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que la muchacha había recabado para él. El anglosajón se quedó despierto hasta muy tarde,
leyendo y ordenando documentos sentando en un escritorio de la biblioteca. Las noticias en los
diarios no variaban, siempre eran igual: “El inspector Eichhorst logra captura a los
secuestradores”, “gracias a las brillantes deducciones de Eichhorst, se pudo apresar al asesino”,
“Eichhorst, héroe de nuevo”; era como si las noticias se fueran repitiendo de forma superficial,
ninguna le dio la información que él quería encontrar, todo era relacionado respecto a su trabajo
como inspector de la policía, sin embargo le pareció bastante curioso que de todas las noticias que
revisó, en ninguna se hizo mención sobre su último caso, aquel “monstruo” – como se refirió
Leona
Abraham ya se había resignado, todo lo que leía era mera información que no le servía de nada,
para él era como estar leyendo una novela de un personaje ficticio, Eichhorst no sentía como
suyas ninguna de esas historias, todas le resultaban ajenas, pero aún así, no había noticia en que
no apareciera su nombre
El anglosajón, exhausto y frustrado, dejó todos los papeles sobre el escritorio, apagó la luz de la
biblioteca, y emprendió rumbo a su habitación. Eichhorst no conocía la casa, esta sería la primera
vez que él dormiría allí. Todas las luces de la casa se encontraban apagadas, una inmensa
oscuridad gobernaba los alrededores. Lentamente, conforme avanzaba, iba encendiendo todas las
luces en su camino, intentado a la vez, no hacer algún tipo de sonido que pudiese despertar a
Leona o a Wilson. De noche, la morada era aterradora, lúgubre y tétrica. Profundo era el silencio
nocturno que resguardado por las frías y nostálgicas paredes, hacia parecer cualquier sonido que
se oyera a lo lejos, algo inquietante y aterrador. Con cada pisada que daba el anglosajón, el suelo
crujía anunciando así su presencia. Los cuadros parecían mirarlo, las sombras parecían acosarlo;
pero por entre las tinieblas él se deslizaba, decidido a llagar a su dormitorio
Abraham se encontraba llegando a las escaleras de la casa, pasando ya por la sala, donde se
percató de algo que llamó su atención. Justo debajo de estas, se encontraba el típico sótano con
una pequeña puertecilla en él, la cual se encontraba entre abierta. Quizás fue simple curiosidad,
pero Abraham al ver aquella puertecilla entre abierta, sintió que debía saber que secretos
escondía Leona, bajo las escaleras de su casa
Al abrirla, Abraham se encontró con un lugar oscuro y frió, que únicamente se iluminaba gracias a
las luces del pasillo que alcanzaban a iluminar el interior. El lugar estaba infestado en polvo que
invadía garganta y ojos; multitudes de muebles defectuosos y ya en desuso abarcaban en su
mayoría; la telarañas impregnaban por doquier, no obstante, a Abraham le llamó la atención un
objeto que no se asemejaba a los demás. Una única caja que parecía ser de documentación, se
encontraba sobre una pila de varios muebles. No había nada parecido en el lugar, aquella solitaria
caja era única. Esto lo impregnó de curiosidad, por tal motivo, estiró sus manos, evitando algunas
telarañas, y tomó la caja. Eichhorst le limpió el polvo que la cubría, la volteo intentado buscar su
forma, pero al leer lo que decía sobre la tapa, un sentimiento de sorpresa y a la vez desconfianza
lo invadió. Esta decía: Expediente Eichhorst
Rápidamente, similar un niño que recibe un regalo en navidad, el anglosajón le quitó la
tapa a la caja. Esta estaba llenada de periódicos antiguos, parecidos a los que le había dado Leona.
Un poco decepcionado, comenzó a ojear sin leer con detenimiento los títulos de los periódicos,
una que otra vez, muy a la rápida leía: “Ola de suicidios” “¿Acaso la depresión domina Inglaterra o
es algo más?” “Familia realiza suicidio masivo”. No le dio mayor relevancia, pensó que tal no eran
más que otros crímenes resueltos por él, y que a Leona se le había olvidado mostrárselos.
Rápidamente iba escarbando hasta el llegar al final de la caja, lo único que encontraba eran
periódicos con noticias que ya no quería leer. Pero cuando por fin llegó hasta el final, dio con algo
distinto al resto del contenido; era una fotografía, y ver su contenido, este quedó paralizado,
clavado como una estaca al piso, sin saber que pensar
La fotografía era muy simple, de un material grueso y duro, de un tamaño medio. Esta mostraba
una casa muy lujosa de fondo, y justo al medio de la imagen, posando para ella, se encontraban
dos hombres, cada uno con el brazo encima del hombre del otro en señal de amistad. Aquello no
saldría de lo normal, dos amigos o hermanos quizás. Uno de los hombres sin lugar a dudas era
Abraham Eichhorst, un poco más joven. Sin embargo, lo extraño, y lo que paralizo a Abraham, era
el hecho de que hombre a su lado, aquel que apoyaba el brazo en su hombre, era exactamente
igual a él. Los dos hombres en la fotografía eran idénticos, un retrato calcado del otro, hasta
incluso, como si fuese una broma vestían con la misma ropa. Los dos, eran exactamente iguales a
Abraham Eichhorst.
El anglosajón no entendía el significado de aquella fotografía, al principio creyó que era un chiste,
un montaje, una falsedad. Pero al examinarla con mayor detenimiento y detalle, Eichorst la dio
vuelta, y escrito a mano en su reverso, decía lo siguiente:
Firmar: E.J.E
¿Hermano? ¿Un hermano? ¿Acaso sigue vive? ¿Dónde está ahora? ¿Por qué Leona no me dijo
nada? Esa… niña esa una mentirosa. Me mintió diciendo que me enseñaría toda la información
sobre mi pasado ¡Pero no me dijo nada sobre mi hermano, maldición¡
Una parte de Eichhorst se sintió traicionada, dolida por tales mentiras de la joven de cabellos
blancos. Sin embargo, otra parte de él, se sentía feliz pero a la vez intrigado, por saber que tenía
un hermano, pero un hermano que nunca lo visitó en el hospital, y que solo gracias a la suerte
supo de su existencia. Me pregunto… ¿si se encontrara bien?
De pronto, un pequeño crujido proveniente del segundo piso lo hizo sobresaltar, y como si fuese
por instinto, rápidamente metió la fotografía y los periódicos nuevamente en la caja. Apagó todas
las luces que había encendido, entró a su dormitorio, se quitó la camisa, y se mintió a si mismo
diciéndose que iba a dormir, cuando en realidad solo deseaba pensar con respecto a la fotografía
En la mañana, relativamente temprano, a eso de las 10, Abraham se despertó debido a la una
melancólica sinfonía que estaba siendo entonada con maestría en el piano de la sala. Eichhorst se
vistió, y salió a ver hacia afuera. El anglosajón pasó por los oscuros pasillos de la casa, hasta llegar
a la sala. Allí sentada en el sillín justo al frente del piano, vistiendo con la misma camisa de ayer, se
encontraba tocando como una profesional, dándole la espalda a Abraham, la señorita Leona. Los
dedos de la muchacha, se deslizaban con delicadeza por entre las teclas bicolores, entonando una
melodía lenta pero triste, que Abraham nunca antes había oído. Aquella depresiva y preciosa
canción, cargaba con aires de irá y tristeza, plasmando a su vez, una dolorosa imagen de un
corazón roto
No solo le llamó la atención aquella oscura melodía, sino que ahora por primera vez, desde que
conoció a Leona, la muchacha se había arremangado su camisa para poder tocar con mayor
facilidad; desde el punto donde se encontraba Eichhorst, se podía apreciar claramente, como
ambos brazos de la joven estaban complemente llenos de cicatrices, todas ellas parecían haber
sido hechas por el filo de una hoja; pero el lugar donde más resaltaban los estigmas, eran en sus
muñecas: gruesas líneas horizontales surcaban una y otra vez su pálida piel ; era muy probable que
la muchacha se haya intentado quitar la vida en reiteradas ocasiones, pero ¿Por qué?
Abraham no creyó pertinente seguir asechando desde lejos a la joven que por lo visto, ahogaba
sus penas del pasado. El anglosajón se dirigió a la cocina, y mientras lo hacía, la melodía no cesaba.
Al entrar, se encontró con Wilson Ashfrod, quien preparaba gustosamente el desayuno
- Muy buenos días, señor Eichhorst – dice mientras preparaba una especie de hibrido entre
huevo y pan tostado
- Bueno días Wilson. ¿Qué está cocinando?
- Ah, nada en especial. Me lo enseñó mi madre. Son huevos a la canasta, creí que tal vez a
usted le gustarían
- Pensé que… eran para Leona
- ¡Oh, no, no¡ La señorita Leona no come nada solido, solo sopas, cremas, y ese tipo de
cosas. Lo único solido que come ella son dulces franceses, alemanes, y chocolate belga. Se
podría decir que es su fascinación. Por favor tome asiento
La cocina, a diferencia del resto de la casa, era muy acogedora, iluminada a su vez por una
vasta luminosidad que entraba por la gran cantidad de ventanas alrededor de esta. Justo al
medio, se encontraba una mesita redonda con 4 sillas al rededor, donde Eichhorst tomó
asiento, mientras con cortesía, el mayordomo le servía una taza de café y aquellas extrañas
tostadas con un huevo frito encima. Mientras comía su desayuno, la melodía de Leona hacia
un triste tras fondo a su pequeña atmosfera, Wilson por su parte, preparaba ahora una sopa,
muy probablemente para Leona
El mayordomo, de pronto hace un alto en su preparación, como si recordara algo que estaba
por hacer, es entonces cuando le dice a Abraham:
Wilson río y después continuó preparando la sopa, como si aquella conversación nunca hubiese
ocurrido. Abraham entendió el mensaje, y no dijo nada después hasta acabar su desayuno.
Antes de que el anglosajón pudiese terminar su desayuno, alguien llama a la puerta. De inmediato
la melodía de tras fondo cesó, y Wilson se encaminó a abrir la puerta.
La visita que entró a la casa, solicitó de inmediato hablar con Leona, era un hombre muy alto y
corpulento, vestía un uniforme azul oscuro similar al negro; su cabello era una mescla de tintes
blancos y oscuros, su rostro cuadrado era impenetrable, su mirada acompañada siempre de una
pequeñas gafas redondas, era bastante seria y no soltaba el seño fruncido. Cuando la muchacha
de cabello bancos se encontraba sentada frente a aquel hombre, le solicitó al mayordomo que
Abraham Eichhorst tambien participara en la conversación. Una vez el anglosajón se sentó – de
forma extraña para él – junto a la joven, la joven dice: