los mismos, tal como resulta de las leyes
represivas en vigor, como
724

dicción. Autores y resoluciones, en efecto, estaban dominados por la teoría


material que define a la jurisdicción como una función que consiste en pronunciar
el derecho.24 Del hecho de que el ministro pronuncia el derecho como un juez, se
sacaba la conclusión de que era juez.25 Hoy día esta teoría del ministro-juez ha
sido rechazada por la jurisprudencia, así como por la mayoría de los autores, que
le niegan al ministro toda cualidad o potestad jurisdiccional. Pero es muy
interesante señalar los motivos por los cuales se le niega esta potestad. ¿Han
reconocido los autores, actualmente, que en el caso en que el ministro estatuya
sobre un litigio existente o a punto de aparecer, haga cosa distinta de lo que se
había creído primero, o sea que no pronuncia el derecho? De ninguna manera.

Laferriére, que, más que ningún otro autor, ha contribuido a producir respecto de
esta materia el cambio de la doctrina y de la jurisprudencia, escribe a este
respecto (op cit., 2 ed., vol. I, p. 450) que "no es posible administrar los asuntos
del Estado sin encontrarse constantemente con cuestiones de derecho y de
justicia", y añade que "la función ministerial quedaría paralizada si el ministro
tuviera que retirarse frente a un juez o esperar a que éste le llamara, cada vez que
su actuación tropezara con una reclamación que invoque un derecho". Así pues, el
ministro pronuncia efectivamente el derecho; y lo pronuncia a veces de oficio.
Hasta lo hace respecto de una reclamación de naturaleza contenciosa, sólo que
"como consecuencia de necesidades administrativas" (ibid., p. 451); estatuye
sobre puntos de derecho "como administrador que cuida de la fortuna del Estado,
de los servicios públicos y de la observancia de las
220

un corolario y una dependencia de su responsabilidad política y, por consiguiente, hizo, en esta


materia, una simple aplicación del principio accessorium seqiátur principáis.
24
Es evidentemente cierto que no existe diferencia material entre la decisión formulada por el
ministro sobre un asunto contencioso y el juicio de un tribunal. Lo que lo demuestra claramente, es
que —por testimonio mismo de los autores— la controversia respecto del ministro- juez no
presenta sino un interés puramente formal y de procedimiento. Del hecho de que la decisión
ministerial sea de naturaleza administrativa y no jurisdiccional, Laferriére (op. cit., 2a ed., vol. i, pp.
457 si.; cf. Hauriou, op. cit., 8* ed., p. 954 y "Les Éléments du contentieux", Recueil de législation
de Toulouse, 1907, pp. 173 ss.) deduce que no es susceptible de oposición, que no precisa ser
motivada, que el ministro puede modificarla fuera de tiempo, al menos mientras no ha creado
derecho adquirido, etc., etc. Todas estas consecuencias tienen evidentemente gran interés
práctico, pero ninguna implica una diferencia esencial, en cuanto al fondo, entre la decisión del
ministro y la de un juez.
25
Ver especialmente en este sentido a Ducrocq, op. cit., 7* ed., vol. II, p. 174: "Es a la naturaleza
de la función desempeñada a la que conviene interrogar para reconocer el carácter contencioso o
no contencioso de una decisión, más que a la autoridad de la cual emana". Por ello Ducrocq
sostiene (ibid., p. 173) que el ministro que estatuye respecto de ciertos recursos actúa como juez,
puesto que "realiza acto de juez". En el mismo sentido, Artur, op. cit., Revue du droit public, vol.
XIV, pp. 502 y 505.
725

mente: "No digo que sea un verdadero juicio, y lo que le falta es que no emana de
un juez público". En otros términos, el concepto de juicio y de jurisdicción no
puede concebirse sin un elemento formal. Así como en derecho público francés el
concepto de ley presupone esencialmente una disposición tomada por el órgano
legislativo y dentro de las formas de la legislación, de modo que una disposición
que careciera de ese origen y de esa forma dejaría de ser una ley, así también
una decisión que consista en pronunciar el derecho no es un juicio, ni un acto de
función jurisdiccional, sino en cuanto se emite por una autoridad erigida
orgánicamente en tribunal y se expide en forma jurisdiccional. En defecto de esos
elementos de forma, sólo constituye un acto administrativo. Es lo que Hauriou
había advertido claramente ya en su 3^ edición (p. 38):
726

"El derecho francés se ha adherido al principio del predominio del elemento formal,
cuando se trata de distinguir el acto de administración del acto de jurisdicción.
Sólo hay jurisdicción allí donde hay litigio organizado en la forma".27 No se diga,
pues, que cuando el ministro pronuncia el derecho, realiza, desde el punto de vista
material, obra de jurisdicción. En la definición de la jurisdicción, según el sistema
positivo del derecho francés, interviene esencialmente una condición de forma, y
esta condición, como dice Hauriou, hasta es predominante. Sin la forma
jurisdiccional no puede tratarse, en ningún grado, de función ni de acto
jurisdiccional.28
221

27
No decía otra cosa Artur cuando en sus estudios sobre la "Séparation des pouvoirs et les
fonctions" empezó escribiendo (Revue du, droit public, vol. xiv, p. 252; cf. p. 500) : "Para que exista
lo contencioso-administrativo no basta la violación de un derecho; es necesario, además, que la
autoridad que resuelve la controversia sea una autoridad contenciosa", y "no hay autoridad
contenciosa sino cuando la autoridad que pronuncia sobre el derecho violado se somete a las
reglas ideales que dominan la función de juzgar". Mediante estas proposiciones. Artur señalaba
claramente que la noción de jurisdicción se refiere esencialmente a la distinción de orden formal
entre las autoridades jurisdiccionales y las autoridades administrativas; y por lo tanto negaba (pp.
250 ss.) que pueda considerarse al ministro como un juez. Fue con manifiesto error como, más
tarde (ibid., pp. 499 ss.), Artur abandonó este primer punto de vista: ha sido ganado por la idea,
durante mucho tiempo predominante, y sostenida aún por Ducrocq (ver la n. 25, p. 723, supra),
según la que los actos y las autoridades estatales deben estar calificados por "la naturaleza de la
función cumplida"; y bajo esta influencia llegó a decir que, desde el momento en que la parte
reclamante debe empezar por añadirse el derecho sobre su reclamación, el ministro, al hacer
función de juez, tiene en esto que considerarse como una autoridad jurisdiccional. La refutación de
este argumento se encuentra ya contenida, como se vio anteriormente (pp. 706-708), en el
reglamento del 5 nivoso, año VIII.
28
La doctrina que niega que el ministro sea juez, parece, sin embargo, tropezar con una objeción
que ha sido señalada con gran acierto por Artur (loe, cu., vol. xiv, pp. 436 ss.) y que deriva de que
los autores (ver sin embargo Jéze, Príncipes généraux du droit administratif, p. 87, n. 2), las
resoluciones y la legislación misma (ley de 17 de julio de 1900, art. 3) persisten en exigir una
decisión ministerial previa para la admisión de los recursos que han de entablarse ante el Consejo
de Estado. Al menos, la intervención previa del ministro es
727

267. Así pues, la evolución que se realizó respecto a la cuestión del ministro-juez
prueba claramente que la distinción entre la administración y la jurisdicción se
basa puramente en la diferencia de formas. Una misma decisión que pronuncie el
derecho podrá ser decisión administrativa o
222

necesaria cada vez que el recurso al Consejo de Estado no esté dirigido contra una decisión
preexistente de una autoridad administrativa, que posea en el caso particular un poder completo de
estatuir por sí misma (Laferriére, op. cit., 2* ed., vol. i, pp. 323 ss., 460). Este es especialmente el
caso cuando reclamaciones de indemnizaciones se formulan contra el Estado por razón del
perjuicio causado por actuaciones administrativas de puro hecho. Cuando se trata de daños
causados a terceros por la ejecución de obras públicas (respecto a las relaciones entre el
contratista mismo y la autoridad administrativa ver Laferriére, loe. cit., vol. II, p. 136) el consejo de
prefectura, que tiene competencia para conocer de esta clase de demandas, puede entender
dirctamnte en el recurso. Por el contrario, si la demanda de indemnización por perjuicio causado
por un simple hecho administrativo depende de la competencia del Consejo de Estado, éste no
puede hacerse cargo de plano, sino que la parte que se dice lesionada debe dirigir en primer lugar
su reclamación al ministro y promover por parte de este último una decisión en forma. No será sino
después de .haber obtenido esta decisión cuando podrá, si no le satisface, recurrir al Consejo de
Estado. Así pues, es particularmente notable que la decisión previa de una autoridad administrativa
sólo se requiere ante el Consejo de Estado, y no ante los demás tribunales administrativos.
Respecto de este punto, particularmente, el estado de cosas establecido por la jurisprudencia y
consagrado por la doctrina fue confirmado por la ley de 17 de julio de 1900, cuyo art. 3 se
encuentra redactado en la forma siguiente: "En los asuntos contenciosos que no pueden llevarse
ante el Consejo de Estado más que en forma de recurso contra una decisión administrativa,
cuando se hubiere agotado un plazo de más de cuatro meses sin que se haya producido ninguna
decisión, las partes interesadas pueden considerar su demanda como rechazada y acudir ante el
Consejo de Estado". Este texto tuvo por objeto contrarrestar el peligro que presentaba para los
administrados el sistema de la necesidad de decisiones previas; mediante una ficción, asimila el
silencio que guarda la autoridad administrativa, en caso de reclamación, a una decisión formal de
denegación; o mejor dicho, presume, y esta presunción se halla muy conforme con la verosimilitud,
que el silencio prolongado de la autoridad administrativa está motivado por su negativa a atender la
reclamación. Pero importa precisamente observar que el art. 3, que en cualquier otro aspecto tiene
un alcance de aplicación muy general (Hauriou, op. cit., 8" ed., pp. 406 ss.), se convierte por el
contrario en restrictivo por lo que se refiere al tribunal ante el que no se puede prescindir de
decisión previa. Sólo se refiere al caso en que el tribunal que ha de endender en el asunto es el
Consejo de Estado, hace caso omiso de los casos en los cuales se tratara de abordar otro tribunal
administrativo, por ejemplo el consejo de prefectura. En definitiva, la ley de 1900 mantiene en
principio la obligación, para la parte que quiere actuar ante el Consejo de Estado, de dirigirse en
primer lugar al ministro y subordina la admisibilidad o mejor dicho la iniciación del recurso
contencioso ante este tribunal a la preexistencia de una decisión ministerial formal o por lo menos
supuesta.
El mantenimiento de esta exigencia impresionó a tal punto a Artur que este autor, que al principio
se había adherido a la doctrina contemporánea para combatir la teoría del ministro- juez (loe. cit.,
vol. xiv, pp. 263 ss.), se separó de su primera opinión y creyó debía reconocer que en realidad el
ministro continúa formando, por debajo del Consejo de Estado, un primer grado de jurisdicción.
Desde el momento, dice Artur (loe. cit., pp. 460 ss.), en que el derecho de la parte reclamante ha
sido violado por la autoridad administrativa, aunque sólo fuera por efecto de una simple actuación
de hecho, se origina en provecho de esta parte
728

jurisdiccional según que haya sido tomada en una vía o en otra. Recíprocamente,
actos que, si nos atuviéramos al concepto material de administración, habrían de
considerarse como administrativos, se convierten en actos jurisdiccionales por el
solo hecho de haberse realizado 223 Consejo de Estado pronuncia la anulación de
un acto administrativo por causa de extralimitación de atribuciones. Si el Consejo
de Estado se limitara a estatuir sobre la cuestión de la regularidad del acto

un recurso de reparación, que debe poder formularse ante una autoridad jurisdiccional, y que, por
consiguiente, tiene carácter contencioso. Es esto tan cierto que Laferriére (loe. cit., vol. I, pp. 430
ss., 450 ssj califica la decisión del ministro, en tal caso, como "decisión en materia contenciosa";
esta misma expresión implica que por el solo hecho de la violación del derecho del reclamante
existe lo contencioso vivo y actual. Así, si es cierto que el Consejo de Estado, con exclusión del
ministro, es el juez ordinario de primer grado, es de esperar que pueda hacerse cargo
inmediatamente del recurso. Ahora bien, resulta, por el contrario, de las resoluciones, de textos
diversos (citados por Artur, loe. cit., pp. 26355., 492 ss., 501 y sobre todo de la ley de 17 de julio de
1900, que a diferencia de lo que ocurre con respecto al consejo de prefectura, la parte que desea
acudir al Consejo de Estado, si no posee ya alguna decisión administrativa susceptible de ser
remitida a este tribunal, debe empezar por dirigirse al ministro, y no puede hacerse cargo de ella el
Consejo de Estado si no es bajo la forma de recurso contra alguna decisión ministerial previa. Esta
exigencia de una decisión emitida por el ministro no puede explicarse, según Artur (loe. cit., pp.
280, 499 ssj, sino de una sola manera: como una supervivencia de la teoría del ministro-juez. Se
ha creído excluir completamente la institución de la jurisdicción ministerial. En realidad, ni los
autores, ni las resoluciones han conseguido librarse del concepto tradicional, que consistió, hasta
1880, a despecho de los textos del año vm, en ver en el ministro el juez de primera instancia y en
considerar al Consejo de Estado como tribunal de apelación. El mismo legislador no hizo sino
confirmar el sistema del ministro-juez. La prueba de ello se desprende del hecho de que la ley de
17 de julio de 1900 esté redactada en los mismos términos y consagra idéntica ficción o presunción
que el famoso decreto de 2 de noviembre de 1864, que había sido dictado en una época en que la
creencia en el ministro-juez reinaba sin discusión. El mecanismo imaginado en 1864 consistía,
igualmente, en suponer la existencia de una decisión ministerial, sin la cual, pensábase entonces,
no podía recurrirse en apelación ante el Consejo de Estado. El hecho de que la disposición de
1900 sea idéntica a la de 1864, demuestra claramente que ambas obedecen- al mismo concepto
(loe. cit., pp. 416, 471-472). En una palabra, y por sensible que sea esta infracción a la separación
entre los administradores y los jueces, hay que reconocer naturalmente que el ministro sigue
siendo juez de lo contencioso-administrativo. Pero esta argumentación no es convincente. Si el
ministro fuera el juez de primer grado, habría de ser llamado invariablemente a estatuir antes que
el Consejo de Estado. Ahora bien, existen numerosos recursos que se juzgan por el Consejo de
Estado sin que el ministro haya conocido de ellos previamente. Para que el recurso a esta alta
asamblea sea admisible, basta en efecto que se dirija contra una decisión que emane de una
autoridad administrativa que tenga la facultad de estatuir por sí misma respecto a la cuestión en
que se origina la reclamación contenciosa, y esta autoridad no siempre es el ministro. Luego, si la
intervención del ministro no es siempre indispensable, éste no es juez en primera instancia. El
propio art. 3 anteriormente citado recuerda en su último párrafo que la decisión previa sin la cual el
Consejo de Estado no puede hacerse cargo del asunto ha de ser formulada por un "cuerpo
deliberante", consejo general o consejo municipal, qtie tenga cualidad para obligar
administrativamente al departamento o al municipio. Indudablemente, no es posible admitir que
estos consejos intervengan como un grado de jurisdicción, pues sólo pueden estatuir a título
administrativo.
¿Por qué ha de considerarse de manera diferente al ministro, cuando estatuye, en las mismas
condiciones, por cuenta del Estado? (Hauriou, Reiue du droit public, vol. XVII, p. 362 n.).
729

impugnado 224 y si el reconocimiento de la invalidez de dicho acto no tuviera más


sanción que la negativa a aplicar su disposición, no existiría en ello sino una pura
decisión pronunciando el derecho. Pero al casar por vicio de extralimitación de
atribuciones, no se limita el Consejo de Estado a pronunciar el
225

decisiones ministeriales previas debe buscarse en otra dirección que la indicada por Artur.
Según Laferriére (loe. cit., vol. i, pp. 322 as., 462 ss.; cf. Jaquelin, op. cit., p. 191 y Berthélemy, op.
cit., 7* ed., pp. 959 ss.), esta necesidad proviene de que la expresión juez ordinario o de primer
grado no tiene el mismo sentido en lo contencioso-administrativo que para los asuntos
contenciosos que dependen de los tribunales judiciales. A diferencia de los tribunales judiciales de
primera instancia, el Consejo de Estado, por más que sea el juez ordinario de lo contencioso-
administrativo, no puede hacerse cargo directamente de cualquier pretensión suscitada por un
reclamante en contra de "la autoridad administrativa. La razón de ello es que, para que exista lo
contencioso-administrativo, no basta con que la parte actuante invoque una violación dañosa de su
derecho, sino que además es necesario que dicha violación sea el resultado de una decisión
expresa irregular de una autoridad administrativa competente; pues lo contencioso-administrativo
supone, en principio y por su misma definición, según el derecho positivo francés, una oposición
entre la pretensión del reclamante y una decisión administrativa que constituya a la vez la materia
prima y el elemento generador de dicho contencioso administrativo.
Luego, para poder entablar un recurso ante el Consejo de Estado, no basta tener un motivo de
queja contra un hecho administrativo, sino que es necesario tener una decisión en forma que
someterle. Si no existe esta decisión, se hace necesario provocarla, con objeto de poder
impugnarla después en lo contencioso. De ahí la obligación para la parte de dirigirse en primer
lugar al ministro. Indudablemente se trata de una exigencia fuera del derecho común, como lo
sostiene Artur (loe. cit., vol. xiv, pp. 462-464) ; pero no debe perderse de vista que el derecho
administrativo francés se funda, no ya en principios tomados del derecho común, sino en la idea de
que existe desigualdad entre los administrados y la autoridad legislativa, o mejor dicho las
colectividades públicas en cuyo nombre actúan estas autoridades; la necesidad de las decisiones
previas es precisamente uno de los privilegios que se desprenden, para la autoridad administrativa,
de esta desigualdad, y es por lo tanto así, o sea como un "privilegio", como la caracteriza Hauriou
(op. cit., 6* ed., p. 407; cf. la introducción de la 5* ed., en efecto, al recoger la tesis de Laferriére,
declara este autor que para que un simple hecho administrativo o el acto de un agente subalterno
pueda dar lugar a entablar un recurso, es necesario que este hecho o ese acto haya sido
"endosado" por una autoridad cuya decisión tenga la potestad de crear lo contencioso (op. cit., 5
ed., p. 262). Por lo menos, Hauriou dice hoy ("Les Éléments du contentieux", Recueil de législation
de Toulouse, 1905, pp. 55 ss.; Précis, 8 ed., pp. 402 ss.) —modificando en cierto modo su doctrina
anterior— que si bien la decisión así requerida no crea el derecho contencioso de la parte
reclamante, únicamente ella puede ligar la instancia entre dicha parte y el Estado, el departamento
o el municipio; y por lo tanto, es indispensable para la constitución de la instancia, lo mismo que en
Roma el concurso y la actividad bilateral del demandante y el defensor eran indispensables para
que existiera la lis contéstala y el judicium inchoatum. Pero la explicación propuesta por Laferriére y
Hauriou deja en la obscuridad un punto esencial. En efecto, si bien es verdad que una decisión
administrativa previa es necesaria, bien para originar lo contencioso, bien por lo menos para ligar la
instancia, ¿cómo se puede comprender que, según la jurisprudencia y la ley de 1900, dicha
necesidad no se imponga sino para los recursos que se entablan ante el Consejo de Estado, y que
no se haga extensiva a los que dependen de los consejos de prefectura? Como lo ha demostrado
Artur, éste es el hecho primordial que habría que justificar ante todo. La teoría que acaba de
recordarse no pro

Diferencia que existe a este respecto entre el Consejo de Estado y los demás tribunales
administrativos origina en contra de esta teoría una objeción que, en definitiva, la hace inaceptable.
La verdadera explicación de la necesidad de la intervención previa del ministro habría de buscarse
730

derecho: la anulación de un acto administrativo es en sí una operación de


naturaleza administrativa. En el caso en que la facultad de pronunciar la anulación
de los actos de ciertas autoridades administrativas, por causa de ilegalidad, ha
quedado en manos de los administradores activos, por ejemplo en el caso en que,
bien un decreto expedido en Consejo de Estado, bien una resolución del prefecto
anule por ilegales las decisiones de un consejo general conforme a los artículos
33,' 34 y 47 de la ley de 10 de agosto de 1871, es indiscutible que dicha anulación
es un acto administrativo. Parece que la anulación por el Consejo de Estado,
estatuyendo en lo contencioso, de una decisión administrativa tachada de extra

sencillamente en la observación de que, desde el año VIII, el Consejo de Estado se ha considerado


y comportado como una autoridad que, como tribunal, es la llamada a juzgar únicamente de las
decisiones administrativas. Este concepto de la naturaleza de la jurisdicción de la alta asamblea no
se infería sin embargo de la Constitución del año VIII; pues el art. 52 de dicha Constitución nunca
dijo que el Consejo de Estado habría de juzgar los actos administrativos, sino que juzga las
dificultades que se suscitan en materia administrativa.
Sin embargo, de hecho, y por más que diga Artur (loe. cit., pp. 467, 468 y 470), parece que el
Consejo de Estado tenga la idea de que su cometido jurisdiccional deba ser del mismo género que
el de la corte de casación; del mismo modo que ésta juzga de las decisiones judiciales, el Consejo
de Estado se consideró también como el regulador de los actos de las autoridades que le están
subordinadas desde el punto de vista jurisdiccional, y como llamado, a este título, a juzgar de las
decisiones. ¿No es esto lo que reconoce, en el fondo, Laferriére, cuando escribe (op. cit., vol. I, p.
462) : ''La jurisdicción del Consejo de Estado tiene por objeto, no ya simples pretensiones de las
partes, sino la oposición que se produce entre estas pretensiones y una decisión administrativa,
que se convierte en el verdadero objetivo de la instancia contenciosa"? El prototipo de la
jurisdicción del Consejo de Estado, a este respecto, se tiene en el recurso por extralimitación de
atribuciones, que trata de la anulación de un acto administrativo vicioso, o también en el recurso de
casación que tiende a la anulación de las sentencias de tribunales administrativos. Incluso cuando
funciona como tribunal de apelación, el Consejo de Estado, en cierto sentido, estatuye sobre una
decisión previa de un tribunal administrativo, decisión que confirma o reforma. Finalmente, cuando
ha tenido que estatuir como juez de primera instancia, se ha colocado igualmente en el punto de
vista de que su competencia jurisdiccional no podía originarse sino mientras existiera alguna
decisión administrativa susceptible de ser llevada a su examen. De aquí la necesidad de las
decisiones ministeriales, que forman, en ciertos casos, el preliminar indispensable del recurso. Y en
tales condiciones, esta necesidad ha parecido deber mantenerse, incluso después de que el
ministro hubiera dejado de ser considerado como un juez. Además, con esta explicación, se hace
fácil comprender por qué la intervención del ministro sólo se exige mientras se trate del Consejo de
Estado.
El interés que existe en adoptar una u otra de estas dos explicaciones que preceden, es
considerable. Si se admite con Laferriére y Hauriou que, en principio, lo contencioso-administrativo
no puede originarse más que en una decisión administrativa, se llega lógicamente a hacer
extensiva la aplicación de este principio a todos los tribunales administrativos, y especialmente al
consejo de prefectura. Esta es, en efecto, la tesis sostenida por Hauriou en 5 ed. (p. 231 y p. 830),
y ya creía dicho autor en esa época poder suscitar un principio de evolución de la jurisprudencia en
ese sentido. Si, por el contrario, nos adherimos a la segunda explicación, que no considera en la
institución de las decisiones ministeriales previas Bino una particularidad especial del Consejo de
Estado resultante de un accidente histórico propio de esta alta asamblea más bien que de una
causa profunda y racional, ya no podrá haber lugar a extender esta exigencia a otros tribunales
administrativos, sino que habrá que considerarla como una anomalía que debe quedar restringida
al Consejo de Estado. Ahora
731

226

parece que este último punto de vista haya sido consagrado por la ley de 17 de julio de 1900, ya
que esta ley no se refiere a la necesidad de una decisión anterior sino para los asuntos a entablar
ante el Consejo de Estado. Parece, pues, haber condenado la doctrina de Hauriou tal como lo
sostiene Artur (loe. cit., vol. xiv, p. 471 nj. Y por lo demás, el propio Hauriou reconoce hoy (8' ed., p.
408; "Les éléments du contentieux", loe. cit., p. 65) que no existe razón jurídica que se oponga a
que sea posible el recurso directo, sin previa decisión, ante tribunales distintos del Consejo de
Estado. Pero es preciso ir más lejos aún, y hallaremos un segundo interés en escoger entre ambas
explicaciones. Si se admite que la institución de las decisiones previas es una anomalía, hay que
deducir de ello que debe desaparecer. Lejos de abogar por su extensión, la evolución que tuvo por
efecto modelar cada vez más la jurisdicción de los tribunales administrativos, particularmente del
Consejo de Estado, sobre la de los tribunales judiciales, exige que, incluso ante el Consejo de
Estado, la parte que sufrió una lesión pueda hacer valer directamente sus derechos en lo
contencioso, sin tener que dirigirse en primer lugar al ministro. Y entonces sería conveniente
considerar a la ley de 19.00 como una notable etapa en la marcha progresiva que llevará a la
supresión total de las decisiones previas. Así es como interpreta realmente Artur (loe. cit., p. 473) la
ley de 1900. Esta ley, dice, ha realizado ya un sensible proceso, al admitir que la parte que no
obtiene respuesta del ministro puede efectuar ante el Consejo da Estado prescindiendo de la
decisión ministerial formal; ya sólo queda realizar un último progreso, que se impone y que habrá
de consistir en dispensar totalmente a la parte actuante de la obligación de recurrir previamente al
ministro. Hauriou, por el contrario, empezó por sostener que la innovación de la ley de 1900
constituye el remate de una evolución que se encontró, desde el momento de la aparición de dicha
ley, llegada a su término. Al asimilar el silencio ministerial a una decisión denegatoria, el legislador
de 1900, decía Hauriou, se adelantó lo más que pudo en la vía de las concesiones susceptibles de
hacerse a los administrados, reduciendo la exigencia de las decisiones previas a su estricto
mínimo. Llegar más lejos y sustraer totalmente de esta exigencia a los quejosos sería alterar todo
el sistema de lo contencioso-administrativo francés, que, como dice también este autor, se basa en
el privilegio que tiene la autoridad administrativa de crear lo contencioso por medio de sus actos.
Hauriou afirmaba, pues, que tal alteración era imposible y que no llegaría a producirse (Précis, 5
ed., introducción, p. XXI; Revue du droit public, vol. XII, p. 365). Pero en obras más recientes este
autor mitigó sus afirmaciones anteriores, llegando a prever, en un porvenir más o menos cercano,
la entera supresión del sistema de decisiones previas y la posibilidad de demandar directamente a
las autoridades administrativas ante el juez administrativo; reforma última y que no será, según su
misma confesión, sino el complemento y la consecuencia natural de la que operó la ley de 17 de
julio de 1900 ("Les éléments du contentieux", loe. cit., p. 61 n., pp. 95 ss.; cf. Précis, 8 ed., p. 399 .
732

limitación de atribuciones debiera calificarse del mismo modo, puesto que en sí


tiene idéntica naturaleza. Sin embargo, se está de acuerdo hoy día en considerar
a esta última anulación como un acto jurisdiccional. Hauriou da la razón de ello
(Précis, 8 ed., p. 435): "El recurso por extralimitación de atribuciones es un recurso
contencioso, porque se entabla ante un juez, que es la sección de lo contencioso y
la asamblea de lo contencioso del Consejo de Estado y concluye (así) en una
decisión jurisdiccional formulada, además, en forma contenciosa". En otros
términos, la anulación por causa de extralimitación de atribuciones es aquí una
causa jurisdiccional porque, al pronunciarla, el Consejo de Estado adoptó su
formación de tribunal y estatuyó según las formas de la jurisdicción. Es importante
observar que, durante mucho tiempo, la anulación de los actos administrativos
tachados de extralimitación de atribuciones, conforme a las leyes de 7-14 de
octubre de 1790, fue dictada por la vía administrativa, o sea por una decisión del
jefe del Estado, que actuaba como "jefe de la administración general", esto es,
como superior jerárquico. Desde 1872 se pronuncia por el Consejo de Estado
estatuyendo a título jurisdiccional. ¿Puede decirse por eso que la decisión que
anula haya cambiado su naturaleza intrínseca? Evidentemente no (Duguit, L'État,
vol. i, p. 581; ver sin embargo Traite, vol. u, p. 280). El acto era administrativo
antes de 1872; si hoy día se le considera como jurisdiccional, sólo puede ser por
una razón de forma.

Puede generalizarse esta observación extendiéndola a lo contencioso-


administrativo en su totalidad. El conocimiento de dicho contencioso administrativo
empezó por remitirse, bajo la Revolución, a las autoridades encargadas de la
administración activa, y éstas estatuían sobre los litigios administrativos dentro de
las formas y según las reglas de la administración.

Se ha dicho que con esto los cuerpos de la administración ejercían una función
jurisdiccional. En la época revolucionaria, dice Artur (op. cit., Revue du droit public,
vol. XIV, pp. 238 ss., 500), por defectuosas que fueran las condiciones en las
cuales los cuerpos administrativos y los ministros impartían justicia, no por ello
deja de ser verdad que, por el solo hecho de estatuir sobre los litigios
administrativos, pronunciaban el derecho y ejercían la función jurisdiccional. Pero
esta manera de ver no encaja en el concepto en el cual se ha inspirado, en esta
materia, la legislación revolucionaria. La verdad es, en efecto, que en el sistema
establecido por la Revolución, la justicia administrativa se ha considerado y
tratado, desde el punto de vista funcional, como operación administrativa.

Ya por lo que concierne a los ministros, Laferriére (op. cit., 2 ed., vol. n, p. 454)
hace observar que "incluso antes del año VII, ninguna ley dijo jamás que los
733

ministros fuesen los encargados de juzgar lo contencioso-administrativo"; cuando


trataban asuntos contenciosos,-

"sólo se les consideraba como administradores que cuidaban de los servicios


públicos y de la observancia de las leyes". Por lo que concierne a las
administraciones de departamento, existe un testimonio bien claro: el de la ley de
6-7 de septiembre de 1790, que remitía gran número de asuntos contenciosos a
los directorios encargados de la administración activa. Se puede decir ciertamente,
en determinado sentido, que, al estatuir sobre estos asuntos, los directorios
desempeñaban oficio de juez, y no hacían otra cosa que lo que hubieran hecho los
"tribunales de administración", cuya creación había sido propuesta primeramente a
la Constituyente y que, según dicha proposición, hubieran juzgado lo contencioso
administrativo como autoridades judiciales. Sin embargo, la ley de 1790 no
presenta a los directorios, de ningún modo, como titulares de un poder de
jurisdicción. Ninguno de los textos de esta ley dice refiriéndose a ellos que tengan
que juzgar. Por el contrario, es muy notable que el único artículo que habla de
juicio, que es el art. 2, pronuncia esta palabra a propósito de "acciones civiles
relativas a la percepción de los impuestos indirectos"; para esta materia, en efecto,
existía la competencia de los tribunales judiciales, y el texto califica entonces al
recurso como acción, así como califica a la decisión del tribunal de distrito como
juicio. En cambio, todos los artículos de la ley que atribuyen competencia a los
cuerpos administrativos se abstienen de referirse a acciones o juicios; el recurso a
los directorios se denomina, por dichos artículos, unas veces reclamación y otras
recurso o queja, y en cuanto a los directorios, dice la ley que "pronuncian" (art. I),
"deciden" (arts. I9 y 3), "terminan el litigio" (art. 4), "estatuyen" (art. 5), pero nunca
que "juzgan". Esta terminología es altamente significativa. Revela claramente que
la actividad que ejercen los cuerpos de administración activa en materia
contenciosa ha sido considerada por la Constituyente como puramente
administrativa. En el momento en que los directorios, y también los ministros, eran
llamados a estatuir en lo contencioso-administrativo en cualidad de autoridades
administrativas y dentro de la forma administrativa, y especialmente en virtud de
un concepto por el cual entraba la justicia administrativa dentro de la función
general de administración, la Revolución consideró a sus decisiones como siendo,
en derecho positivo, decisiones administrativas, y de ningún modo actos de
jurisdicción.29
227

29
No carece de interés recordar aquí los términos en los cuales el diputado Pezous expuso ante la
Constituyente la proposición de entregar lo contencioso-administrativo a los propios cuerpos de
administración. En una memoria que se distribuyó a los miembros de la Asamblea el 5 de agosto
de 1790, Pezous impugnaba el proyecto del comité de Constitución que consistía en crear
"tribunales de administración" que tuvieran el carácter de tribunales judiciales de excepción. Decía
734

Así pues, lo contencioso-administrativo se solucionó primero por vía de decisión


administrativa. Actualmente, las decisiones que se producen respecto a dicho
contencioso se consideran como actos jurisdiccionales, a causa de que las
autoridades que las expiden están organizadas en tribunales y estatuyen dentro
de las formas de la justicia. Pero por profunda que sea la transformación que se
operó, desde la Revolución, en lo que se refiere a las condiciones orgánicas y de
procedimiento en las cuales se ejerce la justicia administrativa, no se puede decir
que exista una diferencia esencial, en cuanto al fondo, entre la decisión que
emitían antes del año VII los cuerpos administrativos sobre los recursos
entablados por los administrados y las que expiden hoy día los tribunales
administrativos sobre el mismo objeto. Al cambiar de forma, dicha decisión no
cambió de naturaleza. Aquí también, la distinción entre la administración y la
jurisdicción descansa sobre bases puramente formales. Por lo demás, y de un
modo general, es conveniente observar que la tendencia del derecho moderno es
extender cada vez más la aplicación de la vía jurisdiccional, substituyéndola a la
vía administrativa en un número de actos que va creciendo sin cesar (cf. Hauriou,
Principes du droit public, p. 451). Esta ha ido perdiendo constantemente el terreno
en provecho de aquélla. Al principio, la forma judicial sólo había sido introducida
para aquellas decisiones que se refieren a la vida, la libertad y la propiedad de los
ciudadanos, es decir, para los procesos que se limitan al terreno del derecho
privado y del derecho penal. Los progresos del régimen del Estado de derecho
han traído después la extensión de la vía jurisdiccional, juntamente por cierto con
la vía administrativa,228

luego: "Habéis establecido acertadamente, en cada departamento, un directorio de ocho miembros,


y en cada distrito un directorio de cuatro miembros. Estos directorios, compuestos de hombres
elegidos por el pueblo y en continua actividad, han de
llevar todos los asuntos de la administración. ¿Por qué no habrían de encargarse de las cuestiones
contenciosas que dependen de la misma? Los administradores, indudablemente, son más
adecuados que los jueces para entender de estos litigios con absoluta ausencia de triquiñuelas.
Que todos los asuntos que derivan de la administración se terminen por estos cuerpos
administrativos" (Archives parlementaires, 1 serie, vol. XVII, p. 675. Así pues, en el pensamiento
del promotor del sistema que había de ser establecido por la ley de 6-7 de septiembre de 1790, el
examen y la solución de las cuestiones contenciosas debía volver a los mismos administradores,
por tratarse de "asuntos de la administración". Pezous no veía en justicia administrativa sino el
ejercicio de la misma función de administrar. Por otra parte, la memoria insiste en la necesidad de
simplificar el examen de estos asuntos, descartando toda triquiñuela, es decir, excluyendo aquí las
formas judiciales. Al invocar este último argumento, Pezous no hacía sino expresar un sentimiento
que era entonces muy vivo en la Asamblea. Es sabido, en efecto, que los hombres de la
Revolución eran muy hostiles a las formalidades de la justicia, cuya radical supresión incluso había
de ser solicitada después. En suma, pues, la idea que inspiró la adopción de la ley de 6-7 de
septiembre es que la reglamentación de los asuntos contenciosos debe tratarse como una
actividad puramente administrativa (ver, sobre la memoria de Pezous y sobre las razones por las
735

expresión, se trata sólo de una apariencia; el hecho de que desde el punto de vista
"subjetivo" el cuerpo judicial sea autónomo y las autoridades jurisdiccionales estén
colocadas orgánicamente en 'una posición de completa independencia respecto a
las autoridades ejecutivas, no basta para probar que la potestad de la que los
tribunales se hallan especialmente investidos constituya objetivamente un poder
en esencia diferente de aquel que por su parte ejercen las autoridades ejecutivas.
Esta idea de Laband ha sido expresada frecuentemente por los autores. No se
debe, dijeron, mezclar la cuestión de la repartición orgánica de los poderes del
Estado con la del número y la distinción de las funciones estatales consideradas
en sí. Del hecho de que, en interés de las partes, las autoridades jurisdiccionales
formen un cuerpo separado y ejerzan su actividad según reglas especiales, no se
infiere que la jurisdicción sea en sí misma una tercera función, esencialmente
distinta de las otras dos. Esta conclusión no debe admitirse. En efecto, sea la que
fuere la naturaleza intrínseca de la jurisdicción, y por muchas semejanzas que se
puedan establecer entre ésta y la función que ejercen los administradores, la
única cuestión que se formula para el jurista es la de saber si, en el sistema
positivo del derecho vigente, constituye una función especial y separada. Ahora
bien, la respuesta a esta cuestión, en derecho francés, no puede ser dudosa. Por
el hecho mismo de que la autoridad jurisdiccional ha recibido una constitución
orgánica que la transforma en una autoridad independiente; por el hecho de que la
autoridad jurisdiccional se halla sometida a formas especiales y las decisiones
jurisdiccionales tienen una fuerza que no corresponde a las decisiones
administrativas, la jurisdicción, desde el punto de vista jurídico, se encuentra
erigida en un poder distinto, es decir, en una tercera función de la potestad de
Estado. Considerarla como tal no es adherirse a una "apariencia", sino más bien
reconocer una realidad jurídica.

Esta realidad ha sido advertida claramente, desde el principio de la era moderna


del derecho público francés, por la ley de 16-24 de agosto de 1790, que decía a
este respecto en su título II, art. 13: "Las funciones judiciales son distintas y
estarán siempre separadas de las funciones administrativas". Este texto no se
limitaba a hablar de una separación necesaria entre las autoridades judiciales y las
autoridades administrativas, sino que afirmaba la distinción entre las funciones
mismas. La razón capital y decisiva por la que deben considerarse como distintas,

cuales la Constituyente se adhirió tan prontamente al sistema propuesto por dicho diputado,
Esmein, "La question de la juridiction administrative devant FAssemblée constituante", Jahrbuch
des offentl. Rechts. 1911, especialmente pp. 30ss ).
736

es en efecto que constituyen dos potestades claramente diferentes. La


característica de la jurisdicción31 es ser una potestad que consiste en
229

31
Sólo' se trata aquí del caso en que la autoridad jurisdiccional se limita a pronunciar el derecho
legal. La jurisdicción, en este caso, es una potestad de la misma naturaleza que la administración,
en el sentido de que una y otra consisten en la aplicación de las leyes; pero, con
737

conferir a las decisiones emitidas por la vía jurisdiccional el valor y la fuerza


especial de cosa juzgada.32 Es ésta una potestad no inherente a la
administración.33 Por eso la justicia, en derecho positivo, es un poder distinto,
incluso desde el punto de vista funcional; las autoridades ejecu230

relación a la administración, se caracteriza —como se ha dicho anteriormente— por la fuerza


especial que entraña la cosa juzgada. Distinto es el caso en que el juez pronuncia derecho praeter
legem. La potestad jurisdiccional se parece entonces, por su virtud creadora, a la potestad
legislativa. Pero en sus relaciones con la legislación y la jurisdicción, sin embargo, se caracteriza
por la inferioridad de potestad del acto jurisdiccional. Este, a diferencia del acto legislativo, no
puede derogar las leyes en vigor; no puede estatuir generaliter; finalmente, no puede crear nuevo
derecho más que cuando el juez se hace cargo de un litigio para cuya solución es indispensable la
32
creación de un derecho particular. Contrariamente a la opinión expuesta en la nota 23, p. 716,
supra, se ha sostenido que el Senado realiza actos de función jurisdiccional cuando estatuye como
corte de justicia; y esto por la misma razón que se indicó anteriormente, pues, dícese, su decisión
tiene fuerza de verdad legal (Berthélemy, Revue du droit public, 1918, p. 621 n.; cf. la n. 20, p. 714,
supra). Pero la Constitución no ha dicho que la decisión del Senado tuviera en sí fuerza de cosa
juzgada; la ley de 10 de abril de 1889, art. 25, se limita a decir que esta decisión no es susceptible
de ningún recurso, lo que no es lo mismo. ¿Se podrá pretender que las decisiones emitidas por las
Cámaras respecto a la validez de la elección de sus miembros son actos jurisdiccionales porque
33
estas decisiones no son apelables? Además de la fuerza de cosa juzgada, el acto jurisdiccional
se diferencia del acto administrativo por otros dos caracteres, que implican recíprocamente que su
potestad, en ciertos aspectos, es menor que la del acto administrativo. Por una parte, sólo puede
contener decisiones particulares: la generalidad de la disposición le está prohibida. Por otra parte,
no puede dirigir órdenes formales a los administradores activos: el juez administrativo es desde
luego capaz de anular o de reformar los actos administrativos sometidos a su apreciación; puede
hacerlo, porque es, a su vez, una autoridad administrativa; pero, en cuanto se halla encerrado
dentro de una función exclusivamente jurisdiccional, carece de potestad jerárquica sobre los
administradores y no puede imponerles mandamientos. En cuando al hecho de saber en qué casos
el juez administrativo puede llegar hasta reformar el acto vicioso sometido a su control y en qué
casos, por el contrario, ha de atenerse a una simple anulación, la solución depende principalmente
de la distinción siguiente. Si se trata de un acto cuyo cumplimiento la misma ley había prescrito u
ordenado al administrador, y cuyo contenido además, había fijado ella misma, el juez, en este
caso, queda estrictamente dentro de su cometido al enderezar y -reformar la decisión impugnada,
si comprueba que ésta no se halla conforme con las prescripciones legales, ya que, en esto, no
hace sino pronunciar el derecho o sea declarar lo que es de derecho según la ley misma. Y no es
posible pretender, en semejante caso, que la autoridad jurisdiccional adopte una posición de
voluntad preponderante respecto de los administradores, ni que adquiera de este modo el dominio
sobre los asuntos de la administración. La reforma del acto vicioso supone únicamente la
preponderancia de la ley, que no puede discutirse. Por el contrario, si se trata de actos para los
cuales la ley ha dejado al administrador competente la amplitud de tomar por su propia iniciativa
las medidas que estime convenientes, el juez, en este caso, sólo puede anular aquellas medidas
que tiene por ilegales; en cuanto a substituir una parte dispositiva nueva a la del acto declarado
vicioso y anulado por tal, el juez carece de poder para ello, pues esto sería, por su parte, invadir la
competencia de los administradores, a quienes la ley ha reservado la capacidad de apreciar y
738

inherente al acto por razón misma de su autor y de su forma, es en derecho una


actividad o función especial. Así, en el curso de los estudios que anteceden, se ha
demostrado que la legislación y la administración son dos funciones distintas, por
más que no se diferencien siempre por el contenido de sus actos respectivos;
asimismo, no existe contradicción en sostener que la jurisdicción, en derecho, es
una tercera función, distinta de la administración, aunque haya quedado
establecido por otra parte que sólo difiere esencialmente de ésta desde el punto
de vista formal. En la esfera de las cosas jurídicas se puede decir que el órgano
crea a la función; la existencia de un órgano distinto, dotado de una potestad
especial, implica que la competencia propia de este órgano constituye por sí
misma una función distinta.

determinar las medidas que deban tomarse (cf. Jéze, Revue du droit public, 1905, p. 110, y 1913,
,p. 34).
739

269. La conclusión que se deduce de estos estudios es que el derecho


francés discierne en la actividad del Estado tres vías distintas: la legislación, la
administración y la jurisdicción, así como también hay que distinguir en la potestad
estatal —por más que sea una en principio— tres clases o cualidades de poderes,
correspondientes a la triple naturaleza o fuerza especial de la potestad de que se
hallan investidos respectivamente los órganos legislativos, ejecutivos y
jurisdiccionales. A esta distinción de tres vías y potestades se refiere la
clasificación de las funciones del Estado en legislativa, administrativa y
jurisdiccional.35 No hay que reprochar a esta clasificación su carácter puramente
formal. Evidentemente se atiene a un criterio de orden simplemente orgánico y de
procedimiento, y de ningún modo tiene en cuenta la naturaleza interna de las
decisiones o medidas contenidas en los actos legislativos, administrativos y
jurisdiccionales. Pero, por esto mismo, se halla totalmente conforme al sistema
actual del derecho positivo francés; pues se ha comprobado que el acto legislativo
y el acto administrativo, tomados en su sentido constitucional propio, pueden tener
un contenido idéntico, y que igualmente la fijación de un punto litigioso puede ser
objeto de una decisión administrativa lo mismo que de una decisión
jurisdiccional.231

35
Se verá más adelante (n. 6 del n' 462) que junto a estas tres funciones es necesario, en derecho
francés, considerar una cuarta función: la función o potestad constituyente. Esta presenta, en
efecto, todos los caracteres de una función jurídicamente distinta, reservada a un órgano diferente
del legislador propiamente dicho, que se ejerce en formas diferentes a las de la legislación y que
origina "leyes constitucionales" cuya fuerza es superior a la de las leyes ordinarias. Desde el punto
de vista de su naturaleza intrínseca, sin embargo, las prescripciones contenidas en la Constitución
no son absolutamente diferentes de aquellas que pueda contener una ley ordinaria, y la misma
materia puede regularse, bien por la vía constituyente, bien por la vía simplemente legislativa,
como lo demuestra por ejemplo el caso del Senado, cuya organización y composición han sido
desconstitucionalizadas por la ley de revisión de 14 de agosto de 1884 (art. 3) y devueltas, por lo
mismo, al órgano legislativo habitual.
740

La única característica absoluta y constante de las tres especies de actos es su


origen, su forma y su fuerza respectivos. Por lo demás, ¿cómo habría de causar
extrañeza que la distinción jurídica de las funciones se base en estas diferencias
de orden formal? Como se ha dicho desde el principio de este capítulo, el objeto
esencial de la teoría de las funciones es precisamente averiguar cuáles son las
vías y los medios por los cuales ejerce el Estado su actividad para desempeñar
sus diversos cometidos. La ciencia del derecho no es tanto la ciencia de los fines a
los que tienden las instituciones jurídicas, como la de los procedimientos técnicos
por medio de los cuales se persigue la realización de esos fines. Sin embargo, si
se tiene absoluto empeño en referirse a los fines que, en el derecho francés, han
determinado la formación distinta de las tres vías o funciones legislativa,
administrativa y jurisdiccional, es conveniente observar que estos fines son en
gran parte, a su vez, de orden formal. La distinción entre la legislación y la
administración responde ante todo al deseo de asegurar la preeminencia de las
Cámaras elegidas sobre las autoridades administrativas, reduciendo a éstas a una
función subalterna de ejecución de las leyes adoptadas por el Parlamento. El
cometido especial de la ley, en la época actual, es el de enunciar las voluntades
superiores del órgano que, con el nombre de órgano legislativo, está llamado a
dominar a todos los demás órganos del Estado. Igualmente, la separación entre la
jurisdicción y la administración se funda esencialmente en la necesidad de confiar
a arbitros distintos de las autoridades ejecutivas ordinarias, y de rodear de
especial seguridad, el enjuiciamiento de las cuestiones, sean o no litigiosas, para
cuya solución se creyó que las consideraciones de estricta legalidad o de pura
equidad habían de primar sobre cualquier otro motivo, en especial sobre los
motivos de utilidad práctica o de interés general. En todos estos aspectos, la
distinción de las funciones parece ser y deber ser de orden exclusivamente formal.
Sólo se justificaría su distinción "material" si el derecho público vigente, por lo
demás, hubiera establecido correspondencia entre la competencia de los diversos
órganos y el empleo de las diferentes formas de actividad estatal a categorías de
materias estrictamente limitadas y determinadas, de tal modo que ninguna
decisión pueda jamás constituir materia de dos clases de actos formalmente
diferentes. Pero se ha visto que gran número de decisiones o de disposiciones
pueden tomarse indistintamente por la vía legislativa o por la vía administrativa, y
que hasta entre aquellas que dependen de la función jurisdiccional, muchas
pueden ser objeto de un acto administrativo. Por lo tanto, para terminar, conviene
recordar (ver pp. 272-273, supra) que la Constitución no define las funciones
estatales
741

por la competencia ratione materiae de los órganos, sino únicamente por la


naturaleza o el grado de potestad que a cada uno de ellos pertenece. Más aún, la
Constitución ni siquiera se refiere a funciones, sino únicamente a poderes. Hay
que conformarse a las conclusiones que, en este sentido, se desprenden de los
textos constitucionales. En el derecho público francés, la distinción de las
funciones se reduce únicamente a la distinción de las diversas especies,
cualidades o grados de potestades inherentes a los diversos actos por los cuales
persigue el Estado la realización de sus fines, cualesquiera que éstos sean.
742

CAPITULO IV

SEPARACIÓN DE LAS FUNCIONES ENTRE

ÓRGANOS DISTINTOS

1. LA TEORÍA DE MONTESQUIEU SOBRE LOS TRES PODERES

Y SU SEPARACIÓN

270. La distinción y la definición de las funciones del Estado, que fueron


presentadas en los tres capítulos anteriores, se basan en un concepto político que
hace depender el grado de potestad y la energía de los efectos de los actos que
realizan las diversas autoridades estatales del origen de estas últimas, de su
régimen de organización y de las condiciones en las cuales ejercen su actividad.
La distinción positiva de las funciones responde, en efecto, como se ha visto, a la
idea de que los órganos estatales no tienen todos en igual grado la potestad de
Estado. Implica, pues, en derecho constitucional francés, la existencia en este
sentido de cierto reparto o separación de los poderes.

De hecho, la separación de los poderes, desde 1789, se tiene por uno de los
principios esenciales del derecho público francés. Se trata sin embargo de un
principio de origen completamente moderno. Establecido por primera vez en
Francia por la Asamblea nacional de 1789, como una de las bases de su obra de
regeneración política, sólo había hecho su aparición poco tiempo antes,
relativamente, de los acontecimientos revolucionarios. Bien es verdad que desde
la antigüedad la ciencia política se aplicó a denominar y clasificar las diversas
manifestaciones de la potestad estatal. Así, por ejemplo, Aristóteles distinguía en
ella tres operaciones principales: la deliberación, el mando y la justicia; y esta
distinción tripartita correspondía directamente a la organización entonces en vigor,
la cual comprendía la asamblea general o consejo encargado de deliberar sobre
los asuntos más importantes; los magistrados, investidos del poder de mandar y
de obligar, y los tribunales. Pero sería un error pretender remontar hasta
Aristóteles los orígenes de la teoría de la separación de poderes. Aristóteles, como
todos los antiguos, se empeña únicamente en discernir las diversas formas de
actividad de los órganos, y no piensa en establecer un reparto de las funciones
fundado en la distinción de los objetos que corresponden a cada una de ellas
(Saint-Girons, Essai sur la
743

séparation des pouvoirs, p. 17; E. d'Eichtal, Souveraineté du peuple, pp. 105 ss.;
Jellinek, UÉtat moderne, ed. francesa, vol. u, p. 298); y por otra parte, no
encuentra obstáculo en que al mismo tiempo la misma persona forme parte de la
asamblea deliberante, ejerza una magistratura y se siente en el tribunal.

En los tiempos modernos, Locke, que parece haber sido el primero en advertir la
utilidad de una separación de poderes, no consiguió desarrollar sobre este punto
una teoría suficientemente clara. En su Traite du gouvernement civil, escrito
inmediatamente después de la revolución de 1668 (caps, vi, xi ss.), Locke
distingue cuatro potestades: el poder legislativo, que presenta como el poder
preponderante; el poder ejecutivo, que queda subordinado al legislativo; y
además, el poder federativo, o facultad de dirigir las relaciones con el extranjero, y
la prerrogativa, que es el conjunto de los poderes discrecionales conservados
todavía en aquella época por el monarca inglés. Inspirándose en el estado de
cosas que imperaba entonces en Inglaterra, Locke aprueba y recomienda, en
cierta medida, la separación de las potestades legislativa y ejecutiva entre órganos
diferentes. Pero del mismo modo que no trata a estas dos potestades como
iguales e independientes entre sí, así tampoco llega, en definitiva, hasta afirmar la
necesidad absoluta de su separación orgánica. Lo que prueba esto es que no se
muestra extrañado de que el monarca de su tiempo acumule todas las funciones.
No solamente, en efecto, el rey de Inglaterra posee como propios, además de la
prerrogativa, los poderes ejecutivo y federal, que según Locke, aunque distintos,
no pueden atribuirse a personas diferentes, sino que también participa en la
potestad legislativa, en cuanto, por ejemplo, ninguna ley puede hacerse sin su
consentimiento. Locke reconoce esta acumulación sin reprobarla; muy al contrario,
saca argumento de ella, y en particular se basa en la potestad legislativa del rey
para mantener que éste debe considerarse como el "soberano", o sea el órgano
supremo del Estado. En el fondo, la doctrina de Locke se reduce, pues, a una
simple teoría de distinción de las funciones: bajo la reserva de que el rey por sí
solo no puede hacer la ley y que se halla sometido a esta última, no es aún una
doctrina de franca separación de los poderes (cf. Esmein, Éléments de droit
constitutionnel, 7 ed., vol, I, pp. 458 ss.; Jellinek, loe. cit., vol.II, p. 307).

271. Hay que llegar hasta Montesquieu para hallar la verdadera fórmula de
la teoría moderna de la separación de poderes, por lo cual el nombre de
Montesquieu se encuentra estrechamente unido a esta teoría. Entre él y sus
predecesores existe la diferencia capital de que no se limita ya a discernir los
poderes por medio de una distinción abstracta o racional de las funciones. Incluso
su doctrina referente a la naturaleza
744

intrínseca y al número de las funciones, carece de profundidad 1 y es a veces


bastante indecisa (ver supra, pp. 653 5., e infra, pp. 764-766). De lo que
Montesquieu se preocupa especialmente es de separar el ejercicio de ciertas
funciones entre titulares diferentes; incluso, a decir verdad, no distingue las
funciones sino desde el punto de vista de, esta separación práctica que, según él,
debe reinar entre ellas. Su teoría es, pues, franca y quizás exclusivamente, una
teoría de separación orgánica de poderes; y desde este punto de vista, no deja
nada que desear en cuanto a su precisión.
Lo que supone también la originalidad de esta doctrina es el hecho de enunciarse
en forma de un principio general, principio que Montesquieu formula como una de
las condiciones fundamentales de la debida organización de los poderes en todo
Estado bien ordenado.2 Y esto constituye una nueva diferencia entre él y sus
antecesores. Estos pudieron establecer algún signo característico de cierta
separación de los poderes en el sistema de organización estatal que existía en su
país y ante sus ojos; así es como Locke, al hablar de la separación de los poderes
legislativo y ejecutivo, no había hecho sino exponer el estado de cosas establecido
en la Constitución inglesa de su tiempo, Montesquieu no considera ningún Estado
en particular, sino que se refiere al Estado ideal; y lo que expone es un sistema de
separación de poderes destinado a aplicarse, en principio, en cada Estado", como
él mismo lo dice al principio de la exposición de su doctrina (Esprit des lois, libro xi,
cap. VI).
Sin embargo, no es la especulación abstracta lo que llevó a Montesquieu a
descubrir este principio general. Mucho antes de haber sido enunciada en Francia
en forma de principio, la separación de poderes había empezado a practicarse, en
cierta medida, en Inglaterra. Allí, se había establecido la práctica de la misma, no
en virtud de un principio preconcebido análogo al que desarrolla Montesquieu, sino
por efecto de una lenta evolución histórica y bajo la influencia de las
circunstancias. Fue el producto de la lucha secular sostenida por el Parlamento
inglés contra la potestad real, con objeto de limitar los derechos de la Corona
mediante esas dos asambleas, consideradas como representantes del pueblo
inglés. El resultado de esta lucha fue, especialmente después de la revolución de
1688, el establecimiento de cierto equilibrio de potestad
232

1
Por esto se reprochó a Montesquieu el no haber proporcionado los elementos detallados
de una definición de la función administrativa (ver sin embargo n' 280, infra). La "potestad ejecutiva
de las cosas que dependen del derecho de gentes"', de la que hace uno de los tres crandes
poderes, corresponde simplemente al poder federativo de Locke (Esmein, loe. cit., p. 461: Jellinek,
loe. cit., vol. u, p. 308).
2
(Indudablemente, a esta clase de Estados es a los que convienen los calificativos de "Estado
moderado'' y de "gobierno temperado", que se encuentran a veces en el Esprit des lois (ver lib. IX,
caps, IV y VIII).
745

entre la realeza y las Cámaras, que se obtuvo, especialmente, por medio de una
distribución entre dichos órganos de los poderes legislativo y gubernamental. Este
reparto y este equilibrio habían sido ampliamente realizados, cuando fue
Montesquieu, durante dos años (1729-1731), a estudiar sobre, el terreno las
instituciones inglesas. Las observaciones que realizó le llevaron a extraer una
teoría general que trajo a Francia y que expone en el más famoso de los capítulos
del Esprit des lois, el cap. vi del libro xi, titulado "De la constitution d'Angleterre".
Con este título trata Montesquieu, en realidad, de una Constitución ideal;
generaliza;3 y por cierto, la separación de los poderes, tal como la expone, va
mucho más allá de lo que pudo observar entre los ingleses.
272. El punto de partida de la doctrina de Montesquieu queda enunciado en
un capítulo anterior (libro XI, cap. IV) del que es conveniente destacar las
proposiciones siguientes, que se han hecho célebres: "Es una experiencia eterna
que todo hombre que tiene poder se ve llevado a abusar del mismo: va hacia
adelante hasta que tropieza con límites. Para que no se pueda abusar del poder,
es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder detenga al poder". En
este párrafo, Montesquieu denuncia el vicio y pronuncia la condena del régimen
autocrático o régimen del poder absoluto. Cuando en un Estado todos los poderes
quedan reunidos en manos de un titular único, bien sea un hombre o una
asamblea, I la libertad pública está en peligro. Es evidente, en efecto, que la
persona o el cuerpo político que es dueño de todos los poderes a la vez, posee
un? potestad ilimitada, puesto que no existe, fuera de él, ninguna potestad que
pueda limitar la suya. Ahora bien, el peligro de toda potestad sin límites es la
posible opresión de los ciudadanos; éstos, frente a tal potestad, quedan expuestos
a la arbitrariedad. Para evitar este peligro, es indispensable, en el principio y en la
base de toda organización de los poderes, hallar una combinación que, al
multiplicar las autoridades públicas y al repartir entre ellas los diversos atributos de
la soberanía, tenga por objeto limitar respectivamente la potestad de cada una de
ellas por la potestad de las autoridades vecinas, de tal modo que ninguna pueda
llegar jamás a una potestad excesiva. Este es el problema que debe resolverse.
Según Montesquieu, la solución de este problema consiste en separar tres
funciones estatales, las funciones legislativa, ejecutiva y judicial, para entregarlas
respectivamente a tres órganos distintos de poseedores. "Todo estaría perdido —
dice Montesquieu (libro XI, cap. VI)— si el mis-
233

3 El mismo declara, al final del capítulo en cuestión, que no se limitó a presentar un cuadro de la
Constitución inglesa, y que no pretende tampoco haber trazado el cuadro fiel de la misma: "No me
toca a mí examinar si los ingleses gozan actualmente o no de dicha libertad. Me basta con decir
que sus leyes la establecen, y no me preocupo de más."
746

mo hombre o el mismo cuerpo ejerciera esos tres poderes: el de hacer las leyes,
el de ejecutar y el de juzgar". Y Montesquieu desarrolla el principio así formulado,
justificándolo por la triple consideración siguiente:
En primer lugar es preciso que los poderes legislativo y ejecutivo estén
separados. Existen para ello dos razones. La primera se refiere a la idea misma
que Montesquieu tiene de la ley. En el régimen del Estado legal, es decir, en el
régimen que tiende a asegurar a los ciudadanos la garantía de la legalidad, lo que
a los ojos de Montesquieu constituye el valor protector de esta garantía es que la
ley es una regla general, abstracta, concebida, no en vista de un caso aislado sino
preexistente a los hechos particulares a los que habrá de aplicarse. La ley es
justa, porque es igual para todos ("Debe ser la misma para todos". Declaración de
los derechos del hombre y del ciudadano de 1789, art. 6), y porque sus preceptos,
al ser formulados para el porvenir, no han sido inspirados al legislador por
preocupaciones actuales de personas o de casos particulares (Esmein, Éléments,
1 ed., vol. i, p. 23; Duguit, L'État, vol. i, pp.470 ss.). Pero, si la ley ha de concebirse
así de una manera desinteresada, es preciso que no pueda ser dictada por la
autoridad gubernamental o administrativa, es decir, por aquella misma que, siendo
la llamada a ejecutarla y también a servirse de ella, pueda tener interés en que
esté orientada en tal o cual sentido. A diferencia del legislador, en efecto, la
autoridad ejecutiva está acostumbrada a actuar y a adoptar medidas oportunas,
con ocasión de los casos particulares y en consideración a los acontecimientos o
necesidades diarias. Así, si retuviera al mismo tiempo la potestad legislativa, sería
muy tentador para ella formular leyes de circunstancias, que respondiesen a su
política, a sus preferencias, quizás a sus pasiones, del momento actual. En una
palabra, y como dice Montesquieu (loe. cit.), sería muy de temer que el monarca
mismo o el Senado hicieran leyes tiránicas para ejecutarlas tiránicamente también.
En estas condiciones, no existe libertad; pues el mismo cuerpo de magistratura,
como ejecutor de las leyes, posee toda la potestad que se ha dado a sí mismo
como legislador; y así, puede destrozar al Estado por sus voluntades generales.
Por otra parte, si los poderes legislativo y ejecutivo estuvieran reunidos en las
mismas manos resultaría con ello que la autoridad encargada de ejecutar no se
consideraría obligada por las leyes vigentes, puesto que sería dueña de
abrogarlas; o también podría, en virtud de su potestad legislativa, modificarlas en
el momento mismo de la ejecución, y así los ciudadanos, sorprendidos por esta
legislación originada en la arbitrariedad del momento, verían desvanecerse toda la
garantía del régimen de la legalidad.
Por las mismas razones, Montesquieu sostiene que es necesario
igualmente separar las potestades legislativa y judicial. Si así no fuera,
747

el juez, al ser al mismo tiempo legislador, podría él también, bien separarse de la


ley, bien cambiar ésta según su capricho, y ello en el instante mismo en que
tuviera que aplicarla. Entre las manos de semejante juez, declara Montesquieu, el
poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario.
Finalmente, dice Montesquieu que es necesario que el poder judicial esté
separado del ejecutivo, por más que en ciertos aspectos la justicia parece haber
sido tratada por él como una dependencia de la ejecución de las leyes (ver supra,
pp. 653 ss.). En efecto, si estas dos potestades pertenecieran a un mismo dueño,
éste podría tener fuerza de opresor. La opresión resultaría del hecho de que el
agente ejecutivo, que además sería juez, podría, en el curso de la ejecución,
desnaturalizar el alcance de la aplicación de las leyes mediante juicios
tendenciosos e inicuos, según tuviera interés en que dicha ejecución se hiciera en
determinado sentido o produjera ciertos efectos determinados de antemano. En el
fondo, la separación de las funciones de juzgar y de ejecutar no es también sino
uno de los medios destinados a asegurar el mantenimiento de la legalidad.
Toda la demostración de Montesquieu, por lo demás, gira alrededor de esta
idea principal: asegurar la libertad de los ciudadanos, proporcionándoles, mediante
la separación de los poderes, la garantía de que cada uno de éstos se ejercerá
legalmente (Esmein, Éléments, 1 ed., vol. i, pp. 461 55.; Saint-Girons, op. cit., p.
95; Orlando, Principes de droit public et constitutionnel, ed. francesa, pp. 95-96;
Jellinek, loe. cit., vol. II, p. 325; Rehm, Allg. Staatslehre, p. 234) .4Únicamente, en
efecto, la separación de los poderes puede proporcionar a los gobernados una
seria garantía y una eficaz protección. Por ejemplo, si se pretende limitar la
potestad de la autoridad administrativa, no es suficiente formular en principio que
ésta sólo podrá actuar en virtud de poderes legales; es necesario además que no
pueda por sí misma, ni crear una ley, ni modificar la legislación vigente. Si tuviera
capacidad para establecer modificaciones a las leyes, sólo tendría que cumplir con
una simple formalidad cada vez que quisiera aumentar sus poderes, y el principio
de la administración legal no tendría así más valor que el de un vano formalismo.
Para que este principio adquiera eficacia es necesario que la modificación de las
leyes dependa, no ya de la voluntad del que ha de servirse de ellas
234

4
Montesquieu definió perfectamente la relación entre la libertad y la legalidad: "La libertad, dice
(lib. xi, cap. ni), es el derecho de hacer todo aquello que permiten las leyes". Y un poco más
adelante (cap. iv) añade: "Una Constitución puede ser tal que nadie esté obligado a realizar las
cosas a las cuales no le obliga la ley, y a no realizar aquellas que la ley le permite". Los ciudadanos
del Estado que poseen semejante Constitución poseen la libertad, o sea "la tranquilidad de espíritu
que proviene de la opinión que cada uno tiene de su seguridad" (cap. VI).
748

ejecutándolas, sino de un órgano distinto. Así, por ejemplo, en una monarquía en


la que corresponda al rey administrar y al mismo tiempo hacer la ley (en forma de
sanción), el monarca no podrá emitir decretos legislativos sino con el asentimiento
del Parlamento. De esta manera, "la ley tiene su guardián", como dice O. Mayer
(Droit administratif allemand, ed. francesa, vol. i, p. 85), y los derechos del
Parlamento limitan útilmente a los del príncipe, el cual, por lo tanto, se halla en la
imposibilidad de darse o de extender, por su propia voluntad, su potestad
ejecutiva.
273. La doctrina de Montesquieu se refiere pues esencialmente al sistema
del "Estado de derecho". Sin embargo, por la fuerza de las cosas, y aunque tenga
por objeto principal salvaguardar la libertad civil, esta doctrina implica también
ciertas disposiciones que deben tomarse con vistas a asegurar la libertad de las
autoridades públicas mismas, en sus relaciones las unas con las otras, por cuanto
se trata, para cada una de ellas, del ejercicio del poder que le está especialmente
atribuido. Este es un nuevo aspecto, muy importante por cierto, del asunto. En
efecto, la división de las competencias y la especialización de las funciones, no
pueden, por sí solas, ser suficientes para realizar la limitación de los poderes. Para
que esta limitación se halle asegurada, es necesario, además, que ninguna de las
tres clases de titulares de los poderes posea o pueda adquirir superioridad, que le
permitiera dominar a las otras dos, y que por lo mismo, podría poco a poco
degenerar en omnipotencia. Y para ello, es indispensable que los titulares de los
tres poderes estén, no solamente investidos de competencias distintas y
separadas, sino también convertidos, por su constitución orgánica, e
independientes e iguales los unos respecto de los otros. Sólo con esta condición
podrán efectivamente ilimitarse y detenerse entre sí. ¿De que serviría, por
ejemplo, haber separado la función ejecutiva de la función legislativa, si la persona
del titular del Ejecutivo había de estar bajo la dependencia del cuerpo legislativo?'
5
¿Cómo la separación de la justicia podría ser eficaz, si los jueces dependieran
personalmente de la autoridad ejecutiva? Así pues, la teoría de Montesquieu sobre
los tres poderes y su separación no puede reducirse a un sistema de reparto
objetivo de las funciones entre titulares diferentes; ¿pero entraña necesariamente
como consecuencia la inde-
235

5
Esta es una de las razones por las cuales Montesquieu (lib. ix, cap. vi) declara que "en un Estado
libre, la potestad legislativa (o sea el cuerpo legislativo) no debe tener el derecho de detener la
potestad ejecutora". Le reconoce únicamente "la facultad de examinar de qué manera las leyes que
ha hecho han sido ejecutadas". "Pero —añade inmediatamente—, sea el que fuere este examen, el
cuerpo legislativo no debe tener la facultad de juzgar la persona, y por consiguiente la conducta del
que ejecuta. Su persona debe ser sagrada, porque siendo necesaria al Estado para el cuerpo
legislativo no llegue a ser tiránico, en el momento en que se le acusara o juzgara ya no existiría la
libertad."
749

pendencia subjetiva de los órganos? 6 Y entonces se puede precisar el completo y


profundo alcance de esta teoría diciendo que tiende esencialmente a constituir tres
grandes potestades, las cuales habrían de ser puestas en condiciones, por las
circunstancias mismas de su organización, de defenderse cada cual contra toda
invasión de las otras dos, es decir, de mantener su independencia en el ejercicio
de las atribuciones que les pertenecen como propias en virtud de la separación de
poderes. Desde este punto de vista, sobre todo, la teoría de Montesquieu mereció
ser calificada como sistema de frenos y de contrapesos, o también teoría de la
balanza y del equilibrio de los poderes. El mismo promovió esta denominación por
la descripción que hace de este equilibrio: "Para constituir un gobierno moderado,
hay que combinar las potestades, regularlas, atemperarlas, hacerlas actuar; dar,
por decirlo así, un lastre a cada una para ponerla en condiciones de resistir a las
otras; es una obra maestra de legislación, que raramente se consigue por la suerte
y que muy pocas veces se deja realizar a la prudencia" (Esprit des lois, libro v,
cap. XIV).
274. Particularmente en este último aspecto, la doctrina de Montesquieu es
muy diferente de la que profesó en esta materia Rousseau. Bien es verdad que en
cierto sentido se pudo decir que Rousseau admite una separación de poderes, por
ejemplo de los poderes ejecutivo y legislativo (Esmein, Éléments, T ed., vol. I, pp.
464 ss.). En efecto, si, según el Contrat social, todos los poderes, en principio, se
hallan contenidos y reunidos en el pueblo, por otra parte, sin embargo, el pueblo,
que en su cualidad de soberano hace la ley, es decir, que dicta las reglas
generales, no debe proveer por sí mismo a su ejecución, es decir, a su aplicación
en cada caso particular. La razón que de ello da Rousseau es en primer lugar que
esta clase de democracia sería impracticable (Contrat social, lib. III cap. IV), y
además que "no es conveniente que el cuerpo del pueblo desvíe su atención hacia
miras generales para aplicarlas a los objetos particulares" (ibid.). De donde se
deduce esta conclusión: "La potestad ejecutiva no puede pertenecer a la
generalidad, porque esta potestad sólo consiste en actos particulares" (lib. III, cap.
I). Por ello, Rousseau coloca, junto al pueblo, legislador o soberano, al "gobierno"
o "cuerpo encargado de la ejecución de las leyes"; y con esto, parece que la
potestad legislativa y la potestad ejecutiva se encuentren desunidas y separadas.
Pero no se trata aquí sino de una separación aparente. En realidad Rousseau no
admite sino un poder único, el poder legislativo, que con-
236

6
En este sentido, cabe considerar como fundada, a pesar de las críticas de Duguit (Manuel de droit
constitutionnel, 1* ed., p. 333), la afirmación de Artur ("Séparation des pouvoirs et séparation des
fonctions", Revue du droit public, vol. xiv, p. 43) : "El primer elemento constitutivo de todo poder es
la separación de las funciones. El segundo es una independencia suficiente de los depositarios de
cada función."
750

funde con la soberanía; y sobre todo, no admite que el "gobierno" o Ejecutivo


pueda contrarrestar al cuerpo legislativo. Su doctrina respecto de este punto se
precisa del modo más claro al principio del lib. III, cap. I. La relación entre la
potestad legislativa y la potestad ejecutiva, dice, es idéntica a la que existe entre la
voluntad o potestad moral que determina un acto y la fuerza o potestad física que
lo ejecuta. La potestad legislativa es la voluntad determinante. La potestad
ejecutiva no es más que la fuerza puesta al servicio de esta voluntad. En otros
términos, el gobierno queda estrictamente subordinado al soberano, "del cual no
es más que el ministro". Así pues, define Rousseau al gobierno como "un cuerpo
intermedio establecido entre los subditos y el soberano"; intermedio en el sentido
de que "recibe del soberano órdenes que transmite a los subditos". Todo esto
viene a significar que no existe en el Estado sino un solo poder digno de este
nombre, el poder legislativo o soberanía, y así es efectivamente como la doctrina
de Rousseau será comprendida y aplicada por la Convención: "El consejo
ejecutivo —dice Condorcet en su dictamen sobre la Constitución de 1793— no
debe considerarse como un verdadero poder. No debe querer. Es la mano con la
cual actúan los legisladores; el ojo por el cual observan los detalles de la ejecución
de sus decretos". 7
Así pues, mientras Montesquieu ni siquiera parece preocuparse por conciliar su
teoría separatista con el principio de la unidad, sea del Estado o de su potestad,
Rousseau rechaza la idea de que puedan coexistir diferentes poderes iguales y
autónomos. Lejos de admitir la pluralidad de los poderes, afirma y se aplica a
demostrar la unidad del poder. A dicha demostración consagra particularmente el
segundo capítulo del lib. II del Control social, donde expone "que la soberanía es
indivisible": "Nuestros políticos —dice allí—, al no poder dividir la soberanía en su
principio, la dividen en su objeto: la dividen en fuerza y voluntad, en potestad
legislativa y potestad ejecutiva; en derechos de impuesto, de justicia y de guerra;
en administración interior y potestad para tratar con el extranjero. . . Este error
proviene de no haberse formado conceptos exactos de la autoridad soberana, y de
haber tomado como partes de esta autoridad las que sólo eran emanaciones de la
misma. . . Cada vez que se cree ver dividida a la soberanía, se incurre en error:
los derechos que se toman como partes de esta soberanía están todos
subordinados a la misma y suponen siempre voluntades supremas
237

7
La doctrina del contrato social implica igualmente que el poder judicial sólo puede consistir en la
ejecución de las leyes o voluntades del soberano y que, por consiguiente, queda comprendido en
el poder ejecutivo. Rousseau reconoce, sin embargo, que el ejercicio de la justicia debe
corresponder a jueces distintos de los magistrados encargados de la administración (Esmein,
Éléments, 1" ed., vol. i, p. 465).
751

de las cuales estos derechos sólo proporcionan la ejecución." Todo este pasaje
constituye, por parte de Rousseau, una negativa directa de la idea primera sobre
la que se basa la teoría de la separación de poderes (Duguit, Traite, vol. I, pp. 119
y 355).
275. Desde su aparición, la teoría de Montesquieu tuvo una resonancia
considerable. Llegaba muy a propósito, en un tiempo en que el sistema de la
monarquía absoluta había pasado de su apogeo en Francia y estaba destinado a
una destrucción próxima. Uno de los caracteres principales de la Constitución
francesa de los últimos siglos antes de 1789 era, en efecto, la concentración de
todos los atributos de la potestad estatal en la persona del rey, que encarnaba en
sí todos los poderes o, por lo menos, del cual emanaban todos los poderes. Por
reacción contra este absolutismo, la separación de los poderes estaba llamada a
ser uno de los dogmas políticos fundamentales de los hombres que prepararon y
dirigieron la Revolución; desde el comienzo de ésta se consagró, en la forma
solemne de principio absoluto, por el art. 16 de la Declaración de los derechos del
hombre y del ciudadano: "Toda sociedad en la cual la separación de los poderes
no está determinada, carece de Constitución". Se verá más adelante la enorme
influencia que este dogma ejerció sobre las Constituciones de la época
revolucionaria.
Desde dicha época, la doctrina de Montesquieu siguió hallando en Francia
un terreno favorable para su desarrollo. Durante el curso del siglo XIX, la
separación de poderes ha sido constantemente recordada e invocada por los
publicistas franceses. Esto se debe, en gran parte, a la inestabilidad constitucional
que sufrió Francia en el período de 1789 a 1875. Por razón de los frecuentes
cambios de régimen que se sucedieron en dicha época, no pudieron establecerse
tradiciones firmes, que determinaran con precisión y certeza los derechos
respectivos de las grandes autoridades constituidas. Resultó de ello que estas
autoridades vivieron frecuentemente desconfiando las unas de las otras, temiendo
ser víctimas de alguna usurpación por parte de la que, entre ellas, parecía ser más
poderosa. Y de hecho fue necesario en muchas ocasiones invocar la separación
de poderes, con objeto de contener o de mantener a tal o cual de las autoridades
citadas dentro de los límites de su legítima competencia (cf. E. d'Eichtal, op. cit.,
pp. 144 ss.).
El principio de la separación de poderes debió, pues, a causas políticas la
importancia que adquirió durante mucho tiempo en Francia. Hoy día, por el
contrario, y gracias a la desaparición de estas causas, el prestigio de la teoría de
Montesquieu parece estar en baja, al menos en la literatura jurídica.
Indudablemente, esta teoría tiene aún, entre los juristas franceses, eminentes
defensores. A la cabeza de todos conviene citar a Esmein (Éléments, 7* ed., vol. I,
pp. 467 ss.), quien sostiene que los ata
752

ques dirigidos contra ella sólo tienen fundamento en la medida en que se refiere,
no ya a la separación misma de los poderes, sino a las consecuencias exageradas
que a veces se dedujeron de ella. Michoud (Théorie de la personnalité moróle, vol.
I, pp. 281 ss.) expone idéntica tesis. Saint-Girons, en su Essai sur la séparation
des pouvoirs, pp. 138 ss., se aplicó a justificar el principio de Montesquieu
refutando las críticas de que había sido objeto. Y Aucoc, en su dictamen a la
Academia de Ciencias Morales y Políticas sobre la obra de Saint-Girons (op. cit.,
p. XVII, declara a su vez que la mayor parte de dichas críticas "se fundan en
malentendidos".
Pero, junto a estos defensores, la teoría de la separación de poderes
cuenta hoy día con numerosos adversarios cuyo número parece ir creciendo sin
cesar. Se la atacó, primero, desde el punto de vista de su valor político. El
principio de Montesquieu, díjose, es ante todo un principio restrictivo y creador de
impedimentos, que divide el poder, en efecto, entre sus titulares, de tal modo que
cada uno de ellos, encerrado dentro de un círculo de atribuciones especiales,
queda condenado a vegetar en un estado de penuria, que equivale a una especie
de impotencia. Suponiendo que la libertad pública salga gananciosa con esto, la
potestad de acción del Estado se encuentra en cambio singularmente disminuida,
y se ha hecho observar que en período de crisis este parcelamiento del poder
podría tal vez tener por efecto aplicar a los gobiernos de los Estados una parálisis
desastrosa para el país. Análoga idea se expresó al decir que el equilibrio
respectivo de los poderes engendraría su inmovilidad, que haría imposible la vida
del Estado.8 Por otra parte, se ha observado que al seccionar y desmenuzar el
poder entre autoridades que nada pueden la una sin la otra, el sistema de la
separación desmenuza al mismo tiempo las responsabilidades, de tal forma que,
al cometerse una falta, ya no sabrá el país quién es el responsable. Estas
diferentes críticas han sido formuladas particularmente por Woodrow Wilson, el
cual, en su Gouvernement congressionnel, endereza una verdadera requisitoria
contra el régimen separatista establecido en los Estados Unidos. "La Constitución
inglesa —dice este autor, que recuerda, a este respecto, una palabra de
Bagehot— tiene por principio escoger una sola autoridad soberana y hacerla
buena: el principio de la Constitución norteamericana es tener
238

8
Esta objeción había sido prevista por el mismo Montesquieu, que sólo le opone una contestación
muy débil: "He aquí, pues, la constitución fundamental del gobierno de que estamos tratando.
Como el cuerpo legislativo se halla compuesto de dos partes, una de ellas arrastrará a la otra por
su mutua facultad de impedir. Ambas estarán ligadas por la potestad ejecutora, la cual a su vez
estará obligada por la legislativa. Estas tres potestades habrían de formar (así) un reposo o una
inacción. Pero, como por el movimiento necesario de las cosas se ven obligadas a moverse,
habrán de moverse de acuerdo" (Esprít des lois, lib. XI, cap. VI). Bajo la influencia, bien sea de las
críticas teóricas formuladas por la escuela alemana, bien de las observaciones de hecho fundadas
en datos de la experiencia, se ha formado igualmente, en Francia, una escuela que le niega al
principio de Montesquieu todo valor jurídico así como toda posibilidad de realización postiva. A la
cabeza de este movimiento se ha
753

varias autoridades soberanas, en la esperanza de que su número compensará su


inferioridad" (op. cit., ed. francesa, p. 331). Este es, según W. Wilson, "el resultado
práctico del parcelamiento que se ha imaginado en nuestro sistema político. Cada
rama del gobierno ha recibido una pequeña parcela de responsabilidad, a la cual
puede sustraerse fácilmente la conciencia de cada funcionario. Cualquier culpable
puede hacer recaer su responsabilidad sobre sus camaradas. ¿Cómo puede el
maestro de escuela, quiero decir la nación, saber cuál es el alumno que hay que
azotar? No se puede negar que así parcelada la autoridad y disimulada de este
modo la responsabilidad, sean a propósito para paralizar notablemente al gobierno
en caso de peligro" (ibid., pp. 302-303). De donde deduce esta conclusión: "Tal
como está constituido, el gobierno federal carece de fuerza, ya que sus poderes
se encuentran divididos; carece de prontitud o rapidez, porque los poderes
encargados de actuar son demasiado numerosos; es difícil de manejar, porque no
procede directamente; carece de eficacia, porque su responsabilidad es vaga. .
Este es el defecto al que me refiero continuamente" (ibid., pp. 340-341).
Se trata aquí de críticas de orden principalmente político. Desde el punto de
vista estrictamente jurídico, de Alemania vinieron en primer lugar los ataques. Los
autores alemanes impugnaron la idea francesa de la separación de poderes, no
solamente declarándola inconciliable con el sistema monárquico de su derecho
nacional, sino también tratando de probar que, de una manera general, es
inaplicable, a causa de que su aplicación destruiría la unidad del Estado. Así, por
ejemplo, Laband, que ha sido uno de los principales representantes de la doctrina
establecida en la Alemania monárquica respecto de la cuestión de la separación
de los poderes, dice (Droit public de l'Empire Allemand, ed. francesa, vol. II, p. 268
que el principio de esta separación es rechazado unánimemente por la ciencia
alemana y hasta añade que sería superfluo volver a refutar de nuevo este
principio, que se encuentra hoy día definitivamente condenado y abandonado.
Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. n, pp. 161 ss., 314 ss.) demuestra igualmente
que la teoría de Montesquieu respecto de los tres poderes y su separación no es,
ni lógicamente aceptable, ni prácticamente realizable (ver: v. Mohl, Geschichte und
Literatur der Staatswissenschaft, vol. I, pp. 280 ss.; Stein, Verwaltungslehre, vol. I,
p. 18; G. Meyer, Lehrbuch des deutschen Staatsrechts, 6 ed., pp. 28 135).
Bajo la influencia, bien sea de las críticas teóricas formuladas por la escuela
alemana, bien de las observaciones de hecho fundadas en datos de la
experiencia, se ha formado igualmente, en Francia, una escuela que le niega al
principio de Montesquieu todo valor jurídico así como toda posibilidad de
realización positiva. A la cabeza de este movimiento se ha
754

colocado Duguit, que ya en su estudio sobre La séparation des pouvoirs el


FAssemblée nationale de 1789 (pp. 116 ss.) calificaba a la "teoría de los tres
poderes separados" como "teoría artificial, hecha para falsear los resortes de la
vida social y política", "contraria a la observación científica de los hechos", y que
decía también de ella que ha sido "irremediablemente condenada por experiencias
concluyentes", por aquellas experiencias realizadas durante la Revolución. En su
gran obra sobre L'État (vol. II pp. 281 ss,) repite Duguit estos ataques. Partiendo
de la idea de que la organización de los poderes debe tener por fin asegurar la
coparticipación de los gobernantes, declara que "cualquier teoría que se refiera de
cerca o de lejos a la separación de los poderes no alcanza este objeto y se halla,
por lo mismo, condenada a la impotencia"; añade que no solamente "la separación
de los poderes está en contradicción con la realidad social", sino también que "se
sufrió una extraña equivocación" cuando se concibió "la idea de que existía en
esto un sistema protector del individuo contra la arbitrariedad gubernamental".
Actualmente, este autor mantiene en su Traite, (vol. I, pp. 346 ss.. 360) sus
anteriores apreciaciones respecto de la separación de poderes, y las resume
diciendo (p. 361) que "el concepto de un poder soberano, uno en tres poderes, es
un concepto inadmisible dentro de una construcción positiva del derecho público".
Numerosos escritores franceses se han adherido a estas opiniones. Al hablar de la
separación de poderes, Moreau (Le reglement administranf, p. 263) dice: "Este
supuesto principio, que no es en el fondo sino un concepto oscuro, estorba
indebidamente a nuestro derecho público, embrolla muchas cuestiones, falsea
gran número de soluciones". Declara también este autor (Pour le régime
parlementaire. p. 183) que "el principio de la separación de poderes es una
quimera, una idea imaginaria; ni es susceptible de una distribución precisa, ni
tampoco de una aplicación razonable". Cahen (La loi et le reglement, pp. 27 ss.)
reconoce "la quiebra del principio", el cual no hay que considerar ya sino como "un
dogma envejecido o una fórmula vana", y afirma que, "de hecho, no existen ni
poderes ni separación". Según E. d'Eichtal (op. cit., pp. 89-90), el antiguo adagio
de la separación de poderes, supuesta prenda y garantía de la libertad y del
orden, está bien para inscribirse en el frontispicio de los edificios públicos, pero en
la práctica "se ve que de axioma o de dogma y por efecto de la presión de los
hechos, ha quedado reducido a simple fórmula".9 En suma, con-
239

9
Una fórmula: tal es también la apreciación de Larnaude (¿'La séparation des pouvoirs et la justice
en France et aux États-Unis", Revue des idees, 1905, p. 339) : "La separación de los poderes no
es más que una fórmula, y con fórmulas no se gobierna. Montesquieu, mediante esta fórmula,
indicó, sobre todo, el desiderátum de su tiempo y de su país. No pudo ni quiso resolver, de una
manera definitiva y para siempre, todas, las cuestiones que puede originar el gobierno de los
hombres."
755

cluye un autor, que, aunque no es jurista, advirtió perfectamente y descubrió las


debilidades jurídicas de la separación de poderes, "la idea de que el mejor medio
de asegurar el funcionamiento regular de un gobierno libre sería separar los
poderes entre cuerpos independientes, esta idea está bien muerta, y puede leerse
su oración fúnebre en todos los tratados de derecho público fundados en la
experiencia de un Estado centralizado" (Seignobos, "La séparation des pouvoirs",
Revue de París, 1895, vol. I, p. 727).10
276. Un caso digno de notarse, sin embargo, es que, mientras la doctrina
de Montesquieu caía así en descrédito en gran parte de la literatura francesa, se
dibujó un renacimiento en favor de esta doctrina entre los autores alemanes, que
tan unánimemente hostiles eran antes a toda idea de separación de poderes. El
primer jurista alemán que haya tomado posición claramente en este nuevo sentido
fue O. Mayer (op. cit., ed. francesa, vol. I, pp. 84 ss.), que decía a este respecto:
"Hemos adoptado el principio de la separación de poderes según el modelo
francés y se halla aquí en plena actividad y en pleno vigor". Según O. Mayer es un
error de la ciencia alemana haber negado la posibilidad de la separación y haber
hecho un "espantajo" de esta última. No solamente puede realizarse la
separación, sino que también ha sido realizada en Alemania;
240

10
Así como las teorías de Rousseau respecto de la soberanía popular compuesta de soberanías
individuales suscitaron, en la literatura del derecho público, una reprobación que ha llegado a ser
casi general, las ideas de Montesquieu sobre la organización de los poderes continúan gozando de
una reputación de liberalismo, de mesura y de sagacidad, que. Aun actualmente, les asegura
amplio favor. En realidad, bajo un aspecto de sabio liberalismo, las ideas expuestas en el capítulo
sobre la Constitución de Inglaterra han sido, tal vez, más perjudiciales que los sofismas del
Contrato social; pues éstos sólo pudieron ser aceptados por espíritus fáciles de seducir, mientras
las doctrinas separatistas de Montesquieu ejercieron su influencia hasta en los medios más
esclarecidos. Ahora bien, esta influencia es realmente disolvente, porque la separación de los
poderes, al descomponer la potestad estatal en tres poderes, cada uno de los cuales sólo tiene
una capacidad de acción insuficiente, no lleva a nada menos que a destruir en el Estado la unidad
que es el principio mismo de su fuerza. Rousseau, al menos, había respetado esta necesaria
unidad. Desde otro punto de vista, Montesquieu realizó obra inoportuna cuando (Esprit des lois, lib.
XI, cap. VII) opuso, una a otra, la libertad de los ciudadanos y la "gloria" del Estado, dando a
entender que una Constitución no puede pretender realizar la segunda sino a condición de
sacrificar la primera; como si, en la incesante lucha de los pueblos, los ciudadanos pudiesen
esperar conservar una verdadera libertad en un Estado disminuido en "gloria", o sea, en el fondo,
en potestad de acción y, por consiguiente, también en capacidad para defenderse y mantener su
rango. Sobre este último punto, las ideas de Montesquieu presentan con las teorías de Rousseau
sobre la soberanía popular, la analogía de poder convenir sólo a un pequeño Estado cuya
existencia esté garantizada por las condiciones del equilibrio general entre las grandes potencias.
Aquí, en efecto, es posible que, a falta de gloria, los ciudadanos, en el florecimiento de
instituciones que tengan por único objeto aumentar su libertad, consigan gozar de los beneficios de
una vida fácil. Pero, en cuanto a los grandes Estados, la dura tarea a la que han tenido que hacer
frente hasta ahora no les ha dado la posibilidad de abandonarse a esta quietud burguesa.
756

es éste un hecho que se impone sobre todas las afirmaciones o apreciaciones


formuladas en sentido contrario. De hecho, el derecho público de las monarquías
alemanas quiso que detrás de los poderes legislativo y ejecutivo no existiese una
sola e idéntica voluntad: la voluntad del príncipe, que es dueña del poder
ejecutivo, no debe serlo del poder legislativo; el rey sólo puede hacer la ley
mediante el consentimiento de la asamblea elegida. Es pues un error, concluye O.
Mayer, el creer que la separación de poderes es incompatible con el principio de la
monarquía, pues se halla consagrada por el derecho monárquico de los Estados
alemanes.
Esta tesis ha sido recogida por Anschütz (Begriff der gesetzgebenden
Gewalt, 2* ed., pp. 9 ss.), que sostuvo, particularmente en lo que se refiere al
derecho prusiano, que la separación de poderes se encontraba establecida en el
mismo y claramente formulada por los tres textos siguientes de la Constitución de
1850: art. 45: "Al rey únicamente le pertenece la potestad ejecutiva"; art. 62: "La
potestad legislativa se ejerce en común por el rey y las dos Cámaras"; art. 86: "La
potestad judicial se ejerce en nombre del rey por tribunales independientes que no
están sometidos a más autoridad que la de la ley". Estos textos, observa
Anschütz, señalan muy correctamente que las limitaciones impuestas por la
Constitución a la potestad del rey, por lo que se refiere a la legislación y a la
justicia, sólo tienen por objeto el ejercicio de estas funciones. En principio, el
monarca prusiano es el titular nominal de los tres poderes. Ejerce plenamente por
sí mismo, o por las autoridades que le están subordinadas, uno de ellos, el poder
ejecutivo. Pero de ningún modo puede ejercer por sí mismo el poder judicial; y en
cuanto al poder legislativo., no puede ejercerlo sino con el concurso de las
Cámaras. En esto precisamente consiste la separación de poderes. Y Anschütz
alaba vivamente a O. Mayer por haber sabido discernir en el derecho monárquico
alemán la existencia de esta separación, que había sido desconocida durante
mucho tiempo antes de él.11
Pero estos autores se hacen ilusiones al creer que han reahibilitado así la
idea de la separación de poderes. Entre esta última y el sistema de reparto de las
competencias, o más exactamente de limitación de la potestad del monarca, que
describen O. Mayer y Anschütz según el derecho entonces en vigor en los
Estados alemanes, hay una profunda diferencia. Para hacerla evidente basta con
recordar que en la doctrina de Montes-
241

11
Bien es verdad que otro autor reclamó el mérito de este descubrimiento. Se trata de Arndt, que
alega, en el Archiv fur offenll. Recht, vol. xv, p. 346, haber sido el primero en afirmar en su
Kommentar zur Reichsverfassung, p. 101. la consagración de la separación de poderes por el
derecho alemán. Pero Anschütz (loe. cit.. p. 10 n.) indica las razones por las cuales debe negársele
esta prioridad. Ver también Arndt, Archiv fur of/entl. Recht, vol. XVIII. pp. 166 ss.
757

quieu la legislación y la ejecución se consideran como dos potestades autónomas


que deben pertenecer o corresponder a titulares totalmente distintos, de donde se
saca la consecuencia de que el monarca, jefe del Ejecutivo, tiene que ser excluido
del poder legislativo;12 según el derecho público alemán, por el contrario, el rey
estaba llamado a desempeñar un cometido esencial en la legislación. El aserto de
O. Mayer y de Anschütz, de que los dos poderes, legislativo y ejecutivo, se
encontraban separados en Alemania, antes de 1918, se contradecía directamente
por el texto de las Constituciones alemanas y, por consiguiente, por el art. 62 de la
Constitución prusiana, la cual especifica que "la potestad legislativa se ejerce en
común (gemeinschaftlich) por el rey y por dos Cámaras" (cf. las Cartas de 1814,
art. 15, y de 1830, art. 14, que decían: "La potestad legislativa se ejerce
colectivamente por el rey, la Cámara de los Pares, y la Cámara de Diputados"). En
este sistema, si bien es verdad que el monarca puede hacer la ley por sí solo, no
puede sin embargo dar
242

12
Montesquieu se refiere, sin embargo, a cierta parte que toma el monarca en la legislación: "Es
necesario —dice— que tome parte en ella mediante la facultad de impedir", o sea mediante el
derecho de oponer su veto. Pero, por otra parte, tiene especial cuidado Montesquieu en hacer
observar que esta facultad de impedir es totalmente diferente "de la facultad de estatuir". La última
implica que el rey concurre a la confección de la ley: la facultad de impedir sólo se le confiere al
monarca para permitirle "defenderse" y no es sino "el derecho a anular" la decisión adoptada por el
legislador (Esprit des lois, lib. XI. cap. VI). Al oponer así estas dos facultades. Montesquieu, en
definitiva, trata de establecer que. Mediante su derecho a impedir, el rey no toma ninguna parte
positiva en la legislación y que. por consiguiente, este derecho no lesiona de ningún modo el
principio de la separación de poderes. En vano se ha alegado que el ejercicio del veto no puede
considerarse, sin embargo, como un acto de potestad ejecutiva, y que, por lo mismo, aparece esta
prerrogativa como contraria a la separación de poderes (Jellinek, loe. cit.. vol. n, p. 309 n.). Esta es
la tesis que sostenía Sieyés. en su discurso de 7 de septiembre de 1789 (Archives parlementones.
1 serie, vol. vin. pp. 592 ssj, y concluía, a este respecto, diciendo: "El derecho a impedir no es.
según mi parecer, diferente del derecho de hacer. Pero, si bien es exacto que el veto, por su
naturaleza, no es un poder de ejecución, por otra parte, sin embargo, es evidente también que, por
la posesión de dicha facultad, el jefe del Ejecutivo no se convierte en parte integrante del cuerpo
legislativo, ya que —como se ha hecho observar muy acertadamente (Duguit. Traite, vol. II, pp.
447, 448)— el veto supone que la ley ya está hecha, y no es un acto de confección de la ley sino
un impedimento que se opone a la ejecución de una ley ya adoptada (ver suprn, pp. 372 sj. Y en
cuanto a la separación de poderes, lejos de excluir este derecho de impedimento, exige, por el
contrario que le sea reconocido al jefe del Ejecutivo, como lo demostró el mismo Montesquieu (loe.
cit.): "Si la potestad ejecutiva no tiene el derecho de detener las actividades del cuerpo legislativo,
éste será despótico, pues .al poderse conceder todo el poder que puede imaginar, reducirá a la
nada todas las demás potestades". "Sin la facultad de impedir, la potestad ejecutiva se verá pronto
despojada de sus prerrogativas." Existen, en estas observaciones
del Esprit des lois, "unas miras muy profundas", dice Esmein (Éléments. 7 ed-, vol. I. p. 479) ;
evidencian que sin el veto la independencia de los poderes, que es uno de los elementos
esenciales del sistma de separación de Montesquieu, se halla comprometida en detrimento del
Ejecutivo.
758

a sus voluntades la fuerza de ley sino mientras la disposición legislativa querida


por él ha sido previamente adoptada por las Cámaras. Pero, bajo esta reserva,
concurre directamente en el ejercicio de la potestad legislativa, particularmente
mediante la sanción, al ser ésta necesaria para la adopción definitiva de la ley.
Solamente existe aquí, por lo tanto, una limitación de la potestad del monarca en
lo que se refiere a la confección de las leyes.
Así pues, la separación de poderes, tal como la entienden y la defienden los
dos autores anteriormente citados, no se parece ya en nada a la que había,
concebido Montesquieu. Incluso es todo lo contrario de una verdadera separación
de poderes; pues, así como la doctrina de Montesquieu tiene por objeto establecer
la división ab initio de tres poderes entre tres clases distintas de autoridades, la
característica de la teoría expuesta por O. Mayer y Anschütz, según el derecho
constitucional alemán, es que el rey, en principio, es el titular de todos los poderes
y queda sometido únicamente a condiciones restrictivas especiales en cuanto al
ejercicio de dos de ellos.
277. Para apreciar el valor real del principio de la Reparación de poderes no
se le debe juzgar según las variantes que han sido propuestas fuera del lugar o
según la imagen deformada que del mismo pueden presentar hoy día algunos
publicistas, sino que hay que examinarlo en su primitiva pureza, en su significación
integral; en otros términos, para exponer un juicio respecto del concepto de la
separación hay que atenerse a la doctrina del mismo Montesquieu, autor de dicho
concepto. Ahora bien, el signo esencial de esta doctrina, el que caracteriza más
especialmente su alcance, consiste en que Montesquieu descompone y secciona
la potestad del Estado en tres poderes principales, susceptibles de atribuirse
separadamente a tres clases de titulares que constituyen por sí mismos, en el
Estado, tres autoridades primordiales e independientes. Al concepto de la unidad
de la potestad estatal y de la unidad de su titular primitivo, Montesquieu opone un
sistema de pluralidad de las autoridades estatales, basado directamente en la
pluralidad de los poderes. Bajo este aspecto es como hay que considerar el
principio de separación y las consecuencias que del mismo derivan, para pesar su
valor y averiguar si es realizable de hecho o de derecho.
278. A. La forma en que Montesquieu presenta su teoría separatista implica
que cree hallar en el Estado tres potestades diferentes, cuya reunión o haz
constituye la potestad estatal total, pero que tienen un contenido diferente y que,
por lo mismo, se le muestran como iguales, independientes y autónomas en sus
relaciones de unas con otras. A su vez, las tres clases de autoridades que
corresponden a esta división tripartita de la potestad del Estado constituyen
orgánicamente tres grandes
759

poderes yuxtapuestos e iguales, en el sentido de que cada una de ellas posee una
parte especial y diferente de la potestad estatal, así como tiene cada una de ellas
su esfera de acción propia, en cuyo interior es independiente y dueña; de donde
se deduce la consecuencia de que, en la esfera de cada uno de los tres poderes,
el titular más elevado tiene realmente carácter de órgano supremo.
Se ha discutido que la doctrina de Montesquieu tuviera este alcance
absoluto, y se ha hecho observar por ejemplo que ni siquiera pronuncia la
expresión "separación de poderes" (Duguit, Traite, vol. I, p. 348), de la que se han
servido los partidarios de su teoría para designar esta última. El pensamiento de
Montesquieu, dícese, nunca fue que los tres poderes hubieran de estar separados
en el sentido propio de la palabra, o sea repartidos orgánicamente entre
autoridades que representaran o expresaran tres voluntades estatales distintas.
Su idea es, sencillamente —como él mismo lo explica—, que la libertad
desaparecería y quedaría reemplazada por el despotismo si dependiera el
ejercicio de la potestad cíe Estado, enteramente y sin reparto, de la voluntad de un
solo hombre o de una sola asamblea (Duguit, loe. cit.; Michoud, op. cit., vol. i, p.
283).
Pero conviene replicar que, si bien la palabra separación no se encuentra
en el capítulo De la Constitution d'Angleterre, la idea de separación sobresale
ciertamente del conjunto de la doctrina que en él se expone. Se desprende ya de
la proposición fundamental con que comienza este capítulo: "Existen en todo
Estado tres poderes", proposición que presenta a la potestad estatal bajo un
aspecto plural y a la que no sigue, en el resto del capítulo, ningún ensayo de
demostración de la unidad necesaria y esencial del Estado, de su potestad, de su
voluntad: de donde parece desprenderse que el concepto de esta unidad pasó
completamente inadvertido para el autor del Esprit des lois. Se desprende también
del hecho de que, en ninguna parte, pone Montesquieu en evidencia ni parece
siquiera advertir la necesidad superior, para los titulares de los poderes
separados, de coordinar sus actividades respectivas asociándolas y fundándolas
en una acción común, de modo que se asegure mediante esta cooperación la
unidad de fines y de resultados que demanda la misma unidad del Estado.
Montesquieu no se preocupa de aproximar las potestades que empezó por
disociar; se limita, a este respecto, a reivindicar para ellas mutuas facultades de
"impedirse", "obligarse" "encadenarse", lo que es muy diferente de una
colaboración o entendimiento común (ver np 284, infra); por lo demás, se fía de
este "movimiento necesario de las cosas", por el cual, según él, "habrán de ir
forzosamente de concierto", pero que en realidad, y para la realización siempre
delicada y difícil de semejante concierto, no ofrece sino una garantía muy vaga e
insuficiente. Finalmente, esta misma misión de "detenerse" uno a otro, que
760

asigna Montesquieu a los diversos poderes, contribuye a fortificar la idea de su


separación, pues implica, en efecto, que cada uno de ellos tiene un campo
especial de acción, constituido por medio de un delineamiento de la potestad
pública y que constituye, para cada titular de una fracción de dicha potestad, un
terreno vedado dentro de cuyos límites sus derechos y sus facultades se oponen a
los de los titulares vecinos. En vez de únalos poderes en una indivisión conforme a
la unidad de los fines estatales, Montesquieu, pues, los alza unos contra otros, si
no como rivales, al menos como vecinos destinados a limitarse y contrarrestarse
mutuamente.13
Después de esto poco importa que la palabra separación no figure en el capítulo
De la Constitution d'Angleterre. Es desde luego un sistema de separación el que
describe y funda este capítulo. Y en este sentido también es como los intérpretes
del pensamiento de Montesquieu, sin titubeos, lo comprendieron y aplicaron,
durante el siglo XVII y durante gran parte del XIX. Las tentativas que se hacen
actualmente para atribuir al principio de Montesquieu un significado que excluya
toda separación verdadera, datan únicamente de la época en que este principio se
reconoció falso. Hasta entonces, el principio había sido tenido como implicando
naturalmente la coexistencia, dentro del Estado, de tres poderes distintos, y esto
en un doble sentido: En primer lugar, se consideraba a las funciones legislativa,
ejecutiva y judicial como otras tantas potestades soberanas, o al menos como
partes, divisibles e independientes, de la soberanía. Este concepto,
particularmente, fue el de la Constituyente, como Duguit lo ha demostrado con
claridad (Traite, vol. I, pp. 119, 350 ss.). Partiendo de la afirmación del capítulo VI,
lib. IX del Esprit des lois: "Existen en todo Estado tres clases
243

13
Es sobre todo en los Estados Unidos donde este concepto de Montesquieu halló su aplicación.
La separación de los poderes se entendió allí en el sentido de que cada una de las tres grandes
autoridades estatales debe hallarse provista de facultades que le permitan "detener" el poder de la
autoridad vecina. Según la Constitución federal, el Presidente puede oponer su veto a las leyes
regularmente adoptadas por el Congreso. A su vez, las asambleas disponen, contra el Ejecutivo,
del poder de someterle a acusación y de enjuiciarle; y el Senado puede oponerse al uso que
pretende hacer el Presidente de su derecho a concluir los tratados o a nombrar ciertos
funcionarios. La autoridad judicial detiene al poder legislativo por la facultad que posee de rehusar
la aplicación de las leyes tachadas de inconstitucionalidad (W. Wilson, op. cit., ed. francesa, p. 17).
De este sistema general de impedimentos resulta evidentemente una causa de debilidad para el
poder federal, como se ha observado con anterioridad (p. 751). Pero, dice Boutmy (Études de droit
constitutionnel, 2° ed., p. 162), "los americanos apenas tienen ocasión de padecer esa debilidad,
pues todo el tren ordinario de la política interior se lleva por los gobiernos de los Estados,
bastándose éstos a su labor. Los norteamericanos prefieren resignarse a ciertos desfallecimientos
de los poderes federales y no tener nada que, temer para esa autonomía de los Estados que, a sus
ojos, es el mayor de los bienes Sólo que, añade dicho autor, esta debilidad, que en parte
constituye un bien en un Estado federal, sería el peor de los males en un Estado unitario.
761

de poderes. . .", los constituyentes de 1791 se vieron llevados a tratar los poderes
que atribuían respectivamente a los órganos legislativo, ejecutivo y judicial, no ya
como competencias funcionales particulares, o sea como modos variados de
ejercicio de una sola y misma potestad reconocida indivisible en sí, sino —según
la acertada expresión de Duguit—como "porciones desmembradas" y "elementos
fraccionados" de la potestad soberana, considerándose ésta como constituida y
compuesta por tres poderes distintos. Este concepto aparece especialmente en el
preámbulo del título ni de la Constitución de 1791, que lo formula con notable
claridad al presentar en tres textos sucesivos (arts. 3-5) los poderes legislativo,
ejecutivo y judicial como tres potestades esencialmente diferentes, delegadas
separadamente en tres clases distintas de autoridades. Según estos textos, cada
una de estas potestades aparece a la vez como un fragmento de la soberanía y
como un poder que es por sí mismo completo, que se basta a sí mismo y que es,
en este sentido, autónomo. La reunión de estos poderes constituye la soberanía.
En segundo lugar, y teniendo en cuenta que los tres poderes así definidos
se atribuyen separadamente a tres autoridades especiales y distintas, se ha
deducido lógicamente de la doctrina de Montesquieu que cada una de estas
autoridades encarna y figura un poder determinado, una parte divisoria de la
soberanía, y por consiguiente se ha llegado a considerar a estas autoridades
como constituyendo ellas mismas, y cada una de ellas, un "poder".14 O, lo que es
igual, se estableció la costumbre de ver en ellas a los sujetos de tres voluntades
distintas, de tres clases de voluntades, que son igualmente partes, independientes
entre sí, de la voluntad estatal y que concurren, entre las tres, a formar esta última.
De esto a admitir que a estas tres voluntades corresponde, en el Estado, la
existencia de tres personas soberanas, no hay mucha distancia; y tal ha sido, en
efecto, la doctrina de Kant (Metaphysische Anfangsgriide der Rechtslehre, 5 y 48),
que caracteriza a los tres poderes como "otras tantas personas morales que se
completan una a otra" y que funda así la teoría del Estado uno en tres personas.
279. La doble serie de ideas que acaba de indicarse como contenida en la
doctrina de Montesquieu debe ser rechazada, pues estas ideas son inconciliables
con el principio de la unidad del Estado y de su potestad. Desde luego, hay que
tomar posición contra la famosa afirmación con la que comienza el capítulo De la
Constitution d'Angleterre: "Existen en todo Estado tres clases de poderes". Esta
fórmula no es exacta.
244

14
Esta es una de las principales causas de terminología, tan molesta pero tan habitual, que
consiste en aplicar el nombre de poderes en conjunto a las funciones de potestad y a los órganos
que ejercen esas funciones (ver su/ira, p. 249, n. 1).
762

No existen en el Estado tres poderes, sino una potestad única, que es su potestad
de dominación. Esta potestad se manifiesta bajo múltiples formas: su ejercicio
pasa por diversas fases: iniciativa, deliberación, decisión, ejecución. Los diversos
modos de actividad que entraña pueden necesitar de la intervención de órganos
plurales y distintos. Pero, en el fondo, todos estos modos, formas o fases,
concurren a un fin único: asegurar dentro del Estado la supremacía de una
voluntad dominante, que no puede ser otra que una voluntad única e indivisible. La
misma palabra "dominación" excluye la posibilidad de una pluralidad de poderes
propiamente dichos, pues si la potestad del Estado se dividiera en varios poderes
yuxtapuestos e iguales ninguno de ellos podría poseer el carácter dominador, y
por consiguiente, la potestad total de la cual son elementos constitutivos y
parciales, quedaría a su vez desprovista de dicho carácter.
Así mismo, el concepto según el cual la persona estatal habría de
comprender en sí, correlativamente con los tres poderes, tres sujetos o personas
que expresaran cada una por cuenta del Estado una voluntad propia y distinta, es
inaceptable. Se ha reprochado frecuentemente a Kant el haber llevado hasta el
extremo y hasta el absurdo las consecuencias, lógicas por lo demás (Jellinek, op.
cit., ed. francesa, vol.II, p. 161; Duguit, Traite, vol. I, p. 119), de la teoría de
Montesquieu. Pero la idea de Kant se vuelve a encontrar en muchos tratados de
derecho público. Se vuelve a encontrar, por ejemplo, como lo ha demostrado
Laband (op. cit., ed. francesa, vol. II pp. 268 y 291), en el fondo de la doctrina, que
por tanto tiempo no tuvo contradictores, que consistía en decir que, en los Estados
en los que se practica la institución monárquica de la sanción de las leyes, la
formación de la ley depende y deriva de un acuerdo necesario de voluntades entre
el monarca y las Cámaras, o sea de una operación análoga a la que se produce
entre dos personas que contratan entre sí.16
Como si esos dos órganos del Estado, el rey y el Parlamento, pudiesen
considerarse correspondiendo a dos voluntades distintas, capaces de contratar
entre sí.16 Todavía hoy, entre los autores que se niegan a defender el concepto
trinitario reprochado a Kant, más de uno se acerca, en el pen-
245

15
Hanriou definía antes la ley desde el punto de vista de su forma como "una regla obligatoria
escrita, cuya redacción y promulgación son el resultado de un pacto estatutario entre poderes
constitucionales", pacto "que se establece entre el gobierno y el Parlamento" (Précis tle droit
administran!, 6* ed., pp. 292 ss.). La fórmula de esta definición puede ser objeto de crítica por
cuanto despierta la idea de un origen contractual de la ley. Hoy día, Hauriou repudia la idea de
contrato en lo que se refiere a la confección de las leyes (Principes ile droit public, 2* ed., pp. 138
ss.; ver también Précis, 10" ed., p. 57).
16
Igualmente, en el sistema de las dos Cámaras, la necesidad de sus votos concordantes para la
adopción de un texto legislativo no responde de ningún modo a la idea de que la ley tiene su origen
en un acuerdo contractual formulado entre ellas. "Las comparaciones con el
763

samiento, al filósofo alemán. Cuando, por ejemplo, presenta Esmein (Éléments, 6


ed., p. 669) la necesidad de la promulgación de las leyes como "una consecuencia
lógica del principio de la separación de poderes", expresa con ello, en realidad,
una idea que se aproxima singularmente a la teoría del Estado en tres personas.
Para que la ley que acaba de ser aprobada por las Cámaras, y que es por lo tanto
"perfecta", se convierta en ejecutoria, es preciso, dice Esmein, que el jefe del
Ejecutivo, mediante el acto de la promulgación, haya dado jerárquicamente a las
autoridades ejecutivas la orden de hacerla ejecutar, y mientras no haya sido
emitida esa orden, "ninguna de esas autoridades podría tener en cuenta dicha
ley". Y esto ocurre, sin duda, porque en el sistema de la separación de poderes,
los agentes ejecutivos dependen únicamente de su jefe propio y de ningún modo
del cuerpo legislativo. Es como si, en el sistema esencialmente unitario del Estado,
las voluntades estatales enunciadas por uno de los órganos del Estado y que
actúan regularmente dentro de los límites de su competencia, pudieran
considerarse, respecto de los otros órganos, como voluntades de una persona
extraña, y carecer así de valor en cuanto a ellos (cf. supra, núms. 138 y 140).17
Semejantes teorías no solamente hacen caso omiso del principio de unidad
de la potestad estatal,18 sino que desconocen también una de las ideas esenciales
sobre las que se basa el concepto moderno de la persona
246

concurso de voluntades en los contratos son falsas en esta materia", dice Esmein (Éléments, 6 ed.,
pp. 988 ss).
17
Al decir que el Ejecutivo, sin una orden de su jefe, no tiene por qué tener en cuenta las leyes,
Esmein, en realidad, no hace más que invocar y pretender aplicar aquí el principio res ínter olios
acta... ; en otros términos, trata al Ejecutivo como a un tercero; como si fuese dentro del Estado
una persona distinta del cuerpo legislativo; y esto no es sino hacer revivir el concepto del Estado
en tres personas. Puede suscitarse una crítica del mismo género en contra de la doctrina que ve
en las leyes orgánicas, concernientes a las diversas autoridades públicas y que regulan su
actividad, órdenes que el poder legislativo dirige a los demás poderes. "Esta teoría —dice Laband
(loe. cit., vol. II, p. 362)— destruye el concepto unitario del Estado"; y lo destruye por cuanto trata a
los poderes como a personas distintas que pueden darse órdenes o recibirlas unas de otras. La
superioridad del poder legislativo no puede adquirir ssemejante sentido (cf. Duguit, Traite, vol. I, p.
145; O. Mayer, op, cit., ed, francesa, vol. I, pp. 109 ss).
18
Es conocida la crítica, a la vez jocosa y acerba, pero indiscutiblemente justa, que dirigió
Rousseau en contra de la doctrina que consiste en decir con Montesquieu: "Hay, en el Estado, tres
poderes". Contesta Rouseau (Control social, lib. n, cap. n): "Nuestros políticos, al no poder dividir a
la soberanía en su principio, la dividen en su objeto. La dividen... en potestad legislativa y en
potestad ejecutiva; tan pronto confunden estas partes como las separan. Hacen del soberano un
ser fantástico, constituido por piezas ensambladas; es como si compusieran al hombre con varios
cuerpos, uno de los cuales tuviera ojos, el otro brazos, el otro pies, y nada más. Se dice que los
charlatanes del Japón despedazan a un niño ante los espectadores, y después, arrojando al aire
todos esos miembros uno tras otro, recogen al niño vivo y y recompuesto. Así son,
aproximadamente, los trucos de nuestros políticos: después df
764

lidad del Estado. Este concepto tiene por objeto señalar, entre otras cosas, que,
en el derecho público actual, el Estado debe considerarse como si fuera él mismo,
y él solo, sujeto de la potestad que lleva su nombre, excluyendo por tanto
cualquier doctrina que tendiera a dar a dicha potestad sujetos plurales. Decir que
el Estado es una persona es tanto como decir, en efecto, que es el sujeto unitario
de la potestad pública, la cual es, a su vez —como se acaba de ver—, una
potestad única. Se infiere de ello que en el Estado moderno no cabe distinguir tres
poderes desde el punto de vista subjetivo, lo mismo que, en su potestad, no se
pueden distinguir tres poderes desde el punto de vista objetivo.
Es también, en gran parte, para señalar esta unidad subjetiva del poder
estatal para lo que se ha formado la teoría contemporánea del órgano de Estado.
Sirve para expresar, especialmente, la idea de que, según el derecho público
actual, los titulares de la potestad de Estado, como tales, carecen de personalidad
propia diferente de la del Estado, y que tan sólo componen un todo con ésta,
siendo simplemente sus órganos. El individuo órgano no es, como tal órgano, un
sujeto jurídico, sino que ejerce los poderes de que se halla investido, no con
aptitud personal, sino como competencia estatal (ver núms. 379-380, infra) En
estas condiciones, el Estado puede tener múltiples órganos sin que su unidad se
vea disminuida, ya que cada uno de ellos no hace sino ejercer, en la esfera de su
competencia, la potestad unitaria de la persona única que es el Estado (Michoud,
op. cit., vol. I, pp. 283-284). Pero es evidente también que en estas condiciones no
se puede hablar de separación de poderes, pues no hay ni puede haber, entre los
diversos titulares de la potestad estatal, sino una sola distribución o afectación
especial de competencias (Jellinek, loe. cit., vol. u, pp. 157, 158 y 164; G. Meyer,
op. cit., 6* ed., p. 17 n. 5 y p. 29 n. 14). Los titulares de las funciones legislativas,
ejecutiva y judicial reciben estas funciones, no ya como trozos de potestad estatal,
destinados a incorporarse separadamente en cada uno de ellos, y cuya posesión
los convertiría en fuerzas políticas concurrentes o en personas soberanas
llamadas a tratar juntas a modo de contratantes que alegasen sus derechos e
intereses diferentes, pues, menos que cualquier otra, la Constitución francesa,
fundada en la idea de la indivisibilidad de la nación, no se presta a tales
conceptos, sino que estos múltiples titulares reciben, con diversas competencias,
la misión de cooperar al ejercicio de una potestad única, y por consiguiente
también, la de colaborar en la formación de una voluntad estatal única y común.
247

Desmembrar al cuerpo social por una prestidigitación digna de un circo, no se sabe cómo, juntan
de nuevo las piezas. Este error proviene de no haberse establecido conceptos exactos de la
autoridad soberana, y de haber tomado como partes de esta autoridad lo que sólo eran
emanaciones de la misma."
765

Esta comunidad de cometido es particularmente notable en el caso en que


diversas autoridades deben, según la Constitución, concurrir en la realización de
una categoría determinada de actos. Esto ocurre, por ejemplo, en aquellos
Estados en los que la Constitución exige, para la elaboración de la ley, tanto la
aprobación por las Cámaras como la sanción del monarca. Contrariamente a la
antigua doctrina, que consideraba este encuentro necesario de dos voluntades
conformes como un cambio de consentimientos comparable a un acuerdo de
naturaleza contractual, la verdad jurídica —reconocida hoy día por la mayoría de
los autores (Jellinek, loe. cit., vol. II, p. 235; Michoud, op. cit., vol. I, p. 282 II)— es
que en el sistema de la sanción, el rey y el Parlamento forman en conjunto un
órgano legislativo único, o lo que viene a ser lo mismo, en este, sistema el órgano
legislativo es un órgano complejo, constituido por dos autoridades. Evidentemente,
cada una de estas autoridades expresa separadamente su voluntad especial con
miras a la formación de las leyes; y esto es por lo demás, lo que ocurre también en
el sistema de las dos Cámaras, donde las asambleas deliberan y deciden cada
una por su lado. Pero, así como las dos Cámaras son colectivamente el órgano de
una voluntad legislativa única, así también el rey el Parlamento concurren, con sus
voluntades distintas, a la formación de una voluntad legislativa, que es, en
definitiva, la voluntad estatal única del Estado (Duguit, Traite, vol. I, p. 368; cf.2
ed., vol. I, pp. 273-274).
Hay que generalizar estas observaciones en amplio grado, aplicándolas a la
organización toda del Estado. Esta organización es compleja: precisa de la
institución de órganos múltiples, provistos de competencias diversas; las
consideraciones debidas a la libertad pública exigen, como lo ha demostrado
Montesquieu, que el ejercicio de la potestad estatal no dependa exclusivamente
de la voluntad de una sola y misma autoridad. Pero, por encima de estas
necesidades, domina un principio capital, que forma el punto culminante del
sistema estatal moderno: el principio de la unidad del Estado. Esta unidad sólo
puede salvaguardarse con una condición: es necesario que, entre la multiplicidad
de las autoridades y la especialización de las competencias, la organización del
Estado se combine de modo que produzca en él una voluntad unitaria y esto
implica que las voluntades y actividades de los órganos estatales deben estar
ligados y coordinados entre sí de tal modo que converjan hacia un fin común y
hacia resultados idénticos. ¿Pensó Montesquieu en esta coordinación
indispensable? ¿Se realiza su teoría? Ahora lo examinaremos, para acabar de
apreciar su principio de la separación de poderes.
280. R. Según Montesquieu, existe entre los diversos poderes cierta
coordinación, que resulta de que uno de ellos, el poder legislativo, consiste
en enunciar voluntades generales, y los otros dos no implican má-
766

que decisiones particulares, que no pueden tomarse sino bajo el imperio de las
voluntades generales legislativas y de conformidad con éstas.
Al adoptar este punto de vista, Montesquieu demuestra que su sistema de
separación de poderes se funda en la idea particular que se forma de las
funciones a separar y de la naturaleza intrínseca de las mismas o, para hablar en
el lenguaje actual, sobre cierto, concepto "material" de las funciones. He aquí un
nuevo interesante aspecto de su teoría.
Se ha reprochado con frecuencia a Montesquieu no haber dado de las tres
funciones que distingue en la potestad estatal sino un concepto totalmente
insuficiente: no se cuida de definir el objeto preciso de cada una de ellas. Y sin
embargo, es evidente que el principio de separación de poderes, tal como lo
presenta el Esprit des lois, presupone esencialmente un concepto material de las
funciones, sin el cual carecería de sentido. El fin mismo de este principio, en
efecto, es repartir las funciones entre órganos distintos, según la naturaleza
intrínseca de aquéllas.
En realidad, el capítulo De la constitution d'Angleterre presenta, si no una
definición firme o un análisis profundo de las tres funciones, al menos ciertas
indicaciones que permiten establecer con seguridad la doctrina de Montesquieu
referente a la distinción material de las funciones. Se lee en ella, por ejemplo, que
si los tres poderes se reúnen, "el cuerpo mismo de magistratura tiene, como
ejecutor de las leyes, toda la potestad que se ha atribuido como legislador. Puede
destrozar al Estado por sus voluntades generales, y como tiene también la
potestad de juzgar, puede destruir a cada ciudadano por sus voluntades
particulares". Según este párrafo, la potestad legislativa se caracteriza, pues, por
la generalidad de sus prescripciones: consiste en voluntades generales, en
oposición a las decisiones particulares: y esto es lo que se desprende también del
principio del capítulo, donde se dice que por ella "el príncipe o el magistrado
confecciona leyes por algún tiempo o para siempre" (ver también supra, p. 533, n.
8). Si las regla; generales forman la materia propia de la legislación,
recíprocamente, la función ejecutiva sólo entraña el poder de tomar decisiones
particulares o medidas de actualidad. Esto es también lo que declara
Montesquieu: "la potestad ejecutiva se ejerce siempre sobre cosas
momentáneas". \n este mismo capítulo resume y confirma su doctrina sobre la
naturaleza material de los dos poderes considerados en sus relaciones recíprocas,
diciendo que son: "El uno, la voluntad general del Estado, y el otro, la ejecución de
esta voluntad general". En cuanto a la potestad judicial, de la que dice
Montesquieu que se ejerce especialmente sobre los "particulares" a fin de
solventar las diferencias que les conciernen, no consiste, a sus ojos, sino en
aplicarles reglas generales legislativas. Expresa esto último al declarar que "los
juicios deben ser a tal punto fijos que no constituyan jamás sino un texto
767

vas tienen por cometido propio administrar, lo cual, desde el punto de vista
material, excluye de ellas la potestad legislativa, pero es cierto también que la
autoridad administrativa no podría desempeñar su cometido si no poseyera el
poder de tomar a dicho efecto ciertas medidas generales por vía de
reglamentación; hay que reconocerle, pues, el poder reglamentario, por más que
sea verdad que dicho poder es en sí de esencia legislativa. De modo análogo, el
legislador, lo mismo que el juez, no pueden prescindir, el uno para la preparación
de las leyes y el otro para la preparación de sus juicios, de una amplia facultad de
realizar encuestas, investigaciones o comprobaciones, que, según la teoría
material de las funciones, son operaciones de naturaleza administrativa.19
768

Por otra parte, la separación o especialización orgánica de las funciones


tropieza con un obstáculo por el hecho de que entre las funciones propiamente
dichas de legislar, administrar y juzgar, en el sentido material indicado por
Montesquieu, existen ciertos puntos de contacto, y —como se ha dicho ya
(Laferriére, Traite de la juridiction administrative., 2 ed., vol. I, p. 11; Esmein,
Éléments, 7 ed., vol. I, pp. 533 y 537)— algunas "zonas limítrofes" o "zonas
mixtas", que comprenden atribuciones que por su naturaleza participan a la vez de
dos poderes funcionales. Este es el caso de la actividad que consiste en tomar la
iniciativa de las leyes. En cierto sentido, esta iniciativa es un acto de potestad
legislativa, ya que forma esencialmente parte de las operaciones que concurren a
la confección de las leyes; y sin embargo, se puede afirmar que el hecho de tomar
la iniciativa de reforma a realizar por medio de nuevas leyes, de reformas
administrativas por ejemplo, es en sí una medida de gobierno, y que en este
carácter la iniciativa no puede rehusarse a la autoridad que tiene a su cargo
gobernar y administrar (cf. supra, pp. 354-355). Asimismo, se ha señalado como
un poder de naturaleza intermedia aquel que consiste en estatuir sobre lo
contencioso-administrativo. La Revolución francesa, en su ingenua creencia en la
posibilidad de separar rigurosamente las funciones, había atribuido este
contencioso a los cuerpos administrativos mismos, y esto por Ja razón de que la
misión de examinar y resolver las cuestiones litigiosas referentes a los asuntos
administrativos queda dentro de la función misma de administrar. Pero, sin ser
inexacta, esta visión es incompleta, pues si bien es indiscutible que el poder de
248

19
No sólo las autoridades públicas no podrían desempeñar la misión que les incumbe si su
competencia se redujera al ejercicio de una función material única, sino que también la
independencia de los poderes, que es uno de los objetivos de la teoría de Montesquieu, exige a su
vez que cada una de estas autoridades pueda participar en funciones complementarias de su
función principal. Es lo que indica muy exactamente Hauriou (Précis, 9 ed., p. 12) : "Las garantías
de independencia sólo existen si cada uno de los poderes políticos acumula en cierto grado las
diversas actividades funcionales".
769

decidir sobre las dificultades que suscita la administración es inherente a la


función administrativa, no es menos cierto que el ejercicio de este poder constituye
una actividad de naturaleza judicial, siempre que estas dificultades de orden
administrativo entrañen cuestiones que afecten a la propiedad y a los derechos
individuales legales de los administrados. Estas observaciones demuestran lo
ilusorio que sería tratar de establecer una separación absoluta, o hasta
simplemente una distinción racional claramente señalada, entre las funciones
consideradas bajo un aspecto material.
Así pues, no cabría extrañarse sí, de hecho, no se encuentra en ninguna
parte una concordancia, ni siquiera aproximada, entre la competencia de los
órganos y las funciones así consideradas. La separación de las funciones ni
siquiera existe en aquellos Estados cuya Constitución pretendió aplicar
estrictamente el principio de Montesquieu. Y no son solamente cuestiones
históricas o políticas las que han hecho atribuir a los diversos órganos poderes
extraños a su función especial, sino que es la misma naturaleza de las cosas la
que exige esta mezcla y esta acumulación. Por ello, la potestad legislativa, en la
mayor parte de los Estados, le corresponde juntamente al cuerpo legislativo y al
gobierno; o por lo menos, concurre éste en la obra de la legislación, en cuanto
tiene, además de la iniciativa de las leyes y del derecho de participar en su
discusión, el poder de oponer a su formación o a su ejecución ciertos obstáculos
cuyo efecto es perentorio, o, por lo menos, suspensivo. Incluso en los Estados
Unidos, donde el Ejecutivo pasa por ser, más que en otro sitio cualquiera, ajeno a
la función legislativa, se observa que, además de su derecho de veto suspensivo,
el Presidente posee, por lo que se refiere a las leyes votadas por el Congreso
durnte los últimos días de la legislatura, la facultad de impedir su formación
absteniéndose simplemente de firmarlas, en cuyo caso su inacción equivale a un
verdadero veto absoluto (Constitución de 1787, cap. I, sección 7, art. 2). En
Francia, el jefe del Ejecutivo posee una facultad reglamentaria que, si se admite la
teoría material de las funciones, es un verdadero poder de legislación.
249

20
A su vez, la potestad gubernamental y administrativa se ejerce compartiéndola con los órganos
legislativo y ejecutivo. Sin referirnos, en efecto, a los países de parlamentaao Hay que observar
que este poder reglamentario va directamente en contra de las ideas expresadas por Montesquieu
en el lib. XI, cap. VI, pues permite a la autoridad ejecutiva fijar por sí misma los principios que
habrá de aplicar a los casos particulares en virtud de su función administrativa, y por consiguiente,
le permite también modificar estos principios con relación a ciertos casos particulares. Para
alcanzar su objeto en tales o cuales casos determinados, la autoridad ejecutiva sólo tendrá que
cambiar momentáneamente las disposiciones de sus reglamentos generales; pero deberá actuar
con cierta anticipación, para que no se le oponga el principio de la irretroactividad.
770

rismo, en los que las Cámaras están estrechamente asociadas a la actividad


entera del gobierno, se observa que, según muchas Constituciones actuales,
numerosos actos gubernativos, tales como la ratificación de los tratados, la
declaración de guerra, etc., etc., exigen la intervención concurrente y el doble
consentimiento del Ejecutivo y del cuerpo legislativo. Esto ocurre, por ejemplo, en
los Estados L nidos, donde el Senado es a la vez una rama de la legislatura y un
consejo de gobierno (Constitución de 1787, cap. Il, sección 2, art. 2). Por otra
parte, no se limita el cuerpo legislativo, mediante sus leyes, a formular reglas
generales, sino que estatuye con frecuencia a título particular. Muchos actos que
se reconocen umversalmente como actos administrativos no pueden realizarse
sino por el Parlamento en forma de ley (Esmein, Éléments, 6 ed., pp. 1049 ss.).21
Así es como, en Inglaterra, el Parlamento administra mediante los prívate bilis. Los
jueces, por su parte, incluyen en su competencia muchos actos que no son actos
de naturaleza jurisdiccional sino administrativa. Finalmente, hasta la función
jurisdiccional es objeto de cierta participación entre los titulares de los diversos
poderes. En Francia, las Cámaras estatuyen respecto a la validez de la elección
de sus miembros, y el Senado puede erigirse en alta corte de justicia para juzgar a
ciertas personas o ciertos crímenes. Lo contencioso-administrativo es juzgado por
autoridades administrativas; bien es verdad que el derecho público actual se
esfuerza por separar lo más que se pueda, dentro del organismo administrativo, el
ejercicio de las funciones de administrar y juzgar; pero no por ello es menos cierto
también que el conocimiento de este contencioso queda reservado
sistemáticamente a tribunales que tienen carácter de autoridades administrativas22
En Inglaterra, la Cámara de los Lores es la más alta corte judicial del Imperio. En
los Estados Unidos, "el Senado es el único que tiene el poder de juzgar todos los
impeachmems", dice la Constitución de 1787 (cap. i, sección 3, art. 6).
250

21
Incluso si fuera verdad —corno lo pretende una doctrina muy difundida (ver supra, pp. 599 ss.)—
que, según el derecho público francés actual, las reglas relativas a los asuntos administrativos
entran en la competencia reglamentaria del jefe del Ejecutivo, en oposición a las reglas de derecho
individual, que quedan reservadas a la competencia legislativa de las Cámaras, este reparto de
atribuciones tampoco podría calificarse como separación propiamente dicha, pues la separación,
tal como la entiende Montesquieu, no sólo implica atribuciones de competencia, sino también, en el
sentido inverso, exclusiones de competencia. Ahora bien, es cierto que las Cámaras conservan
siempre el poder de crear por sí mismas, en forma de ley, reglas de todas clases, incluso aquellas
que se refieren a los asuntos internos de la administración.
22
Ver, sobre este punto, supra. n" 259. Por otra parte, se ha visto (supra, n' 266) que los ministros
son llamados con mucha frecuencia a resolver cuestiones de derecho. Existe inclusive toda una
categoría considerable de litigios que no pueden presentarse ante el Consejo de Estado sino
después de haber sido objeto de una decisión ministerial. Desde el punto de vista material es
indiscutible que el ministro ejerce así la función jurisdiccional.
771

En resumen, pues, se observa que cada uno de los órganos estatales acumula
funciones materiales diversas. Y esta acumulación es inevitable, pues no se
concibe al cuerpo legislativo sin participación en el gobierno, al Ejecutivo sin poder
reglamentario ni a las autoridades administrativas sin poder de pronunciar el
derecho. La competencia de los órganos no puede coincidir con la distinción de las
funciones, tal como la concibe Montesquieu: la fórmula que éste da de la
separación de funciones es a la vez demasiado flexible y demasiado simplista
para poder adaptarse a la realidad tan compleja de los hechos que condicionan la
organización del Estado y el funcionamiento de su potestad. Por otra parte, en
derecho no es la clasificación racional y preconcebida de las funciones la que
determin a la competencia de los órganos, sino que, por el contrario, es la
competencia de los órganos lo que ha de determinar la distinción jurídica de las
funciones.23
282. C. Si la separación de las funciones, en el sentido en que la concibe
Montesquieu, es inaplicable, y si no se encuentra aplicada en ninguna parte, ¿será
posible, al menos, realizar la otra parte del sistema de Montesquieu, aquella que
se refiere a la igualdad de los órganos y que exige su independencia? Aquí
también encuentra infranqueables obstáculos el principio de la separación de
poderes.
Ante todo, por lo que concierne a la independencia de las tres clases de
autoridades que distingue el capítulo sobre la Constitución de Inglaterra, su
realización tropieza con una imposibilidad que resulta del hecho de que los
diversos órganos estatales no pueden funcionar sin tener unos con otros ciertas
relaciones, que son la negación misma de esta independencia. Se ha comparado
frecuentemente al organismo estatal construido por Montesquieu con un
mecanismo en el cual las diversas autoridades formarían otros tantos engranajes,
de los que cada uno tendría su cometido particular. Esta comparación se reduce a
hacer resaltar con más claridad el punto débil del sistema de la separación de
poderes. El error de este concepto es precisamente haber creído posible regular el
juego de los poderes públicos por medio de una separación mecánica y en cierto
modo matemática; como si los problemas de organización del Estado fueran
susceptibles de resolverse mediante procedimientos de tal rigorismo y precisión.
251

23
Ahí está el error de la teoría que pretende distinguir funciones materiales junto a las funciones
formales. En el fondo, esta teoría material proviene —como se dijo supra. núms. 90., 156 si., 230,
252, 269— del hecho de que nos obstinamos en entender las palabras ley, administración, justicia,
en un sentido que han perdido hoy en el derecho positivo francés; la distinción de las supuestas
funciones materiales no es sino una supervivencia de antiguos conceptos que se suele oponer a
los de la Constitución vigente, aunque, en realidad, son extraños a ésta.
772

Únicamente la autoridad jurisdiccional puede, hasta cierto punto, concebirse como


teniendo que constituirse aparte, en pie de independencia con respecto a las
demás autoridades estatales; porque es la llamada a ejercer un papel de arbitro,
que no ha de poder desempeñar bien sino mientras se encuentra en estado de
actuar en plena libertad. Es la llamada, especialmente, a intervenir como arbitro
entre la autoridad administrativa y los administrados; y por consiguiente, es
necesario que se la haga independiente frente al Ejecutivo. Pero ya esta
independencia no puede ser tan absoluta por lo que se refiere al órgano
legislativo. Por una parte, en efecto, si, en principio, la autoridad jurisdiccional, es
decir el tribunal supremo, estatuye soberanamente respecto a las cuestiones que
dan lugar a la jurisdicción, si especialmente este tribunal no depende sino de sí
mismo en el ejercicio de su poder de interpretación jurisdiccional de las leyes, será
necesario además prever el caso en que, abusando de su potestad, desconocería
deliberadamente la legislación vigente, y conviene reservar, para este caso, la
posibilidad de una intervención superior y represiva del cuerpo legislativo (cf.,
supra, p. 698, re. 13). Por otra parte, y sobre todo, debe observarse que según el
derecho público francés la libertad de apreciación jurisdiccional de la cual gozan
los tribunales, o por lo menos algunos de ellos, respecto de los actos de la
autoridad administrativa y por lo que concierne a la validez de esos actos, no se
encuentra ya con respecto a los actos legislativos del Parlamento. Frente al
Parlamento, la autoridad jurisdiccional, sea la que fuere, permanece en una
posición de dependencia e incluso de impotencia. La impotencia del juez para
pronunciarse sobre la validez de las leyes viene de que, en Francia, el Parlamento
es el órgano supremo. No podría ser de otra manera más que si, como en Estados
Unidos, la unidad del Estado se encontrara realizada, en grado supremo, en el
pueblo mismo y no en las asambleas elegidas. Así pues, la autoridad jurisdiccional
misma no posee una independencia absoluta. Con mayor razón, las dos
autoridades legislativa y ejecutiva no pueden ejercer sus poderes respectivos sin
tener el derecho y el medio de controlarse e influenciarse una a otra. Y ni aun
sería suficiente que tuvieran una sobre otra ciertos medios de acción, sino que es
necesario, además, que la Constitución establezca entre ellas aproximaciones y
relaciones de coordinación tales que esas dos autoridades no puedan ejercer su
actividad separadamente, cada una por su lado, sino que, por el contrario, estén
obligadas a concertarse y unirse, con objeto de actuar en común y de marchar de
acuerdo. A este respecto, la mayor objeción que se pueda alegar contra el
principio de la separación de poderes nos la proporcionan las mismas
Constituciones que han tratado de realizar esta separación según la doctrina de
Montesquieu y con todas
773

las consecuencias que entraña. Estas consecuencias, con el uso, resultaron


impracticables.
283. Existen, desde fines del siglo xvm, tres Constituciones que es clásico
citar como habiendo intentado establecer el régimen completo de separación entre
los poderes legislativo y ejecutivo. Estas tres Constituciones-tipos —como las
llama Esmein (Éléments, 7 ed., vol. I, pp. 471 55.J— son las de 1791 y del año Hi
en Francia, y en América la Constitución federal de los Estados Unidos. Tomando
a la letra la palabra "separación", las tres la interpretaron en el sentido de que, no
solamente las funciones legislativa y ejecutiva deben atribuirse a titulares distintos,
sino que además entre estos titulares nada debe existir en común.
Fueron los americanos los que primero entraron por este camino. En la
época en que los nuevos Estados de América del Norte se constituían en unión
federal, la teoría de Montesquieu ejercía en todas partes Una potente influencia
sobre las ideas políticas. Ya había sido recibida en Inglaterra, en donde la
introdujo Blackstone, el cual, apropiándose de una gran parte de la doctrina del
Esprit des lois, había revelado, como se ha dicho, a los ingleses su propia
Constitución. Los americanos se conformaron estrictamente a ella. Al adoptar, con
la terminología de Montesquieu, su división de los poderes en legislativo, ejecutivo
y judicial, los autores de la Constitución de los Estados Unidos han tratado
además de asegurar entre esos tres poderes una absoluta separación.
Los hombres de la Revolución francesa siguieron idéntica inspiración. En
1789, el principio de la separación de poderes era uno de los principales artículos
de fe política de la mayoría de la Asamblea nacional, que se preparaba a
regenerar la sociedad francesa. Desde el comienzo, como se ha visto, este
principio había sido proclamado solemnemente por la Declaración de los derechos
del hombre, la cual, en su art. 16, formulaba el axioma de que una Constitución sin
separación de poderes no es una Constitución verdadera y digna de este nombre.
¿Qué se entendía entonces, en Francia, por separación de poderes?
Si la Asamblea nacional de 1789 hubiese tomado su concepto de la
separación de poderes de las prácticas en curso en Inglaterra en el siglo XVIII,
podría haber observado que en Inglaterra existía efectivamente un cierto rep'arto o
equilibrio de los poderes, pero que ello no constituía de ningún modo una
separación en el sentido propio de la palabra. En la época en que Montesquieu
publicaba sus observaciones sobre las instituciones del pueblo inglés, éste se
encontraba ya envuelto en la lenta evolución consuetudinaria que había de
conducirlo a lo que se conoció después con el nombre de régimen parlamentario.
Desde la primera mitad del siglo XVIII, en efecto, el sistema de un gabinete
ministerial reclutado entre los miembros del Parlamento y en las filas del partido
dominante, gabine
774

te que se hacía cada vez más independiente del monarca para depender, por el
contrario, de los Comunes, por efecto de la responsabilidad parlamentaria de los
ministros, se hallaba contenido en germen y estaba en formación en las prácticas
políticas de Inglaterra; y es evidente que este régimen, por cuanto hace depender
la política del gabinete de la mayoría de los Comunes, es todo lo contrario de una
separación de los poderes ejecutivo y legislativo. Por otra parte, había tan poca
separación entre estos poderes en Inglaterra, que allí es, y sigue siendo todavía,
de tradición que el rey mismo sea, según la fórmula consagrada, una parte
constitutiva del Parlamento. Por lo que Blackstone, sin dejar de adoptar la doctrina
de Montesquieu, establecía esta reserva: "Para mantener la balanza de la
Constitución es necesario que el poder ejecutivo sea una rama del poder
legislativo, sin ser el poder legislativo por entero. Su reunión en una misma mano
conduciría a la tiranía; su separación absoluta produciría en final de cuentas los
mismos efectos" (Commentaires sur les lois d'Angleterre, libro i, cap. n). Los
hombres de 1789 conocían muy bien estas instituciones inglesas, que no gozaban
de favor entre ellos. Reprochaban particularmente a las prácticas parlamentarias
el engendrar la corrupción, al verse llevado el jefe del ministerio a usar de todos
los medios para conciliarse la mayoría de los Comunes. Así pues, no fue en
Inglaterra, sino en Montesquieu, donde los primeros constituyentes franceses
tornaron sus ideas sobre la organización que debía darse a los poderes. Ahora
bien, Montesquieu, si bien no dejó de advertir los elementos ya existentes, en su
tiempo, del parlamentarismo inglés (ver a este respecto Esmein, Elements. 79 ed.,
vol. I, p. 224), cometió por lo menos la falta de no hacer resaltar suficientemente
este aspecto de la Constitución de Inglaterra. Lo que había construido
Montesquieu era un sistema de separación de poderes, más bien que un sistema
de reparto del tipo inglés. Por lo mismo que el caoítulo vi del libro XI del Esprit des
lois opone los poderes unos a otros, el conjunto de este capítulo implica el
aislamiento de sus titulares pero no su unión o asociación. En este concepto
separatista de Montesquieu y, además, en el'reciente ejemplo de los americanos,
es en donde se inspiró la mayoría de la Constituyente. Por lo demás, es explicable
que, por efecto natural de una muy viva reacción contra el sistema absolutista de
la antigua monarquía, la cual, hasta 1789, había concentrado en sí todos los
poderes, los fundadores del nuevo derecho público francés hayan sido impulsados
a llevar hasta sus consecuencias más extremas el principio de separación que
acababan de introducir en él. De tal modo, y por todas estas razones, los primeros
constituyentes, con objeto de establecer —según la palabra de Mounier (Archives
parlementaircs, 1 serie. vol. VIII, p. 243— "límites sagrados" entre los poderes,
fueron llevados
775

a instituir un régimen de división y separación tales que no debía subsistir ninguna


relación, ningún punto de contacto ni posibilidad de acercamiento entre sus
distintos titulares, especialmente entre las dos autoridades legislativa y ejecutiva.
Esta separación, en el sentido radical de la palabra, se manifiesta, en las
Constituciones de 1791, del año III, y en la de los Estados Unidos, por dos series
de consecuencias particularmente notables.
En primer lugar, se manifiesta desde el punto de vista de la posición
asignada por las tres Constituciones de referencia a los ministros con respecto al
cuerpo legislativo. En efecto, estas Constituciones parten de la idea de que los
ministros, al ser los agentes del poder ejecutivo, no deben depender de ningún
modo de las asambleas legislativas, sino que sólo deben depender del jefe del
Ejecutivo. Este los nombra y los separa con plena libertad; además los hace
actuar bajo su sola dirección y autoridad. Los ministros no tienen, pues, que dar
cuenta de sus actos a las asambleas, las que, a su vez, no tienen la facultad de
censurar o de derribar al ministerio. Tal es el sistema que se estableció en los
Estados Unidos y que aún permanece allí en vigor24 Es el que consagraba la
Constitución del año vin. como se desprende particularmente de su art. 148: "El
Directorio nombra a los ministros, y los revoca cuando lo juzga conveniente". Se
desprende también de los arts. 160 55., que prohibían a los consejos legislativos
llamar a su presencia a los miembros del gobierno y que no les permitían a éstos
comunicarse con los consejos sino por escrito. En cuanto a la Constitución de
1791, sólo daba a la asamblea legislativa el derecho de ejecutar o aplicar la
responsabilidad civil y penal de los ministros (título ni, cap. u, sección 4, arts. 5-8);
y el art. 1° de esta misma sección, al especificar que "únicamente al rey
corresponde elegir y revocar a los ministros", parecía evidentemente excluir del
cuerpo legislativo el poder de promover la revocación. Por otra parte,
252

24
Se ha repetido con frecuencia que la Constitución de. lo? Estados Unidos fue concebida según
las ideas inglesas y que sólo era una adaptación de la Constitución inglesa. La gran distancia que
hoy las separa resultaría únicamente del hecho* de que. situadas en medios diferentes,
evolucionaron en sentidos opuestos. Y se ha concluido de ello que la Constitución norteamericana,
lo mismo que la de Inglaterra, no se propuso crear una separación completa de los poderes
(Duguit. Traite, yol. I, p. 349). Pero, en la época en que los norteamericanos, con su
independencia, fundaban su régimen constitucional, el desarrollo del parlamento acababa de sufrir
un colapso en Inglaterra: Jorge III se había dedicado, durante e] ministerio North, a restablecer y
mantener el poder personal del príncipe, consiguiéndolo hasta cierto punto. No puede decirse,
pues, que al inspirarse en la Constitución inglesa, los constituyentes de Estados Unidos
encontraran en ella un modelo de asociación de poderes: lo que entonces, les ofrecía era más bien
un modelo de separación (ver en este sentido Sumner Maine. Le eouternentent populaire. ed.
francesa, pp. 291 ss.; pero ver también las observaciones de Boutmy, op. cit., 2' ed., pp. 332 ssj.
776

sin embargo, la ley sobre la organización del ministerio de 27 de abril-29 de mayo


de 1791 decía en su art. 28: "El cuerpo legislativo podrá presentar al rey las
declaraciones que juzgue convenientes respecto a la conducta de sus ministros, e
incluso declararle que perdieron la confianza de la nación". Este texto parecía
consagrar la responsabilidad política de los ministros ante la asamblea. Sin
embargo, se desprende del debate, muy confuso en verdad, que había precedido
a esa adopción, que en el pensamiento de la Constituyente el art. 28 no concedía
al cuerpo legislativo sino el derecho de presentar al rey una instancia respecto de
sus ministros, sin que ésta tenga por efecto obligar al monarca a despedir a esos
ministros. Esta fue también la objeción que opuso Thouret, ponente del Comité de
Constitución, a ciertos diputados que pedían la inserción de la disposición del art.
28 en el acta constitucional: ''Nos ha parecido —dice Thouret (Archives
parlementaires, P serie, vol. XXIX, p. 434) — que se trataba de una disposición
que no merecía figurar en el acta constitucional, ya que, según los términos del
decreto, puede el rey conservar a los ministros a pesar de la declaración del
cuerpo legislativo; y no creemos digno de la Constitución introducir en la misma
esta clase de disposiciones, que no conducen a ninguna ejecución" (ver respecto
de estos diversos puntos Duguit, La séparation des pouvoirs et l'Assemblée
nationale de 1789, pp. 62-67). En este aspecto, pues, la Constitución adoptó la
idea de la separación de poderes en todo su rigor. En otro aspecto se desligó de
este riguroso concepto, al admitir, después de muchos titubeos y a pesar de las
protestas emitidas por varios de sus miembros en nombre de la separación de
poderes (Duguit, op. cit., pp. 67 ss), que los ministros tendrían entrada en la
asamblea legislativa y que bien sea a petición de los mismos, bien a requerimiento
de la asamblea, podrían tomar en ella la palabra (Constitución de 1791, tít. ni, cap.
ni, sección 4, art. 10). En el mismo orden de ideas, he aquí otra particularidad
común a las tres Constituciones anteriormente citadas, que se refiere a las
condiciones de reclutamiento de los ministros. Estas constituciones se colocan en
el punto de vista de que los ministros, puesto que son miembros del Ejecutivo, no
pueden formar parte al mismo tiempo de las asambleas legislativas. De lo cual,
entonces, formulan en principio la incompatibilidad de la función ministerial con la
cualidad de miembro del cuerpo legislativo. Esto es lo que declara en los Estados
Unidos el art. 2, sección 6, cap. I de la Constitución. En Francia,'las constituciones
de 1791 y del año ni llegaron más lejos aún: no solamente excluían la acumulación
de las cualidades de ministro y de diputado, sino que además especificaban que
los ministros ni siquiera podrían ser escogidos entre los miembros del cuerpo
legislativo. Esta es la prohibición que establece la Cons
777

titución de 1791 (tít. ni, cap. n, sección 4, art. 2). Contrariamente a la opinión de
Mirabeau y a pesar de las censuras de Thouret (Duguit, op. cit., pp. 49 ss.), la
Constituyente decidió, por este texto, que ningún miembro de la legislatura podría
ser promovido al ministerio, ni durante el ejercicio de sus funciones, ni siquiera
durante dos años después de haber cesado en dicho ejercicio.25 El art. 136 de la
Constitución del año ni decía igualmente: "Los miembros del cuerpo legislativo no
podrán ser ministros ni durante el desempeño de sus funciones legislativas, ni
tampoco durante el primer año después de haber cesado en dichas funciones". Se
ve por este último detalle hasta qué punto llevó la Revolución la separación de
poderes.
Una segunda serie de consecuencias de este sistema de separación radical
se hace sentir respecto a lo que concierne a la determinación de las atribuciones
respectivas de los órganos legislativo y ejecutivo. La idea que aquí interviene es
que estos órganos, al ser llamados a ejercer funciones separadas, deben quedar
encerrados dentro de esferas de acción totalmente diferentes. A este respecto, el
carácter más significativo que debe señalarse en las Constituciones anteriormente
citadas consiste en que, al excluir al jefe del Ejecutivo de toda participación en la
función legislativa, le niegan la facultad de tomar, bien sea por sí mismo, bien por
medio de sus ministros, la iniciativa de un proyecto de ley. La Constitución de
1791 (tít. III, cap.III, sección 1, art. 1) declaraba expresamente a este propósito
que delegaba exclusivamente en el cuerpo legislativo el poder de proponer las
leyes; asimismo el art. 163 de la Constitución del año ni especificaba que el
Directorio no podía proponer al Consejo de los Quinientos proyectos redactados
en forma de ley. Como componenda, ambos textos permitían únicamente, el
primero al rey y el segundo al Directorio, "invitar al cuerpo legislativo —o al
Consejo de los Quinientos— a tomar algún asunto en consideración". Asimismo,
en los Estados Unidos, la Constitución (cap. II sección 3, art. I9) dice simplemente
que el Presidente "recomendará al examen del Congreso todas aquellas medidas
que juzgue necesarias y convenientes". Recíprocamente, el concepto de
separación de poderes implica que las asambleas legislativas no pueden
asociarse a la potestad ejecutiva. Si en Norteamérica,
253

25
Conviene añadir que durante este mismo lapso los miembros de la legislatura, según el texto
indicado anteriormente, "no podían recibir ningún puesto, dádivas, pensiones, sueldos o
comisiones del poder ejecutivo". Además de la separación de poderes, la mayor razón alegada
para justificar estas prohibiciones fue —como lo declara Roederer en la sesión del 13 de agosto de
1791— que "no basta con que los legisladores sean incorruptibles; es necesario que el pueblo no
tenga ninguna razón para creer que no lo son; y tendría siempre ese temor si se supiera que el jefe
supremo del poder ejecutivo puede obtener de algunos de los miembros del cuerpo legislativo
condescendencia para sus intenciones mediante la promesa de empleos saperiores y hasta
inferiores" (Archives parlementaires, 1 serie, vol. XXIX, p. 404).
778

la Constitución de 1787 (cap. u, sección 2, art. 2) hizo depender del parecer y del
consentimiento del Senado el cumplimiento por el Presidente de ciertos actos de
su función, esto se debe a que los autores de dicha Constitución concibieron y
consideraron originariamente al Senado, no ya como una pura asamblea
legislativa, sino también como un consejo de gobierno. En Francia, la
Constituyente, partiendo de la doctrina de Montesquieu, había reconocido y
formulado en principio desde el comienzo (sesión de 23 de septiembre de 1789,
Archives parlementaires, P serie, vol. IX, p. 124) que "el poder ejecutivo supremo
reside exclusivamente en manos del rey". Posteriormente abandonó este principio,
y la Constitución de 1791 vino a establecer muchas intromisiones de la Asamblea
legislativa en la función ejecutiva (ver especialmente tít.III, cap. IV, sección 2, art.
8). El abandono que respecto de este punto se hizo de las consecuencias de la
separación de poderes se explica ante todo por la desconfianza que reinaba en
dicha época con respecto a la autoridad ejecutiva, y por la tendencia que tenía la
Constitución de 1791 a subordinar la voluntad del jefe del Ejecutivo a la voluntad
preponderante de la Asamblea (Duguit, op. cit., pp. 26-27; Esmein, Éléments, 7
ed., vol. Ii, p. 481).
En resumen, el sistema de la separación de poderes que acaba de
exponerse se caracteriza por dos rasgos esenciales: de una parte, excluye
cualquier colaboración de las dos autoridades legislativa y ejecutiva en una labor
común; de otra parte, no admite que se establezca comunicación entre ellas. No
deja subsistir, pues entre esas dos autoridades, ninguna relación funcional ni
orgánica. Tales son las consecuencias que se dedujeron del principio de
Montesquieu a fines del siglo XVIII.
284. Se ha pretendido que estas deducciones no podían justificarse de
ningún modo y que las Constituciones del período revolucionario, así como la de
los Estados Unidos, habían interpretado erróneamente la doctrina del Esprit des
lois. Jamás —se dijo (Duguit, op. cit., p. 10, y Traite, vol. I, pp. 348-349— entró en
el pensamiento de Montesquieu que los órganos legislativo y ejecutivo hubieran de
quedar constituidos uno frente a otro, en una postura de completa independencia,
que impidiese toda relación entre ellos. Muy al contrario, la teoría de Montesquieu
implica indudablemente la necesidad de establecer entre estas dos autoridades
ciertas relaciones de dependencia. ¿Cuál es, en efecto, y según esta teoría, el
objeto esencial de la separación de poderes? Este objeto es, ante todo, el imponer
a cada titular de la potestad pública determinados límites. "Es necesario que, por
la disposición de las cosas, el poder detenga al poder", he aquí el punto de partida
de toda la doctrina. Ahora bien,
779

si se quiere que los poderes se contengan y se detengan uno a otro, es necesario


para ello conceder a sus titulares los medios de influenciarse recíprocamente. Por
lo tanto, lejos de conducir al aislamiento de los poderes, la teoría del Esprit des
lois exige desde un principio la institución entre el gobierno y el cuerpo legislativo
de medios de acción que les permitan vigilarse constantemente y moderarse
mutuamente. Esto es, añádese, lo que el mismo Montesquieu tuvo cuidado de
indicar claramente en su capítulo De la Constitution d'Angleterre. Por ejemplo,
declara que "si la potestad ejecutiva no tiene derecho a detener las empresas del
cuerpo legislativo, éste habrá de ser despótico". Y también: "la potestad ejecutiva
tiene el derecho y debe tener la facultad de examinar de qué modo son ejecutadas
las leyes que hizo". Igualmente: "El cuerpo legislativo no debe reunirse él mismo
en asamblea. . . Si tuviera el derecho de prorrogarse a sí mismo, podría ocurrir
que no se prorrogara jamás, lo que sería peligroso. . . Es preciso, pues, que sea la
potestad ejecutiva la que regule el tiempo de la sesión y de la duración de estas
asambleas, con relación a las circunstancias que ella misma conoce". De estos
párrafos se saca la conclusión de que Montesquieu no tuvo intención de crear,
entre los titulares de los distintos poderes, una separación sin relaciones.
Esta conclusión, sin embargo, no es exacta. Indudablemente, Montesquieu
quiere que el cuerpo legislativo y el gobierno tengan uno sobre otro medios de
influencia y de acción. Pero, a decir verdad, sólo les confiere estos medios de
acción para ponerlos en condiciones de "detenerse" mutuamente. Lo que trata de
asegurarles es armas defensivas, instrumentos de lucha. En cambio no piensa de
ningún modo en preparar su penetración, su asociación, su entendimiento, con
objeto de hacerlos actuar en concurso y en colaboración. Así pues, según su
teoría, no habrá entre ellos cooperación en tareas comunes. Por ejemplo, en lo
que concierne a la legislación declara él mismo, de una manera expresa, que el
poseedor del poder ejecutivo sólo tendrá una simple facultad de impedir: la
Constitución de 1791 y la de los Estados Unidos se conformaron con este punto
de vista, al conceder al jefe del Ejecutivo la facultad de oponerse a las leyes
adoptadas por el cuerpo legislativo y al rehusarle, por el contrario, toda
participación directa en la potestad legislativa. Igualmente, Montesquieu nada deja
entrever de la posibilidad de unir entre sí a los titulares de los dos poderes, por
ejemplo por la manera como los ministros serán reclutados y ejercerán sus
funciones en armonía con el Parlamento. Prevé efectivamente, para declararla
inconciliable con la separación de poderes, la hipótesis de que la potestad
ejecutiva no tenga más titular que un comité de personas sacadas del cuerpo legis
780

lativo.26 Pero no prevé de ningún modo el caso, muy diferente, de que, junto al
titular principal del Ejecutivo, hubiera ministros, los cuales tuvieran, como en
Inglaterra, orígenes y relaciones parlamentarias, y no reserva la posibilidad de
hacer desempeñar a estos ministros el papel de enlace entre el jefe del gobierno y
las asambleas. Por lo tanto, la clase de relaciones que Montesquieu establece
entre estas dos autoridades no tiene de ningún modo por objeto acercarlas una a
otra, sino que, por el contrario, no sirve más que para fortificar su oposición, y por
lo mismo, sólo constituye uno de los elementos de su separación (ver pp. 758-579,
supra). No puede decirse, pues, que las Constituciones de fines del siglo XVIII
hayan hecho caso omiso del verdadero pensamiento de Montesquieu, al
abstenerse sistemáticamente de organizar la colaboración y la asociación entre el
Ejecutivo y el cuerpo legislativo. Por el contrario, la verdad es que aplicaron
fielmente las consecuencias de la doctrina separatista expuesta en el Esprit des
lois. Esta doctrina excluye las relaciones entre las autoridades ejecutiva y
legislativa, por lo menos todas aquellas que tuvieran por objeto asegurar la unión
de las mismas.
285. En esto, la teoría de Montesquieu es impugnada unánimemente hoy
día. Suscita, en efecto, en este aspecto, múltiples objeciones.
Ante todo, desde el punto de vista teórico, la separación de poderes, sin
relación entre las autoridades, es inconciliable con el concepto mismo de poder. El
poder, en efecto, no tiene más objeto que el de hacer reinar soberanamente la
voluntad del Estado. Ahora bien, esta voluntad es, necesariamente, una.
Racionalmente, pues, es necesario que, incluso si se pretende separar los
poderes, se mantenga entre sus titulares una cierta cohesión o unidad de acción;
de lo contrario, la voluntad del Estado correría el riesgo de verse solicitada por los
múltiples órganos estatales en sentidos divergentes y contradictorios (Duguit, La
séparation des pouvoirs, p. 1; Saint-Girons, op. cit., pp. 291 ss.). Esto no es más
que lógica abstracta. Pero la verdad de este punto de vista teórico se hace todavía
más evidente por el examen de las necesidades de orden práctico. A estas
necesidades prácticas es a lo que Mirabeau aludía cuando lanzaba su famoso
apostrofe: "Los valerosos campeones de los tres poderes tratarán de hacernos
comprender lo que entienden por esta gran frase de los tres poderes, y, por
ejemplo, cómo conciben el poder legislativo sin ninguna participación en el poder
ejecutivo" (sesión del 18 de julio de 1789, Archives parlementaires, P serie, vol.
vin, p. 243). Es evidente, en efecto, que si el legislador tuviera que limitarse a
dictar prescripciones generales
254

26
Esprit des lois, lib. XI, cap. VI: "Que si no hubiese monarca, y la potestad ejecutiva
quedara confiada a cierto número de personas tomadas del cuerpo legislativo, ya no habría
libertad, pues las dos potestades quedarían unidas, al participar a veces las mismas personas en
ambas y poder hacerlo siempre."
781

y estuviera así condenado a vivir dentro de la esfera de los principios abstractos,


sin contacto con las realidades administrativas prácticas, llegaría muy pronto a
perder de vista estas realidades y a elaborar leyes desprovistas de utilidad
positiva, inoportunas, inaplicables. Inversamente, ¿cómo la autoridad ejecutiva,
que tiene a su cargo el gobierno y la administración, podría concebirse privada de
la facultad de proponer a las asambleas las medidas o reformas legislativas que le
son indispensables para el cumplimiento de su labor y de las que su experiencia
de los asuntos y su conocimiento de los intereses generales del país le permiten
discernir la oportunidad con más sagacidad que pudiera demostrar, a este
respecto, cualquier otro órgano del Estado? Hay, pues, que reservar al Ejecutivo
determinada participación en la confección de las leyes, concediéndole, por lo
menos, la facultad de iniciativa y, además, el derecho de participar en su
discusión; y asimismo es conveniente, no sólo reconocer al cuerpo legislativo
medios de control o de acción sobre la autoridad ejecutiva, sino también asociarlo
más o menos ampliamente a la función que ejerce esta última.
Si examinamos ahora el sistema de la separación absoluta desde el punto
de vista político del equilibrio, o mejor dicho, del orden que debe reinar entre las
autoridades públicas, el vicio de este sistema se manifiesta igualmente. En efecto,
si el cuerpo legislativo y el gobierno están aislados por una barrera que intercepte
toda comunicación entre ellos; si han de trabajar, cada uno por su lado, sin
conocerse, sin tener que ponerse de acuerdo, resultará de esto, no ya solamente
la distinción o la independencia, sino además la desunión de los poderes. Según
una observación hecha en numerosas ocasiones, el gran peligro de semejante
estado de cosas es que la Constitución, al no haber regulado las relaciones entre
ambas autoridades, se hallará por lo mismo impotente para resolver los conflictos
que puedan suscitarse entre ellas. Sieyés, al presentar en el año ni su proyecto de
Constitución, decía ya a este respecto: "Por lo que se refiere al gobierno, y más
generalmente, por lo que se refiere a la Constitución política, la unidad sola es
despotismo; la división sola es anarquía; división y unidad dan garantía social"
(sesión del 2 termidor del año III, Réimpression du Moniteur, vol. xxv, p. 291). En
el sistema de la separación, el gobierno y el cuerpo legislativo, colocados uno
frente a otro sin relaciones regulares, se hallarán prestos a entrar en lucha; y si
una de estas dos autoridades consigue hacerse más fuerte, es de temer que su
preponderancia degenere en una potestad excesiva. Así pues, se ha dicho, la
separación completa de los poderes conduce finalmente al despotismo.
Por último, esta clase de separación es prácticamente irrealizable. La
prueba de ello se desprende del hecho de que en ninguna parte ha
782

podido mantenerse de una manera duradera, ni siquiera all^ donde había sido
sistemáticamente querida y establecida por la Constitución. El ejemplo
constantemente citado de los Estados Unidos, a este respecto, lo prueba
suficientemente. La Constitución federal de 1787 había excluido las relaciones
entre el Ejecutivo y el Congreso; especialmente, no había dado a los ministros
entrada al Congreso; las relaciones que había creído innecesario establecer, se
establecieron en la práctica fuera de ella y a pesar de ella. Indudablemente no
existe en Norteamérica colaboración oficial entre los ministros y las Cámaras. Pero
la colaboración se ha establecido oficiosamente; se ejerce por los comités
permanentes de ambas Cámaras, que sólo deben su existencia a los reglamentos
de estas asambleas, y determinado número de los cuales corresponde a los
diversos departamentos ministeriales. De hecho, es en estos comités,
principalente, donde se discuten y se deciden las medidas o reformas legislativas,
limitándose las Cámaras a aprobar rápidamente las leyes que les proponen sus
comités. Ahora bien, no teniendo los ministros entrada en las asambleas, han
tomado la costumbre de ponerse en relación con los presidentes de los comités
competentes, con objeto de que lleguen a buen término los proyectos de ley que el
gobierno, privado de la iniciativa legislativa, desea aprobar. Por otra parte, los
comités no dejan de examinar las cuestiones de administración y de ejercer un
control sobre los actos de los ministros o de los funcionarios administrativos; como
les está permitido tomar los informes que juzguen útiles y especialmente oír a las
personas que puedan orientarlos, convocan a los secretarios de Estado y también
a los funcionarios, bien sea para escuchar el parecer de los primeros respecto de
los proyectos legislativos en preparación, bien para que los primeros y los
segundos les den cuenta de sus actos y tratar de dirigirlos. 27 Se restablece así
cierta colaboración entre ambas autoridades y, en suma, la separación sin
relaciones no subsiste más que en el texto de la Constitución. La única
consecuencia actual del sistema primitivo de la Constitución es que estas
relaciones de las dos autoridades, en vez de tener lugar en sesión pública de las
Cámaras, se ejercen en los comités, a puerta cerrada, y tal es el grave
inconveniente de estas prácticas, que, por otra parte, tienen un origen puramente
usual y no han sido establecidas por ningún texto (ver respecto de estos diversos
extremos, a Esmein, Éléments, 1 ed., vol. I, pp. 482 ss.; Boutmy, op. cit., 2 ed., p.
156; Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 215; Bryce, La République
américaine, 2 ed. francesa, vol. I, pp. 239 ss., 313; W. Wilson, op. cit., ed.
francesa, pp. 281 ss., 293 ss.).
255

27
No existe tendencia más clara, en la historia del Congreso, que la tendencia a
someter todos los detalles de la administración a la vigilancia constante de los
comités permanentes, y toda la politica a su vigilante intervención" (Wilson, op. cit.,
ed. francesa, p. 54).
783

Puesto que los poderes ejecutivo y legislativo no pueden funcionar sin relaciones y
sin entendimiento entre sus titulares, es evidente que las Constituciones tienen el
deber de prever y de regular estas relaciones indispensables. Esta es también,
según la opinión común, una de las razones principales por las cuales un gran
número de Constituciones modernas han adoptado el régimen parlamentario. Este
régimen, dícese, no se limita a atribuir a los titulares de ambos poderes ciertos
medios de acción recíproca, que les permiten detenerse entre sí, según el deseo
de Montesquieu, sino que se propone, además, como uno de sus objetivos
esenciales, establecer entre ellos un constante acercamiento, una estrecha
coordinación Lejos de perseguir su separación, su objeto preciso en este aspecto,
así como su característica, es fundar su asociación (sobre la exactitud de esta
idea de asociación, ver sin embargo los núms. 294 ss., infra). Los asocia haciendo
que cooperen, no ya ciertamente sobre un pie de igualdad, pero al menos por vía
de colaboración, en cada una de las funciones legislativa y ejecutiva. Por una
parte, el gobierno, tomado nominalmente en la persona de su jefe y efectivamente
en las personas de los ministros, participa directamente en la obra de legislación,
por cuanto se reparte con las Cámaras la iniciativa de las leyes y se ve mezclado
íntimamente en su discusión. Recíprocamente, participan las Cámaras en el poder
ejecutivo al estar asociadas al gobierno y a la administración, por cuanto que,
especialmente, según el régimen parlamentario, la actividad gubernamental y
administrativa se ejerce efectivamente, no por el jefe nominal del Ejecutivo, sino
por los ministros, que deben ser elegidos dentro del partido que represente a la
mayoría en el seno de las Cámaras, los cuales, por consiguiente, se eligen
generalmente dentro de las mismas filas de esta mayoría, y que, por último, no
pueden mantenerse en funciones sino mientras los sostiene la confianza de la
mayoría parlamentaria; de donde resulta, en definitiva, que no solamente la acción
gubernamental se determina por las miras y las voluntades de esta mayoría, sino
que además se halla mantenida por un comité ministerial, que en realidad es una
emanación del Parlamento. Tal es el régimen de organización de los poderes que
tiende cada vez más a propagarse en las Constituciones modernas. Por los
caracteres esenciales que del mismo se acaban de recordar, y especialmente por
la fusión orgánica que opera entre los poderes ejecutivo y legislativo, aparece
como siendo precisamente lo opuesto de una separación de estos poderes (ver
respecto del alcance verdadero del régimen parlamentario a este respecto, núms.
297 ss., infra).
286. D. Veamos, finalmente, un último aspecto bajo el cual conviene
examinar la teoría de Montesquieu. Frecuentemente se entendió que implicaba la
igualdad de los poderes, y es así efectivamente como
784

parece presentarla el mismo Montesquieu. De hecho, -esta igualdad no ha existido


realmente en las diversas Constituciones que se sucedieron en Francia desde
1789. Si todas estas Constituciones tratan más o menos de fundarse en el
principio de la separación de poderes, incluso si algunas de ellas han tenido el
cuidado de establecer este principio mediante un texto expreso (Constitución de
1791, Declaración de derechos, art. 16; Constitución de 1793, Declaración de
derechos, art. 24; Constitución del año ni, Declaración de derechos, art. 22;
Constitución de 1848, art. 19), en realidad no llegaron ni mucho menos a
establecer la igualdad de poderes ni a asegurar su mantenimiento. Unas veces
son las asambleas las que, como en 1791 y en 1793, llegan a ser preponderantes
y pueden aspirar a decir la última palabra en todo. Otras es el jefe del gobierno el
que se convierte en dueño de todos los poderes, como en el año vin y en 1852. O
también la Constitución le reserva al jefe del Estado, además de la potestad
gubernamental, la iniciativa exclusiva al mismo tiempo que la sanción de las leyes,
lo que conduce a convertirlo en dueño de la potestad legislativa: esto es lo que
hacía la Carta de 1814. Finalmente, incluso con las Constituciones que no habían
tratado de establecer la absoluta preeminencia de uno de los órganos estatales,
se ha visto, de hecho, como en 1848-1851, a uno de éstos adquirir una fuerza
predominante. La igualdad de los poderes, de hecho, no ha existido jamás.
Tampoco puede concebirse en derecho. Por la misma fuerza de las cosas,
la jerarquía que se establece entre las funciones entraña inevitablemente una
desigualdad correspondiente entre los órganos. Esta jerarquía o desigualdad
resulta de la misma teoría de Montesquieu; toda la demostración que proporciona
con objeto de fundar su principio de separación —como se ha observado
anteriormente (pp. 746-747)— lleva a mantener las dos actividades ejecutiva y
judicial dentro de la legalidad, es decir, en el respeto a la ley y en la subordinación
hacia ésta; ¿no implica, por lo tanto, la superioridad de la función legislativa sobre
las demás funciones? No sólo bajo la influencia de Rousseau, sino también bajo la
influencia de Montesquieu, la Revolución estableció, como uno de los grandes
principios del derecho público moderno de Francia, la preponderancia y la
supremacía de la ley y del poder legislativo. Como lo demostró muy
acertadamente Duguit (op. cit., p. 116; cf. Jellinek, loe. cit., vol. II pp. 161-162, y
Orlando, op. cit., ed. francesa, pp. 90-91), los constituyentes de 1791 no se dieron
cuenta de que se contradecían a sí mismos al declarar, por una parte, a los tres
poderes iguales e independientes, y por otra parte al subordinar al poder
legislativo el ejecutivo y
785

(Duguit, op. cit., pp. 90 ss.) el judicial.28 Así pues, el supuesto principio de la
igualdad de los poderes consistía en establecer o colocar a uno de ellos por
encima de los otros dos.29

287. Pero, podrá decirse, si por su misma naturaleza las funciones son
desiguales entre sí, al menos queda la posibilidad de asegurar la igualdad
constitucional de los órganos, en el sentido de que incluso los titulares de
potestades subordinadas serán personalmente independientes con respecto a los
poseedores de una potestad superior en sí. Y con esto se ataca precisamente el
objeto esencial del principio de la separación; pues, y no hay que perderlo de
vista, el principio de Montesquieu, ante todo, se refiere a los hombres que retienen
el poder. Contra las debilidades o abusos de los gobernantes, mucho más que
contra los peligros que resultan de la desigualdad de las funciones, es contra lo
que dicho principio va dirigido. La separación de poderes no puede impedir que la
potestad legislativa domine, en muchos aspectos, a las demás funciones; pero, al
menos, trata de asegurar a las autoridades ejecutiva y judicial una situación
personal de independencia dentro de los límites de su legítima competencia (cf.
Esmein, Éléments, 7 ed., vol. I, pp. 469 y 470; Rehm, op. cit., pp. 286, 287, 291
ss.). Este parece haber sido también el punto de vista de los autores de la
Constitución de 1791. En esta Constitución establecen desde luego una jerarquía
de las funciones, pero se preocupan por mantener la independencia de los
órganos. Y, por ejemplo, creían haber contribuido especialmente a fundar la
autonomía de los poderes, al decidir que los titulares de las tres funciones por
separar recibirían sus títulos y potestad, no ya unos de otros, sino de una
delegación directa e inmediata hecha a cada uno de ellos por la misma
Constitución (título ni, preámbulo, arts. 3 a 5). Por lo que se refiere particularmente
al poder judicial, su autonomía debía quedar asegurada por el hecho de que los
jueces se elegían por el pueblo (Esmein, loe. cit., p. 506; Duguit, op. cit., pp. 77
ss.; Rehm, op. cit., p. 287). Así pues, a pesar de la desigualdad de las funciones,
los poderes parecían constituidos en una situación de independencia mutua.

Pero esto no era sino una nueva ilusión. La jerarquía de las fun-256

28
Desde este punto de vista, la Constitución de 1791 deja de poder considerarse como la
realizadora de una absoluta separación de poderes (ver en este sentido la acertada observación de
Jellinek, loe. cit., contra Rehm, Allg. Staatslehre, pp. 288 55.). Y por otra parte, esta Constitución
sólo dejaba subsistir, frente a la Asamblea legislativa, que había llegado a ser muy poderosa, un
poder ejecutivo muy debilitado en manos del rey.
29
Asimismo, se puede afirmar que la Revolución colocó a los administradores por encima de los
jueces, por cuanto sustrajo del conocimiento de éstos los litigios suscitados por la actividad
administrativa (cf. n. 2 del n* 307, infra). Esto ha hecho decir a Hauriou (op. cit., 8 ed., p. 33) que
en Francia "la autoridad judicial está rebajada ante la administración: la administración es más
fuerte que la justicia" (cf. 9 ed., p. 997).
786

cienes causa e implica fatalmente la de los órganos. El titular de una función no


puede ser verdaderamente dueño del ejercicio de esta función si ésta, por su
naturaleza, queda subordinada a otra función que la manda. Si nos referimos, por
ejemplo, al poder ejecutivo, además de ser su titular inferior en potestad al
legislador, puesto que queda obligado a conformarse a una voluntad legislativa
preexistente, hay que observar que la superioridad de la función legislativa supone
necesariamente, para el cuerpo legislativo, cierto poder de examen y de control,
hasta puede decirse un poder de dirección, sobre la ejecución de las leyes. El
mismo Montesquieu tiene que convenir en ello: es necesario, dice, que tenga el
cuerpo legislativo el medio de vigilar cómo se ejecutan las leyes que él hizo. Esta
consecuencia es necesaria. La superioridad de la ley, en efecto, no sería sino una
palabra vana si la autoridad ejecutiva tuviera libertad de ejecutar las leyes a su
gusto.Í0 Así es, por ejemplo, como el poder financiero de las Cámaras implica su
derecho de control sobre el empleo que han hecho los diversos ministerios de los
subsidios que les fueron legislativamente concedidos; y particularmente, implica el
control parlamentario de la ejecución de la ley de presupuestos. Se ha visto
anteriormente (p. 662) que la Constituyente había aplicado la misma idea al poder
judicial. Partiendo del principio de que "después del poder de hacer la ley viene
naturalmente el poder de vigilar su observancia" (discurso de Le Chapelier, citado
supra, eod. loe..), dedujo lógicamente que los tribunales encargados de aplicar las
leyes deben hallarse sometidos, por lo que a dicha aplicación se refiere, al control
del cuerpo legislativo. Y, por consiguiente, concebía al tribunal de casación como
auxiliar y delegado de la Asamblea legislativa, situado junto a ella y bajo su
vigilancia, y cada año a ella debía rendirle cuenta de sus decisiones. Además,
cuando después de dos casaciones sucesivas, un tercer tribunal decidía en el
mismo sentido que los juicios ya casados, la Constituyente reservaba al cuerpo
legislativo el poder de estatuir respecto a la validez de este tercer juicio mediante
un decreto de interpretación de la ley aplicable al caso particular (ley de 27 de
noviembre-1 de
257

30
Entiéndase bien que no es a los ciudadanos a quienes se trata aquí de proteger contra la
arbitrariedad del Ejecutivo. Los ciudadanos están ya protegidos por el hecho de poder dirigirse a la
autoridad jurisdiccional a fin de obtener la anulación o la reforma de aquellos actos ejecutivos que
pudiesen violar en su detrimento las leyes vigentes. Pero, con independencia de Ja estricta
cuestión de legalidad que puede suscitarse por los particulares lesionados por una aplicación
viciosa de la ley, existe una cuestión política y de orden general que se plantea en las relaciones
del Ejecutivo con el legislador y que es la del respeto que el Ejecutivo debe a las voluntades de la
autoridad legislativa. Corresponde a las Cámaras emplear su potestad para obligar al Ejecutivo a
que aplique la ley dentro del mismo espíritu en que ha sido concebida por el legislador, cuyas
intenciones, a no ser por eso, podrían desconocerse o falsearse.
787

diciembre de 1790). En todos estos aspectos, la casación era considerada como


una institución establecida menos en interés de los justiciables que en favor del
cuerpo legislativo, cuya supremacía, ante todo, tenía por objeto asegurar, por lo
que se refiere a la aplicación judicial de sus voluntades. Si esta institución, hoy
día, responde principalmente a un objeto diferente, y si la Corte suprema ha sido
desligada del legislador, hay que observar, sin embargo, que incluso los autores
que se formen el más alto concepto de su cometido jurisdiccional y de su
independencia constitucional, tienen especial cuidado, después de haber afirmado
que, en principio, no se halla sometida a ningún control, en prevenir el caso de "a
buso" por su parte, en cuyo caso, dícese, existiría siempre y "evidentemente" lugar
para "una intervención legislativa" (Geny, Méthode d'ínterprétation et sources, 2
ed., vol. II, p. 196). Llega siempre un momento en que la preeminencia inherente a
la función considerada por la Constitución como superior se afirma por la
preponderancia del órgano investido de la misma, y permite a éste dominar a las
autoridades dedicadas a funciones subalternas.
288. Por lo demás, es imposible concebir que no existan en el Estado más
que poderes iguales. La unidad estatal, con ello, se encontraría deshecha. He aquí
por qué, en todo Estado, incluso en aquellos cuya Constitución pretende basarse
en la teoría de Montesquieu y tiende a una cierta igualdad de los poderes, se
encontrará invariablemente un órgano supremo que domina a todos los demás y
que así realiza la unidad del Estado. Esta es una verdad que reconocen hasta los
autores que defienden la doctrina del Esprit des lois. "Es inevitable, —dice Esmein
(Elements, 1 ed., vol. I, p. 469)— que uno de los poderes tenga la preponderancia
entre los demás" Michoud (op. cit., vol. i, p. 284) usa el mismo lenguaje. Pero es a
Jellinek, sobre todo, al que corresponde el mérito de haber aclarado por completo
esta verdad (Gesetz und Verordnung, p. 208; L'État Moderne, ed. francesa, vol. II,
pp. 161 ss., 239 ss., 420 ss.).
289. Este autor hace observar, en primer término, que la separación de los
poderes no tuvo, ni pudo tener, en las Constituciones que lo llevaron hasta sus
consecuencias más absolutas, sino el alcance de un principio secundario. Si estas
Constituciones presentan a las tres potestades, legislativa, ejecutiva y judicial,
como estrictamente separadas entre tres clases de titulares iguales, admiten, por
encima de estas potestades y estos titulares, la existencia de un poder superior,
que es el poder constituyente, y la primacía de una voluntad inicial, que es la
voluntad del pueblo. Según este concepto constitucional, la separación de poderes
sólo debe producirse en el orden de los poderes constituidos; permanece
subordinada a un principio superior: el principio de la unidad del poder
constituyente. Es de observarse que Montesquieu dejó sin aclarar la
788

cuestión capital del poder constituyente: ocupa, sin embargo, un lugar importante
en los conceptos sobre los cuales se basan las Constituciones separatistas de
fines del siglo XVII.
Así, las Constituciones de los Estados norteamericanos, como también la
de la Unión, al distinguir el poder constituyente de los poderes constituidos,
adoptan, como punto de partida de toda la organización de los poderes que
constituyen, y consagran, anteriormente a la separación que establecen entre
ellos, la idea fundamental de que el pueblo es la fuente de todos los poderes, es
decir, el titular originario de todas las potestades que ejercen los diversos órganos
estatales: éstos derivan, en efecto, su potestad respectiva de la delegación que de
la misma les ha hecho el pueblo por la Constitución. Esto es lo que se desprende,
especialmente, del preámbulo de la Constitución federal de 1787: "Nosotros, el
pueblo de los Estados Unidos, con objeto de formar una unión más perfecta, etc. ..
ordenamos y establecemos la presente Constitución para los Estados Unidos de
América". Así se desprende igualmente de los tres textos que, al principio de los
capítulos I, II y III de esta Constitución, presentan a los poderes legislativo,
ejecutivo y judicial como siendo objeto de "investiduras" o sea de delegaciones
distintas, respectivamente consentidas por el pueblo al Congreso, al Presidente y
a las cortes de justicia. Finalmente, la misma idea se confirma por la enmienda X,
que opone a los poderes delegados aquellos que, no estando comprendidos en la
delegación, se encuentran por lo mismo en poder del pueblo, constituyendo, en
este sentido, "poderes reservados". Así pues, sin dejar de dividir la potestad del
Estado en tres clases de órganos iguales, los norteamericanos mantienen la
unidad esencial de dicha potestad, afirmando en principio que el pueblo reúne en
sí, primitivamente, todos los poderes, y haciendo de la delegación popular el título
necesario de todas las autoridades constituidas. Y esto no es solamente un
principio nominal, pues las Constituciones particulares de los Estados, que lo
establecen igualmente en su base, deducen de él la consecuencia de que
cualquier cambio establecido en sus disposiciones debe someterse a la votación
popular y depende de su aprobación por el pueblo.
Es sabido cómo esta teoría americana del poder constituyente pasó a
Francia: fue introducida allí por Sieyes, que se sirvió de ella especialmente para
rectificar y atenuar lo que había de demasiado absoluto e incorrecto en el sistema
de separación de poderes establecido por la Constitución de 1791. Había
declarado esta Constitución "la soberanía una e indivisible" (preámbulo del título
m); por otra parte, sin embargo, tomaba la separación de poderes como la
condición sine qua non de toda organización constitucional (art. 16 de la
Declaración de derechos), y aplicaba esta separación del modo más estricto, por
lo menos en ciertos
789

aspectos. ¿No había en esto una enfadosa contradicción? (Duguit, op. cit., p.19).
Para disipar esta contradicción, Sieyés presenta su teoría del poder constituyente,
que había de desarrollar especialmente en la sesión del 2 termidor del año III
(Réimpression du Moniteur, vol. XXV, pp, 291 ss.): "Una idea sana y útil se
estableció en 1788: es la división entre el poder constituyente y los poderes
constituidos". Esta "división" se basa en la idea de que el poder constituyente
reside esencialmente y en forma inalienable en el pueblo. Los poderes
constituidos pueden desde luego repartirse separadamente entre múltiples
autoridades, pero sólo son, en manos de estas autoridades, emanaciones o
delegaciones parciales y especiales del poder originariamente contenido en el
pueblo, que realiza en sí, de este modo, la unidad de la soberanía y del Estado.
Esto es lo que declara de un modo expreso Sieyés: "Vuelvo a la división de los
poderes, o, si os parece mejor, de las diversas procuraciones que, en interés del
pueblo y de la libertad pública, deben confiarse a diferentes cuerpos de
representantes'". Y precisa su pensamiento diciendo además: "Sólo hay en una
sociedad un poder político: el de la asociación; pero pueden llamarse
impropiamente poderes las diferentes procuraciones que da a sus representantes
el poder único" (loe. cit.). La separación de poderes sólo se establece, pues, por
debajo del pueblo. Este reunió originariamente en sí todos los poderes,'" y es el
único que puede cambiar las condiciones de las delegaciones constitucionales
separadas que de dichos poderes hizo con anterioridad. Se muestra así,
finalmente, por su poder constituyente, como el órgano supremo del Estado32 (cf.
n° 451, infra).
290. La unidad del Estado y de su potestad, así como la imposibi-
258

31
Como se verá más adelante (n9 456), esta idea de Sieyés era enteramente falsa. En el sistema
de la soberanía nacional ningún órgano puede reunir en sí todos los poderes, pues solamente la
nación es soberana. Aun cuando el pueblo, o sea el cuerpo de ciudadanos activos, sea de hecho el
órgano constituyente (lo que, por otra parte, no era el caso, según la Constitución de 1791), no
resultaría de ello que contenga en sí todos los poderes que ha de constituir. Teniendo en cuenta el
principio de la soberanía nacional, el órgano constituyente, sea el que fuere, no posee
íntegramente la soberanía, sino que sólo tiene una competencia constituyente que, por alta que
sea, queda restringida, pues entraña únicamente la potestad de crear los órganos constituidos y
determinar sus poderes. La separación entre el poder constituyente y los poderes constituidos
significa que los órganos constituidos no pueden darse a sí mismos, ni modificar por sí mismos,
sus poderes; implica también que el órgano constituyente es el órgano supremo del Estado; pero
no significa qu'e contenga en su origen todos los poderes, ni, con mayor razón, que pueda
ejercerlos todos. Así lo reconocieron las múltiples Constituciones que prohiben al órgano
constituyente ejercer cualquier otro poder que no Pea el de revisión (ver especialmente la
Constitución de 1791, tít. VII, art. 8; Constitución del año III, art. 342; Constitución de 1848, art.
111).
32
La Constitución separatista del año III (art. 343) aplicará estas ideas, subordinando todo cambio
constitucional a la aceptación del pueblo y sometiéndose ella misma a la sanción popular.
790

lidad de igualar entre sí a todos sus órganos, se afirman ya, por lo tanto, en la
superioridad del poder y del órgano33 constituyentes. Pero hay que ir más allá, y
reconocer que esta unidad estatal y esta desigualdad de los órganos deben
volverse a encontrar también en el orden de los poderes constituidos. No es de
creerse, en efecto, que el principio de unidad, que constituye la base esencial del
Estado unitario moderno, sólo produzca sus consecuencias con ocasión de las
revisiones constitucionales, es decir, en muy raras circunstancias, separadas por
largos intervalos, y casi no puede concebirse que en tiempos ordinarios y durante
el curso de la actividad habitual del Estado, permanezca este principio desprovisto
de efectos. Es indispensable que en todo tiempo exista en el Estado (según la
palabra de Jellinek, L'État moderna, ed. francesa, vol.II, p. 420), un "centro" único
de voluntad, o sea un órgano superior cuyo cometido habrá de ser preponderante,
bien en el sentido de que este órgano tendrá la potestad de imponer su voluntad,
de modo inicial, a las demás autoridades estatales, o bien, por lo menos, en el
sentido de que nada habrá de hacerse sin el concurso de su libre voluntad.
Solamente con esta condición la unidad del Estado habrá de mantenerse; y
quedaría arruinada si coexistieran en él dos centros principales, dos voluntades
diferentes e iguales. Es éste un punto que Duguit (L'État, vol. n, pp. 258-259) ha
establecido igualmente: a propósito de la representación, demuestra muy
claramente este autor que, en el concepto francés que reconoce a la nación una
soberanía una e indivisible, no hay lugar para un dualismo
259

33
Naturalmente, esta especie de manifestación de la unidad estatal sólo es indispensable en el
Estado unitario, y puede faltar en el Estado federal. En éste, el órgano supremo constituyente no
siempre es único, como era el caso (ver supra, p. 119, re. 15) en el Imperio alemán, con el
Bundesrat (G. Meyer, op. cit., 7* ed., pp. 681-682 y los autores citados en la n. 4) : pero puede ser
un órgano doble, y hasta es normal, en aquellos Estados federales en que se practica el sistema
de la democracia directa, que el órgano constituyente sea doble, ya que en principio el Estado
federal tiene por miembros constitutivos, a la vez, Estados y ciudadanos. En razón de este
dualismo, combinado con el sistema de la democracia directa, en Suiza el poder de estatuir
definitivamente respecto a las modificaciones introducidas en la Constitución federal corresponde
juntamente al pueblo federal y a los cantones, actuando éstos mediante sus órganos respectivos,
los pueblos cantonales (Constitución federal de 1874, art. 123). El pueblo federal por una parte y
los cantones por otra, constituyen, pues, de una manera dualista, el órgano supremo de la
Confederación helvética. Igualmente, en los Estados Unidos las enmiendas que hayan de
introducirse en la Constitución de la Unión deben aprobarse a la vez por el Congreso, o por una
Convención convocada al efecto, y por los Estados (por mayoría de sus tres cuartas partes),
actuando mediante sus respectivas legislaturas (Constitución de 1787, cap. V). También aquí el
órgano supremo federal es doble* y en definitiva es de la esencia del régimen federal que así
ocurra, siempre que la Constitución federal no ha hecho de los Estados miembros, como en
Alemania, el órgano supremo ordinario del Estado federal (cf. Jellinek, L'État moderne, ed.
francesa, vol. II, p. 243 y Gezetz und Verordnung, pp. 208-209).
791

representativo, pues, dice, "¿cómo podría la voluntad nacional, que es una en II


esencia, ser doble en su representación?"
291. Contra este punto de vista se podría tener la tentación, sin embargo,
de suscitar una objeción. La unidad del Estado, podría decirse, exige
efectivamente que las voluntades de sus diversos órganos estén coordinadas de
manera que produzcan en él una voluntad unitaria, pero no exige que la voluntad
estatal se forme por medio de un órgano único. Incluso el órgano constituido que
ha de ejercer la potestad preponderante puede no ser un órgano simple; se puede
concebir perfectamente que sea un órgano complejo. Así es como, en el sistema
constitucional de Francia, el Parlamento, que es, entre las autoridades
constituidas, el órgano superior y dominante, está constituido por dos Cámaras,
es. decir, realmente, por dos órganos, cuyas voluntades deben evidentemente
unificarse por su concordancia con vista a las decisiones que deban tomar, pero
que no por eso dejan de expresar en forma separada sus respectivas
voluntades.34 Así, si el sistema de las dos Cámaras es conciliable con la unidad
del Estado, ¿no podría concebirse también que el jefe del gobierno, monarca o
Presidente, y el cuerpo legislativo, formen, entre los dos, el órgano estatal más
elevado, por cuanto la reunión y la conformidad de sus voluntades serán
necesarias, según la Constitución, para la formación de la voluntad unitaria del
Estado? Este punto de vista parece ser desde luego el de Duguit, que sin duda no
admite que la potestad del Estado pueda ser objeto de un desmembramiento entre
órganos múltiples, pero que, por lo menos, sostiene que la soberanía, sin dejar de
ser indivisa, debe ejercerse en colaboración por el jefe del gobierno y por el
Parlamento, actuando cada uno de estos órganos en la forma que le es propia; de
donde resultará entre ellos, por lo tanto, según Duguit, cierto reparto de las
funciones; por lo demás, este autor no cree en la necesidad de un órgano
superior,35 y su. doctrina a este respecto deriva de la naturaleza misma de la
colaboración que quiere establecer entre los órganos anteriormente citados
(Traite, vol. I, pp. 346, 352, 357-358; UÉtat, vol.II, cap. III, IV y V). En la literatura
alemana, numerosos autores, entre los cuales conviene citar especialmente a G.
Meyer (op. cit., 1 ed., p. 18),
260

34
Este dualismo parlamentario se hace notar hasta en el caso de revisión de la Constitución; pues
si la Asamblea nacional, constituida por la reunión de los miembros de ambas Cámaras, es un
órgano único, al menos la extensión de su poder revisionista depende de las voluntades
previamente manifestadas por ambas Cámaras, en cuanto a éstas corresponde delimitar, mediante
sus resoluciones tomadas separadamente, el programa eventual de la revisión (ver n° 472, infra).
35
Acaba de verse sin embargo (p. 789) que, según Duguit, el principio de la unidad indivisible de la
soberanía nacional habría de excluir la posibilidad del dualismo. Pero, por otra parte, este autor no
cree en la soberanía ni en su unidad indivisible (L'État, vol. n, pp. 258 y 260).
792

a Jellinek (loe. cit., vol. n, pp. 235-236) y a Rehm (op. cit., pp. 193 ss.),
demuestran igualmente que el principio de unidad de la persona y de la voluntad
estatales no excluye de ningún modo la pluralidad de los órganos del Estado.
Es indiscutible, en efecto, que la unidad del Estado puede conciliarse
perfectamente con la diversidad de sus órganos. Ahora que, una vez reconocida
esta posibilidad, importa precisar el sentido de la misma y limitar su alcance y sus
consecuencias. La teoría de la multiplicidad posible y de la colaboración de los
órganos estatales es perfectamente exacta, en cuanto quiere decir que no es de
ningún modo necesario que la potestad del Estado se encuentre concentrada por
entero en un solo y mismo órgano. No solamente no es indispensable semejante
concentración, sino que además se puede añadir que, en el sistema especial del
derecho público francés, queda prohibida por el principio de la soberanía nacional
(ver n9 303, infra). Así pues, nada se opone a que la formación de la voluntad
única del Estado dependa del concurso de varios órganos constituidos; y,
entiéndase bien, se trata aquí de una pluralidad o diversidad que consiste sobre
todo en independencia, en el sentido de que cada uno de estos órganos habrá de
expresar libremente su voluntad y de que no existirá ninguno, entre ellos, que
retenga por sí solo una potestad inicial de la que pudieran derivarse las facultades
que ejercen los demás órganos. Por ello, en la monarquía moderna, la asamblea
de los diputados, nombrados por el país, constituye frente al monarca un órgano
esencialmente distinto, por cuanto tiene un origen electivo, ejerce poderes que no
tienen de ningún modo su origen en el rey y enuncia una voluntad totalmente
independiente de la voluntad real (ver en este sentido Jellinek, loe. cit., vol.II, pp.
412 ss.,
238 n., donde toma, en este aspecto, una posición muy clara en contra de la
doctrina ajemana —sostenida especialmente por G. Meyer, op. cit., 7 ed., pp. 20,
272 ss.— según la cual "el monarca reúne en su persona la potestad íntegra del
Estado").
292. Pero, por otra parte, de la multiplicidad posible de los órganos no
puede sacarse la conclusión de su mutua igualdad; tal conclusión iría directamente
contra las tendencias unitarias sobre las cuales se basa esencialmente la
organización del Estado moderno. Que las Constituciones actuales, en su
mayoría, se hayan opuesto a concentrar en un solo órgano la totalidad de los
poderes y que, por el contrario, establezcan cierto dualismo, consistente en la
coordinación y la colaboración necesaria del gobierno y el Parlamento (Jellinek,
loe. cit., vol. I, p. 501), que algunas de ellas establezcan, aún hoy día, esta forma
estatal mixta de la que se ha dicho (Rehm, op. cit., pp. 192 ss.) que se basa en
una mezcla orgánica de la monarquía, la aristocracia y la democracia, todo esto es
innegable, pero también es cierto que, entre los diversos órganos así cons
793

tituídos, habrá uno que será el órgano superior, no ya porque reúna en él todos los
poderes, lo que le permitiría hacerlo todo por sí solo, sino porque posea una
potestad predominante, al menos en cuanto ningún acto importante podrá
realizarse en el Estado en contra de su voluntad.
De hecho, en primer lugar, la igualdad no podría mantenerse en forma
duradera entre dos órganos que representarían elementos social o políticamente
diferentes. Si hoy día se encuentra establecido un equilibrio suficiente, en Francia,
entre las dos Cámaras, esto se debe a que, según la Constitución de 1875 y la ley
orgánica del 9 de diciembre de 1884, el Senado tiene, en suma, el mismo origen
que la Cámara de Diputados: no se puede decir que esté formado por elementos
especiales, que implicarían un dualismo inicial de voluntades entre ésta y aquél;
por ello pue de sostenerse que las dos Cámaras francesas, en realidad, no forman
sino un órgano único, al menos desde el punto de vista que acaba de indicarse.
(Desde otro punto de vista, ver lo que se dirá en el n 459.) 36 Si, por el contrario,
una Constitución pretendió establecer una 261colaboración igualitaria entre dos
órganos de orígenes diversos y cuyas voluntades se orientan en diferentes
direcciones, es de esperarse que cada uno de ellos trate de aumentar su potestad,
y es casi inevitable que alguno de los dos llegue a ser efectivamente más
poderoso. El recuerdo, reciente aún, del conflicto entre la Cámara de los Comunes

36
La unidad orgánica del Estado, en Francia, no solamente se encuentra realizada en la actualidad
por efecto de la supremacía que —como se verá más adelante, n' 309)— le aseguró al Parlamento
la Constitución de 1875, sino que tuvo también su consagración en el hecho de que, a diferencia
de lo que ocurre en otros Estados, ambas Cámaras constitutivas del Parlamento francés, aun
siendo elegidas mediante procedimientos diferentes, están organizadas, en cuanto a su
reclutamiento y composición, de manera tal que representan idénticamente, tanto una como otra, a
la nación francesa, considerada como universalidad de ciudadanos indistintamente semejantes e
iguales. El Senado, por las condiciones en que se elige, aparece como una asamblea de la misma
esencia que la Cámara de Diputados. Como ésta, desde el punto de vista de sus orígenes,
procede de la asamblea uniforme e indivisible del pueblo francés. El sistema bicameral no presenta
en todas partes este carácter esencialmente nacional y, en este sentido, unitario. Dejando aparte a
los Estados federales, en los cuales la organización dada respectivamente a cada una de ambas
Cámaras federales corresponde al dualismo estatal inherente a este género de Estados (ver xupra,
pp. 127-128), cabe observar, en los países monárquicos que poseen una Cámara señorial o
aristocrática, que la composición de dicha Cámara, formada por una casta especial de nacionales,
implica, en el modo de concebir la nación, un cierto "dualismo, que, al hallar su expresión la
organización estatal de las Cámaras, se comunica y extiende finalmente al Estado mismo; justo es
reconocer, por otra parte, que este dualismo parlamentario sólo se establece en un grado inferior
de la organización del Estado; en el grado supremo la unidad estatal se halla reconstituida en el
monarca. De un modo general, toda organización bicameral que, en un país donde el Parlamento
tenga el rango de órgano supremo, tendiera a transformar una de las Cámaras en la
representación de una categoría especial de ciudadanos, de clases o de intereses, tendría por
efecto introducir en la consistencia del Estado un germen de dualismo que debilitaría la unidad
estatal. La Constitución francesa actual supo evitar cualquier riesgo de este género: aun adoptando
para los senadores una forma de nombramiento diferente de aquella que se aplica a la elección de
los diputados, ha mantenido entre ambas Cámaras la unidad de representación nacional,
excluyendo del régimen de reclutamiento senatorial todo aquello que hubiera podido conferir al
Senado el carácter de asamblea fundada en un desdoblamiento de la nación, de los intereses
nacionales y de la soberanía nacional. Existe aquí un notable aspecto de la unidad estatal
francesa. La composición
794

y la de los Lores proporciona a este respecto una enseñanza concluyente:


después de que el Parlamento inglés había conseguido ya, en los tiempos
modernos, colocarse por encima del monarca, una de las partes componentes de
este Parlamento acabó por establecer a su vez, y en virtud de su origen electivo,
su propia preponderancia.
La igualdad de los órganos es, pues, irrealizable de hecho; tampoco puede
concebirse en derecho. Como dice Jellinek (loe. cit., vol. II, p. 239), el Estado no
podría prescindir de un órgano preponderante.37 La razón de ello no es
únicamente, como de ordinario se repite, que la igualdad perfecta de los órganos
engendraría entre ellos, incluso en un régimen de estricta separación de
competencias, conflictos insolubles; indudablemente es necesario también, desde
este punto de vista, que uno de los órganos estatales se halle provisto de una
potestad superior de decisión en última instancia, pero esta razón de disciplina y
de buen orden no tiene relativamente sino una importancia secundaria. La
verdadera y gran razón que conviene poner en primer término es que el dualismo
igualitario de órganos concurrentes, cuyas voluntades habrían de responder a
inspiracio
262

dada a los colegios electorales de los senadores, y por consiguiente al Senado mismo, contribuye
fuertemente a asegurar y mantener esta unidad. Por lo tanto, sólo con extremada prudencia se
puede tratar de las instituciones características que determinan el reclutamiento de esta segunda
asamblea. Desde el momento en que el Parlamento, en Francia, está llamado a constituir el órgano
supremo, parece que cada una de las Cámaras que lo forman debe ser igualmente, por sus
orígenes y su forma de nombramiento, una emanación del soberano, o sea de la nación una e
indivisible. El Senado francés está destinado, pues, a un régimen de elección de la misma
naturaleza que el relativo a la Cámara de Diputados. Sólo a este precio puede mantenerse
plenamente la unidad francesa.
37
Cabría combatir el sistema de la unidad del Estado y del órgano supremo como instituciones
opresivas. Pero, en los Estados modernos de tendencias liberales y democráticas, se evitan
precisamente los inconvenientes de la unidad realizando ésta en un órgano supremo que no pueda
ejercer su preponderancia de manera opresiva. Así ocurre en la Constitución francesa actual: la
unidad estatal reside en las asambleas elegidas, o sea compuestas de miembros sometidas a
reelección y que sólo tienen poderes temporales. Si las Constituciones modernas se inclinan hacia
la democracia y el parlamentarismo es precisamente porque, reconociendo la imperiosa necesidad
de la unidad estatal, quisieron evitar que esta unidad se encontrase asegurada en la persona y por
la potestad de un solo hombre, que llegara a ser jefe del Estado, o en un colegio compuesto de
hombres salidos de una clase privilegiada. En el caso en que la unidad estatal no se hallara ya
suficientemente realizada y salvaguardada por las instituciones positivas de un Estado democrático
o parlamentario, hay que convenir en que la democracia y el parlamentarismo, en este Estado,
perderían una parte apreciable de las ventajas que son su razón de ser.
795

nes diferentes, pondría en peligro la unidad del Estado. Se concibe desde luego
que en la estructura del Estado puedan entrar materiales de orden diverso,
tomados simultáneamente de la monarquía, de la aristogracia y de la democracia;
se comprende también que la Constitución trate de establecer, entre estos
elementos heterogéneos, cierta mezcla o cierto equilibrio parcial; no se concebiría
que no llegue, en definitiva, a conceder la preeminencia a uno de ellos; y, por
ejemplo, si instituyó conjuntamente un monarca y una asamblea electiva, no es
posible que sea a la vez monárquica y democrática, en el sentido de que no
estableciera, en las relaciones entre estos dos órganos, la superioridad de ninguno
de ellos. Teniendo en cuenta, en efecto, que ninguno de estos órganos reúne en sí
todos los poderes, es indispensable que la unidad de la voluntad estatal se
encuentre restablecida, por cuanto esta voluntad se expresará de una manera
preponderante por uno de los dos. Hay que ir más lejos aún, y hacer extensivo lo
que acaba de decirse de las Constituciones mixtas a las Constituciones de
tendencias democráticas, que sólo instituyen órganos originados en la elección
popular. Incluso en las Constituciones de esta última clase, la balanza no puede
mantenerse con absoluto equilibrio entre las diversas autoridades elegidas: en
efecto, sería contrario a la unidad estatal que el cuerpo legislativo y el jefe elegido
del Ejecutivo pudiesen sostener, cada uno por su lado, dos políticas diferentes;
para evitar semejante dualismo, es necesario que la Constitución haya reservado
a una de estas dos autoridades una potestad especial, que le permita, en caso
necesario, hacer prevalecer sus ideas y sus voluntades.
293. Normalmente, pues, cabe esperar que se encuentre, en toda
Constitución, un órgano preponderante, incluso entre las autoridades constituidas.
Así es como, en los países de democracia directa o absoluta, la cualidad de
órgano supremo se manifiesta del modo más claro en el pueblo, es decir, en el
cuerpo de ciudadanos activos, que, además de su poder constituyente de iniciativa
y de ratificación de las revisiones, posee y ejerce el poder legislativo en su grado
más elevado. En el régimen de la pura democracia la potestad de las asambleas
elegidas es dominada por la potestad del pueblo. Indudablemente, este régimen
confiere a las asambleas una situación altamente predominante frente al Ejecutivo.
Especialmente de Suiza se ha dicho que los consejos ejecutivos '"son, al pie de la
letra, los ejecutores de las voluntades del cuerpo legislativo: el ejercicio de una
voluntad diligente ni siquiera entra en su ánimo" (Esmein, Éléments, 7 ed., vol. I, p.
495 ;38 cf. Constitución de 1793, arts.
263

38
Ver en el mismo sentido a Rehm, op. cit., p. 287, que caracteriza al Consejo federal de Suiza
diciendo que "sus miembros son órganos de ejecución que dependen de la Asamblea federal". En
contra de esta manera de definir al Consejo federal, Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. II, p. 83 n.)
ha suscitado objeciones, que deduce particularmente del hecho
796

62 ss.; ver sin embargo a Bossard, Das Verhaltniss zwischen Bundesversammlung


und Bundesrat, tesis, Zurich, 1909, pp. 15 ss., 179 ss.). Pero existe una
contrapartida: las leyes sólo nacen mediante la aprobación popular, su aprobación
por el cuerpo legislativo las deja en el carácter de simples proyectos; con esto se
encuentra sumamente rebajada la potestad de las asambleas. En resumen, esta
potestad es menor en la democracia directa que en el régimen parlamentario,
donde las Cámaras dominan al Ejecutivo sin estar ellas mismas rigurosamente
subordinadas, en cuanto a la legislación, a la voluntad del pueblo.
264

39
de que, según los arts. 95 y 102 de la Constitución federal de 1874, el Consejo federal no sólo
ejerce la potestad ejecutiva, sino también la potestad "directorial superior de la Confederación" (art.
95). El art. 102, en sus apartados 1 y 5, distingue entre esos dos poderes y especifica que el
Consejo federal no sólo tiene que "proveer a la ejecución de las leyes", sino que, además, "dirige
los asuntos federales conforme a las leyes y resoluciones de la Confederación", lo cual, se ha
dicho, es cosa muy diferente de la pura ejecución (Schollenberger, Bundesstaatsrecht der Shweiz,
pp. 252 ss.). En el ejercicio de esta actividad dirigente "superior", concluye Jellinek, el Consejo
federal queda constituido, frente a la Asamblea federal y para un amplio conjunto de sus
competencias, como un órgano independiente (cf. las observaciones hechas supra, p. 444, n. 3, p.
455, n. 7; pero ver también la n. 11 del n" 309, infra). Pero, por otra parte, dicho autor se ve
obligado a reconocer (cod. loe.) que no se ha realizado en Suiza una verdadera separación de
poderes, y conviene en que lo que reina en ese país es más bien —según la frase de Dubs (Das
ijffentliche Recht der schweiz. Eidgenossenschaft, vol. II, p. 71)— "la confusión orgánica de los
poderes". A este respecto importa observar que el Consejo federal no presenta los caracteres ni
desempeña el papel de un ministerio; esto se desprende especialmente del hecho de que está
compuesto por miembros provenientes de diferentes partidos.
Como lo demuestra Esmein (loe. cit., p. 500), este hecho se explica precisamente porque el
Consejo federal, en las condiciones especiales de neutralidad y de federalismo en que se
encuentra Suiza, no tiene política propia que mantener. Sus miembros sólo son funcionarios
ejecutivos; no son sino empleados, según la Constitución federal misma, que caracteriza su
función como un simple "empleo" (art. 97). Esto explica también el que sean elegidos para una
duración fija de tres años, y que durante dicho período no estén sujetos a revocación, como lo
serían los ministros. En vano alega Jellinek (loe. cit.) que el Consejo federal tiene derecho a
presentar a la Asamblea federal proyectos de ley (art. 102-4°), lo que implica en él cierto poder
inicial e independiente diferente al de ejecución. Este argumento en modo alguno es decisivo en
este sentido. ¿No es el mismo Jellinek quien, en principio, declaró que el impulso dado por vía de
iniciativa para la formación de la voluntad legislativa del Estado, por sí solo, no tiene carácter de
acto de potestad imperativa, correspondiendo únicamente dicho carácter al acto mediante el cual
se afirma la voluntad legislativa una vez formada (Gezetz und Venrdnung, p. 318; cf. L'État
moderne, ed. francesa, vol. n, p. 421)
39
Ver, no obstante, lo que queda dicho supra, p. 504, n. 2, referente a la distinción que establece el
art. 89 de la Constitución federal suiza entre las leyes y las resoluciones que emanan de la
Asamblea federal. Resulta de dicho texto que el derecho de adopción o de sanción popular no se
aplica de un modo absoluto sino a las prescripciones emitidas por la Asamblea en forma y con el
nombre de leyes. En cuanto a las resoluciones, cualquiera que sea su contenido, pueden
sustraerse a la votación popular siempre que tengan "carácter de urgencia"; y, por otra parte, a la
Asamblea federal misma corresponde apreciar y declarar si la resolución que adopta tiene dicho
carácter. En la medida en que la Asamblea tiene así el poder de dictar prescripciones sustraídas a
la sanción del pueblo, éste pierde su cualidad de órgano legislativo
797

62 ss.; ver sin embargo a Bossard, Das Verhaltniss zwischen Bundesversammlung


und Bundesrat, tesis, Zurich, 1909, pp. 15 ss., 179 ss.). Pero existe una
contrapartida: las leyes sólo nacen mediante la aprobación popular, su aprobación
por el cuerpo legislativo las deja en el carácter de simples proyectos; con esto se
encuentra sumamente rebajada la potestad de las asambleas. En resumen, esta
potestad es menor en la democracia directa que en el régimen parlamentario,
donde las Cámaras dominan al Ejecutivo sin estar ellas mismas rigurosamente
subordinadas, en cuanto a la legislación, a la voluntad del pueblo.265En la
monarquía absoluta o ilimitada, la supremacía del rey resulta igualmente evidente:
ocupa el rey, en este caso, un lugar análogo al que ocupa el pueblo en la pura
democracia. Sólo a él pertenece el poder de hacer la ley; gobierna y administra,

de que, según los arts. 95 y 102 de la Constitución federal de 1874, el Consejo federal no sólo
ejerce la potestad ejecutiva, sino también la potestad "directorial superior de la Confederación" (art.
95). El art. 102, en sus apartados 1o y 5", distingue entre esos dos poderes y especifica que el
Consejo federal no sólo tiene que "proveer a la ejecución de las leyes", sino que, además, "dirige
los asuntos federales conforme a las leyes y resoluciones de la Confederación", lo cual, se ha
dicho, es cosa muy diferente de la pura ejecución (Schollenberger, Bundesstaatsrecht der Shweiz,
pp. 252 ss.). En el ejercicio de esta actividad dirigente "superior", concluye Jellinek, el Consejo
federal queda constituido, frente a la Asamblea federal y para un amplio conjunto de sus
competencias, como un órgano independiente (cf. las observaciones hechas supra, p. 444, n. 3, p.
455, n. 7; pero ver también la n. 11 del n° 309, in fra). Pero, por otra parte, dicho autor se ve
obligado a reconocer (cod. loe.) que no se ha realizado en Suiza una verdadera separación de
poderes, y conviene en que lo que reina en ese país es más bien —según la frase de Dubs (Das
offentliche Recht der schweiz. Eidgenossenschaft, vol. n, p. 71)— "la confusión orgánica de los
poderes". A este respecto importa observar que el Consejo federal no presenta los caracteres ni
desempeña el papel de un ministerio; esto se desprende especialmente del hecho de que está
compuesto por miembros provenientes de diferentes partidos. Como lo demuestra Esmein (loe. cit.,
p. 500), este hecho se explica precisamente porque el Consejo federal, en las condiciones
especiales de neutralidad y de federalismo en que se encuentra Suiza, no tiene política propia que
mantener. Sus miembros sólo son funcionarios ejecutivos; no son sino empleados, según la
Constitución federal misma, que caracteriza su función como un simple "empleo" (art. 97). Esto
explica también el que sean elegidos para una duración fija de tres años, y que durante dicho
período no estén sujetos a revocación, como lo serían los ministros. En vano alega Jellinek (loe.
cit.) que el Consejo federal tiene derecho a presentar a la Asamblea federal proyectos de ley (art.
102-4'), lo que implica en él cierto poder inicial e independiente diferente al de ejecución. Este
argumento en modo alguno es decisivo en este sentido. ¿No es el mismo Jellinek quien, en
principio, declaró que el impulso dado por vía de iniciativa para la formación de la voluntad
legislativa del Estado, por sí solo, no tiene carácter de acto de potestad imperativa,
correspondiendo únicamente dicho carácter al acto mediante el cual se afirma la voluntad
legislativa una vez formada (Gezetz und Verordnung, p. 318; cf. L'État moderne, ed. francesa, vol.
n, p. 421)
89
Ver, no obstante, lo que queda dicho supra, p. 504, n. 2, referente a la distinción que establece el
art. 89 de la Constitución federal suiza entre las leyes y las resoluciones que emanan de la
Asamblea federal. Resulta de dicho texto que el derecho de adopción o de sanción popular no se
aplica de un modo absoluto sino a las prescripciones emitidas por la Asamblea en forma y con el
nombre de leyes. En cuanto a las resoluciones, cualquiera que sea su contenido, pueden
sustraerse a la votación popular siempre que tengan "carácter de urgencia"; y, por otra parte, a la
Asamblea federal misma corresponde apreciar y declarar si la resolución que adopta tiene dicho
carácter. En la medida en que la Asamblea tiene así el poder de dictar prescripciones sustraídas a
la sanción del pueblo, éste pierde su cualidad de órgano legislativo
798

bien por sí mismo, bien por agentes que dependen de él; otorga justicia mediante
jueces que son sus delegados. Acumula, pues, todos los poderes o, en todo caso,
es la fuente y el origen de todos los poderes, tal como se deduce del hecho de que
es también dueño de modificar la Constitución. Esta preponderancia del monarca
se afirma igualmente en la monarquía limitada, suponiendo, bien entendido, que
ésta se haya mantenido, a pesar de sus limitaciones, como una monarquía
verdadera, como era el caso de los Estados alemanes, y que no se haya
convertido en una monarquía simplemente aparente, como la monarquía francesa
de 1791. Incluso cuando se mezclan en ella elementos democráticos, la
monarquía limitada conserva como carácter esencial el ser una forma de gobierno
en la que el jefe del Estado es el centro de toda la vida y de toda la potestad
estatales. Indudablemente, el monarca ya no ejerce aquí, como en el caso de la
monarquía absoluta, la potestad íntegra del Estado; por lo menos, sólo puede
ejercerla con el concurso de otros órganos que no dependen de él, y
especialmente no puede legislar sino mediante el consentimiento previo dado a la
ley por una asamblea elegida. Pero no por eso deja de ser el órgano central y
principal del Estado. Pues, por una parte, a él corresponde —según lo observa
Jelliriek (loe. cit., vol. II pp. 416 ss.)— poner en movimiento la actividad estatal,
dándole impulso a los demás órganos, por ejemplo convocando las Cámaras y
sometiéndoles proyectos legislativos. Y, por otra parte, en él reside igualmente el
poder de decisión definitiva, por ejemplo el poder de perfeccionar la ley después
de su votación por las Cámaras. Este poder de decisión suprema tiene aplicación
particularmente importante y significativa en el caso de revisión de la
Constitución: ningún cambio puede introducirse en ésta sin la intervención del
monarca, y266 también es lo cierto que es él quien decreta en última instancia las
leyes que implican revisión, lo mismo que con su sanción perfecciona las leyes
ordinarias. Este poder de orden constituyente halla su fundamento, en parte, en el
hecho de que la Constitución del Estado fue creada y otorgada por el mismo
monarca, el cual, en este sentido al menos, aparece como siendo primitivamente
el origen de todos los poderes constituidos. Más aún, es decir, fuera de esta
justificación tomada del pasado, la potestad constituyente del monarca se refiere
al concepto general de que, si bien en la actualidad no puede quererlo todo por sí
solo, al menos nada puede hacerse en el Estado sin su voluntad. Y es en realidad
por esta última razón por lo que el monarca limitado sigue siendo, en suma, el
órgano preponderante y supremo, especialmente en sus relaciones con el

supremo, y por lo tanto también, la democracia directa sufre en Suiza una restricción a favor del
gobierno representativo, al cual deja paso en la misma medida. Según la Constitución de 1874, el
carácter representativo de la Asamblea federal era más acentuado aún por lo que se refiere a los
tratados con los Estados extranjeros, ya que, en los términos del art. 85-5, correspondía a la
Asamblea federal aprobar los tratados, o más exactamente (art. 102-8) autorizar al Consejo federal
para ratificarlos por vía de decreto, y esto sin que dichas resoluciones sean susceptibles de
referendum. Así ocurría incluso cuando las cláusulas del tratado modificaban prescripciones
consagradas por leyes vigentes (Burkhardt, Kornmentar der schweiz. Bundesverfassung, 2 ed., pp.
688-689). Importante reforma acaba de ser hecha en este estado de cosas: el 30 de enero de 1921
el pueblo suizo, por medio de una iniciativa popular tendiente a someter los tratados
internacionales mismos al referendum, aprobó esta innovación por fuerte mayoría y amplió así
notablemente en Suiza la aplicación de los principios de la democracia directa.
799

Parlamento. Pues, ante todo, ejerce libremente y con voluntad dominante la


potestad gubernamental y administrativa, y las tentativas que pudieran hacer las
Cámaras con objeto de restringir o disminuir en sus manos el ejercicio de esta
potestad, por vía de limitaciones legislativas, no podrán realizarse sino mientras él
mismo les dé su consentimiento sancionando las leyes propuestas a dicho efecto.
En cuanto a la potestad legislativa, ya no se puede decir que sea dueño de ella
como lo es del gobierno, puesto que no puede legislar por sí solo; pero al menos
desempeña también en la legislación un cometido capital, por cuanto que de él
depende emitir la decisión suprema que habrá de dar nacimiento a una ley nueva.
En definitiva, pues, y conforme a la fórmula que a este respecto da Jellinek de la
monarquía limitada (loe. cit., vol. II, p. 420), el Parlamento sólo tiene una potestad
inferior, puesto que nada puede sin el rey; éste, por el contrario, es el órgano
superior, puesto que todo lo puede con el concurso del Parlamento y puesto que,
incluso sin el Parlamento, puede mucho al gobernar y al administrar.
Distinto es el caso de las Constituciones que, como la de 1791, instituyen
en apariencia una monarquía pero confiriendo al cuerpo legislativo prerrogativas
que lo transforman en el órgano preponderante. En 1791 la preponderancia de la
asamblea legislativa resultaba claramente del hecho de que el rey, provisto de un
simple derecho de veto suspensivo, no era admitido a particpar directamente en la
legislación: la ley podía hacerse sin él y contra su voluntad. Resultaba igualmente
del hecho de que la asamblea legislativa tenía, en todo el campo de la
administración, un poder de alta vigilancia, que le permitía, incluso en este campo,
dominar y contrariar la acción del rey (ver especialmente en la Constitución de
1791, título III, cap. IV, el art. 8 de la sección 2). Finalmente, y sobre todo, la
Constitución de 1791 aseguraba la superioridad de la asamblea legislativa al
reservarle el poder de iniciar la revisión de los textos constitucionales por sus
"votos" (título VII, art. 2): votos que podía poner en entredicho los poderes del
propio monarca y preparar su aminoración; votos que, por otra parte, quedaban
sustraídos a la exigencia habitual de la sanción del rey (título vil, art. 4; ver infra, n°
337, in fine). La Constitución de 1791 no instituía, pues, una verdadera monarquía,
ya que sólo daba al rey un lugar subalterno. Pero precisamente por esto, el
régimen constitucional establecido en dicha época proporciona una interesante
comprobación: demuestra, en efecto, que incluso en las Constituciones que tratan
de fundar una separación absoluta de poderes, se vuelve a encontrar
inevitablemente, si no un órgano que reúna en sí todos los poderes, al menos un
órgano superior cuya voluntad es predominante y que, por lo mismo, entre la
multiplicidad de las autoridades constituidas, asegura al mantenimiento de la
unidad de voluntad y de potestad del Estado. El dualismo estatal que puede
establecerse entre un jefe de gobierno, presidente o monarca, y el cuerpo
legislativo, no será nunca sino parcial. Para que fuese completo sería necesario
que la Constitución hubiese realizado, entre estos dos órganos, no solamente la
independencia, sino también la igualdad;40 esta clase de dualismo sólo puede
conciliarse con el principio de unidad propio del Estado moderno. Falta incluso en
los Estados que pasan por haberlo adoptado con más plenitud. Tal es el caso de
la Unión Norteamericana. Se ha citado con frecuencia a la Constitución de los
Estados Unidos como la que ofrece el modelo de un equilibrio real entre las dos
autoridades, ejecutiva y legislativa. Según los autores americanos, sin embargo,
800

este equilibrio no llega hasta el grado de engendrar entre ellas una completa
igualdad: entre el Presidente y el Congreso existe, en efecto, cierta "balanza" o
equilibrio de poderes; pero, en definitiva, la balanza se inclina del lado del
Congreso, que es el órgano superior. "En todo sistema de gobierno —dice W.
Wilson, op. cu., ed. francesa, p. 15— existe siempre un centro de poder. ¿Qué
ocurre en el sistema del gobierno federal? Ahí la fuerza que domina y controla el
origen de toda potestad motriz y de todo poder regulador es sin disputa el
Congreso." "Las balanzas de la Constitución —dice también este autor, p. 60— en
su mayor parte no son más que ideales. En todas las cuestiones prácticas
predomina el Congreso sobre sus supuestas ramas coordinadas." "En cualidad de
funcionario del Ejecutivo, el Presidente es el servidor del Congreso" (ibid., p. 286).
Bryce (op. cit., 2 ed, francesa, vol. I, p. 332) hace la misma observación: "La
Constitución, al considerar ciertas funciones como siendo naturalmente de la
dependencia del Ejecutivo, las ha reservado al Presidente, excluyéndolas de la
competencia 267 del Congreso. Sin embargo, un atento examen demuestra que no
hay, por decirlo así, ni una sola de estas funciones a la que no alcance el largo
brazo del poder legislativo." A principios del siglo XX, sin embargo, múltiples
causas, entre las cuales hay que recordar especialmente la nueva importancia del
papel desempeñado por los Estados Unidos en la política mundial, habían
aumentado singularmente la potestad de hecho del Presidente: el mismo W.
Wilson señalaba esta transformación en el prefacio de su edición francesa (p.
XXX) y reconocía que había resultado de ello, para el Presidente, un poder de
"dirección e iniciativa efectivas" ver en el mismo sentido Joseph Barthélemy, "De la
condition actuelle de la Présidence des États-Unis", Revue politique et
parlementaire, 1906, vol. I, pp. 277 ss.). Pero no deja de ser cierto, desde el punto
de vista jurídico, que las asambleas estadounidenses reciben de la Constitución
ciertos poderes que les permitirían, si las circunstancias lo exigiesen, afirmar su
preponderancia con respecto al Presidente. Hallan esta preponderancia, en primer
lugar, en la potestad legislativa integral de que están provistas. Se la deben
también a la facultad que les pertenece de desencadenar, contra el Presidente, el
procedimiento del impeachment, no sólo por razón de sus infracciones delictivas,
sino también por su conducta y sus faltas políticas. En el orden gubernamental, el
Presidente no puede ejercer sus atribuciones si no es con el concurso y mediante
el asentimiento del Senado. Por fin, el veto que le corresponde en materia
legislativa, y que los autores norteamericanos consideran como la mayor de sus
prerrogativas,41 sólo tiene efectos suspensivos, y los bilis que han sido objeto de
él pueden mantenerse contra el Presidente, a condición de reunir en cada una de
las Cámaras una mayoría numerosa y bien definida.42 En todos estos aspectos el
Congreso aparece, en derecho, como el órgano superior (Jellinek, loe. cit., vol. u,
pp. 242, 485, 493 ss.). En Francia no cabe duda de que las Cámaras tienen
actualmente este carácter. Sin referirnos al ascendiente político que les da,
respecto del Presidente, el derecho que tienen de nombrarlo y de reelegirlo, es su

40
Así, el sistema de ambas Cámaras sólo se realiza plenamente en aquellos Estados en que la
diversidad de las Cámaras en cuanto a su composición se combina con su igualdad en cuanto a
los poderes, al menos en cuanto a los poderes legislativos (Esmein, Éléments, 7 ed., vol. I, pp. 137
ssj.
801

ficiente,268 para probar esa superioridad jurídica, recordar que tienen por sí
mismas y por sí solas el poder de promover la revisión de la Constitución; que
pueden dirigir esta revisión contra la Presidencia con el fin de modificar la
situación constitucional de esta última, y finalmente que depende también de las
mayorías de cada una de ellas, si están de acuerdo a dicho efecto, operar dicha
revisión y dicha modificación en asamblea nacional, sin que el jefe del Ejecutivo
pueda oponer a ello obstáculo alguno. Además, el Presidente es responsable ante
ellas, al menos en el caso de alta traición. Estas son, en verdad, hipótesis
extraordinarias; en tiempo normal, la superioridad de las Cámaras y la
subordinación del jefe del Ejecutivo se hallan aseguradas por el régimen
parlamentario. Conviene detenerse especialmente en este último punto.
294. E. Según la doctrina que enseñan los más importantes autores
franceses, el gobierno parlamentario está formado por un sistema de dualidad de
poderes, en el sentido de que implica esencialmente el dualismo de los órganos
legislativo y ejecutivo. Esta es la idea primera sobre la cual Esmein, especialmente
(Éléments, 1* ed., vol. i, p. 155), funda toda su teoría del parlamentarismo. "El
gobierno parlamentario —dice— supone ante todo la separación jurídica del poder
legislativo y el poder ejecutivo, que se confieren a titulares distintos e
independientes" (cf. ibid., pp. 158, 469-470, 488 ss.). Duguit sostiene la misma
qpinión. Es verdad que este autor declara en diferentes ocasiones que "el
gobierno parlamentario es, sin disputa, la negación misma de la separación de
poderes" (La separation des pouvoirs et l'Assemblée nationale de 1789, p. 55; cf.
Traite, vol. I, p. 413), pero con esto quiere significar tan sólo que "los dos órganos
(Parlamento y Gobierno) habrán de colaborar en la misma medida en todas las
funciones del Estado" (Traite, loe. cit.). Por lo demás, Duguit admite, como
Esmein, que "el régimen parlamentario se basa esencialmente en la igualdad de
los dos órganos del Estado, Parlamento y Gobierno", e incluso presenta esta
igualdad dualista como "la primera condición" de este régimen (Traite, vol. I, p.
411).
En el fondo y a pesar de ciertas divergencias de detalle, estos dos autores
se forman, pues, idéntica idea del régimen parlamentario. Según Duguit, el
dualismo propio de este régimen se traduce especialmente en el hecho de que el
jefe del Gobierno posee en él, conjuntamente con el Parlamento, el carácter
representativo: es un "segundo órgano de representación " (Traite, vol. I, pp. 405-
406,421, cf. L'État, vol. u, pp. 324 ss.); pues el parlamentarismo implica la
existencia, en el gobierno, de una voluntad y una potestad iniciales, que se ejercen

41
"El Presidente —dice W. "Wilson (loe. cu., p. 280)— debe su potestad sobre todo a su derecho
de veto", y también: "su poder de veto constituye su más formidable prerrogativa" (ibid., p. 59; ver
también p. 273). Bryce (loe. cit., vol. I, p. 333) dice asimismo: "La única fuerza verdadera del poder
ejecutivo, la trinchera tras la cual puede resistir a la asamblea legislativa, es su derecho de veto".
Según dichos autores (loe. cit.), que en este punto siguen la opinión generalmente admitida en los
Estados Unidos, el Presidente llega a ser incluso, gracias a su derecho de veto, "una parte de la
legislatura"; ejerce su veto "no como Ejecutivo, sino como tercera rama de la legislatura". Pero este
último punto de vista no es exacto, ya que el veto presidencial, al carecer de efecto perentorio, es
lógicamente muy distinto de la sanción legislativa (cf. supra, pp. 344 sj.
42
De hecho, sin embargo, es difícil que semejante mayoría pueda constituirse, y ésta es la gran
fuerza efectiva del Presidente.
802

libremente, en forma paralela a las de las Cámaras. Por su parte, Esmein, sin
dejar de reconocer que la superioridad inherente al poder legislativo entraña
naturalmente cierta preponderancia de las Cámaras, caracteriza al
parlamentarismo diciendo que tiene por objeto mantener la independencia
respectiva de ambas autoridades, en particular la de la autoridad gubernamental.
Esta independencia del gobierno, según Esmein, es uno de los elementos
esenciales del sistema parlamentario. Un régimen que privara al Ejecutivo de esta
independencia, subordinándolo al cuerpo legislativo, sería lo más opuesto al
régimen parlamentario (Éléments, 1* ed., vol. i, p. 492). Así es como la
Constitución de 1875, queriendo establecer el parlamentarismo, hubo de hacer del
Presidente de la República "el titular de un poder independiente". Y el signo
distintivo en el que se reconoce esta independencia es la irrevocabilidad del jefe
del Ejecutivo con respecto a las Cámaras. El parlamentarismo mantiene la
separación de poderes, al menos en que "los poderes reconocidos como distintos
deben tener titulares, no sólo distintos, sino independientes, en el sentido de que
uno de los poderes no pueda destituir a voluntad al titular del otro poder. Es aquí,
en la irrevocabilidad recíproca, donde radica el principio" (ibid., pp. 469-470, 488-
489).
Bien es verdad que, según estos autores, los distintos titulares de ambos
poderes deben relacionarse y entenderse, con objeto de ejercer esos poderes en
colaboración. Sin embargo, no debe deducirse de aquí la conclusión de que estos
titulares forman, en su conjunto, un órgano complejo, en el sentido que se indicó
con anterioridad (p. 764). En el caso del órgano complejo hay sin duda cierto
dualismo, que resulta de que la intervención de dos autoridades diferentes es
indispensable para la confección de un acto determinado: así ocurre, por ejemplo,
en aquellos Estados en que la formación de la ley depende a la vez de su
aprobación por las Cámaras y de su sanción por el monarca; pero, en definitiva,
dicho dualismo no llega hasta convertir a cada una de las autoridades que
componen el órgano complejo en el titular especial de un poder distinto e
independiente; reúne ambas autoridades en el ejercicio colectivo de una función
común, pero no las opone una a otra confiriéndoles, respectivamente, medios de
acción y de resistencia recíprocos; así, por ejemplo, en los países de sanción
monárquica, el rey no puede evidentemente hacer ley alguna sin el concurso y el
asentimiento de las Cámaras, pero éstas no poseen, frente el monarca, un poder
legislativo propio e independiente. Muy diferente es el dualismo parlamentario,
según la doctrina que profesan los autores anteriormente citados. Conforme a esta
doctrina, si el régimen parlamentario implica en ciertos aspectos la asociación de
los poderes, en cuanto tiene por objeto asegurar la colaboración del Gobierno y el
Parlamento, funda también la separación de los poderes, en cuanto reserva
respectivamente a cada una de dichas autoridades ciertas facultades o
prerrogativas con objeto de asegurar, en sus relaciones mutuas, su independencia
y hasta su igualdad. En el régimen parlamentario, en efecto, y especialmente en el
que consagra ahora en Francia la Constitución de 1875, la potestad de emitir la
voluntad nacional no se concentra por entero en el cuerpo legislativo, con
exclusión del Gobierno, sino que éste por su parte, en razón de las prerrogativas
concedidas nominalmente a su jefe, posee una potestad que le permite
contrarrestar la de las Cámaras y que implica que, frente a estas últimas,
803

constituye una segunda autoridad, principal y no subordinada, capaz de mantener


y de oponer, llegado el caso, una voluntad propia; en una palabra, que ofrece
todos los caracteres de un representante nacional. Así pues, el Gobierno y el
cuerpo legislativo son llamados en efecto a colaborar asociándose entre sí: pero
esto no significa que formen juntos un órgano único, ni que el primero sea
simplemente agente del segundo; se trata de dos órganos distintos, que incluso se
oponen uno a otro, en el sentido de que pueden resistirse mutuamente: hasta
pueden entablar una lucha, y en caso de conflicto no puede decirse que el
Parlamento será quien diga siempre la última palabra. Tal es, se dice, el estado de
cosas establecido en la actualidad, por la Constitución de 1875, y para
demostrarlo no sólo se invoca la posición de irrevocabilidad que esta Constitución
le asegura al Presidente de la República respecto de las Cámaras, sino que
además se arguye a base de los medios de acción, es decir, de combate, de que
el Gobierno dispone contra el Parlamento. Duguit, en particular, alega este clásico
argumento (Traite, vol. i, pp. 411, 414 ss.) al enumerar los medios de acción que,
dice, permiten a estas dos autoridades "limitarse recíprocamente". Esmein insiste
igualmente en estos medios de resistencia y entre ellos subraya en especial el
poder gubernamental de disolución (Éléments, 7 ed., vol. I, pp. 160, 470, 489; cf.
Redslob, Die parlamentarische Rcgierung, pp. 1 ss., 120), en el cual ve la
"garantía" esencial de la irrevocabilidad del titular del poder ejecutivo, y
precisamente por ello, uno de los factores principales del dualismo inherente,
según él, al régimen parlamentario. En fin, Duguit resume este sistema dualista
diciendo que "la idea clave del régimen parlamentario", tal como se desprende de
la Constitución de 1875, es la de asegurar la "igualdad y equilibrio de los órganos
superiores del Estado, Parlamento y Gobierno" (op. cit., p. 409). Según esto, el
régimen parlamentario sería, pues, en su más alto grado, un régimen de
separación de poderes (cf., en la colección del Congreso internacional de derecho
comparado de 1900, vol. II, los estudios sobre el parlamentarismo de Moreau, pp.
232 ss., 267-268, y Ch. Benoist, pp. 295 ss.).
295. ¿Tiene fundamento esta concepción dualista del régimen
parlamentario? La respuesta a esta pregunta depende, ante todo, de saber cuál
es, en este régimen, el papel del gabinete ministerial, o sea cuál es su posición
constitucional, sea frente a las Cámaras, sea frente al jefe del Ejecutivo. No cabe
duda de que, en los países de parlamentarismo, el ministerio forma el engranaje
esencial del gobierno. El es quien ejerce, en su totalidad o al menos de una
manera casi exclusiva, la acción gubernamental efectiva. ¿En cualidad de qué lo
realiza? También en este punto se hallan frente a frente dos doctrinas. Según una
opinión que va ganando terreno continuamente, el gabinete ministerial, en
realidad, no es sino un comité del Parlamento, llamado a gobernar en nombre de
éste, si no en el sentido de que recibe su poder de las Cámaras por efecto de una
delegación propiamente dicha en cuanto a la forma, al menos en el sentido de
que, en el fondo, debe su existencia a la sola voluntad de éstas y de que sólo
puede ejercer sus funciones en virtud, bajo la influencia directa e incluso bajo el
imperio absoluto de su voluntad. Por una parte, en efecto, el ministerio es una
emanación de las Cámaras, por cuanto éstas lo designan y se halla constituido
formalmente con miembros elegidos dentro de ellas. Es el Parlamento mismo el
que proporciona al Ejecutivo los ministros, es decir, los jefes de los diversos
804

departamentos de servicios ejecutivos; y no sólo los ministros se escogen dentro


de las Cámaras, sino que también conservan, al frente de sus departamentos, su
carácter de miembros de las asambleas, acumulando así el carácter y las
facultades de funcionarios en jefe y de parlamentarios, y ejerciendo en su misma
condición de parlamentarios sus atribuciones ministeriales. Por otra parte, este
gabinete, expresión de la mayoría parlamentaria, está en constante relación con
las Cámaras: los ministros toman parte en las sesiones de las asambleas y allí
hablan y deliberan con ellas. Más aún, el ministerio se encuentra en una relación
de estrecha subordinación con respecto a las Cámaras, ante las cuales es
ilimitadamente responsable, mientras que actúa con independencia frente al jefe
del Ejecutivo. Por último, en este colegio de miembros del Parlamento es donde
reside la realidad de la potestad ejecutiva, de la cual el jefe oficial del gobierno,
presidente o monarca, sólo conserva el uso nominal, de manera que la acción
ejecutiva aparece, en definitiva, como dependiente de la voluntad parlamentaria
por medio de los ministros. En estas condiciones, el ministerio debe considerarse
como siendo esencialmente una comisión gubernamental de las asambleas. En
este carácter es el agente de ejercicio efectivo, bien del derecho de iniciativa
legislativa, bien de la potestad ejecutiva, atribuidas al Gobierno por la Constitución.
En esta doble esfera actúa bajo el control inmediato y bajo la superior autoridad
del Parlamento, que estatuye respecto a los proyectos de reforma legislativa de su
comité ministerial, y que aprueba o reprueba sus actos ejecutivos. Y es en virtud
de la misma idea como el Parlamento, cuando ya no está de acuerdo con este
comité de ministros, lo derriba o provoca su dimisión, lo que equivale a una
revocación. Esta manera de considerar al ministerio en sus relaciones con las
Cámaras encontró en Francia cierto número de defensores entre escritores y
políticos, como lo observa con pesar Esmein ("Deux formes de gouvernement",
Revue du droit public, vol. i, pp. 33 ss.; Éléments, 1 ed., vol. I, p. 492). Pero en
Inglaterra sobre todo es donde parece justificarse y hasta imponerse. Allí, en
efecto, el parlamentarismo se constituyó históricamente al calor de la existencia de
los dos grandes partidos, entre los cuales, durante mucho tiempo, osciló
alternativamente la mayoría de los Comunes y del cuerpo electoral mismo. Al ser
llamados cada uno de estos partidos, en rotación, a asumir la dirección del
gobierno, proporcionando los miembros del ministerio, se hizo natural considerar a
este último como el instrumento por el cual la mayoría, y por consiguiente el
Parlamento mismo, ejerce el poder gubernamental. Esto no significa que el
805

ministerio no sea más que el agente ejecutivo de la mayoría parlamentaria.


Los ingleses tienen demasiado sentido de las realidades prácticas para no haber
comprendido la necesidad de un gobierno fuerte, y por ello han conservado en el
gabinete el centro de gravedad de la potestad gubernamental. Pero como, por otra
parte, los partidos ingleses, sólidamente disciplinados y organizados, tenían jefes
titulados e indiscutidos, resultó de ello que en cada desplazamiento de la mayoría
y en cada cambio de ministerio, el jefe del partido predominante en aquel
momento se veía designado para ser jefe del gabinete en formación. Bien es
verdad que ni este primer ministro, ni sus colaboradores, se nombran directamente
por las Cámaras; pero en definitiva reciben claramente de ellas su designación y
son por ellas las que los llevan al poder. En este sentido, puede decirse, pues, que
el ministerio es elegido por el Parlamento y que este comité de jefes de la
mayoría, en el fondo, no es más que un comité de gobierno del Parlamento. Así es
como los autores ingleses se inclinan hoy a interpretar y a definir su sistema de
gobierno de gabinete. "Los ministros —dice Bryce (op. cit., 2 ed. francesa, vol. I, p.
407)— se escogen nominalmente por el jefe del Estado, pero en realidad por los
representantes del pueblo. Estos, los representantes del pueblo, son en realidad, a
través de los agentes que designan, el verdadero Gobierno del país. De esta
manera, el poder ejecutivo y el poder legislativo corresponden a la mayoría de la
Cámara representativa, aunque nombrando agentes —expediente a que obliga el
número de sus miembros— dicha mayoría se vea forzada a abandonar en sus
manos una parte de poder discrecional." El mismo punto de vista ha sido expuesto
de una manera más clara aún por Bagehot, que caracteriza al gabinete como "una
comisión del cuerpo legislativo, elegida para ser el cuerpo ejecutivo". Dice además
este autor: "El cuerpo legislativo tiene varias comisiones, pero ésta es la mayor.
Escoge para esta comisión principal a los hombres en quienes tiene más
confianza. Por regla general el denominado primer ministro se elige por la
legislatura. Casi siempre, en el partido que predomina en la Cámara de los
Comunes, hay un hombre claramente elegido por la voz de ese partido para ser su
jefe y, por consiguiente, para gobernar a la nación." Y Bagehot llega hasta
comparar, en cuanto a su modo de nombramiento, al primer ministro de Inglaterra
con el Presidente de los Estados Unidos: "Tenemos en Inglaterra un primer
magistrado electivo tan verdaderamente como lo tienen los norteamericanos. Sin
embargo, nuestro primer magistrado difiere del de los norteamericanos. No lo elige
el pueblo, sino que lo eligen los representantes del pueblo" (traducido por Esmein,
Éléments, 7* ed., vol. i, p. 156; ver una comparación del mismo género en Sidney
Low, The governance of England, p. 101).
En suma, la conclusión que se desprende de esta primera doctrina es que
las Cámaras son la autoridad inicial y suprema, lo mismo en lo que concierne a la
potestad ejecutiva que en materia de legislación. De estas dos potestades, una la
ejercen por sí mismas y la otra mediante un gabinete que procede de ellas solas y
que no depende más que de ellas. En último término, esto parece implicar
efectivamente que contienen o reasumen en sí las dos potestades reunidas.
Según este concepto, el poder ejecutivo no forma ya, por su constitución orgánica,
un segundo poder principal y esencialmente distinto. Pero la verdad es que las
806

Cámaras realizan en sí la unidad de la potestad del Estado. En este sentido sobre


todo el régimen parlamentario parece excluir la idea de la separación de poderes.
296. Pero también y precisamente contra esta conclusión se yergue un
segundo grupo de autores en cuya primera fila se coloca Esmein. Pretender, dice
este autor, que el parlamentarismo "realiza la confusión de los dos poderes" en
uno solo, es desconocer esencialmente la verdadera naturaleza jurídica de dicho
régimen, así como su significación efectiva y su genio propio desde el punto de
vista político (Éléments, 1 ed., vol. I, pp. 488 55.). Si el gobierno parlamentario
ocasionara tal confusión, no sería, en realidad, sino una forma de lo que se llama
en Francia, desde 1793, gobierno convencional. Se reduciría al sistema en el cual
el cuerpo legislativo gobierna a través de un comité formado de su seno, y los
nistros por tanto, no serían otra cosa que comisarios de la asamblea legislativa.
Ahora bien, dicen los autores de este segundo grupo, esta forma de caracterizar la
condición del ministerio queda desmentida por los hechos, y sobre todo por el
derecho positivo de las Constituciones parlamentarias.
No hay duda de que el parlamentarismo tiene esencialmente por objeto
hacer depender la dirección del gobierno de la voluntad de las Cámaras elegidas,
es decir, en el fondo, del sentimiento del país mismo. Es el régimen del gobierno
de opinión, en oposición al gobierno de autoridad, que se ejerce, con un poder de
dominio personal, por el jefe del Estado. Pero, en esta dirección, el régimen
parlamentario no ha llegado al gobierno directo en lo que concierne al país (ver n°
400, infra), ni al gobierno convencional por lo que se refiere a las asambleas. En
su formación histórica se detuvo en una combinación que consiste en asociar los
dos órganos legislativo y ejecutivo en la obra gubernamental, incluso en darles
medios de influenciarse recíprocamente, pero sin embargo sin confundirlos ni
comprometer la autonomía esencial de ninguno de ellos, Eri otros términos, el
régimen parlamentario hace funcionar al gobierno por medio de un acuerdo entre
el jefe del Ejecutivo y las Cámaras. Pero para la realización de esta armonía son
precisamente los ministros los que han sido llamados a servir de intermediarios,
de lazo de unión entre dichas autoridades. Resulta de ello que la característica del
régimen parlamentario reside no solamente en la institución del gobierno de
gabinete, sino también en la situación constitucional especial en que se encuentra
el ministerio frente a los dos órganos distintos del poder legislativo y del poder
ejecutivo: el gabinete ministerial tiene relaciones, no sólo con el Parlamento, sino
también con el jefe del gobierno; tiene y depende, a la vez, de uno y de otro.
Especialmente según el derecho constitucional francés, este lazo de doble
dependencia se manifiesta desde tres puntos de vista principales.
En primer lugar, si en cierto sentido el ministerio procede de las Cámaras,
por otra parte es esencial observar que a los ministros los nombra el Presidente de
la República. Ya desde este punto de vista, es evidente que el ministerio, por su
origen, depende tanto del Ejecutivo como del Parlamento, 43y esto bastaría ya
para probar que el parlamentarismo se basa269 en el dualismo de autoridades,

43
Hasta se ha hecho observar, a este propósito, que el derecho a constituir el gabinete, en
principio, no corresponde más que al jefe del Estado, a él solo. '"Teóricamente, el Presidente de la
República es quien forma el ministerio: y ningún texto le prohibe tomar sus ministros donde quiera
y como le plazca, elegirlos él mismo uno a uno, para agruparlos después como pueda" (Lefebvre,
807

cada una de los cuales tiene su propio papel que desempeñar en él. Pero,
además, este dualismo se deduce del hecho de que los ministros, sin dejar de
depender ampliamente de las Cámaras, forman parte de la jerarquía ejecutiva, en
la que son, nominalmente al menos, auxiliares y subalternos del Presidente. Sin
duda, ellos son quienes ejercen efectivamente las atribuciones cuyo titular es,
según la Constitución, el Presidente. Sin embargo, sus actos, las decisiones,
proyectos de ley o disposiciones gubernamentales, se hacen, no ya en su propio
nombre, ni en nombre de las Cámaras, sino en forma de decretos y en nombre del
jefe del Estado.
Así como el Presidente y el Parlamento concurren en la formación del
ministerio, del mismo modo, se dice, existe entre ellos comunidad de influencia
sobre los ministros en lo relativo a la responsabilidad política de éstos. En el
régimen parlamentario, el gabinete depende a la vez del jefe del Ejecutivo y del
Parlamento, por cuanto debe, en principio, poseer a la vez la confianza de uno y
otro. Esto no es tan aparente por lo que se refiere al jefe del Ejecutivo, porque en
realidad rara vez hace uso de su poder de separar a los ministros. Pero la
existencia de este poder no puede ponerse en duda: se deduce del derecho
mismo que tiene el Presidente de nombrar a los ministros, derecho que implica la
facultad inversa de destitución. Hasta en el régimen parlamentario se han
señalado (Esmein, Éléments, 6* ed., p. 791 )44 algunas hipótesis en que este
poder de destitu ción 270 podría ejercerse también de hecho. Y esto basta para que

Elude sur les lois constitutionnelles de 1870, p. 103; cf. Hauriou, Précis, 10 ed., p. 189). Pero esta
afirmación contiene una indudable exageración. No es exacto decir que la Constitución de 1875 le
deje al jefe del Ejecutivo la libertad de elegir los ministros según su propia inspiración. Tal doctrina
se aproximaría singularmente a la tesis sostenida en otro tiempo por algunos autores alemanes
(ver, por ejemplo, en este sentido, Jellinek. op. cit., ed. francesa, vol. II, p. 449), que pretendían que
el régimen parlamentario carece de base jurídica o constitucional y sólo constituye un puro estado
de hecho (cf. respecto y en contra de esta doctrina, Orlando, op. cit,, ed. francesa, pp. 363 ss.; ver
también n. 54, p. 819, infra). Según esta doctrina alemana, si los ministros se toman de la mayoría
y gobiernan, conforme a las inspiraciones de ésta, en lugar del jefe del Estado, no es en virtud de
una regla constitucional de derecho, ya que jurídicamente el poder gubernamental reside en el jefe
del Estado y no en las Cámaras, sino sólo por motivos de hecho y porque en la realidad las Cám
aras han adquirido una potestad que les permite hacer prevalecer su voluntad sobre la del
jefe del gobierno. El régimen parlamentario no sería, pues, sino el producto de la usurpación,
realizada por el Parlamento, de funciones que jurídicamente no le pertenecen. Pero esta tesis se
contradice por la misma Constitución. Por el hecho de que la Constitución de clara en principio que
los ministros son responsables ante el Parlamento, introduce una profunda modificación en la
organización y el mecanismo del poder ejecutivo, y excluye formalmente la posibilidad de pretender
que la potestad gubernamental, en derecho, resida de un modo exclusivo en el jefe del Estado. Por
ejemplo, del hecho de que el ministerio no pueda subsistir sino mediante el apoyo de las Cámaras
resulta inmediatamente que en cada cambio de gabinete, el Presidente estará jurídicamente
obligado a recurrir, para la formación del nuevo gabinete, a hombres que tengan asegurada la
confianza de la mayoría parlamentaria, es decir, por la fuerza misma de las cosas, a hombres
tomados de las propias filas de idicha mayoría, o, por lo menos, que pertenezcan al mismo partido
que ella. Esto es en efecto evidente, ya que los ministros escogidos en contra de las opiniones de
la mayoría serían derribados por ella inmediatamente. De este modo, la influencia soberana que
tienen las Cámaras en el nombramiento de los ministros, así como en la política gubernamental, ya
no es un hecho inconstitucional y extrapolítico, sino una consecuencia directa del principio de la
responsabilidad parlamentaria de los ministros. Por ello, la Constitución de 1875 pudo limitarse,
cuando quiso consagrar el régimen parlamentario, a formular la regla que establece dicha
responsabilidad. Todo lo demás se deriva de esto. Y todas las consecuencias que de ello
808

se pueda afirmar que los ministros están sujetos, con respecto al jefe del
Ejecutivo, por cierta responsabilidad. Por otra parte, importa no exagerar las
consecuencias del principio de que los ministros son responsables ante las
Cámaras. Esta clase de responsabilidad no significa de ningún modo que estén
sometidos directamente a sus voluntades. En el sistema parlamentario, el
cometido del gabinete no consiste en obedecer a la mayoría, sino, al contrario, en
dirigirla; y esto es lógico, ya que los ministros se reclutan precisamente entre los
jefes de dicha mayoría: deben, pues, comportarse como jefes suyos, no como sus
servidores. Desde el punto de vista jurídico, esto se traduce en la regla de que las
Cámaras no pueden dirigirles órdenes directas y formales. Pueden, desde luego,
mediante mociones adecuadas, hacerles sentir sus opiniones y tendencias, pero
no imponerles verdaderas órdenes. No puede decirse, pues, que, mediante el
órgano del ministerio, son en realidad las Cámaras las llamadas a gobernar: es el
ministerio mismo quien gobierna, aunque lo hace bajo su responsabilidad
parlamentaria. El Parlamento no tiene la dirección efectiva, sino simplemente el
control de la acción gubernamental. Por lo demás, por completa que sea, con
respecto al Parlamento, la responsabilidad del gabinete por esa actividad,
tampoco sería exacto deducir de ello que las Cámaras tienen sobre los ministros
un poder jurídico de destitución. Pueden desde luego obligar indirectamente al
gabinete a dimitir, pero no destituirlo directamente, como tampoco nombrarlo. Sólo
al Presidente correspondería el derecho de destituir a un ministro, condenado
formalmente por el Parlamento, que se negara a abandonar sus funciones.

provienen son perfectamente jurídicas, ya que tienen su origen en un principio formalmente


enunciado por la Constitución.
44
"El ejereicio del derecho a separar a los ministros —dice dicho autor— sólo podrá ser muy raro y
supondrá circunstancias excepcionales. En efecto, sólo podrá ejercerse con el refrendo de un
ministro y con el apoyo de un ministerio que pueda conseguir una mayoría en la
809

Por último, se afirma, la doctrina que define al gabinete como un comité


gubernamental de las Cámaras desconoce la idea fundamental del
parlamentarismo, la cual es, no ya la de concentrar todos los poderes en el
Parlamento, sino, por el contrario, la de mantener la distinción esencial de los
órganos ejecutivo y legislativo y establecer únicamente una asociación entre estos
órganos, con objeto de hacer depender de su acuerdo la actividad gubernamental.
El ministerio ha de ser el artífice de este acuerdo. Contrariamente a la fórmula que
del parlamentarismo daba el conde de Bismarck en 1863, los miembros del
gabinete no sólo son los ministros de la mayoría, sino que el ministerio es el
intermediario colocado entre el jefe del Ejecutivo y las asambleas y el encargado
de preparar entre estas dos autoridades el acuerdo y la colaboración. Ante el jefe
del Ejecutivo, y especialmente en consejo de ministros, representa al 271
Parlamento, y su papel consiste aquí en oponer las opiniones de la mayoría, en la
que se apoya, a las veleidades políticas del Presidente, en tanto que éstas
pudieran orientarse en un sentido divergente; ante el jefe del Ejecutivo, pues,
obtiene su fuerza de las Cámaras. Pero, recíprocamente, ante las asambleas, ios
ministros representan al Ejecutivo: hablan y actúan en ellas en nombre y como
agentes del poder ejecutivo, y de ningún modo como mandatarios del cuerpo
legislativo; su papel es entonces hacer prevalecer las opiniones del Gobierno en el
seno de las Cámaras. Más aún, en sus relaciones con las asambleas, el gabinete
se apoya en la persona del jefe del Ejecutivo, y así es especialmente como recibe
del Presidente la potestad que le permite, en caso de desacuerdo con la Cámara
de Diputados, recurrir a disolverla; ahora bien, si el ministerio no fuera más que un
comité procedente exclusivamente del Parlamento, no sería comprensible que
pudiera apoyarse en el Presidente, que es independiente del Parlamento; y sobre
todo, sería inconcebible que pudiese tomar del Presidente un poder como el de la
revocación de una de las asambleas de las que obtuvo su delegación.
De todas estas observaciones, tomadas, dícese, de los principios mismos
del derecho constitucional vigente, se saca la conclusión de que, especialmente
en Francia, el régimen parlamentario presenta en efecto los caracteres de un
régimen dualista, ya que dota al Estado de dos órganos directos e independientes,
el Parlamento y el jefe del Ejecutivo; dos órganos a los que reconoce potestades
distintas, entre las cuales se aplica a mantener el equilibrio; dos órganos, también,
en los que admite la posibilidad de voluntades diferentes, entre las cuales impone
al ministerio la obligación de negociar la conciliación y el acuerdo.
Si esta conclusión está justificada, hay que convenir en que el
arlamentarismo, en definitiva, no es sino la consagración, bajo una nueva forma,
del sistema, anteriormente expuesto (pp. 760 ss.), del Estado uno en varias
personas y de la potestad estatal una en varios poderes. Indudablemente, esta
especie de separación de los poderes difiere de aquella que preconizaba

Cámara de Diputados. Habría que suponer, por ejemplo, un ministro que faltara gravemente a sus
obligaciones hacia el jefe del poder ejecutivo, de tal modo que sus colegas mismos no pudiesen
aprobarlo, o también un ministerio derrotado en diferentes ocasiones en la Cámara de Diputados y
que se obstinara en no dimitir."
810

Montesquieu, en cuanto —como lo demuestra Duguit (Traite, vol. I, pp. 357-358,


413— ni se refiere a las funciones mismas, ni conduce ya a tratar a éstas como
fragmentos reparados de soberanía, susceptibles de constituirse orgánicamente
en poderes distintos y autónomos; muy al contrario, en el régimen parlamentario,
el jefe del Estado y el Parlamento toman parte en común en las funciones
legislativa y ejecutiva, consideradas como inseparables; y en este sentido —como
dice también Duguit (loe. cit., pp. 346 y 413)— la supuesta separación de los
poderes no consiste, bajo este régimen, más que en la diversidad de los modos de
participación, según los cuales los dos órganos son llamados a colaborar en
811

ambas funciones. Pero, en otro aspecto, el parlamentarismo sigue siendo,


según la doctrina que acaba de presentarse, un régimen de dualismo y de
separación verdadera de poderes, pues la potestad estatal se encuentra en él,
según esta doctrina, dividida entre dos titulares primordiales, que, ciertamente, no
están del todo separados, puesto que encuentran en el ministerio su punto de
contacto y de unión, pero que, por lo menos, se constituyen, uno frente al otro,
como dos autoridades opuestas, cada una de las cuales posee su potestad propia,
destinadas a contrarrestarse, y finalmente llamadas a tratar entre sí; de modo que,
particularmente en este último respecto, se deduce de esta teoría que la idea
oculta en el fondo del parlamentarismo es siempre la de acuerdo contractual entre
titulares del poder, a la que antes se aludió (p. 761) y que es, en realidad, la
negación completa de la unidad del Estado.45
272

45
A dicho concepto dualista del régimen parlamentario debe atribuirse asimismo, desde el punto
de vista doctrinal, el origen de ciertas tentativas realizadas —especialmente en el transcurso de la
guerra europea— con objeto de ampliar y transformar, en cuanto a sus condiciones de ejercicio, el
poder de control sobre la conducción de los asuntos gubernamentales. que corresponde en
Francia al Parlamento. Según la Constitución y la práctica tradicional, este poder se ejerce
normalmente en forma de petición de explicaciones dirigida a los ministros, jefes de los servicios
públicos, y en caso necesario, por medio de investigaciones realizadas ocasionalmente por
comisiones de las Cámaras. Pero se ha sostenido a veces que el control parlamentario sólo podía
llegar a ser plenamente efectivo a condición de mantenerse, de una manera directa y permanente,
en el seno de los servicios públicos —y especialmente, en tiempo de guerra, en el seno de los
ejércitos en campaña— mediante un comité, también permanente, de miembros de las asambleas;
comité que constituiría así un organismo nuevo y especial, no previsto, en verdad, por la
Constitución, pero que permitiría al menos al Parlamento darse cuenta, directa y constantemente,
de todo lo que ocurre en los servicios por controlar, mediante memorias de sus propios delegados
(ver en este sentido el orden del día votado el 22 de junio de 1916 por la Cámara de Diputados, y
cf., respecto al alcance de dicha votación, las observaciones expuestas por Joseph Barthélemy,
Reme du drait pubh'c, 1916, pp. 557 ss.). La idea básica de esas tentativas es que al Parlamento
no pueden bastarle los informes que recibe del gabinete ministerial, aunque dichos informes sean
susceptibles de comprobarse y profundizarse por medio de una investigación particular. Este
género de información se considera insuficiente, no sólo porque de hecho los ministros pueden ser
engañados respecto de lo que ocurre en sus servicios, sino porque, en principio, dícese, incluso el
testimonio de los ministros emana de una autoridad distinta al Parlamento, por cuanto forma parte
del Ejecutivo, y cuyas declaraciones, por lo tanto, no pueden considerarse, para las Cámaras,
como el equivalente de un instrumento de control que les permitiese instriuirse y aclarar las cosas
por sí mismas. Para que el poder de vigilancia y de apreciación preponderante que corresponde al
Parlamento respecto de la acción ejecutiva se realice en verdad, es preciso, se ha diojho, que las
Cámaras queden en condiciones de ejercer dicho poder por sus propios medios y por sus propios
miembros es decir, por una comisión de delegados destinada especialmente a la inspección
inmediata de aquellos servicios cuyo funcionamiento desea observar. De aquí, entonces, el
propósito de instituir, junto al ministerio y fuera de él, un órgano particular por cuya mediación el
Parlamento se relacione con les diversos agentes u oficinas administrativas, al efecto de estar
continuamente al corriente de sus actuaciones. En el fondo, las proposiciones de este género
implican en sus autores la persistencia del concepto separatista que fundamenta teóricamente el
régimen parlamentario en la oposición y el dualismo entre el Ejecutivo y el Parlamento. Pero,
812

297. ¿Es exacta esta manera de definir el gobierno parlamentario? Un primer


punto es cierto. Suponiendo que exista en esta clase de gobierno un elemento de
dualismo, éste no es, en todo caso, un dualismo igualitario. Muy al contrario, el
régimen conocido con el nombre de gobierno parlamentario —como su nombre lo
indica— se instituyó precisamente con objeto de asegurar la preponderancia de
las asambleas sobre la autoridad encargada del gobierno. Especialmente en
Francia puede decirse, bajo la Constitución de 1875, que las Cámaras poseen
íntegramente, si no la potestad gubernamental misma, al menos el poder de poner
en movimiento todos los resortes que determinan su funcionamiento. El
Parlamento es, en primer lugar, quien concede al Ejecutivo las habilitaciones y
atribuciones de que este último precisa para ejercer su función de ejecutar las
leyes (ley constitucional de 25 de febrero de 1875, art. 3; ver supra, núms. 158
ss.). Además, vigila el uso que se hace de estas autorizaciones legislativas y pone
en juego las responsabilidades que dicho uso puede originar. Por último, estas
atribuciones o poderes de ejecución se ejercen por un comité ministerial que
emana del Parlamento mismo. ¿Cómo se podría, después de esto, hablar de
igualdad entre el Gobierno y las Cámaras? Si éstas, propiamente hablando, no
son las titulares del poder ejecutivo, al menos es cierto que jurídicamente este
poder se ejerce según su voluntad.
273

precisamente por esto, semejantes proposiciones parecen desconocer la verdadera significación


del parlamentarismo. En el sistema de la Constitución de 1875. el Parlamento no necesita crear
delegados especiales en el interior de los diversos servicios públicos, ya que, con anterioridad a
toda delegación de este género, tiene hombres de confianza colocados al frente de dichos
servicios, a saber, los ministros mismos. Como muy acertadamente afirma Joseph Barthélemy (loe.
cit., p. 564), los ministros son la "representación" del Parlamento con respecto a las oficinas y a los
funcionarios administrativos, en el sentido de que el ministerio mismo es un comité investido por la
confianza del Parlamento de la función de vigilar los servicios públicos: es el intermediario
designado por la Constitución para servir de órgano de enlace entre las oficinas y las Cámaras. En
estas condiciones, la institución de un segundo comité parlamentario de control no sólo constituiría
una reduplicación, sino que iría directamente en contra de los principios del parlamentarismo, ya
que conduciría a crear de nuevo, bajo otra forma, el dualismo que dicho régimen trató de eliminar
en las relaciones entre las asambleas y el Ejecutivo. Suponiendo que las Cámaras hayan perdido
la confianza en la habilidad de los ministros o también en la vigilancia que éstos ejercen sobre sus
departamentos, la única solución a que esta situación daría lugar sería la derrota del ministerio, y
no la yuxtaposición de un comité parlamentario de control que, al inmiscuirse en el funcionamiento
de los servicios, no haría más que contrarrestar la acción ministerial e introducir el desorden en
ella. Se ve claramente por ello que el poder de investigar que corresponde a las Cámaras sólo
entraña la facultad de emprender investigaciones limitadas, ya sea en cuanto a su duración, ya en
cuanto a su objeto, pues la investigación permanente o general supondría que las Cámaras
desconfían de su comité ministerial y pretenden buscar fuera de él los medios tendientes a
asegurar el predominio de su influencia en la marcha de los asuntos ejecutivos, y esto sería la
negación misma del régimen parlamentario y del gobierno de gabinete.
813

Se objeta que la igualdad o el equilibrio se establece gracias a los medios de


acción y de resistencia de que dispone el Gobierno con respecto a las Cámaras; y
entre estos medios se ha invocado sobre todo el derecho de' disolución, que,
dícese, permite al jefe del Ejecutivo, o en todo caso a los ministros, combatir la
política que sigue o proyecta la Cámara de Diputados y que implica, por
consiguiente, la posibilidad de obstaculizar la ejecución de la voluntad
parlamentaria y de tener a ésta en jaque. Pero este argumento, al que los autores
concedieron tanta importancia, pierde su mayor fuerza ante la observación —de la
que hicieron muy poco caso— de que, en el régimen parlamentario, el instituto de
la disolución se destina mucho menos a reforzar la potestad particular del
Gobierno y poner a éste en pie de igualdad con el Parlamento, que a fortificar la
posición y la influencia del cuerpo electoral mismo (Rehm, op. cit., pp. 317 55.). El
objeto preciso de la disolución es impedir que el Parlamento imponga al país una
política contraria a la voluntad del cuerpo electoral. Para este objeto la
Constitución se sirve del Gobierno: a él es a quien concede el poder de disolver la
Cámara de Diputados, porque, al no admitir a este respecto la iniciativa directa del
pueblo mismo, estima que en la práctica es el Gobierno, en la mayor parte de los
casos, el que estará más interesado en promover la intervención electoral del
pueblo contra una política abusiva de dicha Cámara; con él es, por lo tanto, con
quien principalmente conviene contar para poner en movimiento la disolución, en
interés del país. Pero, por una parte, esta disolución podría perfectamente
provocarse por la mayoría de la Cámara que se sujeta a ella, y esto prueba ya que
dicha institución no se establece especialmente en favor del Gobierno.16 Por otra
parte, incluso en el caso de que la iniciativa haya sido tomada por el jefe del
Ejecutivo o por los ministros, no se puede decir que la disolución tenga por efecto
restablecer la igualdad entre la voluntad del Gobierno y la del Parlamento. Esto
sería verdad
274

46
La Cámara, en efecto, puede tener interés en promover por sí misma su disolución, no ya con
motivo de un conflicto con el Ejecutivo, sino, por el contrario, de acuerdo con el gabinete. Así pues,
cabe concebir que la mayoría existente sienta el deseo de consultar al país con respecto a una
cuestión importante que se esté discutiendo. Asimismo, una Cámara'dividida e impotente puede
aspirar a su disolución, en la esperanza de que unas elecciones generales traerán a su seno una
mayoría sólida y capaz de decisión. Finalmente, en caso de conflicto con el Senado, la Cámara
podría considerar ventajoso hacerse disolver, con objeto de someter al país la cuestión que divide
a ambas asambleas. En este caso, la disolución sería para la Cámara un medio de obtener la
aprobación política por los electores y de hacerse conferir así por el cuerpo electoral una fuerza
que le permitiera vencer la oposición del Senado. Estas prácticas, de las cuales dio el ejemplo
Inglaterra (ver n. 18 del n° 312, infra), se hallan totalmente conformes con el espíritu del régimen
parlamentario; y en lo que se refiere a la última hipótesis, la de una diferencia entre las dos
asambleas, hay que reconocer sin embargo que una disolución dirigida contra el Senado sería
difícil de realizar, a causa, de las resistencias que el Senado habría de oponerle.
814

si el Gobierno pudiera oponerse directamente a los designios de la mayoría


parlamentaria, o sea si fuera capaz de contrarrestar por sí mismo y por su sola
voluntad las voluntades de esta última. Pero, en realidad, la disolución no tiende a
hacer prevalecer la voluntad del Gobierno con preferencia a la de la Cámara
disuelta; lo que ha de hacer prevalecer es únicamente la voluntad del cuerpo
electoral; es, esencialmente, un procedimiento de apelación al pueblo, de consulta
popular; es al país a quien se concede la palabra. Y en esto no modifica
esencialmente la posición subordinada del Ejecutivo con respecto al Parlamento;
pues, en definitiva, una vez realizadas las elecciones generales, el Gobierno se
verá colocado bajo la preponderancia de la Cámara que acaba de ser renovada;
ésta es la que, en todo el asunto, dirá la última palabra; en último análisis, por
consiguiente, es siempre la voluntad del Parlamento la decisiva.47
No es exacto, pues, decir —como lo hace Esmein (Éléments, 1 ed., vol. i, pp. 160,
489; cf. & ed., pp. 747-748— que en el régimen parlamentario la disolución tiene
por objeto proporcionar al Ejecutivo "la garantía de una separación de poderes";
sean cuales fueren las ventajas que de ello pueda sacar indirectamente el
Gobierno, se trata propiamente de una garantía de los derechos del pueblo.48 Por
lo demás, importa no perder
275

47
Entiéndase bien que todo esto sólo se refiere a los países parlamentarios, donde el poder
gubernamental de disolución sólo tiene como contrapartida la responsabilidad parlamentaria del
gabinete. En el Estado monárquico no parlamentario la disolución tiene un significado muy
diferente, pues no está destinada a fortalecer la influencia del cuerpo electoral, y tampoco puede
redundar en beneficio del Parlamento, en el sentido de asegurar, en definitiva, su preponderancia.
Entonces no es sino un medio de reforzar la potestad del monarca y de sus ministros.
Considerando, en efecto, que éstos, si cuentan con el favor del monarca, no se exponen a ningún
riesgo en el caso de que las elecciones promovidas por una medida de disolución resultaran
contrarias a sus proyectos políticos, el empleo de dicha medida sólo constituye para el gobierno
monárquico un medio y una oportunidad de obtener de una cámara renovada lo que no pudo
obtenerse de la asamblea disuelta. Y, por otra parte, los medios de influencia política y de presión
administrativa de que dicho gobierno dispone con respecto al cuerpo electoral no hacen sino
aumentar sus probabilidades de obtener por medio de una disolución las concesiones que desea.
Se verá, pues, naturalmente inducido a recurrir a dicha medida, que con frecuencia debe serle
provechosa. Se servirá también, en esas condiciones, de la amenaza de una disolución para
deshacer las tentativas de resistencia de la asamblea de diputados y para forzarla a doblegarse
ante sus voluntades. En Francia, este régimen fue consagrado por la Constitución de 1852, art. 46;
cf. Constitución del año x, art. 55.
48
Todo lo que podría deducirse de la institución de la disolución, en el sentido indicado por
Esmein, es que, por encima de las dos autoridades que dicho autor trata de equilibrar, existe una
autoridad suprema, que es el cuerpo electoral. Pero entonces ya no puede hablarse de dualismo
parlamentario: la unidad estatal se restablece en el pueblo. Se ha dicho a veces que para apreciar
la extensión y energía verdaderas de los poderes que la Constitución confirió al Presidente de la
República, hay que colocarse, no ya en el caso normal y que vino a ser habitual desde 1875, en
que la política seguida por las Cámaras está de acuerdo con el sentimiento predominante en el
cuerpo electoral, sino, por el contrario, en el caso extraordinario en que llegara a producirse, de
modo persistente, una divergencia más o
815

de vista que, según la Constitución de 1875, el Presidente de la República no


puede disolver la Cámara de Diputados sino mediante el dictamen concorde del
Senado. Esta última observación agota el debate; prueba que, ante el acuerdo de
las dos Cámaras, o sea ante el Parlamento tomado en su conjunto, no podría ser
motivo de discusión la subordinación y la inferioridad del Gobierno.49
276

menos profunda entre el país y las Cámaras, o, por lo menos, entre el país y la Cámara de
Diputados. En este caso especial, dícese, es cuando se hace imposible apreciar todo lo que un
Presidente que goce de la confianza popular podría hacer legalmente. Armado por la Constitución
del poder de nombrar y destituir a los ministros, del poder de suspender las Cámaras, de
imponerles nuevas deliberaciones de las leyes, de enviarles mensajes que, en realidad, irían
dirigidos, por encima de ellas, al país mismo, y finalmente, de disolver la Cámara de Diputados, el
Presidente tal vez conseguiría, con ayuda de todas estas prerrogativas, en un momento de
alteración o de crisis, ejercer una acción política que influyera en forma considerable y hasta
decisiva en el desarrollo de los destinos del país. Semejante eventualidad no tiene, de hecho, nada
de inverosímil; tampoco tendría nada de inconstitucional, desde el punto de vista jurídico; y basta
representársela, se dice, para descubrir y reconocer que, frente al Parlamento, organizó la
Constitución, en el Ejecutivo, una potestad distinta, independiente, capaz no sólo de resistencia
pasiva, sino también de acción enérgica, y que en ciertas coyunturas puede afirmarse como
preponderante. ¿No es ésta la prueba de que subsiste en el régimen parlamentario un cierto y
auténtico dualismo de poderes y de autoridades? Puede contestarse que no existe aquí verdadero
dualismo, pues el dualismo propiamente dicho supone igualdad entre autoridades que se hallan
establecidas en el grado supremo y que estatuyen en última instancia. Ahora bien, y aun
suponiendo 'que el Presidente de la República pueda hallar alguna ocasión extraordinaria para
desempeñar el papel militante al que acabamos de aludir, no habría que concluir de ello que su
voluntad pueda imponerse en forma soberana. Según la Constitución, al cuerpo electoral es a
quien correspondería estatuir superiormente en caso de conflicto entre el Ejecutivo y el
Parlamento. El supuesto dualismo del régimen parlamentario sólo se establecería, pues, por
debajo de los electores, es decir, en un grado inferior. En el grado superior la unidad estatal
quedaría mantenida en el cuerpo electoral. Pero esta idea de un dualismo subalterno parece
también discutible. La verdad es más bien que, en el parlamentarismo actual, el Parlamento y el
cuerpo electoral constituyen juntos —como podrá verse más adelante, n" 409— un órgano
complejo, en el sentido de que la Constitución quiso asegurar entre sus voluntades cierta
conformidad. El objeto de la disolución, haya sido promovida por el Ejecutivo o por la Cámara de
Diputados, es precisamente comprobar o restablecer dicha conformidad. Por lo tanto, el régimen
parlamentario no podría definirse como un sistema de dualismo en el cual el Ejecutivo y las
Cámaras constituyeran dos autoridades iguales bajo la preponderancia del cuerpo electoral. Sino
que el análisis de este régimen conduce a la conclusión de que el Parlamento y el cuerpo electoral
constituyen en conjunto el órgano supremo ante el cual no puede haber para el Ejecutivo,
Presidente o ministros, ni igualdad, ni posibilidad de resistencia, ni, por consiguiente, dualismo
alguno. Por ello, inmediatamente después de la renovación de la Cámara disuelta mediante el
sufragio universal, el Ejecutivo se halla de nuevo, frente a ella, en su habitual condición
subordinada.
49
La exigencia constitucional del "dictamen de conformidad" del Senado (ley de 25 de febrero de
1875, art. 5) prueba también que la disolución, sin dejar de depender, desde el punto de vista
formal, de la competencia y de un decreto del Presidente de la República, no depende, en el fondo,
de la sola potestad o voluntad del Ejecutivo, sino que, considerando que el Senado es una parte
del Parlamento, la necesidad de su dictamen de conformidad implica
816

El régimen parlamentario no es, pues, un sistema de dualismo igualitario. Pero,


dejando aparte la cuestión de la igualdad, se puede llegar más lejos y formular la
pregunta de si subsiste realmente, en este régimen, un verdadero dualismo. En
cierto sentido, es evidente que el parlamentarismo presupone cierto dualismo, si
por tal se entiende que la potestad ejecutiva es conferida por la Constitución a un
titular especial, que constituye con respecto a las Cámaras una autoridad
orgánicamente distinta y que se halla investido de un poder de decisión propio
para los asuntos de su competencia. En este aspecto es indiscutible que el
Ejecutivo, frente al Parlamento, ocupa una posición separada. Y es evidente, por
otra parte, que sin esta separación las reglas y precauciones que adopta el
régimen parlamentario con objeto de limitar la potestad personal del jefe del
Ejecutivo y de asegurar la preponderancia del Parlamento no tendrían ya razón de
ser y se convertirían en ininteligibles. En este sentido, el dualismo es de la esencia
misma del parlamentarismo; y por consiguiente, en este primer aspecto, la
doctrina de autores tales como Esmein y Duguit (pp. 800 ss., supra), que
presentan al gobierno parlamentario como un régimen de separación de poderes,
parece hallarse plenamente justificada. Ahora que esta doctrina es incompleta,
pues sólo muestra una de las caras del parlamentarismo. No basta, en efecto,
recordar que el régimen parlamentario, como punto de partida, implica el dualismo
de las autoridades estatales, sino que también es esencial añadir inmediatamente
que su objeto principal es atenuar este dualismo, reducir el alcance y las
consecuencias del mismo, y esto hasta el punto de reducirlo a la nada, o poco
menos. El parlamentarismo mantiene nominalmente la separación de poderes,
pero en realidad todas las instituciones y tendencias que lo caracterizan se hallan
combinadas en vista de un re
277

que la disolución, en esta medida, depende esencialmente de la propia voluntad parlamentaria. Así
pues, el derecho de disolución no ha sido conferido por la Constitución como un poder de reacción
que permita al Ejecutivo luchar contra el Parlamento entero; la aplicación de este derecho supone,
bien que ambas fracciones del Parlamento están en desacuerdo, o, por lo menos, que una de
dichas fracciones, el Senado, reconoce la utilidad y aprueba la idea de consultar al cuerpo
electoral, promoviendo una renovación anticipada de la Cámara de Diputados. En estas
condiciones cabe reproducir aquí, a propósito del Senado, una observación análoga a la que se
presentó en la nota precedente con respecto al cuerpo electoral: así como no hay disolución
posible, o al menos útil, cuando el gobierno se encuentra frente a una mayoría de diputados que
cuenta con la mayoría de los electores, asimismo la posibilidad de una disolución, y por
consiguiente la posibilidad de hablar de dualismo, se desvanece cuando el Ejecutivo tiene ante sí
una Cámara de Diputados y un Senado que están de acuerdo. En suma, pues, la disolución
simplemente permite al gobierno traer de nuevo a la Cámara hacia la política que desean el
Senado y el país, cuando esta política es desconocida por la mayoría actual de los diputados; pero
contra un Parlamento unido o contra una Cámara de Diputados respaldada por el país, el Ejecutivo
no posee potestad de acción o de reacción que lo transforme en una autoridad independiente con
respecto al órgano parlamentario.
817

sultado final, que es el predominio de una de las dos autoridades cobre la otra. En
la forma se limita a establecer una asociación de poderes (p. 782, supra); en el
fondo, el fin a que tiende es directamente la realización de la unidad del poder,
asegurando la preponderancia de la voluntad parlamentaria. La doctrina que
sostiene que el gobierno parlamentario tiene por base el dualismo de los poderes
no expresa, por lo tanto, sino una verdad nominal. Es perfectamente exacto que
este modo de gobierno supone el dualismo, pero sólo lo supone para combatirlo y
paralizarlo.

298. Por singular y hasta contradictorio que pueda parecer el método


practicado por las Constituciones que establecen el parlamentarismo, este método
se explica naturalmente por las circunstancias y también por el ambiente en los
que se originó este régimen. Las particularidades que lo distinguen no solamente
provienen de que es, según una fórmula frecuentemente repetida, "un producto de
la historia" (Esmein, Éléments, 7 ed., vol. I, p. 162; Duguit, Traite, vol. I, p. 411;
Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. u, p. 456); sino que se refieren también a las
costumbres conservadoras y al espíritu de tradición del pueblo inglés. A medida
que se iban consolidando en Inglaterra las nuevas costumbres, que habían de
tener por efecto substituir allí al gobierno fundado en la potestad personal del
monarca por el gobierno de gabinete, parece que los ingleses habrían podido
abandonar el punto de vista tradicional de su derecho público primitivo, según el
cual el rey es el centro y el titular supremo de todos los poderes, e incluso hubiera
sido estrictamente lógico por su partereconocer, como única verdad jurídica
acorde con las nuevas realidades, que el Parlamento constituía desde entonces la
suprema autoridad, tanto en el orden gubernamental como en el orden legislativo.
Pero los ingleses son conservadores, especialmente en materia política. Para la
reforma consuetudinaria de su derecho público emplean un procedimiento análogo
a aquel de que se servía el pueblo romano. Este —como se ha observado
repetidamente— no derogaba fácilmente sus instituciones primitivas, sino que las
dejaba subsistir, por lo menos en apariencia, y se limitaba a yuxtaponerles-
nuevas instituciones destinadas, de hecho, a reemplazar poco a poco y a hacer
caducas a las antiguas. Este es el método seguido en Inglaterra para la adopción
del régimen parlamentario. El mismo apego del pueblo inglés por sus instituciones
monárquicas contribuía a impedir que se diera al parlamentarismo una fórmula
que hubiera significado abiertamente que el rey era desposeído de sus atributos
tradicionales, pues semejante fórmula hubiera destruido la idea misma de la
monarquía. Había que mantener intacto el prestigio real, aun hallándose decididos
a colocar al rey en la imposibilidad de hacer uso de sus prerrogativas de monarca.
Por otra parte, repugnaba a los hábitos de modera
818

ción y de tacto político de ese pueblo conceder un alcance demasiado absoluto a


la transformación que realizaba en su Constitución política. No sólo le parecía útil
que pudiese el rey, a falta de un poder personal propiamente dicho, continuar
ejerciendo una influencia efectiva en los consejos y la dirección del gobierno, y es
sabido qué considerable ha sido esta influencia, por discreta que haya sido en la
forma, en los últimos reinados, sino que también los ingleses han tenido empeño
en dejar subsistir en derecho las antiguas prerrogativas de la Corona,"" porque
comprendieron el interés nacional que podía existir, en ciertas circunstancias
graves y extraordinarias, en que conservase la facultad de hacer uso de ellas.31
En realidad, sin embargo, el monarca de Inglaterra ya no ejerce sus
poderes teóricos; el derecho que conserva, en principio, de rehusar su
asentimiento a los bilis adoptados por el Parlamento ha caído en desuso desde
hace dos siglos; no queda mayor cosa de su poder de destituir a sus ministros, si
éstos cuentan con la confianza de los Comunes, o de disolver los Comunes, si'la
iniciativa de esta medida no ha sido tomada por el gabinete; en resumen, deja que
el ministerio gobierne libremente por él.
Sigue siendo él quien decreta los actos del gobierno, pero ya no es quien
los decide.52 La evolución consuetudinaria que así hizo pasar la realidad actuante
y la plenitud efectiva del poder gubernamental a un comité ministerial formado por
los jefes de la mayoría parlamentaria y que por lo50 No sólo subsisten
teóricamente estas prerrogativas, sino que también ha quedado como costumbre
que todo bilí que trate de restringirlas sea sometido al consentimiento del rey antes
de ser discutido en las Cámaras. Ha ocurrido en diversas ocasiones, en el
penúltimo reinado, que algunos bilis de este género tuvieron que ser retirados,
porque la reina les negó su previo asentimiento (Erskine May, Lois. privileges et
usages du Parlement, ed. francesa, vol. II, pp. 74s.s.).
278

51
Por esto, algunos autores ingleses (por ejemplo Anson, Loi et pratique constíttitionnelle de
VAngleterre, ed. francesa, vol. i, pp. 348 ss.; cf. vol. u, p. 55) sostienen que aun hoy el rey podría
despedir a un ministerio que tuviera la confianza de la Cámara de los Comunes y, de acuerdo con
el ministerio nuevamente constituido, disolver dicha Cámara. Naturalmente, el monarca sólo llegará
a tales medidas si cree contar con la aprobación del cuerpo electoral.
52
Se ha dicho, sin embargo, que es el monarca el que continúa poniendo en actividad el
Parlamento y que, igualmente, si no hace ya uso de su veto, él es, al menos, quien, mediante su
sanción, continúa dando su perfección legislativa a los bilis adoptados por las Cámaras; siírue
siendo, por lo tanto, caput, príncipium et jinis parliamcnti. "La inacción del rey —declara Jellinek
(loe. cit., vol. II, p. 418)— tendría por efec.to detener la vida del Estado"; pues él. lo pone todo en
movimiento y todo lo concluye. Pero cabe responder que estos actos tan importantes, si bien
dependen siempre de la competencia del monarca, ya no dependen de su libre voluntad, puesto
que, según la fórmula consagrada, el rey sólo quiere lo que quieren sus consejeros. En particular,
el argumento que se deduce del hecho de que siempre interviene regularmente para sancionar las
leyes, carece de valor, pues dicha sanción, que ha llegado a ser una simple formalidad, sólo
fune,ona ya como un vestigio y un recuerdo del pasado.
819

tanto no depende sino de la cámara electiva, o, en último término, del cuerpo


electoral mismo, ha terminado desde hace mucho tiempo; ya ni siquiera se
advierte la posibilidad de que se presenten aún casos en los que la Corona
volvería a tener ocasión de ejercer por sí misma sus poderes de antaño. Y sin
embargo, corno en el pasado, los ingleses continúan considerando al monarca
como el titular propio de la potestad gubernamental. En cuanto a los ministros, no
son sino los "servidores de Su Majestad"; en nombre de Su Majestad hablan y
actúan. Más aún, el gabinete ni siquiera posee existencia legal: las condiciones de
su reclutamiento, la extensión de sus poderes, su posición constitucional con
respecto a las Cámaras, todos estos puntos esenciales sólo se determinan y
regulan por la práctica, es decir, por una serie de precedentes particulares. En
derecho puro, el ministerio es ignorado, y solamente quedan dos autoridades
constitucionales principales, el rey y el Parlamento, que poseen cada uno su
potestad propia y su especial esfera de acción. Se ha querido sacar de todo esto
la consecuencia de que el régimen parlamentario deja subsistir el dualismo
orgánico de los poderes y se ha pretendido que los ministros dependen, a la vez,
de una y otra de estas autoridades.53 Pero este ipsum jus, que siempre está en
pie, sólo tiene ya el valor ideal de un homenaje a la persona real. Si se quiere
discernir, bajo estas apariencias puramente exteriores, la realidad constitucional,
basta formularse la pregunta siguiente: ¿Posee todavía el rey la facultad de
mantener en el Estado una voluntad personal, que en una circunstancia
determinada pueda oponerse francamente a la voluntad fijada por el Parlamento?
En cuanto se precisa así el problema, aparece con certeza que, a pesar de la
complejidad del régimen parlamentario y sea la que fuere efectivamente la
influencia
279

53
Es de observarse, no obstante, que este dualismo se desmiente en cierto sentido por la fórmula
tradicional según la cual el Parlamento inglés es un órgano complejo, ciertamente, pero sin
embargo único, compuesto por el rey, la Cámara de los Lores y la Cámara de los Comunes. Este
punto ha sido perfectamente indicado por Duguit (Traite, vol. i, p. 412), que deduce acertadamente
de él que "en Inglaterra, el Parlamento y la Corona sólo se consideran como dos partes iguales de
un solo órgano". Algunos autores ingleses restablecen, sin embargo, el dualismo, fundándolo en
otra base. "En nuestra Constitución —dice Anson (loe. cu., vol. I, p. 46)— podemos decir que los
poderes ejecutivo y legislativo son distintos. El elemento común a ambos poderes es la Corona...
Los poderes legislativo y ejecutivo de la Corona se han bifurcado. Existe un dualismo real en
nuestra Constitución: la Corona en el Parlamento y la Corona en Consejo." "La elaboración de las
leyes es obra de la Corona en el Parlamento... El Ejecutivo es la Corona en Consejo" (ibid., pp. 38-
39). Y declara Anson que "con esta capacidad (Ejecutivo), la Corona queda completamente fuera
del Parlamento". Pero este género de dualismo tiene en la actualidad un carácter menos real aún
que la dualidad del rey y el Parlamento; esto es perfectamente evidente, puesto que el Consejo
privado, desde hace ya mucho tiempo, ha sido suplantado de hecho por el ministerio. El mismo
Anson lo reconoce (loe. cit.): la Corona en Consejo, dice, es únicamente "el Ejecutivo de jure"; y a
dicho Ejecutivo nominal opone "el Ejecutivo de facto", a saber, "los ministros de la Corona".
820

política o moral que aún ejerce el monarca, ya no existe jurídicamente54 más que
una sola voluntad orgánica principal, la del Parlamento, con la
280

54
Sobre este punto hay que tomar posición contra la opinión que sostienen algunos autores,
especialmente los autores alemanes, según la cual el régimen parlamentario es res facti, non juris,
en el sentido de que la preponderancia que el Parlamento ejerce sobre el Ejecutivo sólo constituiría
un estado de cosas puramente político, debido también a causas políticas, y no un principio jurídico
consagrado por el derecho constitucional vigente. "La preponderancia del Parlamento inglés sobre
el monarca —dice Jellinek (Allg. Staatslehre, 3* ed., pp. 703-704; cf. ed. francesa, vol. n, pp. 448-
449)— es el resultado de un compromiso que se ha establecido, de hecho, en las relaciones
políticas entre el Parlamento y la Corona, pero nunca ha podido ser reconocida en ningún texto
oficial. Este sistema inglés de monarquía con gobierno parlamentario llegó a introducirse en buen
número de Estados del continente europeo, pero en ninguna parte pudo consagrarse como
institución constitucional. Hasta la Constitución actual de la República francesa, aunque tuvo la
intención absoluta de erigir la forma parlamentaria en institución duradera y definitiva, no trató de
dar a dicha institución una expresión o base legal y constitucional." Esmein parece compartir en
cierta medida esta manera de ver. "El gobierno parlamentario —dice (Éléments, 7 ed., vol. I, p.
155)— supone la separación jurídica de los poderes legislativo y ejecutivo, los cuales se confieren
a titulares distintos e independientes.
El poder ejecutivo se confiere a un jefe, monarca o presidente... Pero el poder efectivo de dicho
jefe es singularmente rducido." Esta oposición entre el punto de vista jurídico y la realidad efectiva
parece desprenderse también de lo qué dice el mismo autor (p. 158) a propósito de la
responsabilidad ministerial propia del parlamentarismo: "Esta responsabilidad es propia y
puramente política. Al negarles su confianza, la mayoría de las Cámaras despide indirectamente a
los ministros. Tampoco aquí se trata de una revocación jurídica." G. Meyer (op. cit., 6 ed., pp. 683
ss.) expuso idéntica doctrina sobre la responsabilidad ministerial: "En cuanto a los ministros —
dice—, es necesario distinguir su responsabilidad jurídica y su responsabilidad política. Esta se
hace extensiva a la actividad ministerial entera. Pero no merece ser tomada en consideración por
la ciencia del derecho público propiamente dicho, pues sólo aparece como un asunto de práctica
política y parlamentaria. En derecho público solamente tiene importancia la responsabilidad
jurídica. Ahora bien, jurídicamente los ministros sólo tienen que responder de una cosa: es
necesario y suficiente que tanto sus propios actos como los actos refrendados por ellos se
mantengan dentro de los límites que fijan las leyes." Así pues, según esta doctrina, las instituciones
parlamentarias sólo habrían de aplicarse en la esfera inferior de los hechos; en derecho, el
principio superior es siempre que el jefe del Ejecutivo es el titular independiente de un poder
distinto. En el fondo, todo esto es tanto como decir que el parlamentarismo se ha establecido al
margen y con violación del derecho consagrado por la Constitución. Y precisamente aquí aparece
la falsedad de la doctrina que se acaba de recordar; pues no se podría discutir en serio que las
reglas parlamentarias practica, das en Inglaterra sean allí la expresión del derecho positivo
actualmente vigente en aquel país. Si dichas reglas no han sido formuladas oficialmente por ningún
texto, ello se debe al carácter consuetudinario de la Constitución inglesa, y esto se explica también
por las consideraciones anteriormente indicadas. Pero no puede deducirse de ello que en
Inglaterra las instituciones parlamentarias carezcan de carácter jurídico. De todas maneras, no
cabe discusión posible sobre este punto respecto a Francia: el art. 6 de la ley constitucional de 25
de febrero de 1875, que formula en términos a la vez amplios y precisos el principio de la
responsabilidad ministerial, basta para conferir al régimen parlamentario entero una base jurídica
muy firme. Bien es verdad que esta responsabilidad se designa generalmente con el nombre de
responsabilidad política; y es política, en efecto, en cuanto a su sanción, que consiste únicamente
en la pérdida del poder; también lo es desde el punto de vista de sus causas, ya que
821

reserva, sin embargo, de que esta voluntad, debe realizar los deseos o conseguir,
en caso de disolución, los sufragios del cuerpo electoral.
299. En Francia, la situación, al comienzo, pudo parecer diferente. Bajo la
Constitución de 1875, el parlamentarismo no tuvo que adaptarse, como en su país
de origen, a una monarquía tradicional: aquí no había por qué tener
consideraciones con la dignidad del jefe del Estado, ni salvaguardar, en la forma,
principios de derecho público consagrados por un largo pasado. Desde 1789, las
Constituciones francesas no tuvieron inconveniente en abrogar o renovar el
derecho anterior. Los procedimientos de elaboración del derecho público 1 ranees
no se parecen en nada a los que se acostumbraron en Inglaterra. No existe, pues,
ninguna razón, en Francia, para distinguir entre un ípsum jus o derecho aparente,
que no existiría más que en la letra de los textos, y una práctica constitucional, que
sería el verdadero derecho. Por lo tanto, los textos múltiples (ley constitucional de
25 de febrero de 1875, arts. 3 a 5. art. 8; ley constitucional de 16 de julio de 1875,
arts. 1 y 2, 6 a 9, etc.) que colocan el poder ejecutivo y sus atributos diversos a
nombre del Presidente y no a nombre de los ministros,55 no podrían, al parecer,
interpretarse como simples fórmulas teóricas desprovistas de eficacia positiva.
Estos textos implican que el Presidente es en efecto el titular real de los poderes
que la Consti
281

Recibe su aplicación desde el momento en que se rompe el acuerdo político entre el ministerio y
las Cámaras; pero, por lo demás, en virtud de la Constitución, es una responsabilidad jurídica, lo
mismo que la responsabilidad civil o penal de los ministros (cf. n. 43, p. 806, supra; ver también, en
este sentido: Rehm, op. cit.. pp. 33255., y Anschütz, en G. Meyer. op, cit., 61 ed., p. 683, n. 2). No
es exacto, pues,- decir que. según el régimen parlamentario, el jefe del Ejecutivo sólo ha sido
despojado de la realidad política de su poder y que conserva la realidad jurídica del mismo. La
verdad es, por el contrario, que las instituciones jurídicas propias de dicho régimen están
combinadas de tal manera que hacen depender, en derecho, la acción gubernamental de la
voluntad del gabinete, o sea del Parlamento: y en cambio, es precisamente desde el punto de vista
político como dejan subsistir, en favor del jefe del Ejecutivo, la posibilidad de hacer sentir en cierta
medida su influencia personal. Ya no es por vía de potestad jurídica, sino únicamente por medios
en cierto sentido extraoficiales, por la persuasión, por su habilidad o sus relaciones personales, es
decir, en suma, por su influencia de orden político, por lo que el jefe del Ejecutivo continúa
participando en la acción del gobierno (ver sobre este punto Joseph Barthélemy, Dérnocratie et
politigue étrangére, pp. 142 ss.. que demuestra cuál ha sido, en ciertas circunstancias, la efectiva
importancia del papel extrajurídico desempeñado personalmente por el monarca inglés,
especialmente en las cuestiones relativas a las relaciones internacionales; cf. en el mismo sentido
Redslob, op. cit., pp. 45 ss.).
55
• La Constitución de 1875 ni siquiera se ocupa directamente del Consejo de Ministros, sino que
se limita a hacer incidentalmente algunas alusiones a su existencia (art. 12. ley constitucional de 16
de julio de 1875; arts. 4 y 7, ley constitucional de 25 de febrero de 1875). Este último texto, al
especificar que, en el caso de súbita vacante de la presidencia, "el Consejo de Ministros queda
investido del poder ejecutivo", y ello de una manera puramente momentánea, señala muy
claramente que en cualquier otro momento sólo el Presidente está investido de dicho poder.
822

tución le confiere nominalmente. Sin duda, no puede ejercer estos poderes por sí
solo y como dueño, sino que es el ministerio el que los ejerce en su nombre. Pero
lo esencial es reconocer que, según la Constitución, estos poderes ejercidos por
los ministros los toman de la persona presidencial y no son los de las Cámaras ni
los suyos propios. Si la Constitución hubiera querido situar el poder ejecutivo en el
gabinete ministerial, o aun si hubiera querido que sólo los ministros tuvieran la
realidad de este poder, lo hubiera dicho claramente. Sólo al conferir el poder
ejecutivo a un titular especial, señala claramente que concibe y desea organizar
este poder como una potestad distinta e independiente de aquella que contienen
las Cámaras; y así parece justificar la doctrina de los autores que definen al
régimen parlamentario como un régimen de dualismo de poderes.56
282

56
Del texto mismo de la Constitución, tal como acaba de ser recordado, estos autores deducen
igualmente que no se le puede negar al jefe del Ejecutivo el derecho a participar realmente en el
gobierno. La célebre máxima formulada en 1829 por Thiers: "El rey reina, pero no gobierna", debe
rechazarse, dicese, porque no traduce exactamente los principios propios del parlamentarismo
francés. En efecto, por lo mismo que la Constitución confiere y vincula en la persona presidencial
misma los atributos del poder ejecutivo, es inadmisible que el Presidente haya de permanecer
ajeno a actos que, según los textos mismos, no pueden realizarse sin su concurso, su firma y, por
consiguiente, su consentimiento o su influencia. Este argumento se invocaba ya en la monarquía
de 1830, pues en la célebre discusión que tuvo lugar sobre estas cuestiones ante la Cámara de
Diputados los días 27, 28 y 29 de mayo de 1846, Guizot alegaba, en contra de la tesis de Thiers,
que los textos formales de la Carta excluían la posibilidad de pretender que "el rey no signifique
nada en su gobierno". Con mayor razón, se ha dicho, el Presidente actual, aunque sometido a las
condiciones del gobierno de gabinete, está llamado a desempeñar un cometido gubernamental
efectivo. En efecto, un Presidente electo, por la naturaleza misma de las cosas, está obligado a
menos reserva que un monarca constitucional.
En primer lugar, no se verá cohibido, como un monarca, por el temor de cometer, al gobernar,
faltas que pudieran perjudicar a sus intereses dinásticos. Ya en este aspecto tiene, en el ejercicio
de sus poderes constitucionales, mayor libertad de acción, y no está condenado a un papel tan
borroso como el de un rey hereditario. Por otra parte, a este Presidente electivo debió elegírsele
por su valor personal, por sus altas cualidades políticas. ¿Cómo conseguir que, una vez llamado
por sus méritos al primer puesto del Estado, haya de permanecer en él inactivo y desempeñar
solamente un papel de puro aparato? Esto es tanto menos admisible cuanto que el jefe de una
República no tiene que ejercer las funciones de Majestad; si, no llegando a reinar, no puede
tampoco gobernar, su presencia al frente del gobierno no tiene ya razón de ser. Además, las
opiniones que pueda permitirse dar oficiosamente a los ministros no serán escuchadas con el
mismo respeto que las de un monarca como el rey de Inglaterra. ¿No será conveniente, por lo
tanto, suplir esta insuficiencia de influencia moral reconociéndole un poder jurídico más fuerte? Por
todas estas razones se ha sostenido que el Presidente francés no puede quedar apartado del
gobierno; el régimen parlamentario tiene desde luego por efecto limitar su acción personal, pero no
la excluye totalmente. Este es en particular el parecer de Esmein, que discute el fundamento de la
máxima: "El rey reina, pero no gobierna" Es posible, dice este autor, que dicha máxima exprese
con bastante exactitud el estado de cosas que se ha establecido poco a poco en Inglaterra. En
Francia exagera el carácter imper
823

Los autores que sostienen esta doctrina, alegan, por lo demás, que está
confirmada por hechos de orden constitucional. Así, por ejemplo, invocan la
importancia política del papel que el Presidente puede desempeñar en el
Gobierno, por ejemplo a causa de que, si bien propiamente hablando no preside el
consejo de ministros (Duguit, Traite, vol. II, P. 487) ni toma parte en la votación
(Esmein, Éléments, 6* ed., p. 806), por lo menos asiste a sus sesiones y se
encuentra así asociado a las deliberaciones que preceden a todos los actos
gubernamentales de alguna importancia; lo que de ningún modo le permite obligar
a los ministros, pero sí ejercer sobre sus resoluciones una influencia que, aunque
invisible para el público, en ocasiones puede ser muy importante. Asimismo, se ha
hecho observar que la influencia efectiva del Presidente puede ejercerseen forma
considerable, en el momento de los cambios de ministerio, pues aunque el
Presidente haya de conformarse para el nombramiento de los ministros a las
indicaciones que proporciona la actitud de la mayoría parlamentaria, conserva la
posibilidad, dentro de los límites que le imponen estas indicaciones, de realizar
una selección de personas que es, relativamente, tanto más amplia cuanto que en
Francia el parlamentarismo no se basa, como en Inglaterra, en la oposición de dos
grandes partidos ni en la existencia, al frente de ellos, de jefes titulares; de donde
resulta entonces que el poder presidencial de constituir el gabinete presenta un
interés práctico muy real, ya que la orientación política y los procedimientos de
acción del gabinete en formación podrán variar sensiblemente según sean las
tendencias particulares del hombre que el Presidente elija para formar el
ministerio.
300, No puede negarse la exactitud de estas observaciones; y sin embargo,
no hay más remedio que reconocer que el dualismo establecido en principio por la
Constitución de 1875, de hecho no ha podido mantenerse. En el estado actual de
las prácticas parlamentarias francesas, el gabinete aparece, no como el agente de
ejercicio de un poder cuya residencia estuviera originariamente en el Persidente,
ni tampoco como el intermediario que sirviese de lazo entre dos autoridades que
representaran dos poderes distintos, sino en realidad como un comité
gubernamental dominado únicamente por la potestad y las voluntades del
Parlamento. Era inevitable que se produjera esta evolución. Los constituyentes de
1875, al colocarse en el punto de vista de que un país como Francia no podía
prescindir de un jefe de gobierno que tuviera los caracteres de un verdadero jefe
de Estado —y un jefe de esta clase, en efecto, era indispensable, aunque sólo
fuera por razones de orden internacional y de re
283

sonal del poder presidencial. A diferencia del monarca inglés, "el Presidente de la República
francesa participa activamente en el gobierno del que es jefe'' (Éléments. 6 ed., p. 665, y 7 ed., vol.
I, p. 231; ver, en el mismo sentido. Lefebvre, o¡>. cit., pp. 72 ss., 97 ss.).
824

presentación exterior—, se han visto lógicamente llevados, una vez admitida la


institución de la Presidencia, a erigir al Presidente eri titular inicial y especial del
poder ejecutivo. Hasta se ha pretendido que habían intentado hacer de él un
"representante" de la nación (Duguit, Traite, vol. I, pp. 405-406, 421, y L'État, vol.
II, pp. 329-330, 334; cf. Lefebvre, op. cit., pp. 67 ss., y Esmein, Éléments, 6-1 ed.,
pp. 633-634, 663 ss., que comparan al Presidente actual con un monarca). De
todas maneras, es a la persona del Presidente a la que han referido los atributos
del poder ejecutivo. Y haciéndolo así, la Constitución de 1875 creyó consagrar el
dualismo orgánico de los poderes. Pero establecía al mismo tiempo el régimen
parlamentario, el cual, según sus orígenes ingleses, está fundado históricamente
sobre un principio de dualismo, pero cuyas tendencias prácticas están orientadas
hacia este objeto final: asegurar el dominio del Ejecutivo por las asambleas. El
parlamentarismo pretende mantener cierto equilibrio entre los poderes ejecutivo y
legislativo; pero, en razón de las fuertes prerrogativas que confiere al cuerpo
legislativo, este equilibrio es totalmente inestable. En realidad, esta clase de
gobierno presenta un carácter mixto, que hace de ella un régimen transitorio; el
término normal de la evolución que se inició con la forma parlamentaria es la plena
supremacía del Parlamento. Se hizo la prueba de ello, en Francia, bajo la
Constitución actual, y se pudo observar que, al adoptar el gobierno parlamentario,
los constituyentes de 1875, cualesquiera que hayan sido, por otra parte, sus
intenciones o preferencias políticas, habían introducido en la Constitución francesa
un germen de gobierno según la voluntad que se había adueñado de las Cámaras,
germen cuyo desarrollo había de entrañar naturalmente la desaparición del
dualismo teórico inscrito en los textos constitucionales.
Si este dualismo pudo mantenerse en Inglaterra en cierta medida, ello se debe a
causas especiales de dicho país: al prestigio que rodea aún a la Corona,
asegurándole, al menos, una alta influencia moral; a la fuerte organización de los
partidos, que es causa de que los ministros se hayan comportado realmente como
directores de la mayoría; a la clara percepción que tuvieron los ingleses de la
necesidad de conservar, por lo menos dentro del ministerio, un gobierno dotado de
suficiente potestad; y finalmente, al hecho de que la Corona conserva del pasado
notables prerrogativas, que el gabinete es llamado a invocar en su nombre57 y que
implican
284

57
Aun en Francia, el gabinete conserva de hecho una fuerza polítira innegable, que toma, bien sea
de las atribuciones puestas por la Constitución a nombre del Presidente, como por ejemplo el
derecho presidencial de nombrar a los funcionarios, bien sea de todos los poderes administrativos
que quedan a disposición de la autoridad gubernamental y que hacen que los administradores se
vean obligados continuamente a solicitar su concurso. Ello constituye para todo el gobierno un
conjunto de medios de acción que le asegura una influencia más o menos considerable cerca de
los miembros del Parlamento.
825

en la autoridad gubernamental un verdadero poder inicial, y no sólo una potestad


subalterna de ejecución de las leyes, de modo que el fin y el efecto del régimen
parlamentario en Inglaterra es simplemente hacer ejercer estas prerrogativas por
un ministerio que emana de las Cámaras y es responsable ante ellas.
Causas inversas produjeron en Francia resultados opuestos. Bajo la
Constitución de 1875, el Presidente, elegido por el personal parlamentario, no
tiene, frente a las Cámaras, una fuerza política que le permita ejercer una acción
comparable a la del monarca inglés. Por su parte, los ministros, al no tener
suficientemente el carácter de jefes titulares de la mayoría, con frecuencia no
pudieron ejercer sobre ella sino un ascendiente restringido y precario. Por otra
parte, es sabido que el pueblo francés desconfía de la autoridad gubernamental y
se hallaría poco dispuesto a secundarla en el caso de que ésta intentara
reaccionar contra la voluntad de las asambleas. Así pues, el gabinete ministerial
sólo usa con extrema reserva de los poderes que la Constitución concedió al
Ejecutivo. Incluso una institución tan conforme al espíritu del parlamentarismo y a
las tendencias de la democracia como la disolución, ha quedado inutilizada desde
hace largos años y hoy parece ser casi inutilizable.
Por lo demás, y pese a lo que hayan dicho algunos autores que pretenden
que el Presidente fue dotado de atribuciones que lo igualan a un monarca
constitucional,58 los poderes de que dispone el Gobierno bajo la Constitución de
1875 no tienen la misma amplitud ni la misma fuerza que los del rey de Inglaterra.
En Inglaterra, la Corona, en virtud de su propia potestad histórica, posee atributos
que provienen del hecho de que el rey ha sido primitivamente el soberano efectivo;
atributos que el monarca no recibe de la voluntad de las asambleas, y cuya
supervivencia implica que constituye todavía hoy, frente al Parlamento, una
autoridad provista de un poder independiente; atributos, en fin, cuyo ejercicio por
los ministros asegura al gabinete cierta independencia o iniciativa. En Francia, por
el contrario, el gobierno recibe sus poderes de una Constitución
285

88
En el sistema de la Constitución de 1875, la semejanza entre el Presidente y un monarca
constitucional consiste sobre todo en que, como en el Estado monárquico transformado en
parlamentario, el Presidente sólo conserva el aspecto y los atributos decorativos del poder propio
de un verdadero jefe de Estado. El Presidente francés carece ya completamente de poder
realmente personal, no teniéndolo ante las Cámaras ni, incluso, ante los ministros. Y, sin embargo,
en Francia parece indispensable no decapitar al Estado, y dejarle un jefe nominal, que encarne en
su persona la más alta magistratura francesa en las solemnidades nacionales, la más alta dignidad
soberana del país en las relaciones con los representantes de los Estados extranjeros. Un Estado
como Francia no puede prescindir de ese aparato. En esto, sobre todo, es en lo que el Presidente
ha sido llamado a desempeñar un. papel comparable al de un monarca. Si la Constitución de 1875,
como la de Estados Unidos, o incluso la de 1848. no estableció un régimen de gobierno
presidencial, al menos se propuso conservar al jefe del Ejecutivo el prestigio presidencial.
826

que es, a su vez, obra de una asamblea nacional y cuyo mantenimiento depende
de la voluntad parlamentaria. Y, además, la Constitución de 1875 sólo convierte a!
gobierno en un Ejecutivo: resume su concepto a este respecto en la fórmula del
art. 3 (ley constitucional de 25 de febrero de 1875): vigila y asegura la ejecución de
las leyes" (ver supra, núms. 158 ss.). Entre las atribuciones presidenciales
enumeradas por los autores como comparables a las de un monarca, algunas de
ellas sólo son, en realidad, de orden ejecutivo: tal es el caso de la promulgación de
las leyes (ver supra, rr 141). Otras, como la iniciativa legislativa, no contienen
ningún derecho efectivo de decisión propia; bien es verdad que las Cámaras están
obligadas a deliberar sobre los proyectos legislativos gubernamentales que se les
presentan mediante un decreto presidencial; pero el acto que consiste en tomar la
iniciativa de una ley, propiamente hablando, no es un acto de potestad legislativa,
sino que es sólo uno de los elementos de la preparación de las leyes, una de las
operaciones preliminares que terminarán, quizás, en la adopción de la ley; sólo
esta última implica una verdadera facultad de potestad (cf. supra, n° 130). Por otra
parte, algunas atribuciones presidenciales, que implican en apariencia un poder de
decisión propia, como las relativas a los tratados, se resuelven efectivamente en
ejecución de leyes de autorización (ver supra, n° 1 78). Otros poderes, como el de
convocar las Cámaras y clausurar sus sesiones, sólo tienen un valor nominal,
teniendo en cuenta las condiciones de ejercicio, tan restrictivas, a las cuales las
subordinó la Constitución de 1875 (cf. n. 17 del n" 406. infra). Otras más, que le
darían al Gobierno una fuerza real, tales como el derecho de disolución o el de
solicitar una nueva deliberación de las leyes, han quedado sin efecto, por haber
revelado la experiencia que no eran susceptibles de aplicarse contra un
Parlamento al que la Constitución había asegurado, por lo demás, una verdadera
superioridad, que impide al Gobierno toda ocasión de enfrentarse a él. En
resumen, abstracción hecha de ciertos reglamentos presidenciales que adoptaron
medidas que sobrepasan ciertamente la simple ejecución de las leyes,
reglamentos que constituían en este aspecto iniciativas poco conformes con la
Constitución y que sólo pueden explicarse por una tolerancia de las Cámaras (ver
supra, n° 228), se observa, por lo demás, que tal v ez no haya sino un solo poder
inicial de acción y de decisión del cual la voluntad gubernamental haya continuado
haciendo uso desde 1875; y lo ha usado porque le era necesario hacerlo, dada la
situación internacional de Francia con respecto a la Europa contemporánea: este
poder es el de negociar acuerdos políticos o alianzas con las potencias
extranjeras. Pudo ejercerse fuera de las Cámaras, pero desde luego con su
constante aprobación59 (cf. Joseph Barthélemy, Démocratie
286

59
una de las principales razones que han contribuido al mantenimiento, para el gobierno,
827

et politique étrangére, pp. 109 ss.). Bajo esta reserva, el Gobierno no es


actualmente en Francia, ni la misma Constitución de 1875 hace de él otra cosa
que un simple Ejecutivo, una autoridad reducida a un cometido de ejecución. Por
lo tanto, no cabría extrañarse de que, en el régimen parlamentario francés, el
gabinete, encargado de ejercer los poderes del Gobierno, no tenga, frente a las
Cámaras, al contar con medios de acción tan reducidos, sino una influencia y una
potestad muy inferiores a aquellas de que goza el ministerio en algunos países
parlamentarios extranjeros.
301. En apoyo de estas observaciones es conveniente añadir que hasta los
autores que en principio definen el régimen parlamentario como un sistema de
dualismo y separación de poderes, se ven obligados después a reconocer que
este dualismo ya no existe realmente en el derecho público francés. Así es como
Duguit, que empezó caracterizando al Pre
287

del poder de concluir, por sí mismo y fuera de las Cámaras, tratados políticos, fue expuesta
claramente en sesión de la Cámara de Diputados el 1' de marzo de 1912. por Poincaré, entonces
ministro de asuntos extranjeros: Para que pueda negarse al gobierno el derecho de firmar con
potencias extranjeras convenciones destinadas a permanecer secretas, "sería necesario —decía—
que todas las potencias estuvieran decididas a tratar solamente a la luz del día.
En otro caso nos encontraríamos en un estado de inferioridad con respecto a la mayor parte de las
naciones extranjeras y quedaríamos reducidos a descartar ocasiones de acuerdos ventajosos para
Francia, incluso tratados de alianza o de amistad, por no poder prometer la discreción a los
gobiernos que así lo exigieran. Una regla demasiado inflexible se volvería, pues, en contra de los
intereses de Francia; implicaría el riesgo de aislarnos en Europa."
Joseph Barthélemy (op. cit., pp. 87, 125 ss.) señala otra causa de la potestad diplomática
conservada por el gobierno. Se trata, dice, de que, en el transcurso de la evolución constitucional
de los Estados contemporáneos, "el progreso democrático es infinitamente más lento, y siempre
menos completo, en lo que concierne a la dirección de la política extranjera, que para todo aquello
que afecta a la política interior". Y el citado autor lo explica al afirmar que "la democracia ha sentido
menos aptitudes para regir directamente los destinos del país en el exterior", porque se da perfecta
cuenta de que esta clase de gestión exige competencias especiales, y también medios de acción y
de información de las que reconoce no estar suficientemente provista. Incluso en una democracia
como Suiza, los tratados, a diferencia de las leyes, hasta una fecha muy reciente, han queda
sustraídos a la posibilidad del referendum. En Francia. donde por regla general el gobierno, desde
el punto de vista de los asuntos interiores, sólo tiene un poder de ejecución de las voluntades del
Parlamento, la actitud de este último es evidentemente más reservada en cuanto a las
negociaciones internacionales y hasta en cuanto a los arreglos concluidos con el extranjero. Esta
disminución de los poderes del Parlamento en materia de relaciones internacionales queda
señalada claramente tambié" en Inglaterra, donde las asambleas carecen del derecho de
intervención directa en la conclusión y ratificación de los tratados. Importa observar, no obstante,
con Joseph Barthélemy (op. rit.. n. 95), que. por efecto del régimen parlamentario, es decir, "por el
control que ejerce sobre li conducta de los ministros, ñor la preocupación que tienen estos últimos
de no actuar sino de acuerdo
con la ooinión pública, de la que es el órgano regular, el Parlamento británico (y otro tanto puede
decirse del Parlamento francés en lo que se refiere a las negociaciones internacionales sobre lfs
cuales no está directamente llamado a estatuir) ejerce en realidad, en la dirección general de la
política extranjera del país, un control por lo menos tan enérgico como el que resultaría para él del
derecho de adherirse especialmente a los tratados".
828

sidente como a un "representante", acaba por reconocer que ya no es, de hecho,


sino una simple autoridad administrativa (Traite, vol. i, pp. 406, 421, vol. II, pp.
452, 461). Análoga conclusión se desprende de la doctrina expuesta en esta
materia por Esmein. Según este autor (Éléments, 7 ed., vol. I, p. 469), resulta
evidentemente cierto que el cuerpo legislativo es preponderante respecto del
Ejecutivo, y esto es cierto especialmente en el régimen parlamentario. Pero esta
preponderancia no suprime el dualismo y la separación de poderes, sino que sólo
evita su separación absoluta y excesiva. El jefe del Ejecutivo se mantiene como el
titular independiente de un poder distinto; su independencia se manifiesta, por lo
menos, en la irrevocabilidad que tiene asegurada, bastando ésta, en efecto, para
realizar la innegable separación de ambas autoridades. Sobre la base de esta
separación se edifica el régimen parlamentario, que implica, así, que "el poder
ejecutivo, con todas sus prerrogativas, se confiere a un jefe distinto e
independiente" (ibid., p. 133). Pero esta teoría de Esmein de ningún modo expresa
la realidad parlamentaria tal como ésta se desprende de los principios mismos
formulados por la Constitución. En realidad, en un Estado republicano, el régimen
parlamentario no deja subsistir la independencia del jefe del Ejecutivo; en realidad,
la superioridad del Parlamento no constituye sólo preponderancia, sino
dominación; el mismo Esmein se encarga de demostrarlo.
Así, en primer lugar, tratándose del derecho de nombramiento de los
ministros, los autores, y en particular Esmein (p. 491), alegan que se trata de una
atribución esencial del jefe del Ejecutivo, incluso su principal atribución en el
momento actual; tanto más cuanto que, si el Presidente fuese despojado de este
derecho, en el acto y necesariamente perdería el poder de presidir o de asistir a
las reuniones del consejo de ministros, y, en estas condiciones, la institución de la
Presidencia no tendría ya razón de ser.60 He aquí, pues, al parecer, una
atribución presidencial que es una manifestación característica del dualismo y que
constituye también la condición del mismo. Ahora bien, esta atribución sólo existe
en apariencia y en la forma. "El titular del poder ejecutivo —dice Esmein (p. 155)—
tiene el derecho formal y aparente de nombrar a los ministros, pero su poder
efectivo en cuanto a su elección es singularmente restringido." E incluso la verdad
es que está restringido hasta el punto de hallarse anulado. En efecto, si la mayoría
parlamentaria tiene
288

60
Tal es la respuesta que conviene oponer a las proposiciones que a veces se han hecho para que
las Cámaras nombrasen directamente a los ministros. Desde el momento en que la Constitución
deja al Ejecutivo un jefe nominal, es preciso que le deje también —por lo menos a título nominal—
ciertas atribuciones que justifican su presencia al frente del Ejecutivo. El nombramiento de los
ministros es la principal entre estas atribuciones necesarias.
829

jefes titulados, el Presidente estará obligado a llamarlos al ministerio. Y hasta en el


caso en que la situación de los partidos le permitiese ejercer cierta elección de
personas, esta elección no sería realmente un acto de potestad presidencial, pues
el ministerio sólo nace viable si cuenta con la aprobación de las Cámaras. El papel
efectivo del Presidente se limita, por consiguiente, a proponer al Parlamento
aquellos ministros elegidos por él; al hacerlo, debe tratar de interpretar el
sentimiento de las asambleas; ellas dirán si acertó. No existe aquí, en suma, sino
una presentación de ensayo, y son las Cámaras las que confirman o invalidan el
nombramiento hecho por el Presidente. Todo esto viene a significar que la
formación del ministerio, en el fondo, depende de la exclusiva voluntad del
Parlamento. En este aspecto, pues, no podrá hablarse de independencia del
Ejecutivo, sino que, antes el contrario, hay que reconocer en ello su dominio por
las Cámaras.
La misma ob servación se impone en lo que concierne a la separación de
los ministros. Según los dualistas, al jefe del Ejecutivo, y sólo a él, corresponde, en
principio, el "derecho formal" de separación (Esmein, op. cit., 6 ed., p. 791). En
cuanto a las Cámaras, sus votos de desconfianza no pueden tener el carácter de
una "separación jurídica" (ibid.. 7 ed., vol. I, p. 158). Pero también aquí el dualismo
y el poder del Presidente sólo son aparentes. Esmein lo reconoce así de manera
expresa, pues, después de haber declarado que la votación hostil de las Cámaras
no es más que "una simple indicación que se hace al jefe del Estado", añade:
"Pero, de hecho, esta indicación es una orden" (p. 158). Suponiendo, pues, que el
Presidente pronuncia la separación de ministros que, censurados por la mayoría
parlamentaria, se negaran a dimitir, no realizaría así un acto de potestad
independiente, sino que ello no sería por su parte sino la ejecución de una "orden".
Este contraste entre el derecho nominal y el verdadero derecho se
manifiesta igualmente al considerar las condiciones en que se realizan los actos
que dependen de la competencia del jefe del Ejecutivo. En la forma, estos actos
son decretos del Presidente; no pueden hacerse sino bajo su firma; y se ha
alegado especialmente que el Parlamento, con respecto a su confección, no
puede dar órdenes ni al Presidente, ni siquiera a los ministros; las Cámaras, a este
propósito sólo poseen la facultad de dar a conocer sus preferencias por vía de
indicaciones. Teóricamente esto no es inexacto, pero aquí, como antes, la
indicación equivale a una orden. Pues, en la práctica, el gabinete, obligado por su
responsabilidad, no puede resistir a la presión que procede de las Cámaras; en
semejante caso, su único recurso, totalmente negativo, sería dimitir. Y por otra
parte, el Presidente tampoco podría resistir la presión de los ministros
830

responsables; en cuanto éstos insistan tendría que resolverse a dar su firma.el La


humorada de Bagehot, al declarar que la reina no podría negarse a firmar su
propia sentencia de muerte, si ésta fuera pronunciada por las dos Cámaras, no es,
en su forma singular, sino la expresión de la verdad constitucional de que, en el
régimen parlamentario, el poder, reservado al jefe del Estado, de decretas los
actos ejecutivos no corresponde ya a una distinción dualista de las voluntades y
potestades orgánicas del Gobierno y el Parlamento.62
Por último, hasta la irrevocabilidad del Presidente —esta pieza capital, según
Esmein (ver p. 801, supra), del sistema francés de la separación y del dualismo de
poderes— depende, en realidad, de la buena voluntad, es decir, de la voluntad
eminente de las Cámaras. Esta irrevocabilidad, que es reflejo de la del rey de
Inglaterra y que incluso ha sido criticada a veces, bajo la Constitución de 1875,
como una prerrogativa de esencia monárquica, sólo en apariencia tiene valor
absoluto. En
289

61
Cuando se dice que, desde 1875, el jefe del Ejecutivo ya no tiene ningún poder personal, no se
pretende dar a entender que el Presidente quede en una completa inercia. La Constitución no le
prohibe, ni podría impedirle, ejercer su influencia personal sobre los ministros y sobre sus
decisiones políticas (cf. n. 56, p. 821, supra). Esta influencia hasta podría llegar a ser considerable
a veces (ver especialmente, sobre el posible papel del Presidente en materia exterior, Joseph
Barthélemy, op. cit., pp. 144 ss.); en este aspecto todo depende de la valía y de la habilidad del
hombre que ocupa la Presidencia. Pero, sean los que fueren esta valía y la autoridad que entrañan
las opiniones del Presidente, el punto capital en que hay que fijarse es que la acción presidencial,
oficial o ignorada por el público, sólo puede desarrollarse en la medida en que obtiene el
asentimiento de los ministros, y sobre todo la aprobación que el Parlamento otorga a estos últimos.
El Presidente bien puede tratar de atraer a su política a los ministros, y, más allá del gabinete, a la
mayoría de las Cámaras. Si consigue que le sigan, su parte de influencia en la política del país
podrá ir creciendo. Pero su voluntad, por hábil que sea, en ningún caso habrá de prevalecer, ni
siquiera continuar tratando de hacerse admitir, si llega a tropezar con la oposición del ministerio o,
con mayor razón, con la del Parlamento. Para demostrar la existencia de un poder gubernamental
del Presidente no basta, pues, alegar que este personaje, si está dotado de altas cualidades
políticas, en ciertas circunstancias podrá arrastrar a los ministros, al Parlamento y al mismo país;
sino que habría que probar que, incluso en caso de divergencias de criterios, el Presidente tiene
derecho a imponer su parecer o a exigir que se tenga en cuenta. Ahora bien, es evidente que la
Constitución excluye semejante pretensión por su parte. El hecho de que el ejercicio de sus
facultades personales por el Presidente queda subordinado a voluntades superiores a la suya
basta para demostrar perentoriamente que estas facultades no constituyen un verdadero poder en
la acepción jurídica de la palabra.
62
En estos diversos aspectos, la posición constitucional del Presidente de la República de 1848
era muy diferente. Y ello por dos razones: de una parte, era responsable (Constitución de 1848.
art. 68) ; de otra, los actos mediante los cuales nombraba y cesaba a los ministros quedaban
exentos de la necesidad del refrendo ministerial (art. 67). "El Presidente de 1848 era todopoderoso;
el Presidente, como lo ha querido la Asamblea nacional, queda reducido a la impotencia" (carta de
Casimir Périer al periódico Le Temps, 22 de febrero de 1905).
831

una monarquía constituye una garantía jurídica real, porque en ella se combina
con el principio monárquico. Lo mismo sucedería en una República no
parlamentaria, en la que el Presidente fuera dueño de elegir y nombrar a los
ministros. En Francia, el mismo Esmein (Éléments, 1 ed., vol. I, pp. 489-490)
reconoce que "el gobierno parlamentario proporciona al poder legislativo un medio
de obligar a retirarse al titular del poder ejecutivo. Basta para ello que las Cámaras
estén perfectamente resueltas a impedir la formación de cualquier ministerio. Esto
se ha hecho, en nuestro tiempo, contra un Presidente de la república (Grévy)".63
La irrevocabilidad presidencial no es completamente efectiva; no es, pues, lo
mismo que las instituciones anteriormente examinadas, una verdadera garantía de
la separación de poderes. Ahora es muy importante añadir que todas las
facultades que se encuentran así aseguradas a las Cámaras en lo referente a la
formación del ministerio, a la dirección de la actividad ejecutiva y a la revocación
de los ministros o a la destitución del mismo Presidente, no son solamente
poderes de hecho, sino verdaderos poderes jurídicos. Todo esto no es solamente
práctica más o menos conforme a los principios constitucionales, sino que forma
realmente el derecho parlamentario, pues todo ello resulta naturalmente del juego
de las instituciones consagradas por la Constitución. Como muy acertadamente
dice Esmein (p. 489), es el mismo gobierno parlamentario el que proporciona a las
asambleas los medios de acción irresistibles que les permiten hacer prevalecer,
bajo tan variadas formas, su voluntad superior.*" No puede negarse, pues, el
carácter jurídico del estado de cosas que tiene en la Constitución misma su origen
esencial. Cuando, por ejemplo, los constituyentes de 1875 inscribían en el art. 6
de la ley de 25 de febrero el principio de la irresponsabilidad presidencial, se
imaginaban fundar así la irrevocabilidad del Presidente. La aplicación y el
desarrollo de la Constitución han revelado claramente que esta irrevocabilidad no
estaba asegurada. No hay duda de que siempre subsiste, del sistema del art. 6, la
consecuencia de que el Presidente no puede ser objeto de una acusación por
hechos de orden político más que en el caso de alta traición. Pero, fuera de esta
destitución pronunciada como consecuencia de un procedimiento criminal, el
mismo art. 6, al instituir la responsabilidad ministerial —como acabamos de
verlo—
290

63
Por otra parte, las Cámaras siempre tendrían la facultad, si sus mayorías estaban de acuerdo a
este respecto, de reunirse en Asamblea nacional y, por medio de una revisión, introducir en la
Constitución una nueva causa de destitución del Presidente. También desde este punto de vista, el
Parlamento domina al Ejecutivo. 64 Cf. Larnaude, "La séparation des pouvoirs et la justice en
France et aux États-Unis". Revue des idees, 1905, p. 339: "Actuamos como si tuviéramos un
Parlamento soberano. Y es que el gobierno parlamentario tiene su lógica: conduce fatalmente, de
hecho, a la cuasi-soberania del Parlamento. Políticamente y en realidad, el Parlamento es
soberano."
832

ofreció a las Cámaras un medio eficaz de obligar al Presidente a retirarse: para


ello les basta con negar su concurso a todo ministerio que constituya. Es evidente
que esto supone un medio "extremo" (Esmein, loe. cit.), al que no recurrirá la
mayoría sino en circunstancias extraordinarias; pero, por más que diga Esmein, no
es de ningún modo un medio "revolucionario", puesto que está tomado de la
Constitución misma.65 Los autores de esta Constitución no advirtieron
suficientemente las repercusiones lejanas que había de producir jurídicamente su
principio de la responsabilidad parlamentaria de los ministros, combinado con las
demás instituciones republicanas fundadas en 1875.
En resumen, el régimen parlamentario, llegado a su completo florecimiento,
no es un sistema de dualismo de poderes. No sólo excluye la igualdad de los
órganos, al tener por objeto directo asegurar la preponderancia del Parlmento, y a
este efecto se aleja singularmente de esa balanza de poderes que, según
Montesquieu, ha de constituir uno de los elementos esenciales de su separación,
sino que además no deja subsistir verdadero dualismo entre los dos órganos
legislativo y ejecutivo; pues el dualismo supone, si no igualdad, al menos una
cierta independencia en virtud de la cual aquella de las dos autoridades que sólo
posee una potestad menor, es por lo menos capaz de ejercer esta potestad por su
libre voluntad. Ahora bien, el gobierno parlamentario conduce, en este aspecto, al
predominio verdadero de una de las autoridades sobre la otra. En vano podrá
alegarse que la separación de poderes está mantenida, en esta clase de gobierno,
en cuanto que los dos poderes conservan titulares distintos. Es cierto, en efecto,
que las Cámaras no reúnen en sí las dos potestades, ejecutiva y legislativa; no
poseen el poder ejecutivo, puesto que no tienen cualidad para hacer por sí
mismas un acto que dependa de este poder y puesto que el Presidente de la
República no es su delegado en la función ejecutiva; el régimen parlamentario se
diferencia en esto del gobierno convencional. Pero en el fondo68 se aproxima a él,
según
291

65
No se objete que el empleo de este medio, por parte de las Cámaras, constituye un abuso de su
poder constitucional. El concepto de la desviación del poder puede concebirse con respecto a una
autoridad cuyos actos quedan sometidos a un control superior de legalidad, especialmente a un
control jurisdiccional; y es jurídicamente inaplicable al órgano supremo que en la actualidad son las
Cámaras en Francia, que no dependen de ningún órgano superior.
66
El régimen parlamentario y el gobierno convencional tienen un punto de partida totalmente
diferente, pero convergen hacia el mismo objeto final y se aproximan por sus resultados. En el
régimen parlamentario no podría decirse que las Cámaras presentan el carácter jurídico de un
"consejo de administración" que cumple por sí mismo los actos de la función ejecutiva- Pero
tampoco sería suficiente caracterizarlas como un simple "consejo de vigilancia", que se limita a
controlar, sin tomar ninguna parte en ella, la acción ejecutiva. El mejor calificativo que puede
aplicárseles sería más bien el de "consejo de dirección". Evidentemente, según la opinión corriente,
el papel del Parlamento no es el de gobernar, sino, por el contrario, el de dejar actuar al gobierno
por su propia iniciativa, vigilando su
833

el sistema actual del derecho público francés, porque toda la acción ejecutiva, en
definitiva, depende de la voluntad eminente del Parlamento;
292

actividad y poniendo en juego, si hubiere lugar, la responsabilidad ministerial. Esto es


perfectamente cierto, desde el punto de vista práctico, y es evidente que el gabinete no conseguiría
cumplir sus tareas gubernamentales si no se le confiriese a este efecto una real y suficiente
libertad de acción. Un ministerio que se viera de continuo hostigado en el cumplimiento de estas
tareas, por intervenciones parlamentarias, llegaría a estar incapacitado para tratar normalmente los
asuntos de política interior y exterior. No obstante, no hay que equivocarse respecto al alcance y la
naturaleza esencial del poder ministerial del gobierno. Que, por causas de oportunidad política, las
Cámaras deban, en la práctica, dejarle al Ejecutivo la facultad de moverse libremente, de elegir
bajo su propia apreciación su momento y sus modos de acción, es una verdad evidente que sería
trivial recordar Pero, por amplias que sean las libres facultades de que ha de disfrutar el Ejecutivo
en la dirección de las operaciones gubernamentales, es cierto que dicha libertad no constituye
jurídicamente una verdadera independencia. Desde el punto de vista jurídico, las Cámaras siempre
conservan el poder de inmiscuirse en la acción gubernamental, no sólo con el fin de controlarla y
de apreciar sus manifestaciones, sino también para imponer sus opiniones y su voluntad a los
ministros encargados de ejercerla. Esmein (Éléments, 7 ed., vol. I, p. 243) resume estos diversos
aspectos del parlamentarismo diciendo que ese régimen "une y concilia dos términos casi
opuestos: la libre acción del poder ejecutivo y la acción todopoderosa de las Cámaras sobre el
gobierno".
Por lo tanto, la idea importante que hay que aclarar para caracterizar en este aspecto
la potestad respectiva del Parlamento y el Ejecutivo es que éste sólo ejerce una función de
negotiorum gestio, dirige y administra los asuntos. Su papel es de la misma naturaleza que el del
profesional, del técnico, único capaz de ejecutar un trabajo o emprender operaciones que exigen
una formación y conocimientos especiales (cf. Joseph Barthélemy, "Le gouvernment par les
spécialistes", Revue des sciences politiques, 1918, pp. 193 ss.). Y sin duda conviene que dicho
técnico no se vea constantemente molestado, solicitado en sentidos divergentes mientras ejecuta
la labor que se le ha confiado. Como dice Joseph Barthélemy (Démocratie et politique étrangére, p.
248), "los propietarios de un barco tienen el derecho de indicar el puerto de destino, pero, una vez
hecho a la mar, el capitán se hace responsable de la navegación, y no debe estar obligado a
consultar a los pasajeros para resolver todas las dificultades". No por ello deja de ser verdad que el
práctico encargado de semejantes tareas técnicas, en el ejercicio de sus atribuciones no es más
que un agente de ejecución con respecto a la persona que ha recurrido a su habilidad, y solamente
ésta puede considerarse como el dominus reí. De igual modo, el ministerio no hace más que regir
los asuntos públicos bajo la autoridad del Presidente, el cual, órgano del soberano, ejerce por sí
solo la verdadera soberanía, es decir, la potestad de voluntad, superior y eminente, de la nación.
En un Estado parlamentario los ministros no constituyen un órgano independiente con respecto de
las Cámaras, lo mismo que en una monarquía no tienen independencia con respecto al monarca,
el cual, sin embargo, tampoco realiza por sí solo todas las cosas, y deja en gran parte que sus
ministros actúen según su propio juicio. No sólo el gabinete, al mismo tiempo que puede reclamar
una verdadera libertad de acción, está obligado a doblegarse, llegado el caso, ante la voluntad
superior del Parlamento, sino que también la función ministerial tomada en sí no consiste, a decir
verdad —y aun esto en la medida en que se califica de gubernamental—, más que en regentar, en
tratar asuntos, en una palabra, en administrar. Existe aquí una ocasión de hacer notar la diferencia
que separa los conceptos de soberanía y administración. Volvemos a encontrar una aplicación de
la distinción establecida tiempo atrás por los hombres de la Revolución (ver núms. 364 ss., infra)
entre la simple "función" y la "representación nacional" o poder de ejercer la sobera301]
834

en el orden ejecutivo nada se hace si no es bajo el imperio de esta voluntad. Si las


Cámaras no son el Ejecutivo, por lo menos lo dominan total
293

nía misma de la nación. Por amplia que sea, por motivos de orden técnico o de oportunidad
práctica, la libertad de iniciativa y de acción a la que tienen derecho a aspirar los ministros para el
cumplimiento de su misión, el gabinete, en el conjunto de la organización propia del régimen
parlamentario, sólo ejerce una simple "función" de gestión y de administración.Cabría objetar que,
desde 1875, los ministros no han sido elegidos, ni con mucho, en razón de sus aptitudes técnicas.
Muchas veces ocupan los puestos ministeriales hombres políticos y no especialistas. Joseph
Barthélemy (op. cit., p. 154) incluso hace observar que desde este punto de vista el régimen
parlamentario ha podido ser definido como "el gobierno del país por un comité de aficionados". No
obstante, esta objeción no invalida las observaciones que anteriormente se presentaron respecto al
carácter técnico del cometido ministerial. Poco importa, en efecto, a este respecto, que un ministro
haya entrado en el gabinete para ejercer en él aptitudes especiales en relación con los asuntos de
servicio de su departamento, o únicamente para mantener en él una acción política orientada en un
sentido determinado; aun en este último caso hay que dejarle tiempo y libertad para imprimir a sus
oficinas el impulso político para el que se le eligió personalmente. Por otra parte, conviene no
perder de vista que existe una técnica especial de la política misma y que, en este aspecto por lo
menos, los ministros, incluso cuando no son sino personajes políticos, son llamados a actuar —y a
veces en condiciones delicadas— como verdaderos técnicos. Quizás se objete también que, en el
estado actual de la Constitución francesa, la doctrina que reclama para los ministros suficiente
libertad de acción gubernamental no sólo tiene el valor de una recomendación de orden político o
de utilidad pública, sino que las leyes constitucionales mismas han reconocido como propias del
Ejecutivo ciertas atribucones o ciertos poderes de gobierno y al hacerlo así han señalado una
separación y un dualismo de orden jurídico entre la potestad de las Cámaras y la potestad del
Ejecutivo. Prueba de semejante dualismo se desprende del hecho de que, según la Constitución
de 1875, existe una serie de competencias que, incluso jurídicamente, sólo pertenecen al Ejecutivo
y no podrían ejercerse por el Parlamento. Pero este nuevo argumento no es tampoco decisivo.
Cuando, en una sociedad anónima, los estatutos encargan a los administradores o a los directores
dirigir los asuntos de la sociedad y a este efecto les atribuyen competencias que únicamente ellos
son declarados estatutariamente capaces de ejercer, es sin duda cierto que la asamblea de
accionistas no puede, sobre todo en las relaciones con terceros, ponerse en el lugar de los
directores para realizar por sí misma los actos que han sido reservados a la competencia de los
últimos. ¿Podrá decirse por esto que, en la sociedad anónima, el personal encargado de la
dirección es igual a la asamblea de accionistas? ¿Podrá hablarse de un verdadero dualismo de
poderes entre directores que, cualesquiera que fueren sus atribuciones estatutarias, sólo son
agentes técnicos de la sociedad, y la asamblea de los asociados mismos, únicos dueños efectivos
de los asuntos y destinos de la sociedad? Desde principios del siglo actual, en las relaciones del
Parlamento con el Ejecutivo se han producido dos fenómenos que actuaron en sentidos contrarios.
De una parte, el desarrollo de las aspiraciones liberales y populares a las que corresponde el
régimen parlamentario engendró para los elegidos del país un aumento de potestad política que
favoreció en su provecho las tendencias a la supremacía, de donde resultó que las Cámaras se
ven cada vez más impulsadas a ejercer su ingerencia y a dejar sentir la preponderancia de su
voluntad en la esfera de la acción ejecutiva. Pero, por otra parte, también es cierto que la
multiplicación y la complejidad creciente de las tareas gubernamentales exigen que se deje una
libertad cada vez más amplia a la autoridad encargada de tratar los asuntos de gobierno. No se
puede pedir a esa autoridad que lo haga bien, si al mismo tiempo se le niegan las libres facultades
que le son
835

mente. Esto es suficiente para que no se pueda hablar de dualismo efectivo.67 No


se vaya a decir tampoco que de hecho, las Cámaras se limitan habitualmente a
controlar la autoridad ejecutiva y que dejan a ésta la libertad de tomar, bajo su
responsabilidad parlamentaria, iniciativas que impliquen en ella un poder distinto.
Para disipar esta objeción basta con volver a la cuestión ya formulada
anteriormente (p. 818): En caso de desacuerdo entre el Gobierno y las Cámaras
¿quién deberá imponerse Es evidente que, ante la voluntad fija del Parlamento,
habrá de ceder la autoridad ejecutiva. E incluso en la hipótesis de una disolución,
también será el cuerpo legislativo renovado quien diga la última palabra.68 No se
puede llamar a esto separación de poderes.

2. ¿CONSAGRA LA SEPARACIÓN DE PODERES


EL DERECHO PÚBLICO FRANCÉS?
302. Desde todos los puntos de vista en que nos hemos colocado hasta
ahora para examinar la separación de poderes, ésta apareció como irrealizable y
no realizada en derecho positivo. Ni la división de la potestad de Estado en tres
poderes distintos, ni la especialización de las
294

indispensables para llevar su misión a buen fin. El Ejecutivo tiende así a reconquistar una parte de
la potestad independiente que el parlamentarismo tuvo por objeto retirarle. Este último fenómeno
se manifiesta incluso en un país no parlamentario y de franca democracia como Suiza: alcanzó allí
su paroxismo durante la guerra, al amparo del régimen de los "plenos poderes'' otorgados al
Consejo federal por la Asamblea federal. Sin embargo, este fenómeno no debe inducir a error.
Según el régimen parlamentario, corresponde siempre a las Cámaras afirmar la superioridad de su
voluntad en relación con la política gubernamental, y si las necesidades o las complejidades de
dicha política les mandan dejar al Ejecutivo mayor o menor independencia en el ejercicio de su
actividad, al menos conservan siempre el control de esta actividad, por cuanto depende de ellas
administrarle al ministerio la libertad que juzgan útil reconocerle y también por cuanto quedan
dueñas de estatuir en última instancia respecto al empleo que aquél hace de BU libertad.
67
En cierto sentido existe menos dualismo en el gobierno parlamentario que en el régimen de la
monarquía no parlamentaria limitada. Aquí, en verdad,, el monarca es titular, a la vez, de la
potestad legislativa y de la potestad gubernamental. Pero en el orden legislativo, en el que nada
puede decretar sin la adhesión previa de las Cámaras, se expone a encontrar, en la resistencia
opuesta por éstas y especialmente por la Cámara elegida, un obstáculo infranqueable a sus
proyectos de ley. La ley no puede originarse sin la voluntad del monarca, pero su formación
depende también de la voluntad de un órgano distinto e independiente. De este modo la monarquía
limitada se funda en un dualismo de voluntades. En el régimen parlamentario, en cambio, el
Parlamento, en todos los aspectos, posee con relación al gobierno una superioridad absoluta.
68
La disolución, que en principio está destinada a fortalecer la influencia del cuerpo electoral, y que
por consiguiente limita la potestad de la asamblea elegida en sus relaciones con los electores,
tiene también por efecto inverso aumentar la potestad de dicha asamblea en sus relaciones con el
gobierno; pues, por una parte, la Cámara que acaba de ser sometida a
836

Funciones materiales y su reparto entre titulares diferentes, ni la independencia de


los órganos y la ausencia de relaciones entre ellos, ni la igualdad de los poderes o
de las autoridades encargadas de ejercerlos, han sido reconocidas como posibles;
y se comprenden, por lo tanto, los ataques y las negativas que hoy se suscitan en
contra del principio de Montesquieu, principio generalmente rechazado por la
literatura contemporánea como erróneo e inaplicable.
En vano algunos autores (ver especialmente Esmein, Éléments, 79 ecl., vol. I, p.
469) se esfuerzan por salvar este principio, alegando que las críticas dirigidas en
contra de la doctrina de Montesquieu sólo se refieren a la separación absoluta y
exagerada, como pretendió establecerla la Revolución: esta manera de intentar la
rehabilitación del principio resulta ineficaz. Cualquier tentativa para justificar la
separación de los poderes en uno cualquiera de los sentidos que se han indicado
hasta ahora, es decir, en una dirección conforme con el pensamiento de
Montesquieu, está destinada a un evidente fracaso. Por ejemplo, cualquier
separación de funciones en el sentido en que quiere establecerla Montesquieu es
inadmisible. La misma palabra separación, en efecto, tiene un alcance absoluto;
implica una escisión entre las funciones o los órganos. Ahora bien, esta escisión,
en cualquier grado que se pretenda realizar, tropieza con imposibilidades. Las
críticas formuladas contra la separación de poderes concebida según el Espíritu
de las leyes no se dirigen solamente, pues, al sistema que trata de separar hasta
el exceso las funciones materiales comprendidas en la potestad estatal, sino que
se dirigen a cualquier sistema que pretenda separarlas en cualquier grado, ya que
toda separación propiamente dicha, por lo que concierne a estas funciones, es
excesiva en sí. La separación de los poderes, en cuanto a ellas, así como en
cuanto a sus titulares, sólo sería aceptable con la condición de no ser de ningún
modo una separación.
303. Tal como la entendió Montesquieu, la separación de poderes es
irrealizable, porque, al exigir que cada función material de la potestad estatal sea
concedida en su totalidad a un órgano o a un grupo de autoridades especial,
independiente, que actúe libre y hasta soberanamente dentro de su propia esfera
de competencia, y que constituya así orgánicamente un poder igual a los otros
dos, la teoría de Montesquieu implica una división de poderes que no sólo
paralizaría la potestad del Estado, sino que además arruinaría su unidad. Esta
unidad, condición fundamental del Estado, no excluye la multiplicidad de los
órganos, pero no puede mante
295

una disolución posee, como resultado de la consulta popular, una fuerza parlamentaria irresistible,
y por otra parte, si no se hace uso de la disolución, el hecho mismo de que el Gobierno no se
atreva a arrostrar esa prueba permite a la Cámara afirmar que expresa la voluntad superior del
cuerpo electoral.
837

nerse sino mientras la Constitución coordine entre sí a las respectivas actividades


de estos órganos, de tal modo que de sus múltiples voluntades se desprenda
finalmente una voluntad estatal unitaria. Y para ello es necesario, o bien que estos
órganos sólo puedan tomar decisiones en común, o que uno de ellos tenga un
poder de decisión más alto, una potestad de voluntad superior, que haga de él el
órgano predominante y supremo: dos combinaciones que constituyen, tanto una
como otra, lo contrario de la separación de poderes según el Espíritu de las leyes.
Hay que ponerse de acuerdo, por lo demás, sobre el concepto de órgano
supremo. Todo Estado, como se ha visto, tiene necesariamente un órgano de esta
clase. Pero, por una parte, el órgano supremo puede ser complejo, es decir,
compuesto de dos órganos que formen en conjunto un todo único: tal es el caso
en Francia, donde el órgano supremo es el Parlamento, constituido por dos
Cámaras. Por otra parte, y sobre todo, órgano supremo no quiere decir órgano
que concentre en sí solo la potestad entera del Estado. Como dice Jellinek (op.
cit., ed. francesa, vol. II, pp. 234 ss.; cf. Duguit, UÉtat, vol. II, p. 44), la doctrina,
todavía hoy tan extendida, que busca y pretende encontrar en todo Estado un
titular primitivo de la potestad estatal, rey o pueblo, que contenga en sí, de un
modo íntegro y exclusivo, todos los poderes inherentes a esta potestad, esa
doctrin a desconoce la idea fundamental del derecho público moderno, a saber,
que sólo el Estado es soberano, que él solo es el sujeto jurídico de la potestad que
lleva su nombre. De todas maneras, e incluso si se demostrara que en ciertos
Estados hubiese un órgano —el rey en los países de monarquía pura, el cuerpo
de ciudadanos en los países de democracia pura— que reuniera en sí todos los
poderes (ver sin embargo la n. 16 del n' 334, infra), la verdad es que este estado
de cosas no se encuentra necesariamente en todas partes, y en especial se verá
después (n' 328, in fine) que hasta ahora no ha podido establecerse en Francia,
pues el principio francés de la soberanía nacional se ha opuesto a ello. En el
sistema del derecho público francés, la potestad soberana reside exclusivamente
en la nación, es decir, en el ser colectivo abstracto e indivisible que tiene en el
Estado su personificación; esta potestad no puede localizarse en ningún individuo
en particular, ni en ningún grupo de individuos.
Resulta de ello que ningún órgano nacional puede poseer, por sí solo, la
soberanía íntegra de la nación; pero, por lo. que se refiere a su ejercicio; ésta
debe ser objeto de cierto reparto, de tal modo que nadie sea dueño exclusivo de
ella y que, en definitiva, sólo la nación sea soberana (cf. n'315, infra).
Así pues, no es de ningún modo indispensable, para salvaguardar la unidad
estatal, que exista en el Estado un órgano que concentre en sí, 303-305]
838

de un modo inicial, toda la potestad soberana.1 Con mayor razón, "órgano


supremo" no significa órgano que tenga una potestad ilimitada (ver n° 310, infra).
Pero, por lo menos, el Estado, para la realización de su unidad, precisa de un
órgano preeminente, cuya voluntad domine la de los órganos concurrentes, bien
sea en el sentido de que nada pueda realizarse en el Estado sin su voluntad, bien,
en todo caso, que nada pueda hacerse en él contra su voluntad. En este sentido
dicho órgano puede caracterizarse, justamente, como órgano supremo, siendo
esto suficiente, también, para que pueda aceptarse la teoría de Montesquieu sobre
los tres poderes y su separación.
304. Se vio antes que esta separación, en el sentido en que la entiende
Montesquieu, desde ningún punto de vista se encuentra realizada en el derecho
positivo francés. ¿Significa esto que el derecho público francés no entrañe
ninguna distinción entre las potestades respectivamente ejercidas por los diversos
órganos del Estado? Ni un solo momento debemos detenernos en semejante
suposición: ésta sería inverosímil en el más alto grado. Con toda certeza, la
Constitución francesa estableció profundas diferencias entre los diversos poderes
o competencias que atribuye especialmen'te a cada clase de órgano. Y hasta se
puede sostener que, en este sentido, proporciona los elementos para construir
cierta teoría de la separación de poderes. Pero esta separación se presenta desde
un punto de vista muy diferente de aquel que percibió Montesquieu; tiene un
alcance y un significado muy diferentes de los que derivan de la doctrina del-
Espíritu de las leyes. ¿Cuál es este significado? ¿En qué sentido nos podemos
referir, en derecho público francés, a una separación de poderes?
305. A. Para percibir la separación de poderes tal como resulta del sistema
de organización constitucional vigente, hay que partir de la distinción o definición
de las funciones tal como ha sido establecida en los precedentes capítulos.
Según la doctrina corriente, que se inspira —con el el pretexto de hacer
prevalecer las consideraciones racionales de orden "material" y esencial sobre los
conceptos de orden formal—, a imitación de Montesquieu, en una definición
preconcebida de las funciones estatales, supuestamente consideradas en su
naturaleza propia e intrínseca, la separación de poderes significaría que sólo el
cuerpo legislativo puede dictar una regla general o una regla de derecho, que la
autoridad administrativa es la única que puede tomar decisiones particulares o
medidas de gobierno y administración, que los tribunales son los únicos que
pueden examinar y resolver cuestiones de derecho y de legalidad (ver p. 766,
supra). Así entendida, la separación de poderes ni existe, ni es posible. Es fácil
de-
296

1
Por las mismas razones, debe rechazarse la teoría alemana del Trager, de la cual
volveremos a hablar más adelante (n. 22 del n° 336) .
839

mostrarlo. Por ello han negado tantos autores que, en derecho francés, hubiese
lugar para una idea de la separación de poderes. Todo esto proviene del hecho de
que la doctrina tradicional y .corriente, conforme al concepto de Montesquieu,
comprendió e interpretó la separación en el sentido de que cada órgano o grupo
de autoridades debe tener una competencia ratione materiae que le sea propia, es
decir, una esfera de actividad especial que quede determinada por la misma
materia del acto a realizar o de la decisión a adoptar. Ahora bien, es evidente que,
en el sistema constitucional del derecho francés, ni la ley, ni el acto administrativo,
ni el acto jurisdiccional se caracterizan por su esfera material o por su contenido;
sino que se diferencian y deben definirse por la potestad que les es propia
respectivamente, potestad que —como se ha visto— varía para cada uno de ellos,
bien sea en cuanto a la iniciativa de las decisiones a adaptar, bien sea en cuanto a
la fuerza y el valor de estas decisiones ya adoptadas. La distinción entre los actos
y las funciones, en derecho francés, tiene una base y un alcance puramente
formales.
306. De esta distinción formal hay que partir para determinar el género
especial de separación de poderes que se halla realmente establecido en Francia
por el derecho positivo actual. En cuanto se entra por esta vía, el concepto de
separación se ilumina con una nueva luz, y se desprende muy claramente por
cierto, de la Constitución vigente. La separación consiste en que: 1 El Parlamento
es el único que puede realizar actos de potestad legislativa, lo que significa que es
el único que puede tomar las medidas iniciales que no se reducen a la ejecución
administrativa de una ley anterior, y asimismo el único que puede conferir validez
legislativa, y particularmente validez estatutaria, a una decisión estatal. 2 Las
autoridades administrativas, por el contrario, no pueden conferir a sus decisiones
sino la validez de actos o de medidas de administración, validez o fuerza inferior a
la que se atribuye a la ley o a los juicios de los tribunales; y además, sólo pueden
realizar actos de potestad ejecutiva, lo que significa que sólo pueden actuar
conforme a las leyes y dentro de los límites de los poderes que las leyes les
confieren. 3 A su vez, los jueces están obligados por las leyes en el sentido de que
no pueden pronunciar sino el derecho legal, si la ley habló ya; y si es muda,
podrán, en caso de litigio, pronunciar derecho extralegal, pero este derecho sólo
valdrá como decisión particular, por no tener fuerza más que ínter partes.
Así pues, se realiza desde luego, en el derecho actual, cierta separación de
poderes, pero de ningún modo en el sentido del principio de Montesquieu. Esta
separación actual en modo alguno significa que el cuerpo legislativo no pueda
realizar actos particulares, e incluso actos referente a los asuntos que entran en lo
que tradicionalmente se llama "la administración"; o que la autoridad administrativa
no pueda dictar regías
840

generales, e incluso reglas de derecho análogas a las que decreta el legislador; o


que la autoridad jurisdiccional emita mediante sus sentencias decisiones que
jamás puedan tener idéntico contenido que las del órgano legislativo o las de un
administrador. La separación de poderes, según el derecho positivo actual, de
ningún modo es una separación de funciones en este sentido. Las tres clases de
actos, legislativos, ejecutivos y judiciales, pueden tener un contenido idéntico; pero
la misma decisión adquiere un valor muy diferente según la autoridad que la toma,
y además, las condiciones en las que puede tomarse determinada decisión varían
según la autoridad que trata de tomarla: esto es lo que hoy significa la separación
de poderes. La verdad es, pues, que consiste en atribuir distintamente a las tres
clases de órganos o autoridades estatales potestades de grados muy diferentes.
Es una separación que se refiere, no ya a las funciones materiales, sino a los
grados de potestad formal. Esto se parece muy poco a la separación que
preconizaba Montesquieu. En realidad, lo que se halla establecido en el derecho
público francés es un sistema de gradación de poderes más bien que un sistema
de separación de poderes.
307. En esta jerarquía de los poderes y de las autoridades, el cuerpo
legislativo posee la más alta potestad. Estatuye de una manera inicial: en especial,
crea el derecho libremente. Las reglas que dicta constituyen el orden jurídico
superior y estatutario del Estado, y, por consiguiente, obligan a todos los órganos
o autoridades estatales distintos del órgano legislativo mismo. Con la misma
libertad, puede tomar medidas particulares, ya sea que por sus leyes se haya
conferido a si mismo la facultad o reservado la potestad de realizar tal o cual acto
determinado, ya sea que se trate de medidas que van más allá de la capacidad de
la autoridad administrativa, al no formar parte de la ejecución de las leyes
existentes. Por último, el cuerpo legislativo no está sujeto a sus propias leyes;
puede derogar, a título particular, las prescripciones generales de la legislación
vigente, e incluso él solo es competente para emitir las decisiones particulares que
implicasen tales derogaciones. Y realiza todo esto sin que pueda formularse
contra sus actos ningún recurso, jurisdiccional ni de ninguna otra clase. Sólo el
caso en que la misma ley hubiera establecido para los interesados algún derecho
de indemnización por el perjuicio causado por sus disposiciones, el recurso contra
el legislador y sus actos es únicamente de orden político; se aplica por el cuerpo
electoral, al ser renovadas las Cámaras.2
297

2
Laband (op. cit., ed. francesa, vol. i, pp. 505 ss.) se fija especialmente en este orden de
consideraciones para definir la legislación y demás actividades del Estado, al menos en sus
relaciones con el sistema moderno de la separación de poderes. Desde este punto de vista, dice,
las funciones o poderes se caracterizan, no ya por el contenido de los actos, sino por la
841

Las autoridades administrativas sólo poseen una potestad de menor grado.


Indudablemente, el acto administrativo puede tener un contenido idéntico al
contenido de la ley. Pero, por una parte, incluso cuando enuncia reglas generales,
este acto no tiene el valor estatutario propio de las reglas dictadas en forma
legislativa. Por otra parte, los administradores no pueden actuar ni contra la ley. ni
siquiera sin ella: su actividad sólo puede ejercerse en ejecución de un texto
legislativo; supone, por lo menos, una habilitación legal, pues no tienen sino una
potestad ejecutiva. Por lo tanto, sus actos están sujetos a recurso, cuando se les
tacha de ilegalidad o cuando han sido realizados sin poder legal.
En cuanto a la función jurisdiccional, bien es verdad que su distinción de las
demás funciones estatales se desprende directamente del orden de ideas de
donde Montesquieu deduce su sistema de separación de poderes.3 La separación
de esta función tiene esencialmente por objeto
298

situación de los órganos, tal como la estableció el derecho público positivo, especilmente en lo que
se refiere a la cuestión de las responsabilidades eventuales. Así pues, "los actos legislativos son
actos para los cuales no hay responsabilidad, que se fundan en una voluntad libre. Son libres
incluso en relación Con el derecho vigente. La libertad, la irresponsabilidad del legislador, no
pueden restringirse". Del mismo modo, la característica del poder judicial consiste —a diferencia
del poder administrativo— en ser "un poder independiente del jefe del Estado, autónomo por
consiguiente (en este sentido)", pues "la justicia exige que las autoridades sean independientes de
las órdenes del jefe del Estado y de sus agentes". Por último, la administración se caracteriza por
el rasgo esencial de ser la parte de la actividad estatal por la que los ministros son responsables,
mientras que no lo son ni por los actos del poder legislativo ni por los del poder judicial. Mediante
este análisis establece Laband una división o gradación de poderes que tiene cierto parecido con
las que se expusieron antes. En efecto o, es evidente que la separación de poderes, tal como se
desprende del derecho positivo moderno, se refiere esencialmente a la cuestión de saber en qué
medida se encuentra libre o encadenada la actividad de las diversas autoridades estatales. Sin
embargo, esta separación no se reduce exclusivamente a una cuestión de responsabilidad, sino
que corresponde, de un modo general, a la variedad o diversidad de las potestades de que se
hallan investidas las diferentes autoridades estatales, en cuanto a sus iniciativas y al valor de sus
actos.
3
¿Habrá que referir igualmente a las doctrinas de Montesquieu relativas a la separación de
poderes, el sistema francés —consagrado por la ley de 6-7 de septiembre de 1790— que consiste
en excluir del conocimiento de lo contencioso-administrativo a los tribunales judiciales y remitir a
autoridades administrativas la jurisdicción concerniente al mismo? Esta cuestión ha sido muy
discutida. Conviene, por lo menos, observar que dicho sistema ya se encontraba establecido en el
antiguo régimen, y ello fuera de toda idea de separación de poderes al modo de Montesquieu. A
este respecto basta recordar el edicto de Saint-Germain de 1641, que especificaba que los
Parlamentos "sólo han sido establecidos para administrar la justicia a nuestros subditos" y que, al
ordenarles "contentarse con esta potestad", les prohibía expresamente conocer "generalmente de
todos los asuntos que puedan referirse al Estado, a la administración o al gobierno de éstos". Así
pues, pudo Larnaude (Bulletin de la Sacíete de législation fomparée. 1902, p. 217) decir muy
acertadamente, de este sistema de exclusión de la autoridad judicial en materia contencioso-
administrativa, que "Francia lo tomó de su propia historia más que de Montesquieu. Esta
separación de poderes tan particular es un producto nacional del suelo francés; es una regla
esencial de nuestro derecho público en el último estado del antiguo régi307]
842

garantizar a los interesados la equidad y la imparcialidad de la decisión estatal por


la cual se les pronuncia el derecho, ya sea que este derecho se
299

men, formulada en términos más claros, pero no inventada, por los hombres de la Revolución".
Artur (op. cit., Revue du droit public, vol. XVII, pp. 234 ss.) ha ido más lejos aún: sostiene que no
son de ningún modo consideraciones tomadas de la necesidad de separar los poderes las que
determinaron a la Asamblea constituyente a conferir lo contencioso-administrativo a autoridades
administrativas; sino que, en el transcurso de los debates que se efectuaron en diferentes
ocasiones con referencia a esta cuestión, los oradores de la Constituyente se fijaron en motivos de
orden muy diferente, por ejemplo, en la necesidad- de que se juzgue dicho contencioso especial
mediante formas y por una autoridad también especiales, o también en el peligro de multiplicación
de las dificultades y conflictos de competencia que hubiera originado la creación de tribunales de
excepción (cf. Esmein, "La question de la juridiction administrative devant l'Assemblée
constituante", Jahrbuch des offentl. Rechtes, 1911, pp. 22 ss.; ver también la n. 29 del n9 267,
supra). Así pues, dice Artur, la Constituyente no se colocó en el terreno de la separación de
poderes para examinar y regular la cuestión de lo contencioso-administrativo; sólo más tarde fue
cuando el principio de Montesquieu se alegó para justificar la solución que la Revolución había
dado a dicha cuestión. Por otra parte, cabe preguntarse si el principio de la separación de poderes
estrictamente aplicado no hubiera exigido más bien que el conocimiento de lo contencioso-
administrativo se hubiese conferido a autoridades judiciales. La Constituyente se dio cuenta, en
efecto, de las dudas que podían suscitarse respecto de este punto. Antes de 1789. la monarquía
absoluta había podido resolver sin inconvenientes los litigios administrativos por medio de sus
intendentes, porque no se paraba entonces en escrúpulos inspirados por la idea de la separación
de poderes. Esta idea, precisada fuertemente al principio de la Revolución, había de ejercer, por el
contrario, una notable influencia en la orientación que tomó primero la Constituyente en la cuestión
de la justicia administrativa. A este respecto, importa observar los términos en los cuales dicha
cuestión se formuló primitivamente ante la asamblea en la sesión de 27 de mayo de 1790:
"¿Tendrán competencia los tribunales ordinarios para todo género de materias, o habrá que
establecer algunos tribunales de excepción?" Esta fórmula implicaba que, en todos los casos, lo
contencioso-administrativo había de remitirse a tribunales. De hecho, el proyecto inicial, que por
tres veces se presentó a la Constituyente en las sesiones de 22 de diciembre de 1789, 27 de mayo
de 1790 y 5 de julio de 1790, proponía conferir este contencioso a un tribunal especial, que con el
nombre de "tribunal de administración" se concebía y organizaba como una autoridad judicial. Este
proyecto fracasó, y la ley de 6-7 de septiembre de 1790 atribuyó en definitiva lo contencioso-
administrativo, conforme a la proposición hecha por el diputado Pezous, a los cuerpos encargados
de la administración activa. Pero no parece que este cambio tuviera por causa la preocupación de
asegurar la separación de la administración y la justicia. La memoria de Pezous, en particular
(Archives parlementaires, 1" serie, vol. xvn, p. 675), no aludía directamente a la necesidad de
mantener esta separación, sino que invocaba, ante todo, la necesidad de no multiplicar los
tribunales de excepción, de simplificar la justicia, de evitar a los litigantes investigaciones de
competencia. Estas últimas consideraciones son las que trajeron la votación de la ley de 6-7 de
septiembre de 1790. Artur concluye de ello que la teoría de la separación de poderes no tuvo nada
que ver en la solución que dicha ley dio a la cuestión de lo contencioso-administrativo. Esta
conclusión es combatida por Duguit (Traite, vol. i, pp. 353 ss.). No es cierto —dice Duguit— que el
sistema adoptado por la Constituyente con relación a lo contencioso-administrativo haya suscitado
en Francia —como lo pretende Artur— un nuevo concepto, especial e inesperado, de la separación
de poderes; sino que la verdad, por el contrario, es que dicho sistema es consecuencia lógica y
natural del principio de separación, tal como se entendía
843

pronuncie por la aplicación de las reglas jurídicas existentes, ya sea que,en


ausencia de reglas preestablecidas, deba crearse para resolver un litié
300

ste en los comienzos de la Revolución, tal como había sido concebido por Montesquieu mismo.
Montesquieu, en efecto, define al poder judicial como "la potestad ejecutiva de las cosas que
dependen del derecho civil", y dice que, por ella, "el magistrado castiga los crímenes o juzga las
diferencias entre particulares" (Esprit des loi.i, lib. xi, cap. vi). Así pues, según este concepto, el
poder judicial consiste evidentemente en aplicar las leyes en caso de litigio, pero no todas las
leyes: fuera de las leyes criminales, los jueces sólo son llamados a estatuir respecto a Ja aplicación
de las leyes civiles, o sea de las leyes que regulan las relaciones jurídicas entre particulares y que
proporcionan la solución de los procesos de orden privado. Si se trata, por el contrario, de las leyes
que regulan las relaciones jurídicas referentes a la sociedad política misma y que suponen
cuestiones de interés público, la aplicación de este segundo género de leyes ya no depende del
poder judicial, sino que, incluso en caso de litigio, entra dentro de la competencia de las
autoridades encargadas de la administración de los asuntos del Estado; por lo que las diferencias
que se refieren a cuestiones administrativas, como todo aquello que se relaciona con el interés
general, deben sustraerse al conocimiento de los jueces y reservarse a las autoridades investidas
del poder administrativo. Este fue también, según Duguit (La séparation des pouvoirs et
FAssemblée de 1789, pp. 70 ss.; ver en el mismo sentido a Esmein, Eléments, 7 ed., vol. I, p. 532,
y Jéze, Principes généraux du drnit administratif. 1* ed., p. 125). el concepto al cual se adhirieron
los constituyentes de 1789-1791 desde el principio de la Revolución. Y Duguit invoca a este
respecto las afirmaciones de varios de ellos, como son Bergasse, Thouret y Duport. El testimonio
de Duport es particularmente claro: "Hay que distinguir dos clases de leyes, las leyes políticas y las
leyes civiles. Las primeras comprenden las relaciones de los individuos con las sociedad o las
diversas instituciones políticas entre sí; las segundas determinan las relaciones particulares de
individuo a individuo. Para aplicar estas últimas leyes es para lo que los jueces están especial y
únicamente instituidos. Con respecto a las leyes políticas, nunca la ejecución de las mismas puede
confiarse a jueces... Hay que prohibir toda función política a los jueces: éstos han de estar
encargados simplemente de decidir las diferencias que surgen entre los ciudadanos" (sesión del 29
de marzo de 1790; Archives parlementaires, 1 serie, vol. XII, pp. 408 ss.) Estas ideas, tomadas
directamente de Montesquieu, eran en realidad las que predominaban en el seno de la
Constituyente, y fue efectivamente por este motivo por lo que la Constituyente, después de
haberse negado durante mucho tiempo a admitir el proyecto de creación de los tribunales de
administración, que hubieran tenido más o menos carácter de autoridades judiciales, se adhirió con
tanta prisa a la proposición hecha por Pezous para remitir lo contencioso-administrativo a los
cuerpos administrativos. Por otra parte, la memoria de Pezous contiene ciertos párrafos o
argumentos que se refieren directamente al orden de ideas indicado por Duport. Esta memoria
opone entre sí lo que llama el "género judicial" y el "género administrativo"; y Pezous, después de
desarrollar su sistema, concluye que "un plan tan simple, tan regular... distingue y separa
perfectamente el orden administrativo del orden judicial". Este sistema, adoptado por la ley de 6-7
de septiembre de 1790, responde, pues, a un concepto claramente definido referente a la
naturaleza y la extensión del poder judicial. "Por más que —dice Duguit (op. cit,, p. 110)— esta ley
se votó sin discusión, la Asamblea comprendía claramente el sistema que establecía y que se
refería a la separación entre la administración y la justicia." No puede negarse que la tesis histórica
de Artur suscita ciertas reservas. Y no obstante, es cierto que la Constituyente, con respecto a esta
cuestión de lo contencioso-administrativo, no precisó sus ideas con la firmeza que demostró para
otros problemas importantes del derecho público; por lo menos no indicó categóricamente que en
su pensamiento la exclusión de la
844

gio. Sin embargo, la separación de la jurisdicción con respecto a las demás


funciones no constituye una separación de funciones materiales, en
301

competencia judicial, en lo que se refiere a lo contencioso-administrativo, se fundara en el principio


mismo de la separación de poderes. ¿Podía, por otra parte, invocar en esta ocasión el principio de
Montesquieu, cuando atribuía la jurisdicción administrativa a las autoridades encargadas de la
administración activa, mezclando así, al reunirías en las mismas manos, las funciones de
administrar y de juzgar? Más aún: en el sistema de la separación de poderes ¿puede admitirse que
el conocimiento de lo contencioso-administrativo se confiera a una autoridad cualquiera del orden
ejeeutivo? Parece contrario al espíritu de la doctrina de Montesquieu que el Ejecutivo pueda fijar
por sí mismo el alcance de aplicación de las leyes que tiene que ejecutar, sean éstas las que
fueren; y ello tanto más cuanto que, incluso para aquellas leyes que se califican como "leyes
políticas" y que se relacionan con el interés general, los litigios a los cuales da lugar su aplicación
conservan, en definitiva, y en un amplio grado, el carácter de discusiones referentes a intereses
privados, ya que estas discusiones se suscitan por particulares que luchan por la defensa de sus
propios intereses. Estas son cuestiones teóricas a las cuales no es fácil encontrar soluciones
exentas de toda contradicción interna y, por consiguiente, cuestiones sobre las cuales es siempre
posible volver a entablar controversias. Así pues, es de observarse que todavía hoy muchos
autores, para justificar la institución de la justicia administrativa, invocan menos el principio
propiamente dicho de la separación de poderes que la necesidad de fortalecer la potestad
administrativa y de proteger la actividad administrativa contra los ataques que, formulados ante
jueces ajenos a los asuntos de la administración, podrían entorpecer la marcha de éstos. Por ello,
Laferriére (op. cit., 2* ed., vol. II, p. 11) declara que la prohibición a los tribunales judiciales de
conocer de los actos de la administración "proviene de que los diferentes regímenes que se han
sucedido en Francia, desde que la unidad gubernamental y administrativa empezó a establecerse
en ella, consideraron como una necesidad del gobierno asegurar la independencia de las
administraciones públicas con respecto a los cuerpos judiciales e impedir que, según la frase de
Loysel, sea posible "ponerle pleito a la corona". En el fondo esta explicación no se distancia mucho
de la que proporcionan los adversarios de la justicia administrativa. Entre éstos, Jacquelin
(Principes dominants da contentieux administratif, pp. 32-33) sostiene que "el sistema francés (de
la justicia administrativa) es, en verdad, precisamente lo opuesto a la separación de los poderes
ejecutivo y judicial", y caracteriza este sistema diciendo que en realidad se funda "en la regla de la
absoluta independencia de la administración con respecto a la justicia". Hauriou, por su parte, sin
llegar hasta oponer la institución de la justicia administrativa a la separación de poderes, viene a
decir lo mismo que Jacquelin, al declarar (op. cit., 6* ed., p. 797) que "la jurisdicción administrativa
está ligada a la prerrogativa, quedando ésta a su vez ligada a la centralización", o cuando habla, a
este respecto, del "priinlcgio de competencia" de que goza la autoridad administrativa para los
litigios suscitados por sus actos (6* ed., p. 406), y de la "inmunidad en relación con la jurisdicción
civil" que corresponde a dicha autoridad y que tiene por causa primera "cierto concepto de las
prerrogativas de la potestad pública, concepto que motivó la creación de la jurisdicción
administrativa como jurisdicción de excepción" (8* ed.. pp. 85-86) ; de donde se deduce la
consecuencia, añade Hauriou (8* ed., pp. 33 y 934), de que la autoridad judicial queda "rebajada
ante la administración" y de que "nuestro régimen administrativo centralizado convierte a la
administración en un poder más fuerte que la autoridad judicial" (cf. 9* ed., p. 73, y 10* ed., pp. 44-
45). Así pues, según estas fórmulas, hay que ver en la institución de la justicia administrativa, ante
todo, un privilegio asegurado a la potestad administrativa, privilegio de exención de jurisdicción.
Esto no significa que esta institución sea condenable o injustificada: quiere decir, en definitiva, que
su justificación esencial debe buscarse en la necesidad positiva de hacer que la potestad
administrativa sea suficientemente fuerte, antes que
845

el sentido de la teoría de Montesquieu; pues la decisión emitida a título


jurisdiccional puede tener el mismo contenido que una decisión administrativa o
incluso legislativa; en particular, existen numerosas decisiones que pronuncian el
derecho y que dependen a la vez de la función jurisdiccional y de la función
administrativa. No es, pues, por su substancia material sino —como se vio
anteriormente (núms. 265 y 268)— por sus elementos formales como el acto
jurisdiccional se caracteriza y se distingue de los demás actos de potestad del
Estado. En realidad, la jurisdicción es una función que toma su consistencia
menos del hecho de pronunciar el derecho que de la manera de pronunciarlo.
Cuando se repite, a consecuencia de los textos de la época revolucionaria, que en
derecho público francés las funciones de juzgar son diferentes y distintas de las de
administrar, esto no significa que la decisión emitida por un administrador y a título
administrativo sobre un punto de derecho impugnado sea en sí de diferente
naturaleza que aquella otra emitida sobre el mismo punto por una autoridad
jurisdiccional; sólo significa que el juez puede conferir a su decisión el valor
superior de cosa juzgada, y que la misma decisión formulada por un administrador
no puede adquirir sino el valor de una solución administrativa, susceptible de ser
discutida y tratada de nuevo (ver n9 264, supra). Así pues, en razón de las
diferencias existentes entre sus condiciones respectivas de forma, el acto
jurisdiccional tiene una fuerza especial, de la que carece el acto administrativo que
se produce sobre el mismo objeto. Por esto, por su forma y su potestad propias,
es por lo que se distinguen de una manera absoluta ambas clases de actos.
Igualmente, en este terreno formal se establece, en definitiva, la diferencia
verdaderamente irreducible entre las funciones jurisdiccional y legislativa, pues,
desde el punto de vista material, la decisión contenida en el acto jurisdiccional no
siempre se limita a reconocer y a hacer indiscutible una situación de derecho que
se desprende del orden jurídico preexistente, sino que también puede crear, como
la ley, una situación jurídica nueva, un principio de derecho, o Rechtssatz nuevo.
Pero, incluso en este último caso, la potestad jurisdiccional es inferior a la potestad
legislativa, pues, por una parte —además de no poder de ningún modo contradecir
las leyes en vigor—, el juez sólo puede crear derecho a título de decisión particular
e individual, ya que carece de toda potestad de reglamentación general; y por otra
parte, sólo se le permite establecer una solución jurídica original en cuanto ello
sea necesario para la resolución de un litigio que se le haya sometido
regularmente.
En resumen, pues, al referirnos a la separación de poderes, tal como
resulta del sistema positivo del derecho francés, se observa que esta sepa
302

En las deducciones, siempre tan confusas y a veces incluso contradictorias, de la teoría de


Montesquieu sobre la separación de poderes.
846

ración consiste, no ya en repartir entre los diversos órganos funciones que difieren
entre sí por la naturaleza intrínseca de las decisiones a adoptar, sino en atribuir a
cada clase de órgano o de autoridad grados diferentes de potestad en el ejercicio
de funciones que, por lo demás, son semejantes, al menos en gran parte. En esto
consiste —como se dijo anteriormente— la gradación de_ los poderes, que no
tiene nada de coman con una separación material de las funciones y que es todo
lo contrarío de la igualdad de los órganos.
308. Y también así mantiene el derecho francés, con la coordinación de los
poderes, la unidad del Estado y de su potestad. En efecto, los órganos del Estado,
ejercen en este sistema la misma potestad* en grados desiguales o, si se prefiere,
funciones iguales con una potestad desigual. Esto es particularmente visible en las
relaciones del poder ejecutivo con el poder legislativo; pues una determinada
decisión, sea cual fuere su naturaleza o su objeto, puede depender lo mismo de la
competencia de la autoridad ejecutiva que de la del órgano legislativo: todo
depende, a este respecto, de saber si, de hecho, ha sido habilitado el Ejecutivo
por el legislador para tomar por sí mismo esta decisión. Desde el punto de vista
material, es, pues, la misma actividad funcional, y en este sentido la misma
potestad, la que se ejerce en ambos casos; sólo que no puede ejercerla la
autoridad ejecutiva sino a consecuencia y en ejecución de una ley. En otros
términos, la potestad ejecutiva, tal como la estableció el derecho francés actual, no
es un poder distinto y autónomo, colocado junto a la potestad legislativa e igual a
ella, teniendo como ésta su esfera y su materia propias y formando así una
porción especial o un elemento separado de la soberanía, pues el derecho
francés, en este sentido, no conoce separación de poderes. Lo que se encuentra
en la Constitución francesa es. una potestad única, que se manifiesta en primer
lugar por actos de voluntad inicial y que, en este grado superior, se llama potestad
legislativa, que luego se ejerce, en un grado inferior, mediante actos de ejecución
de las leyes, tomando entonces, por este motivo, el nombre de potestad ejecutiva.
Esta clase de separación no se refiere, pues, a partes separadas de la
soberanía, sino que resulta del hecho de que el órgano legislativo y el Ejecutivo
ejercen la potestad soberana en condiciones muy diferentes. Uno y otro
desempeñan, cada uno por su parte, las mismas funciones
303

4
Ver en el mismo sentido las observaciones presentadas por Hauriou, La souveraineté nationale,
pp. 150-151, con el nombre de "teoría de la indivisión de la soberanía del Estado". "Siendo
naturalmente indiscutible la soberanía del Estado •—dice este autor—•, se encontrará
perpetuamente en estado de indivisión. Una de las reglas esenciales de la indivisión es que cada
uno de los co-agentes pueda manejar el derecho por entero, y ésta es también en efecto la regla
esencial de la soberanía del Estado, la cual puede ser puesta en movimiento, por entero, por cada
uno de los poderes de gobierno."
847

materiales; trabajan con el mismo fin, estatuyen sobre los mismos objetos y
ejercen, pues, la misma soberanía: pero la ejercen con un poder desigual. 5 Ya
había señalado Rousseau, en este sentido, que el legislador es el soberano por
excelencia. Y de hecho, la separación de poderes del derecho francés actual se
aproxima mucho más a la doctrina de Rousseau, que mantiene la unidad del
Estado, que a la doctrina de Montesquieu, que destruye dicha unidad.6
309. Por lo demás, no es únicamente en la superioridad de potestades del
acto legislativo propiamente dicho, o sea del acto realizado por la vía y en la forma
peculiares de la legislación, donde se manifiesta la preeminencia del órgano
llamado legislativo, sino que esta preeminencia continúa afirmándose en lo que se
refiere al ejercicio del poder ejecutivo mismo. Se ha visto, en efecto, que en el
régimen parlamentario actualmente establecido en Francia, si bien la acción
ejecutiva no se realiza directamente por el Parlamento mismo, al menos se ejerce
por un comité ministerial que emana del Parlamento, que administra y gobierna
bajo el control e incluso bajo el impulso de éste, y que finalmente es responsable"
de todos sus actos ante él. En el fondo de ello resulta que las Cámaras son
dueñas del poder ejecutivo, como lo son del poder legislativo: su voluntad superior
ya no se traduce aquí por actos en forma legislativa; pero las manifestaciones de
esta voluntad cualquiera que sea su forma, votos, resoluciones, órdenes del día
simples o motivados, no dejan de tener por efecto determinar de un modo
preponderante no sólo las decisiones generales de la acción ejecutiva, sino
también las decisiones particulares que constituyen el ejercicio de esta actividad.
También desde este punto de vista la potestad ejecutiva tiene por características,
en el derecho francés, la de ser una potestad dominada y de un grado inferior, así
como también es innegable, desde este punto de vista, que el sistema de derecho
francés de ningún modo realiza, entre las dos autoridades, parlamentaria y
ejecutiva, una separación material de las funciones. Resulta de esto que es en
absoluto inexacto, conforme al régimen constitucional vigente, dar a las Cámaras
el nombre de órgano o cuerpo
304

5
Cf. la doctrina de Duguit respecto de este punto (Traite, vol. i, pp. 346-347, 413- 414). Según este
autor, el Parlamento y el gobierno no ejercen una soberanía dividida, sino que "colaboran en la
misma medida en las funciones del Estado"; sólo que "no participan en el mismo grado en las
funciones de éste", pues participan en ellas "en una forma diferente"; cada uno de ellos "tiene un
modo de participación diferente en el ejercicio de la soberanía". En este sentido admite Duguit
entre ellos una "separación de funciones".
6
No obstante, se ha visto anteriormente (núms. 92 y 110) que Rousseau mezclaba en su definición
de las funciones ejecutiva y legislativa un elemento material, la ley, que según su doctrina consiste
en reglas generales. Este elemento no se encuentra ya en el sistema actual del derecho francés,
en el que la potestad ejecutiva, a condición de habilitaciones suficientes, puede ejercerse tanto por
vía de reglamentación general como por vía de decisiones particulares.
848

legislativo. Esta denominación, tomada de la teoría de Montesquieu sobre los tres


poderes y su separación, induce a creer que las Cámaras tienen por cometido
exclusivo, o al menos por función principal, hacer las leyes. Esto pudo ocurrir en el
pasado, y así se explica el empleo tradicional de esta terminología.7 Pero hoy la
conservación de estas tradiciones de lenguaje ya no corresponde a las realidades
existentes, y es tiempo de abandonarlas.8 Así como las palabras Ejecutivo o jefe
del Ejecutivo siguen justificándose, e incluso se hallan cada vez más justificadas,
por lo que concierne al Presidente de la República y a las autoridades colocadas
por debajo de él, así las expresiones "cuerpo legislativo" o "asambleas
legislativas" han perdido toda su pasada exactitud. Bien es verdad que únicamente
las Cámaras poseen y pueden ejercer la potestad legislativa (ley constitucional del
25 de febrero de 1875, art. I9); pero no es ésta ni con mucho su única función o
potestad. La verdad es que hoy son la autoridad principal, inicial y suprema en
toda índole de materias;9 y especialmente tanto en orden a la potestad ejecutiva
como en orden a la legislación; pues si son las únicas que tienen el poder de
hacer una ley, de ellas depende también la dirección de la acción ejecutiva,
llámesele gobierno o administración. Sólo que, por razones históricas que
provienen del hecho de que primitivamente las asambleas elegidas habían sido
concebidas como debiendo ejercer, en principio, únicamente la función legislativa
conforme al sistema de la separación de poderes, los medios formales mediante
los cuales aplican las Cámaras su potestad superior sobre el Ejecutivo son de dos
clases muy diferentes. Unas veces estatuyen por vía de decisión en forma
legislativa, y otras se limitan a emitir, con referencia a la acción ejecutiva,
apreciaciones concebidas en forma de votos, de aprobación o de censura.10 Pero,
cualquiera que sea la forma por
305

7
Esta tradición ha sido establecida por las Constituciones de 1791 (tít. ni, cap. I, titulado '"De la
Asamblea nacional legislativa"), de 1793 (arts. 39 ss., que aparecen bajo la rúbrica "Del cuerpo
legislativo"), del año ni (tít. V, que lleva como encabezado las palabras "Poder legislativo"), del año
VIII (tít. III, "Del poder legislativo", ver especialmente los arts. 25 y 1 ss.. dedicados al "cuerpo
legislativo"), del año X (tít. vn. "Del cuerpo legislativo") y del año XII (tít. X), de 1848 (cap. IV, "Del
poder legislativo"), de 1852 (tít. V, "Del cuerpo legislativo") y de 1870 (tít. VI).
8
Esto es lo que empiezan a hacer algunos autores. Así, Duguit, al estudiar en su Manual la
organización política de Francia, distingue (3* narte, caps. I ss.) "el cuerpo electoral", "el
Parlamento", "el Gobierno y "la Asamblea nacional" (ver especialmente Traite, §§ 69 y 155).
Análogas divisiones en Moreau, Précis de droit constitutionne.l, 9' ed. Esmein, por el contrario, en
sus Éléments de droit constitutionnel, se atiene siempre a las divisiones antiguas: "El poder
ejecutivo"; "El poder legislativo" (6* ed., pp. 636 ss., 855 ss.); y bajo esta última denominación
comprende las Cámaras.
9
Se verá también más adelante —en el transcurso del cap. referente al poder constituyente (n*
482)— que en la actualidad dominan dicho poder.
10
En la forma, las Cámaras no realizan el acto ejecutivo por sí mismas; y por esto puede
849

la cual dan a conocer su voluntad y cualquiera que sea el objeto al que dicha
voluntad se aplica, no deja de ser cierto que la autoridad llamada gubernamental o
administrativa está obligada, en definitiva, a conformarse a ella. Y por este mismo
motivo el Presidente de la República, los ministros, los funcionarios
administrativos, dominados por la potestad y la voluntad superiores del
Parlamento, deben comprenderse en la denominación general de Ejecutivo. Por el
contrario, la expresión "cuerpo legislativo" no tiene ya razón de ser. Las leyes
constitucionales de 1875 se guardaron muy bien de emplearla, como tampoco
emplean el término "asambleas legislativas"; no conocen más que las
"asambleas", las "cámaras", la "Cámara de Diputados y el Senado". Los autores
que a pesar de ello siguen designando a las Cámaras con el nombre de "cuerpo
legislativo" o denominaciones análogas, incurren en la falta de mantener en la
Constitución actual de Francia una separación de poderes al modo de
Montesquieu, que ya no se encuentra en ella11 (ver en el mismo sentido,
306

decirse que no poseen la potestad ejecutiva. Pero en el fondo, sin embargo, dicho acto se realiza
conforme a su voluntad. Sea que la influencia del Parlamento en la actividad ejecutiva se ejerza
por medio de autorizaciones previas dadas en forma legislativa (ley constitucional de 25 de febrero
de 1875, art. 3': "El Presidente asegura la ejecución de las leyes"), o bien se ejerza por medio de
aprobaciones posteriores, cuya renovación es de continuo indispensable al ministerio para que
pueda mantenerse en funciones (misma ley, art. 6), ambos procedimientos, en suma, tienen por
objeto común y por resultado idéntico asegurar la supremacía del Parlamento.
11
Aquí también, como en la n. 8, p. 489, supra, puede citarse un texto de la Constitución suiza que
podría servir para caracterizar en la Constitución francesa actual la posición respectiva de las
Cámaras y el Ejecutivo. Es el art. 71, que dice que "la autoridad suprema de la Confederación se
ejerce por la Asamblea federal". Contrariamente a la opinión de algunos autores (ver por ejemplo
Burckhardt (op. cit., 2" ed., pp. 658 ss., 677 ss.; Bossard, op. cit., pp. 7 ss.; Affolter, Grundziige des
schweiz. Staatsrechts, p. 22), que se esfuerzan todavía en probar que la Constitución suiza
organiza los poderes de las autoridades federales sobre la base del sistema de la separación
funcional según el principio de Montesquieu, el art. 71 indica claramente que en la Confederación
suiza el reparto de los poderes se realiza, no por la vía de una separación "material" de las
funciones, sino en forma de una gradación de
850

para Suiza, Guhl, Bundesgesetz, Bundesbeschluss una Verordnung in schweiz.


Staatsrecht, pp. 16-17, quien demuestra que sería muy inexacto
307

Tribunal federal, existen, según el art. 102 de la Constitución federal, muchos actos y medidas que
entran directa y especialmente dentro de la competencia propia del Consejo federal y para la
realización de las cuales este último no queda reducido a un papel exclusivo de expectativa y de
sumisión que consista en aguardar los impulsos de la Asamblea federal o en ejecutar sus órdenes;
el art. 95 especifica inclusive que "la autoridad directorial superior de la Confederación se ejerce
por el Consejo federal", lo cual parece excluir la posibilidad de considerar a la Asamblea federal
como superior al Consejo federal en el cuadro de dicha competencia directorial. Y sin embargo,
con razón caracteriza el art. 71 a la Asamblea federal como siendo, de modo general, la autoridad
suprema; incluso como autoridad directorial "superior", el Consejo federal no es aún sino una
autoridad subalterna. Las razones de afirmar su subordinación son múltiples, y se desprenden de
los textos mismos que, en la Constitución, definen su competencia y sus relaciones con la
Asamblea federal. En primer lugar, es evidente que el Consejo federal sólo puede ejercer su poder
de dirigir los asuntos federales a condición de conformarse a las leyes y resoluciones de la
Confederación (art. 102-1"). Ya en esto resulta evidente que el Consejo federal sólo tiene una
potestad inferior a la de la Asamblea federal, puesto que no puede ir en contra de las reglas o
decisiones adoptadas por ésta; sus iniciativas están dominadas, pues, por las voluntades
formuladas por la Asamblea. Los artículos 71 y 95, citados antes, señalan con claridad, por lo
menos en su versión francesa, esta diferencia jerárquica entre ambas autoridades. Si bien el
segundo de dichos textos califica al Consejo federal como autoridad superior en el orden directorial
y ejecutivo, el primero declara en cambio que la Asamblea federal es la autoridad suprema; y en
efecto, incluso ejerciéndola en el grado superior, la función directorial, lo mismo que la función
ejecutiva, es en sí una función de naturaleza subalterna, ya que su ejercicio, por lo menos, queda
sujeto a la obligación de respetar las leyes vigentes. Pero esto no es todo. La supremacía que la
Constitución reconoce a la Asamblea federal es efectivamente general, por cuanto se manifiesta
incluso en la esfera de la función atribuida a título "superior" al Consejo federal; de modo que la
superioridad de éste no es sino relativa; sólo se halla establecida con referencia a autoridades
diferentes de la Asamblea federal y sólo puede ejercerse bajo reserva de los poderes
gubernamentales y administrativos que corresponden a la misma Asamblea federal. A este
respecto debe señalarse un primer punto: en la literatura suiza se ha podido discutir la cuestión de
saber si la Asamblea federal, por medio He postulados que no revistan la forma de resoluciones,
puede emitir órdenes o instrucciones sobre el modo como desea que el Consejo federal, haciendo
uso de sus poderes, actúe en tal o cual caso determinado (ver en la obra anteriormente citada de
Bofsard, pp. 16 ss., las diversas opiniones sostenidas con relación a esta cuestión). De hecho, esta
cuestión ha sido resuelta por la práctica, y parece asimismo resolverse, en derecho, en el sentido
de que la Asamblea federal tiene la facultad de imponer tales orientaciones o instrucciones, y ello
sobre todo por la razón de que posee, según la Constitución misma, "la autoridad suprema" (cf.
Burckhardt, loe. cit., pp. 660 y 732; ver también la ley federal de 9 de octubre de 1902, referente a
las relaciones entre los Consejos de la Confederación, art. 14). Pero, en todo caso, es evidente —
pues se dice así por la Constitución (art. 102-4°; cf. art. 102-2")— que la función concedida al
Consejo federal consiste, en primer término, en ejecutar o realizar todas las prescripciones
generales o medidas particulares decretadas por las leyes y resoluciones que emanan de la
Asamblea federal; y en el ejercicio de este cometido, estrictamente ejecutivo, es evidente que el
Consejo federal se comporta como autoridad subalterna con relación a la Asamblea federal, que lo
domina, tanto por el poder que le corresponde de reglamentar las condiciones generales de su
actividad administrativa, como por la facultad que tiene de adoptar, mediante resolu
851

caracterizar el cometido de la asamblea federal designándola con el nombre de


órgano legislativo).
308

ciones, medidas concernientes a los asuntos interiores o a la seguridad exterior del país. En efecto,
importa observar, desde este último punto de vista, que el art. 85-61-1 y 7" y el art. 102-9'' y 10*
colocan, tanto uno como otro, las medidas para la seguridad interior y exterior de Suiza, dentro de
las respectivas competencias del Consejo federal y de la Asamblea federal; pero entiéndase bien,
la acción de estas dos autoridades en dicha materia no se ejerce en pie de igualdad y de una
manera independiente (ver respecto de este punto supra, p. 444, n. 3) ; considerando que el
Consejo federal, ante todo, en esta esfera viene obligado a ejecutar las decisiones de la Asamblea
federal, es ésta, en efecto, el órgano preponderante y, como lo dice el art. 71, la autoridad
suprema. Finalmente, y sobre todo, la superioridad que la Asamblea federal es llamada a ejercer
hasta en la esfera de los asuntos administrativos y gubernamentales se encuentra asegurada,
directamente ahora, por todo un conjunto de disposociones e instituciones constitucionales que
excluyen la posibilidad de considerar al Consejo federal como el titular especial y exclusivo de la
función de administración o de gobierno y que, por consiguiente también, revelan de una manera
decisiva que la Constitución suiza no ha establecido, en las relaciones entre estas dos autoridades,
el principio de la separación de poderes según la fórmula de Montesquieu. Desde luego se puede
invocar en este sentido la disposición capital del art. 84, que reserva a la Asamblea federal el poder
de estatuir "sobre todos los objetos que la presente Constitución coloca bajo la dependencia de la
Confederación y que no queden atribuidos a otra autoridad federal". Resulta de este texto que,
hasta en materia de gobierno y administración, la función directorial superior del Consejo federal no
constituye una competencia general y exclusiva, sinope, muy al cosario, el Consejo íedeial sólo
pede ejei-m en esta materia las atribuciones que le han sido especialmente conferidas por el art
102, en el que se enumeran sus cometidos y sus poderes. Se ha pretendido, sin embargo, que la
enumeración del artículo 102 no es limitativa: el mismo texto empieza, en efecto, diciendo que "las
atribuciones del Consejo federal son especialmente las siguientes". Pero esta fórmula sin duda no
puede significar que las competencias del Consejo federal sean ilimitadas. Sólo significa que el
Consejo federal posee los poderes que derivan implícitamente de la enumeración que habrá de
seguir, aunque dichos poderes no se encontrasen expresamente mencionados en ella. Así es
como el derecho de dictar ordenanzas reglamentarias ha sido generalmente reconocido a] Consejo
federal (ver supra. p. 529. n. 5), por más que el art. 102 no lo establezca en términos formales.
Pero, bajo esta reserva, el Consejo federal, en virtud del art. 84, sólo puede tener una competencia
limitada: y entonces, para todo aquello que exceda de su competencia especial, reaparece la
competencia general de la Asamblea federal. Además, la Asamblea federal es llamada por textos
constitucionales, en forma expresa, a ejercer en la esfera de la administración y del gobierno un
considerable cometido: pues, por una parte, el art. 85, además de las medidas de seguridad
externa o interna de las que se acaba de hacer referencia, le confiere en propiedad toda una serie
de atribuciones —como el nombramiento de altos funcionarios o creación de función"? federales,
conclusión de alianzas y tratados con los Estados extranjeros, amnistía y gracia, disposición del
ejército federal— de las cuales se ha podido decir que son las atribuciones más importantes del
gobierno: de modo que la parte más alta de esta función queda reservada a la Asamblea federal.
Por otra parte, el art. 102-16' establece v destaca la subordinación del Consejo federal con
respecto a la Asamblea, por cuanto impone al Consejo federal la obligación de "dar cuenta de su
gestión a la Asamblea federal en cada sesión ordinaria": y, por su parte, el art. 85-11" reconoce a la
Asamblea un poder de "alta vigilancia de la administración". Bien es verdad que los poderes de
vigilancia de la Asamblea sobre el Consejo federal sólo consisten en un control de la actividad de
éste: la Asamblea no puede anular un acto del Consejo federa!.
852

310. B. Acabamos de ver que, en el derecho francés actual, la separación


de poderes se halla reducida a una separación en los grados de
309

ni ordenar al Consejo federal que derogue uno de sus actos; sólo tiene la facultad de expresar su
aprobación o su desaprobación, o también de exigir la responsabilidad penal de los miembros del
Consejo federal. Sobre todo, cabe observar, con Burkhardt (loe. cit., p. 659), que, en la medida en
que el Consejo federal recibe de la misma Constitución el poder de actuar administrativamente, las
Cámaras federales no podrían substituirlo para emprender y realizar los actos de su competencia.
Asi pues, en estos diversos aspectos, la forma en la cual se manifiesta la superioridad de la
Asamblea federal parece excluir la posibilidad de considerar a las Cámaras, en Suiza, como un
verdadero órgano de administración. Sin embargo, es notable que los autores suizos (ver de nuevo
Burckhardt, loe. cit., p. 659-660) concuerdan en reconocer que, incluso dentro de la esfera de su
labor administrativa, el Consejo federal queda subordinado a la Asamblea federal. En este sentido
hacen observar que el Consejo federal —que se compone, por cierto, de miembros que pertenecen
a partidos diversos— no podría, en el ejercicio de sus funciones, mantener una voluntad diferente
de la voluntad de la Asamblea. La Constitución federal, que ni siquiera deja lugar a la hipótesis de
crisis parecidas a las crisis ministeriales de los países de parlamentarismo, no permite suponer que
entre las Cámaras y el Consejo federal pueda producirse un conflicto, o solamente un
disentimiento persistente. De hecho, el mismo Consejo federal reconoce la necesidad de
someterse a la voluntad de las Cámaras. Todo ello implica que la Asamblea federal, incluso en el
orden de la acción simplemente administrativa, posee un poder de voluntad superior. Y, por
consiguiente, el derecho de alta vigilancia que le corresponde con respecto a la administración, así
como el deber de dar cuenta que tiene hacia ella el Consejo federal, no se refiere únicamente a la
idea de que sea un órgano de control, sino que deben explicarse más bien por la idea de que está
llamada a desempeñar, por encima del Consejo federal, un papel directivo. Y también se justifica
por ello la facultad, que posee la Asamblea federal, de imponer al Consejo federal instrucciones
imperativas, facultad que se encuentra establecida por la práctica, como anteriormente se ha
dicho. En una palabra, todo este conjunto de superioridades parece conducir a la conclusión de
que. hasta en el orden de las competencias conferidas al Consejo federal, es también la Asamblea
federal la que está investida de la potestad suprema de la Confederación. De todos modos, existe
una competencia de la Asamblea federal a propósito de la cual hay que afirmar especialmente su
potestad administrativa y, por consiguiente, su carácter de órgano administrativo. Se trata de la
competencia que le corresponde en materia de "reclamaciones contra las decisiones del Consejo
federal referentes a discusiones administrativas" (arts. 85-12'-', 102-2', 113; cf. la ley federal de 22
de marzo de 1893 sobre la organización de la justicia federal, arts. 189 y 192). Se trata aquí de
"reclamaciones'"; es decir, por lo tanto, de asuntos contenciosos. En ausencia de un tribunal
administrativo, estos asuntos son examinados y resueltos por el Consejo federal: y después de
esta decisión puede entablarse un recurso ante la Asamblea federal, la que se encuentra así
llamada a estatuir en última instancia y puede anular o reformar la decisión del Consejo federal. La
Asamblea ejerce, pues, en lo que se refiere a las reclamaciones administrativas, un poder de
control al que se le ha dado en Suiza el nombre de control jurisdiccional (Bossard, op. cit., p. 22).
¿Se halla justificada esta denominación? En cierto sentido la Asamblea parece ejercer una función
análoga la de un tribunal. Su intervención con fines de anulación o de reforma supone un asunto
contencioso, no pudiendo, pues, según la opinión corriente (ver los autores citados por Bossard, p.
28, n. 15), producirse esta clase de intervención con respecto a decisiones del Consejo federal que
no se refieran a reclamaciones administrativas. Además, la Asamblea no puede darse por enterada
y estatuir sino en el caso de que haya sido entablado un recurso; una vez enterada, ya no
853

potestad de las diversas clases de autoridades, lo que es cosa muy diferente de


una separación en las funciones. ¿Pero no suscitará alguna objeción este estado
de cosas? ¿No cabrá temer que el sistema de la gradación de poderes haga
renacer los peligros de opresión que trataba de conjurar Montesquieu? El órgano
que posea la potestad estatal en su grado más elevado ¿no se hallará investido,
de hecho, de un poder absoluto, que volverá a ser una amenaza para la libertad
pública e individual? Por otro lado, cabe preguntar si el régimen de organización
de poderes actualmente establecido por la Constitución de 1875 puede concillarse
con el gran principio sobre el cual se fundó originariamente el derecho público
francés de los tiempos modernos, o sea el principio de la soberanía nacional.
Según el concepto de los fundadores del derecho público francés —concepto que,
como se verá más adelante, se encuentra formalmente expresado en la
Declaración de 1789 (art. 3) y en la Constitución de 1791 (tít. III, art. I9)—, la
soberanía reside esencial y abstractamente en la nación, como colectividad
unificada e indivisible, y no
310

puede negarse a resolver. Por otra parte, sin embargo, es realmente difícil considerar como
jurisdiccional en sí la vía mediante la cual el recurso se entabla ante la Asamblea federal; es cierto,
en efecto, que el procedimiento seguido para la solución del asunto nada tiene de común con las
formas de la justicia; por ejemplo, la decisión a dilucidar puede no estar motivada, y sobre todo, es
evidente que asambleas políticas como los dos consejos que componen la Asamblea federal no
pueden considerarse de ningún modo como autoridades jurisdiccionales (cf. supra, n' 265). Por lo
demás, conviene observar que el Consejo federal mismo, por encima del cual la Asamblea federal
ha de resolver las reclamaciones administrativas, no ha podido intervenir en el examen y resolución
de estas reclamaciones sino como autoridad administrativa, decidiendo a título administrativo. Así
pues, si la Constitución suiza, para la resolución de estos asuntos, organizó una instancia superior
ante la Asamblea federal, puede pensarse con razón que esta disposición constitucional, que no se
explica ciertamente por una vocación jurisdiccional naturalmente inherente a una Asamblea de esta
clase, re refiere, antes bien, a un concepto general según el cual la Asamblea federal, en virtud de
su situación como autoridad suprema, es el órgano lógicamente designado, en caso de recurso,
para apreciar las decisiones del Consejo federal, cuyo examen no entra dentro de la competencia
limitativamente atribuida al Tribunal federal, y respecto de las cuales, sin embargo, la Constitución
no quiere dejar al Consejo federal un poder de resolución definitiva. La disposición del art. 85-12",
que encarga a la Asamblea federal resolver respecto a las reclamaciones formuladas contra las
decisiones del Consejo federal en materia de reclamaciones administrativas, según las
observaciones que preceden, no sería, pues, sino la confirmación de la preponderancia reconocida
a la Asamblea, incluso en la esfera administrativa. Por otra parte —y como lo observa Fleiner, op.
cit., p. 10—, ¿no es también por su cualidad de órgano supremo por lo que la Asamblea federal
queda encargada por el art. 85-13' de decidir los conflictos de competencia entre autoridades
federales, o sea especialmente entre el Consejo federal y el Tribunal federal? De todos modos,
cualquiera que sea la opinión que se adopte respecto a la naturaleza, jurisdiccional o
administrativa, del poder atribuido a la Asamblea federal sobre las decisiones del Consejo federal
en materia de reclamaciones administrativas, una cosa es cierta: no es sin duda el principio de
separación de funciones materiales lo que ha llevado a la Constitución suiza a reconocer
semejante poder a la Asamblea federal.
854

puede localizarse, de un modo concreto, en ningún hombre en particular, ni en


ningún grupo parcial o colegio de individuos. La solución propuesta por
Montesquieu con objeto de limitar la potestad respectiva de cada uno de los
titulares de la potestad nacional encaja perfectamente en este principio; pues al no
conceder a cada uno de estos titulares sino una parte fragmentada de la potestad
soberana, obstaculiza el que cada uno de ellos adquiera y pueda ejercer un poder
completo y verdaderamente soberano en este sentido, y así deja intacta la
soberanía exclusiva de la nación. Por el contrario, la soberanía de la nación
parece comprometida y sacrificada en el estado actual del derecho constitucional
francés. En efecto, excepción hecha de la justicia, que pudo prácticamente quedar
aparte y que goza efectivamente de una independencia casi completa, se acaba
de observar que la potestad pública de la nación francesa se encuentra hoy
fuertemente concentrada en el Parlamento, de cuya voluntad soberana dependen
a la vez la legislación y el gobierno. Por ello, ¿no se hallará despojada la nación,
en definitiva, de su soberanía? Antes de responder directamente a esta cuestión
importa preguntarse si el fin que persiguió Montesquieu no puede alcanzarse
mediante otros medios que los que él preconiza. Según la doctrina del Espíritu de
las leyes, para asegurar la libertad pública es necesario dividir la potestad del
Estado en tres poderes que sean conferidos separadamente a tres clases distintas
de autoridades. Esta solución tiene el inconveniente de disminuir la fuerza del
Estado. Ahora bien, precisamente sintió el Estado moderno la necesidad de ser
fuerte, para desempeñar sus numerosos y difíciles cometidos; y para esto
necesitaba unidad, no podía admitir la división. Por ello no pudo aceptarse el
principio de Montesquieu. El Estado que concibió Montesquieu no ha sido
realizado por las Constituciones contemporáneas. Estas buscaron en otra
dirección la solución del problema. Partieron de la idea de que el Estado necesita
un órgano supremo, que es —fuera de las democracias puras— bien un monarca,
bien el Parlamento. 12 Pero, sin dejar de convertir a este órgano en el centro de la
311

12
Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. n, pp. 240, 481-482) pretende que en las democracias
representativas el órgano supremo no es la asamblea elegida por el pueblo, sino el pueblo mismo
actuando por medio de esta asamblea, que, según esta doctrina, sólo es un órgano secundario.
Pero se verá más adelante (núms. 392-393) que este punto de vista es inconciliable con el
concepto francés de soberanía nacional, el cual, a decir verdad, excluye la democracia pura y
directa e implica un contraste claramente determinado entre esta última y el régimen
representativo. En el sistema de la soberanía nacional, el régimen representativo se funda
esencialmente en la oposición establecida entre la nación, ser colectivo indivisible y por
consiguiente abstracto, y el pueblo o cuerpo de ciudadanos activos, o sea masa de individuos. Los
"representantes" son el órgano, no ya del pueblo (hoc sensu), sino únicamente de la nación, ser
ideal que sólo por ellos llega a ser capaz de querer. La asamblea representativa es, pues, un
órgano primario. Sólo en la democracia absoluta o directa el pueblo, el conjunto de los ciudadanos,
aparece como el órgano primario y, por consiguiente, supremo.
855

voluntad estatal, no creyeron que su potestad debiera ser ilimitada,


incondicional.En otros términos, substituyeron la separación de poderes por la
limitación de poderes. Separación de poderes o limitación de la potestad del
órgano supremo: he aquí dos nociones bien diferentes. Aquélla implica que es
posible y necesario dividir la potestad estatal e igualar los órganos; y tal cosa no
es indispensable ni posible. Esta significa simplemente que ningún hombre ni
grupo de individuos puede quedar investido de una potestad sin límites; y, por
ejemplo, la potestad de los individuos no puede ser ilimitada, a la vez, en cuanto a
su expresión actual y en cuanto a su duración. La limitación de los poderes no
implica, pues, una división de poderes que afectase al Estado mismo destruyendo
su unidad y paralizando su fuerza de acción; tampoco consiste en una estricta
especialización de las funciones; no pretende tampoco impedir que exista un
órgano más poderoso que los otros, y así es especialmente como el
parlamentarismo, lejos de establecer 'la igualdad dualista de los órganos, antes al
contrario, tiene por objeto comprobado asegurar la preponderancia de uno de
ellos, pero fija ciertos límites a esta preponderancia. Y esto es perfectamente
posible, de hecho, tanto más cuanto que los procedimientos de limitación podrán
variar sensiblemente según las tendencias y las tradiciones propias de cada país.
¿Cuáles son estos procedimientos?
Hay que distinguir dos casos: el órgano supremo, en efecto, puede ser un
monarca o el Parlamento.13
311. En el sistema de la monarquía propiamente dicha, el monarca es el
centro de todos los poderes. Es, ante todo, el jefe del gobierno y de la
administración, y ejerce este poder por sí mismo o por agentes a sus órdenes.
También es el titular del poder judicial: la justicia se administra en su nombre.
Finalmente, en él también reside la potestad legislativa, pues si bien es verdad
que las leyes han de ser elaboradas por las Cámaras, no se convierten en leyes
sino por la sanción del monarca. ¿Significa esto que el monarca sea
todopoderoso? No; su potestad está limitada, en primer término, por el principio
actual del Estado legal, en virtud del cual el monarca sólo puede ejercer sus
poderes según ciertas reglas establecidas, según las leyes vigentes y también
según la Constitución. En lo que se refiere especialmente a ésta última, importa
observar, en efecto, que —incluso cuando ha sido "otorgada" por el monarca—
una vez promulgada constituye la única fuente de sus poderes y, por consiguiente,
determina también, de manera infranqueable, los límites de
312

13
Existe un tercer caso, el de la democracia pura, en que el órgano supremo es el cuerpo de
ciudadanos. Pero este caso puede omitirse: aquí es al pueblo mismo, dueño de sus destinos, al
que corresponde asegurar su libertad y la de sus miembros.
856

los mismos.14 Así es, especialmente, como impide que administre la justicia por sí
mismo: no puede ejercer su poder judicial sino mediante jueces delegados, "por
tribunales independientes" (Carta de 1814, arts. 57 ss.; cf. Constitución prusiana
de 1850, arts. 86 ss.). Y la administración misma se ejerce por funcionarios o
autoridades designados a dicho efecto por las leyes y de los cuales no puede el
monarca desconocer la competencia legal.
Pero la limitación de la potestad real se infiere también, y sobre todo, del
hecho de que, en el moderno Estado constitucional, no depende del monarca
modificar por su sola voluntad las leyes, ni tampoco la Constitución, que fijan la
extensión de sus poderes. Es verdad que en un sentido el monarca es dueño de la
legislación: pues ninguna ley, constitucional ni de otra clase, puede hacerse sin su
concurso y su sanción. Pero, por otro lado, sólo puede sancionar y decretar
aquellas leyes que hayan recibido previamente el asentimiento de las Cámaras, de
las cuales una, por lo menos, es independiente de él, más independiente aún, por
su origen electivo, que los jueces, cuyo nombramiento y ascenso conserva en su
poder. Por esto, sobre todo, se ha dicho (ver n° 27 6, supra) que la monarquía
moderna se funda en un principio de separación de poderes. Pero esta afirmación
no es exacta. Para que existiera verdadera separación sería necesario que el
monarca estuviera excluido de la potestad legislativa. Pero que no es así lo
demuestra el hecho de que ninguna ley puede originarse sin su intervención y su
consentimiento. Como dicen las Constituciones monárquicas, la potestad
legislativa se ejerce conjuntamente por las Cámaras y por el rey, el cual, por ello
mismo, aparece como parte integrante y esencial del órgano legislativo (cf. n' 135,
supra). Y esto es precisamente todo lo contrario de una separación de poderes. La
verdad es que se produce aquí, como con respecto al poder judicial, no una
separación, sino solamente una limitación de la potestad real. Por lo de-
313

14
De un modo general, en derecho no cabe tomar en consideración los hechos que precedieron al
establecimiento de la Constitución (ver supra, p. 75) Esto se aplica incluso al monarca, cuando es
el autor voluntario de la Constitución y cuando consintió libremente en su otorgamiento. Después
de este otorgamiento no importan las condiciones en las cuales ha sido creada. Los derechos o
poderes del monarca sólo reposan ya en la Constitución misma, ya no existen para él derechos
anteriores a ésta (cf. Jellinek, Gesetz und Verordnung, p. 373 n.). Indudablemente, el monarca,
autor de semejante otorgamiento, podrá- conservar todos los poderes o facultades que no se ha
retirado a sí mismo por el acto constitucional, pero esos poderes derivan para él del principio
monárquico tal como ha sido consagrado por la Constitución vigente, y, por consiguiente,
provienen, en realidad, de esta misma Constitución, y no de un derecho anterior de la persona real.
Igualmente, como lo demuestra Jellinek (LÉtat moderne, ed. francesa, vol. II, pp. 238 n., 412 ss.),,
los derechos de las Cámaras no derivan del monarca, que seguía siendo el sujeto primordial de los
mismos, sino únicamente de la Constitución, aunque ésta sea otorgada.
857

más, lo expresa claramente el término hoy consagrado para esta especie de


monarquía: se la llama monarquía limitada. El monarca queda limitado, por cuanto
no puede legislar por sí solo, encontrándose así en la imposibilidad de aumentar
por su sola voluntad sus poderes legales. En este sentido, Jellinek (loe. cit., vol. m,
pp. 412 ss.) tiene razón al decir que no lleva en sí la potestad íntegra del Estado.
Pero, por otro lado, sigue siendo el centro de todos los poderes, pues en todos
participa.1"
312. Hay que convenir en que la limitación de los poderes es más difícil de
realizar en una Constitución como la que rige actualmente en Francia. La razón de
ello es que el órgano supremo, el órgano que ha de limitarse, es aquí el
Parlamento, es decir, el mismo órgano que, por sus leyes, puede conferirse
indefinidamente nuevos poderes. En este régimen todas las limitaciones parecen
dirigidas exclusivamente contra las autoridades distintas de las asambleas
elegidas.16 Así, la autoridad judicial es limitada fuertemente por la prohibición que
se le hace de invadir la esfera legislativa o la esfera de competencia propia de los
administradores. Igualmente, existe una estricta limitación contra el Ejecutivo, el
cual no puede, en principio, realizar más actos que los que autorizan las leyes, y
cuyo jefe no puede, además, por efecto del parlamentarismo, ejercer sus
atribuciones gubernamentales más que por mediación de un ministerio en
estrecha dependencia de las Cámaras. Pero, en cuanto a estas últimas, parecen
carecer de toda limitación. No sólo son dueñas de fijarse por sus leyes su propia
competencia, sino que también el régimen parlamentario viene a aumentar su
potestad al Asegurar su supremacía sobre el Ejecutivo y al hacer depender de
ellas toda la acción gubernamental. Y
314

15
Así es como el nombramiento de los jueces por el jefe del Estado, que en los países no
monárquicos sólo tiene el valor de un procedimiento de designación que se estima preferible, en
una monarquía constituye, por el contrario, una institución necesaria. "No existe otro modo posible,
ni siquiera concebible", dice a este respecto Artur (op. cit., Revue du d.roit public. vol. XIV, p. 59; cf.
p. 53), el cual añade que no se puede retirar al monarca el nombramiento de los jueces, lo mismo
que no puede retirarse el nombramiento de los agentes al poder ejecutivo. Y la razón que de ello
da este autor es que "los jueces son sus auxiliares o sus agentes", con igual título que los
funcionarios del orden ejecutivo. El mismo Jellinek (lor. cit., vol. II, pp. 293 y 413) tiene que
convenir, en este sentido, en que el juez, en la monarquía moderna, es, si no el "delegado"
propiamente dicho, al menos el "representante" del monarca: lo cual, según su doctrina sobre la
representación, significa que el juez, a título secundario, es el órgano de un órgano judicial primario
que es el monarca mismo.
16
Se ha hecho observar con frecuencia que, en particular bajo la Revolución, las diversa?
prohibiciones dictadas en nombre de la separación de poderes por los textos constitucionales o
legislativos han sido dirigidas sobre todo contra las autoridades electivas, y más aún, en contra de
las autoridades judiciales. De hecho, las consecuencias de la idea de separación de poderes se
aplicaban, en dicha época, con mucho más rigor al Ejecutivo (Duguit, La séparation des pouvoirs et
l'Assemblée de 7789, pp. 21 ss.) y a los jueces (ibid.. pp. 88 ss.; cf. Larnaude, Bulletin de la
Sacíete de legislarían comparte. 1902, p. 217, y Revue des idees, 1905, pp. 332 ss.) que al cuerpo
legislativo.
858

hasta en lo que concierne al poder judicial, se ha hecho observar (Morcan, op. cit.,
5^ ed., n° 429) que, si bien se les prohibió, en pr incipio, inmiscuirse en su ejercicio
(Constitución de 1791, tít. Hi, cap. v, art. 1'; Constitución del año ni, art. 202), esta
prohibición casi no las obliga: por una parte, carece de sanción, y por otra, queda
a su voluntad modificar mediante una ley retroactiva el derecho aplicable a
procesos en trámite, o ijisiuse —dice Moreau— la solución aplicada a procesos ya
juzgados.
Se ha dicho, sin embargo, que la limitación de la potestad de las Cámaras
queda asegurada por el régimen parlamentario, en cuanto ese régimen implica —
dícese— un dualismo de poderes; y en este sentido se ha alegado sobre todo que
el parlamentarismo proporciona al Ejecutivo el arma de la disolución, que le
permite oponer, por la vía de una apelación al país, una resistencia muy eficaz al
cuerpo de los diputados elegidos. Pero se ha demostrado antes que el régimen
parlamentario, por e] contrario, tiene como objeto esencial y como resultado
efectivo reforzar la potestad de las Cámaras. El parlamentarismo, en realidad, no
tiene más objeto que limitar el poder del jefe del Ejecutivo; así como acaba de
observarse que en la monarquía limitada el rey no puede hacer las leyes sin el
asentimiento de las Cámaras, así en el régimen parlamentario tampoco el jefe del
Estado puede gobernar y administrar si no es con la ayuda de un comité
ministerial, que en el fondo no es otra cosa que una emanación del Parlamento.
En cuanto a la disolución —que, a decir verdad, se refiere especialmente a las
individualidades que componen la Cámara de Diputados más bien que a la
Cámara misma—, se ha observado ya (n9 297) que en el estado actual del
parlamentarismo francés casi no puede ya concebirse como un arma para el
Ejecutivo: en efecto, sólo puede funcionar por la voluntad del Parlamento mismo;17
y en estas condiciones, se ha transformado en un medio, para las propias
Cámaras, de hacer prevalecer su voluntad. En otros términos, hoy está destinada
a aplicarse mucho menos al caso de conflicto entre el Ejecutivo y el Parlamento
que en caso de desacuerdo entre las dos partes integrantes del Parlamento. O
puede ser promovida por la mayoría de la Cámara de Diputados, al tratar ésta de
imponer su superioridad recurriendo con este fin al cuerpo electoral, con objeto de
obtener de él la confirmación de la política que se propone seguir, o con objeto de
que aquél le trace una línea, de conducta determinada (cf. Esmein, Éléments, 6*
ed., p. 753).18 O
315

17
Se vio antes (n. 49, p. 814) que la Constitución de 1875 ya había introducido la disolución en
esta vía, puesto que la hacia depender, no de la única voluntad del Ejecutivo, sino también de la
apreciación del Senado, que es una parte del Parlamento.
18
Así es como en Inglaterra, cuando el conflicto que precedió a la adopción de la Parliament Act de
1911, la disolución se aplicó por dos veces, con objeto de asegurar el triunfo de la voluntad de los
Comunes y de romper la resistencia de los Lores. En Francia, este empleo de la disolución es más
difícil de concebir, ya que la Cámara de Diputados sólo puede ser
859

bien puede responder a los propósitos del Senado, y entonces se inspira en la


preocupación de esta asamblea de poner en guardia al país contra los peligros de
la política que prevalece en la Cámara de Diputados; tiende, por consiguiente, a
conseguir que el cuerpo electoral desapruebe dicha política. En ambos casos, Ja
disolución se basa en la voluntad parlamentaria, s decir, en la voluntad por lo
menos de una de las Cámaras: el Gobierno, que la pronuncia, no podría realizarla
por su sola y propia voluntad.19
Así pues, parece, en primer lugar, que la potestad del órgano supremo sea
más difícil de limitar cuando esta potestad es la del Parlamento que cuando
pertenece a un monarca. Sin embargo, existen medios eficaces de limitación,
incluso contra el Parlamento, suponiendo que sea éste el órgano supremo. Pero
son de orden muy distinto que en el caso de la monarquía. Y desde luego, como
en el caso de ésta, no consisten en una separación propiamente dicha de los
poderes, sino que derivan de fuentes muy diferentes.
313. El primero de estos procedimientos es la división del Parlamento en
dos Cámaras. Se ha repetido con frecuencia que el sistema bicameral "tiene ante
todo por objeto debilitar la potestad del cuerpo legislativo" (Esmein, Éléments, 1*
ed., vol. I, p. 128). Por una parte, debilita el número de miembros en cada una de
las Cámaras; y en este aspecto, evita los inconvenientes del sistema de la
asamblea única, la cual es de ordinario muy numerosa, precisamente por ser
única, y, por consiguiente, llega a ser con facilidad una asamblea tumultuosa y
violenta. Por otra parte, una asamblea única, dueña por sí sola del poder
parlamentario, se inclinará por ello a formarse una idea excesiva de su potestad y
316

disuelta mediante el consentimiento del Senado. Esta es también una de las razones por las
cuales esta institución sólo parece susceptible de muy raras aplicaciones en el régimen
parlamentario francés.
19
La evolución que así se realizó con respecto al destino de la disolución, no solamente proviene
de la superioridad constitucional que hoy día tiene el Parlamento con respecto al Ejecutivo, sino
que debe referirse también al sistema de igualdad de ambas Cámaras, que tanto lugar ocupa en la
organización fundada por la Constitución de 1875, y, sobre todo, se halla claramente de
conformidad con el hecho de que, según esta organización, las dos Cámaras concurren —como se
verá más adelante (n" 409)— para formar con el cuerpo electoral un órgano complejo y único, en el
doble sentido de que la voluntad estatal suprema es la resultante de las voluntades coordinadas de
dichos tres factores, en el sentido de que, las voluntades manifestadas por las Cámaras deben ser
conformes y, en todo caso, no pueden ser contrarias a la del cuerpo electoral. Por lo tanto, es
natural que en caso de divergencia entre las dos partes del Parlamento, cada una de ellas pueda
volverse hacia el cuerpo electoral y solicitar una confrontación de las voluntades respectivas de
cada una de las dos asambleas con la voluntad de dicho cuerpo. El hecho de que el Gobierno al
que corresponde pronunciar la disolución se incline en esto hacia una de las asambleas, no impide
el reconocimiento de que la disolución, en el fondo, se promueve por un impulso que proviene del
mismo Parlamento.
860

de su cometido; en este aspecto será tanto más temible, cuanto que, por emanar
del sufragio universal, pretenderá representar soberanamente la voluntad del país.
La dualidad de Cámaras, al hacer depender la acción legislativa y parlamentaria
del concurso de voluntades de dos asambleas distintas, excluye la omnipotencia
de cada una de ellas; tiene además, como efecto útil, asegurar, en cierta medida,
la moderación de sus decisiones y resoluciones, legislativas o de otra clase; pues
de hecho será relativamente raro que una segunda Cámara comparta las pasiones
o los arrebatos de la otra asamblea. Y, sin embargo, hay que convenir en que la
división del Parlamento en dos asambleas sólo proporciona, en este último
aspecto, una garantía imperfecta, pues el Parlamento recobra una potestad
ilimitada cuando sus dos secciones se hallan de acuerdo sobre la política a seguir
y las decisiones a adoptar.
314. Así pues, no es posible contentarse con este primer medio de
limitación. El medio esencial y más eficaz consiste en subordinar la potestad y la
actividad de las asambleas parlamentarias a una ley superior, que fije y contenga
sus poderes: una ley cuya modificación no dependa de las asambleas por sí
mismas. Esta ley superior es la Constitución. La Constitución desempeñará así,
con respecto al Parlamento, el papel que en la monarquía limitada desempeñan
las leyes ordinarias respecto del monarca, al no poder éste gobernar y administrar
sino intra legem. La Constitución formulará, sobre ciertos puntos, principios
superiores, que las Cámaras, como cuerpo legislativo, no podrán vulnerar. Por
ejemplo, les prohibirá hacer leyes retroactivas, determinará los derechos
individuales que reserva y garantiza de manera intangible a los ciudadanos. O
también se reservará a sí misma, es decir, reservará a un órgano constituyente
especial ciertas materias consideradas como particularmente graves, y las cuales,
por lo tanto, no podrán ser objeto de las leyes ordinarias. Las limitaciones de esta
clase no se desarrollan ya en el terreno y sobre el fundamento del principio de
separación de poderes según Montesquieu, sino que aquí nos encontramos en
presencia de un principio muy diferente: el de la separación entre el poder
constituyente y los poderes constituidos.20 Las Cámaras continúan
317

20
Aunque los dos principios sean diferentes, conviene observar que la separación de poderes
constituidos supone necesariamente la separación del poder constituyente. Entre estas dos
separaciones la relación es estrecha. Una verdadera separación entre los poderes legislativo,
ejecutivo y judicial sólo es posible y puede concebirse mientras exista por encima de las
autoridades a separar una autoridad superior que establezca entre ellas la separación, como
ocurre en Estados Unidos, donde el pueblo, autor de la Constitución, delega separadamente los
tres poderes en tres clases de órganos, constituyéndolos en una situación de independencia en
sus relaciones recíprocas, pero dependiendo de él los tres (cf. n" 451, infra). Si no existe en la base
del Estado semejante separación, especialidad y superioridad del poder constituyente; si el poder
constituyente reside en uno de los órganos llamados constituidos, como es el caso ac
861

siendo el órgano supremo, en el orden de las autoridades constituidas; pero por


encima de ellas se establece un poder y un órgano superiores que las dominan y
las contienen (ver n9 455, infra). Esta clase de separación ha sido concebida, y allí
se halla fuertemente establecida, en Estados Unidos, donde se basa
principalmente en la idea de la soberanía del pueblo y donde tiene por corolario y
sanción la facultad de los tribunales para comprobar la constitucionalidad de las
leyes y negarse a aplicar las que juzguen inconstitucionales. En el fondo, esta
separación del poder constituyente, así como las instituciones que entraña,
proceden sobre todo, en Estados Unidos, del hecho de que el pueblo de este país
sintió fuertemente la necesidad de procurarse una protección efectiva contra la
arbitrariedad y los intentos de despotismo de sus gobernantes y, en particular, de
sus legislaturas. Con este objeto, los americanos se dieron Constituciones
detalladas y extensas, cuyas prescripciones, al imponerse al respeto de las
asambleas legislativas, tienen como efecto restringir notablemente la potestad de
estas últimas (ver n9 463, infra).
En Francia prevalecieron otras influencias. Bajo la Constitución de 1875,
sobre todo, la separación del poder constituyente se reduce a muy poca cosa. Por
una parte la Constitución actual es muy breve: incluso es completamente muda
sobre la cuestión, sin embargo primordial, de las libertades y derechos
individuales; ya en este aspecto apenas si restringe los poderes de las Cámaras.
Por otra parte, es de observar que, aunque la Constitución hubiese cuidado de
limitar, mediante disposiciones o prohibiciones múltiples y precisas, la potestad
parlamentaria, estas prohibiciones no constituirían para las Cámaras sino una
barrera relativamente fácil de franquear, un freno del cual les sería relativamente
cómodo desasirse (ver n9 482, infra). En el estado actual del derecho público
francés la separación entre las leyes ordinarias y las leyes constitucionales es, en
efecto, muy débil; e incluso es cierto que la revisión de la Cons
318

Tualmente en Francia, donde el Parlamento es dueño de la Constitución, y como ocurre también


en los Estados monárquicos, donde el monarca es el órgano supremo en materia constituyente y
legislativa a la vez, entonces no cabe ya una separación real entre las autoridades constituidas,
pues en este caso, teniendo los diversos órganos constituidos su poder por uno de ellos, dejan de
poseer con respecto a éste una situación de independencia y de separación efectivas. Así es como
se ha demostrado anteriormente (supra, p. 488, n. 7) que en Francia la autoridad ejecutiva sólo
tiene una potestad subalterna de ejecución de las leyes que emanan del Parlamento, o, de todos
modos, una potestad de ejercicio ejecutivo de los poderes que proceden de la ley constitucional
dependiente de ese mismo Parlamento. No tiene, pues, un verdadero poder primario,
independiente y separado. La razón por la cual la separación de poderes ya no es posible aquí, es
que la unidad del Estado, en vez de realizarse desde el primer momento en un órgano
constituyente colocado por encima de las autoridades constituidas, sólo se realiza en una de estas
mismas autoridades. Se hace, pues, inevitable, para mantener la unidad del Estado, que esta
autoridad, sea monarca o Parlamento, ejerza una primacía sobre los demás órganos constituidos,
lo cual excluye la aplicación del principio de Montesquieu.
862

titución depende pura y simplemente de la voluntad del Parlamento, Aunque se


dice que la Asamblea nacional es un órgano constituyente distinto del cuerpo
legislativo, el hecho es que este órgano está formado por la reunión de los
miembros de las dos Cámaras; la asamblea en que reside el poder constituyente
se compone del personal parlamentario ordinario. Así pues, en el momento en que
las Cámaras están de acuerdo para introducir una modificación en la Constitución
vigente,21 les basta constituirse en Asamblea nacional para realizar ese cambio.
Así, en el sistema constituyente establecido actualmente en Francia, la
Constitución ya no obliga realmente al Parlamento, pues éste no tiene más que
adoptar una formación especial para erigirse en órgano constituyente. Esto, en
definitiva , es tanto como decir que las Cámaras son incluso dueñas de la
Constitución. El Parlamento francés, como el de Inglaterra, es hoy todopoderoso.
315. De esta última observación parece inferirse que la actual Constitución
francesa ya no respeta el principio de la soberanía nacional, como tampoco se
preocupó de realizar la separación funcional y orgánica de los poderes. Esta
conclusión, sin embargo, no sería justa. Si, en cierto sentido, puede decirse que
las Cámaras concentran en sí y absorben la soberanía nacional, en otros aspectos
puede afirmarse que su soberanía, sin embargo, no es completa ni absoluta. Por
considerable que sea su potestad, ésta queda realmente limitada. La limitación
resulta del hecho de que el Parlamento, órgano supremo, órgano todopoderoso,
es un órgano electivo. Por lo menos, los hombres que lo componen están
sometidos a la necesidad de las renovaciones electorales; su poder sólo tiene una
duración pasajera y relativamente corta; no son sino los portadores momentáneos
de la potestad nacional. No sólo han sido elegidos por el cuerpo de ciudadanos,
sino que también es preciso que esta elección sea periódicamente confirmada y
renovada. Esta especie de limitación es muy diferente de la que se encuentra en
las monarquías. El monarca reina sin fin, pero sólo tiene, en cada momento de su
reinado, una potestad limitada; el Parlamento posee un poder que casi carece de
límites durante la legislatura, pero se ve limitado en el tiempo, por la brevedad de
dicha legislatura. Así pues, en el monarca es la expresión actual de los poderes lo
que está limitado; en las Cámaras
319

21
Se verá más adelante (núms. 471 y 472) (pie esta condición suficiente, o sea el acuerdo de
ambas Cámaras, es también una condición necesaria. Al mismo tiempo que fusiona al personal de
ambas Cámaras en una sola Asamblea para la realización de la revisión, la Constitución de 1875,
incluso en este caso, y especialmente en favor del Senado, salvaguardó la igualdad de poderes,
que es en esencia inherente al sistema bicameral francés. La división del Parlamento en dos
Cámaras sigue siendo, pues, lo mismo en materia constituyente que en materia de legislación
ordinaria, uno de los elementos de limitación de la potestad parlamentaria, según el derecho
positivo actual de Francia.
863

es la duración de dichos poderes.22 Ni en un caso ni en otro, los hombres que


llegan al poder poseen potestad ilimitada, y no son realmente el soberano. Esta es
una idea a la que se han adherido con firmeza los fundadores revolucionarios del
derecho público francés y que han expresado de manera bien clara por lo que
concierne a la asamblea elegida de los diputados (ver la n. 28 del n9 393, infra).
Según su concepto, la potestad de esta asamblea, por amplia y fuerte que sea, no
podría amenazar el principio de la soberanía exclusiva de la nación, pues los
individuos que ejercen esta potestad sólo tienen su goce precario y efímero (cf. n°
484, infra).
En el régimen constitucional que, conforme a este concepto originario, se
halla actualmente consagrado en Francia, la soberanía es nacional, por cuanto se
reparte entre órganos diferentes, hecho cuya necesidad se indicó antes (n9 303);
este reparto, establecido entre el cuerpo electoral y las Cámaras electas, cuya
naturaleza se precisará más adelante (n? 409), ha sido regulado de modo tal que
excluya tanto la potestad absoluta del Parlamento como la del cuerpo de
ciudadanos. Este no posee la soberanía como propia, pues sólo tiene un poder
electoral; por su parte, las Cámaras no se convierten en verdaderamente
soberanas, ya que los elegidos que las componen sólo poseen el poder
parlamentario por tiempo limitado. Como dice un autor, "mientras una asamblea es
electiva, no llega a ser absoluta, ya que de sus electores depende no renovarle
sus poderes" (Seignobos, op. cit., Revue de París, 1895, vol. i, p. 730). Tal es el
punto de vista que prevaleció en Francia; desde 1789, ejerció capital influencia en
la formación del derecho público francés. Resulta de esto cierta especie de
separación de poderes, pero que se funda sobre una base totalmente distinta de
aquella a la que Montesquieu unió su nombre.23 Mientras que la doctrina del
Espíritu de las leyes buscaba la garantía de la libertad pública en el reparto de las
funciones entre titulares independientes, la separación —puede decirse— se
establece hoy entre el cuerpo de electores y el cuerpo de elegidos; no se refiere
a funciones materiales, sino que tiende a limitar la influencia de
320

22 Cf. Esmein, íléments, 7 ed., vol. I, p. 306, el cual, a propósito de los poderes no limitados en sí
mismos, dice: "La colación por tiempo parece ser la consecuencia natural de la
soberanía nacional".
23
Los autores que hoy persisten en buscar, en la base de la organización constitucional francesa,
una separación de poderes conforme al principio de Montesquieu, parecen olvidar que este
principio se creó pensando en las monarquías. Suponiendo que pueda recibir su aplicación en
éstas, no está hecho para tener otras aplicaciones. Si los norteamericanos lo adoptaron al fundar
su Constitución, ello se debe en gran parte al hecho de que, haciendo abstracción de la evolución
hacia el parlamentarismo que ya en esa época se había realizado en Inglaterra, calcaron la
condición de su presidente popular sobre la de un monarca dotado de poder personal.
864

los elegidos con la de los electores; por último, se fuqda en un hecho político que
Montesquieu no pudo prever ni tener en cuenta: el incremento, tan considerable
hoy, de la fuerza de la opinión popular. Según la frase de un publicista
norteamericano, citado por W. Wilson (op. cit., ed. francesa, p. 17), aplicable a
Francia en amplio grado, "el pueblo tiene en sus manos la balanza contra sus
propios representantes por medio de elecciones periódicas". Al cuerpo electoral
es, pues, a quien corresponde contrarrestar la alta potestad de las Cámaras.
865

LOS ÓRGANOS DEL ESTADO


866

PRELIMINARES

316. El problema que domina todo el estudio de los órganos del Estado es
el siguiente:
En cada Estado se encuentran ciertas personas, tales como el rey, el
presidente de la República, los ministros, o también ciertos colegios, como las
asambleas legislativas, que son los titulares efectivos de los poderes del Estado,
los agentes de ejercicio de las diversas funciones de potestad estatal.
Con respecto a estos diversos poseedores del poder, puede formularse una
doble pregunta:
1 ¿Con qué carácter ejercen la potestad del Estado?
2 ¿De dónde procede esta cualidad? ¿De dónde obtienen el poder
que ejercen, así como su vocación para dicho ejercicio?
Estas dos preguntas no se formulan únicamente para los gobernantes? se
plantean en las democracias, para los mismos ciudadanos, por cuanto que en
ellas esos ciudadanos participan en el ejercicio de ciertas funciones de potestad
pública, estando, por ejemplo, llamados a emitir su sufragio para la formación de
las leyes o el establecimiento de la Constitución. ¿Con qué carácter lo hacen? ¿Y
de dónde procede el derecho de ejercer, en todo o en parte, la potestad estatal?
Desde el punto de vista estrictamente jurídico, la contestación a esas dos
preguntas es desde luego muy sencilla:
1 Las personas o cuerpos que ejercen una parte cualquiera de la potestad
pública, son por ello mismo los órganos del Estado, y la potestad que poseen es la
del Estado. En efecto, se observó al iniciar estos estudios (núms. 11 ss.) que el
Estado resulta de determinada organización de la colectividad nacional,
organización de tal índole que la potestad de querer y mandar de la colectividad se
concentra en ciertos individuos cuya voluntad y cuyas decisiones se consideran
como la voluntad y las decisiones de la colectividad misma. Por esta organización,
la colectividad se halla constituida —formalmente (ver supra, pp. 56 ss.)— en una
persona jurídica, es decir, en una unidad corporativa, en la cua! se funden todos
sus miembros individuales y que se convierte así, con el nombre de Estado, en el
sujeto propio de los atributos de la potestad pública. Las personas o asambleas
que expresan la voluntad nacional o ejercen la potestad pública, jurídicamente no
son más que los órganos de
867

esa colectividad unificada, es decir, los órganos de la persona estatal. En derecho


estricto y desde el punto de vista de la teoría general del Estado, la naturaleza del
órgano estatal es igual en todas partes: el zar de Rusia, en los tiempos de su
autocracia, era un órgano en el mismo sentido que la asamblea de ciudadanos
que deciden por sí mismos en la democracia suiza.
2 Si nos preguntamos ahora de dónde obtienen los poseedores del poder
—sean quienes fueren, gobernantes o asambleas de ciudadanos— su cualidad de
órganos del Estado, y en virtud de qué derecho pudiere a adquirir dicha cualidad,
hay que contestar, desde el punto de vista jurídico, que poseen ese título y
recibieron su vocación del orden jurídico establecido a este respecto en cada
Estado. Pero este orden jurídico se halla contenido en la Constitución. Por lo tanto,
su vocación procede de la Constitución, y en virtud de ésta ejercen su
competencia.
317. Nada tiene que añadir el jurista sobre la cuestión del fundamento de la
potestad que ejercen los órganos del Estado. El jurista, en efecto, sólo conoce el
orden jurídico existente. Por consiguiente, la ciencia del derecho sólo se preocupa
del fundamento jurídico .de las instituciones, el cual, según las nociones que se
acaban de recordar, se reduce a una cuestión de reglamentación u organización
formales. Por su parte, pues, no tiene por qué buscar el fundamento de las
instituciones desde el punto de vista histórico o social, ni menos proporcionar su
justificación desde el punto de vista político o filosófico. En particular, el problema
de la legitimidad de la autoridad de los gobernantes —por considerable que sea su
importancia moral— no depende de la ciencia jurídica propiamente dicha.1
A veces, sin embargo, los tratados de derecho público no se contentaron
con estas soluciones puramente jurídicas. Les reprocharon el tener tan solamente
un valor formal, el no expresar por lo tanto sino realidades exteriores o artificiales,
y sobre todo el atenerse a Ja comprobación pura y simple del hecho consumado.2
Los autores que pretenden escudri-
321

1
En principio, sin embargo, parece que hay motivo para declarar ilegítimo a todo gobierno que se
establezca y se adueñe del poder fuera o en contra del derecho público vigente en el momento de
su advenimiento. Pero, como el primer cuidado de los gobernantes que alcanzaron el poder en
esas condiciones es precisamente crear un nuevo estatuto que consagre su autoridad, esta
autoridad, después de sus comienzos contrarios al derecho, acabará adquiriendo un carácter de
legitimidad jurídica, siempre que el nuevo estatuto con el cual se halla actualmente conforme sea
reconocido y aceptado públicamente como estable y regular. Por esto puede decirse que la
legitimidad jurídica de la potestad de los gobernantes no depende tanto de las condiciones en que
adquirieron primitivamente el poder, como del hecho de que estén en situación de conservar la
posesión del mismo de una manera regular y duradera según la Constitución actualmente en vigor.
2 Esta crítica ha sido dirigida con frecuencia a las teorías jurídicas en general. "Los idealistas
reprochan a los juristas el adoptar la teoría del stata quo", dice Joseph Barthélemy
868

ñar en el fondo de las cosas consideran indispensable, pues, indagar cuáles son
las bases racionales de la autoridad que ejercen ciertas personas o cuerpos en
nombre del Estado. Plantean entonces la cuestión teórica de saber cuál es la
fuente primera del poder que ejercen los gobernantes o, para emplear la
terminología establecida en Francia a este respecto, en quién reside
primitivamente la soberanía. Esto ya no es, propiamente hablando, una cuestión
jurídica, sino una cuestión de orden especulativo y de principios. Ya no se trata de
resolver el problema de la soberanía según los datos positivos del derecho
vigente, sino según los conceptos que se fundan en la razón. Y ya se entiende que
estos conceptos varían según las ideas particulares y las tendencias personales
de cada pensador.
En ninguna parte ha sido esta cuestión de principio más agitada que en
Francia. Muchas razones hubo para ello. Ante todo, la necesidad de lógica, y
también de justicia, propia del espíritu francés, o sea la necesidad de referir las
instituciones a ciertas ideas generales, por una parte, y por otra la de encontrar a
la potestad de los gobernantes una justificación que no sea la fuerza de que
disponen o el imperio del hecho existente. Pero —hay que decirlo también—- la
importancia que se ha dado en Francia a la cuestión de los orígenes del poder que
poseen los gobernantes se debió, en gran parte, a la inestabilidad de las
instituciones políticas francesas después de 1789.
En aquellos países que tienen instituciones tradicionales, consagradas por
un largo pasado histórico, los poderes públicos funcionan apaciblemente y la
autoridad de sus titulares es aceptada por el pueblo sin que éste piense en
preguntarse cuál es el fundamento de esta autoridad ni si es legítima. Así ocurrió
en Inglaterra durante mucho tiempo. Los ingleses tomaron la costumbre de decir
que, en Inglaterra, la potestad soberana reside en el Parlamento, y con el nombre
de Parlamento entendían la reunión del rey, la Cámara de los Lores y la Cámara
de los Comunes. En efecto, el rey y las Cámaras fueron durante siglos los titulares
tradicionales e indiscutibles de la potestad estatal; a la larga, esos titulares
acabaron por encarnar, para los ingleses, la potestad soberana, y el pueblo inglés
no se preocupó ya más de indagar de dónde procedía su poder. Lo tenían, ante
todo, por una posesión inmemorial, y a decir verdad este título histórico constituye
la justificación más sólida que pueda invocarse, desde el punto de vista político,
por los gobiernos de los Estados, así como constituye también la mejor garantía
política de su mantenimiento duradero,3 durante tanto tiempo, al menos, como la
tradición del pasado
322

(Démocratie et politique étrangére, p. 456), que, por cierto, reconoce que en esto "los juristas no
han elegido desde luego la mejor parte", aunque no por eso deja de mantener, apoyándose en
buenas razones, que "su papel es necesario".
3
En la época de las monarquías alemanas, muchos autores, en Alemania, elevaron esta verdad
histórica y política a la altura de un principio absoluto. La tesis expresada por ellos
869

no se vea socavada por la aparición en el país de aspiraciones, necesidades o


acontecimientos nuevos.
318. Otras circunstancias prevalecieron en Francia. Después de la caída del
antiguo régimen, al romper el pueblo francés con las tradiciones de su historia
política, le costó gran trabajo crearse otras nuevas. De 1789 a 1875, y mediante
múltiples cambios de Constitución, bruscos y radicales, agotó todas las formas de
gobierno. Durante este período de inestabilidad no pudieron los poseedores
sucesivos del poder, como en Inglaterra, fundar su existencia en una posesión
constante de la soberanía, y entonces, a falta de un título de legitimidad
proporcionado por el pasado, hubo que preguntarse cuál era, en el presente, el
origen jurídico y la base racional de su autoridad. Esta cuestión adquirió hace
tiempo, en las preocupaciones de los publicistas franceses, una importancia tanto
más considerable cuanto que siempre se veían llevados a considerar la
eventualidad de un cambio total de Constitución o de modificaciones más o menos
profundas del régimen, constitucional vigente. Y, en efecto, el problema capital
que suscitaba el examen de semejante eventualidad era el siguiente: ¿a quién
pertenece el derecho de hacer labor constituyente, de instituir los órganos del
Estado y de conferirles el poder?
Así pues, la cuestión de saber en quién tiene la soberanía su sede
primordial tomó en Francia, y bajo la influencia de los acontecimientos, un giro y
una significación especiales. Se reduce a preguntar en quién reside el poder
constituyente. Es importante observar cómo se formula este problema, pues sus
mismos términos indican que, para indagar el fundamento de la potestad de los
gobernantes, no nos colocamos después y bajo el imperio de la Constitución
vigente, sino en el mismo momento en que ha de hacerse esa Constitución; no se
supone un orden jurídico preexistente, sino que se hace tabla rasa de todo aquello
que existe como organización constitucional, pretendiendo organizar de nuevo y
por entero al Estado sobre el fundamento de teorías preconcebidas. En realidad
no hubo más remedio que recurrir a teorías de esta clase cada vez que se trató,
desde 1789, de darle al pueblo francés una nueva Constitución des
323

era que el monarca no recibe sus derechos de la Constitución, sino del hecho histórico de la
posesión del poder. Ricker, por ejemplo (Frankensteirís Vierteljahrsschrijt fiir Staats und
Volkswirtschaft, vol. IV, p. 261). dice: "La supremacía que corresponde al monarca tiene por base
la potestad de hecho que ha recibido en el transcurso de la historia. Por lo tanto, la cuestión de
saber a quién pertenece jurídica y legítimamente la autoridad estatal suprema se reduce a la de
saber quién está en posesión efectiva de dicha autoridad". G. Meyer (Lehrbuch des deutschen
Staatsrechts, 7* ed., p. 26) declaraba igualmente: "El derecho al ejercicio de la potestad estatal
está condicionado, no ya por la necesidad de un título jurídico de adquisición, sino únicamente por
el hecho de la posesión de dicha potestad". Y uno de los jefe? de esta escuela, Max Seydel
(Grundzüge einer allg. Staatslehre, p. 14), ha expuesto la fórmula del sistema al decir: "La cuestión
de la legitimidad del poder del soberano efectivo no tiene sentido jurídico", y también (p. 16) : "La
Herrschaft es puramente un hecho".
870

pues de una revolución o de un acto de fuerza que acababa de derribar en su


totalidad, haciéndola desaparecer radicalmente, la Constitución vigente (ver n9
444, infra).
Así, es conveniente recordar, ante todo, las teorías emitidas respecto a la
primitiva sede y a la fuente originaria de la potestad soberana. Después
abordaremos el estudio del sistema del derecho positivo francés en relación con el
órgano estatal. Y por último volveremos a la cuestión del poder constituyente
mismo, para examinar la solución jurídica que le dieron las Constituciones
francesas.
871
872

CAPITULO I

TEORÍAS CONTEMPORÁNEAS SOBRE EL ORIGEN DE LA


POTESTAD DE LOS ÓRGANOS DE ESTADO

319. Antes de exponer las dos grande's teorías propuestas actualmente por
los tratados de derecho público francés en respuesta a la pregunta sobre el origen
del poder, que son, por una parte, la de la soberanía del pueblo y, por otra, la de la
soberanía nacional, hay que recordar la solución que se dio a esta cuestión en la
Francia antigua de antes de 1789. En el último estado del antiguo derecho público,
la realeza francesa se fundaba —y hasta la Revolución siguió fundándose— en el
concepto teocrático del derecho divino, concepto que tenía su origen en el
principio de que toda potestad procede de Dios.1 La monarquía de derecho divino
324

1
Los orígenes de la doctrina del derecho divino son seguramente muy lejanos (Brissaud, Histoire
genérale du droit franjáis vol. I, pp. 528-529), como lo atestigua, por ejemplo, la antigüedad de la
máxima: "Le roi de France ne tient son royaume que de Dieu et de son épée" (Debe observarse,
por otra parte, que al principio esta máxima fue invocada especialmente en contra del papado;
significaba que el rey recibe su espada temporal inmediatamente de Dios, sin la mediación del
papa.) No obstante, sólo en los dos últimos siglos del antiguo régimen ha sido profesado como
doctrina oficial el sisterria del derecho divino propiamente dicho (Duguit, L'Étai, vol. I, p. 250). Fue
afirmado especialmente por Luis XV, en el edicto de diciembre de 1770: "Solamente de Dios
recibimos nuestra corona." Respecto de la supervivencia de esta doctrina en la Prusia de
anteguerra, ver Le Fur, Revue du droit public, 1908, p. 415, y Duguit, Traite, 2* ed., vol. i, p. 418. La
doctrina del derecho divino, en efecto, ha sido invocada en diversas ocasiones por Guillermo II,
últimamente en su discurso pronunciado en Koenigsberg el 24 de agosto de 1910: "Aquí es donde
el Gran Elector se declaró, por su propio derecho, como soberano en Prusia. Aquí es donde su hijo
colocó sobre su cabeza la corona de rey. Aquí, Federico Guillermo I estableció su autoridad como
una roca de bronce... Aquí fue igualmente donde mi abuelo puso de nuevo sobre su cabeza, por su
propio derecho, la corona de rey de Prusia, demostrando una vez más, de un modo preciso, que le
estaba concedida solamente por la gracia de Dios, y no por asambleas nacionales ni por
plebiscitos, de tal modo que se consideraba como el instrumento escogido por el cielo y cumplía,
como tal, sus deberes de soberano... Considerándome como un instrumento del Señor e
indiferente a las ideas del día, prosigo mi camino, consagrándome únicamente a la prosperidad de
la patria..." En la sesión del Reichstag de 26 de noviembre de 1910, el canciller del Imperio,
interpelado por los socialistas sobre el discurso de Koenigsberg, si bien no defendió directamente
la teoría del derecho divino, afirmó por lo menos que la monarquía prusiana debía su origen al
desarrollo histórico de la casa de Hohenzollern y que se fundaba, por consiguiente, no ya en una
idea de soberanía nacional, sino en el "derecho propio" del monarca. Y este punto de vista, que, en
efecto, se hallaba conforme con el sistema del derecho público prusiano, fue, en la
873

derivaba de la idea de que Dios había designado y predestinado a una familia para
que ejerciera hereditariamente, en su nombre, la potestad soberana sobre el
pueblo francés. En este concepto, la cuestión del poder constituyente, en el
sentido en que'fue formulada antes (p. 870), ni siquiera podía ser tratada, pues el
rey de Francia no recibía su poder de ninguna Constitución humana, sino
directamente de la institución divina, al ser rey únicamente "por la gracia de Dios".
El' desarrollo que a la terminación del antig uo régimen adquirió la teoría del
derecho divino se explica sobre todo porque encajaba en forma armoniosa y muy
útil en el sistema de la monarquía absoluta, tal como éste había sido edificado
poco a poco por los reyes de Francia, desde Luis XI hasta Luis XIV, y así venía a
justificar el absolutismo real. Gracias al principio del derecho divino, el rey tenía
fundamento para actuar como titular de un poder a la vez ilimitado y exclusivo. De
una parte, en efecto, y puesto que sólo dependía de la institución divina, sólo
había de rendir cuentas a Dios, a su potestad no podían asignarse más reglas o
límites que los que resultaban de las leyes divinas. Humanamente hablando, el
monarca estaba desligado de toda responsabilidad respecto de su pueblo. Por lo
tanto, el poder real era ilimitado, en el sentido de que adquiría su consistencia en
la voluntad omnipotente del monarca. La soberanía, en el sistema de la monarquía
absoluta, se reducía a la idea de que el monarca puede todo lo que quiere. Es lo
que expresa el antiguo adagio: '"Si el rey quiere, la ley quiere"; y esto se
desprende también de la fórmula por la que el rey cierra sus edictos y ordenanzas:
"Por ser ésta nuestra voluntad". Por otra parte, el poder real era exclusivo:
vicario de Dios en lo temporal, el rey concentraba en sí, totalmente, la
potestad del Estado, cualesquiera que fueren sus formas o funciones, y ninguno
de los atributos de dicha potestad podía ejercerse por nadie que no fuera el
monarca, a no ser por delegación consentida por éste, delegación que sólo podía
referirse al ejercicio de la misma. Con razón, pues, podía decir el rey: "El Estado
soy yo". En efecto, el sistema de la monarquía absoluta, fundada en el derecho
divino, conducía a la conclusión de que el Estado encarna en la persona del
monarca, y uno y otro se confunden al punto de no constituir sino uno solo, y el rey
lleva en sí mismo toda la potestad estatal.
325

misma sesión, sostenido igualmente por los oradores de los diversos grupos del Reichstag. Con
excepción del representante del partido demócrata progresista, sin que ninguno de estos
oradoexpresión e los sentimientos cristianos del Emperador. Cf., entre los autores, Bornhak de este
último por el discurso de Koenigsberg fue justificada por diversos oradores como la expresión de
los sentimientos cristianos del Emperador. Cf., entre los autores, Bornhak (Preussisches
Slaatsrecht, 2' ed.. vol. I, pp. 67 y 152), que señalaba como una de las bases sobre las cuales se
ha fundado el derecho público prusiano el principio de que l:los reyes de Prusia reciben su corona
de Dios, y no por la gracia del pueblo y del Parlamento"
874

Desde larga fecha y en numerosas ocasiones, fue denunciado y demostrado el


error de la teoría del derecho divino; lo fue, especialmente, por los mismos
teólogos. Las palabras de San Pablo: "Omnis potestas a Deo", no significan que
los gobiernos o sus jefes hayan sido creados o designados directamente por Dios
(doctrina del derecho divino sobrenatural). Tampoco significa que estén señalados
indirectamente por la forma en que la divina Providencia dirige el curso de los
acontecimientos (derecho divino providencial). El principio del origen divino del
poder debe entenderse solamente en el sentido, que precisó Santo Tomás de
Aquino (Summa theologica, 2* parte, I, cuestión 96, art. 4), de que Dios, al crear al
hombre sociable, quiso también el poder social, puesto que ninguna sociedad
puede subsistir sin una autoridad superior dotada de la potestad de mandar a cada
uno con miras al bien de todos. Así pues, el poder, considerado en sí, procede de
Dios; es, en su esencia, de origen divino, porque su necesidad deriva de las leyes
mismas que condicionan el orden social, leyes cuyo autor es Dios; pero no por ello
deja de ser cierto que, en el campo de las realidades positivas, el poder sólo
puede organizarse por medios humanos. En otros términos, a los hombres es a
quienes corresponde regular sus formas y sus condiciones de ejercicio, así como
determinar quiénes han de ser sus titulares. Por consiguiente, desde el punto de
vista del derecho positivo, lo que el jurista debe indagar ante todo es la fuente
humana de la que brota el poder que ejercen los órganos del Estado (Chénon,
Théorie catholique de la souveraineté nationale, pp. 7-16; Duguit, Traite, 2* ed.,
vol. i, pp. 413 ss.; Le Fur, "La souveraineté et le droit", Revue du droit public, 1908,
pp. 412 ss.).2
326

2
Estos autores observan que, lejos de ser los fundadores y los defensores de la doctrina del
derecho divino de los reyes, los teólogos católicos, en su mayor parte, sostuvieron una tesis
contraria, al declarar de un modo expreso que lo que procede de Dios es únicamente el poder in
abstracto, pero no la designación concreta de los jefes que han de ser titulares del poder. Esta
última doctrina, que San Juan Crisóstomo enseñó desde el siglo iv y que fue reproducida por los
doctores de la Edad Media y confirmada por las encíclicas de León XIII, puede considerarse como
la doctrina tradicional de la Iglesia católica. Incluso Bossuet, el teorizante de la monarquía
absoluta, se aleja en amplio grado del sistema del derecho divino (Le Fur, loe. cit., pp. 416-419,
texto y notas: Duguit, Traite, vol. I, p. 27). Conviene añadir que. Según gran número de teólogos,
entre los cuales debe citarse especialmente a Santo Tomás, al cardenal Belarnino y a Suárez, el
poder es puesto por Dios en la misma comunidad popular, en la "multitud" y ésta es quien trasmite
su ejercicio a sus gobernantes. Los príncipes tienen, pues, su potestad por el consentimiento del
pueblo. De aquí la máxima repetida por muchos teólogos: Omnis potestas a Deo per populum
(Chénon, op. cit., pp. 13 ss.; Duguit, Traite. 2' ed., vol. I, p. 420). Incluso hubo, desde la Edad
Media, teólogos que sostuvieron que el rey dehe su potestad a un contrato. Pero este contrato es
muy diferente de aquel que había de concebirse después, bajo el nombre de contrato social, por la
escuela del derecho natural. No es, en efecto, sino un contrato de sujeción, referente a la
designación y a la institución del sobe
875

1. TEORÍA DE LA SOBERANÍA DEL PUEBLO

320. En el momento actual, la teoría más extendida, respecto a la cuestión de


la residencia ordinaria de la soberanía, es aquella que sitúa la fuente del poder en
el pueblo, en la masa común de los ciudadanos. Esta idea debe su fuerza de
expansión al desarrollo de la civilización democrática, y también se la debe a los
continuos progresos del espíritu individualista, por más que, llevada a sus
consecuencias extremas, pueda llegar a ser excesivamente opresora para el
individuo, al menos en aquellos pueblos que sólo poseen en grado insuficiente el
sentido de la justicia y de la libertad. Pero, además, debe su éxito, especialmente
en Francia, a la seducción de las fórmulas que dio de ella su principal propagador,
Juan Jacobo Rousseau.
No es que la haya descubierto Rousseau, ni que la haya expuesto por vez
primera. Sin referirnos a los teólogos, que desde la Edad Media situaban la
residencia de la potestad soberana en la comunidad popular, ni a las tentativas
hechas en los Estados Generales de 1355, y sobre todo en los de 1484, con
objeto de lograr la admisión de esta misma idea, ni finalmente a la tesis, muy
absoluta, sostenida en el mismo sentido en el siglo XVI por los monarcómacos,
basta recordar que, ya antes de Rousseau, había fundado Hobbes su teoría del
absolutismo del príncipe en la afirmación de aue la masa de los ciudadanos
transfería al rey la potestad que se hallaba originariamente en ella; que Jurieu, al
proclamar la necesidad de una "autoridad aue no haya de tener razón para
convalidar sus actos", había añadido que "esta autoridad tan sólo se encuentra en
el pueblo"; aue Locke fundó igualmente la sociedad civil y su potestad en el
consentimiento de sus miembros (Esmein, Éléments, 7 ed., vol. I, pp. 278 ss., 285
ss., 291 s$.; Duguit, Traite, vol. i, pp. 29 ss.). Pero fue Rousseau quien dio a esa
doctrina su expresión teórica más clara, particularmente en su Contrato social, y
además, auien dedujo sus consecuencias prácticas con una precisión y una
valentía que no alcanzó ninguno de sus predecesores.
La tesis de Rousseau, a este respecto, deriva directamente de las ideas emitidas
por él acerca del fundamento mismo de la soberanía. Procede del concepto de
que la soberanía, lo mismo que la sociedad y el Estado, tiene su origen en un
contrato.1 En efecto, el objeto del contrato
327

rano, y no un contrato de sociedad, que tiene por efecto originar la nación misma o el Estado
(Jellinek, L'État moderne, ed. francesa, vol. I, p. 326).
1
La hipótesis del contrato social, dice Rousseau, es la única explicación que permite conciliar el
estado de sujeción en que se encuentran los individuos que viven en sociedad con el hecho de que
el hombre es esencialmente libre y no puede renunciar a su libertad. "El hombre nació libre, y en
todas partes está aherrojado. ¿Qué es lo que puede hacer legítimo este
876

social no es tan sólo producir "un cuerpo moral y colectivo", sino también, y
esencialmente, crear en el seno de la sociedad una autoridad pública, superior a
los individuos. A este efecto, el contenido del pacto social lo constituye, según
Rousseau, la cláusula siguiente: Cada uno de los contratantes, es decir, cada
miembro del cuerpo nacional en formación, consiente en una enajenación total de
su persona en favor de la comunidad, en tanto que se subordina, él y su voluntad,
"a la suprema dirección de la voluntad general", la que se convierte así en
soberana. Pero, por otra parte, cada miembro es admitido por todos los demás
"como parte indivisible del todo", y por consiguiente, la misma voluntad general no
es sino una resultante de voluntades individuales; es la suma numérica de las
voluntades particulares e iguales de los asociados.2 Así pues, en virtud del
contrato social, los asociados son, a la vez, "ciudadanos, en cuanto participan en
la autoridad soberana, y subditos, en cuanto sometidos a las leyes del Estado"
(Contrat social, libro I, cap. vi). Finalmente, pues, del hecho de que todo nacional
es llamado a concurrir, con su voz y con su voluntad, a la formación de la voluntad
general, resulta que la soberanía tiene esencialmente su residencia en el pueblo, o
sea en los individuos mismos que componen el pueblo, en cada uno de los
miembros, contados uno a uno, de la masa popular. Esto es lo que Rousseau
expresa al decir que "el soberano sólo está formado por los particulares que lo
componen" (ibid., libro i, cap. vn). Y en otra parte: "Supongamos que el Estado
esté compuesto por diez mil ciudadanos. Cada miembro del Estado tiene a su vez
la diezmilésima parte de la autoridad soberana" (ibid., libro III, cap. I) 3
328

cambio? Creo poder resolver esta cuestión" (Contrat social, lib. I, cap. I). "Hallar una forma de
asociación por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sin embargo más que a sí
mismo, y quede tan libre como antes. Tal es el problema fundamental cuya solución da el contrato
social" (ibid,, lib. I, cap. VI). Lo que constituye el valor de esta solución, según Rousseau, es que la
voluntad general comprende en sí la voluntad de cada ciudadano, y de aquí, por lo tanto, que cada
uno sólo se obedece a sí mismo.
2
"La voluntad constante de todos los miembros del Estado es la voluntad general; por ella son
ciudadanos libres" (Contrat social, lib. iv, cap. n).
3
Se ha discutido, sin embargo, si la doctrina de Rousseau debe entenderse en este sentido. Se ha
dicho que cuando Rousseau declara que el soberano sólo está constituido por particulares, esto
significa efectivamente que la sociedad estatal, según él, no es más que un compuesto de
individuos, y esta idea es, en realidad, una de aquellas sobre las cuales la Revolución fundó
posteriormente, de modo esencial, todo el sistema del derecho público francés. Pero, por lo demás,
admite Rousseau que por efecto del contrato social se constituye en esta sociedad una persona
colectiva, un "yo común", que se distingue de los miembros individuales. A este ''yo común"
corresponde una voluntad común o general, que es igualmente diferente de las voluntades de los
miembros. "La soberanía —dice Duguit (Traite, vol. I, p. 35)—, en este concepto, no es la suma de
las voluntades individuales, sno una voluntad general en la que vienen a fundirse, a perderse en
cierto modo, las voluntades individuales." Cuando los ciudadanos son invitados individualmente a
emitir su sufragio, lo que se les pide no es que
877

321. Así entendida, la soberanía se encuentra dividida, desmenuzada en


porciones personales, entre todos los miembros ut singuli de la nación. Y
entonces, he aquí la consecuencia práctica de este concepto "atomístico": para
reconstituir la soberanía del Estado entero será necesario ensamblar y adicionar
todas estas parcelas de soberanía individual. En otros términos, cada vez que
haya de tomarse una decisión soberana, habrá que convocar al pueblo, a la
totalidad de los ciudadanos; y después, se sumarán las voluntades particulares
expresadas por cada uno de ellos, y así se manifestará la voluntad general. Ahora
bien, como no podrá esperarse obtener una voluntad absolutamente unánime,
respecto de ninguna cuestión, por parte de todos los ciudadanos, Rousseau no
tiene más remedio que admitir, en último término, que la voluntad general quedará
determinada por las voluntades de la mayoría. Por la misma fuerza de las cosas,
en efecto, hay que contentarse con la mayoría si no se quiere que el Estado quede
condenado a la impotencia; la ley de la mayoría es por lo tanto un expediente
necesario. No obstante, es conveniente observar que Rousseau no la presenta de
ningún modo como un expediente, sino que pretende justificarla lógicamente
haciéndola depender de las mismas cláusulas del contrato social.
329

den a conocer su voluntad particular, sino que digan cuál es, a su juicio, esa voluntad general así
definida; y por ello observa el mismo Rousseau que ''existe mucha diferencia entre la voluntad de
todos y la voluntad general"; por ello también la votación de la mayoría habrá de obligar a la
minoría que había expresado un parecer diferente. Pero toda esta argumentación queda anulada
por la simple observación de que, según la definición misma que da de ella el Contrato social, la
voluntad general tiene su fuente y su consistencia esencialmente en la voluntad de los ciudadanos
mismos, de todos los ciudadanos y, por consiguiente también, de cada uno de los ciudadanos. Es
lo que se desprende, por ejemplo, del concepto de ley tal como lo presenta Rousseau (lib. u, cap.
vi) : si a sus ojos la ley es el acto de soberanía propiamente dicho, por este motivo es la expresión
de la voluntad de todos. "Cuando todo el pueblo estatuye sobre todo el pueblo, entonces la materia
sobre la cual se estatuye es general como la voluntad que estatuye". Así pues, Rousseau no
concibe a la voluntad general como pudiendo tener más elemento constitutivo que las voluntades
de todos. Y es efectivamente por este motivo por lo que se verá obligado a sostener (ver p. 878,
infra) que "el ciudadano consiente todas las leyes, incluso aquellas que se hacen a pesar suyo" (lib.
IV, cap.II). Considerando, en efecto, que "las leyes sólo son registros de nuestras voluntades" (lib.
II, cap. VI), Rousseau no admite que los ciudadanos puedan quedar "sometidos a leyes en las
cuales no han consentido" (lib. iv, cap. 11). Esto implica efectivamente que, según él, la soberanía
reside en todos los ciudadanos y en cada uno de ellos. Esta doctrina de Rousseau, de la que
deduce la conclusión de que los ciudadanos son a la vez soberanos y subditos, no es exacta.
Como se ha observado ya anteriormente (n° 83), la m edida en la que el ciudadano participa en la
soberanía y aquella en la cual está obligado a sujeción no son ni con mucho iguales. El ciudadano
no es soberano individualmente, ya que, en definitiva, la soberanía se halla en el todo y no en las
partes; por el contrario, su sujeción personal a las voluntades del conjunto soberano es total y
absoluta. La soberanía y la sujeción de los ciudadanos no se equilibran entre sí, pues una es
colectiva y la otra es individual.
878

"Sólo existe —dice— una ley que, por su naturaleza, exija un consentimiento
unánime: es el pacto social. Fuera de este contrato primitivo, la voz del mayor
número obliga siempre a los demás; es una consecuencia del contrato mismo"
(Contrat social, libro iv, cap. u). Rousseau quiere decir con esto que es en virtud
de las estipulaciones mismas del pacto social por lo que la minoría se halla
subordinada a la mayoría. Y, en efecto, se acaba de ver que, según el análisis que
presenta de estas estipulaciones, en el pacto social cada uno ha consentido en
abandonarse a la voluntad general: este abandono o renunciación no puede tener
más sentido que el de la sumisión individual de cada uno a la voluntad del mayor
número. Por razón misma de este consentimiento otorgado previamente, la
voluntad general, por más que haya sido determinada por un cálculo de mayoría,
contiene en sí la voluntad de todos, de modo que puede decirse que, al
obedecerla, cada cual sólo se obedece, en suma, a sí mismo; y así se mantiene la
libertad del ciudadano dentro del Estado.4 Sin embargo, parece surgir una
objeción: si, en virtud del contrato social, los ciudadanos se han sometido para el
porvenir a la voluntad de la mayoría, ¿no excluirá esta subordinación la posibilidad
de considerarlos como conservando su libertad y como participando todos, con
igual título, en la soberanía? Soberanía y sujeción a la voluntad ajena son dos
cosas inconciliables. Rousseau mismo se plantea esta objeción: "Se pregunta
cómo el hombre puede ser libre y tener que conformarse a voluntades que no son
las suyas. ¿De qué modo los opositores pueden ser libres y sometidos a leyes que
no han consentido?" (Contrat social, libro IV,cap. II). Veamos por medio de qué
sutil razonamiento trata de soslayar esta objeción (ibid.): "El ciudadano consiente
en todas las leyes, incluso en aquellas que se hacen a pesar suyo. Cuando se
propone una ley a la asamblea del pueblo, lo que se pregunta a los ciudadanos no
es precisamente si aprueban o rechazan la proposición, sino si dicha proposición
es o no conforme a la voluntad general, que es la suya: cada uno de ellos, al emitir
su sufragio, da su parecer a este respecto; y del cómputo de los votos se obtiene
la deducción de la voluntad general. Así, cuando prevalece el parecer contrario al
mío, esto no prueba sino que yo estaba equivocado, y que lo que yo estimaba
como voluntad general, no lo era en realidad". Se desprende de esta
argumentación, particularmente complicada y sobre todo contradictoria, que la
voluntad general no se confunde con la voluntad de todos, ya que puede hallarse
en oposición con los su-
330

4
Contrato social, lib. u, cap. iv: "Mientras los subditos sólo están sometidos a tales convenciones
(las del pacto social), no obedecen a nadie, sino sólo a su propia voluntad, y preguntar hasta
dónde se extienden los derechos respectivos del soberano y de los ciudadanos es como preguntar
hasta qué punto pueden éstos obligarse consigo mismos, cada uno hacia todos y todos hacia cada
uno de ellos."
879

fragios formalmente expresados por una minoría más o menos imponente. Esto
es, por lo demás, lo que declara positivamente Rousseau en otro párrafo de su
obra (libro n, cap. m): "Existe a veces mucha diferencia entre la voluntad de todos
y la voluntad general". Y sin embargo, por otra parte sostiene que esta voluntad
general es desde luego la voluntad de todos los ciudadanos. Es "la suya", no sólo
porque cada uno ha sido llamado a expresar su parecer respecto de ella, o porque
cada ciudadano la hizo suya previamente al suscribir al contrato social, sino
también por la razón de que el parecer expresado por la mayoría sobre la
consistencia de la voluntad general tiene por efecto determinar cuál es realmente
la voluntad de todos: tanto es así que habría que deducir que al emitir un voto
contrario al de la mayoría, la minoría se equivocó respecto de su propia voluntad.
Esta es una conclusión que Rousseau, a pesar de toda su habilidad, no consiguió
hacer admitir (ver núms. 323 y 413, infra).
322. Por muchas que sean sus imperfecciones, la doctrina de Rousseau
demostró, desde su aparición, una gran fuerza de difusión. Respondía a las
aspiraciones hacia la libertad y a las tendencias igualitarias de los hombres de
aquella época; y fue acogida con ansia por ellos. Desde la Revolución, continuó
ejerciendo una gran influencia en las ideas políticas del pueblo francés5 Este no
conoció nunca las explicaciones confusas o paradójicas de dicha doctrina, sino
que sólo retuvo sus fórmulas simples, y precisamente por ello, lo que hizo la
fuerza de esta teoría cerca de las masas fue su apariencia de gran simplicidad al
mismo tiempo que de estricta lógica. ¿No es muy racional, en efecto, admitir que
en las comunidades estatales, lo mismo que en todas las demás sociedades, el
gobierno de los asuntos sociales corresponde, en derecho, a los mismos
asociados, y que cada uno de ellos está calificado para defender, por medio de su
sufragio individual, su respectiva parte de intereses comunes?
La teoría de la soberanía popular, tal como la presenta Rousseau, suscitó,
no obstante, múltiples críticas. Unos la atacaron por razones de orden político. El
sistema de la soberanía popular implica, en efecto, que los gobernantes, reducidos
al papel de apoderados del pueblo, no tendrán más poder que el de recoger y
aplicar las voluntades de la mayoría de los ciudadanos, con respecto a la cual se
encuentran en un estado de completa subordinación. Semejante régimen, dícese,
es impracticable, pues impediría toda acción gubernamental seria, metódica y
provechosa. Otros han alegado consideraciones de equidad. La doctrina del
contrato social, dicen, es destructora de toda justicia. Y han impugnado sobre todo
el concepto que da Rousseau dt la ley, ese concepto según el cual la ley sólo es la
expresión de la voluntad general, o sea, de hecho,
331

5
En lo que se refiere a su influencia mundial sobre la estructura y las instituciones del
Estado moderno, véase .Tellinek, op. cit., ed. francesa, vol, I, pp. 342-343.
880

de la voluntad del mayor número. Así definida, la ley ya no necesita conformarse a


la sabiduría y a la equidad, sino que se convierte en puramente arbitraria: todo lo
que quiere el pueblo es legítimo, por el solo hecho de quererlo así. El sistema de
Rousseau llega, pues, a conferir a la masa popular una potestad absoluta,
indefinida, temible;6 este sistema es inicuo, porque entrega el individuo a la tiranía
de las mayorías.7 Estas consecuencias de las ideas de Rousseau fueron
impugnadas especialmente por la escuela de los doctrinarios, cuyos jefes, Royer-
Collard y Guizot, les opusieron, bajo la Restauración y al principio de la monarquía
de Julio, elocuentes protestas. Los doctrinarios, en lo que se refiere a la
soberanía, establecieron una fórmula que se ha hecho céle-
332

8
"El pueblo es quien decidirá lo que conviene dejar respecto a libertad y a bienes a cada
ciudadano, y esto hace temblar" (Jules Lemaitre, Jean-Jacques Rousseau, p. 256).
7
Contrat social, lib. i, cap. vi: "Estas cláusulas (las del contrato social), entiéndase bien, se reducerl
todas a una sola: conocer la enajenación total de cada asociado, con todos sus derechos, a toda la
comunidad..." De ahí el poder absoluto de la comunidad con respecto a sus miembros: "Como la
naturaleza concede a cada uno un poder absoluto sobre todos sus miembros, así el pacto social da
al cuerpo político un poder absoluto respecto de todos los suyos; y este mismo poder es el que,
dirigido por la voluntad general, lleva el nombre de soberanía" (lib. II, cap. IV). "Se conviene en que
todo lo que cada uno enajena, mediante el pacto social, referente a su potestad, sus bienes, su
libertad, es únicamente la parte de todo ello cuyo uso importa a la comunidad; pero hay que
convenir también en que solamente el soberano puede juzgar de esta importancia" (ibid). "Va
contra la naturaleza del cuerpo político que el soberano se imponga una ley que no pueda infringir.
Por donde se ve que no hay, ni puede haber, especie alguna de ley fundamental obligatoria para el
cuerpo del pueblo, ni siquiera el contrato social" (lib. I, cap. vil). En estas condiciones, los bienes, la
persona y hasta la vida misma de los ciudadanos quedan a merced del soberano: "El Estado, con
respecto a su? miembros, es dueño de todos sus bienes mediante el contrato social, el cual, en el
Estado, sirve de base a todos los derechos..." (lib. I. cap. IX). "Cuando el príncipe dice al
ciudadano: 'Es conveniente para el Estado que mueras', debe morir, puesto que sólo con esa
condición ha podido vivir con seguridad hasta entonces, y su vida no es ya un beneficio de la
naturaleza, sino un don condicional del Estado" (lib. II, cap. V). Se sabe, por otra parte, mediante
qué sofismas trata Rousseau de demostrar que la soberanía absoluta del pueblo, tal como se
desprende del contrato social, no puede ser nociva ni inquietante para los ciudadanos. Por efecto
del pacto social, "al darse cada uno por entero, la condición es igual para todos; y al ser igual para
todos, nadie tiene interés en que sea onerosa para los demás" (lib. I, cap. VI). "No estando
constituido el soberano sino por los particulares que lo componen, no tiene ni puede tener interés
contrario al suyo; por consiguiente, la potestad soberana no tiene ninguna necesidad de fiador con
respecto a los subditos, ya que es imposible que el cuerpo trate de perjudicar a todos sus
miembros. El soberano, por el mero hecho de ser, es siempre lo que debe ser" (lib. I, cap. VIIl). "La
voluntad general es siempre recta" (lib. II, cap. III). "¿Por qué la voluntad general es siempre recta,
y por qué quieren todos constantemente la felicidad de cada uno de ellos, si no es porque no existe
nadie que deje de apropiarse la expresión 'cada uno', y que no piense en sí mismo al votar por
todos?" (lib. II, cap. IV). "¿Qué es un acto de soberanía? Es una convención del cuerpo con cada
uno de sus miembros; convención equitativa, porque es común a todos; útil, porque no puede tener
más objeto que el bien general" (ibid.).
881

bre, y que consiste en proclamar que por encima de las sociedades no puede
existir más que una sola soberanía: la de la justicia y la razón.8 La soberanía no
tiene por objeto, pues, realizar la voluntad del mayor número, sino que debe servir
únicamente para realizar aquello que, en interés de la nación, es justo y razonable
(Tchernoff, Le partí républicain sous la monarchie de Juillet, pp. 13 ss.; Faguet,
Politiques el moralistes du XIX" siécle, 1 serie, pp. 330 ss.). Esta es una doctrina
ideal, de un alto valor moral, pero que no puede satisfacer al jurista, pues no le
hace avanzar más que el concepto teológico del poder de derecho divino. No
basta, en efecto, formular en principio la soberanía de la justicia y de la razón, sino
que, desde el punto de vista jurídico, toda la cuestión se reduce a saber a quién
corresponde, en el Estado, determinar lo que es justo y razonable.9
333

8
Esta fórmula, por otra parte, no ha sido inventada por los doctrinarios. Por ejemplo. Condorcet, en
su Essai sur les Assemblées provinciales (1* parte, art. 2) decía ya en 1788: "¿No debería tratarse
de destruir la peligrosa idea de que los diputados o representantes han de votar, no ya según la
razón y la justicia, sino según el interés de sus comitentes?"
9
Se pueden dirigir y se han dirigido (Esmein, Élénients, 7" ed., vol. i, p. 46) las mismas críticas a la
teoría que presentó Duguit referente a la soberanía en su importante obra sobre L'État.
Obedeciendo a tendencias que recuerdan en cierto aspecto las de los doctrinarios, este autor —
como ya se ha visto, n° 70, supra— rechaza la idea de la soberanía; no admite que el Estado tenga
una potestad de dominación (L'État, vol. I, pp. 320 ss.), ni que pueda crear el derecho (pp. 422 ss.);
tampoco admite que los gobernantes posean un poder de mando en virtud del cual puedan dar
órdenes a los gobernados (pp. 267 ss., 359ss.). El Estado, así como los gobernantes, no son
soberanos, sino que están subordinados a su vez a un principio superior, que es "la regla de
derecho", o sea una regla de conducta que proviene de las exigencias de la solidaridad social y
que se halla conforme con esta solidaridad (pp. 80-105). "El Estado —dice Duguit (p. 259)— queda
sometido a la regla de derecho Jo mismo que los individuos"; por su parte, "los gobernantes sólo
son individuos como los demás" y su voluntad no es de esencia superior a la voluntad de los
gobernados (p. 360 y 369). La voluntad de los gobernantes, lo mismo que la de los gobernados,
sólo tiene valor jurídico y se impone al respeto de todos cuando se halla conforme con la "regia de
derecho" y en la medida de esta conformidad. En el Estado, lo que merece la obediencia no es,
pues, la voluntad del Estado, ni la de los gobernantes, sino únicamente "la regla de, derecho", que
aparece así como única soberana (pp. 268 y 424; cf. sobre todos estos puntos el Traite de droit
constitutionnel del mismo autor, 1 ed., vol. I, pp. 85 ss., 2* ed., vol. i, pp. 26 ss., 63 ss., 393 ss., 512
ss.) Duguit se refiere a la regla de derecho como otros se han referido a la justicia y a la razón. Se
trata de puros conceptos filosóficos, que tienen como característica y defecto comunes carecer de
alcance práctico, y por consiguiente de interés jurídico. Duguit. indudablemente, se vería muy
apurado si tuviera que decir por qué signo positivo podrá reconocerse, en la realidad de los
hechos, que una orden dada por los gobernantes se halla o no conforme con lo que llama la regla
de derecho; así pues, es de observarse que se abstiene de toda indicación a este respecto; y por
lo mismo que renuncia a abordar esta cuestión de orden práctico, que sin embargo es primordial
para la ciencia del derecho, deja entrever que su doctrina no tiene valor ni eficacia jurídicas. El
mismo conviene en ello a veces: "Los gobernantes —dice (Traite. P ed., vol. I. p. 301)— se hallan
sometidos a una regla superior de derecho, y teóricamente no pueden violar dicha regla; pero esta
regla carece de sanción eficaz con respecto a ellos." Una regla despro882
882

323. Sin insistir más sobre estas críticas de orden moral o político, debemos tratar
especialmente de las objeciones jurídicas que suscita la teoría de Rousseau.
He aquí, en primer término, una objeción que ha sido reproducida con
frecuencia por los autores. Se refiere al régimen mayoritario, que Rousseau
pretende conciliar con la idea de una soberanía individual de los ciudadanos. Se
trata, dícese, de dos cosas inconciliables. Si cada ciudadano es personalmente
soberano por su parte, es imposible explicar la subordinación de la minoría a la
mayoría; o, mejor dicho, el hecho de esta necesaria subordinación basta para
demostrar que los ciudadanos no tienen por sí mismos ninguna parcela de
soberanía (Esmein, Éléments, 7 ed., vol. I, p. 356; Duguit, L'État, vol. II, pp. 68 y
85, y Traite, vol. I, p. 34; Saripolos, La démocratie et l'élection proportionnelle, vol.
I, p. 210, vol. II, pp. 10 ss.). Esta objeción había sido advertida por el mismo
Rousseau y se ha visto anteriormente (p. 878) con qué argumento trata de
prevenirla. Si se adopta, dice, la primera hipótesis del contrato social, no hay
contradicción en admitir después que los ciudadanos quedan libres, aunque
sometidos al principio mayoritario; pues quedan sometidos por su mismo contrato,
siendo precisamente ésta una de las cláusulas de su pacto de asociación.
Cuando, en una confederación de Estados, se ha estipulado en el tratado
federativo que la minoría someterá su voluntad a la voluntad de la mayoría, los
autores no dejan por e]lo de seguir declarando que cada uno de los Estados
confederados conserva su respectiva cualidad de soberano. Esta sumisión de los
Estados confederados a las decisiones eventuales de la mayoría, en efecto, se
origina en el tratado mismo concluido entre ellos; se funda en el libre
consentimiento de cada uno de ellos, y por esto deja subsistir su soberanía
(Laband, Droit public de l'Empire allemand, ed. francesa, vol. i, pp. 101 y 147;
Jellinek, op. cit.. ed. francesa, vol. u, pp. 534-535). Igualmente, dice Rousseau, "el
ciudadano consiente en todas las leyes, incluso en aquellas que se dictan a pesar
suyo" (Contrat social, libro IV, cap. II); consiente en ellas, porque
334

vista de sanción efectiva y que no se impone sino de un modo teórico, no es una regla de derecho.
¿Significa esto que no se pueda concebir ninguna regla de conducta, individual o social, anterior y
superior a la voluntad del Estado? Tal regla existe desde luego, y Duguit tiene razón al afirmar su
existencia. Pero, por mucho esfuerzo que realice dicho autor (L'État. vol. I. pp. 101 ss.) para
demostrar su carácter jurídico, tal repla sólo posee un valor puramente moral, mientras no haya
sido sancionada por el Estado. El derecho, en el sentido propio del término, supone, en efecto, la
sanción de una coacción; por lo menos se ha dicho (Lévy- Ullmann. La définition du droit, p. 151)
que supone la coacción como ultima ratia. "La coacción es una característica esencial del derecho"
(Larnaude, Les méthodes juridiques. leccione» dadas en el Colegio Libre de Ciencias Sociales en
1910, p. 16). El derecho no puede originarse, pues, sino mediante una organización estatal: en
este sentido es cierto decir, en definitiva, que sólo el Estado puede crear derecho.
883

personal y libremente aceptó el sistema mayoritario; la voluntad enunciada por la


mayoría es la voluntad de todos los ciudadanos, porque cada uno de ellos la hizo
suya de antemano en el momento de estipular el contrato social. Y así pues, al
ciudadano debe considerársele como soberano, incluso en el sistema mayoritario.
El vicio de este razonamiento es fácil de advertir. Desde el punto de vista que se
acaba de indicar, no puede establecer ninguna aproximación entre el caso del
Estado que se ha comprometido en una confederación y el caso del ciudadano
obligado por el contrato social. El Estado confederado ha podido asociarse con
otros Estados para poner en común ciertos intereses o fines que son los mismos
para cada una de las partes contratantes, pero, por lo demás, reservó de un modo
absoluto su libertad intangible de acción y sus derechos de potestad soberana.
Según la doctrina de Rousseau, por el contrario, el ciudadano queda completa e
ilimitadamente subordinado a la voluntad general: sus bienes, sus derechos, su
vida misma dependen de ella; ha hecho una "enajenación total" de su persona al
Estado. Sin duda se ha observado que esta enajenación es seguida
inmediatamente de una restitución, por parte del Estado, que reconoce a cada uno
de sus subditos, a título de derechos civiles, todos aquellos de sus derechos
naturales cuyo sacrificio no juzga útil a la comunidad.
Pero es conveniente observar también que estos derechos individuales,
restituidos por el Estado, en adelante se fundarán de modo exclusivo en una
concesión estatal, y no subsisten sino como "un don condicional del Estado" (libro
II, cap. V); y de ahí que ese don pueda ser objeto de revocación. El ciudadano
carece, pues, de seguridad personal con respecto al Estado: Rousseau incluso
tiene mucho cuidado en especificar que el soberano no puede hallarse obligado,
con respecto a los subditos, por ninguna ley, ni siquiera por el contrato social (libro
i, cap. VIII). Entonces, el ciudadano, que en este respecto depende de la voluntad
de la mayoría, ¿cómo podría ser declarado soberano? 10 En vano pretende
335

10
Para que los ciudadanos puedan considerarse como soberanos se necesitaría, en todo caso,
que el asentimiento de cada uno de ellos fuese necesario para la adopción de cualquier
modificación a la Constitución, como ocurre en la confederación de Estados. El hecho de que la
Constitución pueda ser modificada a pesar de la oposición de la minoría demuestra que los
ciudadanos no son soberanos, como no lo son los Estados particulares que forman parte de un
Estado federal; pues lo mismo que se está de acuerdo, generalmente, en negar el carácter de
soberanía a los Estados miembros de un Estado federal, y ello por la causa, entre otras, de que el
estatuto federal puede modificarse sin su adhesión unánime, también del mismo modo hay que
reconocer que los ciudadanos no poseen individualmente la soberanía, puesto que las revisiones
constitucionales no quedan subordinadas al consentimiento de cada uno de ellos. Bien es verdad
que en los países de pura democracia el pueblo es el órgano supremo constituyente. Puede
decirse, pues, que en esos países la colectividad de ciudadanos es soberana, lo mismo que los
autores alemanes declaraban que en el Imperio alemán la soberanía correspondía a la colectividad
de los Estados miembros, en cuanto éstos constituían una unidad. Pero, si en
884

Rousseau justificar su tesis alegando que el ciudadano concurre personalmente


en la formación de la voluntad general. La influencia que da al ciudadano su
sufragio individual en la formación de esta voluntad, es bien mínima si se la
compara con la enormidad de la potestad que tiene la mayoría con relación a los
miembros de la minoría. En realidad, el sistema de Rousseau nos conduce, como
se ha dicho, a la completa absorción del individuo por el Estado.11
324. Pero esta dominación del Estado sobre sus subditos se manifiesta también
desde otros puntos de vista; y aquí se verá aparecer una nueva contradicción en
la explicación que propone Rousseau para conciliar la libertad del ciudadano con
su sumisión a la mayoría. Como se ha visto, esta explicación se funda, ante todo,
en la idea de que cada miembro del Estado ha tenido que consentir, por su parte,
y ha consentido efectivamente, en la formación del contrato social. Rousseau
insiste en diferentes ocasiones sobre este punto: "La ley de la pluralidad de los
sufragios es una fundamentación convencional y supone, por lo menos una vez, la
unanimidad. . . En efecto, si no existiese convención anterior, ¿dónde estaría para
el número menor la obligación de someterse a la elección del número mayor?"
(Contrat social, libro I, cap. IV). Y en otro lugar: "Hay una ley que, por su
naturaleza, exige un consentimiento unánime: es el pacto social. . . (libro IV, cap.
II). Así pues, la unanimidad de los consentimientos en el pacto social es una
condición esencial de todo el sistema. Ahora bien, es muy cierto que esta
unanimidad no se realizará jamás, y el mismo Rousseau tuvo que prever el caso
en que "en el momento del pacto social, se encuentren opositores al mismo".
Pero, dice, "su oposición no invalida el contrato, sino que sólo evita que estén
336

la democracia la soberanía reside en la colectividad de los ciudadanos, cada uno de éstos


considerado individualmente no puede ser calificado como soberano; y lo demuestra precisamente
el hecho de que, incluso en las democracias, la minoría de los ciudadanos queda sometida, en lo
que se refiere a las revisiones constitucionales, a la voluntad expresada por la mayoría.
11
Por esto es imposible aceptar el punto de vista de algunos autores (ver especialmente Boutmy,
Aúnales des sciences politiquea, 1902, pp. 415 ss.) que pretendieron hallar en el Contrato social el
origen de los principios formulados por la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano.
La característica de los derechos individuales proclamados por la Declaración de 1789 es constituir
—como lo afirma su texto (ver particularmente el preámbulo y los arts. 1, 2 y 4)— ''derechos
naturales, inalienables, imprescriptibles y sagrados", o sea anteriores y superiores a la voluntad del
Estado. Según Rousseau, por el contrario, los derechos primitivos del individuo quedan
abandonados por él en el momento de la creación contractual de la sociedad, y aquellos de tales
derechos que posteriormente le son devueltos, proceden únicamente del Estado. La Declaración
de 1789, pues, no puede relacionarse con el Contrato social (Jellinek, La déclarntion dea droits de
l'homme et du aloyen, traducción de Fardis: ver también el art. de dicho autor sobre el mismo tema
en la Reme du droit public. vol. XVIIT. pp. 385 sí.; Bonnard, "Les idees politiques de Rousseau", en
la misma Revue. vol. xxiv. pp. 784 ss.; Duguit, Traite, vol. i, p. 33 y vol. II, pp. 6 ss.).
885

comprendidos en él: quedan como extranjeros entre los ciudadanos". Por otra
parte, sin embargo, Rousseau comprende desde luego que esta facultad de los
opositores, de permanecer extraños en el seno del Estado, sería un obstáculo
para la realización de la unión estatal y para el funcionamiento de la potestad
estatal, lo cual es inadmisible. Por lo tanto, establece la consecuencia de que
"cuando el Estado es instituido, el consentimiento está en la residencia; habitar el
territorio es someterse a la soberanía (libro IV, cap. II). Así pues —y por más que
Rousseau añada en nota a este párrafo que sólo se refiere a una residencia
voluntaria y no forzada—, aparece, en último término, que la absorción del
ciudadano por el Estado deriva, al menos para los miembros de la minoría
opositora, de un imperio ejercido por el Estado sobre los individuos que pueblan
su territorio, y no necesariamente de su consentimiento contractual. En estas
condiciones, ¿qué es lo que queda de la demostración que consistía en pretender
que el ciudadano es libre porque sólo está sometido al principio de la mayoría en
virtud de su adhesión al pacto social?
886

325. Más aún, y aunque se demostrara que el ciudadano es libre dentro del
Estado, en el sentido de que su sujeción se basa en su consentimiento, no
resultaría de esto que sea soberano en medida alguna. A este respecto, es útil
recordar de nuevo el caso de los Estados confederados, del cual se acaba de
hablar. Los autores están generalmente de acuerdo en reconocer que tales
Estados son soberanos, y esto significa que cada uno de ellos, antes y después
de entrar en la confederación, conserva una potestad soberana. Pero ¿sobre
quién ejerce esta potestad? Sobre sus propios subditos, sobre su propio territorio,
y de ningún modo sobre los subditos, los territorios o los Gobiernos de los demás
Estados comprendidos en la confederación. Por el tratado que fundó la
confederación, el Estado miembro no adquirió parcela alguna de potestad
dominadora sobre sus confederados; la confederación misma no tiene potestad
estatal (en este sentido, ver sobre todo a Jellinek, loe. cit., vol. II, pp. 531 ss.). En
resumen, el Estado que entra en confederación sigue siendo soberano en el
sentido en que lo era anteriormente. Rousseau, por el contrario, pretende que por
el contrato social los ciudadanos adquieren una potestad soberana de la que
carecían antes de este contrato, una potestad que los hace soberanos a unos
sobre otros. Cabe preguntarse de dónde podrían recibir semejante potestad. No
puede concebirse con anterioridad al contrato social, pues el individuo no tiene
ningún derecho inicial de mando respecto de su semejante. Pero tampoco puede
justificarse posteriormente a dicho contrato, y el ejemplo de las confederaciones
de Estados lo demuestra, puesto que, lo mismo que se reconoce que los Estados
miembros no adquieren, mediante el tratado federativo, poder alguno de
dominación sobre sus confederados, también el pacto social es impotente para
887

originar, en la persona de los contratantes y en sus relaciones recíprocas, una


potestad soberana que no existía en ellos primtivamente.
Pero, podrá alegarse, en el caso de la confederación, una de las razones
por las cuales los Estados confederados deben considerarse como conservando el
carácter soberano se deduce precisamente del hecho de que cada uno de ellos
coopera a la formación de la voluntad común, al no ser ésta sino la resultante de
las voluntades particulares de los miembros. Ahora bien, según la construcción
dada por Rousseau al Estado, la voluntad general sólo es, de modo análogo, la
voluntad común de los ciudadanos, que son así, ellos mismos, los titulares de la
potestad suprema en el Estado; por consiguiente, al menos en este aspecto,
parece tener razón Rousseau cuando caracteriza a los ciudadanos como
soberanos. Pero ahora la teoría del Contrato social tropieza con otra objeción, no
menos decisiva que las anteriores. En efecto, si bien es verdad que el Estado
democrático, conforme a las ideas de Rousseau, constituye una pura asociación o
confederación de ciudadanos soberanos, habría que deducir inmediatamente que
el Estado democrático no es un verdadero Estado, pues una confederación de
individuos, lo mismo que una confederación de Estados, no puede formar un
Estado. El supuesto Estado, según el tipo del Contrato social, se reduce a una
simple comunidad de hombres, ligados entre sí por una relación contractual, pero
por encima de los cuales no existe unidad ni potestad estatales. En suma, pues, la
doctrina de Rousseau, lejos de fundar el Estado y la soberanía, implica la
negación del uno y de la otra.
326. Todo esto es tanto como decir que la soberanía sólo puede concebirse
en un ser distinto de los individuos y superior a ellos: sólo se concibe en el ser
ideal Estado. La soberanía no es una potestad de orden individual, sino que
presupone al Estado, y es propio de su esencia hallarse situada por encima de los
"subditos". Por lo mismo, es imposible admitir que pueda originarse por un arreglo
contractual o que los individuos puedan disponer de ella por vía de contrato. La
hipótesis del contrato social, universalmente rechazada en lo que concierne a los
orígenes de la sociedad (ver supra, pp. 65, 67 ss.), es igualmente falsa en cuanto
a la génesis de la soberanía. Finalmente, Rousseau desconoce la verdadera
soberanía jurídica del Estado al formular como tesis general y principio absoluto
que la soberanía reside de un modo inicial en los ciudadanos. El principio —desde
el punto de vista jurídico— es aquí que el Estado no puede formarse sino
mediante una organización social, generadora de potestad dominadora. Ahora
bien, no se dice que esta organización, que es la primera condición del Estado y
de la misma soberanía, habrá de consistir, necesariamente y en todo caso, en un
régimen de gobierno popular. Por lo tanto, y puesto que el concepto de Estado
supone
888

esencialmente una comunidad organizada, es decir, provista de cierto orden


jurídico relativo al ejercicio de la potestad pública y regida por una ley orgánica
que no es más que la Constitución del Estado, no se puede afirmar de una manera
absoluta que la participación de los ciudadanos en la soberanía esté fundada en
su propia voluntad o en un poder primitivo que reside en cada uno de ellos a título
de derecho personal. Sólo el Estado tiene como propiedad ser soberano, y no
existe, en el Estado, soberanía anterior a la del Estado mismo. En cuanto a los
ciudadanos, la verdad es que encuentran en la Constitución del Estado la fuente
originaria de los poderes que pueden ser llamados a ejercer a título de
participación en la soberanía estatal, del mismo modo que es la Constitución la
que determina las condiciones de ejercicio, las formas y la medida de esa
participación individual. En una palabra, el error capital de Rousseau es el haber
presentado a la soberanía del Estado como formada por la de sus miembros,
cuando, en realidad, la soberanía, en cuanto a su ejercicio, no puede comunicarse
a los ciudadanos sino después de haber nacido, en primer lugar, en el Estado, y
por el hecho mismo de la organización que engendró el Estado y su potestad (ver
sobre este punto el n9 413, infra).

2. TEORÍA DE LA SOBERANÍA NACIONAL


327. Según el derecho positivo francés, a la teoría de la soberanía del
pueblo debe oponerse el sistema de la soberanía nacional.
El concepto de soberanía nacional es en Francia uno de los principios
fundamentales del derecho público y de la organización de los poderes.
Se ha dicho de este principio que es la más importante de las conquistas
realizadas por la Revolución. De hecho fue consagrado, desde el principio de los
acontecimientos de 1789, por la Declaración de los derechos del hombre y del
ciudadano, art. 3: "El principio de toda soberanía reside esencialmente en la
nación. Ningún cuerpo, ningún individuo puede ejercer autoridad que no emane de
ella expresamente". Desde entonces, y salvo una sola interrupción en 1814, la
soberanía nacional, al menos en teoría, ha sido admitida explícita o implícitamente
por las sucesivas Constituciones de Francia. Fue en primer lugar la Constitución
de 1791 la que, en los arts. 1° y 2° del preaámbulo de su tít. III, declaró que "la
soberanía pertenece a la nación. . . de la que emanan todos los poderes".
Según el art. 25 de la Declaración de derechos que encabeza la
Constitución de 1793, "la soberanía reside en el pueblo". La Constitución del año
ni (art. 17 de su Declaración de derechos) dice que "reside en la
889

universalidad de los ciudadanos".1 En la Constitución del año VII y durante el


Imperio, la soberanía nacional se afirma bajo forma plebiscitaria.
En 1814 ya no se trata de la soberanía de la nación: en el sistema de la
Carta, la soberanía, como en la antigua monarquía, reside en la persona del rey.
Pero, a partir de 1830, el principio de la soberanía nacional vuelve a estar en vigor;
y desde esta época se ha mantenido en 1848, en 1852 y en el derecho público
actual. La Constitución de 1848 lo proclama aún de una manera expresa en su art.
I9. La de 1852 (art. 1) declara que "reconoce, confirma y garantiza los grandes
principios proclamados en 1789". Y si hoy día no se encuentra ninguna fórmula
especial, a este respecto, en la Constitución tan lacónica de 1875, los autores no
dejan de estar de acuerdo en decir que toda la organización constitucional
actualmente existente se basa en la idea de la soberanía nacional.
Ante estos textos y en razón de la importancia que conceden a la soberanía
nacional, es conveniente precisar con cuidado el sentido de este principio, su
alcance y sus consecuencias. Ahora bien, existen a este respecto dos corrientes
de interpretación, dos tendencias divergentes. Unos exaltaron el principio y
pretendieron que produce consecuencias muy absolutas. Otros sostienen que se
trata solamente de una fórmula teórica y política, desprovista de sentido jurídico.
Estos dos puntos de vista son igualmente erróneos, como veremos en
seguida.
328. A. El principio de la soberanía nacional ha sido interpretado con
frecuencia a la luz de las teorías de Rousseau, teorías cuya influencia sobre las
ideas de los tiempos de la Revolución fue tan considerable. La soberanía nacional
se confundiría así con la soberanía popular. Estaría constituida por una soberanía
individual de los miembros de la nación, y por lo tanto habría que decir que en
Francia, de cuarenta millones de nacionales, cada uno de ellos posee una
cuarentamillonésima parte del poder soberano, considerado, bien por lo que se
refiere a su fuente primitiva, bien al menos en cuanto a su ejercicio (ver p. 876,
supra). Resultaría de ello, finalmente, que el principio de la soberanía de la nación
implica, por una necesaria consecuencia —como lo afirma Aulard, Histoire
politique de la Révolution Franqaise, advertencia, pp. v y 45—,la república
democrática.
Pero seguramente no fue en este sentido como se estableció el principio.
Para demostrarlo, es conveniente insistir desde ahora en el punto esencial de que
la idea de la soberanía nacional, tal como fue introducida en el derecho público
moderno de Francia por los mismos fundadores de este derecho, sólo tenía un
alcance negativo; y se verá más adelante
337

1
Cf. para esta misma época, la Constitución dada por Francia a la república helvética
en 1798, art. 2: "La universalidad de los ciudadanos es el soberano".
890

oponiéndola al rey como verdadero elemento constitutivo del Estado y, por


consiguiente, como la única legítima propietaria de la potestad soberana. En
efecto, la idea esencial formulada por los hombres de 1789 y que se convierte en
la base misma de todo el nuevo derecho público, fue que el Estado no es más que
la personificación de la nación/ El Estado es la persona pública, en la que se
resume la colectividad nacional. Por lo tanto, el Estado no puede absorberse en el
rey, sino que se identifica con la nación, y entonces la soberanía estatal ya no se
halla en el rey, sino que tiene su sede en la nación misma. Así se encuentra
directamente fundado el principio de la1 soberanía nacional (cf. Duguit, L'État, vol.
I, pp. 344-345). Vemos así cómo nació este principio: no es más que la respuesta
de la Revolución a la pretensión de Luis XIV de reducir el Estado entero a la sola
persona del rey.4
330. Así pues, el principio de la soberanía nacional, ante todo, iba dirigido
contra la potestad real. Desde el principio de los acontecimientos revolucionarios,
la Asamblea nacional, que se preparaba a sustituir a la monarquía absoluta de los
tiempos pasados por una realeza moderada, reaccionó contra la teoría de la
soberanía personal del monarca y, con este fin, formuló la doble idea fundamental
siguiente: lp El rey no puede ser propietario de la soberanía; carece de poder para
ello. La soberanía no puede ser el bien propio de nadie. La soberanía o potestad
estatal, en efecto, no es más que el poder social de la nación, un poder
esencialmente nacional en el sentido y por el motivo de que se funda únicamente
en las exigencias del interés de la nación y de que no existe sino en ese interés
nacional. El cuaderno del Tercer Estado de París decía ya en este sentido:
"Cualquier poder sólo puede ejercerse
338

3
Incluso se ha pretendido que la Revolución había eliminado el concepto de Estado,
substituyéndolo por el de nación, como se deduce, se ha dicho, de la fórmula constitucional de
1791: "La Nación, la Ley, el Rey". Es evidente que, en la terminología de aquella época, o sea en
los textos de la Constitución, lo mismo que en los discursos de los primeros constituyentes, la
palabra Nación es de un empleo más frecuente que la palabra Estado; y el sentido mismo en el
que allí se le emplea podría sugerir la idea de que la Constituyente repudió todo concepto estatal y
reemplazó la idea de Estado por la de Nación exclusivamente. Esto sería sin embargo un profundo
error. Al mismo tiempo que aclaraba la nueva idea del Estado como personificación de la Nación,
la Revolución, no solamente mantuvo, sino que también fortaleció el estatismo, o sea en especial
la unidad de voluntad y de potestad estatales del cuerpo nacional. Por otra parte, la palabra Estado
se encuentra también en numerosos textos de la Constitución de 1791, por ejemplo: tít. III, cap. III,
sección 1, art 1: cap. IV, sección 1. arts. 1-4, y sección 3, art. 3; cap.V, art. 23; tít. IV, art. 1 y 3, etc.
4
Hauriou, Principes de droit public, 2* ed., p. 82: "Nótese que la Revolución no renovó la
personalidad jurídica del Estado. La modificó en el sentido de que puso fin a la confusión entre la
personalidad jurídica del Estado y la personalidad jurídica del Rey; restableció la personalidad del
Estado sobre la base de la nación, pero no interrumpió dicha personalidad. En la Revolución existe
un desplazamiento de la soberanía: la soberanía pasó a la Nación.
891

para la felicidad de la nación" (Archives parlemcntaires, primera serie, vol. V, p.


281). Esta es una verdad elemental que los filósofos y los teólogos (Chénon, op.
cit., p. 18) defendieron e"n todo tiempo al decir que, en las sociedades políticas, el
poder social no puede instituirse ni debe funcionar sino con miras al bienestar de
la comunidad. La Revolución, a su vez, establece esta verdad moral en el terreno
del derecho, al formular en el art. 3 de la Declaración de 1789 el concepto capital
de que el sujeto jurídico de la potestad soberana es propiamente la nación. En
otros términos, la Constituyente hizo realizar un gran progreso al derecho público,
progreso que consiste en distinguir en adelante al soberano de las personas que,
de hecho, ostentan la soberanía. El verdadero soberano ya no es el rey, ni ningún
gobernante, sea el que fuere: es la nación exclusivamente.
Por consiguiente, la potestad que ejercen los gobernantes no es para ellos
un atributo personal, no les pertenece en propiedad y no se convierte para ellos en
un beneficio propio, sino que es un depósito que poseen por cuenta de la nación y
que, en sus manos, sólo debe servir para el bien de la comunidad nacional
(Michoud, Théorie de la personnalité moróle, vol. II, pp. 55-56). Más exactamente,
en derecho debe decirse que los gobernantes, propiamente hablando, no poseen
la soberanía misma, sino que, y es muy distinto, sólo tienen el ejercicio de ella; no
están ivestidos más que de una simple competencia, y en este sentido, sólo son
administradores de un bien extraño, de un poder que es puramente el de la
nación. Este es el primer sentido del principio de la soberanía nacional.
2 Por otra parte, la Asamblea nacional formula y consagra la idea, no
menos importante, de que entre los hombres que conmponen la nación, ninguno
puede pretender el ejercicio del poder soberano fundándose en un derecho de
mando innato en su persona, o alegando, bien sea una superioridad personal, bien
una vocación personal para este ejercicio. En efecto, la soberanía es propiamente
el derecho que tiene la comunidad nacional de hacer respetar sus intereses
superiores por medio de su potestad, también superior; es, por consiguiente, un
derecho que sólo pertenece a la nación. Así, si la soberanía sólo se concibe como
legítima en la colectividad, de ello se infiere que los miembros individuales del
cuerpo nacional", en lo que se refiere a su ejercicio, son iguales unos a otros, en el
sentido de que ninguno de ellos puede invocar derecho originario a tomar
personalmente para sí este poder de la nación. Tal es, desde luego, el concepto
que consagra el art. 3 de la Declaración de 1789, pues dicho texto, después de
haber afirmado que el principio de toda soberanía reside en la nación, añade en
seguida: "Ningún cuerpo, ningún individuo puede ejercer autoridad que no emane
expresamente de ella". En otros términos, del hecho de que la soberanía es
nacional en su principio,
892

deduce el texto que debe serlo también en cuanto a la transmisión de su ejercicio.


Nadie puede ejercerla sino en nombre de la nación y en virtud de una concesión
nacional.- La Asamblea constituyente admite que esta concesión se realiza en la
Constitución. Por medio de la Constitución el poder nacional se transfiere, en
cuanto a su ejercicio, a los gobernantes, y no puede haber otros derechohabientes
a este ejercicio sino aquellos que señala la Constitución. Por lo tanto, el rey no
puede considerarse en adelante como poseyendo su título en virtud de un derecho
propio, como teniéndolo de su propia voluntad o potestad, sino que no podrá
obtenerlo ya sino en virtud de la concesión que del mismo le hace la Constitución.
Este monarca nacional habrá de ser también un monarca constitucional, y
de ahí que sólo poseerá el ejercicio de la potestad estatal en la medida y con las
condiciones en que haya sido investido del mismo por la Constitución. En
resumen, la Asamblea nacional de 1789, al fundar el principio de la soberanía de
la nación, se proponía esencialmente retirarle al rey su antiguo poder absoluto,
para mitigarlo y restringirlo subordinándolo a la Constitución, y también
repartiéndolo entre el rey y otros órganos nacionales, especialmente un cuerpo
legislativo electo e independiente del monarca. Con este objeto, la Constituyente
le negaba al rey toda soberanía personal, y colocaba la fuente de la soberanía en
la nación misma, de manera que el rey no podría ya, en adelante, ejercer el poder
sino en nombre, por cuenta y por obra de la nación, única soberana.
331. Ahora bien, ¿en qué sentido la Asamblea nacional de 1789 transfería
la soberanía a la nación? ¿Quería decir que la soberanía reside originariamente
en la persona individual de todos los nacionales y de cada uno de ellos?
Evidentemente que no. Basta, para establecerlo, recordar que, en la Constitución
de 1791, la disposición del art. 1° del preámbulo d el tít. III, dice: "La soberanía es
una, indivisible. . . Pertenece a la nación; ninguna sección del pueblo ni individuo
alguno puede atribuirse su ejercicio". El principio formulado por este texto es de
los más claros. En él, la soberanía es llamada nacional, en el sentido de que
reside indivisiblemente en la nación entera, y no ya dividida5 en la persona, ni
mucho menos en ningún grupo de nacionales (Duguit, Manuel de droit
constitutionnel, P ed., p. 128; cf. Traite, vol. I, p. 118). La nación es, pues,
soberana como colectividad unificada, o sea como entidad colectiva que, por lo
mismo que es el sujeto de la potestad y de los derechos estatales, debe
reconocerse como una persona jurídica,6 que tiene
339

5
Ni siquiera de una manera indivisa. En efecto, se observará que el texto de 1791 no se refiere
solamente a indivisión, sino a indivisibilidad.
6
Al deducir el principio contenido en el art. 1' del preámbulo del tít. ni, consagraba la Constitución
de 1791, al mismo tiempo, la noción de personalidad estatal. Esta noción, en
893

una individualidad y un poder a la vez superiores a los nacionales e


independientes de ellos (cf. Duguit, L'État, vol. i, pp. 321-322, vol.II, p. 89).7 En una
palabra, la Revolución, lejos de transferir, como se ha dicho, la soberanía a todos
los miembros de la nación, negaba, por el contrario, y de una vez por todas, la
cualidad soberana a cualquier individuo considerado en particular, así como a
cualquier grupo parcial de individuos; no hacía así sino reconocer, a su manera, la
verdad teórica enunciada anteriormente (p. 886), a saber, que la potestad de
dominación estatal sólo puede concebirse en el ser sintético y abstracto que
personifica la colectividad nacional y que, en definitiva, no es sino el Estado.
Soberanía nacional o colectiva era, en las ideas de 1789 y de 1791, la
negación directa de toda soberanía individual.8
340

efecto —como se ha visto (supra. pp. 46 ss.)— no es sino la expresión de la unidad que se halla
realizada en el Estado. Ahora bien, esta unidad queda afirmada y puesta totalmente en claro por el
texto anteriormente citado. Desde el momento en que la soberanía es una e indivisible, la nación, a
la que pertenece, no puede declararse titular de dicha soberanía sino en cuanto constituya ella
misma una unidad que presente un carácter de indivisibilidad. La unidad de la soberanía nacional
implica esencialmente la unidad de la nación soberana. Por ello, el art. 1" significa que la nación
fue considerada por la Constituyente como un conjunto que no puede descomponerse, como un
todo no parcelable y, por consiguiente también, como una unidad global superior a sus miembros
individuales. Proclamar esta unidad indivisible era, en el fondo y sin duda alguna, afirmar el
concepto de personalidad estatal de la nación.
7
Podría tratarse de explicar de otra manera la indivisibilidad de la soberanía nacional. Podría
decirse que la soberanía reside evidentemente en los individuos, que es realmente individual en
este sentido, pero que no reside separadamente y por partes divididas en cada uno de ellos, sino
que reside de una manera indivisible en su totalidad. Ahora bien, la totalidad de los miembros que
componen la nación no es ni podrá ser sino una reunión de individuos. Así, uno o más ciudadanos,
considerados aisladamente o constituyendo un grupo parcial, nada pueden hacer soberanamente:
es necesario que todos los miembros de la nación estén reunidos, y sólo entonces estaremos en
presencia de la nación soberana. No deja por ello de ser cierto que la nación soberana consiste en
un total de individuos y que no constituye una entidad abstracta distinta de sus miembros. Esta
explicación no puede admitirse. Tropieza, en primer lugar, con una objeción de orden práctico: si la
reunión de todos los nacionales es necesaria para formar al soberano, esta formación nunca podrá
realizarse, pues en esa asamblea general habrá de haber siempre, y necesariamente, ausentes.
Además, y desde el punto de vista racional, es de observarse que la Constitución de 1791 no se
contentó con decir que ninguna sección del pueblo posee la soberanía, sino que, considerando al
pueblo por entero, al conjunto de todos los nacionales, especifica que la soberanía le pertenece de
una manera indivisible y sin poder fragmentarse. Esto significa, pues, que en ningún sentido y en
ninguna medida reside en cada uno de ellos, sino puramente en su colectividad extraindividual. En
otros términos, todos los nacionales son el soberano en cuanto constituyen una unidad colectiva
que se convierte así jurídicamente en un sujeto diferente de los individuos que contiene en sí.
8
Hauriou, La suaveraineté nationale, p. 8: "La teoría clásica de la soberanía tal como surgió de la
Revolución tiene que considerar a la soberanía nacional como no susceptible de descomposición,
porque confunde la soberanía nacional con la soberanía del Estado". Así es, por ejemplo, como "se
vio llevada a identificar la voluntad general con la soberanía nacional".
894

Si por soberanía nacional no entendía la Constituyente una soberanía que


residiera originariamente en los nacionales, ¿quería decir, al menos, que, desde el
punto de vista de su ejercicio, el poder soberano reside individualmente en cada
uno de los miembros de la nación? Tampoco.
Veamos, en efecto, el art. 3 de la Declaración de 1789, que formula el
principio, y el art. F del preámbulo del tít. ni de la Constitución de 1791, que lo
enuncia de nuevo. ¿Deducen estos textos, del citado principio, la consecuencia de
que cualquier miembro del cuerpo nacional será llamado a participar en el ejercicio
efectivo de la soberanía? No, la única consecuencia que deducen de ello es una
consecuencia puramente negativa, que consiste únicamente, según dichos textos,
en que ningún individuo ni grupo podrá ejercer poderes, sean los que fueren, sino
en virtud de una concesión y de una transmisión nacionales (d'Eichthal,
Souveraineté du peuple, p. 76).
Más tarde, bajo el impulso de los acontecimientos revolucionarios, la
soberanía nacional había de recibir una interpretación muy distinta: había de
transformarse en soberanía popular. Después de la caída de la monarquía, la
Convención funda el sistema constitucional de 1793 en la idea de que la soberanía
se contiene indistinta e igualmente en todos los ciudadanos. Pero esta
interpretación, tomada del Contrato social, desnaturalizaba el alcance inicial del
principio de la soberanía de la nación, tal como se deduce de sus orígenes
históricos. La prueba de que la Constituyente no había querido establecer un
régimen de soberanía popular es que, en la Constitución de 1791, ni siquiera
había instituido, para la elección de los diputados al cuerpo legislativo, el sufragio
universal y directo, sino únicamente un sistema de electorado por censo y de dos
grados. Desde el año III se volvió a este sistema (cf. Duguit, Traite, 2 ed., vol. I, p.
436).
Existe otra materia del derecho público francés que ha sido objeto de una
evolución histórica sensiblemente igual a la que acaba de indicarse respecto de la
soberanía: se trata del dominio nacional. En la antigua Francia, al confundirse el
rey con el Estado, los dominios del Estado eran considerados como dominios de la
Corona. La Constituyente, aquí como en todo, disipó esta confusión. Al separar al
rey del Estado, desposeyó a la Corona de los dominios del Estado para
entregarlos a la nación, bajo el nombre de dominio nacional (Barckhausen, "'Étude
sur la théorie genérale du domaine public", Revue du droit puhlic, vol. XVIII, pp. 11,
414 ss.; Brissaud, Cours d'histoire genérale du droit franqais, vol. I, pp. 912 ss.). Y
sin embargo, nadie habrá de pretender que los miembros de la nación sean
individualmente copropietarios, cada uno por su parte personal, de este dominio
llamado .nacional. Pues en este dominio, que pertenece a la nación como
colectividad indivisible y perpetua, es bien
895

cierto que los nacionales vivos en la actualidad no poseen ninguna parcela


individual de propiedad, divisa ni indivisa. Tal es también el sentido del principio de
la soebranía nacional: ésta se halla en la nación y no se descompone en una
soberanía personal de los nacionales.9 En definitiva, se ve que este principio, tal
como fue establecido por los hombres de 1789, no tenía en sí sino un alcance
puramente negativo.10 Era tanto como decir que en el Estado nadie puede
pretenderse soberano, si no es el Estado mismo, o —lo que es igual— la nación y
el pueblo, tomados en su consistencia global e indivisible y formando así un sujeto
341

9 Esta conclusión es también la que se desprende —tal vez sin advertirlo ellas— de la fórmula que
han empleado diversas Constituciones para expresar el principio de la soberanía nacional. Dicen
que ''la soberanía reside en la universalidad de los ciudadanos". Así se expresan las
Constituciones de 1793 (art. 7), del año ni (Declaración de derechos, art. 17) y de 1848 (art. I). El
alcance jurídico de esta expresión es evidente. En efecto, así como la universalidad de un
patrimonio, de una sucesión, es en derecho una entidad distinta de los objetos singulares que
dicha sucesión o dicho patrimonio contienen, así también —ateniéndose al sentido propio de las
palabras— la universalidad de los ciudadanos es cosa muy diferente del total de los individuos,
contados uno a uno, que componen la ciudad. La universalidad de los ciudadanos o nacionales es
la nación considerada en su unidad colectiva y distinta de sus miembros particulares. La fórmula
antes citada puede, por lo tanto, servir muy acertadamente para indicar que la soberanía nacional
no reside en los nacionales mismos, sino en el ser colectivo que concurren a formar y que es la
nación.
10
Este carácter negativo del concepto de soberanía nacional queda puesto en claro por la célebre
fórmula revolucionaria que consiste en afirmar que la soberanía es "indivisible, imprescriptible e
inalienable" (Constitución de 1791, tít. III, preámbulo, art. 1; Constitución de 1793. Declaración de
derechos, art. 25; Constitución de 1R48, art. 1). Es indivisible, en primer lugar, por cuanto que,
hallándose en la universalidad nacional, no puede localizarse, por vía de fraccionamiento,
individualmente en los nacionales. Igualmente es imprescriptible en el sentido dé que la nación,
que es su única titular, no puede ser despojada de ella por ninguna posesión adversa, por
prolongada que ésta sea. Finalmente, es inalienable por el mismo motivo. Todo acto, toda
disposición constitucional que tratara de hacer adquirir personalmente la soberanía a un hombre o
a una asamblea, sería radicalmente nulo por inconciliable con el principio de que únicamente la
nación es soberana. Incluso aunque todos los soberanos, en un momento dado, consintieran
unánimemente en una transmisión o delegación de ese género, se hallarían imposibilitados para
realizar semejante enajenación; pues no sólo la soberanía nacional no les pertenece a los
ciudadanos mismos, ni éstos tienen el poder de disponer de ella, sino que, a decir verdad, ni
siquiera reside en la colectividad indivisible que concurren a formar, en cada uno de los sucesivos
momentos de la vida nacional. La razón de ello es que la colectividad nacional, en la que está
contenida la soberanía, no sólo está constituida por la generación presente de los ciudadanos, sino
que, de un modo ilimitado, comprende la sucesión ininterrumpida de las generaciones nacionales
presentes y futuras. Resulta. pues, que en ningún momento de su historia puede la nación quedar
encadenada para el futuro; la generación actual no puede pretender imponer sus voluntades a las
generaciones venideras. Todo esto viene a ser la condena de la doctrina creada por Napoleón, que
pretendía conciliar el cesarismo con la soberanía nacional, fundando el Imperio en el plebiscito
mediante el cual se suponía que los ciudadanos delegaban en el Emperador la soberanía popular
(cf. Declaración de derechos del 24 de junio de 1793, art. 28: "Una generación no puede sujetar a
sus leves Ins veneraciones futuras").
896

jurídico que halla su personificación unitaria en el mismo Estado, lo cual excluye


toda soberanía particular. Así definida, la soberanía nacional es un principio
inofensivo, y no tiene ya nada de común con la teoría de la soberanía popular.11
332. Lo que importa añadir es que, al convertirse en nacional en el sentido que
acaba de precisarse, perdía la soberanía, por lo mismo, el carácter absoluto que le
atribuye la escuela de Rousseau. Según dicha escuela, la soberanía consiste en el
derecho originario que tienen los ciudadanos a imponer su voluntad discrecional
cuando componen una mayoría. En este concepto, la soberanía nacional no sería,
pues, otra cosa que el antiguo poder personal y absoluto de los reyes de Francia,
el cual, por efecto de la Revolución, habría pasado del monarca a los ciudadanos.
La verdad es, por el contrario, que, al poner la soberanía a nombre de la
nación, la Revolución modificó hasta en su esencia el concepto anterior y la
definición monárquica del poder soberano. Al establecerse en provecho de la
nación únicamente, la soberanía dejó de ser un poder basado en un derecho
originario de alguien, o que implica, para aquellos que poseen su ejercicio, una
potestad personal absoluta. Por una parte, en efecto, sus poseedores sólo podrán
ejercerla en la medida en que la nación se la ha confiado, y es evidente que, en un
sistema de soberanía nacional, toda la organización constitucional deberá dirigirse
a limitar la potestad de estos poseedores, a fin de impedir hasta donde sea posible
que hagan un uso arbitrario de la misma o la empleen con fines personales (cf.
Michoud, op. cit., vol. u, p. 56); más exactamente, la organiza-
342

11
La diferencia que separa los dos conceptos de soberanía nacional y soberanía del pueblo, se
precisa especialmente por las observaciones que con frecuencia han formulado los autores con
respecto a la composición y a la forma de reclutamiento actuales del Senado. Por más que el
Senado se reclute mediante un procedimiento distinto al de la Cámara de Diputados, los tratados
de derecho constitucional hacen observar que su composición no se encuentra desde luego en
oposición con el principio de la soberanía nacional. Sin embargo, es innegable que la institución de
esta segunda cámara, que no se elige directamente por sufragio universal, tiene como efecto
disminuir la influencia que ejerce en el Estado la masa común de los ciudadanos, por el poder que
tienen éstos de elegir a los diputados. Bajo este aspecto, el Senado no es, desde luego, una
institución que corresponda a la idea de la soberanía del pueblo. Pero alegan los autores que, al
menos, el Senado no representa clases ni intereses especiales, puesto que los colegios electorales
que lo nombran están formados por electores que son a su vez, directa o indirectamente, elegidos
por el conjunto de los ciudadanos; esto es suficiente, dícese, para que pueda afirmarse que esta
sgunda cámara debe su origen a la universalidad nacional, sin que ninguna categoría de
ciudadanos se halle por ello favorecida o perjudicada; y se añade con razón que el principio de la
soberanía de la nación queda así totalmente satisfecho (Esmein, Éléments, 7 ed., vol. I, pp. 135,
137-138; cf. Duguit, Traite, vol. I, p. 370). Pero precisamente el hecho de que el principio de la
.soberanía nacional no exige nada más, revela claramente la considerable distancia que existe
entre este principio y el sistema de la soberanía popular; y de ello se deduce también que la
interpretación dada a este principio sigue siendo hoy, lo mismo que en su origen, simplemente
negativa.
897

ción constitucional estará combinada de tal modo que ningún órgano del Estado
pueda poseer por sí solo la soberanía. En este sentido se ha podido decir que, al
trasladar la soberanía del monarca a la nación, la Revolución la destruyó
(Berthélemy, Revue du droit public, 1904, p. 212). Por otra parte, al ser impersonal
la soberanía, nadie puede tener derecho individual a ejercerla. En este sentido,
Duguit (Traite, 2 ed., vol. I, p. 436) resume con mucha exactitud el alcance del
sistema fundado por la Constituyente cuando dice: "En la doctrina de la soberanía
nacional, es la persona colectiva la que posee la soberanía, y los ciudadanos
considerados individualmente no tienen la más pequeña parcela de ella; no tienen,
pues, ningún derecho a participar en el ejercicio de la soberanía. La única
consecuencia que deriva del principio de la soberanía nacional es la necesidad de
hallar el mejor sistema para encontrar la voluntad nacional".
333. B. Hasta ahora, el principio de la soberanía nacional se ha presentado
como teniendo solamente un significado negativo. Al situar a la soberanía en la
universalidad nacional, los fundadores del derecho público francés la convirtieron
en anónima e intangible; al declararla indivisible, la sustrajeron a toda posibilidad
de apropiación. Pero algunos autores no se contentaron con señalar este carácter
negativo del principio, sino que pretenden, además, que es un principio
desprovisto de eficacia práctica y, por consiguiente, de valor jurídico. Unos sólo
quieren ver en ella un "concepto de orden exclusivamente político" (Michoud, op.
cit., vol. I, p. 287). Otros le niegan toda utilidad seria. Tal es especialmente la
opinión de Duguit: "Este célebre principio no es sino un engaño, una ficción, que
carece de valor real" (UÉtat, vol. I, p. 251). Más aún: "El principio de la soberanía
nacional es no sólo indemostrable e indemostrado, sino también inútil" (Traite, 2
ed., vol. I, p. 435). Para probar su inutilidad se apoyaron, particularmente, en el
hecho de que este principio no implica, dícese, ninguna forma determinada de
gobierno, sino que puede conciliarse con todas las formas gubernamentales,
democracia, aristocracia o monarquía.12
Por lo que se refiere a la democracia, se admite generalmente, como cosa
evidente, que puede conciliarse con la idea de soberanía nacional. Se ha
discutido, por el contrario, en cuanto a las otras dos formas de gobierno13 (ver
sobre este punto: Esmein, Éléments, 7 ed., vol. I, pp.
343

12
Es lo que afirma especialmente Duguit, L'État, vol. n, p. 59: "El Estado fundado en el principio de
la nación como persona soberana puede ser lógicamente, sin embargo, monárquico o aristocrático"
(Michoud, op. cit.. vol. H, p. 56).
13
Es sabido que Rousseau no dudó en admitir la posibilidad de una combinación de la monarquía
con su sistema de soberanía popular. Pero, como lo hace notar Esmein (Éléments,
898

ción constitucional estará combinada de tal modo que ningún órgano del Estado
pueda poseer por sí solo la soberanía. En este sentido se ha podido decir que, al
trasladar la soberanía del monarca a la nación, la Revolución la destruyó
(Berthélemy, Revue du droit public, 1904, p. 212). Por otra parte, al ser impersonal
la soberanía, nadie puede tener derecho individual a ejercerla. En este sentido,
Duguit (Traite, 2 ed., vol. I, p. 436) resume con mucha exactitud el alcance del
sistema fundado por la Constituyente cuando dice: "En la doctrina de la soberanía
nacional, es la persona colectiva la que posee la soberanía, y los ciudadanos
considerados individualmente no tienen la más pequeña parcela de ella; no tienen,
pues, ningún derecho a participar en el ejercicio de la soberanía. La única
consecuencia que deriva del principio de la soberanía nacional es la necesidad de
hallar el mejor sistema para encontrar la voluntad nacional".
333. B. Hasta ahora, el principio de la soberanía nacional se ha presentado
como teniendo solamente un significado negativo. Al situar a la soberanía en la
universalidad nacional, los fundadores del derecho público francés la convirtieron
en anónima e intangible; al declararla indivisible, la sustrajeron a toda posibilidad
de apropiación. Pero algunos autores no se contentaron con señalar este carácter
negativo del principio, sino que pretenden, además, que es un principio
desprovisto de eficacia práctica y, por consiguiente, de valor jurídico. Unos sólo
quieren ver en ella un "concepto de orden exclusivamente político" (Michoud, op.
cu., vol. I, p. 287). Otros le niegan toda utilidad seria. Tal es especialmente la
opinión de Duguit: "Este célebre principio no es sino un engaño, una ficción, que
carece de valor real" (L'État, vol. I, p. 251). Más aún: "El principio de la soberanía
nacional es no sólo indemostrable e indemostrado, sino también inútil" (Traite, 2
ed., vol. i, p. 435). Para probar su inutilidad se apoyaron, particularmente, en el
hecho de que este principio no implica, dícese, ninguna forma determinada de
gobierno, sino que puede conciliarse con todas las formas gubernamentales,
democracia, aristocracia o monarquía.12
Por lo que se refiere a la democracia, se admite generalmente, como cosa
evidente, que puede conciliarse con la idea de soberanía nacional. Se ha
discutido, por el contrario, en cuanto a las otras dos formas de gobierno13 (ver
sobre este punto: Esmein, Éléments, 7 ed., vol. I, pp.
344

12
Es lo que afirma especialmente Duguit, L'État, vol. II, p. 59: "El Estado fundado en el principio de
la nación como persona soberana puede ser lógicamente, sin embargo, monárquico o aristocrático"
(Michoud, op. cit.. vol. u, p. 56).
13
Es sabido que Rousseau no dudó en admitir la posibilidad de una combinación de la monarquía
con su sistema de soberanía popular. Pero, como lo hace notar Esmein (Éléments,
899

300 55.; Duguit, Traite, P ed., vol. i, pp. 397 ss., y L'État, vol. u, pp. 257 ss.).
No obstante, lo que hay que observar es que, de hecho, el principio de la
soberanía de la nación no ha sido considerado, desde 1789, como implicando o
excluyendo una forma determinada de gobierno. Así, es digno de observarse que
los mismos fundadores del principio, en la Constitución de 1791, admitieron la
realeza, como perfectamente compatible con su concepto de la soberanía.
Igualmente, la Carta de 1830 establecía la monarquía sobre la base de la
soberanía nacional. Asimismo, se ha podido sostener con razón que la
organización gubernamental creada por las Constituciones de 1791 y del año ni
presentaba, en amplio grado, un carácter aristocrático, pues en el régimen
electoral instituido en dicha época el nombramiento de los diputados quedaba
reservado a los possedores de la propiedad inmueble. Lo mismo ocurrió con la
Carta de 1830, que combinaba con el principio de la soberanía de la nación, una
Cámara de los pares reclutada en las clases altas del país y, para la elección de
los diputados, un régimen de censo, según el cual el electorado sólo pertenecía a
las clases adineradas (Duguit, UÉtat, vol. n, pp. 59-60). En resumen, se puede
decir que, desde 1789, las formas de gobierno más diversas han podido
sucederse en Francia, desde la monarquía hasta la república democrática, sin
contar el Imperio, y todas ellas en nombre y al cobijo de la soberanía nacional.
Esto demuestra, pues, que la soberanía nacional autoriza todos los regímenes
gubernamentales. En estas condiciones, se ha afirmado que este principio carece
de alcance práctico y no constituye sino una pura fórmula verbal, a la que no hay
que conceder ningún valor jurídico.
334. Esta afirmación es totalmente exagerada. Indudablemente sería un
error el creer que la soberanía nacional implica necesariamente, como suponen
ciertos autores, la república democrática y el gobierno directo por el pueblo (ver n°
338, infra). Pero, si el principio no tiene esta significación absoluta, sería un error
decir, en sentido inverso, que no produce efectos jurídicos. Importa precisar aquí
su alcance real.
Ante todo hay que ponerse en guardia contra la doctrina tradicional que
reduce las formas gubernamentales a los tres tipos clásicos: monar-
345

7 ed., vol. I, p. 302; cf. Duguit, Traite, 1 ed., vol. I, p. 3991. ello se explica naturalmente por la
distinción que en el Contrato social se establece entre la soberanía y el gobierno. La soberanía, o
sea el poder legislativo, sólo pertenece al pueblo. Lo que puede ser monárquico o también
aristocrático es únicamente el gobierno, que sólo tiene un papel ejecutivo. Desde el momento en
que la soberanía legislativa se reserva al pueblo, nada se opone, según Rousseau, a que el poder
ejecutivo quede delegado en un monarca. Existirá así una combinación entre soberanía popular y
gobierno monárquico. Por lo demás, Rousseau señala que semejante monarquía, en el fondo, no
es más que una república: ''Para ser legítimo, es necesario que el gobierno no se confunda con el
soberano, sino que sea ministro de éste: entonces la monarquía misma es república" (Contrat
social, lib. II. cap. VI. II.).
900

quía, democracia, aristocracia. Se alega generalmente, en apoyo de esta división


tripartita, que se remonta hasta la Antigüedad, y ello es verdad (ver sin embargo la
n. 19, p. 903, infra). Pero existe un régimen que no conoció la Antigüedad y que
data de los tiempos modernos: el régimen llamado representativo. Y precisamente
tiene capital importancia hacerle un lugar a este régimen entre las formas de
gobierno. A dicho efecto, conviene recordar previamente cuál es el sigao
característico de las diversas formas gubernamentales, y particularmente de la
monarquía y de la democracia.
No se crea que todo Estado en el que reine un príncipe hereditario, será,
sólo por esto, una verdadera monarquía. Existen Estados que parecen tener un
monarca y que, en realidad, no son sino democracias representativas. Lo que
caracteriza a la verdadera monarquía —aquella que los autores franceses llaman
monarquía absoluta, y que es también la monarquía pura y propiamente dicha—
es el hecho jurídico de que el monarca es en ella el titular, si no único al menos
supremo, de la potestad estatal en su totalidad.14 En este sentido el soberano es el
órgano más alto del Estado.15 Por una parte, en efecto, es el centro de todos los
poderes: él es quien gobierna y administra, bien sea por sí mismo, bien por medio
de sus delegados; hace las leyes en su Parlamento; y la justicia se administra en
su nombre.16 Por otra parte, y sobre todo, es el órgano
346

14
Esto no significa que la potestad del monarca carezca de límites. Puede quedar limitada bien sea
por la necesidad constitucional de observar ciertas formas para ciertos actos, o bien por el hecho
de que, según la Constitución, el monarca sólo puede ejercer algunos de sus derechos, por
ejemplo su poder legislativo, mediante el concurso y el asentimiento previo de ciertos órganos más
o menos independientes de él. Esto tampoco significa que el monarca habrá de ejercer
efectivamente todos los poderes. En el derecho monárquico moderno, ya no es él quien administra
justicia, y hasta los funcionarios administrativos, para numerosos asuntos, tienen una competencia
que, al corresponderías de manera especial según las leyes vigentes, excluyen la posibilidad, para
el monarca, de substituirse a ellos y decidir en su lugar. La monarquía, por lo tanto, puede ser
limitada, sin dejar por ello de ser una monarquía verdadera. Pero no será una monarquía sino
mientras se presente el monarca como titular supremo y común de todos los poderes
comprendidos en la potestad del Estado.
15
Montesquieu desconoció la verdadera naturaleza de la monarquía al no conceder al monarca, en
principio, sino una potestad simplemente igual y yuxtapuesta a las otras dos, la legislativa y la
judicial, y hasta una potestad que tiene carácter subalterno en cuanto sólo consiste en la ejecución-
de las leyes (Esprit des lois, lib. XI. cap. VI).
16
Contrariamente a la doctrina, tradicional y oficial, que caracterizaba a la monarquía diciendo que
el monarca, en principio, concentra en sí toda la potestad del Estado (ver especialmente a G.
Meyer, op. cit., 7* ed., pp. 272 ss., así como las Constituciones alemanas y los autores citados en
este mismo lugar, nn. 8 y 9; cf. .Toseph Barthélemy, "Les théories royalistes dans la doctrine
allemande contemporaine", Revue du droit public, 1905, pp. 729 ss.), Jellinek, preocupado por
conciliar el concepto de monarquía con las ideas y los hechos constitucionales de la época
moderna, declara (op. cit., ed. francesa, vol. n, pp. 401, 412 ss., ver también pp.
901

supremo porque él es quien hace la Constitución; o por lo menos, ésta no puede


ser revisada ni modificada sin su consentimiento y su sanción (Je-
347

234 ss.) que hoy día no es exacto definir al monarca como titular de la potestad total del Estado. La
fórmula según la cual el rey concentra en su persona todos los poderes era cierta en otro tiempo,
en la época de la monarquía absoluta. Puede servir todavía para explicar las Constituciones
otorgadas, por las cuales los monarcas alemanes limitaron antes su propia potestad, pues es cierto
que en la época en que se realizó ese otorgamiento el rey poseía aún, por sí solo, toda la potestad
estatal, de la cual, mediante esas Constituciones, trasladó una parte a órganos distintos de él Pero
esta fórmula ya no concuerda con el sistema contemporáneo de la monarquía constitucional.
Según Jellinek. ya no se puede decir actualmente que toda la potestad estatal reside en el rey, sino
que la verdad es únicamente que el monarca constituye "el más alto poder" en el Estado (loe. cit.,
p. 416) y que es "el punto de partida"' y el "centro" de unidad de todos los poderes (p. 420) ; y esto,
no ya en el sentido de que participa efectivamente en todas las funciones ípp. 413-414), o de que
todos los órganos quedan necesariamente dentro de su subordinación (p. 421), sino en el de que
depende de él la aplicación de la actividad de todos los demás órganos del Estado. Y de esto, de
esta situación suprema del monarca resulta también la regla —que constituye el más importante de
los signos distintivos de la monarquía y es la condición esencial fuera de la cual ninguna
monarquía puede realizarse (pp. 422 55.)— de que ningún cambio puede introducirse en la
organización constitucional del Estado sin la intervención y la voluntad del monarca. Tanto una
como otra de estas dos doctrinas opuestas, suscitan críticas. Por una parte, la definición que de la
monarquía siguieron G. Meyer y consortes, es demasiado absoluta. Lo que era verdad en la época
del otorgamiento de las Constituciones que fundaron la monarquía limitada, ya no lo es bajo el
imperio de estas Constituciones otorgadas. El principio de que el rey es titular primordial de toda la
potestad del Estado, bien puede ser la expresión de una verdad histórica, pero ya no se conforma
o
con la realidad actual. Por ejemplo, se ha visto anteriormente (n 134) que las Cámaras poseen
conjuntamente con el rey la potestad legislativa, y es cierto que ejercen sus derechos de
participación en la formación de las leyes como un poder que les pertenece en propiedad, y no
como un poder que pertenezca al rey. Indudablemente, este poder les ha sido concedido
antiguamente por la voluntad constituyente del monarca, y en este sentido tiene su origen en una
concesión consentida por éste; pero en la actualidad ya no puede decirse que se funde en la
voluntad real, sino que se funda puramente en la Constitución, considerada como ley del Estado
(cf. n. 14, p. 855, supra). He aquí, pues, toda una porción, y considerable, de la potestad estatal,
que ha dejado de pertenecer al rey. Y es notable sobre todo que las Cámaras alemanas poseyeran
en análogas condiciones una parte de la potestad constituyente misma, ya que, en los Estados
alemanes, las leyes de revisión sólo podían recibir la sanción real después de haber sido
aprobadas por las asambleas legislativas. Pero, si bien es demasiado absoluto pretender que toda
la potestad del Estado reside en el rey, por otra parte es insuficiente decir con Jellinek que la
monarquía se caracteriza por el hecho de que el monarca promueve la actividad de todos los
órganos estatales. No sólo carece de precisión este criterio (sobre este punto ver Duguit, L'État,
vol. n, pp. 264 ss.), sino que además sólo permite darse cuenta con mucha imperfección del
verdadero papel que el monarca desempeña en el Estado y del verdadero sitio que ocupa en el
conjunto de la organización estatal. El rasgo esencial de la monarquía, la característica más
importante de esta forma de Estado es que el monarca es jurídicamente el centro de la unidad y de
la potestad estatales, en primer lugar por cuanto participa en todos los poderes, y sobre todo por
cuanto es el órgano supremo del Estado en todas las ramas de la potestad de éste. Tal es la idea
primordial a la
902

llinek, op. cu., ed. francesa, vol. II, pp. 422 ss.). He aquí el punto capital; luego, por
razón de su potestad constituyente, es el autor de todos los poderes, incluso del
suyo propio. Y aquí se puede observar en seguida que, en la supuesta monarquía
que estableció la Constitución de 1791, la potestad constituyente no le
correspondía al monarca. Desde 1789, no hubo, en Francia, sino una sola
Constitución que se fundara directamente en la potestad del monarca: fue la Carta
otorgada de 1814.17 Pero, precisamente, la Carta de 1814 se mantuvo fuera del
principio de la soberanía nacional; y es importante señalar este punto.
Las mismas observaciones deben hacerse en cuanto a la democracia. Aquí,
el soberano es el pueblo, considerado en sus miembros individuales. El pueblo es,
en ella, lo que el monarca en la monarquía. En la democracia propiamente dicha,
el pueblo es el centro y el origen de todos los poderes. Por ejemplo, hace él
mismo sus leyes, o —lo que es jurídicamente idéntico— las perfecciona al
ratificarlas (cf. n. 15 del n" 136, supra). La justicia se administra en su nombre. Los
agentes administrativos se limitan a ejecutar sus decisiones soberanas. Y sobre
todo, él hace la Constitución. ¿Es esto soberanía nacional? No: es más que
soberanía nacional: es soberanía del pueblo. El soberano, aquí, ya no es la nación
como persona abstracta, sino la masa de ciudadanos, considerados éstos como
poseyendo cada uno el derecho primitivo de concurrir personalmente a la
formación de la voluntad soberana.
Los fundadores del moderno derecho público de Francia, en la Constitución
de 1791, consagraron la soberanía de la nación, conservando al mismo tiempo la
realeza. Y sin embargo —como se verá después—, no instituyeron una verdadera
monarquía, así como tampoco la democracia
348

que hay que adherirse para definir la monarquía, incluso la monarquía limitada. En la monarquía
limitada tal vez no exista ninguna esfera de la actividad estatal en la cual el jefe del Estado pueda
hacerlo todo por su sola voluntad, pero no existe tampoco ninguna en la que su voluntad no
aparezca como la voluntad más alta que existe en el Estado. En esta cualidad de órgano supremo
el rey es llamado a dar a la ley su última perfección mediante la sanción (n" 135, supra).
Igualmente, si en el orden administrativo no puede substituir su competencia a la que
especialmente se atribuye a los funcionarios por las leyes vigentes, por lo menos él es quien dirige,
en virtud de su potestad jerárquica, la actividad de los administradores, así como también vigila y
controla sus actos con el mismo carácter. Incluso en el orden jurisdiccional, si bien no puede
intervenir en persona en el ejercicio de la función de juzgar, al menos la justicia se administra en su
nombre y por jueces que necesariamente obtienen su nombramiento del mismo monarca a título
de delegación (ver re. 15, p. 856, supra). Finalmente, y siempre por la misma razón, de él depende,
en último recurso, la perfección de toda revisión constitucional.
En todos estos aspectos aparece el monarca como la autoridad más alta en la cual, y por la cual,
se realiza la unidad de potestad y de voluntad del Estado en el grado supremo (cf. n' 311, supra).
17
Ver en este sentido el preámbulo de la Carta, que recuerda que "la autoridad por entero reside
en Francia en la persona del rey", y funda la concesión de dicha Carta en "el libre ejercicio de
nuestra autoridad real".
903

verdadera. ¿Qué hicieron, pues? ¿Cuál es el alcance verdadero de su principio de


la soberanía nacional?
335. Para comprender la verdadera esencia del régimen monárquico
importa observar que, o bien el monarca se presenta en él como teniendo un
derecho personal de potestad soberana anterior al Estado y a toda Constitución,
como era el caso en la antigua Francia, derecho personal que se funda en la
teoría del derecho divino, o en un concepto patrimonial del Estado, o por lo menos,
en el hecho histórico de la posesión tradicional de la soberanía; o bien, dicho
monarca se presenta como órgano del Estado, lo que, recientemente aún, era el
punto de vista de la doctrina monárquica alemana (Jellinek, loe. cit., vol. II, pp. 406
ss.; G. Meyer, op. cit., 1 ed., p. 271, texto y n. 5, y los autores citados en dicha
nota).
Pero, incluso en esta última doctrina, hay que señalar el hecho importante
de que el Estado, cuyo órgano es el monarca, se considera como una entidad
jurídica distinta de la nación, no es la personificación de la nación, sino una
persona en sí; adquiere esta personalidad en virtud y por el hecho de su sola
organización. Ahora bien, en esta organización, el elemento capital, el órgano
supremo, es precisamente el monarca, de modo que, en el fondo, lo que hace al
Estado, o en todo caso lo que lo perfecciona, es el monarca. Esto lleva a un punto
muy cercano de la máxima: "el Estado es el rey". En vano un monarca como
Federico II de Prusia podrá ser bastante hábil para decir que "el príncipe es el
primer servidor del Estado" (sobre esta otra máxima, ver Jellinek, loe. cit., vol. II, p.
408). A pesar de todas las afirmaciones de este género, quedará siempre que la
personalidad del Estado se basa, en último término, en la potestad del monarca; la
soberanía del Estado está hecha, ante todo, de la soberanía del monarca: esto era
la monarquía verdadera y completa.
Si se examina la democracia pura, se encuentra en ella el mismo concepto
jurídico. En este caso, el soberano es el pueblo.18 Los ciudada-
349

18
Por este motivo, la postura constitucional de las Cámaras federales suizas es muy diferente de la
que corresponde a las Cámaras francesas. Mientras que en Francia las asambleas se han
caracterizado desde 1789 como "representantes" de la nación soberana, en el sentido de hallarse
capacitadas para querer, de un modo completo, en nombre y por cuenta de la nación (ver núms.
363 ss., infra), en Suiza, por el contrario, la Asamblea federal se presenta bajo un aspecto muy
diferente, que se desprende del solo hecho de que esta Asamblea se caracteriza en la Constitución
federal (ver el título del cap. n) como siendo solamente una de las "autoridades" (Behorden) de la
Confederación; es la autoridad más alta, indudablemente, pero sin embargo una simple autoridad;
y este calificativo, que la Constitución aplica indistintamente a la Asamblea federal y al Consejo
federal, tiene por objeto señalar que las Cámaras federales, incluso desde el punto de vista
legislativo, sólo poseen una simple función subalterna y no un poder soberano, puesto que su
actividad legislativa sólo se ejerce bajo la reserva de los derechos superiores del cuerpo de
ciudadanos activos, el cual —en cierto sentido (cf. supra, pp. 364 ss.)— es el único órgano de
legislación propiamente dicho, ya que sólo él posee, en el ejercicio de su competencia legislativa,
el poder de querer de un modo absoluto en nombre
904

nos se consideran como teniendo, en el ejercicio de la soberanía, un derecho que


existía antes del Estado y de la Constitución. O también se dice que el pueblo es
jurídicamente el órgano del Estado. Pero, por las mismas razones que
anteriormente en la monarquía, esta fórmula, en el fondo, significa que el Estado,
como persona, no existe sino por el pueblo y por ello se confunde, en definitiva,
con los ciudadanos.19
350

del soberano. En el fondo, la diferencia entre el Parlamento francés, que quiere por la nación, y la
Asamblea federal suiza, que según la Constitución sólo es una simple autoridad, corresponde a la
oposición establecida por los constituyentes franceses de 1791 ( ver núms. 364 ss., infra) entre el
"representante" y el "funcionario". Esta diferencia proviene del hecho de que, en una democracia
pura, la Constitución sólo puede conferir a las autoridades constituidas poderes para tratar los
asuntos (Gescháftsfiíhrung) bajo el control y con la reserva de la decisión del pueblo, o sea
poderes, no ya de voluntad soberana, sino de los cuales podría decirse que constituyen
únicamente facultades de gestión y de administración (cf. a este respecto la n. 66, p. 831, supra).
En apoyo de estas observaciones, Jellinek (Allg. Staatslehre, 3S ed., p. 727 n.) señala el hecho de
que la aplicación del art. 117 de la Constitución suiza (cf. la ley federal de 9 de diciembre de 1850
sobre la responsabilidad de las autoridades y funcionarios de la Confederación), que consagra el
principio de la responsabilidad de los funcionarios, se extiende a los miembros de ambas Cámaras
federales. Todo ello porque, en una democracia como Suiza, no existe nadie, fuera del pueblo
actuando por su cuerpo de ciudadanos, que pueda aspirar a ejercer un poder de naturaleza
soberana.
19
En suma, la monarquía y la democracia no sólo son, como se dice de ordinario, formas de
gobierno, sino más bien formas y maneras de ser del Estado mismo; formas que reaccionan hasta
sobre la definición que deba darse del Estado. Esta definición, en efecto, no es ni con mucho la
misma en un Estado monárquico o democrático que en el Estado fundado en el principio de la
soberanía nacional. El concepto francés según el cual el Estado es la personificación jurídica de la
nación no puede concillarse con las instituciones monárquicas, que hacen que. en los países de
monarquía, el Estado encuentre en la persona o en la potestad del príncipe el punto culminante y
esencial de la organización que perfecciona su existencia. En estos países el Estado aparece
como un organismo que existe por encima y fuera de la nación. Así es como, en sus definiciones
monárquicas del Estado, los autores alemanes hacían resaltar, como elemento esencial de éste,
no ya la nación que halla en él su unidad, sino esta unidad misma, unidad a la cual se encuentra
reducida la nación por su organización monárquica y que se realiza en el rey. Esto venía a ser
como decir que la dominación ejercida por el monarca es lo que hace el Estado. Por consiguiente,
éste casi se confunde con el monarca; por lo menos, se funda en él. Igualmente, la democracia,
donde la masa de los ciudadanos reunidos ut singuli constituye el órgano supremo, implica, en el
fondo, que el Estado se resuelve aquí en sus mismos miembros, que se confunde con la totalidad
de sus miembros. ¿No es ésta una de las razones por las cuales repudian los suizos lo que llaman
estatismo? La verdad es, en efecto, que en la democracia integra], el Estado —si aún puede
llamársele así— toma su consistencia exclusivamente de sus miembros individuales: no existe en
él otra voluntad estatal sino la suya, y la unidad estatal no se halla realizada entre ellos sino por la
aplicación de la ley de la mayoría. Así, el Estado monárquico sólo existe por el rey; el Estado
democrático es principalmente una reunión de ciudadanos. Sólo la idea que tiene su expresión en
el principio francés de la soberanía nacional permite delinear totalmente el concepto del Estado
que se afirma como sujeto permanente y distinto, o sea con independencia a la vez de sus
órganos, cualesquiera que éstos sean, y de los individuos que lo componen en cada uno de los
momentos sucesivos de su duración. Aquí aparece el
905

El principio de la soberanía nacional va directamente en contra de estas


conclusiones y de los conceptos de que derivan. Y como, en 1789, la Revolución
iba dirigida contra la monarquía absoluta, es ante todo con referencia al monarca
mismo como se afirmó, en oposición a las ideas que acabamos de recordar, la
nueva teoría, que desde entonces se convirtió en la base del derecho público
francés regenerado.
336. Para transformar a la monarquía del antiguo régimen, recurre la
Constituyente —como se ha dicho anteriormente (pp. 889-890)— al medio teórico
que consiste en hacer intervenir a la nación como el elemento constitutivo esencial
del Estado. La Constituyente expone la idea fundamental de que el Estado es la
personificación de la nación. ¿Qué entendía por ello? Entendía, indudablemente,
que el Estado no es una persona en sí, que tenga su existencia fuera de la nación
y que adquiera su personalidad por el hecho de poseer sus órganos propios,
monarca u otros. El Estado sólo es una persona en cuanto personifica a la
colectividad nacional constituida en una unidad indivisible y formando así ella
misma un ser jurídico.
La nación, pues, es una persona. Esto, sin embargo, ha sido impugnado.
Existe aquí, se ha dicho (Duguit, L'État, vol. II, pp. 57 ss., cf. pp. 49-50 y 73;
Manuel de droit constitutionnel, P ed., p. 83, y Traite, vol. I, p. 77), una
construcción jurídica que, aunque esté consagrada por el derecho positivo francés,
es inadmisible. Es imposible concebir que existan en el Estado dos personas
distintas: una persona Estado y una persona nación. Este dualismo es
inaceptable. Pero hay que responder ue la Revolución en modo alguno consagró
el dualismo que se le imputa20.
La Constituyente no dijo ni mucho menos que en el Estado hubiese
351

Estado, verdaderamente, como la personificación de la nación. Supone, desde luego, a la nación


organizada; pero no por ello deja de personificar a la nación considerada en sí misma, y no
solamente en su organización. La personifica también como colectividad de ciudadanos, pero
como una colectividad considerada en su indivisibilidad permanente y que aparece así como
superior a sus miembros individuales.
Las observaciones que preceden no sólo se aplican al Estado unitario, sino que su exactitud se
comprueba igualmente en lo que se refiere al Estado federal. También aquí existe tal régimen de
organización, en el que puede tratarse de ver solamente una forma especial de gobierno, pero que,
en realidad, reacciona sobre la naturaleza misma del Estado. El Imperio alemán, tal como se
constituyó en 1871, proporcionaba un ejemplo de ello. El hecho de que el órgano supremo
consistía en él, de un modo exclusivo, en los Estados alemanes, representados en el Bundesrat
por sus delegados, implica que el Imperio se alejaba del tipo normal de Estado federal para
acercarse, bajo este aspecto, a una Confederación de Estados (ver supra, p. 119).
20 Es la teoría alemana de la nación-órgano, la que —aunque lo nieguen sus partidarios—•
convierte implícitamente a la nación en una persona diferente de la persona Estado, como lo
señala Duguit (L'État, vol. n, p. 77; Traite, vol. I, pp. 78-79). Sobre esta teoría, ver infra, núms. 385
ss.
906

dos personas: la nación por un lado y el Estado por otro. Únicamente admitió, y el
principio de la soberanía nacional lo implica exactamente (ver núms. 4 y 329,
supra), que el Estado no es sino la nación organizada.
En otros términos, el Estado y la nación no son más que un todo; el Estado
y la nación sólo son las dos caras de un mismo ente de derecho; en cuanto
persona, la nación se llama Estado. Trátase de un punto que ha sido
perfectamente reconocido y expresado por Michoud (op. cu., vol. I, p. 287): "El
concepto de soberanía nacional no debe traducirse jurídicamente, como se ha
tratado de hacerlo durante mucho tiempo, en la idea de una nación-persona que
sería distinta de la persona Estado. En efecto, la nación no tiene ninguna
existencia jurídica distinta: el Estado no es sino la nación misma (la colectividad)
jurídicamente organizada; y es imposible comprender cómo podría concebirse
ésta como un sujeto de derecho distinto del Estado".21 Y más adelante (p. 291)
añade este autor, no menos acertadamente: "En el concepto del Estado, tal como
se ha expuesto, la potestad pública se considera como perteneciente a un sujeto
de derecho, que es el Estado, es decir, la colectividad nacional organizada".22
352

21
Cf. Hauriou, La souveraineté nationale, p. 149: "Las teorías que ven en la nación una persona
moral secundaria acoplada al Estado son mal recibidas. La nación organizada, provista de su
gobierno central, no es sino el Estado; el Estado no es sino la personificación de la nación, es
decir, la nación considerada como sujeto de derechos. La nación es el Estado, y el Estado es la
nación." En otra parte de este estudio sobre La souveraineté nationale (pp. 8ssJ, Hauriou pretende
que es necesario establecer una distinción rigurosa entre la soberanía nacional, que es, dice, "la
fuerza del organismo nacional", y la soberanía del Estado, que es "un derecho de dominación" de
la persona estatal: y funda esta distinción en la consideración de que la organización constitucional
de la nación es anterior a la personalidad jurídica del Estado, siendo ésta el resultado de aquélla.
Pero más adelante (pp. 149-150), Hauriou conviene en que "el punto de vista de la soberanía
nacional" sólo se aplica a la formación de la soberanía, y que una vez constituida esta soberanía,
sólo subsiste "el punto de vista de la soberanía del Estado", no pudiendo ya la nación y el Estado,
desde ese momento, quedar separados uno de otro. Ahora bien, la teoría jurídica del Estado y la
ciencia del derecho público sólo pueden considerar al Estado una vez constituido, cualesquiera
que fueren los cíícfí que hayan podido preceder a su formación (ver n° 441, infra).
22
Se desprende de esto que, contra la opinión de Duguit (Traite, vol. I, p. 304), no cabe en Frf.ncia
la teoría alemana del Tráger. Según esta teoría, que ha sido sostenida principalmente por G.
Meyer (op. cit., 7* ed., pp. 19 ss., 272) y por Rehm (Allg. Staatslehre, pp. 176 ss.) V que parece
admitida también por Laband —éste último dice que los príncipes alemanes y los senados de las
ciudades libres son tanquam unum corpus, el Tráger de la soberanía del Imperio (Droit public de
l'Empire Allemand. ed. francesa, vol. i, p. 163; Reichsstaatsrecht, 1907, p. 56—. el Tráger es la o
las personas físicas a las que corresponde en propiedad la potestad del Estado. Para justificar esta
teoría del Tráger, alegan sus defensores que en ciertas formas de gobierno el titular primario de la
potestad estatal es distinto de los órganos del Estado encargados del ejercicio de esta potestad.
Por ejemplo, se ha dicho, en el sistema de la soberanía nacional el Tráger de la potestad del
Estado es la nación, mientras que los órganos efectivo? son el jefe del Ejecutivo, el Consejo de
Ministros y las Cámaras.
907

Así pues, al formular el principio de la soberanía nacional, la Constituyente de


ningún modo opuso la nación al Estado, pero sí la opone al monarca, y veamos en
qué sentido: antiguamente, el monarca francés era propiamente el soberano, pues
no ejercía la potestad estatal en nombre de ninguna persona que no fuera él
mismo. También actualmente, en los países de monarquía pura, el monarca es
debidamente calificado como órgano del Estado; pero el Estado del que es órgano
se considera como un "establecimiento" distinto de la nación y, en cierto modo,
extrínseco a la nación; pues, según la pura doctrina monárquica, tal como la
profesaban por ejemplo los autores alemanes, la nación es desde luego uno de los
elementos constitutivos del Estado, al mismo título por ejemplo, que el territorio
(ver respecto de este punto a Duguit, L'État, vol. II, p. 110; Manuel de droit
constitutionnel, 1 ed., p. 83, y Traite, vol. i, pp. 78-79), pero no es elemento
constitutivo del Estado en el sentido de que no forme sino un todo con éste. Por el
contrario, en el concepto admitido por la Revolución, el soberano es la nación,
considerada ésta desde entonces como el sujeto propio de la personalidad y de la
potestad estatales. Por consiguiente, nos vemos llevados a establecer la idea
esencial de que los titulares efectivos de los poderes públicos son ante todo los
órganos de la persona jurídica nación. Indudablemente son también órganos del
Estado. Solamente que, en el sistema de la soberanía nacional, la expresión
"órgano del Estado" tiene un alcance muy especial: significa que los agentes de
ejercicio de la potestad pública, en este ejercicio, son los órganos del ser colectivo
que halla en el Estado su personificación, o sea de la nación misma. Tal es el
sentido preciso del principio de la soberanía nacional.
Por lo que precede se ve el contraste que existe entre el sistema de la
monarquía absoluta o pura y el de la soberanía nacional. En el primero, el Estado
sólo se personifica a sí mismo, no siendo la nación sino uno de los factores cuya
reunión tiene por efecto formar el establecimiento público Estado. En el segundo,
la nación no sólo es uno de los elementos que concurren a constituir el Estado,
sino que se identifica con él, que sólo a ella la personifica. En el primer sistema,
además, el Estado se convierte en una persona por el hecho de tener un órgano
propio, el monarca; en el segundo, siendo la persona Estado idéntica a la persona
na-
353

Esta teoría ha sido combatida, en último lugar, incluso en Alemania, especialmente por Jellinek
(loe. cu., vol. n, pp. 237 ss.; ver también las críticas que contra ella dirige Duguit, L'État, vol. II, pp.
238 ss.). De todos modos, no podría aplicarse, en Francia, a la nación, pues por una parte, siendo
la nación una universalidad extra-individual, no puede desempeñar el papel de Tráger, puesto que
el Trager es uno o varios hombres determinados, o sea una o varias personas físicas. Y por otra
parte, según el concepto francés de la soberanía nacional, la nación es más que un Trager, es el
sujeto mismo de la potestad estatal, por cuanto se identifica con el Estado, siendo éste la
personificación de la nación.
908

ción, existe por el hecho de que la nación misma se halla organizada. Finalmente,
y a consecuencia de estas diferencias iniciales, en el primer sistema el monarca
tiene potestad sobre la nación considerada como elemento subalterno del Estado;
en el segundo, por el contrario, es la nación la que tiene potestad sobre el
monarca considerado como órgano nacional.23
337. No se diga que todo esto es simple metafísica jurídica. Por abstractos
que puedan parecer los conceptos que acabamos de exponer, en efecto,
engendrarán como consecuencia numerosos e importantes resultados prácticos,
que demuestran que el principio de la soberanía nacional presenta un interés que
no es simplemente teórico. Para exponer estos resultados, es conveniente razonar
en primer lugar sobre el caso de la monarquía, tal como se dio en 1789-1791. La
Constituyente no pensó en que el principio de la soberanía de la nación hubiera de
excluir la institución de un monarca hereditario, y mantuvo la realeza en la
Constitución de 1791, Solamente que es una realeza transformada por completo.
Y está transformada porque se ha convertido en una monarquía nacional. El
monarca ya no es sólo, como en la antigua Francia o como recientemente aún en
Prusia, un órgano del Estado, sino un órgano de la nación. Y de aquí las
deducciones siguientes:
a) El rey ya no es el soberano. Sólo la nación, es decir, el cuerpo indivisible
y permanente de los nacionales, tiene la soberanía. Nadie, fuera de ella, puede
llamarse soberano (cf. supra, pp. 95-96 y n° 303; v er también n" 456, infra). Nadie,
ni siquiera el monarca, puede pretender que ejerce el poder en virtud de un
derecho personal ni a título de derecho absoluto.
354

23
La Constituyente lo modificó lodo, por el simple hecho de colocar a la nación entre el rey y el
Estado. El Estado, en este concepto revolucionario, ya no es la expresión de la organización que -
anteriormente tenía su realización en el monarca: sino que es la expresión de la unidad nacional y,
en este sentido, la personificación de la nación. Sin duda el Estado presupone la nación
organizada; pero en el sistema de la soberanía nacional, el monarca no puede ser el órgano
supremo de la voluntad última de quien todo depende. Constituir al rey en órgano supremo sería lo
mismo que encadenar a la nación. Ya no es, pues, el monarca quien perfecciona, por sí solo, la
organización y la unidad estatales de la nación: aquél no es ya sino uno de los elementos parciales
y subordinados de esta organización. Es el órgano de una nación que posee, fuera de él,
elementos de organización, si no totalmente completos, suficientes al menos para asegurar en ella
una unidad orgánica. Particularmente, es órgano de una nación que halla fuera del rey sus
facultades orgánicas para crearse a sí misma su Constitución. En estas condiciones, el monarca ya
no es el órgano esencial en el que se realiza la unidad nacional en grado supremo. Y por
consiguiente, aunque desapareciera la institución monárquica, la nación aún tendría, en el resto de
su organización, recursos suficientes para mantener su unidad orgánica de un modo íntegro. Así
pues, en todos aspectos, aparece que la organización de la nación no queda ligada esencialmente
a la persona y a la voluntad del monarca, sino que, por el contrario, es el monarca el que aparece
como dependiente de una organización nacional superior a sí mismo y como siendo, en este
sentido, un monarca nacional.
909

b) El monarca no es ya necesariamente el centro y el origen de todos los poderes.


Los poderes tienen su residencia primitiva y central únicamente en la nación. En
especial, el poder constituyente reside en la nación misma.
c) No es, pues, el monarca el que habrá de hacer o de reformar la Constitución. El
monarca, como todos los órganos de la nación, no es un órgano constituyente,
sino un órgano constituido. Según la expresión que se ha hecho técnica, es un
monarca constitucional. Conforme a los principios consagrados por los arts. 2-5
del preámbulo del tít. III de la Constitución de 1791, a la nación, y sólo a ella, le
corresponde "delegar" los poderes de los cuales es titular exclusivo; y los delega
por su Constitución. d) Dado que el monarca no obtiene su potestad de sí mismo,
sino de la Constitución nacional, de ello resulta que no tendrá más poderes que
aquellos que le hayan sido conferidos por la Constitución y que no podrá
ejercerlos sino bajo las condiciones prescritas por ésta. El rey ya no será, pues,
necesariamente, el órgano estatal supremo; podrá poseer una potestad
simplemente igual, o incluso inferior, a la de otros órganos. Así es como, en el
nuevo concepto de la soberanía nacional, la Constitución de 1791 pudo subordinar
la actividad del rey a la ley, formulando este principio: "El rey sólo reina por la ley,
y sólo en nombre de la ley puede exigir la obediencia" (tít. ni, cap. n, sección P,
art. 3).
e) Desde el momento en que se admite que los gobernantes reciben su título por
una concesión nacional y constitucional, hay que admitir también que este título no
puede ser objeto de una apropiación irrevocable en su provecho, sino que, al
contrario, siempre es susceptible de revocación por efecto de una nueva
Constitución que venga a modificar la antigua. Esta es también una consecuencia
directa de la idea de la soberanía nacional, pues al ser la única soberana, la
nación conserva en todo momento el derecho de retirar el poder a aquellos a
quienes lo había confiado primeramente. La Asamblea nacional de 1789 aplicó
esta consecuencia incluso a la persona y a la potestad del rey. En principio la
realeza se había declarado hereditaria (loe. cit., art. I9), pero esto no significaba
que fuera inconmutable. Partiendo del principio de la soberanía nacional, la
Asamblea se vio llevada lógicamente a decidir que la nación siempre podría,
mediante una revisión constitucional, ya modificar el título del monarca
restringiendo los poderes que anteriormente había unido a dicho título, ya incluso
revocarlo completamente promoviendo la destitución del rey. En este orden de
ideas, la Constitución de 1791 (loe. cit., arts. 5-8) llegaba hasta a determinar
previamente ciertas causas que entrañaban de pleno derecho la destitución del
rey; y únicamente disimulaba esta destitución con una ficción que consistía en
decir que, en los casos previstos por dichos textos, se consideraría "legalmente"
910

que el rey había "abdicado" (Esmein, Éléments, 1* ed., vol. I, pp. 303-304).24 f) Por
lo mismo que el principio de la soberanía nacional exige que la nación sea siempre
dueña de cambiar libremente su régimen constitucional, se opone a que la revisión
pueda depender de la voluntad del monarca, bien sea en cuanto a su iniciación o
proposición, bien sea en cuanto a su perfección. Si la revisión estuviera
subordinada al consentimiento del rey, ello supondría una confiscación de la
soberanía nacional, especialmente a causa de que el rey, en realidad, se
convertiría en el propietario inamovible de su título y de su poder, ya que nada
podría afectarlo sin su asentimiento.25 Por esto, la Constitución de 1791, después
de haber admitido implícitamente la posibilidad de las revisiones futuras en cuanto
a la institución de la misma realeza, tenía especial cuidado en especificar (tít. VII,
art. 4) que los decretos mediante los cuales el cuerpo legislativo pudiese emitir un
voto de revisión, no estarían —como lo estaban en dicha época las leyes
ordinarias— sujetos a la sanción real. Con mayor razón, las decisiones de la
asamblea que realiza la revisión habían de quedar sustraídas a la condición de
esa sanción.
338. Por todas estas consecuencias,"6 se ve cuan inexacto es decir que la
soberanía nacional, tal como-se proclamó en 1789, no era sino un principio
teórico, desprovisto de eficacia jurídica. Entre la monarquía pura de antes de
1789, o de 1814, o de la Prusia de ayer, y la realeza nacional fundada en 1791,
existe una diferencia tan profunda que sólo puede expresarse por la conclusión
siguiente: La supuesta monarquía
355

24
¿Es necesario hacer notar, de paso, que este carácter precario y revocable del título de los
gobernantes se lleva a su más alto grado por el régimen parlamentario, en el que la potestad
nacional se ejerce, bien por asambleas elegidas temporalmente, bien por ministros sujetos
continuamente a revocación? Únicamente los funcionarios tienen cierto derecho respecto de su
función, pero ésta sólo implica para ellos una participación de naturaleza subalterna en la potestad
de la nación. Así, el parlamentarismo se relaciona con las ideas y las tendencias que en Francia
inspiraron el principio de la soberanía nacional.
25
Desde este punto de vista sobre todo la monarquía es inconciliable con el concepto de la
soberanía nacional. Incluso en la monarquía limitada de los tiempos modernos, el monarca se
mantiene por encima de la Constitución, ya que ésta, hecha originariamente por él, no puede
modificarse sin su sanción. Desde el momento en que el monarca dispone así de la revisión
constitucional, la nación queda privada de su independencia y ya no cabe llamarla soberana.
28
Se verá más adelante (núms. 455-456) que el principio de la soberanía nacional entraña también
la separación entre el poder constituyente y los poderes constituidos. Ni que decir tiene que este
principio implica asimismo, entre sus consecuencias, el carácter nacional de los órganos del
Estado, en el sentido de que el órgano debe tomarse necesariamente de entre los miembros del
cuerpo nacional. La nación dejaría evidentemente de ser soberana si uno cualquiera de sus
órganos estatales procediera de fuera. Ver sobre este punto lo que se dirá en el n* 375, mira. Ver
también la n. 28 del n° 393 y. en lo que concierne a las repercusiones de la idea de la soberanía
nacional en el sistema de las dos Cámaras, el n' 459, infra. Ver también supra, p. 540).
911

fundada en la soberanía nacional no es ya una verdadera monarquía, pues le


faltan todos los caracteres esenciales que, según se indicó anteriormente, forman
el signo distintivo de la monarquía, en el sentido propio de esta palabra."' ¿Deberá
decirse ahora que, por el establecimiento de la soberanía nacional, los
constituyentes de 1791 fundaron la democracia, una auténtica democracia?
Tampoco. Ante todo, es indudable, de hecho, que ni con la Constitución de 1791,
ni de un modo general en el sistema de derecho público francés de 1789 en
adelante, el pueblo no fue nunca el órgano supremo del Estado; sino que el
órgano supremo, en 1791 y todavía actualmente con la Constitución de 1875, es,
bien sea la asamblea de revisión, corno autoridad constituyente, o bien, entre las
autoridades constituidas, el cuerpo legislativo, o sea, por una y otra parte,
asambleas electas. La participación de los ciudadanos en la soberanía no consiste
en Francia sino en el electorado. En particular, es de observarse que, ni en 1791
ni actualmente, posee el pueblo francés el poder constituyente: la Constitución se
hace y se revisa sin su intervención. Pero hay más aún. En el sistema de la
soberanía nacional, la verdadera y franca democracia, la que consiste en que la
potestad estatal resida de una manera inicial o suprema en los ciudadanos
mismos, no es posible; pues debe repetirse aquí todo lo que acaba de decirse
para la monarquía. De una parte, en el concepto establecido en 1791, si los
ciudadanos se hallan investidos de una participación en la potestad pública, no
puede considerárselos por esto como ejerciendo su propia soberanía; lo mismo
que el monarca, ejercen exclusivamente la soberanía nacional, y por consiguiente,
no tienen en este ejercicio vocación personal, sino que sólo pueden acceder a él
en virtud de la Constitución y a consecuencia de una concesión nacional. Esto es
lo que afirmaba de manera expresa la Constitución de 1791, cuando formulaba en
principio que "ningún individuo" puede ejercer poder alguno que no emane de la
nación. Esto excluye para los ciudadanos la posibilidad de concederse a sí
mismos sus poderes constitucionales, y, por consiguiente, no pueden reivindicar
individualmente el poder constituyente. Por otra parte, en el orden de la soberanía
constituida misma, la voluntad nacional no puede absorberse en voluntades
individuales, cualesquiera que éstas sean, lo mismo en las voluntades de todos los
miembros actuales de la nación que en la de uno de ellos: el monarca. El principio
de la soberanía nacional se opone a que la potestad de la nación se encuentre
orgánicamente inmovilizada, o
356

27
Cf. Joseph Barthélemy, Démocratie et politique ¿trangere, p. 2: "Sin llegar —como lo hace
Stendhal— a calificar como democracia toda monarquía que tenga Carta y Cámaras,
consideramos como tal cualquier régimen de representación nacional preponderante: el Reino
Unido es una democracia que tiene un rey a su frente".
912

sea localizada a título permanente en los individuos, así fuesen éstos la totalidad
de los ciudadanos. La organización estatal de la nación debe combinarse de tal
manera que los hombre* que concurren a formar un órgano de voluntad nacional
en ningún caso puedan convertirse en el soberano. Concebida la potestad
soberana como un poder que corresponde a la universalidad ideal del pueblo,
habrá de mantenerse siempre independiente de los miembros individuales de la
comunidad popular. Por eso los ciudadanos, incluso reunidos en su totalidad, no
podrían constituir el órgano supremo del Estado; es necesario que este órgano
esté compuesto por miembros renovables que puedan cambiarse a voluntad de la
Constitución, y no de miembros inamovibles que formaran parte del mismo en
derecho. En esto, el principio de la soberanía nacional excluye a la democracia
propiamente dicha, así como excluye a la monarquía verdadera. Se verá más
adelante (n 361) que los fundadores del principio pronunciaron ellos mismos esta
exclusión: lo mismo arriba que abajo, no quisieron el poder personal.28
En resumen, la Constitución de 1791 no admitió ni la monarquía, ni la
democracia;"" ella misma indica de una manera expresa qué forma 357de gobierno
desea consagrar. En efecto, después de haber establecido en principio que todos
los poderes residen primitivamente en la nación, declara (tít. III, preámbulo, art. 2)
que "la nación no puede ejercerlos sino por delegación). Y este texto añade que,
así, "la Constitución francesa es representativa", lo que significa que la nación

28
Sería inexacto, sin duda, decir que, en la democracia, el ciudadano considerado individualmente
es soberano, puesto que los miembros de la minoría están obligados a doblegarse a las voluntades
de la mayoría. Pero, al menos, el principio esencial de la democracia es que la voluntad general se
determina en ella, como lo demuestra Rousseau, por una suma de votos individuales de los
miembros; en este sentido, la voluntad del pueblo sólo se compone de las voluntades de sus
miembros. Ahora bien, esto es precisamente lo que la Constituyente quiso evitar cuando introdujo
su principio de la soberanía nacional. La idea de la Constituyente fue que en el seno de la nación
existiera una voluntad nacional que no se valúa por un cálculo de mayorías, que no es la resultante
de decisiones individuales contadas una a una, sino que, al permanecer flotante en el conjunto de
la colectividad, debe buscarse, deducirse y formularse por los órganos o los representantes de la
nación. Así pues, mientras que la democracia llama a cada ciudadano para que concurra, al menos
con su voto, a la consulta de la que habrá de salir la expresión de la voluntad general, el principio
de la soberanía nacional, fundado en la idea de la unidad y de la indivisibilidad de la potestad y de
la voluntad nacionales, excluye la necesidad de una consulta individual a todos los ciudadanos y
conduce —según la fórmula de los constituyentes de 1789-1791, fórmula que se opone a la de
Rousseau— a la conclusión de que el cuerpo de ciudadanos no puede tener más voluntad que la
de sus representantes. Asi, se separa claramente de la democracia pura para conducir al régimen
representativo.
29
Puede señalarse, a este propósito, la flexibilidad del régimen político que introdujeron en Francia
los hombres de 1789. Conforme al temperamento y a la idiosincrasia del pueblo francés, el sistema
de la soberanía nacional no implica ni soluciones radicales, ni forma rígida de gobierno, sino que
todo él se reduce a matices y a agudeza de intenciones. Sólo una cosa queda implicada, de un
modo absoluto, en el principio de la soberanía nacional: la igualdad entre los miembros de la
nación, tal como se deduce de los textos de 1789-1791, que repiten que nadie puede adquirir un
poder que no reciba de la nación. Al establecer este principio, los fundadores del derecho público
francés tuvieron por objeto principal inmediato la exclufción de todo acaparamiento de la potestad
soberana por tales o cuales miembros del cuerpo nacional, que así hubieran podido volver a
convertirse en privilegiados y dominadores, contra
913

ejerce sus poderes por medio de sus representantes.30 En otros términos, lo que
fundó la Revolucion 358 lución francesa en virtud del principio de la soberanía
nacional es el régimen representativo, un régimen en el cual la soberanía, al
quedar reservada exclusivamente al ser colectivo y abstracto de la nación, no
puede ejercerse por nadie sino a título de representante nacional. Este es, en
último término, el significado de la soberanía nacional. Nos vemos así llevados a
estudiar una fórmula gubernamental nueva y moderna, diferente de los antiguos
tipos monárquico o democrático,31 fundada directamente en la idea de la
soberanía de la nación: el gobierno representativo. Al abordar este estudio,
saldremos del campo de las teorías ideales que acaban de ser expuestas sobre el
origen primero de la potestad ejercida por los órganos estatales, y entraremos en
el examen del sistema jurídico positivo del órgano del Estado, tal como se ha
formado

riamente a la idea de igualdad; y también esto era muy conforme al gusto y las aspiraciones del
espíritu francés. Por lo demás, puede decirse que, al mismo tiempo que despojaba a la monarquía
de sus antiguos poderes soberanos, la Asamblea nacional de 1789 no instituyó un régimen de
soberanía democrática de los ciudadanos ni una plena soberanía de los elegidos, sino que
concedió el ejercicio de la potestad nacional a una asamblea de diputados que, por su carácter
electivo, dependían de la selección de los ciudadanos, y sin embargo, se negó a hacer depender
directamente las decisiones nacionales de la pura voluntad popular. Seguramente que hoy el
pueblo francés ya no se contentaría con el contenido simplemente negativo y las consecuencias
simplemente igualitarias del principio de la soberanía nacional. Quiere poseer una influencia
positiva sobre la actividad de sus elegidos. Y sin embargo, el régimen constitucional de Francia,
todavía en la actualidad, continúa resintiéndose de las tendencias iniciales que presidieron su
fundación durante la Revolución. Bajo la Constitución de 1875, en efecto, se observa que el órgano
supremo de la nación, de un modo concurrente y complejo, se compone del Parlamento y el
cuerpo electoral, de tal manera que sería difícil decir cuál de estos dos factores es el que ejerce
influencia más considerable sobre la formación de las voluntades nacionales; pues, si bien bajo
ciertos aspectos el Parlamento parece tener la primacía en las decisiones por tomar, también es
indiscutible que las Cámaras quedan sometidas a la influencia singularmente poderosa de la
opinión pública y no pueden expresar la voluntad nacional más que en un sentido conforme a los
deseos del país. En este régimen existe una mezcla de influencias provenientes de fuentes
diversas, por lo que la definición de dicho régimen es difícil de precisar. Sin embargo, existe un
punto cierto, y es que, en el estado de la Constitución francesa, ni los electores, ni los elegidos
pueden considerarse verdaderamente dueños de la voluntad nacional, pues la formación de ésta
no depende exclusivamente de las asambleas parlamentarias ni del cuerpo electoral. Nos vemos
llevados así a reconocer que el principio de la soberanía nacional, en Francia, conserva siempre su
alcance negativo del comienzo: sigue excluyendo todo poder absoluto sobre la potestad de
voluntad de la nación. Al abstenerse así de conferir a nadie una preponderancia formal y dejando
igualmente al Parlamento y al cuerpo electoral la facultad de influenciarse recíprocamente y, a
veces, de reaccionar uno sobre otro, la Constitución de 1875 evitó el establecimiento de una forma
rigurosa de gobierno, orientándose en un sentido francamente democrático, sin llegar hasta
consagra la democracia propiamente dicha. Por este motivo se ha podido decir, al comienzo de
esta nota, que las instituciones políticas de Francia se caracterizan por su verdadera flexibilidad.
Esta flexibilidad, uno de los rasgos principales del derecho público francés, se manifiesta
actualmente también en otras esferas de la Constitución. Ya se vio (siípra, pp. 547 ss.) un notable
ejemplo de ello en lo que se refiere a la delimitación de las competencias respectivas del
Parlamento y el Ejecutivo en materia de reglamentación. De igual modo podría decirse
perfectamente que las leyes constitucionales de 1875 no procedieron a una rigurosa delimitación
de potestad entre el cuerpo de los electores y el de los elegidos; sino que se remitieron más bien,
con respecto a este punto, al pacto político y al sentido de la medida propios del espíritu francés.
30
Esta deducción era obligada, pues desde el momento en que la Constitución de
914

en el derecho público francés.


359
llinek, op. cit., ed. francesa, vol. u, pp. 422 ss.). He aquí el punto capital;
luego, por razón de su potestad constituyente, es el autor de todos los poderes,
incluso del suyo propio. Y aquí se puede observar en seguida que, en la supuesta
monarquía que estableció la Constitución de 1791, la potestad constituyente no le
correspondía al monarca. Desde 1789, no hubo, en Francia, sino una sola
Constitución que se fundara directamente en la potestad del monarca: fue la Carta
otorgada de 1814.1T Pero, precisamente, la Carta de 1814 se mantuvo fuera del
principio de la soberanía nacional; y es importante señalar este punto.
Las mismas observaciones deben hacerse en cuanto a la democracia.
Aquí, el soberano es el pueblo, considerado en sus miembros individuales. El
pueblo es, en ella, lo que el monarca en la monarquía. En la democracia
propiamente dicha, el pueblo es el centro y el origen de todos los poderes. Por
ejemplo, hace él mismo sus leyes, o —lo que es jurídicamente idéntico— las
perfecciona al ratificarlas (cf. n. 15 del n 136, supra). La justicia se administra en
su nombre. Los agentes administrativos se limitan a ejecutar sus decisiones
soberanas. Y sobre todo, él hace la Constitución. ¿Es esto soberanía nacional?
No: es más que soberanía nacional: es soberanía del pueblo. El soberano, aquí,
ya no es la nación como persona abstracta, sino la masa de ciudadanos,
considerados éstos como poseyendo cada uno el derecho primitivo de concurrir
personalmente a la formación de la voluntad soberana.
Los fundadores del moderno derecho público de Francia, en la Constitución
de 1791, consagraron la soberanía de la nación, conservando al mismo tiempo la
realeza. Y sin embargo —como se verá después—, no instituyeron una verdadera
monarquía, así como tampoco la democracia 360 verdadera. ¿Qué hicieron, pues?
¿Cuál es el alcance verdadero de su principio de la soberanía nacional? 361

de un modo ideal, situaba a la soberanía en la nación tomada indivisiblemente, es


evidente que ésta no podía ejercer por sí misma sus poderes, ya que la nación
considerada en su indivisibilidad no es sino una pura abstracción.
31
La antigua y clásica distinción entre la monarquía y la democracia ya no es hoy
día una summa divisio, que pueda aplicarse a todas las formas de Estado. El
régimen representativo, construido sobre la base de la soberanía nacional,
constituye una forma gubernamental especial, que queda situada fuera de los
términos de la antigua clasificación. Otro tanto debe decirse del Estado federal: así
como, bajo la Constitución federal de 1871, el Imperio alemán no era una
monarquía puesto que tenía por órgano supremo la colectividad de los estados
confederados (ver supra, p. 113, n. 10), así también la Confederación suiza, a
pesar de sus tendencias esencialmente democráticas, no puede caracterizarse
como una absoluta y perfecta democracia, ya que tiene por órgano supremo, no
sólo al pueblo federal, sino, doblemente, a este pueblo y a los Estados cantonales.
que hay que adherirse para definir la monarquía, incluso la monarquía limitada. En la monarquía
limitada tal vez no exista ninguna esfera de la actividad estatal en la cual el jefe del Estado pueda
hacerlo todo por su sola voluntad, pero no existe tampoco ninguna en la que su voluntad no
aparezca como la voluntad más alta que existe en el Estado. En esta cualidad de órgano supremo
el rey es llamado a dar a la ley su última perfección mediante la sanción (n' 135, supra).
Igualmente, si en el orden administrativo no puede substituir su competencia a la que
especialmente se atribuye a los funcionarios por las leyes vigentes, por lo menos él es quien dirige,
915

CAPITULO II
GOBIERNO REPRESENTATIVO
§ 1. FUNDAMENTO Y NATURALEZA DEL GOBIERNO
REPRESENTATIVO
339. "En la forma del gobierno representativo se demostró y ejerció la soberanía
nacional en los tiempos modernos", dice Esmein (Éléments, 7 ed., vol. I, p. 402).
Al emitir esta proposición, dicho autor señala claramente la relación que existe
entre'el régimen representativo y el principio de soberanía de la nación. Esta
relación se indica no menos claramente por Duguit (Manuel de droit
constitutionnel, P ed., pp. 274-275; Traite, vol. I, p. 303): "La teoría francesa de los
órganos del Estado se funda, ante todo, en la idea de que los individuos que
forman dichos órganos ejercen derechos de los cuales no son titulares, y que
representan a la persona que es titular de esos derechos. . . El punto de partida de
toda la teoría es el reconocimiento de un elemento que es el soporte de la
soberanía del Estado. Este elemento es la nación." Queda así demostrado que el
régimen representativo tiene su punto de partida en el sistema de la soberanía
nacional, así como, recíprocamente, el concepto de soberanía nacional conduce
esencialmente al gobierno representativo. Los lazos y las relaciones de
dependencia que se establecen entre estas dos instituciones han sido indicados
claramente por la misma Constitución que constituye, todavía actualmente, el
origen primero del derecho público de Francia: la Constitución de 1791. En el
prámbulo de su tít. III en el que se encuentra resumido todo su concepto sobre la
nueva organización de los poderes públicos y cuya importancia, por este mismo

en virtud de su potestad jerárquica, la actividad de los administradores, así como también vigila y
controla sus actos con el mismo carácter. Incluso en el orden jurisdiccional, si bien no puede
intervenir en persona en el ejercicio de la función de juzgar, al menos la justicia se administra en su
nombre y por jueces que necesariamente obtienen su nombramiento del mismo monarca a título
de delegación (ver n. 15, p. 856, supra). Finalmente, y siempre por la misma razón, de él depende,
en último recurso, la perfección de toda revisión constitucional. En todos estos aspectos aparece el
monarca como la autoridad más alta en la cual, y por la cual, se realiza la unidad de potestad y de
voluntad del Estado en el grado supremo (cf. n' 311, supra).
17
Ver en este sentido el preámbulo de la Carta, que recuerda que "la autoridad por entero reside
en Francia en la persona del rey", y funda la concesión de dicha Carta en "el libre ejercicio de
nuestra autoridad real".
18
Por este motivo, la postura constitucional de las Cámaras federales suizas es muy diferente de la
que corresponde a las Cámaras francesas. Mientras que en Francia las asambleas se han
caracterizado desde 1789 como "representantes" de la nación soberana, en el sentido de hallarse
capacitadas para querer, de un modo completo, en nombre y por cuenta de la nación (ver núms.
363 ss., infra), en Suiza, por el contrario, la Asamblea federal se presenta bajo un aspecto muy
diferente, que se desprende del solo hecho de que esta Asamblea se caracteriza en la Constitución
federal (ver el título del cap. n) como siendo solamente una de las "autoridades" (Behórden) de la
Confederación; es la autoridad más alta, indudablemente, pero sin embargo una simple autoridad;
y este calificativo, que la Constitución aplica indistintamente a la Asamblea federal y al Consejo
federal, tiene por objeto señalar que las Cámaras federales, incluso desde el punto de vista
legislativo, sólo poseen una simple función subalterna y no un poder soberano, puesto que su
actividad legislativa sólo se ejerce bajo la reserva de los derechos superiores del cuerpo de
ciudadanos activos, el cual —en cierto sentido (cf. supra, pp. 364 ss.)— es el único órgano de
legislación propiamente dicho, ya que sólo él posee, en el ejercicio de su competencia legislativa,
el poder de querer de un modo absoluto en nombre
916

motivo, es primordial, revela esta Constitución de una manera notable cómo llegó
a hacer surgir, de su principio de la soberanía nacional, el gobierno
representativo.Partió de la idea, establecida por el art. I9, de que la soberanía
reside indivisiblemente en la nación, es decir, en el cuerpo nacional tomado por
entero y considerado como un todo indivisible. No hay que confundir a la nación
así considerada con sus miembros individuales. "El derecho político de Francia —
dice Duguit (L'État, vol. II, p. 24)— se basa por entero en esta fórmula: el pueblo
en su totalidad, realidad personal, distinta de los individuos que lo componen, la
nación-persona, es el titular
917

de la soberanía". La nación es, pues, un todo orgánico, una unidad. Por el hecho
de su organización1 constituye una entidad que se convierte en una persona
jurídica: la persona Estado. En esta colectividad unificada, —no en los nacionales
mismos, y menos aún en la asamblea general de Jos ciudadanos activos— es
donde reside la soberanía. Se deduce de esto que ningún individuo, ninguna
sección del pueblo, puede invocar un derecho propio para ejercer la soberanía
nacional (art. 1 antes citado). El art. 3 de la Declaración de 1789, que ya había
formulado este principio, añadía que cualquier potestad ejercida por individuos
cualesquiera había de emanar "expresamente" de la nación, es decir, debía
haberle sdo conferida por la Constitución nacional. El art. 2 (Constitución de 1791,
tít. m, preámbulo), que se enlaza inmediatamente con este principio, repite que,
puesto que todos los poderes emanan de la nación y de ella sola, estos poderes
sólo pueden ejercerse en virtud de una "delegación".
Delegación de poderes: he aquí también uno de los conceptos
fundamentales introducidos en el derecho público francés por la Constituyente.
Al ser la nación el sujeto primitivo de todos los poderes, delega por su
Constitución, no ya la propiedad, ni el goce propiamente dicho, sino únicamente el
ejercicio (art. 2 antes citado, argumento de la palabra "ejercer") de los mismos, en
los diversos individuos o cuerpos que se convertirán, por su cuenta, en sus
titulares efectivos. Este concepto de delegación se desarrolla en los textos
subsecuentes: art. 3: "El poder legislativo se delega en una Asamblea nacional. .
."; art. 4: "El poder ejecutivo se delega en el rey"; art. 5: "El poder judicial se
delega en jueces. . ." (ver también tít. m, cap. n, sección P, art. I9, cap. III, sección
P, art. 1° y cap. IV, art. 1). Así pues, la potesta d que ejerce cada órgano o grupo
de órganos se basa, según estos textos, en una delegación. Duguit (L'État, vol. n,
p. 20; cf. Esmein, "Deux formes de gouvernement", Revue du droit public, vol. I, p.
15) demuestra que este concepto de delegación ha llegado a ser, después de
1789, la idea clave del derecho público francés, una idea que no cesó de
predominar desde entonces (ver especialmente Constitución de 1848 arts. 18, 20
y 43),2 y que subsiste todavía en la base del derecho positivo actual (Duguit, loe.
cit., p. 24). Michoud (op. cit., vol. r, p. 287) llama a esta teoría de la delegación la
"teoría clásica" francesa. Fue formulada especialmente, ante la Asamblea
constituyente, por Sieyés,
362

1
Esta organización existía y.a antes del 3 de septiembre de 1791, fecha en que se terminó la
nueva Constitución, puesto que ya entonces la nación poseía órganos, entre otros la Asamblea
constituyente.
2
Se encuentra hasta en la Constitución de ]4 de enero de 1852, art. 2"; cf. Constitución del año m,
art. 132 y art. 19 de su Declaración de derechos. Acta adicional de 1815, art. 67.
918

que fue su principal intérprete y defensor (ver n9 452, infra; Dandurand, Le mandat
impératif, pp. 60 ss.).
La idea de la delegación implica como consecuencia la de la representación
nacional. Los delegados de la nación son sus representantes. Así pues, del
principio de que la nación soberana ejerce sus poderes mediante sus delegados,
el citado art. 2 deduce que "la Constitución francesa es representativa".
Así, en el pensamiento de los primeros constituyentes el concepto de
representación derivaba directamente del principio de la soberanía nacional. Del
hecho de que la soberanía corresponda indivisiblemente a la universalidad de los
nacionales, se infiere que ninguno de ellos puede ejercerla tampoco en su propio
nombre, sino únicamente en nombre de la nación. Por último las voluntades que
expresan las personas investidas de la potestad pública no valen como voluntades
propias de estos individuos, sino como la expresión de la voluntad nacional. La
Constitución de 1791, por lo tanto, caracteriza esta situación de los titulares
efectivos del poder soberano, con respecto a la nación, diciendo que son los
representantes de ésta. De aquí, el régimen representativo (cf. n. 23, p. 937, infra).
Se ve así cómo llegaron a la idea de la representación los fundadores del
nuevo derecho público. Se ve también cómo el gobierno representativo fundado
en la soberanía nacional se opone a la monarquía y a la democracia puras. El rey
en la monarquía y los ciudadanos en la democracia no son los delegados del
soberano, sino el soberano mismo. El principio de la soberanía nacional, por el
contrario, pareció implicar, en 1789-1791, que todo titular del poder, en el ejercicio
de sus atributos de potestad, no es sino un delegado o representante de la nación,
única soberana. ¿Serán exactas estas deducciones, que hace resaltar el
preámbulo del tít. II de la Constitución de 1791? La relación que en el sistema de
la soberanía nacional se establece entre la nación y las personas o cuerpos que
poseen su poder ¿será verdaderamente una relación de representación? Antes de
contestar a esta pregunta, hay que empezar por averiguar en qué consiste
exactamente el régimen llamado representativo.
340. En su acepción política, que es también su acepción corriente y vulgar,
el término "régimen representativo" designa, de una manera que ha llegado a ser
hoy tradicional, un sistema constitucional en el que el pueblo se gobierna por
medio de sus elegidos, y ello en oposición, tanto al régimen del despotismo, en el
que el pueblo no tiene ninguna acción sobre sus gobernantes, como al régimen
del gobierno directo, en el que los ciudadanos gobiernan por sí mismos. El
régimen representativo implica, pues, cierta participación de los ciudadanos en la
gestión de la cosa pública, participación que se ejerce bajo la forma y en la medida
del electorado. Este régimen implica además cierta solidaridad o armonía
919

entre elegidos y electores; a los elegidos se les nombra sólo por un tiempo
limitado, y están obligados a volver, en intervalos bastantes cortos, ante sus
electores para hacerse reelegir, lo que, naturalmente, sólo conseguirán si se han
mantenido, durante ese tiempo, de acuerdo con sus electores. Finalmente, el
régimen representativo implica que las asambleas elegidas tendrán una poderosa
influencia en la dirección de los asuntos del país. No sólo hacen las leyes, de las
que depende, entre otras cosas, la acción administrativa, sino que también tienen
la votación del impuesto, lo que coloca a la autoridad gubernamental bajo su
dependencia, y además se hallan directamente asociadas a los actos de gobierno
más importantes, no pudiendo hacerse éstos sino mediante su autorización. Este
conjunto de tendencias e instituciones, liberales, electorales y parlamentarias,
constituye el régimen representativo en el sentido político de la palabra. Pero,
junto a este concepto político, hay que deducir el concepto jurídico de dicho
régimen. Y ésta es una cuestión mucho más delicada. Si la expresión "régimen
representativo" es exacta, la esencia de este régimen es que en él se produce un
fenómeno jurídico de representación. Esta representación es lo que hay que
definir jurídicamente. ¿Qué debe entenderse en derecho público por
representación y por representante?
341. Si, como lo hizo la Asamblea nacional de 1789, se parte de la idea de
que, en el sistema de la soberanía nacional, los titulares efectivos de los poderes
estatales sólo pueden ejercer su potestad en calidad de representantes
nacionales, parece que el concepto de representación, así fundado, deba
aplicarse a todos los que poseen la potestad pública, y esto cualquiera que sea la
naturaleza de la función o la forma de nombramiento del órgano. En este
concepto, en efecto, las autoridades ejecutivas o judiciales deben considerarse
lógicamente como siendo, en la esfera de sus atribuciones respectivas,
autoridades representativas exactamente como cuerpo legislativo. Este es un
concepto amplio de la representación de derecho público. No obstante, existe un
segundo concepto de la representación, más restringido que el precedente, pero
mucho más extendido, según el cual el nombre de representantes se reserva a los
diputados a las asambleas legislativas que eligen los ciudadanos.3 La idea de
representación se enlaza aquí con la de elección: los diputados al cuerpo
legislativo son considerados como representantes de la nación, por cuanto los
eligen los miembros del cuerpo nacional o, por lo rnenos, por gran número de
ellos. Por el momento y provisionalmente (ver n 363, infra), conviene colocarse en
este punto restrictivo para averiguar cuál es el sentido jurídico y el alcance de la
idea de representación en derecho público. Se ha-
363

3
Este concepto aparece especialmente en la denominación de "Cámara de representantes", dada
por numerosas Constituciones a la asamblea electa de los diputados.
920

blará, pues, en primer lugar, de los representantes que proceden de la elección


por los ciudadanos. La cuestión primordial que se formula respecto de ellos, es la
siguiente: ¿En qué sentido puede calificarse al diputado como representante, y
qué es lo que representa? ¿Cuál es, igualmente, la extensión de los poderes que
le pertenecen como personaje representativo?
342. Si por soberanía nacional hubiera entendido la Asamblea de 1789 una
soberanía que reside en el pueblo, es decir, en la totalidad de los ciudadanos
tomados individualmente, la consecuencia inmediata y necesaria de este concepto
hubiera debido ser que, en adelante, los ciudadanos ejercerían por sí mismos su
soberanía, y esto sin necesidad de representantes; más aún, sin que sea posible
instituir ningún régimen representativo.
Este es un punto del cual proporcionó Rousseau la perentoria
demostración. En principio, Rousseau niega absolutamente toda posibilidad de
representación política; declara al régimen representativo incompatible con la
soberanía popular. Rousseau es en esto perfectamente lógico con su doctrina de
la soberanía. Según esta doctrina, en efecto, la soberanía halla su consistencia en
la voluntad general del pueblo. Ahora bien, la voluntad general no es susceptible
de ser representada, lo mismo que no podría enajenarse. Así como la soberanía
es inalienable, así también el soberano no puede ceder a nadie el poder de querer
por él, representándole. He aquí la razón de ello: "El soberano puede decir:
'Quiero actualmente lo que quiere tal o cual hombre'; pero no puede decir: 'Lo que
este hombre quiera mañana, yo lo querré también', pues sería absurdo que la
voluntad se encadenara para el futuro. Así, si el pueblo promete simplemente
obedecer, se disuelve por este acto, pierde su cualidad de pueblo; en el momento
en que existe un amo, ya no hay soberano" (Control social, lib. II, cap. I). "El
pueblo inglés cree ser libre, pero se equivoca totalmente; sólo lo es durante la
elección de los miembros del Parlamento: en cuanto son elegidos, el pueblo es un
esclavo, el pueblo no es nada" (ibid., lib. ni, cap. xv). Rousseau saca, pues, la
conclusión de que el pueblo no podría transmitir ni delegar su soberanía; nadie,
incluso elegido por el pueblo, podría pretender expresar la voluntad general por
representación del pueblo, es decir, en su lugar y sitio. Esta absoluta exclusión del
régimen representativo es una de las características más salientes de la doctrina
del Contrato social. En esta doctrina es, pues, al pueblo solo, a la totalidad de los
ciudadanos, a quien corresponde ejercer la soberanía, al expresar por sí mismos
la voluntad general. La representación política, dice Rousseau, es un producto de
la Edad Media: "Nos viene del gobierno feudal" (eod. loe.). A esta institución feudal
opone el ejemplo de las repúblicas anti
921

guas, donde la asamblea popular gobernaba directamente en la plaza pública sus


asuntos políticos.
Esta es, a juicio de Rousseau, la más pura imagen, la expresión más
adecuada de la soberanía del pueblo. Sin embargo, después de haber negado, en
principio, la posibilidad del régimen representativo, Rousseau no tiene más
remedio que reconocer que de hecho el gobierno directo por el pueblo sólo es
practicable en pequeños Estados como los de la Antigüedad.4 En los grandes
Estados modernos es manifiestamente imposible reunir continuamente a todos los
ciudadanos y hacer que el pueblo mismo ejerza íntegramente su soberanía.
Es forzoso, pues, poner el ejercicio de la potestad pública, y particularmente
de la potestad legislativa, en manos de órganos especiales y titulados,
especialmente de una asamblea de delegados elegidos por los ciudadanos; por lo
tanto, el pueblo tendrá que nombrar sus representantes. En otros términos, el
régimen representativo, según Rousseau, no tiene más fundamento y justificación
que una necesidad de orden puramente material.
En estas condiciones, los diputados elegidos por el pueblo sólo pueden ser
representantes de los electores mismos. Tampoco podrán representarlos en el
sentido de que tengan el poder de querer y de decidir por su cuenta y en su lugar.
Pero, considerando que la soberanía reside a título inalienable e intransmisible en
el pueblo, Rousseau deduce de ello que los elegidos por los ciudadanos no tienen
ningún poder propio: nada pueden decidir soberanamente por sí mismos. También
desde este punto de vista, Rousseau niega la representación política: "Los
diputados del pueblo —dice (ibid., lib. III, cap. XV)— no pueden ser sus
representan tes: sólo son sus comisarios". Sus comisarios, es decir, puros
mandatarios, colocados bajo la dependencia de sus comitentes, que son los
ciudadanos, y subordinados a la voluntad popular, única que puede hacer acto de
soberanía.
De aquí se desprende una doble consecuencia práctica: En primer lugar, el
diputado al cuerpo legislativo nada puede emprender por su propia iniciativa, sino
que, como simple mandatario, ha de actuar y votar en la asamblea según las
instrucciones imperativas que le han sido dadas por sus electores; tal es el origen
del sistema llamado del mandato imperativo. En segundo lugar, la ley, incluso
elaborada en estas condiciones, no es aún perfecta. En efecto, dice Rousseau
(ibid.), los diputados no pueden "concluir nada definitivamente por sí mismos.
Toda ley que no haya ratificado el pueblo en persona es nula; no es una ley". La
ley adoptada por el cuerpo legislativo no se perfecciona, pues, sino después de
364

4
"Bien mirado todo, no creo que en adelante le sea posible al soberano conservar entre nosotros el
ejercicio de sus derechos, si la ciudad no es muy pequeña" (Control social, lib. III, cap. XV).
922

ser sometida a la aprobación popular. Sólo esta aprobación constituye el acto de


potestad legislativa propiamente dicho; todas las operaciones que preceden no
son sino actos de preparación de la ley. En resumen, pues, sólo admite Rousseau
el régimen representativo bajo la reserva del mandato imperativo y de la
ratificación popular, que son, en realidad, procedimientos de gobierno directo, y
que constituyen, en efecto, según la doctrina del Contrato social, la forma y la
medida en la que el gobierno directo debe mantenerse en los Estados de régimen
representativo, con objeto de conciliar este último régimen con las exigencias del
principio de la soberanía del pueblo.5
343. Frente a esta primera doctrina, existe un segundo modo, muy
diferente, de concebir la representación de derecho público y de definir sus
causas, su fundamento y su alcance. Según este segundo concepto, la
representación no sólo deriva de la imposibilidad de reunir al pueblo, sino que se
funda aquí, ante todo, en la afirmación de que la masa común de los ciudadanos
no posee en grado suficiente la capacidad y la prudencia que son necesarias, en
las sociedades que han llegado a la forma superior de Estado y sobre todo en los
grandes Estados modernos, para discernir las medidas que puede demandar el
interés nacional.6 En razón
365

5
Sólo se trata anteriormente del poder legislativo. En cuanto al ejecutivo, se presta menos aún a la
posibilidad de una representación; resulta esto de la idea que Rousseau se forma de este poder.
Según la doctrina del Contrato social, la soberanía, que no es sino el poder que entraña la voluntad
general, coincide con el poder legislativo, ejercido por el pueblo, y consiste en emitir
prescripciones, generales también en cuanto a su objeto. Después de que el pueblo, haciendo acto
de soberanía, decretó la ley, hay que ejecutar esta ley, es decir, traducirla "en actos particulares"
de aplicación a los hechos. Esta ejecución habrá de ser obra de magistrados o agentes ejecutivos,
que constituirán el "Gobierno". Este no constituye un cuerpo representativo del pueblo. Y ello
porque no realiza acto de soberanía. La soberanía propiamente dicha ha sido agotada con la
confección de la ley; el Gobierno ya no tiene que ejercerla, sino que únicamente realiza una
ejecución subalterna. Con manifiesto error —dice Rousseau (Contrat social, lib. ni, cap. i)— el
Gobierno ha sido "confundido con el soberano, del cual no es sino el ministro". Así pues, el
Gobierno no representa la soberanía del pueblo; sólo es el ministro de esta soberanía. Rousseau
deduce de ello (ibid., lib. III, cap. XVIII) que "los depositarios de la potestad ejecutiva no son los
amos del pueblo, sino sus oficiales: puede establecerlos y destituirlos cuando le plazca; para ellos
sólo se trata de obedecer". Sólo son los empleados del pueblo soberano, los servidores del poder
legislativo y de la voluntad general. Todo esto excluye respecto al Ejecutivo la idea de
representación. La doctrina de Rousseau sobre este punto fue consagrada por la Convención.
Tiene su expresión, especialmente, en la memoria presentada el 10 de junio de 1793 a la
Convención por Hérault de Sácheles, relativa a la Constitución "montañesa". Respecto del Consejo
ejecutivo, del que decía el art. 65 de dicha Constitución que "no podía actuar sino en ejecución de
las leyes y de los decretos del cuerpo legislativo", Hérault de Séchelles declaraba que "el Consejo
no tiene ningún carácter representativo", y la razón que daba de ello es que "no puede
representarse al pueblo en la ejecución de su voluntad" (Moniteur, reimpresión, vol. XVI, p. 616).
6
Por otra parte, tampoco el pueblo dispondría del tiempo necesario para llevar los asuntos del
Estado, añadía Sieyés, quien a este respecto decía, ante la Asamblea constituyente:
923

de estos peligros que presentaría el sistema del gobierno directo, el pueblo será
admitido simplemente para elegir sus representantes, es decir, hombres
esclarecidos, tomados entre lo mejor de los ciudadanos y que posean aptitudes
suficientes para dirigir los asuntos del Estado. Así es como Montesquieu entiende
la representación: "El pueblo es admirable para elegir a aquellos a quienes debe
confiar alguna parte de su autoridad. . . ¿Pero sabrá conducir un asunto, conocer
los lugares, las ocasiones, los momentos, y aprovecharse de ellos? No, no lo
sabrá" (Es'prit des /oís, lib. II, cap. II). "La gran ventaja de los representantes es
que son capaces de discutir los asuntos. El pueblo en modo alguno lo es, lo que
constituye uno de los grandes inconvenientes de la democracia. . . Existía un gran
vicio en la mayor parte de las antiguas repúblicas: era que el pueblo tenía derecho
a tomar en ellas resoluciones activas, que exigían alguna ejecución, cosa de la
cual era totalmente incapaz. El pueblo no debe entrar en el gobierno más que para
elegir sus representantes, lo que está muy a su alcance. . . El cuerpo
representante debe ser elegido para acer leyes. . . Así pues, la potestad legislativa
será confiada al cuerpo que se elegirá para representar al pueblo (ibid., lib. XI,
cap. vi).7 Según Montesquieu, el régimen representativo tiene por efecto, pues,
una selección: en este sentido se ha podido decir que en el fondo es un régimen
aristocrático. El fin de esta selección o designación de capacidades es hacer
aparecer, entre los ciudadanos, a aquellos que sean más dignos de convertirse en
agentes de ejercicio del poder. El procedimiento de designación, por lo demás,
puede variar. En los Estados que practican el régimen de aristocracia nobiliaria, el
criterio de la designación reside en la filiación, haciendo presumir ésta que los
descendientes de familias nobles heredan las cualidades raciales de sus
ascendientes: entonces se entra en
366

"Los pueblos europeos modernos se parecen muy poco a los pueblos antiguos. Entre nosotros sólo
se trata de comercio, de agricultura, de fábricas; el deseo de riquezas transforma a todos los
Estados de Europa en amplios talleres. Por lo tanto, los sistemas políticos de hoy se fundan
exclusivamente en el trabajo. Nos vemos obligados, pues, a no ver, en la mayor parte de los
hombres sino máquinas de trabajo... La gran mayoría de nuestros conciudadanos no tiene
bastante instrucción ni bastante tiempo disponible para querer ocuparse directamente de las leyes
que han de gobernar a Francia. Su parecer es, por lo tanto, nombrar representantes, y puesto que
es el parecer de la mayoría, los hombres esclarecidos deben someterse a él lo mismo que los
demás" (Archives parlementaires, 1" serie, vol. VIII, p. 592. Pero esta explicación de Sieyés, por
cuanto funda el régimen representativo en la carencia de tiempo disponible, o sea en simples
impedimentos materiales, viene a ser, en el fondo, la misma dada por Rousseau.
7 Basta recordar estos cuantos párrafos, muy conocidos, del Espíritu de las leyes para refutar la
opinión de algunos autores (ver por ejemplo Saripolos, La democratie et l'élecrí.^n proportionnelle,
vol. II pp. 16 ss.) que pretendieron que Montesquieu, como Rousseau, funda el gobierno
representativo exclusivamente en una "necesidad material". El mismo Sirinr.Ior, (loe. cit., p. 16 n.)
no tiene más remedio que convenir en que, según los párrafos antes citados, el régimen
representativo es presentado por Montesquieu como "teniendo valor propio" y distinguiéndose así
esencialmente del gobierno directo.
924

la asamblea por derecho de nacimientq. En otros Estados, la designación resulta


de la edad, del grado de riqueza, de la profesión o demás presunciones de aptitud
del mismo género. En los Estados de tendencias democráticas se parte de la idea
de que el mejor modo de discernir a los ciudadanos más capaces es apelar al
sufragio de todos. La consecuencia lógica de este punto de vista es que los
representantes, lejos de tener que obedecer las órdenes populares, son llamados,
por el contrario, a gobernar al pueblo, tomando a este efecto las medidas que les
parecen más convenientes; en otros términos, ejercen su función con plena
independencia respecto de sus electores. En este segundo concepto, en efecto, lo
propio de la representación y la esencia de la misma es que el representante
posea los mismos poderes que si fuera personalmente soberano. Indudablemente,
no posee él mismo la soberanía, que sólo pertenece a la nación; y lo prueba que
sólo puede actuar dentro de los límites de su competencia, y en cuanto ésta le ha
sido conferida por la Constitución. Pero, al representar al soberano, toma de éste
su poder de decisión soberana, y esto en un doble sentido: por una parte, el
representante , para los asuntos comprendidos dentro de su competencia, tiene un
poder de libre iniciativa, de personal apreciación, de decisión propia: no es, pues,
comisario del pueblo, y se sustrae, por consiguiente, a todo mandato imperativo.
Por otra parte, el soberano se supone que habla por la boca de su representante;
luego todas las voluntades o decisiones que enuncie el representante en nombre
del soberano adquieren inmediatamente la misma fuerza o perfección que si
hubieran sido expresadas por el propio soberano. Y por tanto son válidas por sí
mismas sin tener que esperar la ratificación del pueblo. En este doble sentido, el
régimen representativo aparece como excluyendo los procedimientos de gobierno
directo popular cuyo establecimiento reclamó Rouseau en el Estado moderno.
Más aún, el régimen representativo, así entendido, es precisamente lo
opuesto del gobierno directo, con el cual se encuentra en perfecta antinomia,
pues, según el fundamento que se le asigna en esta segunda doctrina, tiene
precisamente por objeto hacer que se ejerza la soberanía por las personas o
cuerpos representativos sin el concurso del pueblo, e incluso con exclusión del
mismo. Dos conceptos posibles del régimen representativo acabamos, así, de
caracterizar: averigüemos ahora cuál de los dos es el que consagra el derecho
público francés. Para ello hay que fijarse en primer lugar en el examen del punto
siguiente: ¿Cuál es, en el derecho público vigente, la naturaleza jurídica de la
relación que se establece, mediante la elección, entre electores y elegidos? ¿El
elegido es jurídicamente comisario o representante de sus electores? Si no lo es,
¿a quién representa?
344. Según la opinión más extendida, o sea según la que prevalece
925

en la gran masa del público y en los medios políticos, la relación que se establece
entre electores y elegidos es una relación de naturaleza contractual, análoga a la
que resulta del contrato civil de mandato.8 Así pues, la elección del representante
se trata como una operación de mandato; se considera al elector como mandante
y al elegido como mandatario. Más exactamente, la idea esencial que se halla en
este punto de vista es que la elección constituye una transmisión de poderes de
los electores a sus elegidos. Y, en efecto, la misma palabra "mandato" implica que
el representante ejerce su función como encargado de representar, es decir, en
virtud de una delegación o comisión que le ha sido dada por los electores-
mandantes. En realidad, este concepto procede directamente de las ideas
emitidas por Rousseau acerca de la soberanía. He aquí, en efecto, cómo se
razona para construir la teoría del mandato electivo. Se admite, como punto de
partida, que la soberanía reside en el pueblo. En el momento de la elección el
pueblo es representado por el cuerpo de los electores; y
367

8
En la literatura jurídica, la teoría del mandato representativo, por el contrario, es generalmente
rechazada. No obstante, en estos últimos tiempos encontró un defensor en Duguit, el cual, sin
llegar hasta declararla fundada, pretende al menos que es la teoría consagrada por el derecho
público francés. "El gobierno representativo, tal como se entendía en 1789-1791, tal como nuestras
posteriores Constituciones lo aceptaron y organizaron, se funda evidentemente, en derecho
positivo, en una idea de mandato" (L'État, vol. n, p. 173; cf. pp. 172-182, y, respecto a la crítica de
este concepto del derecho positivo francés, pp. 190 ssj. En su Traite (vol. I, pp. 30355., 337 ss.)
repite este autor: "En la teoría de 1789-1791, que es todavía la de nuestro derecho constitucional,
importa hacerlo notar, existe verdaderamente un mandato...: el Parlamento es el mandatario
representativo de la nación" (p. 338). Indudablemente, reconoce Duguit que el sistema del derecho
positivo francés excluye la posibilidad de admitir la existencia de un mandato en las relaciones
particulares entre cada elegido y su colegio especial de electores. Pero, al menos, sostiene que
este sistema se funda esencialmente en la idea de un mandato dado por la nación, como unidad
indivisible, al Parlamento, como cuerpo unificado. Y añade que "la palabra mandato es adecuada a
la nueva institución del régimen representativo". Finalmente, especifica que este mandato se
origina en el momento y por efecto de la elección: "El diputado no recibe un mandato de la
circunscripción que lo nombra, pero el Parlamento sí adquiere su derecho de la nación que lo elige.
La asamblea, por el hecho de la elección, adquiere el derecho de querer por la nación" (L'État, vol.
II, p. 174; Traite, vol. I, p. 338). Duguit se encuentra enteramente dentro de la realidad, si desea
expresar que los constituyentes de 1789-1791 presentaron su régimen representativo como un
sistema de delegación y de mandato: la importancia concedida por la Constitución de 1791 a esta
idea de delegación ya fue señalada anteriormente (p. 915). Sin embargo, y cualesquiera que hayan
sido los términos empleados en esta materia por los fundadores del derecho público francés, se
verá más adelante (núms. 377-378) que en realidad el concepto de mandato representativo no era
de ningún modo "adecuado" a la organización estatal creada en 1791: en las relaciones de la
nación con el Parlamento considerado corporativamente no lo era mucho más que en las
relaciones de cada elegido con sus respectivos electores. Y de todos modos, se demostrará (ver n
382) que no puede ser en el momento de la elección, sino únicamente en el instante en que se
crea la Constitución, cuando el supuesto mandato representativo se confiere por la nación al
cuerpo de los diputados.
926

en este cuerpo electoral se encarna el soberano.9 Por el hecho de la elección,


cada elector confiere al elegido la fracción individual de soberanía de que es
titular; se opera, pues, una trasmisión de la soberanía, que pasa de los electores a
los elegidos. Después de la elección, la soberanía se encuentra trasladada a la
asamblea. ¿Con qué título se han convertido los diputados, entre todos, en el
soberano? Lo han hecho a título de delegados, investidos por el mandato de los
poderes de sus mandantes, que son los electores. Y entonces, así como en el
caso del contrato civil de mandato los actos realizados por el mandatario se
reputan hechos por el mismo mandante, así también en derecho público, cuando
los elegidos realizan un acto de potestad soberana, hay que considerar sus actos
como obra del pueblo entero, que ejerce su soberanía por intermedio de sus
representantes.10 Esta es la teoría corriente, que constantemente apunta en el
lenguaje usual, pues de continuo se oye hablar del mandato de diputado, del
mandato legislativo; y es tan grande la fuerza de esta costumbre del lenguaje que
los mismos textos (ver especialmente la ley sobre la elección de diputados de 30
de noviembre de 1875, arts. 8 ss.) se sirven de la expresión "mandato de
diputado".
Es fácilmente explicable que esta creencia en el mandato representativo
haya podido arraigar en el espíritu popular, pues la masa del público se atiene a
las apariencias. Ahora bien, a primera .vista parece muy natural admitir que el
diputado, ya que es el elegido de los ciudadanos, también de ellos recibe su
poder, y por consiguiente, parece lógico basar el régimen representativo en una
delegación de poder que se opera entre
368

9
Se encuentra una teoría del mismo género en Duguit (Traite, vol. i, pp. 303 y 327) : "El cuerpo de
ciudadanos, llamado frecuentemente cuerpo electoral, puede ser más o menos extenso,
comprender todos los individuos capaces de expresar conscientemente su voluntad o no
comprender sino cierto número de individuos considerados como especialmente competentes,
pero tiene siempre el mismo carácter. No es, en realidad, un órgano del Estado; ni siquiera es un
órgano de la nación: es la nación misma, en cuanto expresa su voluntad". No es explicable que
Duguit pueda decir que, en el régimen representativo francés, el cuerpo de electores se confunde
con la nación, cuando de hecho sólo comprende la cuarta parte de los miembros de ésta. Tampoco
es explicable que en estas condiciones pueda considerar en este cuerpo electoral otra cosa que no
sea un órgano estatal o nacional. Por lo demás, el mismo Duguit no parece estar muy seguro de la
exactitud de su punto de vista, y su doctrina a este respecto carece de firmeza, pues en el mismo
lugar (pp. 303-304) declara que el cuerpo de ciudadanos electores debe considerarse, en Francia,
como "el órgano directo supremo".
10
Toda esta teoría del mandato electivo queda viciada por una contradicción manifiesta. Se parte
de la idea de la soberanía popular tal como ésta fue expresada por Rousseau, y se llega al
régimen representativo pasando por esta otra idea de que, en las elecciones, el pueblo trasmite a
los elegidos su poder soberano. Esto es tanto como olvidar que la soberanía es inalienable, y si se
encuentra en el pueblo, no puede salir de él. Rousseau era más lógico: desde el momento en que,
en principio, había afirmado la soberanía del pueblo, concluía que nadie puede colocarse en su
lugar ni pretender representarlo soberanamente.
927

los electores y sus elegidos. Y sin embargo, esta teoría debe rechazarse
totalmente. Sin hablar de sus graves inconvenientes políticos, ocasionados por el
hecho de que implica una subordinación ilimitada del elegido a sus electores, y
colocándose puramente en el terreno propio de la ciencia del derecho, se observa
que, desde el punto de vista jurídico, suscita objeciones perentorias. Estas
objeciones provienen del hecho de que en el supuesto mandato legislativo no se
encuentra ninguno de los elementos constitutivos del mandato ordinario, así como
ninguno de sus caracteres específicos. En cuanto se entra en el examen de la
relación que se establece entre electores y elegidos, no hay más remedio que
señalar, en efecto, cuatro diferencias primordiales entre la situación del diputado y
la de un mandatario, diferencias que han sido señaladas especialmente por
Orlando ("Du fondement juridique de la représentation politique", Revue du droit
public, vol. m, pp. 9 ss.).
345. a) Ante todo, para que pueda considerarse al diputado como un
mandatario, sería necesario que representara exclusivamente al colegio electoral
que lo nombró. Un mandato, como en principio todo acuerdo contractual, sólo
puede producir efectos entre las partes que intervinieron en el contrato y que
trataron juntas. Así ocurría en la antigua Francia: el diputado, simple mandatario
de la bailía, sólo representaba en los Estados generales la bailía que delegaba en
él. Desde 1789, por el contrario, las Constituciones francesas formulan en principio
de modo expreso que cada diputado no representa a su circunscripción electoral,
sino a la nación entera. ¿Cómo explicar esto mediante la idea del mandato? 11 El
diputado moderno, lo mismo que el diputado del antiguo ré-
369

11
La idea de mandato, en las relaciones entre el elegido y sus electores, no puede construirse,
porque el colegio electoral, según el derecho público francés, no constituye una persona jurídica,
capaz de contratar, sino que sólo constituye jurídicamente una agrupación de ciudadanos.
Tampoco puede decirse que el elegido, incluso cuando es miembro del grupo que lo ha hecho
diputado, sea un órgano de este grupo, ni que, por el hecho de esta organización, el grupo
electoral se convierta en persona jurídica, pues, según el principio formalmente formulado por las
Constituciones francesas, los diputados sólo representan a la nación y sólo constituyen un órgano
de ésta. En los Estados federales, por el contrario, por ejemplo en Suiza, podría parecer aceptable
y hasta conveniente considerar a los miembros del Consejo de los Estados, si no como
mandatarios, puesto que se sustraen a cualquier instrucción que los obligue (Constitución suiza,
art. 91), por lo menos como órgano de los Estados particulares. En efecto, éstos son personas
jurídicas reconocidas por la Constitución federal, e incluso como personas, o más exactamente en
su condición de Estados, es como son llamados a enviar diputados a la Cámara de los Estados,
diputados cuyo modo de nombramiento les corresponde, además, fijar por sí mismos. Parece así
que la Cámara de los Estados sea una reunión de los órganos particulares que allí han constituido
los Estados confederados. Indudablemente, esta asamblea, en su conjunto, es también órgano del
Estado federal, pero se podría sentir inclinación a caracterizarla como un órgano federal
compuesto de los órganos respectivos de los Estados miembros. Sin embargo, este modo de ver
no puede concillarse con el papel que en el Estado federal es llamada a desempeñar la Cámara de
los Estados. Se ha observado anterior
928

gimen, sólo recibió poderes de su propio colegio. Si representa, pues, a todo el


país, esto no puede realizarse en calidad de mandatario. Este solo argumento
basta ya para probar que la idea del mandato no puede conciliarse con los
principios del régimen representativo actual.12
370

mente (pp. 116 ssj que no sólo esta Cámara, considerada como colegio, es un órgano federal, sino
también que sus miembros individuales no tienen que expresar en ella las voluntades particulares
de los Estados, ni tampoco tienen que hablar o votar en ella en nombre y como órganos
particulares de dichos Estados; también a éstos cabe aplicar la máxima francesa
según la cual los diputados sólo representan a la nación considerada como unidad
indivisible.
Bien es verdad que, por razón de sus lazos especiales con cada uno de los Estados
confederados, los miembros de la Cámara federal de los Estados habrán de ser más o menos
influenciados, en el ejercicio de su actividad legislativa o de otra clase, por la comunidad de
opiniones o aspiraciones en que habrán de encontrarse naturalmente con las colectividades
confederadas de las cuales emanan respectivamente. En esto es innegable que las mismas
colectividades, por su derecho propio de nombramiento, adquieren determinada parte de influencia
efectiva en la formación de la voluntad general, tal como esta última habrá de ser elaborada por la
Cámara de los Estados (cf. n. 17, p. 932, infra.). Pero, precisamente, importa observar que la parte
de influencia de los Estados confederados sólo existe jurídicamente en la medida de su poder de
nombramiento, y no llega hasta permitirles constituirse a sí mismos, en el seno de esta Cámara,
órganos propiamente dichos de sus voluntades particulares. Por consiguiente, ni la Cámara de los
Estados como colegio, ni sus miembros componentes considerados en lo individual, pueden
caracterizarse como órganos de los Estados confederados (ver en este sentido, para Suiza,
Burckhardt, Kommentar der schweiz. Verfassung, 2" ed., pp. 725-726). Por ello, estos mismos
Estados no podrían, al menos bajo este aspecto, considerarse como órganos de voluntad del
Estado federal. Sólo funcionan, en lo que se refiere a la Cámara de los Estados, como órganos de
nombramiento de los miembros de esta Asamblea.
12
Se ha tratado de soslayar esta objeción alegando que, según el concepto admitido en 1791, el
diputado nombrado por una sección electoral no sólo era el elegido de esta sección, sino el elegido
de toda la nación. Thouret ya lo había dicho, en la sesión de 11 de agosto de 1791: "Cada una de
las secciones, al elegir inmediatamente, no elige por sí misma, sino que elige por la nación entera".
Y Barnave declara en la misma sesión: "La función de elector no es un derecho, sino que cada uno
la ejerce por todos" (Archives parlementaires, 1 serie, vol. xxix, pp. 356 y 366). Sieyés ya se había
pronunciado en este sentido el 7 de septiembre de 1789: "Un diputado lo es de la nación entera, y
todos los ciudadanos son sus comitentes" (Archives parlementaires, 1* serie, vol. vm, p. 594). Así
pues, cada circunscripción electoral nombra a su diputado en virtud de una comisión nacional; por
consiguiente, el mandato que le confiere debe considerarse jurídicamente como conferido por
Francia entera (ver la n. 20, p. 934, infra). Es la tesis que sostiene aún hoy Duguit (L'Éfat, vol. n,
pp. 173 ss.; Traite, vol. i, pp. 338 ss.): "El diputado no es mandatario de la circunscripción que lo ha
elegido, la cual sólo se constituye ante la imposibilidad material de establecer para el país entero
un solo colegio electoral... El mandato no se da por la circunscripción electoral1, sino por la nación
entera... En derecho, los diputados son representantes del país entero... Un solo mandato es dado
por la nación una e indivisible". Este razonamiento no puede destruir la objeción que antes se
opuso a la teoría del mandato representativo, sino que, por el contrario, la confirma. En efecto,
como dice üuguit, si el diputado no es mandatario de su colegio especial, sólo puede serlo de la
nación considerada en su unidad indivisible. Ahora bien, precisamente la nación así entendida es
incapaz de comunicar su potestad a nadie, ni a los diputados considerados individualmente, ni a la
asamblea de los diputados considerada como corporación. La razón de ello es que, considerada
en su universalidad abstracta, no tiene voluntad que
929

b) Una segunda diferencia radical entre el representante electivo y el


mandatario de derecho privado, se infiere del hecho de que, según los principios
que rigen el mandato ordinario, éste, por su esencia misma, es siempre revocable
a voluntad del mandante (Código civil, arts. 2003-2004). Incluso cuando el
mandato ha sido otorgado por un tiempo limitado, el mandante conserva el
derecho de revocarlo antes de que llegue el término convenido. En el régimen
representativo, por el contrario, y a diferencia de lo que ocurre en países de
democracia directa como ciertos cantones suizos, donde el pueblo tiene el poder
de disolver la asamblea legislativa (Curti, Le referendum, ed. francesa, p. 217), en
ningún caso pueden los electores revocar a su diputado antes de la expiración
normal de la legislatura; ni siquiera podrían revocarlo fundándose en sus faltas.
c) Un tercer signo esencial del mandato, considerado en cuanto a sus
efectos, consiste en que el mandatario es responsable, con relación al mandante,
de la manera como lleve a efecto la misión que asumió; y por consiguiente, tiene
la obligación de rendir cuentas de su gestión ante el mandante (Código civil, arts.
1991-1993). En la esfera de la representación de derecho público no existe nada
parecido, pues el diputado no es responsable, ante sus electores, ni de su
conducta política, ni de sus discursos, ni de sus votos. No queda obligado
jurídicamente a rendir cuenta alguna ante sus electores.
d) A todas estas diferencias se agrega la última, de una importancia muy
especial. En todos los casos del mandato propiamente dicho, al ser instituido el
mandatario por voluntad del mandante, no tiene, por lo mismo, más poderes que
aquellos que le confiere su mandato. Sin duda, depende del mandante confiar al
mandatario una procuración que se extienda ilimitadamente a todos sus asuntos, o
por el contrario, que quede limitada a algunos asuntos especiales (Código civil, art.
1987). Pero de todos modos, bien sea el mandato general o particular, constituye
un principio absoluto que el mandante es dueño de su mandato, en el sentido de
que tiene derecho a dictar al mandatario sus instrucciones respecto a la
371

pueda ser representada, ni tampoco potestad que pueda ser objeto de delegación. Como lo
reconocieron los mismos constituyentes de 1791 (ver n* 349, infra), la voluntad y la potestad
nacionales sólo comienzan a existir, para una categoría de actos cualesquiera, a partir del
momento en que la nación queda provista de los órganos competentes para realizar estos actos; la
nación sólo puede querer por medio de sus órganos. La relación que se establece entre la nación y
la asamblea de diputados no es, pues, una relación de representación, y menos aún puede ser una
relación de mandato, pues el cuerpo de diputados no es un mandatario nacional, sino realmente un
órgano nacional. La construcción jurídica propuesta por Duguit no es, pues, aceptable. El error de
esta construcción, propuesta por cierto por otros muchos publicistas, proviene de que se razona
sobre la personalidad de la nación situándose antes de la constitución de sus órganos, como si la
personalidad, la potestad, la voluntad y los derechos estatales de la nación pudiesen existir con
anterioridad a su organización (ver n' 378, infra).
930

manera como entiende que éste ha de actuar. El mandatario se encuentra, pues,


ligado por los términos del mandato; y está obligado a seguir las órdenes del
mandante. Por consiguiente, todo aquello que pudiera realizar fuera de sus
poderes o en contra de sus instrucciones, sería nulo con respecto al mandante, el
cual no puede obligarse por actos que no ha autorizado (Código civil, arts. 1989 y
1998). Así, si el diputado es un mandatario, de ello hay que deducir que los
electores podrán limitar sus poderes a su antojo, en el momento de la elección;
podrán también indicarle un programa político, trazarle una línea de conducta; en
resumen, imponerle órdenes precisas y obligatorias. El diputado, por lo tanto, se
limitaría a traer a la asamblea los votos que le hubieren sido dictados previamente
por sus electores mandantes. Si votara contra las prescripciones de sus
comitentes, su voto no tendría efecto respecto a ellos, y no quedarían ligados por
la decisión de la asamblea.13 En una palabra, si el diputado es un mandatario,
queda sometido necesariamente, como tal, al régimen del mandato imperativo.
Todas estas consecuencias de la idea del mandato pueden estar en auge
en el campo de los partidarios de la soberanía popular, pero serán rechazadas
formalmente por el derecho público positivo. Desde 1789, el mandato imperativo
no ha dejado de prohibirse en Francia: se prohibió especialmente por las
Constituciones de tendencias democráticas, como las del año m (art. 52) y de
1848 (art. 35). En la actualidad, la ley orgánica sobre la elección de diputados de
30 de noviembre de 1875 dice en su art. 23: "Todo mandato imperativo es nulo y
sin ningún efecto". Obsérvese que, si el legislador francés considerara la elección
del diputado como un mandato, este texto implicaría que la elección misma,
cuando se ha realizado en condiciones imperativas, es nula. Pero no es éste el
sentido del texto. Los autores están de acuerdo en que significa simplemente que
las instrucciones dadas al diputado o las obligaciones asumidas por él con
respecto a sus electores no lo ligan jurídicamente, es decir, dejan subsistir su
plena libertad de opinión, de palabra y de voto. Por las mismas razones, la
jurisprudencia parlamentaria decidió que, en el caso de un diputado que en el
momento de la elección entrega a su comité electoral una dimisión firmada en
blanco, con objeto de ponerse a disposición de sus electores, esta- dimisión es
nula, lo mismo que las
372

13
Esto es por lo menos lo que da a entender Orlando, op. cit., Revue du droit public, vol. III, pp. 12-
13; pero se verá más adelante (n° 359) que este pun to de vista es inexacto, pues hasta en el
sistema del mandato imperativo, la oposición de uno o varios colegios electorales no puede
paralizar la aplicación sin distinción, a todos los ciudadanos, de las leyes o decisiones adoptadas
por la mayoría de la asamblea de diputados. La cuestión de saber si los electores quedan
obligados por los votos de sus elegidos sólo podría formularse en el caso en que la asamblea
electa hubiera desconocido los mandatos conferidos por la mayoría de los colegios electorales.
931

obligaciones de las que constituye la garantía. Es indudable que un diputado


puede considerar como deber de conciencia el cumplimiento de semejante
promesa de dimisión; sin embargo, será necesario que dicha dimisión sea
aceptada por la asamblea, pues, según los términos del art. 10 de la ley
constitucional de 16 de julio de 1875, ningún miembro de las Cámaras puede
dimitir, sin estar autorizado para ello por la Cámara de que forma parte (E. Fierre,
Traite de droit politique, electoral et parlementaire, 4 ed., núms. 314 ss.). Esta
regla constitucional basta para probar que en derecho los compromisos del
diputado y las dimisiones destinadas a servirles de sanción carecen por completo
de valor.
346. Se puede ver por estos diversos rasgos cuáles son los caracteres de la
función de diputado. El diputado no realiza un mandato que lo encadene, sino que
ejerce una función libre. No expresa la voluntad de sus electores, sino que se
decide por sí mismo y bajo su propia apreciación. No habla ni vota en nombre y de
parte de sus electores, sino que forma su opinión y emite su sufragio según su
conciencia y sus opiniones personales. En una palabra, es independiente con
respecto a sus electores.
Desde todos estos puntos de vista, existe una absoluta divergencia entre la
representación de derecho público y el sistema del mandato; pues los elementos
esenciales del mandato, aquellos que, por su definición misma, son
indispensables para la realización de este contrato, faltan todos en la
representación de derecho público. Por lo tanto, ¿cómo pretender establecer una
semejanza, incluso únicamente una analogía, entre la situación del diputado y la
del mandatario? La verdad es que, entre la idea de la representación en el sentido
que tiene esta palabra en derecho público y la del mandato, existe una absoluta
incompatibilidad, que excluye toda clase de aproximación entre ellas. Se
desprende de esto, dice Esmein (Éléments, 7 ed., vol. I, p. 317; ver también la
memoria de las Seances et travaux de l'Académie des sciences morales et
potinques, vol. CXXXI, pp. 297 ss.), que la expresión usual de mandato legislativo,
en todos respectos es incorrecta e inexacta, es una expresión poco feliz de la que
hay que abstenerse.14 La misma palabra "representación" debe entenderse, en
esta materia, con cierta prudencia. De todos modos, si los elegidos son
representantes, no representan a sus electores.
347. Por lo mismo que acaba de demostrarse que la relación entre
electores y elegidos no puede compararse con una relación de mandato,
373

14
Hauriou (Principes de droit public, pp. 438 y 442; ver en otro sentido, 2* ed., pp. 652 y 703)
pretende sin embargo mantener el concepto de un "mandato electivo", pero que, dice, "no contiene
procuración ni verdadera representación", pues "los electores no han trasmitido a su diputado
ningún poder, se han elegido un amo temporal". Hauriou ve en esto una "especie de mandato" de
una naturaleza especial; lo más especial que se encuentra en esta clase de mandato es que ya no
es en modo alguno un mandato, en el sentido esencial de la palabra.
932

se ha establecido al mismo tiempo que la elección no constituye una delegación


de poder que tiene por objeto trasladar la soberanía, de los ciudadanos, a los
diputados. Pero entonces, descartada la idea del mandato, ¿cuál es, en el derecho
público moderno, la verdadera significación de la elección, cuál es su verdadero
objeto? Cuando se aborda esta cuestión hay que ponerse ante todo en guardia
contra el error sobre el que se funda toda la teoría del mandato representativo: hay
que guardarse muy bien de mezclar dos cosas que son muy distintas, el hecho de
la elección y la idea de la transmisión del poder. Del hecho de que los diputados
son elegidos por los ciudadanos, se ha sacado la conclusión de que reciben su
poder de éstos por vía de delegación.
Se trata de una confusión. En efecto, de una manera general, el
procedimiento empleado para el nombramiento de un titular del poder no implica
necesariamente que este titular reciba su poder de las personas que lo nombran.
Por ejemplo, en la Constitución de 1875, el Presidente de la República es elegido
por los miembros de las dos Cámaras reunidas en Asamblea nacional; y sin
embargo, evidentemente no es el delegado de las Cámaras o de sus miembros, y
no recibe su poder de éstos ni de aquéllas. El hecho de tener sobre una de las
Cámaras y sobre sus miembros un poder de disolución, o sea de revocación,
prueba de manera evidente que no es su delegado. En derecho no se concebiría
que un delegado o procurador pueda revocar a su comitente. Así pues, la elección
presidencial por el personal parlamentario no es más que un simple acto de
nombramiento, una elección de persona, no una operación de transmisión del
poder ejecutivo. Asimismo, los jueces son nombrados por el Presidente de la
República; tampoco aquí puede interpretarse el nombramiento como una
delegación de poder, pues tan sólo es una simple designación. En el sistema
francés de separación del poder judicial, el jefe del Ejecutivo no puede
considerarse que sea al mismo tiempo el jefe de la justicia. Si es extraño al poder
judicial, no puede transmitir a los jueces un poder del cual carece. La prueba de
que los jueces, aunque nombrados por el Presidente, no son sus apoderados, es
que administran justicia, no ya en su nombre, sino —según la fórmula que figura
en el encabezamiento de las sentencias —"en nombre del pueblo francés", es
decir, en el fondo, directamente en nombre de la soberanía nacional. Se da el
mismo fenómeno en el régimen representativo. En efecto, se ha observado con
anterioridad que la elección del diputado no tiene nada de común con la
constitución de un mandato. Si no tiene por objeto, pues, operar una transmisión
de poder, de los electores a los elegidos, no hay más remedio que admitir que sólo
puede ser un modo de designación de los miembros del cuerpo legislativo. Puede
decirse que es un acto análogo
933

al acto administrativo mediante el cual el Presidente de la República nombra a los


funcionarios y a los jueces. ¿Significa esto que dicho nombramiento por los
ciudadanos sea cosa indiferente? Desde luego que no, como no lo es que los
jueces sean nombrados por el Presidente,15 o el Presidente por el personal
parlamentario. Tan poco indiferente es este último procedimiento de
nombramiento, que, desde 1835, se ha propuesto, en numerosas ocasiones, que
el Presidente sea elegido por un colegio electoral diferente del que constituyen los
miembros de las Cámaras, a fin de hacerlo más independiente de ellas.
Del mismo modo, muchas veces se ha repetido que la inamovilidad de los
jueces sólo constituiría una garantía imperfecta de su independencia si sus
ascensos dependieran del Gobierno. su vez en su poder electoral hallan los
ciudadanos un medio de ejercer gran influencia en la orientación general de la
política que habrán de seguir los representantes; pues es evidente que los
electores elegirán a su diputado según sus opiniones políticas, y que sólo lo
reelegirán cuando durante su actuación haya actuado de acuerdo con esas
opiniones.16
Mas no por ello deja de ser cierto que en el régimen representativo la
acción de los ciudadanos en la marcha de los asuntos públicos sólo se ejerce por
la vía, en la forma y en la medida de su poder de nombramiento
374

15
"Desde el año VIII, el Ejecutivo consideró el nombramiento de los jueces como una de sus
prerrogativas esenciales. Los mismos regímenes republicanos se han guardado de abandonar este
poderoso medio de influencia" (Larnaude, "La séparation des pouvoirs et la justice en France et
aux États-Unis", Revue des idees, 1905, p. 331).
16
No es exacto, pues, decir, como se ha hecho en ocasiones, (ver p. 921, supra) que, en el
sistema del gobierno representativo, la elección sólo es un procedimiento de selección, un medio
de designar a los más capaces. Por lo menos, esta manera de caracterizarla sólo da de ella una
idea incompleta. Si bien el cuerpo de los electores no tiene sobre los elegidos los poderes de un
mandante sobre su mandatario, el régimen electoral no se reduce sin embargo a un simple
régimen de selección, sino que tiene también por objeto proporcionar a los ciudadanos ciertos
medios de acción sobre sus diputados. Sólo que esta acción de los ciudadanos no se manifiesta
sino de un modo indirecto y limitado; resulta únicamente del hecho de que tienen el poder de elegir
a sus diputados y de que éstos tienen que hacerse reelegir periódicamente. Ante la Asamblea
constituyente, ya formulaba Sieyés estas verdades, del modo más preciso, en la sesión de 7 de
septiembre de 1789. A propósito del "grado de influencia" que correspondía a las "asambleas
comitentes sobre los diputados nacionales", distinguía entre "la influencia de los comitentes sobre
las personas" y "la influencia sobre la legislación misma" Sobre las personas, decía, esta influencia
"ha de ser entera"; sobre la legislación, por el contrario, queda excluida (Archives parlementaires,
1* serie, vol. VIH, p. 594). Así marcaba Sieyés la diferencia esencial que separa al régimen
representativo, en el que el pueblo sólo se ocupa de la elección de las personas, siendo llamado
únicamente a elegirlas, y la democracia directa, en la que el pueblo se ocupa de los asuntos
mismos, siendo llamado a tratarlos por su propia voluntad, especialmente creando soberanamente
las leyes.
934

de los representantes, de suerte que en la elección agota el pueblo su derecho de


participación en el ejercicio de la soberanía.17 En estas condiciones ¿cómo habrá
de caracterizarse finalmente la relación que se establece entre electores y
elegidos? Esta relación debe definirse de la manera siguiente: Los diputados se
instituyen por el su-
375

17
Del mismo modo ha de interpretarse la disposición constitucional que, en los Estados federales,
confiere a los Estados confederados el nombramiento de los miembros de la Cámara llamada de
los Estados. La forma de reclutamiento de esta Cámara, combinada con el hecho de que cada
Estado es llamado indistintamente a nombrar el mismo número de sus miembros, permite a los
Estados ejercer en ella cierta influencia sobre la formación de la voluntad general. Es evidente, en
efecto, que los diversos miembros de esta Cámara se verán inclinados a tener en cuenta, lo más
ampliamente posible, los intereses del grupo confederado que los nombró respectivamente. Y con
este objeto, corresponde a cada Estado elegirse diputados cuyas ideas concuerden con sus
propias opiniones y tendencias. El sistema de nombramiento aplicado a la Cámara de los Estados
presenta por lo tanto, para estos últimos, considerable interés. No es, pues, exacto pretender —
como lo ha hecho Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. II, p. 286)— que la institución de una Cámara
de los Estados y el papel conferido a los Estados en el nombramiento de esta asamblea sólo
puedan explicarse de un modo satisfactorio a condición de reconocer que la Constitución federal,
por medio de esta Cámara, quiso erigir a los Estados confederados mismos en órganos primarios
del Estado federal. Según la doctrina de Jellinek, la Cámara de los Estados vendría a ser un
órgano secundario o representativo, destinado a querer en nombre y por cuenta especial de los
Estados. Entre esta Cámara y los Estados confederados, se establecería así una relación de
órgano; y en consecuencia éstos habrían de considerarse como órganos principales, que tienen el
poder de concurrir a la formación de la voluntad federal por mediación del subórgano que es, con
relación a ellos, la Cámara que procede de su nombramiento (cf. n" 386, infra). Pero de ningún
modo es indispensable admitir la teoría de Jellinek para explicar la forma de reclutamiento de la
Cámara de los Estados. El procedimiento de nombramiento aplicado a los miembros de esta
Cámara no implica necesariamente que la Constitución federal haya querido convertir a su colegio
en un órgano especial de los Estados confederados. Indudablemente, la Constitución federal, al
instituir este modo de nombramiento, quiso tener en cuenta la naturaleza federativa del Estado
federal y asignar a los Estados miembros determinado papel en la organización de donde ha de
salir la expresión de la voluntad federal; pero, con este objeto, se ha limitado a conferir a los
Estados un poder de nombramiento. La participación de estos Estados en la formación de la
voluntad general sólo puede ejercerse en la medida de la elección de los diputados que han de
nombrar. Incluso reducidos a este simple poder, los Estados confederados no dejan de conservar,
por mediación de la Cámara originada por su nombramiento, una influencia que tiene valor útil y
apreciable; como decía Sieyés (ver la nota anterior), esta influencia se ejerce sobre y por las
personas que disputan. Por lo demás, la Cámara de los Estados no es un órgano especial de
éstos, así como, en el Estado unitario, las Cámaras tampoco son órganos representativos de los
colegios particulares que las nombraron. No sólo los miembros de la Cámara de los Estados, una
vez nombrados, se sustraen a toda subordinación con respecto al Estado de que proceden, sino
que también la Cámara misma, considerada en su conjunto, es exclusivamente órgano del Estado
federal (cf. Burckhardt, op. cií., 2" ed., p. 673), en cuanto éste personifica a la vez, en una unidad
indivisible, al pueblo federal y a la colectividad de los Estados confederados. En suma, los Estados
confederados, en el acto del nombramiento de los miembros de la Cámara de los Estados, agotan
la influencia que son llamados a ejercer en el Estado federal por medio de dicha Cámara (cf. supra,
pp. 116 ss.; ver también la n. 11, p. 925).
935

fragio de los ciudadanos, pero el poder que adquieren mediante la elección no lo


reciben de los ciudadanos. Esta fórmula significa que el diputado es elegido,
designado y nombrado por los electores: es llamado por ellos al poder y de ellos
recibe su investidura; en este sentido, es posible decir, si se quiere, que el cuerpo
electoral es autor del poder de sus elegidos. 18 Pero no puede decirse más que en
este sentido, pues por lo demás el diputado no es ni mandatario, ni delegado, ni
representante de sus electores. Es su elegido, pero no su comisario. La misma
idea se ha expresado al decir que lo que el pueblo da a sus elegidos en la elección
no es un mandato, sino su confianza. Caracterizar la elección como un acto de
confianza es señalar también que constituye, por parte de los electores, un acto de
abandono más bien que de dominio. Respecto de estos diversos puntos y en
análogo sentido, ver sobre todo a Saripolos, op. cit., vol. II, pp. 98-113.
348. Puede tenerse por cierto, pues, que, en el derecho actual, la potestad
que ejerce el cuerpo de los diputados no procede de los ciudadanos. Pero esto
sólo constituye un concepto negativo, y queda siempre por averiguar la solución
positiva de la pregunta que antes se formuló: ¿de quién reciben el poder los
representantes? En otros términos: ¿a quién representan? La respuesta a esta
pregunta se halla directa y formalmente contenida en un principo muy importante
del derecho público francés, principio que ya estaba consagrado por la
Constitución de 1791 (tít. III, cap. I, sección 3, art. 7) y que desde entonces ha sido
reproducido en numerosas ocasiones por las sucesivas Constituciones de Francia.
Este principio, al que ya nos hemos referido, es que los diputados representan, no
ya a su colegio electoral,19 sino a la nación entera. Esta es una
376

18
Desde este punto de vista, cabe criticar como demasiado absoluta la fórmula de los autores que,
como Saripolos especialmente (op. cit., vol. II, p. 29), dicen que "los diputados nombrados por los
ciudadanos electores sólo reciben su poder del Estado". Ver sin embargo n. 13 del n° 428, infra.
19
No solamente los diputados no son representativos del colegio que los ha designado, sino que
además, y propiamente hablando, ni siquiera son diputados o elegidos de ese colegio, sino que
son los diputados y los elegidos de la nación entera. El art. 7 (tít. m, cap. I, sección 3) de la
Constitución de 1791 señala esto por medio de una fórmula prudente. Este texto se refiere a los
diputados "nombrados en los departamentos" y no por los departamentos. Así pues, incluso en lo
que se refiere al nombramiento, el poder de diputación reside indivisible y únicamente en la
universalidad nacional. De donde se infiere la consecuencia, posteriormente desarrollada en las
Constituciones de 1793 (art. 21), del año III (art. 49), de 1848 (art. 29), de que únicamente la
"población", cuyo conjunto constituye esta universalidad, es la "base" de la elección (cf. Esmein,
Éléments, 7* ed., vol. i, pp. 315-316). Los colegios electorales, por lo tanto, sólo aparecen como
elementos parciales de la población total, que ejercen en forma electoral un poder que sólo a ella
pertenece. Los diputados elegidos son los del pueblo francés. El alcance de estas observaciones
es puesto en claro por una comparación
936

regla que se ha hecho clásica, que se invoca frecuentemente y que presenta, para
la inteligencia del régimen representativo, una capital importancia. ¿Qué significa?
La regla de que "los diputados representan a la nación" sólo es susceptible de una
interpretación: significa que representan, no ya a la totalidad de los ciudadanos
considerados individualmente, sino a su colectividad indivisible y extraindividual.
En efecto, esta regla no puede significar que cada diputado, además de a sus
propios electores, represente a los de todos los demás colegios electorales del
país. Semejante interpretación de la regla carecería de sentido jurídico; pues si el
diputado representa a electores, sólo puede representar a los que lo han elegido;
en cuando a los ciudadanos situados fuera de su circunscripción, no ha entrado en
relación con ellos, y no puede, por lo tanto, a ningún título, ser su representante.20
Luego la regla en cuestión no puede evidentemente
377

(ya señalada en la p. 925, n. 11; ver también p. 120, n. 18) con el caso de la Cámara de los
Estados en el Estado federal. En Suiza, por ejemplo, si los diputados del Consejo de los Estados
no son los representantes de sus cantones respectivos, importa observar que, por lo menos, son
nombrados por los cantones, habiendo de realizar éstos el citado nombramiento como Estados
confederados. La Constitución suiza señala muy claramente la profunda diferencia que, en este
aspecto, se establece entre el Consejo nacional y el Consejo de los Estados. Refiriéndose al
primero, dice que "se compone de los diputados del pueblo suizo" (art. 72) ; refiriéndose al
segundo, dice que "se compone de cuarenta y cuatro diputados de los cantones" (art. 80). Esto es
tanto como decir que, a falta del derecho a la representación, los Estados cantonales, al menos,
poseen el derecho de diputación. A ellos corresponde en propiedad "componer" la segunda
Cámara. Y la relación especial que, a este respecto, existe entre ellos y dicha asamblea, se hace
más patente aún por el hecho de que la reglamentación del modo de nombramiento de los
miembros del Consejo de los Estados es abandonada por la Constitución federal al derecho
cantonal; se desprende también del hecho de que la elección de esta clase de diputados se trata
como una elección cantonal, sujeta, a este título, al recurso ante el Tribunal federal, de modo que
el Consejo de los Estados, en principio, no está llamado, como el Consejo nacional, a comprobar la
elección de sus miembros (Burckhardt, ,op. cit., 2 ed., p. 674). Desde todos estos puntos de vista,
el Consejo de los Estados, a pesar de ser un órgano federal o nacional en cuanto a las voluntades
a formular o a las decisiones a tomar, aparece como dependiente de los cantones: éstos son, por
lo menos, respecto a él, órganos de nombramiento. En Francia, el órgano de nombramiento de los
miembros de la asamblea de diputados, como para el Consejo nacional suizo, es el pueblo entero,
actuando en colegios múltiples, pero en colegios que no poseen respectivamente sobre la
asamblea electa ningún poder que les esté conferido en virtud de un derecho propio, ni siquiera el
de diputación. Este último, así como el poder de representación, sólo pertenece a la nación.
20
En su discurso del 7 de septiembre de 1789, pretendía sin embargo Sieyés que el diputado
nombrado por los electores de una determinada circunscripción es el elegido de todos los
ciudadanos. "El diputado de una bailía —decía Sieyés— es inmediatamente elegido por su bailía,
pero mediatamente es elegido por la totalidad de las bailías. He aguí por qué todo diputado es
representante de la nación entera... Todos los ciudadanos son sus comitentes" (Archives
parlementaires, 1 serie, vol. VIII, pp. 593-594). Pero no es exacta esta manera de explicar la regla:
"El diputado representa a la nación". Indudablemente, en el sistema de la soberanía nacional, cada
sección electoral elige, no ya en virtud de un derecho propio,
937

tener el sentido de que cada diputado representa a la totalidad de los ciudadanos


que componen la totalidad de los colegios electorales. Por lo tanto sólo queda una
interpretación posible: la regla significa que el diputado no representa colegios
electorales, ni ciudadanos, en cuanto tales, ni, en una palabra, suma alguna de
individuos ut singuli, sino que representa a la nación, como cuerpo unificado,
considerado en su universalidad global, y distinto, por consiguiente, de las
unidades individuales y de los grupos parciales que comprende en sí dicho cuerpo
nacional. Y como, en el fondo, la nación así entendida se identifica con el Estado
mismo, se podrá añadir —con Orlando, loe. cit., p. 23— que la regla de referencia
se reduce, en definitiva, a decir que los diputados son los representantes del
Estado, los agentes de ejercicio de su soberanía, al menos en la medida de la
competencia constitucional del cuerpo legislativo.
Más exactamente, la regla de que "el diputado representa a la nación" se
funda en el hecho de que es miembro de una asamblea colegiada, que tiene el
poder de querer por la nación: por consiguiente, el diputado representa a la
nación, por cuanto concurre individualmente, con su actividad y con su sufragio, a
la formación de la voluntad nacional (Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. II, p.
280.).21 Hay que observar, en efecto (ver
378

como lo hacía la bailía antes de 1789, sino en nombre y por cuenta de la nación, y es
efectivamente cierto, por consiguiente, que el diputado es el elegido de la nación misma. Ahora
que, aquí como en todas partes, hay que guardarse muy bien de identificar la nación con sus
miembros individuales. En efecto, ¿cual es el acto mediante el cual las diversas secciones
electorales han recibido el poder de elegir en nombre de la nación? Este acto es, o bien la
Constitución, o bien una simple ley electoral. Ahora bien, en el régimen representativo, tanto la
Constitución como las leyes ordinarias son obra, no de los ciudadanos mismos, sino de la
colectividad unificada actuando por sus órganos estatutarios. En ningún momento los ciudadanos,
considerados individualmente y como tales, intervinieron para conferir a cada una de las secciones
electorales la potestad de elegir en nombre de todos. Únicamente la nación, la colectividad una e
indivisible, instituyó estas circunscripciones y fundó su competencia. No puede decirse, pues, que
cada circunscripción electoral nombre a su diputado en virtud de un mandato otorgado por todos
los ciudadanos; y por consiguiente, no puede aceptarse la explicación que daba Sieyes para
demostrar que el diputado es el representante de todos. Así, hay que volver siempre a la
conclusión de que el diputado no puede calificarse como representante de la nación entera sino en
cuanto se considera a ésta como unidad corporativa superior a sus miembros componentes (ver n.
12, p. 926, supra). Estos sólo están representados por los diputados en la medida en que, en su
condición de partes integrantes y de miembros inseparables del cuerpo electoral, se funden y
absorben en la nación, constituyendo un todo con ella y en ella (ver supra, pp. 234 ss.). Por lo
demás, el mismo Sieyes había de rectificar posteriormente su doctrina del 7 de septiembre de
1789, al reconocer que en realidad no es cada diputado, elegido por cada sección, sino
únicamente el cuerpo legislativo, quien posee el carácter representativo (ver n' 382, infra).
21
Duguit, (Traite, vol. n, p. 356) adopta respecto de este punto la misma fórmula de Jellinek: "En el
sistema francés de representación política, el diputado no recibe un mandato de su circunscripción,
sino que simplemente es parte componente del Parlamento, el que representa a la nación entera".
938

n 382, infra), que no podría cada diputado, él solo, querer por la nación.El órgano
propiamente dicho de la nación es el cuerpo legislativo. El diputado sólo es
representante como miembro de la asamblea representativa, o sea en cuanto
concurre a constituir dicha asamblea y es llamado a cooperar en la formación de la
voluntad que ésta expresa. Ahora bien, la asamblea es el órgano indivisible de la
nación, considerada, también ella, en su indivisibilidad colectiva.
349. Si éste es el significado de la regla de que "el diputado representa a la
nación", se advierte ahora cuáles son, desde el punto de vista de la determinación
del alcance del principio de la soberanía nacional, las repercusiones del régimen
representativo moderno. Este régimen confirma la idea, anteriormente
desarrollada (núms. 331 y 338), de que el poder soberano no reside en los
individuos miembros de la nación, ni tampoco en sus agrupaciones particulares,
electorales o de otra clase, sino únicamente en el ser colectivo nacional. Esta es la
respuesta precisa a la pregunta que antes se formuló (p. 933). El objeto de esa
pregunta era saber de quién reciben los diputados su poder. Ahora ya es posible
contestar que ejercen un poder que no es el de los electores, sino precisamente el
de la nación y del Estado, pues como representantes de la nación y del Estado es
como se hallan investidos de dicho poder. De esto hay que deducir la
consecuencia de que la asamblea de diputados tiene como función expresar, no
ya las voluntades de los electores, sino únicamente la voluntad estatal de la
nación. Así, el régimen representativo se aleja totalmente de las concepciones
políticas de la escuela de Rousseau. Para los teorizantes de la soberanía popular,
las decisiones de la asamblea legislativa deben determinarse directamente por la
voluntad mperativa de los electores. Por el contrario, cuando la Asamblea
constituyente formulaba, en la Constitución de 1791, el principio de que los
diputados representan a la nación, con ello creía fundar la representación del
nuevo derecho público francés en la idea de que existe en el Estado una voluntad
nacional, independiente de las voluntades de los individuos, y que es la voluntad
de la nación formando un cuerpo unificado. Este punto de vista se hallaba
totalmente conforme al concepto general que de la nación y de su soberanía se
formaba la Constituyente.
Así como, en efecto, los hombres de 1789-1791 admitieron, como se dijo
anteriormente, que la soberanía corresponde indivisiblemente a la colectividad
nacional, erigida en persona distinta de los nacionales, así también fueron llevados
a admitir la existencia correspondiente de una voluntad nacional, voluntad superior
que no es la resultante de voluntades individuales, que no se determina por un
puro cálculo de votos electorales, sino que es la voluntad unificada de la
universalidad nacional,
939

la voluntad indivisible de la persona nación.22 He aquí por qué la Constitución de


1791 declaraba, en el preámbulo de su tít. III, que ningún individuo, ninguna
sección del pueblo, puede, propiamente hablando, hacer acto de soberanía; y por
qué también prohibía el mandato imperativo a los colegios electorales, que sólo
son partes no soberanas de la nación.379
Podrá argüirse que la nación, tomada en su universalidad supraindividual,
es un puro ente de razón. ¿Cómo atribuirle una voluntad? Esta objeción sólo es
aparente, y es fácil contestarla, por lo menos desde el punto de vista jurídico. En
efecto, desde el principio de estos estudios se demostró (núms. 12 ss., 22 ss.)
que, en toda formación estatal, el objeto esencial del derecho público es organizar

22
Estas ideas teóricas encuentran todavía hoy su expresión en la doctrina del derecho público.
Ver, por ejemplo, a Joseph Barthélemy, op. cit., p. 202: "Los órganos constitucionales de un país
no representan tendencias más o menos pasajeras, que se dibujan con mayor o menor claridad en
el cuerpo electoral, sino que representan al país mismo, en su pasado y en su porvenir, en sus
aspiraeiones y en sus deberes, en su misión histórica; no representan un número mayor o menor
de individuos, sino la persona moral que es la nación".
23
En definitiva, todos los conceptos que se han expuesto en el curso de este capítulo y del anterior
sobre la soberanía y la representación nacional, se desprenden directamente de la idea primera
que fue el punto de partida de toda la obra de la Revolución en materia de organización
constitucional, o sea la idea de la unidad y de la indivisibilidad de la nación. Desde el momento en
que la Constitución de 1791 afirmó (tít. ni, preámbulo, art. 1) la indivisibilidad nacional, todo lo
demás debía sucederse: el principio de la soberanía nacional, que excluye toda apropiación
individual de cualquier parcela de poder; el gobierno representativo, que hace depender la
formación de la voluntad nacional de las decisiones adoptadas por los órganos centrales de la
nación, fuera de toda necesdad de consulta de los miembros particulares de ésta; y por fin, la regla
de la representación nacional, que implica el que los órganos nacionales no son llamados a
representar sumas de voluntades de individuos o de grupos parciales, sino a formular, de un modo
unitario, una voluntad de conjunto, cuyos elementos han de deducir por sí mismos. En estas
condiciones, bien puede decirse que el concepto de unidad de la nación es, por excelencia,
fundamento y origen de todo el sistema del derecho estatal francés. Otros principios esenciales,
por ejemplo el de la igualdad de los ciudadanos, que tanto lugar ocupa en la obra revolucionaria,
sólo son consecuencias o manifestaciones de esta idea fundamental de la unidad y la
indivisibilidad del cuerpo nacional. Indudablemente Rousseau también había fundado un sistema
esencial y absolutamente unitario de voluntad estatal, pues en la doctrina del Contrato social se
presentaba la voluntad general como un todo indivisible. Pero Rousseau sólo llegaba a esta
especie de unidad, que es uno de los rasgos característicos de su teoría, después de una consulta
previa de los miembros, que tenía por objeto poner de manifiesto una mayoría de votos
individuales, y esta voluntad de la mayoría es la que, después, llegaba a ser la voluntad única de
todos. Los fundadores revolucionarios del derecho público francés adoptaron la actitud inversa:
parten de la unidad de la nación, no ya en el sentido de que tratan de realizarla, sino en el de que
la consideran como ya hecha en el momento mismo en que se trata de tomar alguna decisión, bien
sea legislativa o incluso de orden constitucional, y por consiguiente no titubean en decir que el
pueblo, en principio, no puede tener más voluntad que la de los representantes nacionales. Si es
verdad que todo el sistema representativo fundado en 1789-1791 tiene, por lo tanto, su origen en el
concepto de la unidad nacional, se comprende cuánta gravedad alcanzan los problemas que hoy
suscitan ciertas tendencias particularistas, como las que tratan de asegurar la representación
especial de los partidos, de las clases sociales o de los grupos regionales. En realidad, cualquier
modificación que se haga al régimen de representación indivisible de la nación tiende a socavar el
principio mismo de la unidad francesa, tal como fue consagrado por la Revolución, o sea la base
principal sobre la que, desde 1789, está fundado todo el edificio del derecho público francés.
940

al grupo nacional: organizarlo, es decir, darle órganos encargados de querer y de


actuar por su cuenta. Tal es precisamente la función de la asamblea de diputados.
Esta es, especialmente en el orden legislativo, un órgano creado por el derecho
púplico con objeto de permitir que la nación pueda querer. Así es como, después
de 1789, consideraron y definieron a la asamblea legislativa los fundadores del
nuevo derecho público francés. Barére expresaba este concepto, de manera
atrayente, en la sesión de 8 de julio de 1789, al decir: "La potestad legislativa sólo
empieza en el momento en que queda formada o constituida la asamblea general
de los representantes" (Archives parlementaires, P serie, vol. VIII, p. 205; y con
ello pretendía establecer que los electores, en el momento de la elección, no
pudieron dar órdenes legislativas a sus diputados, pues en este momento no
existía aún la potestad legislativa, ya que la nación no poseía todavía su órgano
legislativo. En la sesión del 7 de septiembre de 1789, Sieyés decía igualmente: "El
pueblo sólo puede tener una voz: la voz de la legislatura nacional. Los comitentes
sólo pueden hacerse oír por medio de los diputados nacionales; el pueblo sólo
puede hablar, sólo puede actuar a través de sus representantes" (Archives
parlementaires, P serie, vol. VIH, p. 595). Así pues, en materia legislativa, la
asamblea de diputados es el único órgano por el que la nación o el pueblo puede
expresar su voluntad; con mayor precisión: es el órgano mediante el cual la nación
podrá querer legislativamente.
350. Situándose en este punto de vista, en la época actual, numerosos
autores han llegado a impugnar, no sin razón, la exactitud Je la idea misma de
"representación" nacional. La asamblea de diputados, se ha dicho, y de un modo
general las diversas personas o cuerpos llamados a querer por cuenta de la
nación no son, en esto, propiamente hablando, representantes, sino que
jurídicamente deben definirse más bien como órganos de la nación.
Entre el representante y el órgano existe gran diferencia. Lo que caracteriza
al representante es que quiere y habla por cuenta de una persona distinta de sí
mismo. Toda representación implica esencialmente dos personas, una de las
cuales, la del representado, es anterior y, en cierto sentido, superior a la del
representante. La misma palabra "representación lo dice: si el representante
representa al representado, la representación presupone una persona
representable. De esta anterioridad
941

y superioridad del representado se desprende que el representante está obligado


a conformar la voluntad que expresa por representación, a la voluntad del
representado; así ocurre al menos siempre que el representado no sea física o
jurídicamente incapaz de expresar su voluntad. Por tanto, cuando el representado
enuncia, respecto del objeto de la representación, una voluntad especial, el
representante ha de seguir las indicaciones de esta voluntad; así pues, un
mandatario ha de conformarse a las instrucciones de su mandante. Cuando el
representante actúa como tal, expresa sin duda su voluntad propia; pero la
expresa en representación de la voluntad del representado; luego también ha de
respetar ésta, que es anterior a la suya. Mu'y distinto es el caso del órgano. Lo
propio del órgano es querer por cuenta de una colectividad unificada, la cual,
como entidad abstracta, por sí misma no podría querer ni actuar. El órgano no
presupone una personalidad ni una voluntad ya existentes; pero la constitución del
órgano es el medio por el cual la colectividad llega a ser capaz de voluntad y de
acción, por el cual se realiza, en cuanto a su formación, una voluntad de la
colectividad que no existía hasta entonces, por el cual, pues, adquiere esta
colectividad, como sujeto jurídico, una realidad de existencia, o sea una
personalidad que no podría poseer sin sus órganos. En una palabra, lejos de
presuponer una personalidad o voluntad anteriores, el órgano, por el contrario,
origina esta voluntad y esta personalidad. Y por consiguiente, a diferencia del
representante, habrá de expresar la voluntad de la persona colectiva con plena
independencia o espontaneidad, al menos dentro de los límites de su competencia
estatutaria. Consideradas estas definiciones, aparece como cierto que el régimen
llamado representativo no es un régimen de representación en el verdadero
sentido de la palabra, pues el cuerpo de los diputados no puede considerarse
como representante de los ciudadanos ni de la nación. En primer lugar, los
diputados no representan la voluntad de los ciudadanos, puesto que —salvo la
relación electiva que los liga con éstos— y por el efecto mismo del supuesto
régimen representativo, han sido constituidos, con respecto a ellos, por la duración
de la legislatura, en posición de completa independencia. La verdadera
representación, como se acaba de ver, implica siempre cierta subordinación del
representante al representado. Si una persona tiene derecho a querer con entera
libertad por cuenta de otra sin que ésta tenga ninguna posibilidad de afirmar su
propia voluntad, no puede decirse que haya representación de una voluntad por
otra; lo cierto es que ya no subsiste, en semejante estado de cosas, sino una
voluntad única: la de la persona que tiene el poder de decidir libremente por
cuenta ajena. Por ello, en el caso de verdadera representación, existe siempre un
momento en que, bien sea la voluntad bien sea en todo caso la personalidad del
representado, reaparecerá y manifestará su superioridad sobre la del
representante. Supóngase al incapaz aquejado de la más absoluta imposibilidad
de querer, a un menor de edad o a un individuo en estado de completa demencia;
puede decirse que estos incapaces están debidamente reprsentados por su tutor,
pues llegará el momento en que el tutor habrá de rendir cuentas a estos
representados o a sus sucesores, y además, podrá hacérsele responsable de lo
942

que quiso por ellos en su representación. Ahora bien, nada de esto se encuentra
en el supuesto régimen representativo de derecho público.
Por una parte, el "representante" no representa una voluntad preexistente
de los ciudadanos puesto que el derecho positivo de las Constituciones
representativas niega a éstos el poder de querer más que a través de sus
representantes; en estas condiciones no es posible decir que la voluntad de los
ciudadanos entre en la representación; pero existe aquí, de un lado una voluntad,
la de los ciudadanos, de la que se hace abstracción y qvte se tiene jurídicamente
por inexistente 24 y de otro lado una voluntad, la del "representante", que
reemplaza totalmente a la de los ciudadanos y que finalmente queda como la
única operante. Por otra parte, para el "representante" no existe ninguna
subordinación hacia los iudadanos, pues al no ser, respecto de éstos, ni
responsable, ni revocable, ni obligado a rendir cuentas, no actúa como
representante, sino como dueño. Y no se diga que la superioridad de los
ciudadanos reaparecerá al término de la legislatura. Evidentemente, en ese
momento podrán no reelegir a los antiguos diputados, pero importa observar que,
si el poder electoral de los ciudadanos les permite cambiar sus diputados en la
legislatura siguiente, no les da el medio de anular los actos realizados por ellos
durante la legislatura anterior; las voluntades y decisiones emitidas por los
"representantes" se mantienen firmes, son inatacables, y los ciudadanos no
disponen de recurso alguno contra ellas. Así pues, el poder de los ciudadanos
sobre los diputados no es más que un simple poder de 380 nombramiento;25 no es
un poder sobre las voluntades que los elegidos habrán de expresar durante el
desempeño de su función.26 Por lo demás, del derecho positivo francés resulta
que los ciudadanos no son los sujetos del derecho a la representación.- Según las
Constituciones francesas, el sujeto "representado" por los diputados es
únicamente la nación, una, indivisible, permanente y, por consiguiente, distinta de
los individuos que la componen en cada uno de los instantes sucesivos de su
existencia. Pero, teóricamente, la nación así entendida tampoco es susceptible
jurídicamente de ser representada. Pues, como se vio antes, para que exista
verdadera representación, es necesario, previamente, que existan una persona y
una voluntad representables: la nada no puede ser representada. Así pues, para
que fuera posible una representación de la nación, en el orden legislativo por
ejemplo, sería necesario que preexistiera al cuerpo legislativo una voluntad
legislativa nacional, que pudiese entonces ser representada por este último; y de
modo general, para que se pueda hablar legítimamente de una representación de
24
Véase, sin embargo, lo que se dirá más adelante (n' 398) respecto a la disolución; pero conviene
observar que en el régimen representativo primitivo de 1791 ésta no se admitía aún.
25
La utilidad de dicho poder ha sido señalada anteriormente (nn. 16 y 17, pp. 931-932). Puede
decirse, no obstante, que este poder de dominación no proporcionaría por sí solo a los ciudadanos
sino un medio de acción de restringida eficacia, pues esa eficacia, en todo caso, sería muy inferior
a la de un poder de revocación. A este respecto, basta comparar la situación de los diputados
electos por el pueblo con la de los ministros, en relación con las Cámaras. Aunque el Parlamento
no tenga el poder de nombramiento formal y directo de los ministros, conserva el control de toda la
actividad ministerial, puesto que en todo momento puede obligar al ministerio a retirarse. Por el
solo hecho de haber declarado a los ministros responsables ante las Cámaras, la Constitución de
1875 hizo depender íntimamente la voluntad ministerial de la voluntad de la mayoría parlamentaria.
En realidad, lo que garantiza la potestad del
943

la nación por las personas o cuerpos que ejercen la potestad pública, sería preciso
que con anterioridad a esta representación se haya comprobado la existencia de
una persona nación. Ahora bien, la nación no adquiere jurídicamente voluntad,
legislativa o de otra clase, y no se convierte jurídicamente en persona, sino por el
hecho mismo de su pretendida organización representativa. La formación de un
cuerpo de diputados o de cualquier otra autoridad que tenga poder estatutario de
querer por la nación tiene por efecto, pues, no ya conceder una representación a
la voluntad y a la persona nacionales, sino suscitar y engendrar esta persona y
esta voluntad. 381 Corporativamente, los diputados no son los representantes, sino
los autores de la voluntad nacional; son el órgano de formación de una voluntad
que no empieza a existir, que no tiene su origen más que por ellos.
Finalmente, lo que se encuentra en el régimen llamado representativo no es
un sistema de representación de la persona y de la voluntad nacional es, sino
precisamente un sistema de organización de la voluntad y de la persona
nacionales. El verdadero calificativo que debe darse al cuerpo de los diputados no
es el de representante de la nación, sino el de órgano de la nación. Se ha
resumido todo esto diciendo que lo propio del régimen llamado representativo es
ser un régimen en el que de ningún modo hay representación (Saleilles, Nouvelle
revue historique, 1899, pp. 593-595 ).27
Si el régimen representativo no corresponde a ninguna idea precisa de
verdadera representación, ¿de dónde procede, pues, el concepto de
representación política? ¿Cómo se introdujo en el derecho público moderno? El
concepto moderno de representación, en buena parte, debe su origen a causas
históricas; aparece como una supervivencia de las costumbres del pasado. Para
demostrarlo es conveniente recordar a grandes rasgos la historia del régimen
representativo.

2. ORÍGENES REVOLUCIONARIOS DEL SISTEMA FRANCÉS


DE LA REPRESENTACIÓN NACIONAL
351. "La idea de los representantes -—dice Rousseau (Contrat social, lib.
III, cap. XI)— procede del gobierno feudal. En las antiguas repúblicas nunca tuvo

cuerpo electoral sobre sus actuales electores no es tanto el hecho de haber, sido nombrados por él
como el poder que se reserva de reelegirlos o de cambiarlos; aparecía así este poder de
nombramiento peródico, por lo tanto, como conteniendo en sí una facultad intermitente de
destitución.
26
Ver en este sentido un interesante pasaje de un discurso de Royer-Collard citado por Esmein
(Éléments, 7" ed., p. 92, n. 73) : "La palabra representación es una metáfora. Para que la metáfora
sea exacta, es preciso que el representante tenga verdadera semejanza con el representado, y
para ello se requiere que lo que hace el representante sea precisamente aquello que haría el
representado. Se infiere de aquí que la representación política supone el mandato imperativo
determinado con un objeto igualmente determinado, tal como la paz o la guerra, o una ley
propuesta. En efecto, únicamente entonces es cuando queda probado que el mandatario hace lo
que hubiera hecho el mandante y que el mandante hubiera hecho lo que hace el mandatario". En
otros términos, el concepto de representación no puede darse más que cuando el representante
queda subordinado a la voluntad del representado. A falta de esta subordinación, la palabra
representación, en materia política, ya no expresa una realidad: es tan sólo una metáfora, que
carece de exactitud y es contraria a la verdad. Ver además, por lo que se refiere a las relaciones
entre los supuestos representantes y los ciudadanos, las objeciones que ya se expusieron supra,
p. 236, n. 25, en contra del fundamento de la idea de representación
944

el pueblo representantes; esta palabra era desconocida." Rousseau diee la


verdad. La Antigüedad no conoció el régimen representativo. El pueblo, entonces,
ejercía su poder por sí mismo, en forma de gobierno directo. Es en la época feudal
cuando hizo su aparición la representación política y hay que añadir que nació
bajo la influencia de causas feudales.
Los orígenes de la representación se desprenden del concepto feudal,
según el cual los vasallos debían asistencia al rey, quien, por su parte, estaba
obligado a consultarlos con objeto de obtener su asentimiento a las prestaciones
que pretendía imponerles. En virtud de este lazo feudal mutuo los reyes de
Francia convocan a los prelados y a los barones382 en asamblea para pedirles
ayuda y consejo. La comparecencia a esta asamblea no solamente era un
derecho de esos señores, sino también un deber o servicio feudal. A partir del
otorgamiento de fueros a los municipios, las ciudades privilegiadas adquieren una
situación parecida a la de los señoríos, y tienen derecho, desde entonces, a ser
convocadas, así como tienen la obligación de comparecer. Es así como en 1302,
Felipe el Hermoso reunió por primera vez, en una asamblea plenaria, a los
señores eclesiásticos y laicos así como a los representantes de las ciudades, y
procedió, en esta medida, a una especie de consulta nacional. Tal es el origen de
los Estados generales, a cuya historia se encuentra ligada desde entonces la
evolución de la antigua representación política en Francia. En Inglaterra, una
asamblea general del mismo género había sido reunida en 1295; y los ingleses le
conservaron el nombre de Gran Parlamento, o Parlamento Modelo, porque, al
estar constituida por prelados, barones y diputados de los condados, villas y
burgos, constituía ya una representación completa de todos los elementos de la
nación y presentaba así, desde esa época lejana, todos los caracteres esenciales
del moderno Parlamento inglés.
La representación de la época feudal es realmente una representación. En
efecto, en esta época en que no era tomado en consideración el individuo como
tal, sino solamente el grupo o la corporación, el derecho a comparecer en los
Estados reside especialmente en la persona colectiva y feudal, señoríos,
comunidad religiosa, ciudad. Esta es la persona que va a los Estados por
mediación de su representante. Así es como las ciudades se hacen representar
por sus diputados. Igualmente los capítulos y abadías son grupos representados
por el obispo, el abad o un procurador. En cuanto a los señores laicos o
eclesiásticos, si se les convoca personalmente es porque cada uno de ellos es
jurídicamente el representante natural de su señorío; pero el derecho a ser
representado corresponde especialmente a éste. Bajo este aspecto, el régimen
feudal en toda su acepción es un régimen de representación. Únicamente los
campos quedaron al principio sin representación (a diferencia de lo que pasaba en

27
Ver en el mismo sentido a Hauriou, La souveraineté nationale, p. 5, que resume todo el sistema
del gobierno representativo diciendo que dicho sistema implica esencialmente "la autonomía de los
representantes". Cf. Principes de droit public, p. 426: "El representante de derecho público se
distingue del mandatario en que tiene un derecho de autonomía"; y Précis, 8 ed., p. 117: "Los
órganos representativos producen de manera autónoma sus representaciones de la voluntad
general". Ahora bien, la autonomía, en el que quiere por cuenta ajena, es todo lo contrario de una
representación ajena.
945

Inglaterra desde el fin del siglo xin), y esto se debe a que no constituían personas
feudales (Saripolos, op. cit., vol. i, pp. 97 ss.).
Desde el siglo xv, la reducción de la feudalidad trajo cambios notables en
este régimen inicial. Por una parte, los nobles y los eclesiásticos ya no fueron
convocados personalmente a la asamblea de los Estados; sino que los diputados
de la nobleza y del clero tuvieron, así como los del Tercer Estado, aue proceder de
la elección. Esta reforma correspondía a la desaparición del antiguo derecho
propio que primitivamente tuvieron los señores para representar personalmente a
su señorío; e implica que no hubiese ya representación del señorío mismo. Por lo
de más, parece que los mismos nobles fueron los que causaron este cambio, pues
la comparecencia en los Estados era una pesada carga, y les pareció más
ventajoso hacerse representar colectivamente por diputados elegidos por ellos en
cada bailía que no tener que presentarse cada uno en persona a la asamblea. Por
otra parte, a causa del debilitamiento de las libertades municipales, el derecho a la
representación dejó de ser un privilegio de las ciudades, y la realeza tomó la
costumbre de convocar, para la elección de los diputados del Tercer Estado, y al
mismo tiempo que a los habitantes de las ciudades, a la población de los campos,
que también se había emancipado de la potestad señorial. Estas dos reformas, la
primera de las cuales se había realizado ya cuando los Estados generales de
1484, mientras que la segunda no se realizó completamente sino un poco más
tarde, habían de entrañar una profunda modificación en el alcance del régimen
representativo. Ocurrió, en efecto, de modo natural que los diputados elegidos
respectivamente por la nobleza, el clero y los burgueses o campesinos se
comportaron como los representantes de las clases que los delegaban. A la
antigua representación de las personas feudales se substituye, pues, en el siglo
xvi, una representación de los tres órdenes o estados que componían la nación.
Indudablemente no se trata aquí todavía de representación individual, pues los
individuos no están representados sino en cuanto forman parte de una de las
clases que tienen derecho a la diputación. Pero desde entonces la representación
adquiere cada vez más el carácter de una representación de clases y de intereses
particulares.
Sin embargo, incluso en este nuevo estado de cosas, han subsistido
importantes vestigios de la antigua representación corporativa de los tiempos
feudales, vestigios que consisten, por ejemplo, en el hecho de que, en el derecho
público de los últimos siglos y hasta 1789, la bailía ha sido la unidad
representable, "la persona pública en quien residía el derecho de diputación"
Esmein, Cours d'histoire du droit franqais, 12* ed., p. 553). En efecto, la bailía no
sólo era la circunscripción electoral de la época, sino que además cada diputado
representaba especialmente a la bailía que lo había enviado y la consideraba
como el titular propio del derecho a la representación. Esto se traducía sobre todo
en la consecuencia de que en los Estados generales, el voto tenía lugar, no por
cabeza, sino por bailía, en el sentido de que cada bailía poseía un voto, cualquiera
que fuese el número de sus diputados. En esto el régimen representativo
conservaba siempre el carácter de una representación de personas colectivas.
Antiguamente, los Estados generales habían sido una reunión de personas
feudales, que comparecían por medio de sus representantes; en los siglos
posteriores son una dieta de bailías que se hacen representar por sus diputados.
946

De la combinación de estos principios con el sistema de la representación distinta


de los tres órdenes o estados resulta que la bailía estaba representada en los
Estados por tres clases de diputados, que correspondían a los tres órdenes o
estados de la nación. La separación de los órdenes se producía en primer lugar en
la elección, teniendo cada uno de ellos, en cada bailía, que nombrar distintamente
sus diputados. Para la formación de los Estados generales de 1484, se había
practicado primeramente un sistema distinto. En esta época, los tres órdenes o
estados se reunieron en las bailías para nombrar en ellas, en común, sus
diputados; por lo que entonces cada diputado, al recibir mandato de los tres
órdenes o estados a la vez, hubo de representarlos conjuntamente,
confundiéndose así todas las clases en un cuerpo único. Si este procedimiento
electoral hubiera continuado practicándose, hubiera tenido por efecto fundar la
unidad de la nación por la fusión de los órdenes o estados y hubiera originado una
verdadera representación nacional, que a la larga había atenuado y hasta borrado
las distinciones de clases. Pero este sistema electoral no se mantuvo. En el siglo
xvi, cada orden elige sus diputados aparte.1 Esta separación de los órdenes se
manifestaba además en los Estados generales, una vez reunidos, pues las
deliberaciones y el voto tenían lugar en ellos, no en común, sino por orden o
estado, realizándose la votación, en la asamblea de cada orden, por bailías.
Solamente que las resoluciones discutidas en los Estados no se consideraban
adoptadas sino cuando se tomaban de acuerdo y por una votación conforme de
los tres órdenes o estados; tal es el principio consagrado en 1560, particularmente
en materia de impuestos, por el art. 135 de la ordenanza de Orleans, a favor
383

1
Por lo demás, la forma electoral no era la misma para los tres órdenes. Para el clero y la nobleza,
el sufragio era directo. La asamblea electoral del clero comprendía a todos los eclesiásticos que
tuviesen un beneficio en la bailía y, además, representantes de los cabildos y comunidades. Esta
asamblea redactaba un pliego de quejas y designaba a uno de sus miembros para que lo llevara y
sostuviese ante los Estados. La nobleza operaba del mismo modo, componiéndose su asamblea
de todos los nobles poseedores de feudos (condición que es también un vestigio del régimen
feudal). Incluso los menores y las mujeres que poseían feudo \otaban mediante procurador. En
cuanto al Tercer Estado, elegía a sus diputados solamente por sufragio indirecto, y éste es también
un hecho que se relaciona con el concepto feudal según el cual sólo se toma en consideración al
individuo en cuanto es miembro de un grupo. Conforme a este concepto, no se convocaba
individualmente a los habitantes de las ciudades ni a los campesinos a la asamblea electoral de la
bailía, sino que lo eran, colectivamente, las mismas ciudades y las parroquias rurales,
consideradas unas y otras como personas públicas. Después estas colectividades se presentaban
a la asamblea electoral por mediación de delegados elegidos. Se realizaba, pues, en las ciudades
y parroquias campestres, una primera elección, que tenía por objeto el nombramiento de sus
representantes electorales a la asamblea de la bailía, y al mismo tiempo se redactaba en cada una
de ellas un pliego de quejas. Los delegados así nombrados se reunían en las cabeceras de bailía,
en las que constituían una asamblea electoral de segundo grado, donde tenía lugar la elección
definitiva y en la que todos los pliegos procedentes de los diversos puntos de la bailía se refundían
en uno solo.
947

del Tercer Estado especialmente, el cual, sin esta precaución, hubiera podido ser
dominado por una mayoría formada por los otros dos órdenes o estados. En todo
esto, como se ve, el papel del individuo queda muy borrado. Es efectivamente
elector, pero no está representado por sí mismo. Lo que está representado en el
antiguo derecho público es el grupo, la bailía, y en la bailía, el orden: clero,
nobleza, o Tercer Estado (ver también sobre este punto a Saripolos, op. cit., vol. i,
pp. 111 ss.).
352. Las observaciones que preceden permitirán ahora establecer los
caracteres del diputado a los Estados generales, y por consiguiente precisar la
naturaleza jurídica del régimen representativo en la antigua Francia. La relación de
representación, en el derecho público anterior a 1789, constituye claramente una
relación de mandato, de delegación, de comisión. Es éste un signo característico,
no sólo de la primitiva representación feudal, sino también del régimen
representativo posterior, en el cual el diputado es el representante de una bailía y
del orden especial que lo eligió. Este diputado no representa, pues, a la nación
entera, sino a un grupo particular; es el emisario y el apoderado de ese grupo; es
un diputado en el sentido literal de la palabra. Por lo tanto, no tiene poder propio,
sino sólo aquellos poderes que le confiaron sus comitentes. Es un representante,
en la acepción precisa que tiene esta palabra en derecho civil y en materia de
mandato. Como mandatario, llega a la asamblea, portador de las instrucciones y
cuadernos que le remitieron sus electores; tiene obligación de conformarse a ellos
y no puede conceder a la realeza sino lo que le han autorizado sus mandantes;
por ello el rey, cuando envía sus cartas de convocatoria para la elección de los
diputados, recomienda a los diversos órdenes dar a sus elegidos poderes
suficientemente amplios. Como mandatario, el diputado es responsable, con
respecto a sus comitentes, del cumplimiento de su misión, y está obligado a
rendirles cuenta de sus actos; los electores pueden también desaprobarlo y hasta
revocarlo. Finalmente, como todo mandatario, tiene derecho a ser indemnizado
de sus gastos por el mandante, es decir, por la bailía.
Este carácter representativo de los diputados a los Estados generales
puede verse desde un segundo punto de vista no menos importante. A diferencia
del Parlamento inglés, cuya potestad, a partir del siglo xv, va creciendo sin cesar,
los Estados generales jamás participaron directamente en la soberanía.
Muy pronto, sin embargo, en la época turbulenta de Juan el Bueno, se
produjo una notable tentativa para constituir a los Estados generales en un
Parlamento que tuviera sesiones continuas y que ejerciera un estrecho control
sobre la percepción y el empleo de los impuestos, así como sobre la gestión de los
asuntos del reino. Esta tentativa, por un momento, se vio coronada por el éxito; y
las ordenanzas de 1355 y 1356 recono
948

cieron a los Estados generales derechos análogos a los que el constitucionalismo


de los tiempos modernos artibuye a las asambleas elegidas. Pero el asesinato de
Esteban Marcel marca el fracaso de este movimiento que tendía a subordinar la
realeza a los Estados generales. Durante los siglos siguientes hubo una lucha
entre dos conceptos referentes a la naturaleza del poder que corresponde a la
asamblea de los Estados. Una primera doctrina, que trataba de fortificar su
potestad, recuerda el sistema moderno de la soberanía nacional. Es la que
expresaba Felipe Pot en los Estados de 1484 en un discurso que se hizo célebre,
diciendo: "El Estado es la cosa del pueblo. La realeza es un oficio, que no posee
por su propio derecho, sino por el consentimiento del pueblo que la crea. La
voluntad de Dios es la que hace a los reyes, pero la voz del pueblo es la que
expresa esta voluntad divina. Vox populi, vox Dei." El reino de Francia es electivo.
Tal es también el punto de vista en que se colocaron los Estados generales para
sostener, en diferentes ocasiones, que encarnaban la soberanía de la nación que
los había elegido. El rey, según esta doctrina, sólo ejerce la soberanía por
delegación del pueblo. La ejerce con tal carácter en ausencia de los Estados; pero
una vez reunidos éstos, representan al pueblo, y la potestad soberana vuelve a
ellos, de modo que sus decisiones son soberanas de pleno derecho y valen como
leyes, sin tener siquiera necesidad de ser registradas por el Parlamento, y sin que
el rey pueda ponerles obstáculo, ni modificarlas, si no es con el propio
consentimiento de aquéllos. Pero esta teoría nunca fue aceptada por la autoridad
regia. Los reyes de Francia nunca admitieron que su poder procediera del pueblo;
en los últimos siglos especialmente pretenden que sólo procede de Dios y de su
herencia. La tesis real, desde entonces, es que los Estados generales sólo se
convocan en calidad de cuerpo consultivo, llamado a proporcionar asistencia a la
corona, y sin más poder que el de dar consejos, que el rey seguirá o no en la
medida que le parezca.
Así ocurrió, especialmente, en materia legislativa; sin duda se realizaron
gran número de reformas, particularmente en el siglo XVI, por ordenanzas
dictadas a consecuencia de reuniones de los Estados generales y conforme a los
votos que formularon; no por ello deja de ser cierto que los Estados, en principio,
no tuvieron poder legislativo. No podían, pues, obligar directamente al monarca a
realizar reformas; sólo podían presentarle quejas, agravios y súplicas, y el rey era
libre de rechazar estas demandas. Así pues, fue la tesis real la que se impuso, y
ello se deduce también del hecho de que, a pesar de sus reiteradas
reclamaciones, nunca tuvieron sesiones plenarias los Estados generales. No
tenían derecho a ejercer sus funciones, pero la iniciativa de convocarlas
correspondía al rey, que hacía uso de ella a su antojo. Su última convocatoria,
antes de 1789, data de 1614; a partir de ese momento, triunfa la monarquía abso
949

luta, y su jefe, desde entonces, gobierna por sí solo, sin tomar consejo de los
Estados. Una de las causas generales de este fracaso del régimen representativo
en la antigua Francia fue sin duda la división que reinaba, en el seno de los
Estados, entre tres órdenes o estados desunidos, rivales y, por consiguiente,
impotentes. Mientras que en Inglaterra la nobleza y la burguesía supieron, desde
el principio, concertarse con el propósito de limitar una realeza que al principio era
muy poderosa, en Francia, donde la monarquía medieval había sido débil y el
feudalismo muy fuerte, la burguesía buscó en la realeza su punto de apoyo y de
resistencia contra la potestad señorial: se unió a ella y contribuyó, en definitiva, a
traer la monarquía absoluta.Finalmente, pues, se comprueba que no sólo los
diputados del antiguo régimen carecían individualmente de poder propio, ya que
dependían de las instrucciones de sus grupos, sino también que la asamblea de
diputados tomada en conjunto carecía asimismo de todo poder de decisión, en el
sentido de que no podía dictar ninguna medida ni decretar ninguna disposición
legislativa por su voluntad; y sólo podía solicitar del rey, único soberano, reformas
realizadas después mediante ordenanzas reales. Resulta de esto que los
diputados aparecen como los enviados de las diversas bailías y órdenes o
estados, delegados por éstos cerca del rey para exponerle los deseos de sus
subditos, para darles a conocer sus necesidades, para solicitar reformas de él, en
su nombre y de su parte. Son embajadores, enviados a la realeza para hacer oír la
voz de la nación; son plenipotenciarios que, a falta de un poder de decisión
imperativa, van a negociar con la realeza, y que, por ejemplo, no le concederán los
subsidios financieros que pide sino mediante promesas de reformas.
En todo esto, la idea de representación es bien clara. La forma en que los
Estados generales representan ante el rey a los diversos elementos de la nación
recuerda en cierto sentido el modo como un agente diplomático representa a su
país cerca de un soberano extranjero. Y hay que observar desde luego que esta
idea de la representación sólo puede aplicarse, en esta época, a los Estados
generales; ya no tendría razón de ser por lo que se refiere al rey. El rey, según la
pretensión de la monarquía absoluta, es el Estado mismo. No es un representante
del Estado, sino el órgano directo del Estado.
353. El sistema representativo que acaba de exponerse es también el que
presidió la convocatoria y la formación de los Estados generales de 1789. Pero,
apenas reunidos, éstos se transforman en Asamblea nacional, y esta asamblea, a
su vez, transforma completamente y en todos los aspectos la institución de la
representación en derecho público. En la Constitución de 1791 nada queda ya de
las tradiciones y de los principios representativos del antiguo régimen. Entre estos
principios y los del
950

nuevo sistema de representación, se observan tres diferencias principales y


radicales.
A. En primer lugar, el diputado ya no es el representante del grupo especial
que lo ha elegido, pues se convierte en el representante de la nación entera.
La Revolución se hizo para el Tercer Estado, y en su favor. Desde el
principio, los miembros del Tercer Estado, que eran 578 de los 1039 diputados,
invitan al clero y a la nobleza a proceder en común a la comprobación de los
poderes (6 de mayo de 1789); después, a pesar de la resistencia de la nobleza y
de los titubeos del clero, la asamblea formada por el Tercer Estado procede a
dicha comprobación, tanto para los miembros ausentes como para los presentes;
por último, a proposición de Sieyés, se constituye en "Asamblea nacional" (17 de
junio). El 23 de junio. Luis XVI ordenaba a esta asamblea que se disolviera y
respetara la distinción de los órdenes o estados prosiguiendo las deliberaciones
en las cámaras afectadas separadamente a cada uno de ellos. Pero el Tercer
Estado se negó a abandonar la sala de sesiones, y el 27 de junio, al capitular, el
rey autorizaba a los miembros de los órdenes privilegiados a unirse al Tercer
Estado para deliberar en común.
354. Era el comienzo de la destrucción de los órdenes o estados y el triunfo
de los conceptos políticos del Tercer Estado, o sea de la burguesía.
Esta, en efecto, para afirmar su supremacía, tenía que combatir a los
antiguos órdenes privilegiados. Desde entonces, los hombres que tomaban la
dirección de la Revolución se vieron llevados a exponer el concepto de que el
Estado no está formado por clases, grupos ni corporaciones con intereses
especiales, sino únicamente por individuos iguales entre sí y entre los cuales no
puede establecerse distinción política. Asi pues, la Revolución va a reconocer,
como único elemento constitutivo de la nación, al hombre, la "mónada humana",
como dijo Boutiny (Eludes de droit constitutionnel, 2* ed., pp. 242 ss., 261; cf.
Duguit, L'État, vol. u, pp. 91 ss.).
Este concepto estaba de acuerdo con las ideas de Rousseau, que había
dicho en su Contrato social (lib. i, cap. vn): "El soberano está formado únicamente
por los particulares que lo componen". Sieyés, en su libro Qu'est-ce que le Tiers-
Etat?, formula claramente los nuevos principios, definiendo a la nación como "un
cuerpo de asociados, que viven bajo una ley común y están representados por la
misma legislatura" (cap. I); y por consiguiente, la voluntad nacional, para él, no es
sino "el resultado de las voluntades individuales, del mismo modo que la nación es
el conjunto de los individuos" (cap. vi). Así pues, entre el Estado y el individuo no
habrá en adelante intermediario, o sea órdenes ni corpora
951

ciones. Como se ha dicho, es la teoría individualista atomística del Estado


(Saripolos, op. cit., vol. i, pp. 151 ss.).
Esta teoría entraña lógicamente un concepto individualista de la
representación.
Una vez suprimidos los grupos, el único elemento responsable en el Estado
será el individuo, en cuanto es parte componente de la nación, o sea el ciudadano.
¿Qué se debe entender por ciudadano? Sieyés (ibid., cap. VI) contesta: "El
derecho de hacerse representar sólo corresponde a los ciudadanos en razón de
las cualidades que les son comunes, y no de las que los diferencian. Las ventajas
por las cuales difieren los ciudadanos están más allá de su carácter de
ciudadanos. Los intereses por los cuales se asemejan son, pues, los únicos por
los que pueden reclamar derechos políticos, o sea una parte activa en la
formación de la ley social, los únicos, por consiguiente, que confieren al ciudadano
la cualidad de representable." En otros términos, el ciudadano es el hombre
desprovisto de clase o grupo, y hasta de todo interés personal; es el individuo
como miembro de la comunidad, despojado de todo lo que pudiera imprimir a su
personalidad un carácter particular. Sobre este concepto del ciudadano se
edificará el nuevo régimen representativo. Este concepto implica, en primer lugar,
que en adelante el individuo concurrirá a la elección del representante no ya como
miembro de un grupo especial, ni tampoco por tener un interés particular en
hacerse representar, sno como ciudadano igual a todos los demás ciudadanos y
como teniendo una cualidad semejante a las de todos los demás ciudadanos. Pero
este concepto implicaba también que todo ciudadano tiene derecho a la
representación y, por consiguiente, debe ser admitido al electorado. Así lo
afirmaba Mirabeau, en un discurso pronunciado en enero de 1789 en los Estados
de Provenza: "El primer principio, en esta materia, es que la representación sea
individual; y lo será si no existe en la nación ningún individuo que no sea elector o
elegido, ya que todos habrán de ser representantes o representados. . . Todos los
que no sean representantes, debieron ser electores, por lo mismo que se hallan
representados" (este discurso figura al principio del vol. i de las Oeuvres de
Mirabeau). La misma doctrina fue sostenida ante la Asamblea nacional, en las
sesione? de 4 de septiembre y 17 de noviembre de 1789, por Pétion de Villeneuve
"Todos los individuos que componen la asociación tienen el derecho inalienable y
sagrado de concurrir a la confección de la ley"; de donde saca esta conclusión: "La
representación es un derecho individual; éste es un principio indiscutible"
(Archives parlementaires, 1 serie, vol. VIII, p. 582, vol. X, p. 77). Este principio
había de ser consagrado por la Declaración de derechos del hombre y el
ciudadano, art. 6: "La ley es la expresión de la voluntad general. Todos los
ciudadanos tienen derecho a concurrir a su formación personalmente o por medio
de sus representan
952

tes". Resulta de este texto que el derecho a la representación reside en todos y


cada uno de los ciudadanos (ver n9 418, infra).
355. No obstante, este primer concepto, con las consecuencias que de él
acaban de deducirse, no fue, en definitiva, completamente admitido por la
Asamblea nacional de 1789. Indudablemente, la obra de la Constituyente en
materia de representación siguió fundándose en la idea de que la nación sólo está
formada por individuos iguales los unos a los otros. Pero a este concepto
individualista, que se acogió al principio sin reserva, vino a mezclarse una
segunda corriente de ideas que acabó imponiéndose en la Constitución de 1791.
Junto, o mejor por encima de la teoría inicial que hace del ciudadano la célula
componente de la nación, la Constituyente deriva la idea de la unidad orgánica de
la nación, que había de hallar su expresión clara y fuerte en el art. I9 del tít. III de
la Constitución de 1791, y que implicaba también esencialmente la idea de unidad
de voluntad y de representación nacionales. Este concepto unitario se hallaba ya,
hasta cierto punto, contenido en la definición igualitaria que del ciudadano había
dado anteriormente Sieyés. Según esta definición, como se ha visto, la nación es
la reunión de los nacionales, considerada, no ya en las diferencias que los
separan, sino en el rasgo común y nacional que los une a todos, es decir, en su
cualidad idéntica de ciudadanos. Sieyés deducía de esto que el ciudadano sólo
tiene derecho a la representación en cuanto es miembro de un todo homogéneo y
unificado; lo que era tanto como decir, en el fondo, que sólo la nación tomada en
su conjunto tiene derecho a ser representada. Añádase a esto el principio de la
indivisibilidad de la soberanía nacional, proclamado por el art. I9 del tít. III de la
Constitución de 1791, y de ello resultará que el derecho a la representación reside,
no ya individual y separadamente en cada uno de los ciudadanos que componen
la nación, sino indivisiblemente en su colectividad total. Así pues, el principio de la
unidad nacional viene a corregir lo que había de excesivo en el concepto
individualista de la nación. Sin duda, en el pensamiento de los hombres de la
Constituyente no deja de ser verdad que la nación sólo está constituida por
individuos y, por consiguiente, no puede ser representada sin que sus miembros
mismos lo sean. Pero, nótese bien, los ciudadanos sólo son representados
indirectamente y por un efecto reflejo, a consecuencia y por mediación de la
nación. El hecho de que la nación tomada en su totalidad tenga una
representación, implica la representación de los ciudadanos, en cuanto éstos
forman parte del cuerpo nacional. Así se explica que aun los ciudadanos no
electores puedan considerarse representados en el Parlamento (ver supra, núms.
82-83 y n9 418, infra; cf. Duguit, UÉtat, vol. II p. 93). Pero, por lo demás, los
ciudadanos considerados individualmente no tie
953

nen un derecho personal a la representación, distinto del de la nación considerado


en su unidad indivisible.2
Tales son los principios que vienen a resumirse en la célebre fórmula de la
Constitución de 1791 (tít. ni, cap. i, sección 3, art. 7): "Los representantes
nombrados en los departamentos no serán representantes de un departamento
particular, sino de la nación entera". Análoga fórmula había sido ya consagrada
por la ley respecto a la constitución de las asambleas primarias, de 22 de
dciembre de 1789. En la base de esta regla se encuentra en definitiva una
combinación de las dos ideas expuestas anteriormente: por una parte, la nación
sólo está constituida por ciudadanos (en el sentido romano de esta palabra); pero,
por otra parte, es una unidad indivisible. La Constituyente, aceptando estas dos
ideas, dedujo de cada una de ellas las respectivas consecuencias.
356. Así, en primer lugar, no admitió que todo ciudadano tuviera
individualmente derecho al electorado, a pesar de que su concepto individualista
de la nación a primera vista hubiera parecido entrañar el sistema del sufragio igual
para todos. Desde el punto de vista político, la actitud adoptada por la
Constituyente en este asunto de! electorado se
384

2
Quizás sea aquí donde mejor puede apreciarse el concepto exacto de la Constituyente en
relación con la soberanía nacional. Al declarar soberana a la nación, la Constituyente entendía que
todos los ciudadanos, en cierto sentido, se encuentran asociados en la soberanía, puesto que la
nación, según la idea que privaba en dicha época, sólo es una formación de individuos. Así pues,
las decisiones soberanas tomadas por los representantes nacionales, en especial por el cuerpo
legislativo, han de considerarse como obra de todos los ciudadanos, pues como representante
nacional, el cuerpo legislativo representa implícitamente a todos los ciudadanos que componen la
nación. En este sentido es cierto decir, con el art. 6 de la Declaración de 1789, que "la ley es la
expresión de la voluntad general". Pero si bien el principio de la soberanía nacional significa que
todos los ciudadanos están igual e indistintamente representados por los representantes
nacionales en el acto que consiste en emitir una decisión soberana, dicho principio no lo entendió
la Constituyente en el sentido de que todos los ciudadanos tuvieran derecho a participar
efectivamente en la formación de las decisiones soberanas o en el nombramiento de los
representantes que han de tomarlas. El cuerpo legislativo es el representante de todos, pero no el
elegido de todos. En efecto, bajo este último aspecto, y abandonando el punto de vista
individualista, la Constituyente se apegó a la idea de que la nación es una colectividad unificada de
nacionales, y a ese ser colectivo, erigido en unidad indivisible, es a quien reconoció el derecho
exclusivo de determinar, por su Constitución orgánica, aquellos de sus miembros individuales que,
instituidos representantes de la nación se convertirán por tal hecho en representantes de todos los
ciudadanos. En suma, pues, en el sistema adoptado por la Constituyente, la participación pareja de
todos los ciudadanos en la soberanía nacional es puramente ideal, pues, como lo indica Duguit
(L'État, vol. n, pp. 91 ss.; Traite, vol. I, pp. 315 ss.) —que aclaró perfectamente el pensamiento de
la Constituyente sobre estos diversos puntos—, el ciudadano, como tal, no tiene más derecho que
el de llamarse "parte componente de la nación", y por lo demás, o sea desde el punto de vista de
las realidades prácticas, el derecho de concurrir al ejercicio de la soberanía nacional sólo
corresponde a aquellos ciudadanos a los que la Constitución de la nación les confirió
especialmente el poder de querer por cuenta de todos.
954

explica por la observación de que el Tercer Estado, que tenía influencia


preponderante en el seno de la asamblea, era un Tercer Estado burgués, pero no
popular o democrático. Esta burguesía, al trabajar para sí misma, en agosto de
1791, edificó un régimen electoral cuyos dos caracteres esenciales eran la división
de los ciudadanos en activos y pasivos, y la elección en dos grados; todo ello
según un sistema de censo (Aulard, Histoire politique de la Révolution, pp. 60 ss.,
158 ss.). Desde el punto de vista jurídico, la exclusión formulada contra parte de
los ciudadanos se justifica por la idea de que el derecho a la representación, así
como al electorado, corresponde no a los ciudadanos ut singuli, sino a su totalidad
indivisible, a la nación; de modo que únicamente la nación es la que puede elegir,
así como sólo ella es una persona representable. Esta tesis jurídica fue expuesta
del modo más claro y sostenida por Sieyés, que decía en la sesión del 7 de
septiembre de 1789: "El diputado de una bailía es elegido inmediatamente por su
bailía, pero mediatamente por la totalidad de las bailías"; y también: "Un diputado
es nombrado por una bailía en nombre de la totalidad de las bailías; un diputado
es diputado de la nación entera: todos los ciudadanos son sus comitentes"
(Archives parlementaires. P serie, vol. VIH, pp. 593-594). La misma doctrina
reaparece en diversas ocasiones en los discursos pronunciados por los miembros
más influyentes de la asamblea. Así es como, en la sesión del 6 de mayo de 1790,
Barnave aseguraba que "la nación no hace más que comunicar a ciertas
seccciones el poder de elegir que ella tiene: da a dichas secciones el derecho a
nombrar diputados para todo el reino" (Archives parlementaires., P serie, vol. xv, p.
409). Igualmente, en la sesión del 11 de agosto de 1791, Thouret declara:
"Cuando un pueblo es obligado a elegir por secciones, cada una de las secciones,
incluso cuando se elige inmediatamente, no elige por sí misma, sino por la nación
entera" (ibid.. vol. XXIX, p. 356). Resulta de ello que los electores no votan como
ciudadanos que ejercen un derecho individual en su propio nombre, sino como
funcionarios llamados por la nación a elegir en nombre de ella y por su cuenta. De
donde se deduce, por lo tanto, que corresponde también a la nación determinar
libremente por sus leyes las condiciones a las cuales se subordinará la adquisición
del título de elector; y esto es también lo que afirman Thouret y Barnave: "La
condición de elector se funda en una comisión política, de la cual la potestad
pública tiene derecho a regular la delegación". "La condición de elector sólo es
una función pública, a la que nadie tiene derecho, y que concede la sociedad
según se lo prescribe su interés. La función de elector no es un derecho, sino que
cada uno la ejerce por todos" (loe. cit.). En resumen, puede decirse, desde este
primer punto de vista, que la representación organizada en 1791,
955

si bien individualista en su punto de partida, era colectiva y corporativa en su punto


de llegada. La nación representable se concebía como formada únicamente por
individuos; pero lo representable en la nación no eran los individuos como tales,
sino la universalidad de los mismos (cf. Saripolos, op. cit., vol. i, pp. 174 ss.; ver
también núms. 415 ss., infra). Pero, por otro lado, la Constituyente, también
lógicamente, aplicó las consecuencias de su concepto individualista de la nación.
Esto ocurrió en lo que se refiere a la formación y el seccionamiento de las
asambleas generales. Admitido que las funciones electorales son partes de un
todo que es la nación, y puesto que la nación se consideraba como una pura
colectividad de individuos, pareció inferirse de aquí que cada sección, para
presentar los mismos caracteres que la nación, había de constituirse por
ciudadanos iguales unos a otros, de manera que todas las secciones fuesen, por
su composición y su naturaleza, semejantes entre sí (Esmein, Éléments, 7 ed., vol.
I, p. 312). Por ello la Constitución tomó como base del seccionamiento la división
administrativa del territorio federal.
La Constitución de 1791 (tít. III, cap. I sección 3, art. 1) decide, pues, que
los diputados se nombran por colegios departamentales, que comprenden a todos
los electores del departamento. Ahora bien, el departamento, tal como fue creado
por las leyes de 22 de diciembre de 1789-8 de enero de 1790 y 10-20 de agosto
de 1790, no era sino una simple circunscripción administrativa, una subdivisión
geográfica del suelo nacional: no correspondía a ninguna agrupación social o
política de personas, a ningún conjunto o categoría especial de intereses
regionales o locales; tan cierto es esto que en su origen, el departamento ni
siquiera fue una persona jurídica. En estas condiciones, las secciones electorales
no podían considerarse ya como colectividades que ejercían un derecho propio de
representación, comparable al que le correspondiera a la bailía bajo el antiguo
régimen; no eran sino subdivisiones del cuerpo electoral, que recibían su poder
electoral de la nación y lo ejercían por cuenta de ella entera. Por otra parte, del
hecho de que cada sección electoral sólo se consideraba como una fracción del
cuerpo entero de la población, resultaba la consecuencia de que el reparto del
número total de representantes a elegir sólo podía hacerse entre los diversos
departamentos a prorrata de la población respectiva de cada departamento. Tal
es, en efecto, la regla que aplicaron el art. 21 de la Constitución de 1793 y el art.
49 de la Constitución del año III. Estos textos declaran que "la población es la
única base de la representación", y que "cada departamento concurre, sólo en
razón de su población, al nombramiento de los miembros del Consejo de los
Antiguos y del Consejo de los Quinientos". En cuanto a la Constitución de 1791,
en este punto se apartó en parte de sus principios, pues en
956

su tít. III, cap. I, sección 1, decidía que el reparto de los 745 diputados que habían
de elegirse se efectuaría entre los departamentos "según las tres proporciones del
territorio, la población y la contribución directa" (art. 2). Lo que significaba que se
le atribuían ante todo tres diputados al territorio de cada departamento, y que
además, cada uno de los departamentos recibiría un número de diputados
proporcional a la cifra de su población "activa" (art. 4), por una parte, y por otra, a
la importancia del impuesto directo que pagaran sus habitantes.3
357. B. La segunda modificación capital que la Asamblea nacional de 1789
introdujo en el antiguo régimen representativo se refiere a la extensión de los
poderes del diputado, en las relaciones de éste con sus electores.
En la antigua Francia, el diputado a los Estados generales, delegado de su
grupo, quedaba sometido a las instrucciones que había recibido de dicho grupo,
respecto del cual se comportaba como lo hace un mandatario con relación a su
mandante. En el sistema representativo que fundó la Constituyente, la idea de la
representación se opone a la idea del mandato, lo excluye y es incompatible con
ella. El diputado es el elegido de un colegio de ciudadanos, y no el apoderado de
ellos; durante toda la legislatura es independiente de ellos.
Esta es una regla que ya se desprende del principio de que el dipu-
385

3
Saripolos (op. tit., vol. i, pp. 172-173, 183 ss.) cree poder decir que, basando la representación en
la cifra de la población, las Constituciones revolucionarias introdujeron en el derecho electoral
francés un elemento de representación proporcional. Desde luego, la adopción de esta especie de
base se relaciona con el concepto individualista de la nación, y bajo este aspecto, la consideración
concedida por la Constitución de 1791, y sobre todo por las Constituciones de 1793 y del año ni, a
la importancia respectiva de la población activa o total de los departamentos, respondía en cierto
modo a las ideas en las cuales se fundan hoy las aspiraciones a la representación proporcional.
Entre el proporcionalismo admitido por la Revolución y el régimen de representación proporcional,
existe sin embargo una primordial diferencia, la cual impide, en definitiva, toda clase de
aproximaciones entre ambos sistemas. El objeto esencial del régimen de representación
proporcional es asegurar a cada elector un representante efectivo, o sea un diputado que dicho
elector haya contribuido personalmente a nombrar. Aquí el proporcionalismo se lleva hasta la
representación individual. Por el contrario, las Constituciones anteriormente citadas, sin dejar de
tener en cuenta el número, ya de la población real, ya de los ciudadanos activos, establecían como
uno de los fundamentos mismos del gobierno representativo el principio de la elección mayoritaria,
deduciendo este principio de la idea principal de que el ciudadano es llamado a elegir, no ya en su
propio nombre, sino en nombre de la nación. En estas Constituciones, el proporcionalismo sólo se
aplicaba a la determinación del número de diputados a elegir en cada departamento, pero no se
hacía extensivo al régimen de las elecciones mismas; y menos aún modificaba el principio de la
representación exclusiva de la nación. En contra de los conceptos en que se basa la
representación proporcional, el colegio electoral, en esa época, y cualquiera que fuese el número
de los diputados que tuviera que nombrar, quedaba como unidad ndivisible, lo mismo que la nación
por cuenta de la cual funcionaba.
957

tado representa a la nación. Pues si el elegido no representa especialmente a un


grupo electoral, con menos razón puede considerarse como su procurador o su
portavoz, y por tanto tampoco puede quedar sometido a las instrucciones y a las
órdenes de sus electores; se sustrae a todo mandato imperativo. Tal es el
concepto que formula la Constitución de 1791 (tít. III, cap. I, sección 3, art. 7). Este
texto, después de haber formulado el principio de que los diputados de cada
departamento representan a toda la nación, añade inmediatamente: "No podrá
dárseles ningún mandato".
Es importante precisar cómo y sobre qué bases estableció la Constituyente
esta prohibición.
358. La cuestión de los mandatos imperativos quedó planteada desde el
mes de junio de 1789, durante el curso de la famosa discusión que entonces se
suscitó acerca de si la Asamblea votaría por cabeza o por orden o estado. Algunos
diputados de la nobleza y del clero se atrincheraron tras de sus mandatos
imperativos, alegando haberse comprometido con sus comitentes a votar por
orden (ver, por ejemplo, la declaración del conde de Lally-Tollendal en la sesión
del 26 de junio de 1789, Archives parlementaires, P serie, vol. VIII, p. 158, cf. p.
56).4 En aquel momento, las tradiciones del antiguo régimen podían permitir que
se sostuviera que cada diputado queda encadenado por las promesas que hiciera
en su bailía. Y por otra parte, muchos diputados se consideraban aún como
representantes de su bailía; la idea de que el diputado representa a la nación no
había prevalecido aún por completo.5 Así se ve que
386

4
En este punto, sin embargo, el rey se había pronunciado en contra de los mandatos imperativos
en su declaración de 23 de junio de 1789, cuyo art. 4 decía así: "El rey casa y anula por
anticonstitucionales, contrarias a las cartas de convocatoria y opuestas a los intereses del Estado,
las restricciones de poderes que, al coartar la libertad de los diputados a los Estados generales, les
impediría adoptar las formas de deliberación tomadas separadamente por orden, o en común
mediante la votación distinta de los tres órdenes". La anulación decretada por ese artículo se
fundaba en la idea de que únicamente al rey le corresponde regular la constitución y el modo de
deliberación de los Estados. El art. 6 de la misma declaración añadía, de un modo general: "Su
Majestad declara que en las sucesivas sesiones de Estados generales no permitirá que los pliegos
t> los mandatos puedan considerarse nunca como imperativos. No deben ser más que simples
instrucciones, confiadas a la conciencia y a la libre opinión de los iputados que se hayan elegido"
(Archives parlementaires, 1 serie, vol. VIII, p. 143). Ya en el antiguo régimen, la realeza se había
pronunciado en contra de la limitación demasiado estricta que los pliegos significaban para los
poderes de los diputados a los Estados generales.
Ver a este respecto la ordenanza real de 24 de enero de 1789 (art. 45): "Los poderes que ostenten
los diputados habrán de ser generales y suficientes para proponer, advertir, aconsejar y consentir,
como se dice en las cartas de convocatoria".
5
Así es como, en la sesión de 7 de julio de 1789, Talleyrand-Périgord se refiere al diputado como
representante especial de su bailía: "El diputado —dice— tendrá todos aquellos poderes que
tendría su bailía misma, sin lo cual ya no sería su representante". Decía también Talleyrand que la
bailía es una parte del Estado "que tiene esencialmente el derecho de con
958

los miembros de la Asamblea invocan con frecuencia los deseos que les fueron
expresados o las limitaciones de poderes que les impusieron sus lectores
(Dandurand, op. cit., pp. 57 ss.). Y sin embargo, para que la Asamblea pudiera
cumplir la misión de regeneración política de Francia que se había asignado, era
preciso que no se encontrara trabada por ninguna restricción; era necesario que
cada uno de sus miembros tuviera un poder de libre iniciativa y que pudiese hacer
caso omiso, llegado el momento, de las instrucciones recibidas de los comitentes.
Desde el principio, la Asamblea sintió la necesidad de ponerse por encima de
todos los mandatos imperativos. La cuestión de la validez de estos mandatos fue
examinada especialmente en las sesiones de 7 y 8 de julio de 1789, dando lugar
en esa fecha a un importante debate en el cual tomaron parte Talleyrand-
Périgord, Lally-Tollendal, Barére, Sieyés y otros más.
359. En los discursos que pronunciaron estos oradores existe una
preocupación que aparece en diversas ocasiones y que al parecer domina toda su
argumentación: que las voluntades y decisiones de la Asamblea no puedan verse
obstaculizadas por las protestas o la abstención sistemática de los diputados que
se creyesen obligados por sus mandatos electorales en un sentido contrario a la
mayoría. Este temor se expresa ya en el discurso de Talleyrand-Périgord, que
declara "reprensible y nula" la cláusula imperativa según la cual una bailía ordenó
a su diputado que se retirara en el caso en que tal o cual opinión llegase a
prevalecer en la
387

currir a la voluntad general". Presentaba así el derecho de diputación como un derecho propio de la
bailia. Igualmente, para combatir los mandatos imperativos, el obispo de Autun se limitaba a alegar
la consideración de que, en el momento de la elección, "la bailia misma no puede conocer con
certeza cuál será su opinión después de que la cuestión haya sido libremente discutida por todas
las demás bailías, no pudiendo, por lo tanto, fijar anticipadamente dicha opinión". De aquí esta
definición: "¿Qué es el diputado de una bailía? Es el hombre al que la bailía encarga de querer en
su nombre, pero -de querer como querría ella misma si pudiera transportarse a la reunión general,
o sea después de haber deliberado debidamente y comparado entre sí los motivos de las diversas
bailías. ¿Qué es el mandato de un diputado? Es el acto que le transmite los poderes de la bailía,
que lo constituye en representante de su bailía." Según esta teoría, la Asamblea nacional hubiera
debido considerarse, pues, como una reunión de todas las bailías, y la prohibición de los mandatos
imperativos se hubiera fundado simplemente en la idea de que la deliberación sólo es posible
cuando todas las bailías se encuentran reunidas en la persona de sus respectivos representantes.
Lally-Tollendal, el mismo día, invocaba análoga doctrina contra los mandatos imperativos: "La
soberanía sólo reside en el todo reunido". Es necesario que todas las, bailías estén presentes para
que pueda empezar la deliberación: ésta es la idea emitida por dichos oradores, que no se elevan
aún a los puros principios del gobierno representativo, es decir, al principio de representación
exclusiva de la nación. Pero, en la misma sesión, Barére ya llega a dicho principio: dice que las
bailías están incapacitadas para otorgar mandatos imperativos, "porque la asamblea general no ha
de ocuparse únicamente de sus intereses particulares, sino del interés general"; con esta última
consideración, la nación va a aparecer como única representable (Archives parlementaires, 1 serie,
vol. VIII, pp. 201, 204 y 205).
959

Asamblea; pues, decía, semejante mandato "implicaría que la voluntad general


queda subordinada a la voluntad particular de una bailía o de una provincia".
Barére es más claro aún: "Si se admitiera el sistema de los poderes imperativos y
limitados, evidentemente se impedirían las resoluciones de la Asamblea, al
reconocer un veto temible en cada una de las 177 bailías del reino, o mejor dicho
en las 431 divisiones de los órdenes o estados que enviaron diputados a esta
Asamblea". Así pues, un diputado, al fundarse en esas instrucciones, podría por sí
solo impedirlo todo: tal es el peligro "temible" sobre el cual insiste Barére, pues
añade. "Si alguna bailía pudiese mandar previamente en la opinión de la
Asamblea, por la misma razón podría rechazar los decretos de la misma, bajo el
pretexto de que serían contrarios a su opinión porticular" (Archives parlementaires,
1? serie, vol. vni, pp. 202 y 205).6 De estas citas se desprende que en opinión de
los oradores la prohibición de los mandatos imperativos respondía esencialmente
a la preocupación de asegurar los derechos y la potestad absoluta de la mayoría
de la Asamblea. Pero en este sentido la argumentación que acaba de recordarse
era jurídicamente falsa, y el peligro que señalaba Barére como tan temible era
puramente imaginario. La institución del mandato imperativo en modo alguno
puede ser obstáculo a la constitución o a la ejecución de las decisiones de la
mayoría. Incluso en los antiguos Estados generales, donde el diputado se
presentaba como apoderado obediente a las instrucciones de su grupo y el voto
tenía lugar por bailías, las decisiones se adoptaban en cada orden o estado, por
mayoría de votos, sin que las voluntades de la mayoría pudiesen paralizarse por la
oposición de una minoría que invocara en sentido contrario sus instrucciones
formales. Igualmente, hoy día, el hecho de que en un Estado federal los miembros
de una de las asambleas federales estén instruidos por los Estados particulares de
los que dependen respectivamente, como ocurría en el Bundesrat alemán, de
ningún modo tiene por efecto impedir la aplicación de la ley de mayorías en el
seno de la Asamblea compuesta por semejantes mandatarios (Constitución del
Imperio alemán de 1871, art. 7; cf. Constitución de 1919, art. 66). El razonamiento
expuesto por Barére y aceptado sin reservas por la Constituyente7 no tenía, pues,
fundamento alguno.
388

6
Montesquieu (Esprit des lois, lib. xi, cap. vi) ya había señalado este peligro en los mismos
términos: "No es necesario que los representantes reciban una instrucción particular sobre cada
asunto, como se practica en las dietas de Alemania. Verdad es que, de este modo, la palabra de
los diputados sería en mayor grado la palabra de la nación, pero ello llevaría a dilaciones
ilimitadas, haría de cada diputado el amo de todos los demás y, en las ocasiones más urgentes,
toda la fuerza de la nación podría quedar detenida por un capricho."
7
-Todavía hoy reproducen este razonamiento algunos autores. Duguit por ejemplo (Traite. vol. I, p.
339) dice: "Si el diputado fuera mandatario de su circunscripción y estuviese obligado por las
instrucciones de ésta, impondría su voluntad a la colectividad entera".
960

nes que se invocaron en la discusión de los días 7 y 8 de julio de 1789 por los
adversarios de los mandatos imperativos, la cuestión relativa a estos mandatos
quedó planteada en términos muy diferentes de aquellos en que debía
comprenderse más tarde. Hoy día, cuando la ley de 30 de noviembre de 1875 (art.
13) dice que el mandato imperativo es nulo y sin efecto, hay que entender por ello
que el diputado de ningún modo se halla obligado con respecto a sus electores por
los compromisos que haya podido tomar respecto de ellos en el momento de su
elección; en otros términos, la nulidad del mandato imperativo se establece, ante
todo, en las relaciones del diputado con su colegio electoral. En cuanto a la
Asamblea misma, es evidente que ningún mandato imperativo puede afectar su
libertad de acción ni oponerse a las decisiones soberanas adoptadas por su
mayoría. En junio de 1789, por el contrario, resulta notable que los oradores que
combatían los mandatos imperativos se limitaron a establecer que tales mandatos
eran nulos con relación a la Asamblea. En efecto, como fundaban su tesis sobre la
sola idea de que la bailía, al no ser sino una parte del todo, no puede hacer
prevalecer su voluntad particular en contra de la voluntad general, demostraron así
que la Asamblea no podía quedar encadenada por las cláusulas limitativas
impuestas a algunos de sus miembros; pero, por lo demás, es decir, en cuanto a
los diputados considerados individualmente, la argumentación sostenida ante la
Constituyente no probaba que los mandatos que había recibido de sus comitentes
quedasen desprovistos de valor. Hubo, por lo tanto, un momento de titubeo en la
Constituyente. La nulidad del mandato se reconoció con respecto a la Asamblea
misma; pero quedaba aún dudosa por lo que respecta a las relaciones de los
mandatarios con sus electores. Así pues, Talleyrand-Périgord solicitaba de la
Asamblea que autorizara a aquellos de sus miembros que fuesen portadores de
instrucciones limitativas a volver a sus bailías para que sus comitentes los
desligaran del compromiso. Esta moción fue apoyada por Lally-Tollendal y por
otros diputados. Si hubiera sido adoptada, habría tenido como consecuencia
suspender indefinidamente los trabajos de la Asamblea. El temor a esta
suspensión decidió a la Asamblea, a instancias de Sieyés y de Barére,9 a
rechazar la proposición del arzobispo de Autun, por 700 votos contra 28.
389

9
Las explicaciones de Sieyés, en esta circunstancia, son bastante confusas. Por una parte declara
que la actividad de la Asamblea no puede ser detenida por las protestas o por la abstención de una
minoría que se apoye en sus mandatos imperativos; por otra parte, sin embargo, propone a la
Asamblea invitar a las bailías a que devuelvan a los diputados su entera libertad.
961

360. En suma, esta primera discusión dejaba indecisa la cuestión de saber


si puede el diputado considerarse como mandatario en sus relaciones con los
electores. Pero bien pronto sería tratada de nuevo esta cuestión: fue objeto de un
debate capital en septiembre de 1789, durante la elaboración de la Constitución; y
esta vez se planteó en su verdadero terreno. El problema formulado ante la
Asamblea no fue únicamente el de los derechos de la mayoría, pues a este
respecto no cabía ya ninguna duda. Pero la discusión se suscitó directamente
respecto al punto siguiente: ¿Cuál debe ser, en el futuro régimen constitucional, la
naturaleza de los lazos que se establecen entre los colegios electorales y sus
elegidos? ¿En qué medida corresponde a los ciudadanos electores influir en las
voluntades que expresaran los representantes en el seno de la Asamblea? En el
fondo la cuestión que así se planteaba era nada menos que la de la naturaleza del
gobierno representativo. Dos opiniones claramente opuestas se presentaron a
este propósito. En la sesión del 5 de septiembre de 1789, Pétion de Villeneuve
expuso y defendió con gran energía la doctrina del mandato imperativo:
"Los miembros del cuerpo legislativo —dice— son mandatarios; los
ciudadanos que los han elegido son comitentes; luego esos representantes
quedan sujetos a la .voluntad de aquellos de quienes reciben su misión y sus
poderes. No vemos ninguna diferencia entre estos mandatarios y los mandatarios
ordinarios: unos y otros obran con el mismo título, tienen las mismas obligaciones
y los mismos deberes." Este concepto, que fundaba el régimen representativo en
una pura relación de mandato, provenía del hecho de que Pétion, en principio,
hacía consistir la soberanía nacional en una soberanía individual de todos y cada
uno de los nacionales: "Todos los individuos que componen la asociación tienen el
derecho inalienable de concurrir a la formación de la ley, y si cada uno pudiese
hacer que se oyera su voluntad particular, la reunión de todas estas voluntades
formaría verdaderamente la voluntad general: sería el último grado de perfección
política. Nadie puede ser privado de este derecho, bajo ningún pretexto." En el
mismo sentido añadía: "¿Por qué los pueblos se eligen representantes? Es que la
dificultad de actuar por sí mismos es casi siempre infranqueable; pues si estos
grandes cuerpos pudieran constituirse de tal modo que se movieran fácilmente, los
delegados serían inútiles, y digo más, serían peligrosos." Partiendo de estos
principios, Pétion, en definitiva, proponía el gobierno directo popular, al me
390

que se han excedido en los suyos" (Archives parlementaires, loe. cit.) Según Barére. pues, los
diputados, de pleno derecho y sin que quepa consultar a los electores, quedan liberados de las
condiciones restrictivas que aquéllos pretendieron imponerles.
962

nos bajo la forma del mandato imperativo (Archives parlementaires, Ia serie, vol.
VIII, pp. 581 ss.).
Pero Sieyés vino a combatir esta tesis en su discurso del 7 de septiembre
de 1789 (ibid., pp. 592 ss.), en el que expone sólidamente los principios en que ha
de fundarse el nuevo sistema representativo. Los argumentos jurídicos que alegó
para fundar la nulidad de los mandatos imperativos se reducen a dos puntos
principales. Sieyés comienza recordando el principio de la unidad de la nación y
de la indivisibilidad de su soberanía: "Ya sé —dice—• que a fuerza de distinciones
y de confusión, se ha llegado a considerar al voto nacional como si pudiera ser
distinto al voto de los representantes de la nación; como si la nación pudiese
hablar en otra forma que por sus representantes. Aquí, los falsos principios son
extremadamente peligrosos. Tratan nada menos que de parcelar, de rasgar a
Francia en una infinidad de pequeñas democracias, que sólo posteriormente se
unirían por los lazos de una confederación general. . . Francia no es una colección
de Estados; es un todo único, compuesto de partes integrantes; estas partes no
deben tener separadamente una existencia completa, porque no son todos
simplemente unidos, sino partes que forman un solo todo." Esta argumentación se
funda en una de las ideas capitales que dominaron la Revolución francesa: la idea
unitaria y antifederalista. La nación, según el concepto que impera desde 1789, no
es un compuesto de bailías, posteriormente de departamentos, que formasen
tantos grupos locales o unidades parciales cada una de las cuales tuviese un
derecho propio de participación en la soberanía y estuviese solamente englobada
en una federación nacional. El lazo nacional no es un lazo de orden federativo. Al
contrario, la nación es un cuerpo unificado que no admite desmembraciones, y en
este cuerpo total e indivisible reside exclusivamente la soberanía. Por lo tanto, la
voluntad general, que constituye la expresión de la soberanía, no puede tenerse
por una suma de voluntades particulares, que emanara de cada una de las bailías,
sino que esta voluntad general misma participa de la unidad y la indivisibilidad de
la nación. Resulta de aquí que el derecho de diputación de la bailía se reduce al
envío de los diputados a la Asamblea; solamente en esto concurre la bailía a la
formación de la voluntad general, y no puede concurrir a ella por instrucciones
imperativas. Pues la voluntad general, que ha de deducirse del seno de la
Asamblea, no depende de las voluntades particulares de las bailías, sino que es
superior a ellas y se les impone; y esta voluntad general se manifiesta en la
votación del conjunto de los diputados. Los diputados enviados por las diversas
bailías tienen por única misión indagar y expresar la voluntad general. Si una bailía
prescribiese a un diputado que emitiera una voluntad especial sobre determinado
963

punto, usurparía así una potestad que sólo pertenece a la nación en su totalidad.
Tal es también el concepto que proclama Sieyés: "El diputadolo es de la nación
entera: todos los ciudadanos son sus comitentes. Ahora bien, puesto que en una
asamblea de bailías no quisierais que el que acaba de ser elegido se encargara
del voto del menor número en contra del voto de la mayoría, con mayor razón
tampoco querréis que un diputado de todos los ciudadanos del reino se haga eco
del voto de los habitantes de una sola bailía o de una municipalidad contra la
voluntad de la nación entera. Así pues, para un diputado no hay, no puede haber,
otro mandato imperativo, o incluso otro voto positivo, que el voto nacional." En
estas últimas palabras reaparece la idea que Rousseau había expresado con tanta
fuerza: "Cuando en la asamblea del pueblo se propone una ley, lo que se pregunta
(a los miembros de la asamblea) no es precisamente si aprueban o rechazan la
proposición, sino si esa proposición está o no conforme con la voluntad general"
(Contrat social, lib. IV, cap. II).
361. Pero el principal argumento alegado por Sieyés contra el mandato
imperativo se deduce de la naturaleza misma del régimen representativo. En
efecto, con ocasión de la cuestión de los mandatos imperativos fue cuando los
oradores de la Constituyente, especialmente Sieyés, expusieron su concepto
representativo; y para ello, establece Sieyés una oposición esencial entre dos
formas de gobierno que, según el lenguaje de la época, designa una de ellas con
el nombre de "democracia" y la otra con el de "gobierno representativo". He aquí
cómo define cada una de ellas: "Los ciudadanos pueden dar su confianza a
algunos de ellos. Para la utilidad común designan representantes mucho más
capaces que ellos mismos de conocer el interés general y de interpretar su propia
voluntad a este respecto. La otra manera de ejercer su derecho a la formación de
la ley es concurrir uno mismo inmediatamente para hacerla. Este concurso
inmediato es lo que caracteriza a la verdadera democracia. El concurso mediato
designa al gobierno representativo. La diferencia entre estos dos sistemas
políticos es enorme." He aquí, pues, dos regímenes claramente definidos en su
antinomia. ¿Cuál de los dos debe dársele a Francia? Contesta Sieyés: "La
elección entre estos dos métodos de hacer la ley no puede ser dudosa entre
nosotros". He aquí la razón de ello: "La gran pluralidad de nuestros conciudadanos
no tiene bastante instrucción ni bastantes momentos de ocio para querer ocuparse
directamente de las leyes que han de gobernar a Francia; su parecer es, pues, el
de nombrarse representantes. Y puesto que es el parecer del mayor número, los
hombres esclarecidos, así como los demás, deben someterse a él." Una vez
realizada esta elección, quedan por deducir las consecuen
964

cias de la misma, y aquí Sieyés expresa el alcance preciso del régimen


representativo. La esencia de este régimen es que "el pueblo o la nación sólo
puede tener una voz, la voz de la legislatura nacional". Más exactamente, "los
comitentes sólo pueden hacerse oír por medio de los diputados nacionales. . .
Repito que el pueblo, en un país que no es una democracia (y Francia no lo es),
no puede hablar, no puede actuar, sino a través de sus representantes". Así pues,
el signo característico y el objeto mismo de la representación es que el
representante decida por cuenta del pueblo y posea él solo el poder de decidir por
aquél. Barére había dicho en el mismo sentido: "Ninguno de los comitentes
particulares puede ser legislador en materia de interés público". Y daba de ello
esta razón jurídica: "La potestad legislativa sólo empieza en el momento en que
queda constituida la asamblea general de los representantes" (Archives
parlementaires, P serie, vol. vm, p. 208.10 Mediante esta fórmula, Barére quería
expresar que, en el momento de la elección, las bailías no pudieron dictar a sus
diputados las instrucciones referentes a la legislación, pues en ese momento no
había aparecido aún la potestad legislativa. Esta potestad sólo se contiene en la
asamblea ya reunida; no existe ni en las circunscripciones electorales, ni mucho
menos en los diputados individualmente. Se sigue de esto que el representante no
puede ser considerado como el apoderado de sus comitentes; menos aún puede
hallarse subordinado a su mandato imperativo. Ya lo dijo Sieyés anteriormente (p.
962): lo que los ciudadanos entregan a su diputado es su confianza, no son
instrucciones.
El mismo precisa su pensamiento añadiendo: "Luego los ciudadanos que se
nombran representantes, renuncian y deben renunciar a hacer por sí mismos
inmediatamente la ley; luego carecen de voluntad particular que imponer. Toda
influencia, todo poder les corresponde sobre la persona de sus mandatarios, pero
eso es todo. Si dictaran voluntades, el Estado ya no sería representativo, sino
democrático." En otros términos, el principal motivo por el cual los mandatos
imperativos deben ser excluidos, no solamente con respecto a la asamblea, sino
también en las relaciones de los ciudadanos con sus elegidos, es que en el
régimen representativo, tal como lo entendían Sieyés y Barére, los ciudadanos no
tienen ninguna participación en la potestad legislativa; la oposición entre
391

10
Esta célebre y tan clara fórmula de Barére se relaciona con la de la Constitución actual, que, en
términos algo diferentes, tiene en el fondo el mismo alcance. "El poder legislativo se ejerce por dos
asambleas: la Cámara de Diputados y el Senado" (Ley constitucional de 25 de febrero de 1875, art.
1°: ver n" 371 in fine, injra). Cf. en el mismo sen tido la Constitución de 1848, art. 20: "El pueblo
francés delega el poder legislativo en una asamblea única". Con las debidas reservas en cuanto a
la exactitud del concepto de delegación, cuya crítica se presentará más adelante (n9 378), este
texto, en todo caso, significa que, una vez creada la Constitución, la potestad legislaf'va reside
exclusivamente en el cuerpo de diputados.
965

este régimen y la democracia consiste esencialmente en que en ésta el ciudadano


es legislador, y en aquél sólo es elector. Tiene toda la potestad en cuanto a la
elección de las personas que habrán de representar a la nación, pero es imposible
admitir que pueda dirigir la voluntad legislativa de su diputado, pues así se volvería
a caer en una forma de gobierno que es todo lo contrario del sistema
representativo. Tal es la conclusión del discurso de Sieyés; se observará que este
discurso define al gobierno representativo, desde los principios de la nueva era del
derecho público, con una seguridad y una precisión que no han sido superadas
desde entonces.
En suma, el punto de partida de toda esta argumentación consistía en
negarle al pueblo el tiempo disponible y sobre todo las capacidades que requiere
el ejercicio del poder legislativo. Sieyés se refería así a la doctrina de
Montesquieu, que, como se vio antes (n9 343), sostiene también que el pueblo es
capaz de elegirse representantes, pero no de discutir por sí mismo los asuntos.
Sieyés no admitía, pues, el razonamiento que se limita a fundar el régimen
representativo en la imposibilidad de reunir al pueblo para hacerlo legislar
directamente por sí mismo.11 Cinco años más tarde, en la sesión de 2 termidor
del año m y durante la confección de la Constitución de ese mismo año, recogería
la tesis que sostuvo en 1789, para demostrar, de manera sorprendente, que el
gobierno representativo se justifica por otras razones que no son la imposibilidad
de hacer hablar al pueblo directamente. "Domina —dijo entonces— un error
gravemente perjudicial: que el pueblo sólo debe delegar aquellos poderes que no
puede ejercer por sí mismo. Se enlaza con este supuesto principio la salvaguardia
de la libertad. Es como si se quisiera demostrar a los ciudadanos que tienen
precisión de escribir a Burdeos, por ejemplo, que conservarán mucho mejor toda
su libertad si prefieren reservarse el derecho de llevar ellos mismos sus cartas,
puesto que pueden hacerlo, en vez de confiar este cuidado a la sección del
establecimiento público encargada de ello. ¿Pueden verse en un cálculo tan malo
los principios verdaderos?" (Moniteur, reimpresión, vol. xxv, p. 292) ,12
392

11
La posición que adoptó Sieyés en la cuestión del régimen representativo, la energía con la que
trabajó constantemente en el establecimiento de este régimen, bastan para demostrar cuan poco
exacta es la opinión de ciertos autores (ver por ejemplo Rieker, Die rechtliche Notar der modernen
Volksvertretung, pp. 11 ss.) que sólo quieren ver en él a un discípulo de Rousseau y que pretenden
que sus ideas están tomadas de las doctrinas del autor del Contrato social. Mientras que Rousseau
no acepta el gobierno representativo sino con recelo, como un mal inevitable, como una
derogación desagradable del puro principio de la soberanía popular, Sieyés, por el contrario, hace
de la representación la base misma de toda la organización política en los grandes Estados. No la
considera como un mal necesario, sino como el mejor sistema de gobierno.
12
En sus Considérations sur le gouvernement de Pologne, cap. vil, declara Rousseau que
966

Todos los argumentos expuestos anteriormente contra el mandato imperativo se


encuentran resumidos en la instrucción de la Asamblea nacional de 8 de enero de
1790 sobre "la constitución de las asambleas representativas". Se lee en ella:
"Siendo los mandatos imperativos contrarios a la naturaleza del cuerpo legislativo,
que es esencialmente deliberante; a la libertad de sufragio de que ha de gozar
cada uno de sus miembros en interés general; al carácter de sus miembros, que
no son representantes del departamento que los env ió, sino de la nación; y por
último, a la necesidad de la subordinación política de las diferentes secciones de
la nación al cuerpo entero de ella, ninguna asamblea de electores podrá insertar
en el expediente de la elección ni redactar separadamente mandato alguno
imperativo. Ni siquiera podrá encargar a los representantes que nombre ninguna
instrucción o mandato particular."13
393

”uno de los mayores inconvenientes de los grandes Estados, el que, entre todo s, es causa de que
la libertad sea más difícil de conservar, es que la potestad legislativa no puede mostrarse en ellos y
sólo puede actuar por diputación". Según Sieyés, por el contrario, no es indispensable que el
pueblo se gobierne por sí mismo para que la libertad quede salvaguardada, y Sieyés incluso da a
entender que en muchos aspectos los ciudadanos acrecientan su libertad haciéndose representar
por la "parte del establecimiento público" que a dicho efecto se encuentra organizada. En apoyo de
esta opinión se ha alegado que, en la esfera de la vida privada, igualmente, los individuos gozan
de una libertad tanto mayor cuanto que poseen en mayor medida la facultad de hacer que otros
hombres trabajen por su propia cuenta (Zweig, Die Lehre vom pouvoir constituant, p. 127). Pero
este último argumento no es convincente. No puede establecerse analogía entre la condición de
los ciudadanos que viven bajo el régimen representativo y la del individuo que hace trabajar en su
provecho. Este último sigue siendo verdaderamente dueño del trabajo que le interesa; pues, si no
realiza este trabajo por sí mismo, al menos lo hace ejecutar según su voluntad y sus instrucciones.
Por el contrario, en el régimen parlamentario tal como lo entendía Sieyés, el pueblo no es un
dueño: pues si bien queda a su arbitrio la elección de sus representantes, no depende de él dirigir
y regular la actividad de éstos hacia un fin común.
13
La cuestión de los mandatos imperativos se suscitaría de nuevo, sin embargo, en el mes de abril
de 1790. En dicha fecha expiraban los poderes de cierto número de diputados, los cuales sólo
habían sido elegidos por sus electores por un año. La oposición realista vino a alegar entonces que
la Asamblea no podía continuar reuniéndose, sino que habían de elegirse otros diputados por el
pueblo y cederles el sitio. El objeto de esta proposición era promover la interrupción de la labor de
confección de la Constitución, la cual se encontraba entonces solamente a media discusión. Para
asegurar la terminación del acto constitucional, el comité de Constitución propuso un decreto que
anulaba el efecto de los pliegos en lo que se refería a la limitación de la duración de los poderes.
Este proyecto de decreto fue combatido por el abate Maury, el cual, en servicio de su causa,
invocó la soberanía nacional, declarando que la Asamblea usurparía los derechos del pueblo si
prolongaba más allá de su mandato los poderes que había recibido del pueblo. Pero Mirabeau
replicó que, desde el juramento del Juego de Pelota, la Asamblea había modificado la naturaleza
de sus poderes y se había transformado en Convención nacional, y esto por efecto mismo del
juramento que sus miembros habían prestado de no separarse sin dar una Constitución a Francia:
"Creada por el invencible estímulo de la necesidad, nuestra Constitución nacional es superior a
toda limitación, así como a toda autoridad; no le debe cuentas sino a sí misma y sólo puede ser
juzgada por la posteridad".
967

362. Finalmente, todo este movimiento hostil al mandato imperativo del


antiguo régimen conduce, en la Constitución de 1791, a la prohibición del art. 7, tít.
III, cap. I, sección 3: "No podrá darse ningún mandato a los representantes". Con
este texto la Asamblea constituyente, en realidad, creyó consagrar la oposición
fundamental que en el derecho público moderno establece entre el régimen
representativo y la democracia directa o propiamente dicha (cf. n' 338, supra).
Derivaba, a la vez, la nueva naturaleza del derecho de diputación, que no es sino
un poder de nombramiento, y el carácter esencial del diputado, que no es ya el
portavoz de sus electores, sino que ahora se convierte en miembro de una
asamblea que ha de representar libremente a la nación, es decir, decidir
soberanamente en interés general. A decir verdad, la disposición de este art. 7 no
era sino el desarrollo y la consecuencia del principio formulado por el preámbulo
del tít. III, art. 2: "La nación, única de la que emanan todos los poderes, no puede
ejercerlos sino por delegación". Este texto excluía ya cualquier sistema de
gobierno directo: implicaba que la colectividad nacional de los ciudadanos
gobierna, no por sus propios miembros, cada uno de los cuales tendría el derecho
de concurrir a la formación de las decisiones soberanas, sino por medio de
representantes. No hay duda de que, en el régimen fundado en 1789-1791, los
ciudadanos, o por lo menos aquellos a los cuales la Constitución concedía la
cualidad de ciudadanos activos, no podían dejar de ejercer indirectamente una
acción apreciable sobre el gobierno de la nación, por la libre elección de sus
representantes, que estaban habilitados para hacer; pero, por lo demás, carecían
del poder de actuar directamente sobre sus elegidos. Hay mucha diferencia entre
esto y el sistema de la soberanía del pueblo tal como lo expuso Rousseau. Según
el Contrato social, el pueblo es soberano en el sentido de que ejerce su soberanía
por sí mismo, especialmente por cuanto cada ciudadano concurre en persona a la
confección de las leyes. En el régimen que instituyó la Constituyente, el cuerpo de
ciudadanos es efectivamente soberano, en el sentido de que se le reconoce, en su
universalidad indivisible, como titular de la soberanía, pero la Constitución sólo le
reconoce esta soberanía para negar inmediatamente a sus miembros toda
posibilidad de ejercerla por sí mismos; al menos, sólo les permite.hacer uso de ella
dentro de la medida del electorado. Así, este sistema, que sólo concedía a la
colectividad de los ciudadanos un mero título, la sola apariencia e ilusión de la
soberanía, suscitaba en la sesión de 10 de agosto de 1791 la siguiente objeción
de Robespierre: "Es imposible pretender que la nación esté obligada a delegar
todas las auto-
394

Arrastrada por esta apelación de Mirabeau, la Asamblea votó el decreto que aseguraba la
prolongación de sus poderes (sesión del 19 de abril de 1790: Archives parlementaircs, 1 serie,vol.
XIII, p. 114).
968

ridades, todas las funciones públicas; que no tenga ningún modo de retener
alguna parte de ellas. . . No puede decirse que la nación sólo puede ejercer sus
poderes por delegación; no puede decirse que exista un derecho que no tenga la
nación; se podrá reglamentar que no hará uso de ellos, pero no se puede decir
que exista un derecho del cual no pueda hacer uso la nación si así lo quiere"
(Archives parlementaires, P serie, vol. XXIX, pp. 326-327).
Con estas palabras exhibía Robespierre el punto débil, en lógica, de la
construcción edificada por la Constituyente: la nación declarada soberana, pero
bajo la interdicción de ejercer directamente su soberanía. Desde el punto de vista
político, de modo semejante, se ha hecho observar, no sin cierta ironía, que
después de basarse en las instrucciones de sus comitentes para erigirse en
Constituyente,14 la Asamblea de 1789-1791 tuvo como primer cuidado el de
sustraerse, en el presente, a los mandatos recibidos por sus miembros, así como
en la Constitución, que es obra suya, había prohibido definitivamente a los
colegios electorales señalar cualquier instrucción a sus diputados o expresar
cualquier opinión sobre las cuestiones que éstos tuvieran que discutir durante la
legislatura. En realidad, todo esto se explica por el hecho de que la Revolución, en
sus comienzos, fue concebida, orientada y realizada por la burguesía. Esta tuvo
desde luego la intención de destruir el antiguo régimen, en cuanto trataba de
emanciparse a sí misma de la condición política borrosa en que hasta 1789 había
permanecido frente al monarca y a las clases privilegiadas. Pero, por lo demás, no
trató de organizar un régimen popular, comparable con el que acababa de
fundarse, parcialmente al menos, en los Estados Unidos de América. Se contentó
con asegurar su propio predominio; y con este objeto creó un régimen electoral y
representativo que permitiría ocupar las situaciones electivas y que mantenía al
pueblo sistemáticamente apartado del gobierno. La Constitución de 1791 señala el
triunfo del Tercer Estado burgués. Fue solamente con la Constitución de 1793
cuando este régimen burgués se transformó en gobierno popular, y la
transformación, que por cierto no llegó a aplicarse, fue de escasa duración. A
partir del año m, se volvió al gobierno representativo.15
395

14
Ver por ejemplo la memoria presentada a la Asamblea, el 27 de julio de 1789, por el conde de
Clerrnont-Tonnerre, que "contenía el resumen de los pliegos en'lo que se refiere a la Constitución",
donde se dice: "Nuestros comitentes están todos de acuerdo en un punto: quieren la regeneración
del Estado" (Archives parlementaires, I" serie, vol. m, p. 283).
15
Esto se desprende ya del hecho de que la Constitución del año in vuelve a dar a los miembros
del cuerpo legislativo el nombre de "representantes", calificativo que habían perdido en la
Constitución de 1793. Bien es verdad que el art. 21 de esta última, así como su encabezamiento,
emplean la expresión "representación nacional", pero es de notarse también que los miembros del
cuerpo legislativo, en 1793, nunca fueron calificados como representantes, sino que la Constitución
sólo los designa con el nombre de diputados o con aquel otro, más
969

363. C. He aquí, finalmente, un tercer signo característico del régimen


representativo tal como fue concebido y organizado por la Constituyente. A
diferencia de los antiguos Estados generales, que carecían del poder de decisión
soberana y sólo podían solicitar del rey determinadas reformas, la asamblea de
diputados, en el derecho público nacido de la Revolución, expresa directa y
soberanamente la voluntad de la nación. A este respecto, la naturaleza de la
asamblea de representantes se vio completamente transformada el día mismo en
que los Estados generales de 1789 se transformaron en Asamblea nacional. De
simples negociadores que eran cerca de la realeza, los diputados se convirtieron
en un cuerpo soberano, que delibera y decreta por cuenta de la nación. La
asamblea de diputados, en gran medida, tomó el sitio del rey en cuanto al ejercicio
de la soberanía. Desde entonces, también el concepto de representación va a
transformarse. La palabra representación ya no designará únicamente, como
antes, cierta relación entre el diputado y sus electores, sino que expresa la idea de
un poder que para el representante consiste en querer y en decidir por la nación.
La asamblea de diputados representa a la nación en cuanto tiene el poder de
querer por ella.
Como una consecuencia lógica e inmediata, este concepto va a tener por
efecto ensanchar el concepto de representación. Antiguamente, los
representantes eran los elegidos de los diversos grupos comprendidos en la
nación; la idea de representación se enlazaba entonces con la de elección. En el
sistema representativo que instituyó la Constituyente, este lazo se rompe y la
condición de elección desaparece. La representación ya no presupone
necesariamente la elección de representantes, sino que la cualidad de
representante se hará extensiva a toda persona o colegio que tenga
396

expresivo aún, de "mandatarios del pueblo" (Declaración de derechos de 1793, arts. 29 y 31). En el
año m, los diputados vuelven a tener el nombre de representantes (Declaración de derechos del
año ni, art. 20, y Constitución del mismo año, art. 52). Esta diferencia de lenguaje revela
suficientemente la distancia que existe, a este respecto, entre ambas Constituciones. En el mismo
orden de ideas puede notarse el hecho de que, en la Constitución de 1793, ningún texto había
pronunciado formalmente la prohibición del mandato imperativo, pues el art. 29 se limitaba a
establecerlo indirectamente, diciendo que "cada diputado pertenece a la nación entera". La
Constitución del año ni, en este aspecto, vuelve a las fórmulas de 1791, y su art. 52 especifica que
"no puede darse ningún mandato a los miembros del cuerpo legislativo"; "ningún mandato": por
consiguiente, a diferencia de lo que se decía en 1793, no son, en medida alguna, mandatarios del
pueblo. Finalmente, mientras los arts. 58 ss. de la Constitución de 1793 reservaban a las
asambleas el derecho de ratificar o no los proyectos de ley adoptados por el cuerpo legislativo, el
art. 37 de la Constitución del año ni prescribe que "las asambleas electorales no pueden ocuparse
de ningún objeto ajeno a las elecciones que les han sido encargadas" (ver, sin embargo, art. 343).
Es el retorno al puro régimen representativo, en el cual el cuerpo de ciudadanos no tiene más
poder que el de elegir a los representantes (cf.Duguit. L'État, vol. n, p. 20).
970

de la Constitución la potestad de querer por la nación. En el sistema


representativo que consagró la Constitución de 1791 se puede ser representante
sin ser elegido, así como también existen elegidos que no son representantes. La
Constituyente no distinguió entre agentes del poder que son electivos, y como
tales representantes, y los agentes no electivos, que no son representantes; pero
opuso el representante a lo que llamó el "simple funcionario". Y esta distinción,
aun hoy, se presenta por los autores como dotada de una considerable
importancia para la determinación del alcance de la idea moderna de
representación. Hay que precisar su sentido.
364. El representante y el funcionario tienen en común hablar y actuar
ambos en nombre de la nación y haber recibido de ella su poder por mediación de
la Constitución. Desde el punto de vista del origen de sus poderes se encuentran,
pues, en idéntica posición. Pero difieren esencialmente por el carácter y la
extensión de sus respectivos poderes. Representante es cualquier persona o
cuerpo público que haya recibido de la Constitución alguna atribución o
competencia que implique en él la capacidad de mantener y enunciar una voluntad
inicial en el ejercicio de la potestad nacional, y posea el ejercicio de esta potestad
en su plenitud soberana. La idea de representación se enlaza así con la idea de
voluntad plenamente independiente. Lo propio de la representación es conferir al
representante un poder discrecional, en virtud del cual, en los asuntos que
dependen de su competencia, estatuye por su propia iniciativa y bajo su exclusiva
apreciación. Sin llegar a pretender que el representante sea el soberano efectivo,
lo que estaría en contradicción con el principio de la soberanía nacional, puede
decirse al menos que demuestra una voluntad dominante en el uso que, dentro de
los límites de su competencia, hace de la potestad del Estado. El simple
funcionario, por el contrario, aunque ejerciendo igualmente una parte del poder
nacional e incluso teniendo también él cierta potestad de querer por su propia
apreciación, no alcanza el mismo grado de iniciativa, de libre voluntad personal y
de independencia. Ya no tiene el poder de querer, de un modo inicial, por la
nación; sino que solamente puede enunciar, para los asuntos de su competencia,
una voluntad subordinada a aquella que por encima de él constituyen los
representantes nacionales. En efecto, o se limita a ejecutar la voluntad nacional tal
como ha sido formulada precedentemente por sus representantes, o, por lo
menos, sólo puede emitir decisiones que se basen en su iniciativa personal en
virtud de habilitaciones que le concedan las autoridades representativas que lo
dominan. Ya no tiene, pues, una potestad primordial, sino condicionada y
secundaria no solamente está obligado por reglas legales que para él tienen el
971

valor de prescripciones imperativas, sino que también recibe todos sus impulsos
de una voluntad superior a la suya.16 La distinción entre el representante y el
funcionario se hallaba ya en germen en las doctrinas de Rousseau. Se deriva de la
teoría particular que profesa Rousseau respecto de la soberanía. En el sistema del
Contrato social, la soberanía se confunde con la potestad legislativa, al consistir
ésta, en efecto, en expresar la voluntad general; y por otra parte, el pueblo mismo
es, y tal vez sea él solo, el legislador o soberano, ya que la voluntad general no
puede expresarse sino únicamente por él. Queda por asegurar la aplicación de la
ley en cada caso particular, o sea su ejecución. Rousseau dice que no
corresponde al pueblo proceder a ella por sí mismo, sino que el pueblo concederá
el poder de ejecución a un hombre o a un cuerpo, que en la terminología especial
del Contrato social toma el nombre de "gobierno". El Gobierno, según Rousseau,
es distinto del soberano, y no tiene más misión que procurar la ejecución de la ley
por actos de aplicación particular. Sólo tiene, pues, un poder subalterno, y no es
sino el ministro del soberano o legislador, es decir, del pueblo. Este Gobierno, así
entendido, no tiene sino un poder de funcionario.17
Bajo la Revolución se vuelve a encontrar una distinción análoga entre dos
clases de poderes: los poderes representativos y los poderes comisionados. Fue
claramente formulada por Roederer, en la sesión del 10 de agosto de 1791: "Los
diputados del cuerpo legislativo no sólo son
397

16
El alcance preciso de la distinción entre el representante y el funcionario terminara de exponerse
más adelante, al examinar la teoría del órgano. Se verá (núms. 402-403 y n. 16 del n° 406) que el
órgano —o representante— quiere por la nación, en el sentido de que le proporciona a ésta, de
modo inaugural, una voluntad que sin él no hubiera tenido: origina la voluntad nacional. El
funcionario es el que quiere, decide o actúa, bajo el imperio, el impulso o el control de una voluntad
nacional ya constituida.
17
Control social, lib. ni, cap. i: "La potestad legislativa corresponde al pueblo y sólo a él le puede
corresponder. Es fácil darse cuenta, por el contrario, por los principios anteriormente establecidos,
de que la potestad ejecutiva sólo puede corresponder a la generalidad como legisladora o
soberana, porque esta potestad sólo consiste en actos particulares que no son de la competencia
de la ley, ni, por consiguiente, de la competencia del soberano, cuyos actos sólo pueden ser leyes.
"La fuerza pública necesita, pues, un agente propio, que la aplique según las orientaciones de la
voluntad general... Esta es, en el Estado, la razón del Gobierno, que se confunde erróneamente
con el soberano, del cual no es sino el ministro. "¿Qué es, pues, el Gobierno? Es un cuerpo
intermedio establecido entre los subditos y el soberano..., encargado de la ejecución de las leyes...
"Llamo, pues, gobierno o administración suprema al ejercicio legítimo de la potestad ejecutiva, y
príncipe o magistrado al hombre o al cuerpo encargado de esta administración."— Cf. Lettres
écrites de la montagne, 1* parte, carta 5: "En las repúblicas, el soberano nunca actúa por sí mismo.
Entonces el gobierno no es más que la potestad ejecutiva, y es totalmente distinto de la
soberanía"; carta 6: "El poder legislativo, si es el soberano, precisa de otro poder que ejecute, o
sea que reduzca la ley a actos particulares".
972

representantes del pueblo, sino representantes del pueblo para ejercer un poder
representativo, y por consiguiente igual al del pueblo e independiente como éste,
sin lo cual no serían su imagen, su fiel representación" Así pues, entre las
autoridades públicas solamente poseen una potestad representativa aquellas que
tienen un poder igual al del pueblo, que expresan plenamente su voluntad; tal es el
caso de la asamblea de diputados. En cuanto a los administradores, Roederer los
consideraba desde luego como representantes, en cierto sentido; en el de que en
dicha época ellos mismos eran elegidos del pueblo, pero añadía inmediatamente:
"Los administradores sólo son representantes del pueblo para ejercer un poder
comisionado, un poder subdelegado y subordinado". "Es una idea muy acertada
—decía también— que los administradores elegidos no deban quedar al mismo
nivel que los diputados elegidos a la legislatura." Indudablemente, unos y otros
son elegidos, pero hay que hacer una distinción entre ellos, distinción que
"proviene de la diferencia de los poderes comunicados a los legisladores de una
parte y a los administradores de otra". Y Roederer precisaba esta diferencia en los
términos siguientes: "Los primeros (los administradores) han de rendir cuentas y
ser responsables ante el jefe del poder ejecutivo, mientras que los segundos (los
legisladores) son independientes de él, e incluso tienen funciones superiores a las
suyas, y además, no pueden ser estorbados por mandato alguno del pueblo a
quien representan" (Archives parlementaires, 1 serie, vol. XXIX, pp. 323 ss.). Estas
últimas palabras indican el fundamento de la oposición que se establece entre
poderes representativos y poderes comisionados.
Los diputados son independientes, no están obligados por ningún mandato,
hablan y votan libremente, y no son responsables; el cuerpo legislativo tiene,
pues, el poder de querer soberanamente. El administrador sólo tiene un poder
comisionado, porque es un mandatario, sujeto por la ley y por las instrucciones
que recibe para el ejercicio de su misión, y por consiguiente tiene cuentas que
rendir y una responsabilidad a que someterse. Por más que diputados y
administradores sean personalmente de un mismo carácter en cuanto elegidos, y
en este sentido los califique igualmente Roederer como representantes (cf. n9
369, infra), difieren por la naturaleza de sus poderes. Según la distinción de
Rousseau, los legisladores realizan obra de soberanía y los administradores sólo
realizan actos de magistratura.
Partiendo de estas ideas, Barnave, en la misma sesión, vino a precisar
claramente la distinción entre el representante y el funcionario: "En el orden y
dentro de los límites de las funciones constitucionales, lo que distingue al
representante del simple funcionario público es que aquél tiene, en ciertos casos,
el encargo de querer por la nación, mientras que el
973

simple funcionario nunca tiene más encargo que el de actuar18 por ella". Esta vez
nos encontramos en presencia de la idea clave en la que había de detenerse la
Asamblea nacional, en cuanto al alcance preciso de la representación de derecho
público; esta idea es que el representante quiere por la nación. He aquí el
elemento esencial de la distinción del régimen representantivo. 19 Representar a la
nación es tener el poder de ejercer en su nombre una voluntad que tenga los
mismos caracteres que la voluntad nacional, o sea una voluntad libre y soberana.
365. Por lo tanto, añadía Barnave que, en su acepción plena y absoluta, "la
verdadera representación soberana, general, ilimitada, no existe ni puede existir
más que en el cuerpo constituyente". Una asamblea constituyente, en efecto,
representa en el más alto grado a la nación soberana. En primer lugar, porque
tiene el poder de querer por la nación hasta el punto de darle su Constitución, es
decir, su ley fundamental, aquella que es la fuente primera de todo su orden
jurídico, y además, porque esta Constituyente tiene entera libertad de iniciativa y
de decisión, en cuanto no existe por encima de ella ninguna autoridad de la cual
dependa, ninguna regla ni ley superior que la encadene; existe aquí, por lo tanto,
una representación, o sea una facultad ilimitada de querer por la nación.20 A esta
representación por excelencia oponía Barnave lo que llamaba "la representación
constitucional", aquella que se ejerce por una autoridad constituida, por ejemplo
por la asamblea legislativa. Esta segunda representación no es ya tan completa,
pues el cuerpo legislativo no ejerce un poder enteramente libre, ya que sólo opera
"dentro de los límites de sus funciones constitucionales"; y además, sólo puede
legislar bajo la condición de no lesionar los principios formulados por la
Constitución. No obstante, concluía Barnave, "el cuerpo legislativo es el
representante de la nación, porque quiere por ella: I9 al hacer sus le-
398

18
Se vuelve a encontrar, también en esta definición, una idea de Rousseau: la distinción entre la
voluntad y la acción; idea que hoy se vuelve a discutir, desde otro punto de vista, por Laband (op.
cit., ed. francesa, vol. n, p. 513) : "La administración es la acción del Estado... El Estado no
administra sino mientras aparece actuando." Es inexacto decir, no obstante, que el funcionario no
hace sino actuar, pues también puede querer, pero únicamente de modo subalterno.
19
No carece de interés señalar que ya en la terminología de Montesquieu y de Rousseau la
palabra representación, desde el punto de vista político, se empleaba en el sentido que le atribuyen
los constituyentes de 1789-1791, o sea en el de que el representante es llamado a querer
libremente por el pueblo. Este es el motivo que impulsa a Rousseau, adversario de la substitución
de la voluntad general por la voluntad de los elegidos, a decir que el diputado no debe ser un
representante del pueblo, sino un comisario del misrnov Igualmente, bajo el nombre de
representantes, se refiere Montesquieu a hombres elegidos y capaces, que tratarán por sí mismos
los asuntos del Estado. Así pues, el Contrato social y el Espirita.' de las leyes desvían, tanto uno
como otro, la palabra representación de su auténtica acepción jurídica. Esto
974

yes; 2 al ratificar los tratados con las potencias extranjeras" (Archives


parlementaires, loe. cu., p. 331).
No es de extrañar que el carácter representativo del cuerpo legislativo haya
sido reconocido sin discusión por la Asamblea nacional de 1789, pues el cuerpo
legislativo hace las leyes libremente, espontáneamente, con un poder de iniciativa
y de decisión independientes. Pero la Constitución de 1791, al desarrollar las
consecuencias de la idea de representación tal como la había expresado Barnave,
atribuía también la cualidad de representante a otro titular del poder nacional: "Son
representantes —decía el art. 2 del preámbulo del tít. ni— el cuerpo legislativo y el
rey". Así pues, bajo el aspecto representativo, el rey era colocado al mismo nivel
que la asamblea de diputados. Esta es una disposición notable de la Constitución
de 1791. Importa fijar su fundamento.
366. A primera vista, esta aproximación, esta identidad que establece el art.
2 entre el rey y el cuerpo legislativo, pueden sorprender, pues a diferencia de los
diputados, el rey no estaba ligado a la nación por los lazos de la elección, sino que
recibía su título, no ya del nombramiento por los ciudadanos, sino de la herencia
dinástica. Indudablemente, por razón del principio de la soberanía nacional, el
poder que correspondía al monarca no era, en sus manos, sino un poder
"delegado", es decir, un poder que se ejerce en virtud de una concesión de la
nación, concesión que realiza la nación por la misma Constitución que se otorga.
Por esto el rey se titulaba "rey por la gracia de Dios y por la ley constitucional del
Estado" (tít. m, cap. iv, sección 1?, art. 3); por ello también el art. 4 del preámbulo
del tít. m decía que "el poder ejecutivo se delega en el rey". Pero, si el poder real
emanaba de la nación, si también es cierto decir que la persona real reinaba en
virtud del consentimiento nacional contenido en el acto constitucional, no dejaba
asimismo de ser cierto que la dinastía de los Borbones continuaba siendo llamada
al poder por una vocación hereditaria, como lo reconocía el art. 1 (tít. III, cap. II,
sección
399

se explica indudablemente por el hecho de que Rousseau y Montesquieu buscan su modelo de


régimen representativo allí donde funcionaba regularmente dicho régimen en su tiempo, o sea en
Inglaterra, y no en Francia, donde, desde 1614, los Estados generales no habían sido convocados.
Ahora bien, desde la época en que fueron escritos el Espíritu de las leyes y el Contrato social, los
diputados ingleses habían dejado de depender de las instrucciones de sus electores particulares y
se consideraban como representando al reino entero.
20
Esta idea de Barnave no era exacta. El poder constituyente está obligado a su vez por la
Constitución en vigor aún. El concepto de los hombres de 1789, a este respecto, se debía a que
estaban imbuidos de la teoría de Rousseau que asimila la elaboración de la Constitución a un
contrato social. Y hay que reconocer que, de hecho, las circunstancias, en 1779, favorecían este
concepto, puesto que en aquella época se construía la nueva Constitución haciendo tabla rasa del
pasado (ver infra, n' 439, pero también núms. 445-446).
975

1, que declaraba que "la realeza es delegada hereditariamente en la raza reinante,


de varón en varón, por orden de primogenitura". Entonces, ¿cómo podía este
monarca hereditario ser calificado de representante nacional? Esta calificación
sorprende además porque, de otra parte, la Constitución de 1791 había disminuido
sistemáticamente el poder ejecutivo en manos del rey, pues no sólo subordinaba
el rey a "la autoridad superior de la ley" (tít. m, cap. u, sección P, art. 3), sino que
también limitaba sus atributos, hasta el punto de colocarlo en una condición de
evidente debilidad respecto de una asamblea legislativa que se hacía mucho más
poderosa que él. Como se ha observado con frecuencia, la Constituyente mantuvo
la realeza por respeto hacia el pasado, pero destruyó la potestad real y sólo dejó
al monarca su corona y un título desprovisto de fuerza. ¿Cómo, por consiguiente,
podía la Constitución de 1791 erigir al rey en representante, colocándolo, a este
respecto, en pie de igualdad con el cuerpo legislativo? Podría intentarse explicar el
carácter representativo atribuido al monarca por la consideración de que el rey,
como jefe del Estado, continuaba siendo, en la jerarquía constitucional de 1791, la
más alta encarnación de la nación. Thouret expresaba una idea parecida al decir,
en esa misma sesión de 10 de agosto de 1791: "El rey es representante porque es
el depositario de toda la majestad nacional, el único individuo de la nación que,
tanto en el interior como en el exterior, representa la dignidad nacional" (Archives
parlementaires, loe. cit., p. 329). Y esta idea se encuentra confirmada por el hecho
de que la Constituyente, muy apegada al mantenimiento de la monarquía
tradicional, la consideraba como una institución verdaderamente nacional. La
Asamblea nacional había de separarse el 30 de septiembre de 1791 al grito de
"¡Viva el rey!"
367. No obstante, el título representativo del monarca, así entendido, sólo
hubiera tenido un alcance decorativo, nominal y muy vago. En realidad, esta
representación por el rey se basaba en un concepto mucho más firme y más
jurídico. El preámbulo mismo del tít. m revela que era de idéntica naturaleza a la
representación que ejercía el cuerpo legislativo. Para alcanzar el fundamento de
esta aproximación, hay que referirse a la distinción establecida anteriormente
entre el representante y el funcionario público. Si el rey, en 1791, fue calificado
como representante, se hizo precisamente para distinguirlo del simple funcionario
y para señalar que, a diferencia de éste, poseía, al menos en ciertos casos, el
poder de querer libremente por cuenta de la nación. Antes de indicar estos casos,
hay que observar que este concepto del rey-representante no fue admitido sin
dificultad por los primeros constituyentes. Las objeciones fueron presentadas
especialmente por Roederer, en su discurso precitado de 10 de agosto de 1791.
Roederer sostiene
976

1), que declaraba que "la realeza es delegada hereditariamente en la raza


reinante, de varón en varón, por orden de primogenitura". Entonces, ¿cómo podía
este monarca hereditario ser calificado de representante nacional? Esta
calificación sorprende además porque, de otra parte, la Constitución de 1791
había disminuido sistemáticamente el poder ejecutivo en manos del rey, pues no
sólo subordinaba el rey a "la autoridad superior de la ley" (tít. III, cap. II, sección 1,
art. 3), sino que también limitaba sus atributos, hasta el punto de colocarlo en una
condición de evidente debilidad respecto de una asamblea legislativa que se hacía
mucho más poderosa que él. Como se ha observado con frecuencia, la
Constituyente mantuvo la realeza por respeto hacia el pasado, pero destruyó la
potestad real y sólo dejó al monarca su corona y un título desprovisto de fuerza.
¿Cómo, por consiguiente, podía la Constitución de 1791 erigir al rey en
representante, colocándolo, a este respecto, en pie de igualdad con el cuerpo
legislativo? Podría intentarse explicar el carácter representativo atribuido al
monarca por la consideración de que el rey, como jefe del Estado, continuaba
siendo, en la jerarquía constitucional de 1791, la más alta encarnación de la
nación. Thouret expresaba una idea parecida al decir, en esa misma sesión de 10
de agosto de 1791: "El rey es representante porque es el depositario de toda la
majestad nacional, el único individuo de la nación que, tanto en el interior como en
el exterior, representa la dignidad nacional" (Archives parlementaires, loe. cit., p.
329). Y esta idea se encuentra confirmada por el hecho de que la Constituyente,
muy apegada al mantenimiento de la monarquía tradicional, la consideraba como
una institución verdaderamente nacional. La Asamblea nacional había de
separarse el 30 de septiembre de 1791 al grito de "jViva el rey!"
367. No obstante, el título representativo del monarca, así entendido, sólo
hubiera tenido un alcance decorativo, nominal y muy vago. En realidad, esta
representación por el rey se basaba en un concepto mucho más firme y más
jurídico. El preámbulo mismo del tít. ni revela que era de idéntica naturaleza a la
representación que ejercía el cuerpo legislativo. Para alcanzar el fundamento de
esta aproximación, hay que referirse a la distinción establecida anteriormente
entre el representante y el funcionario público. Si el rey, en 1791, fue calificado
como representante, se hizo precisamente para distinguirlo del simple funcionario
y para señalar que, a diferencia de éste, poseía, al menos en ciertos casos, el
poder de querer libremente por cuenta de la nación. Antes de indicar estos casos,
hay que observar que este concepto del rey-representante no fue admitido sin
dificultad por los primeros constituyentes. Las objeciones fueron presentadas
especialmente por Roederer, en su discurso precitado de 10 de agosto de 1791.
Roederer sostiene
977

que el rey no podía ser un representante, porque era hereditario y no electivo. "La
esencia de la representación —decía— es que cada individuo haya cpnfundido,
mediante una confianza libre, su voluntad individual en la voluntad de su
representante. Así pues, sin elección no existe la representación; así pues, las
ideas de herencia y representación se rechazan una a otra; por lo tanto, un rey
hereditario no es representante." Por esta cita, combinada con los párrafos de
Roederer mencionados antes (p. 972), se ve cuál era la tesis de este orador.
Según dicha tesis, para ser representante no es suficiente ejercer un poder de
naturaleza representativa, sino que hay que poseer además, personalmente, el
carácter representativo, y para ello hay que proceder de la designación de los
ciudadanos. Ahora bien, el rey no era electivo, y por lo tanto, cualquiera que fuese
la naturaleza de sus poderes, no podía ser representante. Por lo demás, Roederer
negaba al rey hasta la posesión de poderes representativos por su naturaleza, y
sólo le reconocía, en el poder ejecutivo, un poder comisionado. Por último, no
admitía que pudiera considerarse al rey como el titular propio del poder ejecutivo
por entero. A este respecto impugnaba la redacción que el comité de Constitución
dio al art. 4 del preámbulo del tít. ni. "El poder ejecutivo —decía dicho texto— se
delega en el rey, para ser ejercido, bajo su autoridad, por ministros y demás
agentes responsables." Roederer combatió esta fórmula, la cual, decía, implica
que "el rey no es ya solamente el jefe supremo del poder ejecutivo, sino que según
dicha fórmula este poder le es delegado en su totalidad". Roederer oponía a este
concepto otro muy diferente: "Todo el mundo ha entendido que el poder ejecutivo
se repartiría entre diferentes manos creadas por la Constitución, siempre, desde
luego, bajo la autoridad del rey, jefe supremo del poder ejecutivo, y no único
depositario de la totalidad de dicho poder" (Archives parlementaries, loe. cu., pp.
323 ss.j. Y más adelante (p. 332) resumía así su punto de vista: "El poder
ejecutivo, en su totalidad, se distribuye entre diferentes cuerpos instituidos para
recibirlo y ejercerlo, bajo la suprema autoridad y la vigilancia eminente del rey, jefe
supremo de dicho poder. Si se dijera simplemente que el poder ejecutivo está en
manos del rey, los cuerpos administrativos ya no tendrían en él una parte
asignada por la Constitución bajo la autoridad del rey." Por lo tanto, según esa
doctrina, el poder ejecutivo, por su naturaleza, no es más que un poder
comisionado y, además, no le pertenece íntegramente al rey, sino que el rey sólo
conserva una parte de ese poder, su vigilancia eminente. No es, pues, desde
todos estos puntos de vista, más que un funcionario público.
Partiendo de estas observaciones, Roederer proponía redactar los arts. 2 y
siguientes del preámbulo del tít. ni en la forma siguiente: "Art. 2.—La nación no
puede ejercer por sí misma su soberanía. A este efecto,
978

instituye poderes representativos y poderes comisionados... Art. 3.—El poder


legislativo es esencialmente representativo; está delegado en una Asamblea
nacional, compuesta de representantes temporales, libremente elegidos por el
pueblo... Art. 4.—El poder ejecutivo es esencialmente comisionado; debe
ejercerse bajo la autoridad del rey, que es jefe supremo del mismo, por ministros y
administradores responsables." En definitiva, Roederer sostenía en esta forma que
el rey, que ya no es representante por su persona, tampoco lo es por la naturaleza
de su poder. Esta tesis fue recogida, en la misma sesión, por Robespierre, que la
expresó en estos términos: "El señor Roederer nos ha dicho una verdad que ni
siquiera necesita pruebas: ha dicho que el rey no es representante de la nación, y
que la idea de representante supone necesariamente una elección por el pueblo, y
ustedes han declarado a la corona hereditaria; el rey no es, pues, el representante
del pueblo: sólo el azar os lo proporciona, no vuestra elección. El señor Roederer
nos ha dicho con razón que no debía dársele al rey solo esta prerrogativa o que
había que dársela a todos los funcionarios públicos." Y Robespierre concluía del
mismo modo que Roederer: "Pido que el rey sea llamado el primer funcionario
público, el jefe del poder ejecutivo, pero de ningún modo el representante de la
nación" (Archives parlementaires, loe. cit., pp. 326-327). Sin embargo, esta opinión
no prevaleció ante la asamblea. Fue impugnada especialmente por Thouret, el
relator del proyecto de Constitución, y por Barnave.
Hay que observar en primer lugar que estos oradores, y detrás de ellos la
Constituyente, parecían haberse adherido a la doctrina de Roederer por lo que
concierne al carácter con que ejerce el rey el poder ejecutivo. En la. esfera de sus
atribuciones ejecutivas, el rey sólo fue considerado por la Constituyente como un
funcionario. Thouret le aplica formalmente esta calificación: llama al rey
"funcionario público en todo lo que concierne al poder ejecutivo", y lo titula también
"el primero de todos los funcionarios públicos". La idea dominante aquí es que el
poder ejecutivo, al no ser sino un poder de ejecución subalterna de las leyes, no
puede implicar para su titular la potestad de querer libremente en nombre de la
nación, y no es, por lo tanto, un poder de naturaleza representativa. 21 Añadía
Thouret: "El poder ejecutivo se delega en el rey, a
400

21
El decreto referente a la residencia de los funcionarios, aprobado por la Asamblea nacional el 28
de marzo de 1791 y reproducido en la ley de 12 de septiembre de 1791, calificaba igualmente al
rey de "primer funcionario público", pero ello en un sentido bastante diferente del que se indica
antes. El objeto de la Asamblea, al adoptar este calificativo, era hacer extensiva al rey la obligación
de residencia, que por decreto se imponía a los funcionarios. Se desprende de la discusión que se
efectuó a este respecto en las sesiones del 23 y 25 de febrero de 1791 (Archives parlamentaires,
1* serie, vol. xxm, pp. 434 ss., 506 ss.) y en las de 26 y 28 de marzo (ibid., vol. xxiv, pp. 390 ss.,
424 ss.) que el rey se caracterizaba en esa época
979

condición de que no pueda ejercerse sino por ministros y agentes responsables".


El rey no lo tenía, pues, como dueño, no lo ejercía por sí mismo, con plena libertad
de acción.22 Tampoco desde este punto de vista era un representante. Pero, volvía
a insistir Thouret, si en estos diversos aspectos el rey sólo es un funcionario
público, no existe ninguna contradicción en que, bajo otros aspectos, reciba
conjuntamente con el cuerpo legislativo la denominación de representante
nacional. Y, en efecto, el relator del proyecto de Constitución sostenía que, entre
las diversas atribuciones concedidas al rey por la Constitución, fuera de la
ejecución de las leyes propiamente dicha, existían por lo menos dos que
implicaban en él la condición y los poderes de un representante. "No nos ha
parecido dudoso el que existiera en la realeza un carácter de representación fuera
del dominio del poder ejecutivo. El rey tiene la sanción de los decretos del cuerpo
legislativo, y en el ejercicio de este derecho es representante. El rey tiene también
indiscutible carácter de representante en el derecho que le confiere la nación para
tratar con las potencias extranjeras sobre los intereses y asuntos del Estado; tiene
el derecho de ejercer las negociaciones políticas en el exterior" (Archives
parlementaires, vol. XXIX, pp. 329 y 332).
Barnave alegó los mismos argumentos (ibid., p. 331). Así como "el cuerpo
legislativo es el representante de la nación, porque quiere por ella", así también,
dice, "el rey es el representante constitucional de la nación: 1 porque consiente y
quiere por ella que las nuevas leyes del cuerpo legislativo sean ejecutadas
inmediatamente o queden sujetas a una suspensión; 2 porque estipula por la
nación, porque prepara y hace en su nombre los tratados con las naciones
extranjeras, que son verdaderos actos de voluntad, verdaderas leyes que ligan
recíprocamente a una nación con nosotros, mientras que las leyes interiores
emanan del cuerpo legislativo".
Estos discursos demuestran cuál era, en el pensamiento de la mayoría de
la Asamblea, el fundamento preciso del carácter representativo del monarca. No
es en cuanto jefe del Ejecutivo como el rey era recono
401

como funcionario, especialmente en el sentido de tener a su cargo una delegación de la nación: así
se desprende, en particular, de las explicaciones presentadas en el curso de dicho debate por
Thouret (vol. XXIV, pp. 425 ss.).
22
Por otra parte, el rey no recibía en su totalidad la plenitud del poder ejecutivo. La Constitución de
1791 señala perfectamente que sólo es el jefe del Estado: "El poder ejecutivo supremo reside
exclusivamente (es decir, con exclusión del cuerpo legislativo) en manos del rey. El rey es el ¡eje
supremo de la administración general del remo... El rey es el jefe supremo del ejército..." (tít. III,
cap. iv, art. 1'). Reconocer al rey la posesión íntegra del poder ejecutivo hubiera sido —como
señaló Roederer (Archives parlementaires, vol. xxix, p. 324) — darle la facultad de hacer revivir la
institución de los intendentes de provincia y comprometei así toda la obra de la Constituyente en
materia de organización administrativa.
980

cido como representante; bajo este aspecto, la Asamblea nacional sólo vio en él a
un funcionario, pues en el ejercicio de este poder no manifiesta el rey una voluntad
inicial, ya que no hace sino ejecutar las leyes. Por el contrario, el rey quiere por la
nación, y por consiguiente la representa, cuando recibe de la Constitución el
derecho a tomar, en nombre de la nación, alguna iniciativa fundada
exclusivamente en su propia y libre voluntad. Y este es el caso, decían los
oradores citados, cuando opone su veto suspensivo a la ley adoptada por el
cuerpo legislativo, pues para que pueda contrarrestar una decisión de la Asamblea
representativa no hay más remedio que admitir que él también es capaz de querer
por la nación. Esta idea ya había sido expresada, en la sesión de I9 de septiembre
de 1789, por Mirabeau, el cual, para caracterizar y justificar el poder real de veto,
había dicho: "El príncipe es el representante perpetuo del pueblo, así como los
diputados son sus representantes elegidos en ciertas épocas. . . El veto del
príncipe no es sino un derecho del pueblo confiado especialmente al príncipe"
(Archives parlemeníaires, 1 serie, vol. VIII, p. 539).23 Este es también el caso,
decían Thouret y Barnave, cuando el rey entra en negociaciones con los Estados
extranjeros. Para ejercer semejante poder, está constituido desde luego en
representante nacional, pues negocia libremente y la nación quiere por él.
Indudablemente, la Constitución no admitió que el rey pudiese, por su sola
voluntad, imponer los tratados a la nación. La Constitución de 1791 (tít. III, cap. III,
sección P, art. 3) especificaba que "ningún tratado tendrá efecto sino mediante
ratificación del cuerpo legislativo". Pero, si bien la aprobación del cuerpo legislativo
era necesaria, no por eso dejó de considerarse al rey, en esta materia, como
representante de la nación, por cuanto que de él solo dependía la iniciativa de la
negociación y de la conclusión de los tratados, no'teniendo aquí el cuerpo
legislativo más derecho que el de ratificar o no los arreglos debatidos y fijados
fuera de él. Finalmente, la doctrina de Thouret y de Barnave, y el texto del comité
de Constitución que la consagraba, fueron adoptados por la Asamblea, y así es
como el preámbulo del tít. 111 colocó al rey entre los representantes (cf. Joseph
Barthélemy, Role du pouvoir exécutif dans les républiques modernes, pp. 436 ss.).
368. Esta disposición del preámbulo del tít. ni toma una significa-
402

23
Cf. el discurso de Cázales en la sesión de 28 de marzo de 1791 (Archives parlementaires, 1
serie, vol. XXIV, p. 430) : "Cuando le damos al rey el derecho de suspender, durante dos
legislaturas consecutivas, las leyes que se someten a su sanción, el espíritu de este decreto y la
intención del mismo no me parecen equívocas. Habéis dicho: si se suscita una disensión entre el
rey y la Asamblea nacional, entre los representantes electivos y el representante hereditario de la
nación, sobre la utilidad de una ley propuesta, este disentimiento debe someterse al juicio de la
nación."
981

ción más interesante aún cuando se la compara con otro texto de este título, el art.
2 del cap. IV, sección 2, titulada "De la administración interior". Este texto tiene
buen cuidado de declarar que "los administradores no tienen ningún carácter de
representación"; y los caracteriza simplemente como "agentes elegidos
temporalmente por el pueblo, para ejercer, bajo la vigilancia y la autoridad del rey,
las funciones administrativas".Mediante esta fórmula señala el art. 2, más que
ningún otro texto de la Constitución de 1791, cuáles eran el alcance y la base
precisos en dicha época, tanto a la idea de la representación en general como a la
cualidad representativa reconocida al poder real.
Los administradores no son representantes por dos razones: en primer
lugar porque no deciden soberanamente, pues se hallan bajo el control y la
autoridad del rey, que puede anular sus actos (arts. 5 y 7 de la misma sección);
después, y sobre todo, porque se limitan, cada uno dentro de la esfera de sus
atribuciones, a aplicar las disposiciones de las leyes y las órdenes jerárquicas del
rey (arts. 4 y 5, ibid.), de donde resulta que sólo tienen un poder subalterno, que
no les permite querer de una manera inicial por la nación.24 Si la Asamblea
constituyente erigió entonces al rey, a diferencia de los administradores, en
representante, así demostró claramente que quería hacer de él, no solamente el
jefe de la administración francesa y el primero de los funcionarios, sino también el
titular de un poder independiente, en la medida en que lo investía de ciertas
prerrogativas que implicaban en él la libertad primera de querer, especialmente la
de suspender la promulgación de la ley y la de dirigir las relaciones exteriores de
la nación.
369. Esta oposición que la Constitución de 1791 establecía entre el rey, que
es representante, y los administradores, que no lo son, era tanto más notable
cuanto que el rey no era electivo, mientras que el art. 2 anteriormente citado
recuerda que los administradores eran "elegidos temporalmente por el pueblo".
Roederer, en su discurso del 10 de agosto de 1791, había sacado de esto una
objeción, que desarrolló con energía, contra el sistema del proyecto de
Constitución. "Sin elección —decía— no hay representación. Así pues, un rey
hereditario no es un representante." En sentido contrario, sostenía que los
administradores son representantes
403

24
Bien es verdad que el administrador recibe de la Constitución misma cierto poder de voluntad: a
diferencia del juez, que no puede querer sino por la legalidad (cf. supra, n. 14, p. 656), tiene por lo
menos la facultad de esforzarse por alcanzar ciertos resultados, más o menos libremente elegidos
por él (ibid., pp. 687 ss.j. Pero, si bien puede querer los resultados, no es libre de querer los
medios. Con objeto de alcanzar los fines por él premeditados, sólo puede servirse de aquellos
medios que ponen a su disposición las leyes vigentes. En esto su voluntad conserva el carácter de
voluntad subalterna. Únicamente el legislador tiene poder de voluntad plenamente libre, que le
permite elegir y determinar, a la vez, los resultados y obtener y los medios a aplicar para lograrlo.
982

por el hecho de ser electivos: "Si es evidente que no hay representación sin
elección, es claro también que todo ciudadano elegido es representante del que lo
ha elegido, por el tiempo y para lo que es objeto de la elección; y sobre esta
verdad evidente establezco mi proposición, a saber, que los administradores son
representantes". Y concluía Roederer: "Digo, pues, que el rey no es representante,
que los administradores sí lo son y que es necesario que lo sean para que el
comité pueda decir con exactitud: la Constitución francesa es representativa".
Con estas palabras, Roederer planteaba muy claramente ante la Asamblea
la cuestión de saber cuál es el fundamento esencial de la representació del nuevo
derecho público. Colocaba a la Constituyente en la necesidad de elegir entre dos
conceptos posibles en esta materia. Uno consiste en apegarse a la naturaleza de
los poderes ejercidos por los diversos poseedores de la potestad pública, y es un
concepto objetivo de la representación. Son representantes, según este concepto,
las personas o cuerpos, electivos o no, que tienen un poder representativo, es
decir, un poder que implica la facultad de querer por la nación. Desde este punto
de vista, Roederer no tenía más remedio que reconocer que los administradores
no son representantes, pues no ejercen un poder representativo "igual al del
pueblo", sino un simple poder comisionado "subdelegado y subordinado". Sin
embargo, Roederer no paraba mientes en este primer concepto, y defendía un
segundo concepto, que hace provenir la representación de una cualidad subjetiva
de las personas que ejercen la potestad pública, según que estas personas sean o
no designadas por la elección popular. Lo que caracteriza al representante no es
ya entonces la naturaleza de su poder, sino el modo originario por medio del cual
ha sido llamado a él. Y Roederer, al adoptar este segundo punto de vista, urgía a
la asamblea para que reconociese que los administradores, aun poseyendo un
poder comisionado, son, por su persona y en razón de su origen electivo,
representantes (Archives parlementaires, 1 serie, vol. XXIX, pp. 323 ss.).
Pero esta tesis fue rechazada por la Constituyente. No solamente el rey,
aunque no era elegido, fue declarado representante nacional, sino que también, y
esto es más notable, el art. 2 anteriormente citado dice de los administradores,
"elegidos por el pueblo", que "no tienen ningún carácter de representación".25 Se
comprende fácilmente que no sean re-
404

25
Duguit (L'État, vol. u, pp. 704 y 697; cf. pp. 383 ss.) explica esta regla por el motivo de que los
administradores se elegían por el cuerpo electoral de una circunscripción administrativa local.
Ahora bien, una sección electoral particular carece de soberanía, según la Constitución de 1791; y,
por consiguiente, los elegidos de este cuerpo electoral restringido tampoco pueden ser
representantes de la nación, sino solamente de su circunscripción (cf. ley de 22 de diciembre de
1789-8 de enero de 1790, arts 9-10). Pero esta explicación es superflua.
983

presentantes por la naturaleza de sus poderes, pero el texto es mucho más


absoluto, y declara que no son representantes en ningún sentido, ni siquiera como
elegidos. Por el notable contraste que se establece entre estas dos disposiciones^
una de ellas relativa al rey y la otra a los administradores, revela muy claramente
la Constitución de 1791 una de las principales características de la teoría
representativa admitida en dicha época, la que consiste en separar las ideas de
representación y elección. Se ve, por lo tanto, cuáles fueron, en definitiva, en el
pensamiento de los constituyentes de 1791, el fundamento y la esencia del
régimen representativo. La representación no se basa en un hecho electoral, sino
en una concesión constitucional de potestad llevada hasta cierto grado.
No es una calidad subjetiva (ver sin embargo la n. 23 del n9 391, infra), sino
un poder objetivo.26 Existe representación desde que hay poder representativo,
es decir, poder en virtud de la Constitución de querer libremente por la nación,
poder que no se reduzca a la ejecución de una voluntad anterior. Así pues, no es
el régimen representativo, en principio, o sea necesariamente, un régimen
electoral. El puro concepto de representación se establece fuera de toda condición
electiva. Y entonces la cuestión de saber si los representantes deben ser elegidos
por el pueblo no es ya una cuestión de representación propiamente dicha, sino •—
lo que es muy diferente— una cuestión de nombramiento de los representantes.
370. En resumen, pues, según la Constitución de 1791 eran representantes:
1 el cuerpo de diputados, en el orden legislativo; 2 el rey, en el orden ejecutivo.
Quedaba el orden judicial. ¿Existía representación de este tercer orden? En
ciertos aspectos parece que hubiera debido constituirse una representación de la
nación en este orden, lo mismo que en los otros dos. En efecto, se sabe que la
Constitución de 1791 erigía al poder judicial en un tercer poder claramente
separado (Duguit, La séparation des pouvoirs et l'Assemblée nationale de 1789,
pp. 70ss.j. Para comprobarlo basta referirse al preámbulo del tít. m, en el que los
arts. 3, 4 y 5 presentan sucesivamente a los poderes legislativo, ejecutivo y judicial
como tres grandes poderes, paralelos y esencialmente distintos; como tres
poderes que son delegados separadamente en tres órdenes de autoridades
independientes. El art. 5, en particular, caracteriza al poder
405

Aunque los administradores hubieran sido los elegidos de toda la nación, no hubieran podido ser
representantes, y ello porque sólo tienen un poder de ejecución de las leyes: ahora bien, como
habría de decirlo Hérault de Séchelles en la Convención, el 10 de junio de 1793, "no se representa
al pueblo en la ejecución de su voluntad" (Moniteitr, reimpresión, vol. XVI, p. 618).
26
Esto no significa que cualquiera pueda convertirse en un órgano dotado del poder de querer por
la nación. En efecto, no hay que perder de vista que, en el sistema de la soberanía nacional, de
donde deriva todo el régimen representativo que se instituyó en 1791, el órgano sólo puede existir
y ejercer su competencia en virtud de una Constitución que tenga carácter nacional, es decir, que
.esté fundada en la voluntad de la nación.
984

judicial como un tercer poder principal y autónomo. Esta autonomía se desprende


también del hecho de que la Constitución de 1791 trataba del poder judicial en un
capítulo especial, el V, así como había consagrado dos capítulos anteriores a los
poderes legislativo y ejecutivo. Con todo esto, dicha Constitución colocaba al
poder judicial en pie de igualdad con los otros dos poderes. Desde ese momento
¿no era necesario que la nación tuviera su representación en el orden judicial, lo
mismo que tenía representantes en cada uno de los órdenes legislativo y
ejecutivo? Sin embargo, la Constitución de 1791 parece no haber admitido la
posibilidad de una representación especial en materia judicial. Bien es verdad que,
desde cierto punto de vista, la Constituyente adoptó la idea de que el poder judicial
es un poder primordial, que no deriva de los otros dos, sino que es delegado
directa y separadamente por la nación misma. Decidió, en efecto, que los jueces
serían elegidos por los ciudadanos (ley de 16-24 de agosto de 1790, tít. n, arts. 3 y
4); y la Constitución de 1791 (tít. m, cap. v, art. 2) repetía: "La justicia se
administrará por jueces elegidos temporalmente por el pueblo e instituidos por
cartaspatentes del rey, el cual no podrá rehusarlas". Roederer, en su discurso
tantas veces citado (loe. cit., p. 323), había de deducir de ello, según su teoría
sobre la representación, que los jueces, puesto que son elegidos, son
representantes: "Si los administradores, como los jueces, no tuviesen carácter
representativo, ¿a título de qué se llamaría representativa a nuestra Constitución?"
Pero esta argumentación, como se ha visto, no pudo convencer a la
Constituyente. Parece que el sentir de la Asamblea fue efectivamente que los
jueces no pueden considerarse como representantes. Así se desprende
claramente del art. 2 del preámbulo del tít. Il, que, al no enumerar como
representantes más que al cuerpo legislativo y al rey, excluye implícitamente, por
ello mismo, a los jueces. Idéntica conclusión se ve confirmada también por la
observación de que, cuando el art. 2 antes citado y los textos siguientes fueron
sometidos a la Asamblea, nadie elevó su voz para sostener la idea de la
representación a favor del poder judicial. Por el contrario, durante el muy breve
debate que tuvo lugar sobre el art. 5 del preámbulo, que estaba especialmente
consagrado al poder judicial, la única observación que se hizo en relación con
dicho texto iba dirigida contra el carácter representativo de los jueces. Fue Garat
quien la presentó: la redacción de este artículo, dice, podría hacer creer que los
jueces son representantes del pueblo. "Pido, pues, que se reemplacen las
palabras poder judicial por estas: funciones judiciales" (Archives parlementaires,
loe. cit., p. 332). A pesar de esta crítica, el art. 5 se aprobó sin modificación; pero
débese notar también que la objeción de Garat no tuvo réplica. Parece cierto,
pues, que en el concepto de la Constituyente, y por más que ejercieran un tercer
poder,
985

los jueces no eran representantes, sino que, como los administradores, eran
simples funcionarios elegidos. Fiel a su criterio referente a la representación
nacional, la Asamblea se colocó en el punto de vista de que los jueces, ya que
sólo tienen un poder subalterno de aplicación de las leyes (ver en este sentido
supra, pp. 655 ss.), no podrían ser considerados como capaces de querer
representativamente por la nación.27 Existe, a este respecto, una gran diferencia
entre el concepto del poder judicial que prevaleció en Francia después de 1789 y
el que poco tiempo antes había sido implícitamente establecido por la Constitución
norteamericana. El desarrollo de esta Constitución trajo la consecuencia de que
los jueces norteamericanos tienen un poder propio, en virtud del cual pueden
oponer ciertas limitaciones a la potestad de las asambleas legislativas e incluso
tener en jaque la voluntad de éstas. Corresponde, en efecto, a estos jueces,
controlar la regularidad constitucional de las leyes aprobadas por el cuerpo
legislativo y negar la aplicación de ellas cuando hayan comprobado que entrañan
inconstitucionalidad. En esto se puede decir que los tribunales de Estados Unidos
son llamados a querer por la nación y, por consiguiente, tienen un poder
representativo28 (cf. Larnaude, Bulletin de la Société de législation comparée,
1902, pp. 178-179, 206 ss.). La Asamblea constituyente, por el contrario, no
admitió que la autoridad judicial pudiera ser el arbitro de la validez de los actos del
cuerpo legislativo ni de los actos de sus administradores. En lo que se refiere a los
actos administrativos, había confiado lo contencioso-administrativo, relativo a su
validez, no a la autoridad judicial, sino a los mismos cuerpos administrativos y al
rey, jefe de la administración general. En cuanto a las leyes, impuso a los
tribunales la estricta obligación de aplicarlas, prohibiéndoles inmiscuirse en el
examen de su validez (ley de 16-24 de agosto de 1790, tít. n, art. 10; Constitución
de 1791, tít. III, cap. V, art. 3). Los jueces no estaban elevados, como el rey, al
rango de
406

27
Duguit (op. cit., p. 76; Traite, vol. i, p. 306) admite que la Constitución de 1791 concedía carácter
representativo al cuerpo judicial. Este parecer ya fue combatido (ver supra, n. 16, p. 660). Esmein
(Éléments, 7* ed., vol. i, p. 402), seguido por Saripolos (op. cit., vol. II, p. 90, n.), estima igualmente
que los jueces tienen carácter de representantes, "aunque sólo estén encargados de aplicar la ley";
y esto porque deciden "por un acto libre de su inteligencia, según su conciencia y su clarividencia
personales". Pero una simple función de aplicación de las leyes no puede constituir un poder
representativo, pues la potestad jurisdiccional sólo puede elevarse al grado de potestad de
represntación en el caso de que el juez cree derecho con objeto de llenar las lagunas de las leyes;
y hasta en este último caso es dudoso que el juez sea un verdadero representante (cf. n9 404,
infra).
28
Sieyés enuncia esta idea, ante la Convención, en el discurso de 9 termidor del año III, en el que
expuso su proyecto de jurado constitucional: "Pido ante todo un jury de Constitución, o, para
afrancesar la palabra, un jurado constitucional. Lo que pido es un verdadero cuerpo de
representantes, que tenga la misión de juzgar de las reclamaciones contra cualquier lesión que
pudiera infligirse a la Constitución" (Moniteur, reimpresión, vol. XXV, p. 293).
986

representantes, que pudieran, en nombre de la nación, oponer resistencia a las


decisiones del cuerpo legislativo; todo poder de apreciar el valor de las leyes,
incluso desde el punto de vista de su conformidad con la Constitución, se les
negaba. Así, como hace observar Duguit (op cit., pp. 60 55.; cf. Larnaude, loe. cit.,
p. 216), la Constituyente violaba gravemente su sistema de distinción de tres
poderes. Había tratado de constituir al poder judicial como un tercer poder,
independiente e igual a los otros dos. La igualdad no existía en modo alguno. En
realidad, la autoridad judicial quedaba colocada en una postura de subordinación y
de inferioridad absoluta con respecto al legislador, teniendo la obligación de
aplicar, sin resistencia alguna, todos los decretos de éste, incluso aquellos que
fueran contrarios a la Constitución. Esto era, al mismo tiempo, la negación de una
verdadera superioridad del poder constituyente sobre el poder legislativo ordinario.

3. ALCANCE JURÍDICO DEL CONCEPTO DE REPRESENTACIÓN EN


EL DERECHO PÚBLICO MODERNO. TEORÍA DEL ÓRGANO DE ESTADO

371. Acaba de comprobarse que el régimen representativo fundado al


principio de la era moderna del derecho público francés por la primera
Constituyente, se opone, en todos los aspectos, a la antigua representación
anterior a 1789. Esta oposición es tan completa que nos vemos llevados a
preguntarnos si es efectivamente un sistema de verdadera representación el que
se instituyó en dicha época. En el momento en que se examina esta cuestión no
hay más remedio que reconocer que sólo puede darse una respuesta negativa. El
establecimiento de la idea de representación por la Constitución de 1791 sólo
puede explicarse históricamente. Como dice Duguit (L'État, vol II, p. 18), esta idea
se impuso a la Constituyente porque "era el producto de un largo pasado histórico"
(ver sin embargo n. 19, p. 973, supra). Los fundadores del nuevo derecho francés
conservaron el derecho tradicional de representación, sin darse cuenta de que
había perdido su razón de ser por el hecho mismo de la radical transformación que
habían hecho sufrir al antiguo régimen representativo. Antiguamente el diputado a
los Estados generales, ese mandatario enviado por su grupo hacia el rey para
llevarle los votos de sus comitentes, era un representante; y la misma asamblea
de diputados, si bien carecía de poder propio de decisión, era también una
asamblea representativa de los diversos grupos del reino, por parte de los cuales
venía a negociar con la realeza. Muy distintos son los caracteres de la Asamblea
legislativa después de 1789, y las mismas condiciones en las que, bien sea esta
asamblea, bien sus miembros, son
987

llamados a ejercer sus poderes, hacen que el concepto de representación se


convierta, por lo que a ella se refiere, en muy difícil, o más bien imposible de
construir jurídicamente. Esta construcción es imposible, primero, porque ya no se
sabe cerca de quién representaría a la nación la asamblea de diputados. Ya no
puede ser, desde luego, cerca de la autoridad ejecutiva o del jefe del Ejecutivo,
pues el cuerpo legislativo no tiene ya que tratar con el Ejecutivo; por el contrario, le
impone su voluntad en forma de leyes, y la verdad es que, en cuanto a la potestad
legislativa, tomó el lugar que ocupaba anteriormente el monarca. A menos que se
diga que los representantes representan a la nación cerca de la nación misma, lo
cual sería un contrasentido (cf. supra, p. 236, n. 25), no se ve ya*cerca de quién
podría ejercerse la representación.
En segundo lugar, la relación de representación, que antes de 1789
aparecía muy claramente entre el diputado y sus comitentes, ya no se concibe en
el régimen creado por la Constituyente, porque no se alcanza ya a encontrar en el
elegido los caracteres esenciales de un representante de sus electores. El cuerpo
legislativo no es ya, en efecto, una reunión de mandatarios que se hacen
intérpretes de las voluntades explícitas o implícitas de sus colegios electorales,
sino que la esencia misma de la supuesta representación moderna está en la
completa independencia del diputado respecto de sus electores, al hallarse éstos
sistemáticamente excluidos de toda participación efectiva en la potestad
legislativa. Es, efectivamente, en este sentido en el que los constituyentes de 1791
han opuesto el régimen que llamaban representativo al gobierno directo. Según su
mismo testimonio, la diferencia precisa y capital entre estos dos regímenes
consiste en que, en la democracia directa, la potestad legislativa corresponde a los
mismos ciudadanos, y por consiguiente, las voluntades legislativas expresadas por
la asamblea de diputados sólo tendrán valor mientras estén conformes con la
voluntad popular; por el contrario, en el sistema constitucional que estableció la
Constituyente, la potestad legislativa sólo empieza en la asamblea de diputados,
una vez que ésta haya sido elegida y constituida; no reside, pues, en ningún
grado, en los colegios electorales. Estos colegios ya no son, como antiguamente,
asambleas deliberantes, sino únicamente asambleas electorales; y de modo
análogo, los ciudadanos que los componen no son ciudadanos-legisladores, como
en la democracia, sino únicamente ciudadanos-electores (Saripolos, op. cit., vol. II,
p. 29)-1 Estos ciudadanos sólo tienen un puro poder electoral;
407

1
Esta distinción entre el ciudadano legislador y el ciudadano elector fue indicada por los primeros
constituyentes, especialmente por Barére, en la sesión del 7 de julio de 1789: "Distingo el caso en
que un particular concede poderes a otro particular respecto a los objetos que le interesan
personalmente, de aquel otro en que las asambleas elementales conceden a diputa371]
988

no son llamados, en la elección, a dar su parecer respecto a las leyes por hacer,
sino simplemente a escoger a las personas que habrán de hacer esas leyes; su
intervención electoral constituye exclusivamente un acto de nombramiento de los
legisladores. En estas condiciones no es posible admitir que los ciudadanos
legislan por representación, y tampoco se puede decir que el diputado representa
la voluntad legislativa de sus electores, pues no puede representarse una voluntad
que no existe o, lo que jurídicamente viene a ser lo mismo, que la Constitución
trata como inexistente.
A este respecto, se ha podido decir que, en los límites de su competencia,
el cuerpo de los diputados "encarna la voluntad, toda la voluntad, del ser colectivo"
(Michoud, op. cit., vol. I, p. 143). La colectividad, en efecto, desde el punto de vista
jurídico, no tiene más voluntad que la que habrá de ser formulada por sus
autoridades regulares; fuera de éstas, nadie está calificado para querer por ella.
Tal es también la idea que de la representación se formaron los hombres de 1789-
1791; cuando hablan de la voluntad general, entienden por ella no ya la voluntad
de la generalidad de los ciudadanos, ni siquiera la de la mayoría de éstos, sino
únicamente la voluntad que se expresa por los representantes en nombre y por
cuenta de la generalidad. La Constituyente se expresó, pues, de un modo
incorrecto al seguir calificando como representativa a la asamblea de los
diputados así transformada. Desde el momento en que rompía los lazos de
subordinación que antes de 1789 unían al diputado con sus electores, excluía en
adelante toda posibilidad de considerar a los elegidos como representantes. Con
mayor razón, la idea de representación es inadmisible en lo que se refiere a los
supuestos representantes que, como el monarca de 1791, ni siquiera están
ligados al cuerpo de los ciudadanos por los lazos de la elección.
Finalmente, desde un tercer punto de vista, la posibilidad de establecer la
relación de representación con los datos proporcionados por el derecho público
que nació después de 1789 desaparece porque no se ve quién entra en esta
relación como representado. A despecho de la regla según la cual los diputados
representan a la nación, la nación no puede ser sujeto de una representación
propiamente dicha. En efecto, si se considera a la nación en sus miembros
individuales, que son los ciudadanos, se acaba de demostrar que éstos de ningún
modo están representados por el cuerpo legislativo, pues carecen de voluntad
legislativa jurídicamente
408

dos poderes que deben ejercerse en una asamblea general. En el primer caso, el comitente es el
legislador: tiene el derecho de someter a su voluntad la de su mandatario. En el segundo caso son
particulares no legisladores los que dan a sus diputados el poder de ser miembros de una
asamblea legislativa y de opinar en ella como sus comitentes. En este último caso, los comitentes
particulares no pueden ser legisladores... (Archives parlementaires, 1 serie, vol. VIII, p. 205).
989

representable, ya que, según el orden jurídico establecido por la Constitución, sólo


pueden querer legislativamente por la asamblea de diputados.
Si, por el contrario, se considera a la nación como una colectividad
indivisible en cuya unidad los individuos se absorben y se borran, es cierto desde
luego que la nación así considerada tampoco es un sujeto representable, en el
sentido propio de la palabra representación. Pues, por una parte, como
colectividad unificada de los nacionales presentes y futuros, la nación es una
persona abstracta. Las abstracciones no son susceptibles de ser representadas
(cf. p. 1004, texto y n. 7, infra). Es el caso de repetir aquí que "el diputado que
representa a todo el mundo ya no representa a nadie" (Prins, La démocratie et le
gouvernement parlementaire , 2 ed., p. 161). Decir que los diputados representan
a la nación, ser colectivo, sucesivo e intangible, es una fórmula que, jurídicamente,
carece de sentido. Por otra parte, y sobre todo, la nación tomada en su unidad es
una entidad abstracta que aparece como incapaz de querer por sí misma, y no
llega a ser capaz de voluntad sino una vez provista de órganos que tengan
jurídicamente capacidad de querer por ella. Por lo mismo, es evidente que la
relación entre la nación y sus supuestos representantes no puede ser una relación
de representación. El cuerpo de diputados no representa una voluntad nacional
preexistente a la formación de la asamblea legislativa, voluntad que dicho cuerpo
no haría entonces sino traducir o reproducir, sino que es el órgano encargado de
formular una voluntad nacional que sólo comienza a existir por él, que se origina
en él y que, según la Constitución, no se concibe fuera de él.
La verdad es, pues, que el cuerpo de diputados crea esta voluntad, y no
que la representa. Según la definición de los constituyentes de 1791, la asamblea
de diputados quiere por la nación, lo que implica, recíprocamente, que la nación
no puede querer, es decir, que no adquiere voluntad, por lo menos en el orden
legislativo, más que por esta asamblea. La misma Constitución de 1875 no quiere
significar otra cosa cuando declara que "el poder legislativo se ejerce por dos
asambleas: la Cámara de Diputados y el Senado" (ley constitucional de 25 de
febrero de 1875, art. I9).
372. Así pues, en todos sentidos, los elementos indispensables para la
construcción de la idea de representación faltan en el supuesto régimen
representativo que es obra de la Asamblea nacional de 1789. Por esto la ciencia
jurídica contemporánea vino a rectificar la calificación dada por la Revolución a los
diputados electos. Al analizar la relación establecida por el derecho público
moderno entre los diputados y la nación, dijo: Los diputados no son los
representantes de la nación, pero su asamblea es el órgano, uno de los órganos
de la nación. Para que el cuerpo de diputados pudiera considerarse como un
cuerpo repre
990

sentativo sería preciso que, con anterioridad a las decisiones emitidas por él,
existiera una voluntad nacional, de la cual estas decisiones no serían sino la
expresión conforme. Ahora bien, nada de esto se encuentra en el régimen llamado
representativo, y este régimen no se basa en una idea de conformidad entre la
voluntad nacional y las voluntades enunciadas por los diputados, sino que consiste
en que las voluntades expresadas por el cuerpo de diputados constituyen la
voluntad misma de la nación. No existe, en este régimen, representación de una
voluntad por otra, sino que entra en juego una sola voluntad, la de la nación, que
se expresa, se realiza por los diputados. Estos no son, pues, los representantes
de una voluntad nacional distinta de la suya, sino que son un órgano por el cual la
nación llega a ser capaz de querer. En adelante hay que sustituir el concepto de
representación por el de órgano nacional o también órgano de Estado.
373. A. ¿Qué es un órgano y, en particular, qué debe entenderse por
órgano de Estado? Para aclarar la teoría del órgano, hay que remontarse, por un
instante, al concepto de persona colectiva. Según la definición comúnmente
propuesta por los autores (ver especialmente a Michoud, op. cit., vol. I, pp. 3 ss.),
la expresión persona jurídica, aplicada a una colectividad, expresa el hecho de
que esta colectividad es un sujeto de derecho y forma, por consiguiente, una
unidad jurídica; el Estado, en particular, personifica a la nación —se dice— porque
es el titular subjetivo de los derechos de la colectividad nacional unificada. Desde
luego, esta definición no es inexacta en sí; es evidente que las colectividades que
tienen la condición de personas jurídicas se caracterizan como sujetos de
derecho, pues en otro caso no serían personas. No obstante, importa observar
que la propiedad de ser sujeto de derecho no es, para las colectividades
personalizadas, el fundamento o el origen de su personalidad, sino una
consecuencia que deriva de ésta. En realidad, la adquisición de la personalidad
jurídica por una colectividad queda subordinada, ante todo, a la condición de que
esta colectividad se haya constituido y organizado de manera que asegure en sí la
unidad de voluntad, de potestad y de actividad; en el cumplimiento de esta
condición es en lo que reside la verdadera causa determinante de la personalidad
jurídica; por ello, en efecto, la colectividad se transforma en un ser único capaz de
convertirse en adelante en un sujeto de derechos (ver supra, núms. 12 ss., 22 ss.).
Ahora bien, esta unidad de voluntad, al engendrar como consecuencia para el
Estado la potestad de dominación, no puede realizarse efectivamente sino
mediante una organización que trate de producir una voluntad propia de la
colectividad por procedimientos formales, ya que, por sí misma, la colectividad no
tiene voluntad única; y como dice Michoud ("La notion
991

de personnalité morale", Revue du droit public, vol. xi, p. 227), en ella "no hay más
que las voluntades a veces confusas y contradictorias de sus miembros,
voluntades que el derecho no puede tener en cuenta". Por ello, el objeto esencial
de toda Constitución es dar a la comunidad nacional —que, por eso mismo, se
encuentra estatizada— una organización que le permita tener y expresar una
voluntad unificada. Y como, por la fuerza de las cosas, esta voluntad, de hecho, no
puede ser sino la de individuos, el papel de la Constitución, a este respecto,
consiste en determinar qué personas tendrán el encargo de querer por cuenta del
ser colectivo. Por lo que acaba de decirse, estas personas no se limitarán a
enunciar una voluntad colectiva ya formada anteriormente, sino que serán los
órganos de voluntad de la persona colectiva, órganos mediante los cuales ésta
puede empezar a querer jurídicamente. Finalmente, pues, por órganos hay que
entender a los hombres que, individual o corporativamente, quedan habilitados por
la Constitución para querer por la colectividad y cuya voluntad vale, por esta
habilitación estatutaria, como voluntad legal de la colectividad.
374. Entre el órgano así definido y el representante, existen jurídicamente
dos diferencias principales.
a) Así como la representación supone esencialmente dos personas
distintas, una de las cuales actúa por cuenta de la otra (ver pp. 938 ss., supra), el
órgano, como tal, carece de personalidad propia. No existen aquí dos personas
diferentes: la colectividad y su órgano, sino que sólo existe una personalidad
única, que es la de la colectividad organizada; y los órganos de la colectividad no
forman con ella más que una sola y misma persona. Incluso de aquí es de donde
proviene principalmente el empleo, en esta materia, de la palabra órgano, y
significa que los órganos de la persona colectiva, al igual que los de la persona
física, no forman con la colectividad sino un solo ser jurídico. No es, por cierto, que
se les pueda asimilar a los órganos del cuerpo humano, pues éstos son
instumentos pasivos de la voluntad del hombre y de esta voluntad reciben su
impulso, mientras que el órgano constitucional, por el contrario, es el llamado a
proporcionar a la colectividad su voluntad legal. La teoría orgánica de que aquí se
trata nada tiene de común con la de ciertos sociólogos que pretendieron asimilar
las sociedades humanas a organismos vivientes y que hicieron así de la sociología
una rama de la biología (contra esta doctrina, que nunca halló crédito entre los
juristas, ver especialmente: Michoud, Théorie de la personnalité morale, vol. i. pp.
71 ss., 138; Deslandres, "La crise de la science politique", Revue du droit public,
vol. XIII, pp. 249 ss.; Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. I, pp. 248 ss.). El concepto
del órgano de Estado de ningún modo se funda en argumentos de orden
psicológico, tomados de las ciencias naturales, sino únicamente
992

en un análisis jurídico de la relación que existe entre la colectividad estatizada y


los individuos que ejercen el poder de ésta. Estos individuos son órganos en el
sentido de que, como los órganos del cuerpo humano, forman con el cuerpo
nacional un todo único, una unidad jurídica. Son la misma colectividad que quiere
y actúa, y esto desde un doble punto de vista:
Por una parte, a diferencia del representante, que es con relación al
representado una segunda persona, completamente distinta, el órgano no es un
extraño para la colectividad, pues se recluta dentro de ésta y no fuera de ella; es
uno de sus miembros constitutivos; más aún, por esta cualidad de miembro es
llamado a servirle de órgano. Ya a este respecto aparece como parte integrante de
la colectividad. Este es un punto que ha sido señalado por muchos autores,
particularmente por Gierke (Die Genossenschaftstheorie und die deutsche
Rechtssprechung, p. 625): "Cada uno de los órganos de la colectividad es poseído
por ésta como un fragmento de sí misma" (cf. Michoud, op. cit., vol. i, p. 138, vol.
n, p. 44; Jellinek, System der subjektiven offentl. Rechte, 2* ed., p. 30; G. Meyer,
op. cit., 1 ed., p. 18; ver también la n. 23 del n9 391, infra).
Por otra parte, el órgano no constituye sino un solo todo con la colectividad,
porque la existencia de órganos es para ésta la condición misma de que depende
esencialmente la formación y el mantenimiento de su personalidad, ya que un ser
colectivo no puede nacer a la vida jurídica sino mediante una organización que
transforme a la multiplicidad de sus miembros en una unidad corporativa de
personas, que constituyan un nuevo sujeto de derechos. Bajo este aspecto, la
diferencia fundamental que existe entre el órgano y el representante se desprende
del hecho de que la representación puede tener su origen, y lo tiene la mayor
parte de las veces, en un acto jurídico voluntario realizado por el que quiere
hacerse representar, especialmente en un contrato concluido entre éste y el
representante. Por el contrario, la cualidad de órgano jamás puede tener su
fundamento jurídico en un contrato. Pues no convirtiéndose la colectividad en
persona jurídica sino por la posesión de órganos, la posibilidad para ella de
establecerlos por vía de un contrato no se puede concebir.
No solamente esta posibilidad queda excluida en la época de la formación
inicial de la persona colectiva y en lo que concierne a la fundación originaria de
sus primeros órganos, sino que, incluso suponiendo a esta persona ya nacida y
provista de suficientes órganos, el acto por el cual llega a crearse nuevos órganos
o a transformar sus órganos anteriores no tiene nada de contractual;
indudablemente, en este último caso, la colectividad, mediante su órgano, que
tiene competencia para dicho efecto, realiza un acto de voluntad; sin embargo,
tampoco hace otra cosa, con esto, sino constituir y reorganizar su personalidad.
Así pues, la institu
993

ción y los poderes del órgano derivan exclusivamente del estatuto orgánico de la
colectividad. En una palabra, en lo que se refiere a la fundación del órgano, la idea
de Constitución se opone a la idea de contrato (Michoud, op. cit., vol. I, pp. 132,
136-137; Laband, Archiv für civilistische Praxis, vol. LXXIII, p. 187-188, y Droit
public de l'Empire allemand, ed. francesa, vol. i, pp. 99 ss.).
Así pues, la representación presupone una persona representable; por el
contrario, la personalidad jurídica de las colectividades presupone al órgano,
porque es de la esencia misma de la persona colectiva el encontrarse, ante todo,
organizada. Tal es el sentido, muy sencillo y correcto, de esta afirmación de
Jellinek (op. cit., 2 ed., p. 30), que ha suscitado, en la literatura francesa, tan vivas
protestas y ataques contra la teoría del órgano:. "Detrás del representante existe
otra persona; detrás del órgano no hay nada". Duguit saca de estas palabras un
argumento que considera decisivo, pues se refiere a él en diferentes ocasiones
(ver especialmente L'État, vol. I, pp. 8, 238, 240, 271 n. etc.), contra la idea de la
personalidad del Estado: "Si —dice— detrás de lo que se llama órganos de Estado
no hay nada, es que sólo están los órganos, es decir, individuos que imponen su
voluntad a los demás individuos". En el fondo, declara Duguit, Jellinek confiesa la
inexistencia total de una persona-Estado. Esta argumentación no está en modo
alguno justificada. Es posible que la fórmula de Jellinek esté concebida en
términos demasiado absolutos, pues, como lo hace observar muy acertadamente
Michoud (op. cit., vol. I, pp. 139-140), no son los órganos por sí solos los que
forman la persona estatal. Pero, al menos, quiere decir Jellinek, y en esto tiene
razón, que la organización de la colectividad, desde el punto de vista jurídico, es la
condición sine qua non de su personalidad, y que, por consiguiente, esta
personalidad, sin órganos, es totalmente inexistente en derecho. Esto es, en
efecto, lo que, en último término, dice este autor en su Allg. Staatslehre, 3 ed., p.
560: "El Estado sólo puede existir por sus órganos; si, en pensamiento, se
separaran de él esos órganos, no subsistiría una persona-Estado, que apareciera
por lo menos como Tráger de sus órganos, sino que sólo quedaría jurídicamente
la nada". Y esto es indudablemente cierto, sin que de ello, sin embargo, se pueda
deducir nada contra los conceptos puramente jurídicos de personalidad estatal o
de órgano de Estado.
375. b) Así como la representación supone dos voluntades, de las que una
substituye a la otra, en las colectividades orgánicamente unificadas,
particularmente en aquellas que constituyen Estados, no existe sino una voluntad
única, la de la colectividad misma, organizada para querer. Sin duda se ha hecho
observar con razón que el representante no se limita a declarar la voluntad del
representado, pues en este caso no sería sino
994

un simple mensajero; es su propia voluntad lo que declara; pero, en virtud del


poder representativo que le ha sido conferido, bien sea por un acto jurídico que
emana del representado, bien sea por la ley, su voluntad es representativa de la
voluntad del representado, y por lo tanto la presupone. Por el órgano, al contrario,
es la colectividad misma, particularmente la nación, y es ella sola, la que quiere y
decide. Bien es verdad que el órgano, cuando expresa la voluntad de la
colectividad, lo hace con plena independencia, y no está, como el representante,
subordinado a la voluntad del representado, sino que quiere libremente. Pero por
otra parte, y a diferencia del representante, que declara su voluntad propia,
voluntad distinta de la del representado, el órgano estatutario no declara su
voluntad propia, sino la del grupo que quiere por él (Duguit, L'État, vol. II, p. 32, y
Traite, vol. I, p. 308; Michoud, op. cit., vol. I, p. 132; Saleilles, Nouvelle Revue
historique, 1899, p. 598).
El órgano expresa la voluntad de la colectividad. Esto no significa que la
colectividad tenga realmente una voluntad propia en el sentido en que lo entiende
cierta escuela, la que tiene como jefe a Gierke. Según este autor, existe en las
corporaciones, especialmente en el Estado, una voluntad colectiva, real y natural,
que es anterior a toda organización jurídica. "La corporación —dice Gierke (op.
cit., pp. 603 ss.)— es una persona real, capaz de querer y de actuar. . .
Indudablemente, la capacidad de voluntad y de acción de las colectividades sólo
empieza a adquirir carácter de capacidad jurídica por efecto del derecho; pero no
es creada por el derecho: éste la encuentra ya establecida, antes de intervenir
para consagrarla, y se limita a reconocerla y a reglamentarla desde el punto de
vista de su funcionamiento jurídico" (p. 609). Y especifica Gierke (p. 608) que, lo
mismo para las colectividades que para los individuos, el fundamento primordial de
la personalidad jurídica reside en el hecho de que tanto éstas como aquéllas
poseen una voluntad interna, que es la fuerza inicial de la que proceden todos sus
movimientos de actividad exteror. Así pues, según esta teoría, el órgano no puede
considerarse, propiamente hablando, como el autor, el creador de la voluntad del
grupo. Según Gierke, esta voluntad se halla contenida en el grupo desde antes de
que éste haya recibido órganos jurídicos encargados de formularla. Es verdad que
sólo existe en él de una manera latente y difusa; sin los órganos, no podría
precisarse y manifestarse exteriormente; en este sentido, por lo tanto, es el órgano
quien la realiza. No obstante, el órgano jurídico, en definitiva, no hace más que
expresar al exterior una voluntad que es, no sólo jurídicamente sino natural y
originariamente, la voluntad de la colectividad misma; el órgano no es, según
Gierke (p. 624), sino el "Vermittler", el intermediario por el cual esta voluntad
colectiva, interna y natural, va a canalizarse y a traducirse en actos externos. Por
esto hay
995

que decir que la colectividad y su órgano no tienen en conjunto más que una sola
y misma voluntad.2 Pero esta manera de concebir el papel del órgano no puede
admitirse. Como objeta Michoud (op. cit., vol. I, p. 71), Gierke se contenta con
afirmar, pero no prueba de ningún modo, la existencia de una voluntad colectiva
inmanente en el grupo. Para realizar esta prueba no sería suficiente —desde el
punto de vista positivo y práctico en el que debe colocarse la ciencia jurídica—
establecer que de la colectividad se desprende una voluntad común, formada por
todas las voluntades individuales de los miembros, en cuanto éstas se dirigen
hacia ciertos objetos comunes; sino que había que demostrar, además, que estas
aspiraciones individuales hacia un objeto idéntico tienen por resultante una
voluntad que es realmente una en cuanto a los medios a emplear con el fin de
alcanzar el objeto común. Ahora bien, en lo que concierne especialmente a las
colectividades estatales, es evidente que, respecto de ninguna cuestión, las
diversas voluntades que se agitan dentro de ellas constituyen, en este último
aspecto, una unidad real. Tal es precisamente el motivo por el que resulta
indispensable que el Estado posea órganos. Cuando se dice que el Estado no
puede prescindir de los órganos, esto no sólo significa, como pretende Gierke, que
a falta de personas físicas que le sirvan de intermediarios, sería incapaz de
manifestar exteriormente su voluntad interna, sino que, sin órganos, sería incapaz
de querer, pues no subsistirían ya en él,
409

2
Desde el punto de vista psicológico parece necesario, para darse cuenta del alcance preciso del
concepto del órgano según Gierke, recordar la relación que a veces se establece entre la
muchedumbre y los hombres, escritores u oradores, que se dirigen a ella. Ocurre a menudo que al
escuchar a ciertos hombres eminentes que destacan en el discernimiento de los profundos e
íntimos resortes del alma popular, el público reconoce en sus palabras la expresión de sus propios
pensamientos, cuando, sin embargo, se trata de sentimientos que la gran masa de oyentes hubiera
sido incapaz de definirse a sí misma, o que, en todo caso, no hubiera podido formular por sus
propios medios. Se establece así una íntima comunicación entre la muchedumbre y quienes saben
llegar a su espíritu revelándole sus propias aspiraciones y permitiéndole así tener conciencia de
ellas. Sería tentador fundar la teoría del órgano, en gran parte, en un fenómeno del mismo orden.
Los políticos que salen de la masa del pueblo para formular la voluntad nacional son, se ha dicho,
órganos del pueblo, no ya en el sentido de que sus decisiones sólo habrían de ser necesariamente
la expresión de voluntades populares ya fijadas y conscientes de sí mismas, sino, al menos, en el
sentido de que, gracias a sus orígenes nacionales, a su forma de reclutamiento y a las garantías
de todas clases por las que han sido designados como órganos por la Constitución, pueden
considerarse como particularmente aptos para estatuir y obrar en direcciones que estén conformes
con las aspiraciones, notorias o secretas, de la masa por cuya cuenta son llamados a querer. Por
consiguiente, cabe esperar que, en las decisiones o medidas que son obra suya, la colectividad,
normalmente, habrá de reconocer la expresión de sus propios deseos o tendencias, y, por tanto,
de su propia voluntad. En este sentido, se ha dicho, puede afirmarse que realizan la voluntad
existente en el seno de la colectividad, y también por esto se ha sacado la conclusión de que
merecen ser llamados órganos de la colectividad.
996

en este caso, sino voluntades individuales divergentes, inseguras de sí mismas,


obscuras, no susceptibles de ser reducidas a la unidad.3 Lo propio del órgano de
Etado es, pues, proporcionar a la colectividad nacional la voluntad unificada que le
falta. Y esto es precisamente lo que afirmaban, en contra de la doctrina de Gierke,
los constituyentes de 1789-1791, al decir de aquel al que llamaban representante
que quiere por la nación. Con esto daban a entender que este "representante" no
se limita a traducir una voluntad colectiva que estaría ya formada en el seno de la
nación,
410

3
Hauriou (La souveraineté nationale, pp. 16, 33-34) observa que en el seno de toda nación —y ello
es particularmente cierto por lo que se refiere a la nación francesa, que actualmente no comprende
poblaciones conquistadas o retenidas por la fuerza— existe una voluntad general, incluso unánime,
que preexiste a las voluntades expresadas por los órganos y que es la condición previa de toda la
organización estatal: es la voluntad de vivir en común; comprende cierto fondo de ideas morales y
de principios jurídicos comunes, aspiraciones idénticas hacia determinado ideal de cultura y, sobre
todo, la misma fe patriótica, el mismo profundo deseo de conservar intactos, con respecto al
extranjero, el suelo, la población y la potestad social de la nación. Es lo que Hauriou llama (op. cit.,
pp. 23, 33 ss.) el "bloque de las ideas indiscutibles". Existe aquí un bloque de ideas, y también de
personas: los individuos que no compartiesen esta voluntad unánime sobre aquellas cuestiones
que para la nación tienen vital importancia, especialmente en materia de patriotismo o de servicio
militar, se separan ellos mismos de la nación y son tratados por ella como criminales (pp. 20 y 36).
Pero importa añadir, con el propio Hauriou (pp. 21, 56 ss.), que esta voluntad general, referente a
tales puntos primordiales, está muy lejos de la voluntad que se enunciará, como voluntad una de la
nación, por los órganos de ésta, particularmente por el órgano legislativo; pues si la unanimidad
existe entre los nacionales en cuanto a los fines a perseguir, las incertidumbres, las divergencias
de opiniones y de intereses, las contradicciones y las querellas empiezan en el momento en que se
trata de fijar los medios que habrán de emplearse para alcanzar tales fines; a la unanimidad
referente al bloque de ideas indiscutibles se sustituye en seguida la diversidad de las tendencias y
opiniones particulares. En el momento en que el legislador toma partido y estatuye sobre alguna
cuestión interesante para la nación, no se puede decir que reproduzca ni que exponga una
voluntad superior, que tenga carácter de voluntad general en el sentido último que acaba de
indicarse. No sólo la voluntad general, en el régimen llamado representativo, no es una voluntad
soberana, ya que, en el momento de las decisiones por tomar, no tiene parte actual en la adopción
de dichas decisiones, sino que tampoco existe, en ese instante, voluntad verdaderamente general:
sólo existen voluntades discordantes, confusas, que se combaten entre sí. Cuando, según la
fórmula revolucionaria tomada de Rousseau, se repite que la ley es la expresión de la voluntad
general, esto no puede significar que enuncia una voluntad general preestablecida, sino que crea
una voluntad general de la nación, general en el sentido puramente jurídico y formal de que, en
adelante, y por razón del orden estatutario vigente, no se admitirá ni tolerará en derecho, y sobre el
punto regulado por la ley, voluntad alguna particular contraria a la que enuncia el legislador. La
voluntad general, por lo tanto, no tiene papel actual en la obra de la legislación. ¿Puede decirse, al
menos, con Hauriou (op. cit., pp. 17, 27, 118 ss.), que desempeña en ella un papel posterior, por
cuanto las leyes, dictadas en primer lugar por el órgano legislativo, son adoptadas más tarde por el
conjunto de los ciudadanos, y ello en virtud de una "adaptación progresiva que entraña la adhesión
de la voluntad general" y que constituye así una "ratificación por la voluntad general" de la obra del
legislador? Sobre esta cuestión ver lo que se dirá infra, n. 18, p.1028, y cf. supra, pp. 197 y 202 n.
997

sino que las decisiones por él emitidas constituyen, de una manera inicial, la
voluntad nacional. Por lo mismo, en efecto, que la colectividad nacional recibió de
su Constitución órganos regulares encargados de cumplir las diversas funciones
estatales, empezó a encontrarse organizada para querer; al darle órganos
estatutarios, la Constitución creó para ella medios o instrumentos de volición. Por
efecto de esta organización, la voluntad enunciada por la persona u órgano
adquiere valor de voluntad nacional, así como en adelante la colectividad no
tendrá jurídicamente más voluntad que la de sus órganos. Así, cuando el órgano,
actuando dentro de la esfera de su competencia y en las formas fijadas por el
estatuto orgánico de la nación, emite una decisión, ya no hay por qué indagar si
esta decisión corresponde a una voluntad naturalmente, o sea realmente,
existente en la nación. La verdad es que la voluntad enunciada por la persona
órgano sobre un objeto de su competencia constituye, en derecho, por sí misma, y
constituye ella sola, la voluntad estatal de la nación. En este sentido se dijo
anteriormente (pp. 992 ss.) que, a diferencia del representante, la persona órgano,
al enunciar su voluntad, declara propiamente la voluntad nacional; y también en
este sentido el hecho y el acto del órgano son el hecho y el acto de la colectividad
nacional. Así pues, las personas o cuerpos que tienen la cualidad de órganos no
son solamente órganos de expresión de la voluntad colectiva, en el sentido en que
lo entiende Gierke, sino precisamente órganos de formación de esta voluntad. Son
llamados a estatuir, no según una voluntad nacional preestablecida y que se
impusiera a ellos, sino según su propia deliberación y según las circunstancias, a
medida que éstas se vayan produciendo Sin embargo, para determinar
completamente el concepto del órgano, conviene combinar las observaciones que,
con respecto a la potestad de que dispone el órgano, acaban de presentarse, con
otra observación no menos importante. Cuando se dice que el órgano quiere
libremente y de una manera independiente, esto no significa que exista ausencia
total de relaciones entre las voluntades que emite y las tendencias y aspiraciones
que se producen en el seno de la colectividad por la que tiene el encargo de
querer. Muy al contrario, importa no perder de vista, y —como se ha observado
anteriormente (p. 990) —la misma palabra "órgano" basta para recordarlo, que el
individuo que desempeña la función de órgano está en estrechas relaciones con la
corporación: es un miembro, una parte integrante de ésta y no un tercero. Esto
implica ya que el individuo que quiere por el grupo comparte, como miembro del
grupo, las opiniones esenciales de éste. Un extraño, cuya voluntad se impusiera al
grupo por una fuerza venida del exterior, ya no sería un órgano de la colectividad,
sino un amo. Además, en el sistema francés de la soberanía nacional, el órgano
ha de poseer un carácter nacional, en cuanto
998

se relaciona con la nación, bien sea por su forma de nombramiento, por ejemplo y
especialmente por la elección, bien sea, en todo caso, por el hecho de estar
instituido por una Constitución que es a su vez obra de una voluntad que tiene
carácter nacional. Y esto implica, entonces, que el órgano, por razón misma de su
origen o de sus vínculos con el cuerpo nacional, se halla más o menos sometido a
la influencia de las ideas y de los sentimientos que reinan en la nación; por
consiguiente, las decisiones que tome se inspirarán en el espíritu nacional. Esto es
lo que la primera Constituyente quiso expresar al calificar al órgano como
representante. Desviando la palabra representación de su acepción jurídica
normal, la empleó aquí en un sentido puramente político, con objeto de señalar la
relación especial y las afinidades que existen entre la colectividad de los
ciudadanos y sus órganos; y en cuanto a las voluntades del órgano, las
consideraba como representativas, al menos en el sentido de que el órgano, sin
dejar de estatuir libremente, enuncia una voluntad más o menos aproximada a la
que emitiría la nación si pudiese querer por sí misma (cf. sobre estos diversos
puntos la n. 23, p. 1037, infra). En resumen, pues, el concepto de órgano supone
la existencia de ciertos lazos entre el grupo y los individuos que quieren por él. En
virtud de estos lazos, el órgano está calificado para expresar la voluntad del grupo;
constituye, en efecto, una unidad con el grupo, por lo que las decisiones que toma
pueden considerarse como manifestaciones de la voluntad de grupo. No deja de
ser cierto, sin embargo, que el órgano tiene el poder de decidir por sí mismo y bajo
su propia apreciación. En el Estado especialmente, la influencia de la nación en la
formación de las decisiones que sus órganos dictarán por su cuenta se ejerce
desde luego en el acto constitucional que los determina; se ejerce también en el
acto por el que se eligen y designan las personas llamadas a una misión de
órgano. Pero, una vez instituido de conformidad con la voluntad nacional, el
órgano no se comporta como representante de una voluntad superior, sino como
el agente libre de la nación. Al instituirlo, ésta le confió el cuidado de querer por
ella; en el mismo sentido, se ha dado un órgano de voluntad.
376. B. Tal es, en sus principales rasgos, la teoría del órgano. El mérito de
haberla derivado y construido le cabe especialmente a Gierke, que la desarrolló,
para las corporaciones en general, en su importante obra Die
Genossenschaftstheorie und die deutsche Rechtssprechung, a la que hay que
añadir su Deutsches Privatrecht, vol. I, p. 137 ss., 456 ss., así como el estudio
aparecido en el Schmoller's Jahrbuch, vol. VII, pp. 1139 55. (ver también del
mismo autor: Das Wesen der menschlichen Verbdnde). Se ha podido reprochar a
este autor su concepto orgánico del Estado (Jellinek, L'État moderne, ed. francesa,
vol. i, pp. 250 ss.); se puede criticar también (ver pp. 993 55., supra) aquella parte
de su doctri
999

na que consiste en admitir la existencia natural de una voluntad colectiva, a la


cual, para poder manifestarse, sólo le faltarían órganos; tampoco es posible seguir
a Gierke cuando habla (Genossenchaftstheorie, pp. 172 ss.) de una personalidad
del órgano, como si el Estado y su órgano constituyesen dos personas diferentes.
Pero, una vez hechas estas reservas, hay que reconocer que Gierke es el primer
autor que haya hecho aparecer claramente la oposición entre el representante y el
órgano, al demostrar que por el órgano es la colectividad misma la que quiere y
actúa (ver especialmente op. cit., pp. 624-625). Según esta doctrina, "el derecho
constitucional tiene por objeto establecer las condiciones mediante las cuales un
acto de voluntad realizado por ciertos individuos debe considerarse no ya como
una simple manifestación de la actividad de dichos individuos, sino como una
manifestación de la vida del ser colectivo del cual son los órganos" (Schmoller's
Jahrbuch, vol. vn, p. 1139). Después de Gierke, el principal defensor de la teoría
del órgano es Jellinek, que la sostuvo, en relación con el Estado, primero en su
System der subjektiven offentl. Rechte, 2 ed., pp. 28 ss., 223 ss. (ver también
Gesetz und Verordnung, pp. 205 ss.), y finalmente en su Allg. Staatslehre (3 ed.,
pp. 540 ss., ed. francesa, vol. II, pp. 219 ss.). Durante mucho tiempo, dice Jellinek
(L'État moderne, ed. francesa, vol. II, p. 258), se ha buscado en analogías sacadas
del derecho privado, o sea en los conceptos de procuración y de mandato, el
medio de definir la relación de derecho que se establece entre el grupo y los
individuos encargados de actuar en su nombre; pero no se esclareció
completamente, a este respecto, sino desde el momento en que se delineó el
concepto jurídico del órgano. Y en otro lugar (System der subj. offentl. Rechte, 2
ed., p. 30) resume Jellinek la teoría del órgano en estos términos: "Los actos de
voluntad realizados por los miembros de una colectividad unificada con vistas a un
objeto unitario de ésta presentan un doble aspecto. En el mundo físico son actos
de voluntad de individuos; en el mundo jurídico son puramente actos de voluntad
de la comunidad. El individuo encargado de querer se convierte, desde e] punto de
vista jurídico, en un órgano de voluntad de la comunidad." Así pues, respecto de
este último punto, si bien Jellinek se separa claramente de la escuela organicista
al rechazar toda idea de una voluntad colectiva primaria que existiera
naturalmente en las colectividades estatales, llega a las mismas conclusiones que
Gierke. Fuera de estos dos autores, la teoría del órgano recogió en Alemania
numerosas adhesiones, especialmente las de Laband (ver las referencias
indicadas, p. 992, supra), Preuss (Gemeinde, Staat, Reich, ais
Gebietskorperschaften, pp. 157 ss.; "Ueber Organpersó'nlichkeit", Shmoller's
Jahrbuch, vol. XXVII, pp. 557 ss.), Bernatzik ("Kritische Studien über den Begriff
der juristischen Person", Archiv für offentl. Recht, vol. 376-
1000

V pp. 237 ss.). En Francia le costó más trabajo hacerse admitir; sin embargo, junto
a adversarios determinados, como sobre todo Duguit (L'État, vol. II, pp. 25 ss;
Traite, vol. I, pp. 311 ss.), cuenta hoy en la literatura francesa con cierto número
de defensores, entre los cuales hay que citar principalmente a Michoud (op. cu.,
vol. I, pp. 129 ss.; vol. II, pp. 41 ss.), Saripolos (op. cit., vol. n, pp. 67 ss.), Mestre
(Les personnes morales et le probléme de leur responsabilité pénale, pp. 211 ss.)
(cf. Saleilles, Nouvelle Revue historique, 1899, pp. 597 ss., y, en un sentido muy
especial, Hauriou, Principes de droit public, 2* ed., pp. 94 ss.).
377. Los adversarios del concepto de órgano de Estado lo combaten
repitiendo que es un concepto de origen y esencia puramente germánicos (ver,
por ejemplo, en este sentido Joseph Barthélemy, Role du pouvoir exécutif dans les
républiques modernes, p. 28). Es posible, en efecto, que esta idea haya
encontrado en el derecho monárquico alemán un terreno especialmente favorable
para su desarrollo, así como parece, en primer lugar, que sea inconciliable con la
idea de "delegación", sobre la cual la Constitución de 1791 (preámbulo del tít. III)
fundó esencialmente, desde el principio, el sistema constitucional moderno del
derecho público francés. Duguit (L'État, vol. II, pp. 15 ss.; Traite, vol. I, núm?. 56-
57) insiste mucho sobre este último punto. A la "teoría alemana del órgano
jurídico" opone la "teoría francesa", que es, dice, la "teoría del mandato
representativo". Esta teoría se formó en 1789-1791, y "no se puede dudar que
constituye aún la base de nuestro derecho público" (Traite, vol. I, pp. 306-307, 337
ss.; cf. Hauriou, Précis, 9 ed., p. 137).
Duguit se halla muy lejos de tenerla por irreprochable; sostiene, al menos,
que su establecimiento por la Constitución de 1791 y por las Constituciones
posteriores de Francia excluye la posibilidad de admitir el sistema del órgano del
Estado en el derecho positivo francés. Pero cabe responder que, si la teoría actual
del órgano jurídico es de construcción alemana, los materiales de la misma han
sido proporcionados, en gran parte, por los trabajos y los discursos de los
constituyentes franceses de 1791. El germen de esta teoría está contenido en su
concepto del régimen "representativo" y en las definiciones mismas que dieron de
este régimen. Indudablemente, la Constitución que es obra suya califica como
"delegados" y "representantes" de la nación a las personas o asambleas a quienes
confiere el ejercicio de la potestad nacional. Pero no hay que dejarse llevar por las
apariencias que resultan de estas palabras. Hay que fijarse, no en lo que pudo
decir la Constitución de 1791, sino en lo que hizo. La Constituyente obedeció a
hábitos mentales fundados en una larga tradición, y trató también de dar
satisfacción a las aspiraciones políticas del pueblo francés, presentándole a sus
diputados
1001

como representantes y mandatarios. En realidad, bajo la apariencia de


representación instituyó una cosa muy distinta.
En efecto, 4si nos remontamos a la definición de la representación (ver pp.
967ss,, supra) que establecieron los primeros constituyentes y si se considera la
naturaleza especial del poder que reconocieron a las personas o cuerpos
calificados por ellos como representativos, si, por fin, nos fijamos en las
condiciones, de que hicieron depender el derecho a esa calificación, nos veremos
irresistiblemente llevados a establecer la conclusión de que la Constituyente
entendió la palabra "representación" en el mismo sentido en que se emplea hoy la
palabra órgano". En el régimen instituido por ella, esta palabra significaba que los
supuestos representantes no son los intérpretes de una voluntad nacional que
pueda formarse fuera de ellos, sino los órganos por los cuales se constituye esta
voluntad. No solamente la teoría contemporánea del órgano se adapta muy
exactamente al estado de cosas establecido con el nombre de régimen
representativo por la Asamblea nacional de 1789, sino que también es la única
que puede explicar las particularidades características de dicho régimen.
Explica, por ejemplo, la independencia de que gozan los diputados con
especto a sus electores; esta independencia proviene del hecho de que el cuerpo
legislativo es un órgano de formación de la voluntad de la nación y no el
representante de una voluntad preexistente. Asimisrno, el concepto de órgano
permite comprender por qué pudo el rey, en 1791, ser clasificado entre los
representantes aunque no fuera urr personaje electivo.
La razón jurídica de ello es que también el rey recibía de la Constitución el
poder de querer, en ciertos aspectos, por la nación, como lo observaron
expresamente Barnave y Thouret; era por lo tanto, efectivamente, un
representante nacional, en el sentido en que la Constituyente entendía la
representación, o sea en el sentido de que efa-un'órgano de la nación En estas
condiciones, cabe extrañarse de que los autores franceses, al renegar de los
orígenes franceses de la teoría del órgano de Estado, la tengan hoy día por una
creación exclusivamente germánica. Y esto es tanto más sorprendente cuanto que
los hombres de 1789 delinearon los elementos de esta teoría con una firmeza y
una precisión que nadie ha alcanzado' desde entonces. Cuando, por ejemplo,
declaraba Sieyés ante la Constituyente que "el pueblo o la nación sólo puede
tener una voz, que es la de la legislatura nacional", y en el sentido de que "sólo
puede hablar por sus representantes"; cuando Barnave decía que "el cuerpo
legislativo es el representante de la nación, porque quiere por ella"; cuando
también Barére formulaba el principio de que "la potestad legislativa sólo comienza
en el momento en que se constituye la asamblea de representantes" (ver pp. 963 y
979, supra), estos oradores expresaban, con
1001

tanta fuerza como lo hacen actualmente Gierke y Jellinek, la verdad de que el


cuerpo legislativo es jurídicamente el órgano de la nación. En suma, pues, la
ciencia alemana contemporánea no hizo sino formular científicamente un sistema
que, en realidad, tiene su origen en los conceptos que sobre el régimen
representativo emitió en Francia la Constituyente. Los alemanes descubrieron la
palabra órgano, pero la Constituyente había concebido y expuesto claramente la
idea esencial a la que responde esta palabra, a saber, que el órgano quiere por la
nación.411
378. Se ha objetado, no obstante, que los conceptos representativos de la
Constituyente difieren de la teoría actual del órgano de Estado por el hecho de
que, procediendo del principio de la soberanía nacional, hacen derivar el poder del
órgano, esencialmente, de una concesión que le fué hecha por la nación. Al darse
órganos por su Constitución, la nación soberana delegó en ellos las diversas
potestades que les encargó ejercer en su nombre. Nos vemos así llevados de
nuevo a la idea de delegación,

411
Se infiere de esto que de ningún modo puede considerarse fundado el reproche —tantas veces
reproducido en contra de los constituyentes de 1791— de que, con su sistema representativo,
establecieron entre la nación que es supuesta soberana y el cuerpo de diputados que es dueño
efectivo de las decisiones por tomar, un dualismo de potestades que es inconciliable tanto con la
unidad del Estado como con el principio de la soberanía nacional. Este reproche fue formulado
aún, en último lugar, por Redslob (Die Staatstheorie der französischen Nationalversammlung von
1789, pp. 128 ss.). Este autor se apoya en el testimonio de Duguit, el cual sostiene (Traite, vol. i,
pp. 77-78, 338) que, en el concepto francés consagrado por los textos revolucionarios, "la nación
es una persona distinta del Estado, así como es distinta de los individuos que la componen",
persona que, como tal, es "titular de la soberanía originaria". ¿Cómo —dice Redslob— puede
comprenderse que la Constituyente haya podido declarar soberana a la nación y conceder a la vez
el ejercicio de la soberanía efectiva a representantes, o sea a personas diferentes de la nación
misma? Semejante contradicción, añade dicho autor, fue evitada por la teoría alemana, la que, por
una parte, atribuye la soberanía únicamente al Estado y, por otra parte, define a las autoridades
estatales como capaces precisamente de querer por dichos órganos, de modo que en esta
persona única, que actúa así por sus órganos, están reunidas de un modo inseparable la
soberanía nacional y la soberanía real. Pero la Constituyente no es culpable de la contradicción
que así se le imputa. O, por lo menos, sólo es responsable en la medida en que cometió el error de
presentar como representativas a autoridades que, según el papel que les asignaba la Constitución
y según la definición misma que de dicho papel habían dado los oradores de la Asamblea, en el
fondo y en realidad eran puros órganos. En el sistema efectivamente instituido por la
Constituyente, la nación soberana no es una persona diferente del Estado (como ya se ha visto,
núms. 4 y 336; ver también núms. 388 ss., infra), ni tampoco una persona distinta de las que
orgánicamente son llamadas a querer por ella. Tampoco puede decirse, como lo hacen los dos
autores anteriormente citados, que estas últimas personas posean el ejercicio delegado de la
soberanía, de la cual, por su parte, la nación sólo conserva la sustancia. La verdad es que la
nación constituye un todo indivisible, una unidad absoluta, con los supuestos representantes en los
cuales halla su voluntad. Para cerciorarse de ello, basta recurrir otra vez a las claras afirmaciones
de Sieyés y sus colegas, recordadas anteriormente. Se verá que estas afirmaciones excluyen
cualquier idea de dualismo en esta materia: no dejan lugar a dualismo, ni de personas, ni de
voluntades, ni de soberanías.
1002

de mandato y de representación, expresada por la Constitución de 1791 (ver pp.


914 55., supra). Esta idea parece confirmarse por el hecho de que, en el momento
en que la nación se dio una Constitución, poseía ya jurídicamente cierta voluntad,
pues se hallaba provista de un órgano constituyente por mediación del cual, en
derecho, era capaz de querer, capaz por lo menos de constituirse; así ocurrió,
especialmente en 1791. Si existe, por lo tanto, en el instante mismo en que la
nación se constituye, una voluntad, y por consiguiente también una personalidad
nacional, nada se opone, al parecer, a que las autoridades creadas por la
Constitución sean consideradas como ejerciendo su voluntad o potestad por
representación de la voluntad y de la potestad nacional y, por consiguiente, como
representando, en definitiva, a la persona nación en la total acepción jurídica de la
palabra representación.
Sin embargo, esta conclusión sería errónea. Se basa en un análisis
incompleto de la relación establecida efectivamente por la Constitución de 1791
entre la nación y sus supuestos representantes. Bien es verdad que, en el sistema
de la soberanía nacional que adoptó esta Constitución, cualquier poder ejercido
por la nación había de fundarse en una concesión nacional, en el sentido de que la
nación no puede tener más órganos que aquellos que se asignó por su
Constitución. Esto es lo que decía el art. 1º del preámbulo del tít. III de la
Constitución de 1791, y también en este sentido dicho texto y los artículos
siguientes del preámbulo creyeron poder referirse a una delegación o atribución de
potestad hecha por la Constitución a las diversas autoridades instituidas por ella.
Pero, si bien estas autoridades sólo pueden constituirse y adquirir potestad en
virtud de un acto de voluntad nacional, esto no significa que el poder de que se
hallan investidas proceda, propiamente hablando, de una delegación, en el sentido
de que dicho poder hubiera sido objeto de una verdadera transmisión realizada
entre ellas y la nación. Para que fuera posible semejante transferencia sería
preciso, en efecto, que dicho poder haya existido primeramente en la nación,
antes de pasar a las autoridades constituidas que lo ejercen. Ahora bien, del
examen del régimen representativo tal como fue fundado en 1791, resulta
precisamente que la nación, en este régimen, sólo adquiere la potestad de querer,
en orden a las funciones constituidas, por sus "representantes"; por ejemplo, en el
orden legislativo, la potestad nacional no empieza a existir —según la fórmula
misma de Barére (ver p. 938, supra)— sino en el cuerpo legislativo ya constituido.
Así pues, desde el punto de vista jurídico, no es exacto decir que en 1791, la
nación, por medio de su Constitución, transmitía su potestad legislativa a la
asamblea a quien encargaba de legislar; la verdad es que, al darse un órgano
legislativo, sin el cual no hubiera podido querer legislativamente, creaba su
potestad legislativa: se constituía a sí misma en
1003

efecto, un medio de querer en el orden legislativo. Es evidente que la potestad del


órgano legislativo tenía su origen en un acto de voluntad nacional, o sea en el acto
constituyente. Pero éste era un acto de creación y no de transferencia de la
potestad legislativa412.
Del hecho de que los órganos constituidos por la nación ejercen su poder
eh virtud de un acto primario de voluntad nacional, no hay que intentar deducir,
pues, que lo ejercen también en calidad de mandatarios y de representantes,
delegados por la nación. Esta deducción, tan comúnmente admitida en la literatura
francesa, proviene de un error respecto del alcance exacto de la idea de
representación. Dicho error, por lo demás, fué afianzado en Francia por la misma
Constituyente, que creyó y dijo fundar un régimen representativo cuando en
realidad hacía algo muy diferente. Se hubiera evitado ese error si se hubiera
puesto cuidado en f i j a r debidamente el concepto de representación.
Cuando se quiere averiguar si una persona encargada de hablar por cuenta
de una colectividad es un órgano o un representante, no es suficiente indagar si,
en el momento en que se le dio dicho encargo, la colectividad ya se hallaba
dotada de personalidad, pues a este respecto se ha observado ya (p. 991) que,
una vez nacido y organizado, el ser colectivo lo mismo puede otorgarse por vía
estatutaria nuevos órganos que concederse, por delegación, un representante.
Pero ante todo es necesario tratar de saber cuál es el grado de independencia que
va a gozar en su cargo la persona llamada a actuar por cuenta de la colectividad.
He aquí entonces, de un modo general, cuál es el criterio distintivo entre
representante y órgano: si la persona que habla por otra es independiente de ésta,
bien sea porque esté obligada a conformarse a sus instrucciones o porque su
misión sea revocable, como ocurre en el caso del mandatario, bien sea porque la
voluntad que declara queda subordinada a una ratificación, como en el caso del
gerente de negocios, bien sea también porque sea responsable de la manera
como desempeña su misión, lo que ocurre en el

412
Esta conclusión concuerda con el hecho de que, según el derecho público fundado en 1791 y que desde
entonces ha permanecido vigente, el órgano constituyente queda excluido formalmente de cualquier
participación en los poderes que ha de constituir. El principio francés de la separación entre el poder
constituyente y los poderes constituidos, en efecto, se dirige lo mismo contra el órgano constituyente que
contra los órganos constituidos (ver no. 456, infra). Si el cuerpo legislativo no participa en la función
constituyente, una Constituyente tampoco posee potestad legislativa. Tiene únicamente un poder: el de
determinar los órganos que habrán de ejercer por la nación las diversas potestades a constituir. Así pues, si
bien es verdad que preexiste al cuerpo legislativo cierta voluntad nacional que se halla realizada en el
órgano constituyente, al menos conviene reconocer que dicho órgano sólo proporciona una voluntad a la
nación desde el punto de vista constituyente, y que no engendra directamente en ella una voluntad
legislativa. La potestad legislativa no se encuentra en las asambleas constituyentes, y éstas tampoco la
delegan en las asambleas legislativas, aunque establezcan estas últimas y Fijen competencia.
1004

caso del tutor, de ello resulta una simple representación, pues en todas estas
situaciones la voluntad del que actúa por cuenta ajena se encuentra subordinada,
bajo una u otra forma, a la voluntad o a los derechos superiores del principal
interesado, al que no hace más que representar.413 Por el contrario, si es la
voluntad de la persona por la que se habla la que depende, en cuanto a su
formación, de la voluntad del que habla, entonces ya no hay representación de
una voluntad por otra, sino que la persona que habla aparece como el órgano de
la que sólo por ella puede hablar.
De esto se deduce que las personas físicas encargadas de enunciar voluntades
en nombre de una colectividad poseen carácter de órganos o de representantes
según que hayan recibido el poder de querer de un modo discrecional por el ser
colectivo o se hallen dominadas por una voluntad superior que ya se encuentra
realizada en el ser colectivo por medio de sus órganos.414 Ahora bien, según los
principios del derecho público fundado en Francia en 1789-1791, es indudable que
una vez creada la Constitución por la nación, por medio de su órgano

413
En este sentido precisamente es en el que, en la esfera del derecho privado, y siguiendo en ello el
ejemplo de los romanos, los juristas llaman a veces al representante el "dueño del asunto". Esto ocurre,
particularmente, en el caso de la gestión de negocios (Código civil, arts. 1373 y 1375). ¿Puede decirse
asimismo, en derecho público, que, según el régimen representativo, el pueblo es el amo, y que está
representado por sus elegidos? A esta cuestión contestan los autores, ya como Hauriou (ver n. 27, p. 942,
supra), afirmando la autonomía de los representantes", ya como Esmein (Éléments, 7º. ed., vol. i, p. 402),
diciendo que "lo que caracteriza a los representantes del pueblo es el hecho de que son llamados a decidir
arbitrariamente en nombre del pueblo".
414
El derecho público alemán ofrece un conocido ejemplo de esta distinción. Junto a sus príncipes y
senados, que eran órganos propios de cada uno de ellos, los Estados alemanes de antes de 1918 tenían
también, en el Imperio, un derecho de representación que se ejercía en el seno del Bundesrat. En efecto,
éste se componía de delegados, enviados por los diversos Estados confederados, y que la Constitución del
Imperio (art. 6) caracterizaba como "representantes" y "apoderados" de cada Estado. Este calificativo se
justificaba porque los delegados de los Estados ante el Bundesrat habían de conformarse a las instrucciones
que habían recibido de sus Gobiernos respectivos, que los habían nombrado y con relación a los cuales eran
responsables de sus votos: eran, por lo tanto, pura y simplemente, mandatarios. Así pues, mientras que los
príncipes y los senados alemanes, para cada Estado, eran los órganos constitucionales de una voluntad
estatal por formarse y que se formaba efectivamente por ellos, los miembros del Bundesrat habían de
expresar representativamente en esta asamblea una voluntad estatal ya constituida, la misma que se había
manifestado en las instrucciones dadas a cada uno de ellos por sus Gobiernos particulares (Laband, Droit
public de L’Empire allemand, ed. francesa, vol. I, pp. 365 ss., 383 ss.). En cuanto al Bundesrat, como colegio,
era un órgano, el órgano supremo del Imperio. Hoy día, el Reichsrat, que sucedió al Bundesrat, pero que
sólo posee una pequeña parte de la potestad del antiguo Consejo federal, es igualmente una reunión de
representantes de los diversos Lánder comprendidos en la República imperial (Constitución del 11 de agosto
de 1919, arts 60 ss.): el Reichsrat, en efecto, está compuesto de miembros de los Gobiernos de los Lander,
que son delegados en él por esos mismos Gobiernos (ver, sin embargo, en cuanto se refiere a Prusia, la
particularidad establecida en el art. 63). Por otra parte, cabe preguntarse en qué cualidad los Lánder reciben
en él una representación. La cuestión de saber si tienen carácter de Estados es, en efecto, dudosa (ver, a
este respecto y en sentido diverso, los estudios sobre la nueva Constitución alemana de Stiér-Somlo, pp. 79
ss., de Giese, 2" ed., pp. 65, 200-201, y los autores citados por este último). La modicidad misma de los
poderes del Reichsrat podría inducir a pensar que el Imperio, actualmente, no es ya un Estado federal, sino
un Estado unitario con federación de los países contenidos en él.
1005

constituyente, las autoridades constituidas por la nación para querer en nombre


suyo están, con respecto a ella, en una situación de perfecta independencia.
El cuerpo legislativo, en particular, no se limita a expresar a título representativo
una voluntad legislativa preexistente en la nación, sino que quiere libremente por
ésta; en el orden legislativo origina la voluntad nacional; las voluntades que emite
valen por sí mismas, no se determinan por instrucciones previas, se sustraen a
cualquier necesidad de una ratificación nacional y la nación no puede oponerles su
veto; finalmente, el cuerpo legislativo no incurre en responsabilidad con respecto a
la nación a causa de las decisiones que haya podido adoptar. En todos estos
aspectos hay que reconocer que no ejerce un poder de delegado o de
representante,415 sino efectivamente un poder de órgano. Y toda esta
independencia característica del cuerpo legislativo proviene de que, como órgano,
encarna de una manera exclusiva, por lo menos en el límite de su competencia
constitucional, la voluntad entera de la nación —como lo dice Michoud, op. cit., vol.
I, pp. 133 y 143— puesto que, para los objetos comprendidos dentro de este
límite, la nación no puede jurídicamente manifestar una voluntad distinta de la
suya.
En esta manera de definir los órganos constituidos no subsiste sino un solo punto
débil: estos órganos son revocables, la nación puede modificar sus poderes por
una revisión constitucional e incluso puede retirarles completamente su
"delegación"; así lo admitía, efectivamente, la Constitución de 1791, sobre todo en
cuanto se refiere al rey. Así conserva la nación un poder sobre sus autoridades
constituidas; así las mantiene dentro de su subordinación; así también, por tanto,
parece salvaguardarse la idea de representación. Pero esta misma objeción no
puede considerarse decisiva. En efecto, es conveniente observar que, según el
derecho público positivo, la revisión constitucional no puede emprenderse y la
substitución por órganos nuevos de los órganos anteriormente en funciones no
puede realizarse más que por el órgano nacional que tiene competen-

415
El representante está dominado por una voluntad más alta que la suya; se parece en esto .al funcionario,
del que ya se trató en los números 364 ss., supra. No obstante, el representante y el funcionario difieren
esencialmente el uno del otro, pues el primero actúa por representación de una voluntad que es en sí una
voluntad libre. Bien es verdad que la voluntad enunciada poj el representante debe hallarse conforme con la
que representa; pero, en suma, enuncia, a ir propio riesgo, Uta voluntad libre. El funcionario, por el
contrario, sólo es el agente de ejecución subalterno de lu voluntad que lo domina.
1006

cia para expresar a dicho efecto la voluntad de la nación, o sea por el órgano
constituyente, por el mismo que instituyó a las autoridades que ahora se trata de
destituir. Ahora bien, acaba de demostrarse que la institución de estas autoridades
por el órgano constituyente no es una operación de mandato; por lo tanto, el acto
por el que este mismo órgano les retira su anterior potestad tampoco puede
constituir una revocación de mandato. Al admitir un estatuto y órganos nuevos, la
nación no hace sino darse un nuevo modo de formación de su voluntad y de su
potestad en el orden de las funciones y de los poderes constituidos. En una
palabra, por encima y por fuera de los órganos variables de la nación no existe
una voluntad nacional de la que éstos serían los representantes revocables, sino
que la voluntad nacional sólo puede constituirse, en derecho, por medio de los
órganos encargados de producirla en cada una de las esferas de actividad estatal
de la nación.416
379. C. Aclarado así el concepto de órgano de Estado, conviene ahora
precisar su alcance. Las mismas precisiones que van a dársele acabarán de
proporcionar su justificación.
Considerando que hubo que buscar otra palabra diferente a la de
representación para caracterizar de modo exacto la relación que se establece
entre la nación y las personas encargadas de querer por ella, la palabra órgano es
un término felizmente escogido, en cuanto expresa naturalmente, en esta materia,
dos ideas principales sobre las cuales conviene insistir:
a) Significa, ante todo, que el individuo que desempeña la función de
órgano opera, no ya como pudiera hacerlo una persona que ejerza, como t a l , un
poder del que fuera el sujeto especial, sino realmente como un instrumento del
que se vale el ser colectivo para el ejercicio de poderes que sólo a él le
pertenecen.
Es evidente que el papel que personalmente desempeña el individuo
órgano en la formación de la voluntad nacional es considerable. Y hasta se puede
reprochar a algunos autores que no hayan reconocido e indicado

416
La teoría de la delegación de la potestad soberana por la nación, después de haber sido durante mucho
tiempo la teoría preponderante en la doctrina del derecho público francés (Duguit, Traite, vol. I, pp. 303 ss.,
338 ss.), es rechazada hoy por la mayor parte de los autores: por Duguit (loe. cil., p. 299), por Michoud (op.
cit., vol. i, pp. 287 ss.), por Hauriou (Principes de droit public, 1ª. ed., pp. 419 ss.; cf. 2» ed., pp. 637 ss.), que
la llama " l a llaga del derecho constitucional francés". Hauriou (op. cit., pp. 434 ss.) propone substituir la
teoría de la delegación por la idea de la "investidura", la cual, a primera vista, parece aproximarse a aquella
otra, anteriormente expuesta, según la cual, al darse constitucionalmente órganos, la nación crea su
potestad de querer. Sin embargo, la teoría de la investidura, tal como la entiende Hauriou, se reduce en
último término a la de la delegación. En efecto, él mismo declara (op. cit., 1' ed., pp. 438 y 442) que "existe
en la investidura una especie de mandato" dado por la nación a las autoridades que inviste. Ahora bien, la
idea de mandato implica forzosamente la idea de transmisión de poder.
1007

bastante el carácter evidentemente personal, en ciertos aspectos, de la actividad


que consiste en querer por la nación. Entre los partidarios de la teoría del órgano,
en efecto, hay muchos que sostienen que el individuo órgano no tiene más función
que la de expresar una voluntad cuyos elementos constitutivos se encuentran ya
contenidos, al menos en estado latente, erf la nación. "Lo que se le pregunta al
órgano —dice por ejemplo Mestre (op. cit., p. 2 2 1 )— no es su parecer personal
sobre determinado objeto, sino cuál es, respecto de esta materia, la voluntad
general o corporativa." Esto es tanto como decir que el órgano sirve para expresar
la voluntad efectivamente preponderante en el grupo. Otros, como Gierke (ver pp.
993 ss., supra), pretenden que el órgano traduce al exterior una voluntad colectiva
que existe realmente en el interior de la comunidad y que es la resultante o la
síntesis de todas las voluntades particulares que se combinan en ella, de suerte
que las decisiones emitidas por el órgano habrían de considerarse como el
producto destilado de todas estas voluntades particulares, fundidas en una
voluntad unificada. Pero este modo de comprender el papel del órgano no está
conforme con la realidad de las cosas. En realidad, las personas colectivas
carecen de voluntad propia; las decisiones tomadas por el órgano se basan en un
acto de voluntad personal de éste. Sólo desde el punto de vista jurídico puede y
debe el órgano ser considerado como enunciando la voluntad de la colectividad.
Cuando se dice que esta colectividad quiere por sus órganos, hay que entender
esto —como lo indica con mucha exactitud Michoud (op. cit., vol. i, p. 1 3 9 )— en
el sentido de que, en v i r t u d del estatuto jurídico del grupo organizado, se
considera como voluntad del ser colectivo lo que quiere el órgano. El acto de
voluntad de la persona órgano es, según el mismo autor, "atribuido" por el derecho
a la persona colectiva. Jellinek (L'État moderne, ed. francesa, vol. n, p. 219)
expone un concepto análogo del órgano, definiéndolo como " u n individuo cuya
voluntad vale como voluntad del grupo". Más exactamente aún, puede decirse
que, por su estatuto, las colectividades en general y la nación en particular, se han
apropiado de antemano las voluntades y decisiones emitidas por los individuos
que adoptaron como órganos (cf. supra, p. 5 2 ) .
Así, el individuo órgano es, por decir verdad, el autor de la voluntad
nacional. El papel personal que desempeña en la formación de esta voluntad es
por lo tanto capital. Y sin embargo, es de notarse que, a diferencia de la palabra
representante, que despierta de inmediato la idea de una persona que actúa por
cuenta de otra, la palabra órgano de ningún modo hace resaltar la personalidad
del individuo que quiere por la colectividad. Muy al contrario, esta palabra se
emplea a propósito para ocultar y hacer desaparecer a la persona que desempeña
la función de órgano. Incluso los autores que con más precisión reconocen que la
voluntad del
1008

ser colectivo, en derecho, adquiere su consistencia exclusivamente de la de los


hombres que le sirven de órganos, definen al órgano no como una persona, sino
sólo como un instrumento (Jellinek, loe. cit.) de voluntad de la colectividad. La
razón de ello, dícese, es que el individuo órgano no tiene, como tal órgano,
personalidad propia (Michoud, loe. cit., p. 134). Especialmente las relaciones entre
el Estado y sus órganos, así como aquellas que se establecen entre los múltiples
órganos del Estado, no son relaciones jurídicas entre personas diferentes. El
Estado y sus órganos no forman en conjunto más que una sola y misma persona.
Si otra cosa ocurriera, los conceptos de unidad y de personalidad del Estado no
habrían podido concebirse.
Todo esto es in dudable, y sin embargo esta manera de justificar la teoría
del órgano exige a su vez una nueva explicación. Es cierto, en efecto, que el
individuo llamado a desempeñar el papel de órgano es, en principio, una persona,
un sujeto de derechos. Se le trata como tal desde el momento en que ejerce su
actividad a título distinto del de órgano; incluso en sus relaciones con la persona
colectiva es capaz de derechos y obligaciones cada vez que ejerce con respecto a
dicha persona colectiva alguna facultad inherente, no a su función de órgano, sino
a su personalidad individual. ¿Cómo puede ocurrir, pues, que esta personalidad
del individuo órgano se desvanezca, o mejor dicho, que se haga caso omiso de
ella, cuando actúa en su papel de órgano, y por qué no se le considera ya
entonces como parte integrante del ser colectivo, formando con él una unidad
análoga a la que forman entre sí el cuerpo humano y sus órganos?
La explicación de este último punto, naturalmente, es de orden puramente
jurídico. En lo que respecta especialmente al órgano de Estado, se refiere, ante
todo, al concepto moderno según el cual la potestad estatal sólo pertenece al
Estado mismo, o también a la nación (según el punto de vista del derecho
francés), en cuanto ésta se identifica con el Estado. Según dicho concepto, la
potestad que ejerce el órgano no puede considerarse como su propia potestad;
tiene al Estado o a la nación como titular único, y el órgano no es sino su
instrumento de ejercicio. Ya expresaba parcialmente esta idea Loyseau (Traite des
seigneuries, cap. II, n' 7) al decir que " l a soberanía in abstracto es inherente al
Estado, reino o república", y que del Estado "se comunica" ya al pueblo en la
democracia, ya al príncipe en las monarquías. Esta misma idea constituye, en el
fondo, la fuente más importante del principio de la soberanía nacional, tal como lo
adoptó la Asamblea de 1789 como base del nuevo derecho público francés.
Encontró por último su expresión más firme en la literatura alemana
contemporánea, que refiere al Estado, como a su único titular primordial, toda
potestad de dominación; a
1009

pesar de las tendencias que inducían a la escuela monárquica alemana a admitir


que la aparición del órgano es un hecho concomitante con la aparición del Estado
e incluso constituye el hecho generador del Estado, esta escuela afirma que, una
vez formado el Estado, sólo él es el sujeto de toda la potestad de naturaleza
estatal, del mismo modo que el poder* ejercido por un órgano estatal, sea el que
fuere, no se basa en adelante, desde el punto de vista jurídico, sino en el orden
estatutario establecido en y por el Estado; de donde se infiere la distinción
esencial que introdujo esta doctrina entre la soberanía del órgano y la soberanía
del Estado (Jellinek, loe. cit., vol. n, pp. 104 ss., 125).
380. Así pues, la teoría del órgano tiene por objeto, en primer lugar, señalar
que, si bien de hecho la voluntad estatal reside y tiene su origen en los hombres
encargados por la Constitución de querer por el Estado o por la nación, el poder
que ejercen estos individuos no es en ellos una potestad originaria, un derecho
propio, sino una simple competencia estatal, es decir, una potestad que se ejerce
por cuenta exclusiva del Estado. No obstante, aun partiendo de la idea de que el
Estado es el titular primitivo de la potestad soberana, ¿no podría admitirse que,
por la Constitución, delega esa potestad en las personas o asambleas que poseen
su ejercicio? ¿No es suficiente el concepto de delegación para indicar que estas
personas o cuerpos sólo poseen una potestad prestada? Y, por consiguiente, ¿no
podrá este concepto prestar los mismo servicios que el de órgano?
Ya se contestó antes a esta pregunta (ver pp. 1001 ss.) que el Estado no
transfiere por la Constitución su potestad, sino que se la crea al organizaría. Pero,
además, la construcción jurídica que se resume en la idea de delegación es
inconciliable con el principio de la necesaria unidad del Estado, y sería contraria a
la doctrina misma, antes recordada, según la cual la potestad estatal sólo puede
concebirse en el Estado; pues implicaría, según la acertada observación de
Jellinek (loc. cit., vol. I I , p. 250), que el Estado reconocería junto a sí, en la
persona del delegado, un segundo titular de su potestad, y así originaría un
dualismo en oposición directa con el objeto mismo que persigue la doctrina
moderna del Estado, único posible sujeto de la soberanía. Este fin sólo puede ser
alcanzado mediante una condición: que se establezca efectivamente que, al
recurrir a personas físicas para el ejercicio de la potestad estatal, la Constitución
no las inviste de dicha potestad como delegados, como personas jurídicamente
distintas del Estado, sino que con ello no hace sino constituir la personalidad del
Estado mismo, asegurándole a éste órganos que no constituyen sino un todo con
él. Por lo tanto, el individuo órgano no ejerce un derecho propio, ni tampoco un
derecho delegado; no es, en modo alguno, un sujeto de derechos, al menos
1010

como órgano; luego tampoco posee, como órgano, la cualidad de persona. Todo
esto es tanto como decir que la potestad estatal- no es de las que se prestan a
delegaciones, no sólo porque una delegación de soberanía equivaldría a una
enajenación, como lo demostró Rousseau (Contrat social, l i b . I I , cap. i y l i b .
III, cap. x v ) , sino sobre todo porque, si se admitiese la posibilidad de transferirla
a personas diferentes del Estado, se destruiría por ello mismo su carácter
esencial, que consiste en ser una potestad estatal, es decir, una potestad que sólo
se concibe en el Estado (cf. supra, n" 86).
Tal es también el sentido de la proposición, tan frecuentemente reproducida
en la literatura actual, de que el órgano ejerce, no ya un derecho subjetivo ni una
capacidad conferida a la persona que desempeña la función orgánica, sino
únicamente una competencia estatal (ver para la precisión de esta idea los núms.
424 y 428, infra). En estas condiciones, nada se opone a que el Estado posea
múltiples órganos, entre los cuales se repartirán competencias diversas. La unidad
del Estado no puede comprometerse con esto, pues, por su íntima unión con el
Estado, los múltiples órganos no constituyen con él sino un sujeto único. También
resulta de esto que, si se suscitaran entre estos órganos dificultades de orden
jurídico referentes a la extensión de sus competencias particulares, este l i t i g i o ,
por más que se instruyera en forma de proceso, no podría considerarse como un
verdadero proceso entre personas adversas y que hicieran valer sus respectivos
derechos, pues todo conflicto de este género sólo puede dar lugar a un simple
arreglo de competencias en el interior del Estado, sujeto común de los derechos y
poderes aplicados por sus órganos (Jellinek, loe. cit., vol. II, p. 249; Michoud, op.
cit., vol. I, pp. 146, 285; cf. n. 8 del n* 428, infra).
381. Tal vez se diga que toda esta construcción abstracta del sistema del
órgano de Estado no altera en nada el hecho de que, en definitiva, la voluntad del
Estado se reduce a la de los individuos que pasan por sus órganos. Pero sería un
error creer que la teoría del órgano sólo presenta un interés de orden especulativo
y que está desprovista de valor práctico. No solamente es la única que puede
explicar los hechos de que derivan los caracteres distintivos del Estado corporativo
moderno, como lo reconocen sus mismos adversarios (Duguit, L'État, vol. i i , pp.
50-51), sino que, además, proporciona la solución de muchas cuestiones que sin
ella quedarían indecisas.
Desempeña, por ejemplo, un papel decisivo en la cuestión de saber si las
personas o cuerpos designados por la Constitución para ejercer tales o cuales
atributos de la potestad del Estado pueden delegar total o parcialmente su poder
en otras autoridades, que les substituirían así en el
1011

cumplimiento de su labor. Si no se admite la teoría del órgano, cabrá vacilar al


discutirles esta facultad. El titular de un derecho subjetivo tiene libertad de
disponer de su derecho trasmitiéndoselo a otro. Incluso un representante, un
mandatario por lo menos, puede encargar a un tercero que ejecute el mandato en
su lugar (Código c i v i l , art. 1994; Aubry y Rau, Cours de droit civil franeáis, 5*
ed., vol. v i , pp. 173 ss.; cf. Esmein, Éléments, 1* ed., vol. i, p. 469 n.). Por el
contrario, la posibilidad de tal substitución por parte del órgano no puede
concebirse ni por un instante, pues en el poder ejercido por él no existe nada
subjetivo. El órgano no posee un derecho delegado y susceptible de
subdelegación, sino únicamente una competencia que ha de ejercer en los
términos mismos, o sea dentro de las formas y bajo las condiciones en que le ha
sido atribuida por la Constitución (sobre esta cuestión ver las observaciones que
se presentaron supra, p. 5 4 1 ; cf. Esmein, "De la délégation du pouvoir législatif",
Revue politique et parlemeníaire, vol. i, pp. 202 ss.).
El interés práctico de la distinción entre el órgano y el representante se
descubre también al abordar la cuestión de las responsabilidades que pueden
incumbirles respectivamente. Así como el representante responde normalmente
de los actos punibles que haya podido cometer en el ejercicio de su función, la
irresponsabilidad que es propia del Estado, al menos dentro de la esfera del
derecho interno y en lo que concierne a aquellos de sus actos que se refieren al
ejercicio de su pura potestad imperativa (ver supra, pp. 207 ss.), implica
necesariamente la irresponsabilidad correspondiente de sus órganos, ya que
éstos, cuando funcionan dentro de la órbita de su competencia, son el mismo
Estado que quiere y actúa. Este es, en gran parte, el fundamento de la
irresponsabilidad, que constituye uno de los rasgos característicos de la condición
jurídica del órgano de Estado propiamente dicho, o sea de las personas o
asambleas que tienen el poder de querer por el Estado de un modo totalmente
independiente. Tal es el caso de una Constituyente, del monarca en el régimen de
la monarquía pura y del cuerpo legislativo. Recíprocamente, las personas
colectivas distintas del Estado, que carecen de potestad dominadora, no pueden
atrincherarse detrás del principio de la irresponsabilidad que deriva, en provecho
del Estado, de la energía especial de su poder. Así pues, la teoría del órgano
entraña, por lo que a aquéllas se refiere, la consecuencia de que serán
directamente responsables, civil e incluso penalmente, de los actos punibles o
delictivos que pudieran cometer sus órganos con ocasión y en el ejercicio de sus
funciones, pues, mediante el órgano, es la colectividad misma la que quiere y
actúa; la falta del órgano es, pues, la falta de la colectividad misma (sobre la
responsabilidad de las personas colectivas por la actuación de sus órganos, ver
Michoud, op.
1012

cit., vol. i i , cap. x, y sobre la del Estado, ibid., vol. i, pp. 272 55., vol. 11, pp. 231
ss., 257 ss., con la bibliografía indicada en esos diversos l u gares).417
382. b) La palabra órgano tiene por objeto, en segundo lugar, señalar que el
órgano no se identifica con las personas físicas que desempeñan la función
orgánica. A diferencia de la palabra representante, que llama directamente la
atención sobre la persona que ha de actuar por otra, la palabra órgano hace
abstracción de los individuos encargados de querer por el Estado. Es un término
impersonal, que únicamente se refiere a la organización estatal y que relega al
último plano a los indivi-

417
Otra consecuencia, ya señalada (p. 761), de la teoría del órgano es que los acuerdos o manifestaciones de
voluntades comunes e idénticas que pueden producirse entre autoridades encargadas de querer en nombre
del Estado no pueden constituir contratos en el sentido propio de la palabra. Tanto si las dos Cámaras que
constituyen el cuerpo legislativo se ponen de acuerdo y ocurre así después de negociaciones entre ellas para
adoptar un texto, como si la ley se engendra en concurso por las voluntades concordantes del Parlamento y
de un monarca, es muy posible que exista aquí un caso de Vereinbarung (Jellinek, System der subjektiven
óffentl. Rechte, 2* ed., pp. 204 ss. ) , pero no existe, en ningún grado, acto contractual, puesto que un
contrato supone tratos entre personas diferentes; y las dos Cámaras, el Parlamento y el monarca, quieren
en nombre y por cuenta de una persona única, que es el Estado; tales autoridades actúan en este aspecto
como órganos de la persona estatal, o mejor dicho, constituyen el órgano complejo de la legislación. Con
mayor razón, no pueden considerarse dentro de la categoría de los contratos los entendimientos o
acuerdos, por lo demás frecuentes en la práctica, que se producen entre servicios administrativos, por
ejemplo entre diferentes ministerios; pues un ministerio, aunque se le considere en la persona de su jefe, el
ministro, ni siquiera es un órgano de la persona estatal, sino únicamente un departamento, una subdivisión
del organismo administrativo. Un contrato propiamente dicho no puede concebirse entre dos ministerios,
como tampoco puede concebirse entre oficinas de una misma casa de comercio. Cuando dos órganos o
servicios administrativos entran en negociaciones y llegan a un arreglo, es siempre y únicamente el Estado el
que, en definitiva, habla y actúa por ellos; ahora bien, el Estado no puede contratar consigo mismo,
obligarse a sí mismo. Por lo que se refiere especialmente a los servicios administrativos, sus agentes sólo
operan como autoridades subalternas subordinadas a una autoridad estatal superior y común, que puede
anular los actos concluidos entre ellos; tales actos, pues, no pueden originar entre ellos lazos contractuales,
que constituyan obligaciones efectivas. Diferente es el caso en que se concluyese un convenio entre el
Estado, actuando a través de sus órganos o agentes competentes, y, por ejemplo, un municipio: el concepto
de contrato se encuentra aquí plenamente realizado, ya que el municipio es una persona administrativa
distinta. Ni el órgano del Estado, ni los servicios públicos o departamentos ministeriales del Estado, poseen
ese carácter de personas jurídicas distintas. Ver, además, en la obra anteriormente citada de Michoud, vol.
1, pp. 133, 143-144, la enumeración de otros múltiples intereses que se refieren a la distinción entre el
órgano y el representante. Por ejemplo, en lo que se refiere a los poderes electorales que corresponderían a
una colectividad, debe observarse que, en principio, el derecho de voto no puede trasmitirse a un tercero:
este derecho, por lo tanto, no es susceptible de ejercerse por un representante (ver no 420, infra); por el
contrario, es natural que el poder electoral de la colectividad se ejerza mediante el órgano de ésta, ya que,
al no constituir el órgano sino un todo con la persona colectiva, te esta persona misma la que, a través de su
órgano, hace uso de su derecho de voto.
1013

duos, cuyo concurso es indispensable sin embargo para el funcionamiento de esta


organización. Indudablemente, el valor y las actitudes personales de los hombres
que sirven de órganos al Estado tienen para éste gran importancia desde el punto
de vista político; pero desde el punto de vista jurídico, la consideración de su
individualidad es indiferente. La razón de ello es que no hay que confundir al
órgano con la o las personas que se hallan, en un momento determinado,
investidas de un cometido orgánico (Jellinek, L'État moderne, ed. francesa, vol. I I ,
pp. 251 ss.; G. Meyer, op. cit., 7* ed., p. 18, texto y n. 4 ).
Así ocurre en cuanto al órgano legislativo. Ante todo, hay que tener por
cierto que el órgano legislativo no es cada diputado en particular; e incluso,
aunque esto sea discutido, no puede decirse que cada diputado sea un órgano
legislativo. El órgano legislativo es únicamente el cuerpo de diputados, tomado en
su conjunto y estatuyendo por mayoría de sus miembros (Saleilles, Nouvelle
Revue historique, 1899, p. 600; cf. Duguit, L'État, vol. II , pp. 148-149; Michoud,
op. cit. vol. i, p. 145; en sentido contrario, ver Saripolos, op. cit., vol. I I , pp. 86
ss.). La Constitución de 1791 (tít. III, preámbulo, art. 3) lo decía claramente: " El
poder legislativo se delega en una Asamblea nacional, compuesta de..." El art. 2
(ibid.) repetía: "Los representantes son el cuerpo legislativo y el rey" (cf. tít. III ,
cap. n i , sección 1ª, art. 1º: " La Constitución delega en el cuerpo legislativo los
poderes siguientes..."). Bien es verdad que otros textos (por ejemplo, tít. III,
preámbulo, art. 3; cap. I, sección P, arts. V ss., y sección 3ª, arts. 1' ss., 7) daban a
cada diputado individualmente el nombre de representante. Pero esta calificación
no estaba en absoluta conformidad con las ideas que habían inspirado la creación
constitucional del régimen representativo en 1789-1791; existe sobre este punto el
testimonio de Sieyés, uno de los promotores de dicho régimen: "Sólo por abuso
tomamos individualmente el título de representantes; aquí no hay más que un
representante, el cuerpo de la Convención" (Moniteur universel, 7 termidor, año m
) . El diputado sólo puede ser calificado como representante en el sentido de que
es miembro del órgano colegiado en que reside el poder representativo.
Pero hay que ir más lejos aún. No sólo el diputado, considerado
aisladamente, no es un órgano, sino que además el órgano legislativo no debe
identificarse con el conjunto de los diputados que componen, en un momento
dado, la asamblea legislativa. Así también, y suponiendo que, según el derecho
establecido por la Constitución de 1875, la función presidencial entrañe para el
Presidente de la República un poder de órgano, el órgano ejecutivo, no se trata de
la persona que, en un momento dado, ocupa la Presidencia, lo mismo que en la
monarquía el órgano real
1014

no se confunde con la persona física que reina en el momento. Así también, el


cuerpo electoral, como órgano de nombramiento, no consiste sólo en aquellos
ciudadanos actualmente en vida que tienen capacidad de electores. La razón de
ello es que los individuos que se suceden en la función de órgano son efímeros y
mudables; en tanto que se renuevan, el órgano, por el contrario, permanece
estable e idéntico. Este es el concepto que expresaban los antiguos legistas
franceses, al decir: " E l rey nunca muere" (Duguit, L'État, vol. i, pp. 332-333). Los
ingleses se expresan del mismo modo: " [ L o s monarcas] Enrique, Eduardo o
Jorge pueden morir, pero el rey les sobrevive a todos" (Jellinek, loe. cit., vol. I I , p.
2 5 3 ) . Asimismo, los hombres que constituyen el cuerpo legislativo pueden variar
durante el curso de las diversas legislaturas, pero las leyes que emanan de estas
sucesivas asambleas quedan como obra de un solo y mismo órgano. En una
palabra, el órgano no es tal individuo o tal asamblea de personas físicas, sino el
Parlamento, el monarca, el Presidente, "como institución", según dice Jellinek
(System der subj. óffentl. Rechte, 2^'ed., p. 138). El órgano es continuo y
permanente. La perpetuidad del Estado no es más que la perpetuidad del
órgano.418

Así se explica que la consideración de los individuos que desempeñan la


función de querer por el Estado no se transparente en la palabra órgano. La
verdad es, en efecto, que el poder orgánico ha sido ligado por la Constitución a la
función de órgano antes que a la persona investida de dicha función.419 Con esto
se confirma la doctrina, ya expuesta anteriormente (núms. 347 y 3 6 9 ) , según la
cual el órgano, si es electivo, o también el representante, como se decía en 1791,
recibe su poder, no ya de la elección, sino de la Constitución misma. Esta doctrina
se halla efectivamente conforme con la idea que se formó la Constituyente del
fundamento de la representación. Según el concepto aceptado en dicha época, es
en la Constitución donde la nación "delega" su potestad en

418
¿No es esa, en el fondo, la verdadera razón por la que se justifica la no caducidad de las proposiciones de
ley adoptadas por la Cémara de Diputados, cuando llega el final de la legislatura, antes de que hayan sido
adoptadas también por el Senado? Las legislaturas sólo son temporales: el órgano legislativo no perece
jamás. Ver sobre este punto y, en parte, en este sentido: Esmein, Éléments, 6* ed., pp. 984 ss.; Hauriou,
"L'institution et le droit statutaire", Recueil de législation de Toulouse, 1906, p. 147 n.
419
Si el órgano se confundiese realmente con la persona física que desempeña su panel, la cualidad de
órgano sería indeleble en dicha persona y todos los actos, cualesquiera que tueien, realizados por ella,
serían actos de órgano, ya que dicha persona es una y permanece siempre igual a sí misma. En realidad, los
únicos actos que, por parte de ella, tengan valor de actos de órgano, son aquellos que realiza a título de
órgano y según las formas especiales que condicionan la actividad del órgano. Así pues, la persona física se
reduce a revestirse de la función de órgano, del mismo modo que un oficial o un funcionario reviste el
uniforme que lo capacita para ejercer los poderes inherentes a su función.
1015

autoridades representativas. La Constitución crea los poderes representativos, en


el sentido de que determina objetivamente los órganos que podrán querer por la
nación, y además regula el modo de designación y la competencia de dichos
órganos. Pero la Constitución no designa subjetivamente a los individuos que
habrán de ejercer el poder representativo, sino que se l i m i t a a f i j a r los
procedimientos mediante los cuales estos individuos serán designados
posteriormente. Esto es evidente para el cuerpo legislativo, pues la Constitución
instituye y organiza un colegio de diputados-legisladores, pero no nombra ella
misma a los diputados. Esto es visible también, en una república, para el jefe del
Ejecutivo, pues la Constitución crea una presidencia a la que tal vez conceda
poderes de naturaleza representativa, pero no puede nombrar a los sucesivos
presidentes. Será, pues, necesario, bajo el imperio de la Constitución y a medida
que se produzca una terminación de legislatura o una vacante presidencial,
proceder a nombramientos o a elecciones que tendrán por objeto designar los
titulares de los poderes representativos. Pero, obsérvese bien, no es en el
momento de la elección cuando se opera el fenómeno generador de la
representación; no es la elección la que confiere al representante la cualidad
representativa, sino que esta cualidad le ha sido atribuida previamente por la
Constitución.420 Asimismo, no es la elección la que crea el órgano, como tampoco
la función instituye ni determina los poderes que entraña. Estos poderes han sido
creados por la Constitución; el elegido los encuentra incorporados a la situación
para la cual se le nombra. En una palabra, la elección sólo designa a los
individuos que habrán de desempeñar provisionalmente el papel de órgano o que
habrán de ocupar los puestos representativos instituidos previamente por la
Constitución. Encontramos así de nuevo la conclusión que ya se dedujo en otro
terreno (ver pp. 930 ss., supra), a saber, que la elección no constituye una
delegación de poder, sino que sólo tiene el alcance de una designación de
personas.421

420
Otra cosa ocurre en las Constituciones plebiscitarias, en las que el plebiscito se refiere a la vez a los
poderes representativos y al hombre que habrá de poseerlos. Aquí, la Constitución confunde al órgano con
el hombre elegido como titular de la función. Esta es una de las principales diferencias que separan al
régimen plebiscitario del régimen representativo.
421
Hauriou (Précis, 6' ed., p. 62) expresó ideas análogas, sólo que en términos que parecen discutibles: " E s
el cuerpo electoral soberano, en el que se encuentra el depósito de la potestad pública, el que, por una
especie de acto creador, pone a disposición de una administración pública el poder, y al mismo tiempo,
delega este poder en órganos. En la realidad de las cosas, esta delegación por el cuerpo electoral no se
renueva totalmente en cada elección. Lo que se renueva es la delegación de los poderes a tal o cual
personaje elegido, pero, en cuanto al poder puesto a disposición de una administración pública para ser
ejercido por sus Órgano*, la delegación es permanente y regulada por la ley. Este arreglo se hace posible
mediante la distinción entre el puesto y el titular del puesto: se regulan por la ley, de una vez Conspor todas,
las atribuciones del puesto, y después se delega a alguien en el puesto." La distinción establecida por
Hauriou entre el puesto y sus sucesivos ocupantes (ver también Principes de droit public, 2" ed., p. 646) es
perfectamente exacta. Pero en modo alguno existe la doble delegación de potestad de que habla dicho
autor. Al organizarse mediante su Constitución, la nación no delega su potestad, sino que la crea, como se
ha dicho anteriormente (p. 1002). Y en cuanto al cuerpo electoral, el acto mediante el cual nombra a los
1016

383. D. Hay queaveriguar ahora —y ésta es una parte a la vez importante y


delicada del asunto— de quién o de quiénes son órganos los individuos o
asambleas investidos del poder de querer por la nación. Acerca de este punto, el
pensamiento de la Asamblea nacional de 1789 no deja lugar a dudas. Son los
órganos de la nación; y la Constituyente entendía por ésta la colectividad
indivisible y permanente de los nacionales. Mediante su Constitución, la nación se
ha dado órganos para expresar su voluntad. En adelante, las decisiones
formuladas por esos órganos constitucionales habrán de ser consideradas
jurídicamente como la voluntad del cuerpo nacional. Y la Constituyente no
distinguía, a este respecto, entre los órganos electivos y los órganos no electivos,
pues según la Constitución de 1791, el rey y la Asamblea legislativa eran
"representantes" de la nación con el mismo título y en el mismo sentido.
Evidentemente, los poderes o atribuciones de la Asamblea eran notablemente
más extensos y más fuertes que los del monarca. No obstante, en lo que se refiere
al fundamento del carácter representativo de estos órganos, la Cons-

individuos que desempeñarán el papel de órganos consiste en una simple designación de personas y no en
una operación de trasmisión de poder.
No puede aceptarse, pues, la doctrina emitida sobre este punto por Duguit (L'État, vol. I I , pp. 173-174;
Traite, vol. i, pp. 338-339), quien enseña que, según la Constitución de 1791, los diputados, en la elección,
reciben un mandato que les da la nación, de modo que "adquiere la asamblea, por el hecho de la elección, el
derecho de querer por la nación". Suponiendo que el régimen representativo se fundara en un verdadero
mandato, lo que —como se ha visto (n9 377)— no era el caso del sistema de 1791, este "mandato" hubiera
estado contenido en el acto constituyente, pero no en el acto electoral. No es por la elección como la nación
confiere a sus diputados el poder de querer por ella, sino que se lo ha conferido, de una vez por todas, por la
Constitución que se ha dado. O mejor dicho, lo ha conferido, de una manera impersonal, a la asamblea
legislativa, y es indirectamente también, por el hecho de que lleguen a ser miembros de dicha asamblea,
como los diputados lo adquieren a su vez. En otros términos, el representante no adquiere su carácter
representativo de su origen electivo, sino realmente de la naturaleza de los poderes que la Constitución
confiere a la función de que se halla investido. Así se desprende de los textos constitucionales de 1791 y de
las explicaciones que dieron los primeros constituyentes. Según estos textos y según el testimonio de sus
autores, para saber si nos hallamos en presencia de un personaje representativo no hay que fijarse en el
procedimiento que sirvió para nombrar a dicho personaje, sino interrogar a la Constitución y ver si confirió a
su función la potestad de querer por la nación (ver n" 369, supra). En todos estos aspectos, es decir, del
mismo modo que la Constitución crea el órgano, reservando para después la designación de los individuos
que habrán de desempeñar la función orgánica, la creación constitucional del órgano o del "representante"
ofrece muchas diferencias con una delegación o un mandato.
1017

tituyente al parecer no admitió que, por efecto de la elección, se estableciera entre


la asamblea de diputados y el pueblo una relación más especial y más estrecha
que entre el último y el rey. El cuerpo elegido de los diputados y el rey son
igualmente representantes en cuanto ambos quieren, cada uno dentro de su
esfera, por la nación.
Y sin embargo, es indudable que la asamblea elegida por los ciudadanos se
halla con respecto al pueblo en una relación muy distinta que el rey. La facultad
que tiene el pueblo de reelegir o de cambiar a sus diputados en cortos intervalos,
le asegura, en efecto, una constante influencia sobre el cuerpo legislativo y unos
medios de acción que no tiene respecto al monarca, ya que éste es independiente
del pueblo a causa de que su título constitucional, aunque pueda revisarse, no
está sometido a una renovación periódica. Pero la Constituyente no se fijó en esta
diferencia, al menos para la determinación del concepto de representación. Desde
el punto de vista representativo, colocó al rey y al cuerpo de diputados al mismo
nivel. Por lo demás, cuando determinó las relaciones del cuerpo de diputados con
el pueblo, la Constituyente se preocupó sobre todo de impedir la subordinación de
los elegidos a los electores (cf. n. 1 del n9 395, infra). No trató de establecer un
sistema de gobierno de opinión, en el cual el país estaría gobernado por sus
elegidos, debiendo éstos permanecer en estrecha unión y en armonía permanente
con él, sino que la idea de los constituyentes de 1791 fué más bien la de que el
pueblo debe tener gobernantes que actúen por su cuenta y realicen sus asuntos.
El único papel del pueblo, en este concepto, es elegir sus diputados, pero esta
elección no tiene más significado que el de una elección y un nombramiento de
personas. En una palabra, la Constituyente orientó al régimen representativo, no
ya en el sentido democrático, ni tampoco en el sentido liberal del gobierno de
opinión, sino realmente en el sentido del gobierno de autoridad. El cuerpo
legislativo emite entonces sus decretos, no bajo el impulso de la voluntad popular
o del sentimiento público, sino puramente en virtud de su propia potestad. Por lo
demás, este concepto gubernamental encajaba perfectamente con las tendencias
interesadas de la clase social que dirigió la Revolución en sus comienzos. Al
asegurar la i n dependencia y la preeminencia de la asamblea electiva, lo mismo
respecto del pueblo que con relación al rey, la burguesía, que contaba con
hacerse elegir y que dispuso de los medios para ello gracias al sistema electoral
establecido en la Constitución de 1791, sólo trataba de asegurar su propia
preponderancia, y con esta intención fundó, en dicha época, un régimen de
representación autoritaria.
En suma, pues, la idea de la Constituyente consistió en admitir que l.is
personas o cuerpos representativos son órganos nacionales, en el sentido de que
en cada uno de los momentos de la vida sucesiva de la nación expresan por sí
mismos y por sí solos la voluntad de la colectividad unificada de los ciudadanos.
Tal es la doctrina que han persistido en sostener los autores que se mantuvieron
fieles a las ideas de los hombres de 1789-1791, y así es también como Esmein
especialmente (Éléments, 7* ed., vol. i, p. 402) entendía la representación, cuando
escribía: "Los representantes son llamados a decidir libre y arbitrariamente, en
nombre del pueblo, el cual se supone que quiere por la voluntad de ellos." Pero,
1018

por otra parte, y por completa que sea la independencia de los representantes, la
Constituyente no dejó de admitir que ejercen sus poderes por representación de la
nación, y ello porque la nación misma los ha capacitado, por su Constitución, para
querer por ella. Como dice Esmein, deciden "en nombre del pueblo" y es el pueblo
mismo el que expresa por ellos su voluntad. Así pues, según el concepto inicial del
derecho público francés, los individuos o cuerpos representativos son realmente
órganos de la nación, o sea de la colectividad de los nacionales, como persona
una, indivisible y permanente.
384. A este concepto se opone otro que, hasta ayer mismo, conservó el
crédito de los autores alemanes. En él no se admite que la nación, o sea la
colectividad de los nacionales formando una persona jurídica, sea susceptible de
tener órganos propios. No hay en el Estado, dice la escuela alemana, más
personalidad estatal que la del Estado mismo. El solo es sujeto de derecho, él solo
es el sujeto de la potestad del Estado. Y por Estado entiende esta escuela una
persona pública totalmente distinta de la nación. Indudablemente, se reconoce en
esta doctrina que la nación es un elemento esencial del Estado y que éste no
podría concebirse sin ella; pero se añade que la nación no es más que uno de los
factores que concurren en la formación del Estado. El Estado, dícese aquí, resulta
ante todo de la organización dada al grupo nacional, por lo que aparece como un
ser orgánico superior a la nación. Esta no se identifica con él, sino que sólo es una
parte del todo estatal. Una vez constituido, el Estado no puede considerarse como
la personificación pura y simple de la nación, lo mismo que la nación no puede
considerarse como el sujeto de los derechos estatales, y por otra parte, la nación
no tiene por sí misma ninguna personalidad propia, ni es titular de derechos
particulares dentro del Estado (ver supra, n 94) .
De esta teoría se deriva la importante consecuencia de que las personas o
colegios designados con el nombre de órganos no son los órganos de la nación,
sino únicamente los órganos del Estado. Y así ocurre incluso en lo que se refiere a
aquellos órganos que los ciudadanos han de elegir por mandato de la
Constitución. Tal es especialmente el caso de las asam-
1019

bleas que proceden de elección popular; el hecho de que sean elegidas por el
cuerpo de ciudadanos no basta a hacerlas considerar como órganos del pueblo;
con este último no tienen más relación que la de la elección; los miembros del
pueblo, al elegir los diputados, sólo realizan un acto de nombramiento; la
asamblea electiva no es un órgano popular, sino puramente u i j órgano del
Estado. En otro tiempo, Laband confirió a esta doctrina la autoridad de su nombre.
Según este autor (op. cit., ed. francesa, vol. I, pp. 442 55.), la calificación de
"representantes del conjunto del pueblo", que se aplicaba a los miembros del
Reichstag por el art. 29 de la Constitución de 16 de abril de 1871, tenía por único
objeto establecer el principio de que el diputado al Reichstag no es mandatario de
su colegio particular y no se halla sometido a las instrucciones de sus electores.
Por lo demás, Laband declaraba que el Reichstag no es, propiamente hablando, ni
una representación ni menos un órgano del pueblo alemán. La razón jurídica que
de ello daba Laband es que " e l conjunto del pueblo alemán no tiene una
personalidad diferente de la del Imperio; no es un sujeto de derechos, y carece
jurídicamente de voluntad".422 " Los miembros del Bundesrat son realmente
"representantes de los Estados confederados", porque estos Estados son a su vez
"sujetos de derechos", que tienen, como tales, órganos propios, por mediación de
los cuales pueden darse delegados o apoderados al Bundesrat. Así, si esta
asamblea, en su conjunto, es un órgano del Imperio, al menos los miembros
individuales que la componen son realmente representantes. Por el contrario, el
pueblo alemán, como no es una persona jurídica, no está capacitado para tener
representantes ni órganos propios. En lo que concierne en primer lugar a los
miembros individuales del Reichstag, la denominación de representantes, dice
Laband, no podría tener ninguna significación jurídica positiva, pues "en toda su
situación jurídica no existe un solo punto subordinado a los principios de derecho
que rigen la procuración, los plenos poderes o el mandato". Por otra parte, en
cuanto al Reichstag mismo, "hay que considerar como no jurídico el concepto
según el cual el pueblo, por medio del Reichstag, que es su representante,
participa continuamente en los asuntos del Imperio". En vano se ha sostenido que
el Reichstag formaba, frente a los Gobiernos autoritarios representados en el
Bundesrat, una asamblea en cuyo seno la voluntad y las aspiraciones del pueblo
alemán, considerado en su unidad federal, hallaban su expresión regular y
autorizada (cf. Deslandres,

422
Esta afirmación de que el pueblo alemán no tiene personalidad propia, por lo demás, no puede
sorprender por parte de Laband. Se encuentra forzosamente llevado a ella por su teoría sobre l:t naturaleza
del Imperio, teoría según la cual —como se vio anteriormente ( p , IOS) di.lio I m p c i i o personifica, no ya al
pueblo alemán, sino a la colectividad de los Estados confederados.
1020

Revue du droit public, vol. xm, pp. 446 ss.). Esta manera de caracterizar a la
Cámara electiva del Imperio quizás esté justificada desde el punto de vista
filosófico, histórico o político, decía Laband, pero desde el punto de vista jurídico
es inconciliable con el hecho de que, según el derecho positivo, la participación del
pueblo en la actividad y en las decisiones del Imperio se reduce únicamente al
poder de nombrar los diputados al Reichstag por medio del sufragio universal.
Seguramente resulta de esto, para el pueblo alemán, cierta facultad de i n f l u i r
jurídicamente en la conducta política del Imperio. No obstante, esta influencia sólo
existe en la medida del derecho electoral que corresponde a los ciudadanos.
Pues, una vez elegidos, los diputados son independientes del cuerpo electoral, y
reciben su potestad, no ya de él, sino directamente de la Constitución. En estas
condiciones no se puede decir que la relación existente entre el Reichstag y el
pueblo sea una relación de representación, sino que sólo es una relación de
nombramiento. La participación del pueblo en la dirección de los asuntos del
Imperio no es continua, en efecto, sino que se l i m i t a a una actuación pasajera,
periódica, consistente en elegir y nombrar a los diputados. Terminada la votación,
cesa toda cooperación del pueblo en las decisiones del Imperio. Laband deducía
de esto que si se persistía en calificar al Reichstag como representación nacional,
no sería "'desde el punto de vista de sus obligaciones y de sus derechos, sino
únicamente desde el punto de vista de su formación y de su composición". En
cualquier otro aspecto, " e l Reichstag, dentro de la órbita de su competencia, se
encuentra, lo mismo que el Emperador, investido de derechos propios e
independientes; y no es representante de la colectividad del pueblo en sentido
diferente a como pueda serlo el Emperador mismo".
Tal es la teoría que, bajo la Constitución de 1871, prevaleció en la literatura
alemana. En Francia, varios autores han llegado a conclusiones análogas
partiendo de la idea de que, en la elección de sus diputados, los miembros activos
de la nación no tienen más papel que el de hacer una elección y un
nombramiento. Michoud especialmente (op. cit., vol. i, p. 289) escribe a este
respecto: " L a elección no es un mandato dado por los electores. Es únicamente
un escoger, un procedimiento de selección imaginado para dar al Estado una
representación capaz de proveer a las necesidades que debe satisfacer."
Saripolos (op. cit., vol. I I , p. 99) formula enérgicamente igual idea: " E l cuerpo
electoral es un órgano del Estado y el cuerpo legislativo elegido por él es otro
órgano del Estado; entre ellos no existen relaciones jurídicas" (ver en el mismo
sentido Orlando, op. cit., Revue du droit public, vol. m, pp. 24 ss. y Principes de
droit public, traducción francesa, pp. 102 ss.; cf. Dandurand, op. cit., pp. 60-72).
385. No obstante, estas conclusiones fueron impugnadas por Jellinek,
1021

que trató, en su Allg. Staatslehre (ed. francesa, vol. II, pp., 271 5 5 ) , de dar una
nueva definición jurídica del régimen representativo, muy diferente de la usual
anteriormente en la literatura del derecho público. Jellinek reconoce (loe. cit., vol.
11, pp. 228-229, 2 4 1 , 274 ss.) que el cuerpo electo de los diputados es
esencialmente un órgano y hasta un órgano directo del Estado; y se pronuncia
también resueltamente contra las teorías que fundan el régimen representativo en
un mandato otorgado por el pueblo a sus elegidos. Pero, añade, por importantes
que sean estos dos primeros puntos, su reconocimiento sólo proporciona un
análisis muy incompleto de la institución de la representación, y sobre todo, no se
puede deducir de este reconocimiento que entre el pueblo y las Cámaras electas
no exista otra relación jurídica que la del simple nombramiento. Considerando esta
deducción, la doctrina reinante cometió la falta de hacer caso omiso del punto
capital de todo el sistema representativo, y también se pone absolutamente en
contra de las realidades de hecho. En efecto, pretender —como lo hace la teoría
clásica de la representación— que después de la elección no persiste ningún lazo
jurídico entre el pueblo y sus elegidos es tanto como decir que para el pueblo es
indiferente que sus diputados hayan sido nombrados por sufragio universal o por
sufragio restringido, por sufragio directo o indirecto. Más aún, según esta teoría,
no podrían establecerse diferencias, en cuanto a sus relaciones con el pueblo,
entre las asambleas señoriales compuestas de miembros hereditarios o de
representantes nombrados por el monarca y las asambleas populares procedentes
de la elección por el cuerpo de ciudadanos. ¿Cómo comprender entonces las
transformaciones tan profundas que se han realizado en los Estados
contemporáneos por medio de reformas electorales tratando de ampliar el derecho
de sufragio, y las luchas apasionadas que el pueblo ha sostenido en todas partes
por la conquista del derecho de voto individual? Del mismo modo, ¿cómo explicar
el sistema de las legislaturas de duración limitada y la necesidad de la renovación
periódica de los poderes de los elegidos, la institución tan característica de la
disolución y, por último, la institución de la publicidad de los debates y de las
votaciones parlamentarias, que tiene por objeto asegurar el control de los
electores sobre los actos de los elegidos? La verdad es que estas múltiples
instituciones no son susceptibles más que de una sola explicación: todas ellas
aparecen como medios de derecho, que tienen por objeto y por efecto convertir a
la asamblea electa en un órgano que represente especialmente al pueblo, es
decir, que sirva especialmente para expresar, en un grado más o menos amplio,
las opiniones y la voluntad del pueblo. Significan , pues, indudablemente, que
entre el pueblo que elige y los órgano estatales elegidos por él existe una relación
jurídica de naturaleza par
1022

ticular, de tal índole que se hace imposible establecer, en el terreno del derecho,
una distinción esencial entre estos órganos populares y los demás órganos de
Estado. Cualquier teoría del régimen representativo que no tenga en cuenta esta
distinción y que asimile ambas clases de órganos bajo el pretexto de que, una vez
elegido, el cuerpo de diputados es independiente de los electores, sólo es, para
Jellinek, una construcción sin fundamento, que no puede dar de este régimen sino
una idea incompleta e incluso falsa.
Según Jellinek (loe. cit., vol. H, pp. 241, 278 ss., 481 ss.), el régimen
representativo moderno implica esencialmente que el pueblo es el órgano o, por lo
menos, un órgano del Estado. Para darse cuenta de ello, según este autor, es
conveniente comparar la democracia directa con la democracia representativa. En
un país de gobierno popular directo como Suiza, el pueblo es un órgano colegiado
del Estado, investido del poder de querer y decidir por sí mismo. En la democracia
representativa, dice Jellinek, el pueblo es también órgano del Estado, sólo que en
vez de querer por sí mismo, quiere mediante un subórgano, la asamblea de
diputados; tiene que elegir dicha asamblea que es especialmente el órgano de la
voluntad popular. El Parlamento es, pues, el órgano de voluntad de otro órgano,
que es el pueblo.
Para comprender debidamente el pensamiento de Jellinek, hay que
observar que mediante su construcción no pretende erigir al pueblo en una
persona distinta del Estado. Muy al contrario, especifica (p. 276, n.) que el pueblo
no posee jurídicamente personalidad alguna fuera de la personalidad del Estado, y
(p. 279) que el pueblo es simplemente un órgano estatal. Así pues, en esta teoría,
sólo el Estado queda como persona jurídica, y el pueblo no se convierte en una
persona especial, cuyo órgano fuese el Parlamento. El Parlamento, como órgano
del pueblo, sólo es el órgano de un órgano estatal; es, pues, en definitiva, un
órgano del Estado mismo. Según la terminología particular de Jellinek (pp. 228-
229), es un "órgano secundario" del Estado, mientras que el pueblo es el "órgano
primario" del mismo. Por otra parte, cuando dice este autor que la asamblea electa
es el órgano popular, de ningún modo entiende con esto que entre el pueblo y
dicha asamblea se establezca una relación de mandato o de concesión de poder;
pues, como se vio antes, lo propio del órgano es querer libremente por la
corporación cuya voluntad expresa; y además, el órgano es instituido por la
Constitución misma, que le confiere directamente la función de querer por la
corporación. Así pues, la asamblea de diputados, aunque ligada al pueblo por una
relación de órgano, no es mandataria del pueblo, sino que recibe su poder
únicamente de la Constitución.
1023

En resumen, según la doctrina de Jellinek, el Parlamento es el órgano de


voluntad del pueblo, siendo éste a su vez órgano de voluntad del Estado. Se
infiere de esto que se caracteriza erróneamente la relación que existe entre el
pueblo y la asamblea electa cuando sólo se dice que el pueblo es un órgano de
creación cuya función se reduce a constituir la asamblea y cuyo papel se agota en
este nombramiento. Este es el punto de vista de Laband. Jellinek, por el contrario,
sostiene que entre el pueblo y la asamblea se constituye no sólo una relación
pasajera y efímera, limitada al momento de la elección, sino en realidad un lazo
permanente, una relación constante de dependencia, que sobrevive a las
operaciones electorales, que subsiste durante toda la legislatura y en virtud de la
cual expresa el Parlamento la voluntad del pueblo, siendo ésta, a su vez, voluntad
del Estado. Sólo de este modo pueden explicarse el fenómeno contemporáneo de
la expansión del derecho de sufragio, la duración limitada de las funciones
electivas, la disolución y otras instituciones del mismo género. Todo esto, concluye
Jellinek (pp. 278-279) es tanto como decir que " e l pueblo y el Parlamento
constituyen, desde el punto de vista jurídico, una unidad" (traducido de la 3* ed.
alemana, p. 583). Porque "el pueblo tiene su organización, en derecho, en el
Parlamento" (ibid.). Y por otra parte, esta organización tiene por objeto y por
resultado unificar al pueblo, en cuanto las votaciones que tienen lugar en el
Parlamento engendran decisiones que jurídicamente constituyen actos de
voluntad unitaria, cualesquiera que sean las discusiones contradictorias o las d i
vergencias de opiniones, inspiradas en consideraciones de interés particular, que
precedieron a la votación, y cualesquiera que sean también las oposiciones que,
en la votación misma, se manifiesten de parte de una minoría más o menos
numerosa. En este sentido es cierto afirmar que cada uno de los miembros de la
asamblea representa al pueblo entero: esta afirmación significa que cada diputado
es parte integrante de un colegio, cuyas voluntades valen como voluntad unificada
del pueblo (ed. francesa, vol. n, pp. 280-281). Y no se objete que el pueblo, para el
ejercicio de su función electoral, queda dividido en circunscripciones separadas y
que, por lo mismo, aparece como desprovisto, ya de organización, ya de voluntad
unitaria. Jellinek descarta esta objeción alegando que en la elección, el pueblo
hace ya acto de voluntad una, pues el objeto buscado por las diversas
circunscripciones electorales no es solamente nombrar c a d a una a su diputado
particular, sino también crear la Cámara que representará al pueblo entero; por
esta unidad de intención se halla real i z a d a , en derecho, la unidad del cuerpo
electoral (pp. 287-288).
386. Partiendo de las ideas que acabamos de exponer, Jellinek consigue
aclarar el concepto de régimen representativo, que, según él, se
1024

refiere al hecho de que, entre los órganos estatales, existen algunos que tienen
carácter especial de órganos populares, en el sentido de que ejercen su función
orgánica por representación del pueblo, considerado éste como un órgano
primario que quiere y actúa por ellos.
En efecto, según Jellinek hay en los Estados modernos dos clases de
órganos: unos representativos y otros que no lo son. Un monarca no es un órgano
representativo, pues no representa a otro órgano, sino que es, puramente y en su
exclusivo nombre, un órgano del Estado. Es un contrasentido, declara Jellinek (pp.
291-292), calificar al monarca de representante de la nación, como lo han hecho
algunas Constituciones, pues entre el rey y el pueblo no existe ni lazo de
nombramiento, ni relación alguna de dependencia. Por el contrario, la idea de
representación tiene su justificación en los órganos que el pueblo elige
temporalmente, y significa aquí que estos órganos son órganos secundarios, o sea
los órganos de un órgano primario, que es la nación o el pueblo. Así, el
Parlamento electo, órgano del Estado, es al mismo tiempo órgano representativo
del pueblo, pues es órgano del Estado en cuanto órgano de la voluntad del pueblo.
Indudablemente, el pueblo no puede enunciar su voluntad directamente por sí
mismo; no puede expresarla sino por sus órganos secundarios, y en especial por
el Parlamento. No obstante, del conjunto de instituciones actuales referentes a la
elección y al funcionamiento del Parlamento se desprende que éste no puede
sustraerse a la necesidad de conformar sus decisiones a las opiniones generales
del pueblo, ni al control popular que tiene por objeto mantener esta conformidad.
En el mismo grado en que se encuentra sometido así a la influencia popular, el
Parlamento aparece, pues, realmente como un órgano especial del pueblo, pues
tiene por función precisa realizar la voluntad de este último, de modo que lo
representa efectivamente. También de este modo, el pueblo aparece a su vez
como un órgano de voluntad del Estado, es decir, no ya solamente un órgano de
creación que no tuviera más papel que el de nombrar un Parlamento, que después
se haría plenamente independiente de él, sino un verdadero órgano primario al
que reconoce la Constitución, realmente, cierta potestad de voluntad y cuya
voluntad halla su expresión representativa en las decisiones del Parlamento.423
Finalmente, debe entenderse por representación, en derecho público, la
relación jurídica que existe entre un órgano de Estado y otra u otras

423
Sobre esta distinción entre el órgano de creación y el órgano primario, por una parte, y entre el órgano
creado y el órgano secundario, por otra, ver Jellinek, loe. cit., vol. I I , pp. 227 ss., 283, y Duguit, Traite, vol. I,
p. 310. A diferencia del órgano secundario, órgano de un órgano primario, el órgano creado no es el órgano
del órgano creador, sino que es completamente independiente de éste, como lo demuestra el ejemplo
clásico del Papa creado por el colegio de cardenales.
1025

varias personas constituidas a su vez en órgano estatal, relación en virtud de la


cual la voluntad formulada por el primero de estos órganos aparece como una
manifestación de la voluntad especial del segundo, sin que éste sea admitido a
querer inmediatamente por sí mismo, de modo que el órgano llamado
representativo debe considerarse como un órgano del órgano representado (pp.
256-257). Tal es el caso de los órganos electivos con respecto al pueblo en los
Estados en que la Constitución reconoce al cuerpo de los ciudadanos cierto
derecho de influencia en la dirección de los asuntos públicos, sin llegar, no
obstante, hasta conferirle la potestad de dirigir por sí mismo esos asuntos. Así
definida, la idea de representación no se restringe a las asambleas nombradas por
los ciudadanos, sino que Jellinek (p. 291) la aplica igualmente, en las Repúblicas,
a los jefes de Estado electivos. Un Presidente de la República no es, como el
monarca, un órgano primario de Estado, sino un órgano secundario, o sea un
órgano representativo del pueblo considerado como órgano primario. La cualidad
de órgano primario del pueblo se afirma aquí por lo menos en el hecho de que el
Presidente es elegido por el pueblo, es decir, bien sea directamente por el cuerpo
de los ciudadanos, bien por órganos nombrados por este último, como los
electores de segundo grado en los Estados Unidos y las Cámaras reunidas en
Francia y en Suiza.424
387. Entre los juristas franceses, Duguit es quien más se acerca
actualmente, con su doctrina sobre el régimen representativo, a las ideas de
Jellinek. Ese autor comienza declarando (L'État; vol. I I , pp. 215 ss.) que no debe
tratarse de definir la representación de derecho público por medio de una fórmula
rígida, tomada de uno de los conceptos jurídicos tradicionales, pues toda
construcción de este género constituiría una tentativa infructuosa. Duguit rechaza,
pues, la teoría del mandato representativo, por más que, según él, sea ésta la
teoría del derecho francés; rechaza igualmente la teoría alemana del órgano. Para
determinar el verdadero alcance del régimen representativo, dice, hay que
atenerse únicamente a los hechos y a una fórmula que sea su traducción fiel.
Ahora bien, ¿cuáles son los hechos? Es verdad que, por una parte, se
observa que, entre los elegidos y los electores, no existe subordinación
propiamente dicha, como la que resultaría de una relación de mandato. Pero, por
otra parte, en las democracias modernas se ve que los gobernantes,
especialmente los legisladores, son nombrados por los ciudadanos. Y si bien este
hecho no es por sí solo decisivo, al menos es significativo

424
Hay que notar, sin embargo, que, según el derecho público francés, el Presidente de la República no es el
representante de las Cámaras reunidas, pues los miembros de éstas sólo concurren a formar, con respecto a
él, un puro órgano de nombramiento (Duguit, Traite, vol. I, p. 310).
1026

que los diputados sólo sean nombrados por un tiempo relativamente corto,
expirado el cual se ven obligados a volver a presentarse al sufragio de los
electores. Estos, pues, al renovarse la legislatura, son llamados a expresar por sus
votos si siguen estando de acuerdo con sus diputados. Esta necesidad de un
acuerdo constante entre el Parlamento y el cuerpo de ciudadanos se revela por
toda una serie de instituciones contemporáneas, especialmente por la disolución
(op. cit., vol. H, pp. 232 ss.), que sólo puede interpretarse como un medio que
sirve para comprobar si la voluntad del cuerpo legislativo sigue estando en
armonía con las voluntades del cuerpo electoral. Estos son los hechos. ¿Qué
conclusiones jurídicas cabe deducir de ellos?
Alejándose de toda fórmula jurídica preconcebida, Duguit contesta que de
todo este estado de cosas se infiere una "asociación particular entre electores y
diputados" (p. 2 1 9 ) . Se trata, pues, de una relación de orden especial, una
relación sui generis, que no tiene semejante en la esfera del derecho privado. Para
caracterizar esta relación hay que considerar su fundamento y su objeto. Desde el
punto de vista de su fundamento, la relación de representación resulta de lo que
llama el autor la "penetración recíproca" (p. 216) entre el pueblo y sus elegidos.
Para aclarar esta penetración, Duguit (loe. cit., pp. 159 y 224; Manuel de droit
constitutionnel, P ed., p. 338 ss.) argumenta especialmente por medio del
contraste que se establece entre las asambleas elegidas por el pueblo y las
Cámaras altas, compuestas de miembros hereditarios o nombrados por el
monarca. Claro está que entre el pueblo y sus diputados, considerados individual
o corporativamente, hay un lazo particular y afinidades que no se encuentran ya
en el caso de las Cámaras no elegidas. Este lazo forma el elemento constitutivo
de la representación del pueblo, no habiendo representación más que cuando, por
efecto de este lazo, se establece una penetración recíproca entre el pueblo y el
Parlamento. En lo que concierne a su objeto, la relación de asociación a que se
refiere Duguit se diferencia de una relación de mandato en que no llega a
subordinar rigurosamente las decisiones de los elegidos a las instrucciones
imperativas de los electores; pero, sin embargo, se acerca a ella porque, por una
serie de instituciones combinadas con vistas a este resultado, trata de asegurar
"una conformidad tan grande como sea posible entre la voluntad de los
representantes y la voluntad de los representados" (L'État, vol. I I , p. 2 3 1 ) .
Finalmente, Duguit da del régimen representativo el siguiente concepto: Es un
régimen de solidaridad, fundado en la penetración entre el pueblo y sus
gobernantes y que implica como f i n cierta concordancia entre la voluntad de los
gobernantes y la voluntad popular. Esta definición recuerda mucho la que propuso
Jellinek. Indudablemente entre ambos autores subsiste un grave disentimiento con
respecto a
1027

la apreciación del carácter jurídico con que la asamblea elegida representa al


pueblo: sostiene Jellinek que actúa como órgano del pueblo, mientras que Duguit
rechaza esta aplicación de la teoría orgánica. Pero, por lo demás, ambas doctrinas
ofrecen numerosos puntos de contacto. Así como Jellinek afirma la existencia de
un "lazo duradero" entre el pueblo y sus representantes ( 3ª ed. alemana, p. 585) ,
lazo cuya naturaleza, por lo demás, queda bastante difusa en su teoría, también
Duguit habla de una "asociación particular" entre los electores y los diputados
(L'État, vol. I I , p. 219) y de un cierto "contacto" que, en su opinión, es
indispensable entre ellos para que exista representación (Manuel, 1* ed., p. 339).
Además, así como Jellinek declara (op. cit., ed. francesa, vol. II , pp. 283-284) que
en el régimen representativo la voluntad del Parlamento no puede desviarse
sensiblemente de los propósitos del pueblo, así también dice Duguit que este
régimen implica una "correspondencia" necesaria entre los votos parlamentarios y
la voluntad popular (Traite, vol. i, p. 3 4 1 ) ; y hasta añade que "ha de haber, en lo
posible, adecuación" entre la voluntad del representante y la del representado
(ibid., p. 311). Por último, ambos autores concuerdan en decir que la teoría que
niega la existencia de una relación de derecho entre el pueblo y la asamblea de
los representantes, es inconciliable con los hechos y asimismo impotente para
explicar las instituciones características del sistema representativo moderno
(Duguit, Traite, vol. i, p. 341).
Pero la comunidad de opiniones de ambos autores se desprende sobre
todo del hecho de que uno y otro toman del gobierno directo ciertos elementos
esenciales para su definición del gobierno representativo. Por lo que se refiere a
Jellinek, ya se ha observado (p. 1022, supra) que, lejos de reconocer una
oposición absoluta entre estas dos clases de gobiernos, establece entre las
mismas una comparación y una aproximación. Para comprender el régimen
representativo, dice (loe. cit., vol. I I , p. 2 7 8 ) , es necesario remontarse en
primer lugar hasta el sistema de la democracia directa. En ésta, el pueblo estatuye
por sí mismo sobre los asuntos del Estado; en aquél, estatuye mediante sus
órganos representativos. En ambos casos, el pueblo es órgano estatal primario.
En el fondo, y por el conjunto de su doctrina, considera Jellinek a estos dos
regímenes como variedades de un mismo género, en el sentido de que, tanto en
uno como en Otro, el f i n perseguido es el de asegurar al pueblo determinada
participación en la formación de ciertas decisiones estatales, en virtud del
concepto de que estas decisiones, en principio, deben depender de la voluntad
popular; solamente que en la democracia directa esta participación llega hasta un
poder inmediato de adopción o de negación, que implica la preponderancia
absoluta del pueblo; y en el gobierno representativo se reduce
1028

a una influencia mediata y parcial, que se ejerce por la vía y en la medida del
electorado. En todos estos aspectos adopta Duguit el mismo punto de vista y se
orienta en la misma dirección que Jellinek, pero sobrepasa todavía las
conclusiones de este último, pues no se limita a un acercamiento entre el régimen
representativo y el gobierno directo, sino-que llega a mezclarlos y a confundirlos.
Según Duguit, en efecto, el régimen representativo no trata solamente de dar al
pueblo cierta influencia en la formación de las decisiones estatales, sino que
implica entre la voluntad de los representantes y la de los representados una
"armonía", una "conformidad", que son, dice, " l a esencia misma de la
representación" (L'État, vol. i i , p. 232). Partiendo de esto, dicho autor llegar a
reclamar la introducción, en el gobierno representativo, de instituciones que
constituyen la característica de la democracia directa. Declara especialmente (loe.
cit.) que " u n país que practica el referendum se acerca mucho más a la verdad
del régimen representativo que aquel que no lo ha inscrito en su Constitución".425
425
Idéntica fórmula se encuentra en Hauriou, Principes de droit public, 1ª ed. p. 446: " El referendum,
lejos.de constituir un ataque a los principios del gobierno representativo, es una consecuencia del mismo."
Por otra parte, Hauriou estima que, a falta de referéndum propiamente dicho, el pueblo francés tiene, desde
ahora, cierto poder de ratificación con respecto a sus leyes. En este sentido dice (loe. cit., p. 44) que " l a ley
moderna postula el consentimiento del pueblo", como antiguamente lo hacía la ley romana. Y también
(ibid., p. 445) : "En nuestro régimen actual aparece el Parlamento como un mecanismo constructor, que nos
propone una serie de leyes y que, además, las declara aplicables por ejecución previa, para que las
experimentemos. Pero esta aplicación previa es como provisional, y se entiende que si la nación no quiere
esa ley, manifestará su voluntad en las próximas elecciones, y entonces se cambiará. La ley sólo es votada ya
a beneficio de inventario... Por el momento, en Francia, la nación ejerce su poder de aceptar o rechazar las
leyes bajo la forma difusa de la adhesión lenta o, por el contrario, de la manifestación electoral hostil" (cf.
op. cit., 2ª ed., pp. 656, 810). En su estudio sobre La souveraineté nationale. pp. 118s.s., Hauriou llega más
lejos aún: mientras que, mediante la voz del referendum, los ciudadanos activos son los únicos consultados,
"existe —dice— en nuestro régimen constitucional una verdadera ratificación por la voluntad general" de la
obra legislativa de los "representantes"; y esta voluntad general, añade, si bien no se manifiesta sino por
adhesiones tácitas o implícitas, al menos es mucho más extensa que la voluntad del cuerpo de ciudadanos
activos, ya que es la voluntad del conjunto del pueblo y, por consiguiente, una "voluntad unánime". Pero
cabe objetar que la voluntad general así entendida no tiene medio jurídico de manifestarse; así pues, la
determinación del contenido positivo de esta voluntad se muestra siempre rodeada de oscuridad y de
incertidumbre. De hecho, la supuesta ratificación por la voluntad general, a la que se refiere Hauriou, muy
raramente será obra de la unanimidad del pueblo; ni siquiera supone siempre la adhesión de una verdadera
mayoría, sino que a veces sólo depende de la voluntad del partido o de los grupos sociales que, por razones
políticas, económicas o de otra clase, tienen una influencia preponderante en el país y consiguen así
imponer al conjunto de ciudadanos sus sentimientos y sus preferencias. En cuanto al poder electoral que
pertenece al pueblo, tampoco constituye un poder de ratificación. Indudablemente, los electores tienen la
facultad de nombrar nuevos diputados que desharán la obra de las legislaturas pasadas. Pero los electores
no se encuentran en la posibilidad de formular su juicio sobre cada una de las leyes adoptadas en el
transcurso de la legislatura que termina; siendo indivisible su voto, tal vez pueda tener el valor de una
aprobación de conjunto, pero su carácter global le quita el alcance de una adhesión libre e integral. Más de
una ley se encuentra as! consolidada cuando, sin embargo, no hubiera obtenido la mayoría de los votos del
país de haber sido objeto de una consulta directa y especial del sufragio universal. Ahí está la diferencia
capital entre el régimen representativo y la democracia propiamente dicha, que implica que toda ley
recientemente adoptada habrá de someterse a la aprobación popular. En estas condiciones, y sea la que
fuere la posible acción del cuerpo electoral sobre la lex ferenda, no es exacto pretender que la lex lata recibe
1029

En efecto, es cierto que si el régimen representativo se basa en la y el pueblo, se


impone al referendum como una práctica indispensable, pues la consulta al pueblo
es el único procedimiento que permite comprobar con precisión y certeza si la
decisión tomada por los representantes es adecuada a la voluntad de los
representados. Por estos motivos considera Duguit al referendum como totalmente
"conforme con la esencia misma del régimen representativo" (Traite, vol. i, p. 335),
y concluye que esta institución constituye el complemento necesario (ibid., p. 341)
de dicho régimen.
388. ¿Qué debe pensarse de estas diversas doctrinas?
Se debe descartar en primer lugar aquella (expuesta pp. 1018 ss., supra)
que considera que los gobernantes son órganos del Estado por oposición a la
nación. Debe descartarse, porque no se puede establecer, entre el Estado y la
nación, ni una distinción absoluta, n i , con mayor razón, una oposición cualquiera.
En el derecho público moderno, y especialmente en el sistema jurídico originado
en los principios que puso de relieve la Revolución francesa, la teoría, hoy
predominante, del Estado corporativo, no puede tener, en sí y en el fondo, sino un
solo significado: implica que el Estado no es más que la personificación de la
nación. El Estado y la nación, bajo dos nombres diferentes, no son sino un solo y
mismo ser. El Estado es la persona abstracta en la que se resume y unifica la
nación. Es, pues, imposible oponer la persona estatal a la nación, pues la misma
palabra Estado no es, en definitiva, más que la expresión de la personalidad
nacional. Indudablemente el concepto de Estado supone la nación organizada,
pues la nación sólo mientras posee una organización unificante puede constituir
una persona jurídica; sin esa organización no sería más que una masa amorfa de
individuos. Pero de esto no resulta que la nación y el Estado sean distintos o
puedan oponerse uno a otro. Si, por

en principio su fuerza de la voluntad y de la ratificación del pueblo. Pero siempre ha) que acabar por
reconocer que Rousseau tenía razón cuando caracterizaba al régimen representativo diciendo que dicho
régimen tiene por objeto y por efecto la subordinación del pueblo i una voluntad más alta que la suya, a la
voluntad de sus elegidos. Ver sobre esta cuestión n. 6 del no. 70 y n. 8 del no. 73, supra, e infra, n. 14 del no.
484.
1030

el hecho de su organización estatal, la nación se convierte en persona jurídica,


esto mismo demuestra que en último término el Estado, como ser jurídico, sólo
personifica a la nación misma. Es asimismo indudable que ni el Estado ni la nación
deben confundirse con la generación pasajera de los nacionales actualmente en
vida. Esta bien puede formar una unidad en el presente, pero sólo tiene una
existencia efímera, mientras que la nación, personificada en el Estado, tiene
carácter de permanencia y constituye una unidad en el transcurso del tiempo, de
modo que, a este respecto, los órganos estatales no pueden considerarse como
órganos del pueblo, si por pueblo se entiende exclusivamente al conjunto de
individuos que componen la nación en un momento dado. No obstante, es
importante observar que, incluso el pueblo así considerado, es sin duda alguna
parte integrante de la nación. Si ésta no se absorbe por entero en él, forma, por lo
menos, el elemento constitutivo de la misma, en cada uno de los momentos de la
vida nacional. Por consiguiente, incluso desde este punto de vista, no pueden ser
considerados como extraños entre sí el Estado y la nación, tomada ésta en su
consistencia actual. Finalmente, pues, no parece posible admitir que los
gobernantes sean órganos del Estado en un sentido que excluya la idea de que
son, al mismo tiempo, órganos de la nación. Son a la vez órganos estatales y
órganos nacionales, porque el Estado y la nación se identifican uno con otro (cf.
supra, núms. 4, 329 y 336).
La doctrina de Jellinek parece al principio más satisfactoria que la que
acaba de ser rechazada. En su teoría del régimen representativo, dicho autor se
propone dejar un lugar especial para la consideración de que, en el Estado
moderno, el cuerpo de ciudadanos participa en la formación de la voluntad estatal
por la influencia que sobre dicha voluntad le proporciona su poder electoral. Para
exponer este hecho, Jellinek califica al pueblo como órgano primario del Estado, y
bajo ese nombre de pueblo entiende —como se desprende visiblemente de toda
su argumentación— no ya solamente la nación como ser permanente constituido
por la serie sucesiva de las generaciones nacionales, sino también la colectividad
de los individuos que en el presente componen la nación. Este conjunto de
nacionales es el que constituye un órgano primario del Estado en cada uno de los
momentos transitorios de la existencia de este último.
Con esto, la teoría de Jellinek parece encajar felizmente dentro de las
Constituciones democráticas modernas, las cuales, sin dejar de colocarse en el
punto de vista de que la soberanía reside, de un modo extraindividual y abstracto,
en el ser sucesivo nación, admite no obstante que el ejercicio de hecho de esta
soberanía, en un grado más o menos amplio, corresponde a la generación actual
de los nacionales. Además, esta teoría tiene el
1031

mérito de señalar perfectamente que la generación actual no es el sujeto exclusivo


de la soberanía; ésta de ninguna manera es un sujeto jurídico, sino únicamente un
órgano: el órgano pasajero del ser continuo personificado en el Estado. Existe
aquí una distinción muy correcta entre el Estado y el conjunto de individuos que
contiene en un momento determinado. Se evita así el error que consiste en
resolver al Estado en sus miembros individuales. La generación viviente no es el
Estado, sino que sólo es el órgano momentáneo del mismo. Por último, al reducir
a una relación de órganos la que existe entre la colectividad nacional actual y sus
gobernantes, esta teoría excluye la idea del mandato representativo que tanto
embrollo sembró en el estudio de la representación de derecho público.
Estos son méritos apreciables. Pero en la construcción de Jellinek se
encuentran también muchos puntos débiles que la hacen inaceptable. Este autor
pretende ante todo que el pueblo, o sea la colectividad nacional actual, es órgano
del Estado. Pero esto, en realidad, no se advierte. En efecto, no es el pueblo en su
conjunto el que desempeña el papel de órgano estatal, sino que de hecho es un
número restringido de miembros del pueblo el que constituye este órgano, a saber,
los ciudadanos activos, aquellos que han sido investidos por la Constitución de la
cualidad especial de electores. Jellinek no ha dejado de darse cuenta de ello. Sin
embargo, deja subsistir a este respecto en su teoría un equívoco y una
incertidumbre. Tan pronto presenta como órgano primario del Estado al pueblo
entero (op. cit., ed. francesa, vol. I I , pp. 279 y 2 8 3 ) , como dice que el órgano
popular es únicamente la parte del pueblo que constituye el cuerpo electoral (pp.
282 y 289; cf. Duguit, Traite, vol. i, pp. 303 y 314). Pero ninguna de estas dos
afirmaciones está justificada.
389. Por una parte, no puede decirse que el pueblo entero sea un órgano
estatal, pues según la acertada observación de Duguit (Traite,vol. I, p. 79: L'État,
vol. II , p. 76) y de Michoud (op. cit., vol. I , p. 289 n.), para poder convertirse en
órgano de una persona colectiva hay que tener capacidad de actuar y de querer,
bien por sí mismo, bien por un órgano preexistente. Una persona física puede ser
órgano del grupo del que es miembro; igualmente, una persona jurídica
organizada puede, mediante sus órganos, querer por cuenta de una corporación
superior en la cual se halla comprendida; así es como, en el Imperio alemán, los
Estados confederados, actuando mediante sus gobiernos respectivos y los
delegados de éstos, constituían, por su reunión en el Bundesrat, el órgano
superior del Imperio. El pueblo, por el contrario, es un conjunto inorgánico de
individuos, que como tal es incapaz de querer y de actuar por el Estado; el pueblo,
considerado en su masa general, no puede por lo tanto constituir un órgano en el
sentido propio de esta palabra.
1032

En vano alega Jellinek que, en el régimen representativo, posee el pueblo en el


Parlamento mismo, y también en el cuerpo electoral, una organización que realiza
su unidad.
Puede contestarse a esta argumentación, en primer lugar, que el cuerpo
electoral" y el Parlamento no son órganos populares preexistentes al Estado, sino
en realidad órganos estatales instituidos a f i n de dar al Estado mismo una
organización. No es exacto, pues, pretender que el Estado encuentra en el pueblo
organizado un ser capaz de llegar a ser su órgano, sino que la verdad es, en
sentido inverso, que la organización estatal proporciona al pueblo órganos de los
cuales carecía anteriormente.426
Además, la doctrina de Jellinek contiene una manifiesta contradicción.
Dicho autor empezó afirmando que el pueblo no tiene personalidad distinta de la
del Estado; pero, por otra parte, sin embargo, sostiene que el pueblo es órgano del
Estado, en cuanto quiere por éste mediante órganos populares, cuerpo electoral y
Parlamento. Ahora bien, si es cierto que el pueblo posee de este modo una
organización propia y especial, de ello resulta lógicamente la consecuencia de que
también constituye el pueblo, dentro del Estado, una persona especial.
Finalmente, pues, la teoría de

426
Este punto es muy importante. Para comprobar la exactitud del mismo, no hay más que considerar el
caso del Estado federal. Este comprende en sí Estados particulares que respectivamente poseen sus órganos
propios, órganos que no les ha dado el Estado federal, sino que ellos mismos se asignaron por sus propias
Constituciones. Por lo tanto, son capaces de querer y de actuar por sus propios medios, y si entonces el
Estado federal quiere asociar a los Estados miembros a la formación de su voluntad, les conferirá el poder
de querer colectivamente por su cuenta por tales o cuales de los órganos especiales que a dicho efecto
designe su Constitución, por sus legislaturas, sus gobiernos o sus cuerpos electorales. Estos intervendrán, a
título secundario, como órganos de los Estados confederados, que así aparecerán como siendo ellos mismos
los verdaderos órganos primarios del Estado federal. Muy diferente es el caso del pueblo en los Estados de
régimen representativo. Aquí, el Estado ya no encuentra al pueblo organizado, y no hace uso de los órganos
preexistentes de éste para utilizarlos por su propia cuenta, sino que la verdad es que la Constitución del
Estado viene a crear, en interés del Estado mismo, órganos tales como la asamblea electiva de diputados, a
los que declara órganos representativos de la nación y por los cuales esta última llega a ser, en efecto,
jurídicamente, capaz de voluntad y de acción. En estas condiciones, la nación o el pueblo ¿cómo podrían ser
calificados como órganos del Estado? ¿Y qué es este supuesto órgano —el pueblo— que sólo puede querer
por el Estado después de que el Estado mismo le creó órganos a dicho efecto? No se objete que existe en el
pueblo una voluntad de hecho, cuya manifestación han de proporcionar los colegios electorales y las
asambleas parlamentarias. Del mismo modo que la Constitución del Estado se reserva la facultad de
determinar superiormente las condiciones en las cuales se nombrarán estas asambleas, así como designar
aquellos de los miembros del pueblo que habrán de tener la condición de electores o los que, por diversas
razones, quedarán privados de dicha cualidad, es evidente que modela por sí misma los órganos que
confiere al pueblo; y por consiguiente, puede decirse que el Estado toma al pueblo por órgano, puesto que
la Constitución no erige en voluntad estatal la voluntad bruta que puede existir de hecho en la masa
popular, sino que sólo reconoce como voluntad estatal del pueblo la de los órganos populares a los que ha
conferido la potestad de querer por cuenta del Estado.
1033

Jellinek conduce a crear dentro del Estado un dualismo de personas, dualismo


que el propio autor ha declarado, en principio, inadmisible (Duguit, L'État, vol. i i ,
p. 77, y Traite, vol. i, p. 79). Jellinek acentúa aún este dualismo cuando, en las
monarquías, opone al Parlamento el jefe del Estado, diciendo del primero que es
puramente un órgano del Estado, mientras, que califica al segundo como órgano
del pueblo; como si, en el Estado, pudiesen concebirse paralelamente dos
organizaciones separadas y diferentes: la del pueblo y la del Estado.427 El derecho
público fundado por la Revolución francesa excluyó este dualismo al formular el
principio de la unidad de la soberanía y al poner de relieve el carácter nacional de
esta última. El concepto que se consagró en 1789 es que el pueblo, o mejor dicho
la nación, constituye un solo todo con el Estado. La organización de la nación la
convierte en un ser unificado, que toma el nombre de Estado. Los órganos
estatales, sean cuales fueren, resultan así, indistintamente, órganos nacionales.
Pero, al contrario que la teoría de Jellinek, la nación no se convierte por esto en un
órgano primario del Estado, sino que, según el derecho francés, es más que un
órgano, es el elemento constitutivo del Estado, o sea el ser personificado por él e
idéntico a él mismo.
390. Si se examina ahora, por otra parte, el cometido que el cuerpo
electoral está llamado a desempeñar en el régimen representativo, ¿podrá
decirse, con Jellinek y con Duguit, que esta parte del pueblo sea un órgano
primario del Estado? Desde luego, es un órgano de nombramiento

427
En vano podrá alegarse que, según el derecho alemán, la unidad del Estado se hallaba salvaguardada por
el hecho de que el monarca era el órgano supremo al que correspondía perfeccionar las decisiones ya
adoptadas por las Cámaras. Según la opinión que prevaleció en la literatura alemana (ver supra, pp. 135 ss.),
las Cámaras, órgano del pueblo, ni siquiera participaban directamente en la potestad legislativa, sino que se
limitaban a dar su asentimiento a la ley. siendo ésta decretada después únicamente por el monarca, órgano
del Estado. No por ello deja de ser verdad que la teoría, anteriormente expuesta, de Jellinek introduce en la
estructura del Estado dos organizaciones diferentes, la del Estado y la del pueblo, las cuales poseen, desde
entonces, un doble efecto personificante: ahí está el dualismo. Respecto de este punto, Laband era más
lógico, cuando, al negar que el pueblo alemán pudiera considerarse como un sujeto de representación
distinto del Imperio, combatía todo pensamiento dualista y se esforzaba por establecer que el Reichstag era,
lo mismo que el Emperador y el Bundesrat, órgano del Imperio exclusivamente (ver pp. 1018 ss., supra). En
efecto, hay que elegir entre los dos términos de la siguiente alternativa: o bien, como pretende Laband, el
Estado se encuentra constituido fuera o al menos por encima del pueblo, y en este caso todas las
autoridades estatales sólo pueden ser órganos del Estado, con exclusión del pueblo; o bien, como implica la
idea francesa de la soberanía nacional, el Estado sólo es la personificación de la universalidad, y en este caso
Ios órganos estatales son, al mismo tiempo y todos indistintamente, órganos de la nación. Podrá discutirse
sobre el valor respectivo de estos dos puntos de vista; pero seguramente no hay lugar, en el moderno
sistema de la unidad estatal, para un tercer concepto según el cual las autoridades constituidas, como lo
sostiene Jellinek, serían unas órganos del Estado y otras del pueblo, oponiéndose éste al Estado o, por lo
menos, siendo considerado como un sujeto de-presentación diferente del Estado.
1034

del órgano Parlamento. Pero el cuerpo de ciudadanos activos ¿es también un


órgano de voluntad del Estado, en el sentido de que las decisiones que tomará el
Parlamento deberían considerarse, según el objeto mismo del régimen
representativo, como la expresión especial de la voluntad de los electores?.
Tanto sobre este punto como sobre el anterior, la doctrina de Jellinek no se
halla, desde luego, en conformidad con las ideas de los fundadores del derecho
público francés ni con los principios sobre los que edificaron, en la Constitución de
1791, la representación moderna. En primer lugar se especifica en esta
Constitución que la asamblea de diputados no es órgano del cuerpo electoral
solamente, sino del pueblo entero, o mejor dicho de la nación. Además, y sobre
todo, de las declaraciones formales de los primeros constituyentes (ver p. 963,
supra) se desprende claramente que los ciudadanos activos sólo tienen un puro
poder de elegir y que no participan en la formación de la voluntad estatal, ya que
ésta no se origina sino en la asamblea de diputados ya reunida. En el verdadero
régimen representativo, tal como lo comprendió y lo quiso la Constitución, no
puede considerarse al cuerpo de los representantes como un órgano secundario,
cuya voluntad fuera la reproducción de la voluntad del cuerpo electoral o del
pueblo, órgano primario. En efecto, no es la voluntad del pueblo la que determina
la voluntad del representante, sino que, por el contrario, es el pueblo el que hace
suyas previamente las voluntades que sus representantes habrán de enunciar,
conforme a la frase de Rousseau, que definió muy acertadamente el régimen
representativo como aquel en que el pueblo no solamente dice, al darse su
representante: "Quiero actualmente lo que quiere tal hombre", sino también: " L o
que este hombre haya de querer mañana, yo lo querré también" (Contrat social,
lib. II , cap. I ) . Esmein está en lo cierto, pues, o por lo menos permanece fiel a las
tradiciones de 1789-1791 y expresa con exactitud el principio originario del
derecho público francés actual en materia de representación, al afirmar (Éléments,
7ª ed., vol. I, p. 402) que " l o que caracteriza a los representantes del pueblo es el
hecho de que están llamados a decidir libre y arbitrariamente en nombre del
pueblo". En efecto, en este poder de decisión libre consiste, por definición misma,
la representación nacional, en el sentido que entraña esta palabra después de
1789. Jellinek y Duguit alteran por completo el concepto de representación
nacional cuando tratan de introducir en él la idea de una necesaria conformidad
entre la voluntad del pueblo o del cuerpo electoral y la de los representantes. Un
régimen en el cual semejante conformidad fuera requerida en cualquier grado no
sería ya el verdadero régimen representativo, sino que sería, más o menos, un
régimen de gobierno directo.
1035

391. Por lo demás, presenta la doctrina de Jellinek, por lo que se refiere a


este último punto, variaciones e incertidumbres que la hacen bastante confusa. En
ocasiones dice que el pueblo sólo puede querer mediante órganos secundarios,
de donde se infiere que al pueblo no se le permite expresar su voluntad propia. En
otros momentos, por el contrario, abstiene Jellinek que la voluntad de los
representantes queda dominada por la voluntad del pueblo y de su cuerpo de
electores. Se trata aquí de puntos de vista divergentes que no es fácil conciliar
entre sí.
Así pues, en primer lugar, Jellinek no tiene más remedio que convenir en
que las Constituciones que adoptan el régimen representativo de ningún modo
proporcionan al pueblo la garantía de que las decisiones de sus diputados serán la
traducción de su propia y real voluntad (loe. cit., Vol. i i , p. 2 8 3 ) ; en lugar de
esto observa únicamente que un Parlamento elegido no podría contrarrestar de un
modo durable las opiniones de sus electores. En estas condiciones, el supuesto
lazo representativo que Jellinek cree hallar entre el pueblo y el cuerpo de los
diputados, queda ya bastante flojo. Pero Jellinek hace más vago aún dicho lazo al
añadir que debe entenderse por representación una relación de orden puramente
jurídico, y no una relación de orden psicológico (p. 257) . En otros términos, existe
representación, en derecho público, por el solo hecho de que, según la
Constitución, un órgano cualquiera queda instituido y debe funcionar como órgano
del pueblo. Así, si estima la Constitución que al dar al pueblo el poder de ejercer
por la vía electoral cierta influencia sobre sus diputados, convierte a éstos en un
órgano popular, esto basta para que sean un tilicamente representantes, aunque
en realidad no garantice la Constitución que las decisiones de la asamblea de
diputados constituirán desde el punto de vista psicológico una representación
efectiva de la voluntad del pueblo. En este orden de ideas, Jellinek incluso llega a
admitir que una Cámara compuesta por miembros hereditarios, o nombrados por
la Corona, o designados por la ley, puede constituir para el pueblo mismo un
órgano de representación (ver loc. cit., pp. 284-285, y System der subjektiven
öffentl. Rechte, 2ª ed., p. 174, donde se dice que los miembros no elegidos del
Parlamento tienen derecho, lo mismo que los diputados elegidos, a la condición de
"representantes del pueblo"). Pero entonces hay que confesar que la supuesta
representación popular no tiene más valor que el de una figuración nominal y
artificial del pueblo, y por esto la doctrina de Jellinek se aproxima sensiblemente a
la doctrina de Rieker, al que se ha reprochado tan justamente que reduzca la idea
de representación a una limpie ficción.428 En suma, pues, si bien es verdad que el
pueblo se halla

428
Rieker, op. cit., p. 8, sostiene que los miembros de una Cámara alta, cualquiera que sea su forma de
reclutamiento, representan al pueblo con el mismo título que los de la Cámara electiva. Según este autor, la
representación popular, en efecto, no es sino una "ficción" en virtud de la cual el Parlamento debe
considerarse como figurando al pueblo entero. Esta figuración o ficción, por lo demás, sólo se funda en el
orden jurídico establecido por las leyes constitucionales. Indudablemente, dice Rieker (p. 52), el Parlamento,
en realidad, sólo está formado por una parte reducida de los miembros del pueblo, pero de la legislación
vigente resulta que este reducido número debe considerarse como equivalente al pueblo entero, y que sus
decisiones valen como decisiones de todo el pueblo. En contra de esta manera de ver de Rieker, véanse las
1036

representado, en una medida cualquiera, por una Cámara nombrada con


independencia de él, es difícil figurarse lo que subsistiría aún, en semejante
estado de cosas, de la idea inicial en la que Jellinek basó, en principio, su
definición del órgano representativo.429
Pero Jellinek no se atiene exclusivamente a este primer punto de vista.
Después de haber indicado que el pueblo halla en el Parlamento su organización y
su voluntad (L'État moderne, ed. francesa, vol. II, p. 2 7 9 ) , admite también, en
ciertos aspectos, que, con la elección, el pueblo o se limita a hacer acto de
creación de su órgano secundario, pues pretende que con ello, además, hace acto
de voluntad. " E l concepto dice— según el cual la votación de los electores tiene
el valor de una decisión de principio con respecto a las cuestiones esenciales que
entran en juego en el momento de las elecciones, no es exacto desde el punto de
vista político solamente, sino que se justifica también desde el punto de vista
jurídico. En efecto, por la elección el pueblo emite respecto de estas questiones
una opinión determinada, y esta opinión recibe después su realización en forma
jurídica por mediación del órgano secundario que el pueblo elige" (traducido de la
3* ed. alemana, p. 589). Este lenguaje implica que el cuerpo electoral no sólo es
un órgano de nombramiento, sino también un órgano de voluntad estatal. Jellinek
modifica aquí la

observaciones de Duguit (L'État, vol. II, pp. 221-222), Orlando (op. cit., Revue du droit public, vol. III pp. 14
ss.) y G. Meyer (op. cit., 7* ed., p. 330, n. 5).
429
Por las mismas razones, no es fácil explicarse que Jellinek pueda caracterizar al pueblo, en las
democracias representativas, como "el órgano supremo del Estado" (op. cit., ed. francesa, vol. I I , pp. 239-
240, 482). En vano alega que es al pueblo a quien corresponde dar impulso a la actividad estatal entera, por
cuanto es llamado a elegir a las personas o cuerpos que habrán de ejercer dicha actividad, de modo que,
dice, si el pueblo dejara de desempeñar su papel electoral, la vida entera del Estado quedaría paralizada. En
vano Duguit (Traite, vol. i, pp. 303-304) alega, en el mismo sentido, que "el cuerpo de ciudadanos es el
órgano supremo directo, porque todos los órganos del Estado derivan de él". Esta argumentación no
encuadra en el punto de vista de Jellinek anteriormente indicado. Pues, por una parte, este autor acaba de
decir que el pueblo puede tener por órganos asambleas que no sean nombradas por él. Y por otra parte, en
sus relaciones con las asambleas electivas mismas, ¿cómo podría considerarse al pueblo como el órgano
supremo, siendo así que, según el mismo Jellinek, no está seguro de que su voluntad haya de ser respetada
por sus elegidos? Se concibe que un órgano creado pueda tener una potestad superior a la del órgano
simplemente creador (Jellinek, loe. cit., p. 532; Duguit, loe. cit., p. 310); pero ¿cómo comprender a un
órgano supremo cuya voluntad que daría subordinada a la voluntad de su órgano inferior?
1037

orientación anterior de su teoría: acaba de decir que el pueblo sólo puede


empezar a querer mediante el Parlamento; ahora lo presenta como jurídicamente
capaz de voluntad desde el momento de la elección. Pero entonces, al seguir
definiendo a la asamblea elegida en estas condiciones corno un órgano del
pueblo, incurre en el reproche de alterar gravemente y de falsear el concepto de
órgano. En efecto, si la voluntad preexistente del cuerpo electoral domina y dirige
a la asamblea de diputados, la relación que se establece entre el pueblo y ella ya
no puede ser una relación de órgano verdadero, pues el verdadero órgano se
caracteriza por el rasgo esencial de querer de una manera inicial por el grupo; las
decisiones que emite no son, pues, la realización más o menos adecuada de una
voluntad anterior a la suya, sino la expresión de una voluntad que no se origina ni
puede existir, al menos jurídicamente, sino en él y por él. Existe, pues, una
antinomia entre el concepto de órgano y el de representación, en el sentido en que
Jellinek entiende a esta última; y por consiguiente, el concepto del "órgano
representativo", al que se refiere este autor, resulta ininteligible. La misma
expresión "órgano representativo" contiene una contradictio in adjecto, pues un
órgano no puede ser al mismo tiempo un representante.430

430
Al menos, la reunión de las cualidades de órgano y de representante no podría concebirse en el sentido
de que alguien pudiese ser, a la vez, el representante y el órgano de una sola y misma persona. En efecto, la
representación presupone una voluntad ya existente; el órgano, por el contrario, origina la voluntad que
expresa. Las cualidades de órgano y de representante excluyen, pues, una a otra. En Alemania, el Bundesrat
estaba formado por representantes de loa Estados confederados y era a la vez órgano del Estado federal; y
esto se comprende perfectamente, porque el Bundesrat tomaba su doble carácter de órgano federal y de
asamblea representativa con respecto a personas estatales diferentes. Igualmente, cuando Jellinek dice que
el cuerpo de diputados electos es al mismo tiempo un órgano director del Estado y una asamblea
representativa del pueblo, hasta cierto punto (o sea salvo la cuestión del dualismo que de ello resultaría en
el Estado) puede concebirse. Pero Jellinek no se limita a esto. Especifica que el cuerpo de diputados es
órgano representativo del pueblo, en el sentido de que con respecto al pueblo se establece a la vez en una
relación de órgano y en una relación de representación (op. cit., ed. francesa, vol. II, pp. 228, 256-257), y
esto resulta inadmisible.
La equivocación de Jellinek proviene del hecho de haber querido justificar erróneamente la idea de
representación y hacerle un sitio en una materia en la que no tiene nada que ver. La teoría o la palabra
"delegación" —como se ha dicho (Hauriou, Principes de droit public, 1ª ed., p 419; cf. No. 378, supra)— no
solamente es una "llaga" de la ciencia del derecho público moderno, sino que la palabra y la idea de
representación, que se fundan por lo demás, en parte, en los mismos conceptos que la idea de delegación,
también son propensos por su naturaleza a suscitar y mantener muchos equívocos y errores en la teoría del
gobierno llamado representativo. Se verá más adelante (no. 409) que, incluso actualmente y después de que
las alteraciones sufridas desde la Revolución por el régimen representativo lo han hecho desviarse y
evolucionar hacia el gobierno directo, sigue siendo imposible caracterizar al Parlamento como i un i .i f i m o
representativo" del pueblo, cuando la verdad es que el cuerpo electoral y el Parlamento constituyen en
conjunto un órgano complejo y se encuentran unidos de tal manera que cooperan j participan
concurrentemente, uno con otro, en la formación de la voluntad del Estado.
En el puro régimen "representativo", el cuerpo de diputados sólo está unido al pueblo por los lazos
de la elección. Por potentes que sean los efectos jurídicos que resultan de estos lazos, no se desprende de
ellos relación jurídica de representación efectiva. Sin embargo, lo que ha contribuido a que se diga de una
manera persistente que la asamblea de diputados es representativa, es el hecho de que, a diferencia de los
órganos que no son elegidos por el pueblo, tiene con éste lazos especiales que hacen suponer que la
voluntad que expresa habrá de ser análoga a la que expresaría el pueblo si pudiese querer por sí mismo
directamente. Es representativa en el sentido de que, a consecuencia de sus orígenes, su estado de espíritu
1038

corresponde al que prevalece en los electores. Con más exactitud, se ha dicho, los electores eligen para sus
diputados a hombres que comparten sus ideas y con los que creen poder contar para adoptar aquellas
soluciones que ellos mismos adoptarían si hubieran de estatuir respecto a las cuestiones que puedan
suscitarse ante las Cámaras. Pero conviene contestar a esta argumentación que, al actuar de esta manera, el
cuerpo electoral precisamente no hace más que darse un órgano, pues ni impone a sus elegidos una
voluntad previamente determinada, ni siquiera conoce con certeza las cuestiones que podrán ser llamados a
examinar. Se contenta con designar diputados cuyas opiniones le sean conocidas y respondan a sus propias
ideas y tendencias, y una vez hecha esta elección, se remite a ellos, así como a sus iniciativas y a sus
decisiones, durante la legislatura. No puede decirse que diputados elegidos en esas condiciones tengan el
encargo de representar una voluntad preestablecida, ni tampoco que el cuerpo de elegidos sea llamado a
deducir, de la masa de aspiraciones manifestadas por los colegios electorales, una voluntad nacional cuyos
elementos ya preexistentes sólo tuviera que coordinar y traducir en una fórmula precisa. La verdad es que
los diputados, en su conjunto, constituyen un órgano encargado de querer por cuenta del pueblo; éste ha
hecho de ellos su órgano, por cuanto precisamente l<;s ha elegido como hombres a los cuales podía confiar
el cuidado de querer en su nombre. Así pues, incluso si nos adentramos en las ideas particulares de Jellinek
referentes al lazo especial y estrecho que une a los órganos electivos con el cuerpo electoral, hemos de
sacar también la conclusión de que estos lazos, lo mismo psicológica que jurídicamente, constituyen una
relación de órgano y no una relación de representación. Y es precisamente, en definitiva, lo que el mismo
Jellinek reconoce al declarar (loe. cit., vol. II, p. 279) que el pueblo "tiene (es decir, encuentra) su voluntad
en la voluntad del Parlamento". Jellinek insiste, sin embargo, en hacer observar que, por sus lazos especiales
con el pueblo, la asamblea elegida debe distinguirse de los demás órganos estatales. Entre dicha asamblea y
el pueblo existe un lazo especial que no se encuentra ya en el caso de las autoridades no electivas; así pues,
aparece como siendo propia y particularmente un órgano del pueblo mismo, y en este sentido, por lo
menos, es en el que debe considerarse como representativa del elemento popular del Estado. Pero, a decir
verdad, la idea especial que Jellinek quiere señalar así con la expresión "órgano representativo" se halla
contenida ya en la calificación de "órgano". Evidentemente, entre las autoridades estatales existen algunas
que se encuentran junto al pueblo, que dependen más estrechamente de él, pero, por otra parte, importa
observar también que ningún órgano puede concebirse sin relaciones con el pueblo; una autoridad que no
tuviera carácter de órgano del pueblo dejaría de merecer el nombre de órgano. En efecto, según la
observación que a este respecto ya se hizo anteriormente (ver p. 996), el concepto y el calificativo de órgano
tienen por objeto hacer resaltar, entre otras cosas, la existencia de un lazo necesario entre el grupo y los
individuos que, bajo el nombre de órganos, son llamados a querer por el grupo. Es indudable que, en una
acepción amplia, se ha llegado hoy a hacer extensiva la denominación de órgano a toda persona o todo
colegio que tiene el poder de querer por cuenta de una colectividad o de un ser jurídico abstracto, y ello,
aun cuando la persona que desempeña la función de órgano no forme parte originariamente del grupo que
quiere por ella. Así ocurre, por ejemplo, en muchos establecimientos públicos o de utilidad pública. Pero no
ha sido ciertamente en este amplio sentido en el que el concepto de órgano se fundó implícitamente por los
lumibres de la Revolución, en lo que se refiere a la nación francesa y a la formación de su voluntad. En su
pensamiento, y en el sistema de derecho público que desearon establecer, las personas llamadas a querer
por la nación habían de ser más esencialmente, y ante todo, miembros de ésta, y además, habían de
proceder de la nación por el hecho de que recibían su vocación orgánica de una devolución nacional. Esto es
sobre todo lo que quiso expresar la Constituyente al aplicarles el nombre de "representantes". Con este
denominación se proponía exponer la idea capital de que —en razón de sus afinidades con la nación y de las
condiciones en las cuales se instituyen por la Constitución francesa— pueden y deben considerarse como
enunciando verdaderamente la voluntad de la colectividad nacional, y no, es cierto, en el sentido de que
sean llamados a enunciar una voluntad ya formada anteriormente en el seno de esta colectividad, sino, al
menos, en el sentido de que, si la colectividad fuera capaz de querer por sí misma, querría habitualmente de
la misma manera que sus "representantes". E importa señalar que, al contrario de la doctrina de Jellinek,
que pretende distinguir entre órganos representativos por oposición a otros órganos desprovistos del
carácter de represéntale concepto francés de representación nacional, tal como fue precisado en 1789-
1791, se Hiende a todas las autoridades estatales llamadas a querer por la nación, es decir, lo mismo el rey
que al cuerpo legislativo, puesto que el rey mismo aparecía, en aquella época, y en virtud de sus relaciones
1039

con la nación y de su designación constitucional, que emanaba de una asamblea nacional, como llenando a
este respecto las condiciones que constituyen al "representante".
Al emplear de tal modo la palabra representación, es verdad que la Constituyente desviaba este
término de su acepción jurídica normal. Puede decirse que Jellinek, a su vez, comete en suma la misma falta
que los hombres de 1789-1791, los cuales, del hecho de que las autoridades encargadas de querer por la
nación proceden esencialmente de la comunidad nacional, creyeron poder sacar la conclusión, de que son
representativas de ésta. La doctrina dominante hoy repudia este concepto revolucionario de la
representación, habiéndolo substituido, por la teoría del órgano. Sin embargo, conviene añadir que la idea
especial que la Constituyente había pensado expresar con ayuda de la palabra representación se vuelve a
encontrar siempre en el concepto contemporáneo del órgano. El órgano propiamente dicho, el órgano
nacional en particular, no es un individuo cualquiera, sino que, como su nombre lo indica, es mino de la
nación, llamado como tal a querer por ella. Es éste un punto generalmente hulado por los autores. "Es
necesario —dice Duguit (Traite, vol. I, p. 303)— que la nación pueda expresar su voluntad. Esta función
corresponderá a cierto número de individuos, miembros de la nación..." Señaló este punto con especial
fuerza Michoud, que insiste ante todo en el hecho de que el órgano no es un tercero con respecto a la
persona colectiva: "No es li Huí., .le ella, sino una parte de ella misma" (op. cit., vol. I, p. 132); y añade este
autor (p. 142) que la teoría del órgano "se justifica prácticamente por el hecho de que, formando parte
Integrante de la colectividad, puede considerarse socialmente que los órganos expresan la voluntad
preponderante en el grupo" o, por lo menos, la que se deduciría de él de un modo preponderante si el grupo
estuviera capacitado para querer directamente. Por consiguiente, todo órgano es necesariamente
"representativo", en el sentido en que Jellinek entiende aquí la representación. Es más o menos
representativo, según que sus relaciones con la población nacional sean más o menos estrechas o más o
menos extensas, pero siempre lo es dentro de cierta medida. Si no lo fuera, dejaría de ser órgano del grupo.
Así es como las autoridades, que en determinado país consisten en personas que no forman parte del grupo
local y que proceden de fuera, no podrían considerarse —jurídica ni políticamente— como órganos
propiamente dichos de este país. El Statthalter de Alsacia-Lorena, por ejemplo, por razón de las condiciones
en las cuales era llamado a ejercer sus funciones, no era un órgano de Alsacia- Lorena, sino efectivamente
un órgano del Imperio en Alsacia-Lorena, pues este lugarteniente del Emperador, nombrado por él y
dependiente de él, no era miembro del pueblo Alsacia-Lorena, y su poder de decisión no respondía a la idea
de que hubiera de querer por cuenta de dicho pueblo, sino que las voluntades que expresaba eran las del
Imperio para y sobre Alsacia-Lorena. Asimismo, el prefecto, en Francia, a diferencia del consejo general, no
es un órgano del departamento, sino un agente de la nación en el departamento. En sentido inverso, el
mismo Jellinek (loe. cit., vol. II, p. 381) sabe decir muy bien que los Landtage particulares de los países de
Austria no eran órganos del Estado austríaco, sino solamente órganos de dichos países; y es de observarse
que Jellinek no solamente les negaba, con respecto al Estado austríaco, el carácter de órganos
representativos, sino que les negaba también cualquier carácter de órganos con relación a dicho Estado. Lo
mismo puede decirse del Landtag alsaciano-lorenés de 1911 con relación al Imperio (ver mi estudio sobre la
"Condición juridique de l'Alsace-Lorraine dans l'Empire Allemand", Revue du droit public, 1914, pp. 22 ss.).
Finalmente, estas mismas consideraciones permiten explicar la denominación de "Cámara de los Estados"
que se aplica corrientemente a una de las dos asambleas que constituyen el Parlamento en los Estados
federales. Esta denominación no llega a interpretarse —como dice Jellinek (loe. cit., vol. II, p. 286) — en el
sentido de que los Estados confederados serían "órganos primarios" del Estado federal en materia de
legislación federal. La expresión "Cámara de los Estados" se justifica simplemente por el hecho de que esta
asamblea está constituida por diputados que son nombrados a ella, y en ella se presentan, no sólo en
calidad de miembros del Estado federal, sino también en calidad de miembros y de elegidos de los diversos
Estados confederados. Naturalmente, la actitud y las tendencias de estos diputados se resienten, en un
grado muy notable, de su origen especial y de los lazos que los ligan a sus Estados respectivos, y por
consiguiente, los Estados confederados mismos, aunque desprovistos del derecho de instruir a sus
diputados, llegan, en esta medida (cf. n. 17, p. 932, supra), a ejercer en el seno de esta Cámara una
influencia indirecta en la formación de las decisiones federales. Dados los lazos particulares que unen así a
los miembros de esta Cámara con los diversos Estados confederados, cabría sentirse inclinado a considerar
en cada uno de ellos a i»n órgano del Estado de donde proceden. Esta idea no sería exacta, pues
1040

El representante es un delegado, un mandatario, un apoderado, pero jamás puede


ser un órgano. Al calificar como representativo al órgano constituido por la
asamblea de los diputados, Jellinek recae, en definitiva, en la teoría que admite la
existencia de una relación de mandato o de delegación entre el pueblo y sus
elegidos. Ahora bien, esta idea de delegación había sido rechazada anteriormente
por él. En este aspecto, pues, su doctrina es contradictoria.
Desde este mismo punto de vista suscita dicha doctrina otra crítica, en
cuanto implica que la elección misma de los representantes es la que constituye el
punto de partida y el fundamento de la representación. Jellinek, por otra parte, lo
declara formalmente: "Mediante el acto electoral, el pueblo se constituye
representantes y, al hacerlo, aparece como el

cualesquiera que sean sus relaciones individuales con los Estados confederados, los miembros de la Cámara
de los Estados son llamados a querer no por cuenta de estos Estados, sino únicamente por cuenta del Estado
federal (ver n. 11, p. 925, supra). Pero, de todas maneras, y aunque la Cámara de los Estados hubiera de
considerarse, en ciertos aspectos, como un órgano de los Estados particulares, tampoco sería posible aún
ver en estos Estados órganos primarios del Estado federal. La razón de esta imposibilidad ya fue indicada (p.
1032). Deriva del hecho de que la Cámara de los Estados no es, como las legislatura los ,"gobiernos o los
cuerpos de ciudadanos activos de los Estados confederados, un órgano propio de éstos, fundado en sus
propias Constituciones, preexistente a la Constitución federal. No puede decirse que esta Cámara sea un
órgano tomado por el Estado federal de los Estado» miembros, sino que es un órgano que el Estado federal,
por su propia Constitución, se han creado a sí mismo, y, por consiguiente, esta Cámara no es un órgano
dado por la Constitución n los Estados miembros mismos, sino únicamente a su colectividad unificada
dentro del Estado Federal. El nombre de Cámara de los Estados no proviene, pues, de que, por ella, los
Estados, ruino órganos primarios, querrían por el Estado federal, sino que se refiere únicamente al poder de
nombramiento que sobre ella tienen los Estados confederados.
Queda por observar que el concepto de órgano, tal como acaba de ser expuesto, o sea de Órgano
nacional que forma parte del grupo, comparte los sentimientos del grupo y tiene sus un sus mismos
intereses, viene a mitigar el concepto de potestad dominadora del Estado. Evidentemente, loa personajes
que tienen calidad de órgano poseen, en virtud de la Constitución, un poder superior de voluntad y de
mando. Pero, al menos por sus afinidades con la comunidad nacional, el individuo órgano es un solo todo
con ella; su voluntad tiene normalmente un carácter nacional. Existe una gran diferencia entre este
concepto del órgano, así comprendido, y la idea alemana del Herrscher, concepto que trata al Herrscher
como si estuviera colocado por encima i lucra de la nación. Aquí sólo queda una pura idea de dominación;
en la teoría del órgano, pin el contrarío, entra esencialmente una idea de autonomía nacional, ya que puede
decirse que la nación se pertenece a sí misma en cuanto se rige por sus órganos. Por ello, la teoría del
órgano únicamente puede conciliarse con el principio de la soberanía nacional. También desde este punto
de vista aparece esta teoría como y a se observó antes , núms. 376 ss., supra- como una emanación de los
conceptos formulados por la Revolución francesa y de ningún modo un concepto de esencia germánica.
1041

órgano primario " (traducido de la 3ª ed. alemana, p. 5 8 5 ) . Duguit sostiene


análoga opinión, cuando dice (Traite, vol. i, p. 338) que, por efecto de la elección, "
e l Parlamento adquiere sus poderes de la nación que lo elige". Estas afirmaciones
están en oposición con la verdadera definición del régimen representativo, tal
como fué establecida en 1789 en la base del derecho público francés, pues, como
se vio anteriormente (pp. 930 y 1014), no es en el acto electoral sino en el acto
constituyente en el que se cumple el fenómeno jurídico generador de la supuesta
representación. Por la Constitución, y no por la elección, el pueblo, o más
exactamente la nación, se otorga órganos a los cuales confiere el poder de querer
por ella. En el régimen llamado representativo, la elección sólo puede ser un acto
de designación de los representantes, no es más que un acto de nombramiento.
392. Pero la crítica principal que puede oponerse al sistema de Jellinek
debe ir dirigida contra la aproximación que pretende establecer entre el gobierno
directo del pueblo y el régimen representativo. Según este autor, el régimen
representativo no es más que un diminutivo, una variante de la democracia
directa; y ello porque, en ambas formas de gobierno, el pueblo es órgano de
voluntad estatal; la única diferencia que hay entre ellas es que en aquél el pueblo
quiere por sí mismo y en éste quiere, como órgano primario, por mediación de su
órgano secundario, que es el Parlamento. En realidad, esta aproximación procede
de una grave confusión entre dos regímenes que se hallan en esencial oposición
1042

uno con otro. Acerca de este extremo, Esmein deslindó magistralmente los
verdaderos principios — t a l como derivan de la obra fundamental de los
constituyentes franceses de 1791 — a l mostrar que la representación fué
concebida por ellos "no como un sucedáneo del gobierno directo, sino como un
sistema de gobierno preferible a éste" ("Deux formes de gouvernement", Revue du
droit public, vol. i, p. 1 6 ) ; es "una forma superior de gobierno", dice en el mismo
sentido Saripolos (op. cit., vol. II, p. 554). En efecto, la verdad es que, incluso en
un Estado de tendencias democráticas, existe una profunda e irreductible
diferencia entre el régimen representativo y el gobierno directo. En un país de
democracia directa, el pueblo, o mejor dicho el cuerpo de ciudadanos activos, es
realmente un órgano de voluntad del Estado, pues crea esta voluntad por sí
mismo, ya que la adopción definitiva de las potestades estatales depende
directamente de él. Por el contrario, lo que caracteriza al régimen representativo
es que en él el pueblo no tiene la potestad de decidir; el cuerpo electoral es desde
luego órgano de creación del Parlamento, pero no órgano de volición; más aún, el
fin mismo del régimen llamado representativo es excluir sistemáticamente al
pueblo de la potestad de querer o sea de decidir por el Estado, y reservarla
únicamente a los representantes. Así pues, en la democracia representativa todos
los esfuerzos que pudieran intentarse para que el cuerpo de ciudadanos activos
fuese considerado como un órgano primario de voluntad estatal, fracasará ante la
infranqueable objeción de que aquí el pueblo se limita a nombrar el órgano
encargado de querer. Querer mediante un órgano, como, según Jellinek, lo hace
el pueblo en el régimen representativo, no es ser órgano por sí mismo, como se
vio antes (p. 1032), sino todo lo contrario. El error de Jellinek, en este respecto,
queda en evidencia por las consecuencias a que ha llevado a algunos autores. Así
es como Duguit llega, bajo la influencia de este falso concepto, a preconizar la
introducción en el régimen representativo actual de instituciones tales como el
referendum (L'État, vol. n, pp. 231-232; Traite, vol. I, p. 3 4 1 ) . En efecto, si, en el
régimen representativo, el pueblo es el órgano primario del Estado y si las
decisiones de las asambleas elegidas deben ser representativas de la voluntad
popular en el sentido en que Jellinek emplea aquí la palabra representación, es
legítimo sostener que el medio más eficaz para asegurar real y completamente
esta representación es confrontar entre sí ambas voluntades, consultando al
pueblo, no ya solamente por la vía indirecta de elecciones generales, sino por la
vía directa del referendum. Más aún, el referendum aparece en estas condiciones
como una necesidad que se impone estrictamente, pues desde el momento en
que se parte de la idea de que la asamblea de diputados no hace sino representar
a la voluntad
1043

popular en el sentido propio de la palabra, ¿cómo es posible concebir que pueda


expresar esta voluntad sin que el pueblo representado tenga el recurso de dar a
conocer su verdadera opinión en contra de la que se haya formulado falsamente
como suya? Por esto Duguit presenta al referendum como el "complemento"
natural y hasta "necesario" del régimen representativo. Este autor no parece
advertir que, al razonar así, llega, en realidad, a sustituir al gobierno representativo
por el régimen de la democracia directa. Nada puede revelar mejor la falsedad de
la doctrina que aproxima estas dos formas de gobierno. Por haber partido de una
idea inexacta en cuanto al régimen representativo, Duguit llega a introducir en él
instituciones que constituyen precisamente su contrafigura y con las que es
inconciliable. Como demostró perentoriamente Esmein (loe. cit.), en esta clase de
gobierno no hay lugar para procedimientos de consulta popular directa, porque la
esencia misma del régimen llamado representativo es que los representantes
quieran libremente por el pueblo.431 Y esto mismo prueba, en definitiva, que en
dicho régimen el pueblo no es órgano primario del Estado y que, contra la
denominación usual del mismo, a voluntad de los elegidos no es en él
representativa de la voluntad popular, al menos en el sentido propio que en la
ciencia jurídica tiene actualmente el término representación.432

431
Distinta es la cuestión política de saber si, a causa de las alteraciones que ha sufrido lll Francia el gobierno
representativo (ver núms. 394 ss., infra), no sería deseable corregir mediante la constitución del referendum
el régimen que, de hecho, funciona aquí actualmente y que, en cierto grado, parece tener los
inconvenientes del sistema de la democracia directa sin presentar sus ventajas. Una de estas ventajas más
apreciables es la de excluir, o al menos disminuir, la influencia de los políticos profesionales. Otra ventaja de
la institución del referendum es la de desarrollar en el pueblo la conciencia de su responsabilidad y, por lo
mismo, aumentar su cultura política, mientras que el régimen representativo, tal como se practica en la
actualidad, tiene el enorme inconveniente de dispersar las responsabilidades y aminorar el sentido de las
mismas en el Parlamento (ver n. 20 del no. 400, infra) y en el pueblo a la vez, pudiendo este último, incluso
cuando pesa sobre las voluntades de sus elegidos, pretender que mi es él quien toma las decisiones. En
ciertos aspectos, por lo tanto, se pueden compartir las simpatías de Duguit (Traite, vol. I, p. 335) por el
referendum. Pero, si no deseamos disfrazar l.i verdad, habrá que reconocer que, al adoptar esta institución,
la Constitución francesa, en definitiva, abandonaría el sistema representativo y lo substituiría en realidad
por el gobierno directo del pueblo.
432
Hay que volver aquí sobre una cuestión a la que ya se hizo referencia (supra, p. 375, II. 15), la de la
naturaleza del referendum en materia legislativa. En la literatura suiza actual parece existir una tendencia
bastante extendida a reducir el alcance de esta institución, y . II, aparentemente con el objeto de disminuir
la idea que se pueda formar del papel legislativo J más generalmente, de la potestad constitucional del
pueblo, al menos desde el punto de vista federal. A este efecto, numerosos autores han afirmado que las
leyes federales son perfectas solo hecho de haber sido adoptadas por los dos Consejos que constituyen la
Asamblea federal, de modo que la potestad de hacer las leyes residiría solamente en esta asamblea, no
teniendo la votación popular, por sí misma, el carácter de un acto de decisión legislativa (ver especialmente
en este sentido: Burckhardt, op. cit., 2* ed., p. 723; Schollenberger, Bundesstaatsrecht der Schweiz, p. 247 y
Kommentar der schweiz. Bundesverfassung, pp. 519-520; Guhl, Bundesgesetz, Bundesbeschluss und
Verordnung nach schweiz. Staatsrecht, pp. 48ss., 60 ss.; Veith, Der rechtliche Einfluss der Kantone auf die
Bundesgewalt, tesis, Estrasburgo, 1902, pp. 104 ss.; Bossard, Das Verháltniss zwischen Bundesversammlung
und Bundesrat, tesis, Zurich, 1909, pp. 39-40). En otros términos, el pueblo suizo no podría considerarse ya
como un órgano de legislación al formarse la ley sin su concurso; y la institución del referendum únicamente
le proporcionaría el recurso de impedir la ejecución de leyes que, por lo demás, se originan sin su
participación; no tendría, pues, en definitiva, más alcance que el que entraña la institución del veto; el
pueblo tendría el poder de paralizar, pero no el de crear. De donde se deduce la consecuencia —afirmada de
1044

un modo expreso por Burckhardt, loe. cit., p. 7231— de que, en el caso de que el referendum no sea
solicitado por un número suficiente de ciudadanos o de cantones, la ausencia de votación popular no podría
constituir una aceptación tácita de la ley; únicamente tendría una significación totalmente negativa, sólo
implicaría que, no habiendo hecho uso el pueblo de su poder de veto, la ley, ya perfeccionada al salir de la
Asamblea federal, no encontró ningún obstáculo para entrar en vigor. Por razones análogas habría que decir
que en el caso de que la votación popular resulte en favor de la ley para la cual fue solicitada, tampoco tiene
el valor de una decisión legislativa, pues nada puede añadir a una ley que ya era perfecta; sólo constituye, a
su vez, una manifestación negativa, o sea una renuncia, por parte del pueblo, al poder de oponer su veto.
Hay que referir a las mismas tendencias otra teoría —ya indicada supra, pp. 505 s., n.— según la cual las
resoluciones de la Asamblea federal sólo se someterían a una posibilidad de referendum en el caso de
referirse al derecho individual de los ciudadanos; tal es la tesis que sostienen especialmente Burckhardt, loe.
cit., pp. 717 ss., y Guhl, op. cit., pp. 32 ss., 42 ss. Esta doctrina, que, hay que repetirlo, tiende nada menos
que a eliminar de la Confederación el régimen de la democracia, para volver a colocar al pueblo suizo bajo el
imperio del gobierno representativo, parece inconciliable con la Constitución federal de 1874. Bien es
verdad que el referendum facultativo, cuando fué introducido en la Constitución de 1874, se presentó como
un simple veto. Particularmente, se caracterizó bajo este nombre por los partidarios del referendum
obligatorio (ver especialmente Curti, Le referendum, ed. francesa, pp. 247 ss.). Pretendían éstos establecer
una oposición esencial entre las dos clases de referendum. Resultaba la oposición, según su razonamiento,
del hecho de que el referendum obligatorio, tal como existía ya en cierto número de cantones, asocia
constante y directamente al pueblo a la formación de cada una de las leyes, en el sentido de que éstas
solamente llegan a ser perfectas mediante la adopción popular, que constituye así una verdadera sanción de
los actos legislativos del Estado por la voluntad del cuerpo de ciudadanos. Por el contrario, en el sistema
consagrado por la Constitución federal se decía que el pueblo no participa, en principio, en la confección de
la ley y que sólo se le consulta, a este respecto, cuando la ley que acaba de ser adoptada por la Asamblea
federal suscita cierto número de reclamaciones entre los ciudadanos. La intervención del pueblo, al
producirse en estas condiciones, sólo le permite oponerse a una ley que sin esta oposición hubiera entrado
en vigor sin necesitar una sanción popular; se ve as! que la institución del referendum facultativo sólo
implica para el pueblo un poder de resistencia ocasional, o sea el veto. Tal era la argumentación de los
partidarios del referendum obligatorio, Pero, a decir verdad, éstos sólo reducían el referendum facultativo a
la calificación de régimen de veto, con el objeto de combatirlo y desacreditarlo. Por lo demás, no cabe duda
de que el poder que había de pertenecer al pueblo en relación con la legislación federal, en el pensamiento
de los autores de la Constitución de 1874, haya estado relacionado con la idea esencial de que, en Suiza, el
pueblo es llamado jurídicamente, por razón misma de su soberanía, a ejercer un derecho de decisión
suprema en materia legislativa; en todo caso nadie se atrevió a refutar directamente esta idea. Ahora bien,
este concepto de la supremacía popular excluye la posibilidad de reducir el referendum, cualesquiera que
sean sus modalidades, a una simple facultad de reclamación y de veto.
En realidad, la preferencia dada al referendum facultativo se explica principalmente por razones de
orden práctico. Al descartar la necesidad de un acto formal de adopción de la ley por el pueblo, la
Constitución suiza evitó los inconvenientes y las complicaciones del sistema de la legislación popular. No por
ello dejó de consagrar el principio de esta especie de legislación y de asegurar las efectivas ventajas de la
misma. Gracias a la combinación del referendum facultativo, el pueblo se sustrae a la molestia y al cansancio
que significaría para él que se recurriera con demasiada frecuencia al cuerpo de votantes, que se repitieran
las convocatorias siempre que apareciera una ley nueva; y sin embargo, sigue siendo efectivamente dueño
de la legislación, ya que ninguna ley puede imponérsele en contra de su voluntad. Por lo tanto, incluso
reducido a una forma facultativa, el referendum proporciona al cuerpo de ciudadanos un instrumento
suficiente de la soberanía popular. En este sentido conviene recordar que el mismo Rousseau (Contrato
social, lib. II, cap. i) sugirió y recomendó esta forma de consulta al pueblo como la que satisfacía los
principios esenciales de la democracia.
La doctrina que no quiere ver en el referendum facultativo más que una variedad del veto es
impugnada formalmente por el art. 89 de la Constitución federal. Si este texto sólo hubiera querido
reconocer al pueblo un derecho de veto, habría debido limitarse a hablar de una posible oposición de los
ciudadanos a la ley adoptada por la Asamblea federal. Ahora bien, el art. 89 emplea un lenguaje muy
1045

diferente. En el caso de que el cuerpo de ciudadanos sea requerido por una petición de votación, especifica
que el pueblo es llamado a pronunciar la "adopción" de la ley reclamada. La palabra "adopción", en esta
materia, tiene un sentido preciso que no puede discutirse y que implica para el pueblo, no sólo el poder de
obstaculizar con su veto la ejecución de una ley ya perfecta, sino realmente el derecho de estatuir sobre la
formación misma de la ley. Habrá de observarse, por cierto, que este término del art. 89 es por lo menos tan
fuerte como el que emplea, para el caso de revisión constitucional, el art. 123, que dice que la Constitución
federal revisada debe ser "aceptada" por el pueblo suizo (cf. la versión alemana de los arts. 89 y 123, que
contiene expresiones idénticas en ambos casos: Annahme y angenommen). Ahora bien, en el caso de
revisión constitucional, el referendum es obligatorio y, BOI consiguiente, el poder de intervención del
pueblo no puede reducirse aquí a una simple facultad de veto, sino que los mismos autores suizos
reconocen (ver especialmente Schollenberger, Kommentar, p. 520; Guhl, op. cit., p. 51) que el pueblo es
llamado a dar su sanción • la Constitución revisada, en el sentido técnico de dicha palabra. Esta
interpretación queda confirmada por otro término del art. 89, pues, en efecto, este texto confiere a los
ciudadanos el poder de pronunciar alternativamente la adopción o el "rechazo". Rechazar la ley no sólo M
obstaculizar su ejecución, sino anular todo el trabajo legislativo realizado hasta entonces por las cámaras, y
esto implica también que dicha labor sólo por la decisión popular llega a dad, éstos sólo reducían el
referendum facultativo a la calificación de régimen de veto, con el objeto de combatirlo y desacreditarlo.
Por lo demás, no cabe duda de que el poder que había de pertenecer al pueblo en relación con la legislación
federal, en el pensamiento de los autores de la Constitución de 1874, haya estado relacionado con la idea
esencial de que, en Suiza, el pueblo es llamado jurídicamente, por razón misma de su soberanía, a ejercer un
derecho de decisión suprema en materia legislativa; en todo caso nadie se atrevió a refutar directamente
esta idea. Ahora bien, este concepto de la supremacía popular excluye la posibilidad de reducir el
referendum, cualesquiera que sean sus modalidades, a una simple facultad de reclamación y de veto. En
realidad, la preferencia dada al referendum facultativo se explica principalmente por razones de orden
práctico. Al descartar la necesidad de un acto formal de adopción de la ley por el pueblo, la Constitución
suiza evitó los inconvenientes y las complicaciones del sistema de la legislación popular. No por ello dejó de
consagrar el principio de esta especie de legislación y de asegurar las efectivas ventajas de la misma. Gracias
a la combinación del referendum facultativo, el pueblo se sustrae a la molestia y al cansancio que significaría
para él que se recurriera con demasiada frecuencia al cuerpo de votantes, que se repitieran las
convocatorias siempre que apareciera una ley nueva; y sin embargo, sigue siendo efectivamente dueño de la
legislación, ya que ninguna ley puede imponérsele en contra de su voluntad. Por lo tanto, incluso reducido a
una forma facultativa, el referendum proporciona al cuerpo de ciudadanos un instrumento suficiente de la
soberanía popular. En este sentido conviene recordar que el mismo Rousseau (Contrat social, lib. II, cap. i)
sugirió y recomendó esta forma de consulta al pueblo como la que satisfacía los principios esenciales de la
democracia. La doctrina que no quiere ver en el referendum facultativo más que una variedad del veto es
impugnada formalmente por el art. 89 de la Constitución federal. Si este texto sólo hubiera querido
reconocer al pueblo un derecho de veto, habría debido limitarse a hablar de una posible oposición de los
ciudadanos a la ley adoptada por la Asamblea federal. Ahora bien, el art. 89 emplea un lenguaje muy
diferente. En el caso de que el cuerpo de ciudadanos sea requerido por una petición de votación, especifica
que el pueblo es llamado a pronunciar la "adopción" de la ley reclamada. La palabra "adopción", en esta
materia, tiene un sentido preciso que no puede discutirse y que implica para el pueblo, no sólo el poder de
obstaculizar con su veto la ejecución de una ley ya perfecta, sino realmente el derecho de estatuir sobre la
formación misma de la ley. Habrá de observarse, por cierto, que este término del art. 89 es por lo menos tan
fuerte como el que emplea, para el caso de revisión constitucional, el art. 123, que dice que la Constitución
federal revisada debe ser "aceptada" por el pueblo suizo (cf. la versión alemana de los arts. 89 y 123, que
contiene expresiones idénticas en ambos casos: Annahme y anrt iiommen). Ahora bien, en el caso de
revisión constitucional, el referendum es obligatorio y, BOI consiguiente, el poder de intervención del
pueblo no puede reducirse aquí a una simple facultad de veto, sino que los mismos autores suizos
reconocen (ver especialmente Schollenberger, Kommentar, p. 520; Guhl, op. cit., p. 51) que el pueblo es
llamado a dar su sanción a la Constitución revisada, en el sentido técnico de dicha palabra. Esta
interpretación queda confirmada por otro término del art. 89, pues, en efecto, este texto confiere a los
ciudadanos el poder de pronunciar alternativamente la adopción o el "rechazo". Rechazar la ley no sólo M
1046

obstaculizar su ejecución, sino anular todo el trabajo legislativo realizado hasta entonces por las Cámaras, y
esto implica también que dicha labor sólo por la decisión popular llega a ser completa, perfecta y definida
(cf. en este sentido el art. 15 de la ley federal, concerniente a las votaciones populares de las leyes y
resoluciones populares federales, de 17 de junio de 1874: " S i la mayoría de los votantes ha rechazado la ley
o la resolución que les fue sometida, esta ley o esta resolución habrán de considerarse como nulas e
inexistentes"). Por último, la misma indicación se desprende del conjunto de los términos del art. 89,
particularmente según el texto alemán. Después de haber anunciado que "las leyes federales no podrán
dictarse sino con acuerdo de los dos Consejos", el art. 89 declara que, además (überdies en el texto alemán),
estas leyes quedan sometidas a la adopción y al rechazo del pueblo, al menos cuando el referendum es
solicitado por 30,000 ciudadanos. Semejante lenguaje revela desde luego que la decisión que se solicita del
pueblo es de la misma naturaleza que la que se requiere de las Cámaras. De todas maneras, excluye en lo
absoluto la posibilidad de aceptar la doctrina (sostenida especialmente por Guhl, op. cit., pp. 48-49) que,
ateniéndose a la primera fase del art. 89, pretende que el acuerdo de las dos Cámaras, por sí solo, es
suficiente para la existencia de la ley. La palabra überdies, que une entre sí las dos disposiciones del art. 89,
señala claramente que no se puede interrumpir la lectura del texto después de su primera frase, y que por
consiguiente el acuerdo de las dos Cámaras no basta para engendrar una ley. Si únicamente las Cámaras
tuvieran la potestad de crear las leyes y si el papel del pueblo, en este aspecto, se redujera a una facultad de
impedimento, la Constitución suiza no hubiera podido emplear una locución que aproxima y asimila la
decisión popular a la decisión parlamentaria, sino que, por el contrario, hubiera tenido que señalar
mediante términos apropiados el contraste que quería establecer entre estas dos clases de decisiones. En
vez de decir überdies hubiera recurrido a tina expresión tal como no obstante o sin embargo. Así pues, del
art. 89 cabe deducir que el voto de las Cámaras no es suficiente para perfeccionar las leyes federales; lo que
asegura la perfección de la ley es su adopción por el pueblo suizo (cf. en este sentido: Signorel, Elude sur le
referendum, pp. 314 y 345; Salis, Reichesbergs Handwórterbuch, v "Bundesgesetzgebung", vol. I, pp. 665 y
671; Keller, Das Volksinitiativrech nach den schweiz. Kantonsverfassungen, tesis, Zurich, 1889, p. 68;
Hiestand, Zur Lehre von den Rechtsquellen im schweiz. Staatsrecht, tesis, Zurich, 1891, p. 16; Hoerni, De
l'état de nécessité en droit public federal suisse, tesis, Ginebra, 1917, p. 46). Al menos así ocurre cuando el
pueblo suizo es consultado. Pero esta primera conclusión conduce inmediatamente a otra que tiene un
alcance general. El hecho de que, en el caso de consulta expresa, la perfección de la ley, como se acaba de
ver, dependa de la votación popular, implica necesariamente que, aun en principio y de un modo general,
esta perfección queda subordinada a la voluntad del cuerpo de ciudadanos. Esto debe aplicarse entonces,
por extensión, incluso al caso en que el referendum, de hecho, no se solicita; tanto más cuanto que sólo
depende de los ciudadanos promover irresistiblemente la votación sobre la adopción de la ley. En otros
términos, no parece posible sustraerse a la idea de que la falta de reclamaciones contra la ley equivalga a un
consentimiento popular tácito (ver en este sentido especialmente Hiestand (op. cit., p. 12), que hasta llega a
decir (p. 16) que, para las resoluciones de alcance general declaradas urgentes y por lo tanto no sujetas al
referendum, la aceptación del pueblo "se presume").
Así, nos vemos llevados a reconocer que la Constitución suiza no sólo ha provisto al pueblo federal
de un poder defensivo de impedimento o de veto que le permite oponerse a la ejecución de leyes que ya
estuviesen perfeccionadas sin su voluntad, sino que en verdad ha convertido al cuerpo de ciudadanos en un
órgano, e incluso, en definitiva, en el órgano supremo de la legislación, el que, mediante su adopción
expresa o tácita, es llamado a perfeccionar las leyes. Si
fuera vendad que el pueblo suizo no participa en la creación de la ley, de ello resultaría que
esa ley halla su fuerza formal únicamente en su adopción por la Asamblea federal, de donde se
inferiría que las leyes a las que el pueblo dio su asentimiento expresa o tácitamente —como
sostiene Guhl, op. cit., pp. 66 ss. (ver en sentido contrario Hoerni, op. cit., pp. 43 ss.)— podrían
derogarse o modificarse por la simple voluntad de la Asamblea federal, o sea por simples
resoluciones, susceptibles de sustraerse al referendum mediante una declaración de urgencia.
Hay más aún: si la votación popular que se produce con respecto a las leyes no tiene carácter
de manifestación de la potestad legislativa del pueblo, de ello debería deducirse lógicamente
que después de rechazar el pueblo una ley adoptada por la asamblea, ésta conservaría el poder
de resucitar el texto desechado y de imponerlo por su sola voluntad, adoptándolo ahora en forma
1047

de resolución declarada urgente. Estas diversas consecuencias no son conciliables con los términos ni con el
espíritu del art. 89, cuyo objeto ha sido con toda certeza hacer depender la obra legislativa de la voluntad
suprema del pueblo. Por esto hay que sacar la conclusión de que el sistema de legislación popular
consagrado por el art. 89 entraña una sola interpretación: debe interpretarse en el sentido de que la
Constitución suiza no sólo confirió al pueblo un derecho de control y de vigilancia en la obra legislativa de la
Asamblea federal, sino que la asoció directamente a dicha obra así como a la potestad de crear las leyes. Se
ha tratado, sin embargo, de socavar esta conclusión, y para ello se ha pretendido que la institución del
referendum facultativo únicamente tiene por objeto proporcionar a los ciudadanos adversos a la ley un
medio de recurso análogo al que, en materia constitucional, permite a los litigantes recurrir de un tribunal
inferior a otro superior. Guhl, que desarrolla esta comparación (op. cit., pp. 60ss.), formula así su
argumentación: lo mismo que el juicio pronunciado en primera instancia tiene existencia jurídica a pesar de
ser susceptible de recurso, y que el hecho de estatuir por el tribunal superior sobre el recurso de ningún
modo implica la participación de dicho tribunal en el primer juicio anteriormente pronunciado, así tampoco
debe considerarse que el pueblo suizo participe en la confección de la ley cuando se hace cargo de un
recurso formulado por cierto número de ciudadanos en contra de ella, sino que sólo estatuye respecto al
recurso, siendo esto lo que explica que, en caso de que el referendum no se solicite, la ley tenga que entrar
en ejecución solamente en virtud de la decisión de las Cámaras, lo mismo que el juicio no recurrido recibe su
ejecución en virtud de su propio valor y como obra de los jueces que lo pronunciaron. Pero esta
argumentación no resiste un atento examen de las dos situaciones parangonadas. En primer lugar, no puede
establecerse comparación alguna entre el caso del litigante que recurre de la sentencia que supone mal
dictada y la facultad, concedida a los ciudadanos, de solicitar una votación popular respecto de una ley, pues
el litigante que hace uso de una vía de recurso, apela a una autoridad distinta de sí mismo. En el caso del
referendum, por el contrario, no puede decirse que el recurso se reanuda ante una autoridad ajena, sino
que es el pueblo mismo el que, después de haberse hecho algo del supuesto recurso por mediación de
cierto número de sus miembros, estatuye directamente respecto de la adopción definitiva o del rechazo de
la ley. Por otra parte, si bien es exacto que el tribunal superior no concurre a la formación del juicio dictado
en primera instancia, por lo menos es indiscutible que tanto los segundos jueces como los primeros
participan en la potestad judicial, sin la que, en efecto, no podrían substituir por su propia sentencia aquella
que ha sido recurrida ante ellos. Pero precisamente el poder que le corresponde al pueblo suizo de estatuir
en última instancia sobre la ley adoptada por las Cámaras, implica que éste este pueblo participa también en
la potestad legislativa, y cuanto más se pretende que la ley originada por las deliberaciones parlamentarias
constituye una decisión que sólo por esto es perfecta, más se fortalece la idea de que el pueblo mismo
queda investido del poder legislativo, pues si asi no fuera estaría incapacitado para invalidar por vía de
"rechazo" la obra del legislador. No hay, pues, más remedio que reconocer que por la institución del
referendum, incluso facultativo, el pueblo no sólo queda habilitado para controlar las decisiones del
legislador y oponerles ciertos impedimentos, sino que es llamado a participar en la legislación misma, lo que
supone esencialmente que desempeña un papel efectivo en la formación propiamente dicha de la ley.
Por esta última razón los autores suizos (Hilty, "Das Referendum im schweiz. Staatsrecht", Archiv jür
óijentl. Recht, vol. I I , p. 367; cf. Guhl, op. cit., p. 32) pudieron decir que la introducción del referendum
legislativo en el derecho público federal constituyó, en 1874, una novedad que confería a la revisión
realizada en dicha época el carácter de una verdadera revisión total, aunque gran número de artículos de la
anterior Constitución de 1848 no fueron objeto de modificación alguna en 1874. Aunque limitada en cuanto
a su extensión, la revisión de 1874, en efecto, tuvo por resultado transformar esencialmente el régimen
constitucional de Suiza, por cuanto confirió al cuerpo mismo de ciudadanos la potestad de pronunciar la
última palabra en la formación de la voluntad legislativa del Estado, habiéndole asignado así, tanto en orden
a las funciones constituidas como en el orden constituyente, la más alta posición entre los órganos de la
Confederación. Esta es también la opinión que prevaleció en la literatura alemana con respecto al alcance de
la institución del referendum. Jellinek, en particular (op. cit., ed. francesa, vol. I I , pp. 241, 485 ss.; cf. Gesetz
und Verordnung, p. 208), demostró que para caracterizar el papel legislativo del pueblo suizo conviene
compararlo con el poder de sanción que corresponde a los monarcas en cuanto órganos supremos de sus
Estados. Esta analogía con la sanción real señala suficientemente la diferencia que separa al referendum,
incluso facultativo, de un simple veto.
1048

393. En el fondo, el gran error de Jellinek y de los autores que siguen su


doctrina es no haber distinguido sino dos formas principales de gobierno, la
monarquía y la democracia, cuando en los tiempos modernos se ha creado un
tercer tipo, esencialmente diferente de los otros dos, el gobierno representativo
(ver núms. 334 y 338, supra). Jellinek incluye al régimen representativo dentro de
la democracia; y recíprocamente, califica como representativas a las democracias
provistas de instituciones, como el referendum, que son tomadas de la democracia
directa (op. cit., ed. francesa, vol. II, pp. 484 ss.). Al hacer esto, desconoce la gran

Quedan por decir algunas palabras sobre otra tendencia que se apunta con respecto al referendum
y que consiste en referir esta institución a un concepto político del mismo género de aquel que, en cualquier
país y hasta en las monarquías, hizo admitir tradicionalmente que los impuestos no pueden crearse y
ponerse a cargo del pueblo sin el concurso y sin cierta intervención de los contribuyentes. Como dice una
fórmula trivial, es necesario que el impuesto se consienta por quienes han de pagarlo o, por lo menos, por
sus representantes. Recogiendo una fórmula análoga, se ha sostenido en Suiza que el referendum, tal como
se halla establecido actualmente en ese país, se funda simplemente en la idea de que el pueblo debe ser
admitido a desempeñar cierto papel en la labor legislativa siempre que se trate de leyes especialmente
aplicables a los ciudadanos, o sea de leyes que crean para ellos derechos o deberes individuales (ver, por
ejemplo, en este sentido Guhl, op. cit., pp. 32 ss.). Pero, así como en materia de impuestos la fórmula
anteriormente citada no implica que las leyes de presupuestos han de ser deliberadas y votadas por los
mismos ciudadanos, y que, con relación a las monarquías, cierta doctrina —expuesta supra, núms. 131 s s
.— pretende que las leyes, aunque sean destinadas a crear derecho individual, no son decretadas por las
asambleas representativas mismas, sino que son obra del monarca exclusivamente, así también la aplicación
al referendum del concepto que acaba de recordarse conduce a decir que esa clase de consulta popular, en
Suiza, no tiene por objeto asociar directa y formalmente al pueblo a la confección de las leyes; en efecto, los
ciudadanos aparecen como suficientemente garantizados desde el momento en que las leyes aceptadas por
las asambleas no pueden aplicarse contra la voluntad de la mayoría popular, y la Constitución suiza pudo,
por consiguiente, limitarse a proporcionarles una simple facultad de veto, reservando a las Cámaras
federales el poder legislativo propiamente dicho. Así Io es, el referendum no constituiría una institución que
tuviera por objeto preciso fundar jurídicamente la democracia directa, sino que sólo constituiría un
elemento de un régimen político liberal. Además, de este punto de vista resultaría que el pueblo no puede
aspirar a ejercer ninguna acción ni a manifestar su sentimiento bajo ninguna forma con respecto a las leyes
que, sin afectar al derecho individual de los ciudadanos, tienen por objeto y regulan únicamente los asuntos
o servicios del Estado. Dos breves objeciones serán suficientes para i el mar esta manera de ver. En primer
lugar, ya se observó anteriormente que la Constitución federal de 1874 no sólo concede al pueblo un medio
indirecto de ejercer su influencia sobre la legislación o de preservarse contra las leyes que considera
desfavorables, sino que especifica que el pueblo es llamado a estatuir sobre la "adopción" misma de las
leyes. La importancia de este último término ha sido subrayada en el transcurso de la presente nota y
conviene añade que el carácter facultativo del referendum no puede disminuir esta importancia, ya que, en
suma, el pueblo queda admitido a formular expresamente su voluntad legislativa en cuanto manifiesta
deseo de ello. En segundo lugar, el poder de adopción del pueblo no se refiere Únicamente a las leyes que
afectan a los ciudadanos en la esfera privada de sus derechos individuales, sino que, de un modo ilimitado,
se extiende a toda ley, cualquiera que sea el objeto de- la misma, sin hablar de las resoluciones que tienen
alcance general. Así pues, la institución del referendum no solamente responde a la preocupación de
proteger a los ciudadanos contra las autoridades estatales o a la idea de que, en un país libre, el pueblo no
puede asumir i o r a s individuales, fiscales o jurídicas a las que no haya prestado su consentimiento, sino
que HC funda en la idea de que el pueblo debe ser dueño supremo de la legislación. Con más exactitud, el
principio consagrado por la Constitución suiza es el de que una prescripción reguladora o una medida
cualquiera sólo pueden adquirir el carácter especial y la fuerza superior propias de la ley cuando han sido
revestidas de ese carácter y de dicha fuerza por c i c l o d e una adopción popular expresa o tácita. La
adopción por el pueblo se convierte así c u una condición esencial de la forma de la ley. Ahora bien, este
último rasgo es precisamente uno de l o s q u e caracterizan a la verdadera y franca democracia.
1049

idea que precisó la Revolución francesa con el nombre de principio de la


soberanía nacional y que, en las Constituciones que se inspiraron en este
principio, determinó una especie de democracia enteramente distinta de la
democracia integral, así como también una forma monárquica totalmente diferente
de la antigua y pura monarquía.
En la democracia directa son los ciudadanos mismos los que constituyen,
en su masa total, el órgano esencial e inicial del Estado, en el sentido, ante todo,
de que esa totalidad de individuos es el origen de todos los poderes que ejercen
las autoridades públicas, y además, de que la voluntad estatal se confunde en
principio con la voluntad popular. Por lo tanto, las decisiones que emite un órgano
cualquiera distinto del cuerpo de ciudadanos no pueden ser sino la expresión
secundaria de la voluntad primaria de los ciudadanos mismos, y por consiguiente,
es evidente que los ciudadanos son invitados a hacer saber si dichas decisiones
están conformes con su propia voluntad. Muy distinto es el alcance, así como
también el fundamento, del régimen representativo tal como se le concibió en
1789T1791. El régimen representativo de entonces se basaba esencialmente en la
idea de que los ciudadanos, lo mismo que el monarca, no tienen individualmente
ninguna participación en la soberanía, sino que ésta reside de un modo
extraindividual en el ser colectivo y sucesivo nación. Ocurre así especialmente en
el sentido de que la voluntad nacional no consiste originariamente en la voluntad
de los miembros particulares de la nación, ciudadanos o monarca, sino que, por el
contrario, se ha organizado en la nación una potestad de voluntad general y
superior, voluntad nacional cuya expresión habrá de ser proporcionada por
aquellos miembros de la nación que se constituyen, por el estatuto orgánico
1050

de ésta, en sus "representantes". En tales condiciones, las personas o asambleas


investidas del poder de expresar la voluntad nacional, aun siendo elegidas por el
pueblo, no pueden considerarse como órganos de voluntad de los ciudadanos, lo
mismo que, en una monarquía representativa, las autoridades nombradas por el
rey no pueden ser órganos de la persona real; por ello, la Constitución de 1791
reducía a los ciudadanos al poder de elegir, sin concederles el medio de obligar a
los elegidos a conformar sus voluntades a las de los electores. En el sistema
fundado por esta Constitución, la asamblea de diputados, en cuanto a su poder de
voluntad, era exclusivamente el órgano del ser jurídico nación.
De estas observaciones resulta que la democracia representativa no se
reduce a una forma especial de la democracia directa, lo mismo que la monarquía
representativa no es, como el mismo Jellinek lo reconoce (loe. cit., vol. I I , p. 423)
a propósito de la Constitución francesa de 1791, una verdadera monarquía (cf. p.
910, supra). La diferencia jurídica capital que separa estas dos clases de
democracias es la siguiente: En la democracia pura, los elegidos de los
ciudadanos han de expresar la voluntad de éstos, y por este mismo motivo, sus
decisiones quedan subordinadas, bien sea en cuanto a la iniciativa, bien sea en
cuanto a la perfección ' de la decisión, a una voluntad preponderante, que es la de
la asamblea del pueblo. En la democracia representativa, el cuerpo de los elegidos
no representa una voluntad anterior ni sus decisiones dependen de una voluntad
que domine a la suya, sino que crea él mismo la voluntad de la nación por la que
está encargado de querer. Y precisamente en esto es un órgano de la nación.
Pues —importa observarlo—, en realidad, únicamente en el caso de la democracia
pura es cuando se produce una representación en el sentido ordinario de esta
palabra, ya que la asamblea de los diputados no es aquí un órgano del pueblo,
sino que tiene por función representar al pueblo, el cual aparece así como el
verdadero órgano de Estado, o sea no solamente como un órgano primario
actuando por medio de un órgano secundario, sino como un órgano exclusivo del
Estado que actúa por su representante, que es el cuerpo de los diputados. En el
régimen llamado representativo, por el contrario, las voluntades enunciadas por la
asamblea de los diputados no son representativas de una voluntad preexistente, la
de los ciudadanos, sino que la asamblea elegida es, como el monarca mismo433,
un órgano de la nación, el órgano por el cual la nación

433
También sobre este punto la doctrina de Jellinek es inconciliable con los principios que constituyen la
base del derecho público francés. Al distinguir en el Estado dos clases de órganos, de los que unos, como el
Parlamento, son órganos representativos del pueblo, mientras que otros, como el monarca, son
exclusivamente órganos del Estado (puesto este último, por otra parte, en oposición a la nación), Jellinek
introduce en la organización estatal un dualismo que no sólo se encuentra en contradicción con el principio
de la unidad del Estado (ver p. 1033, supra), sino que es igualmente inconciliable con la idea de la soberanía
nacional. En el sistema del derecho público francés, tal como fue concebido y establecido por la Revolución,
. ualquier autoridad encargada de enunciar la voluntad estatal sólo puede ser, indistinta y uniformemente,
órgano de la nación soberana, o sea de la colectividad nacional tomada en su Indivisibilidad abstracta. La
doctrina de Jellinek se presta doblemente a la crítica, pues pretende convertir al monarca en órgano del
Estado con exclusión de la nación, por una parte, y por otra, porque califica al cuerpo de los elegidos como
órgano popular, tomando la palabra pueblo en un sentido diferente del que posee la palabra nación en el
concepto de la soberanía nacional.
1051

llega a ser capaz de querer. En cuanto a esto, ya se observó anteriormente (núms.


350, 371 ss., 378) que la denominación dada por los constituyentes de 1791 al
nuevo régimen que fundaron en Francia era totalmente impropia434; la
característica de este régimen "representativo" es que no entrañaba ninguna
verdadera representación.
Es, pues, una falsedad decir —como lo hace Jellinek (loe. cit., vol. II, pp.
285-286; cf. en el mismo sentido a Duguit, Traite, vol. I, pp. 303-304 )— que,
según el derecho público francés, " el orden estatal entero se basa en la voluntad
del pueblo", en cuanto las autoridades públicas, en Francia, proceden todas
directa o indirectamente de la elección popular y constituyen así, para el pueblo,
órganos secundarios, que se otorga a sí mismo, bien eligiéndolos inmediatamente,
bien haciéndolos elegir por sus propios elegidos. Esta manera de caracterizar al
sistema constitucional de Francia es contrario al concepto original de donde salió,
en la época revolucionaria, el régimen representativo francés. Se puede decir que
la organización estatal de Francia se basa hoy enteramente en el principio de que
corresponde al pueblo la elección de las personas llamadas a ejercer los poderes
representativos; pero pretender que esta organización tiene por objeto asegurar la
primacía de la voluntad popular es olvidar que el régimen representativo francés
emana directamente del principio de la soberanía nacional (ver n9 339, supra); y
es, además, perder de vista que este principio, cuyo significado es, ante todo,
negativo (ver núms. 328 ss., supra), excluye toda posibilidad de individualizar la
soberanía del cuerpo nacional en sus miembros actuales, es decir, tanto en la
totalidad general de sus miembros como en uno de ellos en particular . De igual
modo que en la monarquía representativa, el monarca, aunque capaz en ciertas
materias de querer por la nación, no resume toda la voluntad soberana de la
nación, sino que queda, en gran medida, lometido a esta voluntad (ver n9 337,
supra), así también, en la democracia representativa, la voluntad nacional no se
reduce a la voluntad

434
Por lo menos, y en cuanto al fondo, manifestaron claramente su pensamiento oponiendo a la democracia
el régimen que califican como representativo; y entendían por aquélla la democracia directa (ver
especialmente, sobre este punto, el discurso de Sieyes citado supra, pp 163 ss). El error de Jellinek es
precitamente haber desconocido esta oposición.
1052

popular, y, por consiguiente, no es exacto afirmar que el funcionamiento del


Estado se basa enteramente en ésta. Pero la verdad es que el régimen
representativo —por derivar del principio de la soberanía nacional— trata de
establecer entre el pueblo y sus elegidos cierto equilibrio de fuerzas y de
influencias, de tal modo que ni él, ni ellos, puedan adquirir un dominio absoluto
que sería la negación de la soberanía exclusiva de la nación. Por una parte, en
efecto, el pueblo no es dueño de la voluntad nacional, ya que no hace sino elegir;
la asamblea de los diputados es la llamada a querer por sí misma por la nación y
no a expresar la voluntad de los ciudadanos; en este aspecto, es órgano de la
nación tomada en su indivisibilidad, y no del pueblo considerado en sus miembros.
Pero, por otra parte, la Constitución francesa pensó que la potestad de dicha
asamblea se halla bastante limitada por el hecho mismo de que los diputados que
la componen están sometidos al régimen electivo, o sea que tienen que haber sido
designados por los sufragios de los ciudadanos activos, y sólo ejercen su poder de
una manera pasajera y durante un corto período de tiempo cuya duración, en la
Constitución actual, puede también abreviarse mediante una resolución.435 Tal es
el sistema gubernamental inau-

435
Este carácter efímero de la función del diputado se señala particularmente en la Constitución de 1791,
que reducía a dos años la duración de las legislaturas (tít. III, cap. I, art. 2). El principio de las legislaturas
bienales había sido adoptado por la Constituyente desde el 12 de septiembre de 1789. Entre las razones que
en esa fecha se invocaron en favor del sistema de las legislaturas de corta duración, conviene recordar
especialmente la argumentación de Le Pelletier de Saint-Fargeau, que quería que dicha duración se redujese
a un solo año: "Fijando en un solo año la duración de la asamblea —dice ese orador—, este período asegura
contra el peligro de usurpar un poder que no debe tenerse. Esta idea debe ser desarrollada. Todo el mundo
aprecia al primer golpe de vista la extensión de las relaciones del cuerpo legislativo; todo el mundo conoce
la inclinación que se tiene a usurpar un poder que no se nos ha confiado; el espíritu de conquista, por decirlo
así, es natural al hombre. Este peligro será tanto menos de temer cuanto más frecuentes sean las elecciones
y más precaria la existencia de dicho cuerpo. Es de desearse, por otra parte, que la opinión pública invista
sin cesar al cuerpo legislativo. Habrá de sentir más fácilmente que lo merece cuando, en corto espacio de
tiempo, no tenga más interés que el de servirse de todo su poder para el bien común" (Archives
parlementaires, 1" serie, vol. III, p. 617). Esta argumentación, que en la misma sesión fue aprobada y
apoyada por numerosos oradores, revela claramente el pensamiento dominante y las tendencias de la
Constituyente en esta materia. Este pensamiento era el de impedir toda apropiación individual de la
soberanía nacional. Como lo observa Le Pelletier de Saint-Fargeau, la Constituyente entregaba al cuerpo
legislativo un poder de gran extensión; pero también trataba de moderar el uso de ese poder, en cuanto los
hombres que se hallaban revestidos del mismo sólo habían de poseerlo durante muy corto tiempo.
Finalmente, pues, ni los ciudadanos, que quedaban apartados del gobierno directo, ni los mismos diputados,
que sólo recibían una potestad efímera, llegaban a ser dueños de la soberanía nacional; nadie había de tener
"más interés que el de servirse de su poder para el bien común". Con esto se manifiesta claramente el
carácter negativo del principio de la soberanía nacional. Por consideraciones del mismo género se
determinó la Constituyente a acoger la proposición de aquellos de sus miembros que pedían que, en el
futuro, los diputados nombrados en dos legislaturas sucesivas no pudiesen reelegirse en la legislatura
siguiente. En los numerosos discursos que se pronunciaron en mayo de 1791 en favor de esta proposición,
se repite sin cesar el argumento de que la posibilidad de una renovación ilimitada de los poderes del
diputado queda excluida por el principio mismo de la soberanía nacional. Este argumento fue desarrollado
especialmente por Barére, en la sesión del 19 de mayo de 1791: " E l gran principio cuyo espíritu habéis
infundido en todas las partes de la Constitución —decía Barére— es que los hombres revestidos de poderes
públicos deben cambiar constantemente, renovarse y alejarse por algún tiempo de las funciones públicas
para volver a ser ciudadanos. Bien sabíais que el gobierno representativo es aristocrático por naturaleza; y
1053

gurado después de 1789, como consecuencia de la idea de que la soberanía es


nacional y no reside especialmente en nadie. En principio subsiste este estado de
cosas, aun hoy, a pesar de ciertas deformaciones que vamos a indicar, y no
permite colocar a Francia entre los Estados en los cuales todo se basa
originariamente en la voluntad del pueblo.436

ese vicio natural que habéis querido corregir con vuestra Constitución es el que ha destruido todas las
aristocracias. Así es como habéis sometido a los miembros del poder legislativo a elecciones frecuentes, o
sea a una verdadera censura política, que se ejerce por los cuerpos electorales. Lo que habéis querido
establecer i por lo tanto, una representación nacional y no una aristocracia legislativa, una aristocracia de
oradores, que es la más peligrosa y la más funesta de todas para la libertad de las naciones. Ia verdad, pues,
que la reelección ilimitada constituye un sensible cambio en la naturaleza de nuestro gobierno y una
peligrosa corrupción de su principio representativo." ¿Por qué la reelección corrompe el régimen
representativo? Porque, decía Barére, "hace de la soberanía nacional el patrimonio de algunos oradores, de
algunos charlatanes políticos". Pero añadía l I mismo Barére, "habéis contado con instituciones, y no con
hombres. Pues bien, la reelección Ilimitada coloca a los hombres en el lugar de las instituciones". Y
terminaba diciendo: ''Ved la aristocracia de los representantes, ved el espíritu de perpetuidad y de herencia
que pronto ha de venir a emponzoñar esta fuente de poderes nacionales, y decidnos si estas plagas de la
libertad pública deben conservarse en la Constitución francesa. En fin, después de haber inalado al
despotismo, debéis temer que oradores perpetuos traten de recoger su legado" (Archives parlementaires,
1ª serie, vol. XXVI, pp. 223 ss.). Arrebatada por esta argumentación, la Constituyente decidió, en la misma
sesión, que los miembros de la legislatura que hubiesen Ido reelegidos una vez, no podrían serlo de nuevo
sino después de un intervalo de dos años (ley de 13 de junio de 1791, art. 13; Constitución de 1791, tít. III,
cap. i, sección 3, art. 6). I I i. relator del proyecto de Constitución, y que sin embargo combatía la moción de
Barére, tuvo que reconocer que dicha moción era "el reconocimiento del principio de la soberanía de l i
nación" (ibid., p. 227). En efecto, si la Constituyente repudió el sistema de las reelecciones Indefinidas, que
al permitir el acaparamiento de los asientos del cuerpo legislativo por "oradores perpetuos" hubiera
originado, como decía Barére, una nueva aristocracia: la casta de los diputados vitalicios, lo hizo para
asegurar la integridad de la soberanía nacional. También aquí puede verse el sentido negativo que los
fundadores de la soberanía nacional asignaban a este principio.
436
Si la Asamblea de diputados no representa al pueblo, cabría inclinarse a admitir que, por lo menos, existe
cierta relación representativa entre cada diputado considerado aisladamente y su respectivo colegio de
electores, y podría alegarse en este sentido un razonamiento que ya se desprende de las declaraciones de
algunos de los oradores de la Constituyente, especial- mente de un discurso de Sieyés: "Cuando la gente se
reúne —decía Sieyés— es para deliberar, para conocer las opiniones de unos y otros, para confrontar las
voluntades particulares, para modificarlas, para c aliarlas, en fin para obtener un resultado común a la
pluralidad... Es indiscutible, pues, que los diputados se hallan en la Asamblea nacional para votar en ella
libremente según su opinión actual, esclarecida con todas las luces que la Asamblea haya podido
proporcionar a cada uno de ellos" (sesión del 7 de septiembre de 1789; Archives parlementaires, 1ª serie,
vol. VIII, p. 595). Así pues, según estos párrafos, en la deliberación habría que distinguir dos fases: en la
primera, se producen opiniones individuales, "voluntades particulares" que conviene "confrontar" entre sí; y
aquí parece que nada se opone a que cada diputado se convierta en el representante de su grupo electoral,
aportando y sosteniendo en la asamblea el voto o la voluntad especial de sus comitentes. Pero en la
segunda fase es indispensable que se forme una opinión general, que habrá de ser la expresión de la
voluntad de la nación, y ahora ya no puede el diputado atenerse simplemente al voto de sus electores, sino
que ha de formarse "una opinión actual" y votar según ella, o sea teniendo en cuenta todas las
consideraciones que hayan sido alegadas durante la discusión, modificando por consiguiente las opiniones
que antes había defendido, a fin de poder llegar a un "resultado común".
Así, parece desprenderse de la doctrina de Sieyés que los diputados llegan a la asamblea como
representantes de grupos especiales y que empiezan manifestando los deseos particulares de éstos, sin
perjuicio de refundir después estas voluntades particulares en una voluntad general, que acabará teniendo
la primacía sobre todas las demás opiniones o aspiraciones contrarias. Esta manera de comprender la
1054

4. EVOLUCIÓN DEL RÉGIMEN REPRESENTATIVO DESDE LA REVOLUCIÓN

394. La teoría de la representación nacional que ha sido expuesta hasta


ahora es la que deriva de la constitución inicial de 1791. Es la teoría del puro
régimen representativo, en el sentido histórico que la palabra representación tomó
bajo la Revolución, es decir, de un régimen en el cual el pueblo, al no poder querer
sino por medio de sus representantes, no

representación recuerda lo que ocurría en el antiguo régimen. Entonces cada diputado expresaba en la
asamblea de los Estados las peticiones de su grupo. Luego intervenía el rey como titular de la potestad
soberana; y después de que los representantes le habían dado a conocer el parecer de las diversas partes de
la nación, estatuía en vista del interés general y como órgano del Estado dotado del poder de enunciar la
voluntad superior de éste.
Se ha pretendido que en el Estado moderno, o por lo menos en los Estados monárquicos, el papel
del Parlamento sigue estando conforme con estos antiguos precedentes. Esta tesis ha sido desarrollada
particularmente por Rieker, op. cit., pp. 55-60. Según dicho autor, el Parlamento no puede considerarse
como un órgano del Estado, sino que es simplemente la representación de las diversas tendencias o fuerzas
actuantes que coexisten en el seno de la comunidad nacional; no representa al pueblo en su unidad estatal,
sino en la diversidad e incluso en la oposición de los elementos sociales que lo constituyen. Una asamblea
parlamentaria electa sólo es una reunión de diputados, cada uno de los cuales representa los intereses
particulares y divergentes de sus electores y que se esfuerzan por hacer prevalecer los intereses de un grupo
o de un partido sobre los de los grupos o partidos rivales. Si las cosas se redujesen a esto, la unidad de la
voluntad nacional se vería comprometida. Pero, dice Rieker, esta unidad se restablece gracias al monarca,
que colocado por encima de todas las clases del pueblo, decida soberanamente en nombre del Estado,
aplicándose a mantener una armonía suficiente entre las diversas clases y entre los intereses propios de
cada una de ellas. Suponiendo que este análisis del régimen representativo sea exacto para las monarquía,
seguiría siendo inadmisible en lo que se refiere al derecho constitucional francés. La razón de ello debe
buscarse, ante todo, en la radical transformación que se realizó en 1789 acerca de la naturaleza y la función
de la asamblea de diputados. En el antiguo régimen, donde los diputados a los Estados sólo constituían
asambleas consultivas y postulantes y el poder de decidir únicamente pertenecía al rey, se comprende que
los diputados de las diversas bailías y órdenes pudieran comportarse como simples portavoces de sus
comitentes. Haciéndose cargo de las peticiones o instruido por los pareceres que así le llegaban por
mediación de los Estados, el monarca tomaba las decisiones definitivas. Después de 1789, tanto el poder
como el deber de estatuir se trasladan a la misma asamblea, transformándose ésta directamente en el
órgano estatal de la nación. En estas condiciones, ¿cómo concebir que la asamblea, en un momento
cualquiera de sus deliberaciones, pueda funcionar como una reunión de grupos que debaten sus asuntos
particulares y hacen valer sus intereses propios? La verdad es que esta asamblea, desde el primer momento,
o sea desde que aborda una cuestión, ha de deliberar como asamblea nacional, que tiene exclusivamente
por cometido proveer a los intereses generales de la nación, en cuyo nombre tiene encargo de estatuir. Así,
si la asamblea en su conjunto tiene por misión querer por la nación, resulta imposible admitir que sus
miembros individuales puedan representar a los grupos que los han elegido en ninguna medida y en ningún
momento. Esto es lo que decía la Constitución de 1791, en el famoso texto (tít. m, cap. i, sección 3, art. 7)
que declaraba sin reservas que los diputados, en el nuevo derecho público, tenían que ser "representantes
de la nación entera", y no sólo "de un departamento particular". Al colocar así a los elegidos por encima de
las voluntades de sus colegios electorales, el citado texto señalaba clarimente que, desde el comienzo de la
deliberación, deben preocuparse únicamente de considera- , lunes de orden nacional, y por consiguiente
excluía el concepto según el cual los diputados quedarían autorizados, durante la fase de los debates
preparatorios, para hacerse intérpretes de los deseos especiales de sus electores y unirse después, en un
pensamiento superior de interés nacional, cu el momento final de la decisión. Esto es, por lo demás, lo que
reconocía el mismo Sieyes cuando - como se vio anteriormente (p. 1013)— negaba a los diputados,
considerados, individualmente, l a cualidad de representantes.
1055

estaba admitido jurídicamente a ejercer una voluntad propia, o más exactamente,


en el cual los representantes eran órganos de volición, no solamente del pueblo
inconcreto, sino del ser abstracto nación; un régimen, además, en el que entre el
cuerpo de los diputados y el de los electores no había más lazos que los que se
desprendían de la elección; un régimen, en f i n , en el cual se ha podido decir
(Constitución de 1791, tít. m, preámbulo, art. 2; Laband, op cit., ed. francesa, vol I,
p. 4 4 4 ) que el cuerpo electo de los diputados no representa al pueblo en sentido
diferente de como lo representa el propio monarca.
Queda por examinar cuál fué en Francia, después de la Revolución, la
suerte de este régimen y de este concepto. Se ha visto que la Constituyente, al
tiempo que aseguraba la preponderancia de la burguesía, trató de idealizar la
voluntad nacional, por cuanto la trató como a una voluntad superior a la de los
miembros de la nación, que debe determinarse por consideraciones superiores de
interés general; en este sentido la asamblea de los diputados estaba instituida
como órgano de la nación. ¿Alcanzó su objeto la Constituyente? ¿Respondieron
los hechos a su intención? No hay más remedio que reconocer que no. Desde sus
orígenes revolucionarios, el régimen representativo sufrió en Francia
considerables
1056

desviaciones. Entre los autores que permanecieron apegados a las doctrinas


representativas de 1791, Esmein especialmente señaló estas deformaciones: "el
régimen representativo, dice ("Deux formes de gouvernement", Revue du droit
public, vol. i, pp. 17 ss.), perdió su pureza primitiva y tiende a alterarse cada vez
más. Sobre este punto, como sobre tantos otros, las ideas de los hombres de la
Revolución han quedado hoy profundamente alteradas, y bajo el nombre de
régimen representativo, se practica actualmente un sistema gubernamental muy
diferente del que aquéllos pretendieron fundar. Esta deformación se produjo bajo
múltiples influencias, entre las cuales conviene insistir sobre las dos siguientes:
395. En primer lugar, el cuerpo electoral ha lomado sobre sus elegidos una
influencia que crece sin cesar, influencia tal que sería negar la evidencia de los
hechos el pretender que la relación entre elegidos y electores se limita a una pura
relación de nombramiento. La verdad es que, con el sistema de las legislaturas a
corto plazo y la necesidad de las reelecciones periódicas, el elegido se encuentra
en mayor o menor grado bajo la voluntad de sus electores, y a menos de un
desinterés que no puede admitirse como habitual, se conforma en amplio grado a
sus voluntades. A este respecto, los acontecimientos han echado abajo los
cálculos de los fundadores del régimen representativo. La Constituyente concibió
la asamblea de los diputados como una oligarquía, órgano de la comunidad
nacional, que quería por ésta con exclusión del pueblo. Era una especie de
régimen aristocrático, en el cual, según la frase de Rousseau, el pueblo, al elegir
sus diputados, se constituía sus propios dueños; en el que el ejercicio de la
soberanía había de pertenecer a un reducido número de elegidos y sólo a ellos.
Los diputados serían los verdaderos ciudadanos activos. Actualmente aún, el
pueblo, en principio, sólo posee el poder de nombrar a sus diputados y según la
Constitución de 1875 no tiene por qué inmiscuirse en la confección de las leyes,
que corresponde solamente a las Cámaras. La misma revisión de la Constitución
puede emprenderse y realizarse sin ninguna intervención del cuerpo electoral.
Pero el pueblo francés no se contentó con el papel borroso que se le atribuyó
primeramente por sus Constituciones. Haciendo uso de la potestad de hecho que
para él se derivaba de su función electoral, pretendió ejercer, si no una completa
acción dirigente, por lo menos cierta influencia, y en todo caso un control efectivo
sobre la conducta y las resoluciones de sus elegidos. Estos, por su parte, si
aspiraban a la reelección1, sintieron la necesidad

1
Esta preocupación de las reelecciones futuras, sobre todo, es la que, por su naturaleza, puede disminuir la
independencia de los elegidos. Se ha visto (p. 1052, n. 28) que la Constitución de 1791 (tít. III , cap. I, sección
3, art. 6; ver también la Constitución del año III, arts. 54-55) había tomado a este respecto una medida de las
más enérgicas: establecía que los miembros del cuerpo legislativo no podrían ser reelegidos más que una
sola vez. Después de una primera reelección, el diputado se convertía en inelegible, al menos para la
legislatura siguiente. Esta regla rigurosa constituye seguramente uno de los rasgos más notables del sistema
representativo que se instituyó en 1791. Se había inspirado principalmente en el deseo de impedir el
acaparamiento de la soberanía nacional por una casta de diputados permanentes; pero respondía también a
la idea de que los diputados, como representantes de la nación, deben guiarse ante todo, en el ejercicio de
su función, por la consideración del interés nacional. Este último motivo lo había indicado claramente
Barére: "La reelección ilimitada crea los aduladores del pueblo", decía en el discurso de 19 de mayo de 1791,
que ganó la votación de la Asamblea en cuanto a la cuestión de la reelegibilidad de los diputados (Archives
parlementaires, 1ª serie, vol. XXVI, p. 226). La obra de la Constituyente en esta materia se compone, pues,
1057

de seguir las indicaciones que recibían de sus colegios electorales, o, por lo


menos, de no exponerse, respecto de algún punto importante, a una
desaprobación formal por parte de sus electores. Por la misma fuerza de las
cosas, el establecimiento del sufragio universal tuvo como efecto aumentar
singularmente esta potestad del cuerpo electoral y esta subordinación de los
elegidos.
De ello resultó, sobre todo, que cada diputado se ha convertido, más o
menos especialmente, en el representante de su colegio particular. Desde este
punto de vista también, los constituyentes de 1791 desconocieron el alcance real
del régimen electoral, por lo que su obra no pudo resistir la prueba del tiempo. En
efecto, la Constituyente no sólo cometió un error desde el punto de vista jurídico,
al calificar como representativo un régimen que, según hemos visto, conforme a
sus intenciones había de ser una cosa muy diferente de un régimen de
representación, sino que también se equivocó, desde el punto de vista político, al
caracterizar a los diputados electos por los diversos colegios como representantes
de la nación. La regla " e l diputado representa a la nación" queda desmentida por
los hechos (Duguit, Traite, vol. I, p. 341; Rieker, op. cit., pp. 55 ss.). Por muchas
precauciones que tomen las Constituciones para prevenir o

de dos clases de medidas que, al mismo tiempo que atestiguan la altura del patriotismo y del desinterés de
los primeros constituyentes, arrojan clara luz sobre el concepto que se formaron de la soberanía v de la
representación nacionales. Por una parte se esforzaban en sustraer a los diputados de un ascendiente
demasiado considerable por parte de sus electores, y con este objeto los hacían no reelegibles. Esta
prohibición de las reelecciones revela que, en su pensamiento, las elecciones sólo tenían el alcance de un
simple escoger de personas: los electores no tenían que aprobar y confirmar la actividad de sus elegidos al
reelegirlos; se les quitaba así el poder de formular un Juicio sobre la labor de sus elegidos. Pero, por otra
parte, la Constituyente tampoco quería que la independencia del elegido degenerara en un poder sobre la
soberanía de la nación, y por ello limitaba la potestad individual de los diputados, reduciendo a dos años la
duración de las legislaturas. La desaparición de estas dos limitaciones en las Constituciones posteriores, y
sobre todo l a desaparición de la referente a las reelecciones, había de producir una profunda modificación
en el funcionamiento y el alcance del régimen representativo, en lo que se refiere a la independencia de los
elegidos con respecto a los electores.
1058

evitar la subordinación de los elegidos a los electores y aun cuando desliguen al


diputado de todo lazo de mandato con respecto a su circunscripción, no podrán
hacer que los electores permanezcan completamente neutros o indiferentes, y por
consiguiente, ocurre naturalmente que cada diputado no sólo refleja los
sentimientos de sus electores, sino que también se aplica a servir sus intereses
particulares. Pedir a los diputados que sólo representen a la nación es pedirles un
imposible. Si —observa Rieker (op. cit., p. 56 )— a un candidato a la diputación se
le ocurriera declarar, en la asamblea de electores cuyos sufragios pretende, que
tratará de defender, no ya sus intereses particulares, sino exclusivamente el
interés nacional, este candidato estaría seguro de fracasar. La Constituyente creyó
impedir la representación de los intereses particulares seccionando al pueblo en
colegios electorales que correspondían a divisiones puramente territoriales o
administrativas. Pero, incluso en este sistema de seccionamiento, se encuentran
tendencias regionales, preferencias particulares, intereses de clase, que llegan a
vislumbrarse en las elecciones y que adquieren su especial representación en el
Parlamento, ya sea en los diputados individualmente, ya en los grupos que éstos
constituyen en el seno de las asambleas. Muy a menudo el diputado se mantiene
como el hombre de un partido, de un grupo, de una idea, de una categoría de
intereses. Decir que este diputado representa a la nación es más que una
abstracción o una ficción, es faltar a la verdad.2
Puede decirse que, a pesar de su voluntad por crear un régimen representativo
fundado en la idea de la soberanía puramente nacional, las Constituciones
francesas introdujeron en la organización de la nación un elemento o un germen
de gobierno directo, por cuanto colocaban la preponderancia de la acción
soberana en un Parlamento elegido, en el que acabaría por introducirse poco a
poco y desarrollarse la representación de las voluntades y de los intereses de los
electores mismos. Así se explica que, de hecho y bajo la influencia del constante
progreso de las ideas democráticas, el régimen representativo haya evolucionado
hacia el gobierno directo, es decir, hacia la forma gubernamental en la que el Par-

2
En estas condiciones, y ante la lección que deriva perentoriamente de los hechos actuales, sería ingenuo
querer atenerse estrictamente a la doctrina clásica que, para definir el alcance del régimen electoral, se
limita a argumentar sobre las diferencias que existen entre la situación del diputado y la situación de un
mandatario. Razonar así es mantenerse en la superficie de las cosas. Sin duda es fácil demostrar, aun hoy,
que desde el punto de vista jurídico la elección del diputado no entra dentro de la categoría contractual del
mandato (ver núms. 344 ss., supra). Pero esta demostración no agota el debate. La cuestión capital que
subsiste en esta materia, en efecto, es saber si, a pesar de la exclusión del mandato electivo, la organización
dada por las Constituciones contemporáneas al régimen electoral, en lo que se refiere al cuerpo de
diputados, no conduce por otras vías a asegurar, más o menos altamente, la preponderancia de la voluntad
del cuerpo de electores.
1059

lamento es el instrumento de la voluntad del pueblo, siendo éste el órgano sencial


del Estado. Se comprende, asimismo, que, a consecuencia de esta evolución, el
concepto del régimen representativo se haya obscurecido en el espíritu público y
hasta en los tratados de derecho constitucional. En particular, las razones que
determinaron a la Constituyente a tratar indistintamente al rey y al cuerpo
legislativo como "representantes" de la nación, se fueron perdiendo de vista poco
a poco, e incluso algunos autores se olvidan hoy totalmente de ellas.3 En efecto,
mientras más influencia adquirieron los electores sobre sus elegidos, más
irracional pareció asimilar en la calificación idéntica de representantes un
personaje no electivo, tal como el jefe del Estado, sobre el que el pueblo no tiene
directamente acción alguna, y la asamblea de los diputados, sobre la que, por el.
contrario, se hace sentir de una manera continua la acción de los electores, es
decir, no solamente en el momento de las renovaciones periódicas o accidentales,
sino también durante todo el tiempo de las legislaturas. El antiguo concepto
revolucionario según el cual la representación consiste en el poder objetivo de
querer por la nación en virtud de la Constitución, ha sido substituido así por una
nueva doctrina, que ve en la representación un carácter subjetivo propio de las
autoridades elegidas y proveniente de las relaciones especiales que se establecen
entre estas autoridades y el pueblo por el hecho de la elección. No hay más
remedio que convenir, por otra parte, en que estas ideas erróneas fueron
provocadas en gran parte por la viciosa terminología de la que se sirvieron los
constituyentes de 1791, pues dándole al régimen que fundaban en Francia el
nombre de gobierno representativo, sugirieron la idea de que este régimen tenía
por objeto asegurar la aplicación, por los representantes, de una voluntad superior
que sólo puede ser la del pueblo, cuando en realidad se proponían excluir toda
representación en el sentido propio de esta palabra. Resultó de esto un equívoco
que pesa aún sobre toda está teoría. La característica esencial del régimen
erróneamente llamado representativo es que no entraña ninguna representación.
En cuanto se infiltra en la organización estatal un elemento de representación
popular, ya no existe el régimen que recibió en 1789-1791 el nombre de gobierno
representativo.
396. Finalmente, la evolución que desde la Revolución realizó el régimen
representativo explica que se hayan infiltrado en el mismo algunas instituciones, o
por lo menos algunas tendencias, que no están muy acordes con el espíritu de
dicho régimen, pero que responden, en el

3
Ver , por ejemplo , Duguit, Traite, vol. 1, p. 364: "E s totalmente imposible atribuir el Carácter
representativo a una asamblea no elegida"; e ibid., p. 398: "L a monarquía hereditaria no puede tener
carácter representativo." C f . Esmein, Elemento, 7ª ed ., vol. I, pp. 303 ss.
1060

fondo, a los principios del gobierno directo. Entre ellas están la representación de
intereses y la representación proporcional. Tanto una como otra se basan en la
misma idea, o sea que es necesario que todas las aspiraciones de orden material
o moral que, en el seno del pueblo, existen entre las diversas categorías de
ciudadanos, encuentren su representación en el Parlamento y puedan, no sólo
manifestarse en él, sino también recibir cada una de ellas determinada parte de
satisfacción.
Una representación especial de los intereses particulares se concibe en el
puro régimen representativo, pues según la fórmula expuesta desde principios de
la Revolución, el diputado tiene como única función "representar" a la nación
tomada en su universalidad indivisible, o sea querer libremente por ella ; no puede
ser, pues, el representante o el portavoz de una clase de ciudadanos, de una
categoría de intereses, económicos, profesionales o de cualquier otra clase, de un
grupo cualquiera de electores. La representación de intereses sólo fue admitida en
Francia por una Constitución, el Acta adicional de 1815, cuyo art. 33 decía que,
junto a los diputados nombrados por los colegios electorales ordinarios, la
industria y el comercio tendrían "una representación especial". Pero desde
entonces, y sobre todo en la época actual, cuántas veces no se ha reclamado una
representación especial en las asambleas electivas para ciertas clases sociales,
especialmente para las clases obreras. Estas reivindicaciones proceden del hecho
de que es cosa sabida que el diputado de una clase de ciudadanos se convertirá
en campeón de sus intereses, pese a los textos que formulan el principio de que
los diputados representan a la nación.
Por las mismas razones, se ha reivindicado enérgicamente, a favor de las
minorías, el establecimiento de la representación proporcional. El objeto de esta
institución es asegurar, a las diversas partes en que los electores se dividen en
cada circunscripción electoral, un número de asientos parlamentarios que
corresponda aproximadamente a su fuerza respectiva, o sea al número de
sufragios emitidos a favor de cada uno de ellos; y esto en virtud de la idea de que
el Parlamento debe ser un "espejo" de la situación o composición electoral del
país, o también una "carta geográfica" que reproduzca, en reducción y tan
exactamente como sea posible, todas las partes en que se encuentra dividido el
país, según la cifra de sus adherentes. Los adversarios de la representación
proporcional demuestran tanto ardor en combatirla como sus partidarios en
defenderla. Esmein, particularmente ("Deux formes de gouvernement", Revue du
droit public, vol. i, pp. 23, 36, 55; Éléments, 7* ed., vol. I, pp. 326 5 5 . ) , alegó, no
sin razón, contra esta institución, que no sólo no concuerda con el género del
régimen representativo, sino también que está en absoluta oposición con los
principios mismos sobre los que este régimen fue edi-
1061

ficado en Francia; y este punto fué reconocido en parte incluso por decididos
proporcionalistas (ver por ejemplo Saripolos, op. cit., vol. H, pp. 25-46).
La representación proporcional, en efecto, se justificaría y hasta se
impondría si el régimen llamado representativo fuera un régimen de verdadera
representación, es decir, si tuviera por objeto hacer reinar cierta conformidad entre
la voluntad nacional enunciada por las asambleas electas y la voluntad del cuerpo
de los ciudadanos. Apoyándose en esta idea de conformidad necesaria, reclama
Duguit la representación proporcional, sin la cual, dice (Manuel, 1ª ed., p. 311;
Traite, vol. I, pp. 378 ss.), " u n país no tiene verdaderamente el régimen
representativo". No se le puede negar a Duguit el derecho de afirmar sus
preferencias hacia la representación proporcional; pero lo que sí puede
reprochársele es presentar esta institución como un elemento y una condición del
gobierno representativo. En realidad, la representación proporcional así motivada
se encuentra en oposición con el régimen llamado representativo, pues trata
precisamente de introducir en el derecho público francés un principio de
representación efectiva que los fundadores de este derecho pretendieron excluir
de él. En principio, el supuesto régimen representativo del derecho francés se
opone a la admisión de la representación proporcional, no ya solamente, como lo
da a entender Esmein (Éléments, 7ª. ed., vol. I, p. 330), porque la asamblea de los
diputados "representa" a la nación en su conjunto,4 sino también porque dicha
asamblea, propia-

4
Saripolos (op. cit., vol. I I , pp. 35 ss.) ha demostrado que, por sí sola, la regla "los diputados representan a
la nación", entendida en el sentido que habitualmente tiene la palabra representación, no sería obstáculo a
la representación de los individuos o de los grupos: implicaría solamente que el diputado debe representar a
sus comitentes, en cuanto éstos son órganos de la voluntad general y en cuanto le encargaron un mandato
referente al interés general, pero que, inversamente, no puede representar sus voluntades o sus intereses
particularistas. En suma, la idea de representación, en el sentido propio de este término, conduce siempre y
fatalmente a admitir la representación de los grupos. Esta es desde luego la tesis de Duguit (loe. cit.). A este
propósito conviene recordar aquí el famoso texto de la Constitución de 1791 (tít. III, cap. i, sección 3, art. 7)
que decía: "Los representantes nombrados en los departamentos no serán representantes de un
departamento particular, sino de la nación entera, y no se les podrá conferir ningún mandato." Como lo
observa Saripolos (loe. cit., p. 36), este texto enlaza la prohibición de todo mandato con la regla "los
diputados representan a la nación" y deduce esta prohibición como una consecuencia inmediata de la regla.
De aquí que fije claramente el alcance de esta regla, pues si la Constituyente hubiera querido asignar a los
diputados una función de verdadera representación se hubiera limitado a prohibir los mandatos
particulares, inspirados en consideraciones de interés especial de un grupo y a los que es ajena la
preocupación del inicies general. El hecho de que, por el contrario, la Constitución de 1791 haya excluido
todo mándalo, cualquiera que éste sea, lo mismo los que se confieren con vistas al interés nacional c u i n o
los de orden particular y egoísta, prueba suficientemente que esta Constitución no admitía en ningún grado
que los ciudadanos pudiesen participar en la formación de la voluntad nacional. Esta únicamente podía ser
formulada por los diputados. Los diputados eran, pues, los encargados de querer por la nación de una
manera primaria, y la Constitución no admitía que fuera de ella hubiera en la nación voluntad alguna que
pudiesen representar. En otros términos, el texto anteriormente citado establece que la asamblea de
diputados no era una asamblea de representantes en stricto sensu, sino un órgano de la nación.
1062

mente hablando, es un órgano de la nación. La función de esta asamblea no es


expresar una voluntad más o menos adecuada a la de los individuos o grupos que
componen la nación, sino querer directamente y de un modo inicial por la nación.
En una palabra, en el régimen llamado representativo no hay lugar para una
representación proporcional, por la razón perentoria de que este régimen no
entraña representación de ninguna clase. Y no se diga que, no pudiendo concurrir
por sí mismos a la formación de la voluntad nacional, los ciudadanos son llamados
a elegir a las personas que habrán de enunciar esta voluntad, y que, al menos en
este aspecto, cada partido es obligado a exigir que se le atribuya
proporcionalmente cierto número de diputados a elegir. A esta argumentación
cabe contestar que en el puro régimen representativo la elección no es sino un
procedimiento de designación o de selección democrática de los órganos, y un
procedimiento fundado en la idea de que tendrán aptitud para convertirse en
órganos de la nación aquellos que hayan obtenido mayor número de sufragios: el
resultado de la elección es, pues, esencialmente indivisible. En el gobierno
representativo el régimen electoral mismo implica el sistema mayoritario (ver no.
433, infra).
Así pues, en principio, es decir, si se parte del sistema instituido por la
Constitución fundamental de 1791, es indiscutible que la representación
proporcional es lógicamente inconciliable con las tendencias y las reglas formales
del régimen representativo. Pero los hechos tienen aquí más fuerza que la lógica
teórica. Y de hecho el régimen representativo ha evolucionado en un sentido muy
diferente de aquel en que creyeron orientarlo sus fundadores. De hecho, el
diputado, que, según la letra de los textos constitucionales, sólo debería
representar a la nación, se pone en amplio grado al servicio del grupo que aseguró
su elección. De hecho también, las decisiones del Parlamento, que, según la
fórmula constitucional, pasan como la expresión de la voluntad nacional, son en
gran parte el resultado de negociaciones y arreglos transaccionales entre
parlamentos que forman agrupaciones particulares que corresponden a la
diversidad de los partidos y de los intereses especiales. Por lo tanto, no hay más
remedio que reconocer que, en esta asamblea que, en derecho, de ningún modo
es una reunión de grupos e intereses particulares, sino en la que en realidad las
consideraciones de partido y de interés especial ocupan tanto lugar, es legítimo y
necesario que todos los partidos sean representados proporcionalmente a su
respectiva importancia, de manera que cada
1063

uno pueda hacer valer en ella, a prorrata del número de sus electores, sus
tendencias y sus reivindicaciones. No podría sorprender, pues, el movimiento de
ideas que, en Francia como en otros muchos países, se ha desarrollado en favor
de la representación proporcional. Si en el derecho francés esta institución no
puede justificarse por razones jurídicas sacadas de la naturaleza del régimen
representativo; si incluso se encuentra en antinomia con ese régimen, se justifica
por causas políticas, o sea por las transformaciones de hecho que este régimen
ha sufrido y que le han hecho perder su primitiva significación.
397. La segunda causa importante de alteración del régimen representativo
ha sido la adopción y el desarrollo, en el derecho francés actual, del régimen
parlamentario. Existe profunda diferencia entre ambos regímenes. En el puro
sistema representativo, tal como lo concibieron los hombres de 1789, los
representantes expresan superiormente la voluntad de la nación, en el sentido de
que quieren libremente por ella. La idea de que la voluntad de los representantes
debe conformarse a la voluntad del pueblo se encuentra excluida aquí a causa de
que el pueblo es considerado como si no pudiese tener más voluntad que la de
sus representantes, o más exactamente, porque jamás es el órgano de volición de
la nación. No hay, pues, que averiguar si las voluntades emitidas por la asamblea
de diputados corresponden a las del cuerpo electoral. En este concepto, el cuerpo
electoral sólo tiene el poder de elegir y nombrar los representantes. El régimen
parlamentario tiene un alcance muy diferente. Además de implicar un sistema
electoral muy amplio, según la misma definición que de él se ha dado con tanta
frecuencia, es un régimen de gobierno del país por el país, o también un gobierno
de opinión; no ya, seguramente, en el sentido de que los electores puedan dictar
instrucciones a sus elegidos, sino al menos, en el de que, por la orientación de las
elecciones, el país es llamado a determinar por sí mismo las grandes directrices
de la política nacional. Hay en esto, posiblemente, algo más que en el régimen
representativo estricto. En éste se ha podido decir, a lo más —y aún es poco
correcta esta afirmación—, que el diputado es el representante de sus electores,
por cuanto es el hombre elegido por ellos; según esta opinión discutible, los
representa en cuanto lo han creado a su imagen. En el régimen parlamentario, las
elecciones son algo más que operaciones de designación de los representantes:
constituyen, según las tendencias de este régimen, un medio por el que el cuerpo
electoral da a conocer su opinión sobre los asuntos del país.5 En los Estados que
adoptaron el

5
No solamente el cuerpo electoral influye preventivamente en la política del país mediante Las elecciones
que inauguran la legislatura, sino que también se considera, en el régimen parlamentario, que al final de la
legislatura es el llamado a formular un juicio sobre sus diputados y su obra, reeligiéndolos o
reemplazándolos por otros elegidos; concepto bien diferente del de 1791, según el cual los diputados eran
inelegibles al cabo de cuatro años.
1064

régimen parlamentario, ante el cuerpo electoral se presentan todas las grandes


cuestiones que afectan la vida o la evolución nacional. Y es corriente decir que, en
estas condiciones, las elecciones adquieren carácter de consulta al cuerpo de los
electores. Así es como, en los países de parlamentarismo, se cuenta con el
cuerpo electoral para resolver soberanamente, por vía electoral, aquellos
conflictos que pudieran suscitarse, ya sea entre las dos Cámaras, ya entre una de
ellas y la autoridad ejecutiva. En resumen, el espíritu de ambos regímenes,
representativo y parlamentario, es sensiblemente diferente.
En el fondo, el objeto político del régimen parlamentario, según la fórmula
consagrada, es dar al país, a través de su influencia electoral, la posibilidad de
gobernarse, si no por sí mismo, al menos por medio de sus elegidos, en el sentido
de que no será gobernado por ellos en forma contraria a su voluntad. Aquí es
donde puede aplicarse exactamente la doctrina de Jellinek (ver p. 1023, supra)
según la cual la elección original hace nacer entre el país y sus elegidos una
relación de enlace constante, cuya duración no se reduce únicamente al momento
efímero en que el cuerpo electoral nombra y vuelve a nombrar periódicamente a
sus diputados, sino que se mantiene de un modo persistente durante todo el curso
de la legislatura. Bien es verdad que, incluso en el sistema parlamentario, los
electores no pueden imponer un programa obligatorio a sus elegidos en el
momento de la elección, ni pedirles cuenta jurídicamente de sus actos en el
transcurso o al finalizar la legislatura. Pero, al menos, el elegido depende de sus
electores, por cuanto se encuentra bajo su permanente control, por medio de
instituciones que son propias del parlamentarismo y entre las cuales conviene
recordar ya las de la publicidad de las sesiones de las asambleas y de las
votaciones de sus miembros y las de la publicación, tanto de estos votos como de
los debates que los han precedido (E. Pierre, op. cit., 4r ed., núms. 1028 ss.);
instituciones que sería difícil explicar si hubiera que atenerse a la idea primitiva de
los fundadores del régimen representativo, o sea que el representante quiere
arbitrariamente por la nación y es totalmente independiente de sus electores.6

6
Duguit, Traite, vol. I I , p. 356: " E n el sistema francés de representación política, el diputado es
simplemente integrante del Parlamento, que representa a la nación entera. No puede decirse que los
electores tienen el derecho de conocer el sentido del voto de sus representantes, ya que los diputados no
son sus representantes." Según las Constituciones de 1791 (tít. III, cap. m, sección 2, art. 1°; Constitución del
año III, art. 64), las sesiones del cuerpo legislativo eran públicas y los debates que en ellas tenían lugar eran
objeto de publicación; pero la forma de votación practicada en dicha época era la de sentados y levantados,
que no permite la publicación del voto individual de cada diputado.
1065

398. Pero existe otra institución que revela más claramente aún las tendencias
características del régimen parlamentario: esta institución es la de la disolución. Es
de observar que no admitieron esta institución las Constituciones representativas
de la época revolucionaria.7 A veces se ha querido explicar este rechazo de la
disolución diciendo que los hombres de la Revolución hubieran considerado como
una injuria a la soberanía popular el acto que consiste, por parte de la autoridad
ejecutiva, en disolver la asamblea elegida por el pueblo. Podría intentarse
explicarlo también por la consideración de que las Constituciones revolucionarias,
al separar rigurosamente los poderes, no podían admitir que el Ejecutivo tuviera
una potestad de revocación sobre el cuerpo legislativo. Estas razones no parecen
decisivas; por lo menos, no han impedido a la Constituyente reconocerle al rey un
poder de veto sobre los decretos adoptados por la Asamblea legislativa. En el
fondo, el verdadero motivo de esta exclusión reside en el concepto representativo
de dicha época, pues en ese concepto no había lugar para la disolución, ya que el
pueblo no se consideraba en ella como el llamado a enunciar en las elecciones
una voluntad propia. El pueblo no hacía más que elegir, y en cuanto a querer, esto
era una facultad reservada exclusivamente a los representantes. El cuerpo
electoral no tenía, pues, por qué inmiscuirse directa ni indirectamente en la
apreciación de las voluntades de sus elegidos; y por consiguiente, no podía
tratarse de ninguna manera de remitir a éstos, durante el curso de la legislatura,
ante los electores, con objeto de que dijese el cuerpo electoral si aprobaba o no su
actitud y sus resoluciones.8

7
Constitución de 1791, tít. III, cap. I, art. 5: " El cuerpo legislativo no podrá ser disuelto."
8
Así se desprende especialmente del célebre discurso pronunciado por Sieyés en la constituyente el 7 de
septiembre de 1789 a propósito de la sanción real. Algunos oradores, como Salle, Dupont de Nemours y
otros, habían propuesto la admisión del voto suspensivo, como “especie de apelación a la nación que hace
intervenir a ésta como juez entre el rey y sus representantes" (Archives parlementaires, 1º serie, vol. VIII,
pp. 529, 567, 736; cf. p. 979, supra). En la sesión del 10 de agosto de 1791, Roederer sostenía también que el
derecho de sanción o veto suspensivo era "un simple derecho de apelación al pueblo, concedido al rey"
(Archives parlementaires, 1ª. serie, vol. XXIX, p. 325, n.). Pero esta idea —que también expone y defiende
Esmein, Éléments, 7ª ed., vol. I, p. 479— no tuvo acogida en la Constituyente. Se la rechazó por el mismo
motivo que había desarrollado magistralmente Sieyés en contra de la sanción real, en aquel discurso del 7
de septiembre en el que, con ocasión de esta cuestión, expuso su doctrina sobre la antinomia existente
entre el gobierno representativo y la democracia o gobierno popular. "L a expresión apelación al pueblo no
es tan mala como impolítica", decía Sieyés. Y la razón decisiva que daba de ello es que, en el régimen
representativo, " e l pueblo o la nación sólo puede tener una voz: la voz de la legislatura nacional. Así pues,
el poder ejecutivo no podrá apelar de l o s representantes ante sus comitentes, puesto que éstos no pueden
hacerse oír más que por los diputados nacionales... El pueblo, repito, en un país que no es una democracia (y
Francia no lo es), no puede hablar, no i n i c i e aduar más que por medio de sus representantes (Archives
parlementaires, 1ª serie, vol. VIII, p. 595). Este mismo motivo —o sea el principio mismo del régimen
representativo— es el que había de oponerse radicalmente a que la Constituyente admitiera la posibilidad
de la disolución, pues en el momento en que los fundadores de dicho régimen partían de la idea de que el
pueblo no tiene más voluntad que la de los representantes nacionales, no cabía en su pensamiento recurrir
al cuerpo de ciudadanos para permitirle expresar su opinión sobre las decisiones de sus elegidos. Por eso las
proposiciones que se hicieron en diferentes ocasiones, desde 1789 a 1791, con objeto de introducir en la
Constitución futura la institución de la disolución, nunca fueron tomadas seriamente en consideración por la
Constituyente, como lo demuestra Duguit (La séparation des pouvoirs et l'Assemblée nationale de 1789, pp.
30 ss.).
1066

Por el contrario, es sabido el lugar importante y necesario que ocupa la disolución


en el régimen parlamentario, y también cuál es, en este régimen, el significado de
dicha institución. Bien sea que la iniciativa de disolución la tome el Gobierno en el
caso de un conflicto suscitado entre él y la asamblea de diputados, bien sea que
esta asamblea misma haya provocado su anticipada renovación, por ejemplo con
objeto de acabar con la impotencia a que se siente reducida como consecuencia
de la ausencia de una mayoría suficientemente compacta y decidida, en ambas
hipótesis aparece la disolución como una llamada al pueblo, como una medida
que tiene por objeto concederle la palabra y proporcionarle la ocasión de
manifestar su sentimiento con referencia a la política que deba seguirse.
Especialmente en el caso en que el pueblo es llamado a pronunciarse respecto de
una cuestión que divida, ya a las Cámaras, ya a una de ellas con respecto al
Gobierno, la disolución desempeña un papel análogo al del referendum; resulta
aquí esencialmente un procedimiento de consulta popular que permite comprobar
si las voluntades expresadas por la Cámara disuelta están realmente acordes con
las del cuerpo electoral, y por consiguiente, en el régimen parlamentario implica la
necesidad de

Existe, no obstante, un caso en que la Constitución de 1791 exigía que se recurriera al cuerpo de
ciudadanos para la renovación de la legislatura por la vía de elecciones generales. Este caso se daba cuando
la legislatura había de funcionar coco asamblea de revisión. Parece así que esta Constitución haya
consagrado la institución de las consultas electorales al pueblo, al menos para el caso de revisión. Y hasta se
ha deducido de aquí el argumento para sostener que la Constitución de 1791 reservaba especialmente al
pueblo, reunido en sus colegios electorales, el poder de expresar de un modo inicial, mediante sus votos, la
voluntad constituyente en el Estado (en este sentido, ver especialmente a Zweig, Die Lehre vom pouvoir
constituant, pp. 312-313). Pero la renovación de la legislatura con vista a la revisión se explica más bien
porque la Constitución de 1791 se aplicaba a realizar la separación del poder constituyente y el poder
legislativo (ver la n. 6 del n° 449, infra), y así resulta, en particular, del hecho de que, según esta Constitución
(tít. vil, art. 6; ver también la Constitución del año ni, art. 345), los miembros del cuerpo legislativo que
estaban anteriormente en funciones no podían ser elegidos para la asamblea de revisión. Las elecciones
generales exigidas para la constitución de ésta tenían, pues, por objeto no precisamente pedir su parecer al
pueblo, sino constituir, para las necesidades de la revisión, una asamblea esencialmente distinta de la
asamblea legislativa ordinaria.
1067

dicho acuerdo, y por lo tanto también —a diferencia de lo que ocurre en el régimen


representativo— una subordinación de los elegidos con respecto a los electores.9
Tal vez se objete que por la disolución el pueblo queda invitado, no ya a
expresar su voluntad sobre una cuestión determinada, como ocurre después de un
referendum, sino simplemente a elegir diputados para la renovación de la
asamblea disuelta. La disolución, pues, recurre únicamente al poder electoral del
pueblo y éste, incluso en tal caso, continúa ejerciendo su influencia sobre la
constitución de la voluntad estatal sólo bajo la forma y en la medida del electorado,
que no le confiere sino una facultad fugitiva de elección y designación de los
representantes. De lo que, al parecer, debe sacarse la conclusión de que la
introducción, en el régimen representativo, del instituto de la disolución no ha
modificado esencialmente la naturaleza de ese régimen. Pero cabe responder que
las circunstancias en que después de la disolución se realizan las elecciones, les
dan un alcance especial, muy diferente del de las elecciones ordinarias. El hecho
capital que debe observarse a este respecto es que en el transcurso mismo de la
legislatura el cuerpo electoral es invitado a renovar los poderes de sus diputados o
a sustituirlos por otros. Ya no se trata aquí de un simple acto de nombramiento,
sino que se trata de confirmar, en el curso del período para el que había sido
hecho, un nombramiento anterior, confirmándolo o revocándolo. La operación
mediante la cual se convoca a los ciudadanos no responde ya únicamente, pues,
a la necesidad de designar miembros de la Cámara, puesto que ya existía una
Cámara regularmente nombrada. No puede tener otro significado que el de
proporcionar al pueblo un medio de dar a conocer si aprueba o desaprueba a sus
diputados, es decir, si desde el comienzo de la legislatura estuvo o no de acuerdo
con ellos. La disolución es, por lo tanto, un procedimiento que sirve para controlar
y comprobar la persistencia de una

9
Cf. en este sentido Esmein, Éléments, 7* ed., vol. i, p. 160, quien hace observar que la Institución de la
disolución, en los países de parlamentarismo, tiene un significado muy diferente del que posee en los
Estados cuya Constitución trata de asegurar la preponderancia del príncipe. En éstos, el derecho de
disolución es un "arma ofensiva", destinada a reforzar la potestad del jede del Estado frente a la asamblea
elegida y que, en efecto, le permite ejercer presión sobre dicha asamblea con la amenaza de una revocación.
En el régimen parlamentario, el objeto de esta institución es, ante todo, mantener a la asamblea elegida
bajo la dependencia del cuerpo electoral; está destinada no ya precisamente a aumentar la fuerza del
Gobierno, sino a fortalecer al cuerpo electoral frente a y en contra del Parlamento. Se trata de impedir que
el Parlamento imponga sus voluntades cuando éstas ya no están de acuerdo con el sentir que prevalece en
el cuerpo electoral (cf. Rehm, Allg. Staatslehre, p. 318). Duguit (Ttraité, vol. I, p. 415) dice igualmente: " L a
disolución es la garantía más eficaz del cuerpo Electoral contra los excesos del poder del Parlamento... Es el
medio de asegurar que la mayoría de la Cámara se halla en armonía de pensamiento con la mayoría del
cuerpo electoral."
1068

conformidad real entre la voluntad del pueblo y la de sus elegidos; así pues, dicha
institución basta para probar que en la base del régimen parlamentario hay un
elemento y una condición que no se encontraban en el simple régimen
representativo, o sea la necesidad de una unión constante y de un acuerdo
permanente entre elegidos y electores. En el régimen representativo, la asamblea
de diputados halla su prestigio y su superioridad de potestad en su mismo origen
electivo: para que pueda desempeñar un papel preponderante entre los órganos
constituidos basta que se componga de los elegidos del pueblo; sólo por ese título
quedan éstos habilitados por la Constitución para querer libremente, ellos solos,
por la nación. Tal ha sido, por lo menos, el concepto de los hombres de 1789.10 En
el régimen parlamentario, el cuerpo de los ciudadanos ya no se l i m i t a a elegir,
sino que conserva sobre sus elegidos algunos medios de control y de acción que
le permitirán también, en cierta medida, conservar a sus elegidos en la
observancia de sus voluntades. Lo que constituye la fuerza de la asamblea, ahora,
ya no es únicamente su carácter electivo, sino que sus decisiones son la
expresión del sentimiento público y la realización de los deseos del país. Si se
compromete en una vía diferente de aquella que desea el cuerpo electoral, éste, a
condición de que una disolución le ofrezca ocasión para ello, podrá desaprobarla y
elegir una nueva mayoría que esté de acuerdo con sus aspiraciones.11

10
Este concepto halla siempre defensores. Ver por ejemplo lo que a propósito de la soberanía nacional dice
Villey, Revue du droit public, 1904, pp. 22-23: "Mandan legítimamente aquellos que mandan en virtud de la
voluntad de los que son mandados.—La soberanía nacional es pura y simplemente el derecho a no ser
mandados sino por hombres investidos de la confianza de la nación y aceptados por ella; o, si se quiere, el
derecho de elegir sus amos.— Se llama representantes a los que así han sido elegidos para ejercer el
gobierno, y gobierno representativo al que ellos ejercen."
11
Es conveniente recordar, sin embargo (ver n" 301, supra; cf. No. 406, infra), que, desde 1877, la disolución
se encuentra como en desuso en Francia. Este desuso no proviene solamente, como se ha dicho a veces, del
hecho de que algunos de los adversarios de la disolución hayan llegado a desacreditarla haciéndola pasar
por un golpe de Estado. El fenómeno tiene causas más profundas, que se refieren a la superioridad misma
que la Constitución de 1875 aseguró al Parlamento respecto del Ejecutivo, superioridad tal que,
prácticamente, la disolución, así como el ejercicio de otras muchas supuestas prerrogativas del Gobierno,
dependen en definitiva de la iniciativa parlamentaria misma, o por lo menos de la voluntad del Parlamento.
En todo caso puede decirse que, desde el principio, la Constitución de 1875 ha dirigido la evolución de la
disolución dentro de esta dirección, al subordinar su aplicación por el Ejecutivo al parecer conforme del
Senado (ver p. 814, supra): resulta de esta exigencia, en efecto, que el recurso de elecciones generales se
halla casi excluido si ambas Cámaras marchan de acuerdo; resulta también que, incluso en caso de
desacuerdo entre ellas, podrá a veces el Senado, con su simple oposición, impedir una consulta popular
deseada por la Cámara de Diputados. En estos diversos aspectos no hay más remedio que reconocer que,
todavía hoy, el pueblo francés, en un amplio grado, se encuentra bajo el imperio del régimen representativo
tal como éste fue concebido originariamente, o sea bajo el imperio del concepto antidemocrático de 1791,
en virtud del cual corresponde a las asambleas el querer por sí solas por la nación, sin intervención del
cuerpo de ciudadanos.
1069

399. Es indiscutible, pues, que, superponiéndose al régimen representativo, el


régimen parlamentario modificó notablemente las ideas políticas sobre cuyo
fundamento habían edificado los constituyentes de 1791 su teoría de la
representación nacional. Desde el punto de vista jurídico, puede resumirse esta
modificación diciendo que el parlamentarismo tuvo por efecto introducir en el
antiguo régimen representativo creado después de 1789 un principio o elemento
de representación efectiva que primitivamente no se encontraba. Mientras que, en
el sistema establecido por la Constituyente, la voluntad enunciada por los
supuestos representantes no representaba a ninguna voluntad anterior a la suya,
el parlamentarismo actual, por el contrario, trata de establecer entre elegidos y
electores una relación de unión y entendimiento tal que las decisiones de los
elegidos, sin ser positivamente ordenadas por prescripciones imperativas del
cuerpo electoral, al menos no puedan ponerse en oposición persistente con las
voluntades de este último, sino que sean la imagen más o menos parecida y
adecuada del mismo, en el sentido de que la voluntad de los elegidos llega a ser
representativa de la voluntad de los electores. Así pues, en el sistema mixto que
resulta de la combinación del régimen parlamentario con el antiguo régimen
representativo, si bien el pueblo sólo posee en principio un poder electoral, y si no
ha llegado a ser, propiamente hablando, legislador, aparece en cierta medida
como investido jurídicamente de la capacidad de tener voluntad propia sobre Loa
asuntos que han de decidir sus elegidos, voluntad que éstos no pueden
desconocer por completo; voluntad popular que, por consiguiente, y en esta
medida, se reconoce como superior a la de los elegidos.12

12
Cuando se dice del régimen representativo actual que implica el reconocimiento jurídico de una voluntad
popular distinta, con la que debe conformarse la voluntad de los representantes, ello no significa, en el
derecho público actualmente en vigor, que los representantes hayan dejado de poseer sus anteriores
facultades de propia iniciativa y que no conserven ya el poder de determinar por sí mismos, bajo su clara
apreciación, las medidas legislativas o de Otra especie que convenga adoptar según las circunstancias. Pero
la acción de los representantes queda condicionada por cuanto que sus tendencias, su línea de conducta
política, sus mismas decisiones, han de responder a las aspiraciones del país y obtener la aprobación
Implícita de éste. En este aspecto, se puede repetir, a propósito del régimen representativo tal como hoy
funciona en Francia, lo que se ha dicho anteriormente (n. 29, p. 911) respecto al li anee de la idea de
soberanía nacional, o sea que el sistema político de Francia se caracteriza por su flexibilidad y su delicadeza
de matices antes que por instituciones rígidas basadas en principios absolutos. La impresión que se
desprende del estado de cosas a que ha llevado la evolución contemporánea del gobierno representativo es,
por lo tanto, que corresponde a los representantes atraer a su política el cuerpo electoral, y para ello es
preciso que, por la cordura y oportunidad de sus netos, sepan formar en el país una opinión y una voluntad
que estén acordes con su propia manera de ver y de actuar. Esto implica entonces que, en lugar de esta
voluntad conforme, el país podría formarse una opinión y una voluntad opuestas a la política del momento,
y precisamente las instituciones representativas están reguladas hoy de tal modo que, llegado el caso, el
cuerpo electoral puede manifestar e incluso hacer prevalecer su voluntad contraria. Por lo tanto, el gobierno
representativo ya no se funda actualmente, como en el tiempo de la Revolución, en la idea de que el pueblo
no puede tener más voluntad que la emitida por sus representantes. El pueblo es admitido a mantener y a
afirmar una voluntad disidente. En este sentido cabe hablar de una conformidad necesaria con las opiniones
y la voluntad del cuerpo electoral. De la necesidad de esta conformidad resulta, en lodo caso, que los
representantes no podrían imponer al país, de modo duradero, una política a la que el cuerpo electoral
hubiera llegado a ser hostil.
1070

Existe, pues, verdadera representación en el régimen de organización y


funcionamiento de las asambleas parlamentarias practicado actualmente en
Francia. Pero también, y por el mismo motivo, este régimen actual ya no es el puro
régimen representativo que quiso fundar la Constituyente y que, a pesar de su
nombre, tenía como característica no entrañar ninguna representación. Y aquí
conviene criticar el punto de vista de los autores que, como Duguit y Jellinek (ver
núms. 385 S5. supra), representan las más recientes instituciones nacidas del
parlamentarismo —el control de los electores sobre sus elegidos, la disolución, la
representación proporcional, la necesaria conformidad entre los actos de los
representantes y la voluntad del país— como aplicaciones y consecuencias
lógicas del régimen llamado representativo. La verdad es que las instituciones de
esta clase, lejos de constituir el desarrollo natural del gobierno representativo, son
la contradicción del mismo; su adopción, en la época actual, responde al hecho de
que este sistema de gobierno, bajo la influencia del parlamentarismo, sufrió
considerables alteraciones que le han desviado notablemente de su significación y
de sus tendencias iniciales. A este respecto basta recordar las declaraciones de
los primeros constituyentes -—particularmente la de Sieyés: " E l pueblo no puede
tener más que una voz (es decir, una sola voluntad), la de la legislatura nacional"
(ver pp. 963-965, supra)— para medir toda la distancia que separa al régimen
representativo de entonces del que hoy sigue llevando el mismo nombre. En el
pensamiento de los hombres de 1789, la legislatura debía ser, en realidad, el
órgano del pueblo, o mejor dicho de la nación, la que sólo podía querer a través de
ella, y por consiguiente no tenía, con anterioridad a la legislatura, voluntad
representable por ella. Hoy, por él contrario, las instituciones propias del
parlamentarismo que acabamos de recordar implican que el pueblo no sólo tiene
que elegir a los representantes sino que es llamado también a ejercer cierta
influencia en la formación de las decisiones que deban ser tomadas por él. El
Parlamento no es ya exclusivamente un órgano de la nación o del pueblo, sino
que representa también, en cierta medida, a la voluntad popular. Así, el
1071

régimen establecido en Francia al principio de la Revolución ha llegado a ser, en


parte, y conforme a su nombre, pero al contrario de lo que era en primer lugar
según la intención de sus fundadores, un régimen representativo (ver, sin
embargo, la n. 19, p. 1075), infra). Pero, precisamente por ello, se acercó al
gobierno directo, como lo señala Esmein ("Deux formes de gouvernement", Revue
du droit public, vol. I, p. 29, in fine). Todo sistema gubernamental implica, en un
grado cualquiera, una representación por los elegidos de la voluntad de los
electores, se orienta ya en la dirección del gobierno directo y no entra en el puro
concepto del gobierno representativo, en el sentido que este último posee por sus
orígenes revolucionarios.13

13
Bajo este aspecto, no es exacto, pues, presentar al régimen parlamentario como una forma especia! del
régimen representativo. Según Esmein (Éléments, 7* ed., vol. I, p. 155), “eI gobierno parlamentario, ante
todo, supone al gobierno representativo, del cual es una variedad". Morcan ("Régime parlementaire et
principe representatif", Revue politique et parlementaire, vol. XXVII, pp. 333 ss.; Pour le régime
parlementaire, pp. 16 ss.) declara que "el régimen parlamentario es la forma superior" al mismo tiempo que
la forma más natural del sistema representativo". Orlando (Principes de droit public et eonstitutionnel, ed.
francesa, p. 329) dice igualmente que en el parlamentarismo "debe verse la última forma de desarrollo
alcanzado, hasta ahora, por el régimen representativo". En efecto, es verdad que el gobierno parlamentario
se ha injertado en el régimen representativo, apropiándose algunos de los procedimientos de este último,
especialmente el que consiste en no hacer intervenir a los ciudadanos mi. que en la forma indirecta del
electorado. Y sobre todo, es evidente que el parlamentarismo ya no tiene sentido, o por lo menos llega a ser
superfluo, en la democracia directa. Pero, por Otro lado, el gobierno parlamentario parte de un concepto
político y jurídico muy diferente del gobierno representativo. Este tendía a excluir a los ciudadanos de la
acción gubernamental. Aquél, por el contrario, trata de asociarlos a ella, y por lo mismo que reconoce al
pueblo el derecho de opinar y decir electivamente su parecer respecto a los asuntos que han de debatir loi
elegidos, ya no es el puro régimen representativo, llegando incluso a ser su contrario. En realidad, las
divergencias existentes entre estos dos regímenes se explican porque nacieron en circunstancias y medios
muy diferentes. El parlamentarismo se constituyó originariamente en las monarquías, en Inglaterra, en
Francia bajo las Cartas; intervino allí como medio de limitar la supremacía del monarca. Con objeto de
establecer esta limitación, la Cámara electiva se apoyó en la voluntad del cuerpo electoral, voluntad cuya
importancia se aplicó a desarrollar. No había por qué temer, de otra parte, que la influencia popular llegara
a ser demasiado considerable, puesto que, por el mismo efecto de las instituciones monárquicas, la potestad
del gobierno era siempre preponderante. Muy diferente era, en 1791, el medio en el cual se fundó el
sistema representativo francés. Aquí, la monarquía había sido derribada, y estaba constitucionalmente
asegurada la preponderancia de la asamblea de diputados. Esta de ningún modo necesitaba invocar los
derechos de la voluntad popular para fortalecerse a sí misma, que, muy al contrario, hubiera comprometido
su propia potestad y su libertad de acción de haber admitido, como principio del nuevo derecho público
francés, la idea de una conformidad ni más o menos necesaria entre sus decisiones y las voluntades del
cuerpo electoral. Y por otra parte, conviene observar que el pueblo habría llegado a ser particularmente
poderoso si hubiera dominado de este modo a la asamblea electa, ya que, fuera de esta asamblea, no
subsistía ya en el Estado ningún órgano que estuviese en situación de resistirle o contrarrestarlo. No cabe
extrañarse de que, en estas condiciones, los constituyentes de 1789-1791 hayan sido esencialmente hostiles
a las tendencias y a las instituciones del parlamentarismo, y se hayan orientado en el sentido del gobierno
de autoridad, al encontrarse la autoridad en la asamblea de diputados. En efecto, aquí está la diferencia
característica entre el régimen llamado representativo, que en el pensamiento de sus fundadores significaba
que el pueblo sólo puede querer por sus elegidos, y el régimen parlamentario, que habiendo sido hecho, en
su origen, para Estados donde las asambleas no constituían el órgano supremo, se ha fundado en la idea de
que el país mismo había de desempeñar determinado papel en la formación de las voluntades que hubieran
de expresar las asambleas.
1072

400. Hay que concluir, pues, que Francia no conserva hoy el estricto
régimen representativo. Este ha sido reemplazado por una combinación de
instituciones que provienen, unas del sistema revolucionario de la representación
nacional y otras del parlamentarismo: combinación que ha producido una forma
gubernamental bastarda, para la cual encontró Esmein (loc. cit., pp. 25 ss.)14. el
nombre de gobierno semirepresentativo.15 Por razón de la mezcla de ideas
generatrices y de las instituciones que la caracterizan, esta tercera forma de
gobierno aparece como un régimen intermedio, situado entre el gobierno
representativo y el gobierno directo, y que difiere igualmente de uno y de otro.
En la democracia integral, en efecto, el pueblo, órgano supremo del Estado,
expresa por sí mismo su voluntad, erigida jurídicamente en voluntad estatal. En el
régimen representativo, los "representantes", incluso si han sido elegidos por el
pueblo, no son los representantes de los ciudadanos, sino el órgano de la nación
por la cual quieren en virtud de su sola iniciativa y bajo su libre apreciación. El
régimen semi-representativo toma algo de los dos sistemas precedentes, sin
confundirse con ninguno de ellos. De una parte, el pueblo aquí no puede querer
siempre directamente por la nación, pues continúa teniendo sólo una potestad
electoral. Unicamente los elegidos expresan la voluntad nacional. Pero a esta
continuación del régimen representativo se mezclan, por efecto del
parlamentarismo, instituciones que implican, por otra parte, que la voluntad
expresada por los elegidos, en cuanto sea posible, debe encontrarse conforme
con la del pueblo, instituciones que son, por consiguiente, elementos de
democracia pura. Y la piedra de toque para comprobar si existe esta conformidad
son las elecciones, periódicas o provocadas por una disolución.
El régimen electoral adquiere entonces un significado especial: en realidad
es el medio jurídico, para el pueblo, de dar a conocer su voluntad. La adopción por
el derecho público actual de prácticas tales como la disolución o la representación
proporcional equivale, por parte de la Consti

14
Cf. la terminología de Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. II , p. 485), que caracteriza esta forma
gubernamental diciendo que entraña "la mezcla de los elementos representativos y los elementos de la
democracia directa".
15
De hecho, sin embargo, la mayor parte de los autores siguen designando conjuntamente con el nombre
de régimen representativo: 1° el sistema de la antigua representación en los Estados generales, que era un
puro sistema de mandato: 29 el supuesto régimen representativo inaugurado en 1789-1791 y en el cual el
"representante" es en realidad órgano de formación de la voluntad nacional; 3' el régimen semi-
representativo actual, que se inclina ya hacia la democracia directa. ¡Qué imprecisión de lenguaje y qué
motivo de confusión en las ideas!
1073

tución, a reconocer que la elección ya no es solamente un procedimiento de


designación, sino también un medio, dado al cuerpo electoral, de ejercer una
influencia a veces decisiva sobre la actividad de sus elegidos. En el fondo, pues,
en este sistema se reconoce al pueblo como jurídicamente capaz de poseer una
voluntad propia referente a los asuntos del Estado; su voluntad se toma en
consideración; adquiere un valor estatal. Y en esto se aproxima este régimen, en
definitiva, al gobierno directo, y ha podido calificárse'e justamente como
"sucedáneo" del último (Esmein, loe. cit., p. 24).16 Se aleja de él, sin embargo, por
el hecho de que el pueblo no es admitido para hacer conocer su voluntad por la
vía inmediata de una votación que se refiera abiertamente a las cuestiones
mismas que sus elegidos han de resolver. Mientras que, en la democracia pura, la
conformidad de las decisiones de los elegidos con la voluntad del cuerpo electoral
se comprueba mediante procedimientos directos de consulta popular, en el
régimen representativo el procedimiento de comprobación sólo consiste en las
elecciones. Este régimen tomó, pues, su procedimiento de consulta popular del
gobierno representativo,17 el cual
16
Esta evolución se facilita actualmente, en Francia, por el hecho de que la Constitución de 1875 no precisa
de ningún modo el alcance que atribuye al régimen representativo. Se ha dicho, sin embargo, que las leyes
constitucionales de 1875 establecían implícitamente, sobre este punto, los principios de 1789-1791. Es
posible. Pero, como estos principios no fueron expresamente formulados por los textos de 1875, carecen de
la fuerza especial inherente a las reglas constitucionales escritas; y por consiguiente, pueden modificarse,
bien en sí mismas o en sus consecuencias, por medio de nuevas prácticas consuetudinarias o, de todos
modos, por la vía legislativa. Así es como la ley de 12 de julio de 1919 logró introducir, al menos
parcialmente, el sistema de la representación proporcional en lo que se refiere a la elección de la Cámara de
Diputados. En lo futuro, la legislación electoral podría avanzar más aún en esta vía y llegar hasta a
transformar la Cámara de Diputados en una asamblea netamente representativa de los diversos partidos. De
hacerlo, lesionaría profundamente el concepto revolucionario de la unidad indivisible de la nación así como
la unidad de la soberanía y de la representación nacionales; y sin embargo, se mantendría aún dentro del
cuadro, singularmente amplio, de los textos de la Constitución escrita de 1875. Esto revela nuevamente la
gran flexibilidad de la Constitución actual de Francia. La reserva y la concisión de que dieron pruebas los
constituyentes de 1875 hacen que la Constitución que elaboraron sea susceptible de adaptarse a muchas
transformaciones, que sin duda no previeron, pero a las cuales puede decirse que dejaron ellos mismos la
puerta abierta.
17
Es. sin duda, por este motivo, por lo que este régimen ha sido calificado como "semirepresentativo" más
bien que como "semi-directo". Esta denominación no proviene solamente del hecho de que esta forma de
gobierno tuvo su" origen en una alteración del régimen representativo primitivamente vigente, sino que
quiere significar también que en el gobierno semi-representativo predominan siempre los principios del
régimen representativo. Predominan en él por lo mismo que los ciudadanos no son admitidos a ejercer su
influencia en la formación de las voluntades estatales sino por medio y en la medida de su potestad
electoral. Resulta de ello, en efecto, entre la democracia directa y el régimen semi-representativo tal como
tiene lugar actualmente en Francia, la gran diferencia de que en esta última forma de gobierno el pueblo
apenas consigue determinar, mediante sus selecciones electorales, las direcciones y tendencias generales de
las decisiones o de la política futuras, salvo la excepción del caso especial en que ha de proceder a
elecciones de circunstancia a consecuencia de una disolución provocada por un debate referente a una
cuestión particular y actual; en la democracia directa, por el contrario, el pueblo ha de ser consultado
necesariamente para la adopción de cada decisión, al menos para la adopción definitiva de cada ley. Se dirá
tal vez que esto sólo supone, en suma, entre ambos regímenes, una diferencia de grados en cuanto a la
intensidad mayor o menor de la potestad concedida al pueblo, y que en los dos casos, bien sea que se
manifieste por la vía de indicaciones generales y de una manera en cierto modo superficial, o bien se afirme
de una manera minuciosa y detallada con ocasión de cada decisión particular, la voluntad popular sigue
1074

se encuentra, por lo tanto, conservado en un punto esencial.18-19 En resumen, el


régimen semi-representativo trata de apropiarse acumulativamente

siendo, en el fondo, preponderante. Podría sentirse también la tentación de alegar, en favor del régimen
semi-representativo, la consideración de que la voluntad de un grupo como el pueblo de un Estado no se
obtiene por los mismos procedimientos que la voluntad del individuo. Esta se manifiesta directamente
mediante indicaciones formales o actos jurídicos precisos, mandato otorgado previamente y acompañado
de instrucciones imperativa», o ratificación que se produzca posteriormente. Hallándose constituida por
elementos numerosos y diferentes, la voluntad de un pueblo es más confusa y no puede afirmarse por sí
misma con entera claridad. Mediante una asamblea de elegidos en cuyas decisiones habrán de fundirse y
unificarse las múltiples y diversas aspiraciones de los miembros del cuerpo electoral, se manifestará mejor
que por estos mismos miembros cuando formulan, mediante votos especiales y renovados con frecuencia,
su parecer individual. Así pues, tanto desde el punto de vista político como desde el punto de vista jurídico,
podría decirse que la voluntad popular, para realizarse prácticamente, precisa de un órgano; y desde el
momento en que este órgano está constituido por diputados elegidos por los ciudadanos y sometido a su
control y reelección, parece evidente que estos diputados, en su conjunto, serán efectivamente intérpretes,
no ya de su sola y propia voluntad, sino de la voluntad popular, que así llegará a ser superior a la suya. Estas
diversas observaciones pueden contener gran parte de verdad; pero no se puede menos de reconocer,
pensándolo bien, que entre la monarquía directa y el gobierno, representativo o incluso semi-
representativo, subsiste una diferencia esencial, que puede resumirse jurídicamente en estos términos: en
la democracia directa, la ley sólo se perfecciona mediante la adopción pronunciada por el pueblo, el cual
aparece así como siendo él mismo, y sólo él, el órgano supremo; en el caso del régimen semi-representativo,
el pueblo ya no es órgano supremo, porque las decisiones legislativas o de otra clase, pueden convertirse en
definitivas sin su concurso. Bien es verdad que en este régimen existen ciertas instituciones que implican
que la Constitución, aparte de la asamblea electiva, reconoce una voluntad popular independiente a la que
se propone asegurar cierta eficacia. Pero, como estas instituciones no llegan a hacer depender la formación
de cada decisión estatal de una manifestación especial y expresa de la voluntad del pueblo, todo lo que de
ello puede concluirse es que, en dicho régimen, el cuerpo electoral y el de los elegidos constituyen juntos
una unidad orgánica (infra, no. 409), en el sentido de que las voluntades de estos dos cuerpos se
influencian, se compenetran recíprocamente y se apoyan una en otra, pero sin que ninguna de las dos
tenga, con respecto a la otra, una preponderancia absoluta, invariable y exclusiva.
18
En la Constitución francesa existe otra institución que implica la conservación del régimen representativo:
se trata de la institución del Parlamento bicameral. Por su origen y su composición, el Senado y la Cámara de
Diputados, tanto el uno como la otra, son emanaciones de la nación francesa considerada en su
universalidad. No se comprendería su dualidad si la Constitución hubiera querido consagrar un sistema de
gobierno en el que las decisiones que han de tomar los elegidos dependieran pura y simplemente de una
voluntad ya formada y fijada en el cuerpo electoral; pues para obedecer a esta voluntad preexistente
bastaría con una sola asamblea. La dualidad de las Cámaras francesas supone, o bien que ambas Cámaras
Son llamadas, en principio, a querer por sí mismas para la nación, o por lo menos que tienen por cometido
buscar y discernir por sí mismas decisiones o medidas que el conjunto del país pueda reconocer después
como respondiendo a su propio sentir, es decir, como conformes a la voluntad que él mismo hubiera fijado
si se le hubiera admitido a deliberar directamente sobre el asunto. Para esta búsqueda, a veces delicada, no
son muchas dos Cámaras, pero también una búsqueda de este género, al realizarse en las condiciones que
derivan del sistema bicameral, implica el que, según el concepto que inspiró la Constitución de 1875, sigan
siendo las (amaras, en un amplio grado, un órgano de la voluntad nacional francesa, en el sentido que la
palabra órgano adquiere en el puro régimen representativo.
19
Desde el punto de vista teórico, conviene, además, recordar (ver núms. 389 ss.) que la idea de una
representación propiamente dicha del cuerpo electoral por el Parlamento, todavía hoy, no puede conciliarse
con los principios en que se funda por el momento el sistema general del Estado. Esta idea de
representación, en efecto, implicaría que el Parlamento y el cuerpo electoral constituyen dentro del Estado
dos personas jurídicas, distintas de la persona estatal misma; ahora bien, según la teoría que ha prevalecido
hasta ahora, el Estado y sus órganos sólo constituyen una persona única. El cuerpo electoral, por ejemplo,
1075

las respectivas ventajas de ambas formas de gobierno, entre las cuales ocupa el
término medio;20 y para ello se esfuerza por conciliar y tener en

no es una persona susceptible de entrar en representación (ver n. 11, p. 925, supra). En estas condiciones, el
concepto de una relación representativa propiamente dicha entre Parlamento y cuerpo electoral no puede
construirse jurídicamente; y por consiguiente, se deduce de este punto de vista que, aun después de las
transformaciones que experimentó desde sus orígenes, el régimen representativo no puede definirse como
un régimen integral de representación electiva. La idea verdadera, a la que conviene adherirse, es la de
órgano complejo, a la que ya se hizo alusión al final de la anterior n. 17, y a la cual nos referiremos de nuevo
más adelante (n° 409). El cuerpo electoral y el Parlamento concurren entre los dos, para originar la voluntad
de la persona estatal, una e indivisible. La relación que existe entre estos dos órganos es idéntica a la que se
establece entre dos autoridades cuyas voluntades concordantes han de concurrir para la formación de un
acto de potestad estatal, por ejemplo, en la relación que, en el sistema de las dos Cámaras, se establece
entre ambas asambleas. Analizar en forma distinta la situación originada actualmente por la evolución del
régimen representativo sería concederle al órgano electoral una personalidad especial que no siempre
posee.
20
Pero podría decirse también que este régimen acumula los inconvenientes de la democracia directa y del
gobierno representativo, sin poseer suficientemente las ventajas de ninguno de ellos. Por una parte, en
efecto, ocurre a veces que no siendo el Parlamento suficientemente independiente respecto de los
electores, titubea y renuncia a adoptar determinadas medidas útiles, porque disgustaría a una fracción más
o menos influyente del cuerpo electoral. Por otra parte, sin embargo, la voluntad del pueblo suele quedar
eludida, bien sea porque las elecciones se hacen con cierta confusión, habiendo de pronunciarse en ellas los
electores, mediante su voto único e indivisible, respecto de cuestiones múltiples y de orden muy diferente;
bien sea porque estas cuestiones un siempre se formulan con suficiente claridad ante el cuerpo electoral, en
el momento de la renovación de las asambleas; bien sea también porque sólo se suscitan durante el curso
de la legislatura de una manera inesperada. En todos estos aspectos, la institución del referendum
proporciona al pueblo un medio más preciso y eficaz de manifestar su verdadera voluntad, evitándole el
riesgo de encontrarse, al final de la legislatura, frente a medidas ya tomadas, o sea frente a un hecho
consumado que ya no puede deshacer ni impedir. Finalmente, con el régimen semi-representativo nadie
tiene el sentimiento vivo de su responsabilidad en cuanto a las decisiones a tomar: ni el Parlamento, que al
no ser enteramente libre se verá fácilmente llevado a atrincherarse detrás del pretexto de la voluntad
popular y que, justamente, no dejará de invocar este pretexto en los casos en que más se haya esforzado en
realizar sus propias voluntades; ni, por lo tanto, el cuerpo electoral, que no tiene conciencia de ser dueño de
los asuntos del país, y que, en efecto, no lo es francamente.
1076

equilibrio ciertas tendencias e instituciones propias de cada una de ellas. Por


inestable que lógicamente pueda parecer semejante ensayo de equilibrio , el
sistema constitucional a que responde, de hecho parece tener en Francia
verdaderas oportunidades de duración.

§ 5. ORGANOS ACTUALES DE LA REPÚBLICA FRANCESA SEGÚN LA


CONSTITUCIÓN DE 1875

401. Conviene averiguar ahora cuáles son, en el derecho francés actual, las
autoridades que tienen el carácter de órganos estatales. Este es un punto sobre el
que no están de acuerdo los autores. Por lo menos, la terminología de que hacen
uso en esta materia carece de fijeza y de unidad. Esto se debe a que la palabra
órgano puede emplearse en dos sentidos muy diferentes.
En una primera y amplia acepción, que, ciertamente, no carece de todo
fundamento jurídico, pero parece, al menos, no hallarse muy conforme con los
conceptos especiales del derecho constitucional,1 designa este término a todas las
personas o colegios que tienen el poder de hacer acto de voluntad en nombre y
por cuenta de la colectividad; son los órganos de ésta, simplemente, en el sentido
de que por ellos ejerce su actividad voluntaria. Así entendida, la calificación de
órgano es aplicable, en lo que se refiere al Estado, no sólo a las autoridades
dirigentes que expresan su voluntad primordial y superior, sino también a las
autoridades subalternas que tienen el poder de emitir en su nombre decisiones
provistas

1
En otra acepción, todavía más amplia y vulgar, la palabra órgano designa todos los agentes de ejercicio de
una función cualquiera del Estado. En este caso responde a la idea trivial de que toda función supone un
órgano. Así es como los autores hablan a veces de los órganos de la administración y de los órganos de la
justicia. Este lenguaje carece de valor jurídico; todo lo más sirve para recordar que la actividad personal del
agente se ejerce con. objeto de asegurar el funcionamiento del ser estatal mismo.
1077

de valor propio, incluso cuando esas decisiones no puedan ser tomadas sino bajo
el imperio de las voluntadas enunciadas por los órganos estatales superiores.
Colocándose en este punto de vista, Hauriou, en la 6ª ed. de su Précis (p. 62),
pudo hablar de "órganos administrativos" que tienen el carácter de órganos "por
cuanto poseen el ejercicio de los derechos y' toman al efecto decisiones
ejecutivas".2 Berthélemy (Traite, 9ª ed., pp. 98 ss.) emplea la misma expresión, y
bajo la rúbrica: "Los órganos administrativos" (lib. I, cap. II), clasifica juntos y
estudia sucesivamente al jefe del Estado, los ministros, el Consejo de Estado, los
prefectos, etc. Michoud, particularmente, se explica de la manera más precisa
sobre este punto (op. cit., vol. II, p. 45; "De la responsabilité de l'État á raison des
fautes de ses agents", Revue du droit public, vol. IV, p. 18). Partiendo de la
distinción entre el órgano y el comisionado — e l cual, dice, no es más que un
simple auxiliar, agente técnico de preparación o de ejecución, o también un
empleado de oficina, en resumen, un "funcionario sin poder propio"—, declara
que, en sentido inverso, cabe considerar como "órganos del Estado" no sólo a las
Cámaras y al Presidente de la República, sino también a los ministros, los
prefectos y subprefectos, y de un modo general, a todas aquellas autoridades
administrativas, consejos o funcionarios, investidos, en cualquier materia, de un
poder de decisión propio, y finalmente, a las autoridades judiciales. Según esto, el
Estado se halla provisto de un número de órganos muy considerable.3

2
Ver también 8ª ed., p. 117, donde Hauriou, a lo que él llama "órganos representativos", opone los "órganos
simples agentes". En último lugar (9* ed., p. 140), dicho autor da también una definición muy amplia de los
órganos administrativos: "Todos los agentes comisionados, o sea incorporados a la administración y
apropiados por ésta, bien porque sus empleos estén erigidos a título de oficios o en puestos fijos, o bien
porque correspondan a un cuadro regular do la jerarquía, son órganos. Por lo tanto, únicamente los simples
encargados son agentes no comisionados."
3
Si se ha establecido la costumbre de dar el nombre de órgano a todo agente que tiene un poder de
decisión propio, ello se debe sin duda, en parte, al hecho de que los agentes investidosde semejante poder,
en las relaciones con terceros, están calificados para hablar o tratar al nombre de la colectividad y
especialmente para obligar a la persona corporativa. Visto desde el exterior, el agente aparece, pues, a los
ojos del público, como un órgano de la colectividad, y ello aunque, en sus relaciones internas con ésta, no
llene las condiciones de las que depende la adquisición de la cualidad de órgano. Por ejemplo, en las
sociedades anónimas los directores pueden haber recibido de los mismos estatutos el poder de realizar
ciertas operaciones jurídicas con terceros por cuenta de la sociedad. Podría verse en ellos, por tal razón,
órganos de la sociedad. Sin embargo, los directores no pueden pasar por un órgano propiamente dicho. Lo
demuestra el hecho de que estos agentes no son necesariamente miembros de la sociedad, sino que de
ordinario suelen ser terceros, llamados y empleados por ella en razón di- sus aptitudes técnicas, y en este
caso es evidente que funcionan como sus encargados.
1078

Pero la palabra órgano tiene un segundo sentido, mucho más estrecho y, al


parecer, más exacto. Designa aquí, no ya de un modo general a todos los
funcionarios o autoridades que tienen poder de hacer acto de voluntad por cuenta
del Estado, sino, entre estas autoridades, únicamente a aquellas que expresan la
voluntad inicial del Estado, o mejor dicho, que le proporcionan su voluntad inicial
mediante sus propias voluntades. En efecto, sólo semejantes voluntades
presentan el carácter dominador que es el rasgo distintivo de la potestad del
Estado mismo, y ello precisamente en razón de su alcance inicial, que es causa de
que, en la esfera en que han de moverse, no están subordinadas a ninguna
voluntad superior. Por lo tanto, hay que decir que los agentes ejecutivos, aun
cuando tuvieran un poder de decisión propio, no pueden calificarse como órganos,
pues las decisiones que emiten no son sino la aplicación de voluntades superiores
que dominan y, en todo caso, condicionan por completo su actividad. En otros
términos, el concepto del órgano así comprendido tiene su origen en un orden de
ideas análogo a aquel de donde los constituyentes de 1791 dedujeron su
distinción entre el representante y el funcionario. En este sentido, el órgano es una
autoridad que "representa" a la nación, o sea que quiere libremente por ella.
Adviértese inmediatamente que aquellas autoridades respecto de las cuales
puede formularse la pregunta de saber si son órganos se encuentran reducidas a
un número insignificante. Tal es el concepto que del órgano expone Duguit (Traite,
vol. I, p. 424; L'État, vol. II, p. 362). A la doctrina de Hauriou y Michoud, que
dividen a las autoridades estatales en órganos y en comisionados y que colocan
entre los órganos a numerosos funcionarios, opone Duguit la distinción siguiente:
1? órganos que, según él, tienen "carácter de representantes", y a los que, por lo
tanto, llama "órganos de representación" (Traite, vol. I, p. 346); 2" agentes, que
carecen de este carácter representativo. O también, divide a las autoridades en
gobernantes y agentes, lo cual, con otras palabras, es una distinción de la misma
naturaleza que la anterior. Indudablemente reconoce la necesidad de establecer
una subdivisión entre los agentes, pues hay agentes que son "funcionarios"
propiamente dichos y otros que no son sino "empleados"; pero ni los primeros ni
los segundos pueden aspirar a la condición jurídica de órganos del Estado. La
doctrina y la terminología de Duguit sobre este punto son reproducidas por Jéze,
Principes généraux du droit administratif, 1* ed., pp. 22 ss. y 2* ed., pp. 384 ss.
He aquí, pues, entre los autores franceses, un señalado desacuerdo con
respecto a la cuestión de saber quién es órgano; por lo menos, un desacuerdo en
las palabras. Idénticas divergencias se manifiestan en la literatura alemana. Por
ejemplo, G. Meyer (op. cit., 7* ed., pp. 269, 381,
1079

614) sostiene que los funcionarios (Beamte) tienen el carácter de órganos


estatales, y ello porque actúan en nombre del Estado y ejercen los derechos de
éste. Asimismo, Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. II, pp. 244 ss.) admite bajo el
nombre de órganos mediatos a una categoría de órganos que —como lo observa
Duguit (Traite, vol. I, p. 311)— son en realidad agentes.4 Laband, por el contrario
(op. cit., ed. francesa, vol. II, § 39), al mismo tiempo que especifica (loe. cit., pp. 4
ss., 199) que las "autoridades" y los "funcionarios" del Imperio no ejercen
derechos y poderes personales, sino derechos y poderes cuyo sujeto es el Estado,
les niega formalmente a esta clase de agentes el carácter de órganos;5 estos
agentes son calificados por él como "instrumentos", mediante los cuales el Estado
ejerce su potestad. Según Laband, los órganos del Imperio, bajo la Constitución
de 1871, eran exclusivamente el Emperador, el Bundesrat y el Reichstag (loe. cit.,
vol. I; ver especialmente pp. 345, 381, 446). Fuera de estos tres órganos, dicho
autor sólo conocía autoridades (Beh'órden) y funcionarios (Beamte).
En cierto sentido, los dos puntos de vista que acaban de exponerse son
susceptibles de defensa, tanto el uno como el otro, con buenas razones. ¿Cuál de
los dos, sin embargo, es el que debe prevalecer, y a quién conviene, en derecho
francés especialmente, dar la denominación de órgano?
402. Para forjarse una opinión a este respecto importa no perder de vista
que existe una estrecha relación entre el concepto del órgano propiamente dicho y
el de la personalidad jurídica del Estado. Por una parte, este concepto de
personalidad no es más que la expresión de la unidad a la que se encuentra
jurídicamente reducida la colectividad estatizada por el hecho de su organización;
y por consiguiente, la persona Estado sólo existe en virtud sus órganos. Por otra
parte y recíprocamente, la moderna teoría del órgano se funda esencialmente en
la observación, tomada del sistema del derecho público moderno, de que los
diversas autoridades cuyo establecimiento por la Constitución realiza o constituye
la organización y la personalidad del Estado, no ejercen la potestad estatal en
calidad de personas distintas de la persona Estado, sino que, por el contrario, son
partes integrantes y elementos constitutivos de esta última, en el sentido de que
no forman con ella sino una persona única. La misma palabra órgano tiene por
objeto recordar continuamente que los individuos que desempeñan este papel no
poseen, con respecto al Estado, carác-

4
As! es como, según la teoría de Jellinek (loe. cit., p. 247), el municipio —en tanto en cuanto es llamado por
el art. 92 de la ley de 5 de abril de 1884 a ejercer mediante su órgano propio, el alcalde, y por cuenta del
Estado, determinadas funciones que le son atribuidas ya por ese texto, ya por las leyes vigentes (cf. supra,
pp. 179 ss.)— se convierte, a estos efectos, en un encano medidlo o indirecto del Estado.
5
Laband los caracterizaba como auxiliares del Emperador (loe. cit., pp. 10 ss.).
1080

ter subjetivo independiente, sino que sólo son miembros de la persona estatal
investidos por el estatuto orgánico de ésta del poder de ejercer sus funciones y
que forman cuerpo con ella; en este sentido se asemejan a los órganos de las
personas físicas.
Se desprende de esto que la calificación de órgano no puede hacerse
extensiva indistintamente a todas las autoridades y a todos los agentes que, en
cualquier medida, ejercen la potestad estatal. En su acepción precisa y racional
debe reservarse esta palabra para designar únicamente a ciertas autoridades, a
saber, aquellas cuyo concurso es indispensable al Estado para que sea una
persona; por consiguiente, a aquellas que son elementos de su personalidad y sin
las cuales desaparecería esta personalidad. Tal es también la idea esencial que
implícitamente se halla contenida en la famosa distinción entre el representante y
el funcionario, que los constituyentes de 1791 colocaron en la base de su sistema
de derecho público. El representante, decían éstos (ver n° 363, supra), es aquel
que se halla encargado de querer por la nación. En el fondo, esto significaba que
el representante le proporciona a la nación una voluntad que no tendría sin él; y
por tanto, realiza su personalidad estatal, pues ésta proviene ante todo de la
organización que tiene por objeto producir en ella una voluntad regular y unificada.
Por el contrario, el funcionario ya no es un creador de la voluntad nacional.
Indudablemente, su actividad implica con frecuencia movimientos de voluntad,
pero ya no trata de originar una voluntad inicial de la nación, sino que consiste
únicamente en aplicar de modo subalterno voluntades ya formadas, y por
consiguiente supone a la nación capaz ya de voluntad estatal, provista ya de
organización, ya personalizada. Unicamente el "representante" es un órgano, en el
sentido propio de la palabra.
Análogos conceptos se encuentran hoy en los principales tratados de
derecho público francés. Si bien los autores no están de acuerdo, como se vio
anteriormente, sobre la nomenclatura de los actuales órganos del Estado francés,
y si bien su terminología se resiente de las incertidumbres y divergencias que
existen entre ellos a este respecto, al menos parece haberse logrado un acuerdo
en cuanto al principio mismo de la distinción entre órganos y funcionarios. Según
Esmein (Éléments, 7ª ed., vol. I, pp. 402 y 445), la oposición entre estas dos
clases de poseedores de la potestad pública consiste en que los primeros "son
llamados a decidir arbitrariamente" y "quieren por la nación", mientras que los
segundos tienen como "única misión el aplicar las reglas trazadas previamente y
sólo realizan actos determinados previamente por reglas legales o instrucciones
obligatorias". Duguit se adhiere a un criterio parecido. Fundándose en la distinción
revolucionaria entre representantes y funciona-
1081

rios (Traite, vol. i, p. 347), coloca a un lado, bajo el nombre de órganos de


representación o también de gobernantes, a las autoridades que "expresan la
voluntad misma del Estado", que "se identifican con el Estado mismo", que "no
tienen una personalidad distinta", que "quieren en lugar de la nación y cuya
voluntad es como si emanara de la nación" y, por consiguiente, cuya "voluntad no
puede controlarse por una voluntad superior" ; y por otra parte distingue a los
agentes que "se encuentran bajo la autoridad y el control de los órganos de
representación, que no expresan la voluntad de la nación", en el sentido, al
menos,6 de que sólo pueden actuar "en los límites fijados por la voluntad nacional,
expresada a través de los órganos de representación" (L'État, vol. II, pp. 362 ss.,
367, 384; Traite, vol. i, p. 305; Manuel de droit constitutionnel, 1a. ed., pp. 170 y
413; ver en el mismo sentido a Jéze, op. cit., 2ª ed., pp. 385-386). Michoud
propone una definición diferente en la forma, pero que, en el fondo, se inspira en
los mismos conceptos. La característica del órgano, dice (Théorie de la
personnalité moróle, vol. n, pp. 44-45), es que "ha sido concebido por los estatutos
o la constitución del ser moral como una parte integrante de la persona moral" ; y a
esta clase de autoridades estatales opone Michoud, bajo el nombre de
comisionados, agentes que "que-

6
Es exagerado decir, como lo hace Duguit (L'État, vol. II, p. 384; Traite, vol. i, p. 305), que los agentes
únicamente expresan su voluntad propia. Tomada a la letra, esta fórmula vendría a significar que el agente
no ejerce el poder del Estado, sino un poder subjetivo. Ahora bien, es evidente que lo mismo los
funcionarios que los órganos, "actúan todos, no en virtud de un derecho propio, sino en nombre de la
nación" (Esmein, Éléments, T ed., vol. I. p. 444). Unos y otros ejercen los derechos y expresan la voluntad
estatal de la nación. Solamente que, a diferencia de lo que ocurre al órgano, la decisión del funcionario sólo
vale como voluntad nacional mientras se conforma a las voluntades iniciales y superiores enunciadas por los
órganos propiamente dichos. En este sentido cabe decir que el funcionario no puede querer por la nación. Si
se excede en su competencia, que de todos modos es esencialmente limitada y subordinada, ya no realiza
sino un acto de voluntad individual sin valor estatal. Por razones del mismo género, la jurisprudencia
francesa ha podido distinguir, en cuanto a las responsabilidades susceptibles de originarse por actos del
funcionario, entre el hecho personal de éste, que lo compromete más que a su responsabilidad propia, y la
falta de servicio que puede implicar la responsabilidad del Estado. Si las decisiones o actos del funcionario
fueran siempre la expresión de su voluntad propia, no se concebiría que, para algunos di- sus actos, el
Estado sea el único responsable con respecto al particular lesionado. En realidad pues, la verdadera
distinción que debe establecerse, a este respecto, entre órganos y funcionarios es la siguiente: el órgano ha
sido habilitado, en cierta esfera de materias, para querer libremente por la nación, y así hizo suyas por
anticipado y de un modo absoluto las Voluntades enunciadas por su órgano en esta esfera; en cuanto al
funcionario, por el contrario la nación sólo hace suyas aquellas voluntades o decisiones que expresa como
consecuencia de las del órgano y en ejecución de ellas. Cf. Hauriou, Précis, 9ª ed., p. 532: "Los agentes
constituyen un todo con la persona moral, cuando actúan dentro de la órbita de su función. En efecto, su
voluntad es la voluntad misma de la persona moral, pero únicamente cuando esta voluntad se coloca dentro
de la linea de la órbita de la función administrativa..."
1082

darán siempre subordinados a los órganos, porque siempre quedarán reservadas


a éstos las decisiones importantes que afectan a la vida de la asociación". Hauriou
(Précis, 6ª ed., p. 62)7 expone, a propósito de los "agentes de las administraciones
públicas", idéntico concepto. Los divide en dos categorías: por una parte los
"órganos administrativos", que caracteriza diciendo que son "elementos de la
personalidad de las administraciones públicas", y por otra parte "los simples
funcionarios", los cuales "no son elementos de la personalidad administrativa, sino
comisionados de ésta, una vez instituida".
403. Cualesquiera que sean los matices o diferencias que separan a estas
diversas definiciones, existe entre todas ellas una relación evidente. Bien es
verdad que unas se refieren con preferencia al papel desempeñado por el órgano
en la formación de la voluntad estatal, mientras que las otras hacen resaltar su
papel en la formación de la persona estatal; en el fondo, la idea común que se
encuentra en cada una de ellas es que el Estado, como sujeto de voluntad, de
poderes y de derechos, es decir, como ser jurídico, debe su existencia a sus
órganos. De aquí que se vea claramente que el criterio que permite reconocer,
entre las numerosas autoridades estatales, a los verdaderos órganos, se relaciona
esencialmente con la cuestión de saber cuáles son, entre estas autoridades,
aquellas con cuya ayuda se encuentra realizada, en principio, la personalidad del
Estado. Es órgano toda autoridad cuya presencia y cuyo concurso son
indispensables a la nación para que ésta adquiera y conserve la naturaleza y las
propiedades de una persona estatal o — l o que viene a ser lo mismo— toda
autoridad cuya desaparición no podría concebirse sin que al mismo tiempo la
persona Estado se encontrase afectada y desapareciera en el acto. Por el
contrario, las autoridades y agentes que no concurren a formar o perfeccionar la
persona estatal, sino que —como tan propiamente dijo H a u r i o u— actúan en
nombre de una persona Estado ya existente y suficientemente constituida, sólo
serán simples funcionarios. Sin duda, estas autoridades forman parte también del
organismo estatal y se puede sostener con fundamento que forman la
prolongación y el desarrollo de la persona estatal, cuya capacidad jurídica ejercen;
pero esta capacidad personal no se origina en ellas, sino que se limitan a aplicarla.
Como lo expresa la palabra funcionario, estas autoridades no contienen en sí el
principio de la potestad estatal, sino que sólo ejercen las funciones de una
potestad ya constituida.8

7
Cf. 9' ed., p. 139: " E l órgano representativo de una administración pública es el agente cuya función es
constitutiva de la persona moral misma. El comisionado o encargado es el agente que queda fuera de la
persona moral."
8
La distinción propuesta anteriormente no es más que la reproducción de aquella que estableció la
Asamblea nacional de 1789, especialmente en la sesión de 10 de agosto de 1791, entre poderes y funciones.
Los poderes —decía Robespierre— deben distinguirse cuidadosamente de las funciones. Los poderes no son
sino las diversas partes esenciales y constitutivas de la soberanía" (Archives parlementaires, 1ª serie, vol.
XXIX , p. 326). La posesión de estos poderes implica en quienes se hallan investidos de los mismos la
cualidad de representantes de Ia nación soberana. Por el contrario, las autoridades que sólo pueden decidir
después del soberano y en ejecución de las voluntades de éste, no ejercen más que una función. Esto es lo
que expresaba Barnave al decir que, a diferencia del representante, que "está encargado de querer por la
nación", "el simple funcionario público no tiene nunca más encargo que el de actuar por ella" (ibid., p. 331).
Partiendo de esto, Thouret distinguía en la potestad del rey por una parte "poderes" y por otra "funciones";
1083

Tales son las ideas directrices en las que hay que fijarse para distinguir a los
órganos propiamente dichos. Y como la personalidad del Estado, sobre todo,
resulta del hecho de que se halla organizado para querer, de las observaciones
que preceden hay que deducir que si, en definitiva, la enumeración de los órganos
se reduce a saber cuál es el momento a partir del cual £e encuentra el Estado
provisto de la capacidad de querer, ¿a partir de qué momento existe en él una
potestad de voluntad suficientemente organizada y suficientemente completa para
que su personalidad se encuentre realizada y para que los actos que han de
cumplirse posteriormente en su nombre deban considerarse como formando
simplemente el desarrollo de una voluntad inicial preexistente y la manifestación
de una personalidad ya constituida? Las autoridades que concurren a la formación
de esta voluntad inicial y de la personalidad que a ella se refiere son órganos; las
que intervienen después ya no son sino funcionarios. El signo exterior por el que
se reconocen unas y otras consiste en que las primeras, dentro de la esfera de su
competencia, tienen el poder de ejercer una voluntad libre e independiente;9 y las
segundas sólo pueden querer de una manera subalterna.
404. Partiendo de estas nociones fundamentales, se llega inmediatamente
a excluir de la lista de los órganos a las autoridades de todas clases que ejercen la
potestad administrativa, pues en el sistema del derecho constitucional francés esta
potestad no es sino una potestad de ejecución de las leyes. Los cuerpos y agentes
administrativos sólo tienen

y en consecuencia reconocía al rey el doble carácter de representante y funcionario (ibid., p. 329). Admitía
Roederer, en el mismo sentido, la existencia de un "poder representativo", que es, decía, "igual al del
pueblo, independiente como el suyo" (ibid., p. 324). Esta distinción pasó a la Constitución de 1791, que
señala claramente la oposición entre los "poderes" (tít. ni, preámbulo, arts. 2 ss.) y las "funciones" (tít. III
cap. IV, sección 2, art. 2) (cf. núms. 364 ss., supra).
9
Así es como, en un país de sanción monárquica, aunque las Cámaras estén incapacitada para hacer la ley
por sí solas, son, propiamente hablando, un órgano de Estado; pues, por una parte, la ley no puede hacerse
sin su voluntad, y esta voluntad es libre con respecto al monarca, que no puede obligarlas a consentir en un
proyecto legislativo; y por otra parte, los poderes legislativos de que se hallan investidas, les son propios en
el sentido de que no están llamadas a ejercerlos por delegación del rey ni en su nombre.
1084

poderes de funcionario. Esto no significa que sean terceros con respecto al


Estado; sobre este punto no es posible aceptar la opinión de Hauriou10 y Michoud
(loc. cit.), que parecen decir que todo agente que no tiene el carácter de órgano
ejerce su misión como persona distinta del Estado. El segundo de estos autores,
particularmente, parece no admitir categoría intermedia entre el órgano, que
constituye un todo con la persona estatal, y el simple tercero, que actúa como
comisionado o empleado del Estado. Pero los agentes administrativos que tienen
poder de decisión propio, no ejercen este poder en su propio nombre y como
personas distintas del Estado, pues la potestad de que se hallan investidos es la
del Estado mismo y en su nombre deciden. En este sentido, hasta se puede decir
que forman parte del organismo estatal.11 Y sin embargo, propiamente hablando,
no son órganos, pues es evidente que la personalidad y la voluntad del Estado se
encuentran completamente formadas antes de toda intervención de su actividad.
El hecho mismo de que esta última se designe bajo el nombre de actividad
ejecutiva es suficientemente demostrativo a este respecto, pues para que haya
lugar a ejecución es necesario que exista ya en el Estado una voluntad que
ejecutar. Por ejemplo, cuando se dice que el municipio ejerce alguna de sus
ejecuciones como órgano del Estado (cf. supra, p. 179), este modo de hablar
puede considerarse como jurídicamente exacto en la medida en que significa que
las autorida-

10
Hauriou modificó en este punto, en su 8ª ed. (pp. 117, 497, 620; ver también 9ª ed., pp. 140, 532), la
doctrina que enseñaba anteriormente (6* ed., p. 62). Ya no admite para los agentes administrativos la
calificación de encargados, distintos de la persona moral; sostiene que la voluntad y la actividad de estos
agentes son voluntad y actividad de la misma persona moral. Pero ¿no cae en un exceso contrario cuando
los asimila pura y simplemente a los órganos y cuando reúne en esta calificación idéntica de órganos a las
"autoridades representativas" y a las que carecen de carácter representativo? Por lo menos, habría de
señalarse entonces que las autoridades de esta segunda clase no son órganos en el mismo sentido ni en el
mismo grado que las de la primera especie. Son órganos, en efecto, en el sentido de que, dentro de los
límites de sus funciones, no actúan como personas distintas del Estado. Pero no lo son en el sentido de que
tengan que proporcionar al Estado su voluntad primera e inicial. Por consiguiente, sólo llenan una de las dos
condiciones esenciales que constituyen el órgano. Por ello, parece más correcto reservar el nombre de
órganos a aquellas autoridades estatales que cumplen con esta doble condición; únicamente éstas son
órganos propiamente dichos, en el pleno sentido de la palabra.
11
Tal es el concepto en que se inspiró la jurisprudencia para regular, por ejemplo, las cuestiones de
responsabilidad con respecto a los administrados por razón de las faltas cometidas en el servicio por los
agentes administrativos. Los actos de servicio, a este respecto, se tratan como actos estatales y no como
actos personales del funcionario. La falta de servicio misma aparece, por consiguiente, como un accidente
del servicio más bien que como un hecho imputable al agente. Así se explica que no sólo la jurisprudencia
ponga la reparación de esta clase de faltas a cargo del servicio, o sea del Estado, sino también que, en
cuanto al hecho de servicio, le niega a la víctima del perjuicio la posibilidad de poner en movimiento la
responsabilidad del agente: sólo el Estado es obligado a reparar.
1085

des municipales actúan administrativamente por cuenta del Estado y ejercen


derechos de los cuales es éste el único titular; pero, por lo demás, de ningún modo
se puede pretender que el Estado deba su personalidad al municipio; a este último
respecto, pues, el municipio sólo desempeña el papel de un funcionario. ¿Deben
las autoridades jurisdiccionales colocarse dentro de la categoría de los órganos?
En primer lugar, la cuestión puede parecer más delicada para ellas que para las
autoridades administrativas. En efecto, el juez no se limita a aplicar, con un objeto
ejecutivo, derecho legal ya elaborado, sino que su misión de apaciguamiento de
los litigios le confiere también el poder, y hasta le impone el deber, de crear
soluciones jurisdiccionales, en el caso en que la cuestión contenciosa que se le
presenta no haya sido prevista y regulada por la Constitución vigente. En esta
medida posee una potestad de la misma naturaleza que la del legislador; realiza
obra de creación lo mismo que éste; contribuye a la formación de la voluntad
inicial del Estado, y de ahí que parezca presentar los caracteres de un órgano de
Estado, en el sentido integral y absoluto de esta palabra. Tal es, en efecto, la
conclusión a que llegan numerosos autores. Saripolos (op. cit., vol. II, p. 90 n.)
declara que " e l juez es un órgano directo del Estado", pues, "en cuanto suple las
inevitables lagunas o vacíos de la ley en un asunto determinado, quiere por el
Estado". Esmein (Éléments, 7ª ed., vol. I, p. 402) expone la misma idea,
apoyándola en la consideración de que los jueces interpretan la ley "por un acto
libre de su inteligencia" , así como también aprecian las hechos de la causa
"según su conciencia personal". Michoud (op. cit., vol. I I , p. 63) se limita a alegar,
en el mismo sentido, que las autoridades jurisdiccionales tienen poder de decisión
propio. Sin embargo, un examen más atento de la situación y de la potestad de
estas autoridades lleva a negarles la cualidad de órganos. La razón de ello es que
—como dice Hauriou (Principes de droit public, P ed., p. 450)12— no constituyen
propiamente hablando un poder dentro del Estado. Bien es verdad que el juez
tiene la facultad de crear derecho, pero este derecho sólo tiene el valor de una
solución particular: constituye desde luego, ínter partes, la equivalencia de una
regla legislativa, pero no se convierte en una regla para la colectividad, en un
elemento del orden jurídico de esta última tomada en su conjunto. Más
exactamente, el juez no desempeña aquí sino el papel de un arbitro de Estado,
llamado a Intervenir en nombre de la potestad pública en un asunto que no por ello

12
Los órganos jurisdiccionales no constituyen un poder. En efecto, no pueden detener ni al órgano ejecutivo
ni al órgano legislativo". Cf. 2» ed., pp. 36 ss.: " E l poder de jurisdicción no es un poder político" (ver pp. 983
ss. supra).
1086

deja de ser un asunto privado. Al imponer a los tribunales la obligación de


resolver, sin excepción alguna, todos los litigios entre particulares que pueda
sometérseles, el art. 4 del Código civil no hace sino consagrar el principio de que
los jueces no pueden rehusar su arbitraje a la parte demandante que invoca la
ayuda jurisdiccional del Estado. He ahí el verdadero alcance del texto.
Por otra parte, importa observar que este poder de crear derecho particular
por vía de arbitraje judicial sólo puede ejercerse en los procesos que se suscitan
entre particulares y que entrañan simples cuestiones de interés privado. Es éste
un punto que se desprende claramente de las explicaciones proporcionadas por
Portalis con respecto al art. 4 (ver supra, p. 668). En el transcurso de estas
explicaciones, Portalis indica formalmente que la potestad creadora del juez sólo
es llamada a intervenir "en las materias civiles", cuando "existe debate entre dos o
más ciudadanos", cuando ese debate se refiere a "una cuestión de propiedad o
alguna otra semejante". Si se trata, por el contrario, de la diferencia entre un
ciudadano y el Estado, si se trata especialmente de apreciar la validez de actos de
potestad estatal, en este caso la intervención del juez ya no puede reducirse a una
idea de simple arbitraje de orden privado, y, por consiguiente, ya no corresponde a
la autoridad jurisdiccional crear nuevo derecho por su propia iniciativa y praeter
legem. En numerosas ocasiones se hizo esta observación a propósito de la
evolución histórica del recurso por exceso de poder. Si, antes de 1872, pudo el
Consejo de Estado multiplicar extensamente las causas de admisión de dicho
recurso, la razón de ello fué que las decisiones emitidas en dicha materia por esta
alta asamblea se fundaban, conforme a la ley de 7-14 de octubre de 1790, en el
poder administrativo del jefe del Estado, "jefe de la administración general". Como
dice Laferriére (Traite de la juridiction administrative, 2* ed., vol. II, p. 412), " e l
Consejo de Estado tenía entonces mayor latitud que la que pudiese tener un
tribunal administrativo, por muy alto que se encontrara, para crear, fuera de los
textos, un control de la legalidad de los actos de los administradores". Y este
mismo autor indica muy acertadamente que desde que la ley de 24 de mayo de
1872 le concedió jurisdicción propia, el Consejo de Estado hubo de moderar la
audacia de sus iniciativas y mantener, en principio, su jurisprudencia dentro de los
límites de la simple legalidad (cf. Hauriou, Précis, 8* ed., pp. 437 y 439; 10ª ed.,
pp. 24 ss., nn. 1 y 2 ) . En efecto, la potestad jurisdiccional en el sistema del
derecho público francés no fué concebida originalmente como una potestad igual a
la de los órganos capaces de querer por el Estado. El juez puede efectivamente
innovar, para las necesidades de la solución de los litigios, mientras éstos no
conciernan sino a l o s particulares, pero
1087

no le está permitido convertirse en el arbitro de las dificultades que suscita el


ejercicio de la potestad pública o que comprometen directamente un interés del
Estado; por lo menos, no puede resolverlas por su propia potestad y sin la ayuda
de un texto legal, del cual su decisión sea la pura y simple explicación.
Todas estas observaciones justifican la proposición, enunciada
anteriormente, de que las autoridades jurisdiccionales no constituyen uno de los
grandes poderes del Estado. En la esfera de las relaciones privadas tal vez
puedan crear derecho, y desde luego, la sentencia del juez presenta
indiscutiblemente, en este caso, el carácter de una decisión estatal, pero sólo se
refiere a un asunto de orden privado. En la esfera del derecho público, las
autoridades jurisdiccionales, por el contrario, estatuyen sobre asuntos que
interesan al Estado mismo; pero aquí el juez no puede crear derecho, limitándose
su papel a aplicar el derecho vigente. Así pues, en el primer caso la autoridad
jurisdiccional no tiene que querer por el Estado;13 en el segundo caso quiere por el
Estado, pero únicamente de un modo subalterno. Esto es tanto como decir que no
es un órgano estatal.
405. Descartadas así las autoridades administrativas y jurisdiccionales,
conviene examinar de un modo especial la situación del Presidente de la
República. ¿Posee carácter de órgano conjuntamente con las Cámaras, o
solamente les pertenece hoy ese carácter a estas últimas? Se ha visto
anteriormente (pp. 790 ss.) que la unidad del Estado de ningún modo se opone a
la pluralidad de sus órganos. Y de hecho esta pluralidad fue admitida por los
primeros constituyentes: "Los representantes —decía la Constitución de 1791—
son el cuerpo legislativo y el rey." ¿Ocurre lo mismo en la Constitución de 1875?
La solución de esta cuestión depende, ante todo, del punto de saber si,
según el derecho público actual, la Presidencia puede considerarse o no como
uno de los elementos constitutivos de la personalidad del Estado francés. Dado el
cometido que la Constitución asignó al Presidente, ¿concurre éste a la formación
de la voluntad inicial del Estado y es, en este sentido, un órgano? ¿O resulta de la
Constitución que la voluntad estatal de la nación tiene su residencia inicial en las
Cámaras, apareciendo solamente el Presidente, por lo tanto, como el agente de
ejercicio de una voluntad principal que ya se encuentra enteramente constituida
por encima de él?
Los términos mismos del problema así formulado parecen excluir en primer
lugar la posibilidad de negarle al Presidente la cualidad de

13
Aquí el juez quiere, verdaderamente, en nombre del Estado, pero no por el Estado, es decir, por un asunt
que concierne al Estado mismo.
1088

órgano. ¿Podrá pretenderse, en efecto, que la organización estatal y la


personalidad del Estado se encuentran íntegramente realizadas por medio de las
Cámaras y únicamente por ellas? Esta tesis parece contraria a la Constitución.
Según la Constitución, pertenece únicamente al Presidente el poder de
representar a Francia en el exterior y de expresar su voluntad en las relaciones
con los Estados extranjeros; aparece así el Presidente como el órgano de la
nación con respecto al extranjero. Igualmente, en el interior, al mismo tiempo que
subordina su actividad a habilitaciones legislativas, la Constitución lo convierte en
el auxiliar indispensable de las Cámaras, por cuanto le confiere el poder de
adoptar, como consecuencia de leyes y por la vía ejecutiva, todas aquellas
decisiones o medidas que el cuerpo legislativo no quiere o no puede reservarse a
sí mismo, y de ahí que la Constitución parezca erigir al jefe del Ejecutivo en
órgano esencial del Estado, pues es evidente que las Cámaras no pueden bastar
y proveer a todo por medio de sus propias leyes. Así, la Constitución contó con el
Presidente para hacer reglamentos que complementan las leyes. Y es importante
observar que estos reglamentos presidenciales, si bien no tienen el carácter
estatutario de la ley, difieren, sin embargo, de las prescripciones reguladoras que
emiten los jefes de servicio en el interior de los organismos administrativos;
difieren de ellas en que tienen el carácter de reglas públicas de la comunidad
nacional, mientras que las prescripciones de los jefes administrativos sólo tienen el
valor de reglas de servicio interior que no conciernen más que a la actividad de los
funcionarios (ver supra, núms. 224-225); por lo tanto, el poder reglamentario del
Presidente parece implicar que éste es un órgano de la comunidad, tanto más
cuanto que recibe'todo su poder reglamentario directamente de la Constitución y
no de una delegación del legislador, aunque no pueda ejercerlo sino en la medida
de las habilitaciones legislativas. Se ha emitido con frecuencia la idea, en efecto,
de que las autoridades cuyos poderes instituye la misma Constitución, solamente
por esto, deben considerarse como órganos. Por lo que concierne al Presidente,
se ha alegado especialmente que, además de su poder de ejecución de las leyes,
la Constitución de 1875 confirió a su función toda una serie de atribuciones y
prerrogativas, como el derecho de disolución, el derecho de pedir una nueva
deliberación de las leyes, etc., que implican que, frente a las Cámaras y fuera de
ellas, existe a la cabeza del Ejecutivo una autoridad que, por su parte, tiene la
potestad de querer y de tomar iniciativas por cuenta de la nación, y que, por
consiguiente, implican también en la persona del jefe del Ejecutivo la cualidad y
los poderes de un representante nacional, de un gobernante, en una palabra, de
un órgano estatal. Esta conclusión parece reforzarse aún por las disposiciones de
la Constitución, que al
1089

declarar al Presidente irresponsable aseguran su irrevocabilidad contra la


asamblea y fundan así, en definitiva, en el Estado, un dualismo de poderes, y por
consiguiente de órganos. Tal es también la opinión que profesan la mayor parte de
los autores. Unos argumentan principalmente sobre la irrevocabilidad del
Presidente. "Una vez elegido por las Cámaras —dice Lefebvre, Étude sur les lois
constitutionnelles de 1875, p. 67— adquiere una situación que ya no está
subordinada a éstas ni admite revocación. Su poder es distinto, independiente,
como el de un rey o el del Presidente de 1848." Otros, además de esta
irrevocabilidad, que según ellos bastaría ya para transformar al Presidente en el
titular de un poder independiente (Esmein, Éléments, 7ª ed., vol. I, pp. 469 y 4 8 8
) , invocan la institución de la disolución, la cual, dicen, es a la vez la garantía y la
prueba aplastante de la independencia presidencial (ibid., pp. 160, 470, 489, vol. I
I , pp. 167 ss.). Otros insisten en el hecho de que los constituyentes de 1875
trataron evidentemente de asegurar al Presidente la situación y los poderes de un
gobernante y que incluso pretendieron crearle una posición igual a la del
Parlamento, en el sentido de que, como este último, es un representante de la
nación (Duguit, L'État, vol. II, pp. 329, 334, y Traite, vol. I, pp. 405, 121).14
Finalmente, algunos autores se apoyan en la observación de que el Presidente
recibe sus poderes directamente de la Constitución; deducen de ello que es
órgano directo del Estado (Saripolos, op. cit., vol. II, pp. 86-87; Jellinek, System
der subjektiven óffentl. Rechte, 2a ed., pp. 155-156, v L'État moderne, ed.
francesa, vol. n, pp. 290-291).
406. Ninguno de estos argumentos es decisivo. La irresponsabilidad o
irrevocabilidad del Presidente de ningún modo significa que, en su esfera, sea
titular de un poder independiente igual al de las Cámaras. Adquiriría este
significado si, además, los ministros sólo fueran responables ante el jefe del
Ejecutivo. En el sistema de gobierno de gabinete, la irresponsabilidad presidencial
tiene un alcance muy distinto; como lo demuestra Esmein mismo (op. cit., 7ª ed.,
vol. II, p. 203), constituye mucho menos un privilegio establecido en favor del
Presidente con objeto de asegurar su estabilidad y su independencia, que una
garantía tomada contra él con objeto de excluir por su parte toda pretensión o
tentativa de disponer de una acción gubernamental personal e independiente. En
cuanto al argumento tomado de las intenciones de los constituyentes de 1875, se
encuentra hoy abandonado por los mismos autores que primera-

14
Cf. Joseph Barthélemy, Démocratic et politique étrangére, p. 201: "Es un error pensar que existe una
representación general y completa del pueblo por el Parlamento... El Parlamento es el representante del
pueblo, pero para la función legislativa; el Presidente de la República es su representante para la función
gubernamental."
1090

mente lo habían alegado. Los primeros comentadores de la Constitución de 1875,


deslumbrados por la riqueza y la variedad de las prerrogativas que adjudica al
Presidente, empezaron por comparar a éste con un monarca constitucional.
Después se volvieron atrás; pero, por lo menos, hubieron de conservar para el
Presidente la calificación de "representante" (ver p. 823, supra). Actualmente, los
autores hablan en forma distinta: suponiendo, dicen, que la Constitución de 1875
haya tratado de crear en el Ejecutivo una potestad de naturaleza representativa,
es evidente que no consiguió su objeto. Duguit lo reconoce así formalmente: el
Presidente, dice, que, según las leyes de 1875, debía ser, "lo mismo que el
Parlamento, un órgano de representación", no es ya, de hecho, más que "un
simple agente ejecutivo", "una autoridad administrativa"15 e incluso " un simple
comisionado del Parlamento" (L'État, vol. I I , pp. 327- 328; Traite, vol. I, pp. 406, 4
21 , vol. n, pp. 452, 464). Jéze (op. cit., 1a ed., p. 25; cf. 2ª ed., p. 384) observa
igualmente que hoy día "el poder político, en realidad, corresponde
exclusivamente a dos órganos de representación, el Senado y la Cámara" (ver en
el mismo sentido Redslob, Die parlamentarische Regierung, p. 139).
Para que el Presidente aparezca realmente como un órgano de Estado no
basta, en efecto, que reciba sus poderes directamente de la Constitución ni
siquiera que haya recibido de ésta tal o cual facultad que, considerada en sí, se
resuelva tal vez en un poder de querer por la nación. Sería necesario también, y
además, que la Constitución lo haya colocado en posición de ejercer estas
facultades de un modo libre e independiente, o más exactamente, sería preciso
que le hubiese proporcionado al Ejecutivo el medio de mantener, en el campo de
su competencia, una voluntad que, aunque fuese inferior en potestad a la del
Parlamento, sea, por lo menos, capaz de determinarse por sí misma y no pudiese,
en esta esfera propia, sufrir coacción ni impedimento alguno por parte de las
asambleas. Ahora bien, precisamente esta independencia de voluntad es lo que le
falta al Ejecutivo, según el derecho público francés actual. No hay duda de que el
Presidente ha sido dotado ampliamente por la Constitución de 1875 de
atribuciones de todas clases, pero ya se ha visto (núms. 300-301 y 309) que el
régimen parlamentario, tal como fue establecido en 1875, supone un obstáculo a
que, tanto el Presidente como los ministros, ejerzan ninguna de estas atribuciones
por su sola y libre voluntad.
En efecto, contrariamente a la doctrina de algunos autores, que, como
Duguit y Esmein (ver no. 294, supra), pretenden que, en el régimen parla

15
Este punto de vista se halla consagrado especialmente por la jurisprudencia actual del Consejo de Estado,
que acabó reconociendo que el recurso por exceso de poder puede entablarse incluso en contra de los
reglamentos de administración pública (ver supra, n° 207).
1091

mentario, el Parlamento y el Ejecutivo constituyen dos poderes distintos y son


llamados, cada uno por su lado, a representar a la nación, se ha demostrado que
el dualismo nominal que se desprende de la letra de los textos de 1875 sólo tiene
un valor aparente y que en realidad no subsiste actualmente, en virtud de la
Constitución misma de 1875, sino un solo órgano dotado de una verdadera
potestad de "representación": el Parlamento. Evidentemente, en tesis general no
existe ninguna imposibilidad de principio para que el Estado moderno se organice
sobre la base del dualismo, bajo reserva únicamente de la necesidad de un
órgano supremo (ver p. 790 y núms. 292 y 303, supra). Pero, en todo caso, no es
en el sistema parlamentario francés donde se encuentra realizado este dualismo.
Pues, si bien el dualismo no excluye la superioridad de un órgano preponderante y
si, en particular, se concilia totalmente con la preponderancia que en las
relaciones del Ejecutivo con el Parlamento se establece naturalmente, en
provecho de este último, en razón de la superioridad de la potestad legislativa, por
lo menos supone esencialmente el dualismo en dos órganos que tengan, tanto
uno como otro, cierta independencia y cierto poder de l i b re voluntad, iniciativa y
acción (cf. pp. 791 y 831, supra). Por ello no cabe calificar como dualista al
régimen parlamentario, tal como se halla establecido actualmente en Francia. De
una parte, las Cámaras pueden obligar al Ejecutivo a actuar o sea a hacer un uso
determinado de sus atribuciones; les basta a tal fin darles a los ministros ciertas
indicaciones que, en realidad, son órdenes para ellos (ver pp. 828 ss., supra); de
otra parte y por el mismo procedimiento, pueden desviar o impedir al ministro que
haga uso de los poderes que la Constitución le confirió. En suma, si bien las
Cámaras no pueden ejercer por sí mismas la potestad o actividad ejecutiva, a ellas
corresponde (ver la n. 66, p. 831, supra) la dirección de esta potestad y de esta
actividad. No tienen, pues, únicamente el carácter de un órgano supremo, sino
que, a decir verdad, son el órgano único del Estado. En cuanto al Ejecutivo,
Presidente o ministerio, su voluntad sólo tiene valor mediante la aprobación de las
Cámaras, y cualesquiera que sean la variedad y la importancia de sus
atribuciones, sólo tiene un papel subalterno, ya que su voluntad se ludia dominada
por la del Parlamento. Se ha dicho que en el régimen parlamentario debidamente
practicado no se contenta el ministerio con seguir dócilmente a la mayoría, sino
que debe esforzarse, por el contrario , a fin de convencerla, de guiarla, de hacerse
seguir por ella; esto es muy cierto, pero esta misma observación prueba que, en
definitiva, el Gobierno, en la práctica normal de este régimen, no puede ejercer las
atribuciones o poderes que recibe de la Constitución, sino a condición de reunir v
obtener i onlitiuamente los sufragios del Parlamento. Bien
1092

es verdad que algunas de estas atribuciones implican en él un verdadero poder de


querer por la nación; solamente que no puede querer así sino en la medida en que
su voluntad se conforme con la del Parlamento o, por lo menos, sea aprobada por
él. Precisamente por esta última razón, el Ejecutivo ya no puede considerarse,
hoy, como investido por la Constitución de un poder de órgano real y completo,
pues el signo distintivo del órgano propiamente dicho es el de querer de una
manera primordial por la colectividad; enuncia por cuenta de ésta una voluntad
que jurídicamente se origina en él y no existe fuera de él. Ahora bien, en el estado
actual del derecho público francés, considerado el Ejecutivo en la persona del jefe
o de sus ministros, ya no tiene ese poder i n i c i a l , sino que sólo puede querer y
actuar mientras posea, no sólo la confianza y el apoyo de las asambleas, sino
también la aprobación de éstas, al menos de un modo tácito; su voluntad no
puede moverse más que bajo el imperio de la voluntad del Parlamento. Incluso los
actos que sólo él puede emprender y cumplir, como por ejemplo la negociación y
la ratificación de los tratados (en cuanto a los tratados de orden exclusivamente
político, ver sin embargo supra, pp. 490, 825), depende, en suma, de la
aprobación de las Cámaras. Las atribuciones que parecen presentar en el más
alto grado el carácter de prerrogativas personales propias del Presidente sólo
pueden ejercerse bajo la responsabilidad parlamentaria del gabinete. En todo esto
se observa desde luego que el Ejecutivo posee cierto poder de querer por la
nación, pero, en definitiva, es preciso que la voluntad que emite por ella se halle
conforme con una voluntad superior, que es la del Parlamento. En otros términos,
el parlamentarismo actual presupone en las Cámaras la existencia de una
voluntad, que es la voluntad dominadora, lo mismo en el orden ejecutivo que en el
orden legislativo. De ahí que parezca que el Ejecutivo, propiamente hablando, no
es el órgano de formación de una voluntad que sólo en él comienza, sino que su
papel constitucional consiste en querer y actuar bajo el predominio de una
voluntad ya formada.16

16
Poco importa que la Constitución haya colocado junto a las Cámaras un titular especial y distinto del
poder ejecutivo y gubernamental y que haya reservado a este titular, Presidente y ministros —con exclusión
de las Cámaras—, el derecho de ejercer directamente la acción ejecutiva. Desde el momento en que el
ejercicio de esta acción queda sometido a la apreciación y a la influencia parlamentarias, es innegable que
existe ya en el Parlamento una voluntad nacional que se refiere a los actos del poder ejecutivo y a los
asuntos del gobierno, voluntad más alta que la de las autoridades encargadas de mantener la acción
ejecutiva o gubernamental; y eso basta para que pueda afirmarse que la nación tiene en el Parlamento el
órgano inicial de su voluntad gubernamental, aunque la Constitución no haya querido que las Cámaras
gobiernen por sí mismas (cf. Duguit, Traite, vol. I, p. 300: "Llamamos agentes a los individuos que, bajo la
autoridad o el simple control de los gobernantes, desempeñan determinadas funciones..."). También es
cierto que el Ejecutivo es llamado, incluso en el estado actual de la organización constitucional, y tanto en lo
que concierne a la administración interior como en cuanto a las relaciones con el extranjero, a tomar
innumerables medidas o decisiones de orden técnico que dependen necesariamente de su propia
competencia o iniciativa. Pero, así, la relación entre el Ejecutivo y la nación que quiere por las Cámaras —
como se ha visto anteriormente (n. 66, p. 831, supra)— es comparable a la situación de un artesano o de un
técnico que trabaja por cuenta de una persona que recurre a sus servicios. Naturalmente que este técnico
ejecuta el trabajo que se le ha encargado según sus propios conocimientos; pero el objeto o fin que ha de
alcanzar se determina por la voluntad de quien lo emplea, y la manera como se conforma a su quehacer es
también apreciada y juzgada por esa misma persona que emplea, que pronuncia según su voluntad superior.
El técnico o profesional no realiza un acto de potestad soberana, sino que sólo ejerce una función.
1093

En estas condiciones, el Presidente de la República, al que corresponde, por su


condición de jefe nominal del poder ejecutivo, decretar, al menos en la forma, los
actos más importantes de este poder, no es ya un órgano en la franca y pura
acepción de la palabra, sino que en realidad el Parlamento queda como el único
verdadero y perfecto órgano de la nación; que tiene en todas las cosas el poder de
formular la suprema y definitiva voluntad nacional. En el pasado, la Constitución
de 1791 pudo conferir al rey la cualidad de "representante", porque dicha
Constitución, que se mantenía fuera de las instituciones del parlamentarismo,
reservaba al rey la facultad de ejercer, por sí mismo y por ministros
independientes del cuerpo legislativo, ciertas atribuciones que implicaban, en su
beneficio, una verdadera potestad para tomar, en nombre de la nación, por lo
menos ciertas iniciativas, bien sea en el orden de la legislación en el interior, bien
en el orden de las relaciones con el exterior; iniciativas éstas que dependían
puramente de su libre voluntad. Hoy, entre las iniciativas que la Constitución
confiere al Ejecutivo, no existe ninguna que sea enteramente libre, pues mediante
el juego de los medios de dominación que el parlamentarismo pone a disposición
de las asambleas, el Ejecutivo puede ser obligado o impedido incluso en el
ejercicio de aquellas facultades que, según los textos de 1875, en cuanto a su
aplicación, parecen depender más directamente de su voluntad. Esto explica que
aquellas de dichas facultades cuyo uso supone una resistencia formal opuesta a
las Cámaras, tales como el derecho de pedirles una nueva deliberación de

Asimismo, en política interior y exterior existe toda una serie de operaciones gubernamentales cuya
conducta hay que dejar evidentemente al Ejecutivo, y en particular al ministerio. Sólo que el ministerio
realiza estas operaciones bajo el impulso y el control de las Cámaras, que con respecto a él son el órgano de
voluntad nacional, y la característica del sistema parlamentario en este aspecto es que las Cámaras pueden
imponerle orientaciones y sobre todo que siempre pueden detenerlo si no se encuentran satisfechas por sus
procedimientos de acción gubernamental. En estas condiciones, aunque esté llamado a tomar iniciativas, el
Ejecutivo, en suma, sólo ejerce una actividad subordinada, porque depende, en la persona de los ministros,
de la voluntad preponderante del Parlamento. Precisamente para caracterizar esta especie de
subordinación, los constituyentes de 1789-1791 precisaron el concepto de "funcionario" en oposición al de
"representante' u "órgano' (ver núms. 364 ss., supra).
1094

las leyes o el derecho de disolución —salvo el caso de que ésta fuera deseada,
bien por la mayoría de la Cámara de Diputados misma, bien al menos por el
Senado, es decir, en ambos casos por la asamblea o al menos por una parte del
Parlamento (ver p. 857, supra)—, hayan caído actualmente en desuso y parezcan
destinadas a quedar sin empleo en adelante. La Constitución de 1875, en efecto,
se puso en contradicción onsigo misma al conferir al Ejecutivo semejantes
facultades de resistencia, cuando, por lo demás, le sometía de un modo general a
la condición de no disponer, en el ejercicio de sus propias facultades, sino de una
voluntad subordinada a la potestad superior del Parlamento; en esto puede
decirse que la Constitución recogía con una mano lo que daba con la otra.17 Si el
Presidente de la República no posee efectivamente los poderes

17
Ya se hizo una observación análoga (n" 178) a propósito de los tratados internacionales. El art. 8 de la ley
constitucional de 16 de julio de 1875. después de formular el principio de que "el Presidente de la República
negocia y ratifica los tratados", enumera limitativamente cierto número de tratados que, en razón de su
objeto, no pueden ser ratificados por el Presidente sino después de la votación de una ley de autorización
por las Cámaras. Parece resultar por lo tanto de este texto que, para todos los objetos no reservados
expresamente al conocimiento de las Cámaras, el Presidente tiene el libre poder de negociar y ratificar por sí
solo. Pero el desarrollo natural del sistema general de organización de poderes establecido por la
Constitución de 1875 tiene por efecto reducir notablemente esta libertad de acción del Presidente en
materia de convenciones internacionales, y hoy puede decirse que las disposiciones del art. 8 son, en gran
parte, no sólo superfluas, sino en realidad inexactas o inaplicables. Por una parte, el régimen parlamentario
implica la extensión del control superior de las Cámaras a cualquier actividad ejercida por el gobierno en la
esfera de los asuntos exteriores (ver sin embargo p. 825, supra). Por otra parte, y sobre todo, del sistema
general de la Constitución resulta que el Presidente, en principio, no tiene más poder que el de ejecutar las
leyes; y, por consiguiente, se ha observado anteriormente (pp. 491 ss.) que la obligación que tiene el
Gobierno de obtener autorización legislativa para la ratificación de los tratados no se reduce a los objetos
enumerados en forma excepcional por el art. 8. sino que se extiende necesariamente a la mayor parte de los
tratados; de tal manera que la posibilidad para el Presidente de ratificar por su sola voluntad, en definitiva,
llega a ser la excepción. As! pues, lo mismo en materia de tratados que en otra cualquiera, los
constituyentes de 1875 se propasaron al atribuir al jefe del Ejecutivo poderes que los principios generales de
la Constitución no le concedían la facultad de ejercer. Otras veces es la Constitución misma la que, después
de haber otorgado al Presidente determinadas facultades que por su naturaleza parecen destinadas a
fortalecer la situación el Ejecutivo, hace desaparecer estos poderes por las limitaciones voluntarias que para
los mismos establece. Ejemplo bien claro de este método nos lo proporcionan los arts. 1° y 2° de la ley
constitucional de 16 de julio de 1875, en lo que Se refiere al régimen de las sesiones parlamentarias. " E l
principio general admitido a este respecto —dice Esmein (Éléments, 7" ed., vol. II , p. 157— es que el
derecho de convocar las Cámaras y de suspender sus sesiones corresponde al Presidente de la República."
Así pues, en principio, la Constitución de 1875 ha excluido el sistema según el cual las Cámaras son dueñas
de sus propias sesiones; partió de la idea de que corresponde al Presidente concederles o retirarles la
palabra. Pero la consagración de este principio por las leyes constitucionales de 1875 sólo es nominal: no
hay aquí sino una apariencia. En realidad, los arts. 1º y 2º anteriormente citados suponen para el principio
en cuestión tales condiciones, y rodean la libertad de acción del Presidente, con relación a la apertura y al
cierre de las sesiones, ordinarias o extraordinarias, de tales restricciones, que puede decirse que, en
definitiva, no le queda al jefe del Ejecutivo, en esta materia, ningún poder verdadero. La Constitución de
1875 sólo pareció adoptar el sistema de las sesiones periódicas, que depende del Presidente, para llegar a
un régimen que, en el fondo, equivale al de la permanencia de las asambleas.
1095

de un órgano o —para emplear la terminología francesa— de un representante,


esto no se debe únicamente a la razón política que indican ordinariamente los
autores, o sea al hecho de que, como es elegido por los miembros de las
Cámaras, no encarna ninguna fuerza política distinta de la que reside en las
asambleas;18 sino que se explica también por la razón

18
No es fácil darse cuenta, en efecto, de dónde el Presidente, elegido por el personal de las Cámaras, y el
ministerio, designado por la mayoría parlamentaria, podrían tomar la fuerza política que les permitiera
emplear contra el Parlamento los medios de acción o de resistencia instituidos por la Constitución para su
uso. Por lo que se refiere especialmente a la disolución, la utilización de ésta como arma destinada a servir
propiamente al Gobierno es posible prácticamente en una monarquía, o también en un país cuya Cámara
alta tiene un origen especial. En Francia, ni el gabinete, ni el Presidente representan una voluntad especial
diferente del sufragio universal, y en caso de conflicto entre el Gobierno y la Cámara de Diputados parece
tanto menos posible para el Ejecutivo recurrir al pueblo francés cuanto que éste demuestra mayor
desconfianza hacia el Ejecutivo que hacia sus elegidos directos. La Constitución de 1875, es cierto, permite al
Gobierno, en caso de conflicto con la Cámara de Diputados, apoyarse en el Senado con objeto de disolver la
Cámara. Pero como el Senado, en el fondo, tiene idéntico origen que la Cámara de Diputados, sería difícil
concebir que esta asamblea pudiese prestar su concurso y apoyo a una disolución emprendida con objeto de
hacer prevalecer la voluntad política del Ejecutivo sobre la del Parlamento. En estas condiciones, casi no se
ven las circunstancias en que el Gobierno podría ejercer su poder de disolución, fuera del caso en que dicha
disolución es deseada por las mismas Cámaras (cf. Duguit, Traite, vol. I, pp. 421 ss., vol. I I , pp. 425, 4 2 8 ) .
Pues, entiéndase bien, no puede mencionarse la hipótesis de que el Presidente llegara'a adquirir, gracias a
su prestigio personal, suficiente fuerza como para poner en jaque la política parlamentaria e imponer su
propia preponderancia en el país, por medio de una apelación al cuerpo electoral. En este caso, en efecto,
saldríamos del régimen parlamentario para encaminarnos hacia el gobierno personal del jefe del Estado. En
el sentido que acaba de indicarse, puede observarse que incluso aquellos autores que todavía creen en la
posibilidad, para el Gobierno, de ejercer su poder de disolución, no consiguen citar sino un número muy
limitado de casos en que la disolución, como arma del Ejecutivo, pueda hallar su "empleo normal" (ver a
este respecto Matter, La dissolution des assemblées parlamentaires, pp. 104-105). Por lo demás, importa
observar que, incluso en el caso de que tales hipótesis subsistiesen aún, no se podría deducir de ellas que el
Presidente de la República, o el Ejecutivo en su conjunto, tenga en el sistema constitucional actual la
situación y los poderes de un órgano; pues —y sin necesidad de tener que invocar el argumento que se
deduce de la necesidad del asentimiento del Senado— basta con recordar (ver la n. 48, p. 813, supra) que la
disolución —empleada de un modo "normal"— no implica para el Presidente ningún poder de decisión
propio referente a la cuestión política que puede ser objeto de un conflicto más o menos grave entre el
Gobierno y la Cámara de Diputados. La disolución sólo es una llamada, a lo más una incitación, dirigida al
cuerpo de los electores. Unicamente éste, con su respuesta electoral, determina la solución del conflicto y la
última decisión. También desde este punto de vista, el poder «le luí lar verdaderamente la voluntad nacional
está fuera del Gobierno.
La disolución, en cuanto concede la palabra al cuerpo electoral, supone en el Ejecutivo cierta facultad de
iniciativa o de resistencia; no es, propiamente hablando, un acto que implica un poder de órgano. Muy
diferente era el caso del monarca de 1791 que oponía su veto suspensivo a los decretos legislativos de la
asamblea. En esa época, el cuerpo electoral —como se vio anteriormente (n9 361)— no se consideraba
llamado a mantener una voluntad propia sobre los asuntos a debatir por los representantes. La remisión de
un decreto del cuerpo legislativo a la siguiente legislatura no podía considerarse, pues, como una llamada a
la voluntad superior del pueblo (ver n. 8, p. 1065, supra). En estas condiciones, tomaba el carácter (al menos
en la medida indicada anteriormente, nv 136) de una oposición suscitada por el rey, en nombre mismo de la
nación soberana, en contra de la voluntad legislativa de la asamblea, y en este sentido constituía, por parte
del monarca, el ejercicio de un poder especial y propio de representación nacional. De ahí que los
constituyentes de entonces pudieran afirmar que el rey adquiría por este motivo la condición de
representante. Hoy, la institución de la disolución no basta ya a justificar para el Presidente de la República
el calificativo de órgano.
1096

jurídica de que, según la Constitución misma, el Presidente no es ya hoy, como el


Ejecutivo entero, sino una simple autoridad estatal, un funcionario nacional.19

19
Es el caso de hablar aquí de esa '"lógica de las instituciones" que Esmein gustaba de invocar en muchas
ocasiones. Cualesquiera que hayan sido las intenciones de los constituyentes de 1875, sean los que fueren
los poderes que atribuyeron al Presidente de la República, las condiciones a que han sometido la aplicación
de estos poderes, por la fuerza misma de las cosas, debían dar lugar a la subordinación del Ejecutivo con
respecto a las Cámaras, y por consiguiente, a hacer depender el uso de las prerrogativas presidenciales de la
voluntad superior del Parlamento. La evolución contemporánea del régimen parlamentario en Francia no ha
sido, a este respecto, sino la consecuencia natural de los principios contenidos en los textos mismos de la
Constitución de 1875. Hay que convenir, sin embargo, por lo que respecta a la disolución, en que los
resultados a que ha llegado el régimen parlamentario se vuelven, en cierto modo, contra el objeto mismo
hacia el que tiende dicho régimen. Al subordinar al Ejecutivo respecto de las asambleas electivas, en el
fondo el parlamentarismo se propuso hacer depender toda la política nacional del sentir mismo del país. Y
es también con este fin como fué creada la disolución por el régimen parlamentario. Como se observó antes
(n' 398), la utilidad de la disolución en dicho régimen es proporcionar al cuerpo electoral un medio que, en
caso de necesidad, le permita hacer que las Cámaras vuelvan a una línea de conducta conforme con la
voluntad de la mayoría de los electores. En realidad, sin embargo, la superioridad de potestad conferida por
el parlamentarismo a las Cámaras frente al Gobierno ha tenido por efecto despojar al Ejecutivo de la
posibilidad de poner en movimiento por sí solo la institución de la disolución; la iniciativa de esta última
depende hoy de las Cámaras mismas; tanto que, en definitiva, la potestad de las Cámaras, que en principio
fué establecida en favor del cuerpo electoral, queda reforzada incluso contra este último, ya que, en la
medida en que las Cámaras han llegado a ser dueñas de la disolución, el cuerpo electoral ha perdido a su
vez, o por lo menos ha visto disminuir en detrimento suyo, el recurso de dar a conocer su sentir, durante el
curso de las legislaturas, con respecto a la política seguida por sus elegidos. Si es verdad que existe una
"lógica de las instituciones", ¿no hay que reconocer que la lógica del parlamentarismo, sobre este punto, es
errónea? Y la conclusión racional a que se ve uno reducido por estas observaciones podría ser que los
colegios electorales mismos habrían de ser capacitados para promover, por su propia iniciativa, la disolución
de la Cámara de Diputados cuando la política seguida por dicha asamblea no responde ya a los deseos del
país. Los obstáculos i o n los cuales tropezaría, indudablemente, la realización de una reforma que tendiese
a atribuir semejante arma directa al cuerpo electoral, hacen pensar que, pese a las alteraciones que en la
época actual haya podido sufrir el régimen representativo, los conceptos en que se fundó dicho régimen
después de 1789 conservan todavía hoy, en Francia, una fuerza considerable.
1097

Queda por examinar una última cuestión, la de saber qué lugar tiene dentro del
Estado el cuerpo electoral y qué posición jurídica ocupa con relación a las diversas
autoridades a que acabamos de referirnos; especialmente, ¿cuáles son sus
relaciones constitucionales con las Cámaras electas? ¿Es el Parlamento, por sí
solo, el órgano estatal, ya forme, por su parte y un órgano distinto, ya concurra a
formar con el Parlamento el órgano único, pero complejo, del pueblo francés? El
examen de esta cuestión encontrará su lugar natural al comienzo del capítulo
siguiente, en el cual, para apreciar el sistema moderno del órgano de Estado en
toda su amplitud, conviene abordar ahora el estudio del electorado.i
1098

CAPITULO III
EL ELECTORADO

§ 1. EL CUERPO ELECTORAL EN GENERAL.


SU COMETIDO Y SU PODER SEGÚN EL DERECHO PÚBLICO ACTUAL

407. En su acepción precisa, la palabra electorado designa una facultad


individual: la facultad para el ciudadano-elector de participar, por medio de la
emisión de su sufragio personal, en las operaciones mediante las cuales el cuerpo
electoral procede al nombramiento de las autoridades por elegir. No obstante,
como estas operaciones tienen necesariamente un carácter colectivo, para
determinar el alcance individual del electorado y para apreciar la capacidad
personal de los miembros del cuerpo electoral, hay que comenzar por comprobar
cuál es el cometido constitucional de este cuerpo mismo tomado en su conjunto, y
cuál es la naturaleza del poder que ha de ejercer en el Estado moderno. ¿Debe
considerarse hoy, en derecho público francés, a este poder como propio de un
órgano? ¿Aparece, por consiguiente, el cuerpo electoral como un órgano de
Estado? Si así es, ¿en qué sentido puede considerársele como un órgano?
Evidentemente, cabe aplicarle el calificativo de órgano si con ello se quiere
indicar que, al conferir a sus elegidos la designación que los convierte en titulares
de una función de potestad pública, los ciudadanos-electores no ejercen un poder
subjetivo, sino una competencia estatal. En este sentido es en el que Jellinek
(System der subjektiven óffentl. Rechte, 2a ed., p. 138; cf. G. Meyer, Das
parlamentarische Wahlrecht, pp. 411 ss.) pudo decir que " e l elector no actúa
como individualidad dotada de un poder autónomo, sino como órgano del Estado".
Porque, añade este autor, "elegir es una función estatal", es decir, una función que
no posee el elector como un derecho propio, sino que cumple en nombre del
Estado y de la cual se halla investido en virtud de la voluntad de este último. Y en
efecto, cuando se ha pronunciado el cuerpo electoral, su decisión no solamente
vale como la expresión colectiva de voluntades individuales, sino que vale además
como voluntad del Estado mismo.
Pero, precisamente, la cuestión que se suscita aquí es la de saber
1099

en qué medida y hasta qué punto es llamado el cuerpo electoral a querer por
cuenta del Estado, qué clase de voluntades estatales tiene encargo de enunciar y
cuál es el grado de su potestad de querer. En ciertos aspectos es innegable que
esta potestad es independiente, incondicionada, inicial; no solamente el cuerpo
electoral es dueño de escoger libremente a sus elegidos, sino que también
desempeña en el Estado un cometido primordial y capital, por cuanto su actividad
es el elemento primitivo y generador del que depende esencialmente la formación
de los órganos superiores por medio de los cuales el Estado se encontrará
capacitado para tomar decisiones que implican el ejercicio de su más alta
voluntad. Desde este punto de vista parecería legítimo considerar al cuerpo
electoral como a un órgano verdadero y esencial, puesto que por él y a
consecuencia de su intervención el Estado va a adquirir en toda su plenitud la
posibilidad de querer de un modo supremo. Sin embargo, si el cuerpo electoral no
tiene más función que la de nombrar a los órganos de voluntad estatal, no se
puede decir que él mismo presente íntegramente todos los caracteres de un
órgano de Estado, en la verdadera acepción de esta palabra, pues entonces la
verdad es que se limita a preparar la formación de la voluntad estatal, no
realizando directamente esta formación.1 Ahora bien, el concepto de órgano
supone algo más que este simple procedimiento preparatorio, pues lo propio del
órgano es proporcionar por sí mismo una voluntad, la voluntad más alta, al Estado,
o sea crear de un modo inmediato esta voluntad. ¿Es el cuerpo electoral un
órgano en este sentido? En otros términos, ¿debe admitirse .que, además de su
función de nombramiento de las autoridades electivas, tiene también el poder de
determinar por su propia voluntad las decisiones que dichas autoridades habrán
de tomar por cuenta del Estado? Tal es el alcance preciso del problema que se
formula con respecto a él.
Este problema ha sido resuelto hoy por la generalidad de los autores en el
sentido de que el cuerpo electoral es un órgano, e incluso el principal órgano del
Estado. Así es como Duguit (Traite, vol. I, pp. 303-304, vol. II, p, 175) dice que "e l
cuerpo de ciudadanos, llamado cuerpo electoral, expresa directamente la voluntad
soberana de la nación"; y por este motivo, lo caracteriza como "el órgano directo
supremo". Bien es verdad, dice este autor, que en el régimen representativo
francés el cuerpo electoral se limita a designar los individuos que habrán de
expresar "en su nombre" la voluntad nacional. Sin embargo, incluso en este
régimen, "es

1
En cierto sentido, el cuerpo electoral expresa una voluntad estatal, quiere por el Estado. Pero su voluntad,
lo mismo que la del funcionario, no es una voluntad de órgano. El funcionario quiere de un modo
Bubalterno, consecutivo a la voluntad suprema del Estado; el cuerpo electoral quiere de un modo
preparatorio, anterior a la voluntad perfecta que enunciarán los órganos propiamente dichos.
1100

también el órgano supremo directo, porque en realidad todos los órganos del
Estado derivan de é l " . Así pues, no duda Duguit en ver en los electores a los
"gobernantes primarios" (L'État, vol. I I , p. 2 1 8 ) , y declara que "en nuestro país
las fuerzas gobernantes residen, hoy, en el sufragio universal " (Traite, vol. i, pp.
83 ss., 296). Igualmente, Saripolos (op. cit., vol. II, pp. 83-84, 86-87, 92 ss.) afirma
en varias ocasiones que "los electores constituyen, en su conjunto, el órgano
central o soberano del Estado"; según este autor, en el cuerpo electoral es donde
"se opera la concentración del poder supremo", él es quien "conserva más
soberanía", y esto en el sentido de que, llamado a constituir todos los órganos del
Estado, "gracias al nombramiento de las personas que componen estos órganos,
tiene la dirección suprema del Estado". Todas estas fórmulas las toma Saripolos
de Gierke; y la doctrina alemana, en efecto, se pronuncia .respecto de la situación
del cuerpo electoral en el Estado del mismo modo que la doctrina francesa. Gierke
especialmente declara (Genossenschaftsrecht, vol. I, p. 829) que " e l conjunto de
ciudadanos es un órgano constitucional del Estado", e incluso " e l órgano
supremo" (Genossenschaftstheorie, p. 687), por cuanto le corresponde elegir "a
los órganos representativos que habrán de ejercer en su nombre los poderes
supremos del Estado" (Jahrbuch für Gesetzgebung, Verwaltung, etc., 1883, p.
1145). Sostiene Jellinek —como se vio anteriormente (n9 385, supra)— análoga
opinión. En sus primeras obras (Gesetz und Verordnung, p. 209), este autor
dudaba en admitir que "en la democracia representativa, sea el pueblo el órgano
soberano, que posee la potestad entera del Estado"; pues, decía, " e l pueblo, el
conjunto de los ciudadanos, en esta forma de Estado, de ningún modo tiene la
capacidad de enunciar una voluntad valedera". Pero en su Allg. Staatslehre (ed.
francesa, vol. I I , pp. 278 ss., 481), desarrolla Jellinek otras ideas. Aquí, en efecto,
determina el alcance jurídico del sistema representativo moderno diciendo que los
representantes son los órganos secundarios del pueblo, con el cual constituyen
orgánicamente una unidad, y que él mismo aparece así como un órgano primario
del Estado. En esta cualidad de órgano primario, el pueblo, constituido en cuerpo
electoral, elige sus representantes. En estas condiciones, declara Jellinek que hay
que aprobar la doctrina, comúnmente admitida en Francia, que presenta la
institución del sufragio universal como la base esencial de todo el sistema
constitucional francés. Esta doctrina tiene su justificación en el hecho de que,
según el derecho público francés, el pueblo adquiere su organización propia
gracias a sus órganos representativos o secundarios y que "así organizado, posee
y ejerce la más alta potestad en el Estado".
408. Es posible, en efecto, que el pueblo —o mejor dicho el cuerpo electoral
constituido por los ciudadanos activos— posea hoy en Francia
1101

los caracteres y los poderes de un órgano estatal. Pero también hay que tener por
cierto que en esto, el derecho francés actual se aleja mucho de las condiciones y
tendencias especiales del régimen representativo propiamente dicho. Por ello, no
puede aceptarse sin restricciones la teoría de Jellinek y de los diferentes autores
que acabamos de citar. El error de estos autores 'es presentar como uno de los
elementos constitutivos y una de las características del gobierno representativo
aquello que, entre las instituciones actualmente en vigor, debe considerarse, por el
contrario, como atentatorio a esta clase de gobierno.
En el puro sistema representativo, tal como se concibió en 1789-1791, la
elección no era sino un acto de nombramiento del representante. En dicha época,
la Constituyente, al separar rigurosamente el derecho de elegir del derecho de
deliberar, se esforzó por excluir toda intromisión de los colegios electorales en los
asuntos que debía debatir la Asamblea legislativa. La potestad legislativa, en
particular, sólo empezaba a existir en el cuerpo legislativo ya constituido y reunido
(ver p. 963, supra). El cuerpo de los ciudadanos-electores, pues, en modo alguno
formaba parte del órgano legislativo, sino que estaba encargado simplemente de
designar a los legisladores. Sólo tenía una mera competencia electoral y no
participaba en grado alguno en la potestad de tomar decisiones, legislativas o de
otra clase, por cuenta de la nación. Más aún, el objeto mismo del régimen
representativo era —como se vio anteriormente (no. 361) y como lo declararon
formalmente sus fundadores— mantener a los ciudadanos apartados de la
formación de la voluntad soberana.
En este concepto originario, es evidente, pues, que el cuerpo electoral no
era un órgano de decisión. Todo lo más, tal vez podría verse en él un "órgano de
creación", o sea un órgano llamado a originar las autoridades representativas.
Pero esta última calificación tampoco sería entera mente exacta, pues suscita dos
objeciones. En primer lugar, se observó va (pp. 1014 s.) que la elección no es,
propiamente hablando, un acto de Creación del órgano, como tampoco crea la
función o los poderes que ésta entraña. La Constitución misma, y ella sola, es la
que crea o instituye al órgano, al determinar, ya sea su modo de nombramiento, ya
sus poderes; y lo que dicha Constitución reserva al cuerpo electoral es únicamente
la designación de los individuos que habrán de desempeñar la función orgánica y
llegarán a ser sucesivamente los titulares del poder de órgano. No puede decirse,
pues, que el cuerpo electoral desempeñe en realidad un papel creador; el
verdadero nombre que debería dársele, a este respecto, es el de órgano de
nombramiento más bien que de creación. Pero entonces surge una segunda
objeción. Si el cuerpo electoral no tiene otro oficio que el de nombrar a los órganos
representativos, se hace imposible con
1102

siderarlo como un órgano, en el sentido absoluto de esta palabra. Poco importa


que este poder de nombramiento permita a los electores ejercer elecciones de
personas que podrán influir más o menos sensiblemente sobre las decisiones que
habrán de tomar después los cuerpos electos. Esta influencia sólo es indirecta y
no tiene más que una importancia secundaria. El punto principal que debe
observarse es que, en principio, y según la Constitución, al cuerpo electoral no se
le permite ejercer una voluntad propia con referencia a las decisiones que deban
tomarse, sino solamente designar a aquellos que habrán de tomar esas
decisiones. En estas condiciones, no es un órgano estatal. La razón precisa de
ello es que, en este sistema constitucional, la presencia de un cuerpo electoral
dentro del Estado no es suficiente para fundar enteramente su organización, su
potestad de querer, en una palabra, su personalidad (ver no. 2, supra).2 El Estado
que posee un cuerpo electoral no tiene aún su órgano de voluntad, y sólo
empezará a tenerlo cuando posea, por encima de sus electores, un cuerpo de
elegidos capaz de decidir; hasta entonces el Estado no está dotado de una
voluntad completa; su personalidad no se encuentra aún plenamente realizada.3
Esto es lo que habían comprendido perfectamente

2
Ver, en el mismo sentido, lo que dice Hauriou del cuerpo electoral, Précis 6ª d., p. 62 n.: " E l cuerpo
electoral de una circunscripción no es un órgano propio de la personalidad jurídica de ésta, sino únicamente
un cuerpo intermedio destinado a constituir sus órganos. En realidad, este cuerpo intermedio, que nunca se
supo con certeza en qué categoría había de colocarse, es el elemento institucional al que hemos llamado el
país legal." Hauriou tiene razón al no tratar al cuerpo electoral como un órgano propiamente dicho. Pero,
por otra parte, según los párrafos próximos al que acabamos de citar, este autor parece considerar al cuerpo
electoral como algo exterior a la persona estatal. Esta última idea no sería exacta. Indudablemente, el
cuerpo electoral no es un elemento directo de la personalidad del Estado en el régimen representativo, en el
sentido de que no concurre a perfeccionarla; pero al menos es uno de los elementos que concurren a
preparar su formación. Y además, los nombramientos hechos por el cuerpo electoral adquieren
jurídicamente valor por el hecho de que la Constitución los trata como actos de voluntad de la persona
Estado.
3
No es posible adoptar la opinión de Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. I I , p. 289), que pretende que, en el
intervalo entre dos legislaturas y especialmente en el caso de disolución, el pueblo aún se encuentra
organizado; pues en defecto de su órgano secundario, la asamblea de diputados, el pueblo conserva
siempre su órgano primario, el cuerpo electoral, que se encuentra continuamente preparado para
funcionar. Lo mismo para el pueblo que para el Estado, el cuerpo electoral no realiza una organización
completa. Indudablemente, el Estado sigue siendo una personalidad jurídica organizada, incluso mientras la
asamblea de los diputados se encuentra en estado de disolución. Pero esto no se debe al hecho de que el
Estado posea en todo tiempo un órgano efectivo, permanente y completo en el cuerpo electoral; proviene
de cinco desde antes del nombramiento de la asamblea electiva, el Estado posee, en virtud de la
Constitución vigente, una organización virtual, todos los elementos generadores de la cual se encuentran
constituidos desde luego y subsisten igualmente en el intervalo de las legislaturas. el cuerpo electoral es uno
de esos elementos, y a este respecto puede decirse que es uno de los factores de la personalidad estatal.
Pero, obsérvese bien, concurre en la formación de esta persona no va en cuanto es por sí mismo un órgano
de voluntad o de decisión del Estado, sino únicamente por cuanto depende de él nombrar los miembros de
la asamblea a elegir. Solamente ésta, en definitiva, es el elemento constitutivo, directo y efectivo, de la
organización y de la personalidad estatales. Así ocurre, al menos, en el puro régimen representativo.
1103

los fundadores del régimen representativo. La Constitución de 1791 se guardó


muy bien de hacer figurar al cuerpo electoral en la enumeración que daba de los
representantes. En el concepto admitido en esa época, el nombre de
"representante" —que tenía un significado equivalente al que se le da ahora al
nombre de órgano— sólo se aplicaba a las personas o cuerpos 'que quieren por la
nación. Ahora bien, los electores no hacían entonces sino elegir a los diputados
que habían de querer por la nación; así pues, el cuerpo electoral no era
representante ni órgano.
409. Tales fueron los comienzos del gobierno representativo. Pero hoy,
teniendo en cuenta las transformaciones que ha sufrido entre tanto esta forma de
gobierno, hay que reconocer que el régimen electoral ha adquirido un nuevo y muy
diferente significado. Está constituido, actualmente, por el poder que tiene el
cuerpo electoral de contribuir efectivamente a la formación de la voluntad del
Estado, y esto en la medida en que el gobierno representativo ha evolucionado
hacia el gobierno directo, o sea en la medida en que el sistema actual del derecho
público francés implica la conformidad de la voluntad de los elegidos con la del
cuerpo de electores.
Evidentemente, no se ha convertido el cuerpo electoral, propiamente
hablando, en un órgano de decisión, puesto que no ha adquirido más competencia
que la de elegir. Bajo este aspecto, puede decirse que la Constitución francesa se
atiene aún a las prácticas representativas. Pero así como el puro régimen
representativo de 1791 excluía originariamente toda subordinación de los elegidos
a los electores, este régimen se encuentra alterado hoy por la introducción de
nuevas instituciones, entre las cuales figura en primera línea la disolución y que,
como se vio anteriormente (no. 398), sólo pueden explicarse en realidad por la
idea de cierta dependencia, de cierta concordancia necesaria entre la voluntad del
cuerpo electo de los diputados y la del cuerpo electoral. Por ello, la institución de
la disolución —cualesquiera que sean los obstáculos que haya podido hallar su
ejercicio, de hecho, desde 1875— basta para demostrar que, en principio, la
Constitución actual quiso reconocer a los electores el poder de disponer de una
voluntad distinta y especial respecto a las cuestiones que se deliberan en las
Cámaras y sobre las que ella incluso les ha reservado la posibilidad efectiva de
dar a conocer a veces su voluntad y de hacerla prevalecer. De ahí que los
electores aparezcan como constituyendo en su conjunto, y junto a las Cámaras,
un órgano colegiado de constitución
1104

de la voluntad estatal, como un segundo órgano destinado a querer por el Estado.


Más bien, la formula exacta a la que conviene atenerse es la siguiente: el
cuerpo electoral y las Cámaras forman juntos un órgano único —y por
consiguiente complejo— en el sentido de que la voluntad del Parlamento es
considerada por la Constitución como debiendo conformarse con la del cuerpo de
los ciudadanos, supuesta o manifiesta (al menos por la vía electoral).4 En este
sentido es cierto afirmar con Jellinek (Allg. Staats-
4
Esta fórmula recuerda en cierto modo la idea de Gierke, anteriormente citada (ver p. 993), de que el
cuerpo de los diputados, como órgano, expresa una voluntad que va está contenida en el pueblo y que sólo
pretende manifestarse al exterior. Sin embargo, ambos conceptos, el de Gierke y el antes indicado, no son
idénticos. Según Gierke, sólo el cuerpo de los diputados es órgano. Según la fórmula propuesta
anteriormente, el cuerpo electoral y el cuerpo de los elegidos concurren, entre los dos, a formar un órgano
complejo. La idea que sirve de base a esta proposición, y que por otra parte se deduce del sistema "semi-
representativo" del derecho positivo actual, es que, en el conjunto de los colegios electorales, hay ciertos
comienzos de voluntad relativos a los asuntos del Estado, voluntades que, indudablemente, sólo se refieren
a cuestiones especialmente importantes, que siguen siendo también algo vagas en el mentido de que sólo se
manifiestan a veces bajo la forma de tendencias y que no se extienden hasta la reglamentación de los
puntos de detalle, pero voluntades que, sin embargo, en esta medida, se afirman en el momento de las
elecciones y que el régimen semi-representativo quiere precisamente que se tengan en cuenta. El objeto de
las asambleas electas es entonces extraer, de estas manifestaciones o indicaciones proporcionadas por las
elecciones, una voluntad completa y definitiva, que será la resultante o el desarrollo de la del cuerpo
electoral y que, en lodo caso, no podrá ser contraria a ésta. Existe, pues, un órgano complejo, en el sentido y
a causa de que la concentración del cuerpo electoral traza a los elegidos la línea directriz que habrán de
seguir para tomar sus decisiones superiores. En apoyo de este análisis es innecesario observar que el cuerpo
electoral da a conocer ya su voluntad, o por lo menos sus sentimientos, en el momento de la elección, por la
selección que hace de sus elegidos. En efecto, escoge a los hombres de los que puede esperar una política
conforme a sus propios puntos de vista, y esta política se resiente forzosamente de las selecciones así
realizadas. Hay aquí no solamente una indicación de votación popular, sino que puede decirse que, en la
medida de esta influencia popular, el cuerpo de electores ejerce realmente un principio de participación en
la formación de la voluntad nacional. La periodicidad de las elecciones, al renovarse en épocas relativamente
cercanas, aparece también como una institución que tiene por objeto proporcionar a los ciudadanos un
medio normal y preconcebido de pronunciar a Fecha fija la confirmación o la revocación de sus elegidos; y
de aquí se deduce entonces una nueva ocasión para el cuerpo electoral de influir periódicamente sobre la
política en curso. Por último, la influencia de los electores con respecto a sus diputados no sólo se ofrece de
una manera intermitente, sino que no se agota después de cada una de las elecciones sucesivas,
manteniéndose de una manera continua y permanente, ante el hecho de que el elegido, si aspira a obtener
su reelección, durante la legislatura no podrá hacer abstracción del sentimiento de sus electores y habrá de
evitar ponerse en desacuerdo con ellos. Esta última obligación del cuerpo de los diputados hallaría al menos
su sanción en la institución de la disolución. En estos diversos aspectos parece evidente que el derecho
público actual confiere al cuerpo electoral un conjunto de medios que habilitan a la masa para ejercer una
acción apreciante sobre las decisiones mismas que habrán de tomar sus elegidos. Seguramente es imposible
de terminar con precisión en qué medida electores y elegidos llegarán a influirse recíprocamente, así como
la aprobación en que unos y otros contribuyen directamente a la formación de la voluntad nacional. Sin
hablar de ciertas instituciones que son a propósito para fortificar el ascendiente de los electores sobre los
elegidos, y tal es el caso de la representación proporcional, se observa que la parte de potestad del cuerpo
electoral y de la asamblea elegida es susceptible de variación según las circunstancias, o también según el
grado de habilidad política de los elegidos. Pero entre estas variaciones subsiste como punto esencial que
los elegidos ya no son dueños por sí solos de las decisiones a tomar; fuera de ellos existe en el país una
voluntad que es independiente de la suya y que no pueden dejar de tener en cuenta. Estas dos voluntades
separadas son las que concurren, como resultante final, a engendrar la voluntad nacional o estatal misma.
En esto, los elegidos por una parte y el cuerpo electoral por otra, constituyen en conjunto un órgano
1105

lehre, 3ª ed., p. 583) que el cuerpo de ciudadanos y el Parlamento concurren para


formar jurídicamente una unidad orgánica.5 Sólo que Jellinek pretende ver en este
estado de cosas una consecuencia esencial del régimen representativo, y
entonces no es posible seguirlo. Si la participación del pueblo en la formación de
la voluntad estatal, después de haber consistido primeramente en un simple
derecho de nombramiento de los diputados, se transformó después en un poder
de influir en las decisiones por tomar.

complejo. Podrá observarse, por lo demás, que esta especie de reparto o equilibrio que se establece entre el
cuerpo electoral y el cuerpo de los elegidos se armoniza con el espíritu del sistema de la soberanía nacional,
según el cual (cf. n. 2, p. 889, supra) el ejercicio de la potestad soberana no puede localizarse de un modo
exclusivo y absoluto en el pueblo ni en las asambleas electivas.
5
Puede decirse, a este propósito, que el derecho público contemporáneo se ha desarrollado en un sentido
diametralmente opuesto al que señaló Montesquieu en el capítulo De la Constituían d'Angleterre.
Montesquieu no pensaba más que en separar las funciones y las autoridad es ; sólo distinguía las funciones
para poder oponer mejor a las autoridades entre sí. Salvo en lo que se refiere a la función de juzgar y a las
autoridades jurisdiccionales, el derecho público actual, por el contrario, tiende a aproximar a las autoridades
en el ejercicio de tareas comunes y a coordinarlas con el fin de lograr su unión. ¿Podría ser de otro modo, sí
el Estado moderno debe su existencia, ante todo, a las necesidades que han obligado a los pueblos a
someterse a un régimen de unidad? A esta tendencia antiseparatista responde el parlamentarismo, aunque,
.i decir verdad, el medio por el cual el parlamentarismo trata de buscar la unión entre el Gobierno y las
Cámaras consiste en subordinar una de estas dos autoridades a la otra antes que criarlas de manera que se
conviertan en un órgano complejo. Se encuentra un ejemplo bien claro de órgano complejo en las
monarquías en que la confección de la ley depende a la vez de la adopción por el Parlamento y de la sanción
por el monarca: la tendencia unitaria del derecho público actual se manifiesta aquí con una fuerza
considerable, ya que en este caso la organización legislativa se obtiene, de un modo complejo, mediante el
acoplamiento de dos autoridades que concurren a formar, entre las dos, un órgano estatal. El régimen
representativo realiza boy un fenómeno análogo: la formación de la voluntad nacional depende en él
concurrentemente del Parlamento y del cuerpo electoral; las relaciones entre ambos órganos, en verdad,
quedan reguladas de tal forma que las decisiones del Parlamento se desarrollan en un sentido conforme con
las indicaciones que trazan las consultas electorales. Es superfluo añadir que el sistema del órgano francés,
cu cuanto hace depender la voluntad estatal del consentimiento de dos autoridades distintas, tiene por
resultado moderar la potestad de cada una de ellas, pero la operación ya no queda asegurada aquí por
medios Separatistas, sino que, por el contrario, se obtiene fusionando dos órganos en uno solo (cf. pp. 764,
801-802, supra).
1106

éste no es el desarrollo normal del régimen representativo, sino, por el contrario,


efecto de una evolución que tiende a transformar este régimen en un sistema de
democracia directa o, por lo menos, a introducir en él instituciones y tendencias
tomadas de esta última.
410. El significado particular que así tomaron en Francia las consultas al
cuerpo electoral concede una importancia muy especial a la cuestión de saber
cuál es, en el conjunto del cuerpo, la posición jurídica que se le asigna a sus
miembros individuales y cuál es el papel que cada uno ha de desempeñar en ella.
En otros términos, se trata de averiguar en quién reside actualmente la potestad
de elegir con las consecuencias que acaban de serle atribuidas, y cuál es,
propiamente hablando, el órgano electoral: ¿será el cuerpo entero de los
ciudadanos activos considerado en su masa colectiva y actuando como asamblea
colegiada o, por el contrario, estará individualizada la potestad electoral en los
electores mismos, de tal modo que cada uno de ellos deba considerarse como
teniendo un poder de órgano y constituyendo, por sí solo, un órgano de Estado?
Un primer punto parece ser cierto: la condición de órgano debe serle
negada a los colegios múltiples entre los cuales se halla dividido el cuerpo
electoral. Bien es verdad que, de hecho, los diputados son los elegidos de estos
colegios particulares; son circunscripciones parciales, secciones locales, las que
realizan efectivamente cada elección. Pero, así, las circunscripciones electorales
no realizan obra de decisión o de voluntad propia. Su situación, en este respecto,
es muy diferente de la de los grupos electorales del antiguo régimen. Así como
éstos, cada uno por su cuenta, poseían un derecho propio de representación y,
por consiguiente, tenían también, con mayor razón, una potestad de elección
propia, las circunscripciones actuales sólo proceden a cada elección particular en
calidad de fracciones o subdivisiones de un cuerpo electoral único, que se
compone de la totalidad uniforme de los ciudadanos activos y que es —por lo
menos en este sentido— indivisible. El seccionamiento de este cuerpo en colegios
múltiples de ningún modo se funda en el hecho de que la Constitución, en
principio, hubiese pretendido erigir cada uno de estos colegios en un órgano
especial encargado de ejercer respectiva y separadamente la potestad electoral,
sino que dicho seccionamiento proviene exclusivamente de la imposibilidad
material de reunir a todos los ciudadanos en un colegio único. Este es un punto
que, desde él principio, fué claramente afirmado por los fundadores
revolucionarios del derecho público francés. "Existe una base primera indiscutible
—decía Thouret, en la sesión del 11 de agosto de 1791— y es que, cuando un
pueblo no se reúne para elegir y es obligado a elegir por secciones, cada una de
estas secciones, incluso eligiendo inmediatamente, no elige por sí misma, sino
que elige por la
1107

nación entera" (Archives parlementaires, 1ª serie, vol. XXIX, p. 356). Y Barnave


decía igualmente, en relación con la elección de los jueces: " La nación no hará
otra cosa sino comunicar a secciones el poder que tiene de elegir a los jueces; no
hará sino lo que hizo al dar a sus secciones el derecho de nombrar diputados para
todo el reino" (6 de mayo de 1790, Archives parlementaires, vol. XV, p. 409).
Las ideas expresadas por Thouret y Barnave hallan su consagración en el
principio que formuló la Constitución de 1791 (tít. n. I, art. 1º): "La soberanía es
una... Ninguna sección del pueblo puede atribuirse su ejercicio." La Constitución
de 1793 (Declaración de derechos, art. 26) daba una fórmula más precisa aún:
"Ninguna porción del pueblo puede ejercer la potestad del pueblo entero." De
estos textos se desprende que, incluso desde el punto de vista de su ejercicio, el
derecho a elegir no tiene por titular a la circunscripción electoral, de modo que
ésta no puede considerarse en ningún sentido como el órgano electoral del Estado
(cf. n° 356, supra). Tal es aún, actualmente, el co ncepto al que se adhieren todos
los autores. "Nunca se ha propuesto en serio —dice Esmein (Éléments, 7ª ed., vol.
i, p. 3 1 0 )— transformar a la nación en un solo colegio electoral que eligiera a
todos los diputados. Se tropezaría con obstáculos infranqueables. Es forzoso,
pues, dividir al cuerpo electoral en gran número de colegios particulares... Pero, al
proceder a estas elecciones separadas, cada colegio particular no actúa en virtud
de un derecho propio ni realiza en su propio nombre un acto de soberanía."
Saripolos (op. cit., vol. II, pp. 93-94, 129) dice asimismo: " E l elector es quien
actúa en nombre de la nación, y no el supuesto grupo o colegio electoral de una
circunscripción. La circunscripción no existe en derecho público puro; no es más
que una medida administrativa." Y también: "El cuerpo legislativo es una
verdadera colectividad, un órgano en el sentido orgánico de la palabra. La
circunscripción electoral no es un ser colectivo, no constituye un órgano Colectivo
del Estado, encargado de elegir a uno o más miembros del órgano legislativo... No
es sino una simple división administrativa." El mismo Duguit, que insiste mucho
sobre la observación de que, "de hecho, lazos particularmente estrechos unen a
los diputados con sus circunscripciones", se ve obligado, por otra parte, a
reconocer que "en derecho, las circunscripciones electorales no son nada" (Traite,
vol. I, p. 3 4 1 ; cf. n. 11, p. 925, supra).
411. Descartada así la circunscripción electoral, sólo quedan en presencia,
por una parte, el cuerpo electoral considerado en su integridad, y por otra, el
elector considerado individualmente. ¿Cuál de los dos es propia y verdaderamente
el órgano del Estado? ¿Reside la potestad constitucional de elegir en la
colectividad o en cada uno de los ciudadanos? ¿Con
1108

qué carácter participan éstos en la elección? El interés que entrañan estas


cuestiones es considerable; se trata nada menos que de determinar si las
elecciones deben realizarse según el sistema mayoritario o según el régimen
proporcional. Según considere la Constitución al derecho de sufragio como a una
potestad colectiva o pretenda, por el contrario, hacer de él un poder individual,
reservará a la colectividad misma de los electores, es decir, de hecho y
forzosamente, a la mayoría la facultad jurídica de crear elegidos, o
recíprocamente, habrá de asegurar a cada elector la posibilidad y hasta la
certidumbre de poseer en la asamblea electiva un diputado a cuyo nombramiento
haya contribuido efectivamente. No cabe sorprenderse, pues, de la importancia
que en la literatura contemporánea ha adquirido el debate relativo a la naturaleza y
a la consistencia del órgano electoral (Tecklenburg, Die Entwicklung des W
ahXrechts in Frankreich seit 1789, ver especialmente pp. 218 ss.). En la literatura
francesa, a Saripolos (op. cit., ver particularmente vol. n, pp. 113 ss.) corresponde
sobre todo el mérito de haber formulado claramente el problema y de haber
demostrado su gran alcance.
Antes de abordar este problema conviene, sin embargo, fijarse en otra
cuestión, que es más antigua y cuyo interés puede parecer disminuido hoy, por lo
mucho que ha sido discutida, pero que no por ello deja de ser fundamental, y a la
cual los tratados actuales de derecho público continúan consagrando amplio
desarrollo, por más que se halle un poco relegada al segundo plano a causa de la
creciente importancia del debate establecido sobre la elección proporcional o
mayoritaria. Esta cuestión iniciales la del fundamento y la naturaleza del poder
electoral que ejercen los ciudadanos. La forma clásica mediante la que se formula
tradicionalmente por los autores es la siguiente: ¿El derecho de elección es un
derecho o una función? (ver por ejemplo: Esmein, Éléments, G? ed., vol. i, pp. 354
ss.; Duguit, Traite, vol. I, pp. 313 ss.).
Formulada así, esta cuestión puede tomarse en dos sentidos muy
diferentes, pues bajo su aparente unidad es en realidad doble: Io ¿El derecho de
elección es un derecho primitivo, innato en la persona de los ciudadanos y por
consiguiente anterior a toda ley positiva o, por el contrario , una función estatal,
conferida por la Constitución? ¿Se vota como hombre y en virtud de una vocación
inherente a la personalidad humana, o, por lo menos, como ciudadano y en virtud
de derechos esencialmente inherentes a la civitas?;6 o, por el contrario, ¿se vota
como elector llamado por la ley constitucional? En otros términos, ¿poseen todos
los miembros de la nación, por esta sola cualidad y desde antes de toda
reglamentación

6
Sobre la distinción que puede establecerse entre los derechos del hombre y los del ciudadano,
especialmente en la presente materia, ver Duguit, L'État, vol. II, pp. 83-84.
1109

cuestión del fundamento del derecho de sufragio, y es además —según los


términos mismos en que acabamos de ver que la formulan los autores— una
cuestión de "derecho natural". 2o Pero existe, en esta materia, otra cuestión,
verdaderamente jurídica ésta, o sea que supone un orden jurídico preestablecido.
Se formula de este modo: ya que la Constitución, de hecho, concedió al ciudadano
el derecho de elección, ¿resulta de ello, para dicho elector, un derecho subjetivo o
simplemente una función de potestad pública? Esta vez se trata de determinar la
naturaleza del poder electoral. Y de ahí que esta segunda cuestión suponga
también la de saber cuál es precisamente la extensión o el contenido de dicha
potestad. ¿Qué debe entenderse exactamente por derecho de elección? ¿Se trata
—como parece indicarlo la palabra— de un poder de elegir o únicamente de una
facultad de voto y de sufragio? Hay que distinguir rigurosamente entre estas dos
cosas: la una implicaría que todo "elector" es llamado necesaria y personalmente
a constituir un elegido; la otra significa que, con su nombre de elector, el
ciudadano activo- se l i m i t a a participar en las operaciones electorales, es decir,
en la votación de la que habrán de salir los elegidos, pero sin que esta facultad de
votación le proporcione la seguridad de que, entre esos elegidos, se hallará uno
de los candidatos votados por él. Tales son los problemas que suscita el régimen
electoral. Conviene examinarlos separadamente.

§ 2. EL DERECHO ELECTORAL COMO FUNCIÓN

472. Es conocida la contestación radical que dio Rousseau a la cuestión del


fundamento del derecho de sufragio. Deriva directa y necesariamente de los
principios mismos que establece el autor del Contrato social acerca de la
naturaleza del Estado y de la soberanía. En efecto, parte Rousseau de la idea de
que el Estado no es sino la suma numérica de los individuos que lo componen; por
consiguiente, la soberanía estatal sólo se compone de las soberanías individuales
de los ciudadanos, como lo dice expresamente el Contrato social (lib. III, cap. I) :
"Supongamos que el Estado se componga de diez m i l ciudadanos... Cada
miembro del Estado, por su lado, tiene la diezmilésima parte de la autoridad
soberana." Así, si la soberanía es individual, es decir, si se contiene en cada uno
de los individuos que componen el pueblo, resulta que todo ciudadano debe
considerarse como teniendo el derecho absoluto de ejercer, en forma de voto, su
parte v i r i l de poder soberano. Por idénticas razones, Rousseau sostiene que la
voluntad general, con la cual, según su doctrina, se confunde la soberanía, tiene
su consistencia en las voluntades individuales y
1110

sólo puede obtenerse por la numeración o adición de estas últimas. También


desde este punto de vista es indispensable que cada ciudadano, expresando su
voluntad particular por medio de su voto, concurra a la formación de la voluntad
general. Finalmente, del hecho de que Rousseau considere a los miembros
individuales de la nación como el origen y los autores de todos los poderes
públicos, resulta que los titulares de estos poderes deberán haber recibido su
delegación de la totalidad de los ciudadanos, lo que implica de nuevo el sufragio
universal directo e igual. La conclusión que se deduce de todos estos
razonamientos es que el derecho de sufragio, para todos los ciudadanos
indistintamente, es un derecho, un derecho natural, inherente a la cualidad de
miembro del Estado y anterior a cualquier Constitución estatal, un derecho que
tiene su fundamento en la misma definición de la soberanía, un derecho en fin
cuyo goce no puede quedar subordinado a ninguna condición restrictiva de
cualquier naturaleza que ésta sea. Esto es, por lo demás, lo que el mismo
Rousseau tiene buen cuidado de declarar: " El derecho de votar, dice, es un
derecho que nada puede quitar a los ciudadanos" (op. cit., lib. IV, cap. I).1
La teoría que funda el derecho de elección en un concepto de soberanía
individual ha sido sostenida con frecuencia en el transcurso de la Revolución. En
1789, muchos hombres políticos consideraban el derecho a elegir como un
derecho original, innato en la persona del ciudadano. Como lo observa Gneist
(Rechtsstaat, 2r ed., p. 163), esta forma de tratar al derecho de sufragio se explica
tanto mejor, en dicha época, cuanto que hasta entonces la masa del pueblo había
permanecido excluida de toda participación en la potestad del Estado, quedando
reservada ésta a unos cuantos privilegiados, que obtenían su privilegio
precisamente de su nacimieno. Era natural oponer a estos privilegios de
nacimiento los derechos que todo hombre adquiere, al nacer, por el solo hecho de
ser ciudadano.2 En virtud de estas ideas, decía Pétion ante la Constituyente, en la
sesión de 5 de septiembre de 1789: "Todos los individuos que componen la
asociación tienen el derecho inalienable y sagrado de concurrir a la formación de
la ley... Nadie puede ser privado de este derecho bajo ningún pretexto." Y este
orador decía también en el mismo sentido: " La representación es un derecho
individual, he ahí el principio indiscutible" (Archives parlementaires, 1ª serie, vol.
VIH, p. 582; vol. IX, p. 722; vol. X, p. 77) . En la sesión del 22 de octubre de 1789,
refiriéndose Robespierre

1
Montesquieu dice por su parte: "Todos los ciudadanos, en los diversos distritos, deben tener el derecho de
dar su voto por el representante"; sólo exceptúa a aquellos que "se encuentran en tal estado de bajeza que
se supone no tienen voluntad propia" (Esprit des lois. lib. XI, cap. VI ) .
2
Declaración de derechos del hombre y el ciudadano de 1789, art. 1°: "Los hombres nacen y viven libres e
iguales en derechos."
1111

a la Declaración de derechos, que había formulado el principio (art. 6) de que


todos los ciudadanos tienen igual derecho a participar en la formación de la ley por
sí mismos o por sus representantes, sostenía asimismo que, según la
Constitución, " l a soberanía reside en el pueblo, en todos los individuos del
pueblo"; y deducía de ello la conclusión de que "todos los ciudadanos,
quienesquiera que fuesen, tienen derecho a aspirar a todos los grados de
representación", lo que implicaba también que cada uno de ellos es elector por
derecho (Archives parlementaires, 1ª serie, vol. IX, p. 479) . Ante la Convención,
Condorcet, relator del primer comité de Constitución, oponía entre sí estos dos
conceptos: uno que se refiere " al ejercicio de los derechos políticos como una
especie de función pública" y el otro según el cual "los derechos políticos deben
pertenecer a todos los individuos con entera igualdad". "El segundo ^ d e c í a
Condorcet— nos parece más conforme a la razón y a la justicia" y calificaba este
derecho individual como "derecho natural" (sesión del 23 de febrero de 1793;
Moniteur, reimpresión, vol. xv, pp. 466 ss.). En el año III, Boissy d'Anglas sostenía
también la misma tesis en su dictamen sobre el proyecto de Constitución: "No
creemos posible restringir el derecho de ciudadanos... La sociedad se compone de
miembros que son todos iguales; a ninguno se puede expulsar de su seno" (sesión
del 23 de junio de 1795, Moniteur, reimpresión, vol. XXVI, pp. 81 ss.).
Después de la Revolución, estas ideas, tomadas de las teorías de
Rousseau, han sido reproducidas a menudo en Francia. Han tenido su expresión
muy clara, especialmente en una de las proclamas dirigidas al pueblo francés por
el gobierno provisional de 1848: "Todo francés en edad viril es ciudadano político.
Todo ciudadano es elector. Todo elector es soberano. El derecho es igual y
absoluto para todos" (16 de marzo de 1848). Todavía hoy, algunos autores
(citados por Saripolos, op. cit., vol. II, p. 8, n.) continúan fundando el derecho
electoral del ciudadano en el principio de que "la soberanía reside en cada uno de
los individuos que componen el pueblo".
413. Se puede afirmar, no obstante, que la teoría que basa el derecho de
sufragio en un derecho de soberanía individual está en la actualidad
definitivamente excluida de la ciencia del derecho público. Suscita dos objeciones
principales: En primer lugar, la idea de una soberanía individual del ciudadano es
inconciliable con la realidad positiva, que exige que la voluntad de la minoría se
sometía a la voluntad de la mayoría y sea jurídicamente ineficaz con respecto a
esta última. Este es un punto que ha sido terminantemente establecido por Esmein
especialmente (Eléments, 7ª ed., vol. I, p. 356) y también por Duguil (L'Etat, vol. n,
pp. 85-86). Observan estos
1112

autores que el ciudadano no puede ser a la vez soberano y estar sometido a la


voluntad de otros ciudadanos, aunque éstos estuviesen en mayoría. Estas dos
proposiciones son, pues, antinómicas.3 Saripolos, que hace notar esta
contradicción, añade con razón (loe. cit., pp. 11 ss.) que "la soberanía supone
siempre un solo titular, una sola voluntad", es decir, una voluntad superior a las
voluntades individuales. La idea de una soberanía individual e igual de todos los
miembros del Estado es un contrasentido jurídico.
El mismo Rousseau se dio cuenta perfectamente de este vicio de su
sistema. Se ha visto anteriormente (núms. 321 y 323) por medio de qué esfuerzos
de razonamiento trata de conciliar estos dos términos contrarios: la soberanía del
ciudadano y su subordinación a la mayoría. Según Rousseau, el objeto de las
consultas populares es establecer la "voluntad general". El procedimiento de
determinación de esta voluntad consiste en un cálculo de mayoría de votos. Pero
recurrir a este cálculo no significa que existan dos voluntades diferentes, de las
cuales una de ellas, la de la mayoría, tenga primacía sobre la de los ciudadanos
que quedaron en minoría. El resultado de la operación es hacer aparecer la
voluntad general o voluntad de todos, y si la minoría queda mantenida en jaque,
es únicamente porque se equivocó al estimarse como la voluntad general, sin
serlo. Así pues, no puede quejarse la minoría de que su voluntad no se tenga en
cuenta, pues en la voluntad general está comprendida su propia voluntad, su
voluntad real, sobre la cual dicha minoría únicamente había cometido el error de
equivocarse. Con esto Rousseau cree haber salvaguardado su principio de la
soberanía individual. Pero los esfuerzos que realiza en este sentido son vanos. Un
punto queda inexplicado en su construcción: ¿de dónde le viene a la mayoría la
especial virtud de no equivocarse nunca acerca de la verdadera voluntad general?
En realidad, y por mucha sutileza que emplee Rousseau para sortear esta
objeción, la determinación de esta supuesta voluntad general sólo resulta de la
fuerza del número, y con esta observación todo el valor del razonamiento de
Rousseau se anula, pues, en definitiva, parece evidente que el parecer o más bien
la voluntad de la mayoría tiene primacía sobre la voluntad de los opositores, lo que
excluye la posibilidad de admitir una soberanía propia para cada ciudadano. En el
fondo, y por más que diga Rousseau, la sumisión de la minoría a la mayoría no
puede explicarse más que por

3
Es superfluo hacer observar que esta objeción subsistiría incluso en el caso de que la Constitución
consagrara el sistema de la elección proporcional; pues si, en este sistema, el ciudadano se sustrae al
principio mayoritario en lo que se refiere a la elección de su diputado, vuelve a encontrarse sometido a este
principio en lo que concierne a las decisiones a tomar por la asamblea de los elegidos, decisiones que
quedan determinadas necesariamente por la voluntad de la mayoría.
1113

un solo motivo, a saber, que la soberanía reside en una persona colectiva superior
a los miembros individuales, es decir, en el ser nacional considerado como
indivisible; y tal es, en efecto, la conclusión a que llegan, acerca de la cuestión del
fundamento jurídico del derecho electoral, la mayor parte de los autores
contemporáneos (ver especialmente Duguit, loe. cit.,y Esmein, op. cit., 7- ed., vol.
I, p. 367; cf. n° 326, supra).
En segundo lugar, la doctrina que ve en el derecho de sufragio un derecho
individual de soberanía comete un error fundamental con respecto a la naturaleza
real y a los orígenes de la soberanía. Nadie, en el Estado, puede pretenderse
soberano con anterioridad a la Constitución originaria que fija la organización
estatal. La razón decisiva de ello es que la soberanía sólo se origina por efecto de
esta organización. La soberanía no es un poder innato en los individuos, ni
siquiera en el grupo. Ningún individuo considerado aisladamente tiene, por
derecho, una potestad superior a sus vecinos. El grupo mismo tampoco tiene esta
potestad de un modo primitivo. Una serie de hombres que no poseyeran órganos
regulares provistos de poderes estables, en realidad no tendría soberanía sobre
sus miembros. Se coincide en reconocer que esta colectividad inorgánica no sería
soberana desde el punto de vista internacional; tampoco lo sería desde el punto
de vista interno. La soberanía no es, pues, un derecho inicial, anterior a todo orden
jurídico, sino que, propiamente hablando, es el producto de la organización
estatutaria, que engendra en el seno del grupo una fuerza regular —y en este
sentido, jurídica— de dominación, que no se encontraba en ella con anterioridad;
más exactamente, resulta del hecho de que los miembros múltiples del grupo se
encuentran constituidos orgánicamente y fundidos en una colectividad unificada.
No es posible suponer con Rousseau, pues, que la soberanía pueda originarse
para la nación, considerada en su conjunto, en sus miembros individuales. Muy al
contrario, es la organización del grupo lo que origina, en la colectividad unificada,
una potestad soberana que primeramente no existía en los induviduos. La
soberanía reside en el todo, sin haber residido primero en las partes componentes.
Y si, después, algunos ciudadanos, o incluso la generalidad de ellos, pueden
llamarse soberanos es únicamente en tanto que la potestad colectiva, creada en la
nación por la organización estatutaria, se haya comunicado, en cuanto a su
ejercicio, de la nación a los miembros individuales. Estos sacan de esta misma
organización una potestad que no tendrían sin ella. Por otra parte, el resultado de
esta organización generadora de potestad es que cada miembro quedará
sometido a las decisiones tomadas en nombre de la colectividad por sus órganos
titulados: en esto mismo consiste finalmente la soberanía
1114

del grupo, y por ello se explica también fácilmente la subordinación de la minoría


con respecto a la mayoría.
414. De estas observaciones se desprende que la capacidad electoral de
los ciudadanos no puede provenir de un derecho individual, inherente a su
cualidad de miembros de la nación y anterior a la legislación positiva. Tal concepto
es inconciliable con la noción misma de soberanía. Sólo el Estado, es decir, el ser
colectivo y nacional, es soberano. Los hombres que concurren en el Estado a la
formación de la voluntad soberana, sean quienes fueren, sólo tienen el ejercicio de
la soberanía y sólo en virtud del orden jurídico consagrado por la Constitución
estatal pueden adquirir derechos propiamente dichos a este ejercicio. Tal es
especialmente el caso de los ciudadanos-electores. Si en Francia y en otros
países todos los ciudadanos, sin distinción y por el solo hecho de llenar ciertos
requisitos de edad y domicilio, participan en la potestad de elegir los órganos
estatales, este derecho de participación no puede originarse sino en una
habilitación nacional, pues por la esencia misma del Estado su voluntad no puede
expresarse, ni su actividad y sus poderes ejercerse, más que por las personas
designadas a este efecto y autorizadas por su estatuto orgánico; con anterioridad
a este estatuto, los miembros de la nación no pueden poseer, bajo ninguna forma
ni en ningún grado, un derecho personal al ejercicio de la potestad estatal; ni en
forma electoral, ni en forma de gobierno directo. En este sentido, conviene
observar que si el derecho de elección se basara en un derecho primitivo de
soberanía individual, habría que admitir inevitablemente que los ciudadanos
poseen de igual modo el derecho absoluto de gobernarse por sí, pues las mismas
razones que invocan los discípulos de Rousseau para fundar el derecho popular
de elección implicarían para todos los miembros de la nación el indiscutible poder
de ejercer directa e íntegramente por sí mismos su propia soberanía. Así pues,
cuando se formula el problema del derecho electoral en el terreno de la teoría
general del Estado, hay que reconocer que: 1º Los ciudadanos, como tales, no
pueden tener parte en el ejercicio de la soberanía sino en virtud de la Constitución.
Así, cuando el elector acude a votar, no lo hace como miembro del cuerpo
nacional que por tal motivo tiene un derecho preexistente a la ley del Estado, sino
que vota en virtud de una vocación que desciende de la Constitución, y por
consiguiente en virtud de un título otorgado y derivado. Y en este sentido, el
derecho de sufragio no es un derecho individual, ni tampoco cívico, sino una
función constitucional. 2º Por los mismos motivos, el derecho de elección no es,
para el ciudadano, el ejercicio de un poder propio, sino el ejercicio del poder de la
colectividad. Y también en esto aparece como una función
1115

estatal. El ciudadano, al votar, no actúa por su cuenta particular, como persona


distinta del Estado o anterior al Estado, sino que ejerce una actividad estatal en
nombre y por cuenta del Estado. Así es como, en la democracia directa, el cuerpo
de ciudadanos ejerce su potestad estatutaria como órgano supremo del Estado,
no constituyendo más que una sola y misma persona con este último (ver sin
embargo n. 19, p. 903, supra). Igualmente, en la democracia llamada
representativa —suponiendo que el régimen electoral se conciba como un medio
de hacer depender la voluntad de los elegidos de la del cuerpo electoral— no debe
considerarse por ello a éste como dotado con respecto al Estado de una
personalidad o soberanía especiales, sino como formando un órgano estatutario
de la persona Estado, por la cual tiene el encargo de querer de una manera inicial.
3º Finalmente, del hecho de que el elector no tiene poder propio, sino únicamente
una competencia constitucional, resulta que sólo puede ejercer esta competencia
dentro de los límites y bajo las condiciones que la misma constitución ha
determinado. A este respecto se puede invocar, en apoyo de la teoría sostenida
anteriormente, la consideración de que, incluso en los países de sufragio universal
o de democracia directa, la soberanía no se reduce a la voluntad bruta de los
ciudadanos. Para probarlo bastará observar que, incluso si se supusiera
teóricamente un acuerdo unánime de lodos los ciudadanos respecto de un punto
determinado, este acuerdo no formaría jurídicamente una voluntad estatal si no se
ha realizado y manifestado en las formas y condiciones previstas por la
Constitución. Así pues, la voluntad de los miembros de la nación sólo es operante,
como voluntad de órgano, en cuanto se ejerce de conformidad con el orden
jurídico establecido en el Estado.
415. La doctrina que acaba de exponerse en el terreno de los principios
generales del derecho estatal es también la que adoptaron los fundadores
revolucionarios del derecho público francés. La dedujeron del principio mismo de
la soberanía nacional, y aquí se encontrará una nueva ocasión de comprobar cuál
era, en su pensamiento, el alcance de este principio.
Se ha visto anteriormente (pp. 1110 s.) que las ideas de Rousseau relativas
a la participación de los ciudadanos en la soberanía fueron reproducidas y
defendidas en muchas ocasiones por algunos hombres de la Revolución. No
obstante, el concepto que ve en el derecho de elección una consecuencia
necesaria de un derecho natural de soberanía individual no ha prevalecido; los
propósitos de la Constituyente, a este respecto, se fijaron, del modo más claro, en
un sentido formalmente contrario a las teorías del Contrato social. Para
comprender estos propósitos es útil recordar (núms. 354-356, supra) que en esta
materia se produjeron durante
1116

la Revolución, y particularmente en el seno de la Constituyente, dos corrientes de


ideas muy diferentes.
Por una parte, la Constituyente partió de la idea de que la nación, en la que
reside la soberanía, toma su consistencia exclusivamente de los individuos que la
componen. Es una colectividad o una formación de individuos en el doble sentido
de que no entraña más unidad o célula componente que los hombres,
considerados individualmente, que se hallan reunidos en ella, y a la inversa, que
cada uno de estos hombres debe considerarse como siendo indistinta e
igualmente miembros del cuerpo nacional soberano. En este sentido, cada
nacional posee la condición de ciudadano, es decir, participa en la civitas, y cada
uno tiene derecho a que se reconozca en su persona individual esta condición
cívica. Este es un derecho individual y al mismo tiempo común a todos, que deriva
de la naturaleza misma de la nación, tal como la concibieron los constituyentes de
1789-1791, y que constituye — si se quiere— un derecho "natural" .
De este concepto, conforme a las doctrinas de Rousseau, parece deber
resultar entonces que todo nacional, puesto que es ciudadano, tiene también el
derecho de participar individualmente en la actividad soberana de la nación. Pero
aquí interviene la segunda idea establecida en esta época. Si, en efecto, todos los
ciudadanos pueden aspirar indistintamente al título de miembros de la nación
soberana, la Asamblea constituyente, por otra parte, consideró a la nación como
una unidad, como una colectividad unificada de nacionales, y a este ser colectivo,
considerado en su integridad indivisible, es a quien reconoció la condición especial
de soberano. Por consiguiente, sólo la nación, en su conjunto, es soberana; los
ciudadanos, aunque sean miembros constitutivos del cuerpo nacional, dejan de
poseer individualmente la soberanía. La Constituyente se separó en esto de
Rousseau, el cual, partiendo del hecho de que el ciudadano es miembro del
soberano, dedujo que él mismo es soberano. Rousseau confundió, por lo tanto, la
soberanía y la civitas, y del derecho a ser ciudadano dedujo el derecho a votar. La
Constituyente distingue claramente entre ambos derechos, y no admite que el
disfrute del uno entrañe necesariamente la posesión del otro. Todo miembro de la
nación es desde luego ciudadano, pero todo ciudadano no es elector. Tal es el
origen de la célebre distinción entre el ciudadano pasivo y el ciudadano activo.
416. Al establecer esta distinción, la Constitución de 1791 no hizo sino
consagrar las consecuencias de las dos ideas que acabamos de recordar y, al
mismo tiempo, asignó a cada una de ellas la parte que le correspondía, como tan
claramente lo demostró Duguit (L'État, vol. i, pp. 91 ss.; Traite, vol. I, pp. 315-316;
cf. Tecklenburg, op. cit., pp. 145-146). En
1117

primer lugar, la Constitución de 1791 especifica (tít. II, arts. 2 ss.) que todos los
individuos que llenan las condiciones requeridas para ser franceses son al mismo
tiempo, y sólo por esto, "ciudadanos". Según estos textos, las dos cualidades
vanjuntas, y no pueden ni adquirirse ni perderse la una sin la otra. Todo francés
posee, pues, en el orden político, determinado derecho: el derecho de ciudadano.
Este derecho cívico no solamente implica, para cada uno de sus titulares, el igual
disfrute de ciertas facultades eventuales, como, por ejemplo, la admisibilidad a los
empleos públicos en las condiciones fijadas por las leyes, o también —y es
importante observarlo— la admisibilidad igual al derecho de elección en las
condiciones generales impuestas por la Constitución,4 sino que legitima también,
en todo francés, la pretensión de ser, en cuanto ciudadano, reconocido y tratado
como miembro o parte componente de la nación y por consiguiente del soberano.
Este último punto lo expresa formalmente el art. 6 de la Declaración de derechos
colocada al principio de la Constitución de 1791. Después de recordar que la ley,
por definición, es " l a expresión de la voluntad general", dicho texto formula el
principio de que "todos los ciudadanos tienen derecho a concurrir personalmente o
por sus representantes a la formación de la misma". Se ha dicho (Tecklenburg, op.
cit., p. 146) que esta afirmación del art. 6 era difícilmente conciliable con el
régimen de limitación del derecho de elección que adoptó la Constitución de 1791.
Pero conviene contestar con Duguit (loe. cit.) que el pensamiento que apunta en
este texto y cuya manifestación fué intencionalmente mantenida en la Constitución
de 1791, incluso después de las restricciones impuestas al derecho de sufragio,
no está de ningún modo en contradicción con el régimen electoral de dicha época;
el texto significa que, aunque no sea elegida por todos los ciudadanos, la
asamblea que hace las leyes los representa a todos igualmente y sin excepción,
puesto que tiene el encargo de legislar en nombre y por cuenta, o también, según
el lenguaje de la época, por "delegación" de la nación, es decir, de una
colectividad de la cual todos forman parte igualmente e incluso tienen "derecho" a
llamarse miembros. En otros términos, el concepto, muy importante desde luego,
que se encuentra implícitamente contenido en el art. 6, es que todos los
ciudadanos, en principio, participan en la soberanía cuyo sujeto propio es la
nación; y participan en ella en tanto en cuanto la nación

4
En este sentido ver Esmein, Éléments, 7ª ed., vol. i, p. 367: "Del principio mismo de la soberanía nacional
resulta que todos los ciudadanos están naturalmente llamados a ejercer l a función fundamental [el derecho
electoral]; pues restringir su ejercicio deliberadamente, en provecho de una clase particular de ciudadanos,
equivaldría de hecho a concentrar la soberanía en esta clase privilegiada, Pero este ejercicio supone, en el
ciudadano, suficiente capacidad; pues sin ella sería inconciliable con el interés general. En esta medida, por
lo tanto, la ley puede determinar sn s condiciones."
1118

sólo está constituida por ciudadanos iguales entre sí. Indudablemente, al


encontrarse la soberanía de una manera indivisible en el conjunto de la
colectividad nacional, no pertenece personalmente a cada uno de los ciudadanos.
Si éstos pueden llamarse soberanos, es únicamente como partes integrantes e
inseparables del todo. La soberanía no comenzó por formarse en los nacionales
antes de pertenecer a la nación, sino que, muy al contrario, nace en ésta, y de la
nación se comunica a los ciudadanos, en cuanto éstos se encuentran confundidos
y reunidos en ella. En esta medida, al menos, cada francés es parte constitutiva
del soberano. Por consiguiente, aquello que hace la nación al actuar por medio de
sus órganos, debe considerarse como obra de todos los ciudadanos. En este
sentido, y por estas razones, el art. 6 anteriormente citado pudo decir que cada
ciudadano —sea o no elector, sea miembro de la mayoría o de la minoría— está
representado en el acto de la confección de las leyes; está representado en el
acto, no ya en realidad como individualidad distinta y singular, sino como parte
componente del todo indivisible nación. Y esto constituye para todo francés un
derecho propiamente dicho que deriva de su condición de ciudadano (cf. supra,
pp. 234 ss).
417. Pero este derecho de ciudadano no llega necesariamente hasta
asegurar a cada francés una participación efectiva en el ejercicio de la soberanía.
En efecto, si bien todos los ciudadanos concurren igualmente a formar el cuerpo
nacional soberano, éste, una vez constituido, se convierte en sujeto único de la
soberanía, que se encuentra así desprovisto de todo carácter individual y que
hasta no aparece sino por la formación de todos los ciudadanos en este cuerpo
unificado y por la subordinación de los mismos a su voluntad dominadora. En este
sentido es como los constituyentes de 1789-1791 creyeron fundar el principio de la
soberanía nacional: para ellos, ésta era nacional, no sólo en cuanto pertenecía al
conjunto de todos los nacionales sin ningún privilegio particular para ninguno de
ellos, sino también en el sentido de que había de pertenecer a este conjunto de
una manera exclusiva, es decir, con exclusión de toda soberanía individual. En el
sistema de la soberanía nacional, el ciudadano no tiene, pues, ni derecho innato
de soberanía individual, ni tampoco derecho primitivo al ejercicio de la soberanía
nacional (argumentos de la Declaración de derechos de 1789, art. 3', y de la
Constitución de 1791, tít. III , preámbulo, art. 1º). Como única soberana, la nación,
colectividad unificada de los nacionales, ejerce su potestad por medio de aquellos
de sus miembros que ha constituido como órganos, y ningún ciudadano puede
participar en dicho ejercicio sino en virtud de una "delegación" de este género.
Esto ocurre, especialmente, en materia electoral. Sobre este punto, en
1119

particular, las más terminantes declaraciones fueron formuladas ante la


Constituyente, en el transcurso mismo del debate referente al establecimiento del
régimen de censo y del sufragio de dos grados. Para justificar la adopción de este
régimen, Thouret, hablando en nombre del comité de Constitución, decía en la
sesión de 11 de agosto de 1791: "Existe una primera' base indiscutible y es que,
cuando un pueblo está obligado a elegir por secciones, cada una de estas
secciones, incluso eligiendo de modo inmediato, no elige por sí misma, sino que
elige por la nación entera... Entonces, la cualidad de elector se funda en una
comisión pública, de la cual la potestad pública del país tiene derecho a regular la
delegación." Barnave, inspirándose en las mismas ideas, podía a su vez
caracterizar al poder electoral de la manera siguiente: "La cualidad de elector no
es sino una función pública, a la que nadie tiene derecho, y que concede la
sociedad en la forma que su interés se lo prescribe... Como cada uno elige por la
sociedad entera, la sociedad en cuyo nombre y favor se elige tiene esencialmente
el derecho de determinar las condiciones bajo las cuales quiere que se funden las
elecciones que los individuos hacen por ella... La función de elector no es un
derecho" (Archives parlementaires, 1ª serie, vol. XXIV, pp. 356 y 366).
Tal es el punto de vista consagrado por los votos de la Asamblea,5 y ello a
pesar de la insistencia de los autores anteriormente citados (pp. 1110 s.), que
pretendían que el derecho electoral es un derecho absoluto del ciudadano. En
suma, se ve que la Constituyente, colocándose en el terreno de la soberanía
nacional, llegó a conclusiones enteramente acordes con las que se expusieron
anteriormente partiendo de la noción del Estado. Dado el principio de la soberanía
nacional, cualquier poder que se ejerza en el seno de la nación no puede ser otro
sino el poder nacional mismo. Por consiguiente, cuando el ciudadano ejerce el
poder nacional, este poder, en sus manos, debe considerarse como una
dependencia o una emanación del poder mismo de la nación. Así el elector
aparece como un funcionario nacional, como un agente de ejercicio del poder
nacional. Por consiguiente también, la nación es dueña de determinar en su
Constitución las condi-

5
Cf. Redslob, Die Staatstheorien der franzósischen Nationalversammlung von 1789, pp, 133 ss. En 1793
prevaleció un punto de vista diferente. En esta época, el derecho a participar en la potestad estatal en la
medida de las facultades reconocidas por la Constitución al conjunto de los ciudadanos se consideró como
un derecho natural inherente a la cualidad de miembro de la comunidad nacional. Incluso el extranjero, si
reúne ciertas condiciones, puede pretender su admisión en la comunidad y la adquisición de los derechos
que derivan de la misma (Constitución de 24 de junio de 1793, art. 4 ) . Únicamente las "funciones públicas",
que no corresponden a la generalidad de los ciudadanos, se consideran como cargas nacionales y por lo
mismo Implican la idea de "deberes" (Declaración de derechos de 1793, art. 30) con exclusión de la de
derecho individual o cívico.
1120

ciones bajo las cuales concede a sus miembros el poder de elegir por su cuerpo y
en su nombre.
418. Así es como la Constitución de 1791, después de formular el principio
de que todos los franceses son ciudadanos, llegó a distinguir entre ellos una
categoría especial, la de los "ciudadanos activos", es decir, los ciudadanos que
cumplen con las condiciones requeridas para participar en el nombramiento
electivo de los diputados a la Asamblea legislativa (tít. III, cap. I, sección 2, arts. 1
y 2 ). Según estos textos, combinados con los arts. 2 ss., ya citados, del tít. II,
existían, pues, en la nación dos clases de miembros: de una parte, aquellos que
quedaban habilitados por la Constitución para tomar, bajo la forma electoral, parte
efectiva en el ejercicio de la soberanía nacional, y que, por numerosos que sean
de hecho, constituían una categoría particular; y de otra parte, la generalidad de
los ciudadanos, que no teniendo papel político activo, recibieron entonces el
nombre de ciudadanos "pasivos".
Esta expresiva terminología tenía un sentido profundo. Ante todo, implicaba
que todos los nacionales tienen igualmente la cualidad de miembros del soberano;
en este aspecto, todos poseen el derecho de ciudadanos. Pero unos, reducidos a
la civitas, en esta condición están simplemente representados (art. 6 de la
Declaración de derechos)6 en la confección de las leyes y, en general, en el
cumplimiento de los actos de soberanía; y de este modo, jurídicamente, sólo
tienen una situación pasiva. Los otros, provistos además por el estatuto orgánico
de la nación de un poder electoral, desempeñan un papel activo; sin embargo,
ejercen este poder por cuenta de la colectividad compuesta de todos los
ciudadanos, y, en este sentido, puede decirse que son, activamente ahora,
representantes (Esmein, Éléments, 1ª ed., vol. I, p. 3 5 7 ).7

6
Entiéndase bien que la palabra representación no debe considerarse, en este texto, sino bajo las reservas
que se hicieron sobre su exactitud durante el estudio del régimen llamado representativo (ver
especialmente los núms. 371 y 372, supra). El art. 6 significa que la asamblea que hace las leyes para la
nación es en esto el órgano de una colectividad que comprende a todos los nacionales sin excepción.
7
Hauriou, La souveraineté nationale, pp. 13-14, oscurece la distinción entre el ciudadano activo y el
ciudadano pasivo cuando declara que "esta distinción es la de dos estados diferentes en los cuales puede
encontrarse el mismo ciudadano": dice además: " E n realidad, se trata de dos cometidos del mismo
ciudadano". En efecto, pretende que "el ciudadano pasivo es considerado como subdito del Estado y el
ciudadano activo como miembro del gobierno del Estado: se trata del mismo ciudadano en el que alternan
dos cometidos". Presentada así, la distinción de que se trata se reduciría simplemente a la alternativa
indicada por Rousseau: "Con respecto a los asociados, se llaman ciudadanos, por participar en la autoridad
soberana, y subditos, como sometidos a las leyes del Estado" (Contrat social, lib. I, cap. VI). Pero esta
manera de presentar la distinción entre ciudadanos activos y pasivos no está de acuerdo, ni con mucho, con
los propósitos de la Constituyente. Por una parte, esta distinción, en el pensamiento de los primeros
constituyentes, se refería a la separación de dos categorías de ciudadanos dentro de la nación, activos los
unos y pasivos los otros, y no, como dice Hauriou, al hecho de que "en el mismo individuo" la condición de
ciudadano activo vendría "a sobreañadirse a la de ciudadano pasivo". Por otra parte el carácter de subdito
del Estado no es especial al ciudadano pasivo; y, sobre todo, la denominación de ciudadano pasivo de
ningún modo tenía por fin particular, en el concepto de 1789-1791, señalar esta sujeción. Muy al contrario,
estaba destinada, a pesar del empleo de la palabra "pasivo", a señalar que todos los ciudadanos son
igualmente miembros del soberano y entran en la representación. Sólo que entran en ella en forma
diferente: unos sólo participan en la representación nacional de un modo pasivo, ya que no concurren al
nombramiento de los diputados que habrán de hablar en su nombre, es decir, en el de la colectividad global
1121

Entre estas dos representaciones hay, por lo demás, la gran diferencia de


que una de ellas, la representación pasiva, es un derecho absoluto, ya que todos
son indistintamente miembros constitutivos del cuerpo soberano; por el contrario,
la representación activa ya no es un derecho; por lo menos, no es un derecho
primitivo del ciudadano, pues presupone una concesión de poder hecha por la
Constitución: por ello se la caracterizó como una función nacional por los
constituyentes de 1791, que fundaron así, en el derecho público francés, la
distinción esencial entre el derecho de ciudadano y el poder de elector. En todo
caso, los ciudadanos-electores no pueden considerarse, en este concepto, como
ejerciendo su poder de sufragio en virtud de un derecho de soberanía individual,
pues, como acertadamente observa Esmein (loe. cit., p. 367), la soberanía reside,
después de todo lo que acaba de decirse, no sólo en aquellos nacionales que se
hallan investidos de la función electoral, sino en la colectividad formada por todos
los ciudadanos.8 Incluso esto es lo que da tan alta importancia al concepto
revolucionario que quiere que todos los ciudadanos concurran a formar
indivisiblemente el soberano. Se podría creer, a primera vista, que, con una
Constitución que no les reconocía a todos el derecho de sufragio, este concepto
sólo tenía un puro valor nominal; en realidad, sin embargo, incluso en esa
Constitución, poseía una significación práctica muy importante, pues implica que
los hombres, cualesquiera que sean, que ejercen una porción cualquiera de la
soberanía nacional, poseen por ello

de la que son miembros componentes; otros, por el contrario, dada su función de electores, participan en
ella de un modo activo. Pero, por lo demás, linos y otros se consideran como miembros del cuerpo
soberano, y no como súbditos. La distinción entre el ciudadano pasivo y el ciudadano activo de ninguna
manera se confunde, pues, con la establecida por Rousseau entre el ciudadano y el súbdito. No hay que
tratar de tundir estas dos distinciones en una sola.
8
En este sentido, cabe recordar que la Constitución de 1791 (tít. III, cap. i, sección 1", art. 2 ver igualmente
las Constituciones de 1793, art. 21 y del año III, art. 49) distribuía los diputados a elegir entre los
departamentos según una proporción que no se sacaba del número de electores comprendidos en las
diversas secciones electorales, sino de la cifra de población contenidas en cada departamento. Esta regla se
halla vigente aún (ley de 12 de julio de 1919, art. 2: "Cada departamento elige tantos diputados como veces
contiene 75,000 habitante-, nacionalidad francesa").
1122

no ya una potestad propia, sino un poder prestado, concedido y, por consiguiente,


esencialmente sujeto a limitación.
419. El derecho electoral es, por lo tanto, una función. Este concepto,
originario de los fundadores del derecho público francés, se encuentra, aun hoy,
en la base de este derecho, como lo reconocen los autores más importantes
(Esmein, Éléments, T ed., vol. i, pp. 367 ss.; Duguit, L'État, vol. i i , pp. 105 ss. y
Traite, vol. I, p. 318; Saripolos, op. cit., vol. II, pp. 92 ss.). Abandonado durante
algún tiempo por la Convención,9 que se aplicó, aquí como en todo, a dar forma
práctica a las ideas de Rousseau, se le admitió de nuevo desde el año III10 y ha
permanecido en vigor hasta en el derecho positivo actual.
Es verdad que, desde el 5 de marzo de 1848, el pueblo francés se halla en
posesión del sufragio universal; y de un modo general el fenómeno
contemporáneo del acceso de la mayor parte de los Estados a esta modalidad del
sufragio, que cada vez va siendo más amplio, podría sugerir la idea de que las
Constituciones actuales hubieron de someterse, en definitiva, a la tesis que sitúa
en los mismos ciudadanos el origen primero de la soberanía estatal, en cuyo caso
el derecho de sufragio aparecería como un derecho absoluto para el ciudadano.
Este punto de vista parecería justificado sobre todo en un país como Francia,
donde, desde 1875, los titulares de todos los poderes públicos, hasta el Presidente
de la República inclusive, proceden directa o indirectamente de la elección de los
ciudadanos, y donde, además, el desarrollo del régimen parlamentario trata de
hacer depender cada vez más la acción gubernamental de la opinión del cuerpo
electoral. No obstante, esto no es sino una apariencia sobre la cual no hay que
engañarse.
Por una parte, en efecto, conviene observar que si las Constituciones
hubieran considerado a los ciudadanos como titulares propios de la soberanía,
habrían tenido que llegar al gobierno directo por el pueblo, y no hubieran podido
detenerse en esta clase de gobierno indirecto que se ejerce por la acción electoral
del pueblo y solamente en la medida de esta acción electoral; el hecho de que los
ciudadanos no reciban de la Consti-

9
Declaración de derechos de la Constitución girondina de 1793, art. 27: "Cada ciudadano tiene un derecho
igual a concurrir al ejercicio de la soberanía." Constitución de 24 de junio de 1793, arts. 4 y 11 combinados:
resulta de estos textos que todo francés mayor de 21 años queda admitido al ejercicio de los derechos de
ciudadano, bajo una condición única de domicilio, es decir, admitido a formar parte de las asambleas
primarias de cantón o colegios electorales de la época.
10
Constitución del año m, art. 8. Este texto subordina al pago de una contribución directa o personal no sólo
la entrada en las asambleas primarias compuestas por los electores de primer grado, sino también —por
cierta confusión entre el derecho de ciudadano y el poder electoral— la posesión de la cualidad de
ciudadano.
1123

tución sino un poder electoral basta para probar que el sufragio sólo es una
función constitucional.
Idéntica prueba se desprende, por otra parte, de un segundo hecho —
repetidamente invocado por los autores—: incluso las Constituciones eme
establecen el sufragio llamado universal, están muy lejos de reconocer el derecho
de voto a todos los ciudadanos. Si la terminología de 1791, que distinguía entre
ciudadanos activos y ciudadanos no activos, no se ha conservado, esta distinción,
en el fondo, sigue subsistiendo en el derecho positivo francés. Así es como la
Constitución de 1848, después de formular en su art. 24 el principio de que " e l
sufragio es universal", añadía en el art. 27 que " l a ley electoral determinará las
causas que pueden privar a un francés del derecho a elegir" (Esmein, loe. cit., p.
368; Duguit, L'État, vol. II, p. 105). Y no sólo las Constituciones establecen la
pérdida del derecho electoral, como dice el art. 27, sino que determinan las
condiciones mismas de adquisición, es decir, de disfrute, o incluso de ejercicio, de
ese derecho. En esta materia establecen ante todo distinciones personales, ya
excluyendo sistemáticamente el sufragio femenino, ya descartando a perpetuidad
o de un modo temporal, por indignos, a los ciudadanos que hayan sufrido una
condena penal o incluso simplemente que hayan incurrido en motivo de
desprestigio tal como la quiebra, ya suprimiendo el ejercicio del derecho de voto,
por razones superiores de disciplina y de interés nacional, a todos los militares en
servicio activo. Igualmente, las leyes electorales subordinan el ejercicio del
sufragio, o incluso la capacidad para ese derecho, a condiciones restrictivas, como
la edad, el domicilio o, por lo menos, cierto tiempo de residencia en el municipio, o
la inscripción en una lista electoral especial. De hecho, el resultado de todas estas
restricciones es reducir la composición del cuerpo electoral a diez millones de
franceses aproximadamente, lo que constituye poco más de la cuarta parte del
número total de nacionales. Desde el punto de vista jurídico, estas limitaciones o
exclusiones son inconciliables con la teoría que ve en el derecho de elección un
derecho inherente a la cualidad de ciudadano.11
No es permisible, pues, explicar por razones jurídicas tomadas de la
naturaleza del Estado o de los derechos del ciudadano el fenómeno
contemporáneo de la propagación y la expansión del sistema del sufragio
universal, sino que este fenómeno se debe, puramente, a causas políticas. Se
relaciona, en primer lugar, con el movimiento ascendente de las fuerzas y de las
tendencias democráticas. Pero se explica también, y sobre

11
Por lo que se refiere a las mujeres en particular, no es fácil hallar las razones jurídicas para explicar la
exclusión que contra ellas se lia mantenido hasta ahora en Francia. Pero, por lo menos, esta exclusión
proporciona de manera cierta, la prueba de que el derecho electoral se basa jurídicamente en una concesión
consentida por la ley del Estado.
1124

todo, a causa de que, en el estado de cultura política de los pueblos modernos, las
Constituciones consideran a los ciudadanos como más aptos cada vez para
ejercer todos ellos la competencia electoral y participar, en la medida del derecho
electoral, en la acción gubernamental. En la base del sufragio universal se haya,
por lo tanto, una presunción constitucional de capacidad universal.12

§ 3. ¿EN QUÉ SENTIDO POSEE EL ELECTOR UN DERECHO SUBJETIVO?

420. Se anunció anteriormente (p. 1108) que la cuestión de saber si la elección es


un derecho o una función se plantea en un segundo sentido, claramente jurídico
ahora, muy diferente del que acabamos de examinar. Si el derecho electoral no es
un derecho individual anterior al orden estatutario establecido en el Estado, ¿no
habrá de admitirse, al menos, que una vez consentida por la Constitución la
concesión del poder electoral, origina un derecho propiamente dicho en la persona
de los ciudadanos que ha investido de este poder?
Bajo un primer aspecto, no cabe duda de que el derecho electoral ha de
considerarse, incluso en este sentido, como una función nacional. En efecto, el
elector no puede hacer uso de su poder electoral como lo haría de un derecho
establecido en su exclusivo provecho o de una facultad cuyo ejercicio sólo le
interesara a él. Así pues, el derecho de sufragio no podría cederse a un tercero, lo
mismo que el elector no puede hacerse representar en la votación por un tercero
en quien hubiese delegado el ejercicio de su poder, como tampoco podría,
renunciando a su derecho, despojarse del mismo. El derecho electoral, pues, no
se concibe por el derecho positivo como una pura prerrogativa personal de la que
el ciudadano podría disponer a su antojo; pero, en este aspecto, queda una
competencia o función nacional que han de cumplir los ciudadanos por cuenta de
la nación, en interés de ésta y en las condiciones fijadas por la legislación
nacional. El pleno desarrollo de esta idea conduce a admitir que, como toda
función, el derecho electoral constituye a la vez un poder y

12
Esta manera de ver se halla confirmada por las observaciones que antes hicimos sobre la naturaleza del
sufragio universal. En efecto, se acaba de ver que esa clase de sufragio no implica —como por su nombre
pudiera creerse— el derecho de voto para todos los ciudadanos. En realidad lo que se designa bajo ese
nombre es simplemente el régimen en el cual el derecho electoral no está subordinado a ninguna condición
especial de capacidad, es decir, ni a una condición de censo, ni a una condición de valor intelectual. Ver en
este sentido los arts. 24 y 25 combinados de la Constitución de 1848. El art. 24 dice que "el sufragio es
universal", y el alcance de este texto queda determinado por el art. 25, que especifica: "Son electores, sin
condición de censo, todos los franceses..."
1125

una carga. Al habilitar al ciudadano para la elección, la Constitución no sólo le


confiere la potestad de emitir un voto, sino que le impone también el deber de
votar. El elector está obligado a votar, del mismo modo que el juez está obligado a
juzgar o que el administrador está obligado a cumplir los actos de su función. Por
consiguiente, cabe preguntarse si no convendría considerar la abstención no
justificada del elector como una infracción a la ley constitucional, infracción que,
por lo tanto, daría lugar a una sanción represiva. Cabe observar que, si el derecho
de sufragio no fuera sino una facultad individual, esta cuestión ni siquiera podría
formularse, pues el poseedor de semejante facultad es libre de ejercerla o no. Por
el contrario, en la doctrina que le reconoce al derecho electoral, aunque sólo fuese
parcialmente, los caracteres de una función pública, el principio del voto obligatorio
se concibe muy bien; más aún, se impone lógicamente. De hecho, muchos
autores proponen hoy que ese ejercicio se introduzca en el derecho positivo
francés (ver especialmente en este sentido Duguit, L'État, vol. II, pp. 107, 122 ss.,
129).
También desde un segundo punto de vista hay que tener por cierto que el
derecho electoral —suponiendo que constituya un derecho personal para el
elector—, en todo caso, no podría constituir para él un derecho adquirido. El
Estado siempre puede, por una nueva ley, retirar el derecho de sufragio a aquellos
a quienes se lo confería una ley anterior. La ley de 31 de mayo de 1850, que de
hecho retiraba a gran número de ciudadanos el ejercicio efectivo de su derecho de
voto, podrá haber sido una ley impolítica, pero no era contraria a los principios del
derecho público electoral (Duguit, loe. cit. pp. 112 y 130). Así pues, el elector no
tiene un derecho oponible al Estado. Sólo posee una competencia que depende
de las variaciones de las leyes constitucionales. Así se desprende necesariamente
de las observaciones que se hicieron antes, a saber, que el sufragio no es sino
una función que la Constitución confiere.
421. Hechas estas reservas previas, ¿puede admitirse la existencia, a
consecuencia y en virtud de la ley constitucional, de un derecho personal de
eleccióu? Una gran incertidumbre, acompañada de muy confusas discusiones,
reina en la literatura sobre este punto.
Muchos autores están dominados, en el examen de esta cuestión, por una
consideración —desde luego muy grave— que se deduce de los conceptos
generalmente admitidos en la época actual respecto de la naturaleza jurídica del
órgano de Estado y concernientes a las relaciones de e s l e último con la persona
estatal. En efecto, se vio antes (p. 1008, supra) que La potestad pública que ejerce
el órgano no le pertenece a título de derecho subjetivo; más aún, el individuo
órgano no tiene, en cuanto tal, personalidad distinta a la del Estado; no puede, por
lo tanto, en esta cualidad
1126

llegar a ser un sujeto de derechos. Aplicando estas ideas al derecho electoral,


numerosos autores declaran que éste no constituye un derecho subjetivo para los
ciudadanos investidos del mismo, sino que es una función de potestad pública, es
decir, un fragmento de la potestad del Estado, y por tanto, también un poder del
que solamente es titular el Estado y que no puede convertirse en objeto de un
derecho individual en provecho de los particulares.
Laband se colocó en primer lugar entre los partidarios de esta doctrina.
Alega (op. cit., ed. francesa, vol. I, p. 495) que el poder electoral no es una
capacidad concedida al ciudadano intuitu personae, es decir, en su interés
particular, y que, por lo tanto, constituiría un derecho atribuido a su persona. El
derecho electoral no es sino la consecuencia de una organización constitucional
que tiene por objeto realizar la formación de un Parlamento procedente de la
elección popular. En estas condiciones, el poder que individualmente tienen los
ciudadanos de cooperar a la creación del Parlamento no es un derecho subjetivo,
sino simplemente un reflejo de las reglas constitucionales relativas al
nombramiento de dicho cuerpo. De rechazo, el individuo se beneficia con una
disposición constitucional concebida, en principio, no con objeto de conferirle un
derecho, sino con el fin de organizar una asamblea en la que las aspiraciones
populares podrán manifestarse en una medida y en una forma determinadas por el
derecho positivo. Orlando ("Fondement de la représentation politique", Revue du
droit public, vol. III, p. 21, y Principes de droit public et constitutionnel, ed.
francesa, pp. 108 ss.) niega igualmente que tenga el elector, como tal, ningún
derecho propio. Saripolos (op. cit., vol. II, pp. 97, 114-115) declara que "el derecho
del elector no es un derecho subjetivo: el Estado es el único sujeto de este
derecho; por Reflexwirkung los electores parecen tener semejante derecho".
Michoud (op. cit., vol. I, p. 148) dice que "como regla general, el derecho que
pueden invocar los individuos que tienen la condición de órgano no es un
verdadero derecho subjetivo", y se apoya en la consideración de que "la condición
de órgano se les concede no en su interés propio, sino en interés de la persona
moral".
422. No puede negarse, sin embargo, que, según la acertada observación
de Duguit (L'État, vol. n, p. 113), vaya esta doctrina contra una idea que, a la vez,
se halla muy expandida y es muy sensata. Esta idea simple es que la capacidad
de voto conferida por la ley positiva al ciudadano constituye para éste,
indiscutiblemente, cierto poder jurídico y, en este sentido, un derecho.
Por una parte, en efecto, no es totalmente exacto decir, como hace
Laband, que la legislación electoral sólo trata de organizar al Estado
1127

o de darle a un pueblo, tomado en su conjunto, una asamblea vagamente


representativa; tiene también por objeto, por cuanto instituye un Parlamento
efectivo, crear una organización especial en la que el ciudadano elector es
llamado a desempeñar individualmente un pape!, por lo menos en cuanto concurre
con su personalidad a formar el cuerpo electoral. Entra, pues, en este
procedimiento de formación del Parlamento, intuitus personae; la persona de cada
ciudadano es tomada en él con cierta consideración, ya que cada cual es llamado
a emitir un sufragio.
Por otra parte, es indudable que el individuo investido del poder de votar
recibe de la disposición legislativa que le aseguró ese poder una facultad personal
que tiene la misma naturaleza que un derecho, ya que este individuo, en adelante,
es jurídicamente autorizado para que se reconozca su calidad de elector e incluso
para ejercer su poder electoral. Esto es tan cierto que incluso aquellos autores que
niegan al elector todo derecho subjetivo, se ven obligados a reconocer que este
elector tiene una "pretensión legal subjetiva" (Saripolos, loe. cit., p. 115) al
ejercicio de su función; al hablar de pretensión legal, estos autores tratan de no
Pronunciar la palabra "derecho subjetivo"; pero, en definitiva, las expresiones
indirectas a que recurren implican que el elector tiene realmente un verdadero
derecho a su función. Es conveniente añadir que, según la legislación francesa,
esta pretensión o reivindicación se aplica por la vía de una acción de justicia
propiamente dicha. Considerando que la inscripción en una lista electoral es
condición del ejercicio del derecho de elección, el elector que se cree
indebidamente omitido puede, en los términos de los arts. 19 ss. del decreto
orgánico de 2 de febrero de 1852, reclamar su inscripción ante la comisión
municipal de revisión de las listas electorales, que resuelve a título jurisdiccional1 y
cuyos juicios pueden ser objeto de recurso ante el juez de paz, pudiendo las
decisiones de este último recurrirse ante la Corte de casación. Así pues, el
ciudadano puede acudir a la justicia para establecer su condición de elector y
asegurar el ejercicio de la misma. Ahora bien, la sanción de la acción constituye
normalmente el índice y el signo distintivo del derecho subjetivo. Las facultades
individuales, que no son más que la consecuencia indirecta y el efecto
simplemente reflejo de una disposición legal orientada hacia otro objeto, no están
provistas de acción; el individuo que se encuentra en el caso de beneficiare de
semejante reflejo del derecho objetivo bien puede, en esta ocasión, hacer u s o del
poder que ello origina en su provecho, pero no tiene el medio

1
Una decisión del tribunal de conflictos, de 22 de julio de 1905, incluso le reconoció el carácter de autoridad
jurisdiccional de orden judicial (ver sobre este punto Jéze, Revue du droit public, 1905, pp, 758 ss.)
1128

jurídico que le permita reivindicar, en principio, el ejercicio de este poder. Así,


desde el momento en que el elector tiene una acción, parece tener un derecho
propiamente dicho a su función.
Estas consideraciones han hecho dudar a cierto número de autores, los
cuales, aun persistiendo en definir ante todo al derecho de elección como una
función de potestad pública, han llegado a admitir que también constituye para el
elector un derecho individual. Incluso puede decirse que esta segunda opinión es
la que prevalece actualmente en la literatura francesa. Ha sido ampliamente
expuesta y defendida por Duguit (l'Etat, vol. II, cap. I, §§ VII ss.; ver especialmente
pp. 106-108, 120-121, 129 ss.), el cual declara categóricamente que "en el
concepto francés, el elector es a la vez titular de un derecho y está investido de
una función" (Traite, vol. I, pp. 318-319). Es desde luego un derecho, puesto que
la legislación vigente pone a disposición del elector un procedimiento que le
permite establecer su capacidad de voto y reivindicar su admisión a las
operaciones electorales. Pero es también una función, y para demostrarlo, Duguit
argumenta especialmente y con mucho acierto (Traite, vol. I I , pp. 211 ss.) que la
reclamación que tiende a realizar la inscripción en la lista electoral, según los
textos anteriormente citados del decreto de 1852, no sólo puede formularse por el
elector interesado, sino también por el prefecto y el subprefecto y, además, por
todo elector inscrito en una de las listas de la circunscripción electoral, y que el
recurso ante el juez de paz, según la jurisprudencia, puede entablarse por
cualquier elector de la circunscripción, haya sido o no el recurrente parte en el
proceso seguido en primera instancia ante la comisión municipal. Todas estas
particularidades sólo pueden explicarse por la idea de la elección-función; y en
verdad demuestran que el legislador francés no sólo consideró el derecho de
sufragio como una facultad individual concedida al ciudadano, sino que vio
también en ella un cargo público, cuyo ejercicio interesa a la colectividad entera y
al Estado mismo. Esta idea de que el derecho electoral implica a la vez un
derecho y una función parece adoptada también por Esmein (Éléments, 7ª ed. vol.
I, pp. 367 ss.). Por su parte, Michoud, después de haber denegado al individuo
órgano, como principio general, todo derecho subjetivo, "por no ser el derecho del
órgano sino un simple efecto reflejo del derecho de la persona moral misma" (op.
cit., vol. I, pp.,147 ss.), admite sin embargo, en cuanto al elector, que la facultad de
participar en el voto es para éste "un verdadero derecho personal", y alega, en
apoyo de esta opinión, que el poder electoral se concede a los ciudadanos tanto
en su interés como en interés de la colectividad"; se les atribuye este poder, en
efecto, "para que puedan hacer triunfar sus ideas y sus deseos en el gobierno":
es, pues,
1129

"un poder que se les concede para defender sus intereses" (ibid., pp. 150, 287-
291).2
423. Contra la teoría que acaba de exponerse se suscitan graves
objeciones. Ante todo, y por lo que se refiere especialmente al fundamento del
derecho subjetivo de elección, no parece muy posible aceptar los argumentos
propuestos por Michoud. Conforme a su doctrina habitual, que consiste en basar
los derechos sobre intereses, este autor pretende que el derecho de elección se
concede a los ciudadanos "en su propio interés", es decir, en interés individual.
Este es un punto de vista difícilmente conciliable con el concepto francés de la
soberanía nacional que implica, por lo que a los intereses se refiere, la
preponderancia evidente del interés nacional o general con respecto a los diversos
intereses particulares. Desde el momento en que el diputado mismo queda
constituido por el derecho positivo en "representante" de la nación entera, lo que
excluye la representación particular de su colegio respectivo, no es de creerse que
los electores que componen este colegio sean llamados a hacer la elección en su
interés particular; esto sería razonablemente contradictorio e igualmente
desprovisto de sentido en la práctica, ya que el diputado no representa a sus
electores. La institución del sufragio universal se explica de otra manera.
Descansa en la idea de que todo ciudadano debe ser admitido a emitir su parecer
personal sobre los asuntos de interés nacional, y a ejercer, en la medida de su
poder electoral, su parte de influencia personal en la formación de la voluntad
nacional que corresponde a este interés. Invidentemente, de ello resulta para cada
ciudadano elector una prerrogativa personal, aunque no un poder establecido
especialmente en su favor y en su beneficio individual. El objeto del sufragio
universal no es substituir la representación del interés general por la de los
intereses particulares, haciendo prevalecer los últimos sobre el primero; su objeto
es sencillamente asociar, de un modo desde luego indirecto y parcial, todos los
ciudadanos convertidos en electores a la apreciación del interés general y a la
determinación de las medidas que deben tomarse como consecuencia de esta
apreciación.3 Y con esto se vuelve de nuevo precisamente a la con

2
Jellinek, que también cree que "detrás del derecho electoral se encuentra un poderoso Interés individual"
(System der subjektiven óffentl. Rechte, 2* ed., p. 140), da sin embargo una formula más reservada de dicho
interés. No llega a decir que el derecho de voto se confiere a los ciudadanos "para defender sus intereses";
se limita a sostener que todo particular tiene gran interés personal en asociarse a la actividad que se ejerce
en interés general (loe. cit., pp 139-141).
3
El mismo Michoud comprendió tan bien la imperfección de su doctrina sobre el objeto y eI Fundamento
del sufragio universal, que llega a declarar que, en definitiva, "el interés de los electores no se distingue del
interés de la colectividad misma" (loe. cit., p. 291). Esto puede ser verdad si se considera al conjunto de
ciudadanos, abstracción hecha de las personas singulares; pero ya no es exacto si con ello quiere decirse (pie
el interés privado de cada ciudadano siempre está de acuerdo con el interés general. Para establecer que el
derecho electoral es un derecho subjetivo en el sentido en que lo entiende Michoud, habría que probar que
el sufragio universal fué adoptado para permitir a cada ciudadano que, por medio de su papeleta de
votación, hiciere valer su propio interés subjetivo e individual, aunque fuese contrario al interés colectivo.
Esto es precisamente lo que no puede admitirse.
1130

clusión de que el derecho de elección, en principio, es una pura función, un poder


que se ejerce por cuenta y en interés de la colectividad, y no un privilegio
establecido en provecho del elector y susceptible de considerarse, por ello,4 como
un derecho subjetivo.
La doctrina de Duguit, que pretende que el derecho de sufragio es "a la vez"
y " a l mismo tiempo" un derecho y una función, tampoco puede admitirse. No
puede serlo por lo menos en los términos en que dicho autor la presenta, pues
dichos términos son contradictorios. No es posible que, en el mismo instante, es
decir, en el instante en que vota, el elector ejerza conjuntamente una función y un
derecho. En materia de potestad estatal, la noción de función, en efecto, excluye
la de derecho individual. Como su nombre lo indica, la potestad estatal tiene por
carácter inicial el ser una potestad de la cual solamente el Estado puede
concebirse como sujeto. El ejercicio de esta potestad no puede ser el de un
derecho individual. Un derecho individual no puede tener como contenido potestad
pública. Por consiguiente, en el momento en que se reconoce que el derecho de
elección es una función, se hace imposible añadir que es "al mismo tiempo" un
derecho. Como funcionario, el elector actúa por cuenta de la colectividad estatal;
bajo la forma particular del voto, aplica un poder que reside en ella sola; la
colectividad se sirve de él para hacer funcionar su propio poder. Puede decirse
que con esto posee una competencia, pero precisamente la palabra competencia
tiene por objeto indicar que el portador de la función ejerce un poder que no es el
suyo propio y que tampoco es —como se vio antes (n° 380)— un poder delegado.
Todo ello excluye la posibilidad de ver en el derecho de elección un derecho
subjetivo al mismo tiempo que una función pública. Y no se diga que este
concepto dualista es el del derecho positivo francés. Bien es verdad que, desde
1791, la Constitución estableció (ver pp. 1116 ss., supra) que el ciudadano elector
o ciudadano activo posee, a la vez un derecho y una función. El mismo Duguit
insiste, con mucha razón, en el punto de que, bien sea en el sistema de 1791, bien
en el de las Constituciones posteriores y especialmente en la 1848, este derecho y
esta función "tienen diferente contenido" (L'Etat. vol. H, p. 119): uno se refiere a la
civitas, y en ella tiene cada francés un derecho propiamente dicho; el otro, la
función, consiste en participar en la actividad electoral. El derecho de elección
presupone evidentemente

4
Para que pueda verse el carácter subjetivo del poder del elector hay que colocarse en otro punto de vista
(ver p. 1140, infra).
1131

el derecho de ciudadano, por lo que el ciudadano activo tiene juntamente un


derecho y una función; pero el derecho de elección no se confunde con el derecho
de ciudadano, ya que no basta ser titular de la civitas para llegar a ser elector. Así
pues, lejos de tratar al derecho de elección como una función y un derecho
reunidos, la tradición francesa nacida después de 1789 separa, por el contrario,
estos dos elementos: distingue, por una parte, el derecho cívico común a todos los
franceses e independiente de la cualidad de elector, y por otra parte, el derecho de
elección, que, una vez diferenciado del derecho de ciudadano, se presenta
puramente como una función.5
424. ¿Significa esto que en el elector no debe verse sino a un funcionario
desprovisto de todo derecho subjetivo? Semejante conclusión estaría en
manifiesta oposición con el sistema positivo de la legislación francesa. En efecto,
no se puede negar que el francés que cumple con las condiciones requeridas para
el derecho de elección, jurídicamente puede aspirar al ejercicio de su poder de
votar. Esta pretensión está sancionada por una acción: de ahí que presente los
caracteres específicos de un derecho personal. Ahora bien, ¿cuáles son, en
realidad, la naturaleza y el objeto de este derecho? ¿En qué medida, o, mejor aún,
en qué momento el francés investido del derecho de elección aparece como titular
de un derecho? Duguit, queriendo compartir las dos ideas que se hallan aquí en
presencia, responde que el derecho de elección es al mismo tiempo derecho y
función. Según su fórmula, el ciudadano, al votar, ejercería, pues, en el mismo
instante, un derecho individual y una competencia estatal. Pero esta fórmula
contiene una evidente contradicción, por excluirse recíprocamente los términos
función y derecho. En tanto que el ciudadano elector actúa como funcionario,
realiza un acto estatal; es el Estado el que actúa por él; su personalidad, así como
la del individuo órgano, se absorbe en la del Estado; no es posible, pues,
considerando al elector bajo este aspecto, decir que ejerce un derecho propio de
su persona (cf. n. 6, p. 1081, supra). El voto sólo aparece aquí como el ejercicio de
una competencia y el cumplimiento de una función. Pero, por otra parte, es
esencial

5
Por lo demás, la distinción revolucionaria entre el derecho de ciudadano y la función electoral no se refiere
a la cuestión de saber si el ciudadano investido por la ley positiva del derecho electoral tiene, a consecuencia
y en virtud de esta ley, un derecho subjetivo de sufragio. Significa simplemente que el derecho de ciudadano
proveniente de la cualidad de francés no entraña por sí solo ni comprende en sí el poder electoral, y que
éste sólo pertenece a aquellos ciudadanos a quienes la legislación positiva lo confiere especialmente a título
de función nacional. En otros términos, el ciudadano, como tal, carece del derecho primitivo de elección,
con anterioridad a la ley del Estado. Ahora bien, la cuestión antes debatida es muy diferente, y se presenta
con posterioridad a la ley electoral. Para resolver esta cuestión, pues, no puede deducirse nada del hecho de
que la Constitución de 1791 y la tradición francesa admitieran en la persona del (lector la doble existencia de
un derecho y una función.
1132

observar que esta absorción sólo empieza a producirse en el instante del voto; así
como el individuo órgano no confunde su personalidad con la del Estado, sino en
la medida y en el tiempo en que realiza función de órgano estatal, así también el
ciudadano elector conserva su carácter de persona distinta con respecto al Estado
mientras no ejerce efectivamente su actividad electoral; hasta entonces, es
susceptible de considerarse como un sujeto de derechos, y por consiguiente, en
este momento especial, es decir, antes del voto y de su terminación, es donde hay
que situarse para poder hablar de un derecho electoral del ciudadano. Se ve así la
diferencia que se establece entre esta última manera de ver y la doctrina de
Duguit. Según este autor, el elector, titular de un poder de doble aspecto, actúa al
votar en una doble condición: hace, a la vez, acto de sujeto jurídico, que ejerce su
derecho individual, y de funcionario, que ejerce una competencia nacional. Por el
contrario, en la teoría que acaba de proponerse y que parte del reconocimiento de
que ambas cualidades son incompatibles y en ningún momento pueden coexistir
en un mismo titular, se llega a descomponer el derecho de elección distinguiendo
en la situación del elector dos fases sucesivas. Mientras sólo se trata para el
elector de hacerse admitir al voto haciendo reconocer su aptitud legal para votar,
este elector aparece como invocando un derecho que recibe de la ley y como
reivindicando el ejercicio de una facultad personal legal. En esta primera fase, el
elector no es todavía órgano o funcionario, ya que no se halla aún en el ejercicio
de su función; nada se opone, pues, a que se le considere como alegando un
derecho subjetivo.6 Pero una vez que ha tenido lugar el voto, el elector debe
considerarse como habiendo cumplido una función, pues por efecto del estatuto
orgánico en vigor, la voluntad emitida por los electores vale como voluntad estatal;
según ese estatuto, el Estado recoge esta voluntad por su cuenta y la hace suya;
en razón de los efectos que produce y de la potestad que constitucionalmente
entraña, la actividad electoral adquiere de inmediato los caracteres de una
actividad estatal, y por consiguiente, el elector que se había presentado al voto en
virtud de un derecho personal, aparece ahora como habiendo realizado acto de
funcionario: en el instante mismo de la votación, su derecho se ha transformado
en función.
Así pues, no es posible admitir con Duguit que el derecho de elección sea
simultáneamente un derecho y una función. Pero, en sentido inverso, tampoco
cabe adherirse a las conclusiones de la numerosa escuela que en el carácter de
función pública conferido al derecho electoral ve un

6
No se objete —como hace Laband— que el derecho a una función, o sea a un poder que no es un derecho,
no puede ser un derecho subjetivo: más adelante (pp. 1136 ss.) se responderá a esta objeción.
1133

argumento para sostener que el elector no tiene ningún derecho subjetivo.


Indudablemente, el órgano o el funcionario carece de subjetividad propia en
relación con el Estado, con el cual se confunde. Pero el error de esta escuela es
olvidar que antes que el órgano existe el individuo. Lo que el Estado toma por
órganos, son individuos, cuyas voluntades erigen su estatuto en Voluntades
estatales. En el momento en que se ejerce la actividad orgánica, desaparece el
individuo y sólo queda un acto de órgano. Pero antes de este acto, el individuo,
que no se comportaba como un órgano y que sólo era aún un individuo, ya había
recibido de la Constitución o de los sucedáneos de ésta el poder de ejercer en un
momento dado una actividad destinada a valer como actividad estatal; poseía ya,
en este sentido, el poder de ser órgano del Estado. En esta primera fase, y
cualquiera que s e a el punto de vista desde donde se le examine, este poder sólo
puede constituir un poder individual: es una facultad subjetiva asegurada por la ley
del Estado a ciertos individuos. Así se explica que el derecho de elección pueda
constituir, alternativamente, un derecho de la persona y una función del Estado. El
individuo no llega a ser funcionario y el derecho no se convierte en función sino a
partir del momento en que se ejerce la actividad electoral.
425. Todas estas ideas se aproximan notablemente a las que desarrolló
Jellinek en el transcurso de su célebre teoría sobre la cuestión de la naturaleza
subjetiva del derecho del elector: se apartan, sin embargo, en un punto esencial,
como vamos a ver.
Según Jellinek, el individuo que ejerce una función estatal no tiene, en su
condición de órgano de Estado, un derecho subjetivo, sino solamente una
competencia, la cual es siempre de derecho objetivo (System der subjektiven
óffentl. Rechte, 2* ed., pp. 136 ss., 223 55.; ver especialmente pp. 138 y 2 2 7 ) .
Así es como un monarca, un presidente electo, los propios miembros de una
democracia directa, desempeñan sus funciones públicas como agentes de
ejercicio de poderes cuyo titular es únicamente el Estado. No podrían, pues,
ejercer estos poderes como derechos subjetivos. Pero, establecido este punto,
Jellinek reconoce por otra parte que las leyes orgánicas que señalan y habilitan a
ciertas personas para desempeñar el papel de lóganos, originan a favor de ellas
un derecho a reivindicar y a hacer reconocer su condición y su capacidad de
órganos del Estado. Bien es verdad que este derecho no se extiende hasta
aquellos actos comprendidos en la I unción de órganos, pues las leyes que
reglamentan la función determinándolos poderes o los actos que entraña, no
fundan en ello sino puro derecho objetivo. No existe aquí, pues, un derecho de
competencia, por no poder ésta, en ningún caso, ser objeto de un derecho
subjetivo. Pero, al menos, el individuo que deriva del orden jurídico en vigor la
vocación para
1134

ocupar la situación de un órgano, tiene derecho a esta situación; al establecer su


vocación individual, puede hacerse reconocer como órgano. Una vez establecido
este derecho subjetivo, el derecho objetivo se aplicará a su vez en el sentido de
que el individuo reconocido como órgano podrá cumplirlos actos que
objetivamente entraña la función. El reconocimiento de la cualidad de órgano, en
efecto, tiene por consecuencia jurídica la admisión a los actos de la función.
Puede decirse, pues, en cierto sentido, que la persona que aspira a la cualidad de
órgano reivindica al mismo tiempo el ejercicio de la actividad estatal. Sin embargo,
según Jellinek, importa darse cuenta de que el ejercicio de la función no constituye
sino una continuación —motivada por el derecho objetivo— del reconocimiento
delderecho subjetivo a la condición de órgano; por lo demás, este ejercicio no se
halla comprendido en el derecho subjetivo de la persona órgano y no forma el
contenido de la misma. La persona órgano, estrictamente, sólo tiene un derecho a
la posición de órgano, y no un derecho a la función misma o a los actos y poderes
que ésta contiene (ver sobre estos diversos puntos Jellinek, loe. cit.,
especialmente pp. 143, 146-147, y L'État moderne, ed. francesa, vol. II, pp. 54 ss.,
249 ss.; en el mismo sentido, G. Meyer, op.cit., 7ª ed., pp. 269-270).
Se ve así el alcance preciso de la distinción esencial que Jellinek establece
en esta materia entre el derecho individual y la función, o también entre la cualidad
abstracta de órgano y los actos concretos que forman parte de la actividad
funcional. El poder de realizar éstos tiene por exclusivo sujeto al Estado;
únicamente la cualidad de órgano puede ser objeto del derecho subjetivo que
pertenece al individuo constituido en órgano. Esta distinción capital, una vez
expuesta en lo que se refiere al órgano en general, la aplica Jellinek a la cuestión
del derecho de elección (System, 2a ed., pp. 138, 159 ss.; L'État moderne, ed.
francesa, vol. n, pp. 54 ss., 250, 251). Jellinek distingue en el derecho de elección
dos elementos, el derecho y la función, pero no en el sentido de que el ciudadano
elector, como individuo, posea a la vez un derecho y una función, o más
exactamente, que sea el titular subjetivo de esta última. Muy al contrario, Jellinek
separa, de un modo completo, el derecho y la función. El elector, dice, en virtud de
la ley electoral, tiene un derecho individual propiamente dicho, el derecho a que se
le reconozca como elector, como teniendo personalmente el status de ciudadano
activo; el reconocimiento de este derecho entraña para él la admisión al voto. Pero
el voto mismo, el acto que consiste en emitir un sufragio, ya no es para el
ciudadano el ejercicio de un derecho subjetivo. El voto es, en efecto, una actividad
o función estatal cuyo sujeto jurídico es y no puede ser sino el Estado mismo. Al
votar, el ciudadano no aplica su propio poder, sino la potestad estatal. Opera como
1135

órgano o funcionario del Estado, no como individualidad distinta. Así pues,


concluye Jellinek, el contenido preciso del derecho subjetivo de elección no es de
ningún modo el poder de votar, sino solamente la facultad para el ciudadano de
afirmar su cualidad individual de elector, de hacerla reconocer por todos, incluso el
Estado, y por lo tanto de hacerse admitir a la votación; prácticamente, el derecho
personal del elector se reduce, pues, a la facultad de exigir su inscripción en las
listas electorales, facultad que, en efecto, está garantizada por una acción judicial
(System, 2ª ed., pp. 160-161).
426. En suma, Jellinek reconoce la existencia en el elector de cierto
derecho individual: comprueba que el derecho de elección constituye
alternativamente una facultad subjetiva y una competencia funcional, que por lo
demás no son concurrentes, sino que se ejercen sucesiva y separadamente. Esta
es la parte sana de su teoría, pues, por un lado, no puede menos de reconocerse
que la habilitación para el voto que concede al ciudadano la ley positiva origina a
su favor una pretensión legal, que tiene la naturaleza de un derecho; y por otro
lado, es evidente también que el derecho y la función no pueden coexistir en el
mismo instante. Pero, en cuanto a lo demás, Jellinek limita el alcance de este
derecho subjetivo por medio de una distinción entre la condición de órgano o de
funcionario y los actos realizados con esa condición; el elector tiene un derecho a
la cualidad de votante, pero no tiene derecho al voto. Así, la teoría de Jellinek se
aleja de la que antes se expuso (p. 1132) y suscita objeciones que la hacen
inaceptable.
Estas objeciones fueron especialmente formuladas por Laband (op. cit., ed.
francesa, vol. i, p. 495 n.), cuya argumentación en esta materia adquirió igual
notoriedad que la teoría de Jellinek. Se resumen en la observación de que, si el
voto mismo no es el ejercicio de un derecho subjetivo, la pretensión a la cualidad
de votante tampoco puede constituir para el elector semejante derecho. Esto es
evidente. Para que el elector pueda considerarse como titular de un derecho
verdadero no basta con demostrar que tiene el poder de reivindicar y exigir su
admisión a la función de votar, sino que es necesario, además, que esta misma
función le pertenezca y se ejerza por él a título de derecho personal. Ahora bien,
Laband alega precisamente que, por confesión del propio Jellinek (System, 2ª ed.,
p. 160). eI poder de votar no es para el votante sino un reflejo del derecho objetivo
y la aplicación de una potestad cuyo sujeto es únicamente el Estado. En estas
condiciones, la pretensión del elector de hacer reconocer su cualidad de votante,
como no es más que la reivindicación de un "derecho negativo", no puede tener
por sí misma el valor de un derecho. En vano se esfuerza Jellinek por establecer u
n a diferencia entre la posición o el status
1136

de órgano, que según él constituye el contenido del derecho subjetivo, y la


actividad que se ejerce en v i r t u d de dicho status, la que no puede —él mismo lo
reconoce— ser objeto de un derecho individual. Esta distinción peca de excesiva
sutileza; pues, en realidad, la Constitución sólo confiere la condición de órgano a
un individuo con objeto de habilitarlo para cumplir ciertos actos concretos. Y
además, la distinción es inexacta en sí, pues no es posible diferenciar, en
principio, el status de órgano y los poderes que entraña dicho status; el caso del
derecho de elección proporciona precisamente la prueba de ello, como lo observa
Michoud (op. cit., vol. i, p. 149): el elector, en efecto, sólo recibe la condición de
órgano o de funcionario con vistas a una actividad única, el voto; es, pues,
imposible separar aquí la cualidad abstracta de órgano del poder concreto de
votar, por confundirse ambas capacidades y no formar sino una sola. Todo esto
justifica los ataques de Laband, que saca la conclusión de que la aptitud para
votar y la facultad para el elector de exigir su admisión al voto no pueden
caracterizarse como un derecho subjetivo desde el momento en que el poder de
realizar el acto consistente en votar se halla por su parte totalmente desprovisto de
este carácter. Y de un modo general, la vocación para la situación de órgano no
puede constituir un derecho para el individuo a que se refiere, puesto que la
actividad ejercida por él en virtud de esta situación no es, por su parte, la
aplicación de un derecho personal.
427. Esta argumentación de Laband, a pesar del intento de réplica de
Jellinek (Allg. Staatslehre, 3ª ed., p. 422 n.), ha parecido decisiva a los autores
franceses (Duguit, L'État, vol. II , pp. 116-117 y Traite, vol. I, p. 320; Michoud, op.
cit., vol. i, p. 449). Es evidente, en efecto, que la doctrina de Jellinek resulta viciada
por las contradicciones que contiene, pues decir que el elector tiene un derecho a
la condición de votante y negarle, sin embargo, el derecho a votar, son
proposiciones inconciliables. Pero, en vez de deducir de esto que Jellinek se
equivocó al reconocer al elector un derecho subjetivo, se puede formular la
pregunta de si no habría que invertir esta conclusión y si la verdad no será más
bien que el derecho del elector se refiere, no sólo a la condición de votante, sino
también al acto mismo del voto. En efecto, no faltan sólidas razones para
inclinarse hacia este segundo modo de ver más bien que hacia aquel del que
Laband se ha convertido en defensor. Es indudable que de la facultad electoral
concedida por la ley al ciudadano se deriva para éste cierto derecho individual.
Jellinek marchaba por buen camino al establecer este primer punto. Su error fué
detenerse en su marcha, y esto es lo que pudo legitimar la crítica de Laband.
Desde el momento en que el derecho electoral y el poder de votar son cosas
inseparables, había que llegar a decir que el elector, en definitiva, tiene un
derecho directo al voto mismo, y, por lo tanto, quedaba
1137

descartada la objeción especial que Laband dedujo de las contradicciones


inherentes a la doctrina de Jellinek.
Estas contradicciones provienen del hecho de que Jellinek, y con él todos
los autores que le niegan al individuo órgano un derecho sobre los actos de su
función, se dejaron i n f l u i r de manera excesiva por la idea, justa en sí, de que la
competencia no es ni puede ser un derecho subjetivo. Indudablemente, el órgano
carece de personalidad propia con respecto al Estado, así como tampoco la
potestad de Estado puede ejercerse por él como derecho propio. Pero toda la
cuestión consiste en saber —como ya se indicó anteriormente (pp. 1131 ss.)—
cuál es, en caso de ejercicio de la actividad estatal, el momento preciso en que la
potestad del Estado empieza a manifestarse y en que el individuo que actúa por el
Estado empieza a adquirir el carácter de órgano.
Por lo que concierne particularmente al derecho de elección, querer
impugnar el carácter individual del acto mediante el cual emite su voto el
ciudadano elector sería ir contra la evidencia de los hechos. En realidad, es un
individuo que viene a votar, e incluso —hay que repetirlo con insistencia (ver pp.
1132 s., supra)— es a individuos a quienes la Constitución del Estado recurre para
ejercer esta actividad electoral, a individuos es a quienes confiere la aptitud al
voto. Y no sólo la Constitución les Confiere un derecho ideal de ciudadanía activa,
permitiéndoles afirmar de manera nominal su condición de agentes electorales,
sino que les atribuye Como propio y directamente el poder jurídico de concurrir a
las operaciones electorales, haciendo acto positivo de votantes. A consecuencia
de esta habilitación, el ciudadano posee, pues, no ya sólo, como dice Jellinek, un
derecho subjetivo para que se reconozca su vocación electoral, sino un derecho
propiamente dicho a comparecer como elector y a ejercer efectivamente la
actividad que consiste en votar.7 Por consiguiente, cuando el ciudadano así
habilitado por la ley del Estado se presenta y participa

7
Laband (op. cit., ed. francesa, vol. I, pp. 496-497) objeta que el elector no puede exigir de las personas
privadas de que depende, ni siquiera del Estado, el libre ejercicio de su facultad de voto. Por ello, el
doméstico o el empleado no pueden exigir de su patrón una licencia para votar. Igualmente, el funcionario
retenido por un deber de su cargo, el acusado detenido en prisión preventiva, el militar convocado para un
período de servicio, no pueden exigir del Estado que les conceda la libertad de ir a votar. Todo esto, dice
Laband, demuestra claramente que el elector no tiene en realidad un derecho de votación. Pero esta
objeción en modo alguno es concluyente. Al conferir a los ciudadanos el derecho electoral, el Estado,
naturalmente, no se promete a separar todos los obstáculos físicos o jurídicos que puedan impedir que
algunos de ellos ejerzan su derecho a votar. Nadie pensó nunca en atribuir semejante significado a la
doctrina que afirma el derecho subjetivo del elector. Esta doctrina significa simplemente que el elector que
se presenta a votar ejerce así una capacidad personal que procede de la ley del Estado; pero de ningún
modo significa que el Estado tenga que proporcionar a cada elector la posibilidad efectiva de participar en la
votación y los medios necesarios a dicho efecto.
1138

en el escrutinio, ejerce evidentemente un poder conferido a su persona, y en este


sentido, un derecho propio. Contrariamente a la afirmación paradójica de Jellinek
(ver p. 1134, supra) el derecho individual de voto tiene realmente por contenido
una facultad activa de votar. Y por otra parte, no podría concebirse
razonablemente que ocurriese de otro modo, pues únicamente el acto del voto
tiene valor, y el reconocimiento de un derecho subjetivo a la condición de elector
carecería de sentido si este derecho no entrañara, para el sujeto del mismo,
precisamente el poder de votar.
En apoyo de estas observaciones, cabe argumentar a base de lo que el
mismo Jellinek, en el transcurso de sus estudios sobre el Estado federal, dijo
acerca de la condición en que los miembros confederados de ese Estado pueden
aspirar a participar en el ejercicio de su potestad. Se ha observado con frecuencia
que la situación de los Estados particulares en un Estado federal presenta, en lo
que se refiere a esta participación, grandes analogías con la de los ciudadanos en
un Estado democrático unitario. Ahora bien, Jellinek especifica que es en su
condición misma de Estados en la que los Estados confederados se fundan para
participar en el ejercicio de la potestad federal (L'État modeme, ed. francesa, vol.
n, pp. 546 y 556). Es verdad que añade que en el ejercicio de esta potestad no
actúan como Estados y en virtud de un derecho subjetivo, sino como órganos del
Estado federal (loe. cit., y System der subjektiven óffentl. Rechte, 2ª ed., pp. 300
ss.). Sin embargo, esta segunda proposición no se concilia realmente con la
anterior, pues si la participación en la potestad federal es un derecho para los
Estados confederados, como tales Estados, parece imposible sustraerse a la
conclusión de que el ejercicio de esta participación constituye, a su vez, el
ejercicio de un derecho conferido por la Constitución federal a su condición misma
de Estados miembros. Y por ello Jellinek se ve obligado a reconocer, entre otras
cosas, que el nombramiento de la segunda Cámara federal, Senado en Estados
Unidos, Consejo de los Estados en Suiza, constituye para los Estados
confederados un derecho propiamente dicho (L'État moderne, ed. francesa, vol. II,
p. 556). Hay que aplicar las mismas ideas a los ciudadanos a quienes la ley del
Estado inviste del status de ciudadanía activa. Evidentemente, en calidad de
miembros del Estado es como han sido investidos de poderes públicos tales como
el derecho de elección. Pero, así como los Estados miembros de un Estado
federal son llamados como personas estatales a tomar parle en la potestad federal
y ejercen, por consiguiente, esta participación a título de derecho subjetivo, así
también los ciudadanos revestidos del derecho de sufragio son llamados al mismo
como sujetos jurídicos que poseen una personalidad distinta respecto del Estado
del que son miembros (cf. n. 15, p. 1144, infra); y por consiguiente, en esta calidad
subjetiva
1139

es como participan en el nombramiento de los diputados, o por lo menos en las


operaciones electorales de las que surgirá dicho nombramiento. En esto ejercen,
pues, un derecho legal individual.
428. Generalizando estas observaciones, hay que reconocer que el
individuo órgano tiene un derecho personal,8 que no se reduce a la cualidad de
órgano, sino que se extiende hasta los actos de la función. Pero ¿no ya esta
conclusión contra todo lo que se dijo antes sobre la naturaleza y la condición
jurídica del órgano de Estado? La teoría del órgano —decíase entonces (pp. 1008
ss.)— se basa esencialmente en la observación de que la potestad estatal reside
exclusivamente en el Estado y no puede tener a individuos por sujetos; por ello,
esta teoría se abstrae por completo de la personalidad de los individuos
poseedores de las funciones de potestad pública y sólo ve en ellos a órganos de la
persona Estado; de igual modo, e niega a tratar su competencia como una
capacidad inherente a su persona, y no ve en ella sino una esfera de atribuciones,
un círculo de actividad, la esfera en la que ciertas personas han de funcionar como
órganos estatales, es decir, como instrumentos de la potestad de Estado. Después
de esto ¿cómo podrá pretenderse que el individuo órgano aporte un derecho
subjetivo al ejercicio de la actividad estatal?

8
Cf. en este sentido Michoud, " L a personnalité et les droits subjectifs de l'État dans la doi nine frangaise
contemporaine", Festschrift Otto Gierke, 1911, pp. 518-519: "Los miembros di una colectividad tienen, con
respecto a la persona moral que encarna dicha colectividad, derechos y obligaciones, lo mismo que si fueran
terceros..." Por lo tanto, según dicho autor, los nacionales del Estado, lo mismo que los terceros, pueden
tener, respecto a él, derechos subjetivos. " Lo mismo ocurre con los derechos y obligaciones del Estado en
relación con las personas físicas que funcionan en calidad de órganos con respecto a él. Nada se opone a
que existan derechos y obligaciones recíprocos entre el Estado y dichas personas." Según esto, los
ciudadanos que han de desempeñar el papel de órganos tienen a dicho efecto, en sus relaciones con eI
Estado, un derecho subjetivo. Michoud añade únicamente que, junto a las personas físicas que encarnan el
órgano y que quedan sujetas a cambios, existe también, en el órgano, "una Institución abstracta y
permanente, que sobrevive a esas personas", institución a la que da el nombre de "órgano abstracto". De
este órgano abstracto es cierto decir que "no puede considerarse como una persona jurídica frente al
Estado" y que "carece de derecho subjetivo a su competencia". A este órgano abstracto es al que se aplica
también una observación que se expuso antes (p. 1010), a saber, que los conflictos de competencia que
puedan suscitarse entre dos autoridades estatales no constituyen conflictos entre personas distintas que
alegan sus derechos subjetlvos, sino que simplemente ocasionan una regulación de competencias entre
órganos diversos de una sola y misma persona, que es el Estado. Al expresar todas estas proposiciones.
Michoud modifica y rectifica la opinión que había sostenido anteriormente (ver p. 1126, supra) en esta
materia, consistente en negarle de un modo absoluto al individuo órgano todo derecho subjetivo (Thiorie de
la personnalité morale, vol. i, pp. 147 ss.). Ver también Hauriou, Principes de droit public 2ª e d . , pp. 169
ss., 652-653, el cual, mediante razonamientos diferentes, se ve llevado a admitir q u e , respecto a la función
de elector y, en general, respecto a las funciones estatales, “los individuos adquieren derechos reales, y
estos derechos reales constituyen su estatuto indiviilual, estatuto de (doctor, estatuto de funcionario,
estatuto de órgano".
1140

La respuesta a esta objeción debe buscarse en el orden de ideas al que ya antes


se hizo alusión en estas últimas páginas y que consiste en considerar, en la
formación de la voluntad estatal, dos elementos bien distintos: la actividad
personal del individuo destinado a servir de órgano y la conmutación de esta
actividad individual en actividad del Estado mismo. La doctrina corriente
desconoce esta necesaria distinción. Se atiene a la idea de que los individuos que
concurren a la formación de la voluntad estatal intervienen por el Estado en
calidad de órganos y por consiguiente razona como si dichos individuos no
tuvieran ningún cometido personal que desempeñar en el nacimiento de esta
voluntad. Es éste un análisis incompleto que sólo considera uno de los aspectos
de la situación que resulta de la organización estatal y que deja en la penumbra
toda una importante parte de la realidad. La voluntad enunciada por cuenta del
Estado por los hombres que le sirven de órganos en realidad empieza
apareciendo como una voluntad de individuos. Antes de tratarla como voluntad
estatal, no puede negarse que sea, ante todo y en sí misma, una voluntad
humana. Así se desprende de la misma definición que, desde el principio, se ha
dado del órgano (ver pp. 989 y 1007, supra). El órgano, se dijo entonces, es el
individuo cuya voluntad, mediante el estatuto del grupo, vale como voluntad de
éste. Los primeros constituyentes franceses decían igualmente: El órgano, o, en la
terminología de la época, el representante, quiere por la nación. Estas definiciones
señalan claramente que el individuo órgano tiene la facultad de querer por sí
mismo por cuenta de la nación y de emitir su propia voluntad sobre los asuntos del
Estado. Precisamente en esto consisten su cometido y su derecho subjetivos. Sin
duda, las voluntades emitidas por él, a condición de referirse a los asuntos de su
competencia y de haber sido enunciadas dentro de ciertas formas, adquieren el
valor jurídico de voluntades estatales en virtud de la Constitución del Estado. No
obstante, antes de referirlas al Estado hay que empezar por reconocer que
emanan de ciertas personas que individualmente tienen aptitud para formularlas.
En otros términos, si se quiere tener en cuenta todos los elementos que se
encuentran en la base de la teoría del órgano, es conveniente distinguir en la
formación de la voluntad estatal dos momentos lógicamente distintos: la emisión
por el individuo órgano de su voluntad personal, y la apropiación constitucional de
esta voluntad individual por el Estado. Por efecto de esta apropiación, lo que al
principio sólo era una simple voluntad de individuos se convierte en voluntad
estatal y adquiere, por este hecho, la fuerza especial que se desprende de la
potestad de Estado. Esta fuerza superior no era inherente, desde el principio, a la
decisión enunciada por el individuo órgano, ya que ésta no es en sí sino la
expresión
1141

de una voluntad particular. El individuo órgano puede proporcionar al Estado el


concurso de su voluntad, de su apreciación, de su decisión personal, pero no es él
quien puede conferir a esta decisión el carácter y la virtud de un acto de potestad
pública. La formación de la voluntad estatal constituye, pues, dos operaciones
sucesivas: una decisión que es obra subjetiva de los individuos competentes, y, en
segundo lugar, la atribución a este acto individual de la fuerza propia de la
voluntad del Estado, la transformación, por consiguiente, del acto de voluntad
individual en un acto de potestad estatal; y esto ya no es un efecto de la voluntad
subjetiva del individuo órgano, sino la obra del estatuto orgánico del Estado, una
consecuencia de la potestad contenida en el Estado. En este último aspecto,
resulta ciertamente exacto decir que la competencia que corresponde al individuo
órgano no constituye una capacidad asignada a su persona (ver |). 1009, supra).
Ciertamente, ningún miembro de la nación puede llevar en sí, ni a título originario
ni a título derivado, el poder de realizar un acto de potestad estatal. Pero, por lo
menos, el Estado, para quien no es posible ejercer ninguna de sus funciones sin el
concurso de actividades humanas, puede recurrir, a este efecto, a sus miembros
individuales, puede atribuir a algunos de ellos un poder individual de querer por su
cuenta; aquí es donde reaparece el derecho subjetivo del individuo órgano,
derecho que seguramente no se extiende hasta la potestad pública misma, pero
que tampoco se restringe a la cualidad abstracta de órgano. Es el derecho de
hacer aquellos mismos actos que se refieren a los asuntos del Estado, debiendo la
Constitución atribuir después a estos actos individuales el valor de actos estatales.
No se objete a este análisis del papel del órgano que la Constitución,
previamente, atribuyó semejante valor a la actividad de las personas a quienes
ella llama a querer por el Estado, y que, por lo tanto, la doctrina que acaba de
exponerse se reduce, en definitiva, a reconocerles la potestad pública misma
como un derecho subjetivo. Esta objeción carece de fundamento. Bien es verdad
que, por su Constitución, el Estado se apropia previamente las decisiones futuras
de sus órganos, como ya se observó antes (p. 1007). Pero hay que "observar
también que la disposición estatutaria que instituye un órgano comprende
lógicamente dos prescripciones que, aunque ligadas una a otra, sin embargo
deben distinguirse cuidadosamente. Por una parte, la Constitución declara que las
voluntades emitidas por cuenta del Estado, dentro de ciertas condiciones de
forma, sobre ciertos objetos, por ciertos "órganos", han de valer como voluntad del
Estado mismo; organiza así al Estado de manera tal que le proporciona
jurídicamente una voluntad de la que naturalmente carece. Pero, por otro lado,
para asegurarle esta voluntad, la Constitución se ve obligada a recurrir
1142

a individuos, confiriéndoles una aptitud personal para determinar bajo su propia


apreciación el contenido de la decisión que ha de formar posteriormente la
expresión de la voluntad estatal. No sólo dichos individuos tienen así un papel
personal que desempeñar, sino que también tienen en el ejercicio de dicho papel
un poder personal que reciben de la Constitución. En suma, el individuo órgano
actúa, pues, con una doble condición: Como individuo tiene el poder de emitir,
sobre los asuntos del Estado, su propia voluntad, que se halla destinada a
constituir el contenido de las decisiones estatales; a este respecto tiene el derecho
subjetivo de cooperar a la formación de la voluntad pública dentro del Estado.
Además, como órgano tiene el poder de hablar en nombre del Estado, en el
sentido de que las decisiones que enuncia, según la Constitución, valen
directamente como decisiones del Estado y toman de la potestad estatal su fuerza
especial. Y ahora ya no puede tratarse de un derecho subjetivo del individuo, sino
únicamente de una competencia del órgano y de un poder anejo a la función.9
Las observaciones que acabamos de formular permiten completar y
precisar definitivamente la teoría del órgano anteriormente expuesta (núms. 373
ss.). Cuando se dice, en una fórmula algo elíptica, que es órgano —o
representante (Constitución de 1791)— el que quiere por el Estado, no hay que
entender esta definición en el sentido de que el individuo instituido como órgano
pueda concentrar en sí, como un derecho personal, la potestad del Estado. Antes
al contrario, cuando se declara que el órgano carece de personalidad propia y
constituye un todo con el Estado, esto no puede significar tampoco que se deba
hacer completa abstracción del individuo que desempeña el papel de órgano.10
Por delicada que pueda parecer esa distinción, en esta materia hay que separar lo
que

9
La distinción anteriormente establecida ofrece cierta analogía con la propuesta por Laband (ver n° 131,
supra), en materia de elaboración de las leyes, entre la fijación del contenido de la ley y la emisión del
mandamiento que confiere a dicho contenido su valor imperativo y que, según dicho autor (op. cit., ed.
francesa, vol. n, p. 267), es el único que constituye un acto de potestad legislativa. El papel de los agentes
llamados a querer por el Estado es proporcionar el contenido de los actos de voluntad estatal; es, por lo
tanto, un papel subjetivo. Pero el agente, por sí solo, no puede conferir a dichos actos su valor imperativo;
es la Constitución la que confiere al acto la fuerza superior en virtud de la cual habrá de imponerse en
adelante con los caracteres provenientes de la potestad propia del Estado. Esto ya no es una consecuencia
de la voluntad subjetiva del agente, sino una consecuencia del orden estatutario establecido en el Estado.
10
Este punto queda claramente señalado por Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. II. p. 251), quien hace
observar que " l a situación de órgano es soportada siempre por un individuo (Organtriiger)", el cual, añade,
jamás se absorbe completamente en el órgano, ni siquiera desde el punto de vista jurídico. Por ello, dice
Jellinek, "el Estado y el Organtriigrr son dos personalidades distintas, entre las cuales son posibles y
necesarias relaciones jurídicas vanadas".
1143

Constituye el hecho personal o el derecho subjetivo del individuo y lo que, por el


contrario, depende de la competencia del órgano. El individuo que, fundándose en
la Constitución, pretende realizar determinados actos por cuenta del Estado,
invoca así s u poder personal, s u derecho subjetivo, del mismo modo que la
actividad que se prepara a ejercer presenta u n carácter individual. Pero a medida
que esta actividad se desarrolla, y en cuanto se trata de los efectos que va a
producir,11 las cosas cambian de aspecto. Consíderada posteriormente y en
cuanto a sus efectos, aparece dicha actividad como emanando, no ya de tal o cual
individuo, sino del Estado mismo. El autor del acto no lo cumplió como persona
distinta sino como órgano.12 El poder que con anterioridad al acto invocaba como
un derecho subjetivo ya no puede considerarse sino como una función. En una
palabra, una vez realizado el acto, la personalidad del individuo órgano
desaparece y se muestra plenamente la del Estado.
Todo esto queda señalado de una manera particularmente clara en caso de
elecciones. Los electores se presentan a la votación como ciudadanos nos vienen
a ejercer cada u n o un derecho subjetivo. Después de la votación, sin embargo, el
cuerpo electo de los diputados no es una asamblea de delegados de los electores,
sino u n órgano del Estado; lo que implica que, al votar, el cuerpo electoral, por s u
parte, ha hecho obra de órgano estatal. En último análisis, resulta de ello que, por
mediación de los colegios electorales, es el Estado mismo el que ejerció su
actividad y su potestad en lo que concierne al nombramiento del cuerpo de
diputados.
Hay que admitir, pues, que el derecho de elección es sucesivamente un
derecho individual y u n a función estatal. Un derecho, en cuanto se trata

11
Hasta puede pensarse que la voluntad expresada por los individuos órganos sólo adquiere plenamente el
carácter de voluntad estatal a partir del momento en que su decisión ha llegado a ser jurídicamente perfecta
y definitiva. Cuando la Constitución de 1791 confería al rey el poder de oponer su veto suspensivo a las leyes
adoptadas por el cuerpo legislativo, no es fácil concebir que, con esto, le haya otorgado la potestad
exorbitante de oponerse a la voluntad de la nación misma. El veto real sólo iba dirigido contra la voluntad de
los diputados o de la mayoría de ellos; la voluntad legislativa de estos diputados sólo había de valer
jurídicamente voluntad orgánica del Estado y la nación en el instante en que las facultades de resistencia del
monarca estuviesen agotadas y en que todos los obstáculos que pudiesen oponerse a la entrada en
ejecución de la ley estuviesen definitivamente retirados.
12
Ver en el mismo sentido el análisis que da Laband (op. cit., ed. francesa, vol. I, pp. 381-382) referente a la
participación de los Estados alemanes en las decisiones que dependían de La compencia del Bundesrat: "Los
derechos pertenecientes al Estado particular llegan hasta la Votación en el Bundesrat inclusive; hasta este
momento la individualidad del Estado particular Conserva su importancia . Desde queel Bundesrat toma una
decisión, se convierte inmediatamente en órgano de voluntad del Imperio y ejerce e l poder soberano y
superior a los Estados del Imperio."
1144

para el elector de hacerse admitir a la votación y de participar en ella;13 una


función, en cuanto se trata de los efectos que ha de producir el acto electoral una
vez realizado; pues dicho acto, individual en sí, lo recoge por su cuenta el Estado
y a él se lo atribuye la Constitución;14 por ello, produce los efectos y tiene la
potestad de un acto estatal, aunque sea obra de individuos.15

13
Puede decirse incluso que el derecho subjetivo de los electores llega hasta la designación de las personas
que habrán de ser miembros del cuerpo de diputados, pues tal es el objeto preciso de la votación; esta
última es un acto mediante el cual el cuerpo electoral escoge y nombra a sus elegidos. Los electores, en este
sentido, tienen un derecho subjetivo de nombramiento. En cuanto al efecto de este nombramiento, es decir,
en cuanto al poder que habrán de ejercer los diputados, una vez elegidos, procede, no ya de los electores,
sino del Estado y de la Constitución. Todo esto ya se observó anteriormente (núms. 347, 369, 382) y se
dedujo por otros argumentos. Cualquiera que sea el punto de vista desde el que se considere la cuestión del
derecho electoral, siempre se llega a reconocer que en esta materia hay que distinguir entre la elección
propiamente dicha, que sólo es una designación de personas y que es obra subjetiva de los electores, y la
concesión a los diputados del ejercicio del poder estatal; esta última es obra de la ley del Estado.
14
Por las observaciones anteriormente recogidas se deduce el sentido preciso en el cual, en suma, hay que
entender la proposición doctrinal anteriormente enunciada (n° 379) y según la cual el órgano, como tal, no
tiene personalidad distinta de la del Estado. Evidentemente, esta proposición no puede tener por objeto
negarle todo carácter personal a la actividad del individuo que interviene como órgano. Incluso colocándose
en el punto de vista de que el órgano no tiene más misión que la de indagar y declarar una voluntad
contenida en la colectividad, se está obligado a reconocer que el individuo órgano, en esta búsqueda o
declaración, desempeña un papel de apreciación que implica por su parte una actividad personal. Pero la
doctrina que le niega personalidad jurídica al órgano de Estado quiere significar así, ante todo, que, por su
estatuto orgánico, el Estado se apropió previamente la actividad de los individuos que convirtió en sus
órganos. Una vez realizado, el acto del individuo órgano, por lo tanto, vale constitucionalmente no como
obra de la persona que lo ha realizado, sino únicamente como obra del Estado. En este sentido, pues, y a
partir de la conclusión del acto, la personalidad del agente se esfuma y, desde el punto de vista jurídico, sólo
queda en escena la personalidad del Estado por cuenta del cual obró el agente.
15
La teoría anteriormente expuesta se funda en una distinción entre el carácter en el que los electores son
llamados a votar y la cualidad en que deben ser considerados por haber ejercido su actividad electoral, en
cuanto se trata de caracterizar a ésta según sus efectos jurídicos. En virtud de una Cualidad individual y
subjetiva, son llamados por la Constitución al derecho de votar; tratándolos como órganos, la Constitución
reconoce a la asamblea de los elegidos designados por ellos el carácter y la potestad de una autoridad
estatal. Igualmente, en el Estado federal, los Estados confederados, asociados por el estatuto federal al
ejercicio de la potestad central, son llamados como Estados y funcionan como órganos. Son Estados desde el
punto de vista de la naturaleza de su vocación; son órganos desde el punto de vista de los efectos de su
participación. Contra esta distinción se ha elevado, sin embargo, una objeción. Incluso cuando sólo se
considera el punto de vista de la vocación, es necesario observar, se ha dicho, lo mismo para los ciudadanos
electores que para los Estados comprendidos en un Estado federal, que ante todo se les llama como
miembros y partes componentes del Estado, Ahora bien, en cuanto miembros de la persona estatal, forman
parte integrante de ésta; no se les puede considerar, pues, como terceros con relación a ella, ni como
sujetos jurídicos distintos (ver núms. 4 y 82. supra). En esto precisamente es en lo que aparecen como
simples órganos del Estado, desprovistos de personalidad independiente en el ejercicio de su función estatal
y, por consiguiente, incapacitados para ser considerados como ejerciendo dicha función a título de derecho
subjetivo. Pero a esta objeción puede responderse que la vocación electoral funda únicamente en la
cualidad de miembro (ver núms. 416 ss., supra). Lo prueba el hecho de que esta cualidad, indudablemente
necesaria, no es suficiente para asegurar al ciudadano del derecho electoral. El poder que la Constitución
confiere al elector no se reconoce indistintamente a todos los miembros del Estado. Quienes son investidos
por la ley del Estado de la función electoral, deben esta investidura al hecho de que, además de su cualidad
de miembros llenan ciertas condiciones especiales o poseen ciertas cualidades subjetivas; así, no puede
negarse la existencia de un aspecto subjetivo en el derecho electoral. Este aspecto subjetivo es más
1145

NATURALEZA Y CONTENIDO DEL DERECHO INDIVIDUAL DE SUFRAGIO

429. Acaba de verse que el derecho de sufragio, para el ciudadano


habilitado para votar por la ley del Estado, es un derecho subjetivo y, en este
sentido, un derecho individual. Pero ¿es también un derecho individual en el
sentido de que cada votante se halle investido del poder de (incurrir
personalmente al nombramiento efectivo de un diputado? ¿O el derecho a elegir
reside en el conjunto del cuerpo electoral actuando por circunscripciones
parciales, limitándose el derecho subjetivo electoral a la facultad para el elector de
participar, emitiendo un sufragio, en las operaciones electorales de la sección de
la cual es miembro? Se trata aquí como se anunció antes (pp. 1106 y 1 1 0 9 )—
de saber cuál es, según su contenido, la naturaleza del derecho electoral. ¿Se
trata de un derecho de elegir o simplemente de un derecho de voto? Si es un
derecho de elegir, puede decirse que cada elector es individualmente un órgano
del Estado, de modo que habría entonces tantos órganos electorales como
ciudadanos llamados a votar por la Constitución. Si, por el contrario, la
Constitución reservó el poder y la cualidad de órgano electoral al cuerpo entero de
ciudadanos, en este caso ya no constituye cada votante, por sí sólo un órgano,
sino que únicamente es miembro de un órgano colegiado por cuanto concurre a
constituir el órgano encargado de elegir.

acentuado aún en las otras personas que desempeñan el papel de órganos; en razón misma de que su
número, comparado al de los electores, es muy restringido, resulta evidente que su vocación no procede de
su simple cualidad de miembros de la colectividad. Esta vocación es para ellos una prerrogativa particular, al
menos en el sentido de que les corresponde por exclusión de los demás miembros del Estado, o sea de la
gran mayoría. La potestad de prestar el concurso de su voluntad personal a la persona abstracta Estado les
es conferida a título especial y porque únicamente ellos, entre los miembros de la nación, reúnen las
condiciones personales exigidas a dicho efecto. Finalmente, en el Estado federal es cierto que a los estados
confederados se les llama al ejercicio de su potestad como miembros de este Estado; hay que añadir, s i n
embargo, q u e BU cualidad de miembros se mezcla con su condición De estados y depende de ella, y en esta
última cualidad, francamente subjetiva, es en l a que adquieren sn vocación para intervenir en la formación
de la voluntad federal.
1146

430. La primera de estas dos opiniones se sostuvo especialmente objeto de


justificar la representación proporcional o de fundar algo equivalente a ésta.
Saripolos (op. cit.) fué su principal defensor. Indudablemente, dice este autor (vol.
II, p. 120), el poder electoral, en principio, como todo poder estatal, corresponde a
la nación o al pueblo tomado en su unidad indivisible. Pero, en un Estado
democrático, el ejercicio de dicho poder se halla individualizado por la Constitución
en la persona de cada elector, y así es necesario que ocurra para que el régimen
democrático se halle verdaderamente realizado. Indudablemente también, y por la
misma fuerza de las cosas, es indispensable que los electores se reúnan y
constituyan corporativamente para ejercer su derecho de elegir, pues la voluntad
electoral de cada uno de ellos sólo es jurídicamente eficaz en cuanto hace número
y concuerda con las voluntades individuales de otros electores; la actividad
electoral, por su misma naturaleza, está sometida a la necesidad de ejercerse
colectivamente. Pero si bien el derecho a elegir es forzosamente colectivo por lo
que se refiere a su ejercicio, no deja de constituir, considerado en sí, un derecho
individual en el sentido de que se atribuye por la ley electoral a cada ciudadano
personalmente (loe. cit., pp. 118 ss.). En otros términos, si bien los electores han
de constituir una formación colectiva para votar y elegir, no constituyen,
propiamente hablando, un ser colectivo (pp. 93 y 126). Los grupos locales o
circunscripciones electorales entre las cuales quedan repartidos esos electores no
son los titulares propios del poder electoral, como lo era antiguamente la bailía,
sino que dicho poder reside, en una forma individual, en cada elector. El
mantenimiento del sistema mayoritario en cada una de estas circunscripciones es
"un verdadero anacronismo"; es un vestigio de la antigua representación de las
colectividades o corporaciones constituidas en personas jurídicas (p. 129). El
procedimiento mayoritario se justificaría si el derecho a elegir correspondiera a la
circunscripción misma; ésta actuaría entonces por mayoría de sus miembros. Pero
es muy cierto que la circunscripción no es el sujeto especial de este derecho (ver
n° 410, supra), e importa sobre todo observar que n o puede serlo en un Estado
democrático.
En efecto, uno de los signos característicos de la democracia es realizar,
para el ciudadano, "la alternativa del mando y de la obediencia" (Saripolos, op. cit.,
vol. II, pp. 65 y 122) , en el sentido de que el ciudadano no es únicamente en ella
un "gobernado", obligado como tal a obedecer, sino que es también un
"gobernante", que participa en la acción gubernamental (ibid., pp. 112 y 114) .
Esto ocurre incluso en la democracia representativa: en ella, en realidad, los
ciudadanos sólo participan en el gobierno dentro de la medida del derecho
electoral, pero al menos,
1147

y en virtud misma del principio democrático, el derecho electoral les es conferido


por la Constitución como un poder destinado a proporcionar a cada uno de ellos
un medio efectivo de ejercer cierta influencia en la formación del Parlamento
nacional (p. 119). Cada ciudadano tiene una "pretensión subjetiva" a concurrir
personalmente al nombramiento de los representantes, o por lo menos de uno de
ellos; y por consiguiente, cada ciudadano tiene un "derecho individualizado" para
elegir por su parte al menos un diputado (pp. 114-115). Por lo tanto, este concepto
democrático del derecho de elección implica necesariamente la exclusión del
régimen mayoritario y la adopción de un sistema proporcionalista. En efecto, el
espíritu de la democracia exige que todo elector tenga la seguridad de cooperar
con su papeleta de votación al nombramiento efectivo de un diputado. Si así no
fuera, los electores que forman parte de la minoría quedarían en la imposibilidad
de ejercer su participación electoral en el gobierno, porque ¿qué es una función
electoral que consiste en no nombrar a nadie, que está condenada de antemano,
para los ciudadanos que constituyen la minoría, a ejercerse en vano y sin
resultado posible? En realidad, en el sistema mayoritario, el régimen democrático
del derecho de elección para todos queda completamente falseado, porque existe
toda una numerosa categoría de ciudadanos que no ejerce su poder constitucional
de elegir o, por lo menos, que sólo lo ejerce de una manera aparente e ilusoria
(pp. 120 ss.).

431. Así justificado, el principio de la proporcionalidad se deduce de la


misma naturaleza del derecho de elección en la democracia. La cuestión de la
supuesta "representación proporcional", en estas condiciones, no es ya una
cuestión de representación, sino una cuestión de régimen electoral. Saripolos
insiste vivamente en este punto; se esfuerza por demostrar que su doctrina "no
afecta de ningún modo a los principios y a la naturaleza del gobierno
representativo, sino que sólo aporta modificaciones a los procedimientos y modos
electorales" (loe. cit., p. 66). Esta doctrina no se funda en la idea de que cada
elector tenga un derecho individual de representación y deba hallarse
personalmente representado en la asamblea electiva por un diputado al que haya
otorgado su voto. Semejante concepto iría directamente contra el régimen llamado
representativo, pues conduciría lógica e inevitablemente a convertir al diputado en
mandatario de los ciudadanos que representa, mientras que, según el derecho
público en vigor, el cuerpo de diputados debe ser únicamente el órgano del ser
colectivo nación. Así pues, no se trata de convertir a la asamblea de los diputados
en una concentración del cuerpo electoral, una especie de Landsgemeinde
reducida. Con mayor razón, Saripolos declara que su teoría no se basa en una
idea de soberanía fraccionada
1148

o individual de los ciudadanos; esta teoría tampoco se refiere a las tendencias de


numerosos proporcionalistas que pretendieron fundar la representación
proporcional en la idea de que la asamblea de los diputados debe ser una
representación tan exacta como sea posible, el espejo o el mapa reducido, del
país o del cuerpo electoral considerado en los diversos grupos particulares que lo
componen. Especialmente no significa que los partidos políticos hayan de
encontrar en el Parlamento una representación proporcionada a su respectiva
importancia numérica (ver sobre todos estos puntos op. cit., vol. II, cap. I) . En una
palabra, en la doctrina que acaba de recordarse no se trata de modificar en lo más
mínimo las reglas y el alcance del régimen llamado representativo. El único objeto
de esta doctrina es realizar, conforme a los principios de la democracia, el sistema
del sufragio universal, y ello asegurando a cada ciudadano, no ya sólo una
papeleta de votación, sino una facultad efectiva de elección, de tal manera que
todos —y no sólo los miembros de la mayoría— participen realmente, por ló
menos en la medida del derecho electoral, en la acción gubernamental. Y para
señalar claramente que todo esto de ningún modo es cosa de representación, sino
únicamente de derecho electoral, se rechaza en esta teoría la expresión usual
"representación proporcional", substituyéndola por la de "elección proporcional"
(Saripolos, ver especialmente vol. II, pp. 65 y 132; cf. Duguit, Traite, vol. i, p. 377).

En suma, la conclusión que se desprende de toda esta teoría es que cada


ciudadano debe considerarse como constituyendo por sí solo un órgano individual.
Desde el momento en que "el derecho electoral se detiene y se establece en los
miembros del cuerpo electoral tomados individualmente" (Saripolos, loe. cit., p.
115), hay que admitir necesariamente que el órgano de elección no es el cuerpo
de los electores ni su mayoría, sino cada uno de ellos en particular. El autor cuya
tesis acabamos de recordar se explica categóricamente: "Los electores, dice (p.
92), son órganos directos del Estado, encargados de la función electoral de la
nación", y esto en el sentido de que "el elector mismo es un órgano" (p. 94). En
cuanto al cuerpo de ciudadanos, "jamás aparece como cuerpo, sino que sólo
funciona mediante actos individuales de voluntad" (p. 93). "No hay órgano
colectivo electoral, que actúe como colectividad; el cuerpo electoral no es un
órgano" (p. 94), pues "jamás actúa como verdadero cuerpo" (p. 99). "Sólo sus
miembros, considerados aisladamente, actúan a título de órganos" (p. 120). "A l
actuar los electores como órganos de la nación, la elección no es la decisión de un
ser colectivo" (p. 126). Michoud, sobre este último punto, sostuvo idénticas ideas:
"En realidad, dice (op. cit., vol. i, p. 289, cf. p. 145), los electores, organizados cu
colegios
1149

electorales, son los órganos del Estado... Ahora que la voluntad de cada uno de
estos individuos sólo es susceptible de producir su efecto jurídico cuando
concuerda con la voluntad individual de las demás personas que forman con ellos
el colegio electoral. Es lo que se llama la organización colegiada del órgano" (cf.
Duguit, UÉtat, vol. II, p. 148).
432. He aquí, pues, una nueva manera, muy especial, de llegar a resultados
análogos a los que produciría el régimen de la representación proporcional.
Consiste en referir estos resultados a un principio de derecho electoral personal y,
por consiguiente, a transformar el régimen de la representación proporcional en un
sistema de elección proporcional. Pero esta clase de justificación no es admisible.
Pretender que la elección proporcional se impone porque la función electoral es
una función individual, es invertir el orden lógico y natural del razonamiento. Por el
contrario, la verdad es que el derecho de elección aparecería jurídicamente como
una función individual si la Constitución hubiera admitido la representación o la
elección proporcional. El hecho de que no haya consagrado una ni otra1
constituye, hasta nueva orden, un argumento

1
Se sabe que, a pesar de su título, la ley de 12 de julio de 1919, que se presenta como "estableciendo el
escrutinio de lista con representación proporcional", no ha realizado un régimen de verdadera
proporcionalidad, ni en cuanto a la representación, ni en cuanto a la elección. Evidentemente, esta ley tiene
una gran importancia política, por cuanto parece poder considerarse como el pródromo y el punto de
partida de una evolución que, en lo venidero, conducirá a asegurar en Francia la franca realización del
principio de la proporcionalidad. Pero, por el presente, la ley de 1919 sólo ha realizado de un modo
completo la reforma que consiste en substituir la anterior práctica del escrutinio uninominal, llamado de
distrito, por el sistema de "escrutinio de lista departamental" (art. 1"). En cuanto a la elección misma, es
decir, en cuanto a la atribución de puestos y al nombramiento efectivo de los diputados, la ley de 1919 no
introdujo en el estado de cosas anteriormente vigente más que modificaciones que sólo son parciales y que
dejan subsistir el concepto según el cual el derecho electoral no implica necesariamente el derecho a elegir.
En su art. 10 concede efectivamente determinada parte a la idea proporcionalista, en cuanto prescribe que
"corresponden a cada lista tantos puestos como veces contiene su media el cociente electoral". Pero esta
concesión proporcional queda subordinada por el art. 10 a una condición que domina todo el régimen
electoral establecido en 1919, y que se enuncia, ante todo, por el primer párrafo del texto en estos
términos: "Todo candidato que haya obtenido la mayoría absoluta, queda proclamado electo, dentro del
límite de los puestos disponibles." As! pues, al proporcionalismo sólo subsidiariamente se le admite a
funcionar; sólo se le aplica en la medida en que el número de candidatos que haya obtenido la mayoría sea
inferior al número de los asientos disponibles. En otros términos, el sistema mayoritario subsiste siempre de
un modo preponderante e incluso puede decirse que la votación de diputados queda sometida a la regla
mayoritaria, pues la ley de 1919 no se resigna al proporcionalismo más que en el caso de que los electores
no hayan conseguido crear una mayoría absoluta. El art. 10, además, consagra el concepto mayoritario —y
ahora en favor de la misma mayoría relativa— al añadir que, en caso de atribución proporcional, los puestos
restante*, si queda alguno, se atribuirán a la lista que obtuvo la media más alta. Finalmente, pues, puede
ocurrir, aun hoy, que en algunas circunscripciones, aquellos ciudadanos cuyos sufragios sólo alcanzan un
número inferior a la mitad de los votos, no consigan elegir a ningún diputado.
1150

decisivo para establecer que, en el derecho público vigente, el órgano electoral, o


sea el titular efectivo o agente de ejercicio del poder de elección, no es el
ciudadano que tiene el derecho a votar —pues este supuesto elector no tiene
seguridad de elegir—, sino exclusivamente el cuerpo electoral pronunciándose en
cada circunscripción por mayoría de los sufragios emitidos. A este respecto debe
señalarse un rasgo de semejanza entre el cuerpo de los electores y el cuerpo de
los diputados. Este último —como se ha visto (p. 1013, supra)— constituye
también una unidad, en el sentido de que el órgano legislativo no es el diputado —
aunque cada diputado concurra individualmente a constituir el Parlamento—, sino
solamente el Parlamento, único que puede legislar por medio de su mayoría.
Así, Saripolos incurre en una petición de principio al decir que, en una
democracia como la que existe en Francia, el ciudadano tiene "un derecho
individualizado a gobernar", al menos en la medida del derecho electoral y, por
consiguiente, "una pretensión legal subjetiva a participar eficazmente en el
nombramiento de los órganos del Estado", un "derecho a elegir diputados" (op.
cit., vol. II, pp. 114-115, 119). Este autor razona como si hubiera demostrado
previamente que la Constitución francesa quiso fundar y fundó realmente un
régimen democrático. Pero, además de que el principio francés de la soberanía
nacional, tal como fué concebido en 1789, no es muy favorable al desarrollo de la
verdadera y absoluta democracia (ver n9 338, supra), el hecho de que el derecho
público francés, hasta ahora, no haya realizado un franco régimen de elección
proporcional, basta precisamente para probar que, desde este punto de vista,
Francia no es una verdadera democracia. El mismo Saripolos tiene buen cuidado
de señalar (loe. cit., pp. 115 y 123) que el ciudadano sólo puede adquirir derechos
electorales por la voluntad del Estado y en virtud de la Constitución; luego es a la
ley misma del Estado, y a ella sola, a la que hay que recurrir para comprobar si el
derecho de elección, en Francia, posee el carácter democrático de un derecho
individual de elegir. Hasta ahora carece de dicho carácter, y en este aspecto la
democracia no se halla realizada.
433. Importa añadir que, en el momento en que el derecho de elección haya
tomado semejante carácter, el régimen gubernamental que establecieron las
sucesivas Constituciones de Francia y conservó la de 1875 se verá
profundamente modificado y transformado. Esta es la segunda objeción que hacer
a la tesis de Saripolos. Niega vivamente este autor proponerse realizar cambio
alguno en las bases tradicionales del régimen
1151

representativo. Pretende que su doctrina tiene por objeto y por efecto introducir en
el derecho público francés un sistema, no precisarnente de representación
proporcional, sino únicamente de elección proporcional. La representación,
después de la reforma electoral, quedaría como lo que siempre ha sido desde
1789, o sea nacional; solamente el derecho de elección »se convertiría en
individual. Esta manera de presentar y legitimar la reforma proviene de una ilusión
y al parecer constituye un error. Ante todo, es inexacto afirmar —como lo hace
Saripolos (loe. cit., p. 126) — que "el ejercicio colectivo del derecho electoral no es
más que 'una necesidad de hecho", que responde exclusivamente a la verdad
elemental de que, para elegir, tienen que reunirse varios. Ya se observó, en contra
de esta afirmación, que en el puro régimen representativo, la elección —incluso
cuando no se resuelva, según el significado que le atribuye el propio Saripolos
(loe. cit., pp. 111 y 131), en un puro procedimiento de selección y en una simple
selección de capacidades (cf. p. 921, supra, pero ver también p. 931, n. 16)2 — es
por lo menos un procedimiento fundado en la idea de que, entre varios candidatos,
los más calificados para representar a la nación son aquellos que han sido
designados por el mayor número de sufragios (ver p. 1062, supra).3 Esto conduce
naturalmente

2
Este punto de vista parece particularmente justificado en el régimen de escrutinio uninominal, que tiene
por objeto fraccionar el cuerpo electoral en gran número de colegios, cada uno de los cuales sólo
comprende una cantidad relativamente pequeña de electores. Desde que el elegido no queda sometido a un
mandato de sus electores, la multiplicidad y la exigüidad de las circunscripciones electorales implican que la
elección, ante todo, se concibe como una selección de personas, como una operación determinada por el
intuitus personae. Si, por el contrario, las elecciones, en vez de realizarse sobre personas, se consideran
como debiendo proporcionar al cuerpo de los ciudadanos la ocasión y el medio de dar a conocer su voluntad
sobre un programa político general o sobre cuestiones determinadas, conviene lógicamente, para alcanzar
este fin, instituir un modo de consulta electoral que permita deducir, de un modo tan exacto como sea
posible, el sentimiento de la mayoría existente en el conjunto del país, y a este efecto se hace necesario
disminuir el número de circunscripciones y agrupar a los electores en vastos colegios en cuyo seno las
consideraciones locales de personas y de ambiente no puedan ejercer sino una influencia cada vez más
reducida. Esto es tanto más necesario cuanto que la parcelación del colegio electoral en un gran número de
colegios parciales aparece en la práctica como aportando a veces una grave alteración en la manifestación
de la voluntad popular y falseando los resultados de la consulta, por cuanto que la mayoría de personas que,
de hecho, se encuentra elegida por las diversas circunscripciones, no corresponde a la mayoría de opiniones
y de votos que realmente se confirmó, en el transcurso de la consulta, referente a las cuestiones que
motivaron la convocatoria de las elecciones. A este respecto, el restablecimiento del escrutinio de lista por
la ley electoral de 1919 quitó gran parte de su fuerza a la argumentación de los partidarios de la doctrina
que no quieren ver en las elecciones sino un procedimiento de selección fundado en consideraciones
personales.
3
Durante el curso de las discusiones que tuvieron lugar sobre la cuestión del voto plural, se objetó en
distintas ocasiones que esta institución quedaba excluida por el principio de la igualdad de los ciudadanos. A
lo que puede replicarse que la igualdad de los derechos no se impone legítimamente más que cuando se
trata únicamente del Ínteres individual de los ciudadanos; ya no constituye un argumento decisivo cuando
se trata del interés de la nación misma. Es preciso que la nación pueda sacar partido de cada uno de sus
miembros, según las facultades propias de cada uno de ellos. Si estuviese probado que el sistema del voto
plural responde con mayor plenitud a las exigencias del interés general, el principio de la igualdad no sería
suficiente para obstaculizar su adopción. La verdadera objeción que debe oponerse al voto plural es que en
el régimen de elección mayoritaria, que ha prevalecido hasta hoy en Francia, se presume como más digno
de ser elegido el que ha sido designado por el mayor número de votantes; desde este punto de vista, es el
1152

al sistema mayoritario y excluye tanto la elección proporcional como la


representación proporcional. Tal parece haber sido la concepción de los
constituyentes de 1791, los cuales, al mismo tiempo que adoptaban el régimen
representativo y rechazaban el sistema democrático preconizado por Rousseau,
tomaron de éste sus ideas acerca de la voluntad general y la potestad de la
mayoría.4 Si los primeros constituyentes consideraron la elección como un acto
esencialmente colectivo y no individual, no es, como dice Saripolos, porque no
podían obrar de otro modo, sino porque no quisieron obrar de otro modo. En su
concepción, no solamente era colectivo "el ejercicio del derecho electoral", por
efecto de "una necesidad de hecho", sino que el derecho mismo de elegir
presentaba este carácter colectivo, y lo presentaba esencialmente, ya que la
designación de los representantes, por principio mismo, había de depender de la
elección de la mayoría" (Constitución de 1791, lít. MI, cap. i, sección 3, art 2).5

número de sufragios individuales, y no la cualidad respectiva de los electores, lo que debe decidir la
elección.
4
No debe perderse de vista que, a diferencia de lo que ocurrió en Inglaterra, donde el régimen
parlamentario se fundó en la división del país en dos partidos opuestos y se desarrolló en el sentido del
gobierno de partido, la Revolución francesa basó el derecho público que es obra suya en el concepto de la
unidad indivisible del cuerpo de ciudadanos; y este concepto unitario dejó una huella profunda en el espíritu
político y en las instituciones del pueblo francés. Así es como, hablando de "voluntad general" (Declaración
de derechos de 1789, art. 6: de 1793, art. 4; del año m, art. 6), los textos revolucionarios reducen la voluntad
de la nación a la unidad, a pesar de la diversidad de opiniones que puede existir entre los grupos y los
partidos. Igualmente, el régimen electoral de la época revolucionaria se basa en la idea de que los diputados
son los elegidos de la nación entera (ver las notas de las pp. 926, 933 s., 934 s., supra). Estas opiniones
unitarias conducen lógicamente al régimen mayoritario y excluyen la elección proporcional.
5
Dado este concepto, se hace imposible tener en cuenta la consideración tantas veces invocada por los
proporcionalistas, a saber, que el mérito de los candidatos escogidos como capaces por la mayoría no
excluye el mérito de los candidatos designados, también como capaces, por la minoría. En efecto, el sistema
mayoritario no se funda en la idea de que los candidatos que han obtenido mayor número de sufragios son
los únicos capaces, sino en realidad en la presunción de que son los más calificados, y a este título es como
han de triunfar sobre sus concurrentes. Por otra parte, esta manera de comprender el régimen mayoritario
excluye uno de los argumentos que a veces se han presentado para su justificación. "Si —se ha dicho el
poder legislativo estuviese ejercido directamente por el pueblo, únicamente la mayoría legislaría" (Esmein,
Éléments, 7° ed., vol. I, p. 328). Del mismo modo, es natural que ella sola nombre a los representantes. Este
argumento no es decisivo. En el caso del referendum, la aplicación del principio mayoritario constituye
verdaderamente una necesidad de hecho. Por el contrario, en lo que concierne al nombramiento de los
diputados, el procedimiento de la elección proporcional es perfectamente concebible y pratioable. Si, bajo el
régimen mayoritario, la elección es como el voto directo sobre la adopción de la ley, tenida por indivisible,
de ningún modo es porque sea indivisible en sí, sino que ello puede explicarse, entre otras causas, por el
motivo, muy razonable, de que la elección hecha por la mayoría constituye un procedimiento de designación
que se halla conforme con el espíritu del gobierno representativo.
1153

Es verdad que hoy se han realizado grandes cambios en el funcionamiento del


régimen representativo. Mientras que, en su origen, a las elecciones se las
concibió como un simple medio de que el pueblo disponía para elegir sus
representantes, de hecho y especialmente bajo la influencia del parlamentarismo,
para el cuerpo electoral han llegado a ser un medio > de gobernarse. Como se
observó antes (núms. 397 ss.), sirven para que se conozca el sentimiento y hasta
la voluntad de los electores, y permiten a éstos, en una medida más o menos
amplia, ejercer una acción dirigente. En estas condiciones se ha podido sostener
con razón que era lógico y hasta indispensable que todos los electores, o por lo
menos todos los grupos de opinión que tuvieran cierta importancia numérica,
estuviesen representados en el seno del Parlamento; pues desde el momento en
que el régimen electoral tiene por objeto proporcionar a los ciudadanos el medio
de expresar sus ideas propias y dejar sentir su influencia en la dirección de la
política nacional, resulta difícil explicarse razonablemente que sólo la mayoría
pueda y deba hacer triunfar a sus candidatos y que los de la minoría se
encuentren destinados de antemano a un fracaso cierto.6
La adopción de la representación proporcional se hallaría de acuerdo, pues, con
las nuevas tendencias del régimen representativo. Pero debe añadirse que, al
orientarse en estas nuevas direcciones, el régimen llamado representativo se ha
transformado profundamente, pues mientras que según su primera definición no
entrañaba ninguna representación efectiva, actualmente

6
Según Esmein, loe. cit., p. 310, la ley de la mayoría debe aceptarse de plano porque "no favorece a nadie
de antemano y coloca a todos los^votantes al mismo nivel". Esta proposición es exacta si con ella quiere
significarse que la mayoría se compone de ciudadanos que han votado en la misma calidad que los de la
minoría; en este sentido es evidente que la ley de la mayoría no erra privilegio alguno comparable a aquellos
que resultarían del nacimiento, la fortuna o el saber. Pero no por ello es menos cierto, por otra parte, que,
desde antes de las elecciones, uno de los partidos entre los cuales se divide el cuerpo electoral, debido a su
número, tiene la seguridad de ser el único que ejercerá la influencia del país en la legislatura venidera; y este
monopolio, asegurado por anticipado a una de las fracciones del cuerpo electoral con exclusión de todas las
demás, constituye un favor discutible en un régimen que pretende proporcionar al país, gracias a las
elecciones, el medio de dar a conocer su sentir sobre la política en curso.
1154

aparece como implicando cierta representación, al menos parcial, de la voluntad


superior del cuerpo electoral, y de ahí que se haya aproximado al gobierno directo
popular. Como se vio antes (n9 400), va no es un régimen representativo integral,
sino únicamente un régimen "semi-representativo". Sin embargo, esta última
denominación da a entender que este régimen, hasta en la fase actual de su
evolución, conservó ciertos rasgos de su primitiva fisonomía. La elección
mayoritaria es precisamente uno de estos rasgos originales: es un vestigio del
sistema que en la designación hecha por el mayor número veía un procedimiento
de selección tendiente a hacer aparecer a los más dignos; o, por lo menos,
constituye una forma de nombramiento muy apropiada al puro régimen
representativo, por cuanto implica que el poder de elegir no reside, de una manera
democrática, en la persona de cada elector considerado como ejerciendo así un
derecho individual, sino en el cuerpo electoral, desempeñando una pura función
nacional. Hoy se propone reemplazar este procedimiento mayoritario por un
sistema proporcionalista. Esta substitución parece como la continuación del
complemento natural de la evolución ya comenzada en esta materia. Pero de lo
que importa darse cuenta es de que el establecimiento del sistema
proporcionalista constituiría una nueva lesión a los principios del gobierno
representativo y una nueva deformación de esta clase de gobierno. El reproche
que puede dirigirse a la doctrina de Saripolos es precisamente el de haber
desconocido este último punto.

434. Este autor no se presenta como adversario, sino, por el contrario,


como defensor del régimen representativo, al que no pretende socavar, sino
conservar intacto. A dicho efecto, declara que hay que repudiar la representación
proporcional, la cual, dice, se inspira en las ideas mismas en que se basa el
gobierno directo, y propone, como institución totalmente diferente, la elección
proporcional, que, según su tesis, queda dentro de la lógica del régimen
representativo, restableciendo al mismo tiempo la igualdad efectiva entre
ciudadanos y la realidad del poder electoral. Representación proporcional o
elección proporcional, ambas reformas son, pues, presentadas como
esencialmente distintas: la una presupone en el ciudadano elector una verdadera
potestad legislativa, que habría de ejercer mediante el representante de su
elección, y por consiguiente, la introducción de semejante reforma alteraría el
régimen llamado representativo; la otra sólo reconoce al ciudadano una pura
potestad de elegir, y tiene por único objeto hacer efectiva esta potestad, no
implicando, pues, sino una simple reforma electoral (ver especialmente vol. II, p.
132).
Conviene replicar a esta argumentación que las dos reformas que
1155

se presentan como tan diferentes, en realidad no constituyen más que una sola.
Una de dos: o el derecho de eligir, ya se le considere como una simple facultad de
designar diputados, ya como una consecuencia del derecho a ser representado,
tiene por titular el cuerpo de los ciudadanos activos tomado en su conjunto, y
entonces el elector, miembro de una minoría que no consigue hacer triunfar a su
candidato, no puede quejarse de que su derecho individual haya sido violado; o,
por el contrario, cada elector tiene la seguridad, gracias a la elección proporcional,
de contribuir al nombramiento efectivo de un candidato y, en la asamblea electa,
de poseer un diputado a cuya elección haya cooperado individualmente. Pero, en
este caso, el poder individual conferido y garantizado a cada uno de los electores
sólo puede explicarse satisfactoriamente por la idea de que cada uno de ellos
tiene personalmente un derecho a ser representado •—en el sentido propio de la
palabra— en dicha asamblea, pues semejante poder individual implica
necesariamente que la Constitución ha querido hacer depender las decisiones que
adopte la asamblea de un procedimiento de formación en el cual cada elector
habrá de ejercer, por medio de su propio diputado, determinada parte respectiva
de influencia real.

En vano se ha tratado de eludir esta conclusión alegando que la elección


proporcional tiene por único objeto permitir que el elector elija y posea en el seno
de la asamblea electa un diputado al que haya otorgado su confianza (Saripolos,
op. cit., vol. II, p. 131). A decir verdad, los electores no tendrían interés en poseer
cada uno de ellos un hombre de confianza en el Parlamento más que si para cada
uno de ellos se tratara de ejercer en el mismo, por mediación de dicho elegido,
una influencia personal. Si los elegidos hubieran de ser totalmente independientes
de los electores y si éstos no pudiesen aspirar a más acción sobre el Parlamento
que aquella que consiste en nombrarlo, no se ve por qué no sería suficiente la
confianza electoral de la mayoría, ni por qué sería indispensable que a todo
elector correspondiese un diputado investido de su especial confianza.

En el fondo, hay que reconocerlo, el objeto principal de toda reforma


concebida en el sentido del proporcionalismo es, al reforzar el número de los
elegidos de la minoría, debilitar parejamente la potestad de la mayoría y obligarla
a hacer concesiones a los demás partidos para poder llegar a una decisión.
Indudablemente, la elección proporcional no puede garantizar a cada elector o a
cada uno de los grupos de electores que su voluntad particular haya de ser
tomada en consideración de una manera absoluta y respetada en el momento de
emitir sus votos la asamblea electa. En ese momento, el principio mayoritario
encontrará de nuevo
1156

forzosamente su aplicación. Pero, por lo menos, si la mayoría no tiene más que


una superioridad numérica restringida, e incluso si a veces, en ese régimen, no
puede ser más que una mayoría relativa, habrá de entenderse con los demás
partidos y asegurarse el concurso y la adhesión de algunos de ellos y, a dicho
efecto, aceptar algunas de sus condiciones; sólo a ese precio conseguirá
convertirse en una mayoría suficientemente fuerte. Las decisiones legislativas o de
otro género de la asamblea serán, pues, el producto de arreglos en los que todos
los diputados, y a través de ellos todos los electores, habrán participado más o
menos efectiva y ampliamente. Se comprende, por lo tanto, por qué es tan
importante para cada categoría de electores poseer en el Parlamento sus hombres
de confianza especiales. En definitiva, toda la combinación propuesta con el
nombre de elección proporcional se reduce prácticamente a un resultado que no
es sino la representación proporcional misma.
Por ello, ambas reformas —diga lo que diga Saripolos— no constituyen
realmente sino una sola:7 tanto una como otra, al tratar de proporcionar a cada
elector su diputado, significan igualmente, en el fondo, que cada uno debe tener
su representante en el Parlamento. Por ello también, puede aplicarse a la elección
proporcional la objeción de principio

7
Tal parece haber sido también el sentir de Saleilles (Nouvelle Revue historique, 1899, p. 604), el cual,
después de analizar y aprobar la doctrina de Saripolos, acaba reconociendo que "en realidad, toda esta
construcción científica conduce a un puro desiderátum psicológico: substituir en el espíritu de los electores y
de los elegidos la idea de representación por la idea de elección propiamente dicha". Sólo sfe trata, pues, en
suma, de producir en los electores un cambio de mentalidad. Espera dicho autor, sin embargo, que a causa
de esta substitución, el elegido quedará más independiente con respecto a sus electores. Semejante
esperanza no parece muy fundada. Un régimen electoral que se basa en el principio de que todo elector
debe tener su propio diputado, lógicamente sólo puede fortalecer, en el cuerpo electoral, la creencia y la
pretensión al derecho, a favor de los ciudadanos, de ser representados efectivamente por sus diputados
personales. La elección proporcional es una institución esencialmente democrática, y que, por ello mismo,
se conciba difícilmente con las tendencias casi aristocráticas que originariamente se hallaban contenidas en
el régimen llamado representativo. Por su misma naturaleza, está destinada a evolucionar en el sentido de
la democracia directa. Duguit, que se declara partidario de la elección proporcional (Traite, vol. I, p. 377), no
disimula el verdadero fundamento y el alcance de esta institución: "E s necesario —dice (ibid., p. 298) — que
el sistema electoral asegure una representación de todos los individuos que componen la colectividad
representada. Por esta razón, el sistema mayoritario es absolutamente antinómico a la noción de la
representación." Y también (p. 379) : "S i la nación misma expresara directamente su voluntad, nos
hallaríamos ante la nación compuesta de sus diferentes partidos. Es necesario, pues, que el Parlamento se
componga de los mismos elementos que la nación y que los partidos que existen en la nación se encuentren
en el Parlamento." Estos son conceptos que pueden defenderse en muchos aspectos, pero que
evidentemente no se relacionan con las tradiciones del régimen llamado representativo; y es evidente
también que la elección proporcional, así motivada y orientada, se confunde con la representación
proporcional.
1157

que Esmein (Éléments, 1^ ed., vol. i, p. 330) suscitó contra la representación


proporcional: "La tesis de la representación proporcional, considerada como un
derecho, sólo podría ser fundada si el derecho de representación fuera personal
de los individuos". Por ello, finalmente, la elección proporcional, lejos de
conciliarse con el régimen representativo o de rastablecerlo en su integridad, va
directamente contra dicho régimen, y si llegara a adoptarse constituiría una nueva
lesión a sus principios y a su espíritu. Mientras que en el puro régimen
representativo se considera a los diputados como elegidos, no de un grupo, sino
de la nación tomada en su conjunto, el sistema de la elección proporcional tiende
a dar a cada categoría de electores, e incluso a cada votante personalmente,
cierta potestad o acción individual en la formación del cuerpo de los diputados y,
más allá de esta formación, en las deliberaciones mismas de la asamblea. Así, la
elección proporcional lleva a los mismos resultados que la representación
proporcional, de la que Esmein ha dicho y demostrado ("Deux formes de
gouvernement", Revue du droit public, vol. I, pp. 24 y 36) que corresponde al
régimen semi-representativo. En realidad se puede sostener con razón que en el
régimen representativo tal como se comprende y practica actualmente las
elecciones debieran realizarse según el modo proporcional, de manera que todos
los miembros del cuerpo electoral sin distinción pudiesen ejercer sobre el
Parlamento una influencia semejante a la que los electores que nombran a la
mayoría son, actualmente, casi los únicos en ejercer. Pero la cuestión que aquí se
examina no es la de saber cuáles puedan ser los motivos que militan en favor de
la elección proporcional, sino que únicamente se trata de comprobar si, como
pretende Saripolos, esta institución se armoniza con el concepto representativo
que desde 1789 constituye la base del sistema gubernamental francés. Según
dicho autor (loe. cit., p. 132), la representación proporcional sólo se excluiría por el
régimen representativo. Pero, en realidad, la elección individual o proporcional es
un procedimiento que implica ya representación proporcional o personal, pues sin
esto carecería de sentido. Por ello, el puro régimen representativo repugna a la
introducción tanto de la una como de la otra. Esta admisión, en suma, sería un
nuevo paso hacia el gobierno directo.
435. Otra idea se ha presentado, sin embargo, para justificar esta admisión,
armonizándola con el gobierno representativo. Con frecuencia se ha alegado que
—a diferencia del gobierno directo, que asocia inmediatamente a los electores con
las decisiones a tomar en el Estado y que incluso hace depender de la voluntad
suprema del cuerpo electoral su perfección o formación definitiva— la
representación proporcional, y con mayor razón la elección proporcional, de
ningún modo confieren al pueblo un
1158

poder de decisión, sino que simplemente tienden a asociar a todos los grupos de
ciudadanos e incluso a todos los electores a las deliberaciones que preceden, en
la asamblea electa, a la votación de las decisiones; y esto en el sentido de que
cada categoría de electores, en el curso de estas deliberaciones, podrá expresar,
por medio de su respectivo diputado, su opinión particular, sus peticiones
especiales, así como los motivos en que se funda. Al recoger así todos los
pareceres, la asamblea estatuirá después y, sin dejar de tener en cuenta todas las
consideraciones invocadas durante la discusión, decidirá finalmente por mayoría
de votos. En el momento de la adopción de las decisiones, en efecto, se impone el
procedimiento mayoritario, y entonces es inevitable que la minoría se someta a la
voluntad del mayor número; así ocurre incluso en la democracia directa en el caso
de referendum. Pero es necesario que dicha minoría haya sido consultada y que
haya podido expresar su parecer. En el sistema de la representación mayoritaria
se le niega incluso esta posibilidad. Unicamente el sistema de la representación o
de la elección proporcional puede impedir esta exclusión total de la minoría y
mantener la igualdad entre todas las fracciones del cuerpo electoral, y la mantiene
asociándolas, por lo menos, a la deliberación. Por ello los proporcionalistas
declaran que, si la ley de la mayoría es el principio de las decisiones, la
proporcionalidad es el principio de las elecciones. De ahí la máxima tan
frecuentemente repetida: La decisión para la mayoría; la elección para todos
(Saripolos, op. cit., vol. n, pp. 126 ss.).
Pero, a decir verdad, esta máxima no es sino la reproducción de una
doctrina de la que ya se ha hablado y que pretende que la asamblea de los
diputados tiene sucesivamente por función representar a los electores en el
momento de la deliberación y decidir por cuenta de la nación en el momento de la
votación. La falsedad de este concepto ha sido demostrada ya (ver n. 29, p. 1053).
En el régimen llamado representativo, la asamblea electa no funciona de ningún
modo como asamblea consultiva o representativa; en ningún momento tiene por
misión propia averiguar cuáles son los elementos diversos y heterogéneos que
constituyen la voluntad del cuerpo electoral; sino que, en el momento de su
reunión, sólo puede concebirse, en este régimen, como un órgano de la nación,
como el órgano exclusivo por el cual la nación puede querer regularmente. Por
tanto, en ningún momento, ni siquiera en la época de las elecciones, cabe
preocuparse de asegurar, en el seno de la asamblea, una representación de todas
las opiniones o de todos los intereses. Tal vez sea demasiado absoluto decir que
la asamblea "debe construirse y componerse según el principio mayoritario, para
asegurar el derecho de decisión que corresponde a la mayoría" (Esmein,
Éléments, 7* ed., vol. I, p. 331); pues
1159

dicha fórmula, al mismo tiempo que parece hacer depender la voluntad nacional
de una pura cuestión numérica, induce también a pensar que las elecciones
constituyen ya, por parte del cuerpo electoral, un principio de decisión, puesto que
son un principio de formación de la mayoría; semejante idea sería evidentemente
contraria al espíritu del régimen representativo. Pero, en todo caso, si las
elecciones, en este régimen, no tienen por objeto especial constituir una mayoría,
tampoco están destinadas a proporcionar representantes o elegidos especiales de
la minoría. Sólo constituyen una elección de personas. Estas personas son
designadas para deliberar sobre los asuntos de la nación. Forman su opinión, no
ya sobre la de sus electores respectivos, sino mediante un examen objetivo de los
intereses nacionales que tienen a su cargo. Unicamente después de dicho
examen se originarán una mayoría y una minoría. Por último, si el acontecimiento
no justifica la confianza que los electores habían puesto en sus elegidos, el cuerpo
electoral realizará otra selección cuando lleguen cambios de legislatura. Así es
como ocurrirían las cosas si el gobierno representativo hubiera permanecido
intacto. Pero hay que reconocer que, en este aspecto, la obra de la Revolución ha
sido profundamente alterada y que, por consiguiente, los proporcionalistas tienen
muy cumplidas razones para reclamar la elección proporcional. Solamente que no
tienen fundamento para reclamarla en nombre del gobierno representativo.
436. El día en que esta reforma —ya iniciada en Francia por la ley de 12 de
julio de 1919— haya sido totalmente realizada será cierto decir que cada elector
es un órgano estatal,8 por lo menos en el sentido de que cada uno podrá elegir un
diputado e influir así en las deliberaciones de que saldrán las decisiones de la
asamblea electa. Pero, mientras las elecciones continúen haciéndose conforme a
los principios del régimen representativo, es decir, según el procedimiento
mayoritario —que se encuentra, en suma, mantenido por la ley de 1919, puesto
que dicha ley asegura todavía su preponderancia—, será imposible considerar a
cada elector individualmente como órgano. Pues en el actual estado de cosas, el
derecho electoral sólo consiste, en principio, para el elector, en el poder de
concurrir a constituir el cuerpo electoral y participar en la consulta general
destinada a dar a conocer la voluntad de dicho cuerpo. El elector tiene un derecho
subjetivo; pero lo que posee subjetivamente sólo es el derecho de voto y no el de
elegir; este último, de un modo general, reside en el cuerpo de los ciudadanos
activos, el cual, aunque dividido entre múltiples colegios, aparece por el momento
como siendo única

8
El cuerpo electoral, en el sistema de la elección proporcional, no sólo será ya un órgano colegiado, sino un
órgano complejo, constituido por tantas unidades orgánicas como ciudadanos haya que tengan el derecho
individual de elegir.
1160

mente, en su conjunto, el órgano electoral del Estado. En cuanto a los ciudadanos


considerados separadamente, hasta ahora no han adquirido como propio este
poder de voluntad primaria o dirigente, que ha hecho decir, en el régimen
representativo deformado de la época actual, que el cuerpo electoral se ha
convertido realmente en un órgano de voluntad estatal. El sufragio universal, que
se califica generalmente como derecho igual para todos, sólo entraña realmente
igualdad en lo que concierne a la aptitud al voto, pero no la entraña en cuanto a
los efectos del voto, pues éstos pueden ser negativos para aquellos electores que
constituyen la minoría. Por ello hay que detenerse, en esta materia, en una
conclusión idéntica a la que admite la mayoría de los autores actuales acerca de la
soberanía en general. En efecto, dado que, incluso en la democracia directa,
ninguna decisión estatal exige la unanimidad de los votos de los ciudadanos y
que, por el contrario, cada ciudadano se ve expuesto a la necesidad de someterse
a una voluntad general superior y opuesta a la suya, si forma parte de la minoría,
los autores concuerdan en reconocer que, en éstas condiciones, el soberano no
es cada uno de los ciudadanos individualmente, sino únicamente su conjunto
colectivo. Asimismo, en materia de derecho electoral y en razón de la
preponderancia que conserva la aplicación del principio mayoritario, hay que
reconocer que el titular especial —como órgano— del derecho de elegir, con las
consecuencias que se derivan de este derecho en el régimen semi-representativo
actualmente en vigor, es, hasta nueva orden, el cuerpo electoral y no sus
miembros individuales.
1161

CAPITULO IV

E L PODER CONSTITUYENTE

SECCION I

LA TEORIA DEL ORGANO DE ESTADO Y LA CUESTION


DEL PODER CONSTITUYENTE

437. Para completar la teoría del órgano de Estado es indispensable


abordar una última cuestión, que algunos autores (ver especialmente Duguit,
UÉtat, vol. II, p. 52, y Traite, vol. I, p. 312) presentan como el problema capital del
derecho público y a la cual, en efecto, los acontecimientos ocurridos desde 1789,
durante mucho tiempo, le han dado una considerable importancia en Francia (ver
no. 318, supra). Se trata de la cuestión del poder constituyente.
He aquí cómo se plantea. Se vio antes que el órgano es un individuo o un
colegio de individuos cuya voluntad se erige en voluntad del Estado por el estatuto
orgánico de la colectividad nacional. Así, el órgano proviene esencialmente de la
Constitución. En el sistema de la soberanía nacional, particularmente, toda
persona llamada a concurrir a la formación de la voluntad estatal, desde el simple
ciudadano-elector hasta el monarca constitucional, recibe su competencia
funcional, no ya de un derecho personal, sino de una vocación creada por el
estatuto de la nación. Y de un modo general, el órgano no ejerce un poder propio,
sino la potestad de la nación estatizada. En principio, únicamente la nación,
unificada y personificada en el Estado, es sujeto de la potestad pública; pero la
Constitución es el conducto por el cual esta potestad, en lo que se refiere a su
ejercicio, se comunica a los diversos órganos estatales. De hecho, y en derecho
positivo, todo poder que se ejerce en el Estado tiene su origen en una devolución
hecha por la Constitución.
Pero entonces se suscita un nuevo problema, al que viene a afluir toda la
teoría del órgano de Estado: ¿A quién corresponde elaborar la Constitución
misma? ¿Quién estará calificado para determinar los órganos estatales y para
repartir entre ellos el ejercicio de la potestad nacional? En otros términos, ¿en
quién reside el poder constituyente?
438. Aquí es —declara Duguit (UÉtat, vol. II , pp. 51 55., 78-79)—
1162

donde se revela la insuficiencia, "el vicio irremediable" de la teoría del órgano de


Estado. Esta teoría no puede aplicarse a la confección de la Constitución. En
efecto, el órgano sólo existe por la Constitución. Por consiguiente, cuando se trata
de fundar la Constitución misma, no puede recurrirse al órgano para este ejercicio
del poder constituyente. El órgano supone la Constitución ya hecha, y no puede
por lo tanto ser el autor de la Constitución. La teoría del órgano es una
construcción jurídica que parece justificarse cuando se la considera con
posterioridad a la Constitución, pero no puede intervenir anteriormente a la
Constitución, a efecto de explicar cómo se ha constituido el poder constituyente
mismo.
Se desprende de ello, según Duguit, que la teoría del órgano no alcanza el
fin esencial que se propusieron sus defensores. Este fin era establecer que el
Estado, jurídicamente y como personificación de la colectividad nacional, tiene
voluntad propia, voluntad que resulta de la organización constitucional de la
colectividad. Ahora bien, el Estado carece de esta voluntad, precisamente en el
momento en que se trata para él de realizar el acto primordial y supremo de
potestad dominadora, es decir, en el momento de crear su orden jurídico
constitucional. En vano se dirá que todo Estado regularmente organizado posee,
por su organización misma, a la vez órganos constituidos y un órgano
constituyente, creado éste por una Constitución anterior. Razonar así es alejar la
dificultad, pero no resolverla; pues no por mucho remontarse de Constitución en
Constitución dejará de llegarse siempre a un momento inicial en el que el Estado
hubo de organizarse por vez primera, y en el que tuvo que darse su Constitución
originaria. En ese momento, el Estado no poseía aún órganos; más todavía, ni
siquiera existía como persona jurídica, pues la persona Estado sólo nace por la
organización realizada de la colectividad nacional. Finalmente, se llega al
reconocimiento inevitable de que la Constitución primitiva del Estado, aquella que
lo originó, no pudo ser obra de sus órganos, sino que procede de una fuente
situada fuera del Estado; y por consiguiente, este reconocimiento implica que en la
base del Estado existe una voluntad y una potestad distintas de las del Estado
mismo; voluntad o potestad que no pueden ser sino de individuos; voluntad
generadora del Estado que aparece como anterior y superior a ella; voluntad
constituyente, de la que la voluntad constituida del Estado no es sino un producto
o un sucedáneo; voluntad, por lo tanto, que es la verdadera voluntad soberana,
porque es la voluntad primaria constituyente. En una palabra, se llega a reconocer
así que la soberanía propiamente dicha v en el sentido absoluto de la palabra está
situada primitivamente fuera del Estado. Es necesario, por lo tanto, acabar
siempre buscándola en los individuos.
1163

439. Una vez situada en este terreno, la cuestión del poder constituyente se
resuelve, digámoslo así, por sí misma. En derecho privado, el estatuto corporativo
de una asociación sólo puede ser obra de los individuos por los cuales y entre los
cuales está fundada la asociación. Indudablemente, una vez constituidos en
sociedad, los asociados, por el hecho de su organización corporativa, se
encuentran reunidos en un grupo unificado que en adelante puede querer por sus
órganos estatutarios y que se convierte así en un sujeto especial de voluntad y de
derechos propios. Pero la organización estatutaria misma tiene por elemento
generador, en sus comienzos, una voluntad anterior a la voluntad social y
extrínseca a la persona social, que es la voluntad de los fundadores del grupo
como individuos. Parece que los mismos conceptos deben admitirse en lo que
concierne al Estado. El estatuto orgánico por el cual una pluralidad de hombres,
que concurren a formar una misma nación, se constituyen en un cuerpo estatal
unificado, debe lógicamente ser obra de estos mismos hombres. En otros
términos, la soberanía primaria, el poder constituyente, reside esencialmente en el
pueblo, en la totalidad y en cada uno de sus miembros.
En esta teoría se reconocen los principios característicos de la doctrina del
Contrato social. Y en efecto, la idea general que aparece en el fondo de toda esta
argumentación es que la Constitución es el acto mediante el cual los ciudadanos
convienen en fundar entre sí al Estado por medio de la creación de la organización
nacional, y por tanto un acto contractual. Resulta también de esto que toda
Constitución nueva constituye una especie de nuevo contrato social, contrato en
cuya renovación es necesario que cada miembro de la nación intervenga de una
manera efectiva, con el fin de operar, mediante el consentimiento de todos, la
reorganización de la asociación nacional.1 Estas ideas de Rousseau ejercieron
una gran influencia en los hombres de la Revolución; y aparecen sobre todo en
ciertos discursos pronunciados en la Convención (Esmein, Éléments, 7a ed., vol. I,
p. 412; Zweig, Die Lehre vom pouvoir constituant, p. 343). Al menos, según la
doctrina expuesta ante la Convención por varios de sus miembros, la creación de
la Constitución se suponía esencialmente la conclusión de un pacto social, pacto
del que el acto constitucional, en efecto, no era sino su consecuencia y su
aplicación. Este pacto sólo.

1
Rousseau especifica que este consentimiento ha de ser unánime. Contrat social, lib. IV, cap. n: "Sólo existe
una ley que, por su naturaleza, exija un consentimiento unánime: el pacto social. Considerations sur le
gouvernement de Pologne, cap. ix: "L a unanimidad ha sido requerida por el derecho natural de las
sociedades para la formación del cuerpo político y para las leyes fundamentales que dependen de su
existencia... Ahora bien, la unanimidad requerida para establecer estas leyes debe serlo también para su
derogación. Por lo tanto, he aquí puntos sobre los cuales el liberum veto puede seguir subsistiendo."
1164

podía producirse después de la Declaración de derechos, pues había de recibir su


valor de los principios de derecho natural reconocidos por ésta; pero la formación
de este pacto debía situarse antes de la fijación del acto constitucional, y esto era
tanto más necesario cuanto que, para justificar la aplicación al acto constitucional
del principio de la adopción por la mayoría, era necesario previamente un acuerdo
tomado por unanimidad.2

2
Ver, por ejemplo, el discurso del convencional Valdruchc (sesión del 15 de abril de 1793): "Antes de
presentar al pueblo las consecuencias del contrato social, es decir, una Constitución, hemos de presentarle
las bases de dicho contrato, decirle cuál será la cuota de libertad individual, la porción de sacrificios
particulares que habrá de constituir la libertad política de Francia. Habéis de conceder esas bases al pueblo.
En ellas solamente podrá reconocer y apreciar las ventajas del nuevo régimen, de las que no podría juzgar
en la exposición metafísica de una Declaración de derechos. Pido que se trate inmediatamente de la
redacción de las bases de un contrato social" (Archives parlementaires, 1ª serie, vol. LXII, p. 121). En la
sesión de 17 de abril, Romme decía igualmente, al someter a la Convención un proyecto de Declaración de
derechos, que cabe distinguir la Declaración, que "proclama los títulos del hombre al mejor modo de gozar
de la vida", y la "constitución del cuerpo social", que es "el modo convenido para gozar de todos sus
derechos; la expresión de la voluntad general para vivir socialmente de una manera determinada; las
condiciones del pacto; un contrato por el cual cada uno se compromete hacia todos y todos hacia cada uno"
(Archives parlementaires, loe. cit., p. 264). Estas ideas fueron precisadas y desarrolladas especialmente por
Isnard que, en la sesión de 10 de mayo de 1793, estableció claramente la distinción que debe hacerse y el
orden cronológico que debe seguirse entre la Declaración de derechos, el pacto social y el acto
constitucional: "Debe reconocerse en primer lugar cuáles son los derechos naturales de todos y
proclamarlos... Inmediatamente después de la Declaración de derechos, proceder a redactar la Constitución,
decretándola por mayoría de votos, supone la violación de todos los derechos de los asociados-Para seguir
el orden natural de la organización social, hay que proceder, antes de toda ley constitucional, a la redacción
de un pacto social. Este acto debe ser intermedio entre la Declaración de derechos, que le sirve de base, y la
Constitución, a la que sirve de barrera y regulador... Si el pacto social difiere de una simple Declaración de
derechos, difiere más aún de un acto constitucional. Hacer un pacto social es redactar el instrumento
mediante el cual cierto número de personas consienten en formar una asociación con tales o cuales
condiciones previas. Hacer una Constitución, por el contrario, es únicamente determinar la forma de
gobierno o el establecimiento público que ha de regir la sociedad constituida. El uno crea la sociedad, el otro
la organiza. Finalmente, existe entre estos dos actos la diferencia de que la Constitución se decreta por
simple mayoría de sufragios, y comprobada esta mayoría, se hace obligatoria para todos, mientras que el
pacto social debe ser consentido por unanimidad de sufragios, es decir, que todos aquellos que reclamen no
están comprometidos" (Archives parlementaires, vol. LXIV, pp. 417 ss.). En cuanto al carácter inicial y
fundamental de la Declaración de derechos, idénticas ideas habían sido expuestas ante la Constituyente, por
ejemplo por Desmeunier, que sostenía que "es necesario redactar previamente una Declaración de
derechos, que precederá a la Constitución francesa, es decir, una declaración de los principios aplicables a
todas las formas de gobierno", pues "la declaración —decía— contendrá los verdaderos principios del
hombre y el ciudadano. Los artículos de la Constitución sólo serán las consecuencias naturales de ella"
(Archives parlementaires, vol. vm, p. 334). Las mismas ideas defiende, todavía hoy, Duguit (Traite, vol. II, pp.
13 ss.), que sostiene que las Declaraciones de derechos, "en la doctrina individualista que se encuentra aún
en la base de nuestro derecho positivo", deben tenerse por distintas de la Constitución a la que preceden y
dominan.
1165

440. Pero, más que ninguno, el gran teorizante de la soberanía


constituyente del pueblo, en esa época, fué Sieyés. Según Sieyés, la soberanía
popular consiste esencialmente en el poder constituyente del pueblo. Por la
Constitución, el pueblo delega efectivamente algunas partes de su potestad en las
diversas autoridades constituidas, pero conserva siempre pata sí mismo el poder
constituyente. Resulta de ello esta doble consecuencia: 1º si la soberanía, desde
el punto de vista de su ejercicio, se divide y reparte separadamente entre las
diversas autoridades constituidas, su unidad indivisible queda retenida
originariamente en el pueblo, fuente constituyente única y común de todos los
poderes públicos (ver n° 289, supra); 2º el pueblo, al conservar en sus manos el
poder constituyente, no queda obligado por la Constitución: ésta podrá obligar a
las autoridades constituidas, pero no puede encadenar al soberano mismo, o sea
al pueblo, que siempre es dueño de cambiarla.3
Al mismo tiempo que colocaba así, a título inconmutable, el poder
constituyente en el pueblo, Sieyés —que al espíritu de sistematización lógica
propio de los hombres de la Revolución unía una visión muy clara de los
problemas o de las necesidades políticas de aquella época y un sentido muy
práctico de las soluciones útiles o de los paliativos que convenía introducir en
ellas— admitía, incluso en materia constituyente, la aplicación del régimen
representativo, al cual concedía amplio lugar en su plan de reorganización política
y del que se convirtió en el defensor activo ante la Asamblea nacional de 1789.
Mediante esta introducción del principio representativo en la obra constituyente,
atenuaba notablemente el alcance de su sistema de soberanía popular.
Evidentemente, conservaba la soberanía del pueblo, al pedir que el poder
constituyente fuera ejercido por representantes especiales, diferentes de los
representantes ordinarios.4

3
Sieyés lo explica especialmente en la "Exposición razonada" que presentó al comité de Constitución, en 20
y 21 de julio de 1789, con objeto de justificar las bases de su proyecto de Declaración de derechos del
hombre y el ciudadano: "L a Constitución comprende a la vez la formación y la organización interiores de los
diferentes poderes públicos, su necesaria correspondencia y su independencia recíproca. Tal es el verdadero
sentido de la palabra Constitución: se refiere al conjunto y a la separación de los poderes públicos. A'o es la
nación la que se constituye, sino su establecimiento político. La nación es el conjunto de los asociados,
iguales todos en derechos y libres en sus comunicaciones y en sus compromisos respectivos. Los
gobernantes, por el contrario, constituyen, en este único aspecto, un cuerpo político de acción social. Ahora
bien, todo cuerpo precisa organizarse, limitarse y. por consiguiente, constituirse. Así pues, y repitiéndolo
una vez más, la Constitución de un pueblo no es ni puede ser más que la Constitución de su Gobierno y del
poder encargado de dar leyes lo mismo al pueblo que al Gobierno. Los poderes comprendidos en el
establecimiento público quedan todos sometidos a leyes, a reglas, a formas que no son dueños de variar"
(Archives parlementaires, 1° serie, vol. vm , p. 259). Ver sobre la doctrina de Sieyés, n' 452, injra.
4
En la exposición que precede a su proyecto de Declaración de derechos, Sieyés decía a este respecto (21 de
julio de 1789) : "No es necesario que los miembros de la sociedad ejerzan individualmente el poder
constituyente, sino que pueden entregar su confianza a representantes, que sólo se reunirán para dicho
objeto, sin poder ejercer por sí mismos ninguno de los poderes constituidos (Archives parlementaires, eod.
loe). Cf. Zweig, op. cit., p. 132.
1166

Pero, aparte esta reserva, la separación del poder constituyente y los poderes
constituidos, según su doctrina, había de establecerse y funcionar en el cuadro y
bajo el imperio del régimen representativo.
No obstante, esta extensión de la representación a la labor constituyente
era ilógica. Así, en el momento en que nos colocamos en el punto de vista
indicado por Sieyés, nos vemos obligados a reconocer que el régimen
representativo, si bien se concibe para los actos corrientes de la soberanía
constituida, no puede adaptarse al acto fundamental de creación de la
Constitución. Según la teoría de la soberanía popular, en efecto, por la
Constitución es precisamente como el pueblo consiente en el régimen
representativo y abandona el gobierno directo; por ella se da a sí mismo
representantes, por ella declara someterse a la voluntad que habrá de ser
enunciada por ellos en su nombre, por ella hace suyas previamente sus
decisiones. La representación política deriva de la Constitución; por lo tanto la
presupone, y por consiguiente, no puede servir para confeccionarla. Además, si
bien es verdad que la confección de una nueva Constitución implica una
renovación del contrato social, existe una razón decisiva que excluye toda
posibilidad de representación del pueblo en este contrato: la de que el pueblo, en
el momento de realizar semejante pacto, se encuentra en estado inorgánico y no
posee representantes, porque nadie tiene aún cualidad para representarlo. Las
Constituciones revolucionarias posteriores a la de 1791 lo comprendieron así,
pues a diferencia de la Constitución de 1791, que concedía el poder constituyente,
de manera exclusiva, a la legislatura renovada a dicho efecto, no se contentaban
con atribuir este poder a representantes especiales, sino que, partiendo del
principio de la soberanía popular, desde 1793 hasta el año VIII exigieron para la
perfección de toda nueva Constitución una votación popular, o sea la sanción
constituyente del pueblo.
441. ¿Qué debe pensarse de la teoría que parte de la idea de que la
soberanía constituyente reside en principio en el pueblo? Para apreciar el valor de
esta teoría conviene considerar, ante todo, la primera Constitución del Estado,
aquella en la cual se originó. Acabamos de ver que existe, respecto de esta
Constitución inicial, una doctrina muy extendida que se esfuerza en descubrirle
una base jurídica y que pretende hallar dicha base en las voluntades individuales
de los hombres que componen la nación. Pero esta doctrina se basa en un error
fundamental, que es de idéntica naturaleza al que vicia la teoría del Contrato
social. El error es, en efecto, creer que sea posible dar una construcción
1167

jurídica a los acontecimientos o a los actos que pudieron determinar la fundación


del Estado y de su primera organización (ver n' 22, supra). Para que semejante
construcción fuera posible, sería preciso que el derecho fuese anterior al Estado; y
en este caso, el procedimiento creador de la organización originaria del Estado
podría considerarse como regido por el orden- jurídico preexistente a él. Esta
creencia en un derecho anterior al Estado constituye el fondo mismo de los
conceptos emitidos en materia de organización estatal, desde el siglo XVI al XVIII,
por los juristas y los filósofos de la escuela del derecho natural; inspiró igualmente
a los hombres de la Revolución, pues, como se vio antes (n. 2, p. 1164), partiendo
de la idea de un derecho natural es como llegaron a formular, en la base de su
obra constituyente, esas Declaraciones de derechos que, en su pensamiento,
debían a la vez preceder y condicionar el pacto social y el acto constitucional, al
mismo tiempo que servirles a ambos de fundamento. Pero, si bien no es posible
discutir la existencia de preceptos de moral o de justicia superiores a las leyes
positivas, también es cierto que estos preceptos, por su sola virtud o superioridad
—aunque ésta sea trascendente— no podían constituir reglas de derecho, pues el
derecho, en el sentido propio de la palabra, no es sino el conjunto de las reglas
impuestas a los hombres en un territorio determinado, por una autoridad superior,
capaz de mandar con potestad efectiva de dominación y de coacción irresistible.
Ahora bien, precisamente esta autoridad dominadora sólo existe en el Estado;
esta potestad positiva de mando y de coacción es propiamente la potestad estatal.
Por lo tanto, se ve que el derecho propiamente dicho sólo puede concebirse en el
Estado una vez formado éste, y por consiguiente, es inútil buscar el fundamento o
la génesis jurídicos del Estado. Por ser la fuente del derecho, el Estado, a su vez,
no puede hallar en el derecho su propia fuente.
442. Resulta de esto que la formación inicial del Estado, así como su
primera organización, no pueden considerarse sino como un puro hecho, no
susceptible de clasificarse en ninguna categoría jurídica, pues ese hecho no está
gobernado por principios de derecho. En el Estado ya constituido, la cuestión de la
formación de las agrupaciones de derecho privado por crear entre sus miembros,
o también la de la formación unificada de las colectividades públicas inferiores al
Estado, es una cuestión perfectamente jurídica, porque dichas agrupaciones se
forman bajo el imperio del derecho existente en el Estado, y se comprende
entonces que su creación se rija por prescripciones jurídicas. Se comprende, por
ejemplo, que la creación de una sociedad y de su estatuto orgánico exige por
parte de los asociados fundadores un intercambio contractual de consentimientos
individuales, que se produce en ciertas condiciones fijadas por la ley
1168

del Estado y hace de dicha creación un acto jurídico perfectamente caracterizado.


Por el contrario, la formación del Estado no está mandada por ningún orden
jurídico preexistente; es la condición del derecho y no está condicionada por el
derecho. No puede afirmarse que el Estado sólo existirá a condición de haber sido
engendrado por el consentimiento de todos los miembros de la nación o incluso de
la mayoría de los mismos. Y hay ejemplos de que la formación del Estado ha sido
el resultado de la fuerza, como lo declara Michoud (citado supra, n. 11, p. 74),
quien observa que la organización del grupo puede ser impuesta a sus miembros
tanto por la coacción como por la persuasión. Este autor se une también a Esmein
para decir que la aparición del Estado y de su primer estatuto es puramente un
"hecho natural" (ver supra, n. 8, p. 73).5 En otros términos, en el origen del Estado
sólo cabe el hecho, no el derecho. Lo más que puede hacer el jurista es reconocer
que el Estado se encuentra constituido en el momento en que la colectividad
nacional, fijada sobre un determinado territorio, posee de hecho órganos que
expresan su voluntad, establecen su orden jurídico e imponen superiormente su
potestad de mando. En cuanto a averiguar por qué processus jurídico fueron
constituidos estos órganos primitivos, no sólo no constituye el problema capital de
la ciencia del derecho público, sino que ni siquiera es un problema jurídico. La
doctrina que, remontando el curso sucesivo de las Constituciones, pretende llegar
a descubrir la fuente jurídica del Estado, se basa en un error completo. La fuente
del Estado es un hecho; y a este hecho se adhiere ulteriormente el derecho (ver
sobre estos diferentes extremos, supra, núms. 22 y 48).6

5
Ver en el mismo sentido las observaciones de Berthélemy en la Revue du droit public, W15, pp. 667-668,
675. Declara Berthélemy que, para discutir sobre "el fundamento de la autoridad política", no hay que
remontarse a los períodos de formación originaria de esta autoridad, períodos que Berthélemy llama
"épocas de confusión"; sino que hay que fijar el examen sobre "el Estado organizado provisto de un
Gobierno reconocido". Sólo a partir de este momento puede el jurista empezar a examinar el Estado y a
analizar su estatuto y su esencia jurídicos. Y ello porque, como dice también muy acertadamente
Berthélemy, únicamente a partir de este momento es cuando el "estado de hecho" que llegó a establecerse
en el momento de la organización inicial de la comunidad estatal y por efecto de su definitiva y duradera
consagración constitucional, se encontró "transformado en estado de derecho". Es tanto como decir que el
Estado, en su forma primera, no es una creación jurídica, no es el producto de un orden jurídico
determinado. El derecho sólo se aplica al Estado, una vez creado éste, para sostener y proteger mediante
contrafuertes la construcción estatal no edificada por él.
6
Entiéndase bien que la posibilidad de una organización estatal fundada en la fuerza o en una voluntad que
no presentara el carácter de voluntad nacional, queda excluida en Francia, pues es inconciliable con el
concepto de soberanía de la nación, que es la base de todo el derecho público francés. Cuando la Asamblea
nacional de 1789 puso manos a la obra para dotar al pueblo francés de una Constitución, que adquiría en
aquella época y que ha conservado desde entonces un carácter originario en el sentido de que esta
Constitución renovaba totalmente la organización del Estado francés, ya se había admitido y formulado el
principio de que, en Francia, la soberanía es un poder esencialmente nacional, que no puede residir en un
individuo o en un grupo en particular. Este principio, proclamado previamente a toda Constitución positiva,
debía constituir desde entonces el punto de partida de toda la organización constitucional por elaborar.
Tanto en lo que concierne al poder constituyente como en lo que se refiere al orden de los poderes
constituidos, excluía cualquier sistema orgánico que pudiera implicar un acaparamiento en provecho de
algunos sobre la potestad de la que sólo es titular la universalidad nacional. Desde el punto de vista
internacional, es decir, en el terreno de la teoría general del Estado, el derecho público francés se vio
efectivamente obligado, a veces, a reconocer la existencia de Estados que debían a la fuerza su fundación;
desde su propio punto de vista, el derecho público interno de Francia, desde sus orígenes modernos,
1169

443. Por estas observaciones se ve que el reproche dirigido a la teoría del


órgano de Estado de no poder explicar la formación del Estado y de su primera
Constitución, carece de valor. Los autores que, al dirigirle ese reproche, creen
descubrirle una falla, únicamente demuestran con ello que se equivocan acerca de
su verdadero alcance. Nadie ha podido sostener" que el estatuto originario del
Estado tenga que ser la obra jurídica de órganos regulares de la colectividad.
Considerando, en efecto, que la aparición del Estado coincide con el hecho de su
primera organización, es evidente que ésta no ha podido ser creada por órganos
estatales preexistentes. Pero, por otra parte, como la primera Constitución del
Estado no depende de ningún orden jurídico anterior ni de ninguna organización
estatutaria preestablecida, es manifiesto también que no puede exigirse a la teoría
del órgano, como tampoco a ninguna otra teoría jurídica, que explique con razones
de derecho lo que no es ni puede ser sino simple hecho. La verdad es, por lo
tanto, que la teoría del órgano nada tiene que ver con el establecimiento de la
primitiva Constitución del Estado. En cambio, se debe reconocer que esta teoría
se adapta perfectamente al ejercicio del poder constituyente y a las revisiones
constitucionales, en el Estado ya formado.
Si bien no existe derecho anterior al Estado, en sentido inverso, es esencial
al Estado ya constituido poseer un orden jurídico, y especialmente un orden
jurídico destinado a regular eventualmente la reforma de su organización. Ahora
bien, el principio constante que domina todo este orden jurídico consiste en que,
una vez estatizada, la colectividad nacional expresa su voluntad y ejerce su
potestad mediante ciertas reglas, dentro de ciertas formas y sobre todo por ciertos
órganos, determinados previamente por la Constitución. Las decisiones soberanas
que han de tomarse

condenó y repudió la fuerza como modo de formación de la nación y de su organización estatal. Según el
principio de la soberanía nacional, los órganos estatales de toda clase, empezando por el órgano
constituyente, deben tener el carácter de órganos nacionales, en el sentido de que, bien sea por efecto de
sus relaciones con el cuerpo nacional, bien de su estructura o composición, las voluntades que expresen
pueden considerarse como de la misma naturaleza que las que se deducirían del conjunto de la nación si
ésta pudiese apreciar directamente sus intereses y formular consecuentemente sus voluntades.
1170

por cuenta de la colectividad ya no son, en el Estado, cuestión de voluntades


individuales que se conciertan a dicho efecto, sino cuestión de voluntad unilateral
del Estado, al querer éste por medio de sus órganos. Esto ocurre lo mismo en
materia constituyente que en cualquier otra materia que dé lugar a decisiones
soberanas. Y no debe decirse que cualquier cambio de Constitución supone un
nuevo pacto social, es decir, un acto que tuviera por objeto renovar el Estado,
pues, por una parte, la idea de contrato social, que es falsa en lo que se refiere a
la formación de la Constitución inicial del Estado, tampoco podría admitirse con
respecto a sus Constituciones posteriores. Por otra parte, el cambio de
Constitución, aunque sea radical e integral, no indica ni una renovación de la
persona jurídica Estado, ni tampoco una modificación esencial en la colectividad
que en el Estado encuentra su personificación. Mediante el cambio de
Constitución no se substituye un antiguo Estado por una nueva individualidad
estatal.7 Una nueva Constitución tampoco tiene por efecto engendrar una nueva
nación; por lo que concierne a la nación francesa en particular, resulta superfluo
decir que su existencia, como cuerpo estatal, aparece como un hecho consumado,
cuyo origen puede remontarse a una época más o menos antigua, pero que, en
todo caso, ya no depende, desde hace tiempo, de la voluntad de la autoridad
constituyente. Así pues, el poder constituyente no tiene por qué ejercerse aquí con
objeto de fundar de nuevo la nación y el Estado, sino que simplemente se limita a
darle a un Estado, cuya identidad no se modifica y cuya continuidad tampoco se
interrumpió por ello, una nueva forma o estatutos nuevos (Esmein, Éléments, 7ª
ed., vol. i, p. 412).

Finalmente, se ve que en las colectividades erigidas en Estado, el poder


constituyente de la colectividad, situado en el Estado por el hecho mismo de la
organización de aquélla, habrá de explicarse por los órganos mismos que la
Constitución, a dicho efecto, asigna al ser colectivo nacional. Estos órganos
podrán ser, ya una asamblea especialmente elegida con ese fin, ya el cuerpo de
los ciudadanos activos actuando por la vía del gobierno directo, ya también una o
varias de las autoridades constituidas. Pero cualesquiera que sean las personas o
las asambleas llamadas a ejercer la función constituyente, presentarán el carácter
jurídico de órganos estatales, o también de "representantes" en el sentido en que
se empleaba este término en 1791, órganos o representantes que son llamados o
habilitados por la Constitución misma para expresar la voluntad constituyente
estatal de la nación.

7
Por ello “Haurioii, Principes de droit pablic, 1ª ed., pp. 120 ss.. hace observar que la misma Revolueión de
1789 de ningún modo "renovó" ni "interrumpió" la personalidad jurídica del Estado francés.
1171

La teoría del órgano de Estado, pues, debe hacerse extensiva al poder


constituyente. Y sin embargo, ¿no suscitará esta extensión una última objeción?
Cuando se trata de órganos constituidos, se concibe perfectamente que su título
derive de la Constitución, ya que —como su nombre lo indica— son creados por
ella. Aquí, por el contrario, ¿no es encerrarse en un círculo vicioso hacer depender
de la Constitución la organización del funcionamiento del poder constituyente?
Puesto que la Constitución está por hacer, ¿cómo puede regular su propia
confección? La objeción sólo es aparente. Basta, para disiparla, examinar en qué
condiciones, de hecho, es llamado a ejercerse el poder constituyente. A este
respecto se observa que los cambios de Constitución pueden producirse en dos
clases muy diferentes de circunstancias.
444. Existen en primer lugar cambios que se hacen de una manera violenta
y que resultan de un golpe de fuerza, que se llama revolución o golpe de Estado,
según tenga por autor al pueblo o a una de las autoridades constituidas. En
Francia, la mayor parte de las Constituciones que se han sucedido de 1789 a 1875
han tenido este origen violento. Así es como las Constituciones del año m y de
1848 fueron derrocadas por los golpes de Estado del 18 brumario y del 12 de
diciembre, de los que surgieron después las nuevas Constituciones del año vm y
del 14 de enero de 1852. En el mismo orden de hechos conviene recordar que la
Constitución vigente ha sido a veces violada gravemente por uno de los órganos
que ella misma creara y que se hallaba obligado a respetarla. Un ejemplo notable
de esto se encuentra en la jornada del 10 de agosto de 1792: en esa fecha, la
Asamblea legislativa, sin dejar de protestar su fidelidad a la Constitución y
negando cometer ninguna usurpación,8 se apoderó, en parte al menos, del poder
constituyente, pues suspendió al rey y convocó una Convención nacional, a la que
encargó de hacer una nueva Constitución, y para cuya elección modificó
considerablemente las condiciones del régimen electoral entonces vigente, todo
ello con evidente violación de la Constitución de 1791, que había organizado un
procedimiento constituyente muy diferente. Por otra parte, fueron las revoluciones
de julio de 1830 y de febrero de 1848 las que suprimieron las Cartas y provocaron,
para reemplazarlas, la creación de nuevas Constituciones.9 En cuanto al

8
Decreto del 10 de agosto de 1792: "Considerando que el cuerpo legislativo no debe ni puede manchar su
autoridad con ninguna usurpación; que, en las circunstancias extraordinarias en que lo han colocado
acontecimientos imprevistos por todas las leyes, no puede conciliar lo que debe a su fidelidad
inquebrantable a la Constitución, con su firme resolución de sepultarse bajo las ruinas del templo de la
libertad antes que dejarla perecer..."
9
"En 1830 —dice Esmein, Éléments, 7" ed., vol. i, p. 579, n.— no se consideró que la Constitución se había
derrumbado por completo: sólo el trono quedó vacante, y la Carta fué simplemente revisada." Esta
apreciación es discutible. En realidad, la transformación constitucional que se operó en 1830 tuvo mayor
alcance que una simple revisión. La Carta de 1814 se fundaba en un principio de soberanía monárquica, y
desarrollaba las consecuencias de dicho principio. La Carta de 1830 restaura el sistema de la soberanía
nacional, como se desprende de la Declaración votada por las dos Cámaras el día 7 de agosto. El mismo
Esmein reconoce (loe. cit., p. 584) que se trataba de una "transformación radical". De la diferencia que
separaba a las dos Cartas en cuanto a su fundamento respectivo resultaba, en efecto, que, incluso aquellas
de sus disposiciones concebidas en términos idénticos, tomaban en cada una de ellas un significado muy
diferente. Puede decirse, pues, que, con la Revolución de Julio, la Carta de 1814 había sido anulada
totalmente.
1172

Segundo Imperio, se ha podido decir que se derrumbó bajo el peso de los


acontecimientos de 1870, más bien que derribado por un movimiento popular.
Los movimientos revolucionarios y los golpes de Estado ofrecen de común
que tanto unos como otros constituyen actos de violencia y se realizan, por
consiguiente, fuera del derecho establecido por la Constitución en vigor. Por lo
tanto, sería pueril preguntarse, en semejante caso, a quién corresponderá el
ejercicio legítimo del poder constituyente. Después del trastorno político resultante
de semejantes acontecimientos no hay principios jurídicos ni reglas
constitucionales; ya no nos encontramos aquí en el terreno del derecho, sino en
presencia de la fuerza. El poder constituyente caerá en manos del más fuerte.
Unas veces se verá a un dictador, al día siguiente de un golpe de Estado, imponer
al país una Constitución que será su obra personal; de esta manera, después del
2 de diciembre, el príncipe Luis Napoleón hizo la Constitución de 14 de enero de
1852. Otras veces será una asamblea la que se adueñe del poder constituyente, y
erigiéndose en Constituyente haga una nueva Constitución. En estas condiciones,
en 1789, los Estados generales se transformaron en Asamblea constituyente. Así
también fué como, en 1830, la Cámara de Diputados, que surgía victoriosa de las
jornadas de julio, se adueñó del poder constituyente; el 7 de agosto revisó la Carta
de 1814 por la vía y bajo la forma de una ley, que se aprobó el mismo día por la
Cámara de los Pares y que luego aceptó y promulgó Luis Felipe como Carta
nueva. En fin, frecuentemente las crisis revolucionarias originan un gobierno
provisional y de ocasión, el cual, después de haber acumulado primeramente
todos los poderes, incluso el de iniciativa constituyente, convoca en un momento
dado a los electores con objeto de hacerles nombrar una asamblea constituyente
que habrá de proceder al establecimiento de la nueva Constitución: así ocurrió en
1848 y en 1870-1871.
En todas estas circunstancias, lo cierto es que la nueva Constitución no se
confeccionará según el procedimiento, el modo constituyente y las formas que
habían sido previstos y prescritos por la precedente. Al quedar ésta radicalmente
destruida por efecto del golpe de Estado o de la revolución,
1173

nada queda de ella (Esmein, Éléments, 7ª ed., vol. i, pp. 579 ss., vol. ii, pp. 3 ss.);
y por consiguiente, no podrá proporcionar órganos para la confección de la
Constitución futura. El pueblo ya no tiene "representantes" regulares. Así pues,
entre la antigua Constitución, de la que se hizo tabla rasa, y la nueva Constitución,
que hay que hacer por entero, ya no existe lazo jurídico alguno; antes al contrario,
existe entre ambas una solución de continuidad, un interregno constitucional, un
intervalo de crisis, durante el cual la potestad constituyente de la nación no tendrá
más órganos que las personas o cuerpos que, a favor de las circunstancias, hayan
conseguido apoderarse de ella. En suma, la cuestión del poder constituyente se
presenta aquí en los mismos términos que en la época de la formación originaria
del Estado: se reduce a una cuestión de hecho y deja de ser una cuestión de
derecho.
Hay que abandonar, pues, esta primera hipótesis, en la cual la devolución y
el ejercicio del poder constituyente no están regidos por el derecho, pues en la
ciencia del derecho público no hay lugar para un capítulo consagrado a una teoría
jurídica de los golpes de Estado, de la revolución y de sus efectos.10 Y por
consiguiente, conviene fijarse únicamente en un segundo caso, que es el de la
reforma pacífica, regular, jurídica en una palabra, de la Constitución vigente.
445. Esta reforma puede ser más o menos extensa; puede tener por objeto,
bien revisar la Constitución en algunos puntos limitados, bien derogarla y
reemplazarla totalmente. Pero cualquiera que sea la importancia de este cambio
constitucional, sea total o parcial, habrá de operarse según las reglas fijadas por la
misma Constitución que se trata de modificar. Y en efecto, desde el momento en
que se hace abstracción de la revolución y de los golpes de Estado, que son
procedimientos constituyentes de orden extrajurídico, hay que reconocer que el
principio de derecho que se impone en una nación organizada es que la creación
de la nueva Constitución sólo puede ser regida por la Constitución antigua, la cual,
en espera de su derogación, permanece aún vigente; de tal modo que la
Constitución nueva nace en cierto modo de la antigua y la sucede,
encadenándose con ella sin solución de continuidad.11

10
Rousseau (Contrato social, lib. II , cap. VIII) compara las revoluciones con "enfermedades", que "realizan
con los pueblos lo que ciertas crisis realizan en los individuos". Ahora bien, el derecho, el orden jurídico, no
puede aplicarse eficaz y útilmente más que en medios sanos y equilibrados.
11
Esto significa que —como se ha pretendido a veces (ver por ejemplo Burckhardt, Kommentar der schweiz.
Bundesverfassung, 2' ed., p. 7) — la identidad del Estado sólo se conserva en tanto que su Constitución
actual se derive de su Constitución anterior. Ya se observó antes (pp. 62 y 76, supra) que los cambios de
Constitución no alteran esta identidad. Esta observación sigue siendo exacta incluso en el caso de que el
cambio se haya operado por vía extrajurídica. Cualesquiera que sean las transformaciones producidas en la
organización constitucional, cualesquiera que sean los medios por los que estas transformaciones se han
realizado, la colectividad nacional, que por cierto sigue siendo la misma, continúa teniendo una organización
unificante que asegura su unidad estatal; ahora bien, esta misma unidad constituye, por sí sola, el
fundamento de la personalidad del Estado. Por ello, la persona Estado, sin ser afectada en su continuidad y
su identidad, pasa por las revisiones en forma regular, así como por las revoluciones o crisis violentas que
tienen por efecto modificar o alterar la Constitución del Estado.
1174

Tal es el principio consagrado por las Constituciones modernas. Tuvo en Francia


su primera y feliz fórmula en la Constitución de 1791 (tít. VII, art. 1º), que después
de haber declarado que "la nación tiene derecho a cambiar su Constitución",
añadía en seguida que dicho cambio sólo puede efectuarse "por los medios
previstos en la misma Constitución". Por ello, las Constituciones contemporáneas
tienen sumo cuidado, generalmente, en prever y regular su propia revisión, es
decir, determinan previamente las formas, condiciones y procedimiento de su
revisión eventual; y sobre todo, cuidan de designar a los órganos que habrán de
encargarse de emprender y perfeccionar dicha revisión. Así, cuando haya lugar a
poner en movimiento al poder constituyente para modificar o derogar la
Constitución en vigor, de ningún modo será indispensable recurrir al pueblo,
convocar a todos los ciudadanos como si se tratara para ellos de fundar de nuevo,
mediante una especie de contrato social, la nación y el Estado; tampoco será
necesario proceder por vía revolucionaria, sino que bastará con hacer intervenir a
aquellos órganos que la Constitución misma, la Constitución que ha de revisarse o
reemplazarse, predispuso por anticipado al ejercicio regular y pacífico del poder
constituyente de la nación.12

12
La cuestión de saber en qué medida puede o debe asociarse el pueblo al ejercicio del poder constituyente
no es, pues, en sí una cuestión de orden jurídico, sino realmente de orden político. Esta cuestión tuvo en
1875 una solución negativa. La Constitución de 1875 no hace intervenir directamente a los ciudadanos en la
obra constituyente de revisión, sino que se colocó en el punto de vista de que la intervención del pueblo en
tal materia políticamente no se impone ni jurídicamente es indispensable. Los constituyentes de 1875 se
dejaron influir evidentemente, a este respecto, por el mal recuerdo que en Francia dejaron los numerosos
plebiscitos que se sucedieron desde 1793 a 1870. La institución del plebiscito lleva en sí un vicio
particularmente grave cuando tiene por objeto, como en el sistema imperialista, delegar la soberanía en un
hombre u obligar al pueblo a aceptar una Constitución que excluye después a los ciudadanos de la
participación en el ejercicio de los poderes constituidos. En este caso, el plebiscito equivale a una abdicación
del pueblo y no es sino un medio de confiscar la soberanía nacional. Además, el plebiscito tiene un
inconveniente general, que resulta de que dicha forma de consulta se reduce a solicitar del pueblo un voto
afirmativo o negativo, y ello en bloque, de un modo indivisible, sin enmienda posible. En estas condiciones,
el voto popular ya no es suficientemente libre, porque el pueblo se encuentra en la alternativa de rechazar
totalmente una Constitución, si le desagrada en un punto cualquiera, o de adoptarla por entero, a pesar tal
vez de graves defectos. En Francia, por ejemplo, los nueve plebiscitos que se efectuaron antes de 1875, en
general, tuvieron el carácter de aceptación forzada. En efecto, como no se ofrecía al pueblo elegir entre
varias Constituciones, no tuvo más remedio, en cada cambio de régimen, que adoptar la única que se le
presentaba, y ello quizás por temor a permanecer por más tiempo en la incertidumbre y el desorden
constitucionales. Así se explica que el pueblo francés se haya apresurado siempre a adoptar, por enormes
mayorías, las Constituciones que le fueron sometidas durante ese período de su historia. Pero la historia del
plebiscito en Francia prueba también que allí esta institución casi no tiene valor, puesto que se han podido
hacer ratificar de esta manera por el pueblo todas las Constituciones, por diversas y poco duraderas que
fuesen. Es justo reconocer que estas críticas se refieren especialmente al plebiscito, pero no se extienden al
referendum constituyente aplicado a la revisión de Constituciones estables, que no nacieron mediante
golpes de Estado o acontecimientos desordenados, sino que fueron fundadas por la libre voluntad del
pueblo y que de esta misma voluntad esperan su mejoramiento progresivo.
1175

En todos estos respectos se ve que, en definitiva, este ejercicio del poder


constituyente entra pura y simplemente en el cuadro de la teoría general y normal
del órgano de Estado.
En el fondo, todas las observaciones que acabamos de hacer se reducen a
la verdad, que tal vez parezca ingenua y que sin embargo es muy profunda, de
que el derecho constitucional presupone siempre una Constitución en vigor. Por
derecho constitucional hay que entender, no ya un derecho que tuviera por objeto
constituir al Estado, sino un derecho que sólo existe en el Estado ya constituido y
provisto de órganos regulares. El jurista no tiene que buscar principios
constitucionales fuera de las Constituciones positivas. El argumento que consiste
en hacer abstracción de todas las reglas constitucionales en vigor y en suponer
una Constitución totalmente por crear es inconciliable con el concepto mismo de
derecho constitucional. Pues esta clase de derecho sólo es concebible en el
marco de una Constitución preexistente; y fuera de la Constitución no subsiste
sino el hecho.
Resulta de esto que los órganos llamados constituyentes, lo mismo que los
órganos constituidos, no pueden tener poderes anteriores a la Constitución.
Cualquier órgano, incluso el que está llamado a ejercer la potestad constituyente,
proviene esencialmente de la Constitución y de ella recibe su capacidad. Desde
este punto de vista, incluso puede decirse que, propiamente hablando, no existe
órgano constituyente: en el Estado no hay más que órganos constituidos.
446. Así pues, el concepto jurídico de poder constituyente implica la
preexistencia de cierto orden y de cierta organización constitucional. Este punto
fué comprendido instintivamente por la primera Constituyente de 1789. Aunque
esta asamblea estuviese decidida, desde el principio, a reorganizar la nación
francesa sobre bases enteramente nuevas y a emanciparla completamente del
orden jurídico anterior, sintió la necesidad de un título jurídico tomado del pasado,
y se esforzó por creárselo a sí misma. En realidad no existía este título. Como dice
Esmein, (Éléments, 1ª ed., vol. i, p. 582), en 1789 "no podía decirse que los
Estados
1176

generales hubiesen sido elegidos expresa y regularmente como Convención


nacional y para votar la Constitución francesa". Sin embargo, cuando dicha
asamblea se erigió en Constituyente, de ningún modo pretendió, por su sola
voluntad y gracias a su sola fuerza política, atribuirse un poder del cual carecía
jurídicamente, sino que sostuvo, desde el principio, que en derecho poseía la
potestad y hasta que tenía la obligación de dar una Constitución a la nación, y ello
por el motivo jurídico de que había recibido de ésta un mandato a dicho efecto. Al
actuar así, la Asamblea nacional se comportaba como si hubiera existido, desde
antes de su reunión, una Constitución que le asegurara el poder constituyente en
virtud de mandatos conferidos a sus miembros por los colegios electorales. En
otros términos, lejos de tratar a la nación como inorganizada, partía de la idea de
que la nación poseía ya cierta organización y, en este sentido, una Constitución;
se constituía jurídicamente en órgano regular de la nación.13 Con ayuda de este
razonamiento llegó, desde el 17 de junio de 1789, a pretender que "sólo a ella
corresponde representar la voluntad general de la nación" (Archives
parlementaires, 1ª serie, vol. VIII, p. 127). En virtud de esta misma idea, en la
sesión de 30 de agosto de 1791, rechazó la proposición, presentada por Malouet,
de someter el acto constitucional a la ratificación del pueblo (Archives
parlementaires, vol. XXX, p. 64).
Esta tesis del mandato constituyente de la Asamblea nacional era
singularmente frágil. Bien es verdad que todos los pliegos electorales que
preveían la cuestión de la reforma constitucional se hallaban de acuerdo en admitir
que la nación, reunida en sus tres órdenes o estados, poseía el derecho y debía
tener la facultad de ejercer el poder constituyente. Entre estos pliegos, algunos,
colocándose en el punto de vista de que la nación no poseía aún Constitución,
confiaban a la asamblea el encargo de darle por primera vez una Constitución,
que ellos consideraban como inexistente hasta entonces; otros se atenían a la
idea de que existía ya en Francia una Constitución tradicional, y conferían
simplemente a los diputados el poder de fijarla y de mejorarla.14 Pero, en el fondo,
los pliegos de esta segunda clase, lo mismo que los del primer grupo, suponían en
la Asamblea nacional la posesión y el ejercicio de la potestad constituyente.15 En
13
Nótese en este sentido que Sieyés (Qu'est-ce que le Tiers-État, cap. v) califica expresamente a los Estados
generales como "cuerpo constituido". Deduce de ello el argumento para sostener "que los Estados
generales son incompetentes para decidir nada sobre la Constitución. Este derecho corresponde a la nación
sola, independiente de cualquier forma y de cualquier condición" (ibid.). Ver, sobre este último punto, n'
452, infra.
14
Ver sobre este punto la memoria del conde de Clermont-Tonnerre, "conteniendo el resumen de los
pliegos electorales en lo que se refiere a la Constitución" (sesión del 27 de julio de 1789, Archives
parlementaires, vol. vm, p. 283).
15
Por esto, Mounier, al presentar el 9 de julio de 1789 su informe en nombre del comité encargado de los
trabajos preparatorios de la Constitución, podía declarar que la discusión sobre la extensión de la misión
constituyente de la Asamblea sólo era una disputa de palabras: "No vamos a perder un tiempo precioso en
disputar sobre palabras, si todos están de acuerdo en las cosas. Los mismos que sostienen que tenemos una
Constitución reconocen que hay que perfeccionarla y completarla. Lo que deseamos es una Constitución
acertada... Fijemos finalmente la Constitución de Francia, y cuando los buenos ciudadanos queden
satisfechos de ella, ¿qué importa que unos digan que es antigua y otros que es nueva, con tal de que,
mediante el consentimiento general, adquiera un carácter sagrado?" (Archives parlementaires, vol. VIII, p.
215).
1177

estas condiciones, los miembros de la Asamblea, pues, podían legítimamente


pretender que habían recibido de sus comitentes una misión y un mandato
constituyentes (Duguit, Traite, vol. n, p. 518; Aulard, Histoire politique de la
Révolution Franqaise, p. 30; Zweig, op. cit., pp. 220 ss., 240 ss.). Así, en su
proyecto "conteniendo los primeros artículos de la Constitución", leído en la sesión
del 27 de julio de 1789, Mounier alegaba que los diputados estaban llamados a
establecer la Constitución francesa "en virtud de poderes que les habían sido
confiados por los ciudadanos de todas las clases".16 Asimismo, Thouret, en su
"Análisis de las ideas principales sobre el reconocimiento de los derechos del
hombre en sociedad y sobre las bases de la Constitución", presentado el 19 de
agosto de 1789 al comité de Constitución, declaraba que "la nación puede ejercer
el poder constituyente tanto por sus representantes como por sí misma", y añadía
inmediatamente: "Los representantes actuales han recibido completamente este
poder de sus comitentes" (Archives parlamentaires, vol. VIII, p. 236). El mismo
Sieyés —sin dejar de afirmar que la Constitución que la Asamblea nacional iba a
darle a Francia sólo podía tener un carácter provisional, porque esta asamblea,
decía, "no ha sido formada por la generalidad de los ciudadanos, con esa igualdad
y esa perfecta libertad que exige semejante naturaleza de poder [el poder
constituyente]" (Archives parlementaires, vol. VIH, p. 422) — reconocía sin
embargo que los miembros de la asamblea tenían por sus mandatos el encargo
especial de regenerar la Constitución del Estado y que, por lo tanto, la Asamblea
tenía capacidad para ejercer el poder constituyente.17 Conviene añadir

16
"Nosotros, representantes de la nación francesa, convocados por el Rey, reunidos en Asamblea nacional,
en virtud de los poderes que nos fueron confiados por los ciudadanos de todas las clases y encargados
especialmente por ellos de establecer la Constitución de Francia y de asegurar la prosperidad pública,
declaramos y establecemos, por la autoridad de nuestros comitentes, como Constitución del Imperio
francés, las máximas y reglas fundamentales y la forma de gobierno, tal como serán expresadas a
continuación..." (Archives parlementaires, vol. VIII, p. 285; cf. p. 289)
17
"Los representantes de la nación francesa, reunidos en Asamblea nacional, reconocen que, por sus
mandatos, tienen el encargo especial de regenerar la Constitución del Estado. "E n consecuencia, y con este
título, van a ejercer el poder constituyente; y sin embargo, como la representación actual no está
rigurosamente de acuerdo con lo que exige semejante género de poder, declaran que la Constitución que
van a darle a la nación, aunque provisionalmente obligatoria para todos, no será definitiva sino después de
que un nuevo poder constituyente, convocado extraordinariamente para este solo objeto, le haya otorgado
un consentimiento que reclama el rigor de los principios.
"Los representantes de la nación francesa, ejerciendo desde este momento las funciones del poder
constituyente, consideran que..." (Reconocimiento y exposición razonada de los derechos del hombre y el
ciudadano, leída el 20 de julio de 1789 en el comité de Constitución, Archives parlementaires, vol. vm , p.
256; cf. la Declaración de los derechos del hombre presentada por Sieyés el 12 de agosto de 1789, ibid., p.
422).
1178

que el rey, por su parte, al autorizar posteriormente, en el juramento del Juego de


Pelota, la reunión del clero y de la nobleza con el Tercer Estado, había reconocido
implícitamente el poder constituyente de la Asamblea nacional.
Pero aun cuando los pliegos se hallaban de acuerdo en reclamar una
Constitución y en confiar a los diputados electos la misión de establecer los
principios de un nuevo orden constitucional, esto no bastaba para que la
Asamblea pudiera, en derecho, pretenderse investida de un poder constituyente
regular. Era indudable que los mandatos en que se basaba le habían conferido de
hecho un poder político considerable, en especial frente a la realeza, pero en
cuanto al argumento jurídico que Mounier, Thouret y otros sacaban de dichos
mandatos, no era sino una pura petición de principio; pues a este respecto hubiera
sido necesario, ante todo, demostrar que semejante mandato era válido y que los
comitentes, en virtud del orden estatutario anterior a la Revolución, tenían
competencia para dárselo a sus elegidos. Ahora bien, las mismas condiciones en
las que se habían constituido los Estados generales de 1789 parecían excluir
dicha competencia. Desde este punto de vista sobre todo, estaban justificadas las
reservas de Sieyés respecto de la potestad constituyente de la asamblea, que
antes citamos. La Asamblea misma adoptó, a propósito de los mandatos que
había recibido cuando las elecciones, una actitud que revelaba suficientemente la
fragilidad de la base en que pretendía fundar su potestad constituyente. Se apoyó
en los pliegos electorales para erigirse en Constituyente; pero, por otra parte,
desde que se manifestó la dificultad de conciliar entre sí las instrucciones
divergentes y hasta contradictorias que contenían los citados pliegos, la mayoría
de la asamblea resolvió prescindir de las trabas que suponían para ella estas
instrucciones. Así pues, después de empezar invocando esos mandatos, la
Asamblea había de llegar muy rápidamente a negar a los electores el derecho de
dar instrucciones o poderes a sus elegidos. Menos de tres meses después de la
transformación de los Estados generales en Asamblea nacional, "casi no se
atrevía uno a apoyarse en los pliegos electorales en la tribuna", dice Aulard (op.
cit., p. 58; cf. Jellinek, UÉtat moderne, ed. francesa, vol. II, pp. 269-270; Zweig, op.
1179

cit., p. 239). La ley de 22 de diciembre de 1789 vino a confirmar esta evolución, al


formular el principio de que los diputados elegidos por los departamentos son los
representantes de la nación entera (preámbulo, art. 8) y añadir que la libertad de
sus sufragios no puede limitarse por ningún mandato particular (sección I, art. 34).
Así, la Constituyente se elevaba al atrevido concepto que había de asegurar la
plena independencia de su poder y, como se ha dicho, transformaba la
representación del pueblo soberano en una representación soberana del pueblo.
El solo hecho de haberse emancipado así de sus mandatos demuestra que éstos
no tenían mucho valor jurídico a sus propios ojos y que no podían considerarse
como la fuente legítima de su poder constituyente. La única conclusión que cabe
sacar de estas observaciones es, pues, simplemente que la Constituyente, al
invocar al principio las cláusulas de los pliegos relativas al establecimiento de la
Constitución, comprendió la necesidad de establecer una base propiamente
jurídica para sus pretensiones de orden constituyente. Había tratado de
constituirse en órgano estatutario de una nación que aparecía, según este
concepto, como ya constituida orgánicamente, y rendía homenaje así a la idea,
anteriormente expuesta, de que el poder constituyente mismo sólo puede
concebirse como un poder de esencia jurídica mientras tiene su fuente en un
orden estatutario anterior y se ejerce conforme a ese orden preestablecido.18

18
Esta verdad encuentra hoy su demostración en el hecho de que los tratados de derecho público —
imitando en esto a la Constitución de 1791— sólo emprenden el estudio del poder constituyente en su
último capítulo y después de haber expuesto la organización y el funcionamiento de todos los demás
poderes públicos. Lejos, pues, de presentar la cuestión del poder constituyente como el problema
fundamental y primordial del derecho constitucional, la relegan en cierto modo al último plano y sólo se
ocupan de ella en último lugar, como si su solución hubiera de subordinarse a los principios establecidos
previamente para todo el resto de la organización estatal. Los términos en que se formula esta cuestión son
también muy significativos: en general se la trata, en la literatura actual, bajo el título "De la revisión de la
Constitución" (Esmein, Éléments, 7* ed., vol. n, p. 495; Duguit, Traite, vol. n, p. 515) ; los autores
constitucionales señalan claramente con ello que el problema del poder constituyente, desde el punto de
vista jurídico, no puede formularse sino bajo la forma de una cuestión de revisión de la Constitución vigente;
supone, pues, una Constitución preexistente y debe resolverse según las reglas mismas que, con vistas a su
revisión, formuló esta misma Constitución. Por último, es de notarse que —contrariamente a las teorías del
siglo XVIII, que consideraban al poder constituyente como la fuente de todos los demás poderes y al órgano
constituyente como el autor de todos los demás órganos estatales— los actuales tratados de derecho
público invierten el orden de los poderes y de los órganos; y en lo que se refiere a las relaciones de la
potestad legislativa con la potestad constituyente, por ejemplo, casi no muestran al Parlamento como la
creación de un poder superior, el poder constituyente, sino que, en sentido inverso, empiezan exponiendo
la organización del Parlamento y el funcionamiento de su potestad legislativa, y no es sino posteriormente
cuando llegan a buscar en qué medida las leyes constitucionales de revisión difieren, en el fondo o en la
forma, de las leyes ordinarias. Se verá más adelante que este método es también el que siguió la
Constitución de 1875 para reglamentar el ejercicio del poder constituyente.
1180

SECCION II

LA CUESTION DEL PODER CONSTITUYENTE EN SUS RELACIONES


CON EL PRINCIPIO DE LA SOBERANIA NACIONAL. LA SEPARACION
DEL PODER CONSTITUYENTE Y LOS PODERES CONSTITUIDOS

447. Se acaba de observar que, si bien no puede nadie, con anterioridad a


la Constitución, invocar un derecho propiamente dicho al ejercicio del poder
constituyente, en cambio, en el Estado ya constituido, este ejercicio corresponde a
los órganos designados a dicho efecto por la Constitución vigente. ¿Significa esto
que la Constitución pueda conferir a cualquier autoridad la función constituyente?
Y especialmente ¿podría atribuirla a uno cualquiera de los órganos que ha
destinado al ejercicio normal y habitual de las funciones del Estado?
Aquí, según el derecho público francés, interviene otro principio, el de la
soberanía nacional. En el concepto francés, que se opone a que la soberanía
colectiva de la nación pueda inmovilizarse jamás en ningún hombre ni en ningún
grupo de individuos, es evidente, ante todo, que la iniciativa o la perfección de la
revisión no pueden depender de la voluntad de un órgano como el jefe del Estado,
pues esto sería tanto como hacer de este personaje el jefe inconmutable de su
función, y al mismo tiempo encadenar a la voluntad de un hombre la potestad
constituyente de la nación, es decir, a sustraerle a esta última la posibilidad de
cambiar su Constitución. Así es como la Constitución de 1791 —como se ha visto
(p. 909) — especificaba, por una aplicación estrictamente lógica de la idea de la
soberanía nacional, que los votos de revisión que emanaban del cuerpo legislativo
no se someterían a la sanción real. Pero hay que ir más lejos, y cabe preguntarse,
de un modo general, si en el sistema de la soberanía nacional la potestad
constituyente puede atribuirse y reservarse a uno cualquiera de los órganos que la
terminología usual designa con el nombre de órganos constituidos. Hay doble
razón para dudar de ello. Por una parte, es difícil admitir que el título de estos
órganos o la extensión de sus poderes sólo puedan modificarse con su
consentimiento. La nación, en estas condiciones, ya no tiene plena libertad para
modificar su Constitución, y su soberanía se convierte en objeto de apropiación
para las autoridades constituidas, puesto que éstas no pueden ser despojadas de
ella sino por su voluntad. Por otra parte, el principio de la soberanía
1181

nacional parece oponerse a que ningún órgano constituido pueda conferirse a sí


mismo su propia potestad o acrecerla. Toda autoridad constituida ha de recibir sus
poderes de una voluntad nacional superior a su voluntad particular.
La cuestión del poder constituyente suscita, por lo tanto, en un país de
sobe'ranía nacional, dificultades desconocidas en otras partes. En un estado
monárquico, esta cuestión no se presenta, pues lo propio de la monarquía es, en
efecto, que la Constitución sea obra del monarca y se base en su voluntad.
Asimismo, la democracia propiamente dicha se caracteriza por el hecho de que el
pueblo es el autor de la Constitución (ver pp. 900-901, supra). En el sistema de la
soberanía nacional, por el contrario, donde ni el jefe del Estado ni los ciudadanos
poseen derecho soberano alguno anterior a la Constitución, y donde los
poseedores de los poderes constituidos, sean quienes fueren, no pueden hallar en
sí mismos su competencia estatutaria, cabe preguntarse cuál será el órgano
encargado de constituir los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. En efecto, no
es suficiente ahora reconocer que este órgano constituyente debe haber sido
designado por la Constitución, como se vio en las páginas precedentes; sino que
el punto principal y delicado del asunto está en saber cómo la Constitución podrá
conciliar la organización que habrá de darse al poder constituyente con las
exigencias de la soberanía nacional. ¿A quién podrá conferir el papel de órgano
constituyente? Así renace, bajo una nueva forma, la cuestión que antes se formuló
(p. 1161) en estos términos: ¿quién está capacitado en el Estado para hacer o
para modificar la Constitución?
448. Según los términos del art. 3 de la Declaración de derechos de 1789,
"ningún cuerpo, ningún individuo, puede ejercer autoridad que no emane
expresamente de la nación", ya que únicamente ésta es soberana. Igualmente, el
preámbulo del tít. m de la Constitución de 1791, después de recordar que "la
soberanía pertenece a la nación", declara en su art. 19 que nadie "puede atribuirse
su ejercicio". Estos textos parecen excluir para todo órgano constituido la
posibilidad de ser al mismo tiempo órgano constituyente. Todo individuo o cuerpo
que pretenda ejercer una de las funciones de la soberanía debe haber recibido su
potestad, para este efecto, de la nación misma, es decir, de un órgano superior
que tiene jurídicamente el poder de formular sobre este punto la voluntad
constituyente nacional. Así pues, el principio de la soberanía nacional implica
lógicamente que el órgano constituyente ha de ser un órgano especial, diferente
de los órganos constituidos.
Tal es también la idea capital a la que se adhirieron la mayoría de las
Constituciones francesas anteriores a 1875 para determinar el régimen de
organización del poder constituyente aplicable a su revisión eventual.
1182

Según la Constitución de 1791 (tít. vil, arts. 4 ss.), cuando un voto de revisión ha
sido emitido por tres legislaturas sucesivas, la revisión se emprende por la cuarta
legislatura, aumentándose ésta, a dicho efecto, en 249 miembros y
transformándose así, con el nombre de "Asamblea de revisión" en una
Constituyente. La Constitución de 1793 (arts. 115-117) confiere el poder
constituyente a una Convención, que era asimismo distinta del cuerpo legislativo.
De igual modo, la Constituc'ón del año ni (arts. 338 ss.) confiere la función
constituyente a una asamblea especial llamada "Asamblea de revisión", que se
componía de dos miembros por departamento, elegidos del mismo modo que los
miembros del cuerpo legislativo, pero que sin embargo difería de este último:1 la
duración de esta asamblea en ningún caso podía exceder de tres meses, y le
estaba prohibido ejercer cualquier otro poder fuera de la revisión. La Constitución
del año III, así como la de 1793, exigían además que las decisiones de la
Asamblea de revisión fuesen ratificadas por el pueblo. La Constitución del año VIII
no se ocupaba de su revisión; pero creó un Senado conservador, al que
encargaba especialmente velar por las instituciones constitucionales; desde
entonces, y por una extensión inesperada de su papel conservador, se trató al
Senado como a un órgano predispuesto para un oficio constituyente, y de él se
sirvió el primer Cónsul para reformar la Constitución: el Consulado vitalicio en el
año x, y el Imperio en el año XII, fueron establecidos mediante senado-consultos.2
La Constitución del 14 de enero de 1852, volviendo a las tradiciones napoleónicas,
instituía igualmente (arts. 25 ss.) un Senado "guardián del pacto fundamental" y
que tenía el encargo, llegado el caso, de reformarlo. Según los términos del art.
31, "el Senado puede proponer modificaciones a la Constitución. Si la proposición
es adoptada por el poder ejecutivo, queda estatuida mediante un senado-
consulto". Se desprende de este texto que, tanto bajo el Segundo Imperio como
bajo el Primero, la Constitución sólo podía modificarse por el Senado mediante la
aprobación del jefe del Estado. Además, los cambios constitucionales quedaban
sometidos, en esa doble época, a la condición de la ratificación popular.3 En este
último

1
Así se deduce especialmente del hecho de que, según el art. 345, "los ciudadanos que son miembros del
cuerpo legislativo no pueden ser elegidos como miembros de la Asamblea de revisión". La Constitución de
1791 (tit. VII, art. 6) decia igualmente: "Los miembros de la tercera legislatura que haya pedido la
modificación no podrán ser elegidos para la Asamblea de revisión". Cf. en sentido inverso el decreto de 16
de mayo de 1791, por el que la Constituyente decidió que ninguno de sus miembros pudiese ser elegido
para la próxima Legislativa.
2
El senado-consulto orgánico del 16 termidor del año X (art. 54) cuidaba de especificar que "el Senado
reglamenta mediante un senado-consulto orgánico todo lo que no ha sido previsto por la Constitución y es
necesario a su funcionamiento".
3
El plebiscito que instituía el Consulado vitalicio precedió al senado-consulto del 14 termidor del año x, "que
proclama a Napoleón Bonaparte como primer Cónsul vitalicio". El año XII, el plebiscito referente a "la
herencia de la dignidad imperial" tuvo lugar después del senado-consulto del 28 floreal, que había
establecido y organizado el Imperio.
1183

aspecto, el art. 32 de la Constitución de 1852 especificaba que "cualquier


modificación en las bases fundamentales de la Constitución, tal como han sido
adoptadas por el pueblo francés,4 se someterá al sufragio universal". En fin, la
Constitución de 1848 (art. 111) confiaba el poder de hacer la revisión( a una
Asamblea de revisión, elegida especialmente con este objeto por un período de
tres meses y que sólo había de ocuparse de dicha revisión; se le permitía, sin
embargo, en caso de urgencia, proveer a las necesidades legislativas. En cuanto a
las Cartas, no determinaron autoridad competente para proceder a su revisión y ni
siquiera previeron su posibilidad.
449. Sean las que fueren las diferencias que separan estos diversos
sistemas constituyentes, se observa que entre todos ellos existe un rasgo común,
una semejanza en un punto esencial. En efecto, con excepción de las Cartas,
todas las Constituciones anteriormente citadas coinciden en hacer ejercer el poder
constituyente, no al cuerpo legislativo ordinario, sino a una asamblea especial.
Esta asamblea es el Senado en las épocas napoleónicas; bajo las Constituciones
de 1791, de 1793, del año m y de 1848 es una asamblea que —cualquiera que
sea el nombre que se le dé: convención, asamblea de revisión etc.— tiene por
carácter esencial el ser una Constituyente, es decir, una asamblea especialmente
llamada a ejercer el poder constituyente, formada por diputados que han sido
elegidos por el pueblo para el cumplimiento especial de una labor constituyente y
por último, que no tiene más función que la de efectuar la revisión para la que fué
convocada, pues debe disolverse inmediatamente después de cumplida esta
misión.
Esta constante práctica de la especialidad del poder constituyente se funda
en un principio que desde 1789 tuvo gran fuerza en Francia y que hasta 1875
pudo considerarse como una de las bases esenciales de todo el sistema
constitucional francés.5 El principio consiste en distinguir lógicamente y separar
orgánicamente, por una parte, el poder de hacer la

4
Estas bases, propuestas en la proclama dirigida al pueblo francés el 2 de diciembre de 1851 por el
presidente Luis Napoleón, fueron ratificadas por el sufragio universal consultado a dicho efecto los días 20 y
21 de diciembre de 1851. En la nueva proclama al pueblo del 14 de enero de 1852 decía a este respecto Luis.
Napoleón: "E l Senado, de acuerdo con el Gobierno, puede modificar todo aquello que no es fundamental en
la Constitución; pero, en cuanto a las modificaciones a introducir en las bases primeras, sancionadas por
vuestros sufragios, sólo pueden convertirse en definitivas después de haber recibido vuestra ratificación."
5
Borgeaud, Établissement et revisión des Constitutions en Amérique et en Europe, p. 296, dice, habiendo de
Francia: "Un principio fundamental se desprende claramente de los precedentes y de los textos: la
Constitución sólo puede emanar de un poder constituyente superior B los poderes constituidos."
1184

Constitución, y por otra parte los poderes creados por la Constitución. A los
poderes ordinarios, legislativo, ejecutivo y judicial, pues, se opone y se superpone
un poder supremo y extraordinario, el cual, teniendo por objeto instituir todos los
demás, los domina y debe, dícese, ser distinto de ellos. Es lo que se puede llamar
el principio de la separación del poder constituyente y los poderes constituidos.6
¿Cuál es su fundamento?

6
Conviene observar, sin embargo, que, con excepción de la Constitución de 1793, que, en su art. 115,
reconocía al cuerpo de los ciudadanos el poder de solicitar y promover la revisión del acto constitucional y
que organizaba así la iniciativa constituyente popular, ninguna de las Constituciones francesas antes citadas
admitió íntegramente ni realizó en toda su amplitud el sistema de la separación entre el poder constituyente
y los poderes constituidos. En efecto, estas Constituciones hacen depender la apertura de la revisión de la
iniciativa y de la voluntad de órganos constituidos. Así, la Constitución de 1791 (tít. VII , arts. 2 ss.)
subordinaba la revisión a la condición de una votación repetida tres veces por tres legislaturas consecutivas.
Según la Constitución del año m (art. 337 ss.), el derecho de proponer la revisión correspondía al Consejo de
Ancianos; la proposición de los Ancianos había de ratificarse por el Consejo de los Quinientos; esta
proposición y esa ratificación debían emitirse por tres veces, quedando separadas unas de otras por
intervalos de tres años. Igualmente, la Constitución de 1848 (art. 111) reservaba la iniciativa de la revisión a
la Asamblea legislativa, no pudiendo ésta hacer uso de dicho poder sino en el último año de la legislatura.
Actualmente, a las Cámaras corresponde declarar que ha lugar a revisar las leyes constitucionales (ley
constitucional de 25 de febrero de 1875, art. 8) . Se ha hecho observar en repetidas ocasiones que,
reservando así el cuerpo legislativo la facultad de poner en movimiento el poder constituyente, las
Constituciones desconocieron el principio de la soberanía nacional (Laboulaye, Questions constitutionnelles,
pp. 136 55., 186 ss.). En su Analyse raisonnée de la Constilution jrancaise, publicado en 1791, Clermont-
Tonnerre criticaba ya a este respecto el sistema constituyente establecido en esa época por el tít. vn de la
Constitución. Este título, declaraba, presenta una singular inconsecuencia, ya que empieza por reconocer a
la nación el derecho imprescindible de cambiar su Constitución y más adelante concede exclusivamente al
cuerpo legislativo el poder de iniciar la revisión. "Es evidente —decía Clermont-Tonnerre— que si un solo
poder recibiese el derecho de promover la revisión y de fijar sus puntos, sólo en su ventaja haría uso de él...
La forma de revisión está combinada de manera que fortalezca la autoridad, tan imponente ya, del cuerpo
legislativo; convierte en eternos todos aquellos vicios de los que no se quejará, y en precarios todos los
artículos constitucionales que pueden retenerlo aún dentro de algunos límites... La Asamblea nacional eligió
una forma de revisión que tiende a aumentar continuamente el poder excesivo de las legislaturas y que
jamás reforma ni uno solo de los abusos de los cuales puede sacar ventaja" ((Euvres, París, 1791, vol. iv, p.
404).
El régimen constituyente de 1791 se presta tanto más a la crítica cuanto que, según dicha
Constitución (tít. VII, art. 7), la Asamblea de revisión había de limitarse a estatuir sobre aquellos objetos que
le fueron sometidos por la votación uniforme de las tres Legislaturas precedentes (cf. Constitución del año
ni, art. 342, y Constitución de 1848, art. 111). La Constitución de 1791, en efecto, no preveía ni autorizaba
sino revisiones parciales y limitadas; excluía la posibilidad de una revisión total; por lo menos, retiraba a esta
última la posibilidad de realizarse de manera regular, pacífica y jurídica (Laboulaye, op. cit., pp. 163 ss.;
Zweig, op. cit., p. 305). Así se desprende del art. 7, antes citado, del tít. VII. No se contenta ese texto con
restringir la competencia de las futuras asambleas de revisión a los objetos determinados por el voto de las
legislaturas que a ellos se hayan referido, pues especifica que "los miembros de la Asamblea de revisión
habrán de prestar individualmente el juramento de mantener, además, con todo su poder, la Constitución
del Reino, decretada por la Asamblea nacional constituyente en los años de 1789-1791". Así pues, la
extensión de la revisión había de depender de la voluntad de las legislaturas; y por lo demás, a las asambleas
revisionistas venideras les era prohibido volver a ocuparse de la Constitución.
Sobre este punto, el sistema constituyente adoptado por la Asamblea nacional de 1789-1791 se
apartaba mucho de las ideas que primero se expusieron ante ella. Al comienzo, del principio de la soberanía
nacional parecía resultar que la nación es siempre dueña de revisar y cambiar su Constitución, que no puede
quedar ligada, en este respecto, a la voluntad de órganos constituidos y que, por consiguiente, el poder
1185

Contra las afirmaciones de Sieyés, que en el año m sostenía que "la


división del poder constituyente y los poderes constituidos se debe a

constituyente de la nación es a la vez superior y distinto a los poderes constituidos. Así es como, en su
proyecto de Declaración de derechos, expuesto a la Asamblea nacional el 11 de julio de 1789, La Fayette
establecía, como una de las bases del nuevo orden de cosas, el siguiente principio: "Como la introducción de
abusos y el derecho de las generaciones que se suceden precisan de la revisión de todo establecimiento
humano, debe ser posible para la nación disponer, en ciertos casos, de una convocatoria extraordinaria de
diputados cuyo único objeto sea examinar y corregir los vicios de la Constitución, si ello fuere necesario"
(Archives parlementaires, 1ª serie, vol. VIII, p. 222). Sieyés, por su parte, en su proyecto de Declaración de
derechos (art. 42), presentado el 12 de agosto de 1789, decía: "Un pueblo siempre tiene el derecho de
revisar y reformar la Constitución. Y hasta es conveniente determinar épocas fijas en que tendrá lugar dicha
revisión" (Archives parlementaires, vol. VIII, p. 424). E n la Declaración de derechos que se adoptó
efectivamente en agosto de 1789 ya habían desaparecido estas proposiciones. Cuando, en agosto y
septiembre de 1791, después de terminadas todas las demás partes de la Constitución, se volvió sobre la
cuestión de la revisión, la Asamblea tenía con respecto a esta cuestión, y así lo manifestó, ideas muy
diferentes de las que prevalecieron en sus primeras deliberaciones. En ese momento final le preocupaban
sobre todo los medios de hacer duradera su obra. Con ese objeto, algunos constituyentes proponían admitir
que la Constitución no se podría revisar antes de 1821, y el proyecto del tít. VII incluso se concibió al
principio en este sentido. Pero semejante prohibición se hubiera encontrado en evidente oposición con el
principio —establecido igualmente en el proyecto— de que "la nación tiene el imprescriptible derecho de
cambiar su Constitución". Para sustraerse a esta objeción, la Asamblea acabó adoptando un término medio
que, en nombre de los comités, le había sido propuesto por Thouret. La combinación expuesta por Thouret
consistía en distinguir entre la revisión parcial, que se refería solamente "a algunos artículos de detalle", y el
cambio total de la Constitución. Según Thouret, bastaba con autorizar y organizar las revisiones parciales,
para hacer superflua cualquier revisión general. "Lo esencial para la nación —decía— es poder rectificar los
defectos de detalle de la Constitución." En cuanto a "prever la necesidad de una subversión total", ello era
tanto más inútil cuanto que la Constitución creada por la Asamblea nacional era "fundamentalmente
buena", puesto que "se fundaba en las bases inmutables de la justicia y en los eternos principios de la
razón". Por consiguiente, Thouret concluía que no había lugar a reglamentar la revisión total ni a retrasar
por treinta años la posibilidad de las revisiones venideras. Estas conclusiones fueron adoptadas
inmediatamente por la Asamblea (sesión del 3 de septiembre de 1791, Archives parlementaires, vol. XXX,
pp. 186 ss.; ver, sobre el discurso de Thouret y sobre los debates que lo precedieron. Laboulaye, loe. cit.).
Al descartar así la revisión ilimitada y al no permitir en adelante sino revisiones parciales, limitadas por los
votos de las Legislaturas (ver también la restricción impuesta a las dos próximas Legislaturas por el art. 3 del
tít. vn) , la Constitución de 1791 se alejaba del principio de la separación y de la superioridad del poder
constituyente. No obstante, si bien no respetaba íntegramente este principio, hay que reconocer que por
otra parte lo consagraba en amplio grado, por cuanto instituía, para el ejercicio del poder revisionista, una
"Legislatura" especial, compuesta de miembros diferentes a los de las Legislaturas anteriores, que no tenían
más competencia que la relativa a la revisión, y que poseían, finalmente, esta competencia de manera
exclusiva, como lo especificaba uno de los últimos textos de la Constitución de 1791, el cual, en efecto,
cuidaba de manifestar que, fuera de la Asamblea de revisión, "ninguno de los poderes instituidos por la
Constitución tiene el derecho de cambiarla en su conjunto ni en sus partes." Por diferente que fuese este
régimen constituyente del que acababa de establecerse en Estados Unidos, no dejaba de ser un régimen de
separación del poder constituyente.
1186

los franceses",7 esta distinción había sido concebida y aplicada en Estados Unidos
desde antes de la Revolución francesa, como lo demuestran las Mémoires de La
Fayette (París, 1838, vol. IV, pp. 35 ss.)8: en efecto, había sido consagrada tanto
por las Constituciones particulares de los Estados como por la Constitución federal
de 1787. El sistema de las Constituyentes o Convenciones cronológicamente no
es, pues, de origen francés. No obstante, importa precisar las razones específicas
que en Francia contribuyeron a introducir rápidamente y a hacer prevalecer este
sistema en la época de la Revolución.
450. Se ha pretendido que la doctrina francesa de la separación del poder
constituyente sólo tenía relaciones indirectas y lejanas con la doctrina de
Rousseau sobre la soberanía popular (Zweig, op.cit., pp. 73 ss.). Es verdad, en
efecto, que a primera vista, la teoría de Rousseau parece excluir la posibilidad de
una distinción precisa entre la función constituyente y la función legislativa. Según
los conceptos expuestos en el Contrato social, la soberanía se absorbe en la
potestad legislativa, la que consiste esencialmente en el poder que tiene el pueblo
para enunciar imperativamente la voluntad general. Ahora bien, por una parte, la
voluntad general, cualquiera que sea el objeto sobre el que se ejerza, organización
constitucional o reglamentación legislativa cualquiera, presenta siempre los
mismos caracteres específicos, en el sentido de que es la voluntad de todos, que
se manifiesta mediante prescripciones aplicables a todos o que interesan a la
comunidad en su universalidad. Ya desde este

7
Discurso de Sieyés en la Convención: "Un a idea sana y útil se estableció en 1788: la división entre el poder
constituyente y los poderes constituidos. Figurará entre los descubrimientos que hacen adelantar la ciencia;
se debe a los franceses" (sesión del 2 termidor del año ni, Moniteur, reimpresión, vol. xxv, p. 293). Al invocar
esta fecha de 1788, que era la de la composición de su obra sobre el Tercer Estado, Sieyés daba a entender
claramente —como se ha observado repetidas veces— que él mismo era el francés a quien se debía ese
descubrimiento.
8
La Fayette, en este mismo lugar, rechaza las pretensiones de Sieyés a la prioridad de su "descubrimiento".
Sobre este punto, y también sobre la oposición de ideas que apareció en la Constituyente entre La Fayette y
Sieyés a propósito del poder constituyente, ver Laboulaye, op. cit.. pp. 381 y 397.
1187

punto de vista, no hay lugar, en la soberanía tal como la concibe Rousseau, para
un poder constituyente, esencialmente distinto del poder legislativo. Por otra parte,
desde el punto de vista formal, en esta doctrina no cabe buscar fuera y por encima
del legislador ordinario un órgano supremo encargado de constituir los demás
órganos del Estado, pues el soberano mismo, fes decir, el pueblo que hace sus
leyes, está siempre presente, reunido o dispuesto a reunirse para realizar labor
constituyente, de la misma manera que realiza labor legislativa.
En otros aspectos, además, la doctrina del Contrato social se opone a que
pueda concebirse un poder constituyente superior al poder legislativo habitual. En
efecto, lo propio de toda Constitución es obligar, si no a la nación o a la
comunidad, al menos a los órganos constituidos. Ahora bien, en la teoría de
Rousseau, la Constitución no puede adquirir ese efecto obligatorio con respecto al
legislador, puesto que éste es en realidad el pueblo, o sea el soberano mismo. Por
ello, Rousseau mismo declara que para el pueblo no puede existir ninguna ley
fundamental que lo encadene, porque la voluntad general no puede obligarse a sí
misma9 (cf. Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. II, pp. 181-182, y Zweig, op. cit., pp.
78 ss.). Todo el derecho vigente, incluso el estatuto orgánico de la comunidad,
queda sometido así al poder de libre e ilimitada disposición del legislador popular.
Finalmente, en la doctrina del Contrato social, una de las principales
utilidades de la distinción del poder constituyente desaparece, y por consiguiente,
esta distinción pierde en gran parte su razón de ser. La finalidad práctica de la
distinción es, en efecto, limitar la potestad del órgano legislativo, y especialmente
limitarla en lo que se refiere a los derechos individuales de los particulares, en el
sentido de que una vez determinados y garantizados estos derechos por el acto
constitucional, ya no pueden restringirse ni retocarse por el legislador ordinario. A
este respecto, la distinción de un poder constituyente superior al poder legislativo
responde a la idea de que, en el Estado soberano, puede establecerse y
reservarse jurídicamente, en provecho de los ciudadanos, una esfera de
capacidad individual, un estatuto personal de libertad, que se sustrae a la potestad
de las autoridades estatales constituidas; y este es en realidad uno de los
conceptos esenciales que se encuentran realizados en el sistema jurídico

9
Contrato social, lib. i, cap. vn: "Hay que observar que la deliberación pública, que puede obligar a todos los
subditos con respecto al soberano, no puede obligar al soberano consigo mismo, y que, por consiguiente, es
contrario a la naturaleza de! cuerpo jurídico que el soberano se imponga una ley que no pueda infringir. Al
no poder considerarse sino bajo una misma y sola relación, queda entonces en el caso de un particular que
contratara consigo mismo; por donde se ve que no existe ni puede existir ninguna especie de ley
fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, ni siquiera el contrato social."
1188

del Estado moderno. Ahora bien, se vio antes (n9 323) que la teoría del Contrato
social excluye completamente el concepto de derechos individuales hechos
intangibles contra el legislador, y ello por dos razones. Implica ante todo, en
principio mismo y por efecto directo del contrato social, la completa absorción del
individuo por la comunidad, ya que, como dice Rousseau, todo el contrato social
se reduce a una sola cláusula, "la enajenación total de cada asociado, con todos
sus derechos, en favor de toda la comunidad", y ya desde este punto de vista deja
de concebirse el concepto de un derecho individual propiamente dicho. Pero,
además, y aunque se supusiera, de hecho, al individuo provisto de semejante
derecho por la ley del Estado, este derecho no tendría gran valor y la seguridad de
los particulares sería nula, puesto que, en todo caso, la reglamentación de los
derechos individuales y también su modificación extensiva o restrictiva dependen
siempre del soberano, el cual, en la teoría de Rousseau, no es otro que el
legislador. También bajo este aspecto, el derecho vigente, tanto el que concierne
al individuo como el que se refiere al Estado y sus asuntos, depende
uniformemente de la potestad legislativa, sin que, en esta teoría, quepa distinguir
entre leyes constitucionales de una esencia superior y leyes ordinarias
subordinadas a la Constitución y limitadas por ésta en su potestad.
451. Por lo tanto, parece que los orígenes de la teoría revolucionaria de la
separación del poder constituyente habrán de buscarse en otra dirección; en
efecto, se ha sostenido que esta teoría procede de las ideas de Montesquieu
mucho más que de las de Rousseau (Zweig, op. cit., pp. 66 ss.). En un sentido, sin
embargo, la idea de un poder constituyente, o sea de un poder inicial superior que
es la fuente común de todos los poderes constituidos, parece, al primer golpe de
vista, totalmente extraña a una doctrina como la de Montesquieu, que en principio
admite la divisibilidad de la potestad estatal y que incluso exige la división de ésta.
De hecho, Montesquieu —como se vio antes (núms. 278-279)—, ab initio,
descompone esta potestad en tres poderes, sin que parezca preocuparse ni de la
unidad estatal ni de la relación que debe mantenerse entre los tres poderes
separados y la potestad una del Estado. Pero, por otra parte, la teoría de los tres
poderes y de su reparto entre tres clases de órganos implicaba, en el fondo, y
había de hacerla surgir necesariamente después, la teoría especial del poder
constituyente, pues para explicar lógicamente semejante reparto era
evidentemente necesario llegar a la idea de una autoridad primitiva y superior,
que, incluso si no es el sujeto común de los tres poderes, quede colocada por
encima de sus distintos titulares y establezca entre ellos la distribución de las
competencias (cf. n. 20, p. 859, supra). Puede decirse, pues, que la teoría de la
separación de poderes
1189

abría el camino a la del poder constituyente. El mismo Montesquieu da a entender


que no basta tomar en consideración a los titulares efectivos de los tres poderes,
sino que, para definir su cometido, hay que considerar también lo que pueda haber
detrás de ellos, pues, al menos en cuanto a uno, el cuerpo de diputados,
especifica que se trata de "un cuerpo erigido para representar al pueblo", en el
sentido de que "el pueblo realiza por medio de sus representantes todo lo que no
puede realizar por sí mismo' (Esprit des lois, lib. XI, cap. vi)10
Tal es también la base racional sobre la que construye Sieyés su doctrina
de la separación del poder constituyente. Esta doctrina se relaciona en su
pensamiento con el principio de la separación de poderes, tal como lo fundó
Montesquieu. Así se desprende especialmente de su "Exposición razonada de los
derechos del hombre", leída en el comité de Constitución el 20 de julio de 1789
(Archives parlementaires, P serie, vol. vm, pp. 256 ss.). Sieyés define allí a la
Constitución diciendo que "la palabra Constitución se refiere al conjunto y a la
separación de los poderes públicos". Mediante esta fórmula, señala
inmediatamente que si el acto constitucional tiende a realizar la distribución de los
poderes, se produce también por este acto una manifestación de la unidad del
poder. Los poderes creados por la Constitución son poderes múltiples y divididos;
pero, declara Sieyés, "todos, sin distinción, son emanación de la voluntad general;
todos proceden del pueblo, es decir, de la nación". Emanan, pues, de un poder
superior y único, por lo que Sieyés expone inmediatamente este concepto
fundamental: "Una Constitución supone ante todo un poder constituyente." Así, del
mismo concepto de Constitución llega directamente a la distinción entre lo que
llama el "poder constituyente"11 y los "poderes constituidos".12 Y de este modo
restablece la unidad del poder soberano,

10
No por ello es menos cierto que la teoría de Montesquieu sobre los tres poderes, en ciertos aspectos, es
una construcción en el aire. El capítulo "De la Constitution d'Angleterre" razona sobre los titulares de estos
poderes, monarca, asamblea, tribunales, tomándolos tal como los encuentra constituidos históricamente.
Pero, racionalmente, ¿de dónde sacan su potestad estas autoridades? ¿Cómo se opera entre ellas la
atribución de los poderes por separar? Igualmente, ¿cómo es que la potestad legislativa —de la que
Montesquieu dice que, en un Estado libre, parece deber corresponderle al pueblo como cuerpo— se ejerce,
no ya por el pueblo, sino por sus representantes? Sobre todos estos puntos, el capítulo "De la Constitution
d'Angleterre" suscita y formula a cada instante la cuestión del poder constituyente, pero no la resuelve y ni
siquiera la aborda (cf. p. 869, supra y pp. 1211-1212, infra).
11
Se observó que esta expresión era tomada de la terminología misma de Montesquieu. Sieyés habla de
"poder" constituyente, así como Montesquieu hablaba de "poder" legislativo o de los tres "poderes"
existentes en el Estado. La expresión de Sieyés, a este respecto, contribuye, pues, a marcar los lazos que se
establecen entre su teoría y la del Espíritu de las leyes.
12
Esta misma distinción se formulaba, en la misma época, por otros eminentes miembros de la Asamblea
nacional. Target, en su proyecto de Declaración, presentaba un artículo 31 redactado en esta forma: "L a
Constitución difiere de la legislación. La Constitución sólo puede ser fijada, cambiada o modificada por el
poder constituyente, es decir, por la nación misma o por el cuerpo de los representantes que ha encargado
de ello mediante un mandato especial. La legislación se ejerce por el poder constituido, es decir, por los
diputados que la nación nombra en el tiempo y según las formas que fijó la Constitución" (27 de julio de
1789, Archives parlementaires, vol. vm, p. 289). Igualmente, el proyecto de Declaración presentado por
Mirabeau decia en su art. 3: "Todos los poderes a los cuales se somete una nación, emanan de esa misma
nación; ningún cuerpo ni individuo puede tener autoridad que no derive expresamente de ella. Toda
1190

que Montesquieu había comprometido y abandonado. La restablece situando el


poder constituyente en el pueblo, del cual, dice, proceden todos los poderes
constituidos. El principio de la soberanía popular aparece, pues, en esta doctrina,
como el complemento lógico de la teoría de Montesquieu, o más bien como la idea
principal y dominante sin la cual dicha teoría sería ininteligible e inaceptable. En
este sentido se ha podido decir, para caracterizar la doctrina de Sieyés, que es
una síntesis de la doctrina de Rousseau sobre la soberanía del pueblo y de la
teoría de Montesquieu sobre la separación de poderes (Zweig, op. cit., p. 117; cf.
Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 163).13
La doctrina de Sieyés sobre el poder constituyente deriva de una segunda
fuente, y también en este sentido puede decirse que responde a las tendencias de
Montesquieu más bien que a las de Rousseau. Las tendencias de Montesquieu
son evidentemente liberales: toda su combinación separatista, como lo demuestra
claramente (ver n' 272, supra), no tiene más finalidad que impedir la opresión de
los ciudadanos y asegurar el respeto a sus derechos individuales, al menos en la
medida en que éstos quedan determinados por las leyes. En el sistema del
contrato social, por el contrario, el individuo sólo tiene derechos concedidos y
precarios, que más que derechos subjetivos verdaderos, son un reflejo del
derecho objetivo establecido por y para la comunidad. Esto excluye la idea de que
puedan existir para el ciudadano derechos garantizados por la Constitución. Ahora
bien, en 1789-1791, la separación del poder constituyente y la

asociación política tiene el derecho inalienable de establecer, modificar o cambiar la Constitución, es decir,
la forma de su gobierno y la distribución de los límites de los diferentes poderes que lo componen" (17 de
agosto de 1789, Archives parlementaires, vol. vm, p. 439). Y con su habitual precisión, Thouret resumía estas
ideas en su "Análisis de las principales ideas sobre el reconocimiento de los derechos del hombre", en estos
términos: "Los poderes públicos emanan todos del pueblo; ni pueden constituirse por sí mismos, ni pueden
cambiar la Constitución que han recibido. En la nación reside esencialmente el poder constituyente" (l 9 de
agosto de 1789, Archives parlementaires, vol. yin, p. 326).
13
Se ve también con esto en qué sentido puede decirse que la teoría de Sieyés se relaciona con la de
Montesquieu y es continuación de la misma. La verdad, sobre todo, es que la corregía y que llenaba los
graves vacíos que presentaba, al hacer intervenir en ella un nuevo elemento —e l poder constituyente— en
ausencia del cual el principio de la separación de poderes de Monstesquieu había sido hasta entonces una
construcción sin fundamento (cf. n° 289, supra).
1191

Constitución misma fueron concebidas como medios destinados a proporcionar la


garantía del derecho individual. Esta es la idea que desarrolla Sieyés ante el
comité de Constitución en julio de 1789: "Toda unión social, y, por consiguiente,
toda Constitución política, sólo puede tener por objeto manifestar, extender y
asegurar los derechos del hombre y el ciudadano. Los representantes de la nación
francesa deben tratar ante todo de reconocer estos derechos; la exposición
razonada de los mismos ha de preceder al plan de la Constitución, como
preliminar indispensable de la misma." Reconocer y exponer esos derechos "es
presentar a todas las Constituciones políticas el objeto o el fin que todas ellas, sin
distinción, deben tratar de alcanzar" (Archives parlementaires, vol. vm, p. 256).
Esta idea ya se había manifestado en los pliegos electorales, un gran número de
los cuales reclamaba una declaración de derechos, encargando a los diputados de
establecerla. Se vuelve a encontrar igualmente en la Declaración de 1789 y al
principio de la Constitución de 1791. El preámbulo de la Declaración recuerda que
"la ignorancia, el olvido o el menosprecio de los derechos del hombre son las
únicas causas de las desgracias públicas y de la corrupción de los Gobiernos". El
art. 2 especifica que "el objeto de toda asociación política es la conservación de
los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son la
libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión". Todo lo que
sigue de la Declaración se inspira en estos principios. El art. 12 especialmente,
para legitimar la existencia de "una fuerza pública", dice que es "la garantía de los
derechos del hombre y el ciudadano" lo que la hace "necesaria". El art. 16 sienta
la conclusión de que "toda sociedad en la que no está asegurada la garantía de
los derechos, no tiene Constitución". La Constitución de 1791, a su vez, no
contentándose con haberse hecho preceder por la Declaración y los textos
anteriormente citados, comienza advirtiendo que toda ella se establece sobre los
principios que acaban de reconocerse en dicha Declaración.
Así pues, según este concepto, la Constitución tiende esencialmente a
procurar al derecho individual la seguridad que le es debida. La organización
constitucional de los poderes públicos no tiene otro objeto. Como dice Thouret, "el
medio de poner a la sociedad en condiciones de cumplir sus fines es organizar
debidamente los poderes públicos"; y estos fines son, según Thouret, "la
seguridad, la propiedad, la felicidad de la nación", fórmula que se refiere a
derechos individuales (1° de agosto de 1789, Archiv es parlementaires, vol. VIH, p.
326). En estas condiciones, al tomar Sieyés abiertamente posición contra la
doctrina de Rousseau (enajenación total de cada asociado con todos sus
derechos), con razón podía sostener que, ya que "el objeto de la unión social es la
felicidad
1192

de los asociados", esta unión es "una ventaja y no un sacrificio". En efecto, decía


Sieyés: "el hombre no sacrifica una parte de su libertad al entrar en sociedad...
Lejos de disminuir la libertad individual, el estado social extiende y asegura el uso
de la misma... Luego el estado social no tiende a degradar ni a envilecer a los
hombres, sino, por el contrario, a ennoblecerlos y a perfeccionarlos" (Archives
parlementaires, ibid., p. 257).14
La separación del poder constituyente viene a ver el corolario lógico y
necesario de estas ideas individualistas. Si, como dice Sieyés, "una Constitución
supone ante todo un poder constituyente", es, entre otras razones, porque "sólo
puede tener por objeto asegurar los derechos del hombre y el ciudadano"; pues
uno de los medios esenciales de asegurar estos derechos individuales es el de
fijar límites a la potestad de las autoridades constituidas, y especialmente a la
potestad del legislador, imponiéndole, por medio del acto constitucional, reglas
superiores de las que no pueda prescindir y a las que nada pueda cambiar por sí
misma. Estas reglas limitativas, obra de una autoridad constituyente superior,
constituirán la garantía de los particulares. Tal es el pensamiento que se deduce
de la proposición enunciada por Sieyés en el art. 9 de su proyecto de Declaración:
"La libertad, la propiedad y la seguridad de los ciudadanos deben basarse en una
garantía social superior a todos los ataques" (Archives parlementaires, loe. cit., pp.
260 y 423). Evidentemente, en la doctrina de Sieyés, las facultades libres que se
le deben asegurar al hombre son derechos naturales, como tales anteriores a toda
"unión social" y a todo orden social, y por consiguiente, la Declaración de
derechos que reconoce y consagra estas facultades no solamente limita el poder
de las autoridades constituidas, sino que también obliga al poder constituyente.
Pero, por una parte, antes de convertirse en lo sucesivo en un elemento de
limitación del poder constituyente, esta declaración o reconocimiento sólo puede
ser obra de la autoridad constituyente misma. Así es como, en 1789, no pareció
dudoso que la Asamblea nacional, llamada a regenerar o a fundar la Constitución
francesa, tuviera por tanto capacidad y competencia para establecer previamente
una Declaración de derechos. En efecto, desde el momento en que el nuevo orden
político había de basarse por enteró en el reconocimiento de los derechos
naturales y superiores

14
Zweig (op. cit., pp. 127 ss.) hace observar que, en su discurso ante la Convención del 2 termidor del año III
, Sieyés extendía dicho razonamiento a la parte del establecimiento público y de la organización
constitucional que se llama el régimen representativo. "E l sistema representativo —decía entonces— ha de
conducirnos al mayor grado de libertad y de prosperidad de que sea posible gozar." Y fundaba esta
afirmación en la idea de que aumenta uno su libertad haciendo trabajar a los demás por su cuenta y en su
lugar (sobre el valor de este argumento, ver la n. 12, pp. 965 ss., supra).
1193

de los ciudadanos, la primera labor que incumbía a la Constituyente era


determinar y proclamar estos derechos (Zweig, op. cit., pp. 240 ss.). Tal era
también el sentir que manifestaban los pliegos electorales: si gran número de ellos
encargaban a los elegidos que procedieran al establecimiento de una Declaración
de derechos es porque consideraban a esta Declaración como el principio y la
condición misma de toda Constitución.15 Por otra parte, incluso admitiendo que el
poder constituyente quede limitado por la Declaración de derechos, siempre queda
establecido, una vez emitida ésta, que a dicho poder corresponde la misión, antes
señalada, de fijar las reglas de organización de los poderes que han de constituir
la garantía y la salvaguardia de los derechos reconocidos a los ciudadanos; y para
que la garantía se efectiva se precisa naturalmente que las reglas destinadas a
dominar la actividad de las autoridades constituidas jamás puedan ser retocadas
por estas últimas. Así pues, entre las medidas de organización constitucional
propias para asegurar la protección del derecho individual, una de las más
importantes es precisamente la separación del poder constituyente. El concepto
de 1789, según el cual la Constitución entera se funda en el reconocimiento de los
derechos del hombre y constituye su garantía, implica por necesidad esta
separación.
452. Por último, la doctrina constituyente de Sieyès se refiere a una tercera
idea, que ocupa gran extensión en su libro sobre el Tercer Estado, del que
constituye casi todo el cap. V, y que reaparece también en sus discursos y
proposiciones a la Asamblea nacional (ver p. 1165, supra). Esta idea es que la
Constitución puede, en efecto, obligar a las autoridades constituidas, cuya
potestad domina y limita, y que, por consiguiente, han de respetarla, pero que no
puede obligar a la nación, de la cual es obra y que es siempre dueña de recoger y
modificar su obra. Al formular esta idea, Sieyés no hacía sino trasladar a la nación,
declarada soberana, la aplicación del principio, afirmado por Bodino y conservado
en vigor hasta el fin de la antigua monarquía, según el cual el príncipe, como
soberano, se halla supra leges y queda legibus solutus (Esmern, Élé ments,

15
En su "Memoria conteniendo el resumen de los pliegos electorales en lo referente a la Constitución",
Clermont-Tonnerre indica muy claramente este punto: "Todos nuestros comitentes quieren la regeneración
del Estado. Pero unos la esperan de la simple reforma de los abusos y del restablecimiento de una
Constitución que existe hace catorce siglos... Otros creen de tal manera viciado el régimen social existente
que piden una nueva Constitución; todos os han dado los poderes necesarios para crear una Constitución.
Aquellos creyeron que el primer capítulo de la Constitución debía contener la Declaración de derechos del
hombre, de aquellos derechos imprescriptibles para el mantenimiento de los cuales fué establecida la
sociedad. La demanda de esta Declaración, por decirlo así, es la única diferencia que existe entre los pliegos
que desean una nueva Constitución y los que sólo piden el restablecimiento de lo que consideran como la
Constitución existente" (27 de julio de 1789, Archives parlementaires, vol. VIII, p. 283).
1194

7a ed., vol. i, pp. 571 ss.; Zweig, op, cit., pp. 134 ss.). Pero, por otra parte, Sieyés
combinaba esta idea con el concepto particular que se formaba de la nación, de su
formación, de las condiciones en las cuales es apta para ejercer su potestad
soberana. Este concepto consistía en extender a la nación misma la teoría del
estado de naturaleza, tal como Rousseau la vulgarizó en cuanto a los individuos.
"Débese —dice Sieyés (Quest-ce que le Tiers État?, cap. v) — concebir a las
naciones en la tierra como individuos fuera del lazo social o, como suele decirse,
en el estado de naturaleza." Y esto en razón de que, a diferencia del "Gobierno",
que "sólo puede pertenecer al derecho positivo, la nación se forma por el solo
derecho natural. Es todo lo que puede ser, solamente porque lo es". En efecto, "si
hubiera tenido que esperar, para convertirse en nación, una manera de ser
positiva, nunca hubiera existido". De estas ideas deduce Sieyés una doble
consecuencia. En primer lugar, la nación no puede quedar sometida a ninguna
Constitución, pues ello sería contrario a su misma esencia, ya que es una pura
formación natural. "Que se nos diga —pregunta Sieyés (loe. cit.)— por qué interés
se habría podido dar una Constitución a la nación misma. La nación existe antes
que todo; es el origen de todo. Su voluntad siempre es legal; es la ley misma.
Antes que ella y por encima de ella no existe más que el derecho natural."16 En
segundo lugar, la nación, que es soberanamente dueña de cambiar su
Constitución, en el ejercicio de su poder constituyente no puede sujetarse a
ninguna forma preestablecida; habrá de ejercer este poder comportándose como
en el estado de naturaleza. Así lo declaraba expresamente Sieyés: "E l ejercicio de
la voluntad de las naciones es libre e independiente de todas las formas civiles. Al
no existir sino en el orden natural, su voluntad, para surtir todo su efecto, sólo
precisa presentar los caracteres naturales de una voluntad. De cualquier manera
que una nación quiera, basta con que quiera; todas las formas son buenas, y su
voluntad siempre

16
Y también (eod. loe): "E l Gobierno sólo ejerce un poder real mientras es constitucional; no es legal sino
mientras permanece fiel a las leyes que le han sido impuestas. La voluntad nacional, por el contrario, sólo
necesita su realidad para ser siempre legal-; es el origen de toda legalidad. Y no solamente la nación no está
sometida a una Constitución, sino que no puede ni debe estarlo, lo que equivale también a decir que no lo
está. ¿De quién pudo, en efecto, recibir una forma positiva? ¿Existe quizás una autoridad anterior que haya
podido decirle a una multitud de individuos: os reúno bajo tales o cuales leyes, formaréis una nación con las
condiciones que os prescribo?"
Cf. Laboulaye, op. cit., p. 145: "No existen, para una nación, ni Constitución ni leyes fundamentales en el
sentido de que dicha Constitución y dichas leyes puedan subsistir con independencia de su voluntad y
dominarla. Se constituye un Gobierno, pero no se constituye una nación. La Constitución y las leyes
fundamentales son simplemente las reglas a las que no pueden tocar los cuerpos constituidos que existen y
actúan por ellas; pero sería absurdo suponer al país ligado por las formalidades a las que él mismo sujeta a
sus agentes."
1195

será ley suprema. Una nación jamás sale del estado de naturaleza y nunca le
sobran todas las maneras posibles de expresar su voluntad. No temamos repetirlo:
una nación es independiente de toda forma, y de cualquier manera que quiera,
basta que aparezca su voluntad para que cualquier derecho positivo desaparezca
ante esa voluntad, como ante la fuente y el dueño supremo de todo derecho
positivo."
Así pues, la nación jamás puede despojarse de su libertad de querer.
Mediante su Constitución, sólo constituye y obliga a sus gobernantes o
autoridades constituidas, pero no se obliga ni se constituye a sí misma, pues no
puede quedar encadenada en su voluntad por ninguna prescripción constitucional
ni por ninguna forma constituida. Sieyés reproducirá estos principios con gran
firmeza ante el comité de Constitución de la Asamblea nacional, en su "Exposición
razonada" del 20 de julio de 1789: "Lo que se constituye no es la nación, sino su
establecimiento político... La Constitución de un pueblo sólo puede ser la
Constitución de su Gobierno... Los poderes comprendidos en el establecimiento
público se hallan todos sometidos a leyes, a reglas, a formas, que no son dueños
de cambiar. Así como no pudieron constituirse a sí mismos, tampoco pueden
cambiar su Constitución, lo mismo que unos nada pueden en relación con la
Constitución de los otros. El poder constituyente todo lo puede en este orden. No
está sometido previamente a una Constitución dada. La nación, que entonces
ejerce el más grande y el más importante de sus poderes, en esta función debe
hallarse libre de toda coacción, de toda forma distinta de la que le place adoptar"
(Archives parlementaires, vol. VIH, p. 259).17
17
Esmein (Éléments, V ed., vol. i, p. 570) refuta con una palabra todos estos sofismas, diciendo que la
consecuencia de semejante doctrina "no es más que una acción revolucionaria reconocida como legítima y
casi permanente". La Constitución de 1791, situándose en el terreno del orden jurídico, condenó igualmente
la doctrina de Sieyés, al formular el principio (tít. VII , art. 1º) de que la nación sólo puede hacer uso del
derecho absoluto de cambiar su Constitución "por los medios sacados de la Constitución misma" (ver p.
1174, supra). La teoría según la cual los cambios de Constitución no dependen de ninguna regla jurídica
preestablecida ha sido recogida por algunos autores contemporáneos, que tratan de rejuvenecerla
mediante argumentos nuevos. Tal es el caso de Burckhardt, por ejemplo (op. cit., 2* ed., pp. 6 ss), que
después de recordar que la fundación de la Constitución originaría del Estado no es susceptible de
construcción jurídica (ver núms. 441-442, supra), desarrolla la idea de que las revisiones constitucionales
posteriores no pueden tampoco quedar subordinadas a una regla de derecho propiamente dicha y quedan
necesariamente como res facti, non juris. El argumento capital que invoca Burckhardt con el fin de
demostrar el carácter extrajurídico de la revisión se deduce del hecho de que, según dicho autor, los
fundadores de una Constitución cualquiera no están calificados para reglamentar sus revisiones futuras.
Para ello precisarían de un poder que no pueden conferirse a sí mismos. En efecto, así como, según un
razonamiento recordado con frecuencia (ver p. 1207, infra), el órgano legislativo no puede atribuirse con sus
propias leyes la potestad de legislar, y no puede adquirirla más que en virtud de un estatuto orgánico
superior a las leyes ordinarias, así también —declara Burckhardt— las prescripciones que contiene una
Constitución sobre su revisión eventual, para ser jurídicamente obligatorias, supondrían la existencia de un
estatuto superior que hubiese atribuido a la autoridad de la cual emanan, el poder de regular el ejercicio
futuro de la potestad constituyente misma. Ahora bien, fuera y por encima de la Constitución por revisar no
existe ningún estatuto supremo que haya podido conferir a nadie dicho poder superconstituyente. A falta de
ese estatuto supremo, el órgano que realiza labor constituyente al crear una Constitución, no puede, pues,
conferirse a sí mismo el poder de reglamentar las revisiones futuras. Es muy cierto que tampoco existía
ningún estatuto primordial que haya conferido al creador de la Constitución primitiva del Estado el poder de
fundar esa Constitución, sino que ésta saca su fuerza no ya de la regularidad jurídica de sus orígenes, sino
1196

simplemente de las circunstancias de hecho que permitieron a su creador imponerla como carta orgánica a
la comunidad, y por consiguiente, bien puede decirse que ha sido creada en virtud de la potestad de hecho
de la cual se halló investido su fundador. Pero precisamente porque la potestad constituyente sólo es una
potestad de hecho, no puede aplicarse más que al hecho actual, es decir, a la Constitución actualmente
establecida, y no podría erigirse en potestad de derecho al pretender fijar previamente, en forma jurídica,
las reglas de revisión de las que dependerá la confección de las futuras Constituciones. Así pues, la potestad
de hecho de los autores de una Constitución sólo subsiste mientras la Constitución que es su obra
permanece a su vez en vigor, y se desvanecerá con esta misma Constitución, no pudiendo, por consiguiente,
ejercerse en las Constituciones posteriores. Admitir que la validez de una Constitución nueva depende de las
condiciones que para su propia revisión había prescrito la Constitución precedente, sería tanto como
reconocer al órgano constituyente consagrado por la Constitución anterior un poder que conservaría su
fuerza, de modo persistente, bajo el imperio de la nueva Constitución; ahora bien, esta persistencia del
poder del autor de la antigua Constitución y de los efectos de ésta no puede concebirse, puesto que la
antigua Constitución dejó de existir. Por otra parte, la experiencia enseña que los esfuerzos intentados para
asegurar semejante persistencia habrían de ser vanos, pues para que una Constitución nuevamente
introducida sea válida no es preciso que haya sido confeccionada según las reglas de derecho fijadas en otro
tiempo, para la revisión, por su antecesora, sino que es suficiente que, de hecho, haya conseguido hacerse
aceptar y respetar como Constitución regular desde el momento en que entró en vigor.
Partiendo de estas observaciones, Burckhardt se ve llevado a sostener que, si bien en principio es
legitimo determinar jurídicamente la naturaleza respectiva de cada Estado según las instituciones que
forman su Constitución actual, en cambio no se puede pretender caracterizar a los Estados por las
condiciones a las que eventualmente están subordinados la transformación de su Constitución presente y el
nacimiento de su Constitución futura. En efecto, desde el momento en que la revisión no puede relacionarse
jurídicamente con ninguna regla imperativa preestablecida, es evidente que las prescripciones relativas a la
reforma de la Constitución no tienen el valor de verdaderas reglas de derecho y no deben tenerse en cuenta
en la apreciación de los caracteres distintivos propios de cada Estado. En otros términos, la cuestión de
saber a quién pertenecerá en el porvenir el poder constituyente y por qué vía deberá ejercerse pierde toda
importancia para la calificación que haya de darse a los diversos Estados.
Al establecer esta consecuencia, Burckhardt piensa principalmente en el caso de los Estados
miembros de un Estado federal; y a ellos especialmente aplica su doctrina. Si la condición de los cantones
suizos, dice (loe. cit., pp. 10, 16), hubiera de juzgarse según las transformaciones constitucionales que
pueden afectarla en lo futuro, habría que negar a los cantones la naturaleza de Estados, pues las
competencias estatales de que gozan en los términos de su estatuto constitucional actual pueden serles
retiradas por revisiones futuras de la Constitución federal, revisiones que ninguno de ellos puede impedir
por su sola voluntad. No puede afirmarse, por lo tanto, la autonomía estatal de las colectividades miembros
de un Estado federal, sino a condición de atenerse a la situación constitucional de que actualmente gozan
dichas colectividades, haciendo abstracción de las posibilidades de reducción a que quedan expuestas sus
atribuciones en el porvenir; tal es también la opinión de Burckhardt. Por otra parte, cabe observar que el
argumento formulado por este autor en favor del carácter estatal de los cantones suizos se vuelve en contra
del Estado federal, pues conduce a negarle al Estado federal la condición de Estado soberano. En efecto, la
afirmación de la soberanía de los Estados federales se funda en la observación de que el Estado federal, a
falta de una competencia general actual, tiene la facultad de extender sus competencias de una manera
ilimitada mediante revisiones eventuales, reduciendo en cambio, ilimitadamente también, las competencias
de los Estados particulares. Por el contrario, si nos atenemos al estatuto constitucional actualmente vigente
en el Estado federal, habrá de decirse que el reparto de las competencias estatales, que existe entre dicho
Estado y los Estados miembros y que constituye uno de los rasgos esenciales de su mutua condición, excluye
toda posibilidad de considerar como soberano al Estado federal. Indudablemente que por revisiones
sucesivas puede el Estado federal conseguir reasumir en sí todas las competencias, despojando poco a poco
a los Estados confederados de todas sus funciones. Pero importa observar primeramente que el día en que
los Estados miembros se encontrasen despojados de toda competencia dejarían de presentar carácter
estatal y, por lo tanto, el Estado federal perdería igualmente su carácter anterior, para transformarse en
Estado unitario. Así pues, la doctrina de Burckhardt conduciría inevitablemente a la conclusión de que el
1197

Estado federal no puede definirse como soberano, pues cualesquiera que sean las perspectivas de revisión
que se le ofrezcan en el futuro, en dicho Estado es esencial no poseer, en el presente, sino una competencia
limitada por las competencias que corresponden a los Estados confederados.
Mediante estas observaciones se ve el interés que .presenta la cuestión de conocer cuál es el
momento en que hay que situarse para determinar la naturaleza de los Estados. Es indudable que la teoría
que pretende caracterizar a cada Estado por las condiciones asignadas al ejercicio eventual del poder
constituyente y al procedimiento de las revisiones futuras tropieza con una objeción. Esta objeción es que
no se puede afirmar por anticipado, con certeza, que la revisión se efectuará efectivamente según la forma
prevista y reglamentada por los textos constitucionales vigentes. Es posible que la próxima Constitución se
cree en circunstancias y por medios muy diferentes de los que había previsto la Constitución actualmente
existente. Esta es la parte de verdad que contiene la doctrina mantenida por Burckhardt. Ahora que
conviene observar inmediatamente que esta doctrina, al querer tener en cuenta la hipótesis en que la
Constitución habría de ser modificada mediante procedimientos contrarios al orden jurídico establecido
actualmente, desconoce el punto de vista que es propiamente el de la ciencia del derecho. Una teoría
jurídica del Estado sólo puede basarse en la hipótesis del mantenimiento del orden regular vigente; desde
que se supone que este orden normal, en un momento dado, podría perder su eficacia, no cabe ninguna
construcción de derecho público, pues en el caso en que las reglas de la Constitución no se tuvieran en
cuenta, se entraría pura y simplemente en la esfera del acaso y de lo arbitrario. Si. como lo propone
Burckhardt para la revisión, hubiese que negar el carácter de reglas de derecho a todas aquellas
prescripciones constitucionales que corren el riesgo de ser consideradas un día como papel mojado, este
criterio tendría por resultado socavar el valor jurídico de gran parte de las instituciones consagradas por la
Constitución vigente.
Queda por averiguar si, por su naturaleza intrínseca, las prescripciones relativas a la revisión forman
parte del orden jurídico del Estado. Según Burckhardt, no pueden considerarse como elementos de derecho,
por la razón de que el autor de la Constitución actual no pudo constituirse a sí mismo en regulador de las
Constituciones futuras. Pero puede responderse que una vez establecida y vigente la Constitución, sería
inexacto fundar sus disposiciones, las revisionistas o cualesquiera otras, en la sola voluntad de su fundador.
Esta sería incapaz de mantener el orden constitucional que fué originariamente obra suya si dicho orden no
tuviera su punto de apoyo y su equilibrio en el hecho de que responde, de un modo suficientemente
adecuado, a las necesidades y conveniencias del medio en que ha de regir. A medida que la Constitución va
pasando por la prueba del tiempo, van consolidándola los mismos acontecimientos que han permitido
apreciar su vitalidad, tanto que, en definitiva, se la puede considerar menos como una creación voluntaria
de sus fundadores que como la resultante y el producto de todas aquellas causas o fuerzas sociales y
nacionales que contribuyeron a asegurar su duración. Por ello, es muy cierto afirmar que el autor mismo de
la Constitución toma los poderes que pudo reservarse en ella, no ya de su propia potestad creadora, sino
efectivamente del conjunto de circunstancias que proporcionan su estabilidad al orden constitucional
vigente. Y esto es efectivamente también lo que la ciencia jurídica quiere dar a entender cuando asegura
que, en resumen, toda potestad que pertenezca a los órganos estatales procede de la Constitución misma,
cualesquiera que sean las condiciones de hecho en las que originariamente se les confirió dicha potestad.
Finalmente, de esta estabilización es de donde nace el concepto de orden jurídico, que en el fondo no es
sino la expresión de un régimen de regularidad, fundado en la preexistencia de cierta regla proporcionada
por el pasado y destinado a procurar la conservación de dicha regla en el porvenir por el hecho mismo de su
aplicación presente y repetida.
Estas verdades naturales deben admitirse lo mismo en lo que concierne a las prescripciones
constitucionales relativas a la revisión que en lo que se refiere a las demás partes de la Constitución. Poco
importa que, según estas prescripciones, la revisión haya de depender del mismo autor de la Constitución a
revisar; la doctrina que por este motivo les niega el valor de reglas de derecho obedece a una idea
superficial. Las prescripciones que tienen por objeto la revisión toman su fuerza, en realidad, no ya de la
pura voluntad de su autor, sino de su consagración por las circunstancias que hicieron que la Constitución en
que se encuentran contenidas haya llegado a ser la regla estatutaria estabilizada del Estado. Más aún, estas
prescripciones deben considerarse como el punto culminante del orden estatutario vigente, al menos en
1198

aquellos países que separan el poder constituyente del poder legislativo: en esos países, en efecto, la
potestad constituyente aparece como la más alta potestad organizada del Estado.
No puede sorprender, por lo tanto, que la generalidad de los autores, tomando esto como el
contrapeso de la doctrina de Burckhardt, se acojan a la revisión para determinar la naturaleza jurídica de
cada Estado. Es cierto que el examen de esta cuestión proporciona al jurista elementos de apreciación que
son de importancia capital para la calificación de los Estados. Por ejemplo, el reconocimiento de que la
revisión depende esencialmente en Francia de la voluntad parlamentaria o de que en Inglaterra el
Parlamento es dueño de sus propias competencias, no puede menos de proyectar una viva claridad sobre
todo el sistema orgánico y estatal del pueblo francés y del pueblo inglés. Igualmente, es explicable que los
autores califiquen como soberano al Estado federal, precisamente porque su Constitución implica para él la
facultad de desarrollar ilimitadamente sus competencias mediante revisiones futuras y a pesar de que
dichas competencias se encuentren necesariamente limitadas, en la actualidad, por las de los Estados
confederados.
Por el contrario, a primera vista puede parecer sorprendente que los miembros confederados del
Estad» federal se reconozcan como Estados siendo así que sus Constituciones respectivas pueden quedar
modificadas por efecto de las revisiones referentes a la Constitución federal y sus competencias particulares
están expuestas a reducciones provenientes del hecho de que una revisión realizada por el Estado federal
viene a ensanchar la competencia de dicho Estado en detrimento de aquéllas. ¿No es contradictorio, por
una parte, pretender definir al Estado federal por las posibilidades que le confieren sus revisiones futuras, y,
por otro lado, hacer abstracción de estas mismas posibilidades cuando se trata de determinar la condición
de los Estados miembros? Desde el momento en que estos Estados no son dueños de conservar su
Constitución y su competencia presentes y estas últimas pueden serles arrebatadas contra su voluntad
mediante revisiones federales, ¿cómo puede sostenerse que poseen una potestad fundada en su propia
voluntad y que realizan así la condición esencial de autonomía que constituye el criterio del Estado? Antes
bien, ¿no habrá de reconocerse que la competencia de los Estados confederados sólo debe su existencia a la
tolerancia del Estado federal y que sólo subsiste, de un modo precario, mientras los órganos constituyentes
del Estado federal no deciden otra cosa?
Tal es, en efecto, la argumentación de Burckhardt. Pero, en realidad, no hay ninguna contradicción
en caracterizar al Estado federal por sus competencias futuras y al Estado particular por sus competencias
actuales. La diversidad de los procedimientos de apreciación empleados para estas dos clases de Estados se
explica racionalmente por la misma diversidad de las cuestiones que se formulan para cada uno de ellos:
cuestión de soberanía en cuanto al Estado federal y cuestión de saber si son Estados en cuanto a los
miembros confederados. Ahora bien, de las definiciones expuestas anteriormente, ya de la soberanía, ya de
la potestad de Estado, se desprende que estas dos cuestiones entrañan muy diferentes procedimientos de
investigación. La soberanía es la facultad, para un Estado, de extender ilimitadamente sus competencias (ver
supra, pp. 131 ss., 172 ss.). Así pues, la soberanía no implica que el Estado soberano posea desde ahora
todas las competencias imaginables, sino que sólo constituye una simple posibilidad orientada hacia el
futuro. He aquí por qué al Estado federal se le juzga según sus facultades de revisión futura: aunque
actualmente sus competencias sean necesariamente limitadas, se le declara soberano porque tiene una
potestad ilimitada para ampliarlas por su propia voluntad constituyente; lo ilimitado en él no es su
competencia presente, sino la facultad que conserva para ensanchar de continuo la esfera futura de dicha
competencia. Si se trata, por el contrario, de comprobar el carácter estatal de los Estados confederados,
conviene recordar que la cualidad de Estados se deduce esencialmente de las condiciones en que se originó
la potestad estatal; una colectividad debe considerarse como un Estado cuando la potestad de que dispone
tiene su fuente originaria en la propia fuerza de voluntad y de determinación de dicha colectividad (ver
supra, pp. 159 ss.). Por consiguiente, para apreciar el carácter estatal de una colectividad no hay por qué
orientarse hacia el futuro, sino que hay que interrogar el presente y aun el pasado. Así es como la cuestión
de saber si los miembros confederados de un Estado federal son Estados se reduce a un examen de las
condiciones en que se creó su potestad; y desde este punto de vista, esas colectividades aparecen
efectivamente como Estados. Sus competencias presentes indudablemente no están a salvo de los cambios
que puedan serles impuestos un día por la voluntad superior del Estado federal; pero, por lo menos, el
punto capital a observar es que, por el momento, estas competencias tienen su origen en Constituciones o
1199

Todo esto no impedía que Sieyés admitiese, incluso en materia constituyente, la


intervención del régimen representativo. "Representantes extraordinarios —dice
(Qu'est-ce que le Tiers-État? cap. v; cf. Archives parlementaires, loe. cit.)— podrán
tener tal o cual nuevo poder que a la nación le plazca darles. Puesto que una gran
nación no puede reunirse por sí misma, en realidad, cada vez que circunstancias
fuera del orden común pudieran exigirlo, es preciso que confíen a representantes
extraordinarios los poderes necesarios para estas ocasiones... Un cuerpo de

leyes que son propias de los Estados confederados y que se crearon por la voluntad propia de éstos.
Además, si los Estados miembros están dispuestos a sufrir la repercusión de las revisiones federales, no hay
que perder de vista que son dueños de revisar por si mismos sus Constituciones particulares y que también
pueden, por vía de revisión, crearse nuevas competencias, a condición, sin embargo, de no usurpar el
dominio reservado al Estado federal.
De todas las observaciones que preceden se desprende que el examen de las condiciones en que la
Constitución de los Estados es susceptible de sufrir modificaciones presenta, para la determinación de la
categoría jurídica a que pertenece cada Estado, una importancia decisiva en la mayor parte de los casos: por
ejemplo, para apreciar si el Estado es una monarquía, un Estado soberano, un Estado federal, etc. Pero
existen, sin embargo, determinados problemas referentes a la naturaleza del Estado que no pueden
resolverse con este criterio; tal es el caso de la determinación del carácter estatal de las colectividades
confederadas en un Estado federal. Estas son Estados, aunque sus Constituciones puedan transformarse
contra su voluntad. No obstante, es conveniente notar que, si bien la suerte futura de la Constitución del
Estado confederado no depende exclusivamente de este Estado, al menos dicha Constitución, considerada
en su tenor actual, debe su existencia y su fuerza a la potestad autónoma de la colectividad confederada,
que sin esto dejaría de ser un Estado. Esto prueba que, en último término, y contrariamente a la opinión
profesada por Burckhardt, la cuestión del poder constituyente conserva siempre un papel primordial en la
solución de los problemas relativos al Estado, a su formación y a sus caracteres especiales. No cabe
extrañarse de que, para resolver los problemas de esta clase, sea invariablemente necesario, en una u otra
forma, tomar en consideración dicha cuestión del poder constituyente, ya que evidentemente en los actos
en virtud de los cuales el Estado se constituye sus cometidos, sus órganos y sus poderes, es donde se revelan
en más alto grado los signos particulares de su potestad y, por consiguiente también, los rasgos distintivos
de su misma naturaleza jurídica.
1200

representantes extraordinarios suple a la asamblea de dicha nación. Precisa de un


poder especial; pero reemplaza a la nación en su independencia de todas las
formas constitucionales... Estos representantes toman el lugar de la nación misma
cuando ésta tiene que regular su Constitución. Como ella, son independientes de
dicha Constitución. Les basta con querer como quieren individuos en el estado de
naturaleza; con tal de que no se pueda ignorar que actúan en virtud de una
comisión extraordinaria de los pueblos, su voluntad común habrá de valer como la
de la nación misma. Añade Sieyés: "No quiero decir que una nación no pueda
otorgar a sus representantes ordinarios la nueva comisión (extraordinaria) de que
aquí se trata"; admite, pues, que el poder constituyente podrá ejercerse incluso por
los representantes habituales. Pero, ordinarios o extraordinarios, estos
representantes presentan necesariamente un doble carácter, en virtud del cual
esta clase de representación, dice Sieyés, "no se parece a la legislatura ordinaria".
Por una parte, es preciso que hayan recibido un poder especial con objeto de
regular la Constitución en vez y lugar de la nación. Por otra parte, mientras que la
legislatura sólo puede desenvolverse dentro de las formas y en las condiciones
que le son impuestas, la representación de orden constituyente "no está sometida
a ninguna forma en particular, sino que se reúne y delibera como lo haría la nación
misma", es decir, que no depende de ningún estatuto positivo anterior.
Precisamente
1201

en esto consiste la separación del poder constituyente y los poderes


constituidos.18

Fundamentada y definida así, la doctrina de Sieyés respecto al poder


constituyente —por más que se haya dicho— acaba por presentar grandes
afinidades con las teorías de Rousseau, en tanto que procede, ahora,*de la idea
misma de la soberanía del pueblo. Y por este motivo, desde luego, dicha doctrina
nunca recibió en Francia su completa consagración, pues, excepción hecha de la
Constitución de 1793, que trató de poner en práctica las teorías del Contrato
social, las Constituciones francesas, aunque frecuentemente hayan sido
relacionadas, tanto por los publicistas como por los hombres políticos, al principio
de la soberanía popular, en realidad han sido concebidas dentro del espíritu de la
soberanía

18
Se vio antes (n. 13, p. 1176) que, por las razones invocadas, Sieyés negaba a los Estados generales el
derecho de "decidir algo con respecto a la Constitución" (cf. n. 17, p. 1177). Pero fundaba también esta
negativa en otra consideración que presenta como "una prueba apremiante de la verdad de sus principios"
relativos a la separación del poder constituyente. Para exponer esta prueba, dice, hasta examinar el caso en
que "se suscitaran contradicciones entre partes de la Constitución", es decir, entre los diversos órganos
constituidos. Si la nación no está por encima de su Constitución, si está "dispuesta de tal manera que no
pueda actuar más que según la Constitución en disputa", ¿cómo resolver la controversia? "¿Quién será el
juez supremo?" Vemos aquí una de las grandes preocupaciones de Sieyés, la que reaparecería nuevamente
en su discurso del 2 termidor del año m en forma de proposición de un "jurado
constitucional", y que, en el año VIII, acaba logrando satisfacción, en parte, conforme a sus ideas. En 1788-
1789, Sieyés sostenía que, puesto que "las partes de lo que se cree la Constitución no están de acuerdo
entre sí", a la nación misma corresponde decidir. En cuanto a los Estados generales, decía Sieyés, "a dicho
cuerpo constituido no le corresponde pronunciarse sobre una controversia que se refiere a su Constitución,
pues existiría en esto una petición de principio, un círculo vicioso" (op. cit., cap. v) . "U n cuerpo sometido a
formas constitutivas —decía en efecto Sieyés (ibid.)— nada puede decidir sino según su Constitución. No
puede darse otra. Deja de existir desde el momento en que se mueve, habla o actúa fuera de las formas que
se le han impuesto. Los Estados generales son por lo tanto incompetentes para decidir nada respecto a la
Constitución." Esta incompetencia provenía, además, según la doctrina de Sieyés, del motivo de que los
Estados generales quedaban formados según la distinción de los órdenes o estados. Ahora bien, "una
sociedad política sólo puede ser el conjunto de los asociados", y "las voluntades individuales son los únicos
elementos de la voluntad común" (loe. cit.). Por lo tanto, Sieyés declara (cap. vi) que "sólo hay un orden, es
decir, no hay ninguno, puesto que para la nación no puede existir más que la nación". Este orden único, que
cesa de ser un orden para identificarse en adelante con la nación, es el tercero: "El Tercer Estado de la
nación; con esta cualidad, sus representantes constituyen toda la Asamblea nacional." Así pues, la nación
soberana, en la que reside el poder constituyente, se reduce al Tercer Estado, es decir, al conjunto de los
ciudadanos considerados exclusivamente en los "intereses por los cuales se reúnen", intereses que son
también "los únicos mediante los cuales pueden reclamar derechos políticos, y por consiguiente, los únicos
que confieren al ciudadano la condición representable". En cuanto a los privilegiados, no son
representables, al menos en esta condición, pues, como privilegiados, se salen de la clase común de los
ciudadanos y dejan por lo tanto de poder considerarse como miembros del conjunto o asociados. Por ello,
Sieyés concluye que "no pueden ser electores ni elegibles mientras duren sus odiosos privilegios" (ibid.).
1202

nacional, y orientadas en este sentido. De estos dos principios, muy diferentes en


cuanto a su alcance, el primero ocupó frecuentemente, en las afirmaciones de
escritores o de los oradores, un lugar nominal muy considerable. En el fondo, el
segundo es el que generalmente se encuentra consagrado en la mayor parte de
las instituciones adoptadas por las Constituciones positivas. Se verá más adelante
(n9 456) el contraste que se establece entre estos dos principios, en cuanto a las
consecuencias que respectivamente entrañan en materia de separación del poder
constituyente.
En lo que concierne al fundamento de esta separación, se acaba de
observar ya que la doctrina de Sieyés se aproximaba a la de Rousseau en un
punto muy importante. Ambas sostienen que el pueblo o la nación no puede
obligarse por ninguna Constitución. A este respecto Sieyés gira en el mismo orden
de razonamientos que Rousseau (ver pp. 1186 ss., supra). Suponiendo, dice, que
una nación, por un primer acto de su voluntad, incluso independiente de toda
forma, se haya obligado a no querer en lo sucesivo sino de una manera
determinada, semejante obligación carecería de valor, pues "¿con quién se habría
obligado dicha nación? Concibo que pueda obligar a sus miembros, a sus
mandatarios y todo lo que le pertenece; pero ¿cómo podrá, en ningún sentido,
imponerse obligaciones a sí misma? ¿Qué cosa es un contrato consigo mismo?"
(op. cit., cap. v). Aparece aquí la argumentación del Contrato social. Incluso se
fijaba Sieyés, respecto de este punto, en conclusiones más absolutas que las de
Rousseau, pues no introducía atenuación alguna a su sistema de soberanía
constituyente incondicionada de la nación, y sostenía hasta el fin que el ejercicio
del poder constituyente está emancipado de toda forma. Rousseau, por el
contrario, después de formular el principio de que "no puede existir ninguna clase
o especie de ley fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo" (Contrat social,
lib. I, cap. VII), se había alejado del rigor de dicho principio al conceder que la
Constitución puede exigir para su reforma el empleo de las mismas formas que
sirvieron para su confección. Así se desprende de unos párrafos frecuentemente
citados de las Considérations sur le Gouvernement de Pologne, cap. IX: "Hay que
pesar y meditar bien los puntos capitales que se habrán de establecer como leyes
fundamentales, y sólo sobre esos puntos se hará gravitar la fuerza del liberum
veto. De este modo, se hará a la Constitución sólida y a sus leyes irrevocables,
tanto como puedan serlo, pues es contrario a la naturaleza del cuerpo social el
imponerse leyes que no pueda revocar; pero ni a la naturaleza ni a la razón es
contrario que no pueda revocar esas leyes sino con la misma solemnidad con que
las estableció. Esta es toda la obligación que puede imponerse para lo sucesivo.
Ello es suficiente
1203

para fortalecer la Constitución..."19 Esta idea de Rousseau es la que fué recogida,


ampliada y finalmente consagrada por la Constitución de 1791 (tít. vn, arts. 1" ss.),
como se vio antes (p. 1174). Contrariamente a la tesis de Sieyés, la Constituyente
admitió que la revisión habría de someterse a determinadas formas; incluso llegó
más allá que Rousseau, al decidir que dichas formas no sólo serían aquellas que
habían sido empleadas para la confección del acto constitucional inicial, sino que,
de manera general, habían de ser las que previo y fijó la Constitución por revisar.20
Pero, sobre todo, la gran semejanza entre la doctrina de Rousseau y la de
Sieyés, el rasgo capital por el que la segunda se relaciona con la primera, consiste
en que ambas provienen de la idea de la soberanía del pueblo, y hasta de un
concepto especial e idéntico de esta clase de soberanía. Es éste un punto en el
que no hay más remedio que convenir, incluso cuando se ha llegado, en ciertos
aspectos, a establecer una filiación entre las ideas de Sieyés y las teorías de
Montesquieu. Así es, como Zweig (op. cit., p. 137), después de haber señalado
ciertas aproximaciones entre los principios formulados en el Espíritu de las leyes y
la doctrina de Sieyés, reconoce que, en el fondo, el poder constituyente, tal como
lo entiende este último, toma su contenido de la teoría de Rousseau. Este uoder
constituyente, en efecto, no es otra cosa que la soberanía popular

19
Debe observarse que, en este pasaje, Rousseau se refiere especialmente a la Constitución, insistiendo en
la idea de que cabe darle una solidez o firmeza particular. Establece, pues, de todos modos, cierta distinción
entre esta ley fundamental y las leyes ordinarias, y en esto se observa, hasta en su teoría, un principio de
separación entre el poder constituyente y el poder legislativo; pero también, en esto, Rousseau se
contradice con la doctrina que él mismo sostuvo en el Contrato social y según la cual el pueblo de ningún
modo puede obligarse ni siquiera por su Constitución.
20
El sistema de revisión adoptado por la Constituyente había sido propuesto en la sesión del 31 de agosto
de 1791 por Frochot, quien, como Sieyés, invocaba el principio de la soberanía nacional en favor de su
proposición, pero sacaba de este principio, con respecto a la cuestión del poder constituyente, conclusiones
diametralmente opuestas a las que Sieyés había desarrollado en su obra sobre el Tercer Estado. Este decía
que la nación, por ser soberana, conserva siempre su absoluta independencia en materia constituyente.
Frochot, en cambio, se basa en la soberanía nacional para sostener que de la nación depende fijar para el
porvenir el modo y el procedimiento según los cuales ejercerá su poder constituyente: "La soberanía
nacional, se dice, no puede encadenarse; su determinación futura no puede interpretarse o preverse, ni
someterse a formas ciertas, pues por su misma esencia puede lo que quiera y de la manera que quiera. Pues
bien, precisamente por efecto de su omnipotencia, la nación quiere hoy, al consagrar su derecho,
prescribirse a sí misma un medio legal y pacífico de ejercerlo, y lejos de hallar en este acto una enajenación
de la soberanía nacional, encuentro en ello, por el contrario, uno de los más bellos monumentos a su fuerza
y a su independencia... No hay una sola ley, desde el acto constitucional hasta el decreto de policía menos
importante, por el que, en efecto, la soberanía nacional no se comprometa consigo misma a querer tal cosa
de tal manera y no de ninguna otra" (Archives parlementaires, 1ª serie, vol. XXX, p. 96).
1204

de que se trata en el Contrato social. Existe sin duda, entre el sistema del Contrato
social y el de Sieyés, la gran diferencia de que el primero se atiene
exclusivamente a la idea de la soberanía del pueblo, mientras que el sistema de
Sieyés se esfuerza por conciliar y combinar la soberanía popular con el régimen
representativo, que declara indispensable. Y para asegurar esta conciliación es
para lo que Sieyés construía su teoría de la "delegación" de los poderes, que tanta
importancia tiene en su doctrina21 y según la cual el establecimiento de la
Constitución consiste jurídicamente en una operación de mandato, en un acto
mediante el cual el pueblo delega separadamente los diversos poderes en los
"representantes".22 Pero, precisamente, esta idea de delegación sólo fué inspirada
a Sieyés por su concepto de la soberanía popular; se relacionaba, en su
pensamiento, con la idea previa de que el pueblo, en principio, posee y reúne en sí
todos los poderes; tenía por objeto especial salvaguardar, hasta en el régimen
representativo, la integridad de dicho principio.23 En esto es en lo que la doctrina
de Sieyés se enlaza íntimamente con la de Rousseau, aunque éste no se haya
ocupado mucho, directamente, del poder constituyente.
De esta idea de la soberanía popular derivan consecuencias lógicas,

21
Ver especialmente, entre los desarrollos del principio del cap. v de Quest-ce que le Tiers-État?: "Los
aso'ciados son demasiado numerosos y están repartidos en una superficie demasiado extensa para ejercer
fácilmente por sí mismos su voluntad común. ¿Qué hacen? Desprenden de ella todo lo que es necesario
para velar por los cuidados políticos y proveer a ellos; y confían el ejercicio de esta porción de voluntad
nacional y de poder a algunos de ellos. Estamos, pues, en la época de un gobierno ejercido por procuración.
Observemos a este respecto algunas verdades: 1ª La comunidad no se despoja del derecho de querer; es su
propiedad inalienable, sólo puede transmitir su ejercicio. 2º El cuerpo de los delegados ni siquiera puede
tener la plenitud de este ejercicio. La comunidad sólo pudo confiarle aquella porción de su poder total que
es necesaria para mantener el buen orden. No se da nada superfluo en esto. 3º No corresponde, pues, al
cuerpo de delegados modificar los límites del poder que se le ha confiado. Es evidente que esta facultad
sería contradictoria consigo misma." Y más adelante dice también Sieyés: "La s leyes constitucionales son
llamadas fundamentales porque los cuerpos que existen y actúan por ellas no pueden modificarlas. En cada
parte, la Constitución no es obra del poder constituido, sino del poder constituyente. Ninguna especie de
poder delegado puede cambiar nada en las condiciones de su delegación."
22
Se vio antes (pp. 915 ss.) que dicha idea de delegación pasó a la Constitución de 1791, donde ocupa todo
el preámbulo del tít. ni (arts. 2-5). O mejor dicho, que ese preámbulo tomó de Sieyés la terminología sobre
dicho punto; pues, en realidad, la Constitución de 1791 de ningún modo establecía un sistema de delegación
de poderes, en el sentido propio de esta palabra. En lo que se refiere, por ejemplo, al poder legislativo, ya se
demostró (pp. 999, 1001 ss.) que excluía totalmente la posibilidad de admitir que dicho poder hubiese
correspondido al pueblo antes de ejercerse por el cuerpo de diputados.
23
La construcción de Sieyés, por otra parte, era totalmente equivocada y falsa, desde el punto de vista
jurídico. Tal como lo demostró Rousseau, la soberanía del pueblo no es susceptible de delegarse o
representarse, ni puede escapársele por vía de enajenación.
1205

que originan otras afinidades entre el sistema constituyente de Sieyés y las teorías
del Contrato social. Desde el momento en que el pueblo contiene en sí
primitivamente todos los poderes reunidos y desde que, además, en el ejercicio de
su poder constituyente es independiente de toda reglamentación constitucional
preexistente, se llega a admitir que el cuerpo de representantes, que, por mandato
especial, habrá sido investido de la soberanía constituyente popular, poseerá
también, en esta condición especial, todos los poderes indefinidamente. Es verdad
que Sieyés dice (op. cit., cap. v) que "el cuerpo de representantes extraordinarios,
que suple a la asamblea de la nación, no necesita quedar encargado de la plenitud
de la voluntad nacional"; habla también, a propósito de la distinción entre las
Asambleas constituyentes y las legislaturas ordinarias, de "procuraciones
especiales", dadas respectivamente a unas y a otras y referentes a "poderes que,
por su naturaleza, no deben confundirse" (eod. loe). Pero, por otra parte y en el
mismo lugar, especifica que los representantes especiales encargados del poder
constituyente "reemplazan a la nación misma" en el sentido de que son
independientes como ella, de que como ella pueden querer de manera
incondicionada y de que su voluntad habrá de valer como la voluntad de la nación.
¿Cómo, pues, podría discutirse a esta asamblea especial, emancipada de todo
yugo constitucional, una potestad de voluntad ilimitada? Así pues, la teoría de
Sieyés conducía fatalmente a la idea de que el órgano investido de la función
constitucional lleva en sí la plenitud de potestad de la nación soberana, y de ahí
que esta teoría se reduzca esencialmente, en definitiva, a la de Rousseau, que
reunió en la misma mano el poder constituyente y el poder legislativo; pero
también por eso se hallaba en último término comprometida y destruida la
separación que, en principio, Sieyés había pretendido establecer entre la función
constituyente y las funciones constituidas. Para probar que ese fué el alcance
verdadero y el último significado de la teoría de Sieyés, basta recordar que, desde
los principios de la Revolución y antes de la época de la Convención, esta teoría
se comprendió e interpretó del modo que acaba de indicarse. Sobre este punto
existe el testimonio de Mounier, el cual, en un informe dirigido en 1789 a sus
comitentes, decía ya que, según la opinión extendida entre los diputados a la
Asamblea nacional, la característica de las Constituyentes o Convenciones
nacionales es reunir todos los poderes.24 La Fayette, que en sus Memorias

24
El informe de Mounier a sus comitentes es reproducido por Thiers, Histoire de la Révolution franqaise,
notas y documentos justificativos del vol. i. Los párrafos de dicho informe referentes al poder constituyente
están redactados del modo siguiente: "Entendían [los diputados en cuestión] por Convenciones nacionales,
asambleas a las cuales hubieran sido llevados todos los derechos de la nación; que hubiesen reunido todos
los poderes, y en consecuencia hubieran anulado, por su sola presencia, la autoridad del monarca y de la
legislatura ordinaria; que hubieran podido disponer arbitrariamente de todo género de autoridad, alterar a
su gusto la Constitución, restablecer el despotismo o la anarquía. En resumen, se quería dejar en cierta
forma la dictadura suprema a una sola asamblea, que hubiera llevado el nombre de Convención nacional."
1206

(París, 1838, vol. iv, pp. 201-202) se ocupa de esta opinión señalada por Mounier,
demuestra que probaba "una gran ignorancia del principio norteamericano de las
Convenciones", pues, decía, una Convención en el sentido norteamericano no es
"n i una reunión del ejercicio de todos los poderes —ya que no ejerce ninguno—,
ni una dictadura suprema"; sino que debe definirse únicamente como "una
delegación de la soberanía nacional para examinar y modificar la Constitución". La
noción que reproducía Mounier en cuanto al cometido y a la naturaleza del poder
de las Constituyentes (combatía por cierto esta institución), pues, de ningún modo
estaba conforme con el sistema norteamericano de la separación del poder
constituyente, pero al menos Mounier decía la verdad cuando presentaba esta
idea como corriente en Francia en tiempos de la Revolución. Y este concepto
francés de las Constituyentes acumulando los poderes provenía directamente de
la teoría del mismo Sieyés, que La Fayette critica vivamente (loe. cit., p. 36),
diciendo que esta teoría "lejos de hacer dar un paso a la ciencia en este punto
(como pretendía Sieyés en su discurso del 2 termidor del año m) , más bien la hizo
retroceder por la mezcla de las funciones constituyente y legislativa en la
Asamblea constituyente y en la Convención nacional, mientras que en Estados
Unidos estas funciones siempre fueron distintas".25
453. Si este concepto erróneo de la potestad propia de las Constituyentes
no llegó a prevalecer, como se vio antes en las Constituciones francesas, desde
1789 no cesó de hallar partidarios en Francia, ya entre los publicistas, ya en los
medios políticos, y ha recibido, de hecho, múltiples aplicaciones, como
consecuencia de las revoluciones y en espera de rehacer nuevas Constituciones
destinadas a reemplazar las abolidas.26

25
Idéntica crítica por parte de Laboulaye, op. cit., p. 381: "Con demasiada frecuencia la Asamblea
constituyente [de 1789-1791] a las ideas norteamericanas prefirió las quimeras inventadas por los discípulos
de Rousseau. Esto fué lo que ocurrió en la cuestión que nos ocupa. Sieyés pudo más que La Fayette, y al
confundir el poder constituyente y el poder legislativo, lo embrolló y lo perdió todo." Ver también Zweig, op.
cit., p. 137.
26
La doctrina de la separación del poder constituyente, entendida en el sentido de la omnipotencia de las
Constituyentes, pudo considerarse con razón como la doctrina tradicional francesa. Sin embargo, se ha
objetado que las Constituciones que consagraron en Francia la institución de las Constituyentes tuvieron
especial cuidado en limitar rigurosamente los poderes de estas asambleas extraordinarias. Tal es el caso, por
ejemplo, de las constituciones de 1791, del año m y de 1848. Pero, como lo observa Lefebvre (Étude sur les
lois constitutionnelles de 1875, pp. 226 ss.), junto a esta tradición constitucional o jurídica, que está a favor
de la limitación del poder de las Constituyentes, existe en Francia la tradición de hecho o histórica que
resulta de que las diversas Constituyentes de 1789, 1793, 1848 y 1871, constituidas inmediatamente
después de revueltas políticas y en medio del desorden constitucional, pudieron comportarse en la práctica
como si hubieran estado investidas de plena e ilimitada soberanía. "Estos son —dice Lefebvre— nuestros
verdaderos precedentes"; y esta tradición de hecho, originada por las circunstancias históricas, llegó a ser,
antes de 1875, mucho más poderosa que la originada en textos que no tuvieron aplicación.
1207

Según los adeptos de esta doctrina, que ha llegado a ser tradicional desde los
tiempos de Sieyés, el principio de la separación del poder constituyente se deduce
ante todo del hecho de que sólo el pueblo es soberano. En el sistema de la
soberanía popular, en efecto, está claro que el poder constituyente no puede
ejercerse por las autoridades constituidas, y particularmente por la Asamblea
ordinaria de los diputados; luego la Constitución no podrá hacerse o rehacerse
sino por el pueblo mismo, o, todo lo más, por una asamblea especial, nombrada
expresamente a dicho efecto por los ciudadanos y representando
extraordinariamente al pueblo, o sea revestida por él de la soberanía
constituyente.
Para precisar más aún, los teorizantes de la soberanía popular hacen
observar que el cuerpo legislativo ordinario sólo ha recibido de sus electores un
simple mandato de legislación, pero carece de delegación de orden constituyente.
Por tanto, dícese, la asamblea ordinaria de los diputados, en el transcurso de la
legislatura, no puede emprender por sí misma la reforma de la Constitución. Esta
sólo puede realizarse por una asamblea que haya recibido con ese fin una
delegación extraordinaria del pueblo, por una Constituyente distinta del cuerpo
legislativo, elegida especialmente para hacer la revisión y provista por los
electores de un mandato especial constituyente con ese objeto.
En apoyo de estas proposiciones se alega, además, la consideración
general de que, en un régimen constitucional, los órganos constituidos no podrían
ser autores de su propia potestad. Como constituidos, derivan del poder
constituyente, están creados por la Constitución; luego, dícese, no pueden a la vez
crear la Constitución y ser creados por ella. De aquí se saca la conclusión de que
la misma autoridad no puede ser al mismo tiempo órgano constituido y órgano
constituyente. La idea misma de Constitución exige que en el Estado haya una
autoridad especial y superior, que, desempeñando el papel constituyente, esté
encargada de fundar y organizar por debajo de ella los poderes constituidos. Lo
más que puede concederse a los titulares de los poderes constituidos es la
facultad de emitir votos de revisión y de poner en movimiento al poder
constituyente. Una vez ejercida esta iniciativa, las autoridades constituidas deben
hacerse de lado, y la labor constituyente comienza. Se desprende de aquí que el
cuerpo legislativo especialmente es declarado impotente tanto para modificar
como para crear las leyes constitucionales. Las asambleas legislativas, se ha
dicho, no pueden tocar la Constitución, no pueden revisar el
1208

título constitutivo de su poder, pues por una parte, al derogar la Constitución


existente, destruirían el fundamento mismo de su poder; y por otra parte, al
rehacer una nueva Constitución, se conferirían a sí mismas su poder, lo cual se
declara inadmisible.27
Partiendo de estos razonamientos, se ha llegado a sostener que existe una
diferencia capital, en cuanto a su naturaleza intrínseca, entre las leyes ordinarias y
la ley constitucional. La Constitución, en este concepto, es una ley de esencia
superior, es la ley por excelencia, una ley inicial que instituye al mismo poder
legislativo. De modo semejante, el acto constituyente, en esta doctrina, aparece
como el acto primordial de soberanía, o sea como un acto superior y anterior a los
actos de la soberanía ordinaria tal como ésta habrá de ejercerse, una vez fundada
la Constitución, por las autoridades constituidas. De aquí se deduce que, para
realizar este acto y esta ley extraordinarios, no puede ser competente el legislador
habitual sino que hay que acudir necesariamente a un órgano constituyente, que
domine a los órganos constituidos y sea distinto de ellos. En parte, por la
aplicación de estas ideas, numerosas Constituciones modernas han sido llevadas
a representarse el poder constituyente como debiendo quedar revestido de una
majestad particular, y por consiguiente, han querido que las operaciones
constituyentes se rodearan de una solemnidad y de formalidades excepcionales.
En esta idea, ciertas Constituciones. para emprender su revisión, exigen la
convocatoria de Constituyentes propiamente dichas, nacidas de elecciones
especiales y que generalmente se componen de mayor número de miembros que
el cuerpo legislativo ordinario. Otras Constituciones abandonan la función
constituyente a las asambleas legislativas habituales; pero, por lo menos, estas
asambleas deben renovarse enteramente por elección, para poder llegar a ser
órganos constituyentes. O también las Constituciones que confían la revisión a las
asambleas legislativas, exigen de éstas, para las votaciones constituyentes, una
mayoría especialmente importante, que reúna los dos tercios o los tres cuartos de
votantes; o finalmente, exigen que dichos votos sean renovados en diferentes y
sucesivas ocasiones por legislaturas sucesivas. En una palabra, imponen al
cuerpo legislativo un procedimiento constituyente diferente del procedimiento
legislativo habitual (ver sobre estos diversos puntos Arnoult, De la revisión des
Constitutions, pp. 462 ss., 503 ss.).
454. ¿Qué debe pensarse de los diversos razonamientos así producidos
para justificar la separación del poder constituyente?
La idea general contenida en el fondo de todos estos razonamientos

27
Sobre la innegable parte de verdad que contiene esta última afirmación, ver. p. 1214, infra.
1209

es que, en definitiva, habría que distinguir en el Estado dos clases de soberanía:


una de ellas, que es la soberanía primordial anterior a todos los poderes
constituidos, encargada de darles vida, es, como se ha dicho, la soberanía de los
grandes días, una soberanía extraordinaria que se ejerce al realizar labor
constituyente; la otra, que es la soberanía corriente, una soberanía de esencia
menor, la que se ejerce cada día por los poderes constituidos, es la soberanía
constituida, es decir, derivada de la precedente, subordinada a ella y regulada por
ella. Se realiza así una división, un desdoblamiento de la soberanía del Estado. Y
luego, de esta distinción entre dos potestades soberanas, se deduce la distinción
de los órganos. Pero precisamente esta descomposición de la ss ' ra nía es
inadmisible. En principio, sólo puede concebirse, en el Estado, una soberanía
única, que no es mayor en ciertos días y menor en otros, sino que permanece
constantemente igual en sí misma. Esta soberanía, de manera uniforme e
invariable, consiste en el poder que corresponde a la nación de expresar e
imponer su voluntad por medio de sus órganos regulares, y esto cualquiera que
sea el objeto que esta voluntad se proponga.
Así pues, si nos colocamos en el punto de vista de la naturaleza de la
soberanía, el problema de la organización del poder constituyente se reduce a
hallar órganos que puedan expresar "representativamente" la voluntad
constituyente nacional. Ahora bien, formulado en estos términos el problema se
halla muy cerca de su solución. En efecto, de ningún modo es necesario crear por
completo estos órganos nacionales en el momento de las revisiones
constitucionales, pues existen ya; porque, en todo tiempo, la nación posee
órganos titulados, que la "representan" y que tienen por misión formular su
voluntad. Por lo tanto, y salvo aquellas Constituciones que, de hecho, adoptaron y
consagraron un sistema de organización estatal en el que el pueblo queda
instituido como órgano supremo, no se puede pretender de manera absoluta que
para el ejercicio del poder constituyente sea indispensable recurrir a órganos
extraordinarios, convocar una asamblea especial constituyente, sino que parece
suficiente dirigirse a los órganos que expresan habitualmente la voluntad soberana
de la nación.
Entre estos órganos regulares del cuerpo nacional, existe especialmente
uno que tiene por función formular las voluntades legislativas de la nación: es el
órgano legislativo. Ahora bien, la Constitución, en muchos aspectos, sólo es una
de las leyes que rigen al cuerpo nacional. Desde el punto de vista "material" en
particular, no cabe pretender que exista una diferencia esencial entre la ley
constitucional y las leyes ordinarias. Evidentemente, la Constitución se distingue
de las leyes corrientes por su excepcional importancia, ya que es la ley
fundamental del Estado, la primera de todas las leyes. Pero no es menos cierto
que, por su objeto y por
1210

su contenido, es un acto de naturaleza legislativa; en efecto, concurre a la


creación del orden jurídico del Estado en tanto que proporciona a este último su
organización estatutaria. En este aspecto, la función constituyente aparece como
una dependencia de la función general legislativa, y aunque hubiera de
considerarse, por razón de su objeto, como una rama especial de la legislación, no
se deduciría necesariamente que, por este solo motivo, hubiera de ejercerse por
un órgano legislativo aparte. Semejante separación sólo se impondría
rigurosamente, por las razones aducidas hasta ahora, si la soberanía del Estado
hallara su origen y su consistencia primeros en la soberanía del pueblo, en el
sentido en que lo enriende Rousseau; en este caso es cierto que las autoridades
constituidas no podrían darse a sí mismas su propia investidura; entonces sería
absolutamente necesario que se la pidieran a una autoridad constituyente superior
que representara especialmente ad hoc al pueblo. Pero se ha visto, en el
transcurso de los estudios que preceden, que, según el concepto estatal que
prevaleció en Francia desde la Revolución, la soberanía no es, para el pueblo ni
para sus miembros, un derecho primitivo anterior a las Constituciones; sólo les
pertenece jurídicamente en la medida en que les ha sido efectivamente reconocida
por la ley constitucional vigente. En el derecho constitucional francés, que no se
fundó en la existencia reconocida de una soberanía popular, sino en una idea de
soberanía nacional, no cabe sostener que el poder constituyente, en principio, esté
contenido en los ciudadanos mismos, y por consiguiente no se advierte que las
razones expuestas hasta ahora en favor de la separación del poder constituyente
sean absolutamente un obstáculo a que la función consistente en revisar la
Constitución se deje a las asambleas legislativas ordinarias.
Si, después de estas observaciones jurídicas, se examina el sistema de las
Constituyentes desde el punto de vista de su valor político, se observa que la
convocatoria de esta clase de asambleas no carece de peligros. Una
Constituyente tenderá naturalmente a formarse una idea exagerada de su
potestad. En efecto, y por definición misma, al ser llamada a fundar todos los
poderes, podrá sentir también la tentación de admitir que los contiene y los posee
todos. Este es, desde luego, un concepto que, desde la Revolución, no ha dejado
de defenderse por determinada escuela, y se ha sostenido con frecuencia que en
toda Constituyente debe verse la imagen por excelencia de la soberanía popular.
En efecto, dícese, el pueblo ha comunicado a la Constituyente su poder
constituyente, o sea su poder en el más alto grado, un poder que, siendo capaz de
crear todos los demás, los domina y los comprende en sí. Por lo tanto, ya no es
solamente el poder de revisión el que va a ejercer esta asamblea, pues es de
temer que, provisionalmente y en espera de rehacer la Constitución, pueda
apoderarse
1211

también del poder legislativo e incluso de otros poderes, degenerando así en


asamblea todopoderosa y despótica.28 Para prevenir este peligro, algunas
Constituciones (ver especialmente Constitución del año m, arts. 342 y 347 y
Constitución de 1848, art. 111) deciden que la Constituyente sólo sea nombrada
por un tiempo muy breve y que sólo pueda ocuparse del proyecto de revisión
propuesto por la legislatura que la convocó. No obstante, estas precauciones sólo
ofrecen una garantía imperfecta; la experiencia realizada en 1793 tiende a probar
que, una vez que las Constituyentes se lanzan por la vía de la omnipotencia, se
hace difícil moderarlas. Este temor parece tanto más justificado cuanto que una
Constituyente es por necesidad una asamblea única, y por tanto especialmente
numerosa. No es sólo en materia legislativa donde el sistema de la unidad de
asamblea presenta graves inconvenientes; también en materia constituyente, una
asamblea única abandonada a sí misma, sin contrapesos, podrá dejarse llevar por
muchos arrebatos, sorpresas o errores.
Por último, subsiste en esta materia un argumento que, aunque ha llegado
a ser trivial, no puede pasarse en silencio: proviene del clásico ejemplo de
Inglaterra. El derecho público inglés no conoce poder constituyente. Puede decirse
que en Inglaterra ni siquiera existe esta cuestión del poder constituyente que
tantas discusiones suscitó en Francia. En Inglaterra, el Parlamento posee en toda
su plenitud el ejercicio de la soberanía legislativa, tanto si se trata de leyes
ordinarias como de leyes relativas a la organización de los poderes. Hay un dicho
inglés que especifica, a este respecto, que "todo lo puede hacer el Parlamento", lo
que significa, en particular, que las Cámaras, cuando actúan con la sanción del
rey, pueden modificar las leyes concernientes a los poderes públicos, con el
mismo título que una ley ordinaria. En efecto, los ingleses se han colocado en el
punto de vista de que el Parlamento, en todo tiempo y en todas las cosas, es el
órgano estatal que expresa la voluntad nacional. Por lo tanto, para exponer la
voluntad de la nación en cuanto a su organización gubernamental, no piensan en
recurrir a una autoridad extraordinaria, sino que admiten que en esta materia como
en otra cualquiera dicha voluntad ha de ser formulada por los órganos titulados de
la nación, o sea por los Comunes, los Lores y el Rey (Boutmy, Études de droit
constitutionnel, 2ª ed., pp. 72 ss.).29 No significa esto que el Parlamento inglés, en
la

28
Contrato social, lib. III, cap. xiv: "E n el instante mismo en que el pueblo está legítimamente reunido en
cuerpo soberano, cesa toda jurisdicción del Gobierno, la potestad ejecutiva queda suspendida, porque...
donde se encuentra el representado, ya no hay representante."
29
Conviene observar, sin embargo, que, según las tendencias políticas que predominan actualmente en
Inglaterra, cualquier grave cuestión de legislación, presentada ante el Parlamento, cuando no ha sido
prevista y formulada ante el pueblo en el momento de las últimas elecciones generales, debe someterse al
cuerpo electoral: la disolución es el modo de llevarla ante éste.
1212

práctica, pueda trastornar por su sola voluntad las instituciones vigentes. En el


orden de las reformas orgánicas, en particular, su omnipotencia queda limitada
efectivamente por la fuerza de las tradiciones, sobre las cuales se basan, en gran
parte, las instituciones de Inglaterra. Evidentemente, y en la medida en que no se
halla escrita, la Constitución inglesa debe a su carácter consuetudinario el ser más
flexible, más fácil de modificar que las Constituciones francesas, fijadas en textos
rígidos. Mientras que en Francia los artículos constitucionales no pueden
modificarse, en el más pequeño de sus detalles, sino por un acto expreso de
soberanía y mediante un procedimiento formal que crea textos nuevos, en
Inglaterra la Constitución se compone en gran parte de usos, que pueden
substituirse con más facilidad por otros usos diferentes, sin formalidades
especiales y por el solo efecto de la práctica. Pero, a la inversa, y precisamente
por ser producto de una costumbre antigua, esta Constitución posee una
estabilidad muy especial, que se opone a que el Parlamento, cualquiera que sea
su potestad teórica, pueda adueñarse de ella, de hecho, y sea capaz de
transformarla arbitrariamente. Como se ha dicho, la misión del Parlamento inglés
en esta materia consiste simplemente en cuidar, reparar y mejorar el edificio
constitucional. Corresponde a las Cámaras retocar por vía legislativa la
Constitución existente, para acomodarla a aspiraciones o a necesidades nuevas,
pero no pueden emprender esas modificaciones sino con la debida discreción y a
condición de mantenerse de acuerdo con las tradiciones y con la opinión pública
(Boutmy, loe. cit., pp. 221 ss.).
La adopción del sistema inglés, consistente en que la revisión constitucional
se lleve a efecto dentro de las formas de la legislación ordinaria,30
30
Este sistema se encuentra igualmente en varias Constituciones europeas. Lo establecieron de manera
expresa algunas de ellas (ver, por ejemplo, la Constitución prusiana de 1850. art. 107). Queda establecido
implícitamente por las Constituciones que, fuera de las asambleas legislativas, no organizan poder
constituyente: tal es el caso, por ejemplo, del estatuto fundamental de 1848 en Italia y de la Constitución
española de 1876. Este sistema tampoco es completamente ajeno al derecho público francés; al menos,
cabe sostener que estuvo establecido implícitamente en Francia en 1814 y en 1830, en virtud del silencio
que las dos Cartas guardaban con respecto a su revisión. No habiendo organizado las Cartas poder
constituyente, cabía preguntarse a quién correspondería revisarlas en caso necesario. Esta cuestión se
suscitó en diferentes ocasiones. En 1842, especialmente, con ocasión de la discusión de la ley sobre la
regencia, dio lugar a importantes debates. Una primera opinión consistía en admitir que la Carta, como
permanecía muda acerca del procedimiento y la posibilidad de su revisión, era por ello inconmutable. Esta
opinión fué sostenida por el ponente de la Cámara de Diputados, Dupin; y la defendió igualmente
Tocqueville (La démocratie en Amérique, ed. de 1850, vol. II, p. 308). En un segundo sistema se volvía a la
doctrina tradicional francesa de la separación del poder constituyente, reclamándose el nombramiento de
una asamblea especial para el ejercicio de dicho poder y, por consiguiente, la convocatoria de los colegios
electorales. Esta tesis la llevó a la tribuna Ledru-Rollin y también la presentó Helio (Du régime
constitutionnel, 3a ed., vol. n, p. 33). Pero Guizot y Thiers vinieron a afirmar con gran fuerza que, puesto que
la Carta de 1830 no establecía órgano constituyente especial, la potestad constituyente, por ello, quedaba
en los órganos habituales de la soberanía ordinaria, es decir, en el rey y las Cámaras. "S i se pretende —decía
Guizot— que existen o deben existir dos poderes en el seno de la sociedad, uno de ellos ordinario y el otro
extraordinario, uno constitucional y otro constituyente, se dice una insensatez, llena de peligros y fatal. El
gobierno constitucional es la soberanía social organizada... Estad tranquilos, señores; nosotros, los tres
poderes constitucionales, somos los únicos órganos legítimos y regulares de la soberanía nacional. Fuera de
nosotros no hay más que usurpación o revolución." Thiers decia asimismo: "El poder constituyente ha
existido en varias épocas de nuestra historia... Ya no existe. Significaría la violación inmediata de la Carta...
1213

encontró en Francia antes de 1875 un obstáculo debido a la inestabilidad que,


después de 1789, han sufrido las instituciones políticas del pueblo francés. Desde
el comienzo de la Revolución hasta 1875, atravesaron por crisis demasiado
frecuentes y sufrieron transformaciones demasiado bruscas y radicales para poder
adquirir una estabilidad formal. De esta falta de estabilidad resultó que la noción
de un poder constituyente que consistiese simplemente en introducir retoques
parciales a una Constitución tradicional por medio del órgano permanente del
Parlamento no pudo aclimatarse en Francia durante dicho período. Sólo se pudo
concebir, en esas condiciones, un poder constituyente que se ejerza con
intermitencia, en épocas revueltas y en circunstancias extraordinarias, poder
confiado por lo tanto a un órgano extraordinario también, que tenga sesiones
solemnes y que sea llamado a rehacer por completo una nueva Constitución o, por
lo

¿Y qué debe presumirse en el caso de una Constitución en que no se ha distinguido entre el poder
constituyente y el poder constituido? He aquí la presunción, según lo que ocurrió en Inglaterra y aquí.
Cuando la Constitución no distingue entre un poder constituyente y un poder constituido y se trata de un
acto importante, cualquiera que sea el carácter de éste, ¿a quién hay que dirigirse? A los tres poderes a los
que la Constitución confirió la soberanía... Cualquiera que sea la naturaleza del acto que vais a realizar, os
reto a que os dirijáis a otra cosa que no sean los poderes constituidos" (puede verse toda esta discusión en
el Moniteur de agosto de 1842, pp. 1807 ss.). Asi pues, según esta tercera opinión, la revisión de la
Constitución, en dicha época, debía asimilarse a la legislación ordinaria. Tal es también la idea que parece
haber prevalecido durante la Restauración, y que ya se manifestó en la ordenanza real del 13 de julio de
1815: admitía esta ordenanza, en efecto, que "el poder legislativo en su conjunto estatuirá sobre los
cambios por realizarse en la Carta", y en su art. 14 enumeraba inclusive toda una serie de artículos de la
Carta, especificando que esos artículos "se someterán a la revisión del poder legislativo en la próxima sesión
de las Cámaras". Ta l es, finalmente, el criterio que expresan en la actualidad la mayor parte de los autores,
acerca de la cuestión del ejercicio del poder constituyente, durante el período que se extiende de 1814 a
1848; según la opinión común, la distinción entre leyes constitucionales y leyes ordinarias, durante este
período, estuvo desvanecida (Esmein, Éléments, 7' ed., vol. I p. 574; Duguit, Traite, vol. II, pp. 520-521;
Lefebvre, op. cit., pp. 197 ss.: Arnoult, op. cit., pp. 117 ss., 134 ss.; en sentido contrario: Joseph Barthélemy,
"L a distinction des lois constitutionnelles et des lois ordinaires sous la Monarchie de Juillet", Revue du droit
public, 1909, pp. 19 ss.).
1214

menos, a introducir profundos cambios en la Constitución existente. Se debe


añadir, por lo demás, que en un país en que la Constitución estaba expuesta a
frecuentes demandas de revisión, pudo parecer necesario sustraerla a la acción
de las autoridades constituidas. En Francia, admitir que la Constitución podía
revisarse del mismo modo que una ley cualquiera, hubiera sido hacerla todavía
más móvil y más frágil. La revisión hubiera sido propuesta en cada momento y tal
vez comenzada. Para dar a la Constitución alguna estabilidad era prudente
encadenar respecto de ella a las autoridades constituidas, situándola fuera de su
alcance. Bajo este aspecto, conviene reconocer que el concepto de un poder
constituyente distinto de los poderes constituidos ofrece reales ventajas prácticas
en los países atormentados por la manía constituyente.
455. Pero hay que ir más lejos aún. En Francia, la separación del poder
constituyente no es sólo una precaución útil o una medida recomendable, sino que
parece imponerse efectivamente como una consecuencia directa y necesaria del
principio de la soberanía nacional. Bien es verdad que, hasta ahora, las
observaciones presentadas a propósito de esta separación tendieron a combatir
los argumentos en que pretenden basarla los teorizantes de la soberanía popular.
Pero, frente a esta doctrina, hay otra, muy diferente, que funda la distinción entre
el poder constituyente y los poderes constituidos, no ya en una idea de soberanía
del pueblo, sino en el principio mismo de la soberanía exclusiva de la nación.
El concepto francés de la soberanía nacional entraña la separación del
poder constituyente, y ello por un triple motivo. En primer término, si la soberanía
nacional, a decir verdad, no es un principio positivo, que implique que los
ciudadanos habrán de ser ellos mismos el soberano (ver no 331, supra), supone al
menos, de una manera negativa, que ningún miembro de la nación puede poseer
un poder que se funde en su propia voluntad. En este punto, la Constitución de
1791 determinaba de la manera más clara el alcance del principio de la soberanía
de la nación, al decir, al principio de su tít. m, que ningún individuo ni grupo puede
atribuirse el ejercicio de la potestad nacional. Esto excluye, para cualquier titular
del poder, la posibilidad de haberse conferido a sí mismo su potestad actual, e
igualmente la posibilidad de desarrollar o de aumentar esta potestad en lo
sucesivo por la fuerza de su sola voluntad. En segundo lugar, si el ejercicio del
poder constituyente correspondiera a las autoridades constituidas, la competencia
de éstas y la extensión de sus atribuciones sólo podrían cambiarse o restringirse
mediante su consentimiento, y en estas condiciones la nación no conservaría ya la
plena libertad de modificar su Constitución. Por último, la soberanía nacional sólo
sería una palabra vana si cualquiera de las autoridades constituidas fuera
efectivamente
1215

capaz de "hacerlo todo", como pretende la fórmula relativa al Parlamento inglés.


En el sistema de la soberanía nacional sólo la nación, considerada en su conjunto
orgánico, es soberana; uno de sus órganos, considerado separadamente, no
puede por su parte poseer una potestad ilimitada. A este respecto, el principio de
la soberanía exclusiva de la nación exige que la potestad de los órganos
constituidos se halle determinada y limitada por una regla superior, que habrá de
definir qué actos entran en su competencia, y que, en todo caso, impondrá a su
actividad límites que no podrán traspasar. Esta regla limitativa se hallará contenida
en la Constitución, ya que ésta es la obra de una autoridad superior a los órganos
constituidos.
Importa observar que esta cuestión de la limitación de los poderes
constituidos por el poder constituyente presenta poco interés práctico, en Francia,
por lo que se refiere a las autoridades ejecutivas y judiciales, ya que, tanto para
unas como para otras, la ley desempeña el papel de un estatuto que no pueden
transferir, y que hasta las autoridades ejecutivas, en principio, y además de su
función de ejecución propiamente dicha de las leyes, no tienen más poderes que
los que reciben mediante una habilitación legislativa. La cuestión, por el contrario,
presenta un interés considerable en lo que se refiere al órgano legislativo: se trata
de saber si, en en el Estado, existirán dos estatutos, de valor y fuerzas desiguales,
uno de los cuales, el estatuto constitucional, considerado como superior al otro,
al estatuto legislativo, obligará al legislador mismo.
Es sabida la solución que se dio a esta cuestión en Estados Unidos.
Contrariamente al sistema inglés, en el que el Parlamento se halla investido de
una potestad indefinida, el principio de la separación del poder constituyente, que
implica especialmente la distinción entre la ley constitucional y las leyes ordinarias,
ha llegado a ser una de las bases esenciales del derecho público norteamericano.
Es verdad que este principio se basa ante todo, en Estados Unidos, en la idea de
que el pueblo es originariamente el soberano y que es la fuente y el creador de
todos los poderes constituidos. Así se desprende del preámbulo de la Constitución
federal de 1787, que presenta al pueblo como el autor especial de dicha
Constitución;31 y así se desprende además de los enmiendas ix y x, que
especifican

31
Por consiguiente, en el primer artículo de cada uno de sus tres capítulos consagrados a los poderes
legislativo, ejecutivo y judicial presenta esa Constitución a cada uno de estos poderes como concedido,
confiado o conferido por el pueblo a su respectivo titular. El mismo concepto se trasluce en las
Constituciones particulares de los Estados de la Unión. Por ejemplo: Constitución de Pensylvania, cuyo
preámbulo está redactado en nombre del pueblo y cuya Declaración de derechos (art. 2) afirma que "todo
poder es inherete al pueblo" y que "todo gobierno se funda en su autoridad"; Constitución de Virginia, cuya
Declaración de derechos formula que todo poder emana del pueblo y que éste tiene el derecho absoluto de
cambiar su Constitución; Constitución de Georgia, que, en su introducción, declara que todo poder tiene su
origen en el pueblo, etc.
1216

que los derechos o poderes que no han sido "delegados" en los órganos
constituidos, continúan perteneciendo al pueblo, como "reservados", lo cual
demuestra efectivamente que la Constitución, en este concepto, constituye un acto
de delegación de la soberanía popular, y que ésta, por lo tanto, no se comunicó a
los órganos constituidos sino en la medida restringida en que les fué delegada. Así
pues, las mismas asambleas legislativas sólo pueden ejercer su potestad de crear
leyes dentro de los límites que la Constitución les asignó, y por consiguiente, la
Constitución aparece, ya desde este primer punto de vista, como una ley suprema,
que domina al legislador, a la cual está sujeto, y la que, por consiguiente, no
puede menoscabar, ni causarle ninguna modificación.
Pero la superioridad que de este modo se asegura al poder constituyente
no debe referirse exclusivamente a la idea norteamericana de la soberanía
popular. En los Estados Unidos, la institución de un órgano constituyente superior
al legislador ordinario responde además al sentimiento, muy arraigado en el
pueblo de dicho país, de que, en interés de la libertad pública individual, es
necesario limitar con precisión la potestad de las legislaturas en particular, para
preservarlas de la arbitrariedad legislativa. Especialmente en los Estados
particulares de la Unión, donde la revisión de la Constitución, bien sea total o
parcial, no puede realizarse sino con el concurso del pueblo y mediante su
ratificación, este fin limitativo de la separación entre el poder constituyente y el
poder legislativo se manifiesta con una evidencia muy especial: por la
Constitución, que es obra suya y que no puede modificarse sin su consentimiento,
no se limita el cuerpo de ciudadanos, en efecto, a llevar a cabo delegaciones de
potestad, sino que determina superiormente por sí mismo, ya las instituciones que
quiere colocar por encima de la voluntad de las legislaturas, ya también aquellos
derechos individuales que tiene interés en asegurar a título de libertades
intangibles. Estas instituciones o libertades se hallan así sustraídas a la acción de
las legislaturas, y permanecen en poder del pueblo. Por otra parte, la acción de las
asambleas legislativas se halla sometida a una estricta vigilancia, que se ejerce
mediante las Cortes de justicia, que pueden negarse a aplicar las leyes que
juzguen contrarias a la Constitución, en los casos especiales que se les presentan.
En todos estos aspectos, la potestad legislativa, en Estados Unidos, no sólo se
caracteriza como una potestad delegada a causa del principio de la soberanía
popular, sino también como una potestad esencialmente restringida, y que sólo
puede moverse en una esfera de competencia estrictamente limitada. Por este
último rasgo, el sistema norteamericano de las Constituciones
1217

limitativas, completado y sancionado por la institución del control judicial de la


constitucionalidad de las leyes, se acerca a los conceptos en que descansa el
principio de la soberanía nacional. Estos, en efecto, conducen naturalmente a un
régimen de limitación de los poderes que ejercen en nombre de la nación, única
soberana, por sus diversos órganos; y especialmente implican la limitación de la
potestad del cuerpo legislativo, cuando éste, según la Constitución vigente,
constituye el órgano más poderoso.
Así pues, en tanto que no admite la soberanía absoluta de ningún órgano,
el principio de la soberanía nacional entraña como consecuencia necesaria la
separación del poder constituyente. Esta necesidad se impone tanto más cuanto
que no es posible —como se vio antes (núms. 280 ss.)— realizar la limitación de
los poderes constituidos mediante una separación establecida entre ellos sobre la
base propuesta por Montesquieu. Si la separación conforme al Espíritu de las
leyes no es realizable y si es preciso que el Estado, incluso entre sus órganos
constituidos (ver n° 290, supra), posea un órgano s upremo en el cual se encuentre
asegurada su unidad, por lo menos es indispensable, en un sistema de soberanía
nacional, que la potestad de este órgano supremo se encuentre limitada y
contenida por una Constitución que a su vez sea obra de una autoridad superior a
todas las autoridades constituidas, y que haya fijado a éstas, y en particular a la
más alta de ellas, ciertos límites infranqueables (cf. No. 314, supra).
456. Así, por esta conclusión, nos encontramos traídos de nuevo —al
menos en aquellos Estados cuya Constitución no admite la intervención directa del
pueblo en la obra de la revisión, como es actualmente el caso en Francia— al
sistema de las Constituyentes, el cual, sin embargo, se presentó antes como poco
recomendable en ciertos aspectos y hasta ofreciendo verdaderos peligros. Pero
hay Constituyentes y Constituyentes. Las asambleas de esta clase son peligrosas
cuando están fundadas en un principio de soberanía popular y poseen al mismo
tiempo, por una aplicación muy poco lógica por cierto del régimen representativo,
el poder de estatuir definitivamente por sí solas. Las Constituyentes de esta
primera especie se presentan como conteniendo en sí toda la soberanía popular, y
por esta razón se convierten fácilmente en omnipotentes. Otra cosa ocurre con las
Constituyentes fundadas en un principio de soberanía nacional. Estas no pueden
considerarse como conteniendo la potestad entera de la nación, pues aquí
ninguna autoridad, por muy alta que se encuentre, puede pretender absorber la
soberanía que sólo a la nación corresponde. Las Constituyentes de esta segunda
especie sólo ejercen por la nación el poder de fundar las autoridades constituidas.
Al no haber recibido de la Constitución nacional sino la función constituyente, no
pueden pretender hacer
1218

nada por sí mismas en el orden de las funciones constituidas o por constituir. En el


sistema de la soberanía nacional, el principio de la separación del poder
constituyente no sólo significa que las asambleas legislativas no poseen la
potestad constituyente, sino que también puede significar que la asamblea
constituyente queda excluida de la potestad legislativa (cf. pp. 1002 5., texto y n.,
supra). La idea de que una Constituyente concentra en sí toda la soberanía y
reúne todos los poderes, idea que ya se había propagado entre los constituyentes
de 1789-1791 (ver pp. 1205-1206, supra), que triunfó sobre todo en la época de la
Convención (Zweig, op. cit., pp. 342 ss.) y que, desde la Revolución, ha
reaparecido en numerosas ocasiones en las teorías de la escuela dimanada de
Rousseau,32 desde el punto de vista del principio de la soberanía nacional es uno
de los mayores errores que se hayan cometido en Francia desde 1789.33 Las
Constituciones francesas se han guardado muy bien de caer en este error. Hasta
las Constituciones republicanas o de tendencias democráticas de 1791 (tít. VII,
arts. 7 y 8), del año m (art. 342) y de 1848 (art. 111), especificaban que las
asambleas especiales elegidas para realizar la revisión y que por lo tanto tenían
claramente el carácter de Constituyentes, no podrían

32
Todavía hoy se la encuentra hasta en autores que no pertenecen a esta escuela. Así es como Duguit
(Traite, vol. II, p. 527), al querer demostrar que, bajo el imperio de la Constitución de 1875, la Asamblea
nacional "podría votar una ley ordinaria", halla un argumento en el hecho de que, según él, posee todos los
caracteres de "una verdadera Constituyente". Ahora bien, dice, "las asambleas constituyentes siempre
tuvieron el poder de hacer leyes ordinarias".
33
Incluso en los Estados Unidos, las Constituyentes, fundadas sin embargo en la idea de la soberanía
popular, no podrían considerarse como asambleas soberanas. No sólo carecen del poder legislativo, sino
que, incluso en el orden constituyente y según el derecho positivo actualmente establecido en los diversos
Estados de la Unión, nada pueden decidir soberanamente: en efecto, sus decisiones quedan subordinadas a
la ratificación del pueblo (cf. Laboulaye, op. cit., p. 391). Los norteamericanos supieron evitar el error capital
que consiste, por culpa de una viciosa combinación del régimen representativo con el principio de la
soberanía del pueblo, en identificar al pueblo con la Constituyente elegida por él. También desde este punto
de vista advierte lo mal comprendido que había sido en Francia, en la época de la Constitución, el alcance
del sistema norteamericano de la separación del poder constituyente. El mayor reproche que se puede
hacer a la doctrina francesa de las Constituyentes omnipotentes es el de fundarse en la pretensión de
combinar entre sí dos cosas contradictorias e inconciliables: la soberanía popular y la institución de las
Constituyentes representativas. Por una parte, se sirve de la idea de la soberanía del pueblo para asegurar la
omnipotencia de la Constituyente; pero, por otra parte, invoca los principios del régimen representativo
para excluir, en materia constituyente, la intervención de los ciudadanos. Sin embargo, hay que optar entre
estos dos términos: o bien la potestad que ejercen las Constituyentes tiene por sujeto propio al pueblo, y
entonces estas asambleas no pueden ser representativas y todas sus decisiones sólo pueden valer por la
adopción popular; o bien las Constituyentes no se hallan investidas especialmente de la soberanía del
pueblo, y entonces ya no hay razón para reconocerles una potestad ilimitada. Tanto de un modo como del
otro, la doctrina de la omnipotencia de las Constituyentes aparece como inaceptable.
1219

ejercer más poder que el de efectuar la revisión para cuyo objeto habían sido
convocadas.
Conviene establecer en esta materia, en efecto, una distinción bien clara
entre la monarquía y la democracia propiamente dichas de una parte y el sistema
de la soberanía nacional por otra. En el Estado puramente monárquico o
democrático, el monarca o el cuerpo de ciudadanos, titular primordial de toda la
potestad estatal, mediante el acto constitucional, delega los poderes legislativo,
ejecutivo y judicial en las diversas autoridades que constituye; en el instante en
que va a realizar la delegación, todos estos poderes se encuentran
originariamente contenidos en él. En el Estado fundado en un concepto de
soberanía nacional, el órgano constituyente no lleva en sí los poderes que
constituye, sino que sólo posee el poder constituyente. No tiene, pues, sino una
parte especial y restringida de la potestad estatal, la que consiste en crear los
órganos y las competencias. Evidentemente, una Constituyente, en el sentido
propio de la palabra, aparece como el órgano supremo del Estado, en tanto que
no depende de ningún órgano superior a ella y es dueño de determinar la
extensión de los límites de los poderes que reglamenta. Así, cabría calificarla
como soberana. Pero hay que reconocer que no puede aplicar ninguno de los
poderes que instituye. En cierto sentido, hasta se puede decir que no posee poder
alguno, pues es incapaz de ejercer ni el poder legislativo, ni el ejecutivo, ni el
judicial. Se limita a crear las autoridades que ejercerán activa y efectivamente
estas diversas potestades; por esto debe desaparecer, cediéndoles su lugar, tan
pronto como ha sido cumplida su misión constituyente.34 Tales son las
consecuencias racionales del principio de la soberanía nacional; y aquí se
descubre un nuevo motivo para afirmar que este principio no es, como han
pretendido algunos autores, una vana fórmula o una ficción carente de significado
propio (cf. núms. 333 ss., supra). En un país de soberanía nacional, únicamente la
nación, actuando mediante el conjunto de sus órganos, es soberana; ninguno de
los órganos, considerado en particular, ni aun el órgano constituyente, puede ser
soberano. El órgano constituyente puede aparecer como el órgano supremo, en
tanto que expresa la voluntad más alta en el Estado; no es, sin embargo,
soberano, pues no posee un poder de voluntad ilimitada (cf. pp. 95-96, supra). La
soberanía de la nación excluye la soberanía del

34
Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. n, pp. 243-244; Gesetz und Verordnung, pp. 208209) hace observar, a
este respecto, que la competencia correspondiente al órgano estatal supremo puede ser a veces muy
reducida. Ta l es, dice, en ciertos países, el caso del órgano Constituyente. Sólo se recurre a éste en
circunstancias extraordinarias. En el transcurso normal de la vida del Estado no tiene que enunciar voluntad
alguna, e incluso cuando se recurre a él sólo tiene un poder único, el de revisar la Constitución. Es, sin
embargo, el órgano supremo, por cuanto funda y organiza todos los poderes ordinarios.
1220

órgano. Por negativo que sea este significado del principio de la nación soberana,
este principio no deja de ser susceptible de producir considerables efectos: uno de
esos efectos es excluir el sistema de las Constituyentes omnipotentes (ver sin
embargo lo que sobre este punto se dirá infra, n' 478, in fine).
Se ve, en resumen, cuál es la diferencia entre los dos conceptos que
fundan la especialidad del poder constituyente, el uno en la soberanía del pueblo y
el otro en la idea de la soberanía nacional. Es verdad que ambos exigen que la
potestad constituyente se ejerza por una autoridad distinta de las autoridades
constituidas, pero esta separación tiene un alcance muy diferente según el
concepto que le sirve de base. Si se funda en una teoría de la soberanía popular,
sólo va dirigida, en este caso, contra las autoridades constituidas, y si, además, se
comete el error de combinarlas con el régimen representativo, conduce al régimen
de las Constituyentes de potestad ilimitada. Por el contrario, la separación que
tiene su punto de partida en el principio de la soberanía nacional implica la
limitación de las mismas Constituyentes, pues entonces se dirige a la vez contra el
órgano constituyente y contra los órganos constituidos, y excluye el exceso de
potestad de toda autoridad, cualquiera que sea ésta, incluso en el caso de ser las
llamadas a constituir todas las demás.

SECCION III

EL SISTEMA CONSTITUYENTE ACTUALMENTE ESTABLECIDO


EN FRANCIA. ¿EN QUE MEDIDA LA CONSTITUCION
DE 1875 ASEGURA LA SEPARACION
DEL PODER CONSTITUYENTE?

§ 1. LA ASAMBLEA NACIONAL COMO ÓRGANO CONSTITUYENTE

457. El concepto que, desde 1789, se ha acreditado en el espíritu del


pueblo francés en cuanto a la naturaleza especial y al funcionamiento particular
del poder constituyente, no podía dejar de ejercer cierta influencia en los autores
de la Constitución de 1875. No obstante, la organización que dieron a este poder
con vista a las futuras revisiones, en 1875 era una novedad, al menos en el
derecho francés; difiere de todas las combinaciones de orden constituyente
adoptadas por las Constituciones anteriores de Francia. Según el art. 8 de la ley
constitucional de 25 de febrero de 1875, a las Cámaras, deliberando
separadamente, a iniciativa de sus miembros respectivos o a petición del
Presidente de la República, es a
1221

quienes corresponde declarar, mediante resoluciones tomadas en cada una de


ellas por mayoría absoluta de votos, si hay lugar a revisar las leyes
constitucionales. En los términos de este mismo texto, cuando las Cámaras, cada
una por su lado, han tomado esta resolución, se reúnen, para proceder a la
revisión, en una asamblea única que lleva el nombre de Asamblea nacional. El art.
11 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875 dice que la mesa de la Asamblea
nacional está formada, en derecho, por los presidentes, vicepresidentes y
secretarios del Senado. Esta Asamblea, mediante deliberaciones tomadas por
mayoría absoluta de sus miembros, realiza la revisión.
Al analizar este sistema constituyente, se observa en primer lugar que la
Constitución de 1875 no reprodujo el principio que habían consagrado las
Constituciones republicanas anteriores y según el cual toda revisión necesita la
convocatoria de una Constituyente extraordinaria, formada por diputados
especiales elegidos únicamente para realizar la labor constituyente. En efecto, del
citado art. 8 resulta que el poder constituyente se ejerce en la actualidad por los
mismos miembros que componen las dos Cámaras en el momento en que la
revisión va a iniciarse. Así pues, esta revisión ya no presupone elecciones
generales ni mandatos particulares de orden constituyente. Asimismo, los cambios
introducidos en las leyes constitucionales por efecto de la revisión ya no quedan
subordinados, para su adopción definitiva, a la condición de una ratificación
popular. Bajo este doble aspecto, puede decirse, en suma, que la perfección de la
revisión, así como su iniciativa, depende pura y simplemente de la voluntad
parlamentaria. En esto, la Constitución de 1875 se acerca al sistema inglés, en el
que corresponde al Parlamento expresar en todos los asuntos la voluntad
nacional.
Por otra parte, sin embargo, no se puede pretender de un modo absoluto
que se haya adherido a dicho sistema inglés y que haya hecho desaparecer del
todo la distinción entre el poder constituyente y el poder legislativo; pues, en
definitiva, no son las Cámaras mismas, tomadas tal cual y en su consistencia
ordinaria, las que hacen la revisión, sino que es una asamblea plenaria,
constituida por la reunión y el congreso de los miembros de ambas Cámaras,
constituyendo por lo tanto jurídicamente un órgano distinto, como se desprende,
por lo demás, del hecho de que la Constitución le aplica una denominación
especial, la de Asamblea nacional. En esta combinación existe un compromiso
entre las prácticas seguidas en Inglaterra y los principios admitidos en Francia
antes de 1875. Los autores de la Constitución de 1875 se inspiraron en el modelo
ofrecido por Inglaterra, en tanto que confiaban el ejercicio del poder constituyente
al personal parlamentario ordinario, tal como éste está compuesto
1222

en el momento de emprenderse la revisión. Pero también cedieron a la influencia


de las ideas francesas, que exigen tradicionalmente que la revisión se lleve a
efecto con un aparato solemne y por medio de un procedimiento diferente del que
se considera suficiente para la legislación corriente. El art. 8 se conformó a esta
tradición al reservar el poder constituyente a una asamblea que, obtenida
mediante un procedimiento que dicho texto presenta como una fusión de las dos
Cámaras, se distingue de ellas y constituye, en todo caso, un colegio que les es
superior en número, majestad y potestad. En esta medida, parece obligado
reconocer que la Constitución de 1875 mantuvo la separación del poder
constituyente.
458. Para apreciar exactamente la medida en que se mantuvo esta
separación, conviene no obstante indagar cuáles son, en derecho, las relaciones
precisas que existen entre la Asamblea nacional y las Cámaras de las que toma
sus elementos de formación. Que en ciertos aspectos sea un cuerpo distinto de
las Cámaras no se puede discutir. Pero ¿debe considerársela, al menos, como
una reunión de las Cámaras, que continuarían así subsistiendo en ella? ¿O es
únicamente una reunión de los diputados y los senadores, y las Cámaras mismas,
como cuerpos constituidos, de ningún modo entran en la estructura de la
asamblea nacional, tomándoles ésta, únicamente, sus miembros, para convertirse
después en un órgano completamente independiente? Tal es la cuestión que se
formula, no sólo cuando la Asamblea nacional funciona como asamblea
deliberante de revisión, sino también cuando se convoca como colegio electoral
para el nombramiento del Presidente de la República.
Esta cuestión no deja de ser muy delicada. En efecto, no es posible
considerarla como plenamente resuelta por los términos de que se sirve la
Constitución de 1875 para caracterizar el modo de formación de la Asamblea
nacional. El citado art. 8 dice que "las dos Cámaras se reunirán en Asamblea
nacional para proceder a la revisión". El art. 2 de la ley constitucional de 25 de
febrero de 1875 declara igualmente que la elección presidencial se efectúa "por el
Senado y la Cámara de Diputados, reunidos en Asamblea nacional" (ver también
el art. 7 de la misma ley y el art. 11 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875,
que se expresan en los mismos términos). Pero, incluso en el caso de que se
estableciera que la Asamblea nacional se obtiene mediante la reunión de las dos
Cámaras, los textos anteriormente citados siempre dejan subsistir la cuestión de
saber si, después de haber operado su reunión, las Cámaras conservan aún, en el
seno de dicha Asamblea, su propia individualidad, o si, por el contrario, se
confunden en ella formando un colegio único e indivisible. Para percibir el alcance
preciso y también el interés jurídico de esta
1223

cuestión, relativa a la consistencia de la Asamblea nacional, basta recordar que


una de las Cámaras que componen esta asamblea se halla sujeta a disolución. En
el curso de la revisión pueden surgir complicaciones políticas capaces de dar
cierta utilidad al empleo de esta disolución. Puede suponerse, por ejemplo, que en
la Asamblea nacional, una mayoría compuesta sobre todo de diputados pretenda
imprimir a la revisión orientaciones determinadas o una amplitud que no hubiese
previsto el Senado y que los miembros de éste no estén dispuestos a admitir, o
también que esta misma mayoría pretenda prolongar indefinidamente las
deliberaciones de la Asamblea y trate de establecer su omnipotencia. En tal caso,
¿dispondría el Presidente de la República del recurso de obligar a la Asamblea
nacional g. separarse mediante una disolución de la Cámara de Diputados? Si
esta Asamblea consiste en una simple reunión de las Cámaras y nada más, la
disolución de uno de sus elementos constitutivos llevará consigo su propia
disolución. Si, por el contrario, constituye un todo, el empleo de la disolución
respecto a ella no puede concebirse, debiéndose considerar entonces, en sus
relaciones con el Ejecutivo, como inconmutable.
Los tratados de derecho constitucional no están de acuerdo sobre la
solución que deba dársele a la importante cuestión que acabamos de formular.
Una primera doctrina, cuyo representante más autorizado es hoy Duguit (Traite,
vol. II, p. 527), sostiene que "la Asamblea nacional no es una reunión de la
Cámara y el Senado, sino una nueva asamblea, totalmente distinta de la Cámara y
del Senado, sólo que compuesta por los mismos individuos que ellos". Duguit
funda su opinión en la observación de que los constituyentes de 1875, de hecho,
"quisieron instituir una asamblea soberana que tuviera todos los poderes de una
verdadera Constituyente" (eod. loe, y pp. 523 ss.). De ello deduce la conclusión de
que, una vez formada esta Constituyente, "no hay Cámaras, sino que en cierto
modo han sido absorbidas por la Asamblea nacional". De aquí se infiere, dice, que
el Presidente de la República no puede ordenar la clausura de la sesión de dicha
asamblea, ni ejercer frente a ella el derecho de aplazamiento que le pertenece con
relación a las Cámaras, ni, sobre todo, impedir la continuación de sus labores,
llevando a efecto la disolución de la Cámara de Diputados. En suma, pues, este
primer sistema se resume esencialmente en la idea de que la formación de la
Asamblea nacional tiene por efecto hacer desaparecer momentáneamente a las
Cámaras; así es como, por ejemplo, no podrían las Cámaras, mientras dura la
sesión de la Asamblea nacional, volver a constituirse separadamente para discutir
y votar una ley ordinaria.
Según una segunda opinión, enteramente opuesta, no sólo las Camaras
1224

ras siguen existiendo después de la constitución de la Asamblea nacional, sino


que incluso subsisten en el seno de dicha Asamblea, pues "el Congreso no es otra
cosa que una reunión plenaria y pasajera de ambas Cámaras", y no se podría
pretender que éstas, "a l entrar en el Congreso, pierdan su existencia para no
volver a renacer sino a su salida". La verdad es que, según la Constitución de
1875, "son las Cámaras legislativas por sí mismas y por sí solas las que hacen la
revisión". Así se expresa Lefebvre en su Étude sur les lois constitutiormelles de
1875, pp. 235 ss.; y la consecuencia que de ello saca dicho autor es que el
Presidente de la República conserva sobre las Cámaras reunidas en asamblea de
revisión los poderes que respectivamente posee sobre cada una de ellas en
tiempo normal. Puede, por lo tanto, a condición de haber obtenido previamente el
asentimiento del Senado a dicho efecto, disolver la Cámara de Diputados, y por
este medio suprimir la existencia de la misma Asamblea nacional, ya que ésta,
privada de uno de sus elementos esenciales, se encuentra reducida a la nada (ver
en el mismo sentido: Saint-Girons, Manuel de droit constitutionnel, pp. 63 y 491;
Moreau, Précis de droit constitutionnel, 9ª ed., p. 453; Matter, La disolution des
asseemblées parlementaires, p. 110). Más aún, en caso de disentimiento con la
Cámara de Diputados sobre la extensión de la revisión a efectuar, el Senado no
habría menester de la ayuda del Ejecutivo, sino que le bastaría retirarse de la
Asamblea nacional para hacer imposibles sus sesiones, pues esta Asamblea no
puede subsistir sin la presencia del Senado, como tampoco sin la de la Cámara de
Diputados; y lo podría tanto menos cuanto que la retirada del Senado la privaría
de su mesa regular (Lefebvre, op. cit., pp. 233 y 237).
Ni una ni otra de las dos teorías que preceden parece ser exacta. No es
cierto que la Asamblea nacional no sea más que la resultante de una simple
conjunción de las Cámaras, uniéndose éstas para deliberar en común y adoptando
así una formación especial distinta de su formación ordinaria. Pero, a la inversa,
tampoco puede decirse que la consideración de las Cámaras no entre de algún
modo en el plan de organización de la Asamblea nacional, y sobre todo, que las
Cámaras dejen totalmente de existir mientras dicha Asamblea se halle reunida.
459. Para restablecer ante todo la verdad sobre el primero de estos dos
puntos, conviene referirse previamente al sistema bicameral, tal como se
encuentra actualmente establecido en el derecho público francés. La dualidad de
las Cámaras no tiene en todas partes el mismo fundamento ni idéntica
significación. En los Estados aristocráticos, la existencia de una Cámara señorial
responde al hecho de haberse mantenido, en estos Estados, una clase
privilegiada, a la que la Constitución asegura, frente a los diputados elegidos por
los colegios ordinarios de ciudadanos, una
1225

parte especial de influencia y de acción en los asuntos públicos. Igualmente, en


los Estados federales, la coexistencia, desde el punto de vista federal, de una
Cámara nacional o popular y de una Cámara de los Estados es consecuencia
necesaria del hecho de que el Estado federal se compone de miembros de dos
clases, los ciudadanos que componen el pueblo federal de una parte y de otra los
Estados confederados, y de que realiza a la vez la unidad de una colectividad de
ciudadanos y la unidad de una colectividad de Estados. Así pues, la dualidad de
las Cámaras federales corresponde al dualismo que existe en el Estado federal
mismo, y se impone por el motivo de que una Cámara única, que sería elegida por
el pueblo federal o por los Estados confederados, no tendría por sí sola aptitud
para hablar en nombre del Estado federal entero.
Por el contrario, en un Estado unitario e igualitario como Francia, donde la
soberanía reside en forma una e indivisible en la universalidad de los ciudadanos,
considerados iguales unos a otros, parece que los órganos estatales, en particular
el Parlamento, deben presentar un carácter unitario, lo mismo que la nación cuya
soberanía ejercen. En todo caso, se concebiría perfectamente que en Francia no
existiera más que una sola asamblea, pues esta asamblea única bastaría, lo
mismo hoy que en 1791 y en 1848, para expresar la voluntad nacional. Si la
Constitución de 1875 ha consagrado el sistema bicameral, no es, como en los
Estados aristocráticos y federales, por razones derivadas del hecho de que el
Estado contiene miembros de diferente condición o porque posea una
consistencia y una estructura dualistas, sino exclusivamente por motivos de
utilidad práctica, que se relacionan con la preocupación de asegurar a la
colectividad homogénea de los ciudadanos la organización parlamentaria más
conforme al interés nacional. El sistema bicameral francés no está impuesto, por lo
tanto, por una necesidad de orden jurídico, sino que ha sido establecido
simplemente a causa de sus ventajas políticas.
La diferencia que, en este aspecto, separa los Estados unitarios y los
Estados dualistas, tales como el Estado federal, se pone en claro mediante la
observación siguiente. Mientras que en Francia las razones que determinaron a la
Constitución a crear dos Cámaras implican que estas dos asambleas no pueden
ser copia una de otra y, por consiguiente, deben reclutarse mediante
procedimientos diferentes, en los Estados federales, al contrario, donde la
dualidad de Cámaras tiene ante todo por objeto mantener la igualdad entre los
Estados confederados, se percibe perfectamente que los miembros de ambas
Cámaras federales sean nombrados por los mismos lectores, y tal es, en efecto, el
caso en muchos cantones suizos; lo esencial aquí es únicamente que los Estados
confederados
1226

posean respectivamente, en la Cámara de los Estados, un número igual de


elegidos.
Por otra parte, sin embargo, también es cierto que en la concepción
nacional y unitaria que forma la base del Estado francés, las dos Cámaras, incluso
si se componen de miembros elegidos según modos diferentes, deben conservar
uniformemente el mismo carácter nacional, en el sentido de que ninguna de ellas
puede elegirse por colegios cuya composición implicara distinciones entre los
miembros del Estado, sino que, por el contrario, deberán proceder, tanto una
como otra, del conjunto de la nación. Sobre este punto, el derecho positivo
emanado de la Constitución de 1875 no ha establecido un verdadero dualismo
entre las Cámaras, pues al mismo tiempo que consagra notables diferencias entre
diputados y senadores en cuanto al régimen de su elección y en cuanto a las
condiciones de su elegibilidad, por lo demás se aplicó a mantener entre ambas
asambleas una similitud lo más completa posible, desde el punto de vista de sus
orígenes y de sus relaciones o vínculos con el cuerpo nacional. El Senado, en este
último aspecto, tiene la misma naturaleza esencial que la Cámara de Diputados,
pues si bien no se nombra directamente por los colegios ordinarios de electores,
procede esencialmente, sin embargo, del sufragio universal. Los electores
senatoriales son designados y llamados por el derecho en vigor, no fundándose en
distinciones personales establecidas entre los ciudadanos, sino en virtud de un
título que es, a su vez, puramente nacional y democrático. Suponiendo que las
Cámaras hubieran de representar respectivamente a sus colegios electorales,
podría decirse actualmente, en Francia, que no representan, en el país, a
elementos diferentes. En una palabra, en este aspecto y a pesar de su división en
dos asambleas, el Parlamento francés conserva un carácter unitario claramente
conforme con el principio de unidad y soberanía nacional en que se basa la
organización estatal de Francia.
Las observaciones que preceden permiten deducir las profundas diferencias
que separan al sistema bicameral francés del que se halla establecido en los
Estados que tienen una consistencia dualista. Si se considera, especialmente, al
Estado federal, se ve que en él el Parlamento no estaría completo si sólo existiera
una asamblea, pues como las dos Cámaras federales corresponden
separadamente a los dos elementos constitutivos del Estado federal —pueblo y
Estados confederados—, no pueden formar cada una sino una fracción del órgano
parlamentario federal; ninguna de ellas tendría capacidad, por sí sola, para
formular una voluntad federal, legislativa o de cualquier otra clase. Es necesario,
por lo tanto, que se sumen una a otra, es decir, que se completen mutuamente,
para formar así, mediante su concurso, la asamblea federal en su
1227

integridad. Muy diferente es el alcance, en Francia, del sistema bicameral. El


Senado y la Cámara de Diputados son, como lo da a entender el lenguaje usual,
"las dos ramas de la legislatura", es decir, las dos partes constitutivas de un
Parlamento que aparece así como un órgano complejo. Pero esta complejidad
dualista del Parlamento francés ya no es de la misma naturaleza que la que se
observó en el Estado federal. Puede decirse que en Francia cada una de las dos
Cámaras constituye por sí misma un órgano completo, porque tanto una como otra
tienen lógicamente calidad para hablar en nombre de la nación tomada en su
conjunto y considerada en todos sus aspectos. En este sentido, el Senado y la
Cámara de Diputados, a diferencia de las Cámaras de un Estado federal,
aparecen como dos centros de voluntad estatal que se bastan cada uno a sí
mismo, como dos factores semejantes a la voluntad del Estado, y por consiguiente
también como constituyendo por partida doble órganos parlamentarios del Estado.
En otros términos, el Senado y la Cámara de Diputados no están llamados, como
en el Estado federal, a completarse para perfeccionar por su reunión un órgano
que sea adecuado a la propia naturaleza del Estado francés, sino que la verdad es
que estas dos Cámaras se doblan una a otra.
Todas estas observaciones pueden resumirse diciendo que, en el caso de
los Estados de consistencia dualista, hay un Parlamento que es un órgano único,
formado por dos secciones o partes separadas; en Francia, por el contrario, el
Parlamento está constituido por dos órganos paralelos e independientes. Pero
también es esencial a las Cámaras francesas el no poder deliberar y estatuir sino
separadamente. Desde el momento en que el sistema bicameral francés tiene
como único objeto hacer pasar sucesivamente las deliberaciones parlamentarias
por dos asambleas distintas, deja de concebirse cualquier reunión entre ellas, y
por consiguiente, aparece claramente que las Cámaras pierden su carácter propio
y su individualidad respectiva desde el momento en que sus miembros se hallan
agrupados en una asamblea unificada. Por el contrario, en aquellos Estados en
que la dualidad de las Cámaras se funda en la dualidad de los elementos que
componen el Estado, se comprende que la Constitución tienda a tratar a las dos
asambleas como secciones parciales, como dos mitades, destinadas naturalmente
a reunirse una a otra para realizar entre ambas el conjunto total; y por lo tanto,
vuelve a ser posible admitir entre ellas reuniones plenarias, que sean reuniones de
las Cámaras mismas y no sólo de sus miembros particulares. Se ve, pues, en
definitiva, que si en ciertos aspectos el Parlamento francés ofrece un carácter
unitario, como se dijo antes (p. 1226), bajo otros aspectos el dualismo
parlamentario es más profundo en Francia que en el Estado federal, puesto
1228

que implica esencialmente que las dos Cámaras han sido hechas para reunirse y
deliberar cada una por su lado.
460. Las particularidades o diferencias que así separan a las dos clases de
dualismos parlamentarios, encuentran su expresión suficientemente clara en el
mismo texto de las Constituciones. Si nos referimos a Constituciones federales
tales como las de Estados Unidos o Suiza, se observa que el Parlamento se
presenta y designa en ellas, no ya bajo el aspecto de dos Cámaras separadas,
sino bajo la forma y el nombre de un cuerpo u órgano único, el Congreso en
Estados Unidos y la Asamblea federal en Suiza, órgano del que dicen después
dichas Constituciones que está constituido por dos "Secciones", "Consejos" o
"Cámaras".1 Así pues, estas Constituciones señalan de una manera principal la
unidad del Congreso o de la Asamblea federal, aunque los divida de una manera
secundaria en dos Cámaras distintas. La Constitución de 1875, en esta materia,
adopta una posición muy diferente. No comienza nombrando a la Asamblea
nacional, no presenta al Parlamento como un cuerpo único, dividido en dos
Cámaras, sino que, desde luego, formula el principio de que "el poder legislativo
se ejerce por dos Asambleas, la Cámara de Diputados y el Senado" (ley de 25 de
febrero de 1875, art. 1º), y sólo posteriormente viene a crear, para las necesidades
especiales de la elección presidencial y de la revisión, una Asamblea nacional,
que sólo existe por instantes y que en esos momentos especiales está organizada
por medio de una reunión de las dos Cámaras (según lo que dicen los textos).
Pero entonces se advierte cuál es, en Francia, la naturaleza precisa de la
Asamblea nacional con respecto a las Cámaras. En el sistema constitucional de
1875 no puede decirse que el Parlamento consista en una Asamblea nacional, que
unas veces ejercería sus atribuciones en dos Cámaras separadas y otras en
reunión plenaria. La Asamblea nacional por una parte, el Senado y la Cámara de
Diputados por otra, no son únicamente dos formaciones variadas de un solo y
mismo cuerpo, sino que la verdad es que existen aquí dos órganos claramente
distintos: de una parte, el Parlamento, órgano complejo, formado por

1
Constitución de Estados Unidos, art. I, sección 1': "Todos los poderes legislativos otorgados en la presente
Constitución corresponderán a un Congreso de los Estados Unidos, que se compondrá de un Senado y una
Cámara de Representantes". Cf. ibid., sección 8°, que al enumerar las atribuciones legislativas comunes a
estas Cámaras, las atribuye al Congreso, diciendo: "E l Congreso tendrá el poder de..." Constitución federal
de Suiza: "A reserva de los derechos del pueblo y de los cantones, la autoridad suprema de la Confederación
se ejerce por la Asamblea nacional, que se compone de dos Secciones o Consejos..." (art 71). Cf. ibid., arts.
84 ss., que enumeran los poderes de los dos Consejos antes citados bajo la rúbrica: "Atribuciones de la
Asamblea federal". Así pues, la Constitución federal se ve obligada a decir (art. 92) que, para cierto número
de asuntos dependientes de la competencia de la Asamblea federal, "los dos Consejos se reúnen para
deliberar en común".
1229

dos asambleas, que no son simplemente secciones de un solo y mismo colegio


sino que se caracterizan, según la Constitución, como dos Cámaras
independientes; de otra parte, la Asamblea nacional, órgano unificado y no
complejo, que toma efectivamente de las Cámaras su personal, pero que, en
derecho, es un órgano nuevo, totalmente distinto de las Cámaras, con
su'estructura y su estatuto propios; en una palabra, un órgano que, aunque tome
su formación, como lo dice la Constitución, de la reunión de las Cámaras, es cosa
totalmente diferente de las Cámaras reunidas.2

No puede aceptarse en esta materia, pues, el punto de vista de los autores que
declaran que en la -Asamblea nacional no debe "verse sino que una de las
Cámaras se une a la otra para deliberar y votar con mayor solemnidad una
revisión ya propuesta y decidida por ellas". Esta fórmula es la de Lefebvre (op. cit.,
p. 236, n.; cf. p. 207), que añade: "¿No es así como en ciertos días las cortes de
justicia emiten sus resoluciones solemnes en salas reunidas?" Esta comparación
no es ni con mucho exacta. Ya estatuya la Corte de casación por una de sus salas
o con todas las salas reunidas, ya delibere el Consejo de Estado en sección, en
asamblea de lo contencioso o en asamblea general, la decisión que resulte será
siempre la de una sola y misma autoridad, Consejo de Estado o Corte de
casación. Como dice Hauriou (Précis, 9ª ed., p. 272) a propósito del Consejo de
Estado, sólo se trata de "formaciones" diversas de un cuerpo único. Por el
contrario, cuando diputados y senadores se reúnen en Asamblea nacional, ambas
Cámaras pierden su individualidad en dicha reunión, pues, según el estatuto que
les asignaron las leyes de 1875, el Senado y la Cámara de Diputados tienen por
carácter específico ser, no ya dos secciones de un mismo órgano, sino dos
órganos separados; desde el momento en que sus miembros se mezclan, ya no
existe, en la Asamblea nacional, Senado ni Cámara, sino que dicha asamblea es
un cuerpo especial y distinto.3 Con mayor razón, definir la función de la Asamblea

2
El art. 11 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875 parece ofrecer igualmente una indicación en este
sentido. Este texto elude la declaración de que la Asamblea nacional tendrá como mesa la mesa del Senado:
se limita a decir que la mesa de la Asamblea nacional se compondrá del presidente y de los vicepresidentes y
secretarios del Senado. Existe aquí un matiz que no es indiferente.
3
Los autores saben reconocerlo, en ocasiones. Por ejemplo, lo reconocen cuando —a propósito de la
cuestión de saber si las leyes revisadas deben ser objeto de una promulgación del Presidente de la
República— hacen observar que dicha cuestión no se halla resuelta expresamente por la Constitución de
1875, puesto que los textos de 1875 (art. 3 de la ley de 25 de febrero y art. 7 de la ley de 16 de julio de 1875)
que exigen la promulgación, dicen, sólo se refieren a las leyes "votadas por las dos Cámaras" o que hayan
dado lugar a un voto de una y otra Cámara", expresiones, se añade, que no son aplicables a las leyes de
revisión votadas por la Asamblea nacional (ver especialmente Bonnet, De la promulgation, tesis, Poitiers,
1908, p. 91; cf. n' 142, supra). El mismo argumento podría formularse con respecto al derecho de pedir una
nueva deliberación: el art. 7, ya citado, sólo se refiere a peticiones de nueva deliberación dirigidas "a ambas
Cámaras", lo que excluye las peticiones de este género dirigidas a la Asamblea nacional.
1230

nacional diciendo que dicha Asamblea sólo delibera de nuevo respecto de una
revisión ya decidida por las Cámaras al estatuir separadamente es contrario al
sistema de la Constitución. Es muy cierto que las deliberaciones de la Asamblea
nacional no se reducen a una simple lectura nueva, en reunión plenaria de las
Cámaras, de un proyecto de revisión ya adoptado por ellas, pues el poder de
revisión constitucional, lo mismo en primero que en segundo término, reside
exclusivamente en la Asamblea nacional, la cual, también en este nuevo aspecto,
aparece como un órgano diferente del Senado y de la Cámara de Diputados. Esta
parece ser también la opinión de Esmein (Éléments, 7* ed., vol. II, pp. 497 y 499).
Al examinar en primer lugar las resoluciones mediante las cuales las Cámaras,
deliberando separadamente, declaran que hay lugar a emprender la revisión,
Esmein hace observar que "aquí, cada una de las dos Cámaras conserva su
individualidad y su independencia". En cuanto a la asamblea que efectúa esta
revisión, "desde luego, está compuesta —dice— de los mismos elementos que
constituyen las dos Cámaras legislativas, pero constituye un cuerpo distinto en
derecho". Y aquí, añade, "ambas Cámaras pierden momentáneamente su
individualidad". Por lo menos, no la conservan en el seno de la Asamblea nacional.
Debe deducirse de esto —aunque Esmein no lo explique formalmente— que una
disolución de la Cámara de Diputados no podría afectar a la Asamblea nacional,
ya que ésta "constituye un cuerpo distinto".4

461. Sobre este último punto podrían suscitarse sin embargo ciertas dudas. Si
bien es verdad que la Cámara de Diputados no se encuentra en la Asamblea
nacional y que no puede buscarla allí el Presidente de la República para
disolverla, al menos parece indiscutible que en ella se encuentran los miembros
individuales de ambas Cámaras, senadores y diputados. Esto es, en efecto, lo que
Esmein se cuidaba de observar (loc. cit.): "Los senadores y los diputados —dice—
adquieren momentáneamente una nueva cualidad complementaria, la de
miembros de la Asamblea nacional. Resulta de ello que los miembros de la
Asamblea nacional, al entrar en ésta, no pierden su cualidad de senador o de
diputado." Ahora

4
En Bélgica, donde, según el art. 71 de la Constitución, la revisión se hace por las Cámaras estatuyendo
separadamente, parece por ello que, conforme al art. 71, la disolución sigue siéndoles aplicable, simultánea
o separadamente, aun cuando las dos asambleas hayan sido ya especialmente renovadas con vistas a la
revisión. Aunque renovadas, en efecto, no constituyen un órgano diferente del Parlamento ordinario, y por
consiguiente, quedan sometidas a las reglas que habitualmente rigen las asambleas constitutivas del
Parlamento (ver en este sentido Orban, Le droit constitutionnel de la Belgique, vol. II, n" 336).
1231

bien, la disolución es una medida que no sólo alcanza.a la Cámara de Diputados,


como colegio y en su conjunto, sino que produce también su efecto respecto de
los miembros individuales de esta Cámara, dando lugar a su revocación. Por lo
tanto, la disolución de la Cámara de Diputados ¿no despoja a éstos de la
posibilidad de participar en la Asamblea nacional, y no entraña indirectamente la
disolución de dicha Asamblea misma, privada en adelante de la mayor parte de
sus miembros?
Esta objeción seguramente sería decisiva si los miembros de la Asamblea
nacional, en el seno de ésta, conservaran su cualidad de diputados y de
senadores; pero, a este respecto, hay que guardarse de un error que los autores
no han sabido prevenir y disipar suficientemente. En efecto, no se ha observado
bastante que en esta materia conviene establecer una distinción, tal vez delicada
pero necesaria, entre el carácter con que los diputados o los senadores entran en
la Asamblea nacional y el carácter con que participan en la misma, una vez
constituida. Según la Constitución, que dice: "Las dos Cámaras se reunirán en
Asamblea nacional...", evidentemente es como diputados y senadores como los
miembros de ambas Cámaras son llamados a constituir, congregándose, la
Asamblea nacional, colegio electoral o asamblea de revisión. Y por otra parte,
también es muy cierto que la convocatoria de esta asamblea no les despoja de su
anterior condición de miembros del Parlamento. La Asamblea nacional no es una
reunión de exparlamentarios, sino que está constituida efectivamente por
miembros que siguen siendo senadores o diputados. En este sentido, Esmein
tiene razón al decir que los miembros de ambas Cámaras, en semejante caso,
"adquieren una cualidad nueva y complementaria". Sólo que debe añadirse, en
seguida, que no acumulan estas dos cualidades diferentes en el mismo recinto.
Funcionan como diputados o senadores, durante la sesión de revisión, mientras se
reúnen en sus Cámaras respectivas. En el seno de la Asamblea nacional misma
ya no poseen sino un sólo carácter jurídico, el de miembros de esta Asamblea. Su
condición de miembros de las Cámaras es el título que les aseguró el derecho a
entrar en la Asamblea nacional; pero, lo mismo que esta Asamblea es un cuerpo
distinto de las Cámaras, así también los miembros que la componen se mezclan
entre sí y se confunden en ella; por consiguiente, una vez que entraron, se
despojan de la cualidad especial por la que habían alcanzado la entrada, aunque
conserven esta cualidad fuera de la citada Asamblea.
No se reproche a esta distinción el ser excesivamente sutil o contradictoria.
No es un fenómeno único en la esfera del derecho constitucional. A este respecto
se puede invocar también el testimonio y la autoridad de Esmein. A propósito de la
elección de los senadores, este
1232

autor observa que el Senado, aunque nombrado por los consejeros generales, los
consejeros de distrito y los delegados de los consejos municipales, no es, en la
Constitución de 1875, el elegido o la representación particular de los
departamentos, distritos o municipios de Francia. Ocurriría así si, en los colegios
de elecciones senatoriales, estos diversos grupos de electores votaran con la
cualidad con que se les admitió en ellos. Por ejemplo, si los miembros de los
consejos generales participaran en la elección de los senadores con esta cualidad
especial, el Senado había de considerarse como siendo, al menos en parte, el
elegido de dichos consejos, es decir, en definitiva, el elegido de los departamentos
mismos, ya que el consejo general es un órgano del departamento. Pero, dice
Esmein (Éléments, 7º ed., vol. II, pp. 341 ss.), los electores senatoriales, "en
realidad no representan ni al municipio, ni al distrito, ni al departamento:
representan a la soberanía nacional, de la que han recibido su misión y sus
poderes". De aquí resulta que el mismo Senado "representa" exclusivamente a la
nación. En otros términos, las diversas categorías de ciudadanos que componen
el colegio de elección senatorial no ejercen su poder de voto con más carácter que
el de funcionarios electorales, que actúan por cuenta de la nación. Evidentemente,
la ley constitucional de 24 de febrero de 1875 y la ley orgánica de 9 de diciembre
de 1884 han unido en esta materia el derecho electoral a un título público y hasta
a una función pública anteriores: en razón de su función de diputados o de su
título de miembros de determinados cuerpos administrativos, esos ciudadanos han
sido llamados a elegir a los senadores. Pero no se trata aquí sino de un sistema
de reclutamiento de los colegios de elecciones senatoriales; en estos colegios,
una vez constituidos, los electores no representan a los cuerpos especiales de que
forman parte respectivamente, sino que son puramente electores senatoriales.
Hay que aplicar las mismas observaciones a los diputados y senadores reunidos
en asamblea especial para la elección presidencial o para la revisión de la
Constitución. Indiscutiblemente, como miembros de las Cámaras es como se les
llama a componer la Asamblea nacional; y en este sentido cabe reconocer que la
Constitución tomó a las Cámaras mismas en consideración para determinar la
composición de dicha asamblea. Sin embargo, en la asamblea así constituida ya
no tienen el carácter único de electores presidenciales o de miembros del cuerpo
constituyente, pues no tienen por función representar allí a la voluntad propia de
su Cámara especial, y no conservan en ella su individualidad de diputados o de
senadores, como tampoco la conservan las Cámaras mismas.5

5
Así, no sería rigurosamente exacto caracterizar a la Asamblea nacional como una formación especial del
personal parlamentario. No sólo no es una formación de las Cámaras o del Parlamento, sino que tampoco
puede decirse que el personal parlamentario adquiera en ella una formación especial, puesto que los
miembros del Parlamento se despojan en esto asamblea, una vez dentro de ella, de la condición de
diputados o senadores en virtud de la cual fueron llamados a ella.
1233

462. Hay que rechazar, por lo tanto, la doctrina que pretende reconocer y
distinguir a cada una de las Cámaras dentro de la Asamblea nacional. Pero, por
otra parte, no puede sacarse de ello la consecuencia de que la convocatoria de la
Asamblea nacional hace desaparecer a las dos Cámaras. Las observaciones que
preceden llevan a una conclusión totalmente opuesta. En efecto, así como
acabamos de demostrar que la Asamblea nacional no está formada por las
Cámaras mismas ni las ha absorbido en sí, también resulta que las Cámaras
continúan existiendo fuera de ella, en su forma y con su competencia
acostumbradas. La afirmación de Duguit, según la cual en cuanto la Asamblea
nacional se halla reunida "ya no existen Cámaras", desconoce la distinción
esencial que se estableció antes (pp. 1228 ss.) entre dicha asamblea y el
Parlamento, pues siendo muy distinta del Parlamento, la Asamblea nacional deja a
éste intacto. Así, no sólo no cabe apropiarse de la competencia que corresponde
especialmente a las Cámaras, comportándose como órgano legislativo y creando
leyes ordinarias, sino que tampoco el hecho de su convocatoria suspende los
poderes legislativos de las Cámaras ni coloca a éstas fuera de función. Si las
Cámaras, en la Asamblea nacional, pierden su individualidad, sobreviven fuera de
ella y conservan así sus poderes (ver en este sentido Esmein, loe. cit.).
En todos estos aspectos, debe concluirse, pues, que la Constitución de
1875, en cierta medida, separó el poder constituyente del poder legislativo.6 No
obstante, desde otro punto de vista, debe observarse que esta separación
orgánica es más teórica y nominal que real. Jurídicamente, ante todo, no es una
separación absoluta, puesto que la Constitución ha unido a la condición misma de
miembro de las Cámaras el derecho de formar parte de la Asamblea nacional.
Además; y sobre todo, desde el

6
De ello resulta que la función constituyente, bajo el imperio de la Constitución de 1875. debe considerarse
como una función especial, distinta de las demás funciones estatales y especialmente de la función
legislativa. Pero se verá más adelante (no. 465) que esta distinción, en el derecho actual, sólo tiene una base
y un significado puramente formales. No se refiere a la naturaleza intrínseca de las materias que pueden
tratarse por la vía legislativa o constituyente, sino que deriva únicamente del hecho de que las materias que
fueron reglamentadas antes en forma constituyente, según el procedimiento y por el órgano constituyentes,
no pueden tratarse de nuevo sino por el mismo órgano y del mismo modo. Ver especialmente en este
sentido lo que se dirá más adelante (n" 466) sobre la organización del Senado, que desde 1875 ha sido
sucesivamente materia constitucional y materia legislativa. En resumen, el acto de función constituyente se
caracteriza, no ya por su contenido material, sino por el grado de potestad formal que le es propio y que
procede sobre todo de la condición especial de su autor.
1234

punto de vista de las realidades, esto no supone una verdadera separación; pues
si en la forma no son las Cámaras las que llevan a efecto la revisión, en el fondo
dicha revisión siempre depende de la voluntad del personal parlamentario. Basta
que, en una y otra Cámara, la mayoría esté decidida a reformar la Constitución en
tal o cual punto o en tal o cual sentido, para que esta misma mayoría realice en
Asamblea nacional la reforma que, mediante sus deliberaciones separadas, había
resuelto previamente. En suma, la Constitución de 187 5 hizo dar al derecho
público francés un gran paso hacia el sistema inglés que no distingue entre
función constituyente y función legislativa, y se acercó a dicho sistema en la
medida en que confirió el poder de revisión, si no al mismo Parlamento, por lo
menos a una Asamblea compuesta por los miembros ordinarios de dicho
Parlamento.7

§ 2. EXTENSIÓN DE LA COMPETENCIA CONSTITUYENTE RESERVADA A LA


ASAMBLEA NACIONAL

463. Acaba de observarse que, en el estado actual de la Constitución


francesa, las revisiones constitucionales, en el fondo, dependen de la voluntad de
la mayoría de ambas Cámaras. Desde otro punto de vista, se distingue, en el
régimen constituyente establecido desde 1875 , un segundo rasgo de semejanza
con el sistema del Parlamento capaz de "'hacerlo todo". Se trata de lo que
concierne a la extensión de la esfera y a la enumeración de las materias que,
según el derecho francés vigente, dependen de la competencia especial del
órgano constituyente y se sustraen, por lo tanto, a la del legislador ordinario.
De hecho, esta cuestión de la determinación de las materias que deben
reservarse al poder constituyente ha recibido soluciones muy diferentes en las
diversas Constituciones. En Francia, algunas Constituciones han presentado
desarrollos considerables; tal es el caso, particularmente, de la Constitución del
año III, cuyos 377 artículos se extendían en numerosos detalles referentes no sólo
a la organización general del Estado y del gobierno, sino también a la
reglamentación de las instituciones administrativas y judiciales, a la de los
presupuestos, a la organización del ejército y de la instrucción pública, etc. Otras
Constituciones, como la de 1852 , son de contenido relativamente breve.
En el extranjero, se observa que en Suiza, por ejemplo, desde la revisión
federal de 5 de julio de 189 1 (ver también la ley federal de 27

7
Cf. Esmein, Éléments, 7' ed., vol. n, p. 189: "E l poder constituyente que organizan las leyes constitucionales
de 1875 no difiere en sus elementos constitutivos del poder legislativo ordinario."
1235

de enero de 1892) , que introdujo en provecho del pueblo, por lo menos en materia
de revisión parcial, un poderoso derecho de "iniciativa" constituyente, que se
ejerce por vía de presentación y adopción directa de un proyecto completamente
redactado,1 la Constitución federal se acrecentó con cierto número de nuevas
disposiciones, que en sí no tenían ninguna relación con la organización estatutaria
de los poderes públicos (ver por ejemplo: art. 25 bis, relativo al sacrificio del
ganado, cuya adición fué votada por el pueblo el 20 de agosto de 1893 ; art. 32
ter, que prohibe la fabricación y venta del ajenjo, votado el 5 de julio de 1908) ,
pero que el pueblo hizo incorporar a ella en virtud de su poder constituyente. Este
fenómeno se explica de una manera muy natural, por el hecho de que el pueblo
suizo, hasta ahora, no posee la iniciativa legislativa, al menos en lo que a las leyes
federales se refiere.2 En estas condiciones, cada vez que el pueblo quiso
introducir por sí mismo una nueva regla, cualquiera que fuese el objeto de dicha
innovación, se vio obligado a reclamar y a votar la inserción de la misma, a título
de revisión parcial, en el texto de la Constitución. Por lo demás, en los Estados en
que el pueblo está asociado a la labor constituyente sin estarlo a la legislación
ordinaria, en general se observa una marcada tendencia a introducir en la
Constitución todos aquellos objetos respecto de los cuales parece útil reservar al
cuerpo de los ciudadanos un derecho de control y de voto. Así es como, en los
Estados Unidos, se encuentran en las Constituciones particulares de la Unión
numerosas disposiciones que, con independencia

1
En lo que concierne a la revisión total de la Constitución federal, el pueblo, en cuanto a iniciativa, sólo
posee el poder de promoverla. Los Consejos legislativos son los que, a consecuencia de esta iniciativa
popular, son llamados a "trabajar en la revisión" (art. 120 de la Constitución de 1874). Por el contrario, en lo
concerniente a la revisión parcial, que consiste ya en la adopción de un nuevo artículo constitucional, ya en
la modificación o la derogación de artículos vigentes, el art. 121, tal como salió de la revisión de 1891, bajo
el nombre de iniciativa, confiere al pueblo un poder constituyente completo, en el sentido de que, si la
petición de revisión, autorizada con la firma de 50,000 ciudadanos, no está concebida en términos generales
sino en forma de proyecto totalmente redactado, este proyecto se somete directamente a la aprobación o
desaprobación del pueblo y de los cantones. En este caso, el pueblo realiza, pues, la revisión por sí mismo,
desde el principio hasta el fin, y esto sin que la Asamblea federal pueda obstaculizar la voluntad
constituyente popular, que aparece aquí como plenamente soberana. El único recurso de la Asamblea
federal, en esta circunstancia y según el citado art. 121, es recomendar al pueblo la desaprobación o
elaborar un contraproyecto que se someta a la votación popular al mismo tiempo que el emanado de la
iniciativa de los ciudadanos (sobre estos puntos, ver Binet, L'initiative populaire en Suisse, tesis, Nancy,
1904).
2
Un proyecto que ampliaba a la legislación federal el derecho de iniciativa popular fué presentado al
Consejo nacional por el Consejo federal en 1906. Esta reforma aún no ha sido realizada. En los cantones, la
iniciativa legislativa del pueblo está generalmente establecida (Keller, Das Volksinitiativrecht nach den
schweiz. Kantonsverfassungen, tesis, Zurich, 1889; Binet, op. cit., pp. 37 ss., 67 ss.)
1236

de toda cuestión de organización de los poderes, se refieren a ramas muy


variadas del derecho y que imprimen así a dichas Constituciones la fisonomía y la
consistencia de verdaderos códigos de legislación (Bryce, La République
américaine, 2* ed. francesa, vol. n, pp. 37 ss.; Oberholtzer, The referendum in
America, pp. 44 ss.; Borgeaud, op. cit., p. 223). El fin que persiguieron los Estados
de la Unión al englobar estas materias dentro de sus Constituciones fué restringir
la potestad de las legislaturas y, por el contrario, ensanchar el campo de la
intervención popular. Por efecto de su incorporación en la Constitución, las reglas
así formuladas ya no pueden retocarse sino bajo la condición de un referendum
popular. (En cuanto a la extensión del referendum a la legislación ordinaria en los
Estados de la Unión, ver Esmein, Éléments, 7ª ed., vol. I, pp. 424 ss., y Bryce,
loe. cit., pp. 87 ss.) Se produce así una notable ampliación de la idea de
Constitución. En este concepto, la Constiución es el conjunto de las disposiciones
que quedan sustraídas al legislador ordinario y que sólo pueden modificarse por el
órgano constituyente, actuando éste sólo con el concurso y a reserva de la
aprobación del pueblo.
464. En Francia, durante mucho tiempo, los autores se adhirieron a otro
criterio para determinar el concepto de Constitución. Definían esta última, ratione
materiae, no ya según el campo de las materias que le está efectivamente
reservado por el derecho positivo vigente, sino según un concepto "material" de
orden puramente racional. De aquí la trivial doctrina según la cual la Constitución,
en el sentido esencial de la palabra, tiene por objeto propio crear los órganos que
habrán de ejercer las diversas funciones de potestad estatal y fijar la extensión de
la competencia de dichos órganos, ya en sus relaciones recíprocas, ya en sus
relaciones con los gobernados (cf. Esmein, Éléments, 7ª ed., vol. I, p. 1; Jellinek,
Gesetz und Verordnung, pp. 262 ss. y UÉtat moderne, ed. francesa, vol. ii , p.
169).
Tal es, se dijo, el campo propio de toda Constitución. Por otra parte, sin
embargo, con frecuencia se emitió la idea de que, incluso en este terreno propio,
las Constituciones, por regla general, deben tratar de ser tan breves como sea
posible. Más exactamente, se declara que, incluso en lo que se refiere a la
organización de los poderes públicos, la Constitución deberá concretarse a
delimitar los principios esenciales, remitiendo a leyes ordinarias la regulación de
los detalles. Las asambleas legislativas completarán entonces, mediante simples
leyes, la obra constituyente, aplicándose sin embargo a dichas leyes el nombre de
leyes orgánicas, precisamente porque concurren a organizar el funcionamiento de
una institución cuyo principio formuló anteriormente la Constitución.
1237

El gran inconveniente de las Constituciones demasiado detalladas, al menos en


aquellos países que separan los poderes constituyente y legislativo, es que, para
modificar el menor detalle, hay que recurrir a un procedimiento completo de
revisión. Ahora bien, si —para tratar debidamente la libertad de la nación
soberana— es necesario que las revisiones no sean imposibles ni tampoco
demasiado difíciles de emprender, importa igualmente que no lleguen a ser
demasiado frecuentes y esto, especialmente, a causa de que una revisión
fácilmente llega a ser causa de agitación política para el país. A este respecto, las
leyes orgánicas presentan la ventaja de que, hallándose colocadas en manos del
legislador ordinario, pueden modificarse en cualquier instante en la forma
legislativa corriente, sin que a dicho efecto sea necesario poner en movimiento
todo el aparato constituyente.
Por ello parece preferible que la Constitución se contente con formular
principios y que deje lo demás para las leyes orgánicas. Colocándose en este
orden de ideas, gran número de autores declaran que la palabra Constitución es
susceptible de adquirir un sentido doble. En su sentido material y esencial, es
decir, en un sentido que se deduce de la idea puramente racional que
generalmente los autores se forman de su contenido normal y de su objeto natural,
la Constitución, dícese, lo mismo que el derecho constitucional, debe definirse
como el conjunto de las reglas o prescripciones que se refieren a la organización y
el funcionamiento de los poderes públicos, sin que haya que distinguir si esas
reglas han sido dictadas por vía constituyente y en un acto concebido en forma de
ley constitucional, o por vía simplemente legislativa y mediante una ley ordinaria.
En su acepción formal, por el contrario, el nombre de Constitución queda
reservado a la parte de las reglas de organización de los poderes que ha sido
enunciada en forma constituyente y por el órgano constituyente, y que, por lo
tanto, no puede modificarse sino mediante un acto de potestad constituyente y por
medio de un procedimiento especial de revisión. En este segundo sentido, la
Constitución no comprende ya, por lo tanto, todas las prescripciones que
conciernen a los poderes públicos, sino únicamente las que dependen del órgano
constituyente y las haya consagrado en el acto constitucional. Así pues, glas que,
aunque de ningún modo se refieran a la organización del Estado ni tengan, por
consiguiente, carácter alguno constitucional intrínseco, forman parte, sin embargo,
de la Constitución formal; basta para ello, cualquiera que sea su objeto, que las
haya establecido el órgano constituyente y los haya consagrado en el acto
constitucional. Así pues, el concepto de Constitución formal, en ciertos aspectos,
es más extenso
1238

y, en otros aspectos, menos amplio, que el de la Constitución material.


465. Esta distinción entre los dos conceptos, material y formal, de
Constitución, se reproduce con frecuencia en los tratados de derecho público.
Carece, sin embargo, de valor, al menos desde el punto de vista jurídico. En
derecho, el criterio que permite distinguir las leyes constitucionales de las leyes
ordinarias reside únicamente en un elemento de forma, pues el concepto de
Constitución es puramente formal. Este es un punto que reconocen hoy
numerosos autores. Duguit, especialmente (Traite, vol. II, pp. 515 ss.; cf. vol. I, p.
58), insiste en el punto de que lo que caracteriza a las leyes constitucionales es
estar hechas, no "por el legislador, dentro de las formas ordinarias", sino "en
condiciones y según formas determinadas"; y por consiguiente, este autor critica,
como propensa a la confusión, la terminología corriente que aplica el nombre de
constitucionales a todas las reglas de organización de los poderes, cualquiera que
sea la forma en que hayan sido emitidas. En la literatura alemana, Laband (op. cit.,
ed. francesa, vol. II, p. 314; Archiv für óffentl. Recht, vol. ix, p. 273) indica
igualmente que el signo distintivo de las leyes constitucionales reside
exclusivamente en la superioridad de su fuerza reguladora normal, fuerza especial
que proviene del hecho de que los principios que formulan no pueden modificarse
sino por un procedimiento sujeto a condiciones más complicadas que el
procedimiento legislativo ordinario. Jellinek, que sostiene el mismo punto de vista
(UÉtat moderne, ed. francesa, vol. II, p. 211), acaba de precisar y modificar esta
doctrina, alegando que el concepto de Constitución pierde todo significado positivo
y, por consiguiente, toda razón de ser jurídica en los países en que las leyes
relativas a la organización del Estado no están sometidas a ninguna formalidad
particular para su confección o su modificación. Indudablemente, las instituciones
que forman las bases principales de la organización estatal, incluso en esos
países, poseen una importancia especialmente notable, que desde el punto de
vista político les confiere más fuerza y más estabilidad de la que puedan adquirir
los demás elementos del orden jurídico del Estado; pero en el terreno del derecho
esta fuerza especial no existe de ningún modo, ya que no está garantizada por
ninguna precaución jurídica.3 Así es como, en el derecho francés actual, no habría
ningún interés práctico en calificar como constitucionales

3
Esmein (Éléments, 7' ed., vol. I, p. 573) declara, a propósito de la distinción entre el poder legislativo y el
poder constituyente, que "incluso cuando la Constitución confía la revisión constitucional a los mismos
representantes que componen el cuerpo legislativo, esta distinción no por ello deja de subsistir". Pero se
apresura a añadir que, si subsiste, sólo es mientras "estos representantes funcionan en otras circunstancias
que para la votación de las leyes ordinarias"; esta es, en efecto, la mínima condición de la distinción.
1239

las reglas contenidas en la ley orgánica de 30 de noviembre de 1875 sobre la


elección de los diputados, pues cualquiera que sea su importancia, estas reglas no
difieren en nada de las que puede contener una ley cualquiera, ya que pueden ser,
y de hecho lo han sido en diversas ocasiones, modificadas por la vía simplemente
legislativa.
Conviene añadir que este significado moderno del concepto de la
Constitución ya fué plenamente advertido y claramente precisado por Sieyés, en
una época en la que predominaban aún, sin embargo, y a este respecto, los
conceptos de la escuela del derecho natural. Según la doctrina de dicha escuela,
la Constitución debía considerarse como el estatuto fundamental del Estado, en el
sentido y a causa de que la creación de dicho estatuto es la operación que da al
Estado la vida misma, al mismo tiempo que funda en él los poderes constituidos.
Este es un concepto esencialmente material de la ley constitucional, y se vio antes
(n9 439) el lugar tan importante que dicha idea material ocupó en el pensamiento
de los hombres de la Revolución. Partiendo de su sistema de separación del poder
constituyente, Sieyés opondría a estas ideas una doctrina muy diferente. "Las
leyes constitucionales —dice (Quest-ce que le Tiers-État?, cap. v) — se llaman
fundamentales no precisamente en el sentido de que puedan convertirse en
independientes de la voluntad nacional, sino porque los cuerpos que existen y
actúan por ellas no pueden modificarlas. En cada parte, la Constitución no es obra
del poder constituido, sino del poder constituyente. Ninguna clase de poder
delegado puede cambiar nada en las condiciones de su delegación." Y concluye
Sieyés con esta afirmación categórica: "Por esto, y no por otra cosa, son
fundamentales les leyes constitucionales." Se desprende de este pasaje, y sobre
todo de su conclusión, que para exponer el concepto de Constitución, Sieyés se
fija mucho menos en su contenido material que en su fuerza moral. Lo que la
convierte en una ley fundamental no es solamente el hecho de que los cuerpos
constituidos sólo existan y actúen por ella, sino que es también, y sobre todo, el
hecho de que estos cuerpos no pueden alterar sus disposiciones. En este último
sentido se convierte verdaderamente en ley fundamental. Y por consiguiente,
Sieyés llega incluso a substituir, en cierto modo, el concepto de ley constitucional,
que suscita ante todo la idea material de ley organizadora de los poderes, por el
de ley fundamental, que contiene más bien la idea formal de una ley que tiene un
valor más alto, un alcance estatutario superior. Se vio antes (núms. 114 55.) que
toda regla dictada en forma de ley en cierto sentido es susceptible de considerarse
como estatuto. Pero, según la doctrina que acabamos de exponer, cabe distinguir
estatutos de dos clases: estatutos simplemente legislativos por una parte, y por
otra el estatuto fundamental,
1240

que, a decir verdad, no se caracteriza por su contenido o su materia propia, sino


por la circunstancia de estar dictado en forma constituyente, de depender de una
autoridad especial superior al cuerpo legislativo y de poseer así una potestad
reforzada; por lo demás, este estatuto fundamental puede tener por objeto no sólo
la organización de los poderes, sino también la reglamentación de los derechos de
los ciudadanos o de cualquier otra cuestión. Tal es la dirección en que se ha
desarrollado, conforme al pensamiento de Sieyés y en contra de la escuela del
derecho natural, el concepto jurídico de Constitución desde 1789.4 Aquí, como en
todas partes, el punto de vista formal es el que se impuso y el que, en efecto, debe
predominar en el terreno del derecho.5

4
Además de este primer elemento formal, es conveniente recordar que el concepto de Constitución
presupone otro elemento, que, por lo demás, es también de orden formal. Un estatuto orgánico o
fundamental no puede considerarse como una Constitución, en el sentido preciso e integral de esta palabra,
sino cuando es obra de la colectividad misma para la cual se ha hecho, es decir, si su creación se basa en la
potestad y la voluntad propias de esta colectividad. En este sentido se dijo antes (n" 58) que la posesión de
una Constitución es un signo distintivo del Estado. En efecto, únicamente las colectividades estatales son
capaces de otorgarse un estatuto fundamental por su libre y propia potestad. El estatuto orgánico de un
municipio, de una provincia, no es, propiamente hablando, una Constitución, pues no tiene su origen en la
propia fuerza de organización de estas colectividades territoriales subalternas, sino que está creado por las
leyes del Estado del cual dependen, y sólo por éstas pueden modificarse. Así es romo la reciente
Constitución dada a Alsacia-Lorena por la ley de 31 de mayo de 1911 — aunque fué calificada de Verfassung
por los autores alemanes (Schulze, Die Verfassung und das Wahlgesetz fur Elsass-Lothringen; cf. Heim, Das
els-tothringische Verfassungsgesetz v. 1911) y por la misma ley de 1911, que se titula Geselz iiber die
Verfassung Elsass-Lothringens— no era una Constitución verdaderamente dijma de este nombre, pues no se
derivaba de la potestad autónoma del país anexionado, sino que la ley de 31 de mayo de 1911, que la creó,
era una ley imperial; y esta ley, en su art. 3, especificaba que las disposiciones que contenía no podrían
derogarse o modificarse sino mediante una ley imperial. Indudablemente, bajo este último aspecto, la
supuesta Constitución de Alsacia-Lorena presentaba el carácter de ley superior a las leyes ordinarias del
país, las cuales dependían de la competencia del Landtag alsaciano-lorenés; y en esta medida aparecía como
un estatuto fundamental, en el sentido formal de la palabra. Pero, por otra parte, no era la obra ni la
propiedad de Alsacia-Lorena, la cual, como Reichsland, continuaba desprovista de toda potestad estatal y a.
Como decía entonces Heitz (Le droit constitutionnel de V Alsace-Lorraine, p. 394), "lo mismo hoy que antes,
no existe Constitución de Alsacia-Lorena". Ver en el mismo sentido Redslob, Abhángige Ldnder, p. 129,
quien hace resaltar que la ley de 31 de mayo de 1911, precisamente porque se presenta como ley imperial,
indica de manera suficiente que no quiso crear una verdadera Constitución, pues, añade este autor, "las
leyes nunca fundan una Constitución, sino que ellas mismas están fundadas en una Constitución anterior".
5
Sin embargo, siguen haciéndose tentativas con objeto de extender a la noción de Constitución la distinción
tan difundida entre el punto de vista material y el punto de vista formal. Se ha hecho observar, por ejemplo
(ver en este sentido Burckhardt, op. cit., 2ª ed., pp. 3 ss.), que hay reglas orgánicas que son necesariamente
anteriores a toda ley y a toda reglamentación legislativa: las que crean la potestad y la organización
legislativas mismas; y esto a causa de que el legislador no puede conferirse a sí mismo el poder de crear las
leyes.
Partiendo de esto, se ha sostenido que, por lo menos, el conjunto de reglas destinadas a fundar el órgano
legislativo y a determinar la extensión de su competencia constituye esencialmente la materia reservada a la
Constitución; de donde se infiere la existencia de un concepto material de Constitución, distinto del
concepto de Constitución formal. Pero el ejemplo de la Constitución francesa actual prueba que la esfera de
la Constitución material, incluso en lo que se refiere a la organización y la delimitación del poder legislativo,
puede reducirse a muy poca cosa. En Inglaterra, del sistema de la potestad ilimitada del Parlamento resulta
que esta clase dfl Constitución material, que se cree lógicamente indispensable, se reduce, en suma, a la
nada.
1241

466. Si se toma la palabra Constitución en la acepción formal que es su


acepción propia, puede decirse que la Constitución de 1875 es muy breve. Los
constituyentes de 1875 sólo introdujeron lo estrictamente necesario en la
Constitución que es su obra. Así pues, en primer lugar, en dicha Constitución no
se encuentra ninguna de aquellas fórmulas generales que enunciaban muchas
Constituciones anteriores acerca de la soberanía nacional, la separación de los
poderes, la igualdad de los ciudadanos y otros principios abstractos del mismo
género. Presupone estos principios, pero no los recuerda. En lo que concierne a la
organización de los poderes públicos, lleva su laconismo al punto de pasar por alto
completamente uno de ellos, el poder judicial, c- i que no dice ni una palabra. Y
hasta en cuanto a los órganos y autoridades que instituye, Cámara de Diputados y
Senado, Asamblea nacional, Presidente de la República, Ministros y Consejo de
Ministros, se limita a establecer su forma de nombramiento y a regular a grandes
rasgos sus atribuciones respectivas y sus relaciones recíprocas; y éste es, en
suma, todo el contenido de las tres leyes constitucionales de 1875.
Este método de brevedad se manifestó especialmente en relación con Ja
Cámara de Diputarlos, de la cual únicamente dice el art. 19 de la ley de 25 de
febrero de 1875 que "se nombra por sufragio universal". Con respecto a todo lo
demás, es decir, a todo lo que se refiere a las condiciones del derecho de elección
y de la elegibilidad, la determinación de las circunscripciones electorales y el
número de diputados, la forma de escrutinio y las operaciones electorales, la
duración de la legislatura y las condiciones de renovación de la asamblea, etc., el
art. 19 remite a una "ley electoral", que fué la ley orgánica de 30 de noviembre de
1875, sobre la elección de los diputados. Así pues, todas estas materias, aunque
evidentemente forman parte del estatuto orgánico del Estado lato sensu, han
dejado de formar parte de la Constitución francesa propiamente dicha, es decir,
del estatuto fundamental, en tanto que han sido sustraídas de la potestad
constituyente y remitidas al poder legislativo. Y por otra parte, este método, desde
1875, ha sido generalmente aprobado; pues, se ha dicho, considerando que estas
materias están sujetas a variaciones relativamente frecuentes, se ha creído
oportuno sustraerlas a la
1242

necesidad formalista de las revisiones. Gracias a esta combinación, las


disposiciones de la ley de 30 de noviembre de 1875 pudieron modificarse en
diversas ocasiones mediante simples leyes. Al disminuir así el campo de la
competencia constituyente en favor de la competencia legislativa, la Constitución
de 1875 se acercó, en una forma nueva, al sistema inglés que deja al legislador
ordinario el cuidado de proveer en cuanto a la regulación de todas las cuestiones
de organización de los poderes.
Esta aproximación ha sido acentuada por la ley de revisión de 1884, en
cuanto al Senado en este caso. Acerca del Senado, la Constitución de 1875
procedió de distinta forma que para la Cámara de Diputados. La ley constitucional
de 24 de febrero de 1875, titulada "ley relativa a la organización del Senado",
determinó constitucionalmente, en sus arts. 1 a 7, la composición del Senado, la
forma de elección y las condiciones de elegibilidad de los senadores. Pero la ley
de revisión de 14 de agosto de 1884 vino a desconstitucionalizar estos siete
artículos; sin derogarlos, declaró, en el art. 3, que en adelante "ya no tendrán
carácter constitucional". 6 Así, el órgano constituyente se retiraba a sí mismo todo
lo relativo

6
Las expresiones de la ley de 14 de agosto de 1884 (art. 3) confirman de un modo impresionante el
concepto puramente formal, que se expuso antes (n° 465), de la Constitifción, en el sentido jurídico
moderno de esta palabra. Al declarar que subsisten las reglas relativas a la organización del Senado, aunque
despojadas de su "carácter constitucional", la ley de 1884 señala claramente que este carácter se deduce no
ya del hecho de que, por su contenido o su objeto, determinadas prescripciones constituirían ratione
materiae, elementos naturales de la Constitución, sino únicamente del hecho de que estas prescripciones,
por hallarse insertas en la Constitución formal, poseen la fuerza superior inherente al acto constituyente. La
misma regla es así susceptible de convertirse en regla constitucional o en regla simplemente legislativa,
según que haya sido emitida en forma constituyente o por la vía de la legislación ordinaria.
Se ha dicho que, en 1884, la Asamblea nacional se excedió en sus poderes al conservar el carácter legislativo
a textos a los que retiraba el valor constitucional. Como carecía de poder legislativo, en efecto, "era
incompetente para conferirles naturaleza legislativa" (Moreau, Précis, 9ª ed., p. 451). A esta objeción puede
responderse que la Asamblea nacional, al ser llamada en su condición de órgano constituyente a regular las
competencias de los órganos constituidos, de ningún modo se extralimitaba en sus poderes al decidir que el
legislador originario tendría, en adelante, competencia para establecer el estatuto orgánico del Senado y
para dar a esta Cámara una nueva organización que sustituyese su organización vigente; la Asamblea
nacional sólo se hubiera excedido en su poder y hubiera desconocido la separación entre el poder
constituyente y el poder legislativo, si, en vez de limitarse a habilitar al legislador para hacer una ley nueva
en esta materia, hubiera pretendido hacer por sí misma esta nueva ley.
Conviene recordar aquí que el fenómeno de desconstitucionalización puede producirse en un segundo caso,
muy diferente que, hizo resaltar, a propósito del art. 75 de la Constitución del año VIII, una resolución,
frecuentemente citada, de la Corte de casación. Esta resolución, de fecha 30 de noviembre de 1821, decide
que una disposición como la del art. 75, bajo la Carta, sobrevivía a la Constitución en la que había sido
insertada, puesto que "se refería exclusivamente al orden administrativo, y de ningún modo al orden
político". Entiéndase bien que las prescripciones de anteriores Constituciones, cuya supervivencia se
reconocía así, sólo conservan el valor que corresponde a las disposiciones de las leyes ordinarias (cf. p. 335,
n. 17, supra).
1243

a la organización del Senado, abandonándolo en adelante al legislador ordinario.


Igualmente, la organización del Senado y la elección de los senadores pudieron
regularse de nuevo mediante una simple ley orgánica, la de 9 de diciembre de
1884. Hoy, pues, sólo la existencia del Senado y sus atribuciones conservan el
carácter de instituciones constitucionales.7 Finalmente, la ley de revisión de 1884
tuvo por resultado reducir más aún la Constitución. La redujo también al derogar el
tercer párrafo del art. 1 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875. Por su
parte, la ley de revisión de 21 de junio de 1879 la había aligerado al derogar el art.
9 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, relativo a la residencia del
poder ejecutivo y de las Cámaras.
467. En suma, la separación del poder constituyente y el poder legislativo
sólo subsiste ya en Francia en una medida muy restringida, y sólo se aplica
actualmente a muy pequeño número de textos y materias. La esfera de
competencia del legislador se encuentra aumentada en otro tanto. La potestad del
Parlamento aparece hoy como especialmente fuerte en lo que se refiere a la
reglamentación legislativa de los derechos individuales de los ciudadanos; hasta
parece limitada a este respecto, considerando que las leyes constitucionales de
1875 —como su mismo título anuncia-— sólo se ocupan de la organización y de
las relaciones de los poderes públicos y no formulan, en beneficio de los
franceses, ninguna garantía jurídica ni siquiera alguna enumeración o declaración
de sus derechos frente al Estado. De todas las lagunas que han podido
reprocharse a la Constitución de 1875, ninguna es tan grave; y esta laguna es
tanto más sorprendente cuanto que, desde 1789, todas las Constituciones
francesas se creyeron en el deber de determinar, con más o menos precisión, los
derechos públicos de los franceses. Unas lo hicieron mediante solemnes
declaraciones de derechos, que encabezaban sus disposiciones. Es el caso de las
Constituciones de 1791, de 1793, del año m y de 1848, que, además, a lo largo de
su texto enumeraban los derechos que garantizaban a los ciudadanos. La
Constitución del año VIII y las dos Cartas, sin presentar Declaración previa,
indicaban por lo menos ciertos

7
Esto permitió a las Cámaras, durante la guerra, suspender mediante leyes ordinarias (leyes de 24 de
diciembre de 1914, 15 de abril de 1916, 14 de marzo de 1917) la renovación parcial del Senado y prolongar
así la duración de los poderes de los senadores afectados por dicha renovación. Una ley de 22 de julio de
1893 ya pudo prolongar para la Cámara de Diputados la duración de la legislatura, pues ésta se hallaba
regulada por la ley de 30 de noviembre de 1875 (art. 15). No obstante, esta medida legislativa excepcional
no se refería a la legislatura en curso, sino a la siguiente.
1244

derechos asegurados a los ciudadanos y que constituían, según los términos de


las Cartas, el "derecho público de los franceses". Por último, la Constitución de
1852 comenzaba anunciando, en forma breve pero formal, que "reconoce,
confirma y garantiza los grandes principios proclamados en 1789" y que los adopta
como "base del derecho público de los franceses" (art. 1º). La Constitución de
1875, por el contrario, guarda silencio a este respecto, y no contiene ni declaración
o garantía de los derechos individuales, ni siquiera, como en 1852, una alusión a
las Declaraciones anteriores.
Se ha tratado, sin embargo, de suplir, en este punto, el silencio de la
Constitución de 1875, alegando que la Declaración de derechos de 1789 continúa
siempre en vigor y conserva, aun hoy, su carácter de ley fundamental superior a
todas las leyes posteriores. Según esta doctrina, no habría que juzgar, pues, la
extensión de la Constitución francesa por el texto de las leyes constitucionales de
1875. Si dichas leyes no confirmaron la Declaración de 1789, la razón de ello es
que los constituyentes de 1875 consideraron los principios de 1789 como
plenamente adquiridos e introducidos definitivamente en el derecho público
francés. Por este motivo, la Constitución de 1852 pudo limitarse ya a recordarlos
con una palabra; la Constitución de 1875, sin haber tenido siquiera necesidad de
aludir a ellos, los presupone y sobreentiende.8 La actual Constitución de Francia
no es, pues, tan reducida como pudieran hacerlo creer los textos de 1875, y la
separación de los poderes legislativo y constituyente conserva así, por encima de
dichos textos, una esfera de aplicación que comprende toda la materia de los
derechos individuales. Tal es la tesis que desarrolla Duguit especialmente (Traite,
vol. n, pp. 10 ss., vol. I, pp. 143-144; cf. UÉtat, vol. i, pp. 553 ss.). Dicho autor
sostiene que "si el legislador hiciese hoy una ley que violara uno de los principios
formulados en la Declaración de 1789, esta ley sería anticonstitucional". Más aún,
"la Declaración de 1789 se impone al legislador constituyente" mismo; es superior,
no solamente a las leyes ordinarias, sino también a las leyes constitucionales.
Para justificar esta tesis, Duguit recuerda (ver pp. 1163 s., 1190 ss., supra) que, en
el pensamiento de los hombres de la Revolución, la Declaración de derechos era
la base primera y la condición previa de la Constitución, en el sentido de que esta
última tenía por objeto fundar las instituciones destinadas a salvaguardar el
derecho individual anteriormente reconocido y declarado; así pues, la Declaración
de

8
En la sesión de la Asamblea nacional de 1* de febrero de 1875, Lepére decía en este sentido: "Hemos
dictado una serie de disposiciones constitucionales, sin empeñarnos en hacer promulgaciones de principios,
ni tampoco en formular declaraciones filosóficas. Nuestros principios son conocidos. Son los principios de
1789, que han reconocido todos los Gobiernos que se han sucedido..." Cf. Esmein, Éléments, 7' ed., vol. I, p.
560.
1245

1789 no formaba parte de la Constitución de 1791, a la que precede, pero de la


que es distinta, y por consiguiente, la derogación de dicha Constitución no supuso
la de la Declaración de derechos, que conserva desde entonces su valor jurídico
positivo.
Pero puede objetarse a este razonamiento, en primer lugar, que la
Declaración de 1789 fué substituida por las de 1793, del año m y de 1848, de las
cuales a nadie se le ocurre decir que estén todavía hoy en vigor. Además, y sobre
todo, el argumento deducido del carácter de anterioridad propio de las
Declaraciones con respecto a la Constitución que condicionan, se vuelve contra la
doctrina sostenida por Duguit. No es posible admitir concurrentemente que la
Declaración de 1789 quedaba fuera de la Constitución de 1791 y que, sin
embargo, posea todavía hoy la fuerza de ley constitucional y continúe
constituyendo un elemento de la Constitución francesa. Una de dos: o formaba
parte integrante de la Constitución de 1791, y en este caso desapareció con dicha
Constitución; o, por el contrario, era distinta al acto constitucional de 1791 y sólo
enunciaba las ideas esenciales y fundamentales que servirían de base a la futura
Constitución. Pero entonces, sólo tenía el alcance dogmático de una Declaración
de verdades filosóficas, como lo demuestra Esmein (Éléments, 7ª ed., vol. i, pp.
553 ss.; ver, sin embargo, Redslob, Die Staaistheorien der franzósischen
Nationalversammlung von 1789, pp. 99 ss); o más bien, se reducía al enunciado
de conceptos de derecho natural que bien pudieron inspirar la Constitución de
1791 y cuya gran influencia en la formación del derecho público francés, a este
respecto, es innegable, pero que no pueden considerase como prescripciones
jurídicas con la eficacia de reglas de derecho positivo. Esta conclusión parece
imponerse con tanta mayor fuerza cuanto que las Declaraciones de la época
revolucionaria, particularmente la de 1789, sólo consistían en máximas abstractas
o axiomas teóricos, que esperaban su aplicación de los textos constitucionales o
legislativos por venir y que por sí mismos, desde el punto de vista práctico del
derecho, se hallaban desprovistos de sanción. A diferencia de las garantías de
derechos, que están incorporadas en la Constitución misma y que, por lo demás,
no presentan utilidad jurídica positiva sino en cuanto determinan con precisión la
extensión y las condiciones de ejercicio del derecho individual garantizado, la
Declaración de 1789, como se ha observado en numerosas ocasiones, no es
propiamente hablando una declaración de derechos, sino únicamente una
declaración de principios:9 no formula reglas jurídicas que sean susceptibles de
aplicación

9
Los autores de la Declaración de 1789 la calificaron ellos mismos del siguiente modo: "L a Declaración —
decía Desmeuniers, en la sesión del 3 de agosto de 1789— contendrá los verdaderos principios del hombre y
el ciudadano." Será, añadía, "una declaración de dere chos, es decir, una declaración de los principios
aplicables a todas las formas de gobierno" (Archives parlementaires, vol. vm, p. 534).
1246

práctica por un juez; no coloca a los ciudadanos en estado de alegar ante los
tribunales tal o cual facultad individual claramente delimitada; las afirmaciones
vagas y generales a que se reduce dejan intocada la cuestión de la
reglamentación legislativa de los derechos individuales que pudo consagrar
implícitamente, y por consiguiente, deja también sin tocar la potestad del legislador
sobre esta reglamentación (Esmein, loe. cit., pp. 561 ss.; Hauriou, Précis, 6* ed.,
p. 319). De nada serviría, pues, demostrar que la Declaración de 1789 sigue en
vigor;10 aunque se estableciera que sobrevive actualmente como ley superior al
poder legislativo y al poder constituyente mismo, ello de ningún modo disminuiría
la potestad incondicionada que, ante el silencio de la Constitución de 1875,
corresponde a las Cámaras en lo que se refiere a los derechos individuales de los
ciudadanos.11

10
Se llegaría a idéntica conclusión si, en esta materia, se partiese de la idea —también muy extendida— de
que los principios de 1789, aunque no hayan sido confirmados explícitamente en 1875, conservaron un valor
constitucional implícito y usual, y ello en la medida en que, desde la Revolución, han formado parte
constantemente del derecho público francés. En efecto, se ha dicho que al pasar de Constitución en
Constitución, consagrados ya por Declaraciones, ya por garantías de derechos, estos principios adquirieron a
la larga carácter tradicional y, en este sentido, definitivo, análogo al de las instituciones no escritas en
Inglaterra. Esto puede ser verdad; sólo que no hay costumbre capaz de resistir a la potestad del legislador.
Suponiendo que las disposiciones de la Declaración de 1789 conserven aún valor usual, de ningún modo
constituirían reglas constitucionales ni podrían proporcionar elementos de separación entre los poderes
constituyente y legislativo. La característica de la Constitución, en efecto —como se vio antes (n 465)— , es
la de ser una ley que posee una potestad reforzada, en tanto que no puede ser modificada por una ley
ordinaria y que limita así la competencia legislativa; el concepto de Constitución sólo se realiza, en derecho,
con esta condición. Esta consideración, por sí sola, basta para excluir la posibilidad de un derecho
constitucional usual. Los términos Constitución y costumbre son incompatibles, pues no siendo escrita la
costumbre, para modificarla no se precisa procedimiento alguno de revisión. La costumbre no posee, pues,
la fuerza superior que caracteriza al derecho verdaderamente constitucional; únicamente las reglas
consagradas por una Constitución escrita aparecen revestidas de dicha fuerza especial. Resulta de aquí que,
incluso si los principios de 1789 hubieran de considerarse hoy como conservando su existencia jurídica a
título usual y tradicional, de todos modos no podrían calificarse como principios constitucionales, ni
considerarse como elementos de la Constitución francesa propiamente dicha, ya que, a consecuencia de su
mismo carácter usual, no se colocaron por encima de la potestad del legislador ordinario. El 21 de diciembre
de 1909 fué presentada a la Cámara de Diputados una proposición tendiente a conferir carácter
constitucional a la Declaración de derechos del hombre y el ciudadano (Revue du droit public, 1910, p. 132).
11
Hay que reconocer, sin embargo, que el poder de reglamentar los derechos individuales sólo corresponde
al órgano legislativo. Así, si se admite que los principios contenidos en las Declaraciones de la época
revolucionaria siguen siempre en vigor, y a pesar de reconocer (ver la nota anterior) que ya no poseen en el
derecho actual valor constitucional, sino solamente un valor usual o legislativo, cabe observar que estos
principios, incapaces de obligar a las Cámaras, al menos obligan a las autoridades administrativas, en el
sentido de que éstas no podrían menoscabarlos, ni mediante prescripciones reglamentarias, ni por ninguna
otra disposición particular. Ver a este respecto Jéze, "Valeur juridique des Déclarations des droits", Revue du
droit public, 1913, pp. 685 ss.
1247

§ 3. CUESTIÓN DE LA REVISIÓN LIMITADA O ILIMITADA

468. Desde un tercer punto de vista, la Constitución de 1875 parece


haberse(apartado de las consecuencias que deberían derivar normalmente de un
sistema de separación entre el poder constituyente y los poderes constituidos. No
obstante, se entra aquí en una esfera controvertida. Se trata de saber cuál es la
extensión de los poderes de la Asamblea nacional en el estado actual del derecho
público francés. La cuestión es clásica y su solución se discute vivamente. Hay
que despejar sus principales elementos.
Un primer punto parece cierto: la Asamblea nacional no se halla investida
de toda la potestad estatal. Así, no posee el poder ejecutivo, pues éste, durante la
labor de revisión, continúa perteneciendo al Presidente de la República. Se halla,
pues, fuera de la Asamblea nacional. Igualmente, y en contra de la opinión de
Duguit (Traite, vol. II, p. 527), que sostiene que nada se opone a que dicha
Asamblea vote leyes ordinarias, se vio antes (n9 462) que no absorbe en sí ni a
las Cámaras ni al poder legislativo. Si durante las labores de revisión hubiera
urgencia en votar una ley, bastaría a los diputados y senadores interrumpir
momentáneamente su congreso y reunirse en sus respectivas Cámaras, para que
éstas, que no han perdido mientras tanto su existencia separada ni su
competencia especial, puedan ponerse a funcionar de nuevo como órganos
legislativos. Todo esto es tanto como decir que la entrada en escena del órgano
constituyente no tiene por efecto suspender las autoridades y los poderes
constituidos. Esto ocurriría incluso en el caso de que un procedimiento de revisión
total pusiera en entredicho la existencia de la Constitución entera, ya que la
Constitución sometida a revisión queda vigente y los órganos instituidos por ella
conservan igualmente su ejercicio mientras no haya sido derogada y reemplazada
por un nuevo acto constitucional (ver n9 445, supra).
La Asamblea nacional sólo posee, pues, el poder constituyente. Pero, aun
en materia constituyente, ¿hasta dónde alcanzan sus poderes, y en qué medida
puede emprender la revisión de las leyes constitucionales? Para precisar el
sentido de esta cuestión importa recordar que, según el art. 8 de la ley
constitucional de 25 de febrero de 1875, las deliberaciones de la Asamblea
nacional pueden "suponer la revisión de las leyes constitucionales en todo o en
parte". Así pues, en principio, la
1248

Constitución no es obstáculo para que se emprenda una revisión completa, y se


sabe, por otra parte, cuáles fueron los móviles que determinaron a los
constituyentes de 1875 a alejarse, en este punto, del sistema de las revisiones
restringidas, que prevaleció en las Constituciones francesas de la época
revolucionaria:1 la inserción en el art. 8 de una cláusula de revisión indefinida fué
una concesión hecha a la fracción monárquica de la Asamblea constituyente de
entonces; tenía por objeto reservar para en adelante la posibilidad de una revisión
referente a la forma misma de gobierno. La ley de revisión de 14 de agosto de
1884 modificó, sin embargo, esa concesión; y completó el art. 8 mediante una
disposición adicional, especificando que "la forma republicana de gobierno no
podrá ser objeto de una propuesta de revisión". Bajo esta reserva, la Constitución
actual continúa autorizando tanto las revisiones totales como las revisiones
parciales. Pero, por otra parte, el art. 8 subordina la revisión a una resolución
previa de ambas Cámaras. Puede suponerse, por lo tanto, que al declarar que hay
lugar a revisar, las Cámaras, mediante sus resoluciones acordes, limitaron esta
revisión a ciertos objetos o a ciertos artículos de'las leyes constitucionales. En
otros términos, las Cámaras han decidido emprender una revisión parcial. ¿Cuáles
serán, en este caso, los poderes de la Asamblea nacional? ¿Estará obligada y
limitada por las resoluciones anteriores de las Cámaras? 0, por el contrario,
¿podrá, incluso en este caso, emprender, ya la revisión total, ya una revisión que
se extienda a puntos y artículos distintos de los que precisan las declaraciones
concordantes de las Cámaras? Tal es la cuestión sobre la que los autores han
entablado una controversia que siempre se encuentra latente.
469. En un primer sistema se sostiene que la Asamblea nacional, en todos
los casos, posee un poder de revisión ilimitado. Esta doctrina se funda en un
argumento textual y en un argumento de principio. Desde el punto de vista de los
textos, se pretende que en la Constitución de 1875 no existe ninguna disposición
que restrinja las facultades constituyentes de la Asamblea nacional. Muy al
contrario, el art. 8, que exige la declaración previa de las dos Cámaras, emplea a
este respecto una fórmula muy amplia y muy vaga: dice solamente, en su primer
párrafo, que corresponde a las Cámaras "declarar si ha lugar a revisar las leyes
constitucionales". Después, en la continuación del texto, el párrafo tercero supone
y admite que, con esta única declaración, la Asamblea nacional podrá revisar la
Constitución "en todo o en parte". Por lo tanto, dícese,

1
Constitución de 1791, tít. vn , art. 1 ss., 7. Constitución del año m, arts. 336 y 342. El art. 111 de la
Constitución de 1848, por el contrario, permitía ya que "la Constitución se modifique en todo o en parte".
Cf. Constitución de 1793 (art. 115), que prevé "la revisión del acto constitucional o el cambio de algunos de
sus artículos".
1249

el papel de las Cámaras en esta materia consiste simplemente en promover la


formación de la asamblea de revisión, la cual, una vez reunida, posee por sí
misma un poder constituyente completo, es decir, ilimitado. Tal es, por lo demás,
dícese, la solución indicada por los principios; pues en el concepto tradicional (ver
n. 26, p. 1206, supra) francés de la separación del poder constituyente, se le
considera como superior a los poderes constituidos. ¿Cómo, pues, podría quedar
subordinado a éstos? No se comprendería que la Asamblea nacional pudiese
quedar encadenada por una decisión de las Cámaras, dotadas sólo de una
potestad subalterna, inferior al poder constituyente. Este es un argumento que los
partidarios de la revisión ilimitada invocan como irresistible. Por lo demás, añaden,
de nada serviría tratar de limitar los poderes de la Asamblea nacional. Aunque la
Constitución hubiera tenido la intención de hacer depender el alcance de la
revisión de las resoluciones previamente adoptadas por las Cámaras, las
decisiones de la Asamblea nacional que fueran más allá de las previsiones de las
Cámaras no dejarían de imponerse a todos los órganos constituidos, a causa de la
fuerza superior inherente a la voluntad del órgano constituyente, y así, las
limitaciones o prohibiciones dictadas por la Constitución quedarían, de hecho,
desprovistas de sanción. Hasta tal punto es verdad que los poderes de una
asamblea constituyente, por su misma naturaleza, no son susceptibles de
limitación.
El principal defensor del sistema de la revisión ilimitada es actualmente
Duguit (Traite, vol. II , pp. 527, 529 ss.; cf. Moreau, Précis, 9* ed., p. 450, y Saint-
Girons, op. cit., pp. 63 ss.), quien sostiene que la Constitución de 1875 confirió a la
Asamblea nacional todos los caracteres y también todos los poderes de una
Constituyente propiamente dicha, es decir, un poder de revisión total e ilimitado.
Además de los argumentos que acabamos de exponer en este sentido, dicho
autor se apoya en la consideración de que la Asamblea nacional —como se vio
antes (pp. 1228 ss.)— es un órgano absolutamente distinto de las Cámaras y de
esencia muy diferente a ellas. Y sobre todo, aduce el argumento histórico
deducido de las intenciones de los constituyentes de 1875, que —lejos de tratar de
restringir las revisiones futuras; como las Constituciones de 1791 y del año m
hicieron en otro tiempo, especialmente subordinando la extensión de los poderes
de la asamblea revisionista a las iniciativas y resoluciones previas del cuerpo
legislativo— quisieron, por el contrario, asegurar en adelante la posibilidad de un
cambio completo de Constitución, y fueron llevadas, por ello, a reconocer a la
Asamblea nacional una potestad de revisión ilimitada (cf. Borgeaud, op. cit., pp.
298 ss.). En razón de estas intenciones de los autores de la Constitución de 1875,
Duguit se forma una idea tan absoluta de la potestad de la
1250

Asamblea nacional y lleva tan lejos las consecuencias de esta idea, que ni siquiera
admite que esta potestad haya podido disminuirse o limitarse por la cláusula
adicional que desde 1884 prohibió las propuestas de revisión referentes a la forma
republicana de gobierno. Esta cláusula, dice (loe. cit. p. 530), pudo restringir, en
este aspecto, los poderes de las Cámaras, en tanto que éstas proponen la
revisión, pero "no tiene por efecto limitar los poderes del Congreso". Y en efecto,
desde el momento en que se admite que la Asamblea nacional fué concebida y
fundada originariamente en 1875 como una Constituyente provista de un poder
ilimitado, sería contrario a la esencia misma de dicha Constituyente suponer que
hoy pueda hallarse obligada y disminuida por la restricción incorporada después,
en 1884.
470. Cabe responder a toda esta argumentación que incurre en el defecto
de mezclar dos cuestiones que merecen ser distinguidas cuidadosamente. Una
primera cuestión es la de saber si la Constitución actual autoriza las revisiones
totales, y en este primer punto, ni el texto del art. 8 de la ley constitucional de 25
de febrero de 1875, ni las intenciones manifestadas por los constituyentes de
dicha época, pueden dejar subsistir ninguna duda. Aquí es donde Duguit tiene
razón para afirmar que, a diferencia de las Constituciones revolucionarias, que
sólo pensaban en asegurar su conservación futura, al menos en cuanto a sus
principios e instituciones esenciales, la Constitución de 1875 se preocupó más
bien de preparar y facilitar su revisión y hasta su derogación totales. El art. 8 lo
explica formalmente, por cierto, pues especifica que la Asamblea nacional podrá
efectuar la revisión "en todo o en parte". A reserva de la determinación del alcance
de la restricción dictada en 1884 en cuanto a la forma de gobierno, es indiscutible,
por lo tanto, que la Asamblea nacional, en este primer sentido, posee un poder de
revisión ilimitada. Pero, una vez establecido este punto, subsiste otra cuestión,
que queda planteada y que no ha sido resuelta —como parece creerlo Duguit—
por el solo hecho de que la Constitución de 1875, en principio, admitiera la
posibilidad completa de su revisión total. Esta segunda cuestión es la de saber
cuáles son las condiciones a que la Constitución de 1875 sometió su revisión total
o parcial. No se trata aquí ya de buscar los límites de la revisión desde el punto de
vista de su -extensión eventual, sino desde el punto de vista de sus condiciones
de iniciación. Del hecho de que la Constitución de 1875 quiso que la Asamblea
nacional tuviese un poder de revisión ilimitado ¿ha de inferirse que también le
haya reconocido este poder de una manera incondicionada?
471. Para resolver esta segunda cuestión es indispensable acudir de nuevo
al texto del art. 8. En efecto, si existe una materia en la que las
1251

labores preparatorias y las intenciones del legislador no pueden poseer valor ni


fuerza imperativos, es desde luego la del poder constituyente. Aquí, más que en
ninguna otra parte, el alcance de los textos vigentes debe determinarse por el
contenido de esos mismos textos (ver supra, no 237). De modo general, la
extraordinaria importancia del estatuto fundamental del Estado se opone a que el
sentido de dicho estatuto se encuentre fuera de las prescripciones formales que
enuncia; y además, por lo que se refiere especialmente al ejercicio del poder
constituyente, es difícil admitir que la actividad de una asamblea de revisión, sobre
todo de una Constituyente propiamente dicha, puede regirse, fuera de los textos
constitucionales existentes, por las intenciones más o menos ciertas de
constituyentes anteriores; si así fuera, habría que decir también que la voluntad de
dicha Constituyente puede ligarse y obstaculizarse por simples intenciones de
dicha especie, lo cual realmente no es de creer. Luego, en la cuestión que acaba
de formularse, conviene fijarse menos en las labores preparatorias de 1875 que en
el sistema real positivamente contenido y consagrado en el art. 8 que constituye el
fondo de la materia.

Ahora bien, el sistema del art. 8 se constituye por dos elementos y ambos deben
ser tomados en consideración. Por una parte, el texto prevé y autoriza
ampliamente revisiones totales, es decir, ilimitadas en este sentido. Pero, por otra
parte, el art. 8 subordina toda revisión, total o parcial, a una condición previa: la
declaración de ambas Cámaras, deliberando separadamente, "de que ha lugar a
revisar las leyes constitucionales". Esta condición, por sí sola, implica
naturalmente que la Asamblea nacional sólo podrá reformar los puntos y artículos
respecto de los cuales las dos Cámaras hayan decidido que ha lugar a emprender
una revisión. En este sentido, se deduce directamente del art. 8 un argumento
muy simple, pero —como lo han demostrado Esmein (Éléments, 7ª ed., vol. II, pp.
501 ss.; cf. Arnoult, op. cit., pp. 283 ss., y E. Pierre, Traite de droit politique,
electoral et parlementaire, 4* ed., pp. 27 ss.)— que parece decisivo. En efecto, el
principio formulado por ese texto es que sólo puede comenzarse una revisión en
virtud de una declaración preliminar, es decir, en virtud del consentimiento de las
dos Cámaras. Ahora bien, si el consentimiento de las dos Cámaras es
indispensable, se infiere que la revisión no puede realizarse sino en la medida en
que ha sido concedido dicho consentimiento. Por lo tanto, cuando las Cámaras
han decidido que ha lugar a revisar parcialmente uno o varios artículos
determinados de la Constitución, la revisión sólo puede referirse a aquellos puntos
designados por dicha resolución, pues fuera de ellos ya no existe el
consentimiento de las Cámaras y, por lo tanto, falta la condición primera que da
lugar
1252

a la revisión; luego dicha revisión es jurídicamente imposible fuera de ella.2


Esta es al parecer, la solución que se desprende, si no explícitamente, al
menos necesariamente, del sistema constituyente establecido por el art. 8. Y
entonces se ve cuál es, en definitiva, el alcance exacto de dicho sistema. El art. 8
admitió, en la forma más amplia, la posibilidad de revisiones de extensión
ilimitada; pero resulta de dicho texto que la fijación de esa extensión no depende
únicamente de la voluntad de la Asamblea nacional, sino que depende, ante todo,
de las declaraciones de las Cámaras. La revisión ilimitada está permitida, pero con
una condición: es preciso que haya sido querida por las dos Cámaras.3 Así pues,
el papel de las Cámaras en esta materia no sólo consiste en promover la reunión
de la asamblea de revisión, sino que, hasta cierto punto (cf. n9 475, infra), puede
decirse que las Cámaras quedan asociadas a la revisión, por cuanto depende de
ellas y de sus iniciativas determinar la esfera y el objeto de la misma. No es ya
realmente que la Asamblea nacional reciba del Parlamento su potestad
constituyente por vía de mandato o delegación, pues la tiene directamente de la
Constitución (Arnoult, op. cit., pp. 332 ss.), sino que sólo puede ejercer su
competencia propia cuando ésta ha sido puesta en movimiento por las Cámaras y
en la medida en que las Cámaras lo determinaron, correspondiendo así a dichas
Cámaras, en esta materia, un papel inicial de los más importantes.
472. Ahora bien, ¿cuál es la utilidad de este papel y cómo se justifica? Se
ha emitido la opinión de que los constituyentes de 1875 no previeron la dificultad
que ha originado el art. 8 con respecto a la extensión de los poderes de la
Asamblea nacional, y de ello se ha deducido que, en la Constitución de 1875,
"para resolver esta dificultad, no existe ninguna

2
Cf. en este sentido Lefebvre, op. cit., pp. 217 ss., que reconoce que las Cámaras, mediante sus
deliberaciones separadas, pueden indicar los puntos a revisar, pues, dice, nada se opone a ello en la
Constitución; y este autor incluso deduce de esto, con toda lógica, que si las resoluciones de las dos Cámaras
son disímiles y no concuerdan en los puntos a revisar, la revisión no podrá iniciarse. Pero, por otra parte,
Lefebvre (pp. 223 ss.) declara que "no ve la posibilidad de establecer como punto cierto la obligación para el
Congreso de detenerse en la discusión de los artículos aludidos en las resoluciones de ambas Cámaras". La
doctrina de este autor sigue siendo, pues, en este punto, vacilante y contradictoria.
3
No es exacto, pues, caracterizar el alcance del art. 8, como se ha hecho a veces, diciendo que dicho texto
consagra un sistema de revisión limitada. Por lo menos, dicha expresión es equívoca. Evidentemente, la
Asamblea nacional no puede emprender la revisión sino en la medida que le asignan las resoluciones
anteriores de las Cámaras; y a este respecto, sólo tiene una potestad constituyente limitada. Pero, por otra
parte, y salvo la restricción relativa a la forma de gobierno, el art. 8 no limita la medida en que las Cámaras
pueden iniciar la revisión. No puede decirse, pues, que dicho texto sólo fundó un régimen de revisión parcial
y limitada.
1253

regla verdadera, susceptible de ser establecida como regla de derecho" (Lefebvre,


op. cit., pp. 223-224; cf. Saint-Girons, op. cit., p. 63). Cabe pensar que la
Constitución de 1875, por el contrario, contiene ciertos principios, referentes a la
dificultad citada, que no deben perderse de vista en esta controversia; y conviene
añadir que la doctrina que subordina la extensión de la revisión a las voluntades
primeras de las Cámaras es la única que puede conciliarse con el espíritu y las
tendencias de dicha Constitución. En efecto, si bien es cierto que los
constituyentes de 1875, en el art. 8, trataron principalmente de asegurar a la
Asamblea nacional amplias posibilidades de revisión general, es innegable
también que tuvieron esencial empeño en establecer su sistema bicameral, no
sólo sobre la base de la identidad de atribuciones, sino también de la igual
potestad entre ambas: incluso es éste uno de los rasgos más conocidos e
importantes de la Constitución de 1875. Ahora bien, es evidente que la solución
que hace depender la extensión de la revisión de las declaraciones de las
Cámaras es la única que respeta esta igualdad y es la única capaz de mantenerla.
La mantiene porque implica forzosamente que la revisión sólo podrá referirse a
aquellos puntos que hayan sido propuestos parejamente por una y otra Cámara.
En efecto, si la fijación del programa de revisión depende de la voluntad de las
Cámaras, de ello resulta que la revisión presupone también el acuerdo de las
mismas, es decir, que presupone, por su parte, resoluciones conformes e idénticas
en cuanto a los puntos que hayan de someterse a la'competencia especial de la
Asamblea nacional. De ahí que el Senado se encuentre a salvo de los intentos
que, sin esta condición de acuerdo previo, hubieran podido formarse
inopinadamente contra él en el seno de la Asamblea nacional y contra los cuales
su estado de inferioridad numérica en el congreso lo hubiera dejado sin defensa.
Ya se ha expresado, a veces, cuánto es de sentir que, a causa de dicha
insuficiencia numérica, la influencia del Senado quede disminuida en el transcurso
de la elaboración de la revisión, es decir, en una circunstancia en la que sería
particularmente útil que esta Cámara pudiese desempeñar su papel habitual de
órgano ponderativo y moderador. Pero ¿cómo creer que la Constitución, además,
haya expuesto a los senadores a verse dominados, una vez constituido el
congreso, por una mayoría compuesta sobre todo de diputados, mayoría que
podría amenazar de pronto al Senado en sus atribuciones y hasta en su
existencia? Por vehemente que haya sido en los constituyentes de 1875 el deseo
de dejar ampliamente abierta la puerta para las revisiones próximas, no se puede
suponer, por otra parte, que hayan tenido la intención de abandonar al Senado,
indefenso, a semejantes riesgos o aventuras.
Existe en la Constitución, por lo demás, un texto que, según la acertada
1254

observación de Esmein (loe. cit:, p. 505), contiene por lo menos un indicio


contrario de voluntad: es el art. 11 de la ley de 16 de julio de 1875. Al prescribir
que la mesa de la Asamblea nacional habrá de formarse con los miembros de la
mesa del Senado, dicho texto parece efectivamente como si tratara de restablecer
en parte, en el congreso, la igualdad de las Cámaras, aun cuando la Asamblea
nacional sea un órgano claramente distinto de las Cámaras reunidas. La
disposición del art. 11 es una medida de protección instituida en favor del Senado
especialmente, como dice Esmein, puesto que el presidente del Senado,
convertido en presidente de la Asamblea nacional y encargado de dirigir sus
debates, podrá hacer uso de su acción con objeto de "mantenerla dentro de los
límites de sus derechos, si se produjesen en ella veleidades de usurpación". El art.
11 proporciona, pues, para la inteligencia del art. 8 de la ley de 25 de febrero de
1875, una indicación muy útil, pues demuestra en los autores de la Constitución la
preocupación de mantener, todo lo posible, incluso en materia de revisión, la
igualdad de las Cámaras, con las garantías que de ella derivan normalmente.
En definitiva, si ambas Cámaras pierden en la Asamblea nacional su
individualidad propia y su carácter dual, puede decirse, por lo menos, que el
principio de su igualdad queda a salvo y sigue produciendo sus efectos hasta en el
seno de esta Asamblea, en tanto que resulta de la Constitución que el programa y
la amplitud de la revisión dependen de las resoluciones adoptadas anteriormente
por el Senado y la Cámara de Diputados, deliberando separada y libremente en
pie de igualdad. Gracias a esta combinación, aunque sus miembros hayan de
estar en minoría en el congreso, el Senado podrá prestarse sin demasiado temor a
una revisión cuyo alcance delimitó en parte; por el contrario, en el sistema de la
potestad incondicional de la Asamblea nacional, el Senado no se hubiera
mostrado fácilmente dispuesto a consentir en revisiones en las que una mayoría
de diputados hubiera sido dueña de hacer extensivo el programa a objetos que la
mayor parte de los senadores se había negado a incluir en él y que, por lo tanto,
hubieran podido llegar a ser peligrosas para el Senado.
473. La ley de revisión de 14 de agosto de 1884, en el mismo sentido,
introdujo otra indicación, más precisa y que hasta parece decisiva. Para impedir
que la revisión se hiciera extensiva a la forma republicana de gobierno, la ley de
1884 se limitó a decir que este asunto "no puede ser objeto de una propuesta de
revisión". De esta fórmula se desprende, en primer lugar, que las proposiciones
hechas ante las Cámaras con objeto de obtener de ellas la declaración de que ha
lugar a revisión no pueden concebirse en términos generales y abstractos, sino
que deben
1255

determinar de manera precisa y concreta los puntos cuya revisión se solicita; por
lo menos, esto ocurre cada vez que se trata de introducir una revisión que no se
refiere a toda la Constitución. Además, los términos de la ley de 1884 implican que
la revisión sólo puede ser comenzada y realizada por la Asamblea nacional en
relación con los puntos que fueron objeto de una proposición en las Cámaras y en
la medida en que dicha proposición fué adoptada por cada una de ellas. En otros
términos, el texto añadido en 1884 al art. 8 consagra en la Constitución actual el
principio de las revisiones subordinadas, en cuanto a su extensión y a su
programa, a las iniciativas y decisiones previas de las Cámaras. Finalmente, este
texto presenta, sobre un punto especial, la forma republicana de gobierno, una
notable restricción al sistema de las revisiones ilimitadas que establece la
Constitución de 1875 (Esmein, loe. cit., p. 503; en sentido contrario ver Duguit, op.
cit., vol. II, pp. 529 ss.).
Por lo demás, la doctrina que desde 1875 pretende revivir en la Asamblea
nacional el tipo de las Constituyentes de potestad incondicionada tropieza con otra
objeción. Si esta doctrina fuese exacta, habría que deducir de ella que, incluso en
el caso de que se hubiese reunido únicamente para las necesidades de la elección
del Presidente de la República, la Asamblea nacional, en virtud de su potestad,
puede emprender una revisión. En efecto, no es posible admitir que, según que
haya sido llamada para elegir al Presidente o para proceder a la revisión, la
Asamblea nacional, como declara Esmein (loe. cit., p. 505), constituya "cuerpos
absolutamente distintos en derecho". No puede decirse que existan aquí, según
sea el objeto de la convocatoria, dos órganos diferentes; lo que difiere, según los
casos, son únicamente los cometidos por desempeñar, las competencias por
ejercer: en un caso competencia electoral, en otro competencia constituyente.
Pero, en ambos, el órgano es idénticamente el mismo. Luego, si es cierto que la
Asamblea nacional, constituida por la reunión de los senadores y los diputados,
lleva en sí una potestad constituyente absoluta, de ello resulta que, cualquiera que
sea el motivo por el cual ha sido convocada, esta Asamblea, una vez reunida, no
encontrará obstáculo alguno que le impida emprender, si lo quiere, una revisión
constitucional. Ningún autor ha llegado a emitir, sobre la potestad de la Asamblea
nacional, semejante opinión. Y la razón jurídica que se opone a que dicha opinión
sea concebible, al decir de todos los autores, es la que se deriva del art. 8, en
cuyos términos no puede emprenderse la revisión sino después y en virtud de
declaraciones con fines de revisión emanadas de las Cámaras. Convocada para
una elección presidencial, la Asamblea nacional no puede dedicarse, por su sola
iniciativa, a trabajos de revisión. Pero entonces, esta misma razón demuestra
claramente que
1256

la Asamblea nacional no se halla investida de una potestad soberana para


emprender la revisión y fijar su extensión, sino que la competencia constituyente
que recibe, directamente desde luego, de la Constitución, sólo puede aplicarse
bajo una condición cuyo cumplimiento depende de las voluntades separadas y
concordes de las Cámaras. En otros términos, no basta que esta asamblea esté
reunida para que su poder constituyente pueda ejercerse, sino que además es
necesario que se halle promovida y autorizada por resoluciones de las Cámaras,
que desempeñen así, frente a ella, el papel de habilitaciones. Más exactamente, la
declaración, exigida por el art. 8, "de que ha lugar a revisar las leyes
constitucionales" no sólo tiene por objeto promover una reunión de la Asamblea
nacional, considerada ésta como en posesión de un poder constituyente inherente
e incondicionado, sino que dicha declaración se concibe y exige como teniendo
esencialmente el valor de un consentimiento otorgado previamente por las
Cámaras para emprender la revisión proyectada. Esto implica que, en el concepto
general al que se refiere el art. 8, la Asamblea nacional no posea, en el fondo, en
materia constituyente, más competencia que la de laborar en revisiones cuya
iniciativa haya sido tomada antes por las mismas Cámaras, al menos en cuanto a
su programa y a su extensión. Y así volvemos a recaer en la conclusión expuesta
antes, a saber, que dicha Asamblea no puede revisar más que las cuestiones y
objetos que se le sometieron por las declaraciones previas de las Cámaras.
474. De esta conclusión, relativa a la posible extensión de la revisión, se
desprende ahora una nueva razón para afirmar que la Constitución de 1875 no
establece una verdadera separación entre el poder constituyente y los poderes
constituidos. Por el solo hecho de que el art. 8 hace depender el objeto y la
medida de la revisión de una decisión previa de las Cámaras, dicho texto somete
el poder de la Asamblea nacional a una condición restrictiva, que es la negación
misma de la doctrina radical de la omnipotencia constituyente. En el sistema del
art. 8 ya no es enteramente posible afirmar que el órgano constituyente sea
superior a los órganos constituidos, puesto que, por el contrario, queda sujeto a la
voluntad de las Cámaras. Pero la verdad es que actualmente existe una relación
de dependencia, de subordinación, entre el poder de que dispone la Asamblea
nacional y las decisiones por medio de las cuales las Cámaras, de manera inicial,
autorizaron la revisión y fijaron en principio su posible extensión. Así lo expresa
Esmein (Éléments, 7ª ed., vol. n, p. 505) diciendo que "no debe creerse que la
Asamblea nacional sea soberana". Lefebvre (op. cit., p. 218, n.) declara
igualmente que "el sistema de las leyes de 1875 no implica la afirmación ni la
organización de un verdadero poder constituyente, colocado fuera y por encima de
los poderes
1257

legislativos".4 Y en efecto, el sistema del art. 8, en el fondo, significa que la


revisión, aun siendo propiamente la obra de la Asamblea nacional, no depende
exclusivamente de esta asamblea, considerada como el órgano único, 4ue sería
por lo tanto su dueño absoluto, sino que depende de dos órganos distintos, el
Parlamento por una parte y la Asamblea nacional por otra; e incluso depende, en
primer término, del Parlamento, puesto que sólo puede emprenderse mediante el
asentimiento de éste.
475. Partiendo de estas observaciones, a veces se ha expresado y
resumido el sistema del art. 8 diciendo que dicho texto tiene por objeto y por efecto
repartir el poder de efectuar la revisión entre la Asamblea nacional, órgano
constituyente, y las Cámaras, órganos constituidos. "La constitución —dice Arnoult
(op. cit., pp. 317 ss.)— dividió la función constituyente. A las Cámaras, separadas,
les dio el derecho de autorizar el ejercicio del derecho de revisión; a la Asamblea
nacional, el de efectuar la revisión. En estas condiciones, las Cámaras poseen
ciertamente el poder constituyente, pues lo tienen por partes en lo que concierne a
la iniciativa de la revisión." Pero esta manera de caracterizar al poder de las
Cámaras en materia de revisión contiene una exageración que la hace realmente
inaceptable. No es jurídicamente exacto decir que la potestad constituyente está
repartida entre la Asamblea nacional y las asambleas legislativas. Evidentemente
corresponde a las Cámaras promover la revisión e iniciarla; y en este sentido es
realmente cierto que la revisión depende de ellas, de su iniciativa. Pero importa
observar que esta iniciativa se ejerce en condiciones especiales que sólo le dejan
un alcance restringido. Las Cámaras no pueden proponer la revisión en los
términos en que sus miembros o el Gobierno podrían tomar la iniciativa de una ley
ordinaria; según el art. 8, no tienen más competencia que la que consiste en
declarar que ha lugar a revisar; no pueden, pues, someter a la Asamblea nacional
un proyecto propiamente dicho, es decir, un proyecto redactado por ellas. Ya
desde este punto de vista no puede decirse que participen realmente en la
potestad constituyente. Por otra parte, el poder que tienen de fijar la consistencia
eventual de la revisión en cuanto a su extensión no constituye tampoco para ellas
una participación efectiva en la potestad revisionista. Sin duda les corresponde
circunscribir esta

4
En el mismo orden de ideas, se ha hecho observar (Esmein, Éléments, 7* ed., vol. u, p. 507: Bonnet, op. cit.,
pp. 92 ss.) que, en un sistema de completa separación del poder constituyente, las leyes de revisión no
deberían estar sometidas a la necesidad de una promulgación por el jefe del Ejecutivo. Hacer depender su
ejecución de la promulgación por el Presidente de la República es subordinar las decisiones del órgano
constituyente a la actividad de una autoridad constituida. Y sin embargo, los autores coinciden en decir que
esta promulgación es indispensable, aunque no sea expresamente exigida por la Constitución de 1875 (ver
supra, p. 396).
1258

extensión; y en este aspecto parece posible afirmar que la revisión depende de su


consentimiento. Pero también aquí conviene observar que este poder de
limitación, que les conserva la Constitución, es, por su naturaleza, puramente
negativo. Corresponde efectivamente a las Cámaras fijar por vía de enumeración
respectiva los puntos sobre los que podrá iniciarse la revisión; y así, de ellas
depende determinar negativamente lo que no podrá hacer la Asamblea nacional;
pero no depende de ellas fijar, de manera positiva, lo que habrá de hacer la
Asamblea nacional, pues carecen del poder de estatuir sobre el contenido
eventual de la ley de revisión. Su contenido consiste únicamente, al promover la
revisión, en determinar los límites de la misma; por lo demás, el poder de decisión
constituyente e incluso, en lo que concierne a la parte dispositiva de la ley de
revisión, el poder de iniciativa, sólo residen en la Asamblea nacional (cf. p. 1230,
supra).5
No es, pues, exacto presentar la intervención o la participación sucesiva de
las Cámaras y de la Asamblea nacional en materia de revisión como un caso de
Vereinbarung o Gesamtakt, como se ha dicho en algunas ocasiones (Zweig, op.
cit., pp. 315 ss.). La Vereinbarung supone declaraciones de voluntad
concordantes, que emanan paralelamente de personas o de cuerpos múltiples y
distintos, pero cuyo contenido es completamente idéntico. Aquí, las declaraciones
de voluntad de las Cámaras no tienen el mismo contenido que las de la Asamblea
nacional, pues no se refieren a las disposiciones mismas de la ley de revisión
venidera, sino solamente a la posibilidad y a la oportunidad, con respecto a ciertos
puntos de la Constitución, de una revisión cuya contenido habrá de determinarse
posteriormente. La adhesión dada por las Cámaras no es la adhesión a un
contenido previamente determinado, sino que las Cámaras solamente dan su
consentimiento para que tal o cual institución o tal o cual artículo constitucional se
someta a un procedimiento de revisión y a una operación constituyente, cuyos
resultados no tienen por qué prejuzgar. Así pues, entre las Cámaras y la
Asamblea nacional no hay Vereinbarung más que sobre un punto, a saber, que ha
lugar a revisar tal o cual parte de las leyes constitucionales. Esta doctrina es la
única que puede conciliarse con la fórmula general e imprecisa de que se vale el
art. 8 en su primer párrafo para definir el papel de las Cámaras en esta materia;
según dicho texto, su papel se limita simplemente a declarar que ha lugar a
revisión.
En estas condiciones no existe tampoco fundamento para hablar de

5
Borgeaud, op. cit., p. 306, resume estas observaciones muy exactamente al decir que "el Congreso queda
sujeto por las decisiones de las Cámaras, pero únicamente en cuanto a la materia de sus deliberaciones".
1259

Gesamtakt. En su acepción precisa, el Gesamtakt es un acto complejo y sucesivo,


que implica entre los participantes una acción común, en el sentido de que es la
resultante de decisiones múltiples, ninguna de las cuales tendría eficacia por sí
sola, pero de cuya reunión resulta en conjunto un efecto jurídico determinado.
Ahora bien, en el sistema constituyente del art. 8 no puede decirse que la ley de
revisión sea la conclusión de una serie de decisiones constituyentes, entre las
cuales se colocaría el mismo voto inicial mediante el que las Cámaras
emprendieron la revisión. Es muy cierto que las Cámaras autorizan la revisión;
pero su voto sólo tiene el carácter de un acto previo a la revisión; no es un
elemento directo y una parte integrante de esta última; no es, propiamente
hablando, un acto constituyente. Su efecto es sencillamente sujetar a la Asamblea
nacional, al fijar los límites de la revisión que autoriza, pero de ningún modo forma
parte de la revisión misma. Según el art. 8, en lo que concierne a las operaciones
que tienden a la revisión, hay que distinguir dos fases o etapas: la primera, que se
desarrolla en las Cámaras, sólo es una fase preliminar y preparatoria; la segunda,
que se inicia en la Asamblea nacional, es la revisión propiamente dicha. Las
decisiones previas de las Cámaras carecen, pues, del carácter de decisiones de
orden constituyente. En ciertos aspectos hasta puede decirse que no son
realmente decisiones. En este sentido se observará que el art. 8 no las califica
como decisiones; sólo habla de "declaración" y de "resolución", y reserva
únicamente a la Asamblea nacional el poder de emitir las "disposiciones que
suponen (realmente) la revisión". Y en efecto, aunque la declaración anterior de
las Cámaras sea condición esencial de la revisión, no constituye una intervención
efectiva en la obra constituyente; las Cámaras reconocen y declaran que ha lugar
a efectuar una modificación en las leyes constitucionales, pero no tienen por qué
emitir opinión alguna sobre la naturaleza de dicha modificación y no participan en
la determinación de ésta. El acto mediante el cual la Asamblea nacional adopta las
"disposiciones que suponen revisión" no es, pues, un Gesamtakt, que resume en
sí un conjunto de decisiones y vivifica las decisiones anteriores de las Cámaras, a
las cuales vendría a dar eficacia. Es un acto original y no complejo, que realiza la
decisión por sí solo. Solamente que este acto queda condicionado, bien en cuanto
a su actividad, bien en cuanto a los objetos a los que puede referirse, por las
resoluciones previas de las Cámaras; y en esto el régimen actual de la revisión se
aleja del principio de la separación del poder constituyente.6

6
La idea de Vereinbarung, que acaba de excluirse en las relaciones de las Cámaras con la Asamblea nacional,
podría hallar su justificación, por el contrario, en lo que se refiere a las declaraciones acordes que preceden
a la apertura de la revisión. Pero lo que en todo caso resulta inexacto es hablar, en esta ocasión, de un
contrato entre las Cámaras, como lo han hecho algunos autores. "E l Congreso —dice Lefebvre (op. cit., p.
220; cf. Arnoult, op. cit., pp. 338-342) sólo puede nacer de un contrato de revisión perfectamente concluido
entre ambas Cámaras", contrato que resulta, según dichos autores, del hecho de que ambas Cámaras "se
han puesto de acuerdo sobre su objeto y sobre sus cláusulas". La doctrina según la cual el acuerdo que se
requiere a veces entre dos órganos de Estado para la formación de una decisión estatal, se resolvería en un
contrato establecido entre esos órganos, es jurídicamente inaceptable; ya antes se demostró su falsedad (n
9 279).
1260

476. Se infiere de esto que las Cámaras, en sus resoluciones que suponen
consentimiento a la iniciación de la revisión, no pueden ciertamente indicar la
manera como entienden que se haga ésta. No sólo no podrían determinar
previamente la nueva redacción de los textos constitucionales que someten al
examen revisionista de la Asamblea nacional (Lefebvre, op. cit., p. 217), pues,
como se dijo antes (p. 1230), las deliberaciones de dicha Asamblea no se reducen
a la segunda lectura de un proyecto ya votado por las Cámaras, sino que además
se excederían en la competencia que les atribuye el art. 8 si pretendiesen
proponer de manera limitativa las diversas soluciones que la Asamblea nacional
podrá dar a la cuestión sometida a revisión (Esmein, Éléments, 7* ed., vol. II, p.
506; Pierre, op. cit., 4? ed., p. 21); semejantes proposiciones o limitaciones no
podrían obligar a la Asamblea nacional, ya que las Cámaras no poseen en esta
materia un derecho de verdadera y completa iniciativa, sino que sólo pueden fijar
el programa de la revisión y no tienen por qué fijar el sentido de ésta.
No obstante, no deben exagerarse las consecuencias del sistema del art. 8.
Del hecho de que este texto excluya a las Cámaras del poder constituyente,
ciertos autores deducen que sus declaraciones previas sobre la revisión deben
limitarse a designar aquellos artículos o partes de artículos de las leyes
constitucionales que someten al examen de la Asamblea nacional, y estos autores
añaden que las Cámaras usurparían los poderes reservados a la Asamblea
nacional si pretendiesen especificar además las cuestiones a propósito de las
cuales se propone la revisión para los artículos así designados. Esta doctrina la
desarrolla especialmente Duguit (Traite, vol. II, p. 526), el cual, en esta ocasión,
critica la parte dispositiva de la resolución adoptada el 29 de julio de 1884 por el
Senado a propósito de la futura revisión de los artículos 1 a 7 de la ley de 24 de
febrero de 1875, en tanto que dicha resolución especificaba que había lugar a
revisar estos artículos "en lo que se refiere a la cuestión de saber si habrán de ser
o no retirados de las leyes constitucionales". Sostiene Duguit que, al precisar y
restringir de esta manera el alcance de la revisión que autorizaba para los
artículos 1 a 7, el Senado se excedía realmente en sus poderes. Pero esta crítica
no tiene fundamento. En 1884, el Senado actuaba
1261

de un modo regular y conforme al sistema constituyente del art. 8, cuando


especificaba el punto sobre el cual los textos anteriormente citados de la ley de 24
de febrero de 1875 se remitían a la Asamblea nacional. Sólo existía en ello, en
efecto, por parte del Senado, una limitación de orden puramente negativo de la
próxima revisión, y no una iniciativa constituyente positiva. El Senado no hacía
sino formular una cuestión: las palabras "en lo que se refiere..." aclaraban el punto
sobre el cual se introducía y permitía la revisión, pero no indicaban en qué sentido
debía hacerse. Desde el momento en que corresponde a las Cámaras trazar el
programa de la revisión, como se dijo antes, también entra en la naturaleza de sus
poderes el precisar, no solamente los textos que quedarán comprendidos en el
procedimiento de revisión, sino .también las cuestiones respecto de las cuales
dichos textos serán sometidos a ese procedimiento. En este sentido conviene
invocar de nuevo el argumento que ya se dedujo (p. 1255, supra) de la cláusula
del art. 8 que prohibe, desde 1884, toda "propuesta de revisión" que tenga por
objeto la forma republicana de gobierno. Los mismos términos en que se formula
esa prohibición suponen que las propuestas de revisión presentadas al
Parlamento y las resoluciones de las Cámaras que de ellas se derivan, determinan
específicamente las cuestiones que constituirán el programa de la revisión. Si las
resoluciones preliminares e introductivas de las Cámaras, como dicen algunos
autores, sólo hubieran de referirse a números de artículos constitucionales por
revisar, la disposición adicional y positiva que en 1884 se incorporó al art. 8 ya no
podría explicarse.

§ 4. APRECIACIÓN DEL SISTEMA CONSTITUYENTE ESTABLECIDO POR LA


CONSTITUCIÓN DE 1875 DESDE EL PUNTO DE VISTA DE SU CONCILIACIÓN
CON EL PRINCIPIO DE LA SOBERANÍA NACIONAL

477. Después de haber expuesto el mecanismo constituyente instituido en


1875, hay que volver ahora a la cuestión formulada al principio-de estos estudios
sobre la revisión (pp. 1179 ss., 1214 ss.), y queda por examinar si el sistema de
revisión actual se conforma suficientemente con el principio general de la
soberanía nacional.
En ciertos aspectos parece que la Constitución de 1875, en esta materia,
haya dado real y entera satisfacción a este principio. Por una parte, se dio cuenta
de que, en el sistema francés de soberanía de la nación, no podía conferir la
potestad constituyente a las Cámaras mismas, por lo que la otorgó a una
Asamblea nacional que —como se ha visto— constituye un órgano distinto del
cuerpo legislativo. Las Cámaras no son, pues, soberanas, sino que su potestad
queda subordinada a una ley
1262

superior cuya modificación no depende de ellas. Por otra parte, la Asamblea


nacional, órgano constituyente y superior, tampoco es soberana, pues no sólo no
posee otro poder que el de efectuar la revisión, sino que tampoco puede revisar la
Constitución más que dentro de los límites trazados y permitidos por las Cámaras.
En estas condiciones, se ha dicho, ningún órgano posee el poder constituyente en
su soberana plenitud, ni el Parlamento, que autoriza la revisión sin poder
realizarla, ni la Asamblea nacional, que es dueña de realizarla, pero cuya iniciativa
constituyente queda limitada por las declaraciones anteriores de las Cámaras (ver
en este sentido Arnoult, op. cit., p. 319). Todo esto, en apariencia, se halla
conforme con la idea de la soberanía nacional. En realidad falta mucho para que
estas supuestas limitaciones sean eficaces, y la verdad es que, en el estado actual
de las cosas, ni la potestad constituyente de la Asamblea nacional, ni la potestad
legislativa de las Cámaras, se hallan sujetas a condiciones restrictivas que basten
para hacer de ellas, jurídicamente, potestades esencialmente limitadas.
478. En cuanto a la Asamblea nacional, en primer lugar, las restricciones
que el art. 8 establece a sus poderes carecen de eficacia, pues en el sistema de
dicho texto existe un grave vacío. Es muy cierto que la Constitución de 1875
repudió la idea de las Constituyentes omnipotentes; al menos tuvo esa intención, y
en este sentido el art. 8 subordinó la potestad constituyente de la Asamblea
nacional al programa de revisión previamente dispuesto por las declaraciones
separadas de las Cámaras. Sólo que el art. 8 no organiza medios prácticos que
permitan retener a la Asamblea nacional dentro de los límites fijados por esas
declaraciones, en el caso de que intentara sobrepasarlos, o que permitan
obstaculizar sus decisiones e impedir la ejecución de las mismas, en el caso de
que efectivamente hubiere sobrepasado sus poderes regulares. Esta es una
observación que no sólo se invoca, como un argumento poderoso, por los
partidarios del sistema de la potestad ilimitada de la Asamblea nacional (Duguit,
Traite, vol. n, p. 531), sino a la cual tampoco los partidarios del sistema adverso
pueden sustraerse (Esmein, Éléments, 7ª ed., vol. II, pp. 506 ss.; Lefebvre, op. cit.,
pp. 223 ss., 229 ss.).1 Por lo tanto, hay que reconocer que el art. 8 no llena su
objeto, o que, por lo menos, no lo cumple con seguridad, pues no consigue
imponer realmente

1
A este último autor, en tal caso, no se le ocurre emplear otro recurso constitucional contra la Asamblea
nacional que la disolución de la Cámara de Diputados y el llamamiento al país, lo que supone que las
tentativas hechas en el Congreso con el fin de ir más allá del programa de la revisión emanarían
especialmente de una mayoría constituida por diputados, y, además, que el Senado y el Gobierno estarían
de acuerdo para oponerse a ella. Pero ya se reconocieron antes (pp. 1223 ss.) las razones que obstaculizan
en este caso el empleo de la disolución.
1263

a la Asamblea nacional, una vez reunida, el respeto aJas limitaciones que


pretende asignarle.
Es verdad que se ha tratado de sostener que, si de hecho, al extralimitarse
en sus poderes, la Asamblea nacional hubiera hecho extensiva la revisión a
puntos diferentes de aquellos que se le habían sometido, habría un medio jurídico
que podría aplicarse contra la ley de revisión hecha en esas condiciones
anticonstitucionales. Ese medio consistiría, por parte del Presidente de la
República, en negarse a promulgar dicha ley, o por lo menos, y a causa de que
ninguno de los textos constitucionales de 1875 fija un plazo preciso para la
promulgación de las leyes de revisión,2 el Presidente podría "retardar" (Esmein,
loe. cit., p. 509)3 indefinidamente dicha promulgación. Pero esta tesis es
inconciliable con el sistema general y el espíritu de la Constitución de 1875. Ya en
las relaciones del Presidente con las Cámaras, y en lo que se refiere a las leyes
ordinarias, la promulgación no constituye, para el jefe del Ejecutivo, un arma y una
potestad destinadas a proporcionarle un medio de acción sobre la legislación o de
resistencia contra el Parlamento; sino que ha sido concebida, en el derecho
público actual, como una obligación ejecutiva que se impone estrictamente al
Presidente y que debe ser cumplida por él en plazo breve (ver supra, p. 416). Con
mayor razón, en sus relaciones con la Asamblea nacional, de ningún modo está
capacitado el Presidente para apreciar la validez intrínseca de las leyes de
revisión, y no sería concebible que pudiese hacer uso de su poder de
promulgación para oponer a dichas leyes una resistencia, de cualquier naturaleza
que fuere. El hecho de que la Constitución no haya fijado el tiempo en el que
deben promulgarse no se puede interpretar en el sentido de que el Presidente esté
autorizado para diferir la promulgación de las mismas bajo su libre apreciación; por
el contrario, sólo puede significar una cosa, y es que dicha promulgación debe
realizarse sin demora, es decir, lo más pronto posible (Duguit, Traite, vol. II, p.
532). Y en efecto, sería inútil conceder al jefe del Ejecutivo un plazo cualquiera, ya
que tampoco

2
El art. 7 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875, en efecto, sólo parece referirse a la promulgación
de las leyes ordinarias; en este sentido se ha alegado especialmente que dicho texto le reserva al Presidente,
durante los plazos de la promulgación, la faculta de pedir nueva deliberación; pero esta facultad es
evidentemente inaplicable a las leyes de revisión (ver sobre este punto n. 3, p. 1229, supra).
3
La opinión de Esmein es combatida especialmente por Pierre, op. cit., suplemento, n9 506, el cual, a este
respecto, deduce un argumento sobre todo de la fórmula del art. 7 de la ley constitucional de 16 de julio de
1875: "E l Presidente promulga las leyes dentro del mes siguiente a la remisión al Gobierno de la ley
definitivamente adoptada", y que sostiene que esta fórmula, por ser general, tiene el valor de una
declaración de principio, que lo mismo puede aplicarse a las leyes de revisión que a las leyes ordinarias. Pero
en la nota anterior se ha visto que este argumento, sacado del art. 7, carece de fundamento.
1264

los constituyentes de 1875 quisieron concederle, en esta materia, el derecho de


pedir una nueva deliberación.4 En el estado actual de la Constitución semejante
solicitud sería imposible, a causa de que ya no afectaría a la Asamblea nacional,
puesto que ésta debe disolverse inmediatamente después de terminar su labor,
mediante la votación de la ley de revisión. En este momento, pues, sólo le queda
al Presidente promulgar; y, por consiguiente también, hay que concluir que, a falta
de algún medio constitucional que pueda servir para mantener a la Asamblea
nacional dentro de los límites de sus poderes, el respeto de dicha Asamblea a los
citados límites sólo depende, en suma, de su buena intención. Así lo reconoce
también Esmein (loe. cit., p. 506) cuando dice que, en esta materia, "hay que
remitirse a la conciencia de los miembros de la Asamblea". Pero, por ello, este
autor se ve llevado a añadir que, en esas condiciones, las prescripciones
limitativas del art. 8 carecen de verdadera "sanción jurídica". Es evidente, en
efecto, que una limitación constitucional cuya observancia depende de la buena
voluntad del órgano al que se impone no tiene valor jurídico propiamente dicho.
Aquí, en particular, la limitación es tanto menos eficaz cuanto que en caso de duda
o de discusión sobre el alcance de su aplicación y sobre sus efectos, corresponde
naturalmente a la Asamblea nacional, como órgano constituyente, e incluso sólo a
ella corresponde, resolver estas dudas por su propia interpretación, ya que ella
sola, en principio, está calificada para interpretar los textos constitucionales.
Así pues, todas estas observaciones, en definitiva, conducen a una misma
conclusión: que la potestad de la Asamblea nacional no se halla limitada
seriamente. Por lo demás, no cabe extrañarse de las imperfecciones que puede
presentar la Constitución en este aspecto; éste es también un punto que indica
muy acertadamente Esmein (loe. cit.). Hablando de las limitaciones que el art. 8 se
propuso asignar al poder de revisión de la Asamblea nacional, dicho autor declara
que "parece imposible encontrar una sanción directa y jurídica";5 y en este sentido

4
Ver, sin embargo, lo que se dijo supra, p. 400, n. 28. En la sesión del 24 de febrero de 1875 se había
propuesto añadirle al art. 8 una disposición según la cual el Presidente, en forma particular, habría tenido,
durante un mes, el derecho de presentar a la Asamblea nacional una solicitud de nueva deliberación. Esta
proposición fué rechazada.
5
Solamente en este sentido, Duguit (Traite, vol. I, pp. 529-530) encuentra fundamento para sostener que la
disposición del art. 8 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, que prohibe las revisiones que se
refieren a la forma republicana de gobierno, no obliga a la Asamblea nacional (ver p. 1250, supra). No es
que, en el pensamiento de los autores de la ley de revisión del 14 de agosto de 1884, esta prohibición, como
pretende Duguit, estuviera dirigida a las Cámaras; había de aplicarse igualmente a la Asamblea nacional y
obligarla, porque dicha Asamblea no puede hacer recaer la revisión sino sobre aquellos puntos y artículos
señalados por las declaraciones previas de las Cámaras. Pero de hecho la Asamblea nacional no queda
sujeta, porque la prohibición carece, jurídicamente de sanción.
1265

recuerda que ya la Constitución de 1791 (tít. Vil, art. 7), para hacer respetar las
limitaciones que pretendía imponer a las asambleas futuras de revisión, no
encontró otro medio práctico que el juramento, que era exigido por ella a sus
miembros desde el principio de su reunión. Es que, en efecto, las Constituciones
que se inspiran en el principio de la soberanía nacional y repudian el sistema de la
soberanía del pueblo, no tienen el recurso de hacer intervenir, como autoridad
superior a las asambleas constituyentes, al cuerpo de ciudadanos. Estas
asambleas se convierten así, no sólo en el órgano supremo, sino también en un
órgano cuya potestad, aunque la Constitución la declare limitada en principio, de
hecho no podría ser estrictamente paralizada por medios jurídicos plenamente
eficaces.
479. Bien pensado, sin embargo, no puede decirse que esta ausencia de
limitación efectiva de la potestad constituyente de la asamblea de revisión sea
contraria al principio de la soberanía nacional. Todo lo contrario; en definitiva, hay
que reconocer que la independencia del órgano constituyente con respecto a un
órgano constituido tal como las Cámaras no supone en sí sino la realización de
esa separación del poder constituyente que —como se vio antes, pp. 1214 ss.—
parece imponerse necesariamente en un régimen fundado en una idea de
soberanía de la nación. En efecto, si el principio de la soberanía nacional se opone
a que la asamblea de revisión posea y ejerza toda la potestad soberana, al menos
se ha demostrado (n. 6, p. 1184) que este principio implica que el órgano
constituyente se mantendrá, en cuanto al cumplimiento de la revisión y en cuanto
a la fijación de su extensión, independiente de la voluntad de las legislaturas
ordinarias. A decir verdad, la idea de la soberanía nacional no exige de modo
absoluto sino una sola cosa: que las Constituyentes no puedan ejercer por sí
mismas los poderes que están encargadas de instituir (ver p. 1219, supra);
cumplida esta condición,6 la soberanía de la nación no excluye rigurosamente la
posibilidad de que las Constituyentes queden investidas de un poder ilimitado de
revisión, y por consiguiente,

6
Dicha condición queda evidentemente cumplida en la Constitución de 1875. En lo que se refiere
especialmente al poder legislativo, no sólo la Constitución de 1875 lo reservó exclusivamente a las Cámaras
(ley de 25 de febrero de 1875, art. 1'), sino que también existiría prácticamente un medio de obstaculizar las
usurpaciones de potestad legislativa por la Asamblea nacional. En efecto, el Presidente de la República no
estaría obligado a promulgar las decisiones adoptadas por la asamblea de revisión a título de ley, e incluso
debería abstenerse de ello (cf. supra, p. 418). Los términos mismos de la fórmula promulgatoria, que
suponen "una ley aprobada por el Senado y la Cámara de Diputados" (decreto de 6 de abril de 1876),
bastarían para probar que la promulgación presidencial no es susceptible de aplicarse a una ley que emane
de la Asamblea nacional.
1266

podría sostenerse, desde este punto de vista, que actualmente no es extraño que
la Asamblea nacional, de hecho, se encuentre situada por encima de las
limitaciones que pretendieran imponerle previamente las Cámaras.
En cambio, lo que parece difícil de aceptar, lo que parece hasta
inconcebible con el concepto de la soberanía nacional, es el hecho de que, en el
sistema de la Constitución de 1875, el cumplimiento de la revisión, así como su
iniciación, depende, en suma, esencial y exclusivamente, del Parlamento mismo.
Este es un resultado innegable de la actual organización constituyente. En un
sentido se demostró antes (n9 475) que las Cámaras, consideradas como tales,
no tienen parte en la potestad constituyente; en este aspecto, su papel se limita a
promover la revisión. En realidad, sin embargo, son prácticamente dueñas del
poder constituyente. La razón de ello es que la Asamblea nacional, por medio de
la cual se realiza la revisión, está constituida por los mismos miembros de las
asambleas parlamentarias. En este punto, la Constitución de 1875 no reprodujo la
prudente medida que habían adoptado, con objeto de poner a salvo la idea de la
soberanía nacional, las Constituciones de 1791 (tít. VII, art. 6), del año m (art. 345)
y de 1848 (art. 111). Si bien estas Constituciones anteriores no consiguieron
limitar absolutamente la potestad de las Constituciones venideras, si además —
con excepción de la del año ni — no subordinaban a la voluntad y a la ratificación
popular la labor de las asambleas de revisión, por lo menos exigían elecciones
especiales y nuevas para la formación de dichas asambleas, y así establecían
cierta distinción entre estas asambleas y las legislaturas ordinarias; por tanto
mantenían también, en esta medida, una efectiva separación entre el poder
legislativo y el poder constituyente. La Constitución de 1875 no siguió esos
precedentes, sino que coloco el poder constituyente y el poder legislativo en las
mismas manos; es el mismo personal parlamentario el que, adoptando
formaciones diferentes (ver sin embargo la reserva indicada en la n. 5, pp. 1232
s.J, hace y revisa tanto la Constitución como las leyes. La Constitución actual se
aleja esencialmente en esto del sistema de la separación del poder constituyente.
Además, excluye la influencia inmediata, o hasta simplemente próxima, del cuerpo
electoral sobre las revisiones a emprender. Se ha dicho que los electores están
prevenidos: "deben saber —dice Duguit (Traite, vol. ii, p. 533)— que al nombrar
diputados y senadores, nombran quizás a los miembros de una asamblea
constituyente". Pero, en muchos casos, la cuestión de la revisión no queda
formulada en el momento de las elecciones legislativas; en ese momento sólo
existe un vago "tal vez", una lejana e incierta eventualidad que, actualmente, no
interesa a los electores en un grado suficiente
1267

para que influya en su elección.7 La verdad es, pues, que la revisión, según la
Constitución, podrá ser a veces resuelta y realizada fuera de toda intervención del
cuerpo electoral, y con plena independencia frente a este último. Por ello, la
potestad parlamentaria se encuentra notablemente acrecentada.
Encestas condiciones, en fin, las limitaciones que el art. 8 de la ley
constitucional de 25 de febrero de 1875 introdujo en el ejercicio del poder de
revisión no tienen mucho valor. Según el art. 8, la extensión de la competencia
revisionista de la Asamblea nacional se determina estrictamente por las
declaraciones anteriores de las Cámaras. Esta disposición podría tener un efecto
realmente útil, como medio de limitación de la potestad de revisión, si la Asamblea
nacional estuviera compuesta por nuevos elegidos, diferentes de los diputados y
los senadores. Pero, como dicha Asamblea está constituida por el mismo personal
que las Cámaras, el sistema de limitación del art. 8, en todo caso, sólo constituye
una precaución poco eficaz, puesto que el cuidado de establecer los límites de la
revisión se abandona a los mismos hombres que van a componer la Asamblea
nacional y a quienes ha de imponerse la limitación. En suma, la limitación de
referencia sólo puede tener un significado: trata simplemente de mantener la
igualdad entre las dos Cámaras, excluyendo del programa de revisión propuesto a
la Asamblea nacional los puntos sobre los cuales el Senado y la Cámara de
Diputados no hayan conseguido ponerse de acuerdo. Si, por el contrario, existió
acuerdo entre el Senado y la Cámara de Diputados, en este caso la voluntad
revisionista del Parlamento llega a ser todopoderosa, ya que ninguna limitación ni
ningún obstáculo pueden oponérseles desde fuera.
Resulta de esto que la potestad constituyente, que, en principio, queda
reservada por la Constitución de 1875 a la Asamblea nacional, se comunica en
definitiva a las Cámaras mismas, ya que, por una parte, el programa y la amplitud
de la revisión dependen directamente de sus voluntades y declaraciones previas,
a condición únicamente de que éstas sean concordantes, puesto que, por otra
parte, las mismas mayorías que proyectaron la revisión en las Cámaras se
encontrarán de nuevo, para realizarla, en la Asamblea nacional, donde tienen la
seguridad previa de hacer triunfar sus voluntades constituyentes. El Parlamento,
que es el más poderoso de los órganos constituidos, es por lo tanto, al mismo
tiempo,

7
Al tiempo de la revisión de agosto de 1884, las últimas elecciones generales para la renovación de la
Cámara de Diputados se remontaban al 21 de agosto-4 de septiembre de 1881; y las elecciones para la
renovación trienal del Senado se remontaban al 8 de enero de 1882. En cuanto a la revisión de junio de
1879, las últimas elecciones que la precedieron databan de enero de 1879 para el Senado y de octubre de
1877 para la Cámara de Diputados.
1268

dueño del poder constituyente. Parece que con esto queda comprometida la
soberanía nacional.
480. Es cierto, efectivamente, que, en el sistema de la Constitución de
1875, el Parlamento se encuentra en posesión de una potestad casi dimitada.
Desde luego, su potestad legislativa presenta carácter absoluto y casi soberano.
Esto se debe especialmente a la extrema brevedad de la Constitución y al hecho
de que las leyes fundamentales de 1875, muy diferentes en esto de las
Constituciones americanas, sólo regularon muy pocas cosas por sí mismas y
dejaron a las Cámaras el cuidado y el poder de estatuir por vía legislativa sobre la
mayor parte de las cuestiones que se refieren a la fijación del orden jurídico del
Estado, incluso cuando esas cuestiones atañen a la organización y el
funcionamiento de los poderes públicos. Es este un punto que ha sido
frecuentemente señalado por los autores. Así, Larnaude ("Étude sur les garanties
judiciaires contre les actes du pouvoir legislatif", Bulletin de la Société de
législation comparée, 1902, p. 222) califica la potestad de las Cámaras, en materia
de leyes, de "omnipotencia legislativa", y ve en esa omnipotencia parlamentaria
una "regla" del derecho francés actual. Asimismo, Esmein (Éléments, 7? ed., vol. i,
p. 598) resume, a este respecto, el sistema de la Constitución de 1875 diciendo
que "no ha limitado la esfera de acción del legislador". No la ha limitado, en primer
término, por lo que concierne a la delimitación de las materias que dependen del
poder de reglamentación respectiva del cuerpo legislativo o del Ejecutivo; se vio,
en efecto (núms. 201 ss.), que la esfera de la competencia reglamentaria ejercida
a título ejecutivo por el Presidente de la República queda determinada, y tal vez
ampliamente desarrollada, por los actos legislativos del Parlamento, el cual, a este
respecto, desempeña, frente al Ejecutivo, el papel de una autoridad constituyente.
Asimismo, la Constitución de 1875 no limitó el campo de acción del legislador en
sus relaciones con el poder constituyente; o, por lo menos, no enunció en la forma
constituyente más que un número muy reducido de reglas relativas a la
organización de los poderes, y, por lo demás, no reservó a la potestad
constituyente ni sustrajo a la competencia legislativa ninguna materia especial. En
particular, guarda un completo silencio sobre la cuestión de los derechos o
libertades individuales referentes a los ciudadanos, en sus relaciones con las
autoridades constituidas; y, por consiguiente, dejó al legislador una potestad
ilimitada en lo que concierne a la reglamentación extensiva o restrictiva de esos
derechos.
481. La insuficiencia del derecho público francés respecto de este último
punto ha sido frecuentemente señalada y criticada desde 1875. En efecto, es
indiscutible que la limitación de la potestad legislativa por
1269

la Constitución, en lo que se refiere a los derechos individuales, y la separación,


en este punto y en este sentido, del poder constituyente y el poder legislativo,
constituyen la garantía principal de estos derechos y hasta aparecen como la
condición esencial de su garantía (cf. Esmein, loe. cit., pp. 577 y 586). Aplicada al
estatuto de libertad individual del ciudadano, la separación del poder constituyente
proporciona el ejemplo típico y constituye el modo normal de la autolimitación del
Estado: el Estado se limita frente a sus subditos, en tanto que determina, por su
Constitución misma, las libres facultades aseguradas a cada uno de ellos y que se
prohibe a sí mismo restringir la extensión de las mismas o modificar sus
condiciones de ejercicio por cualquier vía que no sea una revisión constitucional; y
esta autolimitación es especialmente importante cuando, como en Estados
Unidos, la revisión sólo puede llevarse a efecto con el concurso y mediante la
aprobación del mismo cuerpo de ciudadanos. En Francia, toda garantía de este
género les falta actualmente a los particulares, al menos en contra del cuerpo
legislativo (ver no 467, supra ). La Constitución de 1875, a este respecto, no
subordinó la potestad legislativa a la potestad constituyente; puede decirse, en un
sentido, que, en esta materia capital, erigió al Parlamento mismo en órgano
constituyente y, lo que es más, en órgano todopoderoso.
Entre los remedios propuestos para este estado de cosas, conviene
recordar, ante todo, el que consistiría en consagrar en la Constitución misma los
derechos individuales de los franceses, y en consagrarlos en el sentido de que se
encontrarían "no solamente asegurados, sino precisados en su existencia, en sus
contornos jurídicos y en sus condiciones de aplicación" (Saleilles, Bulletin de la
Société de législation comparée, 1902, p. 246). La ventaja de esta determinación
detallada de los derechos individuales y de sus condiciones de ejercicio sería
proporcionar a estos derechos la precisión y el alcance jurídicos que les faltaron
en las Declaraciones de la época revolucionaria (ver p. 1245, supra). Y entonces,
se dijo, esta misma precisión permitiría introducir en Francia y hacer funcionar
útilmente una institución que, hasta ahora, no hubiera podido encontrarse allí: la
institución norteamericana de la comprobación por los tribunales de la
constitucionalidad de las leyes. Admitir, en interés de los ciudadanos, que, ante los
tribunales en general y ante una Corte suprema cualquiera,8 podrán invocar la
inconstitucionalidad de la ley para sustraerse a su aplicación, constituiría, en el
estado actual del

8
En el citado estudio de Larnaude "sobre las garantías judiciales existentes en ciertos países en favor de los
particulares contra los actos del poder legislativo" (loe. cit., pp. 222 ss.) y en el Tratado de Duguit (vol. I, pp.
156-157) se hallará la indicación de las diversas proposiciones que han sido hechas en este sentido, bien por
los autores, bien en el Parlamento.
1270

derecho público francés, una innovación superflua y estéril, y esto, bien sea
porque la Constitución de 1875 de ningún modo garantizó derechos intangibles a
los particulares9 o bien porque la Declaración de 1789 —s i es verdad que
continúa siempre vigente— sólo dio, de los derechos individuales que proclama,
una fórmula filosófica y doctrinal, que jurídicamente es demasiado vaga para
sujetar realmente al legislador o para proporcionar al juez una base práctica y
precisa de apreciación de la constitucionalidad de las leyes desde dicho punto de
vista.10 Por el contrario, si esos derechos estuviesen contenidos en el acto
constitucional y si, además, estuviesen enumerados en el mismo en términos que
fijaran exactamente y en detalle su consistencia, sus efectos y sus condiciones de
ejercicio, el legislador no podría restringirlos ni modificarlos, bajo el pretexto de
reglamentar su funcionamiento; y por consiguiente, podría empezarse a concebir
que, con ocasión de los casos litigiosos que se les sometan, los tribunales estarían
en adelante autorizados para descartar

9
Ver especialmente sobre este punto las explicaciones decisivas de Larnaude, loe. cit., pp. 219 y 256. Entre
otras cosas, dice este autor: "L a Constitución de 1875 no creyó deber reproducir las Declaraciones de
derechos que, como un frontispicio, decoran la mayor parte de nuestras Constituciones anteriores. Por lo
tanto, ocurrirá muy rara vez que un particular pueda oponer ante un tribunal la excepción de
inconstitucionalidad; pues ¿cómo podría invocarse un derecho lesionado por una ley que hubiese violado la
Constitución, cuando dicha Constitución sólo se ocupa de la organización y de las relaciones de los poderes
públicos?" En estas condiciones, la cuestión de saber si los tribunales tienen el poder de comprobar la
regularidad constitucional de las leyes con respecto a los derechos individuales "tiene hoy muy poco interés
en Francia". Y en este punto Larnaude opone a la Constitución francesa las Constituciones particulares de los
Estados Unidos, en las cuales el poder que tienen los tribunales de justicia para negarse a aplicar las leyes
tachadas de inconstitucionalidad halla su "fundamento jurídico, esencialmente, en el carácter limitado de
los poderes de la legislatura, poder limitado que es a su vez consecuencia necesaria de la existencia de una
Constitución escrita hecha por el pueblo, único soberano dentro del Estado" (ibid., pp. 206 ss.); poder cuya
limitación en Estados Unidos se deriva sobre todo del hecho de que el pueblo, de un modo también
esencial, quiso reservarse en su Constitución los derechos y las facultades que sentía necesidad de hacer
intangibles en contra de las legislaturas. En Suiza es de notarse que algunas Constituciones cantonales (la de
Unterwald-Nidwald, de 2 de abril de 1877, art. 43, y la de Uri, de 6 de mayo de 1888, art. 51) reservan al
ciudadano que se cree lesionado en sus derechos privados por una decisión legislativa emanada de la
Landsgemeinde, la facultad de recurrir ante el juez contra dicha decisión; y sin embargo, el pueblo, cuya
reunión constituye la Landsgemeinde, es el órgano supremo del cantón, y en él reside el poder
constituyente mismo.
10
La Constitución de 1791 (tít. i) decía: "E l poder legislativo no podrá hacer ninguna ley que lesione y
obstaculice el ejercicio de los derechos naturales y civiles contenidos en el presente título y garantizados por
la Constitución." Mucho se la ha elogiado por ello (Duguit, UÉtat, vol. I, p. 274). Pero, por una parte, no
establecía sanción para esta prohibición, y por otra parte, es evidente que correspondía al legislador regular
libremente el ejercicio de esos derechos, sobre todo porque la Constitución misma, al igual que la
Declaración de 1789, no precisó su extensión y su modo de funcionamiento.
1271

la aplicación de las leyes que desconocieran un derecho categóricamente


asegurado por la Constitución a los ciudadanos.11

11
En el estado actual del derecho constitucional francés, los tribunales no tienen por qué comprobar la
constitucionalidad de las leyes, y por consiguiente no pueden declarar su inaplicabilidad» por causa de
inconstitucionalidad, ni de modo general, ni a título particular en un caso litigioso. Salvo algunas raras
disidencias (Jéze, "Controle des délibérations des Assemblées deliberantes", Revue genérale
d'Administration, 1895, vol. [I, p. 411; Signorel, "Du controle judiciaire des actes du pouvoir législatif", Revue
politique et parlementaire, vol. XL, pp. 526 ss.), los autores están de acuerdo en negar a los jueces dicho
poder (Larnaude, loe. cit., pp. 218 ss.; Esmein, Éléments, V ed., vol. i, pp. 592 ss.; Hauriou, Précis, 6» ed., p.
320 n.; Duguit, Traite, vol. i, p. 158; ver sin embargo ibid., p. 168 y Manuel, 3» ed., p. 305). La jurisprudencia
fué establecida en el mismo sentido por una célebre resolución de la Corte de casación de 11 de mayo de
1833. Esta incompetencia de los tribunales no debe atribuirse al principio de la separación de poderes, el
cual, antes bien, implicaría la igualdad ante la Constitución de la autoridad judicial y el cuerpo legislativo, y,
por consiguiente, el derecho para el juez de controlar la validez constitucional de las leyes (ver sobre este
punto y en este sentido: Duguit, loe. cit., pp. 158-159; Larnaude, loe. cit., pp. 216-217, y Revue des idees,
1905, pp. 336 ss.). Proviene esencialmente de la desconfianza tradicional existente en Francia en contra de
los tribunales. La tradición, en este sentido, se remonta al antiguo régimen, y se formó en el transcurso de
las luchas entre la realeza y los parlamentos, con ocasión de las resistencias opuestas por éstos a las
reformas reales. Con mayor razón, las asambleas revolucionarias habían de temer que los cuerpos judiciales
opusieran resistencias a las reformas radicales que se operaron en esta época; y sobre todo, se inspiraron en
la intención claramente establecida de negar a los jueces cualquier competencia que pudiese permitirles
"desempeñar un papel político" (Esmein, loe. cit., p. 594) en el Estado. Por eso la ley de 16-24 de agosto de
1790 funda el principio de la estricta subordinación de la autoridad judicial frente al cuerpo legislativo
especialmente y frente a las leyes decretadas por éste, especificando (tít. II, art. 10) que "los tribunales no
podrán tomar directa o indirectamente ninguna parte en el ejercicio del poder legislativo, ni impedir o
suspender la ejecución de los decretos del cuerpo legislativo, sancionados por el rey, bajo pena de
prevaricación". Dicho texto prohibe a los jueces cualquier tentativa de comprobación o apreciación de las
leyes que pudiese obstaculizar o sólo retardar su ejecución; y el motivo de esta prohibición es que ello
supondría, por parte de los jueces, una invasión, al menos indirecta, de la potestad legislativa. Desde el
momento en que la ley ha sido decretada por el cuerpo legislativo y el rey la ha promulgado, los tribunales
no tienen más que aplicarla. Esta prohibición fué renovada en la Constitución de 1791, tít. m, cap. v, art. 3 y
en la Constitución del año ni, art. 203. Hoy tiene su fundamento en el art. 127-1' del Código penal, que
reproduce literalmente las ideas y las tendencias de la Revolución sobre este punto, diciendo: "Serán
culpables de prevaricación y castigados con degradación cívica los jueces que se inmiscuyan en el ejercicio
del poder legislativo, ya suprimiendo o suspendiendo la ejecución de una o más leyes, ya deliberando sobre
si las leyes serán o no ejecutadas". Estos textos han fijado el derecho público francés en el sentido de que
los jueces quedan excluidos de toda facultad de apreciación del valor de las leyes o para rehusar su
aplicación por cualquier motivo, incluso por causa de inconstitucionalidad.
Todo lo más, se ha dicho, los tribunales podrían examinar la regularidad constitucional de la ley desde el
punto de vista formal; y algunos autores sostienen, en efecto, que el juez tendría fundamento para negarse
a aplicar una ley, incluso .una ley promulgada regularmente, si esta ley no llenase las condiciones requeridas
para la formación de los actos legislativos, por ejemplo, si no hubiera obtenido mayoría de votos en una u
otra Cámara (Larnaude, Bulletin de la Société de législation comparée, 1902, p. 220; Saleilles, loe. cit., p.
244; Duguit, Trqfté, vol. i, p. 160, ver sin embargo Manuel, 3" ed., p. 306: Nézard, en la 7" ed. de los
Éléments de Esmein, vol. I, p. 598, n. 94). La razón que se da de ello es, dícese, que la ley sólo se impone al
juez en tanto que realmente existe; ahora bien, para esto es necesario que haya sido adoptada
regularmente. Los tribunales tendrían, pues, por misión natural, al menos, asegurarse de la existencia
constitucional de las leyes antes de verse obligados a aplicarlas. Pero esta última doctrina es a su vez
discutible. No corresponde a los tribunales la tarea de comprobar la existencia de la ley; esta función ha sido
confiada por la Constitución al jefe del Ejecutivo y constituye el objeto especial y la razón de ser esencial de
la promulgación. Por la promulgación queda atestiguada la existencia de la ley, así como el texto de la
1272

482. No cabría negar que una reforma constitucional realizada en el sentido que
acaba de recordarse podría dar lugar a cierta limitación en la potestad del cuerpo
legislativo y a una mejora correspondiente en el estatuto individual de los
ciudadanos. En efecto, si la reglamentación de los derechos individuales estuviese
establecida, aunque sólo fuera en sus principios esenciales, por textos
constitucionales, evidente-mente las Cámaras ya no podrían modificar dichos

misma se halla desde entonces autentificado. A consecuencia de esta solemnis edilio legis, ya no
corresponde averiguar si la ley ha sido o no hecha regularmente en cuanto a la forma. El juez debe remitirse
para esto a la promulgación en cuanto a la forma, lo mismo que está obligado a someterse a la voluntad del
cuerpo legislativo en cuanto al fondo. Lo mismo que usurparía la potestad legislativa si llegara a discutir el
valor intrínseco de la ley, invadiría la competencia reservada al Ejecutivo si se mezclara en el examen de la
formación de la ley, una vez regularmente promulgada ésta. En este sentido y por estos motivos ha podido
decirse que la promulgación cubre los vicios formales de la ley (ver supra, no 151).
En suma, de estas observaciones se desprende que, en el sistema actual del derecho público francés, las
limitaciones que la Constitución puede imponer a la potestad legislativa no tienen mucha eficacia, puesto
que los tribunales no pueden sustraerse a la aplicación de las leyes tachadas de inconstitucionalidad y al
Ejecutivo mismo sólo se le permite controlar la regularidad de la ley, a fin de promulgarla, en lo que
concierne al procedimiento de su formación. Por ello dice Barthélemy (Revue du droit public, 1904, p. 209)
que "el respeto a la Constitución no tiene más sanción que la buena voluntad legislativa". También desde
este punto de vista la potestad legislativa de las Cámaras aparece como ilimitada.
Hauriou, que, en su 6' ed. (loe. cit.), decía que la autoridad judicial no tiene derecho a apreciar la
constitucionalidad de las leyes, adopta hoy una opinión contraria (10' ed., p. 892) : "E n los países
anglosajones, los jueces tienen derecho a no aplicar una ley que juzgan inconstitucional. No vemos por qué
no podría reconocerse este poder a los jueces franceses." En su deseo de fortalecer la potestad de la
autoridad jurisdiccional, Hauriou llega incluso a sostener (eod. loe.; ver también una nota de este autor en
Sirey, 1913. 3, 137) que corresponde a dicha autoridad establecer categorías entre las leyes que emanan del
cuerpo legislativo y distinguir, dentro de la labor de este último', leyes que serían "fundamentales" y otras
que sólo serían "leyes ordinarias"; el objeto de esta distinción es ampliar la teoría de la inconstitucionalidad,
por cuanto dependería de los jueces descartar a veces determinadas aplicaciones de las leyes ordinarias, si
les pareciese que se hallaban en contradicción con las prescripciones superiores de las leyes fundamentales.
Esta doctrina de Hauriou ya fué examinada anteriormente (pp. 319 s., n. 8) : allí se encontrará la exposición
de las razones que se oponen a su adopción.
1273

principios, o derogarlos, por la vía simplemente legislativa; se haría indispensable


un procedimiento de revisión para toda modificación de ese género. Esto
constituiría, al parecer, un resultado considerable. Y sin embargo, hay que
reconocer que, en el estado presente del régimen constituyente establecido «n
Francia, esta reforma se hallaría aún muy lejos de adquirir toda la eficacia y de
realizar todas las ventajas que se creyó poder esperar de ella.
La razón de ello ha sido señalada ya en diversas ocasiones en el transcurso
de estos estudios (pp. 860 y 1266 s.); una vez más hay que recordarla aquí: se
deduce del hecho de que la Asamblea nacional no es sino una reunión plenaria de
los miembros ordinarios del Parlamento, tomando éstos simplemente una
formación especial para la revisión. Por lo tanto, no serviría de mucho detallar en
el acto constitucional ciertas reglas orgánicas o reglamentar en él las condiciones
de ejercicio de determinadas facultades individuales, con objeto de colocarlas por
encima del legislador ordinario y de sustraerlas a su competencia. Una limitación
de este género es de gran utilidad en América, porque allí el poder constituyente
queda reservado a Convenciones, netamente distintas —especialmente por su
composición— de las legislaturas ordinarias, y porque, además, no puede
presentarse ninguna enmienda a la Constitución sin el asentimiento del pueblo.
Idéntica limitación sólo ofrecería un mediocre interés en Francia, donde la revisión
se lleva a cabo soberanamente por una asamblea compuesta por el personal
parlamentario y donde, por consiguiente, en el fondo depende de la pura voluntad
de las mismas Cámaras. En el sistema constituyente vigente desde 1875, basta
que, en cada una de las Cámaras, la mayoría quiera una reforma constitucional
para que esta misma mayoría vuelva a encontrarse en la Asamblea nacional y
realice allí la reforma proyectada. Lo que la mayoría parlamentaria no podría hacer
en sesión ordinaria de las Cámaras, logrará hacerlo, sin dificultad real, en sesión
plenaria de la Asamblea nacional. Por ejemplo, desde 1875 se ha discutido en
diferentes ocasiones sobre si las Cámaras pueden ordenar que tal o cual ley
actualmente deliberada por ellas o, de un modo general, todas las leyes venideras,
para su perfección, deberán someterse a una votación popular por vía de
referendum (Signorel, Étude de législation comparée sur le referendum législatif,
pp. 171 ss.). Algunos partidarios del referendum han sostenido que las Cámaras
tienen el poder de introducir ese modo de consulta por una sencilla ley, y esto, se
ha dicho, por la simple razón de que ningún texto de la Constitución lo excluye;
ahora bien, lo que no
1274

está prohibido queda jurídicamente permitido. La mayor parte de los autores


constitucionales, por el contrario, estiman, con razón, que las Cámaras no pueden
ordenar regularmente semejante medida. En efecto, la Constitución especificó, en
el art. I9 de la ley de 25 de febrero de 1875, que el poder legislativo se ejerce por
las dos asambleas formando el Parlamento, lo que excluye la posibilidad de
hacerlo ejercer, a título de ratificación posterior o incluso de simple consulta
previa, por el cuerpo de ciudadanos12 (Esmein, Éléments, 7ª ed., vol. I, pp. 443-
444; Duguit, Traite, vol. i, p. 334). Para introducir el referendum, ya en un caso
particular, ya como procedimiento general de legislación, habría que recurrir, pues,
a una revisión constitucional. Pero esta controversia, prácticamente al menos, sólo
tiene un interés restringido. Pues si en una y otra Cámara llegara a constituirse
una mayoría en favor del referendum, esta mayoría conseguiría fácilmente sus
fines: sólo tendría que adoptar, en Asamblea nacional, la medida de consulta
popular que la Constitución no le permite establecer por medio de una simple ley.
483. Las mismas observaciones deben hacerse extensivas a la cuestión de
la garantía de los derechos individuales. Incluso si esos derechos se hallaren
inscritos y precisados, desde el punto de vista de sus condiciones de ejercicio, en
la Constitución, y aunque los tribunales recibiesen el poder de rechazar la
aplicación de las leyes que hubieran vulnerado las disposiciones constitucionales
que regulan el estatuto individual, la garantía que resultaría de esas medidas de
protección en beneficio de los particulares sería relativamente débil y precaria,
puesto que la mayoría parlamentaria conservaría siempre la facultad de modificar,
mediante una revisión, las libertades constitucionales a las que no pudiese aportar
restricciones con un simple acto legislativo. Indudablemente, en semejante estado
de cosas los ciudadanos hallarían cierta garantía resultante del hecho de que un
procedimiento de revisión es más complejo que un procedimiento legislativo;
también es más solemne y atrae más la atención pública; y, por consiguiente, hay
probabilidades de que se emprenda menos frecuente y fácilmente. No por ello es
menos cierto que

12
Conviene oponer la misma objeción a Borgeaud, quien pretende (op. cit., p. 306) que, en el caso de que
las Cámaras decidan que ha lugar a emprender una revisión, pueden prescribir legitimamente que "la labor
de revisión de la Asamblea nacional se someterá a la sanción del cuerpo electoral". Alega este autor que, en
este sentido, si bien ninguna disposición de la Constitución actual previo una medida de este género,
tampoco hay nada que la prohiba. Debe responderse a este argumento que el art. 8 de la ley de 25 de
febrero de 1875, al atribuir especialmente el poder constituyente a un órgano cuya composición y
naturaleza precisa, excluyó implícitamente por ello la posibilidad de que interviniese en la obra de revisión
cualquier órgano distinto del designado por dicho texto. Unicamente la Asamblea nacional podría modificar
en este punto el régimen constituyente actualmente en vigor.
1275

una mayoría parlamentaria claramente decidida se emanciparía sin gran trabajo


de estos mediocres obstáculos; conseguiría seguramente anular o dejar sin efecto,
de este modo, las tentativas de resistencia de los tribunales, y éstos, por lo tanto,
por muy altos y fuertemente organizados que se les suponga, llegarían
rápidamente a darse cuenta de su falta de verdadera autoridad frente a la voluntad
soberana del Parlamento; así pues, los ciudadanos no podrían contar con una
seria protección por parte de éstos en contra de los excesos de poder del cuerpo
legislativo. Todos estos puntos fueron claramente puestos de manifiesto por
Larnaude en el curso de su estudio sobre las garantías judiciales que en Estados
Unidos existen contra los actos inconstitucionales de las legislaturas (loe. cit., pp.
224 ss., 256-257). Dicho autor demuestra efectivamente que los esfuerzos que
pudieran emprenderse en Francia con objeto de desarrollar el contenido de la
Constitución y de fortificarla por medio de la regla norteamericana de la
comprobación judicial de la constitucionalidad de las leyes, serían inútiles,
considerando que el personal parlamentario, desde 1875, es dueño efectivo de la
revisión. Y nada puede revelar mejor la ilimitada extensión de la potestad que
corresponde actualmente a las Cámaras francesas cuando se hallan de acuerdo.
Larnaude declara inclusive que hay "imposibilidad para establecer igual regla en
Francia" (loe. cit., p. 215; ver también el estudio de dicho autor sobre "La
séparation des pouvoirs et la justice en France et aux États-Unis", Revue des
idees, 1905, pp. 336 ss.). En efecto, la verdad es que, para alcanzar la limitación
de la potestad de las Cámaras por su subordinación efectiva a la Constitución
mediante el control de los tribunales en general o de una corte de justicia
cualquiera, sería previamente necesario alterar todo el sistema constitucional de
1875 y cambiar ese sistema en su misma base, lo que supone la ausencia casi
completa de limitación de la potestad del Parlamento.
484. En resumen, parece obligado reconocer que, bajo el imperio de la
Constitución de 1875, el Parlamento es, no solamente órgano supremo, sino
también, y propiamente hablando, órgano soberano (ver en este sentido Larnaude,
Revue des idees, 1905, p. 339). Por una parte, tiene en sus manos el poder
constituyente: sólo él puede autorizar la revisión, y una vez iniciada ésta, se
realiza, si no por las Cámaras mismas, al menos por sus miembros, por las
respectivas mayorías reunidas mediante su congreso en una mayoría única y
todopoderosa.13 Parece que en todo esto la Constitución francesa desconoció el
principio inicial de la soberanía nacional,

13
Los autores extranjeros no vacilan al decir, en estas condiciones, que en Francia "el poder constituyente
corresponde exclusivamente al Parlamento" (Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 195). Algunos autores
franceses han reprochado a la Constitución de 1875 que haya substituido la soberanía nacional por la
soberanía parlamentaria.
1276

como también abandonó la verdadera separación del poder constituyente y los


poderes constituidos.
Porque la idea de la soberanía nacional implica dos cosas, que por cierto se
relacionan íntimamente entre sí. Implica en primer lugar que el Parlamento no
puede hacer por sí mismo la Constitución que ha de regirlo: no puede conferirse a
sí mismo su potestad (ver pp. 1214 ss., supra). Los hombres de la Revolución lo
comprendieron bien, al comienzo de la era moderna del derecho público francés,
por lo que sus doctrinas constitucionales, como la de Sieyés, e igualmente sus
Constituciones, como las de 1791 y del año HI, fundaron la distinción entre el
poder constituyente y el poder legislativo, y, al menos, para el cumplimiento de la
revisión, exigían la intervención de constituyentes distintas de las legislaturas
corrientes. La idea de la soberanía nacional implica en segundo lugar que el
Parlamento, dominado por una autoridad superior, se hallará también limitado por
ésta; en otros términos, quiere que la Constitución contenga reglas que
determinen y limiten la potestad de las asambleas constituidas. Ahora bien, se
observó anteriormente que las leyes de 1875 no contienen reglas de esta
naturaleza, y por otra parte, si las contuvieran, dependería aún de los miembros
de las Cámaras, reunidos a dicho efecto en Asamblea nacional, es decir, en suma,
de la voluntad parlamentaria misma, cambiarlas y prescindir de ellas. Hoy el
verdadero órgano constituyente es el Parlamento. Su poder sólo puede
modificarse por iniciativa suya y con su consentimiento; y además, sólo de él
depende extender dicho poder de un modo ilimitado. ¿No habrá fundamento para
concluir de esto que el principio de la soberanía nacional no recibe ya en Francia
su aplicación verdadera e íntegra? Por otro lado, el pueblo francés y el Estado
mismo ¿no se hallan expuestos así al peligro político que ya señalaba
Montesquieu, al decir (Espirit des lois, lib. xi, cap. vi): "Si no existe algo que
detenga las actividades del cuerpo legislativo, éste será despótico, pues, como
podrá concederse todo el poder que pueda imaginar, anulará todas las demás
potestades"? Finalmente, ¿cómo conciliar esta exorbitante potestad del
Parlamento con los principios y tendencias de la democracia? "La República
francesa —dice Borgeaud (op. cit., p. 408)— es el único Estado democrático de
Europa cuya Constitución puede transformarse legalmente sin apelar al país" (cf.
n. 7, p. 1267, supra). ¿Cómo comprender, desde este punto de vista, que los
mismos hombres que componen las Cámaras puedan, en un momento dado, y por
su propia y sola iniciativa, transformarse en autoridad constituyente, y que además
sean admitidos, una vez hecha la revisión, a ejercer libremente toda la potestad
que así se habrán otorgado soberanamente?
En lo que se refiere a la soberanía nacional, con frecuencia se ha
1277

tratado de sostener que no es lesionada por el sistema actual, que abandona el


poder constituyente a los miembros de las Cámaras, teniendo en cuenta, dícese,
que éstos no poseen, como diputados o senadores, sino una función o potestad
esencialmente temporal y momentánea. Hauriou, particularmente (La souveraineté
nationale, p. 115), insistió sobre este punto. "Los'hombres que constituyen los
órganos de gobierno son —dice— eminentemente intercambiables y renovables...
Las funciones gubernamentales sólo se confían a un mismo individuo por un lapso
de tiempo muy corto." La brevedad de la función se presenta así por dicho autor
como un elemento importante del régimen de la soberanía nacional (cf. p. 861,
supra). Pero puede contestarse que, si bien los hombres pasan, el espíritu que los
anima persiste y se perpetúa en el transcurso de las sucesivas legislaturas. El
hecho de que la Constitución no haya limitado la potestad parlamentaria sólo
puede originar en el personal que compone las Cámaras, aunque éste cambie, un
sentimiento muy absoluto de su potestad, lo que no armoniza precisamente con la
idea de la soberanía de la nación. Por otra parte, y por breve que sea la función,
siempre subsiste el hecho de que la Constitución dejó a los miembros del
Parlamento la posibilidad jurídica de modificar, ya su estatuto particular o la
extensión de la competencia de las asambleas elegidas, ya de modo general la
organización de los poderes, mediante peticiones constituyentes y hasta
simplemente legislativas, de las que ellos mismos, de improviso, tomarán la
iniciativa, durante el período de la legislatura, y que se refieran tal vez a puntos
que las últimas elecciones generales de ningún modo habían previsto ni sometido
a discusión. En este aspecto hay que convenir en que la potestad de los elegidos
tiene carácter de verdadera soberanía; y en esta medida parece que existe el
derecho de afirmar que el pueblo francés está sometido a un régimen oligárquico.
No bastando por sí sola la brevedad de las funciones de los miembros del
Parlamento para modificar la potestad suprema de las Cámaras, resulta, pues,
principalmente que los diputados y los senadores provienen de la elección y que
sólo pueden conservar su función por medio de reelecciones periódicas, y ésta es,
con el sistema bicameral, la única limitación verdadera y efectiva de los poderes
parlamentarios, así como dicho modo de nombramiento y de renovación del
órgano supremo constituye actualmente, en Francia, la única institución y garantía
propiamente dicha por la que se halla salvaguardada y asegurada la soberanía
nacional. En efecto, puede decirse que, en lo que concierne a la aplicación y el
mantenimiento del principio de la soberanía de la nación, todo el régimen
constitucional de 1875 se basa en la confianza que se depositó, entonces y desde
entonces, en la virtud especial del sistema electivo.
1278

En este sentido cabe observar, por una parte y desde el punto de vista político,
que el pueblo francés, en su conjunto, y hasta ahora, no ha aspirado a gobernarse
directamente por sí mismo; no estaba inclinado a ello naturalmente; sintió las
dificultades y los inconvenientes que podría presentar para Francia la democracia
directa, sobre todo a causa de la situación internacional que crearon los
acontecimientos de 1870. Se acomodó, pues, y se contentó con el gobierno
representantivo. El punto esencial al que sus tendencias igualitarias lo ligaban más
fuertemente era que ningún ciudadano pudiese elevarse al poder en virtud de un
privilegio o mantenerse en él por razón de un derecho adquirido. En el régimen
que hace depender de la elección el reclutamiento de los gobernantes, estas
tendencias igualitarias encontraron suficiente satisfacción. Por lo demás, el pueblo
francés se tuvo por satisfecho con la certeza de que, gracias a su poder de
reelección, no podrían gobernar de un modo durable o total14

14
Se ha puesto de moda, en la literatura actual del derecho público, tratar de mitigar el principio de
autoridad estatal inherente al régimen llamado representativo, intentando demostrar que los ciudadanos,
considerados individualmente o en cuerpo, tienen una verdadera participación activa en la potestad que
ejercen los gobernantes o agentes del Estado. Por ello, los autores administrativos se refieren a la
colaboración de los administrados en la acción administrativa; igualmente, algunos constitucionalistas
presentan la obra legislativa como la resultante compleja de la actividad del órgano legislativo, por una
parte, y de la adhesión o adaptación del conjunto de los gobernados, por otra. Esta última manera de ver
fué expuesta y« sostenida, en forma estrictamente jurídica, especialmente por Hauriou (La souveraineté
nationale, pp. 116 ss.), que define el cometido respectivo del legislador y los gobernados, en el régimen
representativo actual, como una "gestión de negocios" por parte del órgano legislativo y como una
"ratificación por la voluntad general" de parte del país. Pero estas doctrinas sólo se fundan en ideas vagas,
que responden a puntos de vista discutibles. Desde luego, si se quiere significar que la ley decretada por la
autoridad competente, desde el punto de vista social y político, no es viable y no podrá ponerse
completamente en ejecución, en la práctica, sino mientras se adapte, de manera oportuna, a las
circunstancias y a las necesidades para cuyo objeto fué dictada, es una verdad indiscutible, verdad
elemental, por lo demás, y que no podría considerarse como una novedad. Pero no debe sacarse de aquí la
conclusión, desde el punto de vista jurídico, de que la organización constitucional actualmente establecida
en Francia concede al pueblo un poder de ratificación sobre sus leyes. El mismo Hauriou se ve obligado a
reconocerlo: cualesquiera que sean los medios de control de que hoy dispone el país con respecto a los
actos de los gobernantes, y en particular del Parlamento, y cualquiera que sea también la influencia que el
cuerpo electoral tiene sobre sus elegidos en el régimen representativo reformado de la época presente, "no
hay que creer —dice dicho autor (loe. cit., p. 119) — que se pida a la voluntad general una adhesión formal y
explícita"; y el motivo de no creerlo es que "una ratificación formal no puede ser recogida sin una
organización" (ibid.); ahora bien, el derecho público francés no contiene organización alguna a dicho efecto.
Según la Constitución, el cuerpo de ciudadanos no tiene sobre la legislación más medio jurídico de acción
que el que resulta de su potestad electoral, que le permite, al expirar las legislaturas, no renovar los poderes
de los legisladores anteriores. Y desde luego, este medio de acción tiene una eficacia relativamente
considerable, en el sentido de que, si una de las leyes adoptadas en el transcurso de la última legislatura ha
ofendido gravemente o ha dejado descontenta a la opinión pública, los electores podrán nombrar otros
diputados, que modificarán la ley impopular. Sólo que, como el sufragio es indivisible, los electores no
podrán señalar con su voto su aprobación o desaprobación con respecto a cada una de las leyes dictadas
desde las últimas elecciones. Así pues, las elecciones actuales no pueden considerarse, de hecho ni de
derecho, como una ratificación íntegra de la obra de la legislatura anterior. El hecho de que los electores
reelijan a sus diputados no significa ni con mucho que aprueben todo lo que éstos pudieran hacer
anteriormente; se explica muy a menudo a causa de que los electores, al no poder escindir su voto, se ven
obligados a contentarse con elegidos que representan aproximadamente y en conjunto sus principales
tendencias políticas, aun cuando en muchos puntos la comunidad de opiniones está muy lejos de existir
1279

en contra de su voluntad15 ni el Parlamento ni ninguna otra autoridad pública.


Por otra parte y desde el punto de vista jurídico, la Constitución francesa
parte de la idea de que la extensión dada a la potestad del Parlamento, por
considerable que sea, no entraña la absorción, por éste, de la soberanía nacional.
Aquí no se produce una apropiación de soberanía, como es el caso en provecho
del jefe del Estado en el sistema monárquico, o en provecho de una clase
privilegiada en el sistema de las Cámaras

realmente. En estas condiciones no es posible admitir que el régimen de las elecciones y reelecciones
constituya una organización destinada a hacer depender jurídicamente la legislación de la ratificación
propiamente dicha de la voluntad general. Lo cierto es que este régimen simplemente proporciona un
elemento de limitación de la potestad del Parlamento, en el sentido de que excluye a éste de la posibilidad
de desconocer la voluntad del cuerpo electoral por completo y por tiempo mayor que el de duración de una
legislatura. No es necesario hacer notar que entre la idea de limitación y la de ratificación existe gran
distancia. Asimismo, y contrariamente a las sugestiones de Hauriou (eod. loe.), no se puede establecer
ninguna aproximación entre el sistema electoral del derecho francés y una institución como el referendum,
desde el punto de vista de la participación del pueblo en la potestad legislativa. La característica del
referendum es que proporciona a los ciudadanos la facultad de dar a conocer su opinión, no sólo de una
manera indivisible y vaga sobre la obra global de la legislatura que expira o sobre la orientación general del
programa que seguirá la legislatura por elegir, sino de manera precisa y concreta sobre una cuestión
especial y actual o sobre una ley determinada. No hay más que un caso en el que las elecciones generales
sean comparables a un referendum: cuando se verifiquen después de la disolución ocasionada por un
conflicto o por vacilaciones sobre una cuestión determinada; en este caso, las elecciones se hacen
especialmente sobre esta cuestión misma, y entonces resulta cierto que el cuerpo electoral se halla
directamente asociado a la potestad legislativa o gubernamental. Cf. n. 18, p. 1028, supra.
15
Existe aquí algo análogo a lo que se ha observado ya antes (no 228) en las relaciones entre las Cámaras y
el Ejecutivo, en lo que se refiere a las iniciativas que puede tomar este último. A propósito de los
reglamentos presidenciales, por ejemplo, se vio que el Ejecutivo ejerce su potestad con una amplia libertad
de acción, que llega incluso más allá de la medida íegular de sus poderes de ejecución de las leyes. Las
Cámaras dejan hacer, bien porque encuentran en ello un alivio a su propia tarea, bien porque comprenden
que esta especie de reglamentación puede ser en ciertos casos más ventajosa que una reglamentación
legislativa, bien sobre todo porque saben que siempre les sería fácil detener semejantes iniciativas o
modificar sus efectos si los juzgaran inoportunos o si desaprobaran las medidas tomadas por vía de decreto
presidencial.
1280

altas reservadas a una casta especial. La apropiación se evita no sólo porque la


función parlamentaria es pasajera y efímera, sino también y sobre todo porque es
electiva y está subordinada a reelecciones. La nación es dueña de sus leyes
fundamentales u ordinarias y de sus orientaciones gubernamentales, no ya sólo
porque sus diputados no se hallan en el poder más que temporalmente •—pues
durante ese tiempo su potestad es ilimitada—, sino, ante todo, porque conserva de
continuo sobre ellos el medio de influencia y de limitación que resulta del hecho de
que podrá, en las próximas elecciones, substituirlos por nuevos diputados
mediante el órgano de su cuerpo electoral; cuerpo electoral cuyo ascendiente se
halla así asegurado, más aún por la potestad que le queda reservada sobre las
elecciones venideras que por la que haya podido ejercer anteriormente en el
nombramiento de los elegidos actualmente en funciones. A este respecto cabe
hacer notar una apreciable diferencia entre las opiniones de la época
revolucionaria y las que predominan hoy. Para realizar su concepto de la
soberanía nacional, los primeros constituyentes no sólo se apegaron a la idea de
que la función de diputado debía ser breve (ver n. 28, p. 1052, supra), sino que,
además, decidieron, con ese mismo designio, que los miembros del cuerpo
legislativo, nombrados por dos años, no serían reelegibles sino una sola vez; así
pues, las precauciones tomadas para salvaguardar los derechos soberanos de la
nación se volvían, en dicha época, contra el cuerpo electoral, puesto que las
trabas puestas a las reelecciones futuras conducían, en suma, a fortalecer la
independencia de los elegidos con respecto a los electores. El crecimiento
posterior de la fuerza política del cuerpo de ciudadanos determinó, en el derecho
público actual, la formación de tendencias diferentes. Hoy, inspirándose en esto en
el espíritu del régimen parlamentario, la Constitución francesa se coloca en el
punto de vista de que la potestad de los elegidos halla su límite en la potestad de
los electores, y lejos de hacerlos irreelegibles, tiene en cuenta las futuras
votaciones, pensando que los miembros del Parlamento, órgano supremo y
órgano dotado de una potestad cuasisoberana, se verán constantemente
retenidos e influidos por la preocupación de su próxima reelección. Las elecciones
más recientes sacan la mayor parte de su valor limitativo del hecho de que pronto
habrán de repetirse. Así pues, la Constitución trata de mantener la soberanía
nacional, no ya simplemente mediante la brevedad de una función no renovable,
sino más bien por una combinación tendiente a colocar al personal parlamentario
bajo la dependencia del cuerpo electoral. En este sistema, la voluntad nacional no
se reduce exclusivamente a la voluntad del Parlamento, sino que es distinta de
ella, en tanto que el cuerpo de electores no sólo es llamado a hacer oír
periódicamente su voz en forma de nuevas elecciones y a hacer conocer de este
1281

modo su parecer sobre la labor de sus elegidos, sino también a ejercer de manera
permanente, sobre éstos, su influencia durante el transcurso de su función
pasajera. En este sentido especialmente se pudo decir antes (p. 862) que el
derecho constitucional actual establece, entre el cuerpo electoral y el Parlamento,
cierto reparto y equilibrio de potestad, sin que ni uno ni otro de ambos órganos
llegue a ser, por sí solo y propiamente hablando, el soberano.
El régimen de las elecciones y reelecciones periódicas, fortalecido mediante
las instituciones de publicidad que, en el parlamentarismo moderno, tienden a
asegurar el control continuo de los electores sobre los elegidos, proporciona, pues,
una cierta y auténtica garantía de limitación de la potestad suprema del
Parlamento. ¿Significa esto que la garantía sea perfecta? Su valor depende, ante
todo, de la cultura y también de la conciencia política del cuerpo de ciudadanos.
La garantía es, pues, variable y totalmente relativa; y a este respecto tal vez haya
que reconocer, en definitiva, que, según la frase de Rousseau, la aplicación
perfecta y la realización completa de la soberanía nacional exigirían también "un
pueblo de dioses" (Contrat social, lib. m, cap. iv). Pero, dícese, fuera de las
medidas o precauciones de orden orgánico y constitucional, existen también otras
garantías de limitación de la potestad parlamentaria. "E l legislador —afirma Duguit
(Traite, vol. I, p. 154) — está en todo limitado por un derecho superior a él. Incluso
en Inglaterra, donde la omnipotencia del Parlamento se considera como un
principio esencial, hay ciertas reglas superiores que la conciencia misma del
pueblo inglés se niega a consentir que el Parlamento viole." Esto es muy cierto.
Pero ya no se trata de garantías de orden jurídico, ni su estudio depende de la
ciencia del derecho.
Sin embargo, sería un error despreciarlas. Bien pesado todo, en materia
constitucional, así como en otras muchas partes de la ciencia jurídica, hay que
acabar reconociendo que no es sólo el derecho —en el sentido preciso y positivo
de esta palabra— el que dirige todas las cosas en las relaciones recíprocas de los
hombres o de los pueblos. Sus posibilidades y sus medios de acción son
limitados. Las prescripciones o instituciones que lo constituyen no podrían bastar a
preverlo todo, a ordenarlo todo, a impedirlo todo. Estas prescripciones pueden
imprimir a ciertos preceptos de orden moral o a determinados postulados de orden
social el carácter y la autoridad especial de reglas de derecho, en tanto que les
confieren la fuerza y la virtud positivas que resultan de la estructura, de la
armadura y de las sanciones, propias de las instituciones jurídicas; en cuanto a lo
demás, hay que contar menos con el derecho mismo que con el valor intelectual
1282

y moral de los hombres que concurren a formar cada nación.16 Y por otra parte,
con las reglas de legislación positiva, por lo que se refiere a las naciones, ocurre
como con las reglas de higiene en lo que concierne a los individuos: unas y otras
sólo producen útilmente su efecto mientras se aplican a un cuerpo, social o
humano, debidamente sano y equilibrado. Si el derecho propiamente dicho sólo
puede nacer y realizarse mediante la intervención y con la ayuda de la potestad
pública, su eficacia depende de condiciones morales y sociales previas, cuyo
cumplimiento puede favorecer y mejorar el Estado por todos los medios de que
dispone, haciendo que sea más completo y perfecto, pero a la ausencia de las
cuales el hecho material de su potestad no puede suplir por sí solo. Estas
conclusiones no pueden aspirar a la originalidad por triviales que puedan parecer;
sin embargo, son la expresión de verdades profundas, que el jurista no debe
perder de vista, a menos que quiera verse expuesto al error capital y a las
decepciones de que son víctimas quienes piden al orden jurídico y esperan de él
más beneficios de los que el derecho, sus instituciones y sus reglas son capaces
de procurar por su sola y propia virtud.

16
Siempre llega un momento en que el derecho es incapaz de asegurar por s! solo el bien de la comunidad y
de sus miembros y en que la legislación positiva, al sentir que se acaba su poder, para conseguir sus fines
tiene que recurrir a las leyes de orden moral y a la cultura moral de los ciudadanos. Por ejemplo, cuando la
Constitución trata de obtener que las autoridades estatales sólo usen su potestad orgánica en interés
general y nacional, puede poner en práctica, con este objeto, determinados medios jurídicos tales como los
que consisten en prohibir el mandato imperativo o hacer al elegido irrevocable con respecto a sus electores.
Estas precauciones, por útUes que sean, no pueden impedir por completo que los electores, al nombrar a
sus diputados, o los elegidos, en el momento de tomar las decisiones, sacrifiquen los intereses superiores
que tienen a su cargo ante opiniones de interés particular. La influencia del derecho, comparada con la de la
moral, es, en definitiva, modesta. Estas verdades han sido repetidas tantas veces que parece pueril
recordarlas. Sin embargo, hay que repetirlas, puesto que todavía hoy subsisten tantas dudas respecto a la
distinción precisa que debe establecerse entre la regla de derecho y la regla de moral. La frase, que ya se ha
hecho proverbial, "Quid leges sine moribus?" implica, sin embargo, en forma indudable, no sólo que el
derecho es ineficaz si no lo secunda la moral, sino también que ambas clases de reglas son de naturaleza
muy diferente. El derecho consiste en prescripciones susceptibles de ser ejecutadas por medios coercitivos;
esto significa a la vez su superioridad y su debilidad, pues si su sanción coercitiva le dota de una fuerza
particular, por el mismo motivo sólo es capaz de regir las acciones externas de los individuos. La moral se
impone en el fuero interno y domina hasta los móviles de los actos humanos. Por eso, el derecho casi no
puede actuar más que en la superficie; sólo asegura el orden formal y externo. Su concurso es ciertamente
indispensable para la realización de muchos de los fines sociales, pero por sí solo no basta a asegurar esta
realización plena y entera.
1283

INDICES
1284
1285

INDICE DE MATERIAS

Acto administrativo: su fuerza formal,


446; su subordinación a las leyes, Administradores: no son
447 ss., 466 ss., 473 ss., 486; su representantes, 937, 979 ss.; no
diferencia del acto de gobierno, 481 tienen el carácter de órganos, 1083
ss., 486 ss.; según que implique ss.
decisión o disposición, 470 ss.;
recursos contra él, 448 ss., 470 ss., Adopción de la ley por las Cámaras,
527; prohibición de su conocimiento 356, 418-419; mandato contenido en
por los tribunales judiciales, 349 ss. el acto de adopción, 364 ss., 383 ss.,
389-390, 393-394, 410-411.
Acto jurisdiccional: su comparación
con el acto legislativo, 675 ss., 680 Adopción de las leyes por el pueblo
ss.; id. con el acto administrativo, 690 (Constitución de 1793), 375 n. 15.
ss., 694, 736 n. 32; sus signos Alcalde: órgano del municipio, 177
distintivos, 714-715, 727 ss.; su ss.; agente del Estado, 178-179.
fuerza formal, 713-714, 736-737. Acto
legislativo: su diferencia de la regla Alsacia-Lorena, 25 n. 5, 107 n. 7, 127
legislativa, 267-269; ausencia de n. 25, 163, 167.
recurso contra él, 208, 214, 216 ss.,
283, 349 s. Actos de gobierno: su Alta Corte de Justicia, 716 ti. 23, 736
diferencia de los actos de n. 32.
administración, 480 ss.; su
fundamento, 482 s., 487 s.; su Anexión, 25 n. 5.
carácter ejecutivo, 487 s., 497 ss.; su
subordinación a las leyes, 490 ss., Asamblea nacional: órgano de
495-496; escapan a la necesidad de revisión, 1220-1221; no es una
autorizaciones legislativas, 483 s., reunión de las dos Cámaras, sino de
487 ss.; límites de la facultad de sus miembros, 1223 ss.; no está
realizarlos, 486 ss.; ausencia de vía sujeta a disolución, 1223-1224, 1230;
jurisdiccional contra ellos, 486, 499- carácter en que la integran y
501. participan en ella los diputados y
senadores, 1231 ss.; en cuanto
Actos de poder y actos de gestión, órgano de revisión, sólo posee
191 n. 1. competencia constituyente, 1233-
1234, 1247, 1265 re. 6; sus poderes
Administración: su esfera material, revisionistas están limitados por las
279, 289, 293, 309, 337 ss., 342 s., resoluciones previas de las Cámaras
435 ss.. 438 s., 446, 460-461; 1247 ss., 1254 ss.; las limitaciones
ilimitada extensión de su esfera, 442 impuestas a su potestad revisionista
ss., 534 ss.; su diferencia del carecen de sanción, 1262 ss.
gobierno, vid. Funciones del Estado;
su diferencia de la jurisdicción, 684
ss., 690 ss., 694 ss., 706, 711-712,
715, 726 ss., 734 ss.
1286

Austria, 166 n. 12, 352 re. 28, 562 re. 24.


Comprobación de la constitucionalidad
Auto-limitación, 222 ss., 225 ss., 231 ss., de las leyes: por el Presidente de la
243-244. República en el momento de
Autonomía, 168 ss., 172 ss. promulgarlas, 415 ss.; por los tribunales
Auto-organización, 159 ss. en el momento de aplicarlas, 319 re. 8,
415 ss.; imposibilidad de la última en el
Balanza de poderes (teoría de la), 747 sistema constitucional de 1875, 217 ss.,
748. 553-554, 1269 55.

Bélgica, 348 re. 25, 352 re. 28, 598 re. Comprobación de las elecciones, 715 re.
12. 22.

Cámara federal: popular, 114-116; de Confederación de Estados: en el régimen


Estados, 116 as. de mayorías, 882 ss.; su diferencia del
Estado federal, 100 ss.; su naturaleza,
Cantones, 58 re. 38. 100 ss., 135 s.; su organización, 103 re.
3, 117.
Cartas de 1814 y de 1830: cuestión
planteada por su revisión, 1212 re. 30. Consejo de Estado: generalidades, 322
re. 9,366, 708, 710; su intervención en la
Casación: organización y función confección de los reglamentos de
originarias del tribunal de, 661 ss.; administración pública, 584 ss.; su
función actual de la corte de, 664-665, función en materia contenciosa según la
668 ss. legislación del año VIII, 706 ss.;
extensión de su poder jurisdiccional, 209,
Cesión territorial, 24 re. 5. 217 re. 16; necesidad de una decisión
previa para que pueda conocer de lo
Ciudadanos: activos y pasivos, 1116 ss., contencioso, 725 re. 28.
1120 ss.; como elementos integrantes de
la nación y el Estado, 31-32, 61 re. 40, Consejos de prefectura, 706 ss.
63 re. 43, 234 ss., 239-240, 242, 302 s.,
333, 949 ss.; diferencia entre el Constitución: base del Estado, 68 re. 5,
ciudadano elector y el ciudadano 75 ss., 100, 136 ss., 159 ss., 192;
legislador, 986; indivisibilidad de su carácter formal de su concepto jurídico,
representación, 951-952; se hallan 1234 ss., 1242 re. 6; como signo
representados en el ejercicio de la distintivo del Estado, 1240 re. 4; fuente
soberanía, 1117-1118, 1120-1121; su de las limitaciones de la potestad del
definición, 22, 949-951; su participación Estado, 223 ss.; fundamento del orden
representativa en la formación jurídico creado por la vigente, 1198 re.;
de la voluntad del Estado, génesis de la originaria del Estado, 77-
234 ss.; sujetos pasivos de la potestad 78, 138 ss., 1166 ss.
estatal, 237 ss.; teoría del ciudadano
soberano y subdito, 876, 882 ss. Constitución de 1791: derechos naturales
de los ciudadanos, 226; duración de las
Colegios electorales: no eligen en virtud legislaturas, 1052 re. 28; elección
de un derecho propio, 925 re. 11, 926 re. departamental, 120 re. 18; enumeración
12, 933 re. 19, 934 re. 20, 1106 ss. de los representantes, 974 ss., 979 ss.;
indisolubilidad del cuerpo legislativo,
Competencia ("de la competencia"), 130 1065; limitación de la reelegibilidad de
ss., 172 ss. los diputados, 1053 re., 1056 re. 1;
1287

naturaleza de la monarquía en ella, 907 Corporación: generalidades, 21 s., 44,


ss., 974 ss.; noción de la ley, 257-259; 63, 104 ss.; su distinción de la sociedad
régimen electoral, 952 ss., 1116 55., contractual, 46 ss.; el estatuto orgánico,
1120 ss., 1152; régimen representativo, base de ella, 47 ss.; territorial, 23 re. 4.
912913, 915-916, 933 ss., 952 ss., 967;
revisión de la Constitución, 909, 1065 re. Costumbre constitucional, 335 re. 17.
8, 1174, 1184 re. 6; sanción real, 372 ss.; 599, 621, 624, 1246 re. 10.
separación de poderes, 747 ss., 798;
soberanía nacional, 91, 892 ss.; veto, Cuerpo electoral: generalidades, 1098
1096 re. ss.; teoría que lo considera como el
órgano supremo, 1099-1100; como
Constitución del año III: separación de simple órgano de nombramiento en el
poderes, 774 ss. Constitución de 1875: régimen representativo, 1100 ss.; en el
su brevedad, 1241 ss.; vid. también régimen parlamentario se convierte en
passim. Constitucionalidad de las leyes, órgano de voluntad 1063 ss., 1103 ss.;
vid. Comprobación. con el Parlamento forma un órgano
complejo, 1075 re. 19, 1103 ss.; con el
Constituyentes o Convenciones: su Parlamento forma el órgano supremo,
definición, 1181 ss., 1206 ss.; doctrina 814 re., 911 re. 29: por sí solo no es el
sobre su omnipotencia, 1205-1206, soberano, 862: alcance de su
1210-1211, 1217 ss., 1248-1250, intervención como consecuencia de la
12541256; sistema de las Convenciones disolución de la Cámara de Diputados,
reducidas a la competencia 1067-1068; limita la potestad del
constituyente, 1217 ss., 1233, 1247. Parlamento, 861 ss., 1278 ss.; como
órgano colegiado, 1149 ss., 1159-1160;
Consulta al legislador, 660-661, 665. en Francia es el principal titular del poder
de elegir, 1150, 1159-1160.
Contencioso-administrativo: naturaleza
de las decisiones relativas a él, 767768; Decisiones ejecutivas, 385 re. 10, 391 re.
id. bajo la Revolución, 731 ss.; necesidad 18.
de una decisión previa para su
formación, 632, 725 re. 28; su diferencia Declaración de derechos de 1789;
de lo contencioso judicial, 349 re. 26, 840 carácter filosófico de los principios
re. 23; su diferencia de la nulidad y la formulados por ella, 1245; derechos
reforma, 471-472, 736 re. 33; su esfera, naturales del hombre (art. 2), 226227;
349. generalidad de la ley (art. 6), 234 ss., 237
re. 26, 258, 273, 284; hoy no tiene valor
Contrato social (teoría del), 64 ss., 67 de ley constitucional, 1243 ss.;
ss., 137, 875 ss., 882 ss., 1163 ss., 1186 separación de poderes, 750751;
ss. soberanía nacional (art. 3), 91. 892, 894,

Contratos del Estado, 209 ss. Decretos: especiales y generales, 502;


¿deben promulgarse?, 396 s., 413 414,
421 ra. 52; conversión de los
reglamentarios en leyes, 622 ra. 33;
autorizados a reserva de su ratificación
parlamentaria, 626-627.
1288

Decretos-leyes, 324-325, 327-328, 549 Derecho constitucional: generalidades,


re. 23. 21; presupone una Constitución vigente,
1175.
Delegación: de derechos de potestad,
179 ss., 186; teoría de la delegación de Derecho de elección: ¿es un derecho o
la potestad legislativa por el Parlamento una función?, 1108 55., 1114 ss., 1118
en favor del Presidente de la República, 55., 1124 55.; ¿es un poder de votar o de
536 ss., 585, 590 $.; interés de esta elegir?, 1109, 1145, 1149 ra. 1, 1150,
teoría, 539; su refutación, 539 ss., 546 1160; ¿es un poder colectivo o
577-578; teoría francesa de la delegación individual?, 1107, 1146 5., 1159-1160; su
de poder, 914 ss., 923-924; su crítica, fundamento, 1109 ss., 1122 ss.,-
929 ss.; 1001 ss., 1009 s. considerado en 1791 como una función,
952 ss., 1115, 1118 ss.; distinción
Deliberación de las leyes, 355 s. establecida en 1791 entre la condición de
ciudadano y la de elector, 1116 ss., 1120
Democracia: su definición, 901 ss.; ss., 1131; teoría que niega al elector todo
naturaleza del Estado democrático, 903 derecho subjetivo, 1125-1126; teoría que
re. 19; diferencia entre la democracia ve en él a la vez un derecho y una
directa y la democracia representativa, función, 1126 ss., 1132-1133; distinción
1047 ss.; examinada en sus relaciones: en él entre el derecho subjetivo y la
1° con el principio de la soberanía función estatal que sucesivamente ejerce
nacional, 909 ss., 1044 ss.; 29 con la el elector, 1131 ss., 1139 ss.; el
cuestión del poder constituyente, 901, ciudadano investido de él tiene derecho a
1219. hacer reconocer su condición de elector,
1127, 1133 ss.; su contenido como
Departamento (división administrativa), derecho subjetivo, 1133 ss., 1137-1138;
58 re. 38. teoría que ve un órgano en cada elector,
1149, 1159-1160.
Departamentos ministeriales: no son
personas jurídicas, 151 ra.; ¿pueden Derecho de resistencia: teoría del
crearse por decreto?, 614 ss. derecho de resistencia a la ley, 196197;
carácter extrajurídico de esta teoría. 215-
Derecho (en el sentido positivo del 216, 227-228.
término) : su fundamento, 68-69, 78, 204-
205, 229 s.; su creación por el Estado, 69 Derecho divino (teoría del), 872 ss.
ra. 6, 78. 183 re. 25, 205, 229 ss.; su
carácter imperativo, 190 ss., 203 ss., Derecho individual de los ciudadanos,
229-230, 365 re. 7; su carácter formal, 286 ss., 293 s., 301 ss., 304 ss Derecho
57-58. 229, 231. 250 ra. 2: id. natural, 65 ss., 69 ra. 6, 182 ss., 198 ss.,
condicionado por la organización social, 203 ss., 226 ss.
68-69, 72-73; id. condicionado por la
coacción. 69 re. 6, 203 55., 239 5., 250
re. 2: su esfera de aplicación y extensión
de su concepto, 286 ss., 300 55., 333; su
objeto y sus medios limitados, 203, 205,
232233, 250 ra. 2.
1289

Derecho público, 21, 63-64, 304. Elecciones: naturaleza jurídica de la


relación entre electores y elegidos, 922
Derechos individuales: actualmente ss., 929 ss., 939-941, 961 ss., 1014-
carecen de garantía constitucional, 1213 1015, 1020 ss., 1025 ss., 1034 ss., 1010
ss., 1268 ss.; en cuanto a su s., 1053 ra. 29, 1144 re. 13; distinción
reglamentación dependen del entre el carácter electivo y el carácter
Parlamento^ 1243 ss., 1268 ss.; función representativo, 970, 974 s. ; grado de
del Estado en su consagración, 179180, influencia resultante para los electores
182-183, 229-230. del poder de elegir, 931-932, 940, 1037
re., 1051, 1056 ss., 1067-1068; su
Derechos propios: generalidades, 50 ss., alcance: 1? en el régimen representativo,
153 ss., 177 ss., 183 ss.; diferencia entre 922, 929 ss., 1100 ss., 1151 ss.; 2' en el
los del Estado y los de las derrás régimen parlamentario, 1063-1064, 1067
colectividades o de los individuos, 182- s., 1072-1073, 1103 ss., 1153-1154; 3'
184. en el régimen de elección proporcional,
1154 ss.; vid. Comprobación.
Derechos subjetivos, 35 ra. 9, 133, 242
ss. Electorado, vid. Derecho de elección.

Derogación de las leyes, 368-369, 574. Estado: distinción entre el Estado y sus
elementos constitutivos, 27, 36, 61-62;
Descentralización: su definición y sus órganos estatales en que se basan el
rasgos característicos, 169 re. 14, 170 re. Estado y su personalidad, 989-950, 991-
15, 177; su diferencia del federalismo, 992, 1079 ss., vid. Personalidad; su
107 re. 6, 134-135, 149 ss., 172; id. y la concepto en el sistema de la soberanía
autonomía, 168 ss. nacional, 904; su continuidad, 61 ss.,
1169 ss., 1173 ra. 11; su definición, 26
Desconstitucionalización: pérdida del ss.; su génesis, 64 ss., 73 ss., 77 ss.,
rango constitucional de determinadas 136 ss., 1167 ss.; su identidad con la
reglas, 1242; supervivencia de las reglas nación, 30 ss., 889-890, 895, 904, 1030;
consagradas por Constituciones su personalidad, 762 ss., 904, 991-992,
derogadas, 335 re. 17. 1079 ss., vid. Personalidad; su
seguridad, 564-565; su signo distintivo,
Diputados: representan a la nación, 933 82-83, 85 ss., 96 ss., 152 ss., 162 ss.,
ss., 941, 969 ss., 974, 987-988; son los 171 ss., 174 ss.; su teoría general, 21; su
elegidos de la nación, 926 re. 12, 933 re. teoría realista, 34 ss.; su unidad, 761 ss.,
19, 934 re. 20; caracteres de la función 786 ss., 791 ss., 835-837. 845846, vid.
de diputado, 925 ss., 1053 re. 29. Unidad; su voluntad, vid. Voluntad; sus
atribuciones o tareas, 250 ss.; sus
Disolución de la Cámara de Diputados: elementos constitutivos, 22 ss.; sus fines,
812 ss., 857-858, 1065 ss., 1095 ra. 18, 150 ss.; sus funciones, vid. Funciones;
1096 re. 19, 1223-1224. vid. también passim.

Elección proporcional: supuesta


distinción entre ella y la representación
proporcional, 1147 ss., 1154 ss.;
examinada en sus relaciones con el
gobierno representativo, 1150 ss., 1155
ss.
1290

"Estado de cultura", 249 ss. Estados no soberanos: su distinción del


Estado soberano, 86-87, 170, 172 ss.; su
"Estado de derecho" (régimen del), 211- distinción de la provincia, la colonia y el
212, 222 s., 243-244, 449 ss., 467, 471, municipio que se administran por sí
747. mismos, 109 s., 149 ss., 159 ss., 166 n.
12, 168 ss., 174 ss., 183 ss.
"Estado de Estados", 104.
Estados protegidos, 97.
Estado federal: carácter estatal de las
colectividades confederadas, 1195 n. 17; Estados semi-soberanos, 144.
dualidad de órganos supremos, 119 n.
15, 123, 789 n. 33; la Cámara de los Estados generales: naturaleza de la
Estados, 925 n. 11, 932 n. 17, 934 n. 19, representación, 942 ss.; carácter del
1040 n.; los Estados miembros en cuanto diputado, 946 ss.
órganos suyos, 1032 n. 19; participación
de los Estados miembros en su potestad, Estados Unidos: poderes del Presidente,
1138; sistema bicameral, 1224 ss.; su 374-375, 488 n., 798-799; separación de
carácter unitario, vid. Unidad; su poderes, 759 n. 13, 772, 774 ss., 780-
competencia, 110-111, 128-129, 131 ss., 781, 798-799; separación del poder
173 n. 16; su definición, 98 ss., 124 ss.; constituyente, 787, 1215 ss.; sistema
su desaparición, 170; su dualismo propio, bicameral, 1228; sus órganos en cuanto
126 ss., 147; su génesis, 136 ss.; su Estado federal, 114 ss., 121 ss., 123.
naturaleza, 109 s., 122 ss.; su soberanía,
128 ss., 162 n. 7, 1195 n. 17; su Estatuto legislativo, 318 ss., 326 ss., 330-
transformación en Estado unitario, 161; 331, 333 ss.
sus diferencias del Estado unitario, 109
ss., 123 ss., 134 ss., 147; sus órganos, Fecha de las leyes, 421 ss. Federación
113 ss., 147. australiana, 163, 165. Federalismo, 112
s., 120 n. 18, 125 n. 23, 126 ss., 135 n.
Estado legal, 279-280, 451 ss. 30, 148 n. 36. Fines (teoría de los), 46,
150 ss., 178, 252-254, 427-428, 445.
Estado patrimonial, 24 n. 5, 88. Formación de las leyes, vid. Adopción,
Deliberación, Fecha de las leyes,
Estados miembros de un Estado federal: Iniciativa, Potestad legislativa (actos de),
su autonomía, 168 ss.; su carácter Promulgación, Publicación, Referendum,
estatal, 102 ss., 127-128, 147, 168 ss., Sanción, Veto legislativo.
185 ss.; su competencia, 109-110, 132,
140-141, 151, 160, 162, 173 n. 16; su Formas de gobierno, 7 ra. 6, 6.2, 74 ra.
falta de soberanía, 128 ss., 143; su 11, 76.
participación en la potestad federal, 112
ss., 121 ss., 133; su comparación con la Fragmentos de Estado, 166 ra. 12.
provincia del Estado unitario, 109 ss.,
161-162, 170-171, 174 s.; sus relaciones Fuerza ejecutiva: en general, 379, 386
con el Estado federal, 104 ss., 109 ss., ra. 13; de las leyes, 378 ss., 382 ss., 387
112 s., 122 s.; su constitución, 159 ss. ss., 394, 411 ra. 42; de los decretos, 386
ra. 12, 397 n. 26, 413; de los juicios, 386
ra. 13, 388, 395 ra. 23, 413 ra. 46; de las
leyes de revisión constitucional, 390.
1291

Función administrativa: su concepto Función legislativa, vid. Ley, Potestad


constitucional, 437 s., 444 s., 460461; legislativa.
alcance formal de su concepto según ej
derecho constitucional francés, 446 ss., Funcionarios: no actúan como personas
459-460; su carácter ejecutivo, 299, 309, distintas del Estado, 1081 ra. 6,
338-339, 429 ss., 438 ss., 447 ss., 451, 10831085; su concepto se opone al de
453 ss., 456 ss., 475 ss., 489, 497 ss., órganos, 1078 ss., 1082 ss.; id. al de
532 ss.; facultades de iniciativa y representantes, 970 ss., 975 ss.; su
apreciación comprendidas en ella, 429 estatuto, 485 ra. 5, 616 ra. 27.
ss., 458 ra. 9, 461 ra. 11, 463 ss., 473
ss., 688-689; sus subdivisiones, 736 ra. Funciones del Estado: generalidades,
33; vid. también Administración, Función 249 ss.; su distinción y clasificación, 252
del Estado, Poder ejecutivo. Potestad ss., 628 ss., 680 ss., 693-694, 734 s.,
administrativa. 742 ss., 767, 837 ss., 845 ss.; teoría de
las funciones materiales y las funciones
Función jurisdiccional: definición, 635 ss., formales, 257 ss., 261 ss., 433 ss., 459-
639, 725, 734; su naturaleza compleja, 460, 628, 683684, 738 ss.; doctrina de
680 ss.; su carácter habitualmente Montesquieu sobre las funciones del
ejecutivo, 628 ss., 637-638, 652 ss., 682 Estado consideradas desde el punto de
ss.; base y significación formales de la vista material, 742, 745, 762 ss., 837; su
distinción entre las funciones separación o especialización, 765 ss.,
jurisdiccional y administrativa, 711-712, 776-777, 839 ss.; distinción entre
715, 724-725, 730 ss., 735 ss.; legislación y administración, 254 s., 277-
¿constituye un tercer poder?, 628 ss., 278, 288-289, 308 s., 327 ss., 336 ss.,
637, 653-654, 680 ss., 684 ss., 711-712, 428 ss., 433 ss., 438, 446 s., 460-461,
734 ss.; ¿no se ejerce más que en caso 488; id. entre administración y gobierno,
de litigio?, 631 ss.; su objeto, 631 ss., 480 ss., 483 re. 4, 486 ss.; id. entre
635 ss., 653 ss., 665 ss., 680, 687 ss., administración y jurisdicción, 252, 254,
712-713, 734 ra. 30; poder creador de 427-428; su jerarquía, 783 ss., 838 ss.,
soluciones jurídicas contenido en ella, 845 ss.; vid. Administración.
638 ss., 647 ss., 652-653, 665 ss., 673-
674, 680 ss.; limitaciones al poder Gabinete ministerial: su posición frente a
creador contenido en ella, 672 ss., 678 las Cámaras y al jefe del Ejecutivo en el
ss.; sus relaciones con la ley, 639 s., 647 régimen parlamentario, 802 ss., 806 ss.,
s., 652 s., 666 ss., 672 ss., 678, 688 ss.; 822 ss., 831 re. 66, 1092 re. 16; su
concepto de la Asamblea nacional de participación en el trabajo legislativo,
1789 relacionado con ella, 629, 653 ss., 356.
660 ss.; no implica más que soluciones
específicas, 675 s.; vid. también Acto Gesamtakt, 72-73, 1258-1259.
jurisdiccional, Administración, Jueces,
Separación de las funciones Gobernantes: doctrina que los identifica
administrativa y judicial. con el Estado, 36; su distinción con
respecto al Estado, 61-62; fundamento
de su potestad, 74 s., 191 ss., 195 ss..,
868 ss., 892; sólo tienen el ejercicio de la
soberanía, 891; su distinción de los
agentes, 1078, 1080.
1292

Gobierno: formas de, 897 ss., 903 re. 19, Imperio alemán: su naturaleza jurídica,
912-913. Gobierno popular directo, 918; 104 s., 107 re. 7; no es una monarquía,
vid. también Gobierno representativo. 112 re. 10, 359; el Bundesrat, su órgano
supremo, 119, 359-360, 370371; función
Gobierno representativo: generalidades, legislativa respectiva del Reichstag y el
918-919; su fundamento, 918 ss., 929, Bundesrat, 295, 359-360, 363 re. 5, 367
937 re. 23, 965; doctrina de Rousseau, re. 8, 370-371; función del emperador en
918 ss.; doctrina de Montesquieu, 910 su legislación, 364 re. 6, 379, 403 n. 32,
ss.; doctrina de Sieyés, 963 ss.; sus 415; sanción de las leyes, 359-360,
relaciones con el principio de la 370371; promulgación y publicación de
soberanía nacional, 912-913, 914 ss., leyes y ordenanzas, 307, 363, 379, 415;
951-952, 1050 ss.; aplicado al ejercicio comprobación judicial de la validez de las
del poder constituyente, 116511C6, 1196 ordenanzas, 352 re.; función del
ss., 1217 ss.; su oposición a la emperador y de las asambleas con
democracia, 912-913, 963 ss., 1041 ss., respecto a los tratados, 492-493 re. 9,
1044 a., 1073 re. 17; teoría que ve en él 497 re.; fuerza obligatoria de los tratados,
una forma de goLierno popular, 1020 ss., 238 re.; y la potestad de Estado, 1004 re.
1025 ss., 1041 ss.; no es un régimen de 7; y !a teoría del órgano de Estado,
verdadera representación, 939 ss., 985 10191020.
ss., 1037 re. 23, 1050-1051, 1075 re. 19;
variaciones de la idea de representación, Imperium, 382, 385 re. 11, 489 re.
1069 ss., 1072 ss.; su evolución Impuesto: su anualidad, 335-336; ¿sólo
histórica, 942 ss., 948-ss., 1055 ss., puede ser establecido por una ley?, 571
1153-1154; influencia del régimen ss.
parlamentario sobre él, 1063 ss., 1069
ss.; su tendencia actual a convertirse en Inglaterra: poder legislativo del
un régimen de representación efectivo, Parlamento, 362: promulgación de las
1057 ss., 1069 ss.; el sistema bicameral leyes, 397 re. 27; tratados, 496 re. 11.
en sus relaciones con él, 1074 re. 18; vid.
también Elecciones, Representantes, Iniciativa de las leyes, 354-355, 355 re. 2,
Representación nacional. 375 re. 15, 767, 776. Instrucciones de
servicio: su naturaleza y caracteres, 304,
Gobierno semi-representativo, 1072 ss. 605 ss.; fundamento del poder de
dictarlas, 606; su diferencia jerárquica
Igualdad de las Cámaras, 370 re. 10, con respecto al reglamento
425-426, 1253. administrativo, 607 ss.; sus efectos, 609-
610; vid. Ordenes de servicio.

Interés colectivo, 38-39, 41-42.


Interpretación: de las leyes, 476-477,
479; de los reglamentos adminisirativos
por los tribunales judiciales, 503, 527;
valor de los trabajos preparatorios y de
las intenciones del legislador para la
interpretación de las lsyes, 642 ss.; papel
de la analogía en ella, 650 ss.; vid.
Jueces.
1293

Irrevocabilidad del Presidente de la 304 ss., 311 ss., 346 ss., 349 ss., 511
república, 801, 830-831, 1087. ss., 517 ss.; su fuerza formal, 268, 310
ss., 317-318, 326, 342-343, 344 ss., 347-
Jueces: sus poderes con respecto a la 348, 351 ss., 549 re. 23; su fuerza
interpretación de las leyes, 644 ss., 664- material y sus efectos materiales, 268,
665; su poder de injonction, 256 re. 7, 312, 316, 349 ss.; elemento formal
384 re. 9, 386 re. 13, 413 re. 46, 656 re. indispensable en su concepto, 280-281,
14; su potestad creadora en caso de 311 ss., 325 ss., 344 ss., 504 re. 2;
insuficiencia de las leyes, 638 ss., 652- alcance formal de su concepto según el
653, 665 ss.; límites de dicha potestad, derecho constitucional francés, 257 ss.,
1086-1087; les está vedado conocer de 298 ss., 309 ss., 325 ss., 339, 346 ss.,
los actos de administración, 349 ss., 702; 352-353,
independencia de los jueces frente al 444-447; potestad de iniciativa que le es
Ejecutivo, 697 ss.; no tienen el carácter propia, 336 s., 341-342, 347-348, 489; su
de representantes nacionales, 655 ss., alcance estatutario, 318 ss., 325 ss., 331,
983 ss.; no son órganos, 1085 ss. 333 ss., 347-348; C) su esfera material,
269-270, 285, 289 ss., 297 ss., 308 ss.,
Juicios: mandato contenido en ellos, 384 318-319, 330 ss., 336 ss., 340 ss., 347-
re. 9, 413 re. 46, 656 n. 14. 348, 511 ss., 547 ss.; ilimitada, extensión
de su esfera, 309-310, 330 s., 489; D) fi
Jurisprudencia: sentimientos hostiles de jación de su contenido, 358 ss., 364 ss.;
la Asamblea nacional de 1789 frente a emisión del mandato que la crea, 358
ella, 664; no es una fuente general de ss., 364 ss., 378 ss., 382 ss., 389-390,
derecho, 675-676. 393-394; E) expresión de la voluntad
más alta en el Estado, 320-321, 326,
Ley: sentido constitucional de la palabra, 329-330, 347; su forma (por oposición a
257 s., 273, 290, 291, 294 ss.; A) teoría la del simple consentimiento
de la ley como regla, 262263, 323 re. 10. parlamentario), 345 ss.; mandato
352; id. como regla general. 275 ss., 306, contenido en ella, 235 ss., 346 re. 21,
745, 765; id. como regla de derecho, 285 364 ss., 382 ss., 389-390, 393-394, 411;
ss., 289 s., 293-294, 300 ss.; id. de la ley F) distinción entre leyes administrativas y
constituida por un doble elemento de leyes relativas al derecho, 255-256, 288
forma y de fondo, 265-266, 267, 311 ss.; ss., 300 ss., 304 ss., 331 ss., 349 ss.;
doctrina de Rousseau, 258, 265-266, leyes que estatuyen sobre un caso
311-312; su concepto en las particular, 265, 278 ss., 334 ss., 341 ss.;
Constituciones de 1791 y del año III , leyes que establecen medidas de
258259; B) distinción entre leyes administración, 259, 274, 341-342, 345,
formales y materiales, 263 s., 272 s., 349-350; leyes de interés local, 346;
278, 285, 287, 288, 293-294, 299300,
1294

leyes de duración limitada, 334 ss.; leyes Mediatización, 106.


producidas en ejecución de una ley
anterior, 344; leyes que derogan las Ministerio, vid. Departamento ministerial,
reglas generales en vigor, 268, 282 ss., Gabinete.
317, 342-343, 448-449, 452, 572 ss.; G)
fundamento de su carácter imperativo, 69 Ministros: su nombramiento y
re. 6, 199 ss., 202 n. 8, 202-203, 219- separación, 806 55., 822, 827-828; no
220; valor del texto legislativo para la son delegados del Presidente de la
determinación del alcance de la ley, 642 República, 614-615; su responsabilidad
ss.; irresponsabilidad del Estado con política y criminal, 716 re. 23; sus
motivo de sus leyes, 207 ss., 214; su relaciones con las asambleas, 774 ss.,
comparación con el reglamento, vid. 802 ss., 831 re. 66; la cuestión del
Reglamento; vid. también Acto ministro-juez, 706-707, 718 ss., 725 n.
legislativo, Adopción, Comprobación de 28.
la constitucionalidad de las leyes,
Deliberación, Derogación, Fecha de las Monarquía: sus condiciones esenciales,
ltíyes, Fuerza ejecutiva, Iniciativa, 898 ss.; naturaleza del Estado
Interpretación, Potestad legislativa, monárquico, 902, 903 re. 19, 907; su
Promulgación, Publicación, Sanción, incompatibilidad con el Estado federal,
Veto legislativo. 113 re. 10; extensión de los poderes del
monarca, 297 ss.; potestad legislativa del
Leyes constitucionales o de revisión: monarca, 358 ss., 369 ss.; el monarca
carácter distintivo de las mismas. 1238 como órgano supremo, 369 ss., 796 ss.,
55., 1246 n. 10; su diferencia de las leyes 854 ss., 898 ss.; poderes de gobierno del
ordinarias, 484-485, 488 ss., 572-573, monarca, 488 re. 7; nacional y
1206 55., 1212 re. 30, 1215 55., 1241 constitucional, 892, 907; limitada, 797,
ss.; su promulgación, 396, 418; su fuerza 854 ss., 899 rere. 14 y 16; en sus
ejecutiva, 390. relaciones: 19 con el principio de la
soberanía nacional, 906 ss., 1044 ss.; 2'
Leyes de hacienda, vid. Presupuesto. con la separación de poderes, 755 ss.,
Leyes del reino (en la antigua Francia), 796-797, 854 ss.; 3ª con la cuestión del
327-328. poder constituyente, 900901, 1219; en la
antigua Francia, 87-88; carácter
Leyes federales, 106, 129. representativo del rey en 1791, 974 ss.

Mandato: teoría del mandato electivo, Montesquieu: su teoría sobre los tres
922 55., 929 55., 1058 re. 2; imperativo, poderes y su separación, 744 ss., 757-
118, 927-928, 1061 re. 4; la cuestión de 758, 764 ss., 111 ss., 1188 ss.; su
los mandatos imperativos en la doctrina sobre el gobierno representativo,
Asamblea nacional de 1789, 956 55., 920 ss., 973 re. 19.
967-968, 1175 ss.
Municipio, 60 re. 38, 150 ss., 176 ss.,
Materias administrativas (por oposición a 185 ss.
las llamadas de derecho), 435-436, 441-
442, 460-461, 472 55., 511 55., 532-533,
601-602.
1295

Nación: generalidades, 21-22, 28; del Estado, 244-245 ; 39 con los


sentido jurídico de la palabra, 22 re. 2, conceptos de potestad estatal y de
3233, 57 re. 37; se halla constituida por soberanía nacional, 1009-1010, 1041 re.;
los ciudadanos, 32, 234, 236 re. 25, 949 su diferencia del representante, 938939,
ss., 1115 ss.; su identidad con el Estado, 990 ss., 992 ss., 1003 ss., 10101012,
889-890, 895, 904, 1001 n. 4, 1030; su 1036 ss., 1050-1051; su diferencia del
personificación por el Estado, 27, 29 ss.; funcionario, 1078 ss., 1082 ss.; su
su personalidad, 3031. 904 s., 936; su carácter estatutario, 992; es miembro de
continuidad, 3839; su unidad e la colectividad, 991, 996997, 1038 ss. re.;
indivisibilidad, 892893, 935 ss., 951-952, carece de personalidad distinta de la de
962-963, 1116, 1152 re. 4; su voluntad, la colectividad, 990 ss., 1001 re. 4, 1006
936, 938; su organización, 26, 32-33, 52 ss., 1142 ss.; medida en que la condición
ss., 73, 79; federal, 110; su de órgano implica un derecho subjetivo
representación, vid. Representación para los individuos que están revestidos
nacional. de ella, 1132 ss., 1139 ss.; contenido del
derecho subjetivo perteneciente al
Obediencia jerárquica: los funcionarios individuo órgano, 1133 ss., 1139 ss.;
vienen obligados a ella, 472. función y poder del órgano, 993 ss.,
1003-1004, 1006-1007, 1079 ss., 1139
Ordenanzas llamadas de necesidad ss.; diferencia entre el órgano y los
(Notverordnungen), 556 re. 24, 620 re. individuos que se suceden en un puesto
31, 622 re. 33. de órgano, 1013 ss.; jerarquía de los
órganos, 783 ss., 788 ss., 838 ss., 845
Ordenes de servicio, 427; vid. ss.; fundamento de la potestad de los
Instrucciones de servicio. órganos, 867 ss.; teoría francesa del
órgano nacional, 1016-1018, 1033, 1038
Organización y funcionamiento de los ss. re.; teoría alemana del órgano de
servicios públicos: naturaleza de las Estado, 1018 ss., 1029-1030; teoría del
reglas relativas a ella, 288 ss., 300 ss., órgano representativo secundario que
304 ss., 307 ss.; poderes del Presidente representa a un órgano primario, 1020
de la República en lo que concierne a ss.; teoría que distingue órganos
ella, 599 ss. representativos y órganos no
representativos, 1023 ss., 1037 re. 23,
Organización unificante: como hecho 1050; ¿a quién corresponde el carácter
generador de la personalidad del Estado de órgano de la República francesa
y de la potestad del Estado, 26, 28, 46 según la Constitución de 1875?, 1087
ss., 51 re. 31, 52 ss., 57 ss., 75. 79. 139- ss.; complejo, 368, 764, 801-802, 1075
140, 245. ra. 19, 1104-1105, 1159 ra. 8, 1227;
primario, 120; supremo, 95, 119 ra. 15,
Organo: diversos sentidos en que se 123, 164, 217 ss., 369 ss., 786 ss., 790
emplea la palabra, 1076 ss.; orígenes de ss., 835-837, 853 ss.
la teoría del órgano, 997 ss., 1041 re.;
fundamento de la teoría jurídica del
órgano, 990 s., 1001 ss.; objeto de la
teoría del órgano, 763, 1006 ss., 1012
ss., 1038 ss. n. 23; interés de la teoría
del órgano, 1010 1012; relaciones de la
teoría del órgano: 19 con el concepto de
personalidad colectiva, 989-990, 1079
ss.; 2' con la noción de la personalidad
1296

Organos del Estado: generalidades, 32 244 ss.; utilidad del concepto, 36, 44-45,
ra. 6, 58 ra. 38, 60 ra. 39, 77-78, 122 re. 63, 95, 221, 242 ss.; relaciones entre los
20, 133, 139, 146 ra. 34; como base del ciudadanos y la personalidad del Estado,
Estado y de su personalidad, 51 ss., 73- 31-32, 61 ra. 40, 63 ra. 43, 234 ss., 239-
74, 139-140; su jerarquía, 325 ss., 370. 240, 246, 302.

Organos legislativos, 354 ss., 369 ss., Personalidad jurídica:" en general, 38; de
386. las colectividades, 32 ss., 38 ss., 43-44,
47 ss., 57 ss., 62-63, 75-76, 78.
Parlamento (en la Constitución de 1875) :
teoría que ve en él un órgano especial Plebiscito, 1174 ra. 12.
del pueblo, 1020 ss., 1032, 1036 ss.,
1050; su carácter unitario, 792-793, 1224 Poder constituyente: generalidades,
ss.; como único órgano primordial de 1161, 1179 ss., 1233 ra. 6; teoría
voluntad, 1090 ss.; como órgano norteamericana, 786 ss., 860, 1215 ss.;
supremo, 224 ss., 534 ra. 9, 799-800, doctrina de Sieyés, 787-788, 1165 ss.,
827 ss., 831 ss., 839, 846 ss., 856 ss., 1189 ss., 1193 ss., 1201 ss., 12391240;
1268, 1275 ss.; parece ser omnipotente, teoría de la soberanía constituyente del
1266 ss., 12751276; extensión de su pueblo, 1163 ss., 1203 ss., 1207, 1215-
potestad legislativa, 207, 217 ss., 283- 1216; cambinación del régimen
284, 293, 309, 339, 342; límites de su representativo con el principio de la
potestad, 856 ss., 861 ss., 1276 ss.; soberanía constituyente del pueblo,
carácter inicial de su potestad legislativa, 1165-1166, 1196 ss., 1217 ss.; aplicación
339 ss.; sólo él posee el carácter de de la teoría del órgano, 1161 ss., 1169
órgano legislativo, 354 ss., 376, 386; ss., 1174-1175; circunstancias diversas
órgano limitado por el cuerpo electoral, en que es llamado a ejercerse, 1171 ss.;
219-220; su potestad en materia de carácter jurídico de las prescripciones
organización de los poderes, 1241 ss.; que regulan su ejercicio, 1195 ra. 17; de
sus poderes en la reglamentación de los la Asamblea nacional de 1789, 1175 ss.;
derechos individuales, 1243 ss., 1268 Constituciones que lo ignoran, 1211 ss.;
ss.; su potestad en materia constituyente, sus relaciones: l9 con el principio de la
488 re. 7, 489 re., 1266 ss., 1273 ss.; su soberanía nacional, 1179 ss., 1184 ra. 6,
papel en lo que concierne a la fijación de 1214 ss., 1217 ss., 1261 ss., 1265 ss.; 29
la extensión de los poderes con el principio de la separación de
reglamentarios del Presidente de la poderes, 859 ra. 20, 1188 ss.; 3' con la
República, 534 ss., 543-544, 546 ss., 549 garantía de los 'derechos individuales,
ra. 23; su papel en materia de tratados, 1190 ss., 1216, 1268 ss.; 49 con la
490 ss., 495-496. determinación de la naturaleza propia de
cada Estado, 1195 ra. 17; materias
Penas: ¿pueden ser creadas por medios reservadas a él, 1234 ss.; no
distintos de la ley?, 571 ss. participación actual de las Cámaras en
su ejercicio, 1257 ss.; vid. también
Personalidad del Estado: fundamento de Revisión, Separación del poder
su noción, 27, 38 ss., 46 ss., 50 ss., 53 constituyente.
ss., 61 ss.; alcance del concepto, 29 ss.,
37, 43 sí., 60-61; carácter formal del
concepto, 56 ss.; su realidad, 40 ss., 43
ss., 53 ss., 6162, 79; ataques dirigidos
contra el concepto, 33 ss.; restricciones
propuestas al concepto, 52 ra..33, 240
ss.,
1297

Poder de interesar una nueva Potestad del Estado: generalidades, 22,


deliberación de la ley, 373-374, 422, 425- 26, 27, 80-81; su legitimidad, 190191; su
426. característica, 149 ss., 157 ss., 171 ss.;
su indivisibilidad, 143 ss., 165 ss.; su
Poder disciplinario, 158. diferencia de la soberanía, 81, 85-86, 89
ss., 95-96, 131, 157-158, 191 ss.; su
Poder ejecutivo: su naturaleza y mantenimiento en el derecho público
extensión, 390-391, 392 ra. 21, 428 ss., actual, 205 ss., 215-216: su unidad, 757
438 ss., 443, 453, 456 ss., 462 ss., 487 ss., 845-846; sus limitaciones, 220 ss.,
ss., 530 ss., 594 ra. 8, 685, 840, 845 ss. 243-244; su sujetó activo, 240 ss.; su
sujeto pasivo, 233 ss., 237 ss.; carácter
Poder judicial, 840 ss. subjetivo de la relación de potestad entre
el Estado y los ciudadanos, 242 ss.
Poder legislativo, 839.
Potestad jerárquica: de los jefes de
Poder municipal, 180 ss., 184-185, 597. servicio, 473 ss., 601-602, 606; sus
efectos, 477, 510; sus límites, 479 ss.,
Poder reglamentario: su fundamento, 616 re. 27; ¿es una fuente creadora del
474, 477-478, 507 ss., 523 ss., 528 ss., derecho?, 478 re.
536 ss., 541 ss., 580 ss., 590;
autoridades que lo poseen, 503, 607- Potestad legislativa: característica del
608; sus límites, 515 ss., 556 ra. 24; su Estado, 166 re. 12, 172-173, 175,
diferencia del poder legislativo, 519 ss., 186187; sentido constitucional del
525 ss., 549 ra. 23; del Presidente de la término, 258, 259 re. 10, 309; actos de,
República en tiempo de guerra, 622 ra. 354 ss., 359 ss., 364 ss., 372 ss., 377
33; vid. Reglamento administrativo. ss., 424 ss.; su extensión, 207, 211 ss.,
309-310, 330-331, 332; vid. también
Policía: extensión de los poderes de, 463 Parlamento.
ss.; reglamentos presidenciales de, 594
ss.; municipal, 177 ss., 466 ss. Potestad Potestad pública, 25, 26.
administrativa: su extensión en el interior
del organismo administrativo, 473 ss., Presidente de la República: carácter
510; vid. Función administrativa. ejecutivo de sus poderes, 454 ss., 486
ss., 598, 605; carácter nominal de sus
poderes, 813 re. 48, 820 ss., sus poderes
Potestad de dominación: generalidades, como jefe de la admi
22, 26, 63 ra. 44, 104; su naturaleza,
154, 158-159, 235-236, 237 ss.; su
fuente en la fuerza propia del Estado, 24
re. 5, 68 re. 5, 153 ss., 158159; como
característica del Estado, 152 ss., 157
ss.; originariamente sólo puede
pertenecer al Estado, 155-156, 158-159,
176, 177 ss., 184, 186-187.
1298

824 ss, 827 ss., 1088 ss., 1093 ss.: promulgación de los decretos, vid.
nistración, 533, 605, 611 ss., 617 ss.; Decretos; promulgación de las leyes de
poder de nombrar para los empleos, 615, revisión de la Constitución, 1262 ss., vid.
699-700; sus poderes en materia Leyes constitucionales.
diplomática, 490 ss.; ¿tiene un poder
general de policía?, 594 ss.; ¿es un Propiedad colectiva: su diferencia de la
representante de la nación?, 455-456, personalidad colectiva, 49-50. Propiedad
613 re. 26; no es un representante ni un comunal (Gesamthand), 49 50.
órgano, 1087 ss.; su irrevocabilidad, 801,
830-831, 1089; vid. también Régimen Prusia y otros Estados alemanes, 117 re.
parlamentario. 13, 119, 130 re. 27, 148 n. 37, 290291,
294 ss., 298-299, 352 re, 359 ss., 363,
Presupuesto: naturaleza de la ley 598.
presupuestaria, 334 ss.; su anualidad.
335-336; su carácter estatutario, 336 Publicación de las leyes: su objeto y
337. efectos, 378 re. 1, 394, 406 re. 38, 407;
su diferencia de la promulgación, 399,
Promulgación de las leyes: 405 ss., 407 ss.; sus relaciones con la
generalidades, 357, 376-377, 405 re. 37; promulgación, 408 ss,
su fórmula, 321, 362 n. 3, 363-364, 377,
394-395, 398-399, 402 re. 31, 403 n. 33, Publicación de los reglamentos. 311,
404 n. 34; término para efectuarla, 377, 606-607.
400 re. 28, 405 re. 37, 408- 409, 411; en
la Constitución de 1793, 412 re. 45; en la Pueblo: teoría que lo presenta como el
Constitución del año vm, 402-403; sn la órgano primario del Estado en el régimen
Constitución de 1852, 404; en las Cartas, representativo, 1022 ss., 1031 ss., 1035
404; teorías que la presentan como un ss., 1051-1052.
acto de potestad legislativa, 377; teoría
que la relaciona con el sistema de la Ratificación: de los decretos
separación de poderes, 380381, 388 ss., reglamentarios dictados sin poderes, 622
412 re. 44, 762; su carácter ejecutivo, re. 33; vid. también Tratados.
384 re. 8, 385 re. 10. 392 ss., 401-402;
¿contiene una orden de ejecución?, 378 Recurso por exceso de poder, 212, 284
ss., 382 ss., 387 ss., 394-395, 399, 402 re. 3, 302, 316, 349. 471, 609-611, 619,
ss.; relaciones entre ella y la fuerza 704 re, 731. Referendum (en materia
ejecutiva de las leyes, 378 ss., 382 ss., legislativa) : su diferencia del veto
387 ss., 394, 399, 411 re. 42; no es un popular, 375 re. 15, 1043 re. 25.
acto realizado públicamente, 407 ss.;
publicación del decreto de, 408 ss.;
¿contiene una orden de publicación?,
409- 410, 414; su diferencia de la
publicación, 399, 405 ss., 407 ss.; su
objeto y utilidad, 395 ss., 398 ss., 401
ss., 407-408, 415 ss., 424; motivos por
los que está confiada al jefe del
Ejecutivo, 411 ss., 421; sus efectos, 409,
414 ss.; ¿cubre los vicios de
inconstitucionalidad de la ley?, 415 ss.;
¿en qué medida presupone una
comprobación de la regularidad de la
formación de la ley?, 399 ss., 417 ss.;
1299

Régimen parlamentario: generalidades, Reglamento administrativo:


615, 620 re. 31, 621 n. 32, 718 ss. re.; en generalidades, 313 ss., 321 ss., 502 ss.;
él se asocian el Ejecutivo y las Cámaras, teoría que ve en él una ley material, 278,
782, 808-809; su concepción dualista, 289, 349 ss., 517 ss., 525; su
800 ss.; 805 ss., 811 ss., 816 ss., 820 comparación con la ley, 313 ss., 317 ss.,
ss., 826 ss., 831 ss., 1090 ss.; posición 322 ss., 327 ss., 518 ss.; sus diferencias
constitucional del gabinete frente a las de la ley, 519, 525 ss., 535536, 549 re.
Cámaras y al jefe del Ejecutivo, 802 ss., 23; fundamento de la diferencia
806 ss., 822 ss., 827 ss., 831 n. 66, 1092 jerárquica entre él y la ley, 323 ss., 329,
re. 16; control de las Cámaras sobre la 504 re. 2, 525 ss.; su carácter ejecutivo,
actividad ejecutiva, 810 re. 45, 831 re. 507, 515, 523 ss., 528 ss., 541 ss., 552
66; preponderancia del Parlamento sobre re, 589-590, 593-594, 623 ss.; naturaleza
el Ejecutivo, 811 ss., 824 ss., 827 ss., administrativa del acto que lo implica,
831 ss.; poderes que conserva el 517 ss, 522 ss, 574 ss.; su fuerza formal,
Presidente de la República, 813 re. 48, 526 ss, 552 re.; su subordinación a la ley,
820 ss., 824 ss., 827 ss., 1093 ss.; 317 ss, 519 ss, 526 ss, 530 ss, 549 re.
función del cuerpo electoral, 1063 ss., 23, 589; su esfera material, 269-270,
1103 ss.; su diferencia del gobierno 290-291, 293, 313, 340, 511 ss, 528 ss,
representativo, 1071 re. 13; su influencia 534 ss, 542 re. 16, 545 ss, 570 ss, 595
sobre el gobierno representativo, 1063 ss, 599 ss, 611-612; extensión ilimitada
ss., 1069 ss.; su fundamento jurídico, de su esfera, 533 ss, 547 ss, 549 re. 23,
806 re. 43, 819 re. 54, 830-831; vid. 557 ss, 570 ss.; delimitación de las
también Disolución, competencias respectivas de la ley y el
reglamento administrativo, 546 ss, 604;
Separación de poderes. Regla: su diferencia entre los reglamentos que
concepto jurídico, 262-263, 281-282, crean derecho y los que hacen
316, 333-334, 344 ss.; diferencia según administración, 289, 291, 307, 509 ss,
que se la emita por vía legislativa o por 517-518, 529 re. 5, 532534, 602;
vía reglamentaria, 318 ss.; diferencia aplicación e interpretación de los
entre sus efectos propios y los de la ley, reglamentos por los tribunales judiciales,
316317, 352. 349 ss, 503, 527; recurso contra él, 520-
521, 527-528, 538, 619; control de los
Regla de derecho: derivada de la tribunales judiciales sobre la validez de
solidaridad social, 196 ss., 226-227; por los reglamentos, 349 ss, 414 re. 47, 420
oposición a la regla de administración, ss.; clasificación de los reglamentos, 580
286 ss., 300 ss., 332-333; sus efectos,
268, 305 ss., 316 ss.; diferencia de la
regla de moral, 69 re. 6, 204-205, 228
ss., 233 re. 20, 250 re. 2.

Regla general: su definición, 275 ss.; ¿lo


es siempre la ley?, 276 ss., 280
ss.; ¿lo es toda regla?, 281-282;
deroga las reglas generales en vigor,
268, 317, 342-343.
1300

ss, 584 ss., 589 ss.; reglamentos Representación nacional: fundamento de


presidenciales espontáneos, 589 ss., 591 su concepto, 914 ss., 951 ss., 982, 996,
ss., 611 ss., 619 ss.; reglamentos 1038 ss. re.; la regla "los diputados
complementarios, 591 ss.; diferencia representan a la nación", 933 ss., 938
entre los reglamentos según que se ss., 985 ss., 1016-1018, 1058, 1060,
hagan para la aplicación o en ejecución 1061; crítica de su idea, 941, 985 ss.,
de las leyes, 593-594; reglamentos de 1001 ss.; su concepción individualista,
policía, 594 55.; reglamentos relativos a 949 ss., 1110-1111; consiste en querer
la organización y el funcionamiento de por la nación, 969 ss.; naturaleza de su
los servicios públicos, 599 ss., 611 ss., poder, 971 ss., 10161018, 1053 re. 29;
617 ss.; reglamentos autorizados a origen de su poder, 981-982, 1001 ss.,
reserva de su ratificación por las 1014-1015, 1041; su indivisibilidad, 951
Cámaras, 626-627; vid. también ss..; representación activa y pasiva.
Promulgación, Publicación, Ratificación. 1117-1118, 1120-1121.

Reglamento de administración pública: Representación proporcional, 1061 ss.,


generalidades, 516-517, 538; su 1146 ss., 1149 re. 1, 1154 ss.
fundamento y naturaleza, 537 ss., 541
ss., 574 ss., 580 5i., 587 ss., 592-593; Representantes: su nombramiento, 930
orígenes y evolución de la diferencia ss., 1014-1015; ¿de quién ejercen la
entre él y los demás reglamentos. 584 potestad?, 933 ss.; naturaleza de su
ss.; su carácter ejecutivo, 209 re. 11, 541 poder, 964 ss., 969 ss., 1000-1001, 1003
ss., 574 ss., 587 ss.; su esfera material, ss.; su enumeración, 801-802, 823, 970
538-539, 546 ss.; intervención del ss., 974 ss., 1013, 1016, 1076 ss.; su
Consejo de Estado en su confección, diferencia de los funcionarios, 970 ss,
569, 584 ss.; su frecuencia, 569; recurso 975 ss, 1005 re. 8, 1080; vid. también
contra él, 212, 539, 552 ss., 575 ss;; su Organo.
derogación o modificación, 580; decretos
en forma de, 583. Responsabilidad contractual del Estado
(en caso de lesión de sus compromisos
Reglamentos de las Cámaras, 419-420. por una ley), 210 ss.

Representación: sentido de la palabra en Responsabilidad parlamentaria (de los


derecho público, 326 re. 25; de los ministros), 716 re. 23. Retroactividad de
Estados miembros de un Estado federal las leyes, 318 re. 6, 624.
en la llamada Cámara de los Estados,
120 ss.; de los ciudadanos en la Revisión de la Constitución: en el Estado
formación de las voluntades del Estado, federal, 121-122, 131-132; reglamentada
235 ss. por la Constitución a revisar, 1173 ss,
1179 re. 18, 1195 re. 17; según las
Representación de intereses, 1060. Constituciones francesas anteriores a
1875, 1181 ss.; según la Constitución de
1875, 1220 ss.; su posibilidad actual es
ilimitada, 1247 ss, 1254 ss.; su extensión
se halla subordinada a las resoluciones
anteriores de las Cámaras, 1250 ss,
1254-1256; poderes y función de las
1301

Cámaras: l9 en cuanto a su iniciación, Separación de poderes: generalidades.


1220, 1251 ss, 1255 ss.; 29 en cuanto a 326 ss, 355 re. 1, 373 re. 13, 380-381,
la determinación de su extensión, 1247, 388 ss, 533 re. 8; orígenes modernos de
1251 ss, 1257 ss.; 39 en cuanto a la la teoría, 741 ss.; teoría de Montesquieu,
enunciación de su programa, 1260-1261; 744 ss, 757-758, 764 ss, 773, 777 ss,
promulgación de las leyes de revisión, 841-842 re.; se opone a la doctrina de
1229 n. 3, 1262 ss.; vid. también Poder Rousseau, 748 ss.; interpretación que le
constituyente. Rousseau, J. J. (doctrina dio la Revolución, 759-760, 772 ss.;
de) : contraria a la separación de los descrédito actual del principio, 752 ss.;
poderes, 748 ss.; sobre la soberanía valor práctico del principio, 751-752, 754
popular, 875 ss, 882 ss, 1186 ss.; sobre re. 10; examen crítico del principio, 757
la distinción entre el soberano y el ss, 761 ss, 766 ss, 770 ss, 779 ss, 782
gobierno, 920 re. 5, 971; sobre el ss, 834 ss, 846 ss.; sus relaciones con el
gobierno representativo, 918 ss, 973 re. régimen parlamentario, 800 ss, 809, 815,
19; sobre el derecho de voto, 1109. 831 ss.; supone la separación del poder
1110; sobre el poder constituyente, 1186- constituyente, 859 re. 20, 1188 ss.; hoy
1188, 1201 ss. consiste en la gradación de los poderes,
838 ss.; sustituida por la limitación de los
Sanción de las leyes (en los Estados poderes, 851 ss.; su base formal actual,
monárquicos) : su naturaleza y objeto, 839 ss.; en las Constituciones de 1791 y
356, 358 ss, 361 ss, 369 ss, 374 re. 14, del año III, 774 ss, 797798; en Inglaterra,
421 re. 53; su forma, 404; respectivas 772 ss.; en los Estados Unidos, 759 re.
funciones legislativas de las Cámaras y 13, 774 ss, 780-781, 787, 798-799; en
el rey en el sistema de sanción de las las monarquías alemanas, 755 ss, 796-
leyes, 358 ss, 361 ss, 369 ss.; en la 797.
Constitución de 1791, 372-373; en las
Cartas, 371372; su diferencia con Separación del poder constituyente y los
respecto al veto, 372 ss, 375 re. 15; id. poderes constituidos: generalidades, 489
(en los Estados democráticos) : 375 re. re, 546, 572 ss, 575; su fundamento,
15; no existe en la Constitución de 1875, 1183 ss, 1188 ss, 1201 ss, 1206 ss, 1213
370 re. 10. ss.; en las Constituciones francesas
anteriores a 1875, 1181 ss.; según la
Selbstverwaltung, 169. Constitución de 1875, 1220 ss, 1233,
1241 ss, 1256-1257, 1266 ss.;
Self-government, 168. consecuencias de la teoría que la
relaciona con una idea de soberanía
Separación de las funciones popular, 1205 ss, 1217 ss.; sus
administrativa y jurisdiccional, 694 ss, consecuencias en el sistema de la
704 re. 15, 705 ss, 735 ss. soberanía nacional, 1217 ss.; su utilidad,
859 ss, 1215 ss.

Separación entre las autoridades


administrativas y las judiciales, 656 re.
14, 694 ss, 705 ss.

Sesiones de las Cámaras, 1094 re. 17.


1302

Sieyés (doctrina de) : sobre la nación y el Soberanía popular, 92-93, 875 ss, 902
ciudadano, 949-951; sobre el régimen 903.
representativo, 962; sobre el alcance de
la elección de los diputados, 931 re. 16; Subditos del Estado, 24 ra. 5, 81, 105 ss,
sobre el poder constituyente, 1165 ss, 112 ra. 8, 233 ss, 237 ss.
1189 ss., 1193 ss., 1201 ss., 1239-1240.
Sufragio universal, 1122 ss, 1129, 1160.
Sistema bicameral, 116 ss, 792-793,
858-859, 1074 re. 18, 1224 ss. Suiza: potestad estatal de los cantones,
92 ss.; derechos del pueblo y de los
Soberanía: su definición, 81 ss, 172 ss, cantones, 556 ra. 24; órgano supremo de
225; orígenes históricos de su concepto, la Confederación, 119 ra. 15, 123;
83 ss, 1113-1114, 1117; teorías sobre su Consejo nacional, 115; Consejo de los
sede primitiva, 869 ss.; diferentes Estados, 116, 925 ra. 11, 933 ra. 19;
sentidos de la palabra, 27, 88 ss, 141 ra. distinción entre las leyes territoriales y las
32, 143 ss, 188 ss.; alcance negativo de resoluciones federales, 504 ra. 2, 564 re.;
su concepto, 81 ss, 85-86, 88, 152, 157- iniciativa popular, 355 re. 2, 376 re, 1234-
158; su indivisibilidad, 142-143; su 1235; referendum, 375 re. 15, 504 re. 2,
carácter extraindividual, 886-887, 891, 548 ra. 20, 556 re. 24, 795, 1043 re. 25;
892894, 1111 ss.; no es susceptible de promulgación de las leyes, 412; Consejo
apropiación, 891; interna y externa, 81 federal, 114 ss, 118; poderes del
ss, 88-89;: territorial, 22 ss.; ¿es un Consejo federal, 444 ra. 3, 455 ra. 7, 489
elemento esencial del Estado?, 82-83, 96 rara. 7 y 8; ordenanzas del Consejo
ss, 171 ss.; ¿es una potestad ilimitada?, federal, 529 ra. 5, 556 re. 24; recurso
215, 220 ss, 231-232, 243-244; contra las ordenanzas o resoluciones del
transformación de su concepto en 1789, Consejo federal, 566 ss, 578 re. 36;
896-897. tratados, 493 re. 9, 499 ra.; revisión de la
Constitución federal, 122, 556 re. 24;
Soberanía del órgano, 87, 92 ss, 95. relaciones entre la Asamblea federal y el
Consejo federal, 794, 848 re. 11; carácter
Soberanía nacional: generalidades, 31, de la Asamblea federal en sus relaciones
91, 95-96, 189, 219, 540; principio con el pueblo, 902 ra. 18; sistema
francés, 887 ss.; sus orígenes históricos, bicameral, 1228.
889 ss.; su fundamento y su alcance, 888
ss, 904 ss, 936-937; reside Territorio: generalidades, 21; naturaleza
indivisiblemente en la nación, 239-240, del poder del Estado sobre su territorio,
892 ss, 936-937, 951-952, 1116, 1118; 21 ss.; papel del territorio
su diferencia de la soberanía popular,
894; su significación negativa, 96 ra. 4,
190 ra. 28, 888 ss, 894, 911 ra. 29, 1051
ss.; sus consecuencias, 897 ss, 907 ss,
1179 ss, 1214 ss, 1217 ss.; devolución
de su ejercicio, 892; y las diversas
formas de gobierno, 897 ss, 912913;
relaciones entre este principio y el de la
separación de poderes, 837, 852, 861-
862; vid. también Democracia,
Monarquía, Poder constituyente.
1303

como elemento constitutivo del Estado, Unidad de personas, 46 ss, 53.


23 ra. 4, 27 re. 7; cesión territorial, 24 re.
5; federal, 105 ss, 107 re. 7, 110. Unidad del Estado: generalidades, 26,
28, 46, 60-61; en la actualidad, 46 ss.;
Tratados: su iniciativa, 494 re.; su continua en el tiempo, 61 ss.; su
negociación y ratificación, 490 ss. 496 ra. fundamento, 46 ss, 64 ss.; su
11; poderes del Presidente de la compatibilidad con la separación de
República en cuanto a ellos, 484, 535 poderes, 761 ss.; mantenida por la teoría
ss.; papel de las Cámaras en materia de del órgano, 245, 786 ss.; exige la unidad
ratificación de los mismos, 490 ss, 495- de órgano supremo, 217 ss, 791 ss, 798,
496; su carácter administrativo, 495 re. 835-837, 845-846; en el Estado federal,
10; efecto obligatorio de su ratificación, 109 ss, 113 ss, 124 ss, 146.
236 re. 26; su papel en la génesis de los
Estados federales, 137 ss.; su Vereinbarung, 72-73, 1258.
derogación, 368.
Veto legislativo: en la Constitución de
Tribunal federal, 112, 129. 1791, 372; popular, 375 re. 15; su
diferencia con respecto a la sanción, 165
Tribunales administrativos: su diferencia re. 10, 372 ss.; su diferencia con
de los tribunales judiciales, 697-698, 701 respecto al poder de interesar una nueva
ss.; su independencia frente al Ejecutivo, deliberación, 373 re. 13; y la potestad
701; tienen el carácter de autoridades ejecutiva, 756 re. 12, 799.
administrativas, 701 ss.; límites de su
potestad administrativa, 656 re. 14, 704 Voluntad: colectiva, 40-41, 43, 47;
re. 15; su organización, 705 ss.; formas estatal, 26, 28, 38, 40, 43-44, 47, 50 ss,
de ejercicio de la función jurisdiccional, 59 re.; general, 876 ss, 936, 963, 987,
709-710. 993 ss.

Voto: obligatorio, 1124-1125; plural,


1151 re. 3.
1304
1305

ÍNDICE GENERAL

Prefacio………………………………………………………………………………......VII
Bibliografía de Carré de Malberg…………………………………………………... XXII.
Sumario…………………………………………………………………………………….3
Prólogo……………………………………………………………………………………..5

ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO

PRELIMINARES

1. Relaciones de la teoría general del Estado con el derecho público y el derecho


constitucional 21
2. Diversos elementos del Estado: pueblo, territorio, potestad 21 21
3. Definición jurídica del Estado 26

CAPITULO I

TEORIA DE LA PERSONALIDAD DEL ESTADO

§ 1. UNIDAD DEL ESTADO

4. El Estado como personificación de la nación 29


5. Teorías contemporáneas que niegan la personalidad del Estado 33
6. Estudio general de estas teorías 37
7. Teorías que atribuyen a la colectividad estatizada una personalidad real,
anterior a su personalidad jurídica 38

8. Crítica y refutación de esas teorías: fundamento y significación puramente


jurídica del concepto de personalidad estatal 41
9. Realidades jurídicas a las que responde el concepto de personalidad del
Estado 44
10. La unidad del Estado como fundamento del concepto de personalidad
estatal 46
11. A. El Estado es una unidad de personas 46
12. Organización corporativa que origina esta unidad 47
13. Unidad de voluntad estatal que resulta de esta organización unificadora 50
14. El concepto de personalidad, consecuencia y expresión de la unidad
estatal 53
15. Carácter formal del concepto de personalidad estatal 56
16. Unidad de las personas colectivas 60
17. B. El Estado es una unidad en el tiempo 61
18. Importancia del concepto de la personalidad del Estado 63
1306

§ 2. FUNDAMENTO DE LA UNIDAD ESTATAL Y GÉNESIS DEL ESTADO

19. Teoría del contrato social 64


20. Teorías que hacen depender la formación del Estado de causas naturales,
independientes de la voluntad humana 65
21. Crítica de las teorías citadas 67
22. Imposibilidad de reducir la fundación del Estado a un acto jurídico propiamente
dicho 73
23. La Constitución como elemento generador del Estado 76
24. Relaciones de la organización estatal con la formación del Estado y de la
personalidad de éste 78

CAPITULO II
DE LA POTESTAD DEL ESTADO
§ 1. EL CONCEPTO FRANCÉS DEL ESTADO SOBERANO

25. El Estado se distingue de todas las demás personas colectivas por la potestad
que le corresponde 80
26. Significación precisa de la palabra soberanía, particularmente en las
expresiones soberanía interna y soberanía externa 81
27. Doctrina que define al Estado por su soberanía 82
28. Orígenes franceses del concepto de soberanía en la Edad Media 83
29. Confusión posterior entre la soberanía y la potestad del Estado e identificación
de la soberanía del Estado con la del príncipe 86
30. Triple sentido que se da a la palabra soberanía en la terminología francesa
contemporánea 88
31. Crítica de esta terminología confusa 94

§ 2. ¿Es LA SOBERANÍA UN ELEMENTO ESENCIAL DE LA POTESTAD


DE ESTADO?

32. La teoría del Estado soberano ¿es exacta para todos los Estados sin
distinción? 96
33. El caso del Estado federal 98
34. Distinción entre la confederación de Estados y el Estado federal 100
35. Teoría que caracteriza al Estado federal como un Estado de Estados 103
36. Naturaleza compleja del Estado Federal 109
A. Grado de semejanza con un Estado unitario 109 109
37. B. Organización federativa propia del Estado federal y participación de los
Estados confederados en el ejercicio de su potestad 112
38. a) Organos federales que no tienen enlaces especiales con los Estados
confederados 113
39. b) Organos federales que, aun teniendo enlaces con los Estados
confederados, no expresan la voluntad de éstos 116
40. c) Grado en que los Estados confederados aparecen como formando
verdaderamente, en su conjunto, un órgano federal 121
41. Dualidad de miembros propia del Estado federal 122
1307

42. Definición del Estado federal. Característica esencial de esta clase de


Estados 124
43. Carácter soberano del Estado federal; carácter no soberano de los Estados
miembros 128
44. Del poder que tiene el Estado federal de extender indefinidamente su
competencia, en particular 130
45. Imposibilidad de conciliar el sistema del Estado federal contemporáneo con la
antigua doctrina del Estado soberano 134
46. a) Teoría que niega a los Estados confederados el carácter estatal y hace del
Estado federal una variedad del Estado unitario 134
47. b) Teoría que niega al Estado federal el carácter estatal y convierte la unión de
los Estados miembros en una simple Confederación 135
48. Cuestión de la génesis del Estado federal 136
49. c) Teoría que pretende que tanto el Estado federal como el Estado
confederado son soberanos 140
50. Indivisibilidad de la soberanía 142
51. La potestad estatal es en sí misma indivisible 143
52. d) Teorías que, tratando de evitar las críticas a la división de la soberanía,
llevan a la negación del Estado federal o de los Estados miembros 145

§ 3. EL VERDADERO SIGNO DISTINTIVO DEL ESTADO Y DE SU POTESTAD

53. Distinción entre las colectividades territoriales que constituyen Esta, dos y
aquellas que no son sino porciones descentralizadas de un Estado unitario 149
54. Teorías que hacen depender esta distinción de la diferencia de fines
perseguidos por el Estado o por las colectividades inferiores 150
55. Teorías que buscan el criterio del Estado en la naturaleza de sus poderes 152
a) Teoría del derecho propio de dominación 152
56. b) Teoría del derecho incontrolable 156
57. c) Teoría de la autonomía o de la potestad originaria de dominación.. 157
58. Señales distintivas de la autonomía: el poder de auto-organización 159
59. Otras señales de la autonomía: en especial, necesidad para el Estado de
poseer por completo todas las funciones de la potestad del Estado 164
66. Diferencia entre la autonomía, el self-government y la descentralización 168
61. Introducción en la literatura francesa de la teoría que busca el criterio del
Estado fuera de la soberanía 171
62. ¿Cuál es la diferencia exacta que separa al Estado no soberano del Estado
soberano? 172
63. Diferencia esencial entre la potestad del Estado no soberano y la potestad de
la provincia o municipio que se administran por sí mismos 174
64. Aplicación a los poderes de policía municipal 177
65. La cuestión del poder municipal y de su naturaleza originaria 180
66. ¿Puede tratarse de un poder propio del municipio? 183
67. La soberanía como característica del Estado francés 188
1308

§ 4. FUNDAMENTO Y EXTENSIÓN DE LA POTESTAD DE ESTADO.


SUJETO ACTIVO Y PASIVO DE DICHA POTESTAD

68. A. La cuestión del fundamento jurídico de la potestad del Estado 190


69. Examen y crítica de la teoría que funda esta potestad únicamente sobre la
fuerza de los gobernantes 192
70. Tentativas hechas en la actualidad para eliminar de la teoría jurídica del
Estado los conceptos de potestad y soberanía 195
71. Apreciación de estas tentativas 197
72. Fundamento del carácter imperativo de la ley y necesidad de admitir la
existencia de una potestad positiva de mando en el legislador 199
73. Distinción entre la regla positiva de derecho y la regla ideal fundada en la
justicia o la razón 201
74. ¿Es cierto que el principio de la soberanía del Estado se encuentra en vía de
desaparición en Francia? 205
75. Aplicación a la cuestión de la responsabilidad que puede incumbirle al Estado
en razón de sus leyes 207
76. Examen de algunas resoluciones de la jurisprudencia relativas a esta
cuestión 209
77. Mantenimiento del concepto de soberanía en Francia en lo que concierne a la
potestad legislativa del Estado 215
78. B. La soberanía no es un poder sin límites 220
79. Teoría de la auto-limitación: su fundamento y su alcance 222
80. Críticas formuladas a la teoría de la auto-limitación: su refutación 225
81. Imposibilidad de descubrir, para la limitación de la potestad estatal, medios
positivos de orden jurídico que no deriven del derecho creado por el Estado 229
82. C. Sujeto activo y sujeto pasivo de la potestad del Estado. Dificultades que
suscita la cuestión de saber cuál es el sujeto pasivo de dicha potestad 233
83. En qué sentido y en qué medida puede considerarse a los ciudadanos como
sujetos pasivos de la potestad estatal 237
84. Sujeto activo de la potestad del Estado. Carácter subjetivo de la relación de
potestad existente entre el Estado y los individuos sometidos a su dominio 240
85. Interés jurídico y práctico que presenta el reconocimiento de dicho carácter
subjetivo de la potestad del Estado 242
86. Cómo se manifiesta la personalidad del Estado hasta en el sistema de su
organización 244

FUNCIONES DEL ESTADO

PRELIMINARES

87. Sentido jurídico de la expresión "funciones estatales" 249


88. Doctrina que diferencia a las funciones por sus fines 252
89. Doctrina que divide a las funciones en operaciones intelectuales y operaciones
actuantes 254
1309

90. Sistema constitucional francés de calificación y clasificación formales de las


funciones 257
91. Teoría basada en la distinción del punto de vista material y el punto de vista
formal 261
92. Origen y alcance de las funciones materiales y formales 264
93. Interés jurídico de esta distinción 269

CAPITULO I

LA FUNCION LEGISLATIVA

SECCIÓN I
DEFINICION DE LA LEY

94. ¿Cómo se formula la cuestión de la definición de la ley en el derecho


constitucional actual? 272

§ 1. TEORÍA DE LA GENERALIDAD DE LA LEY

95. ¿Qué se entiende por generalidad de la ley? 275


96. La teoría de la ley, regla general en la literatura contemporánea 276
97. Fundamento de esta teoría 278
98. Crítica y refutación de la teoría de la generalidad de la ley 280

§ 2. TEORÍA DE LA LEY COMO REGLA DE DERECHO

99. El concepto material de la ley en la doctrina alemana 285


100. ¿Qué debe entenderse por regla de derecho? 286
101. Distinción alemana entre leyes que crean derecho y leyes que forman
administración 287
102. Orígenes políticos y constitucionales de la distinción alemana entre la regla
de derecho y la regla administrativa: interés jurídico de esta distinción 289
103. Tentativas para aplicar esta distinción al derecho público francés 292
704. Examen de los argumentos constitucionales sobre los cuales basaron esta
distinción los autores alemanes 293

105. ¿Tiene esta distinción algún punto de apoyo en los textos constitucionales
franceses? 297
106. Error cometido por los autores franceses que han introducido en la doctrina
francesa la distinción alemana entre leyes materiales y leyes formales 298
107. ¿Es verdad que el concepto de regla de derecho no puede concebirse sino
respecto a las que atañen a las facultades jurídicas de los particulares? 300
108. Incertidumbre de la doctrina alemana en cuanto al punto de saber por qué
signo se conoce que una regla lo es de derecho 304
1310

§ 3. EL VERDADERO CONCEPTO DE LA LEY SEGÚN EL DERECHO POSITIVO


FRANCÉS

109. Caracteres constitucionales de la ley en el sentido constitucional de este


vocablo 308
110. A. La ley no se caracteriza por su contenido, sino por su forma y por la fuerza
inherente a esa forma. Imposibilidad de construir una teoría jurídica de la ley de la
que quede excluido todo elemento formal 311
111. Comparación entre la ley y el reglamento: su importancia para la
determinación del concepto constitucional de la ley 313
112. Semejanzas que pueden presentar, respecto de algunos de sus efectos, la
ley y el reglamento: motivos de estas semejanzas 315
113. Diferencia esencial entre las reglas expedidas para regir como leyes y las
expedidas para regir como reglamentos 317
114. Carácter estatutario de la regla legislativa 318
115. Fundamento jurídico del carácter estatutario de la ley 323
116. El carácter estatutario de la ley depende de la separación de los poderes, es
decir, de la jerarquía de las autoridades 326
117. Fundamento político del carácter estatutario de la ley 329
118. Extensión ilimitada del campo material de la potestad legislativa considerada
como origen de reglas estatutarias 330
119. Carácter estatutario de las leyes que formulan reglas relativas al
funcionamiento interno de los servicios administrativos 331
120. Condiciones del carácter estatutario de la ley. Determinación del concepto de
regla 333
121. B. La ley no se caracteriza por su materia especial, sino por la potestad de
iniciativa que le es propia. ¿Existen en el derecho francés materias que sean
administrativas en sí, frente a otras que dependan de la función legislativa? 336
122. Según el derecho francés, el campo material de la ley comprende todas
aquellas decisiones o medidas que no se reducen a la ejecución de las leyes en
vigor 337
123. Aplicación a las resoluciones que establecen reglas: campos respectivos de
la ley y del reglamento 340
124. Aplicación a las resoluciones especiales que exceden de los poderes legales
de la autoridad administrativa 341
125. Aplicación a las resoluciones que derogan excepcionalmente las reglas
generales en vigor 342
126. Leves que se dictan en aplicación de una ley anterior 343
127. Valor especial que tiene indistintamente toda decisión o resolución particular
tomada en forma legislativa 344
128. Conclusión. En el derecho francés no cabe distinguir entre leyes materiales y
leyes formales 346
129. Distinción entre los efectos propios de la ley y los efectos comunes a toda
regla, sea o no legislativa 348
1311

SECCIÓN II
LA VIA DE LA LEGISLACION.
LOS ACTOS DE LA POTESTAD LEGISLATIVA
130. Diversos actos u operaciones que se producen en vista o con ocasión de la
creación de una ley. ¿Cuáles de ellos constituyen actos de potestad legislativa
propiamente dicha? 353
§ 1. LA SANCIÓN DE LAS LEYES

131. Teoría monárquica que en la elaboración de las leyes distingue entre la


determinación del contenido de la ley y la emisión del mandato legislativo,
reservando al monarca la última 358
132. Teoría según la cual las Cámaras no sólo otorgan su consentimiento al texto
de la ley, sino que también autorizan el mandato por cuya virtud la sanciona el
monarca 360
133. Razones históricas invocadas en Alemania en apoyo de estas teorías 361
134. Discusión y refutación de las teorías anteriores 363
135. Verdadera naturaleza de la sanción monárquica 369
136. La supuesta sanción de 1791 y el actual poder de pedir una nueva
deliberación 372
§ 2. PROMULGACIÓN DE LAS LEYES

137. Nociones generales relativas a la promulgación de las leyes en la


Constitución de 1875 376
138. Diversas teorías sobre la naturaleza de la promulgación, que implican que
ésta es un acto de potestad legislativa 377
139. ¿Es cierto que la ley obtiene su fuerza ejecutiva de la promulgación por el
jefe del Ejecutivo? 382
140. Fuerza imperativa que poseen, con respecto a los agentes ejecutivos, las
decisiones legislativas adoptadas por las Cámaras 387
141. La promulgación es un acto de naturaleza y potestad ejecutivas 392
142. Necesidad de una promulgación de las leyes 395
143. Objeto y significación precisa de la promulgación 398
144. Concepto que se acreditó, sobre el objeto de la promulgación, en la época de
la confección del Código civil y después 401
145. Refutación de la teoría que ve en la promulgación un elemento de la
publicación 405
146. Relaciones entre la promulgación y la publicación 407
147. ¿Por qué se pide al jefe del Ejecutivo, y no a los presidentes de las
Cámaras, el acto de la promulgación, destinado a autentificar la ley? 411
148. Efectos de la promulgación 414
149. ¿Es cierto que la promulgación cubre los vicios de inconstitucionalidad de la
ley? 415
150. ¿En qué medida el jefe del Ejecutivo debe comprobar la regularidad de la
formación de la ley antes de promulgarla? 417
151. ¿Pueden los tribunales poner en tela de juicio la existencia de una ley
debidamente promulgada? 420
1312

152. Cuestión de la fecha de las leyes 421


153. Razones por las que es conveniente designar las leyes por la fecha del
decreto que las promulga 423

CAPITULO II
LA FUNCION ADMINISTRATIVA
SECCIÓN I
DEFINICION DE LA ADMINISTRACION

§ 1. DIVERSAS TEORÍAS RESPECTO A LA FUNCIÓN ADMINISTRATIVA

154. Doctrinas que definen a la administración, ya por sus fines, ya por su carácter
de función actuante 427
155. Doctrina que establece las respectivas definiciones de la legislación y la
administración sobre la distinción de la voluntad y la ejecución 428
156. Doctrina que aplica a la función administrativa la distinción entre funciones
materiales y formales 433
157. Doctrina que define a la administración por su propia materia 435

§ 2. EL VERDADERO CONCEPTO DE LA ADMINISTRACIÓN SEGÚN EL


DERECHO POSITIVO FRANCÉS

158. Elementos definitorios de la función administrativa que suministra la


Constitución francesa 437
159. La función administrativa tiene por campo o materia propia la ejecución de las
leyes 439
160. Este campo de ejecución es indefinido 442
161. La diferencia entre la legislación y la administración es de orden
Jerárquico 444
162. El acto administrativo es inferior al acto legislativo en cuanto a la fuerza de
sus efectos 446
163. En cuanto a su potestad de iniciativa, el acto administrativo está subordinado
a las leyes 447
164. Distinción entre el sistema del Estado de derecho y el sistema del Estado
legal en lo que concierne a la subordinación de la función administrativa respecto
a las leyes 449
165. Concepto francés del poder ejecutivo 454

§ 3. ¿EN QUÉ SENTIDO ES LA ADMINISTRACIÓN UNA FUNCIÓN DE


EJECUCIÓN DE LAS LEYES?
166. Gradación de los poderes que pueden ser atribuidos a las autoridades
ejecutivas por las leyes que regulan la actividad administrativa 462
167. Ejemplo de esta gradación que suministran las leyes de policía 463
168. Leyes que asignan a la autoridad administrativa ciertas funciones de policía
sin precisar los medios por los que habrán de realizarse 466
769. Distinción entre el acto de decisión administrativa y el acto de disposición
administrativa 470
1313

§ 4. LA FUNCIÓN ADMINISTRATIVA CONSIDERADA ESPECIALMENTE EN SU


EJERCICIO EN EL INTERIOR DEL ORGANISMO ADMINISTRATIVO

170. Teoría según la cual la autoridad administrativa posee una potestad inicial e
independiente de las leyes en cuanto a aquellos de sus actos o mandatos que no
afectan a los administrados o que sólo se dirigen a los funcionarios 473
171. ¿Se conforma esta teoría a los principios del derecho público francés? 475
172. Naturaleza de la potestad jerárquica de los jefes de servicio: sus efectos
sobre las relaciones entre los jefes y los agentes subalternos 476
173. Límites del deber de obediencia jerárquica de los funcionarios 479

SECCIÓN II
LOS ACTOS DE GOBIERNO

174. Existencia, paralelamente a la función administrativa de ejecución, de una


función de gobierno exenta de la necesidad de autorizaciones legislativas 480
175. Criterio de la distinción entre actos administrativos y actos de gobierno 482
176. Fundamento constitucional de los poderes gubernamentales de la autoridad
ejecutiva 483
177. ¿Se opone la institución de los actos de gobierno al principio por el cual el
Ejecutivo no puede actuar sino en virtud de poderes legales? 486
178. ¿Se halla exenta la actividad gubernamental del Ejecutivo del principio por el
cual los actos de autoridad ejecutiva están subordinados a las leyes? Aplicación a
los poderes propios del Presidente de la República relativos a la negociación y a la
ratificación de los tratados 490
179. Ausencia de vía de recurso jurisdiccional contra los actos de gobierno 480
SECCIÓN II I
REGLAMENTOS ADMINISTRATIVOS
180. Primeras nociones del reglamento y comparación entre el reglamento y la
ley 502
§ 1. DIVERSAS TEORÍAS RESPECTO AL FUNDAMENTO Y ALCANCE DEL PODER
REGLAMENTARIO

181. A. Cuestión del fundamento del poder reglamentario. Doctrina que hace
depender el poder reglamentario de la idea de ejecución de las leyes 507
182. Doctrina que funda el poder reglamentario en la potestad gubernamental del
jefe del Estado 508
183. Distinción alemana entre ordenanzas que crean derecho y ordenanzas
concernientes a la administración 509
184. B. Cuestión del campo del reglamento. Distinción alemana entre ordenanzas
formales y ordenanzas materiales: materia propia de la ordenanza según esta
teoría 511
185. Tentativas de algunos autores franceses para establecer la existencia de una
esfera propia del reglamento 513
1314

186. Doctrina francesa según la cual el reglamento tiene por objeto la ejecución de
las leyes 515
187. C. Cuestión de la naturaleza interna del reglamento. Solución conforme a la
teoría alemana que distingue entre ordenanzas materiales y ordenanzas
formales 517
188. Autores franceses que consideran el reglamento, en razón de su contenido,
como un acto de naturaleza legislativa 518
189. Doctrina francesa común que caracteriza al reglamento como acto
administrativo 519

§ 2. VERDADERO CONCEPTO DEL REGLAMENTO ADMINISTRATIVO SEGÚN EL


DERECHO POSITIVO FRANCÉS

190. Indicaciones que suministra la Constitución sobre la naturaleza de los


reglamentos presidenciales 522
191. A. El reglamento entra en la categoría ordinaria de los actos
administrativos 523
192. a) En cuanto a sus efectos no tiene la fuerza de la ley, pero sí la de los actos
administrativos 525
193. b) En cuanto a sus iniciativas no tiene más fuerza que la de ejecución propia
de los actos administrativos 526
194. c) A diferencia de la ley, está sujeto a recurso contencioso como los demás
actos administrativos 527
195. B. El reglamento tiene por campo único la ejecución de las leyes 528
196. Extensión de este campo: su carácter ilimitado 530
197. C. Aplicación de los principios constitucionales que preceden a los
reglamentos de administración pública. ¿Se reduce a una delegación de potestad
legislativa la habilitación para hacer estos reglamentos? 536
198. Interés de la teoría de la delegación legislativa 538
199. Los principios generales del derecho público francés niegan a las Cámaras la
posibilidad de delegar en el Ejecutivo la potestad legislativa 539
200. El Presidente de la República, sobre todo, de ningún modo necesita tal
delegación para hacer un reglamento cualquiera: basta que este reglamento se
produzca en ejecución de una ley 541
201. En el estado actual de la Constitución francesa el Parlamento es dueño de
determinar por sus leyes la extensión de la competencia reglamentaria del
Ejecutivo 545
202. Argumento deducido del hecho de que la Constitución no determina las
materias especialmente reservadas a la ley por oposición al reglamento 546
203. Otro argumento deducido del hecho de que los tribunales no pueden apreciar
la validez constitucional de las leyes que fijan la competencia reglamentaria 550
204. Amplio desarrollo actual de la práctica parlamentaria consistente en recurrir a
reglamentos de administración pública 557
205. Medidas que pueden adoptarse por vía reglamentaria. ¿Puede el Presidente
de la República ser habilitado por una ley para dictar penas, crear impuestos y
modificar las leyes existentes? 570
1315

206. Por amplias que sean las habilitaciones de que procede, el reglamento de
administración pública se reduce a un acto administrativo 574
207. Consecuencia de este carácter administrativo en cuanto a los recursos que
pueden interponerse contra esta clase de reglamentos 575
208. Otra consecuencia en cuanto al poder de modificar estos reglamentos que
tiene el Presidente de la República 579
§ 3. DIVERSAS ESPECIES DE REGLAMENTOS PRESIDENCIALES

209. En cierto sentido no hay más que una sola clase de reglamentos: los que se
hacen en virtud de la Constitución y aseguran la ejecución de las leyes 580
210. Distinción tradicional entre reglamentos de administración pública y
reglamentos ordinarios 581
211. Desacuerdo que reina entre los autores sobre el alcance de esta
distinción 582
212. Orígenes de la distinción establecida entre los reglamentos de administración
pública y los demás reglamentos 584
213. Esta distinción ha perdido actualmente toda su antigua importancia 585
214. El reglamento de administración pública no difiere esencialmente de los
reglamentos ordinarios 587
215. La principal distinción que debe establecerse en los reglamentos
presidenciales es la de reglamentos espontáneos y reglamentos hechos en virtud
de una ley 589
216 . Reglamentos espontáneos o hechos para la ejecución de las leyes en vigor:
medidas que pueden establecer los reglamentos de esta clase. 591
217. Reglamentos hechos en virtud de una disposición legislativa formal o en
ejecución de las leyes 593
218 . Reglamentos presidenciales de policía 594
219 . ¿Posee el Presidente de la República un poder de policía general que le
habilite para dictar, en esta materia, reglamentos espontáneos fuera de toda
habilitación legislativa especial? 596
220. Reglamentos relativos a la organización y el funcionamiento de los servicios
públicos 599
221 . Doctrina que reconoce al Presidente de la República un poder propio y
general de reglamentación interna de los servicios públicos 599
222 . Teoría alemana de las ordenanzas administrativas 601
223. Crítica y refutación de los argumentos invocados para fundar el poder general
de reglamentación del Presidente en materia administrativa 604
224 . Necesidad de establecer a este respecto una distinción entre los
reglamentos concernientes a los servicios públicos y las prescripciones de orden
interior conocidas con el nombre de instrucciones de servicio 605
225 . Naturaleza especial y caracteres distintivos de la instrucción de servicio:
diferencias de orden formal y jerárquico que la separan de los reglamentos 607
226. Principio constitucional que permite determinar la extensión de la
competencia del Presidente de la República en cuanto a su poder de
reglamentación espontánea de los servicios públicos 610
1316

227. Aplicación al caso de la creación de nuevos departamentos ministeriales por


vía de decreto 614
228. Causas por las cuales el poder reglamentario del Presidente de la República
se ha extendido de hecho más allá de los límites fijados en principio por la
Constitución 617
CAPITULO III
LA FUNCION JURISDICCIONAL
229. Cómo se plantea, a propósito de la función jurisdiccional, la cuestión del
número de los poderes 628
§ 1. DEFINICIÓ N DE LA FUNCIÓN JURISDICCIONAL SEGÚN SU OBJETO

230. ¿En qué casos hay lugar a jurisdicción? 631


231. ¿Tiene la jurisdicción por materia propia el examen y la solución de
cuestiones litigiosas? 632
232. ¿Qué significa "pronunciar el derecho"? 635
233. Examen de la doctrina tradicional sobre la naturaleza y el objeto de la
potestad jurisdiccional 635
234. ¿No es la jurisdicción más que una función ejecutiva de aplicación de las
leyes? 638
235. Caso en que el juez no encuentra ninguna ley aplicable al caso que
examina 639
236. Extensión de la esfera de autonomía del juez 642
237. Sólo la fórmula de los textos legislativos posee el valor imperativo de ley y la
fuerza de obligar al juez 643
238. ¿Puede decirse que la interpretación de los textos evolucionará al adaptarse
a las circunstancias cambiantes? 647
239. La analogía: su papel en el ejercicio de la función jurisdiccional 650
240. Necesidad de admitir la existencia, en la función jurisdiccional, de cierta
potestad creadora de soluciones de derecho 652
241. Concepción revolucionaria de la potestad judicial 653
242. Instituciones revolucionarias en las que se manifiesta especialmente esta
concepción 660
243. Evolución del concepto de función jurisdiccional después de la
Revolución 664
244. Poderes atribuidos al juez por el artículo 4 del Código civil 666
245. Intervención de la Corte de casación en las decisiones jurisdiccionales de las
autoridades judiciales 668
246. Límites de la potestad creadora comprendida en la función jurisdiccional 672
247. Carácter relativo del derecho pronunciado en cada caso por el juez. ¿Es la
jurisprudencia una fuente de orden jurídico general del Estado? 675
248. Límites que resultan de que la función jurisdiccional, como potencia
subordinada a las leyes, no pueda ejercerse en sentido opuesto a la legislación
vigente 678
1317

§ 2. DEFINICIÓN DE LA FUNCIÓN JURISDICCIONAL SEGÚN SUS


CONDICIONES DE EJERCICIO
249. Cuestión del número de los poderes 680
250. Caso en que la función jurisdiccional se acerca, desde el punto de vista
material, a la función legislativa 680
251. Caso en que la función jurisdiccional no consiste más que en aplicar la ley:
¿en qué sentido esta función de aplicación constituye una tercera función distinta
de la ejecutiva? 682
252. Teorías que pretenden establecer una distinción material entre la
administración y la jurisdicción 683
253. Teoría que se funda en que el juicio es anterior a la ejecución 684
254. Teorías que diferencian la jurisdicción y la administración por los fines para
los que respectivamente se ejercen 687
255. Fracaso de las teorías que han intentado establecer una distinción material
entre la administración y la jurisdicción 690
256. Fundamento y carácter formales de la distinción entre la función jurisdiccional
y la función administrativa 694
257. Separación orgánica entre la jurisdicción y la administración 697
258. Independencia de los tribunales judiciales respecto del Ejecutivo 697
259. Sistema de las dos justicias: tribunales administrativos, como autoridades
administrativas, que desempeñan una función jurisdiccional 701
260. Organización especial que se da a las autoridades administrativas investidas
del poder de estatuir a título jurisdiccional 705
261. La separación de la jurisdicción y la administración desde el punto de vista de
sus formas de ejercicio 709
262. Distinción entre la vía administrativa y la vía jurisdiccional 711
263. Caso en que la autoridad jurisdiccional es llamada únicamente a comprobar
la existencia de un hecho 712
264. Fuerza especial que se atribuye a las aseveraciones hechas por la vía
jurisdiccional 713
265. Signos distintivos del acto jurisdiccional 714
266. Casos en los que la autoridad administrativa pronuncia el derecho sin realizar
acto jurisdiccional. Cuestión del ministro-juez 716
267. Tendencia del Estado moderno a sustituir la vía administrativa por la vía
jurisdiccional para un número cada vez mayor de asuntos 726
268. Por qué la jurisdicción debe ser considerada jurídicamente como un tercer
poder 734
269. Conclusión sobre el carácter formal de la distinción de las funciones de
potestad estatal 738
CAPITULO IV
SEPARACION DE LAS FUNCIONES ENTRE ORGANOS DISTINTOS
§ 1. LA TEORÍA DE MONTESQUIEU SOBRE LOS TRES PODERES Y SU
SEPARACIÓN
270. Precursores de Montesquieu 741
271. Originalidad de su teoría sobre la distinción y reparto de los poderes 742
1318

272. El principio de la separación de poderes según Montesquieu: su finalidad


política 744
273. Constitución orgánica de tres grandes poderes en el Estado: sistema de
frenos y contrapesos 747
274. Mantenimiento de la unidad de la potestad estatal en la doctrina de
Rousseau 748
275. Prestigio que disfrutó en Francia la teoría de Montesquieu: su descrédito
actual 750
276. Tentativas de ciertos autores alemanes para rehabilitar esta teoría 754
277. Examen crítico de la doctrina de Montesquieu 757
278. A. Pluralidad de poderes. División de la potestad estatal en tres potestades
distintas y constitución orgánica en el Estado de tres poderes diferentes 757
279. ¿Es compatible con la unidad del Estado este fraccionamiento del Estado y
de su potestad en tres poderes? 760
280. B. Separación de funciones. Punto de vista de Montesquieu sobre la
distinción material de las funciones 764
281. Imposibilidad de realizar orgánicamente esta separación 766
282. C. Independencia de los órganos. Necesidad de una coordinación entre
los órganos del Estado 770
283. Constituciones de fines del siglo XVII I que, aplicando la teoría de
Montesquieu, pretendieron excluir las relaciones entre el cuerpo legislativo y el
Ejecutivo 772
284. Montesquieu habla de relaciones que permiten a los órganos detenerse y
paralizarse mutuamente; no habla de las que asegurarían su unión y su
asociación 777
285. Es impracticable la separación de poderes con ausencia de relaciones entre
los órganos 779
286. D. Igualdad de los órganos. ¿Existe en la realidad? ¿Es posible
jurídicamente? 782
287. La jerarquía de las funciones lleva consigo la de los órganos 784
288. La necesaria unidad del Estado excluye la igualdad de los órganos. 786
289. Cómo restablecen esta unidad en el poder constituyente las Constituciones
separatistas de fines del siglo XVIII 786
290. Igualdad de los órganos en el orden de los poderes constituidos 788
291. E n qué sentido es cierto que el Estado puede tener múltiples órganos? 790
292. Necesidad de un órgano supremo 791
293. Examen de las diversas formas gubernamentales de Estado desde este
punto de vista 794
294. E. El régimen parlamentario considerado en sus relaciones con la separación
de poderes. ¿Es un régimen de igualdad orgánica entre los poderes legislativo y
ejecutivo? 800
295. Posición constitucional del ministerio en el régimen parlamentario. Doctrina
que caracteriza al gabinete ministerial como un comité gubernamental del
Parlamento 802
296. Doctrina según la cual el ministerio sirve de intermediario entre el Parlamento
y el jefe del Ejecutivo, considerados como dos autoridades distintas e
independientes, y depende a la vez de dichas autoridades 805
1319

297. ¿Hay en el actual sistema parlamentario francés un verdadero dualismo


orgánico que resulte de un equilibrio de potestad entre las Cámaras y el
Ejecutivo? 811
298. Dualismo originario sobre el que se construyó históricamente el régimen
parlamentario 816
299. Persistentes manifestaciones de este dualismo en los textos constitucionales
de 1875 820
300. ¿Qué queda hoy de ese dualismo primitivo? 822
301. Carácter simplemente nominal o aparente del dualismo en el régimen
parlamentario actual 826
§ 2. ¿CONSAGRA LA SEPARACIÓN DE PODERES EL DERECHO PÚBLICO
FRANCÉS?
302. Rechazo de la doctrina de Montesquieu 834
303. La unidad del Estado y la idea del órgano supremo 835
304. Sistema jurídico francés que se refiere a las diversas potestades que
respectivamente ejerce cada especie de órganos 837
305. A. La separación de poderes sustituida por la gradación de poderes 837
306. La Constitución francesa no establece separación de funciones materiales,
sino sólo una separación que se refiere a los grados de potestad formal 838
307. Sistema de la jerarquía de poderes y autoridades 839
308. Este sistema mantiene la unidad del Estado: los diversos órganos ejercen la
misma potestad en grados desiguales 845
309. Las Cámaras, órgano supremo de la República francesa 846
310. B. La separación de poderes sustituida por la limitación de poderes 851
311. Limitación de los poderes del órgano supremo en la monarquía 854
312. Limitación de los poderes del órgano supremo cuando éste es el
Parlamento 856
313. División del Parlamento en dos Cámaras 858
314. Separación del poder constituyente y el poder legislativo 859
315. ¿Dónde hallar hoy la garantía de la libertad pública que Montesquieu trató de
asegurar con su sistema de la separación de poderes? 861
ORGANOS DEL ESTADO
PRELIMINARES

316. Problema que domina este estudio: su solución jurídica 867


317. Cuestión de la legitimidad de la potestad que ejercen los gobernantes: ¿en
quién reside primitivamente la soberanía? 868
318. Forma francesa de esta cuestión: ¿en quién reside el poder
constituyente? 870

CAPITULO I
TEORIAS CONTEMPORANEAS SOBRE EL ORIGEN DE LA
POTESTAD DE LOS ORGANOS DEL ESTADO

319. Doctrina del derecho divino 372


1320

§ 1. TEORÍA DE LA SOBERANÍA DEL PUEBLO

320. La teoría de la soberanía en el sistema del contrato social 875


321. Naturaleza de la voluntad general según Rousseau: supuesta conciliación
entre la preponderancia de la voluntad general y la participación individual de los
ciudadanos en la soberanía 877
322. Críticas de orden político y moral contra la teoría de'Rousseau. Doctrina de la
soberanía de la justicia y de la razón 879
323. Críticas de orden jurídico. Imposibilidad de conciliar la soberanía individual
con el sistema de la sumisión de los ciudadanos a la mayoría 882
324. ¿Descansa la dominación estatal en la aceptación consensual de los
ciudadanos? 884
325. ¿Puede el contrato social originar en los ciudadanos un derecho de
soberanía? 885
326. Carácter esencialmente extraindividual de la soberanía: sólo puede
concebirse en el Estado 886

§ 2. TEORÍA DE LA SOBERANÍA NACIONAL

327. Principio francés de la soberanía nacional: ¿cuál es la significación de este


principio? 887
328. A. Doctrina que asimila la soberanía nacional a la soberanía popular 888
329. Determinación del alcance real del principio de la soberanía nacional según
sus orígenes históricos 889
330. En 1789-1791, el principio se dirigía contra la potestad personal y absoluta
del rey 890
331. Significación puramente negativa que este principio tenía en el pensamiento
de sus fundadores: exclusión de toda soberanía individual 892
332. Consecuencias de este concepto negativo 896
333. B. Doctrina que sólo ve en la soberanía nacional un principio nominal
desprovisto de efectos jurídicos 897
334. El principio de la soberanía nacional y las diversas formas gubernamentales
del Estado 898
335. Esencia de la monarquía y de la democracia 902
336. El principio de la soberanía nacional se funda en la identificación de la nación
con el Estado y tiene como fin esencial realizar desde el punto de vista orgánico
las consecuencias de esta identidad 904
337. Consecuencias jurídicas efectivas del principio definido así 907
338. El principio de la soberanía nacional excluye la monarquía y la democracia
propiamente dichas 909
CAPITULO II
GOBIERNO REPRESENTATIVO
§ 1. FUNDAMENTO Y NATURALEZA DEL GOBIERNO REPRESENTATIVO
339. Vínculos que relacionan al gobierno representativo con el principio de la
soberanía nacional 914
1321

340. Concepto político usual del gobierno representativo 916


341. Existencia de dos conceptos jurídicos uno amplio y otro restringido. que se
refieren a la representación en derecho público 917
342. Doctrina de Rousseau sobre el régimen representativo 918
343. Fundamento de este régimen según Montesquieu 920
344. Naturaleza de la relación jurídica entre electores y elegidos que nace de la
elección. Teoría del mandato representativo 922
345. Diferencias esenciales entre la situación del diputado electo y la de un
mandatario 925
346. Caracteres de la función de diputado 929
347. Naturaleza y alcance verdaderos de la elección del diputado en el régimen
representativo 929
348. La regla según la cual los diputados representan a la nación 933
349. Consecuencias de esta regla en cuanto a la determinación de la naturaleza
del régimen representativo 936
350. ¿Es verdaderamente égimen de representación, en el sentido jurídico propio
de la palabra, el régimen llamado representativo? 938
§ 2. ORÍGENES REVOLUCIONARIOS DEL SISTEMA FRANCÉS DE LA
REPRESENTACIÓN NACIONAL
351. Ojeada histórica sobre la representación en los Estados generales de la
Francia antigua 942
352. Carácter verdaderamente representativo de la función del diputado antes de
1789 946
353. Principios esenciales del nuevo régimen representativo que fundó la
Asamblea nacional de 1789 948
A. Los diputados representan a toda la nación 949
354. El ciudadano, elemento constitutivo de la nación. Concepción individualista
de la representación 949
355. Combinación del concepto individualista con el de la indivisibilidad, ya sea de
la nación, ya de la representación nacional 951
356. Consecuencias respectivas de estos dos conceptos combinados 952
357. B. Los diputados son independientes de sus colegios electorales 955
358. Cuestión de los mandatos imperativos ante la Asamblea nacional de
1789 956
359. Nulidad de los mandatos imperativos con respecto a la Asamblea 957
360. Nulidad de los mandatos con respecto a los propios diputados 961
361. La razón esencial de esta doble nulidad se deduce, según Sieyés, de la
misma naturaleza del gobierno representativo tal como fué concebido en 1789-
1791 963
362. Oposición que en esta época se estableció entre el gobierno representativo y
la democracia propiamente dicha 967
363. C. El representante quiere por la nación 969
364. Distinción entre el representante y el funcionario 970
365. ¿Cuáles eran los representantes según la concepción de la Asamblea de
1789 en cuanto a la representación nacional ? 973
1322

366. Condición de representante que la Constitución de 1791 reconoció al rey 974


367. Fundamento del carácter representativo del rey en 1791 975
368. ¿Por qué negaba a los administradores la condición de representantes la
Constitución de 1791? 979
369. La representación —poder objetivo y no cualidad subjetiva— es
independiente de toda condición electiva 980
370. ¿Podía considerarse a los jueces como representantes en 1791? 982
§ 3. ALCANCE JURÍDICO DEL CONCEPTO DE REPRESENTACIÓN EN EL
DERECHO PÚBLICO MODERNO. TEORÍA DEL ÓRGANO DE ESTADO
377. En el régimen llamado representativo faltan todos los elementos
indispensables para la construcción de la idea jurídica de representación 985
372. En el régimen llamado representativo, la verdadera calificación que debe
darse a las autoridades encargadas de querer por la nación no es la de
representante, sino la de órgano nacional 988
373. A. Concepto del órgano. Sus relaciones con el concepto de persona
colectiva 989
374. Diferencias entre el representante y el órgano 990
a) El órgano, condición esencial de la personalidad de la colectividad, no forma
con ésta más que una sola y misma persona 990
375. b) El órgano expresa por sí mismo la voluntad de la colectividad, que
jurídicamente no puede querer más que por medio de él 992
376. B. Orígenes franceses de la teoría del órgano de Estado. Su desarrollo en la
literatura alemana contemporánea 997
377. Germen de esta teoría en el concepto que admitió la Asamblea nacional de
1789 en cuanto a la representación de la nación 999
378. Crítica y rechazo de la terminología constitucional de 1791 que designaba
con el término delegación el acto de la nación por el cual ésta, al organizarse, crea
su potestad 1001
379. C. Justificación de la teoría del órgano de Estado 1006
a) Esta teoría tiene por objeto señalar que el individuo órgano, cual distinta de la
del Estado 1006
380. El órgano ejerce un poder que corresponde exclusivamente al Estado 1009
381. Interés práctico de la teoría del órgano 1010
382. b) La palabra órgano se destina a señalar que el órgano no se confunde con
las personas momentáneamente investidas de la función orgánica 1012
383. D. ¿De quién son órganos las autoridades investidas del poder de querer por
la nación? Teoría francesa del órgano nacional 1016
384. Teoría alemana del órgano de Estado 1018
385. Teoría que, para caracterizar al régimen representativo, define al Parlamento
como un órgano de voluntad del pueblo, que a su vez es órgano primario del
Estado 1020
386. Distinción que esta última teoría establece entre órganos representativos o
secundarios y órganos primarios no representativos 1023
1323

387. Teoría que en el régimen representativo ve un régimen de asociación


particular entre electores y elegidos, destinado a asegurar la conformidad entre las
voluntades de unos y otros 1025
388. Examen crítico de las teorías precedentes 1029
389. ¿Puede ser considerado el pueblo como un órgano estatal en el régimen
representativo? ; 1031
396. ¿Es un órgano de voluntad del Estado el cuerpo electoral mismo en este
régimen? 1033
397. El Parlamento no puede ser a la vez órgano y representante del pueblo, pues
ambos términos se excluyen recíprocamente 1035
392. La teoría que caracteriza al Parlamento como el órgano representativo del
pueblo lleva a confundir el gobierno representativo con la democracia directa 1041
393. Por fundarse en el principio de la soberanía nacional, el régimen
representativo francés excluye a la vez a la monarquía y a la democracia
propiamente dichas, e implica que todos los órganos estatales son indistintamente
órganos de la nación 1044
§ 4. EVOLUCIÓN DEL RÉGIMEN REPRESENTATIVO DESDE LA REVOLUCIÓN
394. Deformación del concepto originario de la representación nacional. 1054
395. Creciente influencia que los electores adquieren sobre sus elegidos 1056
396. Infiltración en el gobierno representativo de tendencias o instituciones que
responden al espíritu del gobierno directo. Cuestión de la representación
proporcional 1059
397. Combinación del régimen representativo y el régimen parlamentario:
diferencias entre ambos regímenes 1063
398. La disolución como indicio de la diferencia entre el régimen representativo de
1791 y el régimen parlamentario actual 1065
399. El régimen representativo se ha convertido en parte en un régimen de
representación efectiva 1069
400. El régimen semi-representativo 1072
§ 5. ORGANOS ACTUALES DE LA REPÚBLICA FRANCESA SEGÚN LA
CONSTITUCIÓN DE 1875
401. Desacuerdo de los autores en cuanto a la determinación de las autoridades
estatales a quienes debe reservarse la calificación de órganos 1076
402. Vínculos entre la idea del órgano de Estado propiamente dicho y la de la
personalidad jurídica del Estado 1079
403. Distinción entre los órganos que concurren a constituir la persona estatal y
los funcionarios que actúan por esta persona ya constituida 1082
404. No son órganos propiamente dichos las autoridades administrativas ni las
autoridades jurisdiccionales 1083
405. ¿Debe considerarse al Presidente de la República, bajo la Constitución de
1875, como un órgano o como un funcionario? 1087
406. Razones por las que las Cámaras son el único órgano de voluntad primordial
del Estado en el parlamentarismo francés actual 1089
1324

CAPITULO III
EL ELECTORADO
§ 1. EL CUERPO ELECTORAL EN GENERAL. SU COMETIDO Y SU PODER SEGÚN EL
DERECHO PÚBLICO ACTUAL

407. ¿Debe considerarse al cuerpo electoral como un órgano de Estado? 1098


408.¿Es un poder de órgano el de nombramiento que corresponde al cuerpo
electoral? 1100
409.¿En qué medida el cuerpo electoral es hoy órgano de voluntad del
Estado? 1103
410. ¿Es un órgano electoral todo colegio de elección? 1106
411. Múltiples problemas que suscita la determinación de la condición individual
de cada elector en el conjunto del cuerpo electoral 1107
§ 2. EL DERECHO ELECTORAL COMO FUNCIÓN

412. Doctrina de Rousseau sobre el fundamento del derecho de sufragio 1109


413. Refutación de la teoría que basa el derecho electoral en un derecho de
soberanía individual del ciudadano 1111
414. Examinado en su fundamento, el derecho electoral no es un derecho
individual, sino una función estatal 1114
415. Cuestión del fundamento del derecho electoral en sus relaciones con el
principio de la soberanía nacional: en este aspecto se manifestaron dos corrientes
de ideas en la Asamblea nacional de 1789 1115
416. Distinción que estableció la Constituyente entre la condición de ciudadano y
la condición de elector 1116
417. Concepto revolucionario del derecho electoral como función 1118
418. Distinción revolucionaria entre el ciudadano activo y el ciudadano
Pasivo 1120
419. Mantenimiento del concepto en que descansa esta distinción en el derecho
público actual 1122
§ 3. ¿E N QUÉ SENTIDO POSEE EL ELECTOR UN DERECHO SUBJETIVO?

420. Reservas previas sobre esta cuestión 1124


421. Doctrina que niega al elector todo derecho subjetivo 1125
422. Doctrina según la cual el derecho electoral es a la vez un derecho y una
función 1126
423. Imposibilidad de concebir que el derecho electoral sea simultáneamente
derecho y función 1129
424. Necesidad de distinguir dos fases sucesivas en la situación del elector a fin
de que aparezca el derecho subjetivo de elección 1131
425. Teoría según la cual el derecho electoral, en cuanto derecho subjetivo, no
tiene como contenido el poder de votar, sino el derecho a que se reconozca la
condición de elector 1133
426. Objeciones contra la teoría que pretende que el derecho electoral no es un
derecho a votar 1135
427. Carácter subjetivo del poder que corresponde al individuo en cuanto
órgano 1136
1325

428. Conciliación de dicho carácter subjetivo con el carácter impersonal del


órgano: el acto estatal es sucesivamente acto de individuos en cuanto a su
cumplimiento y acto de órgano de Estado en cuanto a la fuerza de sus
efectos 1139

§ 4. NATURALEZA Y CONTENIDO DEL DERECHO INDIVIDUAL


DE SUFRAGIO

429. ¿Es el derecho electoral un derecho a elegir o sólo un derecho a votar? 1145
430. Teoría del derecho individual de elegir 1146
431. Sistema de elección proporcional 1147
432. ¿Cuál es el titular efectivo del poder de elegir en el estado actual del derecho
público francés? 1149
433. Como la representación proporcional, la elección proporcional tampoco está
de acuerdo con los principios del puro régimen representativo 1150
434. El sistema del derecho individual de elegir supone, en el fondo, el derecho de
representación individual 1154
435. Máxima según la cual la decisión por mayoría es la elección de
todos 1157
436. El cuerpo de los electores es el único órgano electoral en el sistema de la
lección mayoritaria; los electores considerados individualmente no lo son 1159

CAPITULO IV
EL PODER CONSTITUYENTE
SECCIÓN I

LA TEORIA DEL ORGANO DE ESTADO Y LA CUESTION DEL PODER


CONSTITUYENTE

437. Relaciones entre la cuestión del poder constituyente y la teoría del órgano de
Estado 1161
438. Objeciones que se dirigen contra la teoría del órgano de Estado a propósito
de la creación de la Constitución 1161
439. Aplicación de la doctrina del contrato social a la cuestión del poder
constituyente 1163
440. Doctrina de la soberanía constituyente del pueblo 1165
441. Sobre la Constitución primitiva de la que nació el Estado 1166
442. La cuestión del origen de esta primera Constitución no es de orden
jurídico 1167
443. Justificación de la teoría del órgano de Estado en el dominio de la cuestión
del poder constituyente 1169
444. Casos en que los cambios de Constitución no son regidos por el
derecho 1171
445. Sistema jurídico de la revisión de la Constitución por el órgano regularmente
designado para ello 1173
446. Fundamento de la misión constituyente de la Asamblea nacional de
1789 1175
1326

SECCION II
LA CUESTION DEL PODER CONSTITUYENTE EN SUS RELACIONES CON EL
PRINCIPIO DE LA SOBERANIA NACIONAL. LA SEPARACION DEL PODER
CONSTITUYENTE Y LOS PODERES CONSTITUIDOS
447. Planteamiento de la cuestión 1179
448. El sistema de la especialidad del órgano constituyente en las Constituciones
francesas anteriores a 1875 1181
449. Principio de la separación del poder constituyente y los poderes constituidos:
sus orígenes 1183
450. ¿Tiene cabida este principio en la doctrina del contrato social? 1186
451. Teoría de Sieyés sobre el poder constituyente: sus relaciones con la doctrina
de Montesquieu sobre la separación de los tres poderes constituidos 1188
452. Vínculos que relacionan de manera preponderante la teoría de Sieyés con las
doctrinas de Rousseau 1193
453. La separación del poder constituyente en relación con la idea de la soberanía
popular 1206
454. Crítica de dicha separación así entendida 1208
455. La separación del poder constituyente en relación con el principio de la
soberanía nacional 1214
456. Consecuencias de dicha separación así justificada 1217
SECCIÓN III
EL SISTEMA CONSTITUYENTE ACTUALMENTE ESTABLECIDO EN FRANCIA.
¿EN QUE MEDIDA LA CONSTITUCION DE 1875 ASEGURA
LA SEPARACION DEL PODER CONSTITUYENTE?
§ 1. LA ASAMBLEA NACIONAL COMO ÓRGANO CONSTITUYENTE
457. Composición de la Asamblea nacional 1220
458. ¿Es la Asamblea nacional una reunión de las Cámaras o sólo de sus
miembros? 1222
459. La Asamblea nacional y el sistema bicameral 1224
460. Relaciones de la Asamblea nacional con las Cámaras desde el punto de vista
de, su estructura y de sus elementos constitutivos 1228
461. Carácter con que participan en la Asamblea nacional, una vez formada, los
miembros de ambas Cámaras 1230
462. ¿Hace desaparecer a las Cámaras la formación de la Asamblea
Nacional? 1233
§ 2. EXTENSIÓN DE LA COMPETENCIA CONSTITUYENTE
RESERVADA A LA ASAMBLEA NACIONAL
463. Contenido posible de las Constituciones. Materias que dependen del poder
constituyente con exclusión del poder legislativo 1234
464. Doctrina que extiende al concepto de Constitución la distinción entre los
puntos de vista material y formal 1236
1327

465. Significado puramente formal del concepto jurídico de Constitución 1238


466. Brevedad de la Constitución de 1875 1241
467. ¿Puede completarse la Constitución de 1875 con la Declaración de 1879 si a
ésta se la considera todavía vigente? 1243
§ 3. CUESTIÓN DE LA REVISIÓN LIMITADA O ILIMITADA
468. ¿Cómo se plantea esta cuestión? 1247
469. Doctrina que reconoce a la Asamblea nacional un poder ilimitado de
revisión 1248
470. Distinción entre la cuestión de la posible extensión de la revisión y la de sus
condiciones de iniciación 1250
471. La Constitución de 1875 subordina la revisión, total o parcial, a las
resoluciones previas de ambas Cámaras 1250
472. La limitación de la potestad revisionista de la Asamblea nacional y el sistema
de la igualdad de ambas Cámaras 1252
473. Otros argumentos que cabe invocar en favor de la teoría de la potestad
limitada de la Asamblea nacional 1254
474. Consecuencias que se derivan de dicho régimen de limitación en cuanto a la
cuestión de la separación del poder constituyente 1256
475. ¿Implica una participación de las Cámaras en el poder constituyente su
facultad de fijar limitativamente la extensión de la revisión? 1257
476. Cometido preciso de las Cámaras en cuanto a la determinación del programa
de la revisión 1260
§ 4. APRECIACIÓN DEL SISTEMA CONSTITUYENTE ESTABLECIDO PORLA
CONSTITUCIÓN DE 1875 DESDE EL PUNTO DE VISTA DE SUCONCILIACIÓN
CON EL PRINCIPIO DE LA SOBERANÍA NACIONAL
477. ¿Limitó suficientemente la Constitución de 1875 la potestad de la Asamblea
nacional y de las Cámaras? 1261
478. Falta de sanción e ineficacia de las limitaciones que la Constitución introduce
en la potestad revisionista de la Asamblea nacional 1262
479. Tampoco está limitada la potestad de las Cámaras 1265
480. La Constitución de 1875 no asignó límites precisos al poder legislativo de las
Cámaras 1268
487. Aplicación a la reglamentación de los derechos y libertades individuales 1268
482. En el fondo, las Cámaras son dueñas del poder constituyente 1272
483. La introducción en Francia de la institución norteamericana del control de la
constitucionalidad de las leyes por los tribunales sería ineficaz 1274
484. Sin embargo, ¿en qué medida se encuentra salvaguardado el principio de la
soberanía nacional en lo que concierne al Parlamento francés actual? 1275

Índices 1283

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