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Los cazadores de trufas

Retraída y de bajo perfil, tan distante de los estrenos comerciales como del cine de festivales, Los
cazadores de trufas es una de esas películas que, como aquélla clase de hongos, hay que buscar
con paciencia hasta dar con una que vale, por sí sola, más que una hectárea de soja.

Recogido a mano
Por Horacio Bernades

Los cazadores de trufas es una historia de amor. De amores. De amores de un grupo de “últimos
mohicanos” --ancianos recolectores de trufas, tal vez los últimos de su especie-- por sus
tomahawk, para el caso esos hongos que se cotizan como joyas, y por sus rastreadores de infalible
olfato, los perros sabuesos (perras, en general), que identifican como a huesos los sitios donde
yacen las trufas bajo tierra, permitiendo que sus dueños las recolecten trabajosamente y de a una.
No es, eso sí, una historia de amores entre seres humanos, salvo alguna amistad raleada que
asoma por allí. Sucede que estos cazadores de trufas son montañeses de vida aislada, la mayoría
de ellos viejos ermitaños llenos de manías, que vivieron toda su vida solos y no tienen buena
opinión de las mujeres. Uno solo está casado, pero por lo que se ve, más le valdría estar soltero: su
esposa, que tendrá un cuarto de siglo menos que él, es la típica Sisebuta malhumorada y
protestona.

¿Es Los cazadores de trufas una película misógina? Sus personajes lo son. ¿Qué podía esperarse de
gente del bosque habituada a hachar, comer raleado, montarse a tractores y emprender largas
búsquedas diarias en compañía de sus perres? Sí, produce un poco de cosita ver a uno de ellos
definirse como “papá” de su pichicha, dejándola subirse a la mesa para comer juntos, festejando el
cumpleaños de ella con una torta y poniéndose comida en la boca para que la perra la coma de
allí. Otro toma baños de inmersión con su pointer, pasándole shampú suavemente por la cabeza.
Si no es zoofilia le pasa raspando. ¿Anula eso la simpatía que la terquedad de uno de ellos nos
produce cuando se niega, suave pero férreamente, a pasarle los secretos del métier a un
improvisado en el tema? ¿No despierta piedad que a los 84 años “y medio” el hombre quiera
“colocar” a su perra en alguna casa, para que ésta tenga con quien vivir cuando él ya no esté? ¿Y
que finalmente, como sucede tantas veces con la gente que necesita vender algo amado, se
niegue a hacerlo? “Tengo a Birba, no necesito a una mujer”, afirma, con disfuncional inocencia.

Filmada en el Piamonte italiano por dos realizadores estadounidenses (Michael Dwek y Gregory
Kershaw, el primero de ellos un reconocido fotógrafo, el segundo camarógrafo), Los cazadores de
trufas aúna con fluidez lo documental y lo ficcional. Basta ver el aspecto de los protagonistas,
desprolijos, los pelos largos y descuidados, daría la impresión de que no sometidos a un lavado
regular (uno de ellos, el más piantado de todos, podría perfectamente hacer de Jesús en una
película bíblica), el modo en que hablan, el cerrado dialecto piamontés en que lo hacen, su
carácter callado de gente del monte, alguna subrepticia mirada a cámara, para darse cuenta de
que estos cazadores de trufas son the real thing. Habría que ver si lo mismo sucede con algunos de
sus compradores, gente de ciudad que podrían serlo o no. Tiendo a creer que también estos
señores de saco y corbata, de impecable y afeitado look, son dealers de trufas en la vida real.

Una trufa puede costar 6 mil dólares, y hallarla es casi como encontrar una aguja en un pajar.
Algunos de estos cosechadores a mano recogen, gracias al olfato de sus perras, varias por semana.
O sea q pueden ganar 30 o 35 mil dólares cada siete días: un comercio que no es moco de pavo.
No es raro que une de los perres aparezca envenenado: a algunos cosechadores no les cae en
gracia que el pichicho del de al lado olisquee mejor que el de ellos. En ese caso, la pérdida del can
amado representará lógicamente para el dueño un duelo profundo: ¿cómo remplazar al amigo
infalible, que lo acompaña en sus caminatas desde hace diez, quince años? “Si se muere el perro
me muero yo”, dice uno, previsiblemente. Otros abandonan la tarea de toda la vida, asqueados
por la creciente profusión de gente codiciosa en el negocio: la transición propia de toda actividad
transmitida de generación en generación, que fatalmente deberá dar paso a su versión corporativa
y capitalista. A propósito, esta gente comercializa aún sus productos como se hacía en la era
precapitalista, por oferta y contraoferta mano a mano.

De la asociación entre un fotógrafo y un camarógrafo (habían codirigido un documental previo)


podía temerse un relajo de amaneceres color huevo frito, de oscuridades boscosas
primorosamente iluminadas, de brillos de sol tintineando entre el follaje. Nada de eso. Filman esta
historia de gente rústica con rusticidad, como si fueran uno más de la zona. Como en el Piamonte
llueve copiosamente (los hongos prosperan, cualquiera lo sabe, en climas húmedos), estos
“cazadores” suelen lucir empapados, los pelos pegados al cráneo, embarrados, pisando alfombras
de hojas secas. En un par de ocasiones Dwek y Kershaw se “alocan”, como diría un español, y
prueban cómo sería la subjetiva de un perro, corriendo e incluso haciendo cabriolas. Lo cual los
lleva a esfuerzos de cámara feos y estériles. Por un lado, esas subjetivas son innecesarias: ya
estamos viendo cómo los perros huelen, cavan, ruegan al dueño que lo haga con ellos. Pero
además, ¿quién puede decir cómo ve un perro? Si no lo sabemos ni podemos saberlo, esas falsas
subjetivas, que filma un ojo humano, no nos permitirán aprenderlo. Finalmente, esas nerviosas
carreras hacia adelante, vistas desde los ojos del (camarógrafo) que corre, rompen con la
homogeneidad visual y de puesta en escena que los realizadores sostienen con criterio.

Contrariamente, el plano inicial es uno de esos que colocan al espectador en un determinado


tempo, una disposición a la observación atenta y paciente, lo “sumergen” en un mundo
autónomo. Se trata de un plano fijo y a distancia, que encuadra frontalmente la ladera de una
montaña boscosa, en la que muy de a poco van tomando forma un hombre, un perro, otro perro.
La cámara se acerca muy pausadamente, sin ninguna espectacularidad, hasta que asistimos a la
tarea del cosechador y sus animales de confianza. Gran plano inicial, en tanto nos introduce a una
geografía desconocida y lo hace apelando a nuestra sensorialidad, activando nuestras células
dormidas. El plano final, posterior a la simpática fuga de un “trufero” que a los 88 años no quiere
dejar de buscar, cerrará la ventana que aquel plano abrió. Estamos otra vez acá. Pero no somos los
mismos: durante una hora y media tuvimos el privilegio de asistir a un mundo que hasta ahora no
conocíamos.

The Truffle Hunters, Italia/Grecia/EE.UU., 2020. Dirección, guion y fotografía: Michael Dwek y
Philip Kershaw. Duración: 84 minutos. Intérpretes: Piero Botto, Sergio Cauda, Maria Cicciù, Aurelio
Conterno, Enrico Crippa. Estreno en Flow.

@horaciobernades

https://www.youtube.com/watch?v=T9g-L-gLgEQ

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