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Es la totalidad del reinado de Dios en el universo. La Biblia habla con frecuencia del
reino de Dios de tres maneras. Algunos pasajes lo mencionan en sentido universal: el
gobierno de Dios sobre todas las cosas. Otros hablan del reinado espiritual de Dios en
la vida de los creyentes en la tierra.
Otros se refieren a un reino futuro en el cual el cielo, la tierra y los seres humanos
seran reunidos para experimentar la plenitud del reinado de Dios al final de los tiempos.
En un sentido más restringido, el reino de Dios representa su señorío particular sobre
los seres humanos que voluntariamente le reconocen como Rey. Incluye el efecto de
su acción sobre la historia, la influencia para bien de aquellos que le son obedientes, y
su soberanía general sobre el universo.
(gr., basileia tou theou). La palabra reino comunica tres significados distintos: ( 1 ) La
esfera sobre la cual reina un monarca, ( 2 ) la gente sobre la cual él o ella reina, y ( 3 )
el acto de reinar o el reinado en sí. En gr. y hebreo este es el significado principal. Los
tres significados se encuentran en el NT.
1. El reino de Dios algunas veces es el pueblo del reino (Ap 1:6),( Ap 5:10). 2. El reino
de Dios es la esfera en la cual el reinado de Dios es percibido. Esta esfera a veces es
presente, a veces futura. Es una esfera introducida después del ministerio de Juan el
Bautista; la gente entra en ella con una determinación violenta (Lc 16:16). Juan no puso
pie dentro de esta nueva esfera sino que se quedó en sus umbrales; pero las
bendiciones del reino de Dios son tan grandes que el más pequeño en él es mayor que
Juan (Mt 11:11). Jesús le ofreció el reino al pueblo de Israel porque éste era el
heredero natural (Mt 8:12); pero las autoridades religiosas, seguidas por la mayoría de
la gente, no sólo rehusaron entrar en sus bendiciones sino que trataron de prevenir la
entrada a otros (Mt 23:13). Sin embargo, muchos publicanos y prostitutas entraron en
el reino (Mt 21:31) comparar (Col 1:13).
En otras partes el reino es una esfera futura inaugurada por el regreso de Cristo. Los
justos heredarán el reino (Mt 25:34) y resplandecerán como el sol en el reino de Dios
(Mt 13:43). La entrada en este reino futuro es un sinónimo de entrar en la vida eterna
de la edad venidera (Mt 19:16),( Mt 19:23-30),( Mr 10:30).
Ahora podemos definir el reino de Dios como el reinado soberano de Dios manifestado
en Cristo para derrotar a sus enemigos, creando un pueblo sobre el cual él reina y
haciendo surgir una esfera o esferas en las cuales el poder de su reinado es percibido.
(I) EN EL AT. Desde la época de los jueces; más aún, desde Moisés, Yahvéh es
reconocido como rey de Israel (Éx 15,18 19,6 Dt 30,5 Jue 8,23 1Sam 8,7 12,12 Is 33,22
Jer 8,19 Sal 24,7S 47,6S), posteriormente como rey de todas las naciones (Jer 10,7.10
Sal 22,29 47,3 99,1S) o de todo el mundo (Sal 29,4S 47 93,1S 95,3S 96,4S).
Jesús pone el r. de Dios en relación inmediata con su propia persona y misión. No sólo
anuncia la venida del r. de Dios, sino que lo inaugura solemnemente por sus obras. Sus
victorias sobre el demonio, «príncipe de este mundo» (Jn 12,31), ponen de manifiesto
que impera ya el regio poder de Dios (Mt 12,28 par.; cf. Lc 10,18); sus milagros
proclaman la venida del r. de Dios y de la salud prometida por los profetas (Mt 11,4S
par., cfIs 61,1); su misión realiza las promesas de salud del AT (Lc 4,17S; cf. Is 61,1S
58,6).
Jesús dice claramente que a la ruina del mundo han de preceder los siguientes
acontecimientos: la propagación del evangelio entre todas las naciones (Mt 24,14), el
odio contra el nombre de Cristo entre todos los pueblos (Mt 24,9), un proceso de
descomposición espiritual, en que muchos cristianos se enfriarán en la caridad (Mt
24,12). Jesús no puede querer decir que todos estos acontecimientos, que por su
misma naturaleza exigen cierto tiempo, se habían de cumplir dentro de una generación.
(gr., basileia tou theou). La palabra reino comunica tres significados distintos:
En otras partes el reino es una esfera futura inaugurada por el regreso de Cristo. Los
justos heredarán el reino (Mar 10:30).
Ahora podemos definir el reino de Dios como el reinado soberano de Dios manifestado
en Cristo para derrotar a sus enemigos, creando un pueblo sobre el cual él reina y
haciendo surgir una esfera o esferas en las cuales el poder de su reinado es percibido.
El gobierno de Dios es, estructural y funcionalmente, una teocracia pura (del gr. the·ós,
dios, y krá·tos, gobierno), un gobierno por Dios. El término “teocracia” se atribuye a
Josefo, historiador judío del siglo I E.C., quien lo debió acuñar en su obra Contra Apión
(libro II, sec. 16). Sobre el gobierno que se estableció sobre Israel en Sinaí, escribió:
“Unos otorgan el poder a la monarquía, otros a la oligarquía, y otros al pueblo. Pero
nuestro legislador, rechazando todos estos métodos, instituyó un gobierno teocrático
[literalmente, “una teocracia”; gr. the·o·kra·tí·an]. Permítaseme usar esta palabra,
aunque violente el lenguaje. Atribuyó a Dios el poder y la fuerza”. Por supuesto, para
que este gobierno fuera una teocracia pura, no podía constituirlo ningún legislador
humano, como Moisés, sino únicamente Dios. El registro bíblico muestra que esto fue
lo que ocurrió.
Origen del término. El término “rey” (heb. mé·lekj) debió incorporarse al lenguaje
humano después del diluvio universal. El primer reino terrestre fue el de Nemrod,
“poderoso cazador en oposición a Jehová”. (Gé 10:8-12.) Posteriormente, durante el
tiempo que transcurrió hasta los días de Abrahán, se formaron ciudades-estado y
naciones y se multiplicaron los reyes humanos. Con la excepción del reino de
Melquisedec, rey-sacerdote de Salem (un tipo profético del Mesías; Gé 14:17-20; Heb
7:1-17), ninguno de estos reinos terrestres representó el gobierno de Dios o fue puesto
por Él. Los hombres también hicieron reyes de los dioses falsos que adoraban y les
atribuyeron la facultad de otorgar la soberanía real a los seres humanos. El que Dios se
aplicara a sí mismo el título “Rey [Mé·lekj]”, como se encuentra en los registros
postdiluvianos de las Escrituras Hebreas, significa que se valió de un título que los
hombres habían forjado y empleado. De este modo mostró que a Él se le debía la
honra y obediencia como “Rey”, no a los presuntuosos gobernantes humanos o dioses
hechos por el hombre. (Jer 10:10-12.)
Por supuesto, Jehová ya era Gobernante Soberano mucho antes que surgieran los
reinos humanos, sí, antes que los mismos hombres existieran. Como Dios verdadero y
Creador, sus millones de hijos angélicos le tributaban respeto y obediencia. (Job 38:4-
7; 2Cr 18:18; Sl 103:20-22; Da 7:10.) Fuera cual fuese el título que tuviera, desde el
principio de la creación se le reconoció como el Ser cuya voluntad era, con todo
derecho, suprema.
La gobernación de Dios en la historia humana primitiva. Las primeras criaturas
humanas, Adán y Eva, también conocían a Jehová como Dios, el Creador del cielo y de
la Tierra. Reconocían su autoridad, su derecho a dar órdenes, a exigirles que
cumplieran con ciertos deberes o que se abstuvieran de ciertos actos, a asignarles una
zona donde residir y que cultivar, así como a delegarles autoridad sobre otras criaturas.
(Gé 1:26-30; 2:15-17.) Si bien Adán tenía la facultad de formar nuevas palabras (Gé
2:19, 20), no hay nada que indique que ideara el título “rey [mé·lekj]” para aplicarlo a su
Dios y Creador, aunque Adán reconocía la autoridad suprema de Jehová.
Cuando Jehová Dios dictó sentencia contra los primeros rebeldes, pronunció una
profecía en términos simbólicos, en la que expuso su propósito de valerse de un medio,
una “descendencia”, para aplastar definitivamente a las fuerzas rebeldes. (Gé 3:15.)
Por lo tanto, la gobernación de Jehová, la expresión de su soberanía, asumiría un
nuevo aspecto en respuesta a la insurrección que había surgido. La revelación
progresiva de los “secretos sagrados del reino” (Mt 13:11) mostró que este nuevo
aspecto incluiría la formación de un gobierno subsidiario, un cuerpo de gobernantes
encabezado por un dirigente en quien Dios delegaría autoridad. La promesa de la
“descendencia” halla su cumplimiento en el reino de Cristo Jesús y sus compañeros
escogidos. (Rev 17:14; véase JESUCRISTO [Su posición fundamental en el propósito
de Dios].) Desde que se dio la promesa edénica, el desarrollo progresivo del propósito
de Dios relativo a la formación de esta “descendencia” real constituye un tema
fundamental de la Biblia y una clave para entender la manera de actuar de Jehová con
sus siervos y con la humanidad en general.
Si se tiene presente que una parte fundamental de la cuestión que hizo surgir el
Adversario de Dios era la integridad de todas las criaturas de Dios, es decir, su
devoción de todo corazón a Él y la lealtad a su jefatura, es de destacar el que Dios
delegue gran autoridad y poder a algunas criaturas. (Mt 28:18; Rev 2:26, 27; 3:21.)
(Véase INTEGRIDAD [Relacionada directamente con la gran cuestión universal].) El
que pudiera dar con confianza tanta autoridad y poder sería en sí mismo un espléndido
testimonio de la fuerza moral de su gobernación, que contribuiría a la vindicación de su
nombre y posición, y pondría de relieve la falsedad de las acusaciones de su
adversario.
Se manifiesta la necesidad del gobierno divino. Las condiciones que hubo desde el
principio de la rebelión humana hasta el Diluvio mostraron con claridad lo necesaria
que era la jefatura divina para la humanidad. La sociedad humana tuvo que enfrentarse
pronto a la desunión, la violencia y el asesinato. (Gé 4:2-9, 23, 24.) No se dice hasta
qué grado ejerció autoridad patriarcal sobre sus descendientes el pecador Adán
durante sus novecientos treinta años de vida. No obstante, para la séptima generación
ya debía existir mucha impiedad (Jud 14, 15), y para el tiempo de Noé, nacido unos
ciento veinte años después de la muerte de Adán, las condiciones se habían
deteriorado hasta el punto de que ‘la tierra se había llenado de violencia’. (Gé 6:1-13.)
A esta situación contribuyó el que algunas criaturas celestiales intervinieran en la
sociedad humana, en contra de la voluntad y el propósito divinos. (Gé 6:1-4; Jud 6; 2Pe
2:4, 5; véase NEFILIM.)
Con relación a Abrahán y sus descendientes. Es cierto que las personas que
consideraban a Jehová Dios como su Cabeza también tenían fricciones y problemas
personales. Sin embargo, se les ayudó a resolverlos o a aguantarlos en conformidad
con las normas justas de Dios y sin caer en la degradación. Recibieron protección y
fortaleza divinas. (Gé 13:5-11; 14:18-24; 19:15-24; 21:9-13, 22-33.) Por ello, después
de indicar que las “decisiones judiciales [de Jehová] están en toda la tierra”, el salmista
dice de Abrahán, Isaac y Jacob: “Ellos resultaban ser pocos en número, sí, muy pocos,
y residentes forasteros en [Canaán]. Y ellos siguieron andando de nación en nación, de
un reino a otro pueblo. No permitió que ningún humano los defraudara, antes bien, a
causa de ellos censuró a reyes, diciendo: ‘No toquen ustedes a mis ungidos, y a mis
profetas no hagan nada malo’”. (Sl 105:7-15; compárese con Gé 12:10-20; 20:1-18;
31:22-24, 36-55.) Esto también era prueba de que Dios aún ejercía su soberanía sobre
la tierra, que imponía según lo requiriera el adelanto de su propósito.
Con la celebración de un pacto con Abrahán (Gé 12:1-3; 22:15-18), Jehová dio otro
paso en el desarrollo de su promesa concerniente a la “descendencia” del Reino. (Gé
3:15.) Predijo a este respecto que de Abrahán (Abrán) y su esposa ‘saldrían reyes’. (Gé
17:1-6, 15, 16.) Aunque los descendientes de Esaú, el nieto de Abrahán, fundaron
reinos y territorios dominados por jeques, fue a Jacob, el otro nieto de Abrahán, a quien
se repitió la promesa profética de Dios de que de su descendencia saldrían reyes. (Gé
35:11, 12; 36:9, 15-43.)
La formación de la nación de Israel. Siglos más tarde, al debido tiempo (Gé 15:13-16),
Jehová Dios actuó en favor de los descendientes de Jacob, que ya ascendían a
millones (véase ÉXODO [Cuántas personas salieron en el éxodo]), protegiéndolos del
genocidio que pretendía llevar a cabo el gobierno egipcio (Éx 1:15-22) y finalmente
libertándolos de la dura esclavitud al régimen de Egipto. (Éx 2:23-25.) Faraón rechazó
el mandato que Dios le dio mediante sus agentes, Moisés y Aarón, como si proviniese
de una fuente que no tenía autoridad sobre los asuntos egipcios. Por negarse una y
otra vez a reconocer la soberanía de Jehová, tuvo que sufrir las manifestaciones del
poder divino en forma de plagas. (Éx 7–12.) De esta manera Dios probó que su
dominio sobre los elementos de la Tierra y sobre las criaturas era superior al de
cualquier rey terrestre. (Éx 9:13-16.) Este despliegue de poder soberano alcanzó su
punto culminante cuando destruyó las fuerzas de Faraón de una manera que ninguno
de los jactanciosos reyes guerreros de las naciones jamás hubiera podido igualar. (Éx
14:26-31.) Con buena razón Moisés y los israelitas cantaron: “Jehová reinará hasta
tiempo indefinido, aun para siempre”. (Éx 15:1-19.)
Después, Jehová dio más prueba de su dominio sobre la Tierra, las vitales reservas de
agua y las aves, así como su aptitud para proteger y sostener a la nación incluso en
alrededores áridos y hostiles. (Éx 15:22–17:15.) Habiendo hecho todo esto, se dirigió al
pueblo liberado y le dijo que si obedecía su autoridad y su pacto, podría convertirse en
su propiedad especial entre todos los demás pueblos, “porque toda la tierra me
pertenece a mí”. Por consiguiente, podría llegar a ser “un reino de sacerdotes y una
nación santa”. (Éx 19:3-6.) Cuando los israelitas declararon públicamente que se
sometían a su soberanía, Jehová actuó como Legislador regio dándoles decretos
reales recogidos en un amplio código, al mismo tiempo que manifestó de modo
impresionante su poder y gloria. (Éx 19:7–24:18.) El tabernáculo o tienda de reunión, y
en especial el Arca, indicaban la presencia del Cabeza invisible y celestial del Estado.
(Éx 25:8, 21, 22; 33:7-11; compárese con Rev 21:3.) Aunque Moisés y otros hombres
nombrados juzgaron la mayoría de los casos, guiados por la ley de Dios, en ciertas
ocasiones Jehová intervino personalmente para expresar su juicio y aplicar sanciones
contra los que quebrantaban la Ley. (Éx 18:13-16, 24-26; 32:25-35.) Los sacerdotes
ordenados actuaban para mantener buenas relaciones entre la nación y su Gobernante
celestial, ayudando al pueblo en sus esfuerzos por conformarse a las elevadas normas
del pacto de la Ley. (Véase SACERDOTE.) Así que el sistema de gobierno de Israel
era una verdadera teocracia. (Dt 33:2, 5.)
El período de los jueces. Durante los tres siglos y medio que siguieron a la conquista
de los muchos reinos de Canaán, Jehová Dios fue el único rey de la nación de Israel.
En diversos períodos hubo jueces que Él escogió para que dirigieran a la nación, a toda
ella o a partes, tanto en tiempos de guerra como de paz. Cuando el juez Gedeón
derrotó a Madián, el pueblo pidió que se convirtiese en el gobernante de la nación, pero
él, que reconocía a Jehová como el verdadero gobernante, se negó a aceptar ese
puesto. (Jue 8:22, 23.) Su ambicioso hijo Abimélec consiguió reinar por algún tiempo
sobre una pequeña parte de la nación, hasta que le sobrevino el desastre. (Jue 9:1, 6,
22, 53-56.)
Sobre este período general de los jueces se dice: “En aquellos días no había rey en
Israel. En cuanto a todos, lo que era recto a sus propios ojos cada uno acostumbraba
hacer”. (Jue 17:6; 21:25.) Estas palabras no quieren decir que no existiera un poder
judicial, pues en todas las ciudades había jueces o ancianos que se encargaban de los
casos y problemas legales y hacían justicia. (Dt 16:18-20; véase TRIBUNAL
JUDICIAL.) Además, el sacerdocio levítico actuaba como una fuerza guiadora superior,
educando al pueblo en la ley de Dios, y el sumo sacerdote tenía el Urim y Tumim, con
el que podía consultar a Dios sobre los casos difíciles. (Véanse SACERDOTE; SUMO
SACERDOTE; URIM Y TUMIM.) Por lo tanto, la persona que se aprovechaba de estas
provisiones, que adquiría conocimiento de la ley de Dios y la aplicaba, tenía una buena
guía para su conciencia. El que en ese caso hiciera “lo que era recto a sus propios
ojos” no resultaría en mal. Jehová permitió que la gente mostrara si su actitud y
proceder eran buenos o malos. No había ningún monarca humano sobre la nación que
supervisara el trabajo de los jueces ni mandara a la gente participar en proyectos
particulares ni la organizara para defender la nación. (Compárese con Jue 5:1-18.) Por
lo tanto, la mala situación que hubo se debió a que la mayoría no estuvo dispuesta a
observar la palabra y la ley de su Rey celestial ni a aprovecharse de sus provisiones.
(Jue 2:11-13.)
Los israelitas piden un rey humano. Casi cuatrocientos años después del éxodo y más
de ochocientos después que Dios hizo un pacto con Abrahán, los israelitas solicitaron
un rey humano que los acaudillara, como tenían las demás naciones. Con esa solicitud
rechazaban la propia gobernación real de Jehová sobre ellos. (1Sa 8:4-8.) Es cierto
que el pueblo tenía razones para esperar que Dios estableciera un reino en
consonancia con las promesas dadas a Abrahán y a Jacob. Además, la profecía que
pronunció Jacob respecto a Judá en su lecho de muerte daba más base para tal
esperanza (Gé 49:8-10), así como la daban las palabras que Jehová dirigió a Israel
después del éxodo (Éx 19:3-6), los términos del pacto de la Ley (Dt 17:14, 15) e incluso
parte del mensaje que Dios hizo pronunciar al profeta Balaam (Nú 24:2-7, 17). Ana, la
devota madre de Samuel, expresó esta esperanza en oración. (1Sa 2:7-10.) Sin
embargo, Jehová no había revelado completamente su “secreto sagrado” concerniente
al Reino; no había indicado cuándo llegaría el momento debido para establecerlo ni la
estructura y los componentes de ese gobierno, o si sería terrenal o celestial. Por
consiguiente, fue un atrevimiento el que el pueblo exigiera entonces un rey humano.
Los reyes que Jehová nombrara habrían de servir de agentes terrestres de Dios, sin
menoscabar lo más mínimo la propia soberanía de Jehová sobre la nación. En realidad,
el trono era de Jehová; ellos se sentaban sobre él como reyes delegados. (1Cr 29:23.)
Jehová mandó que se ungiera al primer rey, Saúl (1Sa 9:15-17), y al mismo tiempo
expuso la falta de fe que había demostrado la nación. (1Sa 10:17-25.)
Para que el reinado fuera beneficioso, tanto el rey como la nación tenían que respetar
la autoridad de Dios. Si ilusoriamente se dirigían a otras fuentes en busca de dirección
y protección, la nación y su rey serían barridos. (Dt 28:36; 1Sa 12:13-15, 20-25.) El rey
no debía confiar en el poderío militar ni multiplicar el número de sus esposas ni dejarse
dominar por el deseo de riquezas. Su gobernación no podía salirse del marco del pacto
de la Ley. Tenía la orden divina de escribir su propia copia de la Ley y leerla
diariamente, a fin de mantener el debido temor a la Autoridad, ser humilde y atenerse a
un proceder justo. (Dt 17:16-20.) En la medida que actuara así, amando a Jehová con
todo su corazón y al prójimo como a sí mismo, su gobierno reportaría bendiciones y no
habría ninguna causa real de queja debido a opresión o dificultades. Pero como en el
caso del pueblo, Jehová también permitió que estos gobernantes demostraran lo que
había en su corazón, si estaban o no dispuestos a reconocer la autoridad y voluntad de
Dios.
El pacto para un reino. Jehová hizo un pacto con David para un reino que sería
establecido eternamente en su linaje familiar. Dijo: “Ciertamente levantaré tu
descendencia después de ti, [...] y realmente estableceré con firmeza su reino. [...] Y tu
casa y tu reino ciertamente serán estables hasta tiempo indefinido delante de ti; tu
mismísimo trono llegará a ser un trono firmemente establecido hasta tiempo indefinido”.
(2Sa 7:12-16; 1Cr 17:11-14.) Este pacto relativo a la dinastía davídica supuso otro
eslabón en el desarrollo de la promesa edénica de Dios en cuanto a su reino por medio
de la predicha “descendencia” (Gé 3:15), y suministró más detalles para identificar a
esa “descendencia” cuando llegara. (Compárese con Isa 9:6, 7; 1Pe 1:11.) Los reyes
nombrados por Dios eran ungidos para su puesto, por lo que les aplicaba el término
“mesías”, que significa “ungido”. (1Sa 16:1; Sl 132:13, 17.) De modo que el reino
terrestre que Jehová puso sobre Israel fue un tipo o una representación a pequeña
escala del venidero reino del Mesías Jesucristo, el “hijo de David”. (Mt 1:1.)
Ocaso y fin de los reinos israelitas. Por no adherirse a los justos caminos de Jehová, la
situación existente finalizados solo tres reinados y al comienzo del cuarto produjo un
profundo descontento que hizo que la nación se sublevase y se dividiera (997 a. E.C.).
Como consecuencia, aparecieron un reino septentrional y otro meridional. Sin embargo,
el pacto de Jehová con David continuó en vigor con los reyes del reino meridional de
Judá. Con el transcurso de los siglos, Judá apenas tuvo reyes fieles, y en el reino
septentrional de Israel no hubo ni uno solo. La historia del reino septentrional estuvo
plagada de idolatría, intriga y asesinatos. Los reyes a menudo se sucedían unos a otros
tras cortos reinados. El pueblo sufrió injusticia y opresión. Unos doscientos cincuenta
años después de su formación, Jehová permitió que el rey de Asiria aplastase al reino
septentrional (740 a. E.C.) debido a su proceder de rebelión contra Dios. (Os 4:1, 2; Am
2:6-8.)
Naciones políticas como Asiria y Babilonia, devastaron los reinos apóstatas de Israel y
Judá. Aunque Dios dice que ‘levanta’ o ‘trae’ a esas naciones contra su pueblo
condenado (Dt 28:49; Jer 5:15; 25:8, 9; Eze 7:24; Am 6:14), el sentido es similar a
cuando el registro bíblico dice que ‘endureció’ el corazón de Faraón. (Véase
PRESCIENCIA, PREDETERMINACIÓN [Respecto a determinadas personas].) Es
decir, Dios ‘trajo’ a estas fuerzas agresoras permitiendo que realizaran el deseo de su
corazón (Isa 10:7; Lam 2:16; Miq 4:11) al retirar su ‘mano’ protectora del objeto de la
ambición de ellas. (Dt 31:17, 18; compárese Esd 8:31 con Esd 5:12; Ne 9:28-31; Jer
34:2.) A los israelitas apóstatas que tercamente se negaron a someterse a la ley y a la
voluntad de Jehová se les dio “a la espada, a la peste y al hambre”. (Jer 34:17.) Sin
embargo, el que esas naciones destruyeran sin piedad a los reinos septentrional y
meridional, la ciudad capital de Jerusalén y su sagrado templo, no les granjeó la
aprobación divina ni indicaba que tuviesen las ‘manos limpias’ delante de Él. De modo
que Jehová, el Juez de toda la Tierra, podía denunciarlas con justicia por ‘saquear su
herencia’ y condenarlas a sufrir la misma desolación que habían infligido a su pueblo.
(Isa 10:12-14; 13:1, 17-22; 14:4-6, 12-14, 26, 27; 47:5-11; Jer 50:11, 14, 17-19, 23-29.)
Visiones del reino de Dios en los días de Daniel. Toda la profecía de Daniel subraya
enfáticamente el tema de la Soberanía Universal de Dios y permite entender mejor Su
propósito. Dios se valió de Daniel, que se hallaba exiliado en la capital de la potencia
mundial que había derrotado a Judá, para revelar el significado de una visión del
monarca babilonio. En esta se predecía la marcha de las potencias mundiales y su
destrucción final por el reino eterno que el propio Jehová había establecido.
Nabucodonosor, el conquistador de Jerusalén, se sintió impulsado a postrarse y rendir
homenaje al exiliado Daniel y a reconocer que el Dios de Daniel era “un Señor de
reyes”, una actitud que debió asombrar a la corte real. (Da 2:36-47.) Mediante la visión
del ‘árbol cortado’ que Nabucodonosor tuvo en un sueño, Jehová hizo saber de nuevo
de manera contundente que “el Altísimo es Gobernante en el reino de la humanidad, y
que a quien él quiere darlo lo da, y coloca sobre él aun al de más humilde condición de
la humanidad”. (Da 4; véase TIEMPOS SEÑALADOS DE LAS NACIONES.) El
cumplimiento de la parte del sueño que tenía que ver con él hizo que el emperador
Nabucodonosor tuviera que reconocer una vez más que el Dios de Daniel es el “Rey de
los cielos”, Aquel que “está haciendo conforme a su propia voluntad entre el ejército de
los cielos y los habitantes de la tierra. Y no existe nadie que pueda detener su mano o
que pueda decirle: ‘¿Qué has estado haciendo?’”. (Da 4:34-37.)
Hacia el final del Imperio babilonio, Daniel tuvo visiones proféticas de imperios
sucesivos que tendrían características bestiales; vio también el majestuoso tribunal
celestial de Jehová en sesión, juzgando a las potencias del mundo y decretando que no
merecen gobernar, y contempló a “alguien como un hijo del hombre [...] [a quien] fueron
dados gobernación y dignidad y reino, para que los pueblos, grupos nacionales y
lenguajes todos le sirvieran aun a él”, en su “gobernación de duración indefinida que no
pasará”. Presenció también la guerra de la última potencia mundial contra “los santos”,
lo que exigiría la aniquilación de aquella, y la entrega del “reino y la gobernación y la
grandeza de los reinos bajo todos los cielos [...] al pueblo que son los santos del
Supremo”, los santos de Jehová Dios. (Da 7, 8.) De este modo se manifestó
claramente que la “descendencia” prometida consistiría en un cuerpo gubernamental
que además de tener un cabeza regio, el “hijo del hombre”, también contaría con
gobernantes asociados, los “santos del Supremo”.
Por lo tanto, durante miles de años el propósito inmutable e irresistible de Jehová Dios
siguió hacia adelante. Sin importar qué giros tomaron los acontecimientos en la Tierra,
siempre demostró estar al mando de la situación, sin verse afectado por la oposición
humana o demoniaca. No permitió que nada interfiriera en el desarrollo progresivo y
perfecto de su propósito o de su voluntad. La historia de la nación de Israel suministró
tipos proféticos de cómo trataría Dios con los hombres, y además ilustró que si no hay
un reconocimiento y una sumisión de todo corazón a la jefatura divina, no puede haber
armonía, paz y felicidad duraderas. Los israelitas disfrutaban de los beneficios de tener
en común la ascendencia, la lengua y el país. También se encaraban a enemigos
comunes. Pero solo tenían unidad, fuerza, justicia y disfrute genuino de la vida cuando
adoraban y servían a Jehová Dios con lealtad y fe. Cuando sus lazos con Jehová Dios
se debilitaban, la nación degeneraba rápidamente.
El reino de Dios ‘se acerca’. Puesto que el Mesías tenía que ser un descendiente de
Abrahán, Isaac y Jacob, un miembro de la tribu de Judá y un “hijo de David”, había de
nacer como hombre; según se declaró en la profecía de Daniel, debía ser un “hijo del
hombre”. Cuando “llegó el límite cabal del tiempo”, Jehová Dios envió a su Hijo, quien
nació de una mujer y cumplió todos los requisitos legales para heredar el “trono de
David su padre”. (Gál 4:4; Lu 1:26-33; véase GENEALOGÍA DE JESUCRISTO.) Seis
meses antes de su nacimiento, nació Juan, al que llamarían el Bautista y que sería
precursor de Jesús. (Lu 1:13-17, 36.) Las expresiones de los padres de Juan y de
Jesús indicaron que vivían con la ansiosa expectativa de contemplar la gobernación
divina. (Lu 1:41-55, 68-79.) Cuando Jesús nació, las palabras que pronunció la
delegación angélica enviada para anunciar el significado de aquel acontecimiento
también se refirieron a actos gloriosos de Dios. (Lu 2:9-14.) Igualmente, Simeón y Ana
expresaron en el templo su esperanza de salvación y liberación. (Lu 2:25-38.) Tanto el
registro bíblico como el seglar muestran que los judíos estaban a la expectativa de la
venida del Mesías. Sin embargo, el interés principal de muchos de ellos era conseguir
libertad del pesado yugo de la dominación romana. (Véase MESÍAS.)
Juan tenía la comisión de ‘volver los corazones’ de las personas a Jehová, a sus
pactos, al “privilegio de rendirle servicio sagrado sin temor, con lealtad y justicia”, y de
este modo “alistar para Jehová un pueblo preparado”. (Lu 1:16, 17, 72-75.) Dijo sin
ambages a las personas que se encaraban a un tiempo de juicio de Dios y que ‘el reino
de los cielos se había acercado’, por lo que era urgente que se arrepintieran y
abandonaran su proceder de desobediencia a la voluntad y la ley de Dios. Esto volvía a
poner de relieve la norma de Jehová de tener únicamente súbditos bien dispuestos,
personas que reconocieran y apreciaran la justicia de sus caminos y sus leyes. (Mt 3:1,
2, 7-12.)
La venida del Mesías tuvo lugar cuando Jesús se presentó a Juan para bautizarse y fue
ungido por el espíritu santo de Dios. (Mt 3:13-17.) Así pasó a ser el Rey nombrado,
reconocido por el tribunal de Jehová como el que tenía el derecho legal al trono
davídico, un derecho que nadie había tenido en los anteriores seis siglos. (Véase
JESUCRISTO [Su bautismo].) Pero Jehová introdujo además a su Hijo aprobado en un
pacto para un reino celestial, en el que Jesús sería Rey y Sacerdote a la manera del
Melquisedec de la antigua Salem. (Sl 110:1-4; Lu 22:29; Heb 5:4-6; 7:1-3; 8:1; véase
PACTO.) Como la prometida ‘descendencia de Abrahán’, este Rey-Sacerdote celestial
sería el Agente Principal de Dios para bendecir a personas de todas las naciones. (Gé
22:15-18; Gál 3:14; Hch 3:15.)
¿En qué sentido estaba el Reino ‘en medio’ de aquellos a quienes Jesús predicó?
Con confianza en que Jehová tenía el poder de protegerle y de concederle éxito, Jesús
emprendió su ministerio público, anunciando al pueblo que estaba en pacto con Jehová
que ‘el tiempo señalado se había cumplido’, lo que significaba que el reino de Dios
estaba cerca. (Mr 1:14, 15.) Para determinar en qué sentido estaba ‘cerca’ el Reino,
pueden examinarse las palabras que dirigió a ciertos fariseos: “El reino de Dios está en
medio de ustedes”. (Lu 17:21.) Algunos comentaristas citan frecuentemente este
versículo como un ejemplo del ‘misticismo’ o ‘introversión’ de Jesús. Esta interpretación
se basa principalmente en la expresión “dentro de vosotros”, que es como traducen un
buen número de versiones la última parte de esta cita (AFEBE, Enz, Leal, NBE, Rule,
Scío y otras). Sin embargo, muchas otras difieren. Por ejemplo, Torres Amat lee: “Ya el
reino de Dios, o el Mesías, está en medio de vosotros”. Cantera-Iglesias dice: “El reino
de Dios está entre vosotros”, y en una nota comenta: “ENTRE VOSOTROS (no ‘dentro
de vosotros’, ‘en vuestro interior’): en la persona de Jesús, presente entre los fariseos”.
Asimismo, Straubinger traduce “ya está [...] en medio de vosotros”, y en una nota
comenta: “El sentido no puede ser que el reino está dentro de sus almas, pues Jesús
está hablando con los fariseos”. (Véanse también las notas de Besson, BJ, NTI y
Petite.) Como “reino [ba·si·léi·a]” puede significar “dignidad real”, es evidente que Jesús
se refería a que él, el representante real de Dios, el ungido por Dios para ejercer la
gobernación real, estaba en medio de ellos. No solo estaba presente en calidad de
futuro rey del Reino, sino que también tenía autoridad para realizar obras que
manifestaban el poder regio de Dios y preparar a quienes iban a ocupar puestos en su
venidero gobierno del Reino. A eso se refería la ‘proximidad’ del Reino; era un tiempo
en el que se daban unas circunstancias muy especiales.
Un gobierno con poder y autoridad. Los discípulos de Jesús entendieron que el Reino
era un verdadero gobierno de Dios, aunque no comprendieron el alcance de su
dominio. Natanael le dijo a Jesús: “Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de
Israel”. (Jn 1:49.) Ellos conocían lo que la profecía de Daniel decía en cuanto a “los
santos”. (Da 7:18, 27.) Jesús prometió claramente a sus apóstoles que ocuparían
“tronos”. (Mt 19:28.) Santiago y Juan buscaron ciertas posiciones privilegiadas en el
gobierno mesiánico, y Jesús reconoció que las habría, si bien dijo que el asignarlas
dependía de su Padre, el Gobernante Soberano. (Mt 20:20-23; Mr 10:35-40.) Por tanto,
aunque sus discípulos creyeron erróneamente que la gobernación regia del Mesías se
circunscribía a la Tierra —y específicamente al Israel carnal— e incluso lo manifestaron
así el día de la ascensión del resucitado Jesús (Hch 1:6), entendieron correctamente
que se trataba de un verdadero gobierno. (Compárese con Mt 21:5; Mr 11:7-10.)
Todo esto era prueba sólida de que Jesús tenía autoridad real y de que esta no
procedía de ninguna fuente política humana. (Compárese con Jn 18:36; Isa 9:6, 7.) A
unos mensajeros enviados por Juan el Bautista —preso por aquel entonces— que
habían sido testigos de las obras poderosas de Jesús, este les mandó volver a Juan y
decirle lo que habían visto y oído como confirmación de que Jesús era realmente
“Aquel Que Viene”. (Mt 11:2-6; Lu 7:18-23; compárense con Jn 5:36.) Los discípulos de
Jesús estaban viendo y oyendo la prueba de la autoridad de Reino que los profetas
habían anhelado presenciar. (Mt 13:16, 17.) Además, Jesús podía delegar autoridad a
sus discípulos para que tuvieran poderes similares como sus representantes
nombrados, y de este modo daba fuerza y peso a su proclamación: “El reino de los
cielos se ha acercado”. (Mt 10:1, 7, 8; Lu 4:36; 10:8-12, 17.)
Así pues, pertenecer al reino de Dios no se conseguiría con facilidad; no sería como
acercarse a una ciudad abierta en la que muy poco, o nada, dificultase la entrada. Al
contrario, el Soberano Jehová Dios había colocado barreras para excluir a cualquiera
que no lo mereciera. (Compárese con Jn 6:44; 1Co 6:9-11; Gál 5:19-21; Ef 5:5.) Los
que entraran tendrían que recorrer un camino estrecho, pasar por una puerta angosta y
pedir, buscar y tocar con insistencia. Solo entonces se les abriría el camino. El camino
es “estrecho” en el sentido de que restringe a los que caminan por él para que no
hagan cosas que puedan perjudicar a otros o a ellos mismos. (Mt 7:7, 8, 13, 14;
compárese con 2Pe 1:10, 11.) Quizás tuvieran que perder un ojo o una mano en
sentido figurado a fin de conseguir la entrada. (Mr 9:43-47.) El Reino no sería una
plutocracia en la que se pudiera comprar el favor del Rey; sería difícil que un rico (gr.
plóu·si·os) entrase. (Lu 18:24, 25.) No sería una aristocracia mundana; una posición
social elevada no contaría. (Mt 23:1, 2, 6-12, 33; Lu 16:14-16.) Los que parecieran
“primeros”, con unos antecedentes religiosos impresionantes, serían los “últimos”, y los
‘últimos serían los primeros’ en recibir los benditos privilegios relacionados con ese
Reino. (Mt 19:30–20:16.) Los fariseos hipócritas, hombres prominentes que confiaban
en su posición ventajosa, verían entrar en el Reino antes que ellos a las rameras y a
los recaudadores que habían reformado su conducta. (Mt 21:31, 32; 23:13.) Aunque
llamaran a Jesús “Señor, Señor”, a todos aquellos hipócritas que no respetasen la
palabra y la voluntad de Dios revelada por medio de Jesús, se les rechazaría con las
palabras: “¡Nunca los conocí! Apártense de mí, obradores del desafuero”. (Mt 7:15-23.)
Conseguirían entrar los que pusieran los intereses materiales en segundo lugar y
buscaran primero el Reino y la justicia de Dios. (Mt 6:31-34.) Al igual que Cristo Jesús,
el Rey ungido de Dios, estas personas amarían la justicia y odiarían el desafuero. (Heb
1:8, 9.) Los futuros miembros del Reino tendrían una inclinación espiritual, serían
misericordiosos, de corazón puro y pacíficos, aunque otros hombres los vituperarían y
perseguirían. (Mt 5:3-10; Lu 6:23.) El “yugo” que Jesús ofreció a tales personas
significaba sumisión a su autoridad regia. Pero para los “de genio apacible y [humildes]
de corazón”, como era el Rey, se trataba de un yugo suave y una carga ligera. (Mt
11:28-30; compárese con 1Re 12:12-14; Jer 27:1-7.) Esto debió conmover a sus
oyentes, pues les aseguraba que su gobernación no tendría ninguna de las cualidades
indeseables que habían mostrado muchos gobernantes anteriores, tanto israelitas
como no israelitas. Les dio razón para creer que bajo su gobierno no habría impuestos
opresivos, trabajos forzados o explotación de cualquier tipo. (Compárese con 1Sa 8:10-
18; Dt 17:15-17, 20; Ef 5:5.) Como mostraron las palabras posteriores de Jesús, no
solo el Cabeza del venidero gobierno del Reino demostraría su abnegación hasta el
punto de dar la vida por su pueblo, sino que todos los que estuvieran asociados con él
en ese gobierno también procurarían servir al prójimo en vez de ser servidos. (Mt
20:25-28; véase JESUCRISTO [Sus obras y cualidades personales].)
La relación de pacto. Durante la última noche que Jesús pasó con sus discípulos, habló
de un “nuevo pacto” con ellos que sería validado por su sacrificio de rescate (Lu 22:19,
20; compárese con 12:32); él sería Mediador entre el Soberano Jehová y ellos. (1Ti 2:5;
Heb 12:24.) Además, Jesús hizo un pacto personal con sus seguidores “para un reino”,
a fin de que pudieran participar con él de sus privilegios reales. (Lu 22:28-30; véase
PACTO.)
‘El reino del Hijo de su amor.’ Diez días después de la ascensión de Jesús a los cielos,
en el Pentecostés del año 33 E.C., sus discípulos tuvieron prueba de que había sido
“ensalzado a la diestra de Dios” cuando derramó espíritu santo sobre ellos. (Hch 1:8, 9;
2:1-4, 29-33.) De esta manera entró en vigor el “nuevo pacto”, y ellos se convirtieron en
el núcleo de una nueva “nación santa”, el Israel espiritual. (Heb 12:22-24; 1Pe 2:9, 10;
Gál 6:16.)
Entonces Cristo estaba sentado a la diestra del Padre y era el Cabeza de la
congregación. (Ef 5:23; Heb 1:3; Flp 2:9-11.) Las Escrituras muestran que a partir del
Pentecostés del año 33 E.C. se estableció un reino espiritual sobre los discípulos.
Cuando el apóstol Pablo escribió a los cristianos colosenses del primer siglo, indicó que
Jesucristo ya tenía un reino: “[Dios] nos libró de la autoridad de la oscuridad y nos
transfirió al reino del Hijo de su amor”. (Col 1:13; compárese con Hch 17:6, 7.)
“El Reino de nuestro Señor y de su Cristo.” A finales del siglo I E.C., el apóstol Juan
tuvo una revelación divina del tiempo futuro en el que Jehová Dios produciría una
nueva forma de gobernación divina mediante su Hijo. En aquel tiempo, como cuando
David llevó el Arca a Jerusalén, podría decirse que Jehová ‘había tomado su gran
poder y había empezado a reinar’. Sería entonces cuando fuertes voces en el cielo
proclamarían: “El reino del mundo sí llegó a ser el reino de nuestro Señor y de su
Cristo, y él reinará para siempre jamás”. (Rev 11:15, 17; 1Cr 16:1, 31.)
“Nuestro Señor”, el Señor Soberano Jehová, impone su autoridad sobre “el reino del
mundo” produciendo una nueva expresión de su soberanía sobre la Tierra. Concede a
su Hijo Jesucristo una participación subsidiaria en ese Reino, de modo que se le llama
“el reino de nuestro Señor y de su Cristo”. Este reino es de proporciones y dimensiones
mayores que “el reino del Hijo de su amor”, del que se habla en Colosenses 1:13. “El
reino del Hijo de su amor” empezó en el Pentecostés del año 33 E.C. y ha gobernado
sobre los discípulos ungidos de Cristo; “el reino de nuestro Señor y de su Cristo” se
inicia al fin de “los tiempos señalados de las naciones” y gobierna sobre toda la
humanidad en la Tierra. (Lu 21:24.)
Después de recibir participación en “el reino del mundo”, Jesucristo toma las medidas
necesarias para eliminar la oposición a la soberanía de Dios. La acción inicial tiene
lugar en la región celestial; se derrota a Satanás y sus demonios y se les arroja al
ámbito terrestre. Como resultado, se hace la siguiente proclamación: “Ahora han
acontecido la salvación y el poder y el reino de nuestro Dios y la autoridad de su
Cristo”. (Rev 12:1-10.) Durante el corto período de tiempo que le queda, este principal
adversario, Satanás, continúa cumpliendo la profecía de Génesis 3:15 al guerrear
contra “los restantes” de la “descendencia” de la mujer, los “santos” que están en vías
de gobernar con Cristo. (Rev 12:13-17; compárese con 13:4-7; Da 7:21-27.) No
obstante, los “justos decretos” de Jehová se hacen manifiestos, y sus expresiones de
juicio caen como plagas sobre sus opositores, lo que lleva a la destrucción de la mística
Babilonia la Grande, la perseguidora principal de los siervos de Dios en la Tierra. (Rev
15:4; 16:1–19:6.)
Después, “el reino de nuestro Señor y de su Cristo” envía sus ejércitos celestiales
contra los gobernantes de todos los reinos terrestres y sus ejércitos para pelear la
batalla de Armagedón, en la que estos últimos son destruidos. (Rev 16:14-16; 19:11-
21.) Esta es la respuesta a la petición hecha a Dios: “Venga tu reino. Efectúese tu
voluntad, como en el cielo, también sobre la tierra”. (Mt 6:10.) A continuación se abisma
a Satanás y empieza un período de mil años en el que Cristo Jesús y sus asociados
gobiernan como reyes y sacerdotes sobre los habitantes de la Tierra. (Rev 20:1, 6.)
Puesto que Jesucristo “entrega el reino a su Dios y Padre”, ¿en qué sentido es su reino
“eterno”, como se repite una y otra vez en las Escrituras? (2Pe 1:11; Isa 9:7; Da 7:14;
Lu 1:33; Rev 11:15.) Del siguiente modo: su Reino “nunca será reducido a ruinas”, sus
logros serán perpetuos y él recibirá honra eterna por su papel de Rey Mesiánico. (Da
2:44.)
Sin embargo, después de esto se someterá a esos súbditos terrestres a una prueba
final de integridad y devoción. Satanás será soltado del abismo. Los que permitan que
él los seduzca lo harán por la misma cuestión que surgió en Edén: la legitimidad de la
soberanía de Dios, pues se dice que atacan el “campamento de los santos y la ciudad
amada”. Como el Tribunal del cielo habrá zanjado judicialmente esa cuestión y habrá
cerrado el caso ya no se permitirá otra rebelión prolongada. Los que no permanezcan
leales al lado de Dios no podrán apelar a Cristo Jesús como un ‘ayudante propiciatorio’,
sino que Jehová Dios será “todas las cosas” para ellos. No habrá ninguna apelación o
mediación posible. Todos los rebeldes, espíritus y humanos, recibirán la sentencia
divina de destrucción en la “muerte segunda”. (Rev 20:7-15.)