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OPINIÓN

Que presida la estatua


Por Ignacio Camacho

​En el tiempo que le va a dejar libre la nueva política


antiterrorista, exonerando de perseguir etarras, el Fiscal del
Estado bien podría buscar la manera de acusar a ciertos
dirigentes futbolísticos de incitación a la violencia, y hostigarlos
siquiera un poco a modo de escarmiento antes de que suceda
una irreparable tragedia. También, dado que el Proceso de
Pazzzzzz le obliga a hacer la vista gorda ante la kale borroka, la
Fiscalía debería mantener engrasada su musculatura procesal
empurando como procede a esos niñatos que dedican los días
de partido a quemar contenedores y destrozar mobiliario urbano
según el ejemplo de sus ahora impunes colegas abertzales, y
de paso ver si se puede obligar a los padres a pagar los
desperfectos de su bárbara progenie. Ya que parece que toca
declarar unilateralmente abolido el terrorismo callejero, por lo
menos que el aparato jurídico del Estado trate de impedir su
propagación a otros ámbitos de la convivencia cotidiana.

Porque lo que está pasando en el fútbol es un asunto muy serio del que las autoridades
prefieren no darse por enteradas para no meterse en charcos impopulares. Los incidentes de
esta semana en Sevilla merecen una actuación contundente que ponga pie en pared y avise a
navegantes de otras latitudes que están bordeando la bitácora de lo irreversible. La dirigencia
futbolera se ha convertido en un nido de truhanes con cuello blanco, y hora va siendo de que la
justicia ordinaria tome cartas siquiera para dar la impresión de que no se ha convertido en una
ONG para liberar asesinos por razones humanitarias.

Como sevillano reclamo también de mis representantes democráticos que hagan el favor de
poner en su sitio a ese lúgubre megalómano que atiende por Ruiz de Lopera, cuyas
extravagantes salidas de pata de banco arrastran por los suelos la simpatía nacional del Betis y
el prestigio de una ciudad que en vez de rendirle hipócritas homenajes debería hacerle el vacío
que merece su delirio. Si las autoridades temen pecar de parcialidad en una sociedad
futbolísticamente hemipléjica, que rebajen también los humos al jactancioso Del Nido en vez de
reírle las bravatas con que calienta a los de la acera vecina. Lo que no puede ser es que las
instituciones se acoquinan ante unos hooligans con corbata parapetados en la morralla ultra que
utilizan como guardia de corps, y que acabará expulsando a toda la gente decente que aún
quiere ir al estadio a divertirse con nobleza.

Las medidas ejemplares son la única receta posible. Ciertamente con ellas pagan unas aficiones
inocentes por el desmán de un puñado de matasinetes, pero más vale eso que lamentarse
cuando no hay remedio. En Italia han tenido que jugar sin público por no plantarse a tiempo, y
en Inglaterra no se acabó el problema hasta después de unos centenares de muertos: hicieron
un listado de indeseables y los obligaron a pasar el tiempo de los partidos en la comisaría. Aquí
habría que añadir en la lista a algunos presidentes que ejercen de fanáticos y dejar que presida
los encuentros uno de esos bustos que con tanto orgullo sientan en el palco. Sin duda, lo haría
mejor la estatua.

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