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Sus azulados ojos ya se habían acostumbrado al trato fácil de los parpados cerrados, y como

dos murciélagos se mantenían esquivos ante la luz del sol; sus pensamientos se conservaban
pesados… completamente sumergidos en el lánguido mundo onírico.

Lentamente, la vista le comenzaba a pasar desde la penumbra a la nitidez, y de la nitidez, con


un gran esfuerzo, a la luz. Sus ojos de pronto, viéndose forzosamente abiertos, quedaron
completamente cegados ante una feroz luminosidad. En modo de reflejo se cubrió
rápidamente la cara con sus manos, para así aliviar la irritación en sus ojos. Pero apenas tocó
parte de su cabeza, de inmediato sintió un punzante dolor en su frente. La volvió a tocar, pero
ahora con algo más de cuidado, y pudo sentir como esta era cubierta por una especie de tela,
similar a la de una vieja cortina. Al principio estaba confundido, pero a la vez, no sintió la
necesidad de moverse, estaba muy cómodo recostado en una especie de cama cubierto por
una delgada manta blanca. Con dificultad, intentó degustar su saliva, pero al tragar, su garganta
se sentía seca y áspera, con un leve sabor a sangre al final. La habitación se sentía cálida y un
poco acogedora, la puerta estaba levemente abierta, desde allí podía oír distintas voces que
circulaban de un lado a otro, discutiendo y opinando a la vez. A su derecha, se encontraba una
pequeña ventana, que en su cristal, hacia rebotar las gotas de lluvia que caían desde el
exterior.

Con desesperación, comenzó a mirar su alrededor, miraba de un lado a otro, sus cuencas
oculares parecían estallar de tanto observar. Intentó gritar, intentó pedir ayuda, pero no sabía
a quién gritar, no sabía a quién pedir ayuda. Aquel hombre no podía recordar nada, ni si quiera
su nombre, edad, o conocidos. La desesperación comenzó a apoderarse de él, y lentamente de
manera forzosa intentó razonar. ¿Dónde estoy? – Se preguntaba a sí mismo - Pero nula fue su
respuesta, como si no lo supiese. ¿Quién soy yo? – Se preguntó nuevamente - Pero al igual que
antes, nula fue su respuesta.

La mente del hombre de la habitación 221, era un recipiente en blanco, vacio y desesperado.
Lentamente el pánico comenzaba a dominarlo. Sus inútiles esfuerzos por tratar de recordar el
pasado solo le hacían ver vagas imágenes sin sentido, en ellas se apreciaba el Big-Ben, en otra
una cabaña bastante añejada por la edad junto a un lago; en otra, unas montañas cubiertas de
nieve

El pánico lentamente comenzaba a carcomer su cordura, no entendía nada de lo que pasaba, se


encontraba débil, como si le hubiesen dado una paliza. No obstante, aquel hombre, forzando
sus paupérrimos y débiles músculos, con un esfuerzo sobrehumano, intentó levantarse de la
camilla, fue un trabajo difícil y sudoroso, pero cuando por fin se puso de pie, se dio cuenta de
que estaba usando una bata de hospital, las típicas que dejan el trasero al aire.

El suelo de la habitación estaba helado, pero eso refrescó sus pies. Poco a poco, comenzó a
tocar su rostro por todas partes, como si se tratase de un ciego que estaba conociendo a un
extraño por primera vez. La venda en su frente que envolvía también su cabeza, era lo único
que no encajaba, sin mencionar una descuidada barba de dos semanas. Miró sus manos de
arriba abajo, como si se tratasen de las de un extraño, estas tiritaban similar a las manos de
alguien con Parkinson. Tocó su cuerpo por todas partes como si estuviese herido, pero para su
alivio, se encontraba bien.

- Ah, Me duele la cabeza – dice con una voz áspera, débil y entrecortada, mientras
se sobaba el vendaje

Se sentía igual que un ebrio, no tenía idea de a donde había llegado, no sabía ni si quiera quien
era él. Necesito salir de aquí ahora, no… no sé donde estoy. ¿Qué me pasó? Nada tenía sentido
en su cerebro que parecía estar descompuesto

Sus píes descalzos, se dirigían a la puerta con una particular debilidad y cojera al andar. De
pronto, la puerta de la habitación es abierta y aquel hombre sin vacilar cae de sentado al suelo.
Su corazón comenzó a latir más rápido de lo normal, su respiración se agitaba, sus ojos se
mantenían extremadamente abiertos. Una inexplicable sensación de miedo lo estaba
absorbiendo y obligaba a la poca cordura que había dentro de él a desaparecer por completo.
Con la perilla aún en la mano, llena de impresión, se encontraba una joven enfermera de
cabellos rubios y lindo rostro.

La enfermera, aún inexperta, al ver la imagen de un paciente tendido en el suelo, como un niño
asustado, con los ojos tan abiertos que parecía que sus orbitas iban a estallar, creyó de
inmediato que este se había caído de la camilla y necesitaba ayuda urgente.

La rubia lentamente comenzó a aproximarse hacia a él, este sin levantarse iba retrocediendo
sin quitarle la vista de encima a la enfermera. Su corazón comenzó a latir rápido, su respiración
se descontrolaba de forma exponencial.

- Por favor, cálmese. Todo estará bien – intenta decir la rubia, con una voz
forzosamente serena

Nada estuvo bien en ese entonces, el corazón de aquel hombre llegó a su máxima culmine, su
cerebro ya no podía más, sus nervios ya no lo soportaban, y el pánico finalmente lo devoró por
completo. Este sintió como si se quedase dormido y luego todo quedó en penumbra

Posteriormente de la penumbra viene la luz. Aquel hombre, no soñó nada, similar a cuando
uno se queda dormido estando muy cansado. Su sueño pareció ser instantáneo, como cerrar
los ojos en un lugar y al abrirlos te encuentras en otro. Cuando despertó de su desmayo, por
alguna razón le era imposible acelerar su corazón o ponerse nervioso, se encontraba
extrañamente calmado. Se percató de que estaba nuevamente recostado, cubierto por la
misma manta suave de antes. A sus pies, se encontraba la enfermera de cabellos rubios que
tanto pánico le había causado, esta tenía una mirada de preocupación, como si la culpa la
estuviese consumiendo por dentro; después de todo, la muchacha era muy joven aún, y tenía
mucho que aprender del oficio. Al otro lado de la camilla, al costado izquierdo, se encontraba
un hombre joven, llevando una especie de “delantal blanco”
- Por fin despertó – le dice el hombre – la señorita Van Der Brouwer, se llevó un
gran susto por su culpa – dice con ironía – soy el doctor Vladimir Lubchenko, el
neurocirujano encargado de su rehabilitación. Es un gusto conocerlo

El tono de voz del muchacho era amigable y alegre, firme y completamente seguro de sí
mismo, no titubeaba en ninguna ocasión. Su rostro era delicado y pálido, sus ojos celestes
similares a los de un ciego… eran fríos e inexpresivos a la vez, contraponiéndose así con la
propia personalidad del joven; su cabello… una mezcla de tonalidades rubias y castañas
mantenía un largo hasta los hombros

- Es posible que se sienta un poco cansado – prosiguió Lubchenko –Judith le


administró una alta dosis de sedantes para que no se vuelva a repetir lo antes.
Ahora terminado ya con las formalidades, me gustaría comenzar con mi trabajo
¿sabe qué día es hoy?

No podía comprenderlo, pero a simple vista parecía estar en un hospital. Aún así, seguía
confundido, y no lograba entender cómo fue que llegó hasta allí. Tardó unos segundos en
responder, se mantuvo algo desconfiado y confundido ante la presencia del joven.

- enero… creo, el día no lo sé. Año… 1924


- Bien. No estuvo tan alejado de la realidad, ¿Sabe su nombre?

Aquella pregunta, aquella maldita pregunta, no era más que una de las tantas frustraciones e
impotencias que sentía aquel hombre. Es tan patético no saber ni si quiera mi nombre, algo tan
importante como mi nombre ¡y no lo sé, maldita sea¡

- No…, no recuerdo – dice entre dientes, intentando ocultar su rabia


- No se preocupe, la amnesia es algo relativamente normal en casos como el suyo,
la cantidad de recuerdos perdidos varia de paciente en paciente. Pero lo que sí es
seguro, es que los recuerdos regresan tarde o temprano.

Vladimir, pareció mirar a Judith en señal de duda, era como si el muchacho supiese algo que no
quería revelar. Lubchenko se movió un poco por la habitación y se sentó con la pierna cruzada
una sobre la otra en uno de los dos sillones que rellenaban el lugar. Judith, por su parte, muy
tímida como era habitualmente, se mantuvo en su misma posición.

- Su nombre es Abraham Eichhorst ( se leía “Eichhorst”, pero se pronunciaba


“Heniskort”) 31 años de edad, oriundo de Inglaterra – dice fríamente

Aquellas palabras, aquellas simples palabras, parecían haber sido sacadas de la imaginación del
doctor. ¿Abraham? ¿Abraham? ¿Acaso ese es mi nombre? Tampoco tengo como saberlo

- Cuando llegó aquí, tuvimos la fortuna de que traía una identificación consigo –
continuó Lubchenko – ahora escuche con cuidado lo que le voy a decir; su
identidad la decidimos mantener en secreto. No muchos en este hospital saben
su nombre, señor Eichhorst, solo los principales médicos son tales confidentes. Ni
si quiera la señorita Van Der Brouwer lo sabía. Por tal razón me incomodó un
poco… su presencia
- ¡Doctor¡ - dice ella – ¡esto no se lo diré a nadie, se lo aseguro¡
- Vladimir rió un poco sin moverse del sillón, y con una sonrisa algo maliciosa
respondió – de eso estoy seguro, Judith. Después de todo, tú y yo tenemos
secretos más grandes que guardar

Las mejillas de la enfermera se enrojecieron de vergüenza ante las misteriosas palabras de


Lubchenko. La joven, con algo de timidez, se sentó junto al doctor en el sillón restante.

- ¿Tiene…alguna forma de probar lo que dice?


- ¡Claro, después le traeré su identificación para que la revisé¡ - responde con
tranquilidad – pero ahora debemos de seguir hablando sobre lo pertinente. Como
usted entenderá – dice ahora más serio – no nos encontramos en Inglaterra.
- Me doy cuenta por su forzoso acento inglés
- Eso es distinto, eso está más relacionado con mi origen, pero eso no nos incumbe.
Nos encontramos en Demert, capital de la Republica de San Listuriano
- Nunca había oído hablar de ese país
- No me sorprende, es bastante pequeño, está justo en frente de Inglaterra, entre
la frontera Belga y Francesa. Pero en fin… no vengo a darle una clase de geografía
moderna. Lo que nos concierne. Yo, y el resto de los médicos en el hospital,
tuvimos muy buenas razones para ocultar su nombre. La principal, es que usted
señor Eichhorst, está bajo sospecha de asesinato. Mañana vendrá la policía a
interrogarlo. Ni si quiera me han autorizado para hablarle, así que ahora mismo
estoy corriendo un enorme riesgo.
- ¿¡Que ¡? ¿Pero… por qué? ¿Qué he hecho? – pregunta desconcertado
- Lubchenko da un suspiro, y dice – eso… solo lo sabe usted

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